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BUENOS AIRES
1913
El autor de esta obra ha autorizado a la nación para editarla y venderla solamente en las Repúblicas Argentina y Uruguay. Esta edición no puede circular fuera de las dos Repúblicas mencionadas.
Imp. de La Nación.—Buenos Aires
I. | — | Se levanta el telón, por esta vez sin metáfora | |
II. | — | Del feliz arribo de la «Bella-Paula» | |
III. | — | En que la pareja enamorada comienza a pensar en el nido | |
IV. | — | Cómo los particulares de Sarrió se congregaban en un recinto nombrado el «Saloncillo», y lo que allí se platicaba | |
V. | — | ¡¡¡Ladrones!!! | |
VI. | — | Que trata del equipo de Cecilia | |
VII. | — | Que trata de dos traidores | |
VIII. | — | De la reunión que los próceres de Sarrió celebraron en el teatro con asistencia del cuarto estado | |
IX. | — | Historia de una lágrima | |
X. | — | De la gloriosa aparición de «El Faro de Sarrió» en el estadio de la prensa.—Primeros fuegos de la batalla del pensamiento | |
XI. | — | Que Gonzalo se casó.—Graves revueltas entre los socios del «Saloncillo» | |
XII. | — | Cómo se divertía Pablito | |
XIII. | — | En que se descubren algunos secretos de la vida de Gonzalo | |
XIV. | — | De los galicismos que cometía «El Faro de Sarrió» y otros asuntos no menos interesantes.—Primeras bajas de la batalla del pensamiento | |
XV. | — | De la entrada famosa que hizo en Sarrió el duque de Tornos, conde de Buenavista | |
XVI. | — | De lo mucho y bueno que hizo el duque de Tornos en Sarrió | |
XVII. | — | Que Gonzalo toma una gravo resolución y Cecilia otra | |
XVIII. | — | Donde tira doña Brígida de la manta | |
XIX. | — | En que da fin la presente historia con algunos notables, cuanto tristes sucesos | |
— | Obras de Palacio Valdés |
Se levanta el telón, por esta vez sin metáfora
En Sarrió, villa famosa, bañada por el mar Cantábrico, existía hace algunos años un teatro no limpio, no claro, no cómodo, pero que servía cumplidamente para solazar en las largas noches de invierno a sus pacíficos e industriosos moradores. Estaba construído, como casi todos, en forma de herradura. Constaba de dos pisos a más del bajo. En el primero los palcos, así llamados Dios sabe por qué, pues no eran otra cosa que unos bancos rellenos de pelote y forrados de franela encarnada colocados en torno del antepecho. Para sentarse en ellos era forzoso empujar el respaldo, que tenía bisagras de trecho en trecho, y levantar al propio tiempo el asiento. Una vez dentro se dejaba caer otra vez el asiento, se volvía el respaldo a su sitio y se acomodaba la persona del peor modo que puede estar criatura humana fuera del potro de tormento. En el segundo piso bullía, gritaba, coceaba y relinchaba toda la chusma del pueblo sin diferencia de clases, lo mismo el marinero de altura que el que pescaba muergos en la bahía o el peón de descarga; la señá Amalia la revendedora igual que las que acarreaban «el fresco» a la capital. Llamábase a aquel recinto «la cazuela». Las butacas eran del mismo aborrecible pelote que los palcos y el forro debió ser también del mismo color, aunque no podía saberse con certeza. Detrás de ellas había, a la antigua usanza, un patio para ciertos menestrales que, por su edad, su categoría de maestros u otra circunstancia cualquiera, repugnaban subir a la cazuela y juntarse a la turba alborotadora. Del techo pendía una araña, cuajada de pedacitos de vidrio en forma prismática, con luces de aceite. Más adelante se substituyó éste con petróleo, pero yo no alcancé a ver tal reforma. Debajo de la escalera que conducía a los palcos había un nicho cerrado con persiana que llamaban «el palco de don Mateo». De este don Mateo ya hablaremos más adelante.
Pues ha de saberse que en tal lacería de teatro se representaban los mismos dramas y comedias que en el del Príncipe y se cantaban las óperas que en la Scala de Milán. ¿Parece mentira, eh? Pues nada más cierto. Allí ha oído por vez primera el narrador de esta historia aquellas famosas coplas:
Si oyes contar de un náufrago la historia,
Ya que en la tierra hasta el amor se olvida...
Por cierto que le parecían excelentes, y el teatro una maravilla de lujo y de buen gusto. Todo en el mundo depende de la imaginación. Ojalá la tuviese tan viva y tan fresca como entonces para entretenerles a ustedes agradablemente algunas horas. También ha visto el Don Juan Tenorio. Y sus difuntos untados de harina de trigo, su comendador filtrándose por una puerta atada con cuerdas, su infierno de espíritu de vino y su apoteosis de papel de forro de baúles, le impresionaron de tal modo que aquella noche no pudo dormir.
En la sala pasaba, poco más o menos, lo mismo que en los más suntuosos teatros de la Corte. No obstante, por regla general se atendía más al espectáculo que en éstos. Aun no habíamos llegado a ese grado superior de perfeccionamiento, mediante el cual las acciones deben formar grato contraste con el lugar donde se ejecutan; verbigracia, charlar en los teatros, reirse en las iglesias, ir graves, y silenciosos, y patéticos en el paseo, como sucede, afortunadamente, en Madrid. Ignoro si en Sarrió han subido ya a la hora presente este peldaño de la civilización.
Ni se crea que faltaban por eso algunos espíritus lúcidos que se adelantaban a su época y presentían lo que había de ser el teatro andando el tiempo. Pablito Belinchón era uno de ellos. Tenía abonado siempre, en compañía de otros tres o cuatro amigos, el palco de proscenio. Desde allí dirigía la palabra a otros señores de más edad, abonados en el palco de enfrente: se decían cuchufletas, se burlaban de la tiple o del bajo, y se tiraban caramelos y saetas de papel. Por cierto que el público de las butacas, ajeno todavía a estos refinamientos de la civilización, solía hacerles callar bárbaramente con un enérgico chicheo. Las familias más importantes acostumbraban a entrar en aquellos palcos fementidos después de abierto el telón, con la misma solemnidad que si penetrasen en una platea del teatro Real, y por de contado con mucho más ruido. No es posible figurarse bien el horrísono traquido que daba aquel respaldo al ser empujado y aquel asiento al dejarlo caer con ánimo de llamar la atención.
Dígalo si no la familia que en este momento hace su entrada triunfal en uno de ellos y permanece en pie despojándose de los abrigos, mientras los espectadores divierten por un instante la vista de la escena y la fijan en ellos, hasta que se sientan. Son los señores de Belinchón. El jefe de la familia, don Rosendo, es un caballero alto, enjuto, doblado por el espinazo, calvo por la coronilla, de ojos pequeños y hundidos, boca grande, que se contraía con sonrisa mefistofélica, dejando ver dos filas de dientes largos e iguales, la obra más acabada de cierto dentista establecido hacía pocos meses en Sarrió. Gasta patillas cortas y bigote, y representa unos sesenta años de edad. Está reputado por el primer comerciante de la villa y uno de los primeros importadores de bacalao de la costa cantábrica. Durante muchos años monopolizó enteramente la venta por mayor de este artículo, no sólo en la villa, sino en toda la provincia, y gracias a ello había granjeado una fortuna considerable. Su esposa, doña Paula... ¿Pero por qué se despierta tal y tan prolongado rumor en el teatro a su aparición? La buena señora, al escucharlo, queda temblorosa y confusa, no acierta a desembarazarse del abrigo, y su hija Cecilia se ve obligada a quitárselo y a decirle al oído:—¡Siéntate, mamá! Se sienta, o por mejor decir, se deja caer sobre el banco y pasea una mirada extraviada por el público, mientras sus mejillas se tiñen de vivo carmín. En vano se abanica con brío y procura serenarse. Nada: cuantos más esfuerzos hace por alejar la sangre tumultuosa del rostro, más empeño pone la maldita en ocupar aquel lugar visible.
—¡Mamá, qué colorada estás!—le dice Venturita, su hija menor, pugnando para no reir.
La madre la mira con expresión de angustia.
—Calla, Ventura, calla.—dice Cecilia.
Doña Paula, animada con estas palabras, murmura:
—Esta chiquilla no goza sino en avergonzarme.
Y estuvo a punto de enternecerse y llorar.
Al fin, el público se cansó de atormentarla con sus miradas, sonrisas y murmullos, y fijó de nuevo su atención en la escena. La congoja de doña Paula fué cesando poco a poco; pero quedaron restos de ella por toda la noche.
La causa de aquel incidente era el abrigo de terciopelo guarnecido de pieles que la buena señora se había puesto. Siempre que estrenaba alguna prenda de apariencia brillante, sucedía lo mismo. Y esto no por otra cosa más que porque doña Paula no era señora de nacimiento. Procedía de la clase de cigarreras. Don Rosendo había tenido amores con ella siendo casi una niña, de los cuales nació Pablito. Así y todo, don Rosendo estuvo cinco o seis años sin casarse ni querer oir hablar de matrimonio; pero visitándola en su casa y asistiéndola con dinero. Hasta que al fin, vencido más por el amor del hijo que el de la madre, y, más que por todo esto, por las amonestaciones de sus amigos, se decidió a entregar su mano a Paulina. La población no supo del matrimonio hasta después de efectuado: tal sigilo se guardó para llevarlo a cabo. Desde entonces la vida de la cigarrera puede dividirse en varias épocas importantes. La primera, que dura un año, comprende desde el matrimonio hasta la «mantilla de velo». Durante este tiempo, la señora de Belinchón no se mostró poco ni mucho en público. Los domingos iba a misa de alba y se encerraba otra vez en casa. Cuando se decidió a ponerse la antedicha mantilla e ir a misa de once, lo mismo en la iglesia que en las calles del tránsito, la acribillaron a miradas, y se habló del suceso por más de ocho días. El segundo período, que dura tres años, comprende desde «la mantilla de velo» hasta «los guantes». La vista de tal ornamento en las manos grandes y coloradas de la ex cigarrera produjo una excitación indescriptible en el elemento femenino del vecindario. En las calles, en la iglesia, en las visitas, las señoras se saludaban preguntando:—¿Ha visto usted?...—Sí, sí, ya he visto.—Y comenzaba el desuello. Viene después el tercer período, que dura cuatro años, y termina en «el vestido de seda», que dió casi tanto que murmurar como los guantes, y produjo general indignación en Sarrió.—Diga usted, doña Dolores, ¿qué nos queda ya que ver?—Doña Dolores bajaba los ojos haciendo un gesto de resignación. Por último, el cuarto período, el más largo de todos porque dura seis años, termina, ¡oh escándalo! «con el sombrero». Nadie puede representarse el estremecimiento de asombro que invadió a la villa de Sarrió cuando cierta tarde de feria se presentó doña Paula en el paseo con sombrero-capota. Fué un verdadero motín. Las mujeres del pueblo se santiguaban al verla pasar y pronunciaban comentarios en alta voz para que los oyese la interesada.
—¡Mujer, mira por tu vida a la Serena qué gabarra lleva sobre la cabeza!
Porque hay que advertir que a la madre de doña Paula la llamaban la Serena, y a la abuela y a la bisabuela también.
Excusado es añadir que desde que la cigarrera subió a la categoría de señora, ni por casualidad la dieron ya su nombre propio.
Al día siguiente, al tropezarse las señoras de Sarrió en la calle, no encontrando palabras con que expresar su horror, se daban por contentas con elevar los ojos al cielo, agitar los brazos convulsivamente y pasar de largo murmurando: «¡¡¡Sombrero!!!»
Ante aquel golpe de audacia que no tiene pareja sino con los de algunos héroes de la antigüedad, Aníbal, César, Gengis-Khan, la villa quedó muda y abatida algunos meses. No obstante, cada vez que la buena de doña Paula aparecía en público con el abominable sombrero en la cabeza o con cualquier otra prenda propia de su alta jerarquía, era saludada siempre con un murmullo de reprobación. Y lo original del caso estaba en que ella no protestaba ni en público ni en secreto, ni aun en lo sagrado de la conciencia, contra este proceder malévolo de su pueblo natal. Juzgábalo natural y lógico. No se le ocurría pensar que pudiera ser de otro modo. Sus ideas sociológicas no le aconsejaban todavía rebelarse contra el fallo de la opinión pública. Creía de buena fe que al ponerse los guantes o el abrigo de pieles o el sombrero, cometía un acto reprobado por las leyes divinas y humanas. Los murmullos, las miradas burlonas, eran el castigo necesario de esta infracción. De aquí sus temores y congojas cada vez que iba a presentarse en el teatro o en el paseo, y el rubor que la acometía.
¿Por qué entonces, se dirá, doña Paula se vestía de este modo? No serán muy conocedores del corazón humano los que tal pregunten. Doña Paula se ponía el sombrero y los guantes a sabiendas de que iba a pasar un mal rato, como un chico abre el aparador y se atraca de dulce a sabiendas de que en seguida le han de azotar. Los que no se hayan criado en un pueblo, nunca sabrán cuán apetitosa golosina es el sombrero para una artesana.
Era doña Paula alta, seca, desgarbada. Cuando joven había sido buena moza; pero los años, la clausura continua, a la que no estaba avezada, y sobre todo la lucha que venía sosteniendo con el público para establecer su jerarquía, la habían marchitado antes de tiempo. Todavía conservaba hermosos ojos negros encajados en un rostro de correctas y agradables facciones.
El acto primero tocaba a su fin. Se representaba un melodrama fantástico, cuyo nombre no recordamos, donde la compañía había desplegado todo el aparato escénico de que podía disponer. La cazuela estaba asombrada, y acogía cada cambio de decoración con estrepitosos aplausos. Pablito Belinchón, que había pasado en Madrid un mes el año anterior, se reía con incontestable superioridad de aquel aparato; hacía guiños inteligentes a los del proscenio de enfrente. Y para demostrar que todo aquello le aburría, concluyó por volverse de espaldas al escenario y mirar con los gemelos a las bellezas locales. Cada vez que los preciosos anteojos de piel de Rusia apuntaban a una, la muchacha sufría un leve estremecimiento: cambiaba de postura, llevaba la mano un poco trémula al pelo para arreglarlo, sonreía a su mamá o a su hermana sin razón alguna, se ponía seria de nuevo, y fijaba con insistencia y decisión sus ojos en la escena. Pero al instante los levantaba rápida y tímidamente hacia aquellos redondos y brillantes cristales que la ofuscaban. Al fin concluía por ruborizarse. Pablito, satisfecho, apuntaba a otra belleza. Las conocía como si fuesen sus hermanas, tuteaba a la mayor parte de ellas y de muchas había sido novio: pero la pluma en el aire no era más movible y tornadiza que él en materia de amores. Todas habían tenido que sufrir algún doloroso desengaño. Últimamente, hastiado de enamorar a sus convecinas, se había dedicado a fascinar a cuantas forasteras llegaban a Sarrió, para abandonarlas, por supuesto, si cometían la torpeza de permanecer en la villa más de un mes o dos.
Había razones poderosas para que Pablito pudiese disponer a su buen talante del corazón de todas las jóvenes indígenas y aun de las extrañas. Era un apuestísimo mancebo de veinticuatro o veinticinco años, de rostro hermoso y varonil, de figura gallarda y elegante. Montaba a caballo admirablemente y guiaba un tílburi o un carruaje de cuatro caballos, lo cual nadie sabía hacer en Sarrió más que los cocheros. Cuando se llevaban los pantalones anchos, los de Pablito parecían sayas; si estrechos, era una cigüeña. Venía la moda de los cuellos altos, nuestro Pablito iba por la calle a medio ahorcar con la lengua fuera. Estilábanse bajos, pues enseñaba hasta el esternón.
Estas y otras facultades eminentes hacíanle, con razón, invencible. Quizás algunos no hallen enteramente justificada la dictadura amorosa de nuestro mancebo en Sarrió. Estamos no obstante seguros de que las jóvenes de provincia que lean la presente historia la juzgarán lógica y verosímil.
Cuando bajó el telón, un anciano encorvado, con luenga barba blanca y gafas, se acercó arrastrándose más que andando al palco de los de Belinchón.
—¡Don Mateo! Imposible que usted faltase—exclamó doña Paula.
—¿Pues qué quiere usted que haga en casa, Paulita?
—Rezar el rosario y acostarse—dijo Venturita.
Don Mateo sonrió con dulzura, y contestó a aquella impertinencia dando a la niña una palmadita cariñosa en el rostro.
—Es verdad que debiera hacer eso, hija mía... pero ¿qué quieres? si me acuesto temprano no duermo... Y luego no puedo resistir la tentación de ver estas caritas tan lindas...
Venturita hizo un mohín desdeñoso donde se traslucía la satisfacción de verse requebrada.
—¡Si fuera usted siquiera un pollo guapo!
—Lo he sido.
—¿El año cuántos?...
—¡Qué mala, qué mala es esta chiquilla!—exclamó don Mateo riendo y acometiéndole acto continuo un golpe de tos que le embargó la respiración por algunos momentos.
Don Mateo, anciano decrépito, no sólo estropeado por los años, sino por multitud de achaques adquiridos con una vida harto disipada, era la alegría de la villa de Sarrió. Ninguna fiesta, ningún regocijo público o privado se efectuaba en el pueblo sin su intervención. Era presidente del Liceo, sociedad de baile, desde hacía muchos años, y nadie pensaba en substituirlo por otro. Presidía también una academia de música de la cual era fundador. Era vocal-tesorero del Casino de artesanos. La reedificación del teatro donde nos hallamos a él se debía; y para recompensarle de sus molestias y desembolsos, el Ayuntamiento le había permitido labrar en el hueco de la escalera el palco cerrado con persiana de que ya hemos hablado. Vivía de su retiro de coronel. Estaba casado y tenía una hija de treinta y tantos años a quien seguía llamando «la niña».
Ni se crea por esto que don Mateo era un viejo verde. Si lo fuese, el sexo femenino no le demostraría tanta simpatía, ni le guardaría respeto alguno. Su único placer era ver divertidos a los demás, que la alegría reinase en torno suyo. Para conseguirlo, hacía esfuerzos increíbles de habilidad, y se molestaba lo indecible. Su imaginación, puesta al servicio de tal idea, no descansaba un instante. Unas veces era un baile campestre el que organizaba; otra vez hacía construir un escenario en el salón del Liceo, y ensayaba alguna comedia; otras, contrataba compañías de saltimbanquis o de músicos. En cuanto se pasaban ocho días sin que los vecinos de Sarrió se recreasen de algún modo, ya estaba nuestro don Mateo nervioso y no paraba hasta lograrlo. Gracias a él, podemos asegurar que no había pueblo en España, en aquella época, donde la vida fuese más fácil y agradable.
Porque los honestos recreos que sin cesar se repetían, engendraban la unión y hermandad en el vecindario. Además, don Mateo, elemento conciliador por excelencia, formaba gran empeño en destruir todas las malquerencias y rencores que en el pueblo existiesen. Al contrario de ciertos seres viles que se complacen en transmitir el veneno de la murmuración, tenía gusto en ir repitiendo a cada cual lo bueno que de él hablasen los demás:—«Pepita, ¿sabe usted lo que acaba de decirme doña Rosario del vestido que usted lleva?... que es elegantísimo, muy sencillo y de mucho gusto.»—Pepita se esponjaba en su palco, y dirigía una mirada de ternura a doña Rosario, a pesar de que nunca le había sido simpática.—Buen negocio ha hecho usted en la partida de cacao de la viuda e hijos de Villamor, amigo don Eugenio.—Phs; regular.—«En este momento me acaba de decir don Rosendo que ese negocio se le ha escapado a él de las manos por tonto.» Como don Rosendo pasa por el primer comerciante de la villa, don Eugenio no puede menos de sentirse lisonjeado por estas palabras.
Después de haber charlado algunos instantes con la familia Belinchón, don Mateo se despide para recorrer todos los palcos, como tenía por costumbre; pero antes dice, dirigiéndose a Cecilia:
—¿Cuándo llega?
La joven se puso levemente encendida.
—No sé decir a usted, don Mateo...
Doña Paula sonrió con malicia, y vino en auxilio de su hija.
—Debe de llegar en la Bella-Paula, que ha salido ya de Liverpool.
—¡Oh! Entonces aquí lo tenemos mañana o pasado... ¿Habrás rezado mucho a la Virgen de las Tormentas, verdad?
—¡Una novena nada menos la ha hecho! Hace días que están seis cirios ardiendo delante de la imagen—dijo Venturita.
Cecilia se puso aún más colorada y sonrió. Era una joven de veintidós años, no agraciada de rostro ni gallarda de figura. Lo que más desconcertaba la armonía de aquél, era la nariz excesivamente aguileña. Sin esta tacha quizá no habría sido fea, porque los ojos eran extremadamente lindos, tan suaves y expresivos, que pocas bellezas podían gloriarse de poseerlos tales. Ni alta ni baja, pero el talle desgarbado y los hombros un tanto encogidos. Su hermana Ventura tenía diez y seis años, y aparecía como un hermoso pimpollo, lleno de gracia y alegría. Su rostro ovalado parecía hecho de rosas y claveles. Apretadita de carnes y pequeña de estatura; tan sabiamente proporcionada por la Naturaleza, que parecía modelada en cera. Sus manos eran jazmines y sus pies de criolla, celebrados en Sarrió como nunca vistos; la suavidad y tersura de su cutis, vencían a las del nácar y alabastro. Sobre la frente, alta y estrecha como las de las venus griegas, de un blanco argentino, caían los bucles de sus cabellos rubios, cuya madeja, tan espesa como dócil y brillante, le tapaba enteramente la espalda hasta más abajo de la cintura.
—¡Búrlate de tu hermana, picarilla; no tardarás en hacer lo mismo!
—¿Yo rezar por un hombre? Usted chochea, don Mateo.
—Ya me lo dirás dentro de poco—repuso el anciano pasando a otro palco a saludar a los señores de Maza.
En esto se acercó Pablito al de sus papás, trayendo en su compañía a un fiel amigo que merece especial mención. Era hijo del picador que había en el pueblo, y mozo que por su figura podía ser el regocijo de los espectadores en un circo de acróbatas. Nada necesitaba añadir a su persona, ni polvos de harina, ni bermellón, ni tizne para quedar convertido en clown. Era un payaso «al natural». Su nariz vivamente coloreada ya por la Naturaleza, sus ojos torcidos, la ausencia de pestañas, su boca de lobo, la disparatada anchura de sus hombros, el arco de sus piernas y, sobre todo, las muecas grotescas con que se acompaña al hablar o gruñir, provocan la risa, sin más pelucas y afeites. Bien lo sabía Piscis (que así se llamaba o le llamaban) y de ello estaba fuertemente pesaroso y hasta indignado. Para contrarrestar estas nativas disposiciones cómicas de su rostro, había determinado no reirse jamás, y cumplía su promesa religiosamente. Además, para el mismo efecto acostumbraba sabiamente a entreverar sus palabras con las más ásperas y temerosas interjecciones del repertorio nacional, y varias de su invención particular. Pero esto, en vez de producir el efecto apetecido, contribuía a despertar la alegría entre sus conocidos.
El único que hasta cierto punto le tomaba en serio era Pablito. Piscis y Pablito habían nacido para amarse y admirarse. El punto de conjunción de estos dos astros era el género ecuestre. Piscis, adiestrado por su padre desde niño, era el mejor jinete de Sarrió; por consiguiente, para Pablito la persona más digna de ser admirada. El hijo de don Rosendo era el chico más rico de la población: para Piscis, debía de ser, claro está, lo más respetable y digno de veneración que había sobre el planeta. Nadie sabía a qué época se remontaba esta amistad. Se había visto a Pablito y Piscis eternamente juntos, cuando niños. Ya hombres no fué parte a separarlos la diversa posición social que ocupaban. El lugar de reunión de estos jóvenes notables era constantemente la cuadra de don Rosendo. Desde allí, después de celebrar siempre una larga y erudita conferencia, frente a los caballos, con parte teórica y parte práctica, salían a pasear su figura y sus profundos conocimientos por la villa, unas veces cabalgando en briosos corceles, otras en una linda charrette, Pablito guiando, Piscis a su lado fijo y absorto en la contemplación amorosa de los traseros de los caballos. Algunas también, para dar ejemplo de humildad, caminando sobre las propias piernas.
Pablo se acercó a su familia, retorciéndose de risa.
—¿Qué te ha pasado?—le pregunta doña Paula, sonriendo también.
—Hemos seguido a Periquito a la cazuela y le encontramos mano a mano con Ramona—dijo el joven, acercando la boca al oído de su hermana Ventura.
—¿Sí?... ¿Qué le decía?—preguntó ésta con gran curiosidad.
—Pues le decía... (una avenida de risa lo interrumpió por algunos momentos). Le decía... «Ramona, te amo».
—¡Ave María! ¡A una sardinera!—exclamó la niña riendo también y haciéndose cruces.
—¡Si vieras con qué voz temblorosa lo decía, y cómo ponía los ojos en blanco!... Aquí está Piscis, que también lo oyó...
Piscis dejó escapar un gruñido corroborante.
En aquel momento, Periquito, que era un muchacho pálido y enteco, de ojos azules y poca y rala barba rubia, apareció en las lunetas. Las miradas de toda la familia Belinchón se clavaron en él sonrientes y burlonas. Sobre todo Pablo y Venturita se mostraban grandemente regocijados a su vista. Periquito levantó la cabeza y saludó. La familia Belinchón contestó al saludo sin dejar de reir. Tornó a levantar la cabeza otras dos o tres veces y viendo aquellas insistentes sonrisas, se sintió molesto y salió al pasillo.
Levantóse nuevamente el telón. La decoración representaba unas cavernas del infierno, aunque no era imposible que alguien creyese que se trataba de la bodega de un barco. El acto comenzaba por un preludio de la orquesta, dignamente dirigida por el señor Anselmo, ebanista de la villa. Figuraban en ella como bombardinos el señor Matías, el sacristán, y el señor Manolo (barbero); como clarinetes don Juan el Salado (escribiente del Ayuntamiento) y Próspero (carpintero); como trompas Mechacan (zapatero) y el señor Romualdo (enterrador); como cornetines Pepe de la Esguila (albañil) y Maroto (sereno); como figle el señor Benito el Rato (escribiente de una casa de comercio y figle de la iglesia). Había otros cuatro o cinco muchachos aprendices, que acompañaban. El señor Anselmo, en vez de batuta, tenía en la mano para dirigir una enorme llave reluciente, que era la de su taller.
El preludio era muy triste y temeroso; como que estábamos en el infierno. El público guardaba absoluto silencio: esperaba con ansia lo que iba a salir de allí, clavados los ojos en las trampas abiertas en el suelo del escenario. De pronto, de aquella música suave y misteriosa salió un trompetazo desafinado. El señor Anselmo se volvió y dirigió una mirada de reprensión al músico, que se puso colorado hasta las orejas. Hubo en el público fuerte y prolongado murmullo. De la cazuela salió entonces una voz que gritó:
—Fué Pepe de la Esguila.
Las miradas del público se dirigieron hacia este menestral, que se hizo el distraído sacando la boquilla del cornetín y sacudiéndola; pero estaba cada vez más colorado.
—Si no sabe tocar que se vaya a la cama—gritó la misma voz.
Entonces el corrido y avergonzado Pepe de la Esguila montó en cólera de pronto, dejó el instrumento en el suelo, y alzándose del asiento con los ojos encendidos y agitando los puños frente a la cazuela, gritó:
—¡Ya te arreglaré en cuanto salgamos, Percebe!
—¡Chis, chis! ¡Silencio, silencio!—exclamó todo el público.
—¡Qué has de arreglar, morral! Anda adelante y toca mejor la trompeta.
—¡Silencio, silencio! ¡Qué escándalo!—volvió a exclamar el público.
Y todos los ojos se volvieron hacia el palco del alcalde.
Era éste un hombre de sesenta, a setenta años, bajo de estatura y muy subido de color, el pelo bien conservado y enteramente blanco, las mejillas rasuradas, la nariz borbónica, los ojos grandes, redondos y saltones. Parecía un cortesano de Luis XV o un cochero de casa grande.
Don Roque, que así se llamaba, se revolvió en el asiento y dió una voz.
—¡Marcones!
Un alguacil octogenario se acercó al respaldo del palco con la gorra azul de grande visera charolada en la mano. El alcalde conferenció con él algunos momentos. Marcones subió a la cazuela bajando poco después con un joven en traje de marinero, agarrado del brazo. Ambos se acercaron al palco presidencial.
Don Roque comenzó a increparle procurando apagar la voz y consiguiéndolo a medias. Se oía de vez en cuando:—«¡Zopenco!»... «no tenéis pizca de educación»... «animal de bellota»... «¿Te figuras que estás en la taberna?» El marinero aguantaba la rociada con los ojos en el suelo.
Una voz gritó desde el patio:
—Que lo lleven a la cárcel.
Pero desde la cazuela contestó otra al instante:
—Que lleven también a Pepe de la Esguila.
—¡Silencio! ¡Silencio!
El alcalde, después de haber reprendido y amenazado ásperamente a Percebe, le dejó volver otra vez a su sitio, con gran satisfacción de la cazuela, que lo recibió con hurras y aplausos.
La orquesta, callada un instante, tornó a su infernal preludio. Antes que éste se terminase, comenzaron a salir por las trampas del escenario hasta una docena de diablos con sendas y enormes pelucas de estopa, el rabo de etiqueta, y teas encendidas en las manos. Así como se hallaron sobre el entarimado y cerradas convenientemente las trampas, dieron comienzo, como es lógico, a una danza fantástica; pues bien sabido es de antiguo que no pueden estar juntos cuatro demonios sin entregarse con furor al baile. Los espectadores seguían con extremada curiosidad sus vivos y acompasados movimientos. Un chiquillo lloró. El público obligó a su madre a que lo sacase.
Mas hete aquí que con tanto ir y venir, pasar y rozarse los ministros de Belcebú en aquel no muy amplio recinto, una tea llegó a prender fuego a la peluca de uno de ellos. El pobre diablo, sin darse cuenta de ello, siguió bailando cada vez con más infernal arrebato. El público reía a carcajadas esperando el próximo desenlace de aquel incidente. En efecto, cuando sintió caliente la cabeza más de la cuenta el espíritu maligno, se apresuró a arrancarse la peluca, y la careta, quedando al descubierto el rostro de Levita, donde se pintaba el terror.
—¡Levita!—gritó el público alborozado.
El granuja que tenía este apodo, privado de sus atributos infernales, confuso y avergonzado, se retiró de la escena.
Al poco rato empezó a arder otra peluca. Nuevos murmullos y mayor ansiedad por ver la metempsícosis de aquel ángel exterminador. No se hizo esperar. Al cabo de pocos minutos la peluca y la careta volaban por el aire como encendido cometa.
—¡Matalaosa!—gritaron todos. Una inmensa carcajada sonó en el teatro.
—Mátala, no te descubras que te vas a constipar—dijo uno desde la cazuela.
Matalaosa se retiró avergonzado como su compañero Levita.
Todavía ardieron otras dos o tres pelucas, poniendo a la vergüenza a otros tantos pillastres de la calle que servían de comparsas en el teatro. El baile se terminó al fin sin más incendios.
Una vez sepultados de nuevo en el Averno los demonios que se habían salvado de la quema, se presentaron en la escena un gallardo mancebo, de oficio pastor, a juzgar por el pellico que le tapaba la espalda, y una hermosa doncella de idéntica profesión. Los cuales, en el mismo punto, siguiendo el antiguo precepto que obliga a todo pastor a estar enamorado y a toda pastora a mostrarse esquiva, comenzaron su diálogo, donde las quejas amorosas y los tiernos lamentos de él contrastaban con las indiferentes carcajadas de ella. Alegres y regocijados se hallaban todos, lo mismo los del patio que los de la cazuela, con las sabrosas razones que pasaban en la escena, cuando a la puerta del teatro se oyó una gran voz que dijo:
—Don Rosendo, está entrando la Bella-Paula.
El efecto que aquel inesperado grito produjo, fué inexplicable. Porque no sólo don Rosendo se levanta como impulsado por un resorte y se apresura con mano trémula a ponerse el abrigo para salir, sino que por todo el concurso se esparció un fuerte rumor acompañado de viva agitación que estuvo a punto de interrumpir el diálogo pastoril. Los menestrales del patio lanzáronse acto continuo a la calle. De la cazuela bajaron con fuerte traqueteo casi todos los marineros que allí había. Y de los palcos y butacas salieron también numerosas personas. A los pocos minutos no quedaban apenas en el teatro más que las mujeres.
Cecilia se había quedado inmóvil, pálida, con los ojos clavados en la escena. Su madre y hermana la miraban en tanto con semblante risueño.
—¿Por qué me miráis de ese modo?—exclamó volviéndose de pronto. Y al decir esto se puso fuertemente colorada.
Doña Paula y Venturita soltaron una carcajada.
Del feliz arribo de la «Bella-Paula»
El pelotón de espectadores corrió por las calles en dirección al muelle. Delante, rodeado de seis u ocho marineros, de su hijo Pablo y algunos amigos, iba don Rosendo, silencioso, preocupado, escuchando los comentarios de sus acompañantes, que los pronunciaban con la voz entrecortada por la fatiga.
—Tiene suerte don Domingo; llega con más de media marea—dijo un marinero aludiendo al capitán de la Bella-Paula.
—¿Qué sabes tú si llega ahora? Bien puede estar fondeado desde la tarde—respondió otro.
—¿Dónde?
—¿Dónde ha de ser, mamón? en la concha—replicó el otro enfureciéndose.
—Si hubiera estado se vería, tío Miguel.
—¿Cómo lo habías de ver, papanatas?... ¿Has estado por si acaso en la peña Corvera?
—La bandera de la Bella-Paula se ve por encima de la peña, tío Miguel.
—¡Qué bandera ni qué mal rayo que te parta!
—¿Qué carga trae, don Rosendo?—preguntóle al armador uno de los que le acompañaban.
—Cuatro mil quintales.
—¿Escocia?
—No; todo Noruega.
—¿Viene a bordo el señorito de las Cuevas?
Don Rosendo no contestó. Al cabo de un momento de marcha cada vez más precipitada, se volvió diciendo:
—A ver; es necesario avisar a don Melchor que está entrando la Bella-Paula.
—Yo iré—respondió un marinero destacándose del pelotón y marchando a internarse otra vez en el pueblo.
Llegaron al muelle. La noche estaba fría, sin estrellas: el viento acostado: la mar en calma. Dejaron el antiguo y diminuto muelle y se dirigieron a la punta del Peón recién construída que avanzaba bastante más por el mar. Brillaba en la obscuridad tal cual farolillo de los barcos anclados. Apenas se advertía la espesa red de su jarcia. Los cascos aparecían como una masa negra informe.
Los recién llegados no vieron un grupo mucho mayor de gente que se apiñaba en la punta misma del malecón hasta que dieron sobre él. Todos guardaban silencio con los ojos puestos en el mar, esforzándose por advertir entre las tinieblas las maniobras del buque. Las olas, que rompían blandamente contra las peñas más próximas, blanqueaban de vez en cuando en la obscuridad.
—¿Dónde está?—preguntaron varios de los espectadores del teatro sacándose los ojos por ver algo.
—Allí.
—¿Dónde?
—¿No ve usted aquí, hacia la izquierda, una lucecita verde?... Siga usted mi mano.
—¡Ah, sí, ya la veo!
Don Rosendo subió al segundo cuerpo del paredón, y encontró allí ya a don Melchor de las Cuevas. Era éste un caballero alto, muy alto, enjuto, afeitado a la usanza de los marinos, esto es, dejando la barba por el cuello como una venda. Tenía más razón para ello que la mayoría de los vecinos de Sarrió que se afeitaban de este modo, pues pertenecía al honroso cuerpo de la Armada, si bien en calidad de retirado. Pero en los puertos de mar, particularmente cuando la población es pequeña, como la en que nos hallamos, el elemento marítimo predomina y se infiltra de tal modo, que todos los habitantes, sin poderlo remediar, sin darse cuenta de ello, adoptan ciertos usos, palabras y formas de vestir de los marinos.
Habría sido apuesto y galán el señor de las Cuevas en sus tiempos juveniles; porque hoy, a los setenta y cuatro años, es un hombre brioso, erguido, de vivos y penetrantes ojos, nariz aguileña, noble y descubierta frente. Toda su figura anuncia energía y decisión.
Estaba en pie sobre uno de los asientos adheridos al pretil del paredón, con unos enormes anteojos de mar dirigidos hacia la lucecita verde que brillaba con intermitencias allá a lo lejos. Era con mucho la figura más elevada que salía del grupo de espectadores.
—¡Don Melchor, usted aquí ya!... Acabo de enviarle un recado a su casa.
—Hace una hora que he venido—repuso el señor de las Cuevas, separando los anteojos de la cara.—He visto la barca desde el mirador poco después de puesto el sol.
—Debía suponerlo. ¿Cómo se le había a usted de escapar nada que pase por ahí afuera?
—Tengo mejor vista que cuando era un mozo de veinte años—dijo don Melchor con firme entonación y en voz alta para que lo oyesen.
—Lo creo, lo creo, don Melchor.
—A quince millas veo virar una lancha bonitera.
—Lo creo, lo creo.
—Y si me apuran un poco—profirió en voz más alta aún,—les cuento las portas a las fragatas que cruzan para el Ferrol.
—Arríe, arríe un poco, don Melchor—dijo una voz.
Hubo en la obscuridad carcajadas reprimidas, porque el señor de las Cuevas inspiraba respeto profundo a toda la marinería.
El viejo marino volvió airado la cabeza hacia el sitio donde había salido la cuchufleta. Esforzóse en penetrar las tinieblas en silencio algunos instantes, y al cabo dijo con voz ronca:
—Si supiese quién eres, pronto te arriaba yo en banda a la mar.
Nadie osó decir una palabra, ni hubo el más leve conato de risa. En Sarrió se sabía que el señor de las Cuevas era muy capaz de hacerlo como lo decía. Había servido en la marina de guerra más de cuarenta años, gozando siempre opinión de oficial bravo y pundonoroso, pero al mismo tiempo de una severidad que rayaba en barbarie. Cuando ya ningún comandante de buque se acordaba de nuestras antiguas ordenanzas marítimas, don Melchor se empeñaba en ponerlas en práctica y en todo su rigor. Contábase con terror en el pueblo, que había ahogado a un marinero por pasarlo tres veces debajo de la quilla, según prescribía la ordenanza para ciertas faltas; y a más de ciento había derrengado a palos o les había levantado el pellejo con el chicote. Además no había en Sarrió piloto o marinero que se las pudiese haber con él en lo referente a la mar, lo mismo en el conocimiento del tiempo, que en las maniobras de los barcos; en todos los secretos de la navegación.
La lucecita verde se iba acercando con lentitud. Percibíase ya el bulto de la Bella-Paula a simple vista, y además otros dos o tres puntitos negros cerca de ella, que cambiaban a menudo de sitio. Eran la lancha del práctico y los botes auxiliares para tirar del barco cuando fuese necesario. Como el viento no soplaba apenas, la corbeta mantenía izadas todas las velas. Sin embargo, ya estaba demasiado cerca del paredón para que esto no constituyese un peligro. Al menos don Melchor así lo entendió, porque comenzó a jurar por lo bajo y a mostrarse inquieto. No pudiendo resistir más, a sabiendas de que no le habían de oir, gritó:
—Aferra las gavias, Domingo. ¿Qué aguardas?
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras, cuando se vieron sobre las cofas los bultos casi imperceptibles de los marineros.
—¡Acabáramos!—exclamó don Melchor.
—¡Sí, que Domingo se chupa el dedo!—dijo por lo bajo el marinero a quien el señor de las Cuevas había amenazado.
El casco de la corbeta, pintado de negro con una banda blanca en la obra muerta, se destacó al fin con pureza del fondo obscuro. Los ojos de los espectadores, habituados ya a las tinieblas, veían perfectamente todo lo que pasaba a bordo. Sobre el puente había dos bultos, el del capitán y el del práctico. En la proa uno, el del piloto.
—¿Y la escandalosa?—gritó de nuevo don Melchor.
La escandalosa de mesana, como si obedeciese a su voz, cayó. La barca siguió acercándose cada vez con más pausa. El viento no conseguía henchir las velas bajas: la cangreja pendía del palo lacia y desmayada como un vestido de baile usado. Pronto quedaron aferradas aquéllas y arriada ésta, y el barco comenzó a caminar con sosiego desesperante remolcado por los dos botes. Las figuras de los remadores se levantaron acompasadamente sobre los bancos. Y la voz de los patrones gritando:—¡Hala avante! ¡hala duro!—rompió con brío el silencio de la noche.
Pero los tirones eran tan débiles con relación a la masa, que el buque apenas se movía. Cuando al cabo de un cuarto de hora consiguió acercarse unas treinta brazas de la punta del Peón, largó un cabo, que uno de los botes trajo al malecón para ayudar a virar a la corbeta.
—¡Capitán, capitán!—gritó uno con voz estentórea desde el grupo.
—¿Qué hay?—contestaron del buque.
—¿Viene a bordo el señorito de las Cuevas?
—Sí.
—Pues ojo con el señorito de las Cuevas... Los demás que se ahoguen.
La broma produjo gran algazara en la muchedumbre. Volvió a reinar el silencio. La corbeta comenzaba a virar, apoyada en el cabo de tierra, que rechinaba con la tensión. La gente del muelle se puso a hablar con la de a bordo. Pero ésta se mostraba silenciosa, taciturna, atendiendo a las maniobras más que a las preguntas que les dirigían. Entonces el temperamento burlón de la marinería en aquella comarca se ostentó de nuevo. Los de tierra comenzaron a dar vaya a los de a bordo, sobre todo a un cierto sujeto que parecía un montón de pelos, a quien apodaban Tanganada, el cual se movía de un lado a otro, con la gracia de un oso, manejando los cables, y lanzando gruñidos de desprecio a la muchedumbre.
—Oyes, Tanganada; ya tendrás ganas de comer una cazuela de bacalao, ¿verdad?
—Alégrate, Tanganada; hay sidra en el lagar de Llandones.
—¿Hacía calor en Noruega?
—¡Allí te quisiera ver yo, ladrón!—gruñó Tanganada, mientras aferraba una vela.
Los marineros saludaron la frase con grandes carcajadas.
—¡Larga tierra!—gritó el práctico desde el puente.
—¡Hala a bordo!—contestó el marinero que tenía el socaire soltando el chicote. El cable cayó al mar, y comenzó a subir velozmente por el costado del buque.
Este se encontraba al abrigo del malecón, pero no había marea bastante para atracar al antiguo muelle. El capitán dió una voz al piloto.
—¡Fondo!
El piloto dijo a los marineros que tenía a su lado:
—¡Arría!
El ancla cayó al mar con un ruido estridente de cadenas. La barca se dispuso a virar sobre ella.
—¿Vas a amarrarte a tierra, Domingo?—preguntó don Melchor.
—Sí, señor—respondió el capitán.
—No hay necesidad; amárrate en dos. Dentro de una hora podrás enmendarte.
—Tanto me cuesta uno como otro—dijo en voz baja el capitán alzando los hombros, y luego en voz alta añadió:
—¡Echa la de uso!
Otra ancla cayó al mar con el mismo ruido.
—¿Cómo le va a usted, tío?—dijo una voz dulce y varonil desde a bordo.
—Hola, Gonzalito. ¿Llegas bueno, hijo mío?
—Perfectamente; voy allá ahora mismo.
Y se bajó con gran agilidad por un cable al bote.
—Vamos a esperarle—dijo don Rosendo poniéndose a andar.
Pero la mano del señor de las Cuevas le sujetó como unas tenazas por el brazo.
—¿Dónde va usted, hombre de Dios?
—¿Qué es eso?—preguntó el armador asustado.—¡Ah, es cierto! ¡No me acordaba de que estábamos en el segundo paredón!... La obscuridad... Tanto tiempo aquí... El mareo de estar con la vista fija... en el barco... ¡Dios mío! ¿Qué hubiera sido de mí si usted no me sujeta?
—Pues nada, se hubiera usted deshecho los sesos contra las losas de abajo.
—¡Virgen Santísima!—exclamó don Rosendo poniéndose horriblemente pálido. La frente se le cubrió de un sudor frío, y las piernas le flaquearon.
—No tenga usted miedo por lo que ya pasó, amigo. Bajemos a recibir a Gonzalito.
Bajaron en efecto al muelle, donde acababa de saltar un joven alto, rubio, de gallardo aspecto, vestido con un largo gabán que casi le llegaba a los pies.
—¡Tío!
—¡Gonzalo!
Se fueron acercando, hasta que quedaron abrazados los dos gigantes. También don Rosendo saludó con efusión al joven; pero estaba tan preocupado con el peligro que había corrido su existencia, que al instante volvió a ponerse sombrío y melancólico. Apenas pudo contestar a las preguntas que el contramaestre le hizo, pidiéndole instrucciones por encargo del capitán.
Pusiéronse en marcha luego hacia la casa de don Melchor, situada en lo más alto de la villa, señoreando una extensión inmensa de mar. Durante el camino, Gonzalo dejó que su tío fuese delante, y un poco acortado hizo algunas preguntas a don Rosendo acerca de su familia.
—¿Cómo está doña Paula? ¿Le ha desaparecido la rija del ojo? ¿Y Pablo? ¿Continúa con la misma afición a los caballos? ¿Y Venturita? Estará hecha una mujer ya, ¿verdad?... (Pausa.) ¿Cecilia está buena?—terminó preguntando rápidamente.
A todas sus preguntas respondió el señor de Belinchón con monosílabos.
—¿Sabes, Gonzalo—dijo parándose de pronto,—que por un poco me mato ahora mismo?
—¡Cómo!
Le contó con prolijidad el percance del muelle. Terminado el relato, cayó en una profunda consternación.
—¿Supongo que la familia ya estará en la cama?—preguntó Gonzalo después que hubo deplorado bastante (al menos en su concepto) el peligro del comerciante.
—No; están en el teatro... No sabe uno dónde la tiene; ¿verdad, querido?
—¡Hola! ¿Hay compañía?
—Sí, desde hace unos días. ¿Crees que me hubiera matado, Gonzalo?
—Phs... tal vez se hubiera usted roto una pierna, o las dos... o una costilla.
—¡Menos malo!—exclamó el señor de Belinchón dejando escapar un suspiro.
En esto se habían internado ya bastante en la población, y al llegar a cierta calle, don Rosendo se despidió del tío y del sobrino. Dióle éste la mano con visible tristeza.
—Voy al teatro a buscar a la familia. Hasta mañana; que descanses, Gonzalo.
—Hasta mañana... Recuerdos.
El señor de las Cuevas y su sobrino se emparejaron caminando lentamente la vuelta de la casa del primero. Cayó entonces sobre el viajero un chaparrón de preguntas, no relativas a su estancia en Inglaterra, sino todas ellas referentes al viaje por mar. «¿Qué tal el viento? de bolina siempre, ¿verdad?... ¿No se os cayó alguna vez? El barco no cabecearía mucho; viene bien cargado... ¿Y las corrientes? No marearíais siempre con toda la tela, ¿eh? ¿A que habéis arrizado a la salida de Liverpool? ¡Conozco, conozco el paño!
Respondía Gonzalo con distracción a las preguntas, que, por otra parte, entendía a duras penas. Iba cabizbajo y melancólico. Observándolo al fin su tío, se paró en firme y dijo:
—¿Qué tienes, Gonzalito? Parece que estás triste.
—¿Yo? ¡Ca! No, señor.
—Juraría que sí.
Siguieron otro rato en silencio, y don Melchor, dándose una palmada en la frente, exclamó:
—¡Ya sé lo que tienes!
—¿Qué?
—Mal de la tierra. A mí me ha pasado siempre lo mismo. Cuando saltaba en tierra después de algún viaje ¡me entraba una desazón, una tristeza, un deseo tan grande de volverme a bordo! Duraba dos o tres días hasta que me iba acostumbrando. El caso es que tenía afán de llegar al puerto; pero, una vez en él, echaba de menos la vida de a bordo. No sé lo que tiene el mar que atrae, ¿verdad?... ¡Aquel aire tan puro!... ¡Aquel movimiento!... ¡Aquella libertad!... A que sientes ganas de volverte al barco, ¿eh?—terminó diciendo con una sonrisa maliciosa que acreditaba su extremada perspicacia.
—Malditas... De lo que tengo gana, tío, voy a decírselo en confianza... es de ver a mi novia.
Don Melchor quedó asombrado.
—¿De veras?
—Lo que usted oye.
Reflexionó un momento el señor de las Cuevas, y al cabo dijo:
—Bien; si quieres puedes ir al teatro a saludarla... Mientras tanto, yo voy a ver cómo se enmienda Domingo.
—¿De qué se ha de enmendar? Es una persona excelente—repuso el joven sonriendo.
El tío, sin comprender la ironía, le miró con desprecio.
—Vaya, veo que vienes tan ignorante como has ido... Te aguardo para cenar.
—No me aguarde usted, tío—contestó Gonzalo, que ya estaba lejos.—Quizá no cene.
Y sin tomar carrera, pero con extraña velocidad, gracias a sus descomunales piernas, salvó las calles, alumbradas por algunos raros faroles de aceite, en dirección al teatro. Cualquiera que le tropezase en aquella hora le diputaría por un inglesote de los muchos que llegan a Sarrió mandando barcos unas veces, otras a reconocer cotos mineros o a montar alguna industria. Su estatura colosal, su corpulencia, no son los signos característicos de la raza española, siquiera nos hallemos en una de las provincias del Norte. Luego, aquel gabán tan largo, las botas de tres suelas, el sombrero de forma exótica, denunciaban claramente al extranjero. Pues mirándole al rostro acababa de completarse la ilusión, porque era blanco y terso y adornado con larga barba rubia, los ojos azules, o más propiamente garzos, al igual de los que se ven casi sin excepción en las razas septentrionales. Aprovechemos los cortos momentos que nos quedan antes que llegue al teatro para proporcionar al lector algunos datos biográficos acerca de este mancebo.
La familia de las Cuevas a la cual pertenece, venía siendo de gigantes y marinos, desde tiempo inmemorial. Marino había sido su padre, marino su abuelo, marinos sus tíos, y marinos también los hijos de éstos. Gonzalo quedó huérfano de padre y madre cuando no contaba ocho años de edad, dueño de una fortuna no despreciable, administrada por su tío y tutor don Melchor, en cuyo poder y guarda le dejó el padre al morir. Bien quisiera el viejo marino que su pupilo continuase la no interrumpida tradición del linaje de las Cuevas en cuanto a la carrera. Para despertarle la afición o inclinarle a la marina, le compró una preciosa balandra donde ambos se paseaban por las tardes o salían de pesca.
Pero todos los propósitos del buen caballero se estrellaron contra las aficiones terrestres de su sobrino. De la mar no le gustaban a éste más que los peces; pero aderezados ya y humeando en medio de la mesa. Todavía transigía, no obstante, con la caldereta merendada allá en algún recodo de la costa, sentado sobre una peña donde manase agua fresca potable. A los catorce años era Gonzalo un muchacho espigado y robusto, que estudiaba en el colegio privado de Sarrió la segunda enseñanza y se examinaba todos los años en la capital, obteniendo ordinariamente la calificación de bueno y una que otra vez, muy rara, la de notablemente aprovechado. Bien quisto de sus compañeros por su condición noble y franca, y respetado también por virtud de sus puños formidables. Los caballeros de la villa le agasajaban a causa de su posición y la familia a que pertenecía; los marineros y demás gente del pueblo le amaban por su carácter llano y comunicativo.
Después de graduado bachiller en Artes, permaneció en Sarrió tres años todavía sin hacer nada. Levantábase tarde, se iba al casino y allí pasaba la mayor parte del día jugando al billar, en el cual llegó a ser extremado. A pesar de ser el niño mimado de la población, visitaba pocas casas. Prefería la vida estúpida y depravada del café, a la cual se había habituado. No obstante, como no era cerrado de inteligencia y su exuberante naturaleza rebosaba de actividad y de fuerza, las empleaba una que otra vez en el estudio de algunos ramos de la ciencia. Aficionóse a la mineralogía, y muchas tardes, abandonando el casino y el billar, se iba por los contornos de la villa en busca de piedras minerales y ejemplares de fósiles, llegando a reunir una rica colección. A ratos le dió también por ejercitarse en el microscopio: hizo traer uno costoso de Alemania y comenzó a examinar diatomeas y a prepararlas admirablemente sobre unos cristalitos que él mismo cortaba. Por último, habiendo caído en sus manos un libro sobre la fabricación de la cerveza, entregóse con ahinco a su estudio, pidió a Inglaterra otros varios y comenzó a imaginar que acaso en Sarrió se obtendría un resultado feliz y pingües beneficios con esta industria desconocida. Se le ocurrió montar una fábrica. Pero habiendo comunicado el proyecto con su tío, este varón esforzado creyó oportuno lanzar una serie de gritos inarticulados, fuera todos ellos del diapasón normal, terminados los cuales se le oyó exclamar:
—¡Cómo! ¡Un Cuevas metido a cervecero! ¡El hijo de un capitán de navío, el nieto de un contralmirante de la Armada! Tú estás desarbolado, Gonzalo. Bien dice el refrán que la ociosidad es madre de todos los vicios. Si hubieses ingresado en la Escuela de Marina como yo te aconsejaba, a estas horas serías ya guardia marina de primera, y estarías corriendo el mundo sin pensar en tales payasadas.
Gonzalo se calló, pero no dejó de seguir leyendo sus métodos de fabricación. Comprendiendo que sin visitar por sí mismo las fábricas principales y sin estudiar con seriedad el asunto no alcanzaría resultado alguno, se resolvió a seguir la carrera de ingeniero industrial en Inglaterra. Cuando se arrojó a decírselo a su tío, no le sonó mal al marino el nombre de ingeniero; pero el calificativo de industrial volvió a despertar en su espíritu la misma tempestad de odios y rencores que le había producido la cerveza.
—¡Industrial, industrial! Hoy cualquier limpiabotas se llama industrial. Hazte buenamente ingeniero de caminos, canales y puertos, o de minas.
Por este tiempo conoció, o para hablar con más propiedad, trató, pues en Sarrió todos se conocían, a su novia actual, la señorita de Belinchón. Un día su tío le envió a casa del rico comerciante con encargo de preguntarle si podría darle una letra sobre Manila. Don Rosendo no se hallaba en su escritorio, que estaba en la planta baja de la casa, y como el negocio era urgente, Gonzalo se decidió a subir. La doncella que le abrió estaba con prisa.
—Pase usted, don Gonzalo; la señorita Cecilia le dirá dónde está el señor.
Penetró en un cuarto desarreglado, con montones de ropa por el suelo y una mesa en el centro, donde la hija primera de los señores de Belinchón estaba aplanchando una camisa en traje no adecuado a su categoría. Un vestidillo raído y un pañuelo atado a la cintura como las artesanas; en los pies unas zapatillas bastante usadas. No se ruborizó porque el joven la encontrase en aquel arreo ni en tan baja ocupación, ni exclamó como otras muchas harían en su caso:
—¡Jesús, de qué forma me encuentra usted!—llevando las manos al pelo o a la garganta.
Nada de eso. Suspendió un momento su tarea, sonrió con dulzura y aguardó a que el joven hablase.
—Buenas tardes—dijo, poniéndose colorado.
—Buenas tardes, Gonzalo—respondió ella.
—¿Podría ver a su papá?
—No sé si está en casa. Voy a ver—repuso la joven, dejando la plancha sobre la mesa y pasando por delante de él.
Cuando ya se había alejado un poco, se volvió para preguntarle:
—¿Su tío está bueno?
—Sí, señora, sí... Digo, no... hace algunos días que no se levanta de la cama... Tiene un catarro fuerte.
—¿No será cosa de cuidado?
—Creo que no, señora.
La joven continuó su camino sonriendo. Le hacía gracia que Gonzalo la llamase señora no habiendo cumplido los diez y seis años y contando él más de veinte. Ambos, sin haberse hablado «de grandes», se conocían como si fuesen hermanos. Se encontraban todos los días en la calle, en el paseo, en el teatro, en la iglesia. «De pequeños» recordaba Cecilia que cierta tarde en la romería de Elorrio bailando la giraldilla con otras chicas de su edad, se llegaron unos granujas a estorbarlas, tirándolas del pelo desde fuera, empujándolas con fuerza y metiéndose en el corro gritando para hacerlas perder el compás. Gonzalo, que era un grandullón de trece años, viendo aquella fea tosquedad, acudió en su auxilio, y puntapié va, trompada viene, soplamocos a uno y puñada a otro, en un instante puso en dispersión a los tres o cuatro descorteses mozuelos. Los ojos de las diminutas bailarinas le contemplaron con admiración. En aquellos corazones femeninos de cinco a diez años quedó grabado para no borrarse jamás un sentimiento de gratitud hacia el heroico mancebo. Otra vez, años adelante, un día de San Juan, Gonzalo cedió a ella y su familia la balandra para pasearse por el mar, pues los botes y lanchas escaseaban en tal ocasión. Mas ninguna de estas circunstancias engendró el trato entre ellos. Si los encontraba muy de frente, Gonzalo solía llevarse la mano al sombrero; si no, pasaba de largo como si no los viese, a pesar del conocimiento, ya que no amistad íntima, que su tío mantenía con el señor Belinchón. La vida exclusiva de café, el ningún trato con las mujeres, habían hecho de Gonzalo un joven apocado y vergonzoso.
—Pase usted, Gonzalo; papá le espera en la sala—dijo la joven cruzando de nuevo por delante de él.—Que se alivie su tío.
—Muchas gracias—respondió acortado. Y al alejarse caminando hacia atrás, como era tan alto, dió un testarazo con la lámpara de la antesala, que por poco la hace venir al suelo.
Miró con angustia hacia arriba, se apresuró a sujetarla y se puso muy colorado.
—¿Se ha lastimado usted?—preguntó Cecilia con interés.
—¡Ca! No, señora... al contrario... ¡Caramba, por un poco la rompo!
Y se retiró cada vez más confuso.
Hallábase nuestro mancebo en aquel punto y sazón en que los hombres se enamoran de una escoba. La edad del amor se había retrasado para él un poco. Esto suele acontecer en todos aquellos en quienes los músculos tiranizan a los nervios. Por eso la señorita de Belinchón, aunque nada linda, despertó repentinamente en él cierta simpatía que es fácil transmutar en pasión. Y como consecuencia de aquella brevísima entrevista, Gonzalo pasó desde entonces alguna que otra vez sin necesidad por delante de la casa de los señores de Belinchón mirando con el rabo del ojo a los balcones; cuidó más del aliño del traje y la persona; iba a misa de diez los domingos a San Andrés, donde doña Paula y sus hijos la oían. En el teatro solía dirigirle con disimulo vivas miradas y alguna que otra vez se aventuraba a soltarle un sombrerazo. Pero en cuanto lo hacía se ponía colorado y miraba con susto a todas partes, temblando de que aquel naciente sentimiento de su alma fuese descubierto.
¡Inocente Gonzalo! Mucho antes de que él se diese cuenta cabal de tal inclinación, la villa entera la conocía. Nada se puede ocultar, sobre todo en lo que toca a las relaciones de sexo a sexo, a los ojos zahoríes de las comadres de un pueblo de escaso vecindario. Y no sólo se conoció, pero hasta se daba como cierto el matrimonio en plazo más o menos lejano. Pasaban los meses, no obstante, y aquello no avanzaba un paso. Los testimonios que Gonzalo daba de su afición seguían siendo los mismos. La mayor parta de los días se reducían a pasar después de comer por delante de la casa del rico comerciante, para ir al casino. Cecilia solía estar cosiendo detrás de los cristales. Mano al sombrero; sonrisa; adelante; luego el billar, y hasta otro día. Don Melchor le encargó otras dos veces recados para don Rosendo, pero tuvo la buena suerte de hallarle siempre en el despacho. Decimos buena suerte, porque Gonzalo temblaba ante la idea de subir a la casa y tropezarse con Cecilia.
Había cumplido ya los veinte años. La idea de hacerse ingeniero industrial y ocuparse en algo útil, volvía de vez en cuando a su espíritu en medio de aquella vida holgazana. El compañero que tornaba de alguna academia militar, la conversación con algún ingeniero inglés, la frase de desprecio que escuchaba en el casino acerca de los que no tenían carrera, despertábanle de pronto el deseo. Al fin, un día le dijo a su tío que si le daba permiso se iba a Inglaterra a estudiar algo y ver mundo. Como don Melchor nada podía oponer a este justo y laudable propósito, pocos días después Gonzalo recorría algunas casas de parientes y amigos, donde hacía años que no ponía los pies, para despedirse, y una tarde apacible y bella de primavera se embarcaba en el bergantín redondo Vigía con rumbo a la Gran Bretaña.
¿Se acordaba de Cecilia? No lo sabemos. En temperamentos como el de nuestro mancebo, el fuego de las pasiones tarda mucho tiempo en prender, aunque a la postre causa grandes estragos.
Pasaron tres años. Terminó la carrera de ingeniero que es breve y práctica en Inglaterra, y se determinó a visitar las principales fábricas de este país y de Francia y Alemania. En el tiempo que duraron sus estudios el recuerdo de Cecilia asaltábale de vez en cuando, sin causarle, por supuesto, emoción muy viva. Allá en la primavera cuando la sangre circula con más fuerza por las venas y la madre Naturaleza con el verdor de los campos, los vívidos colores de las flores, los juegos de la luz, el aire tibio embalsamado, y sobre todo, por medio de sus intérpretes más fieles, los pájaros, nos incita para que en modo alguno consintamos que la especie humana se extinga, Gonzalo pensaba en el matrimonio. Y siempre que tal idea surgía en su mente, presentábasele de improviso hecha carne en la niña primera de los señores de Belinchón:—«Pase usted, Gonzalo; papá le espera.» «¿Se ha lastimado usted?»—Volvían a sonar en sus oídos aquellas palabras y el acento cariñoso con que fueron pronunciadas encendía en su corazón virgen una chispa de simpatía. La joven no era hermosa, pero sus ojos sí, y sobre todo revelábase en ella el atractivo del sexo por el aire modesto y sencillo, el timbre de la voz, la delicadeza exquisita, enteramente femenina de sus modales. «No me disgustaría casarme con ella» pensaba dejando escapar un suspiro; porque juzgaba imposible que se atreviese a decir a ésta ni a ninguna señorita palabra alguna de amor. Hasta entonces no conocía de tal pasión más que el aspecto material y grosero, las relaciones fugaces y tristes de las mujeres que le abocaban por la noche en las calles de Londres y París.
Un día escribiendo a cierto amigo íntimo de Sarrió se le ocurrió preguntarle si Cecilia Belinchón se había casado. Contestóle que aún permanecía soltera y que si era muy cierto que algunos galanes la rondaban seducidos quizá por el dinero de Belinchón más que por las gracias de su hija, hasta ahora no se sabía que hubiese dado oídos a nadie. Al leer esto, se le subió la sangre al rostro al ingeniero industrial. Tuvo la fatuidad de pensar (que se le dispense por Dios) que Cecilia rechazaba a los pretendientes a su mano... porque a ninguno encontraba tan guapo como él. Entonces imaginó declararle su amor por medio de una carta. Estando tan lejos no tendría vergüenza. Sin embargo, la tuvo, y cuando trató de coger la pluma para hacerlo, antes de trazar el primer renglón, volvió a dejarla al representarse la sorpresa que la joven recibiría. Pasaron algunos días. La idea no le abandonaba. Por medio de mil sutiles razonamientos procuraba persuadirse a escribir la epístola amorosa. Si se reía de él, ¿qué? no había de verlo. Con no volver más a Sarrió estaba concluído; y si volvía ya procuraría no encontrársela de frente. Al fin la escribió. Túvola guardada en el cajón de su mesa varios días. La idea de echarla al correo le aterraba. Para decidirse a ello, necesitó beberse unas copitas de ron. Cuando estuvo un poco mareado sacó la carta del cajón, lanzóse a la calle con brío, y en el primer buzón con que tropezaron sus ojos, ¡zas! la encajó.
¡Dios mío, qué he hecho! Disipóse la borrachera. Se puso colorado hasta las orejas, como si por el agujero de aquel buzón le estuviesen mirando los ojos burlones de todos los vecinos de Sarrió; y se apresuró a meter los dedos en él por ver si aún podía atrapar el malhadado sobre. Nada. Se lo había engullido con la voracidad de un tiburón, y lo estaba ya digiriendo. Ocurriósele entonces presentarse en las oficinas de Correos y reclamarlo; pero allí le exigieron tales formalidades, que antes de pasar por ellas prefirió dejar correr la suerte.
Pasó ocho días en gran zozobra. A la hora de repartir las cartas en la fonda, experimentaba una ansiedad que le sofocaba, esperando ver llegar encerradas en un sobrecito las feas y colosales calabazas, castigo justo a su demasía y sandez. Transcurrieron, no obstante, los ocho días y aun los quince, y la contestación no parecía. Se fué calmando con la esperanza vaga de que la carta no hubiese llegado a su destino. Si había llegado, forjábase la ilusión de que Cecilia la habría roto sin dar cuenta a nadie. Mas he aquí que, cuando ya no la esperaba, se encuentra a la hora de almorzar sobre el plato una carta de España, letra desconocida de mujer. Es irrepresentable la congoja que le acometió. Se puso tan blanco como el mantel. El corazón quería saltársele del pecho. Abrióla con mano trémula... ¡Ahaaa! suspiró descansado, después de haberla devorado en dos segundos. Llevóse la mano al pecho, limpióse el sudor con el pañuelo, y volvió a tomar la carta y a releerla con calma.
Era, en efecto, de Cecilia, y estaba escrita en un tono suavemente irónico, que nada tenía, sin embargo, de ofensivo. Manifestábase sorprendida de su repentina e inopinada declaración. ¿Qué mosca le había picado al cabo de cuatro años de ausencia? Sus padres, que antes que ella habían abierto la carta, estaban igualmente sorprendidos: opinaban que era un paso irreflexivo, propio de los pocos años, un capricho del momento, del cual ya estaría probablemente arrepentido. Ella compartía enteramente esta opinión. Sin embargo, la habían permitido, y aun aconsejado que contestase, por tratarse de un joven del pueblo, con cuya familia mantenían relaciones de amistad.
Esta epístola le puso contentísimo de pronto. No eran las desdeñosas calabazas que esperaba. Después se puso triste, y al minuto otra vez alegre, leyéndola y releyéndola por ver si daba en la clave. ¿Eran o no eran calabazas? Apresuróse a contestar, pidiendo perdón de su atrevimiento, y confirmando su declaración anterior con nuevas y vehementes frases. Replicó al cabo de algunos días la niña en términos más blandos y afectuosos. Tornó a escribir Gonzalo; cruzáronse retratos; intervino doña Paula. En suma, al cabo de poco tiempo, se encontraban ambos jóvenes en relación formal. Comenzó a hablarse de matrimonio; mediaron cartas entre don Melchor y su sobrino; después visitas entre aquél y don Rosendo. Finalmente todo quedó arreglado, conviniéndose que a la primavera regresaría Gonzalo, y se efectuaría el casamiento.
En el que la pareja enamorada comienza a pensar en el nido
Salían ya del teatro los que habían quedado. Gonzalo tropezó con la ola de gente que vomitaba la puerta, y así como fué reconocido, se apresuraron a rodearle y saludarle sus antiguos amigos. El primero que le echó los brazos al cuello fué don Mateo, después vino don Pedro Miranda y su hijo Periquito, en seguida el alcalde don Roque, después don Victoriano y su esposa doña Rosario y sus tres hijas. En un instante se formó círculo en torno del joven, quien se apresuraba a contestar con efusión a los plácemes, abrazos y apretones de manos que de todos sitios le venían. Los marineros, las mujeres del pueblo tomaban parte en aquellas manifestaciones de cariño lo mismo que los señores. No se oían más que exclamaciones de admiración y alegría.
—Cuánto has engordado, Gonzalito.—¡Vaya un real mozo!—¿Por qué no creces como él, Periquito?—Don Gonzalo, les come usted las sopas en la cabeza a todos los mozos de Sarrió.—Crecer no ha crecido, lo que ha hecho es doblar de cuerpo.—Ven acá, granadero, dame un abrazo apretado.
Un patrón de barco afirmó que se parecía como una gota de agua a otra al Príncipe de Gales. Acaso Gonzalo fuese un poco más alto.
El robusto corpachón de éste, alzábase sobre el grupo. Daba la mano por encima de las cabezas a los amigos que no podían llegarse a él, y su noble y bondadosa fisonomía sonreía a todos.
Don Mateo, alzándose sobre la punta de los pies y tirándole del brazo para que se doblase, pudo decirle al oído:
—¡Qué función te has perdido, Gonzalo! Lástima que no hayas llegado por la tarde. La tiple cantó como un ángel... ¡Y el baile!... El baile te digo, chico, que ni en Bilbao ni en la Coruña lo sacan mejor... Pero no te disgustes, que yo haré que se repita antes que se vaya la compañía... o poco he de poder.
