The Project Gutenberg eBook of Los desposados: Historia milanesa del siglo XVII - Tomo 2 This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: Los desposados: Historia milanesa del siglo XVII - Tomo 2 Author: Alessandro Manzoni Release date: January 23, 2022 [eBook #67231] Language: Spanish Original publication: Mexico: Andrade y Escalante Credits: Andrés V. Galia, Sanly Bowitts and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive) *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS DESPOSADOS: HISTORIA MILANESA DEL SIGLO XVII - TOMO 2 *** NOTAS DEL TRANSCRIPTOR "Los desposados" es la traducción al castellano de la obra de Alejandro Manzoni, que en su versión original en italiano lleva el título de "I promessi sposi". En otras versiones en castellano el título que se le ha dado es "Los novios". El transcriptor estima que "Los novios" está más acorde con el título original y el tenor de la obra. En la versión de texto las palabras en itálicas están indicadas con _guiones bajos_. El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido el de respetar las reglas de la Real Academia Española vigentes cuando la presente edición de esta obra fue publicada. El lector interesado puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia Española. En referencia a lo mencionado en el párrafo precedente, cabe destacar que palabras como vió, fué, dió, por ejemplo, en esa época llevaban acento ortográfico. Eso ha sido respetado. En la presente transcripción se decidió adecuar la ortografía de las mayúsculas acentuadas a las reglas indicadas por la RAE, que establecen que el acento ortográfico debe utilizarse, incluso si la vocal acentuada está en mayúsculas. La cubierta del libro fue modificada por el transciptor y se ha agregado al dominio público. Errores evidentes de impresión y de puntuación han sido corregidos. El Índice de capítulos, ha sido elaborado por el transcriptor. * * * * * LOS DESPOSADOS TOMO SEGUNDO LOS DESPOSADOS HISTORIA MILANESA DEL SIGLO XVII POR ALEJANDRO MANZONI TRADUCIDA DEL ITALIANO [Ilustración] MÉXICO IMP. DE. ANDRADE Y ESCALANTE Calle de Cadena número 13 1858 ÍNDICE Pág. CAPÍTULO PRIMERO 5 CAPÍTULO SEGUNDO 30 CAPÍTULO TERCERO 55 CAPÍTULO CUARTO 81 CAPÍTULO QUINTO 102 CAPÍTULO SEXTO 134 CAPÍTULO SÉPTIMO 178 CAPÍTULO OCTAVO 202 CAPÍTULO NOVENO 238 CAPÍTULO DÉCIMO 255 CAPÍTULO DECIMOPRIMERO 292 CAPÍTULO DECIMOSEGUNDO 318 CAPÍTULO DECIMOTERCERO 339 CAPÍTULO DECIMOCUARTO 359 CAPÍTULO DECIMOQUINTO 386 CAPÍTULO DECIMOSEXTO 422 CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO 458 CAPÍTULO DECIMOCTAVO 481 CAPÍTULO DECIMONOVENO 514 CAPÍTULO VIGÉSIMO 537 CAPÍTULO PRIMERO El que viendo en un campo mal cultivado una yerba silvestre, por ejemplo, una bella planta de paciencia, quisiera saber con certeza si ésta se encontraba en aquel sitio por medio de una semilla germinada en el mismo campo, ó llevada por el viento, ó dejada caer por algún pájaro; por más que pensase, no llegaría jamás á sacar nada en conclusión: del mismo modo no sabremos decir si salió naturalmente del caletre del conde la resolución de servirse del padre provincial para cortar aquel nudo gordiano, ó si le fué sugerida por Attilio. Ciertamente que éste no había soltado aquellas palabras al acaso: y aunque debiera esperarse que á una insinuación tan directa, el amor propio del conde se sublevara, quiso, sin embargo, á toda costa, presentarle la idea de aquel expediente, y meterle en el camino por donde era preciso que andara. Además, dicho expediente era tan adaptado al genio del viejo conde, de tal modo indicado por las circunstancias, que se hubiera podido apostar que lo habría imaginado por sí solo sin necesitar sugestiones de nadie. Se trataba que en una guerra, sin embargo, demasiado abierta, uno que llevaba su nombre, un sobrino suyo, no quedase debajo; punto esencialísimo á la reputación del poder que tanto llenaba su corazón. La satisfacción que el sobrino podía tomar por sí solo, hubiera sido un remedio peor que la enfermedad, un manantial de disgustos, siendo preciso impedirla de cualquier modo que fuese, y sin pérdida de tiempo. Ordenarle que partiera en el mismo instante de su palacio, ya no sería obedecido; y aunque lo fuese, era ceder el campo, una retirada de la casa ante un convento. Órdenes, fuerza legal, y todos los espantajos de este género, no valían contra un adversario de aquella condición. El clero regular y secular se había hecho enteramente inmune de toda jurisdicción legal, extendiéndose dicha inmunidad no sólo á sus personas, sino también á los lugares que habitaban, según deben saber aun los que no hayan leído más historia que la nuestra, pues de lo contrario estaríamos frescos. Todo lo que podía hacerse contra tal adversario, era buscar el medio de alejarlo, lo cual sólo podía lograrse por el padre provincial. Ahora bien: entre el conde y dicho padre provincial mediaba un conocimiento muy antiguo: se veían de tarde en tarde, pero siempre con grandes demostraciones de amistad, y con reiteradas ofertas de servirse mutuamente. Á veces es mejor tratar con uno que tenga muchos individuos á sus órdenes, que no con uno solo de éstos, el cual no ve más que su negocio, no siente más que su pasión, ni se cuida más que de su pundonor, mientras que el otro descubre en un momento cien relaciones, cien consecuencias, cien intereses, cien cosas que evitar, otras ciento que salvar; y así se le puede coger por cien partes. Todo bien pesado, el conde invitó cierto día á comer al padre provincial, y le hizo encontrarse en medio de una tanda de convidados, elegidos con el tacto más exquisito. Veíanse allí algunos parientes de la más encopetada grandeza, cuyo solo nombre era un gran título; y que por su ademán, por cierta resolución, por cierto desdén caballeresco, al hablar de grandes cosas con términos familiares, lograban, aunque sin querer, imprimir y recordar á cada momento, la idea de la superioridad y del poder. Hallábanse también allí algunos clientes adheridos á la casa por una dependencia hereditaria, y al personaje por una servidumbre de toda la vida; los cuales, empezando desde la menestra á decir sí con la boca, con los ojos, con los oídos, con toda la cabeza, con todo el cuerpo, y con toda el alma, á los postres os habían puesto á un hombre en estado de no acordarse cómo se hacía para decir _no_. En la mesa, el conde hizo recaer bien pronto la conversación sobre su tema favorito; esto es, el hablar de Madrid. Á Roma se va por muchos caminos; él iba por todos á Madrid. Habló de la corte, del conde-duque, de los ministros, de la familia del gobernador, de las corridas de toros que él podía describir perfectamente, porque había tenido el gusto de presenciarlas desde un sitio distinguido; del Escorial, del que podía dar cuenta muy exacta, porque un criado del conde-duque le había conducido por todos los rincones. Por espacio de algún tiempo, toda la reunión estuvo como un auditorio, atenta á él solo; después se dividió en coloquios particulares, y él entonces prosiguió refiriendo otras muchas cosas curiosas, como en confianza, al padre provincial que estaba á su lado, y que le dejó decir, decir, y más decir. Pero de pronto, dió otro giro á la conversación, la separó de Madrid; y de corte en corte, de dignidad en dignidad, la hizo caer sobre el cardenal Barberini, que era capuchino y hermano del papa que ocupaba entonces la silla apostólica, Urbano VIII nada menos. El conde se vió precisado á dejar hablar un poco á los demás, á ponerse á escuchar, y recordar por último, que en este mundo no era el solo personaje que lo hacía. Poco después de levantados de la mesa, rogó al padre provincial que pasase con él á otra estancia. Dos potestades, dos ancianidades, dos experiencias consumadas, se hallaban frente á frente. El magnífico señor hizo sentar al muy reverendo padre, después de lo cual tomó él también asiento, y empezó á hablar en estos términos: “Convencido de la amistad que existe entre nosotros, he creído poder hablar á vuestra paternidad acerca de un negocio de interés común, y que debe concluirse aquí para entre nosotros, sin ir por otros caminos que podían... Y por tanto, buenamente, con el corazón en la mano, os diré de lo que se trata; y en dos palabras, estoy cierto, que nos pondremos de acuerdo. Decidme, ¿en vuestro convento de Pescarenico hay un tal padre Cristóbal de ***?”. El provincial hizo un signo afirmativo. --Suplico á vuestra paternidad me diga francamente, en buena amistad... ese sujeto... ese padre... yo no lo conozco personalmente; siendo así, que de padres capuchinos conozco muchos, celosos, prudentes, humildes, varones, en fin, que valen más oro de lo que pesan: he sido amigo de la orden desde mi infancia... pero en todas las familias un poco numerosas... hay siempre algún individuo, alguna cabeza... Y sé por ciertas noticias, que ese padre Cristóbal es un hombre... afecto á las querellas... que no tiene toda aquella prudencia, todos aquellos miramientos... Apostaría á que ha debido más de una vez dar qué pensar á vuestra paternidad. --Entiendo; es un empeño, pensaba entretanto el provincial; yo tengo la culpa: bien sabía yo que á ese buen padre Cristóbal era preciso hacerle correr de púlpito en púlpito, y no dejarle descansar seis meses en un mismo lugar, especialmente en los conventos de la campiña. --¡Oh!, dijo luego; siento de veras que vuestra magnificencia tenga en mal concepto al padre Cristóbal; siendo así que es un religioso que observa una conducta ejemplar en el convento, y al mismo tiempo tenido en mucha estima fuera de él. --Entiendo perfectamente; vuestra paternidad debe... pero, sin embargo, yo quiero, como amigo sincero, advertiros de una cosa que conviene que sepáis; y si una vez informado de ella, puedo, sin faltar á mis deberes, haceros ver ciertos resultados... posibles; no digo más. Sabemos que dicho padre Cristóbal había tomado bajo su protección á un hombre de aquel pueblo, á un hombre... vuestra paternidad debe haber oído hablar de él; es el que se escapó con tanto escándalo de las manos de la justicia, después de haber hecho en el terrible día de S. Martín, las cosas... las cosas... En fin, llámase Lorenzo Tramaglino. “¡Ah, ya!”, pensó el provincial, y dijo: “Esta particularidad es nueva para mí; pero vuestra magnificencia sabe bien, que una parte de nuestro ministerio es justamente ir en busca de escarriados para reducirlos...”. --Muy bien; ¡pero proteger á los escarriados de cierta especie!... son cosas espinosas, negocios demasiado delicados... Y aquí, en lugar de inflar los carrillos y soplar, apretó los dientes y aspiró tanto aire, cuanto tenía costumbre de arrojar soplando; después de lo cual continuó: “He creído necesario daros este aviso, porque si alguna vez su excelencia... Podría haberse escrito algo á Roma... no sé nada... y de Roma venirle...”. --Agradezco muchísimo dicho aviso á vuestra magnificencia; pero estoy cierto que si se tomaran informes sobre este asunto, resultara que el padre Cristóbal no habrá tenido relaciones con el hombre de que se trata, más que con el objeto de hacerle entrar en razón: conozco demasiado al padre Cristóbal. --Vuestra paternidad sabe mejor que yo lo que él ha sido en el siglo, las travesuras que ha hecho en su juventud... --Tal es la gloria de nuestro hábito, señor conde, que un hombre que en el siglo ha hecho que hablen mucho de él, con este traje llega á transformarse enteramente; y desde que el padre Cristóbal lleva este hábito... --Quisiera creerlo: lo digo de todo corazón, mas á veces como dice el proverbio... el hábito no hace al monje. El refrán no venía aquí á propósito; pero el conde lo había sustituido apresuradamente á otro que tenía en la punta de lengua: el lobo cambia el pelo, pero no sus malas mañas. --Tengo indicios, proseguía, averiguaciones... --Si vuestra magnificencia sabe positivamente que el expresado religioso ha cometido alguna falta (todos estamos sujetos á errar), me dispensaréis un verdadero favor, informándome de ello. Soy un superior, indigno sin duda; pero lo soy precisamente para corregir, para remediar... --Os diré: junto con esta circunstancia enojosa de la protección abierta del padre para con el consabido, hay otra cosa muy desagradable, y que podría... Pero, entre nosotros, lo arreglaremos todo de una vez. El caso es, como iba diciendo, que el mismo padre Cristóbal se ha puesto á luchar con mi sobrino D. Rodrigo. --¡Oh!, esto me desagrada, me desagrada; me desagrada formalmente. --Mi sobrino es joven, vivo, recuerda lo que es, y se resiente; además, como no tiene costumbre de verse provocado... --Será un deber mío el tomar buenos informes acerca de semejante hecho. Según he dicho ya á vuestra magnificencia, y hablo con un señor que es tan justo como experimentado en las cosas del mundo, todos somos de carne, sujetos á errar... tanto de un lado como de otro; y si el padre Cristóbal ha faltado... --Pero, es preciso que vuestra paternidad advierta, que éstas son cosas, que deben terminarse entre nosotros, sepultarse aquí; cosas que mientras más se remueven... es peor. Vuestra paternidad sabe muy bien lo que sucede: estos piques, estas querellas empiezan con frecuencia por una bagatela y avanzan, avanzan... Si se quiere encontrar el fondo, no llega á conseguirse, ó bien nacen otros cien mil obstáculos. Apagar, cortar el negocio, reverendo padre; apagarlo, cortarlo; he aquí lo que es preciso. Mi sobrino es joven; el religioso, por lo que he podido comprender, tiene todavía todo el espíritu é inclinaciones de un joven también; y á nosotros toca, que tenemos ya nuestros años... acaso demasiados; ¿no es cierto, reverendísimo padre? El que hubiese estado contemplando aquella escena, habría podido compararla á lo que sucede en medio de una ópera seria, cuando se levanta, por equivocación, un telón antes de tiempo, y se ve un cantante que no pensando en aquel momento que exista público en el mundo, conversa mano á mano con un compañero suyo. El semblante, el ademán, la voz del conde, al decir las palabras _acaso demasiados_, todo fué natural; allí no había política; era indudablemente cierto que le causaba fastidio el tener tantos años. No lamentaba los pasatiempos, y bríos, la gentileza de la juventud: ¡frivolidades, tonterías, miserias! El motivo de su disgusto era grave é importante; era que esperaba cierto puesto muy elevado, cuando estuviera vacante, y temía no llegar á tiempo. Luego de haberlo obtenido, se podía estar cierto de que no le hubieran dado mucho cuidado los años; no habría deseado otra cosa, muriendo contento, como aquellos que, ansiando mucho una cosa, aseguran querer hacer algo, cuando la han obtenido. Mas dejemos hablar al conde,--Á nosotros toca, continuó, el tener juicio por los jóvenes, y reparar sus calaveradas. Por fortuna, aún estamos á tiempo; ello no ha metido mucho ruido, y todavía nos hallamos en el caso de un _principiis obsta_. Conviene alejar el fuego de la paja. Á veces una persona que en un paraje se conduce mal, ó que pudo ser causa de algún desorden, se porta en otro maravillosamente. Vuestra paternidad sabrá hallar muy bien el nicho conveniente para ese religioso. Además, puede militar otra circunstancia; esto es, quizá se haya hecho sospechoso á alguno del cual él desee alejarse: por lo tanto, colocándolo en un paraje un poco apartado, no hace más que un viaje, y prestamos dos servicios; todo se arregla por sí mismo, ó por mejor decir, no hay ningún compromiso. El padre provincial aguardaba esta conclusión desde el principio del discurso del conde. “¡Ah, ya!”, pensaba interiormente, veo adónde quiere ir á parar; siempre sucede lo mismo: cuando un pobre fraile se disgusta con vosotros, ó con uno de los vuestros, ú os causa la más pequeña sombra, el superior debe hacerle tomar prontamente las de Villadiego, sin tratar de inquirir si hay ó no razón para ello. Cuando el conde hubo concluido, exhaló un suspiro, lo cual equivalía á una firme resolución: “Comprendo perfectamente, contestó el padre provincial, lo que el señor conde quiere decir; mas antes de dar un paso...”. --Es un paso y no lo es, reverendísimo padre; es una cosa natural, ordinaria; que si no se pone un pronto y eficaz remedio, preveo una multitud de desórdenes, una ilíada de desgracias. Un disparate... no creeré que mi sobrino... yo estoy aquí para impedirlo... Mas al punto á que ha llegado el negocio, si entre ambos no le damos un corte bueno, sin pérdida de tiempo, no es posible detenerle, que permanezca en secreto... y entonces no será tan solo mi sobrino... Nosotros seremos los que irritemos el avispero, muy reverendo padre. Vos mismo lo veis; pertenecemos á una gran casa, estamos enlazados con familias... --Ilustres. --Ya me entendéis: toda gente que tiene sangre en las venas, y que en este mundo... valen alguna cosa. Se resiente el pundonor, llega á hacerse un asunto común; y entonces... aun el que es amigo de la paz... ¡Sería un verdadero quebranto para mí, de tener... de encontrarme... yo que siempre he profesado una tan grande inclinación á los padres capuchinos! Vuestros padres para hacer bien, como lo hacen con tanta edificación de las gentes, necesitan tranquilidad, no tener contiendas, estar en buena armonía con los que... y además, tienen parientes en el siglo... y estos asuntillos de pundonor, por poco que duren, se extienden, se ramifican, y hacen entrar á... medio mundo. Yo tengo este dichoso cargo, que me obliga á sostener un cierto decoro... su excelencia... mis señores colegas... todo viene á hacerse como asunto de corporación... sobre todo con aquella otra circunstancia... Vos ya sabéis cómo van esta especie de cosas. --Es cierto, dijo el provincial, que el padre Cristóbal es predicador, y tenía ya algún pensamiento... Justamente se me ha pedido... Pero en este momento, en tales circunstancias, podría parecer un castigo; y un castigo antes de haber puesto bien en claro... --No, castigo no; una precaución prudente, un remedio de conveniencia común, para impedir las desgracias que podrían... Vamos, me he explicado lo bastante. --Entre el señor conde y yo, la cosa no pasa de ahí; lo comprendo: pero siendo el hecho del modo que se ha referido á vuestra magnificencia, es imposible, á mi parecer, que no se haya traslucido algo en el país. Por todas partes existen gentes que atizan las discordias, que incitan al mal, ó á lo menos malignos ociosos que tienen un exquisito gusto en ver á los señores y á los religiosos en las prisiones; y olfatean, interpretan á su gusto, charlan... Cada uno tiene que conservar su decoro; y además yo, como superior (indigno sin duda), tengo un deber expreso... El honor del hábito... no es cosa mía... es un depósito del cual... Puesto que vuestro señor sobrino está tan alterado, como dice vuestra magnificencia, podría tomar la cosa como una satisfacción que se le da y... no digo vanagloriarse, triunfar, sino... --¿Os chanceáis, reverendo padre? Mi sobrino es un caballero que está considerado en el mundo... según su rango, y como es debido; pero comparado conmigo es un niño, que no hará más ni menos de lo que yo le prescriba. Os diré más; mi sobrino nada sabrá. ¿Qué necesidad tenemos de darle cuentas? Éstas son cosas que hacemos aquí para entre nos, como buenos amigos, y que de nosotros no han de pasar. Esto no os debe causar inquietud alguna. Ya comprenderéis que debo estar acostumbrado á callar. Después de pronunciadas las anteriores palabras, dió su acostumbrado soplo y continuó: “Tocante á los charlatanes, ¿qué queréis que digan? ¡Un religioso que va á predicar á otro país, es una cosa muy natural! Y después, nosotros que vemos... que tenemos previsión... que nos corresponde... no debemos hacer caso de semejantes habladurías”. --Sin embargo, con el objeto de prevenirlas, sería bueno que en esta ocasión, su señor sobrino hiciese una manifestación, diese alguna señal visible de amistad, de deferencia, no por nosotros, sino por el hábito. --Seguramente, seguramente; es muy justo... pero no hay necesidad: sé que los capuchinos son siempre acogidos por mi sobrino como deben serlo: lo hace por inclinación; es un instinto de familia; y después sabe que así me complace. Por lo demás, en este caso... alguna cosa de extraordinario... es muy justo. Dejadme hacer, reverendísimo padre, mandaré á mi sobrino... es decir, será preciso insinuárselo con prudencia, á fin de que no trasluzca nada de lo que ha pasado entre nosotros, pues no quisiera que pusiéramos emplasto donde no hay herida. Con respecto á lo que hemos convenido, cuanto más pronto se haga, será mejor; y si se encontrase un nicho un poco lejos... para quitar toda ocasión... --Precisamente me piden un predicador para Rímini, y quizás aun, sin otro motivo, hubiera dispuesto... --Muy á propósito. ¿Y cuándo?... --Ya que la cosa debe hacerse, se hará pronto. --En seguida, en seguida, reverendísimo padre, mejor hoy que mañana. Y levantándose prosiguió: Si algo puedo hacer, tanto yo como mi familia, en favor de nuestros padres capuchinos... --Sabemos por experiencia la bondad de la casa, dijo el padre provincial, levantándose también y encaminándose hacia la puerta detrás de su vencedor. --Hemos apagado una chispa, dijo éste andando lentamente; una chispa, muy reverendo padre, que podía haber producido un grande incendio. Entre buenos amigos, en dos palabras se arreglan grandes cosas. Habiendo llegado á la puerta, la abrió y quiso de todos modos que el padre provincial pasase el primero; luego entraron en la otra estancia, en donde se reunieron con los demás. Aquel señor ponía un grande estadio, un gran arte y grandes palabras en manejar un negocio; mas después obtenía también los efectos correspondientes. Vamos al hecho: con la conversación que hemos referido, logró hacer ir á Fr. Cristóbal á pie desde Pescarenico á Rímini, que es una bella caminata. Una tarde, un capuchino de Milán, llega á Pescarenico con un pliego para el padre guardián. Dicho pliego contiene la orden para que Fr. Cristóbal se trasladase á Rímini, con el objeto de predicar la Cuaresma. La carta dirigida al guardián trae las instrucciones para insinuar al consabido fraile que deponga toda idea de negocios que pueda tener entablados en el país del cual debe partir, y que no mantenga correspondencia de ninguna clase; el portador de la expresada carta debe ser su compañero de viaje. El guardián nada dice aquella tarde; pero á la mañana siguiente manda llamar á Fr. Cristóbal, le enseña la orden, le dice que vaya á buscar las alforjas, el bastón, el sudario y el cíngulo, y con aquel padre compañero que le presenta se ponga inmediatamente en camino. Dejo á la penetración de mis lectores pensar el terrible golpe que sería éste para nuestro buen fraile. Renzo, Lucía, Inés, se presentaron súbitamente á su memoria, y exclamó, por decirlo así, en su interior: “¡Qué será de esos desventurados, no estando yo aquí, Dios mío!” Mas después alzó los ojos al cielo, se acusó de que le hubiese faltado la confianza y de haberse creído necesario para algo. Puso las manos en cruz sobre el pecho, en señal de obediencia; inclinó su cabeza ante el padre guardián, el cual lo llamó aparte y le dió aquel otro aviso como con palabras de consejo y como con significación de precepto. Fr. Cristóbal se encaminó á su celda, cogió la alforja, colocó en ella su breviario, su colección de sermones de cuaresma y el pan del perdón; apretó el cordón á su cintura, se despidió de todos sus hermanos; fué por último á recibir la bendición del guardián, y tomó en seguida, con su compañero, el camino que le había sido prescrito. Hemos dicho que D. Rodrigo, obstinado más que nunca en llevar á cabo su infame empresa, había resuelto buscar la asistencia de un hombre terrible. De éste no podemos decir ni el nombre, ni el apellido, ni un título, y ni siquiera una conjetura sobre nada de todo esto, cosa tanto más extraña, cuanto que de dicho personaje encontramos memoria en más de un libro (de libros impresos digo) de aquella época. La identidad de los hechos no permite dudar que el personaje en cuestión, no sea el mismo; pero vese por todas partes un gran cuidado en evitar el trazar el nombre, como si éste hubiese de abrasar la pluma y la mano del escritor. Francisco Rivola, en la vida del cardenal Federico Borromeo, al hablar del expresado individuo, dice que es “un señor tan poderoso por sus riquezas, como noble por su nacimiento”, sin más. José Ripamonti, que en el libro 5.º, década 5.ª, de su _Storia Patria_, hace de él más larga mención, lo nombra uno, éste, aquél, este hombre, aquel personaje. Referiré, dice en su elegante latín, del cual traducimos este fragmento del mejor modo posible, la aventura de un hombre que, ocupando el primer lugar entre los grandes de la ciudad, había establecido su morada en un despoblado, situado en los confines del territorio; y en dicho paraje, asegurándose la impunidad á fuerza de crímenes, nada le importaban las sentencias, los jueces, la magistratura entera, ni la soberanía. Llevaba una vida en todo y por todo independiente; daba asilo á los frígidos, habiéndolo él sido también, después absuelto de la sentencia que había pesado sobre él, como si nada hubiese... Tomaremos de este escritor algún otro pasaje que venga á propósito para confirmar y esclarecer la relación del autor de nuestro anónimo, con el cual seguimos adelante. Hacer lo que estaba prohibido por las leyes, ó impedido por una fuerza cualquiera; ser el árbitro, el único dueño en los negocios de los demás, sin otro interés más que el gusto de mandar; ser temido de todos, aun de los que se hacían temer de otros; tales habían sido en todo tiempo las pasiones del expresado individuo. Desde su adolescencia, al espectáculo y al rumor de tan poderosas hazañas, de tantas exacciones, á la vista de tantos tiranos, experimentaba un sentimiento mezclado de cólera y de envidia impaciente. Joven, y viviendo en la ciudad, no desperdiciaba ocasión alguna; así, iba en busca de armar contiendas con los más famosos espadachines de profesión, se les atravesaba en su camino, les hacía reconocer su superioridad por medio de pruebas convincentes, ó les obligaba á que buscasen su amistad. Superior á la mayor parte en riquezas y en servidores adictos, y quizá á todos en nacimiento y en audacia, redujo á muchos á renunciar á toda rivalidad, escarmentó á otros, y se captó la amistad de los restantes; pero no la amistad que existe entre personas iguales en categoría, sino una amistad como á él le agradaba; es decir, amigos subordinados que se reconociesen sus inferiores, y que le diesen siempre la preferencia. Sin embargo, en el hecho, era con frecuencia el paladín, el instrumento de todos ellos, los cuales no dejaban nunca de reclamar en sus apuros el socorro de tan poderoso auxiliar: para él, retroceder un momento, hubiera sido decaer de su reputación, faltar á su deber. De manera, que por cuenta suya y por la de otros, hizo tantas, que ni su nombre, ni sus parientes, ni sus amigos, ni su audacia, pudieron sostenerle contra los bandos públicos y contra tantas animosidades poderosas, viéndose obligado á salir del territorio. Creo que se refiere á esta circunstancia un hecho notable relatado por Ripamonti: “Una vez que éste tuvo que abandonar el país, el secreto, la timidez, el respeto que usó fueron los siguientes: atravesó la ciudad á caballo, con una numerosa jauría; á son de trompetas, y pasando por delante del palacio de la corte, dejó á la guardia una embajada de insultos para el gobernador”. Durante su ausencia, no renunció á sus manejos, ni interrumpió las relaciones con sus amigos, que permanecieron unidos con él, para traducir literalmente á Ripamonti, en una liga oculta de consejos terribles y de cosas funestas. Parece también que entonces contrajo con personas muy elevadas, ciertas nuevas y terribles relaciones, de las cuales el historiador mencionado habla con una brevedad misteriosa. Príncipes extranjeros, dice, se valieron más de una vez de él para algunos crímenes importantes, y al mismo tiempo le hubieron de enviar desde muy lejos refuerzos de gentes que sirviesen bajo sus órdenes. Finalmente (no se sabe después de cuánto tiempo), ora que se hubiese anulado el citado bando por alguna poderosa intercesión, ora que la audacia de aquel hombre le sirviese como de inmunidad, lo cierto es que resolvió volverse á su país, y en efecto volvió; no sin embargo á Milán, sino á un castillo confinando con el territorio de Bérgamo, que entonces pertenecía á los estados venecianos. Aquella casa, dice aún Ripamonti, era una especie de oficina de mandatos sanguinarios: veíanse servidores cuyas cabezas estaban puestas á precio, que tenían el oficio de cortar también cabezas; ni el cocinero, ni aun el mismo marmitón, estaban dispensados del asesinato; hasta las manos de los niños se veían ensangrentadas. Además de esta bella familia doméstica, había, según afirma el mismo historiador, otra de individuos de igual calaña, dispersos y apostados en varios lugares de los dos estados, en cuyos confines vivía aquél, dispuestos siempre á sus órdenes. Todos los tiranos, en un vasto radio, habían sido obligados, quienes en una ocasión, quienes en otra, á elegir entre la amistad y la enemistad de aquel tirano extraordinario. Pero á los primeros que habían querido tratar de resistirle les fué tan mal, que nadie más desde entonces quiso hacer semejante prueba. No obstante de permanecer uno agazapado en su concha, como suele decirse, sin meterse con él, no podía conservar su independencia: le enviaba un mensajero con la orden de que abandonase tal empresa; que se abstuviese de molestar á tal deudor, ú otras cosas semejantes: se necesitaba responder sí ó no. Cuando una parte, rindiéndole vasallaje, había ido á poner bajo su decisión un negocio cualquiera, la otra se hallaba en la dura alternativa de conformarse con su sentencia, ó declararse su enemigo; lo cual equivalía á ser, como se decía en otro tiempo, tísico en tercer grado. Muchos, teniendo culpa, acudían á él para tener razón; otros muchos, teniendo razón, recurrían también para ganarse así su alto patrocinio y cerrar las avenidas á sus adversarios: los unos y los otros venían á ser más especialmente sus dependientes. Sucedió alguna vez que un débil oprimido, vejado por un poderoso, se dirigió á él; y éste, tomando el partido del débil, forzó á dicho poderoso á cesar en sus vejaciones, á reparar el daño causado, á pedir perdón: si éste se mantenía firme, se encarnizaba tanto con él, que le obligaba á alejarse de los lugares que había tiranizado, ó le hacía pagar una más pronta y más terrible pena. En estos casos, aquel nombre tan temido y odiado, era bendecido por un momento; porque en aquellos desgraciados tiempos no se hubiera podido esperar de ninguna otra fuerza pública ni privada, no diré semejante justicia, sino ningún remedio, la más pequeña compensación. Él había sido, y era casi siempre, el ministro, el instrumento de voluntades inicuas, de venganzas atroces, de infames caprichos; pero los diversos usos que hacía de su fuerza producían siempre el mismo efecto, esto es, imprimir en los ánimos una grande idea de todo lo que podía querer y ejecutar en desprecio de lo justo é injusto, dos cosas que acarrean tantos obstáculos á la voluntad de los hombres y los hacen con frecuencia retroceder. La fama de los tiranos comunes permanecía encerrada en aquel pequeño espacio de país, en donde eran los más ricos y los más fuertes. Cada distrito tenía los suyos; y se asemejaban tanto, que no había razón para que la gente se ocupara de aquéllos, cuya tiranía no experimentaba. Pero el renombre del personaje de que estamos hablando se había esparcido hacía ya mucho tiempo por el milanesado entero: por todas partes, su vida era el objeto de narraciones populares, y su nombre significaba algo de irresistible, de extraño, de fabuloso. La sospecha que todos tenían de sus colegas y sicarios, contribuía, igualmente, á mantener siempre viva su memoria. Esto no eran más que sospechas; porque, ¿quién hubiera confesado abiertamente semejante dependencia? Pero cada tirano podía ser su aliado, cada tunante uno de los suyos, y la incertidumbre misma hacía más vasta la opinión y más profundo el terror de la cosa. Cada vez que en alguna parte se veían aparecer figuras de bravos desconocidas y más malas que de costumbre; á cada hecho enorme del cual no se supiese desde un principio indicar ó adivinar el autor, se profería, se murmuraba el nombre de aquel que nosotros, gracias á la bendita (por no decir otra cosa) circunspección de nuestros escritores, nos veremos precisados á llamarle el _incógnito_. Del castillo de éste al de D. Rodrigo, no había más que siete millas; y este último, apenas llegado á ser tirano y dueño, había debido ver que á tan poca distancia de semejante personaje no era posible ejercer aquel oficio sin venir á las manos, ó vivir en buena armonía con él. Éste era el motivo por el cual se le había ofrecido, llegando á ser su amigo, como todos los demás, se entiende; le había prestado más de un servicio (el manuscrito no dice otra cosa), habiéndole correspondido con promesas de auxilio y reciprocidad en cualquiera ocasión. Ponía, sin embargo, mucho cuidado, en ocultar semejante amistad, ó á lo menos no dejar traslucir los grados de que constaba, y de qué naturaleza era. D. Rodrigo quería, sí, hacerse el tirano, mas no el tirano desenfrenado: la profesión era para él un medio, no un fin; quería permanecer libremente en la ciudad, gozar de las ventajas, de los placeres, de los honores de la vida civil; y para esto tenía que usar ciertos miramientos, guardar atenciones á los parientes, cultivar la amistad de personas de categoría, tener una mano sobre la balanza de la justicia, para en caso necesario hacerla inclinar hacia su lado, ó detenerla, ú obligarla á caer en ciertas ocasiones sobre la cabeza de alguno, por cuyo medio podía alcanzarlo con más facilidad que con las armas de la violencia privada. En las circunstancias presentes, la intimidad, ó mejor diremos, una liga con un hombre de aquella especie, con un enemigo declarado de la fuerza pública, seguramente no le hubiera servido de nada, principalmente cerca del conde su tío. Pero aquel poco de amistad que no era posible ocultar, podía pasar por un deber indispensable hacia un hombre cuya enemistad era demasiado peligrosa, y de este modo se escudaba en la necesidad; porque el que tiene que proveer á la seguridad general, y carece de voluntad, ó no encuentra el medio, acaba por consentir que los demás atiendan por sí, hasta cierto punto, á sus negocios; y si expresamente no consiente, cierra á lo menos los ojos. Una mañana D. Rodrigo salió á caballo, en traje de caza, con una pequeña escolta de bravos á pie; el _Griso_ iba al estribo, y otros cuatro detrás; aquél tomó la dirección del castillo del _Incógnito_. CAPÍTULO SEGUNDO El castillo del _Incógnito_ estaba situado en la parte más elevada de un valle angosto y sombrío, sobre la cima de un pico que nace de una áspera cordillera de montes, no pudiendo al primer golpe de vista afirmarse con seguridad si estaba unido ó separado á ella por la inmensa mole de rocas, cavernas y precipicios que lo circuyen por todos lados. El que mira al valle, es el sólo practicable; forma una pendiente bastante rápida, pero igual y continua; vénse en la cumbre varios prados; en la falda campos cultivados, sembrados en algunos parajes de habitaciones. En el fondo aparece un lecho de guijarros, por donde se desliza, según la estación, un cristalino arroyuelo, ó se precipita un anchuroso torrente que entonces servía de límite á ambos territorios. Las cordilleras opuestas, que forman, por decirlo así, la otra muralla del valle, tienen también su pequeña falda cultivada; el resto no se compone más que de peñascos, rápidas pendientes desliadas de toda vegetación, excepto algunas zarzas que crecen por entre las grietas. De lo alto de dicho castillo, como el águila desde su ensangrentado nido, el selvático señor dominaba en torno de sí todo el espacio en donde un pie mortal pudiera posarse, y no percibía el más leve ruido humano por encima de su cabeza. Echando una ojeada alrededor, abrazaba todo aquel recinto, á saber: las pendientes, las cimas y los caminos practicados en medio de éstas. Á los ojos del que lo contemplaba desde lo alto, el sendero tortuoso que iba á dar acceso á tan terrible mansión, se desplegaba á manera de una serpenteante cinta; desde las ventanas y almenas el señor podía contar con la mayor comodidad los pasos del que llegaba, y descargar cien veces las armas contra él. Con aquella guarnición de bravos que tenía en el castillo hubiera podido desafiar á todo un ejército, dejándolo tendido sobre el sendero mismo, ó haciendo rodar á muchos hasta el fondo del valle, sin que ni uno solo siquiera pudiese llegar á la cumbre. Por lo demás, nadie que no fuera mirado con buenos ojos por el dueño del castillo, se atrevía á poner el pie, no digo arriba, sino ni aun en el mismo valle, ni tan siquiera de paso. El esbirro, pues, que hubiera tenido la desgracia de dejarse ver, habría sido tratado como un espía que es cogido en un campamento. Se referían trágicas historias de los últimos que habían querido intentar semejante empresa, pero eran ya historias antiguas; y ninguno de los jóvenes vasallos se acordaba de haber visto en el valle un hombre de aquella especie, ni vivo, ni muerto. Tal es la descripción que el anónimo hace del paraje; del nombre, nada; al contrario, por no ponerse en el compromiso de descubrirlo, no dice nada del viaje de D. Rodrigo, y lo coloca de repente en medio del valle, al pie del pico, á la entrada del escarpado y tortuoso sendero. En este sitio existía una taberna, que se hubiera podido llamar también cuerpo de guardia. Una vieja muestra, en la cual estaba pintado por ambos lados un sol radiante, veíase suspendida sobre la puerta; pero la voz pública que repite algunas veces los nombres que le enseñan, después de lo cual los rehace á su modo, no designaba la expresada taberna más que con el nombre de _Malanotte_[1]. Al ruido de una cabalgata que se aproximaba, apareció en el umbral un muchacho armado hasta los dientes. Después de haber echado una rápida mirada, entró á dar el aviso á tres bandidos que estaban jugando con unas cartas asquerosas y dobladas en forma de tejas. El que parecía ser el jefe se levantó, se plantó en el umbral, y habiendo reconocido á un amigo de su amo, lo saludó respetuosamente. D. Rodrigo le devolvió el saludo con mucho garbo, y le preguntó si el señor se hallaba en el castillo: habiéndole contestado aquél que así lo creía, D. Rodrigo se apeó y arrojó la brida á Tiradritto, uno de los bravos de su comitiva. Se quitó la escopeta que llevaba á la espalda, y se la entregó á Montanarolo, como para desembarazarse de un peso inútil y subir más ligero; mas en realidad, porque sabía muy bien que en aquellos sitios no era permitido andar con ella. En seguida sacó de su bolsillo algunas monedas, y se las dió á Tanabuso, diciéndole: “Vosotros, quedaos aquí esperándome; entretanto, podréis entreteneros con estas buenas gentes”. Sacó, por último, algunos escudos de oro, y los puso en la mano del jefe, asignando la mitad para éste y la otra para sus compañeros. Finalmente, acompañado del _Griso_ que había dejado también su arcabuz, empezó á subir el sendero. En el ínterin, los tres mencionados bravos y Sguinternotto, que era el cuarto (¡vaya unos nombres bonitos para conservarlos con tanto cuidado!), se reunieron á los tres del Incógnito y á aquel muchacho educado para la horca, poniéndose á jugar, á beber, y contarse mutuamente sus proezas. Otro guapetón de los del Incógnito, que subía, se unió poco después á D. Rodrigo; lo miró, lo reconoció, y siguió andando en su compañía, evitándole así el fastidio de decir su nombre y de dar cuenta de su persona á todos los que hubiera encontrado que no le conociesen. Cuando hubo llegado y fué introducido en el castillo (dejando, sin embargo, al _Griso_ en la puerta), se le hizo atravesar una larga crujía de oscuros corredores, y una infinidad de salas tapizadas de mosquetes, sables y partesanas; en cada una de dichas estancias se veía un bravo que estaba de centinela: después de haber aguardado un poco de tiempo, fué introducido á la en que se hallaba el Incógnito. Éste le salió al encuentro, devolviéndole el saludo y mirándole al mismo tiempo al semblante y á las manos, según tenía de costumbre, y casi siempre involuntariamente, á cualquiera que iba á verle, aunque fuera uno de sus más antiguos y experimentados amigos. Era de elevada estatura, morena tez, y calvo: á primera vista los escasos cabellos blancos que le quedaban y las arrugas de su rostro, habrían hecho creer que contaba más edad que la que en realidad tenía, pues acababa de cumplir sesenta años; mas su continente y movimientos, la pronunciada dureza de sus facciones, y el resplandor siniestro que brillaba en sus ojos, indicaban una fortaleza de cuerpo y alma que hubiera sido extraordinaria en un joven. D. Rodrigo dijo que venía á pedirle consejos y ayuda; que hallándose metido en una empresa difícil, de la cual su honor no le permitía retirarse, se había acordado de las promesas de aquel que nunca las hacía de más, ni en vano, y le expuso su abominable intriga. El Incógnito que tenía ya, aunque confusamente, algunas noticias, estuvo escuchando atentamente y con la mayor curiosidad, aquella narración, principalmente porque iba mezclado un nombre que le era muy conocido y sumamente odioso, el del padre Cristóbal, enemigo declarado de los tiranos, y que les hacía la guerra siempre que podía, tanto con palabras, como con acciones. D. Rodrigo, conociendo con quién hablaba, se puso en seguida á exagerar las dificultades de dicha empresa, la distancia del lugar, un monasterio, la _señora_... Á esto, el Incógnito, como si hubiese sido inspirado por un espíritu maligno, oculto en su interior, le interrumpió de súbito, diciendo que tomaba el negocio á su cargo. Apuntó el nombre de nuestra pobre Lucía, y despidió á D. Rodrigo dirigiéndole las siguientes palabras: “Dentro de poco recibiréis un aviso mío tocante á lo que tendréis que hacer”. Si el lector se acuerda de aquel malvado llamado Egidio, que habitaba junto al monasterio en donde la desventurada Lucía se había refugiado, sepa ahora que éste era uno de los más íntimos compañeros de maldades que tuvo el Incógnito, siendo la causa por la cual este último había empeñado su palabra con tanta prontitud y resolución; mas apenas quedó solo, se encontró, no diré arrepentido, sino despechado de haberla dado. Hacía ya algún tiempo que comenzaba á experimentar, cuando no remordimientos, á lo menos cierta vaga inquietud, con respecto á sus maldades. Cada vez que cometía una nueva, el recuerdo de las que se amontonaban á su memoria, si no en su conciencia, se volvía á despertar, y se las presentaba con más negros colores y en mayor número: se asemejaba á una carga ya incómoda de suyo, y cuyo peso crece á cada instante. Una cierta repugnancia experimentada al cometer sus primeros crímenes, repugnancia vencida después y que se había desvanecido casi enteramente, tornaba entonces á hacerse sentir. Pero en aquellos primeros tiempos, la imagen de un porvenir vasto, indeterminado, el sentimiento íntimo de una poderosa y larga vitalidad, llenaban su corazón de una confianza irreflexiva; ahora, por el contrario, los pensamientos del citado porvenir le hacían el pasado más doloroso. ¡Envejecer!, ¡morir!, ¿y después? ¡Cosa admirable! la imagen de la muerte, que en un peligro cercano, al frente de un enemigo, solía redoblar el ardor de ese hombre, é inspirarle una furiosa cólera; dicha imagen, repito, apareciéndosele en medio del silencio de la noche, dentro del castillo, asilo seguro é impenetrable, lo sumía en una repentina consternación. Esta muerte no era aquella con la que le hubiera amenazado un implacable adversario, mortal lo mismo que él; no se la podía rechazar con armas mejores, con brazo más pronto; venía sola, nacía de él; quizá estaba lejos todavía, pero á cada momento daba un paso más, y mientras que su espíritu luchaba dolorosamente para alejarla del pensamiento, cada vez se acercaba también más. Al principio, los ejemplos tan frecuentes, el espectáculo, por decirlo así, perpetuo de la violencia, de la venganza, del asesinato, inspirándole una emulación feroz, le habían servido también como una especie de autoridad contra su conciencia: al presente renacía á cada instante, en su espíritu, la idea confusa, pero terrible, de un juicio personal, de una razón independiente del ejemplo; la idea de haber salido de la turba vulgar de los malvados, el haberlos igualmente dejado á todos muy atrás: esta idea que tanto le lisonjeaba en otro tiempo, le causaba ahora el sentimiento de una soledad tremenda. Ese Dios del cual había oído hablar, pero que mucho tiempo hacía no trataba de negar ni reconocer, ocupado solamente en vivir como si no existiera, al presente, en ciertos momentos de abatimiento sin motivo, de terror sin peligro, le parecía oir una voz en su interior que decía: “¡Sin embargo, yo existo!”. En la primera efervescencia de sus pasiones, la ley que había oído proclamar en nombre de aquel Dios, no le parecía más que una cosa odiosa; ora, cuando venía á asaltar su mente de improviso, ésta, á su pesar, la concebía como una cosa que tiene su cumplimiento. Pero en lugar de franquearse con alguno sobre esta su nueva inquietud, la ocultaba profundamente, y la disfrazaba bajo la apariencia de la más intensa ferocidad, buscando por este medio el encubrírsela á sí mismo ó sofocarla. Envidiando (ya que no podía aniquilarlos ni olvidarlos) aquellos tiempos en que solía cometer maldades sin ninguna especie de remordimientos, sin más solicitud que la de su buen éxito, se esforzaba todo lo posible para hacerlos volver ó para retener y recobrar aquella antigua voluntad, pronta, soberbia, imperturbable, con el objeto de convencerse que aún era el mismo hombre de otras veces. Ésta fué la causa de haber tan pronto empeñado su palabra á D. Rodrigo, para cerrar la entrada á toda perplejidad. Mas apenas éste hubo partido, cuando sintió de nuevo que se debilitaba la resolución que había formado y el compromiso que él mismo había creado, percibiendo al mismo tiempo presentarse poco á poco á su imaginación los pensamientos que le inducían á faltar á su palabra, y que le habían expuesto casi á flaquear en presencia de un amigo, de un cómplice subalterno: para cortar de un golpe tan penoso contraste, llamó á Nibbio, uno de los más diestros y atrevidos ejecutores de sus crímenes, y del cual tenía costumbre de servirse para la correspondencia con Egidio. Habiéndosele aquél presentado, el Incógnito, con ademán resuelto, le ordenó que montara en seguida á caballo, que se encaminase directamente á Monza, é informase á Egidio del compromiso contraído, requiriendo su ayuda para cumplirlo. El digno mensajero volvió más pronto de lo que su amo esperaba, con la siguiente respuesta de Egidio: que la empresa era fácil y segura; que le mandase en seguida un carruaje con dos ó tres bravos, bien disfrazados, encargándose él de todo lo demás. Á este aviso, el Incógnito ordenó inmediatamente al mismo Nibbio que lo dispusiera todo según había dicho Egidio, y que partiese con otros dos que designó á dicha expedición. Si para dar cumplimiento al horrible servicio que se le había pedido, hubiese tenido Egidio que contar con sus solos medios ordinarios, ciertamente no hubiera dado una contestación tan decisiva. Pero en aquel mismo asilo en donde parecía que todo debían ser obstáculos, el malvado tenía un medio conocido de él tan solo, sirviéndole de instrumento lo que para otros hubiera sido una dificultad. Ya hemos referido que la desventurada _señora_ prestó una vez oídos á sus palabras; y el lector puede haber comprendido que no sería la última, y sí sólo el primer paso hacia el camino de abominación y de sangre. Aquella misma voz que había adquirido fuerza, y casi podría decirse autoridad por el crimen, le impuso al presente el sacrificio de la inocente que estaba bajo su amparo. La proposición fué espantosa para Gertrudis. Perder á Lucía por un accidente imprevisto, sin culpa, le parecía una desgracia, un castigo amargo; habiéndosele ordenado que se deshiciese de ella por medio de una criminal perfidia, cambiando de este modo en un nuevo remordimiento, un motivo de expiación. La desgraciada probó todos los medios para eximirse de tan horrible orden; todos, repito, á excepción del único que hubiera sido infalible, y que sin embargo, estaba al alcance de su poder. El crimen es un dueño severo é inflexible, contra el cual no llega uno á ser fuerte si no se subleva enteramente. Gertrudis no pudo resolverse á esto último, y obedeció. El día prefijado había llegado; acercábase la hora convenida: Gertrudis, retirada con Lucía en su locutorio particular, la colmaba de caricias más que de ordinario, y ésta las recibía y devolvía con creciente ternura; como la oveja estremeciéndose sin temor bajo la mano del pastor que la palpa y la arrastra suavemente, se vuelve á lamer su mano; y no sabe que el carnicero á quien el pastor acaba de venderla, está aguardando que salga del redil para sacrificarla. Necesito un gran servicio, y vos sola podéis prestármelo. Poseo mucha gente que me obedezca, pero nadie de quien fiarme. Para un negocio de la más alta importancia, que os referiré en seguida, necesito hablar al momento, con el padre guardián de capuchinos que os ha conducido aquí, mi pobre y querida Lucía; mas con todo, es preciso que nadie sepa que yo lo he mandado llamar. No tengo á otra persona más que vos sola para verificar con el más escrupuloso secreto este mensaje. Lucía se quedó aterrada al escuchar semejante petición; y con su ordinaria timidez, pero no sin manifestar una grande admiración, alegó de pronto, con el objeto de excusarse, las razones que la señora debía comprender, que hubiera debido prever: sin su madre, sin nadie, en un camino solitario, en medio de un país desconocido... Pero Gertrudis, educada en una escuela infernal, manifestó á su vez también tanta admiración, y tanto disgusto de experimentar tal negativa de una persona con la cual creía poder contar, que fingió hallar muy frívolas semejantes excusas: “¡Á la mitad del día, cuatro pasos, un camino que Lucía había andado pocos días antes, y que aun cuando no lo hubiese visto jamás, con una pequeña indicación era imposible equivocarse!”... Tanto dijo, que la pobrecita, conmovida á la vez de reconocimiento y vergüenza, dejó escapar de su boca: “¡Y bien!, ¿qué debo hacer?”. --Id al convento de capuchinos; y al decir esto, le hizo de nuevo la descripción del camino: Haced llamar al padre guardián; decidle, á solas por supuesto, que venga aquí al instante; pero que no diga absolutamente á nadie que soy yo la que lo manda llamar. --Mas, ¿qué diré á la portera, que nunca me ha visto salir y que me preguntará adónde voy? --Procurad pasar sin ser vista; y si no podéis conseguirlo, decid que vais á la iglesia tal, donde habéis prometido ir á rezar. Nueva dificultad para la infeliz joven; ¡mentir! Pero la _señora_ se manifestó de nuevo tan afligida de la repulsa, hizo ver á Lucía que era una cosa tan fea el anteponer un vano escrúpulo al reconocimiento, que esta desgraciada, aturdida más bien que convencida, y sobre todo, conmovida más que nunca, respondió: “Bien, iré: ¡Dios me ampare!”. Dicho lo cual, se puso en marcha. Cuando Gertrudis, que desde la reja del locutorio la seguía con los ojos fijos y turbados, la vió poner el pie en el umbral de la puerta, como dominada por un sentimiento irresistible, abrió la boca y dijo: “¡Escuchad, Lucía!”. Ésta se volvió, y se dirigió de nuevo á la reja. Mas ya otro pensamiento, un pensamiento habituado á predominar, había prevalecido en el ánimo de la desventurada Gertrudis. Fingiendo no estar satisfecha de las instrucciones que le había dado, explicó por segunda vez á Lucía el camino que debía tomar, y la despidió diciendo: “Hacedlo todo del modo que os he dicho, y volved pronto”. Lucía partió. Pasó sin ser observada la puerta del claustro, emprendió el camino, con los ojos bajos, muy inmediata á la tapia; encontró con las indicaciones que la _señora_ le había hecho y con sus propios recuerdos, la puerta de la villa; salió, se encaminó toda sobrecogida y temblorosa por el camino real; llegó en pocos momentos á la entrada del que conducía al convento, y lo reconoció. Este camino formaba, y forma ahora todavía, una especie de hondonada, semejante al cauce de un río, entre dos elevadas márgenes orladas de arbustos, constituyendo también en su parte superior una estrecha vereda. Lucía entró en el expresado camino, y viéndolo enteramente desierto, sintió aumentarse el miedo, y apresuró el paso; mas poco después se tranquilizó algún tanto al ver un coche de camino que estaba parado, y cerca de él, enfrente de la portezuela abierta, dos viajeros que miraban á todas partes, como dudosos del camino. Siguió andando, y oyó que uno de aquellos dos individuos decía: “He aquí á propósito una buena joven que nos indicará el camino”. Efectivamente, cuando hubo llegado delante del carruaje, aquel mismo hombre, con palabras más corteses que no denotaban su aspecto, se volvió á ella y le dijo: “Excelente joven, ¿podríais enseñarnos el camino de Monza?”. --El que seguís es enteramente opuesto, respondió la infeliz; Monza cae hacia aquel lado... Al volverse para señalárselo con la mano, el otro compañero (que era Nibbio, á quien ya conocemos), la cogió de improviso por la mitad del cuerpo, y la levantó haciéndole perder la tierra. Lucía aterrada vuelve la cabeza y lanza un grito; el malvado la mete á la fuerza en el carruaje: un tercero que estaba sentado en el fondo, la sujeta y la obliga, aunque la infeliz hace desesperados é inútiles esfuerzos á sentarse delante de él; otro le tapa la boca con su pañuelo y ahoga sus gritos. Entonces Nibbio entra también precipitadamente en el carruaje; ciérrase la portezuela, y parte al escape. El que había hecho la pérfida pregunta, permaneció parado en medio del camino real, lanzó una ojeada á todos lados, para ver si por acaso había acudido alguno á los gritos de Lucía: nadie, sin embargo, se presentó; saltó á una de las márgenes asiéndose á las ramas de un arbusto, y desapareció. Era éste un servidor de Egidio; se había colocado cerca de la puerta del monasterio, haciéndose el tonto, con el objeto de espiar la salida de Lucía: después de haberla visto salir, la había observado bien, para poderla reconocer, y se había dirigido apresuradamente por un camino más corto á esperarla en el sitio convenido. ¡Quién es capaz de describir el terror, las angustias de la infortunada Lucía, de expresar lo que pasaba en su interior! En su cruel ansiedad, quería conocer su horrible situación; abría sus ojos despavoridos, y los cerraba de repente, á causa del miedo que le infundían aquellos espantosos semblantes; forcejeaba para desasirse, mas estaba enteramente sujeta: reunía todas sus fuerzas, y daba inútiles sacudidas, para arrojarse hacia la portezuela; pero dos nervudos brazos la tenían como clavada en el fondo del carruaje: además de esto, cuatro enormes manazas parecían encadenarla. Cada vez que abría la boca para lanzar un grito, el pañuelo estaba pronto á ahogarlo en su garganta. Mientras tanto, tres infernales bocas, con la voz más humana que les había sido posible tomar, le decían: “Quedo, quedo; no tengáis miedo, no queremos haceros mal alguno”. Después de breves momentos de una lucha tan angustiosa, pareció calmarse; dejó caer los brazos y la cabeza hacia atrás, sus párpados apenas se abrían, y sus pupilas veíanse inmóviles: aquellas horribles caras que tenía delante parecieron confundirse y agitarse en una monstruosa miscelánea; el color huyó de sus mejillas, cubriéronse de un sudor frío, cayendo desvanecida y sin sentido. --Vamos, ánimo, decía Nibbio; ánimo, repetían los otros dos malvados; pero el desvanecimiento de todos los sentidos preservaba en aquel momento á Lucía de oir las exhortaciones de aquellas horribles voces. --¡Diantre, parece muerta!, dijo uno de ellos; ¿si estará muerta de veras? --¡Bah!, replicó otro; esto es uno de los desmayos que suelen dar á las mujeres. Yo sé por experiencia que cuando he querido mandar á alguno al otro mundo, fuese hombre ó mujer, ha sido preciso hacer otra cosa. --Vamos, dijo Nibbio, atended á vuestro deber, y no traigáis á colación cosas pasadas. Sacad las armas de debajo del asiento, y tenedlas dispuestas; porque en el bosque donde ahora entramos, se guarecen siempre muchos bandidos: ¡no así, en la mano, diablo!, colocáoslas detrás, ocultadlas: ¿no veis que ésta es una marica que se desmaya por nada? Si ve armas es capaz de morirse de veras. Cuando recobre el sentido, procurad no asustarla; no la toquéis mientras yo no os lo avise; para sujetarla basto yo, y chitón; dejadme hablar. En el ínterin el carruaje, continuando siempre al escape, había entrado en el bosque. Poco tiempo después, la infeliz Lucía empezó á volver en sí como de un sueño penoso y profundo, y abrió los ojos. En un principio le costó mucho trabajo poder distinguir los espantosos objetos que la rodeaban y reunir sus ideas; mas al fin comprendió de nuevo su terrible situación. El primer uso que hizo de las pocas fuerzas que había recobrado, fué el de arrojarse otra vez hacia la portezuela, para precipitarse fuera del carruaje; pero se la sujetó, y no pudo entrever más que por un momento, la salvaje soledad del sitio por donde pasaban. Lanzó de nuevo un grito; mas Nibbio, levantando su enorme mano, juntamente con el pañuelo, “vamos”, le dijo, dando á su voz la entonación más dulce que le fué posible; “estaos quieta, y será mucho mejor para vos; no queremos causaros daño alguno; pero si no queréis callar, nos veremos precisados á usar de la fuerza para conseguirlo”. --¡Dejadme ir!, ¿quién sois?, ¿adónde me conducís?, ¿por qué me detenéis? ¡Dejadme marchar, dejadme ir! --Os repito que no tengáis miedo: no sois una niña, y por consiguiente, debéis comprender que no queremos haceros mal alguno. ¿No veis que habríamos podido mataros cien veces si hubiésemos tenido malas intenciones? Por lo tanto, tranquilizaos. --No, no; dejadme ir por mi camino: yo no os conozco. --Os conocemos nosotros. --¡Oh, Virgen santísima! ¿Cómo me conocéis?, ¿quiénes sois?, ¿por qué me habéis cogido? --Porque así se nos ha mandado. --¿Quién, quién? ¿Quién puede haberlo mandado? --¡Silencio!, replicó Nibbio con ademán severo; á nosotros no se nos hacen preguntas. Lucía intentó de nuevo el lanzarse de improviso á la portezuela; mas viendo que era inútil acudió otra vez á las súplicas; y con la cabeza baja, los ojos bañados de lágrimas, la voz entrecortada por los sollozos, y las manos unidas junto á sus labios: “¡Oh!” decía, “¡por el amor de Dios y de la Virgen santísima, dejadme ir! ¿Qué es lo que os he hecho? Soy una infeliz criatura que ningún mal os ha causado: el que vosotros me habéis hecho, os lo perdono de corazón, y rogaré á Dios por vosotros. Si tenéis una hija, una esposa, una madre, pensad lo que padecerían si se hallasen en esta situación. Acordaos que todos hemos de morir, y que un día desearéis que Dios use con vosotros de misericordia. Soltadme, dejadme aquí: el Señor hará que encuentre mi camino”. --No podemos. --¿No podéis? ¡Oh, Señor! ¿Por qué no podéis?, ¿dónde queréis conducirme?, ¿por qué?... --No podemos; no os canséis en vano: no tengáis miedo, pues no queremos causaros daño alguno; estaos quieta y nadie os tocará. Lucía, cada vez más temblorosa, alarmada y aterrada de ver que sus palabras no producían efecto alguno, se volvió al que tiene en sus potentes manos el corazón de los hombres, y puede, cuando quiere, ablandar á los más duros. Se estrechó todo lo posible en el rincón del carruaje, cruzó los brazos sobre el pecho, y oró algún tiempo mentalmente; después sacó su rosario, y empezó á rezar con más fe y fervor que nunca. De cuando en cuando, esperando haber alcanzado la gracia que imploraba, volvía á suplicar de nuevo á aquellos hombres; mas siempre inútilmente. Luego recaía en su abatimiento, y se rehacía para sufrir nuevas angustias; pero el corazón se resiste á describirlas por más tiempo: una piedad sumamente dolorosa nos hace apresurar el término de aquel viaje, que duró más de cuatro horas, y después del cual tendremos otras penosas que pasar. Trasladémonos al castillo donde la infeliz era esperada. El Incógnito la aguardaba con una inquietud y con una agitación de ánimo extraordinarias. ¡Cosa extraña! Aquel hombre que había dispuesto á sangre fría de tantas vidas, que en medio de tantos crímenes cometidos, no había tenido en cuenta los tormentos que había hecho sufrir, á no ser para saborear algunas veces una salvaje voluptuosidad de venganza; al presente, al tiranizar á una humilde aldeana, sentía como cierta impresión de pena, podría decirse, casi de terror. Desde una elevada ventana del castillo, miraba hacía algún tiempo á una de las entradas del valle: ve aparecer de pronto el carruaje que se adelanta lentamente, porque la precipitación de la primera carrera había apagado la fogosidad y domado las fuerzas de los caballos; y aunque en el sitio desde el cual estaba observando, el convoy no pareciese más que uno de esos cochecitos que sirven de juguete á los niños, sin embargo, al instante lo reconoció y sintió latir de nuevo su corazón con más fuerza. “¿Sí será?”, pensó súbitamente, “¡qué incomodidad me causa esa joven!”, proseguía en su interior. “Es indispensable librarme de ella”. Y quería llamar á uno de sus sicarios y enviarlo en seguida al encuentro del carruaje para que diese la orden á Nibbio de volverse, y conducir á Lucía al palacio de D. Rodrigo. Mas un no imperioso que resonó en su mente hizo desvanecer semejante designio. Atormentado, sin embargo, por la necesidad de mandar algo, siéndole intolerable el permanecer esperando ociosamente aquel carruaje que tan despacio avanzaba, á manera de traición ó de castigo, ¡qué sé yo! hizo llamar á una anciana que estaba á su servicio. Ésta había nacido en el mismo castillo, era hija de un antiguo servidor, y había pasado allí toda su vida. Lo que había visto y oído desde su nacimiento, había impreso en su imaginación una opinión terrible del poder de sus dueños, y la principal máxima que había retenido de las instrucciones y de los ejemplos, consistía en que era preciso obedecerlos en todo y por todo, porque podían hacer mucho mal. La idea del deber, depositada como un germen en el corazón de todos los hombres, desenvolviéndose en el suyo, juntamente con los sentimientos de respeto, de temor y de servil codicia, la había asociado y adherido á ellos. Cuando el Incógnito, llegado á ser dueño, empezó á hacer aquel uso espantoso de su fuerza, ella experimentó al principio cierta pena y á la vez un sentimiento más profundo de sumisión. Con el tiempo se había acostumbrado á lo que veía y oía todos los días: la voluntad poderosa y sin freno de tan gran señor, era para ella como una especie de justicia fatal. Ya mujer formada, se había casado con un criado de la casa, el cual habiendo ido poco después á una peligrosa expedición, había dejado el pellejo en el camino y á la viuda en el castillo. La venganza que tomó su señor al momento de dicha muerte, la consoló en extremo. Desde entonces no puso los pies fuera del castillo sino muy raras veces; y poco á poco no le quedó de la vida humana ninguna otra idea, á excepción de las que recibía en aquel lugar. No estaba adherida á servicio alguno especial; pero en medio de aquella cuadrilla de bandidos, ya el uno, ya el otro, le daban á cada instante algo que hacer, lo cual constituía su tormento. Tan pronto tenía que repasar la ropa y preparar la comida á los que volvían de una expedición, como cuidar á los heridos. Tanto las órdenes y los reproches de éstos, como las gracias que le daban, estaban llenas de mofa y de improperios: no la llamaban más que la _vieja_, y los requiebros que unían á este nombre, variaban según las circunstancias y el humor del que hablaba. Ella, turbada en su pereza, y provocada en su amor propio, que eran dos de sus predominantes pasiones, cambiaba algunas veces aquellos cumplimientos con palabras, en las cuales Satanás hubiera conocido mejor su espíritu que en las de los provocadores. --¿Ves allá abajo aquel carruaje? le dijo el señor. --Lo veo, respondió la vieja, adelantando su afilada barba y abriendo sus hundidos ojos, como si tratase de lanzarlos fuera de sus órbitas. --Manda preparar al punto una litera, entra en ella, y hazte llevar á la _Malanotte_. Pronto, pronto; que llegues antes que el carruaje, que se va acercando con el paso de la muerte. En dicho carruaje está... debe estar... una joven... Si en efecto está, di á Nibbio, de orden mía, que la meta en la litera, y que él se venga al momento... Tú entrarás en la litera con esa... joven; y cuando lleguéis aquí, la conducirás á tu cuarto. Si te pregunta adónde la llevas, y de quién es el castillo... guárdate bien de decir... --¡Oh!, replicó la vieja. --Pero, continuó el Incógnito, anímala. --¿Qué he de decirle? --¿Qué has de decirle?, anímala, te repito. ¿Has llegado por ventura á tu edad sin saber cómo se inspira el ánimo á una criatura cuando es preciso? ¿Tu corazón no ha sido lacerado por ninguna clase de aflicciones? ¿Has tenido miedo alguna vez? ¿Ignoras las palabras que agradan en semejantes momentos? Dile de estas palabras; búscalas en el recuerdo de tus desgracias: anda. Luego que la vieja hubo partido, el Incógnito permaneció algún tiempo en la ventana, con los ojos fijos sobre el carruaje, que ya aparecía mucho mayor; en seguida los levantó al sol, que en aquel instante se ocultaba detrás de la montaña; luego miró las nubes esparcidas por la atmósfera, cuyo color oscuro se cambió de repente en color de fuego. Retiróse de la ventana, la cerró y se puso á pasear de arriba abajo por la estancia, con el paso de un caminante que lleva prisa. NOTAS: [1] Mala noche. CAPÍTULO TERCERO La vieja se había apresurado á obedecer y á mandar con la autoridad de un nombre que por cualquiera que fuese pronunciado en aquel paraje, hacía brincar á todos, porque á nadie le pasaba por la imaginación que hubiese una sola persona que se sirviese de él falsamente. En efecto, se halló en la _Malanotte_ un poco antes de llegar el carruaje; al verlo venir, salió de la litera é hizo una señal al cochero para que parase; se acercó á la portezuela, y refirió en voz baja á Nibbio, que había sacado la cabeza fuera, las órdenes del amo. Lucía, al detenerse el carruaje, se estremeció y salió de la especie de letargo en que estaba sumida. Sintió que se le agolpaba toda la sangre en la cabeza, abrió la boca y los ojos, y miró á todas partes. Nibbio se había hecho un poco atrás, y la vieja, con la puntiaguda barba sostenida en la portezuela, mirando á Lucía, decía: “Venid, niña mía: venid, pobrecita; venid conmigo; pues tengo orden de trataros bien y de tranquilizaros”. Al sonido de una voz de mujer, la desventurada experimentó cierto consuelo y valor momentáneo; pero en seguida volvió á caer en un más profundo terror. “¿Quién sois?”, dijo con voz trémula, fijando sus miradas atónitas en el semblante de la vieja. --Venid, venid, pobrecita, seguía ésta repitiendo. Nibbio y sus dos compañeros, adivinando por las palabras y por la voz tan extraordinariamente sosegada de la vieja cuáles fuesen las intenciones de su señor, trataban por medios suaves de persuadir á la infortunada á que se manifestase obediente; mas ella continuaba mirando á su alrededor; y aunque el lugar solitario y desconocido, y el aire de seguridad de sus guardianes no le dejaban concebir esperanza alguna de socorro, sin embargo, abrió la boca para gritar; pero viendo á Nibbio que le enseñaba el pañuelo, se detuvo, y se puso á temblar; después de lo cual la cogieron y la metieron en la litera, entrando la vieja en pos de aquélla. Nibbio ordenó á los otros dos bribones que fuesen escoltándola, acudiendo él al llamamiento de su señor. --¿Quién sois?, preguntaba Lucía con ansiedad á la vista de aquel semblante desconocido y deforme: ¿por qué me encuentro en vuestra compañía?, ¿en dónde estoy?, ¿adónde me conducís? --¡Á la morada del que quiere haceros bien, respondió la vieja! ¡Dichosos aquellos á los que él quiere hacer bien! ¡Para vos es una felicidad, una verdadera felicidad. No tengáis miedo; alegraos, pues me ha mandado que os tranquilice. ¿Se lo diréis, eh?, ¿le diréis que os he tranquilizado? --¿Quién es?, ¿qué quiere de mí? Yo no le pertenezco. Decidme en dónde estoy, dejadme marchar; decid á esos hombres que me dejen ir, que me lleven á alguna iglesia. ¡Oh, vos que sois una mujer!, ¡en nombre de la Virgen María!... Este santo y dulce nombre, repetido con veneración en los primeros años, y luego nunca más invocado en muchísimo tiempo, ni acaso oído proferir, causaba en la mente de la desventurada que lo escuchaba en aquel momento una impresión confusa, extraña, lenta, como el recuerdo de la luz en un anciano, ciego desde niño. Mientras tanto el Incógnito, de pie en la puerta del castillo, miraba al camino; veía venir la litera muy despacio, como antes el carruaje, y á Nibbio subir precipitadamente, adelantándose á la litera, cuya distancia se aumentaba más á cada paso que ésta daba. Cuando llegó arriba, el señor le hizo seña de que le siguiese, dirigiéndose con él á una de las habitaciones del castillo. --¿Y bien?, dijo parándose. --Todo ha salido á pedir de boca, respondió Nibbio, inclinándose respetuosamente: el aviso á tiempo, la mujer también, el paraje solitario, un solo grito, ningún aparecido, el cochero pronto, ágiles los caballos, ningún encuentro: mas... --¿Mas qué? --Mas... digo la verdad; hubiera querido mejor que la orden hubiese sido la de descargarle un arcabuzazo en las espaldas, sin oirla hablar, sin verle el rostro. --¡Hola, hola! ¿Qué es lo que quieres decir? --Quiero decir, que todo aquel tiempo... me ha causado mucha compasión. --¡Compasión! ¿Qué entiendes tú de compasión?, ¿sabes acaso lo que es? --Jamás la he comprendido como ahora: la compasión es una cosa parecida al miedo; si uno se deja apoderar de ella, es hombre perdido. --Oigamos cómo se ha compuesto para moverte á compasión. --¡Oh, ilustrísimo señor!, ¡tanto tiempo!... Orar, suplicar de cierto modo, y volverse pálida, pálida como la muerte; y después sollozar y rezar de nuevo, y ciertas palabras... “No quiero á esa mujer en mi castillo”, decía para sí entretanto el Incógnito; “he sido un bruto en empeñarme en semejante cosa; mas lo he prometido... en fin, lo he prometido... Cuando estará lejos..”. Y levantando la cabeza, en actitud de mando, hacia Nibbio: “ahora deja la compasión á un lado”, dijo; “monta á caballo, toma un compañero, dos si quieres, y vuela al palacio del consabido D. Rodrigo. Dile que mande... pero que sea pronto, pronto; porque de otro modo...” Mas otro _no_ interior más imperioso que el primero, le impidió el concluir la frase. “No”, dijo con voz resuelta, como para manifestarse á sí mismo el mandato de aquella voz secreta: “no, vete á descansar, y mañana por la mañana... harás lo que te diga”. “Es preciso que esa muchacha tenga algún demonio que la proteja”, pensó en seguida. Habiendo quedado solo, de pie con los brazos cruzados sobre el pecho, y la mirada inmóvil sobre cierta parte del pavimento, en donde los rayos de la luna, entrando por una elevada ventana, dejaban ver un cuadrado de pálida luz, cortado á trechos por la sombra de los barrotes de hierro, y atravesado en divisiones de los vidrios; “algún demonio ó... ángel que la defienda... ¡Causar compasión á Nibbio!... Mañana, mañana muy temprano, es indispensable que esa mujer esté fuera del castillo; que vaya á su destino, y que no se hable más de esto; y después proseguía, con ese ademán con el cual se intima una orden á un niño indócil: ¡jum!, ¡que no se hable más de esto! Que ese animal de D. Rodrigo no me venga á romper la cabeza con sus gracias; porque... no quiero oir hablar más de semejante cosa. Lo he servido, porque... se lo prometí; y se lo prometí... porque... era mi destino. Mas yo haré que me pague este servicio con usura. Vamos á ver...”. Y él trataba de imaginar una empresa difícil que encargarle en compensación y como en represalias; pero vinieron á atravesársele de nuevo en la mente estas palabras: “¡Causar compasión á Nibbio! ¿Cómo ella puede haberlo conseguido?, se decía arrastrado por aquel pensamiento. Quiero verla... ¡oh!, no... Sí, quiero verla”. Y de una en otra estancia, llegó á una escalerilla; subióla á tientas, se encaminó á la habitación de la vieja, y llamó á la puerta por medio de un puntapié. --¿Quién es? --Abre. Á aquella voz, la vieja dió un salto: en el mismo instante se oyó descorrer el cerrojo, y la puerta se abrió de par en par. El Incógnito, desde el umbral, lanzó una ojeada al interior, y á la luz de una lámpara que ardía encima de la mesa, vió á Lucía echada en el suelo, en el rincón más lejano de la puerta. --¿Quién te ha mandado que la arrojases ahí como un lío de trapos viejos, desgraciada?, dijo á la vieja con ademán iracundo. --Se ha puesto donde ha querido, contestó ésta humildemente; he hecho todo lo posible para tranquilizarla; ella misma os lo podrá decir; pero no he sido escuchada. --Levantaos, dijo á Lucía, aproximándose á ella; mas ésta, á quien el modo de llamar, el abrir, la aparición de aquel hombre, sus palabras, habían infundido un nuevo espanto en su espíritu alarmado, se acurrucó más y más en el rincón, con el rostro oculto entre sus dos manos, inmóvil, silenciosa y sobrecogida de un temblor general. --Levantaos, que no quiero causaros ningún mal... y puedo dispensaros mucho bien, repitió el señor. ¡Levantaos!, gritó en seguida con voz de trueno, irritado de haber mandado dos veces una misma cosa inútilmente. Como si el espanto la hubiese reanimado, la infortunada se arrodilló de súbito, y con las manos juntas, en ademán de súplica, como hubiera hecho delante de una imagen, alzó los ojos hacia el Incógnito, y bajándolos al momento exclamó: “Aquí me tenéis, matadme”. --Os he dicho que no quiero haceros mal alguno, respondió el Incógnito con acento más dulce, mirando fijamente aquel semblante alterado por la aflicción y el terror. --Ánimo, ánimo, decía la vieja; si él mismo dice que no quiere causaros mal alguno... --¿Y por qué?, replicó Lucía, con una voz en la cual, á pesar de la turbación y espanto se traslucía cierta seguridad de indignación desesperada, ¿por qué me hace padecer las penas del infierno?, ¿qué es lo que yo le he hecho? --¿Os han maltratado quizás?, hablad. --¡Oh, maltratado! ¡Se han apoderado de mí, á traición, por fuerza! ¿Por qué, por qué he sido robada?, ¿por qué me encuentro en este sitio?, ¿en dónde estoy? Soy una infeliz muchacha: ¿qué he hecho yo? En el nombre de Dios... --¡Dios, Dios!, interrumpió el Incógnito; ¡siempre Dios! Los que no pueden defenderse á sí mismos, los que carecen de fuerza, continuamente ponen á Dios por delante, como si le hubiesen hablado. ¿Pretendéis con semejante palabra hacerme... y dejó la oración sin concluir. --¡Oh, señor!, ¡pretender!... ¿Qué puedo yo pretender, estando cautiva, sino que uséis conmigo de misericordia? ¡Dios perdona tantas cosas por una sola obra de misericordia! ¡Dejadme ir; por caridad, dejadme ir! Ninguna cuenta tiene al que en su día ha de morir, el hacer padecer tanto á una pobre criatura. ¡Oh, vos que podéis mandar, decid que me dejen ir! Me han traído aquí á la fuerza. Enviadme con esta mujer á *** en donde mi madre se halla. ¡Oh, Virgen santísima! ¡Madre mía, mi querida, mi idolatrada madre!, ¡quizá no esté lejos de aquí!... ¡He divisado mis montañas! ¿Por qué me hacéis padecer? Disponed que me conduzcan á una iglesia: rogaré por vos toda mi vida. ¿Qué os cuesta decir una palabra?, ¡he aquí que os enternecéis!, ¡decid una sola palabra, decidla! ¡Dios perdona tantas culpas por una obra de misericordia! “¡Oh, por qué no será hija de uno de esos perros que me han desterrado!, pensaba el Incógnito; ¡de uno de esos miserables que me quisieran ver muerto!, cómo gozaría ahora con sus sufrimientos! y en vez de...”. --¡No desechéis una tan buena inspiración!, continuaba fervorosamente Lucía, reanimada al ver un cierto aire de duda en el rostro y en el ademán de su tirano. Si vos no me concedéis esta gracia, el Señor me la concederá: me hará morir y todo se habrá concluido para mí; pero vos... acaso un día, también... pero no, no; yo siempre rogaré al Señor que os preserve de todo mal. ¿Qué os cuesta decir una palabra? Si vos llegaseis alguna vez á sufrir estos tormentos... --Vamos, ánimo, interrumpió el Incógnito, con una dulzura que admiró á la vieja. ¿Os he causado yo por ventura algún mal? ¿Os he hecho algunas amenazas? --¡Oh!, no; veo que tenéis buen corazón, que os compadecéis de una infeliz criatura. Si vos quisierais, podríais infundirme doble miedo que todos los demás, podríais hacerme morir; y por el contrario, me habéis... consolado un poco. Dios os lo premiará. Acabad la obra de misericordia; salvadme, salvadme. --Mañana por la mañana. --¡Oh!, salvadme ahora, en seguida... --Os repito que mañana por la mañana nos volveremos á ver. En el ínterin, tranquilizaos, descansad; debéis tener necesidad de tomar algún alimento; ahora os lo traerán. --No, no, yo me muero si alguno entra aquí; yo me muero. Conducidme á una iglesia cualquiera... lo cual Dios os lo pagará. --Vendrá una mujer para traeros la comida, dijo el Incógnito; y dicho esto, se quedó estupefacto al ver que le hubiese venido á la imaginación semejante salida, y que hubiera pensado en la necesidad de buscarlo para tranquilizar á una mujer. --Y tú, replicó en seguida, volviéndose á la vieja, anímala á que coma, y haz que descanse en este lecho; si quiere que te acuestes con ella, bien; si no, puedes dormir en el suelo por esta noche. Repito que la animes, que la alegres; y, sobre todo, guárdate que no tenga que quejarse de ti. Pronunciadas las anteriores palabras, se dirigió hacia la puerta. Lucía se levantó y corrió con el objeto de detenerle y renovar sus súplicas; pero ya había desaparecido. --¡Oh, infeliz de mí! Cerrad, cerrad pronto. Y cuando hubo oído cerrar la puerta y echar el cerrojo, volvió á acurrucarse en su rincón. ¡Oh, pobre de mí!, exclamó sollozando de nuevo. Y ahora ¿á quién suplicaré?, ¿en dónde estoy? Decidme, decidme por piedad, ¿quién es ese señor... ése que me ha hablado? --¿Quién es, eh?, ¿quién es? ¡Queréis que os lo diga! Ya podéis esperarlo: os habéis puesto orgullosa porque os protege: con tal de que estéis satisfecha, nada os importa que yo sea la víctima; preguntádselo á él. Si yo os complaciera en esto, no recibiría palabras tan dulces como las que habéis oído. Yo soy vieja, soy vieja, continuó murmurando entre dientes. ¡Malditas sean las jóvenes, que así poseen la gracia de llorar como de reir y siempre tienen razón! Mas oyendo sollozar á Lucía se acordó de las órdenes amenazadoras del amo; se inclinó hacia la infortunada que permanecía acurrucada en su rincón, y con la voz más dulce que le fué posible, repuso: “Vamos, en todo esto no os he dicho nada de mal, alegraos. No me preguntéis cosas que no puedo deciros; por lo demás, tranquilizaos. ¡Oh, si supierais cuánta gente se hubiera alegrado de oirle hablar como lo ha hecho con vos! Regocijaos, que ahora traerán de comer; y yo que comprendo... según el modo con que os ha hablado, que va á venir algo bueno. Y luego os acostaréis y... espero que dejaréis un ladito para mí”, añadió con un acento de despecho, un tanto comprimido á su pesar. --No quiero comer, no quiero dormir. Dejadme, no os acerquéis; no os mováis de aquí. --No, no, vamos; dijo la vieja retirándose y yéndose á sentar en un ancho y carcomido sitial, desde donde lanzaba á la infeliz ciertas miradas de terror y de cólera á la vez; después de lo cual contemplaba su lecho, enfurecida al pensar que acaso estaría privada de él toda la noche y tiritando de frío; mas por otro lado se alegraba con la idea de la cena, con la esperanza que también participaría de ella. Lucía no sentía frío, ni tenía hambre, y como aturdida no experimentaba de sus mismos dolores más que un sentimiento confuso y vago, parecido á esas imágenes vanas que se presentan en el delirio de la fiebre. Al oir tocar á la puerta de la estancia, se estremeció; y alzando su aterrado semblante, gritó: “¿Quién es, quién es? ¡que nadie entre!”. --No es nada, nada; una buena noticia; es Marta que nos trae algo que comer. --Cerrad, cerrad, exclamaba Lucía. --¡Oh, ciertamente!, en seguida, en seguida, replicó la vieja; y tomando una cesta de las manos de la expresada Marta, á la cual despidió apresuradamente, cerró la puerta, y fué á colocar dicha cesta sobre una mesa que había en medio de la habitación. Después invitó repetidas veces á Lucía para que se aproximase á gozar de aquellos deliciosos manjares. Empleaba las palabras más eficaces, á su parecer, con el objeto de infundir apetito á la desgraciada, y prorrumpía en exclamaciones de júbilo, hablando de la excelencia de la comida. “Cuando la gente como nosotras puede llegar á disfrutar de semejantes manjares, se acuerdan toda la vida. Este vino es del que el amo bebe en compañía de sus amigos... cuando le vienen á visitar... y quieren estar alegres... ¡Hem!”. Mas viendo que todas sus tentativas eran inútiles: “¡Sois vos la que no queréis!, dijo; es preciso no olvidar el decirle mañana que yo os he animado. Mientras tanto, yo comeré dejándoos lo suficiente para cuando entréis en razón y queráis obedecer”. Dicho esto, se puso á comer ávidamente. Saciada que estuvo, se encaminó al rincón, y bajándose hacia Lucía, la invitó de nuevo á comer y á acostarse. --No, no quiero nada, respondió ésta, con voz débil y como soñolienta; en seguida dijo con más resolución: “¿Está la puerta cerrada, bien cerrada?” Y después de haber echado una ojeada por toda la estancia, se levantó, y con las manos puestas adelante, con paso sospechoso, se dirigió hacia aquel lado. La vieja llegó corriendo antes que ella, cogió el cerrojo, lo corrió, y dijo: “¿Lo veis?, ¿está bien cerrado? ¿estáis ahora satisfecha?”. --¡Oh, contenta! ¡Yo contenta aquí! replicó Lucía, volviéndose de nuevo á su rincón; pero Dios sabe dónde estoy. --Venid á acostaros; ¿qué queréis hacer ahí echada como un perro? ¿Se han visto rehusar jamás los comodidades, cuando se pueden tener? --No, no; dejadme. --Vos sois la que lo queréis. Vamos, he aquí un buen sitio; me pongo en la orilla; estaré incómoda por vos. Si queréis venir á la cama, ya sabéis que lo podéis hacer. Acordaos que os lo he rogado muchas veces. Así diciendo, se metió vestida como estaba debajo del cobertor, y todo quedó en el más profundo silencio. Lucía permanecía inmóvil, en su rincón, con las rodillas pegadas al pecho, las manos colocadas sobre ellas, y el rostro oculto entre dichas manos. El estado de abatimiento en que se hallaba, no era sueño ni desvelo, sino una sucesión rápida, dolorosa y vaga, de terribles pensamientos, de ideas penosas, de latidos de corazón. Ora más segura de su razón, y recordando mejor todos los horrores que había presenciado y sufrido aquel día, recordaba dolorosamente hasta las más pequeñas circunstancias de la oscura y formidable realidad en la cual se veía envuelta; ora su mente transportada á una región aún más tenebrosa, luchaba contra los fantasmas nacidos de la incertidumbre y del terror. Largo tiempo permaneció siendo presa de semejantes angustias; pero al fin, abatida, fatigada, sintiendo aflojar sus atormentados miembros, se acostó, ó más bien, se dejó caer sobre el pavimento, y permaneció algún tiempo en un estado muy parecido al sueño. Mas de repente se despertó, como al ruido de una voz exterior que la estuviese llamando, y experimentó el deseo de despertar enteramente, de dar toda la extensión posible á su pensamiento, de saber en dónde estaba, cómo y por qué. Prestó atento oído al ruido que se percibía, el cual no era otra cosa más que la respiración lenta y embarazosa de la vieja. Abrió sus espantados ojos, y distinguió una opaca claridad, que por intervalos aparecía y desaparecía: era la torcida de la lámpara que, estando muy cerca de apagarse, despedía una luz trémula, y en seguida se retiraba, por decirlo así, como la ola que va y viene sobre la playa. Aquella luz que huía antes que los objetos hubiesen recibido de ella un reflejo y color distinto, no ofrecía á la vista más que una sucesión de cosas flotantes é indecisas. Pero bien pronto las recientes impresiones, reapareciendo en su mente, la ayudaron á distinguir lo que se presentaba á su vista de una manera tan confusa. La desventurada, despierta ya del todo, reconoció su prisión; todos los recuerdos del horrible día transcurrido, todos los terrores del porvenir la asaltaron á la vez: aquella nueva calma, después de tantas agitaciones, aquella especie de reposo, aquel abandono en que había estado sumida, le producían un nuevo terror, y se apoderó de ella tal ansiedad que deseó morir. Pero en semejante momento se acordó que podía á lo menos dirigir sus súplicas al cielo, y juntamente con dicho pensamiento apareció en su corazón como una repentina esperanza de felicidad. Tomó de nuevo su rosario, y empezó á rezar. Á medida que las oraciones se desprendían de sus trémulos labios, su corazón se entreabría á una confianza indeterminada. Mas de pronto se le presentó otra idea á la imaginación, esto es, que sus oraciones serían mejor acogidas y escuchadas, si en medio de su desolación hiciese alguna promesa. Trajo á la memoria lo que más amaba, lo que más había amado; y aun cuando su espíritu no podía sentir otra afección que el espanto, ni concebir otro deseo que el de la libertad, se acordó, sin embargo, y resolvió súbitamente, hacer un sacrificio. Se incorporó, colocando sus manos unidas junto al pecho, de las cuales pendía el rosario, elevó los ojos al cielo, y dijo: “¡Oh, Virgen Santísima! ¡Vos, á quien me he acogido tantas veces, y que tantas me habéis consolado! ¡Vos, que habéis padecido tantos dolores, y sois ahora tan gloriosa, y habéis obrado tantos milagros en favor de los infelices atribulados, socorredme, sacadme de este peligro; haced que vuelva sana y salva al lado de mi madre, Madre del Señor! y hago voto de permanecer virgen; renuncio para siempre á mi desventurado prometido, para no ser jamás de nadie, más que vuestra”. Dichas las anteriores palabras, bajó la cabeza y se puso el rosario alrededor del cuello, casi como en señal de consagración, y á la vez de resguardo como una armadura de la nueva milicia, á la cual se había inscrito. Habiéndose vuelto á sentar en el suelo, sintió renacer en su alma una cierta tranquilidad, una más larga confianza. Le vino á la imaginación aquel _mañana por la mañana_ repetido por el poderoso desconocido, y le pareció entrever en aquella palabra una promesa de salvación. Los sentidos, fatigados por tantas luchas, se adormecieron poco á poco en aquella tranquilidad de pensamientos, y por último, ya cercano el día, con el sagrado nombre de su protectora en los labios, se durmió gozando de un sueño perfecto y continuado. Mas había otra persona en aquel mismo castillo, que hubiera querido hacer otro tanto, y no le fué posible. Habiéndose separado, ó más bien, huido de Lucía, después de haber dado las órdenes convenientes para la cena de ésta, y visitado, según costumbre, ciertos puestos del castillo, siempre preocupado con la imagen de Lucía, y con aquellas palabras que resonaban sin cesar en sus oídos, el señor se había retirado á su estancia. Se había encerrado precipitadamente, como si hubiera tenido que atrincherarse contra un ejército de enemigos; y desnudándose sumamente agitado, se acostó. Pero aquella imagen cada vez más presente en su mente, pareció que en aquel momento le decía: tú no dormirás. “¡Qué loca curiosidad he tenido de ver á esa muchacha! se decía. Tiene razón ese imbécil de Nibbio; ¡uno no es ya hombre, es hombre perdido! ¡Yo!... ¿no soy yo hombre por ventura? ¿Qué ha pasado, pues? ¿Qué me ha pasado? ¿Qué diablos tengo? ¿Qué hay de nuevo? ¿No sabía antes de verla que las mujeres siempre chillan? ¡Lloran aun los hombres algunas veces, cuando no son bastante fuertes para defenderse! ¡Qué diablo!, ¿esto consiste en que yo no he oído lloriquear jamás mujeres?” Y aquí, sin que tuviese necesidad de fatigar su memoria, ésta le presentó más de un caso, en que las súplicas ni lamentos habían podido quebrantar la resolución de llevar á cabo sus empresas. Mas lejos de darle el valor que le faltaba para cumplir ésta, como esperaba y deseaba, todos sus recuerdos no hicieron más que añadir á su irresolución una especie de consternación y de terror. De modo, que el volver á la primera imagen de Lucía, contra la cual había tratado de afirmar todo su valor, pareció que le aliviaba. “Ella vive, pensaba: se halla en el castillo; aún es tiempo; le puedo decir: partid, regocijaos; puedo ver cambiar aquel semblante; además le puedo decir: perdonadme... ¡Perdonadme! ¡Yo pedir perdón!, ¡y á una mujer!, ¡yo!... Y sin embargo, ¡si una palabra, si una palabra tal me pudiese hacer bien!, si me ayudase á sacudir por un momento el demonio que se ha apoderado de mí, la pronunciaría. ¡Á qué estado me veo reducido! ¡Ya no soy hombre, no soy hombre!... ¡Vamos!, dijo en seguida, revolviéndose furiosamente sobre su lecho, que le parecía tan duro como una piedra, y debajo de sus cobertores que le pesaban horriblemente: vamos, éstas son simplezas que me han pasado por la cabeza otras veces; ésta pasará también”. Y para hacerla pasar trató de buscar con el pensamiento algún proyecto, alguno de aquellos que solían ocuparle fuertemente, y no le dejaban un instante siquiera para reflexionar; mas no encontró ninguno. Todo se le presentaba cambiado: lo que otras veces estimulaba con más fuerza sus deseos, ahora no tenía para él ningún atractivo. La pasión rehusaba avanzar, del mismo modo que cuando un caballo se asusta de repente de una sombra cualquiera. Pensando en las empresas comenzadas y no acabadas, en vez de animarse á dar cima á ellas, en lugar de irritarse con los obstáculos (en semejante momento, la cólera misma le hubiera parecido dulce), experimentaba una sombría tristeza, se espantaba casi de los pasos ya dados. El tiempo se presentaba á su imaginación desnudo de todo interés, de todo querer, de toda acción, lleno únicamente de recuerdos intolerables: todas las horas que iban á sucederse se le representaban semejantes á la que corría tan lentamente, y que tanto pesaba sobre su cabeza. Repasaba en su imaginación á todos sus secuaces, y no encontraba nada importante que mandar á ninguno de éstos: la idea misma de volverlos á ver, de hallarse en medio de ellos, era un nuevo peso, un motivo de disgusto y embarazo. Cuando quería encontrar una ocupación para el día siguiente, una cosa que fuese factible, no se detenía más que en un solo pensamiento; éste era, que á la mañana siguiente podía dejar en libertad á aquella infortunada. “La libertaré, sí; apenas empiece á apuntar el día, volaré á su lado, y le diré: partid, partid. La haré acompañar... ¿Y mi promesa? ¿y el compromiso que tengo? ¿y D. Rodrigo?... ¿Quién es D. Rodrigo?” Como un hombre á quien su superior dirige de improviso una pregunta embarazosa, el Incógnito pensó de pronto responder á la que él mismo se había hecho, ó mejor diremos, aquel nuevo _él_ que en un momento había tomado tan colosales y terribles dimensiones, y se levantaba como para juzgar al antiguo. Iba, pues, buscando las razones por las cuales, antes casi de ser rogado, se había podido resolver á tomar el empeño de hacer sufrir tanto, sin ningún motivo de aborrecimiento ni de temor, á una infeliz desconocida, únicamente para servir á D. Rodrigo; pero lejos de conseguir hallar en aquel momento ninguna razón que le pareciese propia para excusar semejante acción, no sabía casi explicarse á sí mismo cómo había sido inducido á ello. Aquel rasgo, más bien que una deliberación, había sido un movimiento instantáneo de un espíritu obediente á sentimientos antiguos y habituales, la consecuencia de mil hechos anteriores; y en medio del doloroso examen, al cual se entregaba para darse cuenta de un solo hecho, se encontró engolfado en repasar toda su vida. Remontándose á tiempos muy lejanos, de año en año, de empresa en empresa, de crimen en crimen, de asesinato en asesinato, cada una de sus acciones se presentaba á su nuevo espíritu separada por sentimientos que le habían determinado y hecho cometer, apareciendo bajo un aspecto monstruoso, que estos mismos sentimientos no le habían dejado hasta entonces comprender. Todos le pertenecían, eran suyos: el horror de este pensamiento, que nacía á cada una de estas imágenes, y que estaba adherido á todas ellas, creció hasta la desesperación. Se levantó furioso, llevó con rabia las manos hacia la pared cercana á su lecho, agarró una pistola, apretóla convulsivamente, la montó, y... en el instante de ir á terminar una vida que le era insoportable, su pensamiento, sorprendido por un terror, por una inquietud, por decirlo así, supersticiosa, se lanzó al tiempo que seguiría después de su muerte. Figurábase con estampa su cadáver desfigurado, inmóvil, en poder de los hombres más viles; la sorpresa, la confusión que reinarían al día siguiente en el castillo; él mismo, sin fuerza, sin voz, arrojado quién sabe dónde. Se figuraba oir las conversaciones que tendrían lugar con motivo de semejante catástrofe, y que no dejarían de correr en todos los alrededores, y la alegría de sus enemigos. Las tinieblas mismas, el silencio de la noche, le hacían ver en la muerte cierta cosa de más triste, de más espantosa. Le parecía que no habría vacilado si hubiese sido de día, fuera de su casa y en presencia de alguno. Además, ¿qué tenía de particular echarse en el río y desaparecer? Absorto en estas desgarradoras contemplaciones, montaba y desmontaba con fuerza convulsiva el gatillo de la pistola, cuando le vino á la imaginación otra idea: si esa otra vida de la cual me han hablado siendo muchacho, de la cual se me habla siempre como si fuese una cosa segura; si esa vida consiste únicamente en no ser; si es una invención de los sacerdotes, ¿qué hago entonces? ¿qué importa todo lo que yo he hecho? ¿no dejará de ser una locura mía?... ¿Y si hay en efecto otra vida?... Á semejante duda, á tal riesgo, se vió sobrecogido por una desesperación aun más sombría, más grave, y contra la cual ni aun podía hallar un refugio en la muerte. Dejó caer el arma fatal, llevó las manos á sus cabellos, sus dientes rechinaban, un temblor convulsivo se había apoderado de todos sus miembros. De repente, las palabras que había oído pocas horas antes, volvieron á resonar en su memoria: “¡Dios perdona tantas cosas por una obra de misericordia!” No volvían á su espíritu del mismo modo que habían sido pronunciadas, con un acento de humilde súplica, sino con un tono de autoridad, que dejaba entrever al mismo tiempo una lejana esperanza. Esto fué para él un momento de consuelo: dejó caer las manos, y en una actitud más tranquila, fijó mentalmente sus miradas, como si la hubiera tenido delante, en aquella que las había proferido; y la veía, no como su prisionera, ni como una persona que suplica, sino con el ademán del que dispensa gracias y consuelos. Esperaba con ansiedad que viniera el día para correr á devolverle la libertad, para escuchar de su boca otras palabras de alivio y de vida, imaginándose conducirla él mismo al lado de su madre. “¿Y luego, yo, qué haré mañana, el resto del día? ¿Qué haré el día que sigue después de mañana? ¿y al otro? ¿y á la noche? ¡la noche que volverá con sus doce horas! ¡Oh, la noche, la noche; no, no pensemos en la noche!”