Title: Los miserables - Tomo 1 (de 2)
Author: Victor Hugo
Translator: J. A. R.
Release date: March 29, 2025 [eBook #75739]
Language: Spanish
Original publication: Barcelona: MANILA BARCELONA, "MAUCCI", 1897
Credits: Andrés V. Galia, Thiers, Santiago and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This book was produced from images made available by the HathiTrust Digital Library.)
NOTAS DEL TRANSCRIPTOR
En la versión de texto sin formatear el texto en cursiva está encerrado entre guiones bajos (_cursiva_), el texto en negritas está marcado =así= y el texto en Versalitas está marcado en MAYÚSCULAS.
El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido en general el de respetar las reglas vigentes de la Real Academia Española cuando la presente edición de esta obra fue publicada. El lector interesado puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia Española.
En el siglo XIX, fecha en que se tradujo la presente obra, era una costumbre muy habitual la utilización de los pronombres enclíticos. Los pronombres enclíticos son los pronombres personales que aparecen pospuestos cuando se adjuntan al verbo. En el español actual se adjuntan sólo a los infinitivos, a los gerundios y a los imperativos afirmativos. Durante la transcripción de esta obra se respetó la utilización de los pronombres enclíticos independientemente del modo verbal, salvo en el caso del pretérito indefinido, modo indicativo, del verbo "ir" (fue). Se prefirió cambiar "fuese" en este modo verbal por "se fue" porque "fuese" también es la forma de los verbos "ir" y "ser" en pretérito, modo subjuntivo, y se consideró que esa circunstancia, producto de una costumbre no fundada en el uso correcto de la lengua, podría llegar a generar alguna confusión en la interpretación correcta del texto.
Se ha respetado el tilde en las palabras llanas generadas por el uso de pronombres enclíticos ya que cuando la obra fue publicada dicha acentuación era correcta según las reglas de la lengua.
En la presente transcripción se adecuó la ortografía de las mayúsculas acentuadas a las reglas indicadas por la RAE, que establecen que el acento ortográfico debe utilizarse, incluso si la vocal acentuada está en mayúsculas.
El traductor ha traducido "sous" (vigésima parte de un franco) del francés a "sueldo", lo cual es correcto, ya que "sueldo", además de "salario", en español se refiere a moneda, de distinto valor según los tiempos y países, igual a la vigésima parte de la libra respectiva.
El Índice y la lista de ilustraciones han sido reubicados al principio de la obra.
La lista de las ilustraciones contenidas en la edición impresa de la obra no coincide con las ilustraciones incluidas en las imágenes que fueron utilizadas para generar el texto de la presente versión electrónica. En las ilustraciones incluidas con estas imágenes, en el frontispicio hay un retrato del autor, que no está listado; mientras que lo que figura como cubierta en la página 3 de dicha lista posiblemente sea la cubierta original de la edición impresa.
Se han corregido errores evidentes de puntuación y otros errores tipográficos y de ortografía.
La portada incluida en este libro electrónico fue modificada por el transcriptor y se concede al dominio público.
El transcriptor quiere expresar su agradecimento a quienes, con sus opiniones en el foro del proyecto, ayudaron a aclarar algunos puntos importantes.
LOS MISERABLES
[Pg 3]
[Pg 4]
POR
VÍCTOR HUGO
Edición adornada con láminas al cromo y grabados intercalados en el texto
VERSIÓN ESPAÑOLA
DE
J. A. R.
TOMO I
BARCELONA
Casa Editorial «MAUCCI»
296, Consejo de Ciento, 296
1897
ÍNDICE
DE LO QUE CONTIENE ESTE PRIMER TOMO
PRIMERA PARTE FANTINA |
||
LIBRO PRIMERO.—UN JUSTO | ||
Pág. | ||
I | El señor Myriel | 5 |
II | El señor Myriel vuélvese monseñor Bienvenido | 8 |
III | Á buen obispo, mal obispado | 12 |
IV | Obras como palabras | 14 |
V | De cómo monseñor Bienvenido hacía durar demasiado tiempo sus sotanas | 20 |
VI | Por quien hacía Su Ilustrísima guardar su casa | 22 |
VII | Cravatte | 27 |
VIII | Filosofía después de beber | 30 |
IX | El hermano explicado por la hermana | 33 |
X | El obispo en presencia de una luz desconocida | 36 |
XI | Una restricción | 46 |
XII | Aislamiento de monseñor Bienvenido | 49 |
XIII | Sus creencias | 52 |
XIV | Lo que él pensaba | 55 |
LIBRO SEGUNDO.—LA CAÍDA | ||
I | La tarde de un día de marcha | 57 |
II | La prudencia aconseja á la sabiduría | 67 |
III | Heroísmo de la obediencia pasiva | 71 |
IV | Detalles acerca de las queserías de Pontarlier | 75 |
V | Calma | 78 |
VI | Juan Valjean | 79 |
VII | La desesperación por dentro | 83 |
VIII | Ola y sombra | 89 |
IX | Nuevos agravios | 91 |
X | El hombre desvelado | 92 |
XI | Lo que hacía | 94 |
XII | El obispo trabaja | 97 |
XIII | Gervasillo | 100 |
LIBRO TERCERO.—EN EL AÑO 1817 | ||
I | El año 1817 | 107 |
II | Doble cuarteto | 112 |
III | Cuatro y cuarto | 115 |
IV | Tholomyés está tan alegre, que canta una canción española | 118 |
V | En casa de Bombarda | 120 |
VI | Capítulo de amor | 122 |
VII | Sabiduría de Tholomyés | 124 |
VIII | Muerte de un caballo | 128 |
XI | Gracioso fin de la alegría | 130 |
LIBRO CUARTO—CONFIAR ES CASI SIEMPRE ABANDONARSE | ||
I | Una madre que se encuentra con otra | 133 |
II | Primer esbozo de dos figuras sombrías | 140 |
III | La alondra | 141 |
LIBRO QUINTO.—DESCENSO | ||
I | Historia de un adelanto en la fabricación de abalorios negros | 144 |
II | Magdalena | 145 |
III | Sumas depositadas en casa Laffitte | 148 |
IV | El señor Magdalena de luto | 150 |
V | Vagos relámpagos en el horizonte | 152 |
VI | Fauchelevent | 156 |
VII | Fauchelevent, jardinero en París | 158 |
VIII | La señora Victurnien emplea treinta francos en moralidad | 159 |
IX | Triunfo de la señora Victurnien | 162 |
X | Prosigue el triunfo | 164 |
XI | Christus nos liberavit | 168 |
XII | La ociosidad del señor Bomatabois | 169 |
XIII | Solución de algunas cuestiones de policía municipal | 171 |
LIBRO SEXTO.—JAVERT | ||
I | Principio del reposo | 178 |
II | De cómo Juan puede llegar á ser champ | 181 |
LIBRO SÉPTIMO.—LA CAUSA CHAMPMATHIEU | ||
I | Sor Simplicia | 189 |
II | Perspicacia de Maese Scaufflaire | 191 |
III | Una tempestad bajo un cráneo | 195 |
IV | Formas que toma el sufrimiento durante el sueño | 210 |
V | Los rayos de las ruedas | 213 |
VI | Sor Simplicia puesta á prueba | 222 |
VII | El viajero al llegar toma sus precauciones para volverse | 228 |
VIII | Entrada de favor | 231 |
IX | Lugar en el cual van formándose las convicciones | 234 |
X | El sistema de negativas | 239 |
XI | Champmathieu más y más asombrado | 245 |
LIBRO OCTAVO.—RETROCESO | ||
I | En qué espejo vió el señor Magdalena sus cabellos | 249 |
II | Fantina dichosa | 251 |
III | Javert contento | 254 |
IV | La autoridad recobra sus derechos | 257 |
V | Tumba apropiada | 260 |
SEGUNDA PARTE COSETTE |
||
LIBRO PRIMERO.—WATERLOO | ||
I | Lo que se encuentra viniendo de Nivelles | 265 |
II | Hougomont | 266 |
III | El 18 de junio de 1815 | 272 |
IV | A | 274 |
V | El quid obscurum de las batallas | 275 |
VI | Cuatro horas después del medio día | 278 |
VII | Napoleón de buen humor | 280 |
VIII | El emperador dirige una pregunta al guía Lacoste | 285 |
IX | Lo inesperado | 287 |
X | La meseta de Mont-Saint Jean | 290 |
XI | Mal guía para Napoleón, bueno para Bülow | 294 |
XII | La guardia | 295 |
XIII | La catástrofe | 296 |
XIV | El último cuadro | 298 |
XV | Cambronne | 299 |
XVI | ¿Quot libras induce? | 301 |
XVII | ¿Es preciso encontrar bueno á Waterloo? | 305 |
XVIII | Recrudescencia del derecho divino | 306 |
XIX | El campo de batalla por la noche | 308 |
LIBRO SEGUNDO.—EL NAVÍO ORIÓN | ||
I | El número 24601 se trueca en el 9430 | 313 |
II | Donde se leerán dos versos que son tal vez del diablo | 316 |
III | De por fuerza la cadena del grillete debía haber sufrido alguna operación preparatoria para romperse de un solo martillazo |
319 |
LIBRO TERCERO.—CUMPLIMIENTO DE LA PROMESA HECHA Á LA DIFUNTA | ||
I | La cuestión del agua en Montfermeil | 326 |
II | Dos retratos completados | 329 |
III | Los hombres necesitan vino, los caballos agua | 333 |
IV | Entrada en escena de una muñeca | 335 |
V | La chiquilla sola | 336 |
VI | Donde tal vez se pruebe la inteligencia de Boulatruelle | 340 |
VII | Cosette en la sombra junto al desconocido | 344 |
VIII | Desagrado en recibir en casa un pobre que tal vez sea un rico | 347 |
IX | Thénardier maniobrando | 361 |
X | Quien busca lo mejor puede encontrar lo peor | 367 |
XI | Reaparece el número 9430 y Cosette lo gana á la lotería | 371 |
LIBRO CUARTO.—LA CASUCHA DE GORBEAU | ||
I | Maese Gorbeau | 372 |
II | Nido para búho y curruca | 377 |
III | Dos desgracias mezcladas producen la felicidad | 378 |
IV | Lo que observó la inquilina principal | 381 |
V | Una moneda de cinco francos que cae al suelo hace ruido | 383 |
LIBRO QUINTO.—Á CAZA NOCTURNA, JAURÍA MUDA | ||
I | Las sinuosidades de la estrategia | 386 |
II | Es muy ventajoso que por el puente de Austerlitz pasen carruajes | 388 |
III | Véase el plano de París en 1727 | 390 |
IV | Tentativas de evasión | 392 |
V | Lo que sería imposible con el alumbrado por gas | 394 |
VI | Principio de un enigma | 397 |
VII | Continuación del enigma | 399 |
VIII | Auméntase el enigma | 400 |
IX | El hambre del cascabel | 402 |
X | Donde se explica cómo Javert había espiado inútilmente | 405 |
LIBRO SEXTO.—EL PEQUEÑO-PICPUS | ||
I | Callejuela de Picpus, núm. 62 | 412 |
II | La obediencia de Martín Verga | 414 |
III | Severidades | 420 |
IV | Alegrías | 421 |
V | Distracciones | 424 |
VI | El convento pequeño | 428 |
VII | Algunas siluetas en aquella sombra | 430 |
VIII | Post corda lapides | 431 |
IX | Un siglo bajo una toca | 433 |
X | Origen de la adoración perpetua | 434 |
XI | Fin del pequeño Picpus | 436 |
LIBRO SÉPTIMO.—PARÉNTESIS | ||
I | El convento: idea abstracta | 437 |
II | El convento: hecho histórico | 438 |
III | Con qué condición puede respetarse lo pasado | 440 |
IV | El convento bajo el punto de vista de los principios | 442 |
V | La oración | 443 |
VI | Bondad absoluta de la oración | 444 |
VII | Precauciones indispensables para condenar | 446 |
VIII | Fe, ley | 446 |
LIBRO OCTAVO.—LOS CEMENTERIOS TOMAN LO QUE SE LES DA | ||
I | Donde se trata de la manera de entrar en un convento | 448 |
II | Fauchelevent ante la dificultad | 454 |
III | La madre Inocente | 456 |
IV | Donde parece que Juan Valjean había leído á Agustín Castillejo | 464 |
V | No basta ser borracho para ser inmortal | 469 |
VI | Entre cuatro tablas | 474 |
VII | Donde se verá el origen de la frase: no pierdas el billete | 475 |
VIII | Interrogatorio feliz | 482 |
IX | Clausura | 484 |
TERCERA PARTE MARIO |
||
LIBRO PRIMERO.—PARÍS ESTUDIADO EN SU ÁTOMO | ||
I | Parvulus | 490 |
II | Algunas de sus señas particulares | 491 |
III | Es divertido | 492 |
IV | Puede ser útil | 492 |
V | Sus fronteras | 493 |
VI | Un poco de historia | 495 |
VII | El pilluelo tiene un lugar en las clasificaciones de la lucha | 496 |
VIII | Donde se leerá una buena frase del último rey | 498 |
IX | El antiguo espíritu de los galos | 499 |
X | Ecce París, ecce homo | 499 |
XI | Reir es reinar | 502 |
XII | El latente porvenir del pueblo | 503 |
XIII | El niño Gavroche | 504 |
LIBRO SEGUNDO.—EL NOBLE BURGUÉS | ||
I | Noventa años, y treinta y dos dientes | 506 |
II | Á tal amo, tal casa | 508 |
III | Lucas Espíritu | 509 |
IV | Aspirante á centenario | 509 |
V | Vasco y Nicolasita | 510 |
VI | Donde se entrevé á la Magnón y sus dos hijos | 511 |
VII | Regla: no recibir á nadie más que de noche | 513 |
VIII | Las dos no hacen pareja | 513 |
LIBRO TERCERO.—EL ABUELO Y EL NIETO | ||
I | Una tertulia antigua | 515 |
II | Uno de los espectros rojos de aquel tiempo | 518 |
III | Requiescant | 523 |
IV | Fin del bandido | 529 |
V | Utilidad de ir á misa para hacerse revolucionario | 532 |
VI | Consecuencias de haber encontrado á un capillero | 533 |
VII | Algún amorcillo | 538 |
VIII | Mármol contra granito | 542 |
LIBRO CUARTO.—LOS AMIGOS DEL A B C | ||
I | Un grupo que le ha faltado poco para llegar á ser histórico | 546 |
II | Oración fúnebre de Blondeau por Bossuet | 557 |
III | Admiraciones de Mario | 559 |
IV | La sala interior del café Musain | 561 |
V | Dilatación del horizonte | 567 |
VI | Res augusta | 570 |
LIBRO QUINTO.—EXCELENCIA DE LA DESGRACIA | ||
I | Mario indigente | 572 |
II | Mario pobre | 574 |
III | Mario crecido | 576 |
IV | El señor Mabeuf | 580 |
V | Pobreza muy próxima á la miseria | 583 |
VI | El sustituto | 585 |
LIBRO SEXTO.—LA CONJUNCIÓN DE DOS ESTRELLAS | ||
I | El apodo; manera de formar nombres de familia | 589 |
II | Lux facta est | 591 |
III | Efecto de primavera | 593 |
IV | Principio de una grande enfermedad | 594 |
V | Caen varios rayos sobre la tía Bougón | 596 |
VI | Aprisionado | 597 |
VII | Aventuras de la letra U dentro de las conjeturas | 599 |
VIII | Hasta los inválidos pueden ser felices | 600 |
IX | Eclipse | 602 |
PLANTILLA
PARA LA COLOCACIÓN DE LAS LÁMINAS DEL TOMO 1.º
Pág. | |
Víctor Hugo | frontis. |
Portada | 3 |
El obispo bendijo la mesa | 74 |
Thénardier robando á los cadáveres, etc. | 312 |
Ya me dormía—dijo Juan Valjean | 479 |
Mientras exista, por la fuerza de las leyes y de las costumbres el peligroso vicio social de crear infiernos artificiales en plena civilización, complicando con fatalidad humanas la divinidad del destino; mientras los problemas del siglo: la degradación del hombre en el proletariado, la decadencia de la mujer por el hambre y la atrofia del niño por las tinieblas, no estén resueltos; mientras sea posible en ciertas regiones, la asfixia social; ó de otra manera, y hablando en términos más claros: mientras exista sobre la tierra ignorancia y miseria, pueden no ser inútiles los libros de la naturaleza presente.
Víctor Hugo.
Hauteville House, 1862.
PRIMERA PARTE
FANTINA
[Pg 5]
I
El señor Myriel
En 1815 el señor Carlos Francisco Bienvenido Myriel estaba de obispo en D***. Era este un anciano como de setenta y cinco años y ocupaba el obispado de D*** desde 1806.
Por más que semejante detalle no tenga nada que ver con el fondo de lo que nos proponemos relatar, no estará tal vez fuera del caso, aún cuando no tenga otro objeto que el de ser verdaderos en todo, al consignar los rumores y murmuraciones que acerca de su personalidad habían circulado cuando llegó á tomar posesión de su diócesis. Lo que de los hombres se dice, verdadero ó falso, ocupa generalmente en su existencia é influye sobre todo en su porvenir, tanto como lo que hacen. El señor[Pg 6] Myriel era hijo de un consejero del parlamento de Aix; nobleza de toga. Se decía que su padre, deseando que heredara su cargo, le había casado siendo aún muy joven, esto es, á los diez y ocho ó veinte años, siguiendo una costumbre muy generalizada entre las familias de los magistrados. Carlos Myriel, sin embargo de su matrimonio, había dado bastante que hablar. Á pesar de su corta estatura, era de presencia gallarda, elegante, graciosa y espiritual; la primera parte de su vida perteneció por completo al mundo y á la galantería.
Sobrevino la Revolución, precipitáronse los acontecimientos, dispersáronse, diezmadas por la persecución general, las familias de la antigua magistratura, y el señor Carlos Myriel, desde las primeras jornadas de la revolución, emigró á Italia. Su esposa, falleció allí, de una enfermedad de pecho de la que venía padeciendo hacía mucho tiempo. No tuvieron hijos. ¿Qué aconteció luego en los destinos del señor Myriel? El derrumbamiento de la antigua sociedad francesa, la caída de su propia familia, los trágicos espectáculos del 93, más horrorosos sin duda para los emigrados que los miraban de lejos con el agrandamiento del miedo ¿engendraron tal vez en su alma ideas de retiro y soledad? Entre alguna de las diversas afecciones ó distracciones que llenaban su vida, ¿se vió herido de súbito por un golpe terrible y misterioso, de esos que muchas veces aplastan el corazón del hombre que las catástrofes públicas no conmovería aún cuando atacasen su existencia ó su fortuna? No podemos decirlo; sólo sabemos que á su vuelta de Italia era sacerdote.
En 1804, el señor Myriel ocupaba el curato de B. (Brignoles). Era ya viejo y vivía completamente retraído.
Durante la época de la coronación, cierto insignificante asunto de su ministerio que no podemos precisar, le llevó á París. Entre otras personas de valimiento á quienes acudió en bien de sus feligreses contábase el cardenal Fesch. Un día en que el emperador había ido á visitar á su tío, el digno cura que esperaba en la antecámara se encontró al paso con Su Majestad; Napoleón, al observar que el buen anciano le miraba con cierta curiosidad, volvióse y dijo bruscamente:
—¿Quién es este buen hombre que me mira?
—Señor,—dijo el señor Myriel;—vos mirando un buen hombre y yo un grande hombre, podemos ambos aprovecharnos de ello.
Aquella misma noche pidió el emperador al cardenal el nombre de aquel cura, y algún tiempo después fué sorprendido el señor Myriel con el nombramiento de obispo de D***.
¿Qué había de verdad, por otra parte entre los cuentos que se inventaban sobre la primera parte de la vida del señor Myriel? Nadie lo sabía. Pocas eran las familias que habían conocido á la del señor Myriel antes de la revolución.
El señor Myriel debía correr la suerte de todo recién llegado á una[Pg 7] pequeña población, donde se encuentran muchas bocas que hablan y muy pocas cabezas que piensen. Debía correrla, por más que fuése obispo y por que era obispo. Sin embargo, las murmuraciones con las que iba mezclado su nombre no pasaban de murmuraciones, es decir: murmullos, frases, palabras; menos que palabras, palabrerías, como diríamos en el idioma enérgico del Mediodía.
Sea como fuere, después de nueve años de episcopado y de residencia en D*** todos los cuentos, objeto de las conversaciones del primer momento, en que se ocupan las pequeñas poblaciones y la gente pequeña, habían caído en el olvido más profundo. No había quien se atreviese á hablar de ello ni quien osase recordarlo siquiera.
El señor Myriel había ido á D*** en compañía de una buena señora, la señorita Batistina, hermana suya, la cual contaba diez años menos que él.
No tenían ambos más servidores que una criada de la misma edad que la señorita Batistina, á quien llamaban señora Magloria, la cual, después de haber sido el ama del señor cura, tomó á la sazón el doble título de camarera de la señorita y ama de gobierno de su ilustrísima.
Era la señorita Batistina de corta estatura, delgada, pálida y bondadosa; la encarnación del ideal expresado en la palabra «respetable» puesto que parece necesario en una mujer para ser venerable, el haber sido madre. Jamás había sido bonita; no había sido su existencia otra cosa que una serie no interrumpida de obras piadosas, la cual había acabado por derramar sobre ella cierta especie de blancura diáfana; así es que, al envejecer, había adquirido lo que podríamos llamar hermosura de la bondad. Lo que en su juventud había sido flaquedad convirtióse con los años en transparencia, al través de la cual se adivinaba el ángel. Era mejor que una virgen, un alma. Parecía su persona hecha de sombra; apenas tenía bastante cuerpo para encerrar un sexo; un poco de materia conteniendo una luz; dos grandes ojos fijos siempre en la tierra, esto es, un pretexto para que el alma viviese en ella.
La señora Magloria era una viejecilla blanca, rellena, sonrosada, rechoncha, activa, hacendosa y atareada y sofocada siempre, á causa de su actividad natural al principio, á causa de su asma después.
Á su llegada, dieron posesión al señor Myriel de su palacio episcopal, con los honores decretados por el imperio, según los cuales, se coloca al obispo inmediatamente después de el mariscal. El alcalde y el presidente le hicieron la primera visita, y él, por su parte, hizo su visita primera al general y al prefecto.
Terminada la instalación, esperó la ciudad á apreciar al obispo por sus obras.
[Pg 8]
II
El señor Myriel vuélvese Monseñor Bienvenido
El palacio episcopal de D*** estaba situado junto al hospital.
Era dicho palacio un grandioso y magnífico edificio labrado en piedra á principios del último siglo, por monseñor Enrique Puget doctor en teología de la facultad de París y abad de Simore, el cual fué nombrado obispo de D*** en 1712. Este palacio era una verdadera morada señorial. Todo era espléndido en él, las habitaciones del obispo, los salones, las cámaras interiores, el patio de honor extensísimo con sus galerías de arcos, y según la antigua costumbre florentina, los jardines plantados de magníficos árboles.
En la sala comedor, ancha y soberbia galería situada en el piso bajo con acceso á los jardines, monseñor Enrique Puget dió en 29 de Julio de 1714 un gran banquete de honor á los eminentes señores Carlos Brulart de Genlis, arzobispo y príncipe de Embrun; Antonio de Mesgrigny, capuchino, obispo de Grasse; Felipe de Vendôme, gran prior de Francia y Abad de San Honorato de Lerins; Francisco de Berton de Crillón, obispo y barón de Vence; César de Sabran de Forcalquier, obispo y señor de Glandeve, y Juan Soanen, predicador del rey, capellán del Oratorio, obispo y señor de Senez.
Los retratos de estos siete reverendos personajes adornaban la sala, al par de esta fecha memorable «29 DE JULIO DE 1714» grabada en letras de oro sobre una lápida de mármol blanco.
El hospital era una pequeña casa baja, reducida á un solo piso, con un jardín insignificante.
Á los tres días de su llegada visitó el obispo el hospital. La visita terminó rogando al director que se sirviese hacerle otra á su vez en su palacio.
Dos días después, el director del hospital sostenía con el obispo el siguiente diálogo:
—Señor director del hospital, ¿cuántos enfermos tenéis en este momento?—le preguntó el obispo.
—Veintiséis, monseñor.
—Los mismos que yo había contado.
—Las camas,—repuso el director,—están casi unidas las unas á las otras.
—Esto mismo he notado.
—Las salas, no son más que cuartos, y el aire se renueva difícilmente en ellas.
—Esto me parece.
[Pg 9]
—Y luego, cuando viene un rayo de sol, es el jardín demasiado pequeño para los convalescientes.
—También lo creo así.
—En tiempos de epidemia, este año hemos tenido el tifus, y hace dos años tuvimos la fiebre miliar, más de cien enfermos reunidos dan mucho que hacer.
—También pensé yo en ello.
—¡Cómo ha de ser, monseñor!—exclamó el director del hospital,—es preciso conformarse.
Esta conversación tenía lugar en la galería comedor, situada junto al jardín.
El obispo permaneció callado unos instantes, después de los cuales dirigiéndose de súbito al director del hospital le dijo:
—Señor mío: ¿cuántas camas creéis que caben buenamente en esta sala?
—¿En la sala comedor de su ilustrísima?—preguntó estupefacto el director.
El obispo recorría la sala con su mirada, pareciendo como que tomase medidas y echase cálculos.
—Aquí caben perfectamente veinte camas,—decía hablando consigo mismo;—luego, levantando la voz:
—Atended, señor director del hospital,—dijo.—Existe aquí un evidente error. Allí estáis reducidos á cinco ó seis departamentos, veintiséis personas. Aquí no somos más que tres y tenemos espacio para sesenta. Hay error, lo repito: vosotros ocupáis mi lugar y yo el vuestro. Devolvedme por lo tanto mi casa y tomad la que os pertenece.
Al día siguiente, estaban los veintiséis enfermos pobres instalados en el palacio del obispo, y el obispo en el hospital.
Monseñor Myriel carecía de bienes, por haber sido arruinada su familia por la Revolución. Su hermana percibía una renta vitalicia de quinientos francos, que satisfacía en el curato sus gastos personales. Monseñor Myriel cobraba del Estado, como obispo, un sueldo de quince mil francos.
El mismo día en que se alojó en el hospital, determinó monseñor Myriel emplear de una vez para siempre aquella suma en la siguiente forma. Transcribimos aquí la nota escrita de su propia mano.
NOTA PARA REGULAR LOS GASTOS DE MI CASA
Para el pequeño seminario | Mil quinientas libras. |
Congregación de la misión | Cien libras. |
Para los lazaristas de Montdidier | Cien libras. |
Seminario de las misiones extranjeras en París | Doscientas libras. |
Congregación del Espíritu Santo | Ciento cincuenta libras. |
Establecimientos religiosos de la Tierra Santa | Cien libras. |
Sociedades de caridad maternal | Trescientas libras. |
Además, para la de Arlés | Cincuenta libras. |
Obra para el mejoramiento de cárceles | Cuatrocientas libras. |
Obra para el alivio y redención de presos | Quinientas libras. |
Para libertar á los padres de familia presos por deudas | Mil libras. |
Suplemento al sueldo de los pobres maestros de escuela de la diócesis |
Dos mil libras. |
Pósito de los Altos Alpes | Cien libras. |
Congregación de señoras de D***, de Manosque y de Sisterón, para la enseñanza gratuita de niñas indigentes |
Mil quinientas libras. |
Para los pobres | Seis mil libras. |
Mis gastos personales | Mil libras. |
Total | Quince mil libras. |
[Pg 10]
Durante todo el tiempo que ocupó la sede de D*** monseñor Myriel no varió en nada esta disposición. Llamábala, como hemos visto, tener regulados los gastos de su casa.
Este arreglo fué aceptado con sumisión absoluta por la señorita Batistina. Para esta santa criatura, Monseñor de D***, era á un mismo tiempo su hermano y su obispo; su amigo por la naturaleza, y su superior según la Iglesia. Le amaba y veneraba sencillamente. Cuando él hablaba, asentía inclinándose; cuando obraba, se adhería á sus obras. Sólo el ama, la señora Magloria, murmuraba un poco.
El señor obispo, como se habrá comprendido, no se reservaba más que mil libras, las cuales, unidas á la pensión de la señorita Batistina, sumaban mil quinientas anuales. Con estas mil quinientas libras vivían las dos ancianas y el anciano.
Y cuando algún cura de aldea iba á D***, aún encontraba el señor obispo con qué agasajarle, gracias á la severa economía de la señora Magloria; y á la inteligente administración de la señorita Batistina.
Cierto día, á los tres meses de estar en D***, dijo el obispo:
—¡Con todo y con esto me encuentro bastante apurado!
—Ya lo creo,—exclamó la señora Magloria,—como que monseñor no ha reclamado siquiera la renta que le adeuda el departamento por sus gastos de carruaje en la ciudad y de visita en la diócesis, según costumbre de los obispos de otros tiempos.
—¡Es verdad!—dijo el obispo,—tenéis mucha razón, señora Magloria.
Y presentó su reclamación.
Algún tiempo después, el consejo general tomaba en consideración la solicitud del obispo, votó en su favor una suma anual de tres mil francos, bajo el siguiente epígrafe: Asignación al señor obispo, para gastos de carruaje, postas y visitas pastorales.
Esto dió mucho que hablar á la clase media de la localidad, y con tal motivo, un senador del Imperio, antiguo miembro del Consejo de los[Pg 11] Quinientos, favorable al del diez y ocho Brumario y agraciado por la ciudad de D*** con una magnífica senaduría, escribió al ministro de Cultos, señor Bigot de Preamenú, una esquela confidencial irritadísima, de la cual tomamos las siguientes líneas auténticas:
«—¿Gastos de carruaje? ¿Á qué objeto en una ciudad de menos de cuatro mil habitantes? ¿Gastos de viaje? ¿Á qué hacer semejantes viajes? ¿Ni como ha de correr la posta en un país montañoso? Aquí no hay carreteras, ni se puede viajar más que á caballo. El mismo puente de Durance en Château-Arnoux, apenas puede sostener las carretas de bueyes. Estos curas son todos iguales, ambiciosos y avaros. Éste cuando vino, hizo la del buen apóstol. Ahora ya hace como los demás, necesita coche y silla de posta. Quiere ya como los antiguos obispos tener lujo. ¡Oh! es mucha clerigalla ésta! Señor conde, las cosas no irán como deben ir hasta que el emperador no nos libre de solideos. ¡Abajo el papa! (Entonces andaban embrollados los negocios con Roma). Yo por mi parte estoy por el César único y solo, etc., etc.».
En cambio la cosa regocijó mucho á la señora Magloria.
—Bueno,—dijo ella á la señorita Batistina,—monseñor ha comenzado por los otros, pero á la postre le ha sido preciso acabar por sí mismo. Tiene ya arregladas todas sus limosnas. He aquí por lo tanto tres mil francos para nosotros. ¡Al fin!
Aquella misma noche, el obispo escribió y entregó á su hermana una nota, concebida en los siguientes términos:
GASTOS DE CARRUAJE Y VISITAS
Para dar caldo de carne á los enfermos del hospital | Mil quinientas libras. |
Para la sociedad de caridad maternal de Aix | Doscientas cincuenta libras. |
Para la sociedad de caridad maternal de Draguignan | Doscientas cincuenta libras. |
Para los niños expósitos | Quinientas libras. |
Para los huérfanos | Quinientas libras. |
Total | Tres mil libras. |
Tal fué el presupuesto de monseñor Myriel.
En cuanto á los derechos episcopales, dispensa de amonestaciones, dispensas de parentesco, aspersiones, predicaciones, bendición de iglesias ó capillas, casamientos, etc., el obispo los cobraba á los ricos con igual rigor que presteza tenía para darlo á los pobres.
Al poco tiempo afluyeron las ofrendas en dinero. Los ricos y los pobres llamaban á la puerta de monseñor Myriel; acudían los unos á recoger la limosna que iban los otros á depositar. En menos de un año, llegó á ser el obispo el tesorero de todas las buenas obras, y el cajero de todas[Pg 12] las necesidades. Pasaban por sus manos sumas considerables; pero nada logró hacerle cambiar en lo más mínimo su género de vida, ni añadir la menor superfluidad á sus necesidades.
Lejos de eso, como siempre hay abajo más miseria que fraternidad arriba, todo estaba, por así decirlo, repartido antes de recibido; era como el agua en tierra seca; por mucho dinero que le dieran, nunca lo tenía. Entonces se despojaba de lo suyo.
Siendo costumbre que los obispos encabecen con sus nombres de pila sus mandatos y letras pastorales, los pobres del país habían escogido con cierta especie de instinto afectuoso, entre los nombres del obispo, aquel que ofrecía un significado en relación con su modo de ser, así es que no le llamaban más que monseñor Bienvenido. Nosotros haremos otro tanto, y como ellos, le llamaremos así en lo sucesivo. Por lo demás, el que se le designase con este nombre le complacía.
—Me agrada el nombre,—decía, Bienvenido;—suaviza el monseñor.
No pretendemos que el retrato que aquí bosquejamos sea verdadero; nos concretamos á consignar que es parecido.
III
Á buen obispo, mal obispado
Aunque el señor obispo había convertido su carruaje en limosnas, no dejaba por ello de hacer sus visitas pastorales. La diócesis de D*** es verdaderamente pesada, hay en ella poquísimas llanuras y muchas montañas; sin caminos casi, como hemos visto, comprende treinta y dos curatos, cuarenta y un vicariatos y doscientos ochenta y cinco agregados. Visitar todo eso era penosísimo, sin embargo, el señor obispo llenaba cumplidamente su misión. Cuando debía visitar un punto cercano iba á pie, en tartana cuando estaba en la llanura y, como Dios le daba á entender, en la montaña. Las dos viejecitas le acompañaban generalmente, pero cuando el camino era demasiado penoso para ellas, iba solo.
Un día llegó á Senez, antigua ciudad episcopal, montado en un asno. Su bolsa, harto escasa á la sazón, no le había permitido tomar otro vehículo. El alcalde del pueblo salió á recibirle mirándole apearse de semejante cabalgadura con ojos escandalizados. Varios vecinos reían en derredor suyo.
—Señor alcalde,—dijo el obispo,—y señores acompañantes, bien se me alcanza lo que os escandaliza; creéis que prueba mucho orgullo en un pobre sacerdote montar una cabalgadura igual á la de Jesucristo. Hágolo por necesidad y no por vanidad, os lo aseguro.
[Pg 13]
En sus visitas era siempre indulgente y bondadoso: predicaba menos que hablaba. No buscaba nunca raciocinios ni ejemplos remotos. Á los habitantes de una comarca citaba el ejemplo de otra comarca vecina. En los lugares donde eran duros para los menesterosos les decía:
—Ved lo que hacen los de Brianzón. Han dado permiso á los pobres, á las viudas y á los huérfanos, para que vayan á cortar yerba en sus prados tres días antes que á ningún otro; y les reparan las casas gratuitamente cuando están ruinosas. Por eso Dios bendice ese país. En todo un siglo de cien años no ha habido en su comarca un solo asesino.
En los pueblos avaros y perezosos, decía:
—Ved á los de Embrun. Si al tiempo de la cosecha se encuentra un padre de familia con que sus hijos están en el ejército y sus hijas sirviendo en la ciudad, y él se encuentra enfermo é impedido, el cura le recomienda desde el púlpito; y el domingo, después de misa, todas las gentes del lugar, hombres, mujeres y niños, van al campo del pobre infeliz, le hacen su siega, y luego llevan á su granero paja y grano.
Á las familias divididas por cuestión de interés y herencia les decía:
—Mirad á los montañeses de Devolny, país tan salvaje, que no se oye cantar en él un ruiseñor en cincuenta años. Pues bien; cuando muere en una familia el padre, vanse los mozos á probar fortuna, dejando la hacienda á las muchachas para que puedan encontrar marido.
En los lugares donde reinaba la afición á pleitos y se arruinaban los labradores comprando papel sellado, solía decirles:
—Tomad ejemplo de esos buenos campesinos del valle de Queiras. Existen allí unas tres mil almas. ¡Bendito sea Dios! es aquello una pequeña república. Allí no se conoce escribano ni juez. El alcalde lo hace todo. Él arregla el reparto de la contribución; él fija en conciencia á cada cual su cuota, juzga gratis toda diferencia, divide las herencias sin honorarios, da las sentencias sin gastos; y le obedecen, porque es un hombre justo entre hombres sencillos.
En los pueblos donde no encontraba maestro de escuela, citaba también el de Queiras:
—¿Sabéis lo que hacen?—decía:—Como en los lugares de doce á quince chozas no se puede sostener siempre un maestro, los tienen pagados por todo el valle, los cuales recorren las aldeas, pasando ocho días en una, diez en otra, y así enseñando. Los tales maestros acuden á las ferias, donde yo los he visto, y se los conoce por las plumas de escribir que llevan en la cinta del sombrero. Los que únicamente enseñan á leer llevan solamente una pluma, los que enseñan á leer y contar, dos; los que enseñan latín además de la lectura y el cálculo, llevan tres plumas... Estos son los más sabios. ¡Qué vergüenza el ser ignorantes! Haced, haced lo que hacen los de Queiras.
De esta manera hablaba, grave y paternalmente; á falta de ejemplos[Pg 14] inventaba parábolas, yendo siempre derecho á su objeto, con pocas frases y muchas imágenes, que esta era la elocuencia de Jesucristo, convencida y persuasiva.
IV
Obras como palabras
Su conversación era afable y alegre, siempre al alcance de las dos ancianas que pasaban la vida junto á él; cuando reía, su risa era la de un estudiante.
La señora Magloria le trataba siempre de eminencia. Cierto día levantóse de su sillón, y fué á su biblioteca á buscar un libro. Estaba el libro en una de las tablas más altas de la estantería, y como el obispo era de cortísima estatura, no lograba alcanzarle.
—Señora Magloria,—dijo,—arrimad una silla; mi eminencia no alcanza á esa tabla.
Una de sus parientas de cuarto ó quinto grado, la condesa de Lô, desperdiciaba raras veces la ocasión de enumerar en presencia suya lo que ella llamaba «las esperanzas» de sus tres hijos. Tenía la tal, muchos ascendientes viejos ya y próximos á morir, de quienes eran sus hijos herederos naturales. El más joven de los tres debía heredar de una tía abuela más de cien mil libras de renta; el segundo debía suceder á un su tío en el título de duque y el mayor á su abuelo en la dignidad de par.
El obispo oía silencioso tan inocentes como perdonables alardes maternales. Una vez, sin embargo, pareció más pensativo que de costumbre, al repetir la condesa de Lô los pormenores de todas aquellas sucesiones y «esperanzas». Interrumpióse á sí misma la condesa, diciendo con cierta impaciencia:
—¡Dios mío, primo! ¿en qué estáis pensando?
—Pienso,—contestó el obispo,—en una frase bien singular, que me parece de San Agustín: «Poned vuestra esperanza en aquel á quien nadie ha de suceder».
Otra vez, al recibir una carta en que se le anunciaba la muerte de un hidalgo del país, en la que iban enumerados en larga fila, además de las dignidades del difunto, todos los títulos feudales y nobiliarios de su parentela, exclamó:—¡Qué buenas espaldas tiene la muerte! ¡Qué carga más admirable de títulos le hacen llevar alegremente, y cuánto ingenio deben tener los hombres que así llenan la tumba de vanidades!
Tenía oportunas y suaves salidas satíricas, que encerraban casi siempre una lección moral.
Durante una cuaresma, fué á D*** un cura joven, quien predicó en[Pg 15] la catedral. Estuvo bastante elocuente; el objeto de su sermón era la caridad. Invitó á los ricos á dar á los pobres para evitar el infierno, que pintó todo lo mas horroroso que supo, y á ganar el cielo, que presentó halagüeño y seductor. Había entre los oyentes un rico mercader retirado, un tanto usurero, llamado Geborad, el cual había ganado dos millones en la fabricación de paños burdos, sargas y bayetas. En su vida, el señor Geborad, había dado limosna á ningún pobre. Desde el día de aquel sermón, notóse que daba todos los domingos una moneda de cinco sueldos á las viejas pobres que mendigaban á las puertas de la catedral. Eran seis, y tenían que partirse entre todas aquella moneda.
Vióle un día el obispo dando su limosna, y dijo á su hermana sonriendo:
—Mira, mira al señor Geborad comprando cinco sueldos de cielo.
Cuando se trataba de caridad, no se acobardaba jamás ante una negativa, siempre encontraba palabras con que contrarrestarla.
Cierto día estaba pidiendo para los pobres en una de las tertulias de la ciudad; encontrábase en ella el marqués de Champtercier, viejo, rico y avaro, el cual había sabido encontrar la manera de ser á un tiempo ultra realista y ultra-volteriano. Es género que ha existido. Llegóse á él el obispo, y cogiéndole del brazo le dijo:
—Señor marqués, es indispensable que deis alguna cosa.
Volvióse el marqués, y respondió secamente:
—Monseñor, tengo ya mis pobres.
—Pues dádmelos,—replicó el obispo.
Un día predicó en la catedral este sermón:
—«Queridísimos hermanos y amigos míos: existe en Francia un millón trescientas veinte mil casas de aldeanos que solo tienen tres aberturas; un millón ochocientas diez y siete mil que solo tienen dos, la puerta y una ventana; y finalmente, trescientas cuarenta y seis mil chozas, que no tienen mas que la puerta. Esto es á consecuencia de una cosa que llaman la contribución de puertas y ventanas. Llenemos de familias pobres, mujeres viejas y criaturas pequeñas, esas casuchas, y pronto tendremos calenturas y otras enfermedades. ¡Dios da el aire á los hombres, y la ley se lo vende! No acuso á la ley, pero bendigo á Dios. En el Isere, en el Var, en ambos Alpes, Altos y Bajos, los campesinos no tienen siquiera carretoncillos, teniendo que transportar el estiércol á cuestas; carecen de velas, y se alumbran con teas resinosas y pedazos de cuerda embreados.
«Lo mismo sucede en toda la parte alta del Delfinado. Amasan pan para seis meses, y lo cuecen con boñiga de vaca seca. En invierno parten á hachazos ese pan, que tienen que poner veinticuatro horas en remojo para poder comerle.
[Pg 16]
«¡Hermanos míos, sed compasivos! ¡Considerando lo mucho que se padece en rededor nuestro!»
Habiendo nacido en la Provenza, se había familiarizado sin esfuerzo con todos los dialectos del Mediodía. Decía así: ¡Eh bé! moussu, sés sagé? como en el bajo Languedoch.—¿Onté anaras passa? en los bajos Alpes.—Puerte un bouen moutou embe un bouen fromage qrase, en el alto Delfinado. Esto complacía mucho al pueblo y contribuía no poco á ganarle simpatías con todo el mundo. Encontrábase en la cabaña, y aún en medio del monte, como en su casa. Sabía decir las verdades mas sublimes en los idiomas mas vulgares; hablando en todas las lenguas, penetraba fácilmente en todas las almas.
Por lo demás, él era siempre el mismo, así para las gentes del gran mundo como para las del pueblo.
Jamás condenaba á nadie ni nada, sin apreciar debidamente las circunstancias, para lo cual solía decir: veamos el camino por donde ha pasado la falta.
Siendo, como se calificaba á sí mismo sonriendo, un ex pecador, no poseía ninguna de las asperezas del rigorismo, estaba siempre mas elevado, sin preocuparse poco ni mucho del fruncimiento de cejas de los virtuosos intransigentes; su doctrina podía reasumirse en estos términos:
«El hombre lleva sobre sí la carne que es á la vez su carga y su tentación. La lleva y sucumbe á su peso.
«Debe guardarla, contenerla y reprimirla, sin sucumbir hasta el postrer esfuerzo. En este caso puede existir aún falta; pero las faltas de esta naturaleza no pasan de veniales; son una caída, sí, pero una caída sobre las rodillas que pueden convertirse en plegaria.
«Ser santo, es la excepción; ser justo, la regla general. Errad, desfalleced, pecad, pero sed justos.
«Pecar lo menos posible, esta es la ley del hombre. No cometer jamás pecado alguno es sueño de ángeles. Todo lo terrenal está sujeto á pecar. El pecado es la gravitación».
Cuando veía á muchos que gritaban fuerte y se indignaban fácilmente decía sonriendo:—¡Caramba! parece que se trata de un gran crimen cometido por todo el mundo, y que los hipócritas espantados se apresuran á protestar para estar á cubierto.
Era sobre todo indulgente para con las mujeres y los pobres, sobre quienes gravita con todo su peso la sociedad. Decía él: Las faltas de las mujeres, de los niños, de los criados, de los débiles, de los pobres y de los ignorantes, son faltas de los maridos, de los padres, de los maestros, de los fuertes, de los ricos y de los sabios.
Decía además:—Á los que ignoran, enseñadles lo más que podáis: la sociedad es culpable de no dar gratis la instrucción y responsable por lo tanto, de la obscuridad que ella produce. Si un alma envuelta en tinieblas[Pg 17] comete pecado, no es ella, aunque peque, la culpable, sino el que produjo las sombras.
Como se ve, tenía su manera especial de juzgar de las cosas. Supongo que la había sacado del Evangelio.
Cierto día oyó hablar en una reunión de un proceso criminal que se estaba instruyendo y que pronto se debía fallar. Tratábase de un infeliz quien por amor á una mujer y un hijo, que de la misma había, y falto de recursos, cometió la torpeza de acuñar moneda falsa. En aquella época se castigaba todavía con la pena de muerte á los monederos falsos. La mujer había sido detenida al poner en circulación la primera moneda fabricada por el hombre. Estaba presa, pero no existían otras pruebas contra ella; ella solamente podía deponer contra su amante y perderle confesando. Negó, siguió la causa sosteniéndose firme en su negativa, hasta que el señor procurador del rey (fiscal) tuvo la idea de suponer una infidelidad del amante, y con fragmentos de cartas, diestramente combinados, logró convencer á la desgraciada presa de que tenía una rival y de que aquel hombre la engañaba. Entonces exasperada por los celos, denunció al amante, confesando y probándolo todo.
Aquel hombre, por lo tanto, estaba perdido. Iba próximamente á ser juzgado con su cómplice, en Aix. Comentábase el hecho, deshaciéndose todo el mundo en alabanzas de la destreza y habilidad del fiscal, por haber sabido hacer entrar los celos en aquel juego, arrancando la verdad á la cólera, para que surgiese de todo ello la justicia de la venganza. El obispo escuchó silencioso cuanto se dijo. Cuando todo el mundo hubo concluido preguntó:
—¿Dónde van á ser juzgados este hombre y esta mujer?
—En el tribunal del jurado.
Y luego repuso:
—¿Y al señor fiscal, dónde se le juzgará?
Tuvo lugar en D*** un triste drama. Un hombre fué condenado á muerte por asesino. Era un desgraciado, no del todo instruido ni ignorante del todo, que había hecho de titiritero en las ferias y de escribiente público. Durante el proceso no se hablaba en la ciudad de otra cosa. La víspera del día en que debía tener lugar la ejecución, se puso enfermo el cura de la cárcel. Faltaba, por lo tanto, un sacerdote para asistir al reo en sus últimos momentos. Fueron á buscar uno, el cual rehusó diciendo: Esto no es de mi incumbencia. Qué tengo yo que hacer ni que ver con ese saltimbanqui; yo también estoy enfermo, y sobre todo, no es este mi deber. Esta respuesta fué trasladada al obispo, quien contestó inmediatamente: Tiene razón el señor cura, no es suyo este deber, sino mío.
Se fué inmediatamente el obispo á la cárcel, bajó al calabozo donde estaba el reo, y llamándole por su nombre, le tendió la mano y le habló.[Pg 18] Pasó todo el día junto al condenado, olvidándose del alimento y del sueño, rogando á Dios por el alma de aquel desgraciado y á este por la suya propia. Díjole las mayores verdades, que son las más sencillas, fué padre, hermano y amigo; obispo, para bendecirle únicamente. Supo hacérselo ver todo de una manera tan clara, que llegó á consolarle y tranquilizarle. Aquel hombre iba á morir desesperado; la muerte era un abismo para él. Erguido y estremeciéndose junto al horrible precipicio de la tumba, retrocedía espantado. No era todo lo ignorante que se necesita para ser indiferente en absoluto. La sentencia de que era objeto sacudió profundamente su ser, habiendo roto por diversos puntos la valla que nos separa de lo misterioso, y á la cual llamamos vida. Miraba sin cesar más allá de este mundo por aquellas fatales aberturas, sin ver más que tinieblas. El obispo le hizo ver una luz.
Al día siguiente, cuando fueron á buscar al reo, estaba allí el obispo. Acompañóle y presentóse ante la multitud, con sus vestiduras moradas y su cruz episcopal pendiente del cuello, codeándose con aquel miserable aherrojado. Subió con él á la carreta, subió con él al catafalco. El reo, tan triste y abatido la víspera, aparecía radiante; sentía reconciliada su alma y esperaba en Dios. Abrazóle el obispo, y en el momento en que iba á bajar la cuchilla, le dijo:
—«Aquél á quien el hombre mata, resucita en Dios; aquel á quien rechazan los hermanos, el Padre lo acoge. Ruega, cree, entra en la vida: el Padre está allí».
Cuando descendió del tablado, había en su mirada algo que hizo que el pueblo le abriese respetuoso paso. En verdad, no se sabía que admirar más, si su palidez ó su serenidad. Al penetrar de nuevo en aquella humilde morada, que él llamaba sonriendo su palacio, dijo á su hermana: vengo de oficiar de pontifical.
Como las cosas más sublimes son generalmente las menos comprendidas, no faltaron en la ciudad gentes que dijeron, al comentar la conducta del obispo: Es mucha vanidad. Sin embargo, no pasó ello de cuento de salón; el pueblo, que no entiende de malicia en cosas santas, enternecióse y admiró.
En cuanto al obispo, el haber visto de cerca la guillotina fué para él un golpe del que tardó mucho en reponerse.
Realmente, el patíbulo, cuando se le ve levantado y dispuesto, tiene algo que alucina. Puede sentirse más ó menos indiferencia acerca de la pena de muerte, no decidirse por una opinión categórica, no decir sí ni no, mientras no se haya visto con ojos propios una guillotina; pero si llega uno á tropezarse con ella, la violenta sacudida que se siente, obliga á pronunciarse y tomar partido en pro ó en contra.
Los unos la admiran, como de Maistre; los otros la execran, como[Pg 19] Beccaria. La guillotina es la concreción de la ley, y se llama vindicta; no es neutral, ni permite al individuo que lo sea.
Quien la percibe se estremece con el más misterioso estremecimiento. Todas las cuestiones sociales escriben su interrogante al rededor de esa cuchilla. El catafalco es una visión; no es un simple tablado, un instrumento, una máquina inerte hecha de madera, hierro y cuerda; no. Parece una especie de ser que tenga cierta sombría iniciativa; diríase que aquel tablado ve, que aquella máquina oye, que aquel mecanismo comprende, que aquella madera, aquel hierro y aquellas cuerdas tienen voluntad. En medio de los espantosos desvaríos en que se precipita el alma á su presencia, surge el terrible catafalco como tomando parte en lo que hace. El patíbulo es cómplice del verdugo; devora, come carne y bebe sangre. Es una especie de monstruo fabricado por el juez y el carpintero; un espectro que parece vivir cierta vida abominable, alimentada por todas las muertes que ha producido.
Así es que la impresión fué horrible y profunda; al día siguiente de la ejecución y otros muchos después, apareció el obispo como anonadado. La serenidad, tal vez violenta, del momento de horror se había desvanecido, hostigándole de continuo el fantasma de la justicia social. Él, que de ordinario aparecía satisfecho de todas sus santas acciones, parecía como que se reprochase algo. Á veces hablaba consigo mismo, murmurando á media voz monólogos lúgubres. He aquí uno que cierta noche le oyó, y recordó siempre su hermana:
—No creía yo que fuése tan monstruoso. No deja de ser una falta el absorberse en la ley divina, hasta el punto de olvidarse de la humana. La muerte solo pertenece á Dios. ¿Con qué derecho se atreven los hombres á lo desconocido?
Atenuáronse con el tiempo tales impresiones, y tal vez se borraron también. Observóse, no obstante, que en lo sucesivo evitaba el obispo pasar por el lugar de las ejecuciones.
Á cualquiera hora podía llamarse á monseñor Myriel á la cabecera de los enfermos y moribundos. No ignoraba que era éste su principal deber y su trabajo más importante. Las viudas ó huérfanas no tenían necesidad de llamarle jamás; presentábase él mismo oportunamente. Sabía sentarse y callar largas horas al lado del hombre que había perdido á la mujer amada ó al de la madre que había perdido á su hijo.
Y como sabía el momento de callar, sabía también conocer el punto en que debía hablar. ¡Oh verdadero y admirable consolador! No intentaba jamás borrar el dolor con el olvido, al contrario, procuraba engrandecerle y dignificarlo con la esperanza. Él decía: Conviene mucho fijarse en la manera de recordar los muertos. No penséis en lo que se pudre. Elevad vuestra mirada á lo alto; fijaos bien, y allá, en el fondo del cielo, veréis la viviente luz del difunto bien amado.
[Pg 20]
Sabía él que la creencia es sana; por eso procuraba aconsejar y calmar al hombre desesperado, señalándole con el dedo al hombre resignado, y transformar el dolor que mira á una fosa, mostrándole el dolor que contempla una estrella.
V
De cómo monseñor Bienvenido hacía durar demasiado tiempo
sus sotanas
La vida privada de monseñor Myriel la llenaban los mismos pensamientos que su vida pública. Quien hubiese podido verla de cerca, hubiera saboreado un espectáculo grave y placentero á la vez, en aquella pobreza voluntaria en que vivía el obispo de D***.
Como todos los ancianos, y como la mayoría de los pensadores, dormía poco. Este corto sueño era profundo. Recogido en sí mismo por la mañana, parecía orar mentalmente durante una hora. Luego decía misa, unas veces en la catedral, otras en su casa. Después de la misa, se desayunaba con pan de centeno, mojado en leche de sus vacas. Luego se ponía á trabajar.
El cargo de obispo da muchísimo que hacer; es preciso que reciba diariamente al secretario del obispado, que es de ordinario un canónigo, y casi también todos los días á sus vicarios particulares. Tienen congregaciones que revisar, privilegios que conceder, toda una librería eclesiástica que examinar, devocionarios, catecismos, rituales, etc.; pastorales que escribir, sermones que autorizar, curas y alcaldes que poner de acuerdo, su correspondencia clerical y su correspondencia administrativa; por un lado el Estado, por otro la Santa Sede; en fin, negocios á millares.
El tiempo que le dejaban libre estos innumerables negocios, sus oficios y breviario, lo dedicaba en primer lugar á los necesitados, á los enfermos y á los afligidos; el tiempo que le dejaban libre los afligidos, los enfermos y los necesitados, lo dedicaba al trabajo. Así se entretenía en escabar en su jardín, como en escribir ó leer. Con una sola palabra designaba estas dos clases de trabajo; llamábalo jardinear. «El espíritu es también jardín», decía él.
Á eso del medio día, cuando el tiempo se presentaba bien, salía á pasear al campo ó la ciudad, entrando frecuentemente en las casas pobres. Veíasele andar solo, entregado á sus meditaciones, bajos los ojos, apoyado en su largo bastón, vistiendo su ropón morado, calzando medias[Pg 21] moradas también y gruesos zapatos, y cubierto con su sombrero chato, de cuyos tres canalones pendían bellotas de oro y seda verde.
Daba carácter de fiesta doquier se presentaba. Hubiérase dicho que su paso tenía algo de refrigerante y luminoso. Los niños y los viejos salían al umbral de las puertas para ver al obispo como se sale á ver el sol. Él los bendecía y ellos le bendecían á él. Todo el mundo señalaba la casa del obispo á los menesterosos.
Parábase aquí y allá, hablando á los chiquillos y á las niñas, y sonriendo á las madres. Visitaba á los pobres mientras tenía dinero, y cuando lo había acabado visitaba á los ricos.
Como hacía durar mucho sus sotanas y no quería que esto se notase, jamás salía por la ciudad sin su esclavina morada, lo cual no dejaba, en verano, de ser incómodo.
Al regresar á casa comía. La comida se parecía al almuerzo.
Por la noche á las ocho y media cenaba acompañado de su hermana: la señora Magloria, de pie á su espalda, servía á la mesa. Nada más frugal que esa comida. Si el obispo convidaba algún cura, entonces aprovechaba la ocasión la señora Magloria para servir á monseñor algún pescado bueno de los lagos ó alguna pieza escogida del monte. Todo cura servía de pretexto para mejorar la comida, y el obispo dejaba que así fuése. Salvo estas excepciones, no se componía su cena ordinaria más que de legumbres cocidas en agua y sopas de aceite. Así se decía en la ciudad:—«Cuando el obispo no hace comida de cura, la hace de trapense».
Después de cenar, hablaba como media hora con la señorita Batistina y la señora Magloria; luego iba á su cuarto y se ponía á escribir, ya en cuartillas sueltas ó ya en las márgenes de algún in folio. Era instruido en letras y bastante erudito. Dejó cinco ó seis manuscritos muy curiosos; entre otros, una disertación sobre el versículo del Génesis: Al principio el Espíritu de Dios flotaba sobre las aguas. Confrontóle con tres textos; el versículo árabe que dice: Soplaban los vientos de Dios; el de Flavio Josefo: Un viento de lo alto se precipitó sobre la tierra, y por último, la paráfrasis caldea de Onkelos que dice: un viento que venía de Dios soplaba sobre la faz de las aguas. En otra disertación examina las obras teológicas de Hugo, obispo de Tolemaida, tío bisabuelo del que escribe este libro, y consigna la opinión de que dicho obispo fué el autor de los opúsculos publicados en el siglo último con el pseudónimo de Barleycourt.
Á veces, en medio de una de sus lecturas, fuése el que fuere el libro que tuviese entre las manos, sumergíase de repente en una meditación profunda, de la que no salía sino para escribir algunas líneas en los márgenes del mismo. Las tales líneas, por lo general, nada tienen que ver con el libro que las contiene; así se encuentra una nota escrita por él en el margen de un volumen en cuarto titulado: Correspondencia de lord[Pg 22] Germain con los generales Clitón, Cornwallis y los almirantes de la estación de América. Versalles, librería de Peincot, y París, librería de Pissot, Muelle de los Agustinos.
He aquí la nota:
—«¡Oh, vos! ¿quién sois?
«El Eclesiastés os llama Todopoderoso; los Macabeos os dicen Creador; la Epístola á los Efesios, Libertad; Baruch, Inmensidad; los Psalmos, Sabiduría y Verdad; Juan, Luz; los Reyes, señor; el Éxodo, Providencia; el Levítico, Santidad; Esdras, Justicia; la Creación os llama Dios, y el hombre, Padre; pero Salomón, al deciros Misericordia, os da el más bello de todos vuestros nombres».
Á eso de las nueve de la noche se retiraban las mujeres á sus habitaciones del primer piso, dejándole solo, en el piso bajo, hasta el día siguiente.
Aquí creemos necesario dar una idea exacta de la morada del señor obispo de D***.
VI
Por quién hacia Su Ilustrísima guardar su casa
La casa del señor obispo se componía como hemos dicho, de planta baja y un solo piso; tres piezas en los bajos, tres en el primer piso, y encima un desván. Detrás de la casa había un jardín de una extensión de un cuarto de yugada. Las dos mujeres ocupaban el piso, el obispo los bajos. La primera habitación, y que daba á la calle, servía de comedor, la segunda de dormitorio, y de oratorio la tercera. No podía salirse del oratorio sin pasar por el dormitorio, ni salir de éste sin atravesar el comedor. Al fondo del oratorio había una alcoba cerrada, con una cama para los huéspedes. El obispo solía ofrecer esta cama á los curas de aldea, cuyos asuntos ó necesidades parroquiales les llevaban á D***.
La que había sido farmacia del hospital, pequeño edificio adosado á la casa junto al jardín, servía á la sazón de cocina y bodega.
Había además en el jardín, un establo, que fué cocina del hospicio y en el que el obispo tenía dos vacas. Fuése la que fuere la cantidad de leche que diesen las vacas, mandaba diariamente la mitad al hospital. Debo pagar este diezmo, decía.
La habitación era bastante grande, y por consiguiente difícil de calentar durante el invierno. Como la leña estaba muy cara en D*** imaginó y mandó hacer Su Ilustrísima un compartimiento cerrado con tablas[Pg 23] en el mismo establo de las vacas, en el cual se pasaba las veladas durante la época de los fríos. Llamábale á este departamento su salón de invierno.
No había en este salón de invierno, como en el comedor, otros muebles, que, una mesa de madera cuadrada, sin pintar, y cuatro sillas de paja. El comedor estaba adornado además con un aparador antiguo pintado de color de rosa. Otro aparador parecido y convenientemente puesto, con sus manteles blanquísimos, orlados de imitaciones de encaje, servía de adorno y altar del oratorio.
Los ricos devotos y las mujeres piadosas de D*** abrían frecuentes suscripciones para enriquecer con un altar nuevo el oratorio de Su Ilustrísima; cada vez que esto sucedía, tomaba agradecido el dinero destinado al objeto repartiéndolo inmediatamente entre los pobres. «El altar más bello, decía él, es el alma de un pobre elevándose á Dios en oración de gracias».
Tenía en su oratorio dos sillas arrodilladeras de paja, y un sillón, de paja también, en su dormitorio. Cuando por casualidad recibía Su Ilustrísima siete ú ocho personas á la vez, el prefecto, el general, la plana mayor del regimiento de guarnición, ó algunos estudiantes del seminario, veíase obligado á recurrir á las sillas del salón de invierno del establo, al oratorio por las arrodilladeras y al sillón del dormitorio; de esta manera alcanzaba reunir hasta once asientos para los visitantes. Á cada nueva visita tenía que desamueblar una pieza.
Cuando llegaba el caso de que los visitantes fueran doce, salía del paso manteniéndose de pie junto á la chimenea, si era en invierno, ó paseando por el jardín, si en verano.
Había además en la alcoba cerrada otra silla, pero estaba casi despajada y sostenida sólo por tres pies, lo cual quiere decir que no podía utilizarse sin apoyarla contra la pared. La señorita Batistina tenía también en su cuarto una gran poltrona cuya madera había sido dorada en otros tiempos, cubierta de peskin floreado; pero habiendo sido preciso subir la tal poltrona por la ventana, á causa de la estrechez de la caja de la escalera, no había medio de utilizarla en casos apurados.
Las ambiciones de la señorita Batistina se hubieran satisfecho con poder comprar una sillería de terciopelo Utrecht amarillo labrado, con marco de caoba de cuello de cisne, con su canapé. Pero esto hubiera costado, á lo menos, quinientos francos; viendo pues que no había podido reunir con las economías de cinco años, más de cuarenta y dos francos y medio, había acabado por renunciar. ¡Quién llega jamás á su ideal!
Nada más fácil de figurarse lo que era el dormitorio del obispo. Una puerta-vidriera con salida al jardín; enfrente, la cama, una de esas camas de hierro de hospital con cobertor de sarga verde; en un ángulo obscuro, entre la cortina y la pared, los utensilios de tocador, revelando aún[Pg 24] los antiguos hábitos elegantes del hombre de mundo; dos puertas, una junto á la chimenea dando acceso al dormitorio, y otra cerca del armario biblioteca para salir al comedor. Este armario, cerrado por grandes vidrieras y lleno de libros en todos sus estantes; la chimenea, de madera pintada imitando mármol, sin fuego casi siempre, y en el hogar un par de morillos de hierro, figurando por guirnaldas florones huecos, con incrustaciones de plata, especie de lujo episcopal; encima de la chimenea un crucifijo de cobre, que había sido plateado también, sobre terciopelo negro raído, encuadrado en un marco de madera desdorado; cerca de la puerta-vidriera, una gran mesa con un tintero, cargado de papeles en confusión y de tomos in folio. Delante de la mesa, el sillón de paja. Delante de la cama, un reclinatorio perteneciente al oratorio.
Dos retratos, en marcos ovalados, colgaban de la pared á uno y otro lado de la cama. Las pequeñas inscripciones, doradas en el fondo perdido del lienzo al lado de las figuras, indicaban que los retratos representaban, uno al abad de Chaliôt, obispo de San Claudio, el otro el abad Tourteau, vicario general de Agda; abad de Grand Champ, de la orden de Citeaux, diócesis de Chartres. Al reemplazar el obispo en aquella sala á los enfermos del hospital, había encontrado aquellos retratos, y allí mismo los había dejado. Eran de eclesiásticos, probablemente de donadores; dos motivos por los cuales él los respetaba. Lo único que sabía de los tales personajes, es que ambos habían sido nombrados por el rey, uno para su obispado y el otro para su beneficio, en un mismo día, el 27 de abril de 1785. Al descolgar los cuadros la señora Magloria para sacudirles el polvo, encontró el obispo esa particularidad escrita con tinta descolorida en un pedacito de papel, enmohecido por el tiempo, pegado con cuatro obleas detrás del retrato del abad de Gran-Champ.
Había en la ventana una antigua cortina de tela gruesa de lana, la cual llegó á tal extremo de vejez, que por no tener que gastar en otra nueva, vióse obligada la señora Magloria á hacerle un gran zurcido precisamente en su punto medio. Este remiendo dibujaba una cruz. El obispo lo hacía notar frecuentemente. ¡Está muy bien! decía.
Todas las piezas de la casa, así las de la planta baja como las del principal, sin excepción, estaban blanqueadas con cal, como lo están generalmente todos los cuarteles y hospitales.
No obstante, en los últimos años, encontró la señora Magloria, como veremos luego, bajo el papel enjalbegado, unas pinturas que adornaban el aposento de la señorita Batistina. Antes de ser hospital, había sido aquella casa parlatorio público; de ahí semejante decorado. Los suelos estaban enladrillados de rojo, se lavaban todas las semanas, con su esterilla de paja junto á todas las camas. Así es que aquella casita, cuidada por dos mujeres, patentizaba de arriba abajo una limpieza encantadora.[Pg 25] Único lujo que permitía el obispo, quien solía decir: Esto no les quita nada á los pobres.
Debemos confesar, sin embargo, que le quedaban, de lo que había poseído en otro tiempo, seis cubiertos de plata y un cucharón, que la señora Magloria miraba todos los días regocijada brillar espléndidamente sobre el tupido mantel de hilo blanquísimo. Y como describimos aquí al obispo de D*** tal cual era, debemos añadir que le había ocurrido decir más de una vez:
—Renunciaría difícilmente á comer con cubiertos de plata.
Debemos añadir á esta plata dos grandes candeleros macizos, que procedían de la herencia de una tía abuela. Generalmente estaban colocados sobre la chimenea con sus dos correspondientes velas de cera, pero cuando había algún convidado, la señora Magloria encendía las velas y ponía los candeleros sobre la mesa.
Había en el dormitorio del obispo, y junto á la cabecera de la cama, una pequeña alhacena, en la cual guardaba todas las noches la señora Magloria los seis cubiertos y el cucharón. Debemos decir también que jamás se quitaba la llave.
El huerto, algo afeado por las construcciones de que hemos hablado anteriormente, componíase de cuatro calles en cruz, convergentes á un pozo, y de otra calle que seguía la línea de la tapia blanqueada que le cercaba. Estas calles dejaban entre sí cuatro cuadrados separados por bojes. En tres de los cuales, la señora Magloria cultivaba legumbres, y en el cuarto tenía él miles de flores entre algunos árboles frutales.
Cierto día la señora Magloria le dijo con cierta intencionada dulzura:
—Monseñor, vos que sabéis sacar partido de todo, ved ahí, por cierto, un espacio inútil. ¿No valdría más sacar de él ensaladas que ramos?
—Señora Magloria—respondió el obispo—estáis en un error. Lo bello es tan necesario como lo útil.—Añadiendo después de una pausa:—Tal vez más.
Aquel cuadrado, compuesto de tres ó cuatro franjas de flores, ocupaba casi tanto al obispo como sus libros. Pasábase allí entretenido diariamente una ó dos horas, cortando, escardando ó abriendo su tierra, aquí y allá, para echar sus semillas. No era tan hostil á los insectos como hubiese exigido un jardinero.
Por otra parte, no tenía pretensiones de botánico. Nada sabía de los grupos y del solidismo; no se curaba ni remotamente de decidir entre Tournefort, y el método natural; no era partidario de las utrícolas contra los cotiledones, ni por Jussieu contra Linneo. No estudiaba las plantas; gustaba de las flores. Si respetaba mucho á los sabios, respetaba aún más á los ignorantes; y sin faltar nunca á ambos respetos, regaba sus floridas franjas de verdura todas las noches de verano con una regadera de lata, pintada de verde.
[Pg 26]
No había en la casa puerta alguna que se cerrase con llave.
La del comedor, de que hemos hablado, daba directamente á la plaza de la catedral, y en tiempos antiguos había ostentado también sus cerrojos y cerraduras como las puertas de una cárcel; pero el obispo había mandado quitar todos aquellos hierros, y así de noche como de día se cerraba únicamente con un picaporte. El primero que llegase, á cualquier hora que fuere, no tenía mas que empujar. Al principio mortificó bastante á las dos mujeres aquella puerta, que nunca se cerraba, pero el obispo les había dicho: «Si queréis, ponedle cerrojos á las de vuestros cuartos». Sin embargo, acabaron ambas por participar de la confianza del obispo, ó de aparentar al menos que participaban. Á pesar de todo, tenía la señora Magloria de cuando en cuando, sus temorcillos.
En cuanto á él, puede apreciarse la explicación de su pensamiento indicado cuando menos en estas dos líneas, escritas de su puño al margen de una Biblia:
«He aquí la diferencia: la puerta del médico no debe estar cerrada jamás; la del sacerdote debe estar siempre abierta».
En otro libro, intitulado Filosofía de la ciencia médica, había escrita esta otra observación:
«¿No soy yo por ventura médico como ellos? Yo también tengo mis enfermos; en primer lugar los suyos, á quienes llaman ellos enfermos, en segundo, los míos, á quienes llamo yo desgraciados».
Había además escrito en otra parte:
«No pidáis jamás su nombre á quien os demanda asilo. Precisamente quien mas necesidad tiene de asilo es quien mas apurado se encuentra para decir su nombre».
Aconteció que un digno cura, no recuerdo si fué el párroco de Couloubroux ó el de Pompierry, instigado sin duda por la señora Magloria, tuvo la ocurrencia de preguntarle un día, si Su Señoría estaba seguro de no cometer hasta cierto punto una imprudencia dejando día y noche su puerta abierta á disposición de quien quisiese entrar, y si no temía que acabase por suceder alguna desgracia en una casa tan mal guardada. El obispo le tocó en el hombro con dulce gravedad diciéndole: Nisi Dominus custodierit domum, in vanum vigilant qui custodiunt meam.
Pasando enseguida á hablar de otra cosa.
Decía también frecuentemente: «Existe el valor del sacerdote, como el del coronel de dragones. Solamente, añadía, que el nuestro debe ser tranquilo».
[Pg 27]
VII
Cravatte
Aquí tiene su lugar natural un hecho que no debemos omitir porque es de aquellos que demuestran perfectamente que hombre era el señor obispo de D***.
Después de la destrucción de la partida de Gaspard Bes, que había infestado los desfiladeros de Ollioules, uno de sus tenientes, Cravatte, se refugió en la montaña. Ocultóse por algún tiempo con sus bandidos, resto de la cuadrilla de Gaspard Bes, en el condado de Niza; pasó después al Piamonte, súbitamente reapareció en Francia de nuevo por el lado de Barcelonette. Viósele primero en Jauziers y después en Tuiles. Escondíase en las cavernas de Joug de-l'Aigle, y desde allí descendía hacia las aldeas y los lugares por los barrancos de la Ubaye y de Ubayette.
Llega un día hasta Embrum, penetra por la noche en la catedral, y roba cuanto encuentra en la sacristía. Sus fechorías asolaban el país. Encargóse de su persecución la gendarmería, todo en vano; siempre se escapaba; á veces resistía á la fuerza. Era miserable y audaz á un mismo tiempo.
En medio de todos aquellos horrores, llegó el obispo que estaba haciendo su visita por el Chastelar. El alcalde le salió al encuentro para aconsejarle que retrocediera. Cravatte dominaba la montaña hasta el Arche, y aún mas allá; era peligroso viajar por allí, aunque fuése escoltado. Era exponer inútilmente tres ó cuatro infelices gendarmes.
—Por lo mismo,—dijo el obispo,—pienso ir sin escolta.
—¿Esto piensa Su Ilustrísima?—preguntó el alcalde.
—Y tanto pienso esto, que no quiero absolutamente ningún gendarme y voy á salir dentro de una hora.
—¿Salir?
—Salir.
—¿Solo?
—Solo.
—¡Monseñor! no haréis lo que decís.
—Hay allí, en la montaña,—dijo el obispo,—un lugarejo que no he visitado hace tres años. Son muy amigos míos aquellos pacíficos y honrados pastores. Poseen los pobres una cabra por cada treinta que guardan. Tejen muy bonitos cordones de lana de colores variados, y tocan deliciosos aires pastoriles en flautitas de seis agujeros. Necesitan que de cuando en cuando se les hable de la bondad de Dios. ¿Qué dirían los pobres de un obispo que tuviese miedo? ¿Qué dirían si yo no fuése allí?
[Pg 28]
—Pero monseñor, ¿y los ladrones?
—¡Calle!—dijo el obispo,—ahora recuerdo. Tenéis mucha razón. Puedo encontrarlos, y precisamente ellos han de tener mucha necesidad de que se les hable de Dios.
—¡Monseñor! ¡tened presente que son unos bandidos! ¡una cuadrilla de lobos!
—Señor alcalde, quién sabe si es por eso que Jesús me ha hecho su pastor. ¿Quién sabe las miras de la Providencia?
—Os van á desvalijar, monseñor.
—Si no tengo nada.
—Os matarán.
—¿Á un pobre sacerdote viejo que pasa murmurando sus oraciones? ¡Bah! ¿Y á qué objeto?
—¡Ah, señor! ¡si llegáis á encontrarlos!
—Les pediré limosna para mis pobres.
—Monseñor, no vayáis. ¡En nombre del cielo! exponéis vuestra vida.
—Señor alcalde,—dijo el obispo,—¿no es decididamente más que eso? Yo no estoy en el mundo para guardar mi vida, y sí para guardar almas.
No hubo más remedio que dejarle hacer.
Y salió, en efecto, inmediatamente, acompañado sólo de un muchacho que se ofreció á servirle de guía. Hablóse mucho en la comarca de su obstinación, causando mucho miedo.
No quiso llevar consigo ni á su hermana ni á la señora Magloria. Atravesó la montaña, cabalgando en su mula, sin encontrar á nadie, llegando sano y salvo á casa de sus buenos amigos, los pastores. Estuvo por allí quince días, predicando, administrando, enseñando y moralizando. Al acercarse el día de su partida, resolvió cantar un Te-Deum, de pontifical. Habló de ello al cura. Pero, ¿cómo hacerlo? careciendo de los ornamentos episcopales. No podía el pobre cura poner á su disposición más que una miserable sacristía de aldea, con algunas casullas de damasco, usadas y guarnecidas de galones falsos y deslucidos.
—¡Bah!—dijo el obispo.—Señor cura, anunciad desde el púlpito nuestro Te Deum. Y todo se andará.
Buscóse en las iglesias de los alrededores. Todas las grandezas de aquellas humildes parroquias reunidas no hubieran sido bastantes á vestir convenientemente un chantre de catedral.
Cuando estaban en lo mejor de sus apuros, trajeron y depositaron en casa del cura, una gran caja con destino al señor obispo, dos jinetes desconocidos, los cuales volvieron á partir inmediatamente. Abrióse la caja, encontrándóse en ella una capa de tejido de oro, una mitra guarnecida de diamantes, una cruz arzobispal, un báculo magnífico; en una palabra, todas las vestiduras pontificales robadas hacía un mes á la catedral de Nuestra Señora de Embrun. Dentro de la caja venía un papel[Pg 29] en el cual estaban escritas estas palabras: Cravatte á monseñor Bienvenido.
—¡Cuando decía yo que todo se arreglaría!—exclamó el obispo. Después añadió sonriendo:—Al que se contenta con el sobrepelliz de un cura, le manda Dios una capa de arzobispo.
—Monseñor,—murmuró el cura encogiéndose de hombros y sonriendo también:—¡Dios ó el diablo!
El obispo miró fijamente al cura, reponiendo con autoridad:
—¡Dios!
Cuando volvió de nuevo á Chastelar, en toda la extensión del camino salían á verle por curiosidad. Encontróse en la casa rectoral de Chastelar á la señorita Batistina y á Magloria que le esperaban, y dijo á su hermana:
—¿Qué tal, tenía yo razón? El pobre cura que salió á visitar á los pobres montañeses con las manos vacías, vuelve acá con las manos llenas. Partí, llevando únicamente mi esperanza en Dios, y me traigo el tesoro de una catedral.
Por la noche, antes de acostarse dijo todavía:
—No he temido jamás á los ladrones ni á los asesinos. Estos son los peligros exteriores, es decir, los peligros ligeros. Las preocupaciones, éstas son los ladrones; los vicios, éstos son los asesinos. Los grandes peligros residen en nosotros mismos. ¡Qué importa lo que puede amenazar nuestra cabeza ó nuestro bolsillo! No debemos preocuparnos sino de lo que amenaza á nuestras almas.
Luego, dirigiéndose á su hermana, dijo:
—Hermana mía, el sacerdote jamás debe tomar precauciones contra el prójimo. Lo que hace el prójimo, Dios lo permite. Concretémonos á rogar cuando creamos que nos amaga algún peligro. Roguémosle, no por nosotros, pero sí por nuestros hermanos, á fin de que no cometan falta por causa nuestra.
Por lo demás, los sucesos extraordinarios eran rarísimos en su existencia. Damos cuenta de aquellos que sabemos; pero ordinariamente, se pasaba su vida haciendo todos los días lo mismo y á las mismas horas. Un mes de sus años se parecía á una hora de sus días.
En cuanto á lo que fué «el tesoro» de la catedral de Embrun, nos veríamos apurados si se nos interrogara sobre ello. Contenía objetos muy ricos, tentadores y muy á propósito para emplearlos en provecho de los desgraciados. Robados ya lo estaban, la mitad de la aventura era por lo tanto una realidad; no faltaba sino cambiar la dirección del robo, haciéndole dar un rodeo hacia la parte de los pobres. Nada podemos afirmar, sin embargo, sobre el particular.
Solamente que se encontró entre los papeles del obispo, una nota bastante confusa que se refería, tal vez á este particular, concebida en[Pg 30] los siguientes términos: La cuestión está en si esto debe ser devuelto á la catedral ó al hospital.
VIII
Filosofía después de beber
El senador de quien antes hemos hablado, era un hombre inteligente, que había hecho su carrera con una rectitud incapaz de reconocer como obstáculos esto que llamamos conciencia, fe jurada, justicia y deber; había caminado siempre directamente á su objetivo, sin separarse un punto de la recta de su encumbramiento é intereses. Era un antiguo procurador, enternecido por el éxito, no malo del todo, prestando cuantos servicios insignificantes podía á sus hijos, á sus yernos, á sus demás parientes y aun á sus amigos; había tomado sabiamente de la existencia sólo la parte buena y utilitaria. Todo lo demás le parecía estúpido.
Tenía ingenio y había leído lo suficiente para creerse discípulo de Epicuro, sin ser otra cosa que un simple producto de Pigault-Lebrun. Reíase de buen grado y alegremente de las cosas eternas é infinitas, como de las «ocurrencias del buen obispo». Llegando algunas veces, con cierta condescendiente autoridad, á reirse á las mismas barbas de Monseñor Myriel de lo que este decía.
No recuerdo bien con motivo de qué ceremonia medio oficial, el conde*** (dicho senador) y Monseñor Myriel debieron comer en casa del prefecto. Á los postres, el senador, un poco alegre, pero digno siempre, exclamó:
—¡Voto á san...! ¡señor obispo! Charlemos un poco. Un senador y un obispo se miran raras veces sin guiñar el ojo. Somos dos agoreros. Voy á seros franco. Tengo mi filosofía.
—Tenéis mucha razón,—respondió el obispo.—Cuando uno se ocupa de sus filosofías, uno se acuesta. Y vos, señor senador, os habéis echado en un lecho de púrpura.
El senador envalentonado, repuso:
—Seamos buenos chicos.
—Ó buenos diablos, lo mismo da,—dijo el obispo.
—Os confieso—,replicó el senador,—que el marqués de Argens, Pyrrhon, Hobbes y el señor Naigeon no son unos bolonios. Tengo yo en mi biblioteca á todos mis filósofos encuadernados y dorados por el canto.
—Como vos mismo, señor conde,—interrumpió el obispo.
Prosiguió el senador:
—Odio á Diderot; es un ideólogo, un declamador y un revolucionario:[Pg 31] en el fondo cree en Dios, es más santurrón que Voltaire. Voltaire se rió de Needham, y se equivocó: porque las anguilas de Needham prueban la inutilidad de Dios.
Una gota de vinagre en una cucharada de pasta de harina, suple perfectamente al fiat lux. Suponed la gota bastante gruesa, y bastante grande la cucharada, y tenéis el mundo.
El hombre es la anguila. Entonces, ¿á qué el Padre eterno?
Señor obispo, la hipótesis de Jehová me fatiga. No sirve más que para producir gentes débiles que sueñan vaciedades. ¡Abajo ese gran Todo que nos enreda! ¡Viva Zero que me deja tranquilo! De vos á mí, y por decirlo de una vez, ó para confesarme á mi pastor, creed que cuando llega el caso, tengo buen juicio. No estoy loco, ni mucho menos, por vuestro Jesús que predica, á cielo descubierto y en todas partes, el desprecio de las riquezas y el sacrificio. Consejo de avaro ó de pordiosero. Despreciar las riquezas: ¿por qué sacrificarse?: ¿á qué? Jamás he visto que un lobo se inmole á otro lobo de buena gana. No nos salgamos pues de la naturaleza. Nos encontramos en la cúspide; tengamos por lo tanto una filosofía superior. ¿Para qué estar en lo alto, si no hemos de querer ver más allá de la punta de la nariz de los demás? Vivamos alegremente. La vida es el todo.
Que exista para el hombre otro porvenir, en otra cualquier parte, en lo alto, en lo bajo ó donde se quiera, no creo yo de ello una palabra. ¡Ah! se me recomienda la pobreza y el sacrificio, y debo por lo tanto tener cuidado de todo cuanto haga; es preciso también que me rompa la cabeza sobre el bien y el mal, sobre lo justo y lo injusto, sobre el fas y el nefas. ¿Por qué? Porque he de dar cuenta de mis acciones. ¿Cuándo? Después de muerto. ¡Vaya un sueño! Después de muerto bien haya quien me pinche. Haced que coja un puñado de ceniza una mano de sombra. Hablemos en puridad, ya que pertenecemos á los iniciados, y que le hemos levantado á Isis el guardapié: No existe el bien ni el mal; no hay más que vegetación. Busquemos lo real. Penetremos por todas partes. Profundicemos, ¡qué diablos! es preciso orear la verdad, sondear las profundidades de la tierra y cogerla. Entonces seréis fuerte y podréis reir.
Yo soy cuadrado por la base. Señor obispo, la inmortalidad del hombre es como un «oiga usted». ¡Vaya una promesa! fiad en ella y... Vaya un documento sólido el de Adán. Uno es alma, y podrá ser ángel, y podrá tener dos alas azules en los omóplatos. Ayudadme, pues; ¿no fué Tertuliano quien dijo que los bienaventurados irán de un astro á otro? Sea. Seremos las langostas de las estrellas. Luego veremos á Dios. Ta ta ta. ¡Qué tonterías, ni qué paraísos! Dios es un cuento monstruoso.
Yo no he de decir todo esto en el Moniteur, ¡qué diantre! pero puedo murmurarlo entre amigos. Inter pocula. Sacrificar la tierra al paraíso,[Pg 32] es dejar la tajada por la sombra. ¡Ser el escarnio del infinito! ser un salvaje. Yo no soy nada. Me llamo el señor conde Nada, senador, ¿era yo antes de mi nacimiento? No. ¿Seré después de mi muerte? No. ¿Qué soy? un poco de polvo agregado por un organismo. ¿Qué he venido á hacer sobre esta tierra? Tengo la elección: sufrir ó disfrutar. ¿A dónde me conducirá el sufrimiento? A la nada; pero habré sufrido. ¿A dónde me conducirá el goce? A la nada; pero habré gozado. Mi elección está hecha. Es preciso comer ó ser comido. Yo como. Más vale ser el diente que la yerba. Esta es mi ciencia. Luego que vaya todo como pueda, el sepulturero está allí, el panteón para nosotros; todo cae en la fosa común. Fin. Finis. Liquidación total. Este es el término donde todo acaba. La muerte ha muerto, creedme. Si hay alguien que tenga algo que decir sobre el particular, desde luego me río de estos sueños. Cuentos de nodrizas. El coco para los niños, Jehová para los hombres. No; nuestro mañana es de la noche. Detrás de la tumba no hay sino nadas iguales. Así hayáis sido un Sardanápalo ó un Vicente de Paul, esto no importa. Ésta es la verdad. Vivid, pues, sobre todo. Servíos de vuestro yo mientras lo poseáis. En verdad os lo digo, señor obispo, tengo yo mi filosofía y mis filósofos. Jamás me he dejado ni me dejaré enredar en estas invenciones. Después de todo, no deja de ser ello de algún provecho para los pobres que andan por acá con los pies desnudos, para los ganapanes, y los miserables. Alimentadles de leyendas, quimeras, alma, inmortalidad, paraíso y estrellas. Ellos comen eso mezclado con pan seco. Quien nada tiene, puede tener el buen Dios, que es bien poca cosa. No me opongo á ello, pero guardo para mí á Noigeón.
El buen Dios, es bueno para el pueblo.
El obispo batió palmas.
—¡Esto es hablar!—exclamó.—¡Qué excelente y maravilloso es este materialismo! No lo tiene quien quiere. ¡Ah! cuando uno lo posee, no hay quien le engañe, ni se deja uno desterrar brutalmente como Catón, ni lapidar como Esteban, ni abrasar vivo como Juana de Arco. Aquellos que han sabido procurarse tan admirable materialismo, tienen la incomparable dicha de sentirse irresponsables, y de pensar que pueden ellos devorarlo todo, sin la menor inquietud; las prebendas, las dignidades, el poder bien ó mal adquirido, las retractaciones lucrativas, las traiciones útiles, las sabrosas capitulaciones de conciencia y que bajarán á la tumba, hecha ya la digestión. ¡Qué cosa tan rica! Y no digo eso por vos, señor senador. No obstante, me es imposible dejar de felicitaros. Vosotros, los grandes señores, tenéis, como habéis dicho, una filosofía particular, hecha por vuestro gusto y á gusto vuestro, exquisita, refinada, accesible solo á los ricos, siempre sabrosa y sazonada á vuestro paladar para todas las necesidades de la vida. Esta filosofía está tomada de las profundidades y desenterrada por buscadores especiales. Mas como sois[Pg 33] príncipes buenos, no lleváis á mal que la creencia en un buen Dios sea la filosofía del pueblo, así como, por ejemplo, que el pato guisado con castañas sea el pavo trufado de los pobres.
IX
El hermano explicado por la hermana
Para dar una idea del interior doméstico del señor obispo de D*** y de la manera como aquellas dos santas mujeres subordinaban sus acciones, sus pensamientos, hasta sus instintos de mujer, miedosas por naturaleza, á las costumbres é intenciones del obispo, sin que él tuviera necesidad de tomarse la pena de hablar para expresarlas, no podemos hacer otra cosa que transcribir una carta de la señorita Batistina á la señora vizcondesa de Boischevron, su amiga de la infancia. Esta carta está en nuestras manos.
D*** 16 diciembre de 18...
«Mi buena señora: no se pasa un día, durante el cual no hablemos de vos. Es ésta ya en nosotros una costumbre, pero existe además otra razón para ello. Figuraos que al quitar el polvo y al lavar las paredes y los techos, la señora Magloria ha hecho grandes descubrimientos; ahora ya nuestros dos aposentos tapizados de papel viejo blanqueado por la cal, no resultarían indignos de pertenecer á un castillo como el vuestro. La señora Magloria ha arrancado todo el papel. Debajo había otras cosas. Mi salón donde no hay muebles, y del que nos servimos para tender la ropa de la colada, mide quince pies de alto por diez y ocho de ancho en cuadro, un techo pintado á la antigua, con dorados y artesonados como vuestra casa. Estaba cubierto por un lienzo desde que fué convertido en hospital. En fin, que han aparecido ensambladuras del tiempo de nuestros abuelos. Pero es en mi cuarto donde hay que ver. La señora Magloria ha descubierto, por bajo de diez papeles por lo menos, pegados unos sobre otros, pinturas, que sin ser del todo buenas, pueden muy bien pasar. Está Telémaco, armado caballero por Minerva, está también en los jardines, cuyo nombre no recuerdo ahora. En fin, allí donde las damas romanas iban solo una noche. ¿Qué he de deciros más? Tengo romanos, tengo romanas (aquí una palabra ininteligible), y toda la comitiva. La señora Magloria ha aclarado todo esto, y este verano piensa reparar algunas pequeñas averías, barnizándolo todo, y mi cuarto será así un [Pg 34] verdadero museo. Ha encontrado igualmente en un rincón del granero, dos consolas de madera, bastante antiguas. Pidiéronnos dos escudos de seis libras por volverlas á dorar, pero vale más dárselos á los pobres; además son bastante feas; yo gustaría más de un velador de caoba.
«Yo sigo siendo siempre tan dichosa. Mi hermano es tan bueno. Todo lo que tiene se lo da á los pobres y á los enfermos. Pasamos mucha estrechez. En este país es muy crudo el invierno, y es preciso hacer algo por los que carecen de todo... Nosotros estamos más ó menos alumbrados y abrigados. Ya veis que son estas grandes comodidades.
«Mi hermano tiene sus costumbres particulares. Cuando hablamos de ello, dice que un obispo debe ser así. Figuraos que las puertas de esta casa no se cierran jamás. Entra el que quiere, y se encuentra en seguida con mi hermano. No teme nada, nada, ni siquiera de noche. Esa es su valentía, según él dice.
«No permite que yo tema por él, ni que la señora Magloria tema tampoco. Se expone á toda clase de peligros, y no quiere que aparentemos que nos apercibimos de ello. Es preciso saberle comprender.
«Sale cuando llueve, camina bajo el agua, y viaja en invierno. No le asusta la noche, ni los caminos peligrosos, ni los malos encuentros.
«El año pasado se fué solo á un país de ladrones, sin permitir que le acompañáramos nosotras. Estuvo ausente unos quince días. Á su vuelta, nada le había pasado: se le creía muerto, y gozaba de buena salud. Dijo: «¡Ved cómo me han robado!» y abrió una maleta, llena con todas las alhajas de la catedral de Embrun que le habían entregado los ladrones.
«Esta vez, al volver, no pude menos de regañarle un poco, cuidando, sin embargo, de hablar mientras metía mucho ruido el carruaje, á fin de que nadie pudiera enterarse.
«Al principio me decía yo: no hay peligros que le detengan, es terrible; ahora he acabado por acostumbrarme. Muchas veces hago señas á la señora Magloria para que no le contradiga. Él obra y se aventura como le parece. Me llevo á la señora Magloria y me subo con ella á mi cuarto, ruego por él y me quedo dormida. Estoy tranquila, porque sé muy bien que si le sucediera algún percance, sería ello mi fin. Me iría con el buen Dios en compañía de mi hermano y obispo. La señora Magloria ha tenido más trabajo que yo para acostumbrarse á lo que ella llamaba sus imprudencias. Ahora ya estamos resignadas. Rezamos las dos juntas; las dos tenemos miedo á un tiempo, y á la par nos dormimos. El diablo podría entrar en casa sin el menor obstáculo. Después de todo, ¿por qué hemos de temer? Siempre hay con nosotros en nuestra casa alguien que es más fuerte. Puede el diablo pasar, pero el buen Dios la habita.
«Esto me basta; mi hermano no tiene ya necesidad de decirme nada. Le comprendo sin que me hable, y nos abandonamos á la Providencia.
[Pg 35]
«Ved cómo hay que tratar á un hombre que tiene su grandeza de espíritu.
«He preguntado á mi hermano acerca de las noticias que me pedís sobre la familia de Faux. Ya sabéis que está él muy al corriente, y que conserva todos sus recuerdos, pues sigue siendo muy buen realista. Esta familia es una de las más antiguas entre las normandas de la generalidad de Caen. Hace quinientos años hubo un Raúl de Faux, un Juan Faux y un Tomás Faux, que eran hidalgos, y uno de ellos señor de Rochefort. El último fué Guido Esteban Alejandro, maestre de campo, y no sé qué más en la caballería ligera de Bretaña. Su hija, María Luisa, casó con Adriano Carlos de Gramont, hijo del duque Luis de Gramont, par de Francia y coronel de guardias francesas, y teniente general de los ejércitos. Se escribe Faux, Fauq y Faoucq.
«Recomendadnos, mi buena señora, á las oraciones de vuestro santo pariente el señor cardenal. En cuanto á vuestra cara Silvania, ha hecho bien aprovechando los cortos instantes que pasa á vuestro lado para escribirme. Está buena, trabaja á gusto vuestro, me quiere siempre; es todo lo que yo deseo; estoy muy contenta con el recuerdo que por vos me ha enviado. Mi salud no es del todo mala, y sin embargo, voy enflaqueciendo diariamente. Adiós, se acaba el papel, y esto me obliga á despedirme. Tantas cosas á todos.
«Batistina.
«P. S.—Vuestro sobrinillo está precioso. ¿Sabéis que va ya para cinco años? Ayer vió pasar un caballo al que habían puesto rodilleras, y dijo: ¿Qué es lo que tiene el pobre en las rodillas?—¡Es una criatura encantadora! Su hermanito corre ya por la habitación tirando de un palo de escoba como de un carro, y grita: ¡Au!».
Como se ve por esta carta, aquellas dos mujeres sabían acomodarse á la manera de ser del obispo con esa concepción particular de la mujer que comprende al hombre, mejor que el hombre se comprende á sí mismo. El obispo de D*** bajo aquel aspecto sereno y cándido que no desmentía jamás, hacía á veces cosas grandes, atrevidas y magníficas sin que pareciese advertirlo siquiera. Ellas podían asustarse, pero le dejaban hacer. Alguna que otra vez la señora Magloria solía mostrar su oposición antes, pero nunca durante ni después de la acción. Jamás se le distraía con una sola palabra, ni un gesto siquiera, durante una obra comenzada. En muchos casos sin que tuviera necesidad de decirlo, cuando tal vez ni aún conciencia de ello tenía, tanta era su sencillez, presentían ellas vagamente que obraba como obispo; entonces no eran ellas más que dos sombras en aquella casa. Servíanle pasivamente, y si era preciso para obedecer, que desapareciesen, desaparecían.
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Sabían, con admirable delicadeza de instinto, que los excesos de solicitud pueden ser á veces un estorbo, por lo cual, aún creyéndole en peligro, pero comprendiendo, no diré su pensamiento, pero sí su naturaleza, hasta el punto de no velar por él. Confiábanle á Dios.
Sin embargo, Batistina decía, como acabamos de leer, que el fin de su hermano sería el suyo. La señora Magloria no lo decía, pero lo sabía.
X
El obispo en presencia de una luz desconocida
En una época un tanto posterior á la fecha de la carta citada en las páginas precedentes, hizo él cierta cosa, que, si hemos de creer lo que se dijo en toda la ciudad, era más arriesgada aún que su paseo por las montañas de los bandidos.
Existía junto á D*** en el campo, un hombre que vivía solitario. Este hombre, digamos de una vez la gran palabra, era, un antiguo convencional, llamado G.
Hablábase del convencional G. entre la gentezuela de D*** con cierto horror. ¡Un convencional! ¡Quién puede figurárselo! Eso existía en tiempos en que se tuteaban unos á otros y se llamaban ciudadano. Aquel hombre venía á ser casi un monstruo. No había votado la muerte del rey, pero poco le había faltado. Era pues, un casi regicida. Había sido terrible. ¿Por qué á la vuelta de los príncipes legítimos no habían hecho comparecer á ese hombre ante un consejo prebostal? No era preciso cortarle la cabeza, porque era necesario ser clemente; pero al menos se le podía haber condenado á destierro perpetuo. ¡Hacer un escarmiento! Además, era un ateo como todas aquellas gentes de entonces.
Habladurías de gansos sobre el buitre.
¿Era en realidad un buitre el convencional G.? Sí, á juzgar por lo que había de esquivo en su soledad. No habiendo votado la muerte del rey, no estuvo comprendido en los decretos de destierro, y podía permanecer en Francia.
Habitaba á tres cuartos de hora de la ciudad, alejado de toda vivienda y de todo camino; en la perdida quebrada de un valle salvaje. Decíase que tenía allí una especie de campo, un tabuco, una madriguera. Nada de vecinos, nada de transeuntes. Desde que moraba en aquel valle, la senda que á él conducía había desaparecido bajo la yerba. Hablábase de aquel sitio como de la casa del verdugo.
Por lo tanto, tenía el obispo fija su idea en lo que de él se decía, y de[Pg 37] tiempo en tiempo miraba al horizonte, hacia el punto donde un grupo de árboles indicaba el valle del viejo convencional, y decía: «¡Allí existe un alma que está sola!».
Y para sus adentros, añadía: «Le debo mi visita».
Debemos confesar, sin embargo, que semejante idea, tan natural al principio, le parecía después de un momento de reflexión, como extraña é imposible, y casi repulsiva, porque en el fondo participaba de la impresión general, y el convencional le inspiraba, sin que él acertase á darse cuenta de ello, esa especie de sentimiento que es como la frontera del odio, y que expresa perfectamente la palabra: despego.
No obstante, ¿debe la sarna de la oveja hacer retroceder al pastor? No. ¡Pero qué oveja!
El buen obispo estaba perplejo. Algunas veces se dirigía hacia aquel punto, pero luego retrocedía.
Cierto día, por fin, corrió por la ciudad la noticia de que una especie de pastorcillo que servía al convencional G. en su madriguera, había ido en busca de un médico; aquel infame viejo se moría, por que la parálisis aumentaba, y no podía pasar de aquella noche. ¡Á Dios gracias! añadían algunos.
El obispo tomó su bastón, púsose su sobretodo á causa de estar su sotana, como hemos dicho, por demás usada, y además, por guardarse del aire de la tarde, que no había de tardar en soplar, y partió.
El sol declinaba y tocaba casi al horizonte cuando llegó el obispo al sitio excomulgado. Reconoció por los latidos de su corazón que se encontraba cerca de la madriguera. Saltó una zanja, pasó un seto, atravesó un puente, entró en un huertecillo descuidado, dió algunos pasos resueltos, y de pronto, en un fondo erial, detrás de altos abrojos, percibió la caverna.
Era una cabaña baja, pobre, pequeña y aseada, cuya fachada cubría un emparrado.
Junto á la puerta, sentado en un viejo sillón de ruedas veíase un hombre de cabellos blancos, que sonreía mirando al sol poniente.
Junto al viejo sentado, estaba de pie un joven, el pastorcillo, sirviendo al anciano una taza de leche.
Mientras le miraba el obispo, el anciano levantó la voz diciendo:—Gracias, no necesito nada más. Y su sonrisa dejó de fijarse en el sol para dirigirse al chico.
Adelantóse el obispo, y al ruido que produjo su andar volvió el viejo sentado la cabeza, y su semblante expresó toda la sorpresa que se pueda sentir después de una larga vida.
—Desde que estoy aquí,—dijo el anciano,—ésta es la vez primera que un hombre entra en mi casa. ¿Quién sois, señor?
El obispo respondió:
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—Yo me llamo Bienvenido Myriel.
—¡Bienvenido Myriel! he oído pronunciar ese nombre. ¿Seríais vos acaso aquél á quien el pueblo llama monseñor Bienvenido?
—Yo soy.
El viejo repuso con ligera sonrisa:
—En ese caso, ¿sois vos mi obispo?
—¡Puede!
—Entrad, señor.
El convencional tendió la mano al obispo; pero el obispo no se la tomó, limitándose á decir únicamente:
—Me alegro de ver que me han engañado. No parece en verdad, que estéis enfermo.
—Señor,—respondió el anciano,—voy á curar del todo.
Hizo una pausa, y dijo:
—Voy á morir dentro de tres horas.
Luego repuso:
—Tengo algo de médico, y sé de qué manera llega la última hora... Ayer no tenía fríos más que los pies; hoy ha subido el frío á las rodillas, y estoy sintiendo ahora que alcanza la cintura; cuando llegue al corazón, me pararé. ¿Verdad que es bello el sol? He hecho que me arrastren hasta aquí para lanzar mi última mirada sobre las cosas. Podéis hablarme, la conversación no me fatiga. Habéis hecho muy bien en venir á ver á un hombre que va á morir. Es bueno que en este momento haya testigos. Cada uno tiene sus manías; yo hubiera querido llegar hasta la aurora. Pero sé que me quedan apenas tres horas; será de noche. En fin, ¡qué importa! Acabar es trabajo sencillo. No hay necesidad de día para, ello. Sea, moriré á la hora de las estrellas.
El anciano se volvió hacia el pastor:
—Y tú, vete á acostar. Has velado toda la noche, y estás cansado.
El muchacho entró nuevamente en la cabaña.
El anciano le siguió con la mirada y añadió, como hablando consigo mismo:
—Mientras él dormirá, yo moriré. Ambos sueños pueden ser buenos vecinos.
El obispo no estaba conmovido como parece que debía estarlo. No creía él sentir á Dios en aquella manera de morir; digámoslo todo, porque las pequeñas contradicciones de los corazones grandes deben ser indicadas como las demás; él, que cuando llegaba el caso se reía de buena fe de su eminencia, en aquel momento le chocaba algún tanto no oir que se le llamase monseñor, llegando á estar tentado de replicar: ciudadano. Ocurriósele el capricho de cierta familiaridad, muy común en médicos y eclesiásticos, pero que no era habitual en él. Aquel hombre, después de todo, aquel convencional, aquel representante del pueblo, había[Pg 39] sido un poderoso de la tierra; por la primera vez de su vida tal vez, se sintió el obispo inclinado á la severidad.
El convencional, sin embargo, considerábale con modesta cordialidad, en la cual hubiérase podido distinguir tal vez la humildad que acompaña al individuo próximo á convertirse en polvo.
El obispo, por su parte, si bien se abstenía generalmente de toda curiosidad, la cual, según él, era vecina de la ofensa, no podía abstenerse de examinar al convencional con una atención, que, no siendo originada por la simpatía, se la hubiese reprochado sin duda su propia conciencia con relación á otro hombre cualquiera. Un convencional le hacía el efecto de estar algo fuera de la ley, inclusa la ley de la caridad. G., sereno, el busto casi erguido, la voz vibrante, era uno de esos grandes octogenarios que causan la admiración del fisiólogo. La Revolución tuvo muchos de esos hombres dignos de su época. Adivinábase desde luego en aquel anciano al hombre fuerte. Tan próximo como estaba á su fin, conservaba todas las apariencias de la salud. Había en su certera mirada, en su enérgico acento, en el robusto movimiento de sus hombros, un algo, capaz de desconcertar á la muerte. Azrael, el ángel mahometano del sepulcro, hubiera retrocedido creyendo haber equivocado la puerta. G. parecía morirse, porque así lo quería. Gozaba de la libertad, hasta en su misma agonía. Las piernas solamente estaban inmóviles. Las tinieblas le tenían cogido por ellas. Tenía los pies muertos y fríos, y la cabeza, viviente con toda la pujanza de la vida, aparecía erguida y radiante. G. en aquel supremo instante, se asemejaba al rey del cuento oriental, de carne su parte superior, de mármol su base.
Había allí una piedra. El obispo se sentó. El exordio fué ex-abrupto.
—Os felicito,—díjole en tono casi reprensivo.—Vos no habéis votado nunca la muerte del rey.
El convencional no pareció fijarse en la significación amarga que ocultaba la palabra nunca. Pero respondió, después de haber desaparecido de su rostro la menor sombra de sonrisa:
—No me felicitéis demasiado, señor, porque voté el fin del tirano.
Era el acento austero ante el tono severo.
—¿Qué queréis decir?—repuso el obispo.
—Quiero decir que el hombre tiene un tirano, la ignorancia. Yo voté el fin de ese tirano. Ese tirano ha engendrado la dignidad real, que es la autoridad tomada de lo falso, mientras que la ciencia es la autoridad tomada de lo verdadero. El hombre no debe ser gobernado más que por la ciencia.
—Y la conciencia,—añadió el obispo.
—Es igual. La conciencia es la cantidad de ciencia innata que se encierra en nosotros.
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Monseñor Bienvenido escuchaba, algo asombrado, este lenguaje enteramente nuevo para él.
El convencional prosiguió:
—Tocante á Luis XVI, dije no. Yo no me creo con derecho para matar á un hombre; pero siento el deber de exterminar el mal. Yo voté el fin del tirano, es decir, el fin de la prostitución de la mujer, el fin de la esclavitud del hombre, el fin de las tinieblas para el niño. Votando la república, voté todo eso. Yo voté la fraternidad, la concordia, la aurora. Ayudé á la caída de las preocupaciones y de los errores. El hundimiento de los errores y de las preocupaciones produce la luz. Nosotros hicimos caer al viejo mundo; y el viejo mundo, vaso de miserias, al derramarse sobre el género humano, se ha convertido en cáliz de alegría.
—De alegría impura,—dijo el obispo.
—Podéis decir alegría turbada; y hoy por hoy, después de ese regreso fatal del pasado que se llama 1814, alegría desvanecida. ¡Ay! La obra resultó incompleta, convengo en ello; nosotros demolimos el antiguo régimen en los hechos, no pudiendo suprimirlo del todo en las ideas. Destruir el abuso no es suficiente, es preciso modificar las costumbres. El molino no existe, pero prosigue el viento.
—Vosotros demolisteis. Demoler puede tal vez ser útil; pero yo no me fío de una demolición mezclada en cólera.
El derecho encierra su cólera, señor obispo, y la cólera del derecho es un elemento de progreso. No importa, diga quien quiera lo contrario, la Revolución francesa es el paso más grande del género humano desde el advenimiento de Cristo. Incompleto puede ser, pero sublime. Ha despejado todas las incógnitas sociales, y ha suavizado los espíritus; ha apaciguado, ha templado é ilustrado, ha hecho infiltrar en la tierra torrentes de civilización, en una palabra: ha sido buena. La Revolución francesa es la consagración de la humanidad.
El obispo no pudo abstenerse de murmurar:
—¿Sí? ¡93!
El convencional se incorporó en su silla con una solemnidad casi lúgubre, y con toda la energía con que pueda contar un moribundo, exclamó:
—¡Ah! ¡Vos también! ¡93! Ya esperaba yo esta palabra. Se ha estado formando una nube durante mil quinientos años. Al fin de quince siglos ha descargado. ¿Pretendéis acusar por ello al rayo?
Sintió el obispo, tal vez sin explicárselo, que había sido herido en algo. Supo contenerse, y respondió:
—El juez habla en nombre de la justicia; el sacerdote habla en nombre de la clemencia, que no es sino otra justicia más alta. El trueno no debe jamás equivocarse.
Y añadió mirando fijamente al convencional:
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—¿Luis XVII?
El convencional alargó la mano, y asiendo al obispo del brazo, dijo:
—¡Luis XVII! Veamos. ¿Á quién lloráis en él? ¿Es al niño inocente? Entonces, sí, también lloro con vos. ¿Es al infante real? Os suplico que reflexionéis. Para mí, el hermano de Cartouche, niño inocente, colgado por los sobacos en la plaza de la Grève hasta que sobreviniese la muerte, por el solo crimen de ser hermano de Cartouche, no es menos doloroso que el nieto de Luis XV, niño inocente, martirizado en la torre del Temple por el solo crimen de haber sido nieto de Luis XV.
—Señor,—dijo el obispo,—no gusto de esta mezcla de nombres.
—¿Cartouche? ¿Luis XV? ¿Por cuál de los dos reclamáis?
Hubo un momento de silencio. El obispo se arrepentía casi de haber ido allí, y no obstante, se sentía vaga y extrañamente conmovido.
El convencional repuso:
—¡Ah! señor cura, no os gustan las crudezas de la verdad; Cristo gustaba de ellas. Y sabía tomar una vara y limpiar el templo. Su látigo, de luz refulgente, era un rudo decidor de verdades. Cuando exclamaba: Sinite parvulos... no hacía distinción alguna entre los niños. Él no se inquietaba en preferir el primogénito de Barrabás al primogénito de Herodes. Señor, la inocencia tiene en sí misma su corona. La inocencia ni pierde ni gana siendo alteza. Es igualmente augusta vistiendo andrajos que flordelisada.
—Es verdad,—repitió en voz baja el señor obispo.
—Insisto—continuó el convencional G.—Habéis nombrado á Luis XVII. Entendámonos. ¿Lloramos por todos los inocentes, por todos los mártires, por todos los niños, por los de abajo como por los de arriba? Conformes. Pero ya os lo he dicho; es preciso remontarnos más arriba del 93, esto es, antes de Luis XVII, donde deben comenzar nuestras lágrimas. Yo lloraré con vos por los hijos de los reyes, con tal que vos lloréis conmigo por los hijos del pueblo.
—Por todos lloro,—dijo el obispo.
—¡Igualmente!—exclamó G.—Y si debe inclinarse la balanza, que sea del lado del pueblo. Hace mucho más tiempo que sufre.
Hubo en nuevo silencio siendo el convencional quien lo rompió. Irguióse apoyándose sobre un codo, tomó con el pulgar y el índice un pliegue de su mejilla, como hace maquinalmente el que interroga cuando juzga, é interpeló al obispo con una mirada llena de todas las energías de la agonía. Casi fué una explosión.
—Sí, señor; hace mucho tiempo que el pueblo sufre. Y luego, advertid: No es esto todo, ¿á que venís vos á preguntarme y hablarme de Luis XVII? Yo no os conozco ni sé quién sois. Desde que vine á este país, vivo en este recinto, solo, sin poner jamás los pies afuera, ni ver á nadie, más que á ese muchacho que me asiste. Vuestro nombre, es verdad, ha[Pg 42] llegado confusamente hasta mí, y debo decirlo, no mal pronunciado; pero esto nada significa; ¡las gentes hábiles tienen tantas maneras de hacer que les crea el bueno del pueblo!... Á propósito, no he oído el ruido de vuestro carruaje; os lo habréis dejado sin duda detrás del soto, allá abajo en el empalme de la carretera. No os conozco, repito. Me habíais dicho que erais el obispo, pero esto nada me indica sobre vuestra personalidad moral. En suma, vuelvo á mi pregunta: «¿Quién sois?». Sois obispo, es decir, un príncipe de la Iglesia, uno de esos hombres dorados, blasonados, con grandes rentas, y gruesas prebendas; el obispo de D*** quince mil francos fijos, diez mil de eventuales; total, veinticinco mil francos; con buena cocina, buenas libreas, con buena mesa, comiendo pollos de agua en viernes; pavoneándose entre lacayos delante y detrás de su berlina de gala, que tiene palacios, y arrastra coche en nombre de Jesucristo, ¡que andaba descalzo! Sois un prelado; rentas, palacios, caballos, buena mesa; todas las sensualidades de la vida, tendréis todo eso como los demás, y como los demás disfrutáis de ello, está bien; pero esto dice demasiado ó no dice bastante; esto no me prueba nada sobre el valor intrínseco y esencial, de quien viene con la pretensión probable de traerme la sabiduría. ¿Á quién estoy hablando? ¿Quién sois vos?
El obispo inclinó la frente y respondió:
—Vermis sum.
—¡Un gusano de tierra en carroza!—refunfuñó el convencional.
Tocábale el turno al convencional ser altivo y al obispo humilde.
Éste repuso con dulzura:
—Sea, señor mío; pero explicadme, como mi coche, que está ahí á dos pasos detrás de los árboles, como mi buena mesa y los pollos de agua que yo como en viernes, como mis veinticinco mil francos de renta, como mi palacio y mis lacayos, prueban que la piedad no es una virtud, que la clemencia no es un deber, y que el 93 no fué inexorable.
El convencional pasóse la mano por la frente como para despejar una nube.
—Antes de contestaros,—le dijo,—os pido que me perdonéis. Acabo de cometer un error, señor mío. Estáis en mi casa, sois mi huésped y os debo cortesía. Discutís mis ideas, y debo limitarme á combatir vuestros argumentos. Vuestras riquezas y vuestros goces son mis ventajas contra vos en este debate; pero no es de buen gusto servirse de ellas. Os prometo no valerme más de las tales.
—Os doy por ello gracias,—dijo el obispo.
G. replicó:
—Volvamos nuevamente á la explicación que me pedíais. ¿Dónde estábamos? ¿Qué me decíais? ¿Que el 93 fué inexorable?
—Inexorable, sí,—dijo el obispo.—¿Qué opináis de Marat batiendo palmas á la guillotina?
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—¿Y qué me decís vos de Bossuet cantando el Te-Deum sobre los acuchillados?
La contestación era dura, pero iba derecha al blanco con la rigidez de una punta de acero. El obispo se estremeció, y no se le ocurrió respuesta alguna; y luego, le desconcertaba la manera de nombrar á Bossuet. Los mejores ingenios tienen sus ídolos, y por esto se sienten vagamente mortificados por sus faltas de respeto á la lógica.
El convencional empezaba á sentir hipo, el asma de la agonía que se mezcla á los últimos alientos, le embargaba la voz; no obstante, aún había en su mirada una perfecta lucidez de alma. Prosiguió:
—Digamos todavía algunas palabras, puedo aún. Separándonos de la revolución que, tomada en conjunto, es una inmensa afirmación humana, 93, ¡ay! es una réplica. Vos la encontráis inexorable; pero ¿y la monarquía, señor cura? Carrier es un bandido; pero ¿qué nombre le dais á Montrevel? Fouquier-Tainville es un vividor; pero ¿qué opinión os merece Lamoignon Baville? Maillard es espantoso; pero ¿Saulx-Tavannes qué os parece? El padre Duchesne es feroz; pero ¿qué epíteto me concedéis para el padre Letellier? Jourdan Corta-Cabezas es un monstruo; pero no tanto como el marqués de Louvois. Señor, señor, compadezco á María Antonieta, archiduquesa y reina; pero compadezco también á aquella pobre mujer hugonote, que, en 1685, bajo el reinado de Luis el Grande, dando de mamar á su hijo, fué amarrada á un poste, desnuda hasta la cintura; y arrancándole del pecho la criatura, colocáronla á cierta distancia; hinchado su seno por la leche y el corazón de angustia, la hambrienta y pálida criatura miraba muriendo aquel seno, lleno de vida, y el verdugo decía á la mujer, madre y nodriza á un tiempo: «¡Abjura!» dándole á escoger entre la muerte de su hijo y la de su conciencia. ¿Qué me diréis de este suplicio de Tántalo aplicado á una madre? Señor, guardad bien esto en la memoria: La Revolución francesa tuvo sus razones. Su cólera será absuelta indudablemente por la posteridad. Su resultado es el mejoramiento del mundo. De sus golpes más terribles, surge una caricia para el género humano. Abrevio, concluyo. Tengo demasiado buen juego. Además, me muero.
Y dejando de mirar al obispo, el convencional terminó su pensamiento con estas sencillas palabras:
—Sí, las brutalidades del progreso se llaman revoluciones. Cuando han terminado, se reconoce esto: que el género humano ha sido tratado con dureza, pero que ha marchado.
El convencional no advertía siquiera que acababa de tomar sucesivamente una después de otra, todas las trincheras interiores del obispo. Éste conservaba una todavía, y del supremo recurso de la resistencia de monseñor Bienvenido, salió esta otra frase reapareciendo casi toda la rudeza del principio:
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—El progreso debe creer en Dios. El bien no puede tener servidores impíos. Es un mal conductor del género humano el hombre ateo.
El antiguo representante del pueblo no respondió. Sintióse estremecido; miró al cielo, saltándole una lágrima con aquella mirada. Cuando acabó de llenarse el párpado, la lágrima se deslizó á lo largo de la descolorida mejilla, y dijo balbuceando por lo bajo y como hablando consigo mismo, perdida su mirada en lo profundo:
—¡Oh tú! ¡Oh ideal! ¡Tú sólo existes!
El obispo sintió una especie de conmoción inexplicable.
Después de un silencio, el anciano levantó un dedo señalando al cielo, y dijo:
—El infinito existe. Allí está. Si el infinito no tuviera un yo, sería el yo su límite; no sería infinito; ó en otros términos, no sería. Pero es: luego existe un yo. El yo del infinito que es Dios.
El moribundo había pronunciado estas últimas palabras en voz alta en el estremecimiento del éxtasis, como si viera á alguien. Cuando acabó de hablar se cerraron sus ojos. El esfuerzo le había debilitado por completo. Era evidente que acababa de vivir en un minuto, las pocas horas que podían quedarle. Lo que acababa de decir le había aproximado á la muerte. El supremo instante había llegado.
Comprendiólo el obispo; apremiaba el tiempo, había ido allí como sacerdote; de una extremada frialdad había pasado gradualmente á la emoción extrema; fijó su mirada en aquellos ojos cerrados, tomó aquella mano rugosa y helada, é inclinándose hacia el moribundo, le dijo:
—Ésta es la hora de Dios. ¿No os parece que hubiera sido sensible el habernos encontrado inútilmente?
El convencional abrió los ojos de nuevo; cierta gravedad, en la que había algo de sombrío, inundó su semblante.
—Señor obispo,—dijo con cierta lentitud, que procedía quizá mejor de la dignidad del alma que del desfallecimiento de sus fuerzas,—he pasado mi vida en la meditación, el estudio y la contemplación. Tenía yo sesenta años, cuando mi país me llamó y me ordenó mezclarme en sus asuntos. Yo obedecí. Existían abusos, y los combatí; existían tiranías, y las destruí; existían derechos y principios, y los proclamé y confesé. El territorio estaba invadido, y lo defendí; la Francia se veía amenazada, y le ofrecí mi pecho. No era rico, y soy pobre. Fuí uno de los dueños del Estado, y cuando las cajas del Tesoro estaban atestadas de valores, tantos que fué menester apuntalar las paredes del edificio, próximas á derrumbarse bajo el peso del oro y de la plata, comía yo en la calle del Arbre-sec á veintidós sueldos el cubierto. He socorrido á los oprimidos, he aliviado á los enfermos. He rasgado los manteles del altar, cierto; pero ha sido para vendar las heridas de la patria. He apoyado siempre la marcha adelante del género humano hacia la luz, y he resistido[Pg 45] más de una vez al progreso despiadado. Hubo ocasión en que llegué á proteger á mis propios adversarios, á vosotros. Hay en Peteghem, en Flandes, en el mismo lugar donde los reyes merovingios tenían su palacio de verano, un convento de urbanistas, la abadía de Santa Clara de Beaulieu, que yo salvé en 1793. He cumplido con mi deber según mis fuerzas, haciendo el bien que pude. Después he sido arrojado, acosado, vejado, perseguido, calumniado, escarnecido, afrentado, maldecido y proscrito. Después de muchos años y con todos mis cabellos blancos, veo todavía que hay gentes que se creen con derecho á despreciarme; tengo para la pobre é ignorante multitud cara de condenado, y acepto sin odiar yo á nadie, el aislamiento del odio general. Tengo ahora ochenta y seis años; y voy á morir. ¿Qué venís á pedirme?
—Vuestra bendición,—dijo el obispo.
Y se arrodilló.
Cuando el obispo levantó la cabeza, el rostro del convencional se le presentó verdaderamente augusto. Acababa de espirar.
El obispo regresó á su casa profundamente absorbido en inexplicables pensamientos, y se pasó toda la noche en oración.
Al día siguiente, algunos curiosos atrevidos, intentaron hablarle del convencional G.; concretóse á señalar el cielo.
Desde este momento redobló su ternura y fraternidad para con los infelices y desvalidos.
Toda alusión á aquel «desalmado viejo de G.» le sumía en una preocupación singular. Nadie podría asegurar que el paso de aquel espíritu ante el suyo, y el reflejo de aquella gran conciencia sobre la suya, no hubiesen contribuido en su aproximamiento á la perfección.
Aquella «visita pastoral» fué, naturalmente, objeto de murmuración en los mezquinos círculos de la localidad.
—¿Es acaso,—decían ellos,—lugar digno de todo un obispo la cabecera de semejante moribundo? Era evidente que no había de sacar de allí conversión ninguna. Todos esos revolucionarios son relapsos. ¿Á qué ir entonces? ¿Qué podía ver en semejante sitio? No podía ser sino la curiosidad de ver un alma que se la lleva el diablo.
Cierto día, una de esas viudas ricas, perteneciente á la impertinente variedad de las gentes que se creen agudas, le enderezó esta salida:
—Monseñor, no falta quien pregunta cuándo se pondrá Su Ilustrísima gorro encarnado.
—¡Oh! ¡oh! Ése es un gran color,—respondió el obispo.—Puesto que los que le desprecian en un gorro le veneran en un capelo.
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XI
Una restricción
Se arriesgaría mucho á equivocarse quien supusiera por lo dicho que monseñor Bienvenido fuése un «obispo filósofo» ó un «cura patriota». Su encuentro, que podríamos llamar mejor su conjunción con el convencional G., le dejó una especie de asombro que vino á aumentar todavía su benignidad. He aquí todo.
Por más que monseñor Bienvenido no fuera, ni mucho menos, un hombre político, quizá sea éste el lugar de indicar ligeramente cuál fué su actitud en los acontecimientos de entonces, suponiendo que monseñor Bienvenido hubiese pensado alguna vez en tener actitud alguna.
Retrocedamos, pues, algunos años.
Algún tiempo después de la elevación de monseñor Myriel al episcopado, el emperador le había nombrado barón del imperio, al mismo tiempo que á otros muchos obispos. El arresto del Papa tuvo lugar, como sabe todo el mundo, durante la noche del 5 al 6 de julio de 1809, en cuya ocasión fué llamado monseñor Myriel por Napoleón, al sínodo de los obispos de Francia é Italia convocado en París. Este sínodo se celebró en Nuestra Señora, y tuvo la primera sesión el 15 de junio de 1811, bajo la presidencia del cardenal Fesch. Monseñor Myriel fué uno de los noventa y cinco obispos que acudieron; pero asintió solamente á una sesión y á tres ó cuatro conferencias particulares. Obispo de una diócesis montañesa, viviendo tan cerca de la naturaleza, en la rusticidad y la desnudez, parecía como que aportase, en medio de aquellos personajes eminentes, ideas capaces de cambiar el temperamento de la asamblea. Volvióse, por lo tanto luego á D*** donde, habiéndole interrogado acerca de su precipitado regreso, respondió:
—Mi presencia les molestaba. El aire de fuera les entraba conmigo, haciéndoles el efecto de una puerta abierta.
Otra vez contestó:
—¿Qué queréis? Aquellas eminencias eran todos príncipes, y yo no pasaba de ser un pobre obispo plebeyo.
Lo cierto es que les había disgustado. Entre otras cosas extrañas, habíasele escapado decir cierta noche, en casa de uno de sus colegas más calificados:
—¡Los magníficos relojes, los ricos tapices, las brillantes libreas, todo ello debe ser altamente incómodo! ¡Oh! Yo no querría tener toda esa[Pg 47] superfluidad, molestándome de continuo los oídos con su murmullo: ¡Hay gentes que padecen hambre! ¡las hay que tienen frío! ¡Hay pobres! ¡hay pobres!
Digamos de pasada, que no sería un odio inteligente el odio contra el lujo, puesto que implicaría el odio contra las artes. Sin embargo, en casa de las gentes de Iglesia, salvo la representación y las ceremonias, el lujo es un error. Parece revelar costumbres poco caritativas. Un cura opulento es un contrasentido. El cura debe hallarse cerca de los pobres. ¿Y puede uno estar tocando sin cesar noche y día todas las necesidades, todos los infortunios y todas las miserias, sin llevar sobre sí algo de esa santa nobleza, como polvo de su trabajo? ¿Puede nadie imaginarse un hombre al lado de un brasero sin sentir calor? ¿Concíbese un obrero que trabaje constantemente en un horno, sin tener un cabello quemado, ni una uña ennegrecida, ni una gota de sudor, ni un grano de ceniza en la cara? La primera prueba de caridad en la casa del cura, en la del obispo sobre todo, es la pobreza.
Esto era sin duda lo que pensaba el señor obispo de D***.
No debe creerse, sin embargo, que participase sobre ciertos puntos delicados, de lo que llamaríamos «ideas del siglo». Enredábase poco en querellas teológicas de momento, y absteníase de las cuestiones de compromiso para la Iglesia ó el Estado; pero si se le hubiese instado mucho, creemos que antes se hubiera inclinado á los ultramontanos que á los galicanos. Como estamos haciendo un retrato y no queremos, por lo tanto, ocultar nada, nos vemos obligados á consignar que miró con frialdad la decadencia de Napoleón. Desde 1813 se adhirió ó aplaudió todas las manifestaciones hostiles, excusándose de ir á ver al emperador á su paso de vuelta de la isla de Elba, y absteniéndose de ordenar en su diócesis las rogativas públicas durante los cien días.
Además de su hermana la señorita Batistina, tenía dos hermanos; general el uno y prefecto el otro, á los que escribía con alguna frecuencia. Tuvo con el primero, durante algún tiempo, cierta tirantez de relaciones, porque estando éste encargado, en Provenza, de una comandancia, á la época del desembarque de Cannes, púsose el general á la cabeza de mil doscientos hombres, persiguiendo al emperador como si hubiese querido dejar que se escapara. Su correspondencia resulta mucho más afectuosa con relación al otro hermano, el antiguo prefecto, bello y digno sujeto, que vivía retirado en París, en la calle de Cassette.
Monseñor Bienvenido tuvo, pues, como muchos, su hora de espíritu de partido, su hora de amargura, su nube. La sombra de las pasiones de momento, obscureció también aquel dulce y grande espíritu ocupado en asuntos eternos. Y en verdad, que semejante hombre hubiera merecido no tener opiniones políticas. Es preciso no interpretar mal nuestro pensamiento, confundiendo lo que se llama vulgarmente «opiniones políticas»[Pg 48] con la grande aspiración al progreso, con la sublime fe patriótica, democrática y humana que en nuestros tiempos debe ser el único sentimiento profundo de todas las inteligencias generosas. Sin profundizar cuestiones que no tocan sino indirectamente el asunto de este libro, diremos simplemente así: Hubiera sido mejor que monseñor Bienvenido no hubiese sido realista, y que su vista no se hubiese separado un punto de aquella contemplación serena, de la cual irradian distintamente, sobre todas las ficciones y todos los odios terrenales, sobre todos los vaivenes de los vientos mundanos, las tres luces purísimas de: la Verdad, la Justicia y la Caridad.
Á pesar de convenir en que no era para funciones políticas por lo que había creado Dios á monseñor Bienvenido, hubiéramos comprendido y admirado su protesta en nombre del derecho y de la libertad, su oposición enérgica, su resistencia peligrosa y justa á Napoleón omnipotente. Pero lo que nos place ver frente á frente de los poderosos, nos desagrada con relación á los caídos. Nos gusta el combate mientras dura el peligro; y solamente creemos con derecho á los combatientes de primera hora, de ser los exterminadores en la última. Quien no ha sido constante acusador durante la prosperidad, debe guardar silencio ante la desgracia. El denunciador del éxito es el solo y legítimo juez de la caída. Por nuestra parte, cuando interviene la Providencia y hiere, la dejamos hacer. 1812 empieza á desarmarnos. En 1813 la torpe ruptura del silencio de aquel cuerpo legislativo taciturno, envalentonado por las catástrofes, no era merecedor más que de la indignación, siendo, por lo tanto, aplaudirle un error; en 1814, ante aquellos generales traidores; ante aquel Senado, pasando de uno en otro fango: insultando, después de haber divinizado; ante aquella idolatría, abandonando y escupiendo al ídolo, era indispensable volver la cabeza; en 1815, como los supremos desastres estaban en el aire, como la Francia sentía el estremecimiento de un siniestro próximo, como se podía ya distinguir vagamente Waterloo, abierto ante Napoleón, la dolorosa aclamación del pueblo y el ejército al condenado del destino, nada tenía de risible, y salvando al déspota, un corazón como el del obispo de D*** no podía desconocer cuánto había de augusto y tierno al borde del abismo, en el estrecho abrazo de una gran nación y un grande hombre.
Después de esto, era y fué siempre el obispo, justo en todo; verdadero, equitativo, virtuoso, inteligente, humilde y digno; benéfico y benévolo, lo cual viene á ser otra beneficencia. Era sacerdote, sabio y hombre. Pero, debemos consignarlo, dentro la misma opinión política que acabamos de reprocharle, y que estamos dispuestos á juzgar casi severamente, era él fácil y tolerante, más puede ser, que nosotros mismos. El portero de aquel municipio había sido colocado en su puesto por el Emperador. Era un viejo ex sargento de la antigua guardia, que había[Pg 49] hecho la campaña de Austerlitz, más bonapartista que las mismas águilas. Escapábansele á cada paso, á este pobre diablo, exclamaciones poco reflexivas, que la ley de entonces calificaba de dichos sediciosos. Desde que el perfil imperial había desaparecido de la Legión de honor, no se vistió jamás conforme á ordenanza, por no verse, decía, obligado á llevar su cruz. Había arrancado por su mano, con toda veneración la efigie imperial de la cruz que Napoleón le había dado; lo cual había dejado en la condecoración un hueco que no había querido llenar con nada. ¡Antes morir, decía él, que llevar sobre mi corazón los tres sapos! Reíase en voz alta de Luis XVIII. ¡Viejo gotoso con botines de inglés! decía; que se vaya á Prusia con su salsifi: satisfecho de juntar en una misma imprecación las dos cosas que más detestaba, la Prusia y la Inglaterra. En fin, tanto hizo, que acabó por perder el empleo. Al verle sin pan en medio de la calle y rodeado de su mujer é hijos, llamóle el obispo, le riñó dulcemente, y acabó por nombrarle guardián de la catedral.
En nueve años, á fuerza de buenas acciones, de sencillas y suaves maneras, monseñor Bienvenido se había conquistado en toda la ciudad de D***, una especie de veneración tierna y filial. Su misma conducta con Napoleón había sido aceptada, y, como tácitamente perdonada por el pueblo, rebaño bueno y débil que, si bien adoraba á su emperador, amaba igualmente á su obispo.
XII
Aislamiento de monseñor Bienvenido
Existe, casi siempre, en torno de un obispo, un ejército de curitas, lo mismo que al rededor de un general la correspondiente bandada de subalternos. Son éstos á los que el seráfico San Francisco de Sales llama, no se dónde, «curas boquirrubios». Toda carrera tiene sus aspirantes, cortesanos de los que han llegado á su fin. No hay poder que no tenga su círculo, ni fortuna que no alimente su corte. Los buscadores del porvenir caracoleando en torno del espléndido presente. Toda metrópoli cuenta con su estado mayor. Cualquier obispo algo influyente se ve cercado de continuo por su patrulla de querubines seminaristas, que hacen la ronda y mantienen el orden en el palacio episcopal, montando la guardia junto á las sonrisas de Su Ilustrísima. Caer en gracia del obispo,[Pg 50] es tener el pie en el estribo de un subdiaconato. Es preciso recorrer el camino, que el apostolado no ha de despreciar las canonjías.
Así como tiene la grandeza civil, sus grandes caballeros cubiertos, tiene también la Iglesia sus grandes mitras. Éstas las llevan los obispos encopetados, ricos, prebendados, hábiles, admitidos en el gran mundo, que saben orar sin duda, pero que saben igualmente solicitar; poco escrupulosos en hacer que haga antesala á su persona toda una diócesis, punto medio entre la sacristía y la diplomacia, antes clérigos que sacerdotes, prelados antes que obispos. ¡Dichoso el que á ellos llega! Influyentes como son, hacen que lluevan á su alrededor, sobre solicitantes, y favoritos muy especialmente, y sobre toda aquella juventud que sabe agradarles, las buenas parroquias, las prebendas, los arcedianatos, las capellanías, y canonjías, como espera de las dignidades episcopales. Á medida que ellos avanzan, adelantan también sus satélites; son todo un sistema solar en acción. Sus irradiaciones empurpuran su séquito. Su prosperidad se desmigaja al volver de la esquina en muchas pequeñas promociones. Á mayor diócesis para el prelado, mejor canonjía para el favorito. Y luego, allí está Roma. Un obispo que sabe alcanzar un arzobispado; un arzobispo que llegue á cardenal, se os lleva de conclavista; ya estáis en la Rota; ya tenéis pallium, y cataos auditor, camarero y monseñor. Luego, de la grandeza á la eminencia no hay más que un paso, y entre la eminencia y la santidad, no media sino el humo de un escrutinio. Cualquier solideo puede aspirar á la tiara. Es el sacerdote, en nuestros días, el único hombre que puede llegar á rey regularmente; ¡y qué rey! ¡el rey supremo! Así se explica el gran semillero de aspirantes de seminario. ¡Cuántos niños de coro radiantes! ¡Cuántos jóvenes presbíteros, llevando en la cabeza el cántaro de la Lechera! ¡Como la ambición se llama alegremente devoción! ¿quién sabe? de buena fe tal vez, y ella misma se engaña, por gorrona ó beata.
Monseñor Bienvenido, humilde, pobre y singular, no entraba en el número de las grandes mitras. Estaba demostrado claramente por la completa ausencia de jóvenes presbíteros que se notaba á su alrededor. Ya hemos visto que en París «no había cuajado». Ni un porvenir siquiera se acordaba de apoyarse en aquel anciano solitario. Ni una sola ambición en flor esperaba fructificar á su sombra. Sus canónigos y vicarios generales, eran ancianos bonachones como él, como él también un tanto silvestres, y encerrados como él en aquella diócesis sin salida al cardenalato; los cuales se parecían mucho á su obispo, con la sola diferencia de que ellos estaban acabados y él estaba completo. Veíase tan clara la imposibilidad de medrar junto á monseñor Bienvenido, que apenas salidos del seminario, los jóvenes ordenados por él, se hacían recomendar á los arzobispos de Aix ó de Auch, marchándose enseguida. Porque, en fin, lo repetimos, todo el mundo gusta de ascender. Un santo que viva en un exceso[Pg 51] de abnegación, es un vecino peligroso; pues que podría comunicaros fácilmente por contagio, la pobreza incurable, la enquilosis de las articulaciones indispensables al medro y, en fin, mayor cantidad de desprendimiento del que quisiérais; y el hombre se aparta naturalmente, de esta virtud leprosa. De ahí el aislamiento de monseñor Bienvenido. Vivimos en una sociedad de sombras. Medrar, he aquí la enseñanza que mana, desplomada gota á gota, de la corrupción.
Digámoslo de pasada, el éxito es horroroso. Su falso parecido, al verdadero mérito, engaña al hombre. Para las muchedumbres, el medro tiene casi el mismo perfil de la supremacía. El éxito, ese falso sinónimo del talento, tiene una víctima, la historia. Solamente lo señalan Juvenal y Tácito. En nuestros días, una filosofía casi oficial, ha entrado de sirvienta en su casa, viste la librea del éxito, y presta servicio en su antesala. Medrar: esta es la teoría. Prosperidad: ahí está la capacidad. Os cae la lotería; he aquí un hombre hábil. Quien triunfa es venerado. ¡Nacer vestido! esto es todo. Tened suerte, el resto ya se viene; sed dichoso, y se os creerá grande. Salvo cinco ó seis excepciones inmensas, que son el esplendor de un siglo, la admiración contemporánea no es mas que miopía. El oropel es oro. Ser un advenedizo cualquiera, nada importa; el que llega primero es siempre el agraciado. El vulgo, es un Narciso viejo que se adora á sí mismo, aplaudiendo las vulgaridades. La enorme facultad, por la cual el hombre es un Moisés, un Esquilo, un Dante, un Miguel Ángel ó un Napoleón, la multitud la concede enseguida, y por aclamación, á quien llega á su objetivo, sea en lo que fuere. Que un escribano se convierta en diputado; que un falso Corneille escriba un Tiridates; que un eunuco entre en posesión de un harem; que un Prudhomme militar, gane por casualidad la batalla decisiva de una época; que un boticario invente las suelas de cartón para el ejército de Sambre et Meuse, y se gane con el cartón vendido por suela, una renta de cuatrocientas mil libras; que un buhonero se case con la usura, y le produzca ella por hijos siete ú ocho millones de francos; que un predicador llegue á obispo por gangosear; que el procurador de una gran casa se haga rico, y se le convierta en ministro de Hacienda... los hombres le llaman á todo eso Genio, de igual manera que llaman Beldad al retrato de Mousquetón, y Majestad á la estampa de Claudio. Confundieron las constelaciones del abismo con las estrellas que imprimen sobre el fango de un pantano las patas de los gansos.
[Pg 52]
XIII
Sus creencias
Bajo el punto de vista ortodoxo, no tenemos porqué sondear al señor obispo de D***. Frente á frente de un alma semejante, no sentimos casi más que respeto. La conciencia del justo debe ser creída bajo su palabra. Por otra parte, dadas ciertas naturalezas, admitimos el posible desarrollo de todas las bellezas de la virtud humana, dentro creencias distintas de la nuestra.
¿Qué opinaba él de este dogma ó de aquel misterio? Estos son secretos del fuero interno, no conocidos más que de la tumba, en la que las almas entran desnudas. De lo que estamos ciertos es, de que jamás las dificultades de la fe eran resueltas por él con hipocresía. El diamante no puede corromperse. Creía todo lo que podía. Credo in Patrem, exclamaba frecuentemente. Poniendo además en las buenas obras toda la cantidad de satisfacción bastante á satisfacer la conciencia, que dice por lo bajo: Estás con Dios.
Lo que creemos deber apuntar, es que fuera, por así decirlo, y aún más allá de su fe, poseía el obispo un tesoro de amor. Por lo cual quia multum amavit, sería que le juzgaban vulnerable los «hombres serios», las «personas graves» y las «gentes razonables»; locuciones favoritas de nuestro miserable mundo, en el cual el egoísmo recibe el santo y seña de la pedantería. ¿En qué consistía aquel exceso de amor? En una benevolencia serena, superior á los hombres, como ya hemos indicado antes, que se extendía en casos especiales hasta las cosas. Vivía sin desdén. Era indulgente con todo lo creado por Dios. Todo hombre, incluso el mejor, posee cierta dureza irreflexiva que se la reserva para el animal. El obispo de D*** carecía por completo de semejante dureza, muy común, sin embargo, en los sacerdotes. Sin llegar de mucho hasta el brahmismo, parecía haber meditado estas palabras del Eclesiastés: «¿Sabes á dónde va el alma de los animales?». La fealdad del aspecto, las deformidades del instinto, no le turbaban ni le indignaban jamás, muy al contrario, conmovíanle siempre cuando no le enternecían. Parecía que, pensativo siempre, procuraba buscar, más allá de la vida aparente, la causa, la explicación, la escusa. Parecía estar pidiendo á Dios á cada paso por las conmutaciones. Examinaba su cólera y con el ojo del lingüista que descifra un palimsesto, la cantidad de caos que reside aún en la naturaleza. Semejantes meditaciones arrancábanle á veces palabras extrañas. Una[Pg 53] mañana, estando en su jardín, y creyéndose solo, pero seguido de cerca por su hermana, sin que él lo notara, paróse de súbito, mirando fijamente algo del suelo; era una grande araña, negra, velluda, horrible. Su hermana oyó que dijo:
—¡Pobre animal! esto no es culpa suya.
¿Por qué no hemos de consignar estas niñerías, casi divinas de su bondad? Puerilidades, tal vez, pero puerilidades sublimes fueron, como ellas, las de san Francisco de Asís y de Marco Aurelio. Cierto día sufrió una torcedura por no haber querido pisar una hormiga.
De esta manera vivía aquel hombre justo. Algunas veces se quedaba dormido en su jardín, y entonces aparecía verdaderamente venerable.
Monseñor Bienvenido había sido anteriormente, á creer lo que se decía sobre su juventud y su misma virilidad, un hombre apasionado, y tal vez violento. Su mansedumbre universal era menos que un instinto de la naturaleza, el resultado de grandes convicciones filtradas en su corazón al través de la vida, lentamente penetradas en él, pensamiento por pensamiento; porque así un carácter como una roca pueden ser agujereados por la gota de agua. Semejantes huecos son indelebles; tales labores son indestructibles.
En 1815, creemos haberlo dicho ya, contaba nuestro obispo setenta y cinco años, pero sin aparentar más de sesenta. No era alto; aunque algo grueso, procuraba combatir esta tendencia física, dando largos paseos á pie: su paso era firme, y su cuerpo ligeramente encorvado, detalle del que no pretendemos sacar consecuencia alguna. Gregorio XVI, á los ochenta años, andaba tieso y sonriente, lo cual no impedía que fuése un mal obispo. Monseñor Bienvenido tenía lo que se llama vulgarmente «una cabeza hermosa», pero se hacía querer tanto, que era su belleza lo de menos.
Su conversación estaba impregnada de aquella alegría y candidez infantil que constituía su gracia principal, de que ya hemos hablado, por la que se sentía uno como atraído por él, pareciendo que de toda su persona brotaba alegría. Su tez era fresca y sonrosada, todos sus dientes blancos y bien conservados, y que su sonrisa ponía de manifiesto, le daban ese aspecto abierto y simpático que hace exclamar de un hombre: ¡es un buen muchacho! ó de un anciano: ¡Es un buen hombre! Este fué, si no recordamos mal, el efecto que había hecho á Napoleón. La primera impresión para aquel que le veía por primera vez, no era otra, efectivamente, que la de un buen hombre. Pero después de pasar algunas horas junto á él y por poco que se le viera pensativo, íbase el buen hombre transfigurando poco á poco, adquiriendo cierto imponente no sé qué; su frente ancha y serena, augusta por su aureola de cabellos blancos, lo era igualmente por la meditación; la majestad se desprendía de aquella bondad, sin que la bondad dejara de irradiar por ello; producía el contemplarle[Pg 54] una emoción especial como la que debiera causar la vista de un ángel sonriente, que desplegara sus alas sin dejar su sonrisa. El respeto, respeto inexplicable, que inspiraba, iba penetrando gradualmente hasta el corazón, y sentíase uno como absorbido por aquella alma fuerte, experimentada é indulgente, en la cual el pensamiento era tan elevado, que no podía manar sino dulzura.
Como se ha visto, la oración, la celebración de los oficios divinos, la limosna, el consuelo á los afligidos, el cultivo de un pedazo de tierra, la fraternidad, la frugalidad, la hospitalidad, el desprendimiento, la confianza, el estudio y el trabajo llenaban uno á uno los días de su vida. Llenaban, ésta es la palabra, puesto que los días del obispo estaban todos llenos hasta los bordes de buenos pensamientos, buenas palabras y buenas acciones. Sin embargo, no era el día completo, si el tiempo lluvioso ó frío le privaba de pasear, luego que las dos buenas mujeres se habían retirado, una ó dos horas de la noche en su jardín antes de acostarse. Parecía ser para él como una especie de rito, el prepararse al sueño por la meditación en presencia de los grandes espectáculos nocturnos. Otras veces, en hora muy avanzada de la noche, si las dos ancianas no se habían dormido, le oían pasear lentamente las calles del jardín. Encontrábase allí solo, consigo mismo, absorbido, apacible, adorando y comparando la serenidad de su corazón á la serenidad del éter; emocionado en medio de las tinieblas por los visibles resplandores de las constelaciones y los resplandores invisibles de Dios, abriendo su alma á las imaginaciones que surgen de lo desconocido. Durante aquellos momentos, ofreciendo su corazón al mismo tiempo que las flores nocturnas ofrecen sus perfumes, ardiendo como una lámpara en medio de la estrellada noche, esparciéndose en éxtasis entre la irradiación universal de la creación, no hubiera podido tal vez él mismo decir de sí lo que pasaba por su espíritu; sintiendo que algo inexplicable que se desprendía y escapaba de él, y algo que descendía y penetraba en su interior. ¡Misteriosa reciprocidad entre los profundos abismos del alma y los abismos inmensos del universo!
Pensaba en la grandeza y la presencia de Dios; en la eternidad futura, misterio incomprensible; en la eternidad pasada, misterio menos explicable todavía; en todos los infinitos que se agrandaban ante sus ojos en todos sentidos; y sin tratar de comprender lo incomprensible, lo admiraba. No estudiaba á Dios; se deslumbraba. Consideraba los magníficos choques de los átomos que dan forma y aspecto á la materia, revelando sus fuerzas comprobándolas, creando las individualidades en la unidad, las porciones en la extensión, lo innumerable en lo infinito, y produciendo la belleza con la luz. Aquellos choques unen y desunen átomos y más átomos sin cesar; de ahí la vida y la muerte.
Sentábase sobre un banco rústico adosado á una parra decrépita,[Pg 55] contemplando los astros al través de las mezquinas y raquíticas siluetas de los árboles frutales de su jardín. Aquella cuarta de terreno, miserablemente plantado y lleno de cobertizos y barracas, le era estimado y suficiente.
¿Qué necesitaba más aquel anciano que repartía los ocios de su existencia, bien escasos por cierto, en los trabajos de jardinero durante el día y en las contemplaciones de la noche? Aquel reducido cercado, que tenía por techo los cielos, ¿no era lo bastante para poder adorar á Dios oportunamente en sus obras sublimes? ¿No era efectivamente todo lo más que podía desear? Un jardincito para pasear, y la inmensidad para extasiarse en sus pensamientos. Á sus pies aquello que podía cultivar y recolectar; sobre su cabeza, aquello que brinda á la meditación y al estudio; algunas flores en la tierra, y todas las estrellas del cielo.
XIV
Lo que él pensaba
La última palabra.
Como este género de detalles pudieran, sobre todo en el momento en que nos encontramos, y para servimos de una expresión de moda actualmente, dar al obispo de D*** cierto carácter «panteísta», y hacer creer, sea en contra, sea en favor suyo, que poseía una de aquellas filosofías personales, propias de nuestro siglo, que germinan á veces en los espíritus solitarios, y se forman y desarrollan hasta el punto de reemplazar las religiones, debemos insistir asegurando que ni una sola de cuantas personas conocieron á monseñor Bienvenido, se creyó jamás autorizada á suponer nada que se pareciese á ello. Lo que brillaba en aquel hombre, era su corazón. Su sabiduría era hija de la luz que éste producía.
Nada de sistemas; mucho de obras. Las consideraciones abstractas encierran vértigos: nada indica que se atreviese su espíritu en los apocalipsis. El apóstol puede ser audaz, pero el obispo debe ser tímido. Él hubiera probablemente sentido escrúpulos de sondear muy á fondo ciertos problemas reservados por algo á los grandes y extremados espíritus. Existe cierto horror sagrado bajo los pórticos del enigma; aquellas aventuras sombrías son precipicios, en los que hay algo que le dice al pasajero de la vida: «no entres». Desgraciado del que penetre.
Los genios, en las profundidades inauditas de la abstracción y de la especulación pura, colocados, por así decirlo, sobre los dogmas, proponen[Pg 56] sus ideas á Dios. Su oración se ofrece valientemente á la discusión. Su adoración interroga. Ésta es la religión directa, llena de ansiedades y responsabilidad para quien se atreve á tentar sus escabrosidades.
La meditación humana no tiene límite. Á su riesgo y peligro analiza y escudriña su propio deslumbramiento. Casi podría decirse que por cierta reacción espléndida deslumbra ella la naturaleza; el mundo misterioso que nos circunda devuelve lo que recibe, y es muy probable que los contemplativos sean contemplados. Sea lo que fuere, sobre la tierra hay hombres,—¿son hombres éstos?—que distinguen perfectamente en el fondo de los horizontes de la contemplación las alturas de lo absoluto, y que sienten la terrible visión de la montaña infinita. Monseñor Bienvenido no tenía nada de estos hombres; monseñor Bienvenido no era un genio. Hubiera temido semejantes sublimidades, desde las cuales, algunos muy grandes por cierto, como los mismos Swedenborg y Pascal, se han precipitado en la locura. Es cierto que tan poderosas imaginaciones tienen su utilidad moral, y que por tan intrincadas sendas nos vamos acercando á la perfección ideal. Él tomaba, no obstante, el atajo que abrevia: el Evangelio.
No pretendió jamás hacer que tomara su casulla los pliegues del manto de Elías; no proyectaba un solo rayo del porvenir sobre la tenebrosa marcha de los acontecimientos, ni pretendía jamás condensar esa llama al fulgor de las cosas, pues no tenía nada de profeta ni de mago. Aquella alma humilde amaba: he aquí todo.
Que dilatase sus oraciones hasta una aspiración sobrehumana, esto es probable; pero jamás se ora demasiado como no se ama demasiado jamás; que si llegara á ser una herejía el rogar más allá de los textos, Santa Teresa y San Jerónimo serían herejes.
Él se inclinaba siempre hacia los que gemían ó expiaban. El universo se le antojaba una enfermedad inmensa; sentía en todas partes la calentura, exploraba en todas partes el sufrimiento, y sin querer adivinar el enigma, cuidaba de curar la herida.
El tremendo espectáculo de todo lo creado, desenvolvía en él toda ternura, y no se ocupaba sino en buscar por sí mismo é inspirar á los demás la mejor manera de compadecer y aliviar. Cuanto existe, era para aquel bueno y excepcional presbítero, objeto constante de tristeza que procuraba consolar.
Si existen hombres que trabajan en la extracción del oro, él trabajaba en la extracción de la piedad. La miseria universal era su mina. El dolor general era para él constante pretexto de bondades. Amaos los unos á los otros; él creía esta máxima completa; no necesitaba más, y concretaba á ella sola su doctrina. Cierto día aquel hombre, que se creía «filósofo», aquel senador, ya nombrado, dijo al obispo:
—Ved el espectáculo del mundo; es la guerra de todos contra todos;[Pg 57] el más fuerte es el que tiene más alma. Vuestro amaos los unos á los otros, es una barbaridad.
—Bien,—dijo monseñor Bienvenido sin discutir:—si esto es una barbaridad, el alma debe encerrarse en ella como la perla en su concha.
Encerrábase pues, y vivía absolutamente satisfecho, dejando aparte las cuestiones prodigiosas que arrastran ó espantan, las insondables perspectivas de la abstracción, los precipicios de la metafísica; todas las profundidades convergentes hacia Dios para el apóstol, ó hacia la nada para el ateo: el destino, el bien y el mal, la lucha de los seres contra los seres, la conciencia del hombre, el sonambulismo meditabundo del animal, la transformación de la muerte, el resumen de las existencias que contiene la tumba, el injerto incomprensible, de amores sucesivos en el yo persistente, la esencia, la sustancia, el Nihil y el Ens, el alma, la naturaleza, la libertad y la necesidad; problemas difíciles, espesuras siniestras, ante las que se inclinan los gigantescos arcángeles del espíritu humano; formidables abismos que Lucrecio, Mami, san Pablo y Dante contemplaron con aquella fulgurante mirada que parece, al fijarse cara á cara con el infinito, que hace que surjan del mismo las estrellas.
Monseñor Bienvenido, era sencillamente un hombre que averigüaba exteriormente las proposiciones misteriosas sin escrutarlas, sin agitarlas, y sin perturbar su propio espíritu, por sentir en su alma gran respeto á la sombra.
I
La tarde de un día de marcha
En uno de los primeros días del mes de octubre de 1815, como cosa de una hora antes de ponerse el sol, un hombre que viajaba á pie, entraba en la pequeña ciudad de D***. Los pocos habitantes que se encontraban en aquel momento en las ventanas ó puertas de sus casas, fijábanse en el viajero con cierta inquietud. Difícil hubiera sido dar con un transeunte de aspecto más miserable. Era éste un hombre de mediana estatura,[Pg 58] rechoncho y fuerte, en la robustez de su edad. Podía tener como unos cuarenta y seis ó cuarenta y ocho años. Un casquete con visera de cuero barnizado cubría una buena parte de sus facciones tostadas por el sol y el aire, sudando por todos sus poros. Su camisa de gruesa y amarillenta tela, sujetada al cuello por un pasador de plata, dejaba ver su velludo pecho; llevaba la corbata retorcida en cuerda; un pantalón de cutí azul, viejo y usado, blanco en una de las rodillas y roto en la otra; una blusa vieja que había sido gris, hecha jirones, remendada por uno de los codos con un pedazo de paño verde cosido con bramante: llevando á la espalda un morral de soldado, lleno y muy bien cerrado, completamente nuevo; traía en la mano un enorme y nudoso palo, y los pies sin medias, calzados en zapatos claveteados, la cabeza rapada y la barba larga.
El sudor, el calor, el viajar á pie y el polvo del camino prestaban un tinte sórdido y siniestro á aquel aspecto destrozado y roto.
Sus cabellos cortados al rape, estaban erizados en lo que cabía, puesto que empezaban ya á crecer.
Nadie le conocía. No era evidentemente más que un pasajero. ¿De dónde venía? Del Mediodía; de las orillas del mar tal vez, puesto que hacía su entrada en D*** por la misma calle que siete meses antes había presenciado la del emperador Napoleón yendo de Cannes á París. Aquel hombre debía haber andado todo el día. Parecía muy fatigado. Algunas mujeres del antiguo arrabal de la parte baja de la ciudad, le habían visto pararse bajo los árboles del boulevard Gassendi y beber en la fuente situada al extremo del paseo. Había de por fuerza tener mucha sed, porque los niños que le seguían le vieron pararse á beber nuevamente, doscientos pasos más arriba, en la fuente de la plaza-mercado.
Al llegar á la esquina de la calle Poichevert, tomó por la izquierda dirigiéndose á la Alcaldía, donde entró; volviendo á salir después de un cuarto de hora. Un gendarme estaba sentado junto á la puerta, en el mismo banco de piedra en el que el general Drouot subió el 4 de marzo, para leer á la espantada multitud de los habitantes de D***, la proclama del golfo Juan. El hombre llevó la mano á su casquete, saludando humildemente al gendarme.
El gendarme, sin contestar al saludo fijó su atención en él, siguiéndole algún tiempo con los ojos y entrando luego en la casa de la ciudad.
Existía á la sazón en D*** una buena posada llamada de La Cruz de Colbes. El dueño de la tal posada se llamaba Joaquín Labarre, muy considerado en la ciudad por su parentesco con otro Labarre, dueño en Grenoble de la posada de los Tres Delfines, el cual había servido en los batallones de Guías. Cuando el desembarco del Emperador, había dado lugar la tal posada á muchas habladurías. Decíase que el general Bertrand, vestido de carretero, había hecho allí frecuentes viajes durante el mes de enero, y que había distribuido cruces de honor á los soldados,[Pg 59] y puñados de napoleones á los paisanos. Lo cierto es, que el Emperador, al entrar en Grenoble, había rehusado instalarse en el palacio de la perfectura, después de haber dado las gracias al alcalde, diciendo: Voy á casa de un bello sujeto á quien ya conozco: instalándose en Los tres Delfines. Aquella gloria del Labarre de Los tres Delfines se reflejaba á veinticinco leguas de distancia en el Labarre de La cruz de Colbes. Y se decía de él en la ciudad: Es primo del de Grenoble.
Dirigióse nuestro hombre hacia dicha posada, que era la mejor de la comarca. Entró en la cocina, la cual abría una de sus puertas á la calle. Todos los hornillos estaban encendidos; en la chimenea ardía alegremente una gran llama. El hostelero, que era al mismo tiempo el jefe de cocina, iba muy atareado del hogar á las cacerolas, ocupado en servir una gran comida á unos carreteros, á quienes se oía reir y hablar á grandes voces en la pieza inmediata. Cualquiera que haya viajado, sabe que nadie come á mejor precio que los carreteros. Una gran marmota acompañada de perdices blancas y de pollos silvestres, volteaban en un largo asador junto á la lumbre; en los hornillos estaban cociéndose dos grandes carpas del lago de Lauzet, y una trucha del de Alloz.
El hostelero, al oir que se abría la puerta y que entraba un nuevo huésped, dijo sin separar los ojos de sus hornillos:
—¿Qué se os ofrece?
—Comer y dormir,—dijo el hombre.
—Nada más fácil,—contestó el hostelero. En aquel momento volvió la cabeza, abarcando de una ojeada todo el conjunto del viajero, y añadió:—En pagándolo...
El hombre sacó un gran bolsón de cuero de la faltriquera de su blusa y contestó:
—Tengo dinero.
—En este caso, estoy á vuestras órdenes,—dijo el hostelero.
El hombre volvió á meter su bolsa en el bolsillo; dejó el morral en tierra junto á la puerta, quedóse con el palo en la mano y fué á sentarse junto al hogar. D*** está en las montañas y las veladas de octubre son ya frías.
Entretanto, yendo y viniendo de una parte á otra iba el posadero observando al nuevo huésped.
—¿Comeremos pronto?—preguntó el hombre.
—Enseguida,—contestó el patrón.
Mientras el recién llegado se estaba calentando vuelto de espaldas al posadero, el digno Joaquín Labarre sacó un lápiz de su faltriquera, luego rasgó un pedazo de un periódico viejo que estaba sobre una mesa junto á la ventana. Escribió en lo blanco del margen una ó dos líneas, doblólo sin cerrarlo, y mandó aquel papel por un muchacho que le servía[Pg 60] á la vez de lacayo y marmitón, no sin decirle antes al chico unas palabras al oído. Éste salió corriendo en dirección á la Alcaldía.
EL viajero no vió nada de esto.
Volviendo á preguntar de nuevo:
—¿Comeremos pronto?
—Al momento,—repitió el hostelero.
Volvió el muchacho. Entrególe un papel que el hostelero desdobló precipitadamente como el que espera ansioso una contestación. Pareció leerlo con mucha atención, luego meneó la cabeza, y después de estar como pensativo unos instantes, se dirigió resuelto al viajero, quien parecía estar sumido en un mar de reflexiones no muy serenas.
—Señor mío,—le dijo,—no puedo recibiros.
El hombre se medio incorporó sobre su asiento.
—¡Cómo! ¿teméis que no os pague? ¿queréis que os adelante el gasto? Ya os he dicho que tengo dinero.
—Nada de esto.
—¿Entonces qué?
—Tenéis dinero...
—Sí,—dijo el hombre.
—Y yo,—dijo el hostelero,—no tengo habitación.
—Acomodadme en la cuadra,—repuso el hombre tranquilamente.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque los caballos la tienen ocupada.
—No importa,—dijo el hombre,—un rincón del granero... sobre un poco de paja. Ya veremos eso luego de haber comido.
—Es que tampoco puedo daros de comer.
Esta declaración, hecha en tono comedido, pero firme, parecióle muy grave al viajero, quien levantándose dijo:
—¡Ah! ¡Bah! me estoy muriendo de hambre. He salido al despuntar el día. He andado doce leguas. Pago. Quiero comer.
—No tengo qué daros,—dijo el hostelero.
El hombre lanzó una carcajada, y señalando la chimenea y los hornillos, exclamó:
—¡Nada! ¿y todo esto?
—Es todo de encargo.
—¿Para quién?
—Para estos señores arrieros.
—¿Cuántos son?
—Doce.
—Aquí hay comida para veinte.
—Lo han encargado y pagado anticipadamente.
[Pg 61]
El hombre sonrió y dijo sin levantar la voz:—Estoy en la hostería, tengo hambre y me quedo.
El hostelero se le acercó entonces y le dijo al oído, con acento que le hizo estremecer:
—Salid de aquí.
El viajero estaba en aquel momento, encorvado; empujando unas brasas hacia el fuego con la ferrada contera de su bastón, y al volver la cabeza é ir á abrir la boca para replicar, miróle fijamente el hostelero, repitiendo en voz baja:
—Mirad, basta de palabras. ¿Queréis que os diga vuestro nombre? ¿Os llamáis Juan Valjean? ¿Queréis además que os diga lo que sois? En cuanto os he visto entrar ya me he sospechado yo algo parecido; he mandado á la alcaldía, y he aquí lo que se me ha contestado. ¿Sabéis leer?
Y así diciendo, presentaba al viajero el papel desdoblado que acababa de recorrer el trayecto que iba desde la posada á la alcaldía y desde la alcaldía á la posada. El hombre le dirigió una mirada, y el hostelero repuso, después de una pausa:
—Tengo la costumbre de ser cortés con todo el mundo. Idos enhorabuena.
El hombre bajó la cabeza, recogió el morral que había dejado en el suelo y salió.
Tomó por la calle mayor, caminando al azar, rozando las fachadas de las casas como hombre humillado y triste, sin volver la cabeza una sola vez. Si la hubiera vuelto, habría visto al hostelero de la Cruz de Colbes junto al umbral de la puerta, rodeado de todos los viajeros de la posada y de todos los transeuntes de la calle, hablando con viveza y señalándole con el dedo; y en las miradas de desconfianza y horror de aquel grupo, hubiera adivinado que antes de poco sería su llegada el acontecimiento de la ciudad.
Él nada de esto vió. Las personas agobiadas no miran nunca tras de sí. Están demasiado ciertas de que es la mala suerte quien les sigue.
Caminó en esta forma un buen espacio, andando siempre á la ventura y cruzando calles que no conocía, olvidándose de la fatiga, como acontece á las personas tristes. De súbito, se sintió vivamente aguijoneado por el hambre. La noche estaba encima, miró á su alrededor en busca de un asilo cualquiera.
La rica hostería le había cerrado sus puertas, buscaba pues una humilde taberna, cualquier miserable figón.
Precisamente vió brillar una luz al fin de la calle; una rama de pino colgada de una horquilla de hierro se destacaba sobre los blancos celajes del crepúsculo. Allá se dirigió.
Era efectivamente una taberna, la taberna de la calle de Chaffaut.
El viajero se paró un momento, miró por las vidrieras el interior de[Pg 62] los bajos de la taberna, alumbrados por una lamparilla puesta sobre la mesa, y por un gran fuego en el hogar. Varios hombres estaban bebiendo. El tabernero se calentaba. La llama estaba haciendo hervir una marmita de hierro colgado de las llares.
Entrábase en la taberna, que tenía al mismo tiempo algo de posada, por dos puertas. La una daba á la calle y la otra á un pequeño patio lleno de basura. El viajero no se atrevió á entrar por la puerta de la calle. Deslizóse por el patio, vaciló todavía un momento; luego, levantó tímidamente el pestillo y empujó la puerta.
—¿Quién va?—preguntó el tabernero.
—Alguien que quisiera cenar y dormir.
—Está bien. Aquí se cena y se duerme.
Entró el hombre. Todos los que estaban bebiendo se volvieron. La lámpara le daba luz por una parte, el fuego por la otra. Todos le examinaron de arriba abajo, mientras se descargó de su morral.
Díjole el tabernero:
—Ahí tenéis fuego. La cena se está cociendo en la marmita. Venid y os calentareis, camarada.
Fué á sentarse el hombre junto el patrón, acercando al hogar sus pies estropeados por la fatiga; un olor agradable salía de la hirviente marmita. Todo lo que podía distinguirse de su fisonomía bajo su encasquetada gorra, tomó una vaga apariencia de bienestar, mezclado al doloroso y punzador aspecto que produce la costumbre del sufrimiento.
Era, por lo tanto, su semblante, firme, enérgico y triste. Aquella fisonomía presentaba un compuesto bastante extraño, pues comenzaba por parecer humilde y acababa por semejar severa. Su mirada brillaba bajo sus cejas, como debajo de malezas la llama.
No obstante, uno de los hombres sentados á la mesa era un pescadero que antes de entrar en la taberna de la calle de Chaffau, había ido á dejar su caballo en la cuadra de la hostería de Labarre. La casualidad había querido que aquella misma mañana se hubiese encontrado con aquel forastero de mala catadura, caminando entre Bras d'Asse y... (he olvidado el nombre: creo que sería Escoublon). Al encontrarle, el hombre que parecía ya muy fatigado, le había pedido que le permitiera subir á la grupa; á lo que el pescadero había contestado redoblando el paso. El pescadero formaba parte, media hora antes, del grupo que rodeaba á Joaquín Labarre, y asimismo había contado su desagradable encuentro de por la mañana á los viajeros de la Cruz de Colbes. Hizo á la sazón, desde su asiento, una seña imperceptible al tabernero. Éste se le acercó. Cambiáronse entre ambos algunas palabras en voz baja. El hombre estaba abismado en sus reflexiones.
El tabernero se acercó de nuevo á la chimenea, puso bruscamente su mano sobre la espalda del hombre, y le dijo:
[Pg 63]
—Vete de aquí.
El viajero volvió la cabeza y dijo dulcemente:
—¡Ah! ¿Sabéis vos?...
—Sí.
—¿Que me han despedido de otra posada?
—Como se te echa de ésta.
—¿Dónde queréis que vaya?
—Á otra parte.
El hombre tomó su palo y su morral, y se fué.
En cuanto salió, algunos muchachos que habían venido siguiéndole desde La Cruz de Colbes y que parecían esperarle, le tiraron algunas piedras. Volvió el hombre colérico, sobre sus pasos, amenazándoles con el palo; los muchachos se dispersaron como una bandada de gorriones.
Pasó por delante de la cárcel. Á la puerta pendía una cadena de hierro unida á una campana. Llamó.
Abrióse un postigo.
—Señor portero,—dijo quitándose respetuosamente la gorra,—¿queréis hacer el favor de abrirme y dejarme pasar aquí la noche?
Una voz respondió:
—Una cárcel no es una posada; haceos prender y se os abrirá.
El postigo volvió á cerrarse.
Penetró entonces en una callejuela á la que dan muchísimos jardines. Algunos no están cerrados más que por sencillas cercas, lo cual embellece la calle. En medio de aquellos jardines y cercas, vió una casita de un solo piso, cuya ventana estaba iluminada. Miró entonces por entre los cristales como había hecho antes en la taberna. Vió una grande habitación blanqueada con cal, con una cama cuyo cobertor era de indiana rameda, una cuna en un ángulo, algunas sillas de madera y una escopeta de dos cañones colgada de la pared. Una mesa servida ocupaba el centro de la estancia. Un velón de cobre alumbraba el blanco mantel de grosera tela, una jarra de estaño, brillante como de plata, y llena de vino y la humeante sopera de caldo obscuro. Estaban sentados á la mesa, un hombre de unos cuarenta años, de aspecto abierto y jovial, haciendo saltar un chiquillo sobre sus rodillas. Junto á él una mujer muy joven daba de mamar á otra criatura. El padre reía, reía el muchacho y sonreía la madre.
El forastero estuvo un momento contemplando aquel espectáculo tierno y apacible. ¿Qué pasó por él? Él sólo hubiera podido decirlo. Es muy posible que creyese que aquella alegre morada había de ser hospitalaria, y que allí donde veía tanta dicha, encontrara, tal vez, un poco de piedad.
Dió, para llamar, un ligero golpe con la mano en la vidriera.
No fué oído.
[Pg 64]
Llamó por segunda vez.
Oyó que decía la mujer: creo que han llamado.
—No,—contestó el marido.
Llamó entonces por tercera vez.
Levantóse el marido, tomó el velón y abrió la puerta.
Era un hombre de elevada estatura, mitad campesino y menestral; llevaba un gran delantal de cuero que le subía hasta su hombro izquierdo, debajo del cual guardaba, marcándose perfectamente el bulto, un martillo, un pañuelo encarnado, un frasco de pólvora y varios otros objetos retenidos por la cintura, como dentro de un bolsillo. Volvió, inmutado, la cabeza hacia atrás; su camisa, muy abierta y desabrochada, dejaba ver un cuello de toro, blanco y desnudo. Tenía las cejas muy pobladas y grandes patillas negras; los ojos á flor de frente, y el resto de la cara formando hocico; y sobre todo esto, tenía el aire inexplicable de quien se encuentra en su casa.
—Señor,—dijo el viajero,—perdonad; pero, pagando, ¿podríais darme un plato de sopa, y dejarme un rincón donde pasar la noche en este cobertizo del jardín? Decidme: ¿podéis darme, pagando, lo que os pido?
—¿Quién sois?—preguntó el amo de la casa.
El hombre contestó:
—Vengo de Puy Moyssoon. He andado todo el día; he hecho doce horas de camino. ¿Podéis, como os he dicho, pagando?...
—Yo no rehusaría,—dijo el menestral,—en dar lo que pedís, pagando. Pero, ¿porqué no habéis ido á la posada?
—No hay sitio en ella.
—¡Bah! Es imposible, no siendo hoy, como no es, día de feria, ni de mercado. ¿Habéis estado en casa Labarre?
—Sí.
—¿Y qué?
El viajero turbado contestó:
—No sé, pero no me ha recibido.
—¿Habéis estado en la taberna de... la calle de Chaffaut?
La turbación del viajero iba en aumento; entonces balbuceó:
—Tampoco han querido recibirme.
La fisonomía del menestral tomó toda la expresión de la desconfianza; y fijándose en el recién llegado de los pies á la cabeza, exclamó de súbito como extremecido:
—¿Seríais por ventura el hombre?...
Y después de dirigir otra mirada al forastero, retrocedió tres pasos, dejó el velón sobre la mesa y descolgó su escopeta de la pared.
Mientras el artesano decía: ¿seriáis por ventura el hombre?... habíase levantado la mujer, y tomando en brazos ambas criaturas, se refugiaba precipitadamente detrás de su marido, mirando al forastero horrorizada,[Pg 65] desnudo el pecho, espantosos los ojos, murmurando por lo bajo:—Tso-maraude[1].
Todo esto tuvo lugar en menos tiempo del que es necesario para figurárselo. Después de haber examinado por algunos instantes al hombre, como se examina una víbora, el amo de la casa se acercó nuevamente á la puerta y dijo:
—Vete.
—Por favor,—repuso el hombre,—un vaso de agua.
—¡Un tiro!—exclamó el artesano.
Luego cerró violentamente la puerta y el hombre oyó como corría dos grandes cerrojos. Un momento después, cerráronse también las hojas de la ventana, oyéndose además el ruido de una barra de hierro que las afirmaba.
La noche avanzaba. El frío viento de los Alpes soplaba con furia. Á la luz del expirante día, advirtió el forastero dentro de uno de los jardines que bordean la calle una especie de barraca que le pareció hecha de pedazos de césped. Franqueó resueltamente la empalizada y se encontró en el jardín. Llegóse á la barraca; tenía ésta por puerta una estrecha abertura, bastante baja, pareciéndose á esas construcciones que los peones camineros levantan junto á las carreteras. Creyóse en efecto que era aquella la barraca de algún peón; sentía frío y hambre; estaba resignado al hambre, pero á lo menos quería aprovechar aquel abrigo contra el frío.
Semejantes barracas no acostumbran á estar habitadas por la noche. Agachóse cuanto pudo, y arrastrándose sobre el suelo logró deslizarse dentro de la barraca. Estaba caliente y tenía además un buen lecho de paja. Estuvo unos instantes echado sobre aquel lecho sin poder hacer un sólo movimiento, tal era su cansancio. Luego, como el morral entre ambas espaldas le incomodaba y podía por otra parte servirle de almohada, empezó á desatar una de las correas que le sujetaban. En aquel momento creyó oir un gruñido feroz. Levantó los ojos. La cabeza de un enorme perro de presa se dibujó en la sombra de la abertura de la barraca. Era aquella barraca una perrera.
El hombre era igualmente vigoroso y fuerte; armóse con su palo, hizo de su morral broquel, y salió de la perrera como pudo, no sin aumentar los jirones de su harapiento traje.
Salió igualmente del jardín, caminando hacia atrás, obligado para tener el perro á distancia, á recorrer al manejo del palo, que los maestros en semejante esgrima llaman el molinete.
Cuando hubo no sin trabajo, franqueado de nuevo la empalizada y [Pg 66]volvió á encontrarse otra vez en la calle; sólo, sin cama, sin techo, sin abrigo, rechazado igualmente de aquel lecho de paja y de aquella miserable barraca, dejose caer, mejor que se sentó, sobre una piedra, y parece que no faltó transeunte que le oyó exclamar:
—¡Soy menos que un perro!
Luego se levantó de nuevo y echó á andar. Salía de la ciudad en la esperanza de encontrar algún árbol ó algún pajar del campo, que le diese abrigo.
Caminó así, por algún tiempo, siempre con la cabeza baja. Cuando se vió lejos de toda morada humana, levantó los ojos mirando á su alrededor. Se encontraba en el campo; levantábase delante de él una de estas colinas bajas, cubiertas de rastrojo, que parecen, después de la siega, cabezas rapadas.
Veía el horizonte completamente negro, no sólo por las sombras de la noche, sí que también á causa de algunas nubes muy bajas que parecían apoyarse en la misma colina, y que se elevaban llenando todo el cielo. No obstante, como iba á salir la luna y flotaba todavía en el zénit un rayo de luz crepuscular, formaban aquellas nubes en lo alto del cielo una especie de bóveda blanquecina que lanzaba sobre la tierra cierto resplandor.
La tierra resultaba, pues, más iluminada que el cielo, lo cual es de un efecto particularmente siniestro, y aquella colina de pobres y mezquinos contornos, se dibujaba vaga y blanquecina sobre el horizonte tenebroso. Todo aquel conjunto resultaba horroroso, pequeño, lúgubre y limitado. Nada se veía en el campo ni en la colina mas que un árbol deforme, que se retorcía como tembloroso á pocos pasos del viajero.
Aquel hombre se encontraba evidentemente muy lejos de poseer aquellos delicados hábitos de inteligencia y de espíritu que nos hacen sensibles á los misteriosos aspectos de las cosas; no obstante, había en aquel cielo y en aquella colina, en aquella llanura y en aquel árbol, algo tan profundamente desconsolador, que después de un instante de inmovilidad y de contemplación, el hombre aquel retrocedió, dejando el camino bruscamente. Hay momentos en que la misma naturaleza nos parece hostil.
Volvió sobre sus pasos. Las puertas de D*** estaban cerradas. D***, que sostuvo largos sitios durante las guerras religiosas, estaba todavía circuida en 1815 de antiguas murallas flanqueadas de torreones cuadrados, que han sido demolidas después. Pasando por una brecha, se encontró de nuevo en la ciudad.
Serían como las ocho de la noche. Como las calles le eran desconocidas, empezó nuevamente su paseo á la ventura.
Dió, andando así, con la prefectura, después con el seminario. Al pasar junto á la catedral, mostró á la iglesia su puño cerrado.
[Pg 67]
Existe en un ángulo de esta plaza una imprenta. Es en la que fueron impresas, por primera vez, las proclamas del emperador y de la guardia imperial al ejército, traídas de la isla de Elba y redactadas por Napoleón mismo.
Agobiado por el cansancio y sin esperar nada, acostóse sobre el banco de piedra que existía junto á la puerta de la imprenta.
Una anciana que salía en aquel momento de la iglesia, observó á aquel hombre echado en la sombra.
—¿Qué hacéis aquí, buen amigo?—le dijo.
Él contestó rudamente encolerizado:
—Ya lo veis, buena mujer, me acuesto.
La buena mujer, bien digna en efecto de tal nombre, era la señora marquesa de R.
—¿Sobre este banco?—repuso ella.
—He dormido durante diez y nueve años en colchón de madera,—dijo el hombre;—hoy le tengo de piedra.
—¿Habéis sido soldado?
—Sí, buena mujer, soldado.
—¿Por qué no vais á la hostería?
—Porque no tengo dinero.
—¡Ay!—exclamó la señora de R.,—no tengo en mi bolsa mas que cuatro sueldos.
—Dádmelos.
El hombre tomó los cuatro sueldos.
La marquesa de R. continuó:
—Con tan poco dinero no podréis encontrar alojamiento. ¿Lo habéis solicitado? Es imposible que paséis así la noche. Sentís indudablemente frío y hambre. Pudieran haberos alojado por caridad.
—Ya he llamado á todas las puertas.
—¿Y qué?
—De todas me han echado.
La «buena mujer» tocó el brazo del hombre, y señalando hacia la otra parte de la plaza una pequeña casa junto al palacio del obispo.
—¿Habéis,—repuso ella,—llamado á todas las puertas?
—Sí.
—¿Habéis llamado á aquélla?
—No.
—Llamad pues.
II
La prudencia aconseja á la Sabiduría
Aquella noche, el señor obispo de D***, después de su paseo por la ciudad, se estuvo hasta muy tarde encerrado en su cuarto. Andaba ocupado[Pg 68] en un gran trabajo acerca de los Deberes, el cual quedó desgraciadamente sin concluir. Consistía en extractar cuidadosamente todo cuanto los Padres y los Doctores han dicho sobre materia tan grave. Su libro estaba dividido en dos partes: primeramente trataba de los deberes de todos, y en segundo lugar, de los deberes de cada uno, según la clase á la cual pertenezca. Los deberes de todos son los grandes deberes. Éstos son cuatro. San Mateo los designa así: Deberes para con Dios (Math., VI), deberes para nosotros mismos (Math., V, 29, 30), deberes para con el prójimo (Math., VII, 12), deberes para con las criaturas (Math., VI, 20, 25). Para los demás deberes, había el obispo encontrado indicaciones y prescripciones en diversas partes: para los soberanos y los súbditos, en la Epístola á los Romanos; para los magistrados, las esposas, las madres y los jóvenes, en san Pedro; para los maridos, padres, hijos y servidores, en la Epístola á los Efesios; para los fieles, en la Epístola á los Hebreos; para las doncellas, en la Epístola á los Corintios. Estaba haciendo trabajosamente de todas estas prescripciones reunidas, un conjunto armonioso que quería presentar á las almas.
Á las ocho estaba trabajando todavía, escribiendo muy incómodamente en pequeñas cuartillas de papel, con un gran libro abierto sobre las rodillas, cuando la señora Magloria entró, según costumbre, para sacar la plata del armario que había junto á la cama. Un instante después, comprendiendo el obispo que estaba ya servida la mesa y que su hermana le estaría esperando tal vez, cerró su libro, dejó su mesa de escribir y entró en el comedor.
Era el comedor una pieza oblonga con chimenea, con una puerta en la calle, como hemos dicho, y ventana al jardín.
La señora Magloria acababa efectivamente de poner los cubiertos.
Mientras iba poniendo la mesa conversaba con la señorita Batistina.
Sobre la mesa había una lámpara; la mesa estaba junto á la chimenea, en la cual ardía una gran llama.
Puede uno figurarse fácilmente aquellas dos mujeres que habían ambas atravesado los sesenta: la señora Magloria, pequeña regordeta, vivaracha; y la señorita Batistina, dulce, delicada, pálida, un poco más alta que su hermano, con su vestido de seda marrón, color muy de moda en 1806, que ella había comprado á la sazón en París y que le duraba todavía. Por valernos de una locución vulgar, que tiene el mérito de expresar con una sola palabra una idea para la cual no basta á veces una página, la señora Magloria tenía el aire de una mujer y la señorita Batistina el de una señora. La señora Magloria llevaba gorra blanca acanalada; al cuello una crucecita de oro, única joya de mujer en aquella casa; un pañuelito blanquísimo asomaba debajo de un vestido de buriel negro de mangas anchas y cortas; un delantal de tejido de algodón á cuadros encarnados y verdes, sujetado al talle con una cinta verde, con su pitillo[Pg 69] prendido á los hombros con alfileres; calzaba zapatos gruesos y medias amarillas, como las mujeres de Marsella.
El vestido de la señorita Batistina, cortado sobre patrones de 1806, tenía el talle corto, falda estrecha, mangas de hombreras con picos y botones. Cubría sus cabellos grises con una peluca de rizos llamada de niño. La señora Magloria tenía el aire inteligente, vivo y bueno; los dos ángulos de su boca desigualmente levantados, y el labio superior, algo más grueso que el inferior, le prestaban cierto carácter testarudo é imperioso. Tanto, que cuando monseñor se callaba, hablaba ella resueltamente, mezclando al respeto la libertad; pero desde que monseñor empezaba á hablar, trocábase aquella libertad en una obediencia pasiva muy parecida á la de la señorita Batistina, sin decir una palabra más. Ésta se limitaba sencillamente á obedecer y complacer. Ni aún de joven, había sido bonita; tenía grandes ojos azules al nivel de la frente y la nariz larga y aplastada, pero el todo de su fisonomía, toda su persona, ya lo hemos dicho al principio, respiraba inefable bondad. Siempre había sido como predestinada á la mansedumbre; pero la fe, la caridad y la esperanza, estas tres virtudes que prestan dulce calor al alma, habían elevado poco á poco aquella mansedumbre hasta la santidad. La naturaleza había hecho de ella una simple oveja; la religión la había elevado á ángel. ¡Pobre y santa mujer! ¡Dulce recuerdo desvanecido!
La señorita Batistina ha contado después tantas veces lo que tuvo lugar aquella noche en casa del obispo, que muchas personas que viven todavía, recuerdan perfectamente los menores detalles.
En el momento en que entró el señor obispo, la señora Magloria estaba hablando con alguna vivacidad. Referíase en su conversación con la señorita de cierto asunto que le era muy conocido, y del cual estaba Su Ilustrísima muy enterado. Tratábase del pestillo de la puerta de entrada.
Parece que al ir por algunas provisiones para la cena, había oído hablar de ciertas cosas, en diferentes sitios. Se trataba de un vagamundo de mala catadura; decíase que este vagamundo sospechoso acababa de llegar, que había de estar en una parte ú otra de la ciudad, y que era muy posible tuviese un mal encuentro, cualquiera de los que aquella noche se viese obligado á retirarse tarde á casa. Que la policía estaba muy mal atendida; por otra parte, gracias á que el señor Prefecto y el señor alcalde eran muy poco amigos, buscando perjudicarse mutuamente con el resultado de los acontecimientos que pudiesen sobrevenir. Y que debían, por lo tanto, las personas prudentes, cuidar por sí mismas de lo que descuidaba la policía, guardándose mucho, y teniendo buen cuidado de echar cerrojos y atrancar y cerrar bien las puertas.
La señora Magloria marcó mucho la última frase; pero el obispo que venía de su cuarto, en el que se sentía mucho el frío, se sentó delante de la [Pg 70] chimenea y empezó á calentarse, pensando tal vez en algo muy distinto. No se fijó pues para nada en la frase que la señora Magloria acababa de pronunciar. Ésta volvió á repetirla. Entonces la señorita Batistina, queriendo complacer á la señora Magloria, sin disgustar á su hermano, se aventuró á decir tímidamente:
—Hermano mío, ¿has oído lo que dice la señora Magloria?
—He oído vagamente algo,—respondió el obispo.
Luego, dando media vuelta á la silla, puestas ambas manos sobre sus rodillas, y elevando hacia su antigua servidora la mirada con aire cordial y sencillamente risueño, é iluminado desde abajo por la llama del hogar:
—Veamos. ¿Qué hay? ¿Qué sucede? ¿Nos amenaza algún peligro grave?
Entonces la señora Magloria volvió á repetir la historia exagerándola algún tanto, sin duda. Parece, según dijo, que un gitano, un descamisado, una especie de mendigo peligroso, se encontraba á la sazón en la ciudad. En vano había pretendido alojarse en casa de Juoaquín Labarre, quien no había querido recibirle. Se le había visto después por el boulevard Gassendi, y vagar por varias calles al anochecer. Un hombre de morral y garrote, de horrible catadura.
—¿De veras?—exclamó el obispo.
Esta condescendencia en interrogarla alentó á la señora Magloria pues ello parecía indicarle que el obispo no andaba muy lejos de alarmarse; prosiguió entonces en ademán triunfante:
—Sí, monseñor. Como os lo digo. Esta noche va á pasar alguna desgracia en la ciudad. Todo el mundo lo dice. Además como la policía está tan descuidada (repetición útil). ¡Vivir en un país montañoso como éste, y no tener de noche faroles en las calles! Sale uno. ¿Dónde está la seguridad? Y decía yo, monseñor, y la señorita decía igualmente...
—Yo,—interrumpió la hermana,—yo no digo nada. Lo que haga mi hermano es lo bien hecho.
La señora Magloria prosiguió como si no hubiese oído la protesta:
—Decíamos nosotras, que no es esta casa muy segura; que si lo permite monseñor, iré yo misma á decir á Paulino Musebois, el cerrajero, que venga á poner de nuevo los antiguos cerrojos á la puerta, que están ahí; es obra de un instante; repito que es preciso reponer los cerrojos aunque no sea más que por esta noche; porque, digo yo, que una puerta que puede abrirse desde fuera, con sólo levantar el pestillo, el primer recién llegado, es muy de temer; y con la costumbre que tiene monseñor de decir siempre: entrad, y que luego, como á media noche. ¡Dios mío! no hay necesidad de pedir permiso...
En aquel momento llamaron á la puerta dando un golpe violento.
—Adelante,—dijo el obispo.
[Pg 71]
III
Heroísmo de la obediencia pasiva
La puerta se abrió.
Abrióse vivamente, por completo como si alguien la hubiese empujado con resolución y energía.
Entró un hombre.
Á este hombre lo conocemos ya. Era el viajero á quien hemos visto andar en busca de un asilo.
Entró, dió un paso y se quedó parado, dejando tras sí la puerta abierta. Llevaba su morral á la espalda, el garrote en la mano; su expresión era ruda, atrevida, fatigada y violenta la mirada. El fuego de la chimenea le alumbraba. Estaba horrible. Era una siniestra aparición.
La señora Magloria no tuvo siquiera la fuerza necesaria para dar un grito. Estremecióse, quedando inmóvil.
La señorita Batistina volvió la cabeza, vió al hombre que entraba, y se levantó medio espantada: después, volviendo poco á poco la cabeza hacia la chimenea, levantó los ojos mirando á su hermano, tomando entonces su fisonomía el aspecto de profunda calma y severidad.
El obispo fijó en el hombre su mirada tranquila.
Al abrir la boca para preguntar sin duda al recién llegado qué se le ofrecía, éste, apoyando ambas manos sobre su garrote, dirigió una mirada alternativa al anciano y á las dos mujeres, y sin atender á que el obispo hablase, dijo en voz alta y ruda:
—Heme aquí. Me llamo Juan Valjean. Soy un presidiario. He pasado en presidio diez y nueve años. Estoy libre desde hace cuatro días y me dirijo á Pontarlier, donde voy destinado. Cuatro días que camino desde Tolón acá. Hoy he hecho doce leguas á pie. Esta tarde al llegar á la población, he estado en una posada de la cual he sido echado á causa de mi pasaporte amarillo, que había ya presentado á la Alcaldía, como era mi deber. He ido á otra posada. Se me ha dicho: ¡Vete! En una y otra parte me han repetido lo mismo. Nadie quiere recibirme. He ido á la cárcel, el portero no me ha querido abrir. Me he metido en la barraca de un perro, y el perro me ha mordido y me ha echado, como si fuera un hombre. Hubiérase dicho que sabía quién yo era. He salido al campo para dormirme á la luz de las estrellas; no hay estrellas esta noche. Temiendo que iba á llover y que no hubiese un buen Dios que impidiera la lluvia, he vuelto á entrar en la ciudad, para buscar el hueco de una puerta. Allá, en la plaza, íbame á echar sobre una piedra; una buena mujer me ha enseñado esta casa y me ha dicho: Llamad ahí. He llamado. ¿Qué casa es ésta? ¿una posada? Tengo dinero; el de mis alcances.[Pg 72] Ciento nueve francos y quince sueldos, que he ganado en presidio con mi trabajo de diez y nueve años. Yo pagaré, no importa, tengo dinero. Estoy rendido, doce leguas á pie, tengo hambre. ¿Queréis que me quede?
—Señora Magloria,—dijo el obispo,—poned en la mesa otro cubierto.
El hombre dió tres pasos, y se acercó á la lámpara que estaba en la mesa.
—Mirad,—repuso,—como si no hubiese comprendido bien, esto no es esto. ¿Me habéis entendido? Soy un presidiario. Un forzado. Vengo de presidio: Y sacando de su bolsillo un gran pliego de papel amarillo, que desdobló—ved, dijo, mi pasaporte. Amarillo, como estáis viendo. Sirve para que se me eche de todas partes. ¿Queréis leer? ¿Yo sé leer también; he aprendido en presidio. Hay allí una escuela para los que quieren. Mirad, ved lo que han escrito en mi pasaporte: «Juan Valjean, presidiario cumplido, natural de...». Esto os es indiferente. «Ha estado diez y nueve años en presidio. Cinco años por robo con fractura. Catorce años por haber intentado evadirse cuatro veces distintas. Es hombre muy peligroso». ¡Ya lo sabéis! Todo el mundo me echa. ¿Queréis vos recibirme? ¿Es esto una posada? ¿Queréis darme cena y cama? ¿Tenéis caballerizas?
—Señora Magloria,—dijo el obispo,—poned sábanas limpias en la cama de la alcoba.
Hemos ya explicado qué clase de obediencia era la de aquellas dos mujeres.
La señora Magloria salió para cumplir lo que se le había mandado.
El obispo se volvió hacia el hombre:
—Amigo mío, sentaos y calentaos. Dentro un momento vamos á cenar, y se os arreglará la cama mientras...
El hombre acabó por comprender. La expresión de su rostro, sombría y dura hasta entonces, impregnóse de estupefacción, de duda, de alegría, de asombro, tartamudeando como un loco:
¿Es verdad que me recibís? ¡no esquiváis á un presidiario! ¡me llamáis amigo! y ¿no me tuteáis? y no me echáis diciendo: ¡Vete, perro! como me dice todo el mundo. Yo creía que no me recibiríais. Por esto os he dicho enseguida quién soy. ¡Oh! ¡qué buena mujer la que me ha dirigido aquí! ¡Voy á cenar! ¡á dormir en cama con sábanas y colchón! ¡como todo el mundo! ¡una cama! ¡hace diez y nueve años que no he descansado en ella! ¿queréis de veras que no me vaya? ¡Oh! ¡qué buenos sois! Por lo demás, ¡tengo dinero! Pagaré bien. Permitidme, señor posadero, ¿cómo os llamáis? Pagaré todo lo que queráis. Sois un gran hombre. ¿Sois posadero, no es verdad?
—Soy,—dijo el obispo,—un cura que vive aquí.
—¡Un cura!—repuso el hombre.—¡Oh! ¡un gran cura! ¿Entonces no me pediréis dinero? ¿El párroco, no es verdad? ¿El párroco de esta gran[Pg 73] iglesia? ¡Y es verdad! ¡qué torpe! no me había fijado en vuestro solideo.
Así hablando, había dejado su palo y su morral en un rincón, había vuelto á meterse su pasaporte en el bolsillo, y se había sentado. La señorita Batistina le contemplaba con cierta dulzura. Él prosiguió:
—Sois muy humano, señor cura; vos no despreciáis. ¡Qué bueno es un buen cura! ¿Entonces, no tenéis necesidad de que yo os pague?
—No,—dijo el obispo.—guardaos vuestro dinero. ¿Cuánto tenéis? Creo que me habéis dicho ciento nueve francos?
—Y quince sueldos,—añadió el hombre.
—Ciento nueve francos y quince sueldoos. ¿Y cuánto tiempo habéis empleado para ganar eso?
—Diez y nueve años.
—¡Diez y nueve años!
El obispo suspiró profundamente.
El hombre prosiguió:—Conservo aún todo mi dinero. En cuatro días no he gastado sino veinte y cinco sueldos, que me gané ayudando á descargar unos carros en Grasse. Y ya que sois sacerdote, voy á deciros, que en el presidio teníamos un limosnero. Y luego, un día vi un obispo, un monseñor, como allí le llaman. Era el obispo de la Mayor de Marsella. Es el cura que manda á los curas, ¿entendéis? Dispensad si me equivoco; ¡pero yo entiendo tan poco de eso! ¡Ya os haréis cargo! Aquel obispo dijo su misa en medio del patio, en un altar, llevaba una cosa puntiaguda, de oro, en la cabeza. Al sol del medio día brillaba aquello. Nosotros estábamos colocados en tres filas á los dos lados y al centro, teniendo los cañones con las mechas caladas frente de nosotros. No le veíamos muy bien. Habló, pero como lo hizo desde el fondo, no le entendimos. Ya sabéis lo que es un obispo.
Mientras hablaba el hombre, el obispo se levantó y entornó la puerta que había quedado abierta del todo.
La señora Magloria reapareció. Traía un cubierto que dejó sobre la mesa.
—Señora Magloria,—dijo el obispo,—colocad este cubierto lo más cerca posible del fuego.—Y volviéndose á su huésped:—El aire de la noche es muy crudo en los Alpes. Y vos, señor mío, tendréis necesidad de calentaros.—Cada vez que el obispo decía la palabra señor, con su acento dulcemente grave y familiar, la fisonomía del hombre se iluminaba. Señor á un presidiario, esto es dar un vaso de agua á un náufrago de la Medusa. La ignomia está sedienta de consideraciones.
—He aquí,—dijo el obispo,—una lámpara que no alumbra apenas.
La señora Magloria entendió enseguida, y fué á buscar, sobre la chimenea del cuarto de monseñor, los dos candeleros de plata, que encendió y puso sobre la mesa.
—Señor cura,—dijo el hombre,—sois muy bueno; no me despreciáis.[Pg 74] Me recibís en vuestra casa. Encendéis estos cirios para mí. Y eso que no os he ocultado de donde vengo y que yo soy un hombre despreciable.
El obispo, sentado junto á él, golpeó suavemente su mano.—Podíais no haberme dicho quien vos erais. Esta no es mi casa, es la casa de Jesucristo. Aquella puerta no pregunta jamás al que entra por su nombre, pero sí, si tiene alguna pena. Vos sufrís; vos tenéis hambre y sed; sed bienvenido. No me debéis gracias, ni digáis que os recibo en mi casa. Esta casa no es de nadie, sino del que necesita asilo. Yo os digo, caminante; estáis en vuestra casa estando aquí, mejor que yo mismo. Todo lo que hay aquí os pertenece. ¿Qué necesidad tengo de saber vuestro nombre? Y luego que, sin que vos me lo dijeseis, tenéis uno que ya me lo sabía yo.
El hombre abrió los ojos admirado.
—¿De veras? ¿Sabéis cómo me llamo?
—Sí,—respondió el obispo,—os llamáis mi hermano.
—¡Caramba, señor cura!—exclamó el hombre,—tenía mucha hambre al entrar aquí; pero sois tan bueno, que ya no sé ahora lo que tengo. Creo que se me ha pasado.
El obispo le miró de nuevo y dijo:
—¿Habéis sufrido mucho?
—¡Oh! la chaqueta roja, el grillete al pie, una tarima para dormir, el calor, el frío, el trabajo, la chusma, los palos, la doble cadena por cualquier cosa, el calabozo por una palabra, ¡y siempre la cadena aun en la misma cama estando enfermo! ¡Los perros, los perros son mucho más felices! ¡Diez y nueve años! tengo cuarenta y seis. Y además pasaporte amarillo. Ya lo veis.
—Sí;—repuso el obispo,—salís de un lugar de tristezas. Oídme: existe más gloria en el cielo por las lágrimas de un pecador, que por la blanca túnica de cien justos. Si habéis dejado aquel lugar de pena y de dolor, con propósitos de odio y de cólera contra los hombres, sois digno de compasión; si habéis salido de él con intenciones benévolas, de dulzura y de paz, valéis más que cualquiera de nosotros.
Entretanto, la señora Magloria había servido la cena; una sopa hecha de agua, aceite, pan y sal; un poco de tocino, un pedazo de carnero, higos, queso tierno y un gran pan de centeno. Habiéndose añadido á la comida ordinaria del obispo, una botella de vino de Mauves.
La fisonomía del obispo tomó de pronto esa expresión de alegría propia de las naturalezas hospitalarias.—¡Á la mesa!—exclamó con viveza! Como tenía por costumbre siempre que algún forastero cenaba con él, hizo sentar al hombre á su derecha. La señorita Batistina, perfectamente apacible y natural, colocóse á su izquierda.
El obispo bendijo la mesa, y luego sirvió por sí mismo la sopa, conforme su costumbre. El hombre empezó á comer con avidez.
[Pg 75]
De pronto dijo el obispo:—Me parece que falta algo en la mesa.
La señora Magloria no había puesto en la mesa más que los tres cubiertos absolutamente indispensables. Según costumbre de la casa, siempre que tenía el señor obispo algún convidado, se colocaban sobre el mantel los seis cubiertos de plata; inocente vanidad. Esta chocante apariencia de lujo, venía á ser una especie de gozo infantil, verdaderamente encantador, en aquella morada tranquila y severa, que elevaba la pobreza hasta la dignidad.
La señora Magloria, comprendiendo desde luego la observación, salió sin decir una palabra, y un momento después, los tres cubiertos reclamados por el obispo brillaban ya sobre el mantel, simétricamente colocados delante de cada uno de los tres comensales.
IV
Detalles acerca de las queserías de Pontarlier
Para dar ahora una idea de lo que pasó en aquella mesa, no sabemos hacer nada mejor que transcribir aquí, un pasaje de cierta carta que la señorita Batistina dirigió á la señora Boischevron, en la cual la conversación del presidiario y el obispo está detallada con minuciosa sencillez:
«...Aquel hombre no hacía el menor caso de las personas. Comía con hambrienta voracidad. No obstante, después de cenar, dijo:
«—Señor cura del Dios bueno, todo esto es todavía demasiado bueno para mí, pero debo deciros, que los carreteros que no han querido dejarme comer con ellos, lo hacen mejor que vos.
«Para entre nosotros, la observación me chocó un poco. Mi hermano le contestó:
«—También se cansan más que yo.
«—No, repuso el hombre, tienen más dinero. Vos sois pobre, se ve desde luego. Vos, tal vez, ni siquiera sois cura. ¿Lo sois? ¡Ah! ¡segurísimo! si Dios fuése justo, seríais á lo menos cura-párroco.
«—Dios es más que justo,—dijo mi hermano.
«Un instante después añadió:
«—Señor Juan Valjean, ¿es á Pontarlier que os dirigís?
«—Con itinerario obligado.
«Creo que fué esto lo que dijo el hombre. Después continuó:
«—Es preciso que esté ya nuevamente en camino mañana al rayar el alba. Es muy cansado el viajar ahora, pues si las noches son frías, son los días calurosos.
«—Es allí donde vais,—repuso mi hermano,—un gran país. Durante la Revolución, y estando mi familia arruinada, me refugié en el[Pg 76] Franco-Condado, á la sazón, donde viví algún tiempo con mi trabajo manual. Tenía buena voluntad y encontré luego en qué ocuparme. No había más que escoger, entre las fábricas de papel, las tenerías, destilatorios, almazaras, fábricas de relojes al por mayor, fundiciones de acero y de cobre, veinte herrerías, cuando menos, de las cuales las hay muy importantes en Lods, Châtillon, Audincourt y Beure.
«Creo no haberme equivocado, y que son estos los nombres citados por mi hermano; después de lo cual, se interrumpió á sí mismo para dirigirme la palabra.
«—Querida hermana, ¿no hemos de tener algunos parientes por allá?
«Yo le contesté:
«—Los tenemos, entre otros, el señor de Lucenet, que había sido jefe de puertas en Pontarlier durante el antiguo régimen.
«—Sí, repuso mi hermano, pero durante el 93 no había otros parientes que nuestros brazos. Y yo trabajé. Existe en la comarca de Pontarlier, donde os dirigís vos, señor Valjean, una industria verdaderamente patriarcal y de resultado, hermana mía. Me refiero á las queserías ó fruteras, como allí las llaman.
«Entonces mi hermano, mientras instaba á comer al hombre, le explicó muy detalladamente lo que venían á ser las fruteras de Pontarlier, las cuales se dividen en dos clases:—las grandes granjas, que pertenecen á los ricos, y en las que hay cuarenta ó cincuenta vacas que producen siete ú ocho mil quesos por verano; y las fruteras por asociación, que son de los pobres, es decir, de los aldeanos de la montaña que reúnen sus vacas en común, y parten luego sus productos.—Toman á jornal un quesero, al que llaman grurin; el grurin recibe la leche de los asociados, tres veces al día, y marca las cantidades en una doble tarja; á últimos de abril es cuando empiezan los trabajos de quesería, hasta mediados de junio, que los queseros vuelven con sus vacas á la montaña.
