The Project Gutenberg EBook of Tradiciones peruanas, by Ricardo Palma This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: Tradiciones peruanas Author: Ricardo Palma Release Date: May 4, 2007 [EBook #21282] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK TRADICIONES PERUANAS *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net
crónica que trata de cómo el virrey poeta entendía la justicia
Esta tradición no tiene otra fuente de autoridad que el relato del pueblo. Todos la conocen en el Cuzco tal como hoy la presento. Ningún cronista hace mención de ella, y sólo en un manuscrito de rápidas apuntaciones, que abarca desde la época del virrey marqués de Salinas hasta la del duque de la Palata, encuentro las siguientes líneas:
«En este tiempo del gobierno del príncipe de Squillace, murió malamente en el Cuzco, a manos del diablo, el almirante de Castilla, conocido por el descomulgado».
Como se ve, muy poca luz proporcionan estas líneas, y me afirman que en los Anales del Cuzco, que posee inéditos el señor obispo de Ochoa, tampoco se avanza más, sino que el misterioso suceso está colocado en época diversa a la que yo le asigno.
Y he tenido en cuenta para preferir los tiempos de don Francisco de Borja; y Aragón, no sólo la apuntación ya citada, sino la especialísima circunstancia de que, conocido el carácter del virrey poeta, son propias de él las espirituales palabras con que termina esta leyenda.
Hechas las salvedades anteriores, en descargo de mi conciencia de cronista, pongo punto redondo y entro en materia.
Don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache y conde de Mayalde, natural de Madrid y caballero de las Ordenes de Santiago y Montesa, contaba treinta y dos años cuando Felipe III, que lo estimaba, en mucho, le nombró virrey del Perú. Los cortesanos criticaron el nombramiento, porque don Francisco sólo se había ocupado hasta entonces en escribir versos, galanteos y desafíos. Pero Felipe III, a cuyo regio oído, y contra la costumbre, llegaron las murmuraciones, dijo:—En verdad que es el más joven de los virreyes que hasta hoy han ido a Indias; pero en Esquilache hay cabeza, y más que cabeza brazo fuerte.
El monarca no se equivocó. El Perú estaba amagado por flotas filibusteras: y por muy buen gobernante que hiciese don Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, faltábale los bríos de la juventud. Jorge Spitberg, con una escuadra holandesa, después de talar las costas de Chile, se dirigió al Callao. La escuadra española le salió al encuentro el 22 de julio de 1615, y después de cinco horas de reñido y feroz combate frente a Cerro Azul o Cañete, se incendió la capitana, se fueron a pique varias naves, y los piratas vencedores pasaron a cuchillo a los prisioneros.
El virrey marqués de Montesclaros se constituyó en el Callao para dirigir la resistencia, más por llenar el deber que porque tuviese la esperanza de impedir, con los pocos y malos elementos de que disponía, el desembarque de los piratas y el consiguiente saqueo de Lima. En la ciudad de los Reyes dominaba un verdadero pánico; y las iglesias no sólo se hallaban invadidas por débiles mujeres, sino por hombres que, lejos de pensar en defender como bravos sus hogares, invocaban la protección divina contra los herejes holandeses. El anciano y corajudo virrey disponía escasamente de mil hombres en el Callao, y nótese que, según el censo de 1614, el número de habitantes de Lima ascendía a 25.454.
Pero Spitberg se conformó con disparar algunos cañonazos que le fueron débilmente contestados, e hizo rumbo para Paita. Peralta en su Lima fundada, y el conde de la Granja, en su poema de Santa Rosa, traen detalles sobre esos luctuosos días. El sentimiento cristiano atribuye la retirada de los piratas a milagro que realizó la virgen limeña, que murió dos años después, el 24 de agosto de 1617.
Según unos el 18 y según otros el 23 de diciembre de 1615, entró en Lima el príncipe de Esquilache, habiendo salvado providencialmente, en la travesía de Panamá al Callao, de caer en manos de los piratas.
El recibimiento de este virrey fué suntuoso, y el Cabildo no se paró en gastos para darle esplendidez.
Su primera atención fué crear y fortificar el puerto, lo que mantuvo a raya la audacia de los filibusteros hasta el gobierno de su sucesor, en que el holandés Jacobo L'Heremite acometió su formidable empresa pirática Descendiente del Papa Alejandro VI (Rodrigo Borgia) y de San Francisco de Borja, duque de Gandía, el príncipe de Esquilache, como años más tarde su sucesor y pariente el conde de Lemos, gobernó el Perú bajo la influencia de los jesuítas.
Calmada la zozobra que inspiraban los amagos filibusteros, don Francisco se contrajo al arreglo de la hacienda pública, dictó sabias ordenanzas para los minerales de Potosí v Huancavelica, y en 20 de diciembre de 1619 erigió el tribunal del Consulado de Comercio.
Hombre de letras, creó el famoso colegio del Príncipe, para educación de los hijos de caciques, y no permitió la representación de comedias ni autos sacramentales que no hubieran pasado antes por su censura. «Deber del que gobierna—decía—es ser solícito por que no se pervierta el gusto».
La censura que ejercía el príncipe de Esquilache era puramente literaria, y a fe que el juez no podía ser más autorizado. En la plévade de poetas del siglo XVII, siglo que produjo a Cervantes, Calderón, Lope, Quevedo, Tirso de Molina, Alarcón y Moreto, el príncipe de Esquilache es uno de los más notables, si no por la grandeza de la idea, por la lozanía y corrección de la forma. Sus composiciones sueltas y su poema histórico Nápoles recuperada, bastan para darle lugar preeminente en el español Parnaso.
No es menos notable como prosador castizo y elegante. En uno de los volúmenes de la obra Memorias de los virreyes se encuentra la Relación de su época de mando, escrito que entregó a la Audiencia para que ésta lo pasase a su sucesor don Diego Fernández de Córdova, marqués de Guadalcázar. La pureza de dicción y la claridad del pensamiento resaltan en este trabajo, digno, en verdad, de juicio menos sintético.
Para dar una idea del culto que Esquilache rendía a las letras, nos será suficiente apuntar que, en Lima, estableció una academia o club literario, como hoy decimos, cuyas sesiones tenían lugar los sábados en una de las salas de palacio. Según un escritor amigo mío y que cultivó el ramo de crónicas, los asistentes no pasaban de doce, personajes los más caracterizados en el foro, la milicia o la iglesia. «Allí asistía el profundo teólogo y humanista don Pedro de Yarpe Montenegro, coronel de ejército; don Baltasar de Laza y Rebolledo, oidor de la Real Audiencia; don Luis de la Puente, abogado insigne; fray Baldomero Illescas, religioso franciscano, gran conocedor de los clásicos griegos y latinos; don Baltasar Moreyra, poeta, y otros cuyos nombres no han podido atravesar los dos siglos y medio que nos separan de su época. El virrey los recibía con exquisita urbanidad; y los bollos, bizcochos de garapiña chocolate y sorbetes distraían las conferencias literarias de sus convidados. Lástima que no se hubieran extendido actas de aquellas sesiones, que seguramente serían preferibles a las de nuestros Congresos».
Entre las agudezas del príncipe de Esquilache, cuentan que le dijo a un sujeto muy cerrado de mollera, que leía mucho y ningún fruto sacaba de la lectura:—Déjese de libros, amigo, y persuádase que el huevo mientras más cocido, más duro.
Esquilache, al regresar a España en 1622, fué muy considerado del nuevo monarca Felipe IV, y murió en 1658 en la coronada villa del oso y el madroño.
Las armas de la casa de Borja eran un toro de gules en campo de oro, bordura de sinople y ocho brezos de oro.
Presentado el virrey poeta, pasemos a la tradición popular.
Existe en la ciudad del Cuzco una soberbia casa conocida por la del Almirante; y parece que el tal almirante tuvo tanto de marino, como alguno que yo me sé y que sólo ha visto el mar en pintura. La verdad es que el título era hereditario y pasaba de padres a hijos.
La casa era obra notabilísima. El acueducto y el tallado de los techos, en uno de los cuales se halla modelado el busto del almirante que la fabricó, llaman preferentemente la atención.
Que vivieron en el Cuzco cuatro almirantes, lo comprueba el árbol genealógico que en 1861 presentó ante el Soberano Congreso del Perú el señor don Sixto Laza, para que se le declarase legítimo y único representante del Inca Huáscar, con derecho a una parte de las huaneras, al ducado de Medina de Ríoseco, al marquesado de Oropesa y varias otras gollerías. ¡Carillo iba a costarnos el gusto de tener príncipe en casa! Pero conste, para cuando nos cansemos de la república, teórica o práctica, y proclamemos, por variar de plato, la monarquía, absoluta o constitucional, que todo puede suceder, Dios mediante y el trotecito trajinero que llevamos.
Refiriéndose a ese árbol genealógico, el primer almirante fué don Manuel de Castilla, el segundo don Cristóbal de Castilla Espinosa y Lugo, al cual sucedió su hijo don Gabriel de Castilla Vázquez de Vargas, siendo el cuarto y último don Juan de Castilla y González, cuya descendencia se pierde en la rama femenina.
Cuéntase de los Castilla, para comprobar lo ensoberbecidos que vivían de su alcurnia, que cuando rezaban el Avemaría usaban esta frase: Santa María, madre de Dios, parienta y señora nuestra, ruega por nos.
Las armas de los Castilla eran: escudo tronchado; el primer cuartel en gules y castillo de oro aclarado de azur; el segundo en plata, con león rampante de gules y banda de sinople con dos dragantes también de sinople.
Aventurado sería determinar cuál de los cuatro es el héroe de la tradición, y en esta incertidumbre puede el lector aplicar el mochuelo a cualquiera, que de fijo no vendrá del otro barrio a querellarse de calumnia.
El tal almirante era hombre de más humos que una chimenea, muy pagado de sus pergaminos y más tieso que su almidonada gorguera. En el patio de la casa ostentábase una magnífica fuente de piedra, a la que el vecindario acudía para proveerse de agua, tomando al pie de la letra el refrán de que agua y candela a nadie se niegan.
Pero una mañana se levantó su señoría con un humor de todos los diablos, y dió orden a sus fámulos para que moliesen a palos a cualquier bicho de la canalla que fuese osado a atravesar los umbrales en busca del elemento refrigerador.
Una de las primeras que sufrió el castigo fué una pobre vieja, lo que produjo algún escándalo en el pueblo.
Al otro día el hijo de ésta, que era un joven clérigo que servía la parroquia de San Jerónimo, a pocas leguas del Cuzco, llegó a la ciudad y se impuso del ultraje inferido a su anciana madre. Dirigióse inmediatamente a casa del almirante; y el hombre de los pergaminos lo llamó hijo de cabra y vela verde, y echó verbos y gerundios, sapos y culebras por esa aristocrática boca, terminando por darle una soberana paliza al sacerdote.
La excitación que causó el atentado fué inmensa. Las autoridades no se atrevían a declararse abiertamente contra el magnate, y dieron tiempo al tiempo, que a la postre todo lo calma. Pero la gente de iglesia y el pueblo declararon excomulgado al orgulloso almirante.
El insultado clérigo, pocas horas después de recibido el agravio, se dirigió a la Catedral y se puso de rodillas a orar ante la imagen de Cristo, obsequiada a la ciudad por Carlos V. Terminada su oración, dejó a los pies del Juez Supremo un memorial exponiendo su queja y demandando la justicia de Dios, persuadido que no había de lograrla de los hombres. Diz que volvió al templo al siguiente día, y recogió la querella proveída con un decreto marginal de Como se pide: se hará justicia. Y así pasaron tres meses, hasta que un día amaneció frente a la casa una horca y pendiente de ella el cadáver del excomulgado, sin que nadie alcanzara a descubrir los autores del crimen, por mucho que las sospechas recayeran sobre el clérigo, quien supo, con numerosos testimonios, probar la coartada.
En el proceso que se siguió declararon dos mujeres de la vecindad que habían visto un grupo de hombres cabezones y chiquirriticos, vulgo duendes, preparando la horca; y que cuando ésta quedó alzada, llamaron por tres veces a la puerta de la casa, la que se abrió al tercer aldabonazo. Poco después el almirante, vestido de gala, salió en medio de los duendes, que sin más ceremonia lo suspendieron como un racimo.
Con tales declaraciones la justicia se quedó a obscuras y no pudiendo proceder contra los duendes, pensó que era cuerdo el sobreseimiento.
Si el pueblo cree como artículo de fe que los duendes dieron fin del excomulgado almirante, no es un cronista el que ha de meterse en atolladeros para convencerlo de lo contrario, por mucho que la gente descreída de aquel tiempo murmurara por lo bajo que todo lo acontecido era obra de los jesuítas, para acrecer la importancia y respeto debidos al estado sacerdotal.
El intendente y los alcaldes del Cuzco dieron cuenta de todo al virrey, quien después de oír leer el minucioso informe le dijo a su secretario:
—¡Pláceme el tema para un romance moruno! ¿Qué te parece de esto, mi buen Estúñiga?
—Que vuecelencia debe echar una mónita a esos sandios golillas que no han sabido hallar la pista de los fautores del crimen.
—Y entonces se pierde lo poético del sucedido—repuso el de Esquilache sonriéndose.
—Verdad, señor; pero se habrá hecho justicia.
El virrey se quedó algunos segundos pensativo; y luego, levantándose de su asiento, puso la mano sobre el hombro de su secretario:
—Amigo mío, lo hecho está bien hecho; y mejor andaría el mundo si, en casos dados, no fuesen leguleyos trapisondistas y demás cuervos de Temis, sino duendes, los que administrasen justicia. Y con esto, buenas noches y que Dios y Santa María nos tengan en su santa guarda y nos libren de duendes y remordimientos.
crónica de la época del decimocuarto virrey del perú
(Al doctor Ignacio La-Puente.)
En una tarde de junio de 1631 las campanas todas de las iglesias de Lima plañían fúnebres rogativas, y los monjes de las cuatro órdenes religiosas que a la sazón existían, congregados en pleno coro, entonaban salmos y preces.
Los habitantes de la tres veces coronada ciudad cruzaban por los sitios en que, sesenta años después, el virrey conde de la Monclova debía construir los portales de Escribanos y Botoneros, deteniéndose frente a la puerta lateral de palacio.
En éste todo se volvía entradas y salidas de personajes, más o menos caracterizados.
No se diría sino que acababa de dar fondo en el Callao un galeón con importantísimas nuevas de España, ¡tanta era la agitación palaciega y popular! o que, como en nuestros democráticos días, se estaba realizando uno de aquellos golpes de teatro a que sabe dar pronto término la justicia de cuerda y hoguera.
Los sucesos, como el agua, deben beberse en la fuente; y por esto, con venia del capitán de arcabuceros que está de facción en la susodicha puerta, penetraremos, lector, si te place mi compañía, en un recamarín de palacio.
Hallábanse en él el excelentísimo señor don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera Bobadilla y Mendoza, conde de Chinchón, virrey de estos reinos del Perú por S. M. don Felipe IV, y su íntimo amigo el marqués de Corpa. Ambos estaban silenciosos y mirando con avidez hacia una puerta de escape, la que al abrirse dió paso a un nuevo personaje.
Era éste un anciano. Vestía calzón de paño negro a media pierna, zapatos de pana con hebillas de piedra, casaca y chaleco de terciopelo, pendiendo de este último una gruesa cadena de plata con hermosísimos sellos. Si añadimos que gastaba guantes de gamuza, habrá el lector conocido el perfecto tipo de un esculapio de aquella época.
El doctor Juan de Vega, nativo de Cataluña y recién llegado al Perú, en calidad de médico de la casa del virrey, era una de las lumbreras de la ciencia que enseña a matar por medio de un récipe.
—¿Y bien, don Juan?—le interrogó el virrey, más con la mirada que con la palabra.
—Señor, no hay esperanza. Sólo un milagro puede salvar a doña Francisca.
Y don Juan se retiró con aire compungido.
Este corto diálogo basta para que el lector menos avisado conozca de qué se trata.
El virrey había llegado a Lima en enero de 1639, y dos meses más tarde su bellísima y joven esposa doña Francisca Henríquez de Ribera, a la que había desembarcado en Paita para no exponerla a los azares de un probable combate naval con los piratas. Algún tiempo después se sintió la virreina atacada de esa fiebre periódica que se designa con el nombre de terciana, y que era conocida por los Incas como endémica en el valle de Rimac.
Sabido es que cuando, en 1378, Pachacutec envió un ejército de treinta mil cuzqueños a la conquista de Pachacamac, perdió lo más florido de sus tropas a estragos de la terciana. En los primeros siglos de la dominación europea, los españoles que se avecindaban en Lima pagaban también tributo a esta terrible enfermedad, de la que muchos sanaban sin específico conocido, y a no pocos arrebataba el mal.
La condesa de Chinchón estaba desahuciada. La ciencia, por boca de su oráculo don Juan de Vega, había fallado.
—¡Tan joven y tan bella!—decía a su amigo el desconsolado esposo—. ¡Pobre Francisca! ¿Quién te habría dicho que no volveríais a ver tu cielo de Castilla ni los cármenes de Granada? ¡Dios mío! ¡Un milagro, Señor, un milagro!...
—Se salvará la condesa, excelentísimo señor—contestó una voz en la puerta de la habitación.
El virrey se volvió sorprendido. Era un sacerdote, un hijo de Ignacio de Loyola, el que había pronunciado tan consoladoras palabras.
El conde de Chinchón se inclinó ante el jesuíta. Este continuó:
—Quiero ver a la virreina, tenga vuecencia fe, y Dios hará el resto.
El virrey condujo al sacerdote al lecho de la moribunda.
Suspendamos nuestra narración para trazar muy a la ligera el cuadro de la época del gobierno de don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera, hijo de Madrid, comendador de Criptana entre los caballeros de Santiago, alcaide del alcázar de Segovia, tesorero de Aragón, y cuarto conde de Chinchón, que ejerció el mando desde el 14 de enero de 1629 hasta el 18 del mismo mes de 1639.
Amenazado el Pacífico por los portugueses y por la flotilla del pirata holandés Pie de palo, gran parte de la actividad del conde de Chinchón se consagró a poner el Callao y la escuadra en actitud de defensa. Envió además a Chile mil hombres contra los araucanos, y tres expediciones contra algunas tribus de Puno, Tucumán y Paraguay.
Para sostener el caprichoso lujo de Felipe IV y sus cortesanos, tuvo la América que contribuir con daño de su prosperidad. Hubo exceso de impuestos y gabelas, que el comercio de Lima se vió forzado a soportar.
Data de entonces la decadencia de los minerales de Potosí y Huancavelica, a la vez que el descubrimiento de las vetas de Bombón y Caylloma.
Fué bajo el gobierno de este virrey cuando, en 1635, aconteció la famosa quiebra del banquero Juan de la Cueva, en cuyo Banco—dice Lorente—tenían suma confianza así los particulares como el Gobierno. Esa quiebra se conmemoró, hasta hace poco, con la mojiganga llamada Juan de la Cova, coscoroba.
El conde de Chinchón fué tan fanático como cumplía a un cristiano viejo. Lo comprueban muchas de sus disposiciones. Ningún naviero podía recibir pasajeros a bordo, si previamente no exhibía una cédula de constancia de haber confesado y comulgado la víspera. Los soldados estaban también obligados, bajo severas penas, a llenar cada año este precepto, y se prohibió que en los días de Cuaresma se juntasen hombres y mujeres en un mismo templo.
Como lo hemos escrito en nuestro Anales de la Inquisición de Lima, fué ésta la época en que más víctimas sacrificó el implacable tribunal de la fe. Bastaba ser portugués y tener fortuna para verse sepultado en las mazmorras del Santo Oficio. En uno solo de los tres autos de fe a que asistió el conde de Chinchón fueron quemados once judíos portugueses, acaudalados comerciantes de Lima.
Hemos leído en el librejo del duque de Frías que, en la primera visita de cárceles a que asistió el conde, se le hizo relación de una causa seguida a un caballero de Quito, acusado de haber pretendido sublevarse contra el monarca. De los autos dedujo el virrey que todo era calumnia, y mandó poner en libertad al preso, autorizándolo para volver a Quito y dándole seis meses de plazo para que sublevase el territorio; entendiéndose que si no lo conseguía, pagarían los delatores las costas del proceso y los perjuicios sufridos por el caballero.
¡Hábil manera de castigar envidiosos y denunciantes infames!
Alguna quisquilla debió tener su excelencia con las limeñas cuando en dos ocasiones promulgó bando contra las tapadas; las que, forzoso es decirlo, hicieron con ellos papillotas y tirabuzones. Legislar contra las mujeres ha sido y será siempre sermón perdido.
Volvamos a la virreina, que dejamos moribunda en el lecho.
Un mes después se daba una gran fiesta en palacio en celebración del restablecimiento de doña Francisca.
La virtud febrífuga de la cascarilla quedaba descubierta.
Atacado de fiebres un indio de Loja llamado Pedro de Leyva bebió, para calmar los ardores de la sed, del agua de un remanso, en cuyas orillas crecían algunos árboles de quina. Salvado así, hizo la experiencia de dar de beber a otros enfermos del mismo mal cántaros de agua, en los que depositaba raíces de cascarilla. Con su descubrimiento vino a Lima y lo comunicó a un jesuíta, el que, realizando la feliz curación de la virreina, prestó a la humanidad mayor servicio que el fraile que inventó la pólvora.
Los jesuítas guardaron por algunos años el secreto, y a ellos acudía todo el que era atacado de terciana. Por eso, durante mucho tiempo, los polvos de la corteza de quina se conocieron con el nombre de polvos de los jesuítas.
El doctor Scrivener dice que un médico inglés, Mr. Talbot, curó con la quinina al príncipe de Condé, al delfín, a Colbert y otros personajes, vendiendo el secreto al gobierno francés por una suma considerable y una pensión vitalicia.
Linneo, tributando en ello un homenaje a la virreina condesa de Chinchón, señala a la quina el nombre que hoy le da la ciencia: Chinchona.
Mendiburu dice que, al principio, encontró el uso de la quina fuerte oposición en Europa, y que en Salamanca se sostuvo que caía en pecado mortal el médico que la recetaba, pues sus virtudes eran debidas a pacto de dos peruanos con el diablo.
En cuanto al pueblo de Lima, hasta hace pocos años conocía los polvos de la corteza de este árbol maravilloso con el nombre de polvos de la condesa.[1]
crónica de la época del décimonono virrey del perú
(Al doctor don José Mariano Jiménez.)
En una serena tarde de marzo del año del Señor de 1665, hallábase reunida a la puerta de su choza una familia de indios. Componíase ésta de una anciana que se decía descendiente del gran general Ollantay, dos hijas, Carmen y Teresa, y un mancebo llamado Tomás.
La choza estaba situada a la falda del cerro de Laycacota. Ella con quince o veinte más constituían lo que se llama una aldea de cien habitantes.
Mientras las muchachas se entretenían en hilar, la madre contaba al hijo, por la milésima vez, la tradición de su familia. Esta no es un secreto, y bien puedo darla a conocer a mis lectores, que la hallarán relatada con extensos y curiosos pormenores en el importante libro que con el título Anales del Cuzco, publicó mi ilustrado amigo y compañero de Congreso don Pío Benigno Mesa.
He aquí la tradición sobre Ollantay:
Bajo el imperio del Inca Pachacutec, noveno soberano del Cuzco, era Ollantay, curaca de Ollantaytambo, el generalísimo de los ejércitos. Amante correspondido de una de las ñustas o infantas, solicitó de Pachacutec, y como recompensa a importantes servicios, que le acordase la mano de la joven. Rechazada su pretensión por el orgulloso monarca, cuya sangre, según las leyes del imperio, no podía mezclarse con la de una familia que no descendiese directamente de Mango Capac, el enamorado cacique desapareció una noche del Cuzco, robándose a su querida Cusicoyllor.
Durante cinco años fué imposible al Inca vencer al rebelde vasallo, que se mantuvo en armas en las fortalezas de Ollantaytambo, cuyas ruinas son hoy la admiración del viajero. Pero Rumiñahui, otro de los generales de Pachacutec, en secreta entrevista con su rey, lo convenció de que, más que a la fuerza, era preciso recurrir a la maña y a la traición para sujetar a Ollantay. El plan acordado fué poner preso a Rumiñahui, con el pretexto de que había violado el santuario de las vírgenes del Sol. Según lo pactado, se le degradó y azotó en la plaza pública para que, envilecido así, huyese del Cuzco y fuese a ofrecer sus servicios a Ollantay, que viendo en él una ilustre víctima a la vez que un general de prestigio, no podría menos que dispensarle entera confianza. Todo se realizó como inicuamente estaba previsto, y la fortaleza fué entregada por el infame Rumiñahui, mandando el Inca decapitar a los prisioneros[2].
Un leal capitán salvó a Cusicoyllor y su tierna hija Imasumac, y se estableció con ellas en la falda del Laycacota, en el sitio donde en 1669 debía erigirse la villa de San Carlos de Puno.
Concluía la anciana de referir a su hijo esta tradición, cuando se presentó ante ella un hombre, apoyado en un bastón, cubierto el cuerpo con un largo poncho de bayeta, y la cabeza por un ancho y viejo sombrero de fieltro. El extranjero era un joven de veinticinco años, y a pesar de la ruindad de su traje, su porte era distinguido, su rostro varonil y simpático y su palabra graciosa y cortesana.
Dijo que era andaluz, y que su desventura lo traía a tal punto que se hallaba sin pan ni hogar. Los vástagos de la hija de Pachacutec le acordaron de buen grado la hospitalidad que demandaba.
Así transcurrieron pocos meses. La familia se ocupaba en la cría de ganado y en el comercio de lanas, sirviéndola el huésped muy útilmente. Pero la verdad era que el joven español se sentía apasionado de Carmen, la mayor de las hijas de la anciana, y que ella no se daba por ofendida con ser objeto de las amorosas ansias del mancebo.
Como el platonismo, en punto a terrenales afectos, no es eterno, llegó un día en que el galán, cansado de conversar con las estrellas en la soledad de sus noches, se espontaneó con la madre, y ésta, que había aprendido a estimar al español, le dijo:
—Mi Carmen te llevará en dote una riqueza digna de la descendiente de emperadores.
El novio no dio por el momento importancia a la frase; pero tres días después de realizado el matrimonio, la anciana lo hizo levantarse de madrugada y lo condujo a una bocamina, diciéndole:
—Aquí tienes la dote de tu esposa.
La hasta entonces ignorada, y después famosísima, mina de Laycacota fué desde ese día propiedad de don José Salcedo, que tal era el nombre del afortunado andaluz.
La opulencia de la mina y la generosidad de Salcedo y de su hermano don Gaspar atrajeron, en breve, gran número de aventureros a Laycacota.
Oigamos a un historiador: «Había allí plata pura y metales, cuyo beneficio dejaba tantos marcos como pesaba el cajón. En ciertos días se sacaron centenares de miles de pesos».
Estas aseveraciones parecerían fabulosas si todos los historiadores no estuvieran uniformes en ellas.
Cuando algún español, principalmente andaluz o castellano, solicitaba un socorro de Salcedo, éste le regalaba lo que pudiese sacar de la mina en determinado número de horas. El obsequio importaba casi siempre por lo menos el valor de una barra, que representaba dos mil pesos.
Pronto los catalanes, gallegos y vizcaínos que residían en el mineral entraron en disensiones con los andaluces, castellanos y criollos favorecidos por los Salcedo. Se dieron batallas sangrientas con variado éxito, hasta que el virrey don Diego de Benavides, conde de Santisteban, encomendó al obispo de Arequipa, fray Juan de Almoguera, la pacificación del mineral. Los partidarios de los Salcedo derrotaron a las tropas del obispo, librando mal herido el corregidor Peredo.
En estos combates, hallándose los de Salcedo escasos de plomo, fundieron balas de plata. No se dirá que no mataban lujosamente.
Así las cosas, aconteció en Lima la muerte de Santisteban, y la Real Audiencia asumió el poder. El gobernador que ésta nombró para Laycacota, viéndose sin fuerzas para hacer respetar su autoridad, entregó el mando a don José Salcedo, que lo aceptó bajo el título de justicia mayor. La Audiencia se declaró impotente y contemporizó con Salcedo, el cual, recelando nuevos ataques de los vascongados, levantó y artilló una fortaleza en el cerro.
En verdad que la Audiencia tenía por entonces mucho grave de que ocuparse con los disturbios que promovía en Chile el gobernador Meneses y con la tremenda y vasta conspiración del Inca Bohorques, descubierta en Lima casi al estallar, y que condujo al caudillo y sus tenientes al cadalso.
El orden se había por completo restablecido en Laycacota, y todos los vecinos estaban contentos del buen gobierno y la caballerosidad del justicia mayor.
Pero en 1667, la Audiencia tuvo que reconocer al nuevo virrey llegado de España.
Era éste el conde Lemos, mozo de treinta y tres años, a quien, según los historiadores, sólo faltaba sotana para ser completo jesuíta. En cerca de cinco años de mando, brilló poco como administrador. Sus empresas se limitaron a enviar, aunque sin éxito, una fuerte escuadra en persecución del bucanero Morgán, que había incendiado Panamá, y a apresar en las costas de Chile a Enrique Clerk. Un año después de su destrucción por los bucaneros (1670), la antigua Panamá, fundada en 1518, se trasladó al lugar donde hoy se encuentra. Dos voraces incendios, uno en febrero de 1737 y otro en marzo de 1756, convirtieron en cenizas dos terceras partes de los edificios, entre los que algunos debieron ser monumentales, a juzgar por las ruinas que aun llaman la atención del viajero.
El virrey conde de Lemos se distinguió únicamente por su devoción. Con frecuencia se le veía barriendo el piso de la iglesia de los Desamparados, tocando en ella el órgano, y haciendo el oficio de cantar en la solemne misa dominical, dándosele tres pepinillos de las murmuraciones de la nobleza, que juzgaba tales actos indignos de un grande de España.
Dispuso este virrey, bajo pena de cárcel y multa, que nadie pintase cruz en sitio donde pudiera ser pisada; que todos se arrodillasen al toque de oraciones; y escogió para padrino de uno de sus hijos al cocinero del convento de San Francisco, que era un negro con un jeme de jeta y fama de santidad.
Por cada individuo de los que ajusticiaba, mandaba celebrar treinta misas; y consagró, por lo menos, tres horas diarias al rezo del oficio parvo y del rosario, confesando y comulgando todas las mañanas, y concurriendo al jubileo y a cuanta fiesta o distribución religiosa se le anunciara.
Jamás se han vista en Lima procesiones tan espléndidas como las de entonces; y Lorente, en su Historia, trae la descripción de una que se trasladó desde palacio a los Desamparados, dando largo rodeo, una imagen de María que el virrey había hecho traer expresamente desde Zaragoza. Arco hubo en esa fiesta cuyo valor se estimó en más de doscientos mil pesos, tal era la profusión de alhajas y piezas de oro y plata que lo adornaban. La calle de Mercaderes lució por pavimento barras de plata, que representaban más de dos millones de ducados. ¡Viva el lujo y quien lo trujo!
El fanático don Pedro Antonio de Castro y Andrade, conde de Lemos, marqués de Sarria y de Gátiva y duque de Taratifanco, que cifraba su orgullo en descender de San Francisco de Borja, y que, a estar en sus manos, como él decía, habría fundado en cada calle de Lima un colegio de Jesuítas, apenas fué proclamado en Lima como representante de Carlos II el Hechizado, se dirigió a Puno con gran aparato de fuerza y aprehendió a Salcedo.
El justicia contaba con poderosos elementos para resistir; pero no quiso hacerse reo de rebeldía a su rey y señor natural.
El virrey, según muchos historiadores, lo condujo preso, tratándolo durante la marcha con extremado rigor. En breve tiempo quedó concluída la causa, sentenciado Salcedo a muerte, y confiscados sus bienes en provecho del real tesoro.
Como hemos dicho, los jesuítas dominaban al virrey. Jesuíta era su confesor el padre Castillo, y jesuítas sus secretarios. Las crónicas de aquellos tiempos acusan a los hijos de Loyola de haber contribuido eficazmente al trágico fin del rico minero, que había prestado no pocos servicios a la causa de la corona y enviado a España algunos millones por el quinto de los provechos de la mina.
Cuando leyeron a Salcedo la sentencia, propuso al virrey que le permitiese apelar a España, y que por el tiempo que transcurriese desde la salida del navío hasta su regreso con la resolución de la corte de Madrid, lo obsequiaría diariamente con una barra de plata.
Y téngase en cuenta no sólo que cada barra de plata se valorizaba en dos mil duros, sino que el viaje del Callao a Cádiz no era realizable en menos de seis meses.
La tentación era poderosa, y el conde de Lemos vaciló.
Pero los jesuítas le hicieron presente que mejor partido sacaría ejecutando a Salcedo y confiscándole sus bienes.
El que más influyó en el ánimo de su excelencia fué el padre Francisco del Castillo, jesuíta peruano que está en olor de santidad, el cual era padrino de bautismo de don Salvador Fernández de Castro, marqués de Almuña e hijo del virrey.
Salcedo fué ejecutado en el sitio llamado Orcca-Pata, a poca distancia de Puno.
Cuando la esposa de Salcedo supo el terrible desenlace del proceso, convocó a sus deudos y les dijo:
—Mis riquezas han traído mi desdicha. Los que las codician han dado muerte afrentosa al hombre que Dios me deparó por compañero. Mirad cómo le vengáis.
Tres días después la mina de Laycacota había dado en agua, y su entrada fué cubierta con peñas, sin que hasta hoy haya podido descubrirse el sitio donde ella existió.
Los parientes de la mujer de Salcedo inundaron la mina, haciendo estéril para los asesinos del justicia mayor el crimen a que la codicia los arrastrara.
Carmen, la desolada viuda, había desaparecido, y es fama que se sepultó viva en uno de los corredores de la mina.
Muchos sostienen que la mina de Salcedo era la que hoy se conoce con el nombre del Manto. Este es un error que debemos rectificar. La codiciada mina de Salcedo estaba entre los cerros Laycacota y Cancharani.
El virrey, conde Lemos, en cuyo período de mando tuvo lugar la canonización de Santa Rosa, murió en diciembre de 1673, y su corazón fué enterrado bajo el altar mayor de la iglesia de los Desamparados.
Las armas de este virrey eran, por Castro, un sol de oro sobre gules.
En cuanto a los descendientes de los hermanos Salcedo, alcanzaron bajo el reinado de Felipe V la rehabilitación de su nombre y el título de marqués de Villarrica para el jefe de la familia.
crónica de la época del vigésimo virrey del perú
Mi buen amigo y alcalde don Rodrigo de Odría:
Hanme dado cuenta de que, en deservicio de Su Majestad y en agravio de la honra que Dios me dió, ha delinquido torpemente Juan de Villegas, empleado en esta Caja real de Lima. Por ende procederéis, con la mayor presteza y cuidando de estar a todo apercibido y de no dar campo para grave escándalo, a la prisión del antedicho Villegas, y fecha que sea y depositado en la cárcel de corte, me daréis inmediato conocimiento.