Pero Gonzalo no atendía. Con los ojos clavados en la puerta, esperaba inquieto y afanoso la salida de la familia de Belinchón, que como principal y de las más encopetadas, se retrasaba siempre para no confundirse con la plebe. Por fin a la luz del farol que ardía sobre el marco de la puerta, divisó la fisonomía de doña Paula y en seguida la de Cecilia. Abalanzóse trémulo a saludarlas. La hija se puso colorada como un pavo (es natural), y la madre también (esto es menos natural). ¿Qué le tocaba hacer a él? Ruborizarse igualmente; y esto fué lo que llevó a cabo de un modo perfecto. A los tres les temblaba la voz, y después de preguntarse por la salud, no supieron qué decirse. Las miradas cargadas, de curiosidad de la gente contribuían a embarazarlos. Felizmente llegó Pablito con Ventura, que se habían rezagado, y nuestro joven saludó al primero afectuosamente y dirigió a la segunda una ceremoniosa cabezada.
Pablo sonrió.
—Qué, ¿no la conoces? Es mi hermana Ventura.
—¡Oh! ¿Cómo había de conocerla? Es una mujer... ¿Cómo está usted, Ventura?
La niña le alargó la mano mirándole con expresión maliciosa y burlona que acabó de desconcertarle.
Pusiéronse en marcha hacia casa. Venturita echó a correr delante arrastrando a su hermano. Detrás marchaban doña Paula, Cecilia y Gonzalo. Cerraba la marcha don Rosendo con su buen amigo don Pedro Miranda. Las calles estaban obscuras. Sólo ardían a aquellas horas los faroles de esquina. La distancia entre los tres grupos se fué haciendo cada vez mayor.
Gonzalo comenzó a hacer esfuerzos desesperados por sostener la conversación con su futura esposa y suegra; pero aquélla no despegaba los labios, dominada, sin duda, por la vergüenza, y doña Paula andaba muy lejos de ser una madame Stael. Como tampoco él había colaborado en el Diccionario de la Conversación, el resultado era que ésta no prosperaba. Por cartas había llegado a tener confianza. Doña Paula ponía a menudo postdatas en las de Cecilia. Gonzalo replicaba con alguna cuchufleta, mandaba estampitas, caricaturas para Ventura, y se portaba en todo como un miembro de la familia. Pero ahora los tres experimentaban malestar embarazoso. Nuestro joven en su vida había hablado con la señora de Belinchón, y con Cecilia sólo había cruzado las palabras que hemos dicho. Luego, allá delante, Venturita reía a carcajadas con su hermano, y los novios presumían fundadamente que estaban ellos sobre el tapete. No obstante, cuando ya se acercaban a casa, la plática fué tomando calor y había algunos síntomas para creer que muy pronto iba a reinar la confianza.
Formóse un grupo a la puerta de la morada de los señores de Belinchón, que estaba situada en la Rúa Nueva, la calle más principal de Sarrió, y era grande y suntuosa para lo que allí se estilaba. Como Gonzalo no había cenado aún, don Rosendo le invitó a subir a hacerlo con ellos tan de veras, y con palabras tan apremiantes, que el joven, que no deseaba otra cosa, concluyó por aceptar. Despidiéronse el señor Miranda y su hijo Periquito, y la familia Belinchón, con el nuevo individuo que iba a formar parte de ella, subió a la casa. En el recibimiento, las señoras se despojaron de los abrigos y las toquillas. La luz volvió a turbarlos. Gonzalo pudo ver bien entonces a su novia, y observó que no había ganado nada en los años de ausencia. Estaba más alta, pero más delgada también. Los amores no ponen gordas a las niñas. La nariz, con esto, se le había pronunciado todavía más. Sólo aquellos ojos hermosos, suaves, inteligentes, persistían en brillar como dos estrellas. La transformación de Venturita, aquella niña que veía cruzar para el colegio, colgada del brazo de la doncella dando saltitos para no perder el paso, le llamó poderosamente la atención. Era una mujer, una verdadera mujer, no tanto por la estatura, como por la redondez y amplitud de las formas, como por la firmeza singular de su mirada y cierto brillo malicioso que la acompañaba. Examináronse ambos como dos extraños de una rápida ojeada. Gonzalo le dijo por lo bajo a doña Paula:
—¡Qué cambio el de Venturita! Es una joven preciosa.
Por bajo que lo dijo la niña lo oyó. Se puso seria con afectación, hizo un leve mohín de desdén con los labios, y se fué derecha al comedor, ocultando el cosquilleo placentero que aquel requiebro tan espontáneo la había causado.
La mesa estaba puesta: una mesa patriarcal de provincia, abundante, limpia, sin flores ni los demás refinamientos elegantes que la civilización va introduciendo. Y al acercarse a ella, el embarazo de Gonzalo había desaparecido. Parecía que ayer había cenado allí también. Una ráfaga de alegría sopló sobre todos. Cambiáronse palabras y risas. Gonzalo abrazaba a Pablito y le preguntaba por sus caballos. Doña Paula arreglaba la distribución de los cubiertos. Venturita, sentada ya, se atracaba de aceitunas, tirando los huesos a su hermana y haciéndole guiños provocativos, mientras ésta, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, se llevaba el dedo a los labios pidiéndole discreción. Don Rosendo había ido a ponerse la bata y el gorro, sin los cuales le habría hecho daño la cena. Su esposa invitó al joven forastero a sentarse en el puesto vecino al de Cecilia. Pero ésta se había pasado al otro extremo de la mesa, y allí se disponía a sentarse.
—¿Qué haces, chica? ¿Por qué no vienes a tu sitio?—le preguntó doña Paula con sorpresa.
La joven se levantó sin contestar, ruborizada, y vino a sentarse al lado de su novio.
La clásica sopa de manteca con huevos humeaba ya en el centro de la mesa.
—Mira, haz plato a Gonzalo... Comienza ya a servirle—le dijo después sonriendo bondadosamente, como mujer que profesaba ideas semejantes a las expresadas por San Pablo en su célebre epístola.
Cecilia se apresuró a obedecer, colmando el plato de su futuro. Este poseía ordinariamente un apetito excelente, apropiado a su grande humanidad. Ahora, sobreexcitado por el aire del mar y algunas horas de ayuno, era voraz. Comió sin dejar migaja, sin cortedad alguna, cuanto le ponían delante; y eso que Cecilia, como podrá suponerse, no tenía la mano corta en servirle. Cuando empezaba a comer, Gonzalo perdía la vergüenza. La necesidad apremiante de su organismo giganteo se imponía. En cambio, Cecilia apenas si tocaba en los manjares. Viendo en su plato dos pedacitos de jamón del tamaño de dos avellanas, preguntóle el joven:
—¿Para quién hace usted ese plato, para el loro?
—No; es para mí.
—¿Y no tiene usted miedo que se le indigeste?
Era la primera chanza que se autorizaba con su futura. Esta contestó sonriendo:
—Nunca como más.
Doña Paula acercó la boca al oído de Venturita, y le dijo:
—¿No reparas con qué ceremonia se tratan?
Venturita se lo dijo al oído a Pablo, y éste a su padre. Todos cuatro soltaron a reir, mirando a los novios, mientras éstos, confusos, preguntaban con la vista la razón de aquella súbita alegría.
—Mamá, ¿quieres que les diga de qué nos reímos?
—Díselo.
—Pues bien, señores, pensamos todos que podrían ustedes ir apeándose el tratamiento.
Los futuros esposos bajaron la cabeza sonriendo.
La alegría de los comensales se expresaba ruidosamente, se charlaba, se bromeaba. Pablito asaba a preguntas a su próximo cuñado, acerca de las carreras de caballos, skating-ring, y otros asuntos más o menos transcendentales, relacionados con el sport. Sólo el gozo de Cecilia era concentrado y silencioso. Advertíase en las mejillas teñidas de vivo carmín. De vez en cuando ponía el dorso de la mano sobre ellas para enfriarlas, aunque sin lograrlo. Cuando creía que no la miraban, pasaba largos ratos con los ojos fijos en su novio. Aquel bravo engullir, incesante, signo de vida y de fuerza, la sorprendía y la cautivaba a un mismo tiempo. Contemplábale arrobada, adorando en él al símbolo del poder masculino. Estas largas miradas extáticas no se le escapaban a Venturita, quien hacía muecas a Pablo o a su madre, para que las observasen. Gonzalo pagaba las atenciones de su novia con un «muchas gracias» rápido, sin volver el rostro hacia ella por temor de ruborizarse. Al levantarlo para contestar a Pablo, sus ojos tropezaban siempre con los de Venturita, cuya mirada risueña, y maliciosa le turbaba momentáneamente.
Levantáronse al fin de la mesa y se diseminaron. Don Rosendo y Ventura desaparecieron. Pablo, después de charlar algunos instantes, concluyó por irse también. Quedaron solamente en el comedor doña Paula y los novios. Y todos tres fueron a sentarse en un rincón de la estancia en sillas bajas. Al poco rato no se oía más que un cuchicheo discreto, como si estuviesen confesando. Unidas las tres sillas, adelantando los cuerpos hasta tocarse casi las cabezas, comenzaron a charlar animadamente. Doña Paula abordó al instante la magna cuestión.
—Estamos a veintiocho de abril... De aquí al primero de septiembre no hay más que cuatro meses—dijo, echándoles una larga mirada entre risueña y enternecida.
Si fuese posible que Cecilia se pusiese más colorada, se hubiera puesto. El rostro de Gonzalo se contrajo con una sonrisa sin expresión, y bajó los ojos.
Después de haberlos mirado otro rato, gozándose en su confusión, siguió doña Paula:
—Es necesario ir pensando en el equipo de ropa...
—¡Mamá, por Dios! Es muy pronto—exclamó la joven avergonzada, mientras el corazón quería salírsele del pecho.
—No es pronto, Cecilia. Tú no sabes el tiempo que aquí echan las bordadoras en cualquier cosa. Un mes ha empleado Nieves para bordar dos escudos a la chica de doña Rosario... Y más pesada que ella todavía es Martina...
—Nieves borda muy bien.
—No, como bordar no hay en la villa quien le ponga el pie delante a Martina... Tiene manos de oro.
—A mí me gustan más los bordados de Nieves.
—Pues si quieres que ella te borde la ropa, por mí...—repuso doña Paula mirando a su hija con una condescendencia maliciosa.
—¡No digo eso, mamá!—exclamó ésta toda apurada.—Sólo digo que me gusta más el bordado de Nieves que el de Martina.
Al poco rato ya había consentido en discutir la cuestión de la ropa.
Tratáronla en todos sus aspectos con la gravedad y el cuidado que merecía. A quién se encargarían los juegos de sábanas de batista, a quién los ordinarios, quién haría las camisas, dónde se comprarían los manteles, etc., etc. Todo fué tratado, medido y ponderado. Doña Paula emitía su opinión. Cecilia aparentaba contradecirla, pero en el fondo ¿qué le importaba? Lo que embargaba su alma y hacía palpitar su corazón era aquella proximidad del matrimonio, reconocida expresamente. Así, que su voz salía temblorosa y algunas veces se le anudaba en la garganta sin querer salir. Sus ojos soltaban efluvios de dicha; tenían el brillo suave y misterioso de los luceros en las noches serenas de invierno.
—¡Qué calor!—exclamaba de vez en cuando, y apoyaba las manos en sus mejillas encendidas.
Gonzalo asentía con estúpida sonrisa a cuanto decían, y estiraba a menudo sus desmesuradas piernas que, por la escasa altura de la silla, se le dormían.
Y cuando se concluyó con la ropa blanca, comenzaron con la de color. Y la conversación se enredaba; y Cecilia, sin mirar a su novio le veía; y los ojos de doña Paula, posados alternativamente en uno y en otro, se iban enterneciendo cada vez más; y los alientos se cruzaban. Los hombros de los futuros esposos se tocaban. Aquel suave cuchicheo, la dormida luz de la lámpara que apenas los envolvía, el contacto frecuente con el brazo de su amado, iban hinchendo el seno de Cecilia de una emoción voluptuosa que la desasosegaba. No pudiendo resistirla levantóse dos o tres veces para besar con vehemencia a su madre. A la tercera vez ésta se hizo cargo de lo que aquello significaba, y exclamó mirándola con ojos risueños y compasivos:
—¡Pobrecita! ¡Pobrecita mía!
Cecilia se tapó los suyos con las manos y estuvo así un rato.
—¿Qué tienes?—le dijo al fin doña Paula.
—Nada, nada.
Pero continuó cubriéndose los ojos.
—Vamos, ¿qué tienes, hija mía?
—No tengo nada—contestó destapándose al fin. Su cara sonreía; pero tenía los ojos húmedos.
—Ya sé, ya sé—dijo la señora—¿Quieres el éter? ¿Sientes opresión?
—No siento nada. Estoy muy bien.
La plática se enredó de nuevo. Doña Paula expresó la idea de que Gonzalo se viniese a vivir con ellos. Este se resistió un poco, porque comprendía que esto iba a disgustar a su tío. No obstante, concluyó por ceder a los ruegos de ambas. ¡Era tan natural que no quisieran separarse!
—Pueden ustedes tener independencia. Yo me encargo de ello. Hay una sala grande, la sala amarilla... ya sabes, Cecilia... Tiene una alcoba espaciosa... Sólo falta el despacho para Gonzalo; pero ya he pensado en eso. Al lado de la sala está el cuarto de la ropa, que aunque da al patio, tiene buena luz. Hoy está hecho un asco; pero haciendo obra en él puede quedar una habitación muy decente... ¿Quiere usted verlo, Gonzalo?
El joven manifestó que no había necesidad; que pasaba por todo lo que ella dijese; que ya lo vería... Sin embargo, la señora insistió y tomando una palmatoria los guió al otro extremo de la casa.
—Esta es la sala... Grande, ¿no es verdad? Dos balcones... La alcoba. Caben muy bien dos camas... cuanto más una—añadió mirando a su hija, que se hizo la distraída cerrando un balcón.—Vamos ahora a ver el cuarto de la plancha.
Y salieron de la sala, y salvando un corredor y dando una vuelta, entraron en otro cuarto lleno de armarios y otros trastos.
—No se asuste usted por la distancia. Este cuarto está pegado a la sala. No hay más que abrir una puerta de comunicación.
Gonzalo se inclinó hacia su novia y le dijo por lo bajo:
—¿Por qué no me tratará mamá de tú, como tu papá? Díselo de mi parte... yo no me atrevo.
Cecilia entonces se acercó al oído de su madre y murmuró con voz apagada, llena de vergüenza:
—Gonzalo se alegraría de que le tratases de tú.
—¿Qué dices, niña?—preguntó doña Paula, poniendo la mano en la oreja.
Cecilia levantó un poquito la voz, haciendo un terrible esfuerzo.
—Dice Gonzalo que por qué no le tratas de tú como papá.
—Ah... me alegro que haya salido de él. No me atrevía... Bueno, pues en cuanto se abra una puerta aquí, en esta pared, ya puedes pasar de la sala al despacho sin cruzar el pasillo... ¿Te gusta la habitación? ¿Es bastante grande?
—Demasiado. Mis negocios, por ahora, no exigen tanto.
A Cecilia le retozaba en el cuerpo una pregunta. Estaba inquieta. Varias veces estuvo por tomar la palabra, pero el temor la retenía. Allá, al fin, en una pausa larga, se aventuró a decir:
—Falta una cosa, mamá.
—¿Qué falta?
La joven se detuvo un instante, como para tomar arranque, y dijo al fin con voz temblorosa:
—Falta un cuarto para arreglarse Gonzalo.
—Es verdad; no me había hecho cargo... ¿Dónde tendría yo la cabeza? Pues ahora no encuentro sitio aquí cerca... Aguarda un poco... aguarda... Podríamos bajar la despensa al sótano y quedaba un cuartito, que bien arreglado, acaso serviría... Lo que hay es que no comunica con estas habitaciones. Tendrías que cruzar el pasillo.
—¡Qué importa eso!
Fueron de nuevo al comedor y se sentaron en el mismo rincón. Poco después de hacerlo apareció Venturita con un peinador blanco que dejaba ver enteramente la garganta de alabastro y una parte de su hermoso seno virginal. Traía sueltos por la espalda los cabellos, y calzaba unos lindos pantuflos bordados. Venía a despedirse para ir a la cama. Acercóse a su madre y la dió un beso en la mejilla, haciendo, mientras tanto, muecas maliciosas a su hermana, que Gonzalo no podía ver.
—Vaya, buenas noches—dijo alargando a éste la mano.
—Buenas noches—repuso él mirándola extático, con cierta especie de embelesamiento que no pasó inadvertido para la niña.
Iba a retirarse, pero un sentimiento de coquetería la hizo volver desde la puerta y preguntar a Cecilia:
—¿Dónde has colocado el calzador? He tenido que venir con chinelas por no hallarlo...
Y al mismo tiempo mostró su lindo pie.
—Pues allá está, en el cajón de la mesa de noche.
—¡Si supierais qué sueño tengo!—dijo avanzando más y colocando una mano sobre la cabeza de su hermana.—¿Sabéis con qué se quita esto?—añadió sonriendo.
Gonzalo la examinaba con atención. Era realmente una criatura perfecta. Cuanto más de cerca se la observase, más se admiraban las singulares partes de que estaba dotada. La epidermis era suave y brillante como el raso, de un color rosa desvanecido; la boca húmeda y fresca, de labios rojos un tanto grandes que descubrían al abrirse dos filas de dientes menudos e iguales; los cabellos dorados, sedosos, abundantes. Su única imperfección consistía en la estatura. Si tuviera la de su madre nadie se atrevería a ponerle un reparo, exceptuando, por supuesto, sus amigas.
Notando que la examinaban, no acababa de marcharse. Daba vueltas en redondo para que se la viese bien por todas partes, adoptaba posiciones caprichosas, afectadas, dirigía preguntas impertinentes a su hermana, reía sin motivo, la cubría de besos y la sobaba sin consideración.
—Déjame, Ventura. ¡Qué retozona estás hoy!—exclamaba aquélla con su franca sonrisa bondadosa, procurando desasirse.
—Vaya, vaya, a la cama—decía doña Paula.
—Voy.
Pero en lugar de irse se abrazaba de nuevo a Cecilia; la hacía cosquillas aprovechando cualquier movimiento para decirla al oído:
—¡Cómo estás gozando, picarona! No le eches esos ojazos, mujer, que le vas a aturdir.—Adiós, adiós, señores—concluyó por decir en voz alta...—Y dejar algo para mañana, ¿eh?
—¡Qué tonta!—exclamó Cecilia ruborizándose.
Doña Paula y Gonzalo sonrieron. Este dijo en voz baja:
—¡Qué pelo tan hermoso!
Ventura lo oyó, y dijo sacudiéndolo:
—Es postizo.
Todos se echaron a reir.
—¿No lo cree usted?—preguntó con seriedad y acercándose.—Tire usted. Verá cómo se le queda en la mano.
El joven no se atrevió, y continuó sonriendo.
—Tire usted, tire usted—insistió ella volviendo la espalda y metiéndole el pelo por la cara.
Gonzalo llevó la mano a él, pero no hizo más que acariciarlo.
—¿Qué, no se le ha quedado? Es que está muy bien sujeto.
Y salió corriendo de la estancia.
Un rato todavía duró el cuchicheo secreto. Se tocaron algunos puntos de la vida futura. Cecilia escuchaba a su madre disertar sobre lo que debían hacer una vez casados, sintiendo un cosquilleo en el alma que apenas era poderosa a ocultar. Le había cogido una mano y se la apretaba y acariciaba con intermitencias nerviosas. De vez en cuando la llevaba a los labios y se la besaba con fuerza. Doña Paula la miraba con enternecimiento y sonreía gozándose en la felicidad que inundaba el corazón de su hija.
El reloj del comedor vibró, dando las doce y media. Gonzalo levantóse apresuradamente.
—¡Oh, qué tarde! ¿Qué dirá don Rosendo?
—Nunca se acuesta antes de esta hora—repuso Cecilia.
—Sí; pero ya sabes que emplea mucho tiempo en cerrar las puertas—replicó doña Paula.
Cecilia calló. Gonzalo les dió la mano con efusión, prometiendo volver al día siguiente. Después pasó al despacho del señor de Belinchón para despedirse.
La madre y la hija siguieron charlando en el mismo rincón sobre el mismo tema, recibiendo la primera un sinnúmero de abrazos y besos apretadísimos.
—Esto no es para mí—decía con cierta expresión entre alegre y melancólica.
—Sí, mamá, sí—replicaba la joven abrazándola con más fuerza.
Cómo los particulares de Sarrió se congregaban en un recinto nombrado el «Saloncillo», y lo que allí se platicaba.
Don Melchor de las Cuevas se levantó de la mesa, encendió un cigarro, y dijo, ofreciendo otro a su sobrino:
—Vámonos a tomar café.
Gonzalo quiso guardarlo en el bolsillo porque jamás hasta entonces se había autorizado el fumar delante de su tío; pero éste le retuvo el brazo.
—Enciende, chiquito, enciende; ya has dejado de ser grumete.
El joven sacó un fósforo y se puso a dar chupetones al cigarro con emoción.
Salieron de la casa emparejados y bajaron lentamente por la calle disfrutando del bienestar voluptuoso que sienten las naturalezas poderosas después de una comida abundante. Parecían dos cedros gigantes, majestuosos, orgullosos de su altura. Y guardaban el mismo silencio que ellos cuando no les sopla el viento. Las mujeres que trabajaban a las puertas de sus casas los miraban con curiosidad tocada de admiración.
—¿Quién es el señorito que va con don Melchor?
—Mujer, ¿no le conoces? El sobrino; el señorito Gonzalo, que llegó ayer en la Bella-Paula.
—¡Vaya un real mozo!
—Como su padre don Marcos, que en paz descanse.
—Y como su abuelo don Benito—añadió una vieja.—¡Qué familia tan noble y campechana!
En las bocacalles por donde se descubría un cacho de mar, el señor de las Cuevas solía detenerse un momento para echar una ojeada escrutadora.
—Por ahora bonanza. Dentro de poco terral.
—¿Las ves?—dijo con expresión de triunfo al cabo de un instante.
—¿Qué?
—Las lanchas, hombre, las lanchas. ¡Cómo lo han olido!
—No veo nada,—repuso Gonzalo sacándose los ojos por columbrarlas en el horizonte.
—Sigues como antes. No ves más que la sopa en el plato—manifestó el tío sonriendo con lástima.
El café de la Marina hervía ya de gente. El rumor de las conversaciones y disputas, el campaneo de las copas, el choque de las fichas de dominó contra el mármol de las mesas, formaba un ruido ensordecedor. Estaba situado en una plazoleta que formaba la Rúa Nueva al desembocar en el muelle, y una de sus fachadas miraba al mar. Reuníanse en él la mayor parte de los capitanes y pilotos que estaban en Sarrió de paso, y casi todos los que sin ejercer el oficio habitaban en la villa, con más los vecinos que sentían de un modo o de otro inclinaciones marítimas. Al atravesar por medio fueron llamados a gritos de diferentes mesas. Don Melchor era el hombre más popular, el más querido y respetado que entraba en aquel café. Fué necesario acercarse a saludar a unos y a otros, y presentarles a Gonzalo. Aquellos lobos se extasiaron mirándole; le apretaban la mano hasta descoyuntársela, y le ofrecían con todas las veras de su corazón una copa de ron y marrasquino. Cuando la rehusaba hablando de subir a tomar café arriba, la tristeza más honda se pintaba en sus rostros curtidos.
Don Melchor tenía, en efecto, la costumbre de tomarlo en el Saloncillo. Este era un aposento del piso principal de aquella casa, que tenía comunicación con el café por medio de una escalerilla de hierro. Por ella subieron al cabo tío y sobrino. Ya estaban reunidos los notables del pueblo, sentados en un diván corrido, con sendas mesillas japonesas delante, donde cada cual tomaba su café. Por una de las puertas, que generalmente estaba abierta, se veía la sala de billar donde jugaban siempre las mismas personas rodeadas de los mismos mirones.
Cuando don Melchor y su sobrino entraron, se hablaba de un proyecto de mercado cubierto para preservar de la intemperie a las pobres mujeres que vendían al raso legumbres y leche. Y Gonzalo recordó que en cierta ocasión que subió a buscar a su tío antes de irse a Inglaterra, se estaba debatiendo el mismo asunto. Los temas variaban poco en aquella asamblea. La existencia de la villa se deslizaba tranquila y serena en medio del trabajo cotidiano. Los únicos acontecimientos que sacudían de vez en cuando su letargo, eran la entrada o salida de cualquier barco importante, la muerte de una persona conocida, una letra protestada, el empedrado de algunas calles, la avería de algún cargamento, el alijo de un contrabando, la limpieza del muelle.
Las mujeres y los muchachos estaban más socorridos de asuntos para saciar el humano afán de novedades: la llegada de un forastero guapo y elegante (gran sensación entre las niñas casaderas), que Fulanito acompañó a Margarita en el paseo por primera vez (¿por lo visto es cosa hecha ya?), que Severino el de la tienda de quincalla deslomó a su mujer de una paliza (¡bien empleado la está por haberse casado con ese burro!...). El traje que Fulanita sacó el día de Nuestra Señora (dicen que vino de Madrid... ¡Qué Madrid, mujer, si yo misma se lo he visto cortar a Martina!). El baile de confianza que se dará el jueves en el Liceo. (No toca baile ese día.—Pagan el gasto los pollos a escote.) Los graves varones que se reunían en el Saloncillo desdeñaban estos temas, aunque de vez en cuando, por excepción, picaban en ellos.
A algunos, a don Rosendo, a don Mateo, a don Pedro Miranda y al alcalde don Roque, ya Gonzalo les había saludado la noche anterior. Pero estaban allí además Gabino Maza, don Feliciano Gómez, el ingeniero francés M. Delaunay, Alvaro Peña, Marín, don Lorenzo, don Agapito y otros cinco o seis señores, que se levantaron para abrazarle.
Don Pedro Miranda, de quien ya hemos hecho mención, era un hombre que pasaba bien de los sesenta, bajo de estatura y de color, las mejillas rasuradas, la cabeza monda y lironda, los ojos grandes y apagados, los ademanes tímidos. Era el propietario territorial más rico de la población y el representante genuino de la aristocracia por venir de una antigua familia de terratenientes y no haber en la villa persona titulada que mejor la representase. No daba, sin embargo, importancia a este privilegio. Era hombre afable, modesto, que con todos los vecinos alternaba sin atender a su condición social, extremadamente servicial, siempre que no se tratase de dinero, y poco amigo de imponer su voluntad ni contradecir a nadie. Pero si declinaba enteramente las preeminencias del nacimiento, en cambio era celosísimo de sus derechos de propiedad. Jamás se había conocido ni se conocerá un propietario más propietario que don Pedro Miranda. Las instituciones de derecho vigente, las del derecho antiguo, las universidades, el ejército, la marina, la constitución política y hasta la religión, no tenían razón de ser a sus ojos sino como elementos que de un modo directo o indirecto afianzaban aquellos derechos. La máquina asombrosa del Universo estaba formada para sustentar sus títulos indiscutibles al dominio pleno de los Praducos, caserío situado a media legua de la villa, y al directo que poseía sobre el de las Meanas, con un canon anual de ciento quince ducados. Esta conciencia clarísima de su derecho engendraba, no obstante, por exceso de claridad, algunos conflictos. Venía un colono y le decía:—Señor; Joaquín el martinetero, ha cortado ayer las cañas del nogal que colgaban sobre su huerta.—¡Pero el nogal era mío!—exclamaba don Pedro enrojecido súbito por la cólera y sorpresa.—Sí, señor... pero como colgaban sobre su huerta...—¿Cómo se ha atrevido ese pillo a tocar en una cosa que es mía, mía?—Inmediatamente entablaba un interdicto, y como es natural, lo perdía. De estos interdictos había perdido ya algunas docenas en su vida, sin escarmentar jamás.
Don Roque de la Riva, alcalde constitucional de Sarrió, a quien hemos tenido el honor de comparar, cuando por primera vez le vimos en el teatro, a un cortesano de Luis XV, o a un cochero de casa grande, no se distinguía por la pureza de la dicción; antes era ésta tan atropellada y confusa, que al interlocutor le costaba gran trabajo entenderle. No sabemos si era en la boca o en la garganta o en la región de las fosas nasales, donde el señor de la Riva tenía a bien machacar y atormentar las palabras; lo cierto es que salían casi siempre transformadas en sonidos obscuros, huecos, caóticos, completamente ininteligibles. Particularmente después de comer, se hacía imposible conversar con él. Y esto, no por otra razón, según decían, sino porque don Roque solía encargar a los pilotos amigos un vino del Rivero, tan exquisito, que nadie dejaría de beberlo, aun a riesgo de quedarse mudo. El jefe superior civil de la villa salía todas las tardes de su casa solo, en la apariencia, en realidad gratamente acompañado. Su enorme faz rasurada quería echar la sangre por los poros, concentrándose con preferencia en el lomo gigantesco de su nariz borbónica. Los ojos, con ramos de sangre también, medio velados por no poder sufrir la gran pesadumbre de los párpados, se espaciaban lentamente por todo el ancho de la calle, expresando un grado envidiable de bienestar físico. El paso grave, lento, vacilante, acusaba de igual modo una armonía perfecta entre sus facultades psíquicas y corporales. No le faltaba a don Roque para alcanzar la bienaventuranza más que tropezar con un alguacil, o barrendero, o sereno, o picapedrero, con cualquier empleado, en fin, del municipio. Desde lejos lo columbraba, y sus párpados se levantaban repentinamente, y las ventanas de la nariz se le abrían al olor de la presa. Si ésta, olfateando al tigre, se pasaba a la otra acera, o trataba de esconderse, don Roque le llamaba con voz de trueno.
—¡Juan, Juaan, Juaaaan!
La víctima acudía bajando la cabeza.
—¿Has llevado el oficio a don Lorenzo?
—Sí, señor.
—¿Has dicho al secretario que dejase apartado el expediente del cementerio?
—Sí, señor.
—¿Has llevado las cédulas al pedáneo de San Martín?
—Sí, señor.
—¿Has ido a avisar a don Manuel que quite los escombros que tiene delante de su casa?
En fin, iba preguntando, hasta que el pobre alguacil contestaba negativamente.
Entonces, la voz de sochantre del alcalde se dejaba oir en toda la calle, y aun en los confines de la villa. Sus ojos se inyectaban, y su rostro apoplético llegaba a ponerse morado. Imposible entender lo que decía, si no eran los ajos con que salpicaba el discurso, y aun éstos los ahuecaba de tal modo, que sólo la jota se percibía con claridad. La reprensión nunca duraba menos de quince o veinte minutos, el tiempo indispensable para desalojar la inmensa cantidad de ajos que se le habían acumulado en el cuerpo desde la noche anterior. Así como hay personas que por la mañana se meten los dedos en la boca para provocar la bilis, don Roque necesitaba indefectiblemente este desahogo para quedar a gusto. No se le había oído jamás otra interjección, pero, en cambio, de ésta poseía tal abundancia, que no le bastaba poner una a cada palabra; a veces ponía dos o tres.
Los tenderos salían a la puerta a escucharle, pero sonriendo, sin sorpresa alguna, como acostumbrados de antiguo a este espectáculo.
—Don Roque hoy ha tirado de firme a los vencejos—le decía uno a otro en voz alta.
—Mira qué caso le hace Juan.
En efecto, el alguacil a cada vuelta en redondo que daba el alcalde, se llevaba el dedo pulgar a la boca y hacía la seña de empinar.
Don Roque prefería encontrar a un barrendero o picapedrero en el ejercicio de sus funciones. Se acercaba a él cautelosamente por detrás, y le hincaba sus dedazos en el cuello.
—¡...ajo! so tuno, ¿qué modo de barrer es ése? ¿Te parece ¡...ajo! que yo te pago para que me dejes la mitad de la porquería entre las piedras? ¡...ajo! ¿Es esto gratitud? ¡...ajo! ¿Es esto vergüenza? ¡...ajo!
A veces él mismo en el entusiasmo del discurso empuñaba la escoba y se ponía a dar al barrendero una lección de su oficio. Los tenderos, los pocos transeuntes que cruzaban por la calle y alguna señora que se asomaba al balcón con el ruido, soltaban a reir alegremente. El barrendero mismo, a pesar de su crítica situación, no podía reprimir una sonrisa viendo a aquel energúmeno con la levita remangada dando furiosos y desconcertados limpiones al suelo.
—¡Así se barre!... ¡...ajo! (Golpe terrible de escoba.) ¡Así se barre!... ¡...ajo! (Otro golpe.) ¡Así se barre!... ¡...ajo! (Otro golpe.) ¡Así se barre!... ¡...ajo!
Hasta que fatigado, sudoroso y a punto de caer a tierra con un derrame, le entregaba la escoba y recogía el bastón con borlas.
Desahogado de este modo su noble pecho de la copia de ajos que le embargaba, emprendía de nuevo su camino y llegaba al Saloncillo en una felicísima disposición de cuerpo y espíritu.
Gabino Maza era hombre de unos cuarenta y cinco años de edad, oficial de la Armada, retirado antes de tiempo porque su carácter díscolo no podía sufrir la disciplina militar. De rostro moreno aceitunado, ojos pequeños y vivos con ojeras constantes que pregonaban su temperamento excesivamente bilioso. Alto, seco, musculoso, la barba y el pelo de un color negro que daba en azul; los ademanes descompuestos siempre y violentos; la voz indefinible, grave unas veces, otras, cuando se enfadaba, que era casi siempre que se ponía a hablar, chillona y aguda, de un falsete tan estridente que rompía los oídos. Disfrutaba de una pequeña renta y de un pequeñísimo retiro, con los cuales podía vivir y alimentar a su familia en Sarrió con el respeto de un caballero acomodado. En la capital de la provincia le sería ya imposible. Disputador eterno, poniendo en cada disputa, por nimia que fuese, una cantidad de pasión y de violencia verdaderamente asombrosas; ganoso siempre de llevar la contraria a cuanto se decía aunque fuese más claro que la luz del mediodía; de un pesimismo feroz y antipático para juzgar a los hombres, a tal punto que no se dió el caso jamás de que creyese puros los móviles de una acción humana, por noble y honrada que apareciese; rencoroso y vengativo hasta la locura. Este hombre, sin embargo, no concitaba los odios del vecindario contra sí, como podía suponerse. En las aldeas y villas, por el trato íntimo, largo y constante de las personas, se penetra más en el alma de cada uno que en las grandes poblaciones. Un trato superficial hace, en éstas, simpáticos a muchos hombres fríos, egoístas y hasta perversos. Los modales corteses, las palabras afables, la sonrisa insinuante, proporcionan en seguida opinión de «persona agradable y decente». En provincia no vale nada de esto. Al contrario, se desconfía de la amabilidad excesiva y, sobre todo, de la sonrisa dulzona; se le buscan a cada hombre los pliegues y repliegues del alma con el mismo cuidado y atención con que un disecador va palpando y poniendo a la vista con el bisturí todas las fibras de la máquina corporal. Por donde son generalmente aborrecidos algunos hombres que al forastero le seducen, mientras otros, duros, violentos, agresivos, suelen caer en gracia. El disimulo, que es el talento de las naturalezas rudas y vulgares, no se perdona jamás en provincia, quizá por ser el vicio predominante en todas las relaciones sociales. Los genios vivos, los temperamentos exaltados, no causan temor como los «toros claros». Hay casi siempre en ellos un espíritu justiciero, que aunque exagerado y adulterado por la pasión, no acaba de hacerles antipáticos. Además, como la violencia y la exaltación son causa constante de sufrimiento, de malestar físico y moral, se juzga con razón que los hombres de tal temperamento llevan en sí mismos el castigo de sus demasías.
Gabino Maza no era aborrecido ni excesivamente amado. Los que tenían de él agravios, le murmuraban y evitaban su encuentro llamándole «envidioso» y «mala lengua». Los que no, se reían de sus exageraciones y le abocaban con gusto, sin profesarle gran afecto tampoco.
Otro de los personajes allí congregados era don Feliciano Gómez. Comerciante en géneros ultramarinos al por menor, poseedor al mismo tiempo de tres o cuatro pataches y algunos quechemarines que hacían el comercio de cabotaje por la costa cantábrica, aventurándose una que otra vez los de más porte a llegar hasta Sevilla. De mediana estatura, la cabeza desnuda de cabellos en forma de pirámide, patillas que le llegaban hasta la nariz, la voz casi siempre enronquecida. Era hombre divertido, bondadoso, optimista. Estaba soltero y vivía con tres hermanas de más edad, a quienes había hecho verdaderas señoras a fuerza de trabajo y economía. El pago que ellas le daban según pública voz, era tenerle dominado y sujeto como un niño, reprenderle agriamente las faltas más ligeras, y mortificarle y aburrirle por todos los medios imaginables. No obstante, a él nunca se le oyó una queja de ellas.
El ingeniero belga, M. Delaunay, había llegado a Sarrió años atrás, con el objeto de beneficiar un coto minero de una poderosa compañía inglesa. La explotación no dió resultado. La compañía le retiró su comisión y el sueldo. Pero Delaunay, que poseía genio emprendedor y algún dinero, se metió sucesivamente en seis u ocho empresas industriales. Primero montó una fábrica de papel; después otra de puntas de París; más tarde intentó formar un criadero de ostras; después fábrica de quesos y de hielo. Por último quiso aprovechar unas grandes marismas que había cerca de Sarrió. Todas estas empresas habían fracasado, sin saber nadie por qué. Delaunay era inteligente, ilustrado, laborioso. Conocía cada industria que iba a ejercitar como el más competente maestro; encargaba los aparatos a Inglaterra, los montaba y los hacía funcionar felizmente, obteniendo productos muy aceptables. El achacaba sus caídas a la falta de vías de comunicación. La última de sus grandes empresas, abortada antes de nacer, le desacreditó más que ninguna otra. En una de sus excursiones por los alrededores de la villa, había visto próximos a una pequeña ría ciertos terrenos incultos que con poco esfuerzo podían reducirse a cultivo. Túvolo en cuenta; levantó el plano. Pocos meses después, cuando se vió forzado a cerrar la fábrica de hielo y despedir a los obreros, acordóse de las marismas y habló de ellas a don Rosendo Belinchón, a don Feliciano Gómez y a dos indianos más para que le ayudasen en su magna empresa. Replicaron ellos que era necesario verlas, y concertóse la excursión. Una mañana montados en sendos caballos emprendieron secretamente la marcha hacia la ría de Orleo, distante cuatro leguas de Sarrió. Al llegar cerca de ella dejaron los caballos y subieron a pie una colina, desde la cual se oteaban las marismas. ¡Cuál sería la vergüenza y confusión de Delaunay al ver los terrenos que intentaba robar al mar, cubiertos de maíz, verdes y florecientes que eran una bendición de Dios! En efecto, hacía más de seis años que estaban cultivados. Su equivocación nació de haberlos visto en diciembre cuando estaban descansando. Dieron la vuelta para la villa, y el suceso produjo en ella la risa que debe suponerse.
Quedó al cabo arruinado. Vióse obligado a vivir miserablemente. Pero, lejos de apagarse en su espíritu el furor de las empresas, encendióse en la pobreza con más ímpetu. De tal modo que no dejó un solo capitalista en Sarrió a quien no tantease con el fin de embarcarle en alguna. Unas veces era un tranvía a la capital, otras un puerto de refugio o unos muelles de madera, otras una gran fonda. Algunos indianos, pocos por cierto, por él seducidos, pagaron con algunos miles de duros su inocencia. El caso es que Delaunay era hombre de talento, estudioso, enterado muy bien de todos los adelantos de la ciencia y la industria. Imposible despreciarle sin cometer una injusticia.
El ayudante de Marina del puerto, Alvaro Peña, joven de treinta años, moreno, con grandes ojos negros y bigotes a lo Víctor Manuel, se caracterizaba por un odio profundo, implacable, al estado eclesiástico y a todo el que lo representase, aunque fuese su mismo hermano. Sin ser aficionado en modo alguno a la ciencia o la literatura, poseía una biblioteca bastante numerosa, compuesta exclusivamente de libros contra la religión y sus ministros. Estaba suscripto a tres o cuatro periódicos conocidos por sus opiniones anti-clericales, y se decía que desde hacía algunos años venía ocupándose en acumular datos para un libro que pensaba publicar con el título de La religión al alcance de todas las fortunas, del cual varios vecinos conocían ya algunos fragmentos. Era alegre, valiente, aficionado a cuentos y chascarrillos, donde siempre jugaba papel principalísimo algún cura o monja. No pronunciaba bien las erres.
Don Jaime Marín, propietario de cuatrocientas fanegas de pan, que con la contribución equivalían a unas seis mil pesetas, sería un gran calavera, un licencioso, un monstruo de corrupción si no tuviese por mujer a doña Brígida. Esta eminente señora había conseguido con una saludable energía que su marido no arruinase a la familia y los echase a todos por puertas. Antes que desbaratase su hacienda logró que se la privase judicialmente de la administración de los bienes y se le encomendase a ella. No es fácil representarse la firmeza con que doña Brígida empuñó las riendas de la casa. Ningún patricio romano tuvo jamás una idea más perfecta del sui juris, de los sagrados derechos que «la ciudad» había depositado en sus manos. Desde que esto acaeció, don Jaime, a pesar de sus cincuenta y pico de años, pasó a ser en sus manos una verdadera cosa como previene la Instituta. En su condición de alieni juris hubo de sufrir la acción directa y constante de su dueño y señor, y sujetarse en un todo a su omnímoda voluntad. ¡Adiós cenas opíparas con mariscos y vino de Rueda en el café de la Marina! ¡Adiós caza de la liebre con Fermo el carnicero y Marcelino el tallista! ¡Adiós noches seductoras de tresillo! ¡Tardes de paz y de dicha en el lagar de Sebastián de la Puente, adiós! La inflexible señora depositaba en sus manos cada domingo tres pesetas; ni más ni menos. Era todo el caudal de que disponía durante la semana para sus vicios, salvo el fumar, que ella subvencionaba, comprando los cigarros por sí misma. Cuando necesitaba un sombrero, ella se lo compraba; cuando un traje o unas botas, se avisaba al sastre o zapatero para que viniese a tomar las medidas. Hasta se le impedía ir a la barbería, por temor de que se gastase los dos reales. Venía el barbero a afeitarle los sábados. Por cierto que, con poca o ninguna consideración, el rapador de barbas llegaba algunas veces a las nueve de la mañana, cuando don Jaime estaba durmiendo.
—¿Qué hago?—preguntaba a doña Brígida.
—Aféitele usted—contestaba la severísima señora.
El barbero, obedeciendo la consigna, se acercaba, le embadurnaba la cara de jabón y le despojaba bonitamente de las barbas sin que don Jaime se despertase más que a medias. Echaba otro sueño, y al despertarse de veras solía decir a la criada que le servía el chocolate:
—Hoy es sábado; que llamen al barbero.
—¡Tonto, borricote, incapaz de sacramentos!—contestaba su dulce consorte desde el gabinete.—¿No ves que estás afeitado ya?
—¡Pues es verdad!—decía el buen señor palpándose la cara.
En un principio solía pedir a sus amigos o conocidos del café algún dinero para jugar al tresillo, y bebía al fiado en el café; pero al poco tiempo ni los amigos quisieron darle nada, ni el dueño del establecimiento le fiaba ya por valor de dos cuartos. Faltó poco para que doña Brígida le echase a rodar por las escaleras cierto día que le llevó una cuenta de ciento veinte reales.
Don Jaime quedó, pues, reducido a pasar las horas mirando jugar al tresillo y dando a los jugadores consejos que no le agradecían. Los gananciosos solían pagarle la copa de ron. Una que otra vez jugaba a las damas con don Lorenzo, y como éste se negaba rotundamente a seguir la partida sin interés, preciso era que Marín arbitrase alguno que no fuese metal precioso. Discurrió exponer uno de los dos cigarros puros que su mujer le daba por la mañana. Cuando lo perdía, aquella tarde se quedaba sin fumar. A veces buscando el desquite, perdía dos y tres que iba entregando uno a uno a su adversario en los días sucesivos. Entonces se dedicaba, como sus amigos decían, «a la gramática», esto es, a pedir aquí y allí un pitillo para calmar el insufrible prurito de chupar. ¡Pobre Marín!
Lo que doña Brígida no pudo jamás, fué hacerle acostarse a una hora regular. Tantos años de trasnochar hasta las cuatro o las cinco de la mañana, habían formado un hábito imposible de vencer. Como reteniéndole en casa no se iba de todos modos a la cama hasta que rayaba el alba, y pasaba la noche trasteando por las habitaciones, y como el vicio de trasnochar por sí solo es de los más baratos que se conocen, la ingeniosa señora le dejaba retirarse a la hora que quisiera. Permanecía en el café de la Marina con los últimos parroquianos. Después que éstos se retiraban, todavía se quedaba mientras los mozos colocaban en su sitio la vajilla y el dueño apuntaba las últimas partidas. Cuando materialmente le echaban del establecimiento se iba a hacer compañía al sereno de la Rúa Nueva, muy su amigo. Charlando con él mataba las horas que aún faltaban para el amanecer.
Don Lorenzo, don Agapito, don Pancho, don Aquilino, don Germán y don Justo, eran indianos, esto es, gente a quien sus padres habían enviado a América de niños a ganarse la vida y habían vuelto entre los cincuenta y sesenta años con un capital que variaba de treinta a cien mil duros. Había de éstos más de cincuenta en Sarrió. El duro trabajo y la sujeción en que habían vivido muchos años, les hacía tener de la felicidad una idea muy distinta de la nuestra. Para nosotros la dicha consiste en gozar un placer nuevo cada día, agitarse, viajar, gozar con el cuerpo y el espíritu de la hermosa variedad de cosas que la Naturaleza nos ofrece. Para ellos se cifraba única y exclusivamente en no trabajar, pasar un día y otro redimidos de la dura ley impuesta por Dios a Adán después del pecado. Y la verdad es que se cebaban ferozmente en este goce singular. La mayor parte de ellos tenían su capital en papel del Estado, cuya renta, cuando se cobra no origina molestia alguna. Levantábanse temprano por el hábito de madrugar, y andaban toda la mañana por las calles o por el muelle en pandillas de seis u ocho mirando la entrada y salida, la carga y descarga de los barcos. Después de comer se iban al entresuelo del café de la Marina o al de la Amistad, y pasaban tres o cuatro horas jugando o mirando jugar al billar.
«¡Anda, bolita de hueso, anda, entra en cabaña!—Déjela, déjela, don Pancho, que va herida.—Sal, niña, sal de la manigüita.—¡Ah, ah, qué bien mete uté, don Lorenso!—No se ponga bravo, don Pancho!»
El juego siempre iba salpicado de estas frases que olían a plátano y cocotero. Cuando los días eran largos, veíaseles allá a la tarde por las cercanías de la villa paseando también en pandilla o sentados sobre el césped a orillas de una fuente. Era la hora de los recuerdos tropicales.
«¿Se acuerda uté, don Agapito, se acuerda uté de aqueya mulatica perra que le venía a dar plasé a la tienda?—¡Y qué bien que cantaba las guarachas, la sinvergüensa!—Disen que uté alguna vese la sobaba, don Agapito, la sobaba duro.—¿Y cómo no, don Pancho, si a lo mejó se me iba al baile de la gente de coló con el negro de mi compare don Justo?—¡Vaya, hombre, no diga eso, que me enoha! El que se iba al baile era uté. ¡Poquita vese que le he visto trabao con eya bailando el chiquita abajo, chiquita abajo!»
No había que contar con ellos para subvencionar la orquesta, ni el teatro, ni otro recreo público. Los jóvenes indígenas si querían divertirse necesitaban apelar al bolsillo de sus papás. Ya sabían que era inútil solicitar el auxilio del oro americano. Esto les indignaba. Por la espalda, y aun de frente, les llamaban roñosos, aldeanos, burros cargados de dinero. Pero los indianos tenían la piel muy dura y despreciaban tales desahogos. El que les tenía un odio declarado (¿a quién no lo tenía?) era Gabino Maza.—«¿Para qué sirven esos cincuenta vagos tirados todo el día por la calle, abriendo la boca y estirándose como los perros? ¡Si destinaran siquiera su dinero a alguna industria útil a la población!»
Cuando don Melchor de las Cuevas y su sobrino entraron en el Saloncillo, el único que se mantenía en pie en medio del corro gesticulando era este mismo Gabino Maza. No podía permanecer dos minutos sentado. La continua exaltación de su organismo, la vehemencia con que trataba de persuadir a sus oyentes, le obligaba a alzarse en seguida del asiento, lanzarse al medio del salón y gritar y manotear hasta que se le concluía el aliento y las fuerzas. Se hablaba de la compañía del teatro que había anunciado su marcha por haber experimentado pérdidas en el primer abono de treinta funciones. Maza trataba de convencerles de que no había habido semejantes pérdidas, que todo era una superchería.
—¡No es verdad, no es verdad! El que diga que han perdido un céntimo ¡miente!... (Bajando la voz y dando la mano a Gonzalo.)—¿Cómo estás, Gonzalo? Ya sé que has llegado ayer. Vienes bueno: me alegro... ¡Repito que miente! ¿A que no se atreven a decírmelo a mí?
—Seis mil reales han perdido en las treinta funciones, según los datos que me presentó el barítono—apuntó don Mateo.
Maza rechina los dientes. La indignación no le permite hablar. Al fin rompe.
—¿Y usted hace caso de ese borracho, don Mateo?... Vaya, vaya (con afectado desdén), a fuerza de tratar con cómicos se le ha olvidado el oficio, como al herrero de marras.
—Oye tú, botarate; yo no he dicho que lo creyese. Lo único que digo, es que así resulta de los datos que me presentó el barítono.
Maza da una vuelta en redondo, se coloca otra vez en medio del salón, arranca violentamente el sombrero de la cabeza con ambas manos, y agitándolo vocifera frenético:
—¡Pero, señor! ¡pero, señor! ¡no parece más que aquí nos hemos caído de un nido!... ¿Quieren ustedes decirme qué han hecho de veinte mil y pico de reales que ha importado el abono, y casi otro tanto que habrá entrado en la taquilla?
—Los sueldos son muy crecidos—apuntó el ayudante del puerto.
—¡No seas borrico, por la Virgen Santísima, Alvaro! ¡No seas borrico!... Te diré en seguida los sueldos (contando por los dedos). El tenor, seis duros; la tiple, otros seis, son doce; el bajo, cuatro, son diez y seis; la contralto, tres, son diez y nueve; el barítono, cuatro...
—El barítono, cinco—apuntó Peña.
—El barítono, cuatro—insistió furibundo Maza.
—A mí me consta que son cinco.
—El barítono, cuatro—rugió de nuevo Maza.
Alvaro Peña se levanta exaltado a su vez, ardiendo en noble deseo de llevar el convencimiento a su adversario, y se entabla una contienda furiosa, descomunal, que dura cerca de una hora, en la que toman parte todos o casi todos los socios de aquella ilustre reunión de notables. Nada más semejante a las famosas reyertas que entre los griegos pasaban delante de los muros de Ilion. El mismo fragor y cólera. La misma sencillez primitiva en los argumentos. La misma violencia candorosa y bárbara en los dictados.
«¡Habrá hombre más pollino!—¡Calla, calla, cabeza de alcornoque!—¡Habló el buey, y dijo mú!—Te digo que faltas a la verdad, y si lo quieres más claro, te digo que mientes.—¡Jesús, qué gansada!—Parece usted una mala mujer.»
Eran muy frecuentes, casi cotidianos, tales altercados en el Saloncillo. Como todos los que tomaban parte tenían un modo directo, enteramente primitivo de apreciar las cuestiones, parecido, por no decir igual al de los héroes de Homero, la argumentación establecida al comienzo de la disputa, seguía invariablemente hasta el fin. Había hombre que pasaba una hora repitiendo sin cesar: «¡No hay derecho a meterse en la vida privada de nadie!» o bien: «Eso sucederá en Alemania, ¡pero como estamos en España!»... Alguno era, todavía más breve, y gritaba siempre que le dejaban un hueco:—«¡Chiflos de gaita! ¿sabéis? ¡chiflos de gaita!» hasta que caía exánime en el diván.
Pero lo que perdían en amplitud los argumentos ganábanlo en intensidad. Cada vez eran expresados con mayor y contundente energía, y con más descompasadas voces. De tal modo, que raro era el día que no saliese de allí alguno ronco; generalmente, eran Alvaro Peña y don Feliciano; los más débiles de laringe, no los más voceadores. Que el Ayuntamiento había mandado podar los árboles del paseo de Riego: disputa en el Saloncillo. Que el dependiente de la casa González Hijos se había escapado con catorce mil reales: disputa. Que el cura de la parroquia se negaba a dar certificado de buena conducta al piloto Velasco: Alvaro Peña tuvo un vómito de sangre a consecuencia de esta disputa.
Ningún desabrimiento quedaba jamás después de ellas, ni había memoria de que hubiesen originado cuestión personal alguna. ¿Cómo podía haberla cuando todos habían convenido tácitamente en aceptar sin enojarse los graciosos epítetos de que hemos hecho mención? El carácter local de los temas, era perfecto. La política tenía en Sarrió muy pocos cultivadores. Sólo cuando los periódicos noticiaban algún suceso de mucho bulto, se preocupaban momentáneamente con ella sus habitantes. Hacía cerca de veinte años que la representación del distrito en el Congreso estaba encomendada al opulento banquero Rojas Salcedo, el cual sólo una vez en su vida había estado en Sarrió a tomar leche de burra. Nadie pensaba en disputarle la elección. Generalmente se hacía reuniéndose los presidentes y secretarios de los colegios, y apuntando en las actas el número de votos que se les antojaba. La razón de esto, era que Sarrió siempre había sido una villa comercial donde cada uno podía ganarse la subsistencia sin recurrir a los empleos del Estado. La mayoría de los jóvenes, después de haber pasado dos o tres años en algún colegio de Inglaterra o Bélgica, se empleaban en los escritorios de sus padres y eran sus sucesores en ellos. Otros, los menos, seguían alguna carrera militar o civil de sueldo fijo, y sólo venían de tarde en tarde a pasar unos días con su familia.
Sarrió, hay que confesarlo de una vez, era una población dormida para todas las grandes manifestaciones del espíritu, para todas las luchas regeneradoras de la sociedad contemporánea. Nadie estudiaba los altos problemas de la política. Las terribles batallas que los diversos bandos libran en otras partes para conseguir la victoria y el poder no apasionaban en modo alguno los ánimos. En una palabra, en Sarrió el año de gracia de 1860 no existía la vida pública. Se comía, se dormía, se trabajaba, se bailaba, se jugaba, se pagaba la contribución; pero todo de un modo absolutamente privado.
Cuando se cansaron de disputar los del Saloncillo y llevaban de vencida la digestión, don Mateo les anunció, relamiéndose de gusto, que le tenía sin cuidado la marcha de la compañía. Dentro de pocos días preparaba una sorpresa a los sarrienses. Después de muchos trabajos, se consiguió que desembuchara. Estaba en tratos con el célebre Marabini, frenólogo, prestidigitador. Acaso el martes... sí, el martes o el miércoles podrían admirar sus habilidades en el teatro. Traía además cuadros disolventes y un lobo domesticado.
Gonzalo se había ido a la sala de billar y veía jugar el chapó a media docena de indianos, los cuales al dar el tacazo, hacían sonar como un repique de campanas todos los dijes de oro que pendían de sus enormes cadenas de reloj. Estas cadenas y estos dijes eran el atractivo más poderoso, la tentación suprema que presentaban a sus hijos los artesanos de Sarrió para decidirles a ir a Cuba.—«¡Tonto, quién te verá venir dentro de pocos años con levita de paño fino, gran camisola planchada, bota de charol y mucha cadena de relós, como don Pancho!» A este último envite casi ningún muchacho resistía.—«¿Que me dé siete vueltas al cuello, padre?—Sí, hombre, sí, y con una porción de lapiceros de oro y guardapelos colgando.» Y allá se iban de cabeza los pobres chicos en la Bella-Paula, en la Carmen, en la Villa de Sarrió o en otro barcucho de vela cualquiera, a perecer del vómito negro o del hambre, más negra aún, fascinados por el brillo de aquellas joyas cursis que representaban los ojos de la terrible Loreley.
Las actitudes de algunos indianos jugando, como gente que no está avezada a reprimir sus ademanes y componerlos, eran extrañas y graciosas; servían de regocijo a los jóvenes del pueblo, cuya antipatía a los americanos se manifestaba siempre por la burla. Quién, como don Benito, daba fuertes taconazos en el suelo mientras las bolas corrían; quién, como don Lorenzo, se inclinaba a un lado y a otro, se torcía y se retorcía como si de sus movimientos dependiese que la bola se inclinase a un sitio u otro; quién, por fin, como don Pancho, que era pequeño y gordo, casi cuadrado, se subía de un brinco al diván después de haber empujado la bola, para mejor ver los estragos que había hecho en los palos. De vez en cuando se oía el grito de impaciencia de alguno de ellos dirigiéndose al chico:—«¡Apunte, niño, no se distraiga!»
Al lado de Gonzalo vino a sentarse don Feliciano Gómez, que comenzó a marearle con su charla bondadosa e insubstancial, dándole a cada instante palmaditas afectuosas en el muslo como tenía por costumbre.
—¿Cuándo es el gran día, Gonzalín? ¿Pronto, eh? ¡Vaya, que tengo ya ganas de verte con tu señora del brazo yendo a misa de doce!... Bien, mi queridín, bien; vas a ser feliz. En casa las nenas (así llamaba a sus ancianas hermanas siempre) no me dejan vivir desde ayer: «¿Cuándo se casa Gonzalín? no dejes de preguntárselo.» ¡Como te han visto nacer las pobres!... No hay nada como el matrimonio para vivir contento y tranquilo. Tú me dirás: y siendo así, ¿por qué no se ha casado usted, don Feliciano? Oyes, mi queridín, ¿por qué me había de casar si vivo feliz soltero? ¿Qué me hace falta a mí? Tengo en casa a las nenas que me cuidan a qué quieres boca, que me adoran... (¡Pobre hombre! otra cosa muy distinta se decía en el pueblo.) Y para otras cosas... nunca falta Dios; ¿verdad, mi queridín?... Además, mientras uno es mozo se padece mucho. Todo se vuelve apetecer y rabiar... Hay aquí dentro un fuego que no le deja a uno sosiego... Pero cuando vienen los años y cesa el calor amante y se queda uno fresco como una lechuga, entonces, ¡en grande, mi queridín!... Mira, si me dijesen ahora: «Feliciano, ¿quieres volverte a los veinte años?» ¡Ca! a otro perro con ese hueso. La gran edad del hombre, los cincuenta años. No lo dudes, Gonzalín. Ahora es cuando se sabe lo que es comer y dormir con tranquilidad. ¿Hay ninguna Fulana que valga una fuente de sardinas frescas acabadas de freir?... ¿Y una langosta con sidra sacada por el espichón? ¿No se te hace la boca agua, hijo del alma?... Tú ahora casarte y besitos y «mi vida» para aquí y «alma mía» para allá, ¿verdad?... Bien, bien, descuida que todo se andará. Esto es bueno, pero aquello es mejor... La muchacha es de buena familia... Don Rosendo está rico... Vas bien, vas bien, mi queridín... Pero oye, ¿por qué no te casas con la pequeña, con Venturita, que es más guapa? Yo no digo que la primera sea fea; pero no hay duda que la segunda es más linda; un botón de rosa. ¡Qué ojos tan pícaros! ¡qué pelo! ¡qué dentadura! ¡qué garbo! En fin, si estás comprometido con la otra no digo nada... ¡Pero lo que es como guapa!... Y la familia, la misma...
Estas palabras hicieron una impresión extraña en Gonzalo. El pensamiento así expresado era la fórmula brutal, pero exacta y precisa de su vago imaginar, de cierto desasosiego que le había quedado desde la noche anterior. Efectivamente, ¡qué ojos tan hermosos, tan cándidos y maliciosos a la vez! ¡Qué cutis de alabastro! ¡Qué labios, qué dientes, qué dorada madeja de cabellos! Cecilia, la pobre, estaba aún más delgada que cuando se había ido y más desgarbada. ¿Cómo le había gustado aquella chica? Gonzalo se confesó con sencillez que gustar... lo que se llama gustar de veras... como ahora Venturita, por ejemplo, nunca le había gustado. ¿Entonces por qué?... ¡Vaya usted a saber lo que son estas cuestiones! Era un niño, no hablaba con señoritas. La amabilidad de aquélla le impresionó... Luego cierta vanidad de tener novia... Después la distancia que agranda y mejora los objetos... En fin, todo se había combinado para ligarle a aquella muchacha... ¡Pero si él hubiera visto antes a Venturita!... Más valía no pensar en ello. El asunto estaba ya demasiado adelantado para volverse atrás.
Contra su costumbre, quedóse un buen cuarto de hora pensativo mirando rodar las bolas de marfil sin verlas. Don Feliciano se había ido. Al fin su robusto temperamento sanguíneo se sobrepuso a aquellas nerviosidades insanas que pretendían turbarle. Alzóse del asiento. Los rasgos de su fisonomía, contraídos momentáneamente, se dilataron, y se esparció, por ella la sonrisa serena que la caracterizaba. Al mismo tiempo se encogió de hombros con un supremo desdén. Con aquel gesto parecía decir:—«Me caso con la más fea de las chicas de Belinchón... bueno, ¿y qué? De todos modos, sea con una o con otra, ¡aunque no me case con ninguna! yo he de ser feliz. No necesito que la felicidad me venga de fuera. La llevo dentro de mí, en este humor de ángel que Dios me dió, en el dinero que mis padres me dejaron, en esta salud inconcebible, en esta fuerza de toro...»
Cuando entró de nuevo en el Saloncillo, grandemente perturbados halló a sus cotidianos tertulios con la nueva que acababa de traer Severino el de la tienda de quincalla:—«¿No saben ustedes lo que pasa, señores?»—Todos se levantan y le cercan. El comerciante habla visiblemente conmovido.—Esta noche han robado y asesinado a don Laureano.—¿Qué don Laureano, el de la quinta?—Sí, el de las Aceñas... Dicen que a las dos y media, poco más o menos, entraron nueve hombres enmascarados en su casa, molieron a palos al criado, amarraron a la señora y a la criada y a don Laureano lo degollaron... Antes creo que le hicieron sufrir mucho para obligarle a soltar el dinero... El buen señor no tenía más que doce mil reales, y ellos empeñados en que había gato escondido... Le amarraron por aquí, salva sea la parte, y tira que tira para hacerle cantar...
Un estremecimiento de horror agitó a los notables de Sarrió. Quedáronse pálidos como si se les hubiese aparejado ya a todos aquel espantoso tormento. La quinta de las Aceñas estaba a una legua de la villa, en la soledad de un bosque de pinos; pero nadie tuvo esto en cuenta. Veíanse ya asaltados en sus casas de la Rúa Nueva o de Caborana y asesinados crudelísimamente. ¡Sobre todo aquellos tirones! ¡Santo Cristo, qué atrocidad!
Pasados los primeros momentos de sorpresa, comenzaron los comentarios en voz baja. Los ladrones no serían de muy lejos. Sin embargo, no se recordaba que en Sarrió ni en sus alrededores hubiera pasado jamás una cosa semejante. Marín afirmó que hacía ya días que veía algunos hombres sospechosos de noche. Esta noticia produjo en los circunstantes un saludable terror que no llegó a manifestarse. Todos se propusieron no salir de casa por la noche, sin comunicarse, no obstante, tan acertada resolución. El alcalde manifestó que, en su opinión, los ladrones debían de haber venido de Castilla.—¿De Castilla?—Sí, señor, de Castilla... Oí contar a mi padre (que en gloria esté), que el año de cinco se presentaron diez y siete hombres a caballo y armados en Sariego, rodearon el pueblo y robaron a don José María Herrero sesenta mil duros que tenía escondidos debajo de uno de los ladrillos del hogar.
En cualquiera otra ocasión, los tertulios habrían observado que el que hubiera acaecido tal suceso en Sariego el año de cinco, no implicaba necesariamente que sucediese lo mismo en las Aceñas el año de sesenta. Pero ahora nadie se atrevió a contradecir la aventurada proposición. Y siguieron cementando en voz baja el suceso, y parecían estar todos de acuerdo en las opiniones más extravagantes y contradictorias. Mas como no se había dado jamás el caso de que Gabino Maza asintiese por más de diez minutos a lo que en su presencia se hablase, tomó pretexto de una sencillísima indicación, hecha por don Feliciano Gómez, con la perfecta naturalidad y modestia que caracterizaban los discursos de este distinguido comerciante, para caer sobre él de un modo tan violento como injustificado.
—¡Ya me extrañaba que no soltases alguna coz! ¿Para qué quieres que se registren las casas de los vecinos? Te figuras que te vas a encontrar allí muy apiladito el dinero de don Laureano.
—Si no se halla el dinero, se hallará algún indicio...
—¿De qué, cabeza de chorlito, de qué?
Armóse la disputa consabida. Se chilló, se alborotó lo indecible. Al fin, nadie pudo entenderse, como siempre. Las voces se oían perfectamente en toda la plazoleta de la Marina; pero los transeuntes estaban acostumbrados, y no se paraban a escucharlas.
¡¡¡Ladrones!!!
Y desde entonces los notables de Sarrió, no pusieron el pie en la calle de noche, como discretamente se lo habían propuesto. La tertulia del Saloncillo de última hora, la de la tienda de Graells, la de la Morana misma, quedaron abandonadas. Los cuatro o seis herreros establecidos en la villa no daban ni podían dar cumplimiento a los numerosos pedidos de cerraduras, pasadores, trancas de hierro y llaves maestras que de todas las casas les hacían. Los ladrones de las Aceñas no habían sido habidos. Todos preveían, con más o menos fundamento, que andaban rondando la población para caer, sobre ella a saco en un plazo perentorio.
No obstante, como el hombre se habitúa a todo, hasta a la enfermedad, hasta a las conferencias del Ateneo, los vecinos de Sarrió, al cabo de algunos días se habituaron al peligro. Comenzaron a salir de sus casas, cerrada ya la noche, si bien con las debidas precauciones. El primero que se aventuró fué Marín. Siendo inútiles todos los esfuerzos que doña Brígida hizo para que se durmiese a una hora racional, le arrojó de casa sin conmiseración. Don Jaime pidió permiso para sacar debajo de la talma azul gendarme que usaba por las noches, un viejo fusil de chispa que había en el desván. La magnánima señora se lo otorgó a condición de llevarlo descargado. Salió después Alvaro Peña. Como autoridad militar hasta cierto punto y hombre que gozaba fama de enérgico, estaba obligado a mostrar valor en aquellas críticas circunstancias: llevaba dos pistolas de arzón en los bolsillos, y bastón de estoque. El alcalde don Roque, que desde tiempo inmemorial venía asistiendo a la tienda de la Morana en compañía de don Segis el capellán de las monjas Agustinas y don Benigno el coadjutor de la parroquia, y se bebía en el transcurso de la noche, de cuatro a ocho vasos de vino de Rueda, según las circunstancias, no pudo sufrir el hogar doméstico más de tres días y salió también a la calle. Le acompañaba el octogenario alguacil Marcones con tercerola y sable. El iba armado de revólver y estoque.
Después, y sucesivamente, fueron saliendo y diseminándose por las tertulias nocturnas don Melchor, Gabino Maza, don Pedro Miranda, Delaunay, don Mateo, y todos los demás. Los indianos tardaron más tiempo. Lo mismo la tienda de Graells que la de la Morana y el Saloncillo, se transformaban al llegar la noche en verdaderos arsenales. Cada uno de los que iban llegando dejaba arrimadas a la pared sus armas y pertrechos de guerra. Al salir tornaban a empuñarlas con un valor impávido, digno de la sangre cántabra que casi todos llevaban en las venas. Allí el antiguo arcabuz de chispa alternaba de igual a igual con el moderno rifle americano de doce tiros, el estoque cilíndrico de hierro con el espadín pavonado que guardan los nuevos bastones, el cachorro tosco de bronce con el revólver nielado. Y esta misma diversidad de armas mortíferas contribuía poderosamente a mantener en todos los pechos el espíritu bélico tan necesario en aquella ocasión.
Se habían tomado algunas medidas acertadísimas; de gran utilidad. Hasta las doce de la noche los serenos tenían orden de no apagar ningún farol. A aquéllos se les había provisto de nuevos pitos infinitamente más sonoros que los antiguos. Además tenían prevención para vigilar a cualquier persona desconocida que transitase por las calles. Entre los vecinos se había convenido juiciosamente no dejar la acera a nadie desde las diez en adelante como no fuese a un amigo. Sabida es de todos la enorme influencia que tiene en la criminalidad esta costumbre de dejar la acera. Con tal motivo, encontrándose una noche en la calle de San Florencio don Pedro Miranda y don Feliciano Gómez, ambos embozados en sus carriks, con los estoques desenvainados, prevenidos para cualquier evento, don Feliciano le gritó a don Pedro desde lejos:
—¡Eh, amigo, al arroyo!
—Phs, phs; sepárese usted—contesta don Pedro.
—Quien debe apartarse es usted—replica el comerciante.—¡Al arroyo, al arroyo!
—Phs, phs, haga usted el favor de dejar franco el paso—responde el señor Miranda.
Ninguno de los dos se movía de su sitio. Habíanse desembozado y mostraban ya la punta aguzada de sus floretes.
—Tenga usted la bondad...
—Haga usted el obsequio...