. Y volviendo á caer en el vacío espantoso del porvenir, trataba en vano de buscar un modo de emplear el tiempo, una manera de pasar los días y las noches. Tan pronto se proponía abandonar el castillo y huir á países remotos, en donde jamás se hubiese oído hablar de él, en que no se le conociera, ni aun siquiera de nombre; como le renacía una confusa esperanza de recobrar el antiguo ánimo, los antiguos gustos, no considerando la situación del momento más que como un delirio pasajero; tan pronto, por último, temía la luz del día que debía mostrarle á los suyos tan miserablemente cambiado; y finalmente, suspiraba por esta misma luz que también debía iluminar sus pensamientos. Mas he aquí que de pronto, al rayar el alba, pocos momentos después que Lucía se había quedado dormida, mientras que él estaba sentado é inmóvil sobre su lecho, un sonido vago y confuso, pero que sin embargo tenía un cierto no sé qué de alegre, vino á herir sus oídos. Prestó atención, y percibió un campaneo como si tocasen á fiesta; después de algunos instantes, distinguió también que el eco de la montaña repetía lánguidamente la lejana armonía, y se confundía con ella. De allí á poco siente que el ruido se aproxima, es una campana que está más cerca del castillo; después otra que le responde, y en seguida todavía otra. “¿Qué alegría es ésta? ¿Por qué este ruido de fiesta? ¿De qué se regocijan estas gentes?”. Salta de aquel lecho de espinas; medio se viste apresuradamente, vuela á la ventana, la abre, y mira por todas partes. Los montes estaban todavía medio velados por la niebla; el cielo parecía cubierto por una oscura y vasta nube; pero á la claridad del día que á cada instante iba creciendo, se divisaba allá á lo lejos, en el camino que atravesaba el fondo del valle, gentes que caminaban muy aprisa, otras que salían de sus casas y se ponían en camino, y se dirigían todas hacia el mismo lado, á la entrada de dicho valle, á la derecha del castillo, con los trajes domingueros, y una alegría extraordinaria. “¿Qué diablos tienen esas gentes? ¿qué hay de alegre en este maldito país? ¿dónde va toda esa canalla?” Y habiendo llamado á un bravo de confianza que dormía en una próxima habitación, le preguntó la causa de todo aquel movimiento. Éste, que estaba tan enterado como su amo, le contestó que iría al momento á informarse. El señor permaneció apoyado en la ventana, sumamente atento al movible espectáculo. Veíanse hombres, mujeres, niños, en grupos, solos, uno alcanzando al que iba delante se unía á él; otro al salir de su casa se acompañaba con el primero que encontraba, y caminaban juntos como amigos á hacer un viaje convenido de antemano. Distinguíase en todos sus movimientos una celeridad y alegría común; las campanas más ó menos próximas, más ó menos distintas que resonaban á lo lejos, algunas veces sin estar acordes, pero siempre concertadas, se asemejaban en cierto modo á la voz de todo aquel pueblo y á la expresión de las palabras que no podían llegar al castillo. El Incógnito miraba, miraba sin cesar, y sentía nacer en su alma una ávida curiosidad de saber lo que podía comunicar un transporte igual á tan diversas gentes. CAPÍTULO CUARTO Pocos momentos después, el bravo volvió y contó á su señor, que el cardenal Federico Borromeo, arzobispo de Milán, había llegado la víspera á *** en donde permanecería todo el día siguiente (que era el en que estábamos). El ruido de la llegada se había esparcido la misma tarde á lo lejos y por todas las cercanías, lo cual había hecho que el pueblo tuviese deseos de ir á ver á aquel personaje, y tocaban las campanas en señal de regocijo, y para avisar al mismo tiempo á la gente. El Incógnito volvió á quedar solo, y continuó mirando en dirección al valle, cada vez más pensativo. “¡Por un hombre!, ¡todos presurosos, todos alegres, para ver á un hombre! ¡Y sin embargo, cada uno de éstos tendrá su demonio que le atormente! ¡Pero nadie, nadie deberá tener uno como el mío; nadie habrá pasado una noche como la mía! ¿Qué tiene, pues, ese hombre para excitar la alegría de todo un pueblo? Algún dinero que distribuirá así á la aventura... ¡Mas toda esa gente no va á recibir una limosna! ¡Y bien: algunas cruces en el aire, algunas palabras!... ¡Oh, si tuviese para mí palabras que pudieran consolarme!, ¡sí!... ¿Por qué no había yo de ir también?, ¿por qué no?... Iré, iré y le hablaré: le hablaré cara á cara. ¿Qué es lo que le diré? ¡Y bien!, aquello que, que... veré lo que él sabe”. Tomada esta vaga determinación, concluyó de vestirse precipitadamente, poniéndose una especie de traje, cuyo corte tenía algo de militar; cogió la pistola que había dejado encima de la cama, se la colocó en un lado de su cinto, y en el otro una segunda que descolgó de la pared, así como también su puñal; y habiendo alcanzado una carabina tan famosa casi como él, se la puso á guisa de bandolera; tomó su sombrero, salió de la estancia, y antes de partir se encaminó á la en que había dejado á Lucía. Dejó su carabina en un rincón junto á la puerta, y llamó haciendo al mismo tiempo oir su voz. La vieja se precipitó del lecho de un salto, y corrió á abrir. El señor entró, y echando una ojeada por la estancia, vió á Lucía acurrucada en su rincón y muy quieta. --¿Duerme?, preguntó en voz baja á la vieja. ¡Duerme en semejante sitio! ¿Eran éstas mis órdenes?, ¡desventurada! --He hecho todo lo que he podido, respondió ésta; pero no ha querido absolutamente comer ni tampoco venir... --Déjala dormir en paz; guárdate de turbar su sueño; y cuando se despierte... Marta vendrá aquí, á la habitación próxima, y la mandarás á buscar lo que la joven pida. Cuando despierte... dile que yo... que el señor ha salido por poco tiempo, que volverá, y que... hará todo lo que ella quiera. La vieja se quedó toda estupefacta, pensando entre sí: ¿será acaso alguna princesa? El castellano salió, tomó su carabina, mandó á Marta que permaneciese en la antecámara; dió orden al primer bravo que encontró que se pusiera de centinela para que ninguna otra persona más que ésta entrara en la habitación, y después salió del castillo y bajó la pendiente con la mayor agilidad y precipitación. El manuscrito no dice la distancia que había desde el castillo al pueblo en donde se hallaba el cardenal; pero por los hechos que vamos á referir, resulta que no debía haber más que un largo paseo. Por el solo acudir de los lugareños á dicho pueblo, no se podrían sacar consecuencias, pues que en las memorias de aquel tiempo encontramos que, de veinte millas y más, corría la gente en tropel para ver al cardenal Federico. Los bravos que acertaban á pasar mientras el Incógnito bajaba, se paraban respetuosamente, esperando si tenía órdenes que darles, ó si quería que le siguiesen á alguna expedición, no sabiendo qué pensar de aquel aire y aquellas miradas con que contestaba á sus saludos. Cuando estuvo ya en el camino real, lo que admiraba á los pasajeros era el verlo sin acompañamiento. Por lo demás, todos le hacían lugar y se desviaban, dejándole sitio suficiente, no sólo para él, sino también para su séquito si lo hubiese llevado, y se quitaban respetuosamente los sombreros. Habiendo llegado al pueblo, lo halló enteramente cuajado de una inmensa muchedumbre de gentes; pero aun á pesar de esta circunstancia, su nombre, pasando de repente de boca en boca, bastaba para que la multitud le abriera paso. Se acercó á uno y le preguntó en dónde estaba el cardenal. En la casa del cura, le contestó aquél saludándole, y le indicó cuál era. El señor se dirigió á ella: entró en un patiecillo, en donde había muchos sacerdotes, los cuales le miraron con ademán atónito y de desconfianza. Divisó al frente una puerta abierta que daba entrada á una salita, en donde se hallaban reunidos otros muchos sacerdotes. Se desembarazó de la carabina y la dejó en un rincón del patio; después entró en la mencionada salita, y allí fué también acogido con miradas furtivas, murmullos, su nombre repetido de boca en boca, concluyendo por guardar un profundo silencio. Dirigiéndose el Incógnito á uno de ellos, le preguntó dónde se hallaba el cardenal, porque quería hablarle. “Yo soy forastero”, contestó el interrogado; y después de haber echado una mirada en derredor, llamó á un capellán, familiar del cardenal, el cual desde un rincón de la sala, estaba justamente diciendo, en voz baja, á un compañero suyo: “¿Es ése el famoso?... ¿Á qué vendrá aquí? ¡Aparta!” No obstante, al llamamiento que resonó en medio del silencio general, se vió precisado á acudir. Saludó al Incógnito, escuchó su pregunta, y levantando la vista con una curiosidad inquieta sobre aquel rostro, y bajándola en seguida, permaneció allí un poco como aturdido, y después dijo, ó más bien balbuceó: “No sé si monseñor ilustrísimo... en este instante se encuentra... éste... pueda... Bien: voy á ver”. Y se dirigió de muy mala gana á la vecina estancia, en la cual se hallaba el cardenal. Llegados á este pasaje de nuestra historia, no podemos menos de detenernos un poco, como el caminante fatigado y triste, á causa de un largo viaje por un terreno árido y escabroso, se recrea y pierde un poco de tiempo á la sombra de un frondoso árbol, sobre la yerba, ó al lado de una cristalina fuente de agua viva. Nos hemos encontrado con un personaje, cuyo nombre y recuerdo, presentándose á la mente en cualquier tiempo que sea, le causan una emoción tranquila de respeto y un agradable sentimiento de simpatía. Pero ¿cuánto más dulce es dicho sentimiento, después de tantas imágenes dolorosas, después de la contemplación de tanta perversidad? Es absolutamente indispensable que nosotros digamos cuatro palabras tocante al expresado personaje; los que no deseen oirlas y quieran sin embargo saber la continuación de la historia, que salten en derechura al capítulo siguiente. Federico Borromeo, nacido en el año de 1564, fué uno de esos hombres raros en todo tiempo, que han empleado un esclarecido talento, todos los recursos de una opulenta fortuna, todas las ventajas de una condición privilegiada, una aplicación continua en buscar y practicar el bien. Su vida es como un arroyuelo que, naciendo límpido de la roca, sin estancarse ni enturbiarse jamás en un largo curso por diversos terrenos, va á echarse límpido al caudaloso río. En medio de los placeres y la magnificencia, se dedicó desde su más tierna infancia á esas palabras de abnegación y de humildad, á esas máximas sobre la vanidad de los goces, sobre la injusticia del orgullo, sobre la verdadera dignidad y verdaderos bienes que, comprendidos ó no por los corazones, son trasmitidos de generación en generación, siendo la doctrina fundamental de la religión. Se aplicó, repito, á esas palabras, á esas máximas; las adoptó formalmente, las gustó, las halló verdaderas, reconoció que no podía haber verdad en las palabras y máximas opuestas que se trasmiten también de una en otra generación con la misma perseverancia, y tal vez por los mismos labios, y se propuso tomar por norma de sus acciones y de sus pensamientos las que eran realmente verdaderas. Persuadido que la vida no es para el mayor número más que una pesada carga, y un placer para algunos pocos, pero de cuya inversión es indispensable dar cuenta, empezó á pensar desde niño cómo podría hacer la suya útil y santa. En el año 1580 manifestó la resolución de consagrarse al ministerio eclesiástico, y recibió el hábito de manos de su primo Carlos[2], á quien la fama ya universalmente y desde largo tiempo proclamaba santo. Poco después entró en el colegio fundado por éste en Pavía, y que lleva todavía el nombre de la familia; y aplicándose con asiduidad á las ocupaciones que estaban prescritas, se impuso además otras dos voluntariamente, siendo la una el enseñar la doctrina cristiana á los más pobres é ignorantes, y la otra el visitar, servir, consolar y socorrer á los enfermos. Se valió de la autoridad que tenía en aquel paraje para atraer á sus compañeros á secundarle en dichas buenas obras; ejerció en todo lo que era honesto y provechoso como una primacía de ejemplo, una primacía que hubiera obtenido sólo por sus dotes personales, aunque hubiese pertenecido á la más ínfima clase. Las ventajas de otro género que su cuna le hubiera podido procurar, lejos de buscarlas, hizo un estudio particular en esquivarlas. Quiso que su mesa fuera más mezquina que frugal, sus vestidos más bien pobres que sencillos, y conforme á esto todo lo demás, al tenor de su persona ó modo de vivir. No se creyó jamás precisado á mudarlos, aun cuando algunos de sus parientes ponían el clamor en el cielo, y se quejaban de que de semejante modo deshonraba la dignidad de la casa. Tuvo también que sostener una guerra con sus maestros, los cuales furtivamente, y como por sorpresa, procuraban ponerle delante, detrás, á los lados, objetos más ricos, ciertas cosas que lo distinguiesen de los demás, y le hiciesen parecer como el príncipe del lugar donde se hallaba. Esto lo hacían tal vez porque creerían que andando el tiempo podrían sacar algún partido granjeándose su voluntad, ó acaso también movidos por esa bajeza servil que se envanece y se recrea en el esplendor de otros, ó bien porque fuesen de esos hombres prudentes que se asombraban tanto de la virtud como del vicio, y proclaman siempre que la perfección conste en un buen medio, y este medio lo fijan justamente en el punto donde ellos se encuentran á su comodidad. Federico, en vez de dejarse vencer por tales tentativas, reprendía á los que las hacían, y esto en una edad tierna, á saber, entre la pubertad y la juventud. Que viviendo el cardenal Carlos, que le llevaba veintiséis años, en presencia de una persona tan imponente, y por decirlo así, tan solemne, rodeado de homenajes y respeto, realzado por un tan gran renombre, marcado al propio tiempo con señales de santidad, Federico, niño todavía, procurase conformarse á las maneras y modo de pensar de tal superior, no es ciertamente una cosa que admire; pero lo que sorprende más es que después de la muerte de tan santo varón, nadie pudo apercibirse de que Federico, el cual contaba apenas veinte años, estuviese privado de un guía y un censor. El ruido siempre creciente de sus talentos, de su instrucción y piedad, el parentesco y los influjos de más de un poderoso cardenal, el crédito de su familia, su mismo nombre, al cual el cardenal Carlos había adherido en los ánimos una idea de santidad y de preeminencia, todo lo que debe y puede conducir los hombres á las dignidades eclesiásticas, concurría á pronosticárselas. Pero él, persuadido en el fondo de su corazón, y un buen cristiano no lo puede negar, persuadido de que un hombre no debe tener una justa superioridad sobre los demás, si no están á su servicio, temía las dignidades y trataba de eludirlas; no porque huyese de servir á los otros, pues pocas existencias se ocuparon en esto tanto como la suya, sino porque no se consideraba bastante digno ni con suficiente capacidad para tan importante y peligroso servicio. Por esto, siendo en el año 1595 propuesto por Clemente VIII para el arzobispado de Milán, se le vió sumamente agitado y rehusó sin titubear este cargo; mas luego cedió á causa de una orden expresa y terminante del Papa. Semejantes demostraciones no son difíciles ni raras. ¿Quién no sabe esto? La hipocresía no tiene necesidad de grandes esfuerzos de ingenio para hacerlas, y la bufonería para burlarse de ellas á buena cuenta y á cada paso. Mas, ¿dejan por ventura por esto de ser la expresión natural de un sentimiento virtuoso y sabio? La vida es la piedra de toque de las palabras; y las palabras que expresan dicho sentimiento, aunque pasen por los labios de todos los impostores y bufones del mundo, serán siempre bellas cuando vayan precedidas y seguidas de una vida de desinterés y de sacrificio. Federico, una vez fué arzobispo, hizo un estudio particular y continuo de no tomar para sí más riquezas, más tiempo, más cuidados, ni nada más en fin, que lo estrictamente necesario. Decía, como todos dicen, que las rentas eclesiásticas son el patrimonio de los pobres; ahora vamos á ver cómo ponía en práctica semejante máxima. Quiso que se apreciase á cuánto podía ascender su manutención y la de su servidumbre; y habiéndosele dicho que unos seiscientos escudos (escudo se llamaba entonces á la moneda de oro que, quedando siempre con el mismo peso y nombre, fué después llamada zequí), dió orden para que todos los años se sacasen otros tantos de su caja particular, para la de la mensa, no creyendo que á él, siendo tan rico, le fuera lícito vivir con aquel patrimonio. Era tan escaso y minuciosamente económico para sí mismo, que procuraba no quitarse un vestido hasta que estuviese muy usado, uniendo, sin embargo, según fué notado por los escritores contemporáneos, á la costumbre de una extremada sencillez, la de una limpieza esmerada, dos circunstancias remarcables en aquel tiempo de desaseo y despilfarro. Hizo más: á fin de que no se desperdiciase nada, dispuso que las sobras de su frugal mesa se dieran á un hospicio, y uno de los pobres del expresado establecimiento entraba todos los días por orden suya al comedor á recoger todo lo que había quedado. Estos pequeños cuidados acaso podrían inducir á formar el concepto de una virtud avara y miserable, de un espíritu entregado á minuciosidades é incapaz de elevados designios, si no atestiguase lo contrario esa biblioteca ambrosiana que aún existe en el día, la cual proyectó con tan animosa magnificencia y erigió con tantos dispendios. Para proveerla de libros y manuscritos, además del regalo que hizo de los que él mismo había compilado con grande estudio y enormes gastos, envió ocho individuos, los más hábiles é instruidos que pudo hallar, con el objeto de hacer compras por Italia, Francia, España, Alemania, Flandes, Grecia y al monte Líbano, en Jerusalén. De este modo logró reunir cerca de treinta mil volúmenes impresos y catorce mil manuscritos. Añadió á la biblioteca un colegio de doctores (fueron nueve, pensionados por Federico mientras vivió; después, no siendo suficientes las entradas ordinarias para semejante gasto, quedaron reducidos á dos), y su oficio era cultivar varios ramos de conocimientos humanos, como la teología, la historia, las bellas letras, las antigüedades eclesiásticas y las lenguas orientales, con la obligación cada uno de ellos de publicar algún trabajo sobre la materia que les estaba señalada; añadió, igualmente, un colegio llamado por él _Trilingüe_, para el estudio de las lenguas griega, latina é italiana; un colegio de alumnos, á quienes se instruía en las mencionadas facultades y lenguas para que ellos llegasen también á enseñarlas algún día; estableció allí mismo una imprenta para las lenguas orientales, esto es, para el hebreo, caldeo, árabe, persa y armenio; una galería de pinturas, otra de escultura, y una escuela de las tres principales artes del dibujo. Para esto encontró fácilmente profesores ya formados; para lo demás, sabemos qué de trabajos le habían costado el hallar los libros y manuscritos. Pero los caracteres de las mencionadas lenguas, mucho menos cultivadas en Europa que lo están en el día, eran ciertamente muy difíciles de hallar; y mucho más todavía que los caracteres, los profesores. Bastará decir, que de nueve doctores sacó ocho de entre los jóvenes alumnos del seminario, juicio enteramente conforme al que parece haber traído la posteridad, que ha condenado á unos y á otros al olvido. En las reglas que planteó para el uso y gobierno de la biblioteca, se trasluce una intención perpetua de utilidad, no solamente bella en sí misma, sino sabia y bien entendida; y en muchas partes, sobrepujando á las ideas y costumbres ordinarias de aquel tiempo. Prescribió al bibliotecario que mantuviese correspondencia con los hombres más doctos de Europa, para que le pusieran al corriente del estado de las ciencias, y le diesen aviso de los mejores libros extranjeros de todo género que salieran á luz, y que tratara de adquirirlos: encargóle también, que indicase á los que quisieran estudiar, las obras que podrían serles útiles, y ordenó que ya fuesen nacionales, ya extranjeros, se les diese todo el tiempo y comodidad posibles para servirse de ellas según la necesidad. Tal intención debe parecer al presente muy natural, y aun inherente á la fundación de una biblioteca; mas sin embargo, en aquella época no era así. En una historia de la biblioteca Ambrosiana, escrita con la mira de utilidad y con la elegancia propia del siglo, por un tal Pierpaolo Bosca, que fué bibliotecario después de la muerte de Federico, se nota expresamente como cosa muy singular, que en dicha biblioteca, fundada por un particular y casi toda á sus expensas, los libros estaban expuestos á la vista del público, eran llevados por cualquiera que los pedía, dando también á todo el mundo sillas para sentarse, papel, plumas y tinta para tomar apuntaciones, mientras que en todas las grandes bibliotecas de Italia, no sólo no estaban visibles los libros, sino que también estaban cuidadosamente cerrados en los armarios: jamás salían de ellos, á no ser que los bibliotecarios se dignasen, por condescendencia, á manifestarlos por un instante: respecto á facilitar á los concurrentes las comodidades indispensables para estudiar, no se tenía una idea siquiera. De modo que enriquecer semejantes bibliotecas, era sustraer los libros al uso común; esto era un modo de cultivar que había entonces, y hay todavía, que vuelve estériles los campos. No vayáis ahora á preguntar cuáles han sido los efectos de la fundación de Borromeo sobre la instrucción pública: sería fácil demostrarlo en dos palabras, del mismo modo que se demuestra que fueron prodigiosos ó que fueron nulos. Buscar y explicar hasta cierto punto cuáles hayan sido verdaderamente, sería cosa muy pesada, de poca utilidad y extemporánea. Pero imaginaos qué generoso, qué ilustrado, qué benévolo, qué amigo tan perseverante de las mejoras humanas debió haber sido el que pudo querer semejante cosa, que la quiso así, que la puso en ejecución en medio de aquella inercia, de aquella antipatía general para toda aplicación estudiosa, y por consecuencia en medio de los ¿qué importa?... ¡otras cosas hay en qué pensar!... ¡Oh, bella invención!... ¡No faltaba más que ésta!... y otras mil cosas por el estilo. Seguramente, los propósitos debieron ser más números aún que los escudos que gastó en la empresa, y eso que no bajaron de quinientos mil. Para dar á un hombre semejante el título de benéfico y liberal en el más alto grado, puede parecer que no sea preciso saber si gastó mucho dinero en socorrer inmediatamente á los necesitados: hay mucha gente que opina, que los gastos de este género (iba á decir todos los gastos) constituyen la mejor y más útil limosna. Mas en la opinión de Federico, la limosna, propiamente dicha, era un deber esencial; y en esto, como en lo demás, sus acciones estuvieron de acuerdo con su opinión. Su vida fué una larga y perpetua limosna; y á propósito de aquella misma carestía, de la cual nuestra historia ha hablado ya, tendremos dentro de poco ocasión de referir algunos rasgos que harán ver cuánta sabiduría y generosidad supo prestar aun á sus liberalidades. De los muchos ejemplos singulares que de una tal virtud han descrito sus biógrafos, no citaremos más que uno solo. Habiendo cierto día llegado á su conocimiento que un noble usaba de mil artificios y malos tratamientos para obligar á una de sus hijas á ser religiosa, que deseaba más bien casarse, hizo llamar al padre; y habiéndole arrancado que el verdadero motivo de semejante tiranía era el no tener cuatro mil escudos, cuya cantidad, á su parecer, hubiera sido necesaria para casar á su hija convenientemente, Federico la dotó con cuatro mil escudos. Esto acaso parecerá á alguno una largueza excesiva, mal entendida, demasiado condescendiente con los tontos caprichos de un orgulloso, y que cuatro mil escudos podían ser mejor empleados de otras mil maneras; á la cual nada tenemos que responder, sino que sería de desear que se viesen con frecuencia tales excesos de una virtud tan libre de opiniones dominantes (cada época tiene las suyas), tan independientes de la tendencia general, como lo fué en este caso la que movió á un individuo á dar cuatro mil escudos para que una joven no se viese forzada á ser religiosa. La caridad inagotable de aquel hombre resplandecía no menos en su continente que en sus larguezas. De fácil acceso para todo el mundo, creía deber manifestar un semblante jovial, una cortesía afectuosa á aquellos á quienes llaman de baja condición, tanto más, cuanto que éstos encuentran pocos en el mundo. Y en este punto tuvo que combatir con los caballeros del _ne quid nimis_[3]. Un día que en una de sus visitas á un país montañoso y salvaje, Federico instruía á unos pobres niños, y en un momento de descanso los acariciaba amistosamente con la mano, uno de esos nobles de que acabo de hablar, le advirtió que usara más miramiento en hacer caricias á aquellos muchachos, porque estaban demasiado sucios y asquerosos, como si hubiera supuesto el buen hombre que Federico no poseía bastante sentido común para conocerlo, ó la suficiente penetración para adivinar lo que se ocultaba bajo semejante consejo. Tal es la desgracia de los hombres constituidos en dignidad, que mientras que las gentes que les adviertan de sus faltas son muy raras, se encuentran multitud de personas atrevidas que les reprenden el bien que hacen. Pero el buen obispo respondió, no sin algún resentimiento: Son almas encomendadas á mi custodia; acaso no me volverán á ver nunca más; ¡y no queréis que los abrace! Sin embargo, el resentimiento era bien raro en él, estimado como era por su tranquilidad de espíritu, por la dulzura de su genio, que se hubiera atribuido á una felicidad extraordinaria de temperamento, y sólo era, sin embargo, el efecto de una lucha constante contra una índole pronta y viva. Si alguna vez se mostró severo y brusco, fué con sus subordinados, culpables de avaricia y negligencia, ú otros vicios diametralmente opuestos al espíritu de su noble y santo ministerio. Por todo lo que podía tener alguna relación con sus intereses, ó á su gloria temporal, no daba jamás señales de alegría, pesar, ardor ni agitación: admirable en efecto si estos movimientos no se presentaban á su espíritu, más prodigioso todavía si se presentaban. No sólo en un gran número de cónclaves, á los cuales asistió, se atrajo el concepto de no haber aspirado jamás al puesto que ocupaba, tan envidiado por la ambición y tan terrible para la verdadera piedad, sino que una vez uno de sus colegas más eminentes fué á ofrecerle su voto y el de su facción (palabra muy fea, pero era la que usaban): Federico rehusó esta proposición tan resueltamente, que aquél renunció á su idea, y volvió sus miras á otra parte. Esta misma modestia, esta aversión á dominar, aparecía igualmente en todas las ocasiones más ordinarias de su vida. Atento é infatigable á disponer, á gobernar lo que él juzgaba que era un deber suyo el hacerlo, huyó siempre de entrometerse en los negocios de otros; aun cuando se reclamase su intervención, se defendía con todo su poder; discreción y comedimiento poco comunes en los hombres tan celosos del bien, como lo era Federico. Si quisiéramos abandonarnos al placer de recoger los rasgos notables de su carácter, resultaría seguramente una mezcla singular de méritos opuesta en apariencia, y que á la verdad es difícil encontrar reunidos; sin embargo, no omitiremos el señalar una particularidad de aquella hermosa existencia: llena como fué de actividad, de cuidados importantes, de funciones, de enseñanza, de audiencias, de visitas diocesanas, de viajes, de controversias, no sólo el estudio tuvo su parte, sino que tuvo tanta, que hubiera bastado á un literato de profesión. Efectivamente, además de muchos títulos dignos de alabanza, Federico obtuvo también, entre sus contemporáneos, el de hombre docto. No debemos, con todo, disimular que adoptó con una firme persuasión y que sostuvo con una larga constancia ciertas opiniones, que hoy día parecerían á todos más bien extrañas que mal fundadas aun á los mismos que tuviesen deseos de hallarlas justas. Si se le quisiera defender acerca de dicho punto, se tendría esta excusa tan corriente y recibida, que eran errores de aquella época más bien que suyos; excusa que cuando resulta del examen particular de los hechos, puede tener algún valor y significar alguna cosa; pero cuando se aplica en general y enteramente á ciegas, nada vale absolutamente. Sin embargo, como no queremos resolver por medio de simples fórmulas cuestiones complicadas, ni alargar demasiado un episodio, nos abstendremos también de exponerlos. Bástanos haber indicado de paso, que estamos lejos de pretender, que en un hombre tan admirable en conjunto, lo fuese igualmente en todo, porque tenemos miedo que se nos diga hemos querido escribir una oración fúnebre. No es ciertamente hacer una injuria á nuestros lectores, el suponer que alguno de ellos pregunte, si un hombre tan sabio y tan estudioso no ha dejado por ventura algún monumento. ¡Sí lo ha dejado! Las obras que han quedado de Federico, grandes y pequeñas, latinas é italianas, impresas y manuscritas, llegan á más de ciento, las cuales se conservan en la biblioteca fundada por él: tratados de moral, de oraciones, disertaciones sobre la historia, antigüedades sagradas y profanas, literatura, bellas artes y otras muchas. ¿Y cómo, pues, dirá el lector, tanta diversidad de obras están condenadas al olvido, ó á lo menos son tan poco conocidas, tan poco buscadas? ¿Cómo, pues, con tanto ingenio, con tanto estudio, con tanta experiencia de los hombres y de las cosas, con tanto meditar, con una tan viva pasión por lo bueno, con un alma tan candorosa, con todas estas cualidades que forman al grande escritor, ese hombre en cien obras no ha dejado tan siquiera una sola de las que son reputadas insignes por los mismos que no las aprueban del todo, y conocidas por el título aun de aquellos que no las leen? ¿Cómo, pues, todas juntas no son suficientes, á lo menos por su número, para dar á su nombre una fama literaria que llegue hasta nosotros, que para él constituimos la posteridad? La demanda es razonable, sin duda, y el debate muy interesante. Las causas de este fenómeno no se encuentran; sería preciso hallarlas en una multitud de hechos generales. Encontrados que fueran, conducirían á la explicación de muchos otros fenómenos semejantes, pero serían numerosos y prolijos; ¿y después si os agradasen?, ¿si os hiciesen arrugar el entrecejo? Vamos; lo mejor será que volvamos á tomar el hilo de nuestra historia, en vez de parlotear más tiempo acerca del mencionado personaje; y vamos á verle obrar, guiados por nuestro autor. NOTAS: [2] S. Carlos Borromeo. [3] Nada de más. CAPÍTULO QUINTO Mientras que el cardenal Federico esperaba la hora de ir á la iglesia á celebrar los divinos oficios, y se entretenía en estudiar, como tenía de costumbre en sus ratos de ocio, entró el familiar con aire inquieto y turbado. --Una extraña visita; extraña en verdad, monseñor ilustrísimo. --¿Quién es?, preguntó el Cardenal. --Nada menos que el señor ***, replicó el capellán, y apoyándose en cada sílaba con ademán significativo, pronunció aquel nombre que nosotros no podemos decir á nuestros lectores. Luego añadió: Está ahí fuera en persona, y no pide más que ser introducido á la presencia de vuestra señoría. --¡Él!, dijo el cardenal con semblante animado, cerrando el libro y levantándose del sitial; ¡que venga, que venga pronto! --Pero... replicó el capellán sin moverse; vuestra señoría ilustrísima debe saber quién es este individuo: aquel desterrado, aquel famoso... --Y no es una fortuna para un obispo el que haya nacido en un hombre semejante la voluntad de venir á encontrar... --Pero... insistió el capellán: nosotros no podemos hablar de ciertas cosas, porque monseñor dice que son charlatanerías; mas cuando llega el caso, me parece que es un deber... El celo le hace á uno cobrar enemigos, monseñor; y sabemos positivamente que más de un malvado ha osado vanagloriarse que un día ú otro... --¿Y qué han hecho?, interrumpió el cardenal. --Digo que ese hombre es un encubridor de delitos, un calavera, que tiene correspondencia con los calaveras mayores, y que acaso puede ser enviado... --¡Oh!, ¿qué disciplina es ésta?, interrumpió el cardenal con una sonrisa. ¡Qué! ¿Los soldados exhortan al general á tener miedo? Luego con aire grave y pensativo replicó: San Carlos no hubiera deliberado un momento si debía recibir á semejante hombre; hubiera ido á buscarlo en seguida. Hacedlo entrar al instante: demasiado ha esperado ya. El capellán salió, diciendo entre sí: No hay remedio; todos estos santos son obstinados. Abrió la puerta, y habiéndose presentado en la estancia donde se encontraba el señor y la gente reunida, vió á ésta retirada á un lado, ocupada en cuchichear y mirar de reojo á aquél, abandonado y enteramente solo en otro extremo. Se encaminó hacia él, y mientras lo miraba según podía con el rabo del ojo, estaba pensando qué diablo de armas podía llevar ocultas bajo aquel traje. Verdaderamente, antes de introducirlo hubiera debido, á lo menos, proponerle... mas no pudo resolverse á ello... Se le acercó, y dijo: “Monseñor aguarda á vuestra señoría: hacedme el obsequio de venir conmigo”. Y precediéndolo en medio de aquella pequeña multitud que de súbito se abrió dejando paso, echaba á derecha é izquierda ciertas miradas, las cuales significaban: ¿Qué queréis?, ¿no sabéis vosotros tan bien como yo que ese buen señor hace siempre lo que se le antoja? Apenas el Incógnito fué introducido, cuando Federico le salió al encuentro, con semblante alegre y sereno, con los brazos abiertos, como á una persona que esperaba con ansia, y en seguida hizo seña al capellán que saliese: éste obedeció. Los dos permanecieron por espacio de algún tiempo sin hablar, y diversamente indecisos. El Incógnito, que había sido llevado allí como á la fuerza, por un delirio inexplicable, más bien que conducido por un determinado designio, estaba como violentado, desgarrado por dos pasiones opuestas: experimentaba á la vez el deseo, la esperanza confusa de encontrar un alivio en sus tormentos interiores, y por otra parte una cólera, una vergüenza de llegar á aquel sitio como vencido por el arrepentimiento, como un súbdito, como un miserable para confesarse culpable, para implorar á un hombre; él no encontraba palabras, ni tampoco casi las buscaba. Sin embargo, alzando los ojos hacia el rostro de aquel hombre, se sentía cada vez más sobrecogido por un sentimiento de respeto suave, irresistible, que aumentando la confianza, mitigaba el despecho, y sin hacer frente al orgullo, lo hacía alejarse y le imponía silencio. La presencia de Federico era en efecto de aquellas que anuncian cierta superioridad. Su porte era naturalmente modesto y casi involuntariamente majestuoso, no encorvado ni destruido por los años; su mirada era grave y viva, la frente serena y pensativa; en la blancura de sus cabellos, en la palidez de su semblante, al través de las huellas de la abstinencia, de la meditación, de la fatiga brillaba un cierto no sé qué de virginal: todos los rasgos de su semblante indicaban que en otro tiempo había sido dotado de lo que con más propiedad llamamos belleza; el hábito de los pensamientos solemnes y benévolos, la paz interna de una larga vida, el amor hacia los hombres, la alegría continua de una esperanza inefable, habían sustituido una, si así podemos decirlo, hermosura de anciano, que sobresalía todavía más en medio de la magnífica sencillez de la púrpura cardenalicia. El cardenal tuvo un momento fija sobre el Incógnito su mirada penetrante y ejercitada en leer los pensamientos de los hombres en su semblante, y bajo aquel aire sombrío y turbado, creyó descubrir alguna cosa que estaba conforme con la esperanza que había concebido al primer anuncio de semejante visita. ¡Oh!, exclamó con voz animada; ¡qué preciosa visita es ésta para mí! ¡Cuán agradecido debo estaros por tan buena resolución, aunque para mí tenga cierto aire de reproche! --¡Reproche!, exclamó el señor atónito, pero tranquilo por aquellas palabras y suaves maneras, como también satisfecho de que el cardenal hubiese roto la valla y entablado la conversación. --Ciertamente es para mí un reproche, replicó éste, el haber dejado prevenirme por vos. ¡Cuántas veces y cuánto tiempo hace, que hubiera podido, que yo hubiera debido ir á buscaros! --¡Á mí, vos!, ¿sabéis quién soy yo?, ¿os han dicho verdaderamente mi nombre? --¡Ah!, este consuelo que yo experimento y que á la verdad se manifiesta en mi semblante, ¿os parece que yo lo hubiera sentido al anuncio, á la vista de un desconocido? Vos sois el que me lo habéis hecho experimentar; vos, repito, á quien debería haber ido á buscar; vos, á quien tanto he amado y compadecido, y por el cual tanto he rogado; vos, aquel de mis hijos, que sin embargo los amo á todos de corazón, aquel de mis hijos á quien más hubiera deseado acoger y abrazar si yo lo hubiese creído posible. Pero Dios solo sabe obrar milagros, y suple á la debilidad, á la lentitud de sus miserables servidores. El Incógnito permanecía admirado á aquella acogida tan ardiente, á aquellas palabras que respondían tan resueltamente á lo que él no había dicho todavía, ni estaba determinado á decir. Conmovido y bastante turbado, guardaba el más profundo silencio. --¡Pues cómo!, replicó aún más afectuosamente Federico: ¿tenéis una buena noticia que darme, y me la hacéis esperar tanto? --¡Una buena noticia, yo! Tengo el infierno en el corazón ¡y vendría á daros una buena noticia! Decidme vos si lo sabéis, ¿cuál es esta buena noticia que esperáis de un hombre como yo? --Que Dios ha tocado vuestro corazón y quiere haceros suyo, respondió el cardenal con la mayor calma. --¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! ¡Si yo lo viese! ¡si yo lo sintiese! ¿en dónde está ese Dios? --¡Vos me lo preguntáis, vos! ¿y quién más que vos lo tiene tan cerca? ¿No lo sentís en vuestro corazón, que os oprime, que os agita, que no os deja un momento de reposo, y que al mismo tiempo os atrae, os hace presentir una esperanza de tranquilidad, de consuelo, de un consuelo que está lleno, inmenso, tan pronto como vos lo reconozcáis, lo confeséis y lo imploréis? --¡Oh! sí, sí; yo tengo aquí alguna cosa que me oprime, que me devora. Pero, ¡Dios!... si es ese Dios, ése que decís, ¿qué queréis que haga de mí? Estas palabras fueron pronunciadas con acento de desesperación: mas Federico, con tono solemne y como de plácida inspiración, respondió: “¿Qué cosa puede hacer Dios de vos? ¿qué es lo que quiere hacer? una señal de su poder y de su bondad: quiere recabar de vos una gloria que ningún otro pudiera darle. Vos, contra quien el mundo grita hace tanto tiempo; vos, contra quien mil y mil voces se levantan y cuyos hechos detestan... (El Incógnito se estremeció y permaneció un momento estupefacto al oir aquel lenguaje tan insólito, más estupefacto todavía de no experimentar ni un átomo de cólera, y de encontrar al mismo tiempo casi una especie de consuelo). ¡Cuánta gloria, prosiguió Federico, no reportará á Dios! Ésos son gritos de terror, son gritos de interés; quizá también gritos de justicia, pero ¡de una justicia tan fácil, tan natural! Entre los que os acusan, los hay á quienes anima la envidia de ese desgraciado poder que habéis ejercido, de esa deplorable seguridad de ánimo que habéis conservado hasta hoy. Pero cuando vos mismo os levantaréis para condenar vuestra vida y para acusaros, entonces, ¡oh, entonces Dios será glorificado! ¿Y preguntáis lo que Dios puede hacer de vos? ¿Quién soy yo, criatura indigna, para deciros qué provecho puede sacar Dios en adelante de vos, el que puede hacer de esta voluntad impetuosa, de esta imperturbable constancia, cuando la haya animado, enardecido con su amor, de esperanza y arrepentimiento? ¿Quién sois vos, pobre mortal, que habéis pensado ejecutar cosas más grandes por medio del mal, que Dios no puede hacer que hagáis y deis cumplimiento por medio del bien? ¿Lo que Dios puede hacer de vos? ¿Y perdonaros, salvaros? ¿Y consumar en vos la obra de la redención? ¿No son acaso cosas magníficas y dignas de él? ¡Oh, mirad si yo, humilde pecador; si yo tan miserable, y sin embargo tan lleno de mí mismo; si yo, tal cual soy, me regocijo de vuestra salvación, que para asegurarla daría con alegría (el Señor me es testigo) estos pocos días que me restan de vida! ¡Oh, juzgad cuánta debe ser la caridad de ese Dios que me infunde una tan viva, aunque tan imperfecta; y cuánto os ama, cuánto os quiere, él que me ordena y me inspira hacia vos un amor que me abrasa!” Á medida que estas palabras salían de sus labios, su semblante, sus miradas, cada uno de sus movimientos expresaba lo que sentía. La cara de su oyente, hasta entonces consternada, convulsa, primeramente comenzó á aparecer admirada y atenta, luego dejó traslucir una emoción más profunda y menos angustiada: sus ojos, que desde la infancia no conocían las lágrimas, se hincharon; cuando Federico dejó de hablar, aquél ocultó el rostro entre sus manos, y dió rienda suelta al llanto, que fué como su última y más clara respuesta. --¡Dios grande y bueno!, exclamó el cardenal, alzando los ojos y las manos al cielo: ¡qué he podido yo hacer jamás, servidor inútil, pastor negligente, para que vos me hayáis llamado á este convite de gracia, para que me hayáis considerado digno de asistir á un tan agradable prodigio! Así diciendo, extendió la mano para coger la del Incógnito. --¡No!, gritó éste: ¡no, apartaos, apartaos de mí! No manchéis esta mano inocente y benéfica. No sabéis todo lo que ha hecho esta mano que queréis estrechar. --Dejad, dijo Federico, cogiéndola con dulce violencia; dejad que estreche esta mano que reparará tantos males, que derramará tantos beneficios, que aliviará á tantos afligidos, que se extenderá desarmada, pacífica, humilde á tantos enemigos. --¡Esto es demasiado!, dijo sollozando el Incógnito: ¡dejadme, monseñor!, ¡buen Federico, dejadme! Una multitud de gente reunida os aguarda con ansia; hay tantas almas puras, tantos inocentes que han venido desde muy lejos para veros una sola vez, para oiros; y vos os entretenéis... ¡con quién! --Dejemos las noventa ovejas, respondió el cardenal, ellas están seguras en el monte; al presente quiero permanecer con la que estaba descarriada. Esas almas están ahora, quizá, más contentas que si viesen á este pobre obispo. Acaso Dios, que ha obrado en vos un prodigio de misericordia, infunde á aquéllas alegría, cuya causa no penetran todavía. Esa multitud está quizá unida á nosotros sin saberlo; acaso el Espíritu Santo introduce en sus corazones un ferviente ardor de caridad, les inspira una súplica, que exhala por vos acciones de gracias, de las cuales sois el objeto aún ignorado. Al decir esto, echó los brazos al cuello del Incógnito; el cual, después de haber intentado sustraerse, y resistido un momento, cedió como vencido por aquel ímpetu de caridad, abrazó á su vez al cardenal, y dejó caer sobre su hombro su trémulo y demudado semblante. Sus ardientes lágrimas se deslizaban sobre la púrpura sin mancha de Federico, y las manos puras del obispo estrechaban afectuosamente aquellos miembros, oprimían aquel traje habituado á llevar las armas de la violencia y de la traición. El Incógnito, desasiéndose de los brazos del cardenal, se cubrió de nuevo los ojos con las manos, y alzando al mismo tiempo la cabeza, exclamó: “¡Dios verdaderamente grande! ¡Dios verdaderamente bueno, ahora me reconozco, comprendo quién soy!, ¡tengo á la vista mis iniquidades; me horrorizo de mí mismo; y sin embargo... sin embargo, experimento un consuelo, una alegría, sí, una alegría tal como nunca la he sentido en todo el trascurso de mi horrible vida!”. --Es una gracia, dijo Federico, que Dios os concede para atraeros á su servicio, para animaros á entrar resueltamente en la nueva vida, en la cual tanto tendréis que deshacer, tanto que reparar, tanto que lamentar. --¡Yo, desventurado!, exclamó el señor: ¡cuántas... cuántas cosas hay, las cuales no podré hacer más que lamentar! Pero á lo menos hay algunas que apenas están empezadas, y que yo podré deshacer, y tengo una, principalmente, que puedo deshacer en seguida, romper, reparar. Federico prestó la mayor atención, y el Incógnito refirió sucintamente, pero con palabras más execrables, más enérgicas, quizá, que nosotros lo hubiéramos hecho, la violencia cometida con Lucía, los terrores y padecimientos de la infortunada, el modo con que le había implorado, y la especie de frenesí que las súplicas de dicha joven había hecho nacer en su alma, y cómo ella seguía aún en el castillo. --¡Ah, no perdamos tiempo!, exclamó Federico, palpitante de piedad y de solicitud. ¡Bienaventurado vos! Ésta es una prenda del perdón de Dios: él hace de vos un instrumento de salvación para aquella de quien vos queríais ser un instrumento de ruina. ¡Dios os ha bendecido!... ¿Sabéis de dónde es nuestra pobre desgraciada? El señor nombró el pueblo de Lucía. --No está lejos de aquí, dijo el cardenal: ¡Dios sea loado! y probablemente... Al hablar así, corrió á una pequeña mesa y tocó una campanilla. El capellán entró al momento con aire inquieto, y la primera cosa que hizo fué mirar al Incógnito. Al ver aquella figura tan descompuesta, aquellos ojos preñados de lágrimas, miró al cardenal, y al través de aquella modestia, aquella calma inalterable, descubrió en su semblante como una especie de gran contento, de extraordinaria solicitud. Hubiera permanecido extasiado y con la boca abierta, si el cardenal no le hubiese sacado repentinamente de aquella contemplación, preguntándole, si entre los párrocos reunidos en la otra estancia se encontraba el de ***. --Está efectivamente, monseñor ilustrísimo, respondió el capellán. --Hacedlo entrar en seguida, dijo Federico, y con él al párroco de esta iglesia. El capellán salió y se dirigió á la sala en donde los sacerdotes estaban reunidos. Todas las miradas se fijaron en él, el cual con la boca siempre abierta, la admiración pintada sobre su rostro, dijo levantando las manos y agitándolas en el aire: “¡Señor, Señor! _hic mutatio dexteræ excelsi_”; y permaneció un momento sin añadir nada más. Después, tomando el tono y la voz correspondientes al encargo que llevaba, añadió: “Su señoría ilustrísima y reverendísima pregunta por el señor cura de la parroquia y el señor cura de ***”. El primer llamado apareció en seguida, y al mismo tiempo salió, de entre la multitud, un “¿yo?” tardío y pronunciado con acento de sorpresa. --¿No sois por ventura el señor cura de ***? prosiguió el capellán. --Justamente; mas... --Su señoría ilustrísima y reverendísima os llama. --¿Á mí?, dijo todavía aquella voz, significando claramente en aquel monosílabo: “¿Qué tengo que hacer allá dentro?”. Pero esta vez el hombre salió de la multitud juntamente con la voz, no siendo otro que D. Abundio en persona. Se adelantó con forzado paso y con semblante entre atónito y disgustado. El capellán le hizo una seña con la mano, que quería decir: “Vamos, vamos; ¿cuesta esto tanto?”. Y precediendo á los dos curas, se encaminó hacia la puerta, la abrió y los introdujo. El cardenal abandonó la mano del Incógnito, con el cual entretanto había concertado lo que debían hacer. Se separó un poco de él y llamó por medio de una seña al cura de la parroquia. Contóle en pocas palabras el asunto del cual se trataba, y le preguntó si podría encontrar en seguida una buena señora que quisiese ir en una litera al castillo para traer á Lucía. Era preciso que fuese una mujer decidida, caritativa, que supiese gobernarse bien en una expedición tan nueva, y usar las maneras más convenientes, encontrar las palabras más adaptadas para reanimar y tranquilizar á aquella infeliz, á quien después de tantas angustias é inquietudes la idea de su libertad podía causar una nueva turbación en su alma. Después de haber reflexionado un momento, el cura dijo que tenía una persona á propósito, y dicho esto salió. El cardenal llamó con otra seña al capellán, á quien ordenó que hiciese preparar una litera y ensillar un par de mulas. Luego que hubo partido el capellán, se volvió hacia D. Abundio. Éste, que se había ya colocado cerca del cardenal por estar lejos de aquel otro señor, y que miraba de reojo, tan pronto al uno como al otro, perdiéndose en conjeturas acerca de lo que podía significar todo aquello, se adelantó un poco más, hizo una profunda reverencia, y dijo: “Se me ha significado que vuestra señoría ilustrísima me llamaba; mas creo que debe haber sido una equivocación”. --No es equivocación, respondió Federico; tengo que daros una noticia á la vez agradable y consoladora, y un encargo dulcísimo. Una de vuestras feligresas, que habéis llorado como perdida, Lucía Mondella, ha sido hallada; está aquí cerca, en la casa de este mi estimado amigo que tenéis presente. Iréis con él y con una señora que el cura de esta población ha ido á buscar: iréis, repito, al sitio en que se encuentra, y la acompañaréis aquí. D. Abundio hizo todo lo posible para disimular el disgusto, ¡qué digo!, el tormento, el martirio que le causaba semejante proposición, semejante mandato. Demasiado adelantado para contener un gesto desagradable formado ya sobre su rostro, trató de ocultarlo, inclinándose profundamente en señal de obediencia; y no se levantó más que para hacer otro pequeño saludo al Incógnito, dirigiéndole una mirada piadosa que equivalía á decir: “Estoy en vuestras manos, compadeceos de mí: _parcere subjectis_”. El cardenal le preguntó en seguida qué parientes tenía Lucía. --No tiene pariente más próximo que su madre, con la cual vivía, respondió D. Abundio. --¿Y ésta se halla en su casa? --Sí, monseñor. --Ya que, replicó Federico, esa pobre niña no puede por el pronto ir á su morada, le servirá de un gran consuelo el ver á su madre cuanto antes: si el señor cura párroco de esta población no llega antes de que yo vaya á la iglesia, os ruego tengáis á bien decirle que busque un carruaje ó una cabalgadura, y envíe un hombre de juicio para buscar á la madre y conducirla aquí. --¿Y si fuese yo mismo?, dijo D. Abundio. --No, vos no; ya os he suplicado otra cosa, contestó el cardenal. --Lo decía, replicó D. Abundio, para disponer á aquella pobre madre: es una persona muy sensible, y se requiere uno que la conozca, y sepa comprender su genio, con el objeto de no causarle más mal que bien... --Por esto es por lo que os he suplicado que advirtieseis al señor párroco que escoja una persona á propósito: vos seréis mucho más necesario en otra parte, respondió el cardenal. Él hubiera querido decir: “Esa pobre niña tiene necesidad de ver prontamente una figura conocida, una persona segura en ese castillo, después de tantas horas de espanto, y en una tan terrible oscuridad acerca del porvenir”. Pero esto era cosa que no podía decirse claramente delante de aquel tercer personaje. El cardenal encontró, sin embargo, extraño, que D. Abundio no lo hubiese entendido con el aire que lo decía, y también que no lo hubiese pensado por sí propio. La oferta y la persistencia con la cual se oponía, le parecieron fuera de lugar, lo cual le hizo juzgar que allí se encerraba algún misterio. Miróle al semblante, y descubrió sin trabajo el miedo que el pobre cura experimentaba de tener que viajar con aquel hombre temible, como igualmente el de ser su huésped aunque fuese por pocos momentos. Quiso disipar enteramente sus temores; y como no juzgó conveniente llamarlo aparte y hablarle en secreto en presencia de su nuevo amigo, pensó que el mejor medio era hacer lo que hubiera hecho sin este motivo; es decir, hablar al Incógnito mismo. Así, D. Abundio vería por sus respuestas que ya no era un hombre del cual se pudiese tener miedo. Se aproximó, pues, al señor, y con ese aire de confianza espontánea que se encuentra en una nueva y fuerte afección, del mismo modo que en una antigua antipatía, “No creáis, le dijo, que yo me contente con la visita de hoy: ¿vos volveréis, no es cierto, en compañía de este digno eclesiástico?” --¡Sí volveré! contestó el Incógnito, aun cuando vos lo rehusarais, me quedaría obstinadamente á vuestra puerta como un mendigo; ¡yo tengo necesidad de hablaros, de oiros, de veros! En una palabra, ¡tengo necesidad de vos! Federico le tomó la mano, se la apretó, y le dijo: “Favorecednos, pues, quedándoos á comer con nosotros; así lo espero. Entretanto, voy á rogar y á dar gracias en compañía del pueblo, y vos id á recoger los primeros frutos de la misericordia”. D. Abundio, á semejantes demostraciones, se parecía á un niño miedoso que ve acariciar sin temor á un gran perro de presa, con el pelo erizado, con los ojos sangrientos, famoso por sus mordeduras y por los terrores que ha causado. El niño ha oído perfectamente decir al dueño que su perro es un buen animal, dulce, tranquilo, y mientras está oyendo dichas alabanzas, mira al expresado dueño, y no le contradice ni aprueba; mira también al perro, y no se atreve á acercarse á él por miedo de que el buen animal no le enseñe los dientes, aun cuando no sea más que por vía de juego, ni tampoco osa alejarse por no parecer cobarde, y dice interiormente: ¡oh, si me encontrase en mi casa! El cardenal, que se disponía á salir, teniendo siempre de la mano y llevando consigo al Incógnito, dió de nuevo una ojeada al pobre cura, que se quedaba atrás, triste, mortificado, descontento, dejando entrever, á su pesar, el disgusto que sentía. Juzgando que semejante desagrado pudiese provenir de que pareciese que era olvidado ó como abandonado en un rincón, tanto más poniéndole en parangón con un facineroso tan bien acogido y tan acariciado, volviéndose hacia él se paró un momento, y con una amable sonrisa le dijo: “Señor cura, vos habéis permanecido siempre conmigo en la casa de nuestro buen padre; pero éste... este _perierat, et inventus est_...”. --¡Oh, cuánto me alegro! dijo D. Abundio, haciendo al mismo tiempo á ambos una gran reverencia. El arzobispo pasó el primero, empujó la puerta, que fué súbitamente abierta de par en par por la parte exterior, por dos criados que estaban colocados uno á un lado y otro á otro, y el admirable cuadro de aquellos tres personajes tan distintos entre sí, apareció á las ávidas miradas del clero reunido en aquel paraje. Viéronse aquellos dos rostros, en los cuales estaba retratada una emoción muy diversa, pero igualmente profunda: en el aspecto venerable de Federico, la ternura de reconocimiento, la humilde alegría; en el del Incógnito, una confusión templada por el contento, un pudor nuevo, una compunción en la cual, sin embargo, se traslucía todavía el vigor de aquella naturaleza áspera y salvaje. Y luego se supo, que á más de uno de los espectadores le había venido á la imaginación este pasaje de Isaías: El lobo y el cordero irán á pacer juntos á una misma pradera; el león y el buey comerán en un mismo establo. Detrás de ellos venía D. Abundio, de quien nadie hizo caso. Cuando estuvieron en medio de la estancia, entró por el ángulo opuesto el ayuda de cámara del cardenal, el cual se acercó para decirle que había ejecutado las órdenes comunicadas por el capellán; que la litera y las mulas estaban preparadas, y que únicamente se esperaba á la señora que el párroco debía conducir. El cardenal le previno que apenas llegara aquél se viese al momento con D. Abundio, y que en seguida se pusiese todo á las órdenes de éste y del Incógnito, al cual apretó de nuevo la mano en ademán de despedida, diciendo: “Os aguardo”. Se volvió á saludar á D. Abundio, y se dirigió hacia el lado que conducía á la iglesia. El clero le siguió en buen orden; los dos compañeros de viaje se quedaron solos en la estancia. El Incógnito permanecía recogido en su interior, meditabundo, y al propio tiempo impaciente por que llegase el momento de ir á aliviar á su Lucía de sus penas y sacarla de su encierro; porque ella es ahora su Lucía, pero en muy diverso sentido que lo era la víspera. Su semblante expresaba una agitación concentrada, que á la espantadiza vista de D. Abundio, podía parecer fácilmente otra cosa peor. De cuando en cuando miraba al Incógnito á hurtadillas; bien hubiera querido entablar con él una conversación amistosa; “pero, ¿qué es lo que debo decirle?, pensaba entre sí; ¿le diré de nuevo que me alegro? ¡Me alegro! ¿De qué? ¿De que habiendo sido hasta ahora un demonio, haya tomado la resolución de llegar á ser un hombre honrado como los demás? ¡Hermoso cumplido! ¡Bah, bah, bah!, de cualquier modo, por más vueltas que le dé, las congratulaciones no significarían más que lo dicho. Y después, ¿será cierto que se haya vuelto hombre de bien, así, tan de pronto? ¡Se hacen tantas demostraciones en este mundo, y por tantas cosas! ¿Qué sé yo?, algunas veces... ¡Y entretanto es preciso que vaya con él á ese castillo!... ¡Oh, qué historia, qué historia! ¡Quién me lo había de haber dicho esta mañana! ¡Ah!, si llego á salir con bien, la señora Perpetua tendrá que oírme, por haberme impelido aquí á la fuerza, sin necesidad, fuera de mi curato. ¡Todos los párrocos de las cercanías acuden, y no es cosa de quedarse atrás, y esto, y meterme en un negocio de semejante especie! ¡Oh, infeliz de mí! Sin embargo, es preciso decir algo á este hombre”. Se puso á pensar; y por último, encontró lo que tenía que decirle. “Jamás hubiera esperado tener la dicha de hallarme con tan respetable compañía”, é iba abrir la boca, cuando el ayuda de cámara entró acompañado del cura del pueblo, el cual anunció que la dama estaba pronta en la litera; y luego se volvió á D. Abundio para recibir de él la otra comisión del cardenal. D. Abundio desempañó como pudo su encargo en medio de aquel desorden de ideas, y acercándose enseguida al ayuda de cámara, le dijo: “Dadme al menos un animal pacífico; porque, á la verdad, soy muy mal jinete”. --Podéis estar tranquilo, respondió el ayuda de cámara con tono de zumba; es la mula del secretario, que es un literato. --Bien..., replicó D. Abundio, y continuó diciendo entre sí: “¡El cielo me la depare buena!”. El señor se había apresurado á ponerse en marcha al primer aviso. Llegado al umbral, se apercibió de que D. Abundio se había quedado atrás. Se detuvo para esperarle, y cuando éste llegó precipitadamente con ademán de pedirle perdón, le saludó y le hizo pasar adelante con aire cortés y humilde, cosa que tranquilizó algún tanto el espíritu del pobre atribulado. Mas apenas puso el pie en el patiecillo, vió otra novedad que le disminuyó un poco aquel pequeño consuelo: divisó al Incógnito dirigirse hacia un rincón, tomar con una mano su carabina por la culata, después cogerla con la otra por la correa, y con un movimiento rápido, como si hiciese el ejercicio, colocarla sobre sus espaldas. --¡Ay, ay, ay!, dijo D. Abundio: ¿qué es lo que querrá hacer con semejante herramienta? ¡Buen cilicio, bella disciplina de convertido! ¡Y si le viene á la imaginación alguna brutalidad! ¡Oh, qué expedición, qué expedición! Si el señor hubiese podido sospechar apenas qué especie de ideas pasaban por la mente de su compañero, no se puede decir qué es lo que hubiera hecho para tranquilizarlo; mas estaba muy lejano de semejante sospecha; y D. Abundio procuraba no hacer ningún ademán que significase claramente: “no me fío de vuestra señoría”. Llegados á la puerta de la calle, encontraron las dos cabalgaduras dispuestas: el Incógnito saltó sobre la que le fué presentada por un palafrenero. --¿No tiene ningún vicio?, preguntó al ayuda de cámara D. Abundio, con un pie puesto en el estribo y el otro apoyado todavía en tierra. --Montad y tranquilizaos, porque es un cordero, respondió aquél. D. Abundio, agarrándose á la silla sostenido por el ayuda de cámara, hace esfuerzos y más esfuerzos para montar, y por fin lo consigue. La litera, que permanecía á algunos pasos delante, arrastrada también por dos mulas, se puso en movimiento á la voz del conductor, y la comitiva partió. Era preciso pasar por delante de la iglesia, toda llena de gente, por una plazuela henchida también de gentes del país y forasteros que no habían podido entrar en aquélla. La gran noticia se había difundido ya por todas partes, y al aparecer la litera, al divisar aquel hombre, objeto pocas horas antes de terror y de execración, y ahora de admirable pasmo, se alzó al través de la multitud un confuso murmullo como de aplausos; y abriendo paso se apresuraban todos con la mayor ansiedad á salirle al encuentro para verlo de cerca. La litera pasó: el Incógnito también; y delante de la puerta abierta de la iglesia, se quitó el sombrero, é inclinó aquella frente tan temible hasta las mismas crines de la mula, en medio del susurro de cien voces que decían: “¡Dios os bendiga!”. D. Abundio se quitó igualmente su sombrero, se inclinó, y se encomendó á Dios; mas percibiendo el concierto solemne de sus colegas que cantaban sin interrupción, experimentó una envidia, una especie de triste ternura, una desanimación tan grande, la cual no le dejó contener las lágrimas. Mas cuando hubieron salido de la población, cuando se hallaron á campo raso, en medio de las revueltas con frecuencia totalmente solitarias del camino, un velo aún más oscuro se extendió sobre sus pensamientos. No tenía otro objeto en el cual posar de una manera segura sus miradas más que sobre el conductor, el que estando al servicio del cardenal debía ser verdaderamente un hombre de bien, siendo así que no tenía facha de bribón. De vez en cuando aparecían viajeros que acudían á ver al cardenal; su vista era un bálsamo para D. Abundio, pero pasajero; pues recordaba que se dirigía hacia aquel terrible valle en donde no se encontraban más que súbditos del amigo: ¡y qué súbditos! Él hubiera deseado al presente más que nunca entablar conversación con el Incógnito, tanto para tantearle todavía, como para tenerle propicio; mas viéndolo tan preocupado y meditabundo, se le pasaban los deseos. Vióse, pues, obligado á hablar consigo mismo; y he aquí una parte de lo que el infeliz se dijo en aquella travesía. “¿No es una cosa admirable que tanto los santos como los bribones tengan siempre azogue en las venas; que no se contentan en revolverse, con apesadumbrarse ellos mismos, sino que quieren meter en danza, si pueden, á todo el género humano? ¿No es una fatalidad que los más revoltosos me vengan siempre á encontrar, yo que no busco á nadie, á cogerme casi por los cabellos para meterme en sus negocios, yo que no pido otra cosa sino que me dejen vivir tranquilo? ¡Ese malvado, ese loco de atar de D. Rodrigo! ¿Qué es lo que podría faltarle para ser el hombre más feliz de este mundo, si él tuviese únicamente un poco de juicio? Él es rico, joven, respetado, cortejado; su dicha le pesa y es preciso que vaya á caza de cuidados para sí y para los demás. Podía poseer el arte de _Michelaccio_: ¡no, Dios mío!, quiere tener el oficio de molestar á las mujeres, el más loco, el más necio, el más rabioso oficio de este mundo: podría ir al paraíso en carroza, y quiere ir á la mansión del diablo á pie cojo. ¡Y éste!... Y diciendo esto lo miraba, como si hubiese sospechado que él entendiese sus pensamientos. Éste, después de haber revuelto por sus maldades el mundo de arriba abajo, al presente lo revuelve con su conversión... ¡Dios quiera que sea verdadera! Pero mientras, á mí me toca hacer la experiencia... Hay gente que cuando nace con esta manía, siempre están poseídos del afán de hacer ruido. ¿Se quiere que uno sea hombre de bien toda su vida, como yo lo he sido? No señor: se debe descuartizar, asesinar, hacer mil diabluras... ¡Oh, cuán desgraciado soy!... ¿Y luego, meter tanto ruido aun para hacer penitencia? Cuando se tienen buenos deseos de hacerla, se puede practicar en casa tranquilamente sin tanto aparato, sin incomodar tanto al prójimo... ¡Y su señoría ilustrísima! Salirle al encuentro con los brazos abiertos, diciéndole, amigo querido, amigo mío; escuchar sus menores palabras como si le hubiese visto hacer milagros, tomar de repente una resolución, aprobarlo todo, aplaudir todo lo que aquél propone; pronto por aquí, pronto por allá. Esto se llama, según mi pobre entender, una precipitación. ¡Y sin tener ninguna prenda, sin la menor seguridad poner en sus manos á un pobre párroco! Esto se llama jugar á un hombre á pares ó nones. Un santo obispo como él lo es, debe estar tan celoso de sus párrocos, como de las niñas de sus ojos. Un poco de cachaza, un poco de prudencia, un poco de caridad, son cosas que pueden, á mi entender, conciliarse con la santidad... ¡Y si todo esto no fuesen más que apariencias! ¿Quién es capaz de conocer los designios de los hombres? ¡Y digo, de los hombres como éste! ¡Solamente el pensar que tengo que ir con él á su casa, me horrorizo! ¿Quién sabe las diabluras que puede tener proyectadas allá arriba? ¡Desventurado de mí! Es mejor no pensar en esto. ¿Qué embrollo es éste de Lucía? Se diría que era una inteligencia con D. Rodrigo: ¡qué gente ésta! Dios permita todavía que la cosa sea así: pero ¿cómo ha caído en las garras de ese hombre? ¿quién lo sabe? Éste es un secreto entre él y monseñor; y no se dignan decirme una palabra siquiera á mí, que me hacen trotar de semejante modo. Yo no me cuido de saber los negocios de otro; pero cuando á uno le va el pellejo, tiene derecho de no ignorar las cosas. Si fuese en efecto para ir á buscar á aquella pobre criatura, ¡vaya, paciencia! Á pesar de que podía conducirla muy bien consigo en derechura. Y luego, si en efecto está arrepentido, si se ha convertido en un santo hombre, ¿qué necesidad tenía de mí? ¡Oh, qué confusión!... Basta. ¡Plegue al cielo que así sea! Habrá sido una penosa comisión; pero ¡paciencia! me alegraré por la pobre Lucía; la infeliz habrá escapado de una buena. ¡Dios sabe lo que ha sufrido! La compadezco; pero ella ha nacido para causar mi ruina... Á lo menos, si pudiese leer en el corazón de este hombre y saber lo que piensa! ¿Quién podrá vanagloriarse de conocerlo? Helo aquí; tan pronto se parece á S. Antonio en el desierto, tan pronto á Holofernes en persona. ¡Oh infeliz de mí, cuán desgraciado soy! Vamos; el cielo está obligado á protegerme, pues yo no me he mezclado en nada por mi capricho”. Efectivamente, sobre el semblante del Incógnito veíanse pasar, por decirlo así, los pensamientos que le agitaban, como se ve en un día de tempestad á las nubes correr delante del sol, ora dejando escapar sus deslumbradores rayos, ora oscureciendo el espacio. El ánimo, aún embriagado por las suaves palabras de Federico, y como rehecho y rejuvenecido por una nueva vida, se elevaba hacia las ideas de misericordia, de perdón y de amor; volviendo á caer de nuevo bajo el peso de aquel terrible pasado, inquieto, agitado, turbulento, buscaba en su memoria cuáles eran las iniquidades que podía esperar, cuáles las que podía detener que no estuviesen aún ejecutadas del todo; qué remedios serían más expeditos y seguros; el modo de cortar tantos nudos; qué hacer de tantos cómplices: era una verdadera confusión y aturdimiento esa expedición á la cual corre, esa expedición tan fácil, que toca ya á su fin, y á la que no va más que con un deseo mezclado de angustias, atormentado como está por el pensamiento de que aquella infortunada criatura sufre, ¡ah, Dios sabe cuánto! Ansía que llegue el momento de libertarla; y entretanto, ¡él es el que la hace padecer! Cada vez que se presentaban dos caminos, el conductor de la litera se volvía hacia el Incógnito para saber cuál debía tomar, y éste se lo indicaba con la mano, haciéndole al propio tiempo señas de que apresurase el paso. Por último, entraron en el valle. ¡En qué estado se hallaba entonces el pobre D. Abundio! ¡Encontrarse en aquel famoso valle, acerca del cual había oído referir tan espantosas, tan horribles historias! ¡Aquellos hombres célebres, la flor de los bravos de Italia; aquellos hombres sin miedo y sin misericordia, verlos en carne y hueso; tropezar con uno, dos ó tres á cada revuelta que hacía el camino! Ellos se inclinaban, es verdad, con respeto ante su señor; pero aquellos rostros bronceados, aquellos erizados bigotes, aquellos enormes ojazos, que al sentir de D. Abundio parecían decir: “¿Es necesario ajustar la cuenta á este sacerdote?...”. El desgraciado estaba turbado hasta tal extremo, que en un momento de consternación llegó á decirse interiormente: Aun cuando los hubiera casado, no podía sucederme otra cosa peor. Entretanto, avanzaban por un sendero arenoso á lo largo del torrente. Al frente las miradas no se detenían más que sobre aquellos terribles, profundos y desiertos precipicios, detrás de los cuales se hallaba aquella espantosa población, á cuyo lado la más horrible soledad hubiera sido preferible. Dante no estaba mejor en medio del _Malebolge_[4]. Pasan por delante de la _Malanotte_: los bravos que están á la puerta saludan respetuosamente al señor, y echan miradas furtivas á su compañero y á la litera. Ellos no sabían qué pensar: ya la partida del Incógnito solo al amanecer tenía algo de extraordinario; la vuelta no lo era menos. ¿Era acaso una presa que conducía? ¿y cómo la había hecho por sí solo? ¿y de quién podía ser aquella librea? Miraban, miraban, pero nadie se movía, porque ésta era la orden que el amo les significaba con su aire y sus miradas. Emprenden la subida; llegan por fin á lo alto. Los bravos que se hallaban en la explanada, y en la puerta, se retiran á un lado y á otro con el objeto de dejar el paso libre: el Incógnito les manifiesta, por medio de una seña, que no se muevan; espolea á su cabalgadura, y pasa delante de la litera; indica al conductor y á D. Abundio que le sigan; entra primeramente en un patio, luego en otro; se dirige á una pequeña puerta; detiene por medio de un gesto á un bravo que acudía á tenerle el estribo, y le dice: “Quédate aquí y no dejes pasar á nadie”. Se apea, ata con precipitación la mula á una reja, se dirige á la litera, se acerca á la dama que había descorrido las cortinillas, y le dice en voz baja: “Consoladla pronto; hacedle comprender que está libre, en poder de amigos; Dios os lo pagará”. Después, manda al conductor que abra; luego se aproxima á D. Abundio, y con un semblante tan sereno como éste no le había visto todavía, ni creía que pudiese tenerlo nunca, en el cual se pintaba la alegría que experimentaba, de ver tocar á su fin la buena obra que iba á consumar, le dice también en voz baja: “Señor cura, no pido que perdonéis la incomodidad que se os ha causado por mi causa; vos lo hacéis por aquel que recompensa largamente, y por esa desgraciada”. Esto dicho, cogió con una mano el morro de la cabalgadura de D. Abundio, y con la otra el estribo, y lo ayudó para que se apease. Aquel rostro, aquellas palabras y aquel ademán, le habían dado la vida. Lanzó un suspiro que una hora hacía giraba dentro de su pecho sin poder hallar salida; se inclinó ante el Incógnito, y le contestó en voz muy baja: “¿Vuestra señoría se burla? ¡Pero, pero, pero!...”, y aceptando la mano que se le ofrecía de una manera tan cortés, se deslizó como pudo de su mula. El Incógnito la ató también, y habiendo dicho al conductor que se quedase allí esperando, sacó una llave del bolsillo, abrió la puerta, hizo entrar al cura y á la dama, en seguida entró él, pasó delante, se encaminó hacia una escalerilla, y la subió en silencio, seguido de sus compañeros. NOTAS: [4] Así llama el Dante á su octavo círculo del infierno, en donde este inmortal poeta coloca á los fraudulentos. Aquellos de nuestros lectores á quienes sea familiar la lengua italiana, y hayan leído las célebres obras del sublime autor de la _Divina Comedia_, recordarán estos magníficos versos, con los cuales empieza el canto XVIII. Luogo è in inferno detto Malebolge Tutto di pietra e di color ferrigno Come la cerchia che d’intorno il volge &c. _N. del T._ CAPÍTULO SEXTO Lucía se había levantado apenas, empleando poco tiempo en despertarse de hecho, separando las confusas visiones de sus sueños, de los recuerdos é imágenes de aquella realidad tan semejante al funesto delirio de un enfermo. La vieja se le acercó al instante, y con aquella voz forzadamente humilde, le dijo: “¡Ah!, ¿habéis dormido? Hubierais podido dormir en el lecho; bastantes veces os lo dije ayer noche”. Y no recibiendo contestación, continuó siempre de una manera forzada: “Tomad un bocado; tened juicio. ¡Uf! ¡Os vais á poner fea! Tenéis necesidad de comer. Y después, cuando vuelva, la va á tomar conmigo”. --No, no; quiero marchar, quiero ir adonde está mi madre. El amo me lo ha prometido; ha dicho: mañana por la mañana. ¿En dónde está el amo? --Ha salido; pero me ha dicho que volverá pronto y que hará todo lo que vos queráis. --¿Ha dicho esto?, ¿lo ha dicho? ¡Bien! Quiero ir adonde está mi madre; en seguida, en seguida. De repente se oye un ruido de pisadas en la vecina estancia, y después llamar á la puerta. La vieja corre á ella y pregunta: “¿Quién es?”. --Abre, le responde dulcemente una voz bien conocida. La vieja descorre el cerrojo, el Incógnito empuja suavemente la puerta, la entreabre, manda á la vieja que salga, introduce en el mismo instante á D. Abundio y á la buena dama, cierra de nuevo la puerta, permanece detrás de ella por la parte de afuera, y manda á la vieja á un extremo lejano del castillo, según había ya enviado también á la mujer que se hallaba fuera de guardia. Al primer punto de vista, todo este movimiento y la aparición de personas nuevas, causaron á Lucía mucho sobresalto y agitación; porque si su situación presente le era insoportable, todo cambio, sin embargo, era un motivo de sospecha y de nuevo espanto. Mira; ve á un sacerdote, á una dama; se tranquiliza un poco, y mira con más atención: ¿es ó no es él? Reconoce á D. Abundio y permanece con los ojos fijos como vencida por un encanto. La buena dama se acerca á ella, la saluda, la mira con ademán enternecido, coge sus dos manos, como para acariciarla y levantarla al mismo tiempo, y luego le dice: “¡Oh, pobrecita!, venid, venid con nosotros!”. --¿Quién sois, pregunta Lucía?, mas sin aguardar respuesta se vuelve hacia D. Abundio, el cual permanecía de pie, con aire compungido, á dos pasos de distancia; lo mira fijamente de nuevo, y exclama: ¡Vos!, ¿sois vos, señor cura? ¿En dónde estamos? ¡Oh, cuán desgraciada soy, estoy fuera de mí! --No, no, repuso D. Abundio: soy yo en efecto; tened ánimo. Mirad; estamos aquí para llevaros: soy vuestro propio cura, habiendo venido aquí expresamente, á caballo... Lucía, como si hubiese recobrado en un instante todas sus fuerzas, se enderezó precipitadamente, después fijó aún su mirada sobre aquellos dos rostros, y dijo: “¿Es, pues, la Madonna la que os ha enviado?”. --Creo que sí, dijo la buena dama. --Mas, ¿podemos marchar, podemos marchar ya de veras?, replicó Lucía bajando la voz y con aire tímido é indeciso. ¿Y toda esa gente?... prosiguió, con los labios contraídos y trémulos de espanto y horror: ¿y ese señor... ese hombre?... Él me lo había prometido. --Aquí está también, el cual ha venido á propósito con nosotros, dijo D. Abundio, y espera fuera. Marchemos pronto; no hagamos esperar á semejante sujeto. Entonces, aquel de quien se hablaba, empujó la puerta y se dejó ver. Lucía, que poco antes lo deseaba, no teniendo otra esperanza en el mundo; ahora, después de haber visto y oído aquellas voces amigas no pudo reprimir un súbito terror; se estremeció, contuvo su respiración, se arrimó á la buena dama, y ocultó su semblante en el seno de ésta. Al aspecto de aquella joven inocente, sobre la cual ya la noche precedente no había podido fijar su vista, al aspecto de aquella desgraciada que una larga abstinencia y prolongados sufrimientos habían vuelto pálida, abatida, inconsolable, se detuvo. Al ver luego aquel movimiento de terror, bajó los ojos, permaneció todavía un momento inmóvil y mudo; después, respondiendo á lo que la pobre niña no había dicho: “Es verdad, exclamó, ¡perdonadme!”. --Viene á libertaros, ya no es el mismo hombre; se ha hecho bueno. ¿Ois cómo os pide perdón?, decía la buena dama al oído de Lucía. --¿Se puede decir más? ¡Vamos!, levantad la cabeza, no seáis niña; que podamos partir al instante, le decía D. Abundio. Lucía levantó la cabeza, miró al Incógnito, y al ver aquella frente baja, aquella mirada confusa y aterrada, presa de un sentimiento mezclado de esperanza, de reconocimiento y de piedad, dijo: “¡Oh, monseñor, que Dios os recompense vuestra misericordia!”. --Y á vos, cien veces, el bien que me hacéis con estas palabras. Diciendo esto, dió una media vuelta, se encaminó hacia la puerta, y salió el primero. Lucía, enteramente reanimada, con la dama que le daba el brazo, le siguieron: D. Abundio cerraba la marcha. Bajaron la escalera y llegaron á la pequeña puerta que daba al patio. El Incógnito la abrió de par en par, se dirigió á la litera, abrió la portezuela, y con una especie de cortesía llena de timidez (dos cosas nuevas en él) sosteniendo del brazo á Lucía, la ayudó á entrar, y después también á la que debía acompañarla. Enseguida tomó la mula de D. Abundio, é igualmente le ayudó á montar. --¡Oh, qué complacencia!, dijo éste: y montó mucho más ligero que lo había hecho la primera vez. La comitiva se puso en camino, después que el Incógnito hubo también montado á caballo. Su cabeza estaba levantada; su mirada había vuelto á tomar la ordinaria expresión de mando. Los bravos que encontraba descubrían perfectamente en su rostro las señales de un vigoroso pensamiento, de una preocupación extraordinaria; mas no comprendían, no podían ir más allá. En el castillo nada sabían aún del gran cambio que se había verificado en el corazón de aquel hombre, y ciertamente ninguno de ellos hubiera podido llegar á conseguirlo sólo por conjeturas. La buena dama se había apresurado á correr las cortinillas de la litera: en seguida cogió afectuosamente las manos de Lucía, y se puso á reanimarla por medio de palabras de piedad, de felicitación y de ternura. Viendo luego cómo, además de la fatiga de tantas penas sufridas, la confusión y la oscuridad de los sucesos, impedían á la pobrecita el que experimentara plenamente el contento de su libertad, le dijo todo lo que pudo hallar de más apto para distraerla, y para aclarar sus pensamientos le nombró el pueblo adonde iban. --¡Sí!, dijo Lucía, la cual sabía que dicho pueblo estaba á poca distancia del suyo. ¡Ah, Madonna Santísima, os doy mil y mil gracias! ¡Madre mía, madre mía! --Nosotros la enviaremos en seguida á buscar, dijo la buena dama, la cual no sabía que la cosa estaba ya hecha. --Sí, sí, Dios os lo recompensará... ¿Y vos quién sois?, ¿cómo habéis venido?... --Nuestro cura me ha enviado, dijo la dama; porque este señor, á quien Dios ha tocado el corazón (bendito sea él), ha venido á nuestra población con el objeto de hablar al señor cardenal arzobispo, que ha ido á visitarnos. Se ha arrepentido de sus horribles pecados, y quiere mudar de vida; habiendo dicho al cardenal que él había hecho robar á una pobre inocente, que sois vos, en connivencia con otro, que tampoco teme á Dios, y del cual el cura no me ha podido decir el nombre. Lucía alzó los ojos al cielo. --Vos lo sabréis quizá, continuó la dama, bien. Ahora, pues, el señor cardenal ha pensado que tratándose de una joven, se requería una persona del mismo sexo para acompañarla, y ha dicho al párroco que la buscase: éste tan bondadoso ha venido á mí... --¡Oh, el Señor recompense vuestra caridad! --Figuraos, hija mía, que el señor cura me ha dicho que procurase tranquilizaros, que tratara de sacaros pronto de la inquietud en que estabais, y que os hiciese comprender cómo el Señor os ha salvado milagrosamente... --¡Oh, sí!, bien milagrosamente; por intercesión de la Madonna. --Me ha dicho igualmente que os animara y aconsejara á perdonar al que os ha causado el daño; á que estéis contenta por la misericordia que Dios ha usado con él, y al propio tiempo que roguéis por él mismo, porque además de que recibiréis vuestro merecido, sentiréis todavía más alivio en vuestro corazón. Lucía respondió por medio de una mirada que expresaba su asentimiento tan claramente como la hubieran podido hacer las palabras, y con una dulzura que éstas mismas no hubieran podido significar. --¡Excelente joven!, exclamó la dama, y prosiguió: hallándose también vuestro cura párroco en nuestro pueblo (pues que han acudido tantos de todas las cercanías, que se podrían celebrar á un tiempo cuatro misas mayores), el señor cardenal ha juzgado conveniente el que nos acompañara, á pesar que de bien poco nos ha servido. Ya había yo oído decir que era un pobre hombre; mas en esta ocasión, he podido claramente ver que él estaba tan embarazado como un pollo en medio de la estopa. --¿Y este?... preguntó Lucía; este hombre que se ha vuelto bueno... ¿quién es? --¡Cómo!, ¿no lo sabéis?, dijo la buena dama; y lo nombró. --¡Oh, misericordia divina!, exclamó Lucía. ¡Cuántas veces había oído repetir aquel nombre, en más de una historia que, como en las de otro género, aparecía siempre el del _Ogro_[5]! Á la idea de haber estado en su terrible poder, y permanecer al presente bajo su custodia, al considerar un tan gran peligro, y una tan imprevista redención, contemplando quién era aquel hombre que había conocido tan feroz, y ahora tan conmovido y humilde, permanecía como estática, diciendo únicamente de vez en cuando: “¡Oh, misericordia!”. --¡Es ciertamente una gran misericordia!, repetía la dama, es una dicha para medio mundo. ¡Al pensar cuánta gente tenía alarmada!, y al presente, según me ha dicho nuestro párroco... Y luego no hay más que mirarle la cara; ¡se ha vuelto enteramente un santo! Por otra parte, no hay más que ver su nuevo modo de portarse. El decir que esta buena dama no experimentaba mucha curiosidad de conocer un poco más distintamente la grande aventura en que ella representaba también su papel, sería faltar á la verdad. Pero es preciso decir en honor suyo, que sobrecogida de una piedad respetuosa hacia Lucía, calculando en cierto modo la gravedad y dignidad del encargo que se le había confiado, no pensó, sin embargo, en hacer ninguna pregunta indiscreta y ociosa; todas sus palabras, durante aquel corto viaje, fueron para dar valor á la pobre joven, manifestándole al propio tiempo el más vivo interés. --¡Dios sabe desde cuándo no habréis tomado alimento! --No recuerdo..., pero hace ya algún tiempo. --¡Pobrecita! ¿Tendréis necesidad de restaurar vuestras fuerzas? --Sí, respondió Lucía con voz apagada. --En mi casa, á Dios gracias, encontraremos en seguida alguna cosa. Tened ánimo, que ya no estamos lejos. Después de esto, Lucía se dejó caer lánguidamente en el fondo de la litera, como adormecida, y entonces su compañera la dejó reposar. Con respecto á D. Abundio, la vuelta no le causaba tanto espanto como la ida pocas horas antes; pero con todo, no fué tampoco para él un viaje agradable. Desde que dejó de tener miedo, se sintió enteramente aliviado de un gran peso; mas bien pronto empezaron á nacer en su interior cien otros disgustos, lo mismo que cuando ha sido arrancado un corpulento árbol y el terreno queda por algún tiempo vacío y desnudo, pero luego se cubre de altas yerbas. Había llegado á hacerse más impresionable que antes; y tanto en el presente como en las ideas del porvenir, hallaba materia para atormentarse. Ahora sentía mucho más que á la ida la incomodidad de viajar de aquel modo, al cual no estaba acostumbrado; y sobre todo, esto le acontecía al principio, desde la bajada del castillo al fondo del valle. El conductor, estimulado por las señas del Incógnito, hacía ir á las mulas á buen paso; ambas cabalgaduras iban una detrás de otra con la mayor uniformidad; y de esto resultaba, que en ciertos parajes en que la pendiente era más rápida, el pobre D. Abundio, como si estuviese colocado sobre un resorte, se tambaleaba, se caía hacia delante, y para sostenerse se veía obligado á agarrarse al arzón de la silla, y no se atrevía, sin embargo, á pedir que fuesen más despacio, pues por otro lado hubiera querido salir de aquel territorio lo más pronto posible. Además de esto, en donde el camino colocado sobre una eminencia formaba un arrecife, la mula, según la costumbre de los animales de su raza, parecía que hacía propósito de salirse siempre de dicho arrecife, y de andar por la misma orilla. D. Abundio veía bajo de sí, casi perpendicularmente, un gran salto, ó como él pensaba, un precipicio. “¡También tú, decía interiormente al animal, tienes el maldito gusto de ir buscando los peligros, siendo el camino tan ancho!” Y tiraba la brida hacia el otro lado, pero inútilmente. De suerte que, como de ordinario, turbado por la cólera y el miedo, se dejaba conducir á la voluntad de otro. Los bravos no le causaban ya tanto terror, al presente que él sabía más claramente del modo que pensaba su amo. “Pero sin embargo, se decía, si la noticia de esta gran conversión se esparce por aquí, mientras nosotros permanecemos todavía, ¿quién sabe cómo lo tomarán esas gentes? ¿Quién es capaz de saber lo que podrá resultar? ¿Y si llegasen á imaginar que yo he venido á hacer el misionero? ¡Pobre de mí, me martirizarían!” El aire feroz del Incógnito no le inspiraba inquietud alguna. “Para tener á raya á aquellas fachas, decía, no hay necesidad de otra cosa más que el continente de éste, bien lo comprendo; ¿pero por qué es preciso que yo me encuentre siempre mezclado entre toda esta clase de gente?”