Guarde Dios a vuesa merced muchos años.
El conde de Castellar.
Hoy 10 de septiembre de 1676.
Sentábase a la mesa en los momentos en que, llamando a coro a los canónigos, daban las campanas la gorda para las tres, el alcalde del crimen don Rodrigo de Odría, y acababa de echar la bendición al pan, cuando se presentó un alguacil y le entregó un pliego, diciéndole:
—De parte de su excelencia el virrey, y con urgencia.
Cabalgó las gafas sobre la nariz el honrado alcalde, y después de releer, para mejor estimar los conceptos, la orden que dejamos copiada, se levantó bruscamente y dijo al alguacil, que era un mozo listo como una avispa:
—¡Hola, Güerequeque! Que se preparen ahora mismo tus compañeros, que nos ha caído trabajo, y de lo fino.
Mientras se concertaban los alguaciles, el alcalde paseaba por el comedor, completamente olvidado de que la sopa, el cocido y la ensalada esperaban que tuviese a bien hacerles los honores cotidianos. Como se ve, el bueno de don Rodrigo no era víctima del pecado de gula; pues su comida se limitaba a sota, caballo y rey, sazonados con la salsa de San Bernardo.
—Ya me daba a mí un tufillo que este don Juan no caminaba tan derecho como Dios manda y al rey conviene. Verdad que hay en él un aire de tuno que no es para envidiado, y que no me entró nunca por el ojo derecho a pesar de sus zalamerías y dingolodangos. Y cuando el virrey que ha sido su amigote me intima que le eche la zarpa, ¡digo si habrá motivo sobrado! A cumplir, Rodrigo, y haz de ese caldo tajadas, quien manda, manda, y su excelencia no gasta buenas pulgas. Adelante, que no hay más bronce que años once, ni más lana que no saber que hay mañana.
Y plantándose capa y sombrero, y empuñando la vara de alcalde, se echó a la calle, seguido de una chusma de corchetes, y enderezó a la esquina del Colegio Real.
Llegado a ella, comunicó órdenes a sus lebreles, que se esparcieron en distintas direcciones para tomar todas las avenidas e impedir que escapase el reo, que, a juzgar por los preliminares, debía ser pájaro de cuenta.
Don Rodrigo, acompañado de cuatro alguaciles, penetró en una casa en la calle de Ildefonso, que según el lujo y apariencias no podía dejar de ser habitada por persona de calidad.
Don Juan de Villegas era un vizcaíno que frisaba en los treinta y cinco años, y que llegó a Lima en 1674 nombrado para un empleo de sesenta duros al mes, renta asaz mezquina aun para el puchero de una mujer y cuatro hijos, que comían más que un cáncer en el estómago. De repente, y sin que le hubiese caído lotería ni heredado en América a tío millonario, se le vió desplegar gran boato, dando pábulo y comidilla al chichisbeo de las comadres del barrio y demás gente cuya ocupación es averiguar vidas ajenas. Ratones arriba, que todo lo blanco no es harina.
Don Juan dormía esa tarde, y sobre un sofá de la sala, la obligada siesta de los españoles rancios, y despertó, rodeado de esbirros, a la intimación que le dirigió el alcalde.
—¡Por el rey! Dése preso vuesa merced.
El vizcaíno echó mano de un puñal de Albacete que llevaba al cinto y se lanzó sobre el alcalde y su comitiva, que aterrorizados lo dejaron salir hasta el patio. Mas Güerequeque, que había quedado de vigía en la puerta de la calle, viendo despavoridos y maltrechos a sus compañeros, se quitó la capa y con pasmosa rapidez la arrojó sobre la cabeza del delincuente, que tropezó y vino al suelo: entonces toda la jauría cayó sobre el caído, según es de añeja práctica en el mundo, y fuertemente atado dieron con él en la cárcel de corte, situada en la calle de la Pescadería.
—¡Qué cosas tan guapas—murmuraba don Rodrigo por el camino—hemos de ver el día del juicio en el valle de Josafat! Sabios sin sabiduría, honrados sin honra, volver cada peso al bolsillo de su legítimo dueño, y a muchos hijos encontradizos del verdadero padre que los engendró. Algunos pasarán de rocín a ruin. ¡Qué bahorrina, Señor, qué bahorrina! Bien barruntaba yo que este don Juan tenía cara de beato y uñas de gato... ¡Nada! Al capón que se hace gallo, descañonarlo; que como dice la copla:
Arbol tierno aunque se tuerza
recto se puede poner;
pero en adquiriendo fuerza
no basta humano poder.
Tres meses después, Juan de Villega, que previamente recibió doscientos ramalazos por mano del verdugo, marchaba en traílla con otros criminales al presidio de Chagres, convicto y confeso del crimen de defraudador del real tesoro, reagravado con los de falsificación de la firma del virrey y resistencia a la justicia.
Cuando el virrey conde de Castellar, que a la sazón contaba cuarenta y seis años, vino a Lima, trajo en su compañía, entre otros empleados que habían comprado sus cargos en la corte, a don Juan de Villegas. Durante el viaje tuvo ocasión de frecuentar el trato del virrey, que le tomó algún cariño y lo invitaba a veces a comer en palacio... Pero caigo en cuenta que estoy hablando del virrey sin haberlo presentado en forma a mis lectores. Hagamos, pues, conocimiento con su excelencia.
Don Baltasar de la Cueva, conde de Castellar y de Villa-Alonso, marqués de Malagón, señor de las villas de Viso, Paracuellos, Fuente el Fresno, Porcuna y Benarfases, natural de Madrid, hijo segundo del duque de Alburquerque, caballero de Santiago, alguacil mayor perpetuo de la ciudad de Toro, alfaqueque de Castilla y vigésimo virrey del Perú, entró en Lima el 15 de agosto de 1674, ostentando—dice un historiador—en acémilas lujosamente ataviadas la opulencia que solían sacar otros virreyes. El pueblo pensó, y pensó juiciosamente, que don Baltasar no venía en pos de logros y granjerías, sino en busca de honra, y lo acogió con vivo entusiasmo.
Sus primeros actos administrativos fueron organizar la escuadra en previsión de ataques piráticos, artillar Valparaíso, fortificar Arica, Guayaquil y Panamá, y reparar los muros del Callao, aumentando a la vez su guarnición.
En el orden civil y en el orden religioso dictó acertadísimas disposiciones. Dió respetabilidad a los tribunales; fué celoso guardián del patronato, sosteniendo graves querellas con el arzobispo; reformó la Universidad; creó fondos para el sostenimiento del hospital de Santa Ana, y promulgó ordenanzas para moderar el lujo de los coches y tumultos, para impedir los desafíos y mejorar otros ramos de policía.
En Hacienda realizó varias economías en los gastos públicos, castigó con extremo rigor los abusos de los corregidores, y practicó minuciosa inspección de las cajas reales. Por resultado de ella marcharon al presidio de Valdivia varios empleados fiscales, se ahorcó al tesorero de Chuquiavo, y confiscados los bienes de los culpables, recuperó el tesoro algunos realejos. Ningún libramiento se pagaba si no llevaba el cúmplase de letra del virrey, y con su firma al pie. Muchos de estos documentos fueron falsificados por Villegas.
Hablando de tan ilustre virrey, dice Lorente:
«Oía a todos en audiencias públicas y secretas, sin tener horas reservadas ni porteros que impidieran hablarle, y daba por sí mismo decretos y órdenes, con admiración de los limeños, que ponderaban no haber observado actividad igual en el trabajo, ni forma semejante de administración en ninguno de los virreyes anteriores.
Pocos años hace que un prestidigitador (Paraff) ofreció sacar del cobre oro en abundancia. Establecióse en Chile, donde organizó una Sociedad cuyos accionistas sembraron oro, que fué a esconderse en las arcas de Paraff, y cosecharon cobre de mala ley.
Algo parecido sucedió en tiempo del conde de Castellar, sólo que allí no hubo bellaco embaucador, sino inocente visionario. Sigamos a Mendiburu en la relación del hecho.
Don Juan del Corro, uno de los principales azogueros del Potosí, expuso al gobierno que había encontrado un nuevo método de beneficiar metales de plata, dando de aumento en unos la mitad, en otros la tercera o cuarta parte, y en todos un ahorro de azogue de cincuenta por ciento, solicitando en pago de su descubrimiento mercedes de la corona. El presidente de Charcas, el corregidor, los oficiales reales de Potosí, y muchos mineros y azogueros informaron favorablemente. El virrey puso en duda la maravilla, y envió a Potosí comisionados de su entera confianza para que hiciesen nuevos experimentos prácticos.
Tres o cuatro meses después llegaba una tarde a Lima un propio, conduciendo cartas y pliegos de los comisionados. Estos informaban que el descubrimiento de don Juan del Corro no era embolismo, sino prodigiosa realidad.
Entusiasmado el virrey se quitó la cadena de oro que traía al cuello y la regaló, por vía de albricias, al conductor de las comunicaciones. En seguida mandó repicar campanas y que se iluminase la ciudad.
Esto produjo general alboroto, Tedéum en la Catedral, misa solemne de gracias celebrada por el arzobispo Almoguera, lucidas comparsas de máscaras y otros regocijos públicos. No paró en esto. Castellar dispuso se llevase a la Catedral las imágenes de la Virgen del Rosario, Santo Domingo y Santa Rosa en procesión solemne, que atravesó muchas calles ricamente adornadas y en las que había altares y arcos de mucho costo. Hízose un novenario suntuoso, costeando de su propio peculio la devota virreina doña Teresa María Arias de Saavedra los gastos de tan magníficas fiestas.
El virrey mandó imprimir y distribuyó entre los mineros del Perú la instrucción escrita por el autor del nuevo método. En todas partes fué objeto de prolijos ensayos que probaron mal, e hicieron ver que los provechos eran tan pequeños y aun dudosos, que no merecían la pena. El virrey creía hasta cierto punto desairado su amor propio con este resultado; y don Juan del Corro no se daba por vencido, atribuyendo su desventura a ardides de enemigos y envidiosos. El de Castellar, acompañado de todos los funcionarios y gente notable de Lima, presenció al fin, un ensayo, y quedó convencido de que eran nulas las ventajas, y soñadas las utilidades del nuevo sistema que a tantos había alucinado; pero quedó memoria—bien risible por cierto—del entusiasmo y fiestas con que fué acogido.
Su intransigencia con arraigados abusos le concitó poderosísimos enemigos, que gastaron su influjo todo y no economizaron expediente para desquiciar al virrey en el ánimo del soberano.
El 7 de julio de 1678, cuando tenía lugar en Lima una procesión de rogativa, a consecuencia de un terrible terremoto que en el mes anterior dejó a la ciudad casi en escombros, recibió el conde de Castellar una real orden de Carlos II en que se le intimaba la inmediata entrega del mando al orgulloso y arbitrario arzobispo don Melchor de Liñán y Cisneros. Este lo sujetó a un estrecho juicio de residencia, y durante él tuvo la mezquindad de mantenerlo, por cerca de dos años, desterrado en Paita.
Cuando en 1681 reemplazó el excelente duque de la Palata al arzobispo Cisneros, don Baltasar de la Cueva, absuelto en el juicio, presentó su Relación de mando, fechada en el pueblecillo de Surco, inmediato a Chorrillos, que es una de las más notables entre las Memorias que conocemos de los virreyes.
El conde de Castellar trajo al Perú gran fortuna, cuya mayor parte pertenecía a la dote de su esposa, dama española que se hizo querer mucho en Lima, por su caridad para con los pobres y por los valiosos donativos con que favoreció a las iglesias. De él se decía que entró rico al mando y salió casi pobre.
Las armas del de la Cueva eran: escudo cortinado; el primero y segundo cuartel en oro con un bastón de gules; el tercero en plata y un dragón o grifo de sinople en actitud de salir de una cueva; bordura de plata con ocho aspas de oro.
En 1682, Carlos II, en desagravio del desaire que tan injustamente le infiriera, lo nombró consejero de Indias. Desempeñando este cargo falleció don Baltasar en España, tres o cuatro años después.
El conde de Castellar acostumbraba todas las tardes dar un paseo a pie por la ciudad, acompañado de su secretario y de uno de los capitanes de servicio; pero antes de regresar a palacio, y cuando las campanas tocaban el Angelus, entraba al templo de Santo Domingo para rezar devotamente un rosario.
Era la noche del 10 de febrero de 1678.
Su excelencia se encontraba arrodillado en el escabel que un lego del convento tenía cuidado de alistarle frente al altar de la Virgen. A pocos pasos de él, y de pie junto a un escaño se hallaban el secretario y el capitán de la escolta.
A pesar de la semiobscuridad del templo, llamó la atención del último un bulto que se recataba tras las columnas de la vasta nave. De pronto, la misteriosa sombra se dirigió con pisada cautelosa hacia el escabel del virrey; y acogotando a éste con la mano izquierda, lo arrojó al suelo, a la vez que en su derecha relucía un puñal.
Por dicha para el virrey, el capitán era un mancebo ágil y forzudo, que con la mayor presteza se lanzó sobre el asesino y le sujetó por la muñeca. El sacrílego bregaba desesperadamente con el puño de hierro del joven, hasta que, agolpándose los frailes y devotos que se encontraban en la iglesia, lograron quitarle el arma.
Aquel hombre era Juan de Villegas.
Prófugo del presidio, hacía una semana que se encontraba en Lima; y desde su regreso no cesó de acechar en el templo al virrey, buscando ocasión propicia para asesinarlo.
Aquella misma noche se encomendó la causa al alcalde don Rodrigo de Odría, y tanta fué su actividad que, ocho días después, el cuerpo de Villegas se balanceaba como un racimo en la horca.
—¡Lástima de pícaro!—decía al pie del patíbulo don Rodrigo a su alguacil—. ¿No es verdad, Güerequeque, que siempre sostuve que este bellaco había de acabar muy alto?
—Con perdón de usiría—contestó el interpelado—, que ese palo es de poca altura para el merecimiento del bribón.
crónica de la época del virrey «brazo de plata»
(A Juana Manuela Gorriti.)
Juzgamos conveniente alterar los nombres de los principales personajes de esta tradición, pecado venial que hemos cometido en La emplazada y alguna otra. Poco significan los nombres si se cuida de no falsear la verdad histórica; y bien barruntará el lector qué razón, y muy poderosa, habremos tenido para desbautizar prójimos.
En agosto de 1690 hizo su entrada en Lima el excelentísimo señor don Melchor Portocarrero Lazo de la Vega, conde de la Monclova, comendador de Zarza en la Orden de Alcántara y vigésimo tercio virrey del Perú por su majestad don Carlos II. Además de su hija doña Josefa, y de su familia y servidumbre, acompañábanlo desde México, de cuyo gobierno fué trasladado a estos reinos, algunos soldados españoles. Distinguíase entre ellos, por su bizarro y marcial aspecto, don Fernando de Vergara, hijodalgo extremeño, capitán de gentileshombres lanzas; y contábase de él que entre las bellezas mexicanas no había dejado la reputación austera de monje benedictino. Pendenciero, jugador y amante de dar guerra a las mujeres, era más que difícil hacerlo sentar la cabeza; y el virrey, que le profesaba paternal afecto, se propuso en Lima casarlo de su mano, por ver si resultaba verdad aquello de estado muda costumbres.
Evangelina Zamora, amén de su juventud y belleza, tenía prendas que la hacían el partido más codiciable de la ciudad de los Reyes. Su bisabuelo había sido, después de Jerónimo de Aliaga, del alcalde Ribera, de Martín de Alcántara y de Diego Maldonado el Rico, uno de los conquistadores más favorecidos por Pizarro con repartimientos en el valle del Rimac. El emperador le acordó el uso del Don, y algunos años después los valiosos presentes que enviaba a la corona le alcanzaron la merced de un hábito de Santiago. Con un siglo a cuestas, rico y ennoblecido, pensó nuestro conquistador que no tenía ya misión sobre este valle de lágrimas, y en 1604 lió el petate, legando al mayorazgo, en propiedades rústicas y urbanas, un caudal que se estimó entonces en un quinto de millón.
El abuelo y el padre de Evangelina acrecieron la herencia; y la joven se halló huérfana a la edad de veinte años, bajo el amparo de un tutor y envidiada por su riqueza.
Entre la modesta hija del conde de la Monclova y la opulenta limeña se estableció, en breve, la más cordial amistad. Evangelina tuvo así motivo para encontrarse frecuentemente en palacio en sociedad con el capitán de gentileshombres, que a fuer de galante no desperdició coyuntura para hacer su corte a la doncella; la que al fin, sin confesar la inclinación amorosa que el hidalgo extremeño había sabido hacer brotar en su pecho, escuchó con secreta complacencia la propuesta de matrimonio con don Fernando. El intermediario era el virrey nada menos, y una joven bien doctrinada no podía inferir desaire a tan encumbrado padrino.
Durante los cinco primeros años de matrimonio, el capitán Vergara olvidó su antigua vida de disipación. Su esposa y sus hijos constituían toda su felicidad: era, digámoslo así, un marido ejemplar.
Pero un día fatal hizo el diablo que don Fernando acompañase a su mujer a una fiesta de familia, y que en ella hubiera una sala, donde no sólo se jugaba la clásica malilla abarrotada, sino que, alrededor de una mesa con tapete verde, se hallaban congregados muchos devotos de los culbículos. La pasión del juego estaba sólo adormecida en el alma del capitán, y no es extraño que a la vista de los dados se despertase con mayor fuerza. Jugó, y con tan aviesa fortuna, que perdió en esa noche veinte mil pesos.
Desde esa hora, el esposo modelo cambió por completo su manera de ser, y volvió a la febricitante existencia del jugador. Mostrándosele la suerte cada día más rebelde, tuvo que mermar la hacienda de su mujer y de sus hijos para hacer frente a las pérdidas, y lanzarse en ese abismo sin fondo que se llama el desquite.
Entre sus compañeros de vicio había un joven, marqués a quien los dados favorecían con tenacidad, y don Fernando tomó a capricho luchar contra tan loca fortuna. Muchas noches lo llevaba a cenar a la casa de Evangelina y, terminada la cena, los dos amigos se encerraban en una habitación a descamisarse, palabra que en el tecnicismo de los jugadores tiene una repugnante exactitud.
Decididamente, el jugador y el loco son una misma entidad. Si algo empequeñece, a mi juicio, la figura histórica del emperador Augusto es que, según Suetonio, después de cenar jugaba a pares y nones.
En vano Evangelina se esforzaba para apartar del precipicio al desenfrenado jugador. Lágrimas y ternezas, enojos y reconciliaciones fueron inútiles. La mujer honrada no tiene otras armas que emplear sobre el corazón del hombre amado.
Una noche la infeliz esposa se encontraba ya recogida en su lecho, cuando la despertó don Fernando pidiéndole el anillo nupcial. Era éste un brillante de crecidísimo valor. Evangelina se sobresaltó; pero su marido calmó su zozobra, diciéndola que trataba sólo de satisfacer la curiosidad de unos amigos que dudaban del mérito de la preciosa alhaja.
¿Qué había pasado en la habitación donde se encontraban los rivales de tapete? Don Fernando perdía una gran suma, y no teniendo ya prenda que jugar, se acordó del espléndido anillo de su esposa.
La desgracia es inexorable. La valiosa alhaja lucía pocos minutos más tarde en el dedo anular del ganancioso marqués.
Don Fernando se estremeció de vergüenza y remordimiento. Despidióse el marqués, y Vergara lo acompañaba a la sala; pero al llegar a ésta, volvió la cabeza hacia una mampara que comunicaba al dormitorio de Evangelina, y al través de los cristales vióla sollozando de rodillas ante una imagen de María.
Un vértigo horrible se apoderó del espíritu de don Fernando, y rápido como el tigre, se abalanzó sobre el marqués y le dió tres puñaladas por la espalda.
El desventurado huyó hacia el dormitorio, y cayó exánime delante del lecho de Evangelina.
El conde de la Monclova, muy joven a la sazón, mandaba una compañía en la batalla de Arras, dada en 1654. Su denuedo lo arrastró a lo más reñido de la pelea, y fué retirado del campo casi moribundo. Restablecióse al fin, pero con pérdida del brazo derecho, que hubo necesidad de amputarle. El lo substituyó con otro plateado, y de aquí vino el apodo con que, en México y en Lima lo bautizaron.
El virrey Brazo de plata, en cuyo escudo de armas se leía este mote: Ave María gratia plena, sucedió en el gobierno del Perú al ilustre don Melchor de Navarra y Rocafull. «Con igual prestigio que su antecesor, aunque con menos dotes administrativas—dice Lorente—, de costumbres puras, religioso, conciliador y moderado, el conde de la Monclova edificaba al pueblo con su ejemplo, y los necesitados le hallaron siempre pronto a dar de limosna sus sueldos y las rentas de su casa».
En los quince años y cuatro meses que duró el gobierno de Brazo de plata, período a que ni hasta entonces ni después llegó ningún virrey, disfrutó el país de completa paz; la administración fué ordenada, y se edificaron en Lima magníficas casas. Verdad que el tesoro público no anduvo muy floreciente; pero por causas extrañas a la política. Las procesiones y fiestas religiosas de entonces recordaban, por su magnificencia y lujo, los tiempos del conde de Lemos. Los portales, con sus ochenta y cinco arcos, cuya fábrica se hizo con gasto de veinticinco mil pesos, el Cabildo y la galería de palacio fueron obras de esa época.
En 1694 nació en Lima un monstruo con dos cabezas y rostros hermosos, dos corazones, cuatro brazos y dos pechos unidos por un cartílago. De la cintura a los pies poco tenía de fenomenal, y el enciclopédico limeño don Pedro de Peralta escribió con el título de Desvíos de la naturaleza un curioso libro, en que, a la vez que hace una descripción anatómica del monstruo, se empeña en probar que estaba dotado de dos almas.
Muerto Carlos el Hechizado en 1700, Felipe V, que lo sucedió, recompensó al conde de la Monclova haciéndolo grande de España.
Enfermo, octogenario y cansado del mando, el virrey Brazo de plata instaba a la corte para que se le reemplazase. Sin ver logrado este deseo, falleció el conde de la Monclova el 22 de septiembre de 1702, siendo sepultado en la Catedral; y su sucesor, el marqués de Casteldos Ríus, no llegó a Lima sino en junio de 1707.
Doña Josefa, la hija del conde de la Monclova, siguió habitando en palacio después de la muerte del virrey; mas una noche, concertada ya con su confesor, el padre Alonso Mesía, se descolgó por una ventana y tomó asilo en las monjas de Santa Catalina, profesando con el hábito de Santa Rosa, cuyo monasterio se hallaba en fábrica. En mayo de 1710 se trasladó doña Josefa Portocarrero Lazo de la Vega al nuevo convento, del que fué la primera abadesa.
Cuatro meses después de su prisión, la Real Audiencia condenaba a muerte a don Fernando de Vergara. Este desde el primer momento había declarado que mató al marqués con alevosía, en un arranque de desesperación de jugador arruinado. Ante tan franca confesión no quedaba al tribunal más que aplicar la pena.
Evangelina puso en juego todo resorte para libertar a su marido de una muerte infamante; y en tal desconsuelo, llegó el día designado para el suplicio del criminal. Entonces la abnegada y valerosa Evangelina resolvió hacer, por amor al nombre de sus hijos, un sacrificio sin ejemplo.
Vestida de duelo se presentó en el salón de palacio en momentos de hallarse el virrey conde de la Monclova en acuerdo con los oidores, y expuso: que don Fernando había asesinado al marqués, amparado por la ley; que ella era adúltera, y que, sorprendida por el esposo, huyó de sus iras, recibiendo su cómplice justa muerte del ultrajado marido.
La frecuencia de las visitas del marqués a la casa de Evangelina, el anillo de ésta como gaje de amor en la mano del cadáver, las heridas por la espalda, la circunstancia de habérsele hallado al muerto al pie del lecho de la señora, y otros pequeños detalles eran motivos bastantes para que el virrey, dando crédito a la revelación, mandase suspender la sentencia.
El juez de la causa se constituyó en la cárcel para que don Fernando ratificara la declaración de su esposa. Mas apenas terminó el escribano la lectura, cuando Vergara, presa de mil encontrados sentimientos, lanzó una espantosa carcajada.
¡El infeliz se había vuelto loco!
Pocos años después, la muerte cernía sus alas sobre el casto lecho de la noble esposa, y un austero sacerdote prodigaba a la moribunda los consuelos de la religión.
Los cuatro hijos de Evangelina esperaban arrodillados la postrera bendición maternal. Entonces la abnegada víctima, forzada por su confesor, les reveló el tremendo secreto:—El mundo olvidará—les dijo—el nombre de la mujer que os dió la vida; pero habría sido implacable para con vosotros si vuestro padre hubiese subido los escalones del cadalso. Dios, que lee en el cristal de mi conciencia, sabe que ante la sociedad perdí mi honra porque no os llamasen un día los hijos del ajusticiado.
crónica de la época del vigésimonono virrey del perú
El que hubiera pasado por la plazuela de San Agustín a la hora de las once de la noche del 22 de octubre de 1743, habría visto un bulto sobre la cornisa de la fachada del templo, esforzándose a penetrar en él por una estrecha claraboya. Grandes pruebas de agilidad y equilibrio tuvo sin duda que realizar el escalador hasta encaramarse sobre la cornisa, y el cristiano que lo hubiese contemplado habría tenido que santiguarse tomándolo por el enemigo malo o por duende cuando menos. Y no se olvide que, por aquellos, tiempos, era de pública voz y fama que, en ciertas noches, la plazuela de San Agustín era invadida por una procesión de ánimas del purgatorio con cirio en mano. Yo ni quito ni pongo; pero sospecho que con la república y el gas les hemos metido el resuello a las ánimas benditas, que se están muy mohinas y quietas en el sitio donde a su Divina Majestad plugo ponerlas.
El atrio de la iglesia no tenía por entonces la magnífica verja de hierro que hoy la adorna, y la policía nocturna de la ciudad estaba en abandono tal, que era asaz difícil encontrar una ronda. Los buenos habitantes de Lima se encerraban en casita a las diez de la noche, después de apagar el farol de la puerta, y la población quedaba sumergida en plena tiniebla, con gran contentamiento de gatos y lechuzas, de los devotos de la hacienda ajena y de la gente dada a amorosas empresas.
El avisado lector, que no puede creer en duendes ni en demonios coronados, y que, como es de moda en estos tiempos de civilización, acaso no cree ni en Dios, habrá sospechado que es un ladrón el que se introduce por la claraboya de la iglesia. Piensa mal y acertarás.
En efecto. Nuestro hombre con auxilio de una cuerda se descolgó al templo, y con paso resuelto se dirigió al altar mayor.
Yo no sé, lector, si alguna ocasión te has encontrado de noche en un vasto templo, sin más luz que la que despiden algunas lamparillas colocadas al pie de las efigies, y sintiendo el vuelo y el graznar fatídico de esas aves que anidan en las torres y bóvedas. De mí sé decir que nada ha producido en mi espíritu una impresión más sombría y solemne a la vez, y que por ello tengo a los sacristanes y monaguillos en opinión, no diré de santos, sino de ser los hombres de más hígados de la cristiandad. ¡Me río yo de los bravos de la Independencia!
Llegado nuestro hombre al sagrario, abrió el recamarín, sacó la Custodia envolvió en su pañuelo la Hostia divina, dejándola sobre el altar y salió del templo por la misma claraboya que le había dado entrada.
Sólo dos días después, en la mañana del sábado 25, cuando debía hacerse la renovación de la Forma, vino a descubrirse el robo. Había desaparecido el sol de oro, evaluado en más de cuarenta mil pesos, y cuyas ricas perlas, rubíes, brillantes, zafiros, ópalos y esmeraldas eran obsequio de las principales familias de Lima. Aunque el pedestal era también de oro v admirable como obra de arte, no despertó la codicia del ladrón.
Fácil es imaginarse la conmoción que este sacrilegio causaría en el devoto pueblo. Según refiere el erudito escritor del Diario de Lima, en los números del 4 y 5 de octubre de 1791, hubo procesión de penitencia, sermón sobre el texto de David: Exurge, Domine, et judica causam tuam, constantes rogativas, prisión de legos y sacristanes, y carteles fijando premios para quien denunciase al ladrón. Se cerraron los coliseos y el duelo fué general cuando, corriendo los días sin descubrirse al delincuente, recurrió la autoridad eclesiástica al tremendo resorte de leer censuras y apagar candelas.
Por su parte el marqués de Villagarcía, virrey del Perú, había llenado su deber, dictando todas las providencias eme en su arbitrio estaban para capturar al sacrílego. Los expresos a los corregidores y demás autoridades del virreinato se sucedieron sin tregua, hasta que a fines de noviembre llegó a Lima un alguacil del intendente de Huancavelica don Jerónimo Solá, ex consejero de Indias, con pliegos en los que éste comunicaba a su excelencia que el ladrón se hallaba aposentado en la cárcel y con su respectivo par de calcetas de Vizcaya. Bien dice el refrán que entre bonete y almete se hacen cosas de copete.
Las campanas se echaron a vuelo, el teatro volvió a funcionar, los vecinos abandonaron el luto, y Lima se entregó a fiestas y regocijos.
Ciñéndonos al plan que hemos seguido en las Tradiciones, viene aquí a cuento una rápida reseña histórica de la época de mando del excelentísimo señor don José de Mendoza Caamaño y Sotomayor, marqués de Villagarcía, de Monroy y de Cusano, conde de Barrantes y Señor de Vista Alegre, Rubianes y Villanueva vigésimonono virrey del Perú por su majestad don Felipe V, y que, a la edad de sesenta años, se hizo cargo del gobierno de estos reinos en 4 de enero de 1736.
El marqués de Villagarcía se resistió mucho a aceptar el virreinato del Perú, y persuadiéndolo uno de los ministros del rey para que no rechazase lo que tantos codiciaban, dijo:
—Señor, vueseñoría me ponga a los pies de Su Majestad, a quien venero como es justo y de ley, y represéntele que haciendo cuentas conmigo mismo, he hallado que me conviene más vivir pobre hidalgo que morir rico virrey.
El soberano encontró sin fundamento la excusa, y el nombrado tuvo que embarcarse para América.
Sucediendo al enérgico marqués de Castelfuerte, la ley de las compensaciones exigía del nuevo virrey una política menos severa. Así, a fuerza de sagacidad y moderación, pudo el de Villagarcía impedir que tomasen incremento las turbulencias de Oruro y mantener a raya al cuzqueño Juan Santos, que se había proclamado Inca.
No fué tan feliz con los almirantes ingleses Vernon y Jorge Andson, que con sus piraterías alarmaban la costa. Haciendo grandes esfuerzos e imponiendo una contribución al comercio, logró el virrey alistar una escuadra, cuyo jefe evitó siempre poner sus naves al alcance de los cañones ingleses, dando lugar a que Andson apresara el galeón de Manila, que llevaba un cargamento valuado en más de tres millones de pesos.
Bajo su gobierno fué cuando el mineral del Cerro de Pasco principió a adquirir la importancia de que hoy goza, y entre otros sucesos curiosos de su época merecen consignarse la aurora boreal que se vió una noche en el Cuzco, y la muerte que dieron los fanáticos habitantes de Cuenca al cirujano de la expedición científica que a las órdenes del sabio La Condamine visitó la América. Los sencillos naturales pensaron, al ver unos extranjeros examinando el cielo con grandes telescopios, que esos hombres se ocupaban de hechicerías y malas artes.
A propósito de la venida de la comisión científica, leemos en un precioso manuscrito que existe en la Biblioteca de Lima, titulado Viaje al globo de la luna, que el pueblo limeño bautizó a los ilustres marinos españoles don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa y a los sabios franceses Gaudin y La Condamine con el sobrenombre de los caballeros del punto fijo, aludiendo a que se proponían determinar con fijeza la magnitud y figura de la tierra. Un pedante, creyendo que los cuatro comisionados tenían la facultad de alejar de Lima cuanto quisiesen la línea equinoccial, se echó a murmurar entre el pueblo ignorante contra el virrey marqués de Villagarcía, acusándolo de tacaño y menguado; pues por ahorrar un gasto de quince o veinte mil pesos que pudiera costar la obra, consentía en que la línea equinoccial se quedase como se estaba y los vecinos expuestos a sufrir los recios calores del verano. Trabajillo parece que costó convencer al populacho de que aquel charlatán ensartaba disparates. Así lo refiere el autor anónimo del ya citado manuscrito.
Después de nueve años y medio de gobierno, y cuando menos lo esperaba, fué el virrey desairosamente relevado con el futuro conde de Superunda en julio de 1745. Este agravio afectó tanto al anciano marqués de Villagarcía, que regresando para España, a bordo del navío Héctor, murió en el mar, en la costa patagónica, en diciembre del mismo año.
Lucas de Valladolid era un mestizo, de la ciudad de Huamanga, que ejercía en Lima el oficio de platero. Obra de sus manos eran las mejores alhajas que a la sazón se fabricaban. Pero el maestro Lucas pecaba de generoso, y en el juego, el vino y las mozas de partido derrochaba sus ganancias.
Los padres agustinos le dispensaban gran consideración, y el maestro Lucas era uno de sus obligados comensales en los días de mantel largo. Nuestro platero conocía, pues, a palmos el convento y la iglesia, circunstancia que le sirvió para realizar el robo de la Custodia, tal como lo dejamos referido.
Dueño de tan valiosa prenda, se dirigió con ella a su casa, desarmó el sol, fundió el oro y engarzó en anillos algunas piedras. Viendo la excitación que su crimen había producido, se resolvió a abandonar la ciudad y emprendió viaje a Huancavelica, enterrando antes en la falda del San Cristóbal una parte de su riqueza.
La esposa del intendente Solá era limeña, y a ésta se presentó el maestro Lucas ofreciéndole en venta seis magníficos anillos. En uno de ellos lucía una preciosa esmeralda, y examinándola la señora, exclamó: «¡Qué rareza! Esta piedra es idéntica a la que obsequié para la Custodia de San Agustín».
Turbóse el platero, y no tardó en despedirse.
Pocos minutos después entraba el intendente en la estancia de su esposa, y la participó que acababa de llegar un expreso de Lima con la noticia del sacrílego robo.
—Pues, hijo mío—le interrumpió la señora—, hace un rato que he tenido en casa al ladrón.
Con los informes de la intendenta procedióse en el acto a buscar al maestro Lucas; pero ya éste había abandonado la población. Redobláronse los esfuerzos y salieron inmediatamente algunos indios en todas direcciones en busca del criminal, logrando aprehenderlo a tres leguas de distancia.