¿Quién sabe la horrible tragedia que hubiera acaecido en Sarrió, si al cabo de un rato bastante largo de hallarse estos varones así detenidos en su camino, no se hubiesen reconocido?
—¿Sería usted tal vez don Feliciano?...
—¿Sería usted don Pedro?
—¡Don Feliciano!
—¡Don Pedro!
Y se acercaron corriendo y se estrecharon las manos con efusión.
—¡Qué suerte ha tenido usted en que le hubiese reconocido, don Feliciano!—exclamó el señor Miranda mostrando su ancho estoque de hierro con puño de hueso.
—¡Pues la de usted no ha sido pequeña, don Pedro!—contesta el comerciante esgrimiendo en el aire una hoja fina y pavonada de Toledo.
Para entrar en la tienda de la Morana era preciso bajar dos escalones. La tienda era una confitería, aunque no lo pareciese; la única confitería que había entonces en Sarrió. Hoy, si no me engaño, cuenta ya con tres. Y digo que no lo parecía, porque se vendían cirios de iglesia, pies y manos y cabezas y troncos de cera para ofertas. Estos objetos poco a poco habían ido llenando todo su ámbito, pasando de comercio suplementario a principal, en virtud de lo nada golosos que eran los vecinos de aquella villa. Y éste es uno de los rasgos característicos que reclamo para ella. En España es muy general que los habitantes de las villas y ciudades pequeñas sean dados con pasión a los confites. No gozando de los placeres de toda laya con que brindan las grandes capitales, la sensualidad se escapa por ahí.
Acaso se arguya que en Sarrió las monjas Agustinas también fabricaban dulces; pero debemos advertir que esta fabricación estaba limitada exclusivamente al rallado de ciruela, membrillo, pera y albaricoque, alguna que otra tarta de almendra y borraja, y un dulce especialísimo parecido a las escamas de los peces llamado flor de azahar. No hay que dudarlo; en Sarrió había pocos golosos. Después de todo, esta virtud rara en las villas de lo interior, no lo es tanto en las poblaciones marítimas menos sometidas, como es sabido, a la influencia clerical. Porque según la observación que puede hacerse viajando por los pueblos de lo interior de España, allí se comen más dulces donde el culto y las prácticas de la religión absorben más parte de la vida, y la mayor energía del sentimiento religioso se traduce en novenas, rosarios cantados, cofradías y canónigos. Lo cual demuestra que debe de existir cierta misteriosa afinidad entre el misticismo y la confitería.
Esta se hallaba representada en la tienda de la Morana por dos armarios de pino pintado de azul con puertas de cristales, situados a entrambos lados del mostrador. En estos armarios se guardaba una razonable cantidad de caramelos, rosquillas bañadas, suspiros, magdalenas, almendrados, y sobre todo, las alabadas crucetas y famosísimas tabletas cuyo renombre habrá alcanzado seguramente los oídos de nuestros lectores. Todo de la más remota antigüedad. Las tabletas, cuya mágica composición nunca hemos podido averiguar, tenían un atractivo irresistible, basado, ¡caso extraño! en su extraordinaria dureza. A la edad en que se comían las tabletas de la Morana lo importante no era que los dulces fuesen delicados, sabrosos, exquisitos, sino que durasen mucho. Para lograr que los dientes se hincasen en ellas, era forzoso impregnarlas previamente de una cantidad fabulosa de saliva. Una vez hincados en su pasta pegajosa en alto grado, el separarlos de nuevo llegaba a constituir un verdadero problema. Permítaseme dedicar un delicado recuerdo de simpatía y reconocimiento a estas tabletas que desde los cuatro hasta los ocho años van unidas a los momentos más dichosos de mi existencia. A su azucarado influjo quizá deba el autor de este libro la flor de optimismo, que, al decir de los críticos, resplandece en sus obras.
La Morana, hija y heredera de otra Morana que ya había muerto, era una mujer de cuarenta años, pálida, con parches de gutapercha en las sienes para los dolores de cabeza. Estaba casada con un Juan Crisóstomo, que al decir de don Segis, el capellán, no era de los Crisóstomos. Sin embargo, cuando administraba alguna paliza a su mujer, solía mostrar cierta erudición poco común.
—«Yo que amaba a esta mujer—exclamaba con enternecimiento, arrimando el garrote a la pared.—¡Yo que amaba a esta mujer como esposa y no como sierva, según manda el apóstol San Pablo!... ¿Tú has leído al apóstol San Pablo?... ¡Qué habías de leer tú, gran vaca!...»
El vino era muy bueno, casi puede decirse que era lo único bueno en este establecimiento, y eso que no paraba mucho en la bodega. Don Roque, don Segis, don Benigno, don Juan el Salado y el señor Anselmo el ebanista, se encargaban a plazo fijo de hacerlo pasar a la suya. Era un vino blanco, fuerte, superior, que se subía a la cabeza con facilidad asombrosa. Los tertulios de la tienda, todas las noches, entre once y doce, salían dando tumbos para sus casas; pero silenciosos, graves, sin dar jamás el menor escándalo. Solían salir los cinco cogidos del brazo, apoyándose los unos en los otros. Al llegar a las tapias de la huerta del convento de las Agustinas, orinaban. Después proseguían su camino sin decirse una palabra, aunque bufando y soplando mucho. El instinto, que nunca les abandonaba por completo, les sugería esta prudente conducta. Comprendían que si hablaban poco o mucho, podían enredarse en alguna disputa. De ahí las voces y el escándalo consiguiente... Nada, nada, lo mejor era no chistar. Al llegar a sus casas se soltaban murmurando con torpe lengua «buenas noches». El último era don Roque por vivir más lejos que ninguno.
De este modo serio, modesto, patriarcal, se emborrachaban aquellos venerables ancianos todas las noches del año. Dos de ellos, don Juan el Salado, escribiente del Ayuntamiento, y don Segis, experimentaban ya las consecuencias de aquella vida. El Salado tenía una nariz que daba miedo verla: el día menos pensado se le caía sobre el libro de actas. Don Segis había padecido un ataque apoplético, de resultas del cual arrastraba la pierna derecha cual si llevase en ella un peso de seis arrobas. Verdad que el insaciable capellán no se contentaba con los cuarterones de vino de la confitería. Por cada uno que se tragaba era preciso que la Morana le sirviese una copa de ginebra, la cual vertía cuidadosamente en un frasco que llevaba al efecto en el bolsillo. Si eran seis cuarterones, seis copas; si ocho, ocho. Toda esta ginebra pasaba delicadamente a su estómago en pequeños sorbos después que se había metido en la cama. «¿Pero don Segis, cómo se bebe usted tanta ginebra de una vez?—No tengo más remedio—contestaba en un tono resignado y humilde que partía el corazón.—¿Si no bebiese una copa por cada cuarterón, qué sería de mí, hijo del alma?... ¡Pasaría la noche como un caballo!»
Las conversaciones de la tienda de la Morana eran menos interesantes y movidas que las del Saloncillo. A los viejos tertulianos les interesaban ya poquísimas cosas en el mundo. Los asuntos más graves de la villa, los que promovían tempestades en el Saloncillo, se trataban, o por mejor decir, se tocaban ligeramente sin apasionamiento alguno. Que los González habían despedido al capitán de la Carmen y nombrado en su lugar un andaluz.
—Cuando los González lo han hecho—afirmaba uno lenta y sordamente,—sus razones tendrían.
—Es verdad—contestaba otro al cabo de un rato, llevándose el vaso a los labios.
—Ripalda parecía un buen sujeto—afirmaba un tercero, después de cinco minutos, dejando el vaso sobre el mostrador y eructando.
—Sí lo parecía—replicaba otro gravemente.
Transcurrían diez minutos de meditación. Los tertulios daban algunos cariñosos besos al vaso, que parecía de topacio. Don Roque rompe el silencio:
—De todos modos, no hay duda que don Antonio le abrasó.
—Le abrasó—dice don Juan el Salado.
—Le abrasó—confirma don Benigno.
—Le abrasó—corrobora el señor Anselmo.
—Le abrasó completamente—resume, por fin, don Segis lúgubremente.
Lo que alteraba los ánimos una que otra vez, era la cuestión de pichones. El señor Anselmo y don Benigno alimentaban pasión inextinguible por estos animalitos. Cada cual tenía su palomar, sus castas, sus procedimientos de cría, y sobre tales extremos se enredaban a menudo en largas y vivas discusiones. Los demás escuchaban gravemente sin atreverse a decidir, subiendo y bajando el vaso del mostrador a los labios con religioso silencio. El crimen de las Aceñas les disgustó, pero no causó en ellos la profunda desazón que en el resto del vecindario. Al cabo de cinco o seis días tornaron a sus patriarcales costumbres. Y era tal su valor, que la mayor parte de las noches dejaban olvidadas las armas en la tienda.
Serían las doce por filo de una, en que don Roque había rebasado con tres cuarterones más la tasa de seis que ordinariamente se imponía, cuando las cinco columnas de la confitería de la Morana salieron en apretada cadena hacia sus domicilios. Cerraba la marcha Marcones, con el fusil al hombro. El primero que se soltó fué don Segis, que vivía en una casita de dos balcones, pegada al convento de las Agustinas. Después fué don Juan el Salado. Después el coadjutor. Por último, el señor Anselmo, sacando la enorme llave lustrosa que le servía de batuta cuando dirigía la orquesta, abrió el taller donde dormía.
Quedó el alcalde solo con la fuerza de su mando. Dijo algo; pero la fuerza no le entendió. Comenzaron a caminar hacia casa, que ya no estaba lejos. Mas antes de llegar a ella, don Roque, que soplaba y bufaba como una ballena, e imitaba en lo posible la marcha jadeante y arremolinada de este cetáceo, se paró de repente, y pronunció en alta voz un largo discurso, del cual no entendió Marcones más que la palabra ladrones, repetida bastantes veces. Miró el alguacil con sobresalto a todas partes por ver si veía alguno, preparando el fusil al mismo tiempo; pero nada observó que le hiciese sospechar la presencia de los forajidos. Tornó don Roque a usar de la palabra, si tal nombre merecía la regurgitación intermitente de una porción de sonidos extraños, bárbaros, lamentables, que infundían tristeza y horror al mismo tiempo, y Marcones pudo colegir entonces que su jefe deseaba que hiciesen una batida por la villa, en busca de los criminales de las Aceñas.
Marcones meditó que la fuerza era escasa y mal prevenida para aquella empresa; pero la disciplina no le permitió hacer objeciones. Además, nació en su pecho la esperanza de que los asesinos fuesen poco aficionados a tomar el fresco a tales horas. Y después de haber examinado cuidadosamente las armas, emprendieron una marcha peligrosa al través de todas las calles y callejas de la villa. En honor de la verdad, hay que advertir que don Roque marchaba delante como cumple a un valeroso caudillo, con su revólver en la mano izquierda y el bastón de estoque en la derecha, exponiendo el primero su noble pecho al plomo enemigo. Marcones, agobiado bajo el peso del fusil y de los ochenta y dos años que tenía marchaba detrás a una distancia de seis pasos próximamente.
La noche era de luna, pero negros y grandes nubarrones la ocultaban a menudo por largo rato. Y entonces la escasa claridad de los faroles de aceite que ardían en las esquinas de las calles no bastaba a deshacer las sombras que se amontonaban hacia el medio de ellas. Sarrió consta de cinco principales, a saber: la Rúa Nueva, que desemboca en el muelle; la de Caborana, la de San Florencio, la de la Herrería y la de Atrás. Estas calles son largas, bastante anchas y paralelas entre sí. Los edificios en general son bajos y pobres. Otras calles secundarias, en número considerable, las cruzan y las comunican. Además, en las afueras le salen algunos rabos a la villa, donde han edificado suntuosas casas los indianos. Son lo que pudiera llamarse el ensanche de la población.
Al llegar la columna caminando por la calle de Atrás, cerca de la de Santa Brígida, oyó gritos y lamentos que la obligó a hacer alto.
—¿Qué es eso, Marcones?—preguntó el alcalde.
El anciano alguacil se encogió de hombros filosóficamente.
—Nada, señor; será en casa de Patina Santa.
—¿Y cómo se atreven esas pendangas?... Vamos allá, Marcones, vamos acto continuo.
«Acto continuo» era una frase de la que usaba y abusaba don Roque. Simbolizaba para él la energía, la decisión, la rapidez de la autoridad para remediar todos los daños.
Patina Santa era el gran sacerdote de uno de los dos templos del placer que existían en Sarrió. De vez en cuando salía por las aldeas comarcanas y traía las sacerdotisas que le hacían falta, que nunca pasaban de cuatro. No había más gabinetes, y eso que dormían de dos en dos. Vestían el mismo refajo de bayeta verde o encarnada, el mismo justillo sin ballenas, la misma camisa de lienzo gordo, el mismo pañuelo de percal que cuando triscaban allá por los prados y los montes con los vaqueros vecinos. Patina Santa, como únicos símbolos del nuevo y elevado destino a que la suerte les había llamado, colgaba de sus orejas pendientes de perlas y aprisionaba sus pies con zapatos descotados de sarga, los cuales eran bienes adheridos a la casa y servían para todas las que iban llegando. Más adelante Patina, haciéndose cargo de que el mundo marcha y que las leyes del progreso son indeclinables, tuvo la audacia de introducir en su templo los polvos de arroz. Después compró unos medallones de doublé para colgar al cuello con un terciopelito negro. Verdad que a todas estas reformas le estimulaba la competencia desastrosa que le hacía Poca Ropa, el cual tenía su instituto en la calle del Reloj, al otro extremo de la villa.
—¿Qué escándalo es éste?—gritó don Roque con voz estentórea acercándose a la inmunda casucha.
Tres o cuatro muchachos que había en la calle huyeron como pajarillos a la vista del gavilán. Pero quedaban las palomas. Dos de ellas estaban a la puerta en camisa, las otras dos asomadas a las ventanas en el mismo traje. Las de la puerta quisieron retirarse a la vista del alcalde, pero éste las agarró con sus manazas.
—¿Qué escándalo es éste,...ajo?—repitió.
—Señor alcalde, nos han dado dos piezas falsas...—dijo una de ellas.
—No estáis vosotras malas piezas... ¡A la cárcel!
—¡Pero, señor alcalde!
—¡A la cárcel,...ajo, a la cárcel!—rugió don Roque.—Y vosotras lo mismo. Todo el mundo abajo. ¿Dónde está ese maricón de Patina?
¡Santo cielo, qué alboroto se armó allí en un momento!
Las niñas de la ventana no tuvieron más remedio que bajar, y Patina lo mismo, todos en camisa, porque don Roque no admitió término dilatorio. No se oían más que gemidos y lamentos, y por encima de ellos la voz horripilante del alcalde, repitiendo sin cesar:
—¡A la cárcel...ajo! ¡A la cárcel...ajo!
Las infelices pedían por Dios y por la Virgen que las dejasen vestirse; pero el alcalde, con la faz arrebatada por la cólera y los ojos inyectados, cada vez gritaba con más fuerza, aturdiéndose con su propia voz:
—¡A la cárcel...ajo! ¡A la cárcel...ajo!
Y no hubo otro remedio. El sereno, que se había acercado al escuchar los primeros ajos, las condujo en aquella disposición a la cárcel municipal, en compañía de su digno jefe, mientras los vecinos, entre risueños y compasivos, contemplaban la escena por detrás de los cristales de sus ventanas.
La autoridad de don Roque cerró por sí misma la puerta del palomar, y puso la llave «acto continuo», bajo la custodia de Marcones. Después continuaron su marcha peligrosa.
No habían caminado mucho espacio, cuando en una de las calles más estrechas y lóbregas, acertaron a ver el bulto de una persona que se acercaba cautelosamente a la puerta de una casa y trataba de abrirla.
—¡Alto!—murmuró don Roque al oído de su subordinado.—Ya hemos tropezado con uno de los ladrones.
El alguacil no entendió más que la última palabra. Fué bastante para que se le cayese el fusil de las manos.
—No tiembles, Marcones, que por ahora no es más que uno—dijo el alcalde cogiéndole por el brazo.
Si el venerable Marcones tuviese en aquel momento cabales sus facultades de observación, hubiese advertido acaso en la mano de la autoridad cierta tendencia muy determinada al movimiento convulsivo.
El ladrón, al sentir los pasos de la patrulla, volvió la cabeza con sobresalto y permaneció inmóvil con la ganzúa en la mano. Don Roque y Marcones también se estuvieron quietos. La luna, filtrándose con trabajo por una nube, comenzó a alumbrar aquella fatídica escena.
—Phs, phs, amigo—dijo el alcalde al cabo de un rato, sin avanzar un paso.
Oir el ladrón este amical llamamiento de la autoridad y emprender la fuga, fué todo uno.
—¡A él, Marcones! ¡Fuego!—gritó don Roque, dándose a correr con denuedo en pos del criminal.
Marcenes quiso obedecer la orden de su jefe, pero no le fué posible; el martillo cayó sobre el pistón sin hacer estallar el fulminante. Entonces, con decisión marcial, arrojó el arma que no le servía de nada, sacó el sable de la vaina de cuero e hizo esfuerzos supremos por alcanzar al alcalde, que con valor temerario se le había adelantado lo menos veinte pasos en la persecución del ladrón.
Este había desaparecido por la esquina de una calle.
Pero al llegar a ella la columna pudo verle tratando de ganar la otra.
¡Pum!
Don Roque disparó su revólver, gritando al mismo tiempo:
—¡Date, ladrón!
Tornó a desaparecer: tornaron a verle al llegar a la calle de la Misericordia.
¡Pum! Otro tiro de don Roque.
—¡Date, ladrón!
Pero el forajido, sin duda como recurso supremo, y para evitar que algún sereno le detuviese, comenzó a gritar también:
—¡Ladrones, ladrones!
Se oyó el silbido agudo y prolongado del pito de un sereno, después, otro, después otro...
La calle de San Florencio estaba bien iluminada, y pudo verse claramente al criminal deslizarse con rapidez asombrosa buscando en vano la sombra de las casas.
¡Pum, pum!
—¡Date, ladrón!
—¡Ladrones!—contestó el bandido sin dejar de correr.
Dos serenos se habían agregado a la columna, y corrían blandiendo los chuzos al lado del alcalde.
El criminal quería a todo trance ganar la Rúa Nueva con objeto tal vez de introducirse en el muelle y esconderse en algún barco o arrojarse al agua. Mas antes de llegar a ella tropezó y dió con su cuerpo en el suelo. Gracias a este accidente la patrulla le ganó considerable distancia; anduvo cerca de alcanzarle. Pero antes que esto sucediese, el forajido, alzándose con extremada presteza, huyó más ligero que el viento. Don Roque disparó los dos últimos tiros de su revólver, gritando siempre:
—¡Date, ladrón!
Desapareció por la esquina de la Rúa Nueva. Al desembocar en ella el alcalde y su fuerza cerca de la plaza de la Marina, no vieron rastro de criminal por ninguna parte. Siguieron vacilantes hasta llegar a dicha plaza. Allí se detuvieron sin saber qué partido tomar.
—Al muelle, al muelle; allí debe de estar—dijo un sereno.
Y ya se disponían todos a emprender la marcha, cuando se abrió con estrépito el balcón de una de las casas, apareció un hombre en calzoncillos, y se oyeron estas palabras, que resonaron profundamente en el silencio de la noche:
—¡El ladrón acaba de entrar en el café de la Marina!
El que las pronunciaba era don Feliciano Gómez. La patrulla, al escucharlas, se precipitó hacia la puerta del café, y entró por ella tumultuosamente. El salón estaba desierto. Allá en el fondo, al lado del mostrador, se veía a tres o cuatro mozos con su delantal blanco, rodeando a un hombre que estaba tirado más que sentado sobre una silla. El alcalde, el alguacil, los serenos cayeron sobre él, poniéndole al pecho los chuzos, el estoque y el sable. Y a un tiempo gritaron todos:
—¡Date, ladrón!
El criminal levantó hacia ellos su faz despavorida, más pálida que la cera.
—¡Ay, re... si es don Jaime, así me salve Dios!—exclamó un sereno bajando el chuzo.
Todos los demás hicieron lo mismo, mudos de sorpresa. Porque, en efecto, el forajido que habían perseguido a tiros, no era otro que Marín sorprendido infraganti, en el momento de abrir la puerta de su casa.
Hubo que llevarle a ella en hombros, y sangrarle. Al día siguiente, don Roque se presentó a pedirle perdón, y lo obtuvo. Doña Brígida, su inflexible esposa, no quiso concedérselo, sin haberle soltado antes una buena rociada de adjetivos resquemantes, entre otros el de borracho. Don Roque sufrió con resignación el desacato, y no hizo nada de más.
Que trata del equipo de Cecilia
En la morada de los Belinchón habían comenzado los preparativos de boda. Primero, con mucha reserva, doña Paula hizo venir a Nieves la bordadora, y celebró con ella una larga conferencia a puertas cerradas. Después se pidieron muestras a Madrid. Pocos días más tarde, aquella señora, acompañada de Cecilia y Pablito, hizo un viaje a la capital de la provincia, en el familiar de la casa. La fisgona de doña Petra, hermana de don Feliciano Gómez, que pasaba por la Rúa Nueva al tiempo de apearse doña Paula y sus hijos, pudo observar que el criado sacaba del coche una porción de paquetes, que se le antojaron piezas de tela. Bastó para que todo Sarrió supiese que en casa de don Rosendo se trabajaba ya en el equipo de la hija mayor. Doña Paula, con tal motivo, tuvo una sofocación. Echó la culpa a Nieves. Esta protestó de que no había salido palabra alguna de sus labios. Insistió doña Paula. Lloró la bordadora. En fin, un disgusto.
Pues que todo se había descubierto, nada de tapujos, y pelillos a la mar. Constituyóse en la sala de atrás, la que daba a la calle de Caborana, un taller u oficina de ropa blanca, bajo la alta dirección de doña Paula, y la inmediata de Nieves. Se componía de cuatro oficialas, las dos doncellas de la casa, cuando los quehaceres domésticos se lo permitían, Venturita y la misma Cecilia. Era una juventud bulliciosa, a la cual, el trabajo activo no impedía charlar, reir y cantar todo el día. La alegría les rebosaba del alma a aquellas muchachas, y se desbordaba en risas inmotivadas, que a veces duraban larguísimo rato. Que a una se le caían las tijeras: risa. Que otra pedía la madeja del hilo teniéndola colgada al cuello: risa. Que se presentaba la cocinera con la cara tiznada, pidiendo a la señora dinero para la lechera: gran algazara en el costurero.
No solamente eran jóvenes y alegres las que cosían el equipo de Cecilia; pero además guapas, comenzando por su directora. Nieves era una rubia alta y esbelta, de cutis blanco y transparente, ojos azules claros, nariz y boca perfectas. Tenía veintidós años de edad, y un carácter que era una bendición del cielo. Imposible estar melancólico a su lado. No que fuera decidora o chistosa; nada de eso. La pobrecilla tenía poco más ingenio que un pez. Pero su alegría inagotable chispeaba en sus ojos de tan gentil manera, sonaba en la garganta con notas tan puras, tan frescas y argentinas, que como un contagio adorable se esparcía en torno suyo. Era la única riqueza que poseía. Con el trabajo de sus manos mantenía a una madre paralítica y a un hermano vicioso y perezoso, que la maltrataba inicuamente cuando no podía darle lo que necesitaba para emborracharse. Sus padecimientos, que para otra serían insoportables, la turbaban sólo momentáneamente. Por encima de ellos rezumaba muy pronto la linfa de aquel divino y gozoso manantial que guardaba en su corazón. Gozaba también de una salud perfecta. Los únicos dolores que sentía eran en el costado izquierdo, después de reirse mucho.
Valentina, bordadora también, y también rubia, no era tan hermosa. Sus ojos más pequeños, su cutis menos delicado, la nariz un poco remangada, más baja de estatura. En cambio sus cabellos dorados eran rizosos y le caían con mucha gracia por la frente; sus manos y sus pies más delicados y breves que los de Nieves; y, sobre todo, tenía a menudo, casi constantemente, un ceño, cierto fruncimiento del entrecejo que no era de enfado y prestaba a su fisonomía un matiz picaresco extremadamente simpático. Encarnación era costurera; moza robusta, colorada, mofletuda, de fisonomía vulgar. Entre los artesanos de Sarrió pasaba por la mejor moza de las cuatro: para el catador inteligente y refinado valía muy poco. Teresa, costurera también, era por su rostro una verdadera mora, y de las más oscuritas; el cabello negro como el azabache, los ojos rasgados y tan negros como el pelo, la nariz y la boca correctas. Pasaba por fea en la villa a causa de su color: en realidad era un hermoso tipo oriental. De las dos doncellas de la casa, la una, Generosa, nada tenía que llamase la atención; la otra, Elvira, era una palidita, de ojos grandes y entornados, muy graciosa.
Las artesanas de Sarrió no han entrado jamás por la ridícula imitación de las damas, tan extendida hoy, por desgracia, entre las de otros pueblos de España. Creían y creen estas insignes sarrienses, y yo me adhiero del todo a su opinión, que el traje y las modas adoptadas por las señoritas no avaloran poco ni mucho sus naturales gracias; antes las menoscaban. Y esto es lógico. En primer lugar no están acostumbradas a vestirse con tal sujeción o aprieto como los figurines exigen de sus subordinadas. Después, en las villas no hay quien corte con elegancia. Por último, el género tiene que ser de peor calidad, más pobre y más feo. En cambio, ¿quién sobre el globo terráqueo, y aun sobre los otros globos que navegan por el espacio, compite con ellas en ponerse el rico mantón de la China floreado, anudándolo a la cintura por detrás? ¿Quién deja caer con más gracia, ni siquiera con tanta, los rizos del pelo por la frente en estudiado desgaire? ¿Quién se mueve con más garbo dentro de la giraldilla ni da con más elegancia un rempujón al señorito que se desmanda, diciendo al mismo tiempo entre risueña y enojada?—«¿Cristiano, usted es tonto, o se hace? ¡Mire que se va a pinchar!» ¿Quién es capaz de cantar con más sentimiento y menos oído a la vuelta de una romería aquello de
Aben-Hamet al partir de Granada
el corazón traspasado sintió?
No hay que dudarlo. Las artesanas de Sarrió, cuyos arraigados principios estéticos son la admiración de propios y extraños, hoy sobre todo en que van desapareciendo los caracteres, hacen bien en mantener su independencia y en levantar la cabeza delante de las señoritas encopetadas de la villa. Porque (digámoslo bajo para que éstas no se enteren) la verdad es que son mucho más hermosas. Esto, sin ofender a nadie en particular; líbreme Dios. No hay viajero peninsular que al recordarle a Sarrió no afirme lo mismo con más o menos energía, según la índole de su temperamento. No hay inglesote de aquellos que atracan por unos días a la punta del Peón que al hablar allá en Cardiff o Bristol a sus amigos de este spanish town, no comience por levantar mucho las cejas, abrir la boca en forma de círculo perfecto extendiendo hacia afuera los labios, y echándose hacia atrás en la silla no exclame:—¡Oh, oh, oh! Sarrió the yeung girls very, very, very beautiful!
Y cuando los ingleses lo dicen, ¡qué no diremos los españoles, y en particular aquellos que hemos vivido tanto tiempo bajo su influencia bienhechora!
Las cuatro oficialas, y Nieves también, aunque ésta picaba más alto, pertenecían, pues, a esta famosísima casta de mujeres por cuya conservación y prosperidad hago votos al cielo todos los días y aconsejo a todo buen católico que los haga. En los días de trabajo vestían de percal, mantoncito de lana atado atrás y pañuelo de seda al cuello, dejando al descubierto, por supuesto, la cabeza. Nieves, por excepción, traía al diario mantón de la China negro con fleco.
Acaban de ponerse al trabajo después de comer. El sol penetra por los dos balcones de la sala al través de los visillos. Para que no les moleste, las costureras se agrupan en uno de los rincones. Teresa, la más filarmónica de ellas, entona con voz suave y tímida un canto romántico de cadencias tristes y prolongadas, a propósito para ser acompañado en terceras. Y en efecto, Nieves no tardó en hacerle el dúo, como allí se decía. Las demás la siguen cantando, unas en primera y otras en segunda voz. De todo lo cual resulta una armonía asaz melancólica, de sabor romántico muy marcado. El romanticismo podrá huir de las costumbres y ser arrojado de la novela y el teatro; más siempre hallará un nido tibio y delicioso donde guarecerse en el corazón de las jóvenes artesanas de Sarrió. Aquella armonía dura hasta que Pablito se encarga de desbaratarla lanzando repentinamente en medio de ella su vozarrón de carnero. Las costureras suspenden el canto y levantan asustadas la cabeza. Después se echan a reir.
El bello Pablito, recostado en su butaca allá en otro rincón, se ríe también con fuertes carcajadas de su gracia.
Desde que había comenzado a coserse el equipo de su Hermana, Pablito manifestaba cierto gusto por la vida sedentaria que hasta entonces jamás se había observado en él. ¿Quién le había visto en los días de la vida detenerse un minuto en casa después de comer? ¿Quién pudiera imaginar que se pasaba la mañana sentado en aquella butaca dando parola a las costureras? Nada más cierto, sin embargo. Hacía ya cerca de un mes que no salía a caballo ni en coche, y no pasaba en la cuadra más de una hora todos los días.
Piscis se hallaba consternado. Venía diariamente a buscarlo, pero en vano.
—Mira, Piscis, hoy tengo que limpiar los estribos de plata, no puedo salir.—Mira, Piscis, tengo que ir a cobrar una letra por encargo de papá.—Mira, Piscis, la Linda está con torozón y no se la puede montar.
—Ya está buena—gruñía Piscis.
—¿Vienes de la cuadra?
—Sí.
—Bien... pues de todos modos hoy no puedo salir... Tengo una rozadura aquí... salva sea la parte...
Algunos días Piscis entraba en la sala de costura, y sin decir nada aguardaba sentado un rato, no muy largo casi nunca, porque abrigaba vehementes sospechas de que las costureras se reían de él, y esto le tenía sobresaltado y en brasas. Cuando le parecía llegado el momento oportuno, o porque observase síntomas de cansancio en Pablo o por cualquier otra circunstancia que no está a nuestro alcance, se levantaba del asiento y hacía una seña con la mano a su amigo silbando al mismo tiempo. Y esto porque se entendían mucho mejor con silbidos que con palabras. Ambos sentían aversión por el sonido articulado, sobre todo Piscis, y escatimaban su empleo. Mas a Pablito lo mismo le daban ya pitos que flautas.
—Hombre, Piscis... ¡tengo una pereza!... ¿Quieres hacerme el favor de ir a la cuadra y decirle a Pepe que le dé otra untura de aceite al Romero?
—Yo se la daré—respondía con semblante fosco Piscis.
—Bueno, Piscis, muchas gracias... Adiós... No dejes de venir mañana, ¿eh?... Puede que salga a caballo.
Decía esto con gran dulzura y amabilidad, para desagraviarle. Piscis mascullaba unas «buenas tardes» sin volverse hacia los circunstantes, y salía con los ojos torcidos, más feo y endemoniado que nunca. Al día siguiente lo mismo. A pesar de la veneración que Pablito le inspiraba Piscis llegó a presumir que le gustaba una de las costureras. ¿Cuál? Su perspicacia no llegaba a resolverlo.
Comenzaron de nuevo su cántico las jóvenes, pero al llegar a aquello de
Sólo tú, mujer divina,
rezarás una plegaria
en mi tumba solitaria, etc.
Pablito soltó otro berrido estridente y atronador. Vuelta a la risa. Venturita se puso seria.
—Mira, Pablo, si has de seguir haciendo payasadas, más vale que te vayas con Piscis.
A su vez Pablito se pone fosco.
—Me iré cuando se me antoje. ¡Siempre has de ser tú la que todo lo eche a perder!
Quería decir con esto el joven Belinchón, que sólo su hermana Ventura se empeñaba en desconocer el ingenio con que el cielo le había dotado. Y así era la verdad. Todas las demás reían alborozadas, como si en vez de un berrido acabasen de escuchar un pasaje de Rabelais. Doña Paula, que sentía por su hijo primogénito admiración idolátrica, y al mismo tiempo guardaba cierto rencor a su hija por sus contestaciones, aunque se hallase grandemente pagada de su hermosura, vino en ayuda de aquél.
—Tiene razón Pablo. ¡Siempre has de aguar todas las fiestas!... ¡Jesús qué criatura!... Lo que es el hombre que te lleve, algún pecado gordo tiene que purgar.
En aquel momento apareció en la puerta de la estancia Gonzalo, quien se dobló como un arco para dar la mano a su futura suegra, a Ventura y a Cecilia. Esta se puso seria. Sin volver hacia ellas la cabeza, advertía que todas las costureras la miraban con el rabillo del ojo. Veía con el pensamiento el esbozo de sonrisa que se formaba en sus rostros.
Todos los días pasaba igual. Antes de llegar Gonzalo, las costureras se complacían en dirigir, siempre que venía a cuento, alguna pulla a la novia.
—Cecilia, ¿cuál de estas camisas te vas a poner el día de la boda?
Hay que advertir que algunas de ellas la tuteaban por haberse conocido de niñas. Es muy frecuente en los pueblos.
—Señorita, en estas sábanas tan finas se va usted a resbalar.
—No será ella sola la que resbale. ¿Verdad, Cecilia?
—¡Anda, picarona, que buen mozo te llevas!
—No lo llevará tan guapo Venturita.
—¡Quién sabe!—replicaba ésta.
Cecilia escuchaba estos dichos con la sonrisa en los labios y ruborizada. Desde que habían comenzado los preparativos de boda, sus mejillas, antes tan pálidas, estaban casi siempre arreboladas. Esta animación y el brillo que la felicidad prestaba a sus ojos, si no bonita, la hacían interesante y simpática. No hay muchacha que en vísperas de casarse deje de serlo más o menos.
Cecilia era de condición reservada y silenciosa, sin dar por eso en taciturna. Ordinariamente no hablaba más que cuando le dirigían la palabra; pero sus contestaciones eran suaves, claras, precisas. No era la nota distintiva de su carácter la timidez, que suele prestar soberano hechizo a las jóvenes. Mas en sustitución de esta cualidad, poseía nuestra heroína una serenidad dulce, cierta firmeza simpática en todas sus palabras y ademanes que revelaban la perfecta limpidez de su espíritu. Esta serenidad pasaba para algunas personas poco observadoras, si no por orgullo, que bien claro estaba que Cecilia no lo tenía, por frialdad de corazón. Creían, aun los más allegados a la casa, que era incapaz de concebir una pasión viva y tierna. Acostumbrados a verla impasible cumpliendo los deberes domésticos con la regularidad de un reloj, les era forzoso un esfuerzo grande de penetración, que no todos pueden llevar a cabo, para adivinar la verdadera fisonomía moral de la primogénita de los Belinchón. La mayor parte de estos seres viven y mueren desconocidos, porque no poseen una de esas cualidades brillantes que seducen y atraen al que se acerca. La inocencia misma, aunque parezca raro, pertenece a ese número, y no es la que menos relieve presta al carácter de una mujer. Muy contados son los que saben apreciar la hermosura que encierran estas almas cristalinas. La mirada se sumerge en ellas sin hallar nada que despierte la atención. Pero lo mismo pasa con ciertos venenos; igual con ciertos filtros que dan la vida. Porque nuestros ojos torpes y limitados no vean los elementos de salud o de muerte que hay en suspensión en ellos, ¿hemos de afirmar que no existen?
Difícil era averiguar las emociones tristes o placenteras que cruzaban por el alma de Cecilia, aunque no imposible. No sabemos si ponía empeño en ocultarlas o era forzada a ello por su misma naturaleza. Lo cierto es que en la casa, hasta sus mismos padres las desconocían casi siempre. Se trataba, verbigracia, de salir un día a visitas, o de comprarse un vestido, doña Paula preguntaba a su hija con solicitud:
—¿Qué te parece, Cecilia?
—Me parece bien—contestaba ésta.
—Te parece bien, ¿de veras?—decía la madre mirándola fijamente a los ojos.
—Sí, mamá, me parece bien.
Doña Paula siempre quedaba en duda de si en realidad le placía o le disgustaba el vestido o lo que fuese.
Lloraba poquísimas veces, y aun esas, se ocultaba de tal modo para hacerlo, que nadie lo sabía. El mayor disgusto que hubiera tenido, sólo se denunciaba por una ligera arruguita en la frente; la mayor alegría por un poco más de intensidad en la sonrisa delicada, esparcida constantemente por su rostro. Cuando Gonzalo le escribió desde el extranjero, así que leyó la carta se presentó a su madre y se la entregó.
—¿Te gusta el muchacho?—le preguntó ésta después de leerla con más emoción que había manifestado su hija al entregársela.
—¿Te gusta a ti?
—A mí sí.
—Pues si te gusta a ti y a papá, a mí también me gusta—replicó la joven.
¿Quién pudiera imaginar después de estas frías palabras que Cecilia estaba tiempo hacía profundamente enamorada? Sin embargo, como el amor es el sentimiento humano más difícil de disimular, y después del consentimiento de sus padres no había razón alguna para ocultarlo, lo dejó ver con bastante claridad. En los temperamentos como el de nuestra heroína, cualquier señal, por leve que sea, tiene una importancia decisiva. La felicidad que henchía su corazón, brotaba, pues, a su rostro a la vista de todos los que la conocían íntimamente. Pocos seres habrán gozado más en la tierra que Cecilia en aquella temporada. Todo aquel lienzo extendido por la estancia, aquellos patrones de papel, los dibujos, los bastidores, los carretes de hilo, le hablaban un lenguaje misterioso y tierno. Las tijeras al cortar chis chis, las agujas al coser cruj, cruj, ¡le decían tantas cosas graciosas de lo futuro! Unas veces le decían: «—¿Quién te verá, Cecilia, ir a misa los domingos del brazo de tu marido? El te llevará el devocionario, te dejará ir al altar de Nuestra Señora de los Dolores y se colocará detrás entre los hombres. Luego te esperará a la salida, te ofrecerá el agua bendita y volverá a cogerte del brazo». Otras veces le decían: «—Por la mañana temprano te levantarás muy despacito para que él no se despierte, limpiarás su ropa, pondrás los botones a su camisa, y cuando llegue la hora tú misma le servirás el chocolate». Otras exclamaban de pronto: «—¡Y cuando tengas un niño!» Entonces la novia sentía un vuelco gratísimo en el corazón; sus manos temblaban y echaba una rápida mirada a las costureras temiendo que hubiesen advertido su emoción.
Cuando las diferentes piezas de ropa estaban terminadas y planchadas, Cecilia las iba poniendo cuidadosamente en una cesta. Así que estaba llena la subía sobre la cabeza a uno de los cuartos de arriba, donde con todo esmero y arte colocaba las camisas, las chambras, cofias y peinadores sobre unos mostradores hechos al intento: las cubría delicadamente con un lienzo, y luego se salía cerrando la puerta y guardando la llave en el bolsillo.
Después que hubo saludado, Gonzalo fué a sentarse cerca de Pablito, y pasándole la mano familiarmente por encima del hombro, le dijo al oído:
—¿Cuál es la que más te gusta?
Y al inclinarse hacia su futuro cuñado, clavaba una mirada intensa en Venturita, que correspondió a ella con otra muy singular. Después ambos las convirtieron a Cecilia. Esta no había levantado la cabeza del bastidor.
—Nieves—respondió Pablo sin vacilar, y en el mismo tono de falsete.
—Lo sabía, y te aplaudo el gusto—dijo riendo Gonzalo.—¡Qué cutis de raso!... ¡Qué dentadura!
—¡Y qué andares! Pasi-corta, ¿sabes?
Ambos miraban a la bordadora. Esta levantó la cabeza, y comprendiendo que se trataba de ella, les hizo una mueca con la lengua.
—Vamos, no vale hablarse al oído—dijo doña Paula con la susceptibilidad vidriosa que caracteriza a las mujeres del pueblo.
—Déjelos usted, señora—replicó Nieves.—Están hablando de mí: no hay que quitarles el gusto.
—Cierto; Pablo me hacía notar el color rojo de ciertos labios, la transparencia de cierto cutis, un pelo dorado a fuego...
—Valentina, entonces hablaban de ti—dijo Nieves ruborizada tocando en el muslo a su compañera.
—¡Qué gracia! No te apures, mujer. ¡Si ya sabemos que eres la más guapa!—dijo la otra visiblemente picada.
—¡Paz, paz, señoras!—exclamó Gonzalo.—Verdad que Pablo comenzó hablándome de las perfecciones de Nieves; pero también es cierto que pensaba continuar con las de todas las demás, si no se le hubiese interrumpido... ¿No es eso, Pablo?
—Desde luego: contaba seguir con Valentina...
Esta levantó la cabeza y le miró con aquel gracioso ceño burlón que daba carácter a su rostro.
—Ten cuidado, Nieves, que estos señoritos se pierden de vista.
Pablo, sin hacer caso de la interrupción, prosiguió:
—Después con Teresa y Encarnación, Elvira y Generosa. Hablaría también de Venturita (para ponerla, por supuesto, por los pies de los caballos). De Cecilia no, porque está comprometida, y algo diría también de mi señora doña Paula, que, sin ofender a nadie, es la más hermosa de todas.
—¡Qué pillastre!—exclamó ésta admirada del donaire de su hijo.
Pablo se había levantado de la butaca, y abrazó a su madre con efusión.
—¡Quita, quita, adulador!—dijo ella riendo.
—Ve aflojando el bolsillo, mamá—dijo Venturita.
—¡Lo ves! La pata de gallo de siempre—exclamó iracundo el joven, volviendo la cabeza hacia su hermana, mientras ésta se reía maliciosamente sin levantar la suya del bastidor.
—Mucho has trabajado—dijo Gonzalo en voz baja, sentándose al lado de su novia.
—Así, así—respondió Cecilia fijando en él sus ojos grandes, llenos de luz.
—Mucho, sí; ayer no tenías bordado ese clavel... digo, me parece que es clavel...
—Es jazmín.
—Ni esas dos hojas más.
—¡Bah! Eso no es nada.
—¿Y qué es lo que estás bordando?
Cecilia siguió moviendo la aguja sin contestar.
—¿Qué es lo que bordas?—preguntó Gonzalo en voz, más alta, pensando que no le había oído.
—Una sábana... ¡calla!—replicó la joven levantando un poco los ojos hacia las costureras y volviendo a abatirlos rápidamente.
Al mismo tiempo, los de Gonzalo y Venturita se tropezaron por encima de la cabeza de Cecilia, y de ellos brotó una chispa.
—Ya ven ustedes que hay para todas—decía Pablito mirando al mismo tiempo fijamente a Nieves, como diciendo: «No hagas caso, esto lo digo por cumplir».
—¿Qué es lo que hay para todas, don Pablo?—preguntó Valentina con tonillo irónico.
—Flores, criatura.
—Écheselas usted al Santísimo.
—Y a las niñas guapas como tú.
—Si no soy guapa, paso delante de las guapas y no les hago la venia, ¿sabe usted?
—¡Demonio! No hay que acercarse a esta Valentina; se levanta de atrás—exclamó el apuesto mancebo.
El símil, aunque nada culto, y acaso por eso, hizo reir a las costureras.
—A Valentina no le gustan los señoritos—manifestó Encarnación.
—Hace bien; de los señoritos no se saca más que parola, tiempo perdido y a veces la desgracia para toda la vida—dijo sentenciosamente doña Paula sin acordarse de que ella había sacado la felicidad.—Tocante a eso, Sarrió está perdido. Apenas hay muchacha que se deje acompañar de uno de su igual. El mozo ha de traer por lo menos corbata y hongo, y ha de fumar con boquilla... aunque no tenga plato en que comer. Ninguna se oculta ya para ir al obscurecer acompañada de algún señorito, y a la vuelta de las romerías da grima verlas venir colgadas del brazo de ellos cantando al alta la lleva... ¡Pobrecillas! No sabéis lo que os espera. Porque el hijo de don Rudesindo se casó con la de Pepe la Esguila y el piloto de la Trinidad con la de Mechacan, se os figura que todo el monte es orégano. Al freir será el reir... Mirad, mirad a Benita la del señor Matías el sacristán. ¿Qué linda está y que compuestita, verdad?
—Benita está escriturada—dijo Encarnación.
—Escriturada, ¿eh? ¡Ya veréis de qué le vale la escritura!
—Señora, el novio no puede dejarla; si la deja, va a presidio por toda la vida.
—Calla, calla, bobalicona; ¿quién os ha metido esas bolas por la cabeza?
—Eso se sabe... vamos. Benita está consultada.
—Mire, señora—dijo Teresa, la morena sentimental,—la verdad en que nosotras corremos peligro; tiene usted razón... ¿Pero qué quiere que hagamos? Los artesanos de esta villa ¡están tan echados a perder! El que más y el que menos pasa el domingo y el lunes en la taberna, y algún día también por la semana. ¿Cuántos son los que traen el jornal a casa y lo entregan a su mujer, dígame por su vida? Si es marinero, se le ve una vez cada año; trae cuatro cuartos, y hala, otra vez para allá. Los cuartos se concluyen, y la infeliz mujer se ve arrastrada, trabajando para dar un pedazo de pan a sus hijos... Y luego, ¿qué saben ellos de dar estimación ni un poco de gracia a la mujer? Si salen con ella un domingo por la tarde, se van parando en todas las tabernas del camino, dejándola, si se tercia, a la pobrecilla a la puerta, o llamándola para que oiga alguna sandez, que la pone más colorada que una amapola... ¡Calle, calle, señora, si hay cada mostrenco que, como Dios me ha de juzgar, no vale el pan que come!... El otro día encontré a Tomasina... ya sabe, la del tío Rufo, que no hace tan siquiera un año que se casó con un oficial de Próspero... Pues iba en aquel mismo instante a por dos reales en casa de su padre para comprar un pan, porque en todo aquel día no había comido un bocado. Su marido se bebe casi todo el jornal, y a mitad de semana, ¡claro! tiene la infeliz que apretarse la barriga... ¡Válgate Dios! Y las más de las noches viene borracho perdido a casa, y le da cada sopimpa que la deja por muerta. ¡Cuántas veces se va la pobrecilla a la cama sin cenar y harta de palos!... Luego quieren que una, viendo estas cosas... ¡Vaya, más vale callar! Lo que yo digo, ¡caramba! ya que la lleve a una el diablo, que la lleve en coche.
—Oye, tú—saltó Valentina levantando el rostro con su ceño habitual algo más pronunciado,—no te pongas tan fanfarrona. Di que te gustan los señoritos, bueno... yo no me meto en eso; pero no vengas quitando el crédito a los rapaces de tu igual... Se emborrachan, los que se emborrachan... Más de un señorito y mas de dos he visto yo venir como cabras para su casa... Y pegan a sus mujeres, también los que pegan... Si ellas no tuvieran la lengua larga, no las llevarían la mitad de las veces... Atiende; y don Ramón el maestro de música cuando llegaba a casa por la noche ¿daba bizcochos a su mujer? Tú lo debes de saber... bien cerca vivías.
—Mujer, yo no hablo por todos—repuso Teresa amainando por el temor de que su díscola compañera le sacase a relucir el acompañamiento nocturno de Donato Rojo, el médico de la Sanidad,—sólo digo que los hay muy brutos...
—Bueno, pues déjalos en paz y no te acuerdes de ellos, que ellos tampoco se acuerdan de ti. Cada una es cada una, y la que más y la que menos sabe por dónde corre el agua del molino.
—Oyes, Valentina—dijo Elvira sonriendo maliciosamente,—cuando te cases, ¿piensas llevarlas de Cosme?
—Si las merezco las llevaré... Más quiero llevar dos bofetadas de mi Cosme que el desprecio de un señorito, ¡alza!
—Así me gusta; ¡aprended, aprended, chiquillas!—dijo Pablito.
Gonzalo, después de un rato de conversación en voz baja con su novia, se levantó, dió tres o cuatro vueltas por la sala, y vino a sentarse al lado de Venturita, con la cual solía tener jarana. Gustaban ambos de embromarse y retozar después que había nacido la confianza. La niña estaba dibujando unas letras para bordar.
—No vengas a hacer burla, Gonzalo. Ya sabemos que dibujo mal—dijo clavándole una mirada provocativa, relampagueante, que obligó al joven a bajar la suya.
—No es cierto eso; no dibujas mal—respondió él en voz baja y levemente temblorosa, acercando el rostro al papel que Venturita tenía sobre el regazo.
—Pura galantería. Convendrás en que podía estar mejor.
—Mejor... mejor... todo puede estar mejor en el mundo. Está bastante bien.
—Te vas haciendo muy adulador. Yo no quiero que te rías de mí, ¿lo oyes?
—¡Oh! yo no me río de nadie... pero mucho menos de ti...—repuso él sin levantar los ojos del papel, con voz cada vez más baja y visiblemente conmovido.
Venturita tenía siempre los ojos fijos en él con una expresión maliciosa, donde se leía claramente el triunfo del orgullo satisfecho.
—Vamos, dibújalas tú, señor ingeniero—dijo alargándole con gracioso despotismo el papel y el lápiz.
El joven los tomó y osó levantar la vista hacia la niña; pero la bajó en seguida como si temiera electrizarse. Plantó el libro, que ella tenía en el regazo, sobre sus rodillas, aplicó encima un papel blanco, y se puso a dibujar. Mas en vez de las letras, comenzó a trazar con soltura la cabeza de una mujer. Primero el pelo partido en dos trenzas, después la frente estrecha y bonita, luego una nariz delicada, una boca pequeña, la barba admirablemente recortada unida a la garganta por una curva suave y elegante... Se parecía prodigiosamente a Venturita. Esta, apoyada sobre el hombro de su futuro hermano, seguía los movimientos del lápiz. Poco a poco se iba esparciendo por su rostro una sonrisa vanidosa. Después de trazar la cabeza, Gonzalo siguió con el busto. Le puso el peinador o matinée que la niña vestía, y se entretuvo buen rato a dibujar minuciosamente los lazos de seda con que se sujetaba por delante. Cuando el retrato estuvo terminado. Venturita le dijo con acento picaresco:
—Ahora, pon debajo quién es.
El joven levantó la cabeza y sus miradas chocaron sonrientes. Luego, con viveza y decisión, escribió debajo de la figura: Lo que más quiero en el mundo.
Venturita tomó el papel entre las manos y lo contempló unos instantes con deleite. Después, haciendo una mueca de fingido desdén, se lo alargó otra vez diciendo:
—Toma, toma, embustero.
Pero antes de llegar a manos de Gonzalo, Cecilia extendió la suya y se lo arrebató riendo.
—¿Qué papelitos son ésos?
Venturita, como si la hubieran pinchado, brincó en el asiento y sujetó fuertemente la muñeca de su hermana.
—¡Trae, trae, Cecilia! ¡Deja eso!—exclamó con el rostro echando fuego, contraído por forzada sonrisa.
—No; quiero verlo.
—Ya lo verás después; ¡suelta!
—Quiero verlo ahora.
—Vamos, niña, déjaselo ver. ¿Qué te importa?—dijo doña Paula.
—No quiero que me lo quite nadie por fuerza—gritó poniéndose seria. Después, comprendiendo la imprudencia de esto, tornó a ponerse risueña.
—Vamos, Cecilia, suelta; no seas mala.
—¡Vaya un empeño! ¡Suelta tú, que me lastimas!
—¿Quién eres tú para quitarme el papel de la mano?—profirió con rabia, poniéndose esta vez seria de verdad.—¡Suelta, suelta, fea, narices de cotorra, tonta!... ¡Suelta, o te araño!—añadió con los ojos centelleantes y la faz descompuesta por la cólera.
Al verla de aquel modo, la risa que agitaba el pecho de Cecilia paralizóse súbito, y abriendo sus grandes ojos donde se pintaba la sorpresa, exclamó:
—¡Jesús! Pareces loca, niña. Toma, toma, no vaya a darte algo.
Y soltó el papelito que arrugaba en el puño. Venturita, la faz alterada aún, lo hizo mil trozos.
—¡En los días de mi vida he visto una criatura más loca!—exclamó doña Paulina santiguándose.—¡Ave María! ¡Ave María! ¿De quién has sacado ese genio, chiquilla?
—Sería de ti—respondió Venturita enfoscada, sin mirar a nadie.
—¡Desvergonzada!... ¡Si no fuera mirando a que hay gente delante!... ¿Cómo contestas de ese modo a tu madre, pícara? ¿No sabes los mandamientos de la ley de Dios? Mañana mismo te llevo a confesar con don Aquilino.
—Bueno, dale memorias a don Aquilino.
—¡Espera, espera, grandísima pícara!—gritó la señora haciendo ademán de levantarse para castigar a su hija.
Pero en aquel instante aparecía en la puerta la figura de don Rosendo con bata multicolor y gorro de terciopelo con borla de seda.
—¿Qué pasa?—preguntó sorprendido viendo la actitud airada de su esposa.
Esta le puso al corriente, sofocada por los sollozos, de la falta de respeto de su hija.
Don Rosendo se creyó en el caso de arrugar el entrecejo, y decir con tono solemne:
—Eso está mal hecho, Ventura. Ve a pedir perdón a tu mamá.
Se le conocía que estaba distraído, absorto por algún pensamiento, y que aquel suceso doméstico no conseguía más que a medias arrancarle de su preocupación.
Sin embargo, al ver a la chica inmóvil, en actitud altiva y desdeñosa, dijo de nuevo, con más firmeza:
—Vamos, hija, ve a pedirla perdón, ya que la has ofendido.
La niña hizo su peculiar mohín de desprecio con los labios, y murmuró muy bajito:
—¡Sí, en eso estoy pensando!
—Vaya, Ventura, ¿qué murmuras ahí? Anda, antes que me enfade.
—Anda, anda, Venturita. Ve allá. No seas así—le dijeron por lo bajo las costureras.
—No me da la gana. ¿Queréis dejarme en paz?—les respondió ella en voz baja también, mas con acento iracundo.
—¿No quieres ir?—preguntó don Rosendo con afectada severidad.—¿No quieres ir?
La niña permaneció inmóvil y silenciosa.
—¡Pues sal de aquí ahora mismo! ¡Quítate de mi vista!
Venturita se levantó de la silla, pasó por el medio del concurso erguida y enfurruñada, y salió de la sala dando un gran portazo.
Don Rosendo, después de permanecer un momento inmóvil con los ojos puestos en la puerta por donde su hija había salido, volvióse diciendo:
—Siento mucho estar tan fuerte con mis hijas... pero algunas veces no hay más remedio.
Que trata de dos traidores
Borróse súbito de su noble faz pseudomarítima la temerosa expresión que la obscurecía, y apareció de nuevo aquella otra distraída, signo de constantes meditaciones.
—Gonzalo, si no te molesta, te rogaría que pasases conmigo al despacho—manifestó dirigiéndose a su futuro yerno.
Este, que durante la anterior escena había empalidecido y vuelto a su ser varias veces, tornó a desconcertarse. Nada menos se le ocurrió que don Rosendo se había percatado de la instabilidad de sus sentimientos amorosos, y le iba a pedir de ello estrecha cuenta. Fuese, pues, detrás de él cabizbajo y receloso, y penetró en el escritorio. Era una estancia espaciosa, amueblada con lujo de comerciante rico: gran mesa de caoba maciza, armarios de caoba también, donde había más legajos de papeles que libros, alfombra de terciopelo, divanes forrados de brocatel, y escribanía de plata enorme como un monumento. Cerca de la cuarta parte de esta cámara ocupábalo un montón de paquetitos envueltos en papel de varios colores, que para cualquiera que por primera vez entrase en ella, sería un misterio. No lo era para Gonzalo ni para ninguno de los íntimos de la casa. Aquellos paquetes guardaban palillos de dientes.
¿Cómo?—preguntará el lector.—¿Don Rosendo Belinchón, un negociante de tanto fuste, comerciaba también en palillos de dientes? No, don Rosendo no comerciaba con ellos, los fabricaba. Y esto no con el fin de especular, cosa indigna de su categoría, sino por pura y desinteresada inclinación de su espíritu. Desde muy joven se le había manifestado. Las asiduas ocupaciones del comercio y las vicisitudes por que había pasado su existencia, no le habían consentido satisfacer esta pasión sino de una manera precaria en los ratos materialmente perdidos. Pero desde que pudo dejar el escritorio confiado a algunos fieles dependientes, entregóse de lleno con alma y vida a tan útil y honesta distracción. Por la mañana en la tienda de Graells, por la tarde en el Saloncillo, por la noche en su casa o en la de don Pedro Miranda, siempre trabajando. Su criado ocupaba una gran parte del día en cortarle unos tacos de avellano seco perfectamente iguales, de donde su mano diestra había de sacar la gala de los palillos.
Y como no se daba punto de reposo, ni aun en los días festivos, la producción era excesiva. No había bastantes consumidores en la villa, y se veía necesitado a remitir paquetes de ellos a los amigos de la capital, cuando el montón del despacho llegaba al techo. Gracias a los esfuerzos nobilísimos de este claro representante de su comercio, podemos decir con orgullo que Sarrió, en tal ramo interesante del progreso, se hallaba a la altura de las grandes capitales. Ninguna otra villa española o extranjera podría sufrir con ella competencia. En casa del rico, como en la del menestral, jamás faltaba un bien abastecido palillero, testimonio indiscutible de la refinada cultura de sus habitantes.
Señaló don Rosendo un diván a su hijo en ciernes, y éste, asustado, dejóse caer en él hundiéndole profundamente. Acercó después el comerciante una silla con ademán misterioso, y sentándose frente al joven y mirándole entre risueño y avergonzado, dijo, dándole al propio tiempo una palmadita en el muslo:
—Vamos a ver, Gonzalito: ¿qué te parece de la cuestión del matadero?
—¿El matadero?—preguntó aquél abriendo unos ojos como puños.
—Sí, el nuevo matadero; ¿crees que debe emplazarse en la Escombrera, o en la playa de las Meanas detrás de las casas de don Rudesindo?
Gonzalo vió el cielo abierto, y, sonriendo de placer, respondió:
—Yo creo que en la playa de las Meanas estaría bien... Muy abierto aquello... muy ventilado...
Pero notando que la frente de su suegro se fruncía, y en sus ojos se apagaba repentinamente la sonrisa, añadió balbuciendo:
—Tampoco me parece que estaría mal en la Escombrera...
—Mucho mejor, Gonzalo... ¡Infinitamente mejor!
—Puede, puede.
—Hombre, tan puede ser, que reservadamente te diré que el emplazarlo en la playa lo juzgo (hazme el favor de guardar reserva sobre esta opinión), lo juzgo... una verdadera insensatez... u-na ver-da-de-ra in-sen-sa-tez—repitió señalando mejor todas las sílabas.
—Y esta opinión mía—añadió—no vayas a figurarte que es de ayer mañana, sino de toda la vida. Desde que fuí capaz de entender ciertas cosas, comprendí que el matadero no debía estar donde hoy está. En una palabra, que debía trasladarse. ¿Dónde? Una voz interior me decía siempre que a la Escombrera. Antes de poder dar ninguna razón científica, estaba tan convencido como ahora de que allí debía emplazarse, y no en otra parte. Hoy que la resolución del problema se aproxima, me creo obligado a sostener esta opinión, a comunicar al pueblo mi pensamiento y el resultado de mis meditaciones. Si no tienes que hacer voy a leerte la carta que dirijo con este motivo al Progreso de Lancia.
Y en efecto, sin aguardar la contestación de Gonzalo, se dirigió a la mesa, tomó unos pliegos de papel que había sobre ella, se puso las gafas, y acercándose al balcón dió comienzo, no sin cierta emoción que se le traslucía en la voz, a la lectura de la carta.
Estaba escrita en papel comercial, grande y rayado. Todas las que desde hacía años dirigía al Progreso de Lancia y a otros periódicos de la capital de la provincia, iban escritas en el mismo papel por las dos caras. Aún no sabía que para la imprenta debía escribirse por una solamente. Pero muy pronto adquirió este precioso conocimiento, como hemos de ver.
Casi al mismo tiempo que la de los palillos de dientes había nacido en don Rosendo Belinchón la afición a escribir comunicados a los periódicos: es decir, que databa de una remota antigüedad. Ardiente partidario de los progresos humanos, de las reformas en todos los órdenes, de la discusión y de la luz, claro está que la prensa había de infundirle respeto y entusiasmo. Los periódicos habían sido siempre un elemento indispensable de su existencia. Estaba suscripto a muchos nacionales y extranjeros; porque, como educado para el comercio, conocía bastante bien el francés y el inglés, y nunca le había faltado, ni aun en los días más ocupados, un par de horas que dedicar a su lectura. Estas horas se aumentaron considerablemente desde hacía algunos años, no sin que se resintiese por ello el bacalao. El goce que nuestro héroe experimentaba por las mañanas después de tomar el chocolate tragándose los artículos de fondo del Pabellón Nacional, los sueltos de La Política y las Nouvelles à la main del Fígaro era tan vivo, que le quedaba impreso largo tiempo en el rostro, hasta que por la irradiación se iba perdiendo en la atmósfera.
Como todos los hombres de miras amplias y elevadas, no era exclusivista en sus gustos periodísticos. Amaba el periódico por el periódico, por ser una muestra gentil del progreso de la razón humana, o como él decía mejor, «una manifestación levantada de la conciencia pública». Las opiniones que cada cual defendía, eran cosa secundaria. Estaba suscripto a periódicos de todos colores, y los gozaba por igual. Si alguna predilección mostraba, era únicamente por los artículos y sueltos intencionados. Porque eso de decir una cosa aparentando expresar la contraria y retorcer las frases de modo que una cláusula inocente en la apariencia llevase dentro «una saeta envenenada» llenaba de admiración a don Rosendo y le volvía loco de alegría. ¡Cuántas veces al leer en La España algún párrafo por el estilo:—«Ayer apareció por fin la circular del señor Presidente del Supremo a sus subordinados. Felicitamos al general O’Donnell, presidente de esta situación liberal, al señor Negrete, que en algún rato lúcido ha dado cima a obra tan colosal, y a los demócratas protectores de este Gobierno»,—hubo exclamado agitando el periódico en las manos:—¡Qué intención! ¡Caracoles! ¡¡Qué intención!!
Este afán, mejor dicho, esta pasión por la prensa, no era platónico como ya hemos advertido. Allá en sus mocedades había dirigido dos cartas a un periódico semanal que se publicaba en Lancia, titulado El Otoño, con motivo de las fiestas anuales que en Sarrió se celebran en el mes de septiembre. Estas cartas leyéronse con fruición en la villa y le valieron no pocos plácemes. Esto le animó para escribir otras tres al año siguiente, dando cuenta al público del número asombroso de cohetes que se dispararon en Sarrió los días 13, 14 y 15, la lindísima iluminación del 16, y el suntuoso baile celebrado en el Liceo la noche del 17. Después de haber gustado las dulzuras de la publicidad, don Rosendo no podía menos de paladearlas de vez en cuando. El menor pretexto le bastaba para dirigir, bien una carta, ora un comunicado a los periódicos. Unas veces firmaba con su nombre, otras con cualquier gracioso pseudónimo o anagrama. Celebraban los mareantes una fiesta en honor de San Telmo: don Rosendo escribía inmediatamente su carta al Progreso de Lancia o a La Abeja, describiendo la verbena, los fuegos artificiales, la misa, la procesión, etc. Se daba un banquete en el nuevo edificio de las escuelas para inaugurarlo: a los tres o cuatro días se recibía el periódico de Lancia con la consabida carta publicando los brindis y los sonetos improvisados. Se caía un albañil de un andamio; comunicado de don Rosendo pidiendo más garantías para los albañiles que se ponen en los andamios. Cantaba misa el hijo de don Aquilino; carta de don Rosendo describiendo la conmovedora ceremonia, y elogiando la voz clara, y sonora y la serenidad del joven presbítero. Si las mareas eran altas y fuertes y arrancaban algunas piedras de la punta del Peón; carta. Si los buques de Bilbao se negaban a recibir a bordo los prácticos de Sarrió; comunicado. Si se perdía la cosecha del maíz por la sequía; carta. Si los vientos reinantes eran del Noroeste; carta. En fin, no acaecía suceso en el suelo o en la atmósfera de la villa digno de mención, que no la recibiese de la diestra y bien tallada pluma de nuestro comerciante.
¡Cuánto trabajo se evitarán los futuros historiadores de Sarrió con esto, valiosísimos materiales acumulados por uno de sus más claros hijos!
Según iba avanzando en años don Rosendo Belinchón, daba a sus cartas un carácter menos romántico, por no decir frívolo (sería tan inexacto como irrespetuoso tal calificativo aplicado a los escritos de aquel estimable caballero). Es decir, que los temas de ellas no eran tan a menudo los holgorios y recreos de los habitantes de la villa, como cualquier cosa que tendiera directa o indirectamente a fomentar los intereses morales y materiales de ella. Los mercados, las escuelas, el salvamento de náufragos, la erección de un templo o de una cárcel, etc., etc., eran los asuntos en que para gloria suya y bien del pueblo que le vió nacer, se ejercitaba con más frecuencia.
Uno de ellos, de «vital interés para Sarrió», como él afirmaba muy bien, era el matadero. Hasta entonces jamás había abordado esta cuestión, porque sabía que su parecer iba a discrepar algo del de una gran parte del vecindario. Mas había llegado, a su entender, la hora de «emitirlo sin ambages ni rodeos». El comunicado que leyó era el primero que acerca de este asunto dirigía al Progreso de Lancia. Comenzaba así:
«Señor Director de El Progeso de Lancia.
Muy señor mío: La preferencia con que se miran las ciencias físico-naturales, y en particular la ciencia de la Higiene, como que de ella depende la salud, tanto de los pueblos como de los individuos, en vista de su gran utilidad práctica, ha ido poco a poco desterrando la timidez de los que, influídos por una educación casi errónea y deficiente, condenaban el estudio de estos grandes problemas arrastrados por antiguas y torpes preocupaciones que felizmente se van disipando al soplo poderoso del siglo XIX, llamado con razón el siglo de las luces.»
Los párrafos de don Rosendo eran siempre nutridos como el anterior. Seguía:
«Hoy que la civilización, rotas las cortapisas que detenían las conciencias y supeditaban el espíritu, nos abre vasto campo a todos por medio de la prensa para expresar nuestro libre pensamiento y emitirlo a la faz del mundo, confiado en la amistad con que usted me ha distinguido siempre, y en la benevolencia con que el público ha acogido hasta ahora los humildes partos de mi pluma, etc., etc.»
Después de otros tres o cuatro párrafos a modo de preámbulo (que el director de El Progreso acostumbraba a recortar) entraba don Rosendo en la cuestión, estudiando el matadero o macelo público, como él lo nombraba, por todas sus fases, para venir a condenar, en términos que no daban lugar a dudas, su emplazamiento en la playa de las Meanas. Las razones que tenía para oponerse a él, eran «obvias». Por una parte, los vientos del Sudoeste, reinantes la mayor parte del año, que arrastraban consigo fétidos miasmas, etc., etcétera. Por otra parte, la dificultad de hallar terreno firme para la cimentación, lo cual originaría un gasto excesivo, etc., etc. Por otra, la necesidad de penetrar en la población con las reses, etc., etc. Por otra, la proximidad de las casas, etc. Por otra, el perjuicio que a los bañistas se les irrogaba, etc., etc. En fin, eran más de veinte las razones que don Rosendo «apuntaba de un modo ligero y sucinto», proponiéndose darle «más amplitud y desarrollo» en otras cartas sucesivas con que pensaba «molestar la atención de los lectores de su ilustrado periódico».
Cuando terminó la lectura, Gonzalo las juzgó incontrovertibles, y don Rosendo (con las gafas en la punta de la nariz) declaró que no tenían vuelta de hoja. Habiendo llegado a un acuerdo tan perfecto, se separaron llenos de alegría, como es natural. Don Rosendo se quedó en el despacho poniendo en limpio su carta. Gonzalo se fué de nuevo a la sala de costura. No obstante, antes que franquease la puerta, llamóle su futuro suegro para decirle:
—De esto, ni una palabra a nadie, ¿eh?
—¡Don Rosendo, por Dios!—respondió el joven alzando la mano en señal de protesta.
El comerciante se sintió acometido por un vivo sentimiento de expansión.
—Pronto sabrás—dijo acercándose—otra cosa que te ha de sorprender alegremente. Es una idea que se me ha ocurrido hace dos meses y que espero realizar, Dios mediante, muy pronto. ¡Oh, es una idea feliz! La faz de Sarrió cambiará radicalmente, ¿sabes?
El ademán misterioso, el tono grave y conmovido de la voz, la esperanza del triunfo que fulguraba en sus ojos al decir esto, ya sorprendió más que medianamente a Gonzalo. No se atrevió, sin embargo, a pedir explicaciones. Su futuro suegro le dejó marchar dirigiéndole una mirada risueña y abstraída.
La tertulia de la sala continuaba amenizada por la conversación de Pablito, que la salpicaba a cada instante con donaires, no de concepto, sino de acción, como convenía a su naturaleza plástica. Venturita no había vuelto aún. Sentóse de nuevo el sobrino de don Melchor al lado de su novia, y comenzó a hablarla mostrando timidez y embarazo. Porque no estaba acostumbrado a disimular sus sentimientos y la traición le pesaba en el alma. A veces Cecilia levantaba la cabeza para contestarle. Su mirada clara, serena, inocente, le encendía las mejillas. Para librarle de aquel malestar, creyó lo mejor expresarle, en términos más vivos que otras veces, su amor y rendimiento. Como todos los seres flacos de espíritu en los casos de apuro, acudía al recurso peor, con tal que le dejase respirar por el momento. Cecilia recibió aquellos homenajes con sosiego, sin manifestar el gozo que las mujeres suelen sentir al oirse requebrar de quien aman.