. Mas basta ya de hablar acerca del miedo de D. Abundio. Llegaron al término de la pendiente, y finalmente salieron también del valle. La frente del Incógnito se fué serenando. D. Abundio mismo tomó un aire más natural; sacó la cabeza de entre sus hombros, en donde hasta entonces la había tenido como aprisionada; alargó los brazos y las piernas; se colocó mejor sobre la silla, lo cual le daba otro continente; respiró más á su placer y, con el ánimo más reposado, se puso á considerar otros peligros lejanos. “¿Qué dirá ese imbécil de D. Rodrigo? ¡Quedar de este modo con un palmo de narices, con la pérdida de sus esperanzas, y hecho el escarnio de todos! ¡Considerad si la píldora le parecerá amarga! Ahora es cuando se dará de veras al diablo. Lo único que al presente falta es que venga á emprenderla conmigo, sólo por haberme hallado metido en este desagradable asunto. Si él ha tenido antes de ahora valor de enviarme dos demonios con el objeto de amenazarme en medio de mi camino, ¿qué hará en la actualidad? Con su señoría ilustrísima no la podrá armar, porque es un pedazo mucho mayor que él, y se verá precisado á tascar el freno. Entretanto tendrá el veneno en el cuerpo, y querrá descargarlo sobre alguno. ¿Sabéis cómo se concluyen estos negocios? Los golpes siempre se dirigen bajos, y los andrajos al aire. Su señoría ilustrísima se ocupará, como es justo, de poner á Lucía en un lugar seguro; ese otro pobre diablo, mala cabeza, está fuera de tiro, y ha pasado ya la suya; de modo que el andrajo he llegado á ser yo. Después de tantas incomodidades, después de tantas agitaciones, ¿no sería una cosa bien cruel el que sin comerlo ni beberlo debiese pagar la pena? ¿Qué hará ahora su señoría ilustrísima para defenderme, después de haberme metido en danza? ¿Podrá impedir acaso el que ese hombre malvado no me juegue una tostada peor que la primera? ¡Y después tiene tantas cosas en su cabeza! ¡Está tan abrumado de negocios! ¿Cómo podrá atenderme? Éste es el motivo por el cual algunas veces las cosas quedan más embrolladas que antes. Los que hacen el bien lo hacen en todo: cuando han experimentado esta satisfacción, tienen bastante, y no quieren incomodarse á esperar todas sus consecuencias; pero los que tienen el gusto de hacer el mal ponen en ello más diligencia, lo siguen hasta el fin; no descansan un momento porque ellos tienen un cáncer que los devora. ¿Iré yo á decir que he venido por orden expresa de su señoría ilustrísima y no por mi propia voluntad? Parecería que quisiera formar partido con la maldad. ¡Oh, Dios mío! ¡Yo formar partido con la maldad; por las distracciones que me proporciona! ¡Vamos! Lo mejor será referir á Perpetua la cosa como es en sí, y dejársela publicar á su gusto. Con tal que á monseñor no le vengan deseos de hacer alguna cosa que llame la atención, alguna escena inútil y meterme también en ella. Á buena cuenta, apenas lleguemos, si ha salido de la iglesia iré á presentarle corriendo mis respetos, y si no dejo mis excusas, y me dirijo pian pianito á mi casa. Lucía está bien protegida; ninguna necesidad tiene de mí; y después de tantas incomodidades, bien puedo yo también pretender el ir á descansar. Y luego... ¡si monseñor tiene la curiosidad de saber toda la historia, y me es preciso darle cuenta del negocio del casamiento! ¡Es lo único que faltaba! ¡Y si va igualmente á visitar mi parroquia!... ¡Oh!, suceda lo que Dios quiera: no quiero confundirme antes de tiempo; bastantes cuidados pesan sobre mí. Por el momento voy á encerrarme en mi casa. Hasta que monseñor salga de este territorio, D. Rodrigo no tendrá deseos de hacer locuras, y después... ¿y después? ¡Ah!, ¡demasiado veo que pasaré mal mis últimos años!” La comitiva llegó antes de concluirse los divinos oficios: atravesó por entre aquella inmensa muchedumbre, no menos conmovida que la primera vez, y luego se dividió. Los dos jinetes dieron la vuelta hacia una plazoleta, en cuyo fondo se encontraba la casa del párroco; la litera siguió adelante con dirección á la de la dama. D. Abundio hizo lo que había pensado: apenas se hubo desmontado, cumplimentó del modo más expansivo al Incógnito, y le suplicó que le hiciese el obsequio de excusarle con el cardenal, pues debía volverse á su parroquia en derechura para atender á negocios urgentes. Fué á buscar lo que él llamaba su caballo, y que no era otra cosa más que el bastón que había dejado en un rincón de la estancia, después de lo cual se puso en camino. El Incógnito estuvo aguardando que el cardenal volviese de la iglesia. La buena dama, habiendo hecho sentar á Lucía en el mejor sitio de su cocina, se apresuró á disponer algo que comer para reparar sus débiles fuerzas. Ella rechazaba con cierta amable aspereza las gracias y reiteradas excusas que la joven no cesaba de prodigarla. Con la mayor prontitud colocó algunas ramas secas bajo una pequeña marmita que había puesto en el hogar, en donde nadaba un buen capón. Dejó hervir por espacio de algún tiempo todo lo que aquélla contenía, y llenando luego una gran taza, dentro de la cual había cortado algunas rebanadas de pan, por último se la presentó á Lucía. Al ver á la pobre niña que reparaba sus fuerzas á cada cucharada, se felicitaba en voz alta á sí misma de que la cosa hubiese sucedido en un día, en el cual según su expresión, el gato no estaba en el hogar. “Éste es un día de fiesta para todo el mundo”, añadió la dama, “excepto para los desgraciados que tienen la aflicción de comer pan de algarroba y _polenta_ de maíz. Sin embargo, ellos esperan hoy recibir alguna cosa de un señor caritativo: en cuanto á nosotras, á Dios gracias, no nos hallamos en este caso: entre el oficio de mi marido, y alguna cosilla que tenemos al sol, vamos pasando. Comed, pues, con apetito, y en el entretanto esperaremos á que el capón se cueza, y así podréis recobrar un poco mejor vuestras fuerzas”. Así diciendo, volvió á cuidar de la comida y á preparar la mesa. Lucía, después de haberse restaurado un poco, y sintiendo volver la tranquilidad á su alma, trató de reparar el desorden de su vestido, por una costumbre, por un instinto de curiosidad y de pudor. Trenzaba y arreglaba sus largos cabellos en desorden; ajustaba su pañuelo sobre el seno y alrededor de su cuello. Al hacer esta operación, sus dedos se enredaron en el rosario que llevaba suspendido, y que tanto le había servido la noche antes: fijó en él sus miradas, y se turbó instantáneamente. El recuerdo del voto que había hecho, ese recuerdo hasta entonces olvidado por tantas sensaciones dolorosas, se presentó de improviso clara y distintamente á su imaginación. En este momento, todas las potencias de su ánimo, apenas despiertas, fueron vencidas de nuevo en un solo instante; y si su alma no hubiese estado tan preparada por una vida llena enteramente de inocencia, de resignación y de confianza, la consternación que experimentó en aquel momento la habría llevado hasta la desesperación. Después del primer tumulto de aquellos pensamientos, demasiado confusos para venir á la imaginación con palabras, las primeras que se formaron fueron éstas: “¡Oh, infeliz de mí, qué es lo que he hecho!” Pero apenas las hubo concebido, cuando se sintió sobrecogida de cierta especie de terror. Agrupáronse en su mente todas las circunstancias del voto; sus mortales angustias, el estar sin esperanza alguna de socorro humano, el fervor de su súplica, la plenitud de sentimiento con la cual su promesa había sido hecha: el arrepentirse de ésta, después de haber obtenido la gracia que había implorado, le pareció una ingratitud sacrílega, una perfidia hacia Dios y á la santa Virgen: juzgó que semejante infidelidad le atraería nuevas y más terribles desventuras, en las cuales nada podía esperar, ni aun podría tener el auxilio de la súplica: y por lo tanto se apresuró á echarse en cara aquel arrepentimiento voluntario. Se quitó devotamente el rosario del cuello, y sosteniéndolo con mano trémula, confirmó, renovó su voto, pidiendo al mismo tiempo con súplica ferviente que el cielo le concediese la fuerza necesaria para cumplirlo; que éste arrojase lejos de ella los pensamientos y las ocasiones, las cuales hubieran podido, si no variar su ánimo, agitarlo á lo menos demasiado. El alejamiento en que estaba Renzo, sin ninguna probabilidad de que volviera; este alejamiento que hasta entonces le había parecido tan amargo, al presente se le figuraba que era una disposición de la divina Providencia, que había hecho coincidir dos sucesos para llegar á un solo fin, esforzándose la desventurada en encontrar en el uno una razón para consolarse del otro. Detrás de este pensamiento, se le figuraba igualmente que la misma Providencia, para consumar la obra, sabría hallar el modo de hacer que Renzo también se resignase, que no pensara más... Pero apenas semejante idea se le hubo presentado á su imaginación, cuando se levantó en ella una gran confusión. Sintiendo que su corazón la llevaba involuntariamente á arrepentirse de lo que había hecho, volvió de nuevo á recurrir á la súplica, al combate, saliendo como un vencedor (si me es permitido hacer esta comparación); como un vencedor, repito, herido y abrumado de fatiga que se levanta de encima de su enemigo. De repente se oye á lo lejos un ruido de pisadas y de gritos de alegría: era la familia de la dama que volvía de la iglesia. Dos pequeñas niñas y un niño, entraron gritando: se pararon un momento para echar una curiosa mirada sobre Lucía, y después corrieron presurosos hacia la mamá, agrupándose á su alrededor. Uno le pregunta el nombre de aquella huéspeda desconocida, y el por qué se hallaba allí: otro quiere contarle las maravillas que había visto: la buena dama respondió á unos y á otros con un: “Vamos, quietos, silencio”. El amo de la casa entró en seguida con paso más sosegado, pero pintado en su semblante una expansiva alegría. Éste era, si no lo hemos dicho ya antes, el sastre de la población y de todas las cercanías, hombre que sabía leer, que había leído efectivamente más de una vez la _Leyenda de los Santos_ y los _Reales de Francia_, y pasaba en el territorio por un hombre de talento y de ciencia, alabanzas todas que rechazaba con mucha modestia, diciendo únicamente que había equivocado su vocación, y que si hubiese estudiado en lugar de tantos otros... Aparte de esto, era un hombre de la mejor pasta del mundo. Se hallaba presente cuando el párroco había suplicado á su mujer el emprender aquel viaje caritativo; y no sólo lo había aprobado, sino que también hubiera añadido sus persuasiones, si hubiera sido necesario. Al presente, que la función, el aparato, el concurso, y sobre todo el sermón del cardenal habían, como se dice vulgarmente, exaltado todos sus buenos sentimientos, volvía á su casa con la expectativa, con el deseo ansioso de saber qué es lo que había pasado, y de ver si se había salvado la pobre inocente. --Miradla, le dijo, al entrar, la buena dama, señalando á Lucía. Ésta se levantó ruborizándose, y empezó á balbucear algunas excusas; pero él se aproximó á la joven, no sin grandes demostraciones de alegría, y exclamó: “¡Bien venida, bien venida! Vos sois la bendición del cielo en esta casa. ¡Cuán contento estoy de veros aquí! Bien seguro estaba yo que llegaríais á buen puerto, porque jamás he visto que el Señor haya empezado un milagro sin concluirlo perfectamente; pero ¡cuán contento, repito, estoy de veros aquí! ¡Pobre niña! ¡Mas sin embargo, es una cosa grande el haber sido objeto de un milagro!”. No se crea que él solo calificase de milagro aquel acontecimiento, porque hayamos dicho que había leído la _Leyenda_; por todo el pueblo y por todos los alrededores no se habló en otros términos mientras duró su memoria. Y á decir verdad, con las añadiduras que le pusieron, no le podía convenir otro nombre. Se acercó en seguida poco á poco á su mujer, que desataba la marmita de la cadena, que la tenía suspendida sobre el fuego, y le dijo en voz baja: --¿Ha ido todo bien? --Perfectamente, ya te lo contaré más tarde. --Sí, sí, con comodidad. Cuando estuvo puesta la mesa, la dueña fué á buscar á Lucía, y la acompañó hasta su asiento; cortó una ala del capón, y se la sirvió; sentáronse también los dos esposos, y ambos exhortaron á su huéspeda, abatida y vergonzosa, á que tuviese valor y comiese. El sastre empezó, á los primeros bocados, á discurrir con gran énfasis, en medio de las interrupciones de los niños, que comían alrededor de la mesa, y que habían visto cosas demasiado extraordinarias, para limitarse largo tiempo al solo papel de oyentes. Aquél describía las solemnes ceremonias, luego saltaba á hablar de la conversión milagrosa. Pero lo que le había hecho más impresión, y lo que repetía más, era el sermón del cardenal. --Al ver ante el altar, decía, un señor de aquella especie, lo mismo que un simple párroco... --¿Y aquella cosa de oro que llevaba en la cabeza?... decía una de las niñas. --Cállate; al pensar, repito, que un señor de esa especie, una persona tan sabia, que según dicen ha leído todos los libros del mundo, circunstancia que no se ha visto en ningún otro hombre, ni aun en el mismo Milán; al pensar que ha sabido adaptarse á decir aquellas hermosas cosas, de manera que todos las hayan comprendido... --Yo también las he comprendido, dijo la otra niña. --Cállate; ¿qué es lo que has de haber tú comprendido? --He comprendido que explicaba el Evangelio en lugar del señor cura. --¡Silencio! No digo que se haya hecho comprender solamente de aquellos que saben algo, porque en este caso están obligados á comprenderle, sino también de los que tienen la cabeza más dura, los más ignorantes, seguían el hilo de su discurso. ¡Id ahora á preguntarles si sabrían repetir las palabras que decía! ¡Oh! sí; no las podrán expresar, pero el sentido de ellas, lo tienen aquí; y se golpeaba la frente con la palma de la mano. ¡Y cómo se comprendía que hablaba del consabido señor sin tener necesidad de pronunciar su nombre! Y además, para estar uno al cabo del asunto, hubiera bastado el ver las lágrimas que se desprendían de sus ojos; y entonces toda la gente se ponía también á llorar... --Justamente es la verdad, exclamó el niño, interrumpiendo al orador; ¿mas por qué lloraban todos como si fuesen criaturas? --¿Quieres callar? Y no se diga, sin embargo, que en el pueblo no hay corazones bien duros. Como iba diciendo, monseñor nos ha hecho ver claramente, que aunque hay carestía, es preciso dar gracias á Dios, y estar contentos; hacer lo que se pueda, ingeniarse, ayudarse, y después alegrarse; porque la desgracia no consiste en padecer y ser pobres; está también en obrar mal. Y esto no son palabras vanas; pues, no se ignora que él vive también como un pobre, que se quita el pan de la boca para dárselo á los desgraciados, cuando podría darse una vida mejor de la que tiene. ¡Oh, qué placer experimenta uno al oirlo hablar! No es como tantos otros que dicen: haced lo que os digo y no lo que yo hago; y luego, nos ha manifestado con la mayor precisión, que aun los que no son señores, y que no obstante tienen más de lo necesario, están obligados á hacer partícipes á los que padecen. En esto interrumpió de improviso su discurso, como atormentado por una idea. Se detuvo un momento; en seguida llenó un plato de los manjares que había sobre la mesa, añadió un pan, colocó dicho plato dentro de una servilleta, y habiéndola tomado por las cuatro puntas, dijo á la mayor de sus niñas: “cógela así”. Le puso en la otra mano una botella de vino, y prosiguió: “Ve á casa de María la viuda; déjale esto, y dile que es para que se regale un poco con sus niños. Pero mira; ten cuidado cómo lo haces, no vayas á dárselo como si fuera á hacérsele una limosna: que no se te escape una sola palabra si encuentras á alguien; y, por último, ten cuidado de que nada se rompa”. Lucía se conmovió hasta el punto de derramar lágrimas, y sintió en su alma un enternecimiento que la distrajo de su dolor. Ya el discurso anterior de aquel hombre honrado le había causado un alivio, que las palabras de consuelo, más dulces, más directas, no le hubieran podido procurar. Su espíritu, cediendo al atractivo de aquellas descripciones de pompas augustas, de aquellas emociones de piedad y admiración, sobrecogido por el mismo entusiasmo del narrador, alejaba de sí sus dolorosos pensamientos, y cuando volvían, se encontraba más fuerte contra ellos. La idea misma de su sacrificio, sin haber perdido su amargura, experimentaba una cierta alegría austera y solemne. Poco después entró el cura del pueblo, y dijo que el cardenal le enviaba á informarse de Lucía, y para advertirla que monseñor quería verla aquel mismo día; en seguida dió las gracias en su nombre al sastre y á su mujer. Éstos y aquélla, conmovidos y turbados, no hallaban palabras para contestar á las demostraciones de semejante personaje. “¿Y vuestra madre no ha llegado todavía?”, preguntó el cura á Lucía. --¡Mi madre!, exclamó ésta. Diciéndole luego el cura cómo había sido mandada á buscar por orden del arzobispo, se puso el delantal en los ojos, y prorrumpió en un copioso llanto, que duró mucho tiempo después de haberse marchado el eclesiástico. Cuando los sentimientos tumultuosos que se habían suscitado en su alma, á aquel anuncio, empezaron á dar lugar á ideas más tranquilas, la infeliz joven se acordó que la alegría entonces tan próxima de volver á ver á su madre, contento tan inesperado pocas horas antes, lo había también implorado expresamente en aquellas horas terribles, y lo había puesto casi como una condición á su voto. _Hacedme volver sana y salva al lado de mi madre_, había dicho; y estas palabras aparecieron distintamente á su memoria. Se confirmó más que nunca en el propósito de mantener su promesa, y se reprochó de nuevo y muy amargamente aquel _¡infeliz de mí!_ que se había escapado de su interior en los primeros momentos. Efectivamente, cuando hablaron de Inés, ésta se encontraba ya muy cerca. Es fácil imaginar cómo se quedaría la pobre mujer á una invitación tan poco esperada, y á la noticia necesariamente truncada y confusa de un peligro, se podía decir, que ya había cesado, pero de un peligro espantoso, de una terrible aventura, que el mensajero no sabía referir ni explicar, y de la cual ella no tenía á qué agarrarse para explicársela por sí misma. Después de haber llevado las manos á su cabeza, después de haber exclamado muchas veces: “¡Ah, Señor, ah, Madonna!” después de haber hecho varias preguntas al mensajero, á las cuales éste no sabía qué responder, se lanzó furiosa y con precipitación en el carruaje, continuando, durante todo el camino, deshaciéndose en exclamaciones y preguntas inútiles. Mas al llegar á cierto paraje, se encontró de manos á boca con D. Abundio, que se adelantaba poco á poco, apoyado en su bastón. Después de un “¡oh!” proferido por ambas partes, D. Abundio se detuvo; Inés hizo parar el carruaje, y se bajó; luego, los dos se dirigieron hacia un castañar que se hallaba al lado del camino. D. Abundio le había participado todo lo que había podido saber y debido ver. La cosa no estaba tan clara todavía; pero á lo menos Inés se cercioró de que Lucía permanecía en seguridad, y respiró. En seguida, D. Abundio quiso entablar otra clase de conversación é instruirla largamente sobre la manera de gobernarse con el arzobispo, si éste, como era probable, deseaba hablar con ella y con su hija, diciéndole, principalmente, que no convenía hacerle mención del casamiento. Pero conociendo Inés que el buen hombre no iba más que á su propio interés, lo dejó plantado, sin prometerle nada, sin resolver nada tampoco, contestando solamente que tenía otras cosas en que pensar; después de lo cual se volvió á poner en camino. Finalmente, el carruaje llegó á su destino, y paró á la puerta de la casa del sastre. Lucía se levanta precipitadamente; Inés se apea; se precipita dentro de la expresada casa, y he aquí que se abrazan estrechamente una á otra. La mujer del sastre, que era la única que se hallaba presente, les dió ánimo, las tranquilizó, se regocijó con ellas; y después, siempre discreta, las dejó solas, diciendo que iba á disponer una cama; que podía hacerlo, sin incomodarse; pero que en todo caso, tanto su marido como ella, más bien hubieran querido dormir en el suelo, que permitir que fuesen á otra parte á buscar un asilo para aquella noche. Pasado el primer ímpetu de abrazos y sollozos, Inés quiso saber las aventuras de Lucía, y ésta se puso á contárselas con la mayor ansiedad; mas como el lector sabe, era una historia que nadie la conocía toda; y para la misma Lucía había partes sumamente oscuras, hechos inexplicables, y principalmente aquella fatal coincidencia de haberse encontrado con el terrible carruaje en medio de su camino, justamente cuando ella pasaba por una casualidad extraordinaria; sobre esto último, la madre y la hija hacían mil conjeturas, sin acertar nunca con la verdadera causa, ni siquiera aproximarse á ella. Con respecto al autor de la trama, ninguna de las dos podía dudar que no fuese D. Rodrigo. --¡Ah, espíritu malo!, ¡tizón del infierno!, exclamaba Inés; pero ya le llegará su hora: el Señor se lo recompensará según sus méritos, y entonces él experimentará también... --¡No, no, madre mía! la interrumpió Lucía; no deseéis ningún mal á él ni á nadie tampoco. ¡Si sabéis lo que es sufrir; si lo habéis experimentado! ¡No, no!, roguemos más bien por él á Dios y á la Madonna; que el Señor le toque el corazón como lo ha hecho con ese otro infeliz, que era mucho peor y ahora es un santo. El terror que causaba á Lucía el recordar aquellos hechos tan recientes y crueles, le hizo más de una vez titubear; más de una vez dijo que no tenía bastante valor para continuar, y después de muchas lágrimas y suspiros, volvió á tomar el uso de la palabra con el mayor pesar; pero un sentimiento contrario la hizo vacilar al llegar á cierto punto de su narración: cuando se trató del voto. El temor de que su madre la acusara de imprudente y precipitada, y que como había hecho en el asunto del casamiento, no le pusiera por delante aquella su tan larga regla de conciencia, y la quisiese hacer prevalecer, ó que la buena mujer le dijese en confianza á alguno, no por otra cosa más sino para que la iluminara y aconsejara, y llegase de este modo á hacerse público; al pensar esto solo Lucía percibía que sus mejillas se cubrían de un vivo carmín; añádase también cierta vergüenza que le causaba su misma madre, y una inexplicable repugnancia de hablar sobre la materia, fueron motivos todos que le hicieron ocultar aquella circunstancia importante, proponiéndose confiársela primeramente al padre Cristóbal. ¡Mas cómo se quedó, cuando preguntando por él, supo que no estaba ya en Pescarenico; que había sido enviado á un pueblo muy lejano, á un pueblo que tenía cierto nombre!... --¿Y Renzo?, dijo Inés. --Está en salvo, ¿no es cierto?, replicó ávidamente Lucía. --Sí, porque todos lo dicen; se asegura que se ha refugiado en el territorio de Bérgamo; pero el paraje verdadero nadie puede decirlo: hasta ahora no ha dado noticias de su persona; es indispensable que no haya hallado el medio de hacerlo. --¡Ah, si está en salvo, gracias sean dadas al Señor!, dijo Lucía; y procuraba mudar de conversación, cuando ésta fué interrumpida por un suceso inesperado; tal fué la aparición del cardenal arzobispo. Éste, vuelto de la iglesia, donde lo habíamos dejado, habiendo sabido por el Incógnito la llegada de Lucía, fué á sentarse á la mesa, haciendo colocar á su derecha al señor, en medio de un círculo de sacerdotes que no podían saciarse de lanzar ojeadas sobre aquel semblante tan dulcificado sin debilidad, tan humillado sin bajeza, y de compararle con la idea que desde largo tiempo tenían de dicho personaje. Concluido el desayuno, el Incógnito y el cardenal se retiraron de nuevo juntamente. Después de un coloquio que duró más que el primero, el señor partió para su castillo, montado en la misma mula de la mañana. El cardenal hizo llamar al párroco, y le manifestó que deseaba ser conducido á la casa en donde Lucía se había refugiado. --¡Oh, monseñor!, respondió éste, no os molestéis: haré avisar al momento á la joven para que venga, como también la madre, si es que ha llegado, y también los dueños de la casa si quiere monseñor; todos los que vuestra señoría ilustrísima guste. --Deseo yo mismo ir á verlos, replicó Federico. --Vuestra señoría ilustrísima no debe molestarse: enviaré á llamarlos en seguida; es cosa de un momento, insistió el párroco asaz oficioso é impertinente (por lo demás excelente sujeto); mas no comprendía que el cardenal quería con semejante visita rendir homenaje á la desgracia, á la inocencia, á la hospitalidad y á su propio ministerio á un mismo tiempo. Pero habiendo el superior expresado de nuevo sus deseos, el inferior se inclinó y se puso en marcha. Apenas los dos personajes pusieron el pie en la calle, cuando toda la gente se encaminó hacia ellos, acudiendo de todas partes, y rodeándoles de manera que llegaban á impedirles el paso. El párroco se esforzaba en decir: “vamos, atrás, retiraos; ¡más, más!”. Y Federico le replicaba: “dejadlos, dejadlos”, é iba avanzando, tan pronto alzando la mano para bendecir al pueblo, tan pronto bajándola para acariciar á los niños que embarazaban su marcha. De este modo llegaron á la casa, en la cual entraron: la multitud permaneció agrupada en la calle. El sastre se hallaba también entre la gente que había seguido al cardenal, el cual con los ojos fijos en éste y la boca abierta, iba mirándole sin saber adónde se dirigía. Al ver que el arzobispo entraba en su casa, se abrió paso, dejando á la consideración de los lectores el estrépito que movería, gritando sin cesar: “dejad pasar á quien debe”; y entró. Inés y Lucía oyeron en la calle un ruido que á cada paso se aumentaba: mientras pensaban lo que podría ser, vieron abrirse la puerta y aparecer el cardenal en compañía del párroco. --¿Es aquélla?, preguntó el primero al segundo; y á una señal afirmativa se dirigió hacia Lucía, que estaba allí con la madre, ambas inmóviles y mudas de vergüenza y sorpresa. Pero el tono de aquella voz, el aspecto, el continente, y sobre todo las palabras de Federico, las tranquilizaron prontamente. “¡Pobre joven, dijo, Dios ha querido someteros á una gran prueba; mas os ha hecho ver que siempre tenía su vista fija sobre vos, y que no habíais sido olvidada! Él os ha puesto en salvo, y se ha servido de vos para consumar una grande obra, para manifestar su misericordia á un hombre, y para aliviar al propio tiempo á otros muchos”. En esto apareció en la estancia el ama de la casa, la cual, al ruido, se había asomado á la ventana, y habiendo visto quién entraba, bajó precipitadamente la escalera, después de haberse arreglado lo mejor que pudo. El sastre entró casi al mismo tiempo por otra puerta. Al ver trabada la conversación, fueron á reunirse á un rincón, en donde permanecieron con aire respetuoso. El cardenal, saludándolos cortésmente, continuó su plática con las mujeres, mezclando á sus consuelos algunas preguntas, para ver si en las respuestas podía hallar alguna coyuntura de hacer bien á quien tanto había padecido. --Convendría que todos los sacerdotes fuesen como vuestra señoría, que tomasen algunas veces el partido de los pobres, y no les ayudasen á meterlos en medio de las mayores dificultades para ellos huir el cuerpo, dijo Inés, animada por el aire familiar y afectuoso de Federico, y encolerizada al pensar que el Sr. D. Abundio, después de sacrificar siempre á los demás, pretendiese también impedir una pequeña expansión de espíritu, la menor queja á los que eran superiores á él, cuando por una rara casualidad se presentaba una ocasión. --Decid todo lo que pensáis, dijo el cardenal, hablad con libertad. --Quiero decir, que si nuestro señor cura hubiese cumplido con su deber, las cosas no hubieran llegado á tal extremo. Mas haciéndole el cardenal nuevas instancias para que se explicara con mayor claridad, ella empezó á hallarse embarazada con tener que referir una historia en la que la misma tenía una parte que procuraba ocultar, especialmente á semejante personaje. Sin embargo, encontró el medio de arreglarla, con una pequeña variación: contó el concertado casamiento, la denegación de D. Abundio; no pasando en silencio el pretexto de los _superiores_ que él había puesto por delante (¡ah, Inés!) y pasó al atentado de D. Rodrigo, y cómo habiendo sido avisadas habían podido escapar. “Pero sí, añadió en conclusión, escapar para caer en otros lazos. Si en aquella ocasión, el señor cura hubiese hablado con sinceridad, y casado en seguida á mis pobres jóvenes, nos hubiéramos ido todos juntos secretamente, muy lejos, á un paraje que ni siquiera el aire lo hubiera sabido. Así es como se ha perdido el tiempo y ha sucedido lo que ha sucedido”. --El señor cura me dará cuenta de este hecho, dijo el cardenal. --No señor, no, replicó Inés prontamente: no lo he dicho por esto; no le reprendáis, porque ya lo que está hecho, hecho se queda; y además, que de nada sirve: es un hombre de este carácter; si el caso se presentase de nuevo, obraría del mismo modo. Pero Lucía, no satisfecha de aquel modo de referir la historia, añadió: “Nosotras también, nosotras también hemos obrado mal: se ha visto que la voluntad del Señor era que la cosa no tuviese buen éxito”. --¿Qué mal habéis podido hacer, desgraciada joven? Lucía, á pesar de las señas que la madre le hacía á hurtadillas con los ojos, contó la aventura de la tentativa hecha en casa de D. Abundio, y concluyó diciendo: “Hemos obrado mal y Dios nos ha castigado”. --Aceptad de su mano los padecimientos que habéis sufrido, y tened valor, dijo Federico; porque ¿quién tendrá razón de alegrarse y de esperar sino el que ha padecido y piensa en acusarse á sí mismo? Entonces preguntó en dónde se hallaba el prometido, y sabiendo por Inés (Lucía permanecía silenciosa, con la cabeza baja) que había huido del país, experimentó y manifestó admiración y desagrado, queriendo saber la causa que lo había motivado. Inés refirió lo mejor que le fué posible lo poco que sabía de las aventuras de Renzo. --He oído hablar de ese joven, dijo el cardenal; ¿pero cómo permitís que un hombre que se halla comprometido en negocios de semejante especie trate de casarse con esta joven? --Era un joven muy honrado, dijo Lucía ruborizándose, pero con voz segura. --Era un muchacho pacífico hasta dejarlo de sobra, añadió Inés; y vuestra señoría puede preguntarlo á quien quiera, aunque sea al mismo señor cura. ¿Quién es capaz de saber las intrigas y enredos que le habrán armado por allá? Muy poca cosa se necesita para hacer pasar á los pobres por bribones. --Es demasiado cierto, dijo el cardenal; yo me informaré: y habiéndose hecho decir el nombre y apellido del joven, lo apuntó en un librito de memorias. En seguida añadió que contaba marcharse á su país dentro de algunos días; que entonces Lucía podría ir allá sin temor, y que entretanto él se ocuparía de proporcionarle un asilo en donde pudiese estar con seguridad, hasta que todo se arreglase. Después se volvió á los dueños de la casa, que se adelantaron con prontitud; renovó las gracias que les había dirigido por medio del párroco, y les preguntó si querían conservar por pocos días á los huéspedes que Dios les había enviado. --¡Oh!, sí señor, contestó el ama con un tono de voz y un aire que expresaban mucho más que aquella corta respuesta, medio ahogada por la timidez. Pero el marido, animado por la presencia de semejante personaje que se dignaba interrogarles, como igualmente del deseo de lucirse en una ocasión tan importante, estudiaba ansiosamente una bella contestación. Arrugó la frente, puso los ojos bizcos, apretó los labios, tendió con todas sus fuerzas el arco de la inteligencia, barrenó y sintió dentro de sí un choque de ideas, á las cuales faltaba algo, y de palabras truncadas; mas el tiempo apremiaba, y el cardenal demostraba ya haber interpretado su silencio. Entonces el buen hombre abrió la boca y dijo: “Figuraos...”. Nada más pudo venirle por el pronto. No sólo quedó avergonzado allí aquel día, sino que su recuerdo importuno agrió siempre el placer del grande honor que había recibido. ¡Cuántas veces pensando en esta circunstancia, como para contrariarle, le vinieron á la imaginación una multitud de palabras, que todas hubieran valido más que su insulso “_¡figuraos!_”. Pero como dice un antiguo proverbio: á burro muerto, &c. El cardenal partió diciendo: “que la bendición del Señor sea sobre esta casa”. Por la tarde preguntó al cura cómo podría recompensarse de un modo conveniente á aquel hombre, que no debía ser rico, de una hospitalidad costosa, especialmente en aquellos tiempos. El párroco respondió que á la verdad, ni las ganancias de su profesión, ni la renta de algunos pequeños campos que el buen sastre poseía, hubieran sido suficientes aquel año para ponerlo en posición de ser liberal para con los demás; pero que habiendo economizado en los años anteriores, se encontraba al presente ser uno de los más acomodados del pueblo; que podía hacer algunos gastos sin que le causaran ninguna extorsión, y que ciertamente los haría con gusto, y que por otra parte tomaría como una ofensa el que se le hiciese aceptar recompensa alguna. --Probablemente tendrá, dijo el cardenal, créditos contra gente que no pueda pagar. --Ya puede figurárselo vuestra señoría ilustrísima: esas pobres gentes pagan con el sobrante de la recolección; en un año escaso nada sobra; al contrario, falta todavía lo necesario. --Bueno; yo tomo á mi cargo todas esas deudas y vos os serviréis recoger de ellos la nota de las partidas, y las saldaréis. --Compondrá una gran suma. --Tanto mejor; y tendréis otros ranchos bastante necesitados, que no tendrán deudas, porque no habrá quién les preste. --¡Oh, sí; hay muchos! Y sin embargo, se hace lo que se puede; pero, ¿cómo atender á todos en unos tiempos tan calamitosos? --Disponed que se les vista á mis expensas, y pagadlo bien. Verdaderamente este año, todo el dinero que se gaste en pan me parece robado; pero éste es un caso excepcional. No queremos, con todo, concluir la historia de aquel día, sin referir sucintamente cómo terminó la del Incógnito. Esta vez el ruido de su conversión le había precedido en el valle: se había esparcido prontamente, y había excitado una sorpresa, una ansiedad y una irritación difíciles de pintar. Á los primeros bravos ó servidores (que era igual) que encontraba, les hacía seña que le siguiesen: éstos caminaban detrás de él siendo presa de una nueva inquietud y con su acostumbrada obediencia; su séquito se aumentaba á cada instante. Llega por fin al castillo: indica á los que se encuentran á sus puertas que le sigan también; entran en el primer patio, se coloca en medio de él, y allí, afirmándose en sus estribos, lanza un grito atronador, siendo ésta la señal que usaba para que todos aquellos de los suyos, á quienes llegara dicho grito, se presentasen al instante. En seguida todos los que se hallaban esparcidos por el castillo se apresuraron á acudir á aquella voz terrible, y se reunieron al resto de la numerosa cuadrilla, fijando todas sus miradas sobre su señor. --Id á esperarme al gran salón, dijo, y desde lo alto de su cabalgadura estaba viéndolos partir. En seguida se apeó, condujo por sí mismo la mula á la cuadra, y se encaminó hacia donde era esperado. El sordo murmullo que reinaba en el salón cesó á su aspecto; retiráronse todos á un ángulo, dejando un gran espacio vacío á su alrededor. Ellos serían unos treinta. El Incógnito levantó la mano como para mantener el silencio que su sola presencia había hecho nacer; alzó su cabeza, que sobresalía á todas las demás, y dijo: “Escuchadme todos, y nadie hable sin ser preguntado. ¡Hijos míos!, el camino por el cual hemos andado hasta hoy conduce al fondo del infierno. Esto no es un reproche que yo quiera haceros, yo que he sido el primero que he ido delante y os he sobrepujado en esta abominable carrera, yo el más culpable de todos; mas atended á lo que voy á deciros. “Dios en su misericordia me ha llamado á cambiar de vida; cambiaré, he cambiado ya: ¡plegue á este mismo Dios que haga otro tanto con todos vosotros! Sabed, pues, y tened por cierto, que estoy resuelto á morir antes que hacer nada más contra sus santas leyes. Retiro á cada uno de vosotros las órdenes criminales que tenéis de mí; ya me entendéis: así, os mando que nada hagáis de lo que yo os había prescrito; tened igualmente por cierto, que nadie podrá en adelante cometer ninguna maldad bajo mi protección ni á mi servicio. Los que quieran permanecer conmigo con estas condiciones, los consideraré como hijos míos; me contemplaré dichoso: en tiempo de hambre y de miseria compartiré el último pan que quede en mi casa con el último de vosotros. El que no quiera, se le dará el salario que se le debe, y además un regalo; éste podrá ir adonde desee; pero le advierto que no ponga los pies aquí, á no ser para mudar de vida, pues con este motivo será recibido con los brazos abiertos. Reflexionad esta noche sobre lo que os he dicho; mañana por la mañana os llamaré uno á uno, para que me deis la contestación, y entonces os daré nuevas órdenes. Por ahora, retiraos cada uno á vuestro puesto; y Dios, que ha usado conmigo de tanta misericordia, os inspire un buen pensamiento”. Cesó de hablar y todos guardaron el más profundo silencio: aunque fermentaron en sus cerebros ardientes una multitud de extrañas y tumultuosas ideas, ninguna, sin embargo, dejaron traslucir. Estaban habituados á escuchar la voz de su señor como la manifestación de una voluntad absoluta á la cual era preciso obedecer sin replicar; aquella voz anunciando que la voluntad se había cambiado, no daba indicio alguno de que estuviese aniquilada. Á ninguno de ellos le pasó, sin embargo, por la imaginación, que por haberse convertido, se pudiese atrever á replicarle, como á otro hombre cualquiera. Veían en él á un santo, pero uno de esos santos á los cuales pintan con la cabeza alta y la espada en la mano. Además del temor que inspiraba, tenían hacia él (sobre todo aquellos que habían nacido bajo su dominación, y que eran la mayor parte) una afección como de hombres ligados á su señor feudal. Su admiración tenía algo de cariño; y experimentaba á su vista ese respeto que los más rebeldes y petulantes tienen ante una superioridad que ya han reconocido. Las cosas, pues que habían oído pronunciar por aquella boca eran seguramente odiosas á sus oídos, pero no falsas ni enteramente extrañas á sus inteligencias. Si habían hecho mil veces burla, no era porque no tuvieran fe, sino para prevenir con la misma burla el miedo que les hubiera venido pensándolo seriamente. Al presente, al ver el efecto de este miedo en un valor tan indomable como el de su amo, no hubo ninguno que no lo experimentase, á lo menos por algún tiempo. Añádase á todo esto, aquellos que hallándose por la mañana fuera del valle, habían sido los primeros sabedores de la gran nueva y habían visto igualmente y también referido la alegría de toda la población, el amor y la veneración hacia el Incógnito que había sucedido de repente al antiguo odio y terror; de manera, que en el hombre que habían siempre mirado, por decirlo así, como un ser todopoderoso, aun cuando ellos mismos formaban en gran parte su fuerza, veían ahora que era la maravilla, el ídolo de la multitud; lo contemplaban que sobresalía á los otros de un modo muy diverso antes, pero no menos; siempre fuera de la esfera común, siempre á la cabeza. Estaban pues, todos aturdidos, inciertos unos de otros, y también de sí mismos. El uno buscaba en su imaginación en dónde podría encontrar un asilo y ocupación; el otro se preguntaba si podría doblegarse á aquel nuevo género de vida; éste, conmovido por aquellas palabras, experimentaba hacia el señor cierta inclinación; aquél, sin resolver nada, se proponía prometerlo todo á buena cuenta, tratando mientras de comer aquel pan ofrecido de tan buena gana y entonces tan escaso, é ir ganando tiempo. Ninguno resolló; y cuando el Incógnito al fin de su discurso alzó de nuevo aquella mano imperiosa para indicarles que se marcharan, dóciles como un rebaño de ovejas, tomaron todos el camino de la puerta. Él salió también detrás de ellos, y parándose en medio del patio, miró á la débil luz del crepúsculo cómo se separaban y cada uno se encaminaba á su puesto. Luego entró á coger su linterna, recorrió de nuevo los patios, los corredores, las salas, visitó todas las avenidas, y cuando vió que todo estaba tranquilo, se fué por último á dormir. Sí, á dormir, porque tenía sueño. Jamás, aun cuando siempre había ido en busca de negocios intrincados é intrigas, jamás, repito, se había visto tan abrumado como al presente; con todo, tenía sueño. Los remordimientos que le tuvieron desvelado la noche anterior, en vez de haberse calmado levantaban el grito más soberbios, más severos, más absolutos; y sin embargo, tenía sueño. El orden, la especie de gobierno establecido allí dentro por él tantos años hacía, á fuerza de tantos cuidados, con tan extraordinario acopio de audacia y perseverancia, ahora él mismo lo había puesto en todo su vigor con pocas palabras; la dependencia ilimitada de los suyos que estaban dispuestos á todo con la fidelidad de esclavos, con la cual estaba acostumbrado desde largo tiempo á descansar, ahora la había puesto á prueba; los medios de que se había valido, crearon una multitud de obstáculos: la confusión é incertidumbre estaba apoderada del castillo; no obstante, tenía sueño. Se encaminó, pues, á su cámara, entró en ella, se acercó á aquel lecho, el cual la noche antes había hallado tan espinoso, y se arrodilló cerca de él, con la intención de rezar. Encontró, en efecto, en un apartado y profundo rincón de su mente las oraciones que estaba acostumbrado á rezar cuando era niño; comenzó á recitarlas, y aquellas palabras detenidas allí tanto tiempo y juntamente revueltas, venían unas después de otras como si se deshiciesen. Experimentaba en esto una mezcla de sentimientos indefinibles, una cierta dulzura en aquella vuelta material á los hábitos de la inocencia, una sensación de dolor al pensar el grande abismo que mediaba entre aquel tiempo y el actual, un ardor de llegar por medio de obras expiatorias á adquirir una nueva conciencia, un estado más próximo á la virtud, á la cual no podía volver, un agradecimiento, una confianza en aquella misericordia que lo podía conducir á dicho estado, y que le había dado ya señales tan marcadas de quererlo. Después de haber rezado, se acostó, y quedóse dormido inmediatamente. Así terminó aquel día tan célebre aún cuando escribía nuestro anónimo; y que ahora, á no haber sido él, nada de particular se sabría, y á lo cual Ripamonti y Rivola, citados antes, no dicen más, que aquel tan célebre tirano, después de una entrevista con Federico, mudó maravillosamente de vida para siempre. ¿Y cuántos son los que han leído las obras de los dos expresados autores? Menos aún que los que leerán nuestro libro. ¿Y quién sabe, si en ese mismo valle, el que tenga deseos de buscarlo y la habilidad de encontrarlo, habrá quedado alguna débil y confusa tradición del hecho? ¡Han nacido tantas cosas desde aquel tiempo al presente! NOTAS: [5] Ogro: monstruo fabuloso que decían se comía las criaturas. CAPÍTULO SÉPTIMO El día siguiente en el pueblo de Lucía y en todo el territorio de Lecco, no se hablaba más que de ella, del Incógnito, del arzobispo y de otro sujeto, que aunque le gustase mucho que hablasen de él, en aquellas circunstancias lo hubiera perdonado de buena gana; queremos decir que éste era el Sr. D. Rodrigo. No se vaya á creer que antes de dicho día no se hubiese hablado de sus hechos; pero eran conversaciones truncadas y secretos; era preciso que los interlocutores se conociesen muy bien entre sí para entablar polémica sobre tal objeto, aún estaban lejos de hablar con el calor de que hubieran sido capaces; porque cuando los hombres no pueden, sin correr un gran peligro, abandonarse á su indignación, no sólo se manifiestan mucho menos, sino que también reprimen la que experimentan en su interior; pero sin embargo, no por esto dejan de sentir. ¿Quién podría hoy contenerse?, ¿quién dejaría de hablar sobre un suceso que había hecho tanto ruido, en el cual se veía claramente la mano de la Providencia, y en donde representaban un gran papel dos personajes semejantes? El uno, en el que el amor por la justicia tan valeroso se veía unido á tanta autoridad; el otro, al cual parecía que el poder en persona estaba humillado, que la bravería, por decirlo así, había venido á deponer las armas y á pedir la paz. Á tales comparaciones, el Sr. D. Rodrigo considerábase como un pigmeo. Entonces todo el mundo comprendía lo que había ideado para atormentar la inocencia, para deshonrarla, para perseguirla con una violencia tan atroz y con asechanzas tan abominables. Pasábase en aquella ocasión una revista á todas las demás proezas de dicho señor, y sobre todo las decían del mismo modo que las sentían, animados y encantados como estaban de hallarse todos de acuerdo; era un murmullo, un grito unánime, á lo lejos, sin embargo, porque si no había bravos, había esbirros. Una buena porción de esta pública animadversión tocaba también á sus colegas y amigos. No se perdonaba al señor podestá, siempre sordo, ciego, mudo, con respecto á las violencias de aquel tirano; pero no se hablaba de esto más que en voz baja, porque el podestá tenía igualmente sus esbirros. No usaban tantos miramientos tocante al doctor Azzecca-Garbugli, que no poseía más que mucha charlatanería y astucia, ni para con los demás pequeños colegas iguales suyos, á los cuales se les señalaba tanto con el dedo y se les miraba con tanta prevención, que juzgaron prudente el no dejarse ver en la calle por espacio de algún tiempo. D. Rodrigo, herido como de un rayo por aquella noticia imprevista, tan distante del aviso que esperaba de día en día y de momento en momento, se mantuvo encerrado en su palacio solo con sus bravos, devorando su rabia por espacio de dos largos días; mas al tercero partió para Milán. Si aquello no hubiese sido más que un sordo murmullo del pueblo, quizá, aunque la cosa hubiese pasado más adelante, se hubiera quedado expresamente para desafiarla, para buscar la ocasión de dar sobre alguno de los más ardientes una lección que sirviese para todos; pero lo que le obligó á marchar, fué el haber sabido de positivo que el cardenal iba hacia aquel lado. El conde su tío, el cual nada sabía de toda aquella historia sino lo que le había dicho Attilio, hubiera ciertamente exigido que en semejante circunstancia D. Rodrigo hiciera la primera visita al cardenal, y que obtuviese en público la acogida más distinguida: véase, pues, cómo aquél había dispuesto otra cosa. El conde lo hubiera pretendido y se habría hecho dar cuenta minuciosamente, porque ésta era una ocasión importante de hacer ver en qué estimación era tenida la familia por una autoridad tan eminente. Para escapar de un embarazo tan enojoso, D. Rodrigo, habiéndose levantado una mañana antes de salir el sol, se metió en un carruaje, acompañado del _Griso_ y algunos otros bravos que iban escoltándole; y dejando la orden de que el resto de la servidumbre siguiese después, partió como un fugitivo (permítasenos elevar á nuestros personajes por medio de alguna ilustre comparación), como Catalina de Roma, echando espumarajos de rabia y jurando volver bien pronto, de otro modo, para consumar su venganza. Entretanto el cardenal se adelantaba, visitando todos los días una de las parroquias situadas en el territorio de Lecco. El día que debía llegar á la de Lucía, una gran parte de los habitantes habían salido de sus casas para salirle al encuentro. Á la entrada de la población, precisamente al lado mismo de la casita de nuestras dos mujeres, había un arco triunfal construido de madera, cubierto de paja y de musgo, adornado de verdes ramos de boj y de acebo. La fachada de la iglesia estaba cubierta de tapices; de cada ventana pendían colchas y sábanas extendidas, fajas de niños colocadas á guisa de banderas; todo aquello, por último, que podía parecer necesario, bien ó mal, ó superfluo. Por la tarde, que era la hora en la cual se esperaba al cardenal, los que habían permanecido en las casas, los ancianos, las mujeres y los niños más pequeños, se pusieron también en marcha para ir á su encuentro, parte formados en fila, y parte en pelotón, precedidos por D. Abundio. El pobre cura estaba triste en medio de tanta alegría; el estrépito le aturdía; el movimiento de tanta gente discurriendo por todas partes le volvía loco, como él decía; y estaba atormentado por el temor secreto de que las mujeres lo hubieran charlado todo, por lo cual tuviese que rendir cuenta de su conducta en el negocio del casamiento. Finalmente, vese aparecer al cardenal, ó por mejor decir la turba en medio de la cual se encontraba en su litera, y el séquito que lo rodeaba. Apenas se le podía distinguir en medio de toda aquella cohorte, y únicamente se divisaba por sobresalir de todas las cabezas, un extremo de la cruz llevada por un capellán que cabalgaba en una mula. El pueblo que iba con D. Abundio, se apresuró á reunirse al grueso de la multitud; y éste, después de haber dicho tres ó cuatro veces: “Despacio, en fila, ¿qué hacéis?”, atravesó la calle sumamente incomodado y murmurando siempre: “Esto es una Babilonia, es una Babilonia”, entró en la iglesia que estaba desocupada, y se quedó allí aguardando. El cardenal avanzaba, dando bendiciones con la mano, y recibiéndolas de la boca del pueblo, que la gente de su séquito podía apenas contener, á pesar de todos sus esfuerzos. Como compatriotas de Lucía, los habitantes hubieran querido hacer al arzobispo las demostraciones más extraordinarias; pero la cosa no era fácil, porque había la costumbre de que á todas partes adonde llegaba hacían todo lo más que podían. Ya al principio de su pontificado, á su primera entrada solemne en la catedral, el numeroso concurso, la impetuosidad del pueblo que se agrupó á su alrededor había sido tal, que se temió por su vida, y algunos caballeros que se hallaban junto á él tuvieron que tirar de las espadas para amedrentar y apartar á la multitud. Había en las costumbres de aquel tiempo un cierto no sé qué de violento y desordenado, que aun para hacer demostraciones benévolas á un obispo en la iglesia, era preciso derramar sangre para contenerlas. Dicho antemural no habría sido suficiente, si dos sacerdotes dotados de gran vigor y de mucha presencia de ánimo, no le hubiesen levantado en brazos y llevado de este modo desde la puerta de la iglesia hasta el altar mayor. Desde aquel día, en todas las visitas episcopales que hizo, no puede menos de causar escándalo el referir su primera entrada en las iglesias en medio de sus trabajos pastorales y peligros que corrió más de una vez. Entró, pues, en ésta como pudo; se encaminó al altar, y desde allí, después de haber orado un momento, según su costumbre, dirigió un pequeño discurso á los asistentes, sobre su amor hacia ellos, respecto al deseo de su salvación, y el modo de prepararse para la ceremonia del día siguiente. Habiéndose retirado en seguida á casa del cura, entre otra multitud de cosas que habló con éste, tomó informes acerca de la conducta y cualidades de Renzo. D. Abundio dijo que era un joven un poco vivo de genio, testarudo y colérico. Pero tocante á las preguntas más precisas y especiales del cardenal, se vió obligado á decir que era un buen muchacho, y que no podía comprender cómo en Milán hubiese podido cometer todas aquellas locuras que habían dicho. --En cuanto á la joven, repuso el cardenal, ¿os parece que pueda venir ya ahora con seguridad á habitar su casa? --Por ahora, respondió D. Abundio, puede venir y permanecer como quiera; digo por ahora, pero... añadió en seguida, lanzando un suspiro: sería preciso que vuestra señoría ilustrísima estuviese siempre aquí ó á lo menos cerca. --El Señor está siempre cerca, dijo el cardenal; además, yo procuraré ponerla en lugar seguro. Y dió orden inmediatamente que al día siguiente, muy temprano, fuese la litera con una escolta á buscar á las dos mujeres. D. Abundio salió sumamente contento de que el cardenal le hubiera hablado de los dos jóvenes, sin haberle pedido cuenta de su negativa en casarlos. “¿Conque él no sabe nada?, decía entre sí: ¿Inés se ha callado?, ¡qué milagro! Sin embargo, se volverán á ver; pero le daremos otras instrucciones; sí, se las daremos”. No sabía el pobre hombre que Federico no había querido entablar aquella conversación, justamente porque quería hablar más largamente y con más comodidad; y antes de darle lo que era debido quería oir también sus razones. Mas los cuidados del buen prelado para la seguridad de Lucía habían llegado á ser inútiles. Después que él la había dejado, sobrevinieron cosas que es indispensable referir. Las dos mujeres, en aquellos pocos días que tuvieron que pasar bajo el techo hospitalario del sastre, volvieron á tomar cuanto les fué posible su antiguo y habitual modo de vivir. Lucía había pedido en seguida alguna labor, y como hacía en el monasterio, pasaba todo el día cosiendo, retirada en una pequeña estancia, apartada de las miradas de los curiosos. Inés salía algunas veces, y trabajaba también un poco en compañía de su hija. Sus conversaciones eran tanto más tristes cuanto más afectuosas: ambas estaban dispuestas á separarse, ya que la oveja no podía volver á pacer junto á la guarida del lobo: ¿y cuándo, cuál sería el término de esta separación? El porvenir era oscuro, inexplicable para una de ellas principalmente. Inés, sin embargo de esto, no dejaba de entregarse interiormente á alegres conjeturas. “Al cabo y al fin”, decía, “si no ha sucedido nada de malo á Renzo, bien pronto nos dará noticias suyas; si ha encontrado que trabajar y el modo de establecerse; si ¿y cómo dudarlo? tiene su fe jurada á Lucía y sigue firme en su promesa, ¿por qué no se podría ir hacia donde él está?” Ella iba entreteniendo á su hija con tales esperanzas, y yo no podría decir si ésta experimentaba más pena escuchándolas que respondiendo á ellas. Había tenido siempre encerrado su gran secreto en su interior, y aunque la atormentase el disgusto de ocultar una cosa á tan buena madre, estaba, sin embargo, contenida como á su pesar, por la vergüenza y por mil diversos temores, según ya hemos dicho anteriormente, dejando pasar los días sin decir nada absolutamente. Sus proyectos eran bien diferentes de los de su madre, ó mejor diremos, no tenía ninguno; estaba enteramente abandonada á la Providencia. Trataba, pues, de hacer decaer ó desviar aquella conversación; decía en términos generales que ella no esperaba ni deseaba nada en el mundo; que no aspiraba más que el reunirse prontamente con su madre; más de una vez, el llanto ahogando su voz, venía oportunamente á cortarle la palabra. --¿Sabes por qué esto te parece así?, decía Inés: porque tú has sufrido mucho, y te figuras que no es posible que pueda volver el bien. Pero deja hacer al Señor; y si... deja que se vea una vislumbre apenas de esperanza, y entonces me sabrás decir si no piensas ya en nada. Lucía abrazaba á su madre y lloraba. Además, entre ellas y sus patrones había nacido súbitamente una grande amistad; y efectivamente, ¿de dónde podía nacer ésta sino entre el bienhechor y los beneficiados, cuando los unos y los otros son personas de buenos sentimientos? Inés especialmente tenía con el ama de la casa bastante tela cortada para hablar. Luego el sastre las entretenía un poco con sus historias y sus discursos morales: á la comida, sobre todo, tenía siempre algo que contar acerca de la espada de Rolando ó de los Eremitas del desierto. Á algunas millas del pueblo habitaban dos personajes importantes, á saber: D. Ferrante y D.ª Prajedes. El apellido, según costumbre, yace bajo la pluma de nuestro anónimo. D.ª Prajedes era una dama de calidad, avanzada en años y muy inclinada á hacer bien; éste es seguramente el oficio más digno que el hombre puede ejercer en el mundo; pero el exceso puede ser también perjudicial, como sucede en todas las cosas. Para hacer el bien es preciso conocerlo, y al igual de todo lo demás, nosotros no podemos conocerlo más que al través de nuestras pasiones, por medio de nuestra razón, de nuestras ideas. D.ª Prajedes se gobernaba con sus ideas, según decía, como debe hacerse con los amigos; tenía muy pocas, pero estaba muy adherida á ellas. Entre esas pocas ideas se encontraban por desgracia muchas defectuosas y no eran las que menos quería. Sucedía de ahí, ó el proponerse por bien, lo cual efectivamente no lo era, ó tomar por medios, cosas que hacían más bien inclinarse al lado opuesto, ó el creer permitidas ciertas otras que no lo eran del todo, por una cierta suposición en confuso, que el que hace más de lo que debe puede dirigir según le plazca. Algunas veces concluía por no ver en un hecho lo que tenía de real ó lo que no había, y muchas otras cosas semejantes que pueden suceder y suceden á todo el mundo, sin exceptuar á los mejores; pero esto acontecía con frecuencia á D.ª Prajedes, y casi siempre á la vez. Al oir el gran suceso de Lucía y todo lo que en aquella ocasión se decía de la joven, le vino la curiosidad de verlas, enviando un carruaje con un viejo escudero para que le llevaran la madre y la hija. Ésta se encogía de hombros y rogaba al sastre que se había encargado del mensaje, que buscase el medio de excusarlas. Tantas veces como le habían pedido cierta clase de gentes que les proporcionase el trabar conocimiento con la joven del milagro, el sastre les había rendido voluntariamente semejante servicio; pero en esta ocasión la negativa le parecía una especie de rebelión. Hizo tantos gestos, tantas exclamaciones, dijo tantas cosas, y que no se acostumbraba así, y que era una gran casa, y que á los señores no se les dice que no, y que esto podía ser su suerte, y que la Sra. D.ª Prajedes, además de todo, era también una santa; tantas cosas en suma, que Lucía se vió obligada á ceder, tanto más cuanto que Inés confirmaba todas aquellas razones por otros tantos “seguramente, seguramente”. Llegadas á la presencia de la noble dama, ésta les hizo una magnífica acogida y las llenó de felicitaciones; interrogó, aconsejó, todo con cierta superioridad casi innata, pero corregida por tantas expresiones dulces y modestas, templada por tanto afecto, cubierta de tanta devoción, que Inés, casi en seguida, y Lucía pocos instantes después, empezaron á sentirse aliviadas del respeto tiránico que en un principio había impreso en ellas aquella activa presencia, encontrando luego cierto atractivo. Para resumir: D.ª Prajedes, oyendo que el cardenal se había encargado de buscar un asilo para Lucía, lanzada por el deseo de secundar y prevenir al mismo tiempo tan buena intención, ofreció el tener á la joven en su casa, en la cual, sin estar adicta á ningún servicio particular, podría, cuando gustase, ayudar á las demás mujeres en sus labores, añadiendo que avisaría y daría parte de ello á monseñor. Además del bien ordinario é inmediato que había en hacer semejante obra, D.ª Prajedes veía y se proponía otra, acaso mucho más considerable, según su parecer: ésta era curar un cerebro enfermo y guiar por una buena senda á una joven que tenía gran necesidad. Desde que había oído por la primera vez hablar de Lucía, se había de repente persuadido que una joven que había podido prometerse á un malvado, á un criminal, á uno que había escapado de la horca, tal como Renzo, debía estar un poco corrompida y ocultar algún vicio. _Dime con quién andas, y te diré quién eres._ La visita de Lucía la había confirmado en aquella persuasión. No era que en el fondo no le pareciese una buena joven, como se suele decir, pero había mucho que hablar. Aquella cabecita baja, aquella manía de no responder nunca ó de hacerlo con sumo trabajo y como por fuerza, podían indicar vergüenza, pero descubrían á golpe de vista mucha tenacidad. No se necesitaba un gran esfuerzo para augurar que aquella pequeña cabeza tenía sus ideas: y aquel ruborizarse á cada momento, aquellos largos suspiros... en seguida dos grandes ojos que no agradaban del todo á D.ª Prajedes. Tenía por cierto, como si lo hubiese sabido por buena parte, que todas las desgracias de Lucía eran un castigo del cielo por su amistad con aquel bribón, y un aviso de lo alto para que se separase enteramente. Esto supuesto, ella se proponía cooperar á un tan buen fin, porque así como decía á los demás y á sí misma, ¿todo su estudio no era acaso secundar la voluntad del cielo? Pero caía con frecuencia en el terrible error de tomar por el cielo los desvaríos de su cerebro. Sin embargo, ella se guardó bien de dar el más pequeño indicio de la segunda intención que hemos dicho. Una de sus principales máximas se reducía á que para conducir á su término un buen designio, lo primero era no darlo á conocer. La madre y la hija se miraron. Una vez admitida la necesidad de separarse, la oferta pareció á ambas aceptable, si no por otra cosa, á lo menos por estar aquella quinta muy próxima á su pueblo natal. Habiendo leído cada una en su rostro su mutuo asentimiento, se volvieron á D.ª Prajedes y aceptaron la proposición, manifestándole su agradecimiento. Ésta renovó los cumplidos y promesas, y dijo que al momento escribiría una carta á monseñor. Después de haber partido las dos mujeres, hizo extender la citada carta por D. Ferrante, del cual por ser literato, según haremos especial mención, se servía como de un secretario en las ocasiones de importancia. Como se trataba de un negocio de aquella especie, D. Ferrante hizo los mayores esfuerzos de ingenio, y al entregar la minuta á su esposa para que la copiase, le recomendó ardientemente la ortografía, que era una de las muchas cosas que había estudiado, y de las pocas sobre las cuales tenía mando en la casa. D.ª Prajedes se apresuró á copiar la carta y enviarla al sastre. Esto pasó dos ó tres días antes que el cardenal mandase la litera para conducir á nuestras mujeres á su pueblo. Luego que hubieron llegado, se apearon en la casa parroquial, en donde se hallaba el cardenal. Se había dado orden para introducirlas inmediatamente. El capellán, que fué el primero que las vió, se apresuró á obedecer, deteniéndolas únicamente sólo lo necesario para darles apresuradamente una pequeña lección tocante al ceremonial que era preciso usar con monseñor, y sobre los títulos que debían darle, cosa que tenía costumbre de hacer, siempre que podía, ocultándose del cardenal. Era para el pobre hombre un tormento continuo el ver el poco orden que reinaba en torno del cardenal sobre dicho particular: todo esto sucede, decía á los demás de la familia, por la demasiada bondad de ese hombre bienaventurado, por su gran familiaridad. Y refería haber escuchado, con sus propios oídos, que contestaban muchas veces á monseñor: sí, señor, y no, señor. En aquel momento el cardenal estaba conversando con D. Abundio sobre los asuntos de la parroquia, de modo que éste no tuvo ocasión de dar á su vez, según hubiera deseado, sus instrucciones á las dos mujeres: solamente al pasar junto á éstas, y mientras que él salía y ellas entraban, les pudo echar una ojeada, para darles á entender que estaba muy satisfecho de su comportamiento, y que continuasen como honradas y dignas mujeres guardando silencio. Después de la primera acogida por una parte, y los saludos por otra, Inés sacó de su seno la carta, la presentó al cardenal diciendo: es de la Sra. D.ª Prajedes, la cual dice que conoce mucho á vuestra señoría ilustrísima, monseñor, como naturalmente, entre los grandes señores, se deben conocer unos á otros. Cuando vuestra señoría la habrá leído, quedará enterado. --¡Bien!, dijo Federico después de haberla leído y descubierto su sentido bajo el fárrago de flores de retórica de D. Ferrante. Conocía bastante aquella familia para estar seguro que Lucía había sido invitada con buena intención, y que con ella estaría al abrigo de las asechanzas y violencias de su perseguidor. Con respecto á la opinión que podía tener acerca de D.ª Prajedes, no sabemos nada de positivo. Probablemente no era la persona que hubiera elegido para semejante obra; pero así como hemos dicho, ó hemos dado á conocer en otro lugar, no tenía costumbre de deshacer las cosas que no le pertenecían, para procurar volver á hacerlas mejor. --Aceptad aun sin pena esta separación, y la incertidumbre en que os encontráis, añadió en seguida: tened la esperanza que esto debe concluirse pronto y que el Señor quiere conducir las cosas al término que se ha propuesto; pero tened por cierto que todo lo que él quiera enviaros será para vuestro mayor bien. Dió después á Lucía, en particular, algún otro consuelo amistoso, como igualmente nuevos ánimos á ambas, les echó su bendición, y las dejó partir. Apenas hubieron puesto el pie en la calle, cuando se vieron rodeadas de un enjambre de amigos y amigas, todo el pueblo, en fin, que las aguardaba con impaciencia, y que las condujo como en triunfo hasta su casita. Todas las mujeres las felicitaban, se apiadaban de su suerte, las abrumaban con preguntas, y todas experimentaban el mayor desagrado al saber que Lucía marchaba al día siguiente. Los hombres se disputaban á porfía el ofrecerles sus servicios; cada uno quería permanecer aquella noche haciendo la guardia á la casita. Sobre este hecho, nuestro anónimo juzga conveniente poner aquí un pequeño proverbio: “Queréis tener muchos que os ayuden, procurad no tener necesidad de ellos”. Esta brillante acogida que confundía y turbaba á Lucía, no dejó interiormente de causarle algún bien, pues la vino á distraer un poco de las ideas y recuerdos que se ofrecían á su imaginación, en medio del tumulto mismo, en aquel umbral, en aquellas habitaciones tan conocidas, á la vista de cada objeto. Al sonido de la campana, que anunciaba la proximidad de la augusta ceremonia, todos se encaminaron á la iglesia, siendo esto para las recién venidas otro paseo triunfal. Concluida la función, D. Abundio, que había corrido á ver si Perpetua había preparado todas las cosas para el desayuno, fué llamado por el cardenal. Se dirigió sin pérdida de momento á la estancia de su ilustre huésped, el cual, habiéndolo dejado acercar, “señor cura”, dijo. Estas palabras fueron pronunciadas de un modo que debían hacerle comprender que era la introducción de una larga y seria conversación. --Señor cura, ¿por qué no habéis casado á esa pobre Lucía con su prometido? “Ellas han vaciado el saco esta mañana”, pensó D. Abundio, y respondió balbuceando: “Vuestra señoría ilustrísima habrá sin duda oído hablar de todos los obstáculos que han surgido de este asunto: hay una confusión tal, que no se puede, ni aun hoy día, ver nada claro: monseñor ilustrísimo sabe bien que la joven no se halla aquí, después de tantos accidentes, más que de milagro; y que con respecto al mancebo, se ignora absolutamente su paradero”. --Pregunto, replicó el cardenal, si es verdad que antes de todos estos sucesos habíais rehusado celebrar el matrimonio, cuando vos mismo señalasteis el día convenido. --Ciertamente... si vuestra señoría ilustrísima supiese... qué intimaciones... qué órdenes tan terribles he recibido para que no hablase... Y se paró sin concluir nada, con un ademán que daba respetuosamente á entender, que sería una indiscreción el querer saber más. --¡Más!, dijo el cardenal con acento y continente mucho más severos que de costumbre: es vuestro obispo el que por deber y por vuestra propia justificación quiere saber de vos los motivos por los cuales no habéis ejecutado lo que en los sucesos ordinarios de la vida estabais obligado rigurosamente á hacer. --Monseñor, dijo D. Abundio humillándose hasta el extremo; yo no quería decir del todo... pero me ha parecido que como esto se reducía á un negocio muy embrollado, á cosas ya pasadas, y hoy día sin remedio, era inútil el removerlas... sin embargo, digo... sé que vuestra señoría ilustrísima no puede estar en todo: y yo permanezco aquí, expuesto... no obstante, ya que monseñor lo manda, lo diré todo. --Decid: no deseo más que el hallaros exento de culpa. D. Abundio se puso entonces á referir su dolorosa historia; mas suprimió el nombre del principal personaje y lo sustituyó con la palabra un _gran señor_, dando de este modo á la prudencia lo que podía dársele en semejante apuro. --¿Y no habéis tenido otro motivo? preguntó el cardenal, cuando D. Abundio hubo concluido. --Acaso no me haya explicado bastante, respondió éste; bajo pena de la vida, me han intimado el no celebrar el matrimonio. --¿Y es ésta una razón bastante para dejar de cumplir un deber preciso? --Siempre he tratado de llenar mi deber aun á riesgo de grandes incomodidades; pero cuando se trata de la vida... --¿Y cuando fuisteis presentado en la Iglesia, replicó Federico con acento aún más severo, para ser admitido al sagrado ministerio que habéis ejercido, la Iglesia os ha exceptuado el exponer la vida? ¿Os ha dicho que los deberes impuestos por este santo ministerio estuviesen libres de todo obstáculo, exentos de todo peligro? ¿Os ha manifestado que en donde empezaría el riesgo, cesaría el deber? ¿No os ha demostrado expresamente lo contrario? ¿No os ha advertido que os enviaba como un cordero en medio de los lobos? ¿No sabíais, pues, que había hombres violentos á quienes desagradaría lo que os fuese ordenado? Aquel de quien nosotros tenemos la doctrina y el ejemplo, á cuya imitación nos dejamos llamar y nos decimos pastores, viniendo á la tierra para llenar el peligroso cargo, ¿ha puesto acaso por condición que la vida estaría segura? ¿Y para salvarla, para conservarla algunos días más sobre la tierra, olvidando la caridad y el deber, era preciso, pues, que recibieseis la santa unción y la gracia del sacerdocio? El mundo basta para dar esta virtud, para enseñar esta doctrina. ¿Qué digo?, ¡oh, vergüenza! el mundo mismo la combate. El mundo hace también sus leyes que prescriben el bien y rechazan el mal; tiene igualmente su evangelio, un evangelio de orgullo y de odio; y no quiere que se diga que el amor á la vida sea una razón para traspasar sus órdenes. Lo quiere y es obedecido; ¡y nosotros, nosotros, hijos y mensajeros de la palabra de Dios!, ¿qué sería de la Iglesia, si vuestro lenguaje fuese el de todos vuestros colegas? ¿En dónde estaríais hoy si se hubiese anunciado al mundo con semejantes doctrinas? D. Abundio permanecía con la cabeza baja; su corazón se hallaba bajo el peso de aquellos terribles argumentos, del mismo modo que un polluelo bajo las garras del halcón, que lo tiene suspendido en una región desconocida, en medio de una atmósfera que jamás ha respirado. Viendo enseguida que era absolutamente preciso contestar algo, dijo con forzada sumisión: “Monseñor ilustrísimo, he faltado; y ya que no se debe procurar por la vida, nada más tengo que decir; pero cuando uno tiene que habérselas con ciertas gentes que tienen, la fuerza en la mano y que no quieren escuchar razones, no veo qué es lo que se puede ganar con hacer el valiente; y con un señor como aquél, contra el cual no se puede vencer ni desquitar”. --¿Ignoráis por ventura que el sufrir por la justicia es el modo que nosotros tenemos de vencer? Si no lo sabéis, ¿qué predicáis, pues? ¿Qué enseñáis? ¿Cuál es el Evangelio que anunciáis á los pobres? ¿Quién exige de vos que doméis la fuerza con la fuerza? Ciertamente no os será demandado en el día del juicio si habéis sabido reprimir á los poderosos, porque no se os ha dado ni la misión ni los medios, pero se os exigirá cuenta del modo que habéis ejecutado lo que os estaba prescrito, aun cuando se hubiera tenido la temeridad de prohibíroslo. “Á la verdad que estos santos son bien extraños, pensaba entretanto D. Abundio: exprimid todo el jugo de sus discursos, y sacaréis en sustancia, que prefieren más el amor de dos jóvenes, que la vida de un pobre sacerdote”. Tocante á él, se hubiera contentado que la conversación acabase allí; pero veía al cardenal que á cada pausa permanecía con el ademán de uno que aguarda una contestación, una confesión ó una apología. --Repito, monseñor, respondió enseguida, que he faltado: el valor no se puede inspirar al que no lo tiene. --¿Y por qué, pues, podría deciros, os habéis encargado de un ministerio que os impone la tarea de estar siempre en guerra abierta con las pasiones del siglo? ¿Mas cómo, os diré más bien, cómo no pensáis que si en este ministerio, de cualquier modo que hayáis entrado, os es indispensable el valor para llenar nuestros deberes, el Todopoderoso os lo concederá infaliblemente cuando se lo pidiereis? ¿Creéis que tantos millares de mártires como ha habido, naturalmente tuviesen valor, que no hiciesen ningún caso de la vida, tantos jóvenes que empezaban á gozar de sus encantos, tantos ancianos que veían á cada instante que se les iba á escapar, tantas vírgenes, tantas esposas y tantas madres? Todos han tenido valor porque éste era necesario, y además, tenían confianza en Dios. Conociendo vuestra debilidad y vuestros deberes, ¿habéis procurado, por ventura, prepararos para las situaciones difíciles en que podíais encontraros y en las que os habéis hallado en efecto? ¡Ah!, si durante tantos años de ejercicio pastoral habéis amado vuestra grey (como no lo dudo), si habéis hecho descansar en ella vuestras afecciones, vuestros cuidados, vuestras más caras delicias, el valor no debía faltaros en caso de necesidad; el amor es intrépido. Si vos apreciáis á los que están confiados á vuestra custodia espiritual, á aquellos que llamáis vuestros hijos; á la verdad, si los amáis, cuando habéis visto á dos de estos amenazados al mismo tiempo que vos, ¡ah!, ciertamente, la caridad ha debido haceros temblar por ellos, como la debilidad de la carne os ha hecho temblar por vos mismo. Vos habréis sido humillado con este primer temor, porque era un efecto de vuestra miseria; habréis implorado la fuerza para vencerle, para arrojarle de vos, porque era una tentación; pero el temor santo y noble para el prójimo, para vuestros hijos, lo habréis atendido; él no os habrá sin duda dejado un momento de tregua ni reposo; os habrá excitado, arrastrado á pensar todo lo posible para separar de ellos el peligro que les amenazaba... ¿Qué es lo que os ha inspirado, pues, este temor, este amor?, ¿qué habéis hecho por ellos?, ¿qué habéis pensado hacer? Y calló en ademán de quien aguarda una respuesta. CAPÍTULO OCTAVO Á una tal demanda, D. Abundio, á quien había costado mucho trabajo contestar á las preguntas muy poco precisas, se quedó sin articular una palabra. Y para decir la verdad, aun nosotros, con este manuscrito delante, con la pluma en la mano, no teniendo que disputar más que con las frases, ni otra cosa que temer que la crítica de nuestros lectores, también nosotros, repito, experimentamos una cierta repugnancia en proseguir: encontramos un cierto no sé qué de extraño en este deseo de presentar tan fácilmente tantos bellos preceptos de fortaleza y de caridad, de infatigable solicitud para los demás, de ilimitado sacrificio de sí mismo. Mas pensando en seguida que dichas cosas eran proferidas por un hombre que las ponía en ejecución, avancemos con valor. --¿No respondéis?, replicó el cardenal. ¡Ah!, si hubieseis hecho lo que la caridad, lo que el deber reclamaba, de cualquier modo que las cosas hubieran ido, no os faltaría ahora una contestación. Vos mismo veis lo que habéis hecho: obedecisteis á la iniquidad sin cuidaros de lo que os prescribía el deber. Habéis seguido puntualmente sus órdenes; ella se ha manifestado á vos únicamente para significaros su deseo, pero quería permanecer oculta al que hubiera podido defenderse y ponerse en guardia contra ella; no quería despertar sospechas, sí únicamente el secreto, para madurar con comodidad sus proyectos de asechanzas ó de violencia; os ordenó infringir vuestros deberes y que callaseis; así lo habéis hecho. Os pregunto al presente si no habéis hecho más; decidme si es verdad que disteis falsas excusas para no revelar el motivo de vuestra negativa... Pronunciadas estas palabras, guardó silencio, esperando una contestación. “¡También han referido esto las charlatanas!”, pensaba D. Abundio, pero no daba señales de tener nada que decir. --¿Es verdad, prosiguió el cardenal, es verdad que habéis dicho á esas pobres criaturas lo que no había, para tenerlas en la ignorancia, en la oscuridad, en la que las quería la iniquidad?... Me veo obligado á creerlo; únicamente me resta el ruborizarme con vos, y esperar que lloraréis conmigo. ¡Ved adónde os ha conducido! (¡Dios clemente, sin embargo lo presentáis como una justificación!) ¡Ved, repito, adónde os ha conducido esa solicitud por una vida que debe concluirse! Ella os ha conducido... rebatid libremente estas palabras si os parecen injustas; tomadlas como una humillación saludable si no lo son... os ha conducido, vuelvo á decir, á engañar á los débiles, á mentir á vuestros hijos. “He aquí cómo van las cosas”, decía aún D. Abundio entre sí, “á ese demonio encarnado (y pensaba en el Incógnito), los brazos al cuello; y á mí, por una nada, por una media mentira dicha con el solo fin de salvar el pellejo, tanto ruido; pero son superiores, y siempre tienen razón; ésta es mi estrella: todos tienen que pagarla conmigo, sin exceptuar ni aun los santos”. Después dijo en alta voz: --He faltado, conozco que he faltado; pero ¿qué debía hacer en unas circunstancias tan críticas? --¡Y todavía lo preguntáis! ¿No os lo he dicho ya?, ¿y debíais decírmelo? Amar, hijo mío, amar y rogar. Entonces habríais visto que la iniquidad puede amenazar, dar golpes, pero no órdenes; hubierais unido, según la ley de Dios, lo que el hombre quería separar, hubierais prestado á esos desgraciados inocentes el ministerio que tenían el derecho de pediros; Dios hubiera respondido de las consecuencias, porque se habían seguido sus mandatos; hoy que habéis ejecutado otros, sobre vos sólo recae la responsabilidad. ¡Y qué consecuencias, justo cielo! ¿Y qué haríais si todos los medios humanos os faltasen, si no hubiese ninguna senda abierta para salvaros, cuando apenas habéis mirado á vuestro alrededor, cuando ni aun habéis reflexionado ni tampoco dignado buscarlos un solo instante? Sabed, pues, que esos infortunados habían pensado en su fuga después de haber celebrado su casamiento; estaban dispuestos á huir lejos de la presencia del poderoso, y habían ya elegido el lugar donde refugiarse. Y aun sin esto, ¿no os ha venido á la memoria que al fin y al cabo teníais un superior?, ¿cómo se atrevería éste á revestirse de la autoridad para reprenderos el haber faltado á vuestros deberes, si no se creyese obligado á ayudaros á cumplirlos?, ¿por qué no habéis tratado de informar á vuestro obispo de los obstáculos que una infame violencia ponía al ejercicio de vuestro ministerio? “Éste era el parecer de Perpetua”, pensaba dolorosamente D. Abundio, á quien en medio de todos estos discursos lo que tenía presente con más claridad, era la imagen de aquellos bravos, y la idea que D. Rodrigo estaba vivo y sano, y que un día ú otro volvería glorioso y triunfante y enardecido de rabia. Aunque aquella dignidad presente, aquel aspecto y lenguaje le hiciesen estar confuso y le imprimiesen cierto temor, era, no obstante, un temor que no le subyugaba y que no impedía el que su pensamiento se rebelase, porque calculaba que al fin de la cuenta, el cardenal no empleaba arcabuces, espadas ni bravos. --¿Cómo no habéis reflexionado, proseguía Federico, que si aquellas inocentes víctimas no hubiesen tenido abierto ningún otro asilo, yo podía acogerles, ponerles en un lugar seguro en el momento que vos me los enviaseis, como si estuvieran adheridos á un obispo, como una cosa que le pertenecía, como la parte más preciosa, no digo de su cargo, sino de sus riquezas? Por lo que toca á vos, yo hubiera permanecido inquieto; me habría sido imposible descansar un momento hasta que os hubiese puesto en seguridad, procurando que no se os tocase ni siquiera uno solo de vuestros cabellos. ¿Imagináis que no hubiera sabido cómo asegurar vuestra vida? ¿Creéis que ese hombre, por atrevido que sea, no hubiera perdido su audacia, cuando hubiese llegado á su noticia que sus tramas eran conocidas fuera de aquí, conocidas de mí que velaba, que estaba decidido á emplear para vuestra defensa todos los medios que estuviesen en mi mano? ¿Ignoráis que si el hombre promete con frecuencia mucho más de lo que puede sostener, amenaza también algunas veces más de lo que no se atreve á ejecutar? ¿No sabéis que la iniquidad no solamente se funda en sus propias fuerzas, sino también en la credulidad y en el espanto de los otros? “Justamente, la razón es de Perpetua”, pensó todavía D. Abundio, sin reflexionar que el hallarse de acuerdo su criada y Federico Borromeo sobre lo que se hubiera podido y debido hacer, era un fuerte argumento contra él. --Pero vos, prosiguió el cardenal, no habéis visto, no habéis querido ver más que vuestro peligro temporal. ¿Cómo os ha podido parecer tan grande para sacrificar á él todo lo demás? --Es porque yo vi aquellas caras feroces, se le escapó decir á D. Abundio; yo mismo oí sus terribles palabras. Vuestra señoría ilustrísima dice muy bien; pero sería preciso estar en el interior de un pobre sacerdote y haber presenciado aquella escena. Apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando se mordió la lengua. Conoció que se había dejado vencer demasiado por el despecho, y dijo entre sí: “Ahora va á descargar la nube”; pero levantando tímidamente la vista, se quedó sumamente admirado al ver al cardenal, al cual no le era dado jamás el adivinar ni comprender, ó más bien diré, pasar de aquella gravedad de mando y reprensión, á una compungida y pensativa. --Es demasiado cierto, dijo Federico. ¡Tal es nuestra terrible y mísera condición: nosotros queremos exigir rigurosamente de los demás lo que Dios solo sabe si nosotros estaríamos dispuestos á dar: queremos juzgar, corregir, reprender, y Dios sabe lo que nosotros haríamos en el mismo caso, lo que hemos hecho en ocasiones semejantes! ¡Pero desgraciado de mí si quisiese tomar mi debilidad por medida del deber de los otros, por norma de mi instrucción! Sin embargo, es cierto que juntamente con las doctrinas, debo dar el ejemplo á mi prójimo, no para parecerme al fariseo que impuso á los demás enormes cargas, las cuales después no quiso él ni aun tocar con el dedo. Escuchadme pues, hijo mío, querido hermano: los errores de los que mandan son frecuentemente más conocidos de los demás que de ellos mismos; si vos sabéis que yo haya descuidado por desidia, por respetos humanos, alguno de mis deberes, decídmelo francamente, hacédmelo observar, á fin de que allí, donde ha faltado el ejemplo, sobrevenga á lo menos una humilde confesión. Mostradme libremente mis debilidades, y entonces las palabras adquirirán más valor en mi boca, porque experimentaréis más vivamente que no son mías, sino de aquel que puede darnos á ambos la fuerza necesaria para hacer lo que ellas prescriben. “¡Oh, qué hombre tan santo, pero cuánto me atormenta!” decía interiormente D. Abundio: “Siempre está sobre sí; quiere que yo examine, remueva, critique, averigüe lo que encuentre malo en su conducta”; en seguida dijo en alta voz: --¡Oh, monseñor se burla de mí! ¿Quién no conoce el corazón fuerte, el celo infatigable de vuestra señoría ilustrísima? Y añadió en su interior, “Más que infatigable”. --Yo no os pediría alabanzas que me hacen temblar, porque Dios conoce mis faltas, y también yo me conozco bastante para confundirme; pero hubiera querido, querría que nos confundiéramos juntos ante él, para confiar igualmente ambos: desearía por amor á vos que comprendieseis cuán opuesta ha sido vuestra conducta y vuestro lenguaje á las leyes, que sin embargo, predicáis, y según las cuales seréis juzgado. “Todo se vuelve contra mí”, pensó D. Abundio. --Pero estas personas que han venido á referíroslo todo, no os han dicho que ellas se han introducido en mi casa á traición, para sorprenderme y hacerme celebrar un matrimonio contra las reglas. --Me lo han dicho, hijo mío; pero lo que me aflige, lo que me aterra, es el ver que aún tratáis de excusaros, procurando acusar á vuestro prójimo acerca de lo que debería formar parte de vuestra confesión. ¿Quién ha puesto á esos infortunados, no digo en la necesidad, sino en la tentación de hacer lo que han hecho? ¿Hubieran buscado esta vía irregular, si la legítima no se les hubiese cerrado? ¿Habrían pensado en tender lazos á su pastor si ellos hubiesen sido recibidos en sus brazos, auxiliados y aconsejados por él?, ¿á sorprenderle, si no se hubiera escondido? ¡Y queréis ahora hacerles soportar el peso!, ¡y os indignáis porque después de tantas desventuras, ¿qué digo?, en medio de la misma desgracia, hayan dejado escapar una palabra de consuelo delante de su pastor y del vuestro! Que las reclamaciones del oprimido, que las quejas del afligido sean odiosas al mundo, lo comprendo; ¡pero á nosotros! ¿Y qué ventaja os hubiera producido su silencio? Hubierais ganado en esto que su causa fuese enteramente al juicio de Dios. ¿No es para vos una nueva razón (teniendo ya tantas) de amar á esas personas que os han procurado la ocasión de escuchar la voz sincera de vuestro obispo, que os han dado un medio más conveniente para conocer y descontar en parte la gran deuda que tenéis con ellos? ¡Ah!, si os hubiesen provocado, ofendido, atormentado, os diría (¡y tendría acaso necesidad de decíroslo!) que los amarais justamente por lo mismo. Queredlos porque ellos han padecido, porque todavía padecen, porque forman parte de vuestro rebaño, porque son débiles, porque tenéis necesidad de perdón, y para obtenerlo, juzgad cuánto pueden valer sus súplicas. D. Abundio guardaba silencio, pero no con ese silencio forzado é impaciente; callaba, como aquel que tiene más que pensar que no decir. Las palabras que oía eran consecuencias inesperadas, aplicaciones nuevas de una doctrina, no obstante antigua en su mente y no contrastada. El mal de su prójimo, de cuya consideración le había distraido el miedo propio, le hacía al presente una nueva impresión. Si no sentía todos los remordimientos que la amonestación quería producir, á causa de aquel maldito miedo que estaba siempre allí para el papel de defensor oficioso, experimentaba á lo menos un cierto desagrado de sí mismo, cierta compasión hacia los demás, cierta mezcla, en fin, de ternura y vergüenza. Se asemejaba, si me es permitida la comparación, á la húmeda y retorcida mecha de una vela, que aproximada á la llama de una antorcha empieza á humear, luego chisporrotea, parece que rehúsa encenderse, mas por último lo verifica y luce bien ó mal. D. Abundio se hubiera acusado abiertamente, se habría lamentado de su conducta, si no hubiese tenido la idea fija en D. Rodrigo; sin embargo, se mostró bastante conmovido para que el cardenal dejase de conocer que sus palabras habían servido de algo. --Ahora, prosiguió el cardenal, el uno está fugitivo fuera de su casa, la otra muy próxima á abandonarla; no tienen ambos más que motivos poderosos para permanecer alejados, sin ninguna probabilidad de verse jamás reunidos, y únicamente satisfechos, esperando que Dios los junte en la otra vida; ahora, ¡ay!, ellos no tienen necesidad de vos; al presente no tenéis motivo alguno de favorecerlos, y nuestra corta previsión no alcanza á descubrir lo que podrá suceder. ¿Pero quién sabe si Dios en su misericordia no os prepara la ocasión? ¡Ah, no la dejéis escapar!, ¡buscadla, estad al acecho, rogad que se presente! --No dejaré de hacerlo, monseñor; no dejaré de hacerlo; yo os lo aseguro, respondió D. Abundio, con un acento que en aquel instante salía del corazón. --¡Ah, sí, hijo mío, sí!, exclamó Federico, y con afectuosa dignidad continuó: ¡El cielo sabe que hubiera deseado tener con vos otra especie de conversación! ¡Los dos hemos vivido ya mucho en este mundo! ¡Dios sabe cuán penoso me ha sido el afligir vuestra ancianidad, teniendo que usar de las reprensiones!, ¡cuánta mayor satisfacción hubiera sido para mí el haber podido consolarnos mutuamente de nuestros cuidados comunes y de nuestras penas, hablando de la bienaventurada esperanza, de la cual estamos ya tan próximos!, ¡Dios quiera que las palabras que me he visto obligado á deciros, sirvan para ambos! No hagáis que él me tenga que pedir cuenta, en aquel día terrible, de haberos conservado en un sagrado ministerio, al cual tan desgraciadamente habéis faltado. Recobremos el tiempo perdido; la hora se acerca; el esposo no puede tardar; tengamos encendidas nuestras lámparas. Ofrezcamos á Dios nuestros miserables y vacíos corazones, para que se digne llenarlos de esa caridad que repara el pasado, que asegura el porvenir, que teme y espera, llora y se regocija con sabiduría; que nos conceda en todas ocasiones la virtud que tanta falta nos hace. Dicho esto se levantó, y D. Abundio siguió sus pasos. Aquí nuestro anónimo nos advierte que la anterior entrevista no fué la única que tuvieron los dos personajes, ni tampoco Lucía el solo objeto de sus conversaciones; pero que se ha limitado á esto, por no separarse demasiado del principal objeto de su narración; y que por el mismo motivo no hará mención de otras cosas notables dichas por Federico en todo el curso de la visita, ni de sus liberalidades, ni de las discordias apaciguadas, ni de los odios antiguos entre personas, familias y tierras enteras apagados (sucediendo por desgracia con demasiada frecuencia que solamente se adormecen), ni de algunos guapetones ó tiranuelos calmados por algún tiempo ó para siempre; todas cosas que no dejaban de suceder siempre más ó menos, en cada uno de los lugares de la diócesis en que aquel excelente personaje se detenía. Después dice, que á la mañana siguiente fué D.ª Prajedes, según estaba convenido, á buscar á Lucía y á cumplimentar al cardenal, el cual colmó de alabanzas á la joven y se la recomendó eficazmente. Ya podrá figurarse el lector cuántas lágrimas costaría á Lucía el separarse de su madre; salió de la casita y dió el segundo adiós á su pueblo natal, con ese sentimiento de excesiva amargura que se experimenta al abandonar un paraje que fué el solo amado, y que ya no puede serlo más. Pero con respecto á su madre, no fué ésta su última despedida; porque D.