El sacrílego principió por una tenaz negativa; pero le aplicaron garrotillo en los pulgares o un cuarto de rueda, y canto de plano.
Cuando el virrey recibió el oficio del intendente de Hancavelica despachó para guarda del reo una compañía de su escolta.
Llegado éste a Lima, en enero de 1744, costó gran trabajo impedir que el pueblo lo hiciese añicos. ¡Las justicias populares son cosa rancia por lo visto!
A los pocos días fué el ladrón puesto en capilla, y entonces solicitó la gracia de que se le acordasen cuatro meses para fabricar una Custodia superior en mérito a la que él había destruido. Los agustinos intercedieron y la gracia fué otorgada.
Las familias pudientes contribuyeron con oro y nuevas alhajas, y cuatro meses después, día por día, la Custodia, verdadera obra de arte, estaba concluída. En este intervalo el maestro Lucas dió en su prisión tan positivas muestras de arrepentimiento que le valieron la merced de que se le conmutase la pena.
Es decir, que en vez de achicharrarlo como a sacrílego, se le ahorcó muy pulcramente como a ladrón.
crónica de la época del virrey amat
En que el lector hace conocimiento con una hembra del coco, de Rechupete y Tilín
Leonorcica Michel era lo que hoy llamaríamos una limeña de rompe y rasga, lo que en los tiempos del virrey Amat se conocía por una mocita del tecum y de las que se amarran la liga encima de la rodilla. Veintisiete años con más mundo que el que descubrió Colón, color sonrosado, ojos de más preguntas y respuestas que el catecismo, nariz de escribano por lo picaresca, labios retozones, y una tabla de pecho como para asirse de ella un náufrago, tal era en compendio la muchacha. Añádase a estas perfecciones brevísimo pie, torneada pantorrilla, cintura estrecha, aire de taco y sandunguero, de esos que hacen estremecer hasta a los muertos del campo santo. La moza, en fin, no era boccato di cardinale, sino boccato de concilio ecuménico.
Paréceme que con el retrato basta y sobra para esperar mucho de esa pieza de tela emplástica, que
era como el canario
que va y se baña,
y luego se sacude
con arte y maña.
Leonorcica, para colmo de venturanza, era casada con un honradísimo pulpero español, más bruto que el que asó la manteca, y a la vez más manso que todos los carneros juntos de la cristiandad y morería. El pobrete no sabía otra cosa que aguar el vino, vender gato por liebre y ganar en su comercio muy buenos cuartos, que su bellaca mujer se encargaba de gastar bonitamente en cintajos y faralares, no para más encariñar a su cónyuge, sino para engatusar a los oficiales de los regimientos del rey. A la chica, que de suyo era tornadiza, la había agarrado el diablo por la, milicia y... ¡échele usted un galgo a su honestidad! Con razón decía uno:—Algo tendrá, el matrimonio, cuando necesita bendición de cura.
El pazguato del marido, siempre que la sorprendía en gatuperios y juegos nada limpios con los militares, en vez de coger una tranca y derrengarla, se conformaba con decir:
—Mira, mujer, que no me gustan militronchos en casa y que un día me pican las pulgas y hago una que sea sonada.
—Pues mira, ¡arrastrado!, no tienes más que empezar—contestaba la mozuela, puesta en jarras y mirando entre ceja y ceja a su víctima.
Cuentan que una vez fué el pulpero a querellarse ante el provisor y a solicitar divorcio, alegando que su conjunta lo trataba mal.
—¡Hombre de Dios! ¿Acaso te pega?—le preguntó su señoría.
—No, señor—contestó el pobre diablo—, no me pega..., pero me la pega.
Este marido era de la misma masa de aquel otro que cantaba:
mi mujer me han robado
tres días ha:
ya para bromas basta:
vuelvanmelá.
Al fin la cachaza tuvo su límite, y el marido hizo... una que fué sonada. ¿Perniquebró a su costilla? ¿Le rompió el bautismo a algún galán? ¡Quia! Razonando filosóficamente, pensó que era tontuna perderse un hombre por perrerías de una mala pécora; que de hembras está más poblado este pícaro mundo, y que como dijo no sé quién, las mujeres son como las ranas, que por una que zambulle salen cuatro a flor de agua.
De la noche a la mañana traspasó, pues, la pulpería, y con los reales que el negocio le produjo se trasladó a Chile, donde en Valdivia puso una cantina.
¡Qué fortuna la de las anchovetas! En vez de ir al puchero se las deja tranquilamente en el agua.
Esta metáfora traducida a buen romance quiere decir que Leonorcica, lejos de lloriquear y tirarse de las greñas, tocó generala, revistó a sus amigos de cuartel, y de entre ellos, sin más recancamusas, escogió para amante de relumbrón al alférez del regimiento de Córdoba don Juan Francisco Pulido, mocito que andaba siempre más emperejilado que rey de baraja fina.
Si ha caído bajo tu dominio, lector amable, mi primer libro de Tradiciones, habrás hecho conocimiento con el excelentísimo señor don Manuel Amat y Juniet, trigésimo primo virrey del Perú por su majestad Fernando VI. Ampliaremos hoy las noticias históricas que sobre él teníamos consignadas.
La capitanía general de Chile fué, en el siglo pasado, un escalón para subir al virreinato. Manso de Velazco, Amat, Jáuregui, O'Higgins y Avilés, después de haber gobernado en Chile, vinieron a ser virreyes del Perú.
A fines de 1761 se hizo Amat cargo del gobierno. «Traía—dice un historiador—la reputación de activo, organizador, inteligente, recto hasta el rigorismo y muy celoso de los intereses públicos, sin olvidar la propia conveniencia». Su valor personal lo había puesto a prueba en una sublevación de presos en Santiago. Amat entró solo en la cárcel, y recibido a pedradas, contuvo con su espada a los rebeldes. Al otro día ahorcó docena y media de ellos. Como se ve, el hombre no se andaba con repulgos.
Amat principió a ejercer el gobierno cuando hallándose más encarnizada la guerra de España con Inglaterra y Portugal, las colonias de América recelaban una invasión. El nuevo virrey atendió perfectamente a poner en pie de defensa la costa desde Panamá a Chile, y envió eficaces auxilios de armas y dinero al Paraguay y Buenos Aires. Organizó en Lima milicias cívicas, que subieron a cinco mil hombres de infantería y dos mil de caballería, y él mismo se hizo reconocer por coronel del regimiento de nobles, que contaba con cuatrocientas plazas. Efectuada la paz, Carlos III premió a Amat con la cruz de San Jenaro, y mandó a Lima veintidós hábitos de caballeros de diversas Ordenes para los vecinos que más se habían distinguido por su entusiasmo en la formación, equipo y disciplina de las milicias.
Bajo su gobierno se verificó el Concilio provincial de 1772, presidido por el arzobispo don Diego Parada, en que fueron confirmados los cánones del Concilio de Santo Toribio.
Hubo de curioso en este Concilio que habiendo investido Amat al franciscano fray Juan de Marimón, su paisano, confesor y aun pariente, con el carácter de teólogo representante del real patronato, se vió en el conflicto de tener que destituirlo y desterrarlo por dos años a Trujillo. El padre Marimón, combatiendo en la sesión del 28 de febrero al obispo Espiñeyra y al crucífero Durán, que defendían la doctrina del probabilismo, anduvo algo cáustico con sus adversarios. Llamado al orden Marimón, contestó, dando una palmada sobre la tribuna:—Nada de gritos, ilustrísimo señor, que respetos guardan respetos, y si su señoría vuelve a gritarme, yo tengo pulmón más fuerte y le sacaré ventaja—. En uno de los volúmenes de Papeles varios de la Biblioteca de Lima se encuentran un opúsculo del padre agonizante Durán, una carta del obispo fray Pedro Ángel de Espiñeyra, el decreto de Amat y una réplica de Marimón, así como el sermón que pronunció éste en las exequias del padre Pachi, muerto en olor de santidad.
El virrey, cuyo liberalismo en materia religiosa se adelantaba a su época, influyó, aunque sin éxito, para que se obligase a los frailes a hacer vida común y a reformar sus costumbres, que no eran ciertamente evangélicas. Lima encerraba entonces entre sus murallas la bicoca de mil trescientos frailes, y los monasterios de monjas de pigricia de setecientas mujeres.
Para espiar a los frailes que andaban en malos pasos por los barrios de Abajo el Puente, hizo Amat construir el balcón de palacio que da a la plazuela de los Desamparados, y se pasaba muchas horas escondido tras de las celosías.
Algún motivo de tirria debieron darle los frailes de la Merced, pues siempre que divisaba hábito de esa comunidad murmuraba entre dientes: «¡Buen blanco!» Los que lo oían pensaban que el virrey se refería a la tela del traje, hasta que un curioso se atrevió a pedirle aclaración, y entonces dijo Amat: «¡Buen blanco para una bala de cañón!»
En otra ocasión hemos hablado de las medidas prudentes y acertadas que tomó Amat para cumplir la real orden por la que fueron expulsados los miembros de la Compañía de Jesús. El virrey inauguró inmediatamente en el local del colegio de los jesuítas el famoso Convictorio de San Carlos, que tantos hombres ilustres ha dado a la América.
Amotinada en el Callao a los gritos de ¡Viva el rey y muera su mal gobierno! la tripulación de los navíos Septentrión y Astuto, por retardo en el pagamento de sueldos, el virrey enarboló en un torreón la bandera de justicia, asegurándola con siete cañonazos. Fué luego a bordo, y tras brevísima información mandó colgar de las antenas a los dos cabecillas y diezmó la marinería insurrecta, fusilando diez y siete. Amat decía que la justicia debe ser como el relámpago.
Amat cuidó mucho de la buena policía, limpieza y ornato de Lima. Un hospital para marineros en Bellavista; un templo de las Nazarenas, en cuya obra trabajaba a veces como carpintero; la Alameda y plaza de Acho para la corrida de toros, y el Coliseo, que ya no existe, para las lidias de gallos, fueron de su época. Emprendió también la fábrica, que no llegó a terminarse, del Paseo de Aguas y que, a juzgar por lo que aun se ve, habría hecho competencia a Saint-Cloud y a Versalles.
Licencioso en sus costumbres, escandalizó bastante al país con sus aventuras amorosas. Muchas páginas ocuparían las historietas picantes en que figura el nombre de Amat unido al de Micaela Villegas, la Perricholi, actriz del teatro de Lima.
Sus contemporáneos acusaron a Amat de poca pureza en el manejo de los fondos públicos, y daban por prueba de su acusación que vino de Chile con pequeña fortuna y que, a pesar de lo mucho que derrochó con la Perricholi, que gastaba un lujo insultante, salió del mando millonario. Nosotros ni quitamos ni ponemos, no entramos en esas honduras y decimos caritativamente que el virrey supo, en el juicio de residencia, hacerse absolver de este cargo, como hijo de la envidia y de la maledicencia humanas.
En julio de 1776, después de cerca de quince años de gobierno, lo reemplazó el excelentísimo señor don Manuel Guirior.
Amat se retiró a Cataluña, país de su nacimiento, en donde, aunque octogenario y achacoso, contrajo matrimonio con una joven sobrina suya. Las armas de Amat eran: escudo en oro con una ave de siete cabezas de azur.
Donde el lector hallará tres retruécanos no rebuscados sino históricos
Por el año de 1772 los habitantes de esta, hoy prácticamente republicana, ciudad de los Reyes, se hallaban poseídos del más profundo pánico. ¿Quien era el guapo que después de las diez de la noche asomaba las narices por esas calles? Una carrera de gatos o ratones en el techo bastaba para producir en una casa soponcios femeniles, alarmas masculinas y barullópolis mayúsculo.
La situación no era para menos. Cada dos o tres noches se realizaba algún robo de magnitud, y según los cronistas de esos tiempos, tales delitos salían, en la forma, de las prácticas hasta entonces usadas por los discípulos de Caco. Caminos subterráneos, forados abiertos por medio del fuego, escalas de alambre y otras invenciones mecánicas revelaban, amén de la seguridad de sus golpes, que los ladrones no sólo eran hombres de enjundia y pelo en pecho, sino de imaginativa y cálculo. En la noche del 10 de julio ejecutaron un robo que se estimó en treinta mil pesos.
Que los ladrones no eran gentuza de poco más o menos, lo reconocía el mismo virrey, quien, conversando una tarde con los oficiales de guardia que lo acompañaban a la mesa, dijo con su acento de catalán cerrado.
—¡Muchi diablus de latrons!
—En efecto, excelentísimo señor—le repuso el alférez don Juan Francisco Pulido—. Hay que convenir en que roban pulidamente.
Entonces el teniente de artillería don José Manuel Martínez Ruda le interrumpió:
—Perdone el alférez. Nada de pulido encuentro; y lejos de eso, desde que desvalijan una casa contra la voluntad de su dueño, digo que proceden rudamente.
—¡Bien! Señores oficiales, se conoce que hay chispa—añadió el alcalde ordinario don Tomás Muñoz, y que era, en cuanto a sutileza, capaz de sentir el galope del caballo de copas—. Pero no en vano empuño yo una vara que hacer caer mañosamente sobre esos pícaros que traen al vecindario con el credo en la boca.
Donde se comprueba que a la larga el toro fina en el matadero y el ladrón en la horca
Al anochecer del 31 de julio del susodicho año de 1772, un soldado entró cautelosamente en la casa del alcalde ordinario don Tomás Muñoz y se entretuvo con él una hora en secreta plática.
Poco después circulaban por la ciudad rondas de alguaciles y agentes de la policía que fundó Amat con el nombre de encapados.
En la mañana del 1º de agosto todo el mundo supo que en la cárcel de corte y con gruesas garras de grillos se hallaban aposentados el teniente Ruda, el alférez Pulido, seis soldados del regimiento de Saboya, tres del regimiento de Córdoba y ocho paisanos. Hacíanles también compañía doña Leonor Michel y doña Manuela Sánchez, queridas de los dos oficiales, y tres mujeres del pueblo, mancebas de soldados. Era justo que quienes estuvieron a las maduras participasen de las duras. Quien comió la carne que roa el hueso.
El proceso, curiosísimo en verdad y que existe en los archivos de la excelentísima Corte Suprema, es largo para extractarlo. Baste saber que el 13 de agosto no quedó en Lima títere que no concurriese a la Plaza mayor, en la que estaban formadas las tropas regulares y milicias cívicas.
Después de degradados con el solemne ceremonial de las ordenanzas militares los oficiales Ruda y Pulido, pasaron junto con nueve de sus cómplices a balancearse en la horca, alzada frente al callejón de Petateros. El verdugo cortó luego las cabezas que fueron colocadas en escarpias en el Callao y en Lima.
Los demás reos obtuvieron pena de presidio, y cuatro fueron absueltos, contándose entre éstos doña Manuela Sánchez, la querida de Ruda. El proceso demuestra que si bien fué cierto que ella percibió los provechos, ignoró siempre de dónde salían las misas.
En que se copia una sentencia que puede arder en un candil
«En cuanto a doña Leonor Michel, receptora de especies furtivas, la condeno a que sufra cincuenta azotes, que le darán en su prisión de mano del verdugo, y a ser rapada la cabeza y cejas, y después de pasada tres veces por la horca, será conducida al real beaterio de Amparadas de la Concepción de esta ciudad a servir en los oficios más bajos y viles de la casa, reencargándola a la madre superiora para que la mantenga con la mayor custodia y precaución, ínterin se presenta ocasión de navío que salga para la plaza de Valdivia, adonde será trasladada en partida de registro a vivir en unión de su marido, y se mantendrá perpetuamente en dicha plaza.—Dió y pronunció esta sentencia el excelentísimo señor don Manuel de Amat y Juniet, caballero de la Orden de San Juan, del Consejo de su Majestad, su gentilhombre de cámara con entrada, teniente general de sus reales ejércitos, virrey, gobernador y capitán general de estos reinos del Perú y Chile; y en ella firmó su nombre estando haciendo audiencia en su gabinete, en los Reves, a 11 de agosto de 1772, siendo testigo don Pedro Juan Sanz, su secretario de cámara, y don José Garmendia, que lo es de cartas.—Gregorio González de Mendoza, escribano de su majestad y Guerra.»
¡Cáscaras! ¿No le parece a ustedes que la sentencia tiene tres pares de perendengues?
Ignoramos si el marido entablaría recurso de fuerza al rey por la parte en que, sin comerlo ni beberlo, se le obligaba a vivir en ayuntamiento con la media naranja que le dió la Iglesia, o si cerró los ojos y aceptó la libranza, que bien pudo ser; pues para todo hay genios en la viña del Señor.
crónica de la época del trigésimo segundo virrey
A principios del actual siglo existía en la Recolección de los descalzos un octogenario de austera virtud y que vestía el hábito de hermano lego. El pueblo, que amaba mucho al humilde monje, conocíalo sólo con el nombre de el Resucitado. Y he aquí la auténtica y sencilla tradición que sobre él ha llegado hasta nosotros.
En el año de los tres sietes (número apocalíptico y famoso por la importancia de los sucesos que se realizaron en América) presentóse un día en el hospital de San Andrés un hombre que frisaba en los cuarenta agostos, pidiendo ser medicinado en el santo asilo. Desde el primer momento los médicos opinaron que la dolencia del enfermo era mortal, y le previnieron que alistase el bagaje para pasar a mundo mejor.
Sin inmutarse oyó nuestro individuo el fatal dictamen, y después de recibir los auxilios espirituales o de tener el práctico a bordo, como decía un marino, llamó a Gil Paz, ecónomo del hospital, y díjole, sobre poco más o menos:
—Hace quince años que vine de España, donde no dejo deudos, pues soy un pobre expósito. Mi existencia en Indias ha sido la del que honradamente busca el pan por medio del trabajo; pero con tan aviesa fortuna que todo mi caudal, fruto de mil privaciones y fatigas, apenas pasa de cien onzas de oro que encontrará vuesa merced en un cincho que llevo al cuerpo. Si como creen los físicos, y yo con ellos, su Divina Majestad es servida llamarme a su presencia, lego a vuesamerced mi dinero para que lo goce, pidiéndole únicamente que vista mi cadáver con una buena mortaja del seráfico padre San Francisco, y pague algunas misas en sufragio de mi alma pecadora.
Don Gil juró por todos los santos del calendario cumplir religiosamente con los deseos del moribundo, y que no sólo tendría mortaja y misas, sino un decente funeral. Consolado así el enfermo, pensó que lo mejor que le quedaba por hacer era morirse cuanto antes; y aquella misma noche empezaron a enfriársele las extremidades, y a las cinco de la madrugada era alma de la otra vida.
Inmediatamente pasaron las peluconas al bolsillo del ecónomo, que era un avaro más ruin que la encarnación de la avaricia. Hasta su nombre revela lo menguado del sujeto: ¡¡Gil Paz!! No es posible ser más tacaño de letras ni gastar menos tinta para una firma.
Por entonces no existía aún en Lima el cementerio general, que, como es sabido, se inauguró el martes 31 de mayo de 1808; y aquí es curioso consignar que el primer cadáver que se sepultó en nuestra necrópolis al día siguiente fué el de un pobre de solemnidad llamado Matías Isurriaga, quien, cayéndose de un andamio sobre el cual trabajaba como albañil, se hizo tortilla en el atrio.
Dejemos por un rato en reposo al muerto, y mientras el sepulturero abre la zanja fumemos un cigarrillo, charlando sobre el gobierno y la política de aquellos tiempos, mismo del cementerio. Los difuntos se enterraban en un corralón o campo santo que tenía cada hospital, o en las bóvedas de las iglesias, con no poco peligro de la salubridad pública.
Nuestro don Gil reflexionó que el finado le había pedido muchas gollerías; que podía entrar en la fosa común sin asperges, responsos ni sufragios; y que, en cuanto a ropaje, bien aviado iba con el raído pantalón y la mugrienta camisa con que lo había sorprendido la flaca.
—En el hoyo no es como en el mundo—filosofaba Gil Paz—, donde nos pagamos de exterioridades y apariencias, y muchos hacen papel por la tela del vestido. ¡Vaya una pechuga la del difunto! No seré yo, en mis días, quien halague su vanidad, gastando los cuatro pesos que importa la jerga franciscana. ¿Querer lujo hasta para pudrir tierra? ¡Hase visto presunción de la laya! ¡Milagro no le vino en antojo que lo enterrasen con guantes de gamuza, botas de campana y gorguera de encaje! Vaya al agujero como está el muy bellaco, y agradézcame que no lo mande en el traje que usaba el padre Adán antes de la golosina.
Y dos negros esclavos del hospital cogieron el cadáver y lo transportaron al corralón que servía de cementerio.
El excelentísimo señor don Manuel Guirior, natural de Navarra y de la familia de San Francisco Javier, caballero de la Orden de San Juan, teniente general de la real armada, gentilhombre de cámara y marqués de Guirior, hallábase como virrey en el nuevo reino de Granada, donde había contraído matrimonio con doña María Ventura, joven bogotana, cuando fué promovido por Carlos III al gobierno del Perú.
Guirior, acompañado de su esposa, llegó a Lima de incógnito el 17 de julio de 1776, como sucesor de Amat. Su recibimiento público se verificó con mucha pompa el 3 de diciembre, es decir, a los cuatro meses de haberse hecho cargo del gobierno. La sagacidad de su carácter y sus buenas dotes administrativas le conquistaron en breve el aprecio general. Atendió mucho a la conversión de infieles, y aun fundó en Chanchamayo colonias y fortalezas, que posteriormente fueron destruidas por los salvajes. En Lima estableció el alumbrado público con pequeño gravamen de los vecinos, y fué el primer virrey que hizo publicar bandos contra el diluvio llamado juego de carnavales. Verdad es que, entonces como ahora, bandos tales fueron letra muerta.
Guirior fué el único, entre los virreyes, que cedió a los hospitales los diez pesos que, para sorbetes y pastas, estaban asignados por real cédula a su excelencia siempre que honraba con su presencia una función de teatro. En su época se erigió el virreinato de Buenos Aires y quedó terminada la demarcación de límites del Perú, según el tratado de 1777 entre España y Portugal, tratado que después nos ha traído algunas desazones con el Brasil y el Ecuador.
En el mismo aciago año de los tres sietes nos envió la corte al consejero de Indias don José de Areche, con el título de superintendente y visitador general de la real Hacienda, y revestido de facultades omnímodas tales, que hacían casi irrisoria la autoridad del virrey. La verdadera misión del enviado regio era la de exprimir la naranja hasta dejarla sin jugo. Areche elevó la contribución de indígenas a un millón de pesos; creó la junta de diezmos; los estancos y alcabalas dieron pingües rendimientos; abrumó de impuestos y socaliñas a los comerciantes y mineros, y tanto ajustó la cuerda que en Huaraz, Lambaveque, Huánuco, Pasco, Huancavelica, Moquegua y otros lugares estallaron serios desórdenes, en los que hubo corregidores, alcabaleros y empleados reales ajusticiados por el pueblo. «La excitación era tan grande—dice Lorente—que en Arequipa los muchachos de una escuela dieron muerte a uno de sus camaradas que, en sus juegos, había hecho el papel de aduanero, y en el llano de Santa Marta dos mil arequipeños osaron, aunque con mal éxito, presentar batalla a las milicias reales.» En el Cuzco se descubrió muy oportunamente una vasta conspiración encabezada por don Lorenzo Farfán y un indio cacique los que, aprehendidos, terminaron su existencia en el cadalso.
Guirior se esforzó en convencer al superintendente de que iba por mal camino; que era mayúsculo el descontento, y que con el rigorismo de sus medidas no lograría establecer los nuevos impuestos, sino crear el peligro de que el país en masa recurriese a la protesta armada, previsión que dos años más tarde y bajo otro virrey, vino a justificar la sangrienta rebelión de Tupac-Amaru. Pero Areche pensaba que el rey lo había enviado al Perú para que, sin pararse en barras, enriqueciese el real tesoro a expensas de la tierra conquistada, y que los peruanos eran siervos cuyo sudor, convertido en oro, debía pasar a las arcas de Carlos III. Por lo tanto, informó al soberano que Guirior lo embarazaba para esquilmar el país y que nombrase otro virrey, pues su excelencia maldito si servía para lobo rapaz y carnicero. Después de cuatro años de gobierno, y sin la más leve fórmula de cortesía, se vió destituido don Manuel Guirior, trigésimo segundo virrey del Perú, y llamado a Madrid, donde murió pocos meses después de su llegada.
Vivió una vida bien vivida.
Así en el juicio de residencia como en el secreto que se le siguió, salió victorioso el virrey y fué castigado Areche severamente.
En tanto que el sepulturero abría la zanja, una brisa fresca y retozona oreaba el rostro del muerto, quien ciertamente no debía estarlo en regla, pues sus músculos empezaron a agitarse débilmente, abrió luego los ojos y, al fin, por uno de esos maravillosos instintos del organismo humano, hízose cargo de su situación. Un par de minutos que hubiera tardado nuestro español en volver de su paroxismo o catalepsia, y las paladas de tierra no le habrían dejado campo para rebullirse y protestar.
Distraído el sepulturero con su lúgubre y habitual faena, no observó la resurrección que se estaba verificando hasta que el muerto se puso sobre sus puntales y empezó a marchar con dirección a la puerta. El buho de cementerio cayó accidentado, realizándose casi al pie de la letra aquello que canta la copla:
el vivo se cayó muerto
y el muerto partió a correr.
Encontrábase don Gil en la sala de San Ignacio vigilando que los topiqueros no hiciesen mucho gasto de azúcar para endulzar las tisanas cuando una mano se posó familiarmente en su hombro y oyó una voz cavernosa que le dijo: ¡Avariento! ¿Dónde está mi mortaja?
Volvióse aterrorizado don Gil. Sea el espanto de ver un resucitado de tan extraño pelaje, o sea que la voz de la conciencia hubiese hablado en él muy alto, es el hecho que el infeliz perdió desde ese instante la razón. Su sacrílega avaricia tuvo la locura por castigo.
En cuanto al español, quince días más tarde salía del hospital completamente restablecido, y después de repartir en limosnas las peluconas, causa de la desventura de don Gil, tomó el hábito de lego en el convento de los padres descalzos, y personas respetables que lo conocieron y trataron nos afirman que alcanzó a morir en olor de santidad, allá por los años de 1812.
crónica de la época del trigésimo tercio virrey
Ahorcaban a un delincuente
y decía su mujer:
—No tengas pena, pariente,
todavía puede ser
que la soga se reviente.
Anónimo.
Era el 4 de noviembre de 1780, y el cura de Tungasuca, para celebrar a su santo patrón, que lo era también de su majestad Carlos III, tenía congregados en opíparo almuerzo a los más notables vecinos de la parroquia y algunos amigos de los pueblos inmediatos que, desde el amanecer, habían llegado a felicitarlo por su cumpleaños.
El cura don Carlos Rodríguez era un clérigo campechano, caritativo y poco exigente en el cobro de los diezmos y demás provechos parroquiales, cualidades apostólicas que lo hacían el ídolo de sus feligreses. Ocupaba aquella mañana la cabecera de la mesa, teniendo a su izquierda a un descendiente de los Incas, llamado don José Gabriel Tupac-Amaru, y a su derecha a doña Micaela Bastidas, esposa del cacique. Las libaciones se multiplicaban y, como consecuencia de ellas, reinaba la más expansiva alegría. De pronto sintióse el galope de un caballo que se detuvo a la puerta de la casa parroquial, y el jinete, sin descalzarse las espuelas penetró en la sala del festín.
El nuevo personaje llamábase don Antonio de Arriaga, corregidor de la provincia de Tinta, hidalgo español muy engreído con lo rancio de su nobleza v que despotizaba, por plebeyos, a europeos y criollos. Grosero en sus palabras, brusco de modales, cruel para con los indios de la mita y avaro hasta el extremo de que si en vez de nacer hombre hubiera nacido reloj, por no dar no habría dado ni las horas, tal era su señoría. Y para colmo de desprestigio, el provisor y canónigos del Cuzco lo habían excomulgado solemnemente por ciertos avances contra la autoridad eclesiástica.
Todos los comensales se pusieron de pie a la entrada, del corregidor, quien, sin hacer atención en el cacique don José Gabriel, se dejó caer sobre la silla que éste ocupaba, y el noble indio fué a colocarse a otro extremo de la mesa, sin darse por entendido de la falta de cortesía del empingorotado español. Después de algunas frases vulgares, de haber refocilado el estómago con las viandas y remojado la palabra, dijo su señoría:
—No piense vuesa merced que me he pegado un trote desde Yanaoca sólo para darle saludes.
—Usiría sabe—contestó el párroco—que cualquiera que sea la causa que lo trae es siempre bien recibida en esta humilde choza.
—Huélgome por vuesa merced de haberme convencido personalmente de la falsedad de un aviso que recibí ayer, que a haberlo encontrado real, juro cierto que no habría reparado en hopalandas ni tonsuras para amarrar a vuesa merced y darle una zurribanda de que guardara memoria en los días de su vida; que mientras yo empuñe la vara, ningún monigote me ha de resollar gordo.
—Dios me es testigo de que no sé a qué vienen las airadas palabras de su señoría—murmuró el cura, intimidado por los impertinentes conceptos de Arriaga.
—Yo me entiendo y bailo solo, señor don Carlos. Bonito es mi pergenio para tolerar que en mi corregimiento, a mis barbas, como quien dice, se lean censuras ni esos papelotes de excomunión que contra mí reparte el viejo loco que anda de provisor en el Cuzco, y ¡por el ánima de mi padre, que esté en gloria, que tengo de hacer mangas y capirotes con el primer cura que se me descantille en mi jurisdicción! ¡Y cuenta que se me suba la mostaza a las narices y me atufe un tantico, que en un verbo me planto en el Cuzco y torno chafaina y picadillo a esos canónigos barrigudos y abarraganados!
Y enfrascado el corregidor en sus groseras baladronadas, que sólo interrumpía para apurar gordos tragos de vino, no observó que don Gabriel y algunos de los convidados iban desapareciendo de la sala.
A las seis de la tarde el insolente hidalgo galopaba en dirección a la villa de su residencia, cuando fué enlazado su caballo; y don Antonio se encontró en medio de cinco hombres armados, en los que reconoció a otros tantos de los comensales del cura.
—Dése preso vuesa merced—le dijo Tupac-Amaru, que era el que acaudillaba el grupo.
Y sin dar tiempo al maltrecho corregidor para que opusiera la menor resistencia, le remacharon un par de grillos y lo condujeron a Tungasuca. Inmediatamente salieron indios con pliegos para el Alto Perú y otros lugares, y Tupac-Amaru alzó bandera contra España.
Pocos días después, el 10 de noviembre, destacábase una horca frente a la capilla de Tungasuca; y el altivo español, vestido de uniforme y acompañado de un sacerdote que lo exhortaba a morir cristianamente, oyó al pregonero estas palabras:
Esta es la justicia que don José Gabriel I, por la gracia de Dios, Inca, rey del Perú, Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Aires y continente de los mares del Sur, duque y señor de los Amazonas y del gran Paititi, manda hacer en la persona de Antonio de Arriaga por tirano, alevoso, enemigo de Dios y sus ministros, corruptor y falsario.
En seguida el verdugo, que era un negro esclavo del infeliz corregidor, le arrancó el uniforme en señal de degradación, le vistió una mortaja y le puso la soga al cuello. Más al suspender el cuerpo, a pocas pulgadas de la tierra, reventó la cuerda; y Arriaga, aprovechando la natural sorpresa que en los indios produjo este incidente, echó a correr en dirección a la capilla, gritando: ¡Salvo soy! ¡A iglesia me llamo! ¡La iglesia me vale!
Iba ya el hidalgo a penetrar en sagrado, cuando se le interpuso el Inca Tupac-Amaru y lo tomó del cuello, diciéndole:
—¡No vale la iglesia a tan pícaro como vos! ¡No vale la iglesia a un excomulgado por la Iglesia!
Y volviendo el verdugo a apoderarse del sentenciado, dió pronto remate a su sangrienta misión.
Aquí deberíamos dar por terminada la tradición; pero el plan de nuestra obra exige que consagremos algunas líneas por vía de epílogo al virrey en cuya época de mando aconteció este suceso.
El excelentísimo señor don Agustín de Jáuregui, natural de Navarra y de la familia de los condes de Miranda y de Teba, caballero de la Orden de Santiago y teniente general de los reales ejércitos, desempeñaba la presidencia de Chile cuando Carlos III relevó con él, injusta y desairosamente, el virrey don Manuel Guirior. El caballero de Jáuregui llegó a Lima el 21 de junio de 1780, y francamente, que ninguno de sus antecesores recibió el mando bajo peores auspicios.
Por una parte, los salvajes de Chanchamayo acababan de incendiar y saquear varias poblaciones civilizadas; y por otra, el recargo de impuestos y los procedimientos tiránicos del visitador Areche habían producido serios disturbios, en los que muchos corregidores y alcabaleros fueron sacrificados a la cólera popular. Puede decirse que la conflagración era general en el país, sin embargo de que Guirior había declarado en suspenso el cobro de las odiosas y exageradas contribuciones, mientras con mejor acuerdo volvía el monarca sobre sus pasos.
Además en 1779 se declaró la guerra entre España e Inglaterra, y reiterados avisos de Europa afirmaban al nuevo virrey que la reina de los mares alistaba una flota con destino al Pacífico.
Jáuregui (apellido que, en vascuence, significa residencia del señor), en previsión de los amagos piráticos, tuvo que fortificar y artillar la costa, organizar milicias y aumentar la marina de guerra, medidas que reclamaron fuertes gastos, con los que se acrecentó la penuria pública.
Apenas hacía cuatro meses que don Agustín de Jáuregui ocupaba el solio de los virreyes, cuando se tuvo noticia de la muerte dada al corregidor Arriaga, y con ella de que en una extensión de más de trescientas leguas era proclamado por Inca y soberano del Perú el cacique Tupac-Amaru.
No es del caso historiar aquí esta tremenda revolución que, como es sabido, puso en grave peligro al gobierno colonial. Poquísimo faltó para que entonces hubiese quedado realizada la obra de la Independencia.
El 6 de abril, viernes de Dolores del año 1781, cayeron prisioneros el Inca y sus principales vasallos, con los que se ejercieron los más bárbaros horrores. Hubo lenguas y manos cortadas, cuerpos descuartizados, horca y garrote vil. Areche autorizó barbaridad y media.
Con el suplicio del Inca, de su esposa doña Micaela, de sus hijos y hermanos, quedaron los revolucionarios sin un centro de unidad. Sin embargo, la chispa no se extinguió hasta julio de 1783, en que tuvo lugar en Lima la ejecución de don Felipe Tupac, hermano del infortunado Inca, caudillo de los naturales de Huarochirí. «Así—dice el deán Funes—terminó esta revolución, y difícilmente presentará la historia otra ni más justificada ni menos feliz.»