«El hombre se iba reanimando á medida que comía. Mi hermano le hacía beber de aquel excelente vino de Mauves, del que no bebe él porque dice que resulta muy caro. Mi hermano le advertía de todos estos detalles, con aquella sencilla jovialidad que ya conocéís, mezclando á sus palabras aquella graciosa espresión que le es peculiar, y que yo comprendía perfectamente. Tuvo expecial cuidado en pintar el lisonjero modo de ser del grurin como si hubiese querido que aquel hombre comprendiera sin aconsejárselo directa y claramente, que podía encerrar aquello un porvenir para él. Una cosa me chocó. Era aquel hombre lo que os he dicho. Pues bien, mi hermano, ni durante la cena y durante toda la noche, á escepción de algunas palabras sobre Jesús, al darle entrada, dijo una sola frase que pudiera recordarle al hombre aquel lo que había sido, ni que le diera á entender quién era mi hermano. Y, sin embargo, era aquella una ocasión muy apropósito para echarle un sermón,[Pg 77] y de apoyarse el obispo en el presidiario para imprimir en él el sello de su paso. Á otro cualquiera le hubiera parecido tal vez, que dado el caso de tener á mano aquel desgraciado, era conveniente alimentar su alma al par del cuerpo y de hacerle alguna observación razonada de moral y de buen consejo, ó bien alguna conmiseración exhortándole á que mejorase su conducta para el porvenir. Mi hermano no le preguntó siquiera de dónde procedía, ni cuál era su historia. Porque en su historia ha de estar su falta; parece que mi hermano tuvo empeño en alejar todo lo que pudiera recordársela. Tanto, que es cierto que mi hermano, hablando de los montañeses de Pontarlier que tienen un trabajo dulce junto al cielo, y añadía, son felices porque son inocentes, se paró de súbito, temiendo que no hubiese en esta frase que se le escapaba, algo que pudiese herir al hombre. Á fuerza de reflexionar, creo haber entendido lo que pasaba en el corazón de mi hermano. Él creía, sin duda, que aquel hombre que se llama Juan Valjean no tenía presente en su espíritu mas que su miseria, que era lo mejor distraerle de ella y hacerle creer, aunque no fuése más que de momento, que era una persona como otra cualquiera, siendo todo en él natural y corriente. ¿No es esto, en efecto, comprender perfectamente la caridad? ¿No hay, señora mía, algo de esencialmente evangélico en la delicadeza que se abstiene del sermón, de las moralejas y de las alusiones, siendo mayor la compasión cuando un hombre siente un gran dolor el no tocar el punto que lo produce? Creo que éste debió ser el pensamiento oculto de mi hermano. En todo caso, lo que yo puedo decir, es que si realmente tuvo semejantes ideas, no las dió á conocer; en mi concepto, estuvo, al parecer, como las demás noches, y de la misma manera, y con la misma naturalidad cenó con Juan Valjean, que lo hubiera hecho con el señor Gedeón, el preboste, ó con el señor cura de la parroquia.
«Al terminar, cuando estábamos comiendo los postres, llamaron á la puerta; era la buena Gerbaud, con su hijo en brazos. Mi hermano besó al niño en la frente, y me pidió quince sueldos que yo tenía allí para dárselos á la tía Gerbaud. El hombre, durante este espacio de tiempo, no se fijaba al parecer ni decía una sola palabra; parecía fatigado. La pobre Gerbaud salió, mi hermano rezó las gracias; y luego volviéndose al hombre, le dijo: Tendréis mucha necesidad de ir á la cama. La señora Magloria levantó la mesa inmediatamente. Comprendiendo ser necesario que nos retirásemos pronto para dejar dormir al viajero, nos subimos al piso las dos juntas. Poco después, mandé á la señora Magloria que bajara y colocara en el lecho del forastero, una piel de corzo de la Selva Negra que tengo en mi cuarto. Las noches son glaciales y esta piel conforta. Lástima que sea ya tan vieja; todo el pelo se le cae. Mi hermano la compró cuando estuvo en Alemania, en Tottlingen,[Pg 78] junto á los orígenes del Danubio, al propio tiempo que mi cuchillito con mango de marfil, del que me sirvo en la mesa.
«La señora Magloria volvió á subir inmediatamente, y después de rezar nuestras oraciones en la sala donde tenemos la ropa blanca, nos fuímos cada una á nuestro dormitorio sin decir una palabra».
V
Calma
Después de haberle dado las buenas noches á su hermana, monseñor Bienvenido tomó de encima la mesa uno de los dos candeleros de plata, y entregando el otro á su huésped, le dijo:
—Señor mío, voy á acompañaros á vuestro cuarto.
El hombre le siguió.
Como se ha podido ver en lo que antes hemos dicho, las habitaciones estaban distribuidas de manera, que para ir al oratorio donde estaba la alcoba, ó para salir, era indispensable atravesar el dormitorio del obispo. En el momento en que atravesaban este cuarto, la señora Magloria estaba guardando la plata en el armario de la cabecera de la cama. Esta era su última operación cada noche antes de acostarse.
El obispo instaló á su huésped en la alcoba. Una cama blanca y limpia le estaba esperando. Dejó el hombre su candelero sobre una mesita.
—Vamos,—dijo el obispo,—que paséis bien la noche. Mañana por la mañana, antes de emprender de nuevo vuestro viaje, tomareis una taza de leche de nuestras vacas; calentita.
—Gracias, señor cura,—dijo el hombre.
Apenas pronunciadas estas palabras de paz, cuando de súbito y sin transición, hizo un extraño movimiento, que hubiera llenado de espanto á las dos buenas mujeres si hubiesen estado presentes. Hoy mismo nos sería difícil dar cuenta de lo que pasó por él en aquel momento. ¿Quería hacer una advertencia ó lanzar una amenaza? ¿Obedecía simplemente á una especie de impulso instintivo y desconocido por él mismo? Volvióse bruscamente hacia el anciano, cruzó los brazos, y, fijando sobre éste una mirada salvaje, exclamó con voz ronca:
—¡Ah! ya, ¡decididamente! me alojáis vos mismo en vuestra casa, junto á vos; ¿cómo es eso?
Interrumpióse á sí mismo un instante, y añadió luego con una sonrisa especial, en la que se encerraba algo monstruoso:
—¿Habéis reflexionado bien? ¿quién os ha dicho que no sea yo un asesino?
[Pg 79]
El obispo respondió:
—Esto basta con que lo sepa Dios.
Después, gravemente, y moviendo los labios como quien reza ó habla consigo mismo, levantó los dos dedos de su mano derecha y bendijo al hombre, quien no se inclinó siquiera, y, sin mover la cabeza, ni mirar tras sí, entró nuevamente en su cuarto.
Cuando la alcoba estaba ocupada, una gran cortina de sarga, corrida de parte á parte del oratorio, cubría el altar. El obispo se arrodilló, al pasar delante de esta cortina, y oró un momento.
Poco después estaba ya paseando y meditando en su jardín, absorbida el alma y la imaginación en los grandes misterios de la noche, que muestra Dios á los ojos que continúan abiertos.
En cuanto al hombre, se encontraba, en verdad, tan fatigado, que ni siquiera trató de aprovechar las blancas sábanas que le esperaban. Había apagado su vela soplando con la nariz, según acostumbran á hacerlo los presidiarios, dejándose caer sin desnudarse sobre la cama, y quedando enseguida profundamente dormido.
Daba la media noche cuando el obispo volvía del jardín y entraba en su cuarto.
Algunos minutos después, dormía todo el mundo en aquella pequeña y santa casa.
VI
Juan Valjean
Á eso de la media noche, Juan Valjean despertó.
Juan Valjean era hijo de una pobre familia de campesinos de la Brie. Durante su infancia, nadie cuidó de enseñarle á leer. Cuando empezó á ser hombre se hizo podador en Faverolles. Su madre se llamaba Juana Mathieu; su padre se llamaba Juan Valjean ó Vlajean, apodo probablemente y contracción de voilà Jean.
Juan Valjean tenía el carácter meditabundo sin ser triste, lo cual es muy común en las naturalezas afectuosas. Era, por lo tanto, naturalmente taciturno, y al menos en apariencia, indiferente. Había perdido de muy pequeño á su padre y á su madre. Su madre había muerto de una fiebre láctea mal cuidada. Su padre, podador como él, murió de una caída de un árbol. No le quedó á Juan Valjean más que una hermana mucho mayor que él, viuda y con siete hijos entre varones y hembras. Esta hermana había criado á Juan, pues mientras vivió su marido le tuvo en su casa y le dió de comer. El marido murió. El mayor de los siete hijos tenía ocho años y el más pequeño uno. Juan Valjean iba á cumplir[Pg 80] los veinte y cinco. Reemplazó pues al padre, manteniendo á su vez á la hermana que le había criado. Hízose esa sustitución como un simple deber, si bien con cierta caprichosa rudeza por parte de Juan. Su juventud se iba gastando así en un trabajo duro y mal pagado. Nadie le conoció jamás una novia en toda la comarca. Es verdad que tampoco le dejaba su trabajo tiempo para el amor.
Volvía por la noche fatigado de todo el día, y comía su sopa sin decir palabra. Su hermana, Juana, mientras él comía, tomaba frecuentemente de su escudilla, lo mejor de su cena, el pedazo de carne, la lonja de tocino, el cogollo de la col, para dárselo á alguno de sus hijos; él comía siempre inclinado sobre la mesa, con la cabeza casi metida en el plato, cubriéndolo casi con sus largos cabellos esparcidos alrededor de su comida y sus ojos. Parecía que nada veía, y dejaba hacer. Había en Faverolles, no lejos de la casucha de Valjean, á la parte opuesta de la calle, una vaquera llamada María Claudia; los sobrinos de Valjean, generalmente necesitados, iban muchas veces á pedir, en nombre de su madre, una pinta de leche á María Claudia, que bebían luego detrás de una tapia ó en cualquier rincón de la calle, arrancándose mutuamente el jarro; y con tal afán, que los más pequeños la derramaban sobre el delantal y en el arroyo; si la madre hubiese tenido noticia de este abuso, hubiera corregido severamente á los delincuentes. Juan Valjean, brusco y regañón, pagaba á espaldas de la madre, las pintas de leche á María Claudia, y los niños no eran castigados.
Él ganaba, durante la época de la poda, diez y ocho sueldos diarios, después se ocupaba en la siega, en guardar bueyes, de jornalero y aun de peón albañil. Hacía cuanto se le presentaba. Su hermana trabajaba también por su parte, pero, ¿qué había de hacer con siete hijos?
Era aquél un tristísimo grupo que la miseria iba rodeando y estrechando poco á poco.
Vino un invierno crudísimo. Juan no tenía qué hacer. La familia no tuvo por lo tanto, pan. ¡Sin pan! ¡Tal como suena! ¡Y siete criaturas!
Cierto domingo por la noche, Maubert Isabeau, panadero de la plaza de la Iglesia de Faverolles, se estaba disponiendo á acostarse, cuando oyó un golpe violento en la ventana vidriera y enrejada de su tienda. Llegó á tiempo de ver una mano pasando por entre la reja después de haber abierto un boquete en el cristal de un puñetazo. La mano cogió un pan, y desapareció. Isabeau salió inmediatamente; el ladrón huía á todo correr; Isabeau corrió tras él y le alcanzó. El ladrón había tirado el pan, pero tenía aún la mano ensangrentada. Era Juan Valjean.
Esto acaeció en 1795. Juan Valjean fué denunciado por los tribunales de aquel tiempo «por robo con fractura, de noche y en casa habitada». Juan tenía una escopeta de la cual se servía como el primer tirador del mundo, pues solía cazar furtivamente; lo cual le perjudicó.[Pg 81] Existe contra los cazadores furtivos cierta legítima prevención. El cazador furtivo, lo mismo que el contrabandista, anda muy cerca del salteador. No obstante, debemos decir de paso, que media un abismo entre esta clase de hombres y el miserable asesino de las ciudades. El cazador furtivo vive en la selva; el contrabandista vive en la montaña ó en el mar. Las ciudades producen hombres feroces y crueles, porque producen hombres corrompidos. Las montañas, el mar y las selvas, producen sencillamente hombres salvajes, pero sin destruir, por lo general, su parte humana.
Juan Valjean fué declarado culpable. Los preceptos del código eran terminantes. Existe en nuestra civilización horas terribles; son éstas los momentos en que la ley penal pronuncia una condena. ¡Fúnebre instante aquél en que la sociedad se aleja y lanza en irreparable abandono un ser pensador!
Juan Valjean fué condenado á cinco años de presidio.
El 22 de abril de 1796, mientras se aclamaba en París la victoria de Montenotte ganada por el general en jefe del ejército de Italia, que el mensaje del Directorio de los Quinientos, del 2 de floreal del año IV, llama Buona Parte, aquel mismo día, repetimos, se remachó en Bicêtre una larga cadena de presidiarios. Juan Valjean formaba parte en esta cadena. Un antiguo portero de la cárcel, que cuenta hoy cerca de noventa años, recuerda todavía perfectamente á aquel desgraciado cuya cadena fué clavada al extremo del cuarto cordón en el ángulo norte del patio. Estaba sentado en el suelo como los demás. Parecía no darse cuenta de nada relativo á su estado, sino que era terrible. Es probable que entendiera al través de las vagas ideas de un hombre ignorante del todo, algo excesivo. Mientras remachaban á grandes martillazos detrás de su cabeza, la bala de su cadena, él lloraba, las lágrimas le ahogaban, impidiéndole hablar, exclamando solamente de cuando en cuando con gran pena y dificultad: Yo era podador en Faverolles. Después, sollozando y levantando su mano derecha, la bajó gradualmente como si tocase sucesivamente siete cabezas desiguales con cuyo gesto parecía querer indicar que todo lo que había hecho, fuése lo que fuere, lo había hecho para vestir y alimentar á siete infelices pequeñuelos.
Fué conducido á Tolón, donde llegó después de un viaje de veinte y siete días, en una carreta, con la cadena al cuello. En Tolón se le vistió la chaqueta roja. Todo lo que existía de su vida, incluso su nombre, fué borrado; ya no fué más Juan Valjean; fué desde entonces el número 24.601. ¿Qué fué de su hermana? ¿Qué fué de sus siete hijos? ¿Quién había de ocuparse de ellos? ¿Qué es del puñado de hojas del árbol aserrado por el tronco?
La historia es siempre la misma. Aquellos pobres seres vivientes, aquellas pobres criaturas de Dios, sin apoyo alguno, sin guía, sin asilo,[Pg 82] quedaron entregadas al azar. ¿Quién sabe? tal vez cada cual por su parte se fué precipitando poco á poco en el fondo de la fría bruma que devora los destinos solitarios, negrísimas tinieblas en las que se envuelven y desaparecen sucesivamente, tantas infortunadas cabezas durante la sombría marcha del género humano. Lo cierto es que abandonaron el país. El campanario del que había sido su pueblo les olvidó; el límite de la que había sido su tierra les olvidó también; y después de algunos años de estar en presidio, les olvidó á su vez el mismo Juan Valjean. En aquel corazón y en el lugar en que hubo una llaga, se hizo una cicatriz. Esto fué todo. Apenas durante todo el tiempo que estuvo en Tolón, oyó hablar de su hermana una sola vez. Creo que fué al terminar el cuarto año de su cautiverio. Ignoro de todo punto por qué conducto llegó hasta él algún indicio. Tal vez alguien que les había conocido en su pueblo había visto á su hermana. Ella estaba en París, habitando en una miserable calleja junto á San Sulpicio, la de Gindre. No tenía consigo más que un muchacho, un niño, el último. ¿Dónde habían ido á parar los demás? Tal vez ni aún ella misma lo sabía. Todas las mañanas iba la pobre mujer á una imprenta de la calle de Sabot, número 3, en la cual estaba empleada de plegadora y encuadernadora á la rústica. Debía estar allí todos los días á las seis de la mañana, mucho antes de amanecer, en invierno. En la misma imprenta había una escuela á la cual mandaba ella á su hijo, que tenía á la sazón unos siete años. Solamente que como ella entraba en el taller á las seis, y no se abría la escuela hasta las siete, era preciso que la criatura esperara en el patio la hora que tardaba en abrirse la escuela; ¡en invierno, una hora de noche y al aire libre! No se le permitía al niño entrar en la imprenta porque era un estorbo, decían. Los obreros veían al pasar, todas las mañanas, aquella pobre criatura sentada en el suelo, rendida de sueño, dormida muchas veces entre las sombras y acurrucada en el rincón más sucio. Cuando llovía, una pobre vieja, la portera, se apiadaba del niño y lo recogía en su chiribitil, en donde no había más que una pobre cama, un torno y dos sillas de madera; el pequeñuelo se dormía allí en un rincón, arrimándose cuanto podía, al gato, por sentir menos frío. Á las siete se abría la escuela y el niño entraba.
He aquí lo que le dijeron á Juan Valjean.
Esto le preocupó un día, fué un instante, un relámpago, como una ventana abierta bruscamente ante el destino de aquellos seres que él había amado, volviéndose á cerrar inmediatamente; no volviendo jamás á oir hablar de ellos una palabra. Nada más de ellos supo, jamás los volvió á ver, ni les encontró jamás, ni en el doloroso curso de esta historia llegará á encontrarlos.
Á últimos de este mismo cuarto año llególe á Juan Valjean el turno de evadirse. Sus camaradas le ayudaron, como acostumbra á hacerse en aquel triste lugar. Y se evadió. Vagó dos días libre por el campo; si[Pg 83] es ser libre el andar perseguido, volviendo la cabeza á cada instante, y al menor ruido, tener miedo de todo; del tejado que humea, del hombre que pasa, del perro que ladra, del caballo que galopa, de la hora que suena, del día porque todo se ve, de la noche porque no se ve nada, del camino, de la senda, de las sombras, del sueño. Al anochecer del segundo día volvieron á prenderle. Había estado sin comer ni dormir treinta y seis horas. El tribunal marítimo le condenó por este delito á tres años más de presidio; total ocho años. El sexto año volvió á tocarle el turno de evadirse; quiso probarlo, pero no consiguió su objeto. Faltó á la lista. Después del cañonazo de la puesta de sol, le encontraron las rondas escondido bajo la quilla de uno de los buques en construcción; resistióse á los guardias que le prendieron. Evasión y rebelión. Por este hecho, previsto en el código especial, fué castigado con un aumento de cinco años, dos de ellos á doble cadena. Trece años. El décimo año volvió á tocarle el turno, quiso aprovecharlo también. Tampoco salió mejor librado. Tres años más por esta nueva tentativa. Diez y seis años. En fin, creo que fué durante el año décimo tercero, que volvió á probar fortuna nuevamente, y no consiguió sino que volviesen á prenderle á las cuatro horas. Tres años más por estas cuatro horas. Diez y nueve años. En octubre de 1815 fué puesto en libertad; había entrado en presidio en 1796, por haber roto un vidrio y tomado un pan.
Necesitamos hacer aquí un corto paréntesis. Ésta es la segunda vez que en sus estudios acerca de la cuestión penal y sobre la condena legal, el autor de este libro da cuenta del robo de un pan, como punto de partida del desastre de un destino. Claudio Gueux robó un pan; Juan Valjean había robado un pan también; una estadística inglesa prueba que en Londres, cuatro robos, de cada cinco, son causa inmediata del hambre.
Juan Valjean había entrado en presidio temblando y sollozando; salió de allí impasible. Entró desesperado; salió sombrío.
¿Qué es lo que había pasado por su alma?
VII
La desesperación por dentro
Probemos de explicarnos.
Es preciso que la sociedad se fije en estas cosas, puesto que es ella quien las hace.
Era Valjean, como tenemos dicho, un ignorante, pero no un imbécil. La luz natural estaba encendida en él. La desgracia, que también tiene su luz, aumentó la poca claridad que existía en aquel espíritu. Bajo el palo, bajo la cadena, en el calabozo, en el trabajo; bajo el ardiente sol[Pg 84] del presidio, en el lecho de tablas del penado, replegóse en sí mismo y reflexionó.
Él se constituyó en tribunal.
Empezó por juzgarse á sí mismo.
Reconoció que no era un inocente castigado con injusticia. Confesó haber cometido una acción atrevida y vituperable; que no se le hubiera, tal vez, negado aquel pan, si lo hubiese pedido; que siempre hubiera sido mejor esperarlo de la piedad ó del trabajo; que no es siempre un argumento sin réplica el decir: ¿puede uno esperar cuando tiene hambre? Que es además rarísimo el caso de que muera alguien literalmente de hambre; luego que, desgraciada ó afortunadamente, el hombre está hecho de manera que pueda sufrir largo tiempo y mucho, moral y físicamente, sin morir; que le faltó pues la paciencia; que el tenerla hubiera sido más provechoso para aquellas pobres criaturas; que fué un acto de locura en él, desgraciado y miserable ser, el agarrarse violentamente al cuello de la sociedad entera y figurarse que podía salvarse de la miseria en el robo; que es ésta, en todo caso, una mala puerta para salir de la miseria, puesto que se entra por ella en la infamia; en fin, que había faltado.
Luego se preguntó:
¿Si había sido él sólo el que había cometido falta en tan fatal historia? Si ante todo no había sido una cosa grave que hubiese quien como él, trabajador, careciese de trabajo, él, laborioso, careciese de pan. Sí, luego de cometida y confesada la falta, no había sido el castigo feroz y exagerado. Si no era mayor el abuso de la ley en la pena, que el abuso por parte del culpable en la falta. Si no había exceso de peso en uno de los platillos de la balanza, en el de la expiación. Si la enmienda de la pena no era bastante á borrar el delito y no llegaba al extremo de reemplazar la falta del delincuente por la falta de la represión, en hacer del culpable la víctima, y del deudor el acreedor, y de colocar definitivamente el derecho en favor del mismo que lo había violado. Si aquella pena, complicada con agravaciones sucesivas por las tentativas de evasión, no acababa por ser una especie de atentado del más fuerte contra el más débil, un crimen de la sociedad contra el individuo, un crimen que comenzaba de nuevo diariamente, un crimen que duró diez y nueve años.
Él se preguntaba, si la sociedad humana puede tener el derecho de hacer sufrir legalmente á sus miembros, en ciertos casos, su imprevisión irracional, y en otros su imprevisión cruel: y de apoderarse para siempre de un desgraciado, cerrándolo entre un defecto y un exceso; defecto de trabajo, exceso de castigo.
Si no era por cierto exorbitante, que la sociedad tratase así precisamente á aquellos sus miembros peor favorecidos en la repartición de bienes[Pg 85] que hace la casualidad, y por consecuencia los más dignos de conmiseración y respeto.
Hechas y resueltas semejantes consideraciones, juzgó á la sociedad y la condenó.
La condenó á su odio.
Hízola responsable de su triste suerte, y se dijo que no desistía de pedirle cuenta más tarde ó más temprano. Se declaró así mismo que no existía equilibrio entre el daño que él había causado y el daño que se le causaba á él; concluyendo finalmente, que su castigo no había sido, en verdad, una injusticia, pero no era indudablemente una iniquidad.
La cólera puede ser loca y absurda; el hombre puede irritarse por equivocación; pero jamás se indigna si no le asiste en una parte ó otra la razón. Juan Valjean estaba verdaderamente indignado.
Y luego, que la sociedad humana no le había hecho sino daño, jamás había visto de ella otra cosa que el semblante ceñudo, de lo que llama ella justicia, y que muestra siempre á los que castiga. Los hombres no le habían tocado sino para martirizarle. Todo contacto entre ellos y él había sido un golpe. Nunca, desde su niñez, después de su madre y de su hermana, nunca, repetimos, había encontrado una voz amiga ni una mirada de benevolencia.
De sufrimiento en sufrimiento, había llegado poco á poco á tener la convicción de que la vida, es una lucha continuada; y de que en esta lucha él era el vencido.
No tenía otra arma que su odio. Resolvió aguzarla en presidio, y llevarla consigo á su salida.
Había en Tolón una escuela para la chusma, sostenida por los hermanos Ignorantinos, en la cual se enseñaba lo más necesario, á aquellos desgraciados que tenían mejor voluntad. Él fué del número de estos hombres de buena voluntad. Comenzó á ir á la escuela á los cuarenta años, y aprendió á leer, escribir y contar. Al sentir fortificarse su inteligencia, sintió fortificarse también su odio. En ciertos casos la instrucción y la luz pueden servir de alimento al mal.
Es triste confesarlo; después de haber juzgado á la sociedad que había hecho su desgracia, juzgó á la Providencia que había hecho la sociedad, condenándola también.
Así, durante aquellos diez y nueve años de tormento y de esclavitud, elevóse aquella alma y se precipitó á un tiempo mismo. Penetró la luz por una parte y las tinieblas por otra.
Juan Valjean no tenía, como hemos visto, una naturaleza malvada. Era todavía bueno cuando entró en presidio. Condenó á la sociedad, y sintió que se volvía malo; condenó á la Providencia sintiendo que se volvía impío.
Aquí es casi imposible no meditar un instante.
¿Puede la naturaleza humana trasformarse por completo? ¿El hombre[Pg 86] bueno creado por Dios puede ser maleado por el hombre? ¿Puede ser el alma reformada completamente por el destino, y volverse mala si el destino es malo? ¿El corazón puede deformarse y adquirir defectos y enfermedades incurables, bajo la presión de una desdicha desproporcionada, como la columna vertebral bajo una bóveda muy baja? ¿No hay, por ventura, en el alma humana, no había en la de Juan Valjean particularmente, un primer rayo de luz, un elemento divino, incorruptible en este mundo é inmortal en el otro, que el bien puede desarrollar, atizar, engrandecer y hacer que irradie esplendoroso, y que el mal no pueda jamás, extinguir por completo?
Graves y tenebrosas cuestiones, detrás de las cuales todo fisiologista respondería probablemente no, y sin tartamudear, si hubiese visto en Tolón, durante las horas de reposo que eran para Juan Valjean horas de meditación, sentado y cruzado de brazos sobre la caña de algún cabrestante, el cabo de su cadena metido en el bolsillo para impedir que arrastrara; aquel galeote triste, serio, silencioso y pensativo, paria de las leyes, que contemplaba colérico á los hombres, condenado de la civilización, que miraba severamente al cielo.
Es verdad, y no pretendemos nosotros disimularlo; el fisiologista observador hubiera visto allí una grande é irremediable miseria; hubiérase dolido tal vez del mal causado por la ley, pero no hubiera tampoco cuidado de curarlo; hubiera vuelto quizá el rostro separando la mirada de las cavernas que hubiera entrevisto en aquella alma; y como Dante, de las puertas del infierno, hubiera borrado de aquella existencia esta palabra, escrita por el dedo de Dios en la frente de todos los hombres: ¡Esperanza!
El estado de su alma que hemos intentado analizar, ¿era tan claro y patente para Juan Valjean, como nosotros hemos procurado pintarlo para quien nos leyera? ¿Juan Valjean veía distintamente después de su formación, y había visto también distintamente, á medida que se formaban todos los elementos de que se componía su miseria moral? Aquel hombre rudo é ignorante ¿se había dado cuenta clara de la sucesión de ideas por la cual había ido, grado á grado subiendo y bajando hasta los lúgubres espacios que formaban desde hacía tantos años el horizonte interior de su espíritu? ¿Tenía él conciencia completa de todo lo que había pasado por él, y de cuánto había removido? Esto es lo que nosotros no nos atrevemos á decir; esto es lo que nosotros no podemos creer. Había demasiada ignorancia en Juan Valjean, por que, á pesar de tanta desgracia, no le quedase todavía mucha vaguedad. Momentos había en los que ignoraba por completo lo que por él pasaba. Juan Valjean andaba en tinieblas, sufría en tinieblas, y odiaba en tinieblas; hubiera podido decirse que aborrecía cuanto tenía delante. Vivía comúnmente en esta sombra, á tientas como un ciego y como un visionario. Solamente á intervalos sentíase de súbito procedente de sí mismo y del exterior, sacudido[Pg 87] por un rayo de cólera, un acrecentamiento de dolor, un pálido y breve relámpago que iluminaba su alma por completo, haciendo aparecer bruscamente á su alrededor, á los resplandores de una luz espantosa, los horrorosos precipicios y las sombrías perspectivas de su destino.
Pasado el relámpago, caía nuevamente la noche; ¿dónde estaba él? lo ignoraba.
Es propio de las penas de esta naturaleza, en las cuales domina la crueldad, es decir, lo que embrutece, el ir trasformando poco á poco por una especie de transfiguración estúpida, el hombre en un animal salvaje, muchas veces feroz. Las tentativas de evasión de Juan Valjean, sucesivas y obstinadas, serían bastantes á probar este extraño trabajo operado por la ley sobre el alma humana. Juan Valjean hubiera renovado aquellas tentativas, tan inútiles como locas, tantas veces como se le hubiera presentado la ocasión, sin soñar un instante en el resultado, ni en la experiencia de las anteriores. Se escapaba impetuosamente como el lobo que encuentra abierta la jaula. Decíale el instinto: ¡Sálvate! La razón le hubiera dicho: ¡Aguarda! Pero ante una tentación violenta, el raciocinio había desaparecido y no le quedaba más que el instinto. La bestia únicamente obraba. Cuando le prendían de nuevo, las nuevas crueldades con que se le afligía, servían solamente para aumentar su furia.
Un detalle que no debemos omitir, es el de que poseía una fuerza física superior á todos sus compañeros de presidio. En el fatigoso trabajo de arriar un cable, de empujar la palanca de un cabrestante, valía Juan Valjean por cuatro hombres. Levantaba y sostenía pesos enormes sobre sus hombros, reemplazando en muchos casos aquel instrumento llamado vulgarmente cric (gato), conocido antiguamente con el nombre de orgueil (orgullo), de donde tomó el nombre, sea dicho de paso, la calle Montorgueil junto á los mercados de París. Sus compañeros le llamaban de ordinario Juan gato. Una vez que se estaba reparando el balcón de la Casa Consistorial de Tolón, una de las admirables cariátides de Puget, que le sustentan, se desencajó, é iba á caer; Juan Valjean, que se encontraba allí, sostuvo sobre sus hombros la cariátide dando tiempo á que llegasen los obreros para reponerla.
Su agilidad excedía aún á su vigor. Algunos presidiarios, soñadores perpetuos de evasiones, acaban por hacer de la fuerza y la destreza combinadas, una verdadera ciencia. Es la ciencia de la musculatura. Una completa estática misteriosa, practicada diariamente por los penados, envidiosos eternos de las moscas y de los pájaros. Trepar por una vertical y encontrar puntos de apoyo allí donde se veía apenas un ligero desnivel, era para Juan Valjean cosa de juego. Dado el ángulo de un muro, con la tensión de la espalda y de las corvas, con los codos y talones pegados á las asperezas de la piedra, subíase como por magia hasta un tercer piso. Muchas veces subía de este modo hasta los techos del penal.
[Pg 88]
Hablaba muy poco. No reía jamás. Era indispensable una grande emoción para arrancarle, una ó dos veces al año, aquella lúgubre risa del penado, que viene á ser como el eco de una carcajada infernal.
Al verle parecía preocupado en mirar continuamente algo terrible.
Estaba efectivamente absorto.
Al través de las percepciones enfermizas de una naturaleza incompleta y de una inteligencia agobiada, sentía confusamente que existía algo monstruoso sobre él. En aquella penumbra obscura é incolora donde se encaramaba cada vez que volvía la cabeza y que intentaba elevar su mirada, veía con terror mezclado de rabia, apoyarse, subir y elevarse hasta perderse de vista sobre él, lleno de escabrosidades horribles, una especie de espantoso y sombrío castillo de cosas, de leyes, de precauciones, de hombres y de hechos, cuyos contornos no alcanzaba á ver, cuya mole le aterrorizaba, y que no era sino la prodigiosa pirámide que nosotros llamamos civilización.
Distinguía perfectamente aquí y allá en aquella movediza y deforme unidad, tan pronto junto á él, como lejos ó sobre alturas inaccesibles, algún grupo, algún detalle claramente iluminado; aquí el cabo con su vara; allá el gendarme con su sable; más allá el arzobispo mitrado; en lo más alto y junto á una especie de sol, el emperador coronado y radiante. Pareciéndole que estos esplendores lejanos, en vez de disipar su noche, la tornaban más fúnebre y más negra. Toda aquella movediza mole de leyes, preocupaciones, hechos, hombres y cosas, iba y venía sobre su cabeza conforme al movimiento complicado y misterioso que imprime Dios á la civilización, caminando sobre él y aplastándole con no sé qué apacibilidad cruel, é inexorable indiferencia. Almas caídas en el fondo del infortunio posible; hombres desgraciados, perdidos en lo más bajo de los limbos donde no llega nunca una mirada, en cuyos senos los réprobos de la ley sienten gravitar con todo su peso sobre su cabeza esta sociedad humana, tan formidable por quien se encuentra fuera como implacable con quien está debajo.
En semejante situación, Juan Valjean meditaba: ¿cuál había de ser la naturaleza de sus meditaciones?
Si el grano de mijo, oprimido por la piedra del molino, pudiese pensar, pensaría sin duda como pensaba Juan Valjean.
Todas aquellas realidades llenas de espectros, fantasmagorías llenas de realidades, habían acabado por crear en él una especie de estado interior, casi inexplicable. Á cada momento, en medio de su trabajo en el penal, se quedaba parado, meditando. Su razón, cada día más madura y más turbada que antes, se rebelaba. Todo lo que había pasado por él le parecía absurdo; todo lo que le rodeaba le parecía imposible. Decíase él; ¿es esto un sueño? Y veía al cabo de vara de pie á pocos pasos de él, y el cabo le parecía un fantasma; de pronto aquel fantasma le pegaba un palo. La naturaleza visible apenas existía para él. No sería imposible[Pg 89] aseverar que no había para Juan Valjean, sol, ni hermosos días de verano, ni cielo trasparente, ni deliciosas auroras de abril. Ignoro que día de amargura iluminaba su alma. Reasumiendo para terminar, lo que pueda reasumirse y ser traducido en resultados positivos de todo cuanto acabamos de indicar, nos limitaremos á hacer constar que en diez y nueve años, Juan Valjean, el inofensivo podador de Faverolles, el terrible penado de Tolón, había llegado á ser capaz, gracias á la manera que en el presidio se le había tratado, de dos clases de malas acciones: primera, de una acción mala, rápida, irreflexible, llena de aturdimiento, todo instinto, especie de represalia del mal sufrido; y segunda, de una mala acción grave, seria, calculada conscientemente, y basada en las ideas falsas que pueden engendrar semejante desdicha. Sus premeditaciones pasaban por las tres fases sucesivas, que las naturalezas de cierto temple pueden solamente recorrer: razonamiento, voluntad y obstinación. Tenía por móviles la indignación habitual, la amargura del alma, el profundo sentimiento de las iniquidades sufridas, la reacción, igualmente contra los buenos, los inocentes y los justos, si los hay.
El punto de partida como el de llegada de todos sus pensamientos, era el odio á la ley humana; este odio que, si no es detenido en su desarrollo por cualquier incidente providencial, llega dado un tiempo determinado, á trocarse en odio á la sociedad, luego en odio al género humano, después en odio á la creación, traduciéndose en un vago, incesante y brutal deseo de dañar, sea á quien fuere, con tal de que sea el objeto de su saña instintiva un ser viviente.—Como hemos visto, no deja ella de tener su razón de ser, puesto que el pasaporte de Juan Valjean le calificaba de hombre muy peligroso. De año en año, aquella alma se había ido desecando más y más, lentamente, pero fatalmente. Á corazón enjuto, ojo seco. Á su salida de presidio, se habían pasado diez y nueve años desde que vertió la última lágrima.
VIII
Ola y sombra
¡Hombre al agua! ¡Qué importa! la nave no por esto se para. Sopla el viento, la sombría nave tiene trazada su ruta que es preciso seguir. Y pasa. El hombre desaparece, luego vuelve á aparecer; sumérgese y se remonta á la superficie; grita, pide auxilio, tiende la mano, nadie le oye; la nave, temblando impedida por el huracán, atiende sólo á su maniobra; los marineros ni los pasajeros ven al hombre sumergido; su miserable cabeza no es mas que un punto en la enormidad del vacío. Lanza gritos desesperados desde las profundidades. ¡Qué espectro el de aquella vela que se aleja! Él la mira y la remira frenéticamente. Ella se aleja, se[Pg 90] ofusca, se achica. Él estaba allí hace un momento, formaba parte de la dotación; él iba y venía sobre el puente como tantos otros; tenía entre ellos su parte de respiración y de luz; era un viviente. Ahora ¿qué ha pasado por él? Ha resbalado, ha caído, ha terminado. Está en los senos del agua monstruosa. No siente bajo sus pies mas que la huida y el derrumbamiento. Las olas rasgadas y rotas por el viento le envuelven terriblemente; el espantoso vaivén del abismo se lo lleva; todos los andrajos del agua se agitan al rededor de su cabeza, un inmenso populacho de olas escupe sobre él; mil confusas cavernas le medio devoran; cada vez que se hunde, entrevé nuevos precipicios llenos de obscuridad; espantosas y desconocidas vegetaciones le asen y anudan los pies tirando de ellos; él siente abismarse, formar parte de la espuma; las olas se lo arrojan unas á otras; bebe la amargura; el lacio océano se goza en ahogarle; la enormidad juega con su agonía. Parece que toda aquella agua sea odio.
Él lucha por lo tanto.
Intenta defenderse, procura sostenerse, se esfuerza, nada, Él, aquella pobre fuerza agotada en un instante, combate lo inagotable.
¿Dónde está la nave? Allá á lo lejos. Apenas visible entre las pálidas tinieblas del horizonte.
Las ráfagas soplan; todas las espumas le abruman. Levanta los ojos y no ve más que la palidez de las nubes. Asiste agonizando á la inmensa demencia de los mares. Es ajusticiado por aquella locura. Oye ruidos extraños al hombre, que parecen venir de más allá de la tierra y de no se sabe qué espantosas exterioridades.
Encuéntranse pájaros en las nubes; de igual manera que ángeles sobre las miserias humanas; pero ¿qué pueden hacer por él? Esto: volar, cantar y llorar y él estertorea.
Siéntese envuelto á un tiempo por esos dos infinitos, el océano y el cielo; el uno es una tumba y el otro un sudario.
La noche desciende, cuantas horas que nada, sus fuerzas se agotan; la nave, aquel punto lejano en que hay hombres, se ha borrado; y él está solo en el formidable abismo crepuscular; se hunde, se entumece, se retuerce y siente debajo de él los vagos monstruos del infinito y exclama:
—¡No hay ya hombres! ¿Dónde está Dios?
Y exclama nuevamente: ¡uno! ¡uno cualquiera! ¡cualquiera! y sigue exclamándose:
—Nada en el horizonte. Nada en el cielo.
Implora al espacio, á la honda, al alga, al escollo; todo es sordo á sus gritos. Suplica á la tempestad misma; la tempestad imperturbable no obedece más que al infinito.
Á su alrededor, la obscuridad, la bruma, la soledad, el tumulto tempestuoso é incresciente, los pliegues indefinidos de las feroces olas. En sí mismo el horror y el cansancio. Á sus pies el abismo. Ni un punto de[Pg 91] apoyo. Imagínase el tenebroso acaso del cadáver entre la ilimitada obscuridad. El frío sin roce le paraliza. Sus manos se crispan y se cierran apretando la nada. Vientos, nubes, torbellinos, resoplidos, estrellas, ¡todo inútil! ¿Qué hacer? Abandonarse desesperado; que ha tomado el partido de morir, y se deja llevar, deja hacer, suelta la presa; y helo rodando para siempre en las lúgubres profundidades de la absorción.
¡Oh marcha implacable de las sociedades humanas! ¡Pérdidas de hombres y de almas en su carrera! Océano en el cual se precipita todo lo que deja caer la ley! ¡Desaparición siniestra de todo socorro! ¡Muerte moral!
El mar es la inexorable noche social en la cual lanza la penalidad sus condenados. El mar es la miseria inmensa.
El alma, abandonada á semejante precipicio, puede convertirse en cadáver. ¿Quién la resucitará?
IX
Nuevos agravios
Al llegar la hora de la salida del penal, al oir Juan Valjean junto á su oído esta extraña frase. ¡Eres libre! el momento fué para él inverosímil, inaudito; un rayo de luz viva, un rayo de la verdadera luz de los vivientes penetró súbitamente en él. Pero este rayo tardó bien poco en palidecer. Juan Valjean se había desvanecido con la idea de la libertad. Había creído en una vida nueva. Pronto pudo ver lo que venía á ser una libertad á la cual se le da pasaporte amarillo, rodeada naturalmente de amarguras. Había él calculado que sus alcances, durante su permanencia en presidio, habían de sumar unos ciento setenta y un francos. Pero es del caso advertir que se había olvidado de incluir en sus cálculos el reposo forzoso de los domingos y días festivos que, en los diez y nueve años acusaban una disminución de veinte y cuatro francos poco más ó menos. Fuése por lo que fuere, semejantes alcances habían sido reducidos, por diversas retenciones locales, á la suma de ciento nueve francos quince sueldos; que le habían sido entregados á su salida.
No acertando á explicarse esto, se creyó perjudicado, ó mejor dicho, robado.
Al día siguiente de su libertad en Grasse, vió delante de la puerta de un destilatorio de flores de naranjo, algunos hombres que descargaban fardos. Ofrecióles sus servicios. El trabajo convenía y fueron aceptados. Púsose á trabajar. Era inteligente, robusto y diestro; cumplió perfectamente: el dueño pareció quedar satisfecho. Mientras estaba trabajando pasó un gendarme, fijóse en él y le pidió sus papeles. Fuele indispensable mostrar su pasaporte amarillo. Hecho esto, Juan Valjean emprendió[Pg 92] nuevamente su tarea. Poco antes, había interrogado á uno de sus compañeros para saber cuánto ganaban diariamente en semejante trabajo, el cual le contestó: treinta sueldos. Llegada la noche y como viniese obligado á proseguir su marcha al día siguiente, por la mañana presentóse al dueño de la fábrica rogándole que le pagara. El fabricante de agua de azahar, no dijo una palabra y le dió quince sueldos. Reclamó él. Pero se le contestó: Demasiado es esto para ti. Insistió. El dueño de la fábrica le dirigió una mirada amenazadora, diciéndole: ¡Cuidado con la cárcel!
Á pesar de lo cual creyó que se le había robado.
La sociedad, el Estado, mermándole sus alcances, le habían robado en grande. Entonces le correspondía su turno al individuo que le robaba, también, en pequeño. Licenciamiento dista mucho de ser redención. Se sale del penal, pero sigue la condena.
Véase lo que le sucedió en Grasse. Ya sabemos de qué manera había sido recibido en D***.
X
El hombre desvelado
Luego que sonaron las dos de la madrugada en el reloj de la catedral Juan Valjean despertó.
Lo que le despertó fué el tener la cama demasiado buena. Hacía como veinte años que no se había acostado en una cama; y, por más que lo hubiese hecho sin desnudarse, la sensación había sido demasiado nueva para no turbar su sueño.
Había dormido más de cuatro horas. El cansancio se le había pasado. Estaba acostumbrado á no conceder muchas horas al descanso.
Abrió los ojos y miró un momento en la obscuridad alrededor de sí; luego volvió á cerrarlos para dormir de nuevo.
Cuando muchas sensaciones diversas han agitado el día; cuando hay cosas que preocupan el espíritu, se duerme el hombre, pero no puede volver á dormirse después de despertar. El sueño viene mucho más fácilmente que vuelve. En esto se hallaba Juan Valjean. No pudiendo volver á dormirse, se puso á pensar.
Estaba en uno de los momentos en que todas las ideas que llenan el espíritu son vagas. Sentía una especie de obscuro vaivén dentro del cerebro. Sus antiguos recuerdos y sus recuerdos nuevos flotaban en él y se cruzaban confusamente, perdiendo sus formas, agrandándose desmedidamente, y desapareciendo de súbito como dentro el agua agitada de un lodazal. Muchos eran los pensamientos que se le acudían, pero había uno sobre todos que se le presentaba de continuo y que alejaba todos[Pg 93] los demás. Este pensamiento, vamos á decirlo enseguida.—Habíase fijado él, especialmente, en los seis cubiertos y cucharón de plata que la señora Magloria había puesto sobre la mesa.
Aquellos seis cubiertos de plata le acosaban.
—Estaban allí.—Casi á la mano.—Cuando había atravesado el cuarto contiguo para entrar en el que se encontraba, la antigua sirvienta los estaba guardando en un pequeño armario junto á la cabecera de la cama.—Se había fijado mucho en aquel armario.—Á la derecha, entrando por el comedor.—Eran macizos.—Y de plata vieja.—Con el cucharón, bien valían al menos doscientos francos.—El doble de lo que él había ganado en diez y nueve años.—Es verdad que él hubiera ganado mucho más si «la Administración no le hubiese robado».
Su espíritu osciló por espacio de más de una hora entre fluctuaciones, en las cuales se mezcló también algo de lucha. Dieron las tres. Abrió nuevamente los ojos, incorporóse bruscamente sobre la cama, alargó la mano buscando el morral que había dejado en un rincón de la alcoba, después dejó caer las piernas y se puso luego de pie á tierra, pero enseguida, y sin darse cuenta del cómo, se encontró sentado otra vez sobre el lecho.
Estuvo un buen rato pensativo en esta actitud, que tenía algo de siniestro para quien le hubiese observado entre aquellas sombras, solo, vestido y despierto mientras todo dormía en la casa. De pronto se deja caer sobre el suelo, descalzóse los zapatos, que dejó cuidadosamente sobre la esterilla, junto al lecho, tomando después nuevamente su actitud meditabunda é inmóvil. En medio de aquella meditación imaginativa, las ideas que venimos indicando removían incesantemente su cerebro, entrando, saliendo y volviendo á entrar, amontonando sobre él una especie de peso; y luego recordaba también, sin saber por qué y con aquella obstinación maquinal del delirante, á un presidiario llamado Brevet, á quien había conocido en el penal, el cual llevaba sujeto el pantalón por un solo tirante de randa de algodón. El dibujo, formando cuadros, de aquel tirante, se le presentaba sin cesar en la imaginación.
Continuaba en semejante situación, y hubiera tal vez seguido indefinidamente en ella hasta hacerse de día, si el reloj no hubiese dado una campanada—el cuarto ó la media.—Pareció que esta campanada le dijese: ¡Anda!
Púsose de pie, vaciló un instante, y escuchó; todo era silencio en la casa; entonces se encaminó directamente, á cortos pasos, hacia la ventana que vislumbraba. La noche no era del todo obscura; había luna llena, ante la cual corrían extensas nubes acosadas por el viento. Esto producía afuera, las naturables alternativas de sombra y luz, de claridad y eclipse, y por dentro una especie de crepúsculo. Semejante crepúsculo, suficiente para servir de guía, intermitente á causa de las nubes, se parecía á la pálida luz que penetra por el respiradero de una[Pg 94] cueva, delante del cual van y vienen los transeuntes. Llegado á la ventana Juan Valjean, la examinó. Vió desde luego que no tenía reja, que daba al jardín, y que no estaba cerrada, según costumbre del país, más que por una insignificante clavija. Abriola, pero como penetrara bruscamente en la estancia un aire frío y vivo, volvió á cerrar inmediatamente. Fijó en el jardín una mirada atenta, de examen más que de contemplación. El jardín estaba cercado por una pared blanca, bastante baja y fácil de escalar. Al fondo, y á la otra parte, distinguió las copas de algunos árboles colocados á distancias regulares, lo cual le indicaba que aquella cerca separaba el jardín de una alameda ó de una calle arbolada.
Después de lanzar esta mirada, tomó el ademán de hombre resuelto y se dirigió á su alcoba, tomó su morral, lo abrió y registró, sacando de él un objeto que tiró sobre la cama; metióse los zapatos en los bolsillos, volvió á cerrar el morral, se lo cargó á la espalda, encasquetóse su gorra cubriéndose los ojos con la visera, tomó su garrote á tientas y lo colocó en el ángulo de la ventana; después volvió á la cama y cogió resueltamente el objeto que había dejado allí. Parecía una barra de hierro, corta, aguzada por uno de sus extremos como un venablo.
Hubiera sido difícil distinguir entre aquellas tinieblas á qué empleo podía estar destinado semejante pedazo de hierro. ¿Era tal vez una palanqueta? ¿era una clava?
Á la luz hubiera podido reconocerse que no era otra cosa que una barrena de cantero. Empleábanse entonces algunas veces los penados en extraer piedra de las elevadas colinas que rodean á Tolón; no era pues extraño que tuviese á su disposición útiles de cantero. Las barrenas de cantero son de hierro macizo, terminando en su extremo inferior en punta, por medio de la cual se clavan en la roca.
Tomó la barrena en su mano derecha, y reteniendo el aliento y á paso quedo, dirigióse á la puerta de la estancia próxima, que era, como sabemos, la del obispo.
Llegó á la puerta, y la encontró entornada solamente. El obispo no había cuidado de cerrarla.
XI
Lo que hacía
Juan Valjean escuchó. No oyó el menor ruido.
Empujó la puerta.
Empujábala con sólo un dedo, ligeramente, con aquella suavidad furtiva é inquieta del gato que desea entrar.
La puerta, cediendo á aquella presión, movióse imperceptiblemente en el silencio, ensanchando un poco la abertura.
Esperó un momento, volviendo luego á empujar la puerta por segunda vez, con mayor fuerza.
[Pg 95]
Ésta continuó cediendo silenciosamente. La abertura era ya bastante grande para darle paso. Pero había junto á la puerta una mesita que formaba ángulo con la misma, é impedía el paso.
Juan Valjean reconoció la dificultad. Era indispensable que la abertura se ensanchara más.
Resolvióse á ello, y empujó la puerta por tercera vez; con mayor energía que las otras dos. Entonces un gozne mal engrasado, lanzó de repente en la obscuridad un chirrido prolongado y ronco.
Juan Valjean se estremeció. El ruido de aquel gozne resonó en su oído como un eco que tenía algo de formidable y alarmante, como el clarín del juicio final.
En los fantásticos temores del primer momento, llegó casi á figurarse que aquel gozne se iba animando para tomar de súbito una vida terrible, y que ladraba como un perro, para advertir á todo el mundo y despertar á los que dormían.
Detúvose tembloroso y espantado, cayendo de la punta del pie sobre el talón. Sentía latir en sus sienes las arterias como dos martillos de fragua, pareciéndole que su aliento salía de su pecho con el ruido del viento que sale de una caverna. Le parecía imposible que el horrible clamor de aquel gozne irritado, no hubiese removido toda la casa como la sacudida de un terremoto; la puerta, empujada por él, se había alarmado y había llamado; el anciano iba á levantarse, las dos mujeres iban á gritar, serían auxiliados; y antes de un cuarto de hora, la población estaría alarmada, y la gendarmería en pie. En aquel momento se creyó perdido.
Quedóse donde estaba, petrificado como la estatua de sal, no atreviéndose á hacer el menor movimiento. Pasáronse algunos minutos. La puerta estaba completamente abierta. Aventuróse á mirar dentro del cuarto. Nada se había movido. Aplicó el oído. Nada se movía en la casa. El ruido del gozne enmohecido no había despertado á nadie.
El primer peligro había desaparecido, pero conservaba aún dentro de sí mismo, cierto espantoso encogimiento. Sin embargo, no retrocedió. No pensaba más que en acabar pronto. Dió un paso y penetró en el cuarto.
En aquel cuarto reinaba la calma más perfecta. Distinguíanse aquí y allí algunas formas vagas y confusas, que de día, eran varios papeles esparcidos sobre una mesa, infolios abiertos, volúmenes apilados sobre un taburete, un sillón lleno de vestidos y un reclinatorio, pero que á semejante hora no presentaban más que ángulos tenebrosos y espacios blanquecinos. Juan Valjean avanzó sigilosamente evitando tropezar con los muebles. Oía perfectamente en el fondo de la estancia la respiración tranquila y regular del obispo dormido.
Paróse de repente. Estaba junto al lecho. Había llegado antes de lo que creía.
La naturaleza mezcla algunas veces sus efectos y sus espectáculos á[Pg 96] nuestras acciones, con una especie de oportunismo sombrío é inteligente, como si quisiera hacer que reflexionásemos. Después de una media hora, de estar el cielo cubierto por una gran nube, y en el preciso momento en que Juan Valjean se paró junto al lecho, rasgóse la nube como hecho á propósito, y un rayo de luna, atravesando la alta ventana, fué á iluminar de súbito las pálidas y apacibles facciones del obispo. El venerable anciano dormía tranquilamente. Estaba casi vestido dentro del lecho, á causa de la crudeza de las noches de invierno en los Bajos-Alpes, con un traje talar de lana obscura, que le cubría también los brazos por completo. Su cabeza descansaba sobre la almohada, en la actitud del abandono natural de reposo; dejando caer fuera del lecho su mano adornada con el anillo pastoral, y con la que practicaba tantas y tan buenas obras y acciones. Estaba su semblante bañado por completo de una vaga expresión y satisfacción, esperanza y beatitud. Aquella expresión era, más que una sonrisa, una aureola. Brillaba en su frente la inexplicable transparencia de una luz oculta. El alma de los justos, durante sus sueños, contempla indudablemente un cielo misterioso.
Un reflejo de este cielo brillaba sobre el obispo.
Era al mismo tiempo una transparencia luminosa, porque aquel cielo estaba dentro de él; era su conciencia.
En el mismo instante en que el rayo de luna fué á sobreponerse, por así decirlo, aquella luz interior, apareció el dormido obispo como en la gloria, pero, endulzados no obstante, sus resplandores, por una media luz inefable. Aquella luna en el cielo, aquella naturaleza adormecida, el jardín sin murmullos, la casa toda en calma, la hora, el momento y el silencio general, reunían no sé qué de solemne é indecible al venerable reposo de aquel hombre, envolviendo con una especie de aureola majestuosa y serena, sus blancos cabellos y sus ojos cerrados; aquel semblante en el cual todo era esperanza, todo confianza; aquella cabeza de anciano en el sueño de un niño.
Había, al parecer, algo de divino en aquel hombre augusto, hasta el punto de ignorarlo.
Juan Valjean permanecía en la sombra, con su barrena de hierro en la mano, de pie, inmóvil, espantado ante aquel anciano venerable y radiante. Jamás había visto nada parecido. Aquella confianza le aterraba. El mundo moral no puede presentar un espectáculo más imponente, que aquél; una conciencia turbada é inquieta, próxima á cometer una mala acción y contemplando el sueño de un justo.
Semejante sueño, en aquella soledad, y teniendo quién tenía á su lado, encerraba algo de sublime, que él sentía vagar en torno suyo imperiosamente.
Nadie hubiera acertado á decir lo que en aquel momento pasaba por él. Para probar de darse cuenta, sería preciso imaginarse lo que pueda existir de más violento junto á lo más suave. En su misma expresión no[Pg 97] había nada que leer claramente. Manifestaba una especie de asombro salvaje. Miraba, miraba; y nada más. Pero, ¿qué pensaba? Hubiera sido imposible adivinarlo. Lo único cierto, es que estaba conmovido y trastornado. Pero, ¿de qué provenía aquella emoción?
Su mirada no se separaba del anciano. Lo único que se desprendía claramente de su actitud y de la expresión de su fisonomía, era una extraña indecisión. Hubiérase dicho que vacilaba entre dos abismos; era el uno el de su perdición, y el de su salvación el otro. Ya parecía dispuesto á romper aquel cráneo, ya á besar aquella mano.
Después de unos instantes, su mano izquierda se elevó vacilando hasta la frente, y cogió su gorra, luego volvió á bajar el brazo con igual lentitud, volviendo nuevamente á su contemplación con la gorra en la mano izquierda, el hierro en la derecha y erizados los cabellos de su feroz cabeza.
El obispo continuaba durmiendo en la paz más profunda, bajo aquella espantosa mirada.
Un rayo de luna hacía destacar confusamente sobre la chimenea el crucifijo que parecía abrir los brazos á los dos, para bendecir al uno y perdonar al otro.
De pronto, volvió Juan Valjean á cubrir su cabeza con la gorra, atravesó precipitadamente la distancia de la cama sin mirar al obispo, dirigiéndose al armario que vislumbraba junto á la cabecera; levantó el hierro, como para forzar la cerradura, pero se encontró puesta la llave, abrió; la primera cosa que encontró fué la canastilla de los cubiertos; tomola, atravesó la estancia á grandes pasos, y sin curarse apenas del ruido que pudiera hacer; gana la puerta, entra de nuevo en el oratorio, abre la ventana, coge su palo, salta por el antepecho, guarda los cubiertos en su morral, tira la canastilla, atraviesa el jardín, salta la tapia con la agilidad de un tigre, y huye.
XII
El obispo trabaja
Al día siguiente, al salir el sol, estaba monseñor Bienvenido paseando por el jardín, cuando la señora Magloria fué corriendo hacia él toda azorada.
—Monseñor, monseñor,—gritaba ella,—¿sabe Su Ilustrísima, dónde está la canastilla de los cubiertos?
—Sí,—dijo el obispo.
—¡Jesús! ¡Dios sea loado!—repuso ella.—Yo no sabía dónde había ido á parar.
El obispo acababa de encontrarse con la canastilla, en uno de los paseos del jardín. Y se la presentó á la señora Magloria.
[Pg 98]
—Aquí está.
—Es verdad,—dijo ella,—pero vacía. ¿Dónde está la plata?
—¡Ah!—exclamó el obispo,—¿era la plata lo que os preocupaba? Ignoro dónde está.
—¡Gran Dios! ¡ha sido robada! el hombre de ayer noche es quién la ha robado.
En un santiamén, con toda la inteligencia de una vieja lista, la señora Magloria corrió al oratorio, entró en la alcoba y volvió hasta donde estaba el obispo. Éste acababa de bajarse y examinar, suspirando, una mata de cochlearia de Guillons que la canastilla había destrozado al ser arrojada contra la planta. Levantóse á los gritos de la señora Magloria.
—¡Monseñor! ¡el hombre no está! ¡la plata ha sido robada!
Al lanzar esta exclamación, sus ojos se fijaron en uno de los ángulos del jardín, en el que había señales evidentes de escalamiento. El cabriol de la cerca había sido arrancado.
—¡Ved! ¡por allí debe haber salido! ¡Habrá saltado al callejón de Cochefilet! ¡Qué atrocidad! ¡habernos robado los cubiertos!
El obispo guardó silencio unos instantes, y levantando luego los ojos, dijo suavemente, mirando con seriedad á la señora Magloria:
—¿Es verdad que esta plata era nuestra?
La señora Magloria se quedó admirada. Hubo otro instante de silencio; enseguida continuó el obispo:
—Señora Magloria, yo guardaba injustamente, hace algún tiempo, estos cubiertos, porque eran de los pobres. ¿Quién era este hombre? Un pobre, indefectiblemente.
—¡Ay Dios mío!—dijo la señora Magloria.—No es por mí, ni por la señorita Batistina, esto nos es igual. Pero por vos. Monseñor. ¿Con qué vais á comer ahora?
El obispo se fijó en ella con aire de asombro.
—¡Ah, ya! ¿no hay por ventura cubiertos de estaño?
La señora Magloria se encogió de hombros.
—El estaño despide olor.
—Entonces, de hierro.
La señora Magloria hizo un gesto expresivo.
—El hierro sabe peor.
—¡Bien!—dijo el obispo,—cubiertos de palo.
Algunos instantes después, Su Ilustrísima almorzaba en la misma mesa en que se había sentado Juan Valjean la noche anterior. Durante el almuerzo, monseñor Bienvenido hizo notar alegremente á su hermana, que nada decía, y á la señora Magloria, que murmuraba entre dientes, que no eran de absoluta necesidad las cucharas ni los tenedores, ni aún de palo, para mojar un pedazo de pan en una taza de leche.
—¡Vaya una ocurrencia!—exclamaba la señora Magloria para sus adentros yendo y viniendo,—¡recibir un hombre como aquél, y hacerle[Pg 99] dormir á su lado, por añadidura! ¡Y gracias á Dios que no ha hecho más que robar! ¡Ay Dios mío! ¡extremece solamente el pensarlo!
Cuando iban los dos hermanos á levantarse de la mesa, llamaron á la puerta.
—Entrad,—dijo el obispo.
Abrióse la puerta; un grupo extraño y violento apareció en el umbral. Tres hombres traían agarrotado á un cuarto. Los tres eran gendarmes: el cuarto, Juan Valjean.
El sargento de gendarmería, que parecía mandar el grupo, estaba junto á la puerta. Entró, adelantándose hasta el obispo, y saludándole militarmente:
—Monseñor...—dijo el sargento.
Á esta palabra, Juan Valjean, que estaba como taciturno y abatido al parecer, levantó la cabeza con aire admirado.
—¡Monseñor!—murmuró.—¿No es éste el cura?
—¡Silencio!—dijo un gendarme.—Es monseñor el obispo.
Entre tanto, monseñor Bienvenido se había adelantado con toda la prisa que le permitían sus años.
—¡Ah! ¡vos aquí!—exclamó mirando á Juan Valjean.—Me alegro de veros.
Pero yo os había dado también los candeleros, que son de plata como lo demás, y de los que podréis sacar muy bien doscientos francos. ¿Por qué no os los habéis llevado con los cubiertos?
Juan Valjean abrió los ojos mirando al venerable prelado con una expresión que ninguna lengua humana pudiera pintar.
—Monseñor,—dijo el jefe de los gendarmes,—¿entonces lo que dice este hombre es la verdad? Le hemos encontrado. Iba como quien huye. Le hemos detenido para ver. Llevaba esta plata...
—Y él os habrá dicho,—interrumpió el obispo sonriendo,—¿que se la había dado un buen viejo, un cura, en casa del que había pasado la noche? ¡Ya comprendo! ¿Y le habéis conducido aquí? ¡Caramba! En fin, ha sido un error.
—Siendo así,—repuso el sargento,—¿le podemos dejar en libertad?
—Naturalmente,—respondió el obispo.
Los gendarmes dejaron á Juan Valjean, quien retrocedió.
—¿Luego es verdad que se me deja?—dijo él con acento inarticulado y como en sueños.
—Sí, se te deja. ¿No lo has entendido?—dijo un gendarme.
—Amigo mío,—repuso el obispo,—antes de iros, aquí están vuestros candeleros. Recogedlos.
Y yendo á la chimenea, tomó los dos candeleros de plata y se los entregó á Juan Valjean. Las dos mujeres contemplaban aquella acción sin decir una sola palabra, sin hacer un gesto, sin dar una mirada que pudiese disgustar al obispo.
[Pg 100]
Juan Valjean temblaba de pies á cabeza. Tomó los candeleros maquinalmente y en ademán dudoso.
—Ahora,—dijo el obispo, id en paz.—Á propósito,—añadió dirigiéndose á Juan: Cuando volváis, amigo mío, no tenéis necesidad de pasar por el jardín. Podéis siempre y á todas horas entrar y salir por la puerta de la calle. No está cerrada más que por el pestillo, así de noche como de día.
Luego, volviéndose á los gendarmes:
—Señores, os podéis retirar.
Los gendarmes salieron.
Juan Valjean estaba como quien va á desmayarse.
El obispo se le acercó y le dijo en voz baja.
—-No olvidéis nunca jamás que me habéis prometido emplear el valor de esta plata para haceros bueno y honrado.
Juan Valjean que no tenía el menor recuerdo de haber prometido nada, seguía admirado. El obispo había acentuado mucho aquellas palabras al pronunciarlas. Entonces repuso solemnemente:
—Juan Valjean, hermano mío, ya no pertenecéis al mal, sino al bien. Es vuestra alma la que yo compro; yo la separo del espíritu del mal para entregársela á Dios.
XIII
Gervasillo
Juan Valjean salió de la ciudad como escapado. Internóse precipitadamente por los campos, tomando los caminos y sendas que se le presentaban, sin advertir que volvía á cada instante sobre sus pasos. Anduvo errante de este modo toda la mañana, sin comer ni sentir necesidad. Era presa de un sinnúmero de sensaciones nuevas. Sentía una especie de cólera, é ignoraba contra quién. No hubiera podido asegurar si estaba conmovido ó humillado. Sentíase por instantes dominado por una ternura extraña, que procuraba combatir oponiéndole todo el endurecimiento de sus últimos veinte años. Semejante situación le fatigaba. Advertía, no sin inquietud, que se debilitaba á pesar suyo en su interior la calma espantosa que la injusticia de su desgracia le había dado. Preguntábase á sí mismo qué era lo que debía reemplazarla. Á veces hubiera preferido verdaderamente haber sido preso por los gendarmes, y que no hubieran pasado las cosas de aquella manera; pues, de seguro, no se hubiera trastornado tanto. Por más que la estación estuviese ya muy adelantada, había aún entre las enramadas alguna que otra flor tardía, cuyo olor, que iba él aspirando durante su marcha, le traía á la memoria sus recuerdos de la infancia. Tales recuerdos le eran casi insoportables, tanto tiempo hacía que no los había probado.
Mil pensamientos inexplicables de semejante índole le acosaron durante todo el día.
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Cuando el sol declinaba ya al poniente, prolongando sobre el suelo la sombra del más insignificante guijarro, sentóse Juan Valjean detrás de un matorral sobre una extensa llanura rojiza, absolutamente desierta. No tenía otro horizonte que los Alpes. Ni siquiera un solo campanario de aldea próxima ni lejana. Juan Valjean podía estar á la sazón como á unas tres leguas de D***. Una senda que atravesaba la llanura, pasaba á pocos pasos del matorral.
En medio de aquel lugar de meditación, que podía contribuir un poco á hacer más espantoso con sus harapos, para cualquiera que le hubiese encontrado, oyó una especie de ruido alegre.
Volvió la cabeza, y vió venir por la senda un niño saboyano como de unos diez años, que venía cantando, con su gaita pendiente de un costado y la caja de su marmota á la espalda.
Uno de esos tiernos y alegres muchachos que van de un país á otro, enseñando las rodillas por los rotos del pantalón.
Sin dejar el canto, interrumpía el chico de cuando en cuando su marcha, jugando con algunas monedas que llevaba en la mano, toda su fortuna probablemente. Entre aquellas monedas había una pieza de cuarenta sueldos[2].
El muchacho se paró junto al matorral sin ver á Juan Valjean, tirando al aire sus monedas, que hasta entonces había venido recibiendo juntas, con bastante destreza, sobre el dorso de la mano.
Pero esta vez la pieza de cuarenta sueldos se le escapó, y se fué rodando entre la hojarasca hasta Juan Valjean.
Juan Valjean le puso el pie encima.
Sin embargo, el muchacho, que había seguido la moneda de reojo, vió perfectamente donde había ido.
Se fué el niño, sin detenerse, derecho al hombre.
Era aquel un lugar del todo solitario. Tanto como pudiera extenderse la mirada, no había una sola persona en la senda ni en la llanura. Sólo se oía el débil piar de una nube de pájaros que cruzaban el cielo á grande altura. El muchacho, vuelto de espaldas al sol que entretejía sus rayos de oro con sus cabellos, y que pintaba de un rojo sangriento las salvajes facciones de Juan Valjean.
—Señor,—dijo el chiquillo saboyano, con aquella confianza de la niñez, mezcla de ignorancia é inocencia,—¡mi pieza!
—¿Cómo te llamas?—le dijo Juan Valjean.
—Gervasillo, señor.
—Vete,—dijo Valjean.
—Señor,—repuso el chico,—devolvedme mi moneda.
Juan Valjean bajó la cabeza sin contestar palabra.
El niño repitió:
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—¡Mi moneda, señor!
La mirada de Juan Valjean seguía fija en tierra.
—¡Mi pieza!—gritó el muchacho,—¡mi pieza blanca! ¡mi moneda de plata!
Parecía que Juan Valjean no entendía una palabra. El niño le cogió del cuello de la blusa y sacudióle. Al mismo tiempo se esforzaba cuanto podía para hacer que se separase de donde estaba, el grosero zapato claveteado que cubría su tesoro.
—¡Quiero mi moneda! ¡mi moneda de cuarenta sueldos!
El niño lloraba. Levantó Juan Valjean la cabeza. Permaneció, no obstante, sentado y sin moverse. Sus ojos estaban velados. Contempló al muchacho como asombrado, luego alargó la mano hasta su garrote, gritando con acento terrible:
—¿Quién anda ahí?
—Yo, señor,—respondió el muchacho,—¡Gervasillo! ¡yo! ¡yo! ¡Devolvedme mis cuarenta sueldos si os place!
Después, irritado, pequeño y todo como era y en tono de amenaza:
—Á ver, quitad el pie de ahí; ¡quitadlo os digo!
—¡Ah! eres tú todavía,—dijo levantándose bruscamente Juan Valjean y en tono amenazador, pero sin mover el pie de sobre la moneda, añadiendo:
—¡Quieres irte de aquí!
El muchacho le dirigió una mirada de espanto, y luego comenzó á temblar de pies á cabeza, y después de algunos segundos de estupor, echó á correr con todas sus fuerzas, sin atreverse á volver la cabeza ni lanzar un grito.
No obstante, á no larga distancia la fatiga le obligó á pararse, y Juan Valjean, al través de sus meditaciones, creyó oirle llorar.
Después de unos instantes, el muchacho había desaparecido.
El sol se había puesto.
Las sombras se aumentaban al rededor de Juan Valjean. No había comido en todo el día; es muy probable que tuviera fiebre.
Continuaba todavía en pie sin haber cambiado de actitud, desde que había desaparecido el muchacho. La respiración agitaba su pecho á largos y desiguales intervalos. Su mirada, fijada á unes diez ó doce pasos delante de él, parecía estudiar con profunda atención la forma de un tiesto viejo de barro pintado de azul que estaba entre la yerba. De pronto pareció estremecerse; acababa de sentir la impresión del frío de la noche.
Encasquetóse su gorro hasta cubrir la frente por completo, buscó maquinalmente la manera de abrochar su blusa, dió un paso, y se agachó para tomar su garrote del suelo.
En aquel momento, vió la moneda de cuarenta sueldos que había[Pg 103] medio hundido en el suelo con su pie, y que brillaba en medio de las piedras. Esto produjo en él una especie de emoción galvánica.
—¿Qué es esto?—murmuró entre dientes. Retrocedió tres pasos, parándose de repente sin poder separar los ojos del punto en que había sentado la planta hacía un momento, como si aquello que brillaba en medio de la obscuridad hubiese sido un ojo abierto que le mirase fijamente.
Después de unos instantes se precipitó convulsivamente sobre aquella moneda de plata, tomola, levantándose enseguida, y comenzó á mirar á lo lejos, por toda la llanura, dirigiendo á un tiempo sus miradas hacia todos los puntos del horizonte, anhelante y tembloroso como una fiera que busca un asilo.
Nada alcanzó ver. La noche estaba encima, la llanura fría y vaga, algunas grandes brumas violadas acudían entre las luces del crepúsculo.
—¡Ah!—exclamó de pronto, y se alejó rápidamente en determinada dirección por allí donde el muchacho había desaparecido. Después de haber andado unos treinta pasos, paróse nuevamente á mirar, pero nada vió.
Entonces gritó con todas sus fuerzas:
—¡Gervasillo! ¡Gervasillo!
Callóse y escuchó.
No le respondió nadie.
El campo estaba tétrico y desierto. Estaba solo rodeado por la extensión. No tenía Juan en torno suyo más que sombras, entre las que se perdía su mirada, y el silencio en el que se perdía también su voz.
Soplaba un airecillo glacial, que daba á las cosas de su alrededor una especie de vida lúgubre. Los arbustos agitaban sus desmedradas ramas con increíble furia. Hubiérase dicho que amenazaban y perseguían á alguien.
Volvió á emprender su marcha nuevamente; luego empezó á correr; de cuando en cuando se paraba para gritar entre aquellas soledades con una voz que encerraba á la vez la expresión y el tono más formidable y desolado que puede imaginarse. «¡Gervasillo! ¡Gervasillo!».
Es bien seguro que si el muchacho hubiese oído aquellas voces, hubiera guardado de acudir. Pero el muchacho estaba, á no dudarlo, ya muy lejos. Topóse con un cura que venía á caballo. Acercósele y díjole:
—Señor cura, ¿habéis visto pasar un muchacho?
—No,—contestó el clérigo.
—¿Uno que se llama Gervasillo?
—No he visto á nadie.
Entonces sacó dos monedas de cinco francos de su bolsa y se las dió al cura.
—Señor cura, esto para los pobres. Señor cura, es un muchacho de unos diez años, que lleva una marmota, creo, y también una gaita. Iba de paso. Uno de esos saboyanos, ¿entendéis?...
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—No, no le he visto.
—¿Gervasillo? ¿No hay algún pueblecillo por aquí? ¿Podéis decírmelo?
—Si es como vos decís, amigo mío, será uno de tantos chiquillos extranjeros que atraviesan el país, y á quienes nadie conoce.
Juan Valjean tomó violentamente otras dos monedas de cinco francos y se las dió también al cura.
—Para vuestros pobres,—dijo.
Después añadió como azorado:
—Señor cura, haced que me prendan. Soy un ladrón.
El cura picó á un tiempo ambas espuelas, y huyó despavorido.
Juan Valjean se puso á correr en la misma dirección que había tomado antes.
Caminó así, á la ventura, un buen espacio, mirando, llamando, y gritando, pero sin encontrar persona alguna. Dos ó tres veces corrió por la llanura hacia algo que le hizo el efecto de una persona tendida ó acurrucada; pero veía luego que no eran sino malezas ó rocas á flor de tierra. Por fin, en un punto en el cual se cruzan tres senderos, se paró. La luna había salido. Dirigió una mirada á lo lejos, llamando por última vez: «¡Gervasillo! ¡Gervasillo! ¡Gervasillo!». Sus gritos se perdieron entre la bruma, sin ni siquiera devolver un eco. Murmuró todavía: «¡Gervasillo!», pero con voz débil y casi inarticulada. Éste fué su último esfuerzo; sus piernas vacilaron bruscamente bajo su peso, como si un poder invisible le anonadara con todo el peso de su siniestra conciencia; cayendo desvanecido sobre una gran piedra, los puños entre sus cabellos, y la cabeza entre ambas rodillas, gritando desolado:
«¡Soy un miserable!».
Abrióse á este grito su corazón y rompió á llorar. Fué ésta la primera vez que lloró después de diez y nueve años.
Cuando Juan Valjean salió de casa del obispo, como hemos visto, estaba muy distante de todo cuanto había pensado hasta entonces. No podía acertar con lo que estaba pasando por él. Resistíase contra la angelical acción y contra las dulces palabras del anciano. «Me habéis prometido ser un hombre digno. Yo compro vuestra alma. Yo se la retiro al espíritu del mal y la entrego al Dios bueno». Esto lo estaba oyendo sin cesar. Pero oponía á esta celestial indulgencia el orgullo, que viene á ser en nosotros la fortaleza del mal. Sentía él clara y distintamente que el perdón de aquel sacerdote, era el mayor y más formidable ataque allí donde estaba aún abroquelado; que su endurecimiento sería infinito si alcanzaba á resistir aquella clemencia; que si cedía le sería forzoso renunciar á aquel odio en el cual las acciones de los demás hombres habían llenado su alma durante tantos años, y en el cual se gozaba; que esta vez era preciso vencer ó ser vencido, y que la lucha, una lucha colosal y definitiva, estaba entablada entre su maldad y la bondad de aquel hombre.
En presencia de todas aquellas luces, caminaba él como un hombre[Pg 105] ebrio. Mientras andaba de esta manera, los ojos extraviados, ¿había en él una percepción distinta de la que podría resultar para el de su aventura de D***? ¿tenía él todos aquellos murmullos misteriosos que advierten ó importunan el espíritu en ciertos momentos de la vida? Una voz le decía al oído que acababa de atravesar el momento solemne de su destino; que ya no había otro medio para él; que si no era en lo sucesivo el mejor de los hombres, sería el peor; que era preciso, por decirlo así, que se elevara á la sazón más alto que el obispo, ó descendiese más bajo que el presidiario; que si él quería ser bueno, era preciso que fuése un ángel, y que si quería permanecer malo, era indispensable que fuése un monstruo.
Aquí debemos aún volver á interrogar sobre lo que ya lo hemos hecho otra vez: ¿guardaba, aunque fuése confusamente, alguna sombra de todo esto en su memoria? Ciertamente, la desgracia, ya lo hemos dicho, educa la inteligencia; pero es muy de dudar que Juan Valjean estuviese en estado de comprender todo cuanto dejamos indicado aquí. Si aquellas ideas se le presentaban, él las entreveía mejor que las veía; y servían únicamente para producir en él una turbación inexplicable y casi dolorosa. Al salir de aquel antro negro y deforme que se llama presidio, el obispo le había herido el alma, como una voz demasiado viva le hubiera herido los ojos al salir de las tinieblas. La vida futura, la vida posible que se le presentaba desde luego puro y radiante, le llenaba de pesadumbre y ansiedad. Él no sabía, en verdad, dónde se hallaba. Como un mochuelo que viera bruscamente la luz del sol, el presidiario había sido deslumbrado y cegado por la virtud.
Lo verdaderamente cierto, y sobre lo cual no tenía la menor duda, era que había ya dejado de ser el mismo hombre, que todo había cambiado en él, puesto que no estaba en su mano, hacer que el obispo no le hubiese hablado ni le hubiese conmovido.
En semejante estado de ánimo, había encontrado á Gervasillo, y le había robado aquellos cuarenta sueldos. ¿Por qué? Él no hubiera, de seguro, alcanzado á explicarlo; ¿había sido un postrer esfuerzo y como á supremo esfuerzo de la maldad de pensamientos que había aportado del penal, un resto de impulsión, un resultado de lo que se llama en estática fuerza adquirida? Era esto, y era menos todavía que esto, tal vez. Digámoslo simplemente, no era él quien había robado; no había sido el hombre, había sido la bestia que, por costumbre ó por instinto, había puesto sencillamente el pie sobre la moneda, mientras la inteligencia luchaba entre innumerables observaciones desconocidas y nuevas.
Cuando la inteligencia despertó y comprendió lo brutal de la acción, Juan Valjean retrocedió angustiado y dió un grito de espanto.
Y era que por un extraño fenómeno, solamente posible en una situación como la en que se hallaba, al robar aquel dinero á aquel niño, había hecho una cosa de la que no era ya capaz.
[Pg 106]
Fuése lo que fuere, aquella postrera mala acción produjo en él un efecto decisivo; atravesó bruscamente el caos que existía en su inteligencia, disipándolo, separó y puso aparte las espesas obscuridades, y de otra la luz, agitó su alma, en el estado en que se hallaba, como agitan ciertos reactivos químicos, una mezcla turbia, precipitando un elemento y clarificando otro.
Desde luego, y antes de reflexionar y examinar, desatentado como el que busca la manera de salvarse, trató de encontrar al muchacho para devolverle su dinero; cuando hubo reconocido que era aquello inútil é imposible, detúvose desesperado. En el momento en que exclamaba: «¡soy un miserable!» acababa de reconocerse tal cual era, estando ya entonces separado de sí mismo, hasta el punto de figurarse no ser más que un fantasma que tenía delante de sí, en carne y hueso, con el garrote en la mano, la blusa andrajosa, el morral lleno de objetos robados á la espalda, el semblante tétrico y resuelto, con su imaginación llena de proyectos abominables, al repugnante presidiario Juan Valjean.
Su excesiva desventura, como hemos dicho, le había hecho un tanto visionario. Fué esto por consiguiente una visión. Llegó á ver verdaderamente á Juan Valjean, con su siniestra catadura delante de sí. Hubo un momento en que quiso preguntar quién era aquel hombre que le horrorizaba.
Su cerebro se hallaba en uno de aquellos momentos violentísimos, y sin embargo, horriblemente tranquilos, en los cuales la ficción imaginativa es tan profunda que absorbe la realidad. En cuyos momentos no ve uno lo que tiene delante y junto á sí, y en los que vemos como fuera de nosotros, las figuras que llenan nuestro espíritu.
Contemplábase, pues, así mismo, por así decirlo, frente á frente, y al mismo tiempo, al través de aquella alucinación, estaba viendo, en ciertas misteriosas profundidades, una especie de luz que llegó á tomar por una antorcha. Mirando luego con mayor atención aquella luz que surgía de su conciencia, reconoció que tenía forma humana, y que aquella antorcha era el obispo.
Su conciencia comparó á su vez aquellos dos hombres, colocados ante ella: el obispo y Juan Valjean. Era indispensable que no fuése otro que el primero para confundir al segundo. Por uno de aquellos efectos singulares propios de semejante clase de éxtasis, á medida que su ilusión se prolongaba, iba el obispo agrandándose y resplandeciendo á sus ojos, y Juan Valjean se achicaba y desvanecía. Llegó un punto en que no era él más que una sombra. Luego desapareció por completo. Quedaba sólo el obispo llenando de clarísimos resplandores los espacios del alma de aquel miserable.
Juan Valjean, lloró mucho, lloró ardientísimas lágrimas, lloró sollozando con mayor debilidad que una mujer, y más miedo que un niño.
Á medida que lloraba, iba produciéndose más y más en su cerebro[Pg 107] una extraordinaria claridad, una claridad maravillosa y terrible á la vez. Su vida pasada, su primera falta, su larga expiación, su embrutecimiento exterior, su interior dureza, su misma libertad unida á sus planes de venganza, lo que le había pasado en casa del obispo, la última cosa que había hecho, aquel robo de cuarenta sueldos á un chiquillo, crimen tanto más infame, tanto más monstruoso, cuanto que había sido cometido después de la absolución del obispo; todo lo cual se le presentaba claramente en medio de una luz que hasta entonces jamás había visto.
Estaba viendo su vida, y le parecía horrible: su alma, espantosa. Sin embargo, una dulcísima luz se derramaba sobre aquella vida y sobre aquella alma. Le parecía ver á Satanás á la luz del paraíso.
¿Cuántas horas estuvo así llorando? ¿Qué hizo después dé haber llorado? ¿Adónde fué? nadie lo ha sabido jamás. Parece solamente averiguado que, durante aquella misma noche, el carretero, que hacía en aquella época el servicio de Grenoble y que llegó á D*** á eso de las tres de la madrugada, vió, al atravesar la calle del Obispado, un hombre en actitud de orar, arrodillado sobre el pavimento y en la sombra junto á la puerta de la casa donde vivía monseñor Bienvenido.
I
El año 1817
Éste fué el año que Luis XVIII, con una especie de aplomo real, que no carecía de vanidad, calificó de vigésimo segundo de su reinado. Fué también el año de la celebridad del señor Bruguiére de Sorsum. Todas las tiendas de los peluqueros, esperando el polvo y la vuelta del ave real, aparecían estucadas de azul y flor delisadas. Era aquélla la época inocente y cándida en que el conde Lynch sentábase todos los domingos como mayordomo, en el banco de la obra de San Germán de los Prados vistiendo el uniforme de par de Francia, con su cordón rojo y su larga nariz, y aquel majestuoso perfil propio de un hombre que ha hecho algo famoso. El algo famoso realizado por el señor Lynch fué el siguiente: haber, siendo alcalde de Burdeos el 12 de marzo de 1814, entregado la ciudad antes de tiempo al señor duque de Angulema. De ahí su dignidad de par. En 1817, la moda embutía los niños de cuatro á seis años en sendas gorras de cordobán con orejeras muy parecidas á las mitras de los esquimales. El ejército francés fué vestido de blanco á la austríaca; los regimientos se llamaron legiones, y en lugar del número correspondiente, tomaron los nombres de los departamentos. Napoleón se encontraba[Pg 108] en Santa Elena, y como Inglaterra le negaba el paño verde, hizo que fuesen vueltos del revés sus viejos uniformes.
En 1817, Pellegrini cantaba, la señorita Bigottini bailaba, Potier reinaba, y Odry no existía aún. La señora Saqui sucedía á Forioso. Había aún prusianos en Francia. El señor Delalot era un personaje. La legitimidad acababa de afirmarse cortando la muñeca, y luego la cabeza, á Pleignier, á Carbonneau y á Tollerón.
El príncipe de Talleyrand, gran chambelán, y el cura Luis, designado para ministro de Hacienda, se contemplaban mutuamente riendo como dos augures; ambos habían celebrado, el 14 de julio de 1790, la misa de la federación en el campo de Marte; Talleyrand había oficiado de obispo, Luis le había ayudado como diácono.
En 1817, en las travesías de las alamedas de aquel mismo campo de Marte (Marzo), veíanse grandes cilindros de madera, expuestos á la lluvia, y pudriéndose entre la yerba, pintados de azul, con restos de águilas y de abejas desdorados. Habían sido las columnas que dos años antes habían sustentado el solio del emperador en el campo de Mayo. Estaban esparcidos aquí y allí, y ennegrecidos además por el fuego de los vivacs, de los austríacos acampados junto á Gros Caillou. Dos ó tres de aquellas columnas habían desaparecido en las hogueras de los vivacs, habiendo calentado las grandes manos de los Kaiserlicks.
El campo de Mayo tenía de notable, que había sido celebrado en el mes de junio en el campo de Marzo.
Durante el año 1817 se habían popularizado dos cosas: el Voltaire Touquet, y la tabaquera de la Carta.
La emoción parisién más reciente había sido el crimen de Dautun, quien había tirado la cabeza de su hermano al pilón del mercado de las flores.
Comenzaba á inquietarse el ministro de Marina por no tener noticias de la desgraciada fragata Medusa, que debía cubrir de mengua á Chaumareix y de gloria á Géricault. El coronel Selves había ido á Egipto para trocarse en Soliman Pachá. El palacio de las Termas, de la calle de La Harpe, servía de tienda á un tonelero. Veíase todavía en la plataforma de la torre octógona del palacio de Cluny, la casilla de madera que había servido de observatorio á Messier, astrónomo de la marina de Luis XVI.
La duquesa de Duras leía á tres ó cuatro amigos, en su gabinete tapizado de raso azul celeste, la Ourika inédita. Raspábanse las N. del Louvre. El puente de Austerlitz abdicaba, intitulándose puente del Jardín del Rey, doble enigma que encerraba á la vez el puente de Austerlitz y el jardín de Plantas.
Luis XVIII, preocupado en marcar con la uña en Horacio los héroes que se hacen emperadores, y los zapateros que se hacen delfines, tenía además dos inquietudes constantes, Napoleón y Mathurin Bruneau.
La Academia francesa daba como tema de premio: la dicha procura[Pg 109] el estudio. El señor Bellart era elocuente oficialmente. Veíase germinar á su sombra al futuro abogado general de Broë, entre los sarcasmos de Pablo-Luis Courier. Había también un falso Chateaubriand llamado Marchangy, esperando á que saliese un falso Marchangy llamado Arlincourt. Clara de Alba y Malek-Adel eran grandes obras; la señora Cottin había sido declarada primer escritor de la época. El Instituto dejó borrar de su lista al académico Napoleón Bonaparte. Un real decreto erigía Angulema en escuela de marina, porque siendo el duque de Angulema gran almirante, era evidente que la ciudad de Angulema acreditaba de derecho todas las cualidades de puerto de mar, sin lo cual el principio monárquico hubiera podido menoscabarse.
Presentóse en consejo de ministros la proposición de averiguar si debían tolerarse las viñetas que representaban volatines, que adornaban los carteles de Franconi, porque agrupaban los pilluelos y vagabundos de las calles.
El señor Paër, autor de Inés, buen hombre, de cara cuadrada, con una verruga en la mejilla, dirigía los conciertos continuos de la marquesa de Sassenaye, calle de la Ville l'Evèque. Todas las jóvenes cantaban l' Ermite de Saint-Avelle, letra de Edmundo Géraud. El enano amarillo se trasformaba en espejo. El café Lemblin estaba por el emperador, con el café Valois que estaba por los Borbones.
Llegaba el señor duque de Berry de casarse con una princesa de Sicilia, y ya le venía Louvel pisando la sombra. Hacía un año que había muerto madama Staël. Los guardias de corps silbaban á la señorita Mars. Los periódicos grandes se habían trocado en pequeños. El tamaño se había reducido, pero la libertad era grande. El Constitucional era constitucional. La Minerva llamaba á Chateaubriand Chateaubriant. Esta t daba mucho que reir á los artesanos acomodados á costa del gran escritor.
En periódicos vendidos, había periodistas degradados que insultaban á los proscritos de 1815; David carecía de talento, Arnault de ingenio y Carnot de probidad; Soult no había ganado ninguna batalla, es verdad también que Napoleón carecía de genio. Nadie ignora que es muy raro que las cartas dirigidas por el correo á los desterrados lleguen á sus manos; la policía tiene á religioso deber interceptarlas. El hecho no es nuevo; Descartes, desterrado, se lamenta de ello. Luego, habiendo David, en un periódico belga, manifestado su disgusto por no recibir las cartas que se le escribían, hizo ello tanta gracia á los periódicos realistas, que llegaron á bufonear groseramente con semejante pretexto al desterrado.
Decir: los regicidas, ó decir: los votantes: decir: los enemigos, ó decir: los aliados: decir: Napoleón, ó decir: Buonaparte, separaba á dos hombres más que un abismo. Las gentes de buen sentido convenían en que la era de las revoluciones estaba para siempre cerrada por el rey[Pg 110] Luis XVIII, apodado de «inmortal autor de la Carta». En el terraplén del puente nuevo, se esculpía la palabra: Redivivus, en el pedestal que esperaba la estatua de Enrique IV. El señor Piet esbozaba, en la calle Thérèse, n.º 4, en conciliábulo para consolidar la monarquía. Los jefes de la derecha decían al encontrarse en coyunturas graves: «Es preciso escribir á Bacot». Los señores Canuel, O'Mahony y de Cheppedelaine, borroneaban, un tanto apoyados por el señor (hermano y heredero del rey), lo que había de ser más tarde «la conspiración de Bòrd de l'eau». El alfiler negro conspiraba por su lado. Delaverderie se inclinaba á Trogoff. El señor Decazes, espíritu hasta cierto punto liberal, dominaba.
Chateaubriand, de pie todas las mañanas junto á su ventana del número 27 de la calle Saint Dominique, en mangas de camisa y zapatillas, sus cabellos grises sujetados por un pañuelo, fijos los ojos en un espejo, y un estuche completo de cirujano dentista, abierto ante sí, limpiábase los dientes, que los tenía por cierto muy hermosos, al propio tiempo que dictaba «La monarquía según la Carta» al señor Pilorge, su secretario.
La crítica, admitida como autoridad, prefería Lafon á Talma. El señor de Feletz firmábase A., Hoffmann Z, y Carlos Nodier suscribía Teresa Aubert. El divorcio había sido abolido. Los liceos se llamaban colegios. Los colegiales, adornando su cuello con una flor de lis, de oro, se daban de cachetes á propósito del rey de Roma. La contra policía de palacio denunciaba á Su Alteza real, La Señora (la hermana del rey), el retrato, expuesto por todas partes, del señor duque de Orléans, el cual estaba mejor de uniforme de coronel general de húsares, que el señor duque de Berry de coronel-general de dragones, gravísimo inconveniente. La ciudad de París hacía dorar nuevamente á su costa la cúpula de los Inválidos. Los hombres serios se preguntaban qué es lo que haría en tal ó cual circunstancia el señor de Trinquelague; el señor Clausel de Mantals divergía en algunos puntos del señor Clausel de Coussergues: el señor de Salaberry no estaba contento.
El cómico Picard, que formaba parte de la Academia en la que no había podido entrar el cómico Molière, hacía representar Los dos Filibertos, en el Odeón, sobre cuyo frontispicio, á pesar de haber sido arrancadas las letras se leía aún claramente: TEATRO DE LA EMPERATRIZ. Se formaban partidos en pro y en contra de Cugnet de Montarlot. Fabvier era faccioso, Bavoux revolucionario. El librero Pelicier publicaba una edición de Voltaire bajo este título: Obras de Voltaire, de la Academia francesa. «Esto llama á los compradores», decía aquel infeliz editor.
Era opinión general que el señor Charles Loyson, iba á ser el genio del siglo; así es que la envidia comenzaba ya á morderle, signo de gloria; escribiéndose sobre ello este verso:
Por más que Loyson vuele, se echan de ver sus patas.
[Pg 111]
El cardenal Fesch negábase á dimitir. El señor de Pins, arzobispo de Amasie, administraba la diócesis de Lyon. La cuestión del valle de Dappes, comenzábase entre Suiza y Francia por una memoria del capitán Dufour, más tarde general. Saint-Simón, ignorado, meditaba su sublime teoría. Había en la Academia de ciencias un Fourier célebre que la posteridad ha olvidado, y no sé en qué buhardilla un Fourier obscuro de quién se acordará el porvenir. Lord Byron empezaba á despuntar; una nota de cierto poema de Millevoye lo anunciaba á Francia en estos términos: un tal lord Barón.
David de Angers ensayaba dar formas al mármol. El abate Carón hablaba con elogio, en las reuniones íntimas de seminaristas del callejón (sin salida) de Feullantines, de un presbítero desconocido llamado Felicité-Robert, que fué más tarde Lamennais.
Una cosa que humeaba andando fatigosamente por el Sena metiendo el ruido de un perro que nada, iba y venía bajo las ventanas de las Tullerías, del puente Real al puente de Luis XV; era una máquina de poquísima utilidad, por cierto, una especie de juguete, una visión de un inventor fantástico, una utopía; un buque de vapor: Los parisienses veían indiferentes semejante inutilidad.
El señor de Vaublanc, reformador del Instituto por el golpe de Estado, hornada y decreto á la vez, autor distinguido por varios académicos á quienes había hecho tales, no podía llegar á serlo. El arrabal de San Germán y el pabellón Marsan querían para prefecto de policía al señor Delaveau, á causa de su devoción. Dupoytren y Recamier querellábanse y discutían en el anfiteatro de la Escuela de Medicina, amenazándose con los puños con motivo de la divinidad de Jesucristo.
Couvier, puesto un ojo en el Génesis y otro en la naturaleza, se esforzaba para complacer á la santurona reacción, en poner los fósiles de acuerdo con los textos sagrados y en hacer adular á Moisés por los mastodontes. Francisco de Neufchâteau, loable cultivador de la memoria de Permantier, hacía mil esfuerzos para que pomme de terre (patata) se llamase parmentiere, sin conseguirlo. El abate Gregoire, antiguo obispo, antiguo convencional y antiguo senador, llegó á pasar dentro la polémica realista, al estado «di infame Gregoire». Esta locución que acabamos de usar, pasar al estado de, fué denunciada como neulogismo por Royer-Collard.
Podía aún distinguirse por su blancura bajo el tercer arco del puente de Jena, la piedra nueva con la cual dos años antes se había tapado el boquete de la mina practicada por Blücher para volar el puente. La justicia llevaba á la barra un hombre que, al ver entrar al conde de Artois en Nuestra Señora, había dicho en alta voz: ¡Vive Dios! que deploro los tiempos en que veía á Bonaparte y á Talma entrar, dándose el brazo, en Bal Sauvage. Dicho sedicioso. Seis meses de cárcel.
Los traidores se presentaban desembozados: hombres que se habían[Pg 112] pasado al enemigo la víspera de una batalla no ocultaban nada de la recompensa, presentándose impúdicamente en pleno día con el mayor cinismo haciendo gala de sus riquezas y sus dignidades; desertores de Ligny y de Quatre Bras, con todo el desenfado de su torpeza pagada, ostentando al desnudo su abnegación monárquica; olvidados de lo escrito en Inglaterra, en las paredes interiores de los retretes públicos: Please adjust your dress before leaving. (Sírvase usted abrocharse antes de salir).
He aquí, en revuelta confusión, lo que sobresalió más ó menos del año 1817, hoy día olvidado.
La historia es negligente con semejantes particularidades, porque no puede hacer otra cosa; la invadiría el infinito. No obstante, estos detalles, llamados equivocadamente pequeñeces, no hay en la humanidad pequeños hechos, como no hay en la vegetación hojas pequeñas. De la fisonomía de los años, se compone la figura de los siglos.
Durante este año de 1817, cuatro jóvenes parisienses hicieron «una linda gracia».
II
Doble cuarteto
Los tales parisienses eran uno de Toulouse, otro de Limoges, el tercero de Cahors y el cuarto de Montauban; pero eran estudiantes; y quien dice estudiante dice parisino: estudiar en París es nacer en París.
Aquellos jóvenes no tenían significación alguna; todo el mundo les ha visto alguna vez; cuatro muestras del primero con quien nos topemos; ni buenos ni malos, ni sabios ni ignorantes, ni genios ni imbéciles; bellezas del alegre abril que se llama veinte años. Eran cuatro oscares cualesquiera, porque en aquella época los Arturos no existían aún. Quemad para él los perfumes de la Arabia, dice el romance, ¡Oscar viene, Oscar, voy á verle! Salíamos de Ossian; la elegancia era escandinava y caledoniana, el género inglés puro no debía prevalecer hasta más tarde, y el primero de los Arturos Wellington, acababa apenas de ganar la batalla de Waterloo.
Estos Oscares, se llamaban el uno Félix Tholomyés, de Toulouse, el otro Listolier, de Cahors, el tercero Fameuil de Llimoges, y el último Blachevelle, de Montauban. Naturalmente, cada uno tenía su damisela. Blachevelle amaba á Favorita, llamada así por haber estado en Inglaterra; Listolier adoraba á Dalia, la cual había tomado por nombre de guerra el nombre de una flor; Fameuil idolatraba á Zefina, contracción de Josefina, y Tholomyés tenía á Fantina, llamada la Rubia, por sus hermosos cabellos color de sol.
Favorita, Dalia, Zefina y Fantina, eran cuatro graciosas muchachas perfumadas y alegres; modisteaban todavía un poco, porque no habían aún abandonado la aguja del todo, algo distraídas por amorcillos pasajeros,[Pg 113] pero conservando en su aspecto, restos de la serenidad del trabajo y en el alma aquella flor de la honestidad que en la mujer sobrevive á la primera caída. Había una de las cuatro á la que llamaban la joven, porque era la menor; y otra á la que llamaban la vieja; la vieja tenía veinte y tres años. Para no ocultar nada, diremos que las tres primeras eran más experimentadas, más indiferentes y más acostumbradas á volar entre el torbellino de la vida, que Fantina, la Rubia, que vagaba todavía entre su primera ilusión.
Dalia, Zefina, y sobre todo Favorita, no hubieran podido asegurar otro tanto. Había ya más de un episodio que consignar en la leyenda de su vida apenas comenzada, y el amante llamado Adolfo en el primer capítulo, resultaba ser Alfonso en el segundo y Gustavo en el tercero. Pobreza y coquetería son dos consejeras fatales; la una regaña, la otra lisonjea; y las hermosas jóvenes del pueblo las llevan siempre en su compañía, hablándoles al oído por lo bajo, una á cada lado. Son almas mal guardadas. De ahí las caídas que dan, y las piedras que se les arrojan. Se las agobia con el explendor de cuanto existe inmaculado é inaccesible. ¡Ay si la joven aristocrática tuviese hambre!
Favorita; habiendo estado en Inglaterra, tenía por admiradoras á Zefina y Dalia. Había tenido oportunamente su buena casa. Su padre, antiguo profesor de matemáticas, brutal y fanfarrón; solterón y vividor ambulante á pesar de su edad. Este profesor, siendo aún joven, vió en cierta época el vestido de una doncella de servicio cogido de la rejilla de una chimenea; y por este accidente se enamoró. De ello resultó Favorita. Ella encontraba de cuando en cuando á su padre que la saludaba. Cierta mañana una mujer, ya entrada en años, de apariencia mística, entró en su casa y le dijo:
—¿No me conocéis, verdad, señorita?
—No.
—Pues soy tu madre.
Luego abrió la vieja la alacena, comió lo que le pareció bien, hizo que le trajeran un colchón que tenía y se quedó instalada en la casa. Aquella madre gruñona y devota jamás le decía una palabra á Favorita, se pasaba las horas sin hablar; almorzaba, comía y cenaba por cuatro, descendiendo luego á la tertulia de la portería, hablando de continuo mal de su hija.
Lo que había atraído á Dalia hacia Listolier, ó hacia otros tal vez, y hacia la ociosidad, fué el tener demasiado bonitas y rosadas las uñas. ¿Cómo había de hacer trabajar aquellas uñas? La que quiera ser virtuosa no puede tenerles piedad á sus manos. En cuanto á Zefina, había conquistado á Fameuil por su graciosa manera viva y cariñosa de decir: «sí, señor».
[Pg 114]
Los jóvenes eran camaradas, las jóvenes fueron amigas. Semejantes amores van siempre acompañados de tales amistades.
Sabio y filósofo son dos cosas distintas, y la prueba está en que, salvando todas las pequeñeces de detalle, Favorita, Zefina y Dalia, eran unas muchachas filósofas y Fantina una muchacha sabia.
¡Sabia! se dirá, ¿y Tholomyés? Salomón contestaría que el amor forma parte de la sabiduría. Nosotros nos concretamos á decir que el amor de Fantina era un primer amor, un amor único, un amor fiel.
Ella era la única de las cuatro á quien no tuteaba más que un hombre.
Fantina era uno de esos seres que había brotado, por así decirlo, del fondo del pueblo. Salida de las insondables espesuras de la sombra social, llevaba en su frente el sello del anónimo y lo desconocido. Había nacido en M*** sobre M*** ¿de qué padre? ¿Quién sabe? Nadie le conoció jamás padre ni madre. Se llamaba Fantina. ¿Por qué se llamaba así? Nadie le conocía por otro nombre. En la época de su nacimiento existía aún el Directorio. Nada de apellido de familia, como no la tenía; nada de nombre de pila, puesto que no estaba allí la Iglesia. Se llamaba, pues como le plugo al primer transeunte que se la encontró de pequeñita andando descalza por la calle. Recibió aquel nombre, como recibía el agua de las nubes sobre su frente cuando llovía. Llamábanla la pequeña Fantina. Nadie sabía más. Aquella criatura humana había entrado así en la vida. Á los diez años dejó Fantina la ciudad y se puso á servir en las casas de campo de las cercanías. Á los quince se fué á París á «probar fortuna». Fantina era hermosa, y fué pura todo el mayor tiempo que pudo. Era una hermosa rubia de bellísimos dientes. Traía, pues, el oro y las perlas en dote; pero su oro estaba en su cabeza y en su boca las perlas.
Trabajaba para vivir; después, siempre para vivir, porque tiene también el corazón su hambre, amó.
Amó á Tholomyés.
Amorío para él, pasión para ella. Las calles del barrio latino, llenas por el continuado hormigueo de estudiantes y grisetas, vieron los principios de aquel delirio. Fantina, en los dédalos de la colina del Panteón, donde tantas aventuras se enlazan y se rompen, había huido mucho tiempo de Tholomyés, pero encontrándole cada día de nuevo. Existe una manera de huir que se parece mucho al buscar. Pronto se realizó la égloga.
Blachevelle, Listolier y Fameuil, formaban un grupo del que era Tholomyés la cabeza. Él era, pues, el alma.
Tholomyés era el antiguo, el verdadero estudiante; era rico; tenía cuatro mil francos de renta; cuatro mil francos de renta, explendidez escandalosa en la montaña de Santa Genoveva. Tholomyés era un vividor de treinta años, mal conservado, arrugado y mellado; empezaba á tener calvicie, con motivo de lo cual decía de sí mismo alegremente: coronilla[Pg 115] á los treinta, rodilla á los cuarenta. Digería ya bastante mal, y le lacrimeaba un ojo. Pero á medida que su juventud se extinguía, iba en aumento su alegría; suplía sus dientes por gestos, sus cabellos con chistes, su salud con ironías, y el ojo llorón con risa continuada. Era un montón de ruinas del que brotaban flores por todas partes. Su juventud, liando el petate antes de tiempo, batíase en retirada, pero en buen orden, reventando de risa y llena de fuego. Le habían rechazado una pieza en el Vaudeville. Á cada paso y á cualquier objeto escribía versos. Por otra parte, dudaba de todo á cierta altura, lo que da mucha fuerza á los ojos de los débiles. Siendo irónico y calvo, era el jefe. Iron es una palabra inglesa que quiere decir hierro. ¿Será de ella que procederá la palabra ironía?
Cierto día Tholomyés llamó á sí á los otros tres, y haciéndose el oráculo, les dijo:
—Hace cerca de un año que Fantina, Dalia, Zefina y Favorita nos están pidiendo que les demos una sorpresa. Se la tenemos prometida solemnemente. Siempre nos están hablando de ello, á mí sobre todo. Así como en Nápoles piden las viejas á san Enero Faccia gialluta, fa o miracolo, «¡cara amarillenta, haz el milagro!» nuestras queridas me dicen sin cesar: «Tholomyés, ¿cuándo darás á luz tu sorpresa?». Al mismo tiempo nos escriben nuestras familias. Acosados por todas partes. Creo que ha llegado el momento. Hablemos.
Al decir esto, bajó Tholomyés la voz, articuló alguna frase tan chocante que se manifestó el efecto entusiasta que había producido en los cuatro, con una carcajada común, al mismo tiempo que exclamaba Blachevelle: ¡Vaya una idea!
Hallándose junto á un café lleno de humo, entraron en él, perdiéndose entre aquella neblina el resto de la conferencia.
El resultado de aquellas tinieblas fué una brillante partida de campo que tuvo lugar el domingo siguiente, á la cual los cuatro estudiantes invitaron á las muchachas.
III
Cuatro y cuatro
Lo que era una partida de campo entre estudiantes y grisetas hace cuarenta años, es muy difícil figurárselo hoy. París no tiene los mismos alrededores; el aspecto de lo que podría llamarse vida circumparisien, ha cambiado por completo después de medio siglo; en lugar del coche está el vagón, y en el de los lanchones el buque de vapor; decíase entonces Saint Cloud como se dice hoy Fécamp. El París de 1862 es una ciudad que tiene la Francia entera por alrededores.
Las cuatro parejas realizaron cumplidamente todas las locuras campestres posibles en aquellos tiempos. Era al comenzar las vacaciones, en un caluroso y despejado día de verano. Á la víspera, Favorita, la única[Pg 116] que sabía escribir, había escrito lo siguiente á Tholomyés, en nombre de las cuatro: «El salir temprano augura un buen día». Sería por ello que se levantaron á las cinco de la mañana. Fueron en coche á Saint-Cloud; contemplaron la gran cascada en seco y exclamaron: ¡Esto ha de ser una gran cosa cuando salta el agua! Almorzaron en la Tête Noire, donde Castaing no había pasado todavía; jugaron una partida á la sortija en las arboledas del grande estanque; subieron á la linterna de Diógenes, jugaron barquillos en la ruleta del puente de Sévres, hicieron ramos con flores cogidas en Puteaux, compraron silbatos en Neuilly; comieron en todas partes pastelillos de manzana, en fin, fueron dichosos por completo.
Las chicas corrían, y chillaban como cotorras escapadas, que era un delirio. Á cada paso repartían cariñosos pescozones á los muchachos con regodeo verdaderamente infantil. ¡Oh matinal embriaguez de la vida! ¡Dichosa edad en la que se agita temblorosa y alegre el ala de las ilusiones!
¡Oh! quien quiera que seáis, ¿no es verdad que recordáis perfectamente haber ido alguna vez triscando en la espesura, separando las ramas, á fin de que pudiese pasar libremente una linda cabeza que sobre un cuerpo gallardo y airoso os venía siguiendo? Os habréis deslizado riendo alegremente por alguna cuestecilla recién mojada por la lluvia, en compañía de una mujer amada, que asiéndose á vuestra mano, os detiene á lo mejor para exclamar: ¡Ay! ¡mis botitas nuevas, cómo se han puesto!
Digamos desde luego; que la alegre contrariedad de un chaparrón no se presentó á completar la alegría de aquella cuadrilla de buen humor, por más que Favorita hubiese dicho al salir con acento maternal y sentencioso: Las babosas andan por los suelos. Lluvia segura, hijos míos.
Las cuatro estaban locamente hermosas. Un buen anciano, poeta clásico, en boga á la sazón, un buen hombre que tenía su correspondiente Leonor, el caballero de Labouïsse, paseante aquel día de los castañares de Saint-Cloud, les vió pasar á eso de las diez de la mañana y exclamó: Hay una demás, pensando en las (tres) Gracias. Favorita, la amiga de Blachevelle, aquélla de los veinte y tres años, la vieja, corría ante todos bajo las grandes ramas verdes, saltando barrancos, traspasando valerosamente los matorrales, presidiendo la alegría general con el entusiasmo de una fauna; Zefina y Dalia, á las cuales la casualidad las había hecho bellas, de modo que aumentaba su hermosura estando juntas, acercábanse una á otra para contemplarse, sin separarse un punto, más que por amistad por instinto de coquetería y apoyándose mutuamente una á otra, tomaban actitudes de gusto inglés. Los primeros keepsakes acababan de aparecer á la sazón, la melancolía empezaba por las mujeres, siendo lo que más tarde, el byromismo de los hombres, así es que los[Pg 117] cabellos del sexo débil comenzaban á destrenzarse. Zefina y Dalia peinaban tirabuzones. Listolier y Femeuil, enredados en una discusión acerca de sus profesores, querían hacer entender á Fantina la diferencia que mediaba entre el señor Delvincourt y el señor Blondeau.
Blachevelle parecía haber sido criado á propósito para llevar del brazo los domingos, el chal de colores claros é indefinibles de Favorita.
Venía Tholomyés dominando el grupo. Estaba alegrísimo, pero dejaba entrever su instinto de mando; encerraba cierto espíritu de dictadura en su jovialidad; era la prenda principal de su traje un ancho pantalón de color mahón con travillas de tejido metálico; llevaba en la mano un magnífico roten de doscientos francos, y, como se lo permitía todo, una cosa rara llamada cigarro, en la boca. Y como no había para él nada sagrado fundaba al mismo tiempo.
—Este Tholomyés es admirable,—decían los otros con cierta veneración.—¡Qué pantalones!, y ¡qué energía!
En cuanto á Fantina, era ella la alegría misma. Su espléndida dentadura había evidentemente recibido de Dios una obligación, la de reir.
Llevaba en su mano mejor que en la cabeza, su sombrerillo de paja cosida, con largas cintas blancas; su poblada cabellera rubia, acostumbrada á flotar y destrenzarse fácilmente, obligándola continuamente á recogérsela; parecía hecha de intento para representar la fuga de Galata entre los sauces. Sus labios de rosa charlaban de un modo encantador; los extremos de su boca, voluptuosamente levantados como los de los antiguos mascarones de Erígone, parecían animar á los audaces, pero sus largas pestañas sombreaban discretamente este atractivo de la parte inferior de su rostro como diciendo, ¡cuidado! Todo su tocado tenía un no sé qué de encantador y vaporoso. Llevaba un vestido de bares color de malva, zapatitos acoturnados color de castaña, sujetados con cintas que subían formando X sobre su blanquísima y calada media; y aquella especie de pañoleta de muselina, invención marsellesa, cuyo nombre, canesú, corrupción de la frase quinze août (quince agosto) pronunciada en la Cannebière, significa buen tiempo, color y medio día. Las otras tres, menos escrupulosas, como hemos dicho, iban completamente descotadas, lo cual en verano, bajo sombreros adornados de flores, resulta siempre gracioso y atractivo; pero al lado de ese vestir provocativo, el canesú de la rubia Fantina, con sus transparencias, sus ligeras indiscreciones y sus reticencias, velando y enseñando á la vez, parecía un hallazgo incitativo de la decencia, y en el famoso certamen del amor, presidido por la vizcondesa de Cette, con sus ojos verde-mar, hubiera tal vez concedido el premio de la coquetería á aquel canesú compitiendo en nombre de la castidad. Lo más sencillo resulta muchas veces lo mejor. Es lo lógico.
Deslumbradora presencia, delicado perfil, ojos de azul perfecto, grandes párpados, pies elásticos y diminutos, las muñecas y tobillos admirablemente[Pg 118] torneados, la piel blanquísima, dejando ver aquí y allá las ramificaciones azules de las venas, las mejillas aniñadas y frescas, el cuello robusto de las Junos eginéticas, la nuca fuerte y suave, los hombros como modelados por Coustou, teniendo en su centro un voluptuoso hoyuelo, visible al través de la muselina; un goce velado por el delirio; belleza, escultural; tal era Fantina; adivinándose fácilmente bajo aquellos pliegues de muselina y aquellas cintas, una estatua, y en la estatua un alma.
Fantina era bella, sin saberlo apenas. Los raros soñadores, sacerdotes misteriosos de lo bello, que buscan cuidadosamente la perfección en todo, hubieran encontrado tal vez en aquella joven obrera, al través de la gracia y transparencia parisién, la antigua, eufonía sagrada. Aquella hija de las sombras tenía su raza. Era bella bajo ambos aspectos; el estilo y el ritmo. El estilo es la forma de lo ideal; el ritmo es el movimiento.
Hemos dicho que Fantina era la alegría; Fantina era igualmente el pudor.
Para el observador que la hubiese estudiado detenidamente, lo que de ella se desprendía al través de toda la embriaguez propia de la edad, de la estación y de los amoríos, era una invencible expresión de modesto recato. Siempre estaba como asombrada. Aquél su casto asombro era la nube que separa á Psiquis de Venus. Fantina tenía los dedos largos, blancos y finos de la vestal que remueve las cenizas del fuego sagrado con un alfiler de oro. Por más que no hubiese ella rehusado nada, como veremos luego, á Tholomyés, su aspecto, en el reposo, aparecía soberanamente virginal; una especie de dignidad seria, tal vez austera, la embargaba súbitamente en ciertos momentos, y nada tan singular y vago, como ver que la alegría y la ternura se sucedían rápidamente en ella, pasando sin transición aparente, del recogimiento á la expansión. Aquella gravedad súbita, acentuada severamente á veces, tenía mucho del desdén de una diosa. Su frente, su nariz y su barba presentaban un equilibrio de líneas, muy distante del equilibrio de la proporción, del cual resulta la armonía del rostro; en el característico espacio que separa la base de la nariz del labio superior, tenía aquel pliegue imperceptible y gracioso, signo misterioso de la castidad, que rindió amoroso á Barbarroja á los pies de una Diana encontrada en las excavaciones de Iconia.
Si es falta el amor, era Fantina la inocencia sobrenadando en la falta misma.
IV
Tholomyés está tan alegre, que canta una canción española
Aquel día fué desde el principio al fin una aurora continuada. Toda la naturaleza parecía saludar y reir. Los parterres de Saint-Cloud embalsamaban el ambiente, el airecillo del Sena movía vagamente el follaje; las ramas gesticulando en el viento, las abejas entregadas al saqueo[Pg 119] de los jazmines; toda una bohemia de mariposas se precipitaban sobre los trebolados y las avenas; habiendo, en el augusto parque del rey de Francia, una multitud de vagamundos, los pájaros.
Las cuatro alegres parejas, mezcladas ante el sol, en el campo, entre las flores y los árboles, resplandecían.
Y en aquella comunidad de paraíso, hablando, cantando, corriendo, bailando, cazando mariposas, cogiendo campanillas, mojándose los bajos con el rocío matinal de las yerbas crecidas, frescas y locas ellas, recibían sin la menor malicia, donde quiera que fuése, los besos de ellos, excepción hecha de Fantina, encerrada en la vaga resistencia meditabunda y esquiva que le era propia.
—Tú,—le decía Favorita,—tú tienes siempre algo.
Esto son los placeres. El paso de aquellas alegres parejas era un llamamiento profundo á la vida y á la naturaleza, haciendo surgir por do quiera el amor y la luz. Existió en otros tiempos una hada, que hizo expresamente praderas y árboles para los enamorados. De ahí esa eterna costumbre de hacer novillos amorosos, que renace incesantemente, y que durará tanto cuanto existan praderas y estudiantes. De ahí la popularidad de la primavera entre los pensadores. El patricio y el ganapán, el duque y el par y el botarate, la gente de la corte como el populacho, según se decía en otros tiempos, todos están subordinados á esa hada.
Se ríe, se busca; ¡existe en el aire una luz de apoteosis, una transfiguración de amor! Los pasantes de escribano son allí dioses. Y los chillidos, y las cogidas al vuelo, aquellas ocurrencias que parecen melodías, aquellas adoraciones que estallan en la manera de soltar un vocablo, aquellas cerezas arrancadas por una á otra boca, todo irradia y pasa entre celestiales alegrías. Las muchachas hacen un grato despilfarro de sí mismas. Se imaginan que aquello no ha de tener fin. Los filósofos, los poetas, los pintores admiran aquellos éxtasis sin saber qué hacer, tanto se deslumbran. ¡El rapto de Citerea! exclama Watteau; Lancret, el pintor de la plebe, contempla sus artesanos envueltos en lo azul; Diderot tiende los brazos á todos sus amoríos, y de Urfé los mezcla con los druidas.
Después de almorzar, las cuatro parejas fueron á ver, allí donde se conocía á la sazón por Jardín del rey, una planta recién venida de la India, cuyo nombre no recordamos en este instante, y que en aquella época atraía á todo París á Saint-Cloud; un caprichoso y bello arbolito de un tallo, cuyas innumerables ramas, finas como hilos, enmarañadas y sin hojas, aparecían cubiertas por millares de rositas blancas; lo cual hacía que el arbolito se pareciese á una cabellera sembrada de flores. Siempre estaba cercado de admiradores.
Visto el arbusto, exclamó Tholomyés,—¿demos una carrera en burros?—y ajustado precio con un burrero, regresaron por Vanvres é Issy. En[Pg 120] Issy tuvieron un incidente. El parque, perteneciente á bienes nacionales, posesión entonces del asentista Bourguin, estaba por casualidad abierto de par en par. Atravesaron la verja, visitaron al maniquí anacoreta en su gruta, gozáronse en los misteriosos efectos del famoso gabinete de los espejos, lasciva trampa digna de un sátiro hecho millonario, ó de Turcaret metamorfoseado en Priapo. Sacudieron fuertemente el gran columpio de mallas sujeto á los dos castaños celebrados por el abate de Bernis. Al par que columpiaba á las lindas muchachas una tras otra, lo que hacía, en medio de la risa general, volar los pliegues de las faldas, en lo cual Greuze hubiera deseado extasiarse, el tolosano Tholomyés, algo español, puesto que Toulouse es prima-hermana de Tolosa, cantó en melancólico acento una antigua canción gallega, inspirada probablemente por alguna linda muchacha lanzada á todo vuelo sobre una cuerda entre dos árboles:
Soy de Badajoz.
Amor me llama.
Toda mi alma,
Es en mis ojos,
Porque enseñas
Á tuas piernas.
Fantina solamente, se negó á ser columpiada.
—No gusto de semejante género,—murmuró agriamente Favorita.
Al dejar los burros, dieron con una nueva diversión; embarcándose, siguieron por el Sena hasta Passy, desde cuyo punto fueron á pie hasta la barrera de la Estrella. Estaban levantados, según ya sabemos, desde las cinco de la mañana; pero ¡ay! ¿existe por ventura, quien se canse en domingo, decía Favorita; el trabajo del domingo no fatiga. Á eso de las tres, las cuatro parejas, azoradas de dicha, precipitábanse por las montañas rusas, construcción singular que ocupaban entonces las alturas de Beaujon, cuya línea tortuosa se veía serpentear por cima de los árboles de los Campos Elíseos.
De cuando en cuando, Favorita exclamaba:
—¿Y la sorpresa? Espero la sorpresa.
—Paciencia,—respondió Tholomyés.
V
En casa de Bombarda
Cansados ya de montañas rusas, pensaron en comer, y la radiante octava, á paso no muy ligero, caminó hasta chocar con el bodegón Bombarda, sucursal que había establecido en los Campos Elíseos el famoso fondista Bombarda, cuya muestra brillaba á la sazón en la calle de Rivolí junto al pasaje Delorme.
Una pieza grande pero desmantelada, con alcoba y cama al fondo (á causa de la gran concurrencia dominguera en el figón, les fué preciso[Pg 121] contentarse con semejante albergue); dos ventanas desde las cuales se podía contemplar, al través de los olmos, el muelle y la corriente; un magnífico rayo del sol de agosto penetraba por ambas ventanas; dos mesas, hízose sobre una de ellas una montaña de ramilletes y sombreros de hombre y de mujer, y en la otra las cuatro parejas sentadas al rededor de un montón de platos, de bandejas, de vasos y botellas; jarros de cerveza mezcladas con botellas de vino; poco orden sobre la mesa, y no escaso desorden debajo:
Bajo la mesa había
Un barullo de pies que estremecía.
dijo Molière.
He aquí el estado, á eso de las cuatro y media de la tarde, de aquella gira empezada á las cinco de la mañana. El sol declinaba y el apetito se extinguía.
Los Campos Elíseos, llenos de sol y de gentío, no eran otra cosa que luz y polvo, los dos componentes de la gloria. Los caballos de Marly, aquellos mármoles relinchadores, caracoleaban entre una nube de oro. Los carruajes iban y venían. Un escuadrón de vistosos guardias de corps, con su clarín al frente, descendía por la avenida de Neuilly; la bandera blanca, vagamente coloreada por el sol poniente, flotaba sobre la cúpula de las Tullerías. La plaza de la Concordia, llamada nuevamente, á la sazón, plaza de Luis XV, rebosaba de alegres paseantes. Llevaban muchos la flor de lis, de plata, pendiente de una cinta blanca moaré que, en 1817, no había todavía desaparecido siquiera de los ojales. Aquí y allí, entre los paseantes formando corro y recogiendo aplausos, veíanse grupos de muchachas, dando á los vientos una canción borbónica, célebre entonces, escrita para atacar los Cien Días, la cual tenía el siguiente estribillo:
Devolvednos nuestro padre de Gante;
Devolvednos nuestro padre.
Muchos habitantes de los arrabales vestidos de fiesta, algunos igualmente flordelisados como los vecinos del centro, esparcidos entre el gran cuadro, así como también por el de Marigny, jugaban sortijas y daban vueltas en los caballos de madera; otros bebían; no faltaban tampoco algunos aprendices de imprenta, con sus gorras de papel; oíanse mil carcajadas. Todo aparecía radiante. Era aquél un tiempo de paz innegable y de profunda seguridad realista; era época en la cual en una memoria especial é íntima del prefecto de policía Anglés, dirigida al rey acerca de los arrabales de París, venían escritas al final estas palabras:
«Considerándolo todo bien, señor, no hay nada que temer de tales gentes. Son apáticos é indolentes como gatos. La plebe de provincias es turbulenta, la de París no. Estos son todos hombrecillos. Señor, se necesitarían dos de éstos, uno sobre otro, para hacer uno de vuestros granaderos. No hay, por lo tanto, que temer nada del populacho de la[Pg 122] capital. Es muy de notar lo que la talla ha decrecido en esta población en los últimos cincuenta años; el pueblo de los arrabales de París es más desmedrado que antes de la Revolución. No es, pues temible. En suma, es una canalla bastante buena».
Que pudiese un gato convertirse en león, es lo que no creían posible los prefectos de policía; y sin embargo lo es, y es éste el milagro del pueblo de París. Por otra parte, el gato, tan menospreciado por el conde de Anglés, era muy estimado de las antiguas repúblicas; encarnaba á sus ojos la libertad, y como para hacer juego con la Minerva áptera del Pireo, había en medio de la plaza pública de Corinto, el coloso de bronce de un gato. La inocente policía de la restauración juzgaba demasiado «bueno» al pueblo de París. Éste no es, tanto como se creía, «buena canalla». El parisién es al francés, lo que el ateniense al griego; no hay quien duerma mejor que él; no hay quien sea más francamente frívolo y perezoso que él; no hay quien aparente saber mejor que él, olvidar; no obstante, no hay que fiar en ello; es muy propenso á toda clase de negligencia; pero, cuando al fin distingue la gloria, es verdaderamente admirable en su furia. Dadle una pica, y realizará el 10 de agosto; dadle un fusil, y os dará un Austerlitz. Es el punto de apoyo de Napoleón y el recurso de Dantón. ¿Se trata de la patria? se alista; ¿se trata de la libertad? desempiedra. ¡Cuidado! sus cabellos llenos de cólera son épicos; su blusa se despliega en clámide. ¡Mucho cuidado! De la primera calle Grenetant que encuentre, hará horcas caudinas. Si la hora suena, ese hombre de los arrabales se crecerá, ese hombrecillo se elevará; su mirada será terrible, y de su soplo surgirá la tempestad, y de sus pobres y débiles pechos, saldrá bastante aire para trastornar las sinuosidades de los Alpes. Gracias á estos hombrecillos de los arrabales de París, que la revolución mezcló en sus ejércitos, conquistó la Europa. Canta, ésta es su alegría. Adaptad la canción á su naturaleza, y ya veréis. Mientras su canto no tiene más estribillo que la Carmañola, no hace sino derribar á Luis XVI; pero hacedle cantar la Marsellesa, y libertará el mundo.
Escrita esta observación al margen de la memoria de Anglés, volvamos á nuestras cuatro parejas. La comida, como hemos ya dicho, terminaba.
VI
Capítulo de amor
Proyectos de sobremesa y proyectos de amor; desvanécense unos y otros con la misma facilidad; los proyectos de amor son nubes, los proyectos de sobremesa humo.
Fameuil y Dalia tarareaban; Tholomyés bebía; Zefina reía, y sonreía Fantina. Listolier soplaba en una trompetilla de madera que había comprado en Saint-Cloud. Favorita contemplaba tiernamente á Blachevelle, y le decía:
[Pg 123]
—Blachevelle, te adoro.
Lo cual dió por resultado la siguiente pregunta de Blachevelle:
—¿Qué es lo que harías, Favorita, si yo dejara de amarte?
—¡Yo!—exclamó Favorita.—¡Ah! no digas tal cosa, ni aun en broma. Si dejaras de amarme, te me echaría encima, te agarraría, te arañaría, te remojaría y te haría prender...
Blachevelle sonrió con la voluptuosa fatuidad de un hombre halagado en su amor propio. Favorita repuso:
—Sí, chillaría, llamaría á la guardia.
—¡Ah! ¿Creías que iba á acobardarme? ¡Bribón!
Blachevelle, extasiado, se revolvió en su silla, y cerró orgullosamente sus ojos.
Dalia, sin dejar de comer, díjole por lo bajo á Favorita entre el murmullo:
—Es decir, ¿que tú idolatras de verdad á tu Blachevelle?
—¿Yo? le detesto,—respondió Favorita en el mismo tono, cogiendo nuevamente su tenedor.—Es avaro. Á quien yo amo, es al pequeñín que vive enfrente de mi casa. Es muy guapo aquel chico; ¿tú le conoces? Se ve desde luego que tiene trazas de actor. Me agradan mucho los actores. Siempre, cuando entra en su casa, le dice su madre:—¡Ah, Dios mío! ya se acabó la tranquilidad. ¡Ay, ay! que va á cantar. Pero, hijo mío, ¿no ves que me estás partiendo la cabeza?—Porque, eso sí, en cuanto llega á casa, en el desván, en la guardilla, donde quiera que pueda encaramarse, cuanto más alto mejor. Allí canta, declama, y qué sé yo, pero tan fuerte, que se le oye desde abajo perfectamente. Se gana ya veinte sueldos diarios en casa de un abogado copiando enredos. Es hijo de un antiguo chantre de Saint-Jacques-du-Haut-Pas. ¡Oh! ¡magnífico! Me quiere tanto, que un día que me vió haciendo masa para un frito, me dijo: Señorita, si hacéis buñuelos con vuestros guantes, me los como. No hay como los artistas para tener salidas de este jaez. ¡Magnífico! ¿verdad? Temo que voy á volverme loca por este pequeñín. No obstante, yo digo á Blachevelle que le adoro. ¡Cómo miento! ¿eh? ¡cómo miento!
Favorita se paró un momento, y prosiguió:
—Dalia, ¿qué quieres? estoy triste. No ha hecho este verano más que llover, el viento me excita, el viento no desencoleriza nunca; Blachevelles no tiene pies ni cabeza; ni siquiera sabe si hay guisantes en el mercado, así es que una no sabe qué comer; tengo spleen, como dicen los ingleses; ¡la manteca está cara! y luego, ya ves, ¡es horroroso! estamos comiendo en un lugar donde hay una cama: esto me hace aborrecer la vida.
[Pg 124]
VII
Sabiduría de Tholomyés
Mientras cantaban algunos, hablaban los otros tumultuosamente, todos al mismo tiempo; lo cual no era en conjunto más que ruido. Tholomyés intervino.
—No hablemos todos sin ton ni son, ni demasiado aprisa,—exclamaba.—Meditemos antes si queremos deslumbrar. Basta de improvisaciones, que debilitan brutalmente el espíritu. Cerveza que se derrama, nada solidifica. Señores, no hay que precipitarse. Mezclemos la seriedad á la broma; comamos comedidamente, banqueteemos poquito á poco. Nada de prisas. Ved la primavera; cuando se adelanta está perdida, es decir, helada. El exceso de celo pierde los melocotones y los albaricoques. El exceso de celo, quita la alegría y la gracia de los festines. Nada de celo, señores. Grimod de la Reyniére es del parecer de Talleyrand.
Una sorda rebelión recorrió el grupo.
—¡Tholomyés, déjanos en paz,—dijo Blachevelle.
—¡Abajo el tirano!—exclamó Fameuil.
—¡Bombarda[3], Bombance y Baboche!—gritó Listolier.
—El domingo existe,—repuso Fameuil.
—Somos todos sobrios,—añadió Listolier.
—Tholomyés,—observó Blachevelle,—contempla mi calma (mon calme).
—Eres el marqués de ella,—respondió Tholomyés.
Este vulgar juego de palabras, hizo el efecto de una piedra arrojada á un charco. El marqués de Montcalm era un realista célebre á la sazón. Todas las ranas se quedaron mudas.
—¡Amigos!—exclamó Tholomyés, con el acento de quien recobra su imperio,—tranquilizaos. No era necesario tanto estupor para acoger este equívoco llovido del cielo. Todo lo que así brota de la casualidad no es necesariamente digno de entusiasmo ni respeto. El equívoco es el fiemo del ingenio que vuela. Lo lacio cae, no importa donde; pero el ingenio después de haber soltado una tontería, se eleva y pierde de vista en el espacio. Una mancha blancucha que se aplasta contra una roca, no le impide al cóndor cernerse en el espacio. ¡Lejos de mí insultar el equívoco! Le honro en relación á sus méritos; nada más. Cuanto ha existido de más augusto, más sublime ó más bello en la humanidad, y aún tal vez fuera de ella, ha producido sus juegos de palabras. Jesucristo hizo un equívoco, acerca de San Pedro, Moisés acerca de Isaac; Esquilo acerca de Polinice; Cleopatra acerca de Octavio. Y es de advertir, que el equívoco de Cleopatra precedió á la batalla de Accio y que sin él nadie recordaría la ciudad de Toryne, palabra griega que significa cucharón.
[Pg 125]
Concedido lo dicho, vuelvo á mi exhortación. Hermanos míos, os lo repito, nada de celo, nada de confusión, nada de excesos; así en agudezas como en bromas, libertades y juegos de palabras. Atended, yo reúno á la prudencia de Anfiarao la calvicie de César. Es indispensable un límite en todo hasta en lo jeroglífico. Est modus in rebus. Siempre es indispensable el límite, aun en las comidas. Gustáis de los pasteles de manzanas, señoras, no abuséis de ellos. Aun tratándose de pasteles, es indispensable el arte y el buen sentido. La glotonería castiga al glotón. Gula punit Gulam. Las indigestiones tienen el encargo divino de moralizar los estómagos. Y tened esto bien presente; cada una de nuestras pasiones, incluso el amor, tiene su estómago que es preciso no rellenar. En todo lo mundanal es preciso escribir á tiempo la palabra finis; es preciso saber contenerse cuando aparece urgente, echar el cerrojo sobre el apetito, aprisionar la fantasía, y ser uno mismo quien la lleve á la cárcel. El sabio es aquél que sabe, en momento oportuno, contenerse á sí mismo. Tened alguna confianza en mí. Porque á menudo yo he estudiado algo el derecho, según rezan mis exámenes, por más que yo sepa la indiferencia que media entre la cuestión incoada y la cuestión pendiente, porque yo haya sostenido, en latín, una tesis sobre la manera con la cual se daba en Roma tormento, en los tiempos en que Munatius Demens fué cuestor de parricidio, porque yo voy á ser doctor, según parece, no se sigue de todo ello la indispensable consecuencia de que sea yo un imbécil. Os recomiendo la moderación en vuestros deseos. Tan cierto como me llamo yo Félix Tholomyés, que estoy en lo justo. ¡Dichosos aquéllos que al sonar la hora de la oportunidad saben tomar el partido heroico de abdicar como Sila ú Orígenes.
Favorita escuchaba con profunda atención.
—¡Félix!—exclamó ella,—¡bonito nombre! Me gusta. Es latino. Quiere decir Próspero.
Tholomyés prosiguió:
—¡Quirites, gentlemen, mes amis, caballeros! ¿Queréis no sentir ningún aguijón, y prescindir del lecho nupcial riéndoos del amor? Nada más sencillo. He aquí la receta: limonadas, mucho ejercicio, trabajar á la fuerza, derrengarse, trajinar piedra, no dormir, velar: tragar en gran cantidad bebidas nitradas, y tisanas nínfeas: saboread emulsiones de adormideras y de agnus castus, sazonad todo esto de una dieta rígida; reventad de hambre: añadid además baños fríos, cinturones de yerbas, la aplicación de una plancha de plomo, las lociones con licor de saturno y reparaos con oxicrato.
—Prefiero una hembra á todo ello,—dijo Listolier.
—¡Las hembras!—repuso Tholomyés,—no son de fiar. ¡Desgraciado del que se entrega al mudable corazón de la hembra! La hembra es pérfida y torcedora. Detesta á la serpiente por celos de su industria. La serpiente es para ella el tendero de enfrente.
[Pg 126]
—Tholomyés,—gritó Blachevelle,—¡tú estás bebido!
—¡Cáspita!—dijo Tholomyés.
—Entonces, alégrate,—repuso Blachevelle.
—¡Consiento!—respondió Tholomyés.
Y levantóse llenando nuevamente su vaso.
—¡Gloria al vino! ¡Nunc te, Bacche, canam! Con permiso, damiselas, esto es español. Y la prueba, señoras, vedla ahí: Tal pueblo tal tonel. La arroba de Castilla tiene diez y seis litros, el cántaro de Alicante doce, el almud de Canarias veinticinco, el cuartal de las Baleares veintiséis, la bota del zar Pedro, treinta. ¡Viva aquel gran zar; y viva su bota, que era aún más grande! Señoras, un consejo de amigo: equivocad la pareja, si os parece, la esencia de los amores está en el error. El amorcillo no se ha hecho para acurrucarse y embrutecerse como las criadas inglesas que llegan á encallecerse de las rodillas. El amorcillo, repito, no se ha hecho para eso, sino para errar vagamente, entre dulces y ligeros amoríos. Alguien ha dicho: el error es humano, y yo digo: el error es enamorado. Señoras, á todas os adoro. ¡Oh Zefina! ¡oh Josefina cara más que achatada; seríais encantadora á no estar de perfil. Tenéis las trazas de una hermosa fisonomía, sobre la cual, por equivocación, se hubiese sentado alguien. En cuanto á Favorita, ¡oh ninfas y musas! un día Blachevelle, por el arroyo de la calle Guérin-Boiseau, vió una linda muchacha de medias blancas y ajustadas, que dejaba entrever muy buenas piernas. Semejante prólogo le agradó, y Blachevelle amó. Aquélla á quien amó, fué Favorita. ¡Oh, Favorita, la de los labios jónicos! Hubo un pintor griego llamado Euforión, á quien se daba el nombre de pintor de los labios. Solamente aquel griego hubiera sido digno de pintar tu boca. Óyeme: antes que tú, no hubo jamás criatura digna de tal nombre. Tú has sido hecha para recibir, como Venus, la manzana, ó para comértela como Eva. La belleza comienza en ti. He hablado de Eva, pero eres tú quien la creó. Tú mereces el privilegio de invención de la mujer hermosa. ¡Oh! Favorita, dejo de tutearos porque voy á pasar de la poesía á la prosa. Hace poco teníais en vuestra linda boca mi nombre. Esto me ha enternecido; pero sea quien fuere, nadie debe fiarse de su nombre. Puede uno equivocarse. Yo me llamo Félix, y sin embargo soy un infeliz. Las palabras son de los mentirosos. No debemos aceptar jamás sus indicaciones ciegamente. Sería un disparate escribir á Lieja pidiendo tapones, y á Pau pidiendo guantes. Miss Dalia, yo, á ser de vos, me llamaría Rosa. Es preciso que la flor huela bien; y que la mujer sea ingeniosa. De Fantina, nada debo decir; es una soñadora, una visionaria, una delirante, una sensitiva: es un fantasma, en forma de ninfa y con el pudor de beata, extraviada en la senda de las grisetas, pero refugiándose en sus ilusiones; que canta, que reza, que contempla el cielo sin saber lo que mira ni lo que hace, y que con sus ojos fijos en el espacio, vaga errante por un jardín, en el cual cree haber más pájaros que no existen.[Pg 127] ¡Oh! ¡Fantina! hazte cargo de lo que voy á decirte: yo, Tholomyés, soy una ilusión; pero ¡ay que la bellísima rubia, hija de las quimeras no me entiende! Por lo demás, todo es en ella frescura, suavidad, juventud, dulcísima luz de la mañana. ¡Oh Fantina! muchacha digna de llamarse Margarita ó Perla, sois una mujer del bellísimo Oriente. Señoras, otro consejo: no os caséis jamás; el casamiento es un injerto, que prende bien ó mal, huid el peligro: Pero ¡ay! ¿á quién se lo estoy contando? Esto son palabras perdidas. Las mujeres son todas incurables tratándose de matrimonio; y todo cuanto podamos decirles, nosotros los sabios, no ha de impedir que las chalequeras, y las pespunteadoras de borceguíes sueñen en maridos llenos de diamantes. En fin, sea; pero, hermosas, recordad bien esto: vosotras coméis demasiado azúcar. Vosotras, no tenéis más que una sola falta, ¡oh mujeres! la de estar siempre con el dulce en la boca. ¡Oh! sexo roedor, tus hermosos y diminutos dientes blancos, adoran el azúcar. Pero, atended: el azúcar es una sal. Toda sal es secante, y es el azúcar la más secante de todas las sales. Absorbe, al través de las venas, los líquidos de la sangre; de ahí la coagulación y luego la solidificación de la sangre; de ahí los tubérculos en el pulmón; de ahí la muerte. He aquí porque la diabetes linda con la tisis. ¡Por lo tanto, no comer mucho dulce, y á vivir! Ahora me dirijo á los hombres: señores, haced muchas conquistas. Robaos los unos á los otros, sin el menor remordimiento, vuestras queridas. Cazad, cruzad. En amor no hay amigos. Do quiera que exista una mujer hermosa están siempre rotas las hostilidades. ¡Nada de cuartel, guerra á todo trance! Toda hermosura femenil es un casus belli; toda mujer bella, un flagrante delito. Todas las invasiones históricas, están señaladas por las faldas. La mujer es el derecho del hombre. Rómulo se llevó las sabinas, Guillermo las sajonas, César las romanas. El hombre que no es amado, se cierne como un buitre sobre las amantes de los demás; y, por mi parte, á todas las infortunadas que andan en la viudez, lanzo la sublime proclama de Bonaparte al ejército de Italia: ¡Soldados, estáis faltos de todo. El enemigo lo tiene».
Tholomyés se paró un momento.
—Respira, Tholomyés,—dijo Blachevelle.
Y al mismo tiempo, Blachevelle, acompañado de Listolier y de Fameuil entonó sobre un aire lastimero, una de estas canciones de taller, compuesta con las primeras palabras que se ocurren, bien ó mal rimadas, vacías de sentido como el movimiento de los árboles y el ruido del viento, que nacen al calor de las pipas y se elevan y desvanecen como el calor mismo.
He aquí la canción con la cual el grupo replicó la arenga de Tholomyés:
[Pg 128]
Los pavos padres le dieron
Dinero á un agente
Para hacer, por San Juan, papa
Á Clermont Tonerre.
Pero Clermont no fué papa
Porque no era clérigo;
Y el agente regañando
Devolvió el dinero.
No fué la canción á propósito para calmar á la improvisación de Tholomyés; apuró pues su vaso, y volviendo á llenarlo comenzó de nuevo:
—¡Abajo la sabiduría! olvidad cuanto os he dicho. No seamos ni poderosos, ni prudentes, ni hombres de pro. Dedico un brindis á la alegría. ¡Sed alegres! Completamos nuestro curso de derecho con la locura y el alimento. Indigestión y Digesto. ¡Que sea Justiniano el varón y Francachela la hembra! ¡Júbilo en los profundos! ¡Rueda creación! El mundo es un gran diamante. Soy feliz. Los pájaros son admirables. ¡Cuánta fiesta en todas partes! El ruiseñor es un Elleviou gratis. ¡Estío, yo te saludo! ¡Oh Luxemburgo! ¡Oh Geórgicas de la calle Madame y de la Alameda del Observatorio! ¡Oh pollos pensativos! ¡Oh todas aquellas lindas muchachas, que mientras cuidan de guardar los niños, se entretienen bosquejándolos! Las pampas de América me complacerían si careciésemos de los arcos del Odeón. Mi alma se eleva y se extasía en los bosques vírgenes, florestas y praderas. ¡Todo es bello! Las moscas zumbando entre los rayos del sol. El sol ha estornudado el colibrí. ¡Abrázame, Fantina!
Y equivocándose, abrazó á Favorita.
VIII
Muerte de un caballo
—Se come mejor en casa Edón que en casa Bombarda,—dijo Zefina.
—Yo prefiero Bombarda á Edón,—contestó Blachevelle.—Hay más lujo. Es más asiático. Ved los comedores de abajo. Tienen espejos en las paredes.
—Prefiero tenerlos ante mis ojos,—añadió Favorita.
Blachevelle insistió:
—Ved los cuchillos: los mangos de los de casa Bombarda son de plata, y de hueso los de casa Edón. Y la plata es mucho más preciosa que el hueso.
—Si exceptuamos á los que tienen de plata la barba,—observó Tholomyés.
En este instante, tenía puesta la mirada en la cúpula de los inválidos, visible desde las ventanas de casa Bombarda.
Hubo una pausa.
—Tholomyés,—exclamó de repente Fameuil;—Listolier y yo estábamos discutiendo...
[Pg 129]
—Bueno es el discutir,—respondió Tholomyés, pero mejor es reñir.
—Disputábamos sobre filosofía.
—¿Y era?
—Sobre quién tú prefieres, ¿si á Descartes ó á Espinosa?
—Á Desaugiers,—dijo Tholomyés.
Dada esta sentencia, bebió y continuó.
—Yo consiento en vivir. No ha terminado todo aún en la tierra, puesto que todavía se puede disparatar. Doy pues gracias á los dioses inmortales. Se miente, pero se ríe. Se afirma, pero se duda. Lo inesperado surge del silogismo. Esto es magnífico. Existen todavía aquí abajo seres humanos que saben abrir y cerrar alegremente la caja de sorpresas de la paradoja. Esto, señoras mías, que estáis bebiendo con aire tan tranquilo, es vino de Madera; sabedlo, de la cosecha de Coural das Freiras, que está á trescientas diez y siete toesas sobre el nivel del mar. ¡Cuidado al beber! ¡trescientas diez y siete toesas! y el señor Bombarda, espléndido fondista, os da estas trescientas diez y siete toesas por cuatro francos y cincuenta sueldos.
Fameuil interrumpió nuevamente:
—Tholomyés, tus opiniones hacen ley. ¿Cuál es tu autor favorito?
—Ber...
—¿Quién?
—No, Choux.
Tholomyés prosiguió:
—¡Honor á Bombarda! él igualaría á Munofis de Elefanta si pudiera cogerme una almeja, y á Thygelion de Cheronée si pudiera traerme una hetaira! porque ¡oh señoras! hubo también Bombardas en Grecia y Egipto. Apuleyo es quien nos lo enseña. ¡Ay! siempre lo mismo, nada nuevo jamás. ¡Nada hay inédito del Creador, en la creación! Nil sub sole novum, dijo Salomón: amor omnibus idem, ha dicho Virgilio; y Carabine se embarca con Carabin en la barca de Saint-Cloud, como se embarcaba Aspasia con Pericles en la flota de Samos. La última palabra. ¿Sabéis lo que era Aspasia, señoras? Por más que viviera en tiempo en que las mujeres no tenían alma todavía, era un alma; un alma de tinte rosa y púrpura, más ardiente que el fuego, más fresca que la aurora. Aspasia era una criatura en la cual se encontraban los dos extremos de la mujer; era la prostituta diosa; Sócrates, más Manón Lescaut. Aspasia fué creada para el caso de que le hiciese falta una concubina á Prometeo.
Tholomyés, engolfado, difícilmente se hubiera parado, si un caballo no se hubiese caído en la calle en aquel momento. De un solo golpe, la carreta y el orador quedaron parados. Era una pobre yegua vieja y flaca, digna por más de un concepto del desolladero, que tiraba de una carreta harto pesada. Al llegar delante de la casa de Bombarda, el escuálido animal, extenuadas sus fuerzas, negóse á dar un paso más. El incidente[Pg 130] había atraído multitud de curiosos. Apenas el carretero, jurando indignado, había tenido tiempo de pronunciar con la energía acostumbrada la sacramental palabra ¡arre! apoyada en un implacable latigazo, cuando dió la yegua con su cuerpo en el suelo, para no volverse á levantar. Al ruido de los transeuntes agrupados, el alegre auditorio de Tholomyés volvió la cabeza, y Tholomyés aprovechó, para terminar su alocución, la siguiente melancólica estrofa:
Pertenecía á un mundo que da, en coches y carros
Destino semejante;
Fué rocín, y ha vivido lo que todo caballo,
El espacio de un: «arre».
—¡Pobre caballo!—suspiró Fantina.
Y Dalia exclamó:
—¡He aquí á Fantina compadeciéndose de los caballos! ¡Puede darse mayor tontería!
En el mismo instante, Favorita, cruzándose de brazos, echando la cabeza hacia atrás y dirigiendo una mirada resuelta á Tholomyés, exclamó:
—¡Bien! ¿Y la sorpresa?
—Precisamente ha llegado el instante,—respondió Tholomyés.—Señores, la hora de sorprender á estas señoras ha llegado. Señoras, esperaos un momento.
—Esto comienza por un beso,—dijo Blachevelle.
—En la frente,—añadió Tholomyés.
Cada uno depositó gravemente un beso en la frente de su querida; luego, alineados los cuatro y con un dedo en la boca, se dirigieron á la puerta.
Favorita palmoteó aplaudiendo aquella salida.
—Esto es ya divertido,—dijo.
—No tardéis mucho,—murmuró Fantina.—Quedamos esperando.
IX
Gracioso fin de la alegría
Las muchachas, al quedarse solas, acopláronse dos á dos, y apoyándose en los antepechos de ambas ventanas, sacaban la cabeza y hablaban unas con otras.
Vieron salir á los cuatro jóvenes de casa de Bombarda dándose el brazo; volvieron ellos la cabeza haciendo algunas señas y riéndose, hasta que desaparecieron entre aquella polvorienta multitud dominguera que invade semanalmente los Campos Elíseos.
—¡No tardéis mucho!—gritó Fantina.
—¿Qué es lo que van á traernos?—dijo Zefina.
—Va á ser, de seguro, algo bonito,—dijo á su vez Dalia.
—Yo,—replicó Favorita,—quiero que sea de oro.
[Pg 131]
Pronto se distrajeron con el movimiento y barullo del gentío que circulaba junto al río y que distinguían por entre el follaje de los grandes árboles, lo cual no dejaba de ser para ellas muy divertido. Era aquella la hora de salida de correos y diligencias. Casi todas las mensajerías del Mediodía y del Oeste pasaban entonces por los Campos Elíseos. La mayor parte seguían por el muelle hasta salir por la barrera de Passi. Á cada instante, algún gran carruaje pintado de negro y amarillo, pesadamente cargado, ruidosamente arrastrado, deforme á fuerza de baúles, maletas, sacos y cajones, lleno de cabezas que desaparecen inmediatamente, tronchando el empedrado y convirtiendo en pedernales los adoquines, abríanse paso entre la multitud, en medio del chisporroteo de una fragua cuyo humo era el polvo y el aliento de una furia. Aquel estrépito parecía alegrar á las jóvenes, mientras Favorita exclamaba:
—¡Vaya un ruido! Cualquiera diría que son montañas de cadenas que el diablo las lleva.
Llegó un momento en que uno de aquellos carruajes, que se distinguía fácilmente por entre la espesura de los olmos, pareció pararse, volviendo luego á partir al galope. Esto le llamó la atención á Fantina.
—Es particular,—dijo.—Yo creía que las diligencias no se paraban jamás.
Favorita se encogió de hombros.
—Es admirable esta Fantina. Vale la pena de fijarse en ella por curiosidad. Se admira de la cosa más sencilla del mundo. Suponte tú que yo soy un viajero, y le digo al mayoral: sigo adelante, subiré cuando paséis por el muelle. Pasa la diligencia, me ve, para y subo. Eso se ve todos los días. Tú no sabes lo que es la vida, querida mía.
Pasóse así un ratito. De pronto Favorita hizo un movimiento como de quien despierta.
—¡Y bien!—exclamó.—¿Y la sorpresa?
—Tiene razón,—repuso Dalia.—¿Y la famosa sorpresa?
—¡Hace ya mucho que se han ido! dijo—Fantina.
Cuando acabó este suspiro, el mozo que había servido la comida entró en la sala.
Traía algo en la mano que parecía una carta.
—¿Qué hay de nuevo?—preguntó Favorita.
El mozo respondió:
—Es un papel que han dejado aquellos señores, para las señoras.
—¿Y por qué no lo habéis traído desde luego?
—-Porque aquellos señores,—repuso el chico,—han encargado que dejáramos pasar una hora antes de entregarlo.
Favorita arrancó el papel de las manos del mozo. Era, efectivamente, una carta.
[Pg 132]
—¡Toma!—dijo ella,—va sin dirección; pero ved lo que tiene escrito en el sobre:
AQUÍ ESTÁ LA SORPRESA
Rompió vivamente el sobre de la carta, abrióla y leyó: (sabía leer).
«¡Amadas nuestras!
«Sabed que nosotros tenemos familia, vosotras no conocéis apenas lo que es esto; se llama familia, en primer lugar, según el código civil, sencillo y honrado, á los padres y madres. Ahora bien, nuestras familias, es decir, nuestros padres llorando, estos ancianos nos reclaman, estos buenos hombres y estas buenas mujeres nos llaman hijos pródigos; esperando nuestra vuelta, nos ofrecen agasajarnos matando sus mejores reses. Debemos obedecerles, siendo virtuosos. Á la hora en la cual leeréis esto, cinco fogosos caballos nos llevarán hacia donde estén nuestros padres y nuestras madres. Levantamos el campo, como dice Bossuet. Partimos, ó mejor, hemos partido. Huimos en brazos de Laffitte, y sobre las alas de Crillard. La diligencia de Toulouse nos saca del abismo; el abismo sois vosotras, ¡oh bellísimas chicas! Nosotros volvemos á entrar en la sociedad, en el deber y en el orden, al trote largo, á razón de tres leguas por hora. Importa á la patria que seamos como todo el mundo perfectos padres de familia, guardias rurales ó consejeros de Estado. Veneradnos. Nosotros nos sacrificamos. Lloradnos aprisa y reemplazadnos inmediatamente. Si esta carta os molesta, rompedla. Adiós.
«Cerca de dos años, os hemos hecho felices. No nos guardéis, por lo tanto, rencor.
«Firmado: Blachevelle, Fameuil, Listolier, Félix Tholomyés.
Post scriptum.—La comida está pagada».
Las cuatro jóvenes se quedaron mirando.
Favorita rompió el silencio la primera.
—¡Y qué! De todas maneras no deja de ser una broma.
—Muy graciosa,—dijo Zefina.
—Debe haber sido Blachevelle el autor de la idea,—repuso Favorita.
Esto hace que le ame de nuevo. Tan presto ido, como querido. Ésta es la historia.
—No,—dijo Dalia;—la idea ha sido de Tholomyés. Se conoce desde luego.
—En tal caso,—replicó Favorita,—¡muera Blachevelle y viva Tholomyés!
—¡Viva Tholomyés!—exclamaron Dalia y Zefina.
Y echáronse á reir.
Fantina rió como las otras.
[Pg 133]
Una hora después cuando se encontró nuevamente en su cuarto, lloró.
Era aquél, como ya hemos dicho, su primer amor; se había entregado á Tholomyés como á un marido, y la pobre muchacha tenía una hija.
NOTAS:
[3] Bombance, comilona. Bambeche, títere.
I
Una madre que se encuentra con otra
Durante el primer cuarto de este siglo, había en Montfermeil, junto á París, una especie de bodegón que ya no existe. Aquel bodegón era propiedad de una familia llamada Thénardier, compuesta de marido y mujer, y estaba situado en el callejón de Boulanger. Veíase sobre la puerta una tabla mal clavada en la pared. En dicha tabla había pintado algo que parecía un hombre llevando á cuestas otro, el cual ostentaba grandes charreteras de general, doradas, grandes estrellas plateadas, y grandes manchas rojas figurando sangre; el resto del cuadro era humo todo, y representaba, probablemente, una batalla. Al pie se leía la siguiente inscripción: Al sargento de Waterloo.
Nada más común que un carro ó una carreta á la puerta de un mesón. Sin embargo, el vehículo, ó mejor dicho el fragmento de vehículo que obstruía la calle, delante el bodegón del Sargento de Waterloo, una tarde de primavera de 1818, hubiera ciertamente llamado por su conjunto la atención de cualquier pintor que hubiese acertado á pasar por allí.
Era la parte delantera de una de esas carretas, de las cuales se sirven en países montañosos, destinadas al transporte de grandes maderos y troncos de árboles. Componíase la tal delantera de un macizo eje de hierro, con el cual encajaba un pesado timón, sostenido por dos ruedas desmesuradas. Todo aquel conjunto era rechoncho, sólido, pesado, deforme. Hubiera podido creerse ser el afuste de un cañón gigante. Los carriles de caminos fangosos habían dado á las ruedas, las llantas, los cubos, el eje y el timón, una capa de orín y barro amarillento y sucio, muy parecido al revoque voluntario con que se embadurnan algunas catedrales. La madera desaparecía bajo el barro, el hierro bajo el orín. Debajo del eje colgaba una gruesa cadena digna de un esforzado Goliat. Aquella cadena recordaba, no ya los maderos que tenía el deber de transportar, pero sí los mastodontes y mamuthes, que hubieran podido arrastrarla; tenía cierto aire de presidio, pero de presidio ciclópeo y sobrehumano, parecía como desligada de algún monstruo. Homero hubiera sujetado con ella á Polifemo, y Shakespeare á Calibau.
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¿Por qué aquel juego delantero de carreta ocupaba aquel lugar en la calle? En primer lugar, para obstruirla, luego para acabarse de enmohecer. Hay en el antiguo régimen social un sinnúmero de instituciones que uno se encuentra al paso de igual manera, y que no puede ser sino por razones parecidas, por lo que están donde se encuentran.
El centro de la cadena colgaba bajo el eje y tocando casi al suelo, y sobre la curva que describía, como sobre la cuerda de un columpio, estaban, sentadas y agrupadas aquella tarde, entrelazadas graciosamente, dos niñas, de como unos dos años y medio la primera, y de unos diez y ocho meses la otra, en brazos de la mayor la más pequeña. Un pañuelo previsoramente anudado las guardaba de caerse. Una madre había visto aquella espantosa cadena y se había dicho:—¡Toma! he aquí un juguete para mis niñas.
Las dos criaturas, graciosamente engalanadas y aún con cierto esmero, irradiaban; podía decirse que de aquel hierro viejo brotaban dos rosas; sus ojos eran un triunfo, sus frescas mejillas sonreían. La una era castaña, morena la otra. Sus cándidos rostros eran dos admirables arrobamientos; un espino florido, que había allí cerca, enviaba á los transeuntes sus perfumes que parecían manar de ellas; la de diez y ocho meses enseñaba su desnudo y gracioso vientre con la casta desvergüenza de la niñez. Por encima y alrededor de aquellas dos delicadas cabezas, amasadas en la dicha y templadas á la luz, la fachada del bodegón, negra por el orín, casi terrible, encabestrada por estacas y llena de ángulos sucios y sombríos, parecía ser algo como el pórtico de una caverna. Á los pocos pasos, acurrucada en el umbral del bodegón, la madre, mujer de aspecto poco simpático por otra parte, pero interesante á la sazón, columpiaba á las dos criaturitas por medio de largo bramante, protegiéndolas con la mirada de cualquier accidente, con aquella expresión animosa y celeste á la vez, propia de la maternidad; á cada vaivén, los horribles eslabones lanzaban un estridente chirrido que parecía un grito de cólera; las pequeñuelas se extasiaban; el sol poniente mezclábase en aquella alegría, y nada tan bello como aquel capricho de la casualidad que había hecho de una cadena de titanes un columpio de querubines.
Al compás que mecía las dos criaturitas, entonaba la madre, en voz de falsete, una canción célebre entonces:
Ha de ser, dijo, un guerrero
La canción y el cuidado de sus hijas le privaban de enterarse de lo demás que pasaba en la calle.
No obstante, como alguien se le había acercado al comenzar la primera estrofa de la canción, oyó de repente, á su oído, una voz que le dijo:
—Allí tenéis dos hermosas criaturas.
Á la bella y tierna Imogine...
Respondió la madre continuando la canción; luego volvió la cabeza.
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Una mujer estaba junto á ella á pocos pasos. Aquella mujer tenía también una criatura que llevaba en brazos.
Llevaba además, un gran saco de noche que parecía muy pesado.
La criatura de esta mujer era uno de los seres más divinos que puedan verse. Era una niña de dos á tres años. Hubiera podido juntarse á las otras pequeñitas por la coquetería de sus vestidos; veíasele un cuellecito de lienzo fino, cintas en la chambra y encajes valenciennes en la gorrita. Levantados los pliegues de la falda, veíase un muslo blanco, apretado y terso. Estaba admirablemente sonrosada y rebosando de salud y vida. La hermosa criatura excitaba deseos de morder las manzanicas de sus mejillas. No podemos decir nada de sus ojos, sino que habían de ser grandes y que tenían magníficas pestañas. Estaba dormida.
Dormía aquel sueño de profunda confianza, propio de su edad. Los brazos de las madres son todo ternura; las criaturas duermen profundamente en ellos.
En cuanto á la madre, era de aspecto pobre y triste. Vestía un traje mixto, que indicaba á la obrera que tiende nuevamente á campesina. Era joven. ¿Era hermosa? ¡Tal vez! pero con aquel traje no lo parecía. Sus cabellos de los que escapaba un mechón rubio, parecían muy abundantes, pero se ocultaban severamente bajo una gorra de beata, fea, apretada, estrecha y anudada debajo de la barba. La risa muestra siempre los dientes hermosos cuando se tienen, pero ella no se reía. Sus ojos parecían no haberse secado en mucho tiempo. Estaba muy pálida, su aspecto era cansado y enfermizo; miraba á su hija, dormida en sus brazos, con aquel aire propio de las madres que los han nutrido á sus pechos. Un gran pañuelo azul como los que usan para sonarse los inválidos, plegado en forma de pañoleta, cubría rudamente su talle. Tenía las manos ásperas y salpicadas de manchas rojizas, y el índice endurecido y picado de la aguja; llevaba un mantón obscuro de grosera lana, un vestido de percal y zapatos gruesos. Era Fantina.
Sí, era Fantina en realidad, pero se la reconocía difícilmente. No obstante, examinándola detalladamente, encerraba todavía su belleza. Una triste arruga, que parecía un principio de ironía, rizaba ligeramente su mejilla derecha. En cuanto á su tocado, aquel aéreo tocado de muselina y cintas, que parecía hecho por la misma alegría, la locura y la música, lleno de cascabeles y perfumado de lilas, habíase desvanecido como las brilladoras escarchas, que uno cree diamantes á la luz del sol, y que, al fundirse en agua, dejan negra la rama que engalanaran.
Diez meses se habían pasado desde la famosa «linda gracia».
¿Qué es lo que había pasado durante este tiempo? Se adivina.
Después del abandono, el tormento. Fantina había perdido de vista desde luego á Favorita, Zefina y Dalia; el lazo roto por parte de los hombres se había deshecho por la de las mujeres; de seguro se hubieran admirado si quince días después, alguien les hubiese dicho que eran amigas,[Pg 136] lo cual no tenía para ellas razón de ser. Fantina se había quedado sola. El padre de su hija había partido; semejantes rompimientos son irrevocables; encontróse ella absolutamente aislada, con la costumbre de trabajar de menos y el amor á los placeres, de más. Impulsada por sus relaciones con Tholomyés á desdeñar el único oficio que sabía, había descuidado los medios de dar salida á su trabajo, y se los encontró luego cerrados.
No había remedio para ella, Fantina sabía leer apenas, sin saber escribir, se la había enseñado solamente cuando niña á poner su firma; hizo escribir, por un escribiente público, una carta á Tholomyés, luego otra y más tarde una tercera. Tholomyés no contestó á ninguna. Cierto día oyó Fantina decir á sus comadres fijándose en su hija:—¡Hay por ventura quien se tome en serio estas criaturas! Una se encoje de hombros y nada más.—Entonces pensó ella en que Tholomyés se habría también encogido de hombros por aquella criatura, y que no iba á tomar en serio la vida de aquel ser inocente; y su corazón se envolvió en sombras, en la parte que se refería al hombre aquel. ¿Qué partido tomar en este caso? Ignoraba á quién dirigirse. Había cometido una falta, pero en el fondo de su naturaleza, como sabemos bien, se guardaba el pudor y la virtud. Sentía vagamente que se encontraba en vísperas de caer en el desfallecimiento y resbalar á lo peor. Era preciso valor; lo tuvo, y se creció en sí misma. Ocurriósele la idea de volver á su ciudad natal, á M*** sur M***. Allí tal vez se encontraría con quien la conociese y la proporcionase trabajo; sí, pero era preciso ocultar su falta. Y ella entreveía confusamente la necesidad indispensable de una separación más dolorosa aún que la primera. Su corazón se desgarraba, pero tomó, no obstante, una resolución. Fantina, como veremos, poseía el valor fiero de la vida. Había ya renunciado valientemente al fasto, y se había vestido de percal, habiendo destinado toda su seda, todos sus perifollos, todas sus cintas y todos sus encajes á su hija, única vanidad que le restaba, ¡bien santa por cierto! Había vendido cuanto tenía, lo cual le produjo unos doscientos francos; y después de satisfechas sus insignificantes deudas vinieron á quedarle aproximadamente ochenta francos.
Á los veinte y dos años, y durante una deliciosa mañana de primavera, dejó París llevándose á su hija sobre la espalda. Cualquiera al verlas pasar se hubiera apiadado de una y otra. Aquella mujer no tenía en el mundo más que aquella criatura, y aquella criatura no tenía en el mundo más que aquella mujer. Fantina había amamantado á su hija, lo cual había fatigado su pecho y tosía un poco.
Como no tendremos nueva ocasión de hablar del señor Félix Tholomyés, concretarémonos á decir, que veinte años después, durante el reinado de Luis Felipe, era un corpulento abogado de provincia, influyente y rico, elector, prudente y jurado severísimo; alegre y campechano siempre.
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Á eso del medio día, después de haber, para descansar, caminado á trechos mediante tres ó cuatro sueldos por legua, en los que se llamaban á la sazón los cochecitos de los alrededores de París, encontróse Fantina en Montfermeil, en el callejón de Boulanger.
Como viese al pasar junto al bodegón Thénardier, las dos pequeñitas, tan alegres en su monstruoso columpio quedó, hasta cierto punto, deslumbrada, parándose delante de aquel cuadro de alegría.
Existen encantamientos. Aquellas dos criaturas lo fueron en verdad para aquella madre.
Contemplólas completamente emocionada. La presencia de los ángeles es siempre un anuncio del paraíso. Creyó ver ella sobre aquel figón el misterioso aquí de la Providencia. ¡Aquellas dos pequeñuelas eran evidentemente dichosas! Mirábalas y admirábase ella verdaderamente enternecida, tanto que en el preciso momento de tomar la madre aliento, entre dos versos de la canción, no pudo abstenerse de decir la frase que acabamos de leer:
—Tenéis allí dos hermosas criaturas.
Los seres más feroces se sienten desarmados cuando se acaricia á sus pequeñuelos.
Irguió la madre la cabeza dando las gracias, é invitó á la transeunte á que se sentara en el peldaño de la puerta; ella estaba sentada en el umbral. Entraron en conversación las dos mujeres.
—Me llamo Thénardier,—dijo la madre de las pequeñuelas.—Somos los dueños de esta hostería.
Luego, siguiendo la canción, repuso entre dientes:
Ha de ser, soy caballero
Y voy á la Palestina.
Era la señora Thénardier una mujer coloradota, angulosa de carnes apretadas; el tipo de la mujer del soldado llevado al extremo. Y cosa rara, tenía cierto aire melancólico debido á las lecturas novelescas. Era una melindrosa hombruna. Las novelas antiguas, invadiendo las imaginaciones de los bodegoneros, producen semejantes efectos. Era joven aún, pues apenas contaba treinta años. Si aquella mujer, que estaba acurrucada, hubiese estado de pie, su elevada estatura, tal vez su facha de coloso ambulante, un tanto selvático, hubiera quizá asustado á la viajera, turbando su confianza y desvaneciendo por lo tanto lo que debemos referir. Una persona que esté sentada en vez de estar de pie, influye en el destino.
La viajera refirió su historia algo modificada.
Que era obrera; que su marido había muerto; que el trabajo escaseaba en París, en vista de lo cual iba á buscarlo en su país: que había salido de París aquella misma mañana, á pie; que, como llevaba á su hija, sintiéndose fatigada y habiendo encontrado el coche de Villemomble, había subido en él; que de Villemomble había ido á Montfermel á pie;[Pg 138] que la niña había andado un poco, pero muy poco; que como era tan tierna, se había fatigado pronto, y le había sido preciso tomarla nuevamente en brazos y que la tontuela se había dormido.
Y al decir esto, dió á su hija un apasionado beso que la despertó. La niña abrió los ojos, dos grandes ojos azules como los de su madre, y miró, ¿qué? Nada, todo, con aquel aire serio y á veces severo de los pequeñuelos, que es tal vez un misterio de su luminosa inocencia ante nuestros crepúsculos de virtud. Diríase que se sienten ángeles y que nos adivinan hombres. Después la niña se echó á reir, y aunque su madre procuraba detenerla, se deslizó al suelo con la indomable energía de un pequeño ser que quiere moverse libremente. Al punto advirtió á las otras dos del columpio, quedándose parada contemplándolas, sacando la lengua y torciendo el gesto en señal de admiración.
La señora Thénardier desató á sus hijas, las hizo bajar del columpio, y dijo:
—Ea: jugad las tres.
Aquellos angelitos se entendieron enseguida, y á vuelta de un minuto, las niñas Thénardier jugaban con la recién llegada á hacer agujeros en el suelo, inmenso placer.
Aquella recién llegada era muy alegre; la bondad de la madre estaba escrita en la alegría de la hija; había tomado un palito que le servía de pala, y cavaba enérgicamente una fosa, buena para una mosca. El mismo trabajo de los enterradores pasa á ser objeto de risa hecho por una criaturita.
Las dos mujeres seguían en su conversación.
—¿Cómo se llama vuestra pequeñita?
—Cosette.
Cosette, era Eufrasia. La niña se llama Eufrasia. Pero de Eufrasia la madre había hecho Cosette, por aquel dulce y gracioso instinto de las madres y del pueblo que cambia Josefa en Pepita y Francisca en Paca. Es éste un género de derivados que enreda y desconcierta por completo la ciencia de los etimologistas. Nosotros conocimos una abuela que había llegado á hacer de Teodora, Gnon (ñon).
—¿Qué edad tiene ahora?
—Va á cumplir tres años.
—Como la mayor de las mías.
Entre tanto las tres pequeñuelas se habían agrupado con cierto aire de profunda ansiedad y beatitud; acababa de realizarse un fenómeno: un gran gusano acababa de salir de la tierra; les daba miedo, y las tenía extasiadas.
Sus frentes radiantes parecían unirse; podía decirse que había tres cabezas en una aureola solamente.
—¡Criaturitas!—exclamó la señora Thénardier.—¡Cómo se juntan enseguida! ¡Vedlas, parecen tres hermanas!
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Esta frase fué la chispa que esperaba probablemente la otra madre. Tomó entonces la mano de la Thénardier, mirola fijamente, y le dijo:
—¿Queréis cuidar de mi hija?
La Thénardier hizo uno de estos movimientos de sorpresa que no son un consentimiento ni una negativa.
La madre de Cosette prosiguió:
—Porque, desgraciadamente, no puedo llevarme mi hija á mi país. El trabajo no lo consiente. Con una criatura no se encuentra colocación en ninguna parte. Se encuentra en ello una ridiculez en semejante país. Sin duda me ha hecho Dios pasar á propósito junto á vuestra hostería. Cuando he visto estas niñas tan bonitas, tan aseadas y tan satisfechas, he sentido una conmoción interior. Y he dicho para mí: He aquí el reflejo de una buena madre. ¿No es verdad? Podrán ser tres hermanas. Luego yo no tardaré mucho tiempo en volver. ¿Queréis cuidar de mi hija?
—Será preciso ver,—dijo la Thénardier.
—Os daré seis francos al mes.
En este momento una voz de hombre gritó desde el fondo del figón:
—No puede ser menos de siete francos. Y pagando seis meses adelantados.
—Seis veces siete cuarenta y dos,—dijo la Thénardier.
—Os los daré,—dijo la madre.
—Y quince francos además para los primeros gastos,—añadió la voz de hombre.
—Total cincuenta y siete francos,—dijo la señora Thénardier. Y, al través de estos números, seguía tarareando vagamente:
Ha de ser, dijo un guerrero.
—Los daré,—dijo la madre;—tengo ochenta francos. Aún me quedará para llegar á mi país, si voy á pie. Ya ganaré yo dinero en estando allí y en cuanto haya recogido un poco, volveré por mi amor.
La voz de un hombre repuso:
—¿Tiene la niña ajuar?
—Es mi marido,—dijo la Thénardier.
—Sin duda, ¡pues no faltaba sino que no lo tuviera, mi pobre tesoro! Ya he comprendido que había de ser vuestro marido. ¡Y muy bueno! un ajuar espléndido, todo por docenas; y vestidos de seda como una señora. Ahí lo traigo, en mi saco de noche.
—Debéis dejarlo,—repitió la voz de hombre.
—¡Pues no faltaba más, vaya si lo dejaré!—dijo la madre.—¡No sería poco gracioso que dejase desnuda á mi pobre hija!
La figura del hombre apareció.
—Está bien,—dijo.
El negocio quedó hecho. La madre pasó la noche en el bodegón, dió su dinero, y dejó su criatura; volvió á liar su saco de noche, desembarazado del ajuar, y á la ligera y desorientada, salió á la mañana siguiente,[Pg 140] creyendo volver antes de poco. ¡Fácilmente se arreglan separaciones semejantes, que son desesperaciones luego!
Una vecina de la Thénardier encontró á aquella madre cuando se iba, y vínose diciendo:
—Acabo de ver en la calle una mujer llorando que parte el corazón.
Cuando la madre de Cosette hubo salido, díjole el hombre á la mujer.
—Esto va á cubrir la obligación de ciento diez francos que vence mañana. Me faltaban cincuenta francos. ¿Sabes que hubiéramos tenido aquí el escribano para protestar? Armaste ahí una buena ratonera con tus niñas.
—Sin duda,—dijo la mujer.
II
Primer esbozo de dos figuras sombrías
El ratón cogido era bien insignificante; pero el gato se alegra sin embargo aunque el ratón sea flaco.
¿Qué eran los Thénardier?
Diremos algo en este momento. Más tarde completaremos el croquis.
Pertenecían estos seres á aquella clase bastarda compuesta de gentes groseras que se elevan y de gentes ilustradas en decadencia, que se encuentra entre la llamada clase media y la clase llamada inferior; la que asume algunos de los defectos de la segunda con todos los vicios de la primera, careciendo del generoso aliento del obrero, como del moderado orden del artesano.
Eran de aquellas naturalezas raquíticas que, si alguna llama sombría las caldea por casualidad, se tornan fácilmente monstruosas. Tenía la mujer un fondo salvaje y el hombre todas las apariencias de un perdido. Ambos se encontraban en el punto más elevado de susceptible degradación de la especie del repugnante progreso que recorre la senda del mal. Existen almas cangrejos que retroceden continuamente hacia las tinieblas, retrogradando en la vida más que adelantando, cuya experiencia les sirve únicamente para aumentar su deformidad, empeorando sin cesar é impregnándose más y más de cierta negrura creciente. Aquel hombre y aquella mujer poseían almas de esta naturaleza.
El marido Thénardier, particularmente, era de fisonomía repulsiva. Los fisonomistas no tienen más que mirar al rostro á ciertas gentes para desconfiar de ellas, pues se presentan temibles por ambos extremos. Resultan inquietos en la sombra y amenazadores frente á frente. Encierran en sí algo desconocido. Es imposible de todo punto responder de lo que han hecho ni de lo que harán. La sombra que encierra su mirada es su denuncia. Cualquier palabra que se les oiga ó cualquier gesto que se les advierta, deja adivinar secretos sombríos de su pasado, y sombras misteriosas en su porvenir.
Dicho Thénardier, á darle crédito á él, había sido soldado; sargento,[Pg 141] decía; habiendo hecho probablemente la campaña de 1815, en la que se había portado bizarramente al parecer. Más adelante sabremos lo que había sido. La muestra de su bodegón aludía á uno de aquellos hechos de armas. Él mismo la había pintado, porque era de los que saben hacerlo todo; mal.
Era aquélla la época en que la antigua novela clásica que después de haber sido Clélie, no era más que Lodoïska, siempre noble, pero más vulgar á cada paso, descendiendo desde la señorita Scudéri á la señora Bournon Malarme, y de la señora de Lafayette á la señora Barthélemy Hadot, encendiendo el alma amorosa de los porteros de París, sin dejar de chamuscar una parte de la de las cercanías. La Thénardier poseía la inteligencia precisa para leer aquella especie de libros. Se alimentaba de ellos. En ellos anegaba los sesos que tenía; lo cual le había dado así durante sus primeros años, como luego después, una especie de actitud meditabunda con relación á su marido, pícaro de ciertos alcances, rufián literato, con gramática propia, grosero y fino á un tiempo, pero formando su sentimentalismo con las lecturas de Pigault Lebrun, y, por «lo que al sexo se refiere», como decía él en su jerga, ganso del todo sin la menor mezcla. Su esposa tendría como unos doce ó quince años menos que él. Más tarde, cuando los cabellos novelescamente llorones empezaron á blanquear, cuando Mégere sustituyó á Pamela, no fué la Thénardier más que una mujer gruesa y de malos instintos que había saboreado novelas tontas. Pero no se leen impunemente las necedades. Resultó de ello que su hija mayor se llamó Eponina; pero la pequeña ¡pobrecita! estuvo á pique de llamarse Gulnare; debiendo no sé á qué diversión, resultado de una novela de Ducray Duminil, el no llamarse más que Azelma.
Por lo demás, diremos de pasada, no era todo completamente ridículo y superficial durante aquella curiosa época, á la cual aludimos, y que podría llamarse la anarquía de los nombres de bautismo. Junto al elemento novelesco que acabamos de indicar, estaba el síntoma social. Y hoy no tiene nada de particular que el hijo de un boyero se llame Arturo, Alfredo ó Alfonso, y que el vizconde—si hay vizcondes todavía—se llame Tomás, Pedro ó Jaime. La diferencia que establece el nombre «elegante» sobre el plebeyo, y el nombre aldeano sobre el aristócrata, no es sino un remolino de igualdad. La irresistible penetración del soplo nuevo se encuentra en ello como en todo. Bajo esa aparente discordancia, existe una cosa grande y profunda: la Revolución francesa.
III
La alondra
No es suficiente para medrar ser malo. El figón no daba resultado.
Gracias á los cincuenta y siete francos de la viajera, Thénardier[Pg 142] había podido evitar un protesto y honrar su firma. El mes siguiente, necesitaron aún más dinero; la mujer llevó á París y empeñó en el Monte de piedad el ajuar de Cosette por la cantidad de sesenta francos. Desde que fué distribuida esta suma, acostumbráronse los Thénardier á no ver en aquella pobre niña más que una criatura recogida por caridad, tratándola en consecuencia. Como ya no le quedaba nada de su ajuar, la vestían con sayas y camisas de desecho de sus hijas, es decir de harapos. Alimentábanla con las sobras de todo el mundo, algo mejor que al perro y un poco peor que el gato. El perro y el gato eran generalmente sus comensales; Cosette comía con ellos debajo de la mesa en una cazuela de madera igual á la de ellos.
Su madre, que había fijado su residencia, como veremos luego, en M* sur M*, escribía, ó por mejor decir, hacía que le escribiesen todos los meses á fin de tener noticias de su hija. Los Thénardier contestaban invariablemente: Cosette está muy bien.
Pasaron los seis primeros meses, mandó la madre los siete francos para el séptimo mes, continuando exactamente sus remesas mensuales. No había terminado aún el año cuando dijo Thénardier:—¡Vaya un negocio! ¡Qué quiere que hagamos con sus siete francos!—y le escribió exigiéndole doce. La madre, á la cual hacían entender que su hija estaba muy bien y que crecía mucho, sometióse y mandó los doce francos.
Ciertas naturalezas no pueden amar por una parte y odiar por otra. La madre Thénardier amaba apasionadamente á sus dos hijas, lo cual hacía que detestase á la forastera. Es muy triste pensar que el amor de madre puede tener alguna parte mala.
El reducido espacio que Cosette ocupaba en su casa le parecía que se lo robaba á sus hijas, y que aquella pobre criatura disminuía el aire que respiraban aquéllas. La tal mujer, como otras muchas de su especie, tenía una cantidad de caricias y una cantidad de golpes y de injurias que distribuir diariamente. Si no hubiese tenido en su casa á Cosette, es segurísimo que sus hijas, idolatradas y todo, hubieran recibido unas y otros; pero la forastera les hacía el favor de detener los golpes, recibiéndolos ella. Sus hijas no alcanzaban, por lo tanto, más que las caricias.
No podía hacer Cosette un movimiento que no cayese sobre su cabeza una lluvia de castigos violentos é inmerecidos.
Dulcísimo y débil ser, que nada debía comprender del mundo ni de Dios, castigado sin cesar, golpeado, reñido é injuriado, y viendo continuamente junto á ella dos niñas, como ella también, viviendo como en un rayo de aurora.
La Thénardier era mala para Cosette. Eponina y Azelma eran malas también. Las criaturas, á su edad, no son sino ejemplares de la madre. Son de menor tamaño, nada más.
Pasóse un año, luego otro.
[Pg 143]
Decíase en el lugar:
—Estos Thénardier son muy buena gente. ¡No tienen nada de ricos, y mantienen una pobre criatura que les dejaron abandonada en su casa!
Se creía á Cosette abandonada, ú olvidada cuando menos, de su madre. Entre tanto Thénardier, habiendo sabido, quién sabe cómo, que la criatura era probablemente ilegítima, y que la madre no podía confesarlo, exigíale quince francos al mes diciéndole que «la criatura crecía y comía» amenazando enviársela. «¡Que no me encocore mucho!—exclamaba,—porque le planto allí su monigote entre sus tapadillos. Debe aumentar la asignación». La madre pagó los quince francos.
De año en año fué creciendo la niña y también su miseria.
Mientras Cosette fué muy pequeña, fué el súfrelo-todo de las otras dos niñas; desde que creció algo más, es decir, antes de los cinco años, fué ya la criada de la casa.
Cinco años, se dirá, esto es inverosímil. ¡Ay! es verdad. Los sufrimientos sociales empiezan á todas las edades. ¿No hemos visto, por desgracia, recientemente el proceso de un tal Dumollard, huérfano, hecho bandido con el tiempo, el cual, desde la edad de cinco años, según los documentos oficiales, estando solo en el mundo, «trabajaba para vivir y robaba?».
Obligóse, pues, á Cosette á hacer mandados, á barrer las habitaciones, el patio y la calle, á fregar los platos, y aún á llevar fardos. Los Thénardier se creían tanto más autorizados á obrar así, cuanto que la madre, que continuaba siempre en M* sur M* empezó á no pagar muy bien, dejando algún mes en descubierto.
Si aquella madre hubiese vuelto á Montfermeil al fin de los tres años, no hubiera, de seguro, reconocido á su hija. Cosette, tan hermosa y fresca al entrar en aquella casa, estaba entonces pálida y demacrada. Tenía cierto no sé qué receloso é inquieto. ¡Maula! gritábale á cada paso la Thénardier.
La injusticia la había vuelto esquiva, y la miseria la había puesto fea. No le quedaban más que sus bellos ojos, que daba pena al verlos, porque, grandes como eran, parecían encerrar mayor cantidad de tristeza.
Daba grima de ver en invierno aquella pobre criatura, que no había cumplido todavía seis años, tiritando bajo sus andrajos de percal agujereados, barrer la calle antes de amanecer con una escoba enorme entre sus amoratadas manecitas, y una gruesa lágrima en sus grandes ojos.
En el lugar le llamaban todo el mundo la Alondra. El pueblo, que gusta siempre de imágenes, se complacía en dar este nombre á aquel pequeño ser que no abultaba más que un pájaro; tembloroso, espantado y tiritando, despertado el primero en aquella casa, y aún en el pueblo; cada mañana, siempre en la calle ó en el campo, antes del alba.
Solamente que aquella pobre alondra no cantaba jamás.
[Pg 144]
I
Historia de un adelanto en la fabricación de abalorios negros
Mientras aquella madre que, al decir de las gentes de Montfermeil, parecía haber abandonado á su hija, ¿qué había sido de ella? ¿dónde estaba? ¿qué hacía?
Después de haber dejado á su pequeña Cosette á los Thénardier, continuó su camino hasta llegar á M* sur M*.
Recordemos que esto pasaba en 1818.
Fantina había dejado su provincia hacía unos diez años. M* sur M* había cambiado de aspecto. En tanto que Fantina descendía lentamente de miseria en miseria, su ciudad natal había prosperado.
Desde hacía unos dos años, había realizado uno de aquellos hechos industriales que son grandes acontecimientos en lugares pequeños.
Es un detalle importante que creemos conveniente consignar, y casi diríamos subrayar.
De tiempo inmemorial, M* sur M*, poseía como industria especial la imitación del azabache inglés y de los abalorios negros de Alemania. Esta industria había vegetado solamente á causa de la carestía de las materias primas que recaía sobre la mano de obra. Cuando Fantina volvió á M* sur M* acababa de realizarse una gran transformación en la manera de producir aquellos «artículos negros». Á fines de 1815, un hombre, un desconocido, fué á establecerse en la ciudad, habiendo ideado sustituir en semejante fabricación, la goma laca á la resina, y para los brazaletes particularmente, los colgantes simplemente ajustados á la chapa, á los colgantes soldados á la misma.
Este pequeño cambio había producido una revolución.
Este pequeño cambio, en efecto, había reducido prodigiosamente el precio de la materia prima, lo cual había permitido, primeramente, elevar el precio de la mano de obra en beneficio del país, en segundo lugar mejoraba la fabricación en provecho del consumidor, y en el tercero podíase vender más barato, triplicando el beneficio en provecho del industrial.
Así es que una idea producía tres resultados.
En menos de tres años el autor del procedimiento se había hecho rico, lo cual no dejaba de ser una gran cosa, pero había enriquecido á los que le rodeaban, lo cual es todavía mucho mejor. Era forastero en el departamento. De su origen, nada se sabía; de sus principios, muy poca cosa.
[Pg 145]
Decíase que había llegado á la ciudad con muy poco dinero, algunos centenares de francos todo lo más.
Pero de aquel mísero capital, puesto al servicio de una idea ingeniosa fecundada por el método y el cálculo, había sacado una fortuna y la de la comarca.
Á su llegada á M* sur M* no poseía más que el traje, las apariencias y el lenguaje del obrero.
Parece que el mismo día en que hizo como de escondidas su entrada en la pequeña ciudad de M* sur M*, al caer de una tarde de diciembre, el morral á la espalda y el palo de espino en la mano, acababa de declararse un grande incendio en la casa de la ciudad. Aquel hombre se precipitó en las llamas, salvando, con peligro de su vida, dos niños, que resultaron ser luego hijos del capitán de la gendarmería, lo cual hizo que nadie soñara en pedirle su pasaporte. Después de ello se supo su nombre. Llamábase el tío Magdalena.
II
Magdalena
Era hombre de unos cincuenta años escasos, de aire preocupado y buen sujeto. He aquí todo lo que podía decirse de él.
Gracias á los progresos rápidos de aquella industria que había reanimado tan admirablemente, M* sur M* había llegado á ser un centro de negocios importante. España, que consume mucho azabache negro, encargaba cada año grandes cantidades. M* sur M*, en semejante comercio, competía casi con Londres y Berlín. Los beneficios del tío Magdalena eran tales, que desde el segundo año pudo levantar una gran fábrica, en la cual había dos vastos talleres, uno para hombres y para mujeres otro. Cualquiera que tuviese hambre podía presentarse en la seguridad de encontrar allí trabajo y pan. El tío Magdalena pedía á los hombres buena voluntad, á las mujeres costumbres puras, y á todos probidad. Había dividido los talleres á fin de separar los sexos, y que, así las niñas como las mujeres, pudiesen estar tranquilas. En este punto era inflexible. En esto sólo se manifestaba intolerante. Y estaba tanto más fundada semejante severidad, cuanto, siendo M* sur M* ciudad guarnecida, las ocasiones de corrupción eran frecuentes. Por lo demás, su llegada había sido un beneficio y su presencia era providencial. Antes de la llegada del tío Magdalena todo languidecía en el país; desde ella, todo vivía la saludable vida del trabajo. Un gran movimiento de circulación daba calor y penetraba en todo. La holganza y la miseria eran desconocidas. No había allí bolsillo, por obscuro que fuése, donde no pudiese encontrarse algún dinero, ni casa tan pobre que no encerrase un poco de alegría.
El tío Magdalena empleaba á todo el mundo. No exigía más que una cosa: ser hombre honrado, ser honrada mujer.
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Como hemos dicho, en medio de aquella actividad de la cual era causa y sostén, el tío Magdalena hacía su fortuna, pero cosa rarísima en un simple hombre de negocios, no parecía en modo alguno que fuése ello su principal cuidado. Parecía que se preocupaba mucho más de los otros, que de sí mismo. En 1820 se sabía que tenía colocado en su nombre, en casa de Laffitte, un capital de seiscientos treinta mil francos; pero antes de reservarse estos seiscientos treinta mil francos, había empleado más de un millón para la ciudad y para los pobres.
El hospital estaba mal dotado, fundó en él diez camas. M* sur M* está dividida en población alta y baja. La parte baja, que era en la que él vivía, no tenía más que una mala escuela, en una casa medio arruinada; mandó construir dos: una para niñas y otra para niños. Pensionaba de su bolsillo particular dos profesores con una gratificación doble á su mezquino sueldo oficial, y cierto día, en que alguien le preguntó admirado el porqué, dijo él: «Los dos primeros funcionarios del Estado, son la nodriza y el maestro de escuela». Había creado á su costa una sala de asilo, cosa desconocida á la sazón en Francia, y una caja de socorros para los obreros viejos é imposibilitados. Su fábrica era un centro, un nuevo barrio surgido á su alrededor, en el que no faltaban familias indigentes; estableció pues allí una farmacia gratuita.
Al principio, cuando se le vió empezar, decían las buenas almas: «Es un atrevido que quiere hacerse rico». Cuando se le vió enriquecer al país antes que enriquecerse á sí propio, las mismas buenas almas dijeron: «Es un ambicioso». Y esto parecía tanto más probable, cuanto era aquel hombre religioso, practicando sus actos con cierta regularidad, cosa muy bien vista en aquella época. Iba regularmente á oir misa todos los domingos. El diputado local que husmeaba competencias en todas partes, no tardó en preocuparse de aquella religiosidad. El tal diputado, que había sido miembro del cuerpo legislativo del imperio, participaba de las ideas religiosas de un padre del Oratorio; conocido bajo el nombre de Fouché, duque de Otrante, del que había sido hechura y amigo. Á puerta cerrada se reía de Dios bonitamente. Pero cuando vió al rico industrial Magdalena oyendo la misa de las siete de la mañana, entrevió en él un candidato posible y resolvió superarle, tomando desde luego un confesor jesuita, asistiendo á vísperas y á misa mayor. La ambición, en aquellos tiempos, era, en la excepción directa de la palabra, una carrera al campanario. Los pobres aprovecharon de aquel temor, así como Dios mismo, porque el honorable diputado fundó también dos camas en el hospital, y fueron ya doce.
Sin embargo, en 1819, corrió una mañana por la ciudad el rumor de que, á propuesta del señor prefecto y en consideración á los muchos servicios prestados al país, el tío Magdalena iba á ser nombrado por el rey alcalde de la ciudad. Aquéllos que habían tildado de «ambicioso» al forastero, aprovechaban satisfechos aquella ocasión, deseada por todos,[Pg 147] exclamando: «¡He aquí lo que decíamos nosotros!». Todo el vecindario se enteró de ello. El rumor era cierto. Algunos días después apareció el nombramiento en el Moniteur. Al día siguiente el tío Magdalena renunció.
Durante aquel mismo año 1819, los productos del nuevo procedimiento inventado por Magdalena figuraron en la exposición de la industria; fundándose en el informe del jurado, nombró el rey al inventor, caballero de la Legión de honor. Nuevos rumores en la población. ¡Ah! ya; ¡era la cruz lo que quería! El tío Magdalena renunció á la cruz.
Decididamente, era aquel hombre un enigma. Las buenas almas quedaron satisfechas diciendo: después de todo, no pasa de ser un aventurero.
Ya lo hemos visto, el país le debía mucho, los pobres se lo debían todo; era tan útil, que era preciso acabar por venerarle, y tan cariñoso, que era indispensable acabar por amarle; sus obreros, en particular, le adoraban, y él admitía semejante adoración con cierta gravedad melancólica. Cuando se le consideró rico, «las personas de sociedad» le saludaron y se le llamaba en la ciudad el señor Magdalena; sus obreros y los chicos siguieron, no obstante, llamándole el tío Magdalena, siendo esto lo único que le hacía sonreir agradablemente. Á medida que iba encumbrándose, las invitaciones llovían sobre él. «La sociedad» le reclamaba. Las tertulias del buen tono que había en la ciudad y, que naturalmente, se hubieran cerrado en los primeros tiempos al artesano, abríanse de par en par al millonario. Á todas le invitaban. Á ninguna asistía.
Tampoco entonces las buenas almas se dieron á partido.—«Es un hombre ignorante y de poca educación. Quién sabe de dónde ha salido. No sabría como conducirse en sociedad. Aún no está probado que sepa leer».
Cuando se le había visto ganar dinero, decíase: es un comerciante. Cuando se le vió repartir sus riquezas, se dijo: es un ambicioso. Cuando se le vió renunciar los honores, dijeron: es un aventurero; y cuando se le vió esquivar el mundo, se le llamó bruto.
En 1820, cinco años después de su llegada á la población, los servicios que había prestado al país eran tan notables y tan unánime la opinión de toda la comarca, que volvió nuevamente el rey á nombrarle alcalde de la ciudad. Renunció todavía, pero el prefecto no admitió la renuncia; todos los notables fueron á rogarle; el pueblo en plena calle le suplicaba; fué tanta la insistencia, que no tuvo más remedio que aceptar. Parece ser que lo que más le inclinó á semejante aceptación, fué el apóstrofe casi irritado de una vieja, mujer del pueblo, la cual exclamó desde el umbral de la puerta con desenfado: Un buen alcalde es útil. ¿Quién retrocede ante el bien que puede hacer?
Ésta fué la tercera fase de su ascensión. El tío Magdalena había llegado á ser el señor Magdalena, el señor Magdalena era el señor alcalde.
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III
Sumas depositadas en casa Laffitte
Sin embargo, el señor Magdalena, continuó tan sencillo como el primer día. Tenía el cabello gris, la mirada seria, el color tostado de un obrero, el aspecto reflexivo del filósofo. Llevaba de ordinario un sombrero de alas anchas, y un gabán largo de paño grueso abotonado hasta la barba. Llenaba sus funciones de alcalde, pero después de ello, vivía solitario. Hablaba muy poco. Excusaba los cumplimientos: saludaba de paso y sin detenerse; sonreía para ahorrarse el hablar, pasando por calles apartadas hasta para excusarse de sonreir. Las mujeres decían de él: «¡Buen oso!». Su mejor entretenimiento era pasear por el campo.
Comía siempre solo, con un libro abierto delante, en el cual leía. Tenía una pequeña pero escogida biblioteca. Gustaba de los libros; los libros son amigos fríos y seguros. Á medida que aumentaba su tiempo con su fortuna, parecía que lo aprovechaba para cultivar su espíritu. Desde que se había establecido en la ciudad, notóse que de año en año su lenguaje iba puliéndose, siendo cada vez más delicado y suave.
Llevaba frecuentemente en sus paseos campestres su escopeta, pero raras veces se servía de ella. Cuando llegaba el caso, por casualidad, su tiro era inefable. Jamás había matado un animal inofensivo. Jamás había tirado á un pajarillo.
Aun cuando no era ya joven, decíase que tenía una fuerza prodigiosa. Ofrecía siempre su golpe de mano á quien pudiera necesitar de ello; levantaba un caballo, sacaba una rueda del atolladero y detenía por los cuernos un toro á la carrera. Llevaba siempre llenos sus bolsillos al salir, y vacíos al volver. Cuando atravesaba alguna aldea, los chiquillos harapientos se le acercaban alegremente, rodeándole como una nube de mosquitos.
Creíase que había, en otros tiempos, vivido en el campo, porque poseía toda clase de secretos útiles que revelaba á los campesinos. De él aprendían á destruir la polilla de los trigos, aspergeando los graneros é inundando las hendiduras del suelo con una disolución de sal común, y á extirpar el gorgojo, suspendiendo por todas partes, en las paredes, en los techos, en los pajares y en las casas, romero en flor. Poseía «recetas» para extirpar de los campos la nigela, la arvejana, la cola de zorro, y tantas cuantas yerbas parásitas se comen el trigo. Salvaba una conejera de los ratones, nada más que con el olor de un marranillo de Berbería que hacía entrar.
Un día vió gran número de campesinos ocupados en arrancar ortigas, fijóse en aquel montón de plantas arrancadas y ya secas diciendo:—Están muertas. Y no obstante sería de gran provecho si se supiesen utilizar. Cuando la ortiga es tierna, su hoja es una legumbre excelente; cuando seca, tiene filamentos y fibras como el cáñamo y el lino. La tela[Pg 149] de ortiga valdría lo que la del cáñamo. Machacada la ortiga, es buena para la volatería; molida, es buena para los cornúpetos. La semilla de la ortiga mezclaba con el forraje da brillantez al pelo de los animales; la raíz mezclada con sal produce un hermoso color amarillo. Siendo, finalmente, un excelente heno que puede ser segado dos veces. Y ¿qué necesita la ortiga? Un poco de tierra, ningún cuidado ni cultivo alguno. Solamente que la semilla va cayendo á medida que la planta muere, y es algo difícil su recolección. Esto es todo. Tomándose un poco de trabajo, la ortiga sería de mucha utilidad; se la descuida y es dañina. Entonces se la mata. ¡Cuántos hombres se parecen á la ortiga! Añadiendo después de una pausa: Amigos míos, tened esto muy presente: no hay malas hierbas ni hombres malos. No hay sino malos cultivadores.
Los muchachos le amaban igualmente, porque sabía hacer juguetes muy lindos con paja y cáscaras de coco.
Cuando veía la puerta de una iglesia colgada de negro, entraba; buscaba los entierros, como buscan otros los bautizos. La viudez y la desgracia ajenas le atraían, á causa de su gran benignidad; mezclábase á los amigos en duelo, á las familias enlutadas, á los sacerdotes plañideros al rededor de un féretro. Parecía que daba gustoso por texto á sus pensamientos aquellas salmodias llenas de la vislumbre de otro mundo. Fija su mirada en el cielo, escuchaba con una especie de aspiración hacia los misterios de lo infinito, aquellas tristes voces que cantaban junto al borde del obscuro abismo de la muerte.
Realizaba gran número de buenas acciones, escondiéndose para ello como se esconden otros por las malas. Penetraba ocultamente, de noche, en las casas, y subía furtivamente las escaleras. Más de un pobre diablo se encontraba, á lo mejor, al volver á su guardilla, con que la puerta había sido abierta, tal vez forzada, durante su ausencia. ¡El pobre hombre se creía que había estado allí algún ladrón! Entraba, y lo primero que veía era una moneda de oro olvidada sobre algún mueble. El «ladrón» que había estado allí, había sido el tío Magdalena.
Era afable y triste á la vez. El pueblo decía: «He aquí un rico que no tiene nada de orgulloso. Un hombre feliz que parece no estar contento».
Algunos pretendían que fuése un personaje misterioso, afirmando que no entraba nadie en su cuarto, el cual era una verdadera celda de anacoreta, ¡llena de relojes de arena alados, y adornada de tibias puestas en cruz y de calaveras! Esto se decía mucho, si bien algunas jóvenes elegantes y maliciosas, fueron un día á su casa y le dijeron:—Señor alcalde, enseñadnos vuestro cuarto. Se cuenta por ahí que es una gruta.—Sonrió, y les abrió inmediatamente la puerta de su «gruta», lo cual castigó merecidamente su curiosidad. Era una habitación sencillamente adornada con muebles de caoba bastante feos, como todos los de este género, tapizada con papel de doce sueldos. Nada había allí notable,[Pg 150] como no fueran dos candeleros de forma antigua, colocados sobre la chimenea y que tenían todas las trazas de ser de plata, «pues estaban contrastados». Observación llena de espíritu de los pueblos pequeños. Á pesar de la visita, no por eso se dijo menos que nadie penetraba en su cuarto; y que era una especie de caverna de ermitaño, una cueva, un agujero, una tumba.
Susurrábase también, que poseía «sumas inmensas» depositadas en casa Laffitte, con la particularidad de estar siempre á su inmediata disposición; de tal suerte, añadíase, que el señor Magdalena puede llegar el mejor día á casa Laffitte, firmar un recibo y llevarse sus dos ó tres millones, en diez minutos. En realidad, «aquellos dos ó tres millones» se reducían, como hemos dicho, á seiscientos treinta ó cuarenta mil francos.
IV
El señor Magdalena de luto
Á principios de 1821 los periódicos publicaron la muerte del señor Myriel, obispo de D***, conocido generalmente por «monseñor Bienvenido», fallecido en olor de santidad á la edad de ochenta y dos años.
El obispo de D***, añadiendo aquí un detalle que omitieron los periódicos, hacía cuando murió, algunos años que estaba ciego, y con todo y estar ciego, tenía á su hermana junto á él.
Digámoslo de paso: ser ciego y ser amado, es en efecto, sobre la tierra, donde no hay nada completo, una de las formas más extrañas y exquisitas de la felicidad. Tener continuamente á nuestro lado una mujer, una hija, una hermana, un ser encantador que está junto á nosotros porque necesitamos de él y porque no puede prescindir de nosotros, saber que somos indispensables á quien no es necesario, poder medir incesantemente su afecto por la cantidad de presencia que nos da, y poder decirnos: puesto que me consagra ella todo su tiempo, prueba que poseo todo su corazón; ver el pensamiento á falta de la figura; comprobar la fidelidad de un ser en el total eclipse del mundo; percibir el roce de un vestido como aleteo, sentirle ir y venir, salir, volver á entrar, hablar y cantar, y recordar luego que somos el centro de aquellos pasos, de aquellas palabras y aquellos cantos; patentizar á cada paso su propia atracción; conocerse uno tanto más poderoso cuanto más imposibilitado; llegar á ser en la obscuridad y por la obscuridad el astro en torno del cual gravita aquel ángel, pocas son las felicidades que igualen á ésta. La suprema dicha de la vida es la convicción de que uno es amado; amado por sí mismo; decimos mal, amado á pesar de nosotros mismos; esta convicción la alcanza el ciego. En semejante desgracia, ser servido es ser acariciado. ¿Falta algo entonces? No. Que no pierde la luz quien tiene amor. ¡Y qué amor! ¡Un amor compuesto únicamente de virtud! No hay ceguera donde hay certeza. El alma busca á tientas el alma, y la encuentra. Y aquella alma encontrada y comprobada es una mujer. Os[Pg 151] sostiene una mano, es la suya; besa vuestra frente una boca, es su boca; sentís junto á vosotros una respiración, es ella. Todo tenerlo de ella, desde su culto hasta su piedad: no encontrarse jamás abandonado, tener aquella dulce debilidad para socorreros, apoyarse en aquella inquebrantable caña, tocar con nuestras manos la Providencia y poder retenerla en nuestros brazos como un Dios tangible, ¡qué arrobamiento! El corazón, esa obscura flor celestial, ábrese á cierta expansión misteriosa. ¡Nadie cambiaría semejante sombra por toda la luz! El alma ángel está allí, siempre allí; si se aleja, es para volver; se desvanece como el sueño y reaparece como la realidad. Siéntese el calor que se aproxima, allí está. Siéntese un exceso de serenidad, de gozo, de éxtasis, es un rayo de luz en medio de la noche. Y mil cuidados insignificantes. Nadas que resultan enormes en aquel vacío. Los más inefables acentos de la voz femenina empleados en acariciarnos y en suplirnos en el universo desvanecido. Siéntese así el cariño del alma. Nada se ve, pero se siente uno adorado. Es un paraíso en las tinieblas.