ª Prajedes había anunciado que permanecería aún algunos días en su quinta, la cual no estaba lejos del pueblo; prometiendo Inés ir á ver á su hija, para dar y recibir un más doloroso adiós. El cardenal se disponía también á marchar para continuar su visita, cuando llegó el cura de la parroquia en donde estaba situado el castillo del Incógnito, pidiendo tener una entrevista con él. Después de haber sido introducido, le presentó un paquete y una carta, en la cual rogaba á Federico que hiciese aceptar á la madre de Lucía cien escudos de oro que iban contenidos en dicho paquete, para que sirvieran de dote á la joven, ó para el uso que ambas juzgasen conveniente: al mismo tiempo le suplicaba se dignara decirles, que si alguna vez, en cualquier tiempo, necesitaban de sus servicios, la infeliz doncella no ignoraba por desgracia su morada; y que el prestarles su ayuda, sería para él uno de los sucesos más felices y deseados de su vida. El cardenal mandó llamar á Inés al momento, y le participó la misión que acababa de recibir, la cual fué escuchada con tanta sorpresa como alegría; y puso en sus manos el paquete, que ella se apresuró á tomar sin hacer muchos cumplimientos. Que Dios recompense á ese señor, dijo, y ruego á vuestra señoría ilustrísima que le dé nuestras más sinceras gracias; pero que esto no lo sepa nadie, porque vivimos en un pueblo, que... Perdonadme; ya lo veis; sé demasiado que un señor como vos no va ahora á hablar de semejantes cosas; pero... su señoría ya me entiende. En seguida se volvió á casa apresuradamente, encerróse en su habitación, y abrió el paquete. Aunque preparada, vació con admiración en un pañuelo todo aquel montón de zequíes que tan pocas veces había visto, y aun esto, solamente uno á uno: los contó, costóle gran trabajo el reunirlos y colocarlos unos sobre otros, porque á cada instante se escapaban de sus inexpertos dedos, y cayendo sobre la pila que tenía hecha, tenía que volver á empezar su trabajo: habiendo logrado por último hacer un cartucho lo mejor que le fué posible, lo envolvió en un trapo, atándolo cuidadosamente con un bramante y fué á esconderlo en uno de los rincones de su jergón. El resto del día no hizo más que desvariar, formar proyectos para lo sucesivo, y suspirar el día de mañana. Se acostó y permaneció algún tiempo despierta, atormentada por la idea del oro que tenía debajo; y dormida lo veía igualmente. Se levantó al rayar el alba, y se puso en camino para la quinta en la cual se hallaba Lucía. La repugnancia que ésta experimentaba en hablar del voto que había hecho, no se disminuía; sin embargo, estaba resuelta á violentarse, confiándose á su madre en la siguiente entrevista, que por algún tiempo á lo menos debía llamarse la última. Apenas pudieron estar solas, cuando Inés, con el semblante animado, y al mismo tiempo en voz baja como si temiera que alguno la oyese, empezó á hablar de este modo: “Tengo que darte una gran noticia”; y se puso á referir su inesperada fortuna. --Dios bendiga á ese señor, dijo Lucía: así tendréis con que vivir felizmente, y podréis también hacer bien á alguno. --¡Cómo!, respondió Inés; ¿no ves cuántas cosas podemos hacer con tanto dinero? Escucha: yo no tengo más hija que tú; más que los dos, puedo decir; porque á Renzo, desde que empezó á obsequiarte, lo he mirado siempre como un hijo mío. Todo está en que no le haya sucedido alguna desgracia al ver que no nos ha dado ninguna noticia de su persona. Pero, ¡vaya!, ¡acaso ha de ir todo mal! Confiemos en que no, y esperemos. En cuanto á mí, hubiera querido dejar los huesos en mi país; mas al presente, que tú no puedes permanecer en él, por culpa de ese bribón, y solamente al pensar que lo tendría cerca, he cogido odio al pueblo que me ha visto nacer. Hasta aquí, estaba resuelta á ir con vosotros, aunque hubiese sido hasta el fin del mundo; pero, sin dinero, ¿cómo hacerlo? ¿Comprendes ahora? Los pocos cuartos que el pobre Renzo había recogido con tantos afanes y á costa de una estricta economía, he aquí que ha ido la justicia con sus manos lavadas, y ha arramblado con todo; mas el Señor en recompensa nos ha enviado la fortuna. Así, pues, luego que haya encontrado el medio de que sepamos si existe ó no, en dónde está, y cuáles son sus intenciones, voy á buscarte á Milán, no lo dudes; en otro tiempo me hubiera parecido una gran cosa; pero las desgracias le hacen á uno abrir los ojos, y le prestan atrevimiento para todo: he ido hasta Monza, y por consiguiente, sé lo que es viajar. Escojo un hombre decidido, un pariente, como por ejemplo, Alejo de Magganiaco, que según todos dicen es hombre de resolución; ¿no es cierto?, voy á Milán en su compañía, hacemos los gastos y... ¿me comprendes? Pero viendo que en vez de animarse, apenas podía Lucía ocultar su turbación, no manifestando más que una ternura sin consuelo, interrumpió su discurso, y dijo: “¿Qué tienes? ¿no eres de mi parecer?”. --¡Madre mía!, ¡infeliz madre mía!, exclamó Lucía, echándole uno de sus brazos al cuello y ocultando su rostro bañado de lágrimas en el seno de aquélla. --¿Qué te pasa?, preguntó de nuevo la madre con la mayor inquietud. --Hubiera debido decíroslo antes, respondió Lucía levantando el rostro, y enjugándose las lágrimas, mas me ha faltado el valor; compadecedme. --Pero, di; habla pues. --¡No puedo ser mujer de ese desgraciado joven! --¿Cómo?, ¿cómo? Lucía, con la cabeza baja, respirando apenas, sofocada por las lágrimas que derramaba sin exhalar un solo gemido, como el que cuenta una cosa que no tiene remedio, reveló el voto que había hecho; y al mismo tiempo, juntando las manos, pidió de nuevo perdón á su madre de haberle tenido hasta entonces oculto aquel misterio. Suplicóle también, encarecidamente, que no lo dijese á alma viviente, y que la ayudase á cumplir lo que había prometido. Inés se quedó estupefacta y consternada: quería mostrarse indignada á causa del silencio que su hija había guardado con ella; mas los graves pensamientos nacidos de esta circunstancia, ahogaron su resentimiento. Primeramente, trató de vituperar su resolución; pero después le pareció que era querer habérselas con el cielo; tanto más, cuanto que Lucía le pintaba con tan vivos colores aquella espantosa noche, su fatal desconsuelo y su imprevista salvación, en medio de todo lo cual, había formulado su promesa tan expresa y solemne. Inés escuchaba entretanto con la mayor atención, y cien ejemplos que había oído referir muchas veces, y que ella misma había contado á su hija, tocante á castigos extraños y terribles, ocasionados por la violación de algún voto, se le presentaban tumultuosamente en su imaginación. Después de haber permanecido un poco como suspensa, dijo: “¿Y ahora qué harás?”. --Ahora, respondió Lucía, al Señor toca cuidar de ello; al Señor y á la Madonna: me he puesto en sus manos; hasta aquí no me han abandonado; tampoco me abandonarán ahora que... La gracia que pido al Señor, la sola gracia, después de la salvación de mi alma, es que me haga volver pronto á vuestro lado; él me la concederá; sí, confío en que me la concederá. Aquel día terrible... en aquel fatal carruaje... ¡Ah, Virgen Santísima!... entre aquellos hombres... ¡quién me había de haber dicho al verme conducida por ellos, que debía encontrarme con vos al día siguiente! --¡Mas no decírselo pronto á tu madre!, continuó Inés con cierto enfado templado por el cariño y compasión. --Tened lástima de mí; no tenía el valor suficiente... ¿y de qué hubiera servido el afligiros con anticipación? --¿Y Renzo?, dijo Inés, meneando la cabeza. --¡Ah!, exclamó Lucía estremeciéndose; yo no debo pensar ya más en ese infortunado. Se conoce que no estaba destinado... Ved cómo parece que el Señor nos había querido separar. ¿Y quién sabe?... Pero no, no; él lo habrá preservado del peligro, y quizá hará que sea más afortunado apartándole de mí. --Pero entretanto, replicó la madre, si tú no estuvieses ligada para siempre, y con tal que no hubiese sucedido á Renzo desgracia alguna, con el dinero se hubiera remediado todo. --Pero este dinero, replicó Lucía, ¿estaría en vuestro poder si yo no hubiese pasado aquella noche? Ya que Dios ha querido que todo vaya así, hágase su divina voluntad. Y la voz de Lucía se extinguió ahogada por las lágrimas. Á tan inesperado argumento, Inés se quedó pensativa. Después de algunos momentos de silencio, Lucía conteniendo sus sollozos, repuso: --Al presente, que la cosa está ya hecha, es preciso someterse voluntariamente; y vos, mi pobre madre, vos que me podéis ayudar, primeramente rogando al Señor por vuestra desdichada hija, y luego... conviene que el infeliz Renzo lo sepa. Meditadlo, hacedme todavía este favor; porque vos, podéis pensar en ello. Cuando sepáis dónde está, hacedle escribir, buscad un sujeto... justamente vuestro primo Alejo, que es un hombre prudente y caritativo, que nos ha querido siempre bien, y que no hablará de más: valeos de él para escribirle del modo que ha pasado todo, en dónde me he encontrado, lo que he padecido, y además decidle que Dios lo ha querido así, que se tranquilice, que yo no puedo jamás pertenecer á ningún hombre. Hacédselo comprender bien, explicadle lo que yo he prometido, que he hecho voto... Cuando sepa que he prometido á la Virgen... Él ha sido siempre muy temeroso de Dios... y vos, desde el momento en que sepáis noticias suyas, escribidme, hacedme saber que está sano y salvo; y después... no me hagáis saber nada más. Inés, sumamente enternecida, aseguró á su hija que todo se haría como deseaba. --Quisiera deciros otra cosa, replicó ésta: lo que ha sucedido al infortunado Renzo no hubiera tenido lugar, si no hubiera tenido la desgracia de pensar en mí: está al presente errante, fugitivo; se le han hecho perder todos sus ahorros; se le ha arrebatado todo lo que poseía; todas las economías que el infeliz había hecho, bien sabéis por qué... ¡y nosotras, que tenemos tanto dinero! ¡Oh, madre mía! ¡Ya que el Señor os ha enviado tantas riquezas y que al infeliz lo miráis como hijo vuestro!... ¡Oh, partidlas con él que seguramente Dios os lo premiará; buscad una ocasión á propósito, y enviadle la mitad: ¡el cielo sabe cuánta necesidad tendrá de ello! --¡Y bien!, ¿qué crees tú?, respondió Inés; sí, seguramente que se lo mandaré. ¡Pobre joven! ¿Por qué piensas que yo estaba contenta con ese dinero? Pero... ¡yo que había venido aquí tan alegre! Vaya; dejemos esto: yo se lo enviaré; ¡desdichado Renzo! Mas él también... yo me entiendo. Ciertamente el dinero agrada al que lo necesita; pero á él, de seguro no lo hará engordar. Lucía dió gracias á su madre por aquella pronta y liberal condescendencia, con una gratitud, con un afecto, capaz de hacer comprender á quien la hubiese escuchado, que su corazón pertenecía aún todo entero á Renzo; quizá más de lo que ella misma creía. --¿Y sin ti, qué haré yo, infeliz mujer?, dijo Inés llorando á su vez. --¿Y yo sin vos, pobre madre mía, y en una casa extraña? ¡Allá tan lejos, en aquel Milán!... Mas el Señor será con nosotras dos, y nos reunirá. Dentro de ocho ó nueve meses nos volveremos á ver; y de aquí á entonces, y aun antes, espero que él habrá arreglado las cosas para consolarnos. Dejémoslo á su divina voluntad; siempre, siempre pediré á la Madonna esta gracia. Si tuviese alguna otra cosa que ofrecerle, lo haría; pero es tan misericordiosa, que á pesar de todo me lo otorgará. Con éstas y otras semejantes palabras, repetidas muchas veces, acompasadas de lamentos y de consuelos, de aflicción y de resignación, con multitud de recomendaciones y promesas de no decir nada á nadie, con una infinidad de lágrimas, después de prolongados y nuevos abrazos, las mujeres se separaron, prometiéndose recíprocamente volverse á ver para el próximo otoño, á más tardar; como si esto dependiese de ellas, y según se hace siempre en semejantes casos. Sin embargo, pasóse largo espacio de tiempo sin que Inés pudiese saber nada absolutamente con respecto á la suerte de Renzo; no recibía cartas ni mensajes de ninguna especie; las gentes del pueblo ó de las cercanías, á quien podía preguntar, no sabían más que ella. No era Inés la única que hiciese inútilmente tales pesquisas: el cardenal Federico, que no había dicho por mera fórmula á nuestras dos pobres mujeres que quería tomar informes acerca del infeliz joven, escribió efectivamente con la mayor prontitud para tenerlos. Cuando fué á Milán, de vuelta de su visita diocesana, recibió una respuesta, en la cual le decían no haberse podido encontrar huella alguna del indicado sujeto, que verdaderamente permaneció algún tiempo en casa de un pariente suyo, en tal país, en el cual nada había dado que decir; pero que una mañana muy temprano desapareció de súbito, y que ni aun su mismo pariente nada sabía de él, no pudiendo más que repetir ciertas voces sin fundamento y contradictorias que corrían, de haber el joven sentado plaza para Levante, habiendo pasado á Alemania, en donde había perecido al vadear un río: luego se añadía que estarían sobre aviso, si alguna vez sabían algo de positivo, con el objeto de dar prontamente parte á su señoría ilustrísima y reverendísima. Más tarde, éstas y otras voces semejantes se esparcieron hasta el territorio de Lecco, y llegaron por consiguiente á los oídos de Inés. La pobre mujer hacía todo lo posible para sacar en claro la verdad, para llegar á la fuente de donde provenía; pero no conseguía nunca encontrar nada más que aquel _se dice_, que á pesar de todo, aun hoy en día es suficiente para atestiguar tantas cosas. Algunas veces, apenas le referían alguna noticia, llegaba uno y le decía que no era cierta; pero esto era para darle en cambio otra igualmente extraña ó siniestra. Todo charlatanería: he aquí el hecho. El gobernador de Milán, y capitán general de Italia, D. Gonzalo Fernández de Córdoba, se había quejado amargamente al señor presidente de Venecia en Milán, porque un bribón, un ladrón público, un promovedor de motines y asesinatos, el famoso Lorenzo Tramaglino, el cual, estando en poder de la justicia misma, había excitado una rebelión para procurarse la libertad, hubiese sido acogido y recibido en el territorio de Bérgamo. El presidente había contestado, que nada sabía acerca de semejante asunto, y que escribiría á Venecia para poder dar á su excelencia alguna explicación del caso. En Venecia había por máxima el secundar y cultivar la inclinación que tenían los operarios de seda milaneses á establecerse en el territorio de Bérgamo; de hacer que ellos encontrasen en dicho país muchas ventajas, y sobre todo que estuviesen seguros y al abrigo de toda clase de persecución, sin lo cual no hay ningún bien en este mundo. Pues así como entre dos fuertes litigantes, cualquier cosa, por pequeña que sea, hay necesidad siempre de que tome parte un tercero; del mismo modo Bartolo fué avisado confidencialmente no se sabe por quién, que Renzo no estaba seguro en el pueblo, y que sería mejor que entrase en alguna otra fábrica, mudando al propio tiempo de nombre; Bartolo comprendió el caso, y no se entretuvo en hacer objeciones, sino que corrió precipitadamente al encuentro de su primo, y contóle sucintamente la ocurrencia, lo metió consigo en un calesín, lo acompañó á otra fábrica distante de la suya cerca de quince millas, y lo presentó bajo el nombre de Antonio Rivolta, al dueño, que era también del estado de Milán, y antiguo conocido suyo. Éste, aunque los tiempos fuesen calamitosos, no se hizo de rogar para recibir un operario que se le recomendaba como hábil y honrado, por un hombre de bien é inteligente. Luego que lo experimentó, no hizo más que regocijarse de tal adquisición; únicamente que al principio, el joven le había parecido que debía ser un poco sordo, á causa de que cuando se le llamaba Antonio, las más veces no contestaba. Poco tiempo después, llegó de Venecia una orden redactada en estilo bastante dulce, al capitán de Bérgamo, para que se informase y diese aviso si en su jurisdicción, y especialmente en tal pueblo, se encontraba el sujeto consabido. El capitán, habiendo hecho sus diligencias de la manera que había comprendido que se deseaban, dió una respuesta negativa, la cual fué trasmitida al presidente en Milán, para que éste la trasmitiese á su vez á D. Gonzalo Fernández de Córdoba. Y no faltaban curiosos que quisiesen saber por Bartolo por qué el susodicho joven no estaba ya allí, y dónde había ido. Á la primera pregunta éste respondió: “Ha desaparecido”. Para desembarazarse de los más obstinados, sin darles que sospechar de lo que había de cierto, juzgó á propósito regalarles, ya á unos, ya á otros, las noticias referidas anteriormente; pero todo esto, como cosas inciertas que también él había oído decir, sin asegurar que fuesen positivas. Mas cuando la pregunta fué hecha por orden del cardenal, sin nombrarlo, y con cierto aparato de importancia y de misterio, dejando comprender que era en nombre de un gran personaje, Bartolo se puso más sobre sí, y creyó necesario responder según costumbre; de modo que tratándose de una persona ilustre, dió de una vez todas las noticias que había ideado una á una en aquellas diversas ocurrencias. No se crea, sin embargo, que D. Gonzalo, siendo un señor de aquella especie, quisiese habérselas personalmente con un infeliz aldeano hilador de seda; que no se crea tampoco que informado quizá del poco respeto usado, y de las malas palabras dichas por él á su rey moro encadenado por la garganta, tratase de vengarse; ó que lo juzgase un sujeto bastante peligroso para perseguirle aun en su fuga y no dejarle vivir por muy lejos que estuviese, del mismo modo que hizo el senado romano con Aníbal. D. Gonzalo tenía demasiadas cosas en que pensar para tomarse cuidado por las acciones de Renzo; y si pareció que se lo tomó, provino de un concurso singular de circunstancias por las cuales el infeliz, sin comerlo ni beberlo, se encontró con un sutilísimo é invisible hilo atado á aquellos grandes é importantes negocios. CAPÍTULO NOVENO Ya más de una vez se ha ocurrido el hacer mención de la guerra que entonces fermentaba, con motivo de la sucesión á los estados del duque Vicente Gonzaga, segundo de este nombre; pero siempre ha acontecido en momentos de apuro, de modo que no hemos podido decir más que algunas palabras al vuelo. Sin embargo, al presente es indispensable para la inteligencia de nuestra narración, que entremos en algunos detalles particulares. Éstas son cosas que el que conoce la historia debe saberlas; mas como por una especie de justo sentimiento de uno mismo, debemos suponer que esta obra no podrá ser leída sino por personas que la ignoren, no será malo que digamos lo preciso para dar una ligera tintura á los que tengan necesidad de ello. Llevamos dicho, que á la muerte de aquel duque, el primero llamado por línea recta á sucederle, fué su más próximo heredero Carlos Gonzaga, jefe de una segunda rama trasplantada en Francia, en donde poseía los ducados de Nevers y de Rhetel, habiendo entrado igualmente en posesión de Mantua, y nosotros añadimos ahora del Monferrato, cuya circunstancia, á causa de la precipitación, habíamos olvidado en el tintero. La corte de Madrid, que quería á todo evento (esto también lo hemos dicho) excluir de los dos últimos feudos al nuevo príncipe, y para conseguirlo necesitaba un motivo (pues que la guerra promovida sin razón, hubiera sido una cosa demasiado injusta), se había declarado sostenedora de los que pretendían tener en Mantua otro Gonzaga Ferrante, príncipe de Guastalla; y en el Monferrato á Carlos Emanuel I, duque de Saboya, y á Margarita Gonzaga, duquesa viuda de Lorena. D. Gonzalo, que pertenecía á la familia del gran capitán, de la cual llevaba el nombre, y que había hecho ya la guerra en Flandes, deseoso, además, de excitar otra en Italia, era acaso el que más atizaba el fuego para encenderla; y en el ínterin, interpretando las intenciones y extralimitándose de las órdenes de la susodicha corte, había concluido con el duque de Saboya un tratado de invasión y de división del Monferrato, habiendo obtenido fácilmente la ratificación del conde-duque, persuadiéndole que la adquisición de Casal, punto más defendido de la parte que le tocaba al rey de España, era en extremo asequible. Sin embargo, protestaba en su nombre no querer ocupar el país más que á título de depósito, hasta la decisión del emperador; el cual, en parte por seguir á otros, en parte por motivos peculiares suyos, había negado la investidura al nuevo duque, intimándole que le dejase como en secuestro los estados que motivaban la controversia; prometiendo, después de haber oído á las partes, entregárselos al que tuviese verdadero derecho á ellos, condiciones á las cuales no había querido someterse el duque de Nevers. Éste tenía, sin embargo, altos y poderosos aliados: el cardenal de Richelieu, el senado de Venecia y el papa, que era, según hemos dicho, Urbano VIII. Pero el primero, empeñado entonces en el sitio de la Rochela, en guerra también con la Inglaterra, contrariado por el partido de la reina madre María de Médicis, enemiga por ciertas razones particulares de la casa de Nevers, no podía dar más que esperanzas. Los venecianos no querían moverse ni menos declararse, á no ser que un ejército francés se introdujese en Italia, y ayudando al duque bajo mano, según podían, estaban á la mira de la corte de Madrid y del gobernador de Milán, en vista de sus proposiciones, protestas, exhortaciones pacíficas ó amenazadoras, según las circunstancias. El papa recomendaba á sus amigos al duque de Nevers, intercedía en su favor para con los adversarios, hacía proposiciones de paz; mas al tratar de poner gentes en campaña, nada quería saber. Los dos aliados pudieron, pues, empezar con seguridad la concertada empresa. El duque de Saboya había entrado por su parte en el Monferrato, D. Gonzalo había puesto con alegría sitio á Casal; mas no encontraba toda la satisfacción que se había prometido en dicho punto, pues veía que en la guerra no todo son rosas. La corte no le ayudaba según sus deseos, porque lo dejaba desprovisto de los medios más necesarios; su aliado no le servía demasiado; es decir, que después de haberse apoderado de su porción, andaba pellizcando la señalada al rey de España. D. Gonzalo se enfurecía mucho más de lo que puede expresarse, pero temía si daba á entender algo, que aquel Carlos Emanuel, tan activo en las intrigas como voluble en los tratados y valiente con las armas en la mano, se hiciese del partido de la Francia; por lo cual se vió obligado á cerrar los ojos, á tascar el freno, y estarse quieto. El sitio, pues, iba mal, se alargaba, y con frecuencia tomaba un giro poco agradable, ya por el continente firme, hábil, vigilante y resuelto de los sitiados, ya por tener poca gente, y al decir de algún historiador, á causa de los muchos disparates que hacía. Sobre esto, nosotros dejaremos la verdad en su lugar, dispuestos, aun cuando la cosa fuese realmente así, á encontrarla muy buena, si fué causa de que en aquella empresa quedara muerto, aniquilado, estropeado algún hombre á lo menos, _et ceteris paribus_, no habiendo, sin embargo, causado tanto daño á los edificios de Casal. En medio de estas circunstancias, recibió la noticia de la sedición de Milán, lo cual le obligó á acudir en persona. En la relación que se le hizo, no dejaron de mencionar la fuga de Renzo, fuga rebelde que había metido tanto ruido, como igualmente los hechos verdaderos y supuestos que habían motivado su arresto; participándole también que dicho individuo se había refugiado en el territorio de Bérgamo. Esta circunstancia llamó la atención de D. Gonzalo. De todas partes le informaban que Venecia había alzado el grito y alegrádose de la sublevación de Milán; y al principio se creía que se vería obligado á levantar el sitio de Casal, y pensaban siempre que él estaba abatido y con gran cuidado, tanto más cuanto que inmediatamente después de este suceso había llegado la noticia tan deseada para el senado y tan temida de D. Gonzalo, de la rendición de la Rochela. Picado en lo más vivo, ya como hombre, ya como político, que el senado hubiese formado tal opinión de él, espiaba la menor ocasión para persuadirles, por vía de inducción, que no había perdido nada de su antigua osadía; porque decir en términos expresos: “no tengo miedo”, equivalía á no decir nada. Éste era un buen medio para hacerse el disgustado, para quejarse, para reclamar; de cuyas resultas, habiendo llegado el presidente de Venecia á presentarle sus respetos, y para explorar al mismo tiempo en sus ademanes y expresión lo que pasaba en su alma (nótese bien esto, pues tal era la política de aquella fina y astuta diplomacia), D. Gonzalo, después de haber hablado del motín ligeramente y como hombre que ya lo ha reparado todo, movió el estrépito que ya sabemos tocante á Renzo, como también no ignoramos lo que sucedió después. En seguida ya no se ocupó más de un negocio tan mezquino, y tocante á él, enteramente terminado; y luego cuando pasaba algún tiempo le llegó la respuesta en el campamento mismo, frente de Casal, adonde había vuelto y estaba revolviendo tantas ideas en su imaginación, levantó y meneó la cabeza, á semejanza de un gusano de seda que busca la hoja del moral. Reflexionó un instante, para recordar mejor el hecho del cual no le quedaba más que una idea confusa; lo trajo á la memoria, presentósele una sombra vaga y fugitiva del individuo, pasó á otra cosa y no pensó más en ello. Pero Renzo, que estaba lejos de sospechar esto, no debió suponer un tan benigno descuido, por lo cual no tuvo en mucho tiempo, ó por decir mejor, otro estudio, que el de vivir oculto. Es fácil suponer si ansiaría enviar noticias suyas á las mujeres y tenerlas de ellas: pero había dos grandes dificultades; la una era que tenía que confiarse á un secretario, porque el infeliz no sabía ni escribir, ni aun leer, en el riguroso sentido de la palabra; y si habiendo sido preguntado, como recordarán los lectores, por el Dr. Azzecca-Garbugli, había contestado que sí, no fué para lisonjearse, por orgullo, sino que lo cierto era que sabía leer lo impreso tomándose algún tiempo; pero lo manuscrito, era negocio enteramente distinto. Érale, pues, preciso valerse de un tercero para confiarle sus asuntos y un secreto tan peligroso. En aquella época no se encontraba fácilmente un hombre que supiese escribir, y al mismo tiempo que fuese de fiar, mucho más en un país en donde no tenía ninguna especie de relaciones. La otra dificultad era el encontrar igualmente un mensajero, un hombre que fuese precisamente hacia aquel lado, que quisiera encargarse de la carta y tomarse el trabajo de entregarla; cosas todas muy difíciles que pudiesen reunirse en un solo hombre. Finalmente, á fuerza de buscar y más buscar, halló quien le escribiese; pero no sabiendo si las mujeres se encontraban aún en Monza, ó en dónde, juzgó conveniente incluir la carta para Inés en otra dirigida al padre Cristóbal. El amanuense se encargó también de encaminar el pliego, entregándolo á uno que debía pasar muy cerca de Pescarenico; éste lo dejó, recomendándolo mucho, en un mesón que se hallaba en el camino mismo y muy cerca del paraje. Como el pliego iba dirigido á un convento, llegó á él en efecto; mas no se ha sabido lo que sucedió después. No viendo Renzo aparecer contestación alguna, hizo escribir otra carta con poca diferencia igual á la primera, y la metió en una segunda dirigida á un amigo ó pariente suyo de Lecco. Buscóse otro portador, el cual se encontró: esta vez la carta llegó á quien iba dirigida. Inés se encaminó apresuradamente á Maggianico, se la hizo leer y explicar por Alejo su primo, del cual ya se tiene noticia: concertó con él una contestación, que puso por escrito, y se logró el medio de hacerla llegar á manos de Antonio Rivolta, en el lugar de su domicilio. Todo esto, sin embargo, no se hizo tan pronto como nosotros lo referimos. Renzo recibió dicha contestación, y mandó otra. En una palabra, se estableció por ambas partes una correspondencia poco rápida, poco regular, pero sin embargo, sostenida. Mas para tener una idea de dicha correspondencia, es necesario saber cómo se hacía entonces esta especie de cosas; pues bien, se hacía del mismo modo que ahora; porque creo que sobre este particular poco ó nada habrá variado. El aldeano que no sabe escribir, y que, sin embargo, se ve en la necesidad de hacerlo, se dirige á cualquiera que conozca dicho arte, escogiéndolo, cuanto le es posible, entre las gentes de su clase, porque tiene poca confianza en la de las demás. Él lo informa con más ó menos orden y claridad acerca de los antecedentes, y le expone de la misma manera lo que se ha de escribir. El amanuense, ya comprendiendo, ya adivinando, da algún consejo, propone alguna variación, y dice: “Dejadme hacer”; toma la pluma, pone como puede en forma de carta las ideas del otro, las corrige, las mejora, carga la mano, corta algunas veces, llega hasta omitir, según le parece que haciéndolo dará un giro mejor al negocio; porque no hay remedio, todo hombre que sabe más que los otros, no quiere ser un instrumento material de estos últimos; y cuando entra en las negociaciones de otro, quiere también hacerlo que vaya á su modo. Á pesar de todo esto, el que escribe no logra siempre decir todo lo que quisiera; le sucede algunas veces expresar todo lo contrario; no es extraño nos pase también lo mismo á nosotros los que escribimos para la imprenta. Cuando la carta así dispuesta llega á manos del corresponsal, y que no está más acostumbrado á la escritura, la lleva á otro sabio de igual calibre, el cual se la lee y se la explica. De esto nacen mil cuestiones sobre su verdadera inteligencia; porque el interesado, fundándose en el conocimiento que posee de hechos anteriores, pretende que ciertas palabras quieren decir una cosa; el lector, con la práctica que tiene de la composición, se empeña que aquéllas quieren significar otra. Finalmente, es preciso que el que no sabe se ponga en manos del que sabe y le encargue la contestación. Ésta, hecha del mismo modo que la primera carta, se encamina á su destino, y se sujeta á una interpretación semejante. Si por casualidad el objeto de la correspondencia es un poco escabroso; si se trata de negocios secretos que no se quiera dar á conocer á un tercero por temor de que la carta caiga en malas manos; si á causa de esto no se pone cuidado de decir con bastante claridad las cosas; entonces, por poco que dure la correspondencia, las partes acaban por entenderse entre sí como dos estudiantes que cuestionan por espacio de cuatro horas sobre la ética: hacemos esta comparación, para no tomarla de las cosas del día, porque quizá tendríamos que arrepentirnos. Al presente, pues, el caso de nuestros dos corresponsales era precisamente el que hemos puesto por ejemplo. La primera carta, escrita en nombre de Renzo, contenía muchos detalles. Primeramente, además de una relación de su fuga, mucho más concisa sin duda, pero también más desordenada que la que nosotros hemos hecho, formaba igualmente parte de su situación actual. Inés y su intérprete estuvieron bien lejos de poder sacar algo completo y claro: hablaba de un aviso secreto, de un cambio de nombre, de estar en seguridad y de tener que permanecer oculto; cosas todas muy poco familiares á sus inteligencias, mayormente siendo dichas en la carta un tanto enigmáticamente. En seguida, iban preguntas apremiantes, apasionadas, sobre las aventuras de Lucía, con palabras oscuras y tristes, con respecto á las voces que habían llegado hasta Renzo. Había, por último, esperanzas inciertas y lejanas, proyectos lanzados para lo sucesivo mezclando promesas y súplicas de mantener la fe dada, de no perder la paciencia ni el valor, de aguardar mejores tiempos. Poco después, Inés encontró un medio seguro de hacer llegar en manos de Renzo una contestación acompañando los cincuenta escudos que le habían sido señalados por Lucía. Al ver Renzo tanto oro, no sabía qué pensar, y con el ánimo agitado por una admiración é inquietud que estaban lejos de dejarle satisfecho, corrió apresuradamente á buscar el amanuense para hacerse interpretar la carta, y poseer la llave de un tan extraño misterio. En dicha carta, el escribiente de Inés, después de algunas quejas sobre la poca claridad de la primera, pasaba á describir de una manera por lo menos tan lamentable, la terrible historia de aquella persona (así decía); luego daba cuenta de los cincuenta escudos; después hablaba del voto, pero por vía de perífrasis; añadiendo con palabras más directas y claras el consejo de que se tranquilizara y no pensase más en ella. Poco faltó que Renzo no la emprendiese con el lector intérprete; temblaba, se horrorizaba, se enfurecía por lo que había comprendido y por lo que no había podido entender. Se hizo leer por tres ó cuatro veces el terrible escrito, unas veces comprendiéndolo mejor á su parecer, otras encontrando oscuro é inexplicable lo que en un principio le había parecido claro; y, en aquella fiebre de pasiones, quiso que el amanuense tomase precipitadamente la pluma y contestase. “Después de las expresiones más fuertes que puedan imaginarse de piedad y de terror por las aventuras de Lucía escribid”, continuaba dictando, “que no quiero tranquilizarme, ni me tranquilizaré jamás; que éstos no son consejos para dar á un hombre como yo, y que al dinero no tocaré; que lo guardo en depósito para que sirva de dote á la joven; que ésta debe pertenecerme, y que yo no tengo nada que ver con esa promesa; que siempre he oído decir que la Madonna se mezcla en nuestros negocios para ayudar á los afligidos y para obtener gracias, pero nunca para causar daño y para hacer faltar á la palabra; que esto no puede quedar así; que con el dinero nos basta para establecernos en este país; y que, por último, si nuestros negocios al presente están un poco embrollados, es una borrasca que pasará pronto”. Á esto añadió otras cosas poco más ó menos por el mismo estilo, las cuales omitimos para no cansar á los lectores. Luego que Inés recibió dicha carta, hizo escribir otra, y la correspondencia continuó del modo que hemos visto. Cuando Inés llegó á conseguir, ignoramos por qué medio, el hacer saber á Lucía que Renzo estaba sano, salvo y en lugar seguro, esta última experimentó un gran consuelo; pues no deseaba más que una cosa, á saber: que él la olvidase, ó para decirlo con más propiedad, que pensara en olvidarla. Por su parte, formaba cien veces al día una resolución semejante, y hacía todos los esfuerzos posibles para llevarla á cabo. Dedicábase asiduamente al trabajo; trataba de ocuparse toda entera á él. Cuando la imagen de Renzo se le presentaba á la imaginación, esforzábase en desterrarla por medio de la oración; mas como si dicha imagen hubiese tenido malicia, jamás llegaba sola y de improviso; al contrario, se introducía furtivamente á favor de otras imágenes, de manera que la mente no se apercibía de ella hasta algún tiempo después que se había presentado. Lucía comenzaba pensando en su madre; ¿cómo no había de pensar?, y el Renzo ideal venía poco á poco á colocarse en medio, como lo había hecho tantas veces el verdadero Renzo. Si la infeliz se ponía algunas veces á meditar sobre su porvenir, él aparecía también como diciendo: “allí estaré igualmente”. Sin embargo, si el no pensar en él era empresa desesperada, Lucía llegó hasta cierto punto á pensar menos y con menos fuerza de lo que hubiera querido; lo habría logrado mejor si hubiese sido sola en quererlo; mas estaba de por medio D.ª Prajedes, la cual, ocupada enteramente en arrancar al joven del corazón, no había encontrado mejor expediente que el hablar de él sin cesar. “Y bien, le decía, no pensemos más en ello”. --Yo no pienso en nadie, respondía Lucía. D.ª Prajedes no era mujer que se pagase de semejante respuesta; replicaba que se necesitaban hechos y no palabras; discutía largamente sobre las costumbres de las jóvenes, las cuales, decía, cuando han entregado su corazón á un libertino (á los que siempre tienen inclinación), no quieren desprenderse jamás de él. Si un buen partido, razonable, un sujeto excelente, un hombre honrado les falta por algún accidente, en seguida se consuelan; pero cuando se enamoran de un calavera, el mal es incurable. Y entonces empezaba el panegírico del pobre ausente, del bribón llegado á Milán para llevarlo todo á sangre y fuego, queriendo también que Lucía confesase que en su pueblo había cometido una infinidad de maldades. Lucía, con la voz trémula de vergüenza, de dolor y de esa indignación que podía ser permitida á su alma dulce y humilde fortuna, juraba y perjuraba que en su pueblo aquel pobre desgraciado no había dado nunca nada malo que decir; hubiera querido, proseguía, que hubiese estado presente alguno del mismo paraje para que diese testimonio de lo que decía. Acerca de los sucesos de Milán, de los cuales no podía conocer los detalles, lo defendía igualmente por el conocimiento que tenía de él y de su modo de portarse desde la infancia; ella lo defendía ó se proponía defenderlo, por puro deber de caridad, por amor á la verdad, y para servirnos de la palabra con la cual se explicaba su sentimiento, como á su prójimo. Pero de esta apología D.ª Prajedes sacaba nuevos argumentos para convencer á Lucía de que en su corazón Renzo ocupaba un lugar del cual era absolutamente indigno. Á la verdad, en aquellos momentos no se hubiera podido expresar lo que le sucedía. Al infame retrato que la vieja dama hacía del infeliz, el sentimiento que una larga costumbre había hecho nacer en el espíritu de la joven, se despertaba en contraposición más vivo y más distinto que nunca; sus recuerdos, que tantos trabajos le costaba vencer, venían en tropel á agruparse en su mente; la aversión y el desprecio que manifestaban contra el joven, reclamaban otros tantos motivos de aprecio y simpatía; aquel odio ciego y violento excitaba en su corazón una piedad más intensa. ¡Qué imprudencia!, ¿á qué hacer vibrar semejante cuerda? ¿Á qué tratar de renovar la pasión que la infortunada trataba de arrancar de su corazón? Sea como quiera, la conversación por parte de Lucía no duraba mucho tiempo, pues las palabras se convertían bien pronto en lágrimas. Si D.ª Prajedes hubiese sido llevada á tratarla así por un odio inveterado contra ella, quizá las lágrimas la hubieran conmovido y hecho callar; mas como hablaba con buen fin, seguía adelante, sin ninguna especie de sentimiento; pues los gemidos, los gritos suplicantes, pueden detener muy bien el arma de un enemigo, pero no el bisturí del cirujano. Después de haber cumplido con su deber, según ella decía, luego de haberle dirigido multitud de reproches pasaba á las exhortaciones, á los consejos, mezclados también de algunas alabanzas, para templar de este modo lo agrio con lo dulce y obtener con más seguridad lo que deseaba, obrando sobre el ánimo en todos sentidos. Verdaderamente Lucía no conservaba de todas estas querellas (que siempre tenían poco más ó menos el mismo principio, medio y fin), ningún rencor contra su acerba predicadora, que la trataba por otra parte en todo lo demás con la mayor dulzura, y que aun en esto mismo se traslucía su buena intención. Sin embargo, quedábale, á pesar de todo, una agitación tal, una revolución tan inquieta de pensamientos y de amor, que necesitaba mucho tiempo y trabajo para volver á disfrutar de aquella especie de calma que experimentaba anteriormente. Era una dicha para Lucía que no fuese la única á quien D.ª Prajedes tuviese que hacer bien, pues así las querellas no podían ser tan frecuentes. Además, el resto de su servidumbre veíase toda llena, según decía, de cerebros que tenían necesidad más ó menos de ser dirigidos y ordenados; á mayor abundamiento todas las demás ocasiones que se ofrecían de prestar los mismos oficios, por caridad á muchas gentes con las cuales no estaba obligada á nada, tenía fuera de esto cinco hijas. Ninguna de ellas estaba en la casa, pero le daban más en qué pensar que si efectivamente hubiesen vivido todas juntas. Tres eran religiosas, y las otras dos estaban casadas: D.ª Prajedes se encontraba naturalmente á causa de semejante circunstancia con el cargo de tener que regentar tres monasterios y dos casas: empresa vasta y complicada, y tanto más ardua, cuanto que dos maridos, protegidos de padres, madres y hermanos; tres abadesas, escoltadas por otras dignidades y multitud de religiosas, no querían aceptar su superintendencia. Era una guerra continua, ó por mejor decir, cinco guerras sordas, encubiertas, políticas, finas hasta cierto punto, pero vivas y sin treguas. Había en cada uno de aquellos sitios una atención perpetua en escapar de su solicitud, en cerrar la entrada á sus opiniones, en eludir sus pesquisas, en procurar que ignorase lo más que fuese posible todos sus negocios. No quiero hablar de las oposiciones, de las dificultades que encontraban el manejo de otros asuntos aun más extraños: se sabe que es necesario por lo común dispensar el bien algunas veces á los hombres por fuerza. En donde su celo podía ejercitarse libremente era en su misma casa; todos sin distinción de clases estaban sometidos en todo y por todo á su autoridad, excepto D. Ferrante, con el cual las cosas iban de un modo enteramente particular. Hombre de estudio, no le gustaba ni mandar, ni obedecer. En buen hora que en todas las cosas de la casa su señora esposa fuese la dueña; pero él esclavo, eso no; y si cuando era rogado le prestaba en circunstancias dadas el servicio de su pluma, era porque se adaptaba á su genio y tenía un placer en ello; por lo demás, también sabía decir que no cuando estaba persuadido de que lo que quería hacerle escribir no era posible: “Ingeniaos, le decía entonces; hacedlo vos misma, ya que el asunto os parece tan claro”. D.ª Prajedes, después de haber intentado en vano por espacio de algún tiempo el atraerle para que ejecutase lo que deseaba, se veía obligada á regañar con él llamándole un _esquiva-fatigas_, testarudo, en fin, un literato, título que á pesar de su despecho, no se le daba sin alguna complacencia. D. Ferrante pasaba largos ratos en su gabinete de estudio, en donde tenía una colección considerable de libros, que constaba á lo menos de trescientos volúmenes, de lo más selecto; obras todas de las más reputadas sobre diversas materias, en cada una de las cuales estaba más ó menos versado. En astrología era tenido, y con razón, por más que un aficionado; porque no solamente poseía las nociones generales y el vocabulario común de influencias, de aspectos y conjunciones, sino que también hablaba científicamente de las doce moradas del cielo, de los grandes círculos, de los grados brillantes y tenebrosos, de exaltaciones, tránsitos y revoluciones; en una palabra, de los principios más ciertos y recónditos de la ciencia. Hacía quizá veinte años, que en largas y frecuentes disputas sostenía la preeminencia de Cardano sobre otro sabio apegado ferozmente á la de Alcabizio, por mera obstinación, decía D. Ferrante; el cual reconociendo voluntariamente la superioridad de los antiguos, no podía, sin embargo, sufrir que no se quisiera dar la razón á los modernos, principalmente en aquellas cosas que estaban á la vista de todo el mundo. Conocía también más que medianamente la historia de la ciencia; sabía en caso necesario citar las más célebres predicciones verificadas, y razonar con la mayor sutileza y erudición sobre los demás que habían fallado, para demostrar que la culpa no era de la ciencia, sino de los que no habían sabido aplicarla bien. De la filosofía antigua había aprendido igualmente lo suficiente, y sin cesar iba empapándose más y más en la lectura de Diógenes Laercio. Sin embargo, como no se pueden poseer todos los sistemas, por hermosos que ellos sean, y para ser filósofo es preciso escoger un autor, D. Ferrante había elegido á Aristóteles, el cual, según acostumbraba á decir, no era antiguo ni moderno, sino el _non plus ultra_ de los filósofos. Tenía también diversas obras de los más sabios y útiles secuaces de la escuela aristotélica entre los modernos; con respecto á las de los adversarios, jamás había querido leerlas para no desperdiciar el tiempo, según decía, ni comprarlas porque tampoco quería tirar el dinero. Únicamente y por vía de excepción daba lugar en su biblioteca á los veintidós libros de _Subtilitate_ y á algunas obras antiperipatéticas de Cardano, á causa de su mérito en la astrología, diciendo que el que había podido escribir el tratado de _Restitutione temporum et motuum cœlestium_ y el libro _Duodecim geniturarum_, merecía ser escuchado aunque se equivocase; que el mayor defecto de aquel hombre célebre había sido el tener demasiada sutileza, y que nadie hubiera sido capaz de calcular hasta dónde habría llegado también en la filosofía, si siempre hubiese seguido el camino recto. Por lo demás, aunque á juicio de los hombres doctos D. Ferrante pasase por un peripatético consumado, con todo, á sus propios ojos no le parecía saber todavía lo suficiente, y más de una vez se le oyó decir con una modestia edificante, que la esencia, los universales, el alma del mundo y de la naturaleza de las cosas no eran materias tan claras cuanto se pudiesen creer. Tocante á filosofía natural, se había formado más bien un pasatiempo que un estudio: las obras mismas de Aristóteles sobre esta materia las había más bien leído que estudiado. No obstante, con esta lectura, con las noticias recogidas incidentalmente en los tratados de filosofía general, con algunas ojeadas echadas sobre la _Magia naturale Lapidum_, de Porta, las tres historias _Lapidum_, _Animalium_, _Plantarum_ de Cardano, el tratado de las yerbas, plantas y animales del grande Alberto, y algunas otras obras de menos importancia, sabía en caso necesario entretener una reunión de personas instruidas, razonando acerca de las virtudes más admirables y de las curiosidades más singulares de muchos simples. Describía exactamente las formas y los hábitos de las sirenas y del ave Fénix, único en su especie; explicaba del modo con que la Salamandra permanecía en medio del fuego sin quemarse, cómo la Rémora, siendo un pescado tan pequeño, tiene la fuerza y la habilidad de detener en un instante en alta mar á cualquier buque de gran porte; cómo las gotas del rocío se vuelven perlas en el seno de las conchas; cómo el Camaleón se alimenta del aire; cómo del hielo endurecido lentamente con el trascurso del tiempo se forma el cristal; y por último, otra serie de secretos de la naturaleza, los más prodigiosos. Él se había dedicado mucho más á los de la magia y del sortilegio, porque dice nuestro anónimo se trataba de una ciencia mucho más en boga y más necesaria, de la cual los hechos son de mucha mayor importancia y más fácil de poderlos verificar. No hay necesidad de decir que en semejante estudio no había tenido jamás otra mira que la de instruirse y conocer á fondo las malas artes de los hechiceros, para poderse guardar y defenderse. Guiado, sobre todo, por el gran Martín del Río (el hombre de ciencia), estaba en disposición de discurrir _ex professo_ sobre el maleficio del amor, sobre el soporífero, sobre el hostil, y otras infinitas especies que por desgracia, dice también el anónimo, se ven en práctica diariamente, de estos tres géneros capitales de maleficios de efectos tan dolorosos. Los conocimientos de D. Ferrante en la historia, especialmente universal, eran vastos y profundos, sobre cuyas materias sus autores favoritos eran el Tarcagnota, el Dolce, el Bugatti, el Campana, el Guazzo; finalmente, los más célebres. Pero, decía con frecuencia D. Ferrante, ¿qué es la historia sin la política? Un guía que marcha siempre sin cesar, desprovisto de persona que le enseñe el camino, y que por consiguiente pierde todo lo que anda; del mismo modo, la política sin la historia es un hombre que camina sin guía. Tenía, pues, en sus estantes designado un pequeño lugar á los publicistas: allí, entre otros muchos de segundo orden, campeaban Bodin, Cavalcanti, Sansovino, Paruta y Boccalini: dos libros, sin embargo, había que D. Ferrante prefería á todos; dos obras que llamó, durante mucho tiempo, las primeras, sin poder jamás resolver á cuál de las dos convenía únicamente dar la primacía: la una era el _Príncipe_ y los _Discursos_ del célebre secretario florentino; “malvado, sí, decía D. Ferrante, pero profundo:” la otra, la _Ragion di Stato_, del no menos célebre Juan Botero, “hombre de bien ciertamente, decía también, mas astuto”. Pero poco tiempo antes de formular nuestra historia, salió á luz una obra que terminó la cuestión de primacía, sobrepujando también á las obras de aquellos dos _matones_, decía D. Ferrante; un libro en la cual se hallaban comprendidas y como destiladas todas las maldades para poderlas conocer, y todas las virtudes para poderlas practicar; un libro poco voluminoso, pero todo de oro; en una palabra, el _Statista Regnante_, de D. Valeriano Castiglione, de ese hombre célebre, del cual se puede decir que los más grandes literatos le ensalzaban á porfía, y se lo disputaban los más célebres personajes; de ese hombre que el papa Urbano VIII honró, según es público y notorio, colmándole de magníficos elogios, que el cardenal Borghese y el virrey de Nápoles, D. Pedro de Toledo, le pidieron que escribiese, el primero la vida del papa Paulo V, el otro las guerras del rey católico en Italia; ambos lo solicitaron en vano, de ese hombre que Luis XIII, rey de Francia, aconsejado por el cardenal Richelieu, nombró su cronista; á quien el duque Carlos Emanuel de Saboya confirió el mismo cargo, en elogio del cual, para callar otros gloriosos testimonios, la duquesa Cristina, hija del cristianísimo rey Enrique IV, pudo en un diploma, con muchos otros títulos, añadir: “la certeza de la fama que él obtiene en Italia de primer escritor de nuestra época”. Pero si D. Ferrante podía decirse instruido en todas las ciencias expresadas anteriormente, había una en la cual merecía y gozaba el título de profesor: ésta era la ciencia caballeresca; no sólo razonaba acerca de ella como maestro, sino que también rogado frecuentemente para que interviniese en asuntos de honor, daba siempre alguna decisión. Poseía en su biblioteca, y se puede añadir en su cabeza, las obras de los escritores más célebres en dicha materia: Parido del Pozzo, Fausto de Longiano, Urrea, Muzio, Romey, Albergato, y Torcuato Tasso, del cual tenía siempre dispuestos y en caso de necesidad sabía citar de memoria todos los pasajes de la _Jerusalén libertada_, como también de la _conquistada_, que podían servir de ejemplo en materias de caballería. Á pesar de todo, el autor de los autores, según su opinión, era el célebre Francisco Birago, con el cual se encontró más de una vez para sentenciar en los asuntos de honor, y que por su parte hablaba de D. Ferrante en términos de singular aprecio; y aun antes que los _Discursos caballerescos_ de dicho insigne escritor hubiesen visto la luz pública, D. Ferrante pronosticó, sin vacilar, que esta obra destruiría la autoridad de Olevano, y quedaría con sus otras nobles hermanas, como el código de una autoridad sin rival á los ojos de la posteridad; profecía, dice nuestro anónimo, que se ha verificado según todos pueden ver. El expresado autor pasa en seguida á hablar de los conocimientos que poseía D. Ferrante con respecto á la amena literatura; pero nosotros empezamos á dudar si el lector tendrá grandes deseos de seguir adelante con aquél en esta reseña, y por lo tanto, temiendo molestarle demasiado, volveremos á tomar el interrumpido hilo de nuestra historia, para detenernos en ella más pausadamente. Además, tenemos aún un largo camino que recorrer antes de encontrar á los personajes por los cuales el citado lector se interesa más, si hay sin embargo alguna cosa en todo esto que ciertamente le interese. Hasta el otoño de 1629 permanecieron todos, quienes voluntariamente, quienes por fuerza, en el mismo estado en que los hemos dejado, sin que sucediese á ninguno de ellos la menor cosa digna de ser referida. Vino por fin el deseado otoño en que Inés y Lucía habían proyectado reunirse; pero un gran acontecimiento público echó por tierra semejante cálculo, siendo esto á la verdad el más pequeño de sus efectos. Vinieron en seguida otros sucesos, que sin embargo, no trajeron ningún cambio notable en la suerte de nuestros personajes. Finalmente, nuevas desgracias, más generales, más terribles y formidables, llegaron hasta ellos como un impetuoso y devastador huracán que arranca los árboles, echa abajo las casas, abate la cúspide de las más elevadas torres, cuyas ruinas siembra por doquier; se lleva también las flores escondidas entre la yerba, arrebata las hojas ligeras y ya secas que una débil brisa había arrojado en un rincón, y las arrastra en su inmenso torbellino. Ahora, para que los hechos particulares que nos restan por referir aparezcan claros, debemos absolutamente, y es indispensable que volvamos á tomar la narración de los hechos generales desde un poco más atrás. CAPÍTULO DÉCIMO Después de la famosa asonada del día de S. Martín y del siguiente, pareció que la abundancia hubiese vuelto á Milán como por milagro. Las panaderías se veían llenas de pan; el precio de éste era como en los años más fértiles; las harinas estaban en proporción. Los que en aquellos dos días habían gritado por las calles ó hecho algo más, tenían al presente (exceptuando el pequeño número que habían sido presos) motivos de congratularse, y no se crea por esto que permaneciesen tranquilos después de pasado el primer susto de las prisiones: en las plazas, en las esquinas, dentro de las tabernas, bailaban, se felicitaban, y aun se jactaban entre dientes de haber encontrado el medio de hacer bajar el precio del pan; mas sin embargo, en medio de las fiestas y regocijos reinaba una vaga inquietud, un presentimiento confuso de que semejante dicha no sería de muy larga duración, agrupábanse en torno de las panaderías y de los almacenes de harina, según había sucedido cuando aquella abundancia ficticia y pasajera producida por la primera tarifa de Antonio Ferrer, todos gastaban con profusión, el que tenía algún dinero lo invertía en harina y pan, les servían de almacenes los cofres, los más pequeños toneles, y hasta las ollas. Apresurándose de este modo á gozar de las ventajas del momento, hacían, no digamos imposible su larga duración, porque por sí misma ya lo era, sino que á cada instante se volvía más y más difícil su continuación. El 15 de noviembre, Antonio Ferrer, _de orden de su excelencia_, publicó un bando, por el cual se prohibía á cualquiera que tuviese en su casa grano ó harina, el comprar pan, poco ni mucho, y á los demás únicamente el que necesitasen para dos días, _bajo penas pecuniarias y corporales al arbitrio de su excelencia_. Dicho bando intimaba á los encargados de su cumplimiento y á cualesquiera persona, el denunciar á los contraventores, ordenando á los jueces el hacer pesquisas en las casas que les fuesen designadas, dando al propio tiempo á los panaderos una nueva orden terminante y expresa de tener las tiendas bien provistas de pan, _so pena, en caso de contravención, de cinco años de galeras y de mayor pena_, al arbitrio de su excelencia. Es preciso un grande esfuerzo de imaginación para creer que semejante bando pudiese ponerse en ejecución. Á la verdad, si todos los que se publicaban entonces hubiesen podido tener entero y cumplido efecto, el ducado de Milán hubiera tenido en el mar más gente que hoy día la Gran Bretaña. Pero mandando á los panaderos hacer una tan gran cantidad de pan, era indispensable igualmente dar alguna orden para que no faltasen las primeras materias. En las épocas de carestía se hace siempre un estudio especial en reducir á pan los productos ó alimentos que acostumbran á consumirse bajo otra forma. Se había, pues, calculado el hacer entrar el arroz en la composición del pan llamado de _mistura_[6]. El 23 de noviembre salió una nueva orden secuestrando á las órdenes del vicario y de los doce miembros de la provisión la mitad del arroz (que entonces se le daba el nombre de _risono_[7], y aún hoy día se llama del mismo modo), que cada uno tuviese, bajo pena, á cualquiera que dispusiera de él sin permiso de los expresados señores, á la pérdida del género y á una multa de tres escudos por _moggio_[8]. Esto, según se ve, era muy justo. Mas para comprar dicho arroz era preciso pagarlo á un precio muy desproporcionado al que tenía el pan; por lo tanto se impuso á la ciudad la carga de suplir esta enorme diferencia; mas el consejo de los decuriones deliberó el mismo día 23 de noviembre el representar al gobernador la imposibilidad de sostener por mucho tiempo semejante carga, y el gobernador por medio de un bando, fecha 7 de diciembre, fijó el precio del mencionado arroz á doce libras el _moggio_. Tanto al que pidiese un precio más subido como al que rehusase venderlo, se le intimó la pena de la pérdida del género y una multa del mismo valor, _y mucha y más grande pena pecuniaria y también corporal, hasta la de galeras, al arbitrio de su excelencia, según la cualidad de los casos y las personas_. El precio del arroz mondado había sido ya fijado antes de la primera conmoción: la tarifa, ó para servirnos de una denominación más célebre en los anales modernos, el _máximum_ del grano y de los demás cereales comunes se había fijado en otros bandos que no hemos podido encontrar. Mantenido de este modo á un precio módico en Milán el trigo y la harina, sucedió que una multitud de gentes del campo acudieron á proveerse á la ciudad. D. Gonzalo, para remediar dicho inconveniente, según él lo llamaba, prohibió por otra ordenanza de 15 de diciembre el sacar fuera de Milán pan por más del valor de veinte sueldos, bajo pena de la pérdida del pan mismo y veinticinco escudos, _y en caso de insolvencia, de dos carreras de azotes en público, y mayor castigo aún_, como de costumbre, al arbitrio de su excelencia. El 22 del mismo mes se publicó una orden igual para las harinas y granos. El populacho había querido procurarse la abundancia por medio del pillaje y del incendio: el gobierno quería mantenerla con las galeras y azotes. Dichos medios eran bastante adecuados; mas juzgue el lector si podían lograr el fin que se proponían: en un momento vamos á ver cómo lo consiguieron. Por otra parte, no es inútil que observemos que estos extraños medios entre sí tienen una conexión íntima y necesaria; cada uno era la consecuencia inevitable del precedente, y todos dimanaban del primero, que fijaba al pan un precio tan desproporcionado al que debía resultar del estado real de las cosas. Semejante expediente ha parecido, y ha debido parecer siempre á la multitud, no sólo conforme á la equidad, sino también muy sencillo y muy fácil de poner en ejecución: es, pues, sumamente natural que en las angustias y padecimientos que trae en pos de sí la carestía, la expresada multitud lo desea, lo pide, y si puede lo impone. Pero á medida que se experimentan las consecuencias, es necesario que á aquellos á quienes toca esta incumbencia, se dediquen á repararlas todas por medio de una ley que prohíba hacer lo que designaban las leyes anteriores. Permítasenos observar aquí, como de paso, una singular combinación. En un país y en época no muy lejana, en la época más famosa y notable de la historia moderna, se recurrió en circunstancias semejantes á iguales expedientes (casi podríamos decir los mismos en la sustancia), con la sola diferencia que eran en mayor proporción, y poco más ó menos en el mismo orden. Tomáronse, pues, estas medidas en menosprecio de la razón de los tiempos tan cambiados y de los conocimientos crecientes en Europa, y en dicho país quizá más que en otro alguno, siendo principalmente la causa de esto, que la gran masa del pueblo, hasta la cual no habían llegado todavía los mencionados conocimientos, pudiese hacer prevalecer su juicio, é hiciese igualmente la ley, según vulgarmente se dice á los legisladores. Mas volviendo á proseguir nuestra interrumpida narración, diremos que al fin y al cabo los dos principales frutos de la sublevación habían sido dos: el desperdicio y pérdida efectiva de víveres, durante la conmoción misma, consumiendo mientras rigió la tarifa, sin cuidado y sin medida el poco grano que debía bastar para ir tirando hasta la nueva recolección. Á estos efectos generales es preciso añadir el suplicio de cuatro desventurados designados como jefes del motín, los cuales fueron ahorcados, dos enfrente del horno de las _Muletas_, y los dos restantes al extremo de la calle, en donde se hallaba la casa del vicario de la provisión. Además, las relaciones históricas de aquella época, están escritas tan sin orden, que no se ha podido encontrar cómo y cuándo cesó la expresada tarifa tan arbitraria. Si á falta de pruebas positivas nos es lícito aventurar algunas conjeturas, estamos decididos á creer que fué suprimida un poco antes ó después del 24 de diciembre, día de la consabida ejecución. Por lo que respecta á las ordenanzas, después de la del día 22 del mismo mes, que hemos citado, no encontramos otra en materia de subsistencias, ya sea que las que se hubiesen publicado fracasaran, ya que hayan escapado á nuestras pesquisas, ya, por último, que la autoridad desanimada, si no convencida de la ineficacia de sus remedios y arrastrada por la fuerza misma de los sucesos, los haya abandonado á su propio curso. Pero nosotros hallamos en las relaciones de más de un historiador (inclinados como estaban todos á describir los grandes acontecimientos, más bien que á observar las causas y progresos) el cuadro del país, y principalmente el de la ciudad, á la conclusión del invierno y en la primavera. En esta época, la desproporción de los víveres y las necesidades que no habían podido hacer cesar ni los remedios que aumentándola, habían suspendido temporalmente los efectos, ni una introducción suficiente de cereales extranjeros, á la cual se oponían la escasez de medios públicos y privados, la penuria de los países circunvecinos, la languidez y la paralización del comercio, las leyes mismas que tendían á establecer la baratura á favor de medidas violentas; todas estas circunstancias, que eran la verdadera causa de la carestía, ó por mejor decir, esta misma obraba sin obstáculo de ninguna especie y con toda su fuerza. He aquí la copia de aquel doloroso cuadro. Todas las tiendas estaban cerradas; las fábricas en gran parte desiertas; las calles ofrecían un espectáculo terrible, un incesante curso de miserias y una morada perpetua de sufrimientos. Los mendigos de profesión, habiendo quedado circunscritos á un número muy escaso, confundidos y perdidos en una nueva multitud, se veían reducidos á disputar la limosna con aquellos de los cuales en otro tiempo la habían recibido. Los oficiales y aprendices despedidos por los comerciantes y fabricantes, privados de su salario y jornal, vivían penosamente de sus economías y ahorros: los jornaleros, errando de puerta en puerta, de calle en calle, apoyados en las esquinas, tumbados en las aceras, arrimados á las casas y á las iglesias, pedían limosna con voz lastimera ó vacilaban entre la necesidad y la vergüenza que aún no habían podido dominar; descarnados, débiles, apenas tenían la suficiente fuerza para sostenerse, abatidos como estaban por una larga vigilia y por los rigores del frío, que penetraba por entre sus andrajosos vestidos, en los cuales se distinguían aún las señales de su antiguo bienestar. Veíanse mezclados á esta deplorable turba, y no en muy pequeño número, servidores despedidos por sus amos, caídos entonces desde la medianía á la estrechez, ó que á pesar de tener facultades, se encontraban inhábiles en tiempos tan calamitosos, de sostener tan grande y numerosa servidumbre. Á todos estos indigentes se agregaba otro número infinito, acostumbrados en parte á vivir de las sobras de aquéllos; divisábanse por todas partes niños, mujeres, ancianos, agrupados en torno de los que habían sido hasta el presente su sostén, vagando dispersos tendiendo la mano. Tropezábase también y se les distinguía por sus _ciuffo_ ó poblados mechones, por los restos de sus magníficos vestidos, por un cierto no sé qué en el porte y gesto, por esas huellas que los hábitos imprimen sobre el rostro; encontrábanse, repito, muchos individuos pertenecientes á la mala ralea de los bravos, los cuales, habiendo perdido por una suerte común su pan criminal, lo andaban buscando por misericordia. Domados por el hambre, no disputaban con los demás, valiéndose únicamente de las súplicas; se arrastraban por la ciudad, ellos que tantas veces la habían recorrido con la cabeza alta, con ademán altanero y feroz, cubiertos de ricos y caprichosos vestidos, cargados de magníficas armas, adornados de elegantes plumas, perfectamente peinados y perfumados: veíase al presente, á estos hombres, alargar humildemente aquella mano que tantas veces se había levantado para amenazar con insolencia ó para herir á traición. Pero el espectáculo más horrible y más digno de compasión á la vez, era la innumerable multitud de aldeanos: veíanse reunidos por familias enteras; maridos, mujeres, niños, ancianos. Algunos cuyas casas habían sido invadidas y despojadas por la soldadesca alojada ó que iba de paso, habían huido desesperados; otros para mover más á compasión y para hacer distinguir su miseria entre tantas, mostraban las heridas y cicatrices de los golpes que habían recibido al defender sus escasas y últimas provisiones, ó al escapar de aquel desenfreno ciego y brutal. Otros, finalmente, no habiéndoles alcanzado todavía semejante azote, pero arrojados por otros dos, de los cuales ningún rincón había quedado exento, á saber: la esterilidad y las cargas más exorbitantes que jamás habían sido exigidas para satisfacer lo que entonces llamaban necesidades de la guerra, llegaban á la ciudad como á la morada, como al último asilo de la abundancia y de una piadosa munificencia. Se podían conocer fácilmente los recién llegados por su aire incierto y de estupidez, y poco después por el despecho que manifestaban á la vista de tal desorden, de una tan grande rivalidad de miseria, allí donde habían esperado ser objeto singular de compasión y atraer sobre sí las miradas y los socorros. En las facciones de los que por más ó menos tiempo recorrían y habitaban las calles de la ciudad, prolongando su desgraciada existencia por los escasos socorros que obtenían por largos intervalos, veíase pintada una consternación más negra y más profunda. Vestidos de diferentes maneras, los que todavía podían llamarse vestidos, y distintos también en su aspecto: semblantes descoloridos de la tierra baja, bronceados del llano, del Mediodía y de las colinas, sanguíneos de los montañeses; mas sin embargo, todos afilados y descompuestos, todos con los ojos hundidos, miradas fijas participando de la fiereza é insensatez; los cabellos desordenados, las barbas largas y descuidadas; cuerpos nutridos y endurecidos por las fatigas, veíanse ahora aniquilados por el hambre. Y para completar cuadro tan desolador, la naturaleza misma aparecía como vencida por cierta especie de languidez y consunción. Divisábase por doquier en las calles, pegados á las paredes de las casas, montones de paja y bálago, mezclados de asquerosa inmundicia; esto, sin embargo, era para aquellos infortunados un don y una prueba de la caridad; éstos eran los lechos donde reposaban sus cabezas durante la noche. De cuando en cuando se veía, aun en medio del día, echarse en ellos á alguno á quien la debilidad había quitado las fuerzas y paralizado las piernas: muchas veces aquel triste lecho acogía un cadáver: muchas veces se veía caer á un desgraciado de improviso en la calle, y quedar en el mismo sitio sin movimiento y sin vida. De vez en cuando, al lado de alguno de esos infelices se veía á un pasajero ó vecino atraído por una súbita compasión. En algunos puntos llegaban socorros ordenados con más larga previsión, dirigidos por una mano rica en medios, y acostumbrada á prestar grandes beneficios: ésta era la mano del virtuoso Federico. Había escogido seis sacerdotes, los cuales á una caridad viva y perseverante, uniesen una constitución fuerte y robusta; los había dividido en tres parejas, designando á cada una el que recorriese la tercera parte de la ciudad, seguidos por mozos cargados de alimentos, refrigerios y ropas. Todas las mañanas, aquellos dignos sacerdotes recorrían las calles en diversos sentidos: aproximábanse á los que veían echados en el suelo, prestando á cada uno los socorros necesarios; al que estaba agonizando y no podía recibir ya los alimentos, le administraban los auxilios y consuelos de la religión; á los hambrientos les daban sopas, huevos, pan y vino, á los extenuados por una larga vigilia los confortaban antes por medio de espíritus, con el objeto de que se pusiesen en estado de resistir el alimento; igualmente distribuían vestidos á los que se hallaban en la más espantosa desnudez. No se limitaba á esto solo su asistencia: el buen pastor había querido á lo menos procurar un alivio eficaz y duradero hasta donde llegasen sus alcances. Los infelices á quienes este primer socorro volvía las fuerzas para poder andar y manejarse por sí solos, recibían también algún dinero, á fin de que la necesidad renaciente y la falta de otros recursos no les lanzase por segunda vez en su primitivo estado; á otros les buscaban un asilo y abrigo en alguna casa de las más próximas. En la morada de estos bienhechores eran casi siempre acogidos por caridad, y como recomendados por el cardenal; en otras, donde á pesar de la buena voluntad faltaban medios, los buenos sacerdotes pedían únicamente que el desgraciado fuese recibido pagando una pensión, convenían en el precio, y entregaban cierta cantidad por vía de adelanto. En seguida daban la lista de los desgraciados á los curas de la parroquia para que los visitasen, y volvían los mismos sacerdotes á verlos. No es necesario decir que Federico hubiese aguardado que el mal llegara á su colmo para ser movido y dedicar todos sus cuidados. Su ardiente caridad debía hacerse sentir en todas partes, acumularse, acudir adonde no había podido todavía tomar, por decirlo así, tantas formas cuantas exigía la necesidad. Reuniendo todo aquello de que podía disponer, guardando la más estricta economía, invirtiendo todos los ahorros destinados á otras obras de beneficencia que entonces se habían vuelto de una importancia secundaria, había buscado todos los medios posibles para recoger dinero, empleándolo exclusivamente en aliviar á los infelices que morían de hambre. Hizo grandes compras de granos, y había enviado una buena parte á los lugares más escasos de su diócesis. Como el socorro estaba lejos de igualar á la necesidad, mandó también una gran cantidad de sal, con la cual, según dice Ripamonti, la yerba de los prados y la corteza de los árboles se convertía en alimento[9]. Había distribuido granos y dinero á los párrocos de la ciudad; él mismo en persona recorría todos los barrios, repartiendo limosnas y socorriendo además, secretamente, á muchas familias indigentes. En el palacio episcopal se hacía cocer diariamente una gran cantidad de arroz, y al decir de un escritor contemporáneo (el médico Alejandro Tadino, en una de sus obras[10], que con frecuencia tendremos ocasión de citar más adelante), se repartían todas las mañanas dos mil escudillas. Pero estos efectos de la caridad, que podemos llamar grandiosos al considerar que venían de un solo hombre y de sus solos medios (ya que Federico rehusaba por sistema el ser el dispensador de la liberalidad de otros); estos efectos, repito, unidos á los dones de otras manos privadas, si no tan fecundas, á lo menos numerosas, juntamente con los socorros que el consejo de los decuriones había decretado, dando al tribunal de la provisión la incumbencia de distribuirlos, no eran suficientes aún en comparación de las necesidades que había. Mientras que algunos aldeanos próximos á morir de hambre, lograban por la caridad del cardenal prolongar su existencia, otros llegaban á aquel extremo; los primeros, concluido un tan moderado socorro, volvían á recaer; por otro lado, había gentes no olvidadas sino pospuestas, como que padecían menos, por una caridad precisada á escoger; por consiguiente, los sufrimientos venían á ser mortales; por doquier aparecía la muerte, de todas partes acudían á la ciudad. Por un lado, veíanse millares de hambrientos más robustos y diestros para sobrepujar la concurrencia y hacerse sitio, los cuales habían conquistado una escudilla de sopa suficiente para no morirse en aquel día; pero otros muchos se quedaban atrás envidiando á aquellos, nosotros diremos, más afortunados, siendo así que entre los rezagados había al mismo tiempo padres, mujeres é hijos de los primeros. Y mientras en ciertas partes de la ciudad algunos de los más menesterosos y reducidos al último extremo se levantaban del suelo reanimados, recobrados y alimentados por algún tiempo, en cien distintos lados, otros caían desfallecidos y aun expiraban sin ayuda, sin auxilio alguno. Durante el día, oíase por las calles un ruido confuso de voces suplicantes; por la noche un susurro de gemidos, suspendido de cuando en cuando por grandes lamentos lanzados de improviso, por gritos, por acentos profundos de invocación, que terminaban en sofocados sollozos. Lo más notable y digno de consideración era, que en medio de tan grande exceso de sufrimientos, con tanta variedad de disputas, no se viese jamás una tentativa, no se escapase un solo grito sedicioso. Sin embargo, de todos aquellos que vivían y morían de semejante modo, había un buen número de hombres habituados á todo, menos á tolerar, siendo éstos al contrario los centinelas de los mismos que el día de S. Martín se habían hecho oir tanto. No es posible imaginar que el ejemplo de los cuatro desgraciados que habían pagado la pena por todos, fuese lo que ahora los refrenase: ¿qué fuerza podía tener, no la presencia, sino la memoria de las ejecuciones sobre los ánimos de una multitud vagabunda y reunida, que se veía como condenada á un lento suplicio, y que en efecto ya lo padecía? Pero los hombres en general, todos somos así, nos rebelamos indignados y furiosos contra los males pequeños, y nos encorvamos silenciosamente bajo el peso de los grandes; soportamos, no resignados sino con la mayor estupidez, el colmo de lo que en un principio habíamos llamado insoportable. El vacío que la mortandad hacía diariamente en aquella deplorable multitud, se llenaba de nuevo á cada momento: era un concurso continuo, primeramente de los pueblos circunvecinos, después de toda la campiña, luego de las ciudades del milanesado; y por último, también de otros pueblos. Entretanto, los antiguos habitantes de la ciudad salían de ella todos los días á bandadas, unos para sustraerse á la vista de tantas calamidades; otros, viéndose, por decirlo así, arrebatados de sus posiciones por nuevos concurrentes en mendicidad, partían con la última esperanza de buscar socorros en otras partes, fuese donde fuese, en donde la multitud apareciera menos menesterosa, ó la emulación de pedir se viese que no era tanta. Las dos cuadrillas de peregrinos se encontraban en su opuesto viaje: ¡espectáculo doloroso!, ¡siniestro presagio del término al cual unos y otros iban encaminados!, mas ellos seguían su camino, si no con la esperanza de mudar de suerte, á lo menos para no volver á cobijarse bajo un cielo que les había llegado á ser odioso, para no ver jamás los lugares en donde habían sido entregados á la desesperación. Á veces un desgraciado, cuya necesidad había agotado las últimas fuerzas vitales, caía desplomado en el camino y exhalaba allí su postrer suspiro, siendo un espectáculo funesto, un objeto de horror para sus mismos compañeros de miseria, y acaso de reproche para los demás viajeros. “Yo presencié, escribe Ripamonti, en la calle que se dirige á la muralla, el cadáver de una mujer... Le salía de la boca yerba medio mascada, y los labios presentaban aún el ademán de un esfuerzo rabioso... Llevaba un pequeño fardo en la espalda, y apretaba convulsivamente la cara de un tierno niño contra su pecho, el cual, llorando amargamente, pedía de mamar... Aparecieron en aquel sitio algunas personas compasivas, las cuales, habiendo recogido del suelo á la desgraciada criatura, se la llevaron, tratando de cumplir en seguida el primer deber materno”. Aquel contraste de vestidos magníficos y de harapos, de lujo y de miseria, espectáculo muy común en tiempos normales, había entonces cesado enteramente. La pobreza y los andrajos lo habían casi invadido todo, y el que más se distinguía era apenas bajo una apariencia de humilde medianía. Veíase á los nobles caminar con traje sencillo y modesto, y casi casi puede decirse ordinario; los unos porque la miseria general había cambiado hasta ese punto su fortuna, los otros por temor de provocar con el lujo la pública desesperación, ó por pudor y para no insultar la desgracia bajo la cual gemía el pueblo entero. Aquellos poderosos, odiados y temidos, que solían andar dando vueltas por la ciudad con un numeroso séquito de bravos, iban al presente casi solos, con la cabeza baja, y en sus ademanes parecía que pedían y ofrecían la paz. Los que aun en el apogeo de la fortuna habían, sin embargo, tenido ideas más humanitarias y mostrádose más modestos, aparecían también confusos, consternados y como oprimidos á la vista continua de una miseria que sobrepujaba, no sólo la posibilidad de los socorros, sino que también podríamos decir las fuerzas de la compasión. El que podía dispensar alguna limosna, tenía no obstante que hacer una triste elección entre hambre y hambre, entre urgencia y urgencia. Apenas se veía una piadosa mano que se aproximaba á un infeliz, cuando aparecía á su alrededor, como por encanto, una innumerable turba de menesterosos, de los cuales el que conservaba más vigor se hacía lugar y se adelantaba á todos para pedir con más instancia; los extenuados, los ancianos y los niños alzaban las descarnadas manos; las madres levantaban y mostraban de lejos á sus pequeños hijos que lloraban sin consuelo, mal envueltos en andrajosos pañales, y á quienes volvían á bajar estrechándolos contra su pecho, por carecer de fuerzas suficientes, á causa de su extremada debilidad para sostenerlos en aquella posición. De este modo se pasó el invierno y la primavera. Hacía ya algún tiempo que la junta de sanidad había representado al tribunal de la Provisión el peligro á que tanta miseria exponía á la ciudad; y para prevenir el contagio proponía encerrar á los mendigos vagabundos en diversos hospicios. Mientras que se discute este proyecto, se aprueba, se piensa en los medios, modos y lugares para llevarlo á efecto, los cadáveres cubren las calles á cada día que transcurría y en número creciente, aumentándose á proporción de esto todo el restante cúmulo de miserias. El tribunal de la provisión propone entonces un partido más fácil y expedito, cual es el reunir en un solo lugar, en el lazareto, á todos los mendigos sanos y enfermos, debiendo ser mantenidos y curados á expensas de la ciudad. Esto fué resuelto contra el parecer de la junta de sanidad, la cual se oponía, y con razón, objetando que en una tan gran reunión de gentes, el peligro al cual se quería poner remedio no haría más que aumentarse. Es casi indispensable que hagamos aquí una ligera descripción del lazareto de Milán, para aquellos de nuestros lectores que no tengan de él ninguna idea. Es, pues, un edificio que forma un cuadrilátero, y está situado fuera de la ciudad, distando de las murallas sólo el espacio del foso, de un camino de circunvalación, y de un acueducto que rodea el recinto mismo. Las dos alas mayores tienen de longitud unos quinientos pasos; las otras dos, unos cuatrocientos ochenta y cinco; todos por la parte exterior están divididos en pequeñas habitaciones de un solo piso; en el interior se ve un gran claustro cuyos pórticos están sostenidos por pequeñas y delgadas columnas. Las celdas eran doscientas ochenta y ocho en aquel entonces; en nuestros días hay muchas más, habiéndose hecho en el centro una gran entrada y otra pequeña en un extremo de la fachada que da al camino real. En el tiempo á que nos referimos no había más que dos entradas; la una en el centro del ala que mira á las murallas de la ciudad, y la otra de frente en el opuesto. En el centro del espacio interior existía, y aún existe todavía, una pequeña iglesia de forma octógona. El primer destino de todo el edificio, comenzado en el año de 1489, con el dinero de un legado particular, continuado después por algunos otros públicos de varios testadores y donantes; el primer destino del edificio, repito, fué, como lo da á conocer el mismo nombre, el de acoger cuando ocurriese, á los atacados de la peste; la cual ya mucho antes de dicha época solía aparecer dos, cuatro, seis y ocho veces cada siglo, ya en uno, ya en otro país de Europa, invadiendo una gran parte de ésta y también recorriéndola enteramente en todas direcciones: en el momento de que hablamos, el lazareto no servía más que para depósito de las mercancías sujetas á la cuarentena. Para desocuparlo y dejarlo expedito, no miraron el rigor de las leyes sanitarias, y habiendo hecho precipitadamente la limpieza y los experimentos prescritos, despacharon todos los géneros á un tiempo, echaron paja en todas las celdas, se hicieron provisiones de víveres hasta donde fué posible, y se invitó por medio de edictos públicos á todos los menesterosos que quisieran refugiarse allí. Muchos concurrieron voluntariamente: todos los que yacían enfermos por las calles y plazas, fueron trasladados; en pocos días, entre unos y otros, ascendieron á más de tres mil. Sin embargo, muchos más fueron los que quedaron sin asilo; ya fuese que éstos esperasen ver que los demás se iban y que ellos quedarían en número muy escaso para gozar de las limosnas de la ciudad, ya esa natural repugnancia á la clausura, ya esa desconfianza de los pobres por todo lo que se les propone por parte de los que poseen la riqueza y el poder (desconfianza siempre proporcionada á la ignorancia común de quien la siente y de quien la inspira, al número de los pobres y al poco criterio de las leyes), ó el saber efectivamente cuál era en realidad el beneficio ofrecido; ya fuese todo esto junto, ú otra cosa, el hecho es que la mayor parte, no haciendo caso de la invitación, continuaba arrastrándose por las calles y sufriendo las más grandes privaciones. Al ver esto se juzgó conveniente pasar de la invitación á la fuerza. Se nombraron rondas de alguaciles, para que condujesen á los mendigos al lazareto y que llevasen atados á los que se resistieran; por cada uno de los cuales les fué señalado una recompensa de diez sueldos: ¡he aquí cómo el dinero del pueblo se encuentra siempre para malgastarlo, aun en tiempos de la mayor penuria y escasez! Y aunque según se había calculado, y la misma junta de la Provisión lo había hecho á propio intento, de que cierto número de menesterosos huyese de la ciudad, para ir á vivir ó morir en otra parte, disfrutando á lo menos de libertad; sin embargo, la caza fué tal, que en poco tiempo el número de refugiados, entre voluntarios y prisioneros, se aproximó á diez mil. Debemos suponer que las mujeres y los niños estarían colocados en distintas habitaciones, á pesar de que la historia de aquel tiempo no rece nada de esto. Además, creemos que no faltarían reglas y precauciones para el buen orden; pero imagínese cualquiera qué orden podía establecerse y mantenerse, especialmente en aquellos tiempos y circunstancias, en una tan vasta y varia reunión, en donde, con los voluntarios, se hallaban mezclados los forzados; con aquellos para los cuales la mendicidad era una necesidad, un dolor, una vergüenza; con aquellos que la tenían por oficio; con muchos criados en la honesta actividad de los campos y de las oficinas, revueltos con otros educados en las plazas, en las tabernas, en los palacios de los poderosos, acostumbrados al ocio, á la holgazanería, á las maldades y á la violencia. Del modo que estarían tanta diversidad de clases viviendo y comiendo juntos, se podría tristemente conjeturar, aunque no tuviésemos ningunas noticias positivas, pero por fortuna las tenemos. De veinte á treinta dormían hacinados en cada una de aquellas celdas, ó tumbados bajo los pórticos, sobre un poco de paja podrida é infecta, ó sobre la desnuda tierra; porque si bien se había mandado que la paja fuese fresca y abundante, cambiándola á menudo, sin embargo, lo positivo era el ser mala, escasa, y el no remudarse nunca. Igualmente se había ordenado, que el pan fuese de buena calidad; mas, ¿qué administrador ha dicho jamás que se hacen y gastan malos artículos? Pero esto que no se hubiera obtenido en circunstancias ordinarias, ni aun para el servicio más estrecho, ¿cómo lograrlo en aquella ocasión y en medio de toda aquella barahúnda? Entonces se dijo, según encontramos en las memorias de aquella época, que el pan del lazareto había sido alterado con sustancias pesadas y no nutritivas; y sin embargo, es demasiado creíble que esto no eran vanas quejas. Por último, había una gran escasez de agua, es decir, de agua viva y saludable; el pozo común debía ser el acueducto que lame las murallas del recinto, cuyas aguas escasas, estancadas y también cenagosas, habían llegado á ponerse peor, á causa del uso continuo y la proximidad de tanta gente. Á todas estas causas de mortandad, tanto más activas, cuanto que ellas obraban sobre cuerpos ya enfermos ó extenuados, se unía la malignidad de la estación: lluvias obstinadas seguidas de una sequedad más obstinada todavía, y después de esto un calor anticipado y violento. La desgracia común fué aumentada por la inquietud y por la desesperación, por el deseo de los antiguos hábitos, por el recuerdo de los seres queridos que los infortunados habían perdido, por la memoria inquieta y dolorosa de aquéllos de quienes habían sido separados, por mil otras pasiones de abatimiento y de rabia que habían traído y también nacido allí dentro; la aprehensión y el espectáculo continuo de la muerte había llegado á ser para ellos mismos un nuevo y poderoso motivo de temores y de alarmas; no debe, pues, causar admiración que la mortandad se aumentara y reinara en aquel recinto hasta el punto de tomar el aspecto y nombre de peste, según la opinión de muchas gentes. Ya sea que la reunión y aumento de todas estas causas hiciesen multiplicar la actividad de una influencia puramente epidémica; ya sea (según parece que acontece en las carestías de menos gravedad y duración que de la que nos ocupamos) que motivase un cierto contagio, el cual en los cuerpos dispuestos y preparados por la misma miseria y mala calidad de los alimentos, por la intemperie, desaseo y abyección, hallase los temperamentos, por decirlo así, en su verdadera sazón, en fin, las condiciones indispensables para nacer, nutrirse y acrecentarse, si es lícito á un ignorante el hablar así, escudado á favor de la hipótesis propuesta por algunos facultativos, y apoyada vigorosamente, por último, con poderosas razones y mucha reserva por uno tan solícito como de grande ingenio[11]; ya sea que el contagio naciese primeramente como por una oscura é inexacta relación, juzgaron los médicos de la junta de sanidad, ya que existiera y hubiera ido minando con anterioridad (lo que acaso parece más verosímil, calculando que el hambre era ya antigua y general, y la mortandad muy frecuente); y que, en fin, llevado hacia aquella multitud permanente, se propagase con nueva y terrible rapidez. Dejando aparte cuál de todas estas conjeturas fuese la verdadera, lo cierto es que el número de muertos en el lazareto ascendió bien pronto á más de un centenar por día. Mientras que en dicho lugar reinaban los padecimientos, las más horribles angustias, el espanto y un general estremecimiento, el tribunal de la Provisión aparecía cubierto de vergüenza, aturdimiento é incertidumbre. Se consultó, se oyó el parecer de la junta de sanidad, y no se encontró otra cosa mejor que deshacer lo que se había hecho con tanto aparato, á costa de gastos tan exorbitantes y de tantas vejaciones. Se abrió, pues, el lazareto, y despidieron á todos los infelices que aún no estaban atacados del contagio, los cuales salieron con frenética alegría. La ciudad volvió á resonar con los antiguos lamentos, pero más débiles é interrumpidos; apareció de nuevo aquella turba de mendigos, más rara y más miserable, dice Ripamonti, pensando cómo había sido tan diezmada. Los enfermos fueron trasladados á Santa María della Stella, entonces hospital de pobres, en donde perecieron la mayor parte. Mientras tanto los campos bienaventurados empezaban á dorarse. Los mendigos llegados á la ciudad de todos los alrededores fueron cada uno por su lado á tomar parte en aquella tan deseada siega. La caridad inagotable ó ingeniosa del buen Federico se dió también á conocer: á cada aldeano que se presentó en el arzobispado, le hizo dar un bieldo, y una hoz para segar. Con la cosecha cesó por fin la carestía; la mortandad epidémica ó contagiosa, disminuyéndose de día en día, se prolongó no obstante hasta el otoño. Estando ya á punto de concluirse, he aquí que sobrevino un nuevo azote. Muchas cosas importantes, de ésas á las cuales especialmente se da el título de históricas, habían sucedido durante todo este intervalo. El cardenal Richelieu, después de haberse apoderado de la Rochela, según ya se ha dicho, y hecho un tratado de paz con la Inglaterra, había propuesto y obtenido por medio de su poderosa palabra, en el consejo del rey de Francia, que se socorriese eficazmente al duque de Nevers, habiendo igualmente determinado al rey mismo que mandase en persona la expedición. Mientras se hacían los preparativos, el conde de Nassau, comisario imperial, intimaba en Mantua al nuevo duque que entregase sus estados en manos de Fernando, pues en caso de no verificarlo, éste mandaría un ejército para ocuparlos. El duque, que en circunstancias más desesperadas había rehusado aceptar una condición tan dura y sospechosa, reanimado entonces por los socorros próximos de la Francia, lo rehusaba con más motivo, pero en términos ambiguos y con protestas de sumisión, aunque aparente, no menos envueltas. El comisario había partido protestando que la fuerza lo decidiría. En el mes de marzo el cardenal Richelieu había en efecto desembarcado con el rey á la cabeza de un ejército, habiendo pedido el paso al duque de Saboya, lo cual tratándolo nada se había conseguido. Después de un encuentro en que los franceses obtuvieron las mayores ventajas, se había tratado de nuevo y concluido un acuerdo, en el cual el duque, entre otras cosas, había estipulado que D. Gonzalo de Córdoba levantaría el sitio de Casal, obligándose, si éste se negase á ello, á unirse con los franceses para invadir el ducado de Milán. D. Gonzalo, que deseaba salir bien librado, levantó el campo que tenía al frente de Casal, en cuyo punto entró apresuradamente un cuerpo de tropas francesas para reforzar la guarnición. En esta ocasión fué cuando Achillini dirigió al rey Luis aquel famoso soneto: Sudate, o fochi, a preparar metalli[12]. y otro además, en el cual le exhortaba que se encaminase prontamente á libertar la Tierra santa. Pero es destino que los consejos de los poetas no sean jamás escuchados; y si en la historia encontráis algunos hechos conformes á lo que ellos han aconsejado, podéis decir sin rebozo alguno que ya eran cosas resueltas anteriormente. El cardenal Richelieu había al contrario decidido el volver á Francia para despachar los negocios que le parecían más urgentes. Girolamo Soranzo, enviado de Venecia, trató de aducir las más poderosas razones para combatir esta resolución, pero el rey y el cardenal no hicieron más caso de su prosa que de los versos de Achillini, y se volvieron con el grueso del ejército, dejando únicamente seis mil hombres en Susa para ocupar el paso y mantener el tratado. Mientras que este ejército se alejaba por una parte, el de Fernando se acercaba por otra, invadiendo el país de los Grisones y la Valtellina, disponiéndose á penetrar en el milanesado. Además de todos los daños que podían temerse de semejante paso de tropas, tenía avisos exactos la junta de sanidad, la cual sabía que dicho ejército traía la peste; pues siempre en aquel entonces había algunos gérmenes en las tropas alemanas, según dice Varchi, hablando de la que un siglo antes habían éstos llevado á Florencia. Alejandro Tadino, uno de los vocales de la junta de sanidad, (componíase de seis, además del presidente, cuatro magistrados y dos médicos), fué encargado por el tribunal, como refiere él mismo, para hacer presente al gobernador el peligro espantoso que amenazaba al país, si aquella gente pasaba por allí para ir al sitio de Mantua, según las voces que corrían. Por todos los actos de D. Gonzalo se traslucía el deseo que tenía de ocupar un lugar en la historia, la cual efectivamente no pudo pasarlo en silencio; pero (como sucede con frecuencia) no conoció ó no se cuidó de registrar uno de sus actos más dignos de memoria, cual fué la contestación que dió á Tadino en aquella ocasión. Respondió que no sabía qué hacerse; que las razones de intereses y de honor, por las cuales dicho ejército se había puesto en movimiento, eran de mayor peso que el peligro que se le oponía; que trataría sin embargo, de arreglarlo como se pudiera, y que se debía confiar en la Providencia. Para disponerlo, pues, todo del mejor modo que fuese posible, los dos médicos de la junta de sanidad (el citado Tadino y el senador Settala, hijo del célebre Ludovico), propusieron que se prohibiese, bajo las más severas penas, el que persona alguna comprase efectos de los soldados que debían pasar; pero fué cosa imposible el hacer comprender la necesidad de semejante orden al presidente, hombre, dice el Dr. Tadino, sumamente bondadoso, el cual no creía que del comercio con las tropas, y á causa de la venta de sus efectos, pudiese resultar la muerte de tantos millares de personas. Por lo que hace á D. Gonzalo, poco después de su célebre respuesta salió de Milán, y la partida fué tan triste para él como lo eran los motivos. Acababa de ser removido de su destino por efecto de los malos sucesos de la guerra de la cual había sido el principal motor y jefe, y el pueblo le echaba la culpa del hambre sufrida bajo su gobierno. (Lo que había hecho por la peste se ignoraba, ó por lo menos nadie se cuidaba de ello, según más adelante veremos, exceptuando la junta de sanidad, y especialmente los dos médicos.) Al salir, pues, en su carroza de viaje del palacio, en medio de una escolta de alabarderos, marchando delante á caballo dos trompetas, y acompañado de otras carrozas de nobles que formaban su séquito, fué saludado con una estrepitosa salva de silbidos por los muchachos reunidos en la plaza de la catedral, y que siguieron en tropel detrás del carruaje. Habiendo entrado la comitiva en la calle que se dirigía á la puerta de salida, se encontró en medio de una multitud de gente, que parte de ella estaba ya esperándole, y parte acudía á dicho sitio; tanto más, cuanto que los trompeteros, hombres de juicio, no cesaron de tocar desde el palacio hasta la puerta. Y en el proceso que se formó sobre aquel motín, haciendo cargos á uno de éstos, que con su incesante tocar había sido causa de que se aumentase, contestó: “Respetable señor, ésta es nuestra profesión; y si su excelencia no hubiese tenido gusto que tocáramos, hubiera mandado que callásemos”. Pero D. Gonzalo, ó por repugnancia de manifestar temor, ó por miedo de hacer con ello más atrevida á la muchedumbre, ó porque estuviese efectivamente un poco aturdido, lo cierto era que no daba ninguna orden. La multitud que los guardias habían intentado en vano rechazar, precedía, rodeaba y seguía la carroza gritando: “Ahí va la carestía; ahí va la sangre de los pobres”, y muchas otras cosas peores aún. Cuando llegaron junto á la puerta, empezaron á arrojar piedras, ladrillos, terrones y tronchos de berza, proyectiles ordinarios en semejantes casos: una gran parte corrió á las murallas, y desde allí hicieron una última descarga sobre las carrozas que salían, después de lo cual se desbandaron precipitadamente. En lugar de D. Gonzalo, fué enviado el marqués Ambrosio Spínola, cuyo nombre había ya conquistado en las guerras de Flandes aquella celebridad militar de que aún goza en el día. Entretanto el ejército alemán, bajo el mando supremo del conde Rambaldo di Collato, también jefe italiano, de menor fama, pero igualmente célebre, había recibido la orden definitiva de ir á caer sobre Mantua, entrando por lo tanto en el ducado de Milán en el mes de setiembre. En aquella época, la milicia se componía todavía en gran parte de soldados aventureros; reclutados por capitanes aventureros también, á los cuales en Italia se les daba el nombre de _condottieri_, y que no tenían otra profesión que ponerse al frente de una partida de gente alistada bajo sus órdenes, algunas veces por comisión de tal ó cual príncipe, otras por su propia cuenta, y para venderse después en compañía de sus afiliados. Los hombres se adherían á dicha profesión, menos por el sueldo que les estaba asignado que por la esperanza del pillaje y demás atractivos de la licencia. En el ejército no había disciplina alguna estable y general; ésta no hubiera podido avenirse tan fácilmente con la autoridad en parte independiente de tanta variedad de jefes. Por otra parte, éstos no eran muy escrupulosos con respecto á la disciplina, y aun cuando lo hubiesen sido, se puede juzgar que no hubieran podido establecerla ni mantenerla; pues soldados de semejante especie, ó se sublevarían contra su jefe innovador, al cual se le metiese en la cabeza el abolir el pillaje, ó cuando menos el dejarlo contemplando sus banderas. Además, como los príncipes para tomar, según se dice, dichas partidas á sueldo cuidaban más de tener mucha gente para asegurar sus empresas, que en proporcionar el número á los medios que poseían para pagarles, medios ordinariamente muy escasos, así los sueldos jamás los percibían exactamente. Los despojos de los países en los cuales habían guerreado ó recorrido, llegaban á ser como un suplemento tácitamente convenido. La siguiente sentencia de Wallenstein no es menos célebre que su nombre: “Es más fácil mantener un ejército de cien mil hombres que uno de doce mil”. El de que nosotros hablamos estaba en parte compuesto de gente que bajo su mando había desolado la Alemania en aquella guerra célebre entre todas las guerras, por lo cual por sí misma y por sus efectos tomó en seguida el nombre de los treinta años de su duración. Su propio regimiento era conducido por uno de sus lugartenientes, la mayor parte de los demás jefes habían mandado bajo sus órdenes, y se encontraban algunos de ellos, los cuales cuatro años después debían ayudarle á tener el fin desgraciado que todos saben. Eran veinte y ocho mil infantes y siete mil caballos. Al bajar de la Valtellina para caer sobre Mantua, debían costear el Adda hasta el sitio en que se lanza en el Po; entre todo, tenían que hacer ocho jornadas de marcha por el ducado de Milán. Una gran parte de los habitantes se refugiaban á los montes llevándose sus objetos más preciosos, y echando adelante los animales; otros permanecían en sus casas para cuidar algún enfermo, preservarla del incendio, ó para velar sobre las ricas alhajas escondidas y enterradas; otros, porque nada tenían que perder, y que al contrario hacían cuenta de ganar, tampoco se movían. Cuando la primera división llegaba al sitio en que debía detenerse, se esparcía en seguida por el pueblo y sus cercanías, y luego se entregaba al saqueo: lo que podía ser comido ó llevado, desaparecía; lo restante, lo destruían y arruinaban; los muebles se veían convertidos en leña, las casas en establos. Todos los escondrijos, todas las astucias para salvar las riquezas, eran casi siempre inútiles, y algunas veces atraían mayores males. Los soldados, gente muy práctica en las estratagemas de semejante modo de guerrear, registraban hasta los más pequeños rincones de las casas, agujereaban las paredes y las echaban abajo: descubrían con la mayor facilidad en los jardines la tierra removida de nuevo; se dirigían á los montes á robar los ganados, penetraban en las cuevas guiados por algunos bribones del país, según llevamos dicho, en busca de los ricos habitantes refugiados en dichos sitios; los despojaban, los arrastraban á sus casas, y á fuerza de golpes y amenazas les obligaban á indicar el lugar en donde tenían escondidos sus tesoros. Por último, emprenden la marcha: ya han partido; se oye morir á lo lejos el sonido de las cajas y cornetas; sucédense algunas horas de un espanto más tranquilo; mas he aquí que un nuevo redoble de tambores, otro maldito toque de cornetas, anuncia la llegada de una nueva división. Los que la componían, furiosos por no encontrar ya presa alguna, destruían todo lo que quedaba; quemaban los muebles, las puertas, las vigas, y también las casas enteras; trataban del modo más bárbaro y cruel á los habitantes, yendo así de peor en peor por espacio de veinte días, con motivo de estar el ejército compuesto del mismo número de divisiones. Colico fué el primer pueblo del ducado que invadieron aquellos malos espíritus: lanzáronse en seguida sobre Bellano; desde dicho punto entraron y se esparcieron por la Valtellina, de donde desembocaron en el territorio de Lecco. NOTAS: [6] Pan hecho de varias especies de granos. [7] Llámase así el arroz sin mondar. _Notas del traductor español._ [8] Medida que equivale á nuestra fanega, aunque es un poco menor.