Las armas de la casa de Jáuregui eran: escudo cortinado, el primer cuartel en oro con un roble copado y un jabalí pasante; el segundo de gules y un castillo de plata con bandera; el tercero de azur, con tres flores de lis.
Es fama que el 26 de abril de 1784 el virrey don Agustín de Jáuregui recibió el regalo de un canastillo de cerezas, fruta a la que era su excelencia muy aficionado, y que apenas hubo comido dos o tres cayó al suelo sin sentido. Treinta horas después se abría en palacio la gran puerta del salón de recepciones; y en un sillón, bajo el dosel, se veía a Jáuregui vestido de gran uniforme. Con arreglo al ceremonial del caso el escribano de cámara, seguido de la Real Audiencia, avanzó hasta pocos pasos distante del dosel, y dijo en voz alta por tres veces: ¡Excelentísimo señor don Agustín Jáuregui! Y luego, volviéndose al concurso, pronunció esta frase obligada: Señores, no responde. ¡Falleció! ¡Falleció! ¡Falleció! En seguida sacó un protocolo, y los oidores estamparon en él sus firmas.
Así vengaron los indios la muerte de Tupac-Amaru.
crónica de la época del trigésimo cuarto virrey del perú
(A Carlos Toribio Robinet.)
Al principiar la Alameda de Acho y en la acera que forma espalda a la capilla de San Lorenzo, fabricada en 1834, existe una casa de ruinoso aspecto, la cual fué, por los años de 1788, teatro no de uno de esos cuentos de entre dijes y babador, sino de un drama que la tradición se ha encargado de hacer llegar hasta nosotros con todos sus terribles detalles.
Veinte abriles muy galanos; cutis de ese gracioso moreno aterciopelado que tanta fama dió a las limeñas, antes de que cundiese la maldita moda de adobarse el rostro con menjurjes, y de andar a la rebatiña y como albañil en pared con los polvos de rosa arroz; ojos más negros que noche de trapisonda y velados por rizadas pestañas; boca incitante, como un azucarillo amerengado; cuerpo airoso, si los hubo, y un pie que daba pie para despertar en el prójimo tentación de besarlo; tal era, en el año de gracia de 1776, Benedicta Salazar.
Sus padres, al morir, la dejaron sin casa ni canastilla y al abrigo de una tía entre bruja y celestina, como dijo Quevedo, y más gruñona que mastín piltrafero, la cual tomó a capricho casar a la sobrina con un su compadre, español que de a legua revelaba en cierto tufillo ser hijo de Cataluña, y que aindamáis tenía las manos callosas y la barba más crecida que deuda pública. Benedicta miraba al pretendiente con el mismo fastidio que a mosquito de trompetilla, y no atreviéndose a darle calabazas como melones, recurrió al manoseado expediende de hacerse archidevota, tener padre de espíritu y decir que su aspiración era a monjío y no a casorio.
El catalán, atento a los repulgos de la muchacha, murmuraba:
niña de los muchos novios,
que con ninguno te casas;
si te guardas para un rey
cuatro tiene la baraja.
De aquí surgían desazones entre sobrina y tía. La vieja la trataba de gazmoña y papahostias, y la chica rompía a llorar como una bendita de Dios, con lo que enfureciéndose más aquella megera, la gritaba:—¡Hipócrita! A mí no me engatusas con purisimitas. ¿A qué vienen esos lloriqueos? Eres como el perro de Juan Molleja, que antes que le caiga el palo ya se queja. ¿Conque monjío? Quien no te conozca que te compre, saquito de cucarachas. Cualquiera diría que no rompe plato, y es capaz de sacarle los ojos al verdugo Grano de Oro. ¿Si no conoceré yo las uvas de mi majuelo? ¿Conque te apestan las barbas? ¡Miren a la remilgada de Jurquillos, que lavaba los huesos para freírlos! ¡Pues has de ver toros y cañas como yo pille al alcance de mis uñas al barbilampiño que te baraja el juicio! Miren, miren a la gatita de Mari-Ramos, que hacía ascos a los ratones y engullía los gusanos! ¡Malhaya la niña de la media almendra!
Como estas peloteras eran pan cotidiano, las muchachas de la vecindad, envidiosas de la hermosura de Benedicta, dieron en bautizarla con el apodo de Gatita de Mari-Ramos; y pronto en la parroquia entera los mozalbetes y demás niños zangolotinos que la encontraban al paso, saliendo de misa mayor, le decían:
—¡Qué modosita y qué linda que va la Gatita de Mari-Ramos!
La verdad del cuento es que la tía no iba descaminada en sus barruntos. Un petimetre, don Aquilino de Leuro, era el quebradero de cabeza de la sobrina; y ya fuese que éste se exasperara de andar siempre al morro por un quítame allá esas pajas, o bien que su amor hubiese llegado a extremo de atropellar por todo respeto, dando al diablo el hato y el garabato, ello es que una noche sucedió... lo que tenía que suceder. La gatita de Mari-Ramos se escapó por el tejado, en amor y compaña de un gato pizpireto, que olía a almizcle y que tenía la mano suave.
Demos tiempo al tiempo y no andemos con lilailas y recancanillas. Es decir, que mientras los amantes apuran la luna de miel para dar entrada a la de hiel, podemos echar, lector carísimo, el consabido parrafillo histórico.
El excelentísimo señor don Teodoro de Croix, caballero de Croix, comendador de la muy distinguida orden teutónica en Alemania, capitán de guardias valonas y teniente general de los reales ejércitos, hizo su entrada en Lima el 6 de abril de 1784.
Durante largos años había servido en México bajo las órdenes de su tío (el virrey marqués de Croix), y vuelto a España, Carlos III lo nombró su representante en estos reinos del Perú. «Fué su excelencia—dice un cronista—hombre de virtud eminente, y se distinguió mucho por su caridad, pues varias veces se quedó con la vela en la mano porque el candelero de plata lo había dado a los pobres, no teniendo de pronto moneda con que socorrerlos; frecuentaba sacramentos y era un verdadero cristiano.»
La administración del caballero Croix, a quien llamaban el Flamenco, fué de gran beneficio para el país.
El virreinato se dividió en siete intendencias, y éstas en distritos o subdelegaciones. Estableciéronse la Real Audiencia del Cuzco y el tribunal de Minería, repobláronse los valles de Víctor y Acobamba, y el ejemplar obispo Chávez de la Rosa fundó en Arequipa la famosa casa de huérfanos, que no pocos hombres ilustres ha dado después a la república.
Por entonces llegó al Callao, consignado al conde de San Isidro, el primer navío de la Compañía de Filipinas; y para comprobar el gran desarrollo del comercio en los cinco años del gobierno de Croix, bastará consignar que la importación subió a cuarenta y dos millones de pesos y la exportación a treinta y seis.
Las rentas del Estado alcanzaron a poco más de cuatro y medio millones, y los gastos no excedieron de esta cifra, viéndose por primera y única vez entre nosotros realizado el fenómeno del equilibrio en el presupuesto. Verdad es que, para lograrlo, recurrió el virrey al sistema de economías, disminuyendo empleados, cercenando sueldos, licenciando los batallones de Soria y Extremadura, y reduciendo su escolta a la tercera parte de la fuerza que mantuvieron sus predecesores desde Amat.
La querella entre el marqués de Lara, intendente de Huamanga, y el señor López Sánchez, obispo de la diócesis, fué la piedra de escándalo de la época. Su ilustrísima, despojándose de la mansedumbre sacerdotal, dejó desbordar su bilis hasta el extremo de abofetear al escribano real que le notificaba una providencia. El juicio terminó, desairosamente para el iracundo prelado, por fallo del Consejo de Indias.
Lorente, en su Historia, habla de un acontecimiento que tiene alguna semejanza con el proceso del falso nuncio de Portugal. «Un pobre gallego—dice—que había venido en clase de soldado y ejercido después los poco lucrativos oficios de mercachifle y corredor de muebles, cargado de familia, necesidades y años, se acordó que era hijo natural de un hermano del cardenal patriarca, presidente del Consejo de Castilla, y para explotar la necedad de los ricos, fingió recibir cartas del rey y de otros encumbrados personajes, las que hacía contestar por un religioso de la Merced. La superchería no podía ser más grosera, y sin embargo engañó con ella a varias personas. Descubierta la impostura y amenazado con el tormento, hubo de declararlo todo. Su farsa se consideró como crimen de Estado, y por circunstancias atenuantes salió condenado a diez años de presidio, enviándose para España, bajo partida de registro, a su cómplice el religioso».
El sabio don Hipólito Unanue que con el seudónimo de Aristeo escribió eruditos artículos en el famoso Mercurio peruano; el elocuente mercedario fray Cipriano Jerónimo Calatayud, que firmaba sus escritos en el mismo periódico con el nombre de Sofronio; el egregio médico Dávalos, tan ensalzado por la Universidad de Montpellier; el clérigo Rodríguez de Mendoza, llamado por su vasta ciencia el Bacón del Perú y que durante treinta años fué rector de San Carlos; el poeta andaluz Terralla y Landa, y otros hombres no menos esclarecidos formaban la tertulia de su excelencia, quien, a pesar de su ilustración y del prestigio de tan inteligente círculo, dictó severas órdenes para impedir que se introdujesen en el país las obras de los enciclopedistas.
Este virrey, tan apasionado por el cáustico y libertino poeta de las adivinanzas, no pudo soportar que el religioso de San Agustín fray Juan Alcedo le llevase personalmente y recomendase la lectura de un manuscrito. Era éste una sátira, en medianos versos, sobre la conducta de los españoles en América. Su excelencia calificó la pretensión de desacato a su persona, y el pobre hijo de Apolo fué desterrado a la metrópoli para escarmiento de frailes murmuradores y de poetas de aguachirle.
El caballero de Croix se embarcó para España el 7 de abril de 1790, y murió en Madrid en 1791 a poco de su llegada a la patria.
¿Hay huevos?
—A la otra esquina por ellos.
(Popular).
Pues, señores, ya que he escrito el resumen de la historia administrativa del gobernante, no dejaré en el tintero, pues con su excelencia se relaciona, el origen de un juego que conocen todos los muchachos de Lima. Nada pondré de mi estuche, que hombre verídico es el compañero de La Broma[3] que me hizo el relato que van ustedes a leer.
Es el caso que el excelentísimo señor don Teodoro de Croix tenía la costumbre de almorzar diariamente cuatro huevos frescos pasados por agua caliente; y era sobre este punto tan delicado, que su mayordomo, Julián de Córdova y Soriano, estaba encargado de escoger y comprar él mismo los huevos todas las mañanas.
Mas si el virrey era delicado, el mayordomo llevaba la cansera y la avaricia hasta el punto de regatear con los pulperos para economizar un piquillo en la compra; pero al mismo tiempo que esto intentaba había de escoger los huevos más grandes y más pesados, para cuyo examen llevaba un anillo y ponía además los huevos en la balanza. Si un huevo pasaba por el anillo o pesaba un adarme menos que otro, lo dejaba.
Tanto llegó a fastidiar a los pulperos de la esquina del Arzobispo, esquina de Palacio, esquina de las Mantas y esquina de Judíos, que encontrándose éstos un día reunidos en Cabildo para elegir balanceador, recayó la conversación sobre el mayordomo don Julián de Córdova y Soriano, y los susodichos pulperos acordaron no venderle más huevos.
Al día siguiente al del acuerdo presentóse don Julián en una de las pulperías, y el mozo le dijo:—No hay huevos, señor don Julián. Vaya su merced a la otra esquina por ellos.
Recibió el mayordomo igual contestación en las cuatro esquinas, y tuvo que ir más lejos para hacer su compra. Al cabo de poco tiempo, los pulperos de ocho manzanas a la redonda de la plaza estaban fastidiados del cominero don Julián y adoptaron el mismo acuerdo de sus cuatro camaradas.
No faltó quien contara al virrey los trotes y apuros de su mayordomo para conseguir huevos frescos, y un día que estaba su excelencia de buen humor le dijo:
—Julián, ¿en dónde compraste hoy los huevos?
—En la esquina de San Andrés.
—Pues mañana irás a la otra esquina por ellos.
—Segurito, señor, y ha de llegar día en que tenga que ir a buscarlos a Jetafe.
Contado el origen del infantil juego de los huevos, paréceme que puedo dejar en paz al virrey y seguir con la tradición.
Dice un refrán que la mula y la paciencia se fatigan si hay apuro, y lo mismo pensamos del amor. Benedicta y Aquilino se dieron tanta prisa que, medio año después de la escapatoria, hastiado el galán se despidió a la francesa, esto es, sin decir abur y ahí queda el queso para que se lo almuercen los ratones, y fué a dar con su humanidad en el Cerro de Pasco, mineral boyante a la sazón. Benedicta pasó días y semanas esperando la vuelta del humo o, lo que es lo mismo, la del ingrato que le dejaba más desnuda que cerrojo; hasta que, convencida de su desgracia, resolvió no volver al hogar de la tía, sino arrendar un entresuelo en la calle de la Alameda.
En su nueva morada era por demás misteriosa la existencia de nuestra gatita. Vivía encerrada, y evitando entrar en relaciones con la vecindad. Los domingos salía a misa de alba, compraba sus provisiones para la semana y no volvía a pisar la calle hasta el jueves, al anochecer, para entregar y recibir trabajo. Benedicta era costurera de la marquesa de Sotoflorido, con sueldo de ocho pesos semanales.
Pero por retraída que fuese la vida de Benedicta y por mucho que al salir rebujase el rostro entre los pliegues del manto, no debió la tapada parecerle costal de paja a un vecino del cuarto de reja, quien dió en la flor siempre que la atisbaba, de dispararla a quemarropa un par de chicoleos, entremezclados con suspiros, capaces de sacar de quicio a una estatua de piedra berroqueña.
Hay nombres que parecen una ironía, y uno de ellos era el del vecino Fortunato, que bien podía, en punto a femeniles conquistas, pasar por el más infortunado de los mortales. Tenía hormiguillo por todas las muchachas de la feligresía de San Lázaro, y así se desmerecían y ocupaban ellas de él como del gallo de la Pasión que, con arroz graneado, ají mirasol y culantrillo, debió ser guiso de chuparse los dedos.
Era el tal—no el gallo de la Pasión, sino Fortunato—, lo que se conoce por un pobre diablo, no mal empatillado y de buena cepa, como que pasaba por hijo natural del conde de Pozosdulces. Servía de amanuense en la escribanía mayor del gobierno, cuyo cargo de escribano mayor era desempeñado entonces por el marqués de Salinas, quien pagaba a nuestro joven veinte duros al mes, le daba por pascua del Niño Dios un decente aguinaldo y se hacía de la vista gorda cuando era asunto de que el mocito agenciase lo que en tecnicismo burocrático se llama buscas legales.
Forzoso es decir que Benedicta jamás paró mientes en los arrumacos del vecino, ni lo miró a hurtadillas y ni siquiera desplegó los labios para desahuciarlo, diciéndole: «Perdone, hermano, y toque a otra puerta, que lo que es en ésta no se da posada al peregrino».
Mas una noche, al regresar la joven de hacer entrega de costuras, halló a Fortunato bajo el dintel de la casa, y antes de que éste le endilgase uno de sus habituales piropos, ella con voz dulce y argentina como una lluvia de perlas y que al amartelado mancebo debió parecerle música celestial, le dijo:
—Buenas noches, vecino.
El plumario, que era mozo muy socarrón y amigo de donaires, díjose para el cuello de su camisa:—Al fin ha arriado bandera esta prójima y quiere parlamentar. Decididamente tengo mucho aquel y mucho garabato para las hembras, y a la que le guiño el ojo izquierdo, que es el del corazón, no le queda más recurso que darse por derrotada.
Yo domino de todas la arrogancia,
conmigo no hay Sagunto ni Numancia...
Y con airecillo de terne y de conquistador, siguió sin más circunloquios a la costurera hasta la puerta del entresuelo. La llave era dura, y el mocito, a fuer de cortés, no podía permitir que la niña se maltratase la mano. La gratitud por tan magno servicio exigía que Benedicta, entre ruborosa y complacida, murmurase un—Pase usted adelante, aunque la casa no es como para la persona.
Suponemos que esto o cosa parecida sucedería, y que Fortunato no se dejó decir dos veces que le permitían entrar en la gloria, que tal es para todo enamorado una mano de conversación a solas con una chica como un piñón de almendra. El estuvo apasionado y decidor:
Las palabras amorosas
son las cuentas de un collar,
en saliendo la primera
salen todas las demás.
Ella, con palabritas cortadas y melindres, dió a entender que su corazón no era de cal y ladrillo; pero que como los hombres son tan pícaros y reveseros, había que dar largas y cobrar confianza, antes de aventurarse en un juego en que casi siempre todos los naipes se vuelven malillas. El juró, por un calvario de cruces, no sólo amarla eternamente, sino las demás paparruchas que es de práctica jurar en casos tales, y para festejar la aventura añadió que en su cuarto tenía dos botellas del riquísimo moscatel que había venido de regalo para su excelencia el virrey. Y rápido como un cohete descendió y volvió a subir, armado de las susodichas limetas.
Fortunato no daba la victoria por un ochavo menos. La familia que habitaba en el principal se encontraba en el campo, y no había que temer ni el pretexto del escándalo. Adán y Eva no estuvieron más solos en el paraíso cuando se concertaron para aquella jugarreta cuyas consecuencias, sin comerlo ni beberlo, está pagando la prole, y siglos van y siglos vienen sin que la deuda se finiquite. Por otra parte, el galán contaba con el refuerzo del moscatelillo, y como reza el refrán, de menos hizo Dios a Cañete y lo deshizo de un puñete.
Apuraba ya la segunda copa, buscando en ella bríos para emprender un ataque decisivo, cuando en el reloj del Puente empezaron a sonar las campanas de las diez, y Benedicta con gran agitación y congoja exclamó:
—¡Dios mío! ¡Estamos perdidos! Entre usted en este otro cuarto y suceda lo que sucediere, ni una palabra ni intente salir hasta que yo lo busque.
Fortunato no se distinguía por la bravura y de buena gana habría querido tocar de suela; pero sintiendo pasos en el patio, la carne se le volvió de gallina, y con la docilidad de un niño se dejó encerrar en la habitación contigua.
Abramos un corto paréntesis para referir lo que había pasado pocas horas antes.
A las siete de la noche, cruzando Benedicta por la esquina de Palacio, se encontró con Aquilino. Ella, lejos de reprocharle su conducta, le habló con cariño, y en gracia de la brevedad diremos que, como donde hubo fuego siempre quedan cenizas, el amante solicitó y obtuvo una cita para las diez de la noche.
Benedicta sabía que el ingrato la había abandonado para casarse con la hija de un rico minero; y desde entonces juró en Dios y en su ánima vivir para la venganza. Al encontrarse aquella noche con Aquilino y acordarle una cita, la fecunda imaginación de la mujer trazó rápidamente su plan. Necesitaba un cómplice, se acordó del plumario, y he aquí el secreto de su repentina coquetería para con Fortunato.
Ahora volvamos al entresuelo.
Entre los dos reconciliados amantes no hubo quejas ni recriminaciones, sino frases de amor. Ni una palabra sobre lo pasado, nada sobre la deslealtad del joven que nuevamente la engañaba, callándola que ya no era libre y prometiéndola no separarse más de ella. Benedicta fingió creerlo y lo embriagaba de caricias para mejor afianzar su venganza.
Entretanto el moscatel desempeñaba una función terrible. Benedicta había echado un narcótico en la copa de su seductor. Aquí cabe el refrán: más mató la cena que curó Avicena.
Rendido Leuro al soporífero influjo, la joven lo ató con fuertes ligaduras a las columnas de su lecho, sacó un puñal, y esperó impasible durante una hora a que empezara a desvanecerse el poder narcótico.
A las doce mojó su pañuelo en vinagre, lo pasó por la frente del narcotizado, y entonces principió la horrible tragedia.
Benedicta era tribunal y verdugo.
Enrostró a Aquilino la villanía de su conducta, rechazó sus descargos y luego le dijo:
—¡Estás sentenciado! Tienes un minuto para pensar en Dios.
Y con mano segura hundió el acero en el corazón del hombre a quien tanto había amado...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El pobre amanuense temblaba como la hoja del árbol. Había oído y visto todo por un agujero de la puerta.
Benedicta, realizada su venganza, dió vuelta a la llave y lo sacó del encierro.
—Si aspiras a mi amor—le dijo—empieza por ser mi cómplice. El premio lo tendrás cuando este cadáver haya desaparecido de aquí. La calle está desierta, la noche es lóbrega, el río corre en frente de la casa... Ven y ayúdame.
Y para vencer toda vacilación en el ánimo del acobardado mancebo, aquella mujer, alma de demonio encarnada en la figura de un ángel, dió un salto como la pantera que se lanza sobre su presa y estampó un beso de fuego en los labios de Fortunato.
La fascinación fué completa. Ese beso llevó a la sangre y a la conciencia del joven el contagio del crimen.
Si hoy, con los faroles de gas y el crecido personal de agentes de policía, es empresa de guapos aventurarse después de las ocho de la noche por la Alameda de Acho, imagínese el lector lo que sería ese sitio en el siglo pasado y cuando sólo en 1776 se había establecido el alumbrado para las calles centrales de la ciudad.
La obscuridad de aquella noche era espantosa. No parecía sino que la naturaleza tomaba su parte de complicidad en el crimen.
Entreabrióse el postigo de la casa, y por él salió cautelosamente Fortunato, llevando al hombro, cosido en una manta, el cadáver de Aquilino. Benedicta lo seguía, y mientras con una mano lo ayudaba a sostener el peso, con la otra, armada de una aguja con hilo grueso, cosía la manta a la casaca del joven. La zozobra de éste y las tinieblas servían de auxiliares a un nuevo delito.
Las sombras vivientes llegaron al pie del parapeto del río.
Fortunato, con su fúnebre carga sobre los hombros, subió el tramo de adobes y se inclinó para arrojar el cadáver.
¡Horror!... El muerto arrastró en su caída al vivo.
Tres días después unos pescadores encontraron en las playas de Bocanegra el cuerpo del infortunado Fortunato. Su padre, el conde de Pozosdulces, y su jefe, el marqués de Salinas, recelando que el joven hubiera sido víctima de algún enemigo, hicieron aprehender a un individuo sobre el que recaían no sabemos qué sospechas de mala voluntad para con el difunto.
Y corrían los meses y la causa iba con pies de plomo, y el pobre diablo se encontraba metido en un dédalo de acusaciones, y el fiscal veía pruebas clarísimas en donde todos hallaban el caos, y el juez vacilaba, para dar sentencia, entre horca y presidio.
Pero la Providencia que vela por los inocentes, tiene resortes misteriosos para hacer la luz sobre el crimen.
Benedicta, moribunda y devorada por el remordimiento, reveló todo a un sacerdote, rogándole que para salvar al encarcelado hiciese pública su confesión; y he aquí cómo en la forma de proceso ha venido a caer bajo nuestra pluma de cronista la sombría leyenda de la Gatita de Mari-Ramos.
crónica de la época del virrey inglés
Por los años de 1752 recorría las calles de Lima un buhonero o mercachifle, hombre de mediana talla, grueso, de manos y facciones toscas, pelo rubio, color casi alabastrino y que representaba muy poco más de veinte años. Era irlandés, hijo de pobres labradores y, según su biógrafo Lavalle, pasó los primeros años de su vida conduciendo haces de leña para la cocina del castillo da Dungán, residencia de la condesa de Bective, hasta que un su tío, padre jesuíta de un convento de Cádiz, lo llamó a su lado, lo educó medianamente, y viéndolo decidido por el comercio más que por el santo hábito, lo envió a América con una pacotilla.
Ño Ambrosio el inglés, como llamaban las limeñas al mercachifle, convencido de que el comercio de cintas, agujas, blondas, dedales y otras chucherías no le produciría nunca para hacer caldo gordo, resolvió pasar a Chile, donde consiguió por la influencia de un médico irlandés muy relacionado en Santiago, que con el carácter de ingeniero delineador lo empleasen en la construcción de albergues o casitas para abrigo de los correos que, al través de la cordillera, conducían la correspondencia entre Chile y Buenos Aires.
Ocupábase en llenar concienzudamente su compromiso, cuando acaeció una formidable invasión de los araucanos, y para rechazarla organizó el capitán general, entre otras fuerzas, una compañía de voluntarios extranjeros, cuyo mando se acordó a nuestro flamante ingeniero. La campaña le dió honra y provecho; y sucesivamente el rey le confirió los grados de capitán de dragones, teniente coronel, coronel y brigadier; y en 1785, al ascenderlo a mariscal de campo, lo invistió con el carácter de presidente de la Audiencia, gobernador y capitán general del reino de Chile.
Ni tenemos los suficientes datos, ni la forma ligera de nuestras tradiciones nos permite historiar los diez años del memorable gobierno de don Ambrosio O'Higgins. La fortaleza del Barón, en Valparaíso, y multitud da obras públicas hacen su nombre imperecedero en Chile.
Habiendo reconquistado la ciudad de Osorno del poder de los araucanos, el monarca lo nombró marqués de Osorno, lo ascendió a teniente general y lo trasladó al Perú como virrey, en reemplazo del bailío don Francisco Gil y Lemus de Toledo y Villamarín, caballero profesor de la orden de San Juan, comendador del Puente Orgivo y teniente general de la real armada.
En 5 de junio de 1796 se encargó O'Higgins del mando. Bajo su breve gobierno se empedraron las calles y concluyeron las torres de la Catedral de Lima, se creó la sociedad de Beneficencia, y se establecieron fábricas de tejidos. La portada, alameda y camino carretero del Callao fueron también obra de su administración.
En su época se incorporó al Perú la intendencia de Puno, que había estado sujeta al virreinato de Buenos Aires, y fué separado Chile de la jurisdicción del virreinato del Perú.
La alianza que por el tratado de San Ildefonso, después de la campaña del Rosellón, celebró con Francia el ministro don Manuel Godoy, duque de Acudía y príncipe de la Paz, trajo como consecuencia la guerra entre España e Inglaterra. O'Higgins envió a la corona siete millones de pesos con los que el Perú contribuyó, más que a las necesidades de la guerra, al lujo de los cortesanos y a los placeres de Godoy y de su real manceba María Luisa.
Rápida, pero fructuosa en bienes, fué la administración de O'Higgins, a quien llamaban en Lima el virrey inglés. Falleció el 18 de marzo de 1800, y fué enterrado en las bóvedas de la iglesia de San Pedro.
Grande era la desmoralización de Lima cuando O'Higgins entró a ejercer el mando. Según el censo mandado formar por el virrey-bailío Gil y Lemus, contaba la ciudad en el recinto de sus murallas 52.627 habitantes, y para tan reducida población excedía de setecientos el número de carruajes particulares que, con ricos arneses y soberbios troncos, se ostentaban en el paseo de la Alameda. Tal exceso de lujo basta a revelarnos que la moralidad social no podía rayar muy alto.
Los robos, asesinatos y otros escándalos nocturnos se multiplicaban y para remediarlos juzgó oportuno su excelencia promulgar bandos, previniendo que sería aposentado en la cárcel todo el que después de las diez de la noche fuese encontrado en la calle por las comisiones de ronda. Las compañías de encapados o agentes de policía, establecidas por el virrey Amat, recibieron aumento y mejora en el personal con el nombramiento de capitanes, que recayó en personas notables.
Pero los bandos se quedaban escritos en las esquinas, y los desórdenes no disminuían. Precisamente los jóvenes de la nobleza colonial hacían gala de ser los primeros infractores. El pueblo tomaba ejemplo de ellos; y viendo el virrey que no había forma de extirpar el mal, llamó un día a los cinco capitanes de las compañías de encapados.
—Tengo noticias, señores—les dijo—que ustedes llevan a la cárcel sólo a los pobres diablos que no tienen padrino que les valga; pero que cuando se trata de uno de los marquesitos o condesitos que andan escandalizando el vecindario con escalamientos, serenatas, estocadas y holgorios, vienen las contemporizaciones y se hacen ustedes de la vista gorda. Yo quiero que la justicia no tenga dos pesas y dos medidas, sino que sea igual para grandes y chicos. Téngalo ustedes así por entendido, y después de las diez de la noche... ¡a la cárcel todo Cristo!
Antes de proseguir refiramos, pues viene a pelo, el origen del refrán popular a la cárcel todo Cristo. Cuentan que en un pueblecito de Andalucía se sacó una procesión de penitencia, en la que muchos devotos salieron vestidos con túnica nazarena y llevando al hombro una pesada cruz de madera. Parece que uno de los parodiadores de Cristo empujó maliciosamente a otro compañero, que no tenía aguachirle en las venas y que, olvidando la mansedumbre a que lo comprometía su papel, sacó a relucir la navaja. Los demás penitentes tomaron cartas en el juego y anduvieron a mojicón cerrado y puñalada limpia, hasta que apareciéndose el alcalde, dijo:—¡A la cárcel todo Cristo!
Probablemente don Ambrosio O'Higgins se acordó del cuento cuando, al sermonear a los capitanes, terminó la reprimenda empleando las palabras del alcalde andaluz.
Aquella noche quiso su excelencia convencerse personalmente de la manera como se obedecían sus prescripciones. Después de las once y cuando estaba la ciudad en plena tiniebla, embozóse el virrey en su capa y salió de palacio.
A poco andar tropezó con una ronda; mas reconociéndolo el capitán lo dejó seguir tranquilamente, murmurando:
—¡Vamos, ya pareció aquello! También su excelencia anda en galanteo, y por eso no quiere que los demás tengan un arreglillo y se diviertan. Está visto que el oficio de virrey tiene más gangas que el testamento del moqueguano.
Esta frase pide a gritos explicación. Hubo en Moquegua un ricacho nombrado don Cristóbal Cugate, a quien su mujer, que era de la piel del diablo, hizo pasar la pena negra. Estando el infeliz en las postrimerías, pensó que era imposible comiese pan en el mundo hombre de genio tan manso como el suyo, y que otro cualquiera, con la décima parte de lo que él había soportado, le habría aplicado diez palizas a su conjunta.
—Es preciso que haya quien me vengue—díjose el moribundo; y haciendo venir un escribano, dictó su testamento, dejando a aquella arpía por heredera de su fortuna, con la condición de que había de contraer segundas nupcias antes de cumplirse los seis meses de su muerte, y de no verificarlo así, era su voluntad que pasase la herencia a un hospital.
Mujer joven, no mal laminada, rica y autorizada para dar pronto reemplazó al difunto—decían los moqueguanos—,¡qué gangas de testamento! Y el dicho pasó a refrán.
Y el virrey encontró otras tres rondas, y los capitanes le dieron las buenas noches, y le preguntaron si quería ser acompañado, y se derritieron en cortesías, y le dejaron libre el paso.
Sonaron las dos, y el virrey, cansado del ejercicio, se retiraba ya a dormir, cuando le dió en la cara la luz del farolillo de la quinta ronda, cuyo capitán era don Juan Pedro Lostaunau.
—¡Alto! ¿Quien vive?
—Soy yo, don Juan Pedro, el virrey.
—No conozco al virrey en la calle después de las diez de la noche. ¡Al centro el vagabundo!
—Pero, señor capitán...
—¡¡Nada!! El bando es bando y ¡a la cárcel todo Cristo!
Al día siguiente quedaron destituidos de sus empleos los cuatro capitanes que, por respeto, no habían arrestado al virrey; y los que los reemplazaron fueron bastante enérgicos para no andarse en contemplaciones, poniendo, en breve, término a los desórdenes.
El hecho es que pasó la noche en el calabozo de la cárcel de la Pescadería, como cualquier pelafustán, todo un don Ambrosio O'Higgins, marqués de Osorno, barón de Ballenari, teniente general de los reales ejércitos, y trigésimo sexto virrey del Perú por su majestad don Carlos IV.
crónica de la época del trigésimo séptimo virrey del perú
Cuentan que un fraile con ribetes de tuno y de filósofo, administrando el sacramento del matrimonio, le dijo al varón:
Ahí te entrego esa mujer:
trátala como a mula de alquiler,
mucho garrote y poco de comer.
Otro que tal debió ser el que casó en Lima al platero Román, sólo que cambió de frenos y dijo a la mujer:
Ahí tienes ese marido:
trátalo como a buey al yugo uncido
y procura que se ahorque de aburrido.
Viven aún personas que conocieron y trataron al platero, a quien llamaremos Román; pues causa existe para no estampar en letras de molde su nombre verdadero. El presente sucedido es popularísimo en Lima y te lo referirá, lector, con puntos y comas, el primer octogenario con quien tropieces por esas calles.
La mujer de Román, si bien honradísima hembra en punto a fidelidad conyugal, tenía las peores cualidades apetecibles en una hija de Eva. Amiga del boato, manirrota, terca y regañona, atosigaba al pobrete del marido con exigencias de dinero; y aquello no era casa, ni hogar, ni Cristo que lo fundó, sino trasunto vivo del infierno. Ni se daba escobada, ni se zurcían las calcetas del pagano, ni se cuidaba del puchero, y todo, en fin, andaba a la bolina. Madama no pensaba sino en dijes y faralares, en bebendurrias y paseos.
A ese andar, la tienda y los haberes del marido se evaporaron en menos de lo que se persigna un cura loco, y con la pobreza estalló la guerra civil en esa república práctica que se llama matrimonio. Los cónyuges andaban siempre a pícame Pedro que picarte quiero. Por quítame allá esta paja se tiraban los cacharros a la cabeza, a riesgo de descalabrarse, y no quedaba silla con palo sano. A bien librar salía siempre el bonachón del marido llevando en el rostro reminiscencias de las uñas de su conjunta persona.
Este matrimonio nos trae al magín un soneto que escribimos, allá por los alegres tiempos de nuestra mocedad, y que, pues la ocasión es tentadora para endilgarlo, ahí va como el caballo de copas:
Caséme por mi mal con una indina,
fresca como la pera bergamota;
trájome suegra y larga familiota
y por dote su cara peregrina.
A trote largo mi caudal camina
a sumergirse en una sirte ignota;
pronto he de hacer con ella bancarrota,
salvo que encuentre una boyante mina.
Un diablo pedigüeño anda conmigo;
es ¡dame! su perenne cantinela,
y así estoy en los huesos, caro amigo.
¿Qué me dices? ¿Mi afán te desconsuela?
—Dígote, don Peruétano, que digo,
que aquella no es mujer... es sanguijuela.
No recuerdo a quién oí decir que los mandamientos de la mujer casada son, como los de la ley de Dios, diez:
El primero, amar a su marido sobre todas las cosas.
El segundo, no jurarle amor en vano.
El tercero, hacerle fiestas.