Desde este paraíso, pasó al otro, monseñor Bienvenido. La noticia de su muerte fué reproducida por el diario local de M* sur M*. El señor Magdalena apareció al día siguiente vestido de negro con gasa en el sombrero.
Notóse en el pueblo aquel luto, y se comentó. Parecióles una luz acerca del origen del señor Magdalena. Acabóse por creer que tenía algún parentesco con el venerable obispo. Viste luto por el obispo de D***, díjose en las tertulias, lo cual levantó mucho el concepto del señor Magdalena dándole súbita y repentinamente cierta consideración entre la nobleza de M* sur M*. El microscópico arrabal de San Germán de aquella ciudad pensó en levantar la cuarentena impuesta al señor Magdalena, pariente probable de un obispo. El señor Magdalena comprendió el adelantamiento que había obtenido en el aumento de reverencias que le hicieron las señoras mayores, y en las sonrisas más frecuentes que le dirigieron los jóvenes. Una tarde, cierta decana de aquel pequeño gran mundo, curiosa por derecho de ancianidad, se permitió preguntarle:
—Señor alcalde, ¿seríais tal vez primo del difunto señor obispo de D***?
Él contestó:
—No, señora.
—Pero,—repuso la noble viuda,—¿el luto que vestís es por él?
Á lo que respondió el señor Magdalena:—Es que durante mi juventud fuí lacayo de su familia.
Otra circunstancia debemos consignar todavía, y es que cada vez que pasaba por la ciudad algún niño saboyano recorriendo el país en busca de chimeneas que deshollinar, hacíale llamar el señor alcalde, y después de preguntarle su nombre le daba dinero. Los saboyanitos se lo decían unos á otros, así es que pasaban muchos.
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V
Vagos relámpagos en el horizonte
Poco á poco y con el tiempo, todas las oposiciones se desvanecieron. Había habido en el encumbramiento del señor Magdalena, por esa especie de ley que subsiste siempre junto á los que se elevan, sus correspondientes injurias y calumnias, que se trocaron luego en sólo murmuraciones, más tarde en malicias, desvaneciéndose por último completamente; la consideración llegó á ser cumplida, unánime, cordial, y llegó un momento, hacia 1821, en el cual esta frase: el señor alcalde se pronunciaba en M* sur M* casi con el mismo acento que esta otra, el señor obispo era pronunciada en D*** en 1815. Muchos eran los que, de diez leguas á la redonda, iban á consultar á Magdalena. Él terminaba las diferencias, hacía que cesaran los pleitos y reconciliaba á los enemigos. Todo el mundo le quería por juez de su derecho. Parecía encerrar en su espíritu el libro de la ley natural. Era aquello como un contagio de veneración que, en seis ó siete años progresivamente, llegó á extenderse por todo el país.
Sólo un hombre, así en la población como en la comarca, se libró absolutamente de aquel contagio; é hiciese lo que quisiere Magdalena, continuaba rebelde, como si algún instinto secreto é imperturbable le desvelase é inquietase. Parece, efectivamente, que existe en ciertos hombres un verdadero instinto bestial, puro é íntegro como todo instinto, que crea las antipatías y las simpatías, que separa fatalmente una naturaleza de otra naturaleza, que no titubea, que no se turba, ni guarda silencio, ni se desmiente jamás; claro en medio de su obscuridad, infalible, imperioso, refractario á todo consejo de la inteligencia y á todos los disolventes de la razón, y que, de cualquier manera que se presenten los destinos, advierte secretamente al hombre-perro de la presencia del hombre-gato, y al hombre-zorro de la presencia del hombre-león.
Frecuentemente, cuando el señor Magdalena pasaba por una calle, tranquilo, afectuoso, rodeado de las bendiciones de todos, sucedía que un hombre de elevada estatura, vistiendo una levita color de plomo obscuro, armado con un grueso bastón y cubierta la cabeza con un sombrero rebajado, se volvía bruscamente hacia él y le seguía con la mirada hasta que había desaparecido, cruzado de brazos, moviendo lentamente la cabeza y levantando el labio superior impulsado por el inferior hasta la nariz, especie de mueca significativa que podría traducirse por:—Pero ¿qué es lo que es este hombre?—De fijo yo le he visto en alguna parte.—En todo caso no ha de engañarme siempre.
Aquel grave personaje, de gravedad casi amenazadora, era de éstos que, por rápidamente que se les mire, preocupan al observador.
Llamábase Javert y era de la policía.
Desempeñaba en M* sur M* las penosas pero útiles funciones de inspector.[Pg 153] No había visto los principios del señor Magdalena. Javert debía el puesto que ocupaba á la protección del señor Chabouillet, secretario del ministro de Estado, conde Anglès, entonces prefecto de policía de París. Cuando Javert llegó á M* sur M*, la fortuna del gran industrial era ya un hecho, y el tío Magdalena era ya el señor Magdalena.
Muchos agentes de policía tienen una fisonomía especial que se complica con cierto aire de bajeza mezclado á cierto aire de autoridad. Javert tenía una de estas fisonomías, pero sin la bajeza.
Estamos convencidos de que si las almas fuesen visibles á los ojos, se vería claramente la rareza de que cada uno de los individuos de la especie humana, corresponde á algunas de las diversas especies de la creación animal; y entonces podría reconocerse fácilmente esta verdad, apenas vislumbrada por el pensador, que, desde la ostra hasta el águila, desde el puerco al tigre, todos los animales están en el hombre, y que cada uno de ellos está en un hombre. Y á veces, igualmente, varios de ellos á un mismo tiempo.
Los animales no son otra cosa que las figuras de nuestras virtudes y de nuestros vicios, errantes ante nuestros ojos; los fantasmas visibles de nuestras almas. Dios nos los muestra para hacer que reflexionemos. Solamente que como los animales no son más que sombras, Dios no les ha hecho educables en toda la extensión de la palabra; ¿para qué? Al contrario, siendo nuestras almas realidades, y teniendo un fin propio, Dios les ha dado la inteligencia, es decir, la posibilidad de la educación. La educación social bien dirigida, puede siempre sacar de un alma, sea cual fuere, toda la utilidad que en ella se encierre.
Sea ello dicho y bien entendido, desde el punto de vista terrestre aparente, y sin prejuzgar la cuestión profunda de la personalidad anterior ó ulterior de los seres que no son el hombre. El yo visible no autoriza en ningún caso al pensador para negar el yo latente.
Hecha esta observación, prosigamos.
Por lo tanto, si se admite de momento con nosotros, que en todo hombre se encierra una de las especies animales de la creación, nos será más fácil decir quién era el inspector Javert.
Los aldeanos de Asturias están convencidos de que en cada camada de loba se encuentra un perro al cual mata la madre, á fin de evitar que en creciendo devore á los pequeños.
Dadle un rostro humano á este perro, hijo de loba, y éste será Javert.
Javert había nacido en una cárcel, de una de esas mujeres que echan la cartas, cuyo marido estaba en presidio. Al ser mayor, vió que se encontraba fuera de la sociedad, desesperanzado de poder entrar jamás en ella. Observó que la sociedad mantiene irremisiblemente separados de ella á dos clases de hombres, los que la atacan y los que la guardan; no podía elegir más que entre estas dos clases; y al mismo tiempo, sentíase poseído de no sé qué fondo de rigidez, de regularidad y de probidad,[Pg 154] mezclada con cierto inexplicable odio hacia aquella raza de gitanos de la cual había nacido. Entró en la policía. Hizo carrera. Á los cuarenta años era inspector.
Había estado, durante su juventud, empleado en los presidios del Mediodía.
Antes de seguir adelante, expliquemos la frase, rostro humano, que hemos aplicado hace poco á Javert.
El rostro humano de Javert consistía en una nariz achatada, con dos profundas ventanas, desde las cuales subían por los carrillos dos enormes patillas. Sentíase uno desagradablemente impresionado la primera vez que veía aquellas dos cavernas. Cuando Javert reía, lo cual era tan raro como espantoso, sus delgados labios parecían correrse, dejando ver, no solamente sus dientes, sino también sus encías, y se formaba al rededor de su nariz una arruga abultada y salvaje como si fuera el hocico de un animal carnívoro. Javert serio era un perro de presa; cuando reía, un tigre. Por lo demás, tenía poco cráneo, mucha mandíbula; los cabellos cubrían su frente y le caían sobre las orejas; entre ambos ojos un ceño central permanente como una estrella de cólera, la mirada obscura, la boca contraída y temible, y una expresión de mando feroz.
Este hombre se componía de dos sentimientos tan sencillos como relativamente buenos, pero que él hacía casi malos á fuerza de exagerarlos; el respeto á la autoridad y el odio á la rebeldía; pues á sus ojos el robo, el asesinato, todos los crímenes, no eran otra cosa que otras tantas formas de la rebeldía. Envolvía en una especie de fe ciega y profunda, á todo el que desempeñaba alguna función del Estado, desde el primer ministro al guarda bosque. Cubriendo igualmente de desprecio, aversión y desagrado á todo el que había saltado una vez el dique legal de la maldad. Era absoluto sin admitir excepciones. Por una parte, decía:—El funcionario no puede engañarse; el magistrado jamás se equivoca.—De la otra, decía:—Éstos están irremisiblemente perdidos. Nada de bueno pueden dar.—Era su opinión completamente partidaria de la de esos espíritus extremados, que atribuyen á la ley humana no sé qué facultad para hacer, ó, si se quiere, patentizar demonios, y que ponen una Estigia en la parte baja de la sociedad. Era estoico, serio, austero; pensador triste; humilde y altivo como los fanáticos. Su mirada era una barrena, una barrena fría, y así taladraba. Todo su modo de ser estaba encerrado en estas dos palabras: velar y vigilar. Había introducido la línea recta en lo que hay en el mundo más tortuoso; tenía conciencia de su utilidad, la religión de sus funciones, y era espía como hubiera sido sacerdote. ¡Desdichado del que caía en sus manos! Hubiera detenido á su padre á intentar escaparse de presidio y denunciando á su madre al huir de la cárcel. Y lo hubiera hecho con aquella especie de satisfacción interna que produce la virtud. Además, su vida era toda privación, aislamiento, abnegación, castidad; jamás una sola distracción. Era el mismo deber[Pg 155] implacable; la policía comprendida, como los espartanos comprendían á Esparta; una vigilancia despiadada, una honradez bárbara, un espía de mármol. Bruto encarnado en Vidocq.
Todo en la persona de Javert revelaba al hombre que espía y que se esconde. La escuela mística de José Maistre, la cual, en aquella época, salpimentaba con su elevada cosmogonía los llamados periódicos ultras, no hubiera dejado de decir que Javert era un símbolo. No se le veía la frente, que desaparecía bajo su sombrero; no se le veían los ojos, que se perdían bajo sus cejas; no se le veía la barba, que se hundía dentro la corbata; no se veían sus manos, que se quedaban dentro las mangas; no se le veía el bastón, por llevarlo siempre bajo la levita. Pero en llegando la ocasión, veíase de súbito salir de aquellas sombras, como de una emboscada, una frente angulosa y deprimida, una mirada funesta, una barba amenazadora, unas manos enormes y un rebenque monstruoso.
En sus momentos de ocio, bien escasos por cierto, á pesar de odiar los libros, leía; debiéndose á ello que no fuése ignorante del todo. Esto se reconocía fácilmente en cierto énfasis que había en sus palabras.
No tenía ningún vicio, ya lo hemos dicho. Cuando estaba satisfecho de sí mismo, se permitía tomar un polvo de tabaco. Por ahí solamente estaba unido á la humanidad.
Comprendíase fácilmente que Javert fuése el terror de toda aquella, clase de gente que la estadística anual del ministerio de Justicia designa bajo el epígrafe: Gentes de oficio desconocido. Con sólo pronunciar el nombre de Javert se desbandaban; la figura de Javert apareciendo, les petrificaba.
Tal era aquel hombre formidable.
Javert era como un ojo fijo constantemente sobre el señor Magdalena. Ojo lleno de sospechas y conjeturas. El señor Magdalena había acabado por comprenderlo y sin embargo parecía no dar á ello la menor importancia. Jamás le hizo á Javert la menor pregunta; no le buscaba ni le evitaba, soportando, sin fijarse, al parecer, aquella mirada pesada y casi provocadora. Trataba á Javert como á todo el mundo, con sencilla bondad.
Por algunas palabras escapadas á Javert, adivinábase que había buscado secretamente, con la curiosidad propia de la raza, en la cual entran por igual el instinto y la voluntad, todos los vestigios anteriores que Magdalena hubiese podido dejar en alguna parte. Parecía saber, y algunas veces lo dejaba entender, bajo palabras más ó menos veladas, que alguien había tomado ciertos informes en cierto país, sobre cierta familia desaparecida. Una vez llegó á decir hablando consigo mismo:—¡Creo que ya le tengo! Luego estuvo tres días como ensimismado sin decir una palabra. Parecía que el hilo que se creía haber atrapado se le hubiese roto.
Por lo demás, y es éste el correctivo necesario á lo que el sentido de[Pg 156] ciertas frases pudieran presentar de demasiado absoluto, no puede haber nada verdaderamente infalible en ninguna criatura humana, y es propio del instinto precisamente el poder ser turbado, despistado, desorientado. Sin esto resultaría superior á la inteligencia, y el bruto resultaría entonces mejor iluminado que el hombre.
Javert estaba evidentemente algo desconcertado, viendo la tranquila serenidad de Magdalena.
Cierto día, no obstante, sus extrañas maneras parecieron causar cierta impresión en Magdalena.
He aquí el motivo.
VI
Fauchelevent
Pasando una mañana el señor Magdalena por una calle sin empedrar de M* sur M*, oyó un gran barullo y vió un grupo á corta distancia. Acercóse á ver lo que era, y vió que un viejo, llamado el tío Fauchelevent, acababa de caer debajo de su carro, cuyo caballo estaba rendido.
Era Fauchelevent uno de los raros enemigos que tenía aún el señor Magdalena en aquella época. Cuando Magdalena había llegado á la ciudad, Fauchelevent, antiguo tabelión y campesino casi letrado, practicaba cierta clase de negocios que empezaban á irle mal. Fauchelevent había visto aquel simple obrero que iba enriqueciéndose, mientras, que él, maestro, se arruinaba. Esto le había llenado de envidia, haciendo que aprovechara cuantas ocasiones se le presentaran para atacar á Magdalena. Cuando ya arruinado y viejo, sin quedarle más que un carro y un caballo, sin familia y sin hijos por otra parte, se hizo carretero para poder vivir.
El caballo se había roto, al caer, ambas piernas, y no podía moverse. El viejo estaba cogido entre las ruedas. La caída había sido verdaderamente desgraciada, pues todo el peso del carruaje gravitaba sobre su pecho. El carro estaba completa y pesadamente cargado. El pobre Fauchelevent lanzaba gritos lastimeros. Habíase probado de arrancarle de allí, pero inútilmente. Un esfuerzo desordenado, una ayuda mal dada, una sacudida en falso podían aplastarle. Era imposible salvarle de otra manera que no fuése levantar el carro por debajo. Javert, que había aparecido en el momento del accidente, había mandado á buscar un gato.
El señor Magdalena llegó. Apartóse respetuosamente todo el mundo.
—¡Ayudadme!—gritaba el viejo Fauchelevent.—¿No habrá por ahí algún buen hombre para salvar á este pobre viejo?
Magdalena volvióse hacia los allí reunidos:
—¿No hay un gato de albañil?
—Han ido á buscar uno—contestó un hombre.
—¿Cuánto tardará en estar aquí?
[Pg 157]
—Sí, han ido por el que podía encontrarse más cerca, á Flachot, en casa el herrero; en fin, sea como fuere, siempre tardará un buen cuarto de hora.
—¡Un cuarto de hora!—exclamó Magdalena.
Á la víspera había llovido, y estaba el suelo empapado, así es que el carro se iba hundiendo en el suelo, comprimiendo más y más el pecho del viejo carretero. Era casi seguro que antes de cinco minutos tendría rotas las costillas.
—Es imposible esperar un cuarto de hora,—dijo Magdalena á los artesanos que estaban mirando.
—¡Y no hay otro medio!
—Pero no habrá tiempo; ¿no estáis viendo como va hundiéndose el carro?
—¡Virgen santísima!
—Oid,—repuso Magdalena,—queda todavía debajo del carro espacio bastante para que un hombre pueda penetrar y levantarle luego con la espalda. En medio minuto se arranca del peligro á este pobre hombre. ¿Hay alguien por aquí que tenga fuerza y corazón para ello? ¡Cinco luises de oro que ganar!
Nadie de los del grupo contestó.
—¡Diez luises!—dijo Magdalena.
Los asistentes bajaron los ojos. Uno de ellos murmuró:—Sería preciso ser de hierro. ¡Luego es muy fácil quedar aplastado!
—Á ver,—volvió á decir Magdalena,—¡veinte luises!
El mismo silencio.
—No es la buena voluntad lo que hace falta,—dijo una voz.
El señor Magdalena volvió la cabeza, y reconoció á Javert. No le había notado al llegar.
Javert continuó:
—Se necesita gran fuerza. Sería preciso ser un hombre terrible para levantar un carro como éste con la espalda.
Luego, mirando con fijeza á Magdalena, prosiguió acentuando mucho las palabras que iba pronunciando:
—Señor Magdalena, no he conocido en mi vida más que un solo hombre capaz de hacer lo que proponeis.
Magdalena se estremeció.
Javert continuó con aire indiferente, pero sin apartar los ojos de Magdalena:
—Era un presidiario.
—¡Ah!—exclamó Magdalena.
—De Tolón.
Magdalena palideció.
Entretanto continuaba el carro hundiéndose poco á poco. El infeliz Fauchelevent rugía y aullaba.
[Pg 158]
—¡Me ahogo! ¡se rompen mis costillas! ¡un gato, una palanca, cualquier cosa! ¡Ah!
Magdalena miraba en torno suyo.
—¿No hay quién se quiera ganar veinte luises y salvar la vida á este pobre viejo?
Ninguno de los asistentes se movió: Javert repuso:
—Yo jamás he conocido otro hombre capaz de reemplazar el gato, que el presidiario.
—¡Ah! ¡ved que me aplasta!—exclamaba el viejo.
Magdalena irguió la cabeza, encontrando la mirada de halcón de Javert siempre fija sobre él, vió también todos los hombres del corro inmóviles, y sonrió tristemente.
Inmediatamente, y sin decir más palabra, doblóse sobre sus rodillas, y antes que la gente agrupada tuviese tiempo de lanzar un grito, estuvo ya debajo del carruaje.
Hubo entonces un momento espantoso de expectación y de silencio.
Vióse á Magdalena casi aplanado sobre el suelo bajo aquel peso, intentar por dos veces inútilmente, apoyar los ante-brazos en las rodillas. Gritábanle:
—¡Tío Magdalena! ¡retiraos!
El viejo Fauchelevent mismo exclamó:
—¡Señor Magdalena, salid de aquí! ¡no tengo más remedio que morir, ya lo veis! ¡dejadme! ¿Queréis haceros aplastar también?
Magdalena no dijo una palabra.
Los del corro alentaban apenas. Las ruedas habían continuado hundiéndose, y era ya casi imposible que Magdalena pudiese salir de debajo del carro.
De pronto se vió como si la enorme masa vacilara, el carro fué levantándose lentamente, las ruedas acababan de salir del carril. Oyóse entonces una voz ahogada que exclamaba: Pronto, dadme ayuda. Era Magdalena que estaba haciendo el último esfuerzo.
Todo el mundo se precipitó. La resolución de uno solo estaba dando fuerza y valor á todos. El carro se vió sostenido por veinte brazos. El viejo Fauchelevent estaba salvado.
Magdalena se levantó. Estaba pálido, aunque bañado en sudor. Sus vestidos estaban desgarrados y cubiertos de barro. Todos lloraban. El viejo besaba sus rodillas y le llamaba su Providencia. Él, manifestaba en su expresión una especie de sufrimiento dichoso y celestial, fijando su tranquila mirada sobre Javert, que seguía mirándole sin pestañear.
VII
Fauchelevent, Jardinero en París
Fauchelevent se había lesionado la rodilla en la caída. El señor Magdalena le hizo trasladar á la enfermería que tenía establecida para sus[Pg 159] obreros en el mismo edificio de la fábrica, la cual estaba servida por dos hermanas de la Caridad. Al día siguiente por la mañana se encontró el pobre viejo un billete de mil francos en su mesa de noche, con estas palabras escritas por el propio Magdalena: Os compro vuestro carro y vuestro caballo. El carro estaba roto, el caballo muerto. Fauchelevent curó, pero la rodilla quedó dislocada. El señor Magdalena, por recomendación de las hermanas de la Caridad y de su cura, hizo colocar al buen viejo, de jardinero en un convento de monjas del cuartel de San Antonio de París.
Algún tiempo después, el señor Magdalena fué nombrado alcalde. La primera vez que Javert vió al señor Magdalena revestido con la banda que le daba el carácter de primera autoridad de la población, sintió una especie de estremecimiento como el que podría sentir un dogo olfateando un lobo bajo los vestidos de su dueño. Desde entonces, evitó el verle cuanto pudo. Cuando las necesidades del servicio lo exigían imperiosamente y no podía hacer otra cosa que hablar directamente con el señor alcalde, cumplía su deber con profundo respeto.
Aquella prosperidad de M* sur M* creada por el tío Magdalena, tenía, sobre los signos visibles que hemos indicado, otro síntoma que, no por dejar de ser visible, era menos significativo. Este síntoma no engaña jamás. Cuando la población sufre, cuando el trabajo falta, cuando el comercio es nulo, el contribuyente resiste los impuestos por penuria, apura y deja pasar los plazos, y el Estado sufre grandes pérdidas en apremios y reembolsos. Cuando el trabajo abunda, cuando el país es dichoso y rico, los impuestos se pagan fácilmente y cuestan poco al Estado. Puede decirse que la miseria y la riqueza pública tienen un termómetro infalible, los gastos de percepción del impuesto. En siete años habían sido reducidos estos gastos de tres cuartas partes en el distrito de M* sur M*, lo cual hacía que frecuentemente citase dicho distrito como modelo entre todos los demás, el señor de Villèle, ministro de Hacienda á la sazón.
Tal era la situación de aquel país cuando regresó Fantina. Nadie se acordaba de ella. Afortunadamente la puerta de la fábrica del señor Magdalena era lo que una cara conocida. En cuanto se presentó, fué admitida en el taller de mujeres. Era el oficio enteramente nuevo para Fantina, y no podía por lo tanto ser diestra en él, por cuya razón sacaba un jornal bastante escaso; sin embargo, era lo suficiente á sus principales necesidades; estaba pues resuelto el problema de ganarse la vida.
VIII
La señora Victurnien emplea treinta francos en moralidad
Cuando vió Fantina que podía vivir, tuvo un momento de alegría. Vivir honestamente del trabajo propio, ¡qué favor del cielo! El amor al trabajo renació verdaderamente en ella. Compróse un espejo, regocijándose[Pg 160] al ver su juventud, sus hermosos cabellos y sus bellísimos dientes; olvidóse de muchas cosas para no pensar sino en Cosette y en las posibilidades del porvenir y fué dichosa. Alquiló un cuartito que amuebló á crédito de su trabajo futuro, resto de sus costumbres desordenadas.
No pudiendo decir que estaba casada, guardóse muy bien, como hemos ya dejado entrever, de hablar de su hija.
En sus principios, según se ha visto, pagaba exactamente á los Thénardier. Como no sabía más que firmar, tuvo necesidad de escribir por la mediación de un escribiente público.
Escribía frecuentemente, lo cual se notó, empezándose á decir por lo bajo en el taller de mujeres, que Fantina «escribía cartas» y que tenía «ciertos aires».
Nadie más á propósito para espiar las acciones de las gentes que aquellas personas con quienes no tienen nada que ver.—¿Por qué este señor no viene nunca antes de anochecer? ¿Por qué el señor tal no cuelga los jueves la llave en su lugar? ¿Por qué anda siempre por callejones? ¿Por qué la señora baja siempre del coche antes de llegar á la casa? ¿Por qué manda á comprar un cuadernillo de papel de cartas, teniendo «llena su papelera»?, etc., etc. Existen seres que, por conocer el objeto de tales enigmas, los cuales les son, por otra parte, perfectamente indiferentes, emplean más dinero, gastan más tiempo, y se dan más trabajo del que sería necesario para diez buenas acciones; y esto gratuitamente, por gusto, sin ser pagada su curiosidad más que por la curiosidad misma. Seguirán días enteros á éste ó aquél, pasarán horas y horas de guardia en las esquinas, de noche, entre los árboles, desafiando lluvias y fríos, sobornarán criados, emborracharán cocheros y lacayos, comprarán doncellas, harán suyos los porteros. ¿Para qué? para nada. Por encarnizamiento de ver, de saber y de penetrar. Pura comezón de murmurar y nada más. Y frecuentemente conocidos semejantes secretos, tales misterios publicados, expuestos á la luz del día los enigmas, producen catástrofes, duelos, descréditos, ruinas de familias, amargando innumerables existencias, por el gran placer de quienes lo han «descubierto todo» sin interés, sólo por instinto. ¡Triste cosa por cierto!
Ciertas personas son malas únicamente por necesidad de hablar. Sus palabras, conversando en la tertulia y charlando en la antecámara, son como las chimeneas que consumen pronto la leña; les hace falta mucho combustible, siendo su combustible el prójimo.
Se observó pues á Fantina.
Á más de ello, no faltaba quien tuviese envidia de sus rubios cabellos y de sus dientes blancos.
Súpose que en el taller, en medio de las otras se volvía frecuentemente para enjugar una lágrima. Era en los momentos en que recordaba á su hija, y también, tal vez, el hombre á quien amó.
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Es un trabajo penosísimo el de romper los sombríos nudos del pasado.
Se averiguó también que escribía, al menos dos veces cada mes, siempre con la misma dirección, y franqueando las cartas. Se pudo adquirir un sobre en que se leía: Al señor Thénardier, hostelero, en Montfermeil. Se hizo hablar en la taberna al escribiente, un infeliz viejo que no conseguía llenar su estómago de vino tinto sin desembarazar su pecho de secretos. Para abreviar: súpose que Fantina tenía un hijo, «que debía ser tal vez una hija». Se encontró comadre que hizo el viaje, á Montfermeil; habló con los Thénardier, y dijo á su vuelta: «Con los treinta francos que me ha costado el viaje, lo he sacado todo en limpio. ¡He visto la criatura!».
La comadre, que tal hizo, era una gorgona llamada señora Victurnien, guardiana y portera de la virtud de todo el mundo. La señora Victurnien contaba cincuenta y seis años, y doblaba la máscara de su fealdad con la máscara de la vejez. Voz temblorosa, espíritu caprichoso. Aquella vieja había sido joven, parecía mentira. Durante su juventud, en pleno 93, casóse con un fraile escapado del claustro, con gorro encarnado, pasando de los Bernardinos á los Jacobinos. Era seca, ruda, áspera, espinosa, venenosa casi; acordándose siempre del fraile de quien había enviudado y que le había domado y doblegado. Era una ortiga en la que se notaba desde luego el roce del hábito frailuno. Durante la restauración se hizo beata, pero con tal energía, que los clericales le perdonaron su enlace con el fraile. Tenía una pequeña posesión que había legado ruidosamente á una comunidad religiosa. Estaba pues muy considerada en el obispado de Arras. Esta Victurnien fué quien estuvo en Montfermeil, y volvió diciendo: «Yo he visto la criatura».
Todo esto necesitó su tiempo; Fantina estaba ya, más de un año hacía, en la fábrica, cuando una mañana la encargada del taller le entregó, de parte del señor alcalde, cincuenta francos, diciéndole que quedaba despedida, y que de parte también del propio señor alcalde, se la invitaba á dejar la población.
Éste tuvo lugar, precisamente, en el mismo año que los Thénardier, después de pedirle doce francos en lugar de seis, le estaban exigiendo quince francos en lugar de doce.
Fantina quedó aterrada. No podía dejar el pueblo. Estaba debiendo el alquiler y los muebles. Cincuenta francos no eran suficientes á saldar estas deudas. Balbuceó algunas frases suplicantes. La encargada le significó que debía salir inmediatamente del taller. Fantina no era, por otra parte, más que una obrera mediana. Agobiada de vergüenza más que de desesperación, salió del taller y se fué á su cuarto. ¡Su falta era ya conocida de todo el mundo!
No se juzgaba con fuerzas para decir una palabra. Se le aconsejó que[Pg 162] viera al señor alcalde, á lo que no se atrevió. El alcalde le había dado cincuenta francos, porque era bueno y la despedía, porque era justo. Sometióse pues á este mandato.
IX
Triunfo de la señora Victurnien
La viuda del fraile fué útil para algo.
Por otra parte, el señor Magdalena no sabía un palabra de todo aquello. Tales son las combinaciones de sucesos de que está llena la vida. El señor Magdalena tenía la costumbre de no entrar casi nunca en el taller de mujeres.
Había colocado á la cabeza de dicho taller una vieja solterona que le habían recomendado, y tenía toda su confianza en esta mujer, persona verdaderamente respetable, firme, equitativa é íntegra, poseída del espíritu de caridad, que consiste en dar, pero sin sentir en el mismo grado el alma de la caridad que vive de la comprensión y que perdona. El señor Magdalena descansaba en ella. Los mejores hombres se ven obligados frecuentemente á delegar su autoridad. Así, pues, dentro de sus plenos poderes y en la convicción de que obraba bien, la celadora del taller instruyó el proceso, juzgó, condenó, y ejecutó á Fantina.
En cuanto á los cincuenta francos, ella los había dado sacándolos de una cantidad que el señor Magdalena le había confiado para limosnas y socorros de obreras, de la que no daba cuenta.
Fantina se ofreció á servir de criada, y al efecto fué de puerta en puerta buscando colocación. Nadie aceptó sus servicios. No había podido dejar la población. El prendero á quien ella debía sus muebles, ¡qué muebles! le había dicho: «si os marcháis, os haré prender como ladrona». El propietario, al cual adeudaba el alquiler, díjole: «Sois joven y bonita, por lo tanto no ha de faltaros con qué pagar». Partió los cincuenta francos entre el propietario y el prendero; devolvió á éste las tres cuartas partes de su mobiliario, no quedándose más que con lo indispensable, y se encontró sin trabajo, sin oficio, sin más que su cama, y debiendo todavía cerca de cien francos.
Púsose á coser camisas ordinarias para los soldados de la guarnición, ganando doce sueldos al día. Su hija le costaba diez. Entonces fué cuando empezó á no pagar puntualmente á los Thénardier.
Sin embargo, una pobre vieja, que encendía su luz cuando ella volvía por la noche, le enseñó el arte de vivir en la miseria. Después de vivir con poco, viene el vivir con nada: son ello dos cuartos, obscuro el primero, el segundo negro.
Fantina aprendió la manera de pasar sin fuego todo un invierno, como se prescinde del pajarillo que se os comía un sueldo de alpiste cada dos días, cómo se hace de las sayas cobertor y del cobertor sayas, cómo se ahorra la vela, cenando á la luz de la ventana de enfrente.[Pg 163] ¿Quién es capaz de acertar todo lo que ciertos seres débiles, que han envejecido en la indigencia y la honradez, saben sacar de un sueldo? Acaba ello por ser una ciencia. Fantina llegó á poseerla, y con ella recobró cierto valor.
En aquella época, decíale ella á una de sus vecinas: «¡Bah! me digo yo: no durmiendo más que cinco horas, y dedicando todas las demás á la costura, podré ganar casi diariamente para pan. Luego cuando se está triste, se come menos. Así es que con los sufrimientos é inquietudes, un poco de pan por una parte, y los disgustos por otra, todo en junto me irá alimentando».
Dentro esta apurada situación, el tener á su hija junto á ella hubiera sido una singular dicha. Llegó á pensar en hacerla venir. Pero, ¿por qué hacerla participar de su desnudez? Luego ¡estaba adeudando á los Thénardier! ¿cómo saldar su cuenta, y luego, el viaje, cómo pagarlo?
La vieja que le había dado, lo que podríamos llamar lecciones de la vida indigente, era una santa mujer llamada Margarita, devota de buena fe, pobre y caritativa para con los pobres, y aún para con los ricos; sabía escribir lo bastante para firmar Margarita, y creía en Dios que es la existencia.
Existen muchas de estas virtudes en lo bajo; un día estarán en lo alto. Esta vida tiene siempre una mañana.
Al principio, Fantina estaba tan avergonzada, que apenas se atrevía á salir.
Cuando estaba en la calle, adivinaba que las gentes se volvían atrás para señalarla con el dedo; todo el mundo se fijaba en ella y nadie la saludaba; el menosprecio acre y frío de los transeuntes penetraba sus carnes, y aún su alma, como el viento norte.
En las poblaciones pequeñas, parece que una desgraciada se encuentre sin abrigo entre el sarcasmo y la curiosidad general. En París, al menos, nadie les conoce, y semejante obscuridad viene á ser un vestido. ¡Oh! ¡cómo hubiera querido ella volver á París! Era imposible.
Fué indispensable acostumbrarse al desprecio, como se había acostumbrado á la miseria. Poco á poco fué ella tomando su partido. Después de dos ó tres meses, llegó á sacudir sus aprensiones y salir á la calle como si nada hubiera pasado. «Todo me es igual», díjose.
Iba pues, y venía, con la cabeza erguida, sonriendo amargamente y sintiendo que iba perdiendo la vergüenza.
La señora Victurnien la miraba pasar algunas veces desde su ventana, advirtiendo la desdicha de «aquella criatura», gracias á ella «colocada donde debía estar», y se felicitaba. Las gentes malas tienen la dicha negra.
El exceso de trabajo fatigaba á Fantina, y la tosecilla seca que tenía iba en aumento. Algunas veces decía á su vecina Margarita: «Tocad, ved mis manos como arden».
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No obstante, por la mañana, cuando peinaba con un peine viejo y roto sus hermosos cabellos, que brillaban como la seda floja, gozaba un instante de feliz coquetería.
X
Prosigue el triunfo
Había sido despedida del taller á fines del invierno; se pasó el verano, pero volvió el invierno. Días cortos, menos trabajo. El invierno carece de calor, de luz, de medio día; la tarde va unida á la mañana, niebla y crepúsculo, la ventana parece empañada, no se ve claro. El cielo es un tragaluz. El día entero una cueva. El sol tiene el aspecto de un pobre. ¡El horror impera! El invierno trueca en piedras el agua del cielo y el corazón del hombre. Sus acreedores la acosaban.
Fantina ganaba muy poco. Sus deudas habían crecido. Los Thénardier, mal pagados, le escribían cartas á cada instante, cuyo contenido la desolaba al par que sus portes la arruinaban. Cierto día le escribieron que su pequeña Cosette estaba completamente desnuda con el frío que hacía, que tenía necesidad de una saya de lana, y que era preciso que mandase la madre, para ello, diez francos por lo menos. Al recibir la carta se pasó todo el día estrujándola entre sus manos. Por la noche entró en casa de un barbero que vivía en un extremo de la calle, y se quitó el peine que le sujetaba el pelo. Su admirable cabellera rubia se extendió y cayó hasta las caderas.
—¡Bonito cabello!—exclamó el barbero.
—¿Cuánto me daríais por él?—preguntó Fantina.
—Diez francos.
—Cortadlos.
Compró inmediatamente una saya de punto de lana y se la mandó á los Thénardier.
Esta saya puso furiosos á los Thénardier. Era el dinero lo que ellos querían: Dieron pues la saya á su Eponina. La pobre Alondra continuó tiritando.
Fantina pensaba:—«Mi hija no tiene ya frío. La he vestido con mis cabellos».—Púsose entonces una gorrita redonda, ajustada á su cabeza rapada, con la cual estaba aún graciosa.
Operóse entonces una evolución tenebrosa en el corazón de Fantina.
Cuando vió que no podía peinarse, comenzó á sentir odio á todo cuanto la rodeaba. Había, por largo tiempo, participado de la veneración general hacia el tío Magdalena, á pesar de lo cual á fuerza de repetirse que había sido él quien la había despedido, y que era él la causa de su desgracia, llegó á odiarle á él más que á todos. Cuando pasaba junto á la fábrica á las horas que los obreros acostumbran á estar á la puerta, afectaba reir y cantar.
Una obrera ya vieja, que la observó una vez, mientras cantaba y[Pg 165] reía de aquella manera, exclamó:—He aquí una chica que acabará mal.
No tardó la chica en tener un amante; el primero que se le acercó, un hombre á quien no amaba, por despecho, con todo el peso del dolor en el corazón. Fué un miserable, una especie de músico mendicante, un ocioso, un perdido; que la maltrataba, y que la dejó como ella le había tomado, con disgusto.
Ella adoraba á su hija.
Cuanto más descendía, más iban creciendo las sombras á su alrededor, brillando más en el fondo de su alma aquel dulce y tierno ángel de su corazón. Ella decía: «Cuando seré rica, tendré á mi Cosette conmigo»; y se reía. La tos no la dejaba, y sentía dolores en la espalda.
Un día recibió de los Thénardier una carta concebida en los siguientes términos: «Cosette está enferma de una fiebre generalizada en la comarca, llamada fiebre miliar. Son precisos medicamentos caros. Esto nos arruina y no podemos continuar pagándolos. Si no nos mandáis desde luego cuarenta francos, antes de ocho días habrá muerto la niña».
Rompió á reir á grandes carcajadas, y dijo, dirigiéndose á su anciana vecina:
—¡Buena es ésa! ¡cuarenta francos! esto es: dos napoleones de oro. ¿Y de dónde quieren que yo los saque? ¡Qué estúpidas son estas gentes!
Sin embargo, dirigióse á la escalera y junto á una ventana volvió á leer la carta.
Luego bajó precipitadamente la escalera, y siguió corriendo, saltando y riendo siempre.
Alguien que la encontró la dijo:—¿Qué es lo que os pasa que estáis tan alegre?
Ella respondió:—Una barbaridad que acaban de escribirme unos campesinos. Me piden cuarenta francos. ¡Lugareños habían de ser!
Como pasase por la plaza, fijóse en un gran grupo de gente que rodeaba un carruaje de forma caprichosa, sobre el imperial del cual peroraba un hombre vestido de encarnado. Era un titiritero, sacamuelas en ejercicio, que ofrecía al público dentaduras completas, opiatas, polvos y elixires.
Fantina se mezcló al grupo, riéndose como las demás con aquella arenga, la cual participaba de germanía para la canalla y de juerga para la gente corriente.—El sacamuelas fijándose en aquella linda joven, que se reía, exclamó de súbito:—¡Hermosos dientes! á vos, á vos que os estáis riendo, lo digo. Si queréis venderme los dos paletos os doy de cada uno un napoleón de oro.
—¿Qué es eso? ¿qué son los paletos?—preguntó Fantina.
—Paletos,—repuso el sacamuelas,—son los dientes centrales de la mandíbula superior.
—¡Qué horror!—exclamó Fantina.
[Pg 166]
—¡Dos napoleones de oro!—murmuró una vieja sin diente alguno.—¡He aquí una mujer feliz!
Fantina se marchó corriendo y tapándose las orejas para no oir la voz ronca del titiritero que seguía gritando:—¡Pensadlo bien, hermosa! Dos napoleones de oro no son una bicoca. Si el corazón os lo dicta, id á verme esta tarde á la hostería del Tablado de plata; allí me encontraréis.
Fantina entró de nuevo en su cuarto; estaba furiosa, y contó el caso á su buena vecina Margarita.—¿Comprendéis esto? ¿No es verdad que es un hombre despreciable? ¿Cómo se permite que recorran el país semejantes hombres? ¡Arrancarme los dos dientes! ¡Quedaría horrible! ¡El pelo vuelve á crecer, pero los dientes! ¡Ah, hombre monstruoso! ¡Preferiría arrojarme sobre el empedrado desde un quinto piso y aplastarme el cráneo. Ha dicho que estaría esta tarde en el Tablado de plata.
—¿Y cuánto os ha ofrecido?—preguntó Margarita.
—Dos napoleones de oro.
—¡Caramba! ¡cuarenta francos!
—Sí,—dijo Fantina, son cuarenta francos.
Fantina se quedó meditabunda y se puso á trabajar. Pasado como un cuarto de hora, dejó el trabajo para leer de nuevo la carta de los Thénardier en la escalera.
Y al volver á entrar díjole á Margarita, que trabajaba también junto á ella:
—¿Qué es fiebre miliar? ¿lo sabéis?
—Sí,—respondió la anciana,—una enfermedad.
—¿Y son necesarios muchos remedios?
—¡Oh! remedios terribles.
—¿Y se adquiere fácilmente?
—Nos coge á lo mejor.
—¿También á las criaturas?
—Á las criaturas sobre todo.
—¿Y mueren muchos?
—¡Muchísimos!—dijo Margarita.
Fantina volvió á salir á la escalera para leer nuevamente la carta.
Por la tarde bajó y se la vió dirigirse hacia la parte de la calle de París, donde están las posadas.
Al día siguiente, por la mañana, como entrase Margarita en el cuarto de Fantina antes de amanecer, pues trabajaban siempre juntas, y de esta manera no tenían que encender más que una luz para las dos, encontró á Fantina pálida y helada sentada sobre la cama. No se había acostado. Su gorra se le había caído sobre las rodillas. La vela había ardido toda la noche, y estaba casi consumida por completo.
Margarita se paró en el umbral, petrificada por aquel enorme desorden, y exclamó:
[Pg 167]
—¡Señor, Dios mío! ¡Se ha consumido toda la vela! ¿Qué es lo que sucede?
Luego contempló á Fantina que volvió hacia ella su cabeza rapada.
Fantina durante aquella noche había envejecido diez años.
—¡Jesús!—dijo Margarita;—¿qué os pasa Fantina?
—Nada,—contestó Fantina.—Al contrario. Mi hija no morirá ya de la terrible enfermedad por falta de socorros. ¡Estoy contenta!
Al hablar así, enseñaba á la vieja dos napoleones de oro que brillaban sobre la mesa.
—¡Ah! ¡Jesús, Dios mío!—dijo Margarita.—¿Pero eso es una fortuna? ¿de dónde habéis sacado estos luises de oro?
—Los he ganado,—contestó Fantina.
Al mismo tiempo sonrió tristemente. La vela alumbraba su cara. La sonrisa de Fantina manaba sangre. Una saliva sonrosada señalaba los bordes de sus labios, y veíase en la boca un agujero negro.
Los dos dientes se habían arrancado.
Mandó, pues, los cuarenta francos á Montfermeil.
Por lo demás, la consabida carta no había sido más que una trampa de los Thénardier para coger dinero. Cosette no estaba enferma.
Fantina tiró su espejo por la ventana. Desde mucho tiempo había dejado su cuartito del segundo piso, por un tabuco cerrado con un pestillo en la guardilla; una de estas habitaciones en que el techo forma ángulo con el suelo y en que á cada instante se topa de cabeza. El pobre no puede penetrar en el fondo de su habitación, como en el fondo de su destino, sino doblegándose muchísimo. Fantina no tenía ya cama, le quedaba sólo un pingajo, al que llamaba su cobertor, un mal colchón sobre el suelo y una silla rota. Un pequeño rosal que tenía se le había secado, olvidado en un rincón. En el otro lado había un bote que había sido de manteca, el cual servía para poner el agua que se helaba en invierno y en la cual se iban marcando los diferentes niveles del líquido, por círculos de hielo. Había perdido el pudor, luego perdió también la coquetería. Última señal de decadencia. Salía con gorras sucias á la calle. Fuése por falta de tiempo ó por indiferencia, no repasaba siquiera sus vestidos. Á medida que los talones se rompían iba metiendo las medias en los zapatos. Esto se descubría por algunos pliegues perpendiculares. Remendaba su corpiño viejo y usado, con pedazos de percal que se rompían al menor movimiento. Las gentes á quienes debía, le armaban «escándalos», sin dejarle el menor reposo. Se encontraba con ellas en la calle como en las escaleras. Pasábase las noches pensando y llorando. Tenía los ojos muy brillantes, y sentía un dolor fijo en la espalda debajo del omóplato izquierdo. Tosía mucho. Odiaba profundamente al tío Magdalena y nunca se quejaba. Cosía diez y siete horas diarias; pero un contratista del trabajo de las cárceles, que hacía trabajar con rebaja á las presas, causó de súbito una baja en los precios, con lo cual se limitó aún más el miserable jornal de las obreras[Pg 168] libres: á nueve sueldos ¡Diez y siete horas de trabajo y nueve sueldos diarios! Sus acreedores se mostraban entonces implacables como nunca. El prendero que había recobrado casi todos sus muebles, le decía continuamente: ¿Cuándo me pagarás, pícara? ¡Qué más querían de ella, Dios bueno! Encontrábase acorralada, é íbase desarrollando en ella algo de fiera. También entonces Thénardier le escribió que decididamente había esperado ya mucho tiempo con demasiada bondad, y que necesitaba cien francos enseguida, y que si no, pondría á la pequeña Cosette en la calle, á pesar de estar convaleciente de aquella grave enfermedad, con el frío y por los caminos á que fuése de ella lo que fuere, aunque reventase, si así lo quería.
—Cien francos,—pensó Fantina.—¿Pero dónde encontrar trabajo con el cual ganar cien sueldos diarios?
—¡Andando!—exclamó,—vendamos el resto.
Y la desventurada se hizo mujer pública.
XI
Christus nos liberavit
¿Qué significa la historia de Fantina? La sociedad comprando una esclava.
¿Á quién? Á la miseria.
Al hambre, al frío, al aislamiento, al abandono, á la desnudez. Venta dolorosa. Una alma por un pedazo de pan. La miseria ofrece, la sociedad acepta.
La santa ley de Jesucristo gobierna nuestra civilización, pero no la penetra aún; dícese que la esclavitud ha desaparecido de la civilización europea. Es un error. Existe todavía; pero ya no pesa más que sobre la mujer, y se llama prostitución.
Pesa sobre la mujer, es decir, sobre la gracia, sobre la debilidad, sobre la belleza, sobre la maternidad. ¡No es ello una de las menores ignominias del hombre!
Al punto de este doloroso drama al cual hemos llegado, nada le quedaba á Fantina de lo que en otro tiempo había sido. Se había convertido toda en mármol al lanzarse al lodo. Quién la toca se estremece de frío. Para ella, os sufre é ignora quién sois; es la imagen deshonrada y severa. La vida y el orden social le han dicho su última palabra. Le ha pasado cuanto podía pasarle. Todo lo ha sentido, todo lo ha sobrellevado, todo lo ha sufrido, todo lo ha experimentado, todo lo ha perdido y lo ha llorado todo. Está resignada con aquella resignación que se parece á la indiferencia, como la muerte se parece al sueño. No teme ni evita nada. Nada cree tampoco. ¡Caiga sobre ella toda la nube y pase sobre ella todo el océano! ¡Qué le importa! Es ya una esponja empapada en todas sus amarguras.
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Á lo menos así lo cree ella, pero es un error imaginarse que la suerte se puede agotar y que pueda tocarse al fondo de lo que fuere.
¡Ay! ¿qué es lo que son los destinos así empujados de continuo? ¿á dónde van? ¿por qué han de ser así?
El que esto sabe, ve en toda obscuridad.
Es único. Se llama Dios.
XII
La ociosidad del señor Bamatabois
Existe en todas las pequeñas poblaciones, y la había en M* sur M* particularmente, cierta clase de jóvenes que gastan mil quinientas libras de renta en provincias, como el mismo aire con que sus semejantes consumen en París doscientos mil francos anuales. Pertenecen los tales, á la gran raza neutra; impotentes, parásitos, nulos, que poseen un pedazo de tierra, un poco de tontería y un poco de ingenio, que serían rústicos en un salón y se creen caballeros en una taberna, que dicen: Mis prados, mis bosques, mis colonos; que silban á las actrices en el teatro para probar que son gente de gusto; que disputan con los oficiales de la guarnición para hacer gala de valentones; que cazan, fuman, bailan, beben, huelen á tabaco, juegan al billar, contemplan á los viajeros que vienen en la diligencia, viven en el café, comen en la posada, tienen su perro para roer los huesos debajo de la mesa y una querida que pone los platos encima, que regatean un sueldo, exageran las modas, admiran la tragedia, desprecian las mujeres, usan botas antiguas, copian á Londres al través de París y á París al través de Pont-á-Mousson, envejecen aniñados, no trabajan nunca, no sirven para nada ni hacen gran mal.
Si Félix Tholomyés hubiese permanecido en su provincia sin haber visto nunca París, hubiera sido uno de estos hombres.
Si fuesen más ricos, se diría de ellos: son elegantes. Si fueran más pobres, se diría: son holgazanes. Tales cuales son, se les llama sencillamente, desocupados. Entre los tales desocupados, los hay fastidiosos y fastidiados, visionarios y pillastres más ó menos graciosos.
Durante aquella época, un elegante se componía de un gran cuello, una gran corbata, un reloj con chucherías, tres chalecos sobrepuestos de colores distintos, el azul y el encarnado interiores, un frac de color de aceituna, de talle corto y cola de merluza, con doble hilera de botones de plata, pegados casi los unos á los otros, subiendo hasta los hombros, y un pantalón del mismo color, pero más claro, guarnecido en sus dos costuras de un número indeterminado de bandas, pero siempre impar, variando entre una y once, límite del cual no se pasaba jamás. Añádase á esto unas botitas con pequeñas herraduras en los tacones, un sombrero de copa alta y alas estrechas, cabellos peinados con tupé, un enorme bastón, una conversación realzada por los juegos de palabras[Pg 170] de Potier. Y sobre todo, espuelas y bigotes. En aquella época, los bigotes significaban paisano y las espuelas peón.
El elegante provinciano llevaba las espuelas más largas y los bigotes más marcados que el parisién.
Era la época de la lucha entre las repúblicas de la América meridional y el rey de España, de Bolívar contra Morillo. Los sombreros de ala estrecha eran realistas, y se llamaban morillos; los liberales llevan sombreros de alas anchas, llamados bolivares.
Ocho ó diez meses después de lo que hemos narrado en las páginas precedentes, hacia los primeros días de enero de 1823, una tarde que había nevado, uno de estos elegantes, uno de estos desocupados, «de buenas intenciones», pues llevaba morillo, é iba además muy bien embozado en una gran capa de las que completaban en tiempo de frío el traje á la moda, divertíase en perseguir á una infeliz que andaba en traje de baile, descotada y con flores en la cabeza, frente las puertas del café de los oficiales. Nuestro elegante fumaba porque era ello, decididamente, de moda.
Cada vez que aquella pobre mujer pasaba junto á él, lanzábale con una bocanada de humo de su cigarro, algún apóstrofe, que él creía ingenioso y agudo, como: ¡Qué fea eres!—¡Quieres marcharte!—No tienes dientes, etc., etc.—Este personaje se llamaba Bamatabois.—La mujer, triste sombra vestida que iba y venía caminando sobre la nieve, no le contestaba ni miraba siquiera, ni dejaba de recorrer en silencio, por ello, la ruta que se había trazado y que la ponía cada cinco minutos bajo aquellos sarcasmos, como el soldado condenado á palos que se revuelve bajo las baquetas. El poco caso que se le hacía, picó indudablemente al ocioso, quien aprovechando un momento en que la mujer daba la vuelta, fué se tras ella á paso de lobo, y sofocando la risa, se bajó, cogió del suelo un puñado de nieve, y se la arrojó bruscamente entre sus desnudos hombros. La pobre muchacha lanzó un rugido desgarrador, y volviéndose indignada como una pantera, lanzóse contra el hombre, clavándole las uñas en la cara, acompañando la acción de las palabras más duras que puedan oirse en un cuerpo de guardia. Aquellas injurias vomitadas con voz aguardentosa, salían indignas y asquerosas de la boca de una mujer, á la cual le faltaban efectivamente los dos dientes centrales de la mandíbula superior. Era Fantina.
Al escándalo que se produjo, salieron todos los oficiales del café; agrupáronse también los transeuntes, formándose un gran corro, que se divertía azuzando y aplaudiendo alrededor de aquel torbellino, compuesto de dos seres en el que apenas podían reconocerse un hombre y una mujer; el hombre, procurando defenderse, con el sombrero rodando por el suelo; la mujer, pegando sin tino ni concierto con las manos y los pies, descompuesta, espumeante, sin dientes ni cabellos, lívida por la cólera, horrible.
[Pg 171]
De pronto, un hombre de elevada estatura, adelantándose entre la multitud, asiendo á la mujer por el corpiño de raso cubierto de barro, la dijo:—«Sígueme».
La mujer levantó la cabeza, apagando de súbito su furioso acento. Sus ojos se pusieron vidriosos; de lívida se tornó pálida y temblando con el estremecimiento del terror.
Había reconocido á Javert.
El elegante había aprovechado la ocasión para escapar.
XIII
Solución de algunas cuestiones de policía municipal
Javert apartó á los concurrentes, rompió el círculo y echó á andar á grandes pasos hacia las oficinas de policía situadas al extremo de la plaza, arrastrando hacia allí á la miserable. Ella se dejó conducir maquinalmente. Ni él ni ella decían una palabra. La nube de espectadores en el paroxismo de la alegría les iba siguiendo con sus pullas. La suprema miseria es siempre ocasión de obscenidades.
Al llegar á las oficinas de policía, que estaban en una sala baja caldeada por una estufa y custodiada por una guardia, con una vidriera con reja que daba á la calle, abrió Javert la puerta, entrando con Fantina, y volvió á cerrar inmediatamente tras sí, con gran descontentamiento de los curiosos, que se empinaban sobre las puntas de los pies, alargando el cuello cuanto podían, ante la obscura vidriera del cuerpo de guardia, procurando ver algo. La curiosidad es una glotonería. Ver es devorar.
Al entrar, se fué Fantina á un rincón, muda é inmóvil, donde se acurrucó como un perro espantado.
El sargento de guardia puso una vela encendida sobre una mesa. Sentóse Javert, sacó de su bolsillo un pliego de papel sellado y se puso á escribir.
Esta clase de mujeres se encuentran completamente abandonadas por nuestras leyes á la discreción de la policía. Ésta hace de ellas lo que quiere; las castiga como parece, confiscando á su antojo estas dos tristes cosas que se llaman su industria y su libertad. Javert estaba impasible; su cara seria y grave no transparentaba la menor emoción. Sin embargo, estaba grave y profundamente preocupado. Era uno de aquellos momentos en que ejercía sin tener quién pudiera contrariarle, pero con todos los escrúpulos de una conciencia severa, su tremendo poder discrecional. En aquel instante estaba penetrado de que su asiento de agente de policía era un tribunal. Y juzgaba. Juzgaba y condenaba. Procuraba llamar así cuantas ideas podía tener dentro de su espíritu á propósito para auxiliarle en la gran obra que ejecutaba. Cuanto más examinaba lo hecho por aquella pobre chica, más indignado se sentía. Era evidente que acababa de presenciar la comisión de un crimen. Acababa de ver[Pg 172] allí, en medio de la calle, á la sociedad representada por un elector propietario, insultada y atacada por una criatura fuera de toda ley. Una prostituta atentando contra un contribuyente. Él lo había visto, él, Javert. Y escribía en silencio.
Cuando hubo concluido, firmó, doblé el papel y dijo al sargento de la guardia entregándoselo:—Tomad tres hombres y acompañad esta mujer á la cárcel.—Después, volviéndose á Fantina, añadió:—Vas por seis meses.
La desventurada se estremeció.
—¡Seis meses! ¡seis meses de cárcel!—exclamaba.—¡Seis meses de ganar solamente siete sueldos al día! ¿Qué será de mi pobre Cosette? ¡de mi hija! ¡mi hija! Pero yo debo aún más de cien francos á los Thénardier: señor inspector ¿sabéis vos esto?
Fantina se arrastraba sobre las baldosas mojadas por las botas llenas de barro de aquellos hombres, sin levantarse, caminando de rodillas.
—Señor Javert,—decía,—os pido perdón. Os aseguro que la culpa no era mía. Si hubiérais visto el comienzo de la disputa, os hubiérais persuadido, lo juro por Dios vivo, de que no era mía la culpa. Fué aquel señor, al cual yo no conozco, quien me echó un puñado de nieve en la espalda. ¿Es que hay derecho de echarnos nieve á la espalda cuando seguimos, como seguía yo, tranquilamente por nuestro camino sin causar daño á nadie? Esto me exasperó. Estoy enferma ¡vedlo! y luego hacía mucho rato que me estaba echando pullas. «¡Eres fea! decía, ¡no tienes dientes!». Ya sé yo perfectamente que me faltan dientes. Yo no hacía ni le decía nada; yo pensaba: Es un señor que se divierte. Estuve muy prudente con él, no le dije una palabra. Entonces fué, por esto sin duda, que me arrojó la nieve. Señor Javert, mi buen señor Javert; ¡ah! señor inspector, ¿no hay quién lo haya visto para atestiguar que es verdad lo que os digo? Puede que haya hecho mal enfadándome; pero ya veis, aquella impresión, en el primer momento nadie puede dominarse aunque quiera. Hay momentos supremos. Y luego sentir una cosa tan fría inesperadamente sobre la carne. He faltado tirando el sombrero de aquel señor. Pero, ¿por qué se ha ido? Yo le pediría perdón. ¡Oh, Dios mío! me sería indiferente pedirle perdón. Perdonadme vos por esta vez, señor Javert. Advertid, vos tal vez no lo sepáis; en la cárcel no se ganan más que siete sueldos, esta falta no es del gobierno, pero no se ganan sino siete sueldos; y haceos cargo de que yo debo pagar cien francos, ó de no, me mandarían aquí á mi hija. ¡Oh, Dios mío! me es imposible tenerla conmigo. ¡Es tan humillante lo que yo hago! ¡Oh, mi Cosette! ¡oh, mi angelito de la Virgen! ¡qué sería de ella, pobre criatura! Debo decíroslo, los Thénardier, los posaderos, los campesinos, no se pagan con palabras. Les hace falta dinero. ¡No me encarceléis! Atendedme; tengo una niña á la cual arrojarían en mitad del camino, á la ventura, en pleno invierno; es preciso tener piedad de esta criatura, mi buen señor Javert. Si estuviese[Pg 173] ya crecida, podría ganarse el pan, pero no puede el pobre angelito. No, señor, yo en el fondo no soy mala. No es la holgazanería, ni la glotonería lo que me han hecho lo que soy. Yo bebo aguardiente, pero es por miseria. No me gusta, pero me aturde. Cuando yo era más dichosa, no había sino ver mis armarios, para convencerse de que no era una mujer coqueta; que gusta el desorden. Yo tenía ropa blanca, mucha ropa blanca. Compadeceos de mí, señor Javert.
Ella hablaba así, arrodillada, agitada por los sollozos, cegada por las lágrimas, desnuda la garganta, retorciendo las manos, tosiendo seca y frecuentemente, balbuceando tristemente con la voz de la agonía. Los grandes dolores son como un rayo divino y terrible que trasfigura á los miserables. En aquel momento Fantina aparecía nuevamente bella. En ciertos momentos se detenía y besaba tiernamente la levita del inspector. Hubiera podido enternecer un corazón de granito, pero no lograba enternecer un corazón de palo.
—Vaya,—dijo Javert,—ya te he oído. ¿Lo has dicho todo? ¡Márchate ahora á pasar tus seis meses! Al Padre Eterno en persona le sería imposible hacer nada por ti.
Á esta frase solemne: al Padre Eterno en persona le seria imposible hacer nada por ti, comprendió ella que estaba dictada la sentencia. Doblóse anonadada sobre sí misma murmurando:—¡Perdón!
Javert volvió la espalda.
Los soldados la cogieron por el brazo.
Hacía algunos minutos que había penetrado en la sala un hombre, sin que nadie lo hubiese advertido al parecer. Había cerrado la puerta, habiéndose aproximado al escuchar los desesperados ruegos de Fantina.
En el momento en que los soldados ponían sus manos sobre la desgraciada, que no quería levantarse, adelantó un paso saliendo de entre la sombra, y dijo:
—¡Un instante si os place!
Javert levantó los ojos y reconoció al señor Magdalena. Descubrióse y saludó con cierta turbación y disgusto.
—Perdonad, señor alcalde...
Esta frase, señor alcalde, produjo en Fantina un extraño efecto. Levantóse rápidamente como un espectro que surgiese de la tierra, desasiéndose de los soldados que la tenían de los brazos y dirigiéndose al señor Magdalena sin dar tiempo á que la detuviesen, y mirándole fijamente, con aire extraviado, exclamó:
—¡Ah! ¡con que eres tú el señor alcalde!
Luego lanzó una carcajada y le escupió en la cara.
El señor Magdalena se limpió y dijo:
—Inspector Javert, dejad en libertad á esta mujer.
Javert sintió como si se volviera loco. Sintió en aquellos instantes, una sobre otra, y casi mezcladas á la vez, las más violentas emociones[Pg 174] que había experimentado en toda su vida. Ver una mujer pública escupiendo en la cara al señor alcalde, era una cosa tan monstruosa que, aun dentro las más extrañas suposiciones, hubiera calificado de sacrilegio su posibilidad. Por otra parte, allá en el fondo de su imaginación, comparaba confusa y terriblemente lo que era aquella mujer y lo que podía ser el señor alcalde, y entonces entreveía horrorizado algo de común en tan prodigioso atentado. Pero al ver al alcalde, al magistrado, limpiarse tranquilamente el rostro y decir: Dejad en libertad á esta mujer, sintió como un desvanecimiento de estupor, faltándole el pensamiento y la palabra á un tiempo; el asombro había traspasado para él los límites de lo posible. Quedóse mudo.
Aquella frase no había hecho tampoco menos efecto en Fantina. Levantó ella su brazo desnudo y se agarró á la llave de la estufa como quien vacila. Sin embargo, miró á su alrededor, y comenzó á hablar en voz baja, como hablando con ella misma:
—¡En libertad! ¡que me dejen marchar! ¡que no vaya á la cárcel por seis meses! ¿Quién ha dicho eso? ¡No es posible que nadie lo haya dicho! ¡He oído mal! ¡No puede haber sido el monstruo del alcalde! ¿Habréis sido vos, señor Javert, el que ha dicho que me dejen libre? ¡Oh! ¡ya veis! yo me explicaré y me dejaréis marchar. Ese monstruo de alcalde, ese mal viejo, es quien tiene la culpa de todo. ¡Figuraos, señor Javert, que me ha despedido por culpa de las habladurías de unas cuantas chismosas que tiene en el taller! ¡No es esto horroroso! ¡Despedir á una pobre joven que cumple honradamente su deber! No había yo ganado lo bastante, y toda mi desgracia ha nacido de ello. Es indispensable una reforma, que los señores de la policía podrían hacer fácilmente, y sería impedir á los contratistas de las cárceles que perjudicaran á los pobres. Yo os lo explicaré.
Vos ganáis, por ejemplo, doce sueldos cosiendo camisas; y se os baja á nueve sueldos, no hay medio entonces de vivir. Es preciso pues, en este caso ir por donde se pueda. Yo tenía á mi pequeña Cosette, me he visto pues obligada á hacerme mujer mala. ¿Comprendéis ahora cómo es este pícaro alcalde quien ha hecho todo el mal? Después, es verdad que yo he pisoteado el sombrero de aquel señor delante del café de los oficiales. Pero él antes me había echado á perder el vestido con la nieve. Nosotras no tenemos más que un vestido de seda para la noche. ¿Veis como no he hecho el mal intencionadamente? ¿Verdad, señor Javert? ¡Hay, por lo tanto, muchas mujeres peores que yo, que son más felices! ¡Oh, señor Javert! sois vos quien ha dicho que se me deje en libertad, ¿no es verdad? Tomad informes, dirigíos á mi casero; le pago bien, dirá que soy honrada. ¡Ah, Dios mío! os pido perdón: he tocado sin querer la llave de la estufa y ha salido el humo.
El señor Magdalena la escuchaba con profunda atención. Mientras Fantina hablaba, se había metido los dedos en el bolsillo del chaleco,[Pg 175] había sacado la bolsa y la había abierto; estaba vacía; habíala pues vuelto á guardar. Entonces dijo á Fantina:
—¿Cuánto habéis dicho que debéis?
Fantina, que no miraba más que á Javert, volvióse y dijo:
—¿Te hablo á ti por ventura?
Después, dirigiéndose á los soldados:
—Decid, ¿habéis visto cómo le he escupido á la cara? ¡Ah! viejo y pícaro alcalde, vienes aquí para meterme miedo, pero no lo lograrás. ¡Yo tengo miedo solamente al señor Javert!
Y así diciendo, volvióse al inspector:
—Ya lo veis, señor inspector, es preciso ser justo, y estoy persuadida de que lo sois... El hecho es muy sencillo; un hombre se entretiene echando un puñado de nieve al cuello de una mujer, esto ha hecho que los oficiales se rieran, dispuestos como están siempre á bromear; ¡y nosotras estamos ahí para los que quieran divertirse! Luego venís vos y tenéis, naturalmente, el deber de restablecer el orden; os lleváis á la mujer que ha faltado, pero reflexionáis, y como sois bueno, mandáis que se me deje libre; esto lo hacéis por mi pobre hija, porque seis meses de cárcel me impedirían el dar de comer á mi pobre hija. ¡Solamente me prevenís para que no reincida! ¡Oh no, no reincidiré, señor Javert! Aun cuando hagan conmigo todo lo que se les antoje, no me moveré. Solamente que hoy, entendéis, he gritado porque me han hecho daño; no ha tenido toda la culpa la nieve de aquel señor, sino que, como os he dicho, estoy enferma, toso y siento en el estómago como una bola que me está quemando; el médico dice que debo cuidarme. Dadme la mano, tocad, no temáis.
Fantina no lloraba ya; su acento era cariñoso, y llevaba á su cuello blanco y delicado la grosera y ruda mano de Javert, á quien miraba sonriendo.
De pronto, arregló vivamente el desorden de sus vestidos, haciendo caer los pliegues de la falda que se le habían subido á la altura de la rodilla, y dirigiéndose á la puerta, dijo á media voz á los soldados con un movimiento de cabeza amistoso:
—Muchachos, el señor inspector ha dicho que me deja, y yo me voy.
Puso ella la mano en el pestillo. Un paso más y estaba en la calle.
Javert, hasta este instante permaneció de pie, inmóvil, la vista fija en el suelo, colocado en medio de esta escena como una estatua separada de su asiento que espera ser colocada en otra parte.
El ruido del pestillo le despertó. Levantó la cabeza con cierta expresión de soberana autoridad, expresión tanto más terrible cuanto más baja es la autoridad, feroz en el animal salvaje, atroz en el hombre de nada.
—¡Guardia!—exclamó,—¿no estáis viendo que esta pícara va á marcharse? ¡Quién os ha dicho que la dejéis salir?
[Pg 176]
—Yo,—dijo Magdalena.
Al oir Fantina la voz de Javert, soltó temblorosa el pestillo, como deja un ladrón el objeto robado. Á la voz del señor Magdalena volvió la cabeza, y desde este momento, sin decir una palabra más, sin atreverse á respirar siquiera, paseó su mirada de Magdalena á Javert, de Javert á Magdalena, según era el uno ó el otro quien hablaba.
Era evidente que debía estar Javert, como vulgarmente se dice, «fuera de juicio» para que se permitiese apostrofar al guardia, como acababa de hacerlo, después de la indicación del alcalde para dejar á Fantina en libertad. ¿Se le había olvidado que estaba en presencia del alcalde? ¿Había acabado por decirse á sí mismo, que era imposible que una «autoridad» hubiese dado semejante orden, y que á no dudarlo, el señor alcalde había dicho, sin querer, una cosa por otra? Ó bien, ¿ante las enormidades que acababa de ver en dos horas, conocía que debía llegar á una resolución suprema, que era necesario que el pequeño se hiciese grande, que el polizonte se transformase en magistrado, que el agente de policía se hiciese hombre de justicia, y que en tan extremada situación, el orden, la ley, la moral, el gobierno y la sociedad entera, estaban personificadas en él, en Javert?
Fuere por lo que fuése, cuando el señor Magdalena hubo dicho aquel yo que acababa de oir, vióse al inspector de policía Javert, volverse hacia el señor alcalde, pálido, frío, azulados los labios, la mirada desesperada, agitado su cuerpo de un temblor imperceptible, y, cosa, inaudita, díjole bajando la vista, pero con acento seguro:
—Señor alcalde, esto es imposible.
—¿Cómo?—preguntó el señor Magdalena.
—Esta perdida ha insultado á un señor.
—Inspector Javert,—repuso el señor Magdalena, con acento tranquilo y conciliador,—escuchad. Sois un hombre honrado, y no tengo ninguna dificultad en daros explicaciones. Oid la verdad. Yo atravesaba la plaza cuando conducíais vos á esta mujer; había aún algunos grupos; me he informado; lo he sabido todo; el señor aquel es quien ha faltado y el que, en buena ley de policía debió ser arrestado.
Javert respondió:
—Esta miserable acaba de insultar al señor alcalde.
—Esto es cosa mía,—dijo Magdalena.—Mi injuria me pertenece, y puedo hacer de ella lo que quiera.
—Perdonad, señor alcalde, la injuria no se os ha hecho á vos sino á la justicia.
—Inspector Javert,—replicó Magdalena,—la principal justicia es la conciencia. He oído á esta mujer, y sé lo que hago.
—Y yo, señor alcalde, yo no sé explicarme lo que estoy viendo.
—Entonces, limitaos á obedecer.
[Pg 177]
—Obedezco á mi deber, y mi deber me ordena que encierre á esta mujer seis meses en la cárcel.
El señor Magdalena respondió con dulzura:
—Pues oid bien: No estará encerrada ni un día.
Á estas palabras decisivas, atrevióse Javert á mirar fijamente al alcalde y le dijo, pero con acento respetuoso siempre:
—Tengo el sentimiento de oponerme á lo dicho por el señor alcalde; es la primera vez de mi vida, pero séame permitido observar que estoy dentro de los límites de mis atribuciones. Circunscríbome, ya que el señor alcalde así lo quiere, al solo hecho del señor... que yo he presenciado. Fué esta mujer quien se arrojó sobre el señor Bamatabois, elector y propietario de esa hermosa casa de piedra con balcón y tres pisos, que hace esquina á la explanada. ¡En fin, hay cosas en este mundo! Pero sea ello lo que fuere, es éste, señor alcalde, un hecho de policía que ha tenido lugar en la calle, y que, por lo tanto me corresponde; así es que yo retengo á Fantina.
Entonces el señor Magdalena se cruzó de brazos y dijo con acento tan severo que nadie se lo había oído aún en la ciudad:
—El hecho de que habláis es un hecho de policía municipal. Conforme á los artículos nueve, once, quince y sesenta y seis del código de instrucción criminal, yo soy juez. Ordeno por lo tanto que se deje en libertad á esta mujer.
Javert quiso todavía hacer el último esfuerzo.
—Pero, señor alcalde...
—Debo recordaros el artículo 81 de la ley de 13 de diciembre de 1799, sobre detención arbitraria.
—Permitidme, señor alcalde...
—Ni una palabra más.
—No obstante...
—Salid,—dijo el señor Magdalena.
Javert recibió este golpe enhiesto, de frente, en medio del pecho como un soldado ruso. Saludó, inclinándose hasta el suelo, al señor alcalde y salió.
Fantina se separó un poco de la puerta, para dejarle el paso libre, mirándole estupefacta pasar ante ella.
Sin embargo, encontrábase ella anegada en la más extraña emoción. Acababa de verse, hasta cierto punto, disputada por dos opuestos poderes. Había visto luchar ante sus ojos á aquellos dos hombres que tenían en sus manos su libertad, su vida, su alma y su hija; el uno de aquellos hombres, la arrastraba hacia las tinieblas, el otro, hacia la luz. En aquella lucha, entreveía al través del agrandamiento del miedo, á aquellos dos hombres que le parecían dos gigantes; hablando el uno como el espíritu del mal, y hablando el otro como el ángel de su guarda. El ángel[Pg 178] acababa de vencer al demonio, y lo que la hacía temblar de pies á cabeza, ¡aquel ángel, su libertador, era precisamente el hombre á quien aborrecía, el alcalde, al cual había creído por mucho tiempo autor de todos sus males, el señor Magdalena! ¡Y en el preciso momento en que ella acababa de insultarle groseramente, él la salvaba! ¿Se había pues equivocado? ¿Debía por lo tanto, cambiar el espíritu que la alentaba?... Lo ignoraba, pero estaba temblando. Escuchaba aturdida, miraba azorada, y á cada palabra que decía el señor Magdalena, sentía desvanecerse y trasformarse en su interior las espantosas tinieblas del odio, y nacer en su corazón un algo inefable y consolador, que venía á ser como un sentimiento de alegría, confianza y cariño.
Cuando hubo salido Javert, el señor Magdalena se le dirigió y hablando con calma y con cierto dolor, como un hombre grave que no quiere llorar:
—Os he escuchado. No sabía yo nada de cuanto habéis dicho, y creo que es verdad. Ignoraba asimismo que hubiéseisida de mis talleres. ¿Por qué no os dirigisteis á mí? En fin: yo pagaré ahora vuestras deudas, haré que venga vuestra hija, ó que vayáis vos misma á buscarla. Viviréis aquí, en París ó donde queráis. Yo me encargo de vuestra hija y de vos. No trabajaréis más si no queréis. Yo os daré todo el dinero que os haga falta. Volveréis por lo tanto á ser honrada, siendo dichosa. Y luego, oídme, yo os lo aseguro desde ahora, si todo ha pasado como habéis dicho, y yo no dudo, no habéis dejado nunca de ser virtuosa y santa delante de Dios, ¡oh, desgraciada mujer!
Era ello mucho más de lo que la pobre Fantina podía soportar. ¡Tener á Cosette! ¡salir de aquella vida de infamia! ¡vivir libre, rica, dichosa y honrada, con su Cosette! ¡viendo como surgían de súbito, en medio de sus miserias todas aquellas realidades celestiales! Miraba como atontada á aquel hombre que le estaba hablando sin poder hacer otra cosa que lanzar algunos suspiros: «¡Oh! ¡oh! ¡oh!». Dobláronse sus piernas, y quedó arrodillada delante del señor Magdalena, y antes que él tuviese tiempo de impedirlo, sintió que ella le tomaba la mano y que la llevaba á sus trémulos labios.
Después, se desmayó.
I
Principio del reposo
El señor Magdalena hizo llevar á Fantina á la enfermería de su propia casa. Confiola á las hermanas, que la metieron en cama. Le había[Pg 179] sobrevenido una gran calentura. Pasó una parte de la noche delirando y hablando en alta voz. No obstante, acabó por conciliar el sueño.
Al día siguiente, á eso del medio día, despertó. Parecióle oir alguien que respiraba junto á su lecho. Separó la cortina y vió al señor Magdalena como mirando algo por encima de su cabeza. Aquella mirada estaba impregnada de piedad, de angustia y de súplica. Siguió ella la dirección de su mirada, y vió que se dirigía á un crucifijo pendiente de la pared.
El señor Magdalena se había transfigurado á los ojos de Fantina. Le pareció verle envuelto en luz. Estaba absorto sin duda en alguna oración. Contemplóle un buen espacio sin atreverse á interrumpirle. Por último, le dijo tímidamente:
—¿Qué hacéis?
El señor Magdalena estaba allí hacía una hora. Esperaba que Fantina despertase. Tomóle la mano, observóle el pulso, y contestó:
—¿Cómo estáis?
—Bien, he dormido,—dijo ella,—creo que estoy mejor. Esto no será nada.
Y él repuso, como respondiendo á la primera pregunta que ella le había dirigido, como si la acabase de oir entonces:
—Estaba rogando al mártir que está en lo alto.
Añadiendo interiormente:—Por la mártir que está aquí abajo.
El señor Magdalena había pasado la noche y la mañana informándose. Ya lo sabía todo. Conociendo ya con todos sus detalles la historia de Fantina, continuó:
—Habéis sufrido mucho, pobre madre. ¡Ah, no os quejéis, habéis ganado el dote de los elegidos! Así es como los hombres hacen ángeles. La falta no es suya, puesto que no saben hacerlo de otro modo. Mirad, este infierno del que acabáis de salir, es la faz primera del cielo. Es preciso empezar por ahí.
Él suspiró profundamente. Ella al mismo tiempo sonrió, con aquella sonrisa sublime á la que le faltaban dos dientes.
Javert, durante aquella noche misma, había escrito una carta. Púsola, á la mañana siguiente, por sí mismo al correo de M* sur M*. Iba dirigida á París, con este sobrescrito: Al señor Chabouillet, secretario del señor prefecto de policía. Como el sucedido del cuerpo de guardia había recorrido la población, la directora de la estafeta y algunas otras personas que vieron la carta antes de salir y que conocieron la letra de Javert en la dirección, creyeron que iba en ella la dimisión de su cargo.
El señor Magdalena se apresuró á escribir á los Thénardier. Fantina les debía ciento veinte francos. Él les mandó trescientos, diciéndoles que se cobrasen de aquella cantidad y que mandasen enseguida la niña á M* sur M*, donde su madre enferma la reclamaba.
Esto deslumbró á Thénardier.
[Pg 180]
—¡Diablo!—dijo él á su mujer, no debemos soltar la chiquilla. ¡Cuidado que esta alondra nos va á producir lo que una vaca de leche! ¡Ya sé yo lo que es ello! Algún infeliz que se habrá enamorado de la madre.
Contestó mandando una cuenta de quinientos francos muy bien hecha. En esta cuenta figuraban por más de trescientos francos dos documentos incontestables; una cuenta del médico y otra del boticario, los cuales habían asistido y medicado, durante dos largas enfermedades, á Eponina y Azelma. Cosette, ya lo hemos dicho, no había estado enferma. Todo se redujo á una simple sustitución de nombres. Thénardier escribió al pie de la cuenta:
Recibido á cuenta trescientos francos.
El señor Magdalena mandó inmediatamente trescientos francos más y escribió. «Mandad cuanto antes á Cosette».
—¡Cristo!—exclamó Thénardier,—no hay que soltar la niña.
Entretanto Fantina continuaba, sin restablecerse, en la enfermería.
Las hermanas, por de pronto, no habían recibido ni cuidado á aquella «chica» sino con repugnancia. Quien haya visto los bajos-relieves de Reims, recordará la expresión del labio inferior de las vírgenes prudentes contemplando las vírgenes locas. Aquel antiguo menosprecio de las vestales por las ebubeyas, es uno de los más profundos instintos de la dignidad femenina, las hermanas lo sentían también, con el aumento que agregaba al mismo la religión. Pero, á los pocos días, Fantina las había desarmado. Empleaba solamente palabras tan tiernas y humildes, que la madre que en ellas se manifestaba, enternecía. Un día, las hermanas la oyeron decir al través de la fiebre.
—He sido una pecadora, pero cuando tenga á mi hija junto á mí, querrá ello decir que Dios me ha perdonado. Mientras he sido mala, no he deseado jamás tener á Cosette á mi lado, pues no hubiera podido soportar su triste admiración. Y era sin embargo, por ella por quien yo hacía el mal, lo cual hace sin duda que Dios me perdone. Sentiré las bendiciones del cielo cuando esté aquí Cosette. Yo la contemplaré, encontrando en su inocencia mi consuelo. Ella no sabe nada. Es un ángel, ya veis, hermanas mías. Á su edad no se han perdido las alas todavía.
El señor Magdalena la visitaba dos veces cada día, y ella le preguntaba siempre:
—¿Veré pronto á Cosette?
Y él contestaba:
—Puede que mañana por la mañana. Llegará de un momento á otro; la estoy esperando.
Y el pálido semblante de la madre, irradiaba.
—¡Oh!—exclamaba,—¡qué feliz voy á ser!
Hemos dicho ya que Fantina no se restablecía. Al contrario, su estado parecía agravarse semanalmente. Aquel puñado de nieve aplicada al centro de los dos omóplatos, había determinado una supresión súbita de[Pg 181] la traspiración, gracias á lo cual, la enfermedad que venía incubando hacía algunos años, acabó por manifestarse violentamente. Empezábanse entonces á seguir para el estudio y tratamiento de las enfermedades del pecho, las acertadas indicaciones de Laënnec. El médico auscultó á Fantina, y movió tristemente la cabeza.
El señor Magdalena preguntó al médico:
—¿Y bien, doctor, cómo sigue?
—¿No tiene una hija á quien desea ver?—dijo el médico.
—Sí.
—Pues bien, haced que venga luego.
El señor Magdalena se estremeció.
Preguntóle Fantina:
—¿Qué ha dicho el médico?
El señor Magdalena se esforzó en sonreir.
—Ha dicho que hiciera venir pronto á vuestra hija. Que esto os volvería la salud.
—¡Oh!—dijo ella,—¡tiene razón! pero, ¿qué hacen estos Thénardier, que no mandan á mi Cosette? ¡Oh! va á venir. ¡Por fin, veré la felicidad á mi lado!
Thénardier, sin embargo, no soltaba la niña, buscando para ello mil pretextos. Que Cosette estaba delicada para ponerse en camino en invierno. Después, que quedaban algunas pequeñas deudas cuyas cuentas iba reuniendo, etc., etc.
—¡Mandaré á cualquiera á buscar á Cosette!—dijo el señor Magdalena, y si es preciso iré yo mismo.
Entonces escribió, dictadas por Fantina, las siguientes líneas que le hizo firmar.
«Señor Thénardier,
«Entregad á Cosette al portador.
Os serán pagados todos los picos.
Tengo el honor de saludaros respetuosamente.
Fantina».
Estando en eso, sobrevino un incidente grave. En vano pretendemos cortar y pulimentar el misterioso bloque de nuestra existencia; la negra vena del destino reaparece siempre.
II
De cómo Juan puede llegar á ser champ
Cierta mañana, en que estaba el señor Magdalena en su gabinete ocupado en despachar con tiempo algunos asuntos perentorios de la alcaldía para el caso de que se decidiese á hacer el viaje á Montfermeil, pasáronle aviso de que el inspector de policía, Javert, deseaba hablarle. Al oir pronunciar este nombre, no pudo evitar Magdalena una desagradable[Pg 182] impresión. Desde la aventura de la oficina de policía, Javert le había excusado más que nunca, y Magdalena no le había vuelto á ver.
—Hacedle entrar,—dijo.
Javert entró.
Magdalena continuó sentado junto á la chimenea con la pluma en la mano y la mirada fija en un cuaderno que estaba hojeando y anotando, el cual contenía las actas de algunos procesos verbales de distintas contravenciones de policía urbana. Prosiguió, no obstante, en su tarea, sin fijarse en Javert. No podía dejar de preocuparse por la pobre Fantina, y le pareció conveniente mostrarse glacial.
Javert saludó respetuosamente al señor alcalde que estaba de espaldas, y quien, sin volver la cabeza, continuó anotando.
Javert, dió dos ó tres pasos hacia dentro, parándóse luego sin romper el silencio.
Un fisonomista que hubiese estado familiarizado con el modo de ser de Javert, que hubiese estudiado, por algún tiempo, á aquel salvaje puesto al servicio de la civilización, aquel compuesto singular de romano y espartano, de fraile y de cabo de escuadra, aquel espía incapaz de mentir, aquel moscardón virgen; un fisonomista enterado de su secreta y antigua aversión al señor Magdalena, de su disgusto con el alcalde por lo de Fantina, y que hubiese observado á Javert en aquel momento, se hubiera dicho: ¿Qué habrá pasado? Hubiérale sido evidente porque habría conocido aquella conciencia recta, clara, sincera, proba, austera y feroz, que Javert acababa de ser víctima de algún grave é íntimo suceso. Javert no sentía nada en el alma que no se revelase en su semblante. Estaba, como todos los caracteres violentos, sujeto á variaciones bruscas. Jamás había estado su fisonomía tan extrañamente demudada y tan incomprensible. Al entrar, se había inclinado delante del alcalde dirigiéndole una mirada en la que no había rencor, ni odio, ni cólera, ni desconfianza; se había detenido á algunos pasos detrás del sillón, quedándose firme, de pie, en actitud casi militar, con la rudeza sencilla y fría del hombre que desconoce la dulzura y que es de ordinario un seríais pasivo, esperando, sin decir una palabra, sin hacer un gesto, con verdadera humildad y en la más tranquila resignación, á que el señor alcalde se volviese; sereno y grave, con el sombrero en la mano, bajos los ojos, con una expresión que participaba por igual de la del soldado delante de su oficial y de la del reo delante del juez. Todos los sentimientos, como todos los recuerdos que se le pudiesen suponer, habían desaparecido. Nada se veía en su semblante impenetrable y duro como el granito, más que una tristeza melancólica. Todo en su persona respiraba firmeza y humildad, y como cierto abatimiento valeroso.
Por fin, dejó su pluma el señor alcalde, y se medio volvió:
—¡Y bien! ¿qué hay? ¿qué es ello, Javert?
Javert permaneció un instante silencioso aún, como recogiéndose en[Pg 183] sí mismo, luego levantó la voz con cierta triste solemnidad, de la que no excluyó la sencillez, diciendo:
—Hay, señor alcalde, que se ha cometido un hecho penable.
—¿Qué hecho?
—Un agente inferior de la autoridad ha faltado al respeto debido á un magistrado, de un modo gravísimo. Yo vengo en cumplimiento de mi deber á daros conocimiento del hecho.
—¿Quién es ese agente?—preguntó el señor Magdalena.
—Yo,—dijo Javert.
—¿Vos?
—Yo.
—¿Y quién es el magistrado ofendido por el agente?
—Vos, señor alcalde.
Magdalena se incorporó en su sillón, Javert prosiguió, con aire severo y los ojos bajos:
—Señor alcalde, vengo á pediros que os sirváis proponer á la autoridad mi destitución.
Magdalena, estupefacto, abrió la boca, Javert le interrumpió.
—Vos diréis tal vez, que yo hubiera podido presentar mi dimisión, pero esto no era bastante. Presentar la dimisión es honroso, pero yo he faltado y debo ser castigado. Es forzoso que se me destituya.
Y, después de una pausa añadió:
—Señor alcalde: estuvisteis el otro día muy severo conmigo, injustamente. Sedlo hoy con justicia.
—¿Y eso á qué?—exclamó Magdalena.—¿Qué galimatías es éste? ¿qué es lo que queréis decir? ¿dónde está este acto culpable cometido por vos contra mí? ¿Qué me habéis hecho? ¿en qué me habéis faltado? ¿Os acusáis para ser reemplazado?...
—Separado,—dijo Javert.
—Separado, sea si es preciso, pero no lo entiendo.
—Ya lo comprenderéis, señor alcalde.
Javert suspiró profundamente y repuso, siempre fría y tristemente:
—Señor alcalde, hace seis semanas, luego de la escena que tuvo lugar por aquella chica, que, estando yo furioso, os denuncié.
—¿Me denunciásteis?
—Á la prefectura de policía de París.
El señor Magdalena, que no se reía mucho más que Javert, sonrió.
—¿Como alcalde que se antepone á la policía?
—Como antiguo presidiario.
El alcalde palideció.
Javert, que no había levantado los ojos, continuó:
—Yo lo creía así. Estuve mucho tiempo con esta idea. Una gran semejanza, las indagaciones que habéis hecho practicar en Faverolles, vuestra fuerza muscular, la aventura del viejo Fauchelevent, vuestra[Pg 184] puntería, vuestra pierna un poca coja y, ¿qué sé yo qué más? ¡Barbaridades! en fin, que os tomé por un tal Juan Valjean.
—¿Un tal?... ¿Cómo habéis dicho?
—Juan Valjean. Un presidiario á quien conocí hace veinte años, cuando era yo ayudante de guarda chusma en Tolón. Al salir del penal, ese Juan Valjean, á lo que parece, robó en casa de un obispo, y luego cometió otro robo á mano armada y en un camino público contra un niño saboyano. Ha estado oculto, no sé cómo, unos ocho años, y eso que se le andaba buscando. Yo llegué á figurarme... En fin, ¡que me atreví á ello! La cólera me hizo decidir, y os denuncié á la prefectura.
El señor Magdalena, que había vuelto á hojear el cuaderno, hacía un momento, repuso con acento de perfecta indiferencia.
—¿Y qué se os ha contestado?
—Que estaba loco.
—¿Y bien?
—¡Que bien pueden tener razón!
—¡Bueno es que lo reconozcáis!
—Es preciso, puesto que el verdadero Juan Valjean ha reaparecido.
Cayósele de las manos al señor Magdalena el papel que tenía en ellas, levantó la cabeza, miró fijamente á Javert, y dijo con acento inexplicable:
—¡Ah!
Javert continuó:
—He aquí lo que ha pasado, señor alcalde. Parece que existía en este país, hacia la parte de Ailly-le-Haut-Clocher, una especie de buen hombre á quien llamaban el tío Champmathieu. Era el tal un miserable. Nadie se había fijado en él. Esta clase de gente ignora todo el mundo como viven. Últimamente, durante el otoño, el tío Champmathieu, estuvo preso por un robo de manzanas, cometido en... En fin, el punto es lo de menos; es el caso que hubo robo, escalamiento y algunas ramas de árbol desgajadas. Se detuvo á Champmathieu, teniendo todavía una rama de manzanas en la mano. Metiósele en la cárcel. Hasta aquí no pasaba de ser ello una ligera falta correccional. Mas ahora ved lo que hay en el caso de providencial. Estando la cárcel medio arruinada, el señor juez de instrucción dispuso que fuése trasladado Champmathieu á la cárcel departamental de Arras. En dicha, cárcel, se hallaba á la sazón, un antiguo presidiario llamado Brevet, que estaba preso por yo no sé qué y que hacía de calabocero por su buen comportamiento. Señor alcalde, en cuanto llegó allí Champmathieu, aún antes de entrar, exclamó enseguida Brevet:
—¡Diantre! yo conozco este hombre. Es un Fagot[4].—¡Miradme bien, buen hombre! ¡Vos sois Juan Valjean!
[Pg 185]
—¡Juan Valjean! ¿qué Juan Valjean?
Champmathieu se hacía el admirado.
No te hagas el desentendido,—dijo Brevet:—eres Juan Valjean y has estado en el penal de Tolón. Hace veinte años. Estábamos juntos.
Champmathieu negaba. ¡Está claro! ¿Comprendéis el porqué? Se profundiza, se indaga. Y así se hizo, hasta que se sacó en limpio lo siguiente: Que Champmathieu, hace unos treinta años, era jornalero podador en la comarca, habiendo trabajado en varios puntos, y particularmente en Faverolles. Aquí se perdió el rastro. Algún tiempo después se le vió nuevamente en Auvernia, luego en París, donde según dijo, fué carretero y tuvo una hija lavandera, y aunque esto no está probado, resulta que por fin se vino por acá. Ahora, pues, antes de ir á presidio por robo comprobado, ¿qué era Juan Valjean? Podador. ¿Dónde? En Faverolles. Otro hecho. El Valjean se llamaba por nombre de pila Juan, y su madre se apellidaba Mathieu.
¿Qué puede haber de más natural que al salir del presidio tomara para ocultarse el apellido de su madre y se hiciese llamar desde entonces Juan Mathieu? Pasa luego á Auvernia, donde el acento del país cambia el Juan (Jean) en chan, y se le llama Chan-Mathieu. Acepta nuestro hombre este cambio y catadlo transformado en Champmathieu. Vais comprendiendo, ¿verdad? Se practica una información en Faverolles. Nada se sabe de la familia de Juan Valjean. Vos no ignoráis que las familias de esta clase de gente se desvanecen con la mayor facilidad. Se las busca á lo mejor, y nada se encuentra. Estas gentes, cuando no son lodo son polvo. Además como el principio de esta historia data de treinta años, no hay nadie en Faverolles que haya conocido á Juan Valjean. Se piden informes á Tolón. Á más de Brevet, no hay más que dos presidiarios que hayan conocido á Juan Valjean. Estos son dos condenados á cadena perpetua, llamados Cochepaille y Chenildieu. Se les saca del penal y se les hace venir. Se les carea con el pretendido Champmathieu. Ninguno de los dos vacila. Para ellos, lo mismo que para Brevet, es este Juan Valjean. La misma edad, cincuenta y cuatro años, la misma estatura, el mismo aire, en fin, el mismo hombre. En este tiempo precisamente mandé yo mi denuncia á la prefectura de París. Allí se me contestó que yo había perdido el tino y que Juan Valjean se encuentra en Arras y en poder de la justicia. ¡Comprended si esto había de asombrarme, á mí, que creía tener aquí al mismo Juan Valjean! Escribí luego al señor Juez de instrucción, quien me mandó llamar, y me presentó á Champmathieu...
—¿Y qué?—interrumpió el señor Magdalena.
Javert contestó con cara imperturbable y triste:
—Señor alcalde, la verdad es la verdad. Y aún que sea á pesar mío, confieso que aquel hombre es Juan Valjean. Yo mismo le reconocí.
El señor Magdalena le preguntó en voz baja:
—¿Estáis seguro?
[Pg 186]
Javert sonrió de la manera dolorosa con que se acostumbraba á expresar una profunda convicción.
—¡Oh! ¡seguro!
Estuvo unos momentos pensativo, tomando y soltando maquinalmente, con las puntas de los dedos, polvos de serrín de los que había en la salvadera de sobre la mesa, y añadió luego:
—Y ahora, después de haber visto al verdadero Juan Valjean, no acierto á explicarme cómo pude creer otra cosa. Pídoos, por lo tanto, perdón, señor alcalde.
Al dirigir esta frase suplicante y grave, al mismo á quien hacía seis semanas, le había humillado en pleno cuerpo de guardia diciéndole: «¡Salid!». Javert, el hombre altivo, se manifestaba á la sazón lleno de sencilla dignidad.
El señor Magdalena no contestó á la súplica mas que con esta pregunta seca:
—Y, ¿qué dice este hombre?
—Cáspita, señor alcalde, mal negocio es éste para él. Si es Juan Valjean hay reincidencia. Saltar un muro, romper una rama, y tomar unas manzanas, esto, para un muchacho, es una falta correccional; para un hombre sería ya delito, y para un presidiario resulta un crimen. Escalamiento y robo, nada le falta. No es, pues, para el caso de policía correccional, sino competencia del tribunal en lo penal. Y no será ello cosa de una temporada de cárcel, sino presidio de por la vida. Y luego existe también el robo del niño saboyano que también ha de salir. ¡Diantre! Ya le dará que hacer, diréis, ¿no es verdad? Sí, á otro que no fuera Juan Valjean. Pero Juan Valjean es muy listo. También en esto yo le reconozco. Otro sentiría ya el calor; se movería, gritaría, como grita el puchero puesto al fuego; no querría ser de ninguna manera Juan Valjean, etc. Pero él presentándose como si nada comprendiera, dice: «¡Yo soy Champmathieu, yo no puedo decir más!». Parece admirado, ó embrutecido, por decirlo mejor. ¡Oh, el papel está bien estudiado! pero no importa, las pruebas existen. Le han reconocido cuatro personas, y el pícaro viejo será condenado. Ha sido trasladado á la audiencia de Arras. Debo ir allá como testigo. Estoy ya citado para ello.
El señor Magdalena se había vuelto otra vez hacia la mesa, tomando de nuevo su legajo, y lo hojeaba tranquilamente, leyendo y escribiendo á la vez como hombre atareado. Volviéndose después á Javert, dijo:
—Basta, Javert. Al fin y á la postre, nada me importan estos detalles. Estamos perdiendo el tiempo, y hay mucho que hacer y que despachar con urgencia. Javert, debéis ir inmediatamente á casa de la tía Buseaupied, que vende hierbas allá en la esquina de la calle Saint-Saulve. Decidle que presente su queja contra el carretero Pedro Chesnelong. Es éste un hombre brutal, que por poco aplasta á esta mujer y á su hijo. Es forzoso que sea castigado. Vais luego á casa de Carcellay,[Pg 187] calle de Montre de Champigny, quien se queja de que una gotera de la casa del lado que vierte en la suya el agua de lluvia, perjudica los cimientos de su propiedad. Después os enteraréis de las faltas de policía denunciadas en la calle de Guiborg, en la casa de la viuda Doris, y en la calle de Garraud Blanc, en casa de la señora Renata le Bossé, é instruiréis proceso verbal. Pero os estoy dando mucho que hacer. ¿No vais á marcharos? ¿No me habéis dicho que debíais pasar á Arras para este negocio dentro ocho ó diez días?
—Mucho antes, señor alcalde.
—¿Qué día entonces?
—Creo haber dicho al señor alcalde que la causa se veía mañana, y que yo salgo en la diligencia de esta noche.
Magdalena hizo un movimiento imperceptible.
—¿Y cuánto ha de durar esta vista?
—Á lo más, un día. La sentencia se pronunciará, á más tardar, mañana por la noche. Pero yo no esperaré el fallo, que no puede faltar; después de prestada mi declaración, volveré.
—Está bien,—dijo Magdalena.
Y entonces despidió á Javert alargando la mano.
Javert no se movió.
—Perdonad, señor alcalde,—dijo.
—¿Hay más?—preguntó Magdalena.
—Señor alcalde, me falta recordaros una cosa.
—¿Cuál?
—Que debo ser destituido.
El señor Magdalena se levantó.
—Javert, sois un hombre honrado y os aprecio. Habéis exagerado vuestra falta. Siendo además ella una ofensa que me concierne á mí únicamente. Javert, sois digno de ascender más que de bajar. Creo que debéis conservar vuestro puesto.
Javert fijó su mirada cándida en el señor Magdalena, en el fondo de la cual parecía vislumbrarse aquella conciencia no bien despejada, pero rígida y pura, diciendo con acento tranquilo:
—Señor alcalde no puedo concederos lo que decís.
—Y yo os repito,—replicó Magdalena,—que es ello de mi incumbencia.
Pero Javert, fijo en su única idea, continuó:
—En cuanto á exagerar, no exagero jamás. Ved cómo razono. He sospechado de vos injustamente. Esto no significa nada. Estamos en nuestro derecho sospechando de quien quiera que sea, aún cuando haya abuso en la sospecha de un superior nuestro. ¡Pero sin pruebas, cediendo á un exceso de cólera, deseando vengarme, os denuncié como presidiario, á vos, á un hombre respetable, á un alcalde, á un magistrado! lo cual no es solamente grave, sino gravísimo. He ofendido en vuestra[Pg 188] persona á la autoridad, yo agente de ella! Si cualquiera de mis subordinados hubiese hecho lo que he hecho yo, le hubiera declarado indigno del servicio, y le hubiera destituido. ¡Pues bien! Atended, señor alcalde, una palabra. Yo generalmente he sido severo. Con los demás, he sido justo. He obrado bien. Pero ahora, si no fuése severo conmigo, todo lo que yo he hecho en justicia, resultaría injusto. ¿Debo yo ser distinto de los demás? ¡De ninguna manera! ¡Porque no hubiera sido bueno sino para castigar á los otros, y no á mí! ¡y sería yo, por lo tanto, un miserable y cuantos me llamasen: ¡el bribón de Javert! tendrían razón. Señor alcalde, no deseo de ninguna manera que me tratéis con benevolencia; vuestra benevolencia me ha requemado la sangre cuando ha favorecido á los demás, y no puedo quererla para mí. La bondad que consiste en dar la razón á la mujer pública contra el propietario, al agente de policía contra el alcalde, á cualquier inferior contra el superior, á ésta le llamo yo mala voluntad. Con semejantes bondades se desorganiza la sociedad. ¡Dios mío! Es muy fácil ser bueno; la dificultad está en ser justo. ¡Vedlo sino! Si vos hubiérais sido lo que yo creía, no hubiera yo sido bueno para vos. ¡Ya lo hubiérais visto! Señor alcalde, yo debo tratarme como trataría á cualquier otro. Cuando yo reprendía á los malhechores, cuando castigaba á los perdidos, me decía muchas veces á mí mismo: Si delinques, si caes en falta alguna vez, puedes estar tranquilo! ¡He tropezado, he caído en falta, tanto peor! Estoy por lo tanto perdido, echado, destituido; es lo equitativo. Conforme. Tengo brazos, trabajaré en la tierra; me es igual. Señor alcalde, el buen servicio exige un ejemplo. Pido sencillamente la destitución del inspector Javert.
Todo lo dicho, era pronunciado con acento humilde, valeroso, desesperado y convencido, lo cual daba cierta grandeza particular á aquel extraño y honrado personaje.
—Veremos,—dijo el señor Magdalena. Y le tendió la mano.
Javert retrocedió, y dijo en tono casi salvaje:
—Perdonad, señor alcalde, pero esto no puede ser. Un alcalde no le da la mano á un esbirro.
Y añadió entre dientes:
—Esbirro, sí; desde el momento en que he abusado de la policía, no soy más que un esbirro.
Después saludó profundamente, y se dirigió á la puerta.
Luego volviendo sobre sus pasos y siempre con los ojos bajos:
—Señor alcalde,—dijo:—continuaré en mi puesto hasta que se me reemplace.
Salió Javert, y el señor Magdalena quedó admirado y pensativo, escuchando aquel andar firme y seguro que se perdía sobre el pavimento del corredor.
NOTAS:
[4] Fagot, antiguo presidiario.
[Pg 189]
I
Sor Simplicia
Los incidentes que vamos á leer no han sido todos conocidos en M* sur M*. Pero lo poco que se ha sabido de ellos dejó en la población tales recuerdos, que quedaría en este libro un gran claro si no los diésemos á conocer en sus menores detalles.
En los tales detalles encontrará el lector dos ó tres circunstancias inverosímiles, que respetamos por consideración á la verdad.
En las primeras horas de la tarde que siguieron á la visita de Javert, el señor Magdalena fué á ver á Fantina, según costumbre.
Antes de llegar hasta Fantina, mandó llamar á sor Simplicia.
Las dos religiosas que tenían á su cargo la enfermería, lazaretistas como todas las hermanas de la caridad, se llamaban sor Perpetua la una, y la otra sor Simplicia.
Sor Perpetua era como si dijéramos el tipo de una aldeana cualquiera; una hermana de la caridad sencillamente tosca, que se había puesto al servicio de Dios como en otro cualquiera. Era religiosa como hubiera sido cocinera. Tipo que no es del todo raro. Las órdenes monásticas aceptan gustosas este grosero barro provinciano, que toma fácilmente la forma de capuchina ó de ursulina. Estas rusticidades se aprovechan para las tareas bastas de la devoción. La transformación de un boyero en carmelita no es difícil; se pasa de lo uno á lo otro sin gran trabajo; el fondo común de ignorancia de la aldea y del claustro, viene á ser una preparación, ya hecha, que introduce á pie enjuto al campesino en el claustro. Agrandad un poco la blusa y ya tenéis el hábito. Sor Perpetua era una robusta religiosa de Marines, cerca Pontoise, que hablaba en patois, psalmodiaba y murmuraba, azucarando las tisanas de conformidad con la devoción ó hipocresía del acogido, brusca con los enfermos, áspera con los moribundos, dándoles casi con el cristo en la cara, martirizando á los agonizantes con plegarias coléricas, atrevida, honrada, robusta y colorada.
Sor Simplicia era blanca como la cera. Junto á sor Perpetua, era el cirio al lado de la vela de sebo. Vicente de Paul ha delineado perfectamente la hermana de la caridad en estas admirables palabras en las que mezcla tanta libertad como esclavitud: «No tendrán, dice, más monasterio que las casas de los enfermos, más celda que un cuarto de alquiler, más capilla que la iglesia parroquial, más claustro que las calles de la población y las salas del hospital, más clausura que la obediencia, más[Pg 190] rejas que el temor de Dios ni más velo que la modestia». Este ideal estaba encarnado en sor Simplicia; nadie hubiera podido fijar la edad de sor Simplicia; jamás había sido joven, y parecía que no había de ser vieja nunca. Era una persona—no nos atrevemos á decir una mujer—amable, austera, simpática, delicada, fría, y que no había mentido jamás. Era tal su amabilidad, que parecía frágil, siendo, no obstante, más fuerte que el granito. Tocaba á los desgraciados con sus hermosos, finos é inmaculados dedos. Tenía, por así decirlo, palabra silenciosa; no hablaba más que lo necesario, y era su acento tal, que hubiera á la vez edificado en un confesionario y encantado en un salón. Aquella delicadeza se había amoldado perfectamente al hábito de estameña encontrando en aquel rudo contacto, un continuado alerta del cielo y de Dios. Insistimos en este detalle particular. No había mentido jamás, ni había dicho nunca, por cualquier interés ni por indiferencia, una cosa que no fuera verdad; la verdad santa, éste era el rasgo característico de sor Simplicia, éste era el acento de su virtud. Era casi célebre en la congregación por su imperturbable veracidad.
El padre Sicard, hablando de sor Simplicia en una carta al sordomudo Massieu, dice: Por sinceros y puros que seamos, tenemos todos en nuestro candor, la mancha de alguna mentirilla inocente. Ella estaba limpia de semejante mancha. Mentirilla, mentira inocente, ¿existe por ventura? Mentir, es lo absoluto del mal. Mentir poco, es imposible; el que miente dice toda la mentira; mentir, es el modo de ser mismo del demonio; Satán tiene dos nombres, se llama Satán y se llama Mentira. He aquí lo que ella pensaba. Y como pensaba, así obraba. De ello resultaba aquella blancura de que hemos hablado, blancura que brillaba igualmente en sus ojos que en sus labios. Su sonrisa era blanca, su mirada era blanca también. No había la menor tela de araña, ni un solo grano de polvo, que empañase el cristal de su conciencia. Al tomar el hábito de San Vicente de Paul, había adoptado el nombre de Simplicia, por elección especial. Simplicia de Sicilia, como sabe todo el mundo, es aquella santa que prefirió dejarse arrancar los pechos que responder, habiendo nacido en Siracusa, que había nacido en Segesta, mentira que la hubiera salvado. Semejante modelo se ajustaba perfectamente á esta alma.
Sor Simplicia, al entrar en la orden, tenía dos defectos, de los que se había ido corrigiendo poco á poco; gustaba de manjares delicados, y de recibir cartas. No leía jamás otro libro que uno de oraciones, impreso en grandes caracteres y escrito en latín. No sabía el latín, pero entendía el libro.
La piadosa hermana había tomado afecto á Fantina, adivinando quizás, una virtud latente, dedicándose casi exclusivamente á su cuidado.
El señor Magdalena llamó á parte á sor Simplicia, y le recomendó á Fantina con singular acento, del que se acordó después la hermana.
Después de haber hablado á la hermana, se dirigió á Fantina.
[Pg 191]
Fantina esperaba diariamente la llegada del señor Magdalena, como se espera un rayo de calor y de alegría, diciendo á las hermanas:
—No vivo sino cuando está aquí el señor alcalde.
Aquel día tenía mucha fiebre. En cuanto vió al señor Magdalena, le preguntó:
—¿Y Cosette?
Él contestó sonriendo:
—Luego.
El señor Magdalena estuvo con ella como de ordinario. Solamente que hizo la visita de una hora, en lugar de media, con gran contentamiento de Fantina. Hizo mil súplicas á todo el mundo para que nada le faltase á la enferma. Pudo notarse que hubo un momento en que su semblante apareció sombrío. Pero esto se explicó al saber que el médico se le había acercado y dicho al oído:—Pierde muchísimo.
Volvió luego á la alcaldía, y el chico de la oficina le vió examinar un mapa, itinerario de Francia, colgado de la pared del gabinete, y luego escribir con lápiz algunos números en un papel.
II
Perspicacia de maese Scaufflaire
De la alcaldía pasó al extremo de la población, á casa de un flamenco, maese Scaufflaer, afrancesándolo Scaufflaire, quien alquilaba caballos y «cabriolés á voluntad».
Para ir á casa de Scaufflaire, el camino más corto era el de tomar por una calle muy poco frecuentada, en el cual vivía el cura de la parroquia del señor Magdalena. El cura era, al decir de las gentes un hombre digno, respetable y sesudo. Al momento en que el señor Magdalena llegaba frente la casa del cura no había en la calle más que un transeunte, y este transeunte advirtió lo siguiente: El señor alcalde, después de haber pasado la casa, se paró de súbito; permaneció un momento parado; después volviendo sobre sus pasos, deshizo el camino, hasta la puerta de la vicaría, que era una puerta ordinaria, con llamador de hierro. Puso vivamente la mano en el picaporte, y lo levantó; después volvió á pararse nuevamente, quedando como dudoso y pensativo; y después de algunos segundos, en lugar de dejar caer bruscamente el llamador, bajólo suavemente, volviendo á emprender su camino con cierta prisa que no llevaba antes.
El señor Magdalena encontró á maese Scaufflaire, en casa, ocupado en recoser un arnés.
—Maese Scaufflaire,—preguntóle:—¿tenéis un buen caballo?
—Señor alcalde,—dijo el flamenco,—todos mis caballos son buenos. ¿Qué entendéis vos por un buen caballo?
—Entiendo por bueno, un caballo que pueda recorrer veinte leguas en un día.
[Pg 192]
—¡Diablo!—exclamó el flamenco,—¡veinte leguas!
—Sí.
—¿Arrastrando un cabriolé?
—Sí.
—Y ¿cuánto tiempo podrá descansar después de la jornada?
—Es preciso que pueda, en caso de necesidad, volver al día siguiente.
—¿Recorriendo la misma distancia?
—Sí.
—¡Diablo! ¡diablo! ¿Son veinte leguas?
El señor Magdalena sacó del bolsillo el papel en el que había escrito con lápiz algunos números, el cual manifestó al flamenco. Eran éstos: 5, 6, 8-1/2.
—Veis,—le dijo.—Total diez y nueve y media, que vale tanto como decir: veinte.
—Señor alcalde,—respondió el flamenco,—puedo serviros. Mi caballito blanco, debéis haberlo visto por fuerza pasar alguna vez, una jaca del bajo Boulogne. Lleno de fuego. En vano se le quiso hacer caballo de silla. ¡Á él con ésas! Derribaba á cuantos intentaban acercársele. Creyósele viciado, y cuando no sabían qué hacer de él, lo compré yo. Púsele al cabriolé. ¡Señor mío! ¡esto era lo que él quería! Es dócil como una niña, y corre más que el viento. Pero guárdese nadie de montarle, porque no quiere de ninguna manera ser caballo de silla. Cada cual tiene sus ambiciones. Tirar, sí llevar no; es preciso creer que éste es su lema.
—Pero, ¿hará el trayecto?
—Recorrerá al trote largo las veinte leguas en menos de ocho horas. Pero escuchad antes las condiciones.
—Decid.
—En primer lugar, dejaréis que descanse una hora á mitad del camino; le daréis de comer; cuidado de que alguien vigile mientras coma, evitando que el chico de la posada robe la avena; porque tengo observado, que en las posadas, suele ser la avena bebida con mayor frecuencia por los mozos de cuadra, que comida por los caballos.
—Se vigilará.
—En segundo lugar... ¿Es para el señor alcalde, el cabriolé?
—Sí.
—¿Sabe el señor alcalde guiar?...
—Sí.
—Está bien. ¿El señor alcalde viajará solo y sin equipaje, al objeto de no cargar demasiado el caballo?
—Convenido.
—Pero, señor alcalde, no yendo nadie con vos, tendréis que tomaros el trabajo de vigilar que no se le quite la avena.
—Por supuesto.
—Me abonaréis treinta francos por día, incluso los de descanso. Ni[Pg 193] un ochavo menos, corriendo, naturalmente, de cuenta del señor alcalde, la manutención del caballo.
El señor Magdalena sacó de su bolsillo tres monedas de oro de veinte francos, y las dejó sobre la mesa.
—He aquí dos días adelantados.
—En cuarto lugar, por una carrera semejante, un cabriolé sería muy pesado y fatigaría al caballo. Será preciso, por lo tanto, que consienta el señor alcalde, en viajar en un pequeño tílburi que tengo.
—Consiento.
—Es muy ligero, pero está descubierto.
—Me es igual.
—¿Ha calculado el señor alcalde que estamos en invierno?
El señor Magdalena no contestó;—el flamenco repuso:
—¿Que hace mucho frío?
El señor Magdalena guardó silencio.
Maese Scaufflaire continuó:
—¿Que puede llover?
El señor Magdalena levantó la cabeza, y dijo:
—El tílburi y el caballo estarán á la puerta de mi casa mañana á las cuatro y media de la madrugada.
—Entendidos, señor alcalde,—dijo Scaufflaire. Después, rascando con la uña del pulgar una mancha que había en la mesa, repuso con aquel aire indiferente que los flamencos saben mezclar también á su finura:
—¿Sabéis en lo que estoy pensando? en que el señor alcalde no me ha dicho á dónde se dirige... Y... ¿á dónde va el señor alcalde?
No tenía él en la cabeza otra cosa desde el principio de la conversación, pero, sin saber por qué, no se había atrevido á hacer la pregunta.
—¿Tiene vuestro caballo buenas piernas delanteras?—dijo el señor Magdalena.
—Sí, señor alcalde. Le retendréis un poco en las pendientes. ¿Hay muchas en el camino que vais á recorrer?
—No olvidéis que debe estar á la puerta de mi casa á las cuatro y media de la madrugada precisamente,—respondió el señor Magdalena, y salió.
El flamenco se quedó hecho un bestia, según decía él de sí mismo después.
El señor alcalde había salido hacía cinco ó seis minutos, cuando volvió á abrirse la puerta; era el señor alcalde.
Su aire era como antes, impasible y preocupado.
—Maese Scaufflaire,—dijo,—en cuánto estimáis el caballo y el tílburi que vais á alquilarme, llevando el uno al otro.
[Pg 194]
—Tirando el uno del otro, señor alcalde,—dijo el flamenco soltando una carcajada.
—Sea. ¿Cuánto?
—¿Es que el señor alcalde me los quiere comprar?
—No, pero, os los quiero garantir á todo evento. Á mi vuelta me devolveréis la cantidad. ¿En cuánto estimáis el caballo y el tílburi?
—En quinientos francos, señor alcalde.
—Aquí están.
El señor Magdalena dejó sobre la mesa un billete de banco; luego salió, sin entrar ya de nuevo.
Maese Scaufflaire se arrepentía en alto grado de no haber dicho mil francos. Sin embargo, caballo y tílburi juntos no valían más que cien escudos.
El flamenco llamó á su mujer, y le explicó el caso. ¿Dónde diablos querrá ir el señor alcalde? Ambos tuvieron su consejo.—Irá á París,—dijo la mujer.—No lo creo,—contestó el marido.
El señor Magdalena se había dejado olvidado sobre la chimenea, el papel en el cual había escrito algunos números.
El flamenco tomó el papel, y empezó á calcular.—¡Cinco, seis, ocho y media! éstos serán los relevos de posta... Volvióse luego á su mujer.—He dado en ello,—dijo.—¿Cómo?—De aquí á Hesdin median cinco leguas, seis de Hesdin á Saint-Pol, ocho y media de Saint Pol á Arras. Va á Arras.
Entretanto, el señor Magdalena había vuelto á su casa. Para regresar de casa maese Scaufflaire, había tomado el camino más largo, como si la puerta de la vicaría fuése para él una tentación, que hubiese querido evitar. Había subido á su habitación, y se había encerrado en ella, lo cual no tenía nada de extraño, porque solía recogerse temprano. No obstante, la portera de la fábrica, que era al mismo tiempo la única criada del señor Magdalena, observó que su luz se había apagado á las ocho y media, lo cual participó ella al cajero, cuando entró, añadiendo:
—¿Está tal vez enfermo el señor alcalde? he advertido en su semblante algo de nuevo.
El cajero, habitaba un cuarto, situado precisamente debajo de el del señor Magdalena. Sin fijarse en las palabras de la portera, acostóse enseguida, y se durmió. Á eso de media noche, despertó bruscamente; había oído entre sueños un ruido extraño sobre su cabeza. Púsose á escuchar. Eran pasos que iban y venían, como si alguien se pasease en el cuarto de arriba. Fijó más su atención, y reconoció los pasos del señor Magdalena. Esto llamó su atención; generalmente no se oía en aquel cuarto el menor ruido antes de la hora en que acostumbraba á levantarse el alcalde. Un instante después, creyó oir el cajero algo parecido á un armario que se abre y vuelve á cerrarse. Luego como si arrastraran un mueble, y pasado un momento de silencio, volviéronse á oir los[Pg 195] pasos nuevamente. El cajero, se sentó sobre la cama, despertando por completo; observa, mira, y al través de los cristales de la ventana, vió en la pared de enfrente, el reflejo rojizo de una ventana iluminada. Por la dirección de los rayos, no podía ser aquella otra ventana que la del cuarto del señor Magdalena. El reflejo oscilaba como si procediese antes de una llama que dé una luz. La sombra de las vidrieras no se advertía, lo cual indicaba que la ventana estaba abierta de par en par. Dado el frío que hacía, era sorprendente el que estuviese abierta la ventana. El cajero volvió á dormirse de nuevo. Una hora ó dos más tarde, despertó otra vez. Los mismos pasos, lentos y regulares, seguían yendo y viniendo sobre su cabeza.
El reflejo seguía dibujándose en la pared, pero era entonces pálido y tranquilo, como el de una lámpara ó bujía.
La ventana continuaba abierta.
Vamos á ver ahora lo que pasaba en el cuarto del señor Magdalena.
III
Una tempestad bajo un cráneo
El lector ha, sin duda, adivinado que el señor Magdalena no era otro que Juan Valjean.
Hemos ya examinado otra vez las profundidades de aquella conciencia; ha llegado el momento de examinarlas de nuevo. No lo haremos sin emocionarnos y sin temblar. No existe nada más terrible que esta clase de consideraciones. Los ojos del espíritu no pueden encontrar en ninguna parte, más luz ni más tinieblas, que en las interioridades del hombre; ni pueden fijarse en cosa alguna que sea más formidable, más complicado, más misterioso y más infinito. Existe un espectáculo más grande que el del mar, el del cielo; pero hay otro más grande que el del cielo, es el del interior del alma.
Escribir el poema de la conciencia humana, aunque no sea más que á propósito de un solo hombre, á propósito del más insignificante de los hombres, sería fundir todas las epopeyas en una sola epopeya, superior y definitiva.
La conciencia, es el caos de todas las quimeras, de todas las ambiciones, y de las tentaciones todas; el horno de todos los delirios, el antro de todas las ideas; es el pandemónium del sofisma, el campo de batalla de todas las pasiones. Penetrad á ciertas horas al través del lívido semblante de un ser humano que reflexiona, y mirad detrás, mirad en el interior de aquella alma, en el fondo de aquella obscuridad. Hay allí, bajo el silencio del exterior, combates de gigantes como los de Homero, luchas de hidras y dragones y nubes de fantasmas como en Milton, y espirales ilusorias como en Dante. Nada tan sombrío como el infinito que lleva todo hombre dentro de sí mismo, y al cual somete con desesperación, y á su pesar, las voluntades de su cerebro y las acciones de su vida.
[Pg 196]
Alighieri encontró un día cierta puerta siniestra ante la cual dudó. He aquí igualmente, otra ante nosotros, á cuyos umbrales dudamos también. Entremos sin embargo.
No tenemos gran cosa que añadir á lo que le pasó á Juan Valjean después de la aventura de Gervasillo. Desde aquel momento, como hemos visto, fué ya otro hombre. Lo que el obispo había querido hacer de él, esto fué. No fué aquello una transformación, sino una transfiguración.
Resolvió desaparecer, vendió la plata del obispo, no guardándose más que los candeleros como recuerdo; deslizándose de población en población, atravesó la Francia, llegó á M* sur M*, tuvo la idea que hemos dicho, realizó lo que hemos consignado, logró hacerse inasible é impenetrable; y establecido desde entonces en M* sur M*, satisfecho por sentir su conciencia entristecida por el pasado y la primera mitad de su existencia desmentida por la última, vivió pacífico, sereno y esperanzado,, no teniendo más que dos pensamientos: ocultar su nombre y santificar su vida, escaparse á los hombres y encontrar á Dios.
Estos dos pensamientos, se encontraban tan estrechamente unidos en su espíritu, que no formaban más que uno solo, siendo ambos por igual imperiosos y absorbentes, dominando sus acciones más insignificantes. Ordinariamente estaban de acuerdo para regular la conducta que debía seguir, ambos le llamaban hacia la obscuridad, haciéndole bueno y sencillo y aconsejándole lo mismo. Algunas veces había divergencia entre ellos. En este caso, veíase al hombre que toda la comarca de M* sur M* llamaba el señor Magdalena, no vacilaba un instante en sacrificar la primera idea á la segunda, ó sea, su obscuridad á su virtud. Así, á despecho de toda reserva y de toda prudencia, había conservado los candeleros del obispo, vestido luto, llamado é interrogado á cuantos saboyanos había visto pasar, tomado informes de su familia en Faverolles, y salvado la vida al viejo Fauchelevent, á pesar de las mortificantes insinuaciones de Javert. Parecíale, como hemos indicado ya, pensar, á semejanza de los sabios, santos y justos, que su primer deber no estaba en complacerse á sí mismo.
No obstante, es preciso decirlo, jamás le había pasado nada parecido á lo presente.
Nunca las dos ideas que imperaban en el hombre desgraciado, de cuyos sufrimientos estamos dando cuenta, habían sostenido una lucha tan seria. Comprendíalo él confusamente, pero á fondo, desde las primeras palabras pronunciadas por Javert, al entrar en su gabinete. En cuanto oyó pronunciar aquel nombre que había sepultado entre las sombras, quedó sobrecogido de estupor y como desvanecido por aquel inesperado y siniestro golpe de su destino, y al través de su admiración sintió el estremecimiento que precede á los grandes sacudimientos; doblóse como se dobla la encina al aproximarse el huracán, como el soldado al aproximarse al asalto. Sintiendo venir sobre su cabeza, sombras llenas de rayos[Pg 197] y centellas. Al oir á Javert, lo primero que se le ocurrió fué correr á Arras, denunciarse, sacar de la cárcel á Champmathieu y sustituirle; este pensamiento era doloroso y punzante como una incisión en carne viva, pero pasada la primera impresión, se dijo: ¡Veamos! ¡veamos! Reprimió este primer impulso de su generosidad, y retrocedió ante el heroísmo.
Sin duda hubiera sido mejor que después de las santas palabras del obispo, después de tantos años de arrepentimiento y de abnegación, en medio de una penitencia admirablemente comenzada, aquel hombre, en presencia de tan terrible coyuntura, no hubiera dudado un instante y hubiera continuado andando al mismo paso hacia el precipicio abierto ante sus ojos y en cuyo fondo se encontraba el cielo; esto hubiera sido magnífico, tal vez, pero no fué así. Es preciso dar cuenta exacta de todo cuanto se acumulaba en aquella alma, diciendo lo que era y lo que en ella había. La primera victoria fué de momento para el espíritu de conservación; reunió sus ideas; ahogó sus emociones; pensó en la personalidad de Javert; su gran peligro; retardó toda resolución con la firmeza del espanto, aturdióse ante lo que venía obligado á realizar, recobrando luego su calma de igual manera que volvía al gladiador romano á recoger su escudo.
El resto del día siguió en el mismo estado, éste era un torbellino en el interior, la más perfecta calma exteriormente, no hizo otra cosa que tomar lo que podrían llamarse «medias conservadoras». Todo andaba aún confuso y chocándose en su cerebro; era tal su turbación, que no alcanzaba á ver clara la forma de una sola idea, y ni él mismo hubiera podido decir nada de sí mismo, sino que acababa de recibir un gran golpe.
Acercóse, según tenía ya por costumbre, al lecho del dolor de Fantina, prolongando la visita por instinto de bondad, diciéndose que debía obrar así, recomendándola mucho á las hermanas por si llegaba el caso de que tuviese de ausentarse. Presentía vagamente que tendría que ir tal vez á Arras; y sin estar de mucho decidido á hacer el viaje, decíase que estando, como estaba, al abrigo de toda sospecha, no podía haber inconveniente alguno en que fuése testigo de lo que pasase, y alquiló para ello el tílburi de Scaufflaire, al objeto de estar prevenido para lo que pudiere sobrevenir.
Comió con bastante apetito.
Volvió á su cuarto, y se concentró.
Examinó la situación; y la encontró inaudita, en grado tan superlativo, que en medio de sus delirios, por no sé qué impulsión de inexplicable ansiedad, levantóse de su asiento cerrando la puerta con llave. Y temiendo que aún pudiese entrar alguien, echó la aldaba, á fin de parapetarse lo posible.
Un momento después mató la luz. Le estorbaba.
[Pg 198]
Parecíale que aún podían verle.
¿Quién?
¡Ay! aquello á lo cual cerraba la puerta, había entrado ya; aquélla que él quería cegar, le estaba ya mirando: su conciencia.
Su conciencia, es decir, Dios.
No obstante, en el primer momento se hizo la ilusión de estar solo y seguro; bien cerrada la puerta, se creyó inaccesible; apagada la luz, juzgábase invisible. Entonces tomó él posesión de sí mismo; apoyó los codos sobre la mesa; dejó caer la cabeza entre sus manos, y empezó á meditar entre tinieblas.
¿Dónde estoy? ¿Es cierto que no estoy delirando? ¿Qué es lo que me han dicho? ¿Es verdad que he visto á Javert y que me ha dicho todo aquello? ¿Quién será ese Champmathieu? ¿Es verdad que se me parece? ¿Es esto posible? ¡Cuando pienso que ayer yo estaba tan tranquilo, bien ajeno de dudar de nada! ¿Qué es lo que hacía yo ayer á estas horas? ¿Qué es lo que se encierra en este incidente? ¿Cómo se desenredará? ¿Qué haré?
He aquí su tormento.
Su cerebro había perdido la fuerza necesaria á retener las ideas; éstas pasaban por él como las olas, á pesar de que procuraba detenerlas sujetando su frente con ambas manos.
De aquel tumulto que trastornaba su razón y su voluntad, y entre el cual buscaba una evidencia y una resolución, nada podía arrancar en definitiva más que angustias.
Su cabeza ardía. Acercóse á la ventana, y abrió sus hojas de par en par. No se veía una estrella en el cielo. Volvió á sentarse junto á la mesa.
Así se pasó la hora primera.
Poco á poco, no obstante, algunas líneas vagas empezaron á fijarse y á tomar cuerpo en su imaginación, y pudo entrever entonces con los rasgos de la realidad, no el conjunto de situación, pero sí algunos detalles. Empezaba á reconocer que por extraordinaria y crítica que fuése su situación, era, por completo, dueño de ella.
Su estupor no hizo, con semejante descubrimiento, más que acrecentarse.
Independientemente del objeto severo y religioso que se propusiera en sus acciones, todo lo que había hecho hasta aquel día, no había sido otra cosa que un hoyo para esconder su nombre. Lo que había temido siempre en sus horas de recogimiento en sí mismo, en sus noches de insomnio, era oir pronunciar su nombre; decíase que en este caso habría terminado todo para él; que el día en que su nombre reapareciese, se desvanecería en torno de sí su nueva vida, y, quién sabe si también con ella su nueva alma. Estremecíase á la sola idea de semejante posibilidad. Y si en tales momentos alguien le hubiese dicho que llegaría la hora en que su[Pg 199] nombre resonaría en sus oídos, con la odiosa frase «Juan Valjean», saldría súbitamente de entre las sombras irguiéndose ante él, donde aquella luz formidable creada para disipar el misterio en que se envolvía resplandecería instantáneamente sobre su cabeza, y que aquel nombre no le amenazaría ya; que aquella luz no produciría sino más espesas tinieblas; que aquel velo rasgado aumentaría el misterio; que aquel temblor de tierra consolidaría su edificio, y que aquel prodigioso incidente no tendría otro resultado, si él así lo quería, que el hacer más despejada y más impenetrable su existencia, y que de su confrontación con el fantasma de Juan Valjean, el bueno y digno industrial Magdalena resultaría más honrado, más digno y más considerado que nunca;—si alguien le hubiese dicho esto, hubiera meneado la cabeza compadeciéndole y teniendo sus palabras por insensatas. ¡Pues bien! todo ello acababa de realizarse, toda aquella balumba de imposibles era un hecho, y ¡Dios había permitido que aquellas locuras se convirtiesen en realidades!
Su desvanecimiento continuaba despejándose. Íbase, paso á paso, dando cuenta de su verdadera situación.
Parecíale que acababa de despertar de un sueño extravagante, y que se encontraba deslizándose por una pendiente, en plena noche, de pie, temblando, retrocediendo en vano sobre el peligroso borde de un abismo. Divisaba perfectamente entre las sombras á un desconocido, un extraño á quien el destino tomaba por él y le empujaba al precipicio en su lugar. Era indispensable para cerrarse el precipicio, que alguien cayese en su fondo, él ó el otro.
No había sino dejar al tiempo.
Hízose por completo la luz, y conoció entonces:—Que su puesto estaba vacío en el presidio; que por más que hiciese cuanto quisiera, le seguiría aguardando; que el robo de Gervasillo le llamaba allí; que aquel vacío le estaría esperando y atrayendo hasta que fuése de una manera fatal é inevitable.—Además, decíase él:—Que en tal momento había quién le reemplazaba, que parecía ser un tal Champmathieu la víctima de semejante error, y que mientras le representase en presidio la persona de Champmathieu y siguiese en la sociedad bajo el nombre de señor Magdalena, nada tenía que temer si no impedía que los hombres sellaran sobre la cabeza de Champmathieu la piedra de infamia que, como la losa del sepulcro, cae una sola vez para no levantarse jamás.
Era todo esto tan violento y tan extraordinario, que produjo en él una de estas sacudidas indescriptibles que ningún hombre ha experimentado más de dos ó tres veces en toda su vida, especie de convulsión de la conciencia que remueve cuantas dudas encierra el corazón cuyo conjunto está formado por la ironía, el gozo y la desesperación, y que podría llamarse un estallido de risa interior.
Encendió de nuevo y precipitadamente la bujía.
—¿Y bien?—se preguntó—¿de qué me asusto? ¿Á qué pensar en esto?[Pg 200] ¡estoy salvado! ¡todo ha concluido! No veía más que una sola puerta entreabierta, por la cual mi pasado pudiese penetrar en mi vida; esta puerta queda ahora tapiada, ¡para siempre jamás! Este Javert que viene acosándome hace tanto tiempo, ese temible instinto que parecía haberme adivinado, y ¡que me había adivinado en realidad! que me seguía á todas partes, este espantoso perro de caza, siempre de parada sobre mí, está ya derrotado, ocupado en otra parte y completamente despistado! ¡Está satisfecho, y ya me dejará tranquilo, puesto que tiene á su Juan Valjean! ¡Quién sabe también, y ello es lo más probable, si querrá alejarse de esta población! ¡Y todo esto se ha hecho sin mí! ¡No he intervenido para nada! ¡Y luego! ¿qué mal hay en ello? ¡Quiénes así me vieran, creerían que soy víctima de una catástrofe! Y, sobre todo, si resulta algún daño para alguien no es á buen seguro por culpa mía. Es la Providencia quien lo ha hecho todo. ¡Es que quiere que así sea indudablemente! ¿Tengo yo el derecho de estorbar lo que ella ordena? ¿Qué es lo que estoy pidiendo? ¿En qué voy á mezclarme? Esto no es de mi incumbencia. ¿Cómo no estoy contento? ¿Qué es lo que me falta entonces? El fin á que espiro hace tantos años, el sueño de mis noches, el objeto de mis oraciones, mi seguridad, ¡yo la espero! Dios lo quiere. Nada debo hacer contra la voluntad de Dios. ¿Y, por qué lo querrá Dios? Para que yo prosiga en lo comenzado, para que haga bien, para que sea yo un poderoso y vivo ejemplo, para que se diga, en fin, que ha habido su parte de ventura unida á esta penitencia que he sufrido, y en esta virtud á la que he vuelto. En verdad que no alcanzo á explicarme porqué he tenido miedo de entrar en casa de este buen cura y de explicárselo todo como á un confesor, pidiéndole consejo, cuando es evidente que me hubiera dicho lo mismo. ¡Estoy decidido á dejar que sigan las cosas su curso natural! ¡Dejemos que obre Dios!
Hablábase así, allá en las profundidades de su conciencia, inclinado hacia lo que pudiéramos llamar su propio abismo. Levantóse de su asiento y se puso á pasear la estancia. Vamos, dijo, no debo pensar más en ello. ¡Ya tengo hecha mi resolución! Pero no sintió, sin embargo, la menor alegría.
Al contrario.
Pretender que el pensamiento no vuelva á una idea, es como pretender que el mar no vuelva á la playa. Para el marinero se llama esto marea; para el culpable se llama remordimiento. Dios agita las almas como el océano.
Á los pocos instantes, por más que hizo, volvió nuevamente á su sombrío diálogo, del cual venía á ser orador y oyente á la vez, diciendo lo que hubiera querido callar, y oyendo lo que no hubiera querido saber; cediendo á aquel misterioso poder que le decía: «¡Piensa!», como había dicho él mismo, hace dos mil años, á otro condenado: «¡Anda!».
[Pg 201]
Antes de seguir adelante, y para ser plenamente comprendidos, insistimos en una observación muy necesaria.
Es cierto que se habla uno á sí mismo; no existe ningún ser pensador que no lo haya probado. Puede decirse igualmente que el Verbo nunca es más grande ni magnífico que cuando recorre el interior del hombre, desde el pensamiento á la conciencia, y que vuelve luego de la conciencia al pensamiento. En este sentido, solamente debieran entenderse las palabras empleadas frecuentemente en este capítulo, dijo, exclamó; decíase, hablábase, exclamaba en sí mismo, sin que el silencio exterior se rompiera. Hay grandes tumultos en que todo habla en nosotros menos la boca. Las realidades del alma, no por ser invisibles é impalpables, dejan de ser realidades.
Preguntábase, pues, en dónde estaba. Interrogábase acerca de su «resolución irrevocable». Confesóse á sí mismo que aquello que acababa de ordenar en su espíritu, era monstruoso, que «el dejar correr las cosas á la voluntad de Dios», era simplemente horroroso. Dejar que siguiese adelante aquel error del destino y de los hombres, sin detenerlo, contribuir á él con el silencio, no hacer nada en fin, ¡era hacerlo todo! era el último rebajamiento de la indignidad hipócrita! ¡Era un crimen bajo, cobarde, miserable, abyecto y repugnante!
Por la primera vez, después de ocho años, aquel hombre desventurado acababa de sentir el sabor amargo de un mal pensamiento y de una mala acción.
Y lo arrojó con asco.
Continuó interrogándose.
Y preguntóse severamente qué era lo que había entendido al dar «por conseguido su objeto».
Reconoció que, efectivamente, su vida tenía un objeto. ¿Pero cuál? ¿El de ocultar su nombre? ¿Engañar á la policía? ¿Y era por una cosa tan insignificante, por lo que había hecho cuanto había hecho? ¿No existía acaso otro objeto grande y verdadero? ¿Salvar, no su persona, sino su alma? Ser nuevamente honrado y bueno. ¡Ser un justo! ¿No era esto, por ventura, y esto sólo, lo que él únicamente había querido, lo que el obispo le había recomendado? ¿Cerrar la puerta á su pasado? ¡Pero no la cerraba de aquel modo, gran Dios! ¡no la cerraba! volvía á abrirla, con una acción infame. ¡Volvía á ser ladrón, y el más odioso de los ladrones! ¡robaba á otro su existencia, su vida, su paz, su parte de sol! Se convertía en asesino. ¡Mataba, mataba, moralmente á un miserable; le infería esa muerte espantosa de los vivos, esa muerte á cielo abierto, que se llama presidio!
Por el contrario, entregarse, salvar á aquel hombre víctima de tan funesto error, recobrar su nombre, aparecer otra vez por deber el presidiario Juan Valjean, eso era verdaderamente llevar á cabo su resurrección cerrando para siempre el infierno de que salía. ¡Caer aparentemente[Pg 202] en él era en realidad salir de él! Y eso era lo que convenía hacer, y nada habría hecho no haciéndolo así. Toda su vida resultaba inútil, toda su penitencia perdida.
¡Pero qué! ¿Estaba dicho todo? No: sentía que el obispo estaba allí y que estaba tanto más presente cuanto que había muerto, y que le miraba fijamente, y que en lo sucesivo el alcalde Magdalena con todas sus virtudes le sería odioso, y que el presidiario Juan Valjean, sería á sus ojos admirable y puro.
Los hombres verían su máscara, pero el obispo veía su rostro; los hombres podrían ver su vida, pero el obispo veía su conciencia. Era preciso, pues, ir á Arras, libertar al falso Juan Valjean y denunciar al verdadero. ¡Ay! Ése era el mayor de los sacrificios, la más dolorosa de las victorias, el último paso que había que salvar; pero era preciso. ¡Destino cruel! ¡No poder entrar en la santidad á los ojos de Dios sin entrar en la infamia á los ojos de los hombres!
—¡Pues bien!—dijo.—¡Tomemos ese partido, hagamos nuestro deber! ¡Salvemos á ese hombre!
Pronunció estas palabras claramente, sin advertir que hablaba en alta voz.
Tomó sus libros, los comprobó y puso en orden. Arrojó al fuego un legajo de créditos de pequeños comerciantes atrasados.
Escribió una carta y la cerró, en cuyo sobre habría podido leer cualquiera que hubiese estado allí en aquel momento: Á Monsieur Laffite, banquero, calle de Artois. París. Sacó de un secreter una cartera que contenía algunos billetes de banco y el pasaporte de que se había servido aquel año para ir á las elecciones.
Quien le hubiera visto realizar todos aquellos actos en medio de tan grave meditación, no habría sospechado nada de lo que pasaba por él. Solamente á intervalos se movían sus labios; otras veces levantaba pausadamente la cabeza y fijaba su ávida mirada en un punto cualquiera de la pared, como si hubiera allí precisamente alguna cosa que quisiera aclarar ó interrogar.
Concluida la carta al banquero Laffite, metiósela en el bolsillo, lo mismo que la cartera, volviendo á pasear la estancia.
Su divagación no había variado. Continuaba viendo claramente su deber escrito en letras luminosas que resplandecían ante sus ojos y giraban con su mirada: ¡Anda! ¡di tu nombre! ¡denúnciate!
Veía igualmente, y como si se moviesen delante de él con formas sensibles, las dos ideas que hasta entonces habían sido la norma de su vida: ocultar su nombre, santificar su alma. Por primera vez se le aparecían absolutamente distintas, y comprendía la diferencia que las separaba. Reconocía que una de aquellas ideas era necesariamente buena, al paso que la otra podía llegar á ser mala; que aquélla era el sacrificio[Pg 203] y ésta era la personalidad; que la una decía: el prójimo, y la otra decía: yo; que la una venía de la luz y procedía la otra de la noche.
Ambas se combatían. Él presenciaba ese combate. Á medida que él reflexionaba, ellas habían crecido á los ojos del espíritu y tenían ya estaturas colosales; parecíale verlas luchar dentro de sí mismo, dentro de ese infinito de que hablábamos antes, en medio de las tinieblas, diosa la una y gigante la otra.
Estaba lleno de espanto, pero le parecía que la buena salía triunfante.
Sentía que tocaba en el otro extremo decisivo de su conciencia y de su destino; que el obispo había marcado la primera fase de su vida nueva, y que aquel Champmathieu le marcaba la segunda. Después de la gran crisis, la gran prueba.
Entretanto, la fiebre, apaciguada por unos instantes, volvía á invadirle poco á poco. Mil pensamientos le asaltaban, pero fortificándole más en su resolución.
Díjose por un momento:—Que tomaba quizá el asunto con demasiado calor; que después de todo, aquel Champmathieu, no era tan interesante, pues al fin y al cabo, había robado.
Y se respondió: Si este hombre, en efecto, ha robado algunas manzanas, tiene un mes de prisión. Está, pues, muy lejos de presidio. Pero ¿quién sabe si en efecto ha robado? ¿Está probado por ventura? El nombre de Juan Valjean le abruma, y parece eximirle de pruebas. ¿Los procuradores del rey no obran habitualmente así? Le creen ladrón, porque saben que ha sido presidiario.
En otro instante se le ocurrió la idea de que cuando se hubiese denunciado á sí mismo, acaso tendrían en cuenta el heroísmo de su acción y su vida honrada durante siete años, y cuanto había hecho en favor del país, y que le harían gracia.
Pero esta suposición se desvaneció muy pronto, y sonrió amargamente al pensar que el robo de los dos francos á Gervasillo le hacía reincidente; que aquel crimen reaparecería de seguro, y que, según los términos precisos de la ley, incurría en la pena de cadena perpetua.
Prescindiendo de toda ilusión, iba alejándose más y más de la tierra, buscando consuelos y fuerzas en otra parte. Díjose que era indispensable cumplir con su deber; que tal vez no sería tan desgraciado después de haberlo cumplido, como lo sería eludiéndolo; que de dejar correr los sucesos, y quedándose en M* sur M*, su consideración, su nombradía, sus buenas obras, la deferencia, la veneración, su caridad, su riqueza, su popularidad y su virtud estarían impregnadas de un crimen, y ¿qué sabor habían de tener aquellas cosas santas unidas á una cosa tan indigna? Mientras que si llevaba á cabo su sacrificio, con el presidio, el potro, la cadena, el gorro verde, el trabajo sin descanso, y la vergüenza sin compasión, se mezclaría siempre una idea celestial.
[Pg 204]
En fin, díjose que era una necesidad, que su destino así lo exigía, que él no era dueño de desarreglar los arreglos de lo alto; que en todo caso, había que escoger: ó la virtud por fuera y la abominación por dentro, ó la santidad dentro y la infamia fuera.
Al remover tantas ideas lúgubres, no desfallecía su ánimo, pero se fatigaba su cerebro. Y comenzaba á pensar mal de su grado, en otras cosas; cosas indiferentes.
Las arterias de sus sienes latían fuertemente. Continuaba yendo y viniendo arriba y abajo. Dieron luego las doce en el reloj de la parroquia, y después en el del ayuntamiento. Contó las doce campanadas en ambos relojes, y comparó el sonido de las campanas. Recordó con este motivo, que no hacía muchos días había visto en un almacén de hierro viejo, una campana antigua para vender, en la que había grabado este nombre: Antonio Albin de Romainville.
Tuvo frío. Encendió un poco de fuego, sin acordarse de cerrar la ventana.
Sin embargo, volvió á caer en su estupor, y fuele preciso hacer un gran esfuerzo para recordar en qué estaba pensando antes de dar las doce. Recordóle por fin.
—¡Ah! Sí,—exclamó;—había tomado la resolución de denunciarme.
Y súbitamente recordó á Fantina.
—¡Es verdad!—exclamó.—¡Y esa pobre mujer!
Aquí se reveló una nueva crisis.
Fantina, aparecióndosele bruscamente en su delirio, fué lo que un rayo de luz inesperado. Parecióle que todo cambiaba de aspecto en torno suyo, y exclamó:
—¡Ah! ¡Sí! ¡Pero hasta ahora yo no he pensado más que en mí! ¡No he atendido más que á mi conveniencia particular! Si me conviene callar ó denunciarme,—ocultar mi persona ó salvar mi alma,—ser un magistrado despreciable y respetado, ó un presidiario infame y venerable,—es decir yo, nadie más que yo, y siempre yo. ¡Pero, Dios mío, todo ello no es más que egoísmo! Puede ser en diferentes formas, pero es siempre egoísmo. ¡Si yo pensase algo en los demás! La primera santidad es pensar en el prójimo. ¡Veamos, examinemos!
Exceptuado yo, borrado yo, olvidado yo, ¿qué sucederá? Si yo me denuncio, me prenden y sueltan á ese Champmathieu, se me vuelve á presidio, ¿y después? ¿Qué va á pasar aquí? ¡Ah! ¡Aquí hay un país, un pueblo, fábricas, una industria, obreros, hombres, mujeres, ancianos, abuelos, niños y desgraciados! Yo he creado todo esto, yo he hecho vivir todo esto; donde hay una chimenea que arroja humo, yo soy quien he puesto el tizón en la lumbre y la carne en el puchero; yo he creado la comodidad, la circulación, el crédito; antes de yo venir, no había nada; yo he despertado, vivificado, animado, fecundado, estimulado, enriquecido[Pg 205] toda la comarca; faltando yo, faltaría el alma. Desapareciendo, todo muere.
¡Y esa mujer que ha sufrido tanto, que tantos merecimientos encierra en su caída, cuya desgracia causé yo sin querer! ¡Y esa criatura que quería yo ir á buscar, y que se lo he prometido á la madre! ¿No le debo yo por ventura algo también á esa mujer, en reparación del mal que le he causado? Si yo desaparezco, ¿qué sucederá? Muerta la madre, quedará la niña á la aventura. He aquí lo que sucederá si me denuncio.
¿Y si no me denuncio?
Veamos lo que puede suceder.
Luego de sentada esta cuestión, detúvose, y después de un momento de vacilación temblorosa, que duró muy poco, respondióse con calma:
—Y bien; este hombre va á presidio, es cierto; pero ¡qué diablos! ha robado. Por más que yo pueda imaginarme que no es ladrón, ¡ello es que ha robado! Me quedo aquí decididamente. En diez años habré ganado diez millones; los distribuyo en el país, no me guardo nada; ¿para qué lo quiero? ¡No es por mí por quien hago lo que hago! La prosperidad de todos va creciendo; las industrias se despiertan y emulan; las manufacturas y las industrias se multiplican; las familias, ¡cien familias, mil familias! son felices; la comarca se puebla; nacen poblaciones donde había granjas; nacen granjas donde no había nada; desaparece la miseria, y con la miseria desaparece el libertinaje, la prostitución, el robo, el asesinato, todos los vicios y todos los crímenes. Esa pobre madre cría á su hija; ¡y he aquí toda una comarca rica y honrada! ¡Oh! ¡sí! Yo estaba loco, yo soñaba en un absurdo al tratar de denunciarme. Es preciso reflexionar y no precipitarse. ¡Pues qué! Por habérseme ocurrido el hacer el grande y el generoso... ¡Sensiblerías melodramáticas al fin y al cabo! Porque yo haya pensado en mí sólo para salvar de un castigo, quizá algo exagerado, pero justo en el fondo, no se á quién, á un ladrón, á un pícaro evidentemente, ¡ha de perecer todo un país! ¡ha de morir esa pobre mujer en el hospital! ¡ha de quedar una criaturita abandonada en medio del camino! ¡Como perros! ¡Ah! ¡Esto es abominable! ¡Sin que la madre haya vuelto á ver á su hija, ni la hija haya casi conocido á su madre! ¡Y todo ello por ese pícaro viejo, ladrón de manzanas, que de seguro hubiera merecido ir á presidio por otra cosa, si no por ésa! ¡Lindos escrúpulos que salvan á un culpable y sacrifican á muchos inocentes, que salvan á un viejo vagabundo, que al fin y al cabo apenas tiene algunos años de vida, y que no será más desgraciado en presidio que en su miseria; escrúpulos que sacrifican á toda una población, madres, mujeres, niños! ¡Aquella pobre Cosette que no tiene más que á mí en el mundo, y que sin duda se halla en este momento tiritando de frío en el tabuco de los Thénardier! ¡He ahí otros nuevos canallas!
¡Y yo faltaría á mi deber en perjuicio de todos esos pobres seres! ¡Y yo iría á denunciarme! ¡Á cometer la más solemne tontería! Veámoslo[Pg 206] por la parte peor. Supongamos que al obrar así cometo una mala acción, y que mi conciencia me lo reprocha algún día; aceptar en bien de otro, esos reproches que recaen sobre mí únicamente, esa mala acción que sólo á mi alma compromete, ése sí es sacrificio, ésa sí es virtud.
Levantóse y volvió á pasear. Esta vez le parecía estar satisfecho.
Así como los diamantes no se encuentran sino en las tinieblas de la tierra, no se encuentran las verdades sino en las profundidades del pensamiento. Parecíale que después de haber descendido á semejantes profundidades, después de haber andado á tientas por largo tiempo en lo más negro de aquellas tinieblas, acababa por fin de encontrar uno de aquellos diamantes, una de aquellas verdades, la cual tenía en su mano y le estaba deslumbrando al contemplarla.
—Sí, pensó él entonces. Esto es lo cierto. He dado con la verdad, tengo la solución. Hay que decidirse, y ya estoy decidido. ¡Dejemos hacer! No vacilemos, no retrocedamos, que tal es el interés de todos, aunque no el mío. Yo soy Magdalena, y Magdalena sigo siendo. ¡Desgraciado del que sea Juan Valjean! Yo no lo soy. No conozco á ese hombre, ni sé quien sea: y si existe al presente algún Juan Valjean, ¡que se arregle! Á mí no me importa. Es un nombre de fatalidad que flota en la noche; si se para y cae sobre alguna cabeza, ¡tanto peor para ella!
Miróse al espejo colocado encima de la chimenea, y dijo:
—¡Ah! Me alegro de haber tomado una resolución. Ya soy otro.
Dió todavía algunos pasos y parándose de repente dijo:
—¡Vamos! No debo vacilar ante ninguna de las consecuencias de la resolución tomada. Aún hay algunos hilos que me atan á ese Juan Valjean. Es preciso romperlos. En ese mismo cuarto hay objetos que me acusarían, testigos mudos; es preciso que desaparezcan.
Metió la mano en la faltriquera, sacó un bolsillo, le abrió, y tomó de él una llavecita.
Introdujo esta llave en una cerradura, cuyo agujero se veía apenas, disimulado entre los dibujos más oscuros del papel qué tapizaba las paredes. Abrióse un escondrijo, una especie de armarito practicado entre el ángulo de la pared y la cubierta de la chimenea. No había en aquel escondrijo más que harapos: una blusa de tela azul, un pantalón viejo, un morral viejo, y un garrote de espino con doble contera en sus extremos.
Los que hubiesen visto á Juan Valjean en la época en que pasó por D***, octubre de 1815, habrían conocido fácilmente todas las piezas de aquel miserable arreo.
Habíalas conservado él, como había conservado los candeleros de plata, para recordar siempre su punto de partida; solamente que ocultaba lo que procedía del presidio, y dejaba á la vista los candeleros que venían del obispo.
Dirigió una mirada furtiva á la puerta; como temeroso de que se[Pg 207] abriera á pesar del cerrojo que la guardaba, y luego, con un movimiento rápido y brusco, de una sola brazada, sin dar siquiera una mirada á aquellos objetos por tantos años tan religiosa y peligrosamente guardados, lo cogió todo, andrajos, palo y morral, arrojándolo al fuego.
Volvió á cerrar el escondrijo, y redoblando sus precauciones, inútiles ya, puesto que estaba vacío, ocultó la puerta con un mueble, que colocó delante.
Después de algunos segundos, el aposento y la pared de enfrente se iluminaron con un gran resplandor rojizo y tembloroso. Todo ardía, el garrote chisporroteaba y despedía centellas hasta en medio del cuarto.
Al consumirse el morral con los inmundos harapos que contenía, había quedado al descubierto una cosa que brillaba entre la ceniza. Acercándose á ver, fácilmente se habría distinguido que era una moneda de plata; sin duda la pieza de cuarenta sueldos robada al niño saboyano.
Pero él no miraba al fuego, y continuaba yendo y viniendo al mismo paso.
De repente, fijáronse sus ojos en los dos candeleros de plata, que con el reflejo de la llama brillaban vagamente sobre la chimenea.
—¡Ah!—exclamó.—Todo el Juan Valjean está aquí todavía. Es preciso destruir eso aún.
Y cogió ambos candeleros.
Había aún bastante lumbre para desfigurarlos fácilmente y hacer una especie de lingote sin forma.
Inclinóse un poco sobre el hogar y se calentó un instante; esto le produjo un verdadero consuelo. ¡Ah! ¡Qué calor tan agradable! dijo.
Removió las brasas con uno de los candeleros.
Un minuto más, y estaban ya en el fuego.
En aquel instante le pareció oir una voz que gritaba en su interior: ¡Juan Valjean! ¡Juan Valjean!
Erizáronse sus cabellos, y se quedó como un hombre que escucha algo terrible.
—¡Sí, eso es, acaba! decía la voz. ¡Completa tu obra! ¡Destruye esos candeleros! ¡Aniquila ese recuerdo! ¡Olvida al obispo! ¡Olvídalo todo! Pierde á Champmathieu. ¡Está bien! ¡Alégrate! «¡Conque es cosa convenida; está resuelto! ¡No hay más que decir! ¡ahí queda un hombre, un anciano que no sabe lo que se le quiere, que nada ha hecho, un inocente, tal vez, cuya desgracia es tu nombre, tu nombre que pesa sobre él como un crimen, que va á ser confundido contigo, que va á ser condenado, que va á concluir sus días en la abyección y el horror! ¡está bien! Y tú, hombre honrado. Sigue siendo el señor alcalde, honorable y venerado, enriquece á la población, alimenta á los necesitados, educa á los huérfanos, vive feliz, virtuoso y admirado, y durante todo ese tiempo, mientras tú estés aquí en la alegría y en la luz, habrá otro que lleve tu[Pg 208] chaqueta roja, que lleve tu nombre ignominioso y que arrastre tu cadena en presidio. ¡Sí, todo estará así muy bien! ¡Oh! ¡Miserable!
El sudor inundaba su frente. Fijaba sobre los candeleros una mirada huraña. Sin embargo, lo que hablaba en él no había aún terminado. La voz continuó:
—¡Juan Valjean! Habrá en derredor tuyo muchas voces que harán gran ruido, que hablarán muy alto, y que te bendecirán y una sola que nadie oirá, y que te maldecirá en las tinieblas. ¡Pues bien! ¡Oye, infame! ¡Todas aquellas bendiciones caerán antes de llegar al cielo, y únicamente la maldición será la que suba hasta Dios!
Aquella voz, débil al principio, y que se había elevado desde lo más oscuro de su conciencia, había llegado á ser gradualmente ruidosa y formidable, y él la oía entonces perfectamente junto á sí. Parecíale que había salido de él, y que á la sazón le estaba hablando desde fuera.
Creyó entender las últimas palabras tan claramente, que miró dentro del cuarto con cierto terror.
—¿Hay aquí alguien?—preguntó en voz alta y todo azorado.
Después añadió con una risa que parecía la de un idiota:
—¡Qué torpe soy! ¡Si no puede haber nadie!
Alguien había en efecto; pero el que allí estaba no era de los que pueda ver el ojo humano.
Dejó los candeleros sobre la chimenea.
Y volvió á su paseo monótono y lúgubre que, al par que turbaba su sueño, despertaba sobresaltado al hombre dormido en el aposento inferior.
Aquel andar le aliviaba y aturdía al mismo tiempo. Á veces parece que en las ocasiones supremas se mueve uno para pedir consejo á todo lo que pueda encontrarse variando de lugar. Al cabo de algunos instantes no sabía dónde se encontraba.
Retrocedía á un tiempo con igual espanto ante las dos resoluciones que había tomado alternativamente. Las dos ideas que le aconsejaban parecíanle tan funestas la una como la otra.
¡Qué fatalidad! ¡qué encuentro el de aquel Champmathieu confundido con él! ¡Verse precipitado justamente por el medio que parecía haber escogido la Providencia para tranquilizarle!
Hubo un momento en que pensó en el porvenir. ¡Denunciarse, gran Dios! ¡Entregarse! Comparó con inmensa desesperación todo lo que sería menester abandonar, y todo lo que sería menester volver á tomar. Era preciso dar un adiós á aquella existencia tan buena, tan pura, tan radiante, de aquel respeto de todos, de la honra, de la libertad! ¡Ya no iría más á pasear el campo, ya no oiría más el canto de los pájaros en el mes de mayo, ya no daría limosna á los pequeñuelos! ¡Ya no sentiría la dulzura de las miradas de agradecimiento y cariño fijas en él! ¡Dejaría aquella[Pg 209] casa edificada por él, aquel pequeño cuarto que habitaba! Todo se le presentaba bello en aquel momento.
¡Ya no leería más en aquellos libros, ya no escribiría más en aquella mesita de madera blanca! Su anciana portera, la única sirviente que tenía, ¡ya no le subiría el café por las mañanas! ¡Gran Dios! En vez de todo eso, el presidio, la argolla, la chaqueta roja, la cadena al pie, la fatiga, el calabozo, el cepo, todos aquellos horrores conocidos! ¡Á su edad, después de haber sido lo que era! ¡Si hubiese sido joven! ¡Pero viejo, y ser tuteado por el primer venido, ser registrado por el guardachusma, ser apaleado por el cabo de vara! ¡Llevar los pies desnudos en zapatos herrados! ¡Tender y someter su pierna mañana y tarde al martillo de la ronda que examina los grilletes. ¡Sufrir la curiosidad de los extraños á quienes se diría: Ése es el famoso Juan Valjean, que ha sido alcalde en M* sur M*! ¡Y por la noche, sudoroso y abrumado por el cansancio, con el gorro verde sobre los ojos subir de dos en dos, bajo el látigo del capataz, la escala del pontón flotante! ¡Oh! ¡Qué miseria! ¿Puede pues el destino ser malo como un ser inteligente y volverse monstruoso como el corazón humano?
Y por más que hacía, volvía siempre á caer en el doloroso dilema que constituía el fondo de su delirio: ¡Permanecer en el paraíso, y convertirse en demonio! ¡Entrar de nuevo en el infierno, y trocarse en ángel!
¡Qué hacer, gran Dios! ¡Qué hacer!
La tormenta de que creía haberse librado con tanto trabajo, volvía á desencadenarse en él. Sus ideas comenzaron otra vez á mezclarse, tomando cierto carácter estúpido y maquinal propio de la desesperación. El nombre de Romainville se le presentaba sin cesar á la imaginación junto con dos versos de una canción que había oído en otro tiempo. Recordaba que Romainville era un bosquecillo junto á París, á donde van los jóvenes enamorados á coger lilas en abril.
Vacilaba exterior como interiormente, caminando con la vacilación del niño que comienza á andar solo.
Había momentos en que, luchando contra su cansancio, esforzábase para alcanzar su inteligencia. Trataba de plantear por última vez y definitivamente, el problema ante el cual había caído en cierto modo rendido de fatiga. ¿Debía denunciarse? ¿debía callar? No conseguía sacar nada en limpio. Los vagos contornos de todas las razones dibujadas por su delirio temblaban y se disipaban unos después de otros como el humo. Sentía únicamente que cualquiera que fuése el partido que tomara, por necesidad, y sin poderlo remediar, encerraba algo que debía morir dentro de él, que entraba en un sepulcro, así fuése por la derecha, como por la izquierda; siempre era indispensable una agonía, la agonía de su felicidad, ó la agonía de su virtud.
[Pg 210]
¡Ay! Todas aquellas irresoluciones habían vuelto á apoderarse de él. No había adelantado nada desde el principio.
Así venía luchando en medio de la mayor angustia aquella alma desgraciada. Mil ochocientos años antes también, el ser misterioso en quien se resumen todas las santidades y todos los sufrimientos de la humanidad, mientras los olivos se agitaban impulsados por el viento cruel del infinito, rechazó con la mano un buen espacio el espantoso cáliz que se le aparecía derramando sombras y esparciendo tinieblas por entre las profundidades llenas de estrellas.
IV
Formas que toma el sufrimiento durante el sueño
Las tres de la madrugada acababan de dar, y hacía ya cinco horas que paseaba por su cuarto casi sin interrupción, cuando se dejó caer en una silla.
Y así durmió y soñó.
Aquel sueño, como la mayor parte de los sueños, no se relacionaba con la situación, sino por algo inexplicable, funesto y doloroso, que le produjo grande impresión. Aquella pesadilla le hirió tan vivamente, que la escribió después. Éste es uno de los papeles que dejó escritos de su puño, y que creemos deber transcribir textualmente.
Fuése lo que fuere aquel sueño, quedaría incompleta la historia de aquella noche, si lo omitiésemos. Es la aventura sombría de un alma enferma.
Hele aquí. En el sobre había escrito este renglón: El sueño que tuve aquella noche.
«Estaba en el campo, en un gran campo triste, escueto, sin hierba. No me parecía que fuése ni de día, ni de noche.
«Paseábame con mi hermano, el hermano de mi infancia, en el cual, debo decir, que no pienso nunca, y á quien casi no recuerdo ya.
«Hablábamos y encontrábamos transeuntes; nos referíamos á una vecina que tuvimos en otro tiempo, la cual, cuando se mudó á una habitación que daba á la calle, trabajaba siempre con la ventana abierta. Y sentíamos frío á causa de estar abierta aquella ventana.
«No había árboles en el campo.
«Vimos un hombre pasar junto á nosotros. Era un hombre desnudo, de color de ceniza, montado en un caballo color de tierra. El hombre no tenía cabellos; veíasele el cráneo y las venas sobre el cráneo. Llevaba en la mano una varita flexible como un sarmiento y pesada como el hierro. Pasó el jinete sin decirnos nada.
«Mi hermano me dijo:
«—Tomemos el camino hondo.
«Había efectivamente un camino hondo, donde no se veía un matorral ni una brizna de hierba. Todo era de color de tierra, incluso el[Pg 211] cielo. Andados algunos pasos, advertí que no me respondían cuando hablaba. Volví la cabeza, y vi que mi hermano no estaba ya á mi lado.
«Entré en un pueblecillo que encontré al paso. Supuse que era Romainville (¿por qué Romainville?)[5].
«La primera calle por donde entré estaba desierta. Entré luego en otra. Detrás del ángulo que formaban las dos calles, había un hombre de pie, junto á la pared. Díjele á este hombre:—¿Qué país es éste? ¿Dónde estoy? El hombre no respondió.
«Vi la puerta de una casa abierta y entré.
«La primera habitación estaba desierta. Entré en la segunda. Detrás de la puerta de la estancia había un hombre de pie junto á la pared. Pregunté á este hombre:—¿De quién es esta casa? ¿Dónde estoy? El hombre no respondió tampoco.
«La casa tenía un jardín. Salí de la casa y entré en el jardín. El jardín estaba desierto. Detrás del primer árbol vi á un hombre de pie. Díjele á este hombre:—¿Qué jardín es éste? ¿Dónde estoy?
«El hombre tampoco respondió.
«Vagué por la población, advertí que era una ciudad. Todas las calles estaban desiertas, todas las puertas abiertas. No pasaba un ser viviente por sus calles, ni se encontraba en sus moradas, ni paseaba sus jardines. Pero había detrás de cada esquina, detrás de cada puerta, detrás de cada árbol, un hombre en pie que estaba en silencio. Y no se veía nunca más que uno solo. Aquellos hombres me miraban pasar.
«Salí del pueblo y eché á andar por el campo.
«Poco después, volví la cabeza, y vi una multitud que venía siguiéndome. Reconocí á todos los que había visto en el pueblo. Tenían cabezas extrañas. Parecían no andar aprisa, y sin embargo caminaban más que yo. No hacían ruido alguno al andar. En un instante aquella multitud me alcanzó y rodeó. Los rostros de aquellos hombres eran de color de tierra.
«Entonces el primero, á quien yo había visto é interrogado al entrar en el pueblo, me preguntó:—¿Á dónde vais? ¿No sabéis por ventura que hace ya mucho tiempo que estáis muerto?
«Abrí la boca para responder, y advertí que no había ya nadie junto á mí».
Despertóse. Estaba helado.
Un viento, frío como viento de la mañana, hacía girar en sus goznes las hojas de la venta abierta.
El fuego se había extinguido. La bujía tocaba á su fin. La noche era obscura todavía.
Levantóse y asomó á la ventana. No se veían estrellas en el cielo.
[Pg 212]
Desde la ventana descubríase el patio de la casa y la calle. Un ruido seco y duro, que resonó de pronto sobre el suelo, le hizo bajar los ojos.
Vió debajo de él dos estrellas rojas, cuyos rayos se prolongaban y recogían caprichosamente en la sombra.
Como su pensamiento estaba medio sumergido todavía en la bruma de los sueños, exclamó:
—¡Calle!—y pensó.—¡No las hay en el cielo, pero sí en la tierra!
Disipóse, sin embargo, aquella turbación; un ruido semejante al primero acabó de despertarle; miró, y conoció que aquellas dos estrellas eran los faroles de un coche. Por la claridad que estos faroles despedían, pudo distinguir la forma del carruaje. Era un tílburi con un caballo blanco. El ruido que acababa de oir eran las patadas del caballo sobre el suelo.
—¿Qué carruaje es ése?—se preguntó.—¿Quién puede venir tan de mañana?
En aquel momento llamaron por lo bajo á la puerta de su cuarto.
Tembló de pies á cabeza, y exclamó en voz terrible:
—¿Quién llama?
Alguien dijo:
—Yo, señor alcalde.
Reconoció la voz de la vieja portera.
—¡Y bien! ¿Qué ocurre?
—Señor alcalde, van á dar las cinco.
—¿Y qué me importa?
—Señor alcalde, está ahí el cabriolé.
—¿Qué cabriolé?
—El tílburi.
—¿Qué tílburi?
—¿No ha encargado el señor alcalde un tílburi?
—No,—dijo él.
—El cochero dice que es para el señor alcalde.
—¿Qué cochero?
—El cochero de maese Scaufflaire.
—¿Maese Scaufflaire?
Este nombre le hizo estremecer, como si un relámpago hubiera cruzado ante sus ojos.
—¡Ah! sí,—repuso.—¡Maese Scaufflaire!
Si la vieja le hubiese podido ver en aquel instante, hubiera quedado espantada.
Siguió un prolongado silencio. Examinaba con aire estúpido la llama de la bujía, entreteniéndose en coger la cera hirviente alrededor del pábilo, arrollándola con sus dedos. La vieja esperó. Después, aventurándose á levantar aún la voz:
[Pg 213]
—Señor alcalde, ¿qué debo contestar?
—Que está bien; que bajo.
V
Los rayos de las ruedas
El servicio de postas de Arras á M* sur M* se hacía todavía en aquella época en pequeñas malas del tiempo del imperio. Estas malas eran unos cabriolés de dos ruedas, forrados de cuero leonado por dentro, suspendidos por muelles, sin más que dos asientos, uno para el conductor y otro para un viajero. Las ruedas estaban armadas de esos prolongados cubos ofensivos que obligan á los demás carruajes á mantenerse á distancia, y de los que se ven todavía algunos en los caminos de Alemania. La mala de la correspondencia, inmensa caja oblonga, estaba colocada detrás del cabriolé, formando parte de él. Este cajón estaba pintado de negro y el resto del carruaje de amarillo.
Dichos carruajes, á los que en nada se parecen los de hoy en día, presentaban cierto aspecto deforme y jorobado, de manera que cuando se los veía pasar á lo lejos, y como arrastrándose por alguna carretera en el horizonte, podían compararse á esos insectos, que creemos se llaman «termitas», que con un cuerpo muy pequeño arrastran un gran bulto. Caminaban no obstante, con gran velocidad.
La mala, que salía de Arras todas las noches á la una, después de pasar el correo de París, llegaba á M* sur M* poco antes de las cinco de la madrugada.
Aquella noche la mala que bajaba á M* sur M* por la carretera de Hesdin, golpea, al doblar una calle, en el momento en que entraba en la población, un tílburi pequeño tirado por un caballo blanco, que venía en sentido inverso, en el cual sólo iba una persona, un hombre envuelto en su capote. La rueda del tílburi recibió un golpe bastante fuerte. El conductor gritó á aquel hombre que se parara; pero el viajero no le hizo caso, y continuó su camino al trote largo.
—He aquí un hombre endiabladamente apresurado,—dijo el conductor.
El hombre que así corría era el mismo á quien acabamos de ver luchar interiormente entre convulsiones dignas de lástima.
¿Á dónde iba? No hubiera podido decirlo.
¿Por qué se daba tanta prisa? No lo sabía. Caminaba el azar delante de él. ¿Á dónde? Á Arras sin duda; pero quizá iba también á otra parte. Iba conociéndolo por momentos, y se estremecía. Engolfábase en aquella noche como un remolino de tinieblas. Un algo le empujaba, otro algo le atraía.
Lo que por él pasaba nadie hubiera podido decirlo, pero todo el mundo puede comprenderlo. ¿Qué hombre no ha entrada alguna vez en su vida en la obscura caverna de lo desconocido?
[Pg 214]
Por lo demás, no había él resuelto nada, nada decidido, nada determinado, nada hecho. Ninguno de los actos de su conciencia había sido definitivo. Se hallaba, más que nunca, como en el primer momento.
¿Por qué, pues, iba á Arras?
Repetíase lo que ya se había dicho al tomar el cabriolé de Scaufflaire:—que cualquiera que debiese ser el resultado, no había de haber inconveniente en ver con sus ojos, en juzgar por sí mismo;—que era ello prudente, pues le convenía saber lo que pasare.—Que no podía decidirse, sin haber observado y escudriñado;—que de lejos todos los objetos se nos hacen montañas, y por último, que después de haber visto al tal Champmatieu, quien sería indudablemente algún miserable, su conciencia quedaría probablemente muy tranquila dejándole ir á presidio en lugar suyo;—que en verdad, allí estarían Javert y los antiguos presidiarios, Brevet, Chenildieu y Cochepaille que le habían conocido, pero de seguro ya no le reconocerían. Que Javert estaba ya fuera de toda sospecha.
Que las conjeturas y las suposiciones se fijaban solamente en aquel Champmatieu, y no hay nada más tenaz que las suposiciones y las conjeturas;—y que no había, por lo tanto, peligro alguno.
Que sin duda era aquél un momento tenebroso, pero que saldría de él; que, después de todo era dueño de su destino, por malo que fuése.
Y que, como dueño, podía disponer de él á su antojo.
Aferrábase á este pensamiento.
Pero en el fondo si hemos de ser sinceros, hubiera preferido no ir á Arras.
Y sin embargo, iba.
Así pensando, arreaba al caballo que corría con ese trote regular y sentado que hace dos leguas y media por hora.
Á medida que el cabriolé avanzaba, sentía en su interior algo que retrocedía.
Al rayar el día estaba en campo raso; la población de M* sur M* se hallaba á larga distancia detrás de él. Miró blanquear el horizonte; miró sin ver, cómo pasaban delante de sus ojos todas las frías figuras de una aurora de invierno.
El alba tiene sus espectros como el crepúsculo, mas él no los veía; pero sin saberlo, y como por una especie de penetración casi física, las negras siluetas de árboles y colinas acrecentaban el estado violento de su alma con algo aún más negro y más siniestro.
Cada vez que pasaba por delante de alguna de aquellas casas aisladas que á veces se encuentran junto al camino, se decía:—¡Y aquí hay gentes que duermen!
El trote del caballo, los cascabeles del arnés, las ruedas sobre la carretera, producían un ruido suave y monótono. Esas cosas resultan agradables cuando uno está alegre, y lúgubres cuando triste.
[Pg 215]
Era muy entrada la mañana cuando llegó á Hesdin. Paróse delante de un mesón, para dejar rehacer el caballo y darle pienso.
El caballo era, como había dicho Scaufflaire, de esa raza pequeña del Bolonesado, de gran cabeza, gran vientre y poco cuello, pero de pecho abierto, ancha grupa, piernas descarnadas y finas, y pie seguro; raza fea, pero robusta y sana. El excelente bruto había andado cinco leguas en dos horas, y no tenía encima una sola gota de sudor.
Él no había bajado del tílburi. El mozo de cuadra, que traía la avena, se bajó de repente y examinó la rueda izquierda.
—¿Vais así muy lejos?—preguntó el hombre.
Él contestó sin salir de sus meditaciones.
—¿Por qué?
—¿Venís de lejos?—repuso el mozo.
—De cinco leguas de aquí.
—¡Ah!
—¿Por qué decís: ah?
El mozo se inclinó de nuevo, permaneció un instante silencioso, fijándose en la rueda, y después se enderezó, diciendo:
—Es que veo una rueda que puede haber hecho cinco leguas, no lo dudo; pero que de seguro no va hacer ahora un cuarto de legua más.
El viajero saltó del tílburi.
—¿Qué estáis diciendo, amigo?
—Estoy diciendo que es un milagro que hayáis hecho cinco leguas sin ir rodando vos y vuestro caballo en cualquier precipicio del camino real. Mirad.
La rueda, en efecto, estaba muy estropeada. El choque de la silla-correo había roto dos de sus rayos y destrozado el cubo, cuya matriz había saltado de su centro.
—Amigo,—dijo al mozo,—¿hay algún carretero por aquí?
—Sin duda, señor.
—Hacedme el favor de ir por él.
—Está aquí á dos pasos... ¡Eh! ¡maese Bourgaillard!
Maese Bourgaillard, el carretero, estaba en el umbral de su puerta. Se acercó á examinar la rueda, é hizo el gesto de un cirujano que cree rota una pierna.
—¿Podéis componer esta rueda inmediatamente?
—Sí señor.
—¿Cuándo podré seguir mi camino?
—Mañana.
—¡Mañana!
—Hay un jornal largo de trabajo. ¿Tenéis mucha prisa?
—Mucho. Es preciso que vuelva á partir dentro de una hora á lo más.
—Imposible, señor.
—Pagaré lo que se quiera.
[Pg 216]
—Imposible.
—¡Pues bien! Dentro de dos horas.
—Hoy es imposible. Es preciso hacer nuevos los dos rayos y el cubo. No podéis salir antes de mañana.
—El caso es que no puedo esperar á mañana. ¿Si en vez de componer esa rueda se reemplazase con otra?...
—¿Cómo?
—¿No sois carretero?
—¡Sin duda!
—¿Y no tenéis una rueda que venderme? Así podría partir enseguida.
—¿Una rueda suelta?
—Sí.
—No tengo ninguna á propósito para esta clase de cabriolé. Dos ruedas constituyen un par, y dos ruedas no se juntan siempre á la ventura.
—En ese caso, vendedme un par de ruedas.
—Es que no todas las ruedas se ajustan á todos los ejes.
—Probadlo.
—Es por demás. No tengo para vender más que ruedas de carro. Es éste un país tan pobre.
—¿Tenéis un cabriolé para alquilarme?
El maestro carretero, al primer golpe de vista había conocido que era el tílburi carruaje de alquiler. Y se encogió de hombros.
—¡Cuidáis bien de los carruajes que se os alquilan! si tuviera yo alguno no sería quien os lo alquilase.
—Pero ¿me lo venderíais?
—No lo tengo.
—¡Cómo! ¿Ni un carrito ligero? Ya veis que no es difícil contentarme.
—Es éste un pobrísimo país. Tengo ahí,—añadió el carretero,—una carretela antigua que es de un señor de la ciudad que me la dió á guardar, y que se sirve de ella todos los seis y treinta de cada mes. Ya os la alquilaría, pues no me cuesta nada, pero sería preciso evitar que la viera su dueño; y luego que es, como os he dicho, una carretela, y se necesitan dos caballos para tirar de ella.
—Tomaré dos caballos de posta.
—¿Á dónde vais?
—Á Arras.
—¿Y el señor quiere llegar hoy?
—Precisamente.
—¿Con caballos de posta?
—¿Por qué no?
—¿Os es igual llegar esta noche á las cuatro de la madrugada?
—No, ciertamente.
[Pg 217]
—Es que, vea usted, hay algo que debe decirse, para encontrar caballos de posta... ¿Traéis pasaporte?
—Sí.
—Pues bien, tomando caballos de posta no llegaréis á Arras antes de mañana. Éste es un camino transversal. Los relevos se sirven mal, los caballos están en los campos. Nos encontramos, además, en época de labranza; se necesitan muchas yuntas, y se toman cuantos caballos se encuentran, así los de posta como los otros. Tendréis que esperar, á lo menos, tres ó cuatro horas en cada relevo. Y luego, no podréis andar sino al paso. Hay que subir tantas cuestas.
—Entonces iré á caballo. Desenganchad el cabriolé. ¿Se encontrará una silla en el pueblo?
—Sin duda, pero ¿sufre la silla este caballo?
—Es verdad, vos me recordáis que no la sufre.
—Entonces...
—¿Pero se encontrará fácilmente en la población, un caballo de alquiler?
—¡Un caballo para ir á Arras de una tirada!
—Sí.
—Es preciso un caballo como no se encuentran por aquí. Tendríais que comprarlo, porque no siendo conocido. Pero ¡Ca! ¡ni vendido ni alquilado, por quinientos ni por mil francos lo encontraréis!
—¿Qué hacer, entonces?
—Lo mejor que podéis hacer, y os lo digo á fe de hombre honrado, es que yo recomponga la rueda, y que dejéis el viaje para mañana.
—Mañana sería tarde.
—¡Diantre!
—¿No pasa por aquí el correo de Arras?
—¿Á qué hora?
—Por la noche. Los dos hacen el servicio de noche, así el que sube como el que baja.
—¿Y es indispensable emplear todo un día para componer esta rueda?
—Un día largo; como os he dicho.
—¿Y poniéndose á trabajar dos oficiales?
—¡Aún que se pusieran diez!
—¿Si atáramos los rayos con cuerdas?
—Los rayos sí, pero no el cubo. La llanta está echada á perder.
—¿No hay quien alquile coches en el pueblo?
—No.
—¿Hay otro carretero?
El mozo de cuadra y el maestro carretero contestaron á un tiempo moviendo la cabeza:
—No.
El viajero se alegró inmensamente.
[Pg 218]
Era que la Providencia le detenía, al parecer, en su camino. Ella había roto la rueda del tílburi. Sin embargo, no queriendo rendirse al primer aviso, acababa de hacer todos los esfuerzos posibles para continuar el viaje; había, leal y escrupulosamente, puesto cuantos medios tenía á su alcance; no había retrocedido ante los elementos, ante la fatiga ni los dispendios; nada tenía que reprocharse. Si no adelantaba más, no era culpa suya. No era suya la falta de su detención; era un hecho providencial.
Respiró. Respiró libremente á todo pulmón por vez primera, después de la visita de Javert. Parecíale que la mano de hierro que le oprimía el corazón hacía veinte horas, acababa de dejarle en libertad.
Y pareciéndole que Dios le protegía á sazón, díjose á sí mismo:
Que habiendo hecho cuanto había podido, no tenía más sino volver tranquilamente sobre sus pasos.
Si su conversación con el carretero hubiese tenido lugar en una de las habitaciones de la posada, si no hubiese habido testigos, si nadie la hubiese oído, todo habría tal vez terminado allí y es muy probable que no hubiéramos narrado ninguno de los acontecimientos que se van á leer; pero la conversación fué tenida en la calle. Todo coloquio en la calle produce inevitablemente un corro. Hay siempre gentes dispuestas á hacer de espectadores. Durante su conversación con el carretero, se habían detenido varios transeuntes alrededor de ellos. Después de haber estado escuchando algunos minutos, un muchacho, en el cual nadie se había fijado, se separó del grupo echando á correr.
En el momento en que el viajero, después de la deliberación interior que hemos indicado, tomaba la resolución de retroceder, volvió el muchacho. Venía acompañado de una vieja.
—Señor,—dijo la vieja,—me ha dicho el chico que queréis alquilar un cabriolé.
Estas simples palabras, pronunciadas por una vieja acompañada de un muchacho, le hicieron trasudar. Creyó ver en las sombras la mano que le había soltado, dispuesta á cogerle de nuevo.
Y díjole á la vieja:
—Sí, buena mujer, necesito alquilar un cabriolé.
Apresurándose á añadir:
—¿Pero no hay ninguno en este pueblo?
—Sí lo hay,—dijo la vieja.
—¿Dónde está?—repuso el carretero.
—En mi casa,—replicó la vieja.
Estaba temblando. La mano fatal le acababa de asir nuevamente.
La vieja tenía, en efecto, bajo un cobertizo, una especie de calesín cubierto de mimbre. El carretero y el mozo de la posada, temiendo que se les escapara el viajero, intervinieron.
—Es un mal carro;—Apoyado sobre el eje;—Es cierto que los asientos[Pg 219] están suspendidos por correas;—Lloverá dentro de él como bajo una criba;—Las ruedas tomadas y enmohecidas por la humedad;—No iréis con él mucho más allá de lo que iríais con el tílburi;—¡Es una carreta!—¡Pues no se divertiría poco este señor, embarcándose en él!—etc., etc.
Todo aquello podía ser verdad, pero aquel carro, aquel calesín, aquella carreta, ó lo que fuése, tenía dos ruedas con que poder ir á Arras.
Pagó lo que quisieron, dejó el tílburi para que el carretero se lo tuviese arreglado á su vuelta, hizo enganchar el caballo blanco al calesín, y subiendo en él, emprendió nuevamente la ruta que venía siguiendo desde por la mañana.
En cuanto se puso en movimiento el calesín, confesóse que había sentido cierta alegría al pensar que no iría más allá. Examinó entonces aquella alegría con cierta cólera, y la encontró absurda. ¿Por qué había de alegrarse de retroceder? Puesto que, después de todo, hacía el viaje libremente. Nadie le obligaba á ello.
Y seguramente, nada había de acontecerle que él no quisiera.
Cuando salía ya de Hesdin, oyó una voz que le gritaba: «¡Deteneos! ¡deteneos!». Detuvo efectivamente el calesín, con un movimiento vivo y rápido en el que había aún algo de febril y convulsivo, parecido á la esperanza.
Era el chico de la vieja.
—Señor,—le dijo,—yo soy quien os ha proporcionado el calesín.
—¿Y qué?
—Que nada me habéis dado.
Él, que daba á todo el mundo fácilmente, encontró aquella pretensión exorbitante y odiosa.
—¡Ah! ¿eres tú perillán? díjole, ¡pues no hay de qué!
Y arreando el caballo, partió al trote largo.
Había perdido demasiado tiempo en Hesdin y quería ganarlo. El caballito era valiente y tiraba por dos; pero corría el mes de febrero, había llovido, y estaban los caminos perdidos. Además, aquello no era el tílburi. El calesín era más duro y pesado, y había muchas pendientes que subir.
Necesitó cerca de cuatro horas para ir de Hesdin á Saint-Pol. Cuatro horas para cinco leguas.
En Saint-Pol desenganchó en la primera posada que encontró, é hizo conducir el caballo á la cuadra. Como se lo había prometido á Scaufflaire, se estuvo junto al pesebre mientras comió el caballo. Pensando en mil cosas tristes y confusas.
La posadera entró en la cuadra.
—¿No quiere el señor almorzar?—preguntó.
—¡Y es verdad!—exclamó él;—tengo buen apetito.
Siguió á aquella mujer de figura agradable y airosa, que lo condujo[Pg 220] á una sala baja en la que había varias mesas cubiertas de tela encerada en lugar de manteles.
—Despachad pronto,—dijo él;—es preciso que emprenda nuevamente la marcha; llevo mucha prisa.
Una gruesa muchacha flamenca le puso enseguida cubierto. Admiró en la joven la verdadera expresión del bienestar.
—Esto es lo que yo sentía,—pensó;—no haber almorzado.
Sirviósele, cogió el pan, tomó un bocado, volviendo luego á dejarlo sobre la mesa sin volverlo á tocar.
Un carretero estaba comiendo en otra mesa. Díjole nuestro viajero á este hombre:
—¿Por qué es tan amargo este pan?
El carretero, que era alemán, no entendió lo que se le decía.
El viajero se volvió á la cuadra con su caballo.
Una hora después había salido de Saint-Pol dirigiéndose á Tinques, que dista sólo cinco leguas de Arras.
¿Qué hacía él durante el trayecto? ¿En qué pensaba? Al igual, que la mañana, miraba pasar los árboles, los techos de las cabañas, los campos cultivados, y los cambios del paisaje, que variaba á cada curva del camino.
Es ésta una contemplación que satisface el alma muchas veces, disponiéndola á meditar. Ver mil objetos por primera y última vez, ¿puede haber algo más meláncolico y profundo? Viajar, es nacer y morir á cada instante. Tal vez en la región más vaga de su espíritu, hacía comparaciones entre aquellos mudables horizontes y la existencia humana. Todas las cosas de la vida son una huida continuada delante de nosotros.
Todas las cosas en la vida huyen perpetuamente ante nosotros. Después de un deslumbramiento, un eclipse; se mira, se corre, se alargan las manos para asir lo que pasa; cada evento es una curva del camino, y de súbito se encuentra uno viejo. Siéntese como una sacudida, todo es negro; se distingue una puerta obscura. El sombrío caballo de la vida, que nos arrastra, se para. Y vemos á alguno, velado y desconocido, que le desengancha en las tinieblas.
Empezaba á caer el crepúsculo en el momento en que unos muchachos, que salían de la escuela, vieron entrar al viajero en Tinques. Es verdad que se estaba todavía en los días cortos del año. No se detuvo en Tinques. Al salir por el otro extremo de la población, un peón caminero que engravaba la carretera, levantó la cabeza y dijo:
—¡Vaya un caballo fatigado!
El pobre animal, en efecto, no andaba sino al paso.
—¿Vais tal vez á Arras?—añadió el caminero.
—Sí.
—Siguiendo este paso no llegaréis muy temprano.
Detuvo el caballo y preguntó al caminero:
[Pg 221]
—¿Cuánto falta todavía de aquí á Arras?
—Cerca de siete leguas largas.
—¡Cómo! La guía de postas no marca más que cinco y cuarto.
—¡Ah!—respondió el peón.—¿Entonces no sabéis que se está componiendo el camino? Á un cuarto de legua de aquí le encontraréis cortado. No hay medio de seguir adelante.
—¿De veras?
—Tomad allí por la izquierda, el camino que va á Carency; pasaréis el río, y al llegar á Camblin, tomáis á la derecha; allí cruza el camino de Mont-Saint Eloy, que va á Arras.
—Pero viene la noche y me perderé.
—¿No sois del país?
—No.
—Y además, todo es camino de travesía. Atended, señor,—repuso el caminero:—¿queréis tomar mi consejo? Vuestro caballo va muy cansado, quedaos en Tinques; hay muy buena posada. Dormís en ella, y mañana podréis ir á Arras.
—Es preciso que llegue allí esta noche.
—Eso es otra cosa. En este caso, id de todos modos á la posada y tomad un caballo de refuerzo. El muchacho que le conduzca os servirá de guía.
Siguió el consejo del peón. Volvióse atrás, y media hora después pasó por el mismo sitio á trote largo, con un buen caballo que reforzaba al suyo.
Un mozo de cuadra, que se titulaba postillón, iba sentado en las varas del calesín.
Sin embargo conocía que perdía tiempo.
Había caído ya por completo la noche.
Entraron en la travesía. El camino era malísimo. El carruaje saltaba de un bache á otro. Dijo él al postillón:
—Siempre al trote, y doble propina.
En uno de los vaivenes rompióse el balancín.
—Señor, dijo el postillón, se ha roto el balancín, y no sé cómo enganchar mi caballo. Esta travesía es muy peligrosa de noche; si quisiérais volveros á dormir á Tinques esta noche, mañana muy temprano podríamos estar en Arras.
Él le respondió:
—¿Tienes un cabo de cuerda y un cuchillo?
—Sí, señor.
Cortó él entonces una rama de árbol é hizo un balancín.
Esto fué otra pérdida de veinte minutos; pero volvieron á partir al galope.
La llanura estaba tenebrosa. Una niebla baja, reducida y negra, parecía trepar por las colinas, desprendiéndose como el humo. Distinguíanse[Pg 222] puntos blanquecinos entre las nubes. Un fuerte viento, que venía del mar, producía en todas las cavidades del horizonte un ruido semejante al de remover muebles. Todo cuanto entreveía se le presentaba terrorífico. ¡Cuántas cosas tiemblan al impulso de los soplos de la noche!
El frío le penetraba. Nada había comido desde la víspera. Recordaba vagamente su otro viaje nocturno por la gran llanura de las cercanías de D***, hacía ocho años, y le parecía cosa de ayer.
Oyó dar horas en un campanario lejano, y le preguntó al mozo:
—¿Qué hora es ésta?
—Las siete, señor; á las ocho estaremos en Arras. Ya no nos faltan más que tres leguas.
Por primera vez hizo entonces esta reflexión, pareciéndole extraño no se le hubiese ocurrido antes:
Que era quizá inútil tanta molestia como se tomaba; que no sabía siquiera á qué hora se veía la causa, que debería al menos haberse informado de ello; que era una extravagancia el seguir adelante, sin saber si aquello serviría para algo.—Después formó confusamente algunos otros cálculos en su espíritu:—Que ordinariamente las vistas del tribunal penal comenzaban á las nueve de la mañana; que el proceso no debía ser largo; que el debate sobre el robo de las manzanas sería muy corto; que lo más que habría luego sería cuestión de identificar la persona, cuatro ó cinco declaraciones y algunas breves palabras de parte de los abogados; ¡que llegaría tal vez cuando ya estaría todo terminado!
El postillón arreaba sus caballos. Habían pasado el río y dejado detrás á Mont Saint Eloy.
La noche aumentaba más y más su obscuridad.
VI
Sor Simplicia puesta á prueba
Sin embargo, en aquel momento mismo, Fantina estaba alegre.
Había pasado muy mala noche. Tos horrible, recrudecimiento de fiebre, y delirio. Por la mañana, cuando la visitó el médico la encontró delirando, éste se alarmó y encargó que le avisasen en cuanto regresara el señor Magdalena.
Fantina estuvo triste toda la mañana, habló poco, y se entretuvo en hacer dobleces en las sábanas, repitiendo cálculos en voz baja que parecían como cálculos de distancias. Sus ojos estaban hundidos y fijos. Parecían casi apagados, pero brillaban á intervalos, resplandeciendo como estrellas.
Parece que al acercarse cierta hora sombría, la claridad del cielo inunda á aquéllos á quienes abandona la claridad de la tierra.
Cada vez que sor Simplicia le preguntaba cómo estaba respondía invariablemente:—Bien. Yo quisiera ver al señor Magdalena.
Algunos meses antes, en el momento en que ella acababa de perder[Pg 223] el último resto de pudor, de vergüenza y de alegría, era aún la sombra de sí misma; á la sazón no era más que su espectro. El mal físico había completado la obra del mal moral. Aquella criatura de venticinco años tenía la frente arrugada, las mejillas lacias, la nariz afilada, los dientes descarnados, el color plomizo, el cuello huesoso, las clavículas salientes, los miembros demacrados, la piel terrosa, y sus cabellos rubios mezclados con algunos blancos. ¡Ah! ¡Cómo anticipan la vejez las enfermedades!
Al medio día volvió el médico, dió algunas prescripciones, preguntó si había el señor alcalde vuelto á la enfermería, y movió tristemente la cabeza.
El señor Magdalena acostumbraba ir diariamente á las tres á ver á la enferma; y como la exactitud era entonces bondad, era exactísimo.
Á eso de las dos y media, comenzó Fantina á manifestarse agitada. En el espacio de veinte minutos preguntó más de diez veces á la religiosa:
—¿Hermana mía, qué hora es?
Dieron las tres. Á la tercera campanada, Fantina se sentó en la cama, ella que apenas podía moverse dentro el lecho, cruzó convulsivamente sus descarnadas y amarillentas manos, y la hermana oyó salir de su pecho uno de esos suspiros profundos que parecen levantar un gran peso de angustia. Después Fantina se volvió y miró á la puerta.
Nadie entró; la puerta no se abrió.
Permaneció así un cuarto de hora, fijos los ojos en la puerta, inmóvil y como reteniendo el aliento. La hermana no se atrevía á hablarle. El reloj de la iglesia dió las tres y cuarto. Fantina se dejó caer de nuevo en su almohada.
No dijo una palabra, y volvió á hacer dobleces en la sábana.
Pasóse media hora, pasóse una, y nadie apareció; cada vez que el reloj sonaba, incorporábase Fantina y miraba hacia la puerta; después volvía á dejarse caer.
Adivinábase claramente su pensamiento; pero ella no pronunciaba nombre alguno, ni se quejaba, ni acusaba á nadie.
Solamente tosía de una manera lúgubre. Hubiérase dicho que algo obscuro iba descendiendo sobre de ella. Estaba lívida, y tenía los labios azulados, sonriendo á cada instante.
Dieron las cinco. Entonces oyó la hermana cómo decía en voz muy baja y dulce acento:—¡Ya que me iré mañana, hace mal en no venir hoy!
La misma sor Simplicia estaba admirada de la tardanza del señor Magdalena.
En tanto Fantina miraba al cielo de la cama, pareciendo como que quisiera recordar algo.
De repente se puso á cantar con voz débil como un suspiro. La hermana se puso á escuchar.
[Pg 224]
He aquí lo que cantó Fantina:
Compraremos muchas y muy bellas cosas
Viendo de las calles lo más principal
Azul es el lirio, rosadas las rosas,
Azul es el lirio, que dulce es amar.
La Virgen María con manto bordado
Ayer vino á verme en mi pobre hogar,
Y me dijo:—Mira, bajo el velo traigo
El niño que un día viniste á implorar.
—Á la ciudad pronto, corriendo, volando,
Comprad lienzo, agujas, hilos y dedal.
Compraremos muchas y muy bellas cosas
Viendo de las calles lo más principal.
Buena y santa virgen del manto bordado
Arreglé una cuna, con cintas, sin par;
Y aunque Dios la estrella de más vivos rayos
Me diera prefiero lo que tú me das.
—¿De todo este lienzo, señora, qué hago?
—Al recién nacido hacedle el ajuar.
Azul es el lirio, rosadas las rosas,
Azul es el lirio, que dulce es amar.
Lavad este lienzo.—¿En dónde?—En el río.
Y haced sin mancharlo, romper, ni arrugar,
Una hermosa falda con su cuerpecito,
Que con muchas flores la quiero bordar.
—¿Qué haremos, señora, faltando aquí el niño?
—Haced mi sudario, llevadme á enterrar.
Compraremos muchas y muy bellas cosas
Viendo de las calles lo más principal,
Azul es el lirio, rosadas las rosas,
Azul es el lirio, que dulce es amar.
Esta canción era una antigua romanza de nodriza con que ella acostumbraba, en otro tiempo, dormir á su pequeña Cosette y que no había vuelto á presentarse á su imaginación en los cinco años que se habían pasado sin ver á su hija.
Cantaba esto con voz tan triste y con tan dulce acento, que era bastante á hacer llorar á la misma religiosa. La hermana, acostumbrada á cosas austeras, sintió asomar una lágrima.
El reloj dió las seis. Fantina pareció no oir, como parecía no prestar atención á nada de lo que pasaba junto á ella.
Sor Simplicia envió una criada de la enfermería á preguntar á la portera de la fábrica si había regresado el señor alcalde y si subiría luego. La muchacha volvió á los pocos minutos.
Fantina continuaba inmóvil, y parecía prestar sólo atención á sus ideas.
La criada contó, muy por lo bajo á sor Simplicia, que el señor alcalde[Pg 225] había salido por la mañana antes de las seis, á pesar del frío que hacía, en un tílburi tirado por un caballo blanco; que iba solo, sin cochero; que ignoraba el camino que había tomado; que algunos decían haberle visto por la carretera de Arras, y otros aseguraban haberle encontrado en la de París. Que al despedirse había estado tan amable como siempre, y únicamente había dicho á la portera, que no se le esperase aquella noche.
Mientras las dos mujeres, de espaldas á la cama de Fantina, cuchicheaban, la hermana preguntando y conjeturando la criada, Fantina con aquella viveza febril propia de ciertas enfermedades orgánicas, que mezcla los movimientos libres de la salud á la espantosa demacración de la muerte, se había puesto de rodillas sobre la cama, con las manos crispadas, apoyándose sobre la almohada, y asomando la cabeza por entre la abertura de las cortinas; estaba escuchando. De repente exclamó:
—¡Estáis hablando del señor Magdalena! ¿Por qué habláis tan bajo? ¿Qué es lo que hace? ¿Por qué no viene?
Su acento era tan brusco y tan ronca su voz, que las dos mujeres, creyendo oir una voz de hombre, volviéronse asustadas.
—¡Respondedme!—exclamó Fantina.
La criada balbuceó:
—La portera me ha dicho que no podría venir hoy.
—Hija mía,—dijo la hermana,—estad tranquila, y volveos á echar.
Fantina, sin cambiar de actitud, repuso en voz alta, con acento imperioso y desgarrador á un tiempo:
—¿No podrá venir? ¿Y por qué? Vosotras sabéis el motivo, lo estabais cuchicheando entre ambas. Quiero saberlo.
La criada se apresuró á decirle al oído á la hermana:
—Decid que está ocupado en asuntos municipales.
Sor Simplicia se ruborizó ligeramente; lo que la criada le proponía era una mentira y por otra parte, le parecía que de decir la verdad á la enferma podría sin duda acarrearle un golpe terrible, lo cual era harto grave, dado el estado en que se hallaba Fantina. Este rubor duró poco. La religiosa levantó sobre Fantina sus ojos tristes y serenos, y la dijo:
—El señor alcalde se ha ausentado.
Fantina se incorporó y sentóse sobre sus talones. Sus ojos centellearon. Una alegría infinita se trasparentó en aquella fisonomía dolorida.
—¡Se ha ausentado!—exclamó.—¡Ha ido á buscar á Cosette!
Luego elevó sus dos manos hacia el cielo, y todo su rostro se mostró inefable. Sus labios se movían; oraban en voz baja.
Cuando acabó la oración, dijo á la hermana:
—¡Hermana mía!—exclamó,—voy á echarme de nuevo, y á hacer todo lo que me mandéis; ahora mismo he sido mala, he levantado la[Pg 226] voz, y os pido perdón; es muy feo hablar alto, ya lo sé, pero mi buena hermana, ya lo veis, ¡estoy tan contenta! Dios es bueno, el señor Magdalena es bueno; figuraos que ha ido á buscar á mi niña, á Cosette á Montfermeil.
Volvióse á acostar, ayudando á la hermana á arreglar la almohada, y besó una crucecita de plata que llevaba al cuello, la cual le había regalado sor Simplicia.
—Hija mía,—dijo la hermana,—procurad ahora descansar, y no habléis.
Fantina cogió entre sus manos húmedas la mano de la hermana; ésta procuraba ocultar la pena que le causaba aquel sudor.
—Ha salido esta mañana para ir á París. En rigor, no tiene necesidad de pasar por París. Montfermeil está un poco á la izquierda viniendo hacia acá. ¿Recordad cómo me decía ayer, cuando yo le hablaba de Cosette: Pronto, pronto? Es una sorpresa que quiere darme. ¿Entendéis? Él me hizo firmar una carta para sacarla de manos de los Thénardier. No tendrán nada que decir, ¿no es verdad? Entregarán á Cosette puesto que se les ha pagado. Las autoridades no permitirían que se guardaran la criatura habiéndoles pagado. Hermana, no me hagáis señas para que deje de hablar. Soy tan extremadamente feliz; ya me siento muy bien, no tengo mal alguno, voy á ver nuevamente á Cosette; creo que tengo hambre. Hace más de cinco años que no la he visto. ¡Vos no podéis figuraros cuánto atraen los hijos! Y luego, ¡estará tan hermosa, ya la veréis! ¡Si supiérais, tiene unos dedos tan lindos y rosados! Ahora tendrá tan bonitas manos. De un año las tenía tan chiquitas. Ahora estará muy crecida. ¡Tiene ya siete años! Es una señorita. Yo la llamo Cosette, pero se llama Eufrasia. Mirad, esta mañana estaba yo mirando el polvo que hay sobre la chimenea, y se me ha ocurrido la idea de que vería pronto á Cosette. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Qué triste es dejar pasar los años sin ver una á sus hijos! ¡deberíamos reflexionar que no es la vida eterna! ¡Ay! ¡Qué bien ha hecho el señor alcalde yendo por ella!... ¿No es verdad que hace mucho frío? ¿ha llevado, al menos, su capote? Mañana estará de vuelta, ¿no es verdad? mañana será día de fiesta. Mañana por la mañana, hermana mía, os acordaréis de hacerme poner mi gorrita guarnecida de encajes. Montfermeil es un pueblo. He recorrido á pie este camino en otros tiempos. Es una gran distancia para mí. Pero las diligencias van muy aprisa. Mañana estará aquí con mi Cosette. ¿Cuánto hay de aquí á Montfermeil?
La hermana, que no tenía la menor idea de las distancias, respondió: —¡Oh! Ya lo creo que podrá estar aquí mañana.
—¡Mañana! ¡Mañana!—dijo Fantina.—¡Veré á Cosette mañana! Veis, buena hermana del Dios bueno, ya no estoy mala. Estoy loca. Y creo que si quisiera, bailaría.
Cualquiera que la hubiera visto un cuarto de hora antes, no se hubiera[Pg 227] dado cuenta de lo que veía. Estaba sonrosada, hablaba en voz clara y natural, todo sonreía en ella. Á veces se reía hablando en voz baja. Alegría de madre, es casi alegría de niño.
—Bien, bien,—repuso la religiosa;—toda vez que sois dichosa, obedecedme y no habléis más.
Fantina dejó caer la cabeza sobre la almohada, y dijo á media voz:
—Sí, échate, sé prudente, que vas á ver á tu hija. Tiene razón sor Simplicia. Todos en esta casa tienen razón.
Después, sin moverse, sin menear la cabeza, se puso á mirar á todas partes, abiertos sus grandes ojos, con aire complacido y sin decir una palabra más.
La hermana corrió las cortinas creyendo que se dormiría.
Entre siete y ocho llegó el médico. No oyendo el menor ruido, creyó que Fantina dormía, y entró con cuidado, acercándose de puntillas á la cama.
Llegó, separó las cortinas, y á la luz de la lamparilla, vió los grandes y serenos ojos de Fantina que le contemplaban.
Díjole ella:—Señor, ¿no es verdad que se me permitirá que la acueste á mi lado en una camita?
El médico creyó que deliraba. Ella añadió:
Vedlo, hay justamente el sitio necesario.
El médico llamó aparte á sor Simplicia, que se lo explicó todo; esto es, que el señor Magdalena se había ausentado por uno ó dos días, y que en la duda no habían creído deber desengañar á la enferma, que estaba en la creencia de que el señor alcalde había ido á Montfermeil, pues que estaba en lo posible que lo hubiese adivinado. El médico aprobó. Y al volver á acercarse á la cama, Fantina añadió:
—Ya veréis, cuando despierte por la mañana le daré los buenos días á mi pobre niña, y por la noche, como yo no duermo, la veré dormir. Su tranquila y dulce respiración me hará un gran bien.
—Dadme la mano,—dijo el médico.
Alargóle el brazo, y exclamó sonriendo:
—¡Ah! Es verdad; ¡no lo sabéis! Ya estoy buena. Cosette llega mañana.
El médico se quedó sorprendido. Estaba mejor. La opresión había disminuido. El pulso había recobrado fuerza. Una especie de vida ficticia reanimaba aquel pobre ser desfallecido.
—Señor doctor,—repuso ella.—¿La hermana os habrá dicho que el señor alcalde ha ido á buscar el ratoncillo?
El médico recomendó el silencio, y que se procurase evitar toda emoción penosa. Prescribió una infusión de quina pura, y para el caso de repetirse la calentura por la noche, una poción calmante. Al marcharse dijo á la hermana:
—Esto va mejor. Si tuviéramos la suerte de que en efecto llegase[Pg 228] mañana el señor alcalde con la niña, ¿quién sabe? Hay crisis tan asombrosas, se han visto curas producidas por grandes alegrías... y aunque sé que es ésta una enfermedad orgánica, ya muy adelantada; ¡hay tanto de misterioso en todo! Que, entra en lo posible que se salve.
VII
El viajero al llegar toma sus precauciones para volverse
Eran cerca de las ocho de la noche cuando el calesín que hemos dejado en camino, entraba por la puerta-cochera de la casa de Postas de Arras. El hombre á quien hemos seguido hasta este momento, se apeó, respondió con aire distraído á las atenciones de los criados de la posada, despidió al postillón con su caballo de refuerzo, conduciendo por sí mismo el caballito blanco á la cuadra; después empujó la puerta de una sala de billar que estaba en el piso bajo, y se sentó, apoyando los codos sobre una mesa. Había empleado catorce horas en aquel trayecto que creía recorrer en seis. Hacíase la justicia de creer que no era por culpa suya, aunque en el fondo no le disgustase.
Entró la posadera:
—¿Va á pasar aquí la noche el señor? ¿Va á cenar?
Él hizo un signo de cabeza negativo.
—El mozo de cuadra ha dicho que el caballo del señor está muy cansado.
En esto rompió el silencio:
—¿Es que no podrá el caballo emprender la vuelta mañana temprano?
—¡Oh, señor! Necesita á lo menos dos días de descanso.
Y él preguntó:
—¿No está aquí la administración de postas?
—Sí, señor.
La posadera le acompañó al despacho; manifestó allí su pasaporte y se informó de si había medio de volverse aquella misma noche á M* sur M* con el coche correo. Justamente el único asiento al lado del conductor estaba desocupado; y lo tomó, pagándolo inmediatamente.
—Caballero,—le dijo el encargado,—no faltéis para salir puntualmente á la una.
Hecho esto, salió de la posada y empezó á andar por la ciudad.
No conocía Arras; las calles estaban obscuras; caminaba al azar. Sin embargo, parecía obstinarse en no preguntar á los transeuntes. Atravesó el riachuelo Crinchon, y encontróse en un dédalo de calles estrechas, en que se perdió. Pasaba un artesano con un farol. Después de vacilar bastante, decidióse á preguntar al artesano, no sin haber mirado antes á su alrededor como temeroso de que fuése oído lo que iba á preguntar:
—Señor,—dijo;—¿el palacio de Justicia, si os place?
—No sois de la ciudad, señor,—respondió el hombre, que era un buen anciano.—Seguidme si gustáis. Yo voy también allá, es decir, á la[Pg 229] prefectura, que es donde ahora se reúnen provisionalmente los jueces, mientras se están reparando las salas de justicia.
—¿Y es allí,—preguntó,—donde se reúnen también los jurados?
—Sin duda. Lo que es hoy la prefectura, era el palacio episcopal antes de la revolución. El señor Conzié, que era obispo en 1782, hizo construir una gran sala. Y es en esta gran sala donde se juzga.
Siguiendo su camino, le dijo el artesano:
—Si se trata de un proceso, es ya algo tarde. Generalmente las vistas concluyen á las seis.
Sin embargo, al llegar á la plaza mayor, le enseñó el artesano cuatro grandes ventanas iluminadas en la fachada de un vasto y tenebroso edificio.
—Á fe mía que llegáis á tiempo,—añadió;—habéis tenido suerte. ¿Veis esas cuatro ventanas? Ahí está el tribunal de los jurados. Hay luz; luego no han concluido todavía. Será negocio largo, y habrá sido preciso continuar la audiencia de noche. ¿Tenéis interés en la causa? ¿Es tal vez un proceso criminal? ¿sois acaso testigo?
El forastero respondió:
—No vengo por causa alguna, tengo sólo que hablar á un abogado.
—Eso es distinto,—dijo el artesano.—Mirad, señor, la puerta es aquella ahí donde está el centinela. No tenéis más que subir por la escalera principal.
Bastáronle las indicaciones del artesano, y pocos minutos después se hallaba en una sala donde había mucha gente, y mezclados en los grupos varios abogados con toga, cuchicheando acá y allá.
Es siempre una cosa que oprime el corazón, ver esos grupos de hombres vestidos de negro murmurando entre ellos en voz baja á la puerta de las salas de justicia. Es muy raro que de todas aquellas bocas salgan palabras de caridad y lástima. Lo que sí sale con bastante frecuencia son condenas anticipadas. Semejantes grupos se presentan al observador, que pasa y raciocina como otras tantas colmenas sombrías, ó como espíritus zumbadores que fabrican en común toda especie de edificios tenebrosos.
Aquella sala, espaciosa y alumbrada por una sola lámpara, era una antigua galería del palacio episcopal, que servía de antecámara. Una puerta de dos hojas, cerrada en aquel momento, la separaba de la gran sala donde estaba reunido el tribunal de jurados.
La obscuridad era tal, que no temió él dirigirse al primer abogado que encontró.
—Caballero,—le dijo;—¿en qué están?
—Ya han concluido,—respondió el abogado.
—¡Concluido!
Esta palabra fué repetida con un acento tan singular, que el abogado se volvió.
[Pg 230]
—Perdonad, señor mío: ¿sois acaso algún pariente?
—No. No conozco aquí á nadie. ¿Ha habido condena?
—Sin duda. No podía ser otra cosa.
—¿Presidio?...
—Para toda la vida.
—Y,—repuso él, con voz tan débil que apenas se le oyó:—¿Se ha probado entonces la identidad?
—¡Qué identidad!—replicó el abogado.—No había identidad alguna que probar. El asunto era claro. Esa mujer había matado á su hijo, y se ha probado el infanticidio. Desechado por el jurado el cargo de premeditación, ha sido condenada de por vida.
—¿Pero es una mujer?—dijo él.
—Ciertamente: la joven Limosin. ¿De qué me habláis entonces?
—De nada, pero toda vez que han concluido, ¿por qué está todavía la sala iluminada?
—Para otro proceso, que ha comenzado hace unas dos horas.
—¿Qué otro proceso?
—¡Oh! Es otro proceso muy claro también: un truhán, un reincidente, un presidiario que ha cometido un robo. No sé á punto fijo su nombre; pero tiene cara de verdadero criminal. Sólo por tener la cara que tiene, le mandaba yo á presidio.
—Señor,—preguntó él.—¿No hay medio de entrar en la sala?
—No lo creo; hay mucha gente. Sin embargo, se ha suspendido la audiencia y han salido afuera muchos. Tal vez al volverse á abrir la puerta podáis penetrar. Probadlo.
—¿Por dónde se entra?
—Por esa puerta grande.
El abogado se separó.
En algunos instantes, casi á un mismo tiempo, había experimentado todas las emociones posibles. Las palabras de aquel indiferente le habían, atravesado alternativamente el corazón como agujas de hielo y como hojas de fuego. Cuando supo que aún no había terminado la causa, respiró; pero no hubiera podido decirse si era ello manifestación de alegría ó de dolor.
Acercóse á varios grupos para oir qué decían.
Habiendo gran número de causas pendientes, el presidente del tribunal había señalado, para aquella noche, dos de las más sencillas y breves. Se había comenzado por la de infanticidio, y se estaba ahora en la del presidiario, el reincidente, el «caballo de retorno». Este individuo había robado unas manzanas; pero no parecía el hecho bien probado, pero lo que sí lo estaba era que había sido presidiario en Tolón, y ello era lo que daba mal aspecto á su causa. Había terminado el interrogatorio y la declaración de testigos; pero faltaban todavía la acusación del fiscal y la defensa del abogado, lo cual no terminaría antes de las[Pg 231] doce de la noche. El acusado saldría probablemente condenado: el fiscal era de los buenos, y no se le escapaba ninguno de sus reos; era un chico de provecho que hacía versos.
Un ujier estaba de pie junto á la puerta que daba entrada á la sala de los jurados. El viajero preguntó al ujier:
—¿Se abrirá pronto la puerta?
—No se abrirá ya,—dijo el ujier.
—¿Cómo? ¿No se volverá á abrir cuando continue la audiencia? ¿Pues no se ha suspendido?
—Se ha suspendido y ha vuelto á continuar,—respondió el portero;—pero no se abrirá la puerta.
—¿Por qué?
—Porque está llena la sala.
—¡Y qué! ¿No hay sitio alguno?
—No, señor. La puerta está cerrada. Nadie puede entrar ya.
El ujier añadió después de un instante de silencio:—Hay todavía dos ó tres sitiales detrás del señor presidente; pero no son admitidos allí sino los funcionarios públicos.
Y esto diciendo volvió la espalda.
Retiróse el forastero cabizbajo; atravesó la antecámara y bajó la escalera lentamente, como vacilando á cada peldaño. Es probable que tuviese consejo consigo mismo. La lucha violenta que se verificaba en su interior desde la víspera, no había terminado, y á cada momento surgía una nueva peripecia. Al llegar á la meseta de la escalera se arrimó á la baranda y se cruzó de brazos. De pronto desabrochó su levita, sacó su cartera, tomó el lápiz, arrancó una hoja, y escribió rápidamente en ella, á la luz del farol, este renglón: Magdalena alcalde de M* sur M*. Volvió á subir después á grandes pasos la escalera, atravesó la muchedumbre, se dirigió al ujier y le entregó el papel, diciéndole con autoridad:
—Entregad esto al señor presidente.
El ujier tomó el papel, le miró, y obedeció enseguida.
VIII
Entrada de favor
Sin él imaginárselo, había adquirido el alcalde de M* sur M* cierta celebridad. Hacía siete años que su reputación de virtuoso llenaba todo el bajo Bolonesado, y había acabado por traspasar los límites de aquella pequeña comarca, extendiéndose por dos ó tres departamentos vecinos. Además de los grandes servicios que había prestado á la capital, reformando la industria de los abalorios negros, no había uno solo de los ciento cuarenta y un municipios de aquel territorio, que no le debiese algún beneficio, habiendo contribuido también á favorecer las industrias de otros varios distritos.
[Pg 232]
Así es como hubo una época en que sostuvo con su crédito y sus fondos la fábrica de tules de Bolonia, la de hilatura mecánica de lino de Frevent, y la manufactura hidráulica de lienzos de Boubers sur Canche. En todas partes se pronunciaba con veneración el nombre del señor Magdalena. Arras y Douai, envidiaban su alcalde á la pequeña y dichosa población de M* sur M*.
El magistrado del tribunal superior de Douai, que presidía á la sazón el de los jurados de Arras, conocía, como todo el mundo, aquel nombre tan profunda y universalmente respetado. Cuando el ujier, abriendo discretamente la puerta que comunicaba de la sala del consejo con la de la audiencia, se inclinó detrás del sillón del presidente y le entregó el papel en que estaba escrito el renglón que acaba de leerse, añadiendo: Este señor desea asistir á la audiencia, el presidente hizo un vivo ademán de atención, y tomando una pluma, escribió algunas palabras en el mismo papel, que devolvió al ujier, diciéndole: «Hacedle entrar».
El desgraciado personaje cuya historia vamos narrando, había permanecido junto á la puerta de la sala en el mismo sitio y en la misma actitud en que el ujier le había dejado, parecióle oir, al través de sus meditaciones, que alguien le decía:—«Señor, ¿queréis hacerme el honor de seguirme?». Era el mismo ujier que poco antes le había vuelto las espaldas, quien le saludaba inclinándose hasta el suelo. El ujier, al propio tiempo, le entregó el papel. Desdoblólo, y como estaba allí cerca la lámpara, pudo leer:
«El presidente del tribunal de los jurados, presenta sus respetos al señor Magdalena».
Estrujó el papel entre sus manos, como si aquellas palabras tuviesen para él un sabor extraordinario y amargo.
Y siguió al ujier.
Algunos minutos después se hallaba solo en una especie de gabinete artesonado, de aspecto severo, alumbrado por dos bujías colocadas sobre una mesa con tapete verde. Aún resonaban en su oído las últimas palabras del ujier, que acababa de dejarle diciendo: «Señor, ésta es la sala del consejo; no tenéis más que dar media vuelta al botón de cobre de esa puerta, y os hallaréis en la misma sala del tribunal detrás del sillón del señor presidente». Estas palabras se mezclaban en su pensamiento á un recuerdo vago de los corredores estrechos y escaleras obscuras que acababa de recorrer.
El ujier le había dejado solo. El momento supremo había llegado. Procuraba recogerse en sí mismo sin poder conseguirlo. Precisamente en el momento en que más necesidad hay de reunir á las realidades de la vida todos los hilos del pensamiento, es cuando éstos se rompen dentro el cerebro. Se encontraba allí mismo donde los jueces deliberan y condenan.
Miraba con tranquilidad estúpida aquella cámara silenciosa y temible,[Pg 233] donde tantas existencias habían sido quebrantadas, donde su nombre iba á resonar en breve, y que su destino atravesaba en aquel instante. Miraba á las paredes, luego se miraba á sí mismo, asombrándose que aquéllas fuesen las de aquella cámara, y de que aquel hombre fuése él.
Hacía veinticuatro horas que no había comido, estaba rendido por las sacudidas del calesín; pero no lo sentía, parecíale no sentir nada.
Acercóse á un cuadro negro pendiente de la pared en el que se guardaba bajo el cristal una antigua carta autógrafa de Juan Nicolás Pache, alcalde de París y ministro, y fechada, sin duda por equivocación, el día 9 de junio del año II, y en la cual enviaba Pache, á la municipalidad, la lista de los ministros y diputados arrestados en sus propias casas.
Cualquiera que hubiese podido verle y observarle en aquel momento, habría imaginado sin duda que aquella carta le interesaba mucho, pues no apartaba de ella los ojos, y la leyó por dos ó tres veces. Sin embargo, la leía sin fijarse en ella, y sin propósito alguno. Pensaba en Fantina y en Cosette.
Así pensando, volvióse; y sus ojos se fijaron en el botón de cobre que le separaba de la sala de audiencia. Había casi olvidado aquella puerta. Su mirada, tranquila al principio, se detuvo y quedó como clavada en aquel botón; después apareció azorada é inmóvil, impregnándose poco á poco de espanto. Desprendíanse de entre sus cabellos, gotas de sudor que inundaban sus sienes.
Hubo un momento en que hizo con cierta autoridad, mezclada de rebeldía, ese gesto indescriptible que quiere significar y que dice tan bien: ¡Pardiez! ¿Quién me obliga á ello? Después volvióse vivamente, y vió delante de sí la puerta por donde había entrado, dirigióse á ella, abrióla y salió.
Ya no estaba en aquella cámara; se hallaba fuera: en un corredor largo, estrecho, cortado por escalones y postigos, que formaban toda clase de ángulos, alumbrado aquí y allá por algunos faroles parecidos á lamparillas de enfermo. Era el corredor por donde había entrado. Respiró, escuchó, no percibió el menor ruido ni delante ni detrás de sí, y huyó como si alguien le persiguiese.
Cuando hubo recorrido varios recodos de aquel pasillo, volvió á escuchar de nuevo. Siempre el mismo silencio y las mismas sombras á su alrededor. Estaba sofocado, vacilaba, tuvo que apoyarse en la pared. La piedra estaba fría, el sudor se le había helado en la frente, y se enderezó temblando.
Entonces, solo allí, de pie, en la obscuridad, temblando de frío y de algo más tal vez, meditó.
Había meditado toda la noche, había meditado todo el día; no oía dentro de sí mismo mas que una voz que repetía: ¡Ay!
[Pg 234]
Así se le pasó un cuarto de hora. Al fin, dobló la cabeza, suspiró con angustia, dejó caer los brazos, y retrocedió sobre sus pasos. Andaba lentamente y como abrumado. Parecía que alguien le hubiese alcanzado en su fuga, y le hiciese volver atrás.
Entró de nuevo en la cámara del consejo, y lo primero que distinguió fué el botón de la puerta. Aquel botón redondo de cobre pulimentado, brillaba para él como una estrella horrible. Mirábale como podría mirar un cordero el ojo de un tigre.
Su vista no podía apartarse de él.
De cuando en cuando daba un paso, y se aproximaba á la puerta.
Si hubiera escuchado, habría oído como una especie de murmullo confuso, el ruido de la vecina sala; pero no escuchaba ni oía.
De pronto, sin saber cómo, encontróse junto á la puerta, cogió convulsivamente el botón; la puerta se abrió.
Estaba en la sala de audiencia.
IX
Lugar en el cual van formándose las convicciones
Adelantó un paso, cerró maquinalmente la puerta tras sí, y permaneció de pie, contemplando lo que estaba viendo.
Era un vasto recinto iluminado apenas; ya silencioso, ya murmurante, donde se desarrollaba todo el aparato de un proceso criminal, con su mezquina y lúgubre gravedad, entre la multitud.
Á un extremo de la sala, en el cual se encontraba él, estaban algunos jueces con aire distraído, con toga ya usada, mordiéndose las uñas ó cerrando los párpados; al otro extremo había una muchedumbre andrajosa, abogados en toda clase de actitudes, soldados de semblante honrado y duro, entablamentos viejos y manchados, un techo sucio, mesas cubiertas de sarga, más amarilla que verde, puertas ennegrecidas por las manos; en clavos, suspendidos en el artesonado, quinqués de taberna, que daban más humo que claridad; sobre las mesas algunas velas en candeleros de cobre; la obscuridad, la fealdad, la tristeza; y de todo aquello se desprendía una impresión austera y augusta, porque se sentía allí esa gran cosa humana que se llama la ley, y la gran cosa divina llamada justicia.
Nadie, entre aquella multitud, se fijó en él. Todas las miradas convergían hacia un solo punto, hacia un banco de madera inmediato á una puertecilla, á lo largo de la pared, á la izquierda de la presidencia. En aquel banco, alumbrado por algunas velas, había un hombre sentado entre dos gendarmes.
Este hombre, era el hombre.
Él no le buscó, pero le vió. Sus ojos se le fueron, naturalmente allí, como si hubieran sabido de antemano dónde encontrarían aquella figura.
Creyó verse asimismo, envejecido; no absolutamente parecido en[Pg 235] cuanto al rostro, pero semejante en actitud y aspecto, con sus cabellos erizados, su pupila fosca é inquieta, con su blusa tal como iba el día en que entró en D*** lleno de odio y ocultando en el alma aquel repugnante tesoro de pensamientos horribles que había ido guardándose por espacio de diez y nueve años, cogidos en los suelos del presidio.
Y díjose á sí mismo estremeciéndose:—¡Dios mío! ¿debo volver á verme así?
El otro parecía tener lo menos sesenta años. Había en su semblante algo de rudo, estúpido y espantado.
Al ruido de la puerta, los que allí estaban se habían estrechado para dejarle sitio, el presidente había vuelto la cabeza, y creyendo que el personaje que acababa de entrar era el alcalde de M* sur M*, le había saludado. El fiscal que había visto al señor Magdalena en M* sur M*, adonde le habían llamado más de una vez las funciones de su ministerio, le reconoció y saludó igualmente. Sin advertirlo apenas, se hallaba bajo el peso de cierta alucinación, y sólo veía:
Los jueces, el escribano, los gendarmes y la multitud de cabezas cruelmente curiosas; había ya visto otra vez lo mismo, en otro tiempo,, hacía veintisiete años. Volvía nuevamente á encontrarse con todas aquellas cosas funestas; que estaban allí, que allí se movían, que existían allí. No era un esfuerzo de su memoria, un reflejo de su pensamiento, no; eran verdaderos gendarmes y verdaderos jueces, verdadera multitud y verdaderos hombres de carne y hueso. El hecho era evidente; veía aparecer de nuevo y revivir en torno de sí, con todo el aspecto formidable de la realidad, los monstruosos espectros del pasado.
Todo aquello estaba palpablemente ante sus ojos. Cerrólos horrorizado, exclamando para lo más profundo de su alma: ¡Jamás!
Y por un azar trágico del destino, que hacía temblar todas sus ideas, volviéndole casi loco, era otro él allí presente: ¡Aquel hombre á quien juzgaban y á quien todos llamaban Juan Valjean!
Tenía delante de los ojos «visión inaudita» una especie de representación del momento más horroroso de su vida, personificada en un fantasma.
Todo era lo mismo, el mismo aparato, la misma hora de la noche, casi las mismas figuras de los jueces, de los soldados y de los espectadores. Solamente que colocado sobre la cabeza del presidente había un crucifijo, cosa de que carecían los tribunales del tiempo de su condena. Cuando se le juzgó, no estaba Dios allí.
Había una silla detrás de él, en la cual se dejó caer aterrado por la idea de que pudieran verle. Una vez sentado, se aprovechó de un gran legajo de papeles que había sobre la mesa de los jueces para ocultar su rostro á los espectadores. Así podía ver él sin ser visto. Poco á poco fué recobrando el sentimiento de la realidad, llegando hasta aquel punto de calma en que es posible oir.
[Pg 236]
El señor Bamatabois era del número de los jurados.
Buscó á Javert, pero no le vió. El banco de los testigos quedaban fuera de sus miradas por la mesa del escribano. Y luego que, como hemos dicho, la sala estaba poco alumbrada.
En el punto en que entró, el abogado del acusado terminaba su defensa.
La atención del concurso estaba excitada hasta el más alto grado; hacía tres horas que duraba el debate; tres horas, durante las cuales la multitud veía doblegarse poco á poco bajo el peso de una semejanza terrible un hombre, un desconocido, una especie de ser miserable, perfectamente estúpido ó perfectamente hábil. Era el tal hombre un vagabundo á quien se había encontrado en un campo, llevando una rama cargada de manzanas maduras, arrancada de un manzano en un cercado vecino, conocido con el nombre de cercado Pierrón. ¿Quién era aquel hombre? De la investigación que había tenido lugar, de los testigos que acababan de oirse, unánimes todos, de las luces que se desprendían del debate, tomaba apoyo la acusación. Y la acusación decía: «No tenemos aquí solamente un ladrón de fruta, un merodeador; tenemos en nuestras manos un bandido, un relapso, un antiguo presidiario, un criminal de los más peligrosos, un malhechor llamado Juan Valjean, á quien la justicia anda buscando hace ya mucho tiempo, y quien, hace ocho años, al salir del presidio de Tolón, cometió un robo en camino real á mano armada, en la persona de un niño saboyano llamado Gervasillo, crimen previsto en el artículo 383 del Código penal, y por el cual nos reservamos perseguirle ulteriormente, cuando la identidad haya quedado comprobada judicialmente. Acaba de cometer un nuevo robo, lo cual prueba su reincidencia. Condenadle por el hecho nuevo, más tarde será juzgado por el antiguo». Ante esta acusación, ante la unanimidad de los testigos, el acusado parecía, antes que todo, asombrado. Hacía gestos y signos que querían decir no, ó levantaba los ojos y miraba al techo.
Hablaba con trabajo, respondía con embarazo, pero de pies á cabeza era toda su persona una negativa. Estaba como un idiota en presencia de todas aquellas inteligencias ordenadas en batalla á su alrededor, era como un extranjero en medio de aquella sociedad que le asediaba. No obstante, de allí podía resultar para él el porvenir más amenazador, y la verosimilitud de ello iba creciendo por minutos, y toda aquella multitud veía con mayor ansiedad que él mismo, aquella sentencia llena de calamidades que iba precipitándose sobre su cabeza. Dejábase entrever, asimismo, una eventualidad; la de que, además del presidio, era posible la pena de muerte, si llegaba á reconocerse la identidad, y si el asunto de Gervasillo terminaba más tarde con una condena. ¿Qué es lo que era aquel hombre? ¿Qué clase de apatía era la suya? ¿Era imbecilidad ó astucia? ¿Comprendía demasiado, ó no comprendía nada absolutamente? cuestión era ésa que dividía á la multitud, y que parecía igualmente dividir al jurado.
[Pg 237]
Había en aquel proceso algo que espantaba, y algo engañoso; el drama no era solamente sombrío, sino obscuro.
El defensor había hablado bastante bien en ese lenguaje de provincia que ha constituido por mucho tiempo la elocuencia del foro, y que usaban antes todos los abogados, lo mismo en París que en Romorantin ó Montbrison; pero que hoy día habiéndose hecho clásico, le usan solamente los oradores oficiales del ministerio público, á quienes conviene por su grave sonoridad y aire majestuoso; lenguaje por el cual se le llama al marido esposo, y á la mujer, esposa; á París, el centro de las artes y de la civilización; al rey, el monarca; á monseñor el obispo, un santo pontífice; al fiscal, el elocuente intérprete de la vindicta; á los alegatos, los acentos que se acaban de oir; al siglo de Luis XIV, el gran siglo; un teatro, el templo de Melpómene; la familia reinante, la augusta sangre de nuestros reyes; un concierto, una solemnidad musical; al señor comandante general del departamento, el ilustre guerrero que, etc.; á los alumnos del seminario, esos tiernos levitas; los errores imputados á los periódicos, la impostura que destila su veneno en las columnas de esos órganos, etc., etc.—El abogado, pues, había empezado por hablar del robo de las manzanas—cosa no muy á propósito para ese elevado estilo; pero el mismo Benigno Bossuet se vió obligado á hacer alusión á una gallina en lo mejor de una oración fúnebre, y lo hizo elocuentemente.—El abogado había partido del principio de que el robo de las manzanas no estaba materialmente probado. Su cliente, á quién en su calidad de defensor persistía en llamar Champtmathieu no había sido visto escalando la pared ó arrancando la rama.
Se le había cogido llevando aquella rama (que el abogado se complacía en llamar ramo), pero que él decía haber encontrado y recogido del suelo. ¿Dónde estaba la prueba de lo contrario? Indudablemente había sido aquella rama arrancada y sustraída después del escalamiento, y arrojada enseguida por el ladrón asustado; había habido, sin duda, un ladrón. Pero, ¿dónde estaba la prueba de que ese ladrón fuése Champmathieu? Una sola cosa: su cualidad de antiguo presidiario. El abogado no negaba que esa cualidad dejase de estar desgraciadamente bien comprobada; el acusado había residido en Faverolles; el acusado había sido allí podador; el nombre de Champmathieu podía muy bien tener por origen el de Juan Mathieu, todo esto era verdad: en fin, cuatro testigos reconocían sin vacilar y positivamente á Champmathieu por el presidiario Juan Valjean; á semejantes indicaciones y á tales testimonios, el abogado no podía oponer sino la negativa de su cliente, negativa interesada; pero suponiendo que fuése el presidiario Juan Valjean, ¿probaba esto que fuése el ladrón de las manzanas? Existía, pues, á todo extremo una presunción, no una prueba. Es verdad que el acusado, y el defensor «en su buena fe», no dejaba de convenir en ello, había adoptado «un mal sistema de defensa», obstinándose en negarlo todo, el robo y su[Pg 238] cualidad de presidiario. Una confesión sobre este último punto habría valido mucho más seguramente, y le hubiera granjeado tal vez la indulgencia de sus jueces. Así se lo había aconsejado el abogado; pero el acusado se había negado obstinadamente, creyendo sin duda salvarlo todo no declarando nada. Era esto un error; pero, ¿no se había de tener también en cuenta aquella escasez de inteligencia? Aquel hombre era visiblemente estúpido. Su larga permanencia en presidio, y su prolongada miseria fuera de él, le habían embrutecido, etc., etc. Defendíase mal; pero ¿era ésta una razón para condenarle? En cuanto al asunto de Gervasillo, el abogado no tenía necesidad de discutirlo, no entrando para nada en la causa. El abogado concluía suplicando al jurado y al tribunal que si la identidad de Juan Valjean les parecía evidente, le aplicasen las penas de policía que corresponden al trasgresor ordinario de un bando, y no el castigo espantoso que recae sobre el presidiario reincidente.
El fiscal replicó al defensor. Estuvo violento, y florido, como suelen serlo generalmente los fiscales.
Felicitó al defensor por su «lealtad», y se aprovechó hábilmente de esa lealtad, atacando al acusado con todas las concesiones hechas por su abogado. El abogado parecía conceder que el acusado era Juan Valjean. El fiscal tomó de ello acta. Aquel hombre era, pues, Juan Valjean. Éste era un hecho demostrado para la acusación, y sobre el cual no cabía ya debate. Y aquí, por una hábil antonomasia, remontándose al origen y á las causas de la criminalidad, el fiscal tronó contra la inmoralidad de la escuela romántica, en su aurora á la sazón, bajo el nombre de escuela satánica, que le habían dado los críticos de la Quottidienne y del Orifiamme, atribuyó no sin verosimilitud, á la influencia de esa literatura perversa, el delito de Champmathieu, ó, por mejor decir, de Juan Valjean. Agotadas estas consideraciones, pasó á hablar del mismo Juan Valjean.
¿Qué es lo que era Juan Valjean?
Descripción de Juan Valjean: un monstruo vomitado, etc. El modelo de esta clase de descripciones se halla en la relación de Teramenes, la cual, si no sirve de nada á la tragedia, presta, cuando menos diariamente, grandes servicios á la elocuencia forense. El auditorio y los jurados «temblaron». Terminada la descripción, el fiscal prosiguió, con un giro oratorio, á propósito para excitar hasta el más alto punto, al día siguiente, el entusiasmo del periódico de la prefectura. ¡Y es un hombre semejante, etc., etc., vagabundo, mendigo, sin medios de subsistencia, etc., etc., acostumbrado por su vida pasada á las acciones culpables, y poco corregido por su estancia en presidio, como lo prueba el crimen contra Gervasillo, etc., etc., es tal ese hombre que, encontrado en la vía pública en fragante delito de robo, á cortos pasos de un muro escalado, llevando aún en la mano el objeto robado, niega todavía el[Pg 239] delito, el robo, el escalamiento, lo niega todo, niega hasta su nombre, niega hasta su identidad. Además de cien otras pruebas, que no hemos de repetir, cuatro testigos le reconocen: Javert, el íntegro inspector de policía Javert, y tres de sus antiguos compañeros de ignominia, los presidiarios Brevet, Chenildieu y Cochepaille. ¿Qué opone él á esa unanimidad fulminante? Su negativa. ¡Qué endurecimiento! Vosotros haréis justicia, señores jurados, etc., etc.».
Mientras hablaba así el fiscal, oíale el acusado con la boca abierta, con una especie de asombro, en el cual había buena parte de admiración.
Estaba evidentemente sorprendido que un hombre pudiese hablar de aquella manera.
De cuando en cuando, en los momentos más «enérgicos» de aquella requisitoria, en esos momentos en que la elocuencia, que no puede detenerse, se desborda en un flujo de epítetos sonrojantes y anega al acusado como un torrente, movía el infeliz lentamente la cabeza de derecha á izquierda y de izquierda á derecha, especie de protesta triste y muda con la que se había contentado desde el principio de la vista. Dos ó tres veces, los espectadores que estaban más cerca de él le oyeron decir á media voz: ¡Véase lo que resulta de no haber preguntado al señor Baloup. El fiscal llamó la atención del jurado sobre aquella actitud atontada, fingida á no dudarlo, y que revelaba, no la imbecilidad, sino la maña, la astucia, la costumbre de engañar á la justicia, y que revelaba con toda claridad «la profunda perversidad» del acusado. Terminó reservándose para ocasión mejor, el asunto de Gervasillo, y pidiendo una sentencia ejemplar.
Ésta era, por de pronto, cadena perpetua.
Levantóse el defensor; empezando por cumplimentar al «ministerio fiscal» por su «admirable palabra»; después replicó como pudo, pero ligeramente; el terreno en que estaba su hundía bajo sus pies.
X
El sistema de negativas
Llegó el momento de cerrar el debate. El presidente mandó levantar al acusado, y le dirigió la pregunta de costumbre.
—¿Tenéis algo que alegar en vuestra defensa?
El hombre se levantó, dando vueltas entre sus manos á una mala gorra, pareciendo no entender lo que se le decía.
El presidente repitió la pregunta.
Esta vez el hombre entendió, pareció comprender. Hizo un movimiento como de quien despierta, paseó la mirada en torno suyo, se fijó en el público, en los gendarmes, en su abogado, en los jurados, y en el tribunal; puso su enorme puño sobre la baranda colocada delante de su[Pg 240] banco, volvió á mirar, y de repente, fijándose por fin en la persona del fiscal, comenzó á hablar.
Aquello fué una especie de erupción. Parecía según se escapaban de su boca, las palabras, incoherentes, impetuosas, atropelladas, confusas, que se apresuraban todas ó la vez para salir á un tiempo mismo. Dijo así:
—Tengo que decir. Que he sido carretero de París y que trabajaba en casa del señor Baloup. Es dura profesión; en el oficio de carretero hay que trabajar siempre al aire libre, en los patios ó debajo de algún cobertizo en casa de los buenos maestros, pero nunca en talleres cerrados, porque, ya veis, se necesita mucho espacio. En invierno se pasa tanto frío, que se golpea uno con los brazos para calentarse, pero los maestros no lo consienten, diciendo que así se pierde el tiempo. Manejar el hierro cuando están heladas las piedras es muy pesado. Pronto se gasta así un hombre. En este oficio llega uno á viejo siendo joven. Á los cuarenta años ya no hay hombre. Yo tenía cincuenta y tres, pero lo pasaba muy mal. Y luego ¡son tan malos los obreros! Cuando un pobre no es bastante joven, le llaman viejo tonto y topo viejo. Yo no ganaba más que treinta sueldos diarios; me pagaban lo menos que podían; los maestros se aprovechaban de mi edad. Además, yo tenía á mi hija, que era lavandera en el río. Ella ganaba por su lado, y aunque poco, reuniéndolo todo vivíamos. Su trabajo era muy pesado también. Todo el día en una banca metida hasta la mitad del cuerpo, con lluvia, con nieve, con un viento que corta la cara; cuando hiela, es preciso lavar también; hay personas que no tienen mucha ropa, y que aguardan á la lavandera para mudarse. Si no se lavara, se perderían los parroquianos. Las tablas de las bancas están mal ajustadas; entra el agua por todas partes. Los vestidos se les mojan por fuera y por dentro; la humedad penetra. Ella lavó también en el lavadero de los Niños Expósitos, donde el agua llega por medio de caños; allí no hay bancas. Se lava junto al caño y se aclara en el estanque. Como está cerrado, se tiene menos frío en el cuerpo. Pero se respira un vaho de agua caliente, que es terrible y que ataca á los ojos hasta dejaros ciego. Mi hija volvía á las siete de la tarde, y se acostaba enseguida; estaba muy fatigada. Su marido la pegaba. Se murió. Fuimos muy desgraciados. Era muy buena muchacha; no iba al baile; era muy amiga del reposo. Me acuerdo de un martes de carnaval que se acostó á las ocho. Y ahí tienen ustedes. Digo la verdad. No tienen más que preguntar. ¡Ay! Sí, preguntar. ¡Qué torpe! París es un torbellino. ¿Quién conoce allí á Champmathieu? Por esto cito al señor Baloup. Preguntad en casa del señor Baloup. Después de eso, no sé qué me queréis.
El hombre se calló, quedándose de pie. Había dicho aquello con voz alta, rápida, áspera, dura y ronca, con cierta ingenuidad airada y salvaje.
Una vez se había interrumpido para saludar á uno de los concurrentes. Aquellas afirmaciones que parecía lanzar á la ventura delante de sí,[Pg 241] venían como movimientos de hipo, y á cada una de ellas acompañaba el gesto de un leñador que hiende un tronco. En cuanto terminó, el auditorio se echó á reir. Él miró al público, y no comprendiendo por qué, púsose á reir también.
¡Aquello era siniestro!
El presidente, hombre atento y benévolo, habló á su vez.
Recordó á los «señores jurados» que al señor Baloup antiguo maestro carretero, en cuya casa decía el acusado haber trabajado, se le había citado inútilmente. Estaba en quiebra y «no había podido ser habido». Después, volviéndose hacia el acusado, le aconsejó que oyera bien lo que iba á decirle, y añadió:
—Estáis en una situación en que es preciso reflexionar. Pesan sobre vos las presunciones más graves y que pueden traeros fatales consecuencias. Acusado, en interés vuestro, os interpelo por la última vez; explicaos claramente sobre estos dos hechos: Primeramente, ¿habéis saltado, sí ó no, la tapia del cercado Pierrón, tronchado la rama y robado las manzanas; es decir, cometido el crimen de robo con escalamiento? Segundo, ¿sois el presidiario cumplido Juan Valjean? ¿sí ó no?
El acusado movió la cabeza con aire de inteligencia, como hombre que ha comprendido bien y que sabe lo que va á responder. Abrió la boca; se volvió hacia el presidente, y dijo:
—En primer lugar...
Después miró su gorra, miró al techo y se calló.
—Acusado,—repuso el fiscal con voz severa,—estadme atento. No respondéis á nada de lo que se os pregunta. Vuestra turbación os condena. Es evidente que no os llamáis Champmathieu; que sois el presidiario Juan Valjean, oculto primero bajo el nombre de Juan Mathieu, que era el apellido de su madre; que estuvisteis en Auvernia; que nacisteis en Faverolles, donde fuisteis podador. Es evidente que habéis robado con escalamiento manzanas maduras en el cercado Pierrón. Los señores jurados apreciarán estos hechos.
El acusado había acabado por sentarse; pero se levantó rápidamente en cuanto terminó el fiscal, y exclamó á su vez:
—¡Vos sois muy malo, señor! He aquí lo que yo quería decir; pero no se me ocurría al pronto. Yo no he robado nada. Yo soy un hombre que no come todos los días. Venía de Ailly, iba por el camino después de un turbión que había asolado el campo, tanto, que los pantanos se habían desbordado, y de las arenas apenas salía otra cosa que algunas matas de hierba á orillas de la carretera. Encontré en el suelo una rama tronchada que tenía algunas manzanas, y la cogí sin saber ni pensar que me traería un castigo. Tres meses hace que estoy preso, y que me llevan de aquí para allá, y yo no sé qué decir. Hablan contra mí, y me dicen: ¡Responde! El gendarme, que es un buen muchacho,[Pg 242] me da con el codo, y me dice por lo bajo: ¡Responde, hombre! Yo no sé explicarme, no he hecho estudios, soy un pobre hombre. Y es un gran error no querer verlo. Yo no he robado, he cogido del suelo una cosa que encontré en él. Habláis de Juan Valjean, de Juan Mathieu! No conozco á semejantes hombres; serán tal vez aldeanos. Yo he trabajado en casa del señor Baloup, en el boulevard del Hospital. Me llamo Champmathieu.
Sois muy mal intencionados creyendo adivinar dónde nací. Vosotros lo decís, pero yo lo ignoro. No todos tienen casa dónde venir al mundo. Muy cómodo sería si así fuése. Creo que mi padre y mi madre eran gentes que andaban por los caminos, y no sé más. Cuando era muchacho me llamaban el Pequeño, ahora me llaman el Viejo; y ésos son todos mis nombres de bautismo, tomadlo como queráis.
He estado en Auvernia, he estado en Faverolles. ¡Pardiez! ¿Qué tiene esto de particular? ¿No se puede haber estado en Auvernia y en Faverolles sin haber estado en presidio? Os digo que no he robado y que soy el tío Champmathieu. He trabajado en casa del señor Baloup, y he estado domiciliado.
¡Me fastidiáis con vuestras barbaridades! ¿Por qué razón os encarnizáis todos contra mí?
El fiscal había permanecido de pie, y dirigiéndose al presidente, dijo:
—Señor presidente, en vista de las negaciones confusas, pero muy hábiles, del acusado, que querría pasar por idiota; pero que no lo logrará—se lo advertimos—os pedimos y requerimos al tribunal para que se sirva mandar comparezcan de nuevo en este recinto los condenados Brevet, Cochepaille y Chenildieu, y el inspector de policía Javert, para que se les interpele por última vez acerca de la identidad del acusado con la persona del presidiario Juan Valjean.
—Debo advertir al señor fiscal,—dijo el presidente,—que el inspector de policía Javert, llamado por sus funciones á la cabeza de partido de un distrito inmediato, ha salido de esta audiencia, y hasta de la ciudad, después de prestar su declaración. Le hemos autorizado para ello, de conformidad con el mismo señor fiscal y el defensor del acusado.
—Es verdad, señor presidente,—repuso el fiscal.—Pero en ausencia del señor Javert, creo deber recordar á los señores jurados lo que él mismo ha dicho hace pocas horas. Javert es un hombre estimable, que honra, por su rigurosa y estricta probidad, las funciones que ejerce, si bien inferiores, muy importantes. Véase en qué términos ha declarado el señor Javert:
«No tengo necesidad alguna de presunciones morales ni de pruebas materiales que desmientan las negativas del acusado. Le reconozco perfectamente. Ese hombre no se llama Champmathieu, es un antiguo presidiario muy malo y muy temido, llamado Juan Valjean. Se le puso en libertad al terminar su condena con gran temor. Ha sufrido diez y[Pg 243] nueve años de trabajos forzados por robo calificado. Probó cinco ó seis veces de escaparse. Además del robo de Gervasillo y del robo de Pierrón, creo que cometió otro robo en casa de su ilustrísima el difunto obispo de D***. Le veía frecuentemente en la época en que era yo auxiliar de guardachusma en el presidio de Tolón. Repito que le reconozco perfectamente».
Esta declaración tan terminante pareció producir una nueva impresión así en el público como en el jurado.
El fiscal terminó insistiendo en que á falta de Javert, los tres testigos, Brevet, Chenildieu, y Cochepaille, fuesen oídos de nuevo é interpelados solemnemente.
El presidente dió la orden á uno de los ujieres, y á poco se abrió la puerta de la sala de testigos. El ujier, acompañado de un gendarme dispuesto á auxiliarle, introdujo al condenado Brevet. El auditorio estaba suspenso, y todos los pechos palpitaban como si todos juntos no tuviesen más que un alma.
El antiguo presidiario Brevet llevaba el traje negro y ceniciento de las prisiones centrales. Era un personaje de unos sesenta años, que tenía cierto aspecto de hombre de negocios, con aire de pícaro, cosas ambas que van juntas algunas veces. En la cárcel, adonde le habían llevado nuevos delitos, había llegado á ser algo como calabocero. Era hombre de quien decían sus jefes: Procura hacerse útil. Los capellanes tenían buen concepto de sus costumbres religiosas. Hay que tener presente que esto pasaba en tiempos de la restauración.
—Brevet,—dijo el presidente,—habéis sufrido una pena infamante y no podéis prestar juramento.
Brevet bajó los ojos.
—Sin embargo,—repuso el presidente,—aún en el hombre degradado por la ley, pueden restar, cuando la misericordia divina lo permite, sentimientos de honor y de equidad. Apelo á estos sentimientos en este momento decisivo. Si, como espero, existe en vos aún, fijaos por una parte en ese hombre á quien una palabra vuestra puede perder, y por otra en la justicia, la cual una palabra vuestra puede esclarecer. El instante es solemne, y es tiempo todavía de retractarse, si creéis haberos equivocado. Acusado, levantaos. Brevet, mirad bien al acusado, reunid vuestros recuerdos, y decidnos por vuestra alma y conciencia, si persistís en reconocer á ese hombre por vuestro antiguo compañero de presidio Juan Valjean.
Brevet miró al acusado, volviéndose después al tribunal.
—Sí, señor presidente. Yo soy quien le reconocí primeramente y persisto en ello. Este hombre es Juan Valjean, que entró en Tolón en 1796 y salió en 1815. Yo salí un año después. Ahora tiene el aire de un bruto, pero puede ser le haya embrutecido la edad; en presidio era muy taciturno. Le reconozco positivamente.
[Pg 244]
—Podéis sentaros,—dijo el presidente.—Acusado, continuad en pie.
Introdujeron á Chenildieu, condenado á cadena perpetua, como lo indicaban su chaqueta roja y gorro verde. Cumplía su condena en el predio de Tolón, de donde le habían sacado para declarar en esta causa. Era un hombrecillo de unos cincuenta años, vivo, arrugado, feo, pálido, descarado y nervioso, que en todos sus miembros y en toda su persona tenía cierta debilidad enfermiza, y en la mirada una fuerza inmensa. Sus compañeros de presidio le habían puesto por mote Niega-á-Dios[6].
El presidente le dirigió aproximadamente las mismas palabras que á Brevet. En el momento en que le recordó que su infamia le quitaba el derecho de prestar juramento, Chenildieu levantó la cabeza mirando descaradamente al público.
El presidente le indicó que debía reflexionar, y le preguntó, como á Brevet, si persistía en reconocer al acusado.
Chenildieu se puso á reir.
—¡Pues no he de reconocerle! Hemos estado juntos cinco años, atados á la misma cadena. ¿Te desagrada que lo diga, viejo amigo?
—Id á sentaros,—dijo el presidente.
El ujier condujo á Cochepaille, otro condenado á perpetuidad, venido de presidio y vestido de rojo como Chenildieu, era un campesino de Lourdes, un medio-oso de los Pirineos. Había guardado rebaños en la montaña, y de pastor había pasado á bandolero; no era menos salvaje, y parecía más estúpido aún que el acusado. Era uno de esos infelices que la naturaleza empieza en bestias feroces, y la sociedad termina en presidiarios.
El presidente intentó conmoverle con algunas palabras patéticas y graves, y le preguntó, como á los otros dos, si persistía, sin vacilar ni turbarse, en reconocer al hombre que estaba de pie delante de él.
—Es Juan Valjean,—dijo Cochepaille.—El mismo á quien llamaban Juan el Gato, por su fuerza extraordinaria.
Cada una de las afirmaciones de estos tres hombres, evidentemente sinceras y de buena fe, había suscitado en el auditorio murmullos de mal agüero para el acusado, murmullos que crecían y se prolongaban más y más, cada vez que una nueva declaración venía á corroborar la anterior. El acusado los había oído con el semblante admirado, que, según la acusación, era su principal medio de defensa. Á la primera, los gendarmes sentados á su lado, le habían oído murmurar entre dientes: ¡Bien! ¡ya tenemos uno! Á la segunda, dijo un poco más alto y con aire satisfecho: ¡Muy bien! Á la tercera exclamó sin contenerse: ¡Famoso!
El presidente le interpeló:
—Acusado, ¿habéis oído? ¿Qué tenéis que decir?
Él respondió:
[Pg 245]
—Repito que ¡famoso!
Estalló en el público cierto rumor, que llegó casi al jurado. Era evidente que aquel hombre estaba perdido.
—Ujieres,—dijo el presidente,—imponed silencio. Va á cerrarse el debate.
En aquel momento hubo un gran movimiento hacia la presidencia junto á la cual se oyó una voz que gritaba:
—¡Brevet, Chenildieu, Cochepaille! Mirad hacia acá.
Cuantos la oyeron se quedaron como helados, tan lamentable y terrible era su acento. Volviéronse los ojos hacia el punto de donde había partido. Un hombre, colocado entre los espectadores de preferencia sentados detrás del estrado, acababa de levantarse, había empujado la puertecilla de la baranda que le separaba del tribunal, estaba de pie en medio de la sala. El presidente, el fiscal, el señor Bamatabois, veinte personas, le reconocieron y exclamaron á un tiempo:
—¡El señor Magdalena!
XI
Champmathieu más y más asombrado
Efectivamente era él. La lámpara del escribano iluminaba su rostro. Tenía el sombrero en la mano, no había el menor desorden en su traje, su levita estaba perfectamente abotonada. Estaba muy pálido y ligeramente tembloroso. Sus cabellos, grises todavía al llegar á Arras, aparecían completamente blancos. Había encanecido en aquella hora de estar allí.
Todas las cabezas se levantaron. La sensación fué indescriptible. Hubo en el auditorio un instante de vacilación. La voz había sido tan penetrante, el hombre que estaba allí parecía tan sereno, que al primer momento nadie se explicaba que era aquello. Preguntábanse quién había gritado. Nadie podía creer que fuera aquel hombre tan tranquilo quien hubiese dado un grito tan horroroso.
Aquella indecisión duró solamente algunos segundos. Aún antes de que el presidente y el fiscal pudieran decir una palabra, antes que los gendarmes y porteros hubiesen podido hacer un gesto, el hombre, que en aquel momento seguían todos llamando señor Magdalena, se había adelantado hacia los testigos Cochepaille, Brevet y Chenildieu.
—¿No me reconocéis?—les dijo.
Los tres continuaron admirados, é indicaron con un movimiento de cabeza que no le reconocían. Cochepaille, intimidado, hizo el saludo militar. El señor Magdalena se volvió hacia los jurados y hacia el tribunal, y dijo con acento tranquilo:
—Señores jurados, mandad poner en libertad al acusado. Señor presidente, mandad que se me prenda. El hombre á quien se busca no es él sino yo. Yo soy Juan Valjean.
[Pg 246]
Ni una sola boca respiraba. Á la primera conmoción de asombro había sucedido un silencio sepulcral. Sentíase en la sala esa especie de terror religioso que sobrecoge á las multitudes cuando se está verificando algo grandioso.
Sin embargo, el rostro del presidente aparecía cubierto de simpatía y tristeza; había cambiado un signo rápido con el fiscal, y algunas palabras en voz baja con los jueces asesores. Y dirigiéndose al público, preguntó con acento que fué comprendido por todo el mundo:
—¿Hay por aquí algún médico?
El fiscal tomó la palabra:
—Señores jurados, el incidente tan extraño como inesperado que suspende la audiencia, nos inspira, lo mismo que á vosotros, un sentimiento que no es necesario expresar. Todos vosotros conocéis, al menos por su fama, al honorable señor Magdalena alcalde de M* sur M*. Si hay algún médico entre el auditorio, unimos nuestra voz á la del señor presidente para rogarle se sirva asistir al señor Magdalena y acompañarle á su domicilio...
El señor Magdalena no dejó terminar al fiscal, interrumpiéndole con un acento lleno de mansedumbre y autoridad. He aquí las palabras que pronunció, trasladadas literalmente, tal cual fueron escritas inmediatamente después de la audiencia por uno de los testigos de aquella escena, tales cuales permanecen todavía en el oído de los que las oyeron hace cuarenta años.
—Os doy muchas gracias, señor fiscal; pero no estoy loco. Vais á verlo. Estábais próximos á cometer un gran error, dese libertad á ese hombre; cumplo con mi deber diciéndoos que yo soy ese desgraciado criminal. Yo soy el único que ve claro aquí, y digo la verdad. Dios, que está allá arriba, mira lo que yo hago, y esto basta. Podéis prenderme, puesto que me tenéis aquí. Yo, sin embargo, he obrado lo mejor que he podido. Me he ocultado bajo un nombre supuesto: me he enriquecido, he llegado á ser alcalde; he querido mezclarme entre las gentes honradas. Pero, por lo visto, esto no es posible. En esto hay muchas cosas que no puedo decir, pues no he de referir aquí mi historia; algún día se sabrá. Robé al señor obispo, es verdad; robé á Gervasillo, es verdad también. Hay razones para decir, como habéis dicho, que Juan Valjean era un miserable, malvado; pero quizá no sea suya toda la culpa. Atendedme, señores jueces: un hombre tan envilecido como yo no puede quejarse de la Providencia, ni debe dar consejos á la sociedad, pero advertid que la infamia, de la cual había procurado salir, es verdaderamente nociva. El presidio hace al presidiario. Haceos cargo de esto, si queréis. Antes de ir á presidio, era yo un infeliz aldeano, muy poco inteligente, casi un idiota; el presidio me cambió. Era estúpido, me volví perverso; era un leño, me volví tizón. Más tarde, la indulgencia y la bondad me salvaron, de igual manera que la severidad me[Pg 247] había perdido. Pero perdonadme, pues no podéis vosotros comprender lo que os estoy diciendo. En mi casa se encontrará, entre las cenizas de la chimenea, la moneda de cuarenta sueldos que robé hace siete años á Gervasillo. No tengo nada que añadir. Prendedme. ¡Válgame Dios! El señor fiscal mueve la cabeza como diciendo: Magdalena se ha vuelto loco. ¡No se me cree! Lo siento á fe. ¡No condenéis al menos á ese hombre! ¡Y qué! ¡Estos no me reconocen! Yo quisiera que estuviese aquí Javert. ¡Él sí que me reconocería!
No hay palabras con que expresar toda la melancolía benévola y sombría del acento con que acompañó esta exclamación.
Volvióse hacia los tres presidiarios, diciendo:
—¡Pues bien! ¡Yo os reconozco á vosotros! ¡Brevet! ¿No os acordáis?...
Interrumpióse, vaciló un momento, y luego dijo:
—¿Te acuerdas de aquellos tirantes de punto, labrados á cuadros, que llevabas en presidio?
Brevet experimentó cierta sacudida de admiración, mirándole asombrado de pies á cabeza.
Él continuó:
—Chenildieu, tú que te llamabas á ti mismo Niega-á-Dios, tienes el hombro derecho quemado profundamente, porque te recostaste un día sobre un brasero encendido para borrar las tres letras T. F. P. que se descubren todavía á pesar de ello. Responde: ¿es cierto?
—Es cierto,—dijo Chenildieu.
Dirigióse entonces á Cochepaille.
—Tú, Cochepaille, tienes cerca de la sangría del brazo izquierdo, una fecha grabada en letras azules con pólvora quemada. Esta fecha es la del día del desembarco del emperador en Cannes, 1.º de marzo de 1815. Levántate la manga.
Cochepaille se arremangó, y todas las miradas se dirigieron para ver aquel brazo desnudo. Uno de los gendarmes acercó un farol; la fecha se leía perfectamente.
El desgraciado volvió la vista hacia el auditorio y hacia los jueces con una sonrisa, que enternece todavía á los que la presenciaron cuando la recuerdan. Era, á un tiempo mismo, la sonrisa del triunfo y de la desesperación.
—Ya veis,—dijo,—como soy realmente Juan Valjean.
No había ya en aquel recinto jueces, ni acusadores, ni gendarmes; no había mas que ojos fijos y corazones emocionados. Nadie se acordaba del papel que estaba obligado á representar; el fiscal se olvidaba de que estaba allí para requerir, el presidente de que estaba allí para dirigir, el abogado que se estaba allí para defender. Y es por cierto digno de notarse, que no se hizo pregunta alguna, ni intervino ninguna autoridad. Es condición de los espectáculos sublimes la de apoderarse de todos los ánimos, y convertir los testigos en espectadores. Nadie alcanzaba quizás[Pg 248] á darse cuenta de lo que pasaba por él; nadie se explicaba, de seguro, que estuviese viendo en aquello, una gran luz, y todos, sin embargo se sentían interiormente deslumbrados.
Era evidente que tenían delante á Juan Valjean. Esto resplandecía. La aparición de aquel hombre había bastado para llenar de luz aquella aventura tan obscura pocos momentos antes. Sin que fuése ya necesaria otra explicación, toda aquella multitud, como por una especie de revelación eléctrica, comprendió inmediatamente, y de un solo golpe, aquella simple y admirable historia de un hombre que se entregaba para que otro hombre no fuése condenado en su lugar. Los detalles, las vacilaciones, las pequeñas y naturales dificultades, se perdían en aquel vasto hecho luminoso.
Impresión que pasó rápidamente, pero que de momento fué irresistible.
—No quiero molestar más á la audiencia,—repuso Juan Valjean.—Me voy, puesto que no se me prende. Tengo mucho que hacer. El señor fiscal sabe ya quien yo soy y á donde me dirijo; él hará que me prendan cuando quiera.
Dirigióse á la puerta de salida. No se levantó una sola voz, ni se extendió un brazo para detenerle. Todos se retiraron. Brillaba en él, en aquel instante, ese algo divino que hace que las muchedumbres retrocedan y se inclinen delante de un hombre. Atravesó por entre la multitud á paso lento. No se ha sabido jamás quién le abrió la puerta, pero es cierto que la puerta estaba abierta cuando él llegó; desde allí volvióse y dijo:
—Señor fiscal, estoy á vuestras órdenes.
Después se dirigió al auditorio:
—Tantos cuantos estáis aquí me creéis digno de compasión, ¿no es verdad? ¡Dios mío! Cuando pienso en lo que iba yo á hacer, me creo, en verdad, digno de envidia. Sin embargo, hubiera preferido que no hubiese pasado nada de esto.
Salió, y volvióse á cerrar la puerta, de igual manera que se había abierto; porque aquellos que hacen algo grande, están siempre seguros de hallar alguien que les sirva entre la multitud.
Una hora después, el veredicto del jurado descargaba de toda culpabilidad al llamado Champmathieu; y Champmathieu puesto inmediatamente en libertad, marchábase estupefacto, creyendo locos á todos los hombres, y no explicándose nada de aquella visión.
[Pg 249]
I
En qué espejo vió el señor Magdalena sus cabellos
El día comenzaba á romper. Fantina había pasado una noche de insomnio y calentura, llena, sin embargo, de imágenes risueñas; quedóse dormida al amanecer. Sor Simplicia, que la había velado, aprovechó este sueño para ir á preparar una nueva poción de quina.
La buena hermana hacía algunos instantes que se hallaba en el laboratorio de la enfermería con sus drogas y redomas, mirándolas muy de cerca, á causa de esa especie de bruma que el crepúsculo esparce sobre los objetos, cuando, volviéndose de repente, dió un ligero grito. El señor Magdalena estaba delante de ella; acababa de entrar silenciosamente.
—¡Sois vos, señor alcalde!—exclamó.
Y él respondió en voz baja:—¿Cómo sigue esa pobre mujer?
—No mal, en este instante. Pero ayer estuvimos todas muy inquietas.
Y le explicó lo que había pasado; cómo Fantina había estado muy mala la víspera, y cómo entonces seguía mejor, porque creía que el señor alcalde había ido á buscar á su hija á Montfermeil. La hermana no se atrevió á interrogar al señor alcalde, pero conoció desde luego que no era de Montfermeil de donde venía.
—Está bien,—dijo él;—habéis hecho bien en no desengañarla.
—Sí,—respondió sor Simplicia; pero ahora cuando os vea sin la niña, señor alcalde, ¿qué vamos á decirle?
Permaneció un momento reflexivo y luego:
—¡Dios nos inspirará!—exclamó.
—Sin embargo, no podremos mentir,—murmuró á media voz la hermana.
Era ya completamente de día al entrar en la enfermería; la claridad daba de lleno en el rostro del señor Magdalena. La casualidad hizo que la hermana alzase los ojos.
—¡Dios mío!—exclamó ella.—¿Qué os ha pasado? ¡Todo el pelo se os ha vuelto blanco!
—¡Blanco!—repitió él.
Sor Simplicia no usaba espejo, y no teniéndole, tuvo que buscar en un estuche de instrumentos, donde había un espejito, de que se servía el médico de la enfermería para comprobar cuando un enfermo estaba muerto, que ya no respiraba.
El señor Magdalena tomó el espejo y mirándose los cabellos, dijo:
—¡Es verdad!
Pronunció esta palabra con indiferencia y como si pensase en otra cosa.
[Pg 250]
La hermana sintió helársele la sangre por algo desconocido que entreveía en todo aquello.
Él preguntó:
—¿Puedo verla?
—¿Es que el señor alcalde no le recordará á su hija?—dijo la hermana, arriesgándose apenas á hacer la pregunta.
—Sin duda; pero faltan á lo menos dos ó tres días.
—Si no viera al señor alcalde hasta entonces,—repuso tímidamente la hermana,—no sabría que estaba de vuelta, y sería fácil inspirarle paciencia. Cuando llegase la niña, pensaría naturalmente que el señor alcalde había venido con ella. De este modo no habría necesidad de mentirle.
El señor Magdalena pareció reflexionar algunos instantes, y luego dijo con tranquila gravedad:
—No, hermana; es preciso que yo la vea. Ta vez lleve yo prisa.
La hermana no dió muestra de fijarse en estas palabras «tal vez», que daban un sentido obscuro y singular á la frase del señor alcalde, y respondió bajando los ojos, con voz respetuosa:
—En ese caso, está descansando; pero el señor alcalde puede entrar.
Hizo él algunas observaciones acerca de una puerta que cerraba mal, y cuyo ruido podía despertar á la enferma, y entró enseguida á donde estaba Fantina, á cuya cama se acercó entreabriendo las cortinas. Estaba durmiendo. El aliento salía de su pecho con ese ruido lúgubre propio de esa clase de enfermedades, que desconsuela á las pobres madres que velan por la noche á la cabecera de su hijo, desahuciado y dormitando. Pero aquella respiración fatigosa no turbaba apenas una especie de serenidad inefable, difundida por su semblante, y que la transfiguraba en su sueño. Su palidez se había trocado en blancura; sus mejillas estaban encarnadas. Sus largas pestañas rubias, único rasgo de belleza que le restaba de su virginidad y juventud, palpitaban á pesar de estar bajos y cerrados los ojos. Todo su cuerpo parecía como tembloroso por cierto movimiento de alas, dispuestas á entreabrirse y llevársela, cuyo aleteo se sentía sin verlas.
Al mirarla en aquel estado, nadie hubiera podido creer que era una enferma casi desahuciada. Antes parecía que iba á emprender el vuelo que á morirse.
La rama, cuando se acerca una mano para arrancar la flor, tiembla, y parece como que huye y se ofrezca al mismo tiempo. El cuerpo humano tiene algo de semejante temblor, cuando llega el instante en que los dedos misteriosos de la muerte van á coger el alma.
El señor Magdalena permaneció inmóvil algún tiempo al lado de aquel lecho, mirando alternativamente á la enferma y al crucifijo, como cuando dos meses antes, fué á verla por la primera vez en el asilo. Ambos aparecían en la misma actitud; dormida ella y orando él; pero en el[Pg 251] trascurso de aquellos dos meses, ella tenía los cabellos grises y él los tenía blancos.
La hermana no había entrado con él. Estábase el señor Magdalena de pie junto á la cama, con el dedo sobre los labios, como si hubiese alguien allí á quien imponer silencio.
Ella abrió los ojos, le vió, y le dijo apaciblemente con dulce sonrisa:
—¿Y Cosette?
II
Fantina dichosa
No hizo el menor movimiento de sorpresa ni de alegría, puesto que era la alegría misma. Esta sencilla pregunta: ¿y Cosette? fué hecha con una fe tan profunda, con tanta certidumbre, con una ausencia tan completa de inquietud y de duda, que no se le ocurrió á él palabra alguna. Ella continuó:
—Ya yo sabía que estabais aquí, aunque dormía, lo estaba viendo. Y hace ya buen rato que lo veo, puesto que toda la noche os he ido siguiendo con los ojos. Estábais en medio de una gloria rodeado de toda clase de figuras celestes.
Él levantó su mirada hasta el crucifijo.
—Pero,—repuso ella,—decidme luego: ¿dónde está Cosette? ¿Por qué no la habéis sentado sobre mi cama para el momento en que yo despertase?
El señor Magdalena respondió maquinalmente algunas palabras, que no ha podido nunca recordar.
Afortunadamente el médico, á quien se había avisado, llegó á tiempo de auxiliar al señor Magdalena.
—Hija mía,—dijo el médico;—calmaos. Vuestra hija está ahí.
Los ojos de Fantina se iluminaron cubriéndose de claridad todo su semblante. Juntó ambas manos con una expresión que contenía todo cuanto puede haber en la oración á un tiempo mismo, dulce y violento.
—¡Oh!—exclamó.—¡Traédmela!
¡Tierna ilusión de madre! Cosette era aún para ella la criaturita que se lleva en brazos.
—Todavía no,—repuso el médico,—todavía no. Aún tenéis un poco de fiebre. La vista de vuestra hija os agitaría y podría haceros daño. Lo primero es curarse.
Ella le interrumpió impetuosamente:
—Pero, ¡si ya estoy buena! ¡Os digo que estoy buena! ¡Qué torpeza de médico! ¡Yo quiero ver á mi hija!
—¿Veis, veis,—dijo el médico,—cómo os exaltáis? Mientras estéis así, me opondré á que veáis á vuestra hija. No basta que la veáis, es preciso vivir para ella. Cuando seáis razonable, yo mismo os la traeré.
La pobre madre agachó la cabeza:
[Pg 252]
—Señor doctor, os pido perdón, os lo pido de veras. En otro tiempo no habría hablado como ahora, pero me han sucedido tantas desgracias, que algunas veces no sé lo que me digo. Comprendo que teméis la emoción, y esperaré cuanto queráis; pero os juro que no me hubiera hecho el menor daño ver ahora á mi hija. Si la estoy viendo, mis ojos no dejan de verla desde ayer noche. ¿Entendéis? Si ahora me la trajeran me pondría á hablar con ella tranquilamente. Nada más. ¿No es muy natural que tenga deseos de ver á mi hija, á quien han ido á buscar expresamente á Montfermeil? No estoy enfadada. Sé perfectamente que voy á ser dichosa. Toda la noche he estado viendo cosas blancas y personas que me sonreían. Cuando quiera el señor doctor me traerá él mismo á mi Cosette. Ya no tengo calentura, puesto que estoy curada, conozco bien que ya no tengo nada, pero voy á hacer como si estuviese enferma, y á no moverme para complacer á las hermanas. Cuando vean que estoy muy tranquila, dirán: hay que traerle su hija.
El señor Magdalena se había sentado en una silla que había junto al lecho.
Volvióse Fantina hacia él, haciendo visibles esfuerzos por parecer serena y «muy juiciosa», según su propia frase, durante aquel abatimiento de la enfermedad, parecida á la debilidad de la infancia, á fin de que, viéndola tan calmada, no encontrasen dificultad en llevarle su Cosette. Sin embargo, al mismo tiempo que se contenía, no podía menos de dirigir al señor Magdalena algunas preguntas.
—¿Habéis tenido buen viaje, señor alcalde? ¡Oh! ¡Y qué bueno sois en haber ido á buscarla! Decidme solamente cómo está. ¿Ha resistido bien el viaje? ¡Ay! ¡Ya no va á conocerme! Después de tanto tiempo, se habrá olvidado de mí la pobrecita. Las criaturas no tienen memoria, son como los pájaros. Hoy ven una cosa, mañana otra, y luego no se acuerdan de nada. ¿Tenía al menos ropa limpia? ¿Los Thénardier la tenían aseada? ¿Qué le daban de comer? ¡Oh! ¡Cuánto he sufrido, si supiérais, haciéndome todas esas preguntas en los tiempos de mi miseria! ¡Ahora todo ha pasado! ¡Estoy alegre! ¡Oh! ¡Y cómo querría verla! Señor alcalde, ¿os ha parecido bonita? ¿Verdad que es muy hermosa mi hija? ¿Habréis tenido mucho frío en la diligencia? ¿No me la podrían traer siquiera un momento? ¡Ya se la volverían á llevar enseguida! ¡Decidlo vos! ¡Vos que sois el amo!
Él le tomó la mano, y dijo:
—Cosette es hermosa, y está buena; pronto la veréis; pero calmaos. Habláis con demasiada viveza, y sacáis los brazos fuera de la cama, y esto os hace toser.
En efecto, accesos de tos interrumpían á Fantina casi á cada palabra.
Fantina no murmuró siquiera, temiendo haber comprometido con algunas quejas apasionadas la confianza que quería inspirar, y púsose á hablar de cosas indiferentes:
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—¿Es muy bonito Montfermeil, no es verdad? Durante el verano se hacen muchas excursiones de recreo. ¿Hacen negocio los Thénardier? No pasa mucha gente por su casa. Es una especie de figón la tal posada.
El señor Magdalena seguía teniéndola cogida la mano y contemplándola ansioso; era evidente que había ido á decirle cosas, ante las cuales su mente vacilaba. El médico, terminada la visita, se había retirado. Sor Simplicia era la única persona que estaba con ellos.
Entre tanto, en medio de aquel silencio, exclamó Fantina:
—¡Ya la oigo! ¡Dios mío! ¡Ya la oigo!
Extendió la mano imponiendo silencio, retuvo el aliento, y se puso á escuchar como extasiada.
Había una criatura que estaba jugando en el patio, hija de la portera ó de alguna operaria. Fué una de esas casualidades que ocurren siempre, y que parecen formar parte del aparato misterioso de los sucesos lúgubres. La criatura, que era una niñita, iba, venía, corría para entrar en calor, reía y cantaba en alta voz.
¡Ah! ¡En qué no se mezclan los juegos de niños! El canto de aquella criatura era el que oía Fantina.
—¡Oh!—exclamó ella.—¡Es mi Cosette! Conozco su voz.
La chiquilla se alejó tal como había venido; la voz se extinguió. Fantina siguió escuchando por algún tiempo; después se cubrió de sombras su semblante, y el señor Magdalena la oyó que decía por lo bajo:
—¡Qué malo es ese médico, no dejándome ver á mi hija! ¡Mala cara tiene ese hombre!
Sin embargo, reapareció el fondo risueño de sus pensamientos, y continuó hablándose á sí misma, sin levantar la cabeza de la almohada:
—¡Qué felices vamos á ser! Tendremos en primer lugar un jardinito. Me lo ha prometido el señor Magdalena. Mi hija jugará en el jardín. Ya debe saber de seguro, las letras. Yo la haré deletrear. Correrá entre la yerba detrás de las mariposas. Yo la contemplaré. Luego hará su primera comunión. ¡Ah! ¿Cuándo debe hacer su primera comunión?
Púsose á contar con los dedos.
—...Uno, dos, tres, cuatro... Tiene siete años. Dentro de cinco, llevará un velo blanco y medias caladas, parecerá una mujercita. ¡Oh, mi buena hermana, no sabéis lo tonta que yo soy! ¡Pues no estoy ya pensando en la primera comunión de mi hija!
Y se puso á reir.
Él había dejado la mano de Fantina, y oía aquellas palabras como se oye el viento que sopla, con la vista en el suelo y el espíritu sumido en reflexiones profundas. De pronto dejó ella de hablar, y esto le hizo á él levantar maquinalmente la cabeza. Fantina se había puesto horrorosa.
No hablaba ya, no respiraba; se había medio incorporado sobre la cama; su hombro descarnado salía por entre la camisa; su rostro, radiante hacía un momento, estaba descompuesto, parecía fijarse en algo formidable[Pg 254] que estaba ante su vista al otro extremo de la sala, agrandados sus ojos por el terror.
—¡Dios mío!—exclamó él.—¿Qué tenéis, Fantina?
Ella no respondió, ni apartó los ojos del objeto que parecía estar viendo; tocóle el brazo con una mano, y con la otra le hizo seña de que mirase detrás de sí.
Volvióse, y vió á Javert.
III
Javert contento
He aquí lo que había pasado.
Acababan de dar las doce y media, cuando el señor Magdalena salió de la sala de los jurados de Arras. Había llegado de vuelta á la posada precisamente á tiempo de partir con la silla correo en el asiento que recordará el lector que había tomado.
Poco antes de las seis de la mañana había llegado á M* sur M*, y su primer cuidado había sido echar al correo su carta dirigida al señor Laffite, y luego ir á la enfermería á ver á Fantina.
En el entretanto, y apenas había dejado él la sala de audiencia del tribunal de los jurados, cuando vuelto en sí el fiscal de su primera sorpresa, había tomado la palabra para deplorar el acto de locura del honorable alcalde de M* sur M*, y declarar que no por ese incidente peregrino, que se aclararía más tarde, se habían modificado sus convicciones requiriendo por lo tanto, la condena de aquel Champmathieu, evidentemente verdadero Juan Valjean. La persistencia del fiscal estaba visiblemente en contradicción con el sentimiento de todos, así del público, como del tribunal y del jurado. Al defensor le costó poquísimo trabajo refutar aquella arenga y establecer que, á consecuencia de las revelaciones del verdadero Juan Valjean, el asunto había cambiado completamente de aspecto y que el jurado no tenía ya ante sí más que un inocente. El abogado había proferido con ese motivo algunas sentencias declamatorias, desgraciadamente poco nuevas, acerca de los errores judiciales, etc., etc.; el presidente, en su resumen, se unió al defensor, y el jurado en breves momentos declaró libre de culpa á Champmathieu.
Sin embargo, hacía falta un Juan Valjean y el fiscal, no teniendo ya á Champmathieu, tomó á Magdalena.
Inmediatamente después de haber sido puesto en libertad Champmathieu, el fiscal se encerró con el presidente. Ambos conferenciaron acerca «de la necesidad de apoderarse de la persona del señor alcalde de M* sur M*». Esta frase, en la que hay muchos de, es del fiscal, escrita toda de su mano en la minuta de su informe al tribunal superior. Pasada la primera emoción, el presidente hizo pocas objeciones. Creyó que era preciso que la justicia siguiese su curso.
Y luego, para decirlo todo, aunque el presidente fuése hombre de[Pg 255] bien y bastante entendido, era al propio tiempo muy realista, casi furibundo, y le había chocado que el alcalde de M* sur M*, hablando del desembarco de Cannes, dijese el emperador y no Buonaparte.
La orden de arresto fué expedida inmediatamente. El fiscal la envió á M* sur M*, por uno de sus hombres, á uña de caballo, encargándosela al inspector de policía Javert.
Ya sabemos que Javert había regresado á M* sur M*, inmediatamente después de haber prestado su declaración.
Javert se estaba levantando en el momento en que el enviado del fiscal le entregó la orden de arresto y mandato de traslación.
El enviado del fiscal era también un agente de policía muy experimentado, quien puso en dos palabras á Javert al corriente de lo sucedido en Arras. La orden de arresto, firmada por el fiscal, estaba concebida en estos términos:
«El inspector Javert reducirá á prisión al señor Magdalena, alcalde de M* sur M*, quien en la audiencia de este día ha sido reconocido por ser el presidiario cumplido Juan Valjean».
Quien no conociera á Javert y le hubiese visto en el momento de penetrar en la antesala de la enfermería, no habría podido adivinar nada de lo que pasaba, y le habría encontrado el aire más natural del mundo. Estaba frío, sereno, grave, con su pelo gris perfectamente alisado sobre las sienes, y acabando de subir la escalera con su lentitud acostumbrada. Pero quien le hubiese conocido á fondo, examinándole atentamente, se hubiera estremecido. La hebilla de su corbatín de cuero, en vez de estar sobre la nuca, estaba junto la oreja izquierda. Esto revelaba una agitación inaudita.
Javert era un carácter completo, no permitiéndose el menor pliegue ni en su deber ni en su traje; metódico con los criminales, rígido con los botones del vestido.
Para haberse dejado fuera de lugar la hebilla de su corbatín, menester era que se verificase en él una de aquellas emociones que podríamos llamar terremotos interiores.
Habíase presentado sencillamente, después de haber pedido un cabo y cuatro soldados en el cuerpo de guardia inmediato, y dejándoles en el patio había preguntado por el cuarto de Fantina, cuya indicación le había dado la portera sin la menor desconfianza, acostumbrada como estaba, á ver gentes armadas preguntando por el señor alcalde.
Al llegar al cuarto de Fantina alzó el picaporte, empujó la puerta con la suavidad de un enfermero ó de un espía, y entró.
Mejor dicho: no entró. Se mantuvo de pie junto á la puerta entreabierta con el sombrero puesto, y la mano izquierda metida bajo la solapa de su levitón que llevaba abrochado hasta la barba. En el pliegue del codo asomaba el puño de plomo de su enorme bastón, el cual desaparecía detrás de él.
[Pg 256]
Permaneció en esta actitud cerca de un minuto, sin que se notase su presencia. De pronto Fantina alzó los ojos, le vió, é hizo que se volviese el señor Magdalena.
En el momento en que la mirada de Magdalena tropezó con la mirada de Javert, Javert, sin moverse, sin dar un paso, sin adelantarse, apareció espantoso. Ningún sentimiento humano puede manifestarse tan horrible como la alegría.
Fué aquélla la expresión de un demonio que acababa de encontrar á su condenado.
La certidumbre de tener por fin á Juan Valjean, hizo aparecer en su fisonomía todo cuanto se guardaba encerrado en su alma. El fondo removido subió á la superficie. La humillación de haber perdido la pista y haberse equivocado durante algunos minutos con aquel Champmathieu, se borraba bajo el orgullo de haber adivinado tan bien desde el principio, y tenido por tanto tiempo un instinto certero. El contento de Javert estalló en su actitud soberana. La deformidad del triunfo brilló sobre su deprimida frente. Adquirió todo el desarrollo del horror que pueda caber en un semblante satisfecho.
Javert en aquel momento estaba en el cielo. Sin que él mismo supiese darse cuenta exacta de lo que pasaba por él, comprendía, sin embargo, por una intuición confusa de su deber y de su éxito, que él, Javert, personificaba la justicia, la luz y la verdad en su función sublime de aplastar el mal. Tenía detrás de sí y en derredor suyo, á una profundidad infinita, la autoridad, la razón, la cosa juzgada, la conciencia legal, la vindicta pública, todas las estrellas. Él protegía el orden, hacía surgir el rayo de la ley, vengaba á la sociedad, prestaba su fuerza á lo absoluto; erguíase en medio de su gloria. Había en su triunfo un resto de provocación y de lucha; en pie, altanero, radiante, desplegaba á manos llenas en el azulado ambiente, la bestialidad sobrehumana de un arcángel feroz. La sombra terrible de la acción que desempeñaba hacía visible en su crispada mano el vago centelleo de la espada social. Satisfecho é indignado, tenía bajo su planta el crimen, el vicio, la rebeldía, la perdición, el infierno. Irradiaba, exterminaba, sonreíase, y no puede negarse que había cierta grandeza en aquel san Miguel monstruoso.
Javert, espantoso, no tenía nada de innoble.
La probidad, la sinceridad, el candor, la convicción, la idea del deber, son cosas que, equivocándose, pueden trocarse en repugnantes; pero que, repugnantes y todo, permanecen grandes. La majestad propia de la conciencia humana, persiste en el horror. Son virtudes que tienen un vicio, el error. La despiadada alegría honrada de un fanático en plena atrocidad, conserva cierta aureola tristemente venerable. Sin él advertirlo en medio de su contento formidable, era Javert digno de lástima, como todo ignorante que triunfa. No puede darse nada tan doloroso[Pg 257] y terrible como aquel semblante, en que se manifestaba lo que podríamos llamar todo lo malo de lo bueno.
IV
La autoridad recobra sus derechos
Fantina no había vuelto á ver á Javert desde el día en que el alcalde la había librado de sus manos. Su cerebro enfermo no se daba cuenta de nada; pero se imaginó que iba á buscarla. No pudo, pues, soportar la vista de aquel semblante horrible; sintióse morir, ocultó el rostro entre ambas manos, y exclamó angustiada:
—¡Señor Magdalena, salvadme!
Juan Valjean—ya no le llamaremos de otro modo en adelante—se había levantado y dicho á Fantina con acento apacible y sereno:
—Tranquilizaos, no es por vos por quien viene.
Después dirigiéndose á Javert, le dijo:
—Ya sé lo que queréis.
Javert respondió:
—¡Vamos pues!
Hubo en la inflexión con que acompañó estas dos palabras algo, en verdad, frenético y feroz. Javert no dijo: ¡Vamos pues! sino ¡Vampués! No hay ortografía que pueda expresar el acento con que lo pronunció. No fué aquello palabra humana; fué un rugido.
No obró según costumbre, no entró en materia, no presentó la orden de arresto. Para él Juan Valjean era una especie de enemigo misterioso é impalpable, un luchador tenebroso, á quien venía atacando hacía cinco años sin poder derribarle. Aquella prisión no era un principio, sino un fin. Limitóse por ello á exclamar:
—¡Vamos, pues!
Y así diciendo, no adelantó un paso, lanzó solamente sobre Juan Valjean aquella mirada que él arrojaba como un garfio, y con la cual acostumbraba á arrastrar violentamente hacia él á los desgraciados.
Ésta fué la mirada que sintió penetrar Fantina, hasta la médula de sus huesos, dos meses antes.
Al grito de Javert, Fantina había vuelto á abrir los ojos. Pero estando allí el señor alcalde ¿qué había de temer?
Javert se adelantó hasta el medio de la sala y exclamó:
—¡Ea! ¿Vienes?
La infeliz miraba en torno suyo. No había nadie más que la hermana y el alcalde. ¿Á quién se podía dirigir aquel tuteo abyecto de Javert? Á ella solamente; y empezó á temblar.
Entonces vió Fantina una cosa inaudita, de tal modo inaudita, como nunca jamás se le había aparecido otra alguna, ni en los más espantosos delirios de su fiebre.
[Pg 258]
Vió al repugnante Javert coger por el cuello al señor alcalde, y vió al señor alcalde bajar la cabeza. Parecióle que se hundía el mundo.
Javert, en efecto, había cogido por el cuello á Juan Valjean.
—¡Señor alcalde!—exclamó Fantina.
Javert se echó á reir con aquella expresión espantosa que descubría todos sus dientes.
—¡Ya no hay aquí señor alcalde alguno!
Juan Valjean no probó siquiera de rechazar la mano que le tenía sujeto por el cuello de su levita, y dijo solamente:
—¡Javert!...
Javert le interrumpió:
—Llámame señor inspector.
Señor inspector,—repuso Juan Valjean—quiero deciros una palabra á solas.
—¡Alto y claro! Habla alto,—respondió Javert.—Á mí se me habla siempre en alta voz.
Juan Valjean continuó bajándola:
—Es un favor que os pido...
—Dígote que hables alto.
—Es cosa que únicamente vos debéis oir...
—¿Y á mí qué me importa? ¡No escucho nada!
Juan Valjean se volvió hacia él, y dijo rápidamente muy por lo bajo:
—¡Concederme tres días! ¡Tres días para ir á buscar la criatura de esta pobre mujer! ¡Pagaré lo que sea! Podéis acompañarme si queréis.
—¡Quieres reirte!—exclamó Javert.—¡No te creía yo tan bruto! ¡Me pides tres días para marcharte! ¡Dices que es para ir á buscar la hija de esta chica! ¡Ja, ja! ¡Vaya una gracia!
Fantina se estremeció.
—¡Mi hija!—exclamó.—¡Ir á buscar á mi hija! ¡Luego no está aquí! Hermana mía, respondedme: ¿Dónde está Cosette? ¡Yo quiero á mi hija! ¡Señor Magdalena, señor alcalde!
Javert dió una patada.
—¡Ahora la otra! ¡Á ver si te callas, buena pieza! ¡Bonito país es éste donde los presidiarios son magistrados y las mujeres públicas están cuidadas como condesas! Pero todo ello va á cambiar pronto; ¡ya era tiempo!
Y mirando fijamente á Fantina, añadió, cogiendo otra vez por la corbata, la camisa y el cuello á Juan Valjean:
—Te digo que no hay aquí ningún señor Magdalena, ni señor alcalde alguno. No hay sino un ladrón, un bandido, un presidiario llamado Juan Valjean, que es á quien tengo cogido! ¡Eso es lo que hay!
Fantina se incorporó de súbito, apoyada en sus brazos débiles y descarnadas manos; miró á Juan Valjean, miró á Javert, miró á la hermana, abrió la boca como para hablar, pero salió solamente un ronquido[Pg 259] del fondo de su garganta, y chocaron sus dientes; extendió después los brazos con angustia, abrió convulsivamente las manos, y buscando á su alrededor como el que se ahoga, cayóse luego por su propio peso sobre la almohada.
Su cabeza chocó contra la cabecera de la cama, doblándose sobre el pecho; la boca abierta, abiertos los ojos y apagados.
Estaba muerta.
Juan Valjean puso su mano sobre la mano de Javert que le tenía asido, y se la abrió como se abre la mano de un niño, diciéndole:
—¡Habéis matado á esa mujer!
—¡Acabaremos!—exclamó furioso Javert.—Yo no estoy aquí para atender razones. No perdamos el tiempo; la guardia está abajo, vamos enseguida, ó mando que te aten.
Había en un rincón de la sala una cama vieja de hierro en bastante mal estado, que servía para recostarse las hermanas cuando estaban de vela. Dirigióse á ella Juan Valjean, desencajó en un momento la cabecera, ya muy quebrantada, cosa facilísima á un hombre de sus fuerzas, y empuñando la barra principal, lanzó sobre Javert una mirada de alto á bajo. Javert retrocedió hasta la puerta.
Juan Valjean, empuñando su barra, llegóse lentamente hasta el lecho de Fantina y al llegar á él volvióse de frente hacia Javert, diciéndole en voz apenas perceptible:
—No os aconsejo que me estorbéis en este momento.
Es lo cierto que Javert temblaba.
Tuvo intención de ir á llamar á la guardia, pero Juan Valjean podía aprovecharse de aquel minuto para huir. Quedóse pues, cogiendo su bastón por lo más delgado, y reclinándose contra el quicio de la puerta miraba fijamente á Juan Valjean.
Juan Valjean apoyó su codo sobre el pomo de la cabecera y la frente en su mano, contemplando á Fantina inmóvil y tendida, permaneciendo así, absorto, mudo, y sin pensar seguramente en nada de esta vida. No se manifestaba en su rostro ni en su actitud mas que una inexplicable piedad. Después de algunos momentos de semejante meditación, inclinóse hacia Fantina, y le habló en voz baja.
¿Qué le dijo? ¿Qué podía decirle aquel hombre considerado réprobo, á aquella mujer muerta? ¿Qué significaron aquellas palabras? Nadie en la tierra las oyó. ¿Las oyó la difunta? Hay ilusiones conmovedoras que son tal vez realidades sublimes. Lo que está fuera de duda es que sor Simplicia, único testigo de cuanto allí pasó, repitió luego muchas veces que en el momento en que Juan Valjean habló al oído de Fantina, vió asomar claramente una inefable sonrisa en aquellos pálidos labios y en aquellas vagas pupilas, llenas del asombro de la tumba.
Juan Valjean tomó entre sus manos la cabeza de Fantina y la acomodó en la almohada, como hubiera podido hacer una madre con su hija;[Pg 260] después le ató el cordón de la camisa y metió sus cabellos en la gorra. Hecho esto, le cerró los ojos.
La cara de Fantina en aquel instante parecía extrañamente iluminada.
La muerte es la entrada en la gran luz.
La mano de Fantina colgaba fuera de la cama. Juan Valjean se arrodilló delante de aquella mano, que levantó suavemente, y la besó.
Después, de pie otra vez, volvióse hacia Javert, diciendo:
—Ahora estoy á vuestras órdenes.
V
Tumba apropiada
Javert encerró á Juan Valjean en la cárcel de la población.
La prisión del señor Magdalena produjo en M* sur M* una sensación, ó por mejor decir, una conmoción extraordinaria. Sentimos no poder disimular, que á la sola exclamación de: ¡Era un presidiario! casi todo el mundo le abandonó. En menos de dos horas, todo el bien que había hecho fué olvidado, y ya no fué mas que «un presidiario». Justo es advertir que no se conocían aún los pormenores del suceso de Arras. Durante todo el día oyéronse en toda la población conversaciones como esta:
—¿No lo sabéis? Era un presidiario cumplido.
—¿Quién?
—El alcalde.
—¡Bah! ¿El señor Magdalena?
—Sí.
—¿De veras?
—No se llama Magdalena; tiene un nombre horrible: Bejean, Bojean, Boujean.
—¡Ay! ¡Dios mío!
—Está preso.
—¡Preso!
—Sí, en la cárcel de la ciudad hasta que se le traslade.
—¡Que se traslade! ¿Le van á trasladar? ¿Y adónde?
—Van á hacerle comparecer ante los jurados por un robo en despoblado que cometió en otro tiempo.
—¡Ya me lo sospechaba yo! Era un hombre demasiado bueno, demasiado perfecto, demasiado confiado. No quería condecoraciones, daba limosna á todos los pilluelos que encontraba. Siempre creí que debía encerrar todo esto una mala historia. En las «reuniones del buen tono» especialmente, dominó esta idea.
Una vieja señorona, suscriptora de la Bandera blanca, hizo esta reflexión de la cual es casi imposible sondear la profundidad.
—Me alegro. ¡Así aprenderán los bonapartistas!
[Pg 261]
Así fué como aquel fantasma que se había llamado señor Magdalena, se desvaneció en M* sur M*. Tres ó cuatro personas solamente en toda la población permanecieron fieles á su memoria. La vieja portera que le había servido fué una de ellas.
La noche de aquel mismo día, esta buena anciana, estaba sentada en su cuartito asustada aún y reflexionando tristemente. La fábrica había estado cerrada todo el día, la puerta cochera tenía echado el cerrojo, y la calle estaba desierta. No había en la casa más que las dos hermanas, sor Simplicia y sor Perpetua, que velaban junto al cuerpo de Fantina. Hacia la hora en que el señor Magdalena acostumbraba á entrar, la buena de la portera se levantó maquinalmente, sacó de un cajón la llave del cuarto del señor Magdalena, tomó la palmatoria que le servía por las noches para subir á su cuarto, y colgó la llave en el clavo de donde él la solía alcanzar colocando la palmatoria al lado, como si también le esperase. Luego volvió á sentarse y se puso á reflexionar. La pobre vieja había hecho todo aquello sin darse cuenta de lo que hacía.
Hasta que se pasaron dos horas largas no salió de sus meditaciones, exclamando:
—¡Calle! ¡Dios mío Jesucristo! ¡por qué he puesto yo la llave en el clavo!
En aquel mismo instante se abrió el ventanillo de la portería, pasó una mano, cogió la llave y la palmatoria, y encendió la bujía en la vela que estaba ardiendo.
La portera levantó los ojos y se quedó asombrada, sin poder lanzar un grito que ahogó en la garganta.
Había conocido aquella mano, aquel brazo y aquella manga de levita.
Era realmente el señor Magdalena.
Quedóse algunos segundos sin poder hablar, sobrecogida, como decía después ella misma, contando la aventura.
—¡Dios mío, señor alcalde!—exclamó por fin;—yo os creía...
Paróse. El final de su frase hubiera sido una falta de respeto al principio. Juan Valjean continuaba siendo para ella el señor alcalde.
Éste terminó por sí mismo la frase.
—En la cárcel,—dijo.—Sí, allí estaba; he roto un barrote de una ventana, y me he dejado caer desde un tejado, y aquí me tenés. Subo á mi cuarto; avisad á sor Simplicia. Estará sin duda junto á esa pobre mujer.
La vieja obedeció enseguida.
No le hizo él recomendación ninguna; tan seguro estaba que le guardaría ella mejor que él mismo.
Jamás ha podido saberse como logró penetrar en el patio sin hacer abrir la puerta cochera. Tenía y llevaba siempre consigo una llave maestra[Pg 262] que abría una puertecilla lateral, pero debían haberle registrado y quitádole esa llave. Este punto no ha sido esclarecido.
Subió la escalera que conducía á su cuarto. Al llegar arriba dejó la palmatoria en el último tramo, abrió la puerta sin hacer ruido, y fué á cerrar á tientas la ventana y postigos; después volvió á tomar la palmatoria y entró en la habitación.
La precaución era útil, porque debemos recordar que la ventana podía ser vista desde la calle.
Dirigió una mirada á su alrededor, sobre la mesa, sobre la silla, sobre la cama, que no se había deshecho hacía tres días. No quedaba el menor vestigio del desorden de la penúltima noche. La portera había «arreglado el cuarto». Y, al arreglarlo, había recogido de entre la ceniza, y colocado cuidadosamente sobre la mesa las dos conteras del palo y la moneda de cuarenta sueldos ennegrecida por el fuego.
Tomó un pliego de papel, en el cual escribió: «Éstas son las dos conteras de mi bastón y la moneda de dos francos robada á Gervasillo, de que he hablado al tribunal». Puso sobre dicho papel la moneda de plata y las dos conteras, de modo, que fuera lo primero que se viese al entrar á la habitación. Sacó de un armario una camisa vieja, la que desgarró envolviendo con los pedazos los dos candeleros de plata. No se dió prisa alguna ni mostró la menor agitación. Y mientras envolvía los candeleros del obispo, iba mordiendo un pedazo de pan negro. Es probable que fuera este pan el de la cárcel, que se había llevado consigo al evadirse.
Esto fué comprobado por las migajas de pan que se encontraron en el suelo del aposento, cuando más tarde se hizo en el mismo un reconocimiento por la justicia.
Dieron dos golpecitos en la puerta.
—Adelante,—dijo él.
Era sor Simplicia.
Estaba pálida, tenía los ojos enrojecidos, la vela que llevaba vacilaba en su mano. Las violencias del destino tienen la particularidad de que, por perfectos y fríos que seamos, nos sacan del fondo de las entrañas la naturaleza humana, obligándola á mostrarse al exterior. Con las emociones de aquel día, la religiosa se había convertido nuevamente en mujer. Había llorado y temblaba.
Juan Valjean acababa de escribir algunas líneas en un papel, que entregó á la hermana, diciéndola:—Hermana, mandaréis este papel al señor cura.
El papel estaba desdoblado. La hermana fijó en él los ojos.
—Podéis leerlo,—dijo Juan Valjean.
La hermana leyó:
«Ruego al señor cura que cuide sobre todo de lo que dejo aquí. Con[Pg 263] ello se servirá pagar las costas de mi proceso y el entierro de la mujer que ha muerto hoy. Lo restante será para los pobres».
La hermana quiso hablar, pero apenas pudo balbucear algunos sonidos inarticulados. Sin embargo, consiguió decir:
—¿No desea el señor alcalde volver á ver por última vez á esa pobre infeliz?
—No,—respondió él,—me persiguen, y si llegaran á prenderme á su lado, esto turbaría su reposo.
No bien había terminado, cuando sonó un gran ruido en la escalera. Oyóse un tumulto de pasos de gente que subía, y la vieja portera que decía en voz alta y penetrante:
—¡Señor mío, os juro por Dios santo, que no ha entrado aquí nadie durante todo el día, ni durante la noche, porque no me he apartado un instante de la portería!
Un hombre respondió:
—Sin embargo, hay luz en este cuarto.
Reconocieron la voz de Javert.
La estancia estaba dispuesta de manera que la puerta, al abrirse, ocultaba el ángulo de la pared á la derecha. Juan Valjean mató la luz de un soplo y se quedó en el ángulo.
Sor Simplicia cayó de rodillas junto á la mesa.
Abrióse la puerta.
Entró Javert.
Oíase el cuchicheo de varios hombres y las protestas de la portera en el corredor.
La religiosa no alzó los ojos, estaba orando.
La vela, recién apagada, estaba sobre la chimenea, dando con el humeante pábilo escasa claridad.
Javert entrevió á la hermana y se quedó parado.
Recuérdese que el verdadero fondo de Javert, su elemento, su centro respirable, era la veneración á toda autoridad. Homogéneo en su modo de ser, no admitía objeciones ni restricciones. Según él, era la autoridad eclesiástica la primera de todas, era religioso, superficial y correcto en este punto, como en todo.
Un cura, á sus ojos, era un espíritu que no se engaña nunca; una religiosa, una criatura que no peca jamás. Eran almas muradas, en este mundo, con sólo una puerta que jamás se abre, sino para dar paso á la verdad.
Al entrever la hermana, su primer movimiento fué retirarse.
Sin embargo, había otro deber que le dominaba é impelía imperiosamente en sentido inverso. Su segundo movimiento fué permanecer allí y arriesgar al menos una pregunta.
Era aquella sor Simplicia, que no había mentido jamás. Javert lo sabía y la veneraba particularmente por esta razón.
[Pg 264]
—Hermana,—le dijo;—¿estáis aquí sola?
Hubo un momento horrible, durante el cual la pobre portera se sintió desfallecer.
La hermana levantó los ojos, y respondió:
—Sí.
—Así,—repuso Javert,—dispensadme si insisto, es mi deber: ¿no habéis visto esta noche una persona, un hombre que se ha escapado, y á quien vamos buscando, llamado Juan Valjean? ¿No le habéis visto?
La hermana dijo: No.
Mintió, y mintió dos veces seguidas una tras otra, sin vacilar, rápidamente, como quien se presta al sacrificio propio.
—Perdonadme,—dijo Javert, y se retiró saludando profundamente.
¡Oh santa mujer! ¡Años hace que no pertenecéis ya á este mundo; que estáis reunida en el seno de la luz con vuestras hermanas las vírgenes y con vuestros hermanos los ángeles! ¡Que se os tenga en cuenta en el paraíso esta mentira!
La afirmación de la hermana fué para Javert tan decisiva, que ni siquiera advirtió la singularidad de aquella bujía que acababa de ser apagada, y que humeaba aún, sobre la mesa.
Una hora después, un hombre, caminando á través de los árboles y de las brumas, se alejaba rápidamente de M* sur M* en dirección á París.
Este hombre era Juan Valjean.
Hase sabido posteriormente, por el testimonio de dos ó tres arrieros que le encontraron, que llevaba un paquete y que vestía blusa. ¿De dónde había sacado aquella blusa? Se ignora. Sin embargo, hacía pocos días que había fallecido un obrero anciano en la enfermería de la fábrica sin dejar otra cosa que una blusa. Puede que fuése ésta.
Una frase final para Fantina.
Todos tenemos una madre común, la tierra. Fantina fué devuelta á esta madre.
El cura creyó hacer bien, y estuvo en lo justo tal vez, reservando, de lo que Juan Valjean le había dejado, la mayor suma posible con destino á los pobres. Porque, al fin ¿de quiénes se trataba? De un presidiario y de una mujer pública. Por esto simplificó el entierro de Fantina reduciéndolo á lo estrictamente necesario, á lo que se llama la fosa común.
Fantina fué, pues, enterrada en el rincón gratuito del cementerio que, siendo de todos no es de ninguno, y en el cual desaparecen los cuerpos de los pobres. Afortunadamente, sabe Dios dónde encontrar las almas. Enterróse á Fantina en las tinieblas, entre los primeros huesos que se encontraron, sufriendo la promiscuidad de las cenizas.
Fué arrojada á la fosa pública. Su tumba se parece á su lecho.
NOTAS:
[7] Walter Scott, Lamartine, Vaulabelle, Charras, Quinet y Thiers.
[Pg 265]
SEGUNDA PARTE
COSETTE
I
Lo que se encuentra viniendo de Nivelles
El año último, (1861), en una hermosa mañana de mayo, un viajero, el mismo que refiere esta historia, venía de Nivelles y se dirigía á La Hulpe. Caminaba á pie. Siguiendo por entre dos hileras de árboles una calzada ancha y empedrada, ondulando sobre unas colinas que van sucediéndose una á otra, elevando ó hundiendo la senda como olas enormes.
Había ya pasado de Lillois y Bois Seigneur Isaac. Distinguía, al oeste, el campanario de pizarra de Braine l'Alleud, que tiene la forma de un vaso boca abajo.
Acababa de dejar tras sí un bosque sobre una altura, y en el ángulo de un camino transversal, al lado de una especie de poste carcomido, en el que se leía esta inscripción: Barrera antigua, número 4, un bodegón en cuya fachada se leía: Á los cuatro vientos. Echabeau, café de particular.
Medio cuarto de legua más allá de este bodegón, llegó al fondo de un pequeño valle, donde corre el agua bajo un arco abierto en el terraplén de la carretera. El ramaje de los escasos, pero verdísimos árboles, que cubren el valle por el lado de la calzada, se extiende por el otro en las praderas, prolongándose con cierta gracia, y como en desorden, hasta Braine l'Alleud.
Había allí á la derecha, á orilla del camino, una posada, una carreta de cuatro ruedas delante de la puerta, una gran haz de estacas, un arado, un montón de ramas secas cerca de un seto vivo, cal que humeaba en una balsa cuadrada, y una escalera apoyada á lo largo de un cobertizo cercado de paredes de paja.
Una muchacha escardaba en un campo, en el cual un gran cartelón amarillo, probablemente anuncio de alguna función de ferias, era continuo juguete del viento. En el ángulo de la posada, junto á una laguna en la que navegaba una flotilla de patos, se encontraba un sendero mal engravado que se perdía entre malezas. El viajero siguió por él.
Al cabo de unos cien pasos, después de haber seguido á lo largo de[Pg 266] una pared del siglo XV, que remataba en una aguda albardilla de ladrillos encontrados, hallóse delante de una puerta grande de piedra, cintrada, con imposta rectilínea, del estilo severo de Luis XIV, entre dos medallones planos.
Una fachada severa dominaba esta puerta, y una pared perpendicular á la fachada llegaba casi á tocar la puerta, flanqueándola bruscamente en ángulo recto. En el prado delantero á la puerta había tres rastrillos, á través de los cuales brotaban en confusa y caprichosa mezcla todas las flores que produce mayo. La puerta estaba cerrada; adornaba sus dos hojas decrépitas, un aldabón viejo y enmohecido.
El sol era magnífico; las ramas presentaban ese suave estremecimiento de mayo, que más parece venir de los nidos que del viento. Un hermoso pajarillo, probablemente enamorado, gorjeaba á más y mejor en un árbol frondoso.
El viajero se inclinó y examinó en la piedra de la izquierda, por bajo de la jamba derecha de la puerta, una ancha excavación circular parecida al alvéolo de una esfera. En aquel momento abriéronse las puertas y salió una aldeana.
Reparó en el viajero, y viendo lo que fijaba su atención:
—Hizo esto una bala francesa,—dijo ella.
Y luego añadió:
—Eso que estáis viendo más arriba en la puerta, junto á un clavo, es el boquete de una bala de cañón que no pudo traspasar la madera.
—¿Cómo se llama este lugar?—preguntó el viajero.
—Hougomont,—dijo la aldeana.
El viajero se levantó. Dió algunos pasos y fué á mirar por cima de los setos, viendo en el horizonte al través de los árboles, una especie de montecillo, y sobre este montecillo algo que, de lejos, parecía un león.
Encontrábase en el campo de Waterloo.
II
Hougomont
Hougomont, fué éste un lugar fúnebre, principio del obstáculo, primera resistencia que encontró en Waterloo, ese gran leñador de Europa, que se llamaba Napoleón; primer nudo bajo el filo del hacha.
Fué un castillo; no es ya más que una granja. Hougomont es para el anticuario Hugomons. Aquella mansión fué erigida por Hugo, señor de Somerel, el mismo que dotó la sexta capellanía de la abadía de Villiers.
El viajero empujó la puerta, rozó al cruzar el pórtico con una carretela antigua, y entró en el patio.
Lo primero que llamó su atención en aquel lugar fué una puerta del siglo XVI, que parece el ojo de un puente, estando caído todo lo demás adjunto al mismo. El aspecto monumental nace frecuentemente de la ruina. Después del arco se abre en un muro otra puerta con clavos del[Pg 267] tiempo de Enrique IV, dejando ver los árboles de un huerto. Al lado de esta puerta un hoyo estercolero, picos y palas; algunas carretillas, un pozo antiguo con su brocal de piedra y su torniquete de hierro, un potro que salta, un pavo que hace la rueda, una capilla coronada por un pequeño campanario, un peral en flor tocando en la pared de la capilla, he aquí el patio, cuya conquista fué uno de los sueños de Napoleón. Si él hubiera podido tomar aquel rincón de tierra, le habría dado tal vez el mundo entero. Las gallinas remueven hoy el polvo con sus picos. Óyese un gruñido, es un gran perro que enseña los dientes y que reemplaza á los ingleses.
Los ingleses estuvieron allí admirables. Las cuatro compañías de guardias de Cooke hicieron frente, durante siete horas, al encarnizamiento de todo un ejército.
Hougomont, visto en el mapa, en plano geométrico, comprendiendo cercados y edificaciones, presenta una especie de rectángulo irregular con uno de sus ángulos cortado. En este ángulo es donde se halla la puerta meridional, guardada por aquel muro que la hiere directamente. Hougomont tiene dos puertas: la meridional, que es la del castillo, y la septentrional, que es la de la granja.
Napoleón envió contra Hougomont á su hermano Jerónimo; las divisiones Guilleminot, Foy y Bachelu se estrellaron allí; casi todo el cuerpo de Reille fué también empleado en ello inútilmente; las balas de Kellermann se agotaron contra aquel heroico paredón. Harto fué que la brigada Bauduin forzase por el Norte á Hougomont, y que la brigada Soye le acometiera por el Sur, pero sin tomarle.
Los edificios de la granja limitan el patio por el Sur. Un pedazo de la puerta del Norte, rota por los franceses, pende colgado del muro. Son cuatro tablas clavadas sobre dos travesaños, y en las que se patentizan los destrozos del ataque.
La puerta septentrional, derribada por los franceses, y á la que se ha añadido una pieza para sustituir el trozo colgado del muro, se entreabre al otro extremo del patio; está cortada rectangularmente en una pared de piedra por lo bajo y ladrillo en la parte superior, cerrando el patio por el Norte. Es sencillamente una puerta para carros, como las hay en todas las casas de labranza, compuesta de dos grandes hojas hechas de tablas rústicas. Á la otra parte se extienden los prados. La disputa de esta entrada fué terrible. Durante mucho tiempo se han conservado sobre el montante de la puerta toda clase de huellas de manos ensangrentadas. Allí fué donde mataron á Bauduin.
La borrasca del combate parece que todavía suena en aquel patio; el horror es visible; el trastorno de la terrible lucha se ha quedado allí petrificado; acá la vida, allá la muerte, es todavía ayer. Los muros agonizan, las piedras caen, las brechas gritan; los agujeros son llagas; los árboles inclinados y temblorosos parecen hacer esfuerzos para huir.
[Pg 268]
Aquel patio en 1815 estaba más edificado que hoy día. Varias construcciones derribadas después, formaban estrellas, ángulos y recodos fortificados.
Allí estuvieron parapetados los ingleses; los franceses penetraron al fin, pero no pudieron sostenerse. Al lado de la capilla, un ala del castillo, únicos vestigios de la residencia de Hougomont, se mantiene en pie, y podríamos decir despanzurrada. El palacio sirvió de torreón; la capilla de fortín, ambos se exterminaron.
Los franceses, fusilados por todas partes, detrás de las paredes, desde lo alto de los graneros al fondo de las cuevas, por todas las ventanas, por todos los respiraderos, por todas las hendiduras de las piedras, acercaron fajinas prendiendo fuego á los muros y á los hombres: la metralla fué contestada por el incendio.
Entrevénse todavía en el ala arruinada, á través de las ventanas guardadas por barrotes de hierro, los aposentos desmantelados de un cuerpo de edificio de ladrillo; los guardias ingleses se emboscaron en esos aposentos; la espiral de la escalera, agrietada desde el piso al techo, aparece como el interior de un caracol destrozado. La escalera tiene dos tramos; los ingleses sitiados en ella, y apiñados en los escalones superiores, habían cortado los inferiores. Estos consistían en anchas losas de piedra azul, amontonados hoy entre las ortigas. Unos diez solamente se mantienen adheridos todavía á la pared, en el primero de los cuales se ve grabada la figura de un tridente. Estos inaccesibles escalones permanecen sólidos en sus alvéolos. El resto parece una mandíbula desdentada. Dos árboles viejos están allí todavía; muerto el uno, herido el otro en el pie, reverdece en abril. Desde 1815 empezó á brotar al través de la escalera.
Gran mortandad hubo también en la capilla. El interior, tranquilo ya, resulta extraño. No ha vuelto á decirse misa en él después de la matanza. Sin embargo, allí está todavía el altar de madera tosca, pegado sobre un fondo de piedra sin pulir. Cuatro paredes blanqueadas de cal, una puerta frontera al altar, dos pequeñas ventanas cintradas, sobre la puerta un gran crucifijo de madera, encima del crucifijo un tragaluz cuadrado tapado con un haz de heno, en un rincón del suelo un bastidor viejo de ventana con todos los vidrios rotos; tal es la capilla.
Junto al altar está clavada una imagen de madera de santa Ana, del siglo XV; la cabeza del niño Jesús se la llevó una bala de cañón. Los franceses, dueños por un momento de la capilla, y desalojados después, la incendiaron. Las llamas llenaron su recinto, convirtiéndolo en horno. Se quemó la puerta, se quemó también el entarimado; el Cristo de madera no se quemó; el fuego llegó á lamer sus pies cuyos muñones permanecen ennegrecidos, deteniéndose luego. Esto fué un milagro al decir de aquellos aldeanos. El niño Jesús decapitado no tuvo la fortuna del Cristo.
[Pg 269]
Las paredes se encuentran cubiertas de inscripciones. Junto á los pies del Cristo se lee este nombre: Henquinez. Luego estos otros: conde de Río Mayor, marqués y marquesa de Almagro (Habana). Hay nombres franceses con exclamaciones acentuadas por la cólera.
Tuvieron que blanquearse de nuevo las paredes en 1849. Allí se insultaban las naciones mutuamente.
En la puerta de esta capilla fué donde se recogió un cadáver que tenía un hacha en la mano. Era el cadáver del subteniente Legros.
Á la izquierda de la puerta de la capilla se ve un pozo. Hay dos en el patio. Uno se pregunta: ¿por qué no hay aquí cubo ni garrucha? Es que ya no se saca agua.
¿Y por qué no se saca agua?
Porque está lleno de esqueletos.
El último que sacó agua de aquel pozo se llamaba Guillermo Van Kylsom. Era un aldeano que habitaba en Hougomont, de donde era jardinero. El 18 de junio de 1815, su familia tuvo que huir y ocultarse en los bosques.
La selva que rodea á la abadía de Villiers abrigó durante muchos días y muchas noches á todas aquellas desventuradas poblaciones dispersas. Hoy todavía se encuentran vestigios tales como viejos troncos de árboles quemados, que señalan el sitio donde aquellos pobres vivaqueadores tiritaron entre las espesuras de la maleza.
Guillermo Van Kylsom permaneció en Hougomont «para guardar el castillo» agazapándose en un rincón de la cueva. Los ingleses le descubrieron. Sacáronle de su escondite y á sablazos de plano se hicieron servir los combatientes por aquel hombre aterrado. Tenían sed, y Guillermo les dió de beber. De aquel pozo sacó el agua. Muchos bebieron allí su último trago. El pozo del que bebieron tantos muertos, debió morir también.
Después de la acción, diéronse prisa á enterrar los cadáveres. La muerte tiene su manera especial de acosar la victoria, haciendo que la peste siga á la gloria. El tifus es siempre anejo del triunfo. Aquel pozo era profundo. Fué convertido en sepultura. Lanzáronse en él trescientos muertos. Tal vez con demasiada precipitación. ¿Estaban muertos todos? La leyenda dice que no. Parece que la noche que siguió al enterramiento, oyéronse salir del pozo débiles y tristes voces de socorro.
Este pozo está aislado en medio del patio. Tres paredes mitad piedra y mitad ladrillo, replegadas como las hojas de un biombo simulando una torrecilla cuadrada, le cierran por tres lados. El cuarto está descubierto. Por aquí es por donde se sacaba el agua. La pared del fondo tiene una especie de abertura informe, tal vez el agujero de obús. Esta torrecilla tenía un techo del que no quedan más que los maderos. El armazón de sostenimiento del muro de la derecha describe una cruz. Asomándose al fondo, se pierde la vista en la profundidad de un cilindro[Pg 270] de ladrillo, en el cual se agrupan las tinieblas. El nacimiento de toda la fábrica de este pozo desaparece entre las ortigas.
Este pozo no tiene por brocal la gran losa azul que sirve de antepecho en todos los de Bélgica. La losa azul se halla sustituida por un travesaño en el cual se apoyan cinco ó seis estacas irregulares de madera nudosa, y anquilosados, que parecen una grande osamenta. No existe cubo, ni cadena, ni polea; pero se conserva aún la pila de piedra que servía de repartidor. El agua de las lluvias se acumula en ella y, de cuando en cuando, se acerca á beber algún pájaro de las vecinas selvas, remontándose inmediatamente.
En esas ruinas existe, habitada todavía, una casa, la casa de labranza, cuya puerta da al patio. Al lado de una linda placa de cerradura gótica, hay en dicha puerta un tirador de hierro, en forma de trébol, colocado oblicuamente. En el momento que el teniente hannoveriano Wilda cogía ese tirador para refugiarse en la granja, un zapador francés le cortó la mano de un hachazo.
La familia que ocupa hoy la casa, tuvo por abuelo al antiguo jardinero Van Kylsom, muerto hace mucho tiempo. Una mujer de cabellera gris nos decía: Yo estaba allí. Tenía tres años. Mi hermana, mayor que yo, tenía miedo y lloraba. Lleváronnos al bosque. Yo iba en brazos de mi madre. Aplicaban de cuando en cuando el oído sobre el suelo para escuchar. Yo imitaba el cañón, y hacía bum, bum.
Una puerta del patio, á la izquierda, como hemos ya dicho, daba al cercado.
Este cercado es terrible.
Se divide en tres secciones, casi podríamos decir en tres actos. La primera es un jardín, la segunda el huerto, la tercera un bosque. Estas tres partes tienen una cerca común; por el lado de la entrada las edificaciones del castillo y de la granja, á la izquierda un seto, á la derecha una tapia de ladrillo, en el fondo otra tapia de piedra. Se entra desde luego en el jardín, que se extiende en pendiente, plantado de groselleros, cubierto de vegetaciones silvestres, cerrado por un malecón monumental de piedra sillería con balustres de doble espesor. Fué un jardín señorial del primer estilo francés que precedió á Le Nôtre; ruinas y abrojos todo, en la actualidad. Las pilastras terminan en globos, que parecen balas de piedra. Cuéntanse todavía cuarenta y tres balustres en pie; los demás yacen tendidos en la yerba. Casi todos están acribillados por balas de fusil. Un balustre destrozado aparece sobre el estrave como una pierna rota.
En este jardín más bajo que el huerto, fué donde penetraron seis tiradores del 1.º de ligeros, y no pudiendo salir, cogidos y acosados como osos en guarida, aceptaron el combate con dos compañías hannoverianas, una de las cuales iba armada de carabinas. Los hannoverianos coronaban los balustres y disparaban sobre los seis franceses desde lo alto.[Pg 271] Los tiradores, respondiendo desde abajo, seis contra doscientos, con la mayor intrepidez y sin más abrigo que los groselleros, tardaron en morir un cuarto de hora.
Subiendo algunos escalones, se pasa del jardín al huerto. Allí, en el espacio de pocas toesas cuadradas, murieron mil quinientos hombres en menos de una hora. El muro parece dispuesto á comenzar nuevamente el combate. Allí están todavía las treinta y ocho troneras, abiertas por los ingleses á distintas alturas. Delante de la décima sexta se ven dos sepulturas inglesas de granito.
Sólo existen troneras en el muro del Sur, que fué de donde vino el ataque principal. Ese muro está oculto al exterior por un gran seto vivo; llegaron los franceses creídos de que no había más que el seto, saltaron, y se encontraron con el muro, obstáculo y emboscada, con los guardias ingleses detrás, las treinta y ocho troneras haciendo fuego á la vez, una tempestad de balas y metralla; allí fué aplastada la brigada Soye. Así comenzó Waterloo.
No obstante el huerto fué tomado. No había escalas, pero los franceses treparon con las uñas. Batiéronse cuerpo á cuerpo bajo los árboles. Toda aquella yerba se empapó en sangre. Un batallón de Nassau, setecientos hombres, fué deshecho allí. La parte exterior del muro, contra el cual se asestaron las dos baterías de Kellermann está acribillada por la metralla.
Este cercado es sensible como otro cualquiera al mes de Mayo. Tiene sus botones de oro y sus margaritas blancas; la yerba es alta; pacen allí caballos de labor; cuerdas de crin, en las que se seca la ropa, cruzan los espacios de árbol á árbol, obligando á los transeuntes á bajar la cabeza; los pies caminan por un erial hundiéndose á lo mejor en los agujeros de los topos. Encuéntrase en medio de la yerba un tronco desarraigado, caído y verde aún. El mayor Blachmann se apoyó en él para espirar. Bajo un gran árbol próximo cayó el general alemán Duplat, oriundo de una familia francesa refugiada al revocarse el edicto de Nantes. Contiguo á este árbol se inclina un manzano vetusto, enfermo, vendado con un apósito de paja y arcilla. Casi todos los manzanos caen de vejez. No hay uno que no tenga señales de bala ó de metralla. Los esqueletos de los árboles muertos abundan muchísimo en este cercado. Los cuervos vuelan entre sus ramas. En el fondo hay un bosque lleno de violetas.
Bauduin muerto; Foy herido; el incendio, la matanza, la carnicería; un río de sangre inglesa, de sangre alemana y de sangre francesa, furiosamente mezclada; un pozo lleno de cadáveres; el regimiento de Nassau y el regimiento de Brunswick destruidos; Duplat muerto; Blackmann muerto, la guardia inglesa mutilada; veinte batallones franceses, de los cuarenta del cuerpo de Reille, diezmados; tres mil hombres, en sólo aquellas ruinas de Hougomont, acuchillados, destrozados, degollados, fusilados, quemados; y todo ello para que un aldeano pueda decirle hoy á un[Pg 272] pasajero: Señor, dadme tres francos; si gustáis os explicaré lo de Waterloo.
III
El 18 de junio de 1815
Retrocedamos, que es éste uno de los derechos del narrador, y trasladémonos al año 1815, y con alguna anterioridad á la época en que comienza la acción referida en la primera parte de este libro.
Si no hubiera llovido en la noche del 17 al 18 de junio de 1815, el porvenir de Europa hubiera sido otro. Algunas gotas de agua de más ó de menos hicieron desviar á Napoleón. Para que Waterloo fuése el término de Austerlitz, la Providencia no tuvo necesidad más que de un poco de lluvia; y una nube, atravesando el cielo contra lo natural de la estación, bastó para el derrumbamiento de un mundo.
La batalla de Waterloo, y esto dió tiempo á Blücher para llegar, no pudo comenzar hasta las once y media. ¿Por qué? Porque la tierra estaba mojada. Fué preciso aguardar un poco á que se solidara para que la artillería pudiese maniobrar.
Napoleón era oficial de artillería, y se resentía de ello. El fondo de este admirable capitán era el hombre que, en el parte al Directorio desde Aboukir, decía: Tal bala de las nuestras mató seis hombres. Todos sus planes de batalla están hechos para el proyectil. Hacer converger la artillería sobre un punto dado; tal era su clave de victoria. Trataba la estrategia del general enemigo como una ciudadela, y la batía en brecha. Abrumaba con la metralla el punto débil; ataba y desataba las batallas con el cañón. Era la puntería parte de su genio. Romper los cuadros, pulverizar los regimientos, deshacer las líneas, aplastar y dispersar las masas, todo se encerraba en eso para él; herir, herir, herir sin tregua ni descanso, y encomendada esta tarea á las balas. Método temible, y que, unido á su genio, hizo invencible durante quince años, á aquel sombrío atleta del pugilato de la guerra.
El 18 de junio de 1815 contaba él tanto más con la artillería, cuanto que tenía en su favor el número. Wellington no disponía más que de ciento cincuenta y nueve bocas de fuego; Napoleón tenía doscientas cuarenta.
Supongamos la tierra seca y la artillería pudiendo rodar, y la acción empezando á las seis de la mañana. La batalla se hubiera ganado y terminado á las dos; tres horas antes de la peripecia prusiana.
¿Qué culpa hubo por parte de Napoleón en la pérdida de aquella batalla? ¿Es imputable el naufragio al piloto?
La decadencia física evidente de Napoleón, ¿se complicaba en aquella época con cierto decaimiento interior? Los veinte años de guerra, ¿habían gastado la hoja como la vaina, el alma como el cuerpo? ¿Se manifestaban ya los defectos del veterano en el capitán? En una palabra,[Pg 273] aquel genio, como muchos historiadores importantes lo han creído ¿se eclipsaba ya? ¿Agitábase frenéticamente para disimularse á sí mismo su debilidad? ¿Empezaba á oscilar bajo el extravío de un soplo de la aventura? ¿Volvíase, cosa grave en un general, desconocedor del peligro? En la clase de los grandes hombres materiales, que pueden llamarse los gigantes de la acción, ¿existe una edad para la miopía del genio? La vejez no hace mella en los genios de lo ideal; para los Dante y los Miguel Ángel, envejecer es crecer. Pero para los Aníbal y Bonaparte ¿es decrecer, ocaso? ¿Había perdido Napoleón el sentido directo de la victoria? ¿Había llegado á no reconocer ya el escollo, á no adivinar el lazo, ni discernir el borde resbaladizo de los abismos? ¿Faltábale el olfato de las catástrofes? Él, que antes sabía todos los senderos del triunfo, y que desde la altura de su carro refulgente de rayos, los señalaba con su dedo soberano, ¿tenía entonces el siniestro aturdimiento de conducir al principio su tumultuoso tiro de legiones? ¿Se había apoderado de él, á los cuarenta y seis años, una locura suprema? Aquel conductor titánico del destino, ¿no era ya más que un inmenso abismo?
No lo hemos creído nunca.
Su plan de batalla, era, al decir de todo el mundo, una obra maestra. Ir derecho al centro de la línea de los aliados, abrir un claro en el enemigo, cortarle en dos; empujar la parte británica hacia Hal, y la parte prusiana hacia Tongres; hacer de Wellington y de Blücher dos trozos, apoderarse de Mont Saint Jean, tomar á Bruselas, arrojar el alemán al Rin y el inglés al mar. Todo esto para Napoleón entraba en su plan de batalla. Después, ya vería.
Es por demás decir que no pretendemos hacer aquí la historia de Waterloo; una de las escenas generatrices del drama que vamos contando, tiene su punto de partida en esa batalla; pero, repetimos, no es su historia nuestro objeto. Está ya hecha además, y hecha magistralmente bajo un punto de vista por Napoleón, y bajo otro punto de vista por una pléyade de historiadores[7].
Por nuestra parte, dejamos á los historiadores con sus apreciaciones, no somos sino un testigo lejano, un pasajero en la llanura, un investigador inclinado sobre aquella tierra embutida de carne humana, tomando, quizá, las apariencias por realidades. No tenemos derecho alguno para hacer frente, en nombre de la ciencia, á un conjunto de hechos, donde hay sin duda algún espejismo; no tenemos ni la práctica militar ni la competencia estratégica que autorizan un sistema; según nosotros un encadenamiento de azares dominó en Waterloo á entrambos capitanes, y cuando se trata del destino, de este misterioso acusado, le juzgamos como le juzga el pueblo, juez sencillo y leal.
[Pg 274]
IV
A
Quien quiera figurarse claramente la batalla de Waterloo, no tiene más que trazar sobre el suelo con el pensamiento una A mayúscula. La pierna izquierda de la A es el camino de Nivelles, la pierna derecha es la carretera de Genappe, el palo trasversal es el camino cubierto de Ohain á Braine-l'Alleud. El vértice de la A es Mont-Saint Jean, allí está Wellington; la punta izquierda inferior es Hougomont, allí está Reille con Jerónimo Bonaparte; la punta derecha inferior es la Belle Allience, allí está Napoleón.
Un poco más abajo del punto en que el palo trasversal de la A encuentra y corta la pierna derecha, está la Haie-Sainte. En el centro de este palo está el punto preciso donde se dijo la frase final de la batalla. Allí es donde se colocó el león; símbolo involuntario del supremo heroísmo de la guardia imperial.
El triángulo comprendido en el vértice de la A, entre los dos palotes y la cuerda, es la meseta del Mont-Saint Jean. La disputa de esa meseta fué toda la batalla.
Las alas de ambos ejércitos se extendían á derecha é izquierda de los dos caminos de Genappe y de Nivelles; Erlón frente á frente de Pictón y Reille frente á frente de Hill.
Detrás de la punta de la A, detrás de la meseta de Mont-Saint Jean, se encuentra la selva de Soignes.
En cuanto á la llanura en sí misma, imagínese un vasto terreno ondulante, dominando cada pliegue al que le sigue, y todas estas ondulaciones subiendo hacia Mont Saint Jean, desde donde van á parar á la selva.
Dos ejércitos enemigos en un campo de batalla son dos atletas que luchan á brazo partido. Cada uno procura hacer caer al otro. Agárranse á todo; un matorral es un punto de apoyo; el ángulo de un muro es un parapeto; por falta de una bicoca en que guardar la espalda, se pierde un regimiento. El declive de una llanura, un accidente del terreno, una senda trasversal á propósito, un bosque, un barranco, pueden detener la planta de ese coloso que se llama un ejército, é impedirle la retirada.
El que sale del campo es derrotado. De ahí la necesidad para el jefe responsable de examinar el menor grupo de árboles y de profundizar el más pequeño relieve.
Ambos generales habían estudiado atentamente la llanura de Mont-Saint Jean, llamada hoy llanura de Waterloo. Desde el año anterior la había examinado Wellington con sagacidad previsora, como para el caso de una gran batalla.
En este terreno, y para aquel duelo, el 18 de junio, tenía Wellington[Pg 275] la parte buena y Napoleón la mala. El ejército inglés ocupaba las alturas, el francés la llanura.
Esbozar aquí el aspecto de Napoleón á caballo, con su anteojo en la mano, sobre la altura de Rossomme, al amanecer del 18 de junio de 1815, estaría de más. Antes de pintárselo, todo el mundo le ha visto. Aquel perfil sereno bajo el pequeño sombrero de la escuela de Brienne, aquel uniforme verde, con vueltas blancas ocultando la placa, el capote tapando las charreteras, el cabo del cordón rojo bajo chaleco, el calzón de cuero, el caballo blanco con su gualdrapa de terciopelo púrpura con águilas y NN coronadas en las puntas, sus botas de campana sobre medias de seda, las espuelas de plata, la espada de Marengo, es decir, la figura completa del último César, está presente en todas las imaginaciones, aclamada por unos, mirada por otros severamente.
Aquella figura ha estado mucho tiempo completamente rodeada de luz; esto consistía en cierta obscuridad legendaria que se desprende de la mayor parte de los héroes, y que vela, siempre por más ó menos tiempo la verdad; pero hoy, ya la historia y la luz han aparecido.
La luz de la historia es desapiadada; tiene algo de extraordinario y de divino, que siendo, como es, luz, y precisamente porque lo es, coloca á veces la sombra allí donde se veían los rayos, haciendo del mismo hombre dos fantasmas distintos, cada uno de los cuales ataca al otro, haciéndole justicia, y las tinieblas del déspota luchan con los fulgores del capitán. De ahí la exacta medida del justo medio en la apreciación definitiva de los pueblos: Babilonia violada, rebaja á Alejandro; Roma encadenada, disminuye la grandeza de César; Jerusalén muerta, empequeñece á Tito.
La tiranía sigue al tirano. Es una desgracia para el hombre, dejar en pos de sí la sombra de su forma.
V
El quid obscurum de las batallas
Todo el mundo conoce la primera fase de aquella batalla confusa al principio, incierta, vacilante, amenazadora para ambos ejércitos, más aún para los ingleses que para los franceses.
Había llovido toda la noche; la tierra estaba removida por el aguacero, habiendo charcos y lagunas aquí y allá, en todos los huecos de la llanura, alcanzando el agua en ciertos puntos, á los ejes de los furgones del tren; las cinchas de los tiros chorreaban fango líquido. Si los trigos y centenos derribados por aquel tropel de carros en marcha, no hubiesen llenado los baches y formado lecho bajo las ruedas, se hubiera hecho imposible todo movimiento, y particularmente en los valles de la parte de Papelotte.
La acción empezó tarde; Napoleón como hemos explicado ya, tenía la costumbre de tener toda la artillería á mano como una pistola, apuntando[Pg 276] ya á este punto, ya al otro de la batalla, y había querido esperar á que las baterías enganchadas pudiesen rodar y galopar libremente; era menester para ello que apareciese el sol y secase la tierra. Pero el sol no apareció. Ya no le saludaba como en la jornada de Austerlitz. Cuando sonó el primer cañonazo, el general inglés Colville miró su reloj; señalaba las once y treinta y cinco minutos.
La acción comenzó furiosamente, con mayor furia tal vez de la que hubiese querido el emperador, por el ala izquierda francesa sobre Hougomont. Al mismo tiempo atacó Napoleón el centro, precipitando la brigada Quiot sobre la Haie-Sainte, y Ney dirigió el ala derecha francesa contra el ala izquierda inglesa, que se apoyaba en Papelotte.
El ataque contra Hougomont, tenía algo de simulado: atraer hacia allí á Wellington, haciéndole inclinar á la izquierda, éste era el plan. Y este plan se hubiera realizado si las cuatro compañías de guardias inglesas y los valientes belgas de la división Perponcher no hubiesen guardado sólidamente la posición, pues Wellington, en vez de ir á concentrarse allí, pudo limitarse á enviar, por todo refuerzo, otras cuatro compañías de guardias y un batallón de Brunswick.
El ataque del ala derecha francesa sobre Papelotte, era á fondo: desbaratar la izquierda inglesa, cortar el camino de Bruselas, interceptar el paso á los prusianos que pudieran acudir, forzar á Mont Saint-Jean, rechazar á Wellington hacia Hougomont, de allí hacia Braine l'Alleud de allí sobre Hal; nada más sencillo. Salvo algunos incidentes, este ataque dió buen resultado, puesto que se tomó Papelotte y se lanzó de Haie-Sainte al enemigo.
Un detalle que debe constar. Había en la infantería inglesa, particularmente en la brigada de Kempt, muchos reclutas. Estos soldados bisoños, ante nuestra terrible infantería, fueron valientes; su inexperiencia, salió perfectamente bien del paso; hicieron sobre todo un excelente servicio de guerrilla; el soldado en guerrilla, entregado en parte á sí mismo, se convierte, por decirlo así, en general propio; aquellos reclutas mostraron algo de la inventiva y furia francesas. Aquella infantería novicia tuvo inspiración propia. Esto desagradó á Wellington.
Después de la toma de la Haie Sainte, vaciló la batalla.
Hubo en esta jornada, desde el medio día á las cuatro, un intervalo obscuro; la parte media de esta batalla apenas se distingue, pues participa de la confusión de la riña. Cúbrela el crepúsculo. Adviértense vastas fluctuaciones en aquella bruma, un espejismo vertiginoso, el aparato guerrero de entonces, casi desconocido en nuestros días, las granaderas de llama, los portapliegos flotantes, las correas cruzadas, las cartucheras de granada, los dolmanes de los húsares, las botas encarnadas de mil pliegues, los pesados chacós guarnecidos de cordones, la infantería casi negra de Brunswick mezclada con la infantería escarlata de Inglaterra, los soldados ingleses llevando por charreteras grandes rodetes[Pg 277] blancos circulares, la caballería ligera hannoveriana con sus cascos de cuero oblongos con filetes de cobre y cabelleras de crines rojas, los escoceses con las piernas desnudas y sus mantas de cuadros, las grandes polainas blancas de nuestros granaderos; cuadros, no líneas estratégicas, lo conveniente al pincel de Salvator Rosa, no al de Gribeauval.
Siempre se mezcla en las batallas cierta parte de tempestad. Quid obscurum, quid divinum. Cada historiador se inclina un poco á trazar los perfiles que más le agradan entre aquella confusión. Sea cual fuere la combinación de los generales, el choque de las masas armadas tiene incalculables reflejos; en toda acción, los dos planes de ambos jefes penetran uno en otro, y uno á otro se desfiguran. Tal punto del campo de batalla devora más combatientes que tal otro, como los terrenos más ó menos esponjosos que absorben más ó menos pronto el agua que se les arroja. Es pues necesario derramar á veces más soldados de los que se quisiera. Gastos imprevistos. La línea de batalla flota y serpentea como un hilo, los regueros de sangre corren ilógicamente, los frentes de los ejércitos ondulan, los regimientos al entrar ó salir forman cabos ó golfos, todos esos escollos se agitan continuamente unos delante de otros; donde estaba la infantería llega la artillería, donde estaba la artillería acude la caballería; los batallones son humaredas.
Había algo en tal punto, lo buscáis en vano, ha desaparecido; los claros cambian de sitio; los pliegues sombríos avanzan y retroceden; una especie de viento del sepulcro empuja, arrolla, hincha y dispersa aquellas trágicas multitudes. ¿Qué es una lucha? Una oscilación. La inmovilidad de un plano matemático expresa un minuto y no una jornada. Para pintar una batalla, se necesita uno de esos poderosos pintores cuyos pinceles tienen algo del caos: Rembrant vale más que Vandermeulen. Vandermeulen, exacto al mediodía, miente á las tres. La geometría engaña; solamente es veraz el huracán. Esto es lo que da derecho á Folard para contradecir á Polibio. Añadamos que hay siempre cierto instante en que la batalla degenera en combate, se particulariza y se esparce en innumerables hechos de detalle, que, valiéndonos de una frase de Napoleón, «pertenecen antes á la biografía de los regimientos que á la historia del ejército».
El historiador, en este caso, tiene el derecho de resumir. Sólo puede abarcar los principales contornos de la lucha, y no es dado á ningún narrador, por concienzudo que sea, el fijar absolutamente la forma de esa nube horrible que se llama una batalla.
Y esto, que es verdadero tratándose de todos los grandes hechos de armas, es particularmente aplicable á Waterloo.
Sin embargo, después del mediodía, hubo un momento en que pudo apreciarse la batalla con toda exactitud.
[Pg 278]
VI
Cuatro horas después del mediodía
Á eso de las cuatro de la tarde, la situación del ejército inglés era grave. El príncipe de Orange mandaba el centro, Hill el ala derecha, Picton á la izquierda. El príncipe de Orange, desatinado y valiente, gritaba á los holando-belgas: ¡Nassau! ¡Brunswich! ¡Jamás retroceder! Hill, debilitado, dirigíase á apoyar su retaguardia en Wellington; Picton había muerto. En el mismo instante en que los ingleses habían arrebatado á los franceses la bandera del 105 de línea, los franceses les habían matado á los ingleses al general Picton de un balazo que le atravesó el cráneo. Para Wellington tenía la batalla dos puntos de apoyo, Hougomont y la Haie Sainte. Hougomont se sostenía aún, pero ardiendo. La Haie Sainte había sido tomada. Del batallón alemán que la defendía, solo cuarenta y dos hombres sobrevivían; todos los oficiales menos cinco habían sido muertos ó prisioneros. Tres mil combatientes se habían asesinado en aquella granja. Un sargento de la guardia inglesa, el primer boxeador de Inglaterra, reputado por sus compañeros como invulnerable, había sido muerto por un tamborcillo francés. Baring había sido desalojado, y Alten acuchillado. Habíanse perdido muchas banderas, entre ellas una de la división Alten, y otra del batallón de Lunebourg, llevada por un príncipe de la familia de Deux Ponts. Los escoceses grises ya no existían; los fuertes dragones de Ponsomby estaban deshechos. Esta valiente caballería había sucumbido bajo el ímpetu de los lanceros de Bro y de los coraceros de Travers; de mil doscientos caballos quedaban seiscientos; de tres tenientes coroneles, dos habían sido derribados. Hamilton herido, Mater muerto. Ponsomby había caído, atravesado de siete lanzadas. Gordon había muerto, Marsh también. Dos divisiones, la quinta y la sexta, estaban destruidas.
Asaltado Hougomont y tomada Haie Sainte, sólo quedaba un nudo, el centro. Este nudo continuaba resistiendo. Wellington le reforzó. Llamó á Hill, que estaba en Merle Braine, y á Chassé, que estaba en Braine-l'Alleud.
El centro del ejército inglés, un tanto cóncavo, densísimo y compacto, estaba fuertemente situado. Ocupaba la meseta de Mont Saint-Jean, teniendo detrás de sí la aldea y delante la pendiente, muy áspera á la sazón. Apoyaba su espalda en la sólida casa de piedra, que en aquella época era dominio señorial de Nivelles, y marca la intersección de los caminos, masa del siglo XVI, tan robusta, que las balas rebotaban en ella sin mellarla. Al rededor de la meseta, los ingleses habían cortado aquí y allí los setos, abriendo troneras en los espinos, poniendo bocas de cañón entre dos troncos cruzados, y aspillerando los zarzales. Su artillería estaba emboscada entre abrojos. Este trabajo púnico, incontestablemente autorizado por la guerra, que admite las estratagemas, estaba[Pg 279] tan perfectamente hecho, que Haxo, enviado por el emperador á las nueve de la mañana para reconocer las baterías enemigas, no había visto nada, y había vuelto diciendo á Napoleón que no existía el menor obstáculo, exceptuando las dos barricadas que obstruían los caminos de Nivelles y de Genappe. Era la época en que las mieses están crecidas; en las orillas de la meseta hallábase apostado entre los trigos, un batallón de la brigada Kempt, el 95, armado de carabinas.
Así fuerte y bien apoyado, el centro del ejército anglo-holandés estaba en excelente posición.
El peligro de aquella posición estaba en la selva de Soignes, contigua entonces al campo de batalla, y cortada por las lagunas de Groenendael y de Boitsfort. Un ejército no hubiera podido retroceder allí sin disolverse; los regimientos hubieran sido disgregados inmediatamente. La artillería se hubiera perdido en los pantanos. La retirada, según opinión de muchos inteligentes, aunque rebatida por otros, hubiera sido una dispersión general.
Wellington añadió á este centro una brigada de Chassé, separada del ala derecha, y otra brigada de Vincke, de la izquierda, y á más la división Clinton. Á sus ingleses, á los regimientos de Halkett, á la brigada de Mitchell, á los guardias de Maitland, dió como sostén y refuerzo la infantería de Brunswick, el contingente de Nassau, los hannoverianos de Kielmansegge y los alemanes de Ompteda. Así tuvo á mano veintiséis batallones. El ala derecha, como dice Charras, fué replegada detrás del centro. Una batería enorme estaba cubierta por sacos de tierra en el lugar donde se encuentra hoy lo que se llama «el museo de Waterloo». Wellington tenía además, en un repliegue del terreno, los guardias-dragones de Sommerset, mil cuatrocientos caballos. Era la otra mitad de aquella caballería inglesa, tan justamente célebre. Destruido Ponsomby quedaba Sommerset.
La batería, que concluida, hubiera sido casi un reducto, estaba dispuesta detrás de una tapia de jardín muy baja, cubierta apresuradamente por una capa de sacos de arena y un ancho repecho de tierra. Esta obra estaba por concluir; había faltado tiempo para empalizarla.
Wellington, inquieto, pero impasible, estaba á caballo, y permaneciendo todo el día en la misma actitud un poco adelantado al antiguo molino de Mont Saint Jean, que existe todavía, bajo un olmo que más tarde un inglés, vándalo entusiasta, compró en doscientos francos, y se lo llevó. Wellington, estuvo allí fríamente heroico. Llovían las balas. El ayudante de campo Gordon acababa de caer á su lado. Lord Hilh, señalándole un obús que reventaba, le dijo: Milord, ¿cuáles son vuestras instrucciones y que órdenes nos dejáis, si os dejáis matar? Hacer lo que yo, respondió Wellington. Á Clinton le dijo lacónicamente: Sostenerse aquí hasta el último hombre. La jornada iba visiblemente mal. Wellington[Pg 280] gritaba á sus antiguos compañeros de Talavera, Salamanca y Vitoria.
Boys (muchachos), ¿hay quien pueda pensar en huir? ¡Acordaos de la vieja Inglaterra!
Á eso de las cuatro, la línea inglesa hizo un movimiento hacia atrás. De pronto no se vió ya en la cresta de la meseta más que la artillería y los tiradores, el resto había desaparecido; los regimientos, arrojados por los obuses y las balas francesas, replegáronse al fondo que corta hoy todavía el sendero de la granja de Mont Saint Jean, realizóse un movimiento retrógrado; el frente de batalla inglés desapareció, Wellington retrocedió.
—¡Principio de la retirada!—exclamó Napoleón.
VII
Napoleón de buen humor
El emperador á caballo, aunque enfermo é incomodado, por un sufrimiento local, no había estado nunca de tan buen humor como aquel día. Desde la mañana, sonreíase su impenetrabilidad. El 18 de junio de 1815, aquella alma profunda, cubierta de mármol, irradiaba en la obscuridad. El hombre que había estado sombrío en Austerlitz estuvo alegre en Waterloo. Los más grandes predestinados tienen estas contradicciones. Nuestras alegrías no son más que sombra. La suprema sonrisa pertenece á Dios.
Ridet Cæsar, Pompeius flebit, decían los soldados de la legión Fulminatril. Pompeyo no debía llorar esta vez; pero es lo cierto, que se reía César.
Desde la una de la noche anterior, explorando á caballo, bajo el aire y la lluvia, acompañado de Bertrand, las colinas inmediatas á Rossomme, satisfecho de ver la larga línea de las fogatas inglesas que iluminaban por completo el horizonte de Frischemont á Braine l'Alleud, habíale parecido que el destino emplazado por él á día fijo en el campo de Waterloo, era exacto á la cita; había detenido su caballo y permanecido inmóvil algún tiempo viendo los relámpagos, oyendo los truenos, y se había oído cómo aquel fatalista lanzaba en la sombra esta frase misteriosa: «Estamos de acuerdo». Napoleón se engañaba. No estaban ya de acuerdo.
No se había tomado para dormir un sólo minuto, todos los instantes de aquella noche habían señalado para él alguna alegría. Había recorrido toda la línea de las avanzadas de caballería, parándose aquí y allá á hablar con los centinelas. Á las dos y media, cerca del bosque de Hougomont, había oído el paso de una columna en marcha; creyó por un momento en la retirada de Wellington: Entonces dijo: Es la retaguardia inglesa que se prepara á levantar el campo. Haré prisioneros á los seis mil ingleses que acaban de llegar á Ostende. Estaba expansivo; había vuelto á encontrar aquella inspirada verbosidad del desembarco de[Pg 281] 1.° de marzo, cuando mostraba al gran Mariscal el aldeano del golfo Juan, exclamando:—¡Y bien, Bertrand, he aquí ya un refuerzo! La noche del 17 al 18 de junio burlábase de Wellington: ¡Ese inglesillo necesita una lección! dijo el emperador. Hablaba Napoleón, y retumbaba el trueno, mientras la lluvia arreciaba.
Á las tres y media de la madrugada había perdido una de sus ilusiones; los oficiales enviados como exploradores le habían dicho que el enemigo no hacía movimiento alguno. Nada se movía, ni un solo fuego de vivaque se había apagado. El ejército inglés dormía. El silencio era profundo en la tierra; no había más ruido que el del cielo. Á las cuatro, condujeron á su presencia los exploradores un aldeano que había servido de guía á una brigada de caballería inglesa, probablemente la brigada Vivian, que iba á tomar posesión en la aldea de Ohain, á la extrema izquierda. Á las cinco, dos desertores belgas le habían informado que acababan de dejar su regimiento, y que el ejército inglés esperaba la batalla.—¡Tanto mejor!—había exclamado Napoleón.—Prefiero más bien derribarlos que rechazarlos.
Por la mañana, en el ribazo que forma el ángulo del camino de Plancenoit, había echado pie á tierra en medio del lodo, y había mandado que le llevaran de la granja de Rossomme una mesa de cocina y una silla rústica; se había sentado, teniendo un haz de paja por alfombra, y había desdoblado sobre la mesa el mapa del campo de batalla, diciendo á Soult: ¡Lindo tablero!
Á consecuencia de la lluvia de la noche, los convoyes de víveres, atascados en los caminos llenos de baches, no habían podido llegar de mañana; los soldados no habían dormido, estaban calados y en ayunas, lo cual no había impedido á Napoleón decir alegremente á Ney: Tenemos noventa probabilidades de las ciento. Á las ocho sirvieron el almuerzo al emperador. Tenía convidados muchos generales.
Durante el almuerzo se dijo que Wellington estuvo la antevíspera en el baile de la duquesa de Richmond en Bruselas, y Soult, soldado rudo con cara de arzobispo, dijo: El baile es hoy. El emperador había contestado con una chanzoneta á Ney, que había dicho: Wellington no será tan simple que espere á vuestra majestad. Era ésta su costumbre. Gustábale chancearse, dice Fleury de Chaboulón.
El fondo de su carácter era un humor festivo, dice también Gourgaud.
Abundaba en chanzonetas, más originales que ingeniosas, dice Benjamín Constant.
Estas espontaneidades del gigante valen la pena de que insistamos. Él fué quien llamó á sus granaderos los gruñones, pellizcándoles las orejas y tirándoles de los bigotes.
El emperador no cesaba de hacernos jugarretas, decía uno de ellos.
Durante la misteriosa travesía de la isla de Elba á Francia, el 27 de[Pg 282] febrero, en alta mar, el bergantín de guerra francés el Zephyr encontró al bergantín Inconstante, donde Napoleón iba escondido, y al pedir al Inconstante noticias de Napoleón, el emperador, que llevaba aún en aquel momento en su sombrero la escarapela blanca y amaranto sembrada de abejas, adoptada por él en la isla de Elba, había tomado riendo la bocina y respondido él mismo: El emperador sigue bien. Quien así se ríe, está familiarizado con los sucesos. Napoleón había tenido muchos accesos de semejante risa durante el almuerzo de Waterloo. Después de almorzar se quedó pensativo un cuarto de hora, y luego dos generales se sentaron en el haz de paja, con la pluma en una mano y un pliego de papel sobre la rodilla: el emperador les dictó la orden de batalla.
Á las nueve, en el instante en que el ejército francés, escalonado y puesto en movimiento en cinco columnas, desplegándose las divisiones en dos líneas, la artillería entre las brigadas, las bandas de música á la cabeza, batiendo marcha, con el redoble de los tambores y el sonido de las trompetas, poderoso, vasto y alegre mar de cascos, sables y bayonetas en el horizonte, el emperador conmovido había exclamado por dos veces: ¡Magnífico, magnífico!
De las nueve á las diez y media, todo el ejército, lo cual parece increíble, había tomado posiciones y se había ordenado en seis líneas, formando, para repetir la frase del emperador, «una figura de seis VV». Algunos instantes después de la formación de la línea de batalla, en medio de aquel profundo silencio, precursor de la tormenta que precede á los combates, viendo desfilar las tres baterías de á doce, destacadas por su orden de los tres cuerpos de Erlón, de Reille y de Lobau, y destinadas á comenzar la acción, atacando á Mont Saint Jean, donde se encuentra la intersección de los caminos de Nivelles y de Genappe. Tocó el emperador en el hombro á Haxo, diciéndole: He aquí veinticuatro buenas mozas, general.
Seguro del éxito, había alentado con una sonrisa, al pasar delante de él, á la compañía de zapadores del primer cuerpo, designada por él mismo para hacerse fuerte en Mont Saint Jean, en cuanto fuése tomada la aldea.
Toda aquella serenidad no fué turbada más que por una palabra de altiva compasión, al ver á su izquierda, en el lugar en que se encuentra hoy una gran tumba, formar en masa con sus soberbios caballos á aquellos admirables escoceses grises, dijo: ¡Es lástima!
Después montó á caballo, dirigiéndose hacia Rossomme, y eligió para observatorio un reducido montecillo de césped á la derecha del camino de Genappe á Bruselas, que fué su segunda parada durante la batalla.
Su tercera parada, la de las siete de la tarde, entre la Belle-Alliance y la Haie-Sainte, es terrible; es un cerrillo bastante elevado que existe todavía, detrás del cual se había agrupado la guardia en un declive de[Pg 283] la llanura. Al rededor de este cerro rebotaban las balas sobre el empedrado de la calzada hasta Napoleón. Como en Briene, sentía sobre su cabeza el silbido de las balas y de las granadas. Hanse recogido casi en el mismo punto donde puso los pies su caballo, balas oxidadas, hojas viejas de sable y proyectiles informes y corroídos. Scabra rubigine. Hace algunos años se desenterró un obús de á sesenta, cargado todavía, cuya espoleta se había roto al ras de la bomba. En esta última parada fué donde el emperador le dijo á su guía Lacoste, aldeano hostil, el cual iba atado lleno de miedo á la silla de un húsar, volviéndose á cada descarga de metralla, y procurando esconderse detrás de Napoleón: ¡Imbécil! Esto es vergonzoso. Vas á hacer que te maten por la espalda.
El que estas líneas escribe ha encontrado por sí mismo en la movediza pendiente de aquel cerrillo, ahondando en la arena, los restos del cuello de una bomba, descompuestos por el óxido de cuarenta y seis años, y trozos de hierro viejo que se rompían entre sus dedos como varas de saúco.
Las ondulaciones de las llanuras distintamente inclinadas, donde se verificó el combate entre Napoleón y Wellington, no son ya, como nadie ignora, lo que eran en 18 de junio de 1815. Al tomar de ese campo fúnebre lo que fué necesario para levantar en él un monumento, le quitaron su relieve natural, y la historia desconcertada no puede reconocerlo.
Para glorificarlo se le ha desfigurado.
Wellington, al volver á ver dos años después á Waterloo, exclamóse diciendo: ¡Me han cambiado mi campo de batalla! Allí donde está hoy la gran pirámide de tierra coronada del león, había una cresta que descendía hacia el camino de Nivelles en rampa practicable, pero que del lado de la calzada de Genappe era casi escarpado por completo. La elevación de esta escarpadura puede medirse todavía en la actualidad por la altura de los dos terraplenes de las dos grandes sepulturas que encajonan el camino de Genappe á Bruselas: una, la tumba inglesa, á la izquierda; otra, la tumba alemana, á la derecha. No hay allí tumba francesa. Para Francia, toda aquella llanura es un sepulcro. Gracias á las mil y mil carretadas de tierra, empleadas para el promontorio de ciento cincuenta pies de alto y de casi media milla de circuito, la meseta de Mont Saint-Jean es hoy día accesible por una cuesta suave; el día de la batalla, sobre todo por la parte de la Haie-Sainte, era de acceso áspero y difícil, siendo tan inclinada la vertiente, que los cañones ingleses no veían por bajo de ellos la granja situada en el fondo del valle, centro del combate.
El 18 de junio de 1815, la lluvia había además agrietado profundamente aquella aspereza, el lodo dificultaba la subida; de manera que no bastaba trepar, sino que era preciso hundirse en el barro. Á lo largo de[Pg 284] la cresta de la meseta corría una especie de foso imposible de adivinar para un observador lejano.
¿Qué foso era aquél? Digámoslo. Braine l'Alleud es una aldea de Bélgica. Ohain es otra. Estas aldeas, escondidas ambas en las curvas del terreno, están unidas por un camino de cerca de legua y media, que atraviesa una llanura ondulante, entrando y hundiéndose muchas veces como un surco entre las colinas, lo que convierte el camino en barranco en muchos puntos. En 1815, como hoy mismo, ese camino cortaba la cresta de la meseta de Mont Saint Jean entre las dos calzadas de Genappe y de Nivelles; solamente que en la actualidad está al mismo nivel de la llanura, y entonces era una hondonada, pues sus dos repechos laterales han servido para el promontorio monumental.
Este camino era y es todavía una zanja en la mayor parte de su trayecto; zanja de una profundidad á veces de doce pies, y cuyas laderas escarpadas se hundían en algunos sitios, sobre todo en invierno, por la fuerza de los aguaceros. Esto ocasionaba diversos accidentes.
El camino resultaba tan estrecho á la entrada de Braine l'Alleud, que un viajero había sido allí aplastado por un carro, como lo atestigua una cruz de piedra levantada junto al cementerio, donde se lee el nombre del muerto, el señor Bernardo Debrye, mercader de Bruselas, y la fecha del accidente, febrero de 1637.
Dice así la inscripción:
D. M. O.
AQUÍ FUÉ APLASTADO DESGRACIADAMENTE
POR UN CARRO
EL SEÑOR BERNARDO DEBRYE,
MERCADER DE BRUSELAS ÉL (ilegible)
FEBRERO DE 1637
Era tan profundo también, en la meseta de Mont Saint Jean, que un aldeano, Mateo Nicaise, fué igualmente aplastado en 1783 por un hundimiento del repecho, lo que atestiguaba también otra cruz de piedra, cuyos brazos desaparecieron al hacerse el desmonte, pero cuyo pedestal derribado permanece todavía visible en la pendiente del césped, á la izquierda de la calzada, entre la Haie-Sainte y la granja de Mont-Saint-Jean.
En un día de batalla, aquel camino hondo, de cuya existencia nada daba indicio, cortando la cresta de Mont Saint Jean, formando foso en la cima de la escarpadura, barranco oculto entre los cerros, era invisible, es decir, terrible.
[Pg 285]
VIII
El emperador dirige una pregunta al guía Lacoste
Es lo cierto que, en la mañana de Waterloo, Napoleón estaba contento.
Y tenía razón; el plan de batalla concebibo por él, según hemos consignado, era efectivamente admirable.
Una vez empeñada la batalla, sus diversas peripecias, la resistencia de Hougomont, la tenacidad de la Haie Sainte, muerto Bauduin, Foy fuera de combate, el muro inesperado donde fué á estrellarse la brigada Soye, el fatal aturdimiento de Guilleminot al carecer de petardos y sacos de pólvora; el atascamiento de las baterías; las quince piezas sin escolta deshechas por Uxbridge en una hondonada; el poco efecto de las bombas al caer en las líneas inglesas, hundiéndose en el suelo empapado de agua por la lluvia levantando solamente volcanes de lodo, de suerte que la metralla se convertía en salpicadura fangosa; la inutilidad del ataque simulado de Piré contra Braine l'Alleud, toda esa caballería, quince escuadrones, casi anulada; el ala derecha inglesa poco inquietada, mal atacada el ala izquierda, el extraño error de Ney agrupado en vez de escalonar; las cuatro divisiones del primer cuerpo, masas compactas de veintisiete filas, y frentes de doscientos hombres, entregados así á la metralla; los horribles claros causados por las balas en esas masas; las columnas de ataque desunidas; la batería de escarpa bruscamente descubierta por su flanco; Bourgeois, Donzelot y Durutte comprometidos; Quiot rechazado; el teniente Vieux, aquel hércules procedente de la escuela politécnica, herido en el momento en que derribaba á hachazos la puerta de la Haie Sainte bajo el fuego lanzado de lo alto por la barricada inglesa que cortaba el ángulo de la carretera de Genappe á Bruselas; la división Marcognet, cogida entre la infantería y la caballería, fusilada á quemarropa entre los trigos por Best y Pack, acuchillada por Ponsomby, y clavada su batería de siete piezas; el príncipe de Sajonia Weymar manteniendo y conservando, contra el conde de Erlón, á Erischemont y Smohain; la bandera del 105 tomada, y tomada también la del 45; aquel húsar negro prusiano detenido por los exploradores de la columna volante de trescientos cazadores recorriendo el terreno entre Wavre y Plancenoit; las noticias poco tranquilizadoras dadas por este prisionero; la tardanza de Grouchy, los mil quinientos hombres muertos en menos de una hora en el cercado de Hougomont, los mil ochocientos caídos en menos tiempo todavía, alrededor de la Haie-Sainte; todos esos incidentes tempestuosos, pasando como nubes de la batalla delante de Napoleón, apenas turbaron su mirada sin haber anublado en modo alguno aquel semblante imperial con la menor incertidumbre. Napoleón estaba acostumbrado á mirar la guerra en general: jamás hizo guarismo por guarismo la adición dolorosa del detalle; los[Pg 286] números le importaban poco, mientras le diesen el total de la Victoria. Aún cuando los principios saliesen equivocados, no se alarmaba, porque se creía dueño y poseedor del final; sabía esperar, suponiéndose entonces fuera de la cuestión, trataba al destino de igual á igual. Parecía decir á la suerte: No creo que te atrevas.
Dividido en luz y sombra, Napoleón se sentía protegido en el bien y tolerado en el mal. Tenía, ó creía tener en su favor, una connivencia, casi podría decirse una complicidad con los sucesos, equivalente á la antigua invulnerabilidad.
No obstante, teniendo tras sí Bérésina, Leipzick y Fontainebleau, parece que podía desconfiarse de Waterloo. Un misterioso fruncimiento de cejas resultaba visible en el fondo del cielo.
En el momento en que Wellington retrocedió, estremecióse Napoleón. Vió desguarnecerse de súbito la meseta de Mont Saint Jean y desaparecer el frente del ejército inglés. Era que se rehacía, pero ocultándose. El emperador se medio levantó sobre los estribos. El rayo de la victoria cruzó ante sus ojos.
Wellington acorralado en la selva de Soignes y destruido, era el aniquilamiento definitivo de Inglaterra por Francia; era Crecy, Poitiers, Malplaquet y Ramillies vengados. El hombre de Marengo borraba á Azincourt.
El emperador, meditando entonces aquella terrible peripecia, paseó por última vez su anteojo sobre todos los puntos del campo de batalla. Su guardia descansando sobre las armas detrás de él, le observaba desde abajo con cierta contemplación religiosa.
Meditaba; examinaba las vertientes, observaba las pendientes, escudriñaba el grupo de árboles y el cuadro de centeno como el sendero; parecía cortar uno á uno los matorrales.
Fijóse en las barricadas inglesas de las dos calzadas, dos anchas talas de árboles, la de la calzada de Genappe por cima de la Haie Sainte, armada con dos cañones, únicos de toda la artillería inglesa que apuntasen al fondo del campo de batalla, y la de la calzada de Nivelles donde resplandecían las bayonetas holandesas de la brigada Chassé. Vió junto á aquella barricada la antigua capilla de San Nicolás pintada de blanco, situada en el ángulo de la travesía hacia Braine l'Alleud.
Inclinóse sobre el caballo, y habló á media voz al guía Lacoste. El guía hizo un signo de cabeza negativo, probablemente pérfido.
Levantóse de nuevo el emperador y reflexionó.
Wellington había retrocedido.
Ya no faltaba más que completar aquel retroceso arrollándole de una vez.
Napoleón, volviéndose bruscamente, expidió una estafeta á todo escape á París, anunciando que se había ganado la batalla.
Napoleón era uno de esos genios que producen el trueno.
[Pg 287]
Acababa de encontrar el rayo.
Dió orden á los coraceros de Milhaud de tomar la meseta de Mont-Saint Jean.
IX
Lo inesperado
Eran tres mil quinientos. Presentaban un frente de un cuarto de legua. Eran hombres gigantes montados en caballos colosales. Eran veintiséis escuadrones, y tenían detrás, para apoyarles, la división de Lefebvre-Desnouettes, los ciento seis gendarmes escogidos, los cazadores de la guardia, mil ciento noventa y siete hombres, y los lanceros de la guardia, ochocientas ochenta lanzas. Llevaban cascos sin crines y corazas de hierro batido, pistolas de arzón en las fundas y largos espada sables. Por la mañana todo el ejército les había admirado, cuando, á las nueve, tocaban los clarines y entonaban todas las bandas el himno: Velemos por la salud del imperio, habían venido en columna cerrada, con una de sus baterías al flanco y la otra en el centro, desplegándose en dos filas entre la calzada de Genappe y Frischemont, para ocupar su punto de batalla en aquella poderosa segunda línea, tan sabiamente dispuesta por Napoleón, la cual, teniendo á su extrema izquierda los coraceros de Kellermann y á su extrema derecha los coraceros de Milhaud, tenía, por así decirlo, dos alas de hierro.
El ayudante de campo Bernard les llevó la orden del emperador. Ney sacó su espada y se puso á la cabeza. Los escuadrones enormes partieron.
Entonces se vió un espectáculo formidable.
Toda aquella caballería, con los sables desenvainados, banderines y trompetas al viento, formada en columna por divisiones, descendió con un mismo movimiento y como un solo hombre, con la precisión de un ariete de bronce que abre una brecha, la colina de la Belle Alliance, penetrando en la formidable hondonada en donde tantos hombres habían ya caído, desapareció en medio del humo, saliendo después de entre la sombra, reapareciendo al lado del valle, siempre compacta y unida, subiendo al trote largo, al través de una nube de metralla que llovía sobre ella, la espantosa pendiente de fango de la meseta de Mont Saint Jean. Subían gravemente, amenazadores, imperturbables; en los intervalos de la fusilería y de la artillería, oíase aquel pisoteo colosal de caballos. Siendo dos divisiones, eran dos columnas; la división Wathier ocupaba la derecha, la división Derlot la izquierda. Creíase ver de lejos, prolongándose hacia la cresta de la meseta, dos inmensas culebras de acero atravesando la batalla como un prodigio.
Nada parecido se había visto desde la toma del gran reducto de Moskowa por la caballería pesada. Murat faltaba aquí, pero estaba Ney. Parecía que aquella masa se había convertido en un monstruo, con una sola alma. Cada escuadrón ondulaba y se dilataba como el anillo de un[Pg 288] pólipo, se les distinguía al través de una vasta humareda, rasgada aquí y allí. Revuelta y confusa mezcla de cascos, crines, sables, brincos borrascosos de las grupas de los caballos entre el estampido del cañón y el sonido de clarines, tumulto disciplinado y terrible; y por cima de todo, el movedizo brillar de las corazas como las escamas sobre la hidra.
Esta narración parece de otros tiempos. Algo parecido á esta visión aparecía sin duda en las antiguas epopeyas órficas describiendo los hombres caballos, los antiguos hipántropos, esos titanes de cara humana y pecho ecuestre que escalaron á galope el Olimpo, horribles, invulnerables, sublimes; dioses y bestias.
Extraña coincidencia numérica, veintiséis batallones iban á recibir á aquellos veintiséis escuadrones. Detrás de la cresta de la meseta, á la sombra de la batería oculta, la infantería inglesa, formada en trece cuadros, dos batallones por cuadro, y en dos líneas, siete en la primera, seis en la segunda, con la culata al hombro, apuntando y atenta á lo que iba á venir, serena, inmóvil, muda: estaba esperando. No veía á los coraceros, ni los coraceros la veían á ella. Oía cómo iba subiendo aquella marea de hombres. Oía cómo crecía el ruido de aquellos tres mil caballos, el pisoteo alternativo y simétrico de sus cascos al trote largo, el roce de las corazas, el choque de los sables, y una especie de resoplido grandioso y feroz. Hubo un momento de silencio espantoso; después, apareció de súbito por encima de la cresta una larga fila de brazos levantados blandiendo sables, y los cascos, y las trompetas, y los banderines; y tres mil cabezas con bigotes grises gritando: ¡Viva el emperador! Toda aquella caballería desembocando en la meseta, pareció el principio de un terremoto.
De repente, cosa trágica, á la izquierda de los ingleses, á nuestra derecha, la cabeza de la columna de los coraceros se encabritó con un clamor horrible. Al llegar al punto culminante de la cresta, desenfrenados, en toda su furia y en su carrera de exterminio, sobre los cuadros y cañones, los coraceros acababan de ver entre ellos y los ingleses un foso, una gran zanja. Era la hondonada del camino de Ohain.
Espantoso momento. El barranco estaba allí, inesperado, abierto á pico bajo los pies de los caballos, á la profundidad de dos toesas entre los repechos de ambos lados. La segunda fila empujó á la primera, y la tercera empujó á la segunda. Los caballos se encabritaban queriendo volver atrás, caían sobre sus grupas, alzaban al aire sus cuatro pies, tirando y derrumbando á los jinetes, agrupándose unos contra otros é imposibilitados de retroceder. Toda la columna no era más que un solo proyectil, la fuerza adquirida para destruir á los ingleses aplastó á los franceses. El barranco inexorable no podía ser vencido sino llenándole; jinetes y caballos rodaron confundidos en él, atropellándose y mezclados unos á otros, no formando más que una sola carne en aquel abismo; y cuando aquel foso estuvo ya lleno de hombres vivos, pasando por encima[Pg 289] atravesaron la zanja los demás. Casi una tercera parte de la brigada Dubois se hundió en aquel abismo.
Aquí comenzó la pérdida de la batalla.
Una tradición local, evidentemente exagerada, dice que dos mil caballos y mil quinientos hombres quedaron sepultados en la hondonada de Ohain. En este número van verosímilmente comprendidos todos los demás cadáveres arrojados en el barranco al día siguiente del combate.
Notaremos de paso que aquella brigada Dubois, tan funestamente maltratada, era la misma que una hora antes, en carga aparte, había arrancado su bandera al batallón de Lusebourg.
Napoleón antes de ordenar la carga de los coraceros de Milhaud, había examinado el terreno, pero sin haber alcanzado ver ese camino hondo, que ni siquiera formaba un solo relieve en la superficie de la meseta. Advertido, sin embargo, y llamada su atención por la capillita blanca que marca el ángulo del camino con la calzada de Nivelles, había dirigido, probablemente sobre la eventualidad de un obstáculo, una pregunta al guía Lacoste. El guía había respondido no.
Casi podría decirse que de aquel movimiento de cabeza de un aldeano surgió la catástrofe de Napoleón.
Otras fatalidades debían todavía surgir.
¿Era posible que Napoleón ganase aquella batalla? Nosotros respondemos que no. ¿Por qué? ¿Por causa de Wellington? ¿Por causa de Blücker? No. Por causa de Dios.
Que venciese Bonaparte en Waterloo, no entraba ya en la ley del siglo XIX. Preparábase otra serie de hechos, en la cual no tenía cabida Napoleón. La mala voluntad de los sucesos venía anunciándose de larga fecha.
Había llegado ya la época de la caída de aquel hombre inmenso.
El excesivo peso de aquel hombre en el destino de la humanidad turbaba el equilibrio. Aquel individuo pesaba más él solo que el grupo universal. Esta plétora de toda la vitalidad humana concentrada en una sola cabeza, el mundo subiéndose al cerebro de un hombre, sería mortal para la civilización, á durar mucho. Había llegado el momento en que la incorruptible equidad suprema debía advertirlo. Probablemente se sentían lastimados los principios y los elementos, de los que dependen las gravitaciones regulares en el orden moral como en el orden material. La sangre humeante, el rellenamiento de los cementerios, las madres llorando, son en verdad quejidos temibles. Existen, cuando la tierra sufre excesivamente sobrecargada, gemidos misteriosos que parten de la sombra y oye el abismo.
Napoleón había sido denunciado en el infinito, y estaba decretada su caída.
Molestaba á Dios.
[Pg 290]
Waterloo no es, por lo tanto, una batalla; es el cambio de frente del universo.
X
La meseta de Mont-Saint-Jean
Al mismo tiempo que el barranco, descubrióse la batería.
Sesenta cañones y los trece cuadros abrasaron á los coraceros á boca de jarro. El intrépido general Delort hizo el saludo militar á la batería inglesa.
Toda la artillería volante inglesa había entrado al galope dentro de los cuadros. Los coraceros no tuvieron ni un solo minuto para respirar. El desastre del barranco les había diezmado, pero no desalentado. Eran de aquellos hombres que cuanto disminuyen en número lo aumentan en valor.
La columna Wathier había sufrido únicamente el desastre; la columna Delort, á la que Ney había hecho oblicuar á la izquierda, como si presintiese el engaño, había llegado entera.
Los coraceros se lanzaron sobre los cuadros ingleses.
Pegados al cuerpo del caballo, las bridas sueltas, el sable entre los dientes y pistola en mano, tal fué el ataque.
Hay momentos en las batallas en que el ánimo endurece al hombre hasta convertir al soldado en estatua, y en que toda su carne se vuelve granito. Los batallones ingleses, desesperadamente acometidos, no se movieron.
Aquello fué horroroso.
Todos los frentes de los cuadros ingleses fueron atacados á la vez. Un torbellino frenético los envolvía. Aquella fría infantería permaneció impasible. La primera fila, rodilla en tierra, recibió á los coraceros con las bayonetas, la segunda los fusilaba; detrás de la segunda fila, los artilleros cargaban los cañones, abríase el frente del cuadro, dejando pasar una erupción de metralla, y volvía á cerrarse. Los coraceros respondían aplastando. Sus grandes caballos se encabritaban, levantando las piernas sobre las filas enemigas, saltando por encima de las bayonetas y cayendo como gigantes en medio de aquellos cuatro muros vivientes. Las balas abrían claros en los coraceros, los coraceros abrían brechas en los cuadros. Filas enteras de hombres desaparecían deshechas bajo los pies de los caballos. Las bayonetas se hundían en los vientres de aquellos centauros. De ahí la deformidad de heridas como no se hayan visto tal vez nunca.
Mutilados los cuadros por aquella caballería enfurecida, estrechábanse sin descomponerse. Inagotables en metralla, estallaban en medio de sus acometedores. La forma de ese combate era monstruosa. Aquellos cuadros no eran ya batallones, eran cráteres, aquellos coraceros no eran[Pg 291] una caballería, sino una tempestad. Cada cuadro era un volcán atacado por una nube; la lava combatiendo al rayo.
El último cuadro de la derecha, el más expuesto de todos por carecer de apoyo, fué casi aniquilado á los primeros choques. Componíase del 75.º regimiento de highlanders. El gaitero, colocado en el centro, mientras se exterminaban á su alrededor, bajando con distracción profunda sus ojos melancólicos, llenos del reflejo de las selvas y los lagos, sentado sobre un tambor y su gaita bajo el brazo, tocaba los aires de sus montañas. Aquellos escoceses morían pensando en Ben Lothian, como los griegos acordándose de Argos. El sable de un coracero, derribando de un golpe la gaita y el brazo que la sostenía, acabó con la música, matando al músico.
Los coraceros relativamente poco numerosos, y aminorados por la catástrofe del barranco, tenían en contra suya á casi todo el ejército inglés; pero se multiplicaban, valiendo cada uno por diez. Así es que algunos batallones hannoverianos iban ya replegándose. Wellington lo vió, y pensó en su caballería. Si Napoleón, en aquel mismo instante hubiese pensado en su infantería, habría ganado la batalla. Este olvido fué su grande y fatal error.
De pronto los coraceros acometedores viéronse acometidos. La caballería inglesa estaba á sus espaldas. Al frente los cuadros, detrás Somerset; Somerset eran los mil cuatrocientos guardias dragones; Somerset tenía á su derecha á Dornberg con la caballería ligera de alemanes, y á su izquierda á Trip con los carabineros belgas; los coraceros, atacados de frente y retaguardia, á derecha é izquierda, por la infantería y la caballería, tenían que hacer cara á todas partes. ¿Qué les importaba? Eran un torbellino. Su bravura rayó en lo inexplicable.
Además, tenían detrás de sí la batería, tronando sin cesar. Y sólo así podían ser, tales hombres, heridos por la espalda. Una de sus corazas, agujereada en el omóplato izquierdo por una bala de cañón, está en la colección del museo de Waterloo.
Para tales franceses, eran indispensables ingleses como aquéllos.
Ya no fué aquello una lucha; fué una sombra, una furia, un arrebato vertiginoso de ánimo y valor, un huracán de espadas centelleantes. En un instante los mil cuatrocientos guardias dragones quedaron reducidos á ochocientos; Fuller, su teniente coronel, cayó muerto. Ney acudió con los lanceros y cazadores de Lefebvre Desnouettes. La meseta de Mont-Saint Jean fué tomada, recobrada, y vuelta á tomar. Los coraceros dejaban la caballería para volverse contra la infantería, ó por mejor decir, toda aquella confusión formidable se acogotaba, sin soltarse uno á otro. Los cuadros permanecieron firmes. Hubo doce asaltos. Ney tuvo cuatro caballos muertos. La mitad de los coraceros quedó en la meseta. Esta horrorosa lucha duró dos horas.
El ejército inglés quedó profundamente quebrantado. Es indudable[Pg 292] que si los coraceros no hubiesen sido debilitados en su primer choque por el desastre de la hondonada, habrían acorralado el centro y decidido la victoria. Esta caballería extraordinaria petrificó á Clinton, quien había visto las batallas de Talavera y Badajoz. Wellington, vencido en sus tres cuartas partes, admirábales heroicamente, exclamando á media voz: ¡Sublime![8]
Los coraceros destrozaron siete de los trece cuadros, tomaron ó clavaron sesenta piezas de artillería, y cogieron á los regimientos ingleses seis banderas, que tres coraceros y tres cazadores de la guardia fueron á llevar al emperador delante de la granja de la Belle-Alliance.
La situación de Wellington había empeorado. Aquella batalla singular era como un duelo entre dos heridos encarnizados, que, cada uno por su parte, al par que combate y se resiste, va perdiendo toda la sangre. ¿Cuál de los dos caerá primero?
La lucha de la meseta continuaba.
¿Hasta dónde llegaron los coraceros? Nadie podría decirlo. Lo que sí es cierto, es que al día siguiente de la batalla fueron hallados muertos un coracero y su caballo entre la armadura de la báscula de pesar carruajes en Mont-Saint-Jean, en el punto mismo donde se cruzan y dividen los cuatro caminos de Nivelles, de Genappe, de La Hulpe y de Bruselas. Este jinete había atravesado las líneas inglesas. Uno de los hombres que levantaron su cadáver vive todavía en Mont Saint Jean. Se llama Dehaze. Tenía á la sazón diez y ocho años.
Wellington se sentía desfallecer. La crisis era inminente. Los coraceros no habían conseguido su objeto, puesto que el centro no había sido destruido. Todos ocupaban la meseta, pero nadie la poseía; sin embargo dominaban la mayor parte los ingleses.
Wellington ocupaba la población y la llanura culminante; Ney no tenía mas que la cresta y la pendiente. Unos y otros parecían haber echado raíces en aquel suelo fúnebre.
Pero el decaimiento de los ingleses parecía irremediable. La hemorragia de su ejército era horrible. Kempt, en el ala izquierda, reclamaba refuerzo. No le hay, respondía Wellington; ¡Que se haga matar! Casi en el mismo instante, coincidencia singular que pinta el abatimiento en ambos ejércitos, Ney pedía infantería á Napoleón, y Napoleón exclamaba: ¡Infantería! ¿De dónde quiere que la saque? ¿Quiere que la haga yo?
Sin embargo, el ejército inglés era el más debilitado. Los combates furiosos de aquellos poderosos escuadrones con corazas de hierro y pechos de acero, habían aniquilado su infantería. Algunos hombres, alrededor de una bandera, marcaban el lugar donde hubo un regimiento: batallones había, mandados únicamente por un capitán ó por un teniente;[Pg 293] la división Alten, tan maltratada ya en la Haie-Sainte, estaba casi destruida; los intrépidos belgas de la brigada Van Kluze, cubrían con sus cadáveres los centenos á lo largo del camino de Nivelles; casi nada quedaba de aquellos granaderos holandeses que en 1811, mezclados en España á nuestras filas, combatieron á Wellington, y que en 1815, aliados á los ingleses, combatían á Napoleón. La pérdida de sus oficiales era considerable. Lord Uxbridge, que al día siguiente hizo enterrar su pierna, tenía la rodilla destrozada. Si, por parte de los franceses, en las cargas de los coraceros, Delort, l'Héritier, Colbert, Duop, Travers y Blancard quedaron fuera de combate, por la de los ingleses, estaba herido Alten, Barne lo estaba también, Delancey muerto, Van Meeren muerto, Ompteda muerto, y todo el estado mayor de Wellington fué diezmado, llevando Inglaterra la peor parte en aquel equilibrio sangriento. El 2.º regimiento de guardias de infantería había perdido cinco tenientes coroneles, cuatro capitanes y tres alféreces; el primer batallón del 30.º de infantería había perdido veinticuatro oficiales y ciento doce soldados; el 79.º de montañeses tenía veinticuatro oficiales heridos, diez y ocho oficiales muertos, y cuatrocientos cincuenta soldados también muertos.
Loa húsares hannoverianos de Comberland, un regimiento entero, con su coronel Hacke á la cabeza, quien más tarde debía ser juzgado y destituido, habían vuelto grupas ante la lucha refugiándose en el bosque de Soignes, sembrando la dispersión hasta Bruselas. Los carros, los tiros, los bagajes, los furgones llenos de heridos, viendo ganar terreno á los franceses y acercarse á la selva, precipitáronse en ella; los holandeses, acuchillados por la caballería francesa, gritaban: ¡Al arma!
Desde Vert Coucou hasta Groenendael, en una extensión de cerca dos leguas en dirección á Bruselas, hubo, al decir de testigos que viven todavía, una verdadera invasión de fugitivos. El pánico fué tal, que se comunicó al príncipe de Condé en Malinas y al mismo Luis XVIII en Gante. Á excepción de la débil reserva escalonada detrás del hospital de sangre, establecido en la granja de Mont Saint Jean y de las brigadas Vivian y Vandeleur que flanqueaban el ala izquierda, Wellington no tenía ya caballería. Gran número de baterías estaban desmontadas. Estos hechos están confesados por Siborne; y Pringle, exagerando el desastre, llega á decir que el ejército anglo holandés, había quedado reducido á treinta y cuatro mil hombres. El duque de hierro permanecía sereno, pero sus labios estaban blancos. El comisario austríaco Vincent y el comisario español Álava, testigos de la batalla en el estado mayor inglés, creyeron al duque ya perdido. Á las cinco miró Wellington su reloj, y se le oyó murmurar esta frase sombría: ¡Blücker ó la noche!
Esto fué casi en el mismo instante en que una línea lejana de bayonetas, brillaba en las alturas del lado de Frischemont.
Ahí estaba la peripecia de aquel drama gigante.
[Pg 294]
XI
Mal guía para Napoleón, bueno para Bülow
Bien conocido es el doloroso error de Napoleón; esperando á Grouchy, apareció Blücker; la muerte en lugar de la vida.
El destino tiene estos reveses; cuando se espera el trono del mundo, se divisa Santa Elena.
Si el pastorcillo que servía de guía á Bülow, teniente de Blücker, le hubiese aconsejado dejar la selva por encima de Frischemont mejor que por encima de Plancenoit, la fisonomía del siglo XIX hubiera sido quizá diferente. Napoleón hubiera ganado la batalla de Waterloo.
Por cualquier otro camino más elevado que el de Plancenoit, el ejército prusiano salía á un barranco infranqueable para la artillería, y Bülow no podía llegar.
Pues bien, con una sola hora de retraso, y es el general prusiano Muffling quien lo dice, Blücker no hubiera encontrado á Wellington de pie: «la batalla estaba perdida».
Era ya tiempo, como se ve, de que Bülow llegase. Había á la verdad, retardado mucho: había pernoctado en Dion-le Mont, de donde había salido al despuntar el alba. Pero los caminos estaban impracticables, y sus divisiones se habían atascado. Los carriles que abrían las ruedas de los cañones en el barro, llegaban hasta los ejes. Además, había sido preciso pasar el Dyle por el estrecho puente de Wavre; la calle que conduce al puente, había sido incendiada por los franceses, las cajas y furgones de artillería no pudiendo pasar por entre dos filas de casas ardiendo, tuvieron que esperar á que se apagara el incendio. Eran ya las doce, cuando la vanguardia de Bülow no había podido llegar todavía á Chapelle-Saint Lambert.
De haber comenzado la acción dos horas más temprano, hubiese terminado á las cuatro, y Blücker hubiera caído sobre la batalla ganada por Napoleón. Tales son esos inmensos azares, proporcionados á un infinito que está muy por encima de nuestros alcances.
Desde el medio día, el emperador el primero, con su anteojo de larga vista, había divisado al extremo del horizonte, algo que le llamó su atención. Y había dicho: Allá, á lo lejos, veo una nube que me parece ser de tropas. Luego, preguntó al duque de Dalmacia:
—Soult, ¿qué es lo que veis hacia Chapelle-Saint-Lambert? El mariscal, aplicando su anteojo, respondió: Cuatro ó cinco mil hombres, señor. Evidentemente Grouchy. Sin embargo, aquello continuaba inmóvil en la bruma. Todos los anteojos del estado mayor habían examinado «la nube» designada por el emperador. Algunos habían dicho: Son columnas que hacen alto. La mayor parte decía: Son árboles. La verdad es que la nube no se movía. El emperador había destacado para reconocer aquel punto obscuro la división de caballería ligera de Domon.
[Pg 295]
Bülow, en efecto, no se había movido. Su vanguardia era muy débil, y nada podía hacer. Debía esperar al grueso del ejército, y tenía orden de concentrarse antes de entrar en línea; pero á las cinco, viendo Blücker el peligro de Wellington, ordenó á Bülow que atacase, y dijo esta frase notable: «Es preciso dar aire al ejército inglés».
Poco después, las divisiones, Losthin, Hiller, Hacke y Ryssel, se desplegaban ante el cuerpo de Lobau; la caballería del príncipe Guillermo de Prusia salía del bosque de París; Plancenoit estaba ardiendo, y las balas prusianas comenzaban á llover, llegando hasta las líneas de la guardia de reserva detrás de Napoleón.
XII
La guardia
Cualquiera sabe lo demás: la irrupción de un tercer ejército, la batalla dislocada, ochenta y seis bocas de fuego tronando de repente, Pirch llegado de nuevo con Bülow, la caballería de Zieten mandada por Blücker en persona, los franceses rechazados, Marcognet arrojado de la meseta de Ohain, Durutte desalojado de Papelotte, Donzelot y Quiot retrocediendo, Lobau acuchillado, una nueva batalla precipitándose al caer de la noche sobre los regimientos franceses debilitados, toda la línea inglesa volviendo á tomar la ofensiva y marchando adelante, la gigantesca brecha abierta en el ejército francés, la metralla inglesa y la metralla prusiana auxiliándose, el exterminio, el desastre de frente, el desastre en los flancos, y la guardia entrando en línea bajo aquel espantoso derrumbamiento.
Como ésta presentía que iba á morir, gritó: ¡Viva el emperador! La historia no registra nada tan conmovedor como aquella agonía estallando en aclamaciones.
El cielo había estado cubierto todo el día. De repente, en aquel mismo instante, las ocho de la tarde, rasgáronse las nubes del horizonte dejando pasar, al través de los olmos de la carretera de Nivelles, el grande y siniestro fulgor del sol poniente. Habíasele visto salir en Austerlitz.
Para aquel desenlace, cada batallón de la guardia iba mandado por un general. Friant, Michel, Roguet, Harlet, Mallet y Poret de Morvan, estaban allí. Cuando aparecieron las elevadas gorras de los granaderos de la guardia con la ancha placa del águila, y se vieron éstos, simétricos, alineados y serenos, entre la bruma de aquella pelea, sintió el enemigo respeto hacia Francia; creyó ver entrar veinte victorias en el campo de batalla con alas desplegadas, y, los vencedores, creyéndose vencidos, retrocedieron; pero Wellington gritó: ¡Arriba, guardias, y buena puntería!
El regimiento encarnado de guardias inglesas, tendido detrás de los setos, se levantó; una lluvia de metralla acribilló la bandera tricolor, flotante en medio de nuestras águilas; precipitáronse todos enseguida[Pg 296] unos contra otros, y empezó la suprema matanza. La guardia imperial sentía entre las sombras cómo el ejército iba cediendo á su alrededor, y el inmenso estremecimiento de la derrota; oyó el grito de ¡sálvese quien pueda! que había reemplazado al de ¡viva el emperador! y teniendo la fuga detrás y la muerte delante, continuaba avanzando y muriendo. No hubo allí vacilantes ni tímidos. Cada soldado de aquella tropa era tan héroe como el general. Ni uno solo de sus hombres faltó al suicidio.
Ney, desatinado, elevándose á toda la altura del que acepta la muerte, ofrecíase á todos los golpes de aquella tormenta. Allí perdió su quinto caballo. Empapado en sudor, saltando fuego de sus ojos, espumantes los labios, desabrochado el uniforme, una de sus charreteras medio cortada por el sablazo de un jinetes de la guardia inglesa, su placa de la grande águila abollada por una bala, lleno de sangre y de lodo, admirable, con una espada rota en la mano, y exclamando; ¡Venid á ver cómo muere un mariscal de Francia en el campo de batalla! Pero inútilmente; no murió. Aparecía rudo é indignado. Lanzó á Drouet de Erlón esta pregunta: «¿Es que no quieres hacerte matar?». Y seguía gritando en medio de toda aquella artillería que iba destrozando á un puñado de hombres: ¿No hay nada para mí? ¡Oh! ¡Quisiera que todas esas balas inglesas entrasen en mi pecho!
¡Estabas reservado para las balas francesas! ¡desdichado!
XIII
La catástrofe
La derrota á espaldas de la guardia fué lúgubre.
El ejército se replegó bruscamente y á la vez, por todas partes: de Hougomont, de la Haie Sainte, de Papelotte, de Plancenoit. El grito de: ¡Traición! fué seguido del grito: ¡Sálvese quien pueda!
Un ejército que se desbanda es un deshielo. Todo cede, se rompe, estalla, flota, rueda, cae, choca, se empuja y precipita. ¡Destrucción inaudita!
Ney toma otro caballo, salta encima, y sin sombrero, sin corbata, sin espada, se coloca en medio de la calzada de Bruselas, deteniendo á la vez á ingleses y á franceses. Intenta retener al ejército; llama, insulta, se aferra á la derrota. Pero es rechazado por ella. Los soldados se le escapan, gritando: ¡Viva el mariscal Ney!
Dos regimientos de Durutte van y vienen despavoridos y como agitados entre los sables de los ulanos y el fuego de las brigadas de Kempt, de Best, de Park y de Rylandt. La peor de las luchas es la derrota; los amigos se matan entre sí por huir; los escuadrones y los batallones dispersándose chocando unos contra otros; enorme espuma de la batalla. Lobau en un extremo y Reille en el otro, son arrollados por aquella ola. En vano Napoleón forma muralla con lo que le queda de su guardia; en vano emplea para el último esfuerzo sus escuadrones de servicio. Quiot[Pg 297] retrocede ante Vivian, Kellermann ante Vandeleur, Lobau ante Bülow, Morand ante Pirch, Domon y Subervic delante del príncipe Guillermo de Prusia, Guyot, que dirige la carga de los escuadrones del emperador, cae bajo los pies de los dragones ingleses. Napoleón recorre al galope la línea de los fugitivos, les arenga, incita, amenaza y suplica. Todas las bocas que exclamaban por la mañana viva el emperador, permanecen abiertas y en suspenso; apenas hay allí quien le conozca. La caballería prusiana, venida de refresco, se precipita, vuela, acuchilla, corta, hiende, mata, y extermina. Los tiros se arremolinan, los cañones se vuelcan; los soldados del tren desenganchan los arcones y toman los caballos para escapar; los furgones volcados con las ruedas al aire, impiden el tránsito, ocasionando asesinatos; todos se aplastan, se atropellan, caminando sobre muertos y vivos. Los brazos se alzan desesperados. Una multitud vertiginosa llena los caminos, los senderos, los puentes, las llanuras, las colinas, los valles y los bosques obstruidos por la evasión de cuarenta mil hombres. Gritos, desesperación, morrales y fusiles arrojados entre los centenos, paso abierto á estocadas, no hay allí distinciones entre camaradas, oficiales, ni generales; el espanto es indescriptible. Zieten acuchilla á la Francia á su placer. Los leones se han convertido en corzos. Tal fué aquella fuga.
En Genappe se intentó volver la cara, hacer frente, contener. Lobau reunió trescientos hombres, y con ellos levantó una barricada á la entrada de la aldea; pero á la primera descarga de la metralla prusiana, huyeron todos, y Lobau fué hecho prisionero. Todavía se ve hoy impresa aquella descarga de metralla en el antiguo paredón de un edificio de ladrillo, á la derecha del camino, pocos minutos antes de llegar á Genappe. Los prusianos se lanzaron sobre Genappe, furiosos sin duda de ser tan fácilmente vencedores. La persecución fué monstruosa. Blücker ordenó el exterminio. Roguet había ya dado el triste ejemplo de amenazar de muerte á todo granadero francés que le llevara un prisionero prusiano. Blücker sobrepujó á Roguet. El general de la guardia joven, Duhesme, acorralado contra la puerta de una posada en Genappe, entregó su espada á un húsar de la muerte, quien la tomó, matando luego al prisionero. La victoria terminó con el asesinato de los vencidos. Castiguemos, ya que somos la historia; el viejo Blücker se deshonró. Semejante ferocidad fué el colmo del desastre. La derrota desesperada atravesó Genappe, atravesó Quatre Bras, atravesó Gosselies, atravesó Frasnes, atravesó Charleroi, atravesó Thuin, y no paró hasta la frontera. ¡Ay! ¿Y quién era el que huía de esta suerte? El grande ejército.
Este vértigo, este terror, ese derrumbamiento del más alto valor que jamás ha admirado la historia, ¿deja por ventura de tener su causa? No. La sombra de una enorme recta se proyectaba sobre Waterloo. Era la jornada del destino. Una fuerza superior al hombre fué la que trazó la línea de este día.
[Pg 298]
De ahí la espantosa sumisión de todas las frentes; de ahí todas aquellas almas grandes rindiendo sus espadas. Los que habían vencido á la Europa cayeron aterrados, sin tener ya nada que hacer ni que decir, sintiendo en la sombra la presencia de un algo terrible. Hoc erat in fatis. Aquel día cambió la perspectiva del género humano. Waterloo es el gozne del siglo XIX. La desaparición del grande hombre era necesaria al advenimiento del gran siglo. Alguien, á quien nadie replica, se encargó de ello. Así se explica el pánico de aquellos héroes. En la batalla de Waterloo no hubo sólo una nube, hubo un meteoro. Pasó Dios.
Al caer de la noche en un campo cercano á Genappe, Bernard y Bertrand asieron por el faldón de la levita y detuvieron, á un hombre esquivo, pensativo, siniestro, que arrastrado hasta allí por la corriente de la derrota, acababa de echar pie á tierra, habiendo pasado el brazo por la brida de su caballo y, con ojos extraviados, regresaba solo á Waterloo. Era Napoleón, intentando todavía ir adelante; inmenso sonámbulo de aquel sueño de gloria anonadada.
XIV
El último cuadro
Algunos cuadros de la guardia, inmóviles entre la corriente de la derrota, como rocas en el agua que pasa, se sostuvieron hasta la noche. Venía la noche, y con ella la muerte; esperaron esa doble obscuridad, é inquebrantables, dejáronse envolver por ambas. Cada regimiento, aislado de los demás, y no teniendo ya lazo alguno que les uniese al ejército, roto por todas partes, moría por su cuenta. Habían tomado posiciones para ejecutar esta última acción, los unos sobre las alturas de Rossomme, los otros en la llanura de Mont-Saint Jean. Allí, abandonados, vencidos y terribles, aquellos cuadros sombríos agonizaban formidablemente. Ulm, Wagram, Jena, Friedland, morían en ellos.
Á la hora del crepúsculo, á eso de las nueve de la noche, en la falda de la meseta de Mont-Saint Jean, quedaba uno todavía. En ese valle funesto, al pie de aquella pendiente, trepada antes por los coraceros, inundada entonces por las masas inglesas, bajo los fuegos convergentes de la artillería enemiga victoriosa, bajo una espantosa densidad de proyectiles, aquel cuadro luchaba aún. Mandábalo un oficial llamado Cambronne. Á cada descarga, el cuadro disminuía y contestaba. Replicaba á la metralla con la fusilería, estrechándose continuamente sus cuatro lados. De lejos, los fugitivos, parándose algunos momentos para tomar aliento, oían en las tinieblas aquel tronar sombrío y decreciente.
Cuando esta legión quedó reducida á un solo puñado de hombres, cuando su bandera no fué más que un jirón, cuando sus fusiles, agotadas las balas, no fueron más que palos, cuando el montón de cadáveres fué mayor que el grupo viviente, hubo entre los vencedores una especie de terror sagrado, en torno de aquellos moribundos sublimes, y la artillería[Pg 299] inglesa, recobrando el aliento, enmudeció. Fué una especie de tregua. Aquellos combatientes tenían á su alrededor como un hormigueo de espectros, siluetas de hombres á caballo, el negro perfil de los cañones, el cielo blanco, divisado á través de las ruedas y de las cureñas. La colosal calavera que los héroes entrevén siempre entre el humo, en el fondo de la batalla, se adelantaba mirándolos, hacia ellos. Pudieron oir fácilmente entre la sombra crepuscular cómo se cargaban las piezas; las mechas encendidas, semejantes á ojos de tigre entre la obscuridad de la noche, formaron un círculo alrededor de sus cabezas; todos los bota fuegos de las baterías inglesas se acercaron á los cañones, y entonces, al tener el instante supremo suspendido sobre aquellos hombres, conmovido un general inglés, Colville según unos, Maitland según otros, les gritó: ¡Valientes franceses, rendíos! Cambronne respondió:
—¡Mierda!
XV
Cambronne
El respeto debido á los lectores no puede llegar al extremo de vedar al historiador la repetición de la palabra, tal vez más adecuada, que ha dicho un francés. Esto prohibiría la consignación de lo sublime en la historia.
Prohibición que infringiríamos nosotros por nuestra cuenta y riesgo.
Conste, pues, que en medio de aquellos gigantes, hubo un titán: Cambronne.
Decir esta palabra y morir enseguida, ¡hay nada más grande! Porque morir es el querer morir, y no fué culpa suya si después de ametrallado sobrevivió.
El hombre que ganó la batalla de Waterloo, no es Napoleón derrotado, no es Wellington replegándose á las cuatro y desesperado á las cinco; no es Blücker, que no llegó á batirse; el hombre que ganó la batalla de Waterloo fué Cambronne.
Fulminar con semejante palabra el trueno que os mata, es vencer.
Dar esta respuesta á la catástrofe, decir esto al destino, conceder esta base al león futuro, arrojar esa réplica á la lluvia de la noche, al muro traidor de Hougomont, á la hondonada de Ohain, al retraso de Grouchy, á la llegada de Blücker; ser la ironía en el sepulcro, saber quedar en pie después de haber caído, ahogar en dos sílabas la coalición europea, ofrecer á los reyes aquellas letrinas ya conocidas de los Césares, hacer de la última de las palabras la primera, mezclando con ella el brillo de la Francia; cerrar insolentemente la jornada de Waterloo con el martes de Carnaval, completar á Leónidas con Rabelais, resumir aquella victoria en una palabra suprema, imposible de pronunciar; perder el terreno y conservar la historia, y después de aquella matanza conquistarse la risa, es verdaderamente inmenso.
Es insultar al rayo, es llegar á la grandeza esquiliana.
[Pg 300]
La palabra de Cambronne hace el efecto de una fractura. Es la ruptura del pecho por el desdén: es el desbordamiento de la agonía que estalla. ¿Quién fué el vencedor? ¿Wellington? No. Sin Blücker estaba perdido. ¿Fué Blücker? No. Si Wellington no hubiera comenzado, Blücker no hubiera podido concluir. Aquel Cambronne, aquel pasajero de última hora, aquel soldado ignorado, aquel átomo de la guerra, siente que hay allí una mentira en una catástrofe, doblemente punzante, y en el punto en que estalla de rabia, le ofrece esta irrisión: ¡la vida! ¿Cómo no botar?
Están allí todos los reyes de Europa, los generales afortunados, los Júpiter tonantes; tienen cien mil soldados victoriosos, y detrás de los cien mil, un millón; sus cañones, con las mechas encendidas, están prontos, tienen bajo sus plantas la guardia imperial y al gran ejército, acaban de aplastar á Napoleón, y no queda ya más que Cambronne. No queda ya para protestar más que aquel gusano.
Pero él protestará. Entonces busca él una palabra como se busca una espada. La espuma se le viene á los labios, y es aquella espuma la palabra. Ante aquella victoria prodigiosa y medianísima, ante aquella victoria sin victoriosos, aquel desesperado se levanta; sometiendo á la enormidad, hace constar su nada; hace más que escupir en ella; y abrumado bajo el peso del número, la fuerza y la materia, encuentra el alma, una expresión, el excremento. Lo repetimos, decir esto, hacer esto, hallar esto, es ser el vencedor.
El espíritu de los grandes días penetró en este hombre desconocido en aquel instante fatal. Cambronne dió con la palabra de Waterloo como Rouget de l'Isle dió con la Marsellesa, por la intuición de un soplo de lo alto.
Un efluvio del huracán divino se desprende y viene á pasar al través de estos hombres, los cuales se estremecen, entonando el uno el cántico supremo, y lanzando el otro el grito terrible. Aquella palabra de desdén titánico, no la lanzó Cambronne únicamente á Europa en nombre del imperio; hubiera sido poco; dirigiola al pasado en nombre de la Revolución. Siéntese y reconócese en Cambronne el alma antigua de los gigantes. Parece ser Dantón que habla, ó Kleber que ruge.
Á la palabra de Cambronne, la voz inglesa contestó: ¡Fuego! Las baterías fulguraron, retembló la colina, de todas aquellas bocas de bronce salió el postrer vómito de espantosa metralla, levantóse una vasta humareda, vagamente blanqueada por la luna naciente. Cuando se hubo disipado el humo, ya no había nada. Aquel resto formidable acababa de ser aniquilado: la guardia estaba muerta.
Los cuatro muros del reducto viviente yacían destrozados, apenas se percibía aquí y allá algún sacudimiento entre los cadáveres. Así fué cómo las legiones francesas, más grandes que las legiones romanas, expiraron en Mont Saint Jean, sobre el suelo empapado de agua y sangre, entre los trigos sombríos, en el mismo lugar por donde pasa ahora á las[Pg 301] cuatro de la madrugada, silbando y fustigando alegremente su caballo, José, el conductor de la valija-correo de Nivelles.
XVI
¿Quot libras in duce?
La batalla de Waterloo es un enigma. Tan obscuro para los que la ganaron como para quien la perdió. Para Napoleón fué un pánico[9]. Blücker no vió en ella sino fuego; Wellington no entendió nada. Véanse los partes. Los boletines resultan confusos, los comentarios embrollados. Éstos balbucean, aquéllos tartamudean.
Jomini divide la batalla de Waterloo en cuatro tiempos; Muffling la corta en tres peripecias; Charras, aunque en algunos puntos tengamos diversa apreciación, es el único que ha fijado con su certero golpe de vista las principales y características líneas de aquella catástrofe del genio humano en lucha con el azar divino. Todos los demás historiadores se han deslumbrado más ó menos, y en medio de su deslumbramiento andan á tientas. Jornada fulgurante, en efecto, derrumbamiento de la monarquía militar que, con gran estupor de los reyes, arrastró á ella á todos los reinos; caída de la fuerza, derrota de la guerra.
En semejante acontecimiento, impregnado de una necesidad sobrehumana, la parte de los hombres es nula.
Quitarles Waterloo á Wellington y á Blücker, ¿es quitar algo á Inglaterra y á Alemania? No. Ni la ilustre Inglaterra, ni la augusta Alemania, son discutibles en el problema de Waterloo. Gracias al cielo, los pueblos son grandes independientemente de las lúgubres aventuras de la espada.
Ni Alemania, ni Inglaterra, ni Francia, están encerradas en el interior de una vaina. En aquella época en que Waterloo no es más que un choque de espadas; sobre Blücker tiene Alemania á Schiller, y sobre Wellington tiene Inglaterra á Byron. Un vasto nacimiento de ideas es el signo característico de nuestro siglo, y entre esa aurora tienen, así la Inglaterra como Alemania, esplendores magníficos. Ambas son majestuosas, porque piensan. La elevación de nivel que aportan ambas á la civilización, les pertenece intrínsecamente; procede de ellas mismas, y no de un accidente. Todo su engrandecimiento en el siglo XIX no tiene nada de común con Waterloo por su origen. Solamente los pueblos bárbaros tienen crecidas súbitas después de una victoria. Es la vanidad pasajera de los torrentes henchidos por la barrusca. Los pueblos civilizados, sobre todo en los tiempos que atravesamos, no se elevan ni rebajan con la buena ó mala fortuna de un capitán. Su peso específico en el género humano es resultado de algo más que un combate. Su honra, á Dios [Pg 302]gracias, su dignidad, su esplendor, y su genio, no son números que los héroes y conquistadores, jugadores al fin, puedan poner á la lotería de las batallas. Frecuentemente batalla perdida, significa progreso conquistado. Á menos gloria mayor libertad. Calla el tambor, y toma la razón la palabra. Es el juego del gana-pierde.
Hablemos, pues, de Waterloo, fríamente por una y otra parte. Demos al azar lo que es del azar, y á Dios lo que es Dios. ¿Qué fué Waterloo? ¿Una victoria? No. Un quinterno.
Quinterno ganado por Europa, y pagada por Francia.
No valía, de mucho, la pena de poner allí un león.
Por lo demás, Waterloo, es el encuentro más extraño que registra la historia. Napoleón y Wellington. No son enemigos, son contrarios. Dios, que se complace en las antítesis, no produjo jamás contraste más sorprendente ni confrontación más extraordinaria.
Por una parte la precisión, la previsión, la geometría, la prudencia, la retirada asegurada, las reservas economizadas, una sangre fría pertinaz, un método imperturbable, la estrategia que aprovecha el terreno, la táctica que equilibra los batallones, la matanza tirada á cordel, la guerra regulada reloj en mano, nada abandonado voluntariamente al azar, el antiguo valor clásico, la corrección absoluta; por la otra, la intuición, la adivinación, el capricho militar, el instinto sobrehumano, el brillante golpe de vista, un no sé qué, que mira como el águila y hiere como el rayo, un arte prodigioso dentro una impetuosidad desdeñosa; todos los misterios de un alma profunda, la asociación con el destino; el río, la llanura, el bosque, la colina, intimados y en cierto modo obligados á obedecer; el déspota llegando hasta tiranizar el campo de batalla; la fe en su estrella mezclada á la ciencia estratégica, engrandeciéndola y turbándola á un tiempo. Wellington era el Barême de la guerra, Napoleón el Miguel Ángel, y esta vez el genio fué vencido por el cálculo.
Por ambas partes se esperaba á alguien. Fué el calculador exacto quien salió en bien. Napoleón esperaba á Grouchy, y no vino, Wellington esperaba á Blücker, y acudió.
Wellington fué la guerra clásica tomando su revancha. Bonaparte, en su aurora, habíala encontrado en Italia, y batido soberbiamente. La vieja lechuza había huido ante el joven buitre. La antigua táctica, no sólo quedó pulverizada sino escandalizada. ¿Qué venía á ser aquel corso de veintiséis años, qué significaba aquel ignorante espléndido que, teniéndolo todo en contra suya, nada en su favor, sin víveres, sin municiones, sin cañones, sin zapatos, casi sin ejército; con un puñado de hombres en frente de masas compactas, se precipitaba sobre la Europa coligada, y ganaba absurdamente victorias imposibles?
¿De dónde salía aquel rayo furibundo que, casi sin tomar aliento y con el mismo juego de combatientes en la mano, pulveriza uno después de otro los cinco ejércitos del emperador de Alemania, derribando á[Pg 303] Beaulieu sobre Alvinzi, á Wurmser sobre Beaulieu, á Melas sobre Wurmser, á Mack sobre Melas? ¿Quién era ese advenedizo de la guerra con la atrevida desvergüenza de un astro? La escuela académica militar le excomulgaba huyendo á su presencia. De ahí el implacable rencor del viejo cesarismo contra el nuevo, del sable correcto contra la espada flamígera, y del tablero contra el genio.
El 18 de junio de 1815 encontró este rencor su última palabra, y debajo de Lodi, de Montebello, de Montennote, de Mantua, de Marengo y de Arcole, escribió: Waterloo. Triunfo de las medianías dulce á las mayorías. El destino consintió esta ironía. Napoleón al declinar, se encontró ante Wurmser joven.
Y efectivamente, para tener á Wurmser, basta con blanquear los cabellos á Wellington.
Waterloo es una batalla de primer orden, ganada por un capitán de segundo.
Lo que hay que admirar en esta batalla, es Inglaterra, es la firmeza inglesa, es la resolución inglesa, es la sangre inglesa. Lo que Inglaterra tuvo allí de soberbio no ha de desagradarle, fué ella misma. No fué su capitán, fué su ejército.
Wellington, ingrato hasta la extravagancia, declara en una carta á lord Bathurst que su ejército, el ejército que combatió el 18 de junio de 1815, era un «ejército detestable». ¿Qué pensará de ello esa sombría confusión de esqueletos sepultados en los campos de Waterloo?
La Inglaterra ha sido muy modesta al frente de Wellington. Hacer tan grande á Wellington, es empequeñecerse.
Wellington no pasa de ser un héroe como otro cualquiera. Aquellos escoceses grises, aquellos guardias de á caballo, aquellos regimientos de Maitland y de Mitchell, aquella infantería de Pack y de Kempt, aquella caballería de Ponsomby y de Somerset, aquellos montañeses tocando la gaita bajo la metralla, aquellos batallones de Rylandt, aquellos reclutas enteramente bisoños, que apenas sabían manejar el fusil, haciendo cara á los veteranos de Essling y de Rívoli, esto es lo grande. Wellington fué tenaz, éste es su mérito, y nosotros no se lo hemos de regatear; pero el último de sus infantes y de sus jinetes fué tan fuerte como él. El soldado de hierro bien vale lo que el duque de hierro.
Por nuestra parte, concedemos toda la gloria al soldado inglés, al ejército inglés, al pueblo inglés. Si hubo trofeos son para Inglaterra. La columna de Waterloo sería más justa, si en lugar de la figura de un hombre, elevase á las nubes la estatua de un pueblo.
Pero la gran Inglaterra se irritará de lo que aquí decimos. Ella conserva aún, después de su 1688 y de nuestro 1789, la ilusión feudal, porque cree en la herencia y en la jerarquía. Este pueblo, al cual ninguno aventaja en poderío y gloria, se aprecia á sí mismo como nación, no como pueblo. Y como pueblo, se subordina de buen grado y toma por cabeza[Pg 304] un lord. Obrero, se deja despreciar; soldado, deja que le apaleen. Cualquiera sabe que en la batalla de Inkermann un sargento, que según parece, había salvado al ejército, no pudo ser mencionado por lord Raglan, por no permitir la jerarquía militar inglesa citar en un parte á ningún héroe de grado inferior al de oficial.
Lo que admiramos sobre todo, en un encuentro por el estilo del de Waterloo, es la prodigiosa habilidad del azar. Lluvia nocturna, muro de Hougomont, hondonada de Ohain, Grouchy sordo al cañón, el guía de Napoleón que le engaña y el de Bülow que le dirige bien; todo este cataclismo aparece maravillosamente conducido.
En suma, debemos decir, que hubo en Waterloo más matanza que lucha.
Es Waterloo, de todas las batallas en regla, la que presentó la línea de combate más reducida con respecto al número de combatientes; la de Napoleón tenía tres cuartos de legua, y media legua la de Wellington, con setenta y dos mil combatientes por cada parte. De esta aglomeración vino la matanza.
Se ha hecho este cálculo, y establecido la proporción siguiente: pérdida de hombres: en Austerlitz, franceses, catorce por ciento; rusos, treinta por ciento; austríacos, cuarenta y cuatro por ciento.
En Wagram, franceses, trece por ciento; austríacos, catorce.
En la Moskowa, franceses, treinta y siete por ciento; rusos, cuarenta y cuatro.
En Bautzen, franceses, trece por ciento; rusos y prusianos, catorce.
En Waterloo, franceses, cincuenta y seis por ciento; aliados, treinta y uno. Total para Waterloo, cuarenta y uno por ciento. Ciento cuarenta y cuatro mil combatientes; sesenta mil muertos.
Hoy día el campo de Waterloo presenta la calma que pertenece á la tierra, sostén impasible del hombre, y se parece á las demás llanuras.
De noche, sin embargo, despréndese allí una bruma fantástica; y si algún viajero se pasea, si mira, si escucha, si piensa como Virgilio en las funestas llanuras de Filipo, la alucinación de la catástrofe le domina. El horrible 18 de junio revive, la falsa colina monumental desaparece, desvanécese aquel león, y recobra el campo de batalla su realidad; ondulan en la llanura líneas de infantería, galopes furiosos cruzan el horizonte; el espantado soñador ve el brillo de los sables, el resplandor de las bayonetas, el fulgor de las bombas, el entre cruzamiento monstruoso de los truenos; oye, como un estertor en el fondo de una tumba, el vago clamor de la batalla fantasma; aquellas sombras son los granaderos; aquellos fulgores los coraceros; aquel esqueleto es Napoleón; aquel otro Wellington; todo aquello ya no existe; pero choca y combate todavía; y los barrancos se enrojecen, y se estremecen los árboles, y están enfurecidas hasta las nubes: y en medio de las tinieblas, todas aquellas alturas feroces, Mont-Saint Jean, Hougomont, Frichemont, Papelotte y Plancenoit,[Pg 305] aparecen confusamente coronadas de torbellinos de espectros que se exterminan.
XVII
¿Es preciso encontrar bueno á Waterloo?
Existe una escuela liberal muy respetable que no odia en lo más mínimo á Waterloo. Nosotros no pertenecemos á ella. Para nosotros, Waterloo no es más que la fecha asombrada de la libertad. Que tal águila nazca de semejante huevo, eso es seguramente lo inesperado.
Waterloo mirado desde el punto de vista culminante de la cuestión, es intencionalmente una victoria contra-revolucionaria. Es la Europa contra la Francia; es Petersburgo, Berlín y Viena contra París; es el statu quo contra la iniciativa; es el 14 de julio de 1789 atacado al través del 20 de marzo de 1815; es el zafarrancho de las monarquías contra el indomable tumulto francés.
Apagar, por fin, este vasto pueblo en erupción desde hacía veintiséis años; tal era el proyecto. Solidaridad de los Brunswick, de los Nassau, de los Romanoff, de los Hohenzollern, de los Hapsburgo con los Borbones. Waterloo lleva á la grupa el derecho divino. Es verdad también, que habiendo sido el imperio despótico, la realeza, en virtud de la reacción natural de las cosas, debía forzosamente ser liberal, y de ahí que de rechazo naciera de Waterloo, un régimen constitucional, con gran disgusto de los vencedores. Es que la Revolución no puede ser verdaderamente vencida, y que siendo providencial y absolutamente fatal, reaparece siempre; antes de Waterloo, en Bonaparte derribando los tronos caducos, después de Waterloo, en Luis XVIII otorgando y sometiéndose á la Carta. Bonaparte sienta un postillón en el trono de Nápoles, y un sargento en el trono de Suecia, empleando la desigualdad para demostrar la igualdad; Luis XVIII en Saint Ouen rubrica la declaración de los derechos del hombre. ¿Queréis daros cuenta de lo que es la Revolución? Llamadle Progreso. ¿Queréis daros cuenta de lo que es el progreso? Llamadle Mañana. El mañana hace siempre irresistiblemente su tarea, y la hace desde hoy; y siempre llega á su fin, de un modo extraño.
Se sirve de Wellington para hacer de Foy un orador, cuando no era éste más que un soldado. Foy caído en Hougomont, vuelve á levantarse en la tribuna. Así procede el progreso. No hay instrumento malo para tal obrero. Ajusta á su trabajo divino, sin desconcertarse, al hombre que ha atravesado los Alpes, como al buen anciano enfermo y vacilante del padre Eliseo. Sírvese del gotoso como del conquistador; del conquistador fuera, del gotoso dentro.
Waterloo deteniendo con la espada la demolición de los tronos europeos, no ha producido otro efecto que el de hacer continuar la obra revolucionaria por otro lado. Concluyeron los acuchilladores, y empezó[Pg 306] el turno de los pensadores. El siglo que Waterloo quería detener le ha pasado por encima y continuado su camino. Aquella siniestra victoria ha sido vencida por la libertad.
En suma, é incontestablemente, lo que triunfaba en Waterloo, lo que sonreía detrás de Wellington, lo que le llevaba todos los bastones de mariscal de Europa, incluso, se ha dicho, el de mariscal de Francia, lo que hacía rodar alegremente los carretones de tierra llenos de huesos para elevar el terreno del león, lo que escribió en son de triunfo sobre aquel pedestal esta fecha, 18 de junio de 1815, lo que alentaba á Blücker acuchillando la derrota, lo que de lo alto de la meseta de Mont Saint-Jean se inclinaba sobre Francia como sobre su presa, era la contrarrevolución. Que fué la contrarrevolución quien murmuró esta infame palabra: Desmembración.
Al llegar á París vió el cráter de cerca, sintió que aquella ceniza abrasaba sus pies, y mudó de consejo, llegando á tartamudear una constitución.
No veamos en Waterloo más de lo que hay en Waterloo. Libertad intencional, ninguna. La contrarrevolución era involuntariamente liberal, lo mismo que, por un fenómeno relativo, era Napoleón involuntariamente revolucionario.
El 18 de junio de 1815, Robespierre á caballo fué desmontado.
XVIII
Recrudescencia del derecho divino
Concluye la dictadura. Todo un sistema europeo se derrumba.
El imperio se hundió en sombras parecidas á las del mundo romano agonizante. Volvióse á ver el abismo como en los tiempos bárbaros. Sólo que la barbarie de 1815, á la que debemos llamar por su apodo la contrarrevolución, tenía escaso aliento, se fatigó enseguida y se detuvo. El imperio, confesémoslo, fué llorado, y llorado por ojos heroicos. Si la gloria consiste en la espada convertida en cetro, el imperio fué la gloria misma. Había derramado sobre la tierra toda la luz que la tiranía puede dar; luz sombría. Digamos más: luz obscura. Comparada al día verdadero, es la de la noche. Esta desaparición de la noche produjo el efecto de una eclipse.
Luis XVIII regresó á París. Los bailes del 8 de julio borraron los entusiasmos del 20 de marzo. El corso se trocó en antítesis del bearnés. La bandera de la cúpula de las Tullerías fué blanca. Entronizóse el destierro. La mesa de pino de Hartwell colocóse delante del sillón flordelisado de Luis XIV. Hablóse de Bouvines y de Fontenoy como de ayer, habiendo envejecido Austerlitz. El altar y el trono fraternizaron majestuosamente, una de las formas menos disputadas de la salud de la sociedad del siglo XIX establecióse en Francia y en el continente. La Europa tomó la escarapela blanca. Trestaillon se hizo célebre.
[Pg 307]
La divisa non pluribus impar reapareció entre rayos de piedra, figurando un sol, sobre la fachada del cuartel del muelle de Orsay. Donde había habido una guardia imperial, hubo una casa roja. El arco de carrousel, cargado de victorias ya insoportables, extrañas entre aquellas novedades, algo avergonzado tal vez de Marengo y de Arcola, salió del compromiso con la estatua del duque de Anguleme. El cementerio de la Magdalena, terrible fosa común del 93, cubrióse de mármoles y de jaspes, los huesos de Luis XVI y de María Antonieta están entre aquel polvo. En el foso de Vincennes, un cipo sepulcral saliendo de la tierra, recuerda que el duque de Enghien murió en el mismo mes en que Napoleón fué coronado. El papa Pío VII, que había consagrado esta coronación casi al mismo tiempo de aquella muerte, bendijo tranquilamente la caída como había bendecido la elevación. Hubo en Schoenbrunn la sombra de un niño de cuatro años, al cual fué sedicioso llamar el rey de Roma. Y se hicieron todas esas cosas, y aquellos reyes recobraron sus tronos, y el dueño de Europa fué encerrado en una jaula, y el antiguo régimen volvió á ser el nuevo, y toda la sombra y toda la luz de la tierra cambiaron de lugar, porque en la tarde de un día de verano, un pastor le dijo á un prusiano dentro un bosque: ¡Pasad por aquí y no por allí!
El 1815 fué una especie de abril lúgubre. Las antiguas realidades perjudiciales y venenosas se cubrieron de apariencias nuevas. La mentira se deposó en 1789, el derecho divino se enmascaró con una carta, las ficciones se hicieron constitucionales, las preocupaciones, las supersticiones y las intenciones, embozadas con el artículo 14 en el corazón, se barnizaron de liberalismo. Cambiaron de piel las serpientes.
El hombre había sido engrandecido y rebajado á un tiempo por Napoleón. Lo ideal, bajo el reinado de la materia espléndida, había recibido el extraño nombre de ideología. ¡Grave imprudencia de un grande hombre, ridiculizar el porvenir! Los pueblos sin embargo, esta carne de cañón tan enamorada del ametrallador, le buscaban con la mirada. ¿Dónde está? ¿Qué hace?
—Napoleón ha muerto:—decía un transeunte á un inválido de Marengo y Waterloo.
—¡Él muerto!—exclamaba irónicamente el soldado.—¡Le conocéis bien!
Las imaginaciones, deificaban aquel hombre caído. El fondo de Europa, después de Waterloo, fué tenebroso. Algo grande permaneció vacío largo tiempo por haber desaparecido Napoleón.
Colocáronse los reyes en este vacío. La vieja Europa se aprovechó de ello para reformarse. Hubo una Santa Alianza. ¡Bella Alianza! había ya dicho anticipadamente el campo fatal de Waterloo.
En presencia y al frente de la antigua Europa rehecha, dibujáronse los perfiles de una Francia nueva. El porvenir, zaherido por el emperador, hizo su entrada, llevando sobre la frente esta estrella: Libertad. Los[Pg 308] ojos de las generaciones nuevas, volviéronse hacia él y ¡cosa singular! enamoráronse á un tiempo mismo del porvenir, Libertad; y del pasado, Napoleón. La derrota había hecho grande al vencido. Bonaparte caído parecía más alto que Napoleón de pie. Los que habían triunfado se espantaron. Inglaterra le hizo guardar por Hadson Lowe, y Francia le hizo espiar por Montchenu. Aquellos brazos cruzados fueron la inquietud de los tronos. Alejandro le llamaba, mi insomnio. Esta alarma procedía de la cantidad de revolución que se encerraba en él, y esto es lo que explica y escusa el liberalismo bonapartista. Aquel fantasma hacía temblar al viejo mundo. Los reyes reinaron con zozobra mientras la roca de Santa Elena permaneció en su horizonte.
Mientras Napoleón agonizaba en Longwood, los sesenta mil hombres caídos en el campo de Waterloo pudriéronse tranquilamente, y algo de aquella triste paz se esparció por el mundo. El congreso de Viena hizo sus tratados de 1815, y la Europa llamó á esto Restauración.
Y ahí tenéis lo que fué Waterloo.
Pero ¿qué le importa al infinito? Toda aquella tempestad, toda aquella nube, aquella guerra, y luego aquella paz; todas aquellas sombras no turbaron un momento la luz del ojo inmenso, ante el cual, un pulgón saltando de uno á otro tallo de la yerba, es igual al águila volando de campanario á campanario de las torres de Nuestra Señora.
XIX
El campo de batalla por la noche
Volvamos, pues es una necesidad de este libro, á este fatal campo de batalla.
El 18 de junio de 1815 era de luna llena. Aquella claridad favoreció la persecución feroz de Blücker, denunciando las huellas de los fugitivos, entregó aquellas masas desastradas á la encarnizada caballería prusiana, contribuyendo á la matanza. Existen á veces en las catástrofes esas trágicas complacencias de la noche.
Después del último cañonazo, la llanura de Mont Saint-Jean quedó desierta.
Los ingleses ocuparon el campamento de los franceses: es la comprobación general de la victoria; acostarse en el lecho del vencido. Establecieron su campamento á la otra parte de Rossomme.
Los prusianos, lanzados sobre la derrota, siguieron adelante. Wellington fué á la aldea de Waterloo á redactar el parte á lord Bathurst.
Si alguna vez el sic vos non vobis ha sido aplicable, es seguramente á la aldea de Waterloo.
Waterloo no hizo nada, pues dista una media legua del lugar de la acción. Mont Saint-Jean fué cañoneado, Hougomont fué incendiado, Papelotte fué incendiado, Plancenoit fué incendiado, la Haie Sainte fué tomada por asalto, la Belle Alliance presenció el abrazo de los dos vencedores,[Pg 309] y apenas se conocen sus nombres, mientras Waterloo, que para nada figuró en la batalla, se ha llevado todo el honor.
No somos de los que adulan á la guerra; cuando llega el caso le decimos claramente las verdades. Tiene la guerra bellezas horribles, que no hemos tratado de ocultar; pero convengamos también en que tiene sus fealdades, entre las cuales es una de las más sorprendentes el despojo inmediato de los muertos después de la victoria. El alba que sigue á una batalla, se levanta siempre sobre cadáveres desnudos.
¿Quién hace esto? ¿Quién mancha así el triunfo? ¿Cuál es la repugnante y furtiva mano que se desliza dentro del bolsillo de la victoria? ¿Quiénes son los rateros que asestan sus golpes detrás de la gloria? Varios filósofos, y entre ellos Voltaire, afirman que son precisamente los mismos que han conquistado la gloria. Son los mismos, dicen, no cabe sustitución; los que quedan en pie saquean á los caídos. El héroe del día es el vampiro de la noche. Y casi hay derecho, después de todo, de saquear más ó menos los cadáveres de que se es autor. Por nuestra parte no opinamos así. Recoger laureles y robarles los zapatos á un muerto, nos parece imposible que pueda hacerlo una misma mano.
Lo que sí es cierto, que generalmente detrás de los vencedores siguen los ladrones. Pero coloquemos al soldado, sobre todo, al soldado contemporáneo, fuera de duda.
Todo ejército lleva su cola, y ésa es á la que hay que acusar. Hombres murciélagos, entre bandidos y servidores, todas las especies de aves nocturnas que engendra ese crepúsculo que llaman la guerra, portadores de uniforme que no combaten, enfermos supuestos, estropeados temibles, cantineros contrabandistas, acompañados á veces de sus mujeres, andando en sus carritos y robando lo que revenden; mendigos que se ofrecen por guías á los oficiales, granujas, merodeadores... todo eso llevaban en pos de sí los ejércitos en marcha, en otros tiempos, no hablamos del presente, de manera que, en la lengua especial, se les llamaba «los rezagados». Ningún ejército ni nación alguna eran responsables de semejantes seres; cosmopolitas indefinibles, hablaban italiano, y seguían á los alemanes; hablaban francés, y seguían á los ingleses. Uno de estos miserables, rezagado español que hablaba francés, mató á traición y robó en el mismo campo de batalla al marqués de Fervacques, quien le tomó por compatriota á causa de su acento y modismos picardos, en la noche siguiente á la victoria de Cesiroles. Del merodeo nacía el merodeador. La detestable máxima: Vivir á costa del enemigo, producía esta lepra, que sólo una disciplina muy severa podía curar. Hay celebridades que engañan; no se sabe siempre por qué ciertos generales, grandes por otra parte, han sido tan populares. Turena era adorado de sus soldados, porque toleraba el pillaje; el mal permitido forma parte de la bondad: Turena era tan bueno, que dejó pasar á fuego y sangre el Palatinado.
Veíanse á la cola de los ejércitos, más ó menos merodeadores, según[Pg 310] era el jefe más ó menos severo. Hoche y Marceau no llevaban nunca rezagados; Wellington, hacémosle gustosos esta justicia, llevaba pocos.
No obstante, en la noche del 18 al 19 de junio se despojó á los muertos. Wellington fué rígido, ordenó pasar por las armas á quien quiera que fuése cogido en flagrante delito; pero la rapiña es tenaz. Los merodeadores robaban en uno de los extremos del campo de batalla, mientras se los fusilaba en el otro.
La luna era siniestra en aquella llanura.
Á eso de media noche rondaba un hombre, ó mejor, se arrastraba por la parte del barranco de Ohain. Era, según todas las apariencias, uno de esos que acabamos de caracterizar, ni inglés, ni francés, ni paisano, ni soldado; menos hombre que hiena, atraído por el olor de los muertos, teniendo por victoria el robo, acudía á desvalijar á Waterloo. Vestía una blusa algo parecida ó una esclavina ceñida, iba inquieto y atrevido, marchaba adelante y mirando atrás. ¿Qué era ese hombre? La noche probablemente sabía más acerca de él que el día. No llevaba morral, pero sí evidentemente grandes bolsillos debajo de su esclavina. De cuando en cuando parábase, examinando la llanura á su alrededor, como para ver si se le observaba, inclinábase bruscamente, removía por tierra algo silencioso é inmóvil, después se levantaba y desaparecía. Su manera de deslizarse, sus actitudes, su gesto rápido y misterioso, le hacían parecer á esas larvas crepusculares que frecuentan las ruinas, y que las antiguas leyendas normandas llaman los Andantes.
Ciertas aves nocturnas describen en los pantanos siluetas parecidas.
Una mirada que hubiese sondeado atentamente todas aquellas brumas, hubiera podido ver á cierta distancia, parado y como oculto detrás de la casucha, á orilla de la calzada de Nivelles, en el ángulo del camino de Mont Saint-Jeant á Braine-l'Alleud, una especie de carrito de vivandero con toldo de mimbre embreado, al que iba enganchado un rocín hambriento paciendo las ortigas al través del freno, y dentro del carrito, una especie de mujer sentada sobre cajas y fardos. Quizá existía algún lazo de unión entre aquel carrito y el rondador.
La obscuridad era serena. Ni una nube en el cénit. Qué importa que la tierra esté roja, la luna sigue siendo blanca. Ésas son indiferencias del cielo.
En la pradera, las ramas de los árboles destrozadas por la metralla, pero no caídas, y retenidas por la corteza, mecíanse suavemente agitadas por el aire de la noche.
Un aliento, casi una respiración, movía las malezas. Había temblores en la yerba, que parecían exhalaciones de almas.
Oíase vagamente á lo lejos el ir y venir de las patrullas y rondas mayores del campamento inglés.
Hougemont y la Haie-Sainte continuaban ardiendo, formando al oeste y al este, dos grandes llamas, á las que iba á juntarse como un[Pg 311] collar desatado de rubíes con dos carbunclos á sus extremos, el cordón de hogueras del ejército inglés, extendido en inmenso semicírculo por las colinas del horizonte.
Hemos referido la catástrofe del camino de Ohain. Lo que había sido la muerte para tantos valientes, horroriza sólo imaginarlo.
Si hay algo pavoroso, si existe una realidad que traspase los límites del sueño, es ésta: vivir, ver el sol, estar en plena posesión de la fuerza viril, disfrutar de salud y alegría, reir valientemente, correr hacia una gloria que se tiene delante brillando con todo su explendor; sentir dentro del pecho un pulmón que respira, un corazón que late, una voluntad que raciocina; hablar, pensar, esperar, amar, tener madre, tener mujer, tener hijos, tener la luz, y de repente, en lo que dura un grito, en menos de un minuto, hundirse en un abismo, caer, rodar, aplastar, ser aplastado, ver espigas de trigo, flores, hojas, ramas, no poder agarrarse á nada; empuñar un sable inútil, tener hombres debajo y caballos encima, luchar inútilmente, rotos los huesos por alguna coz recibida en las tinieblas; sentir un tacón que os revienta un ojo, morder rabiosamente herraduras de caballo, ahogarse, aullar, retorcerse, estar en el fondo y decirse: ¡Hace un instante era yo un ser viviente!
Allí donde había rugido todo aquel lamentable desastre, reinaba á la sazón completo silencio. La caja del camino hondo estaba llena de caballos y jinetes inexplicablemente amontonados. Horrible confusión. Ya no había zanja; los muertos nivelaban el camino con la llanura, llegando al ras del borde como una medida de trigo bien colmada. Un montón de cadáveres en la parte alta, un arroyo de sangre en la baja: tal era aquel camino la noche del 18 de junio de 1815. La sangre corría hasta la calzada misma de Nivelles, y allí se convertía en ancho lago delante de la barrera de árboles tallados que cortaban el paso en la calzada, en un punto que enseñan aún hoy día.
Esto fué, como ya sabemos, en el lugar opuesto, hacia la calzada de Genappe, donde tuvo lugar el hundimiento de los coraceros. El espesor de los cadáveres era proporcionado á la profundidad del camino. Hacia el centro, en el sitio en que estaba llano, por donde había pasado la división Delort, el lecho de muertos disminuía.
El rondador nocturno que acabamos de hacer entrever al lector, iba por este lado. Iba huroneando la inmensa tumba. Miraba receloso, y seguía pasando su asquerosa revista de muertos. Andaba de pies dentro la sangre.
De pronto se detuvo.
Á pocos pasos de él, en el camino hondo, en el punto en que concluía el montón de cadáveres, por debajo de aquella confusión de hombres y caballos, asomaba una mano abierta y alumbrada por la luna.
Aquella mano tenía en el dedo algo que brillaba, era un anillo de oro.
[Pg 312]
El hombre se inclinó, permaneció un instante agachado, y al levantarse ya no brillaba el anillo en aquella mano.
No se levantó precisamente; se quedó en una actitud entre medrosa y fiera, volviendo la espalda al montón de cadáveres, escudriñando el horizonte, de rodillas, la parte delantera del cuerpo apoyada sobre el suelo con ambos índices, asomando la cabeza por encima del borde del camino hondo. Las cuatro patas del chacal son útiles para ciertas acciones.
Después, tomando una resolución, se levantó.
En aquel instante tuvo un sobresalto. Sintió que le agarraban por detrás.
Volvióse; era la mano abierta que se había cerrado y que le había asido por la falda del capote.
Un hombre honrado hubiera tenido miedo; él se echó á reir.
—¡Calle,—exclamó,—es el muerto! Prefiero un aparecido á un gendarme.
Sin embargo, la mano desfallecida le soltó. Los esfuerzos mueren pronto en la tumba.
—¡Hola!—repuso el merodeador.—¿Está vivo esté muerto? Vamos á ver.
Inclinóse de nuevo, registró en el montón, apartó lo que le estorbaba, cogió la mano, empuñó el brazo, desenredó la cabeza, sacó el cuerpo; y unos instantes después, arrastraba en la sombra del camino hondo, á un hombre inanimado, ó desmayado al menos. Era un coracero, un oficial, y oficial de cierto rango, salíale una gran charretera de oro de debajo de la coraza. Este oficial no tenía casco. Un fuerte sablazo le partía el rostro, donde no se veía más que sangre.
Por lo demás, no parecía que tuviese miembro alguno roto, y por alguna feliz casualidad, si es aquí posible esta palabra, los muertos habían formado arco por encima de él, de manera, que le habían librado de ser aplastado. Tenía los ojos cerrados.
Llevaba sobre la coraza la cruz de plata de la Legión de honor.
El vagabundo arrancó la cruz, que desapareció en uno de los escondrijos interiores de su capote.
Hecho esto, tentó la faltriquera del oficial, en la que palpitaba un reloj, y lo tomó igualmente. Después registró el chaleco, donde encontró un bolsillo, que también se guardó.
Al llegar á este punto del socorro que prestaba á aquel moribundo, el oficial abrió los ojos.
—Gracias.,—le dijo débilmente.
Lo brusco de los movimientos del hombre que así le manoseaba, el fresco de la noche, y el aire respirado libremente, le habían sacado de su letargo.
El vagabundo no respondió. Levantó sólo la cabeza.
[Pg 313]
Oyóse ruido de pasos en la llanura; probablemente alguna patrulla que se acercaba.
El oficial murmuró, que aún tenía su voz acentos de agonía:
—¿Quién ha ganado la batalla?
—Los ingleses,—respondió el vagabundo.
El oficial repuso:
—Buscad en mis bolsillos, y encontraréis una bolsa y un reloj. Tomadlos.
Ya lo había hecho.
El vagabundo hizo como que ejecutaba lo que se le pedía, y dijo:
—No hay nada.
—Me han robado,—replicó el oficial,—lo siento: hubiera sido para vos.
Los pasos de la patrulla eran por momentos más perceptibles.
—Alguien se acerca,—dijo el vagabundo, haciendo el movimiento de un hombre que se va.
El oficial, levantando penosamente el brazo, le detuvo.
—Me habéis salvado la vida. ¿Quién sois?
El vagabundo respondió precipitadamente por lo bajo:
—Pertenecía, como vos, al ejército francés. Es menester que os deje. Si me cogieran me fusilarían. Yo os he salvado la vida. Ahora procurad hacer lo que podáis.
—¿Qué graduación es la vuestra?
—Sargento.
—¿Cómo os llamáis?
—Thénardier.
—No olvidaré este nombre jamás,—dijo el oficial.—Y vos acordaos del mío. Me llamo Pontmercy.
I
El número 24601 se trueca en 9430
Juan Valjean había sido preso nuevamente.
Séanos permitido pasar sólo rápidamente sobre detalles dolorosos. Nos concretaremos á transcribir dos sueltos publicados por los periódicos de aquella época, algunos meses después de los sorprendentes sucesos acaecidos en M* sur M*.
Estos artículos son bastante concretos. Es sabido que entonces no existía aún la Gaceta de los Tribunales.
[Pg 314]
Tomamos el primero de la Bandera blanca. Lleva la fecha del 25 de julio de 1823:
«Uno de los distritos del Pas-de-Calais acaba de ser teatro de un acontecimiento poco común. Un hombre forastero al departamento, llamado Magdalena, había realzado en pocos años, gracias á nuevos procedimientos, una antigua industria local, la fabricación de azabaches y abalorios negros. Así había hecho su fortuna, y digámoslo también, la del propio distrito. En recompensa de sus servicios habíanle nombrado alcalde. La policía ha descubierto que el tal Magdalena no era otro que un antiguo presidiario escapado del penal y, condenado por robo en 1796, llamado Juan Valjean. Juan Valjean ha sido reinstalado en presidio. Parece que antes de su prisión había conseguido retirar de la casa Laffite una suma de más de medio millón que tenía allí colocada y que, por otra parte, se asegura había ganado legítimamente en su negocio. No ha podido averigüarse dónde Juan Valjean ocultó dicha suma al ingresar de nuevo en el presidio de Tolón».
El segundo artículo, un poco más detallado, está extraído del Diario de París, de igual fecha:
«Un antiguo presidiario cumplido, llamado Juan Valjean, acaba de comparecer ante el tribunal de los jurados del Var con circunstancias dignas de llamar la atención. Este criminal había llegado á burlar la vigilancia de la policía. Había cambiado de nombre, logrando hacerse elegir alcalde de una de las pequeñas poblaciones del departamento del Norte. Había establecido en esta población un comercio bastante considerable. Ha sido, por fin, desenmascarado y detenido, gracias al celo infatigable del ministerio público. Tenía por concubina una mujer pública, que murió del susto en el momento de su detención. Este miserable, que está dotado de fuerzas hercúleas, había encontrado medio de evadirse; pero, tres ó cuatro días después de su evasión, la policía le echó mano de nuevo, en París mismo, en el instante en que subía á uno de esos pequeños carruajes que hacen el trayecto de la capital al pueblecillo de Montfermeil (Sei-ne et-Oise.)
«Dícese que había aprovechado el intervalo de esos tres ó cuatro días de libertad para retirar una suma considerable colocada por él en casa de uno de nuestros principales banqueros. Esta suma se hace ascender á unos seiscientos ó setecientos mil francos. Según el acta de acusación, debe haberla enterrado en un sitio por él sólo conocido, así es que no se ha podido dar con ella. Sea como fuése, es lo cierto que el llamado Juan Valjean acaba de comparecer ante los jurados del departamento de Var, acusado de un robo en camino público á mano armada, hace cerca de ocho años, cometido en la persona de uno de esos honrados niños que, como ha dicho el patriarca de Ferney en versos inmortales:
[Pg 315]
«Todos los años llegan de Saboya
Para deshollinar con mano diestra
Los largos tubos de las chimeneas».
«Este bandido ha renunciado á su defensa. Ha sido probado por el hábil y elocuente órgano del ministerio público, que el robo había sido perpetrado de complicidad, y que Juan Valjean formaba parte de una cuadrilla de ladrones del Mediodía. En consecuencia, Juan Valjean, declarado culpable, ha sido condenado á la pena de muerte. Este criminal se había negado á entablar recurso de casación. El rey, en su inagotable clemencia, se ha dignado conmutarle la pena por la de cadena perpetua. Juan Valjean ha sido conducido inmediatamente al penal de Tolón».
No se habrá olvidado que Juan Valjean tenía en M* sur M* costumbres religiosas. Algunos periódicos, entre ellos El Constitucional, presentaron esa conmutación como un triunfo del partido clerical.
Juan Valjean cambió de número en presidio. Llamóse 9.430.
Por lo demás, digámoslo para no tener que repetirlo, con el señor Magdalena desapareció la prosperidad de M* sur M*. Todo cuanto él había previsto durante aquella noche de fiebre y vacilación, se realizó; faltando él, faltó el alma en el pueblo. Después de su caída, verificóse en M* sur M* la división egoísta que sucede á las grandes existencias caídas, el fatal desmembramiento de las cosas florecientes que se realiza todos los días en las obscuridades de la comunidad humana, y que la historia no ha consignado más que una vez porque se efectuó á consecuencia de la muerte de Alejandro.
Los lugartenientes se coronan reyes; los mayordomos se improvisaron fabricantes. Surgieron las rivalidades envidiosas. Los vastos talleres del señor Magdalena se cerraron, cayeron en ruinas los edificios, dispersáronse los obreros. Dejaron los unos el país, dejaron los otros el oficio. Todo se hizo desde entonces en pequeño, en vez de hacerse en grande; por el lucro, en vez de hacerse para el bien. No hubo ya centro; por todas partes competencia y encarnizamiento. El señor Magdalena lo dominaba y dirigía todo. Caído él, cada cual tiró para sí; el espíritu de lucha sucedió al espíritu de organización; la aspereza á la cordialidad; el odio de unos á otros, á la benevolencia del fundador para todos; los hilos anudados por el señor Magdalena se enredaron y rompieron; falsificáronse los procedimientos; envileciéronse los productos; matóse la confianza; disminuyeron las ventas; hubo menos pedidos, redujéronse los jornales; holgaron los talleres; vino la quiebra. Y luego, nada para los pobres. Todo se desvaneció.
El mismo Estado llegó á entender que alguien había sido arruinado en alguna parte. No habían transcurrido aún cuatro años desde que la sentencia del Tribunal Penal comprobó la identidad del señor Magdalena con la de Juan Valjean que lo llevó á presidio, cuando ya los[Pg 316] gastos de recaudación del impuesto eran dobles en el distrito de M* sur M*, y el ministro señor de Villèle lo manifestó así en la tribuna en el mes de febrero de 1827.
II
Donde se leerán dos versos, que son tal vez del diablo
Antes de ir más adelante, es del caso referir con algunos detalles un hecho singular que pasó hacia la misma época en Montfermeil, y que no deja de tener su coincidencia con ciertas conjeturas del ministerio público.
Existe en la comarca de Montfermeil una superstición antiquísima, tanto más curiosa y preciosa, cuanto que una superstición popular de las cercanías de París es como un aloe en Siberia. Nosotros somos de aquéllos que respetan todo lo que está en estado de planta rara. He aquí, pues, la superstición de Montfermeil.
Créese allí que el diablo, desde tiempo inmemorial, tiene escogida aquella selva para ocultar en ella sus tesoros. Las buenas mujeres afirman que no es raro encontrar, á la caída de la tarde, en los sitios apartados del bosque, un hombre negro, con aspecto de carretero ó leñador, calzando zuecos, vestido con un pantalón y saco de lienzo, y fácil de conocer, porque en vez de gorra ó sombrero, tiene dos cuernos inmensos en la cabeza. Esto debe hacer que en efecto pueda reconocérsele fácilmente. Á este hombre se le ve generalmente ocupado en ahondar un hoyo. Hay tres maneras distintas de sacar partido de semejante encuentro. La primera es dirigirse al hombre y hablarle. Entonces se advierte que es el tal sencillamente un aldeano, y que el parecer negro consiste en el crepúsculo; que no hace ningún hoyo, sino que corta hierba para sus vacas, y que lo que se había tomado por cuernos no es otra cosa que una horquilla para remover el estiércol, la cual lleva entre ambas espaldas, y cuyos colmillos, gracias á la perspectiva de la noche, parecen salirle de la cabeza. Vuelve uno á casa y se muere dentro de la semana.
La segunda manera consiste en observarle, esperar á que haya concluido su hoyo, que lo vaya rellenando, y se haya ido; correr enseguida allí donde hizo el hoyo, destaparle y sacar el «tesoro» que el hombre negro ha depositado necesariamente en él. En este caso muérese uno dentro del mes.
En fin, la tercera manera consiste en no hablarle al hombre negro una palabra, no mirarle, y echar á correr á todo escape.
Haciéndolo así, le queda á uno todo el año para morirse.
Como las tres maneras tienen sus inconvenientes, la segunda, que ofrece al menos algunas ventajas, entre otras la de poseer un tesoro, aunque no sea más que por un mes, es la más generalmente aceptada.
Los hombres atrevidos, á quienes tientan todas las empresas aventuradas,[Pg 317] han abierto frecuentemente, según se asegura, los hoyos cavados por el hombre negro, y tratado de robar al diablo. Pero parece que el resultado de la operación ha sido muy mediocre, al menos si se ha de dar crédito á la tradición, y particularmente á los dos versos enigmáticos que en latín bárbaro dejó escritos sobre este asunto un mal fraile normando, medio hechicero, llamado Trifón. Este Trifón está enterrado en la abadía de San Jorge de Bocherville, cerca de Rouen, de cuya tumba nacen sapos.
Hácense, por lo tanto, esfuerzos enormes; los tales hoyos, son ordinariamente muy profundos. Se suda, se escarba, se trabaja toda la noche, porque es de noche cuando esto se hace. Moja uno la camisa, gasta su vela, mella su piqueta, y cuando se llega por fin al fondo del hoyo, cuando se pone la mano sobre el «tesoro», ¿qué se encuentra? ¿qué viene á ser el tesoro del diablo? Un sueldo, á veces un escudo, una piedra, un esqueleto, un cadáver ensangrentado; algunas veces un espectro doblado en cuatro como una hoja de papel dentro de una cartera, y otras muchas, nada.
Así aparecen anunciarlo á los curiosos indiscretos los versos de Trifón:
Fodit, et in fossa thesauros condit opaca
As, nummos, lapides, cadaver, simulacra, nihilque.
Parece que en nuestros días se encuentra igualmente, ya un frasco de pólvora con balas, ya un juego de naipes, grasiento y chamuscado, que ha servido evidentemente al diablo. Trifón no menciona estos dos hallazgos, en atención tal vez á que vivió en el siglo XII, y no parece que el diablo tuviese el ingenio de inventar la pólvora antes de Roger Bacon, ni las cartas antes de Carlos VI.
Por lo demás, si alguien juega con aquellas cartas, puede estar seguro de perder cuanto posea; y respecto á la pólvora que está en el frasco, tiene la propiedad de hacer reventar el fusil á la cara de quien se sirve de ella.
Ahora bien; poco tiempo después de la época en que le pareció al ministerio público que el presidiario liberado Juan Valjean, durante su evasión de algunos días, había rondado en torno de Montfermeil, observóse en la misma población que un antiguo peón caminero, llamado Boulatruelle, andaba «dando paseos» por el bosque.
Creíase saber en el país que el tal Boulatruelle había estado en presidio; estaba sometido á cierta vigilancia de la policía, y como no encontraba trabajo en ninguna parte, la administración le empleaba, con rebaja de jornal, de peón caminero en la carretera de Gagny á Lagny.
El tal Boulatruelle era mirado de reojo por las gentes de la comarca; pero él siempre respetuoso, siempre humilde, harto pronto á quitarse la gorra á todo el mundo, temblando y sonriendo ante los gendarmes, probablemente afiliado á alguna partida, según decían, sospechando que[Pg 318] solía ponerse en emboscada al caer de la noche en algún rincón de la espesura. No tenía en su abono sino el ser borracho.
He aquí lo que creían haber notado:
Hacía algún tiempo que Boulatruelle dejaba muy temprano su trabajo de reparar la vía, y se internaba en el bosque con su piqueta. Á la caída de la tarde encontrábasele en los claros más desiertos, en las malezas más selváticas en ademán de buscar alguna cosa, y algunas veces abriendo hoyos. Las buenas mujeres que pasaban tomábanle por Belcebú, y aunque reconocían luego á Boulatruelle, no se tranquilizaban sin embargo. Estos encuentros parecían contrariar en alto grado á Boulatruelle. Era visible que procuraba recatarse, y que había algo de misterioso en lo que hacía.
Decían en la aldea:
—Es claro que el diablo ha hecho alguna aparición. Boulatruelle le ha visto, y busca. En verdad que es bastante estrafalario para atraparle el gato á Lucifer. Los volterianos añadían: ¿Será Boulatruelle quien atrape al diablo, ó el diablo á Boulatruelle? Las viejas no sabían sino hacerse cruces.
Sin embargo, las idas de Boulatruelle al bosque cesaron, y volvió luego á regularizar sus trabajos de caminero. Hablóse de otra cosa.
No obstante, hubo algunas personas curiosas que pensaron que había en aquello probablemente, sino los tesoros fabulosos de las leyendas, algo bueno más serio y positivo que los billetes de banco del diablo, y cuyo secreto había medio sorprendido sin duda el caminero. Los más «empeñados» eran el maestro de escuela y el bodegonero Thénardier, el cual era amigo de todo el mundo, y no se había desdeñado de estar en tratos con Boulatruelle.
—Ha estado en presidio,—decía Thénardier.—¡Ay! ¡Dios mío! Nadie sabe quién va, ni quién ha de ir.
Una noche el maestro de escuela afirmaba que en otros tiempos la justicia hubiera inquirido lo que Boulatruelle iba á hacer en el bosque y que le habría obligado á hablar, y que Boulatruelle de seguro no habría resistido por ejemplo, en el tormento, la prueba del agua.
—Sometámosle á la del vino,—dijo Thénardier.
Y desde luego pusieron manos á la obra, é hicieron beber al viejo caminero. Boulatruelle bebió muchísimo y habló muy poco. Combinó con arte admirable y en proporción magistral la sed de un hambriento con la discreción de un juez. Sin embargo, á fuerza de volver á la carga, y de compaginar y apurar las pocas palabras obscuras que se le escaparon, he aquí lo que Thénardier y el maestro de escuela creyeron entender.
Yendo Boulatruelle, cierta mañana, al despuntar el alba á su trabajo, quedóse sorprendido de ver en un rincón del bosque una pala y un pico, como si dijéramos escondidos. Sin embargo, pensó que serían[Pg 319] probablemente la pala y el pico, del tío Six Fours, el aguador, y no volvió á acordarse más de ello. Pero la noche de aquel mismo día vió, sin que pudieran verle á él, por estar oculto tras un árbol corpulento, á «cierto individuo forastero que se dirigía desde el camino á lo más espeso del bosque, y á quien él, Boulatruelle, conocía perfectamente». Esto, traducido por Thénardier, quería decir que era un compañero de presidio. Boulatruelle se había negado obstinadamente á decir su nombre. El tal individuo llevaba un lío, de forma casi cuadrada, á modo de caja ó cofrecillo. Sorpresa de Boulatruelle. Hasta pasados siete ú ocho minutos no se le ocurrió, sin embargo, la idea de seguir «al individuo». Pero era ya tarde; el hombre se había internado en la espesura, había ya anochecido por completo, y Boulatruelle no pudo alcanzarle. Entonces tomó el partido de observar estando á la vista de la ladera del bosque. «Hacía luna». Dos ó tres horas después, Boulatruelle vió salir al individuo de la espesura, llevando, no ya el cofrecillo, pero sí una pala y un pico. Boulatruelle dejó pasar al individuo sin ocurrírsele la idea de acercársele, porque calculó antes, que el otro era tres veces más fuerte que él, y armado con su pico le hubiera aplastado probablemente al conocerle y verse reconocido. Tierna efusión de dos antiguos camaradas que vuelven á encontrarse. Pero la pala y el pico fueron un rayo de luz para Boulatruelle; corrió, pues, al zarzal por la mañana, y ya no encontró allí pico ni pala. De esto dedujo que el individuo entró en el bosque, é hizo un hoyo con el pico, enterró el cofre, y lo cubrió luego de tierra con la pala.
Pues bien; el cofre era demasiado pequeño para contener un cadáver; debía pues contener dinero. De ahí sus pesquisas. Boulatruelle había explorado, sondeado y huroneado todo el bosque; había registrado todos los sitios donde le pareció ver tierra recientemente removida, pero inútilmente.
No pudo «pescar» nada. Nadie volvió á acordarse de ello en Montfermeil. Hubo solamente algunas buenas comadres que dijeron:
—Tened por seguro que el caminero de Gagny no ha armado todo este enredo para nada; es seguro que ha venido el diablo.
III
De por fuerza la cadena del grillete debió haber sufrido alguna operación
preparatoria para romperse de un solo martillazo
Á fines de octubre de aquel mismo año de 1823, vieron los habitantes de Tolón entrar de nuevo en su puerto, á consecuencia de un temporal, y para reparar algunas averías, el navío Orión, que más tarde fué utilizado en Brest como navío escuela, el cual, formaba á la sazón, parte de la escuadra del Mediterráneo.
Este buque, estropeado del todo como estaba, pues el mar, lo había echado á perder, hizo su efecto al entrar en la rada. Llevaba no sé qué[Pg 320] pabellón, que le valió el saludo reglamentario de once cañonazos, contestados por él uno tras otro; total, veintidós.
Se ha calculado que en salvas, galas reales y militares, cambios de ruidos corteses, señales de etiqueta, formalidades de radas y ciudadelas, salidas y puestas de sol, saludadas diariamente por todas las fortalezas y todos los buques de guerra, apertura y cierre de puertas, etc., etc., el mundo civilizado tiraba con pólvora por toda la tierra, cada veinticuatro horas, ciento cincuenta mil cañonazos inútiles. Á seis pesetas por cañonazo, importa ello novecientas mil pesetas diarias, ó sean trescientos millones al año, que se van en humo. Esto no es más que un simple detalle. Durante el mismo tiempo se mueren de hambre muchos pobres.
El año 1823 era lo que ha llamado la Restauración «época de la guerra de España».
Esta guerra encerraba muchos sucesos en uno solo, con muchísimas singularidades. Un gran asunto de familia para la casa de Borbón; la rama de Francia socorriendo y protegiendo á la de Madrid, es decir, realizando un acto de primogenitura; una vuelta aparente á las tradiciones nacionales, complicada con servidumbre y sujeción á los gabinetes del norte; el señor duque de Anguleme, llamado por los periódicos liberales él héroe de Andújar, comprimiendo, dentro cierta actitud triunfal, algo contrariada por su aire apacible, el viejo terrorismo, demasiado real del Santo Oficio, en lucha con el quimérico terrorismo de los liberales; los sans culottes resucitados, con grandísimo honor de las viejas aristócratas, bajo el nombre de descamisados; el monarquismo poniendo obstáculos al progreso, calificado de anarquía; las teorías del '89 bruscamente interrumpidas en sus trabajos de zapa; un ¡alto! europeo intimado á la idea francesa, dando la vuelta al mundo; al lado del hijo de Francia, generalísimo, el príncipe de Carignon, después Carlos Alberto, alistándose en aquella cruzada de reyes contra los pueblos, como voluntario entre los granaderos de charreteras de lana encarnada; los soldados del imperio volviendo á entrar en campaña, pero después de ocho años de reposo, viejos y tristes, bajo la escarapela blanca; la bandera tricolor agitada en el extranjero por un heroico puñado de franceses, como lo había sido la bandera blanca, en Coblenza treinta años antes; los frailes mezclándose á nuestros soldados; el espíritu de la libertad y de lo nuevo restringido por las bayonetas; los principios humillados á cañonazos; la Francia deshaciendo con las armas lo que antes había hecho con su genio. Por lo demás, los jefes enemigos vendidos, los soldados vacilantes y las ciudades sitiadas por los millones. Ningún peligro militar, y sin embargo, explosiones posibles, como en toda mina sorprendida é invadida; poca sangre vertida, poca honra conquistada, vergüenza para algunos, gloria para nadie. Tal fué aquella guerra, hecha por príncipes que descendían de Luis XIV; y conducida por generales[Pg 321] procedentes de Napoleón. Cúpoles la triste suerte de no recordar ni la gran guerra ni la gran política.
Algunos hechos de armas resultaron serios; la toma del Trocadero, entre otros, fué una buena acción militar; pero en suma, lo repetimos, las trompetas de aquella guerra producen un sonido cascado, el conjunto fué sospechoso, la historia aprueba á la Francia las dificultades que mostró para la aceptación de aquel falso triunfo.
Parece evidente que algunos oficiales españoles encargados de la resistencia, cedían fácilmente; la idea de la corrupción desprendíase de muchas victorias; pareció que se habían ganado antes generales que batallas, y el soldado vencedor regresó humillado. Guerra que humillaba, en realidad y por la que se podía leer Banco de Francia en los pliegues de su bandera.
Soldados de la guerra de 1808, sobre los cuales se había desplomado formidablemente Zaragoza, fruncían el entrecejo en 1823 ante la fácil apertura de las ciudadelas, y echaban de menos á Palafox. Que es preferible al ardimiento de la Francia, tener ante sí á un Rostopchine mejor que á un Ballesteros.
Bajo un punto de vista más grave aún, y en el cual conviene que insistamos también, aquella guerra, que ofendía en Francia el espíritu militar, indignaba al mismo tiempo al espíritu democrático. Era una empresa de esclavizamiento. En esta campaña, el objeto del soldado francés, hijo de la democracia era la conquista de un yugo por otro yugo. Repugnante contrasentido. La Francia se hizo para despertar el alma de los pueblos, no para ahogarlos. Desde 1792, todas las revoluciones de Europa son la revolución francesa; la libertad irradia de Francia. Es un hecho solar; que es preciso estar ciego para no verlo, como ha dicho muy bien Bonaparte.
La guerra de 1823, atentado contra la generosa nación española, fué pues, al mismo tiempo, un atentado contra la revolución francesa. Esta monstruosa agresión era la Francia, quien la cometía á la fuerza porque, salvo las guerras libertadoras, todo lo que hacen los ejércitos lo hacen por fuerza. La palabra obediencia pasiva lo indica bien. Un ejército es una rara obra maestra de combinación, cuya fuerza resulta de una suma enorme de impotencia. Así se explica la guerra, hecha por la humanidad contra la humanidad, y á pesar de la humanidad.
En cuanto á los Borbones, la guerra de 1823 les fué fatal. Tomáronla ellos por un triunfo. No vieron el peligro que había en hacer matar una idea por una consigna. Equivocáronse en su candidez, hasta el punto de introducir en su establecimiento, como elemento de fuerza, la inmensa debilidad de un crimen. Fué parte de su política el espíritu de asechanza. 1830 germinó en 1823. La guerra de España vino á ser en sus consejos un argumento en favor de los golpes de fuerza y en favor de las[Pg 322] aventuras de derecho divino. La Francia restableciendo en España el rey neto, bien podía restablecer en su casa el rey absoluto. Cayeron en el fatal error de tomar la obediencia del soldado por el consentimiento de la nación. Semejante confianza pierde los tronos. No es bueno dormirse á la sombra de un manzanillo, ni á la de un ejército.
Volvamos al navío Orión.
Durante las operaciones del ejército mandado por el príncipe generalísimo, cruzaba una escuadra el Mediterráneo. Hemos dicho ya que el Orión pertenecía á esta escuadra y que fué devuelto, por desperfectos marinos, al puerto de Tolón.
La presencia de un buque de guerra en un puerto tiene siempre algo inexplicable que preocupa á la multitud. Será porque es cosa grande y porque la multitud ama lo grande siempre.
Un navío de línea es uno de los hallazgos más admirables del ingenio humano con el poder de la naturaleza.
Un navío de línea se compone á la vez de lo que hay más pesado y de lo que hay más ligero, porque tiene que luchar á un mismo tiempo con las tres formas de la sustancia: lo sólido, lo líquido y lo fluido. Tiene once garras de hierro para asir el granito en el fondo del mar, y más alas y entenas que un coleóptero para tomar el viento de las nubes. Su aliento sale por sus ciento veinte cañones como por enormes clarines, y responde fieramente al rayo. El océano procura extraviarle entre la espantosa semejanza de sus ondas, pero el navío tiene su alma, su brújula que le aconseja y le muestra siempre el norte. En las noches obscuras, sus faroles suplen á las estrellas. Así pues, contra el viento tiene el cable y la lona, contra el agua la madera, contra la roca el hierro, el cobre y el plomo, contra la sombra la luz, contra la inmensidad una aguja.
Si se quiere tener una idea de todas las proporciones gigantescas, cuyo conjunto constituye el navío de línea, no hay más que entrar bajo una de las calas cubiertas, de seis pisos, en los puertos de Brest ó de Tolón. Los buques en construcción están allí, por así decirlo, bajo campana. Esa viga colosal es una verga; esa gran columna de madera echada en tierra hasta perderse de vista, es el palo mayor. Midiéndole desde su raíz en la cala, hasta su cima entre las nubes, tiene la longitud de sesenta toesas, y tres pies de diámetro su base. El palo mayor inglés se eleva á doscientos diez y siete pies sobre la línea de flotación. La marina de nuestros padres empleaba los cables, la nuestra emplea cadenas. El simple montón de cadenas de un buque de cien cañones tiene cuatro pies de alto, veinte de ancho y ocho de profundidad. Y para hacer un navío semejante, ¿cuánta madera se necesita? Tres mil metros cúbicos. Un bosque flotante.
Además, debemos tener en cuenta que no se trata aquí sino del buque de guerra de hace cuarenta años, del simple buque de vela; el vapor, entonces en la infancia, ha añadido luego nuevos milagros á ese prodigio[Pg 323] que se llama fragata de guerra. Hoy, por ejemplo, el buque mixto de hélice es una máquina sorprendente, arrastrada por un velamen de tres mil metros cuadrados de superficie, y por una caldera de la fuerza de dos mil quinientos caballos.
Sin hablar de estas nuevas maravillas, la antigua nave de Cristóbal Colón y de Ruyter, es una de las grandes obras maestras del hombre. Inagotable en fuerza como en soplos el infinito, almacena el viento en su vela, manteniéndose fija en la inmensa difusión de las olas sobre las cuales flota y reina.
Llega, sin embargo, un instante en que la ráfaga rompe como una paja aquella verga de sesenta pies de longitud, en que el viento doblega como un junco aquel mástil de cuatrocientos pies de alto, en que el ancla, que pesa diez mil libras se tuerce en la garganta de la ola, como el anzuelo del pescador en la quijada de un sollo, en que aquellos monstruosos cañones lanzan rugidos plañideros é inútiles, que arrastra el huracán en el vacío y la obscuridad, y en que todo aquel poder y toda aquella majestad, se abisman en otro poder y otra majestad superiores.
Cuantas veces se despliega una fuerza inmensa para acabar en una inmensa debilidad, da ello que pensar á los hombres. De ahí que abunden los curiosos en los puertos, sin que ellos se expliquen á sí mismos perfectamente el por qué de acudir en derredor de esas maravillosas máquinas de guerra y navegación.
Todos los días, pues, desde la mañana á la noche, los muelles, los diques y escolleras del puerto de Tolón estaban llenos de una multitud de ociosos y bobos, como dicen en París, cuyo trabajo consistía en contemplar el Orión.
El Orión era un buque estropeado de hacía mucho tiempo. En sus navegaciones anteriores habíanse amontonado sobre su quilla espesas capas de mariscos, al extremo de hacerle perder la mitad de su marcha. Se le había dejado en seco el año anterior para rasparle los mariscos, y luego se le había botado al agua nuevamente. Á la altura de las Baleares el bordaje inferior se había fatigado y abierto; y como el forrado no se hacía entonces con chapa metálica, el buque hacía agua. Sobrevino un violento golpe de equinoccio que desfondó á babor la roda y una portañola, y deterioró el porta-obenques de mesana. Á consecuencia de esas averías, el Orión tuvo que regresar á Tolón.
Estaba fondeado junto al arsenal, donde se le armaba y reparaba. El casco no había sufrido nada á estribor, pero según costumbre, desclávanse aquí y allí algunos listones de los costados, para dejar penetrar el aire en el armazón.
Una mañana, la muchedumbre que lo contemplaba, fué testigo de un accidente.
La dotación estaba ocupada en envergar las velas. El gaviero encargado de tomar el mastelero de gavia por la parte de estribor, perdió el[Pg 324] equilibrio. Se le vió vacilar, y la multitud agrupada en el muelle del arsenal, lanzó un grito; la cabeza se le fué tras el cuerpo; el hombre giró en torno de la verga, con las manos extendidas hacia el abismo, asiéndose al pasar al estribo, con una mano primero, y luego con la otra, y quedó suspendido de él. Tenía el mar debajo de sí á una profundidad vertiginosa. El sacudimiento de la caída había impreso al estribo un brusco movimiento de columpio. El hombre iba y venía agarrado al extremo de aquella cuerda como la piedra de una honda.
Ir á socorrerle era correr un riesgo horrible. Ninguno de los marineros, pescadores todos de la costa recientemente ingresados en el servicio, se atrevía á aventurarse á ello. Entre tanto, el desgraciado gaviero se fatigaba; y aunque no podía vérsele la angustia en el rostro, se distinguía en todos sus miembros el desfallecimiento. Sus brazos se retorcían en una horrible tirantez. Cada esfuerzo que hacía para remontarse, no servía más que para aumentar las oscilaciones del estribo. No gritaba, temeroso de malgastar las fuerzas. Ya nadie esperaba más que el momento en que soltase la cuerda, y á cada instante volvían todos la cabeza por no verle caer. Hay momentos en que un cabo de cuerda, un palo, la rama de un árbol, es la vida misma, y es en verdad cosa terrible, ver como un ser viviente se desprende y cae como fruto maduro.
De pronto vióse trepar un hombre por el aparejo con la agilidad del tigre. Este hombre iba vestido de rojo, luego era un presidiario; llevaba gorro verde, era, pues, un condenado á cadena perpetua.
Al llegar á la altura de la gavia, un soplo del viento se le llevó el gorro, dejando ver una cabeza enteramente blanca; no era, pues, un joven. Efectivamente, un presidiario empleado á bordo, perteneciente á una cuerda de penados, había acudido desde el primer momento al oficial de guardia, y en medio de la turbación é incertidumbre general de la tripulación, mientras todos los marineros temblaban y retrocedían, le había pedido licencia para arriesgarse á salvar al gaviero.
Después de un signo afirmativo del oficial, rompía de un martillazo la cadena soldada á la argolla del grillete; después había tomado una cuerda y lanzádose á los obenques. Nadie echó de ver en aquel momento la facilidad con que fué rota la cadena. Hasta después nadie tuvo presente esta circunstancia.
En un abrir y cerrar de ojos estuvo en la verga. Se detuvo algunos segundos, como si la midiese con la vista. Estos segundos, durante los cuales el viento columpiaba al gaviero en la punta de un hilo, les parecieron siglos á los que miraban. Por fin, el presidiario alzó los ojos al cielo, y adelantó un paso. La multitud respiró. Viósele recorrer ligeramente la verga, y llegado á la punta atar un cabo de la cuerda, que llevaba, dejando pendiente el otro, y descendiendo enseguida, valiéndose de las manos, por aquella cuerda. Reinó entonces una indefinible angustia,[Pg 325] cuando en lugar de un hombre suspendido sobre el abismo, vióse que había dos.
Hubiérase podido decir que era una araña corriendo á apoderarse de una mosca; sólo que aquí la araña llevaba la vida, y no la muerte. Diez mil miradas se fijaban á un tiempo en aquel grupo. Ni un grito, ni una palabra; el mismo extremecimiento hacía fruncir todos los entrecejos. Todas las bocas contenían su aliento, como temerosas de añadir el menor soplo al viento que sacudía á aquellos desgraciados.
Entretanto, el presidiario había conseguido acercarse al marinero. Era ya tiempo; un minuto más, y el hombre, aniquilado y desesperado, se dejaba caer en el abismo. El presidiario lo amarró sólidamente á la cuerda en que se sostenía con una mano, mientras trabajaba con la otra. En fin, viósele remontar nuevamente la verga, y tirando, subir hasta ella al marinero; sostúvole un instante para dejar que recobrara fuerzas, después le tomó en brazos y le llevó andando sobre la verga hasta el tamborete, y de allí á la gavia, donde le dejó en manos de sus camaradas.
Entonces aplaudió la multitud, hubo entre la chusma ancianos que lloraron, las mujeres se abrazaban unas á otras en el muelle, y oyéronse voces de todas partes gritando con cierto enternecimiento furioso: ¡El indulto! ¡indulto para ese hombre!
Él, entre tanto, se había preparado para descender á unirse con sus compañeros de cuerda. Para llegar más pronto, deslizóse por el aparejo, y echó á correr sobre una verga baja. Seguíanle todos los ojos. Hubo un momento en que los espectadores se asustaron, fuése que estuviera fatigado, ó que le diese vueltas la cabeza, creyeron que vacilaba y se bamboleaba. De pronto lanzó la multitud un grito horrible, el presidiario acababa de caer al agua.
La caída era peligrosa. La fragata Algeciras estaba fondeada junto al Orión, y el pobre presidiario había caído entre ambos buques, siendo de temer que hubiese ido á parar debajo del uno, si no del otro. Cuatro hombres saltaron enseguida en un bote. La multitud los alentaba, la ansiedad reinaba nuevamente en todas las almas. El hombre no subía á la superficie; había desaparecido en el mar, sin dejar huella alguna sobre el agua, como si hubiese caído en un barril de aceite. Sondaron, bucearon; pero en vano. Buscaron hasta venir la noche; ni siquiera el cuerpo se encontró.
Al día siguiente, el diario de Tolón estampaba estas líneas:
«18 de noviembre de 1823. Ayer un presidiario que estaba trabajando á bordo del Orión, al acabar de prestar socorro á un marinero, cayó al agua y se ahogó. No ha podido encontrarse el cadáver. Se presume que habrá quedado enredado entre las estacas de la punta del arsenal. Este hombre estaba inscrito en el registro con el número 9.430, y se llamaba Juan Valjean».
[Pg 326]
I
La cuestión del agua en Montfermeil
Montfermeil está situado entre Livry y Chelles, en el lindero meridional de la alta meseta que separa el Ourcq del Marne.
Hoy día es una gran población adornada todo el año de quintas construidas de yeso, y el domingo, de artesanos alegres y expansivos. En 1823 no había en Montfermeil, ni tantas casas blancas, ni tantos artesanos satisfechos: no era más que una aldea en el bosque. Veíanse aquí y allá algunas casas de recreo del último siglo, que se distinguían por su gran aspecto, sus balcones de hierro retorcido y sus altas ventanas, cuyos vidrios pequeños formaban sobre lo blanco de los postigos cerrados, toda clase de matices de verdes distintos. Pero Montfermeil no pasaba por ello de ser una aldea. Los tenderos retirados y los aficionados á veranear no le habían aún descubierto. Era un sitio agradable y delicioso, que no era de paso para ninguna parte, y en el cual se pasaba económicamente esa vida del campo tan abundante y fácil. Solamente se sentía escasez de agua, á causa de la elevación de la meseta.
Era preciso irla á buscar bastante lejos. El extremo de la población que está junto á Gagny, se surtía de agua en los magníficos estanques que hay en el bosque; el otro extremo, que rodea la iglesia situada en la parte de Chelles, no encontraba agua potable más que en un pequeño manantial situado á mitad de la cuesta, junto al camino de Chelles, á un cuarto de hora de Montfermeil.
Era, pues, tarea harto ruda para cada vecino, la de tener que proveerse de agua. Las casas grandes, la aristocracia, entre las que figuraba el bodegón Thénardier, pagaban medio céntimo por cubo de agua á un pobre hombre que lo había tomado por oficio, y en cuya empresa del agua de Montfermeil ganaba escasamente dos reales diarios, pero este buen hombre sólo trabajaba hasta las siete de la tarde en verano y hasta las cinco en invierno, y una vez entrada la noche, una vez cerradas las ventanas bajas, el que no tenía agua que beber, iba á buscarla ó se pasaba sin ella.
Esto era lo que aterraba á la pobre criatura, de la cual no puede haberse olvidado el lector, á la pequeña Cosette.
Téngase presente que Cosette era útil á los Thénardier de dos maneras, pues se hacían pagar por la madre, haciéndose servir de la hija. Así es, que cuando la madre dejó de pagarles del todo, ya hemos leído el por qué en los capítulos precedentes, los Thénardier siguieron conservando[Pg 327] á Cosette, en su poder. Les hacía las veces de criada. Y en esta cualidad, ella era quien iba á buscar el agua cuando hacía falta. Por eso la criatura, asustada con la idea de tener que ir de noche á la fuente, tenía buen cuidado de que no faltase nunca agua en la casa.
La Navidad del año 1823 fué brillantísima, particularmente en Montfermeil. El principio del invierno había sido benigno, no había helado ni nevado aún. Titiriteros, llegados de París, habían obtenido del señor alcalde permiso para colocar sus barracas en la calle principal de la aldea, y una banda de mercaderes ambulantes, con igual permiso, había construido sus barracones en la plaza de la Iglesia, y hasta en la misma callejuela de Boulanger, donde estaba situado, como sabemos, el bodegón de los Thénardier. Toda aquella gente llenaba las hosterías y tabernas, dando á aquella población tan tranquila, cierta vida bulliciosa y alegre. Debemos decir igualmente, para ser fieles historiadores, que entre las curiosidades expuestas en la plaza, había una barraca de diversos animales, en la cual unos feísimos payasos, vestidos de harapos y venidos de Dios sabe dónde, enseñaban en 1823 á los aldeanos de Montfermeil, uno de aquellos horribles buitres del Brasil, que nuestro Museo Real no poseyó antes de 1845, y que tienen por ojo una escarapela tricolor. Los naturalistas llaman, según creo, á ese pájaro, Caracara Poliborus; pertenece al orden de los apicidas y á la familia de los falcónidos. Algunos antiguos soldados bonapartistas retirados en la aldea, iban á ver aquella ave con cierta devoción. Los charlatanes presentaban aquella escarapela tricolor como un fenómeno único, y hecho expresamente por el buen Dios para su colección de animales raros.
En la noche misma de Navidad muchos hombres, carreteros y trajineros, estaban sentados bebiendo alrededor de las mesas, alumbradas por cuatro ó cinco velas de sebo, en la sala baja del bodegón Thénardier. Esta sala se parecía á todas las salas de taberna: mesas, jarras de estaño, botellas, bebedores, fumadores; poca luz y mucho ruido. La fecha del año 1823 estaba, por lo tanto, indicada por los dos objetos en moda á la sazón entre la clase media, los cuales estaban sobre una mesa, á saber; un caleidoscopo y una lámpara labrada de hoja de lata. La Thénardier vigilaba la cena, que se estaba asando á buen fuego, mientras el marido bebía con los huéspedes y hablaba de política.
Además de las disertaciones políticas, cuyo objeto principal era la guerra de España y el señor duque de Anguleme, oíanse, en medio del bullicio, paréntesis puramente locales, como éste:
—Por la parte de Nanterre y de Suresnes ha dado mucho el vino. Donde se calculaban diez medidas se han conseguido doce. Se ha sacado de los lagares más jugo de lo que se esperaba.—¿Pero la uva no estaría madura?—En este país no conviene vendimiar maduro; porque el vino se tuerce en cuanto llega la primavera.—¿Entonces se saca solamente[Pg 328] vinillo?—Son vinillos más ligeros que los de por acá. Hay que vendimiar en agraz.
Etc...
Ó bien, era un molinero el que exclamaba:
—¿Acaso somos responsables nosotros de lo que va en los sacos? Se encuentran en ellos una porción de granos que no podemos entretenernos en limpiar y que es preciso dejar pasar por las piedras: como la cizaña, el añublo, el tizón, la algarroba, el cañamón, la cola de zorra, y otro sinnúmero de drogas, sin contar las arenillas que abundan mucho en ciertos trigos, sobre todo en los trigos bretones. No es ciertamente nada gustoso moler trigo bretón, como no lo es para los serradores de largo aserrar vigas que tengan clavos. Calcúlese el maldito polvo que de todo esto resulta después. Y luego se quejan sin razón de la harina. Si la harina es mala, no es nuestra la culpa.
En el espacio entre dos ventanas, un segador, sentado á una mesa con un propietario que ajustaba precio para segar un prado en primavera, decía:
—No importa que la hierba esté mojada. Así se corta mejor. El rocío es bueno, señor. De todos modos, vuestra hierba es temprana y muy difícil de segar. ¡Que por aquí es tierna, que allí se dobla contra la hoz!...
Etc...
Cosette ocupaba su puesto acostumbrado, sentada sobre el travesaño de la mesa de cocina, junto al hogar; mal vestida de harapos, los pies desnudos metidos en los zuecos, haciendo, al resplandor del fuego, calcetines de lana para las niñas de Thénardier. Un gatito joven jugaba debajo de las sillas.
Oíanse reir y charlar en la pieza inmediata dos voces frescas é infantiles; eran las de Eponine y Azelma.
En un rincón de la chimenea había un martinete colgado de un clavo.
Á intervalos, penetraban por entre el ruido de la taberna, los chillidos de una criatura de corta edad, que estaría en otra parte en la casa. Era un niño que la Thénardier había tenido en uno de los inviernos anteriores, «sin saber por qué, decía ella: efecto del frío», y que contaría unos tres años. La madre se lo había criado ella misma, pero no le tenía cariño. Cuando el encarnizado clamor del chiquillo resultaba demasiado importuno, tu hijo chilla, decíale Thénardier á la madre, ve á ver lo que quiere. ¡Bah!—respondía ella.—Me fastidia.
Y el chiquillo abandonado continuaba desgañitándose en las tinieblas.
[Pg 329]
II
Dos retratos completados
No han aparecido todavía en este libro los Thénardier más que de perfil; ha llegado el momento de dar la vuelta alrededor de este grupo, y contemplarlo por todas sus fases.
Thénardier acababa de cumplir los cincuenta años; su mujer rayaba en los cuarenta, que es la cincuentena femenina; de manera que había equilibrio de edad entre la mujer y el marido.
Los lectores conservan tal vez algún recuerdo de la primera aparición de aquella Thénardier, alta, rubia, colorada, gruesa, membruda, cuadrada, enorme y ágil; tenía, como ya hemos dicho, algo de la raza de esas salvajes colosales que en las ferias levantan del suelo grandes piedras con su cabellera.
Ella lo hacía todo dentro de la casa: las camas, los cuartos, la colada, la cocina, la lluvia, el buen tiempo y el diablo. Tenía por única sirvienta á Cosette; un ratoncillo al servicio de un elefante. Todo temblaba al eco de su voz: los vidrios, los muebles y las gentes. Su ancho rostro, cribado de pecas rojizas, tenía el aspecto de una espumadera. Tenía también barbas. Era el ideal de un terne de plazuela vestido de mujer. Juraba que era un primor, y se jactaba de partir una nuez de un puñetazo. Á no ser por las novelas que había leído, y que á veces hacían aparecer de extravagante manera la remilgada bajo el marimacho, jamás se le hubiera ocurrido á nadie decir de ella: Es una mujer. La tal Thénardier era como el producto del injerto de una señorita en una verdulera. Cuando se la oía hablar, exclamaba uno: Es un gendarme; cuando se la veía beber, decíase: Es un carretero; cuando se la veía manosear á Cosette, decíase uno: Es un verdugo. Al dormir le salía de la boca un diente.
Thénardier era un hombre pequeño, flaco, pálido, anguloso, huesoso, endeble, de aspecto enfermizo, gozando de buena salud; en lo cual estribaba su maulería. Sonreíase habitualmente por precaución, y era atento casi con todo el mundo, hasta con el mendigo á quien negaba un ochavo. Tenía la mirada del zorro y el fondo del letrado. Se parecía mucho á los retratos del presbítero Delille. Su coquetería consistía en beber con los trajineros. Nadie había podido jamás emborracharle. Fumaba en una gran pipa. Llevaba blusa, y bajo de la blusa un antiguo frac negro. Tenía pretensiones de literato y materialista, y sabía nombres que pronunciaba frecuentemente para apoyar cualquier cosa de las que decía, como: Voltaire, Raynal, Parny y, cosa rara, san Agustín. Afirmaba tener «un sistema». Por lo demás, era un grande estafador filósofo. Este matiz existe.
Se recordará que pretendía haber servido; contaba, con cierto lujo, que siendo sargento en Waterloo, en un 6.º ó 9.º de ligeros cualquiera,[Pg 330] había él solo, contra todo un escuadrón de húsares de la muerte, cubierto con su cuerpo y salvado á través de la metralla «á un general peligrosamente herido». De ahí provenía sobre su puerta la flamante muestra, y el nombre dado en el país á su figón de «posada del sargento de Waterloo». Era liberal, clásico y bonapartista. Se había suscripto para el campo de Asilo. Decíase en la aldea que había estudiado para cura.
Nosotros creemos que había sencillamente estudiado en Holanda para posadero. Este tunante del orden compuesto era, según todas las probabilidades, algún flamenco de Lila en Flandes, francés en París, belga en Bruselas, montado cómodamente sobre dos fronteras. Su proeza de Waterloo, ya la conocemos; y como se ve, la exageraba un poco. El flujo y el reflujo, lo tortuoso, lo aventurero, eran el elemento de su existencia; conciencia desgarrada supone naturalmente vida descosida; y verosímilmente en la tormentosa época del 18 de junio de 1815, Thénardier pertenecía á aquella variedad de cantineros merodeadores de que hemos hablado, recorriendo los caminos, vendiendo á unos, robando á otros, y rodando en familia, marido, mujer é hijos, en algún desvencijado calesín á la cola de las tropas en marcha, con el instinto de unirse siempre al ejército victorioso.
Terminada la campaña, y teniendo, como él decía, cum quibus, había ido á establecer su bodegón en Montfermeil.
Este quibus compuesto de las bolsas y relojes, de las sortijas de oro y de las cruces de plata, cosechadas al tiempo de la siega en los surcos sembrados de cadáveres, no sumaba por cierto un gran total, ni había hecho adelantar gran cosa á aquel vivandero trocado en bodegonero.
Thénardier tenía en el gesto ese algo rectilíneo inexplicable, que con un juramento recuerda el cuartel, y con la señal de la cruz recuerda el seminario. Era muy hablador, y dejaba que le creyeran sabio. Sin embargo el maestro de escuela había notado que cometía errores. Extendía las cuentas de los pasajeros con superioridad; pero no faltaban ojos ejercitados que encontraban á veces faltas de ortografía. Thénardier era cazurro glotón, gandul y listo. No desdeñaba á las criadas, lo cual era causa de que su mujer no tuviese ninguna. Aquella gigante era celosa. Parecíale que aquel hombrecillo flaco y descolorido debía ser objeto de concupiscencia universal.
Thénardier, hombre de astucia y equilibrio, era ante todo un bribón del género templado. Esto es, de la peor especie, por la hipocresía que entra en ella.
No es que Thénardier no fuése en ocasiones capaz de encolerizarse, al menos tanto como su mujer; pero esto era rarísimo, y en tales momentos, como aborrecía por completo al género humano, como había dentro de él un horno profundísimo de odio, como era de esas gentes que se están vengando perpetuamente, que acusan á todo cuanto pasa delante de ellos como causa de todo lo que cae encima de ellos, y que están[Pg 331] siempre dispuestos á arrojar sobre el primero que llegue, como legítimo agravio, el total de las decepciones, bancarrotas y calamidades de su vida, y como toda esta levadura fermentaba en él y bullía en su boca y en sus ojos, se ponía espantoso. ¡Desdichado del que pasase entonces bajo su furor!
Aparte de todas sus otras cualidades, era Thénardier, atento y penetrante, callado ó hablador según los casos, y siempre con elevada inteligencia. Tenía algo en su mirada de los marinos acostumbrados á mirar con anteojos de larga vista. Thénardier era un hombre de Estado.
Todo recién llegado que entraba en el bodegón, al ver á la mujer Thénardier, exclamaba: ¡He aquí el amo de la casa! Error, no era siquiera el ama. Amo y ama, lo era el marido. Ella hacía, él creaba. Ella lo dirigía todo por una especie de acción magnética, invisible y continua. Una palabra le bastaba á él, muchas veces un signo, el mastodonte hembra obedecía. Thénardier era para su mujer, sin que ella se explicase el por qué, una especie de ser particular y soberano. Tenía ella las virtudes de su modo de ser; nunca, jamás, aunque hubiese disentido sobre algún detalle con el «señor Thénardier», hipótesis, por otra parte inadmisible, no le hubiera quitado la razón en público á su marido, sobre ningún asunto fuése el que fuere. Nunca jamás hubiera cometido delante de extraños esa falta que cometen con tanta frecuencia las mujeres y que se llama en lenguaje parlamentario descubrir la corona. Aún cuando semejante acuerdo no diese otro resultado que el mal, había algo contemplativo en esa sumisión de la Thénardier á su marido. Aquella montaña de ruido y carne, movíase debajo el dedo meñique de aquel frágil déspota. Visto ello por su lado raquítico y grotesco, patentizábase la gran cosa universal: la adoración de la materia hacia el espíritu; porque hay ciertas fealdades, cuya razón de ser está en las profundidades mismas de la belleza eterna. Había en Thénardier algo de lo desconocido, y de ahí provenía el imperio absoluto de este hombre sobre su mujer. En ciertos momentos le veía ella como una vela encendida; en otros, le sentía como una garra.
Aquella mujer era una criatura formidable, que no amaba más que á sus hijos, y sólo temía á su marido. Era madre, porque era mamífera. Por lo demás, su maternidad se limitaba á sus hijas, pues como se verá más adelante, no alcanzaba á los varones. El hombre, sólo tenía una idea: enriquecerse. Y no lo conseguía. Faltábale un teatro digno de su gran talento. Thénardier en Montfermeil se arruinaba, si la ruina cabe bajo cero. En Suiza ó en los Pirineos, este hombre sin un cuarto se habría hecho millonario. Pero donde la suerte enclava al posadero, allí es menester que viva.
Ya se comprende que la palabra posadero, está aquí empleada en sentido limitado, y que no se extiende á la clase entera.
Ese mismo año, 1823, Thénardier tenía una[Pg 332] deuda de unos mil quinientos francos, una deuda apremiante, que le preocupaba.
Cualquiera que fuése para con él la injusticia persistente del destino, Thénardier era uno de esos hombres que comprendían mejor, con más profundidad y del modo más moderno, esta cosa que es una virtud en los pueblos bárbaros, y una mercancía en los pueblos civilizados: La hospitalidad. Por otra parte, era un cazador furtivo y admirable, citado por su certera puntería. Poseía cierta risita fría y apacible, que era particularmente peligrosa.
Sus teorías de posadero brotaban de él algunas veces como relámpagos. Empleaba ciertos aforismos de su profesión que procuraba inculcar en el espíritu de su mujer. El deber de posadero le decía una vez violentamente y en voz baja, es vender al primero que llega, comida, descanso, luz, fuego, sábanas sucias, muchacha, pulgas y sonrisas; detener al pasajero, vaciar los bolsillos pequeños, aligerar honradamente los grandes, dar albergue con respeto á las familias en viaje, desollar al hombre, desplumar á la mujer, limpiar al chiquillo; poner precio á la ventana abierta, á la ventana cerrada, al rincón de la chimenea, al sillón, á la silla, al taburete, al escabel, al lecho de pluma, al colchón y al haz de paja; saber cuándo se sirven del espejo, con la imagen del que se mira en él tarifárselo; y, con quinientos mil diablos, hacérselo pagar todo al viajero, incluso las moscas que se come su perro.
El tal hombre y la tal mujer eran la astucia y la rabia unidas, maridaje repugnante y terrible.
Mientras el marido calculaba y combinaba, la Thénardier no pensaba en los acreedores ausentes, ni se preocupaba del ayer ni del mañana, viviendo exclusivamente al día.
Tales eran estos seres. Cosette estaba entre ellos, sufriendo la doble presión de uno y otro, como una criatura que fuése á la vez triturada por una piedra de molino y destrozada por unas tenazas.
El hombre y la mujer tenían, cada cual, su manera distinta de martirizarla; si Cosette estaba amoratada á golpes era cosa de la mujer; si iba con los pies desnudos en invierno, era cosa del marido.
Cosette subía, bajaba, lavaba, cepillaba, fregaba, barría, andaba, corría, se fatigaba, removía las cosas más pesadas y, débil como era, hacía todo lo más pesado. No había piedad para ella; una ama feroz, un amo venenoso. El bodegón de Thénardier era como una red en que Cosette se hallaba cogida y temblorosa. El ideal de la opresión estaba realizado en aquella domesticidad siniestra. Era algo como la mosca sirviendo á las arañas.
La pobre criatura, pasiva, se callaba.
Cuando así se encuentran, desde su aurora, desnudas y desamparadas entre los hombres, ¿qué pasa en esas almas que acaban de dejar el seno de Dios?
[Pg 333]
III
Los hombres necesitan vino, los caballos agua
Habían llegado cuatro nuevos viajeros.
Cosette meditaba tristemente; pues aún cuando no tenía más que ocho años, había ya sufrido tanto, que se ensimismaba en el aire lúgubre de una vieja.
Tenía un párpado amoratado á consecuencia de un puñetazo que la Thénardier le había sacudido, lo cual hacía decir á la propia Thénardier de cuando en cuando:
—¡Está bien fea con su cardenal en el ojo!
Cosette pensaba, pues, que era de noche, muy de noche; que había sido menester llenar de improviso las jarras y vasijas de los cuartos de los viajeros recién llegados, y que no había ya más agua en el depósito.
Lo que la tranquilizaba un poco, era que no se bebía mucha agua en casa Thénardier. Es verdad que no faltaban gentes que tuviesen sed; pero era de esa sed que mejor se dirige al jarro que al cántaro. Quien hubiese pedido un vaso de agua, entre aquellos vasos de vino, hubiera parecido un salvaje á todos aquellos hombres. Hubo un momento, sin embargo, en que la muchacha tembló; la Thénardier levantó la tapadera de una cacerola que hervía en el hornillo, después cogió un vaso y se acercó al depósito. Dió vuelta al grifo. Cosette había levantado la cabeza y seguía todos sus movimientos. Un delgadísimo hilo de agua, llenó apenas la mitad del vaso.
—¡Mira,—dijo la mujer,—no hay más agua!
—Siguió un instante de silencio. La criatura no respiraba.
—¡Bah!—repuso la Thénardier, examinando el vaso medio lleno.—Con ésta habrá bastante.
Cosette se volvió á su trabajo; pero durante un buen cuarto de hora, sintió saltar el corazón precipitadamente dentro el pecho.
Contaba los minutos que iban pasando, deseando estar ya al día siguiente.
De cuando en cuando, uno de los bebedores miraba á la calle y exclamaba:
—¡Está obscuro como boca de lobo!
Ó decía otro:
—¡Es preciso ser gato para salir á la calle sin farol!
Cosette se estremecía.
De pronto, uno de los mercaderes ambulantes hospedados en el bodegón entró, y dijo con acento rudo:
—No habéis dado de beber á mi caballo.
—Sí, por cierto,—dijo la Thénardier.
—Yo os digo que no,—repuso el mercader.
Cosette había salido de debajo de la mesa:
—¡Oh! ¡Sí, señor!—dijo.—El caballo ha bebido, ha bebido en el cubo,[Pg 334] en el cubo lleno, y yo misma soy quien le he dado de beber y le he hablado.
Esto no era verdad. La niña mentía.
—He aquí otra, que no es mayor que un puño, y miente como una casa,—exclamó el mercader.—¡Yo te digo que no ha bebido, bribonzuela! Tiene un modo de resollar, cuando no ha bebido, que se lo conozco perfectamente.
Cosette insistió, añadiendo con voz enronquecida por la angustia y que se oía apenas:
—¡Y mucho que ha bebido!
—¡Ea,—repuso el mercader en tono colérico,—no hay que hablar de eso; que se le dé de beber á mi caballo, y acabemos!
Cosette volvió á meterse debajo de la mesa.
—En efecto: nada hay más justo,—dijo la Thénardier;—si el animal no ha bebido, es preciso que beba.
Luego mirando en torno suyo exclamó:
—¡Y bien! ¿Dónde está ésa?
Bajóse, y vió á Cosette agazapada al otro extremo de la mesa, metida casi debajo de los pies de los bebedores.
—¿Quieres salir de ahí?—gritó la Thénardier.
Cosette salió de la especie de agujero donde se había escondido. La Thénardier repuso:
—Señorita doña Perra sin nombre, vaya á dar de beber al caballo.
—Pero, señora,—dijo Cosette toda temblorosa,—¡es que no hay agua!
La Thénardier abrió de par en par la puerta de la calle.
—¡Pues ir á buscarla!
Cosette bajó la cabeza, y fué á tomar un cubo vacío que estaba en el rincón de la chimenea.
Este cubo abultaba más que ella, tanto, que la muchacha hubiera podido sentarse dentro y estar ancha.
La Thénardier se volvió á sus hornillas, y probó con una cuchara de palo lo que había en una cacerola, gruñendo al mismo tiempo:
—En la fuente la hay; todas las dificultades fuesen como ésta. Creo que hubiera sido mejor preparar las cebollas.
Púsose luego á buscar en un cajón donde había dinero, ajos y pimienta.
—Toma, señorita Renacuajo,—añadió;—de vuelta tomarás un pan en la panadería. Aquí tienes una moneda de quince sueldos.
Cosette tenía una faltriquera pequeña en un lado del delantal; tomó la moneda sin decir una palabra, y la guardó en el bolsillo.
Después se quedó inmóvil con el cubo en la mano, y la puerta abierta delante de ella. Parecía esperar que alguien fuése en su ayuda.
—¡Aprisa!—gritó la Thénardier.
Cosette salió. La puerta se volvió á cerrar.
[Pg 335]
IV
Entrada en escena de una muñeca
La hilera de puestos de venta al aire libre que partía de la iglesia, se extendía, como hemos dicho, hasta la posada Thénardier. Dichos puestos, esperando que pasara luego gente que debía ir á la misa de media noche, estaban iluminados todos con velas, que ardían dentro de cucuruchos de papel, lo cual, como decía el maestro de escuela de Montfermeil, sentado en aquel momento á una de las mesas de la taberna Thénardier, producía «un efecto mágico».
En cambio no se veía una sola estrella en el cielo.
El último de estos puestos, establecido precisamente enfrente de la puerta de los Thénardier, estaba lleno de juguetes de todas clases, y ostentaba mil objetos de oropel, vidrio de colores y otras cosas magníficas de hoja de lata. En la primera fila, y en lugar preferente, había colocado el mercader, sobre un fondo de servilletas blancas, una inmensa muñeca de casi dos pies de altura, vestida con traje de crespón color de rosa, con espigas de oro en la cabeza, pelo verdadero y ojos de esmalte. Todo el día había estado expuesta aquella maravilla á la admiración de los transeuntes de menos de diez años, sin que hubiese habido en Montfermeil una madre bastante rica ó bastante pródiga para comprársela á su hija. Eponine y Azelma se habían pasado contemplándola horas enteras, y Cosette misma furtivamente, por supuesto, había osado mirarla también.
En el momento en que salió Cosette, con su cubo en la mano, por triste y disgustada que estuviese, no pudo dejar de levantar los ojos hasta la prodigiosa muñeca, hasta la señora, como ella la llamaba. La pobre niña se quedó petrificada. No había visto aún tan de cerca la tal muñeca. Toda la barraca le parecía un palacio; y aquella muñeca no era muñeca, era una visión. Era la alegría, el explendor, la riqueza, la dicha que aparecía en una especie de irradiación quimérica ante aquel pequeño y desgraciado ser, tan profundamente envuelto por una miseria fúnebre y helada. Cosette medía con la sagacidad triste y sincera de la infancia, el abismo que la separaba de aquella muñeca. Decíase ella que era menester ser reina, ó al menos princesa, para poseer una «cosa» como aquélla. Contemplaba aquel lindo vestido de color de rosa, aquellos hermosos y bien peinados cabellos, pensando y diciendo ¡qué feliz debe ser esa muñeca! Sus ojos no podían apartarse de aquel puesto fantástico. Cuanto más miraba, más se embelesaba. Creía estar viendo el paraíso. Veía otras muñecas, detrás de «la grande», que le parecían hadas y genios. El mercader que se movía, allá en el fondo del barracón, le producía cierto efecto de Padre eterno.
En aquella adoración, se olvidaba de todo, hasta del encargo que se[Pg 336] le había hecho. De súbito, la áspera voz de la Thénardier la hizo volver en sí.
—¡Cómo! ¿Aún estás aquí bachillera? ¡Aguarda, allá voy yo! ¿Qué tiene que hacer ahí ese monstruo?
La Thénardier había dado una mirada á la calle, y había visto á Cosette extasiada.
Cosette se escapó, cargando con el cubo y alargando los pasos cuanto pudo.
V
La chiquilla sola
Como la taberna Thénardier estaba en aquella parte de la población inmediata á la iglesia, era la fuente del bosque, de la parte de Chelles, á donde Cosette debía ir por el agua.
Ya no volvió á mirar ningún otro puesto de la feria. Mientras estuvo en la callejuela de Boulanger y en los alrededores de la iglesia, las tiendecillas iluminadas alumbraban el camino; pero muy pronto desapareció el último resplandor del último barracón. La pobre criatura se encontró pues en la obscuridad. Penetró en ella. Pero sintiendo que se apoderaba de su espíritu cierta emoción; á medida que iba caminando iba agitando cuanto podía el asa del cubo. El ruido que producía con ello, le servía de compañía.
Cuanto más andaba, más espesas se iban volviendo las tinieblas. No había ya en las calles persona alguna. Sin embargo, tropezó con una mujer, que se volvió al verla y que permaneció inmóvil, murmurando entre dientes:
—¿Adónde puede ir esta muchacha? ¿Si será algún duende?—Luego la mujer reconoció á Cosette, y exclamó:—¡Mira! ¡si es la Alondra!
Así atravesó Cosette el laberinto de calles tortuosas y desiertas en que termina por la parte de Chelles la población de Montfermeil. Mientras hubo casas y aún sólo paredes por ambos lados del camino, anduvo bastante animosa. De cuando en cuando veía la claridad de una vela á través de las rendijas de una ventana; era luz y vida; allí había gente, y esto la alentaba. Sin embargo, á medida que adelantaba, sus pasos iban acortándose maquinalmente. Cuando hubo pasado el ángulo de la última casa, Cosette se paró. Ir más allá de la última tienda había sido difícil; ir más allá de la última casa, se le hacía imposible. Dejó el cubo en el suelo, llevóse la mano á la cabeza, y púsose á rascarse lentamente, actitud propia de las criaturas aterradas é indecisas. Ya no estaba en Montfermeil, puesto que se encontraba en medio del campo. Tenía únicamente ante ella el espacio negro y desierto. Contempló desesperada aquella obscuridad, donde no había nadie, donde había solamente animales, y donde había tal vez aparecidos. Miró bien, y creyó oir las bestias que andaban por entre la yerba, y ver claramente los aparecidos[Pg 337] que se movían entre los árboles. Entonces volvió á coger su cubo, el miedo le dió audacia.
—¡Bah!—exclamó ella,—diré que ya no había agua.
Y volvió á entrar resueltamente en Montfermeil.
Apenas había andado cien pasos, se paró nuevamente y volvió á rascarse la cabeza. Entonces fué la Thénardier quien se le apareció; la Thénardier, amenazadora, con su boca de hiena y destellando cólera sus ojos. La muchacha lanzó una triste mirada en torno suyo. ¿Qué hacer? ¿Cómo salir del paso? ¿Adónde ir? Delante tenía el espectro de la Thénardier, detrás todos los fantasmas de la noche y del bosque. Á pesar de todo, retrocedió ante la Thénardier. Emprendió otra vez el camino de la fuente y echó á correr. Salió corriendo de la población, entró corriendo en el bosque, sin mirar ni escuchar nada. No detuvo su curso hasta faltarle la respiración; pero no interrumpió su marcha. Iba avanzando como desvanecida.
Iba corriendo con ganas de llorar.
El estremecimiento nocturno de la selva la envolvía por completo. No pensaba, no veía ya; la inmensidad de la noche estaba frente á frente de aquel pequeño ser. Por una parte, todo sombras; por otro, un átomo.
No había más que unos siete ú ocho minutos de la orilla del bosque al manantial. Cosette conocía el camino por haberle recorrido de día muchas veces. ¡Cosa extraña! No se extravió. Un resto de instinto la conducía vagamente. Sin embargo, no dirigía los ojos ni á la derecha ni á la izquierda, temerosa de ver cosas entre las ramas y entre la maleza. Así llegó á la fuente.
Era un estrecho pozo natural, formado por el agua en un suelo arcilloso, á la profundidad de unos dos pies, rodeado de musgo y de esas grandes yerbas rizadas llamadas gorgueras de Enrique IV, y enlosado con grandes piedras, del cual salía un arroyuelo, produciendo un ruido escaso y tranquilo.
Cosette no se tomó ni aún el tiempo indispensable para respirar. Estaba la noche obscurísima; pero ella tenía ya costumbre de ir á aquella fuente. Buscó con la mano izquierda, entre la obscuridad, una encinilla inclinada sobre el manantial, la que le servía ordinariamente de punto de apoyo; encontró una rama, se agarró á ella, se inclinó y sumergió el cubo en el agua. Se encontraba en un estado tan violento, que sus fuerzas se habían triplicado. Mientras estaba así inclinada, no echó de ver que la faltriquera de su delantal se vaciaba en la fuente, y que la moneda de quince sueldos se le cayó en el agua. Cosette no vió ni oyó caer nada. Retiró el cubo casi lleno, y lo dejó sobre la yerba.
Hecho esto, advirtió que estaba abrumada de cansancio. Bien hubiera querido partir enseguida; pero el esfuerzo de llenar el cubo había sido[Pg 338] tal, que le fué imposible dar un paso. Vióse, por lo tanto, obligada á sentarse, y dejándose caer sobre la yerba, se quedó acurrucada.
Cerraba los ojos, volviéndolos á abrir luego sin saber por qué, pero no pudiendo hacer otra cosa. Á su lado tenía el cubo, cuya agua agitada formaba círculos á manera de serpientes de fuego blanco.
Encima de su cabeza, el cielo aparecía cubierto de extensas nubes negras, que eran como masas de humo. La trágica máscara de la sombra parecía ir cayendo vagamente sobre aquella criatura.
Júpiter se envolvía en las profundidades.
La pobre criatura miraba con ojos extraviados esta grande estrella, que no conocía y que le daba miedo. El planeta se hallaba en realidad en aquel momento cerca del horizonte, y atravesaba una espesa capa de niebla que le daba un tinte rojizo horrible. La bruma, lúgubremente teñida de púrpura, agrandaba el astro, dándole el aspecto de una llaga luminosa.
Un viento frío soplaba de la llanura. El bosque estaba tenebroso, sin ningún rozamiento de hojas, sin ninguna de aquellas vagas y suaves claridades de estío. Alzábanse horriblemente grandes ramajes; agitábanse en los claros deformes y espantosos matorrales. Extremecíanse con el cierzo las altas yerbas como anguilas; las zarzas retorcíanse como largos brazos armados de garras para coger su presa. Algunas malezas secas, sacudidas por el viento, pasaban rápidamente como huyendo espantadas de algún objeto que las persiguiese. En todas partes no se advertía más que extensiones lúgubres.
La obscuridad es vertiginosa. El hombre necesita claridad; quien penetra en lo opuesto á la luz, se siente oprimido el corazón. Cuando el ojo ve negro, el espíritu ve turbio. En el eclipse, en la noche, en la opacidad fuliginosa, hay ansiedad hasta para los más fuertes. Nadie atraviesa solo de noche por las obscuridades de un bosque sin temblar. Sombras y árboles, son dos espesuras temibles. Una realidad quimérica aparece en la profundidad indistinta. Lo inconcebible se bosqueja á pocos pasos de nosotros con claridad espectral. Vemos flotar, en el espacio ó en nuestro propio cerebro, algo vago é impalpable como los sueños de flores dormidas. Hay en el horizonte actitudes feroces, aspiramos los efluvios del gran vacío obscuro. Tenemos á un tiempo miedo y deseo de mirar atrás.
Las cavidades de la noche, las cosas convertidas en objetos espantosos, perfiles taciturnos que se van disipando á medida que vamos adelante, cabelleras sueltas flotando en la obscuridad, espesuras irritadas, charcos lívidos; lo lúgubre reflejándose en lo fúnebre, la inmensidad sepulcral del silencio; los seres desconocidos posibles, ramas misteriosamente doblegadas, torsos horribles de árboles, prolongadas ráfagas de yerbas temblorosas, no existe defensa contra todo eso. No hay valor que no tiemble y no sienta la proximidad de la angustia. Se experimenta[Pg 339] algo horroroso, como si el alma se confundiese con la sombra. Esta penetración íntima de las tinieblas, es inexplicablemente siniestra en los niños.
Las selvas son apocalipsis, y el simple batir de alas de un alma infantil, produce cierto ruido de agonía bajo su bóveda monstruosa.
Sin darse cuenta á sí misma de lo que experimentaba, Cosette se sentía sobrecogida por aquella obscura enormidad de la naturaleza. No era únicamente terror lo que la impresionaba, era algo más terrible que el terror mismo. Temblaba. No hay expresiones para manifestar lo que tenía de extraño aquel temblor que la helaba hasta el fondo de su corazón. Su mirada se había vuelto esquiva. Creía sentir que tal vez no podría evitar al día siguiente, el volver allí á la misma hora.
Entonces, movida por cierto instinto, para salir de aquel estado singular que ella no comprendía, pero que la asustaba, púsose á contar en alta voz uno, dos, tres, cuatro, hasta diez, y cuando concluía empezaba á contar otra vez de nuevo. Esto le devolvió la clara percepción de los objetos que la rodeaban. Sintió frío en sus manos, que se habían mojado al sacar el agua. Levantóse volviendo nuevamente al miedo, un miedo natural é invencible. No tuvo ya más que un pensamiento, huir; huir á todo correr, al través del bosque, al través del campo, hasta dar con las casas, con las ventanas, con las velas encendidas. Su mirada tropezó con el cubo que tenía delante.
Era tal el horror que la inspiraba la Thénardier, que no se atrevió á huir sin el cubo de agua. Cogióle por el asa con ambas manos, y no sin gran trabajo alcanzó levantarlo.
Caminó difícilmente unos doce pasos, pero el cubo estaba lleno y era tan pesado, que se vió obligada á dejarle nuevamente en el suelo. Respiró un instante, cogiéndolo de nuevo, y echó á andar; avanzando esta vez más largo trecho. Pero fuele preciso descansar aún; después de algunos segundos de reposo, prosiguió. Caminaba inclinada hacia adelante, con la cabeza baja, como una vieja; el peso del cubo estiraba y entumecía sus débiles brazos. El asa de hierro acababa de entorpecer y helar sus manecitas húmedas; de cuando en cuando se veía obligada á pararse, y cada vez que lo hacía, el agua helada que se desbordaba del cubo, caía sobre sus desnudas piernas. Esto le acontecía en el fondo de un bosque, de noche, en invierno, lejos de toda mirada humana, á una niña de ocho años; Dios solamente podía ver una cosa tan triste, en tan triste momento.
Y sin duda su madre también, ¡ay!
Porque hay cosas capaces de hacer abrir los ojos á los muertos dentro de sus tumbas.
Respiraba la pobre con cierto doloroso estertor; los sollozos oprimían su garganta, pero no se atrevía á llorar, tanto era el miedo que le infundía,[Pg 340] aun de lejos, la Thénardier. Tenía la costumbre de imaginarse siempre presente á la posadera.
Á pesar de todo, no podía adelantar mucho camino de aquella manera, y proseguía lentamente. Por más que acortaba la duración de las paradas y caminaba de una á otra cuanto podía, calculaba angustiada que le faltaba más de una hora para llegar así á Montfermeil, y que la Thénardier la pegaría. Á semejante angustia se mezclaba el espanto de verse sola, de noche y en el bosque. Estaba abrumada de fatiga, y no había aún salido de la selva. Al llegar junto á un viejo castaño que ya conocía, hizo una última parada más larga que las anteriores, para tomar mayor descanso; reunió después todas sus fuerzas, cogió de nuevo el cubo, y echó á andar otra vez valerosamente.
Sin embargo, la pobre criatura, desesperada, no pudo evitar esta exclamación: ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío!
En aquel momento, sintió de súbito que el cubo no le pesaba ya. Una mano, que le pareció enorme, acababa de coger el asa y lo levantaba vigorosamente. Levantó Cossette la cabeza. Un gran bulto negro enhiesto y alto, caminaba á su lado en la obscuridad. Era un hombre que había llegado detrás de ella, y á quien no había oído venir. Aquel hombre, sin decir una palabra, había empuñado el asa del cubo que ella podía levantar apenas.
Hay instintos para todos los acontecimientos de la vida.
La niña no tuvo entonces miedo.
VI
Donde tal vez se prueba la inteligencia de Boulatruelle
En la tarde del mismo día de Navidad de 1823, estuvo paseando un hombre largo tiempo la parte más desierta del boulevard del Hospital en París. Este hombre tenía el aspecto del que busca dónde alojarse, y se detenía preferentemente ante las casas de más modesta apariencia de aquel ruinoso extremo del arrabal de San Marcelo.
Luego veremos cómo aquel hombre había alquilado, efectivamente, un cuarto en este aislado barrio.
Aquel hombre, así en su traje como en toda su persona, presentaba el tipo de lo que podría llamarse el mendigo de buena sociedad: la extremada miseria combinada con el extremado aseo. Es ello una mezcla bastante rara, que inspira á los corazones inteligentes el doble respeto que se siente por quien es muy pobre y por quien es muy digno. Llevaba un sombrero redondo muy viejo y muy cepillado, una levita hasta descubrir los hilos, de paño común color de ocre, color que no tenía nada de particular en aquella época, un gran chaleco con bolsillos de forma secular, calzón corto negro, pero que mostraba haberse descolorido hasta el gris por las rodillas, medias de lana negra y gruesos zapatos con hebillas de cobre. Hubiérase dicho que era un antiguo preceptor[Pg 341] de casa grande, recién llegado de la emigración. Por sus cabellos blancos, por las arrugas de su frente, por lo lívido de sus labios, por su rostro en que todo respiraba abatimiento y cansancio de la vida, se le hubieran supuesto más de sesenta años. Por su paso firme, aunque lento, y por el vigor singular impreso en todos sus movimientos, apenas se le hubieran concedido cincuenta.
Las arrugas de su frente estaban bien colocadas, y hubieran prevenido en favor suyo á cualquiera que le hubiese observado atentamente. Sus labios se contraían con un pliegue particular, que parecía severo siendo humilde. Había en el fondo de su mirada cierta lúgubre serenidad. Llevaba en la mano izquierda un paquetito envuelto en un pañuelo, apoyando la derecha en una especie de bastón cortado de un seto. Este bastón había sido labrado con cierto esmero, y no tenía un mal aspecto; habían sacado partido de los nudos, y le habían figurado un puño de coral con lacre encarnado; era un palo, que se parecía á un bastón.
Poca es la gente que pasa por aquel boulevard, sobre todo en invierno. Aquel hombre, no obstante, aunque sin afectación, más parecía evitarla que buscarla.
En aquella época, el rey Luis XVIII iba casi todos los días á Chois-le-Roy. Era uno de sus paseos favoritos. Á eso de las dos, casi invariablemente, se veía el coche con la escolta real pasar á todo escape por el boulevard del Hospital.
Esto hacía las veces de reloj á los pobres del barrio, que decían: las dos; pues ya se vuelve á las Tullerías.
Y los unos acudían y los otros se alineaban para esperarle; porque el paso de un rey, es siempre tumultuoso. Por lo demás la aparición y desaparición de Luis XVIII, producía cierto efecto en las calles de París. Era rápido, pero majestuoso. Aquel rey impotente gustaba de ir al galope; no pudiendo andar, quería correr; ese inválido hubiera deseado de buena gana ser conducido por el relámpago. Pasaba pacífico y severo en medio de los sables desnudos. Su berlina maciza, enteramente dorada, con gruesas ramas de lirio pintadas en los costados, rodaba estrepitosamente. Apenas había tiempo bastante para dirigirle una mirada. Veíase en el ángulo del fondo, á la derecha, sobre almohadones de raso blanco, una cara ancha, firme y colorada, una frente recién empolvada, una mirada altiva, dura y fina, una sonrisa de letrado, dos grandes charreteras con canalones flotantes sobre un frac de paisano, el Toisón de oro, la cruz de San Luis, la cruz de la Legión de Honor, la placa de plata del Santo Espíritu, un gran vientre y un grueso cordón azul: esto era el rey. Fuera de París colocaba su sombrero con plumas blancas sobre sus rodillas envueltas en altas polainas inglesas, y cuando entraba de nuevo en la población, se lo ponía en la cabeza, saludando poco. Miraba fríamente al pueblo, que le correspondía perfectamente. Cuando apareció por primera vez en el barrio de San Marcelo, todo el[Pg 342] éxito que obtuvo fué esta frase de uno de los vecinos á otro vecino: «Ese gordo que va ahí es el gobierno».
Este paso infalible del rey á la misma hora, era, pues, el acontecimiento cotidiano del boulevard del Hospital.
El paseante de la levita amarilla, no era evidentemente del barrio, ni de París tampoco probablemente, puesto que ignoraba esta circunstancia. Así es que cuando al dar las dos vió el coche real, rodeado de un escuadrón de guardias de Corps galoneados de plata, desembocar en el boulevard, después de dar la vuelta á la Salpêtrière, se quedó sorprendido y casi aterrado. No había nadie más que él en la calle de árboles, y se arrimó vivamente contra un ángulo de la tapia de cerca, lo que no impidió que le viese el señor duque de Havré. El señor duque de Havré, como capitán de guardias de servicio aquel día, iba sentado en el coche frente á frente del rey, y dijo á su majestad:
—¡He aquí un hombre de bien mala traza! Varios agentes de policía, apostados para vigilar en la carrera que seguía el rey, se fijaron también en aquel hombre, y uno de ellos recibió orden de seguirle. Pero el hombre se internó en las callejuelas solitarias del arrabal, y como el día empezaba á declinar, el agente perdió la pista, según resulta de un parte dirigido aquella misma noche al conde Anglès, ministro de Estado y prefecto de policía.
Cuando el hombre de la levita amarilla hubo hecho perder la pista al agente, redobló el paso, no sin haberse vuelto muchas veces para cerciorarse de que no le seguían. Á las cuatro y cuarto, es decir, cerrada ya la noche, pasaba por delante del teatro de la puerta de San Martín, donde se representaba aquel día el drama Los dos presidiarios. El cartel, alumbrado por los faroles del teatro, debió chocarle, porque aún cuando caminaba deprisa se paró á leerle. Poco después estaba en el callejón de la Planchette, y entraba en el Plato de estaño, donde estaba entonces la administración de diligencias de Lagny.
El coche partía á las cuatro y media. Los caballos estaban enganchados, y los viajeros, llamados por el mayoral, se encaramaban á toda prisa por el alto peldaño de hierro del vehículo.
El hombre preguntó:
—¿Hay asiento?
—Uno solo, á mi lado, en el pescante,—contestó el mayoral.
—Le tomo.
—Subid.
Sin embargo, antes de partir, el conductor dirigió una mirada al traje nada lujoso del viajero, y á su pequeño lío, é hizo que se lo pagase.
—¿Vais hasta Lagny?—le preguntó el cochero.
—Sí,—dijo el hombre.
Y el viajero pagó hasta Lagny.
Partieron enseguida.
[Pg 343]
Cuando hubieron atravesado la barrera; el mayoral procuró anudar la conversación; pero viendo que el viajero sólo contestaba por monosílabos, tomó el partido de silbar y jurar contra los caballos.
Envolvióse el conductor en su manta. Hacía frío. El hombre no parecía acordarse de ello. Así atravesaron Gournay y Neuilly-sur-Marne.
Á eso de las seis de la noche estaban en Chelles. El mayoral se paró para dar aliento á los caballos delante de la posada de trajineros, establecida en los viejos edificios de la abadía real.
—Yo bajo aquí,—dijo el hombre.
Cogió su lío y su bastón, y saltó del carruaje.
Un instante después había desaparecido.
No había entrado en la posada.
Cuando después de algunos minutos la diligencia volvió á emprender la marcha para Lagny, no le encontró en toda la calle mayor de Chelles.
El mayoral se volvió hacia los viajeros del interior, diciendo:
—Aquel hombre no es de aquí, pues yo no le conozco. Tiene cara de no llevar un céntimo, y sin embargo no se preocupa mucho del dinero, pues ha pagado hasta Lagny y no pasa de Chelles. Es de noche, todas las casas están cerradas, no entra en la posada, y no se le vuelve á ver. Se le ha de haber tragado la tierra.
No había sido el hombre tragado por la tierra, sino que había cruzado á grandes pasos entre la obscuridad la calle mayor de Chelles, después había tomado á la izquierda, y antes de llegar á la iglesia, el camino vecinal que conduce á Montfermeil, como cualquiera conocedor del país que hubiese ya transitado por él.
Siguió rápidamente este camino. En el lugar donde cruza la alameda antigua que va de Gagny á Lagny, oyó venir gente; ocultóse precipitadamente en una zanja, y esperó á que los que pasaban se hubiesen alejado. La precaución era por otra parte casi superflua; porque, como hemos dicho, era una noche de diciembre obscurísima. Apenas se veían dos ó tres estrellas en el cielo.
Estaba donde empieza la subida de la colina. El hombre no volvió á entrar en el camino de Montfermeil; tomó á la derecha, al través de los campos, y se internó en el bosque apresuradamente.
Cuando se encontró ya en el bosque, acortó el paso, y empezó á mirar atentamente todos los árboles, avanzando poco á poco, como si buscase ó siguiera una senda misteriosa conocida por él únicamente. Hubo un momento en que pareció haberse perdido y se detuvo indeciso. Por fin, tentando aquí y allá, llegó á encontrar un claro en que había un montón de piedras grandes y blanquizcas. Dirigióse vivamente donde estaban las piedras y las examinó con atención, al través de la bruma de la noche, como si las revisara.
Un gran árbol, cubierto de esas excrecencias, que son como las verrugas de la vegetación, estaba á pocos pasos de aquellas piedras. Acercóse[Pg 344] al árbol, paseando la mano sobre la corteza del tronco, como si quisiera reconocer y contar todas las verrugas.
Frente á ese árbol, que era un fresno, había un castaño, enfermo de una descortezadura, al cual habían puesto por vendaje una tira de zinc clavada. Levantóse de puntillas, y tocó aquella venda de zinc.
Después anduvo tentando el suelo con los pies, todo el espacio comprendido entre el árbol y las piedras, como pretendiendo cerciorarse de que la tierra no había sido recientemente removida.
Hecho lo cual, se orientó nuevamente, y emprendió su marcha á través del bosque.
Éste era el hombre que acababa de encontrar á Cosette.
Caminando por la espesura en dirección á Montfermeil, había distinguido aquella pequeña sombra que se movía gimiendo, que dejaba un peso en el suelo, que lo levantaba otra vez y volvía á moverse. Acercósele, y vió que era una pobre criatura cargada con un enorme cubo de agua. Entonces se llegó á la niña, cogiendo silenciosamente el asa del cubo.
VII
Cosette en la sombra junto al desconocido
Cosette, ya lo hemos dicho, no había tenido miedo.
El hombre le dirigió la palabra. Hablábale en voz grave y casi baja.
—Hija mía, es muy pesado para ti eso que llevas.
Cosette levantó la cabeza, y respondió:
—Sí, señor.
—Dame,—repuso el hombre,—yo voy á llevártelo.
Cosette soltó el cubo. El hombre se puso á caminar junto á ella.
—Mucho pesa, en efecto,—dijo entre dientes; y añadió luego:
—Chiquilla, ¿qué edad tienes?
—Ocho años, señor.
—¿Y vienes con eso de muy lejos?
De la fuente que está en el bosque.
—¿Y vas muy lejos ahora?
—Á un cuarto de hora largo de aquí.
El hombre permaneció un momento sin hablar; luego preguntó bruscamente:
—¿No tienes madre?
—No lo sé,—respondió la chiquilla.
Y antes que el hombre hubiese tenido tiempo de tomar nuevamente la palabra, añadió:
—No lo creo. Las otras sí tienen, pero yo no.
Y después de una pausa, prosiguió:
—Creo que nunca la he tenido.
Detúvose el hombre, dejó el cubo en el suelo, se inclinó, y poniendo[Pg 345] ambas manos sobre los dos hombros de la niña, hizo un esfuerzo por mirarla y ver su rostro en la obscuridad.
El flaco y escuálido semblante de Cosette, se dibujaba vagamente á la pálida luz del cielo.
—¿Cómo te llamas?—preguntó el hombre.
—Cosette.
El hombre sintió como una sacudida eléctrica. Mirola nuevamente, separó después sus manos de los hombros de Cosette, volvió á coger el cubo, y echó á andar.
Después de unos instantes, preguntó:
—Chiquilla, ¿dónde vives?
—En Montfermeil, sabéis...
—¿Es allí dónde vamos?
—Sí, señor.
Hizo otra pausa todavía, y volvió á preguntar:
—¿Y quién es el que así te manda á buscar agua al bosque á estas horas?
—La señora Thénardier.
El hombre replicó con un sonido de voz que esforzaba, para darle el tono de indiferente, pero en el que se notaba, sin embargo, un temblor singular.
—¿Qué es lo que hace esta señora Thénardier?
—Es mi ama,—dijo la niña.—Es la dueña de la posada.
—¿De la posada?—dijo el hombre.—Pues bien; allá voy á pasar esta noche. Acompáñame.
—Vamos allá,—dijo la niña.
El hombre andaba bastante de prisa. Cosette le seguía sin dificultad. No sentía la menor fatiga. De cuando en cuando levantaba los ojos hacia aquel hombre, con cierta expresión de tranquilidad y confianza inexplicable. Jamás le había enseñado nadie á dirigirse á la Providencia y orar. No obstante, sentía ella dentro de sí misma, algo que se parecía á la esperanza y á la alegría, y que se elevaba hasta los cielos.
Pasáronse algunos minutos. El hombre repuso:
—Pero, ¿no hay criada en casa de la señora Thénardier?
—No, señor.
—¿Luego estás tú sola?
—Sí, señor.
Hubo todavía otra interrupción. Cosette levantó la voz:
—Es decir, hay dos niñas.
—¿Dos niñas?
—Ponine y Zelma.
La muchacha simplificaba en esta forma aquellos nombres novelescos tan agradables á la Thénardier.
—¿Quiénes son estas Ponine y Zelma?
[Pg 346]
—Son las niñas de la señora Thénardier, es decir, sus hijas.
—Y, ¿qué hacen estas niñas?
—¡Oh!—dijo Cosette.—Tienen muñecas muy bonitas, tienen cosas en que hay oro, mucho con que entretenerse, y ellas juegan, se divierten...
—¿Todo el día?
—Sí, señor.
—¿Y tú?
—Yo, trabajo.
—¿Todo el día?
La niña alzó sus grandes ojos, en los que había una lágrima, que á causa de la obscuridad no podía verse, y respondió dulcemente:
—Sí, señor.
Y prosiguiendo, después de un intervalo silencioso:
—Á veces, cuando he concluido mi tarea, y me lo permiten, me divierto también.
—Y ¿cómo te diviertes tú?
—Como puedo. Me dejan; pero yo no tengo muchos juguetes. Ponine y Zelma no quieren que yo juegue con sus muñecas. Tengo solamente un sable muy pequeñito de plomo, que no es mayor que esto.
Y la muchacha levantaba su dedo meñique.
—¿Y que no corta?
—Sí, señor,—dijo la niña,—corta ensalada y cabezas de mosca.
Llegaron á la población. Cosette guió al forastero por las calles. Pasaron por delante de la panadería, pero Cosette no se acordó del pan que debía llevar. El hombre había cesado de hacerle preguntas, guardando entonces un silencio sombrío. Cuando hubieron dejado tras sí la iglesia, viendo el hombre todos aquellos puestos al aire libre, preguntó á Cosette:
—¿Hay feria aquí?
—No, señor; es Navidad.
Cuando estuvieron cerca de la posada, Cosette le tocó en el brazo tímidamente:
—¿Señor?
—¿Qué hay, hija mía?
—Enseguida estaremos en la casa.
—¿Y qué?
—¿Que si queréis dejarme otra vez el cubo?
—¿Por qué?
—Porque si viese el ama que me lo han traído, me pegaría.
El hombre le devolvió el cubo. Un instante después estaban á la puerta del bodegón.
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VIII
Desagrado en recibir en casa un pobre que tal vez sea un rico
Cosette no pudo evitar una mirada oblicua hacia la muñeca grande que continuaba expuesta en la tienda de juguetes, y llamó enseguida.
Abrióse la puerta; apareció la Thénardier con una vela en la mano.
—¡Ah! ¡eres tú, holgazana! ¡Gracias á Dios! ¡Pues no has malgastado el tiempo que digamos! ¡Se habrá estado divirtiendo la sinvergüenza!
—Señora,—dijo Cosette temblorosa,—aquí hay un señor que desea hospedaje.
La Thénardier reemplazó enseguida su expresión hocicuda por una mueca amable, cambio tan visible como propio de posaderos, buscando ávidamente con la mirada al recién llegado.
—¿Es este señor?—dijo ella.
—Sí, señora,—respondió el hombre, llevándose la mano al sombrero.
Los viajeros ricos no son tan corteses. Este ademán, y la inspección del traje y equipaje del forastero, á que la Thénardier pasó revista de una ojeada, borraron la expresión amable de su gesto, y volviendo á poner la cara hocicuda, replicó entonces secamente:
—Entrad, buen hombre.
Entró el «buen hombre». La Thénardier le echó una segunda mirada, examinó particularmente su levita raída por completo, y su sombrero algún tanto abollado, y consultó con un movimiento de cabeza, un fruncimiento de nariz y un guiño de ojos á su marido, quien continuaba bebiendo con los trajineros. El marido respondió con aquella imperceptible agitación del índice que, sostenida por el inflamiento de los labios, significaba entonces: «pobre de solemnidad». Partiendo de este supuesto, dijo la Thénardier:
—Buen hombre, aunque lo siento mucho, no hay cuarto disponible.
—Ponedme donde queráis—dijo el hombre;—en el granero ó en la cuadra. Pagaré como si me diérais cuarto.
—Cuarenta sueldos.
—¿Cuarenta sueldos? Bien.
—Corriente.
—¡Cuarenta sueldos!—dijo por lo bajo un trajinero á la Thénardier.—¡Si no son más que veinte!
—Cuarenta para él,—replicó la Thénardier en el mismo tono.—Yo no admito pobres á menos precio.
—Es verdad,—añadió el marido con dulzura,—es un perjuicio para los establecimientos el recibir gente de esta clase.
Entre tanto el hombre, después de haber dejado sobre un banco su envoltorio y su bastón, se había sentado á una mesa sobre la que Cosette se había apresurado á poner una botella de vino y un vaso. El[Pg 348] mercader que había pedido el cubo de agua se lo llevó él mismo á su caballo. Cosette había vuelto á ocupar su lugar debajo de la mesa de cocina y tomado su calceta.
El hombre, que apenas había mojado sus labios en el vaso de vino que se había servido, contemplaba á la niña con atención particular.
Cosette era fea. Dichosa, hubiera sido bonita tal vez.
Hemos ya bosquejado aquella figurita sombría. Cosette estaba flaca y descolorida; tenía cerca de ocho años, y apenas aparentaba seis. Sus grandes ojos, hundidos en una especie de sombra, estaban casi apagados á fuerza de llorar. Los extremos de su boca tenían esa especie de curvatura de la angustia habitual, que se advierte en los condenados y en los enfermos deshauciados. Sus manos estaban, como había adivinado su madre, «perdidas de sabañones». El fuego que la iluminaba en aquel momento hacía resaltar los ángulos de sus huesos, y ponía horriblemente de manifiesto su demacración. Como siempre estaba tiritando de frío, había tomado la costumbre de apretar las rodillas una contra otra. Todo su vestido no era más que un harapo, que hubiera dado lástima en verano y horrorizaba en invierno. No tenía sobre sí más que ropa agujereada, ni siquiera un mal pañuelo de lana. Se le veía la piel por varias partes, distinguiéndose en muchas de ellas manchas azules ó negras, que indicaban los sitios donde la Thénardier la había golpeado. Sus piernas desnudas eran delgadísimas y amoratadas. Lo hundido de sus clavículas hacía llorar. Toda la persona de aquella criatura, su porte, su actitud, el sonido de su voz, los intervalos entre palabra y palabra, su mirada, su silencio, su gesto más insignificante expresaban y traducían una sola idea: el temor.
El temor se había posado sobre ella; la cubría, por así decirlo; el temor la hacía recoger los codos sobre sus caderas, esconder los talones debajo la falda, ocupar el menor sitio posible, sin dejarla respirar más que lo necesario, convirtiéndola en lo que podría llamarse su vicio corporal, sin otra variación posible que la de aumentar. Había en el fondo de su pupila un rincón sombrío, donde se anidaba el terror.
Era tal su miedo, que al llegar, mojada y todo como estaba, no se había atrevido á ir á secarse al fuego, y se había vuelto silenciosamente á su tarea.
La expresión de la mirada de aquella criatura de ocho años era de ordinario tan triste, y á veces tan trágica, que en ciertos momentos parecía tener trazas de volverse idiota ó demonio.
Jamás, hemos dicho, había sabido lo que era rezar; jamás había puesto el pie en una iglesia. ¿Acaso tenía tiempo? decía la Thénardier.
El hombre de la levita amarilla no apartaba los ojos de Cosette.
De repente la Thénardier, exclamó:
—¡Á propósito! ¿Y el pan?
[Pg 349]
Cosette, según su costumbre, cada vez que la Thénardier levantaba la voz, salía inmediatamente de debajo de la mesa.
Habíase olvidado por completo del pan. Recurrió entonces al expediente sempiterno de los niños asustados. Mintió.
—Señora, el panadero tenía cerrado.
—¡Haber llamado!
—Ya llamé, señora.
—¿Y bien?
—No abrieron.
—Mañana sabré yo si eso es verdad—dijo la Thénardier;—y si mientes, verás la danza que te espera. Entre tanto, devuélveme la moneda de quince sueldos.
Cosette metió la mano en el bolsillo del delantal, y se puso verde. La moneda de quince sueldos había desaparecido.
—¡Ea!—dijo la Thénardier—¿Me has oído?
Cosette volvió el bolsillo del revés; no había nada. ¿Qué podía haberse hecho aquel dinero? La pobre criatura no encontraba una palabra que contestar. Estaba petrificada.
—¿Es que has perdido la moneda de quince sueldos?—dijo aullando la Thénardier.—¿Ó es que quieres robármela?
Al mismo tiempo alargó el brazo hacia el martinete, colgado en el rincón de la chimenea.
Este ademán amenazador, dió á Cosette fuerzas para gritar:
—¡Perdón, señora! ¡Señora, no lo volveré á hacer!
La Thénardier descolgó el martinete.
Entre tanto el hombre de la levita amarilla había metido los dedos en el bolsillo de su chaleco, sin que nadie hubiese advertido este movimiento.
Por otra parte, los demás viajeros bebían ó jugaban á las cartas, sin fijarse en nada más.
Cosette haciéndose un ovillo, llena de angustias en el rincón de la chimenea, procuraba encoger y esconder sus pobres miembros casi desnudos. La Thénardier levantó el brazo.
—Permitidme, señora,—dijo el hombre;—pero acabo de ver una cosa que ha caído del bolsillo del delantal de esa niña, y que ha rodado. Puede que sea esto.
Y así diciendo, se bajó, é hizo ademán de buscar por el suelo un instante.
—Aquí está precisamente,—añadió levantándose.
Y entregó una moneda de plata á la Thénardier.
—Sí, ésta es,—dijo ella.
No era tal, porque era una pieza de veinte sueldos, pero la Thénardier salía beneficiosa. Guardó, pues, la moneda en su faltriquera, y se contentó con lanzar una mirada feroz á la pobre muchacha, diciéndole:
[Pg 350]
—¡Cuidado con que te vuelva á suceder!
Cosette volvió á entrar en lo que la Thénardier llamaba «su nicho», y sus grandes ojos, fijos en el desconocido viajero, comenzaron á tomar una expresión que nunca había tenido. No era más que un horrible asombro, al cual se mezclaba una especie de confianza estupefacta.
—Á propósito, ¿queréis cenar?—preguntó la Thénardier al viajero.
Éste no respondió. Parecía meditar profundamente.
—¿Quién será este hombre?—dijo ella entre dientes.—Algún pobre asqueroso. No tiene de seguro con qué cenar. ¿Me pagará siquiera la posada? Gracias que se le haya ocurrido la idea de robar el dinero que estaba en el suelo.
Entre tanto se había abierto una puerta, y habían entrado Eponine y Azelma.
Eran en verdad, dos hermosas niñas, que más parecían señoritas que lugareñas, muy graciosillas; una con sus trenzas color de castaña, muy lustrosas, y otra con sus largos cabellos negros, que le caían sobre la espalda, las dos vivarachas, aseadas, gorditas, frescas y sanas, que daba gusto el verlas. Vestían ambas ropas de abrigo, pero con tanto arte maternal, que lo grueso de la tela no quitaba nada á la coquetería del conjunto. Estaba previsto el invierno sin que desapareciera la primavera. Ambas criaturas irradiaban. Además eran reinas. En su tocado, en su alegría, en el ruido que hacían, tenían algo de soberanas.
Cuando entraron, la Thénardier les dijo en tono de reprobación, lleno de adoración:—¡Ah! ¿sois vosotras?
Después, colocándolas entre sus rodillas una después de otra, acariciando sus cabellos, rehaciendo sus lazos, y dejándolas luego con la tierna manera de soltar, propia de las madres, exclamó:
—¡Vais de cualquier manera!
Fueron á sentarse junto al hogar. Tenían una muñeca que volvían y revolvían sobre sus rodillas entre diversos y alegres arrullos. De cuando en cuando, Cosette desviaba los ojos de su calceta y mirábalas jugar con aire triste.
Eponine y Azelma no se fijaban para nada en Cosette. Era para ellas como el perro. Las tres criaturas, que no sumaban en junto veinticuatro años, representaban ya toda la sociedad humana: por una parte la envidia, por otra el desdén.
La muñeca de las hermanas Thénardier estaba muy estropeada, sucia y rota; pero no por eso dejaba de parecer admirable á Cosette, quien en su vida había tenido una muñeca, una verdadera muñeca, para servirnos de una frase que todos los niños comprenderán.
De pronto, la Thénardier, que continuaba yendo y viniendo por la sala, advirtió que Cosette se distraía, y que en vez de trabajar se ocupaba de las niñas que estaban jugando.
[Pg 351]
—¡Ah! ¡Ya te estoy viendo yo ahora!—exclamó ella.—¿Es así como tú trabajas? Ya te haré yo trabajar zurrándote.
El forastero sin levantarse de la silla, se volvió hacia la Thénardier, y sonriendo, con un aire casi temeroso, la dijo:
—¡Vaya! ¡Dejadle que juegue!
De parte de cualquier otro viajero que hubiese estado comiendo una ración de carne y bebiendo dos botellas para cenar, y que no hubiese tenido aquel aire de pobre asqueroso, semejante ruego habría sido una orden. Pero un hombre que tenía aquel sombrero se permitiese tener un deseo, y que un hombre que vestía aquella levita se permitiese manifestar una voluntad, era cosa que la Thénardier no creía deber tolerar. Replicó pues agriamente:
—Es preciso que trabaje, puesto que come. Yo no la mantengo para que no haga nada.
—¿Y qué es lo que está haciendo?—repuso el forastero con esa voz dulce que contrastaba extrañamente con su aspecto de mendigo y sus hombros de cargador.
La Thénardier se dignó contestar:
—Medias, señor. Medias para mis niñas, que no tienen como quien dice, y que van á quedarse con los pies desnudos.
El hombre miró los pies amoratados de la pobre Cosette, y continuó:
—¿Y cuándo habrá concluido esas medias?
—Tiene lo menos para tres ó cuatro días, la perezosa.
—¿Y cuánto puede valer ese par de medias una vez concluido?
La Thénardier le dirigió una mirada despreciativa.
—Treinta sueldos al menos.
—¿Lo daríais por cinco francos?—repuso el hombre.
—¡Pardiez!—exclamó dando una risotada cierto trajinero que estaba oyendo.—¡Cinco francos! ¡ya lo creo! ¡pues no que no! ¡Cinco morlacos!
Thénardier creyó deber tomar la palabra.
—Sí, señor, si es ello un capricho, os daré el par de medias por cinco francos. Nosotros no sabemos negar nada á los viajeros.
—Pero sería preciso pagar enseguida,—dijo la Thénardier con su manera breve y perentoria.
—Compro ese par de medias,—respondió el hombre,—y...—añadió sacando del bolsillo una moneda de cinco francos que puso sobre la mesa,—lo pago.
Después se volvió hacia Cosette:
—Anda á jugar, chiquilla, tu trabajo corre de mi cuenta.
El trajinero se conmovió tanto al ver la moneda, que dejó su vaso adelantándose á recogerla.
[Pg 352]
—¡Y es verdad!—exclamó examinándola.—¡Una verdadera rueda trasera! ¡Y que no es falsa!
Thénardier se acercó y guardó silenciosamente la moneda en su bolsillo.
La Thénardier no teniendo nada que replicar, se mordió los labios. Su rostro tomó una expresión de odio.
Sin embargo, Cosette temblaba. Aventuróse á preguntar:
—Señora, ¿es esto verdad? ¿Puedo ir á jugar?
—¡Juega!—dijo la Thénardier con voz terrible.
—Gracias, señora,—dijo Cosette.
Y mientras su boca daba gracias á la Thénardier, toda su alma infantil se las daba al viajero.
Thénardier había vuelto á ponerse á beber. Su mujer le dijo al oído:
—¿Quién sabe lo que puede ser, tal vez, este hombre amarillo?
—He visto,—respondió en tono soberano Thénardier,—millonarios vistiendo levitas como la suya.
Cosette había dejado su media, pero no había salido de su sitio. Movíase siempre lo menos posible. Tomó de una caja detrás de ella algunos trapos viejos y su pequeño sable de plomo.
Eponine y Azelma no prestaban la menor atención á lo que pasaba. Acababan de ejecutar una operación muy importante; se habían apoderado del gato. Habían arrojado su muñeca al suelo, y Eponine, que era la mayor, fajaba al gatito, á pesar de sus maullidos y contorsiones, con una porción de retazos y harapos encarnados y azules. Mientras hacía esta obra grave y difícil, le decía á su hermana en ese lenguaje dulce y adorable de las criaturas, cuya gracia, semejante al explendor de las alas de una mariposa, se pierde cuando se la quiere fijar:
—Ves, hermanita mía, esta muñeca es más divertida que la otra. Se mueve, chilla, tiene calor. ¿Quieres, hermanita, que juguemos con ella? Ésta sería mi hijita. Yo sería una señora. Yo vendría á verte, y tú la mirarías. Poco á poco verías sus bigotes, y esto te admiraría. Y luego le verías las orejas, y luego la cola; y esto te asombraría. Y tú me dirías ¡Ay! ¡Dios mío!... Y yo te diría: Sí, señora; es una hijita que yo tengo, y así es mi hijita. Todas las niñas pequeñas son así ahora.
Azelma escuchaba á Eponine toda admirada.
Entretanto, los bebedores se habían puesto á cantar una canción obscena, con la que reían hasta hacer temblar el techo. Thénardier les animaba y acompañaba.
Así como los pájaros hacen con todo su nido, las criaturas hacen una muñeca con lo primero que les viene á mano. Mientras Eponine y Azelma envolvían al gato, Cosette por su parte había envuelto el sable, hecho lo cual, hacía como que quería dormirle en sus brazos y cantaba para ello dulcemente.
La muñeca es una de las necesidades más imperiosas y al mismo[Pg 353] tiempo uno de los más bellos instintos de la infancia femenina. Cuidar, levantar, adornar, vestir, desnudar, volver á vestir, enseñar, regañar un poco, mecer, mimar, hacer dormir, figurarse que algo es alguien: ahí está todo el porvenir de la mujer. Así fantaseando y charlando, haciendo pequeños ajuares, pañalitos y mantillitas, cosiendo vestidos, y chambritas, la niña se vuelve jovencita, la jovencita llega á joven casadera, la joven casadera se trueca en mujer casada. El primer hijo es la continuación de la última muñeca.
Una niña sin muñeca, es casi tan desgraciada y tan imposible, como una mujer sin hijos.
Cosette se había hecho, pues, una muñeca con el sable.
La Thénardier se había acercado al hombre amarillo. Mi marido tiene razón, pensaba ella; quién sabe si es el señor Laffitte. ¡Hay ricos tan especiales!
Llegóse hasta apoyar los codos en su mesa.
—Señor,—le dijo.
Al oir la palabra señor, volvióse el hombre. La Thénardier no le había llamado todavía más que buen hombre.
—Ya veis, señor,—prosiguió ella, tomando su aire meloso, que era más repugnante aún que su aire feroz;—yo gusto también de que la niña juegue, no me opongo; pero esto es bueno por una vez, porque vos sois generoso. Ya veis, como no tiene nada, y es preciso que trabaje:
—¿Entonces esta niña no es hija vuestra?—preguntó el hombre.
—¡Oh! ¡Dios mío! No señor. Es una pobrecilla que hemos recogido por caridad, especie de criatura imbécil. Yo creo que tiene agua en la cabeza; pues tiene, como veis, la cabeza gorda. Hacemos por ella todo lo que podemos, pues no somos ricos. Hemos escrito á su país, y en más de seis meses nadie nos contesta. Hemos de creer que su madre habrá muerto.
—¡Ah!—exclamó el hombre volviendo á su ensimismamiento.
—Valía su madre bien poca cosa,—añadió la Thénardier.—¡Eso de abandonar á su hija!
Durante toda esta conversación, Cosette, como si por instinto hubiese adivinado que hablaban de ella, no había apartado los ojos de la Thénardier. Escuchaba vagamente. Entendía algunas frases sueltas.
Entretanto los bebedores, casi todos borrachos, repetían su estribillo inmundo con mayor algazara y alegría. Era una canción licenciosa de color muy subido, en que andaban mezclados la Virgen y el niño Jesús. La Thénardier había ido á tomar su parte en las risotadas. Cosette, debajo de la mesa, contemplando el fuego que se reverberaba en su mirada fija, había vuelto á mecer la especie de muñeca que había hecho, y mientras le iba meciendo cantaba en voz baja: ¡Mi madre ha muerto! ¡Mi madre ha muerto! ¡Mi madre ha muerto!
[Pg 354]
Á las muchas instancias de la patrona, el hombre amarillo, «el millonario», consintió finalmente en cenar.
—¿Qué quiere tomar el señor?
—Pan y queso,—dijo el hombre.
—Decididamente, es un miserable,—pensó la Thénardier.
Los borrachos continuaban entonando su canción, y la niña, debajo de la mesa, seguía también cantando la suya.
De repente dejó Cosette de cantar. Acababa de volverse y ver en el suelo la muñeca de las hijas de la Thénardier, que la habían dejado por jugar con el gato, y estaba á pocos pasos de la mesa de cocina.
Entonces ella dejó caer el sable fajado, que sólo la satisfacía á medias, y paseó lentamente la mirada en derredor de la sala. La Thénardier hablaba bajo con su marido, contando dinero; Eponine y Azelma jugaban con el gato, los viajeros comían, ó bebían, ó cantaban; ninguna mirada estaba fija en ella. No había momento que perder. Salió de debajo de la mesa arrastrándose sobre las rodillas y las manos, cercioróse otra vez aún de que nadie la espiaba, deslizándose luego vivamente hasta la muñeca y la cogió. Un momento después se encontraba en su sitio, sentada, inmóvil, vuelta únicamente de modo que hiciese sombra sobre la muñeca, que tenía en sus brazos. Aquella felicidad de jugar con una muñeca era, en verdad, tan rara para ella, que encerraba toda la violencia de un deleite.
Nadie la había visto, excepción hecha del viajero, que comía lentamente su frugal cena.
Aquella felicidad duró cerca de un cuarto de hora.
Pero por mucha precaución que tuviera Cosette, no advirtió que uno de los pies de la muñeca sobresalía, y que el fuego de la chimenea le alumbraba con toda claridad. Aquel pie rosado y brillante que salía de la sombra, atrajo de repente la mirada de Azelma, quien dijo á Eponine:—¡Mira, hermana mía!
Las dos chiquillas se quedaron paradas, estupefactas: ¡Cosette se había atrevido á coger la muñeca!
Eponine se levantó, y sin soltar el gatito, se fué hacia su madre y empezó á tirarla de la falda.
—¡Déjame, hija!—dijo la madre.—¿Qué quieres?
—¡Mira!—dijo la niña,—¿no ves?
Y señalaba con el dedo á Cosette.
Cosette, entregada completamente á los éxtasis de su posesión, no veía ni oía nada.
El rostro de la Thénardier tomó esa expresión particular que se compone de lo terrible mezclado á las fruslerías de la vida, y que hace que se designe á esa especie de mujeres con el nombre de «megeras».
Esta vez, el orgullo herido exasperaba doblemente su cólera. Cosette había traspasado todos los límites; Cosette había agredido á la muñeca[Pg 355] de «aquellas señoritas». Una czarina viendo á un mujik probándose el gran cordón azul de su imperial hijo, no hubiera puesto otra cara.
Gritóle pues con voz enronquecida por la indignación:
—¡Cosette!
Cosette, temblando como si la tierra se hubiese abierto debajo de ella, volvió la cabeza.
—¡Cosette!—repitió la Thénardier.
Cosette tomó la muñeca y la puso suavemente en el suelo con cierta veneración mezclada de dolor. Y entonces, sin apartar de ella los ojos juntó las manos, y horror causa el decirlo tratándose de una niña de su edad, se las retorció; después, lo que no había podido arrancarle ninguna de las emociones de aquel día: ni la ida al bosque, ni el peso del cubo de agua, ni la pérdida del dinero, ni la vista del martinete, ni aún las sombrías palabras que había oído decir á la Thénardier... lloró. Rompió á llorar.
Entretanto, el viajero se había levantado.
—¿Qué es ello?—dijo á la Thénardier.
—¿No lo veis?—dijo la Thénardier señalando con el dedo el cuerpo del delito, que yacía á los pies de Cosette.
—Sí: ¿y qué?—repuso el hombre.
—¡Esa miserable que se ha permitido tocar á la muñeca de mis hijas!
—¡Tanto ruido para eso! ¿Y aún cuando hubiera jugado con la muñeca?
—¡La ha tocado con sus manos sucias!—prosiguió la Thénardier.—¡Con sus asquerosas manos!
Aquí Cosette redobló su llanto.
—¡Quieres callar!—gritó la Thénardier.
El hombre se dirigió á la puerta de la calle, abrióla y salió.
En cuanto hubo salido, aprovechó la Thénardier su ausencia para dar por debajo de la mesa, un tremendo puntapié á la pobre Cosette, que le hizo levantar aún más el grito.
Abrióse nuevamente la puerta, y apareció otra vez el hombre, llevando entre sus manos la muñeca fabulosa de que hemos hablado, y que todos los chiquillos del pueblo habían estado contemplando desde por la mañana y poniéndola de pie junto á Cosette, díjole:
—Tómala, para ti.
Es de creer que durante la hora que hacía que estaba allí, en medio de sus meditaciones, debió haber notado confusamente aquel puesto de juguetes alumbrado con velas y candilejas, tan espléndidamente, que aparecía á través de los vidrios de la taberna, como una iluminación.
Cosette levantó los ojos, había visto al hombre ir hacia ella con aquella muñeca como si hubiese visto venir al sol, oyó aquellas palabras inauditas: Para ti; le miró, miró á la muñeca, retrocediendo luego poco[Pg 356] á poco fué á esconderse al último extremo debajo de la mesa en el rincón de la pared.
Ya no lloraba, ni gritaba; pero tenía el aire de no atreverse á respirar.
La Thénardier, Eponine y Azelma, eran otras tantas estatuas. Los mismos bebedores se habían suspendido. Reinó un silencio solemnísimo en todo el bodegón.
La Thénardier, petrificada y muda, volvía de nuevo á sus conjeturas: ¿Quién será este viejo? ¿Un pobre? ¿un millonario? Quizá sea ambas cosas, es decir: un ladrón.
La cara del tabernero Thénardier presentó aquella expresiva arruga que acentúa la expresión humana cada vez que el instinto dominante aparece en ella con todo su brutal poder. El tabernero se fijaba alternativamente en la muñeca y en el viajero; parecíale olfatear en aquel hombre algo como de cuando se olfatea una talega de dinero. Esto sólo duró lo que un relámpago. Acercóse á su mujer, diciéndole por lo bajo:
—Esa máquina cuesta lo menos treinta francos. Nada de tonterías. ¡Es preciso humillarse ante ese hombre!
Las naturalezas groseras se asemejan á las naturalezas sencillas en que no hay en ellas transiciones.
—Y bien, Cosette,—dijo la Thénardier con cierto acento que quería ser dulce y que se componía sencillamente de esa miel agria propia de las mujeres perversas,—¿no tomas tu muñeca?
Cosette se arriesgó á salir de su escondite.
Mi querida niña,—repuso la Thénardier con ademán cariñoso,—este señor te regala la muñeca. Tómala. Es tuya.
Cosette consideraba la muñeca maravillosa con cierta especie de terror. Su rostro estaba todavía inundado de lágrimas, pero sus ojos empezaban á llenarse, como el cielo en el crepúsculo de la mañana, de las extrañas irradiaciones de la alegría. Lo que ella experimentaba en aquel momento era bastante parecido á lo que hubiera sentido si le hubiesen dicho de improviso: «Muchacha, eres la reina de Francia».
Parecíale que si tocaba á aquella muñeca saldría de ella el trueno.
Lo que era verdad hasta cierto punto, porque ella pensaba que la Thénardier regañaría y le pegaría.
Sin embargo, la atracción pudo más. Acabó por acercarse, y murmuró tímidamente dirigiéndose á la Thénardier.
—¿Es verdad que puedo, señora?
Ninguna expresión alcanzaría á pintar aquel ademán de desesperación, de espanto y de arrebato á un tiempo.
—¡Pardiez!—dijo la Thénardier.—¡Si es tuya, puesto que el señor te la regala!
—¿De veras, señor?—preguntó Cosette.—¿Es ello verdad? ¿La señora es mía?
El forastero parecía tener los ojos arrasados en lágrimas. Parecía haber[Pg 357] llegado á aquel punto de emoción en que hablamos para no llorar. Hizo un signo afirmativo de cabeza dirigiéndose á Cosette, y puso la mano de «la señora» en sus manecitas.
Cosette retiró vivamente su mano como si la de la señora la quemase, y fijó los ojos en el suelo.
Estamos obligados á añadir que en aquel instante sacaba la lengua de un modo desmesurado.
Volvióse de repente, y cogiendo la muñeca con violencia:
—La llamaré Catalina,—dijo.
Fué un gran momento aquel en que los harapos de Cosette tropezaron y estrecharon las cintas y espléndidas muselinas de color de rosa de la muñeca.
—Señora,—preguntó ella,—¿puedo ponerla sobre una silla?
—Sí, hija mía,—respondió la Thénardier.
Ahora eran Eponine y Azelma las que miraban á Cosette con envidia.
Cosette puso á Catalina sobre una silla, después sentóse en el suelo delante de ella, y permaneció inmóvil, sin decir palabra, en actitud contemplativa.
—Juega, pues, Cosette,—dijo el forastero.
—¡Oh! Ya estoy jugando,—respondió la niña.
Aquel forastero, aquel desconocido que tenía el aspecto de una visita que la Providencia hacía á Cosette, era en aquel momento lo que la Thénardier aborrecía más en este mundo. No obstante, le era preciso contenerse, por más que fuesen aquellas emociones mayores que las que podía soportar, por acostumbrada que estuviese al disimulo, procurando copiar á su marido en todas sus acciones. Apresuróse á enviar sus hijas á acostarse; después pidió permiso al hombre amarillo para enviar también á Cosette, que se había cansado mucho aquel día, añadió con aire maternal. Cosette se fué á acostar, llevando su Catalina en brazos.
La Thénardier iba á cada instante al otro extremo de la sala, donde estaba su marido, para ensanchar el espíritu, decía ella. Cambiaba con él algunas palabras, tanto más furiosas cuanto que no se atrevía á expresarlas en alta voz.
—¡Maldito viejo! ¿Qué capricho le ha dado? ¡Venir aquí á enredar! ¡Querer que juegue ese pequeño monstruo! ¡Darle muñecas! ¡Regalar muñecas de cuarenta francos á una perra que yo vendería en cuarenta sueldos! ¡Á poco más, la llama «vuestra majestad» como á la duquesa de Berry! ¿Dónde tendrá el juicio? ¡De por fuerza debe estar loco este viejo misterioso!
—¿Y por qué? Es muy sencillo,—replicábale el marido.—¡Si eso le divierte! Á ti te divierte que la niña trabaje, y á él le divierte que juegue. Está en su derecho. Un viajero hace lo que quiere cuando paga. Si ese viejo es un filántropo, ¿qué te importa? Si es un imbécil, no es cosa que te incumba; ¿de qué te quejas ya que tiene dinero?
[Pg 358]
Lenguaje de amo y razonamiento de posadero, que no admitían réplica uno ni otro.
El hombre se había puesto de codos sobre la mesa, y había vuelto á su actitud meditabunda. Todos los demás viajeros, mercaderes y trajineros se habían separado un poco, y ya no cantaban. Observábanle á cierta distancia, con una especie de temor respetuoso. Aquel particular tan pobremente vestido, que sacaba de su bolsillo las ruedas traseras con tanta facilidad, y que prodigaba muñecas gigantescas á niñas andrajosas, era ciertamente un buen hombre magnífico y temible.
Pasáronse algunas horas. La misa de media noche se había celebrado ya; la Nochebuena había concluido, los bebedores se habían ido, la posada estaba cerrada, la sala baja desierta; el fuego apagado, y el forastero continuaba siempre en el mismo sitio y en la misma actitud. De cuando en cuando cambiaba el codo en el cual se apoyaba, nada más. Pero no había vuelto á decir una palabra desde que Cosette se había ido.
Los dos Thénardier solamente, por cumplido y curiosidad, continuaban en la sala.
—¿Es capaz de pasar así la noche?—gruñía entre dientes la mujer.
Pero al oir que daban las dos, se dió por vencida y dijo á su marido:
—Me voy á acostar. Haz lo que quieras.
El marido se sentó en un rincón junto á una mesa, encendió una vela, y se puso á leer el Correo francés.
Pasóse así una hora larga. El digno posadero había leído á lo menos tres veces el periódico, desde la fecha del número hasta el nombre del impresor. El forastero no se movía.
Thénardier se revolvía, tosía, escupía, sonóse dos ó tres veces, hizo ruido con la silla, y á todo eso el forastero sin hacer el menor movimiento.—¿Estará dormido?—pensó Thénardier. El hombre no dormía; pero nada podía despertarle.
En fin, Thénardier, después de descubrirse, se le acercó suavemente, y se permitió decir:
—¿El señor no va á descansar?
No va á acostarse habría aparecido excesivamente familiar. Descansar sabía á lujo, y mostraba respeto. Semejantes palabras tienen la propiedad misteriosa y admirable de aumentar al día siguiente la cuenta de gastos. Un cuarto en que uno se acuesta, cuesta veinte centécimos; un cuarto en que uno descansa, cuesta veinte francos.
—¡Calle!—dijo el forastero.—Tenéis razón. ¿Dónde está la cuadra?
—¡Señor!—exclamó Thénardier sonriendo.—Voy á acompañaros.
Tomó Thénardier el candelero, y el hombre su lío y su bastón; y el posadero condujo al huésped á un cuarto en el piso principal, que era de un raro esplendor, con muebles de caoba, cama, esquife y colgaduras de percal encarnado.
—¿Qué significa esto?—preguntó el viajero.
[Pg 359]
—Es nuestra cámara nupcial,—dijo el posadero.—Ocupamos otra mi esposa y yo. Aquí no entramos más que tres ó cuatro veces al año.
—Habría estado mejor en la cuadra,—dijo el forastero bruscamente.
Thénardier hizo como que no entendía aquella reflexión poco lisonjera.
Encendió dos bujías de cera sin estrenar, que figuraban sobre la chimenea. Un magnífico fuego ardía en el hogar.
Sobre la repisa de la misma chimenea, bajo un fanal, había un adorno de cabeza de mujer de hilo de plata y flores de azahar.
—Y esto—¿qué significa?—repuso el viajero.
—Señor,—dijo Thénardier,—el sombrero de boda de mi mujer.
El viajero miró el objeto con una mirada que parecía decir: ¿Ha habido pues, un momento en que ese monstruo fué una virgen?
Por lo demás, Thénardier mentía. Cuando tomó en arrendamiento aquella casucha para convertirla en figón, había encontrado aquel cuarto alhajado así, y había comprado los muebles y las flores de azahar, pensando que aquello prestaría cierta sombra de gracia á «su esposa», de lo que resultaría, para el establecimiento, lo que los ingleses llaman respetabilidad.
Cuando el viajero se volvió, el posadero había desaparecido. Habíase eclipsado discretamente, sin atreverse á dar las buenas noches, no queriendo tratar con cordialidad irrespetuosa á un hombre á quien se proponía desollar regiamente á la mañana siguiente.
Thénardier se retiró á su cuarto. Su mujer estaba ya acostada; pero no dormía. Cuando oyó los pasos de su marido, volvióse y le dijo:
—¿Sabes que mañana pongo á Cosette en medio de la calle?
Thénardier respondió fríamente:
—¡Cómo te alteras!
No cambiaron otras palabras, y algunos instantes después estaba apagada la luz.
Por su parte, el viajero había dejado en un rincón su palo y su paquete. Fuera ya el hostelero, sentóse en un sillón, y permaneció algún tiempo pensativo. Quitóse después los zapatos, tomó una de las dos bujías, sopló la otra, empujó la puerta y salió del cuarto, mirando en torno suyo como quien busca algo. Atravesó un corredor, y llegó á la escalera. Allí oyó un ligerísimo ruido que parecía la respiración de una criatura. Dejóse conducir por aquel ruido, y se encontró en una especie de hueco triangular abierto debajo de la escalera, ó por mejor decir, formado por la escalera misma. Este hueco no era otra cosa que la parte inferior del armazón que sostenía los escalones. Allí, en medio de toda clase de cestos, trastos viejos y rotos, entre el polvo y las telarañas, había un lecho, si es que puede llamarse así un jergón agujereado hasta descubrir la paja, y una manta agujereada hasta descubrir el jergón. Nada de sábanas.[Pg 360] Esto tendido en tierra sobre los ladrillos. En este lecho dormía Cosette con su señora.
El hombre se acercó y la contempló.
Cosette dormía profundamente; estaba totalmente. En invierno no se desnudaba para no tener frío.
Tenía abrazada contra su corazón su muñeca, cuyos grandes ojos abiertos, brillaban en la obscuridad. De cuando en cuando lanzaba profundos suspiros como si fuera á despertarse, y apretaba la muñeca entre sus brazos, casi convulsivamente. No tenía al lado de su cama más que uno de sus zuecos.
Una puerta abierta junto al desván de Cosette dejaba ver un cuarto obscuro, bastante grande. El forastero entró. En el fondo, al través de una puerta vidriera, veíanse dos camitas iguales, blancas y limpias. Eran las de Azelma y Eponine. Detrás de ambas camas, se medio ocultaba una cuna de mimbre sin cortinas, donde dormía el chiquillo que había estado llorando toda la noche.
El forastero conjeturó que este cuarto comunicaba con el de los esposos Thénardier. Iba á retirarse, cuando su mirada reparó en la chimenea; una de esas vastas chimeneas de posada donde hay siempre tan poco fuego, cuando le hay, y que dan frío al verlas. No había fuego en ella, ni siquiera ceniza; pero sí algo que llamó la atención del viajero. Eran dos zapatitos de criatura de forma elegante y desigual tamaño; recordó el viajero la graciosa é inmemorial costumbre de los niños, que colocan su calzado en la chimenea la víspera de Navidad para esperar allí en las tinieblas algún brillante regalo de su hada buena. Eponine y Azelma no habían faltado á esa costumbre, y habían puesto cada una de ellas uno de sus zapatos en la chimenea.
Inclinóse el viajero.
La hada, es decir, la madre, había hecho ya su visita, y se veía brillar en cada zapatito una hermosa moneda de diez sueldos enteramente nueva.
El hombre se levantó de nuevo, é iba ya á salir, cuando distinguió en el fondo, aparte, en el rincón más obscuro del hogar, otro objeto. Miró y reconoció ser un zueco, un horrible zueco de la madera más común, medio roto, y completamente cubierto de ceniza y barro seco. Era el zueco de Cosette. Cosette, con aquella tierna confianza de los niños que puede ser engañada siempre sin desanimarse jamás, había puesto también su zueco en la chimenea.
Es una cosa por cierto sublime y dulce, la esperanza en una criatura que nunca ha conocido más que la desesperación.
No había nada en aquel zueco.
El forastero buscó en el bolsillo del chaleco, se inclinó, y puso en el zueco de Cosette un luis de oro.
Después volvióse á su habitación á paso de lobo.
[Pg 361]
IX
Thénardier maniobrando
Al día siguiente por la mañana, dos horas á lo menos antes del alba, Thénardier, sentado á una mesa de la sala baja del bodegón, y alumbrado por una vela, estaba arreglando la cuenta del viajero de la levita amarilla.
La mujer, de pie, medio inclinada sobre él, le seguía con los ojos. No cruzaban una sola palabra. Por una parte, era aquello una meditación profunda; por otra, la admiración religiosa con la cual se mira nacer y desarrollarse una maravilla del espíritu humano. Oíase un ruido en la casa; era la Alondra que barría la escalera.
Después de un buen cuarto de hora y algunas raspaduras produjo Thénardier esta obra maestra:
CUENTA DEL SEÑOR DEL NÚM. 1
Cena | 3 francos |
Cuarto | 10 » |
Bujías | 5 » |
Fuego | 4 » |
Servicio | 1 » |
————— | |
Total | 23 » |
Servicio estaba escrito cervisio.
—¡Veintitrés francos!—exclamó la mujer con un entusiasmo mezclado de cierta vacilación.
Como todos los grandes artistas, Thénardier no estaba satisfecho.
—¡Psch!—dijo.
Era el acento de Castlereagh redactando en el congreso de Viena la cuenta que debía pagar la Francia.
—Señor Thénardier, tienes razón, bien debe eso,—murmuró la mujer, pensando en la muñeca regalada á Cosette en presencia de sus hijas.—Es justo, pero demasiado. No querrá pagarlo.
Thénardier rióse fríamente, diciendo:
—Pagará.
Aquella risa era la significación suprema de la certeza de la autoridad. Lo que estaba dicho debía ser. La mujer no insistió. Púsose en seguida á arreglar las mesas; el marido se paseaba arriba y abajo de la sala. Después de un momento, éste añadió:
—¡Y yo debo mil quinientos francos!
Thénardier fué á sentarse á un rincón de la chimenea meditando, y puestos los pies sobre la ceniza caliente.
—¡Ah!—repuso la mujer.—No olvides que hoy planto á Cosette en la calle. ¡Dichoso monstruo! ¡Se me come el corazón con su muñeca! ¡Antes me casaría con Luis XVIII, que tenerla un día más en casa!
[Pg 362]
El marido encendió su pipa y respondió entre dos bocanadas:
—Entregarás esta cuenta al hombre.
Y después salió.
Apenas había salido de la sala, cuando entró el viajero.
Thénardier volvió á aparecer inmediatamente detrás de él, permaneciendo inmóvil en el umbral de la puerta entreabierta, visible únicamente para su mujer.
El hombre amarillo llevaba en la mano su bastón y su lío.
—¡Cómo! ¡Levantado tan temprano!—exclamó la Thénardier.—¿Acaso nos deja ya el señor?
Y hablando así daba vueltas con ademán embarazoso á la cuenta que tenía entre manos haciéndole pliegues con las uñas. Su rostro duro presentaba una expresión que no le era habitual, de timidez y escrúpulo.
Presentar semejante cuenta á un hombre que tenía todas las apariencias «de un pobre», se le resistía.
El viajero parecía preocupado y distraído, y respondió:
—Sí, señora; me voy.
—El señor,—repuso ella,—¿no tiene pues negocios en Montfermeil?
—No, paso sencillamente por aquí. Señora,—añadió,—¿qué es lo que debo?
La Thénardier, sin responder, le entregó la cuenta doblada.
El hombre desplegó el papel y le miró: pero su atención estaba visiblemente en otra parte.
—Señora,—repuso,—¿hacéis buenos negocios en Montfermeil?
—Así, así, señor,—contestó la Thénardier estupefacta de no ver otra explosión distinta.
Y prosiguió ella con acento elegíaco y lastimero:
—¡Oh, señor! ¡Los tiempos están muy malos! ¡Y luego, tenemos tan pocos burgueses por acá! Todo es gente menuda. ¡Si no viniesen de cuando en cuando algunos viajeros generosos y ricos como su merced! Tenemos tantas cargas... Ved, esa chiquilla nos cuesta un ojo de la cara.
—¿Qué chiquilla?
—Ya sabéis. ¡La niña! ¡Cosette! ¡La Alondra, como la llaman en el lugar!
—¡Ah!—exclamó el hombre.
Ella continuó:
—¡Qué bárbaros son estos lugareños con sus apodos! ¡Mejor tiene aire de murciélago que de alondra! Ya veis, señor; no pedimos limosna, pero no podemos darla. No ganamos nada, y tenemos mucho que pagar. ¡La patente, las contribuciones, las puertas y ventanas, los céntimos! ¡Sabéis, señor, que el gobierno pide mucho dinero! Y luego, yo tengo mis hijas propias; no he de ir á mantener hijos ajenos.
El hombre repuso, con aquel acento que se esforzaba en hacer que pareciese indiferente, y en el cual había cierto temblor:
[Pg 363]
—¿Y si os desembarazase de ella?
—¿De quién? ¿De Cosette?
—Sí.
La cara colorada y violenta de la tabernera se iluminó con una expresión repugnante.
—¡Ah! ¡Señor, mi buen señor! ¡Tomadla, guardáosla, lleváosla, azucaradla, trufadla, bebéosla, coméosla y andad, bendito de la santísima Virgen y de todos los santos del cielo!
—Está dicho.
—¡De veras! ¿Os la lleváis?
—Me la llevo.
—¿Ahora mismo?
—Ahora mismo. Llamadla.
—¡Cosette!—gritó la Thénardier.
—Entretanto, prosiguió el hombre, voy á pagaros de todas maneras mi hospedaje. ¿Cuánto es?
Dió una mirada á la cuenta y no pudo reprimir un movimiento de sorpresa:
—¡Veintitrés francos!
Miró á la tabernera y repitió:
—¿Veintitrés francos?
Había en la pronunciación de estas dos palabras así repetidas, el acento que separa la admiración del interrogante.
La Thénardier había tenido tiempo de prepararse para el choque. Respondió por lo tanto con aplomo:
—¡Oh; sí, señor! Son veintitrés francos.
El forastero puso cinco monedas de cinco francos sobre la mesa.
—Id por la chica,—dijo.
En este momento Thénardier apareció en medio de la sala, y dijo:
—El señor debe veintiséis sueldos.
—¡Veintiséis sueldos!—exclamó la mujer.
—Veinte sueldos por el cuarto,—repuso fríamente Thénardier,—y seis sueldos por la cena. En cuanto á la chica, necesito hablar un poco con el señor. Déjanos solos.
La Thénardier tuvo uno de estos desvanecimientos que deslumbran, producidos por los imprevistos destellos del talento. Sintió que el gran actor entraba en escena; no replicó una sola palabra y salió.
En cuanto quedaron solos, Thénardier ofreció una silla al viajero. Éste se sentó. Thénardier continuó de pie: su semblante tomó una expresión de hombría de bien y sencillez.
—Señor,—dijo,—no puedo negároslo, adoro á esta niña.
El forastero le miró fijamente:
—¿Qué niña?
Thénardier continuó:
[Pg 364]
—¡Es tan graciosa, que uno se apega! ¿Qué significa todo este dinero? Recoged vuestras piezas de cien sueldds. Es una criatura que adoro.
—¿Pero quién es?—preguntó el forastero.
—¡Quién ha de ser! nuestra pequeña Cosette. ¿No queréis llevárosla? Pues bien, os hablo francamente; como sois vos un hombre honrado, no puedo consentirlo. Me haría mucha falta esta niña. ¡La he visto tan pequeñita! Es verdad que nos cuesta dinero, verdad es que tiene defectos, verdad es que no somos ricos, como es verdad que he pagado más de cuatrocientos francos de drogas, ¡solamente para una de sus enfermedades! Pero algo debemos hacer por Dios; no tiene padre ni madre; yo la he criado. Tengo pan para ella y para mí. En fin, estoy encariñado con la chiquilla. Comprenderéis perfectamente que uno se encariñe; soy un papanatas, es verdad; no sé discurrir; quiero á la chica; mi mujer es viva de genio, pero también la quiere. Mirad, es ya como hija nuestra. Yo necesito oírla hablar en casa.
El forastero seguía mirándole fijamente. Él continuó:
—Omitid mis razones y perdonad, señor; pero no se da así un hijo al primero que pasa. ¿No es verdad que tengo razón? Después de todo digo yo que vos sois rico, tenéis las apariencias de un buen sujeto... ¡Si fuera para su felicidad! Pero es preciso saber. ¿Entendéis? Supongamos que yo la dejara ir y que me sacrificase; querría saber naturalmente adónde iba, no querría perderla de vista, para poder verla de cuando en cuando, para que supiera que el buen padre que la ha criado velaba por ella. En fin, hay cosas que no son posibles. Yo ni siquiera sé cuál es vuestro nombre. Os la llevaríais y yo diría: ¡Hola! ¿Y la Alondra? ¿Adónde ha ido Cosette? Convendría cuando menos ver algún papel, un pedazo siquiera de vuestro pasaporte, ¡cualquier cosa!
El forastero, sin dejar de mirarle con aquella mirada que penetra, por así decirlo, hasta el fondo de la conciencia, le respondió con acento grave y firme:
—Señor Thénardier, no se saca pasaporte para venir á cinco leguas de París. Si me llevo á Cosette, me la llevaré, y nada más. Vos no sabréis mi nombre, ni sabréis mi domicilio, ni dónde está, y mi intención es que no vuelva á veros en toda su vida. Yo rompo la cuerda que lleva atada al pie, y ella se va. ¿Os conviene esto? ¿Sí, ó no?...
Así como los demonios y los genios reconocían por ciertos signos la presencia de un Dios superior, Thénardier comprendió de igual manera que tenía que habérselas con alguien muy fuerte. Esto fué como por intuición; lo comprendió con su golpe de vista límpido y sagaz. Durante la víspera, mientras estaba bebiendo con los trajineros, fumando y cantando coplas alegres, no había dejado de observar un sólo instante al forastero, acechándole como un gato, estudiándole como un matemático. Habíale espiado á la vez por cuenta propia, por gusto y por instinto, y[Pg 365] espiado como si le hubiesen pagado para ello. No se le había escapado un gesto ni un movimiento del hombre del levitón amarillo. Aun antes que el desconocido manifestase tan claramente su interés por Cosette, Thénardier se lo había adivinado. Había sorprendido las miradas profundas de aquel viejo, que refluían siempre en la muchacha. ¿Por qué aquel interés? ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué, con tanto dinero en el bolsillo, vestía tan miserablemente? Preguntas que á sí mismo se hacía sin poder contestarlas, y que le irritaban. Había estado pensando en ello toda la noche. ¿No podía ser el padre de Cosette? ¿Era tal vez algún abuelo? ¿Entonces por qué no darse á conocer enseguida? Cuando se tiene un derecho se manifiesta. Aquel hombre no tenía evidentemente derecho alguno sobre Cosette. Entonces ¿quién era? Thénardier se perdía en suposiciones. Entreveíalo todo, pero nada veía.
De cualquier modo que fuése, al entrar en conversación con aquel hombre, persuadido de que había un secreto en todo aquello, persuadido de que el hombre estaba interesado en permanecer en la sombra, sentíase fuerte; pero con la respuesta clara y firme del forastero, con ver que aquel personaje misterioso era misterioso simplemente, se sintió débil. No esperaba resultado semejante. Esto fué la derrota de sus conjeturas. Reunió sus ideas, pesólo todo en un segundo. Thénardier era de esos hombres que de una mirada juzgan una situación. Calculó que era el momento de ir derecho y rápido. Hizo como los grandes capitanes en el instante supremo y decisivo que solamente ellos saben reconocer: descubrió bruscamente sus baterías.
—Señor,—dijo,—me hacen falta mil quinientos francos.
El forastero sacó de uno de sus bolsillos una cartera de cuero negro, abrióla, tomando de ella tres billetes de banco, que dejó sobre la mesa. Después apoyó su ancho pulgar sobre aquellos billetes, y dijo al tabernero:
—Haced venir á Cosette.
Mientras esto pasaba, ¿qué hacía Cosette?
Cosette al despertarse había corrido á ver su zueco. Había encontrado la moneda de oro. No era un Napoleón, era una de esas piezas de veinte francos nuevecitas, de la Restauración, sobre cuya efigie la coleta prusiana había reemplazado á la corona de laurel. Cosette quedó deslumbrada. Su destino comenzaba á embriagarla. Ignoraba lo que era una moneda do oro: jamás había visto ninguna, guardola apresuradamente en su bolsillo como si la hubiese robado. Sin embargo, conocía perfectamente que aquello era bien suyo, adivinaba igualmente de dónde le venía; pero experimentaba un especie de alegría llena de miedo. Estaba contenta; estaba sobre todo estupefacta.
Aquellas cosas tan magníficas y bellas no le parecían reales. La muñeca le daba miedo, la moneda de oro se lo daba también. Temblaba vagamente ante aquellas magnificencias. El forastero únicamente no le[Pg 366] daba miedo; al contrario, la tranquilizaba. Desde la víspera, al través de sus admiraciones, al través de su sueño, pensaba en su imaginación de niña en aquel hombre que tenía las apariencias de viejo, pobre y triste; que era tan rico y tan bueno. Desde que había encontrado en el bosque á aquel buen hombre todo estaba para ella como cambiado.
Cosette, menos dichosa que la última golondrina del cielo, no había sabido nunca lo que era refugiarse á la sombra y debajo las alas de su madre. Cinco años hacía, es decir, todo lo que podían remontarse sus recuerdos, que la infeliz criatura no había conocido más que temblor y frío. Siempre desnuda bajo la ruda brisa del infortunio, parecíale entonces que estaba vestida. Antes su alma tenía frío, ahora sentía calor.
Cosette no tenía ya tanto miedo á la Thénardier. No estaba ya sola; alguien se interesaba por ella. Habíase puesto inmediatamente á su trabajo de todas las mañanas. Aquel luis que llevaba encima, en el mismo bolsillo de su delantal de donde se le había caído la víspera la moneda de quince sueldos, le proporcionaba distracción. No se atrevía á tocarla; pero pasaba á veces cinco minutos seguidos contemplándola y, debemos decirlo también, sacando la lengua. Mientras iba barriendo la escalera, parábase y permanecía así inmóvil, olvidándose de su escoba como del universo entero, tan ocupada estaba en ver brillar aquella estrella en el fondo de su bolsillo.
Creo que fué durante una de esas contemplaciones cuando se le acercó la Thénardier.
Por orden expresa de su marido había ido á buscarla; y cosa inaudita, no le dió porrazo alguno ni le dirigió la más pequeña injuria.
—Cosette,—díjole casi dulcemente,—ven enseguida.
Un instante después entraba Cosette en la sala baja.
El forastero tomó el paquete que había llevado y lo desató. Aquel paquete contenía un vestido de lana, un delantal, una almilla de fustán, un jubón, un pañuelo, medias de estambre, zapatos, en fin: un traje completo para una niña de siete años; todo era negro.
—Hija mía,—dijo el hombre,—toma esto y vete á vestir enseguida.
Apenas asomaba el día cuando los habitantes de Montfermeil, que empezaban á abrir sus puertas, vieron pasar por la calle de París un buen hombre pobremente vestido, dando la mano á una niña vestida de luto, que llevaba en brazos una muñeca de color de rosa. Dirigíanse hacia Livry.
Eran nuestro hombre y Cosette.
Nadie conocía al hombre; y como Cosette no iba ya andrajosa, muchos no la conocieron tampoco.
Cosette se iba pues. ¿Con quién? Lo ignoraba. ¿Adónde? No lo sabía. Comprendía únicamente que dejaba tras sí el bodegón Thénardier.
Nadie había pensado en despedirse de ella, ni ella en despedirse de nadie. Salía de aquella casa odiada y odiando.
[Pg 367]
¡Pobre ser dulcísimo, cuyo corazón hasta entonces no había sentido más que opresión!
Cosette caminaba gravemente, abriendo sus grandes ojos y contemplando el cielo. Habíase guardado su luis en el bolsillo del delantal nuevo. De cuando en cuando se inclinaba y le dirigía una mirada; después se fijaba en el buen hombre. Parecía sentir algo como si estuviera junto al Dios bueno.
X
Quien busca lo mejor puede encontrar lo peor
La Thénardier, según su costumbre, había dejado obrar á su marido. Esperaba grandes acontecimientos. Cuando el hombre y Cosette se hubieron ido, Thénardier dejó pasar un cuarto de hora largo, y después, llamándole aparte, le enseñó los mil quinientos francos.
—¡Nada más!—dijo ella.
Era la primera vez, desde su instalación, que se atrevía á criticar un acto del dueño.
El golpe fué acertado.
—Efectivamente, tienes razón,—dijo él;—soy un imbécil. Dame el sombrero.
Dobló los tres billetes de banco, los metió en su bolsillo, y salió aceleradamente; pero se equivocó, tomando primero por la derecha. Algunos vecinos á quienes preguntó le indicaron la equivocación por haber visto á la Alondra y al hombre en dirección á Livry. Siguió la indicación, marchando á paso largo y monologando.
—Ese hombre es evidentemente un millonario vestido de amarillo, y yo soy un animal. Primero dió un franco, después cinco, luego cincuenta, últimamente mil quinientos, y siempre con igual facilidad. Lo mismo habría dado quince mil. Pero yo le atraparé de nuevo.
Y luego, aquel paquete de ropa preparada de antemano para la niña, todo esto era muy singular; muchos misterios se encerraban en ello. No se sueltan tan fácilmente los misterios cuando se poseen. Los secretos de los ricos son esponjas empapadas en oro, que es menester saber exprimir. Todos estos pensamientos giraban agitados en su cerebro. Soy un animal, repetía.
Al salir de Montfermeil junto al recodo que forma el camino que va á Livry, vese desenvolver este camino hasta muy lejos en el llano. Una vez allí, calculó que debía ver al hombre y á la niña. Miró tan lejos cuanto pudo alcanzar con la vista, y no vió nada. Preguntó nuevamente. Entre tanto iba perdiendo el tiempo. Unos transeuntes le dijeron que el hombre y la niña que buscaba se habían internado en el bosque por la parte de Gagny. Apresuróse á tomar esta dirección.
Le llevaban mucha ventaja, pero una criatura anda despacio y él caminaba de prisa. Además, el país le era muy conocido.
[Pg 368]
De repente se quedó parado dándose una palmada en la frente como hombre que ha olvidado lo esencial, y que está dispuesto á volver sobre sus pasos.
—¡Debería haber tomado mi fusil!—exclamó.
Thénardier era una de esas naturalezas dobles que pasan algunas veces junto á nosotros sin echarlo de ver, y que desaparecen sin haberlas conocido, porque el destino no nos las ha mostrado más que por un lado. La suerte de muchos hombres es la de vivir así, medio sumergidos. En una situación tranquila y despejada, Thénardier tenía todo lo que era menester para formar, no decimos para ser, lo que se ha convenido en llamar un comerciante honrado, un buen burgués. Al mismo tiempo, dadas ciertas circunstancias, verificados ciertos sacudimientos que conmoviesen interiormente su naturaleza, tenía todo lo que se necesitaba para ser un malvado. Era un tendero en el cual se encerraba algo monstruoso. Satanás debía á veces acurrucarse en algún rincón del tabuco en que vivía Thénardier, reflexionando sobre aquella obra maestra de deformidad.
Después de una corta vacilación:
—¡Bah!—pensó él.—¡Tendrían tiempo de escaparse!
Y continuó su camino, avanzando rápidamente y casi en ademán de certidumbre, con la sagacidad del zorro olfateando una banda de perdices.
Efectivamente, en cuanto hubo pasado los estanques y atravesado oblicuamente el gran claro situado á la derecha de la alameda de Bellevue, cuando llegaba á la calle de Céspedes que da casi la vuelta á la colina, divisó por encima de una maleza, un sombrero, sobre el cual había ya aventurado muchas conjeturas. Era aquél, el sombrero del hombre. La maleza era baja. Thénardier reconoció que el hombre y Cosette estaban sentados allí. No se veía á la muchacha á causa de su corta estatura pero se distinguía la cabeza de la muñeca.
Thénardier no se equivocaba. El hombre se había sentado allí para dejar descansar á Cosette.
El tabernero dió la vuelta á la maleza y apareció de súbito á las miradas de los que buscaba.
—Dispensadme y perdonad, señor,—dijo casi sofocado por el cansancio,—pero aquí tenéis vuestros mil quinientos francos.
Hablando así, ofrecíale de nuevo sus tres billetes de banco.
El hombre alzó los ojos.
—¿Qué significa esto?
Thénardier respondió respetuosamente:
—Significa, señor, que me vuelvo á quedar con Cosette.
Cosette se estremeció arrimándose al hombre cuanto pudo.
Éste contestó mirando á Thénardier en el fondo de los ojos, y marcando mucho todas las sílabas.
[Pg 369]
—¿Volveréis á que-da-ros-con-Cosette?
—Sí señor; me quedo con ella nuevamente. Me explicaré: he reflexionado. En realidad, no tengo derecho para dárosla. Yo soy un hombre honrado como veis. Esta chica no es mía, sino de su madre. Su madre me la confió, y yo no puedo entregarla sino á su madre. Vos diréis: «Pero la madre ha muerto». Bueno, en ese caso no puedo entregar la criatura sino á la persona que me traiga un escrito firmado por la madre, en que se me mande entregar la niña á la tal persona. Esto es evidente.
El hombre, sin responder, registró su bolsillo, y Thénardier vió reaparecer la cartera de los billetes de banco.
—¡Bien!—exclamó para sí.—Procuremos sostenernos. ¡Va á corromperme!
Antes de abrir la cartera, el viajero lanzó una mirada escudriñadora en torno suyo. El lugar estaba absolutamente desierto. No había un alma en el bosque ni en el valle. El hombre abrió la cartera y sacó, no el puñado de billetes de banco que esperaba Thénardier, sino un simple papelito que desdobló y presentó abierto del todo al posadero, diciéndole:
—Tenéis razón. Leed.
Thénardier tomó el papel y leyó:
M-sur-M, 25 marzo de 1823.
«Señor Thénardier:
«Entregaréis á Cosette al portador.
Os serán pagados todos los picos.
Tengo el honor de saludaros respetuosamente.
«Fantina».
—¿Conocéis esta firma?—repuso el hombre.
Era, en efecto, la firma de Fantina. Thénardier la reconoció.
No tenía nada que replicar. Sintió dos violentos despechos, el de renunciar á la corrupción que esperaba y el de ser vencido. El hombre añadió:
—Podéis guardar este papel para descargo vuestro.
Thénardier se replegó en buen orden.
—Esta firma está bastante bien imitada,—murmuró entre dientes. —¡En fin, sea!
É intentando un esfuerzo desesperado, añadió:
—Está bien, señor mío, puesto que sois el portador. Pero es preciso pagarme «los picos pendientes», que son una buena deuda.
El hombre se puso de pie, y dijo sacudiéndose á papirotazos el polvo de sus raídas mangas:
—Señor Thénardier: en enero la madre contaba deberos ciento veinte[Pg 370] francos; en febrero le mandásteis una cuenta de quinientos; recibisteis trescientos francos á fines de febrero y otros trescientos á principios de marzo. Han pasado después nueve meses, que á razón de quince francos, precio convenido, hacen ciento treinta y cinco. Resulta que habiendo recibido de más cien francos entonces, ahora sólo os restaban treinta y cinco francos. Y acabo de daros mil quinientos.
Thénardier sintió lo que siente el lobo en el momento de verse mordido y cogido por los dientes de acero de la trampa.
—¿Quién es este diablo de hombre?—pensó.
Y haciendo lo que el lobo, dió una sacudida. La audacia le había ya dado otra vez buen resultado.
—Señor cuyo nombre ignoro,—dijo resueltamente y dejando aparte toda ceremonia respetuosa,—me volveré á llevar á Cosette, ó me daréis antes mil escudos.
El forastero dijo tranquilamente:
—Ven, Cosette.
Tomó á la niña con la mano izquierda y recogió con la derecha el bastón que estaba en el suelo.
Thénardier advirtió lo enorme del garrote y la soledad del sitio.
El hombre se internó en el bosque con la niña, dejando al tabernero vacilante é inmóvil.
Á medida que se iban alejando, Thénardier examinaba aquellas anchas espaldas algo encorvadas y aquellos grandes puños.
Luego, sus ojos, volviéndose á sí mismo, fijábanse en sus desmesurados brazos y débiles manos.—Preciso es que yo sea muy bestia,—pensaba él,—para no haber tomado mi escopeta, puesto que iba de caza.
Sin embargo, el posadero no abandonó su presa.
—Quiero saber á dónde va,—se dijo. Y se puso á seguirlos desde cierta distancia.
Quedábanle dos cosas en la mano: una ironía en el papel firmado Fantina, y un consuelo en los mil quinientos francos.
El hombre se llevaba á Cosette en dirección á Livry y Bondy. Caminaba lentamente, baja la cabeza, en una actitud reflexiva y triste. El invierno había dejado el bosque tan claro y desnudo, que Thénardier podía no perderlos de vista, desde mucha distancia. De cuando en cuando volvía el hombre la cabeza y miraba si le seguían. De repente distinguió á Thénardier. Entró bruscamente con Cosette en una espesura donde ambos podían ocultarse.
—¡Diantre!—exclamó Thénardier, redoblando el paso.
La espesura del ramaje le había obligado á acercarse á ellos; pero cuando estaba el hombre en lo más intrincado, volvióse, y por mucho que Thénardier procuraba ocultarse en la espesura, no pudo evitar el ser visto. El hombre le dirigió una mirada inquieta, después meneó la cabeza y continuó su camino. El tabernero continuó siguiéndole. Anduvieron[Pg 371] así dos ó trescientos pasos. De pronto el hombre volvióse de nuevo, viendo todavía al posadero. Esta vez le miró con aire tan sombrío, que Thénardier juzgando «inútil» ir más allá, retrocedió, deshaciendo el camino.
XI
Reaparece el número 9430, y Cosette lo gana á la lotería
Juan Valjean no había muerto.
Al caer al mar, ó más bien al arrojarse, iba, como se ha visto, sin el grillete. Nadando entre dos aguas llegó hasta un buque anclado, al que estaba amarrado un bote, en el cual encontró la manera de esconderse hasta la noche. Entrada ya la noche, arrojóse de nuevo al agua, ganando á nado la costa á poca distancia del cabo Brun. Allí como no le faltaba dinero, pudo procurarse ropa en un figón de los alrededores de Balaguier, que era á la sazón el vestuario de los presidiarios escapados; especialidad bastante lucrativa. Después, Juan Valjean, como todos los tristes fugitivos que procuran burlar la vigilancia de la ley y la fatalidad social, siguió un itinerario obscuro y vago.
Encontró primeramente asilo en Pradeaux, junto á Beausset. Luego se dirigió hacia Grand Villard junto á Briançon, en los Altos-Alpes. Huida vacilante é inquieta, camino de topo, cuyas ramificaciones nadie sabe. Más tarde ha podido encontrarse algún vestigio de su paso por Ain en el territorio de Civrieux, por los Pirineos en Accons, en el lugar llamado Grange de Doumecq, junto al caserío de Chavailles, de los alrededores de Périgueux, en Brunies, distrito de la Chapelle Gonaguet.
Estuvo en París y le acabamos de ver ahora en Montfermeil.
Su primer cuidado al llegar á París, fué comprar vestidos de luto para una niña de siete á ocho años, y procurarse luego alojamiento. Hecho esto se dirigió á Montfermeil.
Como se recordará, ya en su anterior evasión, había hecho allí mismo, ó en los alrededores, un viaje misterioso, del que la Justicia había tenido algún indicio.
Por lo demás, se le creía muerto, y esto aumentaba la obscuridad que se había formado en torno suyo. En París llegó á sus manos uno de los periódicos que consignaban el hecho. Con esto se sintió tranquilo y casi en paz, como si en realidad hubiese muerto.
La misma tarde del día en que Juan Valjean había sacado á Cosette de las garras de los Thénardier, entraba en París. Entró al anochecer, acompañado de la niña por la barrera Monceaux. Subió en un cabriolé que le llevó á la explanada del Observatorio. Bajóse allí, pagó al cochero, tomó á Cosette de la mano, y los dos, entre las sombras de la noche, atravesaron las desiertas calles inmediatas á la Ourcine y la Glacière, dirigiéndose al boulevard del Hospital.
El día había sido extraño y henchido de emociones para Cosette; habían[Pg 372] comido detrás de los vallados pan y queso comprados en los ventorrillos que se encontraron; habían cambiado frecuentemente de carruaje; habían andado á pie diversos trechos, y ella no se había quejado, pero estaba cansada, y Juan Valjean lo advirtió fácilmente puesto que iba tirando más y más de su mano á cada paso. Entonces cargó con ella á cuestas; Cosette, sin soltar á su Catalina, dejó caer su cabeza sobre el hombro de Juan Valjean, y se quedó dormida.
I
Maese Gorbeau
Hace cuarenta años, el transeunte solitario que se aventuraba entre los extraviados barrios de la Salpêtrière y que subía por el boulevard hasta la barrera de Italia, llegaba á donde se hubiera podido decir que París desaparecía. No era por la soledad, puesto que había transeuntes; no era por el campo, puesto que había casas y calles; no era aquello una ciudad, pues las calles tenían baches como las carreteras, y la yerba nacía en ellas; no era una aldea, pues las casas eran demasiado altas. ¿Qué era pues? Era un lugar habitado donde no había nadie; era un lugar desierto donde había alguien; era un boulevard de la gran población, una calle de París, más espantosa de noche que una selva, más triste de día que un cementerio.
Era el antiguo barrio del Mercado de Caballos.
Si el transeunte se arriesgaba á ir más allá de las cuatro paredes ruinosas del Mercado de Caballos, si consentía siquiera en pasar de la calle del Petit Banquier, después de haber dejado á su derecha un corral cercado de elevadas tapias, y un prado en que se levantaban montones de casas de tenería parecidas á chozas de castores gigantescas, y una cerca llena de pilas de madera de construcción, al lado de montones de troncos, aserraduras y virutas, sobre las cuales ladraba un gran perrazo, y una larga pared, baja, ruinosa, con una puertecita negra y enlutada, cubierta de musgo que se llenaba de flores en primavera; luego en el sitio más desierto un horrible y decrépito edificio en cuya fachada leíase en grandes y gruesas letras: Se prohíbe poner carteles, aquel paseante aventurero llegaba al ángulo de la calle de Vignes Saint-Marcel, latitudes casi desconocidas. Allí, junto á una fábrica y entre dos tapias de jardín, se veía en aquel tiempo una casucha, que, al primer golpe de vista, parecía pequeña como una choza, y que era en realidad grande como una catedral. Presentábase á la vía pública de lado, por un cubo[Pg 373] angular, y de ahí su aparente exigüedad. Casi todo el edificio estaba oculto, y no se veía más que la puerta y una ventana.
Esta casucha no tenía más que un solo piso.
Al examinarla, el detalle que chocaba desde luego, era que aquella puerta no había podido ser nunca más que la puerta de un tabuco, mientras que aquella ventana, si hubiera sido de piedra de sillería en vez de piedra bruta, habría podido ser la ventana de un palacio.
La puerta no era otra cosa que un conjunto de tablas carcomidas, groseramente unidas por travesaños parecidos á troncos mal igualados. Daba esta puerta acceso inmediato á una escalera áspera de altos peldaños, llenos de lodo, yeso y polvo, del mismo ancho que la puerta, y que se veían desde la calle empinarse derechos como una escala, y desaparecer en la obscuridad entre dos paredes. Lo alto de la abertura informe que cerraba aquella puerta estaba cubierta con una tablilla estrecha, en medio de la cual habían aserrado un agujero triangular, que servía al propio tiempo de tragaluz y ventanillo cuando la puerta estaba cerrada. Sobre la hoja de esta última, un pincel mojado en tinta, había trazado de dos brochazos el número 52, y por encima de la tablilla el mismo pincel había borroneado el número 50; de suerte que nacía esta duda: ¿Dónde se está? La parte superior de la puerta dice: en el 50; la inferior replica: no, en el 52. Varios trapos de color de polvo colgaban como cortinajes del postiguillo triangular.
La ventana era ancha, suficientemente elevada, provista de persianas y hojas vidrieras con grandes cristales; sólo que estos grandes cristales tenían varias heridas, ocultas á la vez y descubiertas por un ingenioso vendaje de papel; y las persianas, desunidas y desencajadas, mejor amenazaban á los transeuntes que resguardaban á los habitantes.
Las tabletas horizontales que faltaban, estaban cándidamente reemplazadas con tablas clavadas á lo largo, tanto, que lo que comenzaba por persiana acababa por postigo.
Aquella puerta, de aspecto inmundo, y aquella ventana, de aspecto decente, aunque deteriorada, vistas así en la misma casa, producían el efecto de dos mendigos desaparejados, que fueran juntos y caminaran codo á codo, con dos caras distintas bajo iguales andrajos, habiendo sido el uno siempre mendigo y el otro, en otros tiempos, un hidalgo.
La escalera conducía á un cuerpo de edificio vastísimo, que se parecía á un cobertizo convertido en casa.
Este edificio tenía por tubo intestinal un largo corredor, en el cual se abrían, á derecha é izquierda, aposentos ó compartimientos de varias dimensiones difícilmente habitables, puesto que mejor parecían barracas que celdas. Estas habitaciones recibían la luz de los solares baldíos de los alrededores.
Todo aquello era obscuro, incómodo, apagado, melancólico, sepulcral; cruzado, según estaban las rendijas en el techo ó en la puerta, por[Pg 374] ráfagas frías ó corrientes heladas. La particularidad interesante y pintoresca de esta clase de viviendas, es la enormidad de las arañas.
Á izquierda de la puerta de entrada, dando al boulevard, á la altura de un hombre, un tragaluz que estaba tapiado, dejaba un hueco ó nicho cuadrado, lleno siempre de piedras que arrojaban los muchachos al pasar por allí.
Una parte de este edificio ha sido demolida últimamente; mas por lo que resta todavía puede aún formarse idea de lo que fué. El todo, en conjunto, apenas cuenta un siglo. Cien años son la juventud de una iglesia y la vejez de una casa. Parece que el asilo del hombre participa de su brevedad, y el asilo de Dios de su eternidad.
Los carteros llamaban á aquella casucha el número 50-52; pero era conocida en el barrio por el nombre de la Casa de Gorbeau.
Explicaremos el origen de este nombre.
Los colectores de pequeños hechos que se convierten en herborizantes de anécdotas y que fijan con un alfiler en su memoria las fechas fugaces, saben que hubo en París, en el último siglo, hacia 1770, dos procuradores en el Chatelet, llamados Corbeau (Cuervo) el uno, y Renard (Zorro) el otro: dos nombres previstos por Lafontaine. La coincidencia era harto graciosa para que no sirviese de alegre divertimiento á la gente de golilla. Recorrió inmediatamente la parodia, en versos algo cojos, las galerías del palacio de Justicia.
De un proceso en la rama,
muy ufano y contento,
ejecutoria en pico
estaba el señor Cuervo.
Del olor atraído
un Zorro muy maestro,
etc...[10]
Los dos honrados curiales, incomodados por los epigramas y mortificada su dignidad por las carcajadas que les seguían á todas partes, resolvieron desembarazarse de sus apellidos tomando el partido de dirigirse al rey. La súplica fué presentada á Luis XV el día mismo en que el nuncio del papa por un lado y el cardenal de La Roche Aymon por otro, devotamente arrodillados ambos, calzaron, en presencia de Su Majestad, cada uno con una chinela, los pies desnudos de madama Du-Barry al salir de la cama. El rey, que reía, continuó riendo; pasó alegremente de los dos obispos á los dos procuradores, é hizo á estos golillas gracia de su nombre ó poco menos.
Y por S. M. el rey fuéle permitido á maese Corbeau añadir un rabillo á su inicial y llamarse Gorbeau; pero maese Renaud fué menos afortunado, porque sólo pudo obtener agregar una P delante de la R y llamarse [Pg 375] Prenard; tanto, que el segundo nombre, con ser á la vista una antítesis del primero, no dejaba de parecer en sustancia lo mismo.
Ahora bien: según la tradición local, este maese Gorbeau había sido propietario del edificio numerado 50-52 del boulevard del Hospital, siendo él mismo el autor de la monumental ventana.
De ahí el ser conocida aquella casucha con el nombre de casa Gorbeau.
Frente al número 50-52 descollaba, entre los árboles del boulevard, un gran olmo, muerto en sus tres cuartas partes; casi enfrente empezaba la calle de la barrera de los Gobelinos, calle entonces sin casas, sin empedrar, plantada de árboles raquíticos, verde ó llena de barro según la estación, la cual iba á parar precisamente á la muralla que cercaba á París. El olor de caparrosa salía á bocanadas de los tejados de una fábrica vecina.
La barrera estaba allí mismo. En 1823 el muro de circunvalación existía aún.
Esta misma barrera llenaba el espíritu de figuras siniestras. Era el camino de Bicêtre.
Era por allí, donde en tiempo del Imperio y de la Restauración, entraban en París los condenados á muerte el día de la ejecución. Allí fué donde se cometió hacia 1829 aquel misterioso asesinato llamado «del portillo de Fontainebleau», cuyos autores no pudo descubrir la Justicia, problema fúnebre que no ha podido aclararse, enigma pavoroso que no se ha descifrado. Dando algunos pasos, se encuentra la fatal calle de Croulebarbe, donde Ulbach dió de puñaladas á la cabrera de Ivry entre el ruido de los truenos como en un melodrama. Algunos pasos más adelante, se llega á los abominables olmos descabezados de la barrera de Saint Jacques, el expediente de los filántropos para ocultar el suplicio, la mezquina y vergonzosa plaza de Grève de una sociedad mercachifle, que retrocedió ante la pena de muerte, sin atreverse á abolirla con grandeza ni á mantenerla con autoridad.
Hace treinta y siete años, al dejar á un lado esa plaza Saint-Jacques, que estaba predestinada y que ha sido siempre horrible, el punto más triste tal vez de todo este triste boulevard era, el punto tan poco atractivo aún hoy mismo, donde se encontraba la casucha 50-52.
Las casas regulares de la clase media no han comenzado á aparecer allí sino veinticinco años más tarde. El sitio era melancólico. Por las ideas fúnebres que inspiraba, conocía cualquiera que se hallaba entre el hospital de la Salpêtrière, cuya cúpula se divisaba, y la cárcel de Bicêtre, que tocaba al portillo; es decir, entre la locura de la mujer y la locura del hombre. En todo lo que la vista podía extenderse, no se distinguían más que los mataderos, el muro de circunvalación y algunas raras fachadas de fábricas, parecidas á cuarteles ó á conventos; por todas partes barracas y casuchas de tapia, viejos muros negros como mortajas,[Pg 376] ó hileras de árboles paralelos, edificios tirados á cordel, construcciones monótonas, líneas frías y prolongadas, la tristeza lúgubre de los ángulos rectos. Ni un accidente de terreno, ni un capricho de arquitectura, ni un solo pliegue; era aquello un conjunto glacial, regular, feo. Nada oprime tanto el corazón como la simetría. Y es que la simetría es el pesar, y el pesar es el fondo mismo del duelo. La desesperación bosteza.
Si pudiera soñarse algo más horrible que el infierno en que se sufre, sería el infierno en que se fastidiara uno. De existir semejante infierno, su entrada habría podido ser ese trozo del boulevard del Hospital.
Así pues, al caer de la noche, en el momento en que la claridad desaparece, sobre todo en invierno, á la hora en que el cierzo crepuscular arranca á los olmos sus postreras y tostadas hojas, cuando la obscuridad es profunda y sin estrellas, ó cuando la luna y el viento clarean las nubes, este boulevard resultaba espantoso. Las líneas negras se hundían y perdíanse en las tinieblas como pedazos del infinito. El transeunte no podía abstenerse de recordar las innumerables tradiciones patibularias del lugar.
Aquella soledad, en la que se habían cometido tantos crímenes, tenía algo de horrible. Creía uno presentir lazos tendidos en aquella obscuridad; todas las formas confusas de la sombra parecían sospechosas; y los largos huecos cuadrados que se distinguían entre los árboles parecían tumbas abiertas. De día era aquello feo; por la tarde lúgubre; de noche siniestro.
En verano, á la hora del crepúsculo, veíanse aquí y allí algunas viejas, sentadas al pie de los olmos en bancos enmohecidos por las lluvias. Aquellas buenas viejas pedían limosna cuando pasaba alguien.
Por lo demás, aquel barrio, que más bien tenía el aire de envejecido que de antiguo, propendía ya desde aquella fecha á trasformarse. Ya entonces, quien hubiera querido verle debía apresurarse. Cada día iban desapareciendo detalles de aquel conjunto. En la actualidad, y desde hace veinte años, la estación del ferrocarril de Orléans está allí junto al viejo arrabal y le va acorralando. Doquiera que se levante en el límite de una capital una estación de ferrocarril, resulta la muerte de un arrabal y el nacimiento de una ciudad. Parece que alrededor de esos grandes centros del movimiento de los pueblos, con el rodar de las poderosas máquinas, con el respirar de los monstruosos caballos de la civilización, que comen carbón y vomitan fuego, tiembla la tierra llena de gérmenes y se abre para tragarse las antiguas moradas de los hombres para dejar paso franco á las nuevas. Las casas viejas se derrumban y las nuevas se elevan.
Desde que la estación del ferrocarril de Orléans ha invadido los terrenos de la Salpêtrière, las antiguas calles estrechas, inmediatas á los fosos de Saint Victor y al Jardín Botánico, se conmueven violentamente[Pg 377] cruzadas tres ó cuatro veces al día por esas corrientes de diligencias, coches y ómnibus que, en un tiempo dado, hacen retroceder las casas á derecha é izquierda; pues hay cosas que parecen peregrinas cuando se anuncian, que son rigurosamente exactas. Y así como puede decirse en verdad, que en las grandes ciudades el sol hace vegetar y crecer las fachadas de las casas al medio día, también es cierto que el paso frecuente de carruajes hace ensanchar las calles. Los síntomas de una vida nueva son evidentes. En aquel antiguo barrio provinciano, en los recodos más salvajes aparece el empedrado, comienzan á extenderse, y prolongarse aceras, hasta allí mismo donde no transita nadie todavía. Una mañana, mañana memorable, en un día de julio de 1845, viéronse de repente humear allí las negras calderas de asfalto; aquel día puede decirse que llegó la civilización á la calle de la Oarcine, y que París entró en el arrabal de San Marcelo.
II
Nido para búho y curruca
Delante de la casucha de Gorbeau fué donde Juan Valjean se detuvo. Como las aves selváticas, había elegido aquel lugar desierto para hacer su nido.
Buscó en el bolsillo, y sacó una especie de llave maestra, abrió la puerta, entró, la cerró después con cuidado, y subió la escalera, siempre con Cosette en brazos.
En lo alto de la escalera sacó del bolsillo otra llave, con la cual abrió otra puerta. El cuarto en que entró, y que cerró inmediatamente, era una especie de desván bastante espacioso, amueblado con un colchón puesto en el suelo, una mesa y algunas sillas. Una estufa encendida, cuyas ascuas se veían, estaba en un rincón.
El farol del boulevard alumbraba vagamente aquel pobre interior. En el fondo había un gabinete con una cama de tijera. Juan Valjean dejó la niña en aquella cama, colocándola en ella sin despertarla.
Echó yescas, y encendió una vela; todo esto estaba preparado de antemano; y del mismo modo que lo había hecho la víspera, púsose á contemplar á Cosette con una mirada llena de éxtasis, en la que la expresión de la bondad y del enternecimiento llegaba casi al extravío. La pequeñuela, con aquella confianza tranquila que no pertenece sino á la fuerza extrema, ó á la extrema debilidad, se había dormido sin saber con quién iba, y continuaba durmiendo sin saber dónde estaba.
Juan Valjean se inclinó y besó la mano de aquella criatura.
Nueve meses antes había besado la mano de la madre, cuando también acababa de dormirse.
El mismo sentimiento de dolor, religioso y punzante, llenaba su corazón.
Arrodillóse junto al lecho de Cosette.
[Pg 378]
Ya era muy entrado el día, y la niña seguía durmiendo.
Un pálido rayo del sol de diciembre atravesaba la ventana del desván, esparciendo por el techo largas ráfagas de sombra y luz. De repente, una carreta de cantero, pesadamente cargada, que pasaba por la calzada del boulevard, conmovió la casucha como un trueno prolongado, haciéndola temblar de arriba abajo.
—¡Sí! ¡Señora!—gritó Cosette, despertándose sobresaltada.—¡Allá voy! ¡Allá voy!
Y arrojándose del lecho, con los párpados medio cerrados todavía por la pesadez del sueño, extendió el brazo hacia el ángulo de la pared.
—¡Ay Dios mío! ¡Y mi escoba!—dijo.
Abrió entonces del todo los ojos, y vió el semblante risueño de Juan Valjean.
—¡Ah! ¡Calle! ¡Es verdad!—exclamó la niña.—Buenos días, señor.
Los niños aceptan, y se familiarizan inmediatamente con la alegría y la felicidad, siendo como son ellos naturalmente felicidad y alegría.
Cosette vió á Catalina á los pies de su cama, se apoderó de ella, y empezó á jugar. Y estando jugando, todo se le volvía hacer preguntas á Juan Valjean: ¿Dónde estaba?... ¿Era grande París?... ¿Estaba bien lejos la Thénardier?... ¿No volvería á verla? etc., etc. De pronto exclamó:
—¡Qué bonito es esto!
Era una horrible buhardilla; pero ella se sentía libre.
—¿Tengo que barrer?—preguntó por último.
—Juega, le dijo Juan Valjean.
Así se pasó el día. Cosette, sin inquietarse por comprender nada, se consideraba inexplicablemente feliz entre aquella muñeca y aquel buen hombre.
III
Dos desgracias mezcladas producen la felicidad
Á la mañana siguiente al rayar el día, Juan Valjean estaba todavía al lado de la cama de Cosette. Esperó allí, inmóvil, y la vió despertarse.
Algo de nuevo penetraba en su alma.
Juan Valjean no había amado nunca nada. Hacía veinticinco años que estaba sólo en el mundo. No había sido nunca padre, amante, marido ni amigo. En presidio era malo, sombrío, casto, ignorante y feroz. El corazón de aquel antiguo presidiario estaba lleno de virginidades. Su hermana y los hijos de su hermana no le habían dejado más que un recuerdo vago y lejano, que había acabado por extinguirse casi enteramente. Había hecho cuantos esfuerzos había podido para encontrarlos, y no habiéndolo conseguido, los había olvidado. La naturaleza humana es así. Las demás tiernas emociones de su juventud, si es que las tuvo, habían caído en un abismo.
[Pg 379]
Cuando vió á Cosette, cuando la tuvo consigo, la llevó y la libertó, sintió removérsele las entrañas. Todo lo que de pasión y afecto habían en su alma, se despertó y precipitó hacia aquella criatura. Acercábase á la cama en que ella dormía, y temblaba de gozo; experimentaba arranques de madre, y no sabía lo que eran; porque es cosa muy obscura y dulcísima ese grande y extraño movimiento que se efectúa en un corazón que empieza á amar. ¡Pobre corazón, viejo y nuevo á la vez!
Solamente que, como él tenía cincuenta y cinco años y Cosette ocho, todo el amor que él hubiera podido tener en toda su vida se fundió en una especie de claridad inefable. Era la segunda aparición pura y diáfana que encontraba. El obispo había hecho alzar en su horizonte el alba de la virtud. Cosette hacía levantar en el mismo, el alba del amor.
Los primeros días se pasaron en este deslumbramiento.
Por su parte, Cosette, también se volvía otra sin ella saberlo. ¡Pobre criatura! Era tan pequeñita cuando su madre la dejó, que ya no se acordaba de ella. Como todos los niños, semejantes á los renuevos de la vid que se agarra á todo, había procurado amar y no había podido conseguirlo. Todos la habían rechazado: los Thénardier, sus niñas y otros niños. Había amado al perro que murió, después de lo cual, nada ni nadie había querido amarla.
Triste cosa es decirlo, como hemos ya indicado, á los ocho años tenía frío el corazón. No era culpa suya, no era la facultad de amar la que le faltaba: ¡ay! era la posibilidad. Por eso desde el primer día, todo cuanto sentía y pensaba en ella se empleó en amar á aquel buen hombre. Experimentaba lo que nunca había conocido, una sensación expansiva.
El buen hombre no le hacía el efecto de viejo ni de pobre. Parecíale Juan Valjean tan hermoso como linda le había parecido la buhardilla.
Son ésos los efectos de la aurora, de la infancia, de la juventud, de la alegría. La novedad de la tierra y de la vida tienen en ello buena parte. Nada es tan risueño como el reflejo vivificante de la dicha en una buhardilla. Todos hemos tenido en nuestro pasado algún desván poético.
La naturaleza y cincuenta años de intervalo habían marcado una separación profunda entre Juan Valjean y Cosette; esta separación la llenó el destino. El destino unió, y enlazó con su irresistible poder, aquellas dos existencias desarraigadas, distintas por la edad, semejantes por el duelo. La una, efectivamente, completaba á la otra. El instinto de Cosette buscaba el padre como el instinto de Juan Valjean buscaba un hijo. Verse, fué encontrarse. En el momento misterioso en que sus dos manos se trocaron, quedaron unidas. Cuando aquellas dos almas se divisaron mutuamente, se reconocieron como necesarias una á otra, y se abrazaron estrechamente.
Tomando las palabras en su sentido más comprensible y absoluto, podría decirse que, separados de todo por muros sepulcrales, Juan Valjean era el viudo, como era la huérfana Cosette. Esta situación hizo que[Pg 380] Juan Valjean viniese á ser de un modo providencial el padre de Cosette.
Y en verdad, la impresión misteriosa producida en Cosette en el fondo del bosque de Chelles, por la mano de Juan Valjean cogiendo la suya en la obscuridad, no era una ilusión, sino una realidad. La entrada de aquel hombre en el destino de aquella criatura había sido la llegada de Dios.
Por lo demás, Juan Valjean había escogido bien su asilo. Estaba allí en una seguridad que podía parecer completa.
El cuarto con gabinete que ocupaba con Cosette era aquél cuya ventana daba al boulevard. Siendo única esta ventana en la casa, no había que temer miradas de vecinos, de lado ni de frente.
El piso bajo del número 50-52, especie de cobertizo derruido, servía de cuadra á hortelanos, y no tenía ninguna comunicación con el principal. Estaba separado de él por el suelo, que no tenía ni trampas ni escalera, y que venía á ser el diafragma de la casa. El primer piso contenía, como hemos dicho, muchos cuartos y algunos desvanes, de los cuales solamente uno estaba ocupado por una vieja que cuidaba de la habitación de Juan Valjean. El resto estaba desocupado.
Aquella vieja era quien, adornada con el nombre de inquilina principal, y en realidad encargada de las funciones de portera, le había alquilado aquel aposento el día de Nochebuena.
Se le había él dado á conocer como un rentista arruinado por los bonos de España, que se iba á vivir ahí con su nieta. Había pagado seis meses adelantados y encargado á la vieja de amueblar el cuarto y el gabinete como se ha visto. Fué esta buena mujer quien encendió la estufa y lo preparó todo la noche de su llegada.
Pasaban las semanas. Aquellos dos seres llevaban en aquel miserable tabuco una existencia feliz.
Desde el amanecer, Cosette reía, charlaba y cantaba. Los niños tienen su canto matinal como los pájaros.
Sucedía á veces que Juan Valjean tomaba sus manecitas, enrojecidas y acribilladas de sabañones, y se las besaba. La pobre niña, acostumbrada á llevar golpes, no sabía lo que esto quería decir, y se retiraba toda avergonzada.
Á veces se ponía seria contemplando su vestido negro. Cosette no llevaba ya andrajos, llevaba luto. Salía de la miseria y entraba en la vida.
Juan Valjean se había propuesto enseñarle á leer.
Á veces, mientras hacía deletrear á la niña, recordaba que había sido con el propósito de hacer daño con el que él había aprendido á leer en presidio. Y aquel propósito se había convertido en el fin de enseñar á leer á una niña. Entonces el viejo presidiario sonreía, con la sonrisa meditabunda de los ángeles.
[Pg 381]
Tenía el sentimiento de que era ello una premeditación del cielo, una voluntad de alguien que no es el hombre, y se perdía en meditaciones. Los buenos pensamientos tienen sus abismos como los malos.
Enseñar á leer á Cosette y dejarle jugar, á eso se reducía casi toda la vida de Juan Valjean. Después le hablaba de su madre, y la hacía rezar.
Ella le llamaba padre sin saber ni conocerle otro nombre.
Él se pasaba horas enteras contemplándola cómo vestía y desnudaba su muñeca, oyéndola gorjear. La vida le parecía ya en lo sucesivo llena de interés, los hombres parecíanle ya buenos y justos; en su imaginación no reprochaba ya nada á nadie, no veía, por lo tanto, razón alguna para no envejecer mucho, toda vez que aquella criatura le amaba. Veía para sí todo un porvenir iluminado por Cosette como por una luz simpática. El hombre mejor no está exento del todo de egoísmo; á veces reflexionaba con cierta alegría que Cosette sería fea.
Esto no pasa de ser una opinión personal; pero para decir todo lo que pensamos al punto á que había llegado Juan Valjean cuando se puso á amar á Cosette, nada nos prueba que no le fuera ello menester para mejor perseverar en el bien. Acababa de ver bajo nuevos aspectos la maldad de los hombres y las miserias de la sociedad, aspectos incompletos y que no mostraban fatalmente sino una parte de lo verdadero, la suerte de la mujer resumida en Fantina, la autoridad pública personificada en Javert; él había vuelto á presidio últimamente por haber hecho el bien; nuevas amarguras le habían abrumado; el disgusto y la fatiga apoderábanse nuevamente de él; el recuerdo mismo del obispo llegaba quizás á eclipsarse algunos momentos, salvo empero su reaparición luminosa y triunfante; pero sea como fuere, es lo cierto que aquel recuerdo sagrado se iba debilitando. ¿Quién sabe si Juan Valjean no estaba en vísperas de descorazonarse y recaer? Pero amó, volvió á ser fuerte. ¡Ay! era bien poco menos débil que Cosette. Él la protegió y ella le fortaleció. Gracias á él, ella pudo seguir el curso de la vida; gracias á ella, pudo él continuar en la virtud. Él fué sostén de la niña aquella, y aquella niña fué su punto de apoyo. ¡Oh misterio insondable y divino de los equilibrios del destino!
IV
Lo que observó la inquilina principal
Juan Valjean tenía la precaución de no salir jamás de día. Todas las tardes, al obscurecer, se paseaba una hora ó dos, algunas veces solo, frecuentemente con Cosette, buscando los extremos retirados de los boulevares más solitarios y entrando en las iglesias á la caída de la noche. Iba gustoso á San Medardo, que era la iglesia más cercana. Cuando no acompañaba á Cosette, ésta se quedaba con la vieja; pero era la alegría de la niña salir con el buen hombre. Prefería una hora de ir con él, á[Pg 382] sus mismas conversaciones con Catalina. Él la conducía de la mano dirigiéndole palabras dulces.
Así es que Cosette estaba muy contenta.
La vieja cuidaba de la casa y de la cocina, é iba por las provisiones.
Vivían sobriamente, teniendo siempre un poco de fuego, pero como gentes necesitadas. Juan Valjean no había cambiado nada del mobiliario del primer día; únicamente había sustituido por una puerta toda de madera la vidriera del gabinete de Cosette.
Llevaba siempre su levitón amarillo, sus calzones negros y su sombrero viejo. En la calle le tomaban por un pobre. Sucedía á veces que alguna buena mujer se volvía y le dada un céntimo. Juan Valjean recibía el céntimo y saludaba profundamente. Sucedía también otras veces que encontraba á algún pobre pidiendo limosna, y entonces miraba detrás de sí por si le veía alguien, se acercaba furtivamente al infeliz, le ponía en la mano una moneda, generalmente de plata, y se alejaba rápidamente. Esto tenía sus inconvenientes. Empezaba á conocérsele en el barrio por el nombre de el mendigo que da limosna. La vieja inquilina principal, mujer ceñuda, poseída con respecto al prójimo de la atención de los envidiosos, examinaba mucho á Juan Valjean, sin que él lo sospechase. Era un poco sorda, y esto la hacía ser muy habladora. Quedábanle dos dientes de su pasado, uno arriba y otro abajo, que se tropezaban continuamente. Había hecho diversas preguntas á Cosette, la que, no sabiendo nada, nada había podido decir, sino que venía de Montfermeil. Una mañana, acechando como siempre á Juan Valjean, le vió entrar en uno de los cuartos deshabitados de la casucha, con cierto aire que le pareció singular. Siguióle á paso de gata vieja, y pudo observar sin ser vista, por la rendija de la puerta de otro cuarto que venía enfrente. Juan Vadean, para mayor precaución sin duda, estaba de espaldas á esta puerta. Entonces vió la vieja cómo sacaba él de sus bolsillos un estuche con hilo y tijeras, y se ponía á descoser el forro de uno de los faldones de su levita, de cuya abertura sacó un pedazo de papel amarillo que desdobló. La vieja reconoció asombrada que era un billete de mil francos. Era el segundo ó tercero que había visto en toda su vida. Huyó toda asustada.
Poco después se acercó á ella Juan Valjean, rogándole que fuése á cambiar aquel billete de mil francos, añadiendo que era el semestre de su renta que había cobrado á la víspera.
—¿Dónde?—pensó la vieja. No salió hasta las seis de la tarde, y la caja del gobierno no está por cierto abierta á semejantes horas. La vieja fué á cambiar el billete haciendo naturalmente sus conjeturas. Aquel billete de mil francos, comentado y multiplicado, produjo infinidad de conversaciones y aspavientos entre las comadres de la calle de Vignes-Saint Marcel.
[Pg 383]
Después de algunos días sucedió que Juan Valjean, en mangas de camisa, aserró unos maderos en el corredor.
La vieja estaba dentro arreglando el cuarto, y se hallaba sola, porque Cosette se había puesto á contemplar la madera aserrada; la vieja advirtió entonces la levita colgada de un clavo, y la escudriñó. El forro había sido cosido de nuevo. La buena mujer la palpó cuidadosamente, y creyó sentir entre los faldones y entre las escotaduras de las mangas el tacto de buen número de papeles doblados. ¡Otros billetes de mil francos sin duda!
Observó además que había muchas otras cosas en los bolsillos; no sólo las agujas, hilo y tijeras que había visto, sino una cartera abultada, una gran navaja, y, detalle sospechoso, algunas pelucas de colores varios. Cada faltriquera de aquel levitón parecía tener su destino particular en el caso de acontecimientos imprevistos.
Los habitantes de la casucha alcanzaron así los últimos días del invierno.
V
Una moneda de cinco francos que cae al suelo hace ruido
Había cerca de San Medardo un pobre que se acurrucaba en el brocal de un pozo de vecindad, cegado, y á quien Juan Valjean hacía limosna de muy buena fe. Apenas pasaba nunca por delante de él sin darle algunos sueldos. Á veces le hablaba también. Los envidiosos decían de este mendigo que era de la policía. Era un antiguo bedel de sesenta y cinco años que siempre estaba murmurando oraciones.
Una noche que Juan Valjean pasaba por allí y no llevaba á Cosette consigo, vió el mendigo en su puesto ordinario bajo el farol que acababan de encender. Aquel hombre, según su costumbre, parecía rezar, y estaba completamente encorvado. Juan Valjean se le acercó poniendo en su mano la limosna acostumbrada. El mendigo alzó bruscamente los ojos, miró fijamente á Juan Valjean, bajando rápidamente la cabeza. Aquel movimiento fué como un relámpago; Juan Valjean sufrió un extremecimiento. Parecíale que acababa de entrever á la luz del farol, no el semblante plácido y santurrón del antiguo bedel, sino un rostro espantoso y conocido. Experimentó la impresión que sentiría cualquiera que se encontrase de repente en la sombra, cara á cara con un tigre.
Retrocedió aterrado y petrificado, no atreviéndose ni á respirar, ni á hablar, ni á huir, ni estarse quieto, contemplando al mendigo, que había bajado su cabeza cubierta con un harapo, y pareciendo no darse cuenta de que estuviera allí. En aquel extraño momento un instinto, quizá el instante misterioso de la conservación, hizo que Juan Valjean no pronunciase una sola palabra. El mendigo tenía la misma estatura, los mismos andrajos, y la misma apariencia de todos los días. ¡Bah! dijo[Pg 384] Juan Valjean. ¡Estoy loco! ¡Yo sueño!... ¡Imposible! Y entró nuevamente en su casa profundamente turbado.
Apenas se atrevía á confesarse á sí propio que aquel rostro que había creído ver era el de Javert.
Pensando en ello toda la noche, le pesaba no haber interrogado al hombre para obligarle á levantar la cabeza segunda vez.
Al día siguiente, al caer la noche, volvió. El mendigo estaba en su puesto.
—Guardeos Dios, buen hombre—dijo resueltamente Juan Valjean, dándole un céntimo. El mendigo levantó la cabeza respondiendo con voz lastimera:—Gracias mi buen señor.—Era realmente el antiguo bedel.
Juan Valjean se sintió completamente tranquilizado. Echóse á reir.—¿Dónde diablos había ido yo á ver á Javert?—pensó para sus adentros.—¿Iré yo ahora á tener visiones?—Y no pensó en ello más.
Algunos días después, serían como las ocho de la noche, cuando estando en su cuarto haciendo deletrear á Cosette en alta voz, oyó abrir y después volver á cerrar la puerta de la casucha. Esto le pareció singular. La vieja, única persona que habitaba con él la casa, se acostaba siempre al anochecer para no gastar vela. Juan Valjean, hizo seña á Cosette para que se callara, y oyó que subían la escalera. En rigor, bien podría ser que la vieja se hubiese puesto mala y hubiese ido á la botica. Juan Valjean escuchó.
Las pisadas eran pesadas y sonaban como las de un hombre; pero la vieja usaba zapatos gruesos, y nada se parece tanto al paso de un hombre como al paso de una mujer vieja. Sin embargo, Juan Valjean dió un soplo á su luz.
Había mandado á Cosette á la cama, diciéndole muy por lo bajo:
—Acuéstate muy quedito;—y mientras la besaba en la frente se detuvieron las pisadas.
Juan Valjean permaneció en silencio, inmóvil, vuelto de espaldas á la puerta, sentado en una silla, de la que no se había movido, reteniendo su respiración en la obscuridad.
Después de un buen rato, no oyendo ya nada, volvióse sin hacer ruido, y al dirigir los ojos hacia la puerta de su cuarto, vió una luz por el ojo de la llave. Aquella luz dibujaba una especie de estrella siniestra en lo negro de la puerta y de la pared. Evidentemente había allí alguien que tenía una luz en la mano y estaba escuchando.
Pasaron así algunos minutos, y desapareció la luz. Solamente que no oyó ningún ruido de pasos, lo cual parecía indicar que el que había venido á escuchar á la puerta se había quitado los zapatos.
Juan Valjean se echó completamente vestido sobre su colchón, no pudiendo cerrar los ojos en toda la noche.
Al despuntar el día, cuando comenzaba á dormitar rendido de fatiga despertóle el rechinar de una puerta que se abría en alguna buhardilla[Pg 385] del fondo del corredor; después oyó los mismos pasos de un hombre que habían subido la escalera durante la víspera. Los pasos se iban acercando.
Levantóse de su cama, y aplicó un ojo al agujero de la cerradura, que era bastante grande, esperando ver al cruzar, cualquiera que fuése, el ser que se había introducido por la noche en la casucha y escuchado á su puerta.
Era, en efecto, un hombre, que pasó esta vez sin pararse por delante del cuarto de Juan Valjean. El corredor estaba todavía muy obscuro para poder distinguir sus facciones, pero cuando llegó el hombre á la escalera, un rayo de luz de afuera hizo resaltar su opaca silueta, y Juan Valjean le vió de espaldas completamente. El hombre era de elevada estatura, vestido con un largo levitón, y un grueso palo bajo el brazo. Era la formidable facha de Javert.
Juan Valjean habría podido intentar verle de nuevo por la ventana que daba al boulevard. Pero para ello era menester abrirla, y no se atrevió.
Era evidente que aquel hombre había entrado con una llave y como en su casa. ¿Quién le había dado la llave? ¿Qué es lo que aquello significaba?
Á las siete de la mañana, cuando la vieja entró para arreglar la habitación, Juan Valjean le dirigió una mirada penetrante, pero sin interrogarla. La buena mujer estuvo como de ordinario.
Mientras iba barriendo, dijo:
—¿Habéis tal vez oído entrar alguien esta noche?
En aquella época y en aquel boulevard, las ocho de la noche era noche cerrada.
—Á propósito, es verdad,—respondió él con el acento más natural.—¿Quién era?
—Es un nuevo inquilino,—dijo la vieja,—que tenemos en la casa.
—¿Y que se llama?...
—No sé bien si Dumont ó Daumont. Un nombre así.
—¿Y qué es ese señor Dumont?
—Un rentista como vos.
Ella tal vez dijo estas palabras sin doble intención, pero Juan Valjean creyó descubrir alguna.
Cuando hubo salido la vieja, hizo él un rollo de un centenar de francos que tenía en un armario, y se lo metió en el bolsillo. Por mucho cuidado que pusiera en aquella operación para que no se le oyera remover dinero, escapósele de las manos una moneda de cien sueldos, que fué rodando ruidosamente por el suelo.
Al anochecer, bajó y miró atentamente arriba y abajo del boulevard.
No vió á nadie. El boulevard parecía absolutamente desierto. Es verdad que podía cualquiera ocultarse detrás de los árboles.
[Pg 386]
Volvió á subir.
—Ven,—dijo á Cosette.
Y tomándola de la mano, salieron los dos.
NOTAS:
[10] Traducción de Samaniego.
I
Las sinuosidades de la estrategia
Aquí, con respecto á las páginas que van á leerse y á otras que vendrán después, es indispensable una observación.
Hace ya muchos años que el autor de este libro, forzado á pesar suyo á hablar de sí mismo, se halla ausente de París. Desde que le dejó, París se ha transformado. Ha surgido una ciudad nueva, que le es hasta cierto punto desconocida. No tiene necesidad de decir que ama á París; París es la ciudad natal de su espíritu. Á consecuencia de los derribos y reedificaciones, el París de su juventud, aquel París que se llevó religiosamente en su memoria, es á estas horas el París de otros tiempos. Permítasele hablar de este París como si existiera todavía. Es posible que allí donde va el autor á conducir á los lectores, diciéndoles: «En tal calle hay tal casa», no exista hoy día casa ni calle. Los lectores lo comprobarán, si quieren tomarse el trabajo de hacerlo. En cuanto á él, desconoce el París nuevo, y escribe con el París antiguo delante de los ojos, en medio de la ilusión más agradable. Es una satisfacción para él soñar que queda algo tras de sí de lo que veía cuando estaba en su país, y que no se ha desvanecido todo aún.
Mientras uno va y viene por su país natal, créese que las calles le son indiferentes; que las ventanas, los tejados y las puertas nada significan; que las paredes le son extrañas; que los árboles no son más que árboles; que las casas donde no entra le son inútiles; que el empedrado por donde anda son simplemente piedras.
Pero más tarde, cuando se encuentra fuera, advierte que aquellas calles le son queridas; que aquellos tejados, aquellas ventanas y aquellas puertas le hacen falta; que aquellas paredes le son necesarias; que aquellos árboles le son amados; que aquellas casas donde él no entraba, había quien entraba en ellas todos los días, y que ha dejado parte de sus entrañas, de su corazón y de su sangre en aquellas piedras. Todos aquellos sitios que ya no vemos y que quizá no volveremos á ver jamás, y cuya imagen hemos conservado, adquieren cierto encanto doloroso, se nos presentan con la melancolía de una aparición, nos hacen visible la tierra santa, y son, por decirlo así, la forma misma de la patria; y los amamos y los evocamos tales como son, tales como eran, obstinándonos[Pg 387] en ello, y no queremos cambiar nada de ellos, porque estamos apegados á la forma de nuestra patria como á las facciones de nuestra madre.
Séanos, pues, permitido hablar del pasado en el presente. Dicho esto, suplicamos al lector que lo tenga en cuenta, y continuamos.
Juan Valjean había dejado enseguida el boulevard y se había engolfado en las calles, haciendo cuantas líneas quebradas podía, volviendo algunas veces sobre sus propios pasos para cerciorarse de que no le seguían.
Es ésta una maniobra natural en el ciervo hostigado. En los terrenos en que puede quedar impresa la huella, esa maniobra tiene, entre otras, la ventaja de engañar á los cazadores y á los perros con el contrapié. Es lo que en montería se llama emboscada falsa.
Era una noche de luna llena. Á Juan Valjean no le disgustaba. La luna, muy cerca todavía del horizonte, marcaba en las calles grandes espacios de luz y sombra. Juan Valjean podía escurrirse á lo largo de las casas y paredes del lado sombrío, y observar el claro. No reflexionaba quizá bastante que el lado obscuro se le esparcía, sin embargo, en todas las callejuelas que rodean á la calle de Polibeau, y creyó estar seguro de que nadie iba tras él.
Cosette andaba sin preguntar. Los sufrimientos de los seis primeros años de su vida habían introducido cierta pasividad á su naturaleza. Por otra parte, y ésta es una observación que tendremos que tener en cuenta más de una vez, estaba ella acostumbrada, sin darse muy exacta cuenta del porqué, á las singularidades del buen hombre y á las extravagancias del destino. Además se sentía segura junto á él.
Juan Valjean no sabía mejor que Cosette adónde iba. Confiaba en Dios como ella confiaba en él. Parecíale que alguien superior á él le llevaba también de la mano; creía sentir un ser invisible que le conducía. Por lo demás, no tenía idea alguna decidida, ningún plan, ningún proyecto. Ni siquiera estaba seguro del todo de que aquel Javert, pudiendo también ser Javert, sin que supiese que él era Juan Valjean. ¿No iba disfrazado? ¿No se le creía muerto? Sin embargo, hacía algunos días que le pasaban cosas que parecían singulares. No necesitaba más. Estaba resuelto á no volver á entrar en la casa de Gorbeau. Como el animal arrojado de su guarida, buscaba un hueco donde esconderse, mientras encontraba donde alojarse.
Juan Valjean describió gran número de laberintos en el barrio Montfetard, que yacía dormido como si estuviera todavía bajo la disciplina de la Edad Media, al yugo de la queda; combinó de diversas maneras, en hábiles estrategias, la calle Censier y la calle Copeau, la calle del Battoir-Saint-Victor y la calle del Puits l'Ermite. Hay por allí casas-posadas, pero ni siquiera entraba en ellas, no encontrando lo que le convenía. Es decir, dudaba que si por casualidad le buscaban, hubiesen perdido la pista.
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Al dar las once de Saint-Etienne-du-Mont, atravesaba la calle de Pontoise, delante de la comisaría de policía, que está en el número 14. Algunos instantes después, el instinto de que hablábamos más arriba hizo que se volviese. En cuyo momento vió claramente, gracias al farol de la comisaría que los descubría, á tres hombres que le seguían de bastante cerca, pasar sucesivamente bajo aquel farol por la parte obscura de la calle. Uno de aquellos tres hombres entró en el portal de la casa del comisario. El que marchaba al frente se le hizo decididamente sospechoso.
—Ven, hija mía,—díjole á Cosette. Y se apresuró á dejar la calle de Pontoise.
Describió un circuito, dió la vuelta al pasaje de los Patriarcas, que estaba cerrado á causa de la hora, cruzó á grandes pasos la calle de la Epée-de-Bois y la de la Arbalete, y penetró en la de Postas.
Hay allí una encrucijada, donde existe hoy el colegio Rollin y adonde va á empalmar la calle Nueva de Santa Genoveva.
Es por demás decir que la calle Nueva de Santa Genoveva es una calle vieja, y que por la calle de Postas no pasa apenas en diez años una silla de posta. Dicha calle de Postas estaba habitada en el siglo VIII por alfareros, y su verdadero nombre era calle de los Potes.
La luna arrojaba sus clarísimos rayos en la encrucijada. Juan Valjean se escondió en el hueco de una puerta, calculando que si aquellos hombres le seguían todavía, no podría dejar de verlos muy bien cuando atravesasen por aquella claridad.
En efecto, aún no habían trascurrido tres minutos cuando aparecieron los hombres. Entonces eran cuatro; todos de elevada estatura, vestidos con largos levitones obscuros, con sombreros redondos, y gruesos bastones en la mano. No eran menos sospechosos por su elevada estatura y grandes puños, que por su marcha siniestra en las tinieblas. Se les podía tomar por cuatro espectros disfrazados de paisano.
Detuviéronse en medio de la encrucijada, y se agruparon como para consultar. Parecían estar indecisos. El que guiaba, volvióse de repente señalando con la mano derecha la dirección que había tomado Juan Valjean; otro de los del grupo parecía indicar con cierta persistencia la dirección contraria. En el instante en que se volvió el primero, la luna iluminó por completo su rostro, Juan Valjean reconoció claramente á Javert.
II
Es muy ventajoso que por el puente de Austerlitz pasen carruajes
Cesó la incertidumbre para Juan Valjean; afortunadamente duraba todavía para aquellos hombres. Aprovechóse él de su vacilación. Ellos perdían tiempo, y él lo ganaba. Salió del hueco de la puerta en que se había escondido avanzando por la calle de Postas, hacia al lado del Jardín Botánico. Cosette empezaba á fatigarse; tomola entonces él en brazos[Pg 389] y así la llevó. No pasaba nadie por allí y no se habían encendido los faroles á causa de la luna.
Dobló el paso.
En pocas zancadas llegó á la alfarería de Goblet, en cuya fachada la claridad de la luna hacía perfectamente legible la antigua inscripción:
De Goblet el hijo, está aquí la fábrica,
Venid á escoger floreros y cántaros,
Cantarillas, tiestos, ladrillos y jarras,
Que todo se vende, ya en fino y en basto.
Dejó tras de sí la calle de la Clef, después la fuente de San Víctor, bordeó el Jardín Botánico por las calles bajas, y llegó al muelle. Volvió la cabeza al estar allí. El muelle se encontraba desierto; las calles también. Nadie iba detrás de él. Respiró.
Llegó al puente de Austerlitz.
Todavía se pagaba peaje en aquella época.
Acercóse al ventanillo del peajero y dió un céntimo.
—Son dos sueldos,—dijo el inválido del puente.—Lleváis una criatura que puede andar. Debéis pues pagar dos.
Pagó, contrariado de que su paso hubiese dado lugar á una observación. Toda fuga debe pasar inadvertida.
Un gran carro atravesaba el Sena al propio tiempo que iba él también hacia la orilla derecha. Esto le favoreció mucho, puesto que pudo atravesar todo el puente á la sombra de aquel carro.
Hacia la mitad del puente, teniendo Cosette los pies entumecidos, quiso andar. Él la puso en el suelo y volviola á tomar de la mano.
Salvado ya el puente, distinguió en frente de él, hacia la derecha, unos depósitos de madera. Dirigióse allí; pero para llegar era preciso atravesar un ancho espacio descubierto é iluminado. No vaciló. Los que le perseguían estaban evidentemente despistados, y Juan Valjean se creía fuera de peligro. Buscado sí, pero no seguido.
Abríase entre dos de aquellos depósitos, cercados de tapia, una callejuela, la del Chemin Vert Saint Antoine. Era la tal, estrecha, obscura y como hecha á propósito para él. Antes de entrar miró tras de sí.
Desde allí donde estaba, veía en toda su longitud el puente de Austerlitz.
Cuatro sombras acababan de entrar en el puente.
Esas sombras volvían la espalda al Jardín Botánico dirigiéndose hacia la orilla derecha.
Aquellas cuatro sombras eran los cuatro hombres.
Juan Valjean sintió el estremecimiento de la fiera descubierta.
Quedábale una esperanza, y era que quizá aquellos cuatro hombres no habían entrado aún en el puente y no le habrían distinguido en el momento en que él había atravesado, con Cosette de la mano, el gran espacio iluminado.
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En este caso, penetrando por la callejuela delante de la cual se encontraba, logrando llegar á los depósitos, huertas, sembrados y terrenos baldíos, podía escapar fácilmente.
Pareciéndole que podía confiar en aquella callejuela silenciosa, entró en la misma.
III
Véase el plano de París de 1727
Á cosa de unos trescientos pasos, llegó á un punto en que la calle bifurcaba. Dividíase oblicuamente en dos, una á la izquierda y otra á la derecha. Juan Valjean tenía delante de sí como los dos brazos de una. Y. ¿Cuál debía seguir?
No vaciló un momento, y tomó por la derecha.
¿Por qué?
Porque la izquierda se dirigía hacia el arrabal, es decir, á los sitios habitados, y la derecha hacia el campo, es decir, á los lugares desiertos.
Entre tanto, no andaba muy aprisa. El paso de Cosette acortaba el de Juan Valjean.
Volvió á tomarla en brazos. Cosette apoyaba su cabeza sobre el hombro de su buen conductor sin decir una sola palabra.
Volvíase de cuando en cuando para mirar teniendo buen cuidado de ir por el lado sombrío de la calle. La calle seguía recta detrás de él, y las dos ó tres primeras veces que volvió la cabeza no vió nada; el silencio era profundo; continuó pues su marcha algo tranquilizado. De pronto, en cierto momento, al volverse, parecióle divisar, por la parte de la calle que acababa de pasar, á lo lejos, entre la obscuridad, algo que se movía.
Precipitóse adelante, mejor que anduvo, esperando encontrar alguna callejuela lateral, y huir por ella, haciendo perder una vez más su pista.
Pero encontró una tapia.
Aquella tapia, sin embargo, no era un obstáculo para seguir adelante; era una pared que costeaba una callejuela transversal, en la cual terminaba la calle que venía siguiendo Juan Valjean.
Era allí preciso tomar nuevamente por la derecha ó por la izquierda.
Miró á la derecha. La callejuela se prolongaba á trozos entre construcciones, que eran cobertizos ó granjas, pero no tenían salida. Veíase claramente el fondo cerrado por una gran pared blanca.
Miró á la izquierda. La callejuela por este lado estaba abierta, y á distancia como de doscientos pasos, penetraba en otra calle de la que era afluente. Por aquella parte estaba su salvación.
En el momento en que Juan Valjean pensaba tomar por la izquierda, á fin de llegar hasta la calle que se divisaba al extremo de la callejuela, observó en el ángulo formado con la otra, á la cual se dirigía, una especie de estatua negra, inmóvil.
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Era evidentemente un hombre apostado allí que esperaba para cortarle el paso.
Juan Valjean retrocedió.
El punto de París en que se encontraba Juan Valjean, situado entre el arrabal Saint Antoine y la Râpée, es uno de los que han sido completamente reformados por obras recientes, afeándole, según unos, transfigurándole según otros. Los cultivos, los almacenes y los edificios viejos, han desaparecido. Hoy existen en su lugar grandes calles modernas, anfiteatros, circos, hipódromos, estaciones de caminos de hierro, una cárcel, Mazas; el progreso, como se ve, con su correctivo.
Hace medio siglo, en la lengua usual popular, compuesta toda ella de tradiciones, que se obstina en llamar al Instituto las Cuatro Naciones, y á la Ópera Cómica Feydeau, el preciso lugar adonde había llegado Juan Valjean se llamaba Le Petit Picpus. La puerta de Saint Jacques, la puerta de París, la barrera de los Sargentos, los Porcherons, la Galiota, los Celestinos, los Capuchinos, el Mail, la Bourbe, el árbol de Cracovia, la Pequeña Polonia, el Pequeño Picpus, son nombres del París antiguo que sobrenadan en el nuevo. La memoria del pueblo flota sobre los residuos del pasado.
El Pequeño Picpus, que por lo demás apenas ha existido y nunca pasó de ser la sombra de un barrio, tenía casi el aspecto monacal de una ciudad española[11]. Los senderos estaban apenas apisonados, las calles poco edificadas. Á excepción de las dos ó tres de las que vamos á hablar, todo eran tapias y soledad. Ni una tienda, ni un carruaje; apenas aquí y allá alguna luz encendida en las ventanas; siendo todas apagadas á las diez. Jardines, conventos, depósitos de maderas, huertas, algunas, pocas, casas bajas, y grandes tapias tan elevadas como las casas.
Tal era aquel barrio en el último siglo. La Revolución lo había ya maltratado. La municipalidad republicana lo había demolido, atravesado y agujereado. Habíanse establecido allí depósitos de cascotes. En treinta años ha ido desapareciendo este cuartel bajo el rasero de las nuevas construcciones. Hoy no queda ya el menor vestigio.
El Pequeño Picpus del que no guarda indicio ninguno de los planos actuales, está bastante bien indicado en el plano de 1727, publicado en París por la casa Denis Thierry, calle de Saint Jacques, frente á la de Platre, y en Lyon en casa Juan Girin, calle Mercière, en la Prudence. El Pequeño Picpus dibujaba lo que acabamos de llamar una Y de calles, formada por la del Chemin Vert Saint Antoine, separándose en dos ramas; tomando la izquierda el nombre de callejuela de Picpus, y la derecha el de calle de Polonceau. Las dos ramas de la Y estaban reunidas en su parte superior como por una barra. Esta barra se llamaba calle del Droit-Mur. La calle de Polonceau desembocaba en ella; la callejuela de [Pg 392]Picpus seguía más allá, y avanzaba hacia el mercado Lenoir. Subiendo del Sena, los que llegaban al extremo de la calle de Polonceau tenían á su izquierda la calle Droit-Mur, volviendo bruscamente en ángulo recto, en frente la tapia de esta última, y á su derecha una prolongación truncada de la misma calle Droit-Mur, sin salida, llamada el callejón Genrot.
Éste era el punto donde se encontraba Juan Valjean.
Como hemos dicho ya, al distinguir la negra silueta del espía en el ángulo de la calle Droit-Mur y la callejuela de Picpus, retrocedió. No cabía duda; estaba siendo objeto de la vigilancia de aquel fantasma.
¿Qué hacer?
No estaba ya á tiempo de retroceder. Lo que había visto moverse en la sombra á alguna distancia detrás de él un momento antes era, sin duda, Javert y su ronda. Javert estaba ya probablemente á la embocadura de la calle, en cuyo extremo se hallaba Juan Valjean. Javert, según todas las apariencias, conocía perfectamente aquel pequeño dédalo y había tomado sus precauciones, enviando á uno de sus hombres á guardar la salida. Estas conjeturas, tan parecidas á la evidencia, se arremolinaron enseguida como un puñado de polvo que hace girar una ráfaga súbita de viento, en el dolorido cerebro de Juan Valjean. Examinó éste el callejón sin salida llamado Genrot; allí estaba la valla. Examinó después la callejuela Picpus; allí el centinela. Veía esta figura sombría destacarse en negro sobre el blanco suelo inundado de luz por la luna. Avanzar, era caer en manos de aquel hombre. Retroceder era lanzarse en brazos de Javert. Juan Valjean se sentía cogido como por un lazo que fuera estrechándose lentamente.
Miró al cielo con desesperación.
IV
Tentativas de evasión
Para comprender lo que vamos á decir, es preciso figurarse de una manera exacta la calleja Droit-Mur, y en particular el ángulo que quedaba á la izquierda, al salir de la calle Polonceau para entrar en ella. La calleja de Droit-Mur estaba casi enteramente á la derecha, hasta la callejuela de Picpus, formada por casas de pobre apariencia; á la izquierda por un solo edificio de aspecto severo, compuesto de varios cuerpos, que iba aumentando gradualmente uno ó dos pisos á medida que se aproximaban á la callejuela de Picpus, de suerte que ese edificio, muy elevado por esta última calle, resultaba muy bajo por la de Polonceau. Aquí, en la parte del ángulo de que hemos hablado, descendía hasta el extremo de no ser más que una sencilla tapia, la cual no terminaba en la recta de la calle, sino que formaba un chaflán muy rebajado, oculto por sus dos esquinas á dos observadores que estuviesen, el uno en la calle Polonceau y el otro en la de Droit-Mur.
Á partir de los dos ángulos del chaflán, la pared se prolongaba por[Pg 393] la calle Polonceau hasta una casa señalada con el número 49, y por la calle Droit-Mur, donde su extensión era mucho menor, hasta el edificio sombrío de que hemos hablado, y cuyo primer trozo de fachada cortaba lateralmente, formando así en la calle un nuevo ángulo entrante. Esta parte de la fachada era de triste aspecto; no se veía en ella más que una ventana, ó por mejor decir, dos postigos, cubiertos por una plancha de cinc, siempre cerrados.
La manera de ser de los lugares que describimos es rigurosamente exacta y despertará de seguro recuerdos fidelísimos en la mente de los antiguos moradores del barrio.
El chaflán estaba enteramente ocupado por una cosa que se parecía á una puerta colosal y miserable. Era una vasta é informe unión de tablas perpendiculares más anchas las de arriba que las de abajo, enlazadas por largas tiras de hierro trasversales. Al lado había una puerta cochera de dimensiones comunes, cuya construcción no se remontaba evidentemente más allá de cincuenta años.
Un tilo mostraba su ramaje por cima del chaflán, y la pared estaba cubierta de hiedra por el lado de la calle Polonceau.
Dado el inminente peligro que corría Juan Valjean, tenía este edificio sombrío cierta apariencia de inhabitado y solitario que le atraía. Recorrióle rápidamente con la vista. Diciéndose que si lograba penetrar en él, quizá se salvaría; tuvo, pues, de pronto, una idea y una esperanza.
En la parte media de la fachada de aquel edificio por la calle Droit-Mur, había en todas las ventanas de los diversos pisos antiguas vertedoras de embudo hechas de plomo. Los diversos empalmes de estos conductos que iban á parar de las cubetas al conducto central, dibujaban sobre la fachada una especie de árbol. Dicha ramificación de tubos con sus cien codos, imitaban perfectamente las parras deshojadas que se extienden retorcidas por las paredes de las antiguas granjas.
Aquella caprichosa espaldera de ramas de plomo y hoja de lata, fué el primer objeto que llamó la atención de Juan Valjean. Sentó á Cosette de espaldas contra un guardacantón, recomendándola el silencio, y corrió al sitio en que el canalón principal llegaba al suelo. Quizá hubiese medio de trepar por allí y entrar en la casa. Pero el conducto estaba destrozado é inservible, pudiéndose sostener apenas donde estaba. Además, todas las ventanas de aquella morada silenciosa estaban guardadas por espesas rejas de hierro, hasta las de las buhardillas de la techumbre. Y luego, la luna alumbraba de lleno la fachada, y el hombre que observaba á Juan Valjean desde el extremo de la calle, hubiera podido ver si la escalaba. Finalmente ¿qué hacer de Cosette? ¿Cómo subirla á lo alto de una casa de tres pisos? Renunció, pues, á trepar por el canalón, subiendo á lo largo de la pared para entrar de nuevo en la calle de Polonceau.
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Cuando llegó al chaflán donde había dejado á Cosette, advirtió que nadie podía verle. Y como acabamos de decir, escapábase á todas las miradas de cualquier lado que viniesen. Además estaba en la sombra. En fin, había dos puertas; quizá podría forzarlas. La tapia sobre la cual se veía el tilo y la hiedra, daba evidentemente á un jardín, donde podría al menos esconderse, aun cuando los árboles no tenían hoja todavía, pasando así el resto de la noche.
Corría el tiempo; era preciso correr igualmente.
Tentó la puerta cochera, y reconoció desde luego que estaba condenada por dentro como por fuera.
Llegóse á la otra puerta grande más esperanzado. Estaba atrozmente desvencijada, su misma extensión la hacía menos sólida, las tablas estaban podridas, y las ligaduras de hierro, que eran sólo tres, estaban enmohecidas. Parecía posible taladrar aquella barrera carcomida.
Al examinarla, vió que lo que creía puerta no era tal puerta. No tenía goznes, ni pernios, ni cerradura, ni partición en medio. Las barras de hierro la atravesaban de parte á parte sin solución de continuidad. Por las hendiduras de las tablas divisó cascotes y guijarros groseramente cimentados, que los transeuntes podían ver todavía hace diez años. Le fué preciso reconocer tristemente que aquella apariencia de puerta era simplemente el paramento de madera de una tapia á que estaba pegado. Era muy fácil arrancar una tabla, pero se encontraría frente á frente con una pared.
V
Lo que sería imposible con el alumbrado por gas
En aquel momento un ruido sordo y acompasado empezó á dejarse oir á cierta distancia. Juan Valjean arriesgóse á mirar cautelosamente por fuera de la esquina de la calle. Siete ú ocho soldados, formados en pelotón, acababan de desembocar en la calle Polonceau. Vió brillar las bayonetas. Aquello se dirigía hacia él.
Dichos soldados al frente de los cuales distinguía la elevada figura de Javert, avanzaban lentamente y con precaución. Parábanse con mucha frecuencia. Era indudable que exploraban todos los rincones de las paredes y todos los huecos de puertas y pasadizos.
No cabía ya la menor equivocación ni conjetura; aquélla era una patrulla que Javert había encontrado, y á la que había pedido auxilio.
Los dos acólitos de Javert venían en las filas.
El paso que llevaban y con las paradas que hacían, necesitaban un cuarto de hora para llegar al sitio en que se encontraba Juan Valjean. Fué aquél un instante terrible. Pocos minutos separaban á Juan Valjean de aquel espantoso precipicio que se abría delante de él por la tercera vez. Y el presidio no era ya solamente el presidio, era Cosette perdida para siempre; es decir, una vida parecida al interior de una tumba.
[Pg 395]
No había más que una cosa posible.
Juan Valjean tenía una particularidad; podía decirse que llevaba dos alforjas: en la una guardaba loa pensamientos de un santo, en la otra los terribles talentos de un presidiario. Buscaba en una ó en otra, según el caso.
Entre otros recursos, gracias á sus numerosas evasiones del penal de Tolón, recuérdese que era maestro consumado en el arte increíble de elevarse sin escala, sin garfios, con sólo la fuerza muscular, apoyándose en la nuca, en los hombros, en las caderas y en las rodillas, ayudándose en los más insignificantes relieves de las piedras, por el ángulo derecho de un muro, hasta la altura de un sexto piso si era menester: arte que ha hecho tan terrible como célebre el rincón del patio de la Conserjería de París por donde se escapó, hace unos veinte años, el condenado Battemolle.
Juan Valjean midió con los ojos el muro, sobre del cual asomaba el tilo. Tendría unos diez y ocho pies de altura. El ángulo que formaba con la fachada lateral del gran edificio estaba relleno en su parte inferior con un macizo de manpostería de forma triangular, destinado probablemente á preservar aquel harto cómodo rincón, de las paradas de esos estercoleros que llamamos transeuntes. Este relleno preventivo de los rincones de pared está muy generalizado en París.
Aquel macizo tendría unos cinco pies de altura. Desde su parte superior, el espacio que había que salvar hasta colocarse sobre la tapia apenas llegaba á catorce pies.
El muro estaba coronado de piedra lisa, sin cabrio.
La dificultad estribaba en Cosette. En Cosette que no sabía escalar un muro. ¿Abandonarla? Juan Valjean no podía soñar con ello. Subirla consigo era imposible. Todas las fuerzas de un hombre le son indispensables para llevar á cabo semejantes ascensiones. El menor peso trastornaría su centro de gravedad y le precipitaría.
Faltábale una cuerda. Juan Valjean no la tenía ¡Dónde encontrar una cuerda, á media noche, en la calle Polonceau? Seguramente que en aquel instante, si Juan Valjean hubiera poseído un reino, lo habría dado gustoso por una cuerda.
Todas las situaciones extremas tienen sus destellos, que así nos deslumbran como nos iluminan.
La mirada desesperada de Juan Valjean dió con el sustentáculo del farol del callejón Genrot.
En aquella época, no estaban aún iluminadas por el gas las calles de París. Al anochecer se encendían faroles de reverbero, colocados de trecho en trecho, los cuales subían y bajaban por medio de una cuerda que atravesaba la calle de parte á parte, y que se ajustaba en la ranura de una palomilla. El torniquete en el cual se arrollaba la cuerda, estaba empotrado en la pared, más abajo del farol, dentro de un pequeño armario[Pg 396] de hierro cuya llave tenía el farolero, y hasta la misma cuerda estaba protegida por un tubo de metal.
Juan Valjean, con la energía de una lucha suprema, cruzó la calle de una zancada, entró en un callejón é hizo saltar el pasador del armario con la punta de su navaja: poco después estaba nuevamente junto á Cosette. Tenía ya la cuerda. Son muy listos en sus maniobras esos sombríos descubridores de expedientes, luchando con la fatalidad.
Hemos dicho que los faroles no habían sido encendidos aquella noche. El farol del callejón Genrot estaba, pues, naturalmente, apagado como los demás; y podíase pasar junto al mismo sin notar siquiera que no estaba en su sitio.
Mientras tanto, la hora, el lugar, la obscuridad, la preocupación de Juan Valjean, sus gestos singulares, sus idas y venidas, todo eso empezaba á inquietar á Cosette. Cualquiera otra criatura que ella, hubiera ya gritado hacía rato. Limitóse á tirar á Juan Valjean del faldón de la levita. Seguía oyéndose cada vez más claro el ruido de la patrulla que se acercaba.
—Padre,—dijo ella por lo bajo,—tengo miedo. ¿Quién viene ahí?
—¡Chist!—respondió el pobre hombre.—Es la Thénardier.
Cosette se estremeció. Él añadió:
—No digas nada. Déjame hacer á mí. Si gritas, si lloras, la Thénardier te descubre. Viene para llevarte.
Entonces, sin preocuparse, pero sin perder tiempo, con una precisión firme y resuelta, tanto más de notar en semejante caso, ya que la patrulla y Javert podían aparecer de un instante á otro, quitóse su corbata, pasola alrededor del cuerpo de Cosette por bajo de los sobacos, teniendo cuidado de no lastimarla, ató la corbata á un cabo de la cuerda por medio de un nudo, llamado de golondrina por las gentes de mar, tomó el otro cabo de la cuerda entre los dientes, quitóse los zapatos y las medias, que arrojó á la otra parte de la tapia, subió sobre el macizo de mampostería, y empezó á elevarse entre el ángulo del muro y de la fachada, con tanta seguridad y aplomo como si hubiese tenido escalones en que apoyar las plantas y los codos. Aún no se había pasado medio minuto estaba ya de rodillas sobre la tapia.
Cosette le miraba con estupor, sin decir una sola palabra. El encargo de Juan Valjean y el nombre de la Thénardier la habían helado.
De súbito oyó la voz de Juan Valjean que le gritaba, pero en voz muy baja.
—Arrímate á la tapia.
Ella obedeció.
—No hables ni tengas miedo,—repuso Juan Valjean.
Y ella sintió elevarse del suelo.
Antes de que hubiese tenido tiempo de darse cuenta de lo que le sucedía, estaba ya también en lo alto del muro.
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Juan Valjean la cogió, cargó con ella á cuestas asiendo sus manecitas con su mano izquierda, echóse boca abajo, y arrastrándose por el corte del muro, llegó hasta el chaflán. Como se había creído, había allí un cobertizo, cuyo tejado partía de lo alto del cierre de tablas, y descendiendo así hasta el suelo, seguía un plano inclinado muy suave rozando con el tilo. Circunstancia feliz, porque la tapia era mucho más alta por este lado que por el de la calle. Juan Valjean no distinguía el suelo debajo de él, sino á mucha profundidad.
Acababa de llegar al plano indicado del tejado, y no había dejado aún la cresta del muro, cuando un murmullo violento anunció la llegada de la patrulla. Oyóse la voz tonante de Javert:
—¡Regístrese el callejón! La calle Droit-Mur está guardada, la callejuela Picpus también. ¡Yo respondo de que está en el callejón!
Los soldados se precipitaron en aquel callejón sin salida.
Juan Valjean se deslizó fácilmente á lo largo del tejado, llevando consigo á Cosette, y al llegar al tilo, saltó á tierra. Fuése miedo ó valor, Cosette no había respirado. Tenía las manos algo desolladas.
VI
Principio de un enigma
Juan Valjean se hallaba en una especie de jardín vastísimo, de aspecto singular; uno de aquellos jardines tristes que parecen hechos para ser vistos de noche y en invierno. Era el tal jardín de forma oblonga con una calle de grandes álamos en el fondo, con arbolado bastante alto en los lados, y un espacio sin sombra en medio, donde se distinguía un árbol corpulento, aislado: después algunos árboles frutales, torcidos y erizados como gruesos matorrales, cuadros de legumbres, un melonar cuyas campanas de vidrio para resguardarle del frío brillaban á la luz de la luna, y un pozo antiguo. Había aquí y allá bancos de piedra, que parecían negros por el musgo. Las calles estaban bordeadas de pequeños arbustos, sombríos y rectos. La hierba invadía la mitad, y cierto moho verde cubría el resto.
Juan Valjean tenía á su lado el cobertizo cuyo tejado le había servido para bajar, un montón de haces de leña, y detrás, junto á la pared, una estatua de piedra, cuyo semblante mutilado no era ya más que una máscara informe que aparecía vagamente en la obscuridad.
El cobertizo era una especie de ruina donde se distinguían algunas habitaciones desmanteladas, de las cuales una, llena por completo de trastos, parecía ser la única que cumplía su objeto.
El gran edificio de la calle Droit-Mur, que daba la vuelta á la callejuela Picpus, presentaba sobre dicho jardín dos fachadas á escuadra. Estas fachadas interiores eran más lúgubres aún que las exteriores. Todas las ventanas tenían rejas. No se entreveía luz en ninguna. En los pisos superiores había tragaluces como en las cárceles. Una de aquellas[Pg 398] fachadas proyectaba su sombra sobre la otra, descendiendo hasta el jardín como un inmenso manto negro.
No se veía otra casa alguna. En el fondo del jardín se perdía entre la bruma y la noche. Sin embargo, se distinguían confusamente algo como tapias cruzándose entre sí, indicando que había más allá otros huertos, y los tejados bajos de la calle Polonceau.
No puede imaginarse nada más aterrador y solitario que aquel jardín. No había nadie, lo que era muy natural dada la hora; pero no parecía que aquel sitio fuése á propósito para que nadie anduviera por él, ni aún en medio de la luz del día.
El primer cuidado de Juan Valjean fué el de buscar y calzarse sus zapatos, entrando luego en el cobertizo con Cosette. Quien huye no se cree jamás bastante escondido. La niña pensando siempre en la Thénardier, participaba del mismo instinto de ocultarse todo lo posible.
Cosette temblaba y se pegaba á él. Oíase el ruido tumultuoso de la patrulla que registraba el callejón y la calle, los culatazos contra las piedras, las voces de Javert llamando á los espías que tenía apostados, y sus imprecaciones mezcladas con palabras que no se entendían claramente.
Después de un cuarto de hora, pareció que aquella especie de zumbido borrascoso comenzaba á alejarse; Juan Valjean no respiraba apenas.
Había puesto suavemente su mano sobre la boca de Cosette.
Por lo demás, aquella soledad era tan extrañamente tranquila, que aquel barullo horrible, tan furioso y cercano, no producía en él la menor sombra de turbación. Parecía que aquellos muros estuviesen elevados con las piedras sordas de que nos habla la Escritura.
De pronto, en medio de aquella profunda calma levantóse un ruido nuevo, ruido celeste, divino, inefable, tan embelesador como era el otro horroroso. Era un himno suspendido de las tinieblas, un fulgor de súplica y de armonía en el obscuro y terrorífico silencio de la noche; voces de mujeres, pero voces compuestas á la vez del acento puro de las vírgenes y del sencillo acento de las niñas; de voces que no son de la tierra y que se parecen á las que los recién nacidos oyen todavía y los moribundos oyen ya. Aquel cántico venía del edificio sombrío que dominaba el jardín. En el instante en que el ruido de los demonios se alejaba, podía decirse que era un coro de ángeles aproximándose en la sombra.
Cosette y Juan Valjean cayeron de rodillas.
No sabían lo que era aquello; no sabían dónde estaban; pero ambos comprendían, el hombre y la niña, el penitente y la inocente, que debían estar de rodillas.
Aquellas voces tenían de extraño que no impedían que el edificio pareciese desierto. Era aquello como un canto sobrenatural en una morada deshabitada.
Mientras cantaban las voces, Juan Valjean no pensaba ya en nada.[Pg 399] No veía la noche, veía un cielo azul. Parecíale sentir cómo se le desplegaban las alas que todos tenemos dentro de nosotros.
El canto se apagó. Había tal vez durado largo tiempo. Juan Valjean no hubiera podido decirlo. Las horas de éxtasis no son nunca más que de un minuto.
Todo había vuelto al silencio. Ningún ruido en la calle; ningún ruido en el jardín. Lo amenazador, como lo tranquilizador, se había desvanecido por completo. El viento rozaba sobre la cresta de la tapia algunas yerbas secas, que producían un murmullo suave y lúgubre.
VII
Continuación del enigma
Soplaba ya la brisa de la noche, la cual indicaba que debía ser la una ó las dos de la madrugada. La pobre Cosette no decía nada. Como se había sentado al lado de Juan Valjean, y apoyaba en él su cabeza, creyó éste que se había dormido. Inclinóse y la miró.
La niña tenía los ojos desmedidamente abiertos, y cierto aire pensativo que apenó á Juan Valjean.
Además seguía temblando.
—¿Tienes sueño?—le dijo Juan Valjean.
—Tengo mucho frío,—respondió ella.
Un momento después le preguntó:
—¿Está ahí todavía?
—¿Quién?—dijo Juan Valjean.
—La señora Thénardier.
Juan Valjean había ya olvidado el medio de que se había valido para imponer silencio á Cosette.
—¡Ah!—prorrumpió él.—Se ha ido. No temas ya nada.
La criatura suspiró como si le quitaran del pecho un grave peso.
La tierra estaba húmeda y el cobertizo abierto por todas partes; la brisa era más fresca á cada instante. El buen hombre se quitó el levitón, envolviendo con él á Cosette.
—¿Tienes así menos frío? le preguntó.
—¡Oh! ¡Sí, padre!
—Pues bien, espérate un instante. Vuelvo enseguida.
Salió de las ruinas, y empezó á correr á lo largo del gran edificio, buscando donde cobijarse mejor. Encontró puertas, pero estaban cerradas. Las ventanas del piso bajo todas tenían reja.
Cuando hubo pasado el ángulo interior del edificio, notó que se iba acercando á unas ventanas cintradas, distinguiendo en ellas alguna claridad. Levantóse de puntillas y miró por una de aquellas ventanas. Daban todas á una sala vastísima, embaldosadas con grandes losas, cortada por arcos y pilares, donde no se distinguía nada más que una débil luz y grandes sombras. La luz provenía de una lamparilla encendida en[Pg 400] un rincón. Aquella sala estaba desierta, y nada se movía en ella. Sin embargo, á fuerza de mirar, creyó ver en tierra, sobre las losas del pavimento, algo que parecía cubierto por un sudario que aparentaba tener forma humana. Estaba boca abajo, la cara contra el enlosado, los brazos en cruz, en la inmovilidad de la muerte. Hubiérase dicho que era una especie de serpiente arrastrándose por el suelo, y que aquella forma siniestra tenía el cordel al cuello.
Toda la sala estaba inundada por aquella bruma de los sitios apenas alumbrados, que aumenta sus horrores.
Juan Valjean ha dicho después distintas veces, que aun cuando había visto durante su vida muchos espectáculos fúnebres, nunca había presenciado nada más glacial y terrible que aquella figura enigmática, cumpliendo, quien sabe qué misterio desconocido, en aquel lugar sombrío y así entrevisto en plena noche. Da grima suponer que aquello pudiese ser algún muerto, y más aun todavía pensar que fuése acaso un vivo.
Tuvo el valor de pegar su frente al vidrio y observar si aquello se movería; pero por mucho que así permaneció durante un espacio que le pareció larguísimo, la forma extendida no hizo el menor movimiento. De pronto se sintió sobrecogido por cierto indescriptible terror y huyó. Echó á correr hacia el cobertizo sin atreverse á volver la vista atrás. Parecíale que, si volvía la cabeza, vería la figura corriendo detrás de él agitando los brazos.
Llegó jadeante á las ruinas. Doblábansele las rodillas, y el sudor corría por todo su cuerpo.
¿Dónde estaba? ¿Quién habría podido imaginar jamás nada semejante á aquella especie de sepulcro en medio de París? ¿Qué venía á ser aquella extraña mansión? ¡Edificio lleno de misterio nocturno, llamando á las almas en la sombra con la voz de los ángeles, y cuando acuden, les ofrece bruscamente aquella espantosa visión; prometiendo abrir las puertas radiantes del cielo y no abriendo más que aquella horrible puerta de la tumba! ¡Y aquello era realmente un edificio, una casa que tenía su número en una calle! ¡No era un sueño! Necesitaba para creerlo tocar las piedras.
El frío, la ansiedad, la inquietud, las emociones de la noche le habían producido una verdadera fiebre, y todas estas ideas chocábanse entre sí dentro de su cerebro.
Acercóse á Cosette. Estaba durmiendo.
VIII
Auméntase el enigma
La niña había colocado su cabeza sobre una piedra, y se había dormido.
Sentóse él junto á ella, y púsose á contemplarla. Poco á poco, á medida[Pg 401] que la miraba, se iba calmando y recobrando la posesión de su libertad de espíritu.
Explicábase claramente esta verdad, fondo de su vida para lo sucesivo, esto es: que mientras ella existiera, mientras ella estuviese cerca de él, no tendría él necesidad de nada sino para ella, ni miedo de nada sino por ella. Ni sentía siquiera que tenía mucho frío, habiéndose quitado su levitón para abrigarla á ella.
Sin embargo, al través de la meditación en que había caído, oía hacía algún rato un ruido singular. Era como de un cascabel que se agitara. Aquel ruido estaba en el jardín. Oíale claro, aunque débilmente. Parecíase á la vaga y débil música que producen los cencerros de los ganados pastando por la noche en los prados.
Aquel ruido hizo que se volviese Juan Valjean.
Miró, y vió que había alguien en el jardín.
Un ser que tenía apariencias de hombre, andaba por entre las campanas del melonar, levantándose, bajándose, parándose con movimientos regulares, como si arrastrase ó extendiese alguna cosa por tierra. Aquél ser parecía cojear.
Juan Valjean se estremecía con aquel temblor continuo de los desgraciados, á quienes todo es hostil y sospechoso. Desconfían del día porque ayuda á verlos, y de la noche porque ayuda á que se les sorprenda. Hacía poco, temblaba de que el jardín estuviese desierto, y entonces se estremecía de que hubiese alguien.
Volvió otra vez de los terrores quiméricos á los terrores reales. Creyó que Javert y los polizontes no se habían marchado tal vez, y que sin duda había quedado gente de observación en la calle; que si aquel hombre le descubría en el jardín, gritaría ladrones, y le entregaría. Cogió entonces suavemente á Cosette dormida entre sus brazos, llevándosela detrás de un montón de muebles y trastos viejos, al rincón más oculto del cobertizo. Cosette no se movió.
Desde allí observó los ademanes del ser que estaba en el melonar. Lo que le parecía extraordinario era que el ruido del cascabel seguía todos los movimientos de aquel hombre. Cuando el hombre se aproximaba, el ruido se aproximaba también, cuando se alejaba, se alejaba el ruido igualmente; si hacía algún gesto precipitado, un trémolo acompañaba el gesto; cuando se paraba, cesaba el ruido al mismo tiempo. Parecía, por lo tanto, evidentemente que el cascabel estaba unido al hombre; pero ¿qué podía significar aquello? ¿Quién podía ser aquel individuo que llevaba colgando una campanilla como un carnero ó como un buey?
Haciéndose estas reflexiones, tocó las manos de Cosette. Estaban heladas.
—¡Ay, Dios mío!—exclamó.
Y la llamó en voz baja:
[Pg 402]
—¡Cosette!
Ella no abrió los ojos.
Sacudiola vivamente.
No despertó.
—¡Estará muerta!—dijo para sí; y se levantó, temblando de pies á cabeza.
Las ideas más horribles atravesaron su espíritu confusamente. Hay momentos en que nos asaltan las suposiciones más horrendas como un escuadrón de furias, forzando violentamente las paredes de nuestro cerebro. Cuando se trata de aquellos á quienes amamos, nuestra prudencia inventa todas las locuras. Recordó que el sueño puede ser mortal al contacto del aire de una noche fría.
Cosette, pálida, estaba tendida en tierra á sus pies, sin hacer el menor movimiento.
Escuchó su respiración; respiraba, es verdad, pero á su parecer tan débilmente, que pensó se extinguía.
¿Cómo reanimarla? ¿Cómo despertarla? Todo lo que no era esto se borró de su mente. Salió desatentado de entre las ruinas.
Era absolutamente necesario que antes de un cuarto de hora estuviese Cosette delante de la lumbre, y en la cama.
IX
El hombre del cascabel
Se fué derecho al hombre que veía en el jardín, llevando en la mano el paquete de dinero que sacó del bolsillo de su chaleco.
Aquel hombre tenía inclinada la cabeza, y no le vió acercarse. En pocos pasos Juan Valjean se puso á su lado, y dirigiéndose al hombre exclamó por todo saludo:
—¡Cien francos!
Sobresaltóse el hombre y levantó los ojos:
—-¡Cien francos á ganar,—repitió Juan Valjean,—si me dais asilo por esta noche!
La luna iluminaba de lleno el asustado semblante de Juan Valjean.
—¡Vaya! ¡Sois vos señor Magdalena!—exclamó el hombre.
Este nombre, pronunciado á aquella hora sombría, en aquel lugar solitario, por aquel hombre desconocido, hizo retroceder á Juan Valjean.
Todo se lo esperaba menos eso. El que le hablaba era un viejo, cojo y encorvado, vestido casi como un aldeano, que llevaba en la pierna izquierda una rodillera de cuero, de la que pendía un gran cascabel. No se distinguía su semblante por estar en la sombra.
Entre tanto el hombre se había descubierto y exclamaba temblando:
—¡Ay! ¡Dios mío! ¿Cómo estáis aquí, señor Magdalena? ¿Por dónde habéis entrado? ¡Jesús! ¡Dios mío! ¿Habéis caído del cielo? Pero no lo[Pg 403] extraño; si caéis alguna vez, del cielo caeréis... Pero ¿cómo es esto? ¿Vos sin corbata, ni sombrero, ni levita? ¿Sabéis que hubiérais dado miedo á quien no os hubiese conocido?... ¡Sin levita! ¡Señor Dios mío! Pero ¿es que los santos se han vuelto locos hoy?... Pero ¿cómo habéis entrado aquí?
Una palabra no esperaba la otra. El buen viejo hablaba con una volubilidad en que no se descubría inquietud alguna; decía todo esto con cierta mezcla de asombro y sencilla honradez.
—¿Quién sois vos? ¿Qué casa es ésta?—preguntó Juan Valjean.
—¡Ah! ¡Pardiez! ¡Eso sí que es gracioso!—exclamó el viejo.—Estoy aquí colocado por vos; y es esta casa la casa en que me colocasteis. ¡Cómo! ¿No me conocéis?
—No,—dijo Juan Valjean.—¿Cómo me conocéis vos á mí?
—Me habéis salvado la vida,—dijo el hombre.
Entonces se volvió, y á la luz de un rayo de luna reconoció Juan Valjean al tío Fauchelevent.
—¡Ah!—dijo Juan Valjean.—Sí, os reconozco.
—¡Me alegro!—dijo el viejo en tono de reconvención.
—¿Y qué hacéis aquí?—preguntó Valjean.
—¡Vaya! Estoy cubriendo mis melones.
En efecto; el tío Fauchelevent tenía en la mano, en el momento en que Juan Valjean se le acercó, uno de los serones que iba extendiendo sobre el melonar, y había ya colocado muchos otros en una hora que hacía que estaba en el jardín. Era esta operación lo que le obligaba á hacer los movimientos particulares que había observado Juan Valjean desde el cobertizo. El hombre continuó:
—Yo me he dicho: la luna es muy brillante, va á helar; pues voy á ponerles el carric á mis melones para que no se constipen.—Y añadió, mirando á Juan Valjean y riéndose:—¡Habríais hecho muy bien en hacer vos lo mismo! ¿Pero cómo os veo así?
Juan Valjean, viendo que este hombre le conocía, á lo menos por señor Magdalena no adelantaba sino cautelosamente. Él multiplicaba las preguntas.
¡Cosa rara! ¡Los papeles parecían trocados! El intruso era quien interrogaba.
—¿Y qué campanilla es ésa que lleváis en la pierna?
—Eso,—dijo Fauchelevent,—es para que eviten mi presencia.
—¡Cómo! ¿Para que eviten vuestra presencia?
El viejo Fauchelevent guiñó el ojo de un modo inexplicable.
—¡Virgen santa! En esta casa no hay más que mujeres, hay muchas jóvenes, y parece que es peligrosa mi presencia. El cascabel las avisa y cuando yo me acerco ellas se alejan.
—¿Pues qué casa es ésta?
—¡Toma! Bien debéis saberlo.
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—No, ¡qué he de saber!
—¿Pues no me habéis hecho colocar aquí de jardinero?
—Respondedme como si nada supiera.
—Pues bien: éste es el convento del pequeño Picpus.
Juan Valjean iba coordinando sus recuerdos. La casualidad, es decir, la Providencia, le había arrojado precisamente en el convento del barrio de San Antonio, en que por recomendación suya había sido admitido hacía dos años el tío Fauchelevent, inutilizado de resultas de la caída de su carreta.
Repitió, pues, como hablando consigo mismo:
—¡El convento del pequeño Picpus!
—Pero al hecho,—dijo Fauchelevent.—¿Cómo diablos habéis entrado aquí, señor Magdalena? Por más que podéis ser muy bien un santo, sois un hombre, y los hombres no pueden entrar aquí.
—Pues, ¿no estáis vos?
—No hay nadie más que yo.
—Sin embargo,—dijo Juan Valjean,—es preciso que yo me quede aquí.
—¡Ay, Dios mío!—exclamó Fauchelevent.
Juan Valjean se aproximó al buen viejo, y le dijo con acento grave:
—Tío Fauchelevent, yo os salvé la vida.
—Yo he sido el primero en recordarlo,—respondió Fauchelevent.
—Pues bien; hoy podéis hacer por mí lo que yo hice por vos en otra ocasión.
Fauchelevent tomó entre sus arrugadas y temblorosas manos las dos robustas de Juan Valjean, y permaneció algunos momentos como si no pudiese hablar.
Por fin exclamó:
—¡Oh, sería una bendición del Dios bueno que yo pudiera hacer algo por vos! ¡Yo salvaros la vida!... Señor alcalde, disponed de este pobre anciano.
Su rostro se había como transfigurado por un sentimiento de admirable alegría; parecía irradiar.
—¿Qué queréis que haga?—preguntó.
—Ya os lo explicaré. ¿Tenéis aquí dentro habitación?
Tengo una choza aislada, allá detrás de las ruinas del antiguo convento, en un rincón oculto á todo el mundo. Allí hay tres cuartitos.
La barraca estaba, efectivamente, tan oculta detrás de las ruinas, y tan bien dispuesta para que nadie la viese, que Juan Valjean tampoco la había visto.
—Bien,—dijo Juan Valjean.—Ahora tengo que pediros dos cosas.
—¿Cuáles, señor alcalde?
—La primera es que no digáis á nadie lo que sabéis de mí. La segunda que no tratéis de saber más.
[Pg 405]
—Como queráis. Sé que no podéis hacer nada que no sea bueno, y que siempre seréis un hombre de bien... Además, vos me habéis empleado aquí; soy vuestro, estoy á vuestras órdenes.
—Está bien. Ahora venid conmigo. Vamos por la niña.
—¡Ah!—dijo Fauchelevent.—¡Hay una niña!
Sin añadir una palabra más, siguió á Juan Valjean como sigue á su amo un perro.
Habría pasado como media hora, cuando Cosette, iluminada por la llama de una buena hoguera, dormía en la casa del jardinero. Juan Valjean se había vuelto á poner la corbata y el levitón, y había encontrado el sombrero arrojado por encima de la tapia. Mientras que Juan Valjean se ponía la levita, Fauchelevent se había quitado la rodillera con el cascabel, que, colgada de un clavo cerca de un canasto, era una especie de adorno de la pared. Los dos hombres se calentaban apoyados los codos sobre una mesa, en que Fauchelevent había puesto un pedazo de queso, pan moreno, una botella de vino y dos vasos. El viejo decía á Juan Valjean, poniéndole la mano en la rodilla:—¡Ay, señor Magdalena! ¡No me habéis conocido enseguida! ¡Salváis la vida á la gente, y después la olvidáis! ¡Oh! ¡Eso está muy mal! ¡Ellos sin embargo se acuerdan de vos! ¡Sois un ingrato!
X
Donde se explica cómo Javert había espiado inútilmente
Los acontecimientos que acabamos de describir en orden inverso, por así decirlo, habían tenido lugar en las condiciones más sencillas.
Cuando Juan Valjean, en la noche del mismo día en que Javert le prendió al lado del lecho mortuorio de Fantina, se escapó de la cárcel municipal de M* sur M*, la policía supuso que se habría dirigido á París. París es un embrollo donde todo se pierde, y todo desaparece en el seno de su mundo, como en el seno de la mar. No hay espesura que oculte á un hombre como aquella multitud. Los fugitivos de toda especie lo saben muy bien, y van á París como á un abismo; hay abismos que salvan.
La policía lo sabe igualmente, y así es que busca en París lo que ha perdido en otra parte. Allí buscó pues, al ex-alcalde de M* sur M*. Javert fué llamado á París para auxiliar á la policía en la persecución, y el celoso inspector ayudó en efecto poderosamente á la captura de Juan Valjean. El celo é inteligencia de Javert en aquella ocasión fueron mencionados por el señor Chabouillet, secretario de la prefectura en tiempo del conde Anglès, quien por lo tanto habiendo ya protegido á Javert, consiguió que el inspector de M* sur M* fuése incorporado á la policía de París. Ya en ella, Javert se hizo varias veces, y lo diremos aunque la frase parezca impropia de semejantes trabajos, honrosamente útil.
[Pg 406]
Ya no se acordaba de Juan Valjean: estos perros, siempre en acecho olvidan el lobo de ayer por el lobo de hoy: cuando en diciembre de 1823 leyó un periódico, cosa que no acostumbraba, pero como monárquico, quiso saber los detalles de la entrada triunfal del «príncipe generalísimo» en Bayona. Cuando acabó el artículo, objeto de su interés, llamó su atención en lo último de la página un nombre, el nombre de Juan Valjean. El periódico anunciaba que el presidiario Juan Valjean había muerto, y publicaba la noticia en términos tan formales, que á Javert no le cupo la menor duda; limitóse á decir: Es ése el registro mejor. Después dejó el periódico, sin acordarse más.
Algún tiempo después, una nota trasmitida por la prefectura del Sena Oise á la prefectura de París, advertía el robo de una niña, según decía, verificado con circunstancias particulares, en el término municipal de Montfermeil. Una niña de siete á ocho años, decía la nota, que había sido confiada por su madre á un posadero de la población, había sido robada por un desconocido. Aquella niña respondía al nombre de Cosette, y era hija de una mujer llamada Fantina, muerta en un hospital de no se sabía dónde ni cuándo. Esta nota pasó por las manos de Javert, y le dió que pensar.
El nombre de Fantina le era muy conocido; y recordaba que Juan Valjean le había hecho reir, pidiéndole un plazo de tres días para ir á buscar á la hija de la enferma. Recordó que Juan Valjean fué detenido en París en el momento en que subía en la diligencia de Montfermeil. Ciertos indicios habían hecho creer que era la segunda vez que subía en aquel carruaje, y que el día antes había hecho una excursión por los alrededores de Montfermeil, puesto que no había sido visto en el pueblo. ¿Qué tenía que hacer en Montfermeil? Nadie había podido averiguarlo, pero Javert lo adivinó entonces. Allí estaba la hija de Fantina, Juan Valjean iba á buscarla. Aquella niña acababa de ser robada por un desconocido. ¿Quién podía ser el desconocido? ¿Sería tal vez Juan Valjean? Pero Juan Valjean había muerto.
Javert, sin decir nada á nadie, tomó el carruaje del «Plato de estaño», en el callejón de la Planchette, é hizo un viaje á Montfermeil.
Creyendo encontrar allí una gran luz, encontró solamente obscuridad.
Durante los primeros días, los Thénardier, desesperados, habían charlado. La desaparición de la Alondra había hecho ruido en la población, habiéndose dado mil versiones á la historia, que había acabado por presentarse como la del rapto de una niña. De ahí la nota de la policía. Sin embargo, pasada la primera impresión, Thénardier, con su admirable instinto, había comprendido enseguida que no era conveniente llamar mucho la atención del procurador del rey, y que sus quejas sobre el rapto de Cosette tendría por primer resultado atraer sobre sí, y sobre muchos negocios que tenía, la penetrante mirada de la justicia. Lo primero que los búhos rechazan, es la proximidad de la luz. ¿Cómo[Pg 407] se justificaría de los mil quinientos francos que había recibido? Dió, pues, vuelta al asunto, amordazó á su mujer, haciéndose el asombrado cuando le hablaba alguien de la niña robada.
No sabía de qué se hablaba. Es verdad que se había quejado en el instante preciso en que «le quitaban» tan pronto su niña querida; que hubiera deseado tenerla consigo siquiera dos ó tres días más; pero como era «su abuelo» quien había ido á buscarla, nada más natural en el mundo. Había añadido, que el abuelo hizo bien. Ésta fué la historia que oyó Javert cuando llegó á Montfermeil. El abuelo desvanecía para él á Juan Valjean.
Javert, sin embargo, introdujo algunas preguntas á manera de sondas en la historia de Thénardier. ¿Quién era y cómo se llamaba el abuelo? Thénardier respondió sencillamente:
—Es un labrador rico. He visto su pasaporte, y me parece que se llama Guillermo Lambert.
Lambert era nombre de hombre de bien y tranquilizador. Javert se volvió á París.
—Juan Valjean está bien muerto,—díjose á sí mismo;—¡qué torpe soy!
Comenzaba ya á olvidar toda aquella historia, cuando en marzo de 1824 oyó hablar de un extraño personaje que vivía en la parroquia de San Medardo, conocido por «el mendigo que daba limosna». Este personaje era, según se decía, un rentista de quien nadie sabía el nombre, que vivía solo con una niña de ocho años, que tampoco sabía más sino que había venido de Montfermeil. ¡Montfermeil! Este nombre, sonado de nuevo á los oídos de Javert, llamó su atención. Un viejo mendigo, polizonte, que había sido bedel, al cual daba limosna el desconocido, dió otros varios detalles. El rentista era un hombre muy huraño; no salía más que de noche; no hablaba á nadie; á los pobres alguna que otra vez; no permitía que nadie se le acercase.
Llevaba un feo y viejo levitón amarillo, que valía muchos millones, por estar forrado de billetes de banco. Esto picó decididamente la curiosidad de Javert; y con objeto de ver de cerca á aquel hombre extraordinario sin asustarle, se puso un día el traje del pordiosero, y ocupó el lugar en que el soplón se acurrucaba todas las tardes, murmurando oraciones y espiando al través de su rezo.
«El individuo sospechoso» llegóse en efecto á Javert disfrazado, y le dió limosna; en aquel momento Javert levantó la cabeza, y Juan Valjean recibió la misma impresión al reconocer á Javert, que Javert al reconocer á Juan Valjean.
Sin embargo, la obscuridad hubiera podido engañarle; la muerte de Juan Valjean era oficial. Quedaban, pues, á Javert graves dudas, y en la duda, Javert, el hombre escrupuloso, no ponía su mano encima de nadie.
[Pg 408]
Siguió á su hombre hasta la casa de Gorbeau, é hizo «hablar á la vieja», lo cual no era difícil. La vieja confirmó lo del levitón forrado de millones, contándole el episodio del billete de mil francos. ¡Ella le había visto! ¡Ella le había tocado! Javert alquiló un cuarto, en el cual se instaló aquella misma noche. Púsose á escuchar á la puerta del misterioso huésped, esperando oir el sonido de su voz; pero Juan Valjean vió su luz por la cerradura, y chasqueó al espía, guardando silencio.
Al día siguiente Juan Valjean se marchó. Pero el ruido de la moneda de cinco francos que dejó caer fué notado por la vieja, quien, oyendo sonar dinero conoció que se iba á mudar, y se apresuró á avisar á Javert. Por la noche, cuando salió Juan Valjean, le estaba esperando Javert detrás de los árboles del boulevard en compañía de dos hombres.
Javert había pedido auxilio á la prefectura, pero no había dicho el nombre del individuo á quien pensaba prender. Éste era su secreto, que se había guardado por tres razones: en primer lugar, por la menor indiscreción podía despertar las sospechas de Juan Valjean; luego, porque echar mano á un antiguo presidiario escapado y tenido por muerto, á un condenado clasificado para siempre por la Justicia entre los malhechores de peor condición, era un gran servicio, que de seguro los antiguos polizontes de París no abandonarían á un novato como Javert, y temía que le arrebatasen su ex-presidiario; y finalmente, porque Javert era artista, y gustaba de lo imprevisto. Odiaba los sucesos anunciados, que pierden su mérito con lo que se habla de ellos antes de tiempo. Gustábale elaborar en la sombra sus grandes obras, y desenvolverlas después bruscamente.
Javert había seguido á Juan Valjean de árbol en árbol, luego de esquina en esquina, y no le había perdido de vista un solo instante, ni aún en los momentos en que Juan Valjean se creía en mayor seguridad. Pero ¿por qué Javert no detenía á Juan Valjean? Porque dudaba aún.
Debe recordarse que en aquella época la policía no obraba con toda libertad; la prensa libre la tenía á raya. Algunas detenciones arbitrarias denunciadas por los periódicos, habían resonado en las Cámaras é intimidado á la Prefectura. Atentar á la libertad individual era un hecho grave.
Los agentes temían equivocarse, porque el prefecto les hacía responsables á ellos, y un error importaba una destitución. Figurémonos el efecto que hubiera producido en París este breve suelto, reproducido por veinte periódicos:
«Ayer un anciano de cabellos blancos, respetable rentista, que paseaba acompañado de una niña de ocho años, nieta suya, fué detenido y conducido al depósito de la Prefectura como desertor de presidio».
Debemos repetir también, que Javert tenía sus escrúpulos; las prevenciones de su conciencia se unían á las prevenciones del prefecto. Dudaba en realidad.
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Juan Valjean volvía la espalda, y marchaba en la obscuridad.
La tristeza, la inquietud, la ansiedad, el cansancio, el nuevo disgusto de verse obligado á huir de noche y buscar á la ventura un asilo en París para Cosette y para él, la necesidad de regular un paso al de una niña, todo esto había cambiado el modo de andar de Juan Valjean é impreso en su cuerpo tal aire de senectud, que la policía, encarnada en Javert, podía engañarse, y se engañó. La imposibilidad de aproximársele mucho, un traje de preceptor emigrado, la declaración de Thénardier que le hacía abuelo, y finalmente la creencia de su muerte en el penal, aumentaba la incertidumbre que iba acrecentándose en el espíritu de Javert.
Tuvo por un momento intención de detener bruscamente á Juan Valjean y pedirle sus documentos. Pero si aquel hombre no era Juan Valjean, y si no era el viejo y honrado rentista, podía seguramente ser algún bribón profunda y hábilmente mezclado en la obscura trama de los crímenes de París, algún jefe de partida peligroso, que daba limosna para ocultar sus mañas, costumbre ya generalizada. Tendría sin duda compañeros, cómplices, y lugares á propósito para ocultarse. Todas aquellas vueltas y revueltas que daba parecían indicar que no era simplemente un buen hombre. Detenerle de súbito, era «matar la gallina de los huevos de oro». Por otra parte, ¿qué inconveniente había en esperar? Javert estaba seguro de que no se le escaparía.
Le seguía, pues, bastante perplejo, é interrogándose cien veces acerca de aquel personaje enigmático.
Hasta que llegó á la calle Pontoise, gracias á la viva luz que salía de una taberna, no reconoció sin la menor duda á Juan Valjean. Existen en el mundo dos seres que se estremecen profundamente: la madre cuando encuentra á su hijo perdido, y el tigre cuando encuentra á su presa. Javert experimentó entonces ese estremecimiento profundo. Desde que tuvo la seguridad de que aquel hombre era Juan Valjean, el terrible presidiario, advirtió que en su persecución no le acompañaban mas que dos agentes, y pidió auxilio al comisario de policía de la calle de Pontoise. Para coger una vara de espino, hay que ponerse guantes.
El tiempo que advirtió para ello, y un minuto que se paró en la encrucijada Rollin para dar instrucciones á su agente, le hicieron perder la pista. No obstante, conoció enseguida que Juan Valjean trataría de poner el río entre él y sus perseguidores. Recogió la cabeza y reflexionó un momento como un sabueso que olfatea la tierra para descubrir el rastro. Javert, con su poderosa rectitud de instinto, se fué derecho al puente de Austerlitz. Una frase del peajero le puso al corriente:
—¿Habéis visto un hombre con una niña?
—Le he cobrado dos sueldos,—dijo el peajero.
Javert entró en el puente en el momento preciso de estar Juan Valjean al otro lado del río, atravesando, con Cosette de la mano, el espacio[Pg 410] iluminado por la luna. Le vió entrar en la calle de Chemin ver Saint-Antoine; recordó el callejón Genrot que no tiene salida, situado allí como una trampa, y la única salida de la calle de Droit-Mur á la calle de Picpus. Le cogió las vueltas, como dicen los cazadores, y envió inmediatamente uno de sus agentes para que guardase aquella salida. Vió una patrulla que volvía al cuerpo de guardia del Arsenal; pidió auxilio, y se hizo acompañar por ella. En tales partidas, soldados son triunfos, para todo sirven. Para cercar al jabalí se necesita conocer la montería y tener muchos perros. Combinadas tales disposiciones, teniendo á Juan Valjean cogido entre el callejón por la derecha, su agente por la izquierda y él por detrás, tomó un polvo de tabaco.
Después empezó á obrar. Tuvo un momento de alegría infernal; dejó ir su presa delante de él, en la confianza de que la tenía segura, deseando retardar todo lo posible el instante de echarle mano, gozándose en tenerle cogido y verle marchar libre, pero cubriéndole con esa cruel y voluptuosa mirada de la araña, que deja volar la mosca, y del gato que deja que corra el ratón. La uña y la garra tienen una sensualidad monstruosa que se deleita con los movimientos confusos de la bestia aprisionada en su tenaza. ¡Cuánta delicia encierra aquella opresión!
Javert gozaba. Las mallas de su red estaban sólidamente unidas. Estaba seguro del triunfo; ya no tenía que hacer otra cosa que cerrar la mano.
Acompañado como iba, era imposible toda idea de resistencia, cualesquiera que fuesen la energía, vigor y desesperación de Juan Valjean.
Javert se adelantó, pues, poco á poco, mirando y registrando al paso todos los rincones de la calle, como los bolsillos de un ladrón.
Cuando llegó al centro de la red no encontró el pájaro.
Calcúlese su exasperación.
Interrogó al centinela de las calles Droit-Mur y Picpus; este polizonte que había permanecido inmóvil en su puesto, no había visto pasar á nadie.
Acontece en montería muchas veces, que un ciervo se escapa, aún teniendo la jauría sobre él, y entonces los cazadores más experimentados no saben qué decir; Duvivier, Ligniville y Desprez se quedan parados. En uno de semejantes casos Artogne exclamó: Esto no es un ciervo, es un brujo.
Javert hubiera de buena gana exclamado lo mismo.
Aquel chasco le produjo un momento de desesperación y de furor.
Es cierto que Napoleón cometió errores en la guerra de Rusia, Alejandro en la de la India, César en la de África, Ciro en la de Escitia, como lo es que los cometió Javert en esta campaña contra Juan Valjean. Erró tal vez en dudar que fuése Juan Valjean; hubiera debido bastarle la primera ojeada. Hizo mal en no echarle sencillamente mano en la casucha. Hizo mal en no prenderle cuando positivamente le reconoció[Pg 411] en la calle de Pontoise. Hizo mal en no concertarse con sus auxiliares en la encrucijada Rollin á la luz de la luna. Los consejos son útiles, y es muy útil conocer y pedir los de los sabuesos de muestra; pero el cazador no tomará demasiadas precauciones cuando ojea animales tan astutos como el lobo y el presidiario. Javert, empleando demasiado tiempo y cuidado en apostar los sabuesos, espantó á la fiera, dándole viento de cara, y la ahuyentó. Equivocóse especialmente cuando, habiendo hallado la pista en el puente de Austerlitz, emprendió el juego formidable y pueril de tener á un hombre semejante, sujeto de un hilo.
Imaginóse él que valía mucho más, creyó poder jugar á los ratones con un león, y al mismo tiempo se creyó demasiado débil cuando pidió el refuerzo. Precaución fatal, pérdida de un tiempo precioso. Javert cometió todas esas faltas, á pesar de ser uno de los espías más astutos y prudentes que han existido. Era, propiamente hablando, lo que en montería se llama perro viejo. Pero ¿quién es perfecto?
Los grandes estratégicos tienen sus eclipses.
Las grandes necedades se hacen muchas veces como las cuerdas gruesas, con muchos cabos. Tomad un cable hilo á hilo, tomad separadamente los motivos determinantes, los romperéis muy fácilmente uno tras otro, y diréis: ¡Esto no vale nada! Trenzad y torced luego los mismos hilos, y resultará una resistencia enorme; es Atila, que duda entre Marcio en Oriente y Valentiniano en Occidente; es Aníbal, que descansa en Cápua; es Dantón, que se duerme en Arcis del-Aube.
Sea como fuere, en el mismo instante en que Javert conoció que se le escapaba Juan Valjean, no se aturdió. Estando seguro de que el presidiario escapado no podía hallarse muy lejos, puso vigías, organizó ratoneras y emboscadas, y dando una batida por el barrio, de toda la noche, lo primero que vió fué el desperfecto del farol, y la cuerda rota, indicio precioso, pero que le extravió más, puesto que le hizo dirigir sus investigaciones al callejón Genrot. Había en el callejón algunas tapias bastante bajas que daban á jardines, cuyas cercas terminaban en inmensos terrenos baldíos. Juan Valjean debía haber escapado evidentemente por allí. El hecho era que de haber penetrado un poco más adelante en el callejón, lo hubiera hecho tal vez y se habría perdido, porque Javert registró aquellos jardines y aquellos terrenos, como quien anda buscando una aguja.
Al despuntar el día dejó dos hombres de confianza en observación, volviendo á la prefectura de policía, avergonzado como un polizonte que se hubiera dejado prender por un ladrón.
NOTAS:
[11] El aspecto de las ciudades españolas ha cambiado mucho desde la época en que Víctor Hugo las visitó; el progreso ha penetrado en ellas á pesar de la oposición clerical. (N. del T.)
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I
Callejuela de Picpus, número 62
Nada se parecía más, hace medio siglo, á cualquier puerta cochera como la puerta cochera del número 62 de la callejuela de Picpus. Aquella puerta, generalmente entreabierta del modo más halagüeño, dejaba ver dos cosas nada fúnebres: un patio rodeado de tapias cubiertas de vides, y el semblante de un portero ocioso. Por encima de la pared del fondo se descubrían grandes árboles. Cuando un rayo de sol alegraba el patio, cuando un vaso de vino alegraba el portero, era difícil pasar por delante el número 62 de la calle de Picpus sin llevarse una idea risueña. Era, no obstante, lo que se entreveía un lugar sombrío.
El sol se reía; la casa rezaba y lloraba.
Si se conseguía pasar de la portería, lo cual no era fácil, y aun puede decirse casi imposible para casi todos, porque había un ¡Sésamo, ábrete! que era preciso saber; si pasada la portería, se entraba á la derecha en un pequeño vestíbulo, al que daba una escalera oprimida entre dos paredes, y tan estrecha, que no podía pasar por ella más que una sola persona; si no se dejaba uno asustar por el embadurnamiento amarillo con zócalo color de chocolate que cubría aquella escalerilla; si se aventuraba uno á subir, se pasaba un primer descansillo, después otro, y se llegaba al primer piso, á un corredor en que la pintura amarilla y el plinto chocolate continuaban persiguiéndole con pacífico encarnizamiento. Escalera y corredor estaban alumbrados por dos magníficas ventanas. El corredor formaba recodo, que quedaba obscuro. Al doblar este cabo, después de dar algunos pasos, se encontraba una puerta, tanto más misteriosa, cuanto que no estaba cerrada. Empujándola, se encontraba uno en una pequeña habitación de unos seis pies cuadrados, embaldosada, lavada, limpia, fría, cubierta de papel color de marrón, con florecillas verdes, de quince sueldos la pieza. Una luz blanca y mate penetraba por una gran ventana de vidrios pequeños, situada á la izquierda de toda la anchura de la habitación.
Si se miraba, no se veía á nadie. Si se escuchaba, no se oía una pisada, ni un murmullo humano. Las paredes estaban desnudas; el cuarto no estaba amueblado; no había ni una silla.
Mirándolo de nuevo, se descubría en la pared, frente á la puerta, un agujero cuadrangular, como de un pie cuadrado, con una reja de hierro de barras cruzadas, negras, nudosas, fuertes, formando cuadrados; mejor diremos, mallas de menos de pulgada y media de diagonal. Las florecillas[Pg 413] verdes del papel amarillo llegaban en orden á las barras de hierro, sin que este contacto fúnebre las asustase, ni las hiciera estremecer. Suponiendo que un ser viviente hubiese sido tan excesivamente delgado que hubiera intentado entrar ó salir por aquel agujero cuadrado, la reja se lo habría impedido. Aquella reja no dejaba pasar el cuerpo; pero dejaba pasar los ojos, es decir, el espíritu. Parecía que hasta en esto se había pensado, porque estaba forrada de una plancha de hoja de lata introducida en la pared un poco más adentro, picada por mil agujeritos más microscópicos que los de una espumadera. Por debajo de esta plancha había una abertura, muy parecida á la de un buzón de correos. Una cinta de hilo atada á un torniquete de campanilla, colgaba á la derecha del agujero enrejado.
Si se tiraba aquella cinta, sonaba la campanilla, y se oía una voz muy cercana que hacía temblar.
—¿Quién va?—preguntaba la voz.
Era una voz de mujer, una voz dulce, tan dulce como lúgubre.
Aquí era también preciso saber una palabra mágica. Si no se sabía, la voz se callaba y la pared volvía á su silencio; como si del otro lado estuviese la aterradora obscuridad del sepulcro.
Si se sabía la palabra, la voz respondía:
—Entrad por la derecha.
Entonces se veía á la derecha una puerta vidriera, coronada de una ventana-vidriera también, y pintada de gris. Levantábase el picaporte, pasábase la puerta, y se experimentaba absolutamente la misma impresión que cuando en un teatro se entra en un palco con celosía, antes de que ésta se haya bajado y se haya encendido la araña. Entrábase, en efecto, en una especie de palco de teatro, iluminado apenas por la luz de la puerta-vidriera, estrecho, amueblado con dos sillas viejas y una estera destrozada, verdadero palco con su barandilla á regular altura, que tenía una tablita de madera negra. Aquel palco estaba enrejado, pero no con una reja dorada como en la Ópera, sino con un monstruoso enverjado de barras de hierro horriblemente entrelazadas, y empotradas en la pared con enormes soldaduras, que parecían puños cerrados.
Pasados los primeros momentos, cuando la vista había empezado á acostumbrarse á la media luz de aquel aposento y trataba de atravesar la verja, no podía pasar más allá de seis pulgadas. Allí se tropezaba con una barrera de postigos negros, asegurados y reforzados por traviesas de madera, pintadas de amarillo obscuro. Aquellos postigos estaban formados por largas hojas y planchas delgadas que se doblaban unas sobre otras; pero juntas entre sí ocultando toda la verja. Siempre estaban cerrados.
Al cabo de algunos instantes oíase una voz que llamaba por detrás de los postigos, diciendo:
—Aquí estoy. ¿Qué me queréis?
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Era una voz amada, muchas veces una voz adorada. No se veía á nadie. Apenas se oía el ruido de la respiración.
Parecía que fuése aquello una evocación que hablase al través de la losa de la tumba.
Si el que llegaba poseía ciertas condiciones exigidas, rarísimas por cierto, se abría la estrecha hoja de un postigo, y la evocación se convertía en aparición. Detrás de la reja y detrás del postigo sé veía, tanto como permitía verlo el enrejado, una cabeza, de la cual sólo se descubría la boca y el mentón; lo demás estaba cubierto por un velo negro: Entreveíase una toca negra y una forma apenas perceptible, cubierta por un sudario negro.
Aquella cabeza hablaba; pero no miraba ni sonreía jamás.
La luz que entraba por detrás estaba dispuesta de tal modo, que el visitante veía blanca la aparición y ella veía negro al visitante. Aquella luz era un símbolo.
Los ojos, sin embargo, penetraban ávidamente por aquella abertura hecha en aquel sitio cerrada á todas las miradas. Una vaguedad impenetrable rodeaba aquella figura vestida de luto. Los ojos escudriñaban aquella vaguedad, tratando de separarla de la aparición. Al poco tiempo se conocía que no se veía nadie, porque lo que se veía era la noche, el vacío, las tinieblas, una bruma de invierno mezclada al vapor de la tumba, una especie de paz horrorosa, un silencio en que no se recogía nada, ni aún los suspiros; una sombra en que no se distinguía nada, ni aún los fantasmas.
Lo que se veía era el interior de un claustro.
Era el interior de aquella casa triste y severa que se llamaba el convento de las bernardas de la Adoración perpetua. Aquel palco era el locutorio. La voz que había hablado primero era la voz de la tornera, que estaba siempre sentada inmóvil y silenciosa, al otro lado de la pared, cerca de la abertura cuadrada, defendida por la verja de hierro y por la placa de mil agujeros como por una doble visera.
La obscuridad provenía de que el locutorio tenía una ventana del lado del mundo, y no tenía ninguna del lado del convento. Los ojos profanos no debían ver nada de aquel lugar sagrado.
Pero había de haber algo más allá de aquella sombra; había una luz: había pues una vida en aquella muerte. Aunque aquel convento era el más resguardado de todos, vamos á probar de penetrar en él y de hacer penetrar al lector, diciéndole, sin olvidar la discreción, cosas que los narradores no han visto, y que por consiguiente jamás se han dicho.
II
La obediencia de Martín Verga
Este convento, que en 1824 existía desde muchos años en la callejuela Picpus, era una comunidad de bernardas de la obediencia de Martín Verga.
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Las tales bernardas dependían, pues, no de Claraval, como los bernardos, sino del Císter, como los benedictinos. Ó en otros términos: seguían la regla, no de San Bernardo, sino de San Benito.
Cualquiera que haya ojeado algunos infolios, sabe que Martín Verga fundó en 1425 una congregación de bernardas benedictinas, que tenía por capital de la orden á Salamanca, y por sucursal Alcalá.
Esta congregación había extendido sus raíces en todos los países católicos de Europa.
Estos injertos de una orden en otra, no tienen nada de nuevo en la Iglesia latina. Para no hablar más que de la orden de San Benito, diremos que pertenecían á ella, sin contar la obediencia de Martín Verga, cuatro congregaciones: dos en Italia, la de Montecasino y Santa Justina de Padua; dos en Francia; Cluny y San Mauro, y nueve órdenes, Valombrosa, Gramont, los Celestinos, los Camaldulenses, los Cartujos, los Humillados, los del Olivo, los Silvestrinos y, por último, los Cistercienses, porque Císter mismo, aunque tronco de otras órdenes, no era más que una rama de San Benito. Císter fué fundado por San Roberto, abad de Molesme, en la diócesis de Langres, en 1098. Ahora bien; en 529 fué cuando el diablo, que se había retirado al desierto de Subiaco (era ya viejo; ¿se habría hecho ermitaño?), fué arrojado del antiguo templo de Apolo, donde vivía, por San Benito, que tenía entonces diez y siete años.
Después de la regla de las carmelitas, las cuales iban descalzas con una áspera esterilla de mimbre al cuello y no se sentaban nunca, es la más dura la de las bernardas-benedictinas de Martín Verga. Van vestidas de negro, con una pechera, que, según la prescripción expresa de San Benito, sube hasta la barba. Una túnica de sarga de mangas anchas, un gran velo de lana, la pechera que sube hasta la barba, cortada en forma cuadrangular sobre el pecho y la toca que baja hasta los ojos; he aquí el hábito. Todo es negro, excepto la toca, que es blanca.
Las novicias llevan el mismo hábito todo blanco. Las profesas llevan además un rosario al lado.
Las bernardas-benedictinas de Martín Verga practican la adoración perpetua como las benedictinas llamadas señoras del Santo Sacramento, las cuales al principio de este siglo tenían en París dos casas, una en el Temple y otra en la calle de Santa Genoveva. Por lo demás las bernardas-benedictinas del Pequeño Picpus, de las cuales hablamos, eran una orden completamente distinta de la que seguían las señoras del Sacramento que vivían en la calle nueva de Santa Genoveva y en el temple. Había muchas diferencias en la regla como en el hábito. Las bernardas-benedictinas del Pequeño Picpus llevaban la pechera negra, y las benedictinas del Sacramento de la calle Nueva de Santa Genoveva la llevaban blanca; y además, en el pecho, un Santísimo Sacramento de unas tres pulgadas de alto, de plata sobredorada ó cobre. Las religiosas del Pequeño
Picpus no llevaban el Santísimo Sacramento. La Adoración perpetua[Pg 416] común al Pequeño Picpus y al convento del Temple, dejaba, sin embargo, que fuesen completamente distintas las dos órdenes.
Había únicamente semejanza en esa práctica entre las señoras del Sacramento y las bernardas de Martín Verga, de igual manera que la había en el estudio y glorificación de todos los misterios relativos á la infancia, á la vida y á la muerte de Jesucristo y de la Virgen entre otras dos órdenes separadas, y aún enemigas á veces: la del oratorio de Italia, establecida en Florencia por Felipe de Neri, y la del oratorio de Francia, fundada en París por Pedro Bérulle. El oratorio de París pretendía la primacía, porque Felipe de Neri, no era más que santo cuando Bérulle era cardenal.
Volvamos á la severa regla española de Martín Verga.
Las bernardas-benedictinas de esta regla comen de viernes todo el año, ayunan toda la cuaresma y otros muchos días especiales, se levantan en el primer sueño, desde la una de la madrugada hasta las tres, para leer el breviario y cantar maitines; se acuestan en sábanas de jerga en todas las estaciones y sobre paja, no toman baños ni encienden nunca lumbre, se azotan todos los viernes, observan la regla del silencio, no se hablan más que en las horas de recreo, que son muy pocas, y llevan camisa de buriel durante seis meses, desde el 14 de septiembre, que es la Exaltación de la Santa Cruz, hasta la Pascua. Estos seis meses son una gracia, la regla dice todo el año; pero la camisa de buriel insoportable en el rigor del verano, ocasionaba fiebres y espasmos nerviosos, y fué preciso limitar su uso. Á pesar de esta modificación el 14 de septiembre, cuando las religiosas se ponen esta camisa, tienen tres ó cuatro días de calentura. Obediencia, pobreza, castidad y estabilidad en el claustro; tales son sus votos altamente agravados por la regla.
La priora es elegida cada tres años por las madres que se llaman madres vocales, porque tienen voz en el capítulo.
Una priora no puede ser reelegida más de dos veces, lo cual fija en nueve años el mando más duradero de una priora.
No ven jamás al sacerdote celebrante, que permanece oculto por una cortina de nueve pies de alto. Durante los sermones, cuando el predicador está en el púlpito, bajan el velo, cubriéndose el rostro. Deben hablar siempre en voz baja, andar mirando al suelo y con la cabeza inclinada.
Sólo un hombre puede entrar en el convento, el arzobispo diocesano.
Hay otro que puede entrar también, que es el jardinero, pero siempre es un viejo; y al objeto de que esté constantemente solo en el jardín, y de que las religiosas puedan evitar su presencia, lleva un cascabel atado en la rodilla.
Están sometidas á la priora con una sumisión absoluta y pasiva: es la sujeción canónica en toda su abnegación. Como la voz de Cristo, ut voci Christi; al gesto, al primer signo, ad nutum, ad primum signum;[Pg 417] inmediatamente, con alegría, con perseverancia, con cierta obediencia ciega, prompte, hilariter, perseveranter et cœca quadam obedientia; como la lima en mano del artífice, quasi lima in manibus fabri; no pueden ni leer, ni escribir nada sin permiso especial, legere vel scribere non addiscerit sine expressa superioris licentia.
Turnan todas en lo que llaman ellas la reparación.
La reparación es el ruego por todos los pecados, por todas las faltas, por todos los desórdenes, por todas las violaciones, por todas las iniquidades, por todos los crímenes que se cometen en la tierra. Durante doce horas consecutivas, desde las cuatro de la tarde hasta las cuatro de la mañana, ó desde las cuatro de la mañana hasta las cuatro de la tarde, la hermana que está de reparación permanece de rodillas sobre las piedras ante el Santísimo Sacramento con las manos juntas y una soga al cuello. Cuando el cansancio se le hace insoportable, se prosterna extendida con el rostro en tierra y los brazos en cruz: éste es todo su descanso. En esa actitud ruega por todos los culpables del universo. Esto es grande, casi sublime.
Como este acto se practica ante un poste, sobre el cual arde un cirio, se dice indistintamente estar de reparación ó estar en el poste. Las religiosas prefieren, para mayor humildad, esta última frase que encierra mejor la idea de suplicio ó humillación.
Estar de reparación es un acto en el cual se absorbe toda el alma. La hermana del poste no volvería la cabeza aunque cayera un rayo á sus espaldas.
Además, hay siempre otra monja de rodillas delante del Santísimo Sacramento. Esta estación dura una hora y se relevan como los soldados de centinela. Ésta es la Adoración perpetua.
Las prioras y las madres llevan siempre nombres de una gravedad particular, tomados por lo general, no de los santos y mártires, sino de los momentos de la vida de Jesucristo, como: la madre Natividad, la madre Concepción, la madre Presentación, la madre Pasión. Sin embargo, no están prohibidos los nombres de santos.
Cuando se ven no puede vérseles más que la boca.
Todas tienen los dientes amarillos. Jamás ha entrado en el convento un cepillo para los dientes. Limpiarse los dientes es el extremo de una escala después de la cual viene la perdición del alma.
Ellas no dicen nunca de nada mío, ni mi porque no tienen nada suyo, ni deben tener afecto á nada. Dicen siempre nuestro, como nuestro velo, nuestro rosario; y si hablasen de su camisa, dirían indudablemente nuestra camisa. Algunas veces se aficionan á cualquier objeto insignificante, á un libro de rezo, á una reliquia, á una medalla bendita; pero en cuanto advierten que empiezan á aficionarse á ese objeto, deben darlo inmediatamente. Recuerdan las palabras de santa Teresa, á[Pg 418] quien dijo una gran señora al entrar en su orden: «Permítame, madre, que vaya á buscar una santa Biblia que aprecio en mucho». ¡Ah! ¡Apreciáis todavía algo! Entonces no entréis en nuestra casa.
Les está prohibido encerrarse y tener un mi cuarto, una mi celda. Viven en celdas abiertas. Cuando se encuentran, dice una: Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar. Y responde la otra: Por siempre jamás. Esta ceremonia se repite cuando una llama á la puerta de otra. Apenas ha tocado la puerta, cuando por dentro se oye una voz dulce, que dice: Por siempre jamás... Como todas las prácticas, se hace ésta maquinalmente con la costumbre, así es que á veces dice una: Por siempre, antes que la otra haya tenido tiempo de decir lo que es algo más largo: Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar.
En los conventos de la Visitación, dice la que entra: Ave María, y la que está dentro responde: Gratia plena. Éste es un saludo, que está en efecto «lleno de gracia».
Á cada hora del día da tres golpes supletorios la campana de la iglesia del convento. Á esta señal, priora, madres vocales, profesas, conversas, novicias y postulantes interrumpen lo que dicen ó lo que hacen, ó lo que piensan, y dicen todas á la vez, si son las cinco, por ejemplo: Á las cinco y á todas horas bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar. Si son las ocho: Á las ocho y á todas horas, etc.; y así siempre, según la hora que da.
Esta costumbre cuyo objeto es interrumpir el pensamiento y dirigirse á Dios, existe en muchas comunidades; sólo varía en la fórmula. Así, en la del Niño Jesús se dice: Á esta hora y á cualquier otra, el amor de Jesús inflame mi corazón.
Las benedictinas-bernardas de Martín Verga, claustradas hace cincuenta años en el Pequeño Picpus, cantaban los oficios salmodiando gravemente en canto llano puro, y siempre á toda voz mientras duraba el oficio. Al encontrar un asterisco en el misal, hacían una pausa, diciendo por lo bajo: Jesús, María y José. En el oficio de difuntos tomaban un tono tan bajo, que parecía imposible que pudiese descender tanto la voz de mujer; lo cual producía un efecto conmovedor y trágico.
Las del Pequeño Picpus habían mandado abrir una fosa debajo del altar mayor para sepultura de la comunidad. El Gobierno, como decían ellas, no permitía que se depositasen allí los ataúdes. Debían, pues salir del convento cuando morían; lo cual las afligía y consternaba como una infracción.
Pero en cambio habían conseguido ser enterradas á una hora especial, y en un rincón especial del antiguo cementerio de Vaugirard, que ocupaba un terreno que se decía había sido de la comunidad.
Los jueves asistían estas religiosas á la misa mayor, vísperas y demás oficios, como los domingos. Observan escrupulosamente todas las[Pg 419] demás fiestas menores desconocidas de los mundanos, que la Iglesia prodigaba antiguamente en Francia y prodiga aún en España é Italia. El tiempo que pasan en la capilla es interminable. Con relación al número y duración de sus rezos, no podemos dar mejor idea que citando estas frases candorosas de una de ellas: Los rezos de las postulantes son horrorosos, los de las novicias lo son más todavía, y los de las profesas aún son peores.
Una vez por semana el capítulo se reúne, presídelo la priora, y asisten á él las madres vocales. Cada hermana se arrodilla á su vez en la piedra, y confiesa en alta voz, á presencia de todas, las faltas y pecados que ha cometido durante la semana. Las madres vocales deliberan públicamente después de cada confesión, é imponen también en alta voz la penitencia.
Sobre la confesión en alta voz, para la cual se reservan todas las faltas un poco graves, tienen para las faltas veniales lo que llaman la culpa. Hacer la culpa es prosternarse durante la misa boca abajo delante de la priora, hasta que ésta, á quien no llaman nunca más que nuestra madre, avisa á la paciente que puede levantarse dando un golpecito en el brazo de su sillón. Se hace la culpa por cosas insignificantes: por romper un vaso, por rasgar un velo, por retardar involuntariamente algunos segundos al ir á misa, por cantar mal una nota en la iglesia, etc.; esto es bastante para hacer la culpa. La culpa es enteramente voluntaria; la culpable (esta palabra está usada aquí etimológicamente) se juzga y castiga á sí misma. Los días de fiesta y domingos, hay cuatro madres cantoras que salmodian los oficios ante un gran facistol de cuatro pupitres. Cierto día, una madre cantora entonó un salmo que empezaba por Ecce, y en vez de Ecce dijo en alta voz estas tres notas: do, si, sol. Por su distracción, hizo una culpa que duró toda la función. Lo que agravó enormemente la culpa fué que el capítulo se había reído.
Cuando llaman al locutorio á una de las monjas, aunque sea la priora, se baja el velo de manera, según ya hemos dicho, que sólo deja ver la boca.
La priora es la única que puede hablar con los extraños; las demás no pueden ver más que á su familia, pocas y raras veces. Si por casualidad quiere alguien ver á una monja á quien ha conocido ó amado en el mundo, tiene que formar casi un expediente. Si es una mujer puede en algunas veces concedérsele la autorización; la monja va al locutorio y habla por entre los postigos, que sólo se abren por una madre ó una hermana. No hay para qué decir que este permiso se niega siempre á los hombres.
Tal es la regla de san Benito, rigorizada por Martín Verga.
Aquellas monjas no estaban alegres, sonrosadas y frescas como lo están frecuentemente las de otras muchas órdenes. Estaban pálidas y graves. Desde 1825 á 1830, tres se volvieron locas.
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III
Severidades
Se ha de ser por lo menos dos años postulante, generalmente cuatro, y otros cuatro novicia. Es muy raro que los votos definitivos puedan pronunciarse antes de los veintitrés ó veinticuatro años. Las bernardas-benedictinas de Martín Verga no admiten bajo ningún concepto viudas en su orden.
Entréganse en sus celdas á muchas maceraciones desconocidas, de las cuales no deben hablar nunca.
El día en que profesa una novicia se la viste con sus más hermosos atavíos, se cubre su cabeza con blancas rosas, se perfuman y rizan sus cabellos, y después se prosterna; extiéndese sobre ella un gran velo negro, y se canta el oficio de difuntos. Entonces las religiosas se dividen en dos filas, y mientras pasa junto á ella una de estas filas, diciendo con lastimero acento: Nuestra hermana ha muerto, responde la otra: Vive en Jesucristo.
En la época en que pasó esta historia, había anexo al convento un colegio de niñas nobles, ricas la mayor parte, entre las cuales se distinguían las señoritas Sainte-Aularie y de Belissen, y una inglesa que llevaba el ilustre nombre católico de Talbot. Estas jóvenes, educadas por las religiosas, entre cuatro paredes, crecían en el horror al mundo y al siglo. Una de ellas nos decía un día: Ver el empedrado de la calle me hacía estremecer de pies á cabeza. Iban vestidas de azul con un gorro blanco, y un Espíritu Santo de plata sobredorada, ó de cobre, en el pecho. En ciertos días de gran festividad, y particularmente en el de santa Marta, se les concedía, como un gran favor y felicidad suprema, vestirse de monjas y cumplir las prácticas de san Benito durante todo el día. Al principio las religiosas les prestaban sus vestidos negros; pero después, pareciendo esto una profanación, fué prohibido por la priora. Sólo se permitió desde entonces hacer este préstamo á las novicias. Es muy notable que estas representaciones, toleradas sin duda y alentadas en el convento por un secreto espíritu de proselitismo, y para dar á las niñas cierto anticipado goce del santo hábito, fuése un placer real y una verdadera diversión para las educandas. Éstas se entretenían simplemente, puesto que se trataba de una cosa nueva, de un cambio. Cándidas razones de la infancia, que no logran hacer comprender á los mundanos el placer de tener un hisopo en las manos, y estarse de pie horas enteras cantando á coro ante un facistol.
Las educandas, excepción hecha de la austeridad, se conformaban con todas las prácticas del convento.
Hubo joven, que habiendo vuelto al mundo, aún muchos años después de casada, no logró dejar la costumbre de decir en alta voz cada vez que llamaban á la puerta: ¡Por siempre jamás! Las educandas, como[Pg 421] las monjas, sólo veían á sus familias en el locutorio. ¡Ni sus mismas madres podían abrazarlas! Véase hasta qué punto se llevaba la severidad. Cierto día, fué una de las jóvenes visitada por su madre acompañada de una hermanita de tres años. La pequeña lloraba porque quería abrazar á su hermana. Imposible. Suplicóse que á lo menos se permitiera á la niña pasar la manita por entre los hierros para besársela. También fué negada esta petición, casi con escándalo.
IV
Alegrías
Aquellas niñas no dejaron por esto de llenar de encantadores recuerdos aquella rígida morada. Había horas en las que resplandecía la infancia en aquella clausura. En cuanto sonaba la de recreo, abríase una puerta, y los pájaros decían: ¡Bueno! ¡Aquí están las niñas! Un torrente de juventud inundaba aquel jardín cortado por una cruz como una mortaja. Fisonomías radiantes, frentes blancas, ojos inocentes llenos de alegre luz, auroras de toda especie se esparcían entre aquellas tinieblas. Después de los salmos, de las campanas, de los toques, de los lamentos y de los oficios, estallaba de repente el ruido que hacían las niñas, ruido más dulce que el de las abejas. Abríase la colmena de la alegría, y cada una llevaba su miel. Jugaban, se llamaban, se agrupaban, corrían; bellísimos y diminutos dientes blancos charlaban en todos los rincones, los velos desde lejos vigilaban las risas, las sombras vigilaban los rayos; pero ¡qué importaba! Brillaban y reían. Aquellas cuatro lúgubres tapias tenían su minuto de alegría y asistían, vagamente iluminadas por el reflejo de tanto placer, á todos esos dulces susurros del enjambre infantil. Venía á ser como una lluvia de rosas en medio de aquel luto. Las niñas loqueaban bajo los ojos de las religiosas; la mirada de la impecabilidad no puede incomodar á la inocencia. Gracias á aquellas niñas, entre tantas horas de austeridad, había una de desahogo. Saltaban las pequeñas, y las grandes bailaban. En aquel claustro el juego andaba mezclado con el cielo. Nada tan tierno y augusto á la vez como aquellas almas inocentes entregadas á la expansión. Homero habría venido á reirse allí con Perrault, y en aquel negro jardín había juventud, salud, ruido, algarabía, aturdimiento, placer y felicidad bastante para desarrugar el ceño de todas las ancianidades, así de la epopeya como del cuento, así del trono como de la cabaña: desde Hécuba hasta la abuela.
En tal casa se han oído, más que en ninguna otra parte quizás, esas ocurrencias infantiles tan graciosas y que hacen reir y meditar á un tiempo. Entre aquellas cuatro fúnebres paredes exclamó cierto día una niña de cinco años: «¡Madre mía! acaba de decirme una de las grandes que ya no tengo que estar aquí más que nueve años y diez meses. ¡Qué alegría!».
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Fué allí también donde se oyó este memorable diálogo:
Una madre vocal.—¿Por qué lloráis, hija mía?
La niña (de seis años) sollozando.—He dicho á Alicia que sabía yo la historia de Francia, y ella me ha dicho que no la sabía, ¡y la sé!
Alicia, la grande (de nueve años).—No, no la sabes.
La madre.—¿Cómo es eso, hija mía?
Alicia.—Me ha dicho que abriese el libro al azar y que le hiciese una pregunta de lo que trae el libro, y ella me respondería.
¿Y qué?
Que no ha contestado.
—Veamos: ¿qué le habéis preguntado?
—He abierto el libro al azar, como ella decía, y le he hecho la primera pregunta que ha salido.
—¿Y cuál ha sido la pregunta?
—Ésta: ¿qué sucedió después?
También se hizo allí esta observación profunda sobre una cotorra un poco golosa que pertenecía á una señora pensionista:
«—¡Es muy graciosa! ¡Se come la manteca de las tostadas como una persona!».
Fué sobre una de las losas de aquel convento, donde se recogió esta confesión, escrita de antemano para no olvidarla, por una pecadora de siete años:
«—Acúsome, padre, de haber sido avara.
«—Acúsome, padre, de haber sido adúltera.
«—Acúsome, padre, de haber dirigido miradas á los hombres».
En uno de los bancos de césped de aquel jardín, fué improvisado por una boca de rosa de seis años este cuento, escuchado por ojos azules de cuatro y cinco:
«—Éranse que se eran tres pollitos que vivían en un país donde había muchas flores; cogieron las flores y se las metieron en el bolsillo, y después las hojas, y las pusieron en sus juguetes. Y había un lobo en aquella tierra, y muchos bosques; el lobo estaba en el bosque, y se comió los pollitos».
Y este otro poema:
«—Sucedió que dieron un palo.
«Y fué Polichinela quien se lo dió al gato.
«Y no hízole bien sino mal.
«Entonces una señora metió á Polichinela en la cárcel».
Allí también dijo una niña abandonada, recogida por el convento y educada por caridad, esta frase tierna y dolorosa, oyendo hablar á las demás de sus madres, murmurando la pobre en un rincón:
«—Mi madre no estaba allí cuando nací yo».
Había una tornera muy gruesa que andaba siempre atareada por los[Pg 423] corredores con su manojo de llaves, y que se llamaba sor Ágata. Las grandes—de más de diez años—la llamaban Ágatocles.
El refectorio era una gran sala rectangular que sólo recibía la luz por un claustro de arquivoltas al nivel del jardín; era obscuro y húmedo y como decían las niñas, «estaba lleno de bichos». Todos los sitios contiguos le suministraban su contingente de insectos.
Cada uno de los cuatro ángulos había recibido, en el lenguaje de las educandas, un nombre particular y expresivo. Había el rincón de las arañas, el rincón de las orugas, el rincón de las cucarachas y el rincón de los grillos.
El rincón de los grillos estaba cerca de la cocina, y era el más apreciado, porque allí hacía menos frío que en los demás. Del refectorio habían pasado los nombres al colegio y servían para distinguir, como en el antiguo colegio de Mazarino, cuatro naciones. Cada educanda pertenecía á una de las cuatro naciones, según el rincón del refectorio en que se sentaba á la hora de comer. Un día el señor arzobispo, haciendo la visita pastoral, vió entrar en la clase, por donde pasaba, una niña muy coloradita de hermosos cabellos rubios, y preguntó á otra educanda, linda y morenita de frescas mejillas, que estaba á su lado:
—¿Quién es ésa?
—Es una araña, monseñor.
—¡Bah! ¿Y esta otra?
—Ésta es un grillo.
—¿Y aquélla?
—Una oruga.
—¡De veras! ¿Y tú?
—Yo soy una cucaracha, monseñor.
Cada casa de este género tiene sus particularidades. Á principios del siglo, Ecouen era uno de esos lugares encantadores y severos en los que se desarrolla, en una sombra casi augusta, la infancia de las niñas. En Ecouen, para tomar puesto en la procesión del Corpus, se hacía distinción entre las vírgenes y las floristas. Había igualmente «palios é incensarios»; las unas llevaban los cordones del palio, y las otras incensaban al Santísimo Sacramento. Las flores correspondían de derecho á las floristas. Cuatro «vírgenes» abrían la marcha. Durante la mañana de este gran día, no era raro oir preguntar en el dormitorio:
—¿Quién es virgen?
Madama Campan cita este dicho de una «pequeña» de siete años, dirigiéndose á una «grande» de diez y seis que iba á la cabeza de la procesión, mientras que ella, la pequeña, se quedaba á la cola:
—¡Ah, tú eres virgen! Y ¡yo no lo soy!
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V
Distracciones
Sobre la puerta del refectorio estaba escrita en grandes letras negras la siguiente oración, llamada el Pater Noster blanco, la cual tenía la virtud de conducir las gentes directamente al cielo.
«Pequeño Padre nuestro blanco, que Dios hizo, que Dios dijo, que Dios puso en el paraíso. Por la noche, al acostarme, tres ángeles me encontré acostados en mi cama, uno á los pies, dos á la cabecera, y en medio á la Virgen Santa, que me dijo me acostase y de nada me cuidase. Dios bueno es mi padre, la Santa Virgen mi madre, los tres apóstoles mis hermanos y las tres vírgenes mis hermanas. La camisa en que Dios nació éste mi cuerpo envolvió; la cruz de santa Margarita en mi pecho tengo escrita. Nuestra Señora la Virgen por los campos va caminando, á su hijo querido llorando, y con el señor san Juan se ha encontrado.—Señor san Juan ¿de dónde venís?—Vengo del Ave Salus.—¿Habéis visto si está allí Dios?—En el árbol de la Cruz, pendientes tiene los pies, clavadas tiene las manos, lleva sobre la cabeza corona de espinos blancos.
«Quien rezare esta oración tres veces por la mañana y otras tantas por la noche, ganará el cielo á la postre».
En 1827 había desaparecido de la pared esta oración tan característica, bajo una triple capa de pintura. Hoy acaba de borrarse también de la memoria de algunas niñas, jóvenes de entonces, señoras ancianas actualmente.
Un gran crucifijo colgado de la pared completaba la decoración del refectorio, cuya única puerta, como creemos haber dicho, daba al jardín. Dos mesas estrechas, con dos bancos á lo largo de cada una, formaban dos líneas paralelas desde uno á otro extremo del refectorio. Las paredes eran blancas, las mesas negras; colores ambos de luto, variedad única de los conventos. Las comidas eran frugales, y aún el régimen de las niñas muy severo. Un solo plato de carne y legumbres mezcladas, ó de pescado salado, era todo su lujo. Este plato ordinario, reservado solamente á las educandas, era, sin embargo, una excepción. Las niñas comían y callaban bajo la vigilancia de la madre de semana, que de cuando en cuando abría y cerraba ruidosamente un libro de madera siempre que alguna mosca trataba de volar ó zumbar contra la regla. El silencio iba sazonado con algún trozo de la vida de los Santos, leído en alta voz desde un púlpito con atril, colocado al pie del crucifijo. La lectora era una de las educandas de más edad, que estaba de semana. En la mesa había colocados á distancia regular lebrillos barnizados, en donde las educandas lavaban por sí mismas su vaso y su cubierto, y algunas veces arrojaban también los desperdicios de carne dura ó de pescado pasado: esto se castigaba. Los tales lebrillos se llamaban los círculos de agua.
La niña que rompía el silencio «hacía una cruz con la lengua». ¿Dónde? En la tierra. Lamía el suelo. El polvo, este fin de todas las alegrías,[Pg 425] se encargaba de castigar á aquellas pobres hojas de rosa, culpadas de murmullo.
Había en el convento un libro, del cual no se había impreso más que un ejemplar único, y que estaba prohibido leer. Éste era la regla de san Benito, arcano que no debía penetrar ningún ojo profano. «Nemo regulas, seu constitutiones nostras, externis communicabit».
Las educandas consiguieron un día coger el libro, y se pusieron á leer naturalmente, interrumpiendo con frecuencia la lectura por el temor de ser sorprendidas, lo cual les hacía cerrar el libro precipitadamente. De todo aquel gran miedo no sacaron más que un placer muy mediano.
Algunas páginas ininteligibles acerca de los pecados de los muchachos. Esto fué lo «más interesante».
Las colegialas jugaban en una alameda de desmedrados árboles frutales. Á pesar de la extremada vigilancia y de la severidad de los castigos, cuando el viento había sacudido los árboles, algunas de ellas recogían furtivamente del suelo una manzana verde, ó un albaricoque macado, ó una pera roída de gusanos. Aquí dejaremos hablar por nosotros una carta que tenemos á la vista, escrita hace veinticinco años por una antigua educanda, hoy marquesa de***, y una de las mujeres más elegantes de París. La copia es textual.
«Se guarda una su pera ó su manzana como puede, y cuando se sube á dejar el velo encima de la cama, y á esperar la hora de cenar, se la esconde debajo de la almohada, y por la noche se la come estando en la cama: y cuando ni aún esto es posible, se come en el excusado». Era ésta una de sus mayores delicias.
Una vez, al pasar la visita el señor arzobispo, una de las educandas, la señorita Bouchard, que tenía algunas relaciones de parentesco con los Montmorency, apostó á que le pediría un día de asueto, atrevimiento enorme, tratándose de una comunidad tan austera. La apuesta fué aceptada; pero ninguna de las que habían apostado creían en que se hiciera la petición.
Llegó el momento, y al pasar el señor arzobispo por delante de las educandas, la señorita Bouchard, con indescriptible admiración de todas sus compañeras, salió de la fila y dijo: «Monseñor, un día de asueto».
La señorita Bouchard era fresca y crecida, y tenía además la carita de rosa más linda del mundo. Monseñor de Quélen se sonrió, y dijo: «¡Cómo, querida hija mía, un día de asueto! Tres días, si gustáis. Os concedo tres días». La priora nada podía hacer, había hablado el señor arzobispo. Qué escándalo para el convento, y qué alegría en el colegio. Júzguese del efecto.
Este claustro tan severo no estaba, sin embargo, tan amurallado que la vida de las pasiones del mundo, el drama y aún la novela no penetrasen en él. Para probarlo nos limitaremos á consignar aquí, y á indicar brevemente un hecho real é incontestable, que por otra parte nada tiene[Pg 426] que ver con la historia que vamos refiriendo. Citaremos simplemente el hecho para completar la fisonomía del convento.
Hacia dicha época pues, había en el convento una mujer misteriosa, que sin ser monja, era tratada con gran respeto; se llamaba «señora Albertina». No se sabía de ella sino que estaba loca, y que pasaba por muerta en el mundo. Tenía, según se decía, encerrados en la historia, arreglos de fortuna indispensables á un gran casamiento.
Esta mujer, que apenas contaba treinta años, morena y hermosa, miraba vagamente con sus negros y grandes ojos. ¿Veía? No se sabía de cierto.
Se deslizaba más bien que andaba; no hablaba nunca, y no era cosa segura si respiraba ó no. Tenía las ventanas de la nariz contraídas y lívidas, como después de lanzar el último suspiro; tocar su mano era tocar la nieve. Mostraba cierta gracia especial de espectro. Donde ella entraba se sentía frío. Un día, una de las hermanas al verla pasar, díjole á otra:—Pasa por muerta.—Puede que lo esté,—respondió la segunda.
Hacíanse sobre la señora Albertina mil diversas suposiciones. Era el objeto eterno de la curiosidad de las educandas. Había en la capilla una tribuna, que se llamaba del Ojo de buey. Esta tribuna sólo tenía un ojo redondo por ventana, una claraboya, desde la cual la señora Albertina asistía á los actos del culto. Generalmente estaba siempre sola allí, porque situada la tribuna en el primer piso, podía verse perfectamente al predicador y al celebrante, lo cual estaba prohibido á las religiosas. Un día ocupaba el púlpito un clérigo joven de elevada alcurnia, el señor duque de Rohan, par de Francia, oficial de mosqueteros rojos en 1815, cuando era príncipe de León, muriendo después en 1830 de cardenal-arzobispo de Besanzón.
Era la primera vez que el señor de Rohan predicaba en el convento del Pequeño Picpus. La señora Albertina asistía generalmente á los sermones y á los oficios en la mayor calma y en la más completa inmovilidad. Aquel día, en cuanto vió al duque de Rohan, se medio levantó, y dijo en voz alta, en medio del silencio de la capilla: ¡Calla, Augusto! Toda la comunidad, asombrada, volvió la cabeza; el predicador levantó los ojos; pero la señora Albertina había ya vuelto á su natural inmovilidad. Un soplo del mundo exterior, un rayo de vida pasó instantáneamente por aquella figura marchita y helada; después todo se desvaneció, y la loca volvió á ser nuevamente un cadáver.
Aquellas dos palabras, sin embargo, dieron que hablar á todo lo que podía hablar en el convento.
¡Qué de misterios, qué de revelaciones! en aquel ¡Calla, Augusto! El duque de Rohan se llamaba efectivamente Augusto. Era evidente que la señora Albertina había salido del gran mundo, puesto que conocía al duque de Rohan; que había ella ocupado en el siglo alta posición, porque hablaba familiarmente á tan gran señor, y que tenía con él relaciones[Pg 427] de parentesco tal vez, y muy íntimas seguramente, cuando le llamaba por su nombre de pila.
Dos duquesas muy severas, las de Choiseul y de Sérent, visitaban con frecuencia á la Comunidad, en la cual penetraban sin duda en virtud del privilegio Magnates mulieres, dando mucho miedo á las colegialas. Cuando pasaban las dos viejas, todas las educandas temblaban y bajaban los ojos.
El duque de Rohan era, por otra parte, sin saberlo él, objeto de la atención general de aquellas jóvenes. Acababa de ser nombrado, como aspirante al episcopado, vicario general del arzobispado de París, y tenía por costumbre ir á cantar los oficios en las funciones de la capilla del Pequeño Picpus. Ninguna de las jóvenes reclusas podía verle á causa de la cortina de sarga; pero tenía una voz dulce y un tanto aguda, que ya conocían y distinguían todas perfectamente. Había sido mosquetero; se decía que era muy pulcro, que peinaba con gran esmero sus hermosos cabellos castaños, formando bucles alrededor de la frente, que llevaba un ancho cinturón de magnífico moaré, y que su sotana negra estaba cortada elegantísimamente. Así es que llevaba toda la atención de aquellas imaginaciones de diez y seis años.
Ningún ruido exterior penetraba en el interior del convento.
Sin embargo, hubo un año en que se oyó el sonido de una flauta. Fué éste un acontecimiento del que se acuerdan todavía las educandas de aquel tiempo. Era una flauta tocada indudablemente por algún vecino, que siempre repetía el mismo aire, un aire muy antiguo: Zetulbé mía, ven á reinar en mi alma, el cual se oía dos ó tres veces diariamente. Las muchachas se pasaban las horas escuchando, las madres vocales estaban indignadas, las imaginaciones trabajaban, llovían los castigos. Esto duró muchos meses. Las educandas estaban todas más ó menos enamoradas del músico desconocido. Cada cual se creía otra Zetulbé. El sonido venía del lado de la calle Droit-Mur. Todas lo hubieran dado todo, lo hubieran comprometido é intentado todo, por ver, siquiera por un segundo, por entrever, por vislumbrar solamente al «gallardo joven» que tañía tan deliciosamente la flauta, y que sin imaginárselo, conmovía á un mismo tiempo todas aquellas almas. Las hubo que se escaparon por una puerta excusada y subieron al tercer piso de la calle Droit-Mur para tratar de ver por los respiraderos. Imposible. Una de ellas llegó hasta el punto de pasar el brazo por cima de la cabeza al través de los hierros, agitando su pañuelo blanco. Otras dos fueron más osadas aún. Encontraron medio de trepar hasta el tejado, arriesgándose por él, hasta que por fin consiguieron ver al «gallardo joven».
Era un viejo hidalgo emigrado, ciego y arruinado, que se entretenía en su buhardilla, tocando la flauta para consolarse.
[Pg 428]
VI
El convento pequeño
Había en el recinto del Pequeño Picpus tres edificios completamente distintos: el convento grande, que habitaban las religiosas; el colegio en que estaban las educandas, y el convento pequeño. Era éste un departamento con jardín, donde vivían en común toda clase de antiguas religiosas de distintas órdenes, restos de los claustros destruidos por la revolución; una abigarrada mezcla de todos los hábitos negros, grises y blancos, de todas las comunidades, y de todas las variedades posibles. Era lo que puede llamarse, si se nos permite semejante combinación de palabras, un convento arlequín.
Desde el Imperio se había permitido á aquellas infelices, dispersas y desterradas, acogerse bajo la protección de las benedictinas-bernardas, donde recibían una corta pensión del Gobierno. Las religiosas del Pequeño Picpus las habían acogido muy bien. Era, pues, aquello una mezcla chocante. Cada una seguía su regla. Algunas veces se permitía á las educandas, como gran concesión, hacerles una visita; y estas jóvenes han conservado, entre otros recuerdos, los de la madre santa Basilia, de la madre santa Escolástica, y de la madre Jacob.
Una de estas refugiadas se hallaba reinstalada como en su casa. Era una religiosa de Santa Aura, y era también la única que sobrevivía de su comunidad. El antiguo convento de monjas de Santa Aura ocupaba, desde principios del siglo XVIII, precisamente la misma casa del Pequeño Picpus, que perteneció después á las benedictinas de Martín Verga. Esta santa monja, demasiado pobre para poder llevar el magnífico hábito de su orden, que era un manto blanco con escapulario escarlata, había vestido piadosamente con él un pequeño maniquí, que enseñaba á todo el mundo con satisfacción, y que legó al convento cuando murió. En 1824 no quedaba de aquella orden más que una religiosa; hoy día no queda más que una muñeca.
Además de estas dignas madres, había algunas viejas del siglo, que habían obtenido permiso de la priora, como la señora Albertina, para retirarse al convento pequeño.
Pertenecían á este número, la señora de Beauford de Hatpoul y la marquesa Dufresne.
Otra había también que era sólo conocida en el convento por el gran ruido que hacía al limpiarse las narices. Las educandas la llamaban la señora Batahola.
Hacia 1820 ó 1821, la señora de Genlis, que publicaba en dicha época un periódico, titulado el Intrépido, pidió para entrar de pensionista en el convento del Pequeño Picpus, por recomendación del señor duque de Orléans. Esto alborotó la colmena; las madres vocales temblaban; la señora de Genlis había escrito novelas, pero declaró que era la primera[Pg 429] en condenarlas. Además, había llegado al punto en que la devoción se vuelve insociable. Por fin, con la ayuda de Dios y la del príncipe, entró en el convento, pero se marchó á los seis ú ocho meses, dando por toda razón que el jardín carecía de sombra. Las religiosas se alegraron muchísimo. La señora de Genlis, aunque ya vieja, tocaba aún el arpa bastante bien.
Al marcharse dejó el sello de su estancia en la celda. Era supersticiosa y latinista. Estas dos palabras expresan gráficamente su perfil. Hace algunos años se encontraban aún pegados en lo interior de un armarito de su celda donde guardaba el dinero y las alhajas, estos cinco versos latinos, escritos por su propia mano con tinta roja en papel amarillo, y que, en su opinión, tenían la virtud de espantar á los ladrones:
Imparibus meritis pendent tria corpora ramis;
Dismas et Gesmas, media est divina potestas;
Alta petit Dismas, infelix, infima, Gesmas,
Nos et res nostras conservet summa potestas.
Hos versus dicas, ne tu furto tua perdas.
Estos versos, en latín del siglo VI, agitan la cuestión de si los dos ladrones del Calvario se llamaban, como se cree comúnmente, Dimas y Gestas, ó Dismas y Gesmas. Esta diferencia ortográfica, por insignificante que parezca, hubiera podido contrariar las pretensiones que tenía en el siglo pasado el vizconde de Gestas de descender del mal ladrón. Por lo demás, la virtud benéfica atribuida á estos versos es verdadero artículo de fe en la orden de las hospitalarias.
La iglesia de la casa, construida de manera que formaba un corte de separación entre el convento grande y el colegio, era común, sin embargo, al colegio, al convento grande y al pequeño; y en ella se admitía también al público por una especie de entrada de lazareto que conducía á la calle.
Pero todo estaba dispuesto de modo que ninguna de las habitantes del claustro pudiese ver un rostro de afuera. Imagínese el lector una iglesia cuyo coro hubiera sido cogido por la mano de un gigante, y doblado de manera que formase, no ya, como en todas las iglesias, una prolongación detrás del altar, sino una especie de sala ó caverna obscura á la derecha del celebrante; supóngase esta sala cerrada por la cortina de siete pies de altura de que ya hemos hablado; amontónense allí á la sombra de esa cortina, en sitiales de madera, las religiosas del coro á la izquierda, las educandas á la derecha, las conversas y las novicias en el centro, y se tendrá una idea de cómo las religiosas del Pequeño Picpus asistían al culto divino. Esta caverna, que se llamaba el coro, se comunicaba con el claustro por un pasadizo. La iglesia tomaba la luz del jardín. Cuando las religiosas asistían á las funciones en que su regla prevenía el silencio, el público sólo se enteraba de su presencia por el[Pg 430] choque de las tablillas de los sitiales, que se levantaban y bajaban ruidosamente.
VII
Algunas siluetas de aquella sombra
Durante los seis años que median desde 1819 á 1825, había sido priora del Pequeño Picpus la señorita Blemeur, que en religión se llamaba la madre Inocente. Pertenecía á la familia de Margarita de Blemeur, autora de la Vida de los Santos de la orden de san Benito.
Había sido reelegida en su cargo. Era mujer de unos sesenta años, baja, gruesa, «que cantaba como un puchero cascado», dice la carta citada anteriormente. Por lo demás, era excelente mujer; la única alegre del convento, y por esto era estimada de todas.
La madre Inocente se parecía en algo á su ascendiente Margarita, la Dacier de la orden.
Era literata, erudita, sabia, competente, historiadora, curiosa, rellena de latín, repleta de griego y henchida de hebreo, y más benedictino que benedictina.
La vice-priora era una religiosa española muy anciana y casi ciega, la madre Cineres.
Las más de notar, entre las madres vocales, eran la madre santa Honorina, tesorera; la madre santa Gertrudis, primera maestra de novicias; la madre santo Ángel, segunda maestra; la madre Asunción, sacristana; la madre san Agustín, enfermera, la única que era mala en el convento; después la madre, santa Mechtilde (señorita Gauvain) muy joven, con admirable voz; la madre Ángeles (señorita Drouet), que había estado en el convento de las Hijas de Dios y en el convento del Tesoro, entre Gisors y Magny; la madre san José (señorita Cogolludo); la madre santa Adelaida (señorita de Auverney); la madre Misericordia (señorita de Cifuentes, que no pudo resistir tanta austeridad); la madre Compasión (señorita de Miltière, que entró en el convento á los sesenta años, á pesar de no permitirlo la regla, pero muy rica); la madre Providencia (señorita de Laudinière): la madre Presentación (señorita de Sigüenza), que fué priora en 1847; y por fin, la madre santa Celina (hermana del escultor Ceracchi), que se volvió loca; la madre santa Chantal (señorita de Suzón), loca igualmente.
Había además, entre las más bellas, una linda joven de veintitrés años, que procedía de la isla de Borbón, descendiente del caballero Roze, que se llamaba señorita Roze y se hizo llamar madre Asunción.
La madre santa Mechtilde, encargada del canto y del coro, enseñaba muy satisfecha á las educandas. Tomaba de entre ellas diariamente una gama completa, es decir, siete educandas desde diez años á diez y seis inclusive, de voces y estaturas variadas, á quienes hacía cantar de pie, alineadas en fila por edades, desde la menor á la mayor, lo cual[Pg 431] ofrecía el caprichoso aspecto de un flautado de jóvenes, especie de flauta viviente del dios Pan, formada de ángeles.
Las hermanas conversas á quienes querían más las educandas eran sor santa Eufrasia, sor santa Margarita, sor santa Marta, ya chocha, y sor san Miguel, cuya larga nariz era objeto de risa.
Todas estas mujeres eran amables para las niñas; sólo eran rígidas para ellas mismas.
No se encendía lumbre más que en el colegio, y el alimento, comparado con el del convento, era escogido. Además, tenían por las educandas mil cuidados; sólo que, cuando una niña pasaba junto á una religiosa y le hablaba, la monja no respondía nunca.
La regla del silencio había producido el efecto singular de que en todo el convento se negaba la palabra á las criaturas humanas cuando se concedía á los objetos inanimados. Á veces hablaba la campana de la iglesia, otras el cascabel del jardinero. Un timbre muy sonoro, que la tornera tenía á su lado y que se oía en toda la casa, indicaba con sus variados toques que venía á ser una especie de telegrafía acústica, todos los actos de la vida material que debían ejecutarse, llamando al locutorio, cuando había necesidad, á tal ó cual habitante de la casa. Cada persona y cada cosa tenía sus toques: la priora uno y uno; la vice-priora uno y dos; seis con cinco llamaban á clase; de modo que las educandas no decían nunca entrar en clase, sino ir á las seis con cinco. Cuatro con cuatro era el toque á que respondía la señora de Genlis, el cual se oía con mucha frecuencia. Es el diablo á cuatro, decían las que tenían poca caridad. Diez con nueve toques anunciaban un gran acontecimiento. Era éste la apertura de la puerta de clausura, enorme plancha de hierro erizada de cerrojos, que no giraba sobre sus goznes sino á presencia del arzobispo.
Éste y el jardinero, como hemos ya dicho, eran los únicos hombres que entraban en el convento. Las educandas veían á otros dos; el uno el capellán que era el presbítero Banés, viejo y feo, á quién podían contemplar desde el coro al través de una reja; y el otro el profesor de dibujo, señor Ansiaux, llamado en la carta de que hemos copiado algunas líneas señor Anciot y calificado de viejo horrible y jorobado.
Como se ve, todos los hombres eran escogidos.
Tal era aquella curiosa morada.
VIII
Post corda lapides
Después de haber delineado la figura moral del convento, no estará de más indicar en breves palabras la configuración material: el lector tiene ya de ella alguna idea.
El convento del Pequeño Picpus de San Antonio, ocupaba casi completamente el vasto trapecio que formaban las intersecciones de las calles[Pg 432] Polonceau, Droit-Mur, la callejuela Pequeño Picpus y el callejón sin salida llamado en los antiguos planos calle Aumarais. Estas cuatro calles rodeaban el trapecio, como un foso. El convento se componía de varios edificios y un jardín. El edificio principal, tomado en conjunto, era un compuesto de construcciones híbridas, que miradas á vista de pájaro dibujaban con bastante exactitud una horca colocada en tierra.
El brazo mayor de esta horca, ocupaba todo el trozo de la calle Droit-Mur, comprendido entre la callejuela Picpus y la calle Polonceau; el brazo pequeño era una fachada alta, cenicienta, severa y enrejada, que daba frente á la callejuela Picpus, cuya extremidad designaba la puerta cochera número 62. Casi en medio de esta fachada, el polvo y la ceniza blanqueaban una puertecita vieja, cintrada, en que las arañas tejían su tela, y que sólo se abría una ó dos horas los domingos, y en las raras ocasiones en que salía del convento el ataúd de alguna religiosa.
Era la entrada pública de la iglesia. El codo de la horca la formaba una sala cuadrada con destino al servicio de la cocina, y á la que las religiosas llamaban la despensa. En el gran brazo estaban las celdas de las madres y de las hermanas, y el noviciado; en el otro brazo las cocinas, el refectorio rodeado del claustro y la iglesia. Entre la puerta número 62 y el ángulo del callejón sin salida Aumarais, estaba el colegio, que no se veía desde fuera. El resto del trapecio formaba el jardín, que estaba mucho más bajo que el nivel de la calle Polonceau, lo que hacía que la cerca rematase mucho más alta por dentro que por fuera. El jardín, ligeramente convexo, tenía en el centro, en una pequeña altura, un hermoso abeto agudo y cónico, del cual arrancaban, como de la punta central de una rodela, cuatro grandes calles, y otras ocho menores, colocadas dos á dos entre las primeras, de tal manera, que si el recinto hubiese sido circular, el plano geométrico de estas calles hubiera parecido una cruz colocada sobre una rueda. Todas las calles iban á terminar en las tapias irregulares del jardín, y por lo tanto, eran desiguales en longitud.
Estaban bordeadas de groselleros. En el fondo, una calle de elevados álamos iba desde las ruinas del antiguo convento, que estaban en el ángulo de la calle Droit-Mur, á la casa del convento pequeño, situado en el ángulo de la callejuela Aumarais. Antes de llegar al convento pequeño se encontraba lo que llamaban el jardinillo. Añádase á este conjunto un patio, muchos ángulos desiguales formados por las habitaciones interiores, paredes de cárcel, y por toda perspectiva y vecindad la negra y extensa línea de tejados que corría al otro lado de la calle Polonceau, y se tendrá una imagen completa de lo que era hace cuarenta y cinco años el convento de bernardinas del Pequeño Picpus. Esta santa casa se había construido precisamente en el sitio que ocupó un famoso juego de pelota,[Pg 433] desde el siglo XIV al XVI, al cual llamaban el trinquete de los once mil diablos.
Todas aquellas calles eran de las más antiguas de París. Los nombres de Droit-Mur y Aumarais son antiquísimos; pero las calles que los llevaban eran más antiguas todavía.
La calleja Aumarais se había llamado calleja de Maugout, y la calle Droit-Mur se llamó anteriormente calle de los Rosales Silvestres, porque Dios abrió las flores antes que el hombre tallase las piedras.
IX
Un siglo bajo una toca
Ya que estamos puestos á dar pormenores de lo que fué en otro tiempo el convento del Pequeño Picpus, y que hemos osado abrir una ventana en este discreto asilo, permítanos el lector todavía otra ligera digresión, ajena al fondo de este libro, pero característica y útil para dar á conocer que aún en el mismo claustro existen tipos originales.
Había en el convento pequeño una mujer centenaria que había ido allí procedente de la abadía de Fontevrault.
Antes de la revolución había pertenecido al mundo.
Hablaba mucho del señor de Miromesnil, guarda-sellos de Luis XIV, y de una tal Duplat, presidenta, á quienes había conocido mucho. Toda su vanidad, todo su placer, consistía en recordar estos nombres á cada paso. Contaba maravillas de la abadía de Fontevrault, que parecía una ciudad, pues tenía sus calles dentro del monasterio.
Hablaba con cierto acento picardo, que provocaba la risa de las educandas. Cada año renovaba solemnemente sus votos, y en el momento de hacer juramento, decía al sacerdote: monseñor san Francisco le prestó en manos de monseñor san Julián; monseñor san Julián le prestó en manos de monseñor san Eusebio; monseñor san Eusebio en manos de monseñor san Procopio, etc., etc.; así yo le presto en vuestras manos padre. Y las educandas reían, no so capa, sino so velo; encantadoras y sofocadas sonrisas que hacían fruncir el ceño á las madres vocales.
Otras veces, la centenaria contaba historias. Decía que «en su juventud los bernardinos no les iban en zaga á los mosqueteros». Era un siglo hablando; pero era el siglo XVIII. Narraba la costumbre de los cuatro vinos en Champagne y Bourgogne, antes de la revolución. Siempre que un gran personaje, un mariscal de Francia, un príncipe, un duque ó un par pasaba por alguna de las ciudades de Bourgogne ó Champagne, el Ayuntamiento le arengaba y presentaba cuatro copas de plata llenas de cuatro vinos diferentes. En la primera copa se leía esta inscripción: «vino del mono»; en la segunda, «vino del león»; en la tercera «vino del carnero»; en la cuarta, «vino del cerdo». Aquellos cuatro letreros expresaban los cuatro grados por que desciende la embriaguez: la primera[Pg 434] embriaguez es la que alegra, la segunda la que irrita, la tercera la que atonta y la última en fin la que embrutece.
Guardaba dentro de un armario, bajo llave, un objeto misterioso, que estimaba en mucho. La regla de Fontevrault no se lo prohibía, pero ella no quería enseñar aquel objeto á nadie. Se encerraba en la celda, lo que también permitía su regla, ocultándose siempre que quería contemplarle. Si oía pasos en el corredor, cerraba el armario tan precipitadamente cuanto podían sus trémulas manos. Cuando se le hablaba de aquello, se callaba siempre, siendo como era tan amiga de hablar. Las más curiosas se encontraban chasqueadas por su silencio, y las más tenaces por su obstinación. Era, pues, su objeto, motivo de los comentarios de todas las personas desocupadas ó fastidiadas del convento.
¿Qué podía ser aquel tan precioso, tan guardado, tesoro de la centenaria? ¿Sería algún libro santo? ¿Algún rosario único? ¿Alguna reliquia eficaz y probada? Todas se perdían en conjeturas.
Á la muerte de la pobre anciana corrieron todas al armario, más de prisa tal vez de lo que hubiese convenido, y le abrieron. Encontróse el objeto envuelto en un triple lienzo, como patena bendita.
Era un plato de Faënza, en el cual había pintados unos amorcillos volando en fuga, perseguidos por unos mancebos de botica armados de enormes jeringas. La persecución abundaba en gestos y posturas cómicas. Uno de los graciosos amorcillos aparece ya ensartado; en vano agita sus alas, y trata de volar; el matachín se ríe de sus esfuerzos con risa satánica.
Moraleja: el amor vencido por el cólico.
Aquel plato, por otra parte muy curioso y que tuvo quizá el mérito de sugerir una idea á Molière, existía aún en septiembre de 1845 de venta en una prendería del boulevard Beaumarchais.
Aquella buena vieja no quería recibir ninguna visita de fuera del convento, porque, según decía, «el locutorio era demasiado triste».
X
Origen de la adoración perpetua
Por lo demás, aquel locutorio casi sepulcral del que hemos procurado dar una idea, es un hecho puramente local, que no tenía semejante severidad en los otros conventos. En el de la calle del Temple, que en verdad era de otra orden, los postiguillos negros estaban reemplazados por cortinas obscuras, y el locutorio mismo era un salón bien entarimado, cuyas ventanas tenían cortinillas de muselina blanca, y cuyas paredes admitían toda clase de cuadros: el retrato de una benedictina con la cara descubierta, floreros pintados, y hasta una cabeza de turco.
En el jardín del convento de la calle del Temple, estaba aquel castaño de Indias que pasaba por el más hermoso y más grande de Francia,[Pg 435] y que tenía fama, entre el pueblo bonachón del siglo XVIII, de ser «el padre de todos los castaños del reino».
Hemos dicho ya que el convento del Temple estaba ocupado por las benedictinas de la Adoración perpetua, distintas de las que dependían de Císter. La orden de la Adoración perpetua no es muy antigua; cuenta sólo doscientos años. En 1649 el Santísimo Sacramento fué profanado dos veces, con pocos días de diferencia, en dos iglesias de París: en San Sulpicio y en San Juan de Grève, espantoso y raro sacrilegio que conmovió toda la población. El prior, vicario mayor de San Germán de los Prados, dispuso una procesión solemne de todo su clero, oficiando el nuncio del papa. Pero semejante expiación no pareció suficiente á dos dignas mujeres, la señora Courtin, marquesa de Boucs, y la condesa de Chateauvieux. Aquel ultraje inferido «al augusto Sacramento del altar», aunque pasajero, no se borraba del alma de aquellas dos santas mujeres, que creyeron que no podía ser reparado sino por una «adoración perpetua» en algún convento de monjas. Y ambas á dos, la una en 1652 y otra en 1653, hicieron donación de grandes sumas á la madre Catalina de Bar, llamada del Santísimo Sacramento, religiosa benedictina, para fundar con este fin piadoso, un monasterio de la orden de San Benito. El primer permiso para esta fundación fué concedido á la madre Catalina de Bar por el señor de Metz, abad de San Germán, «á condición de que no pudiera ser recibida ninguna joven que no llevase trescientas libras de renta, que suponen seis mil libras de capital». Después del abad de San Germán, el rey concedió las reales cédulas; y reunidas las licencias abaciales y las reales, fué registrado en 1664 en el Tribunal de Cuentas y en el Parlamento.
Tal es el origen y la consagración legal del establecimiento de las benedictinas de la Adoración perpetua del Santísimo Sacramento en París. Su primer convento se «edificó de nueva planta» en la calle de Casette, con el dinero de las señoras de Boucs y de Chateauvieux.
Esta orden, era pues, como se ve, distinta de las que seguían las benedictinas llamadas del Císter y dependía del abad de San Germán de los Prados; de igual manera que las monjas del Sagrado Corazón dependen del general de los jesuitas, y las hermanas de la Caridad del general de los lazaristas.
Era también totalmente distinta de la de las bernardas del Pequeño-Picpus cuyo interior acabamos de manifestar. En 1657, el papa Alejandro VII autorizó por breve especial á las bernardas del Pequeño-Picpus para practicar la adoración perpetua como las benedictinas del Santísimo Sacramento. Pero las dos órdenes no fueron por eso menos distintas.
[Pg 436]
XI
Fin del Pequeño-Picpus
Desde el principio de la restauración, el convento del Pequeño-Picpus iba muy á menos, lo cual era parte de la muerte general de la orden, que iba desapareciendo como todas las demás órdenes religiosas desde el siglo XVII. La contemplación es, lo mismo que la oración, una necesidad humana; pero se transformará como todo lo que ha tocado la revolución, y de enigma del progreso social, se convertirá en favorable.
La casa del Pequeño-Picpus se despoblaba rápidamente. En 1840 el convento pequeño había desaparecido, el colegio también; no había ya viejas ni jóvenes; las unas habían muerto, las otras se habían ido. Volaverunt.
La regla de la Adoración perpetua es de una rigidez tal, que asombra; las vocaciones retroceden, la orden no se renueva. En 1845 entraban aún de acá y de allá algunas, pocas, religiosas conversas, pero ni una de coro. Hace cuarenta años había unas cien religiosas: hace quince no había más que veintiocho. ¿Cuántas quedan hoy? En 1847 la priora era joven, aún no tenía cuarenta años, prueba de que la elección se hacía en un círculo muy reducido. Á medida que disminuye el número, aumenta el trabajo; el servicio de cada una se hace más duro. Veíase desde entonces llegar el momento en que ya no serían sino una docena de espaldas doloridas y encorvadas á soportar la pesada regla de San Benito. La carga es pesadísima, y sigue siempre la misma para pocas como para muchas; el mucho peso aplasta. Por eso mueren.
En el tiempo en que el autor de este libro vivía todavía en París, murieron dos. La una tenía veinticinco años, la otra veintitrés. Ésta pudo decir como Julia Alpinula: Hic jaceo. Vixi annos viginti et tres. Á causa de semejante decadencia, es por lo que el convento ha renunciado á la educación de niñas.
No hemos podido pasar por delante de aquella casa extraordinaria, desconocida, obscura, sin entrar y sin hacer entrar en ella los espíritus que nos acompañan y nos oyen referir, para utilidad de algunos quizá, la historia melancólica de Juan Valjean. Hemos penetrado en aquella comunidad enteramente llena de antiguas prácticas, que parecen tan nuevas á la fecha. Es el jardín cerrado; Hortus conclusus.
Hemos hablado de aquel sitio singular con alguna minuciosidad, pero con respeto, al menos con todo lo que son compatibles respeto y detalle. No nos lo explicamos todo, pero no insultamos nada. Estamos á la misma distancia del himno laudatorio de José de Maistre, que lleva á la coronación del verdugo, que de la ironía de Voltaire, que llega hasta reirse del crucifijo.
Ilogismo de Voltaire, sea dicho de paso; porque Voltaire hubiera defendido á Jesús como defendía á Calás; y para aquellos mismos que[Pg 437] niegan las encarnaciones sobrehumanas, ¿qué representa el crucifijo? El asesinato de la sabiduría.
En el siglo XIX, la idea religiosa está pasando por una grave crisis. Se olvidan ciertas cosas, y está bien hecho, con tal que al olvidar aquello se aprenda esto.
Nada de vacío en el corazón humano. Si se hacen ciertas demoliciones, y si es bueno que se hagan, ha de ser á condición de que sigan á ellas las reconstrucciones.
Entre tanto, estudiemos las cosas que dejaron de ser. Es necesario conocerlas, aunque no sea más que para evitarlas. Las falsificaciones del pasado toman falsos nombres, y se llaman á sí mismas porvenir.
Este reaparecido, el pasado, está expuesto á la debilidad de falsificar su pasaporte. Averigüemos el ardid: desconfiemos. Seamos cautos.
Lo pasado tiene su fisonomía, la superstición; y un antifaz, la hipocresía. Denunciemos el rostro y arranquemos la máscara.
En cuanto á los conventos, nos ofrecen una cuestión compleja. La civilización los condena; los protege la libertad.
I
El convento: idea abstracta
Este libro es un drama, cuyo primer personaje es el infinito.
El hombre es el segundo.
Siendo así y habiéndose encontrado un convento en nuestro camino, hemos debido penetrar en él. ¿Por qué?
Porque el convento, que es propio así del Oriente como del Occidente, de la antigüedad como de los tiempos modernos, propio del paganismo, del budismo, del mahometismo, como del cristianismo, es uno de los instrumentos ópticos dirigidos por el hombre al infinito.
No es éste lugar de desenvolver desmedidamente ciertas ideas; sin embargo, aún manteniendo absolutamente nuestras reservas, nuestras restricciones, y hasta nuestras indignaciones, debemos decirlo: siempre que hallamos en el hombre el infinito, bien ó mal comprendido, nos sentimos sobrecogidos de respeto. Hay en la sinagoga, hay en la mezquita, en la pagoda, en el wigwam, la parte repugnante que execramos y la parte sublime que adoramos. ¡Qué contemplación para el espíritu y que infinidad de meditaciones! El reflejo de Dios dando la muralla de la humanidad.
[Pg 438]
II
El convento: hecho histórico
Bajo el punto de vista de la historia, de la razón y de la verdad, queda el monaquismo condenado.
Los monasterios, cuando abundan en una nación, son obstáculos de la circulación, establecimientos embarazosos, centros de pereza allí donde son necesarios centros de trabajo. Las comunidades monásticas son á la gran comunidad social, lo que el muérdago es á la encina, lo que la verruga al cuerpo humano. Su prosperidad y crecimiento significan la miseria del país. El régimen monacal, bueno al nacer de las civilizaciones, útil para producir la reducción de la brutalidad por medio de lo espiritual, es perjudicial á la virilidad de los pueblos. Además, cuando se relaja y entra en su período de desarreglo, como continúa dando ejemplo, se vuelve nocivo por las mismas razones que le hacían saludable en su período de pureza.
La clausura ha tenido su tiempo. Los claustros, útiles en la primera educación de la civilización moderna, han sido perjudiciales á su crecimiento y dañosos á su desarrollo. Como institución y como manera de formar el hombre, fueron los monasterios, buenos en el siglo décimo, discutibles en el décimoquinto y son detestables en el décimonono. La lepra monacal ha corroído casi hasta el esqueleto dos admirables naciones: la Italia y la España: luz una y esplendor la otra de Europa, durante algunos siglos; y en la época en que vivimos, esos dos pueblos ilustres no comienzan á curar sino gracias á la vigorosa higiene de 1789.
El convento, el antiguo convento de mujeres particularmente, como aparece todavía á principios del siglo actual así en Italia, como en Austria y España, es una de las más sombrías concreciones de la Edad Media. El claustro, ese claustro citado, es el punto de intersección de los terrores. El claustro católico, propiamente dicho, está completamente lleno de las negras irradiaciones de la muerte.
El convento español, sobre todo, es fúnebre. Allí, en la obscuridad, bajo bóvedas llenas de bruma, bajo cúpulas vagas á fuerza de sombra, se elevan altares babélicos macizos, altos como catedrales; allí, pendientes de cadenas, entre las tinieblas, inmensos crucifijos blancos; allí se ostentan desnudos, sobre el ébano, grandes Cristos de marfil; más que ensangrentados, sanguinolentos, horribles y magníficos, los codos mostrando los huesos, las rótulas mostrando los tegumentos, las llagas mostrando las carnes; coronados de espinas de plata, clavados con clavos de oro, rubíes por gotas de sangre en la frente, y diamantes por lágrimas en los ojos. Los diamantes y rubíes parecen mojados y hacen llorar, abajo en la sombra, á seres velados, que tienen las costillas maceradas por el cilicio y por las disciplinas ferradas, los pechos aplastados por pleitas de esparto, las rodillas desolladas por la oración, mujeres que se creen[Pg 439] esposas, espectros que se creen serafines. ¿Piensan esas mujeres? No. ¿Quieren? No. ¿Aman? No. ¿Viven? No.
Sus nervios se han convertido en huesos; sus huesos se han trocado en piedras. Su velo es un tejido tenebroso, y bajo aquel velo, su aliento se parece á no se sabe qué trágica respiración de la muerte. La abadesa, una larva, las santifica y aterra. Allí está lo inmaculado espantoso. Tales son los antiguos monasterios de España; madrigueras de devoción terrible, antros de vírgenes, lugares feroces.
La España católica ha sido más romana que la misma Roma. El convento español ha sido, por excelencia, el convento católico. Sentíase allí el Oriente. El arzobispo, kislar-agá del cielo, tenía bajo cerrojos y espiaba aquel serrallo de almas reservado á Dios. La monja era la odalisca, el sacerdote el eunuco. Las fervientes eran escogidas en sueños, y poseían á Cristo. De noche, el hermoso mancebo, desnudo, descendía de la cruz para el éxtasis de la celda. Altos muros guardaban de toda distracción viviente á la sultana mística que tenía al crucificado por sultán. Una mirada al exterior era una infidelidad. El in pace reemplazaba al saco de cuero. Lo que de los harenes en Oriente se arrojaba al mar, era arrojado á la tierra en los conventos de Occidente. Allí, como aquí, había mujeres que retorcían sus brazos; para las unas la ola, para las otras la fosa; ahogadas aquéllas, enterradas éstas. ¡Monstruoso paralelismo!
Hoy día, los defensores del pasado, no pudiendo negar estas cosas, han tomado el partido de sonreir. Se ha puesto en moda una manera cómoda y extraña de suprimir las revelaciones de la historia, de invalidar los comentarios de la filosofía, y de eludir todos los hechos embarazosos y todas las cuestiones sombrías. Materia para declamar, dicen los hábiles. Declamaciones, repiten los necios. Juan Jacobo, declamador; Diderot, declamador; Voltaire hablando de Calás, Labarre y Sirven, declamadores. No sé quién ha descubierto últimamente que Tácito era un declamador, que Nerón fué una víctima, y decididamente debía compadecerse á «este pobre Holofernes».
Los hechos, sin embargo, son difíciles de desbaratar, porque se obstinan en ser lo que son. El autor de este libro ha visto por sus ojos, á ocho leguas de Bruselas, un recuerdo existente de la Edad Media que está al alcance de todo el mundo, en la abadía de Villers; es éste el agujero de los olvidados en medio del prado, que fué patio del claustro, y á orillas del Thil; cuatro calabozos de piedra, mitad bajo el suelo, mitad bajo el agua. Son lo que llamaban el in pace. Cada uno de aquellos calabozos conserva todavía un trozo de puerta de hierro, una letrina y un tragaluz enrejado, que, por fuera, está á dos pies más alto que el río, y por dentro, á seis pies bajo el piso. Cuatro pies de río pasan exteriormente á lo largo del muro. El suelo está siempre mojado. El habitante del in pace tenía por lecho aquella tierra mojada. En uno de los calabozos[Pg 440] se ve un pedazo de argolla sujeta al muro; en otro se encuentra una especie de caja cuadrada hecha con cuatro losas de granito, demasiado corta para tenderse en ella, demasiado baja para incorporarse. Metíase allí dentro un ser humano cubriéndolo con otra piedra. Esto existe. Esto se ve y se toca.
Este in pace, estos calabozos, estos goznes de hierro, estas argollas, este elevado tragaluz al nivel del cual corre el río, esta caja de piedra cerrada con una tapa de granito como una tumba, con la diferencia de que el muerto era un vivo, este suelo que es lodo, este agujero de letrina, estos muros que rezuman, ¡vaya unos declamadores!
III
Con qué condición puede respetarse lo pasado
El monaquismo, tal cual existía en España y tal como existe en el Tíber, es para la civilización una especie de tisis. Detiene la vida. Despuebla simplemente. Claustración, es como castración. Ha sido el azote de Europa. Agréguese á ello la violencia frecuentemente hecha á la conciencia, las vocaciones forzadas, la feudalidad apoyándose en el claustro, la primogenitura vertiendo en el monaquismo el exceso de los nacidos en la familia, las atrocidades de que hemos hablado, los in pace, las bocas cerradas, los cerebros tapiados, tantas inteligencias infortunadas encerradas en el calabozo de los votos eternos, la toma de hábito, entierro de almas llenas de vida. Añadid los suplicios individuales á las degradaciones nacionales, y quien quiera que seáis, os estremeceréis indudablemente ante la cogulla y el velo, esos dos sudarios de invención humana.
Y todavía, sobre ciertos puntos y en ciertos lugares, á despecho de la filosofía y del progreso, el espíritu claustral persiste en pleno siglo XIX, y una peregrina recrudescencia ascética, asombra hoy al mundo civilizado. La terquedad de las instituciones envejecidas, en perpetuarse, se parece á la obstinación del perfume rancio que reclamase el derecho de aromatizar nuestros cabellos, ó á la pretensión del pescado pasado que quisiere ser comido, ó á la persecución del traje del niño que quisiera seguir vistiendo al hombre, ó á la ternura de los cadáveres que volvieran para abrazar á los vivos.
¡Ingratos! dice el vestido. Yo os he guardado del mal tiempo. ¿Por qué me rechazáis ahora? Vengo de la pleamar, dice el pescado. Yo he sido rosa, dice el perfume. Yo os amé, dice el cadáver. Yo os civilicé, dice el convento.
Á todo ello basta una sola respuesta: Antiguamente.
Pensar en la prolongación indefinida de las cosas muertas y en el gobierno de los hombres por embalsamamiento, restaurar los dogmas deteriorados, dorar de nuevo los tabernáculos, revocar nuevamente los claustros, volver á bendecir los relicarios, rehabilitar las supersticiones,[Pg 441] alimentar de nuevo los fanatismos, echar mangos nuevos á los hisopos y á los sables, reconstituir el monaquismo y el militarismo, creer en la salvación de la sociedad por la multiplicación de los parásitos, imponer el pasado al presente, parece, en verdad, cosa extravagante.
Y existen, no obstante, teóricos para semejantes teorías. Los tales teóricos, gente de talento por otra parte, usan un procedimiento muy sencillo: aplican sobre el pasado cierto barniz que llaman orden social, derecho divino, moral, familia, respeto á la ancianidad, autoridad antigua, tradición santa, legitimidad, religión; y van gritando: ¡Mirad, atended! Ahí va eso, gentes honradas. Esta lógica era ya conocida de los antiguos. Los arúspices la practicaban. Frotaban con tiza una becerra negra, y exclamaban: Es blanca. Bon cretatus.
Por nuestra parte, respetamos eso y lo otro, y en todos terrenos perdonamos lo pasado, con tal que consienta en estar muerto. Si quiere vivir todavía, le atacamos, procurando matarle.
Supersticiones, hipocresías, mojigaterías y preocupaciones, todas esas larvas, que, como larvas que son, se agarran tenazmente á la vida: tienen dientes y uñas entre sus nebulosidades y es preciso acorralarlas cuerpo á cuerpo y hacerles la guerra, y hacérsela sin tregua; porque es una de las fatalidades de la humanidad la de estar condenada á combatir fantasmas eternamente.
Es muy difícil coger á la sombra por el cogote y derribarla.
Un convento en Francia, en plena luz del siglo XIX, es un corro de búhos encarándose con el sol. Un claustro, en flagrante delito de ascetismo, en medio de la ciudad de 1789, de 1830 y 1848; Roma floreciendo dentro de París, es un anacronismo. En tiempos normales, para disolver un anacronismo y desvanecerlo, no hay más que apelar al milésimo. Pero no estamos en tiempos normales.
Combatamos.
Combatamos, pero distingamos. Es propio de la verdad no ser nunca excesiva. ¡Qué necesidad tiene de exagerar! Existe lo que es preciso destruir, y lo que buenamente se debe aclarar y examinar. El examen benévolo y grave, ¡cuánta fuerza da! No llevemos, por lo tanto, la llama allí donde alcanza la luz.
Dado pues el siglo XIX, somos contrarios, en tesis general y respecto á todos los pueblos, en Asia como en Europa, en la India como en Turquía, á las claustraciones ascéticas. Quien dice convento dice pantano. Su putridez es evidente, su estancamiento malsano, su fermentación produce calenturas á los pueblos y los marchita, su multiplicación atrae las plagas de Egipto. No podemos pensar sin horror en esos países en que los faquires, los bonzos, los santones, los caloyos, los morabitos, los talapuinos y los derviches pululan y hormiguean como gusanos.
Dicho esto, la cuestión religiosa subsiste. Esta cuestión tiene ciertos lados misteriosos, temibles casi; seanos permitido observarla bien.
[Pg 442]
IV
El convento bajo el punto de vista de los principios
Reúnense varios hombres y habitan en común. ¿En virtud de qué derecho? En virtud del derecho de asociación.
Se encierran en su casa. ¿En virtud de qué derecho? En virtud del derecho que tiene todo hombre de abrir ó cerrar su puerta.
No salen. ¿En virtud de qué derecho? En virtud del derecho de ir y venir, que implica el derecho de estarse en su casa.
Y allí, en su casa, ¿qué hacen?
Hablan quedo; bajan los ojos; trabajan. Renuncian al mundo, á las ciudades, á la sensualidad, á los placeres, á las vanidades, al orgullo, á los intereses.
Visten tosca lana ó grosera tela. Ninguno de ellos posee cosa alguna en propiedad. Al entrar allí, el que era rico se hace pobre. Lo da todo á todos. El que era lo que se llama noble, hidalgo y señor, es igual al que era simple campesino. La celda es idéntica para todos. Todos se someten á la misma tonsura, llevan el mismo sayal, comen el mismo pan negro, duermen sobre la misma paja, mueren sobre la misma ceniza. La misma cogulla á la espalda, la misma cuerda á la cintura.
Si la regla manda ir con los pies desnudos, con los pies desnudos andan todos. Entre ellos podrá haber un príncipe; pero este príncipe será una sombra como los demás.
Nada de títulos. Hasta los mismos apellidos desaparecen; sólo son conocidos por el nombre. Todos están encorvados bajo la igualdad del nombre de pila. Han disuelto la familia carnal y constituido en su comunidad una familia espiritual. Sus parientes son todos los hombres. Socorren á la humanidad y cuidan á los enfermos.
Eligen á aquellos á quienes han de obedecer, y al nombrar uno á otro, le llama: hermano.
Aquí se me interrumpirá diciendo: ¡Pero ése es el convento ideal! Basta que sea el convento posible, para que sea el que yo tenga en cuenta.
De esto procede que en el libro anterior haya hablado de un convento en tono respetuoso. Descartándonos de la Edad Media y del Asia, y reservándonos la cuestión histórica y política bajo el punto de vista estrictamente filosófico, fuera de la esfera de la polémica militante, y con la condición de que la vida monástica sea absolutamente voluntaria, y sólo entren en ella los que tengan vocación, miraremos siempre la comunidad claustral con esta atenta gravedad, y hasta con diferencia en ciertos casos. Donde hay comunidad hay asociación; donde hay asociación hay derecho. El monasterio es el producto de la fórmula: Igualdad, Fraternidad.
¡Oh! ¡Cuán grande es la libertad! ¡Qué transfiguración más espléndida![Pg 443] La libertad bastándose á sí misma para convertir en república el monasterio.
Prosigamos.
Pero estos hombres ó estas mujeres que viven encerrados entre cuatro paredes, que se visten de buriel, que son iguales, que se llaman hermanos, ¿hacen todavía algo más?
Sí.
¿Qué?
Contemplan la sombra; se arrodillan y juntan las manos.
¿Y esto, qué significa?
V
La oración
Ruegan.
¿Á quién?
Á Dios.
Rogar á Dios; ¿qué quiere decir esta palabra?
¿Hay un infinito después de nosotros? ¿Es este infinito uno, inmanente, permanente, necesariamente sustancial, puesto que es infinito, y que, si la materia le faltase, allí estaría su límite; necesariamente inteligente, puesto que es infinito, y que, si la inteligencia le faltase, allí terminaría? Este infinito ¿despierta en nosotros la idea de la esencia, en tanto que no podemos atribuirnos á nosotros mismos más que la idea de la existencia? En otros términos: ¿no es el absoluto respecto del cual somos nosotros lo relativo?
Al mismo tiempo que hay un infinito fuera de nosotros, ¿no hay dentro de nosotros otro infinito? Estos dos infinitos (¡plural espeluznante!) ¿se superponen tal vez el uno al otro? El segundo infinito, ¿no es, por así decirlo, subyacente al primero? ¿No es su espejo, su reflejo, su eco, abismo concéntrico de otro abismo?
¿Ese segundo infinito es inteligente también? ¿Piensa? ¿Ama? ¿Quiere? Si ambos infinitos son inteligentes, cada uno de ellos tiene un principio volente, en cada uno hay un yo, así en el infinito superior como en el infinito inferior. El yo de abajo es el alma; el yo de arriba, Dios.
Poner en contacto por mediación del pensamiento, el infinito de abajo con el infinito de arriba, se llama orar.
No le quitemos nada al espíritu humano; suprimir siempre es malo. Lo necesario es reformar y transformar. Ciertas facultades del hombre se dirigen á lo Desconocido; el pensamiento, la meditación, la oración. Lo desconocido es un océano. ¿Qué viene á ser la conciencia? La brújula de lo Desconocido. Pensamiento, meditación, oración: son éstos, grandes fulgores misteriosos. Respetémoslos. ¿Adónde van esas irradiaciones del alma? Á la sombra; es decir, á la luz.
[Pg 444]
La grandeza de la democracia consiste en no negar nada, ni renegar de nada de la humanidad. Junto al derecho del hombre, al menos á su lado, está el derecho del alma.
Destruir los fanatismos y venerar lo infinito; ésta es la ley. No debemos limitarnos á caer de rodillas bajo el árbol Creación, y á contemplar su inmenso ramaje lleno de estrellas. Tenemos un deber: trabajar en pro del alma humana; defender el misterio contra el milagro, adorar lo incomprensible, y rechazar lo absurdo; no admitir como inexplicable más de lo necesario; sanear la creencia; separar las supersticiones de la religión; limpiar de gusanos la idea de Dios.
VI
Bondad absoluta de la oración
En cuanto al modo de orar, todos son buenos, siendo sinceros. Cerrad todo libro y penetrad en lo infinito.
Sabemos que existe una filosofía que niega el infinito; pero también hay una filosofía clasificada patológicamente, que niega el sol. Esta filosofía se llama ceguedad.
Erigir un sentido de que carecemos en origen de verdad, es ciertamente una razón de ciego.
Lo curioso es el tono altivo, de superioridad y de compasión que toma para con la filosofía que ve á Dios, esa filosofía que anda á ciegas. Nos parece oir á un topo exclamando: ¡Me dan lástima con su sol!
Sabemos que hay ilustres y poderosos ateos; pero en el fondo, encaminados á la verdad por su mismo poder, no tienen la seguridad de su ateísmo; para ellos la cuestión viene á ser casi de nombre; y en todo caso, si no creen en Dios, con ser hombres de talento prueban que existe.
Nosotros saludamos en ellos á los filósofos, al par que calificamos inexorablemente su filosofía.
Continuemos.
Lo igualmente admirable es la facilidad con que muchos se pagan de palabras. Una escuela metafísica del Norte, algo cargada de neblina, ha creído que hacía una revolución en el entendimiento humano reemplazando la palabra Fuerza por la palabra Voluntad.
Decir: la planta quiere, en lugar de la planta crece, sería en efecto una frase fecunda, si se añadiese: el Universo quiere. ¿Por qué? Porque de ahí se deduciría que si la planta quiere, es que hay un yo; el Universo quiere, hay pues un Dios.
Por nuestra parte, que en contraposición á semejante escuela no rechazamos nada á priori, creemos que, admitir en la planta una voluntad, como dicha escuela admite, es mucho más difícil que admitir la voluntad en el Universo, que ella niega.
Negar la voluntad del infinito, es decir, Dios, no puede hacerse sino negando el infinito mismo. Ya lo hemos demostrado.
[Pg 445]
La negación del infinito conduce directamente al nihilismo. Todo se convierte en «concepción del espíritu».
Con el nihilismo no hay discusión posible; porque si el nihilista es lógico, duda de que su interlocutor exista, sin estar seguro de que exista él mismo.
Desde su punto de vista, es posible que no sea él para sí mismo más que «una concepción de su espíritu».
Pero no advierte que todo lo que niega lo admite en junto, con sólo pronunciar la palabra: espíritu.
En suma, no ha abierto todavía ninguna senda al pensamiento, esa filosofía que quiere terminarlo todo con este monosílabo: No.
Al No, no hay más que una respuesta: Sí.
El nihilismo no tiene trascendencia.
No existe la nada. El cero no existe. Todo es algo. La nada es nada.
El hombre vive de la afirmación más que de pan.
Ver y mostrar no es suficiente. La filosofía debe ser una energía; debe tener por esfuerzo y por efecto, mejorar al hombre. Sócrates debe entrar en Adán y producir á Marco Aurelio; ó en otros términos, hacer salir del hombre de la felicidad el hombre de la sabiduría. Transformar el Edén en Liceo. La ciencia debe ser un cordial. ¡Gozar! ¡Qué triste fin! ¡Qué ambición más mezquina! Los brutos gozan. ¡Pensar! he aquí el verdadero triunfo del alma.
Hacer fluir el pensamiento al alcance de la sed de los hombres; darles á todos en elixir la noción de Dios; unir fraternalmente la conciencia y la ciencia, y hacerles justos por medio de este misterioso enlace. Tal es la misión de la filosofía verdadera. La moral es una expansión de verdades. La contemplación lleva á la acción. Lo absoluto debe ser práctico. Es preciso que el ideal sea respirable, potable y comestible para el espíritu humano. Sólo lo ideal tiene derecho á decir: Tomad, ésta es mi carne; bebed, ésta es mi sangre. La sabiduría es una comunión sagrada. Bajo esta sola condición deja de ser un amor estéril de la ciencia para convertirse en el modo único y soberano de la unión humana; y de filosofía se eleva á religión.
La filosofía no debe ser un edificio construido sobre el misterio para mirarle fácilmente, sin más resultado que un objeto de curiosidad.
Nosotros, y dejando para otra ocasión el desarrollo de nuestro pensamiento; nos limitaremos á decir que no comprendemos, ni el hombre como punto de partida, ni el progreso como fin, sin estas dos fuerzas, que son los dos motores: creer y amar.
El progreso es el fin; lo ideal es el tipo.
¿Qué es lo ideal? Dios.
Ideal, absoluto, perfección, infinito; palabras idénticas.
[Pg 446]
VII
Precauciones indispensables para condenar
La historia y la filosofía tienen deberes eternos, que son al mismo tiempo simples deberes: combatir á Caifás obispo, á Dracón juez, á Trimalción, legislador, á Tiberio emperador; esto es claro, directo, explícito, y no ofrece el menor inconveniente. Pero el derecho de vivir aparte, aún con sus inconvenientes y sus abusos, debe ser reconocido y respetado. El cenobitismo es un problema humano.
Cuando se habla de los conventos, de esos lugares de error, pero de inocencia; de extravío, pero de buena voluntad; de ignorancia, pero de devoción; de suplicio, pero de martirio, es preciso casi siempre decir sí y no.
Un convento es una contradicción. Su fin es la salvación; su medio, el sacrificio. El convento es el supremo egoísmo dando por resultado la abnegación suprema.
Abdicar para reinar: ésta parece ser la divisa del monaquismo.
En el claustro se sufre para gozar. Se gira una letra de cambio sobre la muerte. Se descuenta en noche terrena la luz celestial. En el claustro se acepta el infierno como herencia anticipada sobre el cielo.
La toma del velo ó de la cogulla es un suicidio que se paga con la eternidad.
No nos parece, pues, que semejante asunto sea cosa de burla. Todo es en ello serio, así el bien como el mal.
El hombre justo frunce el entrecejo, pero no sonríe con maligna sonrisa.
Comprendemos la cólera, no la malignidad.
VIII
Fe, ley
Algunas palabras todavía.
Censuramos la Iglesia cuando está saturada de intrigas; despreciamos la aspereza espiritual opuesta á la temporal; pero honramos en todas partes al hombre pensativo.
Saludamos al que se arrodilla.
Una fe, es necesaria para el hombre. ¡Desgraciado del que nada cree!
El hombre no está desocupado cuando está absorbido. Existe el trabajo visible y el invisible.
Contemplar, es trabajar; pensar, es producir.
Los brazos cruzados trabajan; las manos juntas hacen. La mirada al cielo es una obra.
Thales estuvo cuatro años inmóvil, y fundó la filosofía.
Para nosotros, ni los cenobitas están ociosos, ni son los solitarios holgazanes.
[Pg 447]
Pensar en la Sombra es una cosa seria.
Sin invalidar en nada cuanto hemos dicho, creemos que conviene á los vivos un perpetuo recuerdo de la tumba. Sobre este punto el sacerdote y el filósofo están de acuerdo.
Morir habemos, replica á Horacio el fundador de la Trapa.
Mezclar á la vida algo de la muerte, es la ley del sabio; pero es también la ley del asceta. Sobre este punto el asceta y el sabio convergen.
Existe el crecimiento material, y le queremos; pero existe también el engrandecimiento moral, que respetamos.
Los espíritus irreflexivos y ligeros dicen:
—¿Qué objeto tienen esas figuras inmóviles contemplando el misterio? ¿Para qué sirven? ¿Qué hacen?
¡Ay! En presencia de la obscuridad que nos rodea y nos espera, sin saber lo que hará de nosotros la dispersión inmensa, les respondemos:
—No hay tal vez cosa más sublime que la que hacen esas almas. Y añadimos: No hay tal vez en el mundo trabajo más útil.
Es preciso que haya los que oran siempre, por los que nunca oran.
Para nosotros, todo consiste en la cantidad de pensamiento que entra en la oración.
Leibnitz orando, es grande; Voltaire adorando, magnífico. Deo erexit Voltaire.
Estamos por la religión contra las religiones.
Somos de los que creen en la miseria del rezo y en la sublimidad de la oración.
Por lo demás, durante el minuto que cruzamos por el mundo, minuto que afortunadamente no imprimirá su sello al siglo XIX; en esta hora en que tantos hombres tienen la frente baja y el alma poco elevada; entre tantos vivientes que tienen por regla de moral el gozar, y se ocupan de las cosas perecederas y deformes de la materia; aquél que se destierra á sí propio nos parece venerable.
El monasterio es un gran destierro. El sacrificio que da en lo falso no deja de ser un sacrificio. Tomar por deber un error severo, no deja de tener su grandeza.
Considerado en sí mismo é idealmente, y mirándole bajo todos sus aspectos para llegar al examen imparcial de la verdad, el monasterio y, sobre todo el convento de monjas, porque en nuestra sociedad la mujer padece más, y su destierro en el claustro es una especie de protesta; el convento de monjas, decimos, tiene incontestablemente cierta majestad.
La vida del claustro, tan austera y tan monótona, de la que acabamos de bosquejar algunas líneas, no es la vida, porque no es la libertad; no es la tumba, porque no es la plenitud: es el lugar extraño desde donde se descubre, como desde la cima de una alta montaña, á un lado el abismo en que vivimos, y al otro el abismo en que iremos á parar; es la estrecha y tortuosa frontera que separa, dos mundos, iluminado y obscurecido[Pg 448] á un tiempo por los dos, y donde se confunden el rayo debilitado de la vida y el rayo ténue de la muerte; es la penumbra de la tumba.
En cuanto á nosotros, que no creemos lo que esas mujeres creen, pero que vivimos como ellas por la fe, no hemos podido pensar nunca, sin cierto terror religioso y tierno, sin cierta piedad llena de envidia, en esas criaturas resignadas, trémulas y confiadas; en esas almas humildes y augustas que se atreven á vivir en el borde mismo del misterio, esperando, entre el mundo que les está cerrado y el cielo que no se les ha abierto, volviéndose hacia la caridad invisible; pero consolándose con la idea de saber dónde está, aspirando al abismo y á lo desconocido, con la mirada fija en la inmóvil obscuridad, arrodilladas, desvanecidas, estupefactas, esperanzadas, y casi elevadas á ciertas horas por el soplo profundo de la eternidad.
I
Donde se trata de la manera de entrar en un convento
En esta casa fué donde Juan Valjean había, según dijo Fauchelevent, «caído del cielo».
Había saltado por la pared del jardín que formaba el ángulo de la calle Polonceau. Aquel himno de ángeles que había oído en medio de la noche, era el canto de maitines de las monjas; la sala que había visto en la obscuridad, era la capilla; la fantasma que vió tendida en tierra, era la hermana del poste en el acto del desagravio; la campanilla cuyo extraño ruido le había sorprendido tanto, era el cascabel del jardinero, atado á la pierna del tío Fauchelevent.
Acostada Cosette, Juan Valjean y Fauchelevent habían cenado, como hemos dicho, un pedazo de queso y un vaso de vino al amor de una buena hoguera chispeante; y como la única cama que había, estaba ocupada por Cosette, se habían echado cada uno sobre un haz de paja.
Juan Valjean antes de cerrar los ojos, había dicho: «Es preciso que me quede aquí». Esta frase había estado dando vueltas todo la noche en el cerebro de Fauchelevent.
Á decir verdad, ninguno de los dos durmió.
Juan Valjean, viéndose descubierto y perseguido por Javert, comprendía que tanto Cosette como él, estaban perdidos si entraban de nuevo en las calles de París. Puesto que la nueva ráfaga de viento que le impeliera le había arrojado á aquel claustro, ya no tenía Juan Valjean más que una idea: quedarse allí. Para un desgraciado en su posición, era[Pg 449] el convento á la vez que el refugio más peligroso, el más seguro; el más peligroso, porque no pudiendo entrar allí ningún hombre, si era descubierto, lo sería en flagrante delito, y no tendría que esperar para ir á la cárcel; el más seguro, porque si conseguía que le admitiesen y se quedaba, ¿quién había de ir á buscarle allí? Habitar en un lugar imposible, era su salvación.
Fauchelevent, por su parte, se devanaba los sesos, acabando por conocer que nada comprendía.
¿Cómo se encontraba allí el señor Magdalena dadas las tapias del jardín? Las paredes de un claustro no se traspasan.
¿Cómo estaba allí llevando aquella niña? Una pared vertical no se escala llevando en brazos una criatura.
¿Quién era aquella niña? ¿De dónde venían ambos? Desde que Fauchelevent entró en el convento no había oído hablar más de M* sur M* y no sabía nada de lo que allí había pasado. El señor Magdalena tenía ese aspecto que desanima á los curiosos; y además, Fauchelevent se decía á sí mismo: Á un santo no se le interroga. El señor Magdalena había conservado para él todo su prestigio. Solamente por ciertas palabras escapadas á Juan Valjean el jardinero creyó poder deducir que el señor Magdalena había podido quebrar, á causa de las dificultades de la época, y que le perseguían sus acreedores, ó bien que se había comprometido en algún negocio político y debía ocultarse, lo cual no repugnaba á Fauchelevent, quien, como casi todos los campesinos del Norte, tenía un antiguo fondo bonapartista. Ocultándose, pues, el señor Magdalena, había buscado un asilo en el convento, y era natural que quisiese permanecer en él. Pero lo inexplicable, y en lo cual devanaba inútilmente sus sesos Fauchelevent, era en el cómo había entrado allí el señor Magdalena, y entrado además con la niña. Fauchelevent los veía, los tocaba, les hablaba, y no podía creerlo. Lo incomprensible acababa de hacer su entrada en el tabuco de Fauchelevent, que andaba á tientas en medio de mil diversas conjeturas, y no veía claro sino esto: Que el señor Magdalena le había salvado la vida.
Esta única certidumbre le bastaba para decidirse. Díjose para sí: Ha llegado mi turno. Y añadió en conciencia: El señor Magdalena no deliberó tanto cuando se metió debajo de la carreta para sacarme de allí. Y decidió salvar al señor Magdalena.
Esto no obstante se hizo algunas preguntas dándose las correspondientes respuestas: Después de lo que hizo por mí, si fuera un ladrón ¿le salvaría? Sin duda alguna. Si fuera un asesino, ¿le salvaría? Igualmente. Entonces siendo un santo, ¿le salvaré? no hay duda.
Pero hacer que se quede en el convento, ¡ahí está la dificultad!
Ante esta tentativa, casi quimérica, no retrocedió Fauchelevent; aquel pobre campesino picardo, sin más medios que su buena intención[Pg 450] y voluntad, y algo de esa proverbial astucia del lugareño, puesta á la sazón al servicio de una intención generosa, propúsose escalar las imposibilidades del claustro y las duras escabrosidades de la regla de San Benito. El tío Fauchelevent era un viejo que había sido egoísta toda su vida, y que al fin de sus últimos días, cojo, enfermo y sin vínculo alguno en el mundo, encontró un placer en el agradecimiento; y viendo que podía hacer una buena acción se arrojó como un hombre que en el momento de la muerte, se encontrase en la mano un vaso de buen vino del que jamás hubiese catado, y se lo bebiese con avidez.
Puede añadirse también, que el aire que respiraba hacía algún tiempo en aquel convento había destruido su personalidad, habiendo acabado por hacerle necesaria una buena acción, cualquiera que fuése.
Tomó, pues, la resolución de consagrarse al señor Magdalena.
Acabamos de calificarle de pobre campesino picardo. La calificación es justa, pero incompleta. En el punto á que hemos llegado de esta historia, es conveniente dar alguna idea fisiológica del tío Fauchelevent. Era aldeano; pero había sido escribiente, lo cual añadía la astucia curialesca á su astucia natural, y cierta penetración á su sencillez. Habiéndole salido mal sus negocios, por diferentes causas, pasó de curial á carretero y bracero.
Sin embargo, á despecho de los juramentos y los latigazos, que necesitan, al parecer, los caballos, había seguido interiormente siendo curial. Tenía cierto talento natural: no decía j'ons ni j'avons; sostenía una conversación, cosa rara en una aldea; y sus paisanos decían de él: habla casi como un señor de sombrero. Fauchelevent pertenecía efectivamente á la clase que el vocabulario impertinente y superficial del último siglo llamaba: «entre burgués y rústico»; y que las metáforas que iban del palacio á la cabaña, calificaban de «medio villano, y medio cortesano; sal y pimienta».
Fauchelevent, aunque muy probado y aún gastado por la suerte, especie de pobre y gastado ánimo, cuya trama se veía claramente, era hombre de primer impulso y muy espontáneo; preciosa cualidad que impide siempre ser malo. Sus defectos y sus vicios, porque los había tenido, eran superficiales; en suma, su fisonomía era de las que simpatizan desde luego con el observador. Su rostro no tenía ninguna de aquellas arrugas siniestras en lo alto de la frente, que indican perversión ó brutalidad.
Al amanecer, después de haber meditado muchísimo, el tío Fauchelevent abrió los ojos y vió al señor Magdalena, que sentado sobre un haz de paja, contemplaba á Cosette dormida. Fauchelevent se incorporó y le dijo:
—Y ahora que estáis aquí, ¿como vais á componeros para salir?
Esta frase resumía la situación, sacando á Juan Valjean de sus meditaciones.
[Pg 451]
Los dos buenos hombres celebraron consejo.
Tenéis que empezar,—dijo Fauchelevent,—por no poner los pies fuera de este cuarto ni la niña ni vos. Un paso en el jardín nos perdería.
—Naturalmente.
—Señor Magdalena,—continuó Fauchelevent,—habéis llegado en muy buen momento, quiero decir, muy malo; hay una de estas señoras muy enferma. Esto hará que no vengan á mirar mucho por aquí.
Parece que se muere. Están rezando las cuarenta horas. Toda la comunidad está en el aire, ya no piensa más que en eso. La moribunda es una santa; y no es extraño, porque aquí somos santos todos. La diferencia entre ellas y yo sólo está en que ellas dicen: nuestra celda, y yo digo: mi choza. Ahora van á rezar la oración de los agonizantes, y luego la de los muertos. Por hoy podemos estar aquí tranquilos; pero no respondo de mañana.
—Sin embargo,—dijo Juan Valjean,—esta choza está en un recodo de la pared; está además oculta por unas ruinas y por los árboles, y no se la ve desde el convento.
—Y yo añado que las religiosas no se acercan nunca por aquí.
—¿Entonces?—dijo Juan Valjean.
Este «entonces» acentuado por un interrogante, significaba: Me parece que podemos permanecer aquí escondidos. Á esto respondió Fauchelevent:
—Pero están las niñas.
—¿Qué niñas?—interrogó Juan Valjean.
Cuando Fauchelevent abría la boca para explicar lo que acababa de decir, se oyó una campanada.
—La religiosa ha muerto,—dijo.—Éste es el toque.
É hizo una seña á Juan Valjean para que escuchara.
Sonó otra campanada.
—Es el toque, señor Magdalena. La campana seguirá tocando de minuto en minuto, durante veinticuatro horas, hasta la salida del cuerpo de la iglesia. Ya veis, las niñas juegan. En las horas de recreo basta que una pelota ruede un poco más para que llegue hasta aquí, á pesar de las prohibiciones, y vengan á buscar y recorrer todo esto. Son unos diablillos esos querubines.
—¿Quiénes?—preguntó Juan Valjean.
Las niñas. Os descubrirían enseguida, y gritarían: ¡un hombre! Por hoy no hay cuidado, porque no hay recreo. El día se va á ir en rezos. ¿Oís la campana? Como os he dicho, dará un golpe cada minuto. Es el toque.
Ya entiendo, tío Fauchelevent; hay colegialas.
Juan Valjean pensó para sí:
—¡Sería la educación de Cosette finalmente encontrada!
Fauchelevent exclamó:
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—¡Pardiez! ¡Si hay colegialas! ¡Y que no chillarían al veros! ¡Y que no huirían! Porque aquí ser hombre es estar apestado. Ya veis que á mí me hacen llevar una campanilla en la pata como una fiera.
Juan Valjean continuaba meditando cada vez más profundamente. «Este convento podrá ser nuestra salvación», murmuró. Luego levantó la voz diciendo:
—Sí, lo difícil es quedarse.
—No, dijo Fauchelevent;—lo difícil es salir.
Juan Valjean sintió que le afluía la sangre al corazón.
—¡Salir!
—Sí, señor Magdalena; para volver á entrar es preciso salir.
Y después de haber dejado pasar una campanada de duelo, continuó:
—Así no podéis continuar aquí. ¿De dónde venís? para mí habéis caído del cielo, porque os conozco; pero para las religiosas es menester haber entrado por la puerta.
Oyóse en este momento un toque bastante complicado de otra campana.
—¡Ah!—dijo Fauchelevent.—Llaman á las madres vocales al capítulo. Siempre que muere alguna celebran capítulo. Ha muerto al amanecer; es la hora en que se suele morir.
Pero ¿no podríais salir por donde habéis entrado? Veamos, yo no lo digo por preguntar: ¿por dónde habéis entrado?
Juan Valjean se puso pálido. La sola idea de volver á bajar aquella temible calle le hacía temblar. Salir de una selva de tigres, y estando ya fuera, pensad en el efecto que os haría el consejo de un amigo que os invitara á entrar otra vez. Juan Valjean se figuraba ver á toda la policía recorriendo el barrio, á los agentes en observación, centinelas por todas partes, horribles garras extendidas hacia su cuello, y al mismo Javert quizá en el centro de la encrucijada.
—¡Imposible!—dijo.—Tío Fauchelevent, suponed que he caído del cielo.
—Si yo lo creo, por mí lo creo,—respondió Fauchelevent.—No tenéis necesidad de decírmelo. Dios os habrá cogido con la mano para veros de cerca, y después os habrá soltado. Sólo que sin duda quería llevaros á un convento de hombres, y se ha equivocado.
¿Otro toque? ¡Ah! es para decir al portero que vaya á avisar á la municipalidad, para que ordene al médico de los muertos á que venga á ver el cadáver. Todo esto es la ceremonia de cuando se muere; pero á estas señoras no les gusta mucho esa visita. Un médico no cree en nada. Viene, levanta el velo, y algunas veces otra cosa también. ¡Qué prisa han tenido esta vez para avisar al médico! ¿Qué será ello?
Vuestra niña duerme. ¿Cómo se llama?
—Cosette.
—¿Es hija vuestra? Ó lo que es igual ¿sois su abuelo?
—Sí.
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—Á ella le será fácil salir de aquí. Hay una puerta excusada que da al patio. Llamo, el portero abre, yo llevo mi cesto al hombro, la niña va dentro, y salgo. El tío Fauchelevent sale con su cesto; esto es muy sencillo.
Diréis á la niña que esté quietecita debajo de la tapa. Después la deposito el tiempo necesario en casa de una vieja frutera, amiga mía, sorda, que vive en la calle de Chemin Vert, donde tiene una camita. Le gritaré al oído, que es una sobrina mía que la tenga allí hasta mañana; y luego la niña entrará con vos, pues yo os facilitaré la entrada. Será preciso. Pero vos, ¿cómo vais á salir?
Juan Valjean meneó la cabeza.
—Todo consiste en que nadie me vea, tío Fauchelevent. Buscad un medio de que salga como Cosette, en un cesto y bajo una tapa.
Fauchelevent se rascó la punta de la oreja con el dedo medio de la mano izquierda, señal evidente de grave apuro.
Oyóse un tercer toque.
—El médico de los muertos se va,—dijo Fauchelevent.—Habrá mirado y dicho: Bien; está muerta. Cuando el médico ha visado el pasaporte para el paraíso, la administración de pompas fúnebres envía un ataúd. Si se trata de una madre, la amortajan las madres; si de una hermana, la amortajan las hermanas. Después clavo yo la caja. Esto forma parte de mis obligaciones de jardinería. Por lo visto, un jardinero tiene algo de sepulturero. Se deposita el cadáver en una sala baja de la iglesia, que da á la calle, y en la que no puede entrar ningún hombre más que el médico de los muertos, pues no cuento como hombres á los sepultureros ni á mí. En dicha sala es donde clavo yo la caja. Los sepultureros vienen por ella, y ¡arrea, cochero! Así es cómo se va á los cielos. Traen una caja donde no hay nada, y se la llevan con algo dentro. Y he ahí lo que es un entierro. De profundis.
Un rayo de sol horizontal iluminaba el rostro de Cosette dormida, que abría vagamente los labios. Parecía un ángel bebiendo la luz. Juan Valjean se puso á contemplarla. No escuchaba ya á Fauchelevent.
El no ser escuchado no es razón para callarse. El buen jardinero continuó pacíficamente su charla:
—Se abre la fosa en el cementerio de Vaugirard, que según dicen, va á ser suprimido. Es un cementerio antiguo que está fuera de las ordenanzas, que no tiene uniforme y va á tomar el retiro. Es lástima, porque es muy cómodo. Tengo allí un amigo, el tío Mestienne, el sepulturero. Estas monjas tienen el privilegio de ser enterradas al caer de la noche. Existe un decreto de la prefectura dado expresamente para ellas.
¡Qué de acontecimientos desde ayer! Ha muerto la madre Crucifixión, y el señor Magdalena ha...
—Sido enterrado,—dijo Juan Valjean, sonriendo tristemente.
Fauchelevent hizo rebotar la palabra.
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—¡Diablo! Si estuviérais aquí en realidad, sería ello un verdadero entierro.
Oyóse un cuarto toque. Fauchelevent descolgó precipitadamente del clavo la rodillera con el cascabel, y se la puso en la pierna.
—Esta vez el toque es para mí. Me llama la madre priora. Bueno, me he pinchado con la punta de la hebilla. Señor Magdalena, no os mováis de aquí, esperadme. Algo de nuevo ocurre. Si tenéis necesidad, ahí encontraréis vino, pan y queso.
Y salió del cuchitril diciendo:—¡Allá voy, allá voy!
Juan Valjean le vió atravesar el jardín tan deprisa cuanto lo permitía su pierna torcida, mirando de pasada su melonar.
Antes de diez minutos el tío Fauchelevent, cuya campanilla dispersaba á su paso las religiosas, llamaba suavemente á una puerta, y una voz dulce respondía: Por siempre jamás. Por siempre jamás, es decir: Adelante.
Aquella puerta era la del locutorio reservado al jardinero para las necesidades del servicio, el cual estaba contiguo á la sala capitular. La priora, sentada en la única silla del locutorio, esperaba á Fauchelevent.
II
Fauchelevent ante la dificultad
El aire agitado y grave es peculiar en ocasiones críticas á ciertos caracteres y ciertas profesiones, y especialmente á los curas y frailes. En el momento en que entró Fauchelevent, estaba impreso este doble signo de la preocupación en la fisonomía de la priora, que era aquella buena é ilustrada señorita de Bleumeur, madre Inocente, generalmente alegre.
El jardinero hizo un saludo tímido, y se paró en el umbral de la celda. La priora, que estaba pasando las cuentas de su rosario, levantó los ojos y le dijo:
—¡Ah! ¿Sois vos, tío Fauvent?
Tal era la abreviación adoptada en el convento.
Fauchelevent repitió el saludo.
—Tío Fauvent, os he mandado llamar.
—Aquí me tenéis, reverenda madre.
—Tengo que hablaros.
—Y yo por mi parte,—dijo Fauchelevent con un valor que le asustaba interiormente,—tengo también algo que decir á la reverendísima madre.
La priora le miró.
—¡Ah! ¿Tenéis que comunicarme algo?
—Una súplica.
—Está bien, hablad.
El buen Fauchelevent, ex-escribiente, pertenecía á la categoría de los aldeanos que tienen mucho aplomo. Cierta hábil ignorancia es una gran[Pg 455] fuerza; no se desconfía de ella, y engaña. En los dos años largos que Fauchelevent llevaba en el convento, se había granjeado el afecto de la comunidad. Siempre solitario y siempre dedicado á su jardín, no tenía realmente otro que hacer que ser curioso. Á la distancia que estaba de todas aquellas mujeres, que iban y venían cubiertas con su velo, no veía delante de sí más que una agitación de sombras. Á fuerza de atención y penetración había llegado á reponer la carne en todas aquellas fantasmas, así es que aquellas muertas vivían para él. Era como un sordo cuya vista se alarga, ó como un ciego cuyo oído se aguza. Se había dedicado á estudiar y explicarse la significación de los diversos toques de campana, y lo había conseguido, de modo que aquel claustro enigmático y taciturno no tenía misterios para él, aquella esfinge le decía al oído todos sus secretos. Fauchelevent, sabiéndolo todo, lo ocultaba todo. Éste era su arte. Todo el convento le creía estúpido; gran mérito en religión. Las madres vocales le hacían caso. Era un mudo curioso. Y así inspiraba confianza.
Luego lo hacía todo con mucha regularidad, y no salía nunca más que para sus necesidades naturales de hortelano y jardinero. Esta discreción de salidas se le tenía muy en cuenta.
No por eso había dejado de hacer hablar á dos hombres: en el convento al portero, por cuyo medio sabía las particularidades del locutorio; y en el cementerio al enterrador, con lo cual sabía las particularidades de la sepultura; de manera, que tenía respecto de las religiosas una doble luz, así sobre la vida como sobre la muerte. Pero de nada abusaba.
La congregación le apreciaba.
Viejo, cojo, casi ciego, probablemente algo sordo, ¡qué de cualidades! Difícilmente se le hubiera podido reemplazar.
El buen hombre, con la seguridad del que se ve apreciado, entabló, frente á frente con la reverenda priora, una arenga de aldeano bastante difusa y muy profunda. Habló largamente de su edad, de sus enfermedades, del peso de los años, contándolos dobles, de las exigencias crecientes del trabajo, de la extensión del jardín, de las noches que pasaba, como la última, por ejemplo, en que había tenido que cubrir con estera los melones resguardándolos de los efectos de la luna, acabando por decir: que tenía un hermano (la priora hizo un movimiento), un hermano no joven (segundo movimiento de la priora, pero movimiento de tranquilidad), que si se le permitía podría su hermano vivir con él y ayudarle; que era un excelente jardinero; que la comunidad podría utilizar sus buenos servicios, mejores que los suyos; que de no ser admitido su hermano, él, que era el mayor, sintiéndose cascado é inútil para el trabajo, se vería bien á pesar suyo, obligado á marcharse; y que su hermano tenía una niña, que llevaría consigo y se educaría en Dios en la casa, y podría, ¿quién sabe? llegar á monja.
[Pg 456]
Cuando hubo terminado, la priora interrumpió el recorrido de las cuentas de su rosario entre los dedos, y le dijo:
—¿Podríais procuraros de aquí á la noche una barra fuerte de hierro?
—¿Para hacer?
—Una palanca.
—Sí, reverenda madre,—respondió Fauchelevent.
La priora, sin decir una palabra más se levantó y entró en el cuarto inmediato, que era la sala capitular, donde estaban reunidas, probablemente, las madres vocales.
Fauchelevent, quedó solo.
III
La madre Inocente
Trascurrió próximamente un cuarto de hora. La priora entró de nuevo sentándose otra vez en la silla.
Los dos interlocutores parecían preocupados. Trascribiremos lo mejor que podamos el diálogo que se empeñó:
—¿Tío Fauvent?
—¿Madre reverenda?
—¿Conocéis bien la capilla?
—Tengo en ella un pequeño rincón para oir misa y asistir á los oficios.
—¿Habéis entrado en el coro alguna vez?
—Dos ó tres.
—Es preciso levantar una piedra.
—¿Pesada?
—La losa del suelo que está junto al altar.
—¿La piedra que cierra la bóveda?
—Sí.
—Es obra para la que se necesitan dos hombres.
—La madre Ascensión, que es fuerte como un hombre, os ayudará.
—Una mujer no es nunca un hombre.
—No tenemos más que una mujer para ayudaros. Cada uno hace lo que puede. Porque Mabillón dé cuatrocientas diez y siete epístolas de san Bernardo, y Merlonus Horstius no dé más que trescientas sesenta y siete, no he de despreciar á Merlonus Horstius.
—Ni yo tampoco.
—El mérito consiste en trabajar según nuestras fuerzas. Un claustro no es un taller.
—Ni una mujer un hombre. ¡Mi hermano sí que es fuerte!
—Además, tendréis una palanca.
—Ésta es la única llave que va bien á semejantes puertas.
—La piedra tiene una argolla.
—Pasaré por ella la palanca.
[Pg 457]
—La piedra está colocada de modo que pueda girar.
—Está bien, reverenda madre; abriré la bóveda.
—Las cuatro madres cantoras os ayudarán.
—¿Y cuando la bóveda esté abierta?
—Será preciso volverla á cerrar.
—¿Es esto todo?
—No.
—Dadme vuestras órdenes, madre reverendísima.
—Fauvent, tenemos confianza en vos.
—Estoy aquí para lo que se ofrezca.
—Y para callar.
—Sí, reverenda madre.
—Cuando esté abierta la bóveda...
—La cerraré de nuevo.
—Pero antes...
—¿Qué, reverenda madre?
—Será preciso bajar algo.
Hubo un momento de silencio. La priora, después de hacer un movimiento con el labio inferior que parecía indicar cierta duda, lo rompió:
—¿Tío Fauvent?
—¿Reverenda madre?
—¿Sabéis que esta mañana ha fallecido una madre?
—No.
—¿No habéis oído la campana.
—En el fondo del jardín no se oye nada.
—¿De veras?
—Apenas distingo yo mi toque.
—Ha muerto al amanecer.
—Además, esta mañana el viento soplaba de la parte contraria.
—Es la madre Crucifixión. ¡Una bienaventurada!
La priora se calló, moviendo un momento los labios como haciendo oración mental, y continuó:
—Hace tres años, que sólo por haber visto rezar á la madre Crucifixión, una jansenista, la señora de Béthune, se hizo ortodoxa.
—¡Ah! Sí; ahora oigo el toque, reverenda madre.
—Las madres la han llevado al departamento de las difuntas que da á la iglesia.
—Ya sé.
—Ningún hombre más que vos puede y debe entrar en dicho departamento; vigilad bien. ¡Tendría que ver que un hombre entrase en el depósito de los muertos!
—¡Con más frecuencia!
—¿Eh?
—¡Con más frecuencia!
[Pg 458]
—¿Qué es lo que decís?
—Que con más frecuencia.
—¿Con más frecuencia que qué?
—Reverenda madre, no digo con más frecuencia que qué, digo sencillamente con más frecuencia.
—No os comprendo. ¿Por qué decís con más frecuencia?
—Por decir lo que vos, reverenda madre.
—Pero yo no he dicho con más frecuencia.
—No lo habéis dicho; pero lo he dicho yo para decir lo que vos.
En este momento dieron las nueve.
—Á las nueve de la mañana, y á todas horas, alabado y adorado sea el Santísimo Sacramento del altar,—dijo la priora.
—Amén,—contestó Fauchelevent.
La hora sonó muy oportunamente, cortando el «con más frecuencia». Es muy probable que sin esta interrupción la priora y Fauchelevent no hubiesen desenredado nunca aquella madeja.
Fauchelevent se enjugó la frente.
La priora murmuró de nuevo por lo bajo, rezando sin duda, y dijo después levantando la voz:
—Durante su vida hizo la madre Crucifixión muchas conversiones; después de muerta hará milagros.
—¡Los hará!—contestó Fauchelevent afirmándose en su terreno, y esforzándose para no volver á tropezar.
—Tío Fauvent, la comunidad ha sido bendecida en la madre Crucifixión. Sin duda no es dado á todo el mundo morir como el cardenal de Bérulle celebrando la santa misa, y exhalar el alma hacia Dios pronunciando estas palabras: Hanc igitur oblationem. Pero sin alcanzar tanta dicha, la madre Crucifixión ha tenido una buena muerte. Ha conservado el conocimiento hasta el postrer instante. Nos hablaba á nosotras, y luego hablaba á los ángeles. Nos ha hecho sus últimos encargos. Si tuviérais un poco más de fe, y hubiérais podido estar en su celda, os habríais curado la pierna con sólo tocarla. Sonreía de continuo. Sentíase que iba á resucitar en Dios. Adivinábase en su muerte el paraíso.
Fauchelevent creyendo que terminaba una oración, dijo:
—Amén.
—Tío Fauvent, es preciso cumplir las disposiciones de los muertos.
La priora recorrió algunas cuentas de su rosario. Fauchelevent continuó callado.
Ella prosiguió:
—He consultado sobre este punto á varios eclesiásticos trabajadores en la viña del Señor, que se ocupan en los ejercicios de la vida clerical recogiendo admirables frutos.
—Reverenda madre, desde aquí se oyen los toques mucho mejor que desde el jardín.
[Pg 459]
—Y luego, que más que una difunta, es una santa.
—Como vos, madre reverenda.
—Dormía en su ataúd desde hace veinte años, por concesión expresa de nuestro santo padre Pío VII.
—El que coronó al emp... Buonaparte.
Para un hombre hábil como Fauchelevent, semejante recuerdo era una torpeza. Afortunadamente la priora, entregada á sus meditaciones, no le entendió.
—¿Tío Fauvent?
—¿Reverenda madre?
—San Diódoro, arzobispo de Capadocia, quiso que en su sepultura se escribiese sólo esta palabra: Acarus, que significa gusano de tierra, y así se hizo. ¿No es verdad?
—Sí, reverenda madre.
—El bienaventurado Mezzocane, abad de Aquila, quiso ser inhumado bajo la horca, y se hizo así.
—Es verdad.
—San Terencio, obispo de Porto, en la desembocadura del Tíber, pidió que se grabase en la losa de su sepulcro el signo que se ponía en la losa de los parricidas, con el deseo de que los transeuntes escupiesen sobre su tumba. Y así se hizo también. Que es preciso obedecer á los muertos.
—Así sea.
—El cuerpo de Bernardo Guidonis nacido en Francia cerca de Roche Abeille, fué, según había dispuesto, y á pesar del Rey de Castilla, conducido á la iglesia de los dominicos de Limoges, por más que Bernardo Guidonis hubiese sido obispo de Tuy en España. ¿Puede decirse lo contrario?
—No, reverenda madre.
—El hecho está atestiguado por Plantavit de la Fosse.
Volvieron á correr en silencio las cuentas del rosario.
La priora continuó:
—Tío Fauvent, la madre Crucifixión será enterrada en el ataúd en que ha dormido por espacio de veinte años.
—Es justo.
—Es una continuación del sueño.
—¿Tendré, pues, que clavarla en ese ataúd?
—Sí.
—¿Y prescindiremos de la caja de las pompas fúnebres?
—Naturalmente.
—Estoy á las órdenes de la reverendísima comunidad.
—Las cuatro madres cantoras os ayudarán
—¿Á clavar la caja? No hay necesidad.
—No; á bajarla.
[Pg 460]
—¿Adónde?
—Á la bóveda.
—¿Qué bóveda?
—Debajo del altar.
Fauchelevent dió un brinco.
—¿En la bóveda debajo del altar?
—Debajo del altar.
—Pero...
—Llevaréis una barra de hierro.
—Sí; pero...
—¡Levantaréis la piedra introduciendo la barra en el anillo!
—Pero...
—Debemos obedecer á los muertos. El deseo supremo de la madre Crucifixión ha sido ser enterrada en la bóveda debajo del altar de la capilla, no descansar en tierra profana; continuar muerta en el mismo sitio en que ha rezado viva. Así nos lo ha pedido, es decir, mandado.
—Pero eso está prohibido.
—Prohibido por los hombres; mandado por Dios.
—¿Y si llega á saberse?
—Confiamos en vos.
—¡Oh! Yo soy una piedra de estas paredes.
—Se ha reunido el capítulo. Las madres vocales á quienes acabo de consultar, y que están aún deliberando, han decidido que la madre Crucifixión sea, según su orden, enterrada en su ataúd, debajo del altar. ¡Figuraos, tío Fauvent, si se llegasen á hacerse aquí milagros! ¡Qué gloria en Dios para la comunidad! Los milagros salen de las tumbas.
—Pero, reverenda madre, si el inspector de la comisión de salubridad...
—San Benito II, en materia de sepulturas, resistió á Constantino Pogonates.
—No obstante, el comisario de policía...
—Chonodemaro, uno de los siete reyes alemanes que entraron en las Galias, bajo el imperio de Constancio, reconoce expresamente el derecho de los religiosos á ser enterrados en religión, es decir, debajo del altar.
—Pero el inspector de la prefectura...
—El mundo no significa nada ante la cruz. Martín, undécimo general de los cartujos, dió esta divisa á su orden: Stat crux dum volvitur orbis.
—Amén,—dijo Fauchelevent, que seguía imperturbablemente su costumbre de salir del paso siempre que oía hablar en latín.
Un auditorio cualquiera le basta á quien se ha estado callado mucho tiempo. El día en que el retórico Gymnastoras salió de la cárcel, llevando el cuerpo lleno de dilemas y silogismos reprimidos, se paró ante el primer árbol que encontró, arengándole y haciendo grandes esfuerzos[Pg 461] para convencerle. La priora, habitualmente sujeta al dique del silencio, tenía demasiado lleno el depósito, y se levantó, exclamando con una locuacidad propia de una compuerta que se levanta:
—Tengo á mi derecha á Benito y á mi izquierda á Bernardo. ¿Quién es Bernardo? El primer abad de Claraval. Fontaines, en Borgoña es el país bendito por haberle visto nacer. Su padre se llamaba Tecelino y su madre Aletha. Principió en Císter para llegar á Claraval; fué ordenado de presbítero por el obispo de Chalón del Saona Guillermo de Champeaux; tuvo setecientos novicios, y fundó ciento sesenta monasterios; él fué quien derribó á Abelardo en el concilio de Sens en 1140, como á Pedro de Bruys y Enrique su discípulo, y á otra secta de extraviados, que se llamaban los apostólicos; confundió á Arnoldo de Brescia; anonadó al monje Raoul, el matador de judíos; dominó en 1148 el concilio de Reims; hizo condenar á Gilberto de la Porée, obispo de Poitiers, y á Éon de l'Etoile; intervino en las diligencias de los príncipes; iluminó al rey Luis el Joven; aconsejó al papa Eugenio III; arregló el Temple; predicó la Cruzada; hizo doscientos cincuenta milagros durante su vida, y hasta treinta y nueve en sólo un día.
¿Quién es Benito? Es el patriarca de Montecasino, es el segundo fundador de la Santidad Claustral, el Basilio de Occidente. Su orden ha producido cuarenta papas, doscientos cardenales, cincuenta patriarcas, mil seiscientos arzobispos, cuatro mil seiscientos obispos, cuatro emperadores, doce emperatrices, cuarenta y seis reyes, cuarenta y una reinas, tres mil seiscientos santos canonizados, y subsiste aún, después de mil cuatrocientos años.
¡De un lado San Bernardo, de otro el encargado de la salubridad! ¡De un lado San Benito, de otro el inspector de vialidad! El Estado, la vialidad, las pompas fúnebres, los reglamentos, la administración, ¿qué tenemos nosotras que ver con eso? Cualquiera se indignaría al ver cómo se nos trata. ¡Ni aun tendremos el derecho de dar nuestras cenizas á Jesucristo! La salubridad es una invención revolucionaria. Dios subordinado al comisario de policía: ése es el siglo. ¡Silencio, Fauvent!
Fauchelevent, bajo semejante ducha, no estaba, en verdad, muy á su gusto. La priora continuó:
—El derecho del monasterio á la sepultura no es dudoso para nadie. No pueden negarlo más que los fanáticos y los ilusos. Vivimos en unos tiempos de confusión terrible. Se ignora lo que se debe saber, y se sabe lo que se debe ignorar. Dominan la ignorancia y la impiedad. Hay gentes en esta época que no hacen distinción entre el grandísimo San Bernardo y el Bernardo llamado de los Pobres Católicos, un buen eclesiástico que vivía en el siglo XIII. Otros blasfeman hasta el punto de comparar el cadalso de Luis XVI con la cruz de Jesucristo. Luis XVI no era más que un rey. ¡Tengamos, pues, en cuenta á Dios!
No hay ya nada justo ni injusto. Se sabe el nombre de Voltaire, y se[Pg 462] ignora el de César de Bus. Y sin embargo, César de Bus es un bienaventurado, y Voltaire un infeliz. El último arzobispo, el cardenal de Périgord, ni aun sabía que Carlos de Gondren sucedió á Bérulle, y Francisco Bourgoin, á Gondren, y Juan Francisco Senault á Bourgoin, y el padre Santa Marta á Juan Francisco Senault. Se sabe el nombre del padre Cotón, no porque fuése uno de los tres que contribuyeron á la fundación del Oratorio, sino porque dió motivo para uno de sus juramentos exclamatorios al rey hugonote Enrique VI.
Lo que hace á san Francisco de Sales simpático á las gentes del mundo, es que hacía fullerías en el juego.
¡Y luego se ataca á la religión! ¿Por qué? Porque ha habido malos sacerdotes; porque Sagitario, Obispo de Gap, era hermano de Salone, obispo de Embrun, y que ambos siguieron á Mommol. ¿Y eso qué importa? ¿Impide por ventura que Martín de Tours sea un santo, y de que diera la mitad de su capa á un pobre? Se persigue á los santos; se cierran los ojos á la verdad; se acostumbra el hombre á las tinieblas. Los animales más feroces son los ciegos. Nadie se acuerda del infierno para nada. ¡Ah pueblo pervertido! En nombre del rey significa hoy lo mismo que en nombre de la revolución. No se sabe lo que se debe á los vivos ni á los muertos. Está prohibido morir santamente. El sepulcro es un negocio civil. Esto es horroroso. San León II escribió expresamente dos cartas, la una á Pedro Notaire y la otra al rey de los visigodos, para combatir y rechazar en las cuestiones que se relacionan con los muertos, la autoridad del exarca, y la supremacía del emperador Gauthier, obispo de Châlons, se las tuvo tiesas en esta materia á Otón, duque de Borgoña. La antigua magistratura estaba en esto conforme. En otros tiempos teníamos nosotras voz en el capítulo, aun en las cosas del siglo. El abad de Císter, general de la orden, era consejero nato del parlamento de Borgoña. Podíamos hacer de nuestros muertos lo que queríamos. Pues qué, el mismo cuerpo de san Benito, ¿no está en Francia en la abadía de Fleury, llamada de San Benito del Loira, aunque murió en Italia en Montecasino, el sábado 21 de marzo del año 543? Todo esto es incontestable. Aborrezco á los intrusos; odio á los herejes, pero odiaría más aún á quién me sostuviese lo contrario. No hay más que leer á Arnaldo Wion, á Gabriel Bucelin, á Tritemo, á Maurólico y á Lucas de Achery.
La priora tomó aliento, volviéndose luego á Fauchelevent:
—Tío Fauvent, ¿está dicho?
—Está dicho, reverenda madre.
—¿Se puede contar con vos?
—Obedeceré.
—Está bien.
—Estoy completamente consagrado al convento.
—Quedamos entendidos. Cerrareis el ataúd; las hermanas le llevarán á la capilla y se rezará el oficio de difuntos. Después se volverán al[Pg 463] claustro. Á las once y media vendréis con la barra de hierro, y todo se hará con el mayor sigilo. No habrá en la capilla nadie más que las cuatro madres cantoras, la madre Ascensión y vos.
—Y la hermana que esté en el poste.
—No se volverá.
—Pero oirá.
—No escuchará. Además, lo que el claustro sabe lo ignora el mundo.
Hubo todavía otra pausa: la priora continuó:
—Dejaréis vuestro cascabel. Es inútil que la hermana que esté en el poste advierta que estáis allí.
—¿Reverenda madre?
—¿Qué, tío Fauvent?
—¿Ha venido ya el médico de los muertos?
—Vendrá hoy á las cuatro. Ha sonado ya el toque que manda llamarle. ¿Pero vos no oís ningún toque?
—No me fijo más que en el mío.
—Muy bien hecho, tío Fauvent.
—Reverenda madre, se necesita una palanca lo menos de seis pies.
—¿De dónde la sacaréis?
—Donde no faltan rejas no pueden faltar barras de hierro. Tengo un montón de hierro viejo allá en el fondo del jardín.
—Tres cuartos de hora antes de la media noche; no lo olvidéis.
—¿Reverenda madre?
—¿Qué?
—Si otra vez tuviérais que hacer obras como ésta, mi hermano sí que es fuerte. ¡Un verdadero turco!
—Despacharéis lo antes posible.
—No por ganas podré ir más aprisa. Estoy tan delicado; no me vendría mal un buen auxiliar. Cojeo.
—El ser cojo no es una desgracia, es tal vez una bendición. El emperador Enrique II, que combatió al antipapa Gregorio y restableció á Benito VIII, tiene dos sobrenombres: el Santo y el Cojo.
—Es muy bueno eso de tener dos sobretodos,—murmuró Fauchelevent,—que en realidad tenía el oído un poco duro.
—Tío Fauvent, estoy pensando en que debemos tomarnos una hora entera. Y no será demasiado. Estaréis junto al altar mayor con la barra de hierro á las once. El oficio empezará á las doce, y es menester que todo esté concluido un cuarto de hora antes.
—Todo lo haré para probar mi celo por la comunidad. Está dicho. Clavaré el ataúd. Á las once en punto estaré en la capilla. Estarán ya allí las madres cantoras y la madre Ascensión. Dos hombres valdrían mucho más. En fin, ¡no importa! Llevaré mi palanca. Abriremos la bóveda, bajaremos el ataúd, volveremos á cerrar. Y punto concluido; no[Pg 464] va á quedar el menor rastro. El Gobierno nada sospechará. Reverenda madre, ¿todo quedará así arreglado como queréis?
—No.
—¿Hay más que hacer?
—Sobre la caja vacía...
Esto produjo un momento de silencio. Fauchelevent meditaba. La priora meditaba igualmente.
—Tío Fauvent. ¿Qué haremos del ataúd?
—Le enterraremos.
—¿Vacío?
Nuevo silencio. Fauchelevent hizo con la mano izquierda esa especie de gesto que parece dar por terminada una cuestión enojosa.
—Reverenda madre, soy yo quien he de clavar la caja en el depósito de la iglesia; nadie puede entrar allí más que yo; yo cubriré el ataúd con el paño mortuorio.
—Sí, pero los mozos al llevarle al carro, y al bajarle á la fosa, conocerán fácilmente que no tiene nada dentro.
—¡Ah, di...!—exclamó Fauchelevent.
La priora empezó á santiguarse, y miró fijamente al jardinero. El ablo se le quedó atascado en la garganta.
Apresuróse á inventar una salida para hacer olvidar el juramento.
—Reverenda madre, llenaré de tierra la caja y hará el mismo efecto que si llevara dentro un cuerpo.
—Tenéis razón. La tierra es lo mismo que el hombre. ¿De modo que llenaréis así el vacío del ataúd?
—Queda á mi cargo.
El semblante de la priora, hasta entonces turbado y sombrío, se serenó. Hizo al jardinero la señal del superior que despide al inferior. Fauchelevent se dirigió á la puerta. Cuando ya iba á salir, la priora levantó dulcemente la voz.
—Tío Fauvent, estoy satisfecha de vos. Mañana, después del entierro, acompañad á vuestro hermano, decidle que lleve también la niña.
IV
Donde parece que Juan Valjean había leído á Agustín Castillejo
Los pasos de un cojo son como las miradas de un tuerto: no llegan fácilmente adonde se dirigen. Por otra parte, Fauchelevent estaba perplejo. Empleó cerca de un cuarto de hora en llegar á la barraca del jardín. Cosette había despertado; Juan Valjean la había sentado cerca de la lumbre, y cuando entró Fauchelevent le estaba enseñando el cesto del jardinero, pendiente de la pared, y diciéndole:
—Oye bien, hijita. Es preciso que salgamos de esta casa; pero volveremos y estaremos muy bien en ella. Este buen hombre que vive aquí te llevará á cuestas ahí dentro. Tú me esperarás en casa de una señora,[Pg 465] adonde iré á buscarte. ¡Si no quieres que te coja otra vez la Thénardier, obedece y no digas otra palabra!
Cosette hizo un movimiento de cabeza con aire grave.
Al ruido de Fauchelevent abriendo la puerta, se volvió Juan Valjean.
—¿Y qué?
—Todo está arreglado, y nada se ha hecho,—contestó Fauchelevent.—Tengo yo permiso para haceros entrar; pero antes es preciso salir. Aquí está el atolladero de la carreta. En cuanto á la niña, es cosa fácil.
—¿La llevaréis?
—¿Se estará callada?
—Yo respondo.
—Pero ¿y vos, señor Magdalena?
Y después de un silencio lleno de ansiedad, exclamó Fauchelevent:
—¡Pero salid por donde habéis entrado!
Juan Valjean, como la primera vez, se limitó á contestar:
—¡Imposible!
Fauchelevent, hablando más bien consigo mismo que con Juan Valjean, murmuró:
—Hay otra cosa que me atormenta. He dicho que la llenaré de tierra, y ahora se me ocurre que, llevando tierra en vez de un cuerpo, no tendrá semejanza verdadera. Se moverá, se correrá, los hombres lo conocerán.
¿Comprendéis, señor Magdalena? y el Gobierno se apercibirá.
Juan Valjean le miró atentamente, creyendo que deliraba.
Fauchelevent continuó:
—¿Cómo di...antres vais á salir? ¡Y es preciso que todo quede hecho mañana! Porque mañana os he de presentar. La priora os espera.
Entonces explicó á Juan Valjean que esto era en recompensa de un servicio que él, Fauchelevent, prestaba á la comunidad. Que en sus atribuciones entraba algo de sepulturero; que clavaba el ataúd y ayudaba al enterrador del cementerio. Que la religiosa que había muerto aquella mañana había pedido ser enterrada en el ataúd que le servía de cama, y sepultada en la bóveda debajo del altar de la capilla. Que esto estaba prohibido por los reglamentos de policía; pero que la religiosa era una de esas muertas á quienes nada se puede negar. Que la priora y las madres vocales creían que debían cumplir lo mandado por la difunta. Y que tanto peor para el Gobierno. Que, él, Fauchelevent, clavaría el ataúd en la celda, levantaría la losa de la capilla y bajaría el cadáver á la bóveda. Y que para recompensárselo, la priora admitiría á su hermano de jardinero y á su sobrina de educanda. Que su hermano sería el señor Magdalena y su sobrina Cosette. Que la priora le había dicho que llevase á su hermano el día siguiente por la tarde después del entierro simulado en el cementerio. Pero no podía traer de afuera al señor Magdalena,[Pg 466] si el señor Magdalena no estaba afuera antes. Ésta es la primera dificultad. Después había otra: el ataúd vacío.
—¿Qué es eso del ataúd vacío?—preguntó Juan Valjean.
Fauchelevent respondió:
—El ataúd de la administración.
—¿Qué ataúd? ¿Y qué administración?
—Cuando una religiosa muere, viene el médico de la municipalidad y dice: Ha muerto una monja. El Gobierno envía el ataúd, y al día siguiente envía un carro fúnebre y sepultureros, que cargan el ataúd y se lo llevan al cementerio. Vendrán los sepultureros, levantarán la caja, y no habrá nada dentro.
—Pues meted cualquier cosa.
—¿Un muerto? No le tengo.
—No.
—¿Pues qué?
—Un vivo.
—¿Qué vivo?
—Yo,—dijo Juan Valjean.
Fauchelevent, que estaba sentado, se levantó como si hubiese estallado un petardo debajo de su silla.
—¿Vos?
—¿Y por qué no?
Juan Valjean dejó escapar una de esas sonrisas parecidas á un relámpago en un cielo de invierno.
—Sabéis, Fauchelevent, que habéis dicho: la madre Crucifixión ha muerto, y que yo añadí: y el señor Magdalena está enterrado. Pues ahí tenéis.
—¡Ah! os reís; no habláis formalmente.
—Hablo formalmente. ¿No es preciso salir de aquí?
—Sin duda.
—¿No os dije que buscarais también para mí un cesto y una tapa?
—¿Y qué?
—Que el cesto será de pino, y la tapa un paño negro.
—No; un paño blanco. Á las religiosas las entierran vestidas de blanco.
—Vaya por el paño blanco.
—Vos no sois un hombre como los demás, señor Magdalena.
Al oir Fauchelevent semejantes ocurrencias, que no eran otra cosa que las salvajes y temerarias invenciones del presidio, surgiendo de las cosas apacibles que le rodeaban, y mezclándose, con lo que él llamaba «la marcha regular del convento», sentía un estupor comparable al de un transeunte que viera á una gaviota metiendo el pico para pescar en el arroyo de la estrecha calle de San Dionisio.
Juan Valjean prosiguió:
[Pg 467]
—Se trata de salir de aquí sin ser visto; pues no deja de ser éste un medio. Pero antes instruidme. ¿Qué pasos se han de dar? ¿Dónde está ese ataúd?
—¿El vacío?
—Sí.
—Abajo, en la llamada sala de los muertos. Sobre dos caballetes y debajo del paño mortuorio.
—¿Cuál es la longitud de la caja?
—Seis pies.
—¿Y dónde está la sala de los muertos?
—Es una pieza del piso bajo que tiene una ventana con reja al jardín, la cual se cierra por fuera con un postigo, y dos puertas, una que da al convento, y otra á la iglesia.
—¿Á qué iglesia?
—Á la iglesia de la calle, la iglesia pública.
—¿Tenéis las llaves de ambas puertas?
—No. Tengo la de la puerta que da al convento, y el portero tiene la de la puerta que da á la iglesia.
—¿Y cuándo abre esa puerta el portero?
—Solamente para dar entrada á los sepultureros cuando vienen á buscar el ataúd. Cuando el ataúd sale, vuelve á cerrarse la puerta.
—¿Quién clava el ataúd?
—Yo.
—¿Quién pone el paño encima?
—Yo.
—¿Vos solo?
—Ningún otro hombre, excepto el médico de la policía, puede entrar en la sala de los muertos. Así está escrito en la pared.
—¿Y podríais esta noche, cuando todos duerman en el convento, ocultarme en dicha sala?
—No; pero puedo ocultaros en un cuartito obscuro que da á la propia sala de los muertos, donde guardo mis útiles de enterrar, y cuya llave tengo en mi poder.
—¿Á qué hora vendrá el carro mañana por el ataúd?
—Á eso de las tres de la tarde. El entierro se verificará en el Cementerio de Vaugirard poco antes de anochecer. No está muy cerca.
—Bien; estaré escondido en el cuartito de vuestras herramientas toda la noche y toda la mañana. ¿Y para comer? Porque tendré hambre.
—Yo os llevaré que comer.
—Podréis ir á encerrarme en el ataúd á las dos.
Fauchelevent retrocedió, haciendo chasquear los dedos.
—¡Pero es imposible!
—¡Bah! ¿Coger un martillo y clavar unos clavos en una tabla?
Lo que le parecía altamente difícil á Fauchelevent, era sencillísimo[Pg 468] para Juan Valjean, quien había atravesado peores dificultades. El que ha estado en presidio sabe el arte de encogerse según el diámetro de las evasiones. El preso está sujeto á la fuga como el enfermo á la crisis que le salva ó le pierde. Una evasión es una curación. ¿Y qué es lo que no se acepta para curar? Dejarse encerrar y conducir en un cajón como un bulto, vivir largo tiempo en una caja, encontrar aire donde no le hay, economizar la respiración horas enteras, saber asfixiarse sin morir, todo ello era uno de los sombríos talentos de Juan Valjean.
Por lo demás, un ataúd dentro del cual va un ser viviente, si es estratagema de presidiario, lo es también de emperador. Si hemos de dar crédito al monje Agustín Castillejo, este fué el medio de que se valió Carlos V, al querer después de su adjudicación, ver por última vez á la Blomberg, para hacerla entrar y salir en el monasterio de Yuste.
Fauchelevent, algo tranquilizado, preguntó:
—Pero ¿cómo lo haréis para respirar?
—Respirando.
—¡Dentro de aquella caja! Solamente de pensar en ello me ahogo.
—Tendréis una barrena, está claro; haced unos agujeritos en rededor de la boca, y clavad luego sin apretar la tapa.
—¡Bueno! ¿Y si se os ocurre toser ó estornudar?
—El que se evade no tose ni estornuda jamás.
Y Juan Valjean añadió:
—Tío Fauchelevent, es preciso decidirse: ó ser aquí descubierto, ó salir en el carro de los muertos.
Todo el mundo conocerá la afición de los gatos á pararse y juguetear entre las hojas de una puerta entreabierta. ¿Quién no le ha dicho á un gato: pero entra de una vez? Hay hombres que cuando tienen un incidente abierto ante sus ojos, tienen también inclinación á permanecer indecisos entre dos resoluciones, á riesgo de hacerse aplastar por el destino cerrando bruscamente la aventura. Los más prudentes, por más gatos que sean, y porque gatos son precisamente, corren alguna vez mayor peligro que los audaces. Fauchelevent era naturalmente indeciso. Sin embargo, la sangre fría de Juan Valjean le dominó á pesar suyo, y murmuró:
—La verdad es que no hay otro medio.
Juan Valjean replicó:
—Lo único que me preocupa es lo que sucede en el cementerio.
—Pues eso es lo que á mí no me apura,—exclamó Fauchelevent.—Si tenéis seguridad de salir de la caja, yo la tengo de sacaros de la fosa. El enterrador es un borrachín amigo mío, el tío Mestienne, un viejo de cepa secular. El enterrador mete los muertos en la fosa, y yo meto al enterrador en mi bolsillo. Voy á deciros lo que sucederá. Llegaremos un poco antes de anochecer; tres cuartos de hora antes del cierre de la verja del cementerio. El carro llegará hasta la fosa, y yo le seguiré, porque éste[Pg 469] es mi deber. Llevaré un martillo, escoplo y tenazas en el bolsillo. Se detendrá el carro; los mozos atarán una cuerda al ataúd, y os bajarán al hoyo. El capellán recitará las oraciones, hará la señal de la cruz, echará agua bendita y se retirará. Entonces quedaré yo sólo con el tío Mestienne, que es mi amigo, como os he dicho. Y sucederá una de dos: ó que esté borracho, ó que no lo esté. Si no está borracho, le diré: vente á echar un trago, mientras está abierto aún el Buen Membrillo. Me lo llevo y le emborracho: no cuesta mucho emborrachar al tío Mestienne, porque siempre está resbaladizo. Le dejo bajo la mesa, le cojo su tarjeta para volver á entrar en el cementerio, y entro de nuevo solo. Entonces ya no tenéis que habéroslas sino conmigo. Si no está borracho, le digo: anda, yo haré tu trabajo. Se va, y os saco del agujero.
Juan Valjean le tendió la mano, y Fauchelevent se precipitó á tomársela con toda la tierna efusión de que puede ser susceptible un campesino.
—Está convenido, tío Fauchelevent. Todo saldrá bien.
—Con tal que nada se descomponga,—pensó Fauchelevent.—¡Sería terrible!
V
No basta ser borracho para ser inmortal
Al día siguiente, cuando declinaba el sol, los escasos transeuntes de la calle ancha del Maine se quitaban el sombrero al paso de un carro fúnebre de antiguo modelo, adornado de calaveras, tibias y lágrimas. Este carro conducía un ataúd cubierto por un paño blanco, sobre el que se destacaba una cruz negra, semejante á un gran cadáver con los brazos colgando. Un coche enlutado, en el que iban un cura con sobrepelliz y un monaguillo con sotana roja, seguía al carro; á derecha é izquierda de él marchaban dos sepultureros de uniforme gris con adornos negros. Detrás iba un viejo cojeando y en traje de artesano. El cortejo se dirigía al cementerio de Vaugirard.
Del bolsillo del hombre se veían salir al mango de un martillo, la hoja de un escoplo y las puntas de unas tenazas.
El cementerio de Vaugirard era una excepción entre los cementerios de París. Tenía, por así decirlo, sus costumbres particulares, lo mismo que tenía su puerta cochera y su puerta pequeña, llamadas en el barrio por los viejos, siempre apegados á los dichos antiguos, la puerta de los caballeros y la puerta plebeya. Las bernardas-benedictinas del Pequeño-Picpus habían obtenido, según ya hemos dicho, el privilegio de ser enterradas en sitio aparte y por la tarde, en un terreno que había pertenecido á su comunidad. Los sepultureros estaban también sujetos á una disciplina particular, por lo que debían prestar ese servicio en el cementerio por la tarde en verano, y de noche en invierno. Las puertas de los cementerios de París se cerraban en aquella época al ponerse el sol; y[Pg 470] siendo ésta una medida municipal, estaba sometido á ella el cementerio de Vaugirard lo mismo que todos los demás. La puerta de caballeros y la puerta de peatones eran dos verjas contiguas, situadas á los lados de un pabellón construido por el arquitecto Perronet, y habitado por el portero del cementerio. Estas verjas giraban por lo tanto inexorablemente sobre sus goznes en el momento en que el sol desaparecía por detrás de la cúpula de los Inválidos.
Si algún sepulturero al cerrarse las verjas se había quedado dentro, no tenía otro medio para salir, que presentar su nombramiento de enterrador, expedido por la administración de pompas fúnebres. En un postigo de la casa del guarda había una especie de buzón como los de correos. El sepulturero echaba en él su tarjeta; el guarda la oía caer, tiraba de una cuerda, y se abría la puerta de peatones. Si el sepulturero no llevaba su tarjeta, decía su nombre, y el guarda, que solía haberse acostado y dormido, se levantaba, le examinaba, y abría la puerta con la llave. El sepulturero salía, pero pagaba quince francos de multa.
Aquel cementerio, que con sus privilegios especiales rompía la simetría administrativa, fué suprimido poco después de 1830. El cementerio de Mont-Parnasse, llamado del Este, le sucedió, y heredó la famosa taberna medianera con el cementerio de Vaugirard, que tenía una muestra con un membrillo pintado, y formaba ángulo por un lado hacia las mesas de los bebedores, y por otro hacia las sepulturas, con esta inscripción: Al Buen Membrillo.
El cementerio de Vaugirard era lo que podía llamarse un cementerio en decadencia. Había caído en desuso. Le invadía la yerba, y le abandonaban las flores; los burgueses gustaban poco de que les enterrasen en Vaugirard; olía á pobre. El cementerio del Padre Lachaise ¡ya era otra cosa! Ser enterrado en él, era como tener muebles de caoba. En esto se conocía la elegancia. El cementerio de Vaugirard era un cercado venerable, plantado como los antiguos jardines franceses, con calles rectas, bojes, tuyas, acebos, sepulcros á la sombra de algunos tejos, y la yerba muy crecida. La noche era allí imponente. Presentaba líneas verdaderamente lúgubres.
Aún no se había puesto el sol, cuando el carro fúnebre del paño blanco con la cruz negra entró en la alameda del cementerio de Vaugirard. El cojo que le seguía era Fauchelevent.
El entierro de la madre Crucifixión en la bóveda debajo del altar, la salida de Cosette, la entrada de Juan Valjean en la sala de los muertos, todo se había llevado á cabo sin el menor obstáculo; nada había salido mal.
Digamos, como de pasada, que la inhumación de la madre Crucifixión debajo del altar es para nosotros una falta perfectamente venial. Es una de esas culpas que se parecen á un deber. Las religiosas lo habían hecho, no solamente sin turbación, sino con aplauso de su propia[Pg 471] conciencia. En el claustro, lo que se llama «el gobierno» no es más que una intrusión en la autoridad, intrusión siempre discutible. Lo importante es la regla; en cuanto al Código, ya se verá. Hombres, haced cuantas leyes queráis; pero guardadlas para vosotros. El tributo que se paga al César, no es nunca más que el resto del tributo que se paga á Dios. Un príncipe no significa nada ante un principio.
Fauchelevent andaba renqueando muy satisfecho detrás del carro.
Sus dos conspiraciones juntas, una con las religiosas y otra con el señor Magdalena; una en pro del convento y contra el convento la otra, habían sido afortunadas por igual. La serenidad de Juan Valjean era una de esas tranquilidades potentes que se comunican.
Fauchelevent no dudaba del éxito. Lo que faltaba hacer ya no tenía la menor importancia. En dos años había emborrachado ya diez veces al sepulturero, al excelente tío Mestienne, que era un hombre tan bueno como mofletudo. Hacía de él lo que se le antojaba. Le encasquetaba el gorro á medida de su gusto; y la cabeza de Mestienne se ajuntaba perfectamente á la de Fauchelevent. Su confianza era, por lo tanto, completa.
Cuando el cortejo fúnebre entró en el camino que conducía directamente al cementerio, Fauchelevent, lleno de satisfacción, miró al carro, y dijo á media voz frotándose sus grandes manos:
—¡Vaya una farsa!
Paróse súbitamente el carro: había llegado á la verja. Como era preciso enseñar la licencia para el entierro, el encargado de las pompas fúnebres se adelantó y habló un momento con el portero. Durante este coloquio, que produjo una detención de dos ó tres minutos, apareció un desconocido y fué á colocarse detrás del carro, al lado de Fauchelevent: parecía un trabajador; llevaba una blusa con grandes bolsillos, y un azadón al brazo.
Fauchelevent miró á ese desconocido.
—¿Quién sois?—le preguntó.
El hombre le respondió:
—El sepulturero.
Si á Fauchelevent le hubiese cogido de lleno una bala de cañón, no hubiera hecho un movimiento más expresivo.
—¡El sepulturero!
—Sí.
—¡Vos!
—Yo.
—El sepulturero es el tío Mestienne.
—Ha sido.
—¿Cómo... ha sido!
—Porque ha muerto.
[Pg 472]
Fauchelevent lo había previsto todo, menos que pudiera morirse un enterrador.
Y sin embargo es cierto; también se mueren los enterradores: á fuerza de cavar fosas ajenas, van abriendo la propia.
Fauchelevent se quedó con la boca abierta. Apenas tuvo aliento para tartamudear:
—¡Pero esto no es posible!
—Pues lo es.
—Pero,—repitió todavía débilmente,—el enterrador es el tío Mestienne.
—Después de Napoleón vino Luis XVIII; después de Mestienne vino Gribier. Compadre, yo me llamo Gribier.
Fauchelevent palideció por completo y empezó á examinar á Gribier.
Era éste un hombre alto, flaco, lívido, enteramente fúnebre. Parecía un médico desacreditado convertido en enterrador.
Fauchelevent se echó á reir.
—¡Ah! ¡Qué cosas suceden en este pícaro mundo! ¡Murió el tío Mestienne! ¡Pues viva el tío Lenoir! ¿Sabéis quién es el tío Lenoir? Es la bota del tinto de á doce; es la bota de Surenne; ¡caramba! el verdadero Surenne de París. ¡Ah! ¡Murió el pobre Mestienne! Lo siento; era un buen bebedor; pero vos también lo sois. ¿No es verdad, camarada? Iremos juntos á probar unas copas, enseguida.
El hombre respondió:
—He estudiado; he estudiado hasta el cuarto año, y no bebo nunca.
El carro fúnebre se había vuelto á poner en marcha, y seguía por la calle principal del cementerio.
Fauchelevent había acortado el paso; cojeaba más de ansiedad que de necesidad.
El enterrador iba delante.
Fauchelevent examinó de nuevo al inesperado compañero Gribier.
Era uno de esos hombres que, siendo jóvenes, parecen viejos, y que, siendo flacos, son muy fuertes.
—¡Camarada!—gritó Fauchelevent.
El hombre se volvió.
—Soy el sepulturero del convento.
—Mi colega,—dijo el hombre.
Fauchelevent, sin letras, pero muy agudo, conoció que tenía que habérselas con un hombre temible, con un buen hablista. Entonces murmuró:
—¿Conque murió el tío Mestienne?
El hombre contestó:
—Completamente. Dios consultó su cuaderno de vencimientos y como le hubiese llegado el turno al tío Mestienne, tuvo el tío Mestienne que morir.
[Pg 473]
Fauchelevent repitió maquinalmente:
—Conque Dios...
—Dios,—-dijo el enterrador con autoridad.—Dios, que es para los filósofos el Padre eterno, y para los jacobinos el Ser Supremo.
—¿Y no nos entenderemos?—balbuceó Fauchelevent.
—Desde luego. Vos sois provinciano y yo parisién.
—No puede haber inteligencia hasta no haber bebido en compañía. El que vacía su vaso vacía su corazón. Veníos á beber conmigo. Á esto nadie se niega entre gentes de buena voluntad.
—Primero es el deber.
—Estoy perdido,—pensó para sí Fauchelevent.
Sólo faltaban ya algunas pasos para llegar á la senda que conducía al apartado de las monjas.
El sepulturero añadió:
—Camarada, tengo que dar pan á siete bocas, y como es menester que coman, no puedo yo beber.
Y prosiguiendo con la satisfacción del hombre serio que formula una máxima:
—Su hambre es enemiga de mi sed,—dijo.
El carro dió la vuelta á un grupo de cipreses, dejó la calle principal, atravesó otra más estrecha, entró en el terreno inculto y luego en la maleza. Esto indicaba la proximidad inmediata de la sepultura. Fauchelevent acortó aún más el paso pero no podía acortar el del carro. Afortunadamente la tierra, removida y mojada por las lluvias de invierno, se pegaba á las ruedas y entorpecía la marcha.
Fauchelevent se aproximó al enterrador.
—¡Hay un vinillo tan bueno de Argenteuil!—murmuró á su oído.
—Rústico,—respondió el hombre,—yo no debía ser enterrador. Mi padre era portero en el Pritaneo. Me dedicaba á la literatura; pero llovieron sobre él muchas desgracias; tuvo pérdidas en la Bolsa, y yo he tenido que renunciar á ser autor. Sin embargo, todavía soy escritor público.
—¿Luego no sois enterrador?—prorrumpió Fauchelevent, agarrándose á esta rama, demasiado débil en verdad.
—Lo uno no impide lo otro.
Fauchelevent no entendió esta frase.
—Vamos á beber,—dijo.
Aquí es indispensable una observación.
Fauchelevent, por más inquieto que estuviese, convidaba á beber; pero no se había fijado en un punto: ¿Quién había de pagar? Casi siempre convidaba él, pero pagaba el tío Mestienne. Su convite de entonces era evidentemente un resultado de la nueva situación creada por el nuevo enterrador, le era necesario el convite; pero el viejo jardinero dejaba[Pg 474] en la sombra, no sin intención, el proverbial cuarto de hora de san Martín. Fauchelevent, á pesar de su emoción, no se acordaba de pagar.
El enterrador contestó con una sonrisa de superioridad:
—Es indispensable comer. He aceptado el cargo de sucesor del tío Mestienne. Cuando uno ha concluido casi sus estudios, es filósofo. Al trabajo de la mano he añadido el del brazo, y tengo mi biombo de memorialista en la calle de Sêvres. ¿Sabéis? El mercado de los paraguas. Todas las cocineras de la Cruz Roja vienen á mí; y yo les compongo sus declaraciones á los novios. Por la mañana escribo cartas amorosas, y por la tarde abro hoyos de muerto. Ésta es la vida, compadre.
El carro avanzaba. Fauchelevent, en el colmo de la inquietud, miraba á todas partes; gruesas gotas de sudor caían de su frente.
—Pero,—continuó el enterrador,—no se puede servir á dos señores; y tengo que elegir entre la pluma y el azadón. El azadón me estropea las manos.
El carro fúnebre se detuvo.
El monaguillo bajó del coche enlutado, luego el cura.
Una de las ruedas delanteras del carro subía un poco sobre un montón de tierra, detrás del cual se veía una fosa abierta.
—¡Vaya una farsa!—repitió consternado Fauchelevent.
VI
Entre cuatro tablas
¿Quién estaba en el ataúd? ya lo sabíamos, Juan Valjean.
Juan Valjean que se las había arreglado para vivir allí dentro, y apenas podía respirar.
Es ciertamente extraño calcular hasta qué punto nos da seguridad en todo la seguridad de la conciencia. La combinación ideada por Juan Valjean iba adelante, y marchaba perfectamente desde la víspera. Contaba él, como Fauchelevent, con el tío Mestienne, y no le cabía la menor duda acerca del final. No puede darse situación más crítica ni calma más completa.
De las cuatro tablas del ataúd se desprendía cierta horrible paz. La tranquilidad de Juan Valjean tenía mucho del reposo de la muerte.
Desde el fondo del ataúd había podido seguir, y seguía, todas las fases del terrible drama que estaba representando con la muerte.
Poco después de haber clavado Fauchelevent la tapa del ataúd, sintió Juan Valjean que le llevaban y luego que rodaba. Conoció también, por la suavidad del movimiento, que pasaba del empedrado á la arena, es decir, que salía de las calles y entraba en el paseo. Al oir un ruido sordo adivinó que atravesaba el puente de Austerlitz. Por la primera parada comprendió que entraba en el cementerio. Á la segunda se dijo: aquí está la fosa.
Sintió que cogían bruscamente la caja, y oyó un áspero rozamiento[Pg 475] en las tablas; conoció que ataban una cuerda al ataúd para bajarle al hoyo.
Después tuvo una especie de vértigo.
Probablemente los sepultureros y el enterrador habían hecho oscilar el ataúd, y había bajado la cabeza antes que los pies. Volvió pronto en su acuerdo, y vió que estaba horizontal é inmóvil. Había llegado al fondo del hoyo. Sintió una especie de frío.
Oyó resonar sobre él una voz glacial y solemne y oyó como pasaban, tan claramente que podían distinguirlas una tras otra, palabras latinas que no comprendía:
—Qui dormiunt in terræ pulvere, evigilabunt; alii in vitam æternam, et alii in opprobrium, ut videant semper.
Una voz infantil contestó:
—De profundis.
La voz grave volvió á oirse diciendo:
—Requiem æternam dona ei Domine.
La voz infantil respondió:
—Et lux perpetua luceat ei.
Sintió sobre la tapa del ataúd algo como el débil choque de algunas gotas de ligera lluvia. Era probablemente el agua bendita.
Entonces calculó: Ya esto se acaba. Tengamos todavía un poco de paciencia. Ahora se irá el cura; Fauchelevent se llevará á beber á Mestienne, y me dejarán. Después vendrá sólo Fauchelevent y yo saldré de aquí. Es cosa de una hora.
La voz grave repitió:
—Requiescat in pace.
Y la voz de niño dijo:
—Amén.
Juan Valjean, siempre atento al oído, sintió como un ruido de pasos que se alejaban.
—Ya se alejan,—pensó.—Estoy ya solo.
Pero de repente oyó sobre su cabeza un ruido que le pareció el del trueno que despide el rayo.
Era una paletada de tierra que caía sobre el ataúd.
Una segunda paletada de tierra sucedió á la primera.
Uno de los agujeros por donde respiraba quedó obstruido.
Cayó otra paletada. Después otra.
Hay cosas más fuertes que el hombre más fuerte. Juan Valjean perdió el conocimiento.
VII
Donde se verá el origen de la frase: no pierdas el billete
He aquí lo que había pasado sobre el ataúd en que estaba encerrado Juan Valjean.
[Pg 476]
Cuando el carro se hubo alejado, y el capellán y el monaguillo subieron en el coche y partieron también, Fauchelevent, que no apartaba los ojos del enterrador, le vió inclinarse y coger la pala, que estaba clavada en el montón de tierra.
Entonces Fauchelevent tomó una resolución suprema.
Colocóse entre la fosa y el enterrador, cruzó los brazos, y exclamó:
—¡Yo soy quien paga!
Y el enterrador le miró asombrado, y respondió:
—¿El qué?
Fauchelevent repitió:
—¡Yo pago!
—¿El qué?
—El vino.
—¿Qué vino?
—El de Argenteuil.
—¿Dónde está ese Argenteuil?
—En el Buen Membrillo.
—¡Vete al diablo!—dijo el sepulturero.
Y arrojó una paletada de tierra sobre el ataúd: la caja despidió un sonido ronco.
Fauchelevent se sintió vacilar á punto de caer á la fosa, y gritó con una voz en que tenía algo de la opresión de la agonía:
—Camarada, ¡antes de que cierren el Buen Membrillo!
El enterrador llenó nuevamente su pala.
Fauchelevent continuó:
—¡Yo pago!
Y asió del brazo al sepulturero.
—Oídme, camarada,—le dijo;—soy el sepulturero del convento, y vengo para ayudaros. Esta faena podemos hacerla de noche. Empecemos por beber un trago.
Y así diciendo y aferrándose á su desesperada insistencia, hacíase esta reflexión lúgubre:
—¡Y aún cuando beba! ¿Se emborrachará?
—Provinciano,—dijo el enterrador,—ya que absolutamente lo queréis, consiento. Beberemos, pero después del trabajo; antes, de ningún modo.
Y empujó su pala. Fauchelevent le detuvo.
—¡Argenteuil de á seis!
—¡Ah! ¡ya!—dijo el enterrador.—Sois campanero. Din, don, din don; no sabéis decir otra cosa. Id pues á repicar.
Y arrojó á la fosa la segunda paletada.
Fauchelevent llegó al extremo en que ya no sabe el hombre lo que se dice:
—¿Venís ó no venís á beber?—gritó;—pues que soy yo quien paga.
[Pg 477]
—En cuanto hayamos enterrado á la chica,—dijo el sepulturero.
Y echó la tercera paletada.
Después, clavando la pala en tierra, añadió:
—Advertid que va á hacer frío esta noche, y la muerta se vendría gritando tras nosotros que la dejamos sin ropa.
En este momento, mientras llenaba la pala, se encorvaba, apareciendo entreabierto el bolsillo de la blusa.
La mirada vaga de Fauchelevent cayó maquinalmente sobre este bolsillo, y se detuvo.
El sol no se había ocultado todavía en el horizonte; había luz bastante para que pudiese distinguirse una cosa blanca en el fondo de aquel bolsillo abierto.
La pupila de Fauchelevent despidió todo el fuego que pueden despedir los ojos de un aldeano picardo. Acababa de ocurrirle una idea.
Sin que el sepulturero, ocupado solamente en llenar la pala, lo advirtiera, Fauchelevent le metió por detrás la mano en el bolsillo, sacando la cosa blanca que estaba en el fondo.
El enterrador arrojó en la fosa la cuarta paletada.
En el instante en que se volvía para coger la quinta, Fauchelevent le miró con cierta profunda calma diciéndole:
—Á propósito, novel sepulturero, ¿tenéis vuestra credencial?
El enterrador se detuvo.
—¿Qué?
—Que va á ponerse el sol.
—¿Y qué? Se pondrá su gorro de dormir.
—Que se va á cerrar la verja del cementerio.
—¿Y qué?
—¿Tenéis la tarjeta?
—¡Ah! ¡Mi tarjeta!—dijo el enterrador.
Y buscó en sus bolsillos.
Después de registrar el primero registró el segundo; luego pasó á los dos del chaleco, uno después de otro.
—No,—dijo;—no tengo la tarjeta. La habré olvidado.
—Tres duros de multa,—dijo Fauchelevent.
El sepulturero se puso verde. El verde es la palidez de los rostros lívidos.
—Ay, Jesús-Dios-mío-la-pata-coja-hasta-la-luna!—exclamó.—¡Quince francos de multa!
—Tres piezas de cien sueldos,—dijo Fauchelevent.
El enterrador dejó caer la pala.
Habíale llegado su turno á Fauchelevent.
—¡Ah novato!—dijo Fauchelevent.—No hay que desesperarse; no es cosa de suicidarse, ni de aprovechar este hoyo. Quince francos son quince francos, y todavía podéis no pagarlos. Vos sois nuevo en esto; yo soy[Pg 478] viejo y conozco todos los trastrueques. Voy á daros un consejo de amigo. Sobre todo hay una cosa cierta, y es que el sol se pone, que toca ya en la cúpula de los Inválidos, y que el cementerio va á cerrarse dentro de cinco minutos.
—Es verdad,—dijo el enterrador.
—En cinco minutos no tenéis tiempo para llenar la fosa, que es profunda como un diablo, y llegar á tiempo antes de que cierren la verja.
—Es verdad.
—En ese caso, pagaréis quince francos de multa.
—¡Quince francos!
—Pero os queda tiempo para... ¿Dónde vivís?
—Á dos pasos del portillo, á un cuarto de hora de aquí; en la calle de Vaugirard, número 87.
—Pero no os faltará tiempo, echándoos las zancas á cuestas, para salir inmediatamente.
—Es verdad.
—Una vez fuera de la verja, galopáis hasta vuestra casa, cogéis la tarjeta, volvéis, y el guarda os abre; llevando tarjeta no se paga multa. Así enterraréis vuestro muerto. En el entretanto yo me quedo guardándole para que no se escape.
—Os debo la vida, provinciano.
—Largaos presto,—dijo Fauchelevent.
El sepulturero, conmovido por el agradecimiento, le apretó la mano y partió corriendo.
En cuanto hubo desaparecido en la maleza, Fauchelevent escuchó sus pasos hasta que se perdió el ruido; después se inclinó sobre la fosa, y dijo en voz baja:
—¡Señor Magdalena!
Nadie respondió.
Fauchelevent sintió un temblor. Se dejó caer en la fosa más bien que bajó, echándose sobre el ataúd, y gritó:
—¿Estáis ahí?
Continuó el silencio en el ataúd.
Fauchelevent, sin respirar apenas á fuerza de temblar, sacó el escoplo y el martillo, é hizo saltar la tapa de la caja. El rostro de Juan Valjean apareció á la luz del crepúsculo pálido y cerrados los ojos.
Los cabellos de Fauchelevent se erizaron; levantóse de súbito, y apoyándose de espaldas en la pared de la fosa, para no caer sobre el ataúd. Miraba á Juan Valjean.
Juan Valjean yacía descolorido é inmóvil.
Fauchelevent murmuró en voz baja como suspirando:
—¡Está muerto!
É irguiéndose cuanto pudo, cruzó los brazos tan violentamente, que se golpeó la espalda con ambos puños, y exclamó:
[Pg 479]
—¡Éste ha sido mi modo de salvarle!
Entonces el buen hombre empezó á sollozar y á hablar consigo mismo. Es un error creer que el monólogo no existe en la naturaleza. Las grandes emociones hablan en voz alta frecuentemente.
—La culpa es del tío Mestienne. ¿Porqué se había de morir ese imbécil? ¿Qué necesidad tenía de morirse haciendo falta? Él es quien ha ha muerto al señor Magdalena. ¡Señor Magdalena! Está en el ataúd, y en el cementerio. Todo ha terminado. ¡Ah! ¿Es esto tener sentido común? ¡Ay! ¡Dios mío! ¡Está muerto! ¿Y qué voy á hacer yo ahora de la niña? ¿Qué va á decir la frutera?
¿Pero es posible, Dios mío, que un hombre como éste muera así? ¡Cuando recuerdo cómo se metió debajo de mi carreta! ¡Señor Magdalena! ¡Señor Magdalena! ¡Pardiez! Se ha asfixiado; ya se lo dije yo, pero no quiso creerme. ¡Vaya una linda picardía! ¡Ha muerto este buen hombre, el mejor hombre que había entre los buenos de Dios! ¡Y su niña! ¡Ay! ¡No vuelvo yo ahora allá abajo! Me quedo aquí. ¡Haber hecho una cosa como la que hemos hecho! ¡Valía la pena de llegar á viejos para ser locos! Pero ¿cómo se las arregló para entrar en el convento? Por aquí empezó. Hay cosas que no deben hacerse. ¡Señor Magdalena! ¡Señor Magdalena! ¡Tío Magdalena! ¡Magdalena! ¡Señor Alcalde! No me oye. ¡Qué voy á hacer ahora!
Y se arrancaba los cabellos.
Oyóse entonces á lo lejos por entre los árboles, un agudo chirrido. Era la verja del cementerio que se cerraba.
Fauchelevent se inclinó sobre Juan Valjean, retrocediendo bruscamente todo lo que se puede retroceder en una sepultura. Juan Valjean, con los ojos abiertos le estaba mirando.
Ver una muerte es una cosa horrible; pero ver una resurrección no lo es menos. Fauchelevent se quedó petrificado, pálido, confuso, trastornado por el exceso de emociones, é ignorando si tenía que habérselas con un muerto ó con un vivo, mirando como le miraba Juan Valjean.
—Ya me dormía,—dijo Juan Valjean.
Y se incorporó quedándose sentado.
Fauchelevent cayó de rodillas.
—¡Virgen Santa!—exclamó.—¡Me habéis dado un susto!
Después se levantó diciendo:
—¡Gracias, señor Magdalena!
Juan Valjean no estaba más que desvanecido. El aire libre le había vuelto en sí.
La alegría es el reflejo del terror. Fauchelevent tuvo que hacer casi tanto como Juan Valjean para reponerse.
—¡Entonces no habéis muerto! ¡Oh, cuánto ánimo tenéis! Tanto os he llamado, que habéis despertado. Cuando os vi con los ojos cerrados dije: bien, se ha asfixiado. ¡Oh! Me hubiera vuelto loco, pero loco furioso,[Pg 480] loco de atar; me hubieran llevado á Bicêtre. ¿Qué había yo de hacer si hubiérais muerto? ¡Y vuestra niña! ¡La frutera no habría comprendido nada! ¡Se deja la niña diciendo, el abuelo ha muerto! ¡Qué historia, santos cielos! ¡Ah! Pero vos vivís. Éste es el verdadero fin de fiesta.
—Siento frío,—dijo Juan Valjean.
Estas palabras recordaron á Fauchelevent la urgencia de la realidad. Aquellos dos hombres, aunque vueltos en sí, tenían, sin saber por qué, turbado el espíritu; sentían algo extraño, que era la impresión natural y siniestra del lugar.
—Salgamos pronto de aquí,—dijo Fauchelevent.
Buscó en su faltriquera y sacó una calabacita de que venía provisto.
—Antes de todo un trago,—dijo.
La calabaza terminó lo que el aire había comenzado. Juan Valjean bebió un sorbo de aguardiente, recobrando la plena posesión de sí mismo.
Salió del ataúd, y ayudó al jardinero á clavar la tapa.
Tres minutos después había salido de la fosa.
Por lo demás, Fauchelevent estaba ya tranquilo. Tomóse pues el tiempo necesario. El cementerio estaba cerrado, y no era de temer la llegada del sepulturero Gribier. El «bisoño» estaría en su casa buscando la tarjeta, sin encontrarla, puesto que la tenía Fauchelevent en el bolsillo. Y sin la tarjeta no podía entrar en el cementerio.
Fauchelevent tomó la pala y Juan Valjean el azadón, y ambos enterraron el ataúd vacío.
Cuando la fosa estuvo llena, dijo Fauchelevent á Juan Valjean:
—Vámonos. Yo llevo la pala, llevad el azadón.
Cerraba ya la noche.
Juan Valjean encontró alguna dificultad para moverse y para andar; en el ataúd había tomado algo de la rigidez de los cadáveres. La anquilosis de la muerte le había cogido entre cuatro tablas; y le fué necesario, por así decirlo, sacudir el hielo del sepulcro.
—Estáis yerto,—dijo Fauchelevent;—lástima que sea yo patizambo; moveríamos un poco los talones.
—¡Bah!—dijo Juan Valjean.—Cuatro pasos me bastan para dar fuerza á las piernas.
Fuéronse por el mismo camino que había seguido el carro fúnebre. Cuando llegaron á la verja, cerrada ya, y al pabellón del portero, Fauchelevent, que llevaba en la mano la tarjeta del enterrador, la echó en la caja, el guarda tiró de la cuerda, se abrió la puerta y salieron los dos.
—¡Qué bien sale todo!—dijo.—¡Habéis tenido una idea magnífica, señor Magdalena!
Atravesaron la barrera Vaugirard con la mayor facilidad del mundo. En las cercanías de un cementerio una pala y un azadón son dos pasaportes. La calle de Vaugirard estaba desierta.
—Señor Magdalena,—dijo Fauchelevent, sin dejar de andar y alzando[Pg 481] la vista hacia las casas,—vos que tenéis mejor vista que yo, indicadme el número 87.
—Aquí está precisamente,—dijo Valjean.
—No hay nadie en la calle,—repuso Fauchelevent.—Dadme el azadón, y esperadme dos minutos.
Fauchelevent entró en el número 87. Subió al último piso, guiado por el instinto que lleva siempre al pobre hacia el tejado, y llamó en la obscuridad á la puerta de una buhardilla.
Respondióle una voz.
—Entrad.
Era la voz de Gribier.
Fauchelevent empujó la puerta. El cuarto del sepulturero era, como todas esas infelices viviendas, un desván desamueblado y lleno de trastos. Un cajón—un ataúd quizá—servía de cómoda; una orza de manteca hacía las veces de tinaja; un jergón de paja era la única cama; el suelo servía de silla y de mesa. En un rincón, sobre un harapo, que era un viejo pedazo de alfombra, estaba sentada una mujer flaca, formando un triste grupo con muchas criaturas. Toda aquella pobre vivienda daba indicios de un gran trastorno. Parecía que se había efectuado un temblor de tierra «para uno solo». Las tapas estaban levantadas, los harapos esparcidos, el cántaro roto, la madre había llorado, los hijos habían sido zurrados probablemente; huellas todas de un registro riguroso y obstinado. Conocíase que el sepulturero había buscado inútilmente su credencial, y hecho responsable de la pérdida á todo lo existente en la casa, desde el cántaro hasta su mujer. Gribier parecía desesperado.
Pero Fauchelevent tenía harta prisa de dar fin á la aventura para fijarse en este lado triste de su triunfo.
Entró, pues, y dijo:
—Os traigo vuestra pala y vuestro azadón.
Gribier le miró estupefacto.
—¿Sois vos, provinciano?
—Y mañana encontraréis vuestra tarjeta en la casilla del guarda del cementerio.
Y dejó en el suelo la pala y el azadón.
—¿Qué quiere decir esto?—preguntó Gribier.
—Quiere decir que habéis dejado caer la tarjeta del bolsillo; que la encontré en el suelo después que os marchasteis; que he enterrado al muerto y rellenado la fosa; que he hecho yo vuestra tarea; que el portero os dará vuestra credencial, y que no pagaréis los quince francos. Esto es lo que hay, recluta.
—¡Gracias, provinciano!—exclamó admirado Gribier.—Al primer enterramiento seré yo quien pague de beber.
[Pg 482]
VIII
Interrogatorio feliz
Una hora después, ya cerrada la noche, dos hombres y una niña se presentaron en el número 62 de la calle Picpus. El más viejo de aquellos hombres levantó el picaporte y llamó.
Eran Fauchelevent, Juan Valjean y Cosette.
Los dos hombres habían ido á buscar á Cosette, en casa de la frutera de la calle del Chemin Vert, donde á la víspera la había dejado Fauchelevent. Cosette había pasado aquellas veinticuatro horas sin comprender nada, y temblando silenciosamente. Temblaba tanto, que no había llorado. No había comido ni dormido tampoco. La buena frutera le había hecho mil preguntas, sin conseguir otra respuesta que una mirada triste, siempre igual. Cosette no había dejado traslucir nada de lo que había oído y visto en los dos días últimos. Adivinaba que estaba atravesando una crisis, y conocía que era necesario ser «prudente». ¡Quién no ha experimentado el soberano poder de estas tres palabras pronunciadas con cierto tono al oído de una criatura aterrada: ¡No digas nada! El miedo es mudo. Además, ¿qué persona guarda los secretos como un niño?
Sólo después de aquellas veinticuatro horas había vuelto á ver á Juan Valjean y lanzado un grito de alegría; fué tal este grito, que el hombre menos suspicaz hubiera adivinado en aquel grito la salida de un abismo.
Fauchelevent era de la casa, y sabía las palabras de pase. Todas las puertas se abrieron.
Así se había resuelto el doble y difícil problema: de salir y entrar.
El portero, que tenía ya sus instrucciones, abrió la puertecita que ponía en comunicación el patio y el jardín, y que hace veinte años se veía aún desde la calle, en la pared del fondo del patio, enfrente de la puerta cochera.
El portero introdujo á los tres por aquella puerta, y desde allí pasaron al locutorio reservado donde el día anterior había recibido Fauchelevent las órdenes de la priora.
La priora, con su rosario en la mano, los estaba esperando. Á su lado, cubierta con el velo, estaba de pie una madre vocal.
Una discreta vela alumbraba, ó mejor, hacía que alumbraba el locutorio
La priora pasó revista á Juan Valjean. Nada escudriña tanto como unos ojos bajos.
Después le interrogó:
—¿Sois el hermano?
—Sí, reverenda madre,—respondió Fauchelevent.
—¿Cómo os llamáis?
Fauchelevent respondió:
—Último Fauchelevent.
[Pg 483]
Éste había tenido, en efecto, un hermano, llamado Último, que había muerto.
—¿De dónde sois?
Fauchelevent respondió:
—De Picquigny, cerca de Amiens.
—¿Qué edad tenéis?
—Cincuenta años.
—¿Qué oficio es el vuestro?
Fauchelevent respondió:
—Jardinero.
—¿Sois buen cristiano?
Fauchelevent respondió:
—Todos los somos en nuestra familia.
—¿Es vuestra esta niña?
Fauchelevent respondió:
—Sí, reverenda madre.
—¿Sois su padre?
Fauchelevent respondió:
—Su abuelo.
La madre vocal dijo á la priora á media voz:
—Responde bien.
Juan Valjean no había pronunciado una palabra.
La priora fijóse en Cosette atentamente y dijo á media voz á la madre vocal:
—Será fea.
Las dos madres hablaron algunos minutos en voz baja en el rincón del locutorio, y después volvióse la priora y dijo:
—Tío Fauvent, procuraos otra rodillera con cascabel. Ahora se necesitan dos.
En efecto, al día siguiente se oían dos cascabeles en el jardín, y las religiosas no podían resistirse al deseo de levantar una punta del velo. Viendo así en el fondo del jardín, y bajo de los árboles, á dos hombres que cavaban juntos Fauvent y otro. Raro acontecimiento. Rompióse el silencio, llegando á decirse: es un ayudante del jardinero.
Es un hermano del tío Fauvent, añadían las madres vocales.
Juan Valjean estaba ya instalado formalmente; tenía su rodillera de cuero y su cascabel; era ya oficial su cargo y su nombre de Último Fauchelevent. La principal causa de su admisión había sido esta observación de la priora refiriéndose á Cosette: Será fea.
Pronunciado este pronóstico, la priora se hizo amiga de Cosette, admitiéndola en el colegio como educanda de caridad.
Es todo ello altamente lógico.
Por más que no haya espejos en el convento, las mujeres tienen la conciencia de su fisonomía; y las jóvenes que se creen bonitas no se dejan[Pg 484] convencer fácilmente para monjas. La vocación voluntaria está en razón inversa de la belleza, y por esto se espera más de las feas que de las hermosas. De ahí la gran afición á las fealdades.
Toda aquella aventura enalteció al buen viejo Fauchelevent, por haber conseguido un triple triunfo: cerca de Juan Valjean, á quien salvó y dió un asilo; cerca del sepulturero Gribier, que se decía: me ha librado de pagar la multa; cerca del convento, que, gracias á él, conservando el cuerpo de la madre Crucifixión, había podido eludir al César satisfaciendo á Dios. Hubo un ataúd con cadáver en el Pequeño-Picpus, y un ataúd sin cadáver en el cementerio de Vaugirard; el orden público se turbó indudablemente con ello, pero nadie lo advirtió.
En cuanto al convento, su gratitud para con Fauchelevent fué grandísima. Hasta el punto de ser el mejor de los criados y el mejor de los jardineros. En la primera visita del arzobispo, la priora contó lo acaecido á su Ilustrísima, como confesándose y envaneciéndose un poco. El arzobispo, al salir del convento, habló de ello con elogio y en secreto al señor de Latín, confesor del hermano del rey, que fué después arzobispo de Reims y cardenal. La fama de Fauchelevent corrió tierras y tierras hasta llegar á Roma. Hemos visto una carta dirigida por el papa reinante entonces, León XII, á uno de sus parientes de la nunciatura de París, llamado como él Della-Genga, en la cual se lee lo siguiente: «Parece que hay en un convento de París un excelente jardinero, que es un santo varón llamado Fauvent». Pero ninguna noticia de este triunfo llegó á la barraca de Fauchelevent, quien siguió injertando, escardando y cubriendo sus melones, sin tener la menor idea de su excelencia ni de su santidad. No tuvo jamás su gloria otra noticia que la que alcanzó el buey de Durham ó de Surrey, cuyo retrato se publicó en el Illustrated London News con esta inscripción: Buey que ha ganado el premio en la exposición de animales de cuernos.
IX
Clausura
Cosette en el convento continuó guardando silencio.
Cosette se creía sencillamente hija de Juan Valjean; y como por otra parte nada sabía, nada podía decir, y aún en este caso nada hubiera dicho. Hemos ya indicado que nada enseña el silencio á los niños como la desgracia; y Cosette había padecido tanto, que todo lo temía, hasta su voz y su respiración. ¡Cuántas veces una palabra sola había precipitado sobre ella una tormenta! Apenas había principiado á tranquilizarse desde que estaba con Juan Valjean. Acostumbróse luego á la vida del convento. Solamente echaba de menos á su Catalina, pero no se atrevía á decirlo. No obstante díjole un día á Juan Valjean:
—Padre, si lo hubiera sabido, la habría traído conmigo.
Cosette, al entrar de educanda, tuvo que vestir el uniforme de las[Pg 485] colegialas de la casa. Juan Valjean consiguió que le volviesen los vestidos que dejó, es decir, el mismo traje de luto con que la vistió al dejar la taberna Thénardier que no estaba aún muy usado; guardóse Juan Valjean el vestido, las medias de lana y los zapatos, con mucho alcanfor y otros varios aromas, de los que abundan en los conventos, en un baulito que pudo procurarse; colocó el baulito sobre una silla al lado de su cama llevando siempre la llave consigo. Padre,—le preguntó un día Cosette,—¿qué tiene esta caja que huele tan bien?
El tío Fauchelevent, además de la gloria que acabamos de decir, y que él ignoró, fué recompensado por su buena acción. Por de pronto tuvo la satisfacción de su conciencia, y bastante menos trabajo dividiéndole. Y luego que como le gustaba mucho el polvo de tabaco, estando al lado del señor Magdalena tomaba triple cantidad que antes, y saboreándolo mucho más, porque pagaba el señor Magdalena. Las monjas no adoptaron el nombre de Último, y llamaron á Juan Valjean el otro Fauvent.
Si aquellas santas mujeres hubieran tenido algo de la perspicacia de Javert, habrían acabado por fijarse en que, cuando había necesidad de salir fuera para las necesidades del jardín, era siempre Fauchelevent el mayor, el viejo, el delicado, el patizambo, y nunca el otro; pero ya fuése porque los ojos siempre fijos en Dios no saben espiar, ó porque estuviesen ocupadas en espiarse unas á otras, lo cierto es que no llamó aquello su atención. Por lo demás, Juan Valjean hizo perfectamente en estarse quieto y no moverse, porque Javert vigiló el barrio por espacio de mucho más de un mes.
Aquel convento venía á ser para Juan Valjean como una isla rodeada de abismos; aquellas cuatro paredes encerraban el mundo para él. Veía el cielo suficiente para estar tranquilo, y á hacer á Cosette bastante feliz. Empezó, pues, para él una vida agradable.
Habitaba con el tío Fauchelevent la barraca del jardín. Aquella casucha
hecha de cascote viejo que existía aún en 1845, y se componía, como
hemos dicho, de tres piezas completamente desnudas, con sólo las paredes.
La principal había sido cedida quieras que no, al señor Magdalena,
por más que Juan Valjean se opusiese á ello, por el tío Fauchelevent. La
pared de este cuarto, además del clavo destinado á colgar la
rodillera y el cesto, estaba adornada con un papel moneda realista
de 1793, pegado á la pared sobre la chimenea, cuyo exacto facsímile
reproducimos[12]:
Este asignado vendeano había sido pegado allí por el jardinero precedente, antiguo chuan que murió en el convento, y á quien reemplazó Fauchelevent.
[Pg 486]
Juan Valjean trabajaba diariamente en el jardín, y era utilísimo. Había sido, como ya sabemos, podador, y no era extraño á la jardinería.
Recuérdese además que conocía todo género de recetas y de secretos del cultivo, de lo que sacó mucho partido. Casi todos los árboles del jardín eran silvestres; él los injertó y les hizo producir excelentes frutas.
Cosette tenía permiso de pasar todos los días una hora á su lado.
Como las hermanas estaban siempre tristes, y Juan Valjean era tan bondadoso, la niña comparaba y le adoraba. Á la hora prefijada corría á la barraca. Cuando entraba en la pequeña choza la llenaba con su presencia de alegría.
Juan Valjean se explayaba y sentía aumentar su dicha con la de Cosette. La alegría que inspiramos tiene el doble encanto de que lejos de debilitarse como todo reflejo, vuelve á nosotros más radiante. Durante las horas de recreo, miraba desde lejos Juan Valjean cómo Cosette jugaba y reía, distinguiendo su risa de entre las risas de los demás.
Porque entonces Cosette ya reía.
El semblante de Cosette había cambiado en cierto modo, puesto que había desaparecido la parte sombría. El reir es el sol de invierno; disipa las nubes del rostro humano.
Terminadas las horas de recreo, cuando se volvía Cosette al convento, Juan Valjean miraba á las ventanas de la clase; y por la noche se levantaba para mirar las ventanas del dormitorio.
Dios tiene sus senderos. El convento contribuyó, al par de Cosette, á mantener y completar, en Juan Valjean la obra del obispo. Es cierto que la virtud llega por una parte hasta el orgullo, del que está separado solamente por un puentecillo hecho por el diablo. Juan Valjean no estaba quizá lejos de esta parte y de este puente, cuando la Providencia le llevó al pequeño Picpus. Mientras no se había comparado sino con el obispo, se había creído indigno y sido humilde; pero desde que hacía algún tiempo se comparaba con los hombres, principiaba á nacer en él el orgullo. ¿Quién sabe si tal vez, y poco á poco, habría concluido por volver al odio?
El convento le detuvo en aquella pendiente.
Era aquel el segundo lugar de cautiverio que veía. En su juventud, en lo que había sido para él el principio de la vida, y después, recientemente aún, había visto otro lugar horroroso, terrible, cuyos rigores había considerado como la iniquidad de la justicia, y el crimen de la ley. Á la sazón, después del presidio, veía el claustro, y pensando en que había estado en el presidio, y que era espectador del claustro, los comparaba con ansiedad en su imaginación.
[Pg 487]
Algunas veces, apoyándose en la pala, descendía lentamente por las espirales sin fin de meditación.
Recordaba á sus antiguos compañeros, y cuánta era su miseria, quienes se levantaban al amanecer y trabajaban hasta la noche; que apenas les dejaban dormir; se acostaban en camas de campaña, y sólo se les toleraba un colchón de dos pulgadas de grueso, en salas que no tenían lumbre sino en los meses más crudos del año; vestían una horrible chaqueta roja, y se les permitía usar, por gracia, un pantalón de tela en los grandes calores, y una manta de lana en los fríos excesivos; no bebían vino ni comían carne sino cuando trabajaban de «fatiga». Vivían sin nombre, designados solamente por números, y estaban casi convertidos en cifras, bajos los ojos, baja la voz, el pelo cortado, sumisos á la vara en la vergüenza.
Después su espíritu se volvía hacia los seres que tenía á la vista.
Estos seres vivían igualmente con los cabellos cortados, los ojos bajos, la voz baja, no en la vergüenza, pero sí en medio del escarnio del mundo; no con la espalda acardenalada por el látigo, pero sí azotada por las disciplinas. También éstos habían perdido su nombre entre los hombres; eran conocidos solamente por austeros apelativos. No comían carne nunca ni bebían vino jamás, y frecuentemente estaban en ayunas hasta la noche. Vestían éstos, no una chaqueta roja, sino un sudario negro de lana, pesado en el verano, ligero en el invierno, y no podían quitársele ni añadirle nada; no tenían ni aun el recurso de la tela ó de la lana conforme á las estaciones; y llevaban seis meses del año camisas de burriel, que les producían calentura. Vivían, no en salas caldeadas únicamente los días de riguroso frío, sino en celdas en las que nunca se encendía lumbre; dormían, no en colchones de dos pulgadas de grueso, sino sobre paja. Finalmente, ni aun les era permitido dormir; todas las noches, después de un día de trabajo, era preciso despertar en el abatimiento del primer sueño; y cuando empezaban á dormir y á entrar apenas en calor, debían levantarse y rezar en una capilla helada y sombría, de rodillas sobre la piedra.
En días determinados cada uno de aquellos seres, por riguroso turno, permanecía doce horas seguidas arrodillado sobre el mármol, ó prosternado de cara al suelo y los brazos en cruz.
Los primeros eran hombres; éstos, mujeres.
¿Qué habían hecho aquellos hombres?
Habían robado, violado, saqueado, herido, matado, asesinado. Eran bandidos, falsarios, envenenadores, incendiarios, asesinos, parricidas.
¿Qué habían hecho estas mujeres?
Nada.
Por una parte, el bandolerismo, el fraude, el dolo, la violencia, la lubricidad, el homicidio, todas las manifestaciones del sacrilegio, todas las variedades del atentado; por la otra, una sola cosa: la inocencia.
[Pg 488]
La inocencia perfecta, casi elevada hasta una misteriosa asunción, unida á la tierra por la virtud, y al cielo por la santidad.
De un lado, confidencias de crímenes que se hacen en voz baja; del otro, la confesión de faltas hechas en alta voz.
¡Y qué crímenes! ¡Y qué faltas!
Por un lado miasmas, por el otro inefable perfume.
Por una parte, peste moral con guardas de vista, cercada por cañones, y devorando lentamente á sus apestados; por la otra un casto abrasamiento de todas las almas en el mismo foco. Allí, las tinieblas; aquí, la sombra; pero una sombra llena de luz, y una luz llena de fulgores.
Dos lugares de esclavitud; pero en el primero era posible la redención; tenía un límite legal siempre esperado, y además la evasión. En el segundo, solamente la perpetuidad; y por toda esperanza, al extremo lejano del porvenir, aquella luz de libertad á que los hombres llaman muerte.
En el primero no se está encadenado más que por cadenas; en el segundo por la fe.
¿Qué salía del primero? Una maldición inmensa, rechinamiento de dientes, el odio y la perversidad desesperado, un grito de rabia contra la sociedad humana, un sarcasmo al cielo.
¿Qué del segundo? Bendiciones y amor.
Y en aquellos dos lugares tan parecidos y tan diversos, estas dos clases de seres realizaban lo mismo: la expiación.
Juan Valjean comprendía perfectamente la expiación de los primeros, la expiación personal, la expiación por sí mismo. Pero no se explicaba la otra, la de aquellas criaturas sin reproche ni mancilla, y se preguntaba temblando: ¿Expiación de qué? ¿Qué expiación?
Y respondíale una voz en el fondo de su conciencia: la más divina de las generosidades humanas: la expiación ajena.
Aquí nos reservamos toda teoría personal; no somos más que narradores; nos colocamos en el mismo punto de vista que Juan Valjean, y traducimos sus impresiones.
Tenía él ante sus ojos el vértice sublime de la abnegación, la cumbre más elevada de la virtud, la inocencia que perdona las faltas de los hombres y las expía en su lugar; la servidumbre practicada, la tortura aceptada, el suplicio reclamado por las almas que no han pecado, para librar de él á las que han delinquido; el amor de la humanidad abismándose en el amor de Dios, pero continuando distinto y suplicante: débiles seres, que unen la miseria de los condenados á la sonrisa de los escogidos.
¡Y entonces recordaba que había osado quejarse!
Frecuentemente, á mitad de la noche, se levantaba para escuchar el canto de gracias de aquellas criaturas inocentes y abrumadas de rigores, y sentía frío en las venas al pensar que los que eran castigados con justicia[Pg 489] no elevaban la voz hacia el cielo más que para blasfemar; y que él, miserable, había enseñado sus puños á Dios.
¡Cosa extravagante que le hacía meditar mucho, como una advertencia en voz baja hecha por la misma Providencia! Todos los esfuerzos que había hecho para salir del otro lugar de expiación, el escalamiento, la ruptura de prisiones, el peligro aceptado hasta la muerte, la ascensión difícil y brusca, los había tenido que hacer igualmente para entrar en este segundo lugar. ¿Era éste tal vez el símbolo de su destino?
Aquella casa era también una cárcel; y se parecía lúgubremente á la otra de que había huido; y sin embargo, nunca se le había ocurrido tal semejanza.
Veía allí rejas, cerrojos, barras de hierro. ¿Para qué? Para guardar ángeles.
Aquellas altas murallas que había visto cercando tigres, las estaba viendo cercando corderos.
Era un lugar de expiación y no de castigo; pero sin embargo era más austero, más tétrico y más inexorable que el otro. Aquellas vírgenes vivían más oprimidas que los presidiarios.
Un viento frío y rudo, el viento que había helado su juventud, atravesaba el foso enverjado y embarrotado de los buitres; una brisa más áspera y más dolorosa todavía soplaba en la jaula de las palomas.
¿Por qué?
Cuando pensaba en tales cosas, se abismaba su espíritu ante el misterio de la sublimidad.
En tales meditaciones el orgullo se desvanece.
Daba toda clase de vueltas sobre sí mismo, sintiendo su propia perversidad, y lloró muchas veces. Todo lo que había pasado por él hacía seis meses, le conducía nuevamente á las santas inducciones del obispo; Cosette por el amor, el convento por la humildad.
Algunas veces, á la caída de la tarde, en el crepúsculo, á la hora en que el jardín estaba desierto, se le veía de rodillas en medio del paseo que costeaba la capilla, junto á la ventana por donde había mirado la primera noche, de cara al sitio en que sabía estaba la hermana que hacía el desagravio orando prosternada. Rezaba arrodillado ante aquella religiosa.
Parecía que no osaba arrodillarse directamente delante de Dios.
Todo cuanto le rodeaba, aquel jardín pacífico, aquellas flores embalsamadas, aquellas niñas gritando de alegría, aquellas mujeres graves y sencillas, aquel claustro silencioso, le penetraban lentamente; y poco á poco su alma iba llenándose de silencio como el claustro, de perfume como las flores, de paz como el jardín, de ingenuidad como las monjas, y de alegría como las niñas. Después reflexionaba que precisamente dos casas de Dios le habían sucesivamente acogido en los momentos críticos de su vida; la primera, cuando todas las puertas se le cerraban y le rechazaba[Pg 490] la sociedad humana; la segunda, cuando la sociedad humana volvía á perseguirle, y el presidio volvía á solicitarle. Sin la primera, hubiera vuelto á precipitarse en el crimen; sin la segunda, en el suplicio.
Su corazón se deshacía en agradecimiento, y amaba cada día más y más.
Se pasaron así bastantes años; Cosette fué creciendo.
NOTAS:
[12] Ejército Católico y Real.—En nombre del Rey.—Bono negociable de diez libras por objetos suministrados al ejército, reembolsable al hacerse la paz.—Serie 3.—N.º 10390.—Stofflet.
TERCERA PARTE
MARIO
I
Parvulus
París tiene un hijo, y el bosque un pájaro; el pájaro se llama gorrión, el hijo pilluelo.
Asociad estas dos ideas, que contienen, la una todo el fuego, la otra toda la aurora; chocad estas chispas, París y la infancia, y resulta un pequeño ser. Homuncio, como diría Plauto.
Este pequeño ser es siempre alegre. No todos los días come, pero va al teatro, si le place, todas las noches. No lleva camisa sobre sus carnes, ni zapatos en los pies, ni tiene tejado bajo el cual guarecer su cabeza: es como los pájaros del aire, que nada de eso tienen. Cuenta de siete á trece años, vive en bandadas, trisca por el empedrado, se hospeda al aire libre, lleva un pantalón viejo de su padre que le pasa de los talones, un sombrero viejo de cualquier tío, que le entra hasta las orejas y un solo tirante orillado de amarillo; corre, acecha, inquiere, pierde el tiempo, encalzona pipas, jura como un condenado, frecuenta la taberna, conoce á los ladrones, tutea á las mujerzuelas, habla el caló y canta canciones obscenas, sin que tenga su corazón nada de malo. Y es que tiene en su alma una perla, la inocencia; y las perlas no se disuelven en el fango. Mientras el hombre es niño, Dios quiere que sea inocente.
Si se preguntase á la enorme ciudad: ¿Quién es este muchacho? respondería: Es mi pequeñín.
[Pg 491]
II
Algunas de sus señas particulares
El chico de París es el enano del gigante.
No exageramos; este querubín del arroyo tiene algunas veces camisa, pero en tal caso no es más que una; tiene alguna vez zapatos, pero generalmente sin suelas; tiene alguna vez casa, á la que profesa cariño, porque en ella encuentra á su madre, pero prefiere la calle, porque en ella encuentra la libertad. Tiene sus juegos propios, su malicia propia, cuyo fondo es el odio á los burgueses. Tiene sus metáforas especiales: al morir, le llama él: comer dientes de león por la raíz; sus ocupaciones son: proporcionar coches de alquiler, bajar el estribo de los carruajes, establecer paso de una acera á otra de la calle en los días de mucha lluvia, á lo cual llama hacer puentes de las artes; pregonar los discursos de la autoridad en favor del pueblo francés; escarbar los intersticios del empedrado; tiene su moneda propia, que se compone de todos los pedazos de cobre que encuentra en la calle. Esta curiosa moneda, que toma el nombre de arambeles, tiene un curso invariable y muy bien arreglado entre aquella pequeña bohemia de chiquillos.
En fin, tiene también su fauna, que estudia cuidadosamente en los rincones: la bestia de Dios, el pulgón cabeza de muerto, la zancuda, el «diablo», insecto negro que amenaza torciendo su cola, armado de dos cuernos. Tiene su monstruo fabuloso con escamas en el vientre, y no es un lagarto, con pústulas en el lomo; y no es un sapo, que habita en los agujeros de los hornos viejos de cal y de los pozos secos; negro, velludo, viscoso, rampante; tan pronto ligero, como pesado, que no grita, pero mira; tan terrible, que nadie le ha visto jamás. Y á este monstruo le llaman «la salamandra». Buscar salamandras entre las piedras es un gran placer. Es otro placer extraordinario levantar el empedrado y ver las cucarachas. Cada región de París es célebre por los descubrimientos interesantes que pueden hacerse. Hay tijeretas en los leñeros de las Ursulinas; en el Panteón, cien-pies; en los fosos del campo de Marte, renacuajos.
En cuanto á los dichos, los tiene el pilluelo tan propios como Talleyrand; no cede á éste en cinismo, pero le gana en honradez. Está dotado de cierta jovialidad imprevista; desconcierta á los tenderos con su loco reir. Su diapasón recorre todos los tonos, desde el drama elevado hasta la farsa.
Pasa un entierro. Entre los que acompañan al muerto se ve un médico: ¡Calla!—grita un pilluelo.—¿Desde cuándo los médicos van en persona á entregar su obra?
Otras veces, en medio de la multitud, un hombre grave, adornado de anteojos y dijes, se vuelve indignado exclamando:
[Pg 492]
—Bribón, acabas de coger «el talle» á mi mujer.
—¡Yo, señor! Registradme.
III
Es divertido
Por la noche, gracias á algunos sueldos que siempre encuentra medio de procurarse, el homuncio entra en un teatro. En cuanto atraviesa aquel umbral mágico, se transfigura: el pilluelo se convierte en tití. Los teatros son una especie de navíos volcados, que tienen la cala en lo alto. En esta cala es donde se eleva el tití. El tití es al pilluelo lo que la mariposa á la oruga: es el mismo ser, pero volando y cerniéndose. Basta que él esté allí con su irradiación de dicha, con su poder de entusiasmo y alegría, con su batir de palmas parecido al batir de unas alas para que aquella cala estrecha, fétida, obscura, sórdida, malsana, repugnante y abominable se llame Paraíso.
Dad á un ser lo inútil y quitadle lo necesario, y tendréis al pilluelo.
El pilluelo no carece de cierta intuición literaria. Su tendencia, lo decimos con todo el pesar conveniente, no sería el gusto clásico. Es por naturaleza poco académico. Así por ejemplo, la popularidad de la señorita Mars, entre aquel pequeño público de chinos turbulentos, iba sazonada con sus puntas de ironía. El pilluelo la llamaba señorita Muche.
Este ser alborota, apostrofa, se burla y lucha; va envuelto en trapos como un rorro, y en andrajos como un filósofo; pesca en los albañales, caza en las cloacas, saca alegría de la inmundicia, fustiga las encrucijadas con su locuacidad, husmea y muerde, silva y canta, aclama y se desgañita, entona la Aleluya por Matanturlurette, salmodia todos los ritmos, desde el De profundis hasta las Carnestolendas; encuentra sin buscar, sabe lo que ignora, es espartano hasta el fraude, loco hasta la sabiduría, lírico hasta la obscenidad; se acurrucaría en el Olimpo, se revuelca en el estiércol y sale cubierto de estrellas. El pilluelo de París es Rabelais en pequeño.
No está satisfecho de sus pantalones si no tienen bolsillo de reloj.
Se admira poco, se asusta aún menos, saca coplas á las supersticiones, deshincha las exageraciones, desmiente los misterios, saca la lengua á los aparecidos, despoetiza lo encumbrado, mete la caricatura en las hinchazones épicas. Esto no quiere decir que sea prosaico, lejos de eso; pero reemplaza la visión solemne con la fantasmagoría de la farsa. Si se le presentase Adamastón, le diría el pilluelo: ¡Anda, espantajo!
IV
Puede ser útil
París empieza en el papamoscas y acaba en el pilluelo; dos seres que no puede tener ninguna otra ciudad: la aceptación pasiva que se satisface[Pg 493] mirando, y la iniciativa inagotable: Proudhomme y Fouillon. París únicamente tiene esos tipos en su historia natural.
Toda la monarquía, se encierra en el papamoscas; toda la anarquía en el pilluelo.
Este pálido hijo de los arrabales de París vive y se desarrolla, se anuda y desnuda en el sufrimiento; en presencia de las realidades sociales y de las cosas humanas, como testigo meditabundo. Él mismo se cree indiferente, y no lo es. Observa dispuesto siempre á reir, pero dispuesto igualmente á otras cosas. Quien quiera que se llame Preocupación, Abuso, Ignominia, Opresión, Iniquidad, Despotismo, Injusticia, Fanatismo, Tiranía, guárdese del pilluelo bobalicón.
Este niño crecerá.
¿De qué barro está hecho? Del primer lodo que se ha encontrado. Un puñado de barro, un soplo, y surgió Adán. Basta que pase un Dios; y siempre pasó un Dios por el pilluelo. La fortuna trabaja este pequeño ser. Por «fortuna» entendemos nosotros la ventura. Este pigmeo, amasado con grosera tierra común, ignorante, sin letras, aturdido, vulgar y populachero, ¿será un genio ó un beocio?
Esperad; currit rota, el espíritu de París, ese demonio que crea los hijos del azar y los hombres del destino, al revés del alfarero latino, hace del cántaro un ánfora.
V
Sus fronteras
El pilluelo ama el poblado y ama también la soledad, tiene mucho de sabio. Urbis amator, como Fusco; ruris amator, como Flaco.
Errar soñando; es decir, vagabundear, es un buen modo de emplear el tiempo para los filósofos, particularmente en esa especie de campiña bastarda, bastante fea pero extraña y compuesta de dos naturalezas, que rodea á ciertas grandes poblaciones y muy particularmente París. Observar los alrededores es observar un anfibio.
Acábanse los árboles y empiezan los tejados; acábase la yerba y empieza el empedrado; termina el surco y empiezan las tiendas; terminan los carriles y empiezan las pasiones; acaba el murmullo divino y empiezan los rumores humanos; y de todo ello junto nace un interés extraordinario.
De ahí los paseos, sin objeto al parecer, del soñador, por esos lugares poco atractivos y continuamente designados por el transeunte con el epíteto de tristes.
El que esto escribe ha sido mucho tiempo rondador de las barreras de París, fuentes para él de profundos recuerdos. Aquel césped cortado, aquellos senderos pedregosos, aquella creta, aquellas margas, aquellos yesos, aquella áspera monotonía de eriales y barbechos, los plantíos de frutas y hortalizas tempranas que se descubren de súbito en el fondo,[Pg 494] aquella mezcolanza de salvaje y urbano, aquellos vastos rincones desiertos, donde los tambores de la guarnición establecen su ruidosa escuela y tartamudean en cierto modo el tronar de las batallas, aquéllas de día y madrigueras de noche; el molino destartalado que gira con el viento, las ruedas de extracción de las canteras, los figones en las esquinas de los cementerios, el encanto misterioso de las grandes y sombrías tapias, cortando á cuadros inmensos y vagos, terrenos inundados de sol y llenos de mariposas; todo eso le atraía.
Casi no hay en la tierra quien conozca aquellos sitios singulares, la Glacière, la Cunette, el horroroso muro de Grenelle tigrado de balazos, el Mont Parnasse, la Fosse aux-Loups, los Aubiers en la pradera del Marne, Mont Souris, la Tombe Issoire, la Pièrre-Plate de Chatillón, donde hay una antigua cantera agotada, que sirve únicamente para criar hongos, y cerrada á flor de tierra por una trampa de tablas podridas. La campiña de Roma es una idea, las afueras de París otra; no ver en lo que nos ofrece un horizonte más que campos, casas ó árboles, es quedarse en la superficie; en el aspecto de todas las cosas está el pensamiento de Dios. El lugar en que una llanura se junta á una ciudad, está siempre impregnado de cierta melancolía penetrante. Allí la naturaleza y la humanidad nos hablan á la vez. Las originalidades locales aparecen allí.
Quien haya errado como nosotros por aquellas soledades contiguas á nuestros arrabales á las que pueden llamarse limbos de París, habrá descubierto aquí y allá en el punto más abandonado, en el momento más inesperado, detrás de un débil valladar ó en el ángulo de una lúgubre tapia, muchachos agrupados tumultuosamente, fétidos, llenos de polvo y lodo, haraposos, despeluznados, jugando al chito coronados de florecillas: son los niños escapados de las familias. El boulevard exterior es su centro respirable; los alrededores les pertenecen, y en ellos establecen su escuela silvestre; allí cantan ingenuamente su repertorio de canciones obscenas. Allí están, ó por mejor decir, allí existen lejos de toda mirada, bajo la dulce luz de mayo ó junio, arrodillados alrededor de un agujero abierto en la tierra, jugando á las chinas disputando por un ochavo; irresponsables, escapados, sueltos, felices; y apenas os distinguen, se acuerdan de que tienen una industria, y que les es preciso ganarse la vida, y os ofrecen en venta una media vieja de lana llena de saltones ó un manojo de lilas. El encuentro de estos chiquillos extraños, es una de las gracias halagüeñas, al par que dolorosas de los alrededores de París.
Á veces entre aquel montón de chicos se encuentran algunas chiquillas, sus hermanas tal vez, casi ya mozas, flacas, fibrosas, atezadas por el ambiente, pecadas de rojo, coronadas de espigas y amapolas, alegres, hurañas y descalzas. Vense á veces cogiendo cerezas entre los trigos; de noche se las oye reir. Esos grupos, vivamente iluminados por la luz del mediodía ó adivinados en el crepúsculo, ocupan mucho tiempo al pensador; mezclando estas visiones á sus raciocinios.
[Pg 495]
París, centro; los alrededores, circunferencia; he aquí para tales muchachos toda la tierra. Jamás se aventuran á ir más allá. No pueden salirse de la atmósfera parisién, como no pueden los peces salir del agua. Para ellos, á dos leguas de las barreras no hay nada más: Ivry, Gentilly, Arcueil, Belleville, Aubervilliers, Menilmontant, Choisy-le Roi, Billancourt, Meudon, Issy, Vanvre, Sèvres, Puteaux, Neuilly, Gennevilliers, Colombes, Romainville, Chatou, Asnières, Bougival, Nanterre, Enghien, Noissy-le Sec, Nogent, Gournay, Drancy, Gonesse; son los puntos donde termina el mundo.
VI
Un poco de historia
En la época, casi contemporánea, en que se desarrolla la acción de este libro, no había, como en la actualidad, un agente municipal en cada bocacalle (beneficio que no es del caso discutir); los muchachos vagabundos abundaban bastante en París.
Las estadísticas arrojan un promedio de doscientas sesenta criaturas sin domicilio, recogidas entonces anualmente por las rondas de policía en los terrenos abiertos, las casas en construcción, y bajo los arcos de los puentes. Uno de estos nidos, de famosa recordación, produjo las golondrinas del puente de Arcole. Éste es, por otra parte el más desastroso de los síntomas sociales. Todos los crímenes del hombre empiezan en la vagancia del muchacho.
Exceptuemos, sin embargo, á París. Hasta cierto punto relativo, y á pesar del recuerdo que acabamos de evocar, la excepción es justa. Mientras que en cualquier otra gran ciudad un muchacho vagabundo es un hombre perdido; mientras que casi en todas partes el niño entregado á sí mismo está consagrado y abandonado en cierto modo á una especie de inmersión fatal en los vicios públicos, la cual devora en él la conciencia y la honradez; el pilluelo de París, lo repetimos, tan descompuesto y corrompido en la superficie, se halla interiormente casi intacto. Grande y magnífica cualidad que debemos hacer constar aquí, y que brilla entre la espléndida probidad de nuestras revoluciones populares, es la especial incorruptibilidad resultante de la idea, que está en la atmósfera de París como la sal en el agua del océano. Respirar el aire de París, conserva el alma.
Pero lo que decimos, no se opone en manera alguna al dolor que siente el corazón cada vez que nos encontramos con una de esas criaturas, en cuyo derredor parece que se ven flotar los hilos rotos de la familia. En la civilización actual, tan incompleta aún, no es muy anormal esa ruptura de la familia perdiéndose en la sombra, ignorando lo que se han hecho los hijos, y dejando caer los pedazos de sus entrañas en la vía pública. De ahí los destinos obscuros, lo cual se llama, porque tiene su triste locución «ser tirado en medio del arroyo de París».
[Pg 496]
Sea dicho de paso: este abandono de criaturas no encontraba gran oposición en la antigua monarquía. Algo de Egipto y de Bohemia en las bajas regiones, era conveniente á las altas esferas y facilitaba el negocio de los poderosos. El odio á la enseñanza de los hijos del pueblo era un dogma. ¿De qué sirven «las medias luces?». Tal era la consigna. Que el niño vagabundo, es el corolario de niño ignorante.
Por otra parte, la monarquía tenía á veces necesidad de muchachos, y entonces espumaba las calles.
En tiempos de Luis XIV, sin ir más lejos, el rey quería, con razón, crear una escuadra. La idea era buena; pero veamos el medio. No hay escuadra posible, si al lado del buque de vela, juguete del viento, no va para remolcarle, en caso necesario, el buque que puede ir donde se quiere, ya á fuerza de remos, ya de vapor; las galeras eran entonces en la marina lo que hoy los vapores; faltaban, pues, galeras, y como las galeras no se mueven sin galeotes, hacían falta, por lo tanto, galeotes. Colbert hacía que por medio de los intendentes de provincia y los tribunales, hubiese de repuesto el mayor número posible de galeotes. La magistratura se prestaba á ello con la mayor complacencia. Conservaba cualquiera el sombrero puesto durante el paso de una procesión; actitud de hugonote; á galeras.
Se encontraba un muchacho en la calle; como tuviese quince años, y no supiese dónde acostarse, se le enviaba á galeras. Gran reinado; gran siglo.
En tiempos de Luis XV, los muchachos desaparecían de París; la policía los arrebataba, se ignora para qué misterioso objeto. Cuchicheábase con horror, haciendo monstruosas conjeturas sobre los baños de púrpura del rey.
Barbier habla sencillamente de ello. Llegaba el caso que los exentos encargados de la leva de chicos cogían algunos que tenían padres. Éstos, desesperados, perseguían y recurrían á los exentos. Intervenía entonces el tribunal, y mandaba ahorcar, ¿á quién? ¿Á los exentos? No, á los padres.
VII
El pilluelo tiene un lugar en las clasificaciones de la India
La gaminería parisién es casi una casta. Pudiera decirse: para serlo no basta quererlo.
La palabra francesa gamín, que traducimos no muy propiamente en la de pilluelo, se imprimió por primera vez, y pasó del lenguaje popular al literario. En 1834 apareció en un opúsculo titulado Claudio Gueux. Fué grande el escándalo, y la palabra pasó.
Los elementos que constituyen la consideración de los pilluelos entre sí son muy variados. Hemos conocido y tratado á uno que era muy respetado y admirado, por haber visto caer un hombre desde lo alto de las[Pg 497] torres de Nuestra Señora; otro por haber conseguido penetrar en el patio interior donde estaban interinamente depositadas las estatuas de la cúpula de los Inválidos, y haber «robado» un poco de plomo; otro por haber visto volcar una diligencia; otro porque «conocía» á un soldado que por poco le saca un ojo á un paisano.
Esto explica perfectamente la siguiente exclamación de un pilluelo parisiense, epifonema profundo de que se ríe el vulgo sin comprenderle: Dios de Dios; ¡tendré yo desgracia! ¡Decir que todavía no he visto caerse á nadie de un quinto piso!
También es notable esta otra frase de campesino: «Tío Fulano, vuestra mujer ha muerto de su enfermedad; ¿por qué no me mandásteis llamar al médico? Qué queréis, señor; nosotros los pobres nos morimos solos». Pero si toda la posibilidad del lugareño se encierra en dicha frase, descúbrese indudablemente en la siguiente, la anarquía librepensadora del pilluelo de los arrabales. Un condenado á muerte ya en la carreta, oye á su confesor. El hijo de París lo ve, y exclama: ¡Habla el clerizonte! ¡Qué hipócrita!
Cierta audacia en materia religiosa, realza mucho al pilluelo; ser espíritu fuerte, es lo importante.
Asistir á las ejecuciones es para ellos un deber. Se enseñan unos á otros la guillotina y se ríen. Danle diversos nombres:—Fin de la sopa.—Gruñona.—La tía de lo azul (del cielo).—La última boqueada, etc., etcétera. Para no perder nada del espectáculo, escala las paredes, trepa á los balcones, sube á los árboles, se suspende en las rejas, se abraza á las chimeneas. El pilluelo nace pizarrero, como nace marino. Un tejado no le asusta más que un mástil. No hay fiesta que iguale á la de la Grève (plaza de los ajusticiados). Sansón (el verdugo) y el padre Montes (capellán de la cárcel) son verdaderos nombres populares. Azuzan al paciente para darle valor. Á veces le admiran. Lacenaire, siendo pilluelo, al ver morir con valor al terrible Dautun, dijo esta frase que encierra un porvenir: Le tengo envidia.
En la pillería no se conoce á Voltaire, pero se conoce á Papavoine. Confúndese en la misma leyenda á los «políticos» y á los asesinos. Consérvase por tradición el recuerdo del último vestido de cada uno. Saben que Tollerón llevaba un gorro de chispero; Abril un casquete de nutria; Louvel un sombrero redondo; que el viejo Delaporte era calvo, é iba sin nada en la cabeza; que Castaing era sonrosado y muy guapo; que Bories llevaba una perilla romántica; que Juan Martín conservaba los tirantes y que Lecouffé y su madre iban riñendo.—No os tiréis á la cara el cesto, les gritó un pilluelo. Otro por ver pasar á Debaker, y siendo demasiado pequeñito, vió la farola del muelle y se encaramó en ella. Un gendarme, que estaba allí, frunció el entrecejo.
[Pg 498]
—Déjeme subir, señor gendarme,—dijo el pilluelo. Y para ablandar á la autoridad, añadió:—No me caeré.
—Y que me importa á mí que te caigas,—respondió el gendarme.
Entre la pillería, se tiene en mucho un accidente memorable. Se llega á la cúspide de la consideración, si sucede que uno se corta profundamente «hasta el hueso».
Los puños no son los peores elementos de respeto; una de las cosas que el pilluelo dice con más satisfacción es: ¡Yo soy más fuerte, vaya! Ser zurdo es cosa envidiable, y muy considerada el ser bizco.
VIII
Donde se leerá una buena frase del último rey
Durante el verano, se metamorfosea en rana; y por la tarde, cuando cae la noche, delante de los puentes de Austerlitz y de Jena, desde lo alto de las barcas de carbón y de las barracas de las lavanderas, se arroja de cabeza en el Sena, infringiendo admirablemente todas las leyes del pudor y de la policía.
Sin embargo, como los municipales vigilan, resulta de ello una situación muy dramática, que dió lugar una vez á un grito fraternal y memorable; grito que fué célebre en 1830, y es un aviso estratégico de pilluelo á pilluelo; se mide como un verso de Homero con una notación casi tan inexplicable como la melopea eleusiaca de las Panateneas, hallándose reproducida en él la antigua Evohé. Hele aquí:
—«¡Eh, Tití, he, que hay moros en la costa; cuidado no te trinquen: coge la ropa y huye; huye enseguida, escápate por la alcantarilla». Algunas veces, este moscardón, como se califica él á sí mismo, sabe leer, otras sabe escribir, pero siempre sabe pintarrajear. No vacila un punto en adquirir, por medio de una misteriosa enseñanza mutua todas las habilidades que pueden ser útiles á la cosa pública: de 1815 á 1830 imitaba el graznido del pavo; de 1830 á 1848 garabateaba una pera en las paredes. Una tarde de verano, volviendo Luis Felipe de paseo á pie, vió á uno de aquellos chiquitines que sudaba y se empinaba para trazar con un carbón una pera gigantesca en uno de los pilares de la verja de Neuilly; el rey, con aquella bonachonería heredada de Enrique IV, ayudó al pilluelo, acabó de dibujar la pera, y dándole después un luis de oro, le dijo: ahí también hay una pera. Al pilluelo le gusta mucho la bulla, le agrada cierto estado violento. Detesta á «los curas». Cierto día, en la calle de la Universidad, uno de esos bribonzuelos le estaba haciendo un gesto grotesco de manos y nariz á la puerta-cochera del número 69. ¿Por qué haces eso á esa puerta? le preguntó un transeunte. El niño respondió: Porque vive ahí un cura. En efecto; allí vive el nuncio.
No obstante, cualquiera que sea el volterianismo del pilluelo, si se le presenta ocasión de hacerse monaguillo, casi siempre acepta, y entonces ayuda á misa debidamente. Hay dos cosas en que se parece á Tántalo, y[Pg 499] que desea siempre sin conseguirlas nunca: derribar al gobierno y que le cosan el pantalón.
El pilluelo, en el estado perfecto, señala á todos los agentes de policía de París, y sabe siempre cuando encuentra á alguno darle su mote, pues los tiene presentes y los conoce á todos al dedillo. Estudia sus costumbres y tiene notas especiales sobre cada uno; lee como un libro abierto en las almas de la policía. Así os podrá decir inmediatamente y sin titubear: «Fulano es un traidor, Zutano es muy malo; éste es grande, aquél ridículo»; (y todas esas palabras, traidor, malo, grande, ridículo, tienen en sus labios una aceptación particular); «éste se figura que el Puente Nuevo es suyo, y prohíbe á la gente pasearse por la cornisa fuera del parapeto; el otro tiene la manía de tirar de las orejas á las gentes, etc., etc».
IX
El antiguo espíritu de los Galos
Se encuentran también muchachos de éstos en Poquelin, hijo de los mercados; y los hay también en Beaumarchais. La pilluelería es una vanidad, un matiz del espíritu galo. Asociada al buen sentido, le da fuerza, como el alcohol al vino. Á veces es un defecto. Homero se repite, es verdad; también puede decirse que Voltaire hacía travesuras. Camilo Desmoulins era de los arrabales. Championnet, que tan brutalmente desenmascaraba los milagros, había salido de las calles de París; de pequeño había inundado los pórticos de San Juan de Beauvais y de San Esteban del Monte; había tuteado mucho la urna de Santa Genoveva, para después dar órdenes á la redoma de San Genaro.
El pilluelo de París es respetuoso, irónico é insolente. Tiene los dientes feos, porque está mal alimentado, y su estómago sufre; pero buenos ojos, porque es ingenioso. Delante de Jehová saltaría á la pata coja las gradas del paraíso. Es fuerte en jugar el zapato. Todos los crecimientos le son posibles. Juega en el arroyo y se levanta en los motines; su tenacidad persiste ante la metralla; era un mocoso, y es un héroe; como el pequeño Tebano, sacude la piel del león. El tambor Barra era un pilluelo de París; grita: ¡Adelante! como el caballo de la Escritura dice: ¡Va! y en un minuto pasa de rapazuelo á gigante.
Es hijo del fango como del ideal; distancia que media desde Molière á Barra.
En suma, y para compendiarlo todo en una palabra, el pilluelo es un ser que se distrae, porque es desgraciado.
X
Ecce París, ecce homo
Para resumir todavía más, diremos que el pilluelo de París, hoy, como en otros tiempos el græculus de Roma, es el pueblo niño que lleva en su frente las arrugas del mundo viejo.
[Pg 500]
El pilluelo es una gracia de la nación al mismo tiempo que una enfermedad; enfermedad que es preciso curar; ¿de qué modo? con la luz.
La luz sanea.
La luz alumbra.
Todas las generosas irradiaciones sociales parten de la ciencia, de las letras, de las artes, de la enseñanza. Haced hombres, haced hombres. Iluminadlos para que os calienten.
Tarde ó temprano, el gran problema de la instrucción universal se establecerá con la irresistible autoridad de la verdad absoluta, y entonces los que gobiernen, bajo la protección de la idea francesa, tendrán que elegir entre los hijos de Francia ó los pilluelos de París; entre las llamas en la luz, ó los fuegos fatuos en las tinieblas.
El pilluelo representa á París, y París representa al mundo.
Porque París es un total: es la cúpula del género humano. Es la prodigiosa ciudad, compendio de todas las costumbres vivas y muertas. Quien ve á París, cree ver lo profundo de toda la historia con su cielo y constelaciones en los intervalos. París tiene un Capitolio, la Casa de la Villa; un Partenón, Nuestra Señora; un monte Aventino, el barrio de San Antonio; un Asinario, la Sorbona; un Panteón, el Panteón; una Vía Sacra, el boulevard de los Italianos; una torre de los Vientos, la opinión; y ha reemplazado las gemonías con el ridículo. Su majo se llama majadero, su transtiverino se llama arrabalero; su hammal se llama matón de plazuela; su lazzarone se llama pillastre; su cockney se llama vago. Todo lo que se halla en cualquiera otra parte se encuentra en París.
La verdulera de Dumarsais puede competir con la vendedora de yerbas de Eurípides; el discóbolo Veyano revive en el bailarín de cuerda Furioso; Terapontigono Miles estaría muy bien del brazo con el granadero Vadeboncœur; Damasipo el buhonero, viviría feliz entre prenderos; Vincennes pondría la mano sobre Sócrates, del mismo modo que Agora encajonaría á Diderot; Grimod de la Reynière ha descubierto la manera de hacer el roastbeef con sebo, como Curtilo inventó el erizo asado. Vemos reaparecer bajo el globo del arco de la Estrella el trapecio de Plauto; el traga-espadas de Pœcilo encontrado por Apuleyo, es el engulle-sables del Puente-Nuevo; el sobrino de Rameau y Curculión el parásito, corren parejas; Ergasilo podría ser presentado en casa de Cambaceres por Aigrefeuille. Los cuatro petimetres de Roma, Alcesimarco, Phedromo, Diabolo y Argyripo bajan de la Courtille en la silla de posta de Labatut; Aulo Gelio no se detenía más tiempo ante Congrio, que Carlos Nodier ante Polichinela; Martón no es tigre, como ni tampoco Pardalisca era dragón. Pantolabio el bufón, recuerda en el café Inglés á Nomentano el vividor; Hermógenes es tenor en los Campos Elíseos, y en derredor suyo pide Trasio el mendigo, vestido de Arandela. El importuno que os detiene en las Tullerías por el botón de la levita, os hace repetir después de dos mil años el apóstrofe del Thesprion: quis properantem[Pg 501] me prehendit pallio? El vino de Surenne parodia el vino de Alba; el tinto del viñedo de Desaugiers corre parejas con la gran copa de Balatron.
El cementerio del padre Lachaise exhala con las lluvias nocturnas los mismos resplandores que las Esquilias, y la fosa del pobre comprada por cinco años, equivale al ataúd alquilado del esclavo.
Buscad alguna cosa que París no tenga. La cuba de Trofonio no contiene nada que no se encuentre en la cubeta de Mesmer; Ergafilao resucita en Cagliostro; el bracman Vasafanta se encarna en el conde de San Germán; el cementerio de San Medardo hace tan buenos milagros como la mezquita Uumoumié de Damasco.
París tiene un Esopo, que es Mayeux; y una Canidia, que es la señorita Lenormand. Agítase como Delfos en las fulgurantes realidades de la visión; hace girar las mesas como Dodona los trípodes. Sienta la griseta en el trono, como sentaba Roma á la cortesana; y en suma, si Luis XV es peor que Claudio, la señora Dubarry supera á Mesalina. París combina en un tipo inaudito, que ha existido, y con el cual nos hemos codeado, la desnudez griega, la úlcera hebraica y el equívoco gascón. Mezcla á Diógenes, á Job y á Paillasse; engalana un espectro con números viejos del Constitucional y crea á Chodruc Duclós.
Por más que Plutarco diga: el tirano no envejece, Roma, en tiempo de Sila como de Domiciano, se resignaba mezclando de buen grado agua en su vino. El Tíber fué un Leteo si ha de creerse el elogio un tanto doctrinario que hizo de él Vario Vibisco: Contra Gracchos Tiberim habemus. Bibere Tiberim, id est, seditionem oblivisci. París bebe un millón de litros de agua diarios; pero esto no le impide, cuando llega el caso, de tocar generala y somatén.
Por lo demás, París es un buen chico; realmente, lo acepta todo, y no es escrupuloso en la elección de Venus; su Calipiga es hotentota; con tal de reirse, todo lo absuelve; la fealdad le alegra, la deformidad le entretiene, el vicio le distrae; decid gracias, y seréis gracioso; ni aún la hipocresía, ese cinismo supremo, le incomoda; es tan literario, que no se tapa la nariz ante Basilio, ni se escandaliza más del ruego de Tartufo, que Horacio del «hipo» de Priapo. No falta en París ninguno de los rasgos de la fisonomía universal. El baile de Mabille no es la danza polymnia del Janículo; pero la revendedora de tocados, atrae con sus miradas á la loreta, de igual manera que la encubridora Estafila acechaba á la virgen Planesia. La barrera del Combate no es un coliseo; pero hay allí tanta ferocidad como si lo presenciase el César.
La hospedera siríaca es más graciosa que la tía Saguet; pero si Virgilio frecuentaba la taberna romana, David de Angers, Balzac y Charlet se han sentado en la mesa del figón parisién. París reina; los genios brillan en su recinto; los colarojas prosperan en él. Adonai pasa por él en su carro de doce ruedas de truenos y relámpagos; Sileno hace su entrada montado en su asno; Sileno, léase, Ramponneau.
[Pg 502]
París es sinónimo de Cosmos; París es Atenas, Roma, Sibaris, Jerusalén, Pantin. Todas las civilizaciones están compendiadas en él, como también todas las barbaries. París sentiría mucho carecer de guillotina.
Un poco de plaza de Grève es bueno. ¿Qué sería toda aquella fiesta eternal sin esta salsa? Nuestras leyes son sabiamente previsoras y, gracias á ellas, la sangrienta cuchilla gotea continuamente sobre este prolongado carnaval.
XI
Reir es reinar
París no tiene límites. Ninguna otra ciudad ha ejercido esa dominación que se ríe á veces de los que subyuga. ¡Complaceros, oh atenienses! exclamaba Alejandro. París hace algo más que la ley, hace la moda; y hace más que la moda, la rutina.
Puede hacer el tonto si le parece, y alguna vez se permite este lujo; pero en tal caso todo el mundo hace el tonto con él. Pero luego vuelve París en sí, se restrega los ojos y exclama. ¡Soy un estúpido! Y suelta la carcajada á las barbas del género humano. ¡Qué admirable ciudad! ¡Cuán extraño parece que lo grandioso y lo burlesco hagan tan buen consorcio, que toda su majestad no resulte empañada por la parodia, y que la misma boca pueda soplar un día en la trompeta del juicio final y otro en el silbato de un tallo de cebolla! París tiene una jovialidad soberana. Su alegría es el rayo, su farsa lleva un cetro, sus huracanes surgen muchas veces de una mueca. Sus explosiones, sus jornadas, sus obras maestras, sus prodigios, sus epopeyas, llegan al fin del mundo como sus despropósitos. Su risa es la boca de un volcán que salpica toda la tierra; sus bufonadas son chispas. Impone á los pueblos sus caricaturas, como sus ideales; los más encumbrados monumentos de la civilización humana aceptan sus ironías, prestando su eternidad á su truhanería.
Es soberbio: con su prodigioso 14 de julio liberta al mundo y obliga á todas las naciones á repetir el juramento del juego de pelota; su noche del 4 de agosto destruye en tres horas mil años de feudalismo; hace de su lógica el músculo de la voluntad unánime; se multiplica bajo todas las formas de lo sublime; llena con sus resplandores á Washington, á Kosciusko, á Bolívar, á Botzaris, á Riego, á Bem, á Manin, á López, á Juan Browu, á Garibaldi. Está en todas partes donde el porvenir brilla, en Boston en 1779: en la isla de León en 1820; en Pesth en 1848; en Palermo en 1860; murmura la poderosa consigna: libertad, al oído de los abolicionistas americanos agrupados en la barca de Harpers's Ferry, y al oído de los patriotas de Ancona reunidos á la sombra en los Arcos, ante la posada Gozzi, á orillas del mar; crea á Canaris; crea á Quiroga; crea á Pisacane; irradia todo lo grande sobre la tierra, yendo allí donde[Pg 503] su soplo los empuja; muere Byron en Missolonghi, y Masset en Barcelona.
Es tribuno bajo los pies de Mirabeau y cráter bajo los de Robespierre; sus libros, su teatro, sus artes, sus ciencias, su literatura, su filosofía, son los manuales del género humano. Tiene á Pascal, á Regnier, á Corneille, á Descartes, á Rousseau, á Voltaire para cada minuto, á Molière para todos los siglos. Hace hablar su lengua á la boca universal, y esta lengua llega á ser el verbo. Construye en todos los espíritus la idea del progreso; los dogmas libertadores que forja son para las generaciones espadas flameantes, y con la inspiración de sus pensadores y poetas se han formado desde 1789 todos los héroes de todos los pueblos. Esto no le impide, sin embargo, hacer chiquilladas. Y este genio enorme que se llama París, transfigurando el mundo con su luz, dibuja con carbón la nariz de Bouginier en la pared del templo de Teseo, y escribe Credeville ladrón en las pirámides.
París enseña de continuo los dientes; cuando no gruñe, ríe.
Tal es París. Las columnas de humo de sus tejados son las ideas del universo. Montón de barro; piedras, si se quiere; pero por cima de todo es un ser moral; es más que grande; es inmenso. ¿Porqué? Porque es audaz.
La audacia es el precio del progreso.
Todas las conquistas sublimes son, en más ó en menos el premio del atrevimiento. Para que la revolución sea, no basta que la presienta Montesquieu, ni que Diderot la predique, que Beaumarchais la anuncie, que Condorcet la calcule, que Arout la prepare, ni que Rousseau la premedite; es preciso que Dantón se atreva.
El grito ¡Audacia! es un Fiat lux.
Es indispensable para el progreso del género humano, que haya sobre las cumbres permanentes altivas lecciones de valor. Las temeridades deslumbran la historia, y son, para el hombre, una gran luz. La aurora es audaz cuando aparece.
Intentar, desafiar, persistir, perseverar, ser fiel á sí mismo, luchar cuerpo á cuerpo con el destino, asombrar á la catástrofe con el poco miedo que nos produce, así afrontando á los poderes injustos, como insultando á la victoria ebria, tener razón y fuerza: he ahí los ejemplos que necesitan los pueblos; he ahí el fuego que les electriza. El mismo formidable relámpago enciende la antorcha de Prometeo que el botafuego de Cambronne.
XII
El latente porvenir del pueblo
En cuanto al pueblo parisién, aun cuando sea un hombre hecho, es siempre el pilluelo; pintar el muchacho es pintar la ciudad; por esto hemos estudiado el águila en el gorrión libre.
[Pg 504]
En los arrabales sobre todo, es donde aparece la raza parisién; allí conserva su pureza de sangre; allí está su verdadera fisonomía; allí el pueblo trabaja y sufre, y el sufrimiento y el trabajo son las dos faces del hombre. Allí existen cantidades inmensas de seres desconocidos, en que hormiguean los tipos más extraños, desde el descargador de la Râpée hasta el descuartizador de Montfaucon. Fex urbis, exclama Cicerón; mob, añade Burke indignado; turba, multitud, populacho. Palabras son éstas que se dicen muy pronto. Enhorabuena; pero ¿qué importa? ¿Qué tiene que ver que anden con los pies descalzos? ¿Que no sepan leer? Tanto peor. ¿Se les abandonará por esto? ¿Se hará de su desgracia una maldición? ¿Acaso no puede la luz penetrar en esas masas? Volvamos á nuestra exclamación: ¡Luz! y obstinémonos en ella; ¡luz, luz! ¿Quién sabe si esos seres opacos no se volverán transparentes? Las revoluciones, ¿no son por ventura transfiguraciones?
Andad, filósofos, enseñad, ilustrad, iluminad, pensad alto, hablad alto, corred alegres hacia el vivo sol, fraternizad en las plazas públicas, anunciad la buena nueva, prodigad los alfabetos, proclamad los derechos, cantad la marsellesa, sembrad el entusiasmo, arrancad verdes ramas de la encina. Haced de la idea un torbellino. Esta multitud puede llegar á ser sublime.
Sepamos ser útiles á esa vasta hoguera de principios y virtudes que chisporrotea, estalla y se conmueve á ciertas horas. Esos pies descalzos, esos brazos desnudos, esos andrajos, esa ignorancia, esa abyección, esas tinieblas, pueden emplearse en conquistar lo ideal. Mirad á través del pueblo, y descubriréis la verdad.
La vil arena que oprimís con los pies, la echáis en el horno, y se funde, y cuece, para trocarse en brillante cristal; y gracias á él, Galileo y Newton descubren los astros.
XIII
El niño Gavroche
Ocho ó nueve años próximamente, después de los acontecimientos que hemos referido en la segunda parte de esta historia, veíase en el boulevard del Temple, y en las regiones del Chateau d'Eau, un chicuelo de once á doce años, que habría realizado perfectamente el ideal del pilluelo que hemos bosquejado más arriba, si con la sonrisa propia de su edad en los labios no hubiera tenido el corazón absolutamente vacío y opaco. Este muchacho aparecía como envuelto en un pantalón de hombre, que no era de su padre, y en una camisa de mujer, que tampoco era de su madre.
Algunas personas caritativas le habían socorrido con harapos, y sin embargo, tenía un padre y una madre; pero su madre no pensaba en él, ni su madre le amaba. Era una de esas criaturas dignas de lástima entre todos los que teniendo padre y madre, resultan huérfanos.
[Pg 505]
Este muchacho no se encontraba en ninguna parte tan bien como en la calle. El empedrado era menos duro que el corazón de su madre.
Sus padres le habían lanzado al mundo de un puntapié.
Había empezado por sí mismo á volar.
Era un chiquillo amigo de bulla, descolorido, listo, despierto, chancero, de aire vivo y enfermizo. Iba, venía, cantaba, jugaba al chito, escarbaba en los arroyos; robaba un poco, pero como los gatos y los gorriones, alegremente; se reía cuando le llamaban galopín, y se incomodaba cuando le llamaban granuja. No tenía casa, ni pan, ni hogar, ni cariño, pero estaba contento porque era libre.
Cuando estos pobres seres son ya hombres, casi siempre la rueda del orden social los encuentra y los pulveriza, pero mientras son muchachos se escapan, porque son pequeños. El menor hueco los salva.
Sin embargo, por muy abandonado que estuviese este muchacho, alguna que otra vez, cada dos ó tres meses, exclamaba: ¡Calla! ¡Voy á ver á mi madre! Entonces dejaba el boulevard, el Circo, la Puerta de San Martín; bajaba al muelle, atravesaba los puentes, entraba en el arrabal, llegaba á la Salpêtrière, y se paraba ¿dónde? precisamente ante el número duplicado 50-52, que el lector conoce ya, en la casa de Gorbeau.
En aquella época, la casa del número 50-52, generalmente desierta, y adornada siempre con el letrero: «Cuartos desalquilados», estaba, cosa rara, habitada por ciertos individuos, que, como sucede siempre en París, no tenían ningún vínculo ni relación entre unos y otros. Todos pertenecían á esa clase indigente que principia en el último burgués entrampado, prolongándose de miseria en miseria por las últimas capas de la sociedad, hasta esos dos seres en que vienen á parar todas las cosas materiales de la civilización, á saber, el barrendero, que limpia el fango de la vía pública, y el trapero, que recoge los harapos.
La «inquilina principal» del tiempo de Juan Valjean había muerto, habiéndola reemplazado otra por el estilo. No sé qué filósofo ha dicho: Nunca faltarán mujeres viejas.
Esta nueva vieja se llamaba la señora Burgón, sin tener nada notable en su vida, más que una dinastía de tres papagayos que habían reinado sucesivamente en su alma.
Los más miserables entre los habitantes de la casucha, eran una familia de cuatro personas, padre, madre, y dos hijas, ya bastante crecidas, los cuatro se alojaban en un mismo desván, ó sea en una de aquellas celdas de que hemos hablado anteriormente.
Aquella familia no ofrecía al pronto nada de particular, más que su extremada desnudez; el padre al alquilar el cuarto, dijo llamarse Jondrette.
Algún tiempo después de su instalación, semejante por cierto, según una frase memorable de la inquilina principal á la entrada de la nada, el Jondrette había dicho á la vieja, la cual, como su antecesora, era portera[Pg 506] al mismo tiempo y barría la escalera: Tía Fulana, si viniese alguien por casualidad á preguntar por un polaco, ó por un italiano, ó tal vez por un español, ése seré yo.
Esta familia, era la familia del alegre pilluelo. Llegaba allí, encontraba los apuros, y lo más triste aún, no veía una sola sonrisa; el frío en el hogar, el frío en los corazones. Cuando entraba le preguntaban:
—¿De dónde vienes?—Y respondía:—De la calle.
Cuando se iba le preguntaban:
—¿Adónde vas?—Y respondía:—Á la calle.
Su madre le decía:
—¿Pues qué vienes á hacer aquí?
Aquel muchacho vivía en la más completa carencia de afectos, como esas yerbas descoloridas que se crían en las cuevas; pero el ser así no le molestaba, ni quería tampoco mal á nadie. No tenía idea cabal de lo que debían ser un padre y una madre.
Por lo demás, su madre amaba á sus hermanas.
Nos hemos olvidado de decir que en el boulevard del Temple le llamaban á este muchacho el pequeño Gavroche. ¿Por qué le llamaban Gavroche?
Probablemente por lo mismo que á su padre le llamaban Jondrette.
Parece ser instinto de ciertas familias miserables el romper los hilos que unen á sus individuos.
El cuarto que los Jondrette ocupaban en la casa del Gorbeau, era el último al extremo del corredor.
La celda contigua la ocupaba un joven pobrísimo, que se llamaba Mario.
Digamos ahora quién era este Mario.
I
Noventa años y treinta y dos dientes
En las calles de Boucherat, de Normandía y de Saintonge, existen aún algunos vecinos antiguos, que han conservado el recuerdo de un buen señor llamado Gillenormand, de quien hablan todavía con placer. Este buen señor era viejo cuando ellos eran jóvenes. Su perfil, contemplado por los que miran melancólicamente ese vago movimiento de sombras que se llama pasado, no ha desaparecido todavía del laberinto de calles inmediatas al Temple, á las cuales se dieron en tiempo de Luis XIV, los nombres de todas las provincias de Francia, de igual manera que en nuestros días se están dando á las calles del nuevo barrio de Tívoli, los[Pg 507] nombres de todas las capitales de Europa; progresión, sea dicho de paso, en que se patentiza el progreso.
El señor Gillenormand, quien vivía aún en 1831, era uno de esos hombres á quienes es curioso ver únicamente porque han vivido mucho, y que son raros, porque fueron antes como todo el mundo, y después no se parecen á nadie. Era un viejo particular, y verdaderamente el tipo de otra edad, el verdadero y completo burgués, un tanto orgulloso, del siglo XVIII, que ostentaba su antigua burguesía con la misma altivez que podía ostentar un marqués su marquesado. Había cumplido noventa años, y andaba derecho, hablaba alto, veía claro, bebía de lo rancio, comía, dormía y roncaba. Conservaba sus treinta y dos dientes. No se ponía anteojos más que para leer. Era aficionado á los amoríos; pero decía que hacía una docena de años había renunciado decididamente á las mujeres. Decía que ya no podía agradar; pero no añadía: Soy muy viejo, sino: Soy muy pobre. Diciendo también: ¡Oh, si no estuviera arruinado!... ¡Ay! ¡ay! ¡ay! No le quedaba, en efecto, más que una renta de unos quince mil francos. Su sueño dorado era heredar una renta de cien mil francos para tener queridas. No pertenecía, pues, como se ve, á esa variedad enclenque de octogenarios que, como Voltaire, han estado moribundos toda su vida; no era una longevidad cascada la suya; este gallardo viejo había estado bueno siempre.
Era superficial, de genio vivo é iracundo. Enfadábase por cualquier cosa, y frecuentemente contra el buen sentido. Cuando alguien le contradecía levantaba el bastón, y pegaba á las gentes como en el gran siglo. Tenía una hija de más de cincuenta años, soltera, á la que golpeaba á su placer cuando se encolerizaba, y á la que hubiera de buena gana dado azotes. La trataba como si tuviera ocho años. Abofeteaba enérgicamente á sus criadas, diciéndoles: ¡Ah, perdidas! Uno de sus juramentos era: ¡Por el pantuflo de la pantuflada! Tenía otras gracias singulares. Se hacía afeitar diariamente por un barbero que había estado loco, y que le odiaba, celoso del señor Gillenormand por culpa de su mujer, linda y coqueta barbera. Gillenormand admiraba su propio discernimiento en todo y por todo, teniéndose por muy sagaz; he aquí uno de sus dichos: «Tengo en verdad cierta penetración; puedo decir, cuando me pica una pulga, de qué mujer viene». Las palabras que más frecuentemente pronunciaba, eran: el hombre sensible y la naturaleza. Pero no daba á esta última palabra la gran acepción que le ha concedido nuestra época; la hacía entrar á su manera en las pequeñas sátiras domésticas.
La naturaleza, decía, para que la civilización tenga un poco de todo, le da hasta el espécimen de una barbarie entretenida. Europa tiene tipos de muestra del Asia y del África, en miniatura. El gato es un tigre de salón, el lagarto es un cocodrilo de bolsillo. Las bailarinas de la Ópera son salvajes de color de rosa. No se comen, por cierto, á los hombres,[Pg 508] pero los aniquilan; ó bien, con sus artes mágicas, los convierten en ostras y se los tragan. Los caribes no dejan más que los huesos; ellas no dejan más que la concha. Tales son nuestras costumbres. No devoramos, es verdad, pero roemos; no exterminamos tampoco, pero arañamos.
II
Á tal amo, tal casa
Vivía en el Marais, calle de las Hijas del Calvario, número 6, en casa propia. Esta casa ha sido ya demolida y reedificada después; su número habrá cambiado también con la revolución de números que sufren las calles de París.
Ocupaba nuestro Gillenormand un antiguo y grande primer piso, situado entre la calle y unos jardines, y adornado hasta el techo de tapices de los Gobelinos y de Beauvais que representaban asuntos pastoriles; los dibujos del techo y de los entrepaños, estaban repetidos en pequeño en los sillones. Tenía la cama cerrada por un gran biombo de nueve hojas de laca, de Coromandel.
Anchos y holgados cortinajes pendían de las ventanas, formando al caer grandes y magníficos pliegues quebrados. El jardín, situado al pie de estas ventanas, comunicaba con la que estaba en el ángulo por medio de una escalera de doce ó quince peldaños, que subía y bajaba alegremente el buen señor. Además de una biblioteca contigua á su cuarto, tenía un gabinetito, del que gustaba mucho; retiro galante, tapizado con una colgadura color de paja flordelisada y tejida de flores, fabricada en las galeras de Luis XIV, por encargo especial del señor de Vivonne hecho á los galeotes, con destino á su querida.
Gillenormand la había heredado de una esquiva hermana de su abuelo materno, que había muerto centenaria. El señor Gillenormand había tenido dos mujeres. Sus modales venían á ser un término medio entre el palaciego, que nunca lo había sido, y el hombre de toga, que hubiera podido ser. Era alegre y cariñoso cuando quería.
En su juventud había sido de aquellos hombres á quienes engaña siempre su mujer, y no engaña nunca la querida, porque son al mismo tiempo que los maridos más bruscos, los amantes más finos que existen. Era entendido en pintura. Tenía en su habitación un magnífico retrato que no sabía de quién era, pintado por Jordaens, hecho á grandes brochazos, con multitud de detalles, amontonados y como cogidos al acaso.
Su traje no era el de Luis XV, ni el de Luis XVI: era el traje de los increíbles del Directorio. Se había creído joven hasta entonces, y había seguido aquellas modas. Su frac era de paño fino con grandes solapas, faldón de cola de bacalao, y grandes botones de acero; calzón corto y zapatos de hebilla. Llevaba siempre las manos metidas en las faltriqueras, diciendo con cierta autoridad: La revolución francesa es una gavilla de salteadores.
[Pg 509]
III
Lucas-Espíritu
Á la edad de diez y seis años, una noche, en la Ópera, había tenido el honor de que le dirigiesen sus anteojos á un tiempo, dos bellezas, entonces ya maduras, y célebres, cantadas por Voltaire, la Camargo y la Sallé.
Cogido entre dos fuegos, había hecho una retirada heroica hacia una bailarina de última fila, llamada Nahenry, joven de diez y seis años como él, arisca como un gato, y de la cual estaba enamorado. Conservaba grandes recuerdos, y se admiraba diciendo:
—¡Qué linda estaba la Guimard Guimardin Guimardinette la última vez que la vi en Longchamps, rizada á lo sentimental, con ven á verme de turquesas, vestido de color de recién llegado, y con su manguito de agitación!
Había llevado durante su adolescencia una chupa de Nain Loudrin, de la cual hablaba con entusiasmo y efusión. Estaba yo vestido como un turco de Levante levantino, decía él: La Señora de Boufflers le vió por casualidad cuando tenía veinte años, y le calificó de «loco encantador». Se escandalizaba de todos los nombres que oía sonar en la política y en el poder, hallándoles bajos y vulgares. Leía los periódicos, los papeles de noticias, las gacetas, como los llamaba él, reventando de risa.
—¡Oh!—exclamaba.—¡Qué gentes son éstas! ¡Corbière! ¡Humann! ¡Casimiro Perier! ¿Y esto son ministros? Figúrome leer en un periódico: ¡Gillenormand, ministro! Esto sí que sería comedia. ¡Y vaya! Serían tan tontos que pasaría.—Llamaba alegremente todas las cosas por su verdadero nombre, decente ó indecente, y no se recataba delante de las señoras. Decía groserías, obscenidades y porquerías con cierta tranquilidad é indiferencia, que venían á ser su elegancia. Tal era la sin aprensión de su siglo. Hagamos notar aquí que el tiempo de las perífrasis en verso, ha sido el tiempo del lenguaje crudo en prosa.
Su padrino de bautismo había predicho que sería un hombre de genio, y le había puesto estos dos nombres significativos: Lucas Espíritu.
IV
Aspirante á Centenario
Había ganado premios durante su niñez en el colegio de Moulins, que era su patria, y sido coronado por mano del duque de Nivernais, á quien llamaba el duque de Nevers. Ni la Convención, ni la muerte de Luis XVI ni Napoleón, ni la vuelta de los Borbones, nada había podido desvanecer el recuerdo de su coronación. El duque de Nevers era para él la gran figura del siglo. ¡Qué gran señor más amable!—decía—¡Qué bien le sentaba el cordón azul! Á los ojos de Gillenormand, Catalina II había[Pg 510] reparado el crimen de la repartición de Polonia, comprando en tres mil rublos, el secreto del elixir de oro á Bestuchef.
Esto, sobre todo, le entusiasmaba. El elixir de oro, exclamaba, la tintura amarilla de Bestuchef, las gotas del general Lamotte, valían en el siglo XVIII un luis el frasco de una media onza, el gran remedio para las catástrofes del amor, la panacea contra Venus. Luis XV mandó doscientos frascos al papa. Se le habría exasperado y sacado de quicio, diciéndole que el elixir de oro no es otra cosa que el percloruro de hierro. Gillenormand adoraba á los Borbones, y tenía horror á 1789; repetía sin cesar de qué manera se había salvado durante el Terror, y cómo había necesitado mucha serenidad y mucho ingenio para que no le cortasen la cabeza. Si á cualquier joven se le ocurría delante de él elogiar á la República, se ponía azul, irritándose hasta desmayarse. Algunas veces, aludiendo á sus noventa años de edad, decía: estoy seguro de que no veré dos veces el noventa y tres.
Otras veces indicaba que creía vivir hasta cien años.
V
Vasco y Nicolasita
Tenía sus teorías particulares. He aquí una de ellas:
«Cuando un hombre ama apasionadamente á las mujeres, y tiene mujer propia, de quien cuida poco, fea, adusta, legítima, llena de derechos, que cita á cada paso el código, y celosa por añadidura, no hay más que un medio para librarse de ella y vivir en paz: poner en sus manos los cordones de la bolsa. Esta abdicación le hace libre.
«La mujer se halla entonces ocupada, lleva hasta la pasión el manejo de todo; se mancha los dedos de cardenillo; toma, á su cargo la educación de los mozos de labranza y la enseñanza de los colonos; convoca á los procuradores, preside á los notarios, arenga á los curiales, visita á los magistrados, sigue los pleitos, repasa las escrituras, dicta los contratos; se cree soberana: vende, compra, arregla, manda, promete y compromete, ata y desata, cede, concede y retrocede, arregla y desarregla, atesora y prodiga, hace disparates; gracia magistral y particular: esto la consuela. Mientras el marido la desdeña, tiene ella la satisfacción de arruinarle».
Esta teoría, Gillenormand se la había aplicado á sí mismo, acabando por su propia historia. Su segunda mujer había administrado sus bienes de tal modo que, el día feliz en que se quedó viudo, sólo tenía lo estrictamente necesario para vivir: colocándolo todo á renta vitalicia, unos quince mil francos anuales, cuyas tres cuartas partes debían extinguirse con él.
No dudó en hacerlo, preocupándose muy poco de dejar herencia alguna. Además, había visto que los patrimonios corrían sus peligros, como por ejemplo, el de trocarse en bienes nacionales; había asistido á[Pg 511] las conversiones del tercio consolidado, y creía poco en el gran libro, por lo que decía: todo eso irá á parar á la calle Quincampoix (esto es, al trapero).
La casa de la calle de las Hijas del Calvario en que vivía era suya, como ya hemos dicho. Tenía dos criados, «un macho y una hembra». Cuando entraba en su casa un criado, Gillenormand le rebautizaba. Daba á los hombres el nombre de su provincia: Nimes, Comtaense, Poitevinés, Picardo. Su último lacayo era un hombre gordo, pesado y asmático, de cincuenta y cinco años, incapaz de correr veinte pasos; pero como era natural de Bayona, el señor Gillenormand le llamaba Vasco. En cuanto á las criadas, todas se llamaban Nicolasitas (hasta la Magnón, de que hablaremos más adelante). Un día se presentó á pretender, una arrogante cocinera, de cordón azul, perteneciente á la encopetada raza de los conserjes. ¿Cuánto queréis ganar de salario mensual?—le preguntó el señor Gillenormand.
—Treinta francos.
—¿Cómo os llamáis?
—Olimpia.
—Pues ganareis cincuenta y os llamareis Nicolasita.
VI
Donde se entrevé á la Magnón y sus dos hijos
En casa de Gillenormand el dolor se traducía en cólera; estaba furioso de estar desesperado. Tomaba todas las preocupaciones, y se permitía todas las licencias. Uno de los puntos salientes de su exterior y origen de su satisfacción íntima era, según acabamos de indicar, el de aparecer verde galanteador y que se le tuviera realmente por tal; á lo que él llamaba «tener regia fama». Pero la fama regia le hacía alguna vez objeto de raras aventuras. Un día llevaron á su casa en una cestilla, lo mismo que las banastas de ostras, un robusto infante recién nacido, chillando como un diablo y muy envuelto en mantillas, que una criada, echada de su casa hacía seis meses, le atribuía.
El señor Gillenormand tenía entonces sus ochenta años cumplidos. Levantóse en torno suyo un clamor general de indignación. ¿Á quién quería hacer creer aquello la pícara criada? ¡Qué atrevimiento! ¡Qué abominable calumnia! Pero el señor Gillenormand no aparentó la menor cólera. Miró al chiquillo con la amable sonrisa de un hombre adulado por la calumnia, y dijo que pudiese oirle todo el mundo:—Bien, ¿y qué? ¿Qué es ello? ¿Qué hay? ¿Qué tiene ello de particular? Vaya una admiración de gentes ignorantes. El señor duque de Anguleme, bastardo de su majestad Carlos IX, se casó á los ochenta y cinco años con una de quince; el señor Virginal, marqués de Alluye, hermano del cardenal de Sourdis, arzobispo de Burdeos, tuvo á los ochenta y tres años de una camarista de la presidenta Jacquin, un hijo, un verdadero hijo del amor,[Pg 512] que fué caballero de Malta y consejero de Estado de espada; uno de los grandes hombres de este siglo, el presbítero Tabaraud, es hijo de un hombre de ochenta y siete años. Ya veis como no tiene esto nada de extraordinario. ¿Y la Biblia entonces?
«Con todo, declaro que este señorito no es mío. Pero que se le cuide, puesto que él no tiene la culpa».
Este proceder era muy humanitario, y la muchacha, que se llamaba Magnón, le hizo un segundo envío al año siguiente. También era un niño. Ante este golpe, Gillenormand capituló. Devolvió á la madre los dos chiquillos, comprometiéndose á pagar para su educación ochenta francos al mes, bajo la expresa condición de que la madre no volviera á las andadas, y añadiendo: quiero que su madre los trate bien, y yo iré á verlos de cuando en cuando.
Y así lo hizo.
Tuvo un hermano clérigo que fué rector de la Academia de Poitiers treinta y tres años, y había muerto á los setenta y nueve. Le he perdido joven, decía.
Este hermano, de quien apenas queda memoria, era un avaro pacífico, que por ser clérigo se creía obligado á dar limosna á cuantos pobres se encontraba; pero nunca les daba más que monedas falsas ó de circulación prohibida, encontrando así el medio de ir al infierno por el camino del cielo.
En cuanto al señor Gillenormand mayor, no comerciaba con la limosna, la daba con gusto y noblemente. Era benévolo, brusco, caritativo; y si hubiera sido rico, su inclinación hubiera sido la esplendidez. Quería que todo á su alrededor se hiciera en grande, hasta las picardías. Un día fué robado en una testamentaría por un agente de negocios de una manera grosera y visible, y lanzó esta solemne exclamación:
—¡Oh! ¡Qué torpemente hecho! ¡Me avergüenzan en verdad esas porquerías! Todo ha degenerado en este siglo, hasta los pícaros. ¡Caracoles! No es éste el modo de robar á un hombre como yo. He sido robado como en un bosque, pero de mala manera. ¡Silvæ sint consule dignæ!
Ya hemos dicho que había tenido dos mujeres: la primera le dió una hija, que permaneció soltera, y la segunda otra que murió á los treinta años, y había casado por amor, por azar ó por otra causa, con un soldado de fortuna, que había servido en los ejércitos de la República y del Imperio, que había ganado la cruz en Austerlitz, y recibido el grado de coronel en Waterloo. Es la deshonra de mi familia, decía el viejo burgués.
Tomaba mucho tabaco y tenía una gracia especial en sacudirse la chorrera de encaje con el revés de la mano. Creía poco en Dios.
[Pg 513]
VII
Regla: no recibir á nadie más que de noche
Tal era el señor Lucas Espíritu Gillenormand, quien no había aún perdido sus cabellos, más grises que blancos, é iba peinado siempre en forma de orejas de perro. Sin embargo y á pesar de lo cual, era venerable.
Tenía algo del siglo XVIII: frívolo y grande.
En 1814, y durante los primeros años de la Restauración, Gillenormand, que era joven aún, no tenía más que setenta y cuatro años; había vivido en el barrio de San Germán, calle Servandoni, junto á San Sulpicio. No se había retirado al Marais sino al salir del mundo, después de haber ya cumplido los ochenta años.
Al salir del mundo se había encerrado en sus antiguas costumbres. La principal y más invariable era la de tener la puerta absolutamente cerrada durante el día, y no recibir á nadie fuése por lo que fuere, sino de noche. Comía á las cinco, después de lo cual abría su puerta. Era la moda de su siglo, y no quería faltar á ella. El día es canalla, decía, y no merece sino los postigos cerrados. Las personas de arraigo encienden su espíritu cuando el cénit enciende sus estrellas. Y se cerraba para todo el mundo, aunque fuése por el mismo rey.
Antigua elegancia de su tiempo.
VIII
Las dos no hacen pareja
Las dos hijas del señor Gillenormand de que acabamos de hablar, habían nacido con diez años de intervalo. Durante su juventud se habían parecido muy poco, y tanto por carácter como por fisonomía, habían sido lo menos hermanas que podían ser. La menor era un alma encantadora, amando siempre todo lo que era luz, ocupada siempre en flores, versos y música, remontándose por los espacios de la gloria, entusiasta, etérea, unida desde la infancia en el ideal á una vaga figura heroica. La mayor tenía también su quimera; veía allá en lo azul, un asentista, cualquier acaudalado proveedor, un marido espléndidamente tonto, un millón hecho hombre, ó algún gobernador; las recepciones del gobierno, los ujieres de antecámara con la cadena al cuello, los bailes oficiales, las arengas de los alcaldes; ser la señora gobernadora: esto agitaba de continuo su imaginación. Las dos hermanas se alucinaban, pues, cada una en su sueño respectivo, cuando eran jóvenes. Ambas tenían alas; la una como un ángel, como un ganso la otra.
Pero ninguna ambición se realiza plenamente en este bajo mundo; en nuestra época no se hace terrenal ningún paraíso. La menor casó con el hombre que había soñado, pero murió la pobre.
La mayor no pudo llegar al matrimonio.
[Pg 514]
En el momento en que hace ésta su entrada en la historia que venimos narrando, era una virtud vieja, una mojigata incombustible, una de las narices más puntiagudas y uno de los talentos más obtusos que pueden verse. Detalle característico: fuera del reducido círculo de su familia, nadie había sabido nunca su nombre de pila. Llamábanla la Señorita Gillenormand mayor.
En materia de recato, la señorita Gillenormand mayor hubiera dado puntos á una miss. Era el pudor pasando de castaño obscuro. Tenía un recuerdo horrible en su vida; un día le había visto un hombre la liga.
La edad no había hecho más que aumentar este pudor intransigente. Su pechera no era jamás demasiado opaca, ni subía demasiado; multiplicaba los corchetes y los alfileres allí donde á nadie podía ocurrírsele el mirar. Es propio de la mojigatería poner tantos más centinelas cuanto menos amenazada está la fortaleza.
Sin embargo, explique quien pueda estos antiguos misterios de la inocencia: se dejaba abrazar sin repugnancia por un oficial de lanceros, sobrino segundo suyo, que se llamaba Teódulo.
Prescindiendo de este favorecido lancero, la etiqueta de Mojigata con que la hemos clasificado, le sentaba perfectamente. La señorita Gillenormand era una especie de alma crepuscular. La mojigatería es una medio virtud y medio vicio.
Añadía á la mojigatería la gazmoñería, que es su forro adecuado. Era de la cofradía de la Virgen, y llevaba en ciertas fiestas un velo blanco, murmuraba oraciones especiales, adoraba «la sangre santa», veneraba el «sagrado corazón», se pasaba las horas en contemplación ante un altar churrigueresco-jesuítico, en una capilla cerrada al común de los fieles, y allí dejaba elevarse al alma entre pequeñas nubes de mármol y al través de grandes rayos de madera dorada.
Tenía una compañera de oración, virgen vieja como ella, llamada señora Vaubois, enteramente boba, á cuyo lado la señora Gillenormand tenía el gusto de ser un águila.
Después del Agnus Dei y del Ave María, la señora Vaubois, perfecta en su género, era el armiño de la estupidez, sin una sola mancha de inteligencia.
Digámoslo también: la Gillenormand había ganado más bien que perdido al envejecer, como sucede siempre con las naturalezas pasivas. No había sido mala nunca, lo que es una bondad relativa; además los años desgastan los ángulos, y había ya adquirido la suavidad de la duración. Estaba siempre triste; su tristeza era obscura, hasta el punto que ni ella misma poseía el secreto. En toda su persona se descubría el estupor de una vida que terminaba sin haber empezado.
Dirigía la casa de su padre. El señor Gillenormand la tenía á su lado del mismo modo que hemos visto que tenía monseñor Bienvenido á su hermana. Estas asociaciones domésticas de un viejo y una solterona[Pg 515] no son raras, y presentan el espectáculo, siempre tierno, de dos debilidades que se apoyan mutuamente.
Había además en la casa, entre aquella solterona y aquel viejo, un niño, un muchacho siempre temeroso y mudo, delante del señor Gillenormand, que no hablaba nunca á este niño sino con voz severa, y á veces con el bastón levantado:
—¡Aquí, caballerito!... Perdido, truhán, acercaos... Responded tunante... ¡Que os vea yo la cara, holgazán!... etc., etc. Le idolatraba. Era su nieto.
Ya veremos nuevamente á este joven.
I
Una tertulia antigua
Cuando el señor Gillenormand vivía en la calle Servandoni frecuentaba distintas reuniones muy encopetadas y muy nobles, en las cuales se le admitía, aunque no pasaba de burgués. Como tenía dos clases de talento, primero el que en realidad poseía, y luego el que le prestaban, era hasta solicitado y agasajado. No iba á ninguna parte sino con la condición de dominar. Hay personas que quieren á toda costa tener influencia y que se ocupen de ellos; donde no pueden ser oráculos, son bufones. Gillenormand no era de esta naturaleza; el dominio que ejercía en los salones realistas que frecuentaba, no le costaba nada en propio respeto.
En todas partes era oráculo. Había llegado á tenérselas tiesas con Bonald, y con el mismo Bengy Puy Vallee.
Hacia 1817 pasaba invariablemente dos tardes por semana en una casa de su vecindad, calle de Fárou, en la de la baronesa de T., digna y respetable señora, cuyo marido había sido, en tiempos de Luis XVI, embajador de Francia en Berlín. El barón de T., quien durante su vida fué muy aficionado á los éxtasis y á las visiones magnéticas, había muerto arruinado en la emigración, dejando por toda herencia diez volúmenes manuscritos, encuadernados en tafilete encarnado y con cantos dorados, de memorias muy curiosas sobre Mesmer y su cubeta. La señora de T. no había publicado las memorias por dignidad, y vivía de una corta renta que se había salvado sin saber cómo. Vivía retirada de la corte, sociedad muy mezclada, decía ella, en un aislamiento noble, altivo y pobre. Algunos amigos se reunían dos veces por semana junto á su hogar de viuda, formando una tertulia puramente realista. Tomaban[Pg 516] su té, y según les impulsaba el viento á la elegía ó al ditirambo, daban gemidos ó gritos de horror sobre el siglo, sobre la Carta, sobre los bonapartistas, sobre la prostitución del cordón azul en los burgueses, sobre el jacobinismo de Luis XVIII; y se hablaba muy por lo bajo de las esperanzas que dejaba concebir el señor, hermano del rey, más tarde Carlos X.
Acogíanse con transportes de alegría las canciones populacheras, en que á Napoleón se le llamaba Nicolás. Las duquesas más delicadas y las mujeres más encantadoras del mundo, se extasiaban oyendo coplas como ésta, dirigida á los «federados»:
Recoged en los calzones
la camisa que se sale,
no digan que los patriotas
levantan bandera blanca.
Entreteníanse en juegos de palabras, que creían terribles, equívocos inocentes, que suponían venenosos, en cuartetas y aún dísticos, como éste contra el gabinete moderado Desolles, Desuelos, de que formaban parte los ministros Decazes, Decasa, y Deserre, Destufa:
Para afirmar el trono removido en su planta
hay que cambiar de suelos, de estufas y de casa.
Arreglaban también la lista de la cámara de los Pares, «cámara abominablemente jacobina», combinando sus nombres de manera que resultaban frases como ésta: Damas Sabran, Gouvion-Saint Cyr. Todo alegremente.
En aquella tertulia parodiábase la revolución. Reinaba cierta manía, para aguzar la misma cólera en sentido inverso. Así que también cantaban su Ça ira:
¡Ya irán, ya irán, ya irán
los bonapartistas del farol á colgar!
Las canciones son como la guillotina, cortan indistintamente, hoy esta cabeza, mañana aquélla. Es una de sus variedades.
En el proceso Fualdés, que ocurrió en aquella época, 1816, se tomaba partido por Bastide y Jausion, porque Fualdés era «bonapartista». Calificaban á los liberales de hermanos y amigos, lo cual se tenía por el último extremo de la injuria.
Como ciertos campanarios, la tertulia de la baronesa de T. tenía dos gallos.
El uno era el señor Gillenormand, y el otro el conde de Lamothe Valois, del cual se decía por lo bajo con cierto respeto ¿No lo sabéis? Es el Lamothe del asunto del collar. Los partidos tienen estas amnistías singulares.
Añadamos aquí que en la clase media, ciertas posiciones honrosas pierden importancia manteniendo relaciones demasiado fáciles; es preciso tener cuidado con quien se trata, porque así como hay pérdida de[Pg 517] calórico en la proximidad de un cuerpo frío, así también se pierde consideración con el trato de las gentes menospreciadas. La parte encopetada de la sociedad antigua prescindía de esa ley, como de todas las demás. Marigny, hermano de la Pompadour, entraba libremente en casa del príncipe de Soubise. ¿Á pesar de lo que era? No, sino precisamente por lo que era. Du Barry, padrino de la Vaubernier, era muy bien recibido en casa del señor mariscal de Richelieu. Semejante sociedad es el Olimpo. Mercurio y el príncipe de Guémenee están como en su casa. Se admite á los ladrones con tal que sean dioses.
El conde Lamothe, que en 1815 era un viejo de setenta y cinco años, no tenía de notable más que su aspecto reservado y sentencioso, su rostro anguloso y frío, sus maneras perfectamente distinguidas, su traje abotonado hasta la corbata, y sus largas piernas, siempre cruzadas y metidas en un ancho pantalón sin gracia alguna, de color de barro de Sienne cocido. Su cara era del mismo color del pantalón.
Este señor de Lomothe «era muy considerado» en aquella tertulia á causa de su «celebridad» y, cosa extraña por cierto, á causa también de su nombre de Valois.
En cuanto al señor Gillenormand, la consideración de que disfrutaba era absolutamente de buen género. Tenía autoridad.
Á pesar de su ligereza, y sin que se perjudicare en lo más mínimo su jovialidad, tenía un modo de ser imponente, digno, noble y modestamente altivo, que venía aumentando su respetable edad. No se cuenta impunemente un siglo. Los años acaban por rodear la cabeza de una venerable aureola.
Tenía además esos dichos que son el reflejo de la escuela rancia. Así es que cuando el rey de Prusia, después de haber restaurado á Luis XVIII, fué á visitarle bajo el nombre de conde de Ruppin, y fué recibido por el descendiente de Luis XIV casi como marqués de Brandeburgo y con la impertinencia más delicada; Gillenormand lo aprobó. Todos los reyes que no son el rey de Francia, dijo él, no pasan de reyes de provincia. Un día oyó esta pregunta y esta respuesta. ¿Á qué ha sido condenado el redactor del Correo Francés? Á ser suspendido. El sus está de más,[13] observó Gillenormand. Dichos de este género fundan una situación.
En un Te Deum, aniversario de la vuelta de los Borbones, vió pasar al príncipe de Talleyrand, y dijo:
—He ahí á su Excelencia el Mal.
Digamos también, que no siempre esos dichos estaban al alcance de todos, y que muchas veces era tan aguda la malicia ó tan fina la intención, que sólo los muy inteligentes la percibían; pero bastaba que uno de estos hábiles aplaudiera, para que los demás reconociesen la superioridad del viejo hidalgo.
Gillenormand iba generalmente acompañado de su hija, aquella [Pg 518]prolongada señorita que á la sazón pasaba de los cuarenta años y representaba cincuenta, y de un hermoso niño de siete años, blanco, sonrosado, fresco, de alegres é inocentes ojos, el cual no entraba jamás en la sala sin oir murmurar á su alrededor estas exclamaciones: ¡Qué guapo es! ¡Qué lástima! ¡Pobre niño! Este niño era el mismo de quien hemos hablado hace poco. Se le llamaba «pobre niño», porque su padre era «un bandido del Loira».
Este bandido del Loira era el yerno del señor Gillenormand, de quien hemos ya hecho mención y á quien calificaba de «deshonra de la familia».
II
Uno de los espectros rojos de aquel tiempo
Todo el que pasara en aquella época por la pequeña aldea de Vernón, y se parase un momento en aquel hermoso puente monumental, que será sustituido probablemente antes de poco por algún feo puente de alambre, habría podido observar, dirigiendo su vista desde lo alto del parapeto, á un hombre de unos cincuenta años, con gorra de badana, vistiendo pantalón y chaquetón de grosero paño gris, en el cual llevaba cosida una cosa amarilla, que en su tiempo había sido una cinta roja, calzando zuecos, tostado por el sol, la cara casi negra y el pelo casi blanco, con una gran cicatriz que se corría desde la frente á la mejilla, encorvado, doblado, envejecido antes de tiempo, paseando casi diariamente con una azadilla y una podadera en la mano, por uno de aquellos espacios encerrados entre tapias inmediato al puente, que se extienden como una cadena de terrados costeando la orilla izquierda del Sena; lindos cercados llenos de flores, de los que podría decirse si fueran mucho mayores: son jardines; y si fueran algo más pequeños: son ramilletes. Todos aquellos cercados terminan por un lado en el río, y por el otro en una casa. El hombre del chaquetón y los zuecos vivía en 1817 en el más pequeño de dichos cercados, y en la más humilde de aquellas casas. Vivía solo y solitario, silenciosa y pobremente, con una criada que no era ni joven ni vieja, ni bonita ni fea, ni señora ni lugareña.
El cuadrado de tierra que él llamaba su jardín, era famoso en el pueblo por la belleza de las flores que cultivaba; pues las flores eran toda su ocupación.
Á fuerza de trabajo, perseverancia, de cuidado y de cubos de agua, había conseguido crear, después del creador, é inventado ciertas dalias y ciertos tulipanes que parecían haber sido olvidados por la naturaleza. Era ingenioso, y se había anticipado á Soulange Bodin en la formación de pequeños terraplenes de brezo para cultivar los arbustos raros y preciosos de América y de China. En verano, apenas despuntaba el día, ya estaba en su jardín, cavando, cortando, escardando, regando, andando por medio de sus flores con cierto aspecto de bondad, de tristeza y dulzura;[Pg 519] muchas veces pensativo é inmóvil pasaba horas enteras escuchando el canto de un pájaro en un árbol, ó el chillar de algún niño en alguna casa, ó bien con los ojos fijos sobre la punta de una hojita de yerba, en alguna gota de rocío convertida por los rayos del sol en brillante carbunclo. Comía frugalmente, y bebía más leche que vino. Un muchacho le hacía ceder, y le regañaba su criada. Era tímido hasta parecer arisco; salía muy poco, y no veía á nadie más que á los pobres que llamaban á su ventana, y al cura párroco, el Señor Mabeuf, un buen anciano.
Sin embargo, si algún convecino ó forastero llamaba á su puerta deseoso de ver sus tulipanes y sus rosas, abríala inmediatamente sonriendo. Éste era el bandido del Loire.
El que hubiera leído por aquel tiempo las memorias militares, las biografías, el Monitor y los boletines del gran ejército, hubiera podido notar el nombre, repetido frecuentemente, de Jorge Pontmercy. Muy joven aún el Jorge Pontmercy, fué soldado en el regimiento de Saintonge. Cuando estalló la revolución, el regimiento de Saintonge fué agregado al ejército del Rin, pues los antiguos regimientos de la monarquía conservaron sus nombres de provincia, aún después de la caída del trono, y no fueron reformados hasta 1794. Pontmercy peleó en Spira, en Worms, en Neustadt, en Turkeim, en Alzey, en Maguncia, siendo uno de los doscientos que formaban la retaguardia de Houchard. Fué también otro de aquellos doce que pelearon contra el ejército del príncipe de Hesse, detrás del antiguo baluarte de Andernach, y no se replegó sobre el grueso del ejército, sino cuando el cañón enemigo abrió la brecha desde el cordón del parapeto hasta la misma escarpa. Estuvo con Kleber en Marchiennes, y en la acción de Monte Palissel, donde sacó el brazo roto de un balazo.
Después pasó á la frontera de Italia, siendo uno de los treinta granaderos que defendieron el desfiladero de Tende con Joubert. Joubert fué nombrado entonces ayudante general, y Pontmercy subteniente. Pontmercy estuvo al lado de Berthier, en medio de la metralla, en aquella jornada de Lodi que hizo decir á Bonaparte: Berthier ha sido artillero, soldado de á caballo y granadero. En Novi vió caer á su antiguo general Joubert, en el momento en que, levantado el sable, gritaba: ¡Adelante! Habiéndose embarcado con su compañía para asuntos del servicio en un barquichuelo que iba de Génova á no se qué puerto de la costa, cayó en una emboscada de siete ú ocho velas inglesas. El capitán del barco quería arrojar los cañones al mar, ocultar los soldados en el entrepuente, y escurrirse en la sombra como un buque mercante; pero Pontmercy hizo brillar los colores nacionales en la driza del mástil del pabellón, y atravesó orgulloso bajo los cañones de las fragatas británicas.
Veinte leguas más adelante, creciendo siempre su audacia, atacó y apresó con su barquichuelo un gran transporte inglés, que llevaba tropas[Pg 520] á Sicilia, tan cargado de hombres y caballos, que iba atestado hasta los topes. En 1805 formó parte de la división Malher, que se apoderó de Gunzburgo contra el archiduque Fernando. En Weltingen recibió en sus brazos, en medio de una lluvia de balas, al coronel Maupetit, herido mortalmente al frente del 9.º de dragones, distinguiéndose en Austerlitz en aquella admirable marcha escalonada, verificada bajo el fuego del enemigo. Cuando la caballería de la guardia imperial rusa destruyó un batallón del cuarto regimiento de línea, Pontmercy fué de los que se vengaron, arrollando á aquella tropa. El emperador le concedió la cruz. Pontmercy vió sucesivamente caer prisioneros á Wurmser en Mantua, á Melas en Alejandría, y á Mack en Ulm. Formó parte del octavo cuerpo del gran ejército mandado por Mortier, y que conquistó Hamburgo. Después pasó al regimiento 55 de línea, que llevaba antiguamente el nombre de Flandes. En Eylau estuvo en el cementerio donde el heroico capitán Luis Hugo, tío del autor de este libro, sostuvo solo con su compañía, compuesta de ochenta y tres hombres, durante dos horas, todo el empuje del ejército enemigo. Pontmercy fué uno de los tres que salieron vivos de aquel cementerio. Estuvo también en Friedland; luego en Moscú, después en la Berésina, y en Lutzen, Bautzen, Dresde, Wachau, Leipzick y en los desfiladeros de Gelenhausen; después en Montmirail, Chateau Tierry, Craon, en las orillas del Marne, en las riberas del Aisne y en la terrible posición de Laón. En Arnay le Duc, siendo capitán, acuchilló á diez cosacos, y salvó, no á su general, sino á su cabo. Fué también acuchillado él en este encuentro, y hubo que extraerle veintisiete esquirlas del brazo izquierdo. Ocho días antes de la capitulación de París, acababa de permutar con un compañero, y de entrar en la caballería, pues tenía lo que en el antiguo régimen se llamaba «doble mano», es decir, igual aptitud para manejar como soldado el sable ó el fusil, y como oficial un escuadrón ó un batallón. De esta aptitud, perfeccionada por la educación militar, han nacido ciertos cuerpos especiales, como por ejemplo, los dragones, que son á un mismo tiempo jinetes é infantes. Acompañó á Napoleón á la isla de Elba. En Waterloo era jefe de un escuadrón de coraceros de la brigada Dubois. Él fué quien cogió la bandera del batallón de Luxemburgo, y fué á ponerla á los pies del emperador. Estaba cubierto de sangre, pues había recibido, al apoderarse de la bandera, un sablazo que le cruzó la frente. El emperador, satisfecho, le dijo:
«—Eres coronel, barón y oficial de la Legión de honor».
Pontmercy respondió:
—Señor, os lo agradezco por vida mía.
Una hora después caía en el barranco de Ohain. ¿Y quién era este Jorge Pontmercy? Era aquel mismo bandido del Loire.
Ya hemos visto algo de su historia. Pues bien; después de Waterloo, sacado Pontmercy, como dijimos, del barranco, consiguió unirse al ejército[Pg 521] y fué llevado de ambulancia en ambulancia hasta los acantonamientos del Loire.
La Restauración le dejó á media paga, después le mandó de cuartel; es decir, sujeto á vigilancia, á Vernón. El rey Luis XVIII, considerando como no sucedido, nada de lo hecho durante los cien días, no le reconoció ni la gracia de oficial de la Legión de honor, ni su grado de coronel, ni su título de barón; pero él no dejaba de firmarse siempre «el coronel barón de Pontmercy». No tenía mas que una vieja casaca azul, y no salía nunca sin colocar en ella la roseta de oficial de la Legión de honor. El fiscal de su majestad le hizo advertir por un intermediario oficioso que se le perseguiría por uso «ilegal» de esta condecoración; y cuando lo supo Pontmercy respondió con amarga sonrisa: ó yo no entiendo el francés, ó vos no le habláis; la verdad es que no os entiendo. Después salió ocho días seguidos con su roseta; nadie se atrevió á inquietarle. Dos ó tres veces el ministro de la Guerra y el comandante general del departamento le escribieron con este sobre: «al señor comandante Pontmercy».
Devolvióles las cartas sin abrirlas.
En aquella misma época Napoleón hacía lo propio en Santa Elena con las cartas de sir Hudson Lowe, dirigidas al general Bonaparte. Pontmercy había acabado, permítasenos la frase, por tener en la boca la misma saliva que su emperador.
En Roma hubo también prisioneros cartagineses que se negaban á saludar á Flaminio, por tener algo del alma de Aníbal.
Una mañana encontró al fiscal de su majestad en una de las calles de Vernón, y dirigiéndose á él, le dijo:—Señor procurador del rey, ¿me es permitido llevar mi cicatriz?
No tenía más que su mezquina media paga de jefe de escuadrón. Había alquilado en Vernón la casa más pequeña que encontró, y en ella vivía solo, como acabamos de ver. En tiempo del imperio, y entre dos campañas, tuvo tiempo para casarse con la señorita Gillenormand. El viejo burgués, aunque disgustado interiormente, había consentido en ello suspirando y diciendo: «Las familias más principales se ven obligadas igualmente á ello. En 1815 murió la señora Pontmercy, mujer por otra parte admirable, de sentimientos elevados y nada vulgar, digna por todos conceptos de su marido, dejándole un niño. Este niño hubiera sido la felicidad del coronel en su soledad, pero el abuelo había reclamado imperiosamente á su nieto, declarando que si no se lo entregaban le desheredaría.
El padre cedió por interés del niño, y no pudiendo tener á su hijo al lado, dedicó su cariño á las flores.
Había por otra parte, renunciado á todo: no se movía, ni conspiraba. Dividía su pensamiento entre las cosas inocentes que hacía y las grandes cosas que había hecho; pasaba el tiempo esperando un clavel, ó acordándose de Austerlitz.
[Pg 522]
El señor Gillenormand no tenía relación alguna con su yerno. El coronel era para él «un bandido», y él era para el coronel un «majadero». Gillenormand no hablaba nunca del coronel, sino para hacer alguna alusión satírica á su «baronía». Habían convenido expresamente en que Pontmercy no trataría nunca de ver ni hablar á su hijo, so pena de ser éste expulsado y desheredado. Por los Gillenormand era Pontmercy como un apestado. Querían educar al niño á su manera. El coronel obró mal quizá, al aceptar semejantes condiciones; pero pasó por ellas, creyendo obrar bien, sacrificándose únicamente él.
La herencia del anciano Gillenormand era poca cosa; pero la de la señorita Gillenormand mayor era considerable, porque su madre había sido muy rica; y habiendo ella permanecido soltera, el hijo de su hermana era su heredero natural. El niño, que se llamaba Mario, sabía que tenía un padre, pero nada más. Nadie abría la boca para hablarle de él; pero la gente con quien le hacía tratar su abuelo, por sus cuchicheos, sus medias palabras y sus guiños, había llegado á llamar la atención del muchacho, quien había acabado por comprender algo; y como naturalmente iba tomando por una especie de infiltración y penetración lenta, las ideas y las opiniones que formaban á su alrededor, por así decirlo, una atmósfera respirable, llegó poco á poco á no pensar en su padre, sino avergonzándose con el corazón oprimido.
Mientras iba Mario creciendo así, cada dos ó tres meses se escapaba el coronel é iba furtivamente á París como un perseguido por la justicia que ha roto sus cadenas, y se apostaba en San Sulpicio, á la hora en que la señora Gillenormand llevaba á Mario á misa. Allí temeroso de que la tía volviese la cabeza, oculto detrás de un pilar, inmóvil, sin atreverse á respirar, contemplaba á su hijo. Aquel hombre, lleno de cicatrices, tenía miedo de aquella solterona.
De eso mismo provenían sus relaciones con el párroco de Vernón, el señor Mabeuf.
Este digno cura tenía un hermano capillero en San Sulpicio, que había visto muchas veces á aquel hombre, contemplando á su hijo, y había fijado su atención en la cicatriz que le cruzaba el carrillo, y la gruesa lágrima que tenía en sus ojos. Aquel hombre que, si era de varonil aspecto, lloraba como una mujer, había chocado al capillero; su rostro le había impresionado. Un día que fué á Vernón á ver á su hermano, se encontró en el puente al coronel Pontmercy, y reconoció en él al hombre de San Sulpicio. El hermano habló de él al cura, y ambos, bajo un pretexto cualquiera, hicieron una visita al coronel, visita que trajo tras sí luego otras muchas.
El coronel, muy reservado al principio, concluyó por abrir su corazón. El cura y el capillero llegaron á saber toda la historia, y como Pontmercy sacrificaba su felicidad por el porvenir de su hijo. Esto hizo que el cura le mirase con veneración y ternura, y que el coronel cobrase[Pg 523] afecto al cura. Por lo demás, cuando por casualidad son ambos sinceros y buenos, nadie se penetra y amalgama más fácilmente como un viejo cura y un soldado viejo. Los dos en el fondo son una misma cosa; el uno se sacrifica por la patria de abajo, y el otro por la patria de arriba; no hay otra diferencia.
Dos veces al año, el primero de enero y el día de San Jorge, escribía Mario á su padre cartas de atención que le dictaba su tía, y que parecían copiadas de algún formulario; esto era lo único que toleraba el señor Gillenormand; el padre respondía en cartas tiernísimas que el abuelo se guardaba en el bolsillo sin leer.
III
Requiescant
La tertulia de la baronesa de T. era todo lo que Mario Pontmercy conocía del mundo. Era la única abertura por donde podía mirar á la vida. Aquella abertura era sombría, y le daba más frío que calor, más tinieblas que luz. Aquel niño, que era todo alegría y claridad, al entrar en aquel mundo extraño volvióse al poco tiempo triste, y lo que aún era más impropio de sus años, grave. Rodeado de todas aquellas personas imponentes y singulares, miraba seriamente asombrado en torno suyo. Todo contribuía á aumentar en él este estupor.
Á esta tertulia concurrían algunas viejas nobles venerabilísimas, que se llamaban Mathan, Noé, Lévis, que se pronunciaba Leví, y Cambis, que se pronunciaba Cambyse. Aquellas caras antiguas y sus nombres bíblicos, se mezclaban en la imaginación del niño con el antiguo Testamento que aprendía de memoria, y cuando estaban todas sentadas en círculo, alrededor de un fuego moribundo, iluminadas apenas por una lámpara de pantalla verde, con sus perfiles severos, sus cabellos grises ó blancos, sus luengos vestidos de otros tiempos, en los que no se distinguían más que colores lúgubres, dejando caer á intervalos palabras majestuosas y severas á un tiempo, el niño Mario las contemplaba con ojos azorados, creyendo ver en ellas, no mujeres, sino patriarcas y magas; no seres reales, sino fantasmas.
Á estos fantasmas se agregaban varios clérigos que frecuentaban aquella tertulia, y algunos nobles; el marqués de Sass****, secretario de órdenes de la señora de Berry; el vizconde de Val***, que publicaba bajo el seudónimo de Carlos Antonio odas de una sola rima; el príncipe de Beauf*******, que siendo aún joven tenía los cabellos grises y una mujer bonita y de talento, cuyos trajes de terciopelo escarlata con trencillas de oro, muy escotados, eran el escándalo de aquella casa sombría; el marqués de C***** de E******, que sabía mejor que nadie en Francia «la urbanidad proporcionada»; el conde de Am*****, buen hombre de benévolo semblante, y el caballero de Port de Guy, columna de la biblioteca del Louvre, llamada el gabinete del rey. El señor Port-de-Guy,[Pg 524] calvo, y más envejecido que viejo, contaba que en 1793, cuando tenía diez y seis años, había sido condenado á presidio por refractario, y atado á la misma cadena que un octogenario, el obispo de Mirepoix, refractario igualmente, pero como eclesiástico, mientras que él lo era como soldado.
Estaban en Tolón. Su obligación era ir á recoger del cadalso, durante la noche, las cabezas y los cuerpos de los guillotinados de día; llevaban á cuestas aquellos troncos destilando sangre, de modo que sus rojos capotes de presidiario tenían por bajo de la nuca una costra de sangre, seca por la mañana y húmeda por la noche. En la tertulia de la baronesa de T. abundaban las narraciones trágicas, y á fuerza de maldecir á Marat, se aplaudía á Trestaillon. Algunos diputados del género inhallable jugaban al wist; el señor Tribord de Chalard, el señor Lemarchant de Gomicourt, y el célebre chancero de la derecha, Cornet Dincourt. El baile de Ferrete, con su calzón corto y sus demacradas pantorrillas, entraba de paso alguna vez en aquella tertulia, al ir á casa de Talleyrand. Había sido camarada de devaneos del conde de Artois, y al revés de Aristóteles, acurrucado debajo de Campaspe, había hecho andar á la Guimard de cuatro pies, y por consiguiente había demostrado á los siglos cómo puede vengar á un filósofo un baile.
Respecto á los clérigos, eran éstos el abate Halma, el mismo á quien Larose, su colaborador en el Rayo, decía: «¡Bah! ¿Quién no tiene cincuenta años? Algunos boquirubios solamente»; el abate Letourneur, predicador del rey; el abate Frayssinous, que no era todavía ni conde, ni obispo, ni ministro, ni par, y que llevaba una sotana vieja sin botones; y el presbítero Keravenant, cura de San Germán de los Prados; además el nuncio del papa, que era entonces monseñor Macchi, arzobispo de Nisibi, luego cardenal, notable por su larga nariz pensativa; y otro monseñor, que se titulaba abate Palmieri, prelado doméstico, uno de los siete protonotarios participantes de la santa sede, canónigo de la insigne basílica liberiana, abogado de los santos, postulatore di santi, lo cual se refiere á los asuntos de canonización, y significa poco más ó menos, procurador de memoriales de la sección del paraíso; y por último, dos cardenales, el señor de la Luzerne y el señor Cl****** T*******.
El señor cardenal de la Luzerne era escritor, y tuvo algunos años después el honor de firmar al lado de Chateaubriand algunos artículos en el Conservador; el señor de Cl****** T******* era arzobispo de Toul***, y solía ir con frecuencia á París á pasar una temporada en casa de su sobrino el marqués de T*******, que fué ministro de Guerra y Marina. El cardenal arzobispo de Toul***, era un viejecillo alegre, que enseñaba sus medias rojas bajo la sotana arremangada; su especialidad era odiar la enciclopedia, y jugar perdidamente al billar. En aquella época, las gentes que pasaban durante las noches de verano, por la calle M*****, donde estaba entonces el palacio de Cl****** T*******, se paraban[Pg 525] á escuchar el choque de las bolas, y la voz chillona del cardenal que gritaba á su conclavista, monseñor Cottret, obispo in partibus de Caryste: «apunta, capellán, otra carambola».
El cardenal arzobispo había sido presentado en casa de M. de T. por su más íntimo amigo el señor de Roquelaure, antiguo obispo de Senlís, y uno de los cuarenta académicos. El señor de Roquelaure era notable por su elevada estatura y por su asiduidad en la Academia. Al través de la puerta vidriera de la sala contigua á la biblioteca, donde la Academia francesa celebraba entonces sus sesiones, los curiosos podían ver todos los jueves al antiguo obispo de Senlís, casi siempre en pie, recién empolvado el pelo, con medias moradas, de espaldas á la puerta, sin duda para dejar ver mejor su alzacuello. Todos estos eclesiásticos, aún cuando eran tan cortesanos como hombres de iglesia, aumentaban la gravedad de la tertulia de la baronesa T. cinco pares de Francia, el marqués de Vib****, el marqués de Tal***, el marqués de Herb*******, el vizconde de Damb*** y el duque de Val******* acentuando el aspecto señorial. Este duque, aún cuando era príncipe de Mon***, es decir, príncipe soberano extranjero, tenía formada tan elevada idea de Francia y de la dignidad de par, que todo lo veía al través de ellas, y solía decir: «Los cardenales son los pares de Francia de Roma; los lores son los pares de Francia de Inglaterra». Por lo demás, como la revolución en este siglo debe entrar en todas partes, aquel salón feudal estaba, según hemos dicho, dominado por un hombre de la clase media. El señor Gillenormand reinaba allí.
Aquélla era la esencia y la quinta esencia de la sociedad parisiense de la bandera blanca; allí se ponía en cuarentena todas las famas, aún cuando fueran realistas, puesto que en toda fama hay algo de anárquico. Chateaubriand entrando allí hubiera producido el efecto del padre Duchesne. Sin embargo, en esta sociedad ortodoxa, entraban por tolerancia, algunos arrepentidos. El conde Beug*** fué admitido á título de corrección.
Las tertulias «nobles» de hoy día, no se parecen á aquéllas en nada. El barrio de San Germán moderno, huele á hereje, y los realistas de ahora son demagogos; digámoslo en elogio suyo.
En casa de la baronesa de T., como la tertulia se componía de lo más superior, dominaba un gusto exquisito y altanero bajo la flor de una urbanidad refinada. Los hábitos y modales llevaban consigo toda clase de refinamientos involuntarios, que pertenecían al antiguo régimen enterrado, pero vivo. Algunas de aquellas maneras, en el lenguaje sobre todo, eran muy caprichosas; los observadores superficiales habrían tomado por provincialismo lo que no era más que antigualla. Llamábase á una dama «la señora generala»; y no era del todo inusitado llamar á otra «señora coronela». La simpática señora de León, en memoria sin duda, de las duquesas de Lougueville y de Chevreuse, prefería ese apelativo[Pg 526] á su título de princesa. La marquesa de Créquy se había llamado también «señora coronela». Fué en este «gran mundo» quien inventó el refinamiento de decir siempre en las Tullerías, hablando al rey en intimidad, el rey en tercera persona, y no decir nunca «vuestra majestad», había sido «profanado por el usurpador».
Juzgábanse los hechos y los hombres; burlábanse del siglo, con lo cual quedaban dispensados de comprenderle; auxiliábanse en estas admiraciones y se comunicaban mutuamente la cantidad de luz que cada uno poseía. Matusalén enseñaba á Epiménides; el sordo ponía al corriente al ciego. Declarábase como no pasado el tiempo transcurrido desde Coblenza, y así como Luis XVIII estaba por la gracia de Dios en el vigésimo quinto año de su reinado, los emigrados se encontraban de derecho en el vigésimo quinto año de su adolescencia.
Todo era relativo; nada había vivido demasiado; la palabra era apenas un soplo; el periódico, de conformidad con la tertulia, parecía un papiro. No faltaban jóvenes, pero estaban casi muertos. En la antecámara, las libreas eran anticuadas; aquellos personajes, completamente pasados de moda, tenían criados de su época. Todo parecía que había vivido demasiado tiempo, luchando obstinadamente con el sepulcro.
Conservar, Conservación, Conservador. He aquí poco más ó menos todo su diccionario; oler bien era lo importante. Y en efecto; las opiniones de aquellos grupos venerables estaban amortizadas; sus ideas olían á nardo de embalsamar. Era aquél un mundo amomiado. Los amos estaban embalsamados, los criados rellenos de paja.
Una vieja y digna marquesa, recién llegada de la emigración y arruinada, no tenía más que una sirvienta y seguía diciendo: «Mis criados».
¿Qué hacían en la tertulia de la baronesa de T.? Eran ultras.
Ser ultra no tiene hoy significación, aunque lo que representa no haya desaparecido. Expliquémonos:
Ser ultra, es ir más allá; es hacer la guerra al cetro en nombre del trono, y á la mitra en nombre del altar; es maltratar lo que se arrastra; es arrear al tiro; es denigrar la hoguera por su decadencia en tostar herejes; es reprochar al ídolo su poca idolatría: es insultar por exceso de respeto; es no hallar en el papa bastante papismo, en el rey bastante realeza, y hallar demasiada luz en la noche; es estar descontento del alabastro, de la nieve, del cisne y de la azucena en nombre de la blancura; es ser partidario de las cosas hasta el punto de hacerse su enemigo; es llevar el pro hasta la contra.
El espíritu ultra caracteriza especialmente la primera fase de las Restauraciones.
No hay nada en la historia parecido al cuarto de hora que empieza en 1814 y termina en 1820, al advenimiento de Villèle, el hombre práctico de la derecha.
Estos seis años fueron un momento extraordinario, brillante y opaco[Pg 527] al mismo tiempo, risueño y sombrío, iluminado como por la claridad del alba, y cubierto á la vez por las tinieblas de las grandes catástrofes que llenaban aún el horizonte, perdiéndose lentamente en lo pasado. Hubo allí, en aquella luz y en aquella sombra, un pequeño mundo nuevo y viejo, bufón y triste, juvenil y senil, restregándose los ojos, que nada se parece tanto al despertar como la vuelta de una emigración; grupo que miraba á Francia con recelo, y era mirado por Francia con ironía; viejos búhos aristócratas llenando las calles, los que aparecen y los aparecidos, «en lo antiguo» estupefactos de todo, valientes y nobles hidalgos que se sonreían de estar en Francia, y lloraban también sorprendidos de volverla á ver, desesperados por no encontrar ya su monarquía; la nobleza de las cruzadas, despreciando á la nobleza del Imperio, es decir, á la nobleza de la espada; las razas históricas que habían perdido la significación de la historia; los hijos de los compañeros de Carlo Magno, menospreciando á los compañeros de Napoleón. Las espadas, como acabamos de decir, se enviaban recíprocamente el insulto; la espada de Fontenoy era objeto de risa, y estaba cubierta de orín; la espada de Marengo era odiosa, y no se veía en ella más que un sable. El Antiguamente desconociendo el Ayer.
No se tenía el sentimiento de lo grande ni el sentimiento de lo ridículo, y hubo quien llamó Scapin á Bonaparte. Aquel mundo no existe ya; nada queda de él. Cuando por casualidad sacamos de él alguna figura, y tratamos de hacerla revivir en la imaginación, nos parece tan extraña como un mundo antidiluviano; y es que, en efecto, ha sido sumergida también por un diluvio. Ha desaparecido bajo dos revoluciones. ¡Qué olas tan poderosas son las ideas! ¡Cómo cubren rápidamente todo lo que deben destruir y sepultar en cumplimiento de su misión; y que pronto abren terribles profundidades!
Tal era la fisonomía de las tertulias de aquellos tiempos lejanos y cándidos en que Martainville tenía más ingenio que Voltaire.
Aquellas tertulias tenían una literatura y una política propias. Creíase en Fiévée; Agier imponía la ley; comentábase á Colnet, publicista que vendía libros viejos en el muelle Malaquais. Napoleón era reconocido solamente por el ogro de Córcega. Más tarde fué una concesión al espíritu del siglo el introducir en la historia al señor de Bonaparte, teniente general de los ejércitos del rey.
Aquellas tertulias no se conservaron mucho tiempo puras. Desde 1818 empezaron á germinar en ellas algunos doctrinarios, matiz sospechoso que tenía por sistema ser realista, disculpándose de serlo. Los doctrinarios estaban avergonzados donde los ultras triunfaban. Tenían talento, y guardaban silencio; su dogma político estaba convenientemente aderezado de gravedad; debían por lo tanto, triunfar. Hacían, por otra parte, útiles excesos de corbata blanca y frac abotonado. El error ó la desgracia del partido doctrinario ha sido crear una juventud[Pg 528] envejecida. Tomaban actitudes de sabios; soñaban en injertar en el principio absoluto y excesivo, un poder templado. Oponían, y á veces con rara inteligencia, al liberalismo demoledor un liberalismo conservador, y se les oía decir:
«Perdón para el realismo: nos ha hecho más de un beneficio. Nos ha traído de nuevo la tradición, el culto, la religión, el respeto; es fiel, valiente, caballeresco, amante y rendido. Viene á mezclar, no sin pesar, las nuevas grandezas de la nación con las grandezas seculares de la monarquía. Tiene la desgracia de no comprender la Revolución, el Imperio, la gloria, la libertad, las nuevas ideas, las nuevas generaciones, el siglo. Pero este defecto que tiene respecto de nosotros, ¿no le tenemos nosotros algunas veces también respecto de él? La Revolución de la que somos herederos, debe tener conocimiento de todo. El contrasentido del liberalismo es atacar al realismo. ¡Qué falta! ¡Qué ceguera!
«La Francia revolucionaria no respeta á la Francia histórica; es decir, á su madre; esto es, á sí misma. Desde el 5 de septiembre se trata á la nobleza de la monarquía como desde el 8 de julio se trataba á la nobleza del Imperio. Ellos han sido injustos para con el águila; nosotros lo somos para con la flor de lis. ¡Se desea, pues, tener siempre algo que proscribir! ¿Desdorar la corona de Luis XIV, raspar el escudo de Enrique IV es útil por ventura? ¡Nos burlamos de Vaublauc, que borraba las NN. del puente del Jena! ¿Y qué hacía? Lo que hacemos nosotros. Bouvines nos pertenece lo mismo que Marengo; y las flores de lis lo mismo que las NN. Éste es nuestro patrimonio. ¿Por qué mermarlo? No debemos renegar de la patria por lo pasado ni por lo presente. ¿Por qué no hemos de admitir toda la historia? ¿Por qué no hemos de amar á toda la Francia?»
De este modo criticaban y protegían los doctrinarios el realismo: descontentos porque le criticaban, furiosos porque le protegían.
Los ultras señalaron la primera época del realismo; la congregación caracterizó la segunda. Á la pasión sucedía la habilidad. Terminemos aquí nuestro bosquejo.
En el curso de esta narración, el autor de este libro ha encontrado en su camino ese punto curioso de la historia contemporánea; y al pasar, ha debido dirigirle una mirada, y trazar alguno de los perfiles singulares de aquella sociedad desconocida hoy. Pero lo hace rápidamente, y sin ninguna idea amarga ó irrisoria. Algunos recuerdos afectuosos y respetuosos, pues que se refieren á su madre, le unen á ese pasado. Por otra parte, debemos consignarlo, aquel pequeño mundo tenía su grandeza. Podemos sonreirnos; pero no despreciarle ni odiarle. Era la Francia de otros tiempos.
Mario Pontmercy hizo, como todos los niños, ciertos estudios. Al salir de las manos de su tío Gillenormand, su abuelo le entregó á un digno profesor de la más pura inocencia clásica, y aquella alma joven que[Pg 529] empezaba á abrirse, pasó de una mojigata á un pedante. Mario pasó los años de colegio para entrar luego en la escuela de jurisprudencia. Era realista, fanático y austero. Amaba poco á su abuelo, cuya alegría y cinismo le desagradaban, y era sombrío con respecto á su padre.
Por lo demás, era un mozo entusiasta y frío, noble, generoso, altivo, religioso, exaltado, digno hasta la dureza, puro hasta el salvajismo.
IV
Fin del bandido
La terminación de los estudios clásicos de Mario coincidió con la despedida de la sociedad del señor Gillenormand. El viejo dió un adiós al barrio de San Germán y á las reuniones de la baronesa de T., yendo á establecerse en el Marais en su casa de la calle de las Hijas del Calvario. Allí tenía por criados, además del portero, á la doncella Nicolasita, que había sucedido á la Magnón, y á aquel vasco finchado y cansino, de que hemos hablado anteriormente.
En 1827 Mario acababa de cumplir diez y siete años. Un día, al volver á su casa, vió á su abuelo con una carta en la mano.
—Mario,—dijo el señor Gillenormand,—mañana saldrás para Vernón.
—¿Para qué?—preguntó Mario.
—Para ver á tu padre.
Mario se estremeció.
En todo había pensado, menos en que podría llegar un día en que tuviese que ver á su padre. No podía ocurrirle nada más inesperado, más sorprendente, y digámoslo también, más desagradable. Era la antipatía obligada á convertirse en simpatía; no era un disgusto, pero sí un trabajo pesado.
Mario, además de sus motivos de antipatía política, estaba convencido de que su padre, el acuchillador, como le llamaba Gillenormand en sus días de mayor afabilidad, no le amaba; esto era evidente, puesto que así le había abandonado y entregado á otras manos. Creyendo que no era amado, no amaba. Nada más natural, se decía á sí mismo.
Se quedó tan estupefacto, que no preguntó nada al señor Gillenormand. El abuelo añadió:
—Parece que está enfermo, y te manda llamar.
Y después de un rato de silencio añadió:
—Saldrás mañana por la mañana. Creo que hay en la plazuela de las Fuentes una diligencia que sale á las seis y llega por la noche. Toma billete. Dice que corre prisa.
Después arrugó la carta y se la metió en el bolsillo. Mario hubiera podido partir aquella misma noche y estar al lado de su padre al día siguiente[Pg 530] por la mañana, porque salía entonces de la calle Bouloy una diligencia que iba de noche á Ruán, pasando por Vernón.
Pero ni el señor Gillenormand ni Mario pensaron en informarse.
Al día siguiente al anochecer llegaba Mario á Vernón. Principiaban á encenderse las luces. Preguntó al primer transeunte: «¿La casa del señor Pontmercy?...».
Porque interiormente profesaba las ideas de la Restauración, no reconocía por lo tanto en su padre al barón ni al coronel.
Se le indicó la casa. Llamó; fué á abrir una mujer con una lamparilla en la mano.
—¿El señor Pontmercy?—preguntó Mario.
La mujer permaneció inmóvil.
—¿Está aquí?—preguntó Mario.
La mujer hizo con la cabeza un signo afirmativo.
—¿Puedo hablarle?
La mujer hizo un signo negativo.
—¡Es que soy su hijo!—dijo Mario.—Me espera.
—Ya no os espera,—dijo la mujer.
Mario observó entonces que la mujer lloraba.
Ésta le señaló con el dedo la puerta de una sala baja, donde entró.
En aquella sala, iluminada por una vela de sebo colocada sobre la chimenea, había tres hombres; uno de pie, otro de rodillas y otro en camisa y tendido sobre los ladrillos.
Éste era el coronel.
Los dos primeros eran un médico el uno, y un sacerdote que estaba orando el otro.
El coronel había sido atacado hacía tres días por una fiebre cerebral; al principio de la enfermedad tuvo un presentimiento fatal, y escribió al señor Gillenormand llamando á su hijo.
El mal había ido en aumento; y el día mismo de la llegada de Mario á Vernón, el coronel había tenido un acceso de delirio. Habíase levantado del lecho y á pesar de los esfuerzos de la criada, gritando: ¡Mi hijo no viene! ¡Voy á buscarle! Había salido de su cuarto, cayendo sobre los ladrillos de la antesala. Acababa de espirar.
Habían sido llamados el médico y el cura; pero así el médico como el cura llegaron tarde.
También había llegado tarde el hijo.
Á la luz crepuscular de la vela se distinguía en la mejilla del yaciente y pálido coronel, una gruesa lágrima que había salido de los ojos del muerto. Su mirada se había apagado, pero la lágrima no se había secado aún. Aquella lágrima era la tardanza de su hijo.
Mario contempló á aquel hombre, á quien veía por primera y última vez; aquella fisonomía venerable y varonil, aquellos ojos abiertos que no miraban, aquellos cabellos blancos, aquellos miembros robustos, en los[Pg 531] que se veían en distintos puntos líneas obscuras que eran sablazos, y unas como estrellas rosadas, que eran agujeros de balas. Contempló aquella enorme cicatriz que imprimía un sello de heroísmo en aquella frente, marcada por Dios con el sello de la bondad. Pensaba en que aquel hombre era su padre, y en que estaba muerto; y él permaneció frío.
La tristeza que experimentó fué la misma que hubiera sentido ante otro cualquier muerto.
Y sin embargo, en aquella sala se respiraba un profundo dolor. La criada sollozaba en un rincón, el cura rezaba y se le oía sollozar también, el médico se secaba las lágrimas, el cadáver lloraba igualmente.
Aquel médico, aquel cura y aquella mujer miraban á Mario al través de su aflicción sin decir una palabra. Él era allí el extraño.
Mario, escasamente conmovido, avergonzado, y en una situación embarazosa, tenía el sombrero en la mano, y le dejó caer al suelo para hacer creer que el dolor le quitaba la fuerza necesaria para sostenerle.
Al mismo tiempo sentía como un remordimiento, y se avergonzaba de obrar así. Pero ¿era suya la culpa? No amaba á su padre. ¡Y qué!
El coronel no dejaba nada. La venta de sus muebles apenas pagaba el entierro.
La criada encontró un pedazo de papel, que entregó á Mario, en el cual estaba escrito lo siguiente, de mano del coronel:
«Para mi hijo.—El emperador me hizo barón en el campo de batalla de Waterloo. La Restauración me niega este título que he comprado con mi sangre; mi hijo le tomará y le llevará. No hay que decir que será digno de él». Á la vuelta, el coronel había añadido:
«En la misma batalla de Waterloo, un sargento me salvó la vida: se llamaba Thénardier. Creo que últimamente tenía una posada en un pueblo de los alrededores de París, en Chelles ó en Montfermeil. Si mi hijo le encuentra, haga en su favor todo cuanto pueda».
No por veneración á su padre, sino por ese vago respeto á la muerte, que tan imperiosamente vive en el corazón del hombre, Mario tomó el papel y se lo guardó.
Nada quedaba del coronel. El señor Gillenormand mandó vender á un prendero su espada y su uniforme. Los vecinos devastaron el jardín y saquearon las flores más raras; las demás plantas se convirtieron en abrojos y maleza, y murieron.
Mario, sólo permaneció cuarenta y ocho horas en Vernón. Después del entierro volvió á París, y se entregó de nuevo al estudio de las leyes, sin pensar más en su padre, como si jamás hubiera existido.
Á los dos días estaba enterrado el coronel, y á los tres olvidado.
Mario llevaba una gasa en el sombrero. Esto fué todo.
[Pg 532]
V
Utilidad del ir á misa para hacerse revolucionario
Mario había conservado las costumbres religiosas de su infancia. Un domingo que fué á oir misa á San Sulpicio, á la misma capilla de la Virgen á que le llevaba su tía cuando era pequeño, estaba distraído y más pensativo que de costumbre; se había colocado detrás de un pilar, arrodillándose, sin advertirlo, sobre una silla de terciopelo de Utrech, en cuyo respaldo estaba escrito este nombre: Mabeuf, capillero.
En cuanto comenzó la misa, se presentó un anciano y dijo á Mario:
—Caballero, éste es mi sitio.
Mario se levantó enseguida, y el viejo se sentó en su silla.
Acabada la misa, Mario permanecía reflexivo á algunos pasos de distancia; el viejo se le acercó otra vez y le dijo:
—Os pido perdón, caballero, por haberos distraído antes y de distraeros todavía un momento; pero tal vez me habréis creído impertinente, y debo daros una explicación.
—Es inútil, caballero,—dijo Mario.
—¡Oh!—contestó el viejo.—No quiero que forméis mal concepto de mí. Este sitio es el mío. Me parece que desde él encuentro la misa mejor. ¿Por qué? Voy á decíroslo. Á este mismo sitio he visto venir por espacio de diez años, cada dos ó tres meses regularmente, á un pobre padre que no tenía otro medio ni otra oportunidad de ver á su hijo, porque se lo impedían cuestiones de familia. Venía á la hora en que sabía que acompañaban á su hijo á misa. El niño no sabía que su padre estaba aquí; ni aún sabía tal vez el inocente que tuviese un padre. El padre se ponía detrás de una columna para que no le viesen; contemplaba á su hijo y lloraba. ¡Cuánto adoraba al niño aquel pobre hombre! Yo lo veía. Ese sitio resulta como santificado para mí, y he tomado la costumbre de oir misa en él. Le prefiero al banco de obra, que tengo derecho á ocupar. Traté un poco al caballero de quien os hablo. Tenía un suegro y una tía rica, y parientes que creo amenazaban desheredar al hijo si veía á su padre. Y él se sacrificaba, porque su hijo fuése algún día rico y feliz. Les separaban opiniones políticas. No desapruebo yo el que se tengan opiniones políticas; pero hay personas que no saben contenerse prudentemente. ¡Dios mío! Porque un hombre haya estado en Waterloo, no es un monstruo; por esto no se debe separar á un padre de su hijo. Era un coronel de Bonaparte, que ha muerto, según creo. Vivía en Vernón, donde tengo un hermano cura; se llamaba algo así como Pontmarle ó Montpercy. Tenía, por cierto, una gran cicatriz de un sablazo.
—Pontmercy,—dijo Mario, palideciendo.
—Precisamente, Pontmercy. ¿Le habéis conocido?
—Caballero,—dijo Mario,—era mi padre.
El anciano obrero juntó las manos y exclamó:
[Pg 533]
—¡Ah, sois vos su hijo! Sí, esto es, ahora debe ser un hombre ya. Pues bien; podéis decir que habéis tenido un padre que os quiso mucho.
Mario ofreció su brazo al anciano, y le acompañó hasta su casa.
Al día siguiente dijo al señor Gillenormand:
—Hemos arreglado con algunos amigos una partida de caza. ¿Permitís que me ausente por tres días?
—¡Por cuatro!—respondió el abuelo.—Anda, diviértete.
Y guiñando el ojo, dijo en voz baja á su hija:
—¡Algún amorcillo!
VI
Consecuencias de haber encontrado á un capillero
Á dónde fué Mario, más adelante se verá.
Mario estuvo tres días ausente; después volvió á París, se fué directamente á la biblioteca de la escuela de Jurisprudencia, y pidió la colección del Monitor.
Leyó el Monitor; leyó la historia de la República y del Imperio, el Memorial de Santa Elena, todas las memorias, todos los periódicos, todos los boletines, todas las proclamas, todo lo devoró. La primera vez que encontró el nombre de su padre en los boletines del gran ejército, tuvo calentura toda una semana. Visitó á los generales á cuyas órdenes había servido Jorge Pontmercy, y entre otros al conde H. El capillero Mabeuf, á quien fué á ver también, le contó la vida de Vernón, el retiro del coronel, sus flores, su soledad. Mario llegó á conocer perfectamente á aquel hombre raro, sublime y amable, á aquella especie de león-cordero, que había sido su padre.
Mientras estaba ocupado en este estudio, que consumía todo su tiempo y todos sus pensamientos, casi no veía á los Gillenormand.
Á las horas de comer aparecía; después, si se le buscaba, no estaba en casa. La tía murmuraba. El abuelo Gillenormand se sonreía:
—¡Bah! ¡bah! ¡Es la edad de los amoríos!—Algunas veces añadía el viejo:
—¡Diablo! Creía que era ello un galanteo, pero voy viendo que es una pasión.
Era efectivamente una pasión; Mario iba adorando á su padre.
Al propio tiempo se verificaba un cambio extraordinario en sus ideas. Las fases de este cambio fueron numerosas y sucesivas. Como es ésta la historia de muchos espíritus de nuestra época, creemos útil seguir estas frases paso á paso, é indicarlas todas.
Aquella historia en que había fijado los ojos le azoraba.
El primer efecto fué un deslumbramiento.
La República y el Imperio no habían sido para él hasta entonces más que palabras monstruosas. La República, una guillotina entre crepúsculos; el Imperio, un sable en plena noche. Pero acababa de ver ambas[Pg 534] cosas, y donde no esperaba encontrar más que un caos de tinieblas, había visto, con cierta sorpresa inaudita, mezclada de temor y alegría, brillar astros como Mirabeau, Vergniaud, Saint Just, Robespierre, Camille Desmoulins, Dantón, y despuntar un sol: Napoleón. No sabía dónde estaba y retrocedía ciego ante tanta luz. Poco á poco fué pasando el asombro, acostumbróse á aquel esplendor, consideró los actos sin pasión, examinó á los hombres sin terror; la Revolución y el Imperio aparecieron luminosamente en perspectiva ante sus ojos, y vió á cada uno de aquellos dos grupos de sucesos y de hombres reunirse en dos grandes hechos; la República en la soberanía del derecho cívico restituido á las masas; el Imperio en la soberanía de la idea francesa impuesta á Europa; y vió salir de la Revolución la gran figura del pueblo, y del Imperio la gran figura de la Francia. Y declaró en su conciencia que todo aquello había sido bueno.
Lo que pasó desapercibido á su deslumbramiento en esta primera apreciación demasiado sintética, no creemos del caso consignarlo aquí. Lo que pintamos es el estado de un espíritu en marcha; y los progresos no se hacen en una etapa. Dicho esto de una vez para siempre, así por lo precedente como para lo sucesivo, continuemos.
Entonces conoció que hasta aquel momento no había comprendido ni á su patria ni á su padre. No había conocido á la una ni al otro; había tenido una especie de velo voluntario ante los ojos.
Ahora veía claro; y por una parte admiraba y adoraba por otra.
Estaba agobiado de pesares y de remordimientos; pensaba desesperado que no podía decir todo lo que tenía en el alma sino á una tumba. ¡Oh! si su padre hubiera vivido, si le tuviera todavía: si Dios, compadecido y bondadoso, hubiera permitido que viviese aún, ¡cómo habría corrido, cómo se habría precipitado, cómo habría gritado á su padre!: ¡Padre! ¡Mírame! ¡Soy yo! ¡Yo, que tengo tu mismo corazón! ¡Soy tu hijo! ¡Cómo habría abrazado su encanecida frente, inundado sus cabellos de lágrimas, contemplado su cicatriz, estrechado sus manos, adorado sus vestidos, besado sus plantas! ¡Oh! ¡Por qué había muerto su padre tan pronto, antes de tiempo, antes de la justificación, antes del amor de su hijo! Mario tenía un eterno sollozo en su corazón, que exhalaba á cada instante un ¡ay! Al mismo tiempo se hacía más formal, más grave; se afirmaba en su fe y en su modo de pensar. Á cada momento venía un nuevo rayo de luz de la verdad á completar su razón; verificábase en él como un crecimiento interior. Sentía una especie de engrandecimiento natural, producido por dos cosas nuevas para él: su patria y su padre.
Como sucede cuando se posee una clave, todo se abría para él; se explicaba lo que había odiado, y penetraba en lo que había aborrecido. Veía claramente el sentido providencial, divino y humano de las grandes cosas que le habían inducido á detestar, y de los grandes hombres á quienes le habían enseñado á maldecir. Cuando pensaba en sus antiguas[Pg 535] ideas, que no eran más que de ayer, y que sin embargo le parecían rancias, se indignaba y sonreía.
De la rehabilitación de su padre había pasado, naturalmente, á la rehabilitación de Napoleón.
Sin embargo, debemos decir, que ésta no se había verificado sin esfuerzo.
Desde la infancia se le había imbuido de las opiniones que el partido de 1814 había formado de Bonaparte. Ahora bien; todas las precauciones de la Restauración, sus intereses y sus instintos tendían á desfigurar á Napoleón. Le execraba más todavía que á Robespierre; se había explotado hábilmente el cansancio de la nación y el odio de las madres. Bonaparte había llegado á ser una especie de monstruo casi fabuloso, y para presentarle á la imaginación del pueblo, que, como hemos indicado hace poco, se parece á la imaginación de los niños, el partido de 1814 hacía aparecer sucesivamente espantosos todos los disfraces, desde lo terrible, sin dejar de ser grandioso, hasta lo terrible que llega á ser grotesco; desde Tiberio al Coco.
Así es, que hablando de Bonaparte, cada uno podía libremente llorar ó reventar de risa, con tal que le odiase. Mario no había tenido nunca acerca de aquel hombre—como le llamaban—otras ideas que ésas, las cuales se habían combinado en su espíritu con la tenacidad propia de su carácter. Había realmente en su interior otro pisaverde testarudo que odiaba á Napoleón.
Pero leyendo la historia, estudiándola en los documentos y en los materiales, se fué rasgando poco á poco el velo que cubría á Napoleón á los ojos de Mario.
Entrevió primero algo inmenso, y sospechó que se había engañado acerca de Bonaparte como en lo demás; cada día veía más claro, y empezó á subir lentamente, paso á paso, primero casi con sentimiento, y después con embriaguez y como atraído por una fascinación irresistible, los escalones sombríos, luego los alumbrados vagamente, y por último los luminosos y espléndidos del entusiasmo.
Una noche estaba solo en su cuartito, junto al tejado. La vela estaba encendida; leía, apoyado de codos en la mesa, al lado de la ventana abierta. Una multitud de pensamientos surgiendo del espacio, iban á mezclarse con sus ideas. ¡Qué espectáculo es la noche!
Óyense ruidos sordos sin saber de dónde vienen; se ve resplandecer como un ascua entre cenizas á Júpiter, que es mil doscientas veces más grande que la tierra; el azul es negro, las estrellas brillan; es imponente.
Leía los boletines del gran ejército, aquellas estrofas homéricas escritas sobre el campo de batalla; veía en ellos por intervalos el nombre de su padre, y siempre el nombre del emperador; aparecía á sus ojos todo el gran imperio, sentía como una marea que se elevase en su interior; en algunos momentos le parecía que pasaba su padre á su lado como un[Pg 536] soplo y le hablaba al oído; íbase abstrayendo poco á poco; creía oir los tambores, el cañón, las cornetas, el paso regular de los batallones, el galope sordo y lejano de la caballería; de cuando en cuando sus ojos se elevaban al cielo, y veía brillar en las profundidades sin fondo las constelaciones colosales; bajábalos después al libro, viendo moverse confusamente otras cosas colosales. Tenía el corazón oprimido. Estaba transportado, tembloroso, anhelante. De pronto, sin saber él mismo lo que por él pasaba, ni á qué fuerza secreta obedecía, se levantó, extendiendo ambos brazos fuera de la ventana, miró fijamente á la sombra, al silencio, al tenebroso infinito, á la inmensidad eterna, y gritó: ¡Viva el emperador!
Desde aquel momento todo estaba dicho: el ogro de Córcega,—el usurpador,—el tirano,—el monstruo, que había sido amante de sus hermanas—el histrión, que recibía lecciones de Talma,—el envenenador de Jafa,—el tigre,—Buonaparte,—todo esto se desvaneció abriendo campo en su espíritu á un vago y luciente fulgor, que alumbraba hasta una altura inaccesible el pálido fantasma de mármol de César. El emperador no había sido para su padre sino el querido capitán á quien admiraba, y por quien se sacrificaba el soldado; para Mario fué algo más; fué el constructor predestinado del grupo francés, sucediendo al grupo romano en la dominación del universo; fué el prodigioso arquitecto de un cataclismo, el continuador de Carlo-Magno, de Luis XI, de Enrique VI, de Richelieu, de Luis XVI y del comité de Salvación pública; teniendo sin duda sus defectos, sus faltas, sus crímenes, es decir, siendo hombre: pero augusto en sus faltas, brillante en sus defectos, poderoso en sus crímenes.
Fué el hombre predestinado que obligó á todas las naciones á decir:—la gran nación;—fué más todavía, fué la encarnación de Francia, conquistando la Europa con la espada, y el mundo con la luz que despedía. Mario vió en Bonaparte el espectro deslumbrador que se levantará siempre en la frontera y guardará el porvenir. Déspota, pero dictador; déspota resultante de una república, y simbolizando una revolución: Bonaparte fué para él, el hombre pueblo, así como es Jesús el Hombre-Dios.
Vese, pues, que, al igual de todos los recién convertidos á una religión, su conversión le embriagaba; le precipitaba y llevaba quizá demasiado lejos su adhesión. Su índole era ésta; puesto en una pendiente le era casi imposible detenerse. El fanatismo por el sable le arrebataba; y se complicaba en su espíritu con el entusiasmo por la idea. No conocía que con el genio admiraba juntamente la fuerza, es decir, que instalaba en los dos recintos de su idolatría lo divino y lo brutal. Bajo diversos conceptos, habíase equivocado nuevamente.
Todo lo admitía. Tal es el modo de encontrar el error en el camino por donde se busca la verdad. Tenía cierta buena fe violenta, que todo lo abrazaba en conjunto. Así en la nueva vía en que había entrado, al[Pg 537] juzgar los errores del antiguo régimen, lo mismo que al medir la gloria de Napoleón, despreciaba las circunstancias atenuantes.
Sea como fuere, Mario había dado un gran paso. Donde viera antes la caída de la monarquía, veía ahora el porvenir de Francia. Había cambiado de orientación. Lo que había sido el Ocaso era el Levante. Dió una vuelta en redondo.
Verificábanse en él todas estas revoluciones sin que su familia lo sospechase.
Cuando en esta misteriosa tarea hubo perdido del todo su antigua piel de borbónico y de ultra; cuando se despojó del traje de aristócrata, de jacobino y de realista; cuando fué completamente revolucionario, profundamente demócrata y casi republicano, fué á casa de un grabador de la calle de Orfêvres y mandó hacer cien tarjetas con su nombre, en que se leía: «El barón Mario de Pontmercy».
Lo cual era una consecuencia lógica del cambio que se había operado en él; cambio en que todo gravitaba al rededor de su padre.
Solamente que como no conocía á nadie, y no podía dejar las tarjetas en ninguna portería, se las guardó en el bolsillo.
Por otra consecuencia natural, á medida que se aproximaba á su padre, á su memoria, á las cosas por las que el coronel había peleado veinticinco años, se iba alejando de su abuelo. Ya lo hemos dicho, desde muy antiguo no gustaba del carácter del viejo Gillenormand. Entre ambos había ya todas las disonancias que puede haber entre un joven grave y un viejo frívolo. La alegría de Geronte choca y exaspera á la melancolía de Werther. Mientras habían sido comunes en ellos las opiniones políticas y las ideas, Mario se había encontrado como en un puente con el señor Gillenormand; mas cuando ese puente se hundió, los separó el abismo. Además, Mario sentía inexplicables impulsos de rebelión cuando recordaba que el señor Gillenormand, por motivos estúpidos, le había apartado sin piedad del coronel, privando al hijo del padre y al padre del hijo.
Á fuerza de lástima por su padre, había casi llegado á tener aversión á su abuelo.
Pero nada de esto, como hemos dicho, se traslucía exteriormente. Tan sólo se mostraba más frío de día en día, más lacónico en la mesa, y con más frecuencia se ausentaba de la casa. Cuando su tía le reprendía era muy respetuoso, y daba por pretexto sus estudios, el curso, los exámenes, las conferencias, etc.
El abuelo no salía de su infalible diagnóstico:—¡Enamorado! Ya conozco eso.
Mario hacía de cuando en cuando algunas escapatorias.
—Pero ¿adónde va?—preguntaba la tía.
En uno de estos viajes, siempre cortos, fué á Montfermeil para cumplir la indicación que su padre le había hecho, y buscó al antiguo sargento[Pg 538] de Waterloo, al posadero Thénardier. Thénardier había quebrado; la posada estaba cerrada, y nadie sabía qué había sido de él. Mario, con motivo de estas investigaciones, estuvo cuatro días fuera de su casa.
—Decididamente,—dijo el abuelo,—se extravía.
Habíase creído adivinar que llevaba bajo la camisa, y sobre el pecho, algo sujeto con una cinta negra que pendía del cuello.
VII
Algún amorcillo
Hemos hablado de un lancero.
Era un tercer sobrino del señor Gillenormand por parte de padre, el cual llevaba, lejos de la familia y del hogar doméstico, la vida de guarnición. El teniente Teódulo Gillenormand tenía todas las condiciones necesarias para ser lo que se llama un lindo oficial. Tenía «el talle de una señorita», cierto modo de arrastrar el sable, y llevaba el bigote retorcido. Iba raras veces á París, tanto, que Mario no le había visto nunca. Los dos primos sólo se conocían de nombre.
Teódulo era, según creemos haber dicho ya, el favorito de la tía Gillenormand, que le prefería; porque no le veía. No ver á las gentes permite suponerles todas las perfecciones. Una mañana la señorita Gillenormand mayor entró en su cuarto tan conmovida como podía estarlo su placidez. Mario acababa de pedir á su abuelo permiso para hacer un viaje, diciendo que pensaba partir aquella misma noche. ¡Anda! le había respondido el abuelo. Y Gillenormand había añadido aparte, arqueando las cejas hacia lo alto de la frente: ¡Duerme fuera y reincide! La señorita Gillenormand había subido á su cuarto muy cavilosa, dejando escapar en la escalera esta exclamación:—«¡Es ya mucho!». Y esta interrogación:—«¿Pero adónde va?». Entreveía alguna aventura de corazón más ó menos ilícita, alguna mujer en la sombra, una cita, un misterio, y no le hubiera disgustado haberle podido echar el lente. Gustar un misterio es como alcanzar las primicias de un escándalo: y esto no lo detestan las almas más santas. Hay en los secretos receptáculos de la mojigatería, cierta curiosidad por el escándalo.
Veíase, pues, dominada por el vago apetito de saber una historia.
Para distraerse de esta curiosidad, que la agitaba un poco más de lo acostumbrado, había echado mano de sus habilidades, y se había puesto á festonear con algodón, y sobre algodón, uno de esos bordados del Imperio y de la Restauración, en que se ven muchas ruedas de cabriolé. Obra chabacana, obrera ruda. Estaba hacía algunas horas sentada en su silla, cuando se abrió la puerta. La señorita Gillenormand levantó la nariz; el teniente Teódulo estaba en su presencia, haciéndole el saludo de ordenanza. Lanzó ella un grito de alegría. Se puede ser vieja, mojigata, devota y tía; pero no hay mujer que no se alegre el ver entrar en su cuarto un lancero.
[Pg 539]
—¡Tú aquí, Teódulo!—exclamó.
—De paso, tía.
—¡Pero, abrázame!
—¡Ya está!—dijo Teódulo.
Y la abrazó. La tía Gillenormand fué á su secreter, y lo abrió.
—¿Te quedarás con nosotros una semana al menos?
—Tía mía, parto de nuevo esta misma tarde.
—¡No es posible!
—Matemáticamente.
—Quédate, Teodulito; yo te lo ruego.
—El corazón dice sí; pero la consigna contesta que no. La historia es muy sencilla. Nos mudan de guarnición; estábamos en Melún, y nos llevan á Gaillón. Para ir de la antigua guarnición á la nueva hay que pasar por París, y he dicho: «Voy á ver á mi tía».
—Toma por la molestia.
Y le puso diez luises de oro en la mano.
—Por la satisfacción querréis decir, querida tía.
Teódulo la abrazó por segunda vez, y ella tuvo el gusto de rozar un poco el cuello con los cordones del uniforme.
—¿Haces el viaje á caballo con tu regimiento?—le preguntó ella.
—No, tía. He querido visitaros, y he sacado para ello un permiso especial. El asistente lleva mi caballo, y yo iré en la diligencia. Y á propósito, tengo que preguntaros una cosa.
—¿Cuál?
—¿Está de viaje también mi primo Mario Pontmercy?
—¿Cómo sabes tú eso?—dijo la tía, excitada súbitamente en lo más vivo de su curiosidad.
—Al llegar he ido á tomar mi billete de berlina en la diligencia.
—¿Y qué?
—Que había ya ido un viajero á tomar un asiento del imperial, y he visto su nombre en la hoja de la administración.
—¿Qué nombre?
—Mario Pontmercy.
—¡Ah, pícaro!—exclamó la tía.—Tu primo no es muchacho juicioso como tú. ¡Decir que va á pasar la noche en diligencia!
—Como yo.
—Pero tú es por obligación, y él por desorden.
—¡Caracoles!—prorrumpió Teódulo.
En esto se le ocurrió una idea á la señorita Gillenormand mayor. Si hubiera sido hombre, se habría dado una palmada en la frente. Y dirigiéndose bruscamente á Teódulo le dijo:
—¿Sabes que tu primo no te conoce?
—No. Yo por mi parte le he visto; pero él nunca se ha dignado fijarse en mí.
[Pg 540]
—¿Y vais á viajar juntos?
—Él en el imperial y yo en la berlina.
—¿Adónde va esa diligencia?
—Á los Andelys.
—¿Y va allí Mario?
—Sí, á no ser que haga lo que yo, y se quede en el trayecto. Yo bajo en Vernón para tomar el coche de Gaillón. Ignoro el itinerario de Mario.
—¡Mario! ¡Qué nombre tan feo! ¡Qué ocurrencia la de ponerle Mario! ¡Pero tú al menos te llamas Teódulo!
—Preferiría llamarme Alfredo,—dijo el oficial.
—Oye, Teódulo.
—Ya oigo, tía.
—Préstame atención.
—Estoy atento...
—¿Estás?
—Estoy.
—Pues bien; Mario hace escapatorias.
—¡Eh! ¡Eh!
—Viaja.
—¡Ah! ¡Ah!
—Duerme fuera de casa.
—¡Oh! ¡Oh!
—Quisiéramos saber la causa.
Teódulo respondió con la calma de un hombre curtido:
—Cuestión de faldas.
Y con esa risita entre cuero y carne que demuestra la certeza, añadió:
—Alguna muchacha.
—Es evidente,—dijo la tía, que creyó oir hablar al señor Gillenormand, y que sintió salir irresistiblemente su convicción de la palabra muchacha acentuada casi de la misma manera por el tío y el sobrino. Y añadió:
—Haznos un favor. Sigue un poco á Mario; esto te será fácil, porque no te conoce; y supuesto que hay muchacha de por medio, haz por conocerla. Nos escribirás la historieta, y se divertirá el abuelo.
Á Teódulo no le gustaba mucho este género de espionaje; pero habíanle conmovido los diez luises, y creía que podrían traer otros detrás de sí. Aceptó, pues, la comisión y dijo:
—Como usted quiera, tía.
Añadiendo para sí:
—Ya estoy convertido en chaperona.
La tía Gillenormand lo abrazó.
—No harías tú nunca esas extravagancias, Teódulo. Tú obedeces á la disciplina, eres esclavo de la consigna, eres hombre escrupuloso y fiel[Pg 541] á tus deberes, y no abandonarías á tu familia por ir á ver á una muchachuela.
El lancero hizo una mueca de satisfacción parecida á la del ladrón Cartouche, elogiado por su probidad.
La noche que siguió á este diálogo, Mario subió á la diligencia sin sospechar que se le vigilaba. En cuanto al vigilante, lo primero que hizo fué dormirse. El sueño fué completo y concienzudo. Argos pasó roncando toda la noche.
Al despuntar el día, el mayoral de la diligencia gritó:—¡Vernón! ¡Relevo de Vernón! ¡Los viajeros de Vernón! Y el teniente Teódulo despertó.
—¡Bueno!—murmuró medio dormido aún;—aquí es donde me bajo.
Después empezó á despejársele la memoria poco á poco, y se acordó de su tía, de los diez luises, y de la promesa que había hecho de contar los hechos y los gestos de Mario. Esto le hizo reir.
—Ya no estará tal vez en el coche, pensó para sí abotonándose el levitín. Puede haberse quedado en Poissy y ha podido quedarse también en Triel; si no ha bajado en Meulán, puede haber bajado en Nantes á menos que no se haya apeado en Rolleboise, ó que no haya avanzado hasta Pacy, con la facultad de torcer allí á la izquierda hacia Evreux, ó á la derecha hacia Laroche-Guyón. Ya puede mi tía echarle un galgo. ¿Qué diablos voy á escribirle ahora á la buena vieja?
En este momento un pantalón negro que descendía del imperial apareció en la vidriera de la berlina.
—¿Mario será éste?—dijo el teniente.
En efecto, era Mario.
Al pie del coche, y mezclada con los caballos y los postillones, una muchachuela del lugar ofrecía flores á los viajeros, gritando:
—Flores para las señoras, caballeros.
Mario se acercó á la muchacha, y escogió las flores más hermosas de su cesta.
—Por de pronto,—dijo Teódulo, saltando de la berlina,—ya pica esto mi curiosidad. ¿Á quién diablos va á llevar esas flores? Preciso es que sea muy buena moza para que merezca tan lindo ramo. Quiero conocerla.
Y no tanto por mandato como por curiosidad particular, á semejanza de los perros que cazan por su cuenta, empezó á seguir á Mario.
Éste no fijó la atención en Teódulo. Bajaron de la diligencia algunas mujeres elegantes; Mario no las miró siquiera, parecía que no veía nada á su alrededor.
—¡Está enamorado!—pensó Teódulo.
Mario se dirigió hacia la iglesia.
—¡Perfectamente!—dijo Teódulo.—¡La iglesia! Esto es, Las citas[Pg 542] sazonadas con un poco de misa son mejores. Nada tan exquisito como una mirada pasando por encima de Dios.
Mario llegó á la iglesia, pero no entró; dió la vuelta al exterior, y desapareció en el ángulo de uno de los estribos del ábside.
—La cita es fuera,—dijo.—Veremos la muchacha.
Y se adelantó de puntillas hacia el ángulo por donde había dado la vuelta Mario.
Al llegar allí, se quedó estupefacto.
Mario, con la frente entre ambas manos, estaba arrodillado sobre la yerba, junto á una tumba. Había deshojado el ramo. En el extremo de la fosa, en un relleno que indicaba la cabecera, había una cruz de madera negra con este nombre escrito en letras blancas: EL CORONEL BARÓN DE PONTMERCY. Oíase sollozar á Mario.
La chica era una tumba.
VIII
Mármol contra granito
Allí era donde había ido Mario la primera vez que se ausentó de París. Allí iba cada vez que el señor Gillenormand decía: «Duerme fuera».
El teniente se quedó completamente desconcertado con el inesperado encuentro de un sepulcro; experimentó una sensación desagradable y singular, que le era imposible analizar, compuesta del respeto que inspira una tumba mezclado al respeto debido á un coronel. Retrocedió, pues, dejando á Mario solo en el cementerio, habiendo en su retirada algo de la disciplina. Presentósele la muerte con grandes charreteras, y casi le hizo el saludo militar. No sabiendo qué escribir á la tía, tomó el partido de no decirle nada; y probablemente no hubiera tenido consecuencia alguna el descubrimiento de Teódulo acerca de los amores de Mario, si por una de esas coincidencias misteriosas, tan frecuentes en la casualidad, la escena de Vernón no hubiese tenido, por decirlo así, una especie de resonancia en París.
Mario volvió de Vernón tres días después muy de mañana, llegó á casa de su abuelo, y cansado de las dos noches que había pasado en la diligencia, conociendo la necesidad de reparar su insomnio con una hora de escuela de natación, subió rápidamente á su cuarto, y sin emplear más tiempo que el necesario para quitarse el levitón de viaje y el cordón negro que llevaba al cuello, se fué á tomar el baño.
El señor Gillenormand se levantó temprano, como todos los viejos fuertes; le oyó entrar, y se apresuró á subir lo más pronto que pudo con sus viejas piernas la escalera del cuarto de Mario, al objeto de abrazarle é interrogarle al mismo tiempo para traslucir de dónde venía.
Pero el adolescente había empleado menos tiempo en bajar que el octogenario en subir, y cuando el abuelo Gillenormand entró en la buhardilla, ya Mario había salido.
[Pg 543]
La cama estaba sin tocar, viéndose sobre ella el levitón y el cordón negro.
—Prefiero esto,—dijo Gillenormand.
Y un momento después entró en la sala en que estaba sentada la señorita Gillenormand bordando sus ruedas de cabriolé.
La entrada fué triunfal.
El señor Gillenormand llevaba en una mano el levitón, y el cordón en la otra.
—¡Victoria!—exclamó.—¡Vamos á penetrar el misterio! ¡Vamos á saber lo fino del fin! Vamos á palpar el libertinismo de nuestro cazurro! ¡Ya tenemos aquí la novela! Tengo el retrato.
En efecto; del cordón pendía una cajita de tafilete negro, muy semejante á un medallón.
El viejo tomó esta caja, y la contempló algunos momentos sin abrirla, con ese aire de voluptuosidad, enajenamiento y cólera de un pobre diablo hambriento al oler una comida espléndidamente que no fuése para él.
—Porque esto, evidentemente es un retrato. Yo no me engaño. Esto se lleva tiernamente sobre el corazón. ¡Qué tontos son! ¡Algún espantoso mascarón, que hará temblar probablemente! ¡Los jóvenes tienen hoy tan mal gusto!...
—Veámosle, padre,—dijo la vieja solterona.
La caja se abrió apretando un resorte, pero no encontraron en ella más que un papel cuidadosamente doblado.
—De ella á él,—dijo Gillenormand echándose á reir.—Ya sé lo que es; ¡un billete amoroso!
—¡Ah, ya! ¡Leámosle!—dijo la tía. Y se puso los anteojos.
Desdoblaron el papel y leyeron esto:
—«Para mi hijo. El emperador me hizo barón en el campo de batalla de Waterloo. La restauración me niega este título que he comprado con mi sangre; mi hijo le tomará y le llevará. No hay que decir que será digno de él».
Lo que el padre y la hija sintieron entonces, no es para dicho. Se quedaron helados como por el soplo de una calavera. No cambiaron ni una palabra.
Solamente Gillenormand dijo en voz baja, y como hablando consigo mismo:
—Es la letra de aquel acuchillador.
La tía examinó el papel, le volvió en todos sentidos, colocándolo de nuevo en la cajita.
En aquel momento cayó al suelo, del bolsillo de la levita, un paquetito oblongo envuelto en un papel azul. La señorita Gillenormand le recogió, y desdobló el papel azul; eran las cien tarjetas de Mario.
Cogió una y se la dió al señor Gillenormand, que leyó. El barón Mario de Pontmercy.
[Pg 544]
El viejo llamó, y acudió Nicolasita.
Gillenormand cogió el cordón, la caja y la levita, lo tiró al suelo en medio de la sala, y dijo:
—Llévate esos arreos.
Pasó una hora larga de profundo silencio.
El viejo y la solterona se habían sentado de espaldas, uno á otro, pensando cada uno por su parte probablemente lo mismo. Al cabo de la hora, dijo la tía Gillenormand:
—¡Magnífico!
Algunos minutos después apareció Mario.
Estaba de vuelta.
Antes de haber atravesado el umbral del salón, distinguió á su abuelo que tenía en la mano una de sus tarjetas, quien, al verle, exclamó con su aire de superioridad plebeya y satírica, un tanto abrumadora:
—¡Vaya, vaya, vaya! Ahora eres barón. Te doy la enhorabuena. ¿Qué quiere decir esto?
Mario ruborizándose ligeramente, respondió:
—Esto quiere decir que soy hijo de mi padre.
Gillenormand dejó de reirse, y dijo duramente:
—Tu padre soy yo.
—Mi padre,—repuso Mario con los ojos bajos y aire reposado,—era un hombre modesto y heroico, que sirvió gloriosamente á la República y á la Francia; que fué grande en la historia más grande que hayan podido hacer los hombres; que vivió un cuarto de siglo en el campo de batalla; de día, bajo la metralla y las balas, y de noche entre la nieve, en el lodo y bajo la lluvia; que tomó dos banderas; que recibió veinte heridas; que ha muerto en el olvido y en el abandono, y que no cometió en su vida más que una falta: amar demasiado á dos ingratos, á su país y á mí.
Esto era más de lo que el señor Gillenormand podía oir. Á la palabra República se había levantado, ó por mejor decir, se había erguido repentinamente.
Cada una de las palabras que Mario acababa de pronunciar, había hecho en el rostro del viejo realista, el efecto del soplo de un fuelle de fragua sobre un tizón ardiente.
De sombrío había pasado á rojo, de rojo á purpúreo y de purpúreo á resplandeciente.
—¡Mario!—exclamó.—¡Abominable criatura! ¡Yo no sé lo que era tu padre! ¡No quiero saberlo! ¡No sé nada! ¡No lo sé! ¡Pero lo que sé es que entre esas gentes nunca hubo más que miserables; que todos ellos son unos perdidos, asesinos, gorros rojos, ladrones! ¡Digo que todos! ¡y lo repito; todos! ¡Yo no conozco á ninguno! ¡Repito que á ninguno! ¡Lo oyes Mario! Ya lo ves; eres tan barón como mi zapatilla. ¡Fueron todos bandidos, al servicio de Robespierre! ¡Forajidos, al servicio de Bu-o-na-parte![Pg 545] ¡Todos traidores, que vendieron, vendieron, vendieron á su rey legítimo! ¡Todos cobardes, que huyeron ante los prusianos y los ingleses en Waterloo! Esto es lo que sé. Si vuestro padre fué uno de ellos, lo ignoro, lo siento; tanto peor, servidor vuestro.
Á su vez fué Mario el tizón y Gillenormand el fuelle. Mario temblaba de pies á cabeza, no sabía qué hacer, ardía su cabeza. Era el sacerdote que ve arrojar al viento todas sus hostias, el faquir que ve á un pasajero escupir á su ídolo. Era imposible que se hubieran dicho tales cosas delante de él impunemente. ¿Pero qué hacer? Su padre acababa de ser pisoteado y humillado en su presencia; pero ¿por quién? Por su abuelo. ¿Cómo vengar el uno sin ultrajar al otro?
Le era igualmente imposible insultar al abuelo y dejar de vengar á su padre. De un lado una tumba sagrada; de otro unos cabellos blancos.
Estuvo unos instantes aturdido y vacilante, con aquel torbellino dentro de la cabeza; después levantó los ojos, y mirando fijamente á su abuelo, gritó con voz tonante:
—¡Abajo los Borbones! ¡Abajo ese cerdo de Luis XVIII!
Luis XVIII había muerto hacía cuatro años, pero á Mario esto le era indiferente.
El rostro del anciano pasó de escarlata al blanco, á un blanco superior al de sus cabellos. Y volviéndose hacia un busto del duque de Berry que estaba encima de la chimenea, le saludó respetuosamente con cierta majestad singular. Después pasó dos veces lentamente y en silencio desde la chimenea á la ventana, y de la ventana á la chimenea, atravesando toda la sala, y haciendo resonar el pavimento como una estatua de piedra andando. Á la segunda vez se inclinó ante su hija, que asistía á esta escena con el estupor de una oveja, y le dijo sonriéndose, con una sonrisa casi serena:
—Un barón como este caballero y un burgués como yo, no pueden continuar bajo un mismo techo.
Y enderezándose de súbito, pálido, tembloroso, aterrador, la frente ensanchada por la terrible irradiación de la cólera, extendió el brazo hacia Mario gritándole:
—¡Vete!
Mario dejó la casa.
Al día siguiente el señor Gillenormand dijo á su hija:
—Mandad cada seis meses sesenta doblones á ese bebedor de sangre, y nunca más volváis á hablarme de él.
Y como le quedaba todavía una gran cantidad de furor que no sabía en qué emplear, siguió llamando de vos á su hija por espacio de más de tres meses.
Mario, por su parte, había salido indignado.
Una circunstancia, que debemos consignar, agravó aún su exasperación.[Pg 546] Existe siempre alguna pequeña fatalidad que complica los dramas domésticos y aumenta los motivos de queja, aunque no aumente los verdaderos agravios. Al llevar precipitadamente por orden del abuelo los «arreos» de Mario á su cuarto, Nicolasita había dejado caer, sin repararlo, y probablemente en la escalera de la buhardilla, que era obscura, el medallón de tafilete negro que contenía el papel escrito por el coronel. Ni el papel ni el medallón pudieron encontrarse; y Mario quedó convencido de que el señor Gillenormand,—desde aquel día no llamó de otra manera á su abuelo,—había arrojado al fuego «el testamento de su padre». Sabía de memoria las pocas líneas escritas por el coronel, y por consiguiente nada se había perdido con aquella fatal desaparición. Pero el papel, la escritura, aquella reliquia sagrada, todo esto formaba su propio corazón. ¿Qué habían hecho de él?
Mario se había ido, sin decir ni saber adónde, con treinta francos en el bolsillo, su reloj, y alguna ropa en un saco de noche. Subió á un coche de alquiler, le tomó por horas y se dirigió á la ventura hacia el barrio latino.
¿Qué iba á ser de Mario?
NOTAS:
[13] pendu, ahorcado.
I
Un grupo que le ha faltado poco para llegar á ser histórico
En aquella época, indiferente en apariencia, corría vagamente cierta calentura revolucionaria. Emanaciones que salían de las profundidades de 1789 y 92 impregnaban el aire. La juventud, permítasenos la frase, estaba de muda. Se transformaba, casi sin saberlo, por el propio movimiento del tiempo. La aguja que recorre el cuadrante marcha igualmente en las almas. Cada uno daba hacia adelante el paso que debía dar. Los realistas se trocaban en liberales: los liberales en demócratas. Era aquello una especie de marea creciente, complicada con mil reflujos; y como es propio del reflujo mezclarlo todo, de ahí resultaban combinaciones de ideas singularísimas; se adoraba á la vez á Napoleón y á la libertad.
Nosotros escribimos historia pura. Tales eran los aspectos de aquel tiempo. Las opiniones tienen sus fases. El realismo volteriano, variedad extravagante, tuvo un contrapeso no menos extraño: el liberalismo bonapartista.
Otros grupos razonadores eran más serios. Ya se sondaba el principio; ya se aferraban en el derecho. Se apasionaban por lo absoluto; se[Pg 547] entreveían las realizaciones infinitas; lo absoluto por su misma rigidez impulsa el ánimo hacia lo etéreo, y le hace flotar en los espacios ilimitados. Nada hay como el dogma para producir la meditación; y nada hay como la meditación para engendrar el porvenir. La utopía de hoy es la carne y hueso del mañana.
Las opiniones avanzadas tenían doble fondo. Un principio de misterio amenazaba al «orden establecido», el cual era suspicaz y receloso, signo altamente revolucionario. La intención oculta del poder, tropieza en la zapa con la intención oculta del pueblo. La incubación de las insurrecciones es la réplica á la premeditación de los golpes de Estado.
No había entonces todavía en Francia esas vastas organizaciones subterráneas, como el tugenbund alemán y el carbonarismo italiano; pero acá y acullá se iban ya ramificando algunas minas obscuras. La cougourde se esbozaba en Aix; y había en París, entre otras afiliaciones de este género, la sociedad de los amigos del A B C.
¿Qué era eso de los amigos del A B C? Una sociedad que tenía por objeto, en apariencia, la educación de los niños, y en realidad el mejoramiento de los hombres.
Declarábanse amigos del A B C[14]. El Abaissé, era el pueblo. Se le quería realzar. Retruécano del que haríamos mal en reirnos, porque estos retruécanos son muchas veces cosa grave en política; dígalo el Castratus ad castra, que hizo de Narsés un general de ejército; dígalo el Barbari et Barberini; dígalo también el Fueros y Fuegos como el Tu es Petrus et super hanc Petram, etc., etc.
Los amigos del A B C eran pocos; era una sociedad secreta en embrión; casi podríamos decir una pandilla, si las pandillas pudiesen producir héroes. Reuníanse en París en dos puntos: junto á los Mercados, en una taberna llamada de Corinto, de que hablaremos después, y cerca del Panteón, en un cafetucho de la plaza de San Miguel, llamado el Café Musain, hoy derribado; el primero de estos centros de reunión estaba en el barrio de los jornaleros, y el segundo en el de los estudiantes.
Los conciliábulos habituales de los amigos del A B C se celebraban en una sala interior del café Musain.
Esta sala, bastante separada del café, con el cual se comunicaba por un largo corredor, tenía dos ventanas y una puerta con escalera secreta, que daba á la callejuela de Gres. Allí se fumaba, se bebía, se jugaba y se reía. Se hablaba de todo en alta voz, y de algo en voz baja.
En la pared estaba clavado un antiguo mapa de Francia del tiempo de la República, indicio bastante para avivar el olfato de un agente de policía.
La mayor parte de los amigos del A B C eran estudiantes, en cordial inteligencia con algunos obreros. He aquí los nombres principales que [Pg 548]pertenecen, en cierto modo, á la historia: Enjolrás, Combeferre, Juan Prouvaire, Feuilly, Courfeyrac, Bahorel, Lesgle ó Laigle, Joly, Grantaire.
Estos jóvenes componían una especie de familia, á fuerza de amistad. Todos, excepto Laigle, eran del Mediodía.
Este grupo, que fué notable, se ha desvanecido ya en las profundidades invisibles que están detrás de nosotros.
Al punto á que hemos llegado de este drama, no estará tal vez de más hacer penetrar un rayo de luz en aquella reunión de jóvenes, antes de que el lector los vea sumergirse en las sombras de una aventura trágica.
Enjolrás, á quién hemos nombrado el primero por la razón que se verá después, era hijo único y rico; mozo simpático, capaz de ser terrible, y angelicalmente hermoso; era Antinoo furioso. Hubiérase dicho, al ver la pensativa reverberación de su mirada, que había ya atravesado en alguna existencia anterior el apocalipsis revolucionario. Poseía la tradición como un testigo. Sabía todos los pormenores de la gran cosa. Era una naturaleza pontifical y guerrera, extraña en un adolescente; era celebrante y militante; bajo el punto de vista inmediato, soldado de la democracia, y por encima del movimiento contemporáneo, sacerdote de lo ideal. Tenía la pupila profunda, los párpados algo encarnados, el labio inferior grueso y dispuesto á expresar el desdén; la frente espaciosa. Mucha frente en un rostro, es lo mismo que mucho cielo en un horizonte. Como ciertos jóvenes de principios de este siglo y fines del pasado que han adquirido celebridad muy pronto, tenía él una mocedad excesiva, fresca como la de las muchachas, con sus correspondientes horas de palidez. Era ya hombre, y parecía niño todavía. Sus veintidós años aparentaban diez y siete; era grave, y parecía ignorar que hubiese en la tierra un ser llamado mujer. No tenía más que una pasión, el derecho; y un pensamiento, destruir obstáculos. En el monte Aventino hubiera sido un Graco, y en la Convención, Saint Just.
Apenas veía las rosas; desconocía la primavera; no oía cantar á los pájaros; la garganta desnuda de Evadné no le habría conmovido más que á Aristógiton; para él, como para Anmodio, las flores sólo servían para ocultar la espada. Era severo en las alegrías, y ante todo lo que no era la república bajaba castamente los ojos. Era el amante de mármol de la libertad. Su palabra era ásperamente inspirada, y tenía la vibración del himno. Á veces desplegaba sus alas de un modo inesperado. ¡Desgraciado el amorío que se hubiese atrevido á pasar por su lado! Si alguna griseta de la plaza de Cambrai ó de la calle de San Juan de Beauvais, al ver aquella fisonomía que parecía escapada del colegio, aquella figura de paje, aquellas prolongadas cejas rubias, aquellos ojos azules, aquella cabellera tumultuosamente entregada al viento, aquellas mejillas sonrosadas, aquellos labios vírgenes, aquellos dientes perfectos, hubiese sentido[Pg 549] apetito por toda aquella aurora y tratado de probar los efectos de su belleza en Enjolrás, una mirada sorprendente y terrible le habría mostrado bruscamente el abismo, y enseñado á no confundir el querubín galanteador de Beaumarchais con el querubín formidable de Ezequiel.
Al lado de Enjolrás, que representaba la lógica de la revolución, Combeferre representaba su filosofía. Entre la lógica y la filosofía de la revolución hay esta diferencia: que la lógica puede ir á parar á la guerra, mientras que la filosofía no puede tener por última consecuencia más que la paz. Combeferre completaba y rectificaba á Enjolrás. Era más bajo y más grueso. Quería que se imbuyesen en los ánimos los principios extensos de ideas generales: revolución, decía, pero también civilización; y en derredor de la montaña abría á pico el vasto horizonte azul. De ahí, que en todas las teorías de Combeferre hubiese algo de accesible y practicable. La revolución era más respirable con él que con Enjolrás. Éste expresaba el derecho divino, y Combeferre el derecho natural. El primero se encadenaba con Robespierre, el segundo confinaba con Condorcet. Combeferre vivía más que Enjolrás la vida de todo el mundo. Si hubiera sido dado á estos dos jóvenes llegar á la historia, el uno hubiera sido el justo, el otro el sabio. Enjolrás era más viril, Combeferre más humano. Homo y Vir; estas palabras los calificaban perfectamente. Combeferre, era tan dulce como severo Enjolrás, por candidez natural. Le gustaba la palabra ciudadano; pero prefería la palabra homme; y de buena gana hubiese dicho Hombre, como los españoles. Todo lo leía, iba á los teatros, seguía los cursos públicos, aprendía de Arago la polarización de la luz, se apasionaba por una lección en que Geoffroy Saint Hilaire había explicado la doble función de la arteria carótida externa, y de la arteria carótida interna; la una que constituye el rostro, y la otra que constituye el cerebro; estaba al corriente de todo lo que era estudio; seguía la ciencia paso á paso; confrontaba á San Simón con Fourier; descifraba los jeroglíficos; partía los guijarros que encontraba y discurría sobre geología; pintaba de memoria una mariposa bombix; señalaba las faltas de lenguaje en el diccionario de la Academia; estudiaba á Puységur y Deleuze; no afirmaba nada, ni siquiera los milagros; no negaba nada, ni aún las apariciones; hojeaba la colección del Monitor; meditaba. Decía que el porvenir está en manos del maestro de escuela, y se preocupaba mucho por las cuestiones de educación.
Quería que la sociedad trabajase sin descanso en la elevación del nivel intelectual y moral, en la monetización de la ciencia, en la circulación de las ideas, en el crecimiento de la inteligencia en la juventud, y temía que la pobreza de los sistemas actuales, la estrechez del punto de vista literario, limitado á dos ó tres siglos llamados clásicos, el dogmatismo tiránico de los pedantes oficiales, las preocupaciones escolásticas y la rutina, acabasen por hacer de nuestros colegios criaderos de ostras[Pg 550] artificiales. Era sabio, purista, preciso, politécnico, trabajador, y al mismo tiempo pensativo «hasta la quimera», según decían sus amigos. Creía en todos los sueños: como, caminos de hierro, supresión del dolor en las operaciones quirúrgicas, fijación de la imagen en la cámara obscura, telégrafo eléctrico, dirección de los globos; y por otra parte le espantaban poco las ciudadelas levantadas en todas partes contra el género humano por la superstición, el despotismo y las preocupaciones. Era de los que piensan que la ciencia acabará por enseñorearse de todas las posiciones. Enjolrás era un jefe; Combeferre un guía. Se deseaba pelear con uno y marchar con el otro. Y no porque Combeferre no fuése capaz de pelear ni se negase á luchar cuerpo á cuerpo con el obstáculo y atacarle á viva fuerza y por explosión, sino porque prefería emplear la enseñanza de los axiomas y la promulgación de las leyes positivas, para ir poniendo poco á poco al género humano de acuerdo con sus destinos; y entre dos llamas, prefería la que iluminaba á la que abrasaba. Un incendio puede producir indudablemente una aurora; pero ¿por qué no se ha de esperar la salida del sol? Un volcán alumbra, pero alumbra mucho mejor el alba.
Combeferre prefería tal vez la blancura de lo bello á la brillantez de lo sublime. Una claridad turbada por el humo, un progreso comprado con la violencia, sólo satisfacían á medias su tierno y grave espíritu. La precipitación de un pueblo desde la cumbre al fondo de la verdad, un 93, le asustaba; sin embargo, el estancamiento le repugnaba más, porque veía en él la putrefacción y la muerte; y á todo trance prefería la espuma al miasma, el torrente á la cloaca, la caída del Niágara al lago de Montfaucon. En suma, no quería pararse ni precipitarse.
Mientras que sus bulliciosos amigos, caballerosamente prendados de lo absoluto, adoraban é invocaban las espléndidas aventuras revolucionarias, Combeferre se inclinaba á dejar obrar al progreso, al progreso verdadero, frío tal vez, pero puro; metódico, pero irreprensible; flemático, pero irreprochable. Combeferre se habría arrodillado, habría pedido, plegadas las manos, la llegada del porvenir con todo su candor, y que nada turbase la inmensa y virtuosa evolución de los pueblos. «Es preciso que el bien sea inocente», repetía de continuo. Y en efecto, si la grandeza de la revolución consiste en mirar fijamente al deslumbrador ideal, y volar al través de los rayos, llevando en las garras sangre y fuego, la belleza del progreso consiste en carecer de toda mancha. Entre Washington que representa lo uno, y Dantón que encarna lo otro, hay la misma diferencia que separa al ángel de alas de cisne del ángel con alas de águila.
Juan Prouvaire era un tipo más templado aún que Combeferre. Se llamaba Johan por un capricho pasajero que se mezclaba á ese poderoso y profundo movimiento, de donde ha salido el estudio tan necesario de la edad media. Juan Prouvaire era cariñoso, cultivaba un tiesto de[Pg 551] flores, tocaba la flauta, hacía versos, amaba al pueblo, se compadecía de la mujer, lloraba por los niños, confundía en la misma esperanza el porvenir y Dios, y censuraba á la revolución por haber derribado una cabeza real, la de Andrés Chenier. Tenía la voz generalmente delicada, pero á veces viril. Era hombre de letras hasta la erudición, y casi orientalista. Era principalmente bueno, prefiriendo en poesía lo inmenso; lo cual se comprende fácilmente para quien sabe cuanto se hermanan la bondad y la grandeza. Sabía el italiano, el latín, el griego y el hebreo, lo cual le servía para no leer más que cuatro poetas: Dante, Juvenal, Esquilo é Isaías. En francés prefería Corneille á Racine, y á Agrippa d'Aubigné á Corneille. Le gustaba pasear á la ventura por los campos de avena silvestre y campanillas, y se ocupaba casi tanto de las nubes como de los acontecimientos. Su espíritu solía tener dos actitudes, una de parte del hombre, otra de la de Dios; estudiaba ó contemplaba. De día profundizaba las cuestiones sociales: el salario, el capital, el crédito, el matrimonio, la religión, la libertad de pensar, la libertad de amar, la educación, la penalidad, la miseria, la asociación, la propiedad, la producción y la repartición, el enigma de aquí abajo que cubre de sombra el hormiguero humano, y por la noche contemplaba los astros; esos seres enormes. Como Enjolrás, era rico é hijo único. Hablaba despacio, inclinaba la cabeza, bajaba los ojos, sonreía con dificultad, vestía sin aliño, era desmañado, se sonrojaba por nada, era también muy tímido; pero intrépido, por demás.
Feuilly era un oficial abaniquero, huérfano de padre y madre, que ganaba penosamente tres francos diarios, y que no tenía más que un pensamiento: emancipar el mundo. Tenía otra preocupación: instruirse, á lo cual llamaba también emanciparse. Había aprendido por sí sólo á leer y escribir; todo lo que sabía se lo había aprendido él mismo. Tenía el corazón generoso, y quería abrazar la inmensidad. Este huérfano había hecho hijos adoptivos suyos á los pueblos.
Faltándole una madre, había pensado en la patria, y no quería que hubiese en la tierra un hombre sin patria. Alimentaba en sí mismo, con la adivinación profunda del hombre del pueblo, lo que hoy llamamos la idea de las nacionalidades. Había estudiado expresamente la historia, tan sólo para indignarse con conocimiento de causa. En aquel cenáculo juvenil de utopistas, ocupados principalmente de Francia, él representaba el exterior. Su especialidad era la Grecia, la Polonia, la Hungría, la Rumania y la Italia. Pronunciaba sin cesar estos nombres, á propósito y fuera de propósito, con la tenacidad del derecho. La Turquía sobre la Grecia y Tesalia, la Rusia sobre Varsovia, el Austria sobre Venecia; estas violaciones le exasperaban; pero entre todas la gran violencia de 1772 le sublevaba.
La verdad en la indignación, es la elocuencia más soberana, y él era elocuente con esa elocuencia.
[Pg 552]
Era interminable, siempre que se trataba de la fecha infame de 1772, del noble y valiente pueblo suprimido por la traición, de aquel crimen de tres, de aquella asechanza monstruosa, prototipo y patrón de todas esas horribles supresiones de Estados, que después han venido á caer sobre varias nobles naciones, borrando, por decirlo así, su partida de bautismo. Todos los atentados sociales contemporáneos derivan de la repartición de Polonia. La repartición de Polonia es un teorema, cuyos corolarios son los actuales crímenes políticos. No hay un déspota ni un traidor desde hace un siglo que no haya visado, probado, firmado y rubricado, ne varietur, la repartición de Polonia. Cuando se examina el legajo de las traiciones modernas, ésa aparece la primera. El congreso de Viena consultó este crimen antes de consumar el suyo. 1772 es el grito. 1815 la consecuencia. Tal era el tema constante de Feuilly.
Ese pobre obrero se había hecho el tutor de la justicia, y ella le recompensaba haciéndole grande; porque, en efecto, algo hay de eternidad en el derecho. Varsovia no puede ser tártara, así como Venecia no puede ser tudesca: los reyes perderán el tiempo y el honor en esta empresa. Tarde ó temprano, la patria sumergida reaparece y flota en la superficie. La Grecia vuelve á ser Grecia y la Italia vuelve á ser Italia. La protesta del derecho contra el hecho persiste siempre; el robo de un pueblo no prescribe jamás. Estas grandes estafas no tienen porvenir; que no se borra la marca de una nación como se borra la de un pañuelo.
Courfeyrac tenía un padre que se llamaba el señor de Courfeyrac. Una de las falsas ideas de la clase media de la Restauración, en materia de aristocracia y de nobleza, era creer en la partícula de; y sabido es que la tal partícula no tiene significación alguna. Pero la clase media del tiempo de la Minerva estimaba tanto este pobre de, que se creía obligada á abdicarle. El señor de Chauvelin se hacía llamar Chauvelin; el señor de Caumartin, Caumartin; el señor de Constant de Rebecque, Benjamín Constant; el señor de Lafayette, Lafayette. Courfeyrac no quiso quedarse rezagado, y se llamaba Courfeyrac á secas.
Podríamos detenernos aquí en lo referente á Courfeyrac, limitándonos á decir: Courfeyrac, véase Tholomyés.
Courfeyrac tenía, en efecto, esa verbosidad de joven, que podría llamarse la belleza del diablo del espíritu. Esta gracia se pierde después como la gracia del gatito, y va á parar, cuando tiene dos pies al burgués, y cuando tiene cuatro patas al gato padre.
Las generaciones que atraviesan las escuelas y las promociones sucesivas de la juventud, se trasmiten ese género de numen, pasándosele de mano en mano, quasi cursores, y casi siempre el mismo; de modo que, como acabamos de indicar, cualquiera que hubiese oído á Courfeyrac en 1828, habría creído oir á Tholomyés en 1817; solo que Courfeyrac era un buen muchacho. Bajo las aparentes semejanzas exteriores, la[Pg 553] diferencia entre Tholomyés y él era grande. El hombre latente que existía en ellos era en el primero distinto del segundo. En Tholomyés se adivinaba un curial; en Courfeyrac un paladín.
Enjolrás era el jefe, Combeferre el guía, Courfeyrac el centro. Los otros daban más luz, él daba más calor; tenía todas las cualidades de un centro, la redondez y la irradiación.
Bahorel había figurado en el tumulto sangriento de junio de 1822, con motivo del entierro del joven Lallemand.
Bahorel era un individuo de buen humor y de mala compañía, bravo, maniroto, pródigo hasta la generosidad, hablado hasta la elocuencia, atrevido hasta el descaro; la mejor pasta de diablo que pueda encontrarse; llevaba chalecos temerarios, y tenía opiniones de escarlata; era pendenciero en grande, es decir, nada le gustaba tanto como una riña, á no ser un motín; y nada tanto como un motín, á no ser una revolución; estaba siempre dispuesto á romper una vidriera, luego á desempedrar una calle, después á derribar un gobierno, sólo para ver el efecto. Llevaba once años de estudiar leyes, y aún no había llegado al tercero. Olfateaba el derecho, pero no lo aspiraba; tenía por divisa: abogado nunca, y por escudo una mesa de noche, sobre la cual se veía un gorro cuadrado. Siempre que pasaba por delante de la Escuela de Jurisprudencia, lo que sucedía pocas veces, se abotonaba la levita, pues todavía no se había inventado el gabán, y tomaba precauciones higiénicas.
Decía de la fachada de la escuela: ¡qué hermoso viejo! Y del decano señor Delvincourt: ¡qué monumento! Veía en los cursos asunto para canciones, y en los profesores objetos para la caricatura. Gastaba en no hacer nada una gran pensión, una suma casi de tres mil francos al año.
Sus padres eran unos lugareños, á quienes había sabido inculcar el respeto hacia su hijo. Decía de ellos: «Son lugareños y no ciudadanos; por eso tienen entendimiento».
Bahorel, hombre caprichoso, concurría sin fijeza á varios cafés; los demás tenían sus costumbres; él no tenía ninguna. Vagaba al azar. El andar errante es propio de todos los humanos; pero el vagar á la ventura es muy parisiense. En el fondo, sin embargo, era un talento penetrante, y pensador más de lo que parecía.
Servía de lazo entre los amigos del A B C y otros grupos todavía informes, pero que debían acabar de delinearse más adelante.
Había además en aquel cónclave de jóvenes una cabeza calva.
El marqués de Avaray, á quien Luis XVIII hizo duque por haberle ayudado á subir en un coche de alquiler el día en que emigró; contaba que en 1814, á su vuelta á Francia, cuando el rey desembarcó en Calais, le presentó un hombre un memorial. ¿Qué pedís?—dijo el rey.—Señor, una administración de correos. ¿Cómo os llamáis? L'Aigle (el Águila).
El rey frunció el entrecejo, miró la firma del memorial, y vió el nombre escrito así: Lesgle.
[Pg 554]
Esta ortografía poco bonapartista tranquilizó al rey, y le hizo sonreir.—Señor, continuó el hombre del memorial, tengo entre mis antepasados un perrero, á quien llamaban Lesgueules (Bocaza). De este mote viene mi nombre. De Lesgueules han hecho por contracción Lesgle, y por corrupción L'Aigle. Esto hizo que el rey acabara de sonreirse; y por fin, le dió la administración de correos de Meaux, no sabemos si por inadvertencia ó á propósito.
El individuo calvo del grupo era hijo de este Lesgle ó Legle, y se firmaba Legle de Meaux. Sus camaradas, para abreviar, le llamaban Bossuet; pues sabido es que al gran obispo Bossuet se le apellidaba de esa suerte, L'Aigle (el Águila) de Meaux.
Bossuet era un guapo chico, que tenía desgracia en todo. Su especialidad consistía en que nada le saliese bien; pero él se reía de todo. Á los veinticinco años era calvo. Su padre había conseguido comprar una casa y un campo; pero él por nada había tenido tanta prisa como por perder en una falsa especulación el campo y la casita; y no le había quedado nada. Tenía ciencia y talento, pero sus planes abortaban.
En todo fracasaba, en todo se engañaba; cuanto levantaba se venía abajo aplastándole. Si partía leña se cortaba un dedo; si tenía una querida, le salía enseguida un rival. Á cada paso le sucedía una desgracia; de ahí su jovialidad. Solía decir: «Vivo debajo del tejado cuyas tejas se caen». Se admiraba muy poco, porque para él el accidente era cosa prevista; recibía con serenidad la mala suerte, y se reía de los reveses del destino como quien oye llover. Era pobre, pero su bolsillo de buen humor era inagotable. Llegaba con facilidad á su último céntimo, pero nunca á su última carcajada. Cuando la adversidad entraba en su casa, la saludaba cordialmente como á un amigo antiguo; daba cariñosas palmadas á la catástrofe; tenía franqueza con la fatalidad hasta el punto de llamarla por su nombre familiar: «Buenos días, Mala suerte!» le decía.
Estas persecuciones de la fortuna le habían dado cierta inventiva, abundante en recursos. No tenía dinero; pero encontraba medio de hacer despilfarros cuando le parecía bien. Una noche llegó á devorar cien francos en una cena con una cotorrera, lo cual le inspiró en medio de la orgía esta frase memorable: «Hija de cinco luises, sácame las botas».
Bossuet se encaminaba lentamente hacia la profesión de abogado; estudiaba el derecho como Bahorel. No tenía domicilio, y á veces ni lecho. Vivía, ya en casa de uno, ya en casa de otro; y con más frecuencia con Joly, que estudiaba medicina, y tenía dos años menos que Bossuet.
Joly era el joven enfermo de aprensión. Lo único que había conseguido estudiando medicina, era hacerse más enfermo que médico. Á los veintitrés años se creía valetudinario, y pasaba la vida mirándose la lengua en el espejo. Afirmaba que el hombre se imanta como una aguja, y ponía la cama en su alcoba con la cabecera al Mediodía y los pies al[Pg 555] Norte, para que durante la noche no contrariase la circulación de la sangre la gran corriente magnética del globo; y cuando había tempestad, se tomaba el pulso. Por lo demás, era el más alegre de la compañía. Todas estas incoherencias, de mozo, de maníaco, de aprensivo y de buen humor, se avenían perfectamente juntas, y formaban un ser excéntrico y divertido á quien sus camaradas, pródigos de consonantes aladas, llamaban Jolllly. «Puedes volar en cuatro L», le decía Juan Prouvaire.
Joly tenía la costumbre de tocarse las narices con el puño del bastón, lo cual es indicio de espíritu sagaz.
Todos estos jóvenes tan diferentes, y de los cuales no puede hablarse en suma, sino seriamente, tenían una misma religión: el Progreso.
Todos eran hijos directos de la revolución francesa. Los más frívolos, llegaban á ser solemnes cuando se pronunciaba esta fecha: 89. Sus padres, según la carne, eran ó habían sido fuldenses, realistas, doctrinarios; importaba poco. Esta mezcla anterior á ellos, que eran jóvenes, no les concernía para nada; por sus venas corría en toda su pureza la sangre de los principios. Consagrábanse sin intermisión alguna al derecho incorruptible y al deber absoluto.
Afiliados é iniciados, bosquejaban subterráneamente el ideal.
En medio de todos aquellos corazones apasionados, y de todos aquellos espíritus llenos de convicción, había un escéptico. ¿Cómo se encontraba allí? Por juxtaposición. Este escéptico se llamaba Grantaire, y se firmaba habitualmente con este jeroglífico: R.—Era un hombre que se guardaba bien de creer en nada, y uno de los estudiantes que más habían aprendido durante sus cursos en París. Sabía que el mejor café era el del café Cemblin, y el mejor billar el del café Voltaire; que había buenos bizcochos y buenas chicas en el Ermitage del boulevard del Maine, pollos con salsa picante en casa de la tía Saguet, excelentes pasteles de pescado en el portillo de la Cunette, y cierto vinillo blanco en la puerta del Combate. Sabía los buenos sitios para todo; además, conocía algo el baile y el manejo de la chancleta y del zapato, lo mismo que el del palo; y siendo por contera, gran bebedor. Era además desmesuradamente feo.
La pespunteadora de botinas más linda de aquel tiempo, Irma Boissy, indignada de su fealdad, había dicho esta sentencia: Grantaire es imposible; pero la fatuidad de Grantaire no se desconcertaba. Miraba tierna y fijamente á todas las mujeres, como diciéndolas: ¡Si yo quisiera! y trataba de hacer creer á sus compañeros que se veía generalmente solicitado.
Todas estas palabras: derechos del pueblo, derechos del hombre, contrato social, revolución francesa, república, democracia, humanidad, civilización, religión, progreso, carecían, para Grantaire, casi completamente de significación. Se reía de ellas. El escepticismo, esa carie de la inteligencia, no le había dejado ni una idea entera en la cabeza. Vivía[Pg 556] con ironía, y su axioma era éste: «No hay más que una certidumbre: mi vaso, lleno». Se burlaba de todos los sacrificios en todos los partidos; lo mismo del hermano que del padre; lo mismo de Robespierre joven, que de Loizerolles: «¡Bastante han adelantado con haber muerto!» exclamaba. Decía del crucifijo: «He ahí una horca que ha triunfado». Trasnochador, jugador, libertino, embriagado con frecuencia, disgustaba á aquellos jóvenes pensadores, cantando sin cesar: Me gustan las muchachas: me gusta el vino, con el tono del «Viva Enrique IV».
No obstante tenía este escéptico un fanatismo; fanatismo que no era ni una idea, ni un dogma, ni un arte, ni una ciencia; era un hombre: Enjolrás. Grantaire admiraba, amaba y veneraba á Enjolrás. ¿Á quién se avenía aquel incrédulo anarquista en aquella falange de espíritus absolutos? Al más absoluto. ¿De qué modo le subyugaba Enjolrás? ¿Por las ideas? No; por el carácter. Fenómeno observado frecuentemente. Un escéptico uniéndose á un creyente, es una cosa tan sencilla como la ley de los colores complementarios. Siempre nos atrae lo que nos falta; nadie ama la luz como el ciego; los enanos adoran al tambor mayor; el sapo tiene siempre los ojos en el cielo; ¿para qué? Para ver volar á los pájaros. Grantaire, en quien se arrastraba la duda, se complacía en ver cernerse la fe en Enjolrás. Tenía necesidad de Enjolrás. Sin explicárselo, y aún sin tratar de averiguarlo, aquella naturaleza casta, sana, firme, recta, dura, cándida, le atraía. Admiraba instintivamente á su contrario.
Sus ideas débiles, flexibles, dislocadas, enfermas, deformes, se adherían á Enjolrás como á una espina dorsal. Su raquitismo moral se apoyaba en aquella firmeza. Grantaire al lado de Enjolrás era alguien. Además, estaba compuesto de dos elementos, en apariencia incompatibles. Era irónico y cordial. Su indiferencia era cariñosa; su mente podía pasarse sin creencias, pero su corazón no podía prescindir de la amistad. Contradicción profunda, porque un efecto es una convicción; pero así era su naturaleza. Hay hombres que parecen nacidos para ser el verso, el anverso y el reverso; que son al mismo tiempo Polux y Patroclo, Niso y Eudamidas, Efestión y Pechmeya. Sólo viven á condición de estar unidos á otro; su nombre es una continuación, y sólo se escribe precedido de la conjunción y; su existencia no les pertenece; es el otro lado de un destino que no es el suyo. Grantaire era uno de estos hombres; era el revés de Enjolrás.
Casi podría decirse que las afinidades principian con las letras del alfabeto. En esa serie, la O y la P son inseparables.
Podéis á vuestro gusto pronunciar O y P, ó sea Orestes y Pilades.
Grantaire, verdadero satélite de Enjolrás, frecuentaba aquel círculo de jóvenes; allí vivía, allí gozaba, y los seguía á todas partes. Su placer consistía en verlos ir y venir como sombras entre los vapores del vino. Le toleraban por su buen humor.
Enjolrás, creyente y sobrio, despreciaba á este escéptico y á este borracho;[Pg 557] sólo le concedía un poco de piedad altanera. Grantaire era un Pilades no aceptado. Tratado siempre duramente por Enjolrás, rechazado y alejado bruscamente, volvía sin cesar, y decía de Enjolrás: ¡Qué hermoso mármol!
II
Oración fúnebre de Blondeau por Bossuet
Una tarde que tenía, como vamos á ver, alguna coincidencia con los sucesos que hemos relatado más arriba, Laigle de Meaux estaba sensualmente recostado en las jambas de la puerta del café Musain. Tenía el aspecto de una cariátide en vacaciones. No llevaba consigo más que sus ensueños, y estaba mirando á la plaza de San Miguel. Estar recostado es una manera de estar echado de pie, que no es impropia de los soñadores. Laigle de Meaux pensaba sin melancolía en un percance que le había sucedido el día anterior en la Escuela de Derecho, y que modificaba sus proyectos personales para el porvenir; proyectos, por otra parte, bastante vagos.
La meditación no se opone á que pase un cabriolé, ni á que el que medita se fije en él. Laigle de Meaux, cuya vista erraba en una especie de difusa vagancia, vió, al través de su sonambulismo, un vehículo de dos ruedas que andaba por la plaza al paso y como indeciso. ¿Á quién pertenecía aquel cabriolé? ¿Por qué iba al paso? Laigle le observó. Iba dentro, al lado del cochero, un joven, y delante del joven un abultado saco de noche. El saco dejaba ver á los transeuntes este nombre escrito con gruesas letras negras en un papel cosido á la tela: Mario Pontmercy.
Este nombre hizo cambiar de posición á Laigle. Se enderezó y gritó al joven del cabriolé:
—¡Señor Mario Pontmercy!
El cabriolé interpelado se detuvo.
El joven, que también parecía ir meditando, levantó los ojos.
—¡Eh!—dijo.
—¿Sois el señor Mario Pontmercy?
—Sin duda.
—Os buscaba,—repuso Laigle de Meaux.
—¿Cómo es eso?—preguntó Mario, porque era él, en efecto, quien salía de casa de su abuelo y tenía delante de sí un rostro que no había visto nunca.—No os conozco.
—Tampoco os conozco yo,—dijo Laigle.
Mario creyó haberse topado con un burlón, y al principio de una broma en medio de la calle; y no estaba por cierto de humor para ello en aquel momento. Frunció el entrecejo; pero Laigle de Meaux, imperturbable, prosiguió:
—¿No estabais anteayer en la cátedra?
—Es posible.
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—Es cierto.
—¿Sois estudiante?—preguntó Mario.
—Sí, señor, como vos. Anteayer fuí á cátedra por casualidad; ya comprendéis que alguna vez le da á uno esa idea. El profesor estaba pasando lista, y no ignoráis cuán ridículos son todos los profesores en tal momento. Á las tres faltas le borran á uno de la matrícula; sesenta francos perdidos.
Mario empezó á escuchar. Laigle continuó:
—Era Blondeau quien pasaba lista. Ya le conocéis; tiene una nariz muy puntiaguda y muy maliciosa, con la que olfatea á su sabor los que faltan á clase. Principió socarronamente por la letra P. Yo no escuchaba, porque no estaba comprometido en esa letra. La cosa no iba mal; no había raya que poner; el universo entero estaba presente. Blondeau estaba triste, y yo me decía: Blondeau, amor mío, hoy no harás ninguna ejecución. Pero de repente llama á Mario Pontmercy. Nadie responde. Blondeau, lleno de esperanza, repite más fuerte: Mario Pontmercy, y coge la pluma. Señor mío, yo tengo corazón y me dije rápidamente. Ése es un buen muchacho, á quien van á borrar de la lista. Atención. Es un verdadero vividor, y es poco exacto; no es un buen discípulo, posaderas de plomo, estudiante que estudia, barbilampiño pedante, profundo en ciencias, letras, teología y sapiencia; uno de esos talentos rudos, prendido con cuatro alfileres á alfiler por facultad. Es un respetable perezoso que anda vagando, que hace novillos, que cultiva las modistas, que corteja las bellas, y que quizá en este momento esté en casa de mi querida. Salvémosle. ¡Muera Blondeau! En aquel instante, mojaba Blondeau en el tintero su negra pluma de faltas, paseó su mal intencionada pupila por el auditorio, y repitió por tercera vez: ¡Mario Pontmercy! Yo respondí: ¡presente! Y esto hizo que no se os tildara.
—¡Caballero!...—dijo Mario.
—Y que el tildado fuése yo,—añadió Laigle de Meaux.
—No os entiendo,—dijo Mario.
Laigle continuó:
—Nada más sencillo. Yo estaba cerca de la cátedra para responder, y cerca de la puerta para escapar. El profesor me miraba con cierta fijeza. De repente Blondeau, que es indudablemente la maligna nariz de que habla Boileau, salta á la letra L. La L es mi letra, porque soy de Meaux, y me llamo Lesgle.
—¡L'Aigle!—interrumpió Mario.—¡Bonito nombre!
—Caballero, el tal Blondeau llega á este bonito nombre, y grita: ¡Laigle! Yo respondo: ¡Presente! Entonces Blondeau me mira con la benevolencia del tigre, se sonríe, y me dice: Sois vos Pontmercy, no es Laigle (el Águila). Frase que parece no muy cortés para vos, pero era muy lúgubre para mí. Dicho esto, se sirvió borrarme.
Mario exclamó:
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—¡Siento muchísimo!...
—Ante todo—dijo Laigle—deseo embalsamar á Blondeau con algunas frases de sentido elogio. Le supongo muerto; para lo cual no había mucho que cambiar en su flacura, en su palidez, en su frialdad, en su rigidez y en su fetidez. Y yo digo: Erudimini qui judicatis terram. Aquí yace Blondeau le Blondeau Nariz, el Blondeau Nasica, el buey de la disciplina, bos disciplinæ, el perro de la consigna, el ángel de la lista: que fué recto, cuadrado, exacto, rígido, honrado y repugnante. Dios le borró como él me borró á mí.
Mario repitió:
—Siento mucho...
—Joven, le dijo Laigle de Meaux, sírvaos esto de lección. Sed más puntual en lo sucesivo.
—Os pido mil perdones....
—No os expongáis á que borren á vuestro prójimo.
—Lo siento en verdad...
Laigle soltó una carcajada.
—Y yo muy satisfecho. Estaba á punto de ser abogado, y esta raya me salva. Renuncio á los triunfos del foro. No defenderé á la viuda, ni atacaré al huérfano. Nada de toga, nada de estrados. Ya he obtenido que me borren; y es á vos á quien os lo debo, señor Pontmercy. Debo haceros solemnemente una visita de reconocimiento. ¿Dónde vivís?
—En este cabriolé,—dijo Mario.
—Señal de opulencia,—respondió Laigle con calma.—Os doy mi parabién. Pagáis un alquiler de nueve mil francos anuales.
En este momento salía Courfeyrac del café.
Mario sonrió tristemente.
—Estoy pagando este alquiler desde hace dos horas, y aspiro á dejarlo luego; pero esto es una historia, y no sé adónde ir.
—Caballero,—dijo Courfeyrac,—veníos á mi casa.
—Tengo la prioridad,—observó Laigle;—pero no tengo casa.
—Cállate, Bossuet,—repuso Courfeyrac.
—Bossuet,—prorrumpió Mario,—creía que os llamabais Laigle (el Águila).
—De Meaux,—respondió Laigle,—y por metáfora, Bossuet.
Courfeyrac subió al cabriolé.
—Cochero,—dijo,—fonda de la Puerta de Santiago.
Y aquella misma tarde se instaló Mario en uno de los cuartos de la fonda de la Puerta de Santiago, contiguo al de Courfeyrac.
III
Admiraciones de Mario
En pocos días se hizo Mario amigo de Courfeyrac. La juventud es la época de soldaduras fáciles y de las cicatrizaciones rápidas. Mario, junto[Pg 560] á Courfeyrac, respiraba libremente, cosa novísima para él. Courfeyrac no le interrogaba; ni siquiera soñaba en ello. Á su edad, la expresión del rostro lo dice todo; y no hay necesidad de la palabra.
Hay jóvenes de los cuales podría decirse que tienen una fisonomía charlatana. Se les mira y conoce desde luego.
Sin embargo, una mañana le dirigió bruscamente esta pregunta:
—Á propósito: ¿tenéis opinión política?
—¡Pues no he de tenerla!—dijo Mario,—casi ofendido de la pregunta.
—¿Qué sois?
—Demócrata bonapartista.
—Matiz gris de ratón, asegurado,—dijo Courfeyrac.
Al día siguiente, Courfeyrac acompañó á Mario al café Musain, murmurando á su oído: Es preciso que os introduzca en la revolución. Condújole á la sala de los amigos del A B C, y le presentó á sus camaradas, diciendo, á media voz, esta sencilla frase que Mario no comprendió: un discípulo.
Mario acababa de caer en un avispero de talentos, pero aunque silencioso y grave, no era el menos alado ni el peor armado.
Mario, hasta entonces grave y aficionado al monólogo y al aparte, por costumbre ó por inclinación, se quedó como amilanado por aquella bandada de jóvenes que le rodeaba. Todas aquellas iniciativas le llamaban y atraían á un tiempo en diversos sentidos. El tumultuoso vaivén de todos aquellos espíritus libres en acción, envolvían sus ideas como un torbellino, tanto, que en medio de su turbación se llevaba tan lejos alguna de ellas, que le costaba trabajo recogerlas. Oía hablar de filosofía, de literatura, de artes, de historia y de religión de una manera inesperada. Vislumbraba extraños aspectos, y como no los colocaba en perspectiva, no estaba seguro de no encontrar el caos. Al dejar las opiniones de su abuelo por las de su padre, había creído adquirir ideas fijas; pero entonces llegó á suponer con inquietud, y sin atreverse á asegurarlo, que no las tenía. El prisma desde el cual lo veía todo empezaba de nuevo á moverse. Ciertas oscilaciones conmovían todo el horizonte de su cerebro. Raro batiburrillo interior que en realidad le mortificaba.
Parecía que para aquellos jóvenes no «había nada sagrado». Mario oía, en primer lugar, un lenguaje singular, que mortificaba su espíritu tímido todavía.
Se le presentaba un cartel de teatro, adornado con un título de tragedia del antiguo repertorio llamado clásico:—¡Abajo la tragedia favorita de los burgueses!—exclamaba Bahorel. Y Mario oía cómo Combeferre replicaba:
—Te equivocas, Bahorel; los burgueses gustan de la tragedia, y debemos en este punto dejarlos tranquilos. La tragedia de peluca tiene su razón de ser, y yo no soy de los que, á nombre de Esquilo, le disputan el derecho á la vida. En la naturaleza hay esbozos, como hay en la creación[Pg 561] parodias hechas y derechas; un pico que no es pico, alas que no son alas, aletas que no son aletas, patas que no son patas, y un grito doloroso que mueve á risa: tal es el pato. Pero, supuesto que la volatería existe al lado del ave, no veo la razón por que la tragedia clásica no pueda vivir frente á frente de la tragedia antigua.
Y quiso la casualidad que Mario pasase por la calle de Juan Jacobo Rousseau entre Enjolrás y Courfeyrac.
Courfeyrac le tomó del brazo diciéndole:—Oye bien. Ésta es la calle Plâtrière, llamada hoy de Juan Jacobo Rousseau, por haber vivido en ella una familia muy original, hace unos sesenta años. Esta familia se componía de Juan Jacobo y Teresa. De cuando en cuando nacía aquí alguna criatura, Teresa los daba á luz y Juan Jacobo los iluminaba.
Y Enjolrás respondía á Courfeyrac:
—¡Silencio ante Juan Jacobo! ¡Es hombre á quien admiro! Renegó de sus hijos, es verdad, pero prohijó al pueblo.
Ninguno de aquellos jóvenes pronunciaba esta palabra: el emperador. Juan Prouvaire solamente decía alguna vez: Napoleón; todos los demás decían Bonaparte, y Enjolrás pronunciaba Buonaparte.
Mario se admiraba vagamente. Initium sapientiæ.
IV
La sala interior del café Musain
Una de las conversaciones entre aquellos jóvenes, conversaciones á las cuales asistía Mario, tomando en ellas parte alguna vez, produjo un verdadero sacudimiento en su espíritu.
Pasaban estas escenas en la sala interior del café Musain. Casi todos los amigos del A B C se encontraban aquella noche reunidos allí. El quinqué era la única luz de la sala. Se hablaba de unas cosas y de otras, pero sin pasión y con ruido. Excepto Enjolrás y Mario que se callaban, cada cual echaba su discursejo. Las conversaciones entre camaradas son muchas veces pacíficamente tumultuosas. Era aquello tanto como una conversación, un juego y una confusión. Lanzábanse unos á otros frases que eran inmediatamente recogidas. Se hablaba en los cuatro extremos.
Ninguna mujer podía ser admitida en aquella sala interior, como no fuése Luisita, la fregona de la vajilla del café, que de cuando en cuando la cruzaba para ir del fregadero al «laboratorio».
Grantaire, completamente ebrio, ensordecía el rincón del que se había apoderado, razonando y anterazonando á toda voz, decía:
—Tengo sed. Mortales, esto es un sueño: estoy soñando que el tonel de Heidelberg sufre un ataque apoplético, y que yo soy una sanguijuela de la docena que van á aplicarle. Quisiera beber. Deseo olvidar la vida. La vida es una invención repugnante de no sé quién. Es una cosa que no vale nada ni nada dura, por dura que sea, y á pesar de ello se cansa[Pg 562] uno viviendo. La vida es una decoración muy poco practicable. La felicidad es solamente una ventana antigua pintada sólo por un lado. El Eclesiastés dice: Todo es vanidad, y yo pienso como este buen hombre que, tal vez, no ha existido jamás. El cero, no queriendo ir desnudo, se ha vestido de vanidad. ¡Oh vanidad, que todo lo revistes de palabras grandes! Una cocina es un laboratorio; un bailarín, un profesor; un saltimbanqui, un gimnasta; un boxeador es un pugilista; un boticario, un químico; un peluquero, un artista; un albañil, un arquitecto; un jockey, un sportman; un escarabajo, un pterobranquio. La vanidad tiene derecho y revés; el derecho es tonto, es el negro con sus chucherías; el revés es necio, es el filósofo con sus andrajos. Lloro por el uno y me río del otro. Los que se llaman honores y dignidades, como la dignidad y el honor mismos, son generalmente oropeles. Los reyes juegan con el orgullo humano. Calígula hizo cónsul á un caballo; Carlos II hizo caballero á un filete de vaca. Enorgulleceos pues ahora entre el cónsul Incitatus y el barón Roastbeef. Tampoco el valor intrínseco de las personas es más respetable. Oid el panegírico que hace el vecino del vecino. Lo blanco contra lo blanco es cosa horrible; si la azucena hablare, ¡cómo saldría de su lengua la paloma! Una mojigata, hablando de una devota, es más virulenta que el áspid y que el bungarus azul. Lástima que yo sea un ignorante, porque os haría una porción de citas; pero no sé nada. Siempre he tenido ingenio; por ejemplo, cuando era discípulo de Gros, en vez de embadurnar cuadritos, pasaba el tiempo robando manzanas; rapaz es el masculino de rapiña. Esto en cuanto á mí. En cuanto á vosotros valéis otro tanto. Yo me río de vuestras perfecciones, excelencias y cualidades. Toda cualidad se hunde en un defecto; la economía linda con la avaricia; la generosidad con la prodigalidad; el valor con la fanfarronería; mucha piedad equivale á fanatismo: hay tantos viejos en la virtud como agujeros en el manto de Diógenes. ¿Á quién admiráis, al matador ó al muerto? ¿Á César ó á Bruto? Generalmente al matador. ¡Viva Bruto! puesto que mató. Ésta es la virtud. Virtud, sí, pero también locura. Estos grandes hombres tienen faltas muy especiales. El Bruto que mató á César estaba enamorado de la estatua de un niño. Esta estatua era del escultor griego Estrongilión, que había modelado igualmente aquella figura de amazona llamada Bella Pierna, Eucnemos, que Nerón llevaba consigo en sus viajes. Estrongilión no dejó más que dos estatuas que pusieron de acuerdo á Bruto y á Nerón. Bruto se enamoró de una y Nerón de otra. La Historia no es sino una repetición continuada. Un siglo plagia á otro. La batalla de Marengo es copia de la Pydna; el Tolbiac de Clodoveo y el Austerlitz de Napoleón, se parecen como dos gotas de sangre. Yo doy poca importancia á la victoria. No hay nada tan estúpido como vencer; la verdadera gloria está en convencer. Pero ¡tratad de probarme alguna cosa! Os contentáis con el éxito: ¡qué medianías! Con la conquista, ¡qué miseria! ¡Ah! Vileza y vanidad en todo.[Pg 563] Todo obedece al éxito, incluso la gramática: Si volet usus, dice Horacio. Por lo tanto, desprecio al género humano. ¿Descenderé ahora del todo á la parte? ¿Queréis que admire á los pueblos? ¿Qué pueblo queréis? ¿Grecia? Los atenienses; es decir, los parisienses de entonces, mataban á Foción, como si dijéramos Coligny, y adulaban á los tiranos hasta el punto de que Anacéforo dijera de Pisístrato: su orín atrae las abejas. El hombre más notable de Grecia, en el espacio de cincuenta años, fué el gramático Filetas, que era tan diminuto, que tenía que ponerse plomo en los zapatos para que no se lo llevase el viento. En la gran plaza de Corinto había una estatua esculpida por Silarión, y citada por Plinio en su catálogo; representaba á Epístato. ¿Y qué había hecho Epístato? Había inventado la zancadilla. Esto resume la Grecia y la gloria. Pasemos á otros pueblos. ¿Admiraré á Inglaterra? ¿Admiraré á Francia? ¡Á Francia! ¿Y por qué? ¿Porque tiene un París? Acabo de deciros mi opinión con respecto á Atenas. ¿Á Inglaterra? ¿Y por qué? ¿Porque tiene un Londres? Odio á Cartago. Además, Londres, metrópoli del lujo, es capital de la miseria. Solamente en la parroquia de Charing Cross, mueren anualmente cien personas de hambre.
Tal es la Albión. Y para terminar, añado, que he visto bailar á una inglesa con corona de rosas y anteojos azules. Así pues, ¡una higa para Inglaterra! Si no admiro á John Bull, ¿admiraré á su hermano Jonathan? Me hace muy poca gracia este hermano que tiene esclavos. Salvo el Time is money, ¿qué queda de Inglaterra? Salvo el cotton is King, ¿qué queda de América? Alemania es la linfa: Italia la bilis. ¿Nos extasiaremos ante Rusia? Voltaire la admiraba; pero también admiraba la China. Convengo en que Rusia tiene sus bellezas, entre otras, un gran despotismo; pero compadezco á los déspotas: son delicados de salud. Un Alejo decapitado, un Pedro asesinado á puñaladas, un Pablo estrangulado, otro Pablo aplastado á trancazos, varios Juanes, muchos Nicolases y Basilios envenenados; todo lo cual indica que el palacio de los emperadores de Rusia está en flagrantes condiciones de insalubridad. Todos los pueblos civilizados ofrecen á la meditación del pensador un hecho: la guerra. Pero la guerra civilizada agota y generaliza todas las formas del bandolerismo: desde el asalto del ladrón de trabuco, en las gargantas del monte Jaxa, hasta el merodeo de los indios Comanches en Paso Dudoso. ¡Bah! me diréis: Europa vale más que Asia. Convengo en que Asia es una farsa; pero no sé por qué os reís del gran lema; vosotros, pueblos de occidente, que habéis mezclado con vuestras modas y vuestra elegancia, todas las inmundicias complicadas de la majestad, desde la camisa sucia de la reina Isabel, hasta la silla retrete del Delfín. Señores humanos, yo os lo digo: ¡Naranjas! Bruselas es el pueblo que consume más cerveza, Estocolmo más aguardiente, Madrid más chocolate, Amsterdam más ginebra, Londres más vino, Constantinopla más café, y París más ajenjo. Á esto quedan reducidas todas las naciones más útiles: París sobresale.[Pg 564] En París, hasta los traperos son sibaritas; Diógenes hubiera preferido ser trapero de la plaza Maubert, á filósofo del Pireo. Ahora debéis saber aún más: las tabernas de los traperos se llaman bibinas; las más célebres son la Cacerola y el Matadero. Pero ¡oh! figones, bodegones, tapones y tabernas; Chiscones, cachimares, bibinas de traperos, caravanserrallos de los califas, yo os pongo por testigos: yo soy voluptuoso; como en casa Richard á cuarenta sueldos el cubierto, y quiero tapices de Persia, y que sean dignos de que ruede por ellos Cleopatra desnuda. ¿Dónde está Cleopatra? ¡Ah! eres tú, Luisita. Buenos días.
Así se deshacía en palabras, abrazando á la fregona de la vajilla, en su rincón de la sala interior del café Musain, nuestro Grantaire, algo más que bebido.
Bossuet extendió la mano hacia él, probando de imponerle silencio, pero Grantaire continuó en su valeroso entusiasmo:
—Águila de Meaux, ¡abajo esas patas! No me hace el menor efecto tu ademán de Hipócrates rechazando los presentes de Artajerjes. Te dispenso de calmarme. Además estoy triste. ¡Qué queréis que os diga! el hombre es malo, es deforme; la mariposa es un ser completo; el hombre fracasó. Dios la erró al hacer este animal. Una multitud es una colección de fealdades. El primer recién llegado es un miserable. Femme rima con infame. Sí, tengo spleen complicado con melancolía, con nostalgia, con hipocondría. Me desespero, rabio, se me abre la boca, me fastidio, me incomodo, me aburro, me vuelvo loco. ¡Qué sabe Dios de dónde está el diablo!
—¡Silencio pues R mayúscula!—dijo Bossuet que estaba discutiendo un punto de derecho con otros, y que se había metido hasta medio cuerpo en una frase de la jerga forense, cuyo fin era el siguiente:
—...En cuanto á mí, que apenas soy legista y á lo más puedo pasar por procurador de afición, sostengo, que conforme á la costumbre de Normandía, el día de san Miguel, y cada año, debería pagarse un equivalente al señor, salvo los demás derechos, por todos y cada uno, tanto propietarios como herederos, por todos los enfiteusis, arrendamientos, alodios, contratos periciales hipotecarios é hipotecables...
—Ecos, ninfas plañideras,—murmuró Grantaire.
Junto á éste, y en una mesa casi silenciosa, un pliego de papel, un tintero y una pluma entre dos vasos, anunciaban que se estaba bosquejando un vaudeville.
Este importante negocio se trataba en voz baja, rozándose las dos cabezas trabajadoras:
—Empecemos por buscar los nombres. Cuando se tienen los nombres se encuentra el asunto.
—Es verdad; dicta: ya escribo,
—¿Señor Dorimón?
—¿Rentista?
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—Naturalmente.
—Su hija Celestina.
—...tina. ¿Y luego?
—¿El coronel Sainval?
—Sainval es muy gastado: yo le llamaría Valsain.
Al lado de los aspirantes á vaudevillistas, había otro grupo que aprovechaba también el ruido para hablar bajo; concertaban un duelo. Un viejo de treinta años aconsejando á un joven de diez y ocho, le explicaba con qué especie de adversario tenía que habérselas.
—¡Diablo! No os fiéis. Es un gran espadachín. Juega muy limpio. Conoce el ataque; no pierde golpe; tiene puño, impetuosidad y golpe de vista; presto al quite, y contestación matemática. ¡Vive Dios! y es zurdo.
En el ángulo opuesto á Grantaire, estaban Joly y Bahorel jugando al dominó, y hablando de amores.
—Eres feliz,—decía Joly.—Tienes una querida que siempre se ríe.
—Pues no deja de ser una falta,—respondió Bahorel.—Las queridas hacen mal en reirse. Esto da valor para engañarlas. Verlas alegres quita el remordimiento; al revés de si uno las ve tristes, entonces parece caso de conciencia.
—¡Ingrato! ¡Es tan buena una mujer que se ríe! ¡Y nunca os peleáis!
—Esto depende del trato que tenemos hecho. Al hacer nuestra santa alianza, nos hemos designado los términos de nuestras respectivas fronteras, que no pasamos nunca. La que está situada al cierzo, pertenece á Vaud; y la que está de la parte del viento, á Gex. De aquí la paz.
—La paz es la satisfacción de la digestión.
—Y tú, Jolllly, ¿cómo van tus desavenencias con la damisela?... ¿Sabes á quién aludo?
—Me rechaza con una paciencia verdaderamente cruel.
—Y sin embargo, eres un enamorado tierno y débil.
—¡Ah!
—Yo en tu lugar la plantaba.
—Esto es muy fácil de decir.
—Y de hacer. Se llama Musichetta, ¿no es eso?
—Sí. ¡Ah! pobre Bahorel; es una soberbia chica, muy leída, de pies pequeños, y diminutas manos, apuesta, blanca, torneada, con unos ojos más gitanos. ¡Me tiene loco!
—Pues, amigo mío, no hay más remedio que complacerla, ser elegante, y producir efectos de rótulo. Cómprate en casa Staub un buen pantalón de cuero, de lana. Esto da carácter.
—¿Á qué precio?—gritó Grantaire.
En el tercer rincón se discutía sobre poética. La mitología pagana disputaba con la teología. Se trataba del Olimpo, y lo defendía Juan Prouvaire por romanticismo.
Juan Prouvaire solamente era tímido en los momentos de calma. Una[Pg 566] vez excitado, estallaba; cierto sello de satisfacción acentuaba su entusiasmo, siendo á un tiempo lírico y risueño.
—No insultemos á los dioses,—decía.—Los dioses no se han ido tal vez. Júpiter dista mucho de causarme el efecto de un muerto. Los dioses son sueños, decís vosotros. Pues bien, en la misma naturaleza, tal como es hoy, después de la desaparición de aquellos sueños, se hallan de nuevo todos los antiguos mitos del paganismo. Una montaña con las apariencias de ciudadela, como Viquemale, por ejemplo, es todavía, para mí, el peinado de Cibeles; no hay quien me haya probado que Pan no venga por la noche á soplar en los troncos huecos de los sauces, tapando á su vez con los dedos los agujeros; y he creído siempre que para algo está en la cascada de Pissevache.
En el último rincón se hablaba de política. Se maltrataba la Carta otorgada. Combeferre la defendía débilmente, y Courfeyrac la atacaba con dureza y energía. Estaba sobre la mesa un malhadado ejemplar de la famosa Carta Touquet. Courfeyrac la había cogido y la sacudía, mezclando á sus argumentos, el ruidoso temblor del papel.
—En primer lugar, yo no quiero reyes; aunque no sea más que desde el punto de vista económico, no los quiero; un rey es un parásito. No existen reyes gratis. Atended: carestía de los reyes. Al morir Francisco I, la deuda pública en Francia era de treinta mil libras de renta; á la muerte de Luis XIV, ascendía á dos mil seiscientos millones, á veintiocho libras el marco, lo que equivaldría en 1760, según Desmarets, á cuatro mil quinientos millones, llegando hoy á doce mil millones. En segundo lugar, con permiso de Combeferre, una Carta otorgada es un pobre expediente de civilización. Salvar la transición, dulcificar el pase, amortiguar la sacudida, trasladar insensiblemente la nación, de la monarquía á la democracia, por lo práctica de las ficciones constitucionales, son razones muy poco apreciables. ¡No, y mil veces no! ¡No alumbremos nunca al pueblo con la luz falsa. Los principios se debilitan y amortiguan en vuestra bodega constitucional. Nada de bastardías, nada de compromisos, nada de concesiones del rey al pueblo. Todas estas concesiones tienen su artículo 14. Al lado de la mano que da, aparece la garra que arrebata. Rechazo vuestra Carta. Una Carta es una máscara, detrás de la cual se esconde la mentira. Un pueblo que acepta una Carta, abdica. El derecho debe ser siempre el derecho, de lo contrario, deja de ser tal derecho. ¡No! ¡Nada de Carta!
Era en invierno; dos leños chispeaban en la chimenea. Ésta fué la irresistible tentación de Courfeyrac. Estrujó entre sus manos la desdichada Carta-Touquet, y la echó al fuego. El papel produjo llama; Combeferre contempló filosóficamente cómo ardía la obra maestra de Luis XVIII, limitándose á decir:
—La Carta metamorfoseada en llama.
Y los sarcasmos, las ocurrencias, los equívocos, y esta cosa francesa[Pg 567] llamaba entrain, como la cosa inglesa llamada humour, el bueno y el mal gusto, las buenas razones y las malas, los locos chispazos del diálogo, creciendo á cada paso, y cruzándose en la sala por mil encontradas direcciones, formaban sobre las cabezas allí reunidas una especie de alegre bombardeo.
V
Dilatación del horizonte
El choque de los ingenios entre mozos, ofrece la admirable particularidad de que no se puede nunca prever la chispa, ni adivinar el relámpago. ¿Qué va á brotar en un momento dado? Nadie lo sabe. La carcajada parte de la ternura; la gravedad surge de una bufonada. Los impulsos provienen de la primera palabra que se oye. La vena de cada uno es soberana. Un chiste basta para abrir campo á lo inesperado. Estas conversaciones son, pues, entretenimientos mudables en que la perspectiva varía de súbito. La casualidad es el maquinista de tales conversaciones.
Un pensamiento severo que surgió caprichosamente de un juego de palabras, atravesó de pronto aquella escaramuza de frases en que se tiroteaban confusamente Grantaire, Bahorel, Prouvaire, Bossuet, Combeferre y Courfeyrac.
¿De qué modo brota una frase en un diálogo? ¿Cuál es la causa de que quede escrita con letra bastardilla en la imaginación de los que la oyen? Ya lo hemos dicho: nadie lo sabe. En medio del ruido, Bossuet terminó uno de sus apóstrofes, dirigido á Combeferre, con esta fecha:
—18 de junio de 1815: Waterloo.
Al nombre de Waterloo, Mario, apoyado de codos en una mesa, y cerca de un vaso de agua, se quitó el puño de la barba, y empezó á mirar fijamente al auditorio.
—¡Vive Dios!—exclamó Courfeyrac (Pardiez iba estando en desuso en aquellos tiempos),—¡que es extraña la tal cifra 18! y me choca. Es el número fatal de Bonaparte. Poned á Luis delante y á brumario detrás, y tendréis todo el destino del hombre, con la particularidad significativa de que el principio es pisoteado por el fin.
Enjolrás, que hasta entonces había permanecido callado, rompió el silencio, dirigiendo esta frase á Courfeyrac:
—Tú quieres decir el crimen por la expiación.
Esta palabra crimen pasaba los límites de lo que podía tolerar Mario, muy conmovido ya por la brusca evocación de Waterloo.
Levantóse, dirigiéndose lentamente hacia el mapa de Francia que colgaba de la pared, en cuya parte inferior se veía una isla en un cuadrito separado, y poniendo el dedo en aquel cuadrito dijo:
—Córcega, isla pequeña, que ha engrandecido á la Francia.
Fué esto un soplo de aire helado. Todos se interrumpían. Conocíase que iba á empezar algo.
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Bahorel, replicando á Bossuet, estaba disponiéndose á tomar una actitud de torso, muy de su agrado; pero renunció á ella para oir.
Enjolrás, cuyos ojos azules en nadie se fijaban, pareciendo contemplar el vacío, respondió sin dirigirse á Mario:
—Francia no ha menester de ninguna Córcega para ser grande. Francia es grande porque es Francia. Quia nominor leo.
Á Mario no se le ocurrió siquiera que pudiese retroceder. Volvióse hacia Enjolrás, dejando oir su voz con una vibración proveniente del extremecimiento de sus entrañas:
—No quiera Dios que yo deprima á la Francia. Pero no es deprimirla asociarla á Napoleón. ¡Vamos á ver! Discutamos: yo soy nuevo entre vosotros, pero os confieso que me asombráis. ¿Dónde estamos? ¿Quiénes somos? ¿Quiénes sois? ¿Quién soy yo? Hablemos del emperador. Os oigo decir Buonaparte acentuando la u como los realistas; y os advierto que mi abuelo la acentúa mejor aún, pues dice ¡Buonaparte! Yo os creía jóvenes. ¿Dónde colocáis el entusiasmo? ¿Qué hacéis de él? ¿Qué admiráis, sino admiráis al emperador? ¿Qué más necesitáis? Si no consideráis grande á éste, ¿qué grandes hombres deseáis?
«Napoleón lo tenía todo. Era un ser completo. Su cerebro era el cubo de las facultades humanas. Hacía códigos como Justiniano; dictaba como César; en su conversación mezclaba el relámpago de Pascal con el rayo de Tácito; hacía la historia y la escribía; sus boletines son Ilíadas; combinaba las cifras de Newton con las metáforas de Mahoma; dejaba detrás de él, en Oriente, palabras grandes como las pirámides; en Tilsit enseñaba la majestad á los emperadores; en la Academia de Ciencias replicaba á Laplace; en el consejo de Estado se hombreaba con Merlín; daba alma á la geometría de los unos y á la argucia de los otros; era legista con los procuradores, y sideral con los astrónomos, como Cromwell, apagando una vela de dos, é iba al Temple á regatear unas borlas de cortina; todo lo veía, todo lo sabía; y esto no le impedía sonreir como el padre más bonachón al lado de la cuna de su hijo. Y de súbito, la Europa asustada escuchaba: Poníanse en marcha los ejércitos; rodaban los parques de artillería; puentes de barcas cubrían los ríos; nubes de caballería galopaban en el huracán; por todas partes gritos, trompetas, temblor de tronos; oscilaban las fronteras de los reinos en el mapa; se oía el ruido de una espada sobrehumana salir de la vaina; veíasele á él elevándose sobre el horizonte con una llama en la mano, y un fulgor en los ojos, desplegando en medio del trueno sus dos alas, es decir, el grande ejército y la guardia veterana. ¡Era el arcángel de la guerra!».
Todos callaban, y Enjolrás bajaba la cabeza. El silencio produce siempre alguna aquiescencia, ó por lo menos una especie de tregua. Mario, casi sin tomar aliento, continuó con un entusiasmo creciente:
—¡Seamos justos, amigos míos! ¡Qué brillante destino el de un pueblo, ser el imperio de semejante emperador, cuando ese pueblo es Francia,[Pg 569] y asocia su genio al genio del grande hombre! Aparecer y reinar, marchar y triunfar, tener por etapas todas las capitales, hacer reyes de sus granaderos, decretar caídas de dinastías, transfigurar la Europa á paso de carga; que sientan, cuando amenazáis, que ponéis la mano en el pomo de la espada de Dios; seguir en un solo hombre á Aníbal, á César y á Carlo Magno; ser el pueblo de un hombre que mezcla en todas vuestras auroras la noticia deslumbrante de una victoria, tener por despertador el cañón de los Inválidos; arrojar en abismos de luz palabras prodigiosas que han de brillar siempre: Marengo, Arcole, Austerlitz, Jena, Wagram; hacer á cada instante aparecer en el zénit de los siglos constelaciones de nuevos triunfos, dar el imperio francés por contrapeso al imperio romano; ser la gran nación y producir el gran ejército; hacer volar las legiones por todos los pueblos, así como una montaña envía á todas partes sus águilas; vencer, dominar, fulminar; ser en medio de Europa, una especie de pueblo dorado á fuerza de gloria; tocar al través de la historia un redoble de titanes; conquistar el mundo dos veces, por conquista y deslumbramiento; esto es sublime. ¿Hay algo más grande?
—Ser libre,—dijo Combeferre.
Mario bajó á su vez la cabeza; esta palabra sencilla y fría, atravesó como una hoja de acero su épica efusión, y la sintió desvanecerse dentro de sí. Cuando alzó los ojos, Combeferre ya no estaba allí. Satisfecho indudablemente de su réplica á la apoteosis, acababa de salir, y todos, excepto Enjolrás, le habían seguido.
La sala se quedó vacía. Enjolrás, á solas con Mario, le miraba gravemente. Mario, sin embargo, habiendo ordenado un poco sus ideas, no se daba por vencido. Había en él un resto de entusiasmo que iba á traducirse sin duda, en silogismos desplegados contra Enjolrás, cuando se oyó cantar en la escalera á uno que se retiraba. Era Combeferre, y he aquí lo que cantaba:
Si César me hubiera dado
La gloria de las batallas,
Obligándome á dejarle
El cariño de mi madre,
Le hubiera dicho al gran César:
Recoge el cetro y el carro,
Que yo prefiero mi gusto,
Como prefiero á mi madre.
El tierno y severo acento con que cantaba Combeferre, daba á su canción cierta grandeza particular. Mario, pensativo, mirando al techo, repitió casi maquinalmente: ¡Mi madre!...
En este momento sintió sobre el hombro la mano de Enjolrás.
—Ciudadano,—le dijo Enjolrás,—mi madre es la república.
[Pg 570]
VI
Res augusta
Aquella velada produjo en Mario una sacudida profunda y una obscuridad triste en su alma. Experimentó lo que tal vez experimenta la tierra en el instante que la abre el hierro para depositar en ella el grano de trigo; sólo siente la herida; la sacudida del germen y el placer del fruto, vienen más tarde.
Mario se quedó sombrío. ¿Acababa apenas de abrazar una fe y debía rechazarla? Díjose resueltamente á sí mismo que no. Declaróse que no quería dudar; pero comenzaba á dudar á pesar suyo. Vivir entre dos religiones, no habiendo dejado todavía la una ni entrado aún en la otra, es insoportable. Y los crepúsculos sólo agradan á las almas de murciélago. Mario tenía abiertas sus pupilas y necesitaba la verdadera luz. La media luz de la duda le hacía daño. Por más deseos que tenía de quedarse donde estaba, y de permanecer firme, se veía obligado irresistiblemente á avanzar, á examinar, á pensar, á ir más adelante, sin cesar ni cejar. ¿Adónde debía esto llevarle? Temía, después de haber dado tantos pasos que le habían aproximado á su padre, dar otros nuevos que le alejasen de él. Aumentábase su malestar con todas las reflexiones que se le ocurrían. Todo se le hacía escarpado á su alrededor. Ya no estaba de acuerdo ni con su abuelo ni con sus amigos; temerario para el uno, retrógrado para los otros, vióse doblemente aislado por el lado de la vejez y por el de la juventud. Dejó de ir al café Musain.
En esta turbación de su conciencia, apenas pensaba en ciertos detalles serios de la existencia; pero las realidades de la vida no se dejan olvidar, y fueron á acometerle bruscamente.
Una mañana, entró en su cuarto el amo de la fonda, y le dijo:
—El señor Courfeyrac ha respondido por vos.
—Sí.
—Pues me hace falta dinero.
—Decid al señor Courfeyrac que me haga el favor de venir; tengo que hablarle,—dijo Mario.
Al entrar Courfeyrac, el patrón los dejó solos.
Mario le refirió lo que no había pensado decirle todavía, esto es, que estaba como solo en el mundo y sin parientes.
—¿Y qué va á ser de vos?—dijo Courfeyrac.
—No lo sé,—respondió Mario.
—¿Qué pensáis hacer?
—No lo sé.
—¿Tenéis dinero?
—Quince francos.
—¿Queréis que os preste?
—Jamás.
[Pg 571]
—¿Tenéis ropa?
—Ésta.
—¿Y alhajas?
—Un reloj.
—¿De plata?
—De oro. Éste.
—Yo sé de un prendero que os comprará la levita y un pantalón.
—Corriente.
—No os quedará más que un pantalón, un chaleco, un sombrero y un frac.
—Y las botas.
—¡Cómo! ¿No habéis de ir con los pies descalzos? ¡Qué opulencia!
—Tendré bastante.
—Conozco un relojero que os comprará el reloj.
—Bueno.
—No, no es bueno. ¿Qué haréis después?
—Lo que fuere menester. Todo lo que sea honrado al menos.
—¿Sabéis inglés?
—No.
—¿Sabéis alemán?
—No.
—Tanto peor.
—¿Por qué?
—Porque un librero amigo mío está publicando una especie de enciclopedia, para la cual podríais traducir artículos alemanes ó ingleses. Lo paga mal, pero se vive.
—Aprenderé el inglés y el alemán.
—¿Y entretanto?
—Entretanto me comeré mi ropa y mi reloj.
Llamaron al prendero, y le compró la ropa en veinte francos.
Fueron á casa del relojero, y les compró por cuarenta y cinco francos el reloj.
—Esto no va mal,—decía Mario á Courfeyrac al entrar de vuelta ya en la fonda;—con los quince francos que tenía reúno ochenta.
—¿Y la cuenta del patrón?—observó Courfeyrac.
—Es verdad; la olvidaba ya,—dijo Mario.
El patrón presentó su cuenta, y hubo que pagársela enseguida. Ascendía á setenta francos.
—Me quedan diez francos,—dijo Mario.
—¡Diablo!—exclamó Courfeyrac.—Os comeréis cinco francos mientras aprendáis el inglés, y otros cinco mientras aprendáis el alemán. Esto será tragar una lengua muy pronto, ó gastar una moneda de cien sueldos muy lentamente.
En el entretanto, su tía Gillenormand, bastante buena en el fondo[Pg 572] en los momentos tristes, había concluido por averiguar la morada de Mario.
Una mañana, cuando Mario volvía de clase, se encontró con una carta de su tía y las sesenta pistolas, es decir, seiscientos francos en oro, en una cajita cerrada.
Mario devolvió los treinta luises á su tía acompañados de una carta muy respetuosa, en la cual le declaraba que tenía medios de existencia suficientes para atender á sus necesidades. En aquel momento le quedaban tres francos.
La tía no dijo nada de aquella devolución al abuelo por miedo de acabarle de exasperar. Además, ¿no había dicho que no le hablasen nunca de aquel bebedor de sangre?
Mario dejó la fonda de la puerta de Santiago, no queriendo contraer deudas.
NOTAS:
[14] A B C suena en francés como Abaissé = rebajado, inferior.
I
Mario indigente
La vida comenzó á ser difícil para Mario. Comerse la ropa y el reloj no era nada; pero se vió reducido á aquella situación inexplicable, que se llama comerse los codos, cosa horrible, que quiere decir: días sin pan, noches sin sueño y sin luz, hogar sin fuego, semanas sin trabajo, porvenir sin esperanza; la levita rota por las mangas, el sombrero viejo, dando que reir á las muchachas, la puerta que se encuentra cerrada de noche, porque no se paga á la patrona, la insolencia del portero y del hostelero, las risitas burlonas de los vecinos, las humillaciones, la dignidad ultrajada, la ocupación de cualquier clase aceptada, los disgustos, la amargura, el abatimiento. Mario aprendió á tragar todo eso, y á no tener que tragar muchas veces más que eso sólo. En aquel momento de la existencia en que el hombre tiene necesidad de orgullo, porque tiene necesidad de amor, se vió burlado porque andaba mal vestido, y ridículo porque era pobre. Á la edad en que la juventud os inflama el corazón con imperial altivez, bajó más de una vez sus miradas hasta los agujeros de sus botas, y conoció la injusta vergüenza, el punzador bochorno de la miseria. Prueba terrible y admirable de la que los débiles salen infames, y los fuertes sublimes; crisol en que el destino arroja al hombre cuando quiere convertirle en un ser despreciable, ó en un semidiós.
Porque se producen muchas acciones grandes en esas luchas pequeñas. Hay valientes, tercos é ignorados, que se defienden palmo á palmo[Pg 573] en la sombra, contra la fatal invasión de las necesidades y de la ignominia. Hay nobles y misteriosos triunfos que no ve ninguna mirada, que ninguna fama recompensa, que ningún clarín saluda. La vida, la desgracia, el aislamiento, el abandono, la pobreza, son campos de batalla que tienen sus héroes, héroes obscuros, pero mas grandes á veces que los héroes ilustres.
Hay naturalezas firmes y raras que han sido así creadas, porque la miseria, que es casi siempre madrastra, es, á veces, madre; la desnudez engendra el vigor del alma y del talento; el desamparo engendra la altivez; el infortunio es una buena leche para los magnánimos.
Hubo una época en la vida de Mario en que él mismo barría su miserable cuarto, en que él mismo iba á comprar un sueldo de queso de Brie á la tienda de la frutera, ó que, esperando para ello la obscuridad del crepúsculo, entraba en la panadería á comprar un panecillo, que llevaba furtivamente á su buhardilla, como si lo hubiese robado. Alguna vez se veía deslizar en la carnicería de la esquina, por entre las bulliciosas cocineras que le codeaban, á un joven desmañado con sus libros bajo el brazo, y cierto aire tímido y furioso, que al entrar se quitaba el sombrero, dejando ver el sudor que corría por su frente; hacía un profundo saludo á la carnicera sorprendida, otro al mancebo de la carnicería; pedía después una chuleta de carnero, la pagaba con seis ó siete sueldos, la envolvía en un papel, la ponía debajo del brazo entre dos libros, y se iba. Aquel joven era Mario. Con aquella chuleta, que asaba él mismo, vivía tres días.
El primer día comía la carne, el segundo se bebía el caldo, y el tercero roía el hueso. Muchas otras veces su tía Gillenormand intentó nuevamente enviarle los sesenta escudos. Mario se los devolvió constantemente, diciendo que nada necesitaba.
Aún llevaba luto por su padre, cuando se verificó en él la revolución que hemos descrito; desde entonces no había abandonado el traje negro; pero el traje negro le abandonó á él. Vino un día en que no tuvo frac; pero aún podía durarle el pantalón. ¿Qué hacer? Courfeyrac, á quién había hecho algunos favores, le dió un frac viejo. Mario hizo que se le volviera del revés por seis reales un portero cualquiera, y se encontró con un frac que tenía todo el aspecto de nuevo. Pero era un frac verde: Mario desde entonces no salió sino después de caer el día, con lo cual hacía que su frac apareciese negro. Queriendo vestir siempre de luto, lo hacía con las tinieblas de la noche.
Á través de todo esto, llegó á tomar el grado y á recibirse de abogado. Creíase que habitaba en el aposento de Courfeyrac, que era decente, y donde, cierto número de obras viejas de jurisprudencia, sostenidas y completadas con tomos de novelas descabaladas, figuraban la biblioteca exigida por los reglamentos.
Hacía que se le dirigiese la correspondencia á casa de Courfeyrac.
[Pg 574]
Una vez ya abogado, dió Mario parte de ello á su abuelo por medio de una carta fría, pero llena de respeto y sumisión. El señor Gillenormand tomó la carta con cierto temblor, la leyó presuroso, la hizo cuatro pedazos y la arrojó al cesto.
Dos ó tres días después, la señorita Gillenormand oyó á su padre que estaba solo en su cuarto y hablaba en voz alta. Esto le acontecía siempre que se sentía muy agitado. Aplicó el oído; decía el viejo:
—Si no fueras un imbécil, sabrías que no se puede ser á un tiempo abogado y barón.
II
Mario pobre
Pasa con la miseria como con todo. Llega á hacerse posible; acaba por tomar una forma y se acomoda. Vegeta uno, es decir, se desarrolla de cierta manera mezquina, pero suficiente á la vida. He aquí de que modo arregló Mario Pontmercy su existencia.
Había pasado lo más estrecho; el desfiladero se iba ensanchando delante de él. Á fuerza de trabajo, de ánimo, de perseverancia y voluntad, había conseguido sacar de su trabajo unos setecientos francos anuales. Había aprendido el alemán y el inglés; y gracias á Courfeyrac, que le había puesto en relaciones con su amigo el librero, desempeñaba en la literatura librera, el modesto papel de utilidad. Hacía prospectos, traducía periódicos, anotaba ediciones, compilaba biografías, etc.; producto neto, año bueno con malo, setecientos francos. Con ellos vivía. ¿Cómo? No mal. Vamos á decirlo.
Ocupaba Mario en la casucha de Gorbeau, mediante el precio anual de treinta francos, un tabuco sin chimenea, calificado de gabinete, donde no había, en materia de muebles, sino lo indispensable. Los muebles eran suyos. Daba tres francos al mes á la vieja, principal inquilina, para que le barriese el tabuco y le llevase todas las mañanas un poco de agua caliente, un huevo fresco y un panecillo de un sueldo. Con este pan y este huevo almorzaba. Su almuerzo variaba de dos á cuatro sueldos, según estaban los huevos baratos ó caros. Á las seis de la tarde bajaba por la calle de Santiago á comer en casa de Rousseau, frente al mercader de estampas Basset, esquina á la calle de Mathurins. No comía sopa. Tomaba una ración de carne de á seis sueldos, media ración de legumbres por tres, y un postre por tres más. Y finalmente, por otros tres sueldos le daban pan á discreción. En cuanto á vino, bebía agua. Al pagar en el mostrador donde estaba sentada majestuosamente la señora Rousseau, en aquella época, gorda siempre y todavía fresca, daba un céntimo para el mozo, la señora Rousseau le devolvía una sonrisa, y él se iba. Así era como por dieciséis sueldos tenía comida y sonrisa.
El restaurant Rousseau, en el que se desocupaban tan pocas botellas y tantas tinajas, era un calmante mejor que un restaurante.
[Pg 575]
Ya no existe. El dueño tenía un apodo chocante; llamábanle Rousseau el acuático. Así es que, almorzando por cuatro sueldos y comiendo por diez y seis, le salía el alimento en veinte sueldos diarios, esto es, en trescientos sesenta y cinco francos al año. Agréguense los treinta de alquiler, y los treinta y seis á la vieja, más algunos gastos menores, resulta que por cuatrocientos cincuenta francos, Mario estaba alimentado, alojado y servido. El vestido le costaba cien francos, la ropa blanca cincuenta, y el lavado y planchado cincuenta más, el total no pasaba de seiscientos cincuenta, así es que todavía le quedaban cincuenta. Era rico. Prestaba, cuando llegaba el caso, diez francos á un amigo; Courfeyrac llegó á tomarle un préstamo de sesenta francos. En cuanto á fuego para calentarse, no teniendo como no tenía chimenea, le había «suprimido».
Mario tenía siempre dos trajes completos; uno viejo, «para todos los días», y otro nuevo para las ocasiones. Ambos eran negros. No tenía más que tres camisas, una puesta, otra en la cómoda y otra en casa de la lavandera. Renovábalas á medida que se usaban, y estando casi siempre rotas, se abotonaba el frac hasta la barba.
Para llegar Mario á esa situación floreciente había necesitado años: años rudos, difíciles de atravesar los unos, de salvar los otros; pero Mario no había flaqueado un solo día. Todo lo había sufrido en materia de pobreza; todo lo había hecho, á excepción de contraer deudas. Dábase testimonio á sí propio de no haber debido nunca un céntimo á nadie. En su concepto, una deuda era el principio de la esclavitud. Llegaba á decir que un acreedor es peor que un amo; porque un amo no posee más que la persona, mientras que el acreedor posee la dignidad, y puede abofetearla.
Antes que pedir prestado prefería no comer. Había ayunado muchos días. Conociendo que todos los extremos se tocan y que, si no se pone cuidado, la baja en la fortuna puede conducir á la bajeza del alma, vigilaba celosamente por su altivez. Tal fórmula ó tal paso que, en otra situación, le hubiese parecido deferencia, considerábala ahora rebajamiento, y alzaba su frente. No arriesgaba nada por no querer retroceder. Veíase en su semblante una especie de rubor severo. Era tímido hasta la aspereza.
En todas sus pruebas se sentía alentado, y algunas veces arrastrado por una fuerza secreta que había en su interior. El alma ayuda al cuerpo, y hay momentos en que le sostiene. Es el único pájaro que puede sostener su jaula.
Al lado del nombre de su padre, otro nombre estaba grabado en el corazón de Mario, el de Thénardier. Mario, con su temperamento entusiasta y grave, rodeaba de una especie de aureola al hombre á quien, á su entender, debía la vida de su padre, aquel intrépido sargento que había salvado la vida al coronel entre las balas y la metralla de Waterloo.[Pg 576] Nunca separaba el recuerdo de aquel hombre del recuerdo de su padre, y los asociaba juntos en su veneración. Era una especie de culto de dos grados, el altar mayor para el coronel, y el otro menor para Thénardier. Lo que redoblaba la ternura de su agradecimiento era la idea del infortunio en que suponía caído y abismado á Thénardier. Mario había sabido en Montfermeil la ruina y quiebra del infeliz posadero. Desde entonces había hecho grandes esfuerzos para descubrir sus huellas y procurar llegar á él, en aquel tenebroso abismo de miseria en que había desaparecido.
Mario había recorrido todo el país: había estado en Chelles, en Bondy, en Gournay, en Nogent, en Lagny. Durante tres años se había obstinado sin tregua, gastando en sus exploraciones el poco dinero de sus ahorros. Nadie había podido darle noticias de Thénardier; creíanle ausente, en país extranjero. Sus acreedores le habían buscado también, con menos amor que Mario, pero con tanta obstinación, sin haber conseguido echarle mano. Mario se acusaba, y casi se reprendía, el poco acierto de sus pesquisas.
Era la única deuda que le había dejado el coronel, y cifraba su honra en cancelarla. ¡Cómo! pensaba para sí. Cuando mi padre yacía moribundo en el campo de batalla, Thénardier supo dar con él al través del humo y de la metralla, y llevarle sobre sus espaldas; sin embargo, él nada le debía, y yo, que debo tanto á Thénardier, ¡no he de saber encontrarle en la sombra en que agoniza, y llevarle á mi vez, de la muerte á la vida! ¡Oh, yo le encontraré! Por encontrar á Thénardier, en efecto, Mario habría dado un brazo, y por arrancarle de la miseria, toda su sangre. Ver á Thénardier, hacerle un servicio cualquiera, decirle: «¿No me conocéis? ¡Pues yo sí os conozco! Aquí estoy, disponed de mí»; tal era el más dulce y magnífico de los sueños de Mario.
III
Mario crecido
En aquella época, Mario tenía veinte años. Hacía tres que había dejado á su abuelo. De una y otra parte habían quedado sumidos en los mismos términos, sin intentar aproximarse ni tratar de verse. Por otro lado, volver á verse, ¿con qué fin? ¿Para chocar? ¿Quién de ambos habría llevado la razón sobre el otro? Mario era el vaso de bronce, pero el abuelo Gillenormand era la olla de hierro.
Debemos decirlo: Mario se había equivocado con respecto al corazón de su abuelo. Habíase figurado que el señor Gillenormand no le había tenido nunca cariño, y que aquel buen hombre, breve, duro y risueño, que juraba, gritaba, echaba pestes y levantaba el bastón, no le profesaba á todo extremo, más que ese afecto leve á un tiempo y severo de los padres gruñones de comedia. Mario se engañaba. Hay padres que no aman á sus hijos; pero no hay abuelo que no adore á su nieto. Como ya hemos[Pg 577] dicho, en el fondo, el señor Gillenormand idolatraba á Mario. Idolatrábale á su modo, con acompañamiento de empujones y hasta de cachetes; pero una vez fuera de su vista el chico, sintió un negro vacío en su corazón; exigió que no le hablaran de él, lamentando por lo bajo de ser tan exactamente obedecido. Al principio esperó que volviera aquel buonapartista, aquel jacobino, aquel terrorista, aquel setembrista. Pero pasaron las semanas, pasaron los meses, pasaron los años, y con gran desesperación de Gillenormand, el bebedor de sangre no volvió.—Yo no podía menos de echarle de casa,—se decía el abuelo, y se preguntaba:—Si volviera á pasar lo mismo, ¿volvería yo á obrar del mismo modo?—Su orgullo respondía inmediatamente que sí; pero su blanca cabeza, que movía en silencio, respondía tristemente que no. Tenía sus horas de abatimiento. Faltábale Mario, y los viejos tienen tanta necesidad de cariño como del sol. Para ellos el afecto también es calor. Por más fuerte que fuése su naturaleza, la ausencia de Mario había producido cierto cambio en él. Por nada del mundo hubiera querido dar un paso hacia «aquel picaruelo»; pero sufría. Nunca preguntaba por él, pero nunca pensaba en otra cosa. Vivía cada vez más retirado en el Marais. Era aún, como en otros tiempos, alegre y violento; pero su alegría tenía una dureza convulsiva, como si contuviese dolor y cólera, y sus violencias terminaban siempre con una especie de abatimiento dulce y sombrío. Estas alternativas se repetían á menudo. Decía algunas veces:—¡Oh! ¡Si volviera, qué cachete se llevaría!
En cuanto á la tía, pensaba harto poco para amar mucho; Mario no era para ella más que una especie de contorno negro y vago, y había acabado por cuidarse de él mucho menos que del gato ó del loro, que ella probablemente tuviese. Lo que acrecentaba el sufrimiento interior del señor Gillenormand, era que se lo guardaba íntegro sin dejar adivinar nada. Su pesadumbre era como uno de esos hornillos de nueva invención que queman su mismo humo. Ocurría á veces que llegaba algún oficioso importuno, y hablándole de Mario, le preguntaba: ¿Qué hace, ó qué le ha pasado á vuestro nieto? El viejo respondía suspirando, si estaba triste, ó sacudiéndose las chorreras, si quería parecer alegre: «El señor barón de Pontmercy hace de abogadillo en algún rincón».
Mientras el abuelo se lamentaba, Mario se aplaudía á sí mismo. Como á todos los buenos corazones, la desgracia le había hecho perder la amargura. Sólo pensaba en el señor Gillenormand con dulzura; pero se había propuesto no recibir nada del hombre que había sido malo para su padre. Era aquello como la traducción mitigada de su primera indignación. Por otra parte, se creía dichoso por haber sufrido, y por sufrir aún, porque lo hacía por su padre. La dureza de su vida le satisfacía y le agradaba.
Decíase, con cierta alegría, que aquello era lo menos, que era una[Pg 578] expiación; que sin esto habría sido castigado de otro modo y más tarde, por su impía indiferencia hacia su padre, un padre como el suyo; que no habría sido justo que su padre sobrellevase tantos sufrimientos y él ninguno. Por otra parte, ¿qué eran sus trabajos y su desnudez comparados con la vida heroica del coronel? Y en fin, el único medio de acercarse y asemejarse á su padre era ser tan valiente contra la indigencia como el coronel lo había sido contra el enemigo; y esto era sin duda lo que el coronel había querido decir con estas palabras: será digno de ello. Palabras que Mario seguía llevando, no sobre su pecho, porque había desaparecido el escrito del coronel, sino en su corazón.
Además, el día en que su abuelo le había expulsado no era más que un niño; pero á la sazón era ya un hombre, y así lo sentía. La miseria, repetimos, había sido buena para él. La pobreza en la juventud, cuando acierta á salir adelante, tiene un resultado magnífico, cual es el de dirigir toda la voluntad hacia el esfuerzo, y toda el alma hacia la aspiración. La pobreza pone luego de manifiesto la vida material en toda su desnudez, y la hace horrible; de ahí provienen esos inexplicables impulsos hacia la vida ideal. El joven rico tiene cien distracciones, brillantes y groseras: las carreras de caballos, la caza, los perros, el tabaco, el juego, los banquetes y todo lo demás; ocupaciones de las regiones bajas del alma, á costa de las regiones más altas y delicadas. El joven pobre encuentra gran dificultad en ganar su pan; come, y cuando ha comido, no le queda más que el divagar y soñar. Asiste gratis á los espectáculos que da Dios; contempla el cielo, el espacio, los astros, las flores, los niños, la humanidad entre la que sufre, la creación en la que resplandece. Mira tanto á la humanidad, que llega á ver el alma; mira tanto á la creación, que ve á Dios. Medita, y conoce que es grande; medita más, y conoce que es sensible.
Del egoísmo del hombre que sufre, pasa á la compasión del hombre que medita. Un admirable sentimiento brota en él, el olvido de sí mismo y la piedad para todos. Al pensar en los goces sin número que la naturaleza ofrece, da y prodiga á las almas abiertas, y niega á las almas cerradas; llega á compadecer, millonario de la inteligencia, á los millonarios del dinero. De su corazón va borrándose el odio á medida que va penetrando toda la claridad en su espíritu. Por otra parte, ¿es acaso desgraciado? No; la miseria de un joven no es nunca miserable. Cualquier joven, por pobre que sea, con su salud, su fuerza, su andar vivo, sus ojos brillantes, su sangre que circula ardorosa, sus cabellos negros, sus mejillas frescas, sus labios sonrosados, sus dientes blancos, su aliento puro, dará siempre envidia á un viejo, aunque este sea un emperador. Cada día por la mañana se pone á ganar el sustento, y mientras sus manos ganan el pan, su espina dorsal adquiere gallardía, su cerebro ideas; y cuando concluye el trabajo, vuelve á los éxtasis inefables, á la contemplación, á los goces; vive con los pies en la aflicción, en los obstáculos,[Pg 579] en el suelo, en los abrojos, y á veces en el lodo, y con la cabeza en la luz. Es firme, sereno, dulce, pacífico, atento, grave; está satisfecho con muy poco, y benévolo; bendice á Dios que le ha dado dos riquezas de las que carecen muchos ricos; el trabajo que le hace libre, y la inteligencia que le hace digno.
Esto era lo que había pasado por Mario quien, para decirlo todo, se había inclinado tal vez demasiado del lado de la contemplación. Desde el día en que había podido ganar su vida casi con seguridad, se había estacionado, encontrando buena la pobreza, y descontando algo del trabajo, para dárselo al pensamiento; es decir, que pasaba días enteros meditando, sumergido y abstraído como un visionario en las mudas voluptuosidades del éxtasis y de la irradiación interior. Había planteado de este modo el problema de la vida: dar el menor tiempo posible al trabajo material, para dar el mayor tiempo posible al trabajo impalpable; ó en otros términos, dedicar algunas horas á la vida real, y el resto al infinito. No advertía, pareciéndole no carecer de nada, que la contemplación así comprendida acaba por ser una de las formas de la pereza; que se había satisfecho con dominar las primeras necesidades de la vida, y que se entregaba al descanso demasiado pronto.
Era evidente que para aquella naturaleza enérgica y vigorosa, ese no podía ser más que un estado transitorio, y que al primer choque con las inevitables complicaciones del destino, Mario despertaría.
En tanto, y aunque fuése ya abogado, y á pesar de lo que pensaba el señor Gillenormand, no defendía pleitos, no hacía ni siquiera el abogadillo. La meditación le había alejado de la abogacía. Tratar con los procuradores, ir á la audiencia, buscar causas; esto le fatigaba. ¿Y para qué había de hacerlo? Ninguna razón veía para cambiar de modo de vivir. Aquel librero mercantil y obscuro le daba ya trabajo seguro, trabajo poco penoso y que, como acabamos de decir, le bastaba.
Uno de los libreros para quienes trabajaba, creo que el señor Magimel, le había ofrecido emplearle en su casa, alojarle bien, darle un trabajo regular y mil quinientos francos al año. ¡Estar bien alojado! ¡Mil quinientos francos! Es verdad; pero ¡renunciar á la libertad! ¡Estar asalariado! ¡Ser una especie de literato hortera! En el pensamiento de Mario, de aceptar, su posición mejoraba y empeoraba al mismo tiempo; ganaba en bienestar y perdía en dignidad; era una desgracia completa y bella, que se cambiaba en una comodidad fea y ridícula; una cosa así como un ciego convertido en tuerto. Y rehusó.
Mario vivía solitario. Á causa de la afición que tenía á permanecer extraño á todo, y también por haberse espantado demasiado, no había entrado decididamente en el grupo presidido por Enjolrás. Habían quedado como buenos amigos; estaban dispuestos á ayudarse mutuamente cuando llegara el caso y de todas las maneras posibles; pero nada más. Mario tenía dos amigos: uno joven, Courfeyrac, y otro viejo el señor Mabeuf.[Pg 580] Inclinábase al viejo, porque en primer lugar, le debía la revolución que en su interior se había verificado, y en segundo, por haber conocido y amado á su padre.
Me ha hecho la operación de la catarata, decía.
Y ciertamente, la intervención de aquel obrero había sido decisiva.
Con todo, Mabeuf no había sido en aquella ocasión más que el agente tranquilo é impasible de la Providencia. Había iluminado á Mario por casualidad y sin saberlo, como hace una vela que lleva cualquiera; él había sido la vela, no el cualquiera.
En cuanto á la revolución política interior de Mario, Mabeuf era incapaz de comprenderla, de quererla y dirigirla.
Como más adelante hemos de encontrar á Mabeuf, no estará de más que digamos sobre él algunas palabras.
IV
El señor Mabeuf
El día en que Mabeuf le decía á Mario: ciertamente, yo apruebo las opiniones políticas, expresaba el verdadero estado de su ánimo. Todas las opiniones políticas le eran indiferentes, aprobándolas todas sin distinción, con tal que le dejasen tranquilo, del mismo modo que los griegos llamaban á las Furias: «las bellas, las buenas, las encantadoras»,Bonaparte las Eumenides. La opinión política del señor Mabeuf consistía en amar apasionadamente las plantas, y sobre todo los libros. Tenía, como todo el mundo, su terminación en ista, sin la cual nadie hubiera podido vivir en aquel tiempo; pero no era ni realista, ni bonapartista, ni carlista, ni orleanista, ni anarquista: era bouquiniste[15].
No comprendía que los hombres se ocupasen en odiarse mutuamente por tonterías, como la Carta, la democracia, la legitimidad, la monarquía, la república, etc., cuando hay en este mundo tantas clases de musgo, de yerbas y de arbustos que poder contemplar, y montones de libros en folio, y aun en treintaidosavo que poder hojear. Guardábase mucho de ser inútil; el tener libros no le impedía leer, y el ser botánico no le impedía ser jardinero. Cuando conoció á Pontmercy, nació entre el coronel y él la simpatía de que, lo que el coronel hacía por las flores, lo hacía él por las frutas. Mabeuf había llegado á conseguir peras de semilla, tan sabrosas como las de San Germán; de una de estas combinaciones ha nacido, á lo que parece, el mirabel de octubre, tan célebre hoy día, y no menos aromático que el mirabel de estío. Iba á misa más bien por bondad que por devoción y porque, gustando del semblante de los hombres, pero odiando su ruido, los veía reunidos y silenciosos sólo en la iglesia. Comprendiendo que todos debemos ser algo en el Estado, había escogido la ocupación de capillero. Por lo demás, no había [Pg 581]conseguido nunca amar á ninguna mujer, tanto como á una cebolla de tulipán; ni á un hombre tanto como á un elzevir. Había cumplido hacía ya tiempo sesenta años, cuando cierto día le preguntó alguien:
—¿Pero no habéis estado casado nunca?
—Lo he olvidado,—contestó. Cuando le ocurría alguna vez ¿á quién no le ocurre? decir: «¡Oh, si yo fuése rico!» no lo decía nunca echando el lente á una muchacha bonita, como el señor Gillenormand, sino fijándose en algún libro antiguo. Vivía solo, con una ama vieja. Padecía de gota en las manos, y cuando dormía, sus viejos dedos, entorpecidos por el reuma, se enredaban en los pliegues de las sábanas. Había escrito y publicado una Flora de las cercanías de Cauterets con láminas iluminadas; obra bastante apreciada, cuyas planchas poseía, y vendía por sí mismo. Dos ó tres veces al día llamaban á su puerta de la calle Mezières con ese objeto. Así sacaba muy bien unos dos mil francos al año. En esto consistía casi toda su fortuna. Aunque pobre, había tenido ingenio para hacerse, á fuerza de paciencia, de privaciones y de tiempo, con una colección preciosa de ejemplares raros de todos géneros. Nunca salía sin llevar un libro bajo el brazo, y casi siempre volvía con dos. El único adorno de las cuatro habitaciones del piso bajo que, con un pequeño jardín, componían su vivienda, eran unos herbarios en cuadros y grabados de antiguos maestros. La vista de un sable ó de un fusil le helaba la sangre; en su vida se había acercado á un cañón, ni aun al del cuartel de los Inválidos. Tenía un estómago regular, un hermano cura, el cabello enteramente blanco, nada de dientes en la boca ni en el espíritu, temblor general, acento picardo, risa infantil, fácil al miedo, y el aire de un carnero viejo. Después de eso, no tenía otra amistad ni trato con los vivos, que la de un librero viejo de la Puerta de Santiago, llamado Royol. Era su gran ideal la aclimatación del añil en Francia.
Su criada era igualmente una variedad de la inocencia. La buena vieja era virgen. Sultán, su gato, que hubiera podido maullar el miserere de Allegri en la Capilla Sixtina, había llenado su corazón, y llenaba perfectamente la cantidad de pasión que había en ella. Ninguno de sus pensamientos había llegado hasta el hombre; no había podido ir más allá de su gato, y tenía, como éste, bigotes. Su gloria se cifraba en sus papalinas siempre blancas. Empleaba el tiempo los domingos, después de misa, en contar la ropa blanca en su baúl y en extender sobre su cama vestidos en corte, que compraba y no se hacía nunca. Sabía leer. Mabeuf la llamaba la tía Plutarco.
Mabeuf había simpatizado con Mario, porque siendo Mario joven y agradable, templaba su ancianidad sin asustar su timidez. La juventud amable produce en los viejos el efecto del sol sin viento. Cuando Mario estaba saturado de gloria militar, de pólvora de cañón, de marchas y[Pg 582] había dado y recibido tantos sablazos, se iba á ver al señor Mabeuf, y éste le hablaba del héroe bajo el punto de vista de las flores.
Hacia 1830, su hermano el cura había muerto; y casi de repente, como cuando llega la noche, todo el horizonte se había obscurecido para el señor Mabeuf. La quiebra de un procurador le hizo perder una suma de diez mil francos, que era todo lo que poseía de la herencia de su hermano y de su patrimonio. La Revolución de Julio produjo una crisis en el comercio de libros. En tiempos revueltos lo primero que deja de venderse es una Flora; y la Flora de las cercanías de Cauterets se quedó sin venta, pasándose semanas enteras sin presentarse un comprador. Alguna vez el señor Mabeuf se estremecía al oir la campanilla. Señor, le decía tristemente la tía Plutarco, es el aguador.
Pronto el señor Mabeuf abandonó la calle Mezières, abdicó las funciones de capillero, renunció á San Sulpicio, vendió una parte, no de sus libros, sino de sus estampas, que apreciaba menos, y fué á instalarse en una casita del boulevard Montparnasse, donde no vivió más que un trimestre, por dos razones, primera, porque el piso bajo y el jardín costaban trescientos francos, y no se atrevía á pagar más de doscientos de alquiler; y segunda, porque la casa estaba próxima al tiro de Fatou, y oía el ruido de los pistoletazos, lo cual le era insoportable.
Llevóse, pues, su Flora, sus planchas, sus herbarios, sus carteras y sus libros, y se estableció junto á la Salpêtrière, en una especie de cabaña del puente de Austerlitz, donde por cincuenta escudos al año tenía tres piezas, un jardín cerrado por un seto, y pozo. Se aprovechó de esta mudanza para vender casi todos sus muebles. El día que entró en esta nueva habitación estuvo muy alegre, y clavó él mismo los clavos para colgar los cuadros y los herbarios, cavó en el jardín el resto del día, y por la noche, viendo que la tía Plutarco aparecía triste y pensativa, le dió un golpecito en el hombro, y la dijo sonriéndose: ¡ya tenemos el añil!
Sólo dos visitantes, el librero de la Puerta de Santiago y Mario, eran admitidos en su choza de Austerlitz, nombre algo guerrero, y que, á decir verdad, no le agradaba mucho.
Por lo demás, como hemos indicado ya, los cerebros absorbidos por una sabia meditación, ó en alguna locura, ó lo que sucede con mayor frecuencia, en ambas cosas á un tiempo, no son sino lentamente sensibles á las realidades de la vida. Su mismo destino se les presenta lejano. Resulta de esas concentraciones una pasividad que si fuése razonada, se parecería á la filosofía. Así es que declinan, descienden, se deslizan y aún se desploman, sin apercibirse de ello. Concluyen, es verdad, por despertar; pero tardíamente. Entretanto, parece que son extraños á la partida entablada entre su felicidad y su desgracia. Son la puesta, y miran la partida con indiferencia.
Así es que al través de la obscuridad, que se formaba á su alrededor,[Pg 583] todas sus esperanzas morían una tras otra, y sin embargo, el señor Mabeuf permanecía sereno, con alguna puerilidad, es cierto, pero profundamente. Sus hábitos intelectuales tenían la oscilación de un péndulo. Una vez impelido por una ilusión, seguía andando por mucho tiempo, aun cuando la ilusión hubiese desaparecido. Un reloj no se detiene nunca en el preciso momento de perder la llave.
El señor Mabeuf tenía placeres inocentes. Estos placeres eran poco costosos é inesperados; la menor casualidad se los proporcionaba. Un día, la tía Plutarco estaba leyendo una novela en un rincón del cuarto; leía en voz alta, creyendo que así lo entendía mejor. Leer alto es afirmarse á sí mismo en la lectura. Hay personas que leen muy alto, y que parecen darse palabra de honor de lo que leen.
La tía Plutarco leía, pues, con esa energía, la novela que tenía en las manos. El señor Mabeuf la oía sin escuchar.
Así leyendo, la tía Plutarco llegó á esta frase; tratábase de un oficial de dragones y de una bella.
«...La bella (bouda)[16] se amoscó y el dragón...».
Aquí se interrumpió para limpiar los anteojos.
—Boudda y el dragón,—repitió á media voz el señor Mabeuf.—Sí, es verdad; había un dragón, que desde el fondo de su caverna arrojaba llamas por la boca abrasando el cielo. Ya habían sido incendiadas muchas estrellas por aquel monstruo, que tenía además garras de tigre. Boudda fué á la caverna, y logró convertir al dragón. Es un buen libro ése que estáis leyendo, tía Plutarco. No hay otra leyenda como ésta.
Y el señor Mabeuf se dejó caer en una deliciosa meditación.
V
Pobreza muy próxima á la miseria
Mario tenía simpatías por aquel anciano cándido que se veía lentamente cogido por la indigencia, y que se iba asustando poco á poco, mas sin entristecerse todavía. Mario encontraba á Courfeyrac y buscaba á Mabeuf, pero raras veces, una ó dos, á lo sumo, cada mes.
El gran placer de Mario consistía en dar largos paseos solo, por los boulevares exteriores, ó por el campo de Marte, ó por las alamedas menos frecuentadas del Luxemburgo. Algunas veces pasaba la mitad del día contemplando un huerto, los cuadros de lechugas, las gallinas entre el estiércol, ó el caballo dando vueltas á una noria. Los transeuntes le miraban con sorpresa, y algunos veían en él algo sospechoso y una fisonomía siniestra, cuando no era más que un joven pobre, meditando sin objeto.
En uno de aquellos paseos había descubierto la casucha de Gorbeau, y habiéndole tentado el aislamiento y la baratura, se instaló en ella. No se le conocía allí más que por el señor Mario.
[Pg 584]
Algunos de los antiguos generales ó camaradas de su padre le invitaron, cuando le conocieron, á que fuése á visitarlos; y Mario no había rehusado, porque en aquellas visitas tenía otras tantas ocasiones de hablar de su padre. Así es que iba de cuando en cuando á casa del conde Pajol, á casa del general Bellavesne, á casa del general Fririon, en los Inválidos. Allí se tocaba y se bailaba, y en aquellas noches Mario se ponía su frac nuevo; pero no iba nunca á tales reuniones ni á tales bailes, sino los días en que helaba mucho, porque no podía pagar coche, y no quería llegar sino con las botas brillantes como espejos.
Decía algunas veces, pero sin amargura:—Los hombres están constituidos de tal modo, que se puede entrar en una reunión cubierto de lodo por todas partes, excepto en las botas. No se os pregunta para recibiros más que por una cosa irreprochable: ¿por la conciencia? No, por las botas.
Todas las pasiones que no proceden del corazón, se disipan meditando. La fiebre política de Mario se había desvanecido. La revolución de 1830, satisfaciéndole y calmándole, le había ayudado. Era, pues, el mismo hombre, excepto en la cólera. Conservaba las mismas opiniones, pero algo dulcificadas. Propiamente hablando, no tenía ya opiniones, tenía simpatías. ¿Y por cuál partido las sentía? Por el de la humanidad; y entre la humanidad escogía la Francia; entre la nación escogía el pueblo, y entre el pueblo, la mujer. Á ésta se dirigía principalmente su piedad. Prefería una idea á un hecho, un poeta á un héroe, y admiraba más algún libro, como el de Job, que un acontecimiento como el de Marengo. Cuando después de un día de meditación se iba por la noche á los paseos, y al través de las ramas de los árboles descubría el espacio sin fondo, los resplandores sin nombre, el abismo, la sombra, el misterio, le parecía muy pequeño todo lo humano.
Creía haber llegado, y era tal vez cierto, á la verdad de la vida y de la filosofía humana, y había concluido por no mirar casi más que al cielo, única cosa que puede ver la verdad desde el fondo de su pozo.
Esto no le impedía multiplicar los planes, las combinaciones, los castillos en el aire, los proyectos para el porvenir. En aquel estado fantástico, si algún ojo hubiera podido penetrar en el interior de Mario, se habría deslumbrado ante la pureza de aquella alma. En efecto; si fuése dado á nuestros ojos carnales ver en la conciencia de otro, se juzgaría con más acierto á un hombre por lo que sueñe en su imaginación, que por lo que piensa. En el pensamiento hay voluntad; en el sueño no la hay. Este sueño, cuando es espontáneo, toma y conserva, aun en lo gigantesco é ideal, el carácter de nuestro espíritu. Nada sale más directamente ni más sinceramente del fondo de nuestra alma, que esas aspiraciones irreflexivas y desmesuradas hacia los esplendores del destino. En ellas, más que en las ideas modificadas, razonadas y coordinadas, puede hallarse el verdadero carácter de cada hombre. Nuestras quimeras son[Pg 585] los objetos que más se nos parecen. Cada cual sueña lo desconocido y lo imposible con relación á su naturaleza.
Hacia mediados del citado año de 1831, la vieja que servía á Mario le contó que iban á poner en la calle á sus vecinos, á la miserable familia Jondrette. Mario, que pasaba casi todo el día fuera de casa, apenas sabía que tuviese vecinos.
—¿Y por qué los despiden?—preguntó.
—Porque no pagan el alquiler. Deben dos plazos.
—¿Y cuánto es?
—Veinte francos,—dijo la vieja.
Mario tenía treinta francos guardados en un cajón.
—Tomad,—dijo á la vieja;—ahí tenéis veinticinco francos. Pagad por esa pobre gente; dadles cinco francos, no digáis que he sido yo.
VI
El sustituto
La casualidad hizo que el regimiento de que era teniente Teódulo fuése de guarnición á París; lo cual dió ocasión á que se le ocurriese una segunda idea á la tía Gillenormand. Había pensado la primera vez hacer vigilar á Mario por Teódulo, y ahora armó un complot para hacer á Teódulo sucesor de Mario.
Á todo evento, y para el caso de que el abuelo tuviera la vaga necesidad de ver una fisonomía joven en casa, porque los rayos de aurora son algunas veces gratos á las ruinas, era conveniente buscar otro Mario.
Pues sea, dijo ella; esto es como una simple errata de las que veo á veces en los libros; donde dice Mario, léase Teódulo.
Un sobrino segundo es casi un nieto; y á falta de un abogado, se toma un lancero.
Una mañana en que el señor Gillenormand estaba leyendo algo como la Quotidiana, entró su hija, y le dijo con la voz más dulce que supo encontrar, porque se trataba de su favorito:
—Padre mío, Teódulo va á venir esta mañana para saludaros.
—¿Qué Teódulo?
—Vuestro sobrino.
—¡Ah!—dijo el abuelo.
Y siguió leyendo sin pensar más en el sobrino, que no era sino un Teódulo cualquiera. No tardó mucho en tener mal humor, lo que le sucedía casi siempre que leía. El «papel» que leía, realista como era de esperar, anunciaba para el día siguiente, sin amenidad ninguna, uno de los sucesos diarios de escasa importancia del París de entonces, esto es: Que los alumnos de las escuelas de Derecho y de Medicina debían reunirse en la plaza del Panteón al medio día «para deliberar». Se trataba de una de las cuestiones del momento; de la artillería de la Guardia Nacional, y de un conflicto entre el ministro de la Guerra y la «Milicia[Pg 586] ciudadana» con motivo de los cañones depositados en la plaza del Louvre. Los estudiantes debían deliberar sobre esto. No se necesitaba más para enfurecer al señor Gillenormand.
Pensó en Mario, que era estudiante, y que probablemente iría como los demás á deliberar, al medio día, en la plaza del Panteón.
Cuando estaba pensando tristemente en esto, entró el teniente Teódulo vestido de paisano, lo que era hábil, siendo discretamente introducido por la señorita Gillenormand. El lancero había hecho este razonamiento: «El viejo druida no lo ha colocado todo á renta vitalicia; y esto bien vale que uno se disfrace de paisano de cuando en cuando».
La señorita Gillenormand dijo en voz alta á su padre:
—Teódulo, vuestro sobrino.
Y en voz baja al teniente:
—Apruébalo todo.
Y se retiró.
El teniente, poco acostumbrado á encuentros tan venerables, balbuceó con cierta timidez:
—Buenos días, tío.—É hizo un saludo mixto, compuesto del bosquejo involuntario y maquinal del saludo militar, terminado por un saludo de paisano.
—¡Ah! ¿Sois vos? Está bien. Sentaos,—dijo el abuelo.
Y dicho esto, se olvidó por completo del lancero.
Teódulo se sentó, y el señor Gillenormand se levantó, poniéndose á pasear de un lado á otro de la sala, con las manos en los bolsillos, hablando alto, y dando tormento con sus viejos é irritados dedos, á los dos relojes de ambos bolsillos relojeros.
—¡Ese puñado de mocosos! ¡Y eso se convoca en la plaza del Panteón! ¡Por vida de los chiquillos! ¡Galopines, que estaban ayer mamando! ¡Si les apretaran la nariz aún saldría leche! ¡Y ésos van á deliberar mañana al medio día! ¿Adónde vamos á parar? ¿Adónde? Es claro que vamos á un abismo; ¡esto nos lleva á los descamisados! ¡La artillería ciudadana! ¡Deliberar sobre la artillería ciudadana! ¡Ir á charlar á las doce acerca de las pedorreras de la Guardia Nacional! ¿Y con quién van á encontrarse allí? ¡Véase adónde conduce el jacobinismo! Apuesto todo lo que se quiera, un millón contra cualquier cosa, á que no habrá allí más que encausados y presidiarios cumplidos. Los republicanos y los presidiarios no son más que una nariz y un pañuelo. Cornet decía: ¿Adónde quieres que vaya, traidor? Y Fouché respondía: Adonde quieras, imbécil. Éstos son los republicanos.
—Es verdad,—dijo Teódulo.
El señor Gillenormand medio volvió la cabeza, vió á Teódulo, y continuó:
—¡Cuando pienso que este tunante ha hecho la picardía de hacerse carbonario! ¿Por qué has abandonado tu casa? Por hacerte republicano.[Pg 587] En primer lugar, el pueblo no quiere tu república; no la quiere, porque tiene buen juicio, y sabe bien que siempre ha habido reyes, y que los habrá siempre; sabe bien que el pueblo, después de todo, no es más que el pueblo, y se burla de tu república. ¿Lo oyes, tonto?
¿No es bastante horrible semejante capricho? ¡Enamorarse del padre Duchesne, poner buena cara á la guillotina, cantar romances y tocar la guitarra debajo del balcón del 93! Vamos, merecen que se les escupa por tontos. Todos son lo mismo; ni uno se exceptúa. Basta respirar el aire que corre por la calle para ser insensato; el siglo XIX es un veneno. Cualquier perdido se deja crecer la barba de chivo, se cree un verdadero personaje, y deja plantados á sus ancianos padres. Esto es lo romántico. ¿Y qué significa esto de romántico? Hacedme el favor de decir qué viene á ser esto. Todas las locuras posibles. Hace un año que el ser romántico era ir á ver el Hernani. Ahora pregunto yo: ¿qué es Hernani? ¡Antítesis! ¡Abominaciones que ni siquiera están escritas en francés! Y luego se ponen cañones en la plaza del Louvre. ¡Tales son las barbaridades de estos tiempos!
—Tenéis razón, tío,—dijo Teódulo.
El señor Gillenormand continuó:
—¡Cañones en el patio del museo! ¿Y para qué? Cañón, ¿qué me quieres? ¿Queréis ametrallar el Apolo del Belvedere? ¿Qué tienen que hacer vuestros cartuchos con la Venus de Médicis? ¡Oh! ¡Estos jóvenes de ahora son todos unos ganapanes! ¡Qué gran cosa es su Benjamín Constant! Y los que no son malvados, son necios. Hacen todo lo que pueden para estar feos; visten mal, tienen miedo de las mujeres, se están alrededor de las faldas con un aire de mendicantes capaz de hacer reir á las piedras; en verdad, que se les puede bien llamar pobres vergonzantes del amor. Son deformes, y completan su deformidad con la estupidez; repiten los retruécanos de Tiercelin y de Potier; usan levisacos, chalecos de palafrenero, camisas ordinarias, pantalones de paño burdo, botas de mal becerro, y su lenguaje se parece al plumaje. Podría uno servirse de su jerga para remendar sus zapatos. ¡Y toda esa inepta muchachería tiene opiniones políticas! Debería estar severamente prohibido el tener opiniones políticas. Fabrican sistemas, refunden la sociedad, demuelen la monarquía, echan por los suelos toda la legislación, ponen el granero en el lugar de la cueva, y á mi portero en el lugar del rey; trastornan la Europa de arriba abajo, reedifican el mundo, y se tienen por dichosos viendo maliciosamente las piernas de las lavanderas que suben en sus carros.
¡Ah! ¡Mario! ¡Ah! ¡vagabundo! ¡Ir á vociferar en la plaza pública! ¡Discutir, debatir, tomar medidas! ¡Á esto le llaman medidas, vive Dios! El desorden se empequeñece hasta la estupidez. He visto el caos, y ahora veo los atolladeros. ¡Unos escolares deliberar sobre la Guardia Nacional! Esto no se vería, ni en el país de las Ogibbewas, ni en el de los Cadodaches.[Pg 588] Los salvajes que andan en cueros, con el testuz adornado de un volante de jugar á la pelota y una maza en la pata, son menos brutos que estos bachilleres. ¡Monigotes de á cuatro sueldos, haciéndose los entendidos y los graves! ¡Deliberar y racionalizar! Este es el fin del mundo. Es evidentemente el fin de este miserable globo terráqueo; se necesitaba un estrépito final, y la Francia lo proporciona.
«¡Deliberad, pilletes! Todo esto sucederá mientras se vaya á leer periódicos bajo los arcos del Odeón. Esto les cuesta un sueldo, y el sentido común, y la inteligencia, y el corazón, y el alma, y el talento. Salen de allí, y se separan de su familia. Todos los periódicos son una peste; todos, incluso La Bandera blanca, porqué en el fondo Martainville era un jacobino. ¡Ah, justo cielo! Podrás vanagloriarte de haber desesperado á tu abuelo!
—Es evidente,—dijo Teódulo.
Y aprovechando el momento en que el señor Gillenormand tomaba aliento, el lancero añadió magistralmente:
—No debería haber otro periódico que el Monitor, ni otro libro que el Anuario militar.
Gillenormand prosiguió:
—¡Lo mismo que su Sieyés! ¡Un regicida que llegó á senador! Porque siempre acaban así. Se hieren el rostro con su tuteamiento ciudadano para llegar á hacer que se les llame el señor conde. El señor conde, en caracteres como el brazo, de los camorristas de septiembre. ¡El filósofo Sieyés! Me hago la justicia de que no he hecho nunca mas caso de las filosofías de estos filósofos, que de los anteojos del gesticulador de Tívoli. Vi un día á los senadores que pasaban por el muelle Malaquais con mantos de terciopelo morado salpicados de abejas, con sombreros á lo Enrique IV. Estaban horribles; parecían los monos de la corte del tigre. Ciudadanos, os declaro que vuestro progreso es una locura, vuestra humanidad un delirio, vuestra revolución un crimen, vuestra república un monstruo, y que vuestra joven Francia virgen, sale de un lupanar; y os lo sostengo á todos, quien quiera que seáis, aunque fueseis publicistas, aunque fueseis economistas, aunque fueseis legistas, aunque fueseis más conocedores en libertad, igualdad y fraternidad, que la cuchilla de la guillotina. Os lo declaro, señores míos.
—Pardiez,—exclamó el teniente,—todo eso es admirablemente cierto.
El señor Gillenormand, interrumpiendo un gesto que Teódulo había empezado, se volvió, miró fijamente al lancero frunciendo el ceño, y dijo:
—Sois un imbécil.
[Pg 589]
I
El apodo: manera de formar nombres de familia
Mario, era en aquella época un hermoso joven de mediana estatura, cabellos muy espesos y negros; frente ancha é inteligente; las ventanas de la nariz abiertas y apasionadas; aspecto sincero y tranquilo, y sobre todo, se reflejaba en su rostro ese no sé qué, que denota á un mismo tiempo altivez, reflexión é inocencia. Su perfil, cuyas líneas eran todas contorneadas, sin dejar de ser firmes, tenía esa dulzura germánica que ha penetrado en la fisonomía francesa por Alsacia y Lorena, y aquella absoluta carencia de ángulos, que hacía reconocer tan fácilmente á los sicambros entre los romanos, y que distingue á la raza leonina de la raza equilina. Hallábase en la época de la vida en que la imaginación de los hombres pensadores se compone, casi en iguales proporciones, de profundidad y sencillez. Dada una situación grave, tenía cuanto era menester para ser estúpido; un paso más, y podía ser sublime. Sus maneras eran reservadas, frías, políticas y poco francas. Como su boca era muy graciosa, sus labios lo más encarnado, y sus dientes lo más blanco del mundo, su sonrisa corregía toda la severidad de su fisonomía. Había momentos en que formaban singular contraste aquella frente casta y aquella sonrisa voluptuosa. Tenía pequeños los ojos y grande la mirada.
En el tiempo de su mayor miseria, observaba que las muchachas se volvían á mirarle cuando pasaba, lo cual era causa de que huyese ó se ocultase con la muerte en el alma. Creía que le miraban por su traje raído, y que se reían de él; lo cierto es que le miraban por su gracia, y que no faltaba alguna que soñase en ella.
Aquella mala inteligencia muda, entre él y las lindas transeuntes, le había vuelto esquivo. No eligió ninguna, por la sencilla razón de que huía de todas. Así es que vivía indefinidamente; bestialmente, como decía Courfeyrac.
Courfeyrac solía decir también: No aspires á ser venerable. Se tuteaban (ya se sabe que el tuteamiento es el sello de las amistades jóvenes).
—Querido, un consejo. No leas tanto en los libros, y mira un poco más á las faldas. Siempre hay algo de bueno en ellas; ¡oh Mario! Á fuerza de huir y de sonrojarte, te embrutecerás.
Otras veces Courfeyrac le encontraba, y le decía:—Buenos días, señor abate.
Siempre que Courfeyrac le dirigía alguna frase de este género, Mario[Pg 590] estaba ocho días huyendo más que nunca de las mujeres, y procuraba á todo trance no encontrarse con Courfeyrac.
Había, sin embargo, en la inmensa creación, dos mujeres de que Mario no huía, y contra las cuales no tomaba precaución alguna. Verdad es que hubiese sido extremada su admiración, si le hubieran dicho que eran dos mujeres. Una era la vieja barbuda que barría su cuarto, y de la cual decía Courfeyrac: «Al ver que su criada se deja la barba, Mario no se deja la suya». La otra era cierta jovencita, á quien veía frecuentemente, pero sin mirarla nunca.
Hacía ya más de un año que Mario observaba de continuo en una alameda desierta del Luxemburgo, la que costea el parapeto del vivero, á un hombre y á una niña, casi siempre sentados uno al lado del otro en el mismo banco, en el extremo más solitario del paseo, por la parte de la calle del Oeste. Cada vez que esta casualidad, que se entromete en los paseos de las personas meditabundas, llevaba á Mario por aquella calle, y esto sucedía casi todos los días, se encontraba con la pareja. El hombre podría tener unos sesenta años; parecía triste y grave; toda su persona presentaba el aspecto robusto y fatigado de los militares retirados. Si hubiera llevado alguna condecoración, Mario habría dicho: es un antigua oficial. Tenía buen aspecto, pero inabordable; y nunca fijaba su mirada en la mirada de nadie.
Vestía pantalón azul, levitón también azul, y un sombrero de anchas alas, traje que parecía siempre nuevo, corbata negra y camisa de cuáquero, es decir, deslumbrante de blancura, pero de tela gruesa. Al pasar cierto día una griseta junto á él, exclamó: «¡Vaya un viejo aseado!». Tenía el pelo completamente blanco.
La primera vez que la joven que le acompañaba fué á sentarse con él en el banco, que parecía habían adoptado, era una muchacha de trece ó catorce años, flaca, hasta el extremo de ser casi fea, encogida, insignificante, que prometía tener algún día buenos ojos. Sólo que los tenía siempre levantados con una especie de seguridad desapacible. Tenía el ademán aviejado é infantil á la vez, de las colegialas de convento, y vestía un traje mal cortado de merino negro y ordinario. Parecían ser padre é hija.
Mario examinó durante dos ó tres días á aquel viejo, que no era todavía un anciano, y á aquella niña, que no era todavía una joven; y después no fijó más la atención en ellos. Éstos, por su parte, parecía que ni siquiera le veían. Hablaban entre sí con ese aire tranquilo é indiferente. La joven charlaba sin cesar, alegremente; el viejo hablaba poco, pero á cada momento fijaba en ella sus ojos, llenos de inefable ternura paternal.
Mario había contraído maquinalmente la costumbre de pasearse por aquella alameda, en la cual los encontraba invariablemente todos los días.
[Pg 591]
Véase lo que pasaba.
Mario llegaba ordinariamente por el extremo de la calle opuesta á su banco, la recorría á lo largo y pasaba por delante de la pareja; después volvía y recorría de nuevo el paseo hasta el extremo por donde había entrado, y volvía á empezar. Repetía este recorrido cinco ó seis veces cada día, y el paseo otras cinco ó seis veces por semana, sin que, á pesar de tanto encuentro, aquellas personas y él hubieran llegado á cambiar un saludo. Aquel hombre y aquella niña, aunque parecían evitar las miradas, y quizá porque parecían evitarlas, habían llamado naturalmente la atención de cinco ó seis estudiantes, que de cuando en cuando se paseaban por el vivero; los estudiosos después de sus clases, los otros después de su partida de billar. Courfeyrac, que pertenecía á estos últimos, los observó algún tiempo; pero pareciéndole fea la muchacha, tuvo buen cuidado de alejarse pronto. Había huido como un Parto, lanzándoles en vez de dardo, un apodo. Habiéndole chocado principalmente el traje de la joven y los cabellos del viejo, llamó á la joven la señorita Lanoire (La Negra), y al padre el señor Leblanc, (El blanco) y con tal suerte, que no conociéndolos nadie, é ignorando su verdadero nombre, el apodo ocupó su lugar, haciendo las veces de tal. Los estudiantes decían: «¡Ah! Ya está en su banco el señor Leblanc», y Mario como los demás, halló muy cómodo llamar por lo tanto á aquel desconocido el señor Leblanc.
Seguiremos su ejemplo, y adoptaremos el nombre de Leblanc, para mayor facilidad del relato.
Mario continuó así, viéndolos casi todos los días á la misma hora durante el primer año.
El hombre le agradaba, pero la muchacha le parecía algo desapacible.
II
Lux facta est
El segundo año, precisamente en el punto de esta historia á que ha llegado el lector, interrumpióse la costumbre de pasear por el Luxemburgo, y sin que el mismo Mario supiera por qué, estuvo cerca de seis meses sin poner los pies en aquel paseo. Por fin, un día volvió allí; era una hermosa mañana de verano, y Mario estaba alegre, como se suele estar cuando hace buen tiempo. Parecíale llevar en su corazón todos los cantos de los pájaros que oía y todo el cielo azul que veía al través de la enramada.
Se fué directamente á «su paseo», y cuando estuvo al extremo de la alameda, divisó siempre en el mismo banco, la conocida pareja. Solamente que cuando se acercó vió que el hombre continuaba siendo el mismo; pero le pareció que la joven era otra. La persona que á la sazón veía era una hermosa y alta niña, con las más encantadoras formas de[Pg 592] mujer, en el momento preciso en que se armonizan todavía con las gracias más cándidas de la infancia; momento purísimo y fugaz, que sólo puede traducirse en estas dos palabras: quince años. Tenía admirables cabellos castaños, matizados con reflejos de oro; una frente que parecía hecha de mármol; mejillas como hojas de rosa; un matiz pálido; una blancura que revelaba cierta emoción interior; una boca de forma exquisita, de la cual surgía la sonrisa como una luz y la palabra como una música; una cabeza que Rafael hubiera dado á María, colocada sobre una garganta que Juan Goujon hubiera dado á Venus. Y en fin, para que nada faltase á aquellas facciones encantadoras, la nariz no era bella, era bonita; ni recta ni aguileña, ni italiana, ni griega; era la nariz parisiense; es decir, algo espiritual, fina, irregular y pura, que es, á un tiempo, desesperación de pintores y encanto de poetas.
Cuando Mario pasó junto á ella, no pudo ver sus ojos, que tenía constantemente bajos. Vió solamente sus largas pestañas de color castaño, llenas de sombra y de pudor.
Esto no impedía que la hermosa joven se sonriese escuchando al hombre de cabellos blancos que la hablaba, y nada tan arrebatador como aquella fresca sonrisa con los ojos bajos.
En el primer momento creyó Mario que podía ser otra hija del mismo hombre, hermana sin duda de la primera. Pero cuando la costumbre le llevó por segunda vez cerca del banco y la hubo examinado con atención, conoció que era la misma. En seis meses la niña se había hecho mujer; he aquí todo. Y nada más frecuente que ese fenómeno. Llega un momento en que las niñas, en un abrir y cerrar los ojos, pasan de capullo á rosa. Se las deja niñas á la víspera, y se las encuentra seductoras al día siguiente.
Ésta, no sólo había crecido, sino que se había idealizado. Así como bastan tres días de abril para que ciertos árboles se cubran de flores, seis meses habían bastado para vestirla á ella de belleza. Su abril había llegado.
Se ve algunas veces á personas pobres y mezquinas que parecen despertar, pasando súbitamente de la indigencia al fausto, hacer gastos de todo género, y aparecer de pronto deslumbradoras, pródigas y magníficas. Consiste esto en una fortuna improvisada, en un plazo á cobrar vencido. La joven había cobrado su semestre.
No era ya la colegiala con su sombrero anticuado; su traje de merino, sus zapatos rusos y sus manos amoratadas. El buen gusto se había desarrollado en ella al propio tiempo que su hermosura. Era una señorita simpática, vestida con elegante y rica sencillez, sin afectaciones de ninguna especie.
Llevaba un vestido de damasco negro, una manteleta de la misma tela y una capota de crespón blanco. Sus guantes claros hacía resaltar la forma de su mano, que jugaba con el mango de marfil chinesco de una[Pg 593] sombrilla, y su botita de seda, dibujaba su pequeño y bien formado pie. Al pasar junto á ella se absorbía cierta penetrante fragancia de juventud procedente de su tocado.
El hombre, seguía siendo el mismo.
La segunda vez que Mario llegó cerca de ella, la joven levantó los párpados; sus ojos eran de un profundo azul celeste; pero en aquel azul velado no había aún más que la mirada de una niña. Miró á Mario con indiferencia, como hubiera podido mirar á cualquier chiquillo jugando á la sombra de los sicómoros, ó el jarrón de mármol que proyectaba su sombra sobre el banco. Mientras Mario, por su parte, continuaba el paseo, pensando en otras cosas.
Pasó todavía cuatro ó cinco veces junto al banco donde estaba la joven, pero sin volver nunca los ojos para verla.
Los días siguientes volvió, como de ordinario, al Luxemburgo; y como de ordinario halló «al padre y á la hija», pero no se fijó tampoco en ellos. No pensó más en aquella joven cuando la vió hermosa, de lo que había pensado cuando fea. Pasaba, sí, muy arrimado al banco donde ella estaba; porque era ésta su costumbre.
III
Efecto de primavera
Cierto día, en que el aire era tibio, el Luxemburgo inundado de sombra y de sol, el cielo puro como si los ángeles lo hubiesen lavado por la mañana, los pajarillos cantaban alegremente posados en el ramaje de los castaños; Mario tenía abierta toda su alma á la naturaleza, en nada pensaba; vivía y respiraba. Pasó cerca del banco; la joven alzó los ojos, y sus dos miradas se encontraron.
¿Qué había entonces en la mirada de aquella joven? Mario no hubiera podido decirlo. No había nada, y lo había todo. Fué un relámpago extraño.
Ella bajó los ojos; él prosiguió su camino.
Lo que acababa de ver no era la mirada ingenua y sencilla de una niña; era una sima misteriosa que se había entreabierto y cerrado luego bruscamente.
Llega un día en que miran así todas las jóvenes. ¡Desgraciado del que se encuentra allí!
Aquella mirada primera de un alma que no se conoce todavía á sí misma, es como el alba en el cielo. Es el despertar de un algo radiante y desconocido. Nada puede pintar el encanto peligroso de aquella inesperada luz que ilumina vagamente de súbito, tinieblas adorables, compuesta de toda la inocencia del presente y de toda la pasión del porvenir. Es una especie de ternura indecisa que se revela por casualidad, y que espera. Es un lazo que la inocencia tiende á pesar suyo, y en el cual[Pg 594] aprisiona los corazones sin saberlo ni quererlo. Es una virgen que mira como una mujer.
Es muy raro que no produzca una meditación profunda donde quiera que caiga semejante mirada. Toda clase de purezas y toda suerte de candores se encuentran reunidos en aquel rayo celeste y fatal, que tiene, más aún que las miradas mejor elaboradas de las coquetas, el mágico poder de hacer brotar de súbito en el fondo del alma la flor sombría llena de perfumes y venenos, que se llama amor.
Por la tarde, al volver á su desván, fijó Mario la vista en sus vestidos, notó por primera vez que no eran bastante aseados y la inaudita estupidez é inconveniencia de irse á pasear al Luxemburgo con su vestido de «todos los días»; es decir, con un sombrero roto por el ala, con botinas gruesas como de carretero, un pantalón negro emblanquecido por las rodillas, y una levita negra, pálida por los codos.
IV
Principio de una grande enfermedad
Al día siguiente, á la hora acostumbrada, Mario sacó de su armario su frac nuevo, su pantalón nuevo, su sombrero nuevo y sus botas nuevas. Revistióse de esta panoplia completa, calzóse guantes, lujo prodigioso, y se fué al Luxemburgo.
En el camino se encontró á Courfeyrac, y fingió no verle. Courfeyrac, al volver á su casa, dijo á sus amigos:
—Acabo de encontrarme el sombrero nuevo y el frac nuevo de Mario, y á Mario dentro. Sin duda iba á dar un examen, porque su aire era completamente estúpido.
Llegado Mario al Luxemburgo, dió la vuelta al estanque, miró los cisnes, luego permaneció largo rato contemplando una estatua que tenía la cabeza enteramente negra de moho, y á la cual faltaba una cadera. Cerca del estanque había un caballero como de cuarenta años y abdomen prominente, que llevaba de la mano un niño de cinco años, y le decía: evita los excesos. Mantente, hijo mío, á igual distancia del despotismo y de la anarquía. Mario escuchó á aquel hombre; luego dió todavía otra vuelta al estanque; y por fin se encaminó hacia «su alameda» lentamente, y como á su pesar. Hubiérase dicho que se veía á un tiempo obligado y retenido por impulsos contrarios. Él no se daba cuenta de todo aquello, y creía hacer lo que los otros días.
Al desembocar en la alameda, divisó al otro extremo «en su banco» al señor Leblanc y la joven. Abotonóse el frac de arriba abajo, le estiró por el pecho y espalda para que no hiciese arrugas, examinó con cierta complacencia los reflejos lustrosos de su pantalón, y se dirigió al banco. Había algo de ataque en aquella marcha, y hasta cierto aire de conquista. Digo, pues, que se dirigió al banco, como podría decir: Aníbal marchaba sobre Roma.
[Pg 595]
Por lo demás, todos sus movimientos eran maquinales, y las ocupaciones habituales de su imaginación y de sus trabajos no habían sufrido interrupción alguna. Pensaba, en aquel momento, que el Manual del bachillerato era un libro estúpido, y que era preciso que le hubiesen compuesto personas extremadamente sandías, para que en él se analicen como obras maestras del espíritu humano, tres tragedias de Racine, y sólo una comedia de Molière. Silbábanle fuertemente los oídos; y al acercarse al banco, volvió á estirar las arrugas de su frac, y sus ojos se fijaron en la joven, pareciéndole que llenaba de una vaga luz azulada toda la extremidad de la alameda.
Á medida que se acercaba, iba acortando el paso. Llegado que hubo á cierta distancia del banco, mucho antes de estar al final de la alameda, se detuvo, y ni él mismo pudo darse cuenta de cómo fué; pero es lo cierto que retrocedió en dirección opuesta á la que llevaba. Ni aún advirtió siquiera que no recorría todo el paseo. La joven apenas pudo verle de lejos, y hacerse cargo del buen efecto que producía con su vestido nuevo. Sin embargo, él caminaba muy tieso para tener buena apariencia, si por casualidad le mirase alguien que estuviese detrás.
Llegó al extremo opuesto, luego volvió; pero esta vez se acercó un poco más al banco. Aproximóse hasta la distancia de tres intervalos de árboles; pero allí sintió cierta imposibilidad de seguir adelante, y vaciló. Creyó ver el rostro de la joven volverse hacia él; sin embargo, hizo un esfuerzo enérgico y violento, dominó su vacilación, y continuó avanzando. Algunos segundos después pasaba por delante del banco, tieso y firme, encarnado hasta las orejas, sin atreverse á mirar ni á la derecha ni á la izquierda, con la mano metida entre los botones del frac, como un hombre de Estado. Al pasar bajo los fuegos de la plaza, sintió latirle fuertemente el corazón. Ella vestía, como la víspera, su lindo traje de damasco y su sombrero de crespón. Mario oyó una voz inefable, que debió ser «su voz». Hablaba tranquilamente. Estaba muy hermosa. Él lo conocía, aunque no procuraba verlo.—No podría ella dejar de estimarme y considerarme, pensaba Mario, si supiese que soy yo el verdadero autor de la disertación sobre el escudero Marcos de Obregón, que Francisco de Neufchâteau ha puesto, como de su cosecha, al frente de su edición del Gil Blas.
Pasó el banco, llegó hasta el extremo de la alameda, que estaba muy próximo, después volvió y cruzó nuevamente por delante de la linda joven. Esta vez estaba muy pálido. Por lo demás, todo cuanto sentía le era desagradable. Alejóse del banco y de la joven, y como, aún vuelto de espaldas, creía que le miraba, esto le hacía tropezar.
No trató de acercarse nuevamente al banco; detúvose á la mitad de la calle, y allí, cosa que nunca hacía, se sentó, dando miradas de reojo á un lado y otro, y pensando en las mas recónditas profundidades de su espíritu, que al fin y á la postre era difícil que la persona cuyo sombrero[Pg 596] blanco y vestido negro admiraba, fuése absolutamente insensible á su lustroso pantalón y á su frac nuevo.
Al cabo de un cuarto de hora se levantó como si fuera á comenzar de nuevo su paseo en dirección á aquel banco, que aparecía rodeado de una aureola. Quedóse, sin embargo, plantado é inmóvil.
Por la primera vez desde hacía quince meses, se dijo á sí mismo que aquel señor, que se sentaba allí todos los días con su hija, habría reparado sin duda en él, y que le habría parecido probablemente extraña su asiduidad.
Por la primera vez también conoció que era algo irrespetuoso designar á aquel desconocido, aún en el secreto de su pensamiento, con el apodo de Leblanc.
Permaneció, pues, algunos minutos con la cabeza baja, haciendo dibujos en la arena con una varita que tenía en la mano.
Después se volvió bruscamente al lado opuesto al banco del señor Leblanc y de su hija, marchándose á casa.
Aquel día se olvidó de ir á comer. Á las ocho de la noche se acordó de ello; y siendo ya muy tarde para bajar á la calle de Santiago, ¡bah! exclamó, y comióse un pedazo de pan.
No se acostó sino después de haber cepillado su traje y de haberle doblado cuidadosamente.
V
Caen varios rayos sobre la tía Bougón
Al día siguiente, la tía Bougón, pues así llamaba Courfeyrac á la portera, inquilina principal y criada de la casucha de Gorbeau (en realidad se llamaba la tía Bourgón, como ya hemos dicho; pero el tarambana de Courfeyrac nada respetaba), la tía Bougón, decimos, observó estupefacta que el señorito Mario salía otra vez con su vestido nuevo.
Volvió al Luxemburgo, pero no pasó del banco que estaba á la mitad de la alameda. Sentóse allí, como la víspera, meditando de lejos y viendo distintamente el sombrero blanco, el traje negro, y sobre todo, la claridad azulada. No se movió de allí, y no volvió á su casa hasta que se cerraron las puertas del Luxemburgo. No viendo retirarse al señor Leblanc y á su hija, dedujo de ello que habían salido del jardín por la verja de la calle del Oeste. Posteriormente, algunas semanas después, cuando lo recordaba, no pudo nunca hacer memoria donde había comido aquella tarde.
Al día siguiente, era el tercero, la tía Bougón quedó deslumbrada nuevamente; Mario salió con su vestido nuevo.—¡Tres días seguidos!-exclamó la portera.
Y trató de seguirle; pero Mario andaba muy deprisa y á grandes pasos; era pues aquello como si un hipopótamo tratase de seguir á un corzo. Perdióle de vista á los dos minutos, volviéndose sofocada, casi asfixiada[Pg 597] por su asma, y furiosa.—¡Habráse visto!—exclamaba.—¡Hay valor para ponerse la ropa nueva todos los días y hacer correr así á las gentes!
Mario se había dirigido al Luxemburgo. La joven estaba allí con el señor Leblanc. Mario se acercó lo más que pudo, aparentando leer en un libro, pero permaneció todavía muy lejos; luego volvió á sentarse en su banco, donde pasó cuatro horas mirando saltar en la alameda á los bulliciosos gorriones, que le parecía que se burlaban de él.
Así se pasaron quince días. Mario iba al Luxemburgo, no para pasear, sino para sentarse siempre en el mismo sitio; y sin saber por qué, luego que llegaba allí no se movía. Todas las mañanas se ponía su vestido nuevo para no dejarse ver, y al día siguiente repetía la operación.
Decididamente, era ella una hermosura maravillosa. La única observación que pudiera hacerse, parecida á una crítica, es que la contradicción que existía entre su mirada, que era triste, y su sonrisa, que era alegre, daba á su rostro un aspecto como extraviado, lo cual hacía que en ciertos momentos aquella dulce fisonomía pareciese extraña sin dejar de ser admirable.
VI
Aprisionado
Uno de los últimos días de la segunda semana, Mario estaba, como de costumbre, sentado en su banco, teniendo en la mano un libro abierto, del cual hacía dos horas que no había vuelto una hoja. De repente se estremeció; al final de la alameda se verificaba un acontecimiento.
El señor Leblanc y su hija acababan de levantarse; la hija había tomado el brazo del padre, y ambos se dirigieron lentamente hacia el medio del paseo, donde estaba Mario. Éste cerró su libro, luego le abrió de nuevo y procuró leer; temblaba; la aureola iba recta hacia él. ¡Ay, Dios mío! pensaba. No me va á dar tiempo para tomar una postura conveniente. En tanto, el hombre de los cabellos blancos y la joven continuaban avanzando. Parecíale que aquello duraba siglos, cuando en realidad sólo habían pasado algunos segundos. ¿Qué vendrán á hacer? se preguntaba. ¡Cómo! ¿Va á venir por aquí? ¿Sus pies van á pisar esta arena, en esta calle, á dos pasos de mí? Estaba completamente trastornado; hubiera querido en aquel instante ser hermoso, y ostentar alguna condecoración. Oía aproximarse el ruido dulce y mesurado de sus pasos. Figurábase que el señor Leblanc le dirigía miradas irritadas. «¿Irá á hablarme este caballero?» pensaba. Bajó la cabeza. Cuando la levantó, estaban enteramente junto á él. La joven pasó, y al pasar le miró. Le miró fijamente con cierta dulzura reflexiva, que hizo estremecer á Mario de la cabeza á los pies. Parecióle que le reconvenía por haber estado tanto tiempo sin acercársele, y que le decía: «Yo soy quien viene». Mario quedó deslumbrado ante aquellas pupilas llenas de rayos y de abismos.
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Sentía arder una hoguera en su cerebro. Ella se le había acercado; ¡qué alegría! Y luego, ¡cómo le había mirado! Le pareció más bella que nunca. Bella, con una hermosura á la par femenil y angélica; con una belleza completa que hubiera hecho cantar al Petrarca y arrodillar al Dante. Le parecía estar nadando en pleno cielo azul. Al mismo tiempo estaba horriblemente contrariado, porque tenía empolvadas las botas.
Creía estar seguro de que ella había visto también sus botas.
La siguió con la mirada hasta que hubo desaparecido. Luego se puso á pasear por el Luxemburgo como un loco. Es probable que á ratos se riera solo, y hablase en voz alta. Pasaba tan ensimismado junto á las niñeras, que cada una le creía enamorado de ella.
Salió del Luxemburgo, esperando encontrarla en alguna calle.
Cruzóse con Courfeyrac bajo los arcos del Odeón, y le dijo:—Vente á comer conmigo.—Fuéronse á casa Rousseau y gastaron seis francos. Mario comió como un buitre, y dió seis sueldos de propina al mozo. Á los postres dijo á Courfeyrac:—¿Has leído el diario? ¡Qué buen discurso ha hecho Audry de Puyraveau!
Estaba perdidamente enamorado.
Después de comer dijo á Courfeyrac:—Te convido al teatro.—Y se fueron á la Puerta de San Martín á ver á Federico Lemaitre en el Castillo de San Alberto.
Mario se divirtió muchísimo.
Al mismo tiempo redoblóse en alto grado su esquivez. Al salir del teatro se negó á mirarle la liga á una modistilla que saltaba un arroyuelo, y Courfeyrac diciendo: De buena gana aumentaría mi colección con esta chica. Llegó á horrorizarle.
Courfeyrac le había convidado á almorzar al día siguiente en el café Voltaire. Mario aceptó, y comió aun más que en la víspera. Estuvo á un mismo tiempo reflexivo y alegrísimo. Hubiérase dicho que aprovechaba todas las ocasiones de reir á carcajadas, llegando á abrazar tiernamente á un provinciano cualquiera que le presentaron. Habíase formado en torno de la mesa un círculo de estudiantes; se había hablado de las tonterías pagadas por el Estado, que se arrojan desde la cátedra en la Sorbona; luego la conversación recayó sobre las faltas y vacíos de los diccionarios y prosodias de Quicherat. Mario interrumpió la discusión para exclamar: Sin embargo, es muy agradable tener una condecoración.
—¡Es gracioso!—dijo Courfeyrac por lo bajo á Juan Prouvaire.
—No,—respondió Juan Prouvaire;—al contrario, es serio.
Y era serio en efecto. Mario se hallaba en aquella primera hora violenta y encantadora en que comienzan las grandes pasiones.
Una mirada había causado todo aquello.
Cuando la mina está cargada, cuando el combustible está pronto, nada hay más sencillo. Una mirada es una chispa.
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La suerte estaba echada. Mario amaba á una mujer; su destino entraba en lo desconocido.
La mirada de las mujeres se parece á ciertos rodajes, tranquilos en la apariencia, pero formidables. Pasamos á su lado todos los días tranquila é impunemente y sin la menor sospecha. Llega un momento en que hasta nos olvidamos de que aquello está allí. Se va, se viene, se sueña, se habla, se ríe. ¡De pronto nos sentimos cogidos! Todo acabó. La rueda nos detiene; la mirada nos ha hecho prisioneros.
Nos ha cogido, no importa por dónde, ni cómo, por una parte cualquiera de nuestro pensamiento que vagaba sin objeto; por una distracción que hemos sufrido. Estamos perdidos. Recorreremos por completo toda la máquina, se apodera de nosotros un encadenamiento de fuerzas misteriosas, y luchamos en vano. No hay socorro humano posible. Vamos á caer de engranaje en engranaje, de angustia en angustia, de tortura en tortura, nosotros, nuestra imaginación, nuestra fortuna, nuestro porvenir, nuestra alma; y según que nos hallemos en poder de una criatura malvada ó de un corazón noble, no saldremos de la espantosa máquina sino desfigurados por la vergüenza, ó trasfiguradas por la pasión.
VII
Aventuras de la letra U dentro las conjeturas
El aislamiento, el desapego de todo, la altivez, la independencia, la inclinación á las bellezas naturales, la falta de actividad cotidiana y material, la vida retraída, las luchas secretas de la castidad y el éxtasis benévolo ante la creación entera, habían preparado á Mario para ser poseído de ese espíritu que se llama la pasión. El culto por su padre había llegado poco á poco á ser una religión, y como toda religión, se había retirado al fondo de su alma. Faltaba algo en primer término, y vino el amor.
Pasó un mes largo, durante el cual Mario fué todos los días al Luxemburgo. Al llegar la hora nada bastaba á detenerle. «Está de servicio», decía Courfeyrac. Mario vivía en continuo éxtasis; es verdad que la joven le miraba.
Había acabado por atreverse, y se aproximaba al banco. Sin embargo no pasaba por delante, obedeciendo á la vez al instinto de timidez y al instinto de prudencia propios de los enamorados. Creía conveniente no llamar «la atención del padre». Combinaba sus paradas detrás de los árboles y de los pedestales de las estatuas con un maquiavelismo profundo, para mostrarse todo lo posible á la joven y dejarse ver lo menos que podía del hombre de los cabellos blancos. Á veces permanecía inmóvil más de una hora á la sombra de Leónidas ó de un Espartaco cualquiera, teniendo en la mano un libro, por encima del cual sus ojos, tiernamente levantados, iban á buscar á la hermosa joven, la cual, por su parte, volvía hacia él con vaga sonrisa su perfil encantador. Hablando[Pg 600] lo más natural y lo más tranquilamente del mundo con el hombre de los cabellos blancos, lanzaba sobre Mario los misteriosos rayos de una mirada virginal y apasionada. Antiquísima é inmemorial maña que tuvo Eva desde el primer día del mundo, y que toda mujer posee desde el primer día de su vida. Su boca contestaba al uno, y su mirada al otro.
Es preciso creer, sin embargo, que el señor Leblanc había acabado por notar algo porque frecuentemente, al ver á Mario, se levantaba prosiguiendo el paseo.
Había abandonado su sitio acostumbrado, escogiendo al extremo opuesto de la alameda el banco inmediato al Gladiador, como para ver si Mario les seguiría también. Mario no comprendió aquel juego, y cometió esa falta. «El padre» empezó á no ser tan puntual como antes al paseo, y á no llevar consigo todos los días á su hija. Algunas veces iba solo; entonces Mario se marchaba. Otra falta.
Mario no se fijaba en aquellos síntomas. De la fase de la timidez había pasado, progreso natural y fatal, á la fase de la ceguedad. Su amor iba creciendo; soñaba con él todas las noches; y además había tenido una dicha inesperada, que fué como aceite sobre fuego, redoblando las tinieblas en derredor de sus ojos. Una tarde, al anochecer, había hallado en el banco que «el señor Leblanc y su hija» acababan de abandonar un pañuelo; un pañuelo sencillo y sin bordados, pero blanco, fino, y que le pareció que exhalaba inefables perfumes. Apoderóse de él con transporte. Este pañuelo estaba marcado con las letras U. F. Mario no sabía nada de aquella hermosa joven, ni de su familia, ni su nombre, ni su casa; estas dos letras eran la primera noticia que de ella tenía; adorables iniciales sobre las que comenzó inmediatamente á formar conjeturas. U era evidentemente la inicial del nombre. ¡Úrsula! pensó. ¡Qué nombre más hermoso! Besó el pañuelo, le aspiró, le puso sobre su corazón, sobre su carne durante el día, y por la noche bajo sus labios para dormirse.
—¡Siento palpitar en él toda su alma!—exclamaba.
Aquel pañuelo era sencillamente del anciano, que se le había caído del bolsillo.
Los días que siguieron á este hallazgo, Mario se presentó en el Luxemburgo besando el pañuelo y estrechándole contra su corazón. La hermosa joven nada comprendía de aquella pantomima, y así se lo manifestaba por medio de señas imperceptibles.
—¡Oh pudor!—decía Mario.
VIII
Hasta los inválidos pueden ser felices
Ya que hemos pronunciado la palabra pudor, y ya que nada ocultamos, debemos decir que cierta vez, sin embargo, á través de sus éxtasis, experimentó Mario de parte de «su Úrsula» una ofensa muy seria. Fué[Pg 601] uno de esos días en que la joven hacía levantar al señor Leblanc y pasear por la alameda.
Una fresca brisa de mayo agitaba las copas de los plátanos. El padre y la hija, cogidos del brazo, acababan de pasar por delante del banco de Mario, el cual, levantándose enseguida, los siguió con la vista de una manera correspondiente á la apasionada situación de su ánimo.
De pronto una ráfaga de viento, algo más juguetona que las otras, encargada sin duda de los negocios de la primavera, levantó el vuelo desde el vivero, abatióse sobre la alameda, envolviendo á la joven en un encantador estremecimiento digno de las ninfas de Virgilio y de los faunos de Teócrito, atreviéndose á levantar su vestido, aquel vestido más sagrado que la túnica de Isis, casi hasta la altura de la liga, dejando instantáneamente al descubierto, una pierna de forma exquisita. Mario la vió. Aquel espectáculo le exasperó y puso fuera de sí.
La joven bajó rápidamente el vestido con un movimiento de espanto encantador; pero no por eso se indignó menos Mario. Estaba sólo en la alameda, es verdad, pero podía haber habido alguien. ¿Y si hubiera habido alguno? ¿Compréndese algo parecido? Era horrible lo que acababa de hacer la joven. ¡Ay! La pobre nada había hecho; no había más que un culpable, era el viento. Pero Mario, en quien rugía confusamente el Bartolo que hay en Querubín, estaba determinado á disgustarse, y sentía celos hasta de su sombra. Así es cómo se despiertan en el corazón humano, y se imponen, aún sin derecho, los acres y extraños celos de la carne. Por lo demás, y aún prescindiendo de los celos, la vista de aquella graciosa pierna no había tenido para él nada de agradable; la media blanca de la primera mujer que hubiese encontrado le habría causado mayor placer.
Cuando «su Úrsula», después de haber llegado al extremo de la alameda, volvió á pasar acompañada del señor Leblanc por delante del banco donde se había sentado de nuevo Mario, éste le dirigió una mirada irritada y feroz. La joven se encogió de hombros y arqueó ligeramente las cejas, con esa expresión que significa: «¡Qué tendrá!».
Éste fué «su primer disgusto».
Apenas acababa Mario de tener con ella esta escena de miradas, cuando una persona atravesó la alameda. Era un inválido encorvado, arrugado y encanecido, con uniforme del tiempo de Luis XV, que llevaba al pecho la pequeña placa ovalada de paño encarnado, con espadas cruzadas, cruz de San Luis del soldado, é iba adornado además de una manga de uniforme sin brazo dentro, una barba de plata y una pierna de palo. Mario creyó notar que aquel ser tenía el aire extremadamente satisfecho. Hasta le pareció que el tal viejo cínico, al pasar cojeando junto á él, le había dirigido un guiño demasiado familiar y gozoso, como si una casualidad cualquiera hubiera hecho que estuviesen de inteligencia,[Pg 602] así tan contento aquel resto de Marte? ¿Qué había pasado entre aquella pierna de palo y la otra? Mario llegó al colmo de los celos. ¡Tal vez estaba ahí! dijo. ¡Y tal vez ha visto! Y le entraron ganas de exterminar al inválido. Andando el tiempo todo se olvida; la cólera de Mario contra «Úrsula» por justa y por legítima que fuése, pasó. Acabó por perdonar; pero tuvo que hacer un grande esfuerzo, y se manifestó irritado durante tres días. Sin embargo, al través de todo aquello, y á causa de todo lo demás, la pasión crecía, llegando á la locura.
IX
Eclipse
Acabamos de ver cómo Mario había descubierto, ó creído descubrir, que ella se llamaba Úrsula.
Comiendo se abre el apetito. Saber que se llamaba Úrsula había sido mucho, y ya era poco. Mario en tres ó cuatro semanas devoró aquella felicidad; deseó otra, y quiso saber dónde vivía.
Había cometido su primera falta: caer en la emboscada del banco del Gladiador. Había cometido la segunda: no permanecer en el Luxemburgo cuando iba solo el señor Leblanc. Cometió la tercera, que fué inmensa: siguió á Úrsula. Vivía en la calle del Oeste, en el sitio menos frecuentado, en una casa nueva de tres pisos, de modesta apariencia. Desde aquel momento, Mario añadió á su dicha de verla en el Luxemburgo, la de seguirla hasta su casa. Su hambre iba en aumento. Sabía cómo se llamaba, á lo menos de nombre; nombre lindísimo, verdadero nombre de mujer. Sabía también dónde vivía; quiso saber quién era.
Una noche, después de seguir al padre y á la hija hasta su casa, luego que los vió desaparecer tras de la puerta cochera, entróse siguiéndolos y preguntó muy resuelto al portero:
—¿Es el señor del piso principal el que acaba de entrar?
—No,—respondió el portero.—Es el inquilino del tercero.
Había ya dado otro paso; este triunfo, fácilmente conseguido, alentó á Mario.
—¿Interior ó exterior?—preguntó.
—La casa no tiene más que vistas á la calle,—contestó el portero.
—¿Y cuál es la profesión de ese caballero?—repuso Mario.
—Es rentista, caballero; hombre bueno, si los hay, y muy caritativo, que hace mucho bien á los pobres, aún cuando no es rico.
—¿Cómo se llama?—interrogó Mario.
El portero alzó la cabeza, y dijo:
—¿Sois acaso de la policía?
Mario se fué algo amoscado, pero contentísimo. Adelantaba.
—Bueno,—pensó;—sé que se llama Úrsula, que es hija de un rentista, y que vive aquí, en el piso tercero, calle del Oeste.
Al día siguiente, el señor Leblanc y su hija sólo dieron un paseo cortísimo[Pg 603] por el Luxemburgo; todavía era muy temprano cuando se retiraron. Mario los siguió á la calle del Oeste como tenía acostumbrado. Al llegar á la puerta cochera, el señor Leblanc hizo pasar primero á su hija, luego se detuvo antes de atravesar el umbral, se volvió, y miró fijamente á Mario. Al otro día ya no fueron al Luxemburgo, y Mario esperó en balde toda la tarde.
Entrada la noche, fué á la calle del Oeste, vió luz en las ventanas del tercer piso, y se estuvo paseando por la calle hasta que se apagó la luz.
Al siguiente día tampoco fueron al Luxemburgo. Mario esperó toda la tarde, y luego fué á ponerse de centinela nocturno bajo las ventanas. Esto le entretenía hasta las diez de la noche. Su comida no tenía ni período ni sustancia fija. La fiebre alimenta al enfermo, y el amor al enamorado. Así se pasaron ocho días. El señor Leblanc y su hija no volvieron á parecer por el Luxemburgo. Mario, formando tristes conjeturas, no se atrevía á espiar la puerta cochera durante el día. Contentábase con ir de noche á contemplar la claridad rojiza de los cristales. Veía de cuando en cuando pasar algunas sombras y le latía el corazón.
Al octavo día, cuando llegó al pie de las ventanas no había luz en ellas. ¡Calla! exclamó. Todavía no han encendido luz, y sin embargo, es ya muy de noche. ¿Habrán salido? Esperó hasta las diez, hasta las doce, hasta la una, pero no se encendió ninguna luz detrás de las vidrieras del tercer piso, ni entró nadie en la casa. Se fué, pues, tristísimo.
Á la mañana siguiente (porque no vivía sino de mañanas sucesivas, ni había, por así decirlo, hoy para él), al día siguiente, no vió á nadie en el Luxemburgo, aunque lo esperaba. Al anochecer se fué á la casa.
No se veía luz en las ventanas; las persianas estaban cerradas; el piso estaba completamente á oscuras.
Mario llamó á la puerta cochera, entró, y dijo al portero:
—¿El señor del piso tercero?
—Ha desocupado,—contestó el portero.
Mario vaciló, y preguntó débilmente:
—¿Desde cuándo?
—Desde ayer.
—¿Adónde ha ido á parar?
—No lo sé.
—¿No ha dejado su nueva dirección?
—No.
Y el portero, levantando la nariz y reconociendo á Mario:
—¡Calle!—dijo.—¡Sois vos! ¿Es decir que decididamente sois de policía?
FIN DEL TOMO PRIMERO