—Vienes muy adulador hoy, Gonzalo. No me gustan los mimos—le dijo al fin sonriendo.
—Es que tengo gusto en expresarte lo que siento—respondió él sofocado.
—Pues es un gusto que no comprendo—replicó ella con dulzura.—Yo cuanto más quiero a una persona, menos ganas tengo de decírselo.
—Eso consiste en que no quieres de veras.
—¡Oh!—exclamó ella con entonación tan verdadera y expresiva, que nuestro joven se inmutó.
—Sí, sí, consiste en que eres fría por naturaleza. El calor del sentimiento, como el calor físico, no puede ocultarse largo tiempo: llega siempre un momento en que sale a la superficie como la lava de los volcanes... Y el amor es de todos los Sentimientos el que mejor sabe romper las trabas de la lengua. Sólo se goza realmente de él cuando se le dice al ser amado en todos los tonos y de todas las maneras posibles que se le ama... Lo que acabas de decir me parece un absurdo. Al mismo tiempo que nace en nuestra alma un sentimiento de simpatía hacia cualquier persona, nace el deseo de expresársela; y este deseo satisfecho, es el mayor de los placeres...
—¡Sí será! ¡sí será!—respondió ella con acento de profunda convicción.—Aunque no lo he experimentado, lo adivino muy bien... lo adivino por lo que padezco... Mira, Gonzalo—añadió con voz temblorosa,—por Dios te pido que no midas nunca mi cariño por mis palabras... Yo no sé... yo no puedo decir nunca lo que pasa dentro de mí... Siento como un nudo en la garganta que no deja salir más que tonterías, cosas insignificantes, cuando yo quisiera que saliesen palabras cariñosas... ¡Oh, es un tormento!... Soy lo mismo que un perro sin rabo.
Gonzalo se echó a reir. Ella, que había hablado con más viveza que de costumbre, se puso colorada y bajó la cabeza.
—Pero a ti nadie te ha cortado la lengua.
—Para este caso haz cuenta que me la han cortado.
—Bien, entonces me lo dirás por escrito—dijo él riendo. Al mismo tiempo levantó vivamente la cabeza hacia la puerta que se había abierto.
Era Piscis. Después de mascullar las buenas tardes se fué a sentar en el rincón de costumbre, perseguido por las miradas burlonas de las costureras, a quienes por ésta y otras razones, tenía declarado odio eterno.
Después de pagarles aquella risueña acogida con otra mirada oblicua y feroz, guardó silencio por algunos minutos. Sin embargo, como tenía henchida el alma de graves y profundos secretos y Pablito no se despegaba de Nieves aunque le echasen agua caliente, después de haberle silbado para llamarle la atención, se aventuró a descargar el fardo en público, a riesgo de que sus confidencias no fueran bien entendidas y apreciadas por el elemento femenino de la tertulia.
—¿Qué hay, Piscis?—preguntó Pablito al oir el silbido.
—¿A que no sabes por dónde da las coces ahora el Romero?
En efecto, las costureras levantaron la cabeza sorprendidas. Valentina le dijo a Teresa pugnando por no reir:
—Chica, ¿qué dice ése?
—¿Que por dónde tira las coces un caballo?
—Será por el c...
Aunque hablaba en voz baja, Piscis lo oyó perfectamente. Sin atender a Pablo que había tomado muy en serio la pregunta, y quería saber la especialidad del Romero, exclamó, dirigiéndose a Valentina:
—¿Quieres callarte... zapalastrona?
Estas palabras enérgicas fueron recibidas con una explosión de alegría por las costureras.
—No te enfades, Piscis, déjalas... ¿Has sacado a paseo el Romero?... Me alegro.
—Lo enganché en la charrette con la Linda—respondió el centauro, haciendo una mueca horrible de disgusto dirigida a la simpática Valentina.—¡Si vieras, mal rayo, qué modo de alzarse! Yo ¡zis, zis! con la fusta, y él ¡pan, pan! sobre el tablero del pescante. Me volví a la cuadra, y le puse al tablero por debajo unos clavillos. Salí otra vez... En cuanto se pinchó se estuvo quieto. Pero, ¿qué hizo el gran pillo?... ¿Ves entre el tirante y la rueda? Por allí comenzó a dar las coces. ¡Mal rayo! Por poco me deshace un farol...
—Pues es necesario quitarle esa zuna—manifestó Pablito hondamente afectado, levantándose del asiento, y dejando a Nieves para acercarse a Piscis.
—Déjame discurrir esta noche—respondió el centauro poniéndose muy sombrío.—Ya veremos si mañana hallamos algún medio.
Los dos amigos bajaron la voz, y se enfrascaron en una conversación viva y reservada.
Gonzalo estaba inquieto. No hacía más que echar miradas a la puerta, esperando a cada instante ver entrar a Venturita. Transcurría, no obstante, el tiempo, y nada; la niña no parecía. La distracción aumentaba de tal modo, que Cecilia tuvo que repetirle tres veces la misma pregunta:
—¿Que tienes? Parece que estás con el pensamiento en otra parte.
—En efecto—dijo él un poco colorado;—me acuerdo de que hoy tengo que escribir a Londres para un negocio urgente... Además, ya son cerca de las seis.
Despidióse de ella, después de doña Paulina y la tertulia, y se fué.
Una vez en los pasillos, acortó el paso, y comenzó a mirar a todos lados, sin lograr ver lo que deseaba. Triste y cabizbajo descendió lentamente por las escaleras. Ya se disponía a levantar el pestillo de la puerta, cuando creyó advertir que la cuerda con que la abrían desde arriba se agitaba. Quedóse un momento inmóvil. Tornó a llevar la mano al pestillo, y otra vez percibió la sacudida. Entonces volvió sobre sus pasos, y asomó la cabeza a la caja de la escalera. Allá arriba, una cabecita hermosa le sonreía.
—¿Eres tú?—preguntó con voz de falsete, rebosando de gozo el semblante.
—Sí, soy yo—contestó Venturita en el mismo tono.
—¿Quieres que suba?
—No—respondió la niña de un modo que significaba:—¡Eso no se pregunta, hombre!
Gonzalo subió la escalera sobre la punta de los pies.
—Aquí no debemos estar; nos pueden ver. Ven conmigo—dijo Venturita tomándole de la mano y conduciéndole al través de los pasillos hasta el comedor.
Gonzalo se sentó en una silla sin soltar la mano.
—Creí que no te volvía a ver hoy. ¡Qué geniecillo tienes, chica!—le dijo sonriendo.
El semblante de Venturita se obscureció.
—Si no me lo irritasen a cada instante, no lo tendría.
—Pero hazte cargo que es tu mamá la que te ha reprendido—repuso él sin dejar de sonreir.
—¿Y qué?—exclamó ella con violencia.—¿Porque es mi madre me ha de mortificar a todas horas y en todos los momentos?... ¡Si cree que yo lo voy a sufrir, está bien equivocada! ¡Anda, que la sufra ese mastuerzo, que para eso le saca los cuartos!... Aquí ya no hay mimos más que para él... Mira, Gonzalo, si quieres que seamos amigos, no me toques más esa tecla.
Y al decir esto con rabiosa entonación, pintada la ira en los ojos, dió una fuerte sacudida a la mano para soltarla. Pero Gonzalo no lo consintió, y besándosela varias veces con pasión, le dijo riendo:
—Chica, chica, no te dispares contra mí, que yo no tengo la culpa de nada... Si a mí me gustas precisamente por ser tan viva y tan rabiosilla. No me hacen gracia las mujeres de pastaflora.
—Es porque tú lo eres—respondió ella aplacándosela varias veces con pasión, le dijo riendo:
—No lo creas; no soy de tan buena pasta como te figuras... Cuando me enfado, es de veras...
—¡Bah... allá una vez; cada año!
—Además... por lo mismo que yo soy así, debieran gustarme las mujeres suaves y tranquilas.
—Estás equivocado; siempre se busca lo contrario. A las rubias les gustan los morenos, a los flacos las gordas, a los altos las chiquitas... ¿No te gusto yo a ti siendo tan alto y yo tan pequeña?
—No sólo es por eso—dijo él riendo y atrayéndola hacia sí.
—¿Por qué más?—preguntó ella clavándole una mirada provocativa.
—No sé. ¿Quieres que te regale el oído?
—¿Por qué más?—insistió sin dejar de mirarle.
—Por lo feísima que eres.
—Gracias—respondió con el rostro iluminado por la vanidad.
—No la hay más fea que tú en Sarrió ni en el mundo entero.
—Algunas más feas habrás visto por esos países donde has andado.
—Te aseguro que no.
—¡Virgen del Amparo! Debo ser un monstruo—exclamó riendo y aceptando la hiperbólica lisonja que iba envuelta en aquellas palabras.
—¡Alguien viene!—dijo Gonzalo quedándose inmóvil y serio.
Venturita avanzó hasta la puerta.
—Es la cocinera que pasa—dijo volviendo en seguida.
—Me parece que estamos mal aquí. Pudiera entrar tu mamá o cualquiera de las chicas... o Cecilia (añadió en voz más baja). ¿Y qué disculpa doy?
—Cualquiera; eso es lo de menos... Pero, en fin, si no estás tranquilo, podemos ir a otra parte. Vamos al salón.
—Vamos.
—No, tú quédate aquí un momento; yo iré delante.
Pero deteniéndose a la puerta y volviendo sobre sus pasos, le dijo:
—Si me dieses palabra de ser formal, te llevaría a mi cuarto.
—Palabra redonda—respondió el joven alegremente.
—¿Nada de besitos?
—Nada.
—Júralo.
—Lo juro.
—Bien, quédate ahí un instante, y después vienes en puntillas, ¿sabes? Hasta ahora.
—Hasta ahora—dijo Gonzalo apoderándose de una de sus manos y besándola.
—¿Lo ves?—exclamó ella fingiendo enojo,—antes de ir, ya comienzas a faltar...
—Yo creí que las manos no entraban en el juramento.
—¡Entra todo!—dijo ella con severidad en la voz y la sonrisa en los ojos.
A los dos minutos el joven la siguió. Halló la puerta del cuarto entornada, y entró. La habitación de Venturita, era como su dueña, pequeñita y linda, amueblada con lujo. La cama de palo santo con pabellón de brocatel de seda, cubierta por una colcha de damasco azul, un armarito de ébano con incrustaciones de marfil, que servía de escritorio al abrirse, una butaca confidente de raso azul, un tocador con espejo, forrado también de raso al igual que las paredes, un armario de espejo, de palo santo como la cama, y algunas sillas doradas. La habitación exhalaba un perfume penetrante como el camarín de una odalisca.
—¡Oh! Esto está mejor que el cuarto de Cecilia.
—¿Cuándo lo has visto?
—Hace pocos días me lo ha enseñado. Las paredes desnudas con unos cuadritos bastante malos; la cama sin cortinas; una cómoda vulgar...
—Pues si no lo tiene como yo, es porque no quiere... Verdad que he tenido que andar detrás de papá una temporada para que me lo pusiera de este modo... Pero mi hermana es así... como Dios la crió... No le importa por nada... Todo le gusta a lo aldeano, ¿sabes?
—En este cuartito hay mucho gusto... y mucha coquetería. De esta cualidad, no puedes prescindir en ninguna de tus cosas.
—¿De dónde sacas que soy coqueta, tonto?—le preguntó ella volviendo a mirarle de aquel modo provocativo de antes.
—Lo eres, y haces bien en serlo. La coquetería, cuando no es excesiva, da más atractivo a la hermosura, como las especias dan sabor a los alimentos.
—¡Ya salió a relucir el gastrónomo!... Pues mira, aunque la coquetería dé atractivo o sabor, o lo que quieras, yo no soy coqueta... Tú menos que nadie tienes derecho a decirlo... Digo... ¡me parece!...
—Es verdad; tienes razón, tienes muchísima razón. Yo no puedo llamarte coqueta... Pero la coquetería de que yo hablaba es de otra clase.
—Hazme el favor de sentarte, porque ya has crecido bastante, según creo... y déjate de sutilezas.
Gonzalo se dejó caer en la butaca que la niña le señalaba, dominado por sus ojos brillantes y maliciosos. Desde que había entrado en aquel cuarto sentía un gozo íntimo, mitad corporal, mitad espiritual que le embargaba a la vez los sentidos y el alma. El perfume que respiraba se le subía a la cabeza. La mirada magnética de Venturita había concluído por electrizarle.
—Has hecho mal en traerme a tu cuarto—dijo sonriendo mientras se pasaba el pañuelo por la frente.
—¿Pues?—preguntó ella abriendo y cerrando varias veces los ojos, como esos relámpagos que se advierten a la caída de la tarde en los días muy calurosos del verano.
—Porque me siento mal—respondió él con la misma sonrisa.
—¿Te sientes mal, de veras?—replicó la niña abriendo mucho sus ojos azules sin conseguir que pareciesen inocentes.
—Un poco.
—¿Quieres que avise?
—No; si lo que me hace daño son tus ojos.
—¡Ah, vamos!—exclamó ella riendo como si cayese entonces en la cuenta.—¡Entonces los cerraré!
—¡Oh, no; no los cierres, por Dios! Si los cerrases, me pondría mucho peor.
—Entonces me iré—dijo levantándose de la silla.
—¡Eso sería matarme, niña mía! ¿Sabes por qué me pongo enfermo? por no poder besar esos ojos que me asesinan.
—¡Jesús!—exclamó Venturita soltando la carcajada.—¡Qué fuerte te da! ¡Siento no poder curarte!
—¿Permitirás que me muera?
—Si.
—¡Gracias! Déjame besar tus cabellos entonces...
—No.
—Tus manos.
—Tampoco.
—Déjame besar cualquier cosa tuya... ¡Mira que me haces mucho daño!
—Besa ese guante—dijo la niña riendo y tirándole uno que había sobre el tocador.
Gonzalo se apoderó de él, y lo besó con frenesí repetidas veces.
Al lector que en su fuero interno haya diputado ya a Gonzalo por hombre desleal y pérfido, o por lo menos débil, declarándole quizá «un carácter repugnante», como dicen los críticos cuando los personajes de las novelas no son todo lo heroicos y talentudos que ellos quisieran, pusiérale yo en aquel nido pequeño y perfumado como el cáliz de una magnolia, frente a la niña menor de los señores de Belinchón, vestida con peinador de cintas azules que dejaban ver una buena parte de su garganta amasada con rosas y leche, recibiendo en el rostro los relámpagos azulados de sus ojos, y escuchando una voz grave y pastosa que removía todas las fibras del alma. Y si la niña le tirase un guante diciéndole:
—Bésalo,—quisiera ver en qué forma se negaba a besarlo.
—¿Te vas calmando, Gonzalo?—dijo disparándole una sonrisa capaz de volver loco a San Antonio.
—Así, así.
—Bueno, pues ahora hablemos en serio... hablemos de nuestra situación...
Gonzalo se puso serio.
—A pesar de lo que me has dicho hace ya tres días, no he sabido, hasta ahora, que hayas hablado con mamá o con papá, ni que les hayas escrito... Por el contrario, no sólo dejas el tiempo correr, con lo cual cada vez empeoran las cosas, sino que te veo más atento y cariñoso que nunca con Cecilia...
Gonzalo hizo un gesto negativo.
—¡Si te he visto hace un momento desde el cuarto de Pablo por el agujero de la llave!... A mí no se me escapa nada... Eso está muy mal hecho si es que no la quieres... Y si la quieres está muy mal hecho lo que haces conmigo...
—¿No estás bien segura aún de que tú sola posees mi corazón?—dijo el joven levantando sus ojos apasionados hacia ella.
—No.
—¡Pues sí, sí; mil veces sí!... Pero yo no puedo estar al lado de Cecilia desabrido o indiferente... Eso es muy feo... Prefiero decírselo claramente y concluir de una vez.
—Pues díselo.
—... No me atrevo.
—Pues no se lo digas, y concluyamos tú y yo... Mejor será—replicó la niña con impaciencia.
—¡No hables, por Dios, así, Ventura! Se me figura que no me quieres. Debes comprender que mi posición es extraña, comprometida, terrible. Estar en vísperas de casarse con una joven excelente, y sin mediar disgusto alguno, sin antecedentes de ningún género que puedan tenerla prevenida, decirle de pronto: «Todo se acabó, ya no me caso contigo porque no te quiero ni nunca te he querido», es lo más brutal y más odioso que se haya visto jamás... Por otra parte, yo no sé cómo tomarían mi conducta tus papás. Lo más probable es que, indignados justamente por ella, me recriminasen duramente y me prohibiesen la entrada en esta casa...
—Bien, cásate con ella... ¡y en paz!—dijo Venturita poniéndose en pie un poco pálida.
—¡Eso nunca! O me caso contigo, o con nadie.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—No sé—replicó el joven bajando la cabeza con tristeza.
Ambos guardaron silencio unos instantes.
Al cabo Venturita dijo, dándose con la palma de la mano en la cabeza:
—¡Discurre, hombre, discurre!
—Ya lo hago, pero no sale...
—¡No sirves para nada!... Vamos, vete, y déjalo a mi cargo. Yo hablaré a mamá... Pero es necesario que escribas una carta a Cecilia...
—¡Oh, por Dios, Ventura!—exclamó angustiado.
—Entonces, ¿qué quieres, di?—preguntó la niña encolerizada.—¿Crees que voy a servir de juguete?
—¡Si pudiéramos pasar sin esa carta!—manifestó Gonzalo con humildad.—Tú no puedes figurarte lo violento que es para mí... ¿No bastaría que dejase de venir unos cuantos días a esta casa?
—Sí, sí; vete... ¡y no vuelvas!—respondió, dando un paso hacia la puerta.
Pero el joven la retuvo por una de las trenzas de sus cabellos.
—Vamos, no te enfades, hermosa. Bien sabes que me tienes dominado, fascinado, y que a la postre haré cuanto tú me mandes, incluso arrojarme al mar. No hacía más que expresarte una opinión... Si tú no quieres, nada de lo dicho... Trataba solamente de evitar a Cecilia un disgusto.
—¡Presuntuoso!—exclamó la niña sin volverse.—¿A que te figuras que Cecilia se va morir de pena?
—Si no se disgusta, mejor que mejor; así me evitaré un remordimiento.
—Cecilia es fría; ni quiere mucho, ni odia mucho tampoco. Es muy buena; no conoce el egoísmo. Pero siempre la encontrarás igual, ni alegre ni triste; incapaz de tomarse un disgusto por nada ni por nadie... Al menos, si se los toma, nadie lo conoce... ¿Qué haces?—añadió volviéndose rápidamente.
—Estaba desatando los lazos de las trenzas... Quería ver otra vez tus cabellos sueltos. No hay espectáculo que me cause más placer.
—¡Si es capricho, yo las desataré!... Aguarda—dijo la niña, que estaba orgullosa, y con razón, de su pelo.
—¡Oh, qué hermosura! ¡Esto es un prodigio de la naturaleza!—exclamó Gonzalo, introduciendo en él sus dedos.—Déjame, déjame meter la cabeza dentro, déjame bañarme en este río de oro.
Y ocultó, al decir esto, su rostro en la cabellera blonda de la niña.
Mas sucedió que, pocos momentos antes, como sonasen en el reloj las siete de la tarde, las costureras y bordadoras dejaron su obra, y se dispusieron a retirarse. Antes de hacerlo, Valentina fué comisionada por doña Paula para ir al cuarto de Venturita, y traer de allá unos patrones que debían de estar sobre el armario-escritorio. Llegó, y empujó la puerta en el instante crítico en que Gonzalo se estaba bañando de aquella original manera. Al sentir el ruido, éste se levantó de un brinco y quedó, más pálido que la cera. Valentina se puso encarnada hasta las orejas, y dijo balbuceando:
—Mamá quiere los patrones... los del otro día... Deben de estar sobre el armario.
—No están sobre el armario, sino dentro—respondió Venturita, sin inmutarse poco ni mucho.
Y dirigiéndose a él, y abriendo un tirador, sacó un lío de papeles y se lo entregó.
—Aguarda un poco, Valentina—dijo antes que saliese.—Hazme el favor de atarme el pelo, que yo no puedo por este dedo malo...
Y enseñó uno, por donde manaba sangre. Al ir por los patrones se lo había pinchado.
Valentina, muy turbada todavía, comenzó a atárselo.
—Me tiraba mucho, y, al desatarlo, me pinché con el alfiler que sujeta la cinta de arriba... El pobre Gonzalo no se arreglaba muy bien para atármelo, ¿verdad?—añadió riendo.
—¡Oh, no!—replicó el joven con forzada sonrisa, pasmado de aquella sangre fría.
La disculpa, aunque bien urdida, no coló. Valentina estaba bien segura de lo que había visto.
—¿Crees que se habrá tragado lo del pinchazo?—preguntó Gonzalo con ansiedad luego que hubo salido.
—Tal vez no; pero no hay cuidado con ella. Es la más reservada de todas.
Valentina fué a entregar los patrones a la señora y se despidió hasta el día siguiente. Al cruzar por el pasillo oyó claramente el rumor de un beso. Miró hacia el cuarto obscuro que allí había, y creyó percibir los cuadros blancos y negros del vestido de Nieves.
—¡Alza! ¡Esto está que arde!—murmuró con aquel ceño saladísimo que tanto la caracterizaba.
Bajó la escalera y salió a la calle, donde ya la esperaba su Cosme para acompañarla hasta casa.
De la reunión que los próceres de Sarrió celebraron en el teatro con asistencia del cuarto estado
El día 9 de junio de 1860, debe señalarse con caracteres de oro en los fastos de la villa de Sarrió.
Para ese día, socorrido de Alvaro Peña y de su hijo Pablo, don Rosendo Belinchón había rogado por medio de atento B.L.M. a sus convecinos que concurriesen por la tarde al local del teatro. Se trataría un asunto de «vital (por nada en el mundo se le escaparía a don Rosendo el vital) interés para la villa de Sarrió y su concejo». Sólo cuatro o cinco personas de las más obligadas al comerciante, conocían el noble y patriótico pensamiento que motivaba la convocatoria. Así que, arrastrados de la curiosidad, tanto como de la cortesía, acudieron a las tres en punto todos los convocados y muchos más a quienes nadie había dado vela en aquel entierro. El teatro se llenó de bote en bote. La gente principal se apoderó de las butacas y los palcos. La plebe subió a la cazuela. En el escenario se había colocado una mesa de escribir vieja y sucia. A entrambos lados de ella hasta media docena de sillas, no más nuevas ni más limpias, que servían para la decoración de «sala pobremente amueblada».
El teatro hervía ya de gente. El escenario permanecía aún desierto. Estaban casi en tinieblas. Sólo por un tragaluz de vidrios empolvados abierto allá en el fondo de la escena, despojada del telón de foro, penetraba escasísima claridad. A fuerza de tiempo, acostumbrados los ojos a la obscuridad, podían distinguirse los unos a los otros. El que entraba, iba despacio por el pasillo de las butacas para no tropezar, palpando los cráneos de los que las ocupaban, por ver si había alguna vacante.
—Aquí no, don Rufo.
—¿No hay asiento?—preguntaba sonriendo al vacío como los ciegos.
—No; suba usted arriba, a los palcos.
—Véngase aquí, don Rufo, véngase aquí—gritaba uno que estaba más adelante.
—¿Eres tú, Cipriano?
Y empujando y tropezando, llegaba el recién venido a colocarse. Alguno más práctico encendía una cerilla, pero al instante salían voces de la cazuela:
—¡Eh! ¡eh! ¡Cuidado con las narices, don Juan! Cuando va por las noches a casa de la Peonza, el diablo que cerilla enciende.
Don Juan se apresuraba a apagarla para librarse de aquellos insultos que hacían prorrumpir en carcajadas al ocioso público.
A medida que el tiempo transcurría, el zumbido de las conversaciones iba creciendo hasta hacerse insoportable. Los salvajes de la cazuela expresaban su impaciencia con patadas, gritos y baladres. Cambiaban unos con otros, por encima de las butacas, bromas y frases, más que obscenas, asquerosas. Gracias a que no había señoras.
Al fin aparecieron en el escenario cuatro señores, don Rosendo Belinchón, Alvaro Peña, don Feliciano Gómez y don Rudesindo Cepeda, propietario y fabricante de sidra espumosa. Los cuatro se despojaron de los sombreros al pisar el palco escénico. Prodújose repentinamente el silencio. Algunos de los espectadores, los menos, se descubrieron también. La mayor parte, prevalidos de la obscuridad y cediendo al instinto de grosería, poderoso en aquella región, permanecieron cubiertos. Don Rosendo y sus compañeros sonrieron al concurso, avergonzados. Para librarse del embarazo y temor que sentían, comenzaron a hablar con los espectadores de las primeras filas, a quienes podían divisar. Alvaro Peña, algo más atrevido, en razón quizá de su carácter militar y de su instrucción antirreligiosa, avanzó hasta la cáscara del apuntador, y dando a sus palabras una entonación excesivamente familiar, sonriendo sin gana como las bailarinas, dijo:
—Señores, tanto mis compañeros como yo desearíamos ¿eh?, que subiesen a este sitio algunas pejsonas de jespeto ¿eh?, que habrá en el público, a fin de que nos ayuden con su autoridad ¿eh?, y con su ilustración... a fin de que nos ayuden ¿eh? (no encontraba el final) en la empresa que vamos a emprendej...
El ayudante de marina pronunciaba las erres con la garganta, produciendo un sonido muy semejante a la jota.
Hubo un murmullo en la asamblea de asentimiento y simpatía por la modestia que resaltaba en aquella proposición.
—¿No está por ahí don Pedro Miranda?—preguntó Peña, sereno ya, volviendo a adquirir la resolución militar que le caracterizaba.
—Aquí está... Aquí—dijeron varias voces.
—Don Pedro, si nos hiciese usted el favoj... Don Pedro se defendía de los que le empujaban hacia el escenario, diciendo por lo bajo:
—Pero, señores, ¿yo por qué? ¿A qué asunto?... Hay otras personas...
No hubo más remedio. Poco a poco lo fueron llevando hasta cerca del escenario. Una vez allí, como no hubiese tabla ni escalera para subir, entre Peña y don Feliciano Gómez, lo auparon por las manos hasta ponerlo sobre el tablado.
—A ver, don Rufo, suba usted.
Don Rufo (médico titular de la villa), después de haberse defendido un poco, fué subido en vilo también. Y por el mismo sencillo mecanismo pasaron al escenario otros cinco o seis señores. Cada ascensión era saludada con una salva de aplausos y un murmullo de complacencia por el benévolo concurso. El ayudante vió a Gabino Maza sentado en una butaca cerca de la pared, y le gritó con alegría:
—¡Gabino, no te había visto!... Vamos, hombre, ven acá.
—Estoy bien aquí—respondió con sequedad el bilioso ex oficial de la Armada.
—¿Quieres que baje por ti?
Maza contestó en voz baja:
—No hace falta.
Los que estaban a su lado hicieron lo que con los demás.
—Vaya, don Gabino, arriba. No sea usted perezoso. Hombres como usted son los que deben estar allí. ¡No faltaba más que usted no subiese!
Y trataban al mismo tiempo de levantarle. Mas fueron inútiles todas las instancias. Maza se empeñó en permanecer en la butaca con una insistencia orgullosa que acobardó a los que le excitaban a subir. Alvaro Peña bajó entonces por él; pero después de una brega larga tuvo que retirarse desairado.
Ya que estuvo casi lleno el escenario, se trajeron más sillas recabadas de los chiribitiles de los cómicos. Se acomodaron en ellas los más selectos vecinos de Sarrió, y celebraron conciliábulo para resolver quién había de presidir la reunión. Por cierto que no acababan de entenderse, y el público daba señales claras de impaciencia. La mayor parte juzgaba que a don Rosendo correspondía la honra de sentarse detrás de la mesa de pino; pero éste la rehusaba con una modestia que le honraba muchísimo más. Al fin se sentó al observar que el público se iba cansando. Este aplaudió reciamente.
Nueva y fastidiosa dilación antes de resolverse quién había de dirigir la palabra al concurso. Alvaro Peña, que era hombre despachado y de arranque, se decidió a dar unos pasos hacia la boca del telón, y dijo en voz alta:
—Señores.
—¡Chis, chis! ¡Silencio!—gritaron algunos.
Y reinó el silencio.
—Señores: El motivo de celebrajse este meeting (sorpresa y extraordinaria complacencia del concurso al escuchar la palabreja exótica) no es otro ¿eh?, que el de unirnos todos para fomentaj los intereses morales y materiales de Sajió. Hace algunos días me indicaba nuestro dignísimo presidente que estos intereses se hallaban abandonados, ¿eh?, y que era necesario a todo trance fomentajlos. Señores, en Sajió hay varios problemas que jesolvej en este momento histórico; el problema del mejcado cubiejto, ¿eh?, el problema del cementerio, el problema de la cajetera a Rodillero, el problema del matadero y otros. Yo le dije a mi querido amigo, el dignísimo presidente: El único medio ¿eh?, de jesolvej estos problemas es celebraj un meeting donde todos los sajienses puedan emitij libremente su opinión...
—¿Eh?—gritó un socarrón desde la cazuela.
Peña alzó los ojos furibundos hacia allá. Y como era hombre a quien se le suponían malas pulgas, y gastaba unos bigotes desmesurados, el socarrón tembló por su pellejo y no volvió a chistar.
—Mi buen amigo, cuyo gran corazón y amoj al progreso conocen todos, me dijo que hacía tiempo que pensaba sobre lo mismo, y que él además, ¿eh?, tenía otro proyecto que no tajdará en comunicaj al ilustrado público. En consecuencia de esto hemos convocado a los vecinos de Sajió para una jeunión pública, y aquí estamos... porque hemos venido. (Este desenfado produce excelente efecto en el auditorio, que ríe con benevolencia).
—Señores—siguió el ayudante animado por los rumores,—yo creo que lo que le hace falta a este pueblo es despertaj del letajgo en que yace, ¿eh?, vivij de la vida de la razón y del progreso, ¿eh?, ponerse a la altura de los adelantos del siglo, ¿eh?, tenej conciencia de sí y de sus fuejzas. Hasta ahora, Sajió ha sido un pueblo dominado por la teocracia; mucha novena, mucho sermón, mucho rosario, y no pensaj para nada en el fomento de sus intereses, ni en aprender nada útil. Es necesario salij cuanto más antes de esta situación, ¿eh? Es necesario sacudij el yugo teocrático. Un pueblo dominado por los curas, es siempre un pueblo atrasado... y sucio. (Risas y aplausos, entre los cuales se oye tal cual chicheo.)
El ayudante hablaba mejor, y adquiría cierto donaire en cuanto se trataba de denigrar al clero.
—Pido la palabra—gritó una voz atiplada desde un palco.
—¿Quién es? ¿Quién es?—se preguntaron unos a otros los espectadores y los altos dignatarios del escenario.
—Es el hijo del Perinolo.—¿Quién?—El hijo del Perinolo.—El hijo del Perinolo.
Esta frase se fué repitiendo en voz baja por todo el ámbito del teatro.
El hijo del Perinolo era un joven pálido, de ojos negros, que gastaba larga melena. No se advertía más en la media luz que reinaba. Era para él gran fortuna. A ser entera, se verían perfectamente los lamparones de su levita añeja, la grasa de su camisa y las greñas de la melena, dado que los agujeros de las botas y los hilachos del pantalón, en modo alguno podían ser vistos a causa de la barandilla del palco. Pero todo lo sabían de memoria los vecinos de Sarrió, por tropezarle harto a menudo en la calle y los cafés. Digamos que, a pesar de esto, era mozo de gentil disposición y rostro.
Su padre, el señor José María el Perinolo, antiguo y clásico zapatero de la villa, era uno de aquellos viejos artesanos que a mediados del siglo gastaban chaqueta y sombrero de copa alta. Carlista fanático, miembro de todas las cofradías religiosas. Rezaba el rosario por las tardes al toque de oración en la iglesia de San Andrés, acompañado de unas cuantas mujerucas; salía en las procesiones de Semana Santa con hábito de disciplinante y corona de espinas, y tenía a su cargo y cuidado la capilla del Nazareno en la calle de Atrás. Este santo varón «que nunca había dado nada que decir» (suprema expresión de la honradez en los pueblos pequeños), educó a su hijo Sinforoso y a otros dos más, en el santo temor de Dios y del tirapié. Azotes, penitencias de rodillas, días a pan y agua, estirones de orejas y bofetadas. La infancia de Sinforoso estaba poblada de estos recuerdos poéticos. Cuando llegó a la pubertad, como mostrase singular destreza para aprender sus lecciones, el Perinolo se persuadió a que no estaba llamado a sustentar la zapatería cuando él fuese muerto, sino a ser firme columna de la Iglesia Romana. Faltábanle medios para mandarle al seminario de Lancia. Vinieron en socorro suyo don Rosendo y don Melchor de las Cuevas, don Rudesindo y el párroco de la villa, que espontáneamente le asignaron tres pesetas diarias mientras no cantase misa. Mas al cursar el segundo año de Teología, recibieron estos señores del seminarista una carta elegantemente escrita. En ella les manifestaba que no se sentía llamado por Dios a la carrera eclesiástica, y que antes de ser un mal sacerdote prefería aprender el oficio de su padre o embarcarse para América. Terminaba suplicándoles con palabras fervorosas que le permitiesen cambiar la Teología por el Derecho, hacia el cual se creía inclinado, y con esto no daría tan gran disgusto a su padre. Accedieron sus bienhechores a la demanda. Y Sinforoso se hizo al cabo columna del Estado en vez de la Iglesia, como deseaba el Perinolo. Mientras siguió la carrera de leyes con sobresalientes y premios al principio, notables después y aprobados al fin, emborronó algunos articulejos en los diarios de Lancia. Con esto se creyó en el caso de dejar crecer los pelos y ponerse lentes sobre la nariz. Así se presentó el nuevo licenciado en Sarrió con la aureola de gloria además que rodea a quien ha hecho sus primeras armas, y aun reñido batallas en la prensa periódica. Se había afiliado en el partido liberal más avanzado renegando así de su prosapia. Con esto, su padre estaba fuertemente desabrido. Si le dejó entrar en casa debióse a la intercesión de la madre. No le hablaba ni le daba un céntimo para sus gastos, limitándose a consentir que durmiese bajo su techo y comiese la ración. Al cabo de algunos meses los zapatos se habían despellejado y la ropa daba lástima verla. Pero todo lo suplía muy bien el letrado con el empaque y gravedad de la fisonomía y lo airoso de su porte. Pasaba la mañana leyendo en la cama: las tardes y las noches en el café discutiendo a gritos lo que había leído por la mañana. Los vecinos no le querían; pero respetaban mucho su ilustración y talento.
—¿Quién ha pedido la palabra?—preguntó don Rosendo.
—Suárez... Sinforoso Suárez—dijo el joven inclinando su busto sobre la barandilla.
—Usted la tiene, señor Suárez.
El joven tosió, metió los dedos de entrambas manos por el pelo, dejándolo más ahuecado y revuelto, se puso los lentes que traía colgados de un cordoncillo y dijo:
—Señores.
La entonación firme y sosegada que dió a esta palabra, y la pausa larga que después hizo asegurando los lentes sobre la nariz y paseando una mirada de grande hombre por el concurso, impusieron silencio y respeto.
—Después de la brillante oración que acaba de pronunciarnos mi queridísimo amigo el ilustrado ayudante de este puerto, señor Peña (el ayudante, aunque no ha hablado con Suárez más de tres veces en su vida, se inclina agradecido. Los respetables vecinos de Sarrió aprenden que hay más oraciones que el Padre Nuestro, la Salve y las demás rezadas por la Iglesia), quedará bien convencida la asamblea del fin generoso y patriótico que ha inspirado a los promovedores de este meeting. Nada tan grande, nada tan hermoso, nada tan sublime como ver a un pueblo reunido para deliberar acerca de los más altos y caros intereses de su vida. ¡Ah, señores! al escuchar hace un momento al señor Peña, me imaginaba estar en el Agora de Atenas decidiendo, como ciudadano libre, entre otros ciudadanos libres también como yo, de los destinos de mi patria. Me imaginaba oir la palabra vigorosa y ardiente de alguno de aquellos grandes oradores que ilustraron al pueblo heleno... Porque la elocuencia de mi queridísimo amigo el señor Peña, tiene mucho de la arrebatada pasión que caracterizaba a Demóstenes, el príncipe de los oradores y bastante también de la fluidez y elegancia que brillaba en los discursos de Pericles. (Pausa: mano a los lentes.) Es viva y animada como la de Cleón; es mesurada y prudente como la de Arístides; tiene tonalidades graves y precisas como la de Esquines, y notas agradables al oído como la de Isócrates. ¡Ah, señores! Yo también, como el elocuente orador que me ha precedido en el uso de la palabra, deseaba que el pueblo donde he visto por primera vez la luz del día, despertase a la vida del progreso, a la vida de la libertad y la justicia... ¡Sarrió! ¡Cuánto dulce recuerdo, cuánta inefable alegría despierta en mi alma este solo nombre! Aquí corrieron los años felices de mi infancia... Aquí comenzó a formarse mi espíritu... Aquí hizo el amor palpitar por primera vez mi corazón... En otra parte se ha enriquecido mi razón con el conocimiento de las ciencias, con las grandes ideas que engendra el estudio del Derecho... Aquí se ha nutrido mi alma con las santas y dulces emociones del hogar. En otra parte se ha adiestrado mi inteligencia en la polémica, en la lucha de las ideas... Aquí he cultivado mi sensibilidad con el tierno amor de la familia... Señores, lo diré muy alto, suceda lo que suceda: Sarrió está llamado a grandes destinos. Tiene derecho a ser una de las primeras poblaciones de la costa cantábrica, un emporio de actividad y de riqueza, tanto por la excelente situación en que la naturaleza lo ha colocado, como por la laboriosidad, la honradez y las grandes dotes de inteligencia de sus habitantes. (¡Bravo! ¡Bravo! Unánimes y estrepitosos aplausos.)
Roto el hielo que la sorpresa, más que una prevención injusta, había formado, los bravos y los aplausos se sucedieron sin interrupción a cada párrafo. Jamás los laboriosos, honrados e inteligentes habitantes de Sarrió habían oído hablar tan fácil y pulidamente. Aquel discurso fué la revelación de la vida parlamentaria moderna, según decía Alvaro Peña al disolverse la reunión.
Media hora llevaría en el uso de la palabra en medio del creciente entusiasmo del auditorio, cuando a uno de los próceres del escenario se le ocurrió que podía tener seca la boca y sería oportuno servirle un vaso de agua con azucarillo. Comunicada en voz baja la observación al presidente, éste interrumpió al orador, diciéndole:
—Si el señor Suárez está fatigado, puede descansar. Voy a dar orden de que le sirvan un vaso de agua.
Estas palabras fueron acogidas con un murmullo de aprobación.
—No estoy fatigado, señor presidente—respondió suavemente el orador.
(Sí, sí, que descanse.—Dejarle descansar.—Que se le traiga un vaso de agua.—Puede hacerle daño: que le echen unas gotas de anís.)
Los espectadores, acometidos súbito de una ardiente simpatía, se convertían en madres cariñosas para el hijo del Perinolo.
Este, inflándose más de lo que estaba, sonrió al auditorio, y dijo:
—La fatiga es propia de los soldados bisoños. Los que como yo están acostumbrados a las lides de la tribuna (había hablado varias veces en la Academia de jurisprudencia de Lancia) no se rinden tan fácilmente...
Digamos ahora que Mechacan, zapatero, vecino y competidor hacía muchos años del señor José María el Perinolo, que había visto criarse a Sinforoso y le había arreado más de uno y más de dos lampreazos con el tirapié cuando al volver de la escuela le llamaba, para vejarle, por el apodo, le estuvo escuchando desde la cazuela con las manazas apoyadas sobre la barandilla y la cara erizada de púas sobre las manos. En sus ojos, sombreados de una selva enmarañada de pestañas, no se advertía la chispa de entusiasmo que ardía en los de los demás. Antes se leía el asombro, la ira y la envidia. Cuando acertó a oir las palabras jactanciosas del hijo de su rival, no pudiendo sufrir tanta farsa, gritó con rabia:
—¡Fuera ese piojo, sollo!
Indescriptible indignación en el auditorio. Todos los rostros se vuelven airados a la cazuela. Oyense las voces de:
—¿Quién es ese borrico?—¡A la cárcel!—¡Fuera ese cerdo!
El presidente pregunta con terrible severidad:
—¿Estamos en un pueblo culto o entre hotentotes?
Esta pregunta así formulada, produce honda impresión en el público.
Suárez, un poco pálido y con voz alterada, dice al fin:
—Si la Asamblea lo desea, estoy dispuesto a sentarme.
(¡No, no!—¡Que siga! Estrepitosos y prolongados aplausos al orador.)
La indignación contra el grosero interruptor creció a tal punto con estas humildes palabras, que se oyen gritos amenazadores y muchos agitan los puños frente al sitio de donde había partido la voz. Alvaro Peña, el orador griego, más indignado que nadie, sube por fin a la cazuela y a pescozones y coces arroja al desgraciado Mechacan del teatro entre los aplausos del público.
Sosegadas ya las olas, el orador continúa. Hace una excursión por el campo de la historia para demostrar que los sarrienses, desde la época de la dominación romana, cuando la España estaba dividida en Citerior y Ulterior y después en Tarraconense, Bética y Lusitania, hasta nuestros días, habían demostrado en todas ocasiones un ingenio poderoso muy superior al de los habitantes de Nieva. Tales declaraciones fueron acogidas con vivas muestras de aprobación. Introdúcese después repentinamente en los dominios del Derecho y hace gala de conocimientos poco comunes, sobre todo en Sarrió, en la ciencia de Triboniano y Papiniano. Al llegar a cierto punto, con una modestia que le honra mucho, dice:
—Lo que acabo de exponer, señores, no tiene ningún valor científico. Lo sabe cualquier niño que haya saludado las Pandectas...
Don Jerónimo de la Fuente, maestro de primeras letras de la villa, que había estudiado por los métodos modernos y sabía algo de Froebel y Pestalozzi, hombre ilustrado, que había escrito un prontuario de los verbos irregulares y tenía un telescopio en el balcón de su casa siempre apuntando al cielo, se levanta de la butaca, y sonriendo con mucha lástima dice:
—Las palmetas hace ya bastantes años que se han suprimido de las escuelas.
—No he dicho palmetas, he dicho Pan-dec-tas—replica Suárez sonriendo con mucha más lástima.
Don Jerónimo enrojece por el paso en falso que acaba de dar.
El orador continúa y termina al fin, deseando, como el elocuente ayudante de marina, que Sarrió despierte a la vida del progreso, que salga del letargo en que yace, y que de algún modo se manifieste en su recinto la lucha de las ideas, fecunda siempre, y luzca en su horizonte el sol radiante de la civilización.
«... Si es verdad, como tengo entendido, que merced a la iniciativa patriótica y generosa de un respetabilísimo personaje de esta villa, se prepara el advenimiento a ella del cuarto poder de los estados modernos. Si es verdad que Sarrió estará dotado en breve de un periódico que refleje sus legítimas aspiraciones, que sea el palenque donde se ejerciten sus inteligencias, el salvaguardia de sus más caros intereses, el centinela avanzado de su tranquilidad y reposo, el órgano, en fin, por donde se comunique con el mundo espiritual, felicitémonos, señores, ¡felicitémonos de todo corazón! y felicitemos también al ilustre patricio por cuyo esfuerzo va a llegar hasta nosotros un rayo de ese astro luminoso del siglo diez y nueve que se llama la prensa.»
(¡Bravo, bravo! Todas las miradas se, vuelven ansiosas hacia la presidencia. La faz de don Rosendo resplandece llena de majestad y dulzura.)
Después del hijo del Perinolo, pidió y obtuvo la palabra don Jerónimo de la Fuente. El ilustrado profesor de primeras letras, deseaba ardientemente levantarse a los ojos del público después de la caída de las Pandectas. Comenzó, pues, manifestando que abundaba en las ideas del digno orador (obsérvese que no dijo elocuente ni ilustrado, sino digno, digno nada más) que le había precedido en el uso de la palabra; que él, destinado por su profesión a encender la antorcha de la ciencia en las inteligencias infantiles, no podía menos de ser partidario decidido de los adelantos modernos y, sobre todo, de la prensa. En corroboración de estas palabras, se cree en el caso de manifestar que, tan pronto como la creación de un periódico en Sarrió fuese un hecho, tendría el gusto de exponer a sus convecinos la resolución de un problema que hasta el día de hoy se había creído insoluble, el de la «trisección del ángulo», al cual había dedicado muchos esfuerzos y vigilias, coronadas unas y otros afortunadamente por el mejor éxito. Habló después con gran oportunidad de algunas materias, de Geografía física y Astronomía, explicando algunos problemas de la mecánica celeste, en particular la ley de la atracción universal, descubierta por Newton, gracias a la cual, los planetas se mueven alrededor del sol en órbitas elípticas. A este propósito expuso con gran brillantez lo que era una elipse. Por último, al hablar de nuestro satélite la luna, hizo observar que el tiempo de su revolución alrededor de la tierra iba disminuyendo sensiblemente, lo cual indica que su órbita se va estrechando. Esto, en opinión del orador, daría por resultado más tarde o más temprano que la luna caería sobre la tierra, y ambas se harían pedazos. Don Jerónimo se sentó, dejando el auditorio sumamente agitado, bajo el peso de esta profecía aterradora.
Avanzó acto continuo hasta las candilejas, don Rufo, el médico de la villa, hombre flaco, con barba de cazo, y gafas de oro. A las pocas palabras declaró explícitamente que, en su opinión, el pensamiento no es más que una función fisiológica del cerebro y el alma un atributo de la materia. Pero, ¿en qué parte del cerebro reside el foco de la actividad intelectual?—se pregunta el orador.—En su concepto, esta actividad tiene su centro en la «sustancia gris, parda o amarilla», y en modo alguno en la «sustancia blanca», que no es más que la conductora de tal actividad. Habló después de la dura-máter, de los hemisferios, de los lóbulos frontal, parietal y occipital, de la hoz del cerebro y de la tienda del cerebelo. En este punto tuvo una ocurrencia feliz, comparando bellamente las circunvoluciones de la sustancia gris a un montón de intestinos arrojados al acaso. Todas las facultades que llamamos del alma, no son sino funciones de esta sustancia gris, de este montón de intestinos. El cerebro segrega pensamientos como el hígado segrega bilis y los riñones orina. El orador termina afirmando que, mientras la humanidad no se penetre de estas verdades, no podrá salir del estado de barbarie en que yace.
Como nunca quiso ser menos que el médico, pidió la palabra el profesor de veterinaria Navarro. Después de dedicar algunas frases a congratularse por la celebración de aquel meeting (ninguno de los que hablaron dejó de citar la palabreja) expuso algunas ideas muy razonables acerca de la angina gangrenosa del cerdo y su tratamiento profiláctico. El orador tropezaba, balbuceaba, sudaba para emitir su pensamiento. Pero esta deficiencia de expresión, la suplía cumplidamente la novedad y el interés que el tema ofrecía. A la sazón estaban falleciendo de anginas, en Sarrió, bastantes de aquellos simpáticos animales.
El público, por más que escuchaba con respeto y simpatía estas noticias acerca de la enfermedad que aquejaba en aquel momento al ganado de cerda, sentía ya impaciencia por oir las declaraciones del presidente. Después de la alusión del hijo del Perinolo al asunto del periódico, todos ansiaban saber lo que había de cierto. Mientras Navarro disertaba, salió una voz de la cazuela gritando:
—Que hable don Rosendo.
Y aunque el público castigó con un enérgico chicheo esta grosera interrupción, era unánime la opinión de que Navarro como orador «no tenía condiciones».
Por fin el hombre notable de Sarrió, el portaestandarte de todos los progresos, el ilustre patricio don Rosendo Belinchón, alzó su busto majestuoso por encima de la mesa.
(Silencio, ¡chis, chis!—¡Callarse, señores!—¡¡Atención!!—¡Por favor, un poco de atención!)
Estos fueron los gritos que salieron de la muchedumbre, aunque nadie había osado mover un dedo siquiera. Tal era el afán de escuchar la palabra presidencial.
Como todos los hombres de espíritu realmente elevado y de ingenio penetrante, don Rosendo escribía mejor que hablaba. Sin embargo, su palabra reposada tenía un sello de grandeza que en vano se buscaría en los oradores que le habían precedido.
—Señores (pausa), doy las gracias a todas las personas (pausa) que han acudido esta tarde (pausa) a la reunión que he tenido el honor de convocar (pausa mucho más larga durante la cual se suena con ruido). Tengo una verdadera satisfacción (pausa) en ver reunidos en este sitio a las personas más ilustradas de la villa (pausa) y a todos los que por uno o por otro concepto valen y significan algo.
(Bravo: muy bien, muy bien.)
Después de este exordio tan lisonjeramente acogido, manifestó el orador que lo que urgía en aquel momento era «levantar el nivel intelectual de Sarrió». Después añadió que su propósito al convocar este meeting no había sido otro que levantar este nivel. (Aplausos prolongados.) Para llevar a cabo tal empresa se consideraba sin fuerzas y méritos suficientes. (Si, si. Aplausos.) Pero contaba, creía contar al menos, con el auxilio poderoso de los muchos hombres de corazón y patriotismo, de inteligencia y de progreso que Sarrió encerraba. (Muestras de aprobación.) El medio que creía más eficaz para elevar a Sarrió a la altura que le correspondía, y hacerle rivalizar dignamente con otras villas, y aun ciudades marítimas de menos importancia, era la creación de un órgano que sostuviese sus intereses políticos, morales y materiales...
—Y, señores (pausa), aunque todavía no se hayan orillado todas las dificultades (pausa), tengo el gusto de manifestar a esta ilustrada Asamblea... (Atención, chis, chis. ¡Silencio!) que tal vez en el próximo mes de agosto... (¡Bravo, bravo! Ruidosos, frenéticos aplausos que interrumpen al orador por algunos momentos.) Que tal vez en el próximo mes de agosto (¡bravo, bravo! ¡silencio!) la villa de Sarrió contará con un periódico bisemanal. (Estrepitosos aplausos. Navarro arroja su sombrero de copa a la escena. Algunos otros espectadores siguen el ejemplo. Alvaro Peña y don Feliciano Gómez se ocupan en recogerlos y volverlos a sus dueños. La fisonomía de don Rosendo brilla con expresión augusta, y sus labios, al contraerse con una sonrisa feliz, dejan ver las dos filas simétricas de sus dientes, testimonio elocuente de los progresos odontálgicos.)
—A pesar de esas manifestaciones de cariño que agradezco hasta el fondo del alma (pausa) el orgullo no me ciega. La escasez de mis fuerzas (No, no), mi falta de ilustración (No, no: aplausos) hará que el órgano que funde no corresponda seguramente a las esperanzas del público. (Voces de varios sitios: ¡Si corresponderá! Tenemos confianza. Aplausos.) Pero si alguna vez (pausa) la falta de inteligencia puede ser suplida por la fe y el entusiasmo, será ciertamente ahora. Mi humilde pluma y mi modesta fortuna pertenecen al pueblo de Sarrió. (Muestras vehementes de aprobación.)
El nuevo periódico, según el orador, tenía «una gran misión que cumplir». Esta misión consistía en plantear las reformas, los progresos que la villa reclamaba. La necesidad de estas reformas y estos progresos «estaba en la conciencia de todo el mundo». El mercado cubierto se había hecho absolutamente indispensable. La carretera a Rodillero era el anhelo constante de ambos pueblos. En cuanto al macelo público don Rosendo se preguntaba con sorpresa cómo la villa podía consentir que existiese un foco de inmundicia como el actual, que era «un verdadero padrón de ignominia».
Gabino Maza había estado escuchando con marcado desdén y disgusto desde su butaca, a cuantos habían hecho uso de la palabra. Revolvíase como si el asiento tuviese pinchos. Le venían ganas atroces de gritar a los oradores: «¡Burros, pollinos!» como acostumbraba a hacer en el Saloncillo, o de fulminar contra ellos uno de esos sarcasmos feroces que levantan roncha. «Aquellas payasadas» le habían revuelto la bilis. No era milagro. Ya conocemos la gran virtud de segregación que el hígado del ex marino poseía. Respiraba con fuerza, sonreía sarcásticamente, rechinaba los dientes y escupía a menudo, mostrando de este modo su desaprobación a todo lo que se había dicho, lo que se estaba diciendo y lo que se había de decir. De vez en cuando, dejaba escapar algún ¡bah! o algún ¡pouh! o un ¡ta! y otras partículas no menos significativas. Por último, en mitad del discurso de don Rosendo, o porque nada pudiese oponer a su grave elocuencia, o porque el ruido de los aplausos le exacerbase de modo irresistible, es lo cierto que salió de la sala, y comenzó a dar paseos por delante de la puerta del teatro en un estado de agitación lamentable. A los pocos momentos, volvió a entrar y subió a la cazuela. Allí, oyendo a don Rosendo tocar el punto del matadero, pidió por favor a la plebe que le dejase paso. Una vez en las primeras filas, gritó reciamente:
—¡Aquí no se juega trigo limpio!
Después, se retiró.
No sabemos en qué consiste; pero es lo cierto, que siempre que en una reunión se insinúa por alguno la idea más o menos gratuita de que allí no se juega trigo limpio, tal afirmación produce efectos desastrosos. Esto es tanto más extraordinario, cuanto que por regla general, en las asambleas nadie lleva trigo en los bolsillos, ni limpio ni sucio. Y si por casualidad alguno lo llevase, es bien seguro que no le pasaría siquiera por el pensamiento jugar con él.
Don Rosendo, al oir la frase, quedó repentinamente mudo y pálido. Un fuerte murmullo de sorpresa corrió por todo el ámbito del teatro. Algunos gritaron:—¡Fuera!—Otros dijeron:—¡Chis, chis!—Las miradas de todos, después de escrutar las alturas de la cazuela, se dirigieron a la presidencia. Don Rosendo turbado aún, y con voz algo enronquecida, dijo:
—Señores: Si con esas palabras se quiere manifestar que yo, al convocar esta reunión, he abrigado algún pensamiento bastardo, mi delicadeza no me permite continuar en este sitio, y me retiro...
—¡No, no! ¡Que siga! ¡Viva el presidente!
—Yo estoy seguro, señores—dijo el orador visiblemente conmovido,—de que el individuo que ha gritado no es vecino de Sarrió, no ha nacido en Sarrió, ¡no puede ser de Sarrió!
Habiendo murmurado uno que el interruptor era de Nieva, se armó en el teatro terrible confusión y estruendo. Un grito formidable de:—¡Mueran los mazaricos! ¡Viva Sarrió!—se eleva de todas partes. Hay que advertir que en Sarrió se llamaba a los habitantes de Nieva mazaricos a causa quizá del gran número de pájaros de este nombre que allí suele haber, mientras los de Sarrió eran llamados en Nieva pinzones, por la misma razón.
Sosegados al fin los ánimos, don Rosendo da las gracias y cede a las instancias del público.
—Antes de ocupar otra vez este sitial (el presidente se había retirado al fondo del escenario), debo manifestar que si ese papagayo... o mazarico (risas) pretende arrancarme una declaración acerca del problema del macelo público, no tengo inconveniente en hacerla, porque a mí no me duelen prendas. (Viva, curiosidad. No se oye una mosca volar.) Yo declaro solemnemente, señores, que el nuevo macelo, en mi concepto, no debe emplazarse en otro sitio que en la Escombrera. (Inmensa sensación.)
El orador termina con pocas palabras más su grandioso discurso, y levanta la sesión. Los espectadores salen del teatro medio asfixiados, tanto por las múltiples emociones que en poco tiempo habían experimentado, como por los treinta y ocho grados centígrados que había en el local.
Historia de una lágrima
Esto pasaba en las altas esferas. En los dominios obscuros de la vida privada ocurrían al mismo tiempo algunos sucesos, que aunque no tan memorables, no dejaban de tener importancia para las personas que en ellos intervinieron.
Al día siguiente de la entrevista de Venturita y Gonzalo, que hemos narrado, éste no visitó la casa de su prometida. Permaneció en la suya, fingiéndose aquejado por un fuerte dolor de muelas. Tal fué al menos la noticia que llegó hasta Cecilia por conducto de Elvira, la doncella, que había visto al criado de don Melchor en la plaza. Al otro día, como no pareciese tampoco, la familia supuso que aún seguía el dolor. Nadie dudaba más que Venturita y Valentina. La bordadora huía de tropezar con la mirada de la niña. Quizá temería avergonzarla, quizá ella misma se sintiese avergonzada sin saber por qué. Venturita estaba tan risueña como siempre. Cecilia, a quien sólo se le conocía el mal humor en que hablaba menos, sacó de su cómoda un elixir dentrífico, copió una oración a Santa Polonia que le habían dado, y llamando con misterio a Elvira, le dijo toda ruborizada:
—Elvira, ¿quieres hacerme el favor de llevar este frasco y este papel al señorito Gonzalo?
—¿Ahora mismo?
—Cuando puedas... Si ahora no tienes que hacer... Quisiera que no se enterasen...
—Descuide usted, señorita—respondió la morenita pálida sonriendo con amabilidad;—nadie sabrá una palabra. Su mamá me va a mandar por almidón, y a la vuelta, ¡zas! me encajo allá.
Al recibir Gonzalo el recado, sintióse acometido de punzantes remordimientos. Comenzó a pasear agitadamente por su cuarto. Tres o cuatro veces estuvo a punto de tomar el sombrero y plantarse en casa de Belinchón, y dejar que las cosas siguiesen como habían comenzado. Los sentimientos honrados, bondadosos y compasivos que en su corazón existían; la voz de la razón que abogaba en defensa de Cecilia; el ángel, en una palabra, que todo hombre lleva dentro de sí, le incitaba para que lo hiciese. La imagen gentil y graciosa de Venturita, presente al recuerdo; el fuego de sus ojos que aún le relampagueaba por el alma; el dulce contacto voluptuoso de sus cabellos de oro; el demonio, en fin, le retenía. Gonzalo era un hombre sano de cuerpo, de músculos poderosos, rico de sangre, pero muy pobre de voluntad. Los diablos temen más a los temperamentos exhaustos que a los opulentos como el suyo. La batalla que el demonio y el ángel libraron, no duró mucho tiempo. Vino a decidirla, en favor del primero un billetito de Ventura que Generosa, la otra doncella de la casa, le trajo. Decía así: No te impacientes. Hoy hablaré a mamá. Ten confianza en tu—Ventura.
La mirada de la doncella al entregárselo, donde creyó advertir a pesar de la sonrisa una tácita censura, le turbó un poco. Despidióla con larga propina. Al abrir después con mano trémula la carta, percibió el perfume de sándalo que Venturita usaba. Ofrecióse súbito a su imaginación la imagen hermosa provocativa de la niña, y removió las últimas fibras que en su ser aún no habían vibrado. Acercóla a los labios, y embriagado y palpitante de deseo, la besó con frenesí repetidas veces.
¡Pobre Cecilia! Tomaba el primer pedazo de papel que le venía a la mano, y sin cuidarse de guardarlo entre esencias, escribía a su novio con lápiz la mayoría de las veces. ¡Si las mujeres supiesen la importancia de estos miserables pormenores!
Venturita había dado vueltas todo el día alrededor de su madre, esperando ocasión de hablarla sin testigos. A la hora del crepúsculo, cuando las costureras se fueron, madre e hija quedaron al fin solas. Cecilia se había retirado a su cuarto dominada por la tristeza que había disimulado con trabajo durante el día. Doña Paula estaba sentada en una butaca con los ojos clavados en el balcón, recogiendo los últimos rayos de la luz moribunda, en actitud melancólica y reflexiva, poco frecuente en ella. Parecía presentir el disgusto que se cernía sobre su cabeza. Venturita colocaba los bastidores en un rincón y los tapaba con un lienzo, arreglaba las sillas y arrastraba la cesta de la costura a un lado para que no estorbase.
—Avisa que traigan luz—dijo doña Paula.
—¿Para qué?—respondió la niña sentándose en una silla baja a su lado.—Ya está todo arreglado.
Su madre volvió a entornar los ojos hacia el balcón y quedó en la misma actitud melancólica. Al cabo de unos momentos de silencio, Venturita tomó su mano y la llevó con ternura a los labios. Doña Paula volvió la cabeza con sorpresa. Pocas veces, por no decir nunca, su hija menor le había dado este beso respetuoso. Sonrió con dulzura y tomándole la barba entre los dedos, le dijo:
—¿Estás contenta con el vestido?
—Si, mamá.
—Te hace un cuerpo muy bonito. En cuanto le toquen un poco en el pecho, quedará que ni pintado.
La niña calló. Alzando los ojos al cabo de un instante le dijo, esforzándose en dar a su voz una inflexión segura:
—Dime, mamá, ¿qué opinas de la retirada de Gonzalo?
—¡La retirada de Gonzalo!—exclamó la señora volviendo con asombro la cabeza.—¿Qué quieres decir, criatura?
—Sí, la retirada, porque a mí me consta que no está enfermo. Ayer estuvo toda la noche jugando al billar en el café de la Marina.
—¡Bah, bah! ¿Tienes ganas de reir?
—No me río, mamá, hablo en serio.
—¿Y quién te ha dicho a ti eso?
—Lo sé por Nieves, que se lo dijo su hermano.
—Puede que le haya aliviado el dolor por la noche y saliese a esparcirse un poco.
—Y entonces, ¿por qué no ha venido hoy?
—Porque le habrá vuelto otra vez.
—No lo creas, mamá... Ten la seguridad de que Gonzalo no quiere a Cecilia.
—¿Sabes lo que estás diciendo, necia? Hazme el favor de callarte, antes que me enfade.
—Me callaré; pero las pruebas de cariño que está dando no son grandes.
—¡Tendría que ver eso!—dijo la señora volviéndose airada.—Si Gonzalo es mucho, Cecilia es más... A mi hija no la desprecia ni Gonzalo ni el Príncipe de Asturias, ¿sabes?... Me enteraré de lo que acabas de decir, y si resulta cierto, ya tomaré yo mis medidas.
Doña Paula era de natural bondadoso y tierno, amiga de los pobres y generosa; pero tenía la altivez irreflexiva y la susceptibilidad exagerada de las artesanas de Sarrió.
—No, mamá, no se trata de eso. ¿Quién te ha dicho que Gonzalo desprecia a Cecilia?
—Tú misma. ¿Por qué no la quiere entonces?
Venturita se detuvo un instante, y respondió con firmeza:
—Porque me quiere a mí.
—Vamos—dijo la señora sonriendo.—Ya debí comprender desde el principio que era todo una broma.
—No es broma, es la pura verdad... Y si quieres convencerte, entérate...
Sacó al mismo tiempo del pecho una carta que llevaba a prevención, y se la alargó.
Doña Paula se puso en pie vivamente, y gritó:
—¡Pronto!... ¡Una luz, pronto!
Venturita tomó una caja de cerillas que había sobre el costurero, y encendió una.
Madre e hija estaban pálidas. Aquélla arrimó la carta a la luz. En cuanto leyó unos cuantos renglones, se dejó caer en la butaca, y clavando los ojos con expresión dolorosa en su hija, le dijo:
—Ventura, ¿qué has hecho?
—¿Yo? Nada—respondió la niña tirando al suelo la cerilla que tocaba a su fin.
—¿Nada te parece, loca, impedir el matrimonio de tu hermana, engañarla miserablemente, dar un escándalo en la villa como nunca se habrá visto?
—Yo no he hecho nada de eso. El fué quien se me declaró. ¿Es pecado dejarse querer?
—En esta ocasión, sí—replicó con severidad la señora.—A la primera señal debiste advertirme. Consentir que te hablase de otro modo que como una hermana, era hacer traición a tu hermana y hacerte a ti muy poco favor.
—Pues ya está—replicó la niña en tono desdeñoso.
—Pues no estará—replicó doña Paula con enojo y levantándose.—¿Qué te has propuesto, vamos, di?... Mejor dicho, ¿qué os habéis propuesto?
—Debes suponerlo.
—Casaros, ¿verdad?—preguntó en tono sarcástico.
—¡Qué equivocada estás!... El matrimonio de tu hermana quedará deshecho... Desde ahora mismo lo doy por deshecho... ¡pero lo que es tú, bien libre estás de casarte con Gonzalo... ni de que éste ponga siquiera los pies más en casa...! En primer lugar, tú eres una mocosa que debieras estar jugando con las muñecas y recibiendo azotes... y aunque no lo fueras, ni tu padre ni yo podíamos consentir que te casaras con un hombre que ha engañado miserablemente a tu hermana y nos ha engañado a todos... Lo menos que diría la gente es que estamos muertos por hacerle nuestro yerno. ¡Que se te quite, niña!
—Pues que quieras o no quieras—dijo Venturita retrocediendo de espalda hacia la puerta,—me casaré.
Doña Paula quiso castigar la insolencia; pero la niña salió precipitadamente, sujetó la puerta, y entreabriéndola después, dijo con acento rabioso:
—¡Me casaré! ¡me casaré! ¡me casaré!
Al día siguiente, Gonzalo recibió una carta de ella, que decía: «Ayer hablé con mamá. Se ha enfadado mucho. Hoy hablaré otra vez, y espero que cederá. Ten confianza.»
Y en efecto, aquella misma mañana madre e hija volvían a tener habla en el cuarto de la última. Fué larga, y no sabemos lo que en ella pasó. Doña Paula salió al cabo de una hora con los ojos enrojecidos de llorar, llevándose la mano al corazón, del cual padecía a menudo, en dirección a su cuarto, y se acostó. Ventura salió en pos de ella, serena; pero pálida. Llamó a Generosa, su confidente, y le dió un recado para Gonzalo. Este, a las nueve de la noche, se paseaba por delante de la casa de Belinchón. Pocos minutos después, Venturita abría la ventana del escritorio, que estaba en la planta baja y tenía rejas.
—Ya está todo arreglado—dijo en voz de falsete luego que el joven se hubo acercado.
—¿Cómo? ¿De veras?—preguntó éste con alegría.
—¡Oh, buen trabajo me ha costado! Estaba furiosa.
—¿Y tu papá?
—Papá aún no sabe nada; pero cederá también... ¡Vaya si cederá!... La receta no puede ser más eficaz.
—¿Qué receta?
—La que he empleado... La cosa se había puesto tan fea, que ya estaba resuelto que tú no volvieras más a casa. A mí me mandaba a Tejada en castigo. Ni súplicas ni razones valían de nada. Estaba loca de ira. Te llamaba infame y traidor. A mí, ¡figúrate cómo me pondría!... Entonces no tuve más remedio que apelar al último recurso... por más que sea un poco fuerte—añadió en voz más baja y alterada.
—¿Qué recurso?—preguntó Gonzalo con curiosidad.
Venturita guardó silencio algunos momentos. Al cabo respondió avergonzada:
—Le dije... le dije que tú y yo no podíamos menos de casarnos ya.
—¿Pues?
—Pues... pues... adivínalo—dijo la niña con impaciencia.
En efecto, Gonzalo adivinó y experimentó una impresión de repugnancia y temor. Calló obstinadamente por algún tiempo. Venturita le preguntó al fin:
—¿Te ha parecido mal?
—Sí—respondió secamente.
—Pues dispensa, chico... Mañana le diré que todo ha sido una mentira... y hemos concluído.
—Nada se adelanta ya. Lo que me parece mal no es el resultado, como debes comprender, sino que haya salido eso de ti.
—Más pierdo yo que tú.
—¡Por lo mismo lo siento!
—Bien, pues dale expresiones—replicó desabridamente levantándose del alféizar de la ventana, donde estaba sentada.
Gonzalo alargó la mano por entre las rejas, y la retuvo por el vestido.
—Espera.
La tela crujió.
—Ya me has roto el vestido, ¿lo ves?
—Si no te disparases tan pronto...
Y logrando cogerla por un brazo, la obligó a sentarse.
—¡Qué barbaridad!—exclamó la niña riendo.—Así deben hacerse el amor los osos.
—¿Me quieres?—preguntó Gonzalo riendo también.
—No.
—Sí.
—No.
—Dame la mano de amigo.
La niña le alargó su blanca y primorosa mano, y el hercúleo mancebo la besó con pasión repetidas veces.
—Hasta mañana. Ya te daré noticias de lo que ocurra—dijo levantándose otra vez.
Gonzalo se alejó. A los cuatro pasos se le ocurrió que las noticias tenían que ser referentes al modo como Cecilia recibía la de su desleal conducta, y su frente se arrugó de nuevo con expresión dolorosa.