El cuarto, quererlo más que a padre y madre.
El quinto, no atormentarlo con celos y refunfuños.
El sexto, no traicionarlo.
El séptimo, no gastarle la plata en perifollos.
El octavo, no fingir ataque de nervios ni hacer mimos a los primos.
El noveno, no desear más prójimo que su marido.
El décimo, no codiciar el lujo ajeno.
Estos diez mandamientos se encierran en la cajita de los polvos de arroz, y se leen cada día hasta aprenderlos de memoria.
El quid está en no quebrantar ninguno, como hacemos los cristianos con varios de los del Decálogo. Sigamos con el platero.
Una mañana, después de haber tenido Román una de esas cotidianas zambras de moros y cristianos, gutibambas y muziferreras, se dijo:
—Pues, señor, esto no puede durar más tiempo, que penas más negras que las que paso con mi costilla no me ha de deparar su Divina Majestad en el otro mundo. Bien dijo el que dijo que si el mar se casase había de perder su braveza, y embobalicarse. Decididamente, hoy me ahorco.
Y con la única peseta columnaria que le quedaba en el bolsillo, se dirigió al ventorrillo o pulpería de la esquina y compró cuatro varas de cuerda fuerte y nueva, lujo muy excusable en quien se prometía no tener ya otros en la vida.
—¿Y qué virrey gobernaba entonces?—Paréceme oír esta pregunta, que es de estilo cuando se escucha contar algo de cuya exactitud dudan los oyentes.
Pues, lectores míos, gobernaba el excelentísimo señor don Gabriel de Avilés y Fierro, marqués de Avilés, teniente general de los reales ejércitos y que, después de haber servido la presidencia de Chile y el virreinato de Buenos Aires, vino en noviembre de 1801 a hacerse cargo del mando de esta bendita tierra.
Avilés había llegado al Perú en la época del virrey Amat; y cuando estalló en 1780 la famosa revolución de Tupac-Amaru fué mandado con tropas para sofocarla. Excesivo fué el rigor que empleó Avilés en esa campaña.
Durante su gobierno se erigió el obispado de Maynas y se incorporó Guayaquil al virreinato. Se estableció en Lima el hospital del Refugio para mujeres, a expensas de Avilés y de su esposa la limeña doña Mercedes Risco, y se principió la fábrica del fuerte de Santa Catalina para cuartel de artillería, bajo la dirección del entonces coronel, y más tarde virrey, don Joaquín de la Pezuela.
Con grandes fiestas se celebró la llegada del flúido vacuno. Tuvo el Perú la visita del sabio Humboldt, y en Lima se experimentó una noche el alarmante fenómeno de haberse oído con claridad muchos truenos. En esa época se plantaron los árboles de la Alameda de Acho.
Como España y Francia hacían causa común contra Inglaterra y acababa de realizarse el desastre de Trafalgar, dos bergantines ingleses atacaron en Arica a la fragata de guerra española Astrea, ocasionándola fuertes averías y forzándola a buscar abrigo en la bahía.
Tratando de dar cumplimiento a una real orden sobre desamortización de bienes eclesiásticos, tropezó Avilés con serias resistencias, que el prudente virrey calmó dando largas al asunto y enviando consultas y memoriales a la corona. No fué ésta la primera vez en que el virrey apeló al expediente de dar tiempo al tiempo para libertarse de compromisos. En 1804 interesábase la ciudad porque el virrey dictase cierta providencia; mas él, creyendo que la cosa no era hacedera o que no entraba en sus atribuciones, decidió consultar al monarca. El pueblo, que lo ignoraba, se echó a murmurar sin embozo, y en la puerta de palacio apareció este pasquín:
¡Avilés! ¡Avilés!
¿Qué haces que por la ciudad no ves?
El virrey no lo tomó a enojo, y mandó escribir debajo:
Para dar gusto a antojos
he mandado hasta España por anteojos.
Respuesta que tranquilizó los ánimos, pues vieron los vecinos que su empeño estaba sujeto a la decisión del rey.
Avilés consagraba gran parte de su tiempo a las prácticas religiosas. El pueblo lo pintaba con esta frase. En la oración hábil es y en gobierno inhábil es.
En julio de 1806 entregó el mando a Abascal.
Anciano, enfermo y abatido de ánimo, por la reciente muerte de su esposa, quiso Avilés regresar a España. La nave que lo conducía arribó a Valparaíso, y a los pocos días falleció en este puerto el virrey devoto, como lo llamaban las picarescas limeñas.
Provisto de cuerda y sin cuidarse de escribir previamente esquelas de despedida, como es de moda desde la invención de los nervios y del romanticismo, se dirigió nuestro hombre al estanque de Santa Beatriz, lugar amenisimo entonces y rodeado de naranjos y otros árboles, que no parecía sino que estaban convidando al prójimo para colgarse de ellos y dar al traste con el aburrimiento y pesadumbres.
Principió Román por pasar revista a los árboles, y a todos hallaba algún pero que ponerles. Este no era bastante elevado; aquél no ofrecía consistencia para soportar por fruto el cuerpo de un tagarote como él; el otro era poco frondoso, y el de más allá un tanto encorvado. Cuando uno se ahorca debe siquiera llevar el consuelo de haberlo hecho a su regalado gusto. Al fin encontró árbol con las condiciones que el caso requería y, encaramándose en él, ató la cuerda en una de las ramas más vigorosas.
En estos preparativos reflexionó que, para no ser interrumpido y quedarse a medio morir y tener tal vez que empezar de nuevo la faena, lo mejor era esperar a que el camino estuviese desierto. Indias pescadoras que venían de Chorrillos, hierbateros de Surco, yanaconas de Miraflores, cimarrones de San Juan y peones de las haciendas, traficaban a esa hora a pequeña distancia del estanque. No había forma de que un hombre pudiera matarse en paz.
—¡Pues sería andrómina que, a lo mejor de la función, me descolgase un transeúnte inoportuno! Si ello, al fin, ha de ser, nada se pierde con esperar un rato, que no llega tarde quien llega.
En estas y otras cavilaciones hallábase Román escondido entre el espeso ramaje del árbol, cuando vió llegar con tardo paso, y mirando a todas partes con faz recelosa, un hombrecillo envuelto en un capote lleno de remiendos.
Era éste un vejete español que vivía de la caridad pública, y a quien en Lima conocían con el apodo de Ovillitos. El apodo le venía de que en una época entraba de casa en casa vendiendo ovillos de hilo, hasta que un día resolvió cambiar de oficio sentando plaza de mendigo.
Ovillitos, después de dirigir miradas escudriñadoras a las tapias y al camino, se sentó bajo el árbol que cobijaba a Román, y sacando una tijera, descosió dos de los infinitos parches que esmaltaban su mugriento capote de barragán.
¿Cuál sería la sorpresa del encaramado Román al ver que de cada parche sacó Ovillitos una onza de oro y que luego las enterró al pie del árbol, después de haber permanecido gran espacio de tiempo contemplándolas amorosamente?
—¡Qué suicidio ni qué ocho cuartos!—exclamó Román, descendiendo listamente de su árbol apenas se alejó el mendigo—. Pues Dios me ha venido a ver, aprovechemos la ocasión y empuñémosla por el único pelo de la calva. ¡Arbol feliz el que tal abono tiene!
Y se puso a la obra, y desenterró poco más de cien peluconas, de esas que bajo el Indiae et Hispaniarum Rex lucían el busto de Carlos III o Carlos IV.
Román volvió a habilitar la tienda, y su comercio de platería marchó viento en popa. Aleccionado por los días de penuria, puso coto a los derroches de su mujer, cuyo carácter, por milagro sin duda de la Divina Providencia, para quien no hay imposibles, mejoró notablemente.
Ovillitos enfermó de gravedad al descubrir que su tesoro se había convertido en pájaro y volado del encierro. El infeliz ignoraba que el dinero no es monje cartujo que gusta de estar guardado y criar moho, y que es un libertino que se desvive por andar al aire libre y de mano en mano. Mendigos ha habido, en todos los tiempos, que a su muerte han dejado un caudal decente.
Román murió, ya en los tiempos de la república, repartiéndose entre sus herederos una fortuna que se estimó en más de cincuenta mil pesos.
Una de las cláusulas de su testamento, que hemos leído, señala durante veinticinco años la suma de treinta pesos al mes para misas en sufragio del alma de Ovillitos.
Escribo esta tradición para purgar un pecado gordo que contra la historia y la literatura cometí cuando muchacho.
Contaba dieciocho años y hacía pinicos de escritor y de poeta. Mi sueño dorado era oír, entre los aplausos de un público bonachón, los destemplados gritos: ¡el autor! ¡el autor! A esa edad todo el monte antojábaseme orégano y cominillo, e imaginábame que con cuatro coplas, mal zurcidas, y una docena de articulejos, peor hilvanados, había puesto una pica en Flandes u otra en Jerez. Maldito si ni por el forro consultaba clásicos, ni si sabía por experiencia propia que los viejos pergaminos son criadero de polilla. Casi, casi me habría atrevido a dar quince y raya al más entendido en materias literarias, siendo yo entonces uno de aquellos zopencos que, por comer pan en lugar de bellota, ponen al Quijote por las patas de los caballos, llamándolo libro disparatado y sin pies ni cabeza. ¿Por qué? Porque sí. Este porque sí será una razón de pie de banco, una razón de incuestionable y caprichosa brutalidad, convengo; pero es la razón que alegamos todos los hombres a falta de razón.
Como la ignorancia es atrevida, echéme a escribir para el teatro: y así Dios me perdone si cada uno de mis engendros dramáticos no fué puñalada de pícaro al buen sentido, a las musas y a la historia. Y sin embargo, hubo público bobalicón que llamara a la escena al asesino poeta y que, en vez de tirarle los bancos a la cabeza, le arrojara coronitas de laurel hechizo. Verdad es que, por esos tiempos, no era yo el único malaventurado que con fenomenales producciones desacreditaba el teatro nacional, ilustrado por las buenas comedias de Pardo y de Segura. Consuela ver que no es todo el sayal alforjas.
Titulábase uno de mis desatinos dramáticos Rodil, especie de alacrán de cuatro colas o actos, y ¡sandio de mí!, fuí tan bruto que no sólo creí a mi hijo la octava maravilla, sino que, ¡mal pecado!, consentí en que un mi amigo, que no tenía mucho de lo de Salomón, lo hiciera poner en letras de molde. ¡Qué tinta y qué papel tan mal empleados!
Aquello no era drama ni piñón mondado. Versos ramplones, lirismo tonto, diálogo extravagante, argumento inverosímil, lances traídos a lazo, caracteres imposibles, la propiedad de la lengua tratada a puntapiés, la historia arreglada a mi antojo y... vamos, aquello era un mamarracho digno de un soberbio varapalo. A guisa, pues, de protesta contra tal paternidad escribo esta tradición, en la que, por lo menos, sabré guardar respetos a los fueros de la historia y la sombra de Rodil no tendrá derecho para querellarse de calumnia y dar de soplamocos a la mía cuando ambas se den un tropezón en el valle de Josafat.
—¡Basta de preámbulo, y al hecho!—exclamó el presidente de un tribunal, interrumpiendo a un abogado que se andaba con perfiles y rodeos en un alegato sobre filiación o paternidad de un mamón. El letrado dijo entonces de corrido:—El hecho es un muchacho hecho: el que lo ha hecho niega el hecho: he aquí el hecho.
Con la batalla de Ayacucho quedó afianzada la Independencia de Sudamérica. Sin embargo, y como una morisqueta de la Providencia, España dominó por trece meses más en un área de media legua cuadrada. La traición del sargento Moyano, en febrero de 1824, había entregado a los realistas una plaza fuerte y bien guarnecida y municionada. El pabellón de Castilla flameaba en el Callao, y preciso es confesar que la obstinación de Rodil en defender este último baluarte de la monarquía rayó en heroica temeridad. El historiador Torrente, que llama a Rodil el nuevo Leónidas, dice que hizo demasiado por su gloria de soldado. Stevenson y aun García Camba convienen en que Rodil fué cruel hasta la barbarie, y que no necesitó mantener una resistencia tan desesperada para dejar su reputación bien puesta y a salvo el honor de las armas españolas.
Sin esperanzas de que llegasen en su socorro fuerzas de la Península, ni de que en el país hubiese una reacción en favor del sistema colonial, viendo a sus compañeros desaparecer día a día, diezmados por el escorbuto y por las balas republicanas, no por eso desmayó un instante la indomable terquedad del castellano del Callao.
Mucho hemos investigado sobre el origen del nombre Callao que lleva el primer puerto de la república, y entre otras versiones, la más generalizada es la de que viene por la abundancia que hay en su playa del pequeño guijarro llamado por los marinos zahorra o callao.
A medida que pasan los años, la figura de Rodil toma proporciones legendarias. Más que hombre, parécenos ser fantástico que encarnaba una voluntad de bronce en un cuerpo de acero. Siempre en vigilia, jamás pudieron los suyos saber cuáles eran las horas que consagraba al reposo, y en el momento más inesperado se aparecía como fantasma en los baluartes y en la caserna de sus soldados. Ni la implacable peste que arrebató a seis mil de los moradores del Callao lo acometió un instante; pues Rodil había empleado el preservativo de hacerse abrir fuentes en los brazos.
Rodil era gallego y nacido en Santa María del Trovo. Alumno de la Universidad de Santiago de Galicia, donde estudiaba jurisprudencia, abandonó los claustros junto con otros colegiales, y en 1808 sentó plaza en el batallón de cadetes literarios. En abril de 1817 llegó al Perú con el grado de primer ayudante del regimiento del Infante. Ascendido poco después a comandante, se le encomendó la formación del batallón Arequipa. Rodil se posesionó con los reclutas de la solitaria islita del Alacrán, frente a Arica, donde pasó meses disciplinándolos, hasta que Osorio lo condujo a Chile. Allí concurrió Rodil, mandando el cuerpo que había creado, a las batallas de Talca, Cancharrayada y Maipú.
Regresó al Perú, tomando parte activa en la campaña contra los patriotas, y salió herido el 7 de julio de 1822 en el combate de Pucarán.
Al encargarse del gobierno político y militar del Callao, en 1824, el brigadier don José Ramón Rodil, hallábase condecorado con las cruces de Somorso, Espinosa de los Monteros, San Payo, Tumanes, Medina del Campo, Tarifa, Pamplona y Cancharrayada, cruces que atestiguaban las batallas en que había tenido la suerte de encontrarse entre los vencedores. Sitiado el Callao por las tropas de Bolívar, al mando del general Salom, y por la escuadra patriota, que disponía de 171 cañones, fué verdaderamente titánica la resistencia. La historia consigna la, para Rodil, decorosa capitulación de 23 de enero de 1826, en que el bravo jefe español, vestido de gran uniforme y con los honores de ordenanza, abandonó el castillo para embarcarse en la fragata de guerra inglesa Briton. El general La Mar, que era, valiéndome de una feliz expresión del Inca Garcilaso, un caballero muy caballero en todas sus cosas, tributó en esta ocasión justo homenaje al valor y la lealtad de Rodil, que desde el 1º de marzo de 1824, en que reemplazó a Casariego en el mando del Callao, hasta enero de 1826, casi no pasó día sin combatir.
Rodil tuvo durante el sitio que desplegar una maravillosa actividad, una astucia sin límites y una energía incontestable para sofocar complots. En sólo un día fusiló treinta y seis conspiradores, acto de crueldad que le rodeó de terrorífico y aun supersticioso respeto. Uno de los fusilados en esa ocasión fué Frasquito, muchacho andaluz muy popular por sus chistes y agudezas, y que era el amanuense de Rodil.
El general Canterac (que tan tristemente murió en 1835 al apaciguar en Madrid un motín de cuartel) fué comisionado por el virrey conde de los Andes para celebrar el tratado de Ayacucho, y en él se estipuló la inmediata entrega de los castillos. Al recibir Rodil la carta u oficio en que Canterac le transcribía el artículo de capitulación concerniente al Callao, exclamó furioso:—¡Canario! Que capitulen ellos que se dejaron derrotar, y no yo. ¿Abogaderas conmigo? Mientras tenga pólvora y balas, no quiero dimes ni diretes con esos p...ícaros insurgentes.
Durante el sitio disparó sobre el campamento de Bellavista, ocupado por los patriotas, 9.553 balas de cañón, 454 bombas, 908 granadas, y 34.713 tiros de metralla, ocasionando a los sitiadores la muerte de siete oficiales y ciento dos individuos de tropa, y seis oficiales y sesenta y dos soldados heridos. Los patriotas, por su parte, no anduvieron cortos en la respuesta, y lanzaron sobre las fortalezas 20.327 balas de cañón, 317 bombas e incalculable cantidad de metralla.
Al principiarse el sitio contaba Rodil en los castillos una guarnición de 2.800 soldados, y el día de la capitulación sólo tuvo 376 hombres en estado de manejar un arma. El resto había sucumbido al rigor de la peste y de las balas republicanas. En las calles del Callao, donde un año antes pasaban de 8.000 los asilados o partidarios del rey, apenas si llegaban a 700 almas las que presenciaron el desenlace del sitio. Según García Camba, fueron 6.000 las víctimas del escorbuto y 767 los que murieron combatiendo.
En los primeros meses del sitio, Rodil expulsó de la plaza 2.389 personas. El gobierno de Lima resolvió no admitir más expulsados, y vióse el feroz espectáculo de infelices mujeres que no podían pasar al campamento de Miranaves ni volver a la plaza, porque de ambas partes se las rechazaba a balazos. Las desventuradas se encontraban entre dos fuegos y sufriendo angustias imposibles de relatarse por pluma humana. He aquí lo que sobre este punto dice Rodil en el curioso manifiesto que publicó en España, sin alcanzar ciertamente a disculpar un hecho ajeno a todo sentimiento de humanidad.
«Yo, que necesitaba aminorar la población para suspender consumos que no podían reponerse, mandé que los que no pudieran subsistir con sus provisiones o industria saliesen del Callao. Esta orden fué cumplida con prudencia, con pausa y con buen éxito. La noticia de los primeros que emigraron fué animando a los que carecían de recursos para vivir en la población, y en cuatro meses me descargué de 2.389 bocas inútiles. Los enemigos, a la decimocuarta emigración de ellas, entendieron que su conservación me sería nociva, y tentaron no admitirlas con esfuerzo inhumano. Yo las repelí decisivamente».
Inútil es hacer sobre estas líneas apreciaciones que están en la conciencia de todos los espíritus generosos. Si indigna hasta la barbarie y ajena del carácter compasivo de los peruanos fué la conducta del sitiador, no menos vituperable encontrará el juicio de la historia la conducta del gobernador de la plaza.
Rodil estaba resuelto a prolongar la resistencia; pero su coraje desmayó cuando, en los primeros días de enero de 1826, se vió abandonado por su íntimo amigo el comandante Ponce de León, que se pasó a las filas patriotas, y por el comandante Riera, gobernador del castillo de San Rafael, quien entregó esta fortaleza a los republicanos. Ambos poseían el secreto de las minas que debían hacer explosión cuando los patriotas emprendiesen un asalto formal. Ellos conocían en sus manores detalles todo el plan de defensa imaginado por el impertérrito brigadier. La traición de sus amigos y tenientes había venido a hacer imposible la defensa.
El 11 de enero se dió principio a los tratados que terminaron con la capitulación del 23, honrosa para el vencido y magnánima para el vencedor.
Las banderas de los regimientos Infante don Carlos y Arequipa, cuerpos muy queridos para Rodil, le fueron concedidas para que se las llevase a España. De las nueve banderas españolas tomadas en el Callao, dispuso el general La Mar que una se enviase al gobierno de Colombia, que cuatro se guardasen en la Catedral de Lima, y las otras cuatro en el templo de Nuestra Señora de las Mercedes, patrona de las armas peruanas.
¿Se conservan tan preciosas reliquias? Ignoro, lector, el contenido de la pregunta.
Vuelto Rodil a su patria, lo trataron sus paisanos con especial distinción; y fué el único, de los que militaron en el Perú, a quien no aplicaron el epíteto de ayacucho con que se bautizó en España a los amigos políticos de Espartero. Rodil figuró, y en altísima escala, en la guerra civil de cristinos y carlistas; y como no nos hemos propuesto escribir una biografía de este personaje, nos limitaremos a decir que obtuvo los cargos más importantes y honoríficos. Fué general en jefe del ejército que afianzó sobre las sienes de doña María de la Gloria la corona de Portugal. Tuvo después el mando del ejército que defendió los derechos de Isabel II al trono de España, aunque le asistió poca fortuna en las operaciones militares de esta lucha, que sólo terminó cuando Espartero eclipsó el prestigio de Rodil.
Fué virrey de Navarra, marqués de Rodil y sucesivamente capitán general de Extremadura, Valencia, Aragón y Castilla la Nueva, diputado a Cortes, ministro de la Guerra, presidente del Consejo de ministros, senador de la Alta Cámara, prócer del reino, caballero de collar y placa de la orden de la Torre y Espada, gran cruz de las de Isabel la Católica y Carlos III, y caballero con banda de las de San Fernando y San Hermenegildo. Entre él y Espartero existió siempre antagonismo político y aun personal, habiendo llegado a extremo tal que, en 1845, siendo ministro el duque de la Victoria, hizo juzgar a Rodil en consejo de guerra y lo exoneró de sus empleos, honores, títulos y condecoraciones. Al primer cambio de tortilla, a la caída de Espartero, el nuevo ministerio amnistió a Rodil, devolviéndole su clase de capitán general y demás preeminencias.
El marqués de Rodil no volvió desde entonces a tomar parte activa en la política española, y murió en 1861.
Espartero murió en enero de 1879, de más de ochenta años de edad.
Desalentados los que acompañaban a Rodil y convencidos de la esterilidad de esfuerzos y sacrificios, se echaron a conspirar contra su jefe. Clara idea del estado de ánimo de los habitantes del castillo puede dar este pasquín:
Como estuvimos estamos,
como estamos estaremos,
enemigos sí tenemos
y amigos... los esperamos.
El presidente marqués de Torre-Tagle y su vicepresidente don Diego Aliaga, los condes de San Juan de Lurigancho, de Castellón y de Fuente González, y otros personajes de la nobleza colonial, habían muerto víctimas del escorbuto y de la disentería que se desarrollan en toda plaza mal abastecida. Los oficiales y tropa, estaban sometidos a ración de carne de caballo, y sobrándoles el oro a los sitiados, pagaban a precios fabulosos un panecillo o una fruta. El marqués de Torre-Tagle, moribundo ya del escorbuto, consiguió tres limones ceutíes en cambio de otros tantos platillos de oro macizo, y llegó época en que se vendieron ratas como manjar delicioso.
Por otra parte, las cartas y proclamas de los patriotas penetraban misteriosamente en el Callao alentando a los conspiradores. Hoy descubría Rodil una conspiración, e inmediatamente, sin fórmulas ni proceso, mandaba fusilar a los comprometidos, y mañana tenía que repetir los castigos de la víspera. Encontrando muchas veces un traidor en aquel que más había alambicado antes su lealtad a la causa del rey, pasó Rodil por el martirio de desconfiar hasta del cuello de su camisa.
Las mujeres encerradas en el Callao eran las que más activamente conspiraban. Los soldados del general Salom llegaban de noche hasta ponerse a tiro de fusil, y gritaban:
—A Lima, muchachas, que la patria engorda y da colores—palabras que eran una apetitosa promesa para las pobres hijas de Eva, a quienes el hambre y la zozobra traían escuálidas y ojerosas.
A pesar de los frecuentes fusilamientos no desaparecía el germen de sedición, y vino día en que almas del otro mundo se metieron a revolucionarias. ¡No sabían las pobrecitas que don Ramón Rodil era hombre para habérselas tiesas con el purgatorio entero!
Fué el caso que una mañana encontraron privados de sentido, y echando espumarajos por la boca, a dos centinelas de un bastión o lienzo de muralla fronterizo a Bellavista. Eran los tales dos gallegos crudos, mozos de letras gordas y de poca sindéresis, tan brutos como valientes, capaces de derribar a un toro de una puñada en el testuz y de clavarle una bala en el hueso palomo al mismísimo gallo de la Pasión; pero los infelices eran hombres de su época, es decir, supersticiosos y fanáticos hasta dejarlo de sobra.
Vueltos en sí, declaró uno de ellos que, a la hora en que Pedro negó al Maestro, se le apareció como vomitado por la tierra un franciscano con la capucha calada, y que con aquella voz gangosa que diz que se estila en el otro barrio le preguntó:—¡Hermanito! ¿Pasó la monja?
El otro soldado declaró, sobre poco más o menos, que a él se le había aparecido una mujer con hábito de monja clarisa, y díchole:—¡Hermanito! ¿Pasó el fraile?
Ambos añadieron que no estando acostumbrados a hablar con gente de la otra vida, se olvidaron de la consigna y de dar el quién vive, porque la carne se les volvió de gallina, se les erizó el cabello, se les atravesó la palabra en el galillo y cayeron redondos como troncos.
Don Ramón Rodil, para curarlos de espanto, les mandó aplicar carrera de baquetas.
El castellano del Real Felipe, que no tragaba rueda, de molino ni se asustaba con duendes ni demonios coronados, dióse a cavilar en los fantasmas, y entre ceja y ceja se le encajó la idea de que aquello trascendía de a legua a embuchado revolucionario. Y tal maña dióse y a tales expedientes recurrió, que ocho días después sacó en claro que fraile y monja no eran sino conspiradores de carne y hueso, que se valían del disfraz para acercarse a la muralla y entablar por medio de una cuerda cambio de cartas con los patriotas.
Era la del alba, cuando Rodil en persona ponía bajo sombra, en la casamata del castillo, una docena de sospechosos, y a la vez mandaba fusilar al fraile y a la monja, dándoles el hábito por mortaja.
Aunque a contar de ese día no han vuelto fantasmas a peregrinar o correr aventuras por las murallas del hoy casi destruido Real Felipe, no por eso el pueblo, dado siempre a lo sobrenatural y maravilloso, deja de creer a pies juntillas que el fraile y la monja vinieron al Callao en tren directo y desde el país de las calaveras, por el solo placer de dar un susto mayúsculo al par de tagarotes que hacía centinela en el bastión del castillo.
El pueblo de Tintay, situado sobre una colina del Pachachaca, en la provincia de Aymaraes, era en 1613 cabeza de distrito de Colcabamba. Cerca de seis mil indios habitaban el pueblo, de cuya importancia bastará a dar idea el consignar que tenía cuatro iglesias.
El cacique de Tintay cumplía anualmente por enero con la obligación de ir al Cuzco, para entregar al corregidor los tributos colectados, y su regreso era celebrado por los indios con tres días de ancho jolgorio.
En febrero de aquel año volvió a su pueblo el cacique muy quejoso de las autoridades españolas, que lo habían tratado con poco miramiento. Acaso por esta razón fueron más animadas las fiestas; y en el último día, cuando la embriaguez llegó a su colmo, dió el cacique rienda suelta a su enojo con estas palabras:
—Nuestros padres hacían sus libaciones en copas de oro, y nosotros, hijos degenerados, bebemos en tazas de barro. Los viracochas son señores de lo nuestro, porque nos hemos envilecido hasta el punto de que en nuestras almas ha muerto el coraje para romper el yugo. Esclavos, bailad y cantad al compás de la cadena. Esclavos, bebed en vasos toscos, que los de fino metal no son para vosotros.
El reproche del cacique exaltó a los indios, y uno de ellos, rompiendo la vasija de barro que en la mano traía, exclamó:
—¡Que me sigan los que quieran beber en copa de oro!
El pueblo se desbordó como un río que sale de cauce, y lanzándose sobre los templos, se apoderó de los calices de oro destinados para el santo sacrificio.
El cura de Tintay, que era un venerable anciano, se presentó en la puerta de la iglesia parroquial con un crucifijo en la mano, amonestando a los profanadores e impidiéndoles la entrada. Pero los indios, sobreexcitados por la bebida, lo arrojaron al suelo, pasaron sobre su cuerpo, y dando gritos espantosos penetraron en el santuario.
Allí, sobre el altar mayor y en el sagrado cáliz, cometieron sacrilegas profanaciones.
Pero en medio de la danza y la algazara, la voz del ministro del Altísimo vibró tremenda, poderosa, irresistible, gritándoles:
—¡Malditos! ¡Malditos! ¡Malditos!
La sacrílega orgía se prolongó hasta media noche, y al fin, rendidos de cansancio, se entregaron al sueño los impíos.
Con el alba despertaron muchos sintiendo las angustias de una sed devoradora, y sus mujeres e hijos salieron a traer agua de los arroyos vecinos.
¡Poder de Dios! Los arroyos estaban secos.
Hoy (1880) es Tintay una pobre aldea de sombrío aspecto, con trescientos cuarenta y cuatro vecinos, y sus alrededores son de escasa vegetación. El agua de sus arroyos es ligeramente salobre y malsana para los viajeros.
Entre las ruinas, y perfectamente conservada, encontróse en 1804 una efigie del Señor de la Exaltación, a cuya solemne fiesta concurren el 14 de septiembre los creyentes de diez leguas a la redonda.
Tiempos de fanatismo religioso fueron sin duda aquellos en que, por su majestad don Felipe II, gobernaba estos reinos del Perú don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y montero mayor del rey. Y no lo digo por la abundancia de fundaciones, ni por la suntuosidad de las fiestas, ni porque los ricos dejasen su fortuna a los conventos, empobreciendo con ello a sus legítimos herederos, ni porque, como lo pensaban los conquistadores, todo crimen e inmundicia que hubiera sobre la conciencia se lavaba dejando en el trance del morir, un buen legado para misas, sino porque la Iglesia había dado en la flor de tomar cartas en todo y para todo, y por un quítate allá esas pajas le endilgaba al prójimo una excomunión mayor que lo volvía tarumba.
Sin embargo de que era frecuente el espectáculo de enlutar templos y apagar candelas, nuestros antepasados se impresionaban cada vez más con el tremendo aparato de las excomuniones. En algunas de mis leyendas tradicionales he tenido oportunidad de hablar más despacio sobre muchas de las que se fulminaron contra ladrones sacrílegos y contra alcaldes y gente de justicia que, para apoderarse de un delincuente, osaron violar la santidad del asilo en las iglesias. Pero todas ellas son chirinola y cháchara celeste, parangonadas con una de las que el primer arzobispo de Lima don fray Jerónimo de Loayza lanzó en 1561. Verdad es que su señoría ilustrísima no anduvo nunca parco en esto de entredichos, censuras y demás actos terroríficos, como lo prueba el hecho de que antes de que la Inquisición viniera a establecerse por estos trigales, el señor Loayza celebró tres autos de fe. Otra prueba de mi aseveración es que amenazó con ladrillazo de Roma (nombre que daba el pueblo español a las excomuniones) al mismo sursum corda, es decir, a todo un virrey del Perú. He aquí el lance:
Cuéntase que cuando el virrey don Fernando de Toledo vino de España, trajo como capellán de su casa y persona a un clérigo un tanto ensimismado, disputador y atrabiliario, al cual el arzobispo creyó oportuno encarcelar, seguir juicio y sentenciar a que regresase a la metrópoli. El virrey puso el grito en el cielo y dijo, en un arrebato de cólera: que si su capellán iba desterrado, no haría el viaje solo, sino acompañado del fraile arzobispo. Súpolo éste, que faltar no podía oficioso que con el chisme fuese, y diz que su excelencia amainó tan luego como tuvo aviso de que el arzobispo había tenido reunión de teólogos y que, como resultado de ello, traía el ceño fruncido y se estaban cosiendo en secreto bayetas negras. El cleriguillo, abandonado por su padrino el virrey, marchó a España bajo partida de registro.
Pero la excomunión que ha puesto por hoy la péñola en mis manos es excomunión mayúscula y, por ende, merece capítulo aparte.
El decenio de 1550 a 1560 pudo dar en el Perú nombre a un siglo que llamaríamos sin empacho el siglo de las gallinas, del pan, del vino, del aceite y de los pericotes. Nos explicaremos.
Sábese, por tradición, que los indios bautizaron a las gallinas con el nombre de hualpa, sincopando el de su último inca Atahualpa. El padre Blas Valera (cuzqueño) dice que cuando cantaban los gallos, los indios creían que lloraban por la muerte del inca, por lo cual llamaron al gallo hualpa. El mismo cronista refiere que durante muchos años no se pudo lograr que las gallinas españolas empollasen en el Cuzco, lo que se conseguía en los valles templados. En cuanto a los pavos, fueron traídos de México.
Garcilaso, Zárate, Gómara y muchos historiadores y cronistas dicen que fué por entonces cuando doña María de Escobar, esposa del conquistador Diego de Chávez, trajo de España medio almud de trigo que repartió a razón de veinte o treinta granos entre varios vecinos. De las primeras cosechas enviaron algunas fanegas a Chile y otros pueblos de la América.
Casi con la del trigo coincidió la introducción de los pericotes o ratones en un navío que, por el estrecho de Magallanes, vino al Callao. Los indios dieron a esta plaga de dañinos inmigrantes el nombre de hucuchas, que significa salidos del mar. Afortunadamente el español Montenegro había traído gatos en 1537 y es fama que don Diego de Almagro le compró uno en seiscientos pesos. Los naturales no alcanzando a pronunciar bien el mizmiz de los castellanos, los llamaron michitus.
Y aquí, por vía de ilustración, apuntaremos que en los primeros veinte años de la conquista el precio mínimo de un caballo era de cuatro mil pesos, trescientos el de una vaca, quinientos pesos el de un burro, doscientos el de un cerdo, cien el de una cabra o de una oveja, y por un perro se daban sumas caprichosas. En la víspera de la batalla de Chuquinga ofreció un rico capitán a un soldado diez mil pesos por su caballo, propuesta que el dueño rechazó con indignación, diciendo:—Aunque no poseo un maravedí, estimo a mi compañero más que a los tesoros de Potosí.
Habiendo gran escasez de vino, a punto tal que en 1555 se vendía la arroba en quinientos pesos, Francisco Carabantes trajo de las Canarias los primeros sarmientos de uva negra que se plantaron en el Perú. En el pago de Tacaraca, en Ica (escribía Córdova y Urrutia en 1840) existe hoy una viña de uva negra, que se asegura ser una de las plantadas por Carabantes, la cual da hasta ahora muy buena cosecha. ¡Injusticias humanas! Los borrachos bendicen siempre al padre Noé, que plantó las viñas, y no tienen una palabra de gratitud para Carabantes, que fué el Noé de nuestra Patria.
Obtenido pan y vino, hacía falta el aceite. Probablemente lo pensó así don Antonio de Ribera, y al embarcarse en Sevilla en 1559 cuidó meter a bordo cien estacas de olivos.
Don Antonio de Ribera fué, en Lima, persona de mucho viso; como que tenía escudo de armas en el que había pintado dos lobos con dos lobeznos en campo de oro. Casado con la viuda de Francisco Martín de Alcántara, hermano materno del marqués Pizarro, y que murió a su lado defendiéndolo, trájole ésta pingüe dote. Tomó gran participación en las guerras civiles de los conquistadores, y después de la rebeldía de Girón marchó a España en 1557 con el nombramiento de procurador del Perú.
Ribera fué dueño de la espaciosa huerta que conocemos, en Lima, con el nombre de Huerta perdida. Poseía una fortuna de trescientos mil duros, adquirida haciendo vender por sus mitayos higos, melones, naranjas, pepinos, duraznos y demás frutas desconocidas hasta entonces en el Perú. La primera granada que se produjo en Lima fué paseada en procesión en las andas en que iba el Santísimo Sacramento, y dicen que era de fenomenal tamaño.
Desgraciadamente para Ribera, la navegación, llena de peligros y contratiempos, duró nueve meses, y a pesar de sus precauciones se encontró al pisar tierra con que sólo tres de las estacas podían aprovecharse, pues las demás no servían sino para avivar una hoguera.
Dióse a cultivarlas con grande ahinco, cuidándolas más que a sus talegas de duros; y eso que su reputación de avaro era piramidal. Y para que ni un instante escapasen a su vigilancia, plantó las tres estacas en un jardinillo bien murado y resguardado por dos negros colosales y una jauría de perros bravos.
Pero fíese usted de murallas como las de Pekín, en gigantes como Polifemo y en canes como el Cerbero, y estará más fresco que una horchata de chufas. Las dichosas estacas tenían más enamorados que muchacha bonita y ya se sabe que para hombres que se apasionan del bien ajeno, sea hija de Eva o cosa que valga la pena, no hay obstáculo exento de atropello.
Una mañana levantóse don Antonio con el alba. No había podido cerrar los párpados en toda la santa noche. Tenía la corazonada, el presentimiento de una gran desgracia.
Después de santiguarse, y en chanclas y envuelto en el capote, se dirigió al jardinillo; y el corazón le dio tan gran vuelco que casi se le escapa por la boca junto con el taco redondo que lanzó.
—¡Canario! ¡Me han robado!
Y cayó al suelo presa de un accidente.
En efecto, había desaparecido una de las tres estacas.
Aquel día Ribera derrengó a palos media jauría de perros, y el látigo anduvo bobo entre los pobres esclavos, que a su merced se le había subido la cólera al campanario.
Cansado de castigos y de pesquisas y viendo que sus afanes no daban fruto, se acerco al arzobispo, que era muy su amigo, y lo informó de su gran desventura, al lado de la cual los trabajos de Job eran can-can y zanguaraña.
Pero no es cuento, lectores míos, sino muy auténtico, lo que sucedió, y así se lo dirá a ustedes el primer cronista que hojeen.
Aquel día las campanas clamorearon como nunca; y por fin, después de otras imponentes ceremonias de rito, el ilustrísimo señor arzobispo fulminó excomunión mayor contra el ladrón de la estaca.
Pero ni por ésas.
El ladrón sería algún descreído o espirt fort, de esos que pululan en este siglo del gas y del vapor, pensará el lector.
Pues se lleva un chasco de marca.
En aquellos tiempos una excomunión pesaba muchas toneladas en la conciencia.
Tres años transcurrieron y la estaca no parecía.
Verdad es que ni pizca de falta le hacía a Ribera, quien tuvo la fortuna de ver multiplicados los dos olivos que le dejara el ladrón y disponía ya de estacas para vender y regalar. Presumo que los famosos olivares de Camaná, tierra clásica por sus aceitunas y por otras cosas que prudentemente me callo, pues no quiero andar al rodapelo con los camanejos, tuvieron por fundador un retoño de la Huerta perdida.
Un día presentóse al arzobispo, con cartas de recomendación, un caballero recién llegado en un navío que, con procedencia de Valparaíso, había dado fondo en el Callao; y bajo secreto de confesión le reveló que él era el ladrón de la celebérrima estaca, la cual había llevado con gran cautela a su hacienda de Chile, y que, no embargante la excomunión, la estaca se había aclimatado y convertidose en un famoso olivar.
Como la cosa pasó bajo secreto de confesión, no me creo autorizado para poner en letras de imprenta el nombre del pecador, tronco de una muy respetable y acaudalada familia de la república vecina.
Todo lo que puedo decirte, lector, es que el comején de la excomunión traía en constante angustia a nuestro hombre. El arzobispo convino en levantarsela, pero imponiéndole la penitencia de restituir la estaca con el mismo misterio que se la había llevado.
¿Cómo se las compuso el excomulgado? No sabré decir más sino que una mañana, al visitar don Antonio su jardincillo, se encontró con la viajera, y al pie de ella un talego de a mil duros con un billete sin firma, en que se le pedía cristianamente un perdón que él acordó, con tanta mejor voluntad cuanto que le caían de las nubes muy relucientes monedas.
El hospital de Santa Ana, cuya fábrica emprendía entonces el arzobispo Loayza, recibió también una limosna de dos mil pesos, sin que nadie, a excepción del ilustrísimo, supiera el nombre del caritativo.
Lo positivo es que quien ganó con creces en el negocio fué don Antonio de Ribera.
En Sevilla la estaca le había costado media peseta.
A la muerte del comendador don Antonio de Ribera, del hábito de Santiago, su viuda, doña Inés Muñoz, fundó en 1573 el monasterio de la Concepción, tomando en él el velo de monja y dejándole su inmensa fortuna.
El retrato de doña Inés Muñoz de Ribera se encuentra aún en el presbiterio de la iglesia, y sobre su sepulcro se lee:
Este cielo animado en breve esfera
depósito es de un sol que en él reposa,
el sol de la gran madre y generosa
doña Inés de Muñoz y de Ribera.
Fué de Ana-Cuenca encomendera,
de don Antonio de Ribera esposa,
de aquel que tremoló con mano airosa
del Alférez Real la real bandera.
Acabo de referir que uno de los tres primeros olivos que se plantaron en el Perú fué reivindicado por un prójimo chileno, sobre el cual recayó por el hurto nada menos que excomunión mayor, recurso terrorífico merced al cual, años más tarde, restituyó la robada estaca, que a orillas del Mapocho u otro río fuera fundadora de un olivar famoso.
Cuando yo oía decir aceituna, una, pensaba que la frase no envolvía malicia o significación, sino que era hija del diccionario de la rima o de algún quídam que anduvo a caza de ecos y consonancias. Pero ahí verán ustedes que la erré de medio a medio, y que si aquella frase como esta otra: aceituna, oro es una, la segunda plata y la tercera mata, son frases que tienen historia y razón de ser.
Siempre se ha dicho por el hombre que cae generalmente en gracia o que es simpático: Este tiene la suerte de las aceitunas, frase de conceptuosa profundidad, pues las aceitunas tienen la virtud de no gustar ni disgustar a medias, sino por entero. Llegar a las aceitunas era también otra locución con que nuestros abuelos expresaban que había uno presentádose a los postres en un convite, o presenciado sólo el final de una fiesta. Aceituna zapatera llamaban a la oleosa que había perdido color y buen sabor y que, por falta de jugo, empieza a encogerse. Así decían por la mujer hermosa a quien los años o los achaques empiezan a desmejorar:—Estás, hija, hecha una aceituna zapatera—. Probablemente los cofrades de San Crispín no podían consumir sino aceitunas de desecho.
Cuentan varios cronistas, y citaré entre ellos al padre Acosta, que es el que más a la memoria me viene, que a los principios, en los grandes banquetes, y por mucho regalo y magnificencia, se obsequiaba a cada comensal con una aceituna. El dueño del convite, como para disculpar una mezquindad que en el fondo era positivo lujo, pues la producción era escasa y carísima, solía decir a sus convidados: caballeros, aceituna, una. Y así nació la frase.
Ya en 1565 y en la huerta de don Antonio de Ribera, se vendían cuatro aceitunas por un real. Este precio permitía a su anfitrión ser rumboroso, y desde ese año eran tres las aceitunas asignadas por cada cubierto.
Sea que opinasen que la buena crianza exige no consumir toda la ración del plato, o que el dueño de la casa dijera, agradeciendo el elogio que hicieran de las oleosas: aceituna, oro es una, dos son plata y la tercera mata, ello es que la conclusión de la coplilla daba en qué cavilar a muchos cristianos que, después de masticar la primera y segunda aceituna, no se atrevían con la última, que eso habría equivalido a suicidarse a sabiendas. Si la tercera mata, dejémosla estar en el platillo y que la coma su abuela.
Andando los tiempos vinieron los de ño Cerezo, el aceitunero del Puente, un vejestorio que a los setenta años de edad dió pie para que le sacasen esta ingeniosa y epigramática redondilla:
Dicen por ahí que Cerezo
tiene encinta a su mujer.
Digo que no puede ser,
porque no puede ser eso.
Como iba diciendo, en los tiempos de Cerezo era la aceituna inseparable compañera de la copa de aguardiente; y todo buen peruano hacía ascos a la cerveza, que para amarguras bastábanle las propias. De ahí la frase que se usaba en los días de San Martín y Bolívar para tomar las once (hoy se dice lunch, en gringo):—Señores, vamos a remojar una aceitunita.
Y ¿por qué—preguntará alguno—llamaban los antiguos las once, al acto de echar después de mediodía, un remiendo al estómago? ¿Por qué?
Once las letras son del aguardiente.
Ya lo sabe el curioso impertinente.
Gracias a Dios que hoy nadie nos ofrece ración tasada y que hogaño nos atracamos de aceitunas sin que nos asusten frases. ¡Lo que va de tiempo a tiempo!
Hoy también se dice: aceituna, una; mas si es buena, una docena.
Cuentan las crónicas, para probar que el arzobispo Loayza tenía sus ribetes de mozón, que en Lima había un clérigo extremadamente avaro, que usaba sotana, manteo, alzacuello y sombrero tan raídos, que hacía años pedían a grito herido inmediato reemplazo. En arca de avariento, el diablo está de asiento, como reza el refrán.
Su ilustrísima, que porfiaba por ver a su clero vestido con decencia, llamóle un día y le dijo:
—Padre Godoy, tengo una necesidad y querría que me prestase una barrita de plata.
El clérigo, que aspiraba a canonjía, contestó sin vacilar:
—Eso, y mucho más que su ilustrísima necesite, está a su disposición.
—Gracias. Por ahora me basta con la barrita, y Ribera, mi mayordomo, irá por ella esta tarde.
Despidióse el avaro contentísimo por haber prestado un servicio al señor Loayza, y viendo en el porvenir, por vía de réditos, la canonjía magistral cuando menos.
Ocho días después volvía Ribera a casa del padre Godoy, llevando un envoltorio bajo el brazo, y le dijo:
—De parte de su ilustrísima le traigo estas prendas.
El envoltorio contenía una sotana de chamalote de seda, un manteo de paño de Segovia, un par de zapatos con hebilla dorada, un alzacuello de crin y un sombrero de piel de vicuña.
El padre Godoy brincó de gusto, vistióse las flamantes prendas, y encaminóse al palacio arzobispal a dar las gracias a quien con tanta liberalidad lo aviaba, pues presumía que aquello era un agasajo o angulema del prelado agradecido al préstamo.
Nada tiene que agradecerme, padre Godoy—le dijo el arzobispo.—Véase con mi mayordomo para que le devuelva lo que haya sobrado de la barrita; pues como usted no cuidaba de su traje, sin duda porque no tenía tiempo para pensar en esa frivolidad, yo me he encargado de comprárselo con su propio dinero. Vaya con Dios y con mi bendición.
Retiróse mohino el padre, fuése donde Ribera, ajustó con él cuentas, y halló que el chamalote y el paño importaban un dineral, pues el mayordomo había pagado sin regatear.
Al otro día, y después de echar cuentas y cuentas para convencerse de que en el traje habrían podido economizarse dos o tres duros, volvió Godoy donde el arzobispo y le dijo:
—Vengo a pedir a su ilustrísima una gracia.
—Hable, padre, y será servido a pedir de boca.
—Pues bien, ilustrísimo señor. Ruégole que no vuelva a tomarse el trabajo de vestirme.
Allá por la primera mitad del anterior siglo no se hablaba en Lima sino del alma de un padre mercedario que vino del otro mundo, no sé si en coche, navío o pedibus andando, con el expreso destino de dar un susto de los gordos a un comerciante de esta tierra. Aquello fué tan popular como la procesión de ánimas de San Agustín, el encapuchado de San Francisco, la monja sin cabeza, el coche de Zavala, el alma de Gasparito, la mano peluda de no sé qué calle, el perro negro de la plazuela de San Pedro, la viudita del cementerio de la Concepción, los duendes de Santa Catalina y demás paparruchas que nos contaban las abuelas, haciéndonos tiritar de miedo y rebujarnos en la cama.
De buena gana querría dar hoy a mis lectores algo en que no danzasen espíritus del otro barrio, aunque tuviera que echar mano de la historia de los hijos de Noé, que fueron cinco, y se llamaron Bran, Bren, Brin, Bron, Brun, como dicen las viejas. Pero es el caso que una niña, muy guapa y muy devota a la vez, me ha pedido que ponga en letras de molde esta conseja, y ya ven ustedes que no hay forma de esquivar el compromiso.
¡Ay, que se quema! ¡Ay, que se abrasa
el ánima que está en pena!
era el estribillo con que el sacristán de la parroquia de San Marcelo pedía limosna para las benditas ánimas del purgatorio, a lo cual contestaba siempre algún chusco completando la redondilla:
que se queme en hora buena,
que yo me voy a mi casa.
El padre Venancio y el padre Antolín se querían tan entrañablemente como dos hermanos, se entiende como dos hermanos que saben quererse y no andan al morro por centavo más o menos de la herencia.
En el mismo día habían entrado en el convento, juntos pasaron el noviciado y el mismo obispo les confirió las sagradas órdenes.
Eran, digámoslo así, Damón y Pithias tonsurados, Orestes y Pílades con cerquillo.
No pasaron ciertamente por frailes de gran ciencia, ni lucieron sermones gerundianos, ni alcanzaron sindicato, procuración o pingüe capellanía, y ni siquiera dieron que hablar a la murmuración con un escándalo callejero o una querella capitular.
Jamás asistieron a lidia de toros, ni después de las ocho de la noche se les encontró barriendo con los hábitos las aceras de la ciudad. ¡Vamos! ¡Cuando yo digo que sus reverencias eran unos benditos!
Eran dos frailes de poco meollo, de ninguna enjundia, modestos y de austeras costumbres; como quien dice, dos frailes de misa y olla, y pare usted de contar.
Pero ni en la santidad del claustro hay espíritu tranquilo, y aunque no mundana, sino muy ascética, fray Venancio tenía una preocupación constante.
Los dominicos, agustinos, franciscanos y hasta juandedianos y barbones o belethmitas ostentaban con orgullo, en su primer claustro, las principales escenas de la vida de sus santos patrones, pintadas en lienzos que, a decir verdad, no seducen por el mérito de sus pinceles.
¡Qué vergüenza! Los mercedarios no adornaban su claustro con la vida de San Pedro Nolasco.
Al pensar así, había en el ánima de nuestro buen religioso su puntita de envidia.
Y esto era lo que le escarabajeaba a fray Venancio, y lo que hizo voto de realizar en pro del decoro de su comunidad.
El padre Antolín, para quien el padre Venancio no tenía secretos, creyó irrealizable el propósito, pues los lienzos no los pintan ángeles, sino hombres que, como el abad, de lo que cantan yantan. Según el cálculo de ambos frailes, eran precisos diez mil duros por lo menos para la obra.
El padre Venancio no se descorazonó, y contestó a su compañero que con fe y constancia se allanan imposibles y se realizan milagros. Y entre ellos no se volvió a hablar más del asunto.
Pero el padrecito se echó pacientemente a juntar realejos, y cada vez que de las economías de su mesada conventual, alboroques, limosnas de misas y otros gajes alcanzaba a ver apiladas sesenta pulidas onzas de oro, íbase con gran cautela al portal de Botoneros y entraba en la tienda de don Marcos Guruceta, comerciante que gozaba de gran reputación de probidad, y que por ello era el banquero o depositario de los caudales de muchos prójimos.
Y el depósito se realizaba sin que mediase una tira de papel; pues la honorabilidad del mercader, hombre que diariamente cumplía con el precepto, que comulgaba en las grandes festividades y que era mayordomo de una archicofradía, se habría ofendido si alguno le hubiese exigido recibo u otro comprobante. ¡Qué tiempos tan patriarcales! Haga usted hoy lo propio, y verá dónde le llega el agua.
Sumaban ya seis mil pesos los entregados por fray Venancio, cuando una noche se sintió éste acometido de un violento cólico miserere, enfermedad muy frecuente en esos siglos, y al acudir fray Antolín encontró a su alter ego con las quijadas trabadas y en la agonía. No pudo, pues, mediar entre ellos la menor confidencia, y fray Venancio fué al hoyo.
El honrado comerciante, viendo que pasaban meses y meses sin que nadie le reclamase el depósito, llegó a encariñarse con él y a mirarlo como cosa propia. Pero a San Pedro Nolasco no hubo de parecerle bien quedarse sin lucir su gallardía en cuadro al óleo.
Y pasaron años de la muerte de fray Venancio.
Dormía una noche tranquilamente el padre Antolín y despertó sobresaltado sintiendo una mano fría que se posaba en su frente.
Un cerillo encendido bajo una imagen de la Virgen Protectora de Cautivos esparcía, en la celda, débiles y misteriosos reflejos.
A la cabecera de la cama, y en una silla de vaqueta estaba sentado fray Venancio.
—No te alarmes—dijo el aparecido—. Dios me ha dado licencia para venir a encomendarte un asunto. Ve mañana al mediodía al portal de Botoneros y pídele a don Marcos Guruceta seis mil pesos que le di a guardar, y que están destinados para poner en el primer claustro la vida de nuestro santo patrón.
Y dicho esto, la visión desapareció.
El padre Antolín se quedó como es de presumirse. Cosa muy seria es ésta de oír hablar a un difunto.
Por la mañana se acercó nuestro asustado religioso al comendador de la orden y le refirió, sueño o realidad, lo que le había pasado.
—Nada se pierde, hermano—contestó el superior—, con que vea a Guruceta.
En efecto, mediodía era por filo cuando fray Antolín llegaba al mostrador del comerciante y le hacía el reclamo consabido. Don Marcos se subió al cerezo y díjole que era un fraile loco o trapalón.
Retiróse mohino el comisionado; pero al llegar a la portería de su convento, salióle al encuentro un fraile en el cual reconoció a fray Venancio.
—Y bien, hermano, ¿cómo te ha ido?
—Malísimamente, hermano—contestó el interpelado—. Guruceta me ha tratado de visionario y embaucador.
—¿Sí? Pues vuelve donde él y dile que, si no se allana a pagarte, voy yo mismo dentro de cinco minutos por mi plata.
Fray Antolín regresó al portal, y al verlo don Marcos entrar por la puerta de la tienda, le dijo:
—¿Vuelve usted a fastidiarme?
—Nada de eso, señor Guruceta. Vengo a decirle que dentro de pocos instantes estará aquí fray Venancio en persona a entenderse con usted. Yo me he adelantado a esperarlo.
Al oír estas palabras, y ante el aplomo con que fueron dichas, experimentó Guruceta una conmoción extraña, y decididamente temió tener que habérselas con un alma de la otra vida.
—Que no se moleste en venir fray Venancio—dijo tartamudeando—. Es posible que, con tanto asunto como tengo en esta cabeza, haya olvidado que me dió dinero. Sea ello lo que fuere, pues el propósito es cristiano y yo muy devoto de San Pedro Nolasco, mande su paternidad un criado por las seis talegas.
La religiosidad de los limeños suplió con limosnas y donativos la suma que faltaba para el pago de pintores, y un año después, en la festividad del patrón, se estrenaban los lienzos que conocemos.
Tal es la tradición que, en su infancia, oyó contar el que esto escribe a fray León Fajardo, respetabilísimo sacerdote y comendador de la Merced.
al poeta español don tomás rodríguez rubí, autor de un drama que lleva el mismo título de esta tradición
De cómo Mariquita Martínez no quiso que la llamasen Mariquita la pelona
Allá por los años de 1734 paseábase muy risueña por estas calles de Lima, Mariquita Martínez, muchacha como una perla, mejorando lo presente, lectora mía. Paréceme estar viendo, no porque yo la hubiese conocido, ¡qué diablos! (pues cuando ella comía pan de trigo, este servidor de ustedes no pasaba de la categoría de proyecto en la mente del Padre Eterno), sino por la pintura que de sus prendas y garabato hizo un coplero de aquel siglo, que por la pinta debió ser enamoradizo y andar bebiendo los vientos tras de ese pucherito de mixtura. Marujita era de esas limeñas que tienen más gracia andando que un obispo confirmado, y por las que dijo un poeta:
Parece en Lima más clara
la luz, que cuando hizo Dios
el sol que al mundo alumbrara,
puso amoroso en la cara
de cada limeña, dos.
En las noches de luna era cuando había que ver a Mariquita paseando, Puente arriba y Puente abajo, con albísimo traje de zaraza, pañuelo de tul blanco, zapatito de cuatro puntos y medio, dengue de resucitar difuntos, y la cabeza cubierta de jazmines. Los rayos de la luna prestaban a la belleza de la joven un no sé qué de fantástico; y los hombres, que nos pirramos siempre por esas fantasías de carne y hueso, la echaban una andanada de requiebros, a los que ella, por no quedarse con nada ajeno, contestaba con aquel oportuno donaire que hizo proverbiales la gracia y agudeza de la limeña.
Mariquita era de las que dicen: Yo no soy la salve para suspirar y gemir. ¡Vida alegre, y hacer sumas hasta que se rompa el lápiz o se gaste la pizarra!
En la época colonial casi no se podía transitar por el Puente en las noches de luna. Era ése el punto de cita para todos. Ambas aceras estaban ocupadas por los jóvenes elegantes, que a la vez que con el airecito del río hallaban refrigerio al calor canicular, deleitaban los ojos clavándolos en las limeñas que salían a aspirar la fresca brisa, embalsamando la atmósfera con el suave perfume de los jazmines que poblaban sus cabelleras.
La moda no era lucir constantemente aderezos de rica pedrería, sino flores; y tal moda no podía ser más barata para padres y maridos, que con medio real de plata salían de compromisos, y aun sacaban alma del purgatorio. Tenían, además, la ventaja de satisfacer curiosidades sobre el estado civil de las mujeres, pues las solteras acostumbraban ponerse las flores al lado izquierdo de la cabeza y las casadas al derecho.
Todas las tardes de verano cruzaban por las calles de Lima varios muchachos, y al pregón de ¡el jazminero!, salían las jóvenes a la ventana de reja, y compraban un par de hojas de plátano, sobre las que había una porción de jazmines, diamelas, aromas, suches, azahares, flores de chirimoya, y otras no menos perfumadas. Las limeñas de entonces buscaban sus adornos en la naturaleza, y no en el arte.
La antigua limeña no usaba elixires odontálgicos ni polvos para los dientes; y, sin embargo, era notable la regularidad y limpieza de éstos. Ignorábase aún que en la caverna de una muela se puede esconder una California de oro, y que con el marfil se fabricarían mandíbulas que nada tendrían que envidiar a las que Dios nos regalara. ¿Saben ustedes a quién debía la limeña la blancura de sus dientes? Al raicero. Como el jazminero, era éste otro industrioso ambulante que vendía ciertas raíces blandas y jugosas, que las jóvenes se entretenían en morder restregándolas sobre los dientes.
Parece broma; pero la industria decae. Ya no hay jazmineros ni raiceros, y es lástima; que a haberlos, les caería encima una contribución municipal que los partiera por el eje, en estos tiempos en que hasta los perros pagan su cuota por ejercer el derecho de ladrar. Y, con venia de ustedes, también se han eclipsado el pajuelero o vendedor de mechas azufradas, el puchero o vendedor de puntas de cigarros, el anticuchero y otros industriosos.
Digresiones a un lado, y volvamos a Mariquita.
La limeña de marras no conoció peluquero ni castañas sino uno que otro ricito volado en los días de repicar gordo, ni fierros calientes ni papillotas, ni usó jamás aceitillo, bálsamos, glicerina ni pomadas para el pelo. El agua de Dios y san se acabó, y las cabelleras eran de lo bueno, lo mejor.
Pero hoy dicen las niñas que el agua pudre la raíz del pelo, y no estoy de humor para armar gresca con ellas sosteniendo la contraria. También los borrachos dicen que prefieren el licor, porque el agua cría ranas y sabandijas.
Mariquita tenía su diablo en su mata de cabellos. Su orgullo era lucir dos lujosas trenzas que, como dijo Zorrilla pintando la hermosura de Eva,
la medían en pie la talla entera.
Una de esas noches de luna iba Mariquita por el Puente lanzando una mirada a éste, esgrimiendo una sonrisa a aquél, endilgando una pulla al de más allá, cuando de improviso un hombre la tomó por la cintura, sacó una afilada navaja, y ¡zis! ¡zas!, en menos de un periquete le rebanó una trenza.
Gritos y confusión. A Mariquita le acometió la pataleta, la gente echó a correr, hubo cierre de puertas, y a palacio llegó la noticia de que unos corsarios se habían venido a la chita callando por la boca del río y tomado la ciudad por la sorpresa.
En conclusión, la chica quedó mocha, y para no dar campo a que la llamasen Mariquita la pelona, se llamó a buen vivir, entró en un beaterio y no se volvió a hablar de ella.
De cómo la trenza de sus cabellos fué causa de que el Perú tuviera una gloria artística
El sujeto que, por berrinche, había trasquilado a Mariquita era un joven de veintiséis años, hijo de un español y de una india. Llamábase Baltasar Gavilán. Su padre le había dejado algunos cuartejos; pero el muchacho, encalabrinado con la susodicha hembra, se dió a gastar hasta que vió el fondo de la bolsa, que ciertamente no podía ser perdurable como las cinco monedas de Juan Espera-en-Dios, alias el Judío Errante.
Era padrino de Baltasar el guardián de San Francisco, fraile de muchas campanillas y circunstancias, quien, aunque profesaba al ahijado gran cariño, echó un sermón de tres horas al informarse del motivo que traía en cuitas al mancebo. El alcalde del crimen reclamó, en los primeros días, la persona del delincuente; pero fuese que Mariquita meditara que, aunque ahorcaran a su enemigo, no por eso había de recobrar la perdida trenza, o, lo más probable, que el influjo de su reverencia alcanzase a torcer las narices a la justicia, lo cierto es que la autoridad no hizo hincapié en el artículo de extradición.
Baltasar, para distraerse en su forzada vida monástica, empezó por labrar un trozo de madera y hacer de él los bustos de la Virgen, el niño Jesús, los tres Reyes Magos y, en fin, todos los accesorios del misterio de Belén. Aunque las figuras eran de pequeñas dimensiones, el conjunto quedó lucidísimo, y los visitantes del guardián propalaban que aquello era una maravilla artística. Alentado por los elogios, Gavilán se consagró a hacer imágenes de tamaño natural, no sólo en madera, sino en piedra de Huamanga, algunas de las cuales existen en diversas iglesias de Lima.
La obra más aplaudida de nuestro artista fué una Dolorosa, que no sabemos si se conserva aún en San Francisco. El virrey marqués de Villagarcía, noticioso del mérito del escultor, quiso personalmente convencerse, y una mañana se presentó en la celda convertida en taller. Su excelencia, declarando que los palaciegos se habían quedado cortos en el elogio, departió familiarmente con el artista; y éste, animado por la amabilidad del virrey, le dijo que ya le aburría la clausura, que harto purgada estaba su falta en tres años de vida conventual, y que anhelaba ancho campo de libertad. El marqués se rascó la punta de la oreja, y le contestó que la sociedad necesitaba un desagravio, y que pues en el Puente había dado el escándalo, era preciso que en el Puente se ostentase una obra cuyo mérito hiciese olvidar la falta del hombre para admirar el genio del artista. Y con esto, su excelencia giró sobre los talones y tomó el camino de la puerta.
Cinco meses después, en 1738, celebrábase en Lima, con solemne pompa y espléndidos festejos, la colocación sobre el arco del Puente de la estatua ecuestre de Felipe V.
En la descripción que de estas fiestas hemos leído, son grandes los encomios que se tributan al artista. Desgraciadamente para su gloria, no le sobrevivió su obra; pues en el famoso terremoto de 1746, al derrumbarse una parte del arco, vino al suelo la estatua.
Y aquí queremos consignar una coincidencia curiosa. Casi a la vez que caía de su pedestal el busto del monarca, recibióse en Lima la noticia de la muerte de Felipe V a consecuencia de una apoplejía fulminante, que es como quien dice un terremoto en el organismo.
De cómo una escultura dió la muerte al escultor
Los padres agustinianos sacaban, hasta poco después de 1824, la célebre procesión de Jueves Santo, que concluía, pasada la medianoche con no poco barullo, alharaca de viejas y escapatoria de muchachas. Más de veinte eran las andas que componían la procesión, y en la primera de ellas iba una perfecta imagen de la Muerte con su guadaña y demás menesteres, obra soberbia del artista Baltasar Gavilán.
El día en que Gavilán dió la última mano al esqueleto fueron a su taller los religiosos y muchos personajes del país, mereciendo entusiasta y unánime aprobación el buen desempeño del trabajo. El artista alcanzaba un nuevo triunfo.
Baltasar, desde los tiempos en que vivió asilado en San Francisco, se había entregado con pasión al culto de Baco, y es fama que labró sus mejores efigies en completo estado de embriaguez.
Hace poco leí un magnífico artículo sobre Edgardo Poe y Alfredo de Musset, titulado El alcoholismo en literatura. Baltasar puede dar tema para otro escrito que titularíamos El alcoholismo en las bellas artes.
El alcohol retemplaba el espíritu y el cuerpo de nuestro artista; era su ninfa Egeria, por decirlo así. Idea y fuerza, sentimiento y verdad, todo lo hallaba Baltasar en el fondo de una copa.
Para celebrar el buen término de la obra que le encomendaron los agustinos, fuése Baltasar con sus amigos a la casa de bochas y se tomó una turca soberana. Agarrándose de las paredes pudo, a las diez de la noche, volver a su taller, cogió pedernal, eslabón y pajuela, y encendiendo una vela de sebo se arrojó vestido sobre la cama.
A medianoche despertó. La mortecina luz despedía un extraño reflejo sobre el esqueleto colocado a los pies del lecho. La guadaña de la Parca parecía levantada sobre Baltasar.
Espantado, y bajo la influencia embrutecedora del alcohol, desconoció la obra de sus manos. Dió horribles gritos, y acudiendo los vecinos comprendieron, por la incoherencia de sus palabras, la alucinación de que era víctima.
El gran escultor peruano murió loco el mismo día en que terminó el esqueleto, de cuyo mérito artístico hablan aún con mucho aprecio las personas que, en los primeros años de la Independencia, asistieron a la procesión de Jueves Santo.
Supongo, lector, que tienes edad para haber conversado con contemporáneos del virrey Pezuela, y que hablándote de una hija de Eva, esforzada y varonil, les habrás oído esta frase: Es mujer de asta y rejón.
¿Que sí has oído la frase? Pues entonces allá va el origen de ella, tal cual me ha sido referido por un descendiente de la protagonista.
En una de las casas de la calle de Aparicio vivía por los años de 1760 la señora doña Feliciana Chaves de Mesía.
Era doña Feliciana lo que se llamaba una mujer muy de su casa y que, a pesar de ser rica hasta el punto de sacar al sol la vajilla de plata labrada y los zurrones de pesos duros, no pensaba en emperejilarse, sino en aumentar su caudal. Dueña de una hacienda en los valles próximos a la ciudad y de la panadería del Serrano, tenía en el patio de su casa dos vastos almacenes donde vendía por mayor harina, azúcar, aceite y otros artículos de general consumo.
¡Qué tiempos aquéllos! En materia de trabajo nuestras abuelas eran la romana del diablo, y cuando un hombre se casaba encontraba en la conjunta, no sólo la costilla complementaria de su individuo, sino un socio mercantil que le ahorraba el gasto de dependientes.
El marido de doña Feliciana hacía tres años que había ido a Ica a establecer una sucursal de la casa de Lima, quedándose la señora al frente de múltiples operaciones comerciales; y como si Dios se complaciera en echar su bendición sobre la trabajadora limeña, en cuanto negocio ponía mano encontraba una ganancia loca.
Pero no todo es tortas y pan pintado en este valle de lágrimas, y cuando más confiada estaba doña Feliciana en que su marido no pensaba sino en ganar peluconas, recibió de Ica una carta anónima en que la informaban, con puntos y comas, de cómo el señor Mesía tenía su chichisbeo, y de cómo gastaba el oro y el moro con la sujeta, y que la susodicha no valía un carámbano ni llegaba a la suela del zapato de doña Feliciana, que aunque jamona se conservaba bastante apetecible y no era digna de que el perillán de su marido la hiciese ascos. Dijo la gallina de cierto cuento:—Poner huevo y no comer trigo, ésa no va conmigo.
El anónimo levantó roncha en el espíritu de la señora, y se dió a pensar en la infidelidad del señor Mesía; y tanto zumbó en su alma el tábano de los celos, que decidió remontar el vuelo, caerle al cuello al perjuro y sorprenderlo en el gatuperio. Pero era el caso que para ir, en esos tiempos, a Ica se gastaba muchos días y se corrían mil peligros; y como las bodegas no podían quedar cerradas o a merced de un dependiente, resolvióse a venderlas, comisión que encargó a un español llamado Vilches, que era su compadre y hombre para ella de toda confianza.
En esos tiempos las transacciones eran muy expeditivas, como que no se estilaban muchas fórmulas, y antes de cuarenta y ocho horas vió doña Feliciana entrar por las puertas de su casa algunas talegas de a mil. La señora regaló a Vilches una de ellas en recompensa de su actividad, y desembarazada de estorbos alistó viaje para tres días después.
Aquella noche doña Feliciana echó sus cuentas y resolvió que, apenas amaneciese Dios, debía depositar su dinero y alhajas en casa de un comerciante de proverbial honradez. Pero sus celosas cavilaciones por un lado, y por otro sus cálculos rentísticos, la quitaron el sueño, y en ello tuvo no poca ventura.
Serían las dos de la madrugada, hora de gatos y ladrones, cuando sintió un ligero y cauteloso ruido de pasos en el traspatio. Aguzó el oído, y se convenció de que en una puerta que comunicaba con su dormitorio estaban aplicando lo que no en tecnicismo de botica, sino en el de los hijos de Caco, se llamaba entonces una ventosa. Consistía este experimento en abrir por medio del fuego un boquete en la madera.
Doña Feliciana saltó con presteza del lecho, y de una esquina del cuarto tomó una asta o varilla de palo a cuyo extremo adaptó un puntiagudo rejoncillo de hierro. Era ésta el arma con que acostumbraban salir al campo todos los hacendados.
Así prevenida, nuestra heroína se colocó en acecho tras la puerta. Apenas la ventosa hubo dejado expedito un gran agujero, asomó por él una cabeza. Doña Feliciana, sin dar el quién vive, le clavó el rejoncillo en la nuca.
El ladrón exhaló un grito de muerte, y sus compañeros pusieron pie en pared. Entonces la señora dió voces, alborotóse el vecindario, acudió la ronda, y con universal sorpresa hallaron moribundo al honrado Vilches, quien cantó de plano y denunció a sus compañeros de empresa.
Todos se hicieron lenguas del arrojo de doña Feliciana, y en Lima no se hablaba de otra cosa. De haber habido periódicos, la habrían consagrado estrepitoso bombo en la crónica local.
La fama de su hazaña la había precedido a Ica, adonde llegó una mañana, armada de asta y rejón, y abocándose a su marido le dijo:
—A Lima, señor mío, y a su casa si no quiere usted que haga en su personita otro tanto de lo que hice en la de Vilches, y lo deje tal que no sirva ni para simiente de rábanos.
El de Mesía tembló como azogado, mandó ensillar la mula y, sin chistar ni mistar, obedeció el precepto.
Desde entonces ella llevó en la casa los pantalones, y él fué el más fiel de los maridos de que hacen mención las historias sagradas y profanas, como que sabía que le iba la pelleja en el primer tropezón en que lo pillase madama.
Mucho cuento es tener por compañera una mujer de asta y rejón.
Parece que una mañana se levantó Carlos III con humor de suegra, y francamente que razón había harta para avinagrar el ánimo del monarca. Su majestad había soñado que las arcas reales corrían el peligro de verse como Dios quiere a las almas, es decir, limpias, porque sus súbditos de las Américas andaban un si es no es remolones para proveerlas.
—¡Carrampempe! Pues a mí no ha de pasarme lo que a don Enrique el Doliente que, no embargante ser rey y de los tiesos, llegó día en que no tuvo cosa sólida que meter bajo las narices, y empeñó el gabán para que el cocinero pudiera condimentarle una sopa de ajos y un trozo de jabalí ahumado. Que me llamen a don José Antonio.
Y don José Antonio de Areche, del Consejo de Indias y caballero de la distinguida orden de Carlos III, no tardó en presentarse ante su rey, y disertar con él largo y tendido sobre los atrenzos del real tesoro. Y por consecuencia de la plática entre señor y vasallo, nos cayó como llovido por estos reinos del Perú, en 1777 y con el título de Visitador general, un culebrón de los finos.
El Visitador, a poco de llegado a Lima, se convenció de que la tierra era muy rica y la comisión sabrosa y de papilla. Item, adivinó, sin ser brujo, que los peruleros éramos mansitos de genio y, por ende, susceptibles de soportar cuanta albarda pluguiera a su señoria echarnos a cuestas. Y pensado y hecho, y sin andarse con algórgoras ni brujoleos, se nos vino al bulto y decretó impuestos, y estancos, y tarifas y qué sé yo cuántas gurruminas. ¡Dios me perdone!, pero cuentan que, anticipándose a un municipio de estos maravillosos tiempos, estuvo en un tumbo de dado que estableciera contribución canina, sin exceptuar de ella al perro de San Roque, ni al de Santo Domingo, ni al de San Lázaro, ni al de Santa Margarita que, según colijo, fueron santos aficionados a chuchos.
Pero tanto estiró la cuerda que, a la postre, vino el estallido, y reventó y se armó la tremenda. El Visitador era testarudo, no cejó un ápice y siguió ajustándonos las clavijas como a guitarra ajena. Y hubo una tal de zambomba y degollina, horca, y jicarazo, que... ¡vamos! debemos tomar por especial cariño y bendición de Dios no haber comido pan en aquel desbarajustado siglo. Por fin de fines, los pícaros impuestos subsistieron y, entre gruñido y refunfuños, hubo de pagarlos todo aquel que, teniendo ley a su pescuezo, no ambicionara ponerlo en relaciones íntimas con el verdugo.
A la vez que así nos sacaba roñosos maravedises para su majestad, echóse su señoría a pesquisar a todos los empleados que tenían manejo de fondos públicos; y tal revoltijo y gatuperio hallaría en el examen de algunas cuentas, que plantó en chirona a encopetados personajes responsables de éstas. Es fama que, oyendo los descargos que le daba un empleado, dijo aburrido el señor de Areche:
—¿Sabe usted, señor alcabelero, que no entiendo sus cuentas?
—No es extraño, señor Visitador. Yo tampoco las entiendo, y eso que las cuentas son mías.
¡Vaya si las malditas andarían enredadas!
Entre los presos hallábase cierto corregidor, de quien decíase que había sido más voraz que sanguijuela para sacar el quilo a los pueblos cuyo gobierno le estaba encomendado. La causa, entre probanzas, testigos, careos, apelaciones y demás batiborrillo de la chusma forense, llevaba trazas de dar tela para pleito durante tres generaciones por lo menos. Nuestro hombre resolvió cortar por el atajo y, abocándose con el carcelero, le pidió resueltamente que lo dejase salir por un par de horas, empeñándole palabra de regresar a la prisión antes de que expirase el término fijado. El carcelero reflexionó que la palabra de honor no es cosa para empeñada, pues sobre tal prenda no desata un usurero los cordones de la bolsa, y dijo rotundamente que nones. Mas deslumbrado por el brillo de algunas peluconas, que al descuido y con cuidado le puso entre las manos el preso, acabó por ablandarse y correr cerrojos y abrir rejas.
Eran las siete de la noche. Hallábase el señor Visitador en el salón de su casa echando una mano de tresillo con unos amigos, y acababan de hacerle puesta real en solo de oros con estuches, falla y rey enano, cuando entró su mayordomo y, llamándolo aparte, le dijo:
—Un caballero quiere hablar en el instante con su señoría.
—¡Algún importuno! Que vuelva mañana. ¿No te ha dicho su nombre?
—No, señor; pero me ha regalado dos onzas de oro porque pasara recado, y como no era decente que esperase respuesta en el zaguán, lo he hecho entrar en el cuarto de estudio.
—¡Y dices que te ha dado dos onzas de alboroque! Pues ha de ser algo de importancia lo que trae a ese sujeto.
Y volviéndose a sus tertulios, les dijo:
—Con permiso, caballeros, no tardaré en volver, y que don Narciso juegue por mí. ¡Es vida muy aporreada la que llevo, y no se la doy a mi mayor enemigo!
Y don José Antonio se dirigió al estudio, que estaba situado en el patio de la casa. Esperábalo allí un embozado que, al presentarse Areche, se descubrió y dijo cortésmente:
—Buenas y santas noches.
—Así se las dé Dios. ¡Hola, hola, señor mío! ¿Cómo ha salido de la cárcel sin mi licencia?
—No hizo falta, señor Visitador. He dado mi palabra, y sabré cumplirla, de regresar en breve a la prisión.
—Supongo a lo que usted viene..., a hablarme, sin duda, de su causa.
—Precisamente, señor Visitador.
—Pues tiempo perdido, amigo mío. Lo veo a usted en mal caballo, y con dolor de mi corazón tendré que ser severo; que el rey no me ha enviado para que ande con blanduras y contemplaciones. En su causa hay documentos atroces y testigos libres de tacha cuyas declaraciones bastan y sobran para enviar a la horca diez prójimos de su calibre. Yo soy muy recto, y tratándose de administrar justicia no me caso ni con la madre que me parió.
—Pues, señor Visitador, contra todo lo que dice su señoría que hay de grave en mi proceso, poseo yo mil argumentos irrefutables; sí, señor, mil argumentos. Y lo mejor es que seamos amigos y nos dejemos de pleitos, que no sirven sino para traer desazones, criar mala sangre y hacer caldo gordo a escribas y fariseos.
—¿Y por qué, si tiene tanta confianza en que han de sacarlo airoso, no ha hecho uso de sus argumentos? Ya quisiera conocer uno para refutárselo.
—Si el señor Visitador me ofrece no airarse y guardarme el secreto, diréle en puridad cuáles son mis argumentos.
—Hable usted clara y como Cristo nos enseña. Presénteme uno solo de sus argumentos, y guarde los novecientos noventa y nueve restantes, que ni tiempo hay sobrado ni ocasión es ésta para hacerme cargo de ellos.
Entonces el corregidor metió mano al bolsillo, y entre el pulgar y el índice sacó una onza de oro.
—¿Ve su señoría este argumento?
—¡Eso es una pelucona, señor corregidor!
—Pues mil argumentos de su especie tengo listos para que se corte el proceso. Y buenas noches, señor Visitador, que las horas vuelan y la palabra es palabra.
Y paso entre paso, el corregidor siguió camino de la cárcel.
En cuanto al señor de Areche, refieren que volvió cogitabundo a ocupar su puesto en la mesa de tresillo, que en toda la santa noche no hizo jugada en regla, y que, por primera vez en su vida, cometió dos renuncios, prueba clara de la preocupación de su ánimo.
¡Qué demonche! Yo no soy maldiciente, pero en la historia hay hechos que lo sacan a uno de quicio.
Y la prueba de que don José Antonio de Areche no jugó muy limpio, que digamos, en el desempeño de la comisión que el rey le confiara, está en que, a pesar de los pesares, su majestad se vió forzado a destituirlo, llamándolo a España, confiscándole la hacienda, y sentenciándolo a vivir desterrado de la villa y corte de Madrid.
Al siguiente día de la entrevista con el Visitador, fué puesto en libertad el preso y se sobreseyó en la causa.
¡Y tenga usted fe en la incorruptibilidad de la justicia!
Digo, ¡si fumarían en pipa los argumentos del corregidor!
Generalizada creencia era entre nuestros abuelos que a las mujeres encintas debía complacerse aún en sus más extravagantes caprichos. Oponerse a ellos equivalía a malograr obra hecha. Y los discípulos de Galeno eran los que más contribuían a vigorizar esa opinión, si hemos de dar crédito a muchas tesis o disertaciones médicas, que impresas en Lima, en diversos años, se encuentran reunidas en el tomo XXIX de Papeles varios de la Biblioteca Nacional.
Las mujeres de suyo son curiosas, y bastaba que les estuviese vedado entrar en claustros para que todas se desviviesen por pasear conventos. No había, pues, en el siglo pasado limeña que no los hubiese recorrido desde la celda del prior o abadesa hasta la cocina.
Tan luego como en la familia se presentaba hija de Eva en estado interesante, las hermanitas, amigas y hasta las criadas se echaban a arreglar programa para un mes de romería por los conventos. Y la mejor mañana se aparecían diez o doce tapadas a la portería de San Francisco, por ejemplo, y la más vivaracha de ellas decía, dirigiéndose al lego portero:
—¡Ave María purísima!
—Sin pecado concebida. ¿Qué se ofrece, hermanitas?
—Que vaya usted donde el reverendo padre guardián y le diga que esta niña, como a la vista está, se encuentra abultadita, que se le ha antojado pasear el convento, y que nosotras venimos acompañándola por si le sucede un trabajo.
—¡Pero tantas!...—murmuraba el lego entre dientes.
—Todas somos de la familia: esta buena moza es su tía carnal; estas dos son sus hermanas, que en la cara se les conoce; estas tres gordinfloncitas son sus primas por parte de madre; yo y esta borradita, sus sobrinas, aunque no lo parezcamos; la de más allá, esa negra chicharrona, es la mama que la crió; ésta es su...
—Basta, basta con la parentela, que es larguita—interrumpía el lego sonriendo.
Aquí la niña del antojo lanzaba un suspiro, y las que la acompañaban decían en coro:
—¡Jesús, hijita! ¿Sientes algo? Vaya usted prontito, hermano, a sacar la licencia. ¡No se embrome y tengamos aquí un trabajo! ¡Virgen de la Candelaria! ¡Corra usted, hombre, corra usted!
Y el portero se encaminaba, paso entre paso, a la celda del guardián; y cinco minutos después regresaba con la superior licencia, que su paternidad no tenía entrañas de ogro para contrariar deseo de embarazada.
—Puede pasar la niña del antojo con toda la sacra familia.
Y otro lego asumía las funciones de guía o ciceron
Por supuesto que en muchas ocasiones la barriga era de pega, es decir, rollo de trapos; pero ni guardián ni portero podían meterse a averiguarlo. Para ellos vientre abovedado era pasaporte en regla.
Y de los conventos de frailes pasaban a los monasterios de monjas; y de cada visita regresaba a casa la niña del antojo provista de ramos de flores, cerezas y albaricoques, escapularios y pastillas. Las camaradas participaban también del pan bendito.
Y la romería en Lima duraba un mes por lo menos.
Un arzobispo, para poner coto al abuso y sin atreverse a romper abiertamente con la costumbre, dispuso que las antojadizas limeñas recabasen la licencia, no de la autoridad conventual, sino de la curia; pero como había que gastar en una hoja de papel sellado, y firmar solicitud, y volver al siguiente día por el decreto, empezaron a disminuir los antojos.
Su sucesor, el señor La Reguera, cortó de raíz el mal contestando un no redondo a la primera prójima que fué con el empeño.
—¿Y si malparo, ilustrísimo señor?—insistió la postulante.
—De eso no entiendo yo, hijita, que no soy comadrón, sino arzobispo.
Y lo positivo es que no hay tradición de que limeña alguna haya abortado por no pasear claustros.
Entre los manuscritos que en la Real Academia de la Historia, en Madrid, forman la colección de Matalinares, archivo de curiosos documentos relativos a la América, hay uno (cuaderno 3º del tomo LXXVII) códice que no es sino el extracto de un proceso a que en el Perú dió motivo la niña del antojo.
Guardián de la Recoleta de Cajamarca era, por los años de 1806, fray Fernando Jesús de Arce, quien, contrariando la arzobispal y disciplinaria disposición, dió en permitir el paseíto por su claustro a las cristianas que lo solicitaban alegando el delicado achaque. La autoridad civil tuvo o no tuvo sus razones para pretender hacerlo entrar en vereda, y se armó proceso, y gordo.
El padre comisario general apoyó al padre Arce, presentando, entre otros argumentos, el siguiente que, a su juicio, era capital y decisivo:—La conservación del feto es de derecho natural y el precepto de la clausura es de derecho positivo, y por consideración al último no sería caritativo exponer una mujer al aborto.
El padre Arce decía que para él era caso de conciencia consentir en el capricho femenino; pues una vez que se negó a conceder tal licencia acontecióle que, a los tres días, se le presentó la niña del antojo llevando el feto en un frasco y culpándolo de su desventura. Añadía el padre Arce que por él no había de ir otra almita al limbo, que no se sentía con hígados para hacer un feo a antojos de mujer encinta.
El vicario foráneo se vió de los hombres más apurados para dar su fallo, y solicitó el dictamen de Matalinares, que era a la sazón fiscal de la Audiencia de Lima. Matalinares sostuvo que no por el peligro del feto, sino por corruptelas y consideraciones de conveniencia o por privilegios apostólicos para determinadas personas de distinción, se había tolerado la entrada de mujeres en clausura de regulares, y que eso de los antojos era grilla y preocupación. En resumen, terminaba opinando que se previniese al padre comisario general ordenase al guardián de la Recoleta que por ningún pretexto consintiese en lo sucesivo visitas de faldas, bajo las penas designadas por la Bula de Benedicto XV, expedida en 3 de enero de 1742.
El vicario, apoyándose en tan autorizado dictamen, falló contra el guardián; pero éste no se dió por derrotado, y apeló ante el obispo, quien confirmó la resolución.
Fray Fernando Jesús de Arce era testarudo, y dijo en el primer momento que no acataba el mandato mientras no viniese del mismo Papa; pero su amigo, el comisario general, consiguió apaciguarlo, diciéndole:
—Padre reverendo, más vale maña que fuerza. Pues la cuestión ante todo es de amor propio, éste quedará a salvo acatando y no cumpliendo.
El padre Arce quedó un minuto pensativo; y luego, pegándose una palmada en la frente, como quien ha dado en el quid de intrincado asunto, exclamó:
—¡Cabalito! ¡Eso es!
Y en el acto hizo formal renuncia de la guardianía, para que otro y no él cargase con el mochuelo de enviar almitas al limbo.
cuadro tradicional de costumbres antiguas
Existía en Lima, hasta hace cincuenta años, una asociación de mujeres todas garabateadas de arrugas y más pilongas que piojo de pobre, cuyo oficio era gimotear y echar lagrimones como garbanzos. ¡Vaya una profesión perra y barrabasada! Lo particular es que toda socia era vieja como el pecado, fea como un chisme y con pespuntes de bruja y rufiana. En España dábanlas el nombre de plañidoras; pero en estos reinos del Perú se les bautizó con el de doloridas o lloronas.
Que el gobierno colonial hizo lo posible por desterrarlas, me lo prueba un bando o reglamento de duelos que el virrey don Teodoro de Croix mandó promulgar en Lima con fecha 31 de agosto de 1786, y que he tenido oportunidad de leer en el tomo XXXVIII de Papeles varios de la Biblioteca Nacional. Dice así, al pie de la letra, el artículo 12 del bando: «El uso de las lloronas o plañidoras, tan opuesto a las máximas de nuestra religión como contrario a las leyes, queda perpetuamente proscrito y abolido, imponiéndose a las contraventoras la pena de un mes de servicio en un hospital, casa de misericordia o panadería». Parece que este bando fué como tantos otros, letra muerta.
No bien fallecía prójimo que dejase hacienda con que pagar un decente funeral, cuando el albacea y deudos se echaban por esas calles en busca de la llorona de más fama, la cual se encargaba de contratar a las comadres que la habían de acompañar. El estipendio, según reza un añejo centón que he consultado, era de cuatro pesos para la plañidera en jefe y dos para cada subalterna. Y cuando los dolientes, echándola de rumbosos, añadían algunos realejos sobre el precio de tarifa, entonces las doloridas estaban también obligadas a hacer algo de extraordinario, y este algo era acompañar el llanto con patatuses, convulsiones epilépticas y repelones. Ellas, en unión de los llamados pobres de hacha, que concurrían con un cirio en la mano, esperaban a la puerta del templo la entrada y salida del cadáver para dar rienda suelta a su aflicción de contrabando.
Dígase lo que se quiera en contra de ellas; pero lo que yo sostengo es que ganaban la plata en conciencia. Habíalas tan adiestradas que no parece sino que llevaban dentro del cuerpo un almacén de lágrimas; tanto eran éstas bien fingidas, merced al expediente de pasarse por los ojos los dedos untados en zumo de ajos y cebollas. Con frecuencia, así habían conocido ellas al difundo como al moro Muza, y mentían que era un contento exaltando entre ayes y congojas las cualidades del muerto.
—¡Ay, ay! ¡Tan generoso y caritativo!—y el que iba en el cajón había sido usurero nada menos.
—¡Ay, ay! ¡Tan valiente y animoso!—el infeliz había liado los bártulos por consecuencia del mal de espanto que le ocasionaron los duendes y las penas.
—¡Ay, ay! ¡Tan honrado y buen cristiano!—y el difunto había sido, por sus picardías y por lo encallecida que traía la conciencia, digno de morir en alto puesto, es decir, en la horca.
Y por este tono eran las jeremiadas.
No concluía aquí la misión de las lloronas. Quedaba aún el rabo por desollar; esto es, la ceremonia de recibir el duelo en casa del difunto durante treinta noches. Enlutábanse con cortinados negros la sala y cuadra, alumbrándolas con un fanal o guardabrisa cubierta por un tul que escasamente dejaba adivinar la luz, o bien encendían una palomilla de aceite que despedía algo como amago de claridad, pero que realmente no servía sino para hacer más terrorífica la lobreguez. Desde las siete de la noche los amigos del finado entraban silenciosos en la sala y tomaban asiento sin proferir palabra. Un duelo era en buen romance una consagración de mudos.
La cuadra era el cuartel general de las faldas y de las pulgas. Las amigas imitaban a los varones en no mover sus labios, lo cual, bien mirado, debía ser ruda penitencia para las hijas de Eva. Sólo a las lloronas les era lícito sonarse con estrépito y lanzar de rato en rato un ¡ay Jesús! o un suspiro cavernoso, que parecía queja del otro mundo.
Escenas ridículas acontecían en los duelos. Un travieso, por ejemplo, largaba media docena de ratoncillos en la cuadra, y entonces se armaba una de gritos, carreras, chillidos y pataletas.
Por fortuna, con las campanadas de las ocho terminaba la recepción: aquí eran los apuros entre las mujeres. Ninguna quería ser la primera en levantarse. Llamábase este acto romper el chivato.
A la postre se decidía alguna a dar esta muestra de coraje, y acercándose a la no siempre inconsolable viuda, le decía:
—¡Cómo ha de ser! Hágase la voluntad de Dios. Confórmate, hija mía, que él está entre santos y descansando de este mundo ingrato. No te des a la pena, que eso es ofender a quien todo lo puede.
Y todas iban despidiéndose con idéntica retahila.
Cuando la familia regresaba de dar el pésame, por supuesto que ponía sobre el tapete a la viuda y a la concurrencia, y cortaban las muchachas, con la tijera que Dios les dió, unos sayos primorosos. Lo que es la abuela o alguna tía, a quienes el romadizo había impedido ir a cumplir con la viuda, preguntaban.
—¿Y quién rompió el chivato?
—Doña Estatira, la mujer del escribano.
—Ella había de ser, ¡la muy sinvergüenza! ¡Ya se ve..., una mujer que tiene coraje para llamarse Estatira!...
Por más que cavilo no acierto a darme cuenta del porqué de esta murmuración. ¡Caramba! Supongo que una visita no ha de ser eterna, y que alguien ha de dar ejemplo en lo de tomar el camino de la puerta, y que no hay ofensa a Dios ni al prójimo en llamarse Estatira.
En cada noche recibía la llorona una peseta columnaria y un bollo de chocolate. Y no se olvide que la ganga duraba un mes cabal.
Sólo en el fallecimiento de los niños no tenían las lloronas misión que desempeñar. ¡Ya se ve! ¡Angelitos al cielo!
Pero entre todas las plañidoras había una que era la categoría, el non plus ultra del género, y que sólo se dignaba asistir a entierro de virrey, de obispos o personajes muy encumbrados. Distinguíase con el título de la llorona del Viernes Santo. El pueblo la llamaba con otro nombre que, por no ruborizar a nuestras lectoras, dejamos en el fondo del tintero.
Así, se decía:—El entierro de don Fulano ha estado de lo bueno lo mejor. ¡Con decirte, niña, que hasta la llorona del Viernes Santo estuvo en la puerta de la iglesia!
Para mí sólo hay una profanación superior a ésta, y es la que anualmente se realiza en las grandes ciudades, con el paseo o romería que, en noviembre, se emprende al cementerio. La vanidad de los vivos y no el dolor de los deudos es quien ese día adorna las tumbas con flores, cintas y coronas emblemáticas.—¿Qué se diría de nosotros?—dicen los cariñosos parientes—. Es preciso que los demás vean que gastamos lujo—. Y encontré vanidad hasta en la muerte, dice el más sabio de los libros.
Las losas sepulcrales son objeto de escarnio y difamación en esa romería.
—¡Hombre!—dice un mozalbete a otro chisgarabís de su estofa, pasando revista a las lápidas—. Mira quién está aquí... La Carmencita... ¿No te acuerdas, chico?... La que fué querida de mi primo el banquero, y le costó un ojo de la cara... Muchacha muy caritativa... y bonita, eso sí, sólo que se pintaba las cejas y fruncía la boca para esconder un diente mellado.—¡Preciosa corona le han puesto a don Melquíades! Mejor se la puso su mujer en vida.—¡Buen mausoleo tiene don Junípero! ¡Podría ser mejor, que para eso robó bastante cuando fué ministro de Hacienda! ¡Valiente pillo!—Fíjate en el epitafio que le han puesto a don Milón, que no fué sino un borrico con herrajes de oro y albarda de plata. ¡Llamar pozo de ciencia y de sabiduría a ese grandísimo cangrejo!—¡Gran zorra fué doña Remedios! La conocí mucho, mucho. ¡Como que casi tuve un lance con el Juan Lanas de su marido!—No sabía yo que se había ya muerto el marqués del Algarrobo. ¡Bien viejo ha ido al hoyo! ¡Como que era contemporáneo de los espolines de Pizarro!—¡Pucha! Aquí está un patriota abnegado, de esos que dan el ala para comerse la pechuga y que saben sacar provecho de toda calamidad pública.
Y basta para muestra de irreverente murmuración. A estas maldicientes les viene a pelo la copla popular:
El zapato traigo roto,
¿con qué lo remedaré?
Con picos de malas lenguas
que propalan lo que no es.
El verdadero dolor huye del bullicio. Ir de paseo al cementerio el día de finados por ver y hacerse ver, por aquello de—¿adónde vas Vicente?, a donde va toda la gente—como se va a la plaza de toros, por novelería y por matar tiempo, es cometer el más repugnante y estúpido de los sacrilegios.
Dejo en paz a los difuntos y vuelvo a las lloronas.
Los padres mercedarios, en competencia con lo que la víspera hacían los agustinianos, sacaban el Viernes Santo en procesión unas andas con el sepulcro de Cristo, y tras ellas y rodeada por multitud de beatas, iba una mujer desgreñada, dando alaridos, echando maldiciones a Judas, a Caifás, a Pilatos y a todos los sayones; y lo gracioso es que, sin que se escandalizase alma viviente, lanzaba a los judíos apóstrofes tan subidos de punto como el llamarlos hijos de... la mala palabra.
De la capilla de la Vera Cruz salía también, a las once de la noche, la famosa procesión de la Minerva, que, como se sabe, era costeada por los nobles descendientes de los compañeros de Pizarro, quien fué el fundador de la aristocrática hermandad y obtuvo que el Papa enviara para la iglesia un trozo del verdadero lignun crucis, reliquia que aun conservan los dominicos.
Pero en esta procesión todo era severidad, a la vez que lujo y grandeza. La aristocracia no dió cabida nunca a las lloronas, dejando ese adorno para la popular procesión de los mercedarios.
El arzobispo don Bartolomé María de las Heras no había gozado de esas mojigangas; y el primer año, que fué el de 1807, en que asistió a la procesión hizo, a media calle, detener las andas, ordenando que se retirase aquella mujer escandalosa que, sin respeto a la santidad del día, osaba pronunciar palabrotas inmundas.
¿Creerán ustedes que el pueblo se arremolinó para impedirlo? Pues así como suena. ¡No faltaba más que deslucir la procesión eliminando de ella a la llorona!
El sagaz arzobispo se sonrió y, acatando la voluntad del pueblo, mandó que siguiese su curso la procesión; pero en el año siguiente prohibió con toda entereza a los mercedarios semejante profanación.
En cuanto a las plañidoras de entierros, ellas pelecharon por algunos años más.
Como se ve por este ligero cuadro, si había en Lima oficio productivo era el de las lloronas. Pero vino la Patria con todo su cortejo de impiedades, y desde entonces da grima morirse; pues lleva uno al mudar de barrio la certidumbre de que no lo han de llorar en regla.
A las lloronas las hemos reemplazado con algo peor si cabe..., con las necrologías de los periódicos.
Posible es que algunos de mis lectores hayan olvidado que el área en que hoy está situada la estación del ferrocarril de Lima al Callao constituyó en días no remotos la iglesia, convento y hospital de las padres juandedianos.
En los tiempos del virrey Avilés, es decir, a principios del siglo, existía en el susodicho convento de San Juan de Dios un lego ya entrado en años, conocido entre el pueblo con el apodo de el padre Carapulcra, mote que le vino por los estragos que en su rostro hiciera la viruela.
Gozaba el padre Carapulcra de la reputación de hombre de agudísimo ingenio, y a él se atribuyen muchos refranes populares y dichos picantes.
Aunque los hermanos hospitalarios tenían hecho voto de pobreza, nuestro lego no era tan calvo que no tuviera enterrados, en un rincón de su celda, cinco mil pesos en onzas de oro.
Era tertulio del convento un mozalbete, de aquellos que usaban arito de oro en la oreja izquierda y lucían pañuelito de seda filipina en el bolsillo de la chaqueta, que hablaban ceceando, y que eran los dompreciso en las jaranas de mediopelo, que chupaban más que esponja y que rasgueaban de lo lindo, haciendo decir maravillas a las cuerdas de la guitarra.
Sus barruntos tuvo éste de que el hermano lego no era tan pobre de solemnidad como las reglas de su instituto lo exigían; y dióse tal maña, que el padre Carapulcra llegó a confesarle en confianza que, realmente, tenía algunos maravedíes en lugar seguro.
—Pues ya son míos—dijo para sí el niño Cututeo, que tal era el nombre de guerra con que el mocito había sido solemnemente bautizado entre la gente de chispa, arranque y traquido.
Estas últimas líneas están pidiendo a gritos una explicación. Démosla a vuela pluma.
El bautismo de un mozo de tumbo y trueno se hacía delante de una botija de aguardiente, cubierta de cintas y flores. El aspirante la rompía de una pedrada, que lanzaba a tres varas de distancia, y el mérito estribaba en que no excediese de un litro la cantidad de licor que caía al suelo; en seguida el padrino servía a todos los asistentes, mancebos y damiselas; y antes de apurar la primera copa, pronunciaba un speach, aplicando al candidato el apodo con que, desde ese instante, quedaba inscripto en la cofradía de los legítimos chuchumecos. Concluída esta ceremonia, empezaba una crápula de esas de hacer temblar el mundo y sus alrededores.
Entre esos bohemios del vicio era mucha honra poder decir:
—Yo soy chuchumeco legítimo y recibido, no como quiera, sino por el mismo Pablo Tello en persona, con botija abierta, arpa, guitarra y cajón.
Largo podríamos escribir sobre este tema y sobre el tecnicismo o jerigonza que hablaban los afiliados; pero ello es comprometedor y peliagudo, y será mejor que lo dejemos para otro rato, que no se ganó Zamora en una hora.
Una tarde en que, con motivo de no sé qué fiesta, hubo mantel largo en el refectorio de los juandedianos, se agarraron a trago va y trago viene el lego y el chuchumeco, y cuando aquél estaba ya madio chispo, hubo de parecerle a éste propicia la oportunidad para venturar el golpe de gracia.
—Si su paternidad me confiara parte de esos realejos que tiene ociosos y criando moho, permita Dios que el piscolabis que he bebido se me vuelva en el buche rejalgar o agua de estanque con sapos y sabandijas, si antes de un año no se los he triplicado.
El demonio de la codicia dió un mordisco en el corazón del lego.
—Mire su paternidad—prosiguió el niño—. Yo he sido mancebo de la botica de don Silverio, y tengo la farmacopea en la punta de la uña. Con dos mil pesos ponemos una botica que le eche la pata encima a la del Gato.
—¡Con tan poco, hombre!—balbuceó el juandediano.
—Y hasta con menos; pero me fijo en suma redonda porque me gusta hacer las cosas en grande y sin miseria. Un almirez, un morterito de piedra, una retorta, un alambique, un tarro de sanguijuelas, unas cuantas onzas de goma, linaza, achicoria y raíz de altea, unos frascos vistosos, vacíos los más y pocos con droga, y pare de contar... Es cuanto necesitamos. Créame su paternidad. Con cuatro simples, en un verbo le pongo yo la primera botica de Lima.
Y prosiguió, con variaciones sobre el mismo tema, excitando la codicia del hospitalario y halagando su vanidad con llamarlo a roso y velloso su paternidad. Parece que el muy tunante guardaba en la memoria este pareado:
para surgir, con adularte basta;
la lisonja es jabón que no se gasta.
Mucho alcanza un adulador, sobre todo cuando sabe exagerar la lisonja. A propósito de adulaciones, no recuerdo en qué cronicón he leído que uno de los virreyes del Perú fué hombre que se pagaba infinito que lo creyesen omnipotente. Discurríase una noche en la tertulia palaciega sobre el Apocalipsis y el juicio final; y el virrey, volviéndose a un garnacha, mozo limeño y decidor, que hasta ese momento no había despegado los labios para hablar en la cuestión, le dijo:—Y usted, señor doctor, ¿cuándo cree que se acabará el mundo?—Es claro—contestó el interpelado—, cuando vuecelencia mande que se acabe.—Agrega el cronista que el virrey tomó por lisonja fina la picante y epigramática respuesta. ¡Si viviría el hombre convencido de su omnipotencia!
A la postre, el buen lego mordió el anzuelo y empezó por desenterrar cien peluconas.
Y la botica se puso, luciendo en el mostrador cuatro redomas con aguas de colores y una garrafa con pececitos del río. En los escaparates se ostentaban también algunos elegantes frascos de drogas; pero con el pretexto de que hoy se necesita tal bálsamo y mañana cual menjurge, llegó el boticario a arrancarle a su socio todas las muelas que tenía bajo tierra.
Y pasaron meses; y el mocito, que entendía de picardías más que una culebra, le hacía cuentas alegres, hasta que aburrido Carapulcra, le dijo:
—Pues, señor, es preciso que demos un balance, y cuanto más pronto mejor.
—Convenido—contestó impávido Cututeo—: mañana mismo nos ocuparemos de eso.
Y aquella tarde vendió a otros del oficio, por la mitad de precio, cuanto había en los escaparates, y la botica quedó limpia sin necesidad de escoba.
Cuando al día siguiente fué Carapulcra en busca del compañero para dar principio al balance, se encontró con que el pájaro había volado, y por única existencia la garrafa de los peces.
Púsose el lego furioso, y en su arrebato cogió la garrafa y la arrojó a la acequia diciendo:
—¡A nadar, peces!
Y he aquí, por si ustedes lo ignoran, el origen de esta frase.
Y luego el padre Carapulcra, tomándose la cabeza entre las manos, se dejó caer en un sillón de vaqueta murmurando:
—¡Ah pícaro! Con cuatro simples me dijo que se ponía una botica... ¡Embustero! El la puso con sólo un simple... ¡y ése fuí yo!
Un faldellín he de hacerme
de bayeta de temblor,
con un letrero que diga:
¡misericordia, Señor!
(Copla popular en 1746).
En el convento de la Merced existe un cuadro representando un hombre a caballo (que no es San Pedro Nolasco, sino un criollo del Perú), dentro de la iglesia y rodeado de la comunidad. Como esto no pudo pintarse a humo de pajas, sino para conmemorar algún suceso, dime a averiguarlo, y he aquí la tradición que sobre el particular me ha referido un religioso.
Don Juan de Andueza era todo lo que hay que ser de tarambana y mozo tigre. Para esto de chamuscar casadas y encender doncellas no tenía coteja.
Gran devoto de San Rorro, patrón de holgazanes y borrachos, vivía, como dicen los franceses, au jour le jour, y tanto se le daba de lo de arriba como de lo de abajo. Mientras encontrara sobre la tierra mozas, vino, naipes, pendencias y francachelas, no había que esperar reforma en su conducta.
Para gallo sin traba, todo terreno es cancha.
El 28 de octubre de 1746 hallábase en una taberna del Callao, reunido con otros como él y media docena de hembras de la cuerda, gente toda de no inspirar codicia ni al demonio. El copeo era en regla, y al son de una guitarra con romadizo, una de las mozuelas bailaba con su respectivo galán una desenfrenada sajuriana o cueca, como hoy decimos, haciendo contorsiones de cintura, que envidiaría una culebra, para levantar del suelo, con la boca y sin auxilio de las manos, un cacharro de aguardiente. A la vez, y llevando el compás con palmadas, cantaban los circunstantes:
Levántamelo, María;
levántamelo, José;
si tú no me lo levantas
yo me lo levantaré.
¡Qué se quema el sango!
¡No se quemará,
pues vendrán las olas
y lo apagarán!
Aquella bacanal no podía ser más inmunda, ni la bailarina más asquerosamente lúbrica en sus movimientos. Eso era para escandalizar hasta a un budinga. Con decir que la jarana era de las llamadas de cascabel gordo, ahorro gasto de tinta.
La zamacueca o mozamala es un bailecito de mi tierra y que, nacido en Lima, no ha podido aclimatarse en otros pueblos. Para bailarlo bien es indispensable una limeña con mucha sal y mucho rejo. Según la pareja que lo baila, puede tocar en los extremos: o fantásticamente espiritual o desvergonzadamente sensual; habla al alma o a los sentidos. Todo depende de la almea.
Refieren que un arzobispo vió de una manera casual bailar la mozamala, y volviéndose al familiar que lo acompañaba, preguntó:
—¿Cómo se llama este bailecito?
—La zamacueca, ilustrísimo señor.
—Mal puesto nombre. Esto debe llamarse la resurrección de la carne.
Acababan de picar a bordo del navío de guerra San Fermín (construído en 1731 en el astillero de Guayaquil, con gasto de ochenta mil pesos) las diez y media de la noche, cuando un ruido espantoso, acompañado de un atroz sacudimiento de tierra, vino a interrumpir a los jaranistas. Pasado éste, y sin cuidarse de averiguar lo ocurrido en la población, volvió aquella gentuza a meterse en el chiribitil y a continuar el fandango.
Un cuarto de hora después Juan de Andueza, que había dejado su caballo a la puerta del lupanar, salió para sacar cigarros de la bolsa del pellón, y de una manera inconsciente dirigió la mirada hacia el mar. El espectáculo que éste ofrecía era tan aterrador, que Andueza se puso de un brinco sobra la silla, y aplicando espuela al caballo, pardo al escape, no sin gritar a sus compañeros de orgía:
—¡Agarrarse, muchachos, que el mar se sale y apaga el sango!
En efecto, el mar, como un gladiador que reconcentra sus fuerzas para lanzarse con mayor brío sobre su adversario, se había retirado dos millas de la playa, y una ola gigantesca y espumosa alanzaba sobre la población.
De los siete mil habitantes del Callao, según las relaciones del marqués de Obando, del jesuíta Lozano y del ilustrado Llano Zapata, no alcanzó al número de doscientos once años, contados desde la fundación de la ciudad por las olas.
El terremoto, habido a las diez y media de la noche, ocasionó en Lima no menores estragos; pues de setenta mil habitantes quedaron cuatro mil sepultados entre las ruinas de los edificios. «En tres minutos—dice uno de los escritores citados—quedó en escombros la obra de doscientos once años, contando desde la fundación de la ciudad».
Aunque los templos no ofrecían seguro asilo, y algunos, como el de San Sebastián, estaban en el suelo, abriéronse las puertas de las principales iglesias, cuyas comunidades elevaban preces al Altísimo, en unión del aterrorizado pueblo, que buscaba refugio en la casa del Señor.
Entretanto, ignorábase en Lima el atroz cataclismo del Callao, cuando después de las once, un jinete, penetrando a escape por un lienzo derrumbado de la muralla, cruzó el Rastro de San Jacinto y la calle de San Juan de Dios, y viendo abierta la iglesia de la Merced, lanzóse en ella y llegó a caballo hasta cerca del altar mayor, con no poco espanto del afligido pueblo y de los mercedarios, que no atinaban a hallar disculpa para semejante profanación.
Detenido por los fieles el fogoso animal, dejóse caer el elebronado jinete, y poniéndose de rodillas delante del comendador, gritó:
—¡Confesión! ¡Confesión! ¡El mar se sale!
Tan tremenda noticia se esparció por Lima con velocidad eléctrica, y la gente echó a correr en dirección al San Cristóbal y demás cerros vecinos.
No hay pluma capaz de describir escena de desolación tan infinita.
El virrey Manso de Velazco estuvo a la altura de la aflictiva situación, y el monarca le hizo justicia premiándole con el título de conde de Superunda.
Juan de Andueza, el libertino, cambió por completo de vida y vistió el hábito de lego de la Merced, en cuyo convento murió en olor de santidad.
que, entre otras cosas, trata de cómo la reina de los terranovas perdió honra, cetro y vida
Con el cristianismo, que es fraternidad, nos vino desde la civilizada Europa, y como una negación de la doctrina religiosa, la trata de esclavos. Los crueles expedientes de que se valían los traficantes en carne humana para completar en las costas de África el cargamento de sus buques, y la manera bárbara como después eran tratados los infelices negros, no son asuntos para artículos del carácter ligero de mis Tradiciones.
El esclavo que trabajaba en el campo vivía perennemente amagado del látigo y el grillete, y el que lograba la buena suerte de residir en la ciudad tenía también, como otra espada de Damocles, suspendida sobre su cabeza la amenaza de que, al primer renuncio, se abrirían para él las puertas de hierro de un amasijo.
Muchos amos cometían la atrocidad de carimbar o poner marca sobre la piel de los negros, como se práctica actualmente con el ganado vacuno o caballar, hasta que vino de España real cédula prohibiendo la carimba.
En el siglo anterior empezó a ser menos ruda la existencia de los esclavos. Los africanos, que por aquel tiempo se vendían en el Perú a precio más o menos igual al que hoy se paga por la contrata de un colono asiático, merecieron de sus amos la gracia de que, después de cristianados, pudieran, según sus respectivas nacionalidades o tribus, asociarse en cofradías. Aun creemos que vino de España una real cédula sobre el particular.
Andando los años, y con sus ahorrillos y gajes, llegaban muchos esclavos a pagar su carta de libertad; y entonces se consagraban al ejercicio de alguna industria, no siendo pocos los que lograron adquirir una decente fortuna. Precisamente la calle que se llama de Otárola debió su nombre a un acaudalado chala o mozambique, del cual, pues viene a cuento, he de referir una ocurrencia.
Colocóse en cierta ocasión en la puerta de un templo una mesa con la indispensable bandeja para que los fieles oblasen limosnas. Llegó su excelencia y el virrey echó un par de peluconas, y los oidores, y damas, y cabildantes, y gente de alto coturno hicieron resonar la metálica bandeja con una onza o un escudo por lo menos. Tal era la costumbre o la moda.
De repente presentóse taita Otárola, seguido de dos negros, cada uno de los cuales traía a cuestas un talego de a mil duros, y sacando del bolsillo medio real de plata lo echó en la bandeja, diciendo:
—Esta es la limosna.
Luego mandó avanzar a los negros, y colocando sobre la mesa los dos talegos añadió:
—Esta es la fantasía.
Ahora comenten ustedes a sus anchas la cosa, que no deja de tener entripado.
Como era consiguiente, muchas de las asociaciones de negros llegaron a poner su tesorería en situación holgada. Los angolas, caravelís, mozambiques, congos, chalas y terranovas compraron solares en las calles extremas de la ciudad, y edificaron las casas llamadas de cofradías. En festividades determinadas, y con venia de sus amos, se reunían allí para celebrar jolgorios y comilonas a la usanza de sus países nativos.
Estando todos bautizados, eligieron por patrona de las cofradías a la Virgen del Rosario, y era de ver el boato que desplegaban para la fiesta. Cada tribu tenía su reina, que era siempre negra y rica. En la procesión solemne salía ésta con traje de raso blanco, cubierto de finísimas blondas valencianas, banda bordada de piedras preciosas, cinturón y cetro de oro, arracadas y gargantilla de perlas. Todas echaban, como se dice, la casa por la ventana y llevaban un caudal encima. Cada reina iba acompañada de sus damas de honor, que por lo regular eran esclavas jóvenes, mimadas de sus aristocráticas señoras, y a quienes éstas por vanidad engalanaban ese día con sus joyas más valiosas. Seguía a la corte el populacho de la tribu, con cirio en mano las mujeres y los hombres tocando instrumentos africanos.
Aunque con menos lujo, concurrían también las cofradías a las fiestas de San Benito y Nuestra Señora de la Luz, en el templo de San Francisco, y a las procesiones de Corpus y Cuasimodo. En estas últimas eran africanos los que formaban las cuadrillas de diablos danzantes que acompañaban a la tarasca, papahuevos y gigantones.
La reina de los terranovas, en 1799, era una negra de más de cincuenta inviernos, conocida con el nombre de mama Salomé, la que habiendo comprado su libertad, puso una mazamorrería; y el hecho es que cundiendo la venta del artículo adquirió un fortunón tal que sus compatriotas, cuando vacó el trono, la aclamaron, nemine discrepante, por reina y señora.
Probablemente los limeños del siglo anterior se engolosinarían con la mazamorra, cuando los provincianos les aplicaban a guisa de injuria el epíteto de mazamorreros. ¡Ahí nos las den todas! Tanta deshonra hay en ello como en mascar pan o chacchar coca.
A Dios gracias, hoy estamos archicivilizados, y no hay miedo de que nos endilguen aquel mote que nos ruborizaba hasta el blanco de los ojos. A la inofensiva mazamorra la tenemos relegada al olvido, y como dijo mi inolvidable amigo el festivo y popular poeta Manuel Segura:
Yo conozco cierta dama
que con este siglo irá,
que dice que a su mama
no la llamó nunca mama,
y otra de aspecto cetrino
que, por mostrar gusto inglés,
dice: yo no se lo que es
mazamorra de cochino.
Lo que hoy triunfa es la cerveza de Bass, marca T y el bitter de los hermanos Broggi. ¡Viva mi Pepa!
Impulso de blandir cachiporra
nunca a nadie inspiró la mazamorra,
que ella no daba bríos
para andarse buscando desafíos,
ni faltar al respeto cortesano
a la mujer, al monje o al anciano.
Mientras hoy, con un vaso de cerveza
a cuestas, o una copa vergonzante
de bitter de Torino, hasta al gigante
Goliath le rebanamos la cabeza
hablamos de tú a Cristo, y un piropo
le echa a una dama el último galopo.
¡La diferencia es nada!
¿Ganamos o perdemos, camarada?
Basta de digresión y adelante con los faroles.
Años llevaba ya nuestra macuita en pacífica posesión de un trono tan real como el de la reina Pintiquiniestra. Pero ¡mire usted lo que es la envidia!
Como nadie alcanzaba a hacer competencia a la acreditada mazamorrería de mama Salomé, otra del gremio levantó la especie de que la terranova era bruja, y que para hacer apetitoso su manjar meneaba la olla, ¡qué asco!, con una canilla de muerto, canilla de judío, por añadidura.
¿Bruja dijiste? ¡A la Inquisición con ella! Y la pobre negra, convicta y confesa (con auxilio de la polea) de malas artes, fué sacada a la vergüenza pública, con pregonero delante y zurrador detrás, medio desnuda y montada en un burro flaco.
Y diz que lo es frío o calor bien pudo tener; pero lo que es vergüenza, ni el canto de una uña, pues en la piel no se le notó la menor señal de sonrojo.
Entendido está que la Inquisición se echó sobre el último maravedí de la mazamorrera, y que los terranovas la negaron obediencia y la destituyeron. Barrunto que entre ellos sería caso de vacancia la acusación de brujería. No conozco el artículo constitucional de los terranovas; pero me gusta, y ya lo quisiera ver incrustado en el código político de mi tierra, en que tachas peores no fueron nunca pretexto para tamaño desaire.
Mama Salomé, reina de mojiganga o de mentirijillas, no se parecía a los soberanos de verdad, que cuando sus vasallos los echan del trono poco menos que a puntapiés, se van orondos a comer el pan del extranjero y engordan que es una maravilla, y hablan a tontas y locas de que Dios consiente, pero no para siempre, y que como hay viñas, han de volver a empuñar el pandero.
Mama Salomé no intentó siquiera una revolucioncilla de mala muerte; se echó a dar y cavar en la ingratitud y felonía de los suyos, y a tal grado se le melancolizó el ánimo, que sin más ni más se la llevó Pateta.
de cómo la muerte de una reina influyó en la vida de un rey
Mama Salomé dejaba un hijo, libre como ella y mocetón de quince años, el cual se juró a sí mismo, para cuando tuviese edad, vengar en la sociedad el ultraje hecho a su madre encorozándola por bruja, y a la vez castigar a los terranovas por la rebeldía contra su reina.
Cuentan que un día, sin que hubiese llegado el galeón de Cádiz trayendo noticia de la muerte del rey o de un príncipe de la sangre, ni fallecido en Lima magnate alguno, civil o eclesiástico, las campanas de la Catedral principiaron a doblar solemnemente, siguiendo su ejemplo las de las infinitas torres que tiene la ciudad. Las gentes se echaban a las calles preguntando quién era el muerto, y la autoridad misma no sabía qué responder.
Interrogados los campaneros, contestaban, y con razón, que ellos no tenían para qué meterse en averiguaciones, estándoles prevenido que repitiesen todo y por todo el toque de la matriz. Llamado ante el arzobispo el campanero de la Catedral, dijo:
—Ilustrísimo señor: los mandamientos rezan «honrar padre y madre». La que me envió al mundo murió en el hospital esta mañana, y yo, que no tengo más prebenda que la torre, honro a mi madre haciendo gemir a mis camparas.
Mutatis mutandis, puede decirse que el hijo de Salomé pensaba como el campanero de marras, proponiéndose honrar con crímenes la memoria de su madre.
Gozaba Lima de aparente tranquilidad, pues ya se empezaba a sentir en la atmósfera olor a chamusquina revolucionaria, cuando de pronto cundió grave alarma, y a fe que había sobrado motivo para ella. Tratábase nada menos que de la aparición de una fuerte cuadrilla de bandoleros, que, no contentos con cometer en despoblado mil y un estropicios, penetraban de noche en la ciudad, realizaban robos y se retiraban tan frescos como quien no quiebra un plato ni cosa que lo valga. En diversas ocasiones salieron las partidas de campo con orden de exterminarlos; pero los bandidos se batían tan en regla, que sus perseguidores se veían forzados a volver grupas, regresando maltrechos y con algunas bajas a la ciudad.
Rara era la incursión de los bandoleros a la capital en que no se llevasen cautivo algún terranova, que pocos días después devolvían bien azotado y con la cabeza al rape. Con las mujeres terranovas hacían también lo mismo, y algo más. Una noche hallábase la reina de regodeo en la casa de la cofradía, cuando de improviso se presentaron los de la cuadrilla, azotaron a su majestad, y cometieron con ella desaguisados tales que volando, volando y en pocos días la llevaron al panteón. El trono quedó vacante, no habiendo quien lo codiciase por miedo a las consecuencias; lo que ocasionó el desprestigio de la tribu y dió preponderancia a las otras cofradías, partidarias entusiastas del Rey del Monte, título con que era conocido el negro hijo de mama Salomé, capitán de la falange maldita.
Contribuían a dar cierta popularidad al Rey del Monte las mentiras y verdades que sobre él se contaban. Sólo los ricos eran víctimas de sus robos, y su parte de botín la repartía entre los pobres; no había jinete que lo superase, y en cuanto a su valor y hazañas, referíanse de él tantas historias que a la postre el pueblo empezó a mirarlo como a personaje de leyenda.
Tan grande fué el terror que el famoso bandido llegó a inspirar, que los más poderosos hacendados, para verse libres de un ataque, se hicieron sus feudatarios, pagándole cada mes una contribución en dinero y víveres para sostenimiento de la banda.
En vano mandó el virrey colocar en los caminos postes con carteles ofreciendo cuatro mil pesos por la cabeza del Rey del Monte. Y pasaban meses y corrían años, y convencida la autoridad de que empleando la fuerza no podría atrapar al muy pícaro, que siempre se escabullía de la celada mejor dispuesta, resolvió recurrir a la traición.
Nada más traicionero que el amor. Una Dalila de azabache se comprometió a entregar maniatados al nuevo Sansón y a sus principales filisteos.
Pasando por alto detalles desnudos de interés, diremos que una noche, hallándose el Rey del Monte entre la espesura de un bosque, acompañado de su coima y de cuatro o seis de los suyos, Dalila cuidó de embriagarlos, y a una hora concertada de antemano penetraron en el bosque los soldados.
El Rey del Monte despertó al ruido, se lanzó sobre su trabuco, apuntó y el arma no dio fuego. Entonces, adivinando instintivamente que la mujer lo había traicionado, tomó el trabuco por el cañón y lo dejó caer pesadamente sobre la infeliz, que se desplomó con el cráneo destrozado.
mañuco el parlampán
Si hubo hombre en Lima con reputación de bonus vir o de pobre diablo, ése fué sin disputa el negro Mañuco.
Llamábanlo el Parlampán porque en las corridas de toros se presentaba vestido de monigote en la mojiganga o cuadrilla de parlampanes, y desempeñábase con tanto gracejo que se había conquistado no poca populachería.
Una tarde se exhibió en el redondel llevando dentro del cuerpo más aguardiente del acostumbrado, cogiólo el toro, y en una camilla lleváronle al hospital.
Vino el cirujano, reconoció la herida, meneó la cabeza murmurando malorum, y tras el cirujano se acercó a la covacha el capellán, y oyó en confesión a Mañuco.
Vivió aún el infeliz cuarenta y ocho horas, y mientras tuvo alientos no cesaba de gritar:
—Señores, llévense de mi consejo: tranca y cerrojo..., nada de cerraduras..., la mejor no vale un pucho..., para toda chapa hay llave..., tranca y cerrojo, y echarse a dormir a pierna suelta...
Tanto repetía el consejo, que el ecónomo del hospital de San Andrés pensó que aquello no era hijo del delirio, sino grito de la conciencia, y fuése al alcalde del barrio con el cuento. Este hurgó lo suficiente para sacar en claro que Mañuco el Parlampán había sido pájaro de cuenta, y tan diestro en el manejo de la ganzúa que con él no había chapa segura, siquiera tuviese cien pestillos. Item, descubrió la autoridad que el honrado Mañuco era el brazo derecho del Rey del Monte para los robos domésticos.
Ya lo saben ustedes, lectores míos: tranca cerrojo.
Concluyamos ahora con su majestad el Rey.
donde se ve que para todo aquiles hay un homero
Inmenso era el gentío que ocupaba la Plaza mayor de Lima en la mañana del 13 de octubre de 1815.
Todos querían conocer a un bandido que robaba por amor al arte, repartiendo entre los pobres aquello de que despojaba a los ricos.
El Rey del Monte y tres de sus compañeros estaban condenados a muerte de horca.
La ene de palo se alzaba fatídica en el sitio de costumbre, frente al callejón de Petateros.
El virrey Abascal, que había recibido varios avisos de que grupos del pueblo se preparaban a armar un motín para libertar al sentenciado, rodeó la plaza con tropas reales y milicias cívicas.
La excitación no pasó de oleadas y refunfuños, y el verdugo Pancho Sales llenó tranquilamente sus funciones.
Al día siguiente se vendía al precio de un real de plata un chabacano romance, en que se relataban con exageración gongorina las proezas del ahorcado. Del mérito del romance encomiástico bastará a dar una idea este fragmento:
Más que Rey, Cid de los montes
fué por su arrojo tremendo,
por fortunado en la lidia,
por generoso y mañero;
Roldan de tez africana,
desafiador de mil riesgos,
no le rindieron bravuras,
sino a dides le rindieron.
Por supuesto, que el poeta agotó la edición y pescó buenos cuartos.
¿supo o no supo escribir? ¿fué o no fué marqués de los atavillos? ¿cuál fué y dónde está su gonfalón de guerra?
Variadísimas y contradictorias son las opiniones históricas sobre si Pizarro supo o no escribir, y cronistas sesudos y minuciosos aseveran que ni aun conoció la O por redonda. Así se ha generalizado la anécdota de que estando Atahualpa en la prisión de Cajamarca, uno de los soldados que lo custodiaban le escribió en la uña la palabra Dios. El prisionero mostraba lo escrito a cuantos le visitaban, y hallando que todos, excepto Pizarro, acertaban a descifrar de corrido los signos, tuvo desde ese instante en menos al jefe de la conquista, y lo consideró inferior al último de los españoles. Deducen de aquí malignos o apasionados escritores que don Francisco se sintió lastimado en su amor propio, y que por tan pueril quisquilla se vengó del Inca haciéndole degollar.
Duro se nos hace creer que quien hombreándose con lo más granado de la nobleza española, pues alanceó toros en presencia de la reina doña Juana y de su corte, adquiriendo por su gallardía y destreza de picador fama tan imperecedera como la que años más tarde se conquistara por sus hazañas en el Perú; duro es, repetimos, concebir que hubiera sido indolente hasta el punto de ignorar el abecedario, tanto más, cuanto que Pizarro aunque soldado rudo, supo estimar y distinguir a los hombres de letras.
Además, en el siglo del emperador Carlos V no se descuidaba tanto como en los anteriores la instrucción. No se sostenía ya que eso de saber leer y escribir era propio de segundones y de frailes, y empezaba a causar risa la fórmula empleada por los Reyes Católicos en el pergamino con que agraciaban a los nobles a quienes hacían la merced de nombrar ayudas de Cámara, título tanto o más codiciado que el hábito de las órdenes de Santiago, Montesa, Alcántara y Calatrava. Una de las frases más curiosas y que, dígase lo que se quiera en contrario, encierra mucho de ofensivo a la dignidad del hombre, era la siguiente: «Y por cuanto vos (Perico de los Palotes) nos habéis probado no saber leer ni escribir y ser expedito en el manejo de la aguja, hemos venido en nombraros ayuda de nuestra real Cámara, etc.».
Pedro Sancho y Francisco de Jerez, secretarios de Pizarro, antes que Antonio Picado desempeñara tal empleo, han dejado algunas noticias sobre su jefe; y de ellas, lejos de resultar la sospecha de tan suprema ignorancia, aparece que el gobernador leyó cartas.
No obstante, refiere Montesinos en sus Anales del Perú que en 1525 se propuso Pizarro aprender a leer, que su empeño fué estéril, y que contentóse sólo en aprender a firmar. Reíase de esto Almagro, y agregaba que firmar sin saber leer era lo mismo que recibir una herida sin poder darla.
Tratándose de Almagro el Viejo es punto históricamente comprobado que no supo leer.
Lo que sí está para nosotros fuera de duda, como lo está para el ilustre Quintana, es que don Francisco Pizarro no supo escribir, por mucho que la opinión de sus contemporáneos no ande uniforme en este punto. Bastarla para probarlo tener a la vista el contrato de compañía celebrado en Panamá, a 10 de marzo de 1525, entre el clérigo Luque, Pizarro y Almagro, que concluye literalmente así: «Y porque no saben firmar el dicho capitán Francisco Pizarro y Diego de Almagro, firmaron por ellos en el registro de esta carta Juan de Panés y Alvaro del Quiro».
Un historiador del pasado siglo dice:
«En el archivo eclesiástico de Lima he encontrado varias cédulas e instrumentos firmados del marqués (en gallarda letra), los que mostré a varias personas, cotejando unas firmas con otras, admirado de las audacias de la calumnia con que intentaron sus enemigos desdorarlo y apocarlo, vengando así contra este gran capitán las pasiones propias y heredadas».
En oposición a éste, Zárate y otros cronistas dicen que Pizarro sólo sabía hacer dos rúbricas, y que en medio de ellas, el secretario ponía estas palabras: El marqués Francisco Pizarro.
Los documentos que de Pizarro he visto en la Biblioteca de Lima, sección de manuscritos, tienen todos las dos rúbricas. En unos se lee Franxo. Piçarro, y en muy pocos El marqués. En el Archivo Nacional y en el del Cabildo existen también varios de estos autógrafos.
Poniendo término a la cuestión de si Pizarro supo o no firmar me decido por la negativa, y he aquí la razón más concluyente que para ello tengo:
En el Archivo General de Indias, establecido en la que fué Casa de Contratación en Sevilla, hay varias cartas en las que, como en los documentos que poseemos en Lima, se reconoce, hasta por el menos entendido en paleografía, que la letra de la firma es, a veces, de la misma mano del pendolista o amanuense que escribió el cuerpo del documento. «Pero si duda cupiese—añade un distinguido escritor bonaerense, don Vicente Quesada, que en 1874 visitó el Archivo de Indias—, he visto en una información, en la cual Pizarro declara como testigo, que el escribano da fe de que, después de prestada la declaración, la señaló con las señales que acostumbraba hacer, mientras que da fe en otras declaraciones de que los testigos las firman a su presencia».
Don Francisco Pizarro no fué marqués de los Atavillos ni marqués de las Charcas, como con variedad lo llaman muchísimos escritores. No hay documento oficial alguno con que se puedan comprobar estos títulos, ni el mismo Pizarro, en el encabezamiento de órdenes y bandos, usó otro dictado que éste: El marqués.
En apoyo de nuestra creencia, citaremos las palabras de Gonzalo Pizarro cuando, prisionero de Gasca, lo reconvino éste por su rebeldía e ingratitud para con el rey, que tanto había distinguido y honrado a don Francisco:—La merced que su majestad hizo a mi hermano fué solamente el título y nombre de marqués, sin darle estado alguno, y si no díganme cuál es.
El blasón y armas del marqués Pizarro era el siguiente: Escudo puesto a mantel: en la primera parte, en oro, águila negra, columnas y aguas; y en rojo, castillo de oro, orla de ocho lobos, en oro; en la segunda parte, puesto a mantel en rojo, castillo de oro con una corona; y en plata, león rojo con una F, y debajo, en plata, león rojo; en la parte baja, campo de plata, once cabezas de indios y la del medio coronada; orla total con cadenas y ocho grifos, en oro; al timbre, coronel de marqués.
En una carta que con fecha 10 de octubre de 1537 dirigió Carlos V a Pizarro, se leen estos conceptos que vigorizan nuestra afirmación: «Entretanto os llamaréis marqués, como os lo escribo, que, por no saber el nombre que tendrá la tierra que en repartimiento se os dará, no se envía dicho título»; y como hasta la llegada de Vaca de Castro no se habían determinado por la corona las tierras y vasallos que constituirían el marquesado, es claro que don Francisco no fué sino marqués a secas, o marqués sin marquesado, como dijo su hermano Gonzalo.
Sabido es que Pizarro tuvo en doña Angelina, hija de Atahualpa, un niño a quien se bautizó con el nombre de Francisco, el que murió antes de cumplir quince años. En doña Inés Huaylas o Yupanqui, hija de Manco-Capac, tuvo una niña, doña Francisca, la cual casó en España en primeras nupcias con su tío Hernando, y después con don Pedro Arias.
Por cédula real, y sin que hubiera mediado matrimonio con doña Angelina o doña Inés, fueron declarados legítimos los hijos de Pizarro. Si éste hubiera tenido tal título de marqués de los Atavillos, habríanlo heredado sus descendientes. Fué casi un siglo después, en 1628, cuando don Juan Fernando Pizarro, nieto de doña Francisca, obtuvo del rey el título de marqués de la Conquista.
Piferrer, en su Nobiliario español, dice que, según los genealogistas, era muy antiguo e ilustre el linaje de los Pizarros; que algunos de ese apellido se distinguieron con Pelayo en Covadonga, y que luego sus descendientes se avecindaron en Aragón, Navarra y Extremadura. Y concluye estampando que las armas del linaje de los Pizarro son: «escudo de oro y un pino con piñas de oro, acompañado de dos lobos empinantes al mismo y de dos pizarras al pie del trono». Estos genealogistas se las pintan para inventar abolengos y entroncamientos. ¡Para el tonto que crea en los muy embusteros!
Acerca de la bandera de Pizarro hay también un error que me propongo desvanecer.
Jurada en 1821 la Independencia del Perú, el Cabildo de Lima pasó al generalísimo don José de San Martín un oficio, por el cual la ciudad le hacía el obsequio del estandarte de Pizarro. Poco antes de morir en Boulogne, este prohombre de la revolución americana hizo testamento, devolviendo a Lima la obsequiada bandera. En efecto, los albaceas hicieron formal entrega de la preciosa reliquia a nuestro representante en París, y éste cuidó de remitirla al gobierno del Perú en una caja muy bien acondicionada. Fué esto en los días de la fugaz administración del general Pezet, y entonces tuvimos ocasión de ver el clásico estandarte depositado en uno de los salones del Ministerio de Relaciones Exteriores. A la caída de este gobierno, el 6 de noviembre de 1865, el populacho saqueó varias de las oficinas de palacio, y desapareció la bandera, que acaso fué despedazada por algún rabioso que se imaginaría ver en ella un comprobante de las calumnias que, por entonces, inventó el espíritu de partido para derrocar al presidente Pezet, vencedor en los campos de Junín y Ayacucho, y a quien acusaban sus enemigos políticos de connivencias criminales con España, para someter nuevamente el país al yugo de la antigua metrópoli.
Las turbas no reaccionan ni discuten, y mientras más absurda sea la especie más fácil aceptación encuentra.
La bandera que nosotros vimos tenía, no las armas de España, sino las que Carlos V acordó a la ciudad por real cédula de 7 de diciembre de 1537. Las armas de Lima eran: un escudo en campo azul con tres coronas regias en triángulo, y encima de ellas una estrella de oro cuyas puntas tocaban las coronas. Por orla, en campo colorado, se leía este mote en letras de oro: Hoc signum vere regum est. Por timbre y divisa dos águilas negras con corona de oro, una J y una K (primeras letras de Karolus y Juana, los monarcas), y encima de estas letras una estrella de oro. Esta bandera era la que el alférez real por juro de heredad, paseaba el día 5 de enero, en las procesiones de Corpus y Santa Rosa, proclamación de soberano, y otros actos de igual solemnidad.
El pueblo de Lima dió impropiamente en llamar a ese estandarte la bandera de Pizarro, y su examen aceptó que ése fué el pendón de guerra que los españoles trajeron para la conquista. Y pasando sin refutarse de generación en generación, el error se hizo tradicional e histórico.
Ocupémonos ahora del verdadero estandarte de Pizarro.
Después del suplicio de Atahualpa, se encaminó al Cuzco don Francisco Pizarro, y creemos que fué el 16 de noviembre de 1533 cuando verificó su entrada triunfal en la augusta capital de los Incas.
El estandarte que en esa ocasión llevaba su alférez Jerónimo de Aliaga era de la forma que la gente de iglesia llama gonfalón. En una de sus caras, de damasco color grana, estaban bordadas las armas de Carlos V; y en la opuesta, que era de color blanco según unos, o amarillo según otros, se veía pintado el apóstol Santiago en actitud de combate sobre un caballo blanco, con escudo, coraza y casco de plumeros o airones, luciendo cruz roja en el pecho y una espada en la mano derecha.
Cuando Pizarro salió del Cuzco (para pasar al valle de Jauja y fundar la ciudad de Lima) no lo hizo en son de guerra, y dejó depositada su bandera o gonfalón en el templo del Sol, convertido ya en catedral cristiana. Durante las luchas civiles de los conquistadores, ni almagristas, ni gonzalistas, ni gironistas, ni realistas se atrevieron a llevarlo a los combates, y permaneció como objeto sagrado en un altar. Allí, en 1825, un mes después de la batalla de Ayacucho, lo encontró el general Sucre; éste lo envió a Bogotá, y el gobierno inmediatamente lo remitió a Bolívar, quien lo regaló a la municipalidad de Caracas, donde actualmente se conserva. Ignoramos si tres siglos y medio de fecha habrán bastado para convertir en hilachas el emblema marcial de la conquista.
[1] La primera esposa del conde de Chinchón llamóse doña Ana de Osorio, y por muchos se ha creído que fué ella la salvada por las virtudes de la quina. Un interesante estudio histórico publicado por don Félix Cipriano Zegarra en la Revista Peruana, en 1879, nos ha convencido de que la virreina que estuvo en Lima se llamó doña Francisca Henríquez de Ribera. Rectificamos, pues, con esta nota la grave equivocación en que habíamos incurrido.
[2] Sobre este argumento, el cura de Tinta don Antonio Valdés escribió por los años de 1780 un drama en lengua quechua, el cual se representó en presencia del rebelde Inca Tupac-Amaru.
Tschudi, Markham, Nadal, Barrancas y muchos americanistas se empeñaron en sostener que el drama Ollanta había sido compuesto en los tiempos incásicos, y que era, por consiguiente, un monumento literario anterior a la conquista. Traducido en verso por un poeta peruano, Constantino Carrasco, publicó el autor de estas Tradiciones un ligero juicio crítico, en el que se atrevió a apuntar (alegando muy al correr de la pluma varias razones en apoyo de su opinión) que el Ollanta era ni más ni menos que comedia española, de las de capa y espada, escrita en voces quechuas: y que, aunque lo diga Garcilaso, que no pocos embustes estampó en los Comentarios reales, los antiguos peruanos estuvieron muy lejos de cultivar la literatura dramática. Tanto osamos escribir, y se nos vino la casa a cuestas... Hasta de mal patriota nos acusó un quechuista; y un señor Pacheco Zegarra, entre otros cultos piropos, nos llamó ignorante y charlatán. Con razones de ese fuste nos dimos por convencidos de que habíamos estampado un disparate de a folio. Pero en 1881, el literato argentino don Bartolomé Mitre, en un serio y extenso estudio, con gran acopio de pruebas y con sesuda argumentación, puso en transparencia la filiación, genuinamente española, del drama Ollanta en su forma, en su fondo y hasta en sus elementos lingüísticos.
[3] La Broma fué un periódico humorístico que se publicaba en Lima en 1878.
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It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need, is critical to reaching Project Gutenberg-tm's goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation web page at http://www.pglaf.org. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at http://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email business@pglaf.org. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation's web site and official page at http://pglaf.org For additional contact information: Dr. Gregory B. Newby Chief Executive and Director gbnewby@pglaf.org Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide spread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. 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Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: http://www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.