--_Nota del traductor español._ [9] Historia patriæ, decadis V, lib. 6, pág. 386.--_Nota del autor._ [10] Noticia del origen y diarios sucesos de la gran peste contagiosa, benéfica y maléfica, habida en la ciudad de Milán, &c. Milán 1648, pág. 20. [11] El célebre Dr. F. Enrico Acerbi. [12] Traducido literalmente: Sudad, oh fuegos, para preparar metales.--_Nota del traductor español._ CAPÍTULO DECIMOPRIMERO Aquí, entre los infelices amedrentados, encontramos personas muy conocidas nuestras. Quien no ha visto á D. Abundio el día que se esparció de repente la noticia de la bajada del ejército, de su aproximación y de sus excesos, no puede saber de ningún modo lo que es espanto. Ya vienen, son treinta, cuarenta, cincuenta mil; son diablos, arrianos, antecristos; han saqueado á Cortenuova; han pegado fuego á Primaluna; han destruido á Introbbio, Parsturo, Barsio; han llegado á Balabbio; mañana estarán aquí; tales eran las voces que corrían de boca en boca. Por doquier se veía correr, pararse á su vez, consultarse tumultuosamente, titubear entre el emprender la fuga ó quedarse; las mujeres se agrupaban lanzando desesperados gritos y mesándose los cabellos. D. Abundio, habiendo resuelto huir á todo evento, pues era el primero que había tratado de ello, veía, sin embargo, en cada camino que iba á tomar, en cada sitio en que pensaba refugiarse, obstáculos insuperables y peligros espantosos. ¿Qué hacer?, exclamaba: ¿adónde ir? Los montes, dejando aparte la dificultad del camino, no ofrecían seguridad; era sabido que los lasquenetes[13] trepaban por ellos como gatos, con solo que tuviesen algún indicio ó esperanza de poder hacer la menor presa. El lago tenía muy hinchadas las narices; soplaba un viento sumamente fuerte; además de esto, la mayor parte de los barqueros, temiendo ser forzados á tener que pasar los soldados ó bagajes, se habían refugiado con sus bateles á la orilla opuesta del Adda; las pocas que aún quedaban se hallaban cargadísimas de gente, con cuyo enorme peso y el temporal que reinaba, se temía que zozobrasen á cada paso. Para alejarse y salir de la ruta que el ejército tenía que recorrer, no era posible encontrar ni un carruaje, ni un caballo, ni algún otro modo cualquiera. Yendo D. Abundio á pie no hubiera podido adelantar mucho camino, y temía ser alcanzado. Los confines del territorio de Bérgamo no se hallaban tan lejos que sus piernas no le pudiesen llevar de un tirón; pero ya se había esparcido la noticia de haber salido de Bérgamo á toda prisa un escuadrón de dragones para guardar la frontera y tener á raya á los lasquenetes; aquéllos eran diablos en carne y hueso lo mismo que éstos, y por su parte hacían todo el mal que les era posible. El pobre hombre corría por la casa como un insensato y enteramente fuera de sí; iba detrás de Perpetua para concertar con ella lo que debía hacerse; pero ésta, ocupada del todo en reunir los objetos más preciosos y en esconderlos debajo del pavimento ó en los más pequeños agujeros, andaba apresuradamente, afanada, preocupada, con las manos llenas, y respondía: “en concluyendo de poner todo esto en seguridad, haremos en seguida lo que hacen los demás”. D. Abundio quería conversar con ella y discutir acerca del partido que debían tomar; mas Perpetua, entre los quehaceres y la prisa, y el miedo que tenía metido en el cuerpo y la cólera que le causaba el de su amo, estaba en semejante momento menos tratable que nunca. “¿No se ingenian los demás?, pues nosotros también nos ingeniaremos. Permitidme que os diga que no servís más que para estorbar. ¿Creéis que los otros no tengan también su pellejo que salvar?, ¿juzgáis que los soldados vienen á haceros á vos solo la guerra? Mejor sería que en lugar de venir delante y detrás lloriqueándome y quemándome la sangre, me ayudarais á fin de despachar más pronto”. Con éstas y otras contestaciones semejantes se desembarazaba de él, habiendo ya decidido que luego que hubiese concluido del mejor modo posible aquella precipitada operación, le cogería de la mano como se hace con un niño, y lo arrastraría consigo á los montes. Abandonado de este modo, se situaba en la ventana, miraba por todas partes, aguzaba los oídos, y al ver pasar á la gente, exclamaba con acento de queja y de reproche á la vez: “Haced la caridad á vuestro infeliz cura de buscarle algún caballo, un mulo, un asno cualquiera. ¿Es posible que nadie quiera socorrerme? ¡Oh, qué gente, Dios mío! Á lo menos esperadme, para que pueda ir en vuestra compañía; esperad á que seáis quince ó veinte para que yo marche con vosotros y que no me vea abandonado. ¿Queréis dejarme en poder de esos perros?, ¿ignoráis por ventura que la mayor parte son luteranos, y que tienen por una obra meritoria el asesinar á un sacerdote católico, apostólico, romano?, ¿queréis dejarme aquí para que reciba el martirio? ¡Oh, qué gente, qué gente!”. Pero, ¿á quién dirigía estas palabras? Á hombres que pasaban encorvados bajo el peso de su pobre ajuar, pensando en lo que dejaban en casa, echando sus vacas por delante, siguiéndoles los hijos cargados con cuanto podían, y sus mujeres llevando en hombros á los pequeñuelos que no podían andar. Algunos pasaban de largo sin responder ni tan siquiera mirar; otros le decían: “¡Eh! señor, componeos como mejor podáis; dichoso vos que no tenéis que pensar en la familia; ayudaos, ingeniaos”. “¡Oh, infeliz de mí! exclamaba D. Abundio. ¡Qué gente, qué corazones! no hay caridad; cada uno sólo piensa en sí mismo, y de mí nadie se acuerda”. Y después de esto se dirigía de nuevo en busca de Perpetua. --¡Oh, casualmente, le dijo ésta, venís á propósito; ¿y el dinero? --¿Cómo lo haremos? --Dádmelo; iré á enterrarlo en el jardín juntamente con la plata. --Pero... --Pero, pero... dádmelo; guardad algunos sueldos para lo que pueda ofrecerse, y después dejad lo demás á mi cuidado. D. Abundio obedeció; se dirigió hacia su arca, sacó su pequeño tesoro, y lo entregó á Perpetua, la cual dijo: “Voy á enterrarlo en el jardín, al pie mismo de la higuera”; dicho lo cual salió. Poco después volvió á aparecer con una banasta llena de comestibles y un canastillo vacío, en el cual se puso á colocar apresuradamente un poco de ropa blanca para ella y para su amo. Hecho esto, dijo Perpetua: “Á lo menos llevaréis el breviario”. --Pero, ¿adónde vamos? --¿Adónde van todos los demás? Primeramente nos dirigiremos al camino, y una vez allí, oiremos y veremos lo que mejor nos convenga hacer. En el mismo momento entró Inés con una pequeña cesta en las espaldas, y como en ademán del que viene á hacer una proposición importante. Inés, decidida á no aguardar tampoco los tan peligrosos huéspedes, viéndose en su casa enteramente sola, y además todavía con algún oro del Incógnito, había estado largo tiempo dudando acerca del paraje donde podría refugiarse. El resto de aquellos escudos, los cuales, durante la época del hambre, le habían hecho tan al caso, era la principal causa de sus alarmas y de su irresolución; pues había oído decir que en los países ya invadidos, los que tenían dinero estaban en una situación más terrible que los demás, viéndose expuestos á un mismo tiempo á la violencia de los extranjeros y á las asechanzas de sus compatriotas. Es verdad que no había confiado á nadie el secreto del bien que le había llovido del cielo, según vulgarmente se dice, á no ser á D. Abundio, á cuya casa iba de cuando en cuando á cambiar los escudos, dejando siempre alguna cosa para que la diese á los que fuesen más pobres que ella. Pero el dinero oculto, especialmente para los que no están acostumbrados á manejarlo con frecuencia, tienen al poseedor en una continua zozobra, con respecto á los demás. En la ocasión presente, mientras que Inés iba escondiendo, ya por un lado, ya por otro, las cosas mejores que no podía llevar consigo, y pensaba en los escudos que llevaba cosidos en su vestido, recordó que juntamente con ellos le había hecho el Incógnito las más cumplidas ofertas de servirla en todo y por todo; acordóse también, de lo que había oído contar tocante á su castillo situado en un lugar tan seguro, con el cual nadie, á excepción de los pájaros, podía llegar contra la voluntad de su dueño, por cuyo motivo resolvió ir á buscar un asilo. Calculó cómo podría hacerse reconocer de aquel señor, y en seguida pensó en D. Abundio, el cual, después de la conversación que había tenido con el arzobispo, le había manifestado las muestras más particulares de aprecio, con una efusión tanto mayor, cuanto que lo podía hacer sin comprometerse, y que permaneciendo los dos jóvenes muy lejos, estaba muy distante el caso de que se le pudiese hacer una petición, la cual hubiera puesto su benevolencia á una muy dura prueba. Inés supuso, pues, que en aquella barahúnda el pobre hombre debía hallarse más embarazado y aturdido que ella, y que el partido que iba á proponerle le parecería bueno. Habiéndolo encontrado en compañía de Perpetua, expuso á ambos el motivo de su visita. --¿Qué decís á esto, Perpetua? --Digo que es una inspiración del cielo; que es preciso no perder tiempo, y que nos pongamos al momento en camino. --Y después... --Después, después, cuando ya estemos allá, nos encontraremos muy satisfechos. Al presente sabemos que ese señor no trata más que de favorecer al prójimo, y tendrá un verdadero placer en proporcionarnos un asilo. En aquel paraje, en la frontera misma, y casi perdidos en los aires, no hay cuidado que vayan los soldados. Y luego, tampoco nos faltará que comer; pues de lo contrario, allá en lo más elevado de las montañas, cuando se nos hubiese concluido esta pequeña gracia que Dios nos ha enviado, (y así diciendo, colocaba los víveres en la cesta encima de la ropa blanca,) nos veríamos muy apurados. --Conque ¿se ha convertido, convertido de veras, eh? --¿Quién lo duda, después de todo lo que se sabe, después de lo que vos mismo habéis presenciado? --¿Y si fuésemos á meternos en la jaula? --¿Qué jaula? Perdonad que os diga que con todas las cosas tan insustanciales que se os ocurren, nunca se llegaría á resolver nada. Excelente Inés, habéis tenido una bella idea; y al concluir estas palabras, puso la banasta sobre una mesita, y, habiendo pasado los brazos por las correas, se la cargó á las espaldas. --¿No se podría, dijo D. Abundio, encontrar á algún hombre que viniese con nosotros para escoltar á su cura? Si topásemos con algún bribón, que en semejantes ocasiones se ven con frecuencia, ¿de qué ayuda podríais servirme vosotras? --¡Otra exigencia todavía!, ¡y siempre para perder tiempo! ¡Ir ahora á buscar á ese hombre, cuando cada uno no piensa más que en sus quehaceres! Acabemos de una vez: buscad vuestro sombrero y breviario, y andando. D. Abundio salió, y volvió al cabo de pocos instantes con el breviario bajo del brazo, el sombrero puesto y bastón en mano, después de lo cual salieron los tres por una puertecilla que daba á la plaza de la iglesia. Perpetua la cerró, más bien para no omitir una formalidad, que por la fe que ella tuviese en la cerradura y en las hojas de la puerta, guardándose en seguida la llave en la faltriquera. D. Abundio, al pasar por delante de la iglesia, le echó una ojeada, y dijo entre dientes: “Al pueblo corresponde guardarla, pues que á él es para quien sirve. Si tienen un poco de amor á su iglesia, tratarán de conservarla; si no lo tienen, así sufran lo que ella”. Dirigiéronse á través de los campos guardando el más profundo silencio, pensando cada uno en sus propios negocios, y mirando en torno de sí, principalmente D. Abundio, por si acaso divisaba alguna figura sospechosa; ó algo de extraordinario. No encontraban á nadie: la gente toda estaba metida en sus casas, con objeto de guardarlas, recogiendo sus efectos, ó escondiéndolos, ó por los caminos que conducían directamente á los montes. Después de haber suspirado innumerables veces y dejado escapar alguna interjección, D. Abundio empezó á murmurar ya, más continuadamente. La tomaba con el duque de Nevers, que hubiera podido permanecer muy bien en Francia gozando en hacer el príncipe, y que quería ser duque de Mantua á despecho de todo el mundo. Luego la emprendía con el emperador, que hubiera debido tener más juicio que los demás, dejando seguir al agua su curso, no siendo tan quisquilloso; pues al fin y al cabo, ¿por ventura no sería siempre el emperador, bien fuese duque de Mantua, Ticio ó Sempronio? Pero con quien principalmente la pegaba era con el gobernador, pues á éste correspondía haber alejado los azotes del país, habiendo sido al contrario, el que los había atraído por su afición á la guerra. Convendría que esos señores estuvieran aquí para que viesen y probasen lo que es bueno. ¡Gran cuenta tienen que rendir! Pero entretanto lo pagamos los que ninguna culpa tenemos. --Dejad un poco tranquilas á esas gentes, pues ya no vendrán á ayudarnos, decía Perpetua. Ya volvéis, perdonadme; ya volvéis á vuestras tonterías, que á nada conducen. Lo que más bien me causa más inquietud es... --¿El qué? Perpetua, que en el pedazo de camino andado había ido pensando con todo sosiego en lo que había escondido tan precipitadamente, empezó á lamentarse de haber olvidado tal cosa, ocultado mal tal otra, de haber dejado en cierto paraje una señal que podía guiar á los ladrones, en otro sitio... --¡Muy bien!, dijo D. Abundio, tranquilizado ya por su vida lo suficiente para afligirse por sus intereses. ¡Buena cosa habéis hecho por vida mía! ¿En dónde teníais la cabeza? --¡Cómo!, exclamó Perpetua, plantándosele delante y puesta en jarras, según se lo permitía la banasta, con la cual iba cargada: ¡cómo!, ¡venís ahora con tales reproches, cuando vos érais el que me daba tanta prisa, y me devanabais los sesos en vez de ayudarme y animarme! Antes bien he pensado en las cosas de la casa que en las mías propias; nadie ha habido que me diese una mano; todo ha tenido que pasar por mí; si algo sale mal, ninguna culpa tengo; he hecho más de lo que debía. Inés interrumpía estas disputas hablando de sus pesadumbres; no lamentándose tanto de los males é incomodidades que sufría, cuanto de ver desvanecerse la esperanza de abrazar pronto á su amada Lucía, que según recordarán los lectores, justamente había llegado el otoño, en el cual madre é hija habían proyectado volverse á ver; porque no era de suponer que D.ª Prajedes quisiese ir hacia aquel lado en semejantes circunstancias, habiendo, al contrario, salido de él, si por casualidad se hubiese encontrado, como hacía todo el mundo. La vista de los lugares hacía más vivos aún los pensamientos de Inés y más punzante su disgusto. Habiendo salido de los senderos que atravesaban los campos, entraron en el mismo camino real por el cual la pobre mujer había ido acompañando por tan poco tiempo á la hija á su casita, después de haber permanecido con ella en casa del sastre. Á todo esto se divisaba ya la población. --¿Iremos á saludar á esas buenas gentes? dijo Inés. --Y también á descansar un poquito; pues, esta banasta empieza ya á fastidiarme, y luego tenemos que comer un bocado, contestó Perpetua. --Con la condición de no perder tiempo, pues no viajamos por diversión, dijo D. Abundio. Fueron recibidos con la mayor satisfacción y con los brazos abiertos: es de advertir que traían á la memoria una buena acción. Haced bien á todos cuantos podáis, dice en esta ocasión nuestro autor, y con frecuencia encontraréis caras risueñas. Al abrazar Inés á la buena señora, prorrumpió en un copioso llanto, el cual le sirvió de un gran alivio, contestando con sollozos á las preguntas que ella y su marido le hacían con respecto á Lucía. --Está mejor que nosotros, dijo D. Abundio: se halla en Milán al abrigo de todo peligro, y lejos de estas diabólicas escenas. --¿Por ventura el señor cura y la compañía, van de huida? dijo el sastre. --Justamente, contestaron á un tiempo el amo y la criada. --Lo siento mucho. --Nos dirigimos, repuso D. Abundio, al castillo de ***. --Muy bien pensado; estaréis tan seguros como en el cielo. --¿Y aquí no tenéis miedo? --Os diré, señor cura; juiciosamente pensando, según todas las probabilidades, no deberían venir á alojarse aquí, á causa de estar esto fuera de camino para esas gentes: cuando más podrán hacer alguna escapatoria (lo que Dios no quiera), pero en todo caso siempre hay tiempo: antes hemos de oir hablar de las infelices poblaciones por donde irán pasando. Los viajeros habían resuelto descansar algunos momentos, y como era justamente la hora de comer, “Señores, dijo el sastre, os ruego que honréis mi pobre mesa; francamente, consistirá en un solo plato que tiene muy buena traza”. Perpetua dijo que llevaba consigo algo con que romper el ayuno. Después de algunos cumplidos por una y otra parte, acordaron juntar las provisiones y comer en compañía. Los niños se habían colocado con grande algazara alrededor de Inés, su antigua amiga. El sastre ordenó prontamente á una de sus hijas (la que había enviado con aquel plato de comida á la viuda María, según recordarán los lectores), que fuese á asar unas castañas, que eran de las primeras que se habían cogido. --Y tú, dijo á un muchacho, marcha corriendo al huerto, y sacude bien el albérchigo, recoge los que caigan, y tráelos; que vengan todos, ¿oyes? Y tú, dijo á otro, encarámate á la higuera y coge los higos que estén más maduros. Éste es un oficio que conocéis demasiado. Por lo que á él hace, fué á destapar un tonelito de vino, y su mujer á traer ropa de mesa. Perpetua sacó sus provisiones, púsose la mesa, se colocó en la cabecera una servilleta y un plato de loza para D. Abundio, añadiendo Perpetua un cubierto que traía en la cesta. Sentáronse á la mesa y comieron si no con grande alegría, á lo menos con mucha más de la que ninguno de los comensales hubiera esperado disfrutar aquel día. --¿Qué decís vos, señor cura, de esa barahúnda de cosas? dijo el sastre; me parece que estoy leyendo la historia de los sarracenos en Francia. --¡Qué queréis que diga! ¡Era preciso que me alcanzase esta nueva desgracia! --Pero habéis escogido un excelente refugio, replicó aquél, ¿quién se atrevería á subir allí á la fuerza? Encontraréis una numerosa concurrencia, porque he oído decir que se ha refugiado mucha gente, y que continuamente va llegando más. --Me atrevo á esperar que seremos bien recibidos. Conozco á ese buen señor; y cuando una vez tuve que apersonarme con él, se portó muy bien conmigo. --Y conmigo también, interrumpió Inés; me mandó á decir, por conducto de monseñor ilustrísimo, que cuando necesitase algo acudiese á él. --Sublime y hermosa conversión repuso D. Abundio; persevera en ella, ¿no es cierto?, ¿persevera? El sastre se puso entonces á hablar largamente acerca de la santa vida que hacía el Incógnito, y cómo después de haber sido el cruel azote de todas las cercanías, había llegado á ser el ejemplo y el bienhechor. --¿Y la gente que tenía consigo... toda aquella servidumbre?... replicó D. Abundio, el cual había oído decir algo, pero que no estaba enteramente seguro. --La mayor parte se han marchado, respondió el sastre; y los que han quedado, han variado de vida, de tal modo... En una palabra, el castillo se ha convertido en una nueva Tebaida: vos debéis saber todo esto. Luego se puso á platicar con Inés sobre la visita del cardenal. “¡Grande hombre!, decía; ¡grande hombre!, ¡lástima que pasara por aquí con tanta precipitación, pues ni aun pude honrarle como merecía. ¡Oh, cuán satisfecho estaría si pudiese hablarle otra vez, así, más despacio!”. Después que se levantaron de la mesa, les enseñó una estampa que representaba al cardenal. La tenía pegada á una de las hojas de la puerta, como en señal de veneración al personaje, y también para poder decir á todo el mundo que el retrato no era parecido, porque él había podido examinar de cerca, y con mucha calma, al cardenal en persona, en aquella misma habitación. Lo han querido hacer con esta cosa aquí... dijo Inés: el vestido le parece; pero... --¿No es verdad que no tiene parecido?, repuso el sastre: yo siempre lo digo; no nos engañamos, ¿eh? Mas en su defecto está su nombre debajo; al fin es un recuerdo. D. Abundio daba prisa y estaba impaciente por llegar; el sastre se empeñó en ir á buscar un carro que los condujese hasta el pie de la subida; corrió, pues, con la mayor solicitud á su encuentro, y pocos momentos después volvió diciendo que ya venía. Luego se dirigió á D. Abundio, y le dijo: “Señor cura, si deseáis llevaros allá arriba algún libro para pasar el tiempo, yo podré serviros, pues, aunque soy un infeliz, me divierto también en leer un poco. Ello no serán libros como los vuestros, por estar escritos en lenguaje vulgar, pero no obstante...”. --Gracias, gracias, respondió D. Abundio: las circunstancias son tales, que apenas tiene uno cabeza para ocuparse de lo que es de obligación. Mientras se dan y vuelven las gracias, se cambian los saludos y buenos presagios, invitaciones y promesas de otra visita á la vuelta, el carro ha llegado delante de la puerta de la calle. Colocan en él las cestas, montan y emprenden con un poco más de calma y tranquilidad de espíritu la segunda mitad del viaje. El sastre había dicho la verdad á D. Abundio, con respecto á la nueva vida del Incógnito. Desde el día en que lo dejamos, había continuado haciendo lo que se propuso; á saber: reparar los males causados, reconciliarse con sus enemigos, socorrer á los desgraciados, hacer, en suma, todo el bien que pudiese. Aquel valor que en otro tiempo había manifestado en ofender y defenderse, ahora lo mostraba en no hacer una cosa ni otra. Iba siempre solo y sin armas, dispuesto á sufrir las consecuencias posibles de tantas violencias como había cometido, y persuadido que sería usar de una nueva si se valía de la fuerza para defender su persona, que era deudora de tantas y tantas; convencido, igualmente, de que todo el daño que se le hiciese sería una injuria hacia Dios, pero con respecto á él una justa retribución, y que él tenía menos derecho que cualquiera otra persona para castigar al que le injuriase. Á pesar de todo esto, permanecía tan inviolable como cuando tenía armados para su seguridad tanta multitud de brazos en unión con el suyo. El recuerdo de su antigua ferocidad, y la vista de su actual mansedumbre, la una que debía haber dejado naturalmente tantos deseos de venganza, y la otra, que la hacía tan fácil, conspiraban, sin embargo, á la vez, á vencer los odios, y á conquistarle una admiración que le servía principalmente de salvaguardia. Éste era el hombre que nadie había podido humillar, y que se había humillado á sí mismo. Los rencores irritados otras veces por su desprecio y por el miedo que le tenían, veíanse, al presente, embotarse ante aquella nueva humildad: los ofendidos habían obtenido, contra toda esperanza y sin ninguna especie de riesgo, una satisfacción que no hubieran podido prometerse de la mejor venganza; esto es, el placer de ver á un hombre semejante arrepentido de sus crímenes, y siendo partícipe, por decirlo así, de su indignación. Existían muchos cuyo rencor se había hecho más amargo y profundo á causa del infinito número de años que lo abrigaban, sin haber podido encontrar durante tan largo trascurso de tiempo una ocasión en que pudiesen ser más fuertes que aquel hombre para tomar la revancha de los daños que les había causado; mas al verlo luego solo, desarmado y en la actitud de un hombre que no opondría resistencia, no sentían otro impulso hacia él más que una intensa veneración y profundísimo respeto. En aquella voluntaria humillación, su presencia y continente habían adquirido, sin que él lo supiese, un cierto no sé qué de más noble y elevado, pues se traslucía en toda su persona, todavía mejor que antes, la ausencia de todo temor. Los odios, aun los más tenaces é inveterados, se sentían como ligados y contenidos respetuosamente por la veneración general de la cual era objeto aquel hombre arrepentido y tan benéfico. Dicha veneración era tal, que él mismo se veía embarazado para sustraerse á las demostraciones que se le hacían, teniendo que poner todo su cuidado en no dejar transparentar en su semblante y ademanes, el sentimiento interior de compunción y no humillarse mucho para no ser demasiado ensalzado. En la iglesia eligió el sitio más inferior, y no había peligro que nadie lo ocupase; hubiera sido lo mismo que usurpar un puesto de honor. Ofender pues á semejante individuo ó tratarle con poco miramiento, podía parecer no solamente una insolencia y villanía, sino también un sacrilegio; y los mismos á quienes este sentimiento general podía servir de comedimiento, participaban igualmente más ó menos. Éstas y otras muchas causas alejaban también de él la venganza de la fuerza pública, y le procuraban además por este lado una seguridad, por la cual ningún cuidado pasaba. El rango y elevado nacimiento, que en todo tiempo le habían servido de escudo, militaban aún más en su favor, después que á aquel nombre ya famoso se unían las alabanzas de una conducta sumamente ejemplar y la gloria de su conversión. Los magistrados y los grandes se habían alegrado de ésta públicamente como el pueblo, habiendo parecido extraño el enconarse contra el que era objeto de tantas congratulaciones. Además de esto, un poder ocupado en una guerra perpetua y siempre desgraciada contra rebeliones vivas y renacientes, podía estar bastante satisfecho con haber librado de la más indomable y molesta, para no ir á buscar otra; tanto más, cuanto que dicha conversión producía reparaciones que el expresado poder no estaba acostumbrado á obtener, ni tampoco á pedir. Martirizar á un santo no parecía un buen medio para librarse de la vergüenza de no haber sabido tener á raya á un facineroso, y el efecto que se hubiera conseguido castigándole no habría sido otro que hacer volver á sus semejantes á su antigua y criminal vida. Probablemente también la parte que el cardenal Federico había tenido en la conversión, y su nombre asociado al del convertido, servían á éste como de un impenetrable y sagrado escudo. Y en ese estado de cosas é ideas, en esas singulares relaciones de la autoridad espiritual y del poder civil, que tan á porfía debatían entre sí sin pensar jamás en destruirse, mezclando continuamente á las hostilidades, actos de reconocimiento y protestas de deferencia, y que no obstante iban siempre de conserva á un fin común, sin hacer nunca las paces, pudo parecer en cierto modo que la reconciliación de la primera llevase consigo el olvido, si no la absolución del segundo, cuando aquélla se había acumulado solamente para producir un efecto querido de ambas. Así, aquel hombre, sobre el cual, si hubiese caído, habrían corrido á porfía grandes y pequeños á pisotearle, derribándose voluntariamente, conseguía ser perdonado por todos, y venerado por muchos. Es cierto que también había algunos á quienes aquel estrepitoso cambio debía dejar muy disgustados; tales eran los ejecutores pagados para cometer crímenes, los compañeros de delitos, que perdían una tan gran fuerza, con la cual estaban habituados á crearse una renta, y que acaso en el momento que esperaban la noticia de la ejecución, encontraban á un mismo tiempo rotos los hilos de las tramas urdidas á fuerza de tanto tiempo y trabajo. Pero ya hemos visto los diversos sentimientos que la tal conversión hizo nacer en los corazones de los secuaces que se encontraban entonces con él, y la cual oyeron anunciar por la misma boca de su jefe: estupor, aflicción, abatimiento, cólera; un poco de todo, menos desprecio ni odio. Lo propio sucedió á los demás que tenía apostados en diferentes sitios, cuando llegaron á informarse de tan terrible nueva; lo mismo á los cómplices de más alta importancia, y á todos por las mismas causas. El odio principal, según dice Ripamonti, recayó más bien sobre el cardenal Federico. Miraban á éste como el que se había mezclado en sus negocios para destruirlos: el Incógnito había querido salvar su alma; nadie tenía razón de quejarse. Poco á poco la mayor parte de los antiguos sicarios del Incógnito, no pudiendo acostumbrarse á su nueva disciplina, y no viendo tampoco ninguna probabilidad de cambio, se fueron marchando. El uno había ido á buscar un nuevo amo, acaso entre los amigos del que acababa de dejar; el otro fué á alistarse en alguno de los tercios, como entonces se llamaban, de España ó de Mantua, ó de cualquier otra parte beligerante; éste se lanzó á los caminos reales, á fin de hacer la guerra por su cuenta; y aquél, por último, se había contentado con ir tuneando á sus anchas. Los que se hallaban á sus órdenes en diversos pueblos, se vieron obligados á hacer poco más ó menos lo mismo. El pequeño número de los que habían podido habituarse á aquel nuevo género de vida, y que la abrazaron voluntariamente, naturales los más del valle, habían vuelto á los campos ó á ejercer los oficios aprendidos en sus primeros años, y abandonados después: los forasteros se quedaron en el castillo en clase de criados; unos y otros, como convertidos al mismo tiempo que su amo, pasaban del modo que éste su vida, sin hacer ni recibir daños, inermes y respetados. Mas cuando á la llegada de las tropas alemanas algunos fugitivos de las poblaciones invadidas ó amenazadas se dirigían al castillo para pedir un asilo, el Incógnito, sumamente satisfecho de que sus muros fuesen un lugar de refugio para los débiles, así como en otro tiempo lo habían sido de execración y espanto, acogía á esos desgraciados más bien con expresiones de agradecimiento que de cortesía. Hizo publicar que su casa estaría abierta á todo el que quisiera refugiarse, y se ocupó en seguida de poner, no solamente el castillo, sino también el valle, en estado de defensa, por si los lasquenetes ó dragones quisiesen ir allí á hacer de las suyas. Reunió los servidores que le habían quedado, que eran pocos, pero valientes, como los versos de Torti; hízoles una arenga sobre la dichosa ocasión que Dios les ofrecía, así como igualmente á él, de emplearse una vez en ayuda de su prójimo, al cual tantas habían oprimido y asustado; y con aquel antiguo tono natural de mando, que expresaba la certidumbre de ser obedecido, les anunció en términos generales lo que él deseaba que hiciesen, y les prescribió sobre todo cómo debían conducirse, á fin de que la gente que llegara á refugiarse al castillo no viese en ellos todos más que amigos y defensores. Mandó sacar de un desván en donde estaban hacinadas una multitud de armas blancas y de fuego, las cuales distribuyó; hizo decir á sus aldeanos y arrendadores del valle, que si querían ir voluntariamente al castillo con armas, serían bien recibidos, y que el que no las tuviese se le darían; nombró oficiales, señaló los puestos á la entrada y en diversos parajes del valle, en la subida, á las puertas del castillo; fijó las horas y el modo de relevarse, como en un campamento, ó según se había verificado en dicho castillo mismo en los tiempos de su vida criminal. En un rincón del susodicho desván, se hallaban separadas del montón las armas que él solo había usado: veíase allí su famosa carabina, sus mosquetes, espadas, dagas, espadones, pistolas, cuchillos, puñales, tirados por el suelo ó arrimados á la pared. Ninguno de los servidores tocó á dichas armas; pero trataron de preguntar al señor las que deseaba que le fuesen llevadas: ninguna, respondió; y ya fuese esto voto, ya resolución, permaneció siempre desarmado á la cabeza de aquella especie de guarnición. Al mismo tiempo había puesto en movimiento á otros hombres y mujeres de su casa y dependencias, para preparar en el castillo alojamiento al mayor número de personas que fuese posible, haciendo disponer camas, colocar jergones y colchones en las salas, las cuales estaban transformadas en dormitorios. Había dado orden para que trajeran provisiones en abundancia, con el objeto de subvenir á las necesidades de los huéspedes que Dios le enviase, y cuyo número iba aumentándose de día en día. En el ínterin él no permanecía ocioso; veíasele tan pronto dentro como fuera del castillo, ya arriba, ya abajo de la colina; era digno de contemplar con qué solicitud recorría el valle, estableciendo, reforzando y visitando los puestos, examinándolo todo, dejándose ver, poniendo y conservando el orden por medio de sus palabras, de sus miradas, y de su presencia. En su castillo, por los caminos, acogía á todos los fugitivos que encontraba; y todos, ya fuese que lo hubiesen visto, ó lo viesen por la primera vez, lo miraban estáticos, olvidando un momento los pesares y temores que los habían lanzado á aquellos sitios, y se volvían aún á mirarlo, cuando apartándose de ellos continuaba su camino. NOTAS: [13] Nombre que se daba antiguamente á los soldados alemanes, ya fuesen de á pie ó de á caballo.--_Nota del traductor español._ CAPÍTULO DECIMOSEGUNDO Aunque el mayor concurso no se hallase por el lado que nuestros tres fugitivos se aproximaban al valle, sino más bien en la parte opuesta, no obstante, empezaron á encontrar compañeros de viaje y de infortunio, que llegaban por caminos de travesía y pequeños senderos al camino real. En semejantes ocasiones todos los que se encuentran se tratan como antiguos conocimientos. Cada vez que el carro alcanzaba algún caminante, se cambiaban de un lado y de otro una multitud de preguntas y respuestas. Éste se había escapado del mismo modo que nuestros personajes, sin esperar la llegada de los soldados; aquél había oído los tambores y las cornetas; otro por último los había visto, y los pintaba con el prisma que el espanto acostumbra dar á todas las cosas. --Á Dios gracias, nosotros somos aún bastante afortunados. Por allá se han quedado nuestros intereses, pero al menos estamos en salvo. Mas D. Abundio no encontraba motivos de alegrarse tanto. Aquella gran concurrencia de gente, y más todavía la que temía hallar en el castillo, empezaba á entristecerle. “¡Oh, qué historia!” decía en voz baja á las mujeres en un momento en el cual no había nadie alrededor. “¡Oh, qué historia! ¿No comprendéis que reunirse tanta gente en un sitio solamente, es lo mismo que el querer atraer por fuerza á los soldados? Todo el mundo se esconde, todos huyen; en las casas no queda nadie; en su consecuencia los soldados creerán que allá arriba están los tesoros, y de seguro subirán. ¡Oh, infeliz de mí, en buena me he metido!” --¡Oh, no tendrán nada más que hacer que subir al castillo! decía Perpetua; ellos también deben ir por su camino. Además, siempre he oído decir que en los peligros es mejor el encontrarse muchos reunidos. --¡Muchos, muchos! replicaba D. Abundio; ¡pobre mujer! ¿No sabéis que cada lasquenete se comería cien de éstos? Y después, “¡si quisiesen hacer locuras, sería una bonita cosa! ¿no es cierto que sería hermoso el hallarse en medio de una batalla? ¡Oh, pobre de mí! Mejor hubiera sido ir á refugiarse en los montes. ¡Que todos hayan de querer ocultarse en un mismo sitio! ¡Maldita gente!”. En seguida refunfuñaba: “Todos aquí; andad, andad pues; uno detrás de otro del mismo modo que las ovejas”. --Según esta cuenta, dijo Inés, ellos podrían decir otro tanto de nosotros. --Callaos, callaos, dijo D. Abundio; las habladurías no sirven de nada. Lo hecho, hecho se queda; ya nos hallamos aquí, y por lo tanto, es preciso que permanezcamos. Sucederá lo que Dios quiera: el cielo nos la depare buena. Mas lo peor fué cuando, á la entrada del valle, vió un numeroso puesto de gentes armadas; los unos en la puerta de una casa, y los otros en el piso bajo: mirólos de reojo; aquellos rostros no eran los que había visto en su primero y doloroso viaje, ó si encontraba algunos estaban muy cambiados; pero á pesar de todo esto, no puede expresarse la aflicción que le causó semejante vista. “¡Oh, pobre de mí! se decía interiormente: ¡He aquí si hacen locuras! No podía ser de otro modo: yo debía esperarlo de un hombre como ése. Pero, ¿qué querrá hacer? ¿La guerra acaso? ¿Querrá, por ventura, desempeñar el papel de rey? ¡Oh, infeliz de mí! En las actuales circunstancias, en que sería preciso esconderse bajo siete estados de tierra, él busca, al contrario, todos los medios de hacerse ver, de darse á conocer á ellos, ó mejor diré, quiere provocarlos”. --Mirad, mirad pues, señor, le dijo Perpetua, si hay aquí gente valiente que sabrá defendernos: que vengan ahora los soldados; aquí no son como nuestros miedosos lugareños, que no tienen más que piernas para correr. --¡Silencio! respondió en voz baja D. Abundio, pero con iracundo acento: “¡Silencio! pues no sabéis lo que os decís. Rogad al cielo que los soldados tengan prisa para proseguir su camino, que no lleguen á saber lo que aquí se hace, y que este lugar se dispone como un fuerte. ¿Ignoráis, por ventura, que el oficio de los soldados es tomar fortalezas? No buscan otra cosa; para ellos el dar un asalto es como ir á unas bodas, porque todo lo que encuentran lo hacen suyo, y pasan á todo el mundo á cuchillo. ¡Oh, Dios mío, Dios mío! Vaya; yo veré si hay algún medio de ponerse en salvo sobre cualquiera de esos precipicios. ¡Oh, en una batalla, no me cogerán! ¡oh, de seguro! no me cogerán”. --Si tenéis también miedo de ser defendido y auxiliado... volvía á empezar Perpetua; mas D. Abundio la interrumpió ásperamente, pero siempre en voz baja: “¡Silencio! procurad no traer á colación estas cosas; recordad que aquí es preciso mostrar siempre la cara risueña y aprobar todo lo que se ve”. En la Malanotte encontraron otro puesto de gente armada, á los cuales D. Abundio hizo un profundo saludo, diciendo entretanto para sí: “¡Ay de mí, precisamente he venido á un campamento!” En esto se paró el carro; D. Abundio se apresuró á pagar al conductor y lo despidió, encaminándose con sus compañeras hacia la subida, sin proferir una sola palabra. La vista de aquellos lugares le hacía aglomerar á la imaginación, á la vez que las angustias presentes, el recuerdo de las que había sufrido anteriormente: é Inés, que jamás había visto aquellos sitios, y que se formaba en su mente un cuadro ideal cada vez que pensaba en el espantoso viaje de Lucía, al verlos ahora según eran verdaderamente, experimentaba como un nuevo y más vivo sentimiento por aquellos crueles recuerdos. “¡Oh, señor cura! exclamó: ¡al pensar solamente que mi pobre Lucía ha pasado por este camino!...”. --¡Queréis callar, mujer sin juicio!, le dijo al oído D. Abundio; ¿son palabras éstas para pronunciarlas aquí? ¿No sabéis que estamos en su casa? La fortuna que ahora nadie os oye; pero si habláis de este modo... --¡Oh!, dijo Inés, al presente, que es un santo... --¡Silencio!, replicó D. Abundio; ¿creéis que á los santos se les puede decir, así sin más ni más, lo que á uno se le antoje? Tratad más bien de darle gracias por los bienes que os ha dispensado. --¡Oh!, lo que es en esto ya había yo pensado; ¿creéis que no sepa también yo algo de buena crianza? --La buena crianza consiste en decir cosas que no puedan desagradar, especialmente al que no está acostumbrado á oirlas; y tened ambas entendido, que éste no es sitio de decir necedades ni habladurías. Ésta es la casa de un gran señor, ya lo sabéis; ved cuánta gente le rodea; las hay de todas clases; conque así tened juicio, si podéis; pesad las palabras, y sobre todo hablad poco y sólo cuando sea necesario, que por callar nada se pierde. --Vos sí que todo echáis á perder con vuestras... volvía á decir Perpetua. “¡Silencio!”, repitió en voz baja D. Abundio, y al momento se quitó el sombrero precipitadamente é hizo un profundo saludo. Había divisado al Incógnito que se dirigía á su encuentro: éste había visto y reconocido á D. Abundio, y por lo tanto se encaminaba hacia él apresuradamente. --Señor cura, dijo cuando estuvo cerca; hubiera querido ofreceros mi casa en mejor ocasión; pero de todos modos, experimento un gran placer en poderos ser útil en algo. --Confiado en la gran bondad de vuestra señoría ilustrísima, contestó D. Abundio, me he atrevido á venir á molestaros en esta circunstancia; y según ve vuestra señoría, me he tomado además la libertad de traer compañía. Ésta mi ama... --Bien venida, dijo el Incógnito. --Y ésta, continuó D. Abundio, es una buena mujer á la cual vuestra señoría ha dispensado mucho bien. Es la madre de aquella... de aquella... --De Lucía, dijo Inés. --¡De Lucía!, exclamó el Incógnito, volviendo su inclinada frente hacia Inés. ¡Mucho bien yo, justo Dios! Vos sois la que me colmáis de bienes con vuestra venida... á esta casa. Bien llegada seáis, pues que traéis la bendición del cielo. --¡Oh, muy al contrario! Yo vengo más bien á importunaros. En seguida ella añadió acercándose á su oído: “Vengo también á daros las gracias”. El Incógnito se apresuró á interrumpirla, preguntándole con mucho interés por Lucía. Luego que Inés le satisfizo, dió la vuelta para acompañar al castillo á los nuevos huéspedes, como lo verificó á pesar de la respetuosa resistencia de éstos. Inés echó al cura una mirada que quería decir: “Ved si hay necesidad que os interpongáis entre nosotros dos para darnos consejos”. --¿Han llegado acaso los enemigos á vuestra parroquia?, preguntó el Incógnito. --No, señor: no he querido esperar á esos demonios. Sólo Dios sabe si habría salido vivo de entre sus manos, y venido ahora á molestar á vuestra señoría ilustrísima. --Vamos, tranquilizaos, replicó el Incógnito: al presente estáis en seguridad. Aquí no vendrán; y si quisiesen probarlo, estamos dispuestos á recibirlos. --Roguemos que no vengan, dijo D. Abundio; además, por aquel lado, añadió señalando con el dedo las montañas opuestas que servían de límites al valle; por aquel lado anda también otra cuadrilla de gente; pero... --Es verdad, respondió el Incógnito; mas no dudéis que también estamos preparados contra ellos. “¡Entre dos fuegos!, decía entre sí D. Abundio; ¡justamente entre dos fuegos!, ¡adónde me he dejado arrastrar!, ¡y por dos charlatanas!, ¡cualquiera diría que este hombre se complace en meterse en medio de todo! ¡Oh, qué gentes hay en el mundo!” Habiendo entrado en el castillo, el señor hizo conducir á Inés y á Perpetua á una estancia del lado señalado para las mujeres, el cual ocupaba las tres alas del segundo patio, en la parte posterior del edificio, situada sobre un peñasco solitario y de difícil acceso, que dominaba á un precipicio. Los hombres habitaban las alas del otro patio, á derecha é izquierda, y también la que daba sobre la explanada. El cuerpo del medio, que separaba los dos patios, y se pasaba del uno al otro por una vasta galería que iba á corresponder á la puerta principal, estaba ocupado en parte por las provisiones, y servía en parte de lugar de depósito para los efectos que los refugiados deseaban poner en salvo. En el sitio destinado á los hombres, había una pequeña estancia para los eclesiásticos que pudiesen llegar. El Incógnito acompañó personalmente á D. Abundio á la referida estancia, siendo el primero que tomó posesión de ella. Nuestros fugitivos permanecieron veintitrés ó veinticuatro días en el castillo, en medio de un movimiento continuo y numerosa compañía, la cual al principio iba siempre en aumento, pero sin que aconteciese nada que sea digno de contarse. No se pasaba día sin que dejase de haber alarma: los lasquenetes vienen por este lado; se han visto dragones por el otro. Á cada aviso, el Incógnito mandaba exploradores; si era preciso, tomaba consigo gente que tenía siempre dispuesta para un caso, y salía del valle por el lado en que se le había indicado el peligro. Era cosa digna de admiración el ver una partida de hombres determinados, armados hasta los dientes, y alineados como soldados, conducidos por otro hombre desarmado. Las más veces, los que causaban semejantes alarmas, no eran más que foragidos y ladrones desbandados que emprendían la fuga antes de ser alcanzados... Mas un día, persiguiendo á algunos de éstos, para enseñarles que no debían atenerse á merodear por aquel lado, el Incógnito fué avisado de que un pueblo vecino había sido invadido y saqueado. Eran lasquenetes de varios cuerpos que habiéndose quedado rezagados con el objeto de entregarse al pillaje, se habían reunido é iban á lanzarse de improviso sobre las tierras cercanas á aquellas donde el ejército hacía alto, mientras tanto ellos despojaban á los habitantes y les sacaban gruesas sumas de dinero. El Incógnito arengó brevemente á los suyos, y los condujo hacia el citado pueblo. Llegaron sin ser esperados. Los salteadores que creían marchar directamente á la presa, viendo que iba sobre ellos gente armada y disciplinada, dispuesta á combatir, abandonaron el saqueo y emprendieron precipitadamente la fuga por el mismo camino por donde habían venido, sin esperarse tan siquiera los unos á los otros. El Incógnito los persiguió por algún tiempo; mas luego, habiendo mandado hacer alto, estuvo esperando un rato por si veía algo de nuevo, y por último volvió con su gente á desandar lo andado. Al pasar por el pueblo que había salvado, es imposible describir los aplausos y bendiciones con las cuales fué recibida la partida libertadora como igualmente su jefe. Ninguna clase de desorden hubo nunca en el castillo, á pesar de una tan innumerable reunión de gentes de todas clases, costumbres, edades y sexos. El Incógnito había colocado centinelas en distintos puntos, los cuales vigilaban atentamente para prevenir todas las dificultades, con aquel ardor que cada uno ponía en las cosas de las cuales debía dar cuenta. Después, había suplicado á los eclesiásticos y á las personas más respetables que estaban refugiadas allí, que se tomasen también la molestia de rondar y vigilar. Cuando podía, él mismo se mostraba en todas partes; y aunque se hallase ausente, la memoria del dueño contenía todo lo que hubiera podido suceder. Además, la reunión se componía en su mayor parte de fugitivos, gente inclinada en general, á la paz y tranquilidad; el pensamiento de sus cosas é intereses, unido al peligro en el cual habían dejado á algunos parientes ó amigos, contribuían á mantener y aumentar cada vez más la citada disposición. Encontrábanse también, allí, hombres de un temple más fuerte y de corazón animoso, los cuales trataban de pasar alegremente aquella época tan desgraciada. Habían abandonado sus casas por no tener bastante fuerza para defenderlas, pero no eran de opinión de lamentarse y llorar por cosas irremediables, no queriendo representarse en su imaginación el estrago que más tarde verían á la fuerza con sus propios ojos. Una porción de familias amigas habían ido juntas al castillo, ó encontrándose allí, habían formado nuevas amistades, y la multitud se hallaba dividida en distintas reuniones, según las costumbres y genios. Los que tenían dinero y discreción bajaban á comer al valle, donde en aquellas circunstancias se habían abierto á toda prisa las posadas; algunos alternaban los bocados con suspiros, y no se les oía hablar más que de desgracias; otros no pensaban en éstas más que para decir que no era necesario acordarse de ellas. En el castillo se distribuía pan, sopa y vino á los que no podían ó no querían gastar; además había algunas mesas, las cuales eran servidas todos los días para los que el señor convidaba expresamente; de este número eran nuestros tres personajes. Inés y Perpetua, por no comer el pan á expensas de nadie, habían querido ser empleadas en los servicios que requería una tan gran reunión de gentes hospedadas; en esto pasaban una gran parte del día, y el resto lo invertían en charlar con algunas nuevas amigas, que se habían adquirido allí, ó con el pobre D. Abundio. Éste no tenía nada que hacer; mas sin embargo, no se fastidiaba, pues el miedo le hacía compañía. Con respecto al temor de un asalto, creemos que se le había disipado, ó si le quedaba aún, le causaba muy poca inquietud, porque cada vez que reflexionaba un poco, debía comprender cuán infundado era. Pero la imagen del país circunvecino inundado por todas partes de espantosos soldados; las armas y las gentes con ellas que tenía siempre á la vista; un castillo en el cual estaba metido; el reflexionar todo lo que podía surgir á cada instante en tales circunstancias, contribuía á inspirarle un espanto confuso, vasto, continuo, dejando aparte la aflicción que le causaba el pensar en su pobre casa. En todo el tiempo que permaneció en el castillo, no se separó jamás de él á la distancia de un tiro de bala, ni puso nunca el pie en la bajada; su único paseo era la explanada y recorrer, ya una parte, ya otra del castillo, mirando las cimas y precipicios para estudiar si habría un paso un poco practicable, algún pequeño sendero por donde buscar un escondrijo en un caso de apuro. Hacía grandes reverencias y saludos á todos sus compañeros de asilo, pero hablaba con muy pocos: sus conversaciones más frecuentes eran con las dos mujeres según hemos dicho: con ellas desfogaba sus pesadumbres, á riesgo algunas veces de verse interrumpir por Perpetua, y que además Inés lo avergonzase. En la mesa, donde permanecía poquísimo y hablaba menos, oía las noticias de la terrible invasión que llegaban diariamente, ó de pueblo en pueblo, ó de boca en boca, ó traídas por alguno que en un principio había querido quedarse en casa, y por último huía sin haber podido salvar nada, y á veces, para colmo de infortunios, sumamente maltratados. Todos los días se referían y llegaban noticias de haber sucedido nuevas desgracias. Algunos noticieros de oficio recogían diligentemente todas las voces que corrían, exprimían el jugo de todas las narraciones, y luego lo pasaban á sus vecinos. Disputaban acerca de los regimientos que eran más endiablados, si era peor la infantería ó la caballería, repetían del mejor modo posible los nombres de ciertos jefes ó condottieri; se referían las antiguas hazañas de algunos; se especificaban las paradas y las marchas: tal día el regimiento A llegaría al pueblo B; al día siguiente iría á caer sobre la villa C, en donde tal otro cometía mil tropelías. Procuraban tomar informes y tener cuidado con los regimientos que pasaban el puente de Lecco, porque éstos podían considerarse ya como realmente fuera del país. Pasa la caballería de Wallenstein, la infantería de Merode, los caballos de Anhalt y los infantes de Brandeburgo; luego la caballería de Montecuccoli y la gente de á pie de Ferrari; pasa Altringer, Furstenberg, Colloredo; pasan los Croatas, Torcuato Conti y otros muchos; cuando el cielo quiso, pasó también Galasso, el cual fué el último. El escuadrón volante de los venecianos concluyó igualmente por alejarse, y todo el país á derecha é izquierda quedó enteramente libre. Ya los habitantes de las primeras tierras invadidas y saqueadas habían empezado á abandonar el castillo: todos los días iba marchando gente á la manera que después de una tempestad de otoño se ven salir de las frondosas ramas de un corpulento árbol una multitud de pájaros que se habían refugiado en ellas. Yo creo que nuestros tres personajes fueron los últimos en irse, y esto por causa de D. Abundio, el cual temía, si volvía tan pronto á casa, el encontrar aún algunos lasquenetes rezagados. Perpetua no dejó de decirle una y mil veces que cuanto más se tardase en dar la vuelta, tanta mayor proporción tendrían los rateros del país de entrar en la casa y apoderarse de todo lo que los otros hubiesen dejado; cuando se trataba de salvar la piel, D. Abundio era el primero en vencer todas las dificultades, á menos que la inminencia del peligro no le hiciese perder efectivamente la cabeza. Fijado el día de la partida, el Incógnito mandó tener dispuesto en la Malanotte un carruaje, en el cual había hecho meter un gran número de piezas de lienzo destinadas á Inés. Llamóla aparte, y también le hizo aceptar un cartucho de escudos para reparar la pérdida sufrida en su casita, á pesar de que Inés, con la mano puesta sobre el corazón, le repetía sin cesar que aún conservaba algunos de los primeros. --Cuando veáis á vuestra excelente y pobre Lucía, le dijo, por último (estoy segurísimo que ruega por mí, pues la he causado mucho daño), decidle que le doy mil y mil gracias, y confío en Dios que sus súplicas atraerán sobre ella las bendiciones del cielo. Después de esto quiso acompañar á sus tres huéspedes hasta donde esperaba el carruaje. Dejamos al arbitrio del lector que imagine las demostraciones de agradecimiento y humildes cumplimientos de D. Abundio y Perpetua. Finalmente, emprendieron la marcha, y se detuvieron, según habían convenido, pero sin llegar á sentarse, en casa del sastre, donde oyeron contar muchas cosas sobre la invasión; esto es, la acostumbrada relación de robos, heridas, insultos y violencias; mas allí por fortuna no habían visto los lasquenetes. --¡Ah, señor cura! dijo el sastre dándole el brazo para ayudarle á subir al carruaje;--se pueden imprimir muchos libros acerca de ese tan grande estrago. Después de haber hecho un poco de camino, nuestros viajeros empezaron á ver con sus propios ojos algunas de las cosas que habían oído referir. Viñas despojadas, no por las manos del vendimiador, sino por el granizo y el huracán que hubiesen caído juntamente sobre ellas; las cepas destrozadas y pisoteadas; los rodrigones[14] arrancados; la tierra cubierta de pámpanos y tiernos retoños; los árboles golpeados y talados; los cercados abiertos por mil partes. En las poblaciones, las puertas echadas abajo, las ropas y demás efectos tirados y esparcidos por las calles; de las casas salía una atmósfera pesada y vapores mefíticos; los habitantes veíanse ocupados en arrojar la inmundicia los unos, y en reparar las puertas del mejor modo posible los otros; algunos, en fin, con los brazos cruzados sobre el pecho, lanzaban lastimeros gemidos. Al pasar el carruaje, multitud de manos se dirigían por ambos lados de las portezuelas implorando una limosna. Con semejantes imágenes, tan pronto delante de sus ojos como presentes á su imaginación, y con la triste expectativa de encontrar otro tanto en sus casas, llegaron y vieron en efecto lo que esperaban. Inés hizo colocar los pequeños fardos en un rincón del patio, el cual era el sitio que había quedado más aseado de toda la casa; en seguida se puso á limpiar, recoger y arreglar los pocos efectos que le habían dejado, y mandó llamar un carpintero y un cerrajero para componer las puertas; y desliando pieza por pieza el lienzo que el Incógnito le había regalado, contando después sus nuevos escudos, exclamó para sí: “He caído de pie; gracias sean dadas á Dios, á la Madonna, y á ese buen _señor_; propiamente puedo decir que he caído de pie”. D. Abundio y Perpetua entran en su casa sin auxilio de llaves; á cada paso que dan hacia el interior, sienten aumentarse un tufo, un veneno y cierta peste que les hace retroceder; con una mano puesta en las narices se dirigen á la puerta de la cocina; entran en ella de puntillas, teniendo cuidado en donde ponen los pies á causa de la inmundicia que cubre el suelo, y empiezan á mirar por todas partes. Nada hay entero; pero al mismo tiempo divisan á su alrededor los fragmentos y restos de lo que había sido: las plumas de las gallinas de Perpetua, pedazos de lienzo, hojas de los almanaques de D. Abundio, menudos trozos de cazuelas y platos, todo desparramado y confundido. Solamente en el hogar se podían reconocer todas las señales de un vasto saqueo, fragmentos de tizones apagados que demostraban haber sido un brazo de una silla, un pie de una mesa, una puerta de un armario, el tablado de una cama, una duela del pequeño tonel en donde estaba el vino que confortaba el estómago de D. Abundio. Lo restante no eran más que cenizas y carbones, con los cuales los invasores habían embadurnado las paredes de figuras grotescas, poniéndoles ciertos bonetes, coronas y alzacuellos, con el objeto de representar sacerdotes, cuidando particularmente de que apareciesen horribles y ridículos, intención que seguramente no podía menos de esperarse de semejantes artistas. --¡Ah, descreídos! exclamó Perpetua. --¡Ah, bribones! gritó D. Abundio; y como si fuesen perseguidos, salieron por otra puerta que daba al huerto. Respiraron: encamináronse directamente á la higuera; mas antes de llegar vieron la tierra removida, y ambos á la vez lanzaron un grito. Finalmente, se acercaron, y encontraron efectivamente en lugar del muerto, la huesa abierta. Aquí te quiero ver, escopeta: D. Abundio empezó á habérselas con Perpetua diciendo que no lo había escondido bien: ¡juzgue el lector si ésta se daría por vencida! Después de haber gritado mucho, ambos con el índice extendido hacia el agujero, se volvieron juntos refunfuñando, y téngase por cierto, que todo lo encontraron en el mismo estado de desorden. Costóles gran trabajo el hacer limpiar y purificar la casa, tanto más cuanto que en aquellos días era difícil encontrar ayuda; y se ignora cuánto tiempo se vieron obligados á permanecer como acampados, acomodándose del mejor modo posible, y componiendo las puertas, muebles y utensilios con dinero prestado por Inés. Dicho desastre fué por espacio de algún tiempo un inagotable manantial de fastidiosas disputas, porque Perpetua á fuerza de inquirir y preguntar, de husmear y buscar, llegó á saber que algunos de los efectos que creían haber sido presa de los soldados, estaban al contrario en poder de ciertas gentes del pueblo; por lo cual ella apremiaba á su amo para que se dejase ver, y reclamase lo que era suyo. No se podía tocar para D. Abundio una cuerda más odiosa; en atención á que sus efectos estaban en poder de bribones; es decir, de aquella especie de gentes con las cuales le convenía vivir en paz. --Pero si no quiero saber nada de estas cosas, decía. ¿Cuántas veces debo repetiros, que lo hecho, hecho se queda? ¿Tengo que hacerme poner en cruz, porque mi casa ha sido saqueada? --¡Si lo tengo dicho, decía Perpetua, que os dejaréis sacar los ojos! Robar á los otros es pecado; mas á vos, no. --¿Queréis callaros? ¿Viene ahora al caso el disparatar de este modo?, replicaba D. Abundio. Perpetua se callaba, pero era por poco tiempo; la más leve cosa le servía de pretexto para volver á empezar de nuevo; tanto, que el pobre hombre estaba reducido á no dejar escapar la menor queja sobre tal ó cual cosa que le faltaba, so pena de oir decir; id á buscarla á casa de Fulano que la tiene, y que no la hubiera tenido hasta estos momentos si no hubiese dado con un buen hombre como vos. Experimentaba una más viva inquietud al saber que diariamente continuaban pasando soldados rezagados, según él había conjeturado demasiado bien. Siempre temía ver llegar á alguno, ó una compañía entera á su puerta, la cual había hecho componer apresuradamente antes que todo lo demás, y que tenía cerrada con gran cuidado; mas á Dios gracias nada sucedió. Sin embargo, aún no habían cesado estos terrores, cuando sobrevino uno nuevo. Mas dejando aquí á nuestro pobre hombre, vamos á tratar de otras cosas más interesantes que de sus particulares aprehensiones: de la desgracia de algunos países, ó de un desastre pasajero. NOTAS: [14] Así llaman á las estacas que ponen para sostener las vides.--_Nota del T. E._ CAPÍTULO DECIMOTERCERO La peste que la junta de sanidad había temido ver penetrar en el milanesado, juntamente con las tropas alemanas, había entrado en efecto, según todos saben, siendo también conocido que no sólo se limitó á desolar dicho país, sino que también invadió y diezmó una buena parte de Italia. El hilo de nuestra historia nos conduce al presente, á referir las principales circunstancias de la expresada calamidad, pero sólo en el milanesado, y casi exclusivamente en la ciudad de Milán; porque las memorias de aquel tiempo no se ocupan más que de esta última. Ya sea razón, ya capricho, los historiadores siempre hacen lo mismo. En toda la línea de territorio recorrida por el ejército invasor, habíanse encontrado algunos cadáveres en las casas y en los caminos. Poco después, ya en éste, ya en aquel pueblo, familias enteras fueron acometidas de enfermedades violentas, extrañas, acompañadas de síntomas generalmente desconocidos, á los cuales sucumbían. Solamente algunas personas ancianas, recordaban haberlas visto otra vez; éstas eran las que habían sido testigos de la peste que cincuenta y tres años antes había desolado á la mayor parte de Italia, y principalmente al milanesado, en donde tomó el nombre que lleva aún, de peste de S. Carlos. ¡Tan fuerte es el poder de la caridad!: ella puede hacer sobresalir la memoria de un hombre sobre la de un vasto y solemne infortunio de todo un pueblo, porque dicha caridad ha inspirado á este hombre los sentimientos y las acciones más memorables aun que los males; ella puede grabar sus nombres en todos los corazones, y traer á la memoria el recuerdo de aquellos desgraciados sucesos, pues la introduce y presenta como un guía, un socorro, un ejemplo, una víctima voluntaria. El protomédico Ludovico Settala, que no sólo había visto aquella peste, sino que también había sido uno de los profesores más activos é intrépidos, á pesar de ser en aquel entonces muy joven, teniendo al presente grandes sospechas acerca del contagio, estaba sobre aviso y procuraba tomar todos los informes posibles, en vista de lo cual participó el 20 de octubre á la junta de sanidad, que en la jurisdicción de Chiuso (la última del territorio de Lecco y confinante con el de Bérgamo) se había presentado indudablemente la enfermedad epidémica. Las mismas noticias se recibieron de Lecco y de Bellano. Entonces la junta dispuso y expidió un comisionado que tomando un médico en Como, se encaminase con él á visitar los lugares indicados. Ambos, dice Tadino, ó por incapacidad, ó por otra causa cualquiera, se dejaron persuadir por un viejo é ignorante barbero de Bellano, de que aquella especie de enfermedad no era una epidemia, sino causada por las emanaciones del agua estancada en algunas partes, y en otras efectos de las incomodidades y malos tratamientos sufridos por el paso de los alemanes. Este informe fué enviado á la junta de sanidad, la cual parece que quedó tranquila. Mas llegando sin cesar de todas partes muchas y multiplicadas noticias acerca de extraños fallecimientos, se expidieron dos delegados con el objeto de que tomasen informes y providenciaran lo conveniente; éstos fueron el mencionado Tadino y otro miembro de la junta. Cuando se instalaron en dichos puntos, el azote se había propagado de tal modo, que las pruebas se ofrecían á su vista sin necesidad de ir á buscarlas. Recorrieron el territorio de Lecco, la Valsassina, las márgenes del lago de Como; los distritos denominados el Monte de Brianza y la Gera del Adda. Por todas partes encontraron poblaciones cerradas por medio de barreras; otras casi desiertas y abandonadas por sus habitantes fugitivos y errantes por los campos, parecidos, dice Tadino, á otras tantas criaturas salvajes, llevando en la mano algunos un puñado de yerbabuena, otros ruda, quien romero, quien por último una botella de vinagre. Habiéndose informado del número de fallecidos, vieron efectivamente que era espantoso. Visitaron los enfermos, reconocieron los cadáveres, y en todos encontraron las señales manifiestas y terribles de la peste. Participaron por escrito tan siniestras nuevas á la junta de sanidad, la cual al recibirlas, que fué el 30 de octubre, resolvió dar la orden, según el Dr. Tadino, para no dejar entrar en la ciudad á las personas procedentes de los pueblos en donde se había declarado el contagio; y mientras se redactaba el bando, diéronse con anticipación algunas órdenes á los que guardaban las puertas. Entretanto los comisionados, apresuradamente y con ahínco tomaron las medidas que les parecieron más útiles, y dieron la vuelta á Milán, con la triste persuasión de que no serían suficientes á remediar un mal ya tan avanzado y extendido. Llegados á la ciudad el día 14 de noviembre, dieron cuenta de su comisión de viva voz, y nuevamente por escrito á la expresada junta, la cual dispuso que se presentasen al gobernador y le expusiesen claramente el verdadero estado de las cosas. Éste les contestó, que le causaban un gran disgusto, mostrando mucho sentimiento; pero que los cuidados de la guerra eran más apremiantes: _sed belli graviores esse curas_. Ésta era la segunda vez, si el lector recuerda, que daba semejante respuesta con dicho motivo y con igual éxito. Dos ó tres días después, el 18 de noviembre, hizo pregonar un bando, en el cual ordenaba que se celebrasen regocijos públicos por el nacimiento del príncipe Carlos, primogénito del rey Felipe IV, sin calcular ó sin cuidarse del peligro que podría sobrevenir con motivo de una tan gran reunión de gente en tales circunstancias; del mismo modo que si hubiera sido en tiempos normales y nada ocurriese de particular. Era este personaje, según hemos dicho anteriormente, el célebre Ambrosio Spínola, enviado para dirigir mejor aquella guerra, reparar las faltas cometidas por D. Gonzalo, y como por incidencia para gobernar. Nosotros podemos también incidentalmente recordar que murió pocos meses después en medio de lo más fuerte de aquella guerra que tomó tan á pecho; y murió, repetimos, no de heridas recibidas en el campo de batalla, sino en su lecho, abrumado de pesadumbres y enojos, por los reproches, injusticias y disgustos de todo género, causados por aquel á quien servía. La historia ha deplorado amargamente su suerte, y vituperado la ingratitud de que fué víctima: ella ha descrito con la mayor solicitud sus hazañas militares y políticas; ha ensalzado su previsión, actividad y heroica constancia: al propio tiempo hubiera debido averiguar en qué había empleado tan altas cualidades, cuando la peste amenazaba, invadía á todo un pueblo entregado á su cuidado, ó por mejor decir, á merced suya. Pero lo que, dejando á un lado lo vituperable, disminuye la admiración que su indiferencia podría causar; lo que maravilla más que todo, es la conducta de la población misma, esto es, de aquella parte á la cual aún no había alcanzado el contagio, pero que tantos motivos tenía para temerlo. Á las fatales noticias que llegaban de los pueblos nuevamente infestados, de los pueblos que forman alrededor de la ciudad casi un semicírculo, á la distancia algunos de ellos de diez y ocho á veinte millas á lo más, ¿quién no había de creer que se suscitara un movimiento general, un deseo de precauciones bien ó mal entendidas, ó á lo menos una estéril inquietud? Y sin embargo, si en alguna cosa están de acuerdo las memorias de aquel tiempo, es en afirmar que no hubo nada de lo dicho. La escasez del año anterior, las exacciones de la soldadesca y las pasiones de ánimo, parecieron más que suficientes para explicar semejante mortandad. En las calles, en las tiendas y aun en las casas, acogían con risas incrédulas, y con un profundo desprecio mezclado de cólera, á los que aventuraban alguna palabra acerca del peligro de la peste. La misma incredulidad, ó mejor diremos, la misma ceguedad y obstinación prevalecía en el senado, en el consejo de los decuriones, y en el ánimo de todos los magistrados. Únicamente el cardenal Federico, apenas tuvo aviso de los primeros casos de la enfermedad contagiosa, cuando reunió por medio de una pastoral á todos los párrocos, previniéndoles que amonestasen una y mil veces, á los pueblos de sus respectivas diócesis, con respecto á la importancia y obligación en que estaban de revelar cualquier accidente parecido, y consignar los efectos infestados ó sospechosos[15]; éste es uno de los hechos que pueden ser colocados entre los más laudables de la vida del cardenal. La junta de sanidad pedía é imploraba alguna cooperación, pero poco ó nada conseguía; y la prisa que se daba dicha junta misma, estaba bien lejos de igualar á la urgencia que había. Según afirma Tadino, y como aparece todavía mejor, por todo el contexto de su relación, solamente los dos médicos, persuadidos de la gravedad é inminencia del peligro, estimulaban á aquel cuerpo, el cual tenía que estimular después á todos los demás. Ya hemos visto el modo que tuvieron de obrar y tomar informes al primer anuncio de la peste; ahora presentaremos otro hecho de lentitud no menos admirable, cuanto que no era forzada, por dificultades opuestas por magistrados superiores. El bando para impedir á los forasteros la entrada á la ciudad, fué resuelto el 30 de octubre, no siendo extendido hasta el día 23 del mes siguiente, y publicado el 29. La peste se había introducido ya en Milán. El primero que la llevó, según refieren Tadino y Ripamonti, fué un soldado italiano al servicio de España. Este desventurado portador de tantos males, entró en la ciudad cargado con un fardo de vestidos comprados ó robados á los soldados alemanes. Fué á alojarse en casa de sus parientes, en el barrio de la Puerta Oriental, cerca del convento de capuchinos. Apenas hubo llegado, cayó enfermo y fué conducido al hospital, en donde, á causa de un bubón que le descubrieron debajo del brazo, hizo sospechar al que lo curaba lo que era en realidad: á los cuatro días de su estancia en dicho hospital, murió. La junta de sanidad hizo tapiar la casa que él había habitado, y separó á la familia del roce de los demás: sus ropas y la cama que había ocupado en el hospital, fué todo arrojado al fuego: dos enfermeros que le habían cuidado, y un pobre fraile que le había asistido, cayeron enfermos pocos días después, y los tres de la peste. Las sospechas que se tuvieron desde un principio tocante á la naturaleza del mal, y las precauciones que se tomaron, impidieron que el contagio se propagase más. Pero el soldado había dejado fuera semillas que no tardaron en germinar. El amo de la casa en la cual se había alojado fué el primer atacado. Éste se llamaba Carlos Colonna, tocador de laúd. Entonces todos los moradores de dicha casa fueron conducidos al lazareto por disposición de la junta de sanidad, en donde la mayor parte enfermaron: algunos murieron poco tiempo después, declarados públicamente apestados. Entretanto el contagio minaba sordamente la ciudad: pocos fueron los progresos que hizo en lo restante del año, y en los primeros meses del siguiente de 1630. De cuando en cuando, tan pronto en éste, tan pronto en aquel barrio, se sentían atacadas algunas personas, otras sucumbían; la rareza misma de los casos alejaba las sospechas, y confirmaba más y más á la multitud en la estúpida y homicida confianza de que no existía tal peste, ni tan siquiera había existido un instante. Además de esto, muchos médicos, sirviendo como de eco á la voz del pueblo (¿en esta circunstancia era también la voz de Dios?), se mofaban de los presagios siniestros, de las advertencias amenazadoras de unos pocos colegas suyos: aquéllos tenían sin cesar en los labios los nombres de las enfermedades ordinarias, para calificar todos los casos de peste que eran llamados á curar, con cualquier síntoma y señal que apareciesen. La noticia de estos accidentes, aun cuando llegaban á la junta de sanidad, eran por lo regular tarde y de una manera incierta. El temor de la _contumacia_[16] y del lazareto, aguzaba todos los ingenios; no se daba parte de los que caían enfermos, se corrompía á los sepultureros y ministros de justicia, y obtenían á fuerza de dinero certificaciones falsas de algunos agentes subalternos de la junta de sanidad, comisionados por ésta para reconocer los cadáveres. Los médicos que, convencidos de la realidad del contagio proponían precauciones y trataban de hacer participar á sus demás colegas su dolorosa certeza, eran objeto de la pública animadversión. Los más moderados los acusaban de ignorancia y obstinación; á los ojos de la mayor parte, eran unos impostores declarados, los cuales habían urdido semejante intriga para explotar en favor suyo el espanto público. Ludovico Settala, en dicha época anciano casi octogenario, hombre célebre por su saber y por su gran reputación de probidad, estuvo expuesto á ser víctima inocente de lo que acabamos de referir. Un día que iba en su litera á visitar á los enfermos, el pueblo empezó á arremolinarse en torno suyo, gritando que él era el jefe principal de los que querían que la peste estuviese en Milán, y que alarmaba á la ciudad para dar ocupación á los médicos. Viendo los conductores que la multitud iba creciendo, y los gritos é imprecaciones aumentándose á cada instante, consiguieron después de mucho trabajo y esfuerzos llevarle á una casa de unos amigos del doctor, que por fortuna se encontraba próxima á aquel paraje. Pero á fines del mes de marzo, primeramente en el barrio de la Puerta Oriental, y en seguida en toda la ciudad, las enfermedades, las muertes acompañadas de extraños espasmos, palpitaciones, letargos, delirio, y de manchas lívidas y bubones, empezaron á ser más frecuentes. En el lazareto reinaba la mayor confusión, en donde la población diariamente diezmada iba siempre en aumento. La serenidad de los magistrados, hasta entonces tan tranquila, empezó á turbarse. El consejo de los decuriones, no sabiendo á quién volverse, acudió á los capuchinos. Suplicaron al padre comisario de la provincia, que desempeñaba las funciones de provincial, el que había muerto pocos días antes, que les suministrase una persona capaz de dirigir aquel paraje entregado á la desolación. El comisario les propuso en calidad de principal al padre Félix Casati, hombre de edad madura que gozaba de gran reputación de ser persona muy caritativa, activa, humilde, y al propio tiempo de gran fortaleza de ánimo, reputación bien merecida así que se dió á conocer. Se le nombró, como en calidad de compañero y ayudante á un tal padre Miguel Pozzobonelli, joven aún, mas tan grave y severo en ideas como de aspecto. Fueron aceptados sus servicios con mucha alegría, y el 30 de marzo entraron en el lazareto. El presidente de la junta de sanidad, en persona, los acompañó á tomar posesión. Convocó á los sirvientes y empleados de todas clases, y declaró á su presencia presidente de aquel lugar al padre Félix, con plena y absoluta autoridad. Á medida que el espantoso tropel de los apestados iba creciendo en el lazareto, acudían más padres capuchinos, y éstos, no sólo llenaron bien y cumplidamente sus deberes de religiosos, sino que también desempeñaron los oficios más humildes y desagradables, pues hacían cuando era necesario de confesores, administradores, enfermeros, guardarropas, cocineros, lavanderos y demás que se ofrecía. El padre Félix, siempre apresurado y solícito, visitaba de día y noche los pórticos, las salas, los vastos corredores, algunas veces con una alabarda en la mano, otras armado con sólo su cilicio. Animaba y regulaba todos los servicios, apaciguaba los desórdenes, solventaba las disputas, amenazaba, castigaba, reprendía, consolaba, enjugaba y esparcía lágrimas. Á los pocos días de haber entrado en el lazareto, fué atacado de la peste; mas habiendo sanado, volvió á desempeñar sus buenos y piadosos oficios con más ardor y placer que antes. La mayor parte de sus compañeros sucumbieron, pero sin experimentar el más leve disgusto ni exhalar queja alguna. La obstinación de los incrédulos, en negar que la peste existía, fué cediendo poco á poco y perdiéndose, á medida que la enfermedad se extendía; mucho más, que habiendo permanecido hasta entonces concentrada solamente en la clase pobre, empezó á herir á los personajes más conocidos. Entre éstos debemos hacer particular mención del protomédico Settala. Sufrieron el contagio él, su esposa, dos hijos y siete personas de su servidumbre. ¿Confesarían entonces que el infeliz anciano tenía razón? ¡Quién sabe! El doctor y uno de los hijos se restablecieron; y el resto de la familia pereció. Estos casos, dice Tadino, ocurridos en la ciudad y en casa de los nobles, hizo abrir los ojos á éstos y á todos los demás, y los médicos incrédulos, y la plebe ignorante y temeraria, empezó á apretar los labios, rechinar los dientes, y á fruncir las cejas. No pudiendo, pues, negar los efectos del mal, y no queriendo reconocer la causa, porque esto hubiera sido confesar al propio tiempo un grande error y una terrible falta, los incrédulos inventaron otra cosa que estaba conforme con las preocupaciones de aquel tiempo. Existía en aquella época en toda Europa la creencia de sortilegios, de operaciones diabólicas, de que había gentes conjuradas para esparcir la peste por medio de venenos contagiosos y maleficios. Ya éstas ó semejantes cosas habían sido supuestas y creídas en muchas otras epidemias, y principalmente en la que hubo en Milán el siglo anterior. Añádase á esto que á fines del año precedente había llegado un despacho firmado por el mismo rey Felipe IV, dirigido al gobernador, en el cual aquél le avisaba, que cuatro franceses sospechosos de esparcir sustancias venenosas y pestilentes, se habían escapado de Madrid, y que por lo tanto, que estuviese alerta y sobre aviso por si acaso trataban de penetrar en Milán. El gobernador había comunicado el citado despacho al senado y á la junta de sanidad. Semejante circunstancia no llamó absolutamente la atención; pero cuando la peste hubo estallado y fué reconocida por todos, entonces se trajo á la memoria el mencionado aviso, y pudo servir para confirmar y dar motivo á la vaga sospecha de un fraude criminal. Mas dos incidentes, producidos el uno por un miedo ciego y desordenado, y el otro no sabemos por qué maldad, convirtieron la vaga sospecha de un crimen posible en verdadera sospecha, y para muchos en la certeza de un atentado positivo y de un complot real. Algunas personas que habían creído ver en la tarde del 17 de mayo á ciertos individuos en la catedral frotar una barandilla que servía para separar el sitio designado á ambos sexos, hicieron trasladar durante la noche dicha barandilla y una gran cantidad de bancos. El presidente de la junta de sanidad, acompañado de cuatro miembros más, se encaminó á visitar la barandilla, los bancos, y las pilas de agua bendita, en donde nada encontró que pudiese confirmar la ridícula sospecha de maleficio alguno. Sin embargo, para complacer á las imaginaciones meticulosas, _y más bien por un exceso de precaución que por necesidad_, decidieron que sería suficiente lavar la barandilla. Esta enorme porción de efectos hacinados produjo una grande impresión de espanto sobre la multitud, para la cual el menor objeto sirve de fundamento para hacer un tropel de conjeturas. Se dijo y se tuvo por cierto, que los envenenadores habían frotado todos los bancos, las paredes de la catedral y hasta las cuerdas de las campanas. Á la mañana siguiente, un nuevo espectáculo más extraño y más significativo sobrecogió el ánimo y la vista de los habitantes. Por toda la ciudad se vieron las puertas de las casas y las paredes embadurnadas con cierta inmundicia de un blanco amarillento que parecía haber sido dado con esponjas. Ya sea que esto fuese una estudiada maldad para excitar un espanto más general y terrible, ya el designio más culpable todavía de aumentar el desorden público, ó cualquiera otra cosa, lo cierto es que ello está de tal modo demostrado, que parecería menos razonable atribuirlo á un sueño de muchos, que á un hecho verdadero de algunos; hecho que por lo demás no hubiera sido el primero ni el último de tal género. La ciudad, ya alarmada, se puso más y más; los dueños de las casas purificaban con humo de paja los sitios infestados; los que pasaban se detenían, miraban y se estremecían de horror. Los forasteros, sospechosos por este solo motivo, y fáciles de ser conocidos por su traje, se veían detenidos en las calles por el pueblo, y eran conducidos á presencia de la autoridad. Hicieron interrogatorios, examinaron á los arrestados, á los que los habían detenido y á los testigos presenciales de dichas capturas; mas no resultó reo alguno: los cerebros se hallaban incapaces de reflexionar, de inquirir y comprender. La junta de sanidad dió un bando, en el cual prometía una recompensa y la impunidad á los que declarasen el autor ó autores de semejante atentado. _De todos modos no pareciéndonos conveniente_, dicen aquellos señores en su carta dirigida al gobernador, cuya fecha es del 21 de mayo, pero que fué evidentemente escrita el 19, día puesto en el bando impreso, _que este delito quede impune, máxime en tiempos tan peligrosos y agitados, para consuelo y tranquilidad del pueblo, y para sacar algún indicio del hecho, hemos publicado hoy un bando, &c._ Sin embargo, en el citado bando no aparecía prueba alguna de aquella razonable y tranquilizadora conjetura que participaban al gobernador; silencio que demuestra á un tiempo una preocupación furiosa en el pueblo y en los miembros de la junta, una condescendencia tanto más vituperable cuanto más perniciosa podía ser. Mientras que la junta de sanidad buscaba ó fingía buscar, muchas gentes, como acontece siempre, ya habían encontrado. Los que creían que aquello era una sustancia venenosa, decían ser una venganza que había tomado D. Gonzalo Fernández de Córdoba por los insultos recibidos á su partida; quien pretendía que era una invención del cardenal Richelieu para despoblar á Milán y apoderarse sin trabajo de la ciudad; otros, por último, y no puede hallarse la razón de esto, designaban como autor al conde de Collalto, de Vallenstein, á éste ó á aquel noble milanés. No faltaban también, según llevamos dicho, algunos que no veían en aquel hecho más que una refinada maldad, atribuyéndolo á los estudiantes, á los señores, á los oficiales, que se fastidiaban en el sitio de Casal. El ver, pues, como habían temido, que no seguían directamente el contagio y una mortandad universal, fué por lo regular la causa de que el primer espanto se calmase por entonces, y que la cosa fuese ó pareciese quedar puesta en el olvido. Aún existía un gran número de personas persuadidas de que aquello no era peste, y á causa de que tanto en el lazareto, como en la ciudad, sanaban algunos, se decía (los últimos argumentos de una opinión destruida por la evidencia, son siempre dignos de notarse), se decía por la plebe, y también por muchos médicos parciales, que á ser verdadera epidemia, todos los atacados habrían muerto[17]. Para disipar todas las dudas, la junta de sanidad halló un expediente proporcionado á la necesidad, un modo de hablar á los ojos tal como las circunstancias podían reclamarlo ó sugerirlo. En uno de los días festivos de la pascua de Pentecostés, los habitantes de la ciudad tenían la costumbre de concurrir al cementerio de S. Gregorio, situado en las afueras de la Puerta Oriental, con el objeto de rogar por los difuntos de la epidemia anterior que se hallaban enterrados en dicho paraje; y haciendo de la devoción un motivo de diversión y espectáculo, cada uno se adornaba del mejor modo posible. Aquel mismo día había fallecido de la epidemia una familia entera. En la hora de mayor concurrencia, en medio de las carrozas, de la gente de á caballo y de á pie, los cadáveres de la mencionada familia fueron conducidos de orden de la junta de sanidad en un carro, desnudos, hacia dicho cementerio, á fin de que la multitud pudiese ver en ellos las señales manifiestas y horrorosas del mal. Un grito de horror y de espanto se elevaba por doquier pasaba el carro, un prolongado murmullo reinaba todavía después de su paso, y finalmente otro murmullo le precedía. La peste ya fué más creída, pero además, ella misma trabajaba diariamente en probar su existencia, y aquella misma reunión debió contribuir no poco á propagarla. Así, pues, en un principio nada de peste, absolutamente nada; estaba prohibido el pronunciar tan solo su nombre; luego eran fiebres pestilenciales; después, peste no, es decir, sí, pero se debía entender de cierto modo; no verdadera peste, sino una cosa á la cual no se le podía encontrar otro nombre. Por último, ya lo era indudablemente y sin réplica, pero iba adherida otra idea, la de los envenenamientos y maleficios, la cual alteraba y desnaturalizaba la triste é incontestable realidad. Creemos que no es necesario estar muy versados en la historia de las ideas y de las palabras, para ver que siempre han llevado el mismo camino. Por fortuna, de esta especie é importancia no hay muchas que adquieran su evidencia á semejante precio, y á los males se pueden unir también terribles accesorios. Se podría, sin embargo, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes, evitar en gran parte este curso largo y tortuoso, adoptando el método propuesto hace ya algún tiempo de observar, escuchar, comparar y reflexionar, antes de hablar. Pero el hablar es una cosa mucho más fácil ella sola que todas las demás juntas; y nosotros mismos, quiero decir, nosotros, los hombres en general, tenemos precisión de ser un poco indulgentes sobre ese punto. NOTAS: [15] (Vida de Federico Borromeo, escrita por Francisco Rivola. Milán, 1666, pág. 582).--_Nota del autor._ [16] Dan este nombre á las casas y efectos de los apestados. Hay ciertos géneros, que aun en tiempos normales, están sujetos á una cuarentena muy rígida; la lana es una de las mercaderías á las cuales llaman contumaces.--_Nota del traductor español._ [17] Tadino, pág. 93. CAPÍTULO DECIMOCUARTO Entretanto, cada día se hacía más difícil hacer frente á las exigencias dolorosas de las circunstancias. El consejo de los decuriones resolvió en 4 de mayo recurrir al gobernador. El día 22 fueron enviados al campo dos miembros de dicho consejo, los cuales le representaron el estado de miseria y escasez de la ciudad, la enormidad de los gastos, el tesoro exhausto y lleno de deudas, las rentas de los años venideros empeñadas, las contribuciones corrientes no pagadas, á causa de la miseria general producida por tantos motivos, y sobre todo por el consumo excesivo que hacían las tropas. También le hicieron presente que por una multitud de leyes y costumbres no interrumpidas, y, por un decreto especial de Carlos V, los gastos ocasionados por la epidemia debían ser á cargo del fisco; que, en la del año 1576 había el gobernador, marqués de Ayamonte, no sólo suspendido todos los impuestos, sino que también había dado á la ciudad cuarenta mil escudos para subvenir á las necesidades. Por último, los diputados pidieron cuatro cosas, á saber: que fuesen suspendidos los impuestos como antiguamente; que la cámara diese dinero; que el gobernador informase al rey acerca de la pobreza de la ciudad y de la provincia, y que dispensase de la carga de nuevos alojamientos militares al país, ya arruinado con los pasados. El gobernador les dió por respuesta pésames y nuevas exhortaciones, sintiendo mucho el no poder encontrarse en la ciudad para emplear todos sus cuidados en procurar su alivio, pero esperando al mismo tiempo que el celo de los magistrados supliría esta falta; que las circunstancias exigían gastar sin economía, y que era preciso ingeniarse de cualquier modo que fuese. En cuanto á las peticiones expresadas, _proveeré en el mejor modo que el tiempo y necesidades presentes permitieren_; concluyendo la carta con un garrapato que quería decir, Ambrosio Spínola, tan claro como sus promesas. El gran canciller Ferrer le escribió que su contestación había sido leída por los decuriones _con gran desconsuelo_; finalmente, á todas las preguntas contestó con respuestas evasivas; los demás mensajes que le enviaron tuvieron los mismos resultados. Algún tiempo después, cuando la epidemia se hallaba en su mayor fuerza, el gobernador confirió su autoridad al citado Ferrer, teniendo él, según decía, que dedicarse exclusivamente á los cuidados de la guerra, la cual, sea dicho aquí de paso, después de haberse llevado ya, por la parte más corta, un millón de personas, sin contar los soldados, por medio del contagio, entre la Lombardía, el territorio veneciano, el Piamonte, la Toscana y la Romanía; después de haber desolado, como hemos visto más arriba, los lugares por donde pasó; después de la toma y atroz saqueo de Mantua, finalizó reconociendo todos al nuevo duque, por cuya exclusión se había emprendido la expresada guerra. Sin embargo, es preciso decir que se vió obligado á ceder al duque de Saboya una parte del Monferrato, cuyas rentas ascendían á quince mil escudos, y otras tierras á Ferrante, duque de Guastalla, que redituaban seis mil: que fué hecho otro tratado aparte, y con el mayor secreto, en el cual el mencionado duque de Saboya cedió Piñerol á la Francia: tratado llevado á ejecución poco tiempo después bajo otros pretextos y á fuerza de picardías. Juntamente con aquella resolución, los decuriones habían tomado otra, á saber, la de pedir al cardenal arzobispo que se hiciese una solemne procesión, llevando por la ciudad el cuerpo de S. Carlos. El buen prelado rehusó por muchas razones. La confianza en un medio dudoso le desagradaba, y temía que si el efecto no correspondía, según pensaba, aquélla no se convirtiese en escándalo. Temía además que si había envenenadores, la expresada procesión serviría de ocasión favorable para cometer el crimen; si no los había, recelaba que una tan gran reunión de gente no podía hacer más que propagar el contagio, peligro mucho más real y verdadero. La sospecha acerca de los envenenadores, adormecida hasta entonces, se despertó más general y furiosamente que antes. Se había visto de nuevo, ó se había creído ver al presente, untadas las paredes, las puertas de los edificios públicos, las de las casas y las aldabas con sustancias venenosas. La noticia de tales descubrimientos volaba de boca en boca, y como sucede siempre cuando los ánimos están preocupados, el oir referir la cosa producía el mismo efecto que si se viese. Los espíritus agriados cada vez más, y sobremanera irritados por la inminencia del peligro, abrazaban voluntariamente aquella creencia; pues la cólera aspira á castigar; y como observó sabiamente, á propósito de esto, un hombre célebre[18], gusta más atribuir los males á una perversidad humana, contra la cual se puede ejercer la venganza, que no á otra causa, á la que es indispensable resignarse. La idea de un veneno sutil, instantáneo, y en sumo grado penetrante, era motivo más que suficiente para explicar la violencia, todos los accidentes más incomprensibles y desordenados de la enfermedad. Decíase que en la composición de dicho veneno, entraban sapos, culebras, y pus y baba de los apestados; en fin, todo lo que las imaginaciones feroces y perversas podían encontrar de más irritante. Añadíanse á esto los maleficios, por cuyo medio todo efecto lograba ser posible, toda objeción venía á quedar sin fuerza, toda dificultad se resolvía. Si los efectos no habían seguido inmediatamente á la primera tentativa, fácilmente se adivinaba la causa; consistía en que los envenenadores eran todavía novicios, mientras que al presente el arte se había perfeccionado, y las voluntades estaban mejor afirmadas en su infernal resolución. Si alguno se hubiera atrevido á sostener que aquello era una burla, si hubiese negado la existencia de una negra trama, habría pasado por ciego, por un obstinado, si no se le sospechaba interesado en distraer de la verdad la atención pública, ó de ser cómplice ó envenenador[19], este vocablo se hizo rápidamente común, solemne, terrible. Era tal el convencimiento de que existían envenenadores, que se debían descubrir casi infaliblemente; todos los ojos estaban alerta; la acción más indiferente podía excitar sospechas, cambiándose éstas muy pronto en certidumbre, y la certidumbre en furor. En confirmación de lo dicho, Ripamonti cita dos hechos, siendo de advertir el haberlos escogido, no como los más atroces de los que tenían lugar diariamente, sino porque desgraciadamente los había presenciado ambos. En la iglesia de S. Antonio, cierto día de no sé qué solemnidad, un anciano más que octogenario, después de haber orado un rato puesto de rodillas, quiso sentarse, y antes de verificarlo sacudió el polvo con su capa. “¡Aquel viejo unta los bancos!”. gritaron á un tiempo algunas mujeres que vieron aquella acción. La gente que se hallaba en la iglesia (¡en la iglesia!) se arroja inmediatamente sobre el anciano, ásenle de sus blancos cabellos, le dan de puñadas y puntapiés, lo lanzan, lo empujan hacia fuera; si no acabaron con él, fué para arrastrarlo medio muerto á la cárcel, ante el juez, al tormento. Yo mismo en persona vi en tan deplorable situación, á aquel desgraciado, dice Ripamonti, é ignoro el fin de su dolorosa aventura; pero estoy segurísimo que sobreviviría muy pocos instantes á tan bárbaros y crueles tratamientos. El otro caso tuvo lugar al siguiente día; fué igualmente extraño, pero no de funestas consecuencias. Tres jóvenes amigos franceses, el uno literato, el otro pintor y el tercero mecánico, recién llegados con el objeto de visitar la Italia toda, estudiar las antigüedades y hacer algún dinero, se acercaron á cierta parte exterior de la catedral y se pusieron á contemplarla con la mayor atención. Uno que pasaba los vió y se paró; hizo señas á un segundo, éste á un tercero, y así sucesivamente, hasta formar un círculo á su alrededor; no se les perdió de vista un solo momento, porque su traje, su peinado, su equipaje, en fin, los acusaba de extranjeros, y lo que era peor entonces, de franceses. Para cerciorarse de que la pared era de mármol, alargaron la mano para tocarla: esto fué lo suficiente. En un momento fueron envueltos, atados, abrumados de golpes y arrastrados á la cárcel. Por fortuna el palacio de justicia está cerca de la catedral, y también felizmente para ellos, los hallaron inocentes y los soltaron. Todo esto no sucedía solamente en la ciudad: el frenesí se había propagado del mismo modo que el contagio. El viajero encontrado por los aldeanos fuera del camino real, ó que en este mismo se parase con el objeto de mirar cualquiera cosa por insignificante que fuese, ó se echase para descansar un poco; el desconocido que en su aspecto ó en su traje les pareciese tener algo de extraño ó sospechoso, al instante eran calificados de envenenadores. Al solo aviso del primero que los veía, al grito de un niño, se tocaba á rebato, y todo el mundo acudía; los desventurados se veían asediados por una granizada de piedras, ó cogidos y conducidos á la cárcel con la mayor violencia por un pueblo furioso. Acerca de esto dice el citado Ripamonti que en aquellas circunstancias la cárcel era un lugar de seguridad. Entretanto los decuriones á quienes la denegación del sabio prelado no había desanimado, redoblaban las instancias que el voto público secundaba por medio de sus clamores. Federico se resistió aún algún tiempo, trató de convencerlos en todo lo que puede la razón de un hombre contra la fuerza de los tiempos y la insistencia de muchos. Por último, después de haber sido instado con exceso, cedió: no diremos que fuese ó no causa de una voluntad un poco débil, hizo más que consentir en que se verificase la procesión: permitió que la urna que encerraba las reliquias de S. Carlos permaneciese expuesta por espacio de ocho días á la pública veneración sobre el altar mayor de la catedral. La junta de sanidad y las autoridades no se opusieron ni hicieron demostración de ninguna especie en contra de semejante disposición. Únicamente la expresada junta ordenó algunas precauciones, que sin reparar el peligro, indicaban el temor. Dió las más severas órdenes con el objeto de impedir la entrada en la ciudad á las gentes de afuera; y á fin de asegurar mejor la ejecución, hizo cerrar las puertas. Quiso también alejar todo lo posible de la concurrencia á los infestados y sospechosos, y mandó clavar las puertas de las casas secuestradas, las cuales, según dice un escritor contemporáneo, ascendían casi á quinientas. Se gastaron tres días en los preparativos. Al rayar la aurora del día 11 de junio, que era el señalado, salió la procesión de la catedral. Veíase en primer lugar una larga fila de pueblo, compuesta la mayor parte de mujeres con el rostro cubierto de grandes máscaras de seda, muchas con los pies descalzos y revestidas de cilicios. Seguían luego los gremios, precedidos por sus estandartes, las cofradías con trajes de varias formas y colores; después el clero regular y secular, cada uno con las insignias de su dignidad, y llevando en la mano un cirio encendido. En medio de dicha procesión, entre el brillante resplandor de un sinnúmero de hachas, de la melodiosa armonía de los cánticos, y debajo de un rico palio, avanzaba la urna, llevada en andas por cuatro canónigos vestidos con largos y rozagantes trajes de seda, cuyos individuos se relevaban de cuando en cuando. Al través de los cristales de la citada urna se divisaban los mortales despojos del santo, revestido de magníficos hábitos pontificales, y cubierta la cabeza con la mitra. En sus facciones descompuestas y mutiladas se podían distinguir aún algunos vestigios de su antiguo semblante, según nos le representan las imágenes, tal como algunos se acordaban de haberlo visto y honrado en vida. Detrás de los despojos del santo prelado (dice Ripamonti, del cual principalmente tomamos esta descripción), y próximo á él, tanto por sus méritos, linaje y dignidad, como por su persona, venía el arzobispo Federico. Seguía luego el resto del clero; después los magistrados en traje de ceremonia, tras éstos los nobles; unos ricamente vestidos, como en solemne demostración del culto; otros en señal de penitencia enlutados, descalzos y cubiertos de cilicios, oculto el semblante bajo oscuras capuchas; todos con hachas encendidas. Por último, una inmensa muchedumbre de pueblo terminaba el suntuoso cortejo. Toda la carrera por donde había de pasar la procesión estaba adornada como en los más solemnes días de fiesta. Los ricos habían sacado sus adornos más preciosos; las fachadas de las casas pobres habían sido decoradas por los vecinos pudientes, ó á expensas del público. Aquí en lugar de colgaduras, y allá sobre las colgaduras mismas se veían pendientes formando graciosos festones, ondulantes guirnaldas de verdes hojas; por todas partes se veían cuadros, inscripciones y emblemas; osténtanse en los balcones ricos jarrones, raras antigüedades, muebles preciosos, luces por doquier. Divisábanse en muchos de aquellos balcones á los enfermos separados de comunicarse con los demás que miraban la procesión, y la acompañaban con sus preces. Las calles restantes estaban mudas y desiertas; solamente algunas personas desde lo alto de las ventanas prestaban oído á aquel vago rumor; otras, y entre éstas se veían hasta religiosas, que se habían subido á las azoteas para ver si desde dicho sitio podían distinguir, aunque fuese de lejos, aquella urna, aquel acompañamiento, por último, una tan suntuosa procesión. Ésta pasó por todos los barrios de la ciudad. En cada una de las encrucijadas ó plazoletas que se encuentran á los extremos de las calles principales que van á desembocar á los arrabales se hacía una parada: colocábase la urna junto á las cruces erigidas por S. Carlos en la anterior epidemia, de las cuales permanecen en pie algunas hoy día; de modo que la procesión dió la vuelta á la catedral poco después del mediodía. Mas al día siguiente, mientras que reinaba en los ánimos una presuntuosa confianza, y en muchos la certeza fanática que la citada procesión debía haber puesto fin á la peste, he aquí que el número de muertos aumentó en todas las clases y en toda la ciudad, con tal exceso, y de un modo tan repentino, que no hubo nadie que no viese la causa ó la ocasión en la procesión misma. Mas ¡oh poder admirable y doloroso de una preocupación general! el mayor número no atribuyó este efecto á hallarse reunidas tantas personas, ni á la infinita multiplicación de contactos fortuitos, sino á la facilidad que habían tenido los envenenadores para ejecutar en grande sus infernales designios. Se dijo que mezclados entre la multitud habían infestado con sus untos á toda la gente que les fué posible. Pero como esta idea no podía ser suficiente para explicar una mortandad tan vasta y tan esparcida en toda clase de personas, como según todas las apariencias, al ojo más atento, que la sospecha hacía más perspicaz, no había sido posible hallar unturas ni manchas de ninguna especie, ni en las paredes, ni en otra parte alguna, se recurrió para la explicación del hecho á otro expediente ya antiguo y muy admitido por la opinión general en Europa, á saber: la existencia de polvos mágicos y emponzoñados. Se aseguró que dichos polvos sembrados con profusión por la carrera, y principalmente en los parajes en donde la procesión hacía alto, se habían pegado á las colas de los vestidos, y todavía más en los pies de los muchos que habían ido aquel día descalzos. Vióse por tanto, dice un célebre escritor contemporáneo[20], el mismo día de la procesión, mezclada la piedad con la impiedad, la perfidia con la sinceridad, y la pérdida con la adquisición. ¡De tal modo el pobre entendimiento humano se complace en debatir con los fantasmas creados por él mismo! Desde entonces la furia del contagio fué siempre en aumento; al poco tiempo no quedó casa que estuviese libre de él. El número de los enfermos dentro del lazareto ascendió desde dos mil hasta doce mil; y más tarde, según el decir de todos, llegó hasta diez y seis mil. El 4 de julio, según se encuentra en una carta dirigida por los miembros de la junta de sanidad al gobernador, la mortandad diaria pasaba de quinientas víctimas; más adelante, cuando la enfermedad llegó á su colmo, según el cálculo más común, morían mil doscientos, mil trescientos; y si hemos de dar crédito al doctor Tadino, hubo días en que llegaron á más de tres mil quinientos. Él mismo afirma, que por las pesquisas hechas después de la peste se vió la población de Milán reducida á poco más de sesenta y cuatro mil almas, siendo así que antes pasaban de doscientas cincuenta mil. Según Ripamonti, sólo constaba el pueblo de Milán de doscientas mil: al hablar del número de muertos, dice que por los registros de la ciudad resultan ciento cuarenta mil, además de los que no pudieron entrar en cuenta. Los demás escritores de aquella época dicen poco más ó menos lo mismo. ¡Júzguese cuáles serían las angustias de los decuriones, á quienes había quedado la pesada carga de proveer á las necesidades públicas, y reparar lo que era reparable en un desastre semejante! Veíanse precisados á sustituir y aumentar diariamente á los individuos encargados de prestar al público servicios de toda especie. Se dividían en tres clases: la una era de los _monatti_; esta denominación era ya muy antigua y de dudoso origen, designando con ella á los hombres dedicados á los trabajos más terribles y peligrosos durante la epidemia, pues quitaban los cadáveres de las casas, de las calles, los conducían en carros hasta el sitio en donde los enterraban, verificándolo ellos mismos; llevaban los atacados al lazareto, los cuidaban; en fin, quemaban y purificaban los objetos infestados y sospechosos. La segunda clase era conocida bajo el nombre de _apparitori_; sus funciones especiales eran ir delante de los carros mortuorios, avisando por medio del sonido de una campanilla á los transeúntes que se apartasen, y finalmente, la tercera clase, á los que daban el nombre de _comisarios_, que presidían á unos y á otros, bajo las inmediatas órdenes de la junta de sanidad. Era indispensable que el lazareto estuviese provisto de médicos, cirujanos, drogas, alimentos, de todo el ajuar en fin necesario á un hospital; siendo preciso también hallar y disponer otros sitios para acoger á los enfermos que todos los días iban en aumento. Con este objeto se mandaron construir á toda prisa chozas de madera y paja en todo el circuito del lazareto, planteóse otro nuevo, formado de cabañas, y rodeado de un cercado de tablas, capaz de contener en su interior cuatro mil personas; y no bastando esto, ordenaron hacer otros dos; pusieron manos á la obra, pero faltando medios, quedaron sin concluir. Los recursos, los brazos y el valor iban disminuyendo á medida que se acrecentaban las necesidades. No sólo la ejecución quedaba siempre detrás de los proyectos y de las órdenes, no sólo se proveía con mucho trabajo y únicamente con palabras á un gran número de necesidades perentorias, sino que se llegó á un grado tal de impotencia y desesperación, que al fin y al cabo aun este último recurso faltó del todo. Cada día por ejemplo morían abandonados una gran multitud de niños, cuyas madres habían muerto de la peste. La junta de sanidad propuso fundar una casa de asilo para esas inocentes criaturas, como igualmente para las mujeres más indigentes que estuviesen de parto, ó á lo menos que se hiciese algo en favor de ellas; mas nada pudo alcanzar. Todos los socorros eran exclusivamente para la soldadesca, porque el gobernador decía que se estaba en tiempo de guerra, y era necesario tratar bien á los soldados. Entre tanto, hallándose colmado de cadáveres un ancho y profundo foso que se había hecho junto al lazareto, y quedando no sólo en él sino en todas partes de la ciudad insepultos los nuevos cadáveres, que aumentaban á cada instante; los magistrados, después de haber buscado en vano brazos para desempeñar tan tristes faenas, se veían reducidos á decir que no sabían ya qué partido tomar. Ignoramos de qué modo se hubiera concluido semejante calamidad, á no haber venido un socorro extraordinario. El presidente de la junta de sanidad acudió lleno de desesperación y con los ojos anegados en lágrimas á aquellos dos buenos é intrépidos frailes que gobernaban el lazareto. El padre Miguel se empeñó en desembarazar á la ciudad de los cadáveres que la obstruían, en el término de cuatro días, y en cavar, en una semana, dos fosos que bastasen no sólo á las necesidades del momento, sino también á lo que pudiese sobrevenir en lo sucesivo. Seguido de un compañero también religioso, y de algunas personas de la sanidad nombradas por el presidente, se dirigió al campo en busca de aldeanos; y en parte por la autoridad de la expresada junta, en parte por la de su hábito y palabras, reunió cerca de doscientos; á los cuales mandó hacer tres grandes fosos; envió en seguida del lazareto á los _monatti_ para que recogiesen los muertos; verificándose de tal manera, que el día prefijado su promesa quedó cumplida. Una vez el lazareto se quedó sin médicos; á fuerza de trabajo, de mucho tiempo, y de grandes ofertas de dinero y honores, se pudieron encontrar algunos, pero no los necesarios. Con frecuencia faltaban víveres hasta el punto de hacer temer que el hambre contribuiría á acrecentar el número de muertos; y más de una vez, mientras que se ponían en práctica todos los medios posibles para buscar dinero ó provisiones, con la esperanza no solamente de no hallarlo á tiempo, sino ni aun de hallarlo nunca, llegaban de pronto abundantes socorros, don inesperado de la caridad de particulares. En medio del aturdimiento general, de la indiferencia que se experimentaba por las desgracias de los demás, indiferencia que hacía nacer el temor que tenía cada uno de por sí, se encontraron sin embargo almas piadosas que estuvieron siempre dispuestas á dispensar beneficios, y otras personas además á quienes la caridad nació con motivo de la pérdida de todas las alegrías terrestres; así como en medio de la destrucción y terrible estrago que reinaban se vieron hombres que emprendieron la fuga, siendo así que eran los que debían velar y proveer á la seguridad pública, aparecieron al propio tiempo otros que, siempre sanos de cuerpo y de un valor á toda prueba, permanecieron fieles en su puesto: hubo también otros que, por una admirable adhesión de piedad, tomaron sobre sí y llenaron con una constancia heroica las funciones á las cuales no les llamaban sus deberes. Pero sobre todo, en lo que fué más digno de notarse la constancia más firme y espontánea con respecto á desempeñar la penosa obligación que les era impuesta, fué, repito, en los sacerdotes. En los lazaretos, en la ciudad, su asistencia jamás faltó; por doquier había sufrimientos, allí se les encontraba, siempre mezclados y confundidos entre los enfermos y moribundos, estando ellos mismos con frecuencia moribundos y expirando. Junto con los auxilios espirituales, prodigaban en cuanto les era posible los temporales, prestando todos los servicios que requerían las circunstancias. Más de sesenta párrocos de la ciudad solamente murieron del contagio, cerca la novena parte de ellos. Federico, como no podía menos de esperarse, inspiraba valor á todos, y era el primero en dar ejemplo. Después de haber visto perecer en su mismo palacio á casi todas las personas que le rodeaban, siendo rogado por su familia, por las principales autoridades y príncipes vecinos para que huyese del peligro yendo á vivir á una quinta aislada, rechazó sus consejos é instancias con el mismo valor con que escribía á los curas de su diócesis: “Estad dispuestos á abandonar esta vida mortal, más bien que á esos desgraciados que son nuestros hijos y nuestra familia; andad con amor al encuentro de la peste, como si fueseis á buscar la otra vida, á adquirir un premio, pues que de este modo podréis conquistar almas para Jesucristo”. No descuidó ninguna de las precauciones compatibles con sus deberes; dió también instrucciones y reglas al clero, no importándosele nada absolutamente, ni pareciendo ver el peligro, por el cual tenía que pasar, al tratar de hacer bien. Sin hablar de los eclesiásticos, con los cuales estaba siempre, con el objeto de alabar y dirigir su celo, de excitar á los tibios y remisos, enviándolos á los parajes en donde otros habían perecido, quiso que tuviese libre acceso cualquiera que tuviese necesidad de él. Visitaba los lazaretos para consolar á los enfermos y animar á los que los servían; recorría la ciudad llevando auxilios á los infelices incomunicados en sus casas, deteniéndose á sus puertas debajo de sus ventanas para escuchar sus lamentos, dándoles en cambio palabras de consuelo é inspirándoles valor. Se lanzó, por último, y vivió en medio del contagio, admirándose él mismo, así que hubo cesado, de haber salido ileso. Así como en las calamidades públicas, y cuando el orden regular se ve invertido y perturbado por espacio de largo tiempo, se encuentra siempre un aumento, una sublimidad de virtud; así también igualmente aparece un acrecentamiento por lo ordinario mucho más general de perversidad. Los malvados que la epidemia perdonaba y no aterraba encontraron en la confusión común, en la tibieza de la fuerza pública, una nueva ocasión de actividad, y al propio tiempo un nuevo y seguro medio de impunidad, mayormente cuando el uso de la fuerza pública misma fué á parar en gran parte á manos de los más osados de entre ellos. Para desempeñar los oficios de _monatti_ y _apparitori_ no se hallaban más que hombres en quienes el atractivo de la rapiña y licencia tenía más poder que miedo al contagio y la repugnancia natural. Se les habían prescrito estrechísimas reglas, intimado las más severas penas, señalándoles sus puestos, sometiéndoles al mando de comisarios, según ya hemos dicho, estando unos y otros sujetos á la autoridad de los magistrados y nobles, con la facultad de proveer sumariamente á todas las medidas de orden y buen gobierno que reclamasen las circunstancias. Semejantes disposiciones tuvieron efecto hasta cierto tiempo; pero creciendo todos los días el número de muertos, la desolación, el espanto y el aislamiento, se vieron libres de toda autoridad, faltando quien los tuviese á raya, haciéndose principalmente los _monatti_ dueños y árbitros de todo. Entraban en las casas como amos ó como enemigos, y sin hablar del pillaje y de los malos tratamientos que hacían experimentar á los infelices que la epidemia condenaba á caer bajo su férula, los malvados ponían sus manos infestadas y criminales sobre las personas sanas, sobre los hijos, padres y esposos, amenazándoles con llevarles al lazareto si no se rescataban ó eran rescatados á fuerza de dinero. Otras veces ponían á precio sus servicios, rehusando el llevarse los cadáveres en estado ya de putrefacción si no se les daba tal ó cual suma. Dícese también, y aun el mismo Dr. Tadino lo afirma, que dejaban caer á propósito de sus carros los efectos infestados, con el objeto de propagar el contagio, pues que para ellos era un manantial de riquezas y de regocijo. Otros bribones, fingiéndose _monatti_, y atándose una campanilla á los pies, según estaba prescrito como distintivo, y para advertir su aproximación, se introducían en las casas y robaban á mansalva: en algunas abiertas sin inquilinos, ó habitadas solamente por algunos desdichados moribundos, los ladrones las saqueaban á discreción y sin ninguna especie de temor; otras eran ocupadas é invadidas por esbirros, los cuales hacían lo mismo, si no peor. Á la vez que la perversidad, creció la demencia; todos los errores, ya más, ya menos dominantes, tomaron á causa del aturdimiento y de la agitación de los ánimos una fuerza extraordinaria, produciendo efectos más rápidos y más vastos; todo lo cual sirvió para dar fuerza y engrandecer el miedo de las unturas consabidas, que según hemos visto era otra maldad. La imagen de este supuesto peligro asediaba y atormentaba los espíritus, mucho más que el peligro presente y real. Además de los montones de cadáveres hacinados siempre á nuestra vista, dice Ripamonti, los cuales obstruían el paso de los transeúntes, convirtiendo á la ciudad entera en un vasto cementerio, había otra cosa más funesta y horrorosa aún; ésta era la desconfianza recíproca, la monstruosidad de las sospechas... No sólo huía uno de su vecino, de su amigo y de su huésped, sino que los dulces nombres, los tiernos lazos de esposo, padre, hijo, hermano, eran objeto de terror; ¡y cosa indigna y horrible de expresarse!, la misma mesa de la familia, el lecho nupcial, eran mirados como lazo ó como sitios destinados á ocultar la ponzoña. Después de la ambición y concupiscencia, que fueron los primeros motivos atribuidos á los envenenadores, llegó á creerse que éstos encontraban en su modo de obrar cierta voluptuosidad diabólica, cierto atractivo más poderoso que su voluntad. El delirio de los enfermos, que se acusaban á sí mismos de lo que habían temido de parte de los demás, se asemejaban á otras tantas revelaciones voluntarias; lo cual contribuía para dar crédito á todo aquello. Y más que las palabras eran las demostraciones las que debían conmover los ánimos, si acontecía que los enfermos en su delirio hacían lo que en su imaginación se figuraban que ejecutaban los envenenadores; circunstancia, por otra parte, muy probable y propia para explicar la persuasión general y el testimonio de muchos escritores. Así es que durante el largo tiempo y triste periodo de las pesquisas judiciales tocante á la magia, las confesiones algunas veces voluntarias de los acusados sirvieron no poco para esparcir y mantener la opinión que reinaba con respecto á los sortilegios; pues cuando una opinión obtiene un vasto y prolongado imperio, se expresa de todos modos, prueba todas las salidas, recorre todos los grados de la persuasión, y es difícil que todos ó una gran parte crean por mucho tiempo que se haga una cosa extraña sin que venga alguno el cual se imagine hacerla. Entre las anécdotas, á las cuales dió lugar ese delirio de los envenenamientos, hay una que merece ser referida por el crédito que adquirió y por el giro que tomó. Contábase, no por todos del mismo modo (que sería un privilegio demasiado especial de la fábula), sino casi unánimemente, que una persona, en tal día, había visto llegar á la plaza de la catedral un carruaje tirado por seis caballos, y dentro de él, entre otros que le acompañaban, se hallaba un gran personaje, cuyo rostro aparecía sombrío y bronceado, sus ojos inflamados, erizados los cabellos, y en sus labios dibujaba una expresión amenazadora. Mientras que el espectador permanecía embobado mirando el expresado carruaje, éste se había parado, y el cochero le invitó á subir, á lo cual no supo negarse. Después de diversos rodeos, el carruaje se volvió á parar á la puerta de cierto palacio, en el cual entraron todos, y el curioso juntamente con ellos, viendo en su interior escenas deliciosas y al propio tiempo de horror, espantosos desiertos y risueños jardines, sombrías cavernas y magníficos salones: en uno de éstos, los hombres fantasmas tomaron asiento y se pusieron á deliberar. Finalmente, le habían enseñado grandes cajas llenas de dinero, diciéndole que tomase cuanto quisiera, con tal que aceptase un frasquito del consabido unto, y fuese á esparcirlo por la ciudad. Mas no habiendo querido consentir, se había encontrado en un decir Jesús en el mismo sitio en donde había subido al carruaje. Esta relación, generalmente creída por el pueblo, y de la cual, según dice Ripamonti, muchos hombres de juicio no se burlaron lo bastante, se extendió por toda Italia y también fuera de ella. En Alemania se vieron láminas que representaban dicha paparrucha. El arzobispo elector de Maguncia, escribió al cardenal Federico, preguntándole qué había de cierto acerca de los hechos maravillosos que se decía pasaban en Milán, á lo cual Federico contestó que no eran otra cosa, que sueños de imaginaciones exaltadas. De igual valor, si no en un todo igual naturaleza, eran los sueños de los hombres instruidos, si bien que sus efectos no eran menos desastrosos. La mayor parte de ellos veían el anuncio y la causa de aquellas calamidades en un cometa aparecido en 1628, y en una conjunción de Saturno con Júpiter. Los mismos médicos que, como Tadino y Settala habían desde un principio anunciado la peste, viéndola introducirse por doquier, siguiendo su pista, y observando todos sus progresos, concluyeron por ceder al torrente de la opinión general, atribuyendo á envenenamientos, á conjuros diabólicos y á otras mil patrañas, los accidentes ordinarios de la enfermedad. Entre las muchas anécdotas que circulaban de boca en boca, se contaba como verídica la siguiente: Diz que cierto día se introdujeron en la habitación de un enfermo unas cuantas personas desconocidas, las cuales le ofrecieron curarle y darle una gran remuneración si untaba las casas circunvecinas; mas como aquél rehusase, dichas personas habían desaparecido, quedando en su lugar un lobo debajo de la cama, y encima tres gatos. Los magistrados, diezmados todos los días, aterrorizados y confusos, empleaban la poca resolución que les quedaba en buscar los envenenadores. Entre los escritos de aquella época que se conservan en el archivo general de Milán, se encuentra una carta (sin ningún documento que se refiera á ella), en la cual el gran canciller Antonio Ferrer, informa seriamente, y con la mayor urgencia al gobernador, de haber recibido un aviso, en que se le decía que en una casa de campo, propia de los hermanos Gerónimo y julio Monti, nobles milaneses, se componía veneno en tanta cantidad, que cuarenta hombres estaban ocupados _en este ejercicio_[21], con la ayuda de cuatro caballos de Brescia, los cuales hacían venir los materiales de Venecia _para la fábrica de veneno_. Añade que él había tomado con sigilo las disposiciones necesarias para mandar á la citada quinta al podestá de Milán y al auditor de la junta de sanidad con treinta soldados de caballería; que por desgracia uno de los hermanos había sido advertido á tiempo para hacer desaparecer el cuerpo del delito, y probablemente por medio del mismo auditor amigo suyo, y que éste buscaba excusas para dar tiempo y no partir; pero que no obstante, el podestá, acompañado de fuerza armada, había _ido á reconocer la casa para ver si hallaba algunos vestigios_, como igualmente para tomar informes y prender á todos aquellos que fuesen culpables. Los procesos á que dieron margen semejantes imposturas, no eran ciertamente los primeros de este género, y no se pueden, con todo, considerar como una rareza en la historia de la jurisprudencia. La descripción que podríamos hacer de dicho proceso, sería larga y dolorosa; mas éste no es lugar á propósito para tratar de ella con la atención que merece, pues sería preciso escribir una historia aparte. Por lo tanto, dejando á otros escritores el cuidado de hacerlo más circunstanciadamente, volveremos, por último, á buscar á nuestros personajes, para no abandonarlos ya más hasta el fin. NOTAS: [18] P. Verri, en sus observaciones sobre la tortura. [19] En aquella época los llamaban en Milán _untori_, que literalmente traducido, equivale á untadores, dándoles este nombre, porque según decían, lo untaban todo con sustancias venenosas.--_Nota del T. E._ [20] Agustín Lampugnano. [21] Todas las palabras en itálicas en el original están en español, pues ya sabemos que Antonio Ferrer lo era.--_Nota del T. E._ CAPÍTULO DECIMOQUINTO Una noche, á fines del mes de agosto, justamente cuando la peste se hallaba en su mayor incremento en Milán, se dirigía D. Rodrigo á su casa, acompañado de su fiel _Griso_, uno de los tres ó cuatro que habían quedado vivos de toda su servidumbre. Volvía de una reunión de amigos acostumbrados á juntarse para tratar de distraer por medio de francachelas y comilonas la melancolía inherente á los calamitosos tiempos que corrían; á cada día que trascorra, se les unían otros nuevos, al paso que iban faltando de antiguos. Aquel día D. Rodrigo estuvo sumamente alegre y festivo, y entre otras cosas había hecho reir mucho á la sociedad con una especie de elogio fúnebre á la memoria del conde Attilio, arrebatado por la peste dos días antes. Sin embargo, á medida que iba andando, sentía un malestar, un abatimiento, una flojedad en las piernas, una dificultad en respirar, un ardor interior, que hubiera querido atribuir únicamente al vino, al continuo trasnochar, á la influencia de la estación. Durante todo el camino no abrió la boca siquiera; y llegados á casa, la primera palabra fué ordenar al _Griso_ que le alumbrase hasta su cámara. Cuando estuvieron en ella, el _Griso_ observó que el semblante de su dueño estaba desencajado, encendido, los ojos centelleantes y casi fuera de sus órbitas. Conservábase á una distancia respetuosa, porque en aquellas peligrosas circunstancias todo bribón se había visto obligado á adquirir, según vulgarmente se dice, ojo médico. --¿Ves? estoy bueno, dijo D. Rodrigo, que leyó en el rostro del _Griso_ el pensamiento que pasaba por su mente.--Me siento bien; pero he bebido mucho, acaso demasiado. Ya se ve; la _vernaccia_[22] era tan excelente... Mas durmiendo bien, todo desaparecerá. El sueño me abruma... Quita esa luz que me ofusca la vista... ¡me incomoda tanto!... --Esto son los humos de la _vernaccia_, dijo el _Griso_, permaneciendo siempre á cierta distancia. Conviene que su señoría se acueste pronto, pues el dormir le vendrá perfectamente. --Tienes razón; si es que puedo dormir... Por lo demás, me siento bien. Ponme aquí cerca esa campanilla, por si acaso esta noche necesitase algo; y ten cuidado si la oyes sonar; ¿entiendes? Mas no tendré necesidad de nada... Llévate pronto esa maldita luz, siguió diciendo, mientras que el _Griso_ obedecía, acercándosele lo menos posible.--¡Diablo! ¡que tenga que incomodarme tanto!... El _Griso_ cogió la bujía, y deseando á su señor una buena noche, salió precipitadamente de la estancia, mientras que D. Rodrigo se ocultaba bajo el cobertor de su lecho. Mas el citado cobertor pesaba sobre él como si fuese un monte. Lo arrojó lejos de sí, y se acurrucó con el objeto de poder dormir, porque efectivamente se moría de sueño. Apenas sus ojos se cerraban, despertábase en extremo sobresaltado, como si alguno le hubiese dado un fuerte golpe, sintiendo que se aumentaba su malestar y crecía su insufrible ardor. Pensaba en el sofocante calor del estío, en la _vernaccia_, en los excesos que cometía, habiendo querido encontrar en todo esto, la causa de sus sufrimientos. Mas una idea venía á mezclarse siempre involuntariamente á dichos pensamientos; una idea que se introducía, por decirlo así, en todos los cerebros, que formaba parte de todas las conversaciones y discursos que se tenían en aquellas orgías, porque era más fácil hacer escarnio de ella que pasarla en silencio; á saber, la peste. Después de haber luchado terriblemente consigo mismo por espacio de largo tiempo, acabó por dormirse, y tuvo los sueños más confusos y desordenados del mundo. Le pareció que se hallaba en medio de una vasta iglesia, al frente de una inmensa muchedumbre. Ignoraba cómo se encontraba en aquel paraje y cómo le había venido á la imaginación semejante pensamiento, especialmente en aquellas circunstancias; lo cual le enfurecía sobremanera. Paseaba sus miradas sobre los circunstantes, no viendo más que semblantes descarnados, lívidos, con ojos apagados ó extraviados, y los labios colgando. Los vestidos de estas asquerosas criaturas se caían á pedazos, y al través de los agujeros se divisaban horrorosos bubones y manchas sanguinolentas. Figurábase que gritaba “Apartaos, canalla”; y dirigiendo su vista hacia la puerta, que estaba sumamente lejos, y dando un grito con aire amenazador, pero sin moverse, pegó todo lo posible sus brazos al cuerpo para no rozar con nadie, aunque le tocaban ya bastante por todas partes. Pero ninguno de aquellos insensatos daba señales de moverse, ni de oirle; por el contrario, le tenían fuertemente oprimido, pareciéndole además que alguno de ellos con el codo le apretaba en el costado izquierdo junto al corazón y debajo del brazo, en cuyo sitio experimentaba agudas y dolorosas punzadas. Movíase violentamente, hacía inútiles esfuerzos para salir de tan penosa situación; mas de repente parecíale que se sentía picado de nuevo en el mismo paraje. Furioso quiere llevar la mano á la espada, y ve que se ha deslizado á lo largo de su cuerpo, siendo el pomo lo que le oprime en aquel sitio, en el cual va á buscar su espada que no encuentra, sintiendo en su lugar un dolor todavía más agudo. Agitado y sin aliento quiere esforzarse á gritar, cuando ve que todas aquellas figuras se precipitaban hacia un solo lado. Lanza en la misma dirección su extraviada vista; descubre un púlpito, apareciendo en él confusamente un objeto vago y movible; luego ve elevarse una cabeza rapada, después dos ojos, una cara, una larga y blanca barba, un fraile de pie con la mitad del cuerpo fuera del púlpito; en una palabra, Fr. Cristóbal. Le parece á D. Rodrigo que el capuchino, después de haber recorrido con la vista á todo el auditorio, la fija sobre él, levantando al mismo tiempo la mano, juntamente en la misma actitud que había tomado en una de las salas de su palacio. Entonces él también alza la suya con furia, hace un esfuerzo desesperado como para lanzarse á detener aquel brazo suspendido sobre su cabeza: un gruñido sordo detenido en su garganta sale de repente convertido en un alarido terrible, de cuyas resultas despierta. Deja caer su brazo, que en efecto había levantado, tardando un buen rato en recobrarse y abrir bien los ojos, porque la luz del día, ya bastante avanzado, no le molestaba menos que la de la bujía de antes. Por último reconoce su lecho, su cámara; comprende que todo aquello no había sido más que un sueño; la iglesia, el pueblo, el fraile, todo había desaparecido, á excepción del dolor en el costado izquierdo. Al propio tiempo sentía en el corazón una palpitación violenta y agitada, un gran zumbido en los oídos, un fuego interior que le consumía, y una pesadez en todos los miembros mucho peor aún que cuando se había ido á acostar. Vaciló un instante antes de mirar la parte donde tenía el dolor; finalmente, la descubre, le arroja una pavorosa mirada, y distingue un espantoso tumor de un lívido purpúreo. D. Rodrigo se vió perdido: el temor á la muerte se apoderó de él, experimentándolo acaso mucho más al imaginar que podría llegar á ser presa de los _monatti_, siendo llevado y lanzado al lazareto. Buscando el modo de evitar esta horrible suerte, sentía que sus ideas se oscurecían y turbaban, viendo aproximarse el momento en que no le quedaría más recurso que entregarse á la desesperación. Luego cogió con mano convulsa la campanilla, y la agitó violentamente. El _Griso_, que estaba alerta, se presentó en seguida. Detúvose á cierta distancia del lecho, miró atentamente á su señor, y se cercioró de lo mismo que la noche antes no había pasado de una conjetura. --_¡Griso!_, dijo D. Rodrigo, sentándose en el lecho con mucho trabajo: tú has sido siempre mi favorito. --Sí, señor. --Te he tratado bien siempre. --Ciertamente; por un efecto de vuestra gran bondad. --¡Me puedo, pues, fiar de ti!... --¡Diablo! --_Griso_, me siento malo. --Ya lo había conocido. --Si me pongo bueno, te trataré todavía mejor de lo que lo he hecho hasta aquí. Nada contestó el _Griso_, y estuvo esperando adónde iría á parar con tales preámbulos. --De nadie quiero fiarme más que de ti, continuó diciendo D. Rodrigo; _Griso_, hazme un favor. --Mande su señoría. --¿Sabes dónde vive el cirujano Chiodo? --Perfectamente. --Es un excelente sujeto, que cuando se le paga bien oculta á los atacados de la peste. Anda á buscarlo: dile que le daré cuatro, seis escudos por visita, más, si quiere más; pero que venga pronto; y haz la cosa de modo que nadie se aperciba de ello. --Muy bien pensado, dijo el _Griso_; voy y vuelvo al momento. --Oye, _Griso_, dame primero un poco de agua. Siento un ardor que no puedo resistir más. --No señor: nada sin aviso del médico. Son enfermedades sumamente prontas; por consiguiente, no hay tiempo que perder: tranquilícese su señoría; en un decir Jesús estaré aquí con el Sr. Chiodo. Al concluir de pronunciar las anteriores palabras, salió cerrando la puerta. D. Rodrigo, habiendo vuelto á acurrucarse en su lecho, lo seguía con la imaginación á la casa de Chiodo; contaba los pasos, y calculaba el tiempo. De vez en cuando miraba su tumor del costado izquierdo; mas volvía en seguida la vista hacia otro lado con el mayor estremecimiento. Al cabo de poco rato empezó á prestar atención, con el objeto de ver si oía llegar al cirujano; y semejante esfuerzo de atención suspendía el sentimiento del mal, y le dejaba libre el uso de sus pensamientos. De repente oye un ruido lejano de campanillas, que le parece más bien que viene del interior de su casa que no de la calle. Escucha atentamente, y á cada instante lo percibe más fuerte, más repetido, acompañado al mismo tiempo de un rumor de pisadas, con cuyo motivo una horrible sospecha se le presenta de súbito á la imaginación. Consigue incorporarse, y se sienta: se pone á escuchar aún con más atención, y distingue claramente un ruido sordo en la vecina estancia, como de una cosa pesada que depositan en el suelo con precaución. Saca las piernas fuera del lecho en ademán de levantarse, clava la vista en la puerta, la ve abrirse y aparecer por ella dos viejos y sucios vestidos rojos, dos criaturas malditas; en una palabra, dos _monatti_. Finalmente, divisa á medias la figura del _Griso_, el cual permanece espiando, oculto detrás de una de las hojas de la puerta que ha quedado entreabierta. --¡Ah, traidor infame!... ¡Fuera de aquí, vil canalla! ¡Blondino, Carlotto!, ¡socorro, que me asesinan!, grita desaforadamente D. Rodrigo: mete una mano debajo de la almohada para buscar una pistola, la coge, trata de amartillarla, mas ya es tarde, porque á su primer grito, los citados _monatti_ se habían precipitado hacia su lecho. El más ágil se le echa encima antes de que pueda hacer ningún movimiento; le arranca la pistola de la mano, arrójala lejos de sí, le fuerza á volverse á acostar, y lo sujeta fuertemente exclamando con un acento de rabia y de mofa á la vez: “¡Ah, bribón! ¡hacer armas contra los _monatti_!, ¡contra los ministros de la junta de sanidad!, ¡contra los que hacen tantas obras de misericordia!”. --Sujétalo bien, hasta que lo saquemos de aquí, dijo el compañero, encaminándose hacia una grande arca que se hallaba en la misma habitación. Después de esto entró el _Griso_ y le ayudó á forzar la cerradura. --¡Malvados!, gritó D. Rodrigo con acento de desesperación, mirando al _Griso_ por debajo del que le sujetaba, y forcejeando entre sus nervudos brazos.--Dejadme matar á ese infame, decía en seguida á los _monatti_, y después haced de mí lo que queráis. Luego volvía á llamar con toda la fuerza de sus pulmones á los demás criados; mas era en vano, porque el abominable _Griso_ los había alejado, con supuestas órdenes del mismo amo, antes de ir á proponer á los expresados _monatti_ dicha expedición, y dividir con ellos los despojos. --Tranquilizaos, tranquilizaos, decía al desventurado Rodrigo el bribón que lo tenía tendido sobre el lecho; y volviéndole después hacia los que saqueaban, les gritaba: haced las cosas como hombres de honor. --¡Tú, tú!, exclamaba con rabia D. Rodrigo, dirigiéndose al _Griso_, al cual veía ocupado en destrozarlo todo, en sacar el dinero, los efectos y hacer las particiones. ¡Tú!, ¡después!... ¡Ah, demonio infernal! ¡Todavía puedo curar!, sí; ¡puedo aún ponerme bueno! El _Griso_ no resollaba siquiera, y con todo trataba de evitar todo lo posible el dirigir la vista hacia el lado de donde partían las anteriores palabras. --Tenlo firme, decía el otro _monatto_, porque está frenético. Efectivamente era así. Después de exhalar un gran grito, después de hacer un último y más violento esfuerzo con el fin de recobrar su libertad, cayó de repente fatigado é insensible; sin embargo, todavía lanzaba miradas estúpidas, y de vez en cuando daba fuertes sacudidas ó arrojaba débiles quejidos. Los _monatti_ le cogieron el uno por los pies y el otro por debajo de los brazos, y fueron á colocarlo en una camilla que habían dejado en la habitación inmediata; en seguida uno de ellos volvió para tomar el botín, después de lo cual, cargando con la miserable carga, se alejaron. El _Griso_ se quedó con el objeto de escoger lo que le pudiese ser de más utilidad; hizo un fardo de todo ello y tomó la puerta. Á pesar de haber tenido mucho cuidado de no tocar á los _monatti_, ni de ser tocado por ellos, con todo, en medio del frenesí por robar que se había apoderado de él, cogió del lado del lecho los vestidos de su amo, y los sacudió sin reflexionar nada, con el ansia de ver si tenían dinero. Esto tuvo no obstante el día siguiente sus consecuencias. En efecto, mientras estaba divirtiéndose en una taberna, se sintió sobrecogido de terribles calofríos, sus ojos se oscurecieron, le faltaron las fuerzas y cayó desplomado. Abandonado por sus compañeros, fué á parar en manos de los _monatti_ los cuales, habiéndole despojado de todo lo bueno que llevaba, le echaron sobre un carro, en el cual expiró, antes de llegar al lazareto donde había sido conducido su amo. Dejando ahora á este desgraciado en aquella mansión de dolores, iremos en busca de otro, cuya historia nada hubiera tenido de común con la suya, si él á la fuerza no lo hubiese querido; pudiéndose también asegurar, que á no ser así, nada tendríamos al presente que decir ni del uno ni del otro. Queremos hablar de Renzo, de este joven á quien dejamos en una nueva fábrica bajo el nombre de Antonio Rivolta. Permaneció en dicha fábrica por espacio de cinco ó seis meses, pasados los cuales, habiéndose enemistado la república y el rey de España, y cesando, por consiguiente, todo temor para él, Bartolo se había apresurado á ir á buscarle para tenerle consigo, ya por el cariño que le profesaba, ya porque Renzo, naturalmente despejado y muy hábil en el oficio, era en una fábrica un poderoso auxiliar para el _fac totum_, sin poder jamás aspirar á serlo él mismo, á causa de la desgracia de no saber manejar la pluma. Así como esta razón se había tenido en cuenta, nosotros hemos creído deber indicarla también. Acaso querríais un Bartolo más ideal; no puedo decir más que una cosa: fabricadlo; el nuestro era ni más ni menos, según os lo he presentado. Después de lo que va referido, Renzo había continuado trabajando al lado de su primo. Con frecuencia, y especialmente luego de haber recibido algunas de las consabidas cartas de Inés, le pasó por la imaginación el hacerse soldado y concluir de una vez: ocasiones no faltaban, pues justamente en aquella época la república tenía necesidad de gente. La tentación fué para Renzo tanto más fuerte, cuanto que se hablaba de invadir el milanesado, y naturalmente le parecía magnífico el volver á su casa con ínfulas de vencedor, ver á Lucía y tener con ella una explicación. Pero Bartolo, con buenas razones, había sabido apartarlo siempre de semejante resolución. --Si ellos han de ir, del mismo modo irán sin ti, y después tú podrás encaminarte allá á tu gusto; si vuelven con la cabeza rota, ¿no habrá sido mejor el que te hayas quedado en casa? No faltarán desesperados que quieran ir á tal expedición, y antes que puedan poner los pies... Por lo que á mí hace, soy muy incrédulo: aquí se vocifera mucho; mas ya, ya, el milanesado no es un bocado tan fácil de tragar. Se trata de la España, hijo mío: ¿sabes lo que es la España? S. Marcos es fuerte dentro de su territorio, pero esto no basta. Ten paciencia: ¿por ventura no estás bien aquí?... Comprendo lo que me quieres decir; pero si está escrito arriba que suceda, puedes estar seguro que sin hacer locuras, saldrá mejor: algún santo te ayudará. Así, pues, créeme, éste no es tu oficio. ¿Te parece que convenga dejar de encanillar seda para ir á matar? ¿Qué quieres tú hacer entre gente de semejante ralea? Para esto se necesitan hombres á propósito. Otras veces Renzo quería ir de oculto, disfrazado, y con nombre supuesto; pero Bartolo supo también disuadirle por medio de razones fáciles de adivinar. Esparcida después la peste en el milanesado, y llegando hasta las fronteras del territorio de Bérgamo, no tardó mucho en invadirlo, y... no os alarméis, lectores míos; no creáis que vaya á haceros otra descripción del contagio que sufrió este último país; nada de eso; el que quiera informarse podrá leer la obra escrita por un cierto Lorenzo Chirardelli, y en ella hallará todas cuantas noticias desee; yo sólo diré que Renzo fué también acometido de la epidemia; que se curó él mismo; ó mejor dicho, nada hizo para ello; estuvo á las puertas del sepulcro; pero gracias á su fuerte constitución, venció al mal, y al cabo de pocos días se halló fuera de peligro. Al recobrar la salud, los cuidados, los deseos, las esperanzas, los recuerdos y los proyectos de su vida, resucitaron con más fuerza y vigor que nunca; ó lo que es lo mismo, todos sus pensamientos se concentraron en Lucía. ¿Qué habría sido de ella en aquellos calamitosos tiempos, en que el vivir era una excepción? ¡Hallarse tan próximo y no poder tener noticias suyas! ¡Permanecer, Dios sabe cuánto, en tal incertidumbre! ¡Y aun después de disipada ésta, cuando hubiese cesado todo peligro, sabiendo que Lucía había sobrevivido, ¡cómo descifrar aquel otro enigma, aquel misterio impenetrable del consabido voto! ‟Yo mismo iré á enterarme de todo á la vez, se decía interiormente antes de encontrarse en estado de poder gobernarse por sí mismo. ¡Con tal que todavía viva! Por lo que hace á encontrarla, yo lo conseguiré; oiré cómo me explica ella misma á lo que se reduce la tal promesa; le haré comprender que es un absurdo; un imposible, y me la traeré aquí, juntamente con la pobre Inés, si es que aún vive; ¡Inés, la cual tanto me ha querido siempre, y que estoy muy seguro me quiere todavía!... ¿Y la orden de prisión? ¡Bah!, en otras cosas tienen que pensar los que han quedado con vida; aun aquí veo pasearse con la mayor tranquilidad á algunos que... ¿Por ventura serán sólo los bribones los que tengan salvoconducto? ¡Y en Milán, en donde todo el mundo dice que no hay más que confusión y desorden! ¡Si dejo escapar una ocasión tan hermosa! ¡La peste! ¡Mirad cómo algunas veces nos hace emplear las palabras ese feliz instinto de referirlo y subordinarlo todo á nosotros mismos! ¡Ciertamente, no encontraré mejor coyuntura! Es necesario esperar, mi querido Renzo”. Cuando apenas pudo manejarse por sí solo, fué en busca de Bartolo, el cual hasta entonces había podido librarse del contagio, y permanecía encerrado en su casa. Renzo no entró en ella, sino que llamando á su primo desde la calle, hizo que se asomara á la ventana. --¡Ah! ¡ah! exclamó Bartolo; ¿te has librado? ¡Cuán feliz eres! --Tengo todavía un poco de debilidad en las piernas, según ves; mas en cuanto al peligro, ya estoy fuera de él. --¡Oh! ¡yo quisiera hallarme como tú! En otro tiempo, el pronunciar estas palabras, estoy bueno, parecía abarcarlo todo; pero ahora de nada sirve. Cuando se puede llegar á decir: estoy mejor; ¡he aquí á la verdad una bella palabra! Habiendo Renzo felicitado á su primo por haber escapado hasta allí de la peste, y haciendo de esto buenos pronósticos, le comunicó la resolución que había tomado. --Lo que es ahora, ve; que el cielo te bendiga, respondió Bartolo; procura esquivar la justicia del mismo modo que yo trataré de esquivar el contagio; y si Dios quiere que á los dos nos vaya bien, pronto volveremos á vernos. --¡Oh! seguramente volveré; ¡y si pudiese no dar la vuelta solo! Basta, así lo espero. --Vuelve pues acompañado, que si Dios quiere, aquí habrá trabajo para todos, y viviremos juntos en buena paz y armonía. Permita el cielo que me encuentres vivo y sano, y que haya cesado ese diablo de influencia[23]. --Volveremos á vernos, sí, estoy seguro de ello. --Repito de nuevo, ¡que Dios lo quiera! Durante algunos días Renzo se ocupó en hacer ejercicio, tanto para probar sus fuerzas, cuanto para aumentarlas, y apenas le pareció que se hallaba en estado de soportar las fatigas del viaje, se dispuso á emprender el camino. Ciñóse bajo de sus vestidos un cinto, dentro del cual puso los consabidos cincuenta escudos, á los que nunca había tocado ni hecho conversación con nadie, ni aun con su primo Bartolo; en seguida tomó algún dinerillo suelto que había ido ahorrando día par día, viviendo con la más estricta economía; colocó debajo del brazo un pequeño lío de ropa; metió en su cartera un certificado bajo el nombre de Antonio Rivolta que por precaución se había hecho dar por su segundo amo; puso en una de las faltriqueras de sus calzones un cuchillo, que era lo menos que un hombre honrado podía llevar en aquellos tiempos, y emprendió el viaje á últimos del mes de agosto, tres días después que D. Rodrigo había sido conducido al lazareto. Se encaminó hacia Lecco, porque quería antes de aventurarse á entrar en Milán, pasar por su pueblo, en el cual esperaba hallar á Inés viva, y empezar á saber de ella algo de lo que tanto deseaba. El pequeño número de los que habían curado de la peste era verdaderamente una clase privilegiada en medio del resto de la población. Una gran parte de esta última estaba enferma ó expiraba, y los que hasta entonces habían sido respetados por el contagio, vivían en un continuo sobresalto. Andaban con precaución, con aire inquieto, con precipitación y perplejidad á la vez, porque todo podía volverse contra ellos, armas cuyas heridas fuesen mortales. Otros al contrario, seguros ya por haber pasado la enfermedad (pues el tener dos veces la peste era un caso más bien prodigioso que raro) discurrían impávidos por medio del contagio general con la mayor osadía y resolución, á la manera de los paladines de la edad media, cubiertos de hierro de pies á cabeza, y montados en fogosos corceles defendidos del mismo modo que sus dueños, daban vueltas por el mundo llevando una vida aventurera (de donde provino su gloriosa denominación de caballeros andantes) entre una infeliz multitud pedestre de aldeanos y gente pobre, los cuales para rechazar los golpes no tenían más defensa que sus vestidos. ¡Magnífica, sabia y útil profesión! ¡Profesión digna de figurar en primera línea en un tratado de economía política! Con una tal seguridad, templada sin embargo por las inquietudes que el lector no ignora, como igualmente por el espectáculo frecuente y la idea incesante de la calamidad de todo un pueblo, Renzo se dirigía hacia su casita, en medio de un hermoso día y al través de un hermoso país; mas no encontraba después de haber andado largo trecho en medio de una inmensa y triste soledad, sino alguna que otra cosa errante, más bien que seres vivientes ó cadáveres conducidos á su última morada, sin los honores de las exequias, sin cantos fúnebres, sin el menor acompañamiento. Al llegar el sol á la mitad de su carrera, el joven se detuvo en un bosquecillo con el objeto de comer un poco de pan y alguna otra friolera que traía consigo. Si quería fruta, tenía á su disposición toda cuanta quería, pues el país que atravesaba producía en abundancia higos, albérchigos, ciruelas y manzanas á montones; bastaba que entrase en los campos y alargase la mano para alcanzarla, ó que la recogiera debajo de los mismos árboles, en donde estaba amontonada; porque el año era extraordinariamente abundante de fruta con especialidad, y no había nadie que se tomase el cuidado de guardarla. Los grandes racimos de uvas escondían, por decirlo así, los pámpanos, y quedaban á merced de los viajeros. Por último, al anochecer descubrió su pueblo. Á su vista, con todo de estar preparado, sintió latir su corazón; se vió asaltado en un momento por un tropel de penosos recuerdos y de presentimientos dolorosos; parecíale tener aún, en los oídos, aquellos siniestros tañidos de la campana que tocaba á rebato, que le habían, como si dijéramos acompañado, perseguido en su fuga fuera de su pueblo; y percibía, permítasenos la expresión, el prolongado silencio de la muerte que moraba en tan tristes lugares. Al desembocar en la plazuela de la iglesia, experimentó una turbación mucho mayor, esperando que sería peor al llegar al término de su viaje, porque había formado el proyecto de detenerse en aquella casita que tantas veces en otro tiempo solía llamar la casa de Lucía. Al presente, no podía ser más que de Inés, y la única gracia que imploraba al cielo, era encontrarla viva y sana. En dicha casa se proponía pedir un asilo, conjeturando perfectamente que la suya sólo serviría de madriguera á los ratones y comadrejas. No queriendo que le viesen, se dirigió por un estrecho sendero que se hallaba en las afueras del pueblo, el mismo por el cual había entrado tan bien acompañado en aquella fatal noche de su fuga y sorpresa del cura. Á la mitad poco más ó menos del expresado sendero, se encontraba por un lado la viña y por el otro la casita de Renzo; por lo cual, al pasar, podía penetrar en ambas un momento, con el fin de ver en qué estado se hallaban sus negocios. Mientras proseguía su marcha, miraba delante de sí, deseando y temiendo al propio tiempo el ver á alguno. En efecto, á los pocos pasos que hubo dado, divisó á un hombre en camisa, sentado en el suelo y apoyadas las espaldas contra un seto formado de jazmines, con el aire de un insensato: en esto, y además en la fisonomía, creyó reconocer á Gervasio, el pobre tonto que había ido como de segundo testigo á su malograda expedición; pero en seguida, acercándose más, vió que era aquel Tonio tan vivo que le había acompañado. La peste, arrebatándole el vigor del cuerpo á la vez que el del entendimiento, lo había desfigurado completamente, y dádole en todas sus facciones y ademanes una pequeña y oculta semejanza con su imbécil hermano. --¡Oh, Tonio!, exclamó Renzo parándose delante de él; ¿eres tú? Tonio alzó los ojos, sin hacer el más leve movimiento de cabeza. --¡Tonio!, ¿no me conoces? --Á quién le toca, á quién le toca, respondió Tonio, quedándose con la boca abierta. --¿Ya la tienes encima, eh?, ¡pobre Tonio!; ¿pero no me conoces? --Á quién le toca, á quién le toca, volvió á repetir éste, prorrumpiendo en una estúpida carcajada. Viendo Renzo que nada podía sacar en limpio, continuó su camino mucho más contristado. Mas he aquí que de repente divisó por una de las revueltas del sendero que se iba acercando cierta cosa negra, en la cual reconoció en seguida á D. Abundio. Éste caminaba á pasos lentos, apoyándose sobre un bastón, como aquel á quien cuesta gran trabajo andar: á medida que se iba aproximando, se podía fácilmente conocer por su rostro pálido y demacrado, como también en todo su aspecto, que debía haber pasado igualmente la borrasca. D. Abundio miraba con la mayor atención; le parecía y no le parecía Renzo; veía algo de extraño en su vestido, pues era justamente el de los habitantes de Bérgamo. “¡No hay duda; es él!”, dijo para sí; y alzó las manos al cielo con un movimiento de admiración descontenta, quedando suspendido en el aire el bastón que empuñaba su diestra, viéndose bailar dentro de las mangas sus pobres brazos, que en otro tiempo estaban tan oprimidos. Renzo, acelerando el paso, le fué al encuentro y le saludó cortésmente; pues aunque entrambos había mediado lo que ya sabemos, era siempre, con todo, su párroco. --¡Vos aquí!, exclamó D. Abundio. --Ciertamente, ya lo veis. ¿Se sabe algo de Lucía? --¿Qué queréis que se sepa? Nada absolutamente. Si vive, debe hallarse en Milán; pero vos... --¿E Inés, ha sobrevivido? --Puede ser; mas, ¿quién queréis que lo sepa? Aquí no está; pero vos... --¿Pues en dónde se halla? --Se ha retirado á la Valsassina, al lado de sus parientes, los cuales dicen que la peste no hace tantos estragos como aquí; ¿comprendéis? Pero vos, vuelvo á repetir... --Esto me contraría mucho. ¿Y el padre Cristóbal?... --Hace ya algún tiempo que marchó. Mas... --Lo sé; me lo han escrito; sólo preguntaba si por casualidad había vuelto por aquí. --¡Ah!, nada de eso; no se ha oído hablar más de él; pero... --Esto también me disgusta. --Pero vos, repito, ¿qué venís á hacer aquí? ¡Por el amor del cielo! ¿Ignoráis, por ventura, la orden de prisión?... --¿Qué me importa? Ahora tienen otras cosas en qué pensar. He querido venir á ver por mí mismo mis negocios; y no se sabe justamente... --¿Qué queréis ver? Al presente no hay aquí nadie, ni nada; y como iba diciendo, con la consabida orden de prisión, venir al pueblo, justamente á ponerse dentro de la boca del lobo; ¿es esto tener juicio? Atended á las reflexiones de un anciano que posee más experiencia que vos, y que os habla por el afecto que os profesa: abandonad el campo, y antes de que nadie os vea volved adonde estabais; y si por desgracia os han visto, marchad cuanto antes con mucho más motivo. ¿Os parece que pueden conveniros los aires que aquí se respiran? ¿No sabéis que han venido á buscaros, que lo han revuelto todo de arriba abajo por dar con vos?... --¡Bribones!, ¡demasiado lo sé! --Pues entonces... --Os digo que no se piensa en semejante cosa. ¿Y él, vive todavía?, ¿permanece aquí? --Repito que no hay nadie; repito que no penséis en las cosas de aquí; repito que... --Lo que pregunto es si él está aquí. --¡Oh, Dios mío! Hablad de otra cosa: es posible que estéis todavía tan fogoso, después de tantas aventuras! --¿Se halla aquí ó no? --No, vamos. Pero, ¡la peste, hijo mío, la peste! ¿Quién es el que se atreve á andar en estos tiempos? --Si no hubiese más que la peste en el mundo... lo digo por mí; la he tenido, y ya nada temo. --¡Pues entonces!, ¿acaso no es esto un aviso del cielo? Cuando uno ha escapado de un peligro de semejante especie, me parece que deberían tributarse gracias á Dios, y... --Yo le doy gracias con todo mi corazón. --Pues creedme, no vayáis á buscarla otra vez; escuchad mis consejos... --Señor cura, si no me engaño, vos también la habéis tenido. --¡Sí, la he tenido!, terrible, espantosa; vivo de milagro; basta decir que me ha dejado de la manera que veis. Al presente necesito un poco de tranquilidad para reponerme; empezaba á sentirme ya mejor... ¡En nombre!... ¿qué venís á hacer aquí? Volveos. --Siempre con lo mismo: volverme; para esto hubiera valido más no haberme movido de donde estaba. Decís: ¿á qué habéis venido?, ¿á qué habéis venido?, y yo os respondo: vengo á mi casa. --¡Á vuestra casa!... --Decidme: ¿ha habido muchos muertos aquí? --¡Ah, ah!, exclamó D. Abundio; y empezando por Perpetua, hizo una larga enumeración de personas y familias enteras. Renzo esperaba ya una cosa parecida; pero al oir tantos nombres de personas conocidas, de amigos, de parientes, se hallaba sobrecogido del más intenso dolor, y con la cabeza baja exclamaba de cuando en cuando: “¡Pobrecito! ¡pobrecita! ¡pobrecitos!” --Ya lo veis, prosiguió D. Abundio; y todavía no se ha concluido. Si los que quedan no tienen un poco de juicio, y no calman la exaltación de sus cerebros, esto va á ser el fin del mundo. --En efecto, yo no pienso en detenerme aquí un momento más. --¡Ah! ¡Dios sea loado! ¡por fin habéis entrado ya en razón! ¡Supongo pues que volveréis al territorio de Bérgamo! --Esto poco os importa. --¡Cómo! ¿querríais acaso hacerme una jugarreta peor que la pasada? --Repito que poco os importa lo que pienso hacer; esto me pertenece exclusivamente: ya no soy un niño; por consiguiente, tengo suficiente juicio para obrar según me convenga. Espero además que no diréis á nadie que me habéis visto. Sois sacerdote; yo uno de vuestras ovejas; por lo tanto confío en que no me querréis hacer traición. --Comprendo, dijo D. Abundio suspirando con ademán colérico,--comprendo: queréis perderos y perderme; ¿no os basta lo que habéis sufrido, y yo también? ¡Comprendo, comprendo! Dichas las anteriores palabras, D. Abundio siguió refunfuñando entre dientes y continuó su camino. Renzo permaneció triste y descontento, pensando en dónde podría encontrar un asilo; en aquella fatal enumeración de muertes que le había hecho D. Abundio, se hallaba una familia arrebatada por la epidemia, á excepción de un joven, poco más ó menos de la edad de Renzo, y compañero suyo desde la infancia. La casa en donde habitaba estaba situada á poca distancia del pueblo, por lo cual pensó encaminarse á ella con el fin de pedir hospitalidad. Habiéndose puesto en marcha, llegó cerca de su viña, y antes de entrar pudo juzgar acerca de su deplorable estado. Los árboles, el verdor que había dejado, no sobresalían de la cerca; si algo se veía eran cosas poco gratas, sobrevenidas durante su ausencia. Se presentó á la abertura de la expresada cerca (pues de puerta ni aun señales había), y lanzó una ojeada á todo alrededor. ¡Pobre viña! Por espacio de dos inviernos consecutivos, las gentes del pueblo habían ido á cortar leña, á la propiedad del infeliz muchacho, como ellos decían. Las cepas, las moreras, los árboles frutales de todas clases, veíanse arrancados ó pisoteados. Distinguíanse también algunos vestigios del antiguo cultivo: tiernas ramas, jóvenes retoños de higueras, albérchigos y ciruelos, se veían esparcidos por todas partes, y mezclados al través de una espesa y nueva verdura que no debía su nacimiento á la mano del hombre; la ortiga, el helecho, la cizaña, la grama, la bellesca, el amaranto, la achicoria y acederas crecían entre otra innumerable porción de plantas semejantes, á las cuales la gente del campo de cada país forma una clase á su modo, y les da la nominación de malas yerbas. Troncos de diversas magnitudes se empujaban y trataban de adelantarse unos á otros, apretándose en la tierra, y disputándose por último un sitio por doquier. Aquello era una vasta y confusa mezcla de hojas, de flores, de frutos de mil colores, de mil formas y tamaños; racimos de uvas, mazorcas de maíz, espiguillas y florecitas blancas, encarnadas, amarillas y azules. Algunas plantas más vistosas, más aparentes, pero que no valían mucho más, se destacaban del fondo de todas aquellas vulgares; en primer lugar, distinguíase la zarzamora con sus largas ramas de color rojo, con sus pomposas hojas de un verde oscuro, algunas de ellas matizadas en sus extremidades de un color de púrpura, con sus pequeños racimos sumamente agrupados, sostenidos por el pie con una especie de ramitas violadas, luego verdes, y en la punta guarnecidas de flores blanquizcas; en segundo lugar, el tejo tan común, con sus grandes hojas lanudas y colgantes, dirigida su cima al cielo, y sus largas espigas esparcidas y formando estrellas de flores de un amarillo brillante; multitud de cardos con sus erizadas púas, hojas, cálices de donde salían mazorcas de blancas y purpúreas flores, las cuales se deshacían azotadas por la suave brisa que se las llevaba á manera de plateadas y ligeras plumas. Aquí una prolongada guirnalda de alboholes, entrelazada á los nuevos retoños de un moral, los había con sus ondulantes hojas, meciéndose en graciosos festones sobre su copa, y ostentando sus blancas y sedosas campanillas: allá un cítiso con sus encarnadas bayas se había unido á las nuevas cepas de una viña, la cual después de haber buscado inútilmente un apoyo más sólido, había enlazado á su vez sus vides á aquél, y mezclando sus débiles extremidades se arrastraban uno en pos de otro, á semejanza de los que se sienten sin fuerzas y se apoyan mutuamente. Todo se veía cubierto de hiedra, la cual discurría de una planta á otra, trepaba, volvía á deshacer lo andado, replegaba sus ramas ó las extendía, según los obstáculos ó apoyos que encontraba, y habiendo atravesado el mismo dintel de la puerta, parecía que se había colocado en dicho sitio para disputar la entrada aun al propio dueño. Mas éste ni siquiera pensó entrar en semejante viña, y acaso no estuvo tanto tiempo mirándola, como nosotros hemos tardado en describirla. Separó su vista de tan doloroso espectáculo: su casa, estaba á muy poca distancia; atravesó el huerto, hundiéndose hasta la rodilla en la yerba, de la cual se veía cubierto del mismo modo que la viña. Puso el pie en el pavimento de una de las habitaciones que eran bajas: al ruido de sus pisadas, á su sola aproximación, multitud de enormes ratas espantadas huyeron en desorden y corrieron á esconderse en un inmenso montón de inmundicias que cubría todo el suelo: aquello era todavía el lecho de los lasquenetes. Echó una ojeada á las paredes; viólas descascaradas, sucias, ahumadas: alzó los ojos al techo: largas tramas de telarañas colgaban por todas partes. Esto era lo único que allí había. Separóse también de aquel lugar de desolación, con las manos puestas en la cabeza; volvió atrás repasando el sendero que él mismo había hecho momentos antes; á pocos pasos tomó un pequeño camino hacia la izquierda, que se dirigía al campo; y sin ver ni oir á alma viviente, llegó cerca de la casita, en donde había resuelto pedir un asilo. La noche comenzaba á cubrir la tierra con su lúgubre y negro manto. El amigo de que ya hemos hablado, estaba sentado en el umbral de la puerta, en un banco de madera con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos fijos y levantados al cielo, como un hombre abrumado por las desgracias é irritado por la soledad. Al oir ruido de pasos, vuelve la cabeza, con el fin de ver quién se acercaba; y como la oscuridad y el follaje no le permitían distinguir bien los objetos, exclamó en alta voz, poniéndose en pie y alzando ambas manos: “¿No se encuentra, por ventura, otro más á propósito que yo? ¿Acaso no he hecho ayer bastante? Dejadme descansar un poco; esto será también una obra de misericordia”. Renzo, ignorando lo que dichas palabras querían significar, le respondió llamándole por su nombre. --¡Renzo!... dijo aquél prorrumpiendo en una exclamación y preguntando á la vez. --El mismo, contestó Renzo; y corrieron el uno al encuentro del otro. --¿Conque eres tú?, dijo el amigo cuando estuvieron cerca: ¡Oh, qué placer experimento al verte! ¡Quién se lo había de imaginar! Al principio te había tomado por Paulin el sepulturero, que viene siempre á atormentarme para que vaya á ayudarle á enterrar. ¿Sabes que he quedado solo? ¡Solo, solo como un ermitaño! --Demasiado lo sé, dijo Renzo; y estrechamente abrazados, cambiando y mezclando sin orden ni concierto preguntas y respuestas, entraron juntos en la casita. Una vez dentro, sin interrumpir su conversación, el amigo trató de hacer los honores á Renzo, según lo permitían las circunstancias y la perentoriedad del tiempo. Puso agua á calentar, y empezó á hacer la _polenta_; mas en seguida pasó á manos de Renzo la caldereta para que meneara su contenido, y se fué diciendo: “¡He quedado solo, absolutamente solo!”. Al breve rato volvió con una pequeña vasija llena de leche, un poco de carne salada y algunas frutas secas. Habiéndolo colocado todo en la mesa, como igualmente habiendo vaciado la _polenta_ en una especie de cazuela, se sentaron, dándose gracias mutuamente, el uno por la visita, y el otro por una acogida tan benévola y amistosa; y después de una ausencia de cerca de dos años, se encontraban de repente más amigos de lo que jamás habían sido cuando se veían casi todos los días. Ciertamente, nadie podía ocupar en el corazón de Renzo el lugar de Inés ni consolarlo de aquella ausencia, no sólo á causa del antiguo y particular afecto que ella le tenía, sino porque también entre las cosas que ansiaba descifrar, había una de la cual únicamente la misma Inés tenía la clave. Permaneció un momento indeciso pensando si continuaría su viaje ó se dirigiría en busca de Inés, ya que se hallaba cerca; pero considerando que ésta nada sabría tocante á la salud de Lucía, adoptó su primera idea de ir directamente á salir de dudas, oir el fallo de su misma boca, y en seguida llevar las noticias adquiridas á la madre. Sin embargo, por su amigo supo muchas cosas que ignoraba; aclaró otras de las que estaba poco enterado, como por ejemplo, sobre las aventuras de Lucía, persecuciones que había sufrido, y cómo D. Rodrigo se había marchado, como suele decirse, con el rabo entre piernas, no habiendo vuelto á aparecer más. Supo también (y esto no era cosa de poca importancia para Renzo) pronunciar perfectamente el nombre de D. Ferrante: es verdad que Inés se lo había participado por medio de su secretario; pero sólo el cielo sabe cómo se lo escribió; y el intérprete de Bérgamo, al leer la carta le había dado un sentido tal, que si hubiera ido con semejante explicación á Milán en busca de la casa, probablemente no habría encontrado á nadie que pudiese adivinar lo que quería decir; y con todo, éste era el único hilo que poseía, y que le pudiese guiar para ir al encuentro de Lucía. Tocante á la justicia, pudo confirmarse más y más en la idea de que el peligro estaba muy lejano, para que le inspirase cuidado alguno: el señor podestá había muerto de la peste; ¡quién sabe cuándo lo reemplazarían! Los esbirros se habían marchado casi todos, y los que quedaban tenían otras cosas en que pensar que en asuntos antiguos. Él contó á su vez sus aventuras, oyendo en cambio de boca de su amigo cien anécdotas acerca del paso del ejército invasor, de la peste, de los envenenadores y de los demás prodigios. “Son cosas espantosas”, dijo el amigo á Renzo, acompañándole á una pequeña estancia que la epidemia había dejado desocupada; “cosas que jamás hubiera creído ver, capaces de quitarle á uno la alegría para siempre; mas sin embargo, esto de encontrarse con amigos, y poder tener con ellos un rato de conversación, es un gran consuelo”. Al amanecer estaban ya ambos levantados: Renzo dispuesto á ponerse en marcha, con su cinto oculto debajo de la ropilla, y el cuchillo en la faltriquera de los calzones, para andar más desembarazado, dejó en depósito á su amigo el pequeño fardo que traía. “Si me va bien, le dijo, si la encuentro viva, si... vamos, yo volveré; correré á Pasturo á participar tan feliz noticia á la pobre Inés, y luego, y luego... Pero si por desgracia, si por una fatalidad que Dios no permita... entonces, no sé lo que haré, ni adónde iré; lo que puedo decir es, que por este lado no me veréis nunca más”. Y así hablando de pie en el umbral de la puerta, con la cabeza levantada, contemplaba con una mezcla de ternura y pesadumbre la primera luz del día que alumbraba el lugar de su nacimiento, que tanto tiempo hacía que no había visto. Su amigo le animó, diciéndole, según se acostumbra, que todo saldría á medida de su deseo; quiso que llevase algunas provisiones para el camino, acompañándole largo trecho y deseándole un feliz viaje. Renzo continuó su marcha con tranquilidad y sin acelerarse, porque le bastaba llegar aquel día cerca de Milán, para entrar al siguiente muy temprano y empezar al instante sus pesquisas. Ningún accidente ocurrió en su viaje, nada aconteció que distrajera á Renzo de sus pensamientos, á no ser las miserias y aflicciones acostumbradas en aquellas penosas circunstancias. Según había hecho el día anterior, se detuvo á su tiempo en un bosquecillo, con el objeto de tomar un bocado y descansar un poco. Al pasar por Monza, delante de una tienda abierta en donde había panes de muestra, pidió dos para no quedar desprovisto por lo que pudiese ocurrir. El tendero le previno que no entrase, y le alargó en una pequeña pala una cazuelita llena de agua y vinagre, diciéndole que arrojase en ella el dinero; verificado esto, hizo pasar á sus manos, por medio de una especie de tenazas, los dos panes, que Renzo metió uno en cada faltriquera. Á la caída de la tarde llegó á Greco, ignorando, sin embargo, el nombre; pero con el pequeño recuerdo que conservaba de los lugares por donde había pasado anteriormente, y calculando el camino hecho después por Monza, sacó en consecuencia que debía estar cerca de la ciudad. Abandonó el camino real, dirigiéndose á través de los campos en busca de alguna choza en donde pasar la noche, pues no quería meterse en ninguna posada. Encontró más de lo que buscaba; divisó una abertura en medio de una cerca que rodeaba el corral de una lechería, por la cual se introdujo atrevidamente. No había nadie: vió en un lado un gran vestíbulo ó soportal con el suelo cubierto enteramente de heno, y apoyada en el expresado soportal una escalera de mano. Dió una ojeada á todo alrededor, y en seguida subió á la aventura; acomodóse allí, con el fin de pasar la noche, y se durmió al instante para no despertar hasta el amanecer. Cuando se levantó, se arrastró á tientas hacia la extremidad de aquel gran lecho, sacó afuera la cabeza; y no viendo tampoco á nadie, bajó por donde había subido, salió por donde había entrado, y encaminándose por los senderos, tomó el edificio de la catedral por su estrella polar. Después de una corta travesía, vino á desembocar bajo las murallas de Milán, entre la puerta Oriental y la puerta Nueva, encontrándose muy cerca de esta última. NOTAS: [22] Especie de vino blanco, que es exquisito, y al cual dan en Italia este nombre.--_Nota del T. E._ [23] Habiendo llegado en la época de que hace referencia el autor, á ser la astrología una ciencia en la cual se creía hasta el extremo de rayar en fanatismo, atribuyendo todos los sucesos que tenían lugar, por insignificantes que fuesen, á la influencia de los astros, la generalidad achacaba la peste que asoló en aquel tiempo á la mayor parte de Europa, á la citada causa.--_Nota del T. E._ CAPÍTULO DECIMOSEXTO Tocante al modo de penetrar en la ciudad, Renzo había oído decir, así de una manera vaga, que existían órdenes muy severas para no dejar entrar á nadie sin boleta de sanidad; pero que sin embargo, cualquiera que tuviese un poco de destreza y supiese aprovechar los momentos favorables, le era fácil introducirse. En efecto, nada era más cierto: dejando á un lado las causas generales por las cuales en aquella época se cumplían muy mal las órdenes, dejando también aparte las particulares que hacían tan difícil su rigurosa ejecución, Milán se encontraba en aquel entonces en el estado de no ver cómo y por qué sería útil el guardarla: por el contrario, cualquiera que tratase de penetrar, podía parecer más bien que miraba con indiferencia su propia vida, que peligroso á sus habitantes. Con semejantes noticias, el designio de Renzo era el intentar introducirse por la primera puerta que se le presentase; si había algún entorpecimiento, dar por la parte exterior la vuelta á las murallas, hasta que encontrase una de más fácil acceso. ¡Dios sabe cuántas puertas creía que debía tener Milán! Habiendo llegado, pues, delante de las murallas, se paró un rato á mirar en torno de sí, como hace el que, no sabiendo qué determinación tomar que sea más conveniente, parece aguardar que sobrevenga algún indicio ó algún suceso que le saque del atolladero. Pero él no descubría á derecha é izquierda más que dos pedazos de una calle tortuosa; al frente las citadas murallas, por lado alguno la más leve señal de seres vivientes, exceptuándose cierto punto del terraplén, en el cual se elevaba una espesa columna de humo oscuro y denso, que remontándose se ensanchaba y extendía en vastos torbellinos, desvaneciéndose luego en el espacio, inmóvil y negruzco. Eran las ropas, las camas y demás muebles infestados que se entregaban á las llamas, no apareciendo las señales de tan tristes hogueras en un solo punto, sino en varios. El tiempo estaba encapotado, el aire pesado, el cielo velado por todas partes de una vasta neblina igual, inerte, que parecía rehusar el sol, sin prometer la lluvia; la campiña de los alrededores, parte inculta y enteramente árida, toda ella despojada de verdor, y ni siquiera se veía una sola gota de rocío sobre las hojas secas y marchitas. Aquella soledad, aquel fúnebre silencio, tan próximo á una gran ciudad, añadían una nueva consternación á la inquietud de Renzo, contribuyendo á hacer más tétricos todos sus pensamientos. Permaneció parado por espacio de un buen rato, luego se encaminó á la derecha, á la casualidad, andando sin saberlo hacia la puerta Nueva, la cual no había podido divisar, aunque estaba muy cerca á causa de un baluarte que la ocultaba en aquel momento. Á los pocos pasos empezó á oir un campaneo, que cesaba y volvía á comenzar de nuevo por intervalos, y después muchas voces humanas. Sigue adelante, da la vuelta al ángulo del baluarte, y lo primero que descubre al frente de la puerta es una garita de madera, y delante de ella un centinela apoyado en su mosquete, con aire aburrido é indolente. Detrás había una estacada, y en el fondo se hallaba situada la puerta, es decir, dos lienzos de muralla con una techumbre encima, para afianzar las hojas que estaban abiertas, así como la puerta de la estacada. Mas justamente delante de la misma abertura había un triste obstáculo, á saber: unas angarillas colocadas en el suelo, sobre las cuales dos _monatti_ tendían á un desgraciado para llevárselo; era el jefe de los carabineros que acababa de ser atacado de la peste. Renzo se paró aguardando el fin. Habiendo marchado el convoy, y no viniendo nadie á cerrar el portillo, le pareció la ocasión oportuna, y se encaminó á él apresuradamente, mas el centinela le gritó bruscamente: “¡Hola!” Renzo se detuvo de nuevo repentinamente, le hizo una señal de inteligencia, sacó un medio ducado y se lo mostró. El centinela, ya sea que hubiese tenido la peste, ya que la temiese menos de lo que amaba los medios ducados, indicó á Renzo que se lo echase; y habiéndolo visto volar en seguida á sus pies, le dijo en voz baja: “Entra pronto”. Renzo no dejó que se lo repitiera, pasó la estacada, la puerta, siguió adelante sin que nadie reparase en él, ni le detuviese; únicamente, cuando hubo andado cerca de unos cuarenta pasos oyó otro “¡Hola!” que un guarda ó carabinero le dirigía por la espalda. Esta vez hizo como que no lo oía, y en vez de volverse, dobló el paso. “¡Hola!” gritó de nuevo el carabinero con una voz que indicaba más bien impaciencia que resolución de hacerse obedecer; no siéndolo, se encogió de hombros, y volvió á su casilla, como una persona á quien importaba más el no acercarse demasiado á los pasajeros, que de informarse de sus acciones. La calle que Renzo había tomado conducía entonces, lo mismo que ahora, directamente hasta el canal llamado el _Naviglio_: en los costados había cercas ó tapias de jardines, iglesias, conventos y pocas casas. En lo alto de dicha calle, y en medio de la que costea el canal, había una columna, con una cruz, llamada la cruz de S. Eusebio. Por más que Renzo miraba hacia adelante, no veía otra cosa que la dichosa cruz. Habiendo llegado á la encrucijada que divide la calle cerca de la mitad, miró por ambos lados, y vió en el callejón llamado de santa Teresa á un hombre que se dirigía justamente hacia él. “¡Por fin, he aquí un cristiano!” se dijo, y se encaminó prontamente en aquella dirección, pensando hacerse enseñar el camino por él. Éste, sin embargo, había visto al forastero que se acercaba, y lo miraba fijamente de lejos, tanto más alarmado cuanto que observó que en vez de ir á sus negocios le salía al encuentro. Cuando Renzo estuvo á poca distancia, se quitó el sombrero con la mayor cortesía, y pasándoselo á la mano izquierda, llevó la derecha al pelo como para arreglarlo, y se fué directamente hacia el desconocido, pero éste con los ojos fuera de sus órbitas dió un paso atrás, alzó un nudoso bastón armado de una punta de hierro, y dirigiéndolo contra Renzo, gritó: “¡Atrás, atrás, paso!” --¡Oh, oh! exclamó á su vez nuestro joven; luego se puso el sombrero, y no deseando, según después refería esta aventura, meterse en aquel instante en cuestiones, volvió la espalda al extravagante, y continuó su camino, ó por mejor decir, siguió adelante por la calle en que se encontraba. El otro individuo se lanzó con precipitación por aquella en la cual se hallaba sumamente aterrorizado, y volviendo hacia atrás á cada instante la cabeza. Cuando llegó á su casa, contó que un envenenador se le había aproximado con maneras humildes y corteses, pero con un aire de infame impostor, llevando dentro de su sombrero la redomita del unto ó la caja de los polvos (no pudiendo decir con certeza cuál de las dos cosas era), con el fin de contagiarlo, si no hubiese tenido carácter para saberlo tener á una distancia respetuosa. “Si hubiese dado un paso más, añadió, le habría ensartado, antes de que el malvado hubiera tenido tiempo de intentar nada. La desgracia era que nos hallábamos en un paraje muy solitario, pues si hubiese sido en el centro de la ciudad, habría llamado gente para que me ayudasen á cogerlo. Seguramente se le hubiera encontrado aquella maldita droga en el sombrero. Pero allí solos los dos, he debido contentarme con meterle miedo, sin aventurarme á buscar una desgracia, porque un poco de polvo pronto está echado, ellos tienen una destreza particular, y además el diablo les ayuda. Al presente dará vueltas por Milán: ¡quién sabe los daños que causará!” Tanto tiempo como vivió, que fueron muchos años, cada vez que se hablaba de envenenadores, repetía su aventura, y añadía: “Los que todavía sostienen que esto no ha sido cierto, que no me lo vengan á decir, porque para hablar de ciertas cosas es preciso haberlas visto”. Renzo, lejos de sospechar el peligro del cual había escapado, y agitado más bien por la cólera que por el miedo, pensaba mientras seguía andando en aquella acogida, adivinando perfectamente la opinión que el desconocido había formado de él; pero la cosa le pareció tan fuera de sentido común, que sacó por último en consecuencia que aquel hombre debía de estar medio loco. “Esto empieza mal, pensaba entre sí. Parece que en esta ciudad me persigue una mala estrella. Para entrar todo va bien; y después cuando estoy dentro, los disgustos me abruman. Vamos... con el auxilio de Dios... si encuentro... si consigo encontrar... ¡Bah! todo ello no habrá sido nada”. Al llegar al puente, volvió sin vacilar á la izquierda, hacia la calle de S. Marcos, pareciéndole según su cálculo que debía conducirle al interior de la ciudad. Y avanzando siempre, miraba á todas partes para ver si podía descubrir algún ser viviente; mas no vió otra cosa que un cadáver espantoso y desfigurado arrojado en una zanja que existe entre algunas pocas casas (que en aquel tiempo eran todavía menos). Habiendo pasado aquel trecho de calle, oyó exclamar: “¡Oh buen joven!” y mirando hacia el lado de donde venía la voz, vió á cierta distancia en un balcón de una casita aislada á una infeliz mujer rodeada de una caterva de criaturas, la cual continuaba llamándole, y le hacía señas con la mano de que se acercase. Renzo corrió hacia la citada casa, y cuando estuvo próximo “¡oh, buen joven!” repitió la mujer, “por las almas de los vuestros que hayan muerto, hacedme la caridad de ir á avisar al comisario, que estamos aquí olvidados; nos han encerrado en casa como sospechosos, porque mi pobre marido ha muerto; también han clavado la puerta, según podéis ver, y desde ayer mañana nadie ha venido á traernos de comer. Después de tantas horas como hemos pasado en esta situación, no ha habido una buena alma que nos haga esta caridad, y estas inocentes criaturas se mueren de hambre”. --¡De hambre! exclamó Renzo; y metiendo las manos en las faltriqueras, “he aquí, he aquí, dijo, sacando los dos panes: bajad alguna cosa para meterlos dentro”. --¡Dios os lo pague! Aguardad un momento, respondió la mujer; y en seguida fué á buscar una cestita y una cuerda para atarla. Mientras tanto Renzo se acordó de aquellos panes que había encontrado cerca de la cruz en su anterior entrada en Milán. “Vamos, esto es una restitución, pensaba, y acaso todavía mejor que si se los hubiese restituido á su propio dueño; porque verdaderamente, es una obra de misericordia”. --Por lo que hace al comisario que decís, mi buena señora, prosiguió, poniendo los panes en la cesta, yo no puedo serviros, porque á decir verdad, soy forastero, y no tengo ninguna especie de conocimientos en esta ciudad; sin embargo, si encuentro alguna persona un poco tratable y humana á quien se lo pueda decir, lo haré. La mujer le suplicó que así lo hiciera, diciéndole el nombre de la calle, para que de este modo supiese dar las señas de la casa. --Creo que vos podríais dispensarme también un favor, una verdadera caridad, sin que os costase ningún trabajo, repuso Renzo. ¿Os sería posible indicarme en dónde se halla el palacio de unos grandes señores, de aquí, de Milán, el palacio de ***? --Sé que hay en la ciudad una casa de este nombre, mas en dónde se halla situada fijamente, lo ignoro. Siguiendo por esta calle adelante, encontraréis alguno que os lo enseñe. Sobre todo, acordaos de hablarle de nosotros. --No lo dudéis, replicó Renzo; después de lo cual prosiguió su camino. Á cada paso sentía crecer y aproximarse un rumor que ya había empezado á oir mientras estaba entretenido hablando; un ruido de ruedas y de caballos, acompañado del dilín dilín de campanillas, y de vez en cuando, chasquidos de látigo y prolongados gritos. Todo se le volvía mirar; pero nada veía. Habiendo llegado al extremo de la tortuosa calle que seguía, y desembocando en la plaza de S. Marcos, el primer objeto que hirió su vista fueron dos maderos rectos, clavados en el suelo con una cuerda y sus correspondientes poleas. No tardó en reconocer (era cosa muy familiar en aquella época) el horrible instrumento del suplicio. Veíase levantado en aquel lugar, y no sólo en él, sino en todas las plazas y calles más espaciosas, á fin de que los diputados de cada barrio revestidos de las facultades más omnímodas y arbitrarias, pudiesen hacer aplicar inmediatamente la pena á cualquiera que les pareciese merecerla; ó á los relegados en sus casas que salieran de ellas, ó á los empleados subalternos que no cumpliesen con su deber, y por último fuese quien fuese. Era uno de aquellos remedios extremos é ineficaces, los cuales se prodigaban en aquellos tiempos y circunstancias con tanto exceso. Mientras que Renzo contemplaba la fatal máquina, tratando de adivinar la causa por qué se había levantado en aquel paraje, sintió que se aproximaba más y más el rumor, y vió aparecer por la esquina de una iglesia, á un hombre que agitaba una campanilla: era un _apparitori_, y detrás de él dos caballos que alargando el cuello, y tropezando á cada paso, avanzaban trabajosamente arrastrando un carro atestado de muertos, después del cual seguía otro y otros, como igualmente los _monatti_, al lado de dichos caballos, acosándolos á latigazos, golpes y juramentos. La mayor parte de los cadáveres iban desnudos, otros mal envueltos en lienzos hechos jirones por todas partes, reunidos y hacinados unos sobre otros, del mismo modo que un montón de culebras que se desplegan lentamente á los primeros calores de la primavera. Á cada vaivén, á cada choque, veíanse aquellas funestas masas temblar y crujir horriblemente, colgar cabezas, ondular cabelleras femeniles, desprenderse brazos y dar contra las ruedas, mostrando á la vista ya horrorizada, cómo un espectáculo semejante podía llegar á ser más terrible y espantoso todavía. El joven se había parado en una esquina de la plaza cerca de la barrera del canal, y entretanto rogaba por aquellos muertos, á quienes no había conocido en vida. De repente una lúgubre y atroz idea vino á helarle de espanto: “¡Acaso allí mezclada con aquellos cadáveres, arrojada debajo de ellos!... ¡Dios mío! ¡permitid que esto no suceda! ¡Haced que ni aun yo tenga tales pensamientos!”. Habiendo pasado el fúnebre convoy, Renzo volvió á ponerse en marcha, siguiendo la orilla izquierda del canal, sin otro motivo para tomar la expresada dirección, más que el haber visto que la comitiva se había ido por otro lado. Después de haber andado unos cuantos pasos entre la iglesia y el canal, divisó á la derecha el puente _Marcelino_, y dirigiéndose á dicho punto, llegó por último al _Borgo-Nuovo_. Mirando siempre á todas partes, con el objeto de hallar alguno á quien preguntar, distinguió á un sacerdote apoyado en un bastón, parado junto á una puerta entreabierta, con la cabeza inclinada y el oído puesto en la abertura; viendo poco después que alzaba la mano y echaba la bendición, pensó, con razón, que acababa de confesar á alguno, y dijo para sí: “Éste es el hombre que me conviene. Si un sacerdote, en sus funciones de tal, no tiene un poco de caridad, de amor y benevolencia, es preciso creer que en el mundo no hay nada de esto”. Entretanto el eclesiástico, después de haber abandonado la puerta, se dirigía hacia el lado por donde iba Renzo y andaba con la mayor precaución por el medio de la calle. Cuando Renzo estuvo cerca de él, se quitó el sombrero, haciéndole señas de que deseaba hablarle, parándose al mismo tiempo, procurando darle á entender que no quería arrimársele indiscretamente. Aquél se detuvo en ademán de escucharle, pero colocando, sin embargo, en el suelo, delante de sí, el bastón, como para que le sirviese de antemural en caso necesario. Renzo hizo su pregunta, á la cual el sacerdote no sólo satisfizo cumplidamente diciéndole el nombre de la calle donde estaba situada la casa, sino también trazándole su itinerario, porque vió que el pobre joven tenía necesidad de él; indicándole á fuerza de repetirle muchas veces la palabra de: “Tomad á la derecha, luego á la izquierda, seguid tales encrucijadas é iglesias”, las seis ú ocho calles que tenía que recorrer para llegar al término de su viaje. --Dios os dé salud en estos tiempos y siempre, dijo Renzo; y mientras el eclesiástico se disponía á partir, añadió: “Tengo que pediros otro favor”, y en seguida le habló de aquella infeliz mujer olvidada. El digno sacerdote le dió las gracias por haberle dado ocasión de hacer una obra meritoria tan urgente, y continuó su camino diciendo que iba á avisarlo á quien correspondía. Renzo, después de haberle saludado respetuosamente, se puso también en marcha: en el ínterin que iba andando, trataba de hacerse una repetición del itinerario, para no tener necesidad de preguntar á cada paso. Mas no puede imaginarse cuán penosa le fué dicha operación, no tanto por la dificultad de lo que la cosa era en sí, sino por una nueva turbación que había nacido en su espíritu. El nombre de la calle, la misma indicación del camino, habían redoblado sus alarmas. Él había deseado saberlo, lo había preguntado; sin esto nada podía hacer; al propio tiempo no averiguó cosa alguna que pudiese hacerle presagiar ninguna desgracia: ¡pero qué!, la idea más distinta de una solución próxima en que iba á salir de una gran duda, en que podría oir decir: “Ella vive todavía”, ó al contrario: “Ella ha muerto”; esta idea se presentó á su espíritu tan clara y terrible, que en aquel momento hubiera querido mejor encontrarse en su primitiva oscuridad y estar al principio del viaje, á cuyo término tocaba ya. Sin embargo, reunió todo su valor y se dijo: “¡Vamos, si ahora empiezo á hacerme el niño, cómo he de salir bien!”. De este modo, reanimado todo lo posible, continuó su camino internándose en la ciudad. ¡Qué ciudad! ¡Cómo era posible reconocerla, comparándola del modo que estaba el año anterior con motivo del hambre! Renzo se encontraba justamente en uno de los sitios más asolados, en la encrucijada de calles que llamaban el _Carrobio di Porta Nuova_. (En aquel tiempo había una cruz en el centro, y frente á la misma, en donde está situado ahora S. Francisco de Paula, se hallaba una antigua iglesia llamada santa Anastasia.) Tantos estragos había causado el contagio en aquellos alrededores, y tan grande era el hedor que despedían los cadáveres allí abandonados, que las pocas personas que habían quedado vivas se vieron obligadas á huir: así que, á la tristura que infundía al que pasaba aquel aspecto de soledad y abandono, añadíase el horror y el disgusto de las señales y restos de lugares habitados recientemente. Renzo apresuró el paso, reanimándose con la idea de que el término de su viaje no debía estar tan próximo, y esperando que antes de llegar encontraría cambiada la escena, á lo menos en parte, y en efecto, no lejos de allí, desembocó en un paraje que con todo podía llamarse ciudad de vivientes; ¡pero qué ciudad también!, ¡qué vivientes! Todas las puertas estaban cerradas con motivo de la desconfianza ó del terror, á excepción de las que habían sido abiertas, ó por la fuga de sus habitantes ó por la invasión; otras veíanse clavadas y tapiadas por haber en ellas muertos ó apestados; otras también señaladas con cruces hechas con carbón, para advertir á los _monatti_ que había cadáveres que recoger. Andrajos por doquier, vendas ensangrentadas, camas infestadas, ropas, sábanas arrojadas por las ventanas; algunos cuerpos, ó de personas muertas de repente en la calle y dejados allí hasta que pasara un carro para llevárselos, ó caídos de los carros mismos, ó echados por los balcones. ¡De tal modo había embrutecido los ánimos y despojado de todo sentimiento de piedad y humana consideración la larga duración y la furia de tantos estragos! Había dejado de oirse el ruido de los obreros, el estrépito de los carruajes, los gritos de los vendedores, el rumor de las conversaciones de los que discurrían por las calles; era sumamente raro que este silencio de muerte fuese interrumpido por otra cosa más que por el pavoroso rumor de los carros fúnebres, por los lamentos de los infelices mendigos, por los ayes de los enfermos, por los aullidos de los frenéticos, y por los gritos de los _monatti_. Al amanecer, al medio día, á la tarde, una campana de la catedral daba la señal de recitar ciertas preces asignadas por el arzobispo, á cuyo toque respondían las campanas de las demás iglesias; y entonces se hubiera visto asomarse la gente á las ventanas y rezar como en familia; habríase oído un confuso murmullo de voces y sollozos que inspiraban una tristeza, mezclada, sin embargo, de alguna esperanza. Á aquellas horas habían muerto ya los dos tercios de los habitantes: la mayor parte de los que quedaron habían huido ó estaban enfermos; la concurrencia de los forasteros veíase reducida á la más mínima expresión; entre el escaso número de los que andaban por las calles, no se habría encontrado por casualidad, en un largo circuito, uno solo que, en su aspecto, no apareciese algo de extraño, y que indicase un funesto cambio de cosas. Se veían los más distinguidos personajes sin capa ni manto, parte entonces esencialísima del traje civil; los sacerdotes sin sotana; los frailes sin hábitos; en fin, se habían abandonado todos los vestidos que por ser largos y flotantes pudiesen rozar en algo, ó proporcionar á los envenenadores (lo que entonces se temía más) una bella ocasión para ejercer sus maldades. Además del cuidado de ir vestidos lo más ligeramente posible, y ajustarse mucho, notábase el mayor descuido y negligencia en las personas. Los que acostumbraban á llevar barba la tenían de una desmesurada longitud; los demás se la dejaban crecer: los cabellos enmarañados y largos, no sólo á causa de la incuria que nace de un prolongado abatimiento, sino porque los barberos habían llegado también á ser sospechosos después que uno de ellos, llamado Giangiocomo Mora, había sido preso y condenado como envenenador famoso, el cual conservó por largo tiempo una celebridad de infamia, siendo por el contrario digno de compasión. La mayor parte llevaban en la mano un nudoso y fuerte bastón, y algunos además una pistola, en señal de aviso y amenaza al que quisiese acercarse demasiado; otros, pastillas de olor, bolas huecas de metal ó de madera, llenas de esponjas mojadas en vinagres medicinales; y al paso que iban andando las aplicaban á las narices, y las llevaban de continuo adheridas á ellas. Algunos tenían colgadas en el cuello redomitas con un poco de azogue, persuadidos que dicho mineral absorbía todas las emanaciones pestilenciales, procurando renovarlas todos los días. Los nobles no sólo recorrían las calles sin su acostumbrado acompañamiento, sino que también se les veía con una cesta al brazo, yendo á buscar las cosas necesarias para su sustento. Cuando por casualidad se encontraban en la calle dos amigos, se saludaban de lejos silenciosamente con aire triste y agitado. Cada uno, particularmente al andar, tenía mucho quehacer tratando de evitar los objetos mortíferos é inmundos, de los cuales el suelo estaba sembrado y algunas veces enteramente embarazado. Todos procuraban ir por el medio de la calle por miedo de ser alcanzados por lo que pudiese caer de las ventanas, ó para evitar los polvos venenosos que se decía habían sido arrojados con frecuencia sobre los que pasaban, ó para huir de todo contacto de las paredes, que podían estar untadas con sustancias también venenosas. De este modo la ignorancia, prudente fuera de tiempo, añadía al presente las angustias á las angustias, y promovía falsos terrores en compensación de los temores justos y saludables que en un principio había impedido. En medio de semejante desolación, Renzo había andado ya una gran parte de su camino, cuando á algunos pasos de distancia, por una calle hacia donde debía dar la vuelta, oyó aproximarse un confuso ruido, en el que se distinguía aquel horrible y tan frecuente retintín de las campanillas. Habiendo llegado á la esquina de la calle, que era una de las más espaciosas, divisó en medio de ella cuatro carros parados. Así como en un mercado de granos se ve á las gentes ir y venir, cargar y descargar sacos, del mismo modo era el movimiento que se notaba en aquel paraje. No se veían más que _monatti_ que entraban en las casas; _monatti_ que salían con grandes bultos, los cuales arrojaban en los carros; unos con sus trajes rojos, otros sin dicho distintivo; muchos con uno todavía más odioso, el plumaje y capas de varios colores, que los miserables ostentaban con aire de triunfo en medio del luto universal. Ya de ésta, ya de la otra ventana salía una lúgubre voz que murmuraba: “_Monatti_, aquí”; y de entre aquel triste murmullo dejábase oir de tiempo en tiempo un sonido más siniestro aún, cual era el de otra voz bronca que respondía: “Ahora, ahora”. Percibíanse también las quejas de los vecinos que les gritaban que despachasen pronto, á lo que los _monatti_ contestaban blasfemando. Al entrar Renzo en la expresada calle aceleró el paso, procurando no ver aquel horroroso espectáculo ó á lo menos evitándolo cuanto le fuese posible, cuando he aquí que su mirada errante tropezó en un objeto de compasión singular, de una compasión que forzaba el ánimo á contemplarlo; de modo que se paró casi involuntariamente. Una dama, cuyo aspecto anunciaba una juventud gastada, mas no del todo extinguida, salía de una de aquellas casas y se encaminaba hacia el convoy. En sus facciones se traslucía una belleza velada y ofuscada, pero no enteramente perdida, á causa de una grande aflicción y de una mortal languidez; esa belleza dulce y á la vez majestuosa que brilla en la sangre lombarda. Su andar era penoso, mas no vacilante; de sus ojos no se desprendían lágrimas, pero se conocía que habían derramado muchas; veíase en su dolor un no sé qué de tranquilo y profundo que anunciaba un alma toda ocupada en sentirlo. Pero no era su solo aspecto lo que en medio de tantas miserias la hacía un objeto particular de conmiseración y reanimaba hacia ella aquel sentimiento siempre encerrado y amortiguado en el corazón; llevaba en brazos á una niña que contaría apenas nueve años, muerta, pero perfectamente compuesta, con los cabellos divididos sobre la frente, vestida de blanco, como si sus manos la hubiesen adornado para una fiesta prometida desde largo tiempo y acordada en recompensa. No la llevaba echada, sino incorporada y sentada sobre el brazo; el pecho apoyado contra su pecho: se hubiera dicho que respiraba, si una manecita como la cera no colgara con una gravedad inanimada, y si su cabeza no hubiese descansado sobre el hombro de su madre con un abandono más fuerte que el sueño: ¡de su madre! Pues aun cuando la semejanza de aquellos dos rostros no lo hubiera atestiguado, se habría leído sobre aquél, en el que se pintaba todavía un sentimiento de vida. Repentinamente un asqueroso _monatto_ se acercó á ella para arrancarle la hija de los brazos, procurando hacerlo, sin embargo, con una especie de respeto no acostumbrado y una perplejidad involuntaria. Pero la dama, dando un paso hacia atrás con aire que no demostraba desprecio ni indignación: “No, dijo; no la toquéis aún; yo soy la que debo depositarla sobre el carro”. Después, abriendo la mano: “Tomad”, volvió á decir; y dejó caer una bolsa en las del _monatto_. “Prometedme, continuó, que no le quitaréis nada de lo que lleva puesto, y que no dejaréis que otros se atrevan á verificarlo, enterrándola del mismo modo que está”. El _monatto_ llevó una mano á su pecho; luego conmovido y casi obsequioso, menos aún por aquella inesperada recompensa que por el sentimiento, del cual se sentía subyugado, se apresuró á hacer en el carro un poco de sitio para la pequeña difunta. La madre, después de haberle dado un beso en la frente, la colocó como en un lecho, la compuso, extendió sobre ella un blanquísimo lienzo, y le dijo estas últimas palabras: “¡Adiós, Cecilia: descansa en paz! Esta tarde nos volveremos á ver para no separarnos jamás. Entretanto, ruega por nosotros, que yo lo haré por ti y por los demás”. Después, dirigiéndose de nuevo al _monatto_, “al pasar esta tarde por aquí, le dijo, subid á buscarme; no seré yo sola”. Dicho esto, volvió á entrar en la casa, y un momento después se asomó á la ventana, llevando en brazos otra niña más pequeña viva aún, pero con las señales de la muerte retratadas en su semblante. Estuvo contemplando las indignas exequias de Cecilia hasta que el carro se puso en marcha, siguiéndole con la vista mientras pudo divisarlo, después de lo cual desapareció. ¿Y qué otra cosa pudo hacer más que depositar sobre el lecho á la única hija que le quedaba, y colocarse á su lado para morir juntas, del mismo modo que la flor que eleva su cabeza orgullosa y cae en seguida juntamente con el botón oculto todavía dentro de su cáliz, bajo la hoz que iguala todas los yerbas de la pradera? --¡Oh, Señor! exclamó Renzo, ¡atended á sus ruegos; protegedla y también á su inocente hija; bastante han padecido las infelices; sí, bastante han padecido! Recobrado de aquella extraordinaria conmoción, y mientras trata de recordar el itinerario con el objeto de si debía dar la vuelta á la primera calle, ó dirigirse á derecha ó izquierda, oye que se acercaba por aquella un nuevo y diverso estrépito, un sonido confuso de gritos imperiosos, de ahogados sollozos, un continuo llorar de mujeres y un gran vocerío de niños. Siguió adelante, llevando en su corazón la triste y oscura esperanza de costumbre. Llegado á la encrucijada, vió avanzar por un lado un confuso tropel de gentes, parándose para dejarlo pasar. Eran los enfermos que conducían al lazareto: los unos, á quienes llevaban á la fuerza, se resistían inútilmente, gritaban en vano que querían morir en su lecho, y respondían con impotentes imprecaciones á los juramentos y á las órdenes de los _monatti_ que los conducían: los otros caminaban en silencio como insensatos, sin mostrar dolor ni ningún otro sentimiento: mujeres con niños en brazos; muchachos asustados por aquellos gritos, por aquellas órdenes, por aquel acompañamiento, más que por la idea confusa de la muerte, los cuales llorando amargamente, pedían á sus madres sus fieles brazos y sus propias casas. ¡Ah! y acaso su madre, que ellos creían haber dejado dormida sobre su lecho, había sido arrojada allí, repentinamente sorprendida por la peste, privada de conocimiento, para ser llevada en el carro al lazareto ó á la fosa, por poco que dicho carro tardase en llegar. ¡Quizás!, ¡oh, desgracia digna de lágrimas aún más amargas! quizás la madre enteramente ocupada de sus padecimientos, lo había olvidado todo, hasta sus propios hijos, no teniendo más que una sola idea, la de morir en paz. Sin embargo, en medio de tanta confusión, se veían todavía algunos ejemplos de firmeza y piedad: padres, hermanos, hijos, esposos, que sostenían á los seres á quienes amaban, y los acompañaban con palabras de consuelo; y no sólo eran los adultos, sino también los niños y niñas, que conducían á sus hermanos menores con el juicio y la compasión de la edad madura, recomendándoles la obediencia, y asegurándoles que iban á un paraje en donde otros cuidarían de ellos y los curarían. En medio de la tristeza y la lástima que inspiraba semejante espectáculo, una cosa tocaba más de cerca, y tenía sumamente agitado á nuestro viajero. La casa consabida debía estar muy próxima, y quién sabe si entre aquella gente... Pero habiendo pasado toda la comitiva, y cesando la duda, se dirigió á un _monatto_ que iba detrás, y le preguntó por la calle y por la casa de D. Ferrante. “Vete enhoramala, imbécil”; tal fué la contestación que recibió. No trató de responderle como merecía, sino que divisando á dos pasos de distancia á un comisario que cerraba la marcha del convoy, y que tenía el aspecto un poco más humano, le hizo la misma pregunta. Éste, señalando con el bastón el lado de donde venía, dijo: “La primera calle á la derecha; la última casa grande á la izquierda”. El joven se encaminó hacia aquel sitio, lleno su corazón de una nueva y mayor ansiedad. Una vez en la calle, distinguió de pronto la casa entre las otras más bajas, y de mezquina apariencia. Se acerca al portón que está cerrado, lleva la mano á la aldaba, y la tiene suspendida como en una urna antes de sacar la cédula, de la cual dependiese su vida ó su muerte. Finalmente, levanta la expresada aldaba y da un golpe con la mayor resolución. Un instante después se entreabre una ventana; asoma por ella con precaución una cabeza de mujer, la cual mira quién llama, con ademán sombrío, que parece decir: “_¿Monatti?_, ¿vagabundos?, ¿comisarios?, ¿envenenadores?, ¿diablos?”. --Buena señora, dijo Renzo alzando la cabeza, pero con voz poco segura: ¿se halla sirviendo en esta casa una joven aldeana que se llama Lucía? --No está aquí; andad con Dios, respondió la mujer, haciendo ademán de cerrar la ventana. --¡Un momento, por piedad! ¿Está aquí ó no? ¿En dónde se encuentra? --En el lazareto; é iba á cerrar de nuevo. --¡Por Dios!, un instante más. ¿Se halla atacada de la peste? --Sí. Es cosa nueva, ¿no es cierto? Id pues. --¡Oh, infeliz de mí! Esperad. ¿Estaba muy mala? ¿Hace mucho tiempo que?... Pero esta vez la ventana se cerró de veras. --¡Eh!, señora; buena señora, por caridad; una palabra tan solo, por el alma de vuestros pobres difuntos! Nada os pido que sea vuestro: ¡eh! Mas nada; del mismo modo que si hubiese hablado á la pared. Afligido de tan triste noticia, y encolerizado de la brusca retirada de aquella mujer, Renzo asió de nuevo la aldaba, y casi pegado á la puerta, apretaba aquella con fuerza, la levantaba para llamar por segunda vez, y la tenía suspendida. En tal agitación se volvió con el objeto de ver si por casualidad divisaba algún vecino, del cual pudiese informarse más extensamente, y sacar algún indicio, alguna luz. Pero la primera, la única persona que descubrió fué otra mujer á la distancia de unos veinte pasos; la cual, con un semblante que expresaba el terror, el odio, la impaciencia, y la malicia, con unos ojos que querían á la vez observar y mirar desde lejos, abría la boca como para gritar con todas sus fuerzas; mas reteniendo todavía la respiración, alzando los descarnados brazos, extendiendo y retirando dos manos crispadas y encogidas á manera de garras, como si tratase de coger alguna cosa, parecía querer llamar gente, de modo que nadie se apercibiese de ello. Cuando la mirada de Renzo se encontró con la suya, apareció más horrible todavía, y se estremeció de la misma manera que una persona á quien se sorprende. --¡Qué demonio!... empezaba á decir Renzo, levantando también sus dos manos hacia donde se hallaba la mujer; pero ésta, habiendo perdido la esperanza de hacerle coger de improviso, dejó escapar el grito que hasta entonces había comprimido: “¡Al envenenador!, ¡aquí!, ¡aquí! ¡Prended al envenenador!”. --¿Quién?, ¡yo!, ¡ah, infame bruja! ¡Silencio!, exclamó Renzo, y corrió hacia ella para amedrentarla y hacerla callar. Pero en seguida conoció que debía pensar más bien en sus negocios. Al chillar de la vieja acudió gente de todas partes; no el tropel que en semejante caso habría acudido tres meses antes, pero la suficiente para poder hacer de un solo hombre lo que quisiesen. Al propio tiempo se abrió de nuevo aquella ventana que ya sabemos, y se asomó la misma mujer que tan descortés había sido, la cual ahora gritaba desaforadamente: “Prendedle, prendedle, pues debe ser uno de esos bribones que andan por la ciudad untando las puertas de las casas de las gentes de bien”. Renzo no creyó oportuno el detenerse á reflexionar; le pareció mucho mejor partido abandonar precipitadamente aquel lugar que permanecer en él para sincerarse: lanzó una mirada á su alrededor para ver hacia qué lado había menos gente, y por éste se deslizó. Rechazó de una puñada á uno que le cerraba el camino, pegó en el pecho á otro que le salía al encuentro, al cual hizo retroceder ocho ó diez pasos; y echó á correr en seguida con los puños levantados y cerrados convulsivamente, dispuesto á castigar á cualquiera que se le pusiese por delante. La calle veíase desembarazada y libre delante de él; mas á sus espaldas oíase aumentar y crecer á cada instante el ruido y las terribles voces de “¡á él, á él!, ¡al envenenador!”. Ignoraba el número de sus perseguidores, y no sabía cómo podría salvarse. Su cólera se convirtió en rabia, las angustias en desesperación; un espeso velo cubrió sus ojos, echó mano á su cuchillo, lo abrió, se paró resueltamente, luego dirigió su mirada torva y amenazadora hacia los que le perseguían, y con el brazo extendido, blandiendo en el aire la reluciente hoja, gritó: “¡Canalla infame!, ¡si hay alguno entre todos vosotros que sea hombre, que avance!, yo le daré con éste una buena untura”. Mas vió con admiración y con un sentimiento confuso de placer que sus perseguidores se habían detenido á cierta distancia como vacilantes. Sin embargo, continuaban gritando, y al parecer hacían demostraciones como si estuviesen poseídos de los malos espíritus á gentes que se hallaban detrás de Renzo, pero bastante lejos todavía. Éste se volvió de nuevo y divisó (su gran turbación no le había permitido verlo antes) un carro que avanzaba, y detrás de éste una larga hilera de ellos con su acostumbrado acompañamiento. Por otro lado, y á alguna distancia se hallaba otra porción de gentes que de todas veras hubieran deseado caer sobre el envenenador; mas estaban contenidas por el mismo impedimento. Viéndose así entre dos fuegos, calculó que lo que para éstas era un objeto de terror, podía serlo para él de salvación; por lo tanto pensó que no era tiempo de hacerse el delicado: cerró su cuchillo, echó á correr hacia los carros, pasó el primero, y observó en el segundo que había un buen espacio desocupado; en su consecuencia toma sus medidas, da un salto, y helo allí plantado sobre el pie derecho, el izquierdo en el aire, y levantados ambos brazos. --¡Bravo, bravo! gritaron á una los _monatti_, algunos de los cuales seguían el convoy á pie, otros subidos en los carros; y en fin, los más, para referir exactamente lo horrible de semejante espectáculo, iban sentados sobre los cadáveres y bebiendo de un gran jarro, el que dando vueltas sin cesar pasaba de mano en mano.--¡Bravo, bravo, magnífico golpe! --¿Has venido á ponerte bajo la protección de los _monatti_?, pues haz cuenta que estás tan seguro como en una iglesia, le dijo uno de los que se hallaban en el carro adonde se había subido. Los enemigos, al acercarse al tren, la mayor parte habían vuelto las espaldas y se apartaban gritando siempre “¡á él, á él!, ¡al envenenador!”. Algunos se retiraban con más lentitud, parándose de cuando en cuando, rechinando los dientes y amenazando á Renzo, el cual desde el carro les contestaba enseñándoles los puños. --Dejadme hacer, le dijo un _monatto_; y arrancando de uno de los cadáveres un asqueroso harapo, lo anuda precipitadamente, lo coge por uno de los extremos, lo levanta á manera de honda sobre aquellos obstinados, y hace ademán de arrojárselo, gritando: “¡Aguardad, canalla!”. Al observar esto, todos sin excepción emprendieron la fuga horrorizados, y Renzo no vió más que las espaldas y las piernas de sus enemigos, que se movían con la misma celeridad que las aspas de un molino de viento. Entre los _monatti_ se elevó un grito unánime de triunfo, una larga y estrepitosa carcajada de risa, un prolongado ¡juy! como para acompañarles en su fuga. --¡Ja, ja! ¿Ves como sabemos proteger á la gente honrada? dijo aquel mismo _monatto_ á Renzo. Más vale uno solo de nosotros que todos esos maricas. --Seguramente, respondió Renzo, y bien puedo decir que os debo la vida, por lo cual os doy las gracias de todo corazón. --¿De qué? contestó el _monatto_; tú te lo mereces, se conoce que eres un valiente muchacho. Haces bien en untar á esa canalla; úntalos, extirpa á esos miserables que nada valen hasta que mueren, que en recompensa de la vida que llevamos nos maldicen y van vociferando que así que concluya la peste quieren hacernos ahorcar á todos. Es preciso que ellos mueran antes de que cese la epidemia; es indispensable que los _monatti_ queden solos cantando victoria y regocijándose en Milán. --¡Viva la peste y muera la canalla! gritó otro; y después de semejante brindis se acercó el jarro á los labios, y sosteniéndole con ambas manos en medio de los vaivenes del carro, echó un buen trago, ofreciéndole en seguida á Renzo, al cual dijo: “Bebe á nuestra salud”. --Os la deseo con todas las veras de mi alma, contestó Renzo, pero no tengo sed, ni tampoco ganas de beber en este momento. --Á mi parecer has pasado un gran susto, dijo el _monatto_; tienes facha de ser un pobre hombre; tu traza no es de envenenador. --Cada uno se ingenia como puede, dijo el otro. --Alargadme el jarro, dijo uno de los que caminaban al lado del carro, quiero echar otro trago á la salud del amo del vino, que se encuentra en nuestra buena compañía... me parece que está allí; sí, justamente, dentro de aquel hermoso carruaje. Y con una risa siniestra y cruel señalaba el carro, delante del cual se hallaba el pobre Renzo. Luego tomando su semblante un aire de seriedad aún más infame y burlesco, hizo un gran saludo en aquella dirección, y continuó diciendo: “Permitid, mi querido amo, que un pobre diablo de _monatto_ paladee el vino de vuestra bodega. Consideradlo bien, llevamos una vida... somos los que os hemos colocado en el carruaje para conduciros á la campiña. Además, el vino, por poco que beban sus señorías, no les sienta nunca bien; los pobres _monatti_, al contrario, siempre tienen buen estómago”. Sus compañeros dieron grandes risotadas, en medio de las cuales cogió el jarro y lo levantó; mas antes de beber se volvió á Renzo, le miró fijamente, y con cierto aire de insultante compasión, le dijo: “Es preciso que el diablo con quien has hecho pacto, sea bien joven; pues si nosotros no te hubiésemos salvado, te daba un triste socorro”; y entre un nuevo y general estrépito de ruidosas carcajadas, se aplicó el jarro á la boca. --¿Y nosotros? ¡eh!, ¿y nosotros?, gritaron muchas voces desde el carro que iba delante. El bribón, después de haber bebido hasta saciarse, entregó con ambas manos el gran jarro á sus compañeros, los cuales se lo pasaron de uno á otro, hasta que llegando al último de ellos, que lo desocupó enteramente, lo cogió por el cuello, y dándole vueltas á guisa de molinete, lo arrojó haciéndole mil pedazos contra el suelo y gritando: “¡Viva la peste!” Después de estas palabras, se puso á entonar una inmunda copla, siendo su voz acompasada por todas las demás que componían aquel horrible coro. La infernal canción mezclada al retintín de las campanillas, al rechinar de los carros, al ruido de las pisadas de los caballos, resonaba en el silencioso espacio de las calles, y retumbando en las casas comprimía dolorosamente el corazón de los pocos que todavía las habitaban. ¿Pero qué cosa no puede venir á veces á propósito? ¿qué es lo que no puede parecernos bien en ciertos casos? El peligro de un momento antes había hecho más que tolerable á Renzo la compañía de aquellos muertos y de aquellos vivos; y al presente, semejante música se puede decir que era grata á sus oídos, pues lo sacaba del embarazo de una conversación poco satisfactoria. Medio trastornado todavía, daba gracias á la Providencia desde lo íntimo de su corazón, de haber escapado de tan inminente riesgo, sin recibir daño alguno ni tampoco hacerlo; suplicando al mismo tiempo que le librase de sus mismos libertadores; y además, por su parte estaba alerta, observaba á los _monatti_, examinaba la calle para pillar la ocasión favorable de bajar despacio del carro sin ser sentido, y evitar cualquier escándalo que hiciese poner sobre sí á los que pasaban. De repente, al revolver una esquina, le pareció reconocer el sitio; miró con más atención, y efectivamente se aseguró de ello. ¿Quieren saber los lectores en dónde se encontraba nuestro héroe?, pues bien, se hallaba en la calle que va á parar á la Puerta Oriental, en aquella misma por la cual unos veinte meses antes había entrado con tanta lentitud, y tuvo que volver á pasar al poco tiempo tan precipitadamente. Recordó de pronto que desde allí se iba directamente al lazareto, y el hallarse en dicha calle sin calcular ni preguntar, lo tuvo por un especial favor de la Providencia, y por un feliz agüero de todo lo demás. En el mismo instante salió al encuentro de los carros un comisario gritando á los _monatti_ que parasen: en efecto, el convoy se detuvo y la música se convirtió en un ruido diferente. Uno de los _monatti_ que se hallaba en el carro de Renzo saltó á tierra: el joven se dirigió al otro que quedaba y le dijo: “Os doy gracias por vuestra caridad; que Dios os lo pague; y dicho esto saltó también por el otro lado”. --Anda, anda, pobrecillo envenenador, respondióle aquél, no serás tú el que destruya á Milán. Por fortuna no se encontraba por allí nadie que pudiese oirlo. El convoy se había parado en el lado izquierdo; Renzo se encaminó apresuradamente hacia el opuesto, y pegado á la pared de las casas, siguió adelante con dirección al puente; pasó éste, continuó su marcha por el arrabal, reconoció el convento de capuchinos, y próximo ya á la puerta divisó un ángulo del lazareto, atravesó la verja, presentándose á su vista la escena exterior de aquel fatal recinto: era un leve indicio de lo que contenía en su interior; mas con todo, era un espectáculo vasto, diverso é imposible de describir. Una inmensa muchedumbre se precipitaba en las avenidas; eran los enfermos que iban en cuadrillas al lazareto; algunos se sentaban ó caían á las orillas de los dos fosos que costean el camino, ya fuese que sus fuerzas no hubiesen sido suficientes para conducirles á su asilo, ya que habiendo salido de allí desesperados, les hubiesen también faltado dichas fuerzas para ir más lejos. Otros, sumamente enfermos, erraban desbandados como estúpidos, y no pocos privados de razón; uno estaba sobremanera animado contando sus delirios á un desgraciado que yacía abrumado por el mal, otro estaba furioso; por último, aparecía otro que miraba á todas partes con aire risueño, como si asistiese á un espectáculo muy divertido. En medio de tan triste alegría, oíase una voz que cantaba hasta perder el aliento; el ruido no parecía salir de aquella miserable reunión, y sin embargo dominaba á todas las demás; era una canción de amor alegre y picaresca, á las cuales los milaneses dan el nombre de _Villanelle_. Dejándose guiar por el sonido para descubrir quién podía estar tan contento en aquellas circunstancias y en semejante lugar, veíase á un desgraciado que sentado tranquilamente en el foso que circuye las tapias del lazareto cantaba á grito pelado. Apenas Renzo hubo dado algunos pasos dando la vuelta al costado meridional del edificio, cuando se elevó al través de la multitud un rumor extraordinario y un ruido de voces lejanas que gritaban: “¡Á un lado!, ¡detente!”. Renzo se alzó de puntillas, y vió un caballo corriendo á todo escape, espoleado por un extraño jinete: era un frenético, que habiendo visto á dicho animal suelto, sin nadie que le guardase junto á un carro, había saltado encima prontamente, y pegándole en el cuello con el puño, haciendo servir de espuelas á sus talones, lo aguijoneaba con furia. Los _monatti_ le seguían gritando, un instante después no se divisaba más que una espesa nube de polvo en lontananza. Así, aturdido y fatigado ya de ver miserias, el joven llegó á la puerta de aquel lugar, en el cual acaso había más amontonadas que no había visto en todo el espacio que había tenido que recorrer. Finalmente, pasó el umbral, y permaneció un momento inmóvil debajo del pórtico. CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO Figúrese el lector el recinto del lazareto poblado de diez y seis mil atacados de la peste; aquel vasto espacio enteramente cubierto por un lado de cabañas y de tiendas, por otro de carros, más allá de hombres, aquellas dos prolongadas hileras de pórticos á derecha é izquierda llenas de moribundos ó de cadáveres tendidos en jergones ó encima de mugrientas y desnudas pajas, percibiéndose y sobresaliendo al través de aquella inmensa morada de dolores un ruido sordo, parecido al lejano murmullo de las olas agitadas por la tempestad. Veíanse por doquier convalecientes, frenéticos, enfermeros, un ir y venir, pararse, correr, inclinarse y levantarse. Tal fué el espectáculo que se ofreció á un mismo tiempo á la vista de Renzo, teniéndole clavado allí por un momento, estupefacto y afligido. No nos proponemos ciertamente el describir con minuciosidad dicho espectáculo, ni tampoco creemos que el lector lo desee, y sí tan solo acompañaremos á nuestro joven en su penosa marcha: nos detendremos en los parajes que él se detenga, diremos todo cuanto sea preciso de lo que vió, refiriendo lo que hizo y lo que después le aconteció. Desde la puerta en donde se había parado hasta la capilla, que estaba situada en el centro, y desde ésta á la otra puerta de enfrente, formaba una especie de calle cubierta de cabañas y de toda clase de obstáculos fijos. Á la segunda ojeada divisó Renzo en la expresada calle ó prolongado pasadizo una multitud de carretones que conducían de una parte á otra las cosas necesarias á los moradores que encerraba tan fatal recinto; vió también capuchinos y seglares que dirigían aquellas operaciones, los cuales hacían salir de allí á los que nada hacían. Temiendo nuestro héroe el ser echado del mismo modo, se escondió al instante entre las cabañas que se hallaban á su derecha, casualmente hacia el lado en que él se encontraba. Continuaba avanzando, á medida que iba descubriendo sitio para poner el pie, de cabaña en cabaña, asomándose en todas, observando las camas que se hallaban al descubierto, examinando los rostros abatidos por los padecimientos, contraídos por el espasmo ó por la inmovilidad de la muerte, por si acaso daba con aquel que, sin embargo, tanto temía encontrar allí. Había andado ya mucho y repetido varias veces aquel doloroso examen sin ver á mujer alguna, en vista de lo cual calculó que debían estar en lugar separado. Efectivamente, lo adivinaba; mas en dónde pudiera ser, ni tenía el más pequeño indicio, ni de dónde sacarlo. Encontraba á su paso muchos individuos destinados en el establecimiento, tan diferentes en aspecto, maneras y trajes, cuan diverso y opuesto era el principio que les daba á todos una fuerza igual de vivir prestando tales servicios, viéndose en los unos una total extinción de piedad, y en los otros una compasión sobrehumana. Pero ni á unos ni á otros se atrevía á preguntar, para no tropezar con alguna dificultad; y concluyó por andar, andar hasta llegar á encontrar á las mujeres. Al propio tiempo que así lo hacía, no dejaba, sin embargo, de mirar á todas partes; mas de cuando en cuando se veía obligado á retirar contristado su mirada, desvanecido á la presencia de tantas desgracias. ¿Pero adónde debía volver la vista, adónde detenerla más que sobre otras y otras desgracias? La atmósfera misma y el cielo aumentaban el horror de aquella escena, si es que pudiese haber algo que lo aumentase. La espesa niebla se había ido aclarando poco á poco, dividiéndose en mil nubecillas flotantes, que condensándose cada vez más, parecían anunciar una tempestad. En medio de aquel cielo encapotado y sombrío, se presentaba como cubierto de un espeso velo el disco del sol, pálido, sin rayos, arrojando una claridad triste y dudosa, y esparciendo un calor pesado y sofocante. En medio de aquel vasto rumor, oíase elevarse por intervalos, sordos é interrumpidos gemidos, no pudiéndose decir de dónde salían, aun escuchando con la mayor atención; únicamente, se hubiera creído oir un ruido lejano de carros que se paraban de repente. No se veía en la campiña de los alrededores, ni agitarse siquiera una sola hoja en los árboles, ni tampoco posarse ningún pájaro en ellos: únicamente la golondrina, apareciendo de súbito en el techo del recinto, dirigía su vuelo hacia abajo, con las alas extendidas como si fuese á rozar la tierra; mas asustada de aquel bullicio, volvía á emprender su vuelo y huía. Asemejábase todo aquello á una de esas épocas en que entre una reunión de viajeros no hay uno que rompa el silencio; en que el cazador camina pensativo con la vista fija en la tierra; en que el labrador, trabajando en su campo, deja de cantar sin advertirlo; asemejábase, repito, á uno de esos momentos precursores del huracán, en los cuales la naturaleza, como inmóvil en el exterior y agitada por un trabajo interior, parece oprimir á todo ser viviente, y añade cierta pena molesta á toda ocupación, al ocio y á la existencia misma. Pero en aquel lugar, destinado á los padecimientos y á la muerte, se veía al hombre hecho presa ya del mal, ceder á la nueva opresión, como también sucumbir los enfermos á centenares, siendo la agonía postrera la más cruel, y en este colmo de dolores los quejidos más sofocados, el último estertor más penoso. Quizás en aquella mansión de miserias no había tenido lugar todavía una hora tan terrible como la que describimos. Nuestro joven había dado ya una gran vuelta sin fruto por entre la inmensa multitud de cabañas, cuando en medio de la confusión y diversidad de lamentos comenzó á distinguir una mezcla singular de lloros de niños y de balidos, hasta que llegó á una especie de tapia ó tabique medio hendido y estropeado, detrás del cual salía aquel extraordinario ruido. Miró por una ancha abertura que había entre dos vigas, y vió un recinto en el que se hallaban varias cabañas esparcidas, y tanto en ellas como en el pequeño campo no divisó la acostumbrada reunión de enfermos, sino una infinidad de pequeñas criaturas echadas sobre colchoncitos, almohadas y sábanas extendidas, teniendo á su alrededor nodrizas y otras mujeres para cuidarlas; pero lo que más que todo llamaba la atención y atraía las miradas de Renzo, era el ver mezcladas en medio de dichas mujeres á varias cabras, convertidas en auxiliares de aquéllas: en una palabra, era una especie de inclusa, según lo permitían el lugar y las circunstancias. Era, repito, una cosa singular el contemplar á algunos de los expresados animales parados y quietos sobre éste ó aquel niño, dándoles de mamar; otros acudir prontamente á los lloros del mismo modo que podría hacerlo una madre; pararse junto al tierno infante, procurando colocarse encima con sumo cuidado, dando balidos y bullendo sin cesar como llamando que fuese alguien en su auxilio. Veíanse sentadas en varias partes nodrizas con niños colgados al pecho; algunas de ellas manifestando tales muestras de cariño, que hacían dudar al que miraba si habían sido atraídas á aquel paraje por el ansia de la remuneración ó por esa caridad espontánea que va en busca de los necesitados y de los que padecen. Una de dichas nodrizas, en extremo afligida, desprendía de su pecho á una criatura que lloraba con fuerza, é iba tristemente buscando el animal que hiciera sus veces. Otra contemplaba satisfecha al que se le había quedado dormido con el pecho en la boca, y besándole dulcemente, se dirigía á una cabaña con el fin de colocarlo sobre un colchoncito. Mas una tercera, abandonando su pecho á una criatura extraña con cierto aire, no de negligencia, pero sí de preocupación, miraba fijamente al cielo: ¿qué pensaba en aquel instante, en aquella actitud, con aquellas miradas, sino en el hijo nacido de sus entrañas, que quizá poco antes había chupado aquel pecho, y que también acaso exhalara sobre él su último suspiro? Otras mujeres de más avanzada edad, estaban ocupadas en desempeñar otras faenas. Una acudía á los gritos de un niño hambriento; lo tomaba en brazos, y lo llevaba cerca de una cabra que pacía en medio de un montón de fresca yerba, aproximándolo á la teta, llamando al inexperto animal y acariciándole á la vez hasta que prestaba dulcemente su servicio. Ésta corría afanosa á coger á un pobrecito á quien pisaba una cabra, del todo atenta en dar de mamar á otro; aquélla llevaba el suyo de un lado á otro, meciéndolo, procurando bien dormirlo por medio del canto, bien acallándolo con cariñosas palabras, y dándole un nombre que ella misma le había puesto. En esto se presentó un capuchino de blanquísima barba, llevando dos tiernos niños que lloraban amargamente, los cuales acababa de sacar de entre los brazos de las madres expirantes. Una mujer acudió presurosamente á recibirlos, después de lo cual anduvo mirando entre las nodrizas y las cabras, con el objeto de encontrar de pronto quien ocupase el lugar de madre. Más de una vez, Renzo, impulsado por el primero y el más fuerte de sus pensamientos, se había separado de la abertura para proseguir su marcha; mas en seguida volvía á fijar la vista para mirar todavía otro poco. Finalmente, apartándose de allí, fué dando la vuelta al tabique, hasta que una porción de cabañas apoyadas en él lo forzaron á volverse. Entonces continuó su camino arrimado á dichas cabañas, con la mira de acercarse otra vez al mencionado tabique, siguiendo hasta su conclusión, y con esto descubrir nuevo terreno. Mientras miraba hacia adelante para examinar el camino, una aparición repentina, pasajera, instantánea, hiere su vista y turba su espíritu. Ve á unos cien pasos de distancia pasar y perderse de pronto entre las barracas un capuchino, que aun de lejos y en medio de aquella precipitación, tenía el mismo modo de andar, todas las maneras, y por último las formas todas del padre Cristóbal. Imagínese el lector el ansia con que correría hacia el paraje por donde el fraile había desaparecido: busca de aquí, busca de allí, delante, detrás, dentro y fuera de aquellos lugares; en fin, le vuelve á ver á bastante distancia que se alejaba de una gran marmita, encaminándose con una cazuela en la mano hacia cierta cabaña; luego observa que se sienta en el umbral, que hace la señal de la cruz sobre la citada cazuela que tiene delante; y mirando á su alrededor, como un hombre que siempre está alerta, se pone á comer. Era justamente el mismo padre Cristóbal. Referiremos en dos palabras la historia del buen fraile desde el momento en que lo perdimos de vista, hasta su actual encuentro. No se había movido nunca de Rímini, ni había pensado siquiera en ello, á no ser por la peste que estalló en Milán, la cual le ofreció la ocasión de hacer lo que siempre había deseado tanto: esto es, dar la vida por su prójimo. Suplicó con grandes instancias el ser llamado para servir y asistir á los apestados. Aquel conde, miembro del consejo secreto, pariente del conde Attilio, había muerto, y por otro lado, en los tiempos que corrían se necesitaban más bien enfermeros que diplomáticos, por lo cual accedieron sin dificultad alguna á sus ruegos. En seguida se dirigió á Milán, y entró en el lazareto, haciendo cerca de tres meses que se hallaba en él. Mas el consuelo que experimentó Renzo al encontrar á su buen fraile, no fué completo ni tan siquiera un solo momento. ¡Era él! Pero, ¡cuán cambiado estaba! Veíasele sumamente encorvado, abatido y como triste; el rostro pálido y demacrado; observábase en todo él una naturaleza exhausta, una vida apagada y expirante, sostenida por los esfuerzos de su grande alma. Tenía también la mirada fija sobre el joven que se dirigía hacia él, y que no atreviéndose á darse á conocer por medio de la voz trataba de hacerlo con el gesto. “¡Oh, padre Cristóbal!”, dijo luego que estuvo bastante cerca para ser oído sin gritar. --¡Tú aquí! respondió el fraile, dejando la cazuela en el suelo y levantándose. --¿Cómo estáis, padre? ¿cómo estáis? --Mejor que todos esos infelices que ves aquí, repuso el fraile; y su voz era débil, extinguida y mudada como todo lo demás. Sus ojos se conservaban en su primitivo estado, notándose en ellos un cierto no sé qué de más vivo y espléndido; como si la caridad elevada por el peligro de la obra, y exaltada por sentirse próxima á su principio, le hubiese restituido un fuego más ardiente y puro que el que la enfermedad iba extinguiendo poco á poco. --Pero tú, proseguía, ¿cómo es que te hallas aquí? ¿por qué vienes de este modo á desafiar la peste? --Gracias á Dios, la he pasado. Ahora vengo... en busca de... Lucía. --¡Lucía! ¿está aquí Lucía? --Seguramente; á lo menos confío en Dios en que aún estará aquí. --¿Es tu esposa? --¡Oh, mi querido padre! no, no es mi esposa. ¿Ignoráis todo lo que ha sucedido? --En efecto, hijo mío; desde que Dios me alejó de vosotros, nada más he sabido; pero ahora que él te envía, digo francamente que deseo tener noticias de todo. Pero... ¿y el destierro? --¿Sabéis, pues, las cosas que me han pasado? --¿Pero tú, qué has hecho? --Escuchad; si quisiese decir que aquel día en Milán tuve juicio, mentiría; mas tampoco he cometido ninguna mala acción. --Lo creo, y también lo creía antes. --Ahora, pues, lo podré decir todo. --Espera, dijo el fraile; y dando algunos pasos fuera de la cabaña, llamó: “¡Padre Víctor!”. Un momento después se presentó un joven capuchino, al cual dijo: “Padre Víctor, dispensadme la caridad de velar por mí á esos infelices, mientras me separo cortos instantes; y sin embargo, si alguno me busca, llamadme en seguida. ¡Aquel individuo sobre todo! si diese la más leve señal de volver en sí, avisadme por favor prontamente”. --Descuidad; así lo haré, respondió el joven. Entonces el anciano dirigiéndose á Renzo le dijo: “Entremos aquí. Pero... añadió súbitamente, me parece que estás muy extenuado, y por lo tanto debes tener necesidad de comer”. --Es cierto, replicó Renzo; ahora que me hacéis pensar en ello, recuerdo que todavía estoy en ayunas. --Espera, dijo el fraile, y fué á llenar otra cazuela adonde se hallaba la marmita, dándosela á Renzo juntamente con una cuchara. Después lo hizo sentar sobre un mal jergón que le servía de lecho; luego puso un vaso de vino en una mesita junto á su convidado, volvió á tomar en seguida su cazuela, y se sentó al lado de Renzo. --¡Oh, padre Cristóbal! ¡vos solo érais el que podía hacer esto! ¡Siempre el mismo! Os doy las gracias de todo corazón. --No es á mí á quien debéis darlas; esto pertenece á los pobres; mas en la actualidad tú lo eres también. Ahora dime lo que ignoro; háblame de nuestra pobre niña, y trata de hacerlo en pocas palabras, porque el tiempo es precioso, y tengo mucho que hacer, según tú mismo estás viendo. Renzo comenzó entre una y otra cucharada la historia de Lucía: contó que se había refugiado en el convento de Monza; del modo que había sido robada... Á la imagen de tantos sufrimientos y peligros, á la idea de que él había encaminado á dicho paraje á la pobre inocente, el buen fraile se quedó sin aliento; mas se repuso en seguida al oir de la manera milagrosa que había sido librada, devuelta á su madre, y confiada por esta misma á D.ª Prajedes. --Ahora voy á hablar de mí, prosiguió Renzo, y refirió sucintamente la jornada de Milán, su fuga y cómo en todo el tiempo que siguió había permanecido lejos de su casa, habiéndose arriesgado á ir en la actualidad, á causa de estar todo tan revuelto; que no había podido encontrar á Inés; y, por último, que en Milán había sabido que Lucía estaba en el lazareto. Y aquí estoy, concluyó diciendo, aquí estoy con el objeto de buscarla, para saber si vive, y si... me quiere todavía... porque... á veces... --Pero, replicó el fraile, ¿hay algún indicio del lugar en que ha sido colocada, al ser conducida aquí? --Ninguno, mi querido padre, ninguno más sino que ella está aquí, si es que así sea; que Dios lo quiera. --¡Oh, desgraciado joven! ¿Mas qué pesquisas has hecho hasta ahora? --He dado vueltas y más vueltas; pero en medio de tanta confusión no he visto casi más que hombres. He calculado que las mujeres deben estar en un lugar aparte; mas no he podido encontrarlo: si es así, ahora me haréis la caridad de enseñármelo. --¿Ignoras, hijo mío, que está prohibido el que los hombres entren en él, no siendo destinados á prestar sus servicios? --¡Y bien! ¿Qué me puede suceder? --La ley es justa y santa, mi querido amigo; y si la multitud y gravedad de los males no permite que se pueda hacer observar con todo rigor, ¿es ésta una razón para que un joven honrado se atreva á infringirla? --Pero, ¡padre Cristóbal! dijo Renzo; Lucía debía ser mi esposa; vos mismo sabéis cómo hemos sido separados; hace veinte meses que sufro, y tengo paciencia; he venido aquí á riesgo de una infinidad de cosas, que si malas son unas, mucho peores son las otras, y ahora... --No sé qué decirte, replicó el fraile, respondiendo más bien á sus pensamientos que á las palabras del joven: tú vas con buena intención; ¡pluguiera á Dios que todos los que tienen libre acceso en estos lugares, se portasen como yo estoy seguro que tú lo harás! Dios, que ciertamente bendice ésta tu perseverancia en amar, ésta tu felicidad en querer y buscar á la que él te había dado; Dios, que es más riguroso que los hombres, pero también más indulgente, no querrá consentir nada que no sea regular en este tu modo de buscarla. Recuerda tan solo que de tu conducta en este sitio ambos tendremos que dar cuenta, no regularmente á los hombres, pero sí á Dios. Sígueme. Al decir estas palabras se levantó, y Renzo hizo lo mismo. Éste permanecía con la mayor atención, habiendo decidido en su interior, según se había propuesto antes, el no hablarle de la consabida promesa de Lucía. “Si lo llega á saber, pensó entre sí, de seguro me pondrá otras dificultades. Ó la encuentro, y tendremos siempre tiempo de reflexionar, ó... y entonces, ¿de qué puede servirme?” Después de haberlo conducido á la entrada de la cabaña, el fraile prosiguió diciendo: “Escucha; nuestro padre Félix, que es el presidente del lazareto, lleva hoy á unos cuantos convalecientes que se hallan aquí, para que hagan cuarentena. ¿Ves esa iglesia que hay en el centro?...”, y levantando su mano trémula y descarnada, señalaba á la izquierda, en el sombrío espacio, la cúpula de la capilla que dominaba las miserables cabañas. “Ellos van á reunirse allí para salir en procesión por la puerta por la cual tú debes haber entrado”. --¿Has oído ya algún toque de campana? --En efecto, he oído uno. --Era el segundo; al tercero estarán todos reunidos; el padre Félix pronunciará un pequeño discurso, y en seguida emprenderá la marcha con ellos. Tú, á esta señal, trasládate allí; procura colocarte detrás de la procesión, á una orilla del camino, desde donde, sin estorbar á nadie ni hacerte notar, puedes verla pasar; y después ves... ves si ella va. Si Dios no ha querido que la pobrecita se encuentre allí, en ese lado; y diciendo esto, levantó de nuevo la mano, señalando la parte del edificio que tenían delante de sí;--ese lado de la fábrica y una porción de terreno que hay enfrente, está asignado á las mujeres. Verás una empalizada que divide aquel cuartel de éste, mas interrumpida, abierta en algunos parajes, de modo que podrás entrar sin dificultad alguna. Cuando estés ya dentro, trata de no hacer nada que pueda dar lugar á sospechas; y así será probable que nadie se meta contigo. Con todo, si te ponen algún obstáculo, di que el padre Cristóbal de *** te conoce y responde de ti. Búscala, búscala con confianza, y... con resignación; pues ten presente que lo que has venido á pedir aquí es una cosa muy grande, cual es una persona viva en el lazareto. ¿Sabes cuántas veces he visto renovarse en estos lugares á mi pobre pueblo? ¿Cuántas me lo he visto arrebatar? ¿Cuán poco lo he visto salir? Ve pues dispuesto á llenar ese penoso sacrificio... --¡Ya!... ¡sí; comprendo! le interrumpió Renzo con extraviados ojos y demudado semblante.--¡Comprendo! Voy; miraré, buscaré por todas partes; recorreré todo el lazareto... ¡Y si no la encuentro!... --¡Si no la encuentras! dijo el fraile con grave y atento ademán y con escrutadora mirada. Pero Renzo, á quien la cólera, largo tiempo amontonada en su corazón, turbaba la vista y quitaba todo respeto, prosiguió: “Si no la encuentro, procuraré encontrar á otro, ó en Milán, ó en su abominable palacio, ó en el cabo del mundo, ó en el mismo infierno, encontraré á ese malvado que nos ha separado, al infame que ha tenido la culpa de que Lucía no me permanezca veinte meses hace; y si hubiésemos estado destinados á morir, á lo menos hubiéramos muerto juntos. En fin, si aún existe, yo daré con él...”. --¡Renzo! replicó el fraile, cogiéndole por un brazo y mirándole todavía con más severidad. --Y si lo encuentro, prosiguió Renzo, ciego enteramente de cólera,--si es que la peste no me ha hecho ya justicia... Ya se acabó el tiempo en que un cobarde rodeado de sus bravos podía reducir á las gentes á la desesperación y burlarse de ellas. Ha llegado ya el día en que los hombres se encuentran cara á cara: ¡yo me haré justicia! sí, ¡yo mismo me la haré! --¡Desgraciado! exclamó el padre Cristóbal, con voz sonora y reforzada de repente. “¡Desgraciado!” Y su cabeza inclinada se levantó, sus mejillas recobraron la antigua vida, y el fuego que despedían sus ojos tenía un no sé qué de terrible. “¡Mira, desgraciado!” Y mientras oprimía y sacudía fuertemente con una mano el brazo de Renzo, paseaba la otra delante de él, obligándole á contemplar la dolorosa escena que tenía á la vista. “¡Mira quién es el que castiga; quién el que juzga, y no es juzgado; quién el que impone penas, y perdona! ¡Pero tú, miserable gusano, tú, quieres hacerte justicia! ¿Sabes acaso lo que es justicia? ¡Vete, infeliz, vete! Yo esperaba... sí; he tenido la esperanza de que antes de morir Dios me concedería el consuelo de saber que mi pobre Lucía vivía todavía, de verla quizás, de oirla hacerme la promesa de que me enviaría una súplica á la huesa en donde descansen mis restos mortales. Anda; tú has arrebatado mi esperanza: Dios no la ha dejado sobre la tierra para ti; y no tendrás ciertamente la audacia de creerte digno de que Dios piense siquiera en consolarte; habrá pensado en ella, porque es de las almas á las cuales están reservados los goces eternos. ¡Anda! no tengo tiempo de escucharte ya más”. Al decir estas palabras, rechazó el brazo de Renzo, y se dirigió hacia una cabaña de apestados. --¡Ah, padre mío! dijo Renzo, siguiéndole con ademán suplicante, ¿queréis que me vuelva de este modo? --¡Cómo! repuso el capuchino con no menos severo acento, “¿tendrás la osadía de pretender que yo robe el tiempo á esos pobres afligidos, los cuales están aguardando que les hable del perdón de Dios, por escuchar tus palabras iracundas y tus proposiciones de venganza? Te he prestado atención cuando me pedías consuelos y consejos; he quitado el tiempo debido á la caridad; mas ahora que se ha apoderado la venganza de tu corazón, ¿qué pretendes de mí? Parte. He visto morir á los ofendidos perdonando, á los agresores lamentándose de no poder humillarse ante el agraviado; he llorado con los unos y con los otros; pero contigo, ¿qué he de hacer?” --¡Ah, yo le perdono! ¡Yo le perdono: sí; le perdono para siempre! exclamó el joven. --Renzo, dijo el fraile con una severidad más tranquila: piénsalo bien, y dime cuántas veces lo has perdonado. Y habiendo permanecido algunos instantes sin recibir respuesta, inclinó de repente la cabeza, y con voz más baja y lenta continuó: “¿Sabes tú por qué llevo este hábito?”. Renzo titubeaba. --¿Lo sabes? repuso el anciano. --Lo sé. --Yo también he odiado; yo, que te he reprendido por un pensamiento, por una palabra. Al hombre que aborrecía, que aborrecí largo tiempo, le di muerte. --Sí, pero era un poderoso, uno de los... --¡Silencio! gritó el fraile. ¿Crees tú que si hubiese habido alguna buena razón para disculpar semejante atentado, no la habría encontrado en el espacio de treinta años? ¡Ah, si pudiera ahora introducir en tu corazón el sentimiento que después he tenido siempre y que aún ahora tengo hacia el hombre que tanto aborrecí! ¡Si yo pudiera!... pero Dios lo puede todo: ¡que él lo haga!... Escucha, Renzo; el Señor te quiere más de lo que tú te quieres á ti mismo: tú has podido pensar en la venganza; pero él tiene bastante fuerza y suficiente misericordia para alejarte de ella; te concede una gracia, de la cual algunos no serían dignos. No ignoras, y tú mismo lo has dicho repetidas veces, que él puede detener la mano de un poderoso; mas es preciso que sepas también que puede parar la de un vengativo. Y porque eres pobre, porque te han ofendido, ¿crees que no puede defenderte de un hombre que ha criado á su semejanza? ¿Juzgas acaso que te dejará hacer todo lo que quieras? ¡No! ¿Pero sabes lo que él puede hacer? Puede aborrecerte y perderte; puede por ese mal pensamiento que te anima, alejar de ti toda bendición; porque de cualquier modo que vayan las cosas, sea cual fuere tu suerte, ten por seguro que todo será castigo, hasta que tú hayas perdonado de manera que no puedas volver á decir jamás: yo le perdono. --Sí, sí, dijo Renzo, enteramente conmovido y confuso: comprendo que jamás lo había perdonado de veras; comprendo que he hablado como una bestia, y no como un cristiano; y ahora con el favor especial del Señor, sí; lo perdono de todo corazón. --¿Y si le vieses? --Rogaría á Dios que me diese paciencia y que tocase su corazón. --Acuérdate que el Señor no nos ha dicho que perdonemos á nuestros enemigos, sino que los amemos. Recuerda que él los amó hasta morir por ellos. --Es muy cierto. --Pues bien, sígueme. Has dicho: lo encontraré; sí, lo encontrarás. Ven y verás contra quién podías conservar tu odio, á quién podías desear mal, á quién hacerlo, y contra qué vida querías atentar. Después de esto cogió la mano de Renzo, y apretándola del mismo modo que hubiera podido hacerlo un joven lleno de fuerza y robustez, echó á andar. Éste, sin atreverse á preguntar ni pedir más, le siguió. Á los pocos pasos, el fraile se paró á la entrada de una cabaña, miró fijamente á Renzo con cierto aire de gravedad y ternura, y lo introdujo dentro. La primera cosa que se veía al entrar, era un enfermo sentado sobre la paja, en el fondo; un enfermo que no estaba, sin embargo, de peligro, y que aún parecía próximo á la convalecencia, el cual, al ver al padre, sacudió la cabeza como en señal de negativa: el fraile también inclinó la suya, con ademán de tristeza y resignación. Entretanto Renzo, dirigiendo con inquieta curiosidad la vista á los demás objetos, vió á tres ó cuatro enfermos, divisando además uno en un rincón que yacía tendido sobre un colchón de pluma, envuelto en una sábana y abrigado con una capa de caballero á guisa de cobertor. Miróle fijamente, y reconociendo á D. Rodrigo, hizo ademán de retroceder; mas el fraile, haciéndole sentir de nuevo con fuerza la presión de la mano con la cual lo tenía cogido, le mostraba con la otra al individuo que estaba allí acostado. El infeliz permanecía inmóvil; sus ojos, espantosamente abiertos, nada veían; su rostro, pálido y cubierto de manchas lívidas; sus labios, negros é hinchados; en una palabra, hubiérase dicho que era el semblante de un cadáver, si una contracción violenta no hubiese revelado una vida tenaz. Veíase por intervalos levantársele el pecho con penosa respiración; su mano derecha, fuera de la capa, apretaba convulsivamente el corazón con sus dedos lívidos y negros en sus extremidades. --¡Ya lo ves!, dijo el fraile en voz baja y solemne. Esto puede ser un castigo, acaso un acto de misericordia. La misma compasión que experimentes al presente por este hombre que te ha ofendido, Dios á quien también has colmado de ofensas, la tendrá de ti en su día. Bendícele, y sé bendecido. Cuatro días hace que está como le ves, sin dar ninguna señal de vida. ¡Quizás el Señor esté dispuesto á concederle una hora de arrepentimiento, pero él desearía que tú se la pidieses; acaso quiere también que se lo ruegues juntamente con nuestra pobre Lucía; puede ser que reserve dicha gracia á tu sola súplica, á los ruegos de un corazón afligido y resignado, quizás la salvación de este hombre y la tuya dependan ahora de ti, de un sentimiento de perdón por tu parte, de compasión... de amor! Calló, y juntando las manos, inclinó la cabeza como en ademán de rezar, y Renzo hizo lo mismo. Después de algunos instantes de permanecer en semejante actitud, se dejó oir el tercer toque de la campana. Levantáronse ambos á un mismo tiempo, y salieron. No hubo de una ni otra parte preguntas ni protestas de ningún género; sus semblantes eran los que hablaban. --Ahora ve, repuso el fraile; ve preparado á hacer un sacrificio, como también á alabar á Dios, cualquiera que sea el éxito de tus pesquisas; después de lo cual ven á darme cuenta del resultado, los dos á una lo alabaremos. Al acabar de decir esto, sin añadir una palabra más, se separaron; el uno se volvió por donde había venido, el otro se encaminó hacia la capilla que se hallaba situada á unos cien pasos de distancia de aquel paraje. CAPÍTULO DECIMOCTAVO ¡Quién había de haber dicho á Renzo algunas horas antes que en medio de sus indagaciones, al empezar los momentos más dudosos y decisivos, su corazón se hallaría dividido entre Lucía y D. Rodrigo! Y sin embargo, así era: la figura de este último venía á mezclarse á todas las imágenes queridas y terribles que en tan fatal travesía la esperanza y el temor hacían nacer sucesivamente en su espíritu: las palabras que había oído junto á aquel lecho de dolores, se colocaban entre las crueles incertidumbres de que su alma se veía combatida, y no podía terminar una súplica por el feliz éxito de su empresa sin volver á reanudar la que había comenzado, cuando el sonido de la campana lo interrumpió. La capilla de forma octógona que se ostenta, elevada sobre una pequeña escalinata en el centro del lazareto, era en su primitiva construcción abierta por todos lados sin otro sostén que un montón de pilastras ó columnas; en cada fachada un arco entre dos intercolumnios; por la parte interior daba vueltas un pórtico alrededor de la capilla, compuesta de ocho arcos correspondientes al número de sus fachadas, con su cúpula encima; de modo que el altar erigido en el centro podía ser visto desde las ventanas de todos los departamentos del recinto y también casi de todas partes del campo. Al presente, convertido dicho edificio para otros muy diferentes usos, han sido tapiados los vacíos de los arcos; pero habiendo quedado intacto el antiguo osario, indica claramente su anterior estado y su destino primitivo. Apenas Renzo se había encaminado al sitio que acabamos de describir, cuando vió aparecer en el pórtico de la mencionada capilla al padre Félix, el cual se paró debajo del arco que mira á la ciudad, á cuyo frente se hallaba reunida la comitiva. Por el continente y ademanes que presentaba el santo varón á la distancia en que estaba Renzo, comprendió que había empezado á predicar. Dió vueltas y más vueltas con el fin de llegar y colocarse detrás de todo el auditorio según se le había prevenido. Por último habiéndolo conseguido, lo recorrió todo con la vista y no distinguió más que una multitud, ó mejor diremos un enlosado de cabezas. En el centro había cierto número cubiertas con pañuelos ó velos; hacia dicho lado fué donde fijó con más atención sus miradas; pero no llegando á descubrir nada de particular, las dirigió también hacia donde todos las tenían fijas. Sintióse sobrecogido de emoción y respeto á la vista del venerable aspecto del sagrado orador, y con toda la atención que podía quedarle en su actual situación y en aquel momento de incertidumbre terrible, oyó la siguiente parte del solemne sermón: “Concedamos un recuerdo, á lo menos á tantos millares de seres que han entrado allí”; y con el dedo levantado señalaba la puerta que conducía al cementerio llamado de _S. Gregorio_, que entonces no era más que una sola y vasta fosa: “Echemos una ojeada en torno de los muchos que aquí quedan, demasiado inciertos del sitio donde irán á parar; lancemos una mirada sobre nosotros mismos, reducidos á un número tan escaso. ¡Bendito sea el Señor! ¡bendito sea en su justicia, bendito en su misericordia, en la muerte, en la vida! ¡Bendito sea por la elección que ha querido hacer de nosotros! ¡Oh! ¿Por qué lo ha querido, hijos míos, sino para reservarse un pequeño pueblo corregido por la aflicción y fortalecido por el reconocimiento; sino porque reflexionando al presente más vivamente que la vida es un don suyo, prestemos la estimación que merece una cosa dada por él, empleándola en acciones ú obras que sean dignas de ofrecérsele; sino á fin de que la memoria de nuestros padecimientos nos vuelvan compasivos y nos inspiren deseos de socorrer á nuestro prójimo? Entretanto, esos en cuya compañía hemos sufrido, esperado y temido; entre los cuales dejamos amigos y parientes, y que últimamente todos son hermanos nuestros; esos, repito, al veros pasar por medio de ellos, mientras que recibirán quizás algún alivio pensando que otros salen de aquí con vida, ven al propio tiempo la edificación de nuestro continente. No permita Dios que puedan descubrir en nosotros una alegría estrepitosa, una alegría mundana por haber escapado de la muerte, con la cual ellos luchan, todavía. Que vean que partimos dando gracias al cielo por nosotros, y rogando por ellos, y que puedan decir: ¡Aun fuera de este lugar, ellos se acordarán de nosotros, y continuarán rogando por los desgraciados! Empecemos desde este viaje, desde estos primeros pasos que vamos á dar, una vida enteramente llena de caridad. Que los que hayan recobrado su antiguo vigor, presten un brazo fraternal á los débiles: ¡jóvenes, sostened á los ancianos! ¡Vosotros los que habéis quedado sin hijos, ved á vuestro alrededor cuántos hijos han quedado sin padres! ¡Sedlo para ellos! Y esta caridad, redimiendo vuestros pecados, endulzará también vuestros dolores”. En esto, un sordo murmullo de gemidos y sollozos que iba cada vez más en aumento entre el auditorio, fué suspendido de repente viendo al predicador ponerse una cuerda al cuello y caer de rodillas. Se aguardó con el mayor silencio lo que iba á decir. --Por mí, dijo, y por todos mis compañeros, que desprovistos de todo mérito hemos tenido el privilegio de ser escogidos para servir á Cristo en vuestras personas, os pido humildemente perdón si no hemos llenado dignamente un tan grande ministerio. Si la pereza, si la indocilidad de la carne nos ha vuelto menos atentos á vuestras necesidades, menos prontos á vuestros llamamientos; si una injusta impaciencia, si un culpable tedio nos ha hecho que os mostremos un semblante enojado y severo; si alguna vez el miserable pensamiento de que vosotros nos necesitabais, nos ha llevado á no trataros con toda aquella humanidad que se requería; si nuestra fragilidad nos ha hecho cometer alguna acción que os haya escandalizado, perdonadnos. Así Dios perdone vuestras ofensas y os bendiga. Y habiendo hecho sobre el auditorio la señal de la cruz, se levantó. Hemos podido referir, si no las precisas palabras, á lo menos el sentido, el tema de las que profirió exactamente; pero el acento con que fueron dichas, no es posible describirlo. Era el acento de un hombre que llamaba privilegio el de servir á los atacados de la peste, porque por tal lo tenía; que confesaba que sentía no haberlo ejercido dignamente; que pedía perdón porque estaba persuadido que tenía necesidad de él. Pero la multitud, que había visto á su alrededor aquellos capuchinos sólo ocupados en servirla; que habían presenciado la muerte de tan gran número, y éste que hablaba en nombre de todos, siempre el primero tanto en la fatiga como en la autoridad, á no ser cuando había estado á punto de morir, ¡calcúlese con qué sollozos, con qué lágrimas contestarían á semejantes palabras! El admirable fraile tomó en seguida una cruz que estaba apoyada á una pilastra; la levantó colocándosela delante de sí; dejó las sandalias junto al pórtico exterior, bajó la escalinata; y hendiendo la multitud, que se apartó respetuosamente para dejarle libre el paso, fué á ponerse á la cabeza. Renzo, todo lloroso, ni más ni menos que si hubiera sido uno de aquellos á quienes habían pedido tan singular perdón, se separó un poco más, yendo á colocarse al lado de una cabaña. Allí estuvo esperando, medio oculto, con el cuerpo hacia atrás, la cabeza para adelante, los ojos muy abiertos, con una gran palpitación de corazón; pero al mismo tiempo con una nueva y particular confianza, nacida, á mi parecer, del enternecimiento que le había inspirado el sermón y el espectáculo de la emoción general. Y ve ahí llegar el padre Félix, descalzo, con la cuerda al cuello, llevando aquella pesada cruz; su rostro pálido y descarnado respiraba á la vez compunción y valor; avanzaba á pasos lentos, pero resueltos como el que quiere economizar la debilidad de los demás, y en todo como un hombre á quien dichas fatigas y trabajos exorbitantes prestaban fuerzas para sostener las faenas tan numerosas de su cargo. Seguían inmediatamente los niños más crecidos, descalzos la mayor parte, muy pocos del todo vestidos, y algunos hasta en camisa. Venían en seguida las mujeres, llevando casi todas una niña de la mano, y cantando alternativamente el _Miserere_: el sonido apagado de sus voces, la palidez y el aire lánguido de sus rostros habrían llenado de compasión á cualquiera que se hubiese encontrado allí como simple espectador. Pero Renzo miraba, examinaba de fila en fila, de semblante en semblante; sin dejar escapar uno tan solo, pues la marcha lenta de la procesión se lo permitía fácilmente. Pasa y repasa, mira y remira, pero siempre inútilmente. Lanza una última mirada hacia la muchedumbre que quedaba todavía atrás, y que iba disminuyendo sin cesar; ya no restan más que algunas filas; he aquí la postrera; todas han pasado: no ha visto más que caras desconocidas. Con los brazos colgando y la cabeza inclinada sobre un hombro, acompañó con la vista aquella comitiva, mientras pasa la de los hombres. Una nueva atención, una nueva esperanza nace en su alma viendo aparecer después de éstos, algunos carros que conducían á los convalecientes que aún no se hallaban en estado de poder andar. Allí las mujeres venían las últimas; y el tren iba tan despacio, que Renzo pudo igualmente examinarlas á todas sin que se le escapase ninguna. ¡Pero qué!, examina el primer carro, el segundo, el tercero, y siempre con el mismo éxito, hasta llegar al último, detrás del cual marchaba un capuchino de severo aspecto y con un bastón en la mano, como regulador de la comitiva. Era aquel padre Miguel que hemos dicho haber sido dado al padre Félix por coadjutor. Por lo tanto, Renzo debía renunciar á aquella última esperanza que, desvaneciéndose, no sólo le había arrebatado el valor que ella misma le inspiró, sino también, como de ordinario suele acontecer, le dejó en un estado peor que antes. Al presente, lo mejor que le podía suceder, era encontrar á Lucía atacada de la peste. Sin embargo, uniendo al ardor de una esperanza presente algo del temor creciente, el infeliz se asió con todas las fuerzas de su alma á este triste y débil hilo. Dirigióse, pues, hacia el paraje por donde la procesión había venido. Cuando estuvo al pie de la capilla, fué á ponerse de rodillas sobre el último escalón, y elevó á Dios una plegaria, ó por mejor decir, una mezcla de palabras sin ilación, de frases entrecortadas, de exclamaciones, instancias, lamentos, promesas; uno de esos discursos que no se dirigen á los hombres, porque no tienen bastante penetración para entenderlos, ni paciencia para escucharlos; porque carecen de la grandeza necesaria para experimentar compasión y desprecio. Se levantó un poco más reanimado; dió vuelta á la capilla; se encontró en el otro lado del edificio que aún no había recorrido, y que salía á otra puerta, viendo á los pocos pasos la empalizada de la cual el padre Cristóbal le había hablado, pero cortada por varias partes, como éste verdaderamente le dijo; entró pues por una de dichas aberturas, y se halló dentro del sitio destinado á las mujeres. Á poco de haber andado, vió en el suelo una de aquellas campanillas que los _monatti_ llevaban en los pies, la cual estaba intacta, no faltándole tampoco sus correspondientes correas. Le vino á la imaginación que dicho objeto podía servirle como de pasaporte; lo recogió, miró si alguien le observaba, y se lo ató según lo hacían los expresados _monatti_. En seguida empezó sus pesquisas, que por la sola multiplicidad de los objetos habrían de ser más penosas, aun cuando éstas hubieran sido muy diferentes de lo que eran. Comenzó á recorrer con la vista y contemplar á la vez nuevas escenas de dolor, parecidas algunas á las que ya había presenciado, y otras sumamente diversas. Bajo el peso de la misma calamidad, se veía aquí otro modo de padecer, ó mejor diremos, otro modo de languidecer, de quejarse, de soportar el dolor, de compadecerse y ayudarse mutuamente; era para el espectador otra piedad y otro horror. Había andado ya largo trecho sin fruto y sin ningún accidente particular, cuando he aquí que oye detrás de sí un “¡eh!” que parecía serle dirigido. Se vuelve, y ve á cierta distancia á un comisario que levantaba las manos señalándole y gritando: “Dirigíos allí, á las habitaciones, pues hay necesidad de ayuda; aquí se ha concluido ahora de limpiar”. Renzo comprendió al instante por quién se le había tomado, y que la campanilla era la causa de la equivocación. Llamóse imbécil por haber pensado únicamente en los obstáculos que dicha insignia podía evitarle, y no en los que sería posible que le suscitase; pero al mismo tiempo trató de salir de semejante apuro. Se apresuró de contestar al mencionado comisario, haciéndole con la cabeza una señal afirmativa, como para darle á entender que lo había comprendido y que obedecía; después de lo cual se ocultó de su vista con la mayor prontitud, metiéndose entre las cabañas. Cuando creyó estar bastante lejos, reflexionó en librarse también de lo que había motivado el pasado escándalo; y para ejecutar dicha operación sin ser observado, se introdujo en un pequeño espacio que había entre dos cabañas, á las cuales se podía dar la vuelta alrededor. Se inclinó para quitarse la campanilla, y estando en esta postura, con la cabeza apoyada contra la pared de paja de una de las cabañas, llega á sus oídos una voz... ¡Oh, Dios mío! ¿es posible? Presta atención, y toda su alma pende en este momento de su oído; él respira apenas... ¡Sí, sí, ésta es la voz y!... “¡Miedo!, ¿de qué?, decía con dulzura la misma voz; lo que hemos pasado no ha sido más que una tempestad; el que ha mirado por nosotros hasta aquí, lo hará también en adelante”. Renzo no arrojó siquiera un solo grito, no por temor de que le descubrieran, sino porque le faltó el aliento. Sus rodillas se doblaron, su vista se turbó; pero esto no fué más que en el primer momento; al segundo estaba ya en pie más ágil, más vigoroso que antes. En tres saltos dió vuelta á la cabaña, se presentó á la puerta, vió á la que había hablado, la divisó de pie inclinada sobre un miserable lecho. Ella se vuelve al ruido: mira; cree engañarse, delirar, soñar; mira con más atención, y exclama: “¡Oh; Señor, bendito seáis!”. --¡Lucía! ¡Ya os he encontrado!, ¡os encuentro!, ¡sois vos misma!, ¡vivís!, gritó Renzo avanzando todo trémulo. --¡Oh, Señor!, replicó Lucía, mucho más trémula. ¡Vos aquí! ¿Como?, ¿por qué?... ¡La peste!... --La he tenido: ¿y vos? --¡Ah!, yo también; ¿y mi madre? --Aún no la he visto, porque está en Pasturo; sin embargo, creo que sigue bien. ¡Pero vos!... ¡todavía estáis padeciendo! ¡Parece que seguís débil! Con todo, estáis curada; lo estáis; ¿no es cierto?... --El Señor ha dispuesto dejarme en el mundo. ¡Ah, Renzo!, ¿por qué habéis venido? --¿Por qué?, repuso Renzo, acercándose más á ella: ¡me preguntáis por qué he venido! ¿Es necesario que yo os lo diga? ¿Por ventura no me llamo ya Renzo? ¿No sois vos Lucía? --¡Ah! ¡Qué decís, qué decís! ¿No os ha escrito mi madre?... --Sí; demasiado me ha escrito; ¡bonitas cosas en efecto ha escrito á un infeliz afligido y fugitivo, á un joven que jamás os había hecho daño alguno! --¡Pero Renzo, Renzo! Pues que sabéis... ¿por qué venir, por qué? --¡Por qué venir, Lucía; por qué venir!, decís. ¡Después de tantas promesas! ¿Es que nosotros no somos ya los mismos?, ¿ellas no os recuerdan nada? ¿Qué faltaba, pues? --¡Oh, Señor!, exclamó dolorosamente Lucía, juntando las manos y elevando los ojos al cielo: ¡por qué no me habéis dispensado la gracia de llevarme con vos!... ¡Oh, Renzo!, ¿qué habéis hecho? ¡Ay de mí! Ahora que empezaba á tener la esperanza... de que con el tiempo... hubiera echado de mi memoria... --¡Magnífica esperanza!, ¡hermosas cosas para decirme cara á cara! --¡Ah! ¿Qué habéis hecho?, ¡y en este lugar!, ¡en medio de estas escenas, de tantas miserias! Aquí en donde no se hace más que morir, habéis podido... --Es preciso rogar á Dios por los que mueren y confiar que irán á un buen lugar; pero no es justo, por lo mismo, que los que viven lo hagan desesperadamente... --Pero, ¡Renzo, Renzo!, no reflexionáis lo que decís: ¡una promesa á la Madonna!... ¡un voto! --Y yo os digo que tales promesas nada valen. --¡Oh, Dios mío! ¿Qué estáis diciendo?, ¿dónde os habéis metido todo este tiempo?, ¿con quién os habéis acompañado?, ¿qué modo de hablar es éste? --Hablo como buen cristiano: hago más favor á la Madonna que vos, porque creo que ella no quiere que se le hagan promesas en perjuicio del prójimo. ¡Si la Madonna lo hubiese dispuesto! ¡Oh!, entonces... Pero esto no ha sido más que una idea vuestra. ¿Sabéis lo que es necesario prometer á la Madonna? Prometed que daremos el nombre de María á la primera hija que tengamos: yo me hallo aquí para prometerlo también: éstas son cosas que honran mucho más á la Madonna; éstas son las devociones que tienen mucho más sentido común, y no son en perjuicio de tercero. --No, no; no penséis de este modo: no sabéis lo que os decís; ignoráis lo que es hacer un voto; no estáis en este caso; no lo habéis experimentado. ¡Marchaos, marchaos, por amor de Dios! Y se apartó impetuosamente de él, dirigiéndose hacia el lecho. --¡Lucía, dijo Renzo sin moverse; decidme á lo menos, decidme, ¿si no fuese por esa causa... seriáis la misma para mí? --¡Hombre sin corazón!, respondió Lucía, conteniendo apenas sus lágrimas; ¡cuando me habréis hecho decir palabras inútiles, palabras que me harán daño, palabras que acaso serán pecados, estaréis contento! ¡Partid! ¡oh, partid!, ¡olvidadme!, ¡se conoce que no estábamos destinados el uno para el otro! Arriba nos volveremos á ver: poco me resta que estar en este mundo. Partid; procurad hacer saber á mi madre que estoy curada, que también aquí Dios me ha asistido siempre, que he encontrado una buena alma, esta digna señora que me sirve de madre; decidle que confío que ella habrá sido preservada del contagio, y que nos veremos, cuando y como Dios quiera. ¡Marchad por el amor del cielo! y no penséis en mí... sino cuando rogareis al Señor. Y como quien no tiene otra cosa que decir ni quiere oir nada más, como el que desea sustraerse á un peligro, se aproximó todavía más al lecho en donde yacía la mujer de quien había hablado. --¡Escuchad, Lucía, escuchad!, dijo Renzo, no acercándose, sin embargo, más. --No, no; ¡idos, por caridad! --Escuchad: el padre Cristóbal... --¿Cómo? --Está aquí. --¡Aquí!, ¿dónde?, ¿cómo lo sabéis? --Le he hablado pocos momentos hace; he permanecido en su compañía largo rato; y un religioso tal como él me parece... --¡Está aquí!, seguramente para asistir á los enfermos; mas decidme: ¿ha tenido la peste? --¡Ah, Lucía! Temo, temo demasiado que... Y mientras que Renzo vacilaba en pronunciar una palabra tan dolorosa para él, y que debía también serlo tanto para Lucía, ésta se había separado de nuevo del lecho, y se aproximaba á Renzo.--¡Temo que la tenga ya encima! --¡Oh, infeliz y santo hombre! ¿Pero qué digo? ¡Pobre hombre! ¡Desgraciados de nosotros! ¿Y cómo está?, ¿guarda cama?, ¿está bien asistido? --Está levantado, anda, asiste á los demás; pero, ¡si lo vierais, qué color, con qué dificultad se sostiene! He visto tantos y tantos, que desgraciadamente... no se puede uno engañar. --¡Oh, pobres de nosotros! ¿Y se halla precisamente aquí? --Sí, y muy cerca: poco más que de mi casa á la vuestra... si os acordáis. --¡Oh, Virgen Santísima! --Bien; poco más. Ya podréis juzgar si habremos hablado de vos. ¡Me ha dicho tantas cosas!... ¡Y si supieseis lo que me ha hecho ver! Ya lo sabréis; mas ahora quiero empezar por repetiros lo que él mismo con su propia boca me ha dicho. En primer lugar ha sido de su aprobación el que venga á buscaros, diciéndome que el Señor quiere que un joven obre de este modo; y que él me ayudaría á encontraros, como así ha sido. En fin, es un santo. Por lo tanto, ya lo veis. --Pero si él ha dicho esto, es porque no sabe... --¿Y cómo queréis que sepa las cosas que habéis hecho por vuestro antojo, sin juicio y sin el parecer de nadie? Un hombre excelente, una persona de sentido como él, no va á pensar semejantes cosas. Pero lo que él me ha hecho ver... Y le refirió su visita á la cabaña. Aunque los sentidos y el espíritu de Lucía estuviesen familiarizados en aquella mansión con las más fuertes impresiones, estaba, sin embargo, sobrecogida de horror y de compasión. --Y en dicha cabaña, prosiguió Renzo, habló también como un oráculo. Ha dicho que el Señor ha resuelto quizás perdonar á ese infortunado... (al presente no puede darle otro nombre)... que él espera cogerle en un momento favorable; pero quiere al mismo tiempo que nosotros dos juntos roguemos por él... ¡Juntos!, ¿habéis comprendido? --Sí, sí, rogaremos cada uno donde el Señor disponga que nos hallemos; él sabe unir las oraciones. --Pero ¡si os digo sus palabras!... --Mas, Renzo, él no sabe... --¿Pero no comprendéis que es un santo cuando habla, y que el Señor es también el que le hace hablar?, y que no lo hubiera verificado si esto no debiese ser justamente así... ¿Y el alma de ese desgraciado? Yo he rogado ya y rogaré por él; lo he hecho de todo corazón, lo mismo que si hubiese sido hermano mío. Mas ¿cómo queréis que esté en el otro mundo el infeliz, si en éste no se arregla alguna cosa, y no se reparan en cierto modo los males que él ha causado? Si vos os dais á razón, entonces todo será como antes: lo que ha sucedido no tiene remedio: él lo ha pagado aquí. --No, Renzo, no: el Señor no quiere que obremos mal con el fin de excitar su misericordia. Dejad ese infeliz á su cuidado: por lo que á nosotros hace, nuestro deber es rogar por él. Si hubiese muerto en aquella fatal noche, entonces Dios no hubiera podido perdonarte; ¿y si aún existo, si he sido salvada?... --Y vuestra madre, esa pobre Inés, que tanto me ha querido siempre, que tan ansiosa estaba de vernos casados, ¿no os ha dicho también que vuestra promesa era muy insensata; ella, que os ha hecho entender la razón en otras ocasiones, porque en ciertas cosas piensa más juiciosamente que vos?... --¡Mi madre!, ¡queréis que mi madre me haya aconsejado el faltar á mi voto! ¡Renzo!, ¿estáis en vuestro juicio? --¡Oh!, ¿queréis que os lo diga? Vosotras las mujeres no podéis saber estas cosas. El padre Cristóbal me ha dicho que vuelva á verle, con el fin de participarle si os he encontrado ó no. Voy allá; veremos, pues, lo que él dice. --Sí, sí; id á encontrar á ese santo hombre; decidle que ruego por él, y que lo haga á su vez por mí; ¡pues tengo tanta necesidad de ello! Pero por el amor de Dios, por la salvación de vuestra alma y de la mía, no vengáis más aquí á causarme daño, á... tentarme. El padre Cristóbal os lo sabrá explicar todo, y haceros volver en vos, restituyendo la paz en vuestro corazón. --¡La paz en mi corazón! ¡Oh, quitaos esto de la cabeza! Esta palabrota ya me la habéis hecho escribir una vez; sé lo que me ha hecho también padecer; y al presente tenéis todavía valor de decírmela. Pues bien, yo os declaro lisa y llanamente que jamás tendré paz en mi corazón. Queréis olvidaros de mí, y yo no de vos; y os aseguro que si me hacéis perder la razón, no volveré á recobrarla ya nunca más. Mandaré al diablo el oficio y la buena conducta; ya que tenéis gusto en que viva rabiando toda mi vida, será como deseáis... ¡Y aquel desgraciado! Dios sabe si lo he perdonado de corazón; pero vos... ¿queréis hacerme pensar por ventura que él no era el que?... ¡Lucía, me habéis dicho que os olvide! ¡Olvidaros yo! ¿Y cómo hacerlo?, ¿en quién creéis que yo haya pensado en todo este tiempo? ¡Y después de tantas cosas, después de tantas promesas! ¿Pero qué os he hecho yo desde que nos separamos? ¿Me tratáis así porque he padecido, porque he tenido una multitud de desgracias, porque todo el mundo me ha perseguido, porque he pasado tanto tiempo fuera de mi casa, triste y lejos de vos, porque desde el momento en que me ha sido posible he venido á buscaros? Cuando el llanto permitió hablar á Lucía, exclamó juntando de nuevo las manos, y elevando al cielo sus ojos preñados de lágrimas: “¡Virgen Santísima, favorecedme! Vos sabéis que después de aquella terrible noche, no he pasado un momento más cruel que éste. ¡Vos que me socorristeis entonces, prestadme también ahora vuestra ayuda!”. --Sí, Lucía, hacéis bien en invocar á la Madonna; mas, ¿por qué queréis creer que ella tan buena, siendo como es, madre de misericordia, pueda complacerse en hacernos sufrir... á mí á lo menos... por una palabra que se os ha escapado en un momento en que no sabíais lo que os decíais? ¿Podéis imaginar que os socorriera entonces para dejaros después metida en un berenjenal?... Si por el contrario, todo esto no es más que una excusa, si es que he llegado á seros odioso... decídmelo... hablad francamente. --Por piedad, Renzo, por piedad; acabad, acabad; no me hagáis morir: éste no sería el momento más á propósito. Id á ver al padre Cristóbal; recomendadme á él: no volváis más, no volváis más aquí. --Voy; ¡pero creéis que yo no vuelva! Pues volveré aun cuando fuese al fin del mundo; sí, volveré. Y dicho esto desapareció. Lucía fué á sentarse, ó más bien se dejó caer en el suelo junto al lecho, y descansando sobre él su cabeza, continuó llorando amargamente. La mujer que hasta entonces había permanecido con los ojos abiertos y el oído atento, sin respirar, preguntó qué aparición, qué debates, qué llantos eran aquéllos. Pero el lector quizás pregunte también por su parte, quién era dicha mujer; mas para satisfacerle, vamos á decírselo en pocas palabras. Era una rica mercadera que contaría apenas unos treinta años. En el espacio de algunos días había visto morir en su casa al marido y á todos los hijos; de allí á poco, atacada también ella de la peste, había sido conducida al lazareto y colocada en aquella miserable cabaña, al tiempo que Lucía, después de haber superado sin apercibirse la furia del mal, y mudado igualmente sin notarlo varias veces de compañía, empezaba á mejorar y recobrar el conocimiento que había casi perdido desde el primer acceso de la enfermedad en la misma casa de D. Ferrante. La humilde cabaña no podía contener más que dos personas; y entre estas dos mujeres afligidas, abandonadas, solas en medio de tan inmensa multitud, había nacido á un mismo tiempo una intimidad, una afección, que apenas hubiera podido tener lugar habiendo vivido juntas largo tiempo. Bien pronto Lucía se vió en estado de cuidar á su compañera, que estuvo á las puertas de la muerte. Al presente, que se hallaba ya fuera de peligro, se hacían compañía, se velaban y animaban recíprocamente, habiéndose prometido una á otra que no saldrían más que juntas del lazareto, como también habían tomado varias medidas para no separarse después de su salida. La mercadera, que había dejado bajo la custodia de un hermano, comisario de sanidad, su casa, almacén y caja, todo ello muy bien provisto, iba á encontrarse sola y triste dueña de mucho más de lo que necesitaba para vivir cómodamente: por lo tanto, quería llevarse consigo á Lucía, y mirarla como á una hija ó hermana. Ésta se había adherido á dicho pensamiento; ¡imagínese con qué gratitud hacia su amiga y para con la Providencia!, pero únicamente hasta tanto que tuviese noticias de su madre, y saber, como lo esperaba, su voluntad. Por lo demás, como era tan reservada, no había dicho una palabra de su promesa de casamiento, ni de sus extraordinarias aventuras. Pero en la actualidad, en medio de su grande agitación, tenía á lo menos tanta necesidad de aliviarse de su terrible peso, como la otra deseos de enterarse; por lo cual, estrechando entre sus dos manos la derecha de su amiga, se puso en seguida á satisfacer á su demanda, sin otra detención más que los sollozos, que por intervalos interrumpían el uso de su palabra. Entretanto Renzo se dirigía apresuradamente al encuentro del buen fraile. Con un poco de atención, y no sin algunos pasos perdidos, consiguió llegar al fin. Encontró la cabaña; pero no al digno fraile en ella: mas buscando y dando vueltas á los alrededores, lo divisó en una barraca, que inclinado hasta el suelo y casi de bruces, estaba administrando sus deberes á un moribundo. Renzo se detuvo y esperó silenciosamente. Poco después vió que cerraba los ojos á aquel infeliz, arrodillarse en seguida y orar un momento, y luego levantarse. Entonces Renzo echó á andar y le salió al encuentro. --¡Oh!, dijo el fraile al verle: ¿qué hay? --Existe; la he hallado. --¿En qué estado? --Curada, ó á lo menos levantada. --¡El Señor sea loado! --Pero..., dijo Renzo cuando estuvo cerca del capuchino, para poderle hablar en voz baja. Hay otra dificultad. --¿Cómo? --Quiero decir que... Ya sabéis cuán buena es la pobre joven; mas algunas veces es un poco testaruda. Después de tantas promesas, después de lo que ignoráis, sale ahora con que no quiere casarse conmigo, porque dice... qué sé yo... que en aquella noche que tuvo tanto miedo perdió la cabeza, y se... como si dijéramos, se prometió á la Madonna. Éstas son cosas que nada significan, ¿no es verdad? Cosas buenas para quien sabe y tiene medio de hacerlas; pero, ¡para nosotros, gente ordinaria, que no sabemos cómo deben hacerse!... ¿es cierto que no valen? --Dime, ¿está muy lejos de aquí? --¡Oh!, no: á pocos pasos de la iglesia. --Espérame aquí un momento, dijo el fraile, y después nos iremos juntos. --Queréis decir que le haréis comprender... --No lo sé, hijo mío; es preciso que oiga lo que me diga. --Comprendo, contestó Renzo, y permaneció con la vista fija en el suelo, y los brazos cruzados sobre el pecho, tascando con impaciencia su incertidumbre, que había quedado en pie. El fraile fué de nuevo en busca del padre Víctor, rogó que le supliera de nuevo un poco más, entró en su cabaña, salió con una espuerta debajo del brazo, volvió por Renzo, y le dijo: “Vamos”, y marchó delante de él, encaminándose á la cabaña, donde poco antes habían entrado juntos. Esta vez entró solo, y después de un momento apareció diciendo: “¡Nada!, roguemos, roguemos por él”. Luego repuso: “Ahora guíame”. Y sin añadir una sola palabra más, se pusieron en camino. El tiempo se había ido oscureciendo cada vez más, y anunciaba una próxima é inminente tempestad. Rápidos relámpagos, hendiendo la oscuridad siempre creciente, alumbraban con un fulgor instantáneo los prolongados techos y las arcadas de los pórticos, la cúpula de la capilla y los humildes remates de las cabañas; por último, el repetido estruendo del trueno recorría, formando con su resplandor espantosas culebrillas, de una región del cielo á otra. El joven marchaba el primero, atento al camino, con una grande impaciencia por llegar, pudiendo apenas aflojar el paso para medirlo á las fuerzas del que le seguía, el cual medio muerto de fatiga, abrumado por el mal, oprimido por el desfallecimiento, andaba penosamente, elevando, de vez en cuando, al cielo su marchito semblante, como para poder respirar con más libertad. Cuando Renzo hubo llegado delante de la cabaña se detuvo, volvió atrás su vista, y con trémulo acento dijo: “Aquí es”. Entran; y... “Míralos”, exclama la mujer que yacía en el lecho. Lucía se vuelve, se levanta con precipitación, y corre al encuentro del anciano gritando: “¡Oh, qué veo, padre Cristóbal!”. --¡Y bien, Lucía!, ¡de cuántas angustias os ha librado el Señor! ¡Debéis ser bien dichosa de haber confiado siempre en él! --¡Oh!, sí; pero, ¿y vos, padre mío? ¡Pobre sacerdote! ¡Cuán cambiado estáis!, ¿cómo os sentís?, decidme, ¿cómo os sentís de salud? --Como Dios quiere, y como por su gracia también quiero yo, respondió el fraile con sereno rostro. Dichas las anteriores palabras, la llamó aparte, y añadió: “Escuchad, yo no puedo permanecer aquí más que breves instantes: ¿estáis dispuesta á confiaros á mí como en otro tiempo?”. --¡Oh!, ¿no sois siempre mi padre? --Pues bien, hija mía, decidme: ¿qué voto es ése del cual me ha hablado Renzo? --Es una promesa que he hecho á la Madonna de no casarme jamás. --Mas, ¿no reflexionasteis que ibais á ligaros por medio de un juramento? --Como se trataba del Señor y de la Madonna... no he reflexionado. --El Señor, hija mía, agradece los sacrificios y ofrecimientos cuando los hacemos por nuestro propio bien: lo que él quiere es el corazón, la voluntad; pero vos no podíais ofrecer la voluntad de otro hacia quien estabais obligada. --¿He obrado mal, por ventura? --No, pobre niña, no. Creo además que la Santa Virgen habrá agradecido la intención de vuestra alma afligida, ofreciéndola á Dios en lugar vuestro. Mas decidme, ¿no habéis pedido parecer á nadie? --No pensé que obraba mal para confesarme de ello; y lo poco bien que uno pueda obrar, es sabido que no es conveniente vociferarlo. --¿No tenéis ningún otro motivo que os impida cumplir la promesa hecha á Renzo? --En cuanto á esto... por lo que á mí toca... ¿qué motivo?... Yo no podré decir... nada más, respondió Lucía, con cierta vacilación, que anunciaba sólo una incertidumbre en su pensamiento; y su rostro, descolorido aún por la enfermedad, se cubrió de repente del más vivo sonrosado. --¿Creéis, replicó el anciano con los ojos bajos, que Dios ha concedido á su Iglesia la autoridad de redimir y condenar, según que pueda resultar de ello un bien mucho mayor, las deudas y obligaciones que los hombres puedan haber contraído con él? --Sí, lo creo. --Tened, pues, entendido, que encargados de las almas en este lugar, estamos revestidos de los más amplios poderes para los que recurran á nosotros; y en su consecuencia puedo, si lo pedís, relevaros de todas las obligaciones que hayáis contraído por medio del voto hecho. --¿Pero no es cometer un pecado el desdecirse y arrepentirse de una promesa hecha á la Virgen? Yo la he hecho de todo corazón... dijo Lucía violentamente agitada y asaltada de una (bueno será que lo digamos) de una esperanza impensada, redoblando la oposición de un error fortalecido por todos los pensamientos que constituían hacía ya mucho tiempo la principal ocupación de su espíritu. --¡Pecado, hija mía!, dijo el fraile: ¡pecado el recurrir á la Iglesia y pedir á su ministro que haga uso de la autoridad con que le ha facultado, y que ella ha recibido de Dios! He visto que habéis sido hechos para estar reunidos; y á la verdad, si alguna vez ha podido parecerme que dos almas hubiesen podido ser unidas por Dios, éstas son las vuestras. En la actualidad, no veo por qué Dios querría separaros; y yo le bendigo, aunque indigno, por haberme concedido el poder de hablar en su nombre y de devolveros vuestra palabra. Si me pedís que os declare relevada de vuestro voto, no vacilaré en hacerlo, y aun deseo que me lo pidáis. --Entonces... si es así... os lo suplico, dijo Lucía con un semblante que no aparecía turbado más que por el pudor. El fraile llamó por medio de una seña al joven, que permanecía retirado á bastante distancia en un extremo mirando fijamente, ya que no podía oir la conversación que tanto le interesaba. Cuando se hubo acercado, el buen fraile dijo en voz alta á Lucía: “Con la autoridad que tengo de la Iglesia os declaro relevada del voto de virginidad, anulando lo que puede tener de inconsiderado, y librándoos de todas las obligaciones que podéis haber contraído”. Figúrese el lector de qué modo semejantes palabras resonarían en los oídos de Renzo. Dió gracias vivamente con los ojos al que las había proferido; y en seguida buscó, pero en vano, los de Lucía. --Volved con tranquilidad y confianza á vuestras ideas primitivas, continuó diciendo el capuchino: impetrad nuevamente del Señor las gracias que le pedíais para ser una santa esposa; y confiad que os las concederá con más abundancia después de tantas desgracias. Y tú, dijo dirigiéndose á Renzo, acuérdate, hijo mío, que si la Iglesia te da esta compañera, no lo hace para procurarte un goce temporal y mundano, el cual aunque fuese absoluto y sin mezcla de ningún disgusto, tendría siempre que concluir en una grande aflicción al tiempo de separaros; su objeto, pues, se cifra sólo en dirigiros á ambos por el camino de los goces que no tendrán fin. Amaos como compañeros de viaje, con el pensamiento de tener que abandonaros uno á otro, y con la esperanza de volveros á reunir para siempre. Dad gracias al cielo, que os ha colocado en esta situación, no por medio de goces turbulentos y pasajeros, sino al través de trabajos y desgracias, para disponeros el que disfrutéis de una alegría completa y tranquila. Si Dios os concede hijos, cuidad de educarlos para él; imbuidles el que le amen, como también el que profesen estimación á los demás hombres, pues de este modo los podréis guiar bien en todo y por todo. ¡Lucía! ¿os ha dicho, y á esto señalaba á Renzo, á quién ha visto? --¡Oh, padre mío! Sí, me lo ha dicho. --Vosotros rogaréis por él, no dejéis de hacerlo, y también por mí... ¡Hijos míos! quiero que tengáis un recuerdo del pobre fraile (y al decir esto sacó de su espuerta una especie de caja de madera ordinaria, pero labrada y muy bien pulimentada, conociéndose en su minucioso trabajo la paciencia de un capuchino). Aquí dentro está el resto de aquel pan, el primero que pedí por caridad, y del que tanto habéis oído hablar; yo os lo dejo en memoria; enseñádselo á vuestros hijos: ellos vendrán á un mundo bien triste, á un siglo doloroso, en medio de orgullosos y provocadores. Decidles que perdonen siempre, y todo; hacedles que rueguen por el pobre fraile. Dicho esto presentó la caja á Lucía, que la tomó con el mayor respeto, como si hubiese sido una reliquia; luego con voz conmovida prosiguió: “Ahora decidme: ¿con qué apoyo contáis aquí en Milán? ¿en dónde pensáis poder colocaros al salir de aquí? ¿y quién os conducirá hacia el paraje en que se halla vuestra madre, que Dios quiera haber conservado?”. --Esta buena señora me sirve de madre; nosotras saldremos juntas de aquí, y después ella pensará en lo que deba hacerse. --¡Que Dios la bendiga! dijo el fraile, aproximándose al lecho. --Yo también os doy las gracias, dijo la viuda, por la alegría que habéis causado á estos pobres jóvenes, aunque yo esperaba conservar en mi compañía siempre á esta mi querida Lucía. Pero yo velaré sobre ella; la acompañaré á su pueblo, la pondré en manos de su madre, y en seguida, añadió en voz baja, quiero regalarle el ajuar. Poseo muchos intereses, y no tengo ya á nadie de los que debían disfrutarlos conmigo. --Así, repuso el fraile, podéis hacer un gran sacrificio al Señor, y mucho bien al prójimo. No os recomiendo esta joven, porque veo que le profesáis gran cariño. Es preciso alabar á Dios, que sabe mostrarse padre aun en medio de los castigos, y permitiendo que os encontraseis, os ha dado una prueba evidentísima de amor á una y á otra. Al presente, dijo volviéndose á Renzo y cogiéndole por la mano: “Los dos nada tenemos ya que hacer aquí, y hemos permanecido demasiado tiempo. Vamos”. --¡Oh, padre! dijo Lucía, ¿os volveré á ver todavía? ¡Yo estoy curada, yo que ningún bien hago en este mundo; y vos!... --Hace ya mucho tiempo, respondió el anciano con tono serio y dulce á la vez, que pido al Señor un favor muy grande, cual es el de acabar mis días sirviendo al prójimo. Si en estas circunstancias me lo quisiera conceder, necesito que todos los que tengan caridad de mí me ayuden á darle gracias. Vamos, dad á Renzo los encargos para vuestra madre. --Contadle lo que habéis visto, dijo Lucía á su prometido; le decís que he hallado aquí una segunda madre, que me trasladaré á su lado tan pronto como me sea posible, y que espero encontrarla sana y salva. --Si necesitáis dinero, repuso Renzo, traigo aquí todo el que mandasteis, y... --No, no, dijo la viuda; yo lo tengo de sobra. --Vamos, replicó el fraile. --¡Lucía!, hasta la vista... lo mismo digo, mi buena señora, dijo Renzo, no encontrando palabras que pudiesen significar lo que experimentaba en semejantes momentos. --¡Quién sabe si el Señor nos dispensará la gracia de que aún nos volvamos á ver todos!, exclamó Lucía. --Que él sea siempre con vosotras y os bendiga, dijo Fr. Cristóbal á las dos amigas; después de lo cual salió con Renzo de la cabaña. Entretanto la noche se iba acercando, y el tiempo parecía cada vez más próximo á revolverse. El capuchino ofreció de nuevo al joven un asilo durante la expresada noche en su barraca. “No te podré hacer compañía, añadió; pero tendrás á lo menos donde estar á cubierto”. Renzo experimentaba, sin embargo, grandes deseos de marcharse, tratando de no permanecer por más tiempo en semejante lugar, pues que no le sería permitido volver á ver á Lucía, y ni aun siquiera disfrutar de la compañía del buen fraile. Con respecto á la hora y al tiempo, ó mejor dicho, noche ó día, sol ó lluvia, calor ó frío, era todo igual para él en aquel momento. Dió pues las gracias á fray Cristóbal, diciéndole que deseaba ir lo más pronto que fuese posible en busca de Inés. Cuando llegaron al camino del centro, el fraile le apretó la mano diciendo: “Si Dios quiere que encuentres á la buena Inés, salúdala en mi nombre; dile, así como también á todos aquellos que se acuerdan de fray Cristóbal, que rueguen por él. Ahora, que Dios te acompañe y te bendiga para siempre”. --¡Oh, querido padre!... ¿nos volveremos á ver, no es cierto? --Confío que será en el cielo. Y dicho esto se separó de Renzo, el cual habiendo permanecido en el mismo sitio hasta que le perdió de vista, tomó en seguida la puerta, echando á derecha é izquierda las últimas miradas de compasión á aquella morada de dolores. Observábase por doquier un extraordinario movimiento; un continuo correr de _monatti_ de un lado á otro, trasladar efectos, componer los techos de las barracas, y convalecientes que se arrastraban hacia éstas y debajo de los pórticos para ponerse al abrigo de la tempestad, que amenazaba estallar por momentos. CAPÍTULO DECIMONOVENO En efecto, apenas Renzo hubo pasado el umbral del lazareto y tomado á la derecha, con el fin de volver á encontrar la senda situada debajo de las murallas por la cual había desembocado en aquella misma mañana, cuando comenzaron á caer gruesas gotas, saltando sobre el blanco y árido camino, y levantando al propio tiempo un polvillo finísimo. La lluvia cayó bien pronto á torrentes. Renzo, en vez de inquietarse, se regocijaba interiormente; se deleitaba con aquel aire tan fresco, con aquella agitación, con aquel susurro de plantas y de hojas que parecían recobrar una nueva vida; por último, respiraba con más libertad; y en este cambio de la naturaleza, sentía vivamente el que se había obrado en su destino. ¡Pero cuánto más vivo y completo habría sido este sentimiento si Renzo hubiese podido adivinar lo que vió pocos días después! Aquella agua se llevaba, ó mejor diremos, lavaba el contagio. Si el lazareto no pudo restituir á los vivientes todos los que aún encerraba en su seno, á lo menos desde este día no recibió ya más en sus vastas cavidades. Al cabo de una semana viéronse abrir las puertas y las tiendas, no hablándose casi ya más de cuarentena, y no quedando de la peste más que algunos restos esparcidos aquí y allí: rastro que semejante azote acostumbra siempre dejar detrás de sí por espacio de algún tiempo. Caminaba, pues, nuestro viajero alegremente, sin haber proyectado dónde, cómo, ni cuándo, ni aun si debía detenerse en aquella noche, deseoso sólo de adelantar camino, de llegar pronto á su pueblo natal, de encontrar en éste con quien hablar y á quien referir su felicidad, y sobre todo el poderse poner en seguida en camino para Pasturo, con el objeto de buscar á Inés. Seguía andando con la imaginación sumamente agitada, á causa de todo lo que había presenciado aquel día; pero al través de tantas miserias, horrores y peligros, venía siempre un pensamiento: “¡La he hallado!, ¡está curada!, ¡es mía!”. Y entonces daba un brinco de alegría, salpicándose de barro y haciéndolo saltar á gran distancia, á la manera de un perro de aguas cuando está bien mojado; otras veces se contentaba con un restregoncito de manos, y luego avanzaba con más ardor que antes. Contemplando el camino, juntaba, por decirlo así, los pensamientos que había dejado allí por la mañana y el día anterior al ir á Milán; recogiendo precisamente con más placer todavía el que entonces había tratado de alejar de sí, á saber: la duda, la dificultad de encontrarla, y aun así, que estuviera viva en medio de tantos muertos y moribundos. “¡Y la he hallado viva!”, concluía diciendo. Traía á la memoria todos los sucesos é incidentes más terribles de aquel día, y se figuraba tener aún cogida aquella consabida aldaba: ¿si estará?, ¿si no estará? y luego recibir una respuesta tan poco favorable; no teniendo casi tiempo de comentarla, porque aquellos frenéticos y bribones le perseguían furiosamente: y después ¡el lazareto, aquel vasto mar, el miedo de encontrarla allí!, ¡y haberla justamente encontrado! En seguida venía á parar al acto mismo en que la procesión de los convalecientes acababa de pasar; ¡qué momento aquel, qué angustias al no encontrarla! Y al presente no le importaba ya nada. ¡Y aquel departamento de mujeres!, ¡y allí detrás de aquella cabaña oir, cuando no se lo esperaba, aquella voz, aquella voz justamente! ¡Y verla levantada! Pero, ¡ah!, surgía todavía entonces aquel desgraciado obstáculo del voto, más embrollado y fuerte que nunca. ¡Dicho obstáculo ya no existe! Y aquella rabia contra D. Rodrigo, aquel odio maldito que exacerbaba todos los dolores y emponzoñaba todas las esperanzas, también desaparecieron. Así que, apenas habría podido gozar una dicha mayor si no hubiese sido por la incertidumbre en que se hallaba con respecto á Inés, sin el triste presentimiento que tenía tocante al padre Cristóbal, y la aflicción de encontrarse aún en medio de una epidemia. Al anochecer llegó á Sesto, sin que la lluvia presentase ninguna señal de cesar. Pero sintiéndose más ágil que nunca, y encontrando grandes dificultades para alojarse, aunque enteramente empapado en agua, no le pasó siquiera por la imaginación el entrar en una posada. La sola necesidad que experimentaba y que le incomodaba algún tanto era un gran apetito; pues la alegría que tenía le había hecho digerir la escasa gazofia del capuchino. En su consecuencia, miró si encontraba alguna panadería: viéndola en efecto, pidió dos panes que le fueron entregados por medio de las tenazas y demás ceremonias que ya sabemos se usaban entonces. Colocó uno de dichos panes en la faltriquera, empezando á tirar grandes bocados al otro, y de este modo continuó su viaje. Cuando pasó por Monza, era ya completamente de noche: no obstante esto, consiguió encontrar la puerta que conducía al verdadero camino. Mas nadie puede imaginarse en qué estado se hallaba dicho camino, y cómo se iba volviendo de un momento á otro. Sepultado (del mismo modo que lo estaban todos, como ya lo hemos dicho en otra parte) entre dos márgenes á semejanza de un álveo, se le hubiera podido dar el nombre si no de río, á lo menos de acueducto, encontrándose en una innumerable porción de sitios cenagosos, zanjas de las que podía retirar apenas sus zapatos, y repetidas veces sus pies. Mas iba saliendo sin impacientarse, sin jurar, sin arrepentirse. Reflexionaba que cada paso le acercaba al término de su viaje, y que el agua cesaría cuando Dios quisiera, que el día vendría á su tiempo, y que el camino hecho, hecho quedaba. Renzo no calculaba que entonces no podía hacer otra cosa. Esto mismo era efecto de su distracción, porque el gran trabajo de su imaginación era recordar la historia de aquellos tristes años pasados; ¡tantos obstáculos, tantas adversidades, tantos momentos en que él había estado á punto de renunciar también á la esperanza y de creerlo todo perdido! oponía á esto, las revelaciones de un porvenir tan distinto, la llegada de Lucía, las bodas, el arreglo de la casa, y el placer de referir sus pasados infortunios, y toda su vida. ¿Cómo había de componerse para seguir adelante hallándose en un paraje en que los caminos se cruzaban en todas direcciones? Nosotros no podremos verdaderamente asegurar, si el poco conocimiento que tenía de dichos caminos, ó si el opaco brillo de las estrellas le hicieron encontrar siempre su precisa ruta, ó si la tomó á la ventura; pues él mismo, que tenía costumbre de contar detalladamente su historia con más amplitud que nosotros (y todo hace creer que nuestro anónimo se lo había oído referir varias veces), él mismo, al llegar á este punto, decía que no se acordaba de la expresada noche más que como un ensueño. Lo cierto es que al amanecer se encontró junto al Adda. No había cesado de llover aún; pero el agua que caía á torrentes, veíase convertida en una lluvia fina, igual, penetrante; las nubes elevadas y caprichosas formaban un velo continuo, mas ligero y diáfano; y la luz del crepúsculo hizo descubrir á Renzo el paisaje de los alrededores. Era su pueblo, y á su vista sería difícil expresar lo que sintió. Únicamente diremos que aquellos montes, el vecino _Resegon_, y el territorio de Leceo le parecía que habían llegado á ser propiedad suya. Se miró á sí mismo, y á la verdad se vió tan mal pergeñado y tan raramente vestido de lo que jamás hubiera podido figurarse: su traje todo chorreando y pegado al cuerpo; su sombrero se había puesto muy blando, perdido la forma y enteramente calado; lleno de lodo hasta la cintura, y su desgreñado cabello caía sobre su cara á manera de madejas. Con respecto al cansancio, debía tenerlo, mas no lo advertía; pues el frío de la madrugada junto con el de la noche, y aquel pequeño baño, no le inspiraban otro deseo que el de caminar más apresuradamente. Está ya en Pescate; costea aquel último trozo del Adda, arrojando, sin embargo, una melancólica mirada sobre Pescarenico; pasa el puente, y llega bien pronto atravesando campos y sendas á la morada de su amigo. Éste, que acababa de levantarse, estaba en el umbral de su puerta observando el tiempo; mas he aquí, que de repente mira hacia el lado por donde venía Renzo, quedándose estupefacto al ver aquella figura tan estrambótica, tan cubierta de barro, pero al propio tiempo tan viva y decidida: desde que existía no había visto un hombre peor arreglado, y á la vez más alegre. --¡Hola!, dijo, ¡de vuelta ya, y con este tiempo! Vamos, ¿cómo ha ido? --Está allí, está allí. --¿Sana? --Curada, que es todavía mejor. Debo dar gracias al Señor y á la Madonna mientras viva. Pero, ¡hay cosas grandes, cosas admirables! Luego te lo contaré todo. --Mas, ¿cómo vienes tan estropeado? --¿Estoy bonito, eh? --Si te he de decir la verdad, no hay por donde cogerte. Pero, espera, espera que encienda una buena lumbre. --Lo acepto de buena gana. ¿Sabes dónde me ha pillado la lluvia?: justamente en la misma puerta del lazareto. Pero, ¡esto no vale nada! El tiempo hace su oficio, y yo el mío. El amigo se fué y apareció de nuevo en seguida con dos haces de maleza y algunos troncos de arbustos que colocó en el hogar. Renzo entretanto se había quitado el sombrero, y después de haberlo sacudido dos ó tres veces lo había arrojado al suelo; mas el jubón no se lo sacó con tanta facilidad. En seguida cogió su cuchillo, cuya hoja estaba toda mojada y tomada, lo dejó sobre una pequeña mesa, y dijo: “¡Esta hoja también se ha puesto buena! Pero, ¡es agua, es agua! ¡Loado sea el Señor!... Por poco no hago allí una... Después te lo contaré; y al decir esto, se restregaba las manos. Ahora hazme un favor: tráeme aquel lío de ropa que dejé arriba, porque antes que ésta se seque...”. Al volver su amigo con dicho lío, le dijo: “Calculo que debes tener apetito, pues comprendo que en el camino habrás podido beber, pero comer...”. --Compré dos panes, que fué lo que pude encontrar ayer á la caída de la tarde; mas á la verdad, desde que emprendí mi marcha, es lo único que ha entrado en mi estómago. --Déjame hacer, dijo el amigo, después de lo cual echó agua en una pequeña caldera, que colgó de una cadena, y añadió: voy á ordeñar la vaca; cuando vuelva con la leche, el agua estará á punto, y haremos una buena _polenta_. Tú, entretanto, haz lo que mejor te parezca. Habiendo Renzo quedado solo, se quitó, no sin costarle algún trabajo, el resto de sus vestidos, los cuales tenía pegados al cuerpo; se enjugó bien, y se vistió de nuevo de pies á cabeza. El amigo dió la vuelta al cabo de pocos instantes, y continuó haciendo su _polenta_, mientras que Renzo esperaba sentado. --Ahora me voy sintiendo cansado, dijo: Hay una tirada muy buena. Pero esto no vale nada. Tengo tanto que contar, que hay para ocupar todo el día. ¡Cuán revuelto está Milán! ¡Es preciso verlo y tocarlo! ¡Es cosa de hacerle erizar á uno el pelo! ¡Y lo que han querido hacer conmigo los señores de allí! Ya lo oirás. ¡Mas si vieses el lazareto! se vuelve uno loco al aspecto de tantas desgracias. ¡Vamos! Ya te lo referiré todo... Ella está allí; tú la verás aquí; será mi mujer, y tú debes hacer de testigo, y aunque haya peste ó no, quiero que estemos alegres, á lo menos por algunas horas. Por lo demás, cumplió lo que había prometido á su amigo, tocante á ocupar todo el día contándole lo que le había sucedido; tanto más, cuanto que no habiendo cesado de llover, pasó el día refugiado en la casa, ora sentado al lado de su amigo, ora ocupado en preparar tinas, cubas y demás utensilios para la vendimia, en lo cual Renzo no dejó de darle una buena mano; porque según solía decir, era de los que se cansan más sin hacer nada, que trabajando. Sin embargo, no pudo menos de dar una escapadita á la casa de Inés, con el objeto de ver de nuevo cierta ventana, y para ir á darse un restregoncito de manos. En efecto, lo verificó, volviendo en seguida sin ser visto de nadie, y se acostó. Levantóse antes de amanecer, y viendo que había cesado la lluvia, aunque el tiempo no estaba sentado del todo, se puso en camino para Pasturo. Cuando llegó era todavía muy temprano, pero él tenía tantos deseos de lograr su intento, como el lector de que se acabe la presente historia. Se informó acerca de Inés, y supo que no tenía novedad, habiéndosele indicado la casa en que vivía. Dirigióse á ella; llamó desde la calle á Inés; al sonido de su voz, ésta se asomó presurosa á la ventana, y mientras permanecía con la boca abierta para pronunciar algunas palabras, ó acaso para exhalar un grito, Renzo se le anticipó diciendo: “Lucía está buena, la vi antes de ayer; me encarga que os salude, y que os diga que pronto va á venir. Y después, ¡tengo tantas y tales cosas que deciros!”. Entre la sorpresa de semejante aparición, el contento que le había causado la noticia y el ansia de saber más, Inés prorrumpía tan pronto en una exclamación, tan pronto empezaba á hacer una pregunta, pero siempre sin concluir lo que iba á decir: en seguida, olvidando las precauciones que tenía costumbre de tomar hacía ya algún tiempo, dijo: “Voy á abriros”. --Aguardad; ¿y la peste? Según creo, no la habéis tenido. --Yo no; ¿y vos? --Yo sí, pero vos debéis tener prudencia. Vengo de Milán, y durante dos días he estado metido hasta el cuello en medio del contagio. Es verdad que me he mudado de pies á cabeza, pero hay tal inmundicia, que se pega á veces á la carne como un maleficio; y ya que el Señor os ha preservado hasta ahora, quiero que os guardéis hasta que haya cesado la epidemia, porque sois nuestra madre, y deseo que vivamos juntos alegremente largos años, en compensación de lo mucho que hemos sufrido, á lo menos yo. --Pero... --¡Bah!, no hay _pero_ que valga, replicó Renzo. Sé lo que queréis decir; con todo, ya veréis que el _pero_ está de más. Vámonos á algún paraje que estemos al aire libre, que podamos hablar con comodidad y sin peligro, y veréis. Inés le indicó un jardín que se hallaba situado detrás de la casa, y añadió: “Entrad en él y veréis dos bancos, uno enfrente de otro, que parecen colocados á propósito; yo voy en seguida”. Renzo fué á sentarse en el uno; pocos instantes después, Inés se hallaba en el otro. Estoy seguro que si el lector, informado como está de todos los antecedentes, hubiese podido encontrarse allí como un tercero, ver con sus propios ojos aquella conversación tan animada, y escuchar con sus oídos aquellas narraciones, preguntas y explicaciones, aquel exclamar, condolerse y alegrarse, y D. Rodrigo, y el padre Cristóbal, y todo lo demás, y las descripciones del porvenir, claras y positivas, como las del pasado; estoy seguro, repito, que hubiera encontrado muchos encantos, y que habría sido el último en retirarse. Pero al ver dicha conversación sobre el papel, muda, sin colorido y sin ningún hecho ó suceso nuevo, soy de parecer que le es del todo indiferente, juzgando al propio tiempo que prefiere adivinarla por sí mismo. La conclusión fué que iría á establecerse cerca de Bérgamo, en el mismo paraje en que Renzo había empezado ya á hacer negocio; con respecto á la época, nada se podía decidir aún, porque dependía de la peste y de otras circunstancias. Quedaron pues en que tan pronto como cesara el peligro, Inés volvería á su casa para esperar á Lucía, ó que ésta, por el contrario, la aguardaría en ella: en el ínterin, Renzo haría algún viaje á Pasturo para ver á su madre y para informarse de lo que pudiera acontecer. Antes de marchar le ofreció también dinero, diciendo: “Mirad, están todavía intactos: por mi parte he hecho voto de no tocarlos hasta que la cosa estuviese puesta en claro. Ahora, si los necesitáis, traedme una cazuela de agua y vinagre, y echaré en ella los consabidos cincuenta escudos relucientes y hermosos”. --No, no, dijo Inés, ninguna necesidad tengo por ahora de ellos; conservadlos, pues servirán para poner la casa. Renzo partió con el nuevo consuelo de haber encontrado sana y salva á una persona que le era tan querida. Permaneció el resto del día y de la noche en casa del amigo, y al día siguiente se puso en camino con dirección á su pueblo adoptivo. Encontró á Bartolo en un estado de salud perfecta y con menos miedo todavía de perderla; pues en aquellos pocos días que habían transcurrido, los cosas tomaron felizmente un rápido y distinto giro. Muy pocos eran los que caían enfermos: el mal no era ya el mismo: no se veían aquellos rostros lívidos y moribundos, ni aquellos síntomas tan violentos, pero sí algunas calenturillas, la mayor parte intermitentes, con alguno que otro bubón muy bajo ya de color, que se curaban con la misma facilidad que un divieso ó grano cualquiera. El país aparecía ya bajo otro aspecto muy diferente: los que habían sobrevivido empezaban á salir, á reunirse, y á darse recíprocamente pésames y enhorabuenas. Hablábase ya de volver á trabajar; los maestros trataban de buscar y juntar operarios, principalmente para aquellos artefactos, cuyo número aun antes de la epidemia escaseaba tanto, como era el de la seda. Renzo, sin hacerse el desdeñoso, prometía (salva sin embargo la debida aprobación) á su primo dedicarse al trabajo, cuando volviera acompañado á establecerse en el país. Entretanto se ocupó de los preparativos más necesarios; alquiló una casa bastante capaz, cosa que había llegado á ser muy fácil y poco costosa; la amuebló echando ya entonces mano á su tesoro, pero sin hacer en él una gran brecha, habiendo más gente que vendiese y que no comprase. Después de algunos días volvió á su pueblo natal, el cual encontró notablemente mejorado. Corrió á Pasturo, halló á Inés totalmente tranquila y dispuesta á volver á su casa, de modo que él mismo la acompañó en seguida á ella. Pasaremos en silencio los sentimientos que experimentaron, las conversaciones que tuvieron al verse juntos en aquellos sitios. Inés lo encontró todo según lo había dejado; así que no pudo menos de decir que esta vez, tratándose de una pobre viuda y una infeliz doncella, los ángeles lo habían custodiado. “Y la otra vez, añadió, se hubiera podido creer que el Señor nos había abandonado, pues permitía que se nos llevaran nuestro pobre ajuar, y he aquí que ahora nos demuestra justamente lo contrario, pues por otro lado nos ha enviado muy buen dinero, con el cual he podido reemplazarlo todo. Digo todo, y no digo bien, porque el equipaje de Lucía que fué robado por aquella chusma, siendo todo él flamante y completo, faltaba aún; y ve aquí que nos llega por otro lado. El que me hubiese dicho, cuando yo me afanaba en arreglar otro: '¿tú crees trabajar para Lucía, no es verdad?, ¡pobre mujer!, pues trabajas para quien no sabes’. Sólo el cielo no ignora á qué clase de criaturas cubrirán estas telas y vestidos; por lo que hace á Lucía, el equipaje que verdaderamente deba servirle, una buena alma cuidará de ello, la cual tú ignoras que esté siquiera en este mundo”. El primer pensamiento de Inés fué el de preparar en su modesto albergue el alojamiento más decente posible para aquella buena alma: en seguida buscó seda para devanar, y trabajando engañaba el tiempo. Por su parte, Renzo no pasó en la ociosidad aquellos días para él tan largos: felizmente sabía dos oficios, y entonces adoptó el de labrador. Tan pronto ayudaba á su huésped, para el cual era una gran fortuna el poseer en semejantes circunstancias un operario de tanta habilidad, como cultivaba y arreglaba el huertecillo de Inés, que se había destruido enteramente durante su ausencia. Con respecto á su heredad, ni pensaba tan siquiera en ella, diciendo que era una madeja muy enredada, la cual necesitaba más de dos brazos para dejarla en buen estado. Nunca ponía en ella los pies, como tampoco entraba en su casita, porque habría padecido mucho al ver tanta desolación; habiendo tomado el partido de deshacerse de todo, á cualquier precio que fuese, empleando en su nueva patria todo lo que buenamente pudiese sacar. Si los que habían sobrevivido á la peste eran para los demás como muertos resucitados, Renzo parecía serlo dos veces á los ojos de sus compatriotas: todos le festejaban y felicitaban; todos querían saber por su propia boca sus aventuras. Acaso, se preguntará: ¿y en qué quedó la orden de destierro? Responderemos, que estaba en muy buen estado; Renzo no hacía ningún caso de ella, pues suponía que los que debían ponerla en ejecución no se acordaban ya, y esto no nacía sólo de la peste que había echado en el olvido tantas cosas, sino que consistía en una cosa muy común, en aquella época, lo cual hemos visto en más de un pasaje de la presente historia, y era que las órdenes, tanto generales como especiales contra las personas, quedaban las más veces sin efecto, si no lo tenía en los primeros momentos, á no ser que hubiera alguna animosidad particular y poderosa, que hiciera olvidarlas y hacerlas valer. En esto sucedía como con las balas de fusil, las cuales cuando no alcanzan á nadie, se quedan en el suelo sin que den el más leve cuidado, consecuencia indispensable de la gran facilidad con que se sembraban á manos llenas dichas órdenes. La actividad del hombre es limitada; por lo tanto, todo lo que se manda de más, se debe ejecutar de menos: lo que va en mangas no puede ir en faldones. El que desee saber qué posición ocupaban Renzo y D. Abundio, el uno respecto del otro, diremos que permanecían á cierta respetuosa distancia; éste por temor de oir decir algo de matrimonio, y que sólo al pensarlo se le presentaba D. Rodrigo por una parte acompañado de sus bravos, por otra el cardenal con sus argumentos, y Renzo por haber resuelto no hablar más que en el instante mismo de ir á ponerlo en ejecución, no queriendo correr el riesgo de incomodarse antes de tiempo, de ver surgir algún nuevo obstáculo y enredar el negocio con inútiles habladurías. De este asunto únicamente hablaba con Inés. “¿Creéis que Lucía venga pronto?”, decía éste. “Espero que sí”, contestaba la otra; y con frecuencia la que había dado la respuesta, hacía poco después la misma pregunta. Así trataban de pasar el tiempo que les parecía tanto más largo, á medida que iba corriendo. Nosotros haremos pasar también al lector en un instante todo aquel periodo de tiempo, diciendo en pocas palabras, que algunos días después de la visita de Renzo al lazareto, Lucía salió de él en compañía de la buena viuda; que habiéndose mandado una cuarentena general, la hicieron juntas encerradas en casa de ésta; que emplearon una parte del tiempo en disponer el equipaje de Lucía, el cual, después de haberlo rehusado modestamente, ella misma empezó á trabajar en él; y por último, que terminada la cuarentena, la viuda confió su tienda y su casa á su hermano el comisario, é hicieron los preparativos del viaje. Todavía podríamos añadir que partieron, llegaron, y lo que se siguió luego; mas á pesar del deseo que tenemos de ceder á la impaciencia del lector, hay tres circunstancias en dicho intervalo de tiempo, que no querríamos pasar en silencio; ó por lo menos dos, creeríamos que el lector mismo lo tomaría á mal si no lo verificásemos. He aquí la primera. Cuando Lucía volvió á hablar á la viuda de sus aventuras, más circunstanciadamente y con más orden que no lo había podido hacer en medio de la agitación de su primera confidencia, é hizo mención más expresa de la señora que le había dado asilo en el monasterio de Monza, comprendió cosas que, dándole la llave de muchos misterios, llenaron su alma de admiración, dolor y espanto. Supo por la viuda, que la desventurada, sospechándosela autora y cómplice de atroces y horribles crímenes, había sido trasladada por orden del cardenal á un convento de Milán; que allí, después de haberse entregado por algún tiempo á la rabia y á la desesperación, había concluido por enmendarse y acusarse á sí misma, y que su vida actual era un suplicio voluntario, tal cual nadie podría calcular más severo. El que desee conocer más detalladamente esta triste historia, podrá verla en el libro y lugar que ya hemos citado en otra parte, á propósito de la misma persona[24]. La segunda circunstancia es, que preguntando Lucía á todos los capuchinos que se hallaban en el lazareto por el padre Cristóbal, supo con más dolor que sorpresa, que había muerto de la peste. Finalmente, antes de partir había también deseado saber algo de sus antiguos señores y cumplir con un deber suyo, según decía, si por fortuna existían. La viuda la acompañó á la casa, donde les dijeron que ambos habían fallecido. Tocante á D.ª Prajedes, diciendo que había muerto, está todo dicho; pero por lo que hace á D. Ferrante, como se trataba de un sabio, nuestro anónimo ha creído debía extenderse un poco más; y nosotros á nuestra cuenta y riesgo, trascribiremos según nos sea posible lo que dejó escrito. Dice, pues, que desde que se empezó á hablar de la peste, D. Ferrante fué uno de los más decididos y constantes en negarla, y que sostuvo tenazmente hasta el fin dicha opinión, no con exclamaciones y gritos de rabia como el pueblo, sino con razones, á las cuales nadie podrá encontrar, á lo menos, falta de encadenamiento. _In rerum natura_, decía, no hay más que dos géneros de cosas, á saber: sustancias y accidentes; y si yo pruebo que el contagio no puede ser ni lo uno ni lo otro, habré probado que no existe, que es una quimera. Las sustancias son materiales ó espirituales: que el contagio sea una sustancia espiritual, es un absurdo que nadie querrá sostener; así pues inútilmente hablaríamos de ello. Las sustancias materiales son simples ó compuestas: ahora bien, el contagio no es una sustancia simple; y si no, lo voy á demostrar en cuatro palabras. No es una sustancia aérea, porque si lo fuese, en vez de pasar de un cuerpo á otro, volaría con más prontitud á su esfera. No es acuosa, porque mojaría, y el viento la secaría. No es ígnea, porque quemaría. No es terrosa, porque sería visible. Tampoco es sustancia compuesta, porque entonces á cada momento debería ser sensible á la vista y al tacto; y dicho contagio, ¿quién lo ha visto? ¿quién lo ha tocado? Ahora nos queda que ver si es un accidente. Peor que peor. Esos señores doctores dicen que se comunica de un cuerpo á otro; éste es un asidero, éste el pretexto para dar tantas órdenes sin utilidad. Supongamos ahora que es un accidente: de todos modos sería un accidente transportado; y esto son dos palabras que luchan entre sí. En toda la filosofía no hay una cosa más clara que ésta, á saber; que un accidente no puede pasar de un objeto á otro; que si para evitar semejante Scilla, se reducen á decir que es un accidente producido, tropiezan en Caribdis; porque si es producido, no se comunica ni se propaga como van vociferando. Sentados estos principios, ¿de qué sirve que vengan á hablarnos de bubones, de granos, de carbunclos?... --Todo es pura charlatanería, exclamó una vez, uno de los que le escuchaban. --No, no, replicó D. Ferrante; yo no digo esto. La ciencia es siempre ciencia; únicamente que es preciso saberla emplear. Los bubones violáceos, parótidas, carbunclos negros, son todas palabras respetables que tienen su significación buena y bella, pero repito que nada tienen que ver con la cuestión. ¿Quién niega que pueda haber estas cosas, y también que las haya? Mas lo principal está en ver de dónde provienen. Aquí empezaban las pesadumbres para D. Ferrante. Mientras que no hacía más que declamar contra la opinión de los que decían que era epidemia, por todas partes encontraba oídos benévolos, atentos y respetuosos; porque no hay necesidad de manifestar cuán grande es la autoridad de un sabio de profesión, cuando quiere demostrar á los demás cosas de que ya están convencidos. Pero cuando venía á distinguir y á querer probar que el error de los médicos no consistía en afirmar que existía una enfermedad terrible y general, sino en asignar la causa y los modos; entonces (hablo del principio, en que no se quería oir hablar de la peste), entonces, repito, en vez de oídos hallaba lenguas rebeldes é intratables; entonces no había otro medio que predicar, y no podía exponer su doctrina más que á trozos. --He aquí verdaderamente la razón, decía, y están obligados á reconocerla, aunque ellos sostengan después otras cosas sin fundamento... Que nieguen, si pueden, esa fatal conjunción de Saturno con Júpiter. ¿Y cuándo se ha oído decir que las influencias se propagan?... ¿Y esos señores me querrán negar las influencias? ¿Me negarán que la tienen los astros?, ¿ó me querrán decir que se sostienen allá arriba, sin servir ni hacer nada, como una porción de cabezas de alfiler metidas en una pelota?... Pero lo que no me puede entrar de esos señores médicos es que ellos confiesan que nos hallamos bajo una conjunción sumamente maligna, y luego nos vienen diciendo, con la cara torcida: “¡No toquéis á esto, no toquéis á aquello, y estaréis seguros!”. ¡Como si el esquivar el contacto material de los cuerpos terrestres, pudiese impedir el efecto producido por la virtud de los cuerpos celestes! ¡Y tanto afanarse para quemar andrajos! ¡Pobre gente! ¿Quemaréis á Júpiter?, ¿quemaréis á Saturno?... _His fretus_; que equivale á decir: con estos bellos principios no tomó ninguna precaución contra la peste; en su consecuencia fué atacado, se encaminó al lecho, se acostó, y murió como un héroe de Metastasio, emprendiéndola con las estrellas. ¿Y aquella su famosa librería? Acaso anda dispersa todavía por algunas partes. NOTAS: [24] Ripamonti. His. Pat., Dec. V., lib. VI., cap. III. CAPÍTULO VIGÉSIMO Cierta tarde, Inés oyó parar un carruaje á la puerta. “¡Es ella, no me cabe duda!” En efecto, era Lucía acompañada de la buena viuda. El lector podrá imaginar la acogida que recíprocamente se harían las tres mujeres. Á la mañana siguiente muy temprano llegó Renzo, ignorante de lo que pasaba, y únicamente con el deseo de tranquilizar un poco su espíritu con Inés sobre la gran tardanza de Lucía. Los gestos que hizo y las cosas que dijo, lo dejamos á la penetración de los que lean este libro. Las demostraciones de Lucía fueron tales, que se necesita muy poco para describirlas. “¿Cómo estáis?”, dijo con los ojos bajos, pero sin inmutarse. No se crea que Renzo encontrase este recibimiento frío, ni tampoco que se alarmara; antes al contrario, lo tradujo á su favor; y como entre gentes bien educadas se debe ser avaro de cumplimientos, comprendió perfectamente el sentido oculto de aquellas palabras. Por lo demás, era fácil conocer que tenía dos modos de pronunciarlas, el uno para Renzo, y el otro para todo el mundo que pudiese conocerla. --Yo estoy bueno cuando os veo, repuso el joven. --¡Pobre padre Cristóbal!, dijo Lucía, rogad por su alma; á pesar de que casi estoy segura que en este momento él ruega en el cielo por nosotros. --Demasiado me lo esperaba que sucedería esto, replicó Renzo. Y no fué ésta la sola cuerda triste que se tocó en aquella conversación. Pero ¡qué!, de cualquiera cosa que se hablase, el coloquio concluía por ser alegre y delicioso. Como aquellos caballos fogosos que se encabritan y levantan una mano, y después otra, volviéndolas á colocar en el mismo sitio, haciendo mil movimientos antes de dar un paso, y luego de repente emprenden su carrera como si fuesen llevados por el viento; del mismo modo había cambiado el tiempo para Renzo; un poco antes los minutos le parecían horas; después por el contrario, éstas le parecían minutos. La viuda, no sólo no empeoraba la sociedad, sino que antes bien contribuía á mejorarla; y ciertamente, Renzo, cuando la vió la vez primera acostada en aquel miserable lecho, estaba muy lejos de imaginar que pudiese tener un genio tan sociable y divertido. Mas el lazareto y el campo, la muerte y las bodas, son cosas sumamente distintas. Ella se había ligado ya con Inés con la mayor intimidad; con Lucía era un gusto el verla tan alegre y cariñosa, dándole bromas con dulzura y gracia, sin ser pesada, hasta tanto que la obligaba á demostrar toda la alegría que rebosaba en su corazón. Renzo dijo por último que iba á ver á D. Abundio á fin de ponerse de acuerdo con él para los desposorios. Fué en efecto; y con cierto aire burlón y respetuoso á la vez, le dijo: “Señor cura, ¿os ha pasado ya aquel dolor de cabeza que os impedía el casarnos? Ahora es tiempo; la novia se halla aquí, y yo también estoy á vuestra disposición para que me indiquéis la hora que os venga bien, rogándoos que esta vez lo dispongáis con la prontitud que os sea posible”. D. Abundio no se atrevió á decir que no quería; mas empezó á balbucear, presentando algunas escusas, y haciendo ciertas observaciones. --Comprendo, dijo Renzo; os queda todavía un poco de aquel dolor de cabeza; pero escuchad, escuchad. Y se puso á describir el estado en que había visto al infortunado D. Rodrigo, el cual seguramente á aquellas horas ya no existía. “Esperemos, añadió, que el Señor habrá usado con él de misericordia”. --Ello no se ha de verificar aquí, repuso D. Abundio. ¿Por ventura, os he dicho que no? Yo no digo que no; hablo... hablo para daros algunas justas razones... Por lo demás, mirad; mientras que el hombre tiene un soplo de vida... Contempladme: yo soy un mueble cascado; he estado también más cerca de la muerte que él, heme aquí sin embargo; y... si no vuelven á caer sobre mí nuevas pesadumbres... ya, ya... espero aún vivir un poquito más. Figuraos luego ciertos temperamentos... pero como digo, esto no hace al caso. Después de algunas preguntas y respuestas, ni más ni menos concluyentes, Renzo le hizo un profundo saludo, volvió á su morada, refirió la conversación que había tenido, y acabó diciendo: “Me he venido en seguida porque ya estaba hasta aquí; y al pronunciar estas palabras colocaba su dedo índice sobre la frente, y no quise arriesgarme á perder la paciencia, y también el respeto. En ciertos momentos era exactamente el D. Abundio de antes; me quería entretener aún con su acostumbrada palabrería; y estoy seguro de que si me hubiese detenido un poco más, habría sacado á plaza algún latinajo. Estoy viendo que quiere dar de nuevo largas al asunto, y por consiguiente que valdrá más, como él dice, que vayamos á casarnos donde vamos á vivir”. --¿Sabéis lo que haremos?, dijo la viuda; iremos nosotros á probar fortuna, á ver si conseguimos algo más; así como así tengo grandes deseos de conocer á ese hombre, principalmente siendo como vos decís. Nos dirigiremos allá después de comer, para no volver á atacarlo tan pronto. Ahora, señor esposo, acompañadnos á dar un paseo, mientras que Inés despacha sus haciendas, que yo serviré de mamá á Lucía; pues tengo grandes deseos de ver un poco más de cerca estas montañas, y este lago, del cual tanto tengo oído hablar, porque lo que he visto me ha parecido sumamente hermoso. Renzo las condujo antes de todo á casa de su huésped, donde éste los obsequió; haciéndole prometer que no sólo aquel día, sino todos, si podía, iría á comer con ellos. Después de haber paseado y comido, Renzo partió precipitadamente, sin decir adónde iba. Las mujeres permanecieron un buen rato discurriendo y concertando los medios de comprometer á D. Abundio; y por último se encaminaron á dar el asalto. “Aquí están ellas”, dijo éste entre sí; pero las recibió con muy buen semblante, haciendo grandes demostraciones de alegría á Lucía, con mil enhorabuenas á Inés, y muchos cumplidos á la forastera. En seguida las hizo sentar, y al momento entró á hablar de la peste. Deseó oir de la boca de Lucía del modo que había pasado aquellos aflictivos días. El lazareto proporcionó también que hablara la que había sido su compañera; luego D. Abundio, como era muy justo, habló igualmente de su borrasca; y se regocijaba, á más no poder, de que Inés hubiese tenido la dicha de escapar. La conversación, sin embargo, se arrastraba lánguidamente; desde las primeras palabras, las dos mujeres estaban espiando la ocasión oportuna para hablar del motivo esencial de su visita. En fin, no se sabe á punto fijo cuál de las dos rompió la valla. Pero, ¿qué medio? D. Abundio estaba enteramente sordo, cuando se tocaba el consabido asunto. Con todo, nunca decía que no; pero siempre volvía á sus tergiversaciones y á sus dudas; como el pájaro que salta de rama en rama... “Sería indispensable, decía, hacer levantar la orden de prisión. Vos, señora, que sois de Milán, conoceréis poco más ó menos el curso que llevan estas cosas; tendréis algún buen influjo, algún caballero poderoso; pues ya sabéis que con estos medios se cicatrizan todas las llagas. Si después se quería ir por el camino más corto, sin meterse en honduras, ya que los jóvenes y la buena Inés quieren expatriarse (y aquí no puedo menos de decir que la verdadera patria es aquella en donde á uno le va bien), soy de parecer que podría verificarse todo, en donde no hay orden de prisión, ni obstáculo alguno que se oponga. No veo la hora de ver terminada esta alianza; pero quisiera que se concluyese tranquilamente. Digo la verdad: aquí con esa malaventurada orden en pie, ir á vociferar el nombre de Lorenzo Tramaglino, no las tendría todas conmigo; lo aprecio demasiado, temería prestarle un flaco servicio. Vos misma lo podéis conocer”. En esto, tan pronto Inés, como la viuda le rebatían los anteriores razonamientos; mas D. Abundio los reproducía bajo otra forma. Nada se adelantaba, pues siempre volvían al principio; cuando he aquí que entró de pronto Renzo con andar resuelto y el aire de traer alguna importante noticia: en efecto, en el instante mismo, dijo: “Ha llegado el señor marqués de ***”. --¿Qué significa esto?, ¡llegado!, ¿adónde?, preguntó D. Abundio levantándose. --Ha llegado á su palacio, que era el de D. Rodrigo; porque dicho señor marqués es el heredero fidei-comisario, según dicen; por lo tanto, no hay lugar á duda. Por lo que á mí hace, tendría una gran alegría si supiera que ese infeliz ha muerto cristianamente. Á buena cuenta, hasta ahora había rezado por él algunos padrenuestros, y ahora le cantaré el _De profundis_. Por lo demás, me han dicho que el expresado señor marqués es un excelente caballero. --Seguramente, dijo D. Abundio, he oído hablar de él muchas veces á un buen señor de esos chapados á la antigua. Pero, ¿es cierto que?... --¿Creéis al sacristán? --¿Por qué? --Porque él lo ha visto con sus propios ojos. Yo he estado solamente en los alrededores, y á decir verdad, he ido á propósito, porque he pensado que allí debería saberse algo; y más de una persona me ha dicho lo mismo. Luego he encontrado á Ambrosio que venía de allá, y que lo ha visto, según he dicho, hacer de amo. ¿Queréis oirlo de la misma boca de Ambrosio? Precisamente he dispuesto que esperase ahí fuera. --Oigámosle, dijo D. Abundio. Renzo fué á llamar al sacristán. Éste confirmó la noticia punto por punto: añadió á ella algunos detalles; disipó todas las dudas, y después partió. --¡Ah, conque ha muerto!, ¡ha dejado verdaderamente de existir!, exclamó D. Abundio. ¡Mirad, hijos míos, cómo al fin la Providencia llega también al fin para cierta clase de gente! ¡Sabéis que es una cosa grande, una felicidad suprema para este pobre país!, porque con semejante hombre no se podía vivir. Esta epidemia ha sido un gran azote; mas al propio tiempo también una buena escoba, porque ha barrido ciertos sujetos, de los cuales, hijos míos, jamás hubiéramos podido librarnos. ¡Quién había de haber dicho que el que estaba destinado á hacerle las exequias se hallaba aún en el seminario estudiando el _musa musæ_! En un abrir y cerrar de ojos han desaparecido á cientos. Ya no los veremos dar vueltas con su séquito de tunantes, con aquella arrogancia y orgullosos ademanes, lanzando sus insultantes miradas á todos, como si los demás estuvieran en el mundo por un favor especial que ellos se dignaban hacerles. Entretanto, ya no existen, y nosotros sí. Ya no mandarán más mensajes á la gente de bien. Nos han causado grandes molestias; pero mirad, también ahora las podemos contar. --Yo lo he perdonado de todo corazón, dijo Renzo. --Y cumples con tu deber, replicó D. Abundio; pero al mismo tiempo debemos dar gracias al cielo por habernos librado de él. Mas al presente; volviendo á vosotros, os repito como siempre que hagáis lo que mejor os parezca. Si queréis que os case, aquí me tenéis; si os parece cómodo de otro modo, hacedlo. Con respecto á la orden de prisión, veo también que como no hay nadie que os observe ni que quiera haceros daño, no es cosa que os pueda dar mucho cuidado, tanto más, cuanto que se ha dado un indulto con motivo del nacimiento del serenísimo infante. Y después, ¡la peste! ha sepultado muchas y grandes cosas. Por lo tanto, si queréis... hoy es jueves... el domingo os amonestaré; porque aun cuando ya se ha hecho una vez, no sirve de nada por haber transcurrido mucho tiempo, y luego tendré el gusto de casaros. --Vos sabéis muy bien que justamente hemos venido para esto, dijo Renzo. --Ciertamente, y os serviré; y quiero dar aviso de ello á su eminencia. --¿Quién es su eminencia?, preguntó Inés. --Su eminencia, contestó D. Abundio, es nuestro cardenal arzobispo, á quien Dios conserve. --¡Oh!, en cuanto á eso, perdonadme, replicó Inés; pues á pesar que no soy más que una pobre ignorante, puedo asegurar que no se le llama así, porque cuando fuimos por segunda vez á hablarle, como yo os hablo ahora, uno de aquellos señores sacerdotes me llamó aparte y me enseñó cómo se debía tratar al expresado señor, siendo necesario decirle su señoría ilustrísima y monseñor. --Y al presente, si debiese enseñaros de nuevo, os diría que le llamaseis eminencia; ¿habéis entendido? Porque el papa, á quien Dios también conserve, ha prescrito desde el mes de junio que se dé este título á los cardenales. ¿Y sabéis por qué ha resuelto esto? Porque el tratamiento de ilustrísima que estaba reservado á ellos y á los príncipes, estáis viendo ahora mismo con cuánta prodigalidad se da y cuántos lo toman voluntariamente. Á semejante escándalo, ¿qué había de hacer el papa?, ¿quitárselo á todos? Esto hubiera hecho nacer quejas, reclamaciones, desgracias y disgustos, y al fin y al cabo habría quedado lo mismo que antes. El papa ha ideado, pues, un excelente medio. Poco á poco se empezará á dar eminencia á los obispos; los abades la querrán también; luego los deanes; porque los hombres son así, siempre quieren subir y subir; después los canónigos... --¿Y los curas?, interrumpió la viuda. --No, no, replicó D. Abundio; los curas para tirar de una carreta; no tengáis miedo que les hagan tomar malos hábitos; los curas serán reverendos hasta el fin del mundo. Más bien, no me sorprendería nada absolutamente que los caballeros que están acostumbrados á oirse llamar ilustrísima y á ser tratados como cardenales, quisieran un día que se les diese el tratamiento de eminencia; y si lo desean llegarán á conseguirlo. ¿Y entonces el papa que hará?, ¿hallará otra cosa para los cardenales? Pero volvamos á nuestro asunto: el domingo os publicaré en la iglesia, y entretanto, ¿sabéis lo que he pensado para servir mejor? Mientras, pediremos la dispensa para las otras dos amonestaciones. En la curia deben tener mucho que hacer para ocuparse en dar dispensas, si las cosas están tan revueltas como aquí. Para el domingo tengo ya... una... dos... tres, sin contar con vosotros; y puede que todavía haya alguna otra. El fuego ha prendido; parece que de aquí en adelante nadie quiere vivir solo. ¡Qué mal ha hecho Perpetua en morirse ahora! pues al presente ella habría encontrado también esposo. ¿Y en Milán, señora, me figuro que será lo mismo? --Exactamente. Sabed, pues, que sólo en mi parroquia, el domingo pasado, se han celebrado cincuenta matrimonios. --¡Cuando yo lo digo!, el mundo no quiere acabarse... ¿Y á vos, señora, no han empezado á revolotear en torno algunos moscones? --No, no; ni pienso en ello, ni quiero. --¡Vamos, que sí!... ¿querríais acaso estar sola? Mirad, Inés también... --Vaya, vaya; ¿tenéis ganas de bromear?, dijo ésta. --Seguramente; y me parece que ya era hora. ¡Cuán rudos golpes hemos sufrido!, ¿no es verdad, amigos míos? Los hemos sufrido, repito, muy grandes. Por lo tanto, creo que debemos tener la esperanza de que esos cuatro días que nos restan, serán un poco mejores. Pero, ¡dichosos vosotros si no os suceden más desgracias, que todavía podréis hablar de ellas por espacio de muchos años! Mas yo, pobre viejo... Los bribones pueden morir; la peste se puede curar; pero para los años no hay remedio; y como dicen los sabios _Senectus ipsa est morbus_[25]. --¡Oh!, ahora, dijo Renzo, hablad en latín tanto como queráis, pues nada me importa. --¿Tú aborreces el latín, eh?, pues bien, yo te arreglaré: cuando te presentes á mí en compañía de esta joven, para oiros pronunciar justamente ciertas palabras en latín, te diré: “Ya que no quieres latín, anda con Dios; ¿te gustará eso?”. --¡Ah!, yo bien sé lo que me digo, replicó Renzo: no es éste el latín que me da miedo: éste es un latín franco, sagrado, como el de la misa; mas actualmente hablo de ese latín engañador, que cae sobre uno á traición, en medio de un discurso. Por ejemplo, ahora que estamos aquí, que todo se ha concluido, hacedme el favor de traducirme el que sacabais á colación, precisamente en ese rincón de la estancia, cuando queríais darme á entender que no podíais casarme, que se necesitaban otros requisitos, y qué se yo qué más. --Silencio, burlón, silencio; no saques á relucir semejantes cosas; pues si fuéramos á ajustar cuentas, no sé quién de los dos saldría perdiendo. En fin, todo está perdonado; no hablemos más de ello; con todo, vosotros me jugasteis una mala partida: en ti no me sorprende, porque eres un bribonzuelo; pero en esta agua mansa, en esta santita, habría creído cometer un pecado desconfiando de ella. Mas yo bien sé quién le había dado instrucciones; sí, bien lo sé. Y diciendo esto, dirigía hacia Inés el dedo que antes había tenido, señalando á Lucía. Es imposible expresar con qué bondad, con qué aire tan amable y cariñoso hacía estos reproches. Aquella noticia le había inspirado una desenvoltura, un deseo de hablar, del cual hacía mucho tiempo que había perdido la costumbre; y nosotros nos apartaríamos del fin que nos hemos propuesto, si refiriésemos el resto de la expresada conversación que D. Abundio prolongó, deteniendo á la reunión más de una vez antes de partir, y haciéndola parar en el mismo umbral de la puerta, para platicar sobre el mismo tema. El día siguiente recibió una visita tan agradable como inesperada: tal fué la del señor marqués del cual se había hablado. Era un hombre ya de edad madura, cuyo aspecto confirmaba todo lo que la fama decía de él: franco, cortés, apacible, humilde, lleno de dignidad, y un no sé qué, que indicaba una tristeza resignada. --Vengo, le dijo, á saludaros de parte del cardenal arzobispo. --¡Oh!, ¡qué amabilísima bondad la de los dos! --Cuando fuí á despedirme de ese hombre incomparable, que me honra con su amistad, me habló de dos jóvenes prometidos que existen en esta parroquia, los cuales han sufrido muchas desgracias, por causa del infortunado D. Rodrigo. Monseñor desea tener noticias de ellos. ¿No han muerto, es verdad? ¿Están ya arreglados todos sus negocios? --Ciertamente, todo está ya arreglado; y también habían pensado escribírselo á su eminencia; mas ahora que tengo el honor... --¿Se hallan aquí? --Sí, señor; y serán marido y mujer lo más pronto que sea posible. --Está bien; pero al presente os ruego tengáis la bondad de decirme, qué bien puede dispensárseles, é indicar la manera más conveniente de hacerlo. Durante este tiempo tan calamitoso, he perdido á mis dos hijos, y á su madre, habiendo recaído en mí tres herencias considerables. Antes de suceder esto, tenía todavía de sobra; así, pues, ya veis que el proporcionarme una ocasión para emplear bien mis riquezas, es á la verdad prestarme un gran servicio, que os agradeceré infinito. --¡Que el cielo bendiga á vuestra señoría!, pues, no todos los... no debo decirlo... son como vos. Yo también doy gracias á vuestra señoría ilustrísima por esos pobres hijos míos; y ya que me dais tanto ánimo, diré que me ha venido á la imaginación un expediente que acaso será de vuestro agrado. Sabed, pues, que esas buenas gentes han resuelto irse á establecer á otra parte, y vender lo poco que aquí poseen; lo cual consiste en una pequeña viña perteneciente al joven, pero abandonada y enteramente erial: es preciso contar sólo con el terreno, y además dos casuchas, la una propia del joven, y la otra de la doncella; las que propiamente hablando, no son más que dos ratoneras. Una persona como vuestra señoría no puede saber lo que acontece á los pobres cuando quieren deshacerse de lo que les pertenece. Concluyen siempre topando con algún tunante, que desde largo tiempo ha echado el ojo sobre dichos bienes, y cuando sabe que tienen necesidad de venderlos, se retira y hace el desdeñoso; en vista de lo cual, es preciso correr tras él, y dárselo por un pedazo de pan, especialmente en circunstancias como las presentes. El señor marqués comprende ya dónde va á parar mi discurso. La mejor caridad que les puede hacer vuestra señoría ilustrísima es sacarlos de ese tropiezo, comprándoles lo poco que poseen aquí. Verdaderamente, yo doy un consejo interesado porque vendría á adquirir en mi parroquia un feligrés como el señor marqués; pero vuestra señoría decidirá según mejor le plazca: yo sólo he hablado por obedecerle. El marqués alabó mucho la idea, dió las gracias á D. Abundio, y le suplicó que fuese el árbitro del precio, fijándolo bien alto; colmándole en seguida de admiración, con la proposición que le hizo de dirigirse en su compañía á la casa de la joven prometida, en donde probablemente debía hallarse también el novio. Por el camino, D. Abundio, transportado de gozo, se decidió además á hablarle del siguiente modo: “Ya que vuestra señoría ilustrísima se muestra tan inclinado á favorecer á esas pobres gentes, ahora recuerdo que podría prestarles otro servicio. Pesa sobre el joven una orden de prisión, por una pequeña calaverada que hizo en Milán ahora hace dos años, el día del grande alboroto en el cual se vió metido sin querer por ignorancia, como un ratón en la trampa. Por supuesto que no es cosa grave; niñadas, locuras, pues es incapaz de cometer el más leve daño, yo puedo asegurarlo, porque lo he bautizado, y lo he visto crecer y hacerse hombre: y luego, si vuestra señoría quiere, por vía de pasatiempo, oir razonar á esos pobres sobre semejante materia, podrá hacerse contar la historia por el mismo joven y verá. Actualmente, tratándose de cosas antiguas, no hay nadie que lo moleste, y como ya he dicho, piensa salir de este territorio; pero con el tiempo, ¿quién sabe si tendrá que volver aquí, ó adónde? Lo mejor y más seguro, es que se encuentre enteramente libre. El señor marqués pasa en Milán, como es muy justo, por un gran caballero, por un poderoso sujeto que... No, no, dejadme decir, que la verdad ha de estar en su lugar. Una recomendación, una palabrita de una persona como vuestra señoría, es lo suficiente para obtener una completa absolución”. --¿Existen acaso graves cargos contra ese joven? --¡Oh!, no lo creo. Ha hecho mucho ruido en los primeros momentos, pero ahora me imagino que no es más que una simple formalidad. --Siendo así, la cosa será fácil, y la tomo con gusto á mi cargo. --¡Y después no querrá vuestra señoría que se diga que es una persona poderosa! Lo digo, y quiero decirlo, por más que se ofenda; repito que quiero decirlo. Y aun cuando yo me callase, de nada serviría, porque todo el mundo habla de lo mismo, y _Vox populi... vox Dei_. Encontraron justamente á las tres mujeres y á Renzo. Dejo á la consideración de los lectores el calcular cómo se quedarían aquellas pobres gentes: yo creo que hasta las desnudas y ahumadas paredes, las ventanas, banquetas, y todo su modesto ajuar, se maravillaron de recibir una tan extraordinaria visita. Él animó la conversación hablando del cardenal y de otras cosas con franca cordialidad, y al propio tiempo con la mayor delicadeza. Luego pasó á hacer la proposición que había sido el objeto de su ida. D. Abundio, rogado por el marqués para que fijara el precio, después de haberlo rehusado por algún tiempo, y dado algunas excusas, diciendo que no lo entendía, que no podría menos de vacilar, que hablaba sólo por obedecer, y que indicaba, por conformarse á su deseo, un precio muy subido. El comprador dijo, que por su parte estaba contentísimo, y como si hubiese entendido mal, repitió el doble, no quiso escuchar rectificaciones, y cortó de repente aquella conversación, invitando á la pequeña reunión á ir á comer á su palacio el día después de las bodas, en donde se haría el negocio en regla. “¡Ah!, decía luego entre sí D. Abundio, á medida que volvía á su morada, si la peste hiciese siempre en todo y por todo las cosas de este modo, sería verdaderamente una picardía el hablar mal de ella: casi, casi, se podría desear que hubiese una en cada siglo, y pactar el tenerla, con tal de curar, se entiende”. Por último llegó la dispensa y también la absolución, llegando igualmente el tan deseado día. Los desposados se encaminaron con seguridad triunfante á aquella misma iglesia, en la cual fueron unidos por el propio D. Abundio. Otro y mucho más singular triunfo fué al día siguiente su viaje al palacio. ¡Imagínese el lector lo que debería pasar por su mente al emprender la subida, al entrar por la puerta, y qué reflexiones harían cada uno según su carácter! Únicamente indicaré que en medio de la alegría, el uno y el otro se dijeron que para completar la fiesta faltaba sólo el malogrado padre Cristóbal. “Mas sin embargo”, decían, “él está seguramente mejor que nosotros”. El marqués les hizo la más fina acogida, los condujo á un hermoso saloncito, y colocó en la mesa á los dos esposos, junto con Inés y su amiga. Antes de retirarse para ir á comer en compañía de D. Abundio á otra habitación, quiso permanecer un rato con sus convidados, ayudando en persona á los criados á servirles. Supongo que á nadie se le pasará por la imaginación el que hubiera sido más sencillo el poner buenamente una sola mesa. Hemos presentado al citado señor como un excelente sujeto, pero no como un hombre de un tipo original, según ahora diríamos; hemos manifestado que era humilde, no que fuese un portento de humildad. Tenía la suficiente para ponerse debajo de aquellos infelices, pero no para colocarse á su nivel. Finalizadas ambas comidas, el contrato fué extendido por manos de un doctor, que no era Azzecca-Garbugli; el cual, quiero decir, sus mortales despojos estaban y todavía están en Cantarelli. Es indispensable que hagamos una breve y sucinta explicación del citado pueblo, para los que no tengan de él idea alguna. Cerca de media milla más allá de Lecco, y casi á un lado de la otra población llamada Castello, existe un lugar al cual dan el nombre de Cantarelli, en donde se cruzan dos caminos; muy próximo al punto en que éstos se unen, se divisa una eminencia, á modo de una pequeña colina artificial, coronada de una cruz; lo cual no es otra cosa más que una gran porción de muertos de la terrible epidemia que hemos descrito, colocados en aquel sitio. La tradición dice simplemente “los muertos del contagio”, sin manifestar precisamente cuál era, debiendo ser el que ya conocemos, porque fué el último y más cruel de que hay memoria; y es demasiado sabido que si á las tradiciones no se las ayuda un poco, no dicen nunca por sí mismas lo bastante. Á la vuelta de los esposos á casa, no surgió otro inconveniente más sino que Renzo iba un tanto incomodado con el peso del dinero que llevaba encima. Mas el hombre, según sabemos, había tenido otros disgustos. No queremos hablar del trabajo de su mente, que no era sin embargo pequeño, pensando en la manera de hacer producir más dicho dinero. Al ver los proyectos, reflexiones é incertidumbres de su imaginación; al oir el pro y el contra con respecto á la agricultura y á la industria, era como si se hubiesen encontrado frente á frente dos academias del siglo pasado. El embarazo para él era más que real, porque siendo un hombre solo, no se le podía decir: “¿qué necesidad había de elegir?”. Lo mejor que podía hacer era emprender con ambas, porque los medios en sustancia son los mismos, y al mismo tiempo dos cosas que se parecen á las piernas, esto es, que las dos andan mejor que una sola. Trataron pues de arreglar el equipaje, y ponerse en camino, la familia Tramaglina para su nueva patria, y la viuda para Milán. Se derramaron muchas lágrimas, se dieron mutuamente un millón de gracias, y se hicieron mil y mil promesas de irse á ver unos á otros á menudo. La separación de Renzo y de la familia del amigo que le había dado hospitalidad no fué menos tierna, si se exceptúa que no hubo lágrimas; y no se crea que la despedida con D. Abundio fuese fría; nada de esto. Aquellas excelentes criaturas habían conservado siempre cierta respetuosa adhesión para con su cura, y éste, en el fondo también los había apreciado; sino que ya se ve, ¡hay negocios tan malditos que llegan á turbar hasta las afecciones! Nada obligaba á Renzo á salir de su pueblo natal; pues D. Rodrigo no existía, y la orden de prisión había sido anulada. Mas hacía ya algún tiempo que los tres estaban acostumbrados á mirar como suyo el país adonde se dirigían. Renzo había logrado que cayera en gracia á las mujeres, haciéndoles ver las ventajas que encontraban en él los operarios y otras mil cosas de la buena vida que se pasaba. Además, en aquel del cual se apartaban, habían tenido momentos bien amargos; y los recuerdos tristes que con frecuencia se presentan á nuestra imaginación de los lugares en que hemos sufrido, nos hacen alejar de ellos. ¡Quién había de figurarse que al llegar á la nueva patria, en donde Renzo creía hallar la dicha, no encontró más que disgustos! Indudablemente no era nada; pero sin embargo, lo bastante para turbar su felicidad. He aquí, en pocas palabras, lo que sucedió. Las conversaciones que en el citado pueblo había habido respecto de Lucía, mucho tiempo antes que ésta fuese á él; el saber que Renzo había padecido tanto por ella, permaneciendo siempre firme y constante; acaso alguna palabrilla de algún amigo parcial para con él y para con todo lo que le concernía, habían hecho nacer una cierta curiosidad de ver á la joven, concibiendo una idea extraordinaria de su belleza. Otros decían: “¿Queréis saber cómo es la que esperáis con tanta ansia? Es holgazana, crédula, desdeñosa; no encuentra jamás lo que busca, porque nunca sabe lo que quiere; y por último, hace pagar muy caros los dulces momentos que había concedido sin razón”. Cuando Lucía se presentó, muchos de los que creían que tenía una cabellera de oro, las mejillas exactamente de rosa, los ojos más hermosos que lo uno y lo otro, y qué sé yo qué más, empezaron á encogerse de hombros, á arrugar las narices, y á decir: “¡Bah!, ¡es ésta la mujer tan ponderada! ¡Después de tanto tiempo y de tanto hablar, era de esperar otra cosa! ¡Y qué es después de todo! Una aldeana como tantas otras. Mujeres como ella y mejor se encuentran por todas partes”. Viniendo en seguida á examinarla en particular, éste notaba un defecto, aquél otro, y algunos la llegaron á encontrar fea. Mas sin embargo, como todo esto nadie iba á decirlo á la cara de Renzo, hasta aquí no era un gran mal. Pero por desgracia al cabo de algún tiempo no faltó quien fuera á contarle dichas habladurías, lo cual le afligió mucho. Principió á meditar sobre ello, siendo objeto de varias disputas con los que le hablaban de tal asunto, y también de amargas quejas consigo mismo. “¿Y qué os importa?, ¿quién os ha dicho que esperaseis esto ni aquello? ¿He ido por ventura á hablaros nunca de semejante cosa?, ¿á deciros que era hermosa? Y cuando me lo preguntabais, ¿os di quizás otra contestación, sino que era una buena muchacha? ¡Es una aldeana! ¿Me habéis oído decir jamás que os traería una princesa? ¿Os desagrada?; no la miréis. Ya que vosotros tenéis mujeres hermosas, extasiaos en ellas, contempladlas cuanto queráis”. Es preciso observar, que una bagatela cualquiera basta á veces para decidir la dicha de un hombre para toda su vida. Si Renzo hubiese querido pasar la suya en dicho pueblo, según su primer designio, hubiera obrado muy mal. Á fuerza de tantas incomodidades, había llegado á estar siempre disgustado; era grosero y brusco con todos, porque calculaba que cada uno en particular podía criticar á Lucía. En todas sus palabras se traslucía siempre un no sé qué de punzante y satírico; en todo encontraba también motivos de crítica; hasta el punto de que si hacía mal tiempo dos días seguidos, al momento exclamaba: “¡Oh, vaya un país hermoso!” Finalmente, se hizo insoportable hasta con las personas que le habían apreciado; y con el tiempo, de una cosa á otra, se hubiera encontrado por decirlo así, en guerra abierta con casi toda la población, sin poder quizá ni aun él mismo conocer la causa primitiva de un mal tan grande. Mas se habría dicho que la peste se había empeñado en reparar todas sus tonterías. El dueño de una fábrica de hilados situada cerca de las puertas de Bérgamo había muerto; y el heredero, joven libertino, que en todo aquel edificio no encontraba nada que le divirtiera, resolvió venderlo por la mitad del precio; mas quería que fuese inmediatamente y á dinero contante, para poderlo emplear en seguida en gastos improductivos. Habiendo llegado la noticia á oídos de Bartolo, acudió á verle y trató con él. No podía hallarse una ganga mayor, pero la condición de pagar al contado, en metálico, lo echaba todo á perder; porque su escaso peculio, reunido lentamente á fuerza de muchas economías, estaba aún lejos de alcanzar á la suma señalada. Entretuvo al vendedor con palabras ambiguas, se volvió apresuradamente, comunicó el negocio á su primo, y le propuso hacerlo á medias. Un partido tan excelente puso fin á las dudas económicas del joven, el cual se decidió de pronto por la industria, y contestó afirmativamente. Ambos se dirigieron allá en seguida, y quedó consumado el contrato. Luego que los nuevos dueños se posesionaron de su establecimiento, Lucía, que no era de ninguna manera esperada allí, no sólo no fué objeto de crítica, sino que aun podemos añadir que no dejó de agradar; tanto, que Renzo llegó á saber que algunos habían dicho: “¿Habéis visto la bella palurda que nos ha venido?”. El epíteto hacía llevadero el sustantivo. Además, los disgustos que Renzo había experimentado en el otro pueblo, le sirvieron de muy útil lección. Hasta entonces había sido un poco ligero en decir lo que sentía, teniendo un placer en criticar á la mujer del vecino y demás; pero luego comprendió que las palabras hacen un efecto en la boca y otra en los oídos, por lo cual contrajo el hábito de pesar más las suyas antes de proferirlas. Los negocios iban viento en popa: al principio se presentaron algunas dificultades con motivo de la escasez de operarios y de las altas pretensiones de los pocos que habían quedado. Publicáronse edictos que limitaban los salarios; y á despecho de algunos, con tales medidas, las cosas volvieron á su verdadero camino; porque al fin y al cabo debían arreglarse. Al cabo de poco tiempo, llegó de Venecia otro edicto más razonable, á saber: extinción, por diez años, de toda carga real y personal á los forasteros que fuesen á establecerse en el territorio. Para nuestros amigos, esto fué una nueva cucaña. Antes de que concluyese el primer año de casados, Lucía dió á luz una hermosa criatura; y como si se hubiese hecho á propósito para dar ocasión á Renzo de cumplir su magnánima promesa, fué una niña, á la cual se la bautizó con el nombre de María. En el trascurso del tiempo tuvieron no sé cuántos más, de uno y otro sexo; é Inés, ocupada en llevarlos aquí y allá, les llamaba picarillos y les cubría de besos, los cuales quedaban impresos por largo rato en sus rosadas mejillas. Todos fueron inclinados al bien, queriendo Renzo que aprendiesen á leer y escribir, al cual se le oía decir, que ya que existía semejante picardía, era preciso que se aprovechasen de ella. Era sumamente curioso el oirle contar sus aventuras, las que finalizaba siempre diciendo las grandes cosas que había aprendido para gobernarse mejor en lo sucesivo. “Me he aleccionado”, decía, “en no meterme en jaranas, en no predicar en las plazas, en no levantar el codo más de lo necesario, en no tener en la mano las aldabas de las puertas cuando hay alrededor gentes, cuya cabeza no está buena enteramente, en no atarme una campanilla al pie antes de haber pensado lo que podía suceder, y otras mil cosas por el estilo”. Sin embargo, Lucía, sin encontrar la doctrina falsa en sí, no quedaba satisfecha; le parecía así de un modo vago, como si faltara algo. Á fuerza de oir repetir siempre el mismo estribillo, y meditar cada vez más sobre él; “y yo”, dijo un día á su moralista, “¿qué debo haber aprendido? Bien sabes que no he ido á buscar las desgracias, sino que ellas vinieron: á menos que no quieras decir, añadió, sonriéndose afectuosamente, que todo mi mal provino de quererte y haberte dado palabra de casamiento”. Al principio Renzo no supo qué contestar. Después de haber discutido ambos por largo tiempo, sacaron en consecuencia que las desgracias las más veces provienen de causas motivadas por otros, que la conducta más cauta é inocente no podría evitar; y que cuando nacen por culpa ó sin culpa nuestra, la confianza en Dios las templa y las utiliza para la otra vida. Esta solución, aunque haya sido hallada por gentes sin instrucción de ninguna especie, nos ha parecido tan justa, que hemos pensado consignarla aquí como el pensamiento de toda la historia. Últimamente, si la presente obra no os ha disgustado, agradecédselo al anónimo, y también un poquito á su comentador; mas si por el contrario, hemos tenido la desgracia de desagradaros, podéis estar seguros que no ha sido éste nuestro designio. * * * * * NOTAS: [25] La vejez es por sí misma una enfermedad. FIN DE “LOS PROMETIDOS ESPOSOS”. *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS DESPOSADOS: HISTORIA MILANESA DEL SIGLO XVII - TOMO 2 *** Updated editions will replace the previous one—the old editions will be renamed. Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright law means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. 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