A vueltas con esta preocupación cruzó distraído la Rúa Nueva, entró en la plaza de la Marina, siguió caminando por el muelle y se alargó hasta la punta del Peón. La noche estaba serena y despejada. Las estrellas centelleaban en el firmamento cabrilleando en las aguas tranquilas de la bahía. La jarcia de los buques surtos en ella se destacaba con bastante claridad del fondo azul obscuro. Aún no había sonado el grito de «apafogones», y se notaban en ellos algunas luces y algún movimiento. Los marineros, recostados sobre la obra muerta, departían antes de retirarse al camarote. De vez en cuando, mirando hacia un gran vapor inglés anclado en el medio, gritaba uno: «All right» exagerando la pronunciación: «all right», contestaban de un patache. El grito se iba repitiendo en todas las goletas, pataches y quechemarines. Era la broma que gastaban con los ingleses que allí arribaban. Pero el gran vapor se mantenía silencioso, cabeceando flemáticamente con ese desprecio tan profundo que nadie mejor que un hijo de Albión sabe afectar.
En la punta del Peón se tropezaba con tal cual paseante que tomaba el poco fresco que había. Era una de las noches más calurosas de agosto. Gonzalo, atormentado por el calor y por la idea de su comprometida situación, se paseaba con el sombrero en la mano. Antes de llegar al término del malecón, percibió sobre el segundo paredón una figura gigantesca.
—Allí está mi tío—se dijo.
El viejo marino pasaba una gran parte de su existencia sobre aquel paredón, en íntimo coloquio con el mar, su antiguo amigo y compañero. Para él no tenía secretos el terrible Océano, ora durmiese tranquilo en su inmenso lecho de arena, ora despertase furioso escupiendo al cielo sus espumas. Podía dar nuevas seguras y anticipadas de sus cóleras, de sus desmayos, de sus sonrisas, de sus más profundas palpitaciones. El monstruo le abría su seno líquido, como a un confidente leal: le decía cuánto se aburría en su prisión de granito, y qué ganas le acometían a veces, presenciando las infamias de los hombres, de precipitarse sobre la tierra, y barrer de una vez este asqueroso hormiguero. Y el buen caballero solía responderle, pensando en el crimen que acababa de leer:
—Tienes razón, camarada; yo, en tu caso, es posible que lo hiciera.
Por nada en el mundo dejaría don Melchor de dar sus paseos matutinos, vespertinos y nocturnos por la punta del Peón. En vida de su mujer, cuando estaba acatarrado, veíase precisado a prescindir de estas visitas, y era lo que más le atormentaba. Ahora que, por desgracia, no tenía quien le sujetase, acatarrado y todo salía.
—Para los catarros, no hay nada como el aire libre del mar.
Cuando de tarde en tarde se resentía del estómago, bebía un par de vasos de salmuera, y quedaba arreglado.
—No hay purga tan natural, tan eficaz e inofensiva como el agua del mar.
En cierta ocasión adoleció de una pierna. Dos úlceras le fueron corroyendo la carne, hasta dejar descubierto el hueso. Los médicos, no sólo daban por perdida la pierna, sino que temían por su vida. Desahuciado ya, tuvo la audacia de hacer que le llevasen a la playa y le bañasen. A los nueve baños, las úlceras estaban cerradas. Imagínese lo que pensaría después de esto, de la virtud curativa del mar.
En cambio, tenía marcada ojeriza a los ríos. El aire del río le ponía ronco. La humedad le daba dolores de reuma. Las nieblas le sofocaban y le ponían asmático. Eso de que el aire fuese en ellos «encallejonado», le inspiraba una aversión y un desprecio indecibles.
Don Melchor dormía poco. Se levantaba con estrellas, y en cuanto se levantaba subía al mirador, escrutaba el cielo y el mar, y después de haber trazado en la cabeza un estado meteorológico provisional del día, bajaba a fijarlo definitivamente a la punta del Peón. Allí establecía de una vez si el viento era entablado o simple vahajillo, si era francamente a la estrella o se inclinaba al cuarto cuadrante; si el semblante estaba calimoso o cerrado; si la mar estaba picada o de leche; cuánto tiempo duraría todo esto; qué viento apuntaría al mediodía; si la mar sería gruesa a la tarde o abonanzaría, etc., etc. No podría tomar el chocolate si no hubiese hecho tales observaciones.
Y, en verdad, que aunque esto parezca una manía, téngola por menos insensata que la de levantarse de la cama para escrutar el rostro del vecino, si está limpio o sucio, alegre o aborrascado, si come o si ayuna, si duerme o si vela, si huelga o trabaja, cuánto tiempo permanece en casa, y qué rumbo toma cuando sale.
Gonzalo subió al segundo paredón con un deseo irresistible de desahogar el pecho, y poner a su tío al tanto de lo que ocurría. Y eso que la condición brusca y severa de éste no se amoldaba muy bien a las confidencias amorosas. Pero la ocasión era crítica y precisa. Don Melchor, que con el peso de los años solía doblar un poco el cuerpo hacia adelante, al ver acercarse un hombre a él, se irguió. Porque era empeño el que tenía en que nadie advirtiese su decadencia y le diputasen por varón inexpugnable.
—¿Eres tú, Gonzalillo?
—El mismo, tío.
—¡Milagro! A ti te gusta más ver rodar las bolas de marfil que las olas.
—No; hoy no he jugado al billar. Me encuentro triste, preocupado... y quisiera hablar con usted de un asunto serio, a ver qué me aconseja.
Don Melchor le miró con sorpresa.
—¿Un asunto serio?
—Sí... Vamos a ver, tío: ¿usted se casaría con una mujer a quien no quisiera?
—¡Qué pregunta! El matrimonio a mi edad es un barreno en los fondos, querido.
—¿Pero si fuese joven, se casaría?...
—Jamás.
—Pues bien, tío... Yo no quiero a Cecilia.
—¿Que no quieres a Cecilia?—exclamó estupefacto el caballero.
Hay que advertir que don Melchor sentía un cariño ciego, casi adoración por la prometida de su sobrino. Para él aquella criatura era sagrada. Desde que Gonzalo se fijó en ella y él lo supo, la hizo objeto de una observación pertinaz lo mismo que si estuviese reconociendo el casco de un buque antes de arbolarlo. La halló buena, callada, inteligente y hacendosa, y sintió una intensa alegría amargada tan sólo por la noticia de que los novios no se irían a vivir con él. Visitaba poco la casa de Belinchón, pero cuando tropezaba a la joven en la calle, nunca dejaba de pararla, mostrándose tan galante y expresivo como jamás le había visto nadie.
—¿Que no la quieres?—repitió.—¿Y por qué no la quieres, zopenco?
—No lo sé. Hice esfuerzos sobrehumanos por cobrarle amor, y no lo he conseguido.
—¿Y ahora te acuerdas de eso? ¿Un mes antes de casarte? Vamos, Gonzalo, a ti hay que darte una carena en la cabeza.
—Es una atrocidad... lo comprendo... pero yo no puedo resignarme a ser desgraciado toda la vida.
—¡Desgraciado! ¿Y llamas desgracia, grandísimo zarramplín, casarte con una joven tan buena y tan hermosa que no hay otra en Sarrió que le llegue a la suela de los zapatos?
Gonzalo no pudo menos de sonreir.
—Cecilia es una buena muchacha, digna de casarse con un hombre mejor que yo... pero, hermosa, tío...
—¡Hermosa, sí, hermosa, majadero!—exclamó furioso el señor de las Cuevas.—¿Serás capaz de poner tachas a un ángel?
El veterano estaba (aunque la afirmación cause asombro) en la edad en que mejor se siente la poesía de la mujer, que es la exquisita sensibilidad, la resignación, la dulzura, el sacrificio y no la efímera disposición de la forma, como juzga la impetuosa y desapoderada juventud.
—No riñamos por eso.
—Sí reñiremos... No quiero que vuelvas a hablarme de Cecilia de ese modo... ¡Vaya, vaya!
—Bien; pues confieso que Cecilia es una chica muy linda... pero...
—¿Pero qué?
—Pero yo no puedo quererla... porque ya quiero a otra.
—¡Qué mil diablos estás diciendo ahí, muchacho!—profirió don Melchor sujetando por el brazo a su sobrino y sacudiéndole.
—No puedo remediarlo, tío. Estoy enamorado hasta el cogote de su hermana Ventura.
—¿Estás en tu juicio o entre dos aguas, rapaz?
—Hablo en serio... La quiero, y ella me quiere.
—¿Y crees que con eso está dicho todo?—dijo el anciano cada vez más irritado.—¿Crees que así se puede faltar a un compromiso sagrado? ¿Crees que así se puede dejar a una joven expuesta a la burla de la población? ¿Crees que habrá padres que autoricen semejante infamia?
—Tío—respondió Gonzalo suavemente,—antes de atreverme a decirle a usted lo que acaba de oir, han ocurrido cosas que me obligaban a dar este paso. Mis relaciones con Venturita son formales. Su madre las conoce y las ha autorizado, y a estas horas también su padre debe tener noticia de ellas.
—¿Y las autorizará?
—Estoy seguro de ello.
Don Melchor dejó el brazo de su sobrino que tenía cogido, y se llevó la mano a la frente. Estuvo un rato largo sin hablar.
Al cabo dijo con palabra lenta y acento melancólico:
—Bien está... Yo nada puedo hacer para evitar esa vergüenza... ¡porque es una vergüenza!—añadió con energía.—Eres mayor de edad, y aunque no lo fueses, en estos asuntos no intenvendría jamás.
—¿Se enfada usted?
—Tampoco cabe aquí el enfadarse. Lo siento únicamente. Lo siento por ella, pues he llegado a cobrarla cariño... y lo siento aún más por ti, Gonzalo. Al hombre que falta a su palabra, no puede ayudarle Dios... Estabas ya a bordo de un barco seguro, de porte, de madera blanca bien sangrada, con los fondos forrados, los árboles recios y el aparejo limpio y sencillo, y lo dejas para embarcarte en otro más ligero y galán... Buen provecho te haga. Pero ten en cuenta, hijo, que el viaje es largo, la mar ancha y brava; lo que ahora es bonanza, en un instante se convierte en marejada de leva; el viento no siempre fresquito, y cuando arrecia, se pone pesado de veras. Entonces no valen primores en la arboladura ni pinturas en las bandas, sino madera, mucha madera. Dame quillas, y te daré millas. De poco vale salir empavesado del puerto si el casco no puede con el aparejo... Ya sabes que Cecilia me gustaba... Siento mucho no poder decirte lo mismo de su hermana... Esto no es hablar contra ella. Ni la conozco bastante, ni a mí me corresponde hacerlo; pero puedo y debo decirte mis sentimientos, aunque no hagas caso de ellos...
—¡Oh, tío!...
—Nada, nada, querido: cuando a un muchacho le cae sobre la cabeza un suestazo de éstos, es menester arriar de salto las escotas y dejarle navegar a bolina desahogada. Tú estás requemado al parecer... bueno, pues refréscate... Pero ten en cuenta que ni llevas rumbo seguro, ni obras como caballero.
—¡Tío!
—Más claro que yo, el agua, querido. Si has logrado vencer la resistencia de los padres, y si has salvado las dificultades, no lograrás por eso hacer de lo blanco negro, no convertir una mala acción en buena... Pica, pica los cables y larga vela. Yo soy viejo ya, y tengo esperanza de no verte correr los temporales que sobre ti han de caer... Pero si Dios quisiera darme ese castigo, si algún día, por mis pecados, te viese correr a palo seco y bebiendo agua por las bordas... sentiré, hijo mío, no tener fuerzas ya para tirarte un cabo.
La voz del anciano se había conmovido al pronunciar estas últimas palabras. Gonzalo sintió apretársele el corazón. Guardaron silencio obstinado un buen rato. Al cabo don Melchor dijo:
—¿Vienes a cenar, Gonzalito?
—Ahora no tengo apetito, tío; allá iré un poco más tarde.
—Bien, pues hasta ahora—pronunció tristemente el señor de las Cuevas.
Y se alejó lentamente en dirección de tierra, perdiéndose a poco entre las sombras.
Gonzalo quedó como estaba, de bruces sobre el pretil del paredón, contemplando el mar que lo batía suavemente. Las olas, después de chocar en la piedra con leve y hueco estampido, retrocedían corriendo sobre las otras, y producían rumor semejante al de una cortina que se despliega. De sus espumas brotaba la claridad fosforescente acusando la presencia de los millones de millones de seres que allí habitan, con el mismo sosiego que nosotros en la tierra, a pesar de su vertiginosa marcha por los espacios. El monstruo dormía debajo del manto obscuro de la noche, tranquilo y feliz como un niño, a quien no agitan tristes ensueños. Apenas se percibía el blando soplo de su respiración en las concavidades de las peñas. Hacia el Poniente alzábase la negra silueta del cabo de San Lorenzo que avanzaba mar adentro buen trecho, y en su extremidad un faro movible desparramaba a intervalos iguales sus luces, ora blancas, ora verdes, ora rojizas. En el firmamento brillaban las estrellas con fulgor extraordinario. Hasta los innumerables soles de la vía láctea dejaban caer como nunca su blanca luz sobre la húmeda llanura. Júpiter relampagueaba en el cielo como el dios de la noche, rompiendo la obscuridad con sus hermosos rayos anaranjados..
De pronto cambió la decoración. Allá hacia Levante el pálido semicírculo de la luna asomó su cuerno superior sobre las aguas dormidas. Una estela de luz corrió vivamente sobre ellas inflamándolas. El lucero divino recogió sus rayos con galantería, ante la luz serena de la diosa que empezó a levantarse lenta y majestuosamente, eclipsando los diamantes de todos tamaños que en torno suyo lucían. Alzábase en medio de una atmósfera radiante y espléndida, dibujando sobre ella sus graciosos contornos y esparciendo por el ambiente balsámico influjo. Y el Océano que dócil a él va y viene sin cesar desde el principio del mundo, se encendió en pura llama, tembló su vasto seno inflamado, y arrojó sus aguas a las peñas de Santa María como enormes capas de mercurio que al retirarse se sobreponían a otras y se fundían con ellas.
Reinaba silencio sublime, un recogimiento de suavidad inefable en aquella escena tan vieja y tan nueva a la vez. La Naturaleza parecía suspender su curso para escuchar la eterna armonía de los cielos.
Las olas se acariciaban blandamente sin osar interrumpir con ruidosos juegos la augusta serenidad de la noche.
Gonzalo, a pesar de la viva inquietud en que la conversación con su tío le dejara, sintió la fascinación de aquel mar, de aquel cielo, de aquella luna, y su agitación se fué transformando en tristeza. Las severas palabras del viejo marino habían despertado a latigazos su conciencia. Renació con más furia que antes la lucha entre el ángel y el demonio. Una vez estuvo aquél a punto de vencer. El joven imaginó presentarse al día siguiente en casa de Belinchón, hablar con doña Paula y rogarla que no dijese nada a Cecilia y apresurase el matrimonio. Pero al instante se le ofreció a la mente la imagen de Venturita, y pensó que le sería imposible vivir al lado de ella, sin padecer horribles tormentos. Entonces, como acaece casi siempre en estas luchas, vino el período de las transacciones.—«Nada, lo mejor—se dijo—es huir, marcharse otra vez a Francia o Inglaterra, y no casarse con una ni con otra. De este modo no hay traición. La herida que causo a Cecilia se cicatrizará pronto. Hallará un marido que valga más qué yo, y cuando vuelva al cabo de algunos años, probablemente la encontraré feliz y rodeada de hijos...»
Pero... ¡huir de Ventura! ¡Huir de aquella imagen radiante de felicidad! ¡No escuchar más su voz que causaba en el alma delicias incomprensibles! ¡No sentir el dulce contacto de su mano fresca y maciza como un botón de rosa! ¡Alejarse de sus ojos brillantes y risueños y magnéticos!... ¡Oh, no!
Sentía la frente bañada en sudor. Una mortal congoja le acometió pensando en esto, como si ya la decisión estuviese tomada, y para salir de ella tuvo que decirse:—«Ya veremos, ya veremos... Ahora es muy difícil, casi imposible, volverse atrás... La madre ya lo sabe... Don Rosendo también... y Cecilia a estas horas acaso...»
El ángel aflojó sus brazos, cansados ya, desprendió las manos y cayó al fin rendido. Si no con los del cuerpo, Gonzalo pudo ver con los ojos del espíritu su blanca imagen cruzar la atmósfera serena y hundirse en las aguas resplandecientes.
Y lloró acometido de extraña tristeza. Esta clase de luchas nunca se efectúan en el alma humana sin desgarrarla por algún sitio. Para alcanzar la dicha necesitaba pisar el corazón de una inocente joven, violar un juramento, ser un traidor. Las palabras de su tío vibraban aún en sus oídos:—«Al hombre que falta a su palabra no puede ayudarle Dios.» Y, en efecto, él se consideraba indigno de esta ayuda. Un presentimiento cruel, indefinido, de desgracia, de muerte, de tristeza, le atravesó el pecho, y en intensa y rápida visión observó la fealdad de la vida sin virtud ni sosiego, como el caballero de la leyenda que, abrazado a una dama joven y hermosa, al oscilar la luz por la fuerza del viento la veía transformada en vieja, descarnada y hedionda.
Las aguas batían suavemente el paredón a sus pies. Con los ojos clavados en ellas seguía distraído su movimiento ondulante. Las algas, sujetas al fondo, se agitaban con el vaivén de las olas semejando la cabellera de un muerto. ¡Qué bien se dormiría allí abajo! ¡Qué paz en aquel fondo transparente! ¡Qué mágica luz arriba! Gonzalo escuchó por primera vez en su vida la voz elocuente de la Naturaleza que invita a reposar en su seno maternal, esa voz dulce de irresistible atractivo que los desgraciados escuchan hasta en sueños, y que les impulsa tantas veces a acercar el frío cañón de una pistola a la sien.
Fué un instante no más. Su feliz temperamento sanguíneo se rebeló contra ese llamamiento. La vida, que hervía exuberante en su naturaleza de atleta, rechazó con indignación aquel fugaz pensamiento de muerte. Un suceso insignificante, la aparición de una lucecita verde en los confines del horizonte, bastó para divertir su imaginación de aquellas ideas tristes.—«Un barco que quiere entrar—se dijo.—¿Qué hora será? (Sacó el reloj.) ¡Las diez y media ya! Si fuese un poco más temprano, me quedaría. Vamos a ver si aún está esa gente en el café y quiere jugar unos chapós.»
Sacó un magnífico cigarro habano de la petaca, lo encendió, y chupándolo voluptuosamente, se fué acercando, poco a poco, al café de la Marina.
Casi a la misma hora pasaba en casa de Belinchón una escena triste. Todo aquel día, había estado doña Paula en su lecho, quejándose de una fuerte opresión en el lado izquierdo, que le dificultaba mucho el respirar. No le gustaba llamar al médico, por esa antipatía invencible y aun terror que tiene la plebe a la ciencia. En cambio acostumbraba a propinarse cuantos remedios absurdos le aconsejaban las muchas mujerucas que acudían diariamente a su casa para sacarle los cuartos con viles e hiperbólicas adulaciones. Así, que no cesaron las fricciones de sebo de carnero, las tazas de hortelana, la enjundia de gallina, etc., etc. Por fin, a despecho de esta formidable terapéutica, la buena señora mejoró bastante al obscurecer: hasta quiso levantarse; pero se lo impidieron Cecilia y Pablito. Uno y otra la habían acompañado largos ratos sentados a la cabecera de la cama. En particular Cecilia apenas se separó más instantes que los necesarios para preparar las unturas y tisanas. Pablito hacía frecuentes, excursiones a los corredores, donde, por rara casualidad, tropezaba casi siempre a Nieves y la hacía pagar derechos de peaje. A veces, sus carcajadas reprimidas llegaban hasta el cuarto de la enferma, y ésta sonreía con benevolencia diciendo a Cecilia:
—¡Qué locos!
Sin ocurrírsele, por supuesto, que su adorado hijo pudiera hacer otra cosa que jugar al escondite.
Según iba quedando libre y desembarazado su pecho, cargábasele la cabeza con el cuidado de comunicar a su hija aquella tan triste noticia que la había puesto en cama. No hacía más que dirigirle largas y melancólicas miradas, suspirando al mismo tiempo con señales de dolor. Varias veces había dicho:
—Cecilia, oye.
Y otras tantas, arrepentida, la había ordenado cualquier menudencia.
Había cerrado la noche. Venturita encendió la lámpara veladora, y después se fué. Pablo, viendo a su madre mejor, y no teniendo ya ocasión de ejercer sus derechos señoriales en los pasillos de la casa, fué a dar una vuelta por el café. Quedaron madre e hija en la alcoba; la primera en la cama, tranquila ya; la segunda, sentada cerca de ella. Después de rato largo de silencio, durante el cual la señora de Belinchón dió mil vueltas en su cabeza para hallar una entrada que la llevase naturalmente a la confidencia que estaba obligada a hacer.
—¿Han cosido hoy mucho las chicas?—preguntó.
—No sé... Apenas he ido por allá—respondió Cecilia.
—Me figuro que, si seguimos trabajando tanto, vamos a concluir demasiado pronto.
—Puede ser.
Doña Paula no supo cómo proseguir, y guardó silencio.
Al cabo de algunos minutos cogió el hilo de nuevo.
—En todo este mes de agosto quedará terminado el equipo... Y yo creo que tardaréis aún algunos meses en casaros.
—¿Algunos meses?...
—Me parece... Creo que Gonzalo no desea que la ceremonia sea tan pronto—dijo la señora con voz temblorosa.
—¿Te lo ha dicho él?
—Sí; me lo ha dicho... Digo, no, decírmelo, no... pero lo he adivinado por ciertas cosas... por algunas palabras indirectas....
Doña Paula estaba aturdida y sofocada. Afortunadamente, Cecilia no podía observar bien el color encendido de sus mejillas.
—Desearía saber qué palabras fueron ésas—manifestó la joven con firmeza.
—¡No me lo preguntes, hija de mi alma!—exclamó la señora rompiendo a sollozar.
Cecilia se puso fuertemente pálida, y dejó que su madre le besase con efusión la mano que tenía entre las suyas.
Repuesta del susto, preguntó:
—¿Qué ha pasado, mamá?... Habla.
—Una cosa horrible, alma mía... ¡Una infamia!... Quisiera morirme en este momento, para no ver la ruindad, la maldad que se hace con una hija mía.
—Tranquilízate, mamá. Estás enferma, y puede hacerte mucho daño esta emoción.
—¡Qué importa! Te digo que quisiera morirme... Daría con gusto la vida por que no quisieras a Gonzalo... ¿Le quieres, corazón mío, le quieres mucho?
Cecilia no contestó.
—¡Dime, por Dios, que no le quieres!
Cecilia siguió callada. Al cabo de algunos instantes dijo, esforzándose en vano por dar una inflexión segura a la voz:
—Gonzalo renuncia a casarse conmigo, ¿verdad?
A su vez doña Paula guardó silencio y ocultó su rostro lloroso entre las manos.
Transcurrieron algunos instantes.
—¿Tiene alguna queja de mí?
—¡Qué ha de tener! ¿Quién podrá tener queja de ti, mi cordera?
—Entonces, si es que ya no le gusto o no me quiere, ¿qué vamos a hacer?... Más vale que me desengañe a tiempo.
—¡Oh!—gritó doña Paula rompiendo de nuevo a sollozar. Bajo la aparente resignación de su hija adivinaba un dolor profundo, que hacía esfuerzos por ocultarse.
—¡Qué le vamos a hacer, mamá! ¿No vale más que me lo diga ahora que después de casados? ¿No comprendes la vida de tormentos que pasaría unido a una mujer a quien no quisiera?... La pena que puede causarme en este momento, por grande que sea, no puede compararse a la que tendría al saber que mi marido no me amaba. La pena entonces sería cada vez mayor hasta la muerte, mientras que ahora puede desaparecer o por lo menos calmarse... Acaso después que él se vaya, no viéndole en mucho tiempo le iré olvidando poco a poco...
—Es... que no se va—profirió confusamente la señora.
—Si no se va, paciencia... Procuraré no salir de casa, y así no le veré.
—Es que... ¡hija de mi alma, tu desgracia es aún mucho mayor!... Gonzalo está enamorado de tu hermana.
Cecilia se puso aún más pálida, hasta dar en lívida, y guardó silencio.
Su madre le volvió a besar la mano con efusión. Después la trajo hacia sí y le cubrió de besos el rostro.
—Perdóname que te esté martirizando de este modo... Por mucho que tú sufras, aun sufro yo más... Ayer por la tarde, tu hermana me lo vino a decir,.. Figúrate el susto y el dolor que habré recibido... Mi primer impulso fué ahogarla, porque es imposible que ella no tenga la mayor parte de la culpa... Me dió pruebas de que estaban ya hace tiempo en relaciones, me enseñó cartas... Luego, la falta de Gonzalo en estos días, lo hacía todo creíble. En cuanto estuve convencida de la traición, le dije lo que venía al caso, esto es, que yo no podía consentir que nadie hiciese burla de una hija mía, y que Gonzalo no pondría más los pies en esta casa en toda su vida; que tan villano y tan infame era él como ella... Todo lo que se me vino a la boca. Pero esta mañana... esta mañana supe una cosa más horrible todavía... Supe que tu hermana ha llegado donde no puedo ni quiero decirte. No hay más remedio que casarlos, y cuanto más pronto... Ya sabes por qué me ha dado esta opresión que por poco me mata, ¡y más valiera que así fuese!... Lo mismo tu padre que yo estamos cogidos, tenemos los brazos atados. Si no fuese así, antes que consentir en ese matrimonio, me harían primero pedazos... La infamia que contigo ha usado ese hombre, me lo hace aborrecible ya para toda la vida... ¡Sí, sí, para toda la vida!—añadió con acento iracundo.
Cecilia no respondió. Cruzadas las manos sobre el regazo, y la cabeza inclinada sobre el pecho, miraba al suelo con ojos atónitos. Ni el discurso entrecortado y vehemente de su madre, ni los sollozos que le siguieron, lograron hacerla variar de actitud. Así permaneció un buen rato, inmóvil y blanca como una estatua.
En aquellos grandes ojos extáticos, tembló al fin una lágrima, creció, vaciló... desprendióse rodando, dejando húmedo surco sobre sus mejillas marchitas, y cayó como una gota de fuego sobre su mano, que se dejó quemar sin moverse. Poco después, se había evaporado. Un ángel la recogió y la llevó a Dios para que pidiese cuenta de ella a quien correspondiese.
De la gloriosa aparición de «El Faro de Sarrió» en el estadio de la prensa.—Primeros fuegos de la batalla del pensamiento.
Una nueva y clara luz amanecía sobre Sarrió, después de tantas tinieblas. Por la merced y gracia singular de Dios, hallóse la hermosa villa provista, cuando menos lo pensaba, de un órgano en la prensa, siquiera fuese semanal o «hebdomadario», según decía su ilustre fundador. Graves obstáculos, escollos peligrosos se oponían a la realización de la empresa. Todos supo vencerlos y evitarlos la perseverancia y el genio del hombre extraordinario que la tomara a su cargo. La primer dificultad vencida fué la del dinero. Se crearon cincuenta acciones de mil reales cada una, para el sostenimiento del periódico, de las cuales los amigos de don Rosendo sólo tomaron nueve; don Rudesindo cinco, don Feliciano dos y don Pedro Miranda, a pesar de su cuantiosa renta, otras dos nada más. En cuanto a los otros, Alvaro Peña, don Rufo, Navarro, etc., se disculparon con su falta de recursos, y no les faltaba razón. Además, ponían en el negocio su inteligencia, que es lo principal. Quedóse con las cuarenta y una restantes, don Rosendo. Grandeza singular de ánimo que causó excelente impresión en todos.
Despacháronse emisarios a Lancia en busca de imprenta. No habiendo dado resultado sus gestiones, el mismo fundador se trasladó a la ciudad. Al cabo de algunos días tuvo la fortuna de descubrir a un impresor arruinado hacía algunos años, cuyos tórculos rotos y enmohecidos no había querido comprar nadie y yacían cubiertos de polvo en un obscuro sótano. Cuando don Rosendo fué a examinarlos en compañía de su dueño, no pudo menos de sentir respetuosa emoción. Un raudal de graves y profundas reflexiones se desprendió acto continuo de su mente al contemplarlos:—«He aquí—se dijo—los instrumentos más poderosos del progreso humano en vergonzosa holganza, no por culpa suya, sino por el abandono de los hombres. ¡Cuánta ilustración, cuánto pan espiritual pudieron esparcir en los años que llevan arrinconados y silenciosos! Mientras la barbarie y la ignorancia imperan en la mayor parte de nuestras comarcas, ellos, que son los únicos que tienen fuerza para desterrarlas, permanecían aquí inmóviles, faltos de una mano que los empuje y arranque de sus entrañas los secretos de la ciencia y la política.»
Poco faltó para que los besara y abrazara tiernamente. El impresor, hallándole en tan benévola disposición de ánimo respecto de ellos, no quiso ser menos, y se declaró enamorado hasta los huesos de sus instrumentos. Por ningún dinero consentiría en desprenderse de aquellos antiguos compañeros que le habían ayudado a ganarse el pan (y el vino también, según lo que se decía por el pueblo). Cantó sus excelencias con tal fuego y entusiasmo, como si fueran sus padres y sus hermanos y a ellos debiera el soplo de vida que le animaba, e hizo además la importante declaración de que imprimían, si no tan pronto, mejor y mas limpio que todas las prensas conocidas hasta el día. De acuerdo con estos extremos, don Rosendo se esforzó, no obstante, en convencerle de que debía enajenarlos siquiera por que no se perdiesen sus notabilísimas cualidades. Pero cuanto más elocuente se mostraba el negociante, más tierno y encariñado aparecía el impresor. Por último, se convino en que éste no se desprendiese de aquellas prendas, tan caras a su corazón, ya que no tenía valor para llevarlo a cabo, y se trasladase con ellas a Sarrió, donde se establecerían definitivamente. Llevaría consigo algunos cajistas que pudiesen enseñar a otros jóvenes de la villa, y todos los enseres necesarios para montar la imprenta. Folgueras, que así se llamaba el impresor arruinado, quedaba como dueño y regente de ella. Cobraría por la tirada del nuevo periódico un tanto, mayor dos veces, según nuestros cálculos, a lo que cobran en las mejores imprentas de Madrid. No era mucho si se tiene en cuenta el mérito de los tórculos y el acendrado amor que les profesaba.
El título fué uno de los puntos en que mejor se mostró el gallardo ingenio e invención de don Rosendo. Intitulólo El Faro de Sarrió, nombre altamente expresivo y sonoro, y de alcance singular, por cuanto no otra cosa se proponía su fundador que esclarecer a su pueblo y darle esplendor. Secretamente encargó a Madrid un grabado para la cabeza del periódico. Al llegar pocos días después, causó espasmos de alegría, tanto entre los accionistas como entre todos los que tuvieron la fortuna de verle. Representaba un puerto de mar, Sarrió al parecer, en las altas horas de la noche, a juzgar por las negras tintas del cielo y el mar. A la izquierda se elevaba una altísima montaña ideal que lo dominaba enteramente, y sobre ella se veía un caballero que guardaba cierto parecido lejano con don Rosendo, dirigiendo los fuegos de una inmensa linterna sobre la villa. Cerca de él percibíanse las cabezas de otros cuantos personajes. Los accionistas creyeron de buena fe que eran sus efigies, y quedaron vivamente agradecidos al dibujante.
Fué designado como local para la imprenta un almacén de don Rudesindo, pagándole la renta, por supuesto. A la redacción se destinó en el mismo local un compartimiento, para lo cual hubo que ejecutar algunas obras. Montóse al fin la imprenta, no sin muchos e impensados gastos. Folgueras, que decía estar provisto de todo lo necesario, no tenía nada, y fué preciso encargar a Madrid fundiciones y piezas que faltaban a la prensa, construir galerines, comprar mesas, etc., etc. Al fin todo quedó arreglado. Don Rosendo trabajaba como un negro, ocupándose hasta en los más ínfimos pormenores. Su talento organizador se reveló en esta ocasión mejor que nunca. Se nombró redactor en jefe a Sinforoso Suárez, con un sueldo de veinticinco duros mensuales, y administrador al hijo primero de don Rufo.
Faltaba el papel. Se había telegrafiado a Madrid pidiendo una remesa, y no acababa de llegar. La impaciencia de Belinchón era grande. Telegramas iban y venían por los alambres eléctricos. Unas veces se decía que estaba detenido en Lancia: telegrama a Lancia reclamándolo. Otras, que no había pasado de Valladolid: telegrama a Valladolid. Otras, que no había salido de Madrid: telegrama a Madrid. Don Rosendo juró en esta ocasión que no encargaría más papel a Madrid, y sí lo haría traer de Bélgica. Mas lo que fué motivo de disgusto trocóse en placer intenso, como sucede siempre, cuando al cabo se les participó que unos cuantos fardos habían llegado a Lancia, y que allí esperaban el carro que había de traerlos a su destino. Como el periódico estaba ya compuesto hacía días, procedióse inmediatamente a la tirada, que había de ser cuantiosa. Don Rosendo pretendía esparcirlo profusamente por la provincia, enviarlo a todas las de España, y hasta darlo a conocer en las naciones extranjeras. Tanto aquél como sus socios asistieron con interés al acto de funcionar la máquina. No se cansaron de admirar su complicado rodaje, la singular precisión de sus movimientos, y la pasmosa velocidad con que imprimía el periódico, pues no bajaban de doscientos los ejemplares que dejaba enteramente concluídos en una hora. Su ilustre fundador, no pudiendo reprimir el fuego periodístico que le devoraba, se despojó a presencia de todos de la levita, y se puso a dar con energía al manubrio de la rueda-volante, hasta que el sudor brotó en abundancia de su despejada frente. Ejemplo señalado de entusiasmo y amor a la civilización que nos complacemos en referir para enseñanza de las nuevas generaciones.
Salió al fin El Faro de Sarrió en gran tamaño, porque su fundador no quería que se escatimase papel, y bastante bien impreso. La único que apareció borroso fué el grabado de la cabecera, hasta el punto de que la mayoría del público quedó convencido de que en el individuo que tenía la linterna en la mano, se quería representar un negro en vez de la respetable persona que ya hemos indicado. Contenía un artículo de fondo impreso en letra grande del doce, titulado Nuestros propósitos. Aunque estaba firmado por La Redacción, era debido únicamente a la pluma de don Rosendo. Los propósitos del Faro «al aparecer en el estadio de la prensa», eran principalmente defender, «alta la adarga y calada la visera», los intereses morales y materiales de Sarrió, combatir la ignorancia «en todas sus manifestaciones» y en las batallas ardientes de la prensa, luchar sin descanso por el triunfo de las reformas que el progreso de los tiempos exigía. La redacción del Faro creía que «había sonado la hora de romper definitivamente con las doctrinas del pasado». Sarrió deseaba con afán emanciparse de la rutina y de las ideas mezquinas, «romper los moldes estrechos en que yacía aprisionado» y «entrar de lleno en el dominio de su propia conciencia y de sus derechos». «Hacemos votos—decía el articulista—por que la aparición de nuestro periódico coincida con un período de actividad moral y material, y podamos asistir a una de esas transformaciones sociales que forman época en los anales de los pueblos. Si nuestra voz consiguiese despertar a la villa de Sarrió de su largo sueño y estancamiento, y lográsemos ver lucir pronto la alborada de una era de labor y de estudio propia del movimiento reformista que aspiramos a iniciar, ése será el mejor galardón que recibirán nuestros esfuerzos y sacrificios.»
El lenguaje no podía ser más noble y patriótico. Y, como siempre, la modestia corría a las parejas con la autoridad y la elocuencia.
«No abrigamos la pretensión—decía—de ser los caudillos en esta gran batalla del pensamiento que no tardará en iniciarse dentro del recinto de Sarrió. Sólo aspiramos a luchar como obscuros soldados, y que se nos conceda un puesto en la vanguardia. Allí pelearemos como buenos; y si al fin caemos vencidos, lo haremos envueltos en la sagrada bandera del progreso.»
Esta alegoría militar, causó excelente impresión entre los vecinos, y contribuyó no poco a la entusiasta acogida que el periódico obtuvo. Finalmente, el artículo era tan elegante en las palabras, tan lleno de graves sentencias, el estilo tan concertado, que el público no tuvo a quién atribuírselo dignamente, sino a su glorioso director.
Y así era la verdad.
Insertaba después el periódico un largo artículo de Sinforoso, sobre la mujer. Eran dos columnas cerradas de prosa poética, engalanada con todas las flores de la retórica, en que se cantaba la dulce influencia de esta mitad del género humano. Aseguraba en términos calurosos, que la civilización no existe sino en el matrimonio. El amor conyugal es su única base. Todo es santo, todo es hermoso, todo es feliz en el lazo íntimo que une a dos jóvenes esposos. Esta invitación al matrimonio, aunque dirigida al bello sexo en general, iba en particular, según la opinión pública, a cierta bella estanquera de la calle de Caborana, cuyo amor pretendía Sinforoso hacía algunos años sin resultado. El público creía también que la joven concluiría por aceptarla, tanto por los términos poéticos en que iba expuesta, como por los quinientos reales mensuales que había comenzado a devengar el invitador.
Venía después otro del maestro de la villa, don Jerónimo de la Fuente, que era una seria y violenta impugnación de las tres famosas leyes de Kepler sobre la mecánica celeste.
Gracias al anteojo que tenía en el balcón de su casa, don Jerónimo había hecho una serie de prodigiosos descubrimientos, que daban al traste con todos los conocimientos existentes en astronomía. No es maravilla que el dignísimo profesor de primeras letras, poseído de legítimo orgullo, exclamase al final de su artículo: «¡Bajen, pues, del pedestal en que la ignorancia de los hombres los ha colocado esos colosos, portaestandartes de una falsa ciencia: Kepler, Newton, Laplace, Galileo. Todos sus cálculos se han deshecho como el humo, y sus magníficos sistemas son hojas secas que, desprendidas del árbol de la ciencia, no tardarán en pudrirse!»
Insertábanse también unos versos de Periquito, el hijo de don Pedro Miranda, en que le decía a cierta misteriosa G., que «él era un gusano; ella una estrella»; «él una rama; el árbol ella»; «ella una rosa; la oruga él»; «ella una luz; él una sombra»; «ella la nieve; el fango él, etc., etc.»
Había motivos para sospechar que aquella G... era cierta Gumersinda, esposa de un comerciante de harinas, mujer notable por la abundancia de carnes, que la hacían caminar con dificultad. Periquito amaba a las casadas y a las gordas. Cuando estas dos preciosas cualidades se reunían dichosamente en un ser, su pasión no tenía límites. Y tal era el caso presente. No hay que pensar, sin embargo, que nuestro joven era un animal dañino. Los maridos podían dormir tranquilos en Sarrió. Periquito pasaba la vida enamorado, cuándo de una, cuándo de otra señora, pero sin acercarse jamás ni osar siquiera enviarle un billete amoroso. Tales procedimientos no entraban en su método, el cual consistía principalmente en fascinarlas por la mirada. Para esto, dondequiera que topaba con ellas, fuese en la iglesia o en el teatro, procuraba, lo primero, colocarse a conveniente distancia. Una voz tomada la posición, dirigía en línea recta los efluvios magnéticos de sus ojos hacia el sujeto pasivo del experimento, que de vez en cuando levantaba hacia él los suyos con expresión de asombro. Muchas veces las honradas esposas, no considerándose dignas de tan singular adoración, se miraban a todas partes, y preguntaban a los que estaban a su lado si por casualidad tenían algún tizne en la cara, o llevaban enredado en el pelo cualquier hilacho. Periquito era incansable, y tomaba estos asuntos con la seriedad que merecían. A veces acaecía pasarse una hora y más sin apartar un punto la vista del sitio. Y a veces acaecía también que, transcurrida esta hora, cuando ya pensaba el enamorado mancebo que su alma se había filtrado por los poros de la obesa dama, y se apoderaba de todas sus facultades y sentidos, decía ésta por lo bajo a sus compañeras:
—¡Jesús, este mico de don Pedro, qué mirón es!
¡Cuán ajeno estaba el poeta de que la estrella de sus sueños le hacía descender de un modo tan odioso en la escala zoológica!
El Faro de Sarrió fué para nuestro amartelado joven un medio admirable de dar forma a las vagas fantasías, inquietudes, ardores y tristezas que a la continua lo agitaban, y declararse sucesivamente con acrósticos misteriosos e iniciales a todas las beldades más o menos macizas que ostentaban sus amables curvas por las calles de la floreciente villa.
Venían por fin las gacetillas con su correspondiente título cada una, donde brillaba el ingenio, tanto de Sinforoso, como de todos los que colaboraban en El Faro. Una se titulaba: A pasear, sarrienses. El gacetillero afirmaba en ella, con estilo sencillo y elegante, que el tiempo estaba delicioso, y que nada mejor podían hacer los habitantes de Sarrió en las horas de la tarde, que dar un paseo por las amenas y frondosas cercanías de la población. Otra: ¡Señor Alcalde, por Dios! Se excitaba a don Roque para que obligase a poner canalones en algunas casas.
Posteriormente, esta sección dejó el título de Gacetilla que llevaba por el de Novelas a la mano, que le puso don Rosendo a imitación de las célebres Nouvelles a la main del Fígaro.
Cerraba el periódico una charada en verso, que, si no recordarnos mal, era la palabra avellana.
El folletín estaba a cargo de don Rufo, que hacía año y medio que estudiaba el francés sin maestro, por el método Ollendorf. Se resolvió a traducir, para el periódico, Los misterios de París, obra en seis tomos. Excusado es decir que El Faro de Sarrió, a pesar de vivir algunos años, nunca pudo llegar al tomo tercero. Don Rufo era un traductor notable. Si algún defecto podía ponérsele, era el de ajustarse demasiadamente al original. Un día se aventuró a decir que «la condesa había echado mano al botón de su secretario». Esta declaración levantó tan gran polvareda entre la gente ignorante, que don Rufo, justamente irritado, dejó la traducción del folletín. Se le encomendó a un piloto que había hecho muchos años la carrera de Bayona.
El éxito del número primero, como era de esperar, fué prodigioso. El artículo de Sinforoso, la sabia disertación de don Jerónimo de la Fuente, las gacetillas y hasta los versos de Periquito, todo fué leído y justamente celebrado. Pero lo que preferentemente llamó la atención de las personas serias y causó en ellas honda impresión, fué el artículo de don Rosendo Nuestros propósitos. Aquel lenguaje periodístico tan animado y fogoso, aquellos tan nobles pensamientos, el entusiasmo por los intereses de Sarrió, la franqueza y la modestia que en él resplandecían, llenó de júbilo los corazones y les hizo presentir una era de prosperidad y bienandanza. Por la noche, la orquesta, dirigida por el señor Anselmo con su gran llave lustrosa, dió serenata a la redacción. Iluminóse la fachada de la imprenta con farolillos venecianos. Las bellas y regocijadas artesanas de Sarrió, cogieron, como siempre, la ocasión por los pelos para bailar habaneras y mazurcas sobre los duros guijarros de la calle. Los dignos individuos que con la lengua de metal rendían tributo de admiración y entusiasmo a los redactores del Faro, fueron obsequiados por éstos con vino de Rueda y cigarros. La alegría rebosaba de todos los pechos y se desbordaba en abrazos tan fuertes como espontáneos. Don Rosendo abrazaba a Navarro, Alvaro Peña a don Rudesindo, don Rufo a Sinforoso, y don Pedro Miranda al impresor Folgueras. Los músicos se abrazaban entre sí, y todos y cada uno a su peritísimo director el señor Anselmo. Fuera de la imprenta, y para conmemorar también aquel día glorioso, Pablito abrazaba a la blonda Nieves, aprovechando la obscuridad de un portal; y varios otros mancebos, siguiendo su ejemplo, distribuían igualmente abrazos conmemorativos entre las alegres mozas aborígenes.
Lo único que turbó por un instante aquel general contento, fué la singular tristeza que se apoderó de Folgueras en cuanto tuvo algunos litros de vino en el cuerpo. El recuerdo de Lancia, su pueblo natal, se le ofreció súbito al espíritu, dejándole en un estado de tribulación difícil de explicar. En el momento en que la algazara y contento alcanzaban su grado máximo, llamó aparte a don Rosendo y con lágrimas en los ojos, le manifestó que la vida fuera de su patria adorada era para él un fardo insoportable. La muerte, antes que perder de vista la humilde casa que albergó su cuna, y las calles que tantas veces recorrieron sus pies infantiles. Aquella misma semana, si Dios quería, contaba dejar a Sarrió y trasladarse de nuevo con sus bártulos a Lancia.
Al recibir de sopetón esta noticia don Rosendo se puso pálido.
—Pero, hombre de Dios, ¿y el número próximo del Faro?
—Don Rosendo, bien puede dispensarme... Usted es un caballero... Un caballero sabe apreciar los sentimientos de otro caballero... La patria antes que todo... Guzmán el Bueno arrojó el puñal por encima de la muralla para matar a su hijo... Demasiado lo sabe usted. ¿Eh?... ¿Qué hay de eso?... Riego murió en un cadalso. ¿Eh?... ¿Qué hay de eso? Si yo fuera de la Inclusa o no tuviese cariño a la camisa que traigo puesta, no necesitaba decirme nada. Toda la vida me tendría usted como un perro dándole a la rueda... Pero los sentimientos ahogan al hombre... El hombre vive, el hombre trabaja, el hombre tiene algunas veces un rato de expansión... Y porque beba un vaso, o dos... ¡o tres! ¿ha de olvidar la patria?.... ¿Eh? ¿Qué hay de eso?
Don Rosendo llamó a don Rudesindo en su auxilio. Entre los dos trataron de disuadirle con poderosas razones. La más poderosa de todas fué una nueva botella de vino de Rueda. Después de haberla introducido en el cuerpo, los sentimientos patrióticos de Folgueras se debilitaron visiblemente. Acto continuo pidió otra botella, la bebió, vomitó, y se durmió.
Pensamientos de gloria, vagos deseos de inmortalidad agitaron la mente del ilustre fundador de El Faro de Sarrió al tiempo de meterse en la cama. Después de apagar la luz, aún continuaron turbándole, hasta que a fuerza de dar vueltas lograron cuajarse o adquirir forma. Don Rosendo pensó con emoción en la posibilidad de que a su muerte la villa agradecida perpetuase su memoria colocando una lápida con su nombre en las Casas Consistoriales. Homenaje de gratitud de la villa de Sarrió a su esclarecido hijo don Rosendo Belinchón, infatigable campeón de sus adelantos morales y materiales. No era fácil conciliar el sueño rodeado de estas brillantes imágenes. Sin embargo, al cabo se durmió con la sonrisa en los labios. Un ángel progresista que el Eterno tiene aparejado para estos casos, batió las alas toda la noche sobre su frente, inspirándole ensueños felices.
A la mañana siguiente se encontró en la mejor disposición de espíritu en que hombre alguno puede hallarse después de coronados sus esfuerzos por un éxito lisonjero. Vistióse canturreando trozos de zarzuela. Tomó chocolate con la familia, dió un vistazo a los periódicos nacionales y extranjeros, y sin tallar el paquete de palillos acostumbrado, lanzóse a la calle a cerciorarse del efecto real que el primer número del Faro había producido. En la tienda de Graells le recibieron con regocijo, le felicitaron por su artículo (que él modestamente no quería atribuirse) y hablaron largo y tendido del periódico. Lo que más excitaba el entusiasmo de los buenos tertulianos, era la consoladora consideración de que Nieva aún no había llegado ni llegaría en mucho tiempo a tal grado de perfeccionamiento. Y don Rosendo, un poco recalentado por los elogios, prometió emprender campañas activas en favor de todo lo que se le demandaba. Uno pedía que se hablara del barranco de la calle de Atrás, otro pedía que se colocase un farol cerca de su casa, otro que se le tirasen algunas píldoras al rematante de las bebidas, otro que los serenos no cantasen la hora porque esto le turbaba el sueño, etc. Don Rosendo asentía, fruncía las cejas, extendía la mano abierta en signo de protección. El, periódico lo arreglaría todo. ¡Ay del que se rebelara contra las reclamaciones de la prensa!
En el estanquillo de doña Rafaela, de la calle de San Florencio, donde se reunían algunas honradas matronas de la vecindad con las cuales gustaba conversar algún rato, entregado a los palillos, también le hablaron del Faro. Allí se fijaban preferentemente en el folletín. Don Rosendo anunció que el del número próximo era mucho más interesante, y se fué. En un corro de marinos que había en el muelle le felicitaron con rudo entusiasmo y le insinuaron la idea de que la dársena estaba muy sucia y era menester dragarla. Se dragaría: ¡vaya si se dragaría! Don Rosendo se alejó gravemente poseído de su omnipotencia. Y al ver rodar a lo lejos las olas grandes y encrespadas, se preguntó si no sería oportuno dirigirles una excitación por medio de la prensa para que moderasen su impertinente agitación.
Como se llegase ya la hora de comer, dió la vuelta hacia casa meditando en la grave responsabilidad en que incurriría ante Dios y los hombres si, teniendo en sus manos aquel poder soberano, no lo emplease en la prosperidad y engrandecimiento de su pueblo natal. Al llegar a la Rúa Nueva, se encontró en la acera con Gabino Maza. El bilioso ex oficial le saludó muy finamente, le preguntó por toda su familia, y se fué enterando con amabilidad de la salud de cada uno de sus miembros. Después le habló del tiempo, de la posibilidad de que aquel nordeste vivo se trocase pronto en vendaval cerrado, y no pudiesen salir los barcos de la carrera de América; se quejó en seguida del polvo que había en los caminos, lo cual le impedía pasear; se enteró del precio del bacalao y de las noticias que había de la pesca en Terranova. Don Rosendo esperaba, como era natural, que le hablase del periódico. Nada: Maza no hizo la menor alusión a él. Esto comenzó a desconcertarle y a hacer violenta su situación. La conversación giraba de un punto a otro sin tocar en nada que se relacionase con la prensa. Al fin don Rosendo, algo acortado y enseñando toda la pasta de sus dientes, le dijo:
—¿No ha recibido usted El Faro? Se lo he enviado de los primeros.
—Phs... creo que ayer lo han traído a casa; pero aún no lo he abierto—respondió Maza con afectada indiferencia.—Vaya, don Rosendo, ¿gusta usted de comer conmigo?...—Pues hasta la vista.
Don Rosendo quedó un instante clavado al suelo como si le echasen un jarro de agua fría. La sangre se agolpó con furia a su rostro, y emprendió de nuevo la marcha, vacilante, hacia casa. Como estaba tan desprevenido, aquel desprecio fué una puñalada que le llegó a lo más vivo. Después que cesó el aturdimiento, le acometió una ira inconcebible contra aquel... (no se contentaba con llamarle menos de malvado y miserable). Llegó a casa en un estado de agitación deplorable. Aunque se sentó a la mesa, haciendo esfuerzos por calmarse, el estómago, repentinamente turbado, no quería admitir los alimentos. Estuvo taciturno y silencioso durante la comida. De vez en cuando sus labios se contraían con sonrisa sarcástica y murmuraba un ¡villano!
—¿Qué tienes, Rosendo?—se atrevió al fin a preguntarle su esposa, que ya estaba inquieta.
—Nada, Paulina; que la envidia produce grandes estragos en el mundo—se limitó a contestar con amargura.
Una vez vertida esta profunda sentencia, quedó en un estado de relativo reposo. Se tendió en una butaca a pensar, y transcurrida media hora salió de casa otra vez en dirección al Saloncillo. Al entrar en el café oyó la voz de Gabino Maza que gritaba como siempre allá arriba. Se le figuró percibir desde la escalera que hablaba del periódico y que lo calificaba de «solemne payasada». El corazón le dió un vuelco y entró en la sala agitado y triste. Al verle Maza, que gesticulaba en medio de un grupo, se calló, púsose el sombrero con ademán hosco y fué a sentarse en el diván. Los que le escuchaban, don Jaime Marín, Delaunay, don Lorenzo y don Feliciano Gómez, le saludaron con cierto embarazo y como avergonzados, lo cual confirmó su sospecha. Disimuló cuanto pudo, y esforzándose en poner cara alegre, comenzó a hablar de las noticias que corrían. La conversación tomó el rumbo de todos los días; la confianza volvió a reinar. Mas el ingeniero Delaunay, personaje tan listo como malévolo, sacó la conversación del periódico, preguntando a su fundador con risilla irónica en el español chapurrado que usaba:
—¿Qué trabajitos prepara usted para el próximo número, don Rosendo?
—Ya los verá usted cuando salgan—respondió secamente éste, que adivinó la burla escondida detrás de la pregunta.
—Aquí, en don Feliciano—prosiguió el ingeniero con la misma sonrisa—tiene usted un defensor acérrimo.
—Si me defiende es que alguien me ha atacado—respondió don Rosendo con más sequedad aún.
Nadie pronunció una palabra. El silencio se prolongó bastante tiempo, hasta que lo rompió el mismo Belinchón haciendo una pregunta indiferente a don Jaime, con lo cual la conversación volvió a animarse. Pero no se había conjurado el choque sino momentáneamente. La pelota estaba en el tejado y no tardó en caer. Maza tenía vehementes deseos de decir a don Rosendo que lo del periódico era «una mamarrachada». Este no las tenía menos vivas de decirle a Maza que era un envidioso. Y en efecto, a la primera ocasión que se presentó, ambos la cogieron por los pelos para comunicarse estas gratas noticias. La disputa duró más de dos horas. Maza procuraba reprimirse porque don Rosendo era un caballero de más edad y le debía quince mil reales. El fundador del Faro, por razones de prudencia, tampoco se atrevía a soltar enteramente la lengua. Sin embargo, al cabo, en mejores o peores términos, todo se dijo para edificación de los notables, que se dividieron en favor y en pro de los contendientes. Hay que confesar que de parte de Maza se pusieron los menos. Los indianos, indiferentes como siempre a estas peleas, se asomaban de vez en cuando a la puerta del billar con el taco en la mano, para escuchar las razones de los contendientes, e ilustrarse. Para ellos aquellas discusiones eran muy provechosas. Les enseñaban una porción de términos y frases que no conocían, y se ponían al tanto, aunque fuese de un modo superficial, de ciertos problemas de la vida, enteramente cerrados para ellos... ¡Lástima que la afición al billar les impidiese escucharlas siempre!
El estado de agitación y de cólera en que salió don Rosendo del Saloncillo, no puede ponderarse. Su gran carácter elevado y magnánimo, fué herido de un modo cruel por la ingratitud y la bajeza de aquellos falsos amigos. ¡Horrible tormento debe de ser vivir y morir en la obscuridad cuando se ha nacido para brillar en la cúspide de la sociedad humana, y consumir las fuerzas recibidas del cielo en el vacío y la inacción! ¡Más fiero dolor todavía es ver despreciados los más nobles trabajos del espíritu, los esfuerzos generosos por el triunfo del bien y la verdad! Tal fué el caso de Sócrates, Colón, Galileo, Giordano Bruno, y tal también el de nuestro héroe. La primera mordedura de la envidia le causó el dolor agudo que debieron sentir estos grandes bienhechores del género humano. Su espíritu vaciló. Fué un instante nada más, un desmayo pasajero que sirvió para acreditar mejor el temple admirable de su alma.
Sin embargo, aquella noche no pudo cenar. Tardó mucho tiempo en conciliar el sueño. ¡A cuántas tristes consideraciones se presta este caso! Mientras la turbamulta de los sarrienses desprovistos de ingenio, de ilustración y de ánimo, dormía a pierna suelta, aquel hombre benemérito se revolcaba en su cama como en lecho de espinas, sin lograr las caricias del sueño reparador.
A la mañana siguiente se levantó un poco pálido y ojeroso, pero firme y resuelto a proseguir su obra de regeneración, a despecho de todos los obstáculos morales y materiales que surgiesen en su camino. Aquella noche de insomnio, en vez de enflaquecer su ánimo y despegarle de su empresa, le confirmó en ella, le dió alientos para llevarla a feliz remate. El fuego consume y hace pavesas la paja; al oro lo acendra.
Ocupóse, pues, con brío en trazar el plan del segundo número que habría de aparecer el jueves próximo. Y como siempre acontece, el éxito feliz trajo consigo la voluntad de ayudarle. Muchos fueron los trabajos que se le ofrecieron para el segundo número; mas la mayor parte no eran de paso. La falta de espacio obligóle también a rechazar algunos que lo eran. Con esto hubo algunas murmuraciones y desabrimientos. Segundo escollo con que tropezó su patriótica empresa.
Pero al publicarse el quinto número surgió otro de mayor cuenta que produjo en el pueblo honda sensación y arrastró consigo fuertes torbellinos. Sucedió que Alvaro Peña, firmemente convencido, como ya sabemos, de que todos los dolores e imperfecciones que padecemos los humanos dependen exclusivamente de la preponderancia del clero, propúsose aprovechar el arma del periódico para emprender contra él una activa campaña. Y para comenzar lanzó, a guisa de guerrilleros, unas cuantas gacetillas. Preguntaba por los fondos de cierta cofradía del Rosario, que no parecían, hablaba en términos irrespetuosos de las Hijas de María, y decía chuscadas a propósito de la novena, de las confesiones y de los escapularios con que se adornaban las jóvenes beatas de la villa. Pero a quien iban particularmente dirigidos los tiros era a don Benigno, el teniente párroco, director de las conciencias femeninas de Sarrió, y caudillo de todos aquellos combates librados contra el pecado. El párroco era un hombre apático, viejo ya, que pasaba la vida en una casita de campo que poseía cerca de la población, dejando de buen grado a su teniente el cuidado del rebaño místico. Y don Benigno cumplía su cometido como pastor vigilante y celosísimo, rondando el rebaño noche y día, para que el lobo no le arrebatase las ovejas, y criando algunas con esmero y a la mano para ofrecerlas al esposo bíblico. Nada puede igualarse al ardor con que don Benigno procuraba esposas al Altísimo. En cuanto una joven se arrodillaba a sus pies para confesarse, se creía en el caso de insinuarle que el mundo estaba corrompido, que no había por dónde cogerle, el condenarse facilísimo, el amor terrenal una inmundicia, los mismos afectos de hija y de hermana despreciables, el tiempo para merecer la salvación muy limitado. En su consecuencia lo mejor, abandonar este mundo terrenal (don Benigno era muy aficionado a este adjetivo), y correr a entregarse a Jesús, penetrar en la gruta deleitosa de que habla San Juan de la Cruz, y dejar allí olvidado su cuidado. Conocía él un rinconcito feliz, un verdadero pedacito del cielo, donde se gozaban anticipadamente las delicias que Dios tiene reservadas a sus siervas. El rinconcito era un convento de Carmelitas que acababa de fundarse en las afueras de la villa, y del cual era el teniente grande y decidido protector. Por cierto que esto tenía un poco desabrido a don Segis, el capellán de las Agustinas, aunque no osaba manifestarlo, porque no le convenía ponerse mal con su compañero.
La insinuación producía efecto unas veces, otras no. Rara la dejaba caer don Benigno en los oídos de una vieja. Quizá porque calculase que a Jesús le gustaban más dos de quince que una de treinta, o porque las hallase más reacias y desconfiadas que las niñas. De todos modos, aquella cacería espiritual tenía episodios interesantes. En cierta ocasión el teniente fué víctima de la agresión de un joven a quien había arrancado su hermana para el convento. En otra, después de haber buscado dote para una muchacha y haberla provisto de ropa, la futura de Cristo se escapó de la noche a la mañana con un oficial de sastre. Don Benigno acostumbraba a conducir él mismo las esposas a la morada del Esposo. Cuando había dificultades que vencer por parte de la familia, se portaba con la habilidad y la osadía de un consumado seductor. Organizaba y llevaba a cabo el rapto de la virgen con una astucia que para sí la quisieran muchos tenorios mundanos.
De esto sacó pretexto Alvaro Peña para hablar en una gacetilla de cierto sacerdote aficionado a «cazar palomas». Ahora bien; como ya conocemos la afición de don Benigno a la cría de pichones, la gacetilla iba directamente a él y con una intención diabólica. Los lectores así lo comprendieron. Se comentó y rió no poco el dañino suelto.
Al verse de aquel modo en ridículo, el excusador, que tenía un temperamento susceptible y bilioso, como todos los artistas, se enfureció terriblemente.
—¿Ha leído usted el papelucho de don Rosendo?—preguntó por la noche en casa de la Morana a don Segis. Es de advertir que desde la primera gacetilla irreligiosa don Benigno no volvió a llamar de otro modo al Faro de Sarrió.
—Sí, lo he leído esta mañana en casa de Graells.
—¿Y qué le parece a usted de aquella indignidad?
—¿Cuál?—preguntó con sosiego el capellán.
—Hombre, ¿no ha leído usted las infamias que dicen de mí?
Don Segis levantó el vaso a la altura de los ojos, examinó detenidamente el dorado líquido, lo acercó a los labios y bebió con pausa. Después de toser y desgarrar un poco, y limpiarse la boca con un pañuelo de hierbas, dijo gravemente:
—Phs... la intención no es buena que digamos... Pero vale más tomar las cosas con calma. Nada se adelanta con alterarse.
El teniente, que esperaba que don Segis participase de su indignación, recibió un nuevo golpe, y calló, devorando su enojo. En esta ocasión fué cuando se manifestó la sorda enemiga del capellán de las Agustinas por la injustificada preferencia que don Benigno otorgaba al convento naciente. El teniente se volvió entonces hacia el señor Anselmo y don Juan el Salado. Estos tuvieron la atención de manifestarse disgustados por la gacetilla, aunque sin hacer tampoco extremos. Ya sabemos que esto no se acordaba con la naturaleza de aquella templada y patriarcal reunión.
Pero al jueves siguiente, Alvaro Peña dejaba descansar a don Benigno y «se metía» con el capellán de las monjas, publicando de él una semblanza en verso, en que se hacía muy graciosa mención del matrimonio de las copas de ginebra con los vasos de vino blanco. Le tocó entonces enfurecerse a don Segis, y tomarlo con calma a don Benigno. Mas el sosiego de éste era aparente, y sólo para vengarse del de don Segis. En realidad, su herida manaba sangre todavía. Así, que no tardó en realizarse la conciliación, poniéndose ambos con inusitado ardor a quitar el pellejo a todos y a cada uno de los que escribían en el «papelucho de don Rosendo», principiando por éste, su ilustre fundador, y concluyendo por el dueño de la imprenta. No se les ocultaba que el autor de las chufletas era Alvaro Peña. Pero como siempre habían tenido a éste por un desalmado masón, capaz de beberse la sangre toda del clero de Sarrió, por no repetirse, le dejaron pronto para cebarse principalmente en Sinforoso. Las razones que tenían para ello, eran que éste había sido seminarista; por consiguiente, un traidor. Luego procedía de la misma cepa, porque su padre era carlista y su abuelo lo había sido también. Además podía dispensarse hasta cierto punto que don Rosendo Belinchón, don Rudesindo, Alvaro Peña y don Rufo, todos hombres que significaban algo en la villa, se despachasen a su gusto... ¡pero aquel petate!... ¡aquel hambrón!
Excitado por la murmuración, don Benigno bebió algunos vasos más de los acostumbrados, y el capellán no quiso quedarse atrás. Cuando los tertulios salieron de la tienda formando la clásica cadena, don Segis advirtió con satisfacción que la pierna entumecida le pesaba menos, y se lo hizo observar a don Benigno, que le dió por ello la enhorabuena. Luego, cuando a los pocos pasos se desprendieron todos para desalojar el ácido úrico de su cuerpo frente a las tapias de las Agustinas, el mismo don Segis manifestó en voz alta que aquella noche no tenía deseos de irse a la cama, y les acompañaría. Mas el teniente le dijo al oído que deseaba hablar con él en secreto, y ambos se quedaron delante del convento.
—Amigo don Segis, ¿qué le parece a usted de ir a limpiar los mocos al hijo del Perinolo?
—¡Grave! ¡grave! ¡grave!—murmuró don Segis.
—Si pudiéramos darle una sopimpa, sin escándalo, se entiende...
—¡Grave! ¡grave!
—A las once u once y media sale del café. Podemos esperarle por allí cerca y alumbrarle algunos coscorrones.
—¡Grave! ¡grave! ¡grave!
—¿Es usted un hombre o no lo es, don Segis?
La pregunta, aunque inocente, causa honda perturbación en el espíritu del capellán, a juzgar por la serie de muecas y ademanes descompuestos a que se entrega antes de pronunciar una palabra.
—¿Quién? ¿Yo?... ¡Parece mentira que un amigo y un compañero me diga cosa semejante!
Y dió la vuelta muy conmovido y se llevó el pañuelo a los ojos, de donde brotaban algunas lágrimas.
—Pues los hombres se portan como hombres. Vamos a castigar la insolencia de ese pelgar.
—¡Vamos!—profirió con firmeza el capellán, echando a andar en dirección a su casa.
—Por ahí no, don Segis.
—Por donde usted quiera.
Los dos clérigos se cogieron del brazo y empezaron a caminar, no sin ciertas vacilaciones explicables, en dirección al café de la Marina. No será de más decir que ambos vestían de seglar por las noches, con sendas levitas negras de largo faldón y manga apretada, botas de campana y enormes sombreros de felpa.
Un buen cuarto de hora invirtieron antes de llegar a las cercanías del café. Una vez allí, ofuscados por las luces como cándidas mariposas, quisieron caer, y retrocedieron.
—Lo mejor será esperarle hacia su casa. Aquí hay todavía mucha gente—dijo don Benigno.
Don Segis se mostró humilde también esta vez, siguiendo el impulso de su compañero.
En la calle de Caborana, esquina a la del Azúcar, que la pone en comunicación con la Rúa Nueva, se situaron ambos como punto estratégico por donde el enemigo había de pasar, dado que su casa estaba situada al final de la calle de Caborana. Los dos clérigos tenían la firme voluntad de los navarros en el desfiladero de Roncesvalles. Así que soportaron con heroica impavidez, durante media hora de espera, la lluvia menuda que estaba cayendo, sin que el temor del reumatismo ni otra consideración temporal les hiciese moverse una pulgada del puesto que ocupaban.
Al fin, descuidado y satisfecho, después de haber sostenido larga y acalorada discusión en el café, se retiraba el redactor en jefe del Faro hacia su casa, cuando inopinadamente le sale al encuentro el irritable teniente, que le dice con su voz chillona:
—Oiga usted, mocito, ¿quiere usted repetirme ahora las insolencias que ha dicho en el papelucho de don Rosendo? Tendría mucho gusto en ello.
La sorpresa, el acento sarcástico y amenazador del clérigo, y la vista del bulto de don Segis, que permanecía a algunos pasos, inmóvil, como fuerza de reserva, infundieron tal pavor en Sinforoso, que en algún tiempo no pudo articular palabra. Sólo cuando el teniente avanzó hacia él un paso, logró decir:
—Tranquilícese usted, don Benigno. Yo no le he nombrado a usted.
—¡Hola!—exclamó el clérigo con sonrisa feroz,—parece que ya no cantas, tan alto... ¿Qué tiene el gallo que no canta? ¿Qué tiene el gallo que no canta, guapito?
Don Benigno avanzó un paso, y Sinforoso retrocedió otro.
La reserva de don Segis avanzó también para conservar la distancia estratégica.
—¡Tranquilícese usted, don Benigno!—gritó Sinforoso con terror.
—¡Si estoy muy tranquilo, guapo! No deseo más que oir otra vez aquello de las palomas, que me ha hecho mucha gracia.
—¡Yo no lo he escrito!—exclamó con angustia el hijo del Perinolo.
—¿De veras no lo has escrito, guapo?... ¡Pues para cuando lo escribas!
Y descargó una bofetada en la pálida mejilla del redactor.
—¡Sosiéguese usted, don Benigno!—exclamó el desdichado retrocediendo, y extendiendo hacia adelante las manos.
—No te digo que estoy muy tranquilo, majo. ¡Toma otra palomita!
Y le dió otra bofetada.
—¡Por Dios, don Benigno, sosiéguese usted!
—¡Allá va otra palomita!
Nueva bofetada.
Digamos ahora, antes de pasar adelante, que de las que se dieron en Sarrió en los dos años siguientes a la aparición del Faro (y sabe Dios que el número es incalculable), lo menos una mitad fueron a parar a las mejillas de este joven distinguido.
No pudiendo calmar con sus ruegos al enfurecido excusador, y sospechando que el bando de palomas iba a ser numeroso, el redactor en jefe del Faro gritó con todas sus fuerzas:
—¡Socorro, que me matan!
Y trató de dar la vuelta para huir; pero los dedos acerados del clérigo le retuvieron por un brazo. Al mismo tiempo don Segis, creyendo llegado ya el momento de entrar en fuego, le descargó con su bastón de ballena un garrotazo en las espaldas.
—¡Socorro!—volvió a gritar el desdichado.
Es el caso que en aquel momento llegaba de la tienda de Graells, donde acostumbraba a pasar las noches, el invicto ayudante de marina Alvaro Peña, que tenía su domicilio en la calle del Azúcar. Al escuchar los gritos de su amigo, echó a correr hacia el sitio, diciendo:
—¿Qué pasa, Sinforoso, qué pasa?
—¡Auxilio, don Alvaro, que me matan!
—Fijme, Sinforoso, ¡que allá va socojo!—le volvió a gritar acercándose rápidamente.
Los clérigos, oyendo la voz de aquel odioso y terrible enemigo de la Iglesia, soltaron la presa; pero enardecidos por el combate, trataron de hacerle frente poniéndose en línea de batalla con los bastones en alto. Al divisarlos Peña, se estremeció de ira y de gozo al mismo tiempo.
—¡Son curas!
Vibró el bastón en su mano y el enorme sombrero de don Benigno saltó veinte varas lejos. El teniente retrocedió. Don Segis avanzó y trató de alcanzar con el palo la cabeza del ayudante; pero antes que pudiera hacerlo, un garrotazo le había caído sobre el cogote, dejándole malparado.
—¡Debiera suponejlo, caramba! Sólo estas aves nocturnas son capaces de esperaj traidoramente a un hombre indefenso, alterando el ojden público y tujbando el sueño de los vecinos... Es menestej concluij con esta raza de alimañas que chupan la sangre del pueblo, y aspiran a tenejlo sumido en la bajbarie... ¡Estos son los ministros de Dios! ¡Los apóstoles de la claridad! ¡Los etejnos pejturbadores del ojden social!...
Ni aun en estos críticos instantes podía el ayudante prescindir de aquella retórica anticlerical que acostumbraba a usar, y de sus frases campanudas. A cada una acompañaba un garrotazo. Los clérigos, no pudiendo sostener su rabioso empuje, volvieron grupas, y emprendieron desaforadamente la carrera. El teniente pronto se vió fuera del alcance del palo, mas el pobre don Segis, con el peso extraordinario de su pierna izquierda, se quedó rezagado, y tuvo que sufrir las caricias del bastón de Peña buen rato. A lo lejos se oía la voz de éste, gritando con chistosa corrección:
—¡Hipócritas! ¡Sepulcros blanqueados! ¿Es esto confojme con el espíritu del Evangelio, canallas? ¡Predicáis la paz y el amoj entre los hombre, y sois los primeros en barrenaj los textos sagrados! ¡Cuándo sacudiremos vuestro yugo, y nos emanciparemos de la esclavitud en que nos tenéis desde hace tantos siglos!
Cualquiera imaginaría al escucharle que estaba pronunciando un discurso en algún club democrático, y no administrando una soberana paliza.
Así terminó aquella refriega.
A la mañana siguiente el ayudante recibió la visita del párroco de Sarrió que venía a suplicarle encarecidamente que no se hablase de aquel incidente desagradable en el periódico, prometiendo en cambio todo género de satisfacciones por parte del teniente y don Segis, lo mismo a él que a Sinforoso. Peña no quiso ceder a su demanda. La ocasión era admirable para abrir brecha en los enemigos de la libertad y del progreso. En efecto, el primer número del Faro insertó una relación circunstanciada escrita en estilo jocoso de todo lo ocurrido.
Con esto los ánimos del clero y de las personas timoratas de la villa quedaron grandemente sobreexcitados.
Que Gonzalo se casó.—Graves revueltas entre los socios del Saloncillo
Los altos y graves negocios que embargaban a don Rosendo, no consintieron que dedicase al desagradable suceso que en el mismo tiempo turbaba la quietud de su casa, aquella atención preferente que en otra sazón le hubiese dedicado. Sin embargo, al tener noticia de la traición de Gonzalo y del extravío de su hija menor, sintióse fuertemente alterado. Tuvo con su esposa largas y vivas pláticas acerca del asunto. Prueba irrecusable de que los grandes hombres, aunque solicitados por tantos y tan elevados pensamientos, no desdeñan por eso las cosas que tocan a la vida íntima, como vulgarmente se asegura. Su primer impulso fué despedir a Gonzalo y encerrar a su hija en un convento. Las súplicas de doña Paula y la reflexión, que ejercía sobre su claro espíritu imperio absoluto, le hicieron volver sobre tal acuerdo. Al cabo de algunos días de dudas (pocos, porque otros cuidados le reclamaban), vino en permitir que se casasen los descarriados jóvenes, no sin celebrar antes una conferencia con Cecilia y escuchar de sus labios que perdonaba, de buena voluntad a su hermana, y deseaba que cuanto más pronto se celebrase el matrimonio.
Obtenido el consentimiento, una tarde se presentó Gonzalo en casa de Belinchón. Hacía quince días que no había estado en ella. Sentía el corazón singularmente agitado, aunque sus deseos tan cumplida y brevemente hubieran sido satisfechos. Temía la primera entrevista, y no le faltaba razón. Doña Paula le recibió con marcada frialdad, y hasta en los criados halló una sombra de hostilidad que le hirió. Por otra parte, la idea de encontrarse con Cecilia le hacía temblar. Mas cuando se presentó Venturita en la sala, todos los temores y tristezas se desvanecieron. Su charla animada, el suave centelleo de sus ojos, aquellos ademanes graciosos y desenvueltos iluminaron su alma repentinamente y tocaron en ella a gloria. Olvidado de todo y enajenado por el timbre adorable de su voz se hallaba, cuando entró en la sala Cecilia. La vista de su víctima le produjo una extraña y violenta impresión. Levantóse del asiento automáticamente. Su fisonomía cambió de color. Cecilia se acercó a él con paso firme y le alargó la mano con la misma plácida sonrisa de siempre.
—¿Cómo te va, Gonzalo?
Parecía que le había visto el día anterior, y que nada de particular había sucedido. Sólo su tez estaba un poco más pálida.
Tal confusión se apoderó del joven, que no pudo contestar a esta sencilla pregunta sin balbucir. La mirada clara y tranquila de Cecilia le hizo el mismo efecto que una corriente eléctrica. Volvióse a doña Paula, y el rostro de ésta se hallaba fuertemente fruncido con expresión severa y dolorosa. Venturita miraba hacia los balcones con afectada indiferencia. Al fin se sentó todo convulso. Cecilia, que venía a pedir a su madre las llaves de los armarios, salió de la estancia dirigiéndole una tranquila sonrisa de despedida.
Comenzaron los preparativos de matrimonio. Doña Paula tuvo la delicadeza, rara en una mujer nacida en el pueblo, de no consentir que pieza alguna de ropa destinada a Cecilia sirviese para su hermana. Hízose, pues, un nuevo equipo apresuradamente. Cecilia trabajó en él, con sorpresa profunda de las costureras. Unas lo achacaban a bondad, otras a indiferencia. Lo cierto es que su fisonomía, aunque un poco marchita, expresaba la misma serena alegría de siempre. Sus manos se movían formando las iniciales de su hermana con la misma ligereza que cuando bordaba las suyas. Pero las tijeras al cortar, chis, chis, y las agujas al coser, cruj, cruj, no le decían ya aquellas cosas tan lindas que la hacían temblar de gozo, sino otras muy horribles, ¡ay! muy horribles. Quedaban sepultadas en su corazón. El mejor lector no leería en sus ojos grandes, hermosos y suaves más que el capítulo risueño de siempre.
—¿No te lo decía yo, mujer?—murmuraba Teresa al oído de Valentina mirando a nuestra joven.—Si la señorita Cecilia no puede querer a nadie.
Gonzalo huía de entrar en la sala de costura. Cuando alguna vez lo hacía, se mostraba tan alterado y confuso, que las bordadoras se guiñaban el ojo sonriendo. Al verle de aquel modo y a Cecilia tan sosegada e indiferente, cualquiera trocara los papeles que ambos habían hecho en aquel triste episodio de amor.
Las lenguas, en tanto, allá afuera, en las calles, en las tiendas, en las casas y en los paseos, no se daban punto de parada. El acontecimiento había causado profunda sensación en la villa. Mientras se preparaba el matrimonio con Cecilia, la opinión general era que Gonzalo daba pruebas de tener un gusto deplorable. Se despellejaba a la pobre muchacha, y se la ponía poco menos que como un monstruo de fealdad. Todos se maravillaban de que no hubiese elegido a su hermana, tan linda, tan graciosa. En cuanto aprendieron el cambio, las opiniones viraron asimismo repentinamente. ¡Qué escándalo! ¡Qué acción tan villana! ¡Qué padres los que consienten tal ultraje! ¿Dónde está la vergüenza de los hombres? ¡Pobre niña, tan buena, tan esbelta, con unos ojos tan hermosos!—Yo la encuentro más bonita que su hermana.—Yo lo mismo...
No dejemos escapar la ocasión de decir que esta constante censura, este eterno descontento de los hombres respecto de las acciones de sus semejantes, que tanto nos desespera, no supone tanta ruindad de intención, maldad o envidia en ellos como nos complacemos en creer siempre que somos objeto de crítica. No es otra cosa que un testimonio claro de la imperfección de nuestra existencia planetaria y del amor al ideal que todo hombre lleva dentro de sí sin verlo jamás realizado. Después de habernos así mostrado filósofos y optimistas, prosigamos nuestra narración.
Llegó el día del matrimonio. Efectuóse de madrugada dentro de la misma casa de Belinchón, con asistencia de algunos parientes y amigos. Después de tomar chocolate, partieron los novios para Tejada.
Era ésta un posesión situada a una legua próximamente de la villa, donde el genio de don Rosendo, secundado por el dinero, había tenido ocasión de desenvolverse libremente y dar prodigiosos frutos. Cuando la comprara, hacía más de veinte años, constituíanla unos cuantos prados y un bosque donde pastaban las vacas y cantaban los malvises, jilgueros y mirlos. Don Rosendo principió por desterrar esta colonia indígena y substituirla por otra extranjera. El ganado del país fué proscripto trayendo en su lugar otro de Suiza. Con igual severidad fueron arrojados, a tiros, de los árboles, los pajaritos antiguos, para colgar un sinnúmero de jaulas con aves raras y exóticas, que graznaban miserablemente todo el año a la salida del sol. El espíritu emprendedor y reformista de don Rosendo, no se detuvo tampoco en el reino animal. Con la misma audacia pasó al vegetal, e hizo cambiar por entero la faz de aquellos campos. Poco a poco, a impulsos del hacha y de la sierra, fueron desapareciendo los copudos y grandes castaños de hojas anchas y frescas con sus torsos retorcidos de piel rugosa, los gigantescos robles que habían renovado sus hojas picadas más de trescientas veces, los nogales que parecen enormes plantas de albahaca, los jugosos pomares, cuyas ramas se doblan hasta dejar delicadamente el fruto en el suelo, y otros árboles de arraigo y respetabilidad en el país. En su lugar se plantaron washingtonias, wellingtonias, araucarias excelsas y otros muchos árboles de casta extranjera, perteneciendo en su mayor parte a la familia de las coníferas. Esto hacía que la posesión, en concepto del vulgo, guardase cierto parecido con un cementerio. Respondía don Rosendo a tal observación, que las coníferas tenían la ventaja de conservar la hoja por el invierno. Replicaba el vulgo que de este modo parecía un cementerio por el invierno y por el verano. Don Rosendo no se dignaba contestar a esta sandez, y tenía razón.
Como lo que mucho vale mucho cuesta, aquellos extranjeros de ambos reinos, se llevaban una buena parte de la renta de Belinchón. Los pajaritos del país se buscaban el alimento y aliñaban sus plumas sin necesidad de ayuda de cámara. Los de fuera, encerrados en jaulas y enormes pajareras construídas al efecto, exigían algunos servidores para procurarles la adecuada alimentación y hacerles la limpieza. Después, la nostalgia causaba en ellos grandes claros, que se llenaban encargando a París y Londres nuevas y costosas remesas. Lo mismo pasaba con los vegetales. Para que uno se lograse a fuerza de cuidados y desvelos, perecían treinta o cuarenta. La vigilancia constante de los jardineros no bastaba a impedir esta considerable mortandad.
La casa, tampoco era de estilo nacional, ni siquiera europeo. Estaba construída según los preceptos de la arquitectura chinesca, llena de torrecillas festonadas por todos lados. Qué conexión tenían estas diminutas torres de ladrillo con la famosa de Babel, donde los idiomas se confundieron, nosotros no lo sabemos; pero debemos manifestar que a esta fábrica así guarnecida, la llamaban en el país la Babilonia de don Rosendo. Estaba suntuosamente amueblada. No faltaba dentro de ella ninguna de las comodidades y refinamientos que la moderna civilización proporciona a los ricos. Tenía una famosa habitación decorada al estilo persa, cuarto de baño, un espacioso comedor medianamente pintado y algunos lindos gabinetes pequeños y tibios, donde la luz entraba cernida por cristales de colores.
A este nido vinieron a parar Gonzalo y Ventura dos horas después de hallarse unidos para siempre. En el camino se habían hablado con desembarazo de cosas indiferentes. El joven había aplicado algunos besos en las mejillas de la niña, lo mismo que cuando novios. Mas al llegar a la babilonia, y encontrarse solos en la cámara persa, sintióse extrañamente confuso y acortado. Buscaba asuntos de conversación, y en todos se perdía. Venturita apenas le contestaba mirándole de reojo, con una expresión entre burlona y apasionada.
—Mira, ¡calla, calla! Estás diciendo muchas tonterías... Calla, y dame un beso—concluyó por decirle riendo, y tapándole la boca con su primorosa mano.
Gonzalo se puso colorado, y la abrazó con frenesí.
Su embriaguez en los primeros días rayó en locura. Venturita era, por su belleza singular, por la expresión lánguida y voluptuosa de sus ojos, por la tendencia invencible al descanso, una verdadera odalisca. Pero no como éstas solamente un animal hermoso, sino animada por ingenio chispeante, que desbordaba a cada momento en graciosos equívocos y felices ocurrencias. Gonzalo se desternillaba de risa, sin comprender que es peligroso que los maridos rían demasiado los chistes de sus mujeres.
La vida que hacían era harto sedentaria. A Ventura no le gustaba salir de casa. El sol le producía dolor de cabeza; el fresco de la tarde le irritaba la garganta. Cuidaba del aliño de su persona, y variaba de trajes lo mismo que si se hallase en Madrid. En su tocador pasaba una gran parte del día. Esto no disgustaba a Gonzalo. Al contrario, cuando la veía salir tan linda y gallarda, exhalando, como las flores tropicales, un perfume penetrante, sentíase poseído de entusiasmo. Un estremecimiento voluptuoso agitaba todo su ser, pensando que aquella obra exquisita de la Naturaleza era suya, enteramente suya.
Sin embargo, no lo era tanto como él se figuraba. Algunas veces la joven esposa, medio en serio, medio en broma, se encerraba en su cuarto. Allí pasaba tres o cuatro horas sin consentir que entrase, a pesar de los ruegos cariñosos que le dirigía por el agujero de la llave.
—Te privo de mi vista por algún tiempo—decía después riendo,—para que desees más el tenerme junto a ti.
Y, en efecto, por medio de estas coqueterías, el apetito del joven crecía extremadamente, y se convertía en delirio.
A las horas que bien le placía a la hermosa, salían a pasear por los jardines, sin alejarse mucho. Al llegar a algún sitio umbrío y fresco, de los pocos que la mano reformista de don Rosendo había dejado, la niña quería sentarse; pero no sobre la hierba ni sobre un banco rústico. Era menester que Gonzalo corriese a casa y trajese una butaca.
—Ahora, siéntate aquí a mis pies.
El mancebo se postraba y besaba con entusiasmo las manos que la gentil esposa le tendía.
—¡Sansón y Dalila!—exclamaba ella riendo y hundiendo sus manos como copos de nieve en la rubia y rizada barba de su marido.
—Tienes razón—respondía él dando un suspiro.—Un Sansón sin cabellos.
—¡Qué no tienes cabellos!... ¿Y esto qué es?—replicaba levantando su pelo, y poniéndolo erizado como una escoba.
—Hablo de mis fuerzas.
—¿No tienes fuerzas, eh? A ver: saque usted esos brazos.
El, riendo, se despojaba de la americana, y remangándose la camisa mostraba sus brazos enormes de gladiador, donde la musculatura tomaba brioso relieve como un espeso tejido de cuerdas.
—¡Qué barbaridad!—exclamaba la niña cogiendo uno con ambas manos, sin lograr ni con mucho abarcarlo. Y poseída de repentino entusiasmo y admiración, añadía:
—¡Qué fuerte, qué hermoso eres, Gonzalo! Déjame morderte esos brazos.
Y se inclinaba para hincar sus dientes menudísimos en ellos. Pero el mancebo tendía sus férreos músculos, y los dientes resbalaban por la piel sin penetrarla.
Entonces ella se enfadaba, insistía, quería a todo trance coger carne. Al cabo, él aflojaba los músculos diciendo:
—Te dejo morder; pero a condición de que me hagas sangre.
—No, eso no—respondía ella, expresando en la sonrisa anhelante el deseo de hacerlo.
—Sí, quiero que me hagas sangre; si no, no te dejo.
La niña empezaba apretando poco a poco la carne de su marido.
—¡Más!—decía éste.
Y apretaba más.
—¡Más!—volvía a decir.
Seguía apretando mientras en sus ojos chispeaba una sonrisa maliciosa.
—¡Más! ¡más!
—Basta—decía ella levantándose.—¿Lo ves? ¡ya te hice sangre! ¡Qué atrocidad, ni que fuese un perro!
E inclinándose de nuevo, chupaba con afán voluptuoso la gotita de sangre que saltaba en el brazo. Ambos sonreían con pasión reprimida. Después miraban al pequeño círculo cárdeno que los dientes de la niña habían dejado impreso.
—¿Lo ves?—volvía a decir ella avergonzada.—¡Vaya unos caprichos extraños los que tienes!
—Gracias. Quisiera que esta marca quedase, ahí eternamente. Pero no; ¡bien pronto se borrará, por desgracia!
—Puedo renovarla a diario—replicó maliciosamente.
—Me alegraría mucho.
—Vamos, tú quieres convertir a tu mujer en perrita. Dilo francamente.
Y abrazándole repentinamente, y besándole con frenesí en los ojos, en las mejillas, en la boca, en la barba, le repetía sin cesar:
—¡Dilo francamente! ¡Dilo francamente, pedazo de oso!... Esta boca es mía, y la beso. Esta barba es mía, y también la beso. Este cuello es mío, y lo beso. Estos brazos son míos, ¡míos! y los beso.
—Tómame todo: mi vida es tuya—decía él ebrio de dicha.
—Te quiero, te quiero, Gonzalo, por lo hermoso, por lo fuerte... A ver, déjame poner una mano sobre la tuya... Qué disparate, ¡parece una hormiga!
—Una hormiga blanca—replicaba él ahogando aquella diminuta mano entre las suyas grandes y fibrosas.
—Te quiero, te quiero, Gonzalo. Tómame en brazos. ¿Serás capaz de pasear conmigo así?
—¡Oh! ¿no he de ser?
La levantó como una pluma, y poniéndola sobre un brazo como a los niños, comenzó a dar brincos por el jardín.
—¡No tanto! Llévame suavemente. Vamos de paseo.
La paseó sin fatigarse por todo el parque. Y desde aquel día aquella forma de paseo le agradó tanto a la niña, que en cuanto salían de casa se colgaba al cuello de su marido para que la subiese. Los criados al verlos movían la cabeza sonriendo.
Pero muy pronto descubrió otro medio de pasarlo aún mejor. Había cerca de casa un columpio que el tiempo, más que el uso, había deteriorado. Hizo que se arreglase, y en cuanto lo tuvo presto se pasaba las horas mecida por Gonzalo.
—Si vieras cómo gozo. Da un poco más fuerte.
Y al empuje vigoroso del joven, el columpio volaba, y la niña cerraba los ojos dilatando la nariz con un sentimiento de intenso placer.
Gonzalo gozaba en verla así arrobada.
Transcurrieron veinte días de esta suerte. Durante ellos recibieron dos visitas de Pablito y Piscis, una vez en tílburi y otra a caballo. En esta última su principal objeto era dar picadero a una jaca que Pablo había cambiado por otra más vieja. Y ¡cosa extraña! a pesar del enajenamiento amoroso en que nuestro mancebo se hallaba, recibió la visita de los équites con inexplicable alegría, les ayudó afanosamente en su tarea. Al marcharse sintió una impresión de vacío en su vida. Porque era ésta tan reposada y pacífica, que su sangre y sus músculos padecían. Un día le habló a su esposa de ir de caza, pues era famoso e incansable cazador. Venturita no se opuso, con tal que la llevase consigo. Así se convino. Salieron una mañana en busca de un bando de perdices, de cuya existencia sabía Gonzalo desde el día en que había llegado a Tejada. Pero antes de alejarse dos kilómetros de la casa, Venturita se manifestó enteramente rendida. Le era imposible dar un paso más. Se vió precisado a traerla en brazos y a renunciar a su favorito recreo.
Doña Paula, que había mirado con hostilidad aquel matrimonio, no habló de ir a ver a los novios hasta después de pasados muchos días. Quiso que Pablito la acompañase, porque temía que a Cecilia le causase algún dolor el hacerlo; mas, enterada ésta, expresó su decisión de ir también a Tejada. Y una tarde madre e hija emprendieron en carretela descubierta el camino que llevaba a la posesión. Pero al acercarse a ella y columbrar las famosas torrecillas de ladrillo, Cecilia comenzó a empalidecer, sintió el pecho oprimido y la vista turbada. Doña Paula, que advirtió su indisposición, ordenó al cochero dar la vuelta.
—¡Pobre hija!—la dijo besándola.—¿Ves cómo no puedes venir?
—Ya podré, mamá, ya podré—respondió tapándose los ojos con una mano.
Al día siguiente, fué doña Paula acompañada de Pablo. Halló a los esposos muy propicios a dejar aquel nido escondido y trasladarse a la villa; como se efectuó en la misma semana.
Cecilia salió a recibirlos a la puerta de la calle y abrazó y besó a su hermana con efusión. A Gonzalo, le tendió la mano, que por un esfuerzo soberano de la voluntad, no tembló. El joven la estrechó con fraternal afecto, creyéndose perdonado.
Los novios ocuparon las habitaciones que doña Paula había destinado a su hija primogénita. La vida comenzó a deslizarse serena en apariencia. Gonzalo advertía, no obstante, con pesar, que no les envolvía esa atmósfera tibia y afectuosa que hace tan grato el hogar doméstico. Desde don Rosendo hasta el último criado, se mostraban con ellos atentos, deferentes, no cariñosos. Ventura no lo advertía, y si lo advertía le importaba poco.
Volvamos ahora la vista a los asuntos más interesantes de la vida pública de Sarrió.
Ganada aquella noble victoria de los clérigos, las cosas del Faro de Sarrió, procedían bien y prósperamente. El brioso y denodado ayudante de marina, pudo continuar su campaña civilizadora sin peligro de nuevas celadas. Sinforoso no se retiraba, sin embargo, a su casa sin ir acompañado de él o de otro amigo, perfectamente armados ambos.
Pero Gabino Maza, el eterno disidente, supo aprovechar maliciosamente aquella ruptura con la Iglesia, para sobresaltar las conciencias de algunos vecinos. No que él fuese católico ferviente, ni le diese una higa por que se pusiera a los curas como hoja de perejil. Al contrario, toda la vida había profesado ideas bastante heterodoxas y había maldecido de los beatos. Mas ahora se mostraba escandalizado: «Al fin y al cabo, habíamos sido educados en el respeto de la religión, la cual es el único freno para el pueblo. No se pueden ofender tan descaradamente las sagradas creencias de nuestras esposas, etc., etc.» Algunos con estas pérfidas insinuaciones, dejaron la suscripción del periódico.
Los redactores y su director, que adivinaban de dónde venía el golpe, estaban grandemente indignados. Gabino Maza, secundado por el no menos díscolo Delaunay, no cejaba en su campaña de murmuración. Mientras alguno de los del Faro estaba delante, nada; pero en cuanto se iba, esgrimían las lenguas con singular encarnizamiento. Unas veces hablando en serio, otras apelando a la burla, se trituraba a todos los que intervenían en el periódico, y muy particularmente, como es lógico, al que mejor y más altamente lo personificaba, el eximio don Rosendo. Decían ¡oh, mengua! que sólo el afán «de verse en letras de molde» había impulsado a aquellos beneméritos ciudadanos a encender la antorcha del progreso en Sarrió; que don Rufo, el médico, era un farsante; Sinforoso, un pobrete a quien arrojaban un mendrugo; Alvaro Peña (aquí bajaban la voz y miraban a todos lados), un botarate sin pizca de juicio; don Feliciano Gómez, un pobre diablo a quien más importaba ocuparse en sus negocios no muy florecientes; don Rudesindo, un gran cazurro, que trataba de alquilar su almacén y anunciar su sidra. En cuanto al fundador y promovedor de aquella empresa, don Rosendo, decían que toda la vida había sido un badulaque, un necio que se creía escritor, sin entender de otra cosa que del alza y baja del bacalao...
Sólo el deber imperioso de aparecer como cronistas fieles e imparciales, nos obliga a dar cuenta de tales habladurías. Bien sabe Dios que ha sido con harto trabajo y disgusto. Porque la misma pluma se estremece en nuestras manos y se niega a estampar semejantes abominaciones.
De don Pedro Miranda, absteníanse de murmurar los murmuradores, no por otra razón sino por tenerle solicitado para que dejase la participación en el periódico, a lo cual le veían inclinarse desde la refriega de los clérigos; pues era don Pedro cristiano viejo y muy grande amigo del capellán de las Agustinas. Con sus malévolos discursos, habían logrado desatar contra el periódico a algunas damas influyentes de la villa, entre ellas doña Brígida. Con esto tuvieron por suyo dentro del Saloncillo al sandio y degradado Marín. También atrajeron a su bando, poco después, al borracho del alcalde. Por una parte el espíritu de compañerismo con los tertulios de la tienda de la Morana, y por otra la molestia que sentía con las constantes excitaciones de la prensa, a las que no estaba acostumbrado, le hicieron renegar pronto de aquel gran adelanto. Lo que acabó de ponerle mal con El Faro y sus redactores, fué cierta gacetilla en que se censuraba al ayuntamiento y al alcalde con alguna dureza, por el lamentable abandono en que tenían los servicios de policía urbana, y lo poco que trabajaban por hacer agradable la temporada de verano «a los distinguidos escrofulosos que acudían a la playa de Sarrió en busca de salud».
Aunque aparentemente se trataban como amigos, existía, pues, entre los socios principales del Saloncillo sorda y disimulada enemiga. Iba ésta aumentando de día en día merced a los correveidiles que, en ocasiones análogas, no cesan de sembrar envidias y rencores. Temíanse ya las disputas y se rehuían, porque los desaforados gritos y los baldones que antes se lanzaban sin resultado alguno, gracias a la cordial avenencia que existía entre todos, eran, al presente, de mucho peligro. Reinaba, por tanto, en aquel recinto, más silencio, más cortesía, pero muchísima menos franqueza y cordialidad.
Aquella tirantez no podía durar mucho tiempo. Entre personas que todos los días se ven y se hablan, y no se quieren bien, es imposible que en breve plazo no deje de estallar la discordia. La ocasión fué ésta. Llegó al Saloncillo (¡noramala fué!), sin saber quién lo trajera, un ejemplar de cierta Ilustración catalana, donde, entre otros grabados, se veía uno representando las orillas de un río americano, y en ellas solazándose hasta una docena de cocodrilos de diversos tamaños. Tenía el ejemplar en la mano Maza, cuando acercándose don Rufo por detrás, exclamó en tono jocoso:
—¡Vaya unos cocodrilos escuálidos!
—No son cocodrilos—manifestó Maza en tono seco y desdeñoso, sin levantar la cabeza.
—¿Y por qué no han de ser?—preguntó el médico herido por aquel tono.
—Porque no.
—¡Valiente razón!
—Si no te convence, estudia, que yo no estoy aquí para hacer obras de misericordia.
—¡Uf! ¡El sabio de la Grecia! ¡Apartarse a un lado, señores!
—No soy un sabio, pero no digo que estos animales son cocodrilos, cuando en el río Marañón no se crían cocodrilos.
—¿Qué son entonces?
—Caimanes.
—¡Llámalo hache! Caimanes y cocodrilos vienen a ser lo mismo.
—¡Otra barbaridad! ¿Dónde has aprendido eso?
—Hombre, es de clavo pasado. El caimán y el cocodrilo no se diferencian más que en el nombre. Aquí está don Lorenzo que ha viajado, y puede decir si no es verdad.
—El caimán es algo más pequeño—expresó don Lorenzo con sonrisa conciliadora.
—El tamaño es de poca importancia. La cuestión es saber si tiene o no la misma figura.
Don Lorenzo se inclinó en señal de asentimiento. Maza saltó, hecho una furia:
—Pero, señores. ¡Pero, señores! ¿Estamos entre personas ilustradas o entre aldeanos? ¿De dónde sacan ustedes que caimán es lo mismo que cocodrilo? El cocodrilo es un animal del Mundo Viejo y el caimán es del Nuevo Mundo.
—Dispénseme usted, amigo Maza; yo he visto cocodrilos en Filipinas—manifestó don Rudesindo.
—¿Y qué quiere usted decir con eso?
—Como usted decía que los cocodrilos no se crían en el Nuevo Mundo...
—¡Otra que tal! ¿Las Filipinas son del Nuevo Mundo? Señores, ¡señores! hay que abrir los paraguas. Hoy llueven aquí burradas.
—Pues qué, ¿Filipinas querrá usted decirme que no es Ultramar?—preguntó don Rudesindo con la faz descompuesta.
—¡Nada, nada, siga el chaparrón!
—La diferencia principal, señores, que existe entre el cocodrilo y el caimán—dijo a esta sazón con autoridad don Lorenzo—es que el cocodrilo tiene tres carreras de dientes y el caimán sólo tiene dos.
—¡No es eso, hombre, no es eso! Los cocodrilos tienen las mismas carreras de dientes que los caimanes.
Don Lorenzo sostuvo con brío su aserto. Le ayudó en la defensa don Rudesindo. Maza le atacó con no menos fuego, apoyado por Delaunay. Pronto entraron en liza otros cuantos socios generalizándose el combate, que fué haciéndose cada vez más vivo. Las voces eran horrendas. Si hubieran poseído tres carreras de dientes como los cocodrilos, o aunque fuesen dos, no dudo que se devorarían, dada la rabia y el coraje con que se enseñaban la única con que la Naturaleza les había dotado. Maza estuvo tan procaz, tan insolente, que al fin don Rudesindo, sin ser dueño de sí, le descargó un paraguazo en la cabeza. Siguióse a éste una granizada de ellos entre los contendientes, con un pavoroso estruendo de ballenas y varillas de alambre que daba escalofríos al varón más arriscado. Muchos, que no se habían acordado siquiera de emitir su opinión sobre la dentadura de los reptiles citados, recibieron su parte alícuota de paraguazos, lo mismo que los que más habían esclarecido la cuestión con sus discursos. Subieron del café el amo con algunas otras personas; suspendieron los indianos del billar su juego; terció don Melchor de las Cuevas, de quien así en guerra como en paz se hacía mucho caso. Al cabo se logró apaciguar el alboroto ya que no concertar las voluntades, hacía algunos meses resfriadas.
El resultado fué que desde aquel día Gabino Maza, Delaunay, don Roque, Marín y otros tres o cuatro socios más, se retiraron del Saloncillo. Don Pedro Miranda siguió asistiendo con largos intervalos de ausencia. Esto hacía presumir a los tertulios restantes y a los redactores del Faro que no podía contarse con él, y que no tardaría mucho en caer del lado contrario. Como sucedió en efecto. Los disidentes empezaron a reunirse en el café de Londres situado en la calle de Caborana. Pero no muchos meses después corrió por la villa la noticia de que alquilaban un almacén en la calle de San Florencio para establecer sus reuniones. Y así fué. Lo entarimaron, lo alfombraron, después pintaron sus paredes y su techo, amuebláronlo con algunas sillas y butacas, pusieron mesas de tresillo y comenzaron a asistir tarde y noche a aquel sitio tan asiduamente como antes al Saloncillo. Por ser bajo de techo y tener embutida en la pared una litera que sirvió para dormir la siesta Marín, empezó a llamarse a aquel sitio en la población el Camarote, y este nombre le quedó. Los del Faro, que habían desdeñado a los desertores mientras no tenían techo donde guarecerse, entraron en cuidado. El primer síntoma de temor fué una gacetilla o novela a la mano en verso-prosa describiendo aquella nueva tertulia y pintando a cada uno de sus socios con nombres de animales; Maza la víbora, Delaunay un gallo belga, Marín el jumento, don Roque el cerdo, etcétera, etc. Esta gacetilla exasperó a los del Camarote de un modo indecible.
Don Rosendo continuaba cada vez más pujante y empeñado en su campaña periodística. Introducía en el Faro todas aquellas formas y maneras que observaba en la prensa nacional y extranjera, particularmente en la francesa. Había comisionado a un escritor de Madrid para que los miércoles le remitiese un telegrama de veinte palabras, y le escribiese además cartas políticas y literarias; traducía él todas las noticias curiosas que hallaba en los periódicos; hacía revistas de modas, de tribunales, de teatros (cuando había compañía). Pero donde más se distinguía era en las de mercados. No es fácil representarse la destreza con que manejaba, traía y llevaba los cereales, los aceites, los caldos y los arroces. Para que se vea con qué amenidad y galanura sabía tratar un asunto tan prosaico, diremos que en una ocasión escribía: «Las mieles, sensibles a estas alteraciones, se pronunciaron en baja y no alcanzaron estabilidad y firmeza en sus precios hasta que los cafés, los cacaos y demás géneros ultramarinos lograron reprimir sus vivas oscilaciones.» Era, en suma, el alma del periódico.
No bastaba, sin embargo, lo que había hecho para ponerlo a la altura de su ideal. Belinchón siempre había seguido con vivísimo interés en los periódicos de París aquellas polémicas personales que rara vez dejaban de terminar con un duelo. Y las peripecias de éste, contadas minuciosamente por algún testigo, le placían tan extremadamente, que ninguna comida había para él tan sabrosa, ni más grato recreo. Cuando pasaban muchos días sin desafío, don Rosendo languidecía. Las descripciones de los asaltos de armas entre los célebres tiradores de la capital de Francia, excitaban también grandemente su curiosidad. Y aunque un poco se le enredaban en el magín aquellas frases técnicas engagement de sixte, battement en quarte, contre-riposte, feinte, etc., allá las traducía a su modo y se daba por enterado. Decía él que en ningún signo se conocía mejor el grado de cultura de un país que en la afición a las armas. El manejo de ellas despertaba o avivaba la idea del honor y la dignidad humana. Su abandono arrastraba consigo la cobardía y la degradación. Conocía mejor que sus parientes la biografía de los grandes duelistas y gens des armes de París. Podía describir con pelos y señales los desafíos que habían tenido y la gravedad de las heridas. En cuanto se anunciaba un asalto entre dos maestros, por ejemplo Jacob y Grisier, ya estaba nuestro caballero excitado. Abría con precipitación todos los días el Fígaro y apostaba en su interior por uno o por otro.
Un día se le ocurrió en la cama (donde le asaltaban siempre las grandes ideas) que ser periodista sin conocer las armas o manejarlas, era lo mismo que ser bailarín y no tocar las castañuelas. El día menos pensado se suscitaba un lance, había que acudir al terreno, y él no sabía siquiera ponerse en guardia. Verdad que en todo Sarrió no había quien supiese más. Pero nadie tenía tanta obligación de conocer la esgrima como él. Además, el altercado podía ser con un periodista de Lancia o de Madrid, y entonces era preciso dejarse asesinar. Estas imaginaciones le llevaron a adoptar una resolución; la de aprender a toda costa a tirar el florete. ¿Cómo? Haciendo venir un maestro a Sarrió, ya que él no podía separarse de este punto. Sin comunicar el pensamiento con nadie, escribió a un amigo de París, el cual buscó en las salas de armas de esta ciudad algún auxiliar o prevot que quisiera expatriarse. Al cabo de algún tiempo se halló uno que, mediante la cantidad de dos mil francos anuales, y dejándole libertad para dar lecciones, consintió en venir a establecerse en la villa del Cantábrico.
Un día, con verdadera estupefacción del vecindario, se dijo que acababa de llegar en la goleta Julia un profesor de esgrima, M. Lemaire, con el exclusivo objeto de enseñar el manejo de las armas a don Rosendo. Y, en efecto, pronto se vió a éste acompañado de un joven delgadito y rubio, de traza extranjera. La impresión fué honda. En los pueblos pequeños, donde la gente se pega de palos y bofetadas, la frialdad, la corrección y la gravedad de los duelos produce asombro y terror. Lo primero que se les ocurrió fué que don Rosendo deseaba matar a alguno. Sólo después de mucho tiempo comprendieron la razón de aquel aprendizaje.
Don Rosendo lo tomó con el ardor y seriedad que merecía. Todos los días dedicaba un par de horas por la mañana, y otro por la tarde, a tirarse a fondo, que fué lo único que le permitió hacer el profesor en los dos primeros meses. El resultado notabilísimo de este ejercicio fué que al cabo de algún tiempo no sabía si sus piernas eran verdaderamente suyas o de otro bípedo racional como él. Tan agudas y vivas fueron las agujetas que le acometieron, que hasta cuando se hallaba durmiendo creía estar tirándose a fondo. Despertaba sobresaltado con terribles dolores en las articulaciones. ¡Luego aquel M. Lemaire era tan cruel! Nunca se daba por satisfecho del trabajo de las extremidades del buen caballero:—«¡Plus! ¡plus! ¡Ancor plus saprísti!» Y el mísero don Rosendo se abría, se abría de un modo bárbaro, inconcebible, percibiendo la grata sensación de si le aserraran el redaño. Terminado tan noble ejercicio, el señor Belinchón se veía necesitado a ir cogido a las paredes para trasladarse de un sitio a otro, formando un ángulo de ochenta grados con el suelo. Desde allí, hasta el fin de sus días, el glorioso fundador de El Faro de Sarrió siempre anduvo más o menos esparrancado.
Pero este tormento, aunque nada tenía que envidiar a los de los mártires del Japón, padecíalo, si no con gusto, con varonil entereza. Pensaba que siempre ha costado enormes sacrificios civilizarse y civilizar un país. Al cabo de los dos meses comenzó el eterno tic tac de los floretes. Pero sin abandonar por eso el tormento de las piernas. Don Rudesindo, Alvaro Peña, Sinforoso, Pablito, el impresor Folgueras y algunos otros, tomaban lección al mismo tiempo. En la sala, las impresiones bélicas subyugaban de tal modo a los tiradores, que guardaban solemne silencio. No se oía más que la voz áspera de M. Lemaire repitiendo sin cesar y de un modo distraído:—En garde vivement—Contre de quarte.—Ripostez... ¡Ah bien!—En garde vivement.—Contre de sixte. Ripostez... ¡Ah bien!—Parez seconde.—Rispostez ¡Ah bien! Don Rosendo se creía trasladado a París, y veía en don Rudesindo, Folgueras y Sinforoso, a Grisier, Anatole de la Forge y el barón de Basancourt. El Faro no era El Faro, sino Le Gaulois o Le Journal des Debats.
Al cabo de cinco meses, se mantenía bastante bien en guardia, paraba los golpes rectos, atacaba con furia y saltaba hacia atrás con maestría. Creyó llegado el caso de dar un escándalo. Era necesario que la población se persuadiese de que los dos mil francos asignados al profesor no eran enteramente perdidos.. Además convenía ir introduciendo en ella el gusto por estos refinamientos de las grandes capitales. ¿Pero con quién tener affaire en Sarrió? Aunque buenas ganas se le pasaban de desafiar a alguno de los del Camarote, comprendía que el único capaz de batirse era Gabino Maza. A éste le tenía una migajita de respeto, sobre todo desde que había oído decir al profesor que en los duelos era preciso tener mucho cuidado con los hombres violentos, aunque no supiesen esgrima. Después de largas y profundas meditaciones imaginó que lo mejor era provocar un lance con algún periodista de Lancia aprovechando la polémica que el Faro venía sosteniendo con el Porvenir, acerca de cierto ramal de carretera. Y como lo pensó lo hizo. En el primer número se mostró tan agresivo, tan insolente con el periódico de la capital, que éste, sorprendido e indignado, contestó que ciertas frases del Faro no merecían sino el desprecio. En su consecuencia, don Rosendo comisionó a sus amigos Alvaro Peña y Sinforoso Suárez «para que fueran a entenderse» con el director del Porvenir. Se trasladaron a Lancia y regresaron el mismo día. El señor Belinchón al verles llegar deseaba ya ardientemente que el asunto se hubiese arreglado sin necesidad de duelo, a pesar de ser él quien lo provocara. Nuevo testimonio de su grandeza singular de alma y de la exquisita sensibilidad de que estaba dotado. Por desgracia el director del Porvenir se había mantenido firme. Los testigos convinieron un duelo a sable que debía realizarse al día siguiente, en una posesión de las cercanías de Lancia.
Nuestro héroe, al saberlo, sintió que las piernas le flaqueaban, no de temor, que esto ninguno osará siquiera imaginarlo, sino por la emoción de verse tan próximo a ser objeto de la curiosidad y expectación públicas, no sólo en la provincia, sino en España entera. Cuando caminaban hacia casa, Peña le dijo con ruda franqueza:
—Los padrinos de Villar querían que se cortasen las puntas a los sables; pero yo me opuse. «No, no, dije, conozco bien a don Rosendo, y es hombre que aborrece las niñerías. No se puede jugar con él. Cuando se mete en un lance de éstos, es menester que vaya todo muy serio. Estoy seguro de que si cortásemos las puntas, tendría con él un disgusto...» ¿No he interpretado bien su deseo?
—Perfectamente. Muchas gracias, Alvaro—respondió el señor de Belinchón alargándole una mano que Peña halló demasiadamente fría. Y añadió con voz débil:—Aunque se limasen un poquito las puntas, ¿sabe usted? no tendría inconveniente en aceptarlo... El asunto, después de todo, no exige precisamente que sea a muerte.
—No me atreví siquiera a aceptar eso. Como no conocía la opinión de usted, tenía miedo que le disgustase...
—Nada, nada, pues por mí no hay inconveniente en que se limen.
—Ahora ya no puede ser. Están concertadas las condiciones. A menos que ellos lo propongan de nuevo, las puntas irán afiladas. A usted le conviene mucho porque tira el florete...
—Precisamente por eso. Yo no quisiera llevar ventaja alguna a mi adversario.
Peña guiñó el ojo con malicia.
—No sea usted tan escrupuloso, don Rosendo. Si usted puede ensartarlo ¡fiiit! como un pajarito, no deje de hacerlo.
Estas últimas palabras las acompañó el ayudante con un gesto expresivo, traspasando el aire con los dedos de punta, lo mismo que si los estuviese introduciendo por un cuerpo humano.
Don Rosendo hizo un gesto de repugnancia, y guardó prolongado silencio. Al cabo, manifestó sordamente:
—Lo que sentiré es que estas malditas agujetas no me permitan tirarme a fondo.
—¡Ca, hombre, ca! Pierda usted cuidado. Mientras dure el lance, no sentirá usted dolor alguno en las piernas. ¿No le ha sucedido dejar de sentir el dolor de una muela en el momento de llamar a la puerta del dentista para sacarla?
Este símil consolador produjo inmediatamente en el ayudante un acceso de risa, que duró buen rato. Belinchón se mantuvo grave y sombrío, como deben estarlo los héroes la víspera del combate.
La noticia corrió como una chispa eléctrica por la población. El pasmo de los vecinos era indescriptible. A ninguno le cabía en la cabeza que una persona, entrada ya en años, con hijos casados, fuese a darse de sablazos con otra por cuestión de un ramal de carretera. Sin embargo, el partido que Belinchón acaudillaba admiraba la decisión y el valor de su jefe. Este, por la noche, tuvo una espantosa pesadilla. Soñó que el sable del director del Porvenir le abría por el medio. Una mitad se la llevaba el vencedor como trofeo. A Sarrió sólo volvió la otra mitad. Sus mismos gritos le despertaron. A doña Paula, que dormía a su lado, la aterraron de tal modo, que fué necesario acudir al antiespasmódico. Belinchón, con la fortaleza de los temperamentos heroicos, no dijo nada a su consorte. Lo que hizo fué beber un trago del antiespasmódico.
Al día siguiente salió en coche para Lancia, acompañado de Peña, Sinforoso, don Rufo y dos sables de tiro. A la salida de la villa, en la carretera, más de cien personas le despidieron. Ante aquella manifestación de cariño, don Rosendo se sintió enternecido.
—¡Buena suerte!—Pongan ustedes telegrama, ¿eh?—No se diga que Sarrió queda por debajo de Lancia.
Don Rosendo fué estrechando con emoción las manos de sus partidarios. Todos se le ofrecían para acompañarle, y le prometían venganza para el caso de perecer en la lucha.
Al fin llegaron a la quinta designada, y se avistaron con el enemigo. Los testigos platicaron, midieron los sables, y los pusieron en manos de los contendientes. La fisonomía de éstos tenía el color adecuado a semejantes solemnidades; esto es, un verde botella, que a intervalos tomaba visos anaranjados.
Una vez en guardia, y dada la voz de atacar, comenzaron ambos a tentarse los sables metódicamente, primero de un lado, después de otro, con un lúgubre sonido que ponía espanto. Al cabo, Villar se arrojó a levantarlo para herir en la cabeza a su adversario... Pero ¡ca! don Rosendo dió un salto tan prodigioso hacia atrás, que los testigos se miraron unos a otros llenos de asombro. Villar, pasmado también, esperó a que su contrario se acercase de nuevo. Volvieron al lúgubre tic tac. Don Rosendo, al cabo de otro rato, alzó el sable... Villar, instantáneamente dió otro brinco verdaderamente sobrenatural, que sobrepujó en mucho al primero. Creyeron que salía de la quinta. Los testigos se miraron todavía con mayor asombro.
La pelea duró, en esta forma, más de media hora. Durante ella, don Rosendo gritó una vez:
—¡Alto!
—¿Qué hay?—preguntaron los testigos acercándose.
—Que me parece que el sable del señor ha perdido la punta.
Se reconoció el sable de Villar, y se vió que no era verdad. Este rasgo de caballerosidad, más propio de la Edad Media que de nuestros tiempos, elevó a don Rosendo, en el concepto público cuando se supo, a la altura de los héroes legendarios, Roldán, Bayardo y Bernardo del Carpio.
El combate terminó cuando el sable de Villar, sin intención ninguna, tropezó con la frente de Belinchón. Fué un simple rasguño; pero los padrinos dieron por terminado el lance. Don Rufo colocó un gran pedazo de tafetán inglés sobre la herida. El herido dió la mano noblemente a su contrario. Se envió un telegrama a Lancia, para que lo pusiesen a Sarrió. Almorzaron todos juntos alegremente, y durante el almuerzo, los campeones se comunicaron con gran expansión los golpes que se tenían destinados, y que por falta de oportunidad no habían podido ejecutar.
—Hombre, si no llega usted a romper a tiempo, le parto la cabeza en dos. Finta de una dos a la cara, estocada al pecho y cuchillada a la cabeza—decía don Rosendo, engullendo un soberbio trozo de merluza.
—Pues no lo hubiera usted pasado mejor si llego a hacer una combinación que tenía meditada—contesta Villar.—Amago la faja ¡pin! Ataco en falso a la cabeza ¡pin! Usted me contesta al brazo ¡pin! Yo hago una dos a la cara ¡pin! Usted contesta a la cabeza ¡ pin! Yo paro y contesto al brazo ¡pin!...
Aquí el director del Porvenir de Lancia, que mientras describía su famoso y complicado golpe no dejaba de engullir trazando a la vez círculos en el aire con el tenedor, se atragantó con una espina, poniéndose súbito más rojo que una guinda. Hubo que sacarle al fresco. Don Rosendo fué quien le dió los puñetazos consabidos en la espalda para que arrojase la espina. ¡Espectáculo hermoso y ejemplo de hidalguía que no podrá olvidarse jamás!
Terminado el almuerzo, don Rosendo y sus compañeros montaron en el carruaje y se restituyeron a Sarrió. Más de media población, prevenida ya por el telegrama, les esperaba en las afueras. Un grito de júbilo se escapó de todos los pechos al aproximarse el carruaje. Don Rosendo, conmovido, sacó la cabeza por la ventanilla y se quitó el sombrero ostentando el pedazo de tafetán inglés. A su vista, el público lanzó un ¡hurra! formidable. El vehículo fué escoltado por la muchedumbre. El fundador del Faro, aclamado al entrar en su casa, se vió precisado después a asomarse al balcón, donde fué nueva y calurosamente vitoreado. Por la noche, sus amigos le obsequiaron con una serenata.
Cómo se divertía Pablito
—Convendría ponerle una barbada suave—dijo Pablito.
—O un filete—respondió Piscis gravemente.
Ambos guardaron silencio. Pablito exclamó:
—¡Maldita yegua! No he visto en mi vida boca más dulce.
—Una seda—replicó su amigo con acento de inquebrantable convicción.
Otro rato de silencio.
—¿Crees que debemos darle más picadero?
—El picadero no sobra a ningún animal—gruñó Piscis con el mismo convencimiento.
—Conviene trabajarla en el trote.
—Conviene mucho.
Mientras así platicaban, dirigíanse los inseparables équites a paso lento desde las cocheras de don Rosendo, sitas en un extremo de la villa, al otro extremo de ella, atravesándola por el medio. Eran las diez de la noche; la temperatura suave, de primavera. Los pocos transeuntes que por las calles quedaban, dirigíanse a paso rápido hacia su domicilio. Únicamente permanecían abiertas las tiendas donde se hacía tertulia, la de Graells, la de la Morana, y tal cual estanquillo. En el Camarote había mucha luz y gran animación. Pablito, en quien germinaban los rencores de su padre, le dijo a su amigo al pasar frente a la aborrecida tertulia:
—Piscis, tira una pedrada a esa puerta, y rómpeles los cristales.
Piscis, siempre terrible, agarró un guijarro de la calle, esperó a que su amigo doblase la esquina, y ¡zas! lo encajó dentro del Camarote, haciendo polvo los cristales. Luego se dió a correr. Para que no le conociesen los que salieran en su persecución, se dejó caer sobre las manos, corriendo en cuatro pies con habilidad pasmosa.
En el café de la Marina había también alguna gente. Entraron en él y bebieron en silencio sendas copas de chartreuse, sin que por eso los cerebros dejasen de trabajar activamente. Al levantarse Pablito, dijo:
—Lo mejor será engancharla con el Romero.
—Eso mismo estaba pensando yo—profirió con fuego Piscis.
Después que hubieron salido, éste preguntó, no con palabras, sino con una horrible mueca, a dónde iban.
—Allá.
—Bueno; entonces al pasar por delante de casa recogeré el roten.
Dejaron atrás las calles principales, no sin que Piscis se detuviese en su domicilio un instante, para dar cumplimiento a lo que acababa de manifestar. Muy pronto alcanzaron las extremidades de la villa, donde habitaban, por regla general, los menestrales. Detuviéronse en cierta calle, tan solitaria como sucia, frente a una casa de pobre apariencia con tosco corredor de madera. Pablito miró a todos lados por precaución, y dejó escapar un silbido suave y prolongado con la maestría que le caracterizaba en este ramo del saber humano. Después dijo mirando con inquietud al farol que ardía unos cincuenta pasos más allá:
—¡Si pudiéramos apagar ese farol!
El terrible Piscis se destacó acto continuo, trepó por la esquina de la pared y con su bastón lo apagó al instante, rompiendo, por supuesto, el tubo.
Un bulto de mujer apareció en el corredor. Pablito se cogió de un salto a las rejas. Luego escaló por ellas y montándose en la baranda, se introdujo sin hacer ruido en él. Piscis comenzó a hacer la guardia desde la esquina, armado de su formidable garrote.
¿Quién era la mujer que en aquel momento obtenía los favores del sultán de Sarrió? La blonda Nieves, responderán a una voz cuantos hayan seguido el curso de esta verídica historia. Aunque sintamos ofender la perspicacia de nuestros lectores, la verdad nos obliga a declarar que la damisela del corredor no era la blonda Nieves, sino la blonda Valentina.
¿Cómo? ¿Aquella arisca costurera tan enemiga de los señoritos y que además tenía un novio llamado Cosme?
La misma en cuerpo y alma, con sus rizos dorados sobre la frente, su entrecejo saladísimo y nariz un poquito remangada. Pablito era hombre para hacer estos y otros mayores milagros. Mientras seguía o aparentaba seguir sus amoríos con Nieves, ya «le estaba poniendo los puntos» a Valentina. Pero ésta se resistió mucho más que aquélla. Al primer beso que le robó sobre la nuca estando bebiendo agua en la cocina, la arriscada costurera «le armó un escándalo». Se puso roja como una cereza, chispearon sus ojos expresivos con ira, y le gritó:
—¡Cuidadito, que yo no sufro esas cosas!... Vaya usted a hacerlas con las que se lo aguanten.
Esto iba sin duda con Nieves. Pablito obró con más cautela en adelante, aunque no con menor osadía. Dondequiera que la encontraba requebrábala a su manera, bromeaba, sufría con paciencia sus «patas de gallo». Porque era Valentina el tipo de la artesana de Sarrió, en quien la falta de educación es una gracia más que añadir a las muchas que poseen. Concluído el equipo de Ventura, y no teniendo ocasión de verla, Pablito aprovechaba los bailes de las Escuelas para seguir festejándola.
Mas no por eso abandonaba a Nieves. El gallardo mancebo adivinaba que el amor propio excitado por la competencia, haría más en su favor que las mismas ventajas personales de que estaba dotado. Esta perspicacia era innata en él. Se había manifestado claramente desde que había enamorado a la primera mujer. Lo cual es un argumento más para los que creen en la preexistencia del ser humano. Porque sólo habiendo seducido muchas costureras en vidas anteriores, pudo nuestro mancebo poseer una noción tan exacta del procedimiento adecuado a este fin.
Al fin se había rendido. Principió por abandonar a su novio. Concluyó por dar citas de noche como la presente al gallardo Pablito.
—¿Duerme tu padre?—fué la primer pregunta que éste hizo en cuanto se vió en el corredor.
—¿Qué te importa?—respondió la resuelta costurera.
—Es que si no duerme... ya ves... ¡Cáspita, la cosa es grave!
—Calla, cobarde; ¡vergüenza había de darte! Voy a hacer ruido por el gusto de verte correr.
Pablito la estrechó entre sus brazos y le dió una razonable cantidad de besos. La joven sonreía dichosa. Mas de pronto su frente se arrugó; su fisonomía expresó una gran severidad.
—¡Quita, quita!—dijo rechazándole.—Tengo que hacerte una pregunta. ¿Dónde has estado esta mañana?
—¿Esta mañana?... En muchas partes. En casa, en el Saloncillo, en la cochera... en la punta del Peón...
—¿No has estado en la calle de San Florencio?
—Sí; he pasado por allí dos o tres veces.
—¿Y a quién has encontrado?
—¡Chica, qué sé yo!... A mucha gente.
—¿No has encontrado a Nieves?—preguntó con reprimida cólera la gentil costurera.
—Sí, la he encontrado—respondió él con acento indiferente.
—¿Y no te has parado con ella?
—No; la he dicho simplemente adiós.
—¡Embustero! ¡hipócrita! ¡tío silbante!—exclamó con furia Valentina.—¡Toma, por zorro! (arrimándole un terrible pellizco en el brazo). ¿Conque le has dicho adiós solamente y te has estado más de una hora con ella? ¡Toma, trapacero! ¡toma!
Y le descargó sobre los brazos una granizada de pellizcos. El buen Pablo se retorcía de dolor, pero sin gritar, porque respetaba mucho el sueño del papá de la feroz muchacha.
—Por Dios, Valentina, si estás equivocada... No fué más que un instante para preguntarle si había concluído de bordar mis pañuelos...
—¡No está mal instante! ¡Una hora por el reloj plantado con ella, riendo como locos!... Me están dando ganas de ahogarte entre mis manos, ¡zorro! ¡zorro! ¡más que zorro!
La enojada chica, cada vez más poseída de la ira, echó las manos al cuello a su galán, y estuvo a punto de estrangularle.
Daba compasión ver a un tan apuesto y gentil mancebo con la lengua fuera y los ojos llenos de espanto. Valentina tuvo, en efecto, lástima de él, y le dejó; pero todavía le retorció el pellejo de los brazos unas cuantas veces.
—A mí no se me engaña, ¿lo sabes? ¡A mí no se me engaña! Si vuelvo a saber que has estado con ella, excusas de venir más por aquí.
—Bueno, te prometo no hablarla más; pero no vayas a hacer caso del primer cuento que te traigan.
—¿Cumplirás la palabra?—preguntó la cruel costurera mirándole airadamente.
—Pierde cuidado.
—Cuenta conmigo si no la cumples. ¡Alza!
De este modo apacible y tierno, trataba Valentina al tenorio de Sarrió. El, cuando daba cuenta de tales tratos a Piscis o a algún otro amigo, sonreía como hombre de mundo; afirmaba que estas mujeres irascibles y altivas, son las que más deleites proporcionan a los hombres, sobre todo a los que como él estaban ya un poco gastados.
Después que hicieron las paces, o por mejor decir, después que Valentina otorgó la paz, hubo un cuchicheo que duró no sabemos cuánto. Después no se oyó nada, y hasta sería fácil que tampoco se viese gran cosa. El corredor estaba como si no hubiese nadie en él. Si no fuese porque es muy feo mancillar la honra de una muchacha, podríamos sospechar que la amartelada pareja se había metido en lo interior de la casa.
Piscis, en tanto, hacía la centinela paseando a lo largo de la calle. Y el caso es, que no era sólo él quien la hacía. Un hombre estaba apostado, desde que ellos habían llegado, en el hueco de una puerta donde las sombras se espesaban. Inmóvil y protegido por la obscuridad, no pudo ser visto de Piscis. Aprovechando un momento en que éste paseaba de espaldas a la casa, el hombre salió de su escondite y se acercó sigilosamente a ella. Miró hacia el corredor y vaciló unos segundos. Esto fué lo que le perdió. Cuando dió el salto para cogerse a las rejas, el terrible Piscis se había vuelto ya y le vió. De dos brincos se plantó debajo del corredor, antes que el intruso pudiera montar sobre la barandilla, y con su famoso roten, le descargó en las espaldas tal garrotazo, que el pobre hombre soltó las manos y se dejó caer al suelo. Quiso repetir el feroz centauro, pero el hombre se levantó con agilidad y se dió a correr de tan prodigiosa manera, que el segundo garrotazo lo dió en el suelo, y en cuanto al tercero ni lo intentó siquiera.
—¡Mal rayo!—rugió Piscis.
Este rugido debió de llegar a oídos de su feliz amigo, porque algunos segundos después montaba sobre la barandilla y se apeaba bonitamente en la calle.
—¿Qué hay?—preguntó, acercándose a su Orestes.
—Un hombre.
—¿Dónde?—volvió a preguntar el seductor ansiosamente, girando dos veces en redondo.
—Ya escapó. Le atrapé en el momento de subir al corredor, y le tiré al suelo de un palo... Luego echó a correr... ¡Mal rayo! Ni el Romero a todo escape lo alcanzaba.
—Ese hombre—profirió Pablito sordamente—debe de ser un novio que tenía Valentina hace algún tiempo... ¿Qué trataría de hacer?
—Pues si era el novio, como no fuese para darte una puñalada, no sé a qué había de subir.
Pablito echó el brazo por encima del hombro a su amigo, no para sostenerse, aunque las corvas un poco se le doblaban, sino para decirle con voz apagada:
—¿Crees eso?
—Una... o dos, o tres...
El bello mancebo guardó silencio. Al cabo de un momento le preguntó:
—¿Tú le conoces?
—Yo no, ¿y tú?
—No le he visto nunca: sólo sé que se llama Cosme, y que es barbero.
Alejáronse en silencio de la calle y en silencio llegaron hasta casa de Belinchón. Allí, al despedirse, Pablito dijo a su amigo:
—Si vuelvo por allá (que lo dudo), me harás el favor de no perder de vista el corredor, ¿verdad?
—A perro puesto—se limitó a contestar el indomable Piscis.
Al día siguiente era domingo y se celebraba en las Escuelas el baile acostumbrado de todas las semanas. Se bailaba por la tarde, de tres a siete. El salón era espacioso, construído hacía pocos años para escuela de niños. Los bancos de éstos se amontonaban en la plataforma destinada al maestro. Las paredes estaban tapizadas de carteles. Los adoradores de Terpsícore, mientras bailaban la habanera lánguida, podían distraerse leyendo en ellos una porción de inestimables consejos encaminados a demostrar que la virtud y el trabajo son los verdaderos tesoros del niño: El niño estudioso recibirá el premio de su aplicación. La fe y la constancia suplen al talento. Y allá en el fondo, sobre la mesa del maestro, la imagen de Cristo crucificado, ¡oh vilipendio! tapada con una cortina de seda, presidía aquellas habaneras voluptuosas y furibundas polkas.
Era el sitio donde sin temor al agua ni al sol, los extranjeros podían ver y admirar en seductor ramillete a las yeung girls de Sarrió. Y en efecto, allí acudían todos los capitanes y pilotos que hacían escala en la villa. Su admiración a veces, rebasando un poco los límites de la gravedad británica, les impulsaba a aproximar demasiado las luengas barbas rubias al rostro de alguna bella.
—¿Usted es bobo, cristiano?—preguntaba ella poniéndole la mano en el pecho y rechazándole con fuerza.
—¡Crijstiano!... ¡crijstiano!—repetía con asombro el inglés.—¿Qué ser crijstiano?
—Hombre de Cristo. ¿No sabe la dotrina? ¡Pus depréndala!
Cuando estaban de ver aquellas preciosas damas, era de cinco a seis de la tarde, hora en que ya llevaban bailados cuatro o cinco valses y otras tantas polkas. La sangre bien batida, teñía de vivo carmín sus mejillas frescas. Los rubios o negros cabellos en grato desorden, se desparramaban por el espacio o bien caían en adorables bucles por la espalda; los ojos brillaban como luceros en aquellos rostros celestiales; los labios rojos y húmedos se entreabrían para dejar ver el aljófar inmaculado de sus dientes. Y basta, porque no concluiríamos nunca. En esto de admirar a las artesanas de Sarrió, no hay inglés que nos ponga el pie delante.
En el elemento femenino de los bailes había siempre perfecta homogeneidad: todo él se componía de jóvenes situadas en el mismo peldaño de la escala social. Pero en lo que toca al masculino, existía peligrosa variedad: acudían a aquel sitio los jóvenes artesanos y los señoritos de Sarrió. Los primeros creían vulnerados sus derechos por la competencia de los señoritos; tanto más, cuanto que ésta era para ellos desastrosa, por los repetidos ejemplos de uniones desiguales que se efectuaban en la villa. Ya hemos dicho, y si no, lo decimos ahora, que los indianos se quedaban con el contingente de señoritas más o menos amojamadas, más o menos pobres que existían en la población. Los jóvenes de la clase media, vencidos en esta competencia se refugiaban en las artesanas, y no lo pasaban mal. Pero los pobres obreros o marineros, vencidos por los señoritos, ¿dónde se refugiaban? No les quedaba más recurso que la taberna y los palos. De éstos había en cada baile una cantidad verdaderamente fantástica. Raro era el domingo en que no salían de las Escuelas dos o tres señoritos con la cabeza rota.
Pablito había librado, hasta entonces, bastante bien, gracias a su fidelísimo Piscis, que se encargaba de llevar por él los garrotazos que se le destinaban. El único contratiempo que padecía en la mayor parte de las reyertas, era la pérdida del sombrero. Esto fué tan repetidas veces, que vino a averiguarse que le buscaban quimera para que lo perdiese. Cuando un artesano necesitaba sombrero, ya sabía dónde buscarlo.
Pero Piscis no pudo librarle de ciertas bofetadas que recibió la tarde de aquel domingo; no por falta de voluntad en el centauro, sino porque hay cosas que no pueden ser... vamos, que no pueden ser. ¡Cuán ajeno estaba el gallardo mozo al retorcerse las guías del bigote frente al espejo y aliñarse las mejillas con un jaboncillo que se hacía traer de Madrid, que una hora después habían de ser tan fiera y cruelmente machacadas!
Paseábase por el medio del salón tan apuesto, tan bizarro, que daba gloria verlo. Miraba cuándo a un lado, cuándo a otro, como hacen todos los hombres de verdadero ingenio en estos casos. De vez en cuando, al cruzar al lado de una damisela, la decía:—«¡Usted tan bonita, Julia!» O bien: «Me están matando esos ojos» o «Como Torcuata no la hay en Sarrió», u otra frase feliz por el estilo que encendía en puro gozo a la doncella. Pero al dejarla escapar, no perdía un punto, de su gravedad. Porque sabía que ésta era una de sus cualidades sobresalientes y que le hacían más apetecible al bello sexo.
Esperaba hacía rato a Valentina. Pero ya estaba el salón poblado de damas, y la fementida orquesta de metal había tocado dos bailables, sin que la costurera gentil hubiera hecho su aparición en el baile. Volvieron a sonar los acordes de una mazurka. La juventud dorada tornó a estrechar los talles esbeltos de las hijas del pueblo. Pero nuestro Pablito, fiel a la suya, permanecía inactivo mirando cruzar por delante de él las parejas veloces.
Terminada la mazurka le asaltó la idea de que Valentina ya no vendría. La tirantez de relaciones que mediaban entre ella y el autor de sus días, sobre todo cuando éste tenía algunos vasos de vino en el cuerpo, lo hacía muy verosímil. Pocos minutos después, Pablito estaba plenamente convencido de ello.
Esta su disposición de espíritu coincidió con la entrada de la blonda Nieves en el salón. Sus miradas se encontraron. La pobre muchacha, villanamente abandonada no hacía siquiera dos meses, le sonrió con dulzura. Esta dulzura había sido precisamente la causa de su desgracia. El apuesto Pablito se cansaba pronto de las mujeres dulces. Sin embargo, devolvió la sonrisa, y al pasar a su lado, le dijo áticamente:
—Te van a embestir los toros, Nieves.
La bordadora traía un pañuelo rojo atado a la cintura. Esta frase de su ex galán le causó un efecto tan vivo, que no supo qué contestar. Sonrió de nuevo, y dijo: ¡ah!... ¡sí!... ¡no! y algunas otras partículas que no recordamos, y quiso desmayarse de emoción. A la vuelta siguiente le preguntó si quería bailar con él la primera polka. La primera, la segunda, la tercera, y todas las polkas que se toquen en el universo, respondió Nieves con el sí tembloroso que salió de sus labios. Después que comprometió la polka, Pablo sintió un gran arrepentimiento:—«¡Qué tonto, qué bruto soy! ¿Y si ahora llega Valentina?»
Pero no llegó. La orquesta comenzó a preludiar los primeros compases. El joven, sin quitar los ojos de la puerta, abrazó el talle de la bordadora, lanzándose con ella en raudo vuelo por la sala. Otros jóvenes, no menos raudos, venían del lado opuesto, y ¡claro! un choque primero, después otro y después otro. Tales encuentros eran un atractivo más en aquellos bailes. Las jóvenes, a quienes apabullaban el peinado u obligaban a tambalearse, en vez de sentir enojo, reían a carcajadas con placer vivísimo. Pablo y Nieves, que no podían dar cuatro pasos sin tropezar con otra pareja, estaban verdaderamente hechizados. Sin embargo, el joven, siempre que pasaba por delante de la puerta, sentía un leve estremecimiento en las piernas, y se apresuraba a alejarse de ella. Cuando la orquesta se calló, llevó a su pareja hacia un ángulo de la sala, y allí departieron un momento de pie. Pablito sintió arder entre las cenizas de su amor una chispa de simpatía por aquella muchacha tan alegre, tan apacible, tan cariñosa.
—Ya tenía deseos de bailar contigo, Nieves—le dijo mientras se limpiaba el sudor con el pañuelo.
—Y yo con usted, Pablo.
—¿Usted?
La joven se ruborizó.
—¿Has olvidado el tú ya?
—¡Tanto tiempo se pasó!
—Tienes razón... Pero mira cómo yo no lo he olvidado.
—El miércoles le vi... te vi en la carretera de Nieva... Ibas en un caballo blanco...
—Era una yegua.
—Creí que te tiraba.
—¡Tirarme!—exclamó Pablito frunciendo el entrecejo.—¡Afloja un poco, chica! A mí no me tira tan fácilmente una jaca.
—¡Es que daba unos brincos tan grandes!... Se ponía así para arriba... ¡Jesús! Yo estaba asustada.
—Es que la estaba enseñando a levantarse de manos—repuso el joven sonriendo con superioridad.—Como no la han trabajado hasta ahora, se resiste un poquito. Alguna vez da sus botes de carnero; pero total nada... en el fondo es muy noble la Linda... Mira, tú, cuando la compré, o, por mejor decir, cuando la cambié por el Negrillo, dando mil quinientos reales encima, allá en el mes de octubre, bien te acordarás, tenía una porción de zunas. Se me plantaba a lo mejor en medio de la carretera, se espantaba con los carros... en fin, un animal perdido. Yo me dije: ¿qué hay que hacer con esta jaca?...
Pablito, en cuyo pecho la joven había hecho vibrar la cuerda más sensible, disertó larga y luminosamente acerca de aquellos asuntos ecuestres. Nieves le escuchaba embelesada, enternecida, figurándose acaso que detrás de aquella descripción minuciosa de las zunas de la Linda iba a encontrar su amor perdido.
De pronto, el orador ¡paf! recibe un golpe en medio de la cara; el auditorio ¡paf! recibe otro. Antes que se hubieran repuesto de la sorpresa, reciben otros dos ¡paf, paf!
Era la colérica Valentina el autor de aquel daño. En menos de un minuto los llenó a ambos de bofetadas. Pablito no encontró mejor recurso que escabullirse bonitamente, y plantarse en la calle. Quedó Nieves como inocente paloma en las garras del gavilán. Pero éste, viendo que no podía saciarse, porque le sujetaron los brazos, se desprendió bravamente, dejó el salón, dónde se había armado el consiguiente jollín, y salió a la calle.
Pablito caminaba a paso lento, harto sofocado aún, cuando sintió un terrible dolor en el brazo. Conocía tan bien aquel género de tormento, que sin volver la cara exclamó:
—¡Valentina!
—¡Yo soy! ¿Creíais que os ibais a reir de mí?
—Lo que acabas de hacer es muy feo—profirió el joven con acento irritado, mirando a su querida cara a cara.—Has dado un escándalo, y me has puesto en ridículo. Yo no tolero eso, ¿lo oyes?
—¿Que no lo toleras? Pues, mira; como vuelva a verte otra vez con ella, no me contento con lo que hoy hice... ¡Os clavo a los dos con una navaja!
—Ya te librarás de hacer nada de eso, ni presentarte siquiera delante de mí cuando esté hablando con otra mujer—gritó el joven cada vez más enfurecido.
—¡En cuanto te vea con esa pendanga! ¡Alza! ¡ya verás! ¡ya verás!
Entonces el hermoso mancebo, justamente indignado, pero olvidando por el estado de ofuscación en que se hallaba todos los artículos del código de la galantería, descargó una bofetada en el rostro de su querida, y después otra, y después otra... en fin, una sopimpa más que regular. La graciosa artesana se dejó solfear por su galán pacientemente, sin hacer la más leve señal de resistencia, ni siquiera de esquivar los golpes. Cuando Pablito cesó, le preguntó con deliciosa naturalidad:
—¿Has concluído ya?
—Por ahora... ¡pero me entran ganas de empezar otra vez!—rugió el mancebo ciego de cólera.
—Pues empieza cuando gustes. Yo las he de llevar todas sin moverme. Pero te advierto que me pegues o no me pegues, he de hacer lo que te dije en cuanto te vea hablando con esa... Ahora llévame otra vez al baile.
—No quiero.
—Bueno; pues llévame a cualquier parte donde pueda arreglar el pelo, porque me has despeinado.
El joven hubo de transigir llevándola al café de la Estrella, no sin ir pensando por el camino que sus conquistas le estaban saliendo un poco caras.
Pocos días después tuvo aún mejor motivo para hacerse esta reflexión. Fué en la Peluquería Madrileña, donde acostumbraba a afeitarse y arreglarse el pelo a menudo. Acompañado de su primer caballerizo, entró en ella y se sentó en un diván esperando la vez.
—Cuando usted guste, caballero—le dijo al cabo un muchacho pálido, con ligero bigote negro, volviendo el asiento de gutapercha y mirándole de través.
Pablito avanzó distraídamente y se dejó caer en la butaca con esa languidez elegante que adoptan en las peluquerías aquellos a quienes la Providencia señaló con un destello de superioridad. El chico le embadurnó la cara con jabón. El joven Belinchón, con la preciosa cabeza inclinada hacia atrás, esperó radiante de majestad que se le despojase de la sombra negra que manchaba sus mejillas. Tenía los ojos cerrados blandamente para mejor percibir los vagos y poéticos pensamientos que cruzaban por su cerebro. Siempre que volvía de la cuadra traía la cabeza repleta de ideas. Sus piernas se extendían cruzadas debajo de la mesa, y sus manos enguantadas pendían de los brazos del sillón con la misma elegancia que las piernas.
—Fernando—dijo en voz alta el artista que le iba a afeitar llamando a uno de sus compañeros.
—¿Qué quieres, Cosme?
Este nombre hizo estremecer sin saber por qué a Pablito. Abrió los ojos y dirigió una larga y ávida mirada al peluquero. No le conocía. Debía de ser nuevo en el establecimiento. Esto, en vez de tranquilizarle, le obligó a cambiar de postura varias veces, abandonando por el momento su habitual majestad y languidez.
—¿Puedes darme la navaja que han vaciado hoy?
—Allá va.
Fernando alargó el brazo y Cosme recogió la navaja. Un vago deseo de levantarse nació en el espíritu de Pablito. Mas antes de que pudiera adquirir forma, el peluquero le había cogido por la nariz y comenzaba a rasparle.
Al cabo de unos instantes en que nuestro joven por debajo de sus largas pestañas seguía con mirada inquieta los movimientos de la mano del artista, éste le dijo en voz baja, plegados los labios por una sonrisa afectada que extendía desmesuradamente su boca:
—Usted es el señorito de Belinchón, ¿verdad?
—Sí—articuló.
—Yo le conozco a usted hace mucho tiempo—manifestó el peluquero con la misma voz apagada y sin dejar de sonreir.—¡Oh, sí, hace mucho tiempo! Usted no me conocerá... ¡Claro! los señoritos no acostumbran a fijarse en nosotros. Le tengo visto muchas veces por ahí a caballo y en coche... y también a pie. En los bailes de las Escuelas le veo a menudo. Baila usted muy bien, señorito, ¡muy bien!...
—¡Phs!—profirió Pablito, en quien el deseo de levantarse se había transformado ya en verdadero anhelo.
—Sí, muy bien... y además tiene gusto para escoger pareja. ¡Caramba qué muchachas tan guapas se lleva usted siempre, señorito! Hace algunos meses le veía bailar siempre con una rubia... ¡hasta allí! Es hermana de un amigo mío... Pero hace ya tiempo que le veo bailar con otra muy salada que se llama Valentina, ¿verdad? Es una chica muy graciosa... ¡Caramba qué buen ojo tiene usted, señorito!... A esta Valentina la conozco un poquito... Hemos sido algo amigos en otro tiempo... ¿No le ha hablado alguna vez de mí... de un tal Cosme?
—No—articuló el joven, en quien comenzaban los síntomas de una abundante transpiración.
—Pues es extraño, porque éramos bastante amigos... ¡Como que hace tres meses estábamos para casarnos!... Pero, amigo, vino usted, señorito, y todo fué rodando.
Cosme había pronunciado estas últimas palabras con voz temblorosa. Pablito sudaba gotas como avellanas sin sentir calor alguno. Tenía el mismo temperamento de su glorioso padre, enemigo irreconciliable de las traiciones y emboscadas.
—Naturalmente, ¿qué había de pasar?—prosiguió el artista en un tono de voz indefinible, pues no se sabía si quería llorar o reir. Al mismo tiempo pasaba la navaja con suavidad por la garganta del bizarro mancebo para despojarle de algunos pelos importunos.—¡Naturalmente! Un señorito tan principal como usted, ¿cómo no había de derrotar a un pelafustán como yo? Las chicas, en cuanto uno de ustedes les canta al oído cualquier cosita, se vuelven locas, aunque la mayor parte de las veces ustedes lo hacen por divertirse, cuando no para otra cosa peor. Demasiado se sabe que usted no se ha de casar con Valentina... Usted la quiere para pasar el rato por las noches con ella en el corredor y hacer sus escapaditas adentro, ¿verdad? Y después ¡ahí queda eso!... La verdad, yo quería mucho a esa niña...
La voz del barbero volvió a temblar y la mano también. Pablito no pudo siquiera hacer otro tanto. Estaba petrificado.
—Pero ahora—prosiguió Cosme,—ahora, ¿quién es el que se casaría con ella a no estar loco?... Los pobres estamos debajo, y tenemos que sufrir estas vergüenzas. Si usted hubiera sido un igual mío nos hubiéramos visto las caras... Pero si yo me hubiera metido con usted, no faltaría quien me rompiese la cabeza, y sobre eso iría a la cárcel... Y sin embargo—prosiguió después de un momento de silencio con acento más ronco,—si yo ahora me volviese de repente loco, señorito... ¡adiós caballos y coches! ¡adiós bailes! ¡adiós Valentina!... Con sólo empujar un poco la navaja ¡pif! todo había concluído para siempre...
Pablito, cuyo rostro ya sin jabón estaba tan blanco como cuando lo tenía, dejó escapar aquí un jipido tan extraño y doloroso, que Piscis que venía observando con ojos recelosos al barbero, saltó repentinamente sobre éste y le sujetó los brazos. Pablo se levantó entonces de un salto. El dueño y los mancebos y todos los parroquianos gritaron a un tiempo:
—¿Qué es eso?
—¡Pillo, asesino!—exclamó Pablito lanzándose sobre Cosme, que estaba bien sujeto por atrás y tan pálido como un muerto.
En un instante el gallardo mancebo, que aun sudaba copiosamente, les enteró de lo que había pasado. El pobre Cosme fué arrojado de la tienda a puntapiés por el patrón, que no quería perder el mejor parroquiano de la villa.
En que se descubren algunos secretos de la vida de Gonzalo
Gonzalo recordó que aún no le habían curado el vejigatorio puesto el día anterior. Tiró violentamente del cordón de la campanilla. Estaba tendido en el lecho boca arriba, mirando los arabescos del techo. La estancia bien esclarecida por los dos balcones que tenía. No se hallaba en su alcoba, sino en el despacho, donde le habían puesto una cama el día primero que se sintió mal. Ventura había mostrado pesar de dejar la alcoba, y prefirió salir él, ya que juntos no podían dormir. El ataque había sido tan fuerte como repentino: una erisipela que le inflamó el rostro, las manos y las piernas, y estuvo a punto de causarle la muerte. Conjurado el ataque cerebral por medio de violentos revulsivos a las piernas, el médico le fué aplicando vejigatorios en diversas regiones del cuerpo.
—¿Qué se le ofrecía, señorito?—dijo la doncella entreabriendo la puerta.
—Haga usted el favor de llamar a la señorita.
Al cabo de un momento, la criada entreabrió de nuevo:
—Que viene al instante.
El joven esperó. Al cabo de diez minutos largos, la linda cabeza rubia de su esposa asomó por la puerta.
—¿Qué me querías, pichón mío?—preguntó, sin entrar, en tono distraído, que no encajaba bien con lo meloso de la pregunta.
—Entra... Son las once, y aún no me han curado el vejigatorio.
—Yo pensaba que esperarías a que el médico lo hiciese—dijo avanzando con vacilación por la estancia. Vestía una magnífica bata de seda azul que no podía velar la curva pronunciada de su vientre.
—No ha dicho que vendría él a curármelo... Además me molesta mucho ya.
La joven se acercó a la cama. Después de unos momentos de silencio, poniendo la mano sobre la cabeza de su marido, le preguntó:
—¿No sería mejor que el médico te curase?
—No, no—respondió él, malhumorado.—Me está molestando mucho... Busca las hilas y la pomada, y trae unas tijeras que corten bien.
Ventura salió sin decir nada. Poco después volvió con aquellos enseres en las manos. Se había puesto seria y parecía distraída. El tenía impreso en el rostro el hastío y el malestar que causa la cama.
Después que hubo colocado los efectos sobre la mesa de noche y esparcido la pomada sobre las hilas con un cuchillo, la joven esposa dijo suavemente:
—Vamos.
Gonzalo se incorporó, y desabrochando la camisa expuso al aire su pecho de hércules de circo, a cuyo costado derecho estaba adherida una cantárida. La joven se inclinó para levantar el parche. Gonzalo aprovechó la ocasión para besarla en la frente.
No se dijeron nada. La vejiga era grande y rodeada por un círculo rojo de carne inflamada. Ventura se alzó de nuevo y dijo con su habitual desenfado:
—Bah, bah, mejor esperamos que venga el médico: no puede tardar... Si quieres le pasaremos recado.
—Ya he dicho que no—manifestó el joven frunciendo el entrecejo.—Coge las tijeras y corta la vejiga alrededor. Después pones las hilas encima de la llaga y se concluyó... ¡Ya ves que es bien fácil!
Ventura no respondió. Tornó las tijeras, se inclinó de nuevo y se puso a cortar la piel.
—¿Te duele?
—Nada: sigue adelante.
Pero al quedar la llaga al descubierto la joven no pudo reprimir un gesto de repugnancia. Los ojos de su marido, que la espiaban, se turbaron. Su frente se arrugó fuertemente.
—Mira, déjalo, déjalo... Esperaremos que venga el médico—dijo cogiéndola por la muñeca y apartándola suave, pero firmemente.
Ventura le miró sorprendida.
—¿Por qué?
—Por nada. Déjalo, déjalo—replicó abrochándose de nuevo la camisa y tapándose con la ropa.
Venturita se quedó con las tijeras en la mano mirándole fijamente, en actitud confusa. El tenía la misma profunda arruga en la frente y miraba al techo.
—¿Pero por qué?... ¿Qué te ha dado, chico?...
—Nada, nada. Déjame que voy a descansar.
La joven se quedó todavía unos instantes mirándole. Inflamándose de pronto, tiró con rabia las tijeras al suelo y dijo con el acento altivo y desdeñoso que tan bien sabía dar a sus palabras cuando quería:
—Me alegro. El espectáculo no era muy agradable; sobre todo poco antes de comer.
Al mismo tiempo se volvió dirigiendo sus pasos hacia la puerta. Gonzalo exclamó con sonrisa sarcástica:
—Y yo me alegro de haberte dado esa alegría.
Luego, al quedar solo, sus ojos chispearon de furor y sus labios temblaron. Apretó la sábana con las manos convulsas, y lanzó una serie de interjecciones brutales, entregándose a una de esas cóleras breves y terribles de los hombres sanguíneos.
Antes que se hubiese apagado por completo, oyó tocar en la puerta suavemente. Figurándose que era su mujer, gritó con furia:
—¿Quién va?
La persona que había llamado, estremecida sin duda por aquella voz, tardó un instante en contestar.
—Soy yo, Gonzalo—dijo al cabo con voz débil.
—¡Ah! dispensa, Cecilia. Entra—replicó el joven dulcificándose de pronto.
Su cuñada abrió la puerta, entró, y la cerró después con cuidado.
—Venía a saber cómo estabas, y al mismo tiempo a decirte que si quieres la limonada ya la tienes hecha.
—Estoy mejor, gracias. Si sigo así, me parece que mañana o pasado a todo tirar me levanto.
—¿Te han curado la cantárida?
—Ventura se puso a ello ahora; pero no ha concluído—respondió, volviendo a fruncir la frente.
—Sí; acabo de encontrármela en el pasillo, y me ha dicho que te has incomodado porque te figurabas que lo hacía con repugnancia—dijo Cecilia sonriendo con bondad.
—¡No es eso! ¡No es eso!—repuso el joven en tono de impaciencia y no poco avergonzado.
—Debes perdonarla, porque no está acostumbrada a estas cosas. Es una chiquilla... Además, el estado en que se encuentra, tal vez influya en su estómago.
—¡No es eso, Cecilia!—volvió a exclamar el joven con más impaciencia, levantando un poco la cabeza de las almohadas.—Sería muy necio y muy egoísta si fuese a incomodarme por una cosa que después de todo no está en su mano el evitar. Es cuestión de temperamento, y yo acostumbro a respetarlo; mucho más tratándose de mi esposa, que se encuentra en un estado excepcional... Pero hay algo más. Lo que me acaba de pasar llueve sobre mojado. Hace diez días que estoy en la cama, y no ha entrado en esta habitación más de dos o tres veces cada día y casi siempre llamada por mí... ¿Te parece que es eso lo que debe hacer una mujer por un marido?... Si no hubiera sido por ti y por mamá... sobre todo por ti... estaría abandonado en poder de criados como en una fonda.
—¡Oh, no, Gonzalo!
—Sí, sí, Cecilia—replicó con energía y exaltándose.—Abandonado. Mi mujer no aparece por aquí sino cuando hay visita... Entonces, sí, viene hecha un brazo de mar, oliendo a esencias y demonios colorados... Pero traerme las tisanas, apuntar las prescripciones del médico, hacerme un poco de compañía hablando o leyéndome algo... ¡De eso, nada!... Ahora le ruego que me cure el vejigatorio, y, en cuanto se lo digo, cambia del todo su fisonomía... Comienza a buscar salidas para zafarse. Sólo cuando yo insisto con empeño, se decide... ¡pero de tan mala gana! con una cara tan estirada, que estuve tentado a tirarle a ella todos los chirimbolos. No tendría ni pizca de dignidad, ni vergüenza siquiera, si la hubiese consentido seguir...
Se había ido exaltando cada vez más, hasta el punto de incorporarse del todo en el lecho. Cecilia, en pie, en medio de la habitación, le escuchaba inquieta y confusa, sin saber qué replicar. Quería defender a su hermana; pero no encontraba argumentos bastante poderosos para contrarrestar los de su cuñado.
—Gonzalo—le dijo al fin, con voz firme y semblante sereno, acercándose al lecho,—el disgusto que acabas de tener te ha exaltado un poco, y no ves las cosas como en realidad son... Es posible que Ventura se haya descuidado un poco en el cumplimiento de sus deberes; pero estate seguro de que no ha sido por falta de voluntad. La conozco bien. Sé que su carácter no se presta a ocuparse en estos pormenores y cuidados que un enfermo necesita. No sirve para enfermera. Además, considera que ahora se encuentra en un estado en que hay que dispensarle muchas cosas...
—¡Pero si es así en todo, Cecilia! ¡Si es así en todo!—replicó el joven con tanta viveza como mal humor.—¡Si es una chiquilla que no tiene atadero! Los asuntos de la casa le tienen sin cuidado. Para ella, lo único importante en el mundo es ella misma, su hermosura, sus trajes, sus joyas... Todo lo demás, padres, hermanos, marido, no significan nada... Estoy seguro de que le ha preocupado más el sombrero que ha encargado a París que mi enfermedad...
—¡Oh, no digas eso, por Dios! Estás loco.
—No estoy loco. Digo la pura verdad...
Y con palabra rápida, vibrante, tropezando muchas veces por la irritación de que estaba poseído, expuso prolijamente sus quejas, complaciéndose en hacer sangrar de nuevo los pinchazos que había recibido en su vida matrimonial. Ventura tenía un carácter diametralmente opuesto al suyo. No era posible estar bien con ella más de una hora. Porque si duraba mucho la avenencia, y no se presentaba motivo de riña, se encargaba ella de buscarlo, hastiada, sin duda, de hallarse en paz con su marido. Si hacía una cosa por proporcionarle un goce cualquiera, en vez de agradecérselo, le pagaba generalmente con alguna burla o sarcasmo. Todo le parecía poco. Los mayores sacrificios los encontraba pequeños. No había posibilidad de hacerla pensar más que en sus vestidos, en sus perfumes, en sus cintajos. ¡Qué vida la que le había hecho llevar en Madrid los tres meses que allí habían estado! No salían de los comercios de sedas, de las joyerías, de casa de la modista. Por las noches, infaliblemente al teatro. Aunque estuviese cansado o se le partiese la cabeza de dolor, nada, era preciso exhibirse en algún palco del Real, del Príncipe o la Zarzuela. El dinero que allí habían gastado, sumaba una cantidad imponente. Creía haber llevado bastante, y por tres veces tuvo que pedir más a su casa. Luego, comprendiendo que dado aquel tren con sus rentas no tendrían bastante, sobre todo si Dios le daba muchos hijos, había tratado de montar una fábrica de cerveza, para aprovechar siquiera los estudios que había hecho. Ventura se había opuesto resueltamente a ello, diciendo que no quería ser «la señora de un cervecero...» Estaba convencido de que la sangre que se había quemado en Madrid, y la que seguía quemándose en Sarrió, era lo que había causado aquel ataque repentino de erisipela. ¡Claro! El necesitaba una vida de actividad y de trabajo, salir mucho al campo, cazar, montar a caballo. Su naturaleza pletórica exigía el ejercicio. Aquella vida sedentaria que le gustaba a Ventura, aquel eterno teatro, aquellas visitas, aquel trasnochar sin sustancia, le mataban; la sangre se le ponía espesa como el aceite... ¡Pero qué le importaba a ella todo eso! Lo principal era satisfacer su gusto en todo y por todo... En Madrid había aprendido a pintarse; ¡una gran barbaridad, porque era blanca como la leche!... Pues aunque él le había manifestado repetidas veces que le repugnaba aquella asquerosa manía, no había sido posible que le hiciera caso.
Mientras se desahogaba de este modo en un flujo intermitente de palabras, el rostro de Gonzalo iba expresando sucesivamente la indignación, la tristeza, la cólera, el desprecio, todas las emociones que agitaban su alma al recuerdo de sus padecimientos. Su gran torso de atleta, se movía convulsivamente sobre el lecho, incorporándose unas veces, otras dejándose caer, mientras las manos temblorosas y crispadas se ocupaban instintivamente en tirar de la ropa, que a impulso de sus bruscas sacudidas se le marchaba.
Cecilia, con la cabeza baja y las manos caídas y cruzadas, le escuchaba esperando que después de soltar el fardo de sus disgustos, la cólera del joven se aplacase.
Y así fué. Después que ya no tuvo más palabras en el cuerpo, cubriéndose con la sábana hasta los ojos dejó escapar una serie interminable de resoplidos entremezclados de frases incoherentes. Cecilia comenzó a decirle con voz muy suave:
—Yo no sé qué decirte a todo eso, Gonzalo. Meterse en las desavenencias que pueda haber en un matrimonio es muy peligroso. Si a alguien corresponde intervenir en vuestras cosas no es a mí, sino a mamá... Pero siempre he oído decir que en todos los matrimonios hay riñas y disgustillos, sobre todo al principio, mientras los caracteres no se amolden... Todo eso pasa. Son nubes de verano. Mientras no afecte al fondo, mientras los corazones no se desunan, las reyertas matrimoniales tienen bien poca importancia... Y aquí no hay miedo a eso, por fortuna... Tú quieres a Ventura...
—¡Oh, cada día más!—exclamó él, con rabia de sí mismo.—Estoy enamorado como un burro... sí, sí, ¡como un burro!
Una sombra de mortal dolor, veloz como un relámpago, pasó por los claros ojos de Cecilia. Pero al instante volvieron a lucir serenos y brillantes como siempre.
—Ella también te quiere a ti; no lo dudes. Su genio es vivo, acaso un poco caprichoso, por lo mismo que ha sido siempre el mimo de la casa. Pero es incapaz de guardar rencor por una ofensa, ni obra jamás con premeditación, sino empujada por las impresiones del momento... Además, Gonzalo—añadió sonriendo,—considera que ahora le debes muchas más atenciones, muchísimo más cariño, si es posible...
La joven, con frases delicadas empapadas de ternura, le habló de su futuro hijo; un clavito que remacharía de modo inquebrantable la unión de sus almas. Aquel niño para el cual todo el mundo estaba ya trabajando en la casa, disiparía con su sonrisa inocente las nubéculas que sombrearan por un instante el amor de sus papás. Después que estuviese en el mundo ¡bien se acordaría Ventura de coloretes! ¡Anda, anda! pues no tendría poco que hacer para tenerle limpio, darle el pecho y entretenerle cuando llorase. Y él estaría tan embobado contemplándolo, que no tendría tiempo a ocuparse en si su mujer traía tal o cual vestido, ni siquiera si estaba de bueno o de mal humor.
La voz de Cecilia, suave, persuasiva, un poco empañada siempre, lo cual daba a su acento singular ternura y humildad que llegaba al corazón, logró conmover pronto el de su cuñado.
Apaciguóse súbito. Dilatado su rostro por una sonrisa, exclamó antes de que concluyese:
—¡Chica, qué gran abogado harías!
—Es que tengo razón—replicó ella riendo.
—Y si no la tuvieses ya te arreglarías para aparecer con ella... ¡Ea, ya pasó!... A mí las rabietas me duran poco... Y, sobre todo, en cuanto tú empiezas a hablar, pierdo la fuerza. No hay orador que se te iguale en eso de acumular los razonamientos en el punto que te convenga; y hasta sabes sacar el Cristo... digo, el niño...
Cecilia soltó la carcajada.
—Reconocerás que ha sido con oportunidad.
—No lo niego.
Ambos rieron con alegría, embromándose cariñosamente, mecidos en dulce fraternidad que los hacía felices.
Cecilia se retiró al fin. Antes de llegar a la puerta se volvió, preguntando con timidez, donde apuntaba un vivo y mal disimulado deseo:
—¿Quieres que te haga yo la cura?... Debes estar molesto...
El joven vaciló un instante. Temía ofender el pudor de su hermana política.
—Si tú quieres... No hay necesidad... Acaso te cause repugnancia...
Pero Cecilia ya se había acercado a la cama y recogía las hilas, la pomada y las tijeras, poniéndolo todo en orden. Hizo una nueva tableta, y extendió con esmero el ungüento sobre ella. Gonzalo la miraba, un poco inquieto. Ella guardaba silencio, haciendo esfuerzos heroicos por vencer la confusión que se iba apoderando de su alma. Ya estaba arrepentida de su proposición. Dejaba transcurrir el tiempo pasando infinitas veces el cuchillo sobre las hilas, con los ojos bajos, fingiendo gran atención a la tarea que tenía entre manos. Al fin, haciendo un supremo esfuerzo, tomó la tableta, y levantando la cabeza hacia su cuñado, le dijo con afectada indiferencia:
—Cuando quieras.
Gonzalo, con mano vacilante, bajó la ropa. Se incorporó en el lecho, y con lentitud embarazosa principió a desabotonarse la camisa. Al fin descubrió su enorme pecho musculoso.
—¡Buen cuadro para antes de comer!—exclamó avergonzado, repitiendo la idea expresada por su esposa.
Cecilia no contestó. Se puso a examinar la llaga, cubierta a medias por la piel que Ventura no había acabado de cortar. Tomó las tijeras, y con mano firme cortó lo que faltaba.
—¿Te hago daño?—preguntó.
—Ninguno.
Descubierta enteramente la llaga, grande como la palma de la mano, aplicó con suavidad sobre ella la tableta de hilas, pasó repetidas veces la mano por encima para ajustarla, colocó un trapo sobre las hilas, y sin dejar de oprimirlo con la mano izquierda, tomó con la derecha una venda que había sobre la mesilla, y la aplicó por el medio encima del trapo.
—Ahora es necesario que te pases la venda por detrás de la espalda, para atarla después aquí encima.
—¿No te atreves tú?—dijo él con sonrisa entre burlona y avergonzada.
Ella no contestó. Quería a fuerza de seriedad dominar la confusión que la embargaba. Únicamente se podía advertir su emoción en el temblor ligerísimo de sus labios. Los ojos medio cerrados, lucían por detrás de sus largas pestañas con íntimo gozo que la expresión indiferente y grave de su fisonomía no podía ocultar.
Gonzalo trató de cruzar la venda por detrás, pero le fué imposible. Cecilia acudió en su auxilio metiendo la mano con decisión por debajo de la camisa. Al sentir el tibio contacto de la carne del joven, aquella mano tembló levemente; mas no dejó de seguir con firmeza su tarea.
—¿Buen pecho, eh?—dijo él con afectado desenfado, para ocultar el embarazo que a ambos dominaba.
Tampoco respondió Cecilia.
—No creas que es todo natural. Estos brazos y este pecho me los hice remando en el Támesis.
—¿Remando?
—Sí, remando. Allí los jóvenes más ricos no se desdeñan de vestir la blusa del marinero o la camiseta. Al contrario, es de lo más fashionable, como ellos dicen. ¡Cuántos viajes habremos hecho río arriba! Luego cada poco tiempo hay regatas. Acude la gente como en Madrid a los toros, se cruzan grandes apuestas... ¡Es un recreo delicioso! ¡Qué entusiasmo entre nosotros desde muchos días antes!...
Se conmovía al recuerdo de aquellas horas felices de salud y de fuerza, cuando ni el amor ni cuidado alguno doméstico turbaban aún su vida de estudiante rico y desaplicado. Y viendo la atención que Cecilia le prestaba, se extendía en menudencias pueriles, trayendo al recuerdo los ínfimos pormenores de aquella existencia consagrada a la gimnasia. Refería las regatas que había ganado, las que había perdido y todos los incidentes que en ellas habían surgido. Contaba sus impresiones antes y después del suceso, la clase de alimentación que usaba para adquirir vigor y perder la grasa; describía los trajes que usaban, la forma de los botes, los gritos de la muchedumbre que los alentaba desde la orilla...
—No habría allí quien tuviese más fuerza que tú—le dijo ella comiéndolo con los ojos.
—¡Oh, sí! No era de los más flojos; pero todavía había algunos de más fuerza—respondió él con modestia.
Había desaparecido la cortedad de ambos. Tornaba aquella dulce fraternidad de antes. Gonzalo descansaba sobre el lecho con los brazos fuera. En cuanto se viera fuera de él, y con ánimos, se iba a Tejada. Era necesario cambiar de vida, para evitar nuevos ataques. Pensaba dedicarse a la caza con ahinco. Montaría además un gimnasio en el sitio más adecuado de la casa. En fin, se prometía ser otro hombre así que curase del todo.
Cecilia aplaudía aquella decisión; prometía ir con él algunas veces. Gozaba mucho más en Tejada que en Sarrió. Había nacido para aldeana. El se reía de aquellos propósitos.
—No sabes lo que es ir de caza en este país. A ver si me veo precisado a traerte en brazos como a Ventura.
—No tengas cuidado; soy más fuerte de lo que parezco.
Al fin la joven trató de marcharse. Gonzalo le preguntó con timidez:
—¿No me lees hoy un poco?
Cecilia no había pensado en otra cosa desde hacía rato. Pero como había oído al joven quejarse con amargura de que su mujer no lo hiciese, temía dejarla en peor lugar, ofreciéndose a desempeñar esta tarea.
—¿Qué quieres que te lea?
—Con tal que no sea una de esas novelas terroríficas que le encantan a mi mujer, cualquier cosa.
—Bueno; te leeré el Año Cristiano.
—¡No tanto!—exclamó él riendo.
Cecilia tomó de la librería un volumen de versos, y se puso a leer sentada cerca de los pies de la cama. Al cuarto de hora Gonzalo dormía deliciosamente, con la tranquilidad de un niño. La joven suspendió la lectura al observarlo, y le contempló atentamente, mejor dicho, le acarició con los ojos larguísimo rato. Al cabo creyó sentir ruido de pasos en el corredor, y poniéndose encarnada a la idea de que pudieran sorprenderla en aquella actitud, se alzó vivamente de la silla, y salió de la estancia sobre la punta de los pies.
Gonzalo, en cuanto estuvo convaleciente, quiso trasladarse a Tejada. Le acompañó toda la familia, excepto don Rosendo. Corría el mes de octubre. En medio del ropaje amarillo de los campos comarcanos, la posesión de don Rosendo, poblada de coníferas, resaltaba como mancha negra, nada grata a los ojos. El joven puso en práctica inmediatamente su programa de vida higiénica. Levantábase de madrugada, tomaba la carabina, llamaba a los perros y lanzábase al través de los campos, llegando la mayor parte de los días a la noche, rendido, con algunas perdices en el morral y un hambre de caníbal. Cuando las excursiones eran más cortas, Cecilia le acompañaba, según le había prometido. Aunque en esta ocasión se mataban pocas perdices, Gonzalo apetecía su compañía como la de un agradable y simpático camarada. La joven nunca se confesaba fatigada; pero él, adivinándolo en su marcha vacilante, daba el alto, la obligaba a sentarse, y se hacía el distraído charlando, a fin de que durase más el descanso.
Mas ella luchaba entre el placer de estas correrías, y el compromiso que había contraído con su hermana de hacerle el canastillo para el niño. Cuando llegó la ocasión de pensar en él, al quinto o sexto mes de hallarse en cinta, Ventura decidió encargarlo a Madrid; pero Cecilia le había dicho:
—Si me traes los modelos, yo respondo de hacértelo igual.
Venturita se había resistido un poco; mas al ver el empeño que su hermana ponía, consintió en ello. Cecilia emprendió con tanto afán la obra, que le faltaba tiempo para comer y dormir. Algunas veces, cuando su cuñado le instaba a salir, le respondía:
—Mira, hoy déjame trabajar. Hace tres días que apenas coso nada.
Y como él insistía haciendo burla de aquellos trabajos, ella se resignaba diciendo:
—Bien, lo peor es para ti. A ver con qué vas a vestir a tu hijo cuando nazca.
—Descuida, chica—replicaba él riendo.—Tengo bastantes camisas para él y para mí... ¡Sobre todo, si le gustan de cuello bajo!...
Al cabo de un mes, la acción del aire y del sol había puesto a Cecilia mucho más morena. Parecía un muchacho, un marinerito del muelle, según la expresión de Gonzalo. Mientras tanto, Ventura hacía su vida de sultana caprichosa, que ahora tenía más razón de ser. Apenas salía de la casa. El cuidado exquisito de su persona, le ocupaba mucho tiempo. El resto, solía emplearlo en leer novelas de folletín. Cada día estaba más hermosa. Aquel culto fervoroso de su cuerpo, contribuía no poco a realzar y aumentar sus gracias. Como un artista toca y retoca incesantemente su obra, sin que le parezca jamás bastante acabada, así la joven esposa cuidaba de sus cabellos, de su cutis, de sus dientes, de sus manos, sin cansarse jamás. El matrimonio la había embellecido dándole la plenitud amable de la forma femenina, convirtiendo su hermosa primavera en dorado y espléndido estío. La misma maternidad, sin quitarle frescura ni desfigurar su cuerpo, le prestaba una majestad suave y protectora. Luego el soberano gusto, el arte, mejor dicho, con que sabía adaptar el color y la forma del vestido al tono de sus carnes y a los cambios que en su naturaleza se operaban, daba primor y relieve a aquella adorable figura.
Eso sí, toda la casa giraba en torno de ella. Como una diosa adorada y temida, movía a su talante todas las figuras humanas que cobijaban las torres chinescas. Hasta doña Paula, que la había hecho rostro en los primeros meses de matrimonio, había vuelto a caer en su esclavitud. Ella no abusaba de aquel dominio. Dejaba que todos cumpliesen su gusto, menos cuando directa o indirectamente iba contra el suyo. Así, por ejemplo, nadie sabía cuándo tornarían a Sarrió, sino ella. La cocinera no arreglaba la comida sin consultarla. El cochero subía a preguntarle todos los días si quería salir de paseo. El jardinero no movía un tiesto sin pedirle la venia. En cambio no le preocupaba poco ni mucho que su marido saliese. Una sola vez, viéndole preparado a salir con Cecilia, le dijo sonriendo en presencia de ésta y de otras personas:
—Muy amigos os vais haciendo tú y Cecilia. Mira que voy a celarme.
Y al tiempo de decirlo, clavaba en él una de esas miradas soberanas que expresaba convencimiento profundo de su dominio. Gonzalo, por mucho que se alejase, no podría romper la cadena; volvería blando y sumiso a sus pies, como el cometa que en vertiginosa carrera surca los espacios y a una distancia inconmensurable siente el freno del sol y vuelve dócil hacia él su frente.
Gonzalo pagó aquella mirada con otra de rendimiento absoluto. Cecilia se había puesto levemente pálida y sonreía para disimular su turbación.
—Vamos, ¡idos, idos! No os quiero ver delante—añadió.—Si me la estáis pegando, peor para vosotros, porque tomaré una venganza sonada.
La broma no era delicada, teniendo presente lo que había mediado entre Cecilia y Gonzalo. Pero no era Venturita mujer que reparase mucho para soltarlas.
En los primeros días de diciembre se trasladaron a Sarrió. Un mes después Ventura daba a luz una hermosa niña, blanca y rubia como ella. Gonzalo estaba tan enamorado de su mujer, que la recibió con alegría, sí, mas no con aquel gozo y anhelo con que los hombres suelen acoger a su primer hijo. Lo que le interesaba principalmente era la salud de su esposa, que no sobreviniese ningún incidente. Todo se volvía entrar y salir del cuarto, tomarla el pulso y moler a preguntas a don Rufo. En opinión de éste, Ventura podía criar sin inconveniente a su hija. Era una muchacha robusta, bien conformada. Tan sólo cuando los niños salen muy tragones, la frescura y la belleza de la madre suele marchitarse un poco. Ante esta eventualidad, la joven se llenó de miedo y se opuso, primero embozadamente, después en términos categóricos, a dar el pecho a la niña. Gonzalo se convenció en seguida y hasta halló razonable aquella oposición. En cambio doña Paula se indignó grandemente, aunque sólo expresaba su desagrado a espaldas de Ventura.
Cecilia se mostró tan solícita, tan vigilante en el cuidado de la criatura, que en poco tiempo se apoderó por completo de ella. Colocó en su cuarto una cama para la nodriza y la cuna de la niña, con pretexto de que Venturita se ponía enferma cuando pasaba una mala noche. Ella resistía dos y tres en vela sin alteración alguna. Y en efecto, en cuanto la chiquilla lloraba, era la primera que saltaba del lecho para entregársela a la nodriza. Si ésta no conseguía acallarla, tomábala en brazos, y se paseaba con ella horas y horas, hasta dormirla.
Con esto, los jóvenes esposos, pudieron dormir juntos de nuevo con la misma libertad y descuido que en los primeros días de novios. Cuando por la mañana presentaban la criatura a su madre, ya Cecilia la había bañado en agua tibia y la traía envuelta en limpios pañales. Jugaba con ella un rato. Cuando llegaba la hora de entrar en el tocador se la entregaba de nuevo a su hermana.
Del mismo modo, aunque con cierta timidez, nacida del deseo de no ofender a su hermana y formar contraste con ella, Cecilia intervino en el cuidado de la ropa de Gonzalo, y en el arreglo de su despacho. Aquél concluyó por darle las llaves de los armarios.—«Cecilia, voy a vestirme.» La joven corría al cuarto y a los pocos momentos volvía diciendo:—«Ya lo tienes todo». Gonzalo encontraba, en efecto, la ropa plegada sobre la cama, la camisa con los botones puestos, las botas relucientes, al lado de la mesa de noche.—«Cecilia, se me ha descosido un poco el forro del gabán.» Cuando tornaba a ponérselo ya estaba cosido. Y ella, que era asaz descuidada en renovar sus vestidos, gustaba extremadamente de que su cuñado vistiese a la última moda; no consentía por ningún concepto, que anduviese un día siquiera con una bota picada o con la corbata sucia. Gozaba en verle salir con algún nuevo traje elegante. Desde el balcón, levantando un poquito la cortina, seguíale con la vista cuando iba al café con el cigarro en la boca. Y después que daba la vuelta a la esquina, todavía contemplaba, hasta que se disipaba en el aire, la última bocanada de humo que había soltado.
Un día, Gonzalo, enojado consigo mismo por lo que gastaba sin sustancia, le dió la llave del dinero.—«Mira, guarda tú esa llave; ni Ventura ni yo tenemos arte para manejar los cuartos. Cuando te pidamos dinero, lo apuntas en este cuadernito y nos avisas de lo que llevamos gastado en el mes. Tal vez de este modo nos iremos moderando un poco.» Convertida en intendente general, pronto observaron los esposos cierta mejoría en sus negocios. Gonzalo cuando llegaba alguna cuenta, decía al criado sonriendo:—«Pásela usted al administrador». El criado sonreía también y se la llevaba a Cecilia.
Aquella intimidad, aquella compenetración singular de los cuñados en casi todos los actos de la vida, había engendrado una ilimitada confianza entre ellos, sobre todo por parte de Gonzalo. Nada le pasaba a éste en la calle, en el café, que no viniese a contar a Cecilia, que le prestaba incansable atención. Su esposa en cambio ni atendía ni quería oir hablar siquiera de sus cacerías, de sus disputas, de las ocurrencias de sus amigos. Todo lo que no fuese modas, bailes, descripciones de las soirées madrileñas, bodas de los grandes de España, le interesaba poco. Lo que más excitaba su curiosidad era cuanto se refería a los reyes y a la real familia. Leía con avidez el relato de las recepciones palaciegas, conocía la etiqueta tan bien como un gentilhombre de cámara, cómo se saludaba a los reyes, cómo se les besaba la mano, cuándo se había de hablar en su presencia, cómo había que retirarse. Sabía los nombres y la biografía de cada uno de los miembros de la real familia y también los de los nobles más caracterizados de la corte. Las novelas, y una señora azafata de la reina que había estado a tomar baños en Sarrió, le habían sugerido aspiraciones fantásticas, un anhelo de vivir en aquella atmósfera brillante. La majestad de los príncipes la conmovía, la embargaba de sumisión, ¡ella que era incapaz de humillarse a nadie! Y aquella vida galante de la corte le producía cierto deslumbramiento como los fulgores de un sueño feliz. Cuando había estado en Madrid, su cualidad de provinciana rica, no le había consentido gozar más que de los teatros, de los paseos en coche por la Castellana, de las tiendas y las calles. De la corte, de sus saraos y regocijos, había permanecido tan distante como en Sarrió. Y sin embargo, ella estaba bien convencida, y no le faltaba razón, de que podía brillar en cualquier parte. Su hermosura y la viva y graciosa imaginación de que estaba dotada, la hubieran hecho notar inmediatamente en la sociedad más distinguida. Algunas veces paseando en landau con su marido, había visto fijarse en ella con atención y codicia las miradas del duque de S... del marqués de C... de encumbrados personajes políticos. En una ocasión había oído a la duquesa de Medinaceli al cruzarse los carruajes, decir a su compañera:—«¿Estará casada esta niña tan linda?» De aquellos tres meses en Madrid, le había quedado una visión poética, un recuerdo confuso de sus placeres, y cierto prurito de imitar con los pobres medios de que disponía en la villa a las damas encopetadas de la corte, cuyas costumbres sólo conocía de oídas.. Así, por ejemplo, cuando salía de casa, que era pocas veces, solía hacerlo en carruaje, sobre todo si iba al teatro. La costumbre de que el coche viniera a esperarles al concluirse la función, había causado en Sarrió alguna sorpresa y no pocas murmuraciones. Los trajes con que se presentaba en público eran siempre de fantasía, distintos enteramente de los que vestían las otras damas de la población. Estas, por regla general, solían andar en sus casas con la ropa usada «en cualquier facha» como ellas decían. Ventura operó una revolución, vistiéndose desde por la mañana con trajes nuevos y adecuados a aquella hora. No se la sorprendía jamás, ni aun en el retiro de su gabinete, sin todos los adminículos y adornos propios de la ocasión. Sus batas de seda de color siempre apagado, sus cofias de encaje nunca vistas hasta entonces, sus babuchas de terciopelo, eran el pasmo de la población. Había muchas señoras que iban a visitarla, sólo por enterarse de su tocado casero.
Gonzalo, al verla enfrascada en la lectura de las revistas de salones, al oir describir, como si lo hubiera visto, un baile en Palacio, exclamaba riendo:—«¿Sabes cómo se llama en medicina esa manía tuya?... Delirio de grandezas». Ella se enojaba. Como todos los caracteres burlones, le hería profundamente el ridículo. Con su cuñada el joven se reía unas veces, otras se mostraba irritado de aquellas extravagancias de su esposa, que calificaba de estúpidas y cursis. Cecilia procuraba calmarle, achacándolo a los pocos años, al carácter tornadizo de Ventura:—«Ya verás—le decía;—dentro de algunos meses no se acordará de semejantes tonterías».
Cecilia era su paño de lágrimas, su confidente en todos los disgustos matrimoniales. Nunca dejaba de recibir de su boca algún útil consejo, algunas palabras consoladoras que calmaban sus fuertes y repentinos enojos. Se había acostumbrado de tal modo a aquellas confidencias, que cuando después de alguna reyerta con Ventura no hallaba a su cuñada en casa, se ponía el sombrero y corría a buscarla al paseo, a la iglesia o donde estuviese. El mucho tiempo que pasaban juntos convidaba también a éstos desahogos. Ventura no quería salir de casa. Y como don Rufo exigía que la niña tomase el aire libre, Cecilia se encargaba de acompañar a la nodriza. Gonzalo las acompañaba a ambas, la nodriza con la niña delante, él con Cecilia detrás. En aquellos largos paseos le confiaba todos sus secretos, le explicaba prolijamente sus temores, sus alegrías, sus esperanzas. A veces, oyéndola discurrir con tanta perspicacia en aquellos asuntos morales, solía exclamar con poca galantería:—«¡Qué lástima que Ventura no posea tu carácter juicioso y sensato!»
Ella, en cambio, permanecía impenetrable para él, como para todo el mundo. O porque no tuviese secretos que contar, o por su temperamento excesivamente reservado, la primogénita de Belinchón huía de hablar de sí misma con un cuidado extraordinario. Ni sus alegrías ni sus pesares eran conocidos de nadie. Sólo un observador muy fino podría, a fuerza de costumbre, averiguar vagamente las emociones que la agitaban. Gonzalo no lo era. En su egoísmo infantil de hombre sano y musculoso, había llegado a considerar a su cuñada como un ser pasivo, razonable y frío, admirable para aconsejar y dirigir a los demás, un ser superior, si se quiere, pero incapaz de sentir aquellas cóleras, aquellas alegrías, aquellas pasiones insensatas que alteraban a los caracteres débiles como el suyo. Sin embargo, alguna vez, en son de broma, había tratado de sacarle del cuerpo sus secretillos. Sabía que tres o cuatro mancebos de la población aspiraban a su mano. A alguno de ellos le había sorprendido más de una vez paseando la calle. En el teatro la flechaban con los gemelos. Y aunque Gonzalo advertía con cierto disgusto que debía de haber en aquella adoración más deseo de la dote que verdadero amor, procuraba lisonjearla hablándola de sus pretendientes. Ella rehuía la conversación con silencio obstinado, sonriendo vagamente para no dejar traslucir su pensamiento; hasta que al cabo se veía precisado a hablarle de otra cosa.
En cierta ocasión, sin embargo, Gonzalo tomó el asunto con más seriedad y persistencia. Un amigo de la infancia, ingeniero de caminos, le habló de Cecilia, y le pidió su protección para interesarla en su favor. La franqueza y sinceridad de su lenguaje agradó mucho al joven.
—Gonzalo—le dijo,—me encuentro ya en edad y en disposición de casarme. No he querido hacerlo en Madrid o en Sevilla, donde estuve destinado, porque desconfío de las mujeres que no conozco de muy atrás. Los hombres deben casarse en su patria con las jóvenes que han visto crecer a su lado. Decidido a casarme con una chica de la población, me he fijado en tu cuñada, y voy a decirte con toda sinceridad mis pensamientos. Cecilia no es bonita ni es fea; es una mujer pasable. Siempre he creído que éstas son las más a propósito para esposas. En las cuatro o cinco veces que he hablado con ella en casa de las de Saldaña, la he encontrado muy simpática y muy razonable, franca y modesta. Sus amigas hablan todas bien de ella. Es un dato importantísimo que los hombres no tienen en cuenta bastante al casarse. Porque las amigas suelen ser implacables las unas para las otras, y se buscan las cosquillas que es una bendición... Además, tu cuñada tendrá una buena fortuna el día de mañana, y esto, ¿por qué no he de decírtelo? también es otro dato que debe tenerse presente. No sé por qué se han de casar los hombres por sistema con las mujeres pobres. Las necesidades que el hombre se crea al contraer matrimonio, son muchas: los hijos pueden aumentar demasiado, y todo debe mirarse. Yo no necesito casarme por interés. Tengo una carrera bastante lucrativa. Mis padres me han de dejar también alguna hacienda... ¿Quieres preguntarle si le he sido antipático en las pocas veces que he hablado con ella, y si consiente que me presenten en su casa?
Gonzalo le prometió interponer su influencia; le dejó entrever con reticencias más o menos claras, un éxito lisonjero, jactándose del poder que sobre ella ejercía. Hasta entonces todas las indicaciones que la hiciera, habían sido atendidas.—«Creo que si yo no consigo llevar a remate la empresa, ninguna otra persona podrá intentarla»—concluyó por decir en un rapto de expansión y de orgullo.
Aquella misma noche aprovechó el momento en que Cecilia vino a encenderle el quinqué al despacho, para decirla risueño:
—¿Tienes algo que hacer ahora, Cecilia?... ¿No?... Pues siéntate un momento, que voy a confesarte.
La joven le miró con sus grandes ojos claros y suaves, donde se pintaba la sorpresa. Gonzalo la obligó a sentarse.
—¿Tienes novio?—la preguntó bruscamente.
—¡Qué pregunta!—exclamó ella con semblante risueño, sin avergonzarse.
—No hablo de novio formal. Si lo tuvieras ya estaría yo enterado. Quiero sólo saber si entre los jóvenes que te obsequian hay alguno que hubiese logrado interesarte más o menos.
—¿Para qué quieres saber eso?
—Contesta.
Cecilia hizo un gesto negativo.
—Pues entonces voy a tomarme la libertad de hablarte de uno, que me lo ha suplicado... Se trata de mi amigo Paco Flores, a quien ya conoces. Me ha pedido que le recomendase a ti, preguntándote al mismo tiempo si en las pocas veces que contigo ha hablado te había sido antipático.
—¿Antipático?—preguntó con sorpresa.—¿Por qué? A mi no me es nadie antipático mientras no cometa alguna grosería.
—Después me ha rogado te pregunte si consientes en que sea presentado en esta casa.
—Eso es otra cosa—respondió poniéndose repentinamente seria.—Yo no puedo impedir que sea presentado aquí; pero, como mi consentimiento podría implicar que tengo gusto en que nos visite, no estoy dispuesta a dárselo.
—No se trata de que lo aceptes por novio—se apresuró a decir Gonzalo.—Únicamente desea que le permitas tratarte algún tiempo; y si al cabo le consideras merecedor de tu mano, se la otorgues, y si no, se la niegues.
—Pues negada desde luego, y sin necesidad de trato—replicó con firmeza la joven.
—Es muy pronto eso—dijo Gonzalo sonriendo para disimular la irritación que aquella brusca respuesta le había producido.
—Me parece que en estos asuntos cuanto más sinceros seamos, mejor para todos. ¿Por qué ha de molestarse ese muchacho en visitarme una larga temporada para recibir la respuesta que desde ahora mismo le puedo dar?
—Bien, bien; procedamos con calma. Si Paco no te es antipático, como confiesas, no puedes asegurar que al cabo de seis u ocho meses o un año, no te enamores de él.
—Soy incapaz de enamorarme—dijo ella con sonrisa amarga que su cuñado no entendió.
—El amor viene cuando menos se piensa—afirmó éste sentenciosamente.—Estamos años y años sin sentirlo, y un día, ¡paf! da un vuelco el corazón. Es que hemos hallado nuestra media naranja.
Estas palabras tan cándidas como crueles, removieron las escasas gotas de hiel que Cecilia guardaba en su pecho. Con rápida frase y mirando duramente a uno de los brazos del sillón donde se hallaba sentada, repuso:
—Pues yo estoy segura de que mi corazón no hará ¡paf! ningún día.
—¿Por qué aseguras eso, Cecilia? Las mujeres, más que los hombres, están hechas para el amor, para los goces que éste proporciona, para la vida de familia. Se puede decir que el único destino de la mujer sobre la tierra, es el matrimonio, porque es la encargada de sostener sobre ella la vida. Su disposición física, todos los órganos de su cuerpo están construídos para la producción de esta vida...
Gonzalo abogaba por su amigo Paco, apelando, como se ve, hasta a la fisiología. Cecilia le escuchaba en silencio, el semblante severo, la mirada fija en el vacío. Las palabras de su cuñado sonaban en su alma como un acento de desolación. Sí; aquello era verdad, ¡por desgracia era todo verdad! Cuando terminó de hacer la apología del amor, hizo la de su amigo Paco Flores, un joven tan despejado, tan formal, hijo de una buena familia, con brillante carrera, etc., etc.
Cecilia se obstinó secamente en rehusar su consentimiento para que viniese a casa. Entonces Gonzalo, un poco irritado por la disputa, y herido en su amor propio por haberse jactado sin razón delante de Paco de su influjo sobre la joven, dejó escapar algunas frases duras: «¿Por ventura le parecía poco para ella? Paco no era rico, pero podía aspirar a su mano. En Sarrió no hallaría un muchacho mejor que él. Nadie tacharía, seguramente, el matrimonio de desproporcionado. ¿O es que esperaba un príncipe de la sangre?... Pues que no se descuidara mucho, porque la juventud de las mujeres pasa pronto, y se han llevado en estos asuntos bastantes chascos...»
La joven escuchó la filípica de su cuñado hasta el fin, sin mover un dedo siquiera. Cuando terminó, levantóse vivamente del asiento, el rostro pálido, las manos convulsas, y salió con precipitación de la estancia. Al cruzar el pasillo para dirigirse a su cuarto, dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.
De los galicismos que cometía «El Faro de Sarrió» y otros asuntos no menos interesantes.—Primeras bajas de la batalla del pensamiento.
Después de su ruidoso desafío, el esforzado Belinchón supo, aunque otra cosa afirmen algunos cronistas, gozar con modestia de la merecida fama y aureola que inmediatamente le circundaron. Quizá se fijen aquéllos para sustentar la opinión contraria, en haberse descubierto algunas provocaciones del insigne caballero a ciertos sujetos de la villa, no bastante justificadas. Mas al hacerlo, no tenían en cuenta que tales provocaciones vinieron, no a raíz del señalado acontecimiento que hemos narrado, sino algún tiempo adelante. En la historia, la cronología es siempre de importancia capital. Y en este particular de que tratamos, explica satisfactoriamente los actos de nuestro héroe.
Mientras duró en la villa la impresión del suceso, se le tributaron aquellas muestras de admiración a que era sin disputa acreedor. Sus mismos enemigos al verle pasar, le miraban con respeto, ya que no con simpatía. Entonces don Rosendo, en vez de abusar de su reconocida superioridad, como hubiera hecho otro hombre de menos esfuerzo y modestia, aparecía con un continente grave, sí, pero apacible, recorriendo las calles con el mismo sosiego y mesura que antes. Ejemplo notable de prudencia, que en vez de agradecérsele, sirvió para que se intentasen y perpetrasen contra él algunos desacatos. Por lo pronto, en el Camarote comenzó a hacerse chacota de tal desafío. Se ponderaba con intención malévola y exagerándolos, los saltos que el fundador del Faro había dado hacia atrás en el combate. Estas burlas, de las cuales, como puede suponerse, era el iniciador Gabino Maza, no permanecieron mucho tiempo en el recinto de la tertulia. Se extendieron por toda la población, de tal modo, que al cabo de algunos días una gran parte de sus habitantes sonreía irónicamente al oir hablar del famoso lance de honor. Don Rosendo traslució algo de esta befa, no sólo por los oídos, sino también por los ojos. Advirtió que en vez de las miradas respetuosas y de la cortesía que con él se usaba, comenzaban sus vecinos a adoptar una actitud grosera, haciéndose los distraídos o volviendo la cabeza cuando él pasaba. Al cruzar por delante de algún corrillo, creyó percibir risas comprimidas.
¿Qué le tocaba hacer en este caso? Indudablemente dejar la modestia a un lado y obligar a sentir a aquellos bellacos el peso de sus conocimientos en la esgrima. La primera señal que dió de su indignación y del soberano desprecio que sus enemigos le inspiraban, fué el escupir al suelo, con ruido, cuando alguno de éstos cruzaba a su lado, como indicando que le daba asco. En cuanto comprendieron el motivo de aquella extraordinaria secreción, los más tímidos comenzaron a pensar que el rayo podía muy bien acompañar a la lluvia, y evitaron con cuidado el tropezarle. Los más bravos pasaban a su lado sin hacer caso de aquella tos despreciativa; pero sin osar mirarle a la cara. Al cabo de algún tiempo unos y otros lo tomaron con calma y se decían riendo:—«Acabo de encontrarme con don Rosendo.—Qué tal, ¿te ha tosido?—Ya lo creo; ¡parecía que reventaba!» Y en el Camarote corrían las bromas y se celebraban las burlas más groseras contra nuestro gran patricio. Una de ellas fué el desfilar uno en pos de otro a cierta distancia, todos los socios de la tertulia por delante de él. Don Rosendo quedó de aquella vez sin saliva y con la garganta destrozada. Tan sólo Gabino Maza lo tomaba en serio y aseguraba que ya se libraría aquel buey (la palabra es dura, pero textual) de escupir cuando él pasase. Y en efecto, don Rosendo se había abstenido hasta entonces de hacerlo. Creía que debía guardar ciertas consideraciones al jefe del bando contrario. Mas una noche en que traía la cabeza un poco exaltada por la lectura de cierto desafío de dos yankees, al topar junto al café de la Marina con Maza, se le ocurrió escupir en la forma provocativa que usaba. Aquél se volvió repentinamente hecho una furia, y sujetándole con fuerza por la muñeca, le dijo al oído con acento rabioso:
—Oiga usted, señor majadero: a mí no me tose usted ¡ni en cuarto grado de tisis! ¿lo oye usted?
Don Rosendo, como hombre correcto y muy práctico en estos asuntos de honor, no dijo nada en aquel momento. Pero al día siguiente no salió de casa esperando los padrinos de Maza, los cuales, felizmente para éste, no parecieron.
El desafío y la actitud de don Rosendo, tuvieron, sin embargo, consecuencias provechosas para la población. Gracias a nuestro héroe nació en ella la afición a las armas. Muchos de sus habitantes más distinguidos comenzaron con ahinco a cultivar la esgrima. Ya no fueron solamente los redactores del Faro y los tertulios del Saloncillo quienes se entregaban a este noble ejercicio amaestrados por M. Lemaire. También los socios del Camarote, comprendiendo a la postre la importancia de este arte, establecieron, en un almacén contiguo, sala de armas. Al frente de ella, pusieron a un oficial de reemplazo perteneciente al arma de caballería, que había tirado al florete en Madrid. El resultado inmediato de este adelanto fué que las reyertas, que a cada paso se suscitaban entre los del Saloncillo y los del Camarote, eran conducidas con arreglo a todas las fórmulas y ceremonias prescritas en el código del honor. No transcurría semana tal vez, sin que la villa se estremeciese con las idas y venidas de los padrinos, los rumores de las conferencias celebradas en los ángulos de los cafés, las actas que inmediatamente se publicaban en el Faro y en los periódicos de Lancia. Porque de veinte pendencias las diez y nueve se terminaban con un acta para ambas partes honrosa, suscrita y firmada por los padrinos. De modo que de aquellos lances de honor, lo único positivo eran los bastonazos o puñadas que los contendientes se daban previamente, sin perjuicio de que las cosas siguiesen sus trámites ordinarios.
Alguna que otra rara vez, cuando los ánimos se enconaban demasiado, se iba «al terreno». Delaunay se había dado de sablazos con don Rufo, por un comunicado inserto en El Porvenir de Lancia, en el que se decía que los médicos no giraban la visita en el hospital a la hora reglamentaria. El impresor Folgueras se había batido también con un cuñado de Marín, por haber negado el saludo uno de ellos al otro. Afortunadamente, en ninguno de los dos encuentros había habido más que planazos y verdugones. El desafío más notable fué el de don Rudesindo con don Pedro Miranda, que después de vacilar algún tiempo se había decidido por los del Camarote. El motivo fué «el problema del matadero». La ocasión, la siguiente. Don Pedro había manifestado en una casa que don Rudesindo apoyaba el partido de Belinchón sólo porque no se emplazase el matadero en la playa de las Meanas, donde sus casas salían perjudicadas. El fabricante de sidra tuvo conocimiento de este dicho, habló pestes en el Saloncillo de don Pedro, y se mostró vivamente ofendido de tal suposición; mucho más ofendido de lo que en realidad estaba. Alvaro Peña, que no estaba contento sino cuando tenía un desafío entre manos, se apresuró a decirle en voz alta con la arrogancia que le caracterizaba:
—Pierda usted cuidado, don Rudesindo. Miranda le dará a usted una reparación. ¿Quiere usted dejarlo de mi cuenta?
El bueno del fabricante hubiera deseado comerse las palabras que había soltado. ¡Aquel Peña era un hombre tan expeditivo! ¿Por qué diablos había dicho que tenía ganas de tropezar a don Pedro para darle dos puntapiés, cuando en realidad acababa de verle al salir de casa, y había cruzado a su lado sin decirle una palabra? Pero estaban allí más de veinte personas, y se vió en la dolorosa necesidad de contestar al ayudante, aunque en el tono menos agresivo posible:
—Bueno... si usted cree que merece la pena...
—¡Pues no ha de merecer! Suponer que usted no está a nuestro lado sino por móviles mezquinos bastardos es insultarle... A vej, don Feliciano. ¿Quiere usted escuchaj una palabra?
Don Feliciano y él conferenciaron en un rincón breves momentos. Acto continuo salieron a la calle. Don Rudesindo quedó en la apariencia tranquilo, en realidad fuertemente alterado y bramando en su interior contra Peña, contra el Saloncillo, contra sí mismo y contra la madre que le parió. ¿Qué necesidad tenía él de meterse en líos? Un hombre casado, con hijos, que en toda su vida no había hecho más que trabajar como un esclavo para labrarse un capitalito... Y ahora que lo tenía... por una quijotada de ese farfantón... ¡acaso!... El fabricante apenas podía pasar los sorbos de cognac que de vez en cuando introducía en la boca.
La cosa se arregló muy pronto. Don Pedro Miranda quedó viendo visiones con la visita de Peña y don Feliciano. Dijo que no recordaba... que él no tenía agravio alguno de don Rudesindo... al contrario. Pero Peña le había atajado, diciéndole:
—Bueno, don Pedro. No podemos escuchar eso. Nombre usted dos personas que se entiendan con nosotros.
El atribulado propietario nombró a Gabino Maza y Delaunay por representantes. Como de éstos el uno era hombre acalorado y fiero, y el otro mal intencionado, no fué posible avenencia. Se negaron en absoluto a dar explicaciones. El lance quedó concertado a sable en el cementerio antiguo, en las primeras horas de la mañana.
Don Rudesindo al saberlo, maldijo de la hora en que viera la luz del día. Su contrario don Pedro se limitó sencillamente a dejarse caer en un sofá y pedir una taza de tila. Mas no hubo otro remedio que acudir a donde el honor los llamaba. A las seis de la mañana, Peña y don Feliciano por una parte, y Maza y Delaunay por la otra, los sacaron de sus domicilios para conducirlos al cementerio viejo. ¡Dios mío, al cementerio viejo! ¡Qué ideas tan lúgubres revolotearon por el cerebro de don Pedro Miranda mientras caminaba hacia allá! No es posible compararlas sino con las que asaltaron a don Rudesindo en el mismo trayecto. Peña le dijo antes de llegar:
—Es evidente, don Rudesindo, que usted le escabecha. Me lo da el corazón... Usted le escabecha. No tira usted mucho, pero tiene un juego muy difícil, ¡muy difícil!...
El fabricante hubiera dado en aquel momento toda su hacienda por tenerlo no difícil, sino imposible.
—Don Pedro no tiene pierna; es además, corto de brazo... Pero, como ya sabe usted que en las ajmas no hay nada seguro y a veces el que menos se piensa, lleva el gato al agua, si usted tiene algo que encargarme, hágalo antes que lleguemos.
Don Rudesindo se estremeció. Siguió caminando un rato en silencio, y por fin, sacando unos papeles del bolsillo, se los entregó diciendo con voz sorda:
—Si perezco, déle usted esto al señor Benito.
Dos lágrimas asomaron a sus ojos al mismo tiempo.
—¿El señor Benito el Rato?—preguntó Peña.
Don Rudesindo no le oyó. Se había escapado ya por la carretera adelante para ocultar su emoción.
Por qué el nombre de su escribiente le producía en aquel instante tal enternecimiento, no podemos explicarlo. Acaso en las grandes crisis de la vida, se despierten vivas y súbitas simpatías en el fondo de nuestro ser, de las que no teníamos la menor sospecha.
El cementerio viejo, próximo ya a dedicarse al cultivo, era un pequeño cercado donde crecía la hierba y la maleza. Las cruces de madera se habían podrido. No había más testimonio de que tal recinto era mansión de los muertos, que dos calaveras incrustadas en la pared a entrambos lados de la puerta. Por cierto que estas calaveras, no produjeron una impresión grata en don Rudesindo. En don Pedro no sabemos; pero puede sospecharse que no sería más favorable. Tardaron algún tiempo en buscar sitio, porque las ortigas y zarzales impedían marchar y romper convenientemente a los combatientes. Mientras Peña, en compañía de los testigos contrarios, se ocupaba en esta tarea gravísima, el bueno de don Feliciano Gómez cometió la incorrección (¡Dios le bendiga por ella!) de acercarse a don Pedro Miranda, que descolorido, con la mirada atónita, el estómago encharcado por la cantidad fabulosa de tazas de tila que había tomado aquella noche, esperaba, arrimado a la tapia, que aquellos señores concluyesen, en la actitud de un reo de muerte.
—Hola, don Pedro; frío, ¿eh? ¡Caramba qué mañana!... ¡Mire usted que levantarse un hombre de la cama para esto! ¡Válgate Dios! (Silencio interrumpido por algunos eructos del infortunado Miranda.) Hubiera dado el dedo meñique, ¡el dedo meñique, sí! por no tener que asistir a una atrocidad semejante. Pero dicen que es un favor que no se puede negar. Bueno: que no se niegue cuando se trata de una ofensa grave... ¿Dónde está aquí la ofensa grave? Vamos a ver, que me lo digan, ¿dónde está? ¡Válgate Dios! ¡Válgate Dios! (Nuevo silencio y nuevos eructos de don Pedro, que concluye por doblar la cabeza sobre el pecho, con la misma resignación que si la pusiera sobre el tajo.) ¡Cuánto mejor sería estar metido entre las sábanas tomando el chocolate! ¿verdad, mi queridín?—profirió don Feliciano, poniéndole la mano sobre el hombro con gran familiaridad. Miranda dejó escapar un imperceptible sonido gutural.
—¡Ya lo creo!—siguió el comerciante.—Por más que me digan, don Pedro, yo no puedo creer que usted tenga gana de matar a don Rudesindo... Un vecino... que ha sido su amigo hasta hace poco... con quien se ha criado y ha ido a la escuela...
—No... yo gana... ninguna—murmuró don Pedro, siempre con la cabeza sobre el tajo.
—¡Velo usted ahí!—exclamó don Feliciano dando una gran palmada.—¡Lo que yo decía! Pues lo mismo le pasa a don Rudesindo, mi queridín. Y entonces, vamos a ver, ¿quién tiene ganas de matarse aquí? ¡A ver, que me lo digan!
Y paseó la mirada en torno, buscando contestación. Peña, Maza y Delaunay estaban lejos y ocultos por algunos cipreses. Don Rudesindo yacía arrimado también a la tapia, a unos cincuenta pasos de distancia. Entonces el comerciante, por una súbita y celestial inspiración, le hizo seña de que se acercase.
Don Rudesindo avanzó hacia ellos lentamente, con paso tímido y vacilante.
—¿Dice usted, mi queridín, que no tiene ninguna gana de matar a don Rudesindo?—preguntó el comerciante a Miranda.
—Ninguna—murmuró éste.
—¿Tendría usted, por casualidad, deseos de herirle?
—Tampoco. Yo siempre he estimado a Rudesindo—balbució el propietario.
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Qué decía usted?—gritó don Feliciano con triunfal exaltación.—Que usted siempre ha estimado mucho a don Rudesindo, ¿verdad, mi queridín? ¿Ha dicho usted eso?
—Sí, señor.
—Dime, Rudesindo (andando unos cuantos pasos al encuentro del fabricante de sidra). ¿Tienes deseos de matar aquí al señor don Pedro... un vecino... que ha sido tu amigo hasta hace poco... con quien te has criado y has ido a la escuela de don Matías el Churro?
—Yo, ¿por qué?—dijo el fabricante abriendo ansiosamente los ojos.
—¿Tendrías por casualidad deseos de herirle?
—Ni de hacerle el menor daño. Siempre le he tenido por verdadero amigo.
—¿Cómo es eso? ¿Eh? Por un verdadero amigo, ¿verdad?... Entonces, lo que corresponde aquí, en mi humilde opinión, es que os deis un abrazo.
Apenas había pronunciado don Feliciano estas palabras, cuando Miranda y don Rudesindo, por un movimiento simultáneo, avanzaron con ímpetu feroz el uno sobre el otro alzaron briosamente los brazos y se abrazaron con tal furia, que por poco se descoyuntan todos los huesos de la cavidad torácica. Don Feliciano en el mismo punto se despojó con violencia del sombrero, dejando al descubierto su enorme calva en declive, lo agitó con frenesí algunos segundos, y gritó: «¡Hurra!» no se sabe a quién; tal vez al dios astuto que le había suministrado tan famosa idea.
En aquel momento se acercaban los testigos. Al ver la escena se pararon sorprendidos. Mostráronse alegres de tal solución en apariencia, pero cada cual se separó por su lado, y aquella tarde en el Saloncillo Peña reprendió ásperamente a don Feliciano por su conducta. Llegó a afirmar que le había puesto en ridículo y que si no fuese porque se trataba de un amigo antiguo y persona de más edad que él, «le exigiría una jeparación».
—¡Una reparación!—exclamó el óptimo don Feliciano.—¡Qué más da que la exigieras, rapaz!
—¿Se negaría usted a batijse conmigo?—preguntó el ayudante con su voz campanuda.
—¿A qué habíamos de batirnos?
—A lo que usted quiera.
—Yo, a bailar un tango o una guaracha, mi queridín—respondió, y diciendo y haciendo comenzó a saltar por la sala dando las castañetas hasta que se le cayó el sombrero y quedó al aire la piedra de lavar que tenía por cabeza. Los socios se tiraban por los divanes, de risa. Peña dejó escapar algunas frases de desprecio, y se retiró amoscado y desabrido.
Los tertulios del Camarote, hostigados constantemente por las gacetillas del Faro, se habían decidido al cabo a fundar otro periódico en el que pudieran tomar venganza de las sinrazones que se les hacía.
Enormes sacrificios costaba esto. Muy pocos, de entre ellos, eran ricos. El único que pudiera llamarse así era don Pedro Miranda. Este prefería que le sacasen una muela a descorrer los cordones de la bolsa. A fuerza de cabildeos, de ruegos, allegando recursos de aquí y de allá, haciendo sumas y restas en el Camarote, se concluyó por obtener la cantidad indispensable para montar una imprenta. En la de Folgueras, ni éste quería tirar el periódico, ni ellos se humillarían a demandárselo. Cuando estuvo la imprenta, modestísima por cierto, en disposición de funcionar, celebraron el indispensable banquete. En él se convino en denominar al nuevo órgano El Joven Sarriense. A los postres se brindó con entusiasmo por su prosperidad y por la destrucción de sus viles enemigos.
La aparición del primer número, que traía la consabida viñeta representando un adolescente peinado con la raya por el medio, y rodeado de una porción de latas de conservas a modo de libros, en actitud de leer, más bien de merendar, una de ellas, causó viva sensación en la villa. Lo merecía. Los del Camarote, como hombres que habían tenido que devorar durante muchos meses los insultos del Faro, se desahogaban con verdadera fruición. ¡Santo Cristo de Rodillero, qué cúmulo de insolencias y procacidades! Desde el principio hasta el fin estaba consagrado a escarnecer, a herir y ridiculizar a los socios del Saloncillo. Parecía que les faltaba tiempo para llamar al uno feo, al otro hambrón, al de más allá envidioso, a éste bruto, a aquél farfantón. Por supuesto, bajo nombres supuestos, aunque tan transparentes, que nadie en la población dejaba de conocerlos. Llamábase Belinchón Don Quijote y don Rudesindo Sancho, Sinforoso Marqués del Tirapié, Peña El Capitán Cólera, etc., etc. Y escudados con esto los traían y los llevaban, los barajaban que era una bendición. No les dejaban hueso sano. Por la noche hubo palos (¿cómo no?) en la Rúa Nueva. Folgueras, a quien también insultaban en El Joven Sarriense, se había encontrado con Gabino Maza, y le descargó un bastonazo sobre la cabeza. Maza lo devolvió con creces. Repitió Folgueras. Vino en ayuda de éste un cajista que por allí cruzaba, y de aquél su cuñado. En un instante se armó una de garrotazos que tocaba Dios a juicio.
El Joven Sarriense se publicaba los domingos. Periquito Miranda, que a causa de la desavenencia de su padre con los del Saloncillo, padecía una peligrosa retención de lirismo, se alivió notablemente insertando en él un sinnúmero de sonetos, sáneos, acrósticos y otras diversas combinaciones métricas, destinadas a pregonar su adoración platónica a la señora del gerente de la fábrica de aceros, una francesota grande y pesada como un elefante, que le hubiera metido fácilmente en el bolsillo. Ya sabemos que Periquito amaba las obras sólidas de la Naturaleza. Para expresar los deseos que atormentaban su espíritu, valíase ingeniosamente de la forma de sueños. El joven platónico soñaba en verso que se hallaba en fresca gruta deleitosa donde de pronto aparecía una ninfa de torneados brazos y turgente seno (la señora del gerente) que le instaba a dormir sobre un lecho de rosas y verdes pámpanos. Otras veces, se veía sobre la cúspide de una altísima montaña. En las nubes amontonadas, en los confines del horizonte, comenzaban a dibujarse los contornos de una mujer (la señora del gerente). Las nubes se acercaban. La mujer era blanca como el campo de la nieve, mórbida y espléndida como la flor de la magnolia. La hermosa aparición llegaba hasta él por fin, y le arrebataba entre sus brazos por los espacios azules. Otras, navegaba en frágil barquilla por la superficie del Océano. La barca se hundía y él iba a parar al fondo del mar donde una blonda y hermosísima náyade (siempre la señora del gerente) le llevaba de la mano a un prodigioso palacio de cristal, le sentaba a su lado en un trono de marfil, y le invitaba a contraer con ella justas nupcias, efectuadas las cuales, se retiraban al son de dulce música a un gabinete reservado, maravillosamente decorado, donde la náyade enamorada le hacía poseedor de sus gracias. Estos ensueños de dicha, versificados con facilidad y adornados de cierto naturalismo poético, causaban alguna inquietud a los padres de familia. Periquito comía cada día más, y estaba cada vez más flaco. El Faro, en el número del jueves, después de insultar con rabia a los jefes del Camarote, «se metía» también con él llamándole maliciosa y torpemente Pericles.
Colocados así, uno enfrente del otro, en feroz y perpetua rivalidad, El Faro y El Joven Sarriense emplearon útilmente sus columnas en injuriarse con más o menos descaro, según arreciaba o aflojaba la lucha. Raro era el número de cada uno de ellos que no daba lugar a algunos bastonazos o bofetadas, cuando no a un desafío formal. Sin embargo, en éstos eran más parcos todos. Padrinos sí se nombraban por un quítame allá esas pajas; pero darse de sablazos o de tiros, ya era otra cosa. La contienda había enardecido los ánimos en la villa. Muchas de las personas que habían permanecido indiferentes a las desavenencias de los del Saloncillo y los del Camarote, habían concluído por tomar puesto en uno u otro bando, unas veces porque tenían metidos en la refriega a sus parientes, otras por algún antiguo resentimiento, otras, en fin, sin más motivo que el calor y el entusiasmo que el combate despierta en los temperamentos belicosos. Al poco tiempo la población estaba verdaderamente partida en dos. El bando del cual era dignísimo jefe don Rosendo Belinchón, era el más numeroso y contaba con casi todos los comerciantes ricos de Sarrió. El de los del Camarote, más exiguo, contaba con los terratenientes y las personas timoratas y religiosas a quienes El Faro había escandalizado. La lucha se fué acentuando de tal modo, que al poco tiempo los que pertenecían a un partido ya no saludaban a los del contrario, aunque hubieran sido hasta entonces buenos amigos.
El Faro y El Joven Sarriense comenzaron a criticarse respectivamente el estilo y la gramática. Buscáronse con encarnizamiento por una y otra parte las faltas de sintaxis, fijándose lo mismo en los vocablos que en el régimen.—«Esa palabra no es castellana»—decía El Joven.—«La palabra desilusionar, que los peleles del Joven Sarriense afirman que no es castellana—contestaba El Faro,—la hemos visto empleada por los más eminentes escritores de Madrid: Pérez, González, Martínez y otros. Esta vez, como siempre, al órgano del Camarote le ha salido el tiro por la culata.» Replicaba El Joven, contrarreplicaba El Faro, citábanse párrafos de la gramática, del diccionario, de los escritores distinguidos, y al cabo nadie sabía a qué atenerse. Y las cosas quedaban como antes, aunque se hablaba a veces de remitir las cuestiones a la resolución de la Academia de la Lengua. Se citaba mucho por los dos lados el Don Juan Tenorio de Zorrilla y los artículos del Curioso parlante. Esta competencia gramatical traía consigo al menos una ventaja; la de hacer que algunas personas que no la habían saludado se dedicasen con ahinco a aprenderla. Lo mismo en el Saloncillo que en el Camarote había dos o tres ejemplares de la última gramática lata de la Academia, que no reposaban nunca.
Contra quien se dispararon los tiros lingüísticos más envenenados, fué contra el inspirado don Rosendo, como quiera que era la cabeza y el nervio de su partido y convenía, más que a nadie, aniquilar. Belinchón no había estudiado la gramática, sino por un diminuto epítome allá en la infancia. Pero, como todos los ingenios superiores, si no la sabía, la adivinaba. Los contrarios le sacaban a relucir a cada instante mil disparates de sus artículos. Mas es tal la confianza que nos inspira su genio poderoso, que nunca hemos dado crédito a estas afirmaciones, considerándolas como puras calumnias. Si no hubiera gramática, Belinchón, con sólo sus luces naturales, sería capaz de inventarla. Nadie manejó jamás como él ese lenguaje periodístico, ligero sí, pero brillante, lleno de frases consagradas por el uso de cien mil escritores, donde hasta los lugares más comunes, expresados con adecuado énfasis, resplandecen como profundas y misteriosas sentencias. Merced a su estilo prodigioso, don Rosendo escribía con la misma facilidad un artículo sobre la libertad de cultos, que redactaba un informe acerca de la industria pecuaria. Sus enemigos decían que cometía muchos galicismos. ¿Y qué? En el mero hecho de prohijarlos un escritor de tal valía, dejaban de serlo, y se convertían en puras y castizas locuciones castellanas.
Este prurito de ajustarle los galicismos al Faro, fué una de las manías que tuvo El Joven Sarriense o sea el colega local, como le llamaba siempre aquél, a fin de evitar el nombrarlo, por no dañar al profundo desprecio que ansiaba mostrarle. Aprovechando cierto diccionario curioso que uno de los socios del Camarote poseía, trituraban sin piedad lo mismo los artículos que las «novelas a la mano» del Faro. Si don Rosendo decía en él, verbigracia, que dejaba de tocar ciertos asuntos «por no faltar a las conveniencias», al instante se le echaba encima El Joven, interpelándole en forma sarcástica. ¿Dónde había aprendido el ingenioso hidalgo (así llamaban casi siempre a Belinchón) esta acepción de la palabra conveniencia? No sería ciertamente en su famosa historia, contada por Cervantes. Si empleaba la palabra «gubernamental», o «banal», o la frase «tener lugar», ¡qué carcajadas las del Joven Sarriense! ¡qué chacota! ¡qué desprecio! Esto duró hasta que los del Saloncillo adquirieron otro diccionario de galicismos. Entonces ambos periódicos comenzaron a hilar tan delgado en esta materia, que al fin concluyeron por olvidar el purismo y volver a su estilo libre, feliz e independiente.
Además, la disputa se había ido exacerbando de tal suerte, que las ligaduras clásicas les embarazaban para insultarse. Jugaban ya en todas las gacetillas las frases de «reptil venenoso», «entes despreciables», «cerebros obtusos», «revolcándose en el fango», «seres innobles y degradados» y otras no menos afectuosas para los del bando contrario. Cansados de injuriarse unos a otros, comenzaron pronto a atacarse en sus familias. No perdonaron ni a sus modestas esposas ni a sus ancianos padres. El Joven Sarriense fué el primero que dió la señal, publicando un cuento árabe titulado La esclava Daraja en que bajo este nombre, se relataba ce por be la historia de doña Paula y su matrimonio con Mahomad Zegrí (don Rosendo) salpicado de chufletas de poco gusto y de insinuaciones pérfidas. Belinchón estuvo tentado de mandar los padrinos a la redacción. Pero considerando que esto sería dar su brazo a torcer y aceptar lo que el artículo contenía de envenenado, prefirió no mostrarse aludido y vengarse también en la prensa. Sinforoso, por encargo suyo, escribió un cuento indio, donde se narraba la vida y milagros del padre de Maza, que había sido capitán negrero y en el tráfico de carne humana hiciera su fortuna. Desde entonces, los cuentos orientales como medio para decirse toda suerte de picardías, fueron usados por ambos partidos.
El campo más adecuado para la lucha que los del Saloncillo y los del Camarote habían emprendido y el de resultados más positivos lo mismo para el vencedor que para el vencido, era la política. A él volvieron, pues, desde los primeros momentos los ojos unos y otros contendientes. No perdonaron medio alguno para derribarse y triunfar. Hasta la división del vecindario ya sabemos que la política jugaba poco papel en Sarrió. Desde esta fecha, fué la comida ordinaria, el elemento indispensable que se mezclaba en todas las conversaciones masculinas. Ni unos ni otros habían pensado en despojar de su representación en el Congreso a Rojas Salcedo. Era amigo de todos y había representado al distrito por espacio de diez y ocho años. Sin embargo, cuando llegaron las elecciones municipales, escribiéronle cartas los dos bandos, pidiéndole protección. Se sabía que los del Saloncillo querían a todo trance separar a don Roque de la alcaldía, porque ya más de una vez, en uso de sus funciones, se había puesto de parte de los disidentes en perjuicio de sus antiguos amigos. El Faro le había zarandeado de lo lindo con este motivo. Creció la enemistad. Vengóse don Roque, abusando de su autoridad, para mandar a la cárcel a Folgueras. Repitiéronse los ataques del Faro con más furia. Don Roque, juzgándose por ellos un tirano de la Edad Media, comenzó a temer por su vida y se hizo acompañar de noche y de día por el veterano Marcones. Se dijo que en una reunión misteriosa de los del Saloncillo, se había decretado su muerte. Al alcalde no le llegaba la camisa al cuerpo. Cuando en un paraje retirado alcanzaba a ver a alguno del Faro, ordenaba prontamente la vuelta.
Rojas Salcedo contestó a los del Camarote que si don Roque salía elegido concejal, sería nombrado otra vez alcalde. Pero al mismo tiempo escribía con misterio a los del Saloncillo, encargándoles que trabajasen todo lo posible para que no saliese. De este modo se libraba de un compromiso. En efecto, los partidarios de Belinchón, por su número, por su riqueza y por la buena maña que se dieron, lograron triunfar en toda la línea. La lucha, últimamente, se había concentrado en el punto por donde se presentaba don Roque. Los del Camarote sabían que si éste era elegido, la batalla estaba ganada. Sería alcalde y las facultades de éste contrarrestaban muy bien las del ayuntamiento. Los del Saloncillo lo presentían también. Ambos partidos luchaban con empeño feroz. Por fin, el anciano alcalde perdió la elección por un corto número de votos. Confuso y abatido, con los ojos terriblemente inyectados y la faz amoratada, que daba miedo, se retiró al fin a su casa, después de pasar todo el día en la del municipio. Ni un rey a quien despojasen de la corona, sentiría golpe tan tremendo. Llegó a su domicilio sin escolta, como el más ínfimo particular. Bien había visto a Marcones paseando por los corredores, y estaba seguro de que aquél le vió también a él. No se atrevió a pedirle que le acompañase. El viejo alguacil estaba hablando con agasajo a don Rufo, a un enemigo suyo, y fingió no advertir que su jefe pasaba. No era que se volviese al sol que más calentaba. Era simplemente que Marcones, imbuído en las doctrinas de los modernos estadistas, comprendía que la fuerza pública debe estar siempre al servicio del poder constituído.
Y, sin embargo, nunca don Roque tuvo más necesidad de ser acompañado que entonces. Además de un frío moral que le helaba el corazón, sentíase físicamente indispuesto. Aquellas horas mortales de agonía recibiendo noticias contradictorias a cada instante, sin tomar alimento, con sólo algunas copas de ginebra en el cuerpo desde la mañana, le habían alterado hasta un punto indecible. Las piernas le flaqueaban y la vista se le obscurecía. Para llegar a su casa tuvo necesidad varias veces de apoyarse en las paredes. Cuando entró, la vieja criada que salió a abrirle, retrocedió asustada. La cara de su amo parecía como si unas manos invisibles le estuviesen apretando sin piedad la garganta. A pesar de hallarse bien avezada a descifrar los caóticos, inextricables sonidos, que salían de su boca en todas ocasiones, por esta vez no comprendió la orden que le daba. Vió que se retiraba derechamente a su cuarto. Procediendo por inducción, le llevó luz y un vaso de agua. Pero don Roque se enfureció, tiró el vaso al suelo, gritó como un energúmeno. Imposible, no obstante, averiguar qué querían decir aquellos rumores huecos, temerosos, infernales, que nacían en su garganta, y antes de salir se reflejaban con terrible resonancia cuatro o cinco veces en las paredes de su enorme cavidad bocal. Temblorosa, azorada, fué a buscar una botella de vino. Aunque un poco menos indignado, tampoco quiso recibirla; repitió con mayor énfasis, pero no más claridad, la orden que había dado. Al cabo, a fuerza de aguzar el oído, la sirvienta vino a entender que su amo pedía un ponche de ron. Don Roque, observando que le habían comprendido, se serenó, despojóse del enorme gabán en que yacía prisionero, de la levita, del chaleco. Al tratar de sacarse las botas, su noble faz municipal tomó el color del vino de Valdepeñas después de encabezado, y no pudo llevar la empresa a feliz término. Cuando vino la criada con el ponche, concluyó de sacárselas. Después, manifestó que se iba a meter en la cama, que cerrasen bien las puertas y no no se le turbase bajo ningún pretexto. La criada no entendió una palabra de su discurso, pero adivinó bien esta vez la sustancia, y se retiró.
Don Roque se dejó caer, en efecto, sobre el lecho. Se cubrió con la ropa hasta la cintura, y reclinando la espalda contra las almohadas, tomó el vaso de ponche y lo acercó a los labios. Al instante echó de ver que existía deficiencia en una de las bases. Hizo un gesto avinagrado, dejó escapar un sonido gutural inadmisible, y levantándose en calzoncillos, sacó de su armario la botella del ron, que colocó sobre la mesa de noche. Tornó a acostarse. Después, grave y solemnemente, con el vaso en una mano y la botella en la otra, fué reparando el yerro de la criada. Bebía un sorbo de ponche, y en seguida se apresuraba, a llenar el vacío con el líquido de la botella. Así modificada la composición, resultaba mucho más adecuada al estado de agitación en que su espíritu se hallaba. Porque, bajo aquel aparente sosiego, el cerebro de don Roque desplegaba una actividad prodigiosa. Todas las horas de aquel día se le presentaban una a una tristes y sombrías; las decepciones que había sufrido, las esperanzas fallidas, las disputas acaloradas, hasta el abandono de Marcones. Y luego, lo porvenir. Esto era lo más negro. Dejar el bastón de alcalde que tantos años había empuñado con gloria, convertirse en un simple particular, en un quídam. No tener derecho a entrar en el ayuntamiento. Pasar cerca de un guardia municipal, y no poder decirle:
—«Juan, ve a la fuente de la Rabila y no consientas que las criadas frieguen allí las herradas.» Ver un picapedrero trabajando en la calle y no tener facultades para ordenarle que calque más o menos las piedras, que suba o baje la rasante.
Sentía frío intenso a los pies. Se levantó dos o tres veces para echar ropa encima, sin lograr calentarlos. La botella pasó al fin toda al vaso, y del vaso al estómago. Esto produjo allá dentro un suave calor, que se fué esparciendo gratamente por todos los miembros. Don Roque sintió que la lengua se le desligaba, y comenzó a hablar solo con extremada claridad en su opinión. En realidad, si algún dios o mortal pudiese escuchar aquellos bárbaros sonidos, retrocedería horrorizado. Sobre todos flotaba sin cesar uno por demás extraño algo así como all, call, mall. Un filólogo perspicaz, después de estudiar bien aquel sonido, teniendo en cuenta la persistencia de la vocal a y de la consonante ll, acaso deduciría que la palabra expresada por el alcalde era canalla. Sin embargo, esto no sería otra cosa que una inducción más o menos legítima.
Al cabo calló. Sintió un fuerte calor en la garganta, que le invadió instantáneamente el rostro y la cabeza. La lengua no quiso trabajar. Experimentaba una impresión de engrandecimiento físico de todo su ser. Sobre todo, la cabeza crecía, creía de un modo tan desmesurado, que apenas podía con ella. Al mismo tiempo los objetos que le rodeaban, el armario, la cama, el lavabo, los bastones arrimados a la esquina, le aparecían de un tamaño diminuto. Creyó sentir dentro del cerebro el ruido de una maquinaria de reloj en movimiento, un volante que giraba con velocidad y un martillo que caía a compás con ruido metálico. El martillo cesó, y siguió el volante girando. Allá fuera, en la calle, percibió fuerte rumor de gente; luego extraños sonidos que le dejaron yerto. El pobre don Roque no sabía que le estaban dando a aquella hora sus enemigos una regular cencerrada. Estuvo por llamar a la criada, pero temió que tales sonidos fuesen como otras veces imaginarios. Y, en efecto, se confirmó en la idea al escuchar una descarga de campanas que le ensordecieron. Era un repique horrísono, donde tomaban parte desde la mayor de Toledo, hasta la campanilla de su escribanía. ¡Qué vértigo! ¡Qué fatiga! Afortunadamente cesó de golpe el campaneo. Pero fué al instante substituído por un silbido prolongado y tan agudo, que le desgarraba el tímpano de los oídos. Instintivamente se llevó las manos a ellos. Al terminar el silbido, se le figuró que la cama se levantaba por la parte de los pies. La cabeza se le iba hundiendo. Veía sus pies allá arriba. Esto le produjo fuerte congoja. Dió un gran suspiro, y los pies volvieron a su nivel. Mas en seguida tornaban poco a poco a levantarse y la cabeza a hundirse. Era necesario dar grandes suspiros para restablecerlos en su sitio.
Ni con aquel fantástico manejo se calentaban los malditos. Eran dos pedazos de hielo. En cambio, lo restante de don Roque ardía, se abrasaba. Sobre todo la cabeza alcanzaba una temperatura pasmosa, que iba cada vez en aumento. Cuando se llevó la mano a la frente creyó advertir que brotaba una llama azulada. Y oyó una voz, la voz de su mujer muerta hacía veinte años, que le llamaba a gritos: «¡Roque! ¡Roque! ¡Roqueee!» Los dientes del alcalde chocaron de terror. Dejó de ver el armario, las paredes de la alcoba, los objetos que tenía en torno, y en su lugar percibió un millón de luces de todos colores que al principio estaban inmóviles, después comenzaron a bailar con extremada violencia. A fuerza de cruzarse las unas con las otras, llegaron pronto a formar círculos concéntricos, uno azul, otro rojo, otro violeta, etc., que giraban sobre sí constituyendo un espectro mucho más rico que el de la luz solar. Al fin aquellos círculos, también desaparecieron, quedando un solo punto luminoso apenas perceptible. Mas aquel punto fué creciendo lentamente. Primero era una estrella, después una luna, después un sol enorme que se iba extendiendo y adquiría al mismo tiempo un vivo color rojo. Aquel sol crecía, crecía constantemente. Su disco inmenso de color de sangre tapaba la mitad de la bóveda; después, cubrió las dos terceras partes; por último la llenó toda. Don Roque quedó un instante deslumbrado. De repente no vió nada.
Jamás volvió a ver nada el buen alcalde. Por la mañana le hallaron muerto, sentado en la cama, con la cabeza doblada hacia atrás. Un caso de apoplejía fulminante.
De la entrada famosa que hizo en Sarrió el duque de Tornos, conde de Buenavista
El señor Anselmo, jefe de la banda de música de Sarrió, vino a participar al presidente de la Academia que el alcalde le había amenazado con suprimir la subvención de la orquesta, si aquella tarde iban a la romería de San Antonio.
—¿Cómo es eso?—preguntó don Mateo incorporándose en el lecho en que aun yacía, y echando mano a las gafas que tenía sobre la mesa de noche..—¿Suprimir? ¿Por qué la han de suprimir?
—No lo sé. Así me lo ha enviado a decir por Próspero.
—¿Pero a él qué le importa que la música vaya a San Antonio?—profirió con acento irritado.
—Creo que es porque hoy llega un señor a casa de don Rosendo... y como la carretera atraviesa la romería...
—Ah, sí, el duque de Tornos... ¿Pero qué tiene que ver?... ¡Vamos, están locos!... Mira, déjame un momento; voy a vestirme, y veré a Maza. Creo que lo arreglaremos. Déjame.
Despejó el señor Anselmo la estancia, y, con más premura de lo que pudiera esperarse de sus años y achaques, aderezóse don Mateo para salir. Su esposa y su hija estaban, como de costumbre, en la iglesia. Pidió el desayuno.
—No puedo dárselo, señor. La señora se ha llevado las llaves, y no hay chocolate fuera.
—¡Siempre lo mismo!—murmuró el anciano, no tan enojado como debiera.—Yo no sé por qué esa mujer no deja fuera al marcharse lo que hace falta... Es verdad que, por regla general, me levanto tarde; pero puede haber un negocio urgente como ahora...
—¿Quiere que vaya a pedir una onza de chocolate a la vecina?
—No, no hace falta. Estoy seguro de que Matilde se enfadaría. ¿No hay por ahí nada que comer?
La criada tardó unos segundos en contestar.
—No, señor, me parece que no hay nada. Ya sabe que la señora...
—Sí, sí, ya sé.
Don Mateo fué al comedor y comenzó a escudriñar los tiradores. Nada; no había más que los utensilios de la mesa, cuchillos, tenedores, el sacacorchos. Al través de los cristales del armario vió algunas pastillas de chocolate y una bandeja de bizcochos.
—¡Caramba, si diera alguna llave!
Y sacando las suyas comenzó a introducirlas en la cerradura. Las pruebas no tuvieron buen éxito.
Desesperanzado, al fin, se arregló las gafas con impaciencia, se puso el sombrero, cogió su cayado y dijo emprendiendo la marcha:
—Vaya, vaya; nos aguantaremos por hoy.
Pero antes de llegar a la puerta se volvió, y algo acortado preguntó a la doméstica:
—¿Hay pan por ahí?
—No ha venido aún la panadera. Si quiere de lo mío...—respondió la muchacha sonriendo.
—Bueno; a ver ese pan tuyo.
Se fué a la cocina. La criada levantó la tapa de la masera, y don Mateo sacó un medio pan de centeno, bastante negro.
—Este pan moreno en otro tiempo no me disgustaba—dijo cortando un pedazo.—¡Viva la gente morena!—añadió paseando por la boca un bocado de miga, pues con la corteza hacía años que no se atrevía.
La criada se reía sorprendida de aquel buen humor.
—Es más sabroso que el nuestro. Si no fuera que ya está un poco duro...
Se sacudió las migajas con la mano, volvió a arreglarse las gafas y después de beber un trago de agua porque también el vino estaba cerrado, se partió en dirección al ayuntamiento. El reloj del edificio señalaba las diez. Atravesó el soportal de arcos, subió la vasta escalera de piedra y al llegar a los corredores donde había más de un dedo de polvo sobre el entarimado, preguntó a Marcones, que le salió al encuentro, por don Gabino.
—El señor alcalde está en sesión.
—¿En sesión? ¡Diablo, a qué hora tan rara!
En efecto, por lo rara se había señalado.
Dos años habían transcurrido desde el fallecimiento de don Roque. Los del Saloncillo, que habían entrado en el ayuntamiento como triunfadores y tuvieron por alcalde a don Rufo, más de año y medio, a la hora presente padecían las amarguras de la derrota. Aún tenían mayoría en la corporación municipal, aunque escasa. Pero los del Camarote se habían arreglado en Madrid de tal manera, que lograron hacer nombrar alcalde a Gabino Maza. Decíase que esto se debía al pasteleo repugnante de Rojas Salcedo. Advirtiendo éste en las últimas elecciones municipales bastante progreso en las fuerzas de los del Camarote, se había inclinado de su lado. No hay para qué decir la tempestad de odios y amenazas que contra él se levantó por tal motivo entre los partidarios de don Rosendo.
Se había entablado una lucha feroz. Cada sesión del ayuntamiento era un escándalo. Los de Maza habían hecho procesar a la corporación saliente, por dilapidación de fondos: tenían al juez de primera instancia por suyo. Los de Belinchón contaban con que en la Audiencia les harían justicia. Mas por aquello que dicen que dijo Dios: ayúdate y ayudaréte, se ponían en juego poderosas influencias para conseguirlo. Cartas iban y venían de Madrid. Los del Camarote no se descuidaban tampoco para estorbarlo. Maza deslomaba a sus contrarios con la vara de la justicia. Como la mayoría de don Rosendo era sólo de dos votos, urdía tramas admirables para arrancárselos. Unas veces convocaba a sesión extraordinaria a horas en que a alguno de ellos le fuera imposible asistir; otras, mandaba recados fingidos a ciertos concejales, anunciándoles que se había suspendido; otras; en el momento de ponerse a votación cualquier asunto, lo hacía con palabras ambiguas de acuerdo con sus amigos, para que los de don Rosendo se confundiesen y votasen contra sí mismos, como sucedió en más de una ocasión. En más de una también, dejó cerrados en la secretaría a algunos concejales llevándose la llave. Después que los padres del municipio se hartaban de gritar y dar golpes a la puerta, venía un alguacil a abrirles; pero ya se había efectuado la votación. Gracias a estas y otras tretas, a las arbitrariedades sin cuento que cometía, vengábase el bilioso ex marino de sus enemigos, que era un primor. Su táctica consistía en atacarlos donde más les dolía; esto es, en sus bienes inmuebles. Cuando en alguna calle había una o más casas de cualquier socio del Saloncillo y ninguna de sus amigos, hacía que el arquitecto municipal variase la rasante, dejándola más baja. De esta suerte se descubrían los cimientos de las casas y corrían riesgo de venir al suelo, además de la molestia consiguiente de poner escaleras para subir al portal. A los pocos meses de ser alcalde, había más de veinte casas en Sarrió con los cimientos al aire. Otras veces, hacía subir la rasante para que cuando lloviese fuerte, se inundasen. Como es natural, tales picardías despertaban fuerte clamoreo en los partidarios de Belinchón, rabiosas diatribas por parte del Faro, y tumultos sin cuento en las sesiones municipales. Pero a Maza se le daba por todo una higa. Seguía impasible sus inauditas reformas urbanas, escuchando con sonrisa cruel las quejas de sus víctimas, contestando con sarcasmos feroces a los discursos de los oradores del bando contrario.
Marcones introdujo a don Mateo en una sala contigua al salón de sesiones. La tribuna destinada al público era demasiado asquerosa para entrar en ella una persona decente. Además, le interesaban muy poco las peleas de aquellos gallos ingleses. En la misma sala estaban sentados departiendo amigablemente los dos notarios de la población, don Víctor Varela y Sanjurjo. El uno era un viejo, pequeño, de ojos saltones, con enorme peluca, tan groseramente fabricada, que parecía de esparto; el otro, un hombre de media edad, pálido, con bigote entrecano y cojo de nacimiento. Saludóles nuestro anciano como antiguos amigos, a quienes se ve todos los días. A nadie en el radio de la villa dejaba de saludar don Mateo.
—¿Esperando que termine la sesión, eh?
—Sí, señor—respondió uno con sequedad y reserva que quitó al anciano el deseo de entrar en más averiguaciones.
Buscó otra conversación, la que más podía complacer a los depositarios de la fe pública; la caza. Los dos eran crueles perseguidores de las codornices, peguetas y chochas; pero mucho más terribles y empedernidos aún de las liebres. Apenas venían algunos días despejados, estos veloces o inocentes animales tenían que sufrir una violenta persecución por parte del gremio notarial, activamente secundado por media docena de galgos que, para que mejor corriesen, se les dejaba morir de hambre.
Hablar de las liebres, era para don Víctor y Sanjurjo la antesala del Cielo. Levantarlas con las varas, metidos en la maleza hasta la cintura, el Cielo mismo.
—¡Qué lástima de día!—exclamó don Víctor dando un suspiro y mirando al cielo por los cristales del balcón, llenos de polvo.
—Verdad—contestó Sanjurjo, dando otro suspiro.—Sin embargo, la tierra de Maribona puede que esté un poco blanda; llovió bastante estos días.
—¡Qué ha de estar!—profirió don Mateo.—Ahora en el verano pronto se seca. Además, toda aquella región es caliza y absorbe el agua fácilmente.
Los notarios le miraron con enternecimiento.
—Me ha dicho Pepe la Esguila—prosiguió—que los paisanos han visto saltar las liebres estos días en Ladreda.
—Ya lo sabemos,—dijo Sanjurjo.—Hoy, si no fuera por un quehacer que nos ha salido, hubiéramos ido a allá.
Al mismo tiempo hacía un signo de inteligencia a don Víctor.
—Pues Pepe debió de irse esta mañana con Fermo. Eso me dijeron al menos ayer noche.
Los notarios se miraron consternados.
—¡Qué le decía yo a usted, Sanjurjo!—exclamó don Víctor.
—Francamente, me engañó ese tuno... Bueno; alguna dejarán... Mañana iremos usted y yo, don Víctor.
Pero la noticia les había puesto tristes. Guardaron silencio obstinado. Dentro del salón se oían voces descompasadas, fuertes rumores. Alguna vez sonaba el agudo repique de la campanilla presidencial, llamando al orden.
Don Mateo, pesaroso de no haber acertado aquella vez a animar la conversación, la estableció de nuevo, encarándose con Sanjurjo.
—Hombre, parece mentira que usted con su defecto en la pierna, pueda dedicarse a la caza.
—¿Quién? ¿éste? Ahí donde usted le ve, corre como un galgo—exclamó don Víctor con cariñoso entusiasmo.—En cuanto se pone sobre la pista de la liebre, deja de ser cojo. Yo le digo que eso de la cojera lo ha inventado él para llamar la atención. Tan cojo es, como usted y como yo.
—¡Si usted me lo hiciera bueno!—profirió Sanjurjo, sonriendo con resignación.
Aquel toque de broma, les puso alegres. Don Víctor contaba las proezas de su compañero en diversas ocasiones. Un día, para correr mejor, se había puesto en cuatro patas: era una exhalación.—¿Cómo?—preguntaba don Mateo asombrado,—¿en cuatro patas?—Lo que usted oye. Sanjurjo se reía a carcajadas, afirmando que había aprendido a correr así de niño, cuando su cojera era más pronunciada y no podía competir con los compañeros. A su vez, ponderaba la poltronería de don Víctor, un tumbón que registraba hasta la más pequeña hierba por no ir adelante y cansarse. Don Víctor reía también, sosteniendo que no se levantaban liebres con las piernas, sino con los ojos. ¡Cuántas veces aquella obstinación suya había dado al fin resultado!—¿Se acuerda usted de aquel día de San Pedro, hace tres años, cuando me dejó solo cerca de Arceanes? ¿Quién levantó la liebre, usted que se fué con viento fresco, o yo que me quedé hurga que hurga por las matas?
La conversación se iba calentando con gran satisfacción de don Mateo que no podía ver a nadie triste a su lado. Cuando más embebidos se hallaban en ella, sin hacer caso bendito de los gritos y campanillazos que sonaban detrás de la puerta, ábrese ésta con estrépito y aparece la majestuosa figura de don Rosendo Belinchón, en un estado de trastorno difícil de pintar, los cabellos revueltos, algunos de ellos pegados a la frente por el sudor, las mejillas inflamadas, los ojos vidriosos, el nudo de la corbata en el cogote.
—¡Sanjurjo!... ¡Sanjurjo, venga usted!—dijo con voz alterada, sin saludar, sin ver siquiera a don Mateo.
El notario se levantó tranquilamente y entró en el salón con él. Don Víctor no hizo alusión ninguna a aquella repentina marcha. Quedó departiendo amigablemente sobre lo mismo que estaban hablando con don Mateo, el cual, aunque un poco sorprendido, no se atrevía a preguntar nada. Al cabo de un rato, apareció Sanjurjo, que cerró la puerta tras sí, y vino a sentarse con el mismo sosiego al lado de ellos, continuando su interrumpida conversación. Pero no se pasaron muchos minutos sin que de nuevo se abriese la puerta con ruido, apareciendo esta vez la persona rechoncha de don Pedro Miranda en estado igualmente de descomposición.
—¡Don Víctor, don Víctor, entre usted!
Tampoco saludó, ni vió siquiera a don Mateo. El notario se levantó gravemente y le siguió.
—¿Qué diablo significa esto?—preguntó don Mateo a Sanjurjo, después que se hubo cerrado la puerta.
Este hizo un vago ademán de desprecio levantando los hombros.
—¡Qué tonterías!—gruñó don Mateo.—¡Belinchón y Miranda, que en su vida se metieron en estos asuntos del ayuntamiento ni quisieron ser alcalde, tomarlo ahora con tanto apuro!
Las cosas habían cambiado mucho, en efecto. La lucha enconadísima que uno y otro bando sostenían en todos los terrenos donde podían, era más empeñada ahora en la corporación municipal que en ningún sitio. La tiranía de Maza irritaba de tal modo los ánimos de los amigos de don Rosendo, que apelaban a todos los medios imaginables para contrarrestarla. A todo trance querían procesarle por abuso de facultades. Para ello Belinchón había tomado a su servicio al notario Sanjurjo, que constantemente le acompañaba a las sesiones, levantaba actas y más actas de las arbitrariedades del alcalde, que pasaban al juzgado y allí se estancaban gracias a la mala voluntad del juez. Los del Camarote oponían notario a notario, actas a actas, quejándose de la insubordinación de la mayoría, de sus votaciones, en asuntos que no eran de su competencia.
Cuando terminó la sesión, don Mateo fué introducido en el despacho del alcalde. Estaba tomando una limonada purgante. Cada pocos días necesitaba uno de estos brebajes para desalojar la bilis que se le acumulaba en el estómago. Aquella lucha diaria desde hacía tres años le había echado a perder el estómago. Estaba aún agitado, convulso. Su risita sardónica de las sesiones, la calma despreciativa con que afectaba escuchar los discursos de sus contrarios, era pura comedia. Allá por dentro, la cólera le carcomía las entrañas, se le mezclaba a la sangre. ¡Cuánto trabajo le costaba reprimir los ciegos ímpetus de ira que a cada paso le acometían!
Dos de sus amigos comentaban la sesión, mientras él, silencioso, lívido, con sus eternas ojeras más pronunciadas aún, revolvía el líquido con una cucharilla. Don Mateo, como una de las poquísimas personas que permanecían neutrales en Sarrió, fué recibido con franqueza y agasajo.
—Siéntese usted, don Mateo. ¿Qué trae de bueno por aquí?
El anciano manifestó que venía a saber si era cierta la amenaza de suprimir la subvención de la banda en el caso de que fuese aquella tarde a la romería de San Antonio. El rostro de Maza se nubló. Era muy cierto. Que no contasen con socorro alguno del ayuntamiento si aquella tarde sacaban los instrumentos de la Academia... Don Mateo preguntó: ¿qué motivo?... Maza, después de rechinar los dientes como introducción, manifestó que no quería contribuir a solemnizar la entrada del personaje que iba a llegar por la tarde y se alojaba en casa de Belinchón.
—Sería capaz don Quijote de darse tono haciendo pensar a su huésped que la había llevado él para obsequiarle.
—Pero, Gabino, si todos los años ha ido. Nadie puede creer ni pensar semejante cosa. Considera que es la romería más importante del pueblo. Sería muy triste que las chicas no bailasen y se divirtiesen por una pequeñez como ésa.
—Pues nada, por hoy se suprime el baile. Lo siento mucho. Si quieren ir que vayan; pero ya saben a qué atenerse.
Fué imposible hacerle variar de resolución. Don Mateo rogó primero, se enfureció después, y con el derecho que le daban sus años y las nobles intenciones que siempre le animaban, y de las cuales nadie dudaba en la villa, dijo cuatro frescas a Maza y a los dos concejales que allí estaban presentes. Ni el bilioso alcalde ni éstos se enojaron. Uno llegó a decirle:
—Acaso tenga usted razón, don Mateo; pero, ¿qué quiere usted? La lucha es lucha. Está interesado nuestro amor propio, y hay que aplastar a esos canallas, o que ellos nos aplasten.
El anciano salió de las consistoriales más triste que enojado. En los tres años últimos eran incalculables los desaires y desabrimientos de este género que había padecido. A nadie encontraba ya propicio para secundar sus proyectos de recreo. En vano redoblaba su actividad para traer al teatro compañías de verso o zarzuela. Todas quebraban al poco tiempo. Porque predominando en las funciones el elemento del Saloncillo, ya se sabía que los del Camarote se retiraban, y viceversa. Y como para que el teatro se sostuviese era preciso el concurso de todos, el resultado era que los cómicos se escapaban siempre muertos de hambre. Lo primero que le preguntaban a don Mateo en las casas cuando iba a suplicar que se abonasen, era:—¿Se han abonado Fulano, Mengano y Zutano?—Si contestaba afirmativamente, ya se sabía lo que le decían:—Pues no cuente usted con nosotros.—Nuestro buen señor apelaba últimamente al engaño para comprometerlos; mas los enconados vecinos olían en seguida el torrezno, y aplazaban su contestación para después que se enterasen de «qué gente había». Y si esto pasaba en el arte dramático, ¿qué no sucedería con las notabilidades que en aquel lapso de tiempo habían posado su vuelo en la villa? Un famoso violinista, otro que tocaba un instrumento de madera y paja admirablemente, cuatro hermanos campanólogos, un moro que mostraba dos vacas sabias, un doctor inglés que traía un microscopio, el célebre gigante chino, una foca marina que decía papá y mamá, etc. A todos había protegido don Mateo. Pero su activa campaña de propaganda no les valió gran cosa. Todos los monstruos, tanto españoles como extranjeros, conocían de oídas a nuestro retirado coronel, y en cuanto ponían el pie en Sarrió, a su casa iban a llamar. El los acompañaba a ver al alcalde, los presentaba en el Saloncillo, los recomendaba al propietario del almacén donde pensaban exhibirse, y casi siempre encabezaba la suscripción para pagarles el viaje. En otro tiempo no se marchaba uno de la villa que no fuese contento y gordo. ¡Pero ahora! Ahora no estaba la Magdalena para tafetanes, según le respondían algunos.
El lugarteniente de don Mateo en todos los festejos era Severino, el de la tienda de quincalla. No había en la provincia quien le aventajase en fabricar globos elegantes, vistosos y bien proporcionados para que subieran sin dar tumbos. Tampoco en el arte difícil de levantar arcos de ramaje con transparentes para la noche, ni en disparar cohetes velozmente y a plomo. Pues bien; este ingeniosísimo varón, que tanto había regocijado a la villa con sus peregrinas invenciones, hacía ya mucho tiempo que permanecía inactivo. Cuando alguna vez le decía don Mateo, que pasaba siempre en su tienda algunas horas:
—Severino, ¿vamos a preparar algo para la víspera de San Antonio?
—¡Para qué, don Mateo, para qué!—respondía el tendero con desaliento.
—Una iluminacioncita de doscientos faroles nada más, un globo y algunos cohetes.
—¿Quiere usted que nos cueste a nosotros el dinero como la fiesta de Santa Engracia?
—Acaso los indianos suelten esta vez algo—murmuraba don Mateo.
—Vaya, no sea inocente. ¡Parece mentira que no los conozca! ¡Soltar! ¿Qué han de soltar esos guanajos si no...?
Unos y otros eran injustos con los indianos. Estos se mantenían en neutralidad absoluta, asombrados de que, hombres acaudalados como Belinchón, Miranda y otros, se apurasen tanto por cosas que no atañían a sus negocios particulares. Aquel puñado de personas sosegadas, en medio de la lucha feroz con que se agitaba la villa, semejaría el coro de las tragedias griegas, si no fuese porque éste sentíase conmovido por las desgracias o prosperidades de los héroes, se alegraba y se entristecía. Los indianos de Sarrió permanecían por entero indiferentes, adormecidos por aquella vida holgazana y metódica en que el recuerdo de sus trabajos y penalidades de América les llenaba algunas veces de horror, y hacía más amable todavía su situación actual. ¡Qué les importaban a ellos las votaciones del ayuntamiento, las perrerías que El Faro y El Joven Sarriense se lanzaban, ni los chismes que sin cesar traían conmovida a la villa! Mientras les dejasen dar vueltas por la mañana en la punta del Peón (y no había peligro de que nadie se lo estorbase), jugar al billar o al tresillo después de comer, y dar sus famosos paseos en pandilla a la tarde por los pintorescos contornos, lo demás no significaba nada. Tan sin cuidado les tenía, que sólo por rara casualidad, cuando estaban juntos, hablaban de los episodios de la lucha. Lo único que conseguía turbarles eran los telegramas noticiando el alza y baja de los fondos públicos, donde tenían invertido su capital. Por lo demás, eran ciudadanos modelo: no ofendían a nadie; comían lo que era suyo y habían trabajado con sus manos. Que no daban dinero para las funciones y holgorios. Esto no puede considerarse como un cargo grave. Ellos no veían la necesidad de tales fiestas. ¡Qué más se podía apetecer en el mundo que vivir en un clima benigno, comer, pasear, dormir tranquilamente las horas que a uno se le antojaran! Además, habían hecho un beneficio al pueblo, conduciendo al altar a una porción de señoritas de veinticinco a treinta, que, sin este inesperado socorro, se hubieran ido desecando tristemente. Ahora eran casi todas esposas obesas y tranquilas, madres de familia felices, rigiendo una casa bien abastecida.
Aunque antipáticos a los dos bandos, los indianos eran los únicos que se salvaban en aquel tiroteo incesante de los periódicos. Se contentaban con murmurar de ellos, llamarlos asnos cargados de plata; pero no se atrevían a aludirlos públicamente. No había razón para ello. Y eso que en Sarrió en el transcurso de tres años, se había alcanzado aquel grado de perfección con que don Rosendo soñaba; esto es, no existía la vida privada. Los actos de los vecinos, aun los de índole más íntima y secreta, salían a luz en la prensa, se comentaban, se censuraban, se ponían en ridículo. Nadie estaba seguro en el tabernáculo de su hogar. Si cruzaba con su mujer algunas palabras malsonantes, si castigaba con más o menos severidad a sus hijos, si andaba apurado de dinero, si salía por la noche a picos pardos, si se le atragantaban las ces en medio de dicción, diciendo reto y pato, en vez de recto y pacto, si comía con los dedos o se sonaba con ruido. De todos estos interesantes pormenores, daban cuenta al público El Faro y El Joven Sarriense, unas veces directamente, otras por medio de los famosos cuentos orientales ya mencionados.
Desde el ayuntamiento, don Mateo se fué al local de la Academia, donde le aguardaba el señor Anselmo, y le ordenó prudentemente que no saliese con la banda aquella tarde. A fuerza de transacciones y equilibrios, había conseguido hasta entonces sostenerla lo mismo que el Liceo. En éste, por supuesto, ni había representaciones teatrales ya, ni se bailaba sino en días señalados, como el de las Candelas, los de Carnaval y el de Santa Engracia. Pero don Mateo, a fuerza de actividad y diplomacia, había logrado que la mayoría de los socios siguiesen pagando las dos pesetas mensuales de la suscripción. Todas las demás instituciones de recreo en que la villa era tan rica, habían desaparecido.
Lo que traía preocupados a tirios y troyanos a la sazón era la venida del duque de Tornos. El vigilante y prudentísimo don Rosendo había averiguado por medio de sus agentes de Madrid, que el duque de Tornos, conde de Buenavista, emparentado con la real familia, embajador que había sido en Francia, mayordomo mayor de palacio, etc., etc., un personaje de mucho bulto en la corte y en la política, estaba decidido a pasar el verano en Sarrió para tomar los aires del mar, que le hacían mucha falta, con más sosiego que en San Sebastián o Biarritz. Saberlo Belinchón y escribirle una carta ofreciéndole su casa, fué todo uno. El Duque rehusó, como era natural, dándole gracias muy expresivas. Pero el buen don Rosendo que juzgaba un importantísimo triunfo la venida de tal personaje a su morada, y contaba con ayuda de él exterminar a sus contrarios, tanto insistió, valiéndose de toda clase de recomendaciones para conseguirlo, que el Duque concluyó por aceptar el ofrecimiento. Los del Camarote, que habían olfateado el asunto y les tenía con gran cuidado, obligaron a don Pedro Miranda a ofrecer también su casa, prometiendo abonar entre todos, los gastos que aquello le ocasionase. Pero el Duque ya estaba comprometido. No pudieron conseguir su propósito, aunque pusieron en juego bastantes influencias, lo que les llenó de ira y despecho, como acabamos de ver. Hay que advertir que el duque de Tornos pertenecía al partido moderado. Aunque en Sarrió ninguno de los dos bandos estaba bien definido en política, porque lo que les preocupaba era la lucha local, y se inclinaban siempre al partido vencedor, no cabía duda que en el Saloncillo predominaban los liberales, principiando por su eximio jefe. En el Camarote, los más eran retrógrados. La preferencia otorgada a los primeros era, pues, doblemente dolorosa.
Don Rosendo el año anterior había levantado un piso más a su casa. Lo que le decidió a aquella obra fué el nacimiento de otra nieta. Si el matrimonio seguía tan aprovechado, no cabrían pronto en la casa. Gonzalo hablaba de tomar otra; le faltaba independencia. Para que no se fuese, la aumentó su suegro de aquel modo. El piso entero fué destinado a la nueva familia. A fin de que estuviesen más independientes, la escalera no pasaba por el cuarto de los padres; pero al mismo tiempo había una interior de caracol que facilitaba el servicio de un piso a otro. Gonzalo podía entrar y salir de su casa sin necesidad de cruzar por la de sus suegros. Comían todos juntos, sin embargo.
Pues cuando se supo la aceptación del duque de Tornos, se le destinó el cuarto entero del matrimonio joven. Este bajó de nuevo a ocupar sus antiguas habitaciones. Arreglóse aún mejor de lo que estaba, y eso que estaba bien, pues Venturita había exagerado el lujo de la decoración. Pronto y con poco esfuerzo quedó convertido en una mansión digna del personaje que iba a albergar. En el Saloncillo se esperaba con ansia el telegrama del prohombre, anunciando su salida. El rostro de todos los tertulios expresaba gozo y triunfo, brillaba con la esperanza de que pronto podrían dar algunos golpes contundentes a sus adversarios. Estos andaban mohinos y recelosos, disimulando, no obstante, lo mejor que podían su despecho. Afectaban no conceder importancia a la venida del Duque. No faltó quien viniese a avisar en seguida a Belinchón de la zurdada del alcalde respecto de la música. Estaba empezando a comer cuando recibió la noticia. Con admirable serenidad, que debían envidiar sus enemigos, concluyó el plato de sopa que tenía delante, se limpió los labios, bebió un trago de vino, volvió a limpiarse los labios, y levantándose acto continuo, salió sin decir palabra. Como todos los grandes caudillos de que nos habla la historia, don Rosendo no perdía jamás el aplomo. En los momentos críticos, como el presente, era cuando a él le asaltaban las grandes ideas, las resoluciones salvadoras. Se fué al telégrafo y puso un parte al director de la orquesta de Lancia pidiéndole que viniese con ella a Sarrió y que señalase precio. El director contestó que llegarían a la noche.—«Perfectamente;—se dijo,—si la música no va a recibirle, al menos no se quedará sin serenata. ¡Y que rabien esos miserables!»
La llegada del duque de Tornos coincidía, como hemos visto, con la romería de San Antonio. La tarde estuvo como la mañana serena y alegre, sin pizca de calor; porque la brisa del Nordeste en Sarrió, como en todos los puertos del Cantábrico, refresca deleitosamente los ardores del sol en los meses de estío. Las romerías pertenecían a todas las clases sociales, pero muy particularmente a los artesanos. Gracias a esto no habían perdido nada de su primitiva alegría y animación. Desde por la mañana, bien temprano, grupos numerosos de muchachas salían de los arrabales y cruzaban la villa para tomar la carretera de Lancia, vestidas todas con la clásica falda de merino, negra o de color, y el floreado mantón de Manila atado a la cintura, zapatos descotados, pendientes de perlas, y la hermosa cabeza, sencillamente peinada, al descubierto. Su charla bulliciosa, sus frescas carcajadas despertaban a los vecinos que aún yacían entre las sábanas, les hacían sonreir beatamente trayéndoles al recuerdo otros días de San Antonio cuando la juventud chispeaba también en sus ojos y en la copa de la vida aún no había caído ninguna gota de hiel. ¡Quién no recordaría en Sarrió alguno de aquellos viajes a la ermita en una mañana límpida y suave, con las piernas ligeras y el corazón mecido dulcemente en la esperanza de ver pronto al dueño adorado y pasar el día cerca de él! El rumor de aquellas niñas era un soplo de alegría que desde la calle subía a las casas, entraba por los balcones invitando a soltar por algunas horas el fardo pesado de los quehaceres, de la ambición, de la envidia, de todas las ruines pasiones que consumen la mísera existencia humana. Y seguirlas, seguirlas a gozar del ambiente puro de la mañana, del verdor de los campos, de la rica leche incomparable que se vende en torno de la ermita, del juego a las cuatro esquinas y la deleitosa gallina ciega, de las habaneras lánguidas, los dulces caramelos y crucetas de la Morana, y tal vez que otra, cuando no se tiene una figura despreciable y se dispone de largos bigotes retorcidos, de sus besos más dulces y regalados aún (habiendo hecho algo por merecerlos, se entiende).
Pablito salió de madrugada acompañado de su fiel Piscis, montados en sendos caballos pujantes y amaestrados, trabajando unas veces del costado derecho, otras del izquierdo como era lógico. Para ir de esta suerte, no solamente había la razón de sus arraigadas inclinaciones, sino otra también muy atendible. El joven Belinchón hacía ya más de un año que no iba a las romerías y evitaba todo lo posible caminar a pie. Salía poco de casa, sobre todo de noche, procurando atravesar por las calles más céntricas, sin que por casualidad se le viese jamás solo. Tenía enemigos ocultos y encarnizados. Valentina, la blonda y saladísima costurera, había jurado por todos los santos del Cielo clavarle un puñal en la espalda. La razón no necesitamos decirla. Después de haber tenido un hijo con ella, la había abandonado y volaba otra vez, cual libre y pintada mariposa, posándose ahora en una, ahora en otra flor. ¡Buen trabajo le había costado, o por mejor decir, buen miedo! Cuando supo el juramento de su amante, que no le cogió de sorpresa, pues conocía demasiado bien su temperamento, para evitar aquella dolorosa muerte prematura, mandó repetidos emisarios ofreciéndola grandes cantidades de dinero, recoger y educar a su hijo, y mantenerla a ella sin trabajar. La feroz costurera había rechazado con indignación todas las ofertas. Reiteraba, cada vez que un embajador iba a verla, su horrible y sanguinario juramento. Como es natural, al hermoso mancebo no le llegaba la camisa al cuerpo. Que se ponga cada cual en su caso. Hubiera dado el coche y los caballos por poseer otros dos ojos en el cogote. Los que poseía, siempre que salía a la calle a pie, se entregaban, mira a un lado, mira otro, a un trabajo abrumador superior a sus fuerzas.
Pero con el tiempo, había ido adquiriendo alguna confianza. Valentina no salía apenas de casa. En romerías y bailes, después de su deshonra, no la había visto nadie. Pablito, que no la había tropezado todavía en la calle, se animó con los consejos de Piscis a ir a San Antonio. Montaron, pues, a caballo temprano, y se lanzaron por la anchurosa y empolvada carretera de Lancia sombreada un buen trecho a la salida de la villa, por grandes olmos. La vía era ascendente, aunque sin gran declive. A un lado y a otro, se extendía la risueña campiña de Sarrió, limitada por dos o tres términos de suaves colinas. Más lejos, descubríase la negra crestería de las montañas de Narcín, que se alzaban sobre el valle de Lancia, cubierto aún por la niebla. Volviendo la vista atrás, después de caminar un trecho, se señoreaba la hermosa villa que la luz matinal hería de soslayo, haciendo brillar aquí y allá alguna blanca fachada. Detrás, la vasta llanura del mar, que con los rayos oblicuos del sol naciente, ofrecía un color blanco lechoso.
Los caballos de nuestros équites, orgullosos de su estampa elegante, de sus lomos relucientes y mórbidos, caracoleaban sin cesar levantando nubes de polvo, felices por ostentar su recia musculatura a la luz de la mañana. Las jóvenes menestralas, que ascendían lentamente hacia la ermita, se impacientaban, chillaban, más por la suciedad del polvo, que por temor a los corceles, dirigían chufletas de peor o mejor gusto al inflexible Piscis, que éste no escuchaba siquiera, absorto en la contemplación de las patas del caballo, cuya alta dirección le estaba confiada.
—¡Uf, la carretera es poco para él!—Oye tú, fenómeno, no levantes tanto polvo.—A caballo parece algo; y es un perro sentado.—¡Si parece un duque!—No, mujer, vizcon...de!
Con Pablito no se metían. El bizarro joven ejercía el mismo dominio sobre las artesanas que sobre las damiselas de la villa. No sólo las fascinaba por su delicada figura, por su gallardía, por su riqueza, sino también, y acaso principalmente, por sus conquistas. La muchedumbre de enamoradas que había tenido en todas las clases sociales, formaban en torno de su cabeza una aureola de gloria. Se murmuraba mucho de él entre las menestralas, con motivo del lance de Valentina, se le llamaba falso, traidor, bribón; pero todas ellas, hasta las mismas amigas de la víctima, le admiraban, le adoraban en secreto, y hubieran caído a pocos embates en sus brazos, por más que juraban y perjuraban que era bien tonta la que hacía caso de aquel miquitrefe.
Pablito caminaba serio, atento también a regir el brioso cuadrúpedo. De vez en cuando, no obstante, se dignaba sonreir ligerísimamente. Y este esbozo de sonrisa animaba tanto a las muchachas, que arremetían con más brío y gracia contra su compañero fidelísimo, el invicto Piscis.
A la media legua próximamente, había un gran prado llano y hermoso que la carretera partía por el medio. Allí se celebraba la romería por la tarde, con la gente que venía de la villa y la que regresaba de la ermita. Para ir a ésta, era necesario separarse en aquel punto de la carretera y tomar por callejuelas estrechas y pendientes, limitadas por toscas paredillas de piedra, cubiertas de zarzales. Al cabo de un cuarto de legua, se desembocaba en la pequeña planicie de un montecillo, donde estaba situada. La vista desde allí era espléndida y regocijada como pocas. Descubríase una inmensa extensión de costa, no llana, sino ondulante, plantada de maíz en unos sitios, en otros de trigo, en la mayor parte de hierba solamente, cortada por la gran vía empolvada de Lancia, con su faja obscura de olmos gigantescos, a cuyo extremo parecía como una mancha blanca y roja la villa. La inmensa sábana azul del Océano, donde brillaban tres o cuatro velas como blancas gaviotas, cerraban el panorama.
Alrededor de la ermita, las mujerucas de los contornos, entre las cuales había más de una fresca y hermosa aldeana de rojos labios y blancas mejillas satinadas, vendían leche en pucheritos de barro negro. Había también algunas mesas cubiertas con manteles, donde se exhibían bizcochos y otros confites de remota antigüedad. La gracia de aquella romería estribaba en tomar leche por la mañana en la ermita, jugar luego con los pucheros y romperlos al fin, haciéndolos rodar por el monte abajo. Se comía a las doce el fiambre que se llevaba. Después se venía hacia el prado de los nogales o Nozaleda, donde todos se reunían. Pablito no infringió un ápice el programa. Compró más de una docena de pucheros de leche y gran cantidad de bizcochos, con que obsequió a sus conocidas. Luego retozó con ellas largamente, haciendo rodar a varias por el prado y tirándose él mismo en medio del entusiasmo general. A la sazón, estaba «poniendo los puntos» a una morena muy agraciada, hija del sereno Maroto, que vendía pescado en la plaza y se llamaba Ramona, la misma a quien tal vez recuerde el lector que Periquito había dicho en la cazuela del teatro:—«Ramona, te amo»—con gran regocijo de Piscis y Pablo. Cuando llegó la hora de venir a la Nozaleda, se empeñó en llevarla a caballo delante de él. La moza se resistió un poco, pero al fin cedió, ¡no había de ceder! El joven entró con ella por medio de la romería entre los aplausos y ¡hurras! de sus amigos y las murmuraciones de las jóvenes, que se mostraban escandalizadas, sin perjuicio de dejarse arrebatar de aquella gentil manera el día que al bello sultán se le antojase.
A las tres, la Nozaleda estaba poblada de romeros. El vasto prado parecía una alfombra de fondo verde. Los pañuelos de las mujeres, blancos, rojos, amarillos, agitándose continuamente, llameando a la luz del sol, formaban sobre aquel fondo un dibujo movible de brillantes colores. La carretera mandaba de Sarrió a cada instante nuevos pelotones de gente, que se diseminaban por el prado a entrambos lados. Escuchábase un rumor confuso como el de las olas del mar a cierta distancia, sobre el cual saltaba el agudo son de la gaita, y el repiqueteo sordo y monótono del tambor. Algunas tiendas de campaña, donde, sobre mesas portátiles de tabla, yacían los hinchados odres, como víctimas preparadas al sacrificio, estaban rodeadas por numerosos grupos de hombres. En otro más numeroso, de ambos sexos, hacia el medio, se bailaba al uso del país, sonando las castañetas con las mudanzas peculiares de aquella región. Aquel baile duraba cinco o seis horas sin reposo alguno. Se sudaba copiosamente, ¡pero cansarse! los hombres alguna vez, las mujeres nunca. Los que así bailaban eran aldeanos, los habitantes de los contornos que, llegada la noche, se volvían a sus casas por los atajos sin pasar por la villa. Las artesanas de Sarrió formaban giraldillas, donde se cantaba a grito herido, abriéndose y cerrándose sucesivamente, dejando en el medio ora un grupo de hombres, ora de mujeres. Los señoritos, en relación con aquellas jóvenes por los bailes de las Escuelas, acostumbrados ya al dulce, no querían perder su derecho de monopolio ni aun al aire libre; entraban también en ellas, bailando sin garbo, con los brazos muy abiertos y las piernas inmóviles. Entonces los artesanos se salían y marchaban un poco más lejos a bailar con aquellas que, desdeñadas por los caballeros, o de temperamento más bravío, los seguían, arrojando miradas torvas de desafío al coro principal.
Ni se crea que faltaba tampoco aquella tarde el baile de sociedad. Don Mateo, buscando medio de substituir a la orquesta, había dado con un arpista y un violín italianos, y los subvencionó, de su bolsillo particular, para que tocasen. Y allá, en un extremo del prado, bajo un inmenso nogal de la cinta que lo circundaba, una docena de parejas estrechamente abrazadas, daban vueltas parsimoniosas al compás de dulzona habanera, rodeadas por un espeso círculo de mirones. Las señoritas solían presenciar con risita despreciativa aquel baile que imitaba toscamente los suyos, doliéndose en su interior de que jóvenes tan finos se abrazasen «a aquellas tarascas». Sin embargo, cuando alguno las invitaba, después de resistirse un poco, reir a carcajadas, ruborizarse y hacer buena porción de monerías para atestiguar que sólo se rebajaban a aquello por pura condescendencia, solían agarrarse firme al brazo de su bromista amigo y tardaban en soltarlo.
Gonzalo había venido a pie a la romería con Cecilia, la niña mayor y la niñera. Y como el camino era largo y pendiente, porque ésta no se cansase tanto, había traído a su hija en brazos casi todo el tiempo. Ventura odiaba las romerías. Además, su padre había llevado el carruaje a esperar al duque de Tornos, y pensar en que anduviese a pie media legua, era una monstruosidad. Doña Paula tampoco podía venir. Hacía tiempo que estaba delicada. Los médicos creían que su malestar y decaimiento procedían de algún trastorno en la circulación, una afección cardíaca, que podía con el tiempo ofrecer caracteres graves, aunque por entonces no los presentase. Cecilia había querido durante el viaje ayudar a su cuñado a soportar el fardo. Este se había reído:
—Calla, Huesitos, calla—así la llamaba familiarmente.—¡Ten cuidado no me obligues a llevarte a ti también!
Y así que llegaron, como marido y mujer comenzaron a vagar por el gran prado, deteniéndose a cada instante para saludar a los amigos con quien tropezaban. Compraron dulces para la niña, estuvieron un rato viendo bailar al son de la gaita; después se pararon delante de la giraldilla; por último, se fueron a donde sonaba el violín y el arpa, y tuvieron ocasión de ver entre las parejas a su hermano Pablo estrechando la cintura de la hermosa Ramona. Por cierto que, al advertir su presencia, el bizarro joven se inmutó un tanto. Aprovechando una de las vueltas para pasar cerca de su hermana, le preguntó por lo bajo:
—¿Está ahí mamá?
Cecilia hizo un signo negativo, y se tranquilizó.
La niña se cansó pronto de aquel espectáculo. Quiso ir de nuevo a ver el baile de los aldeanos. Desde allí, saltando otra vez a la carretera, entraron en la romería que quedaba del otro lado. Fué gran ventura para ellos. Porque a los pocos momentos acaeció en el sitio que habían dejado, una escena espeluznante, terrorífica, digna de una tragedia romántica.
Hallábase Pablito bailando con su morena, sereno, feliz, procurando acortar distancias todo lo posible, y aún más. Sus mejillas, siempre sonrosadas, estaban ahora vivamente encendidas, no tanto por el movimiento como por el amor que poco a poco, a impulso de las cadencias lánguidas de la habanera se había ido apoderando de su ser. Ramona, encendida también como una amapola, apoyaba la barba adornada por los lados con dos hechiceros hoyuelos, sobre su hombro. Ramona vió de pronto con horror un rostro pálido donde brillaban dos ojos airados de loco. Pablito escuchó detrás una voz estridente que gritaba:
—¡Toma, bribón!
Y al mismo tiempo sintió un fuerte topetazo en la espalda. Volvióse rápidamente. Vió el semblante desencajado, fatídico, de Valentina, la cual blandía en la mano derecha un arma.
El joven comprendió que estaba herido de muerte. Se dejó caer al suelo con señales cadavéricas en el rostro. Instantáneamente, un golpe de gente acudió a levantarle, mientras otro sujetaba a la costurera. Al conducirle a la casita próxima de un aldeano, Pablo creyó escuchar confusamente los gritos de Valentina, que intentaba desasirse de los que la tenían, para rematarle, sin duda.
La noticia se extendió por la romería. Mucha gente acudió corriendo al teatro del suceso. Cecilia y Gonzalo, que vieron el movimiento, quisieron enterarse. Un amigo, conocedor de la verdad, les dijo que se trataba de una reyerta entre aldeanos, y procuró llevarlos más lejos todavía.
Mientras tanto, el médico de un concejo inmediato, que allí estaba, fué avisado para que viniese a curar al herido. Era un joven recién salido de las aulas. Lo primero que hizo fué despojarle de la chaqueta, cortándosela por la espalda; después hizo lo mismo con el chaleco y la camisa. Cuando la carne quedó al descubierto, no pudo retener una carcajada:
—¡Qué herida, ni qué calabazas! Aquí no hay nada.
En efecto, el pequeño cortaplumas, de que la costurera se había valido para asesinar a su pérfido amante, atravesó la chaqueta, el chaleco, la camisa y la camiseta. En cuanto a la carne aborrecida del seductor, había quedado enteramente incólume.
No poco se alegró éste de volver al gremio de los seres vivos. Después que el ama de la casa le cosió provisionalmente la camisa, y se cubrió con el gabán del médico, mientras Piscis iba a buscar los caballos, salió por los prados de atrás para no ser visto, tanto por la vergüenza que le daba ir vestido con aquel espantoso sayo, como porque creyó escuchar a Valentina, mientras iba con las ansias de la muerte, ciertas palabras pesadas. Si mal no recordaba (y podía recordar mal, dado su desvanecimiento), la costurera decía gritando cuando le llevaban entre cuatro:
—¡Anda, cochino, que si yo no te he matado, no faltará quien te mate!
Pablito hallaba tan feo el ser asesinado por un des-conocido, que no quiso detenerse un minuto más en la romería. En cuanto salió a la carretera, donde le esperaba Piscis, montó a caballo, y se trasladó en un credo a la villa.
El sol se estaba poniendo. Alguna gente comenzaba a dejar la romería, cuando ésta fué violentamente conmovida por el escape de seis u ocho coches que llegaban de Lancia a la carrera. Era el duque de Tomos con su séquito. En una carretela abierta venía él con su secretario y el gran patricio don Rosendo. En el coche de éste venían don Rufo, Alvaro Peña y dos señores de Lancia. Y acomodados en los otros, don Feliciano, don Rudesindo, Navarro, don Jerónimo de la Fuente y algunos varones más de los que seguían la bandera del glorioso Belinchón. Al llegar al medio de la Nozaleda, el Duque mandó hacer alto sorprendido de ver aquella muchedumbre abigarrada ocupando la extensa llanura del prado.
Era un hombre de unos cuarenta y seis años. Las mejillas flácidas, de color pálido terroso, el labio inferior un poco caído, expresando desdén y cansancio, los ojos de indefinible matiz, fríos y vidriosos como los de un besugo muerto, con los párpados ordinariamente caídos, expresando igualmente el hastío. En uno de ellos traía un cristal o monocle hábilmente sujeto, que daba a su fisonomía un aspecto excesivamente impertinente y repulsivo. No gastaba barba, sino largo bigote con las puntas engomadas. Vestía con elegancia que no se ve jamás en provincia, esto es, con cierta originalidad caprichosa de los que no siguen las modas, sino que las imponen. Sombrero blanco de alas estrechísimas, americana que parecía hecha de tela de jergón, camisa amarilla, guantes de color lila, y en vez de corbata un pañuelo blanco en forma de chalina, con una gruesa perla clavada.
—¡Precioso, precioso!—dijo al contemplar aquel pintoresco cuadro, levantando con trabajo los párpados. La voz era cascada y la pronunciación lenta, fatigosa, como si estuviera aplaudiendo en su palco del teatro Real los trinos de una prima donna.
Don Rosendo se apresuró a darle noticias de la romería. Le mostró con la mano el cerro de la ermita, que se veía a lo lejos. Después le fué señalando, para que se fijase en ellos, los distintos grupos donde se bailaba: «Vea usted, señor Duque; allí se baila al son de la gaita y el tambor. Es el baile característico del país, en el campo, se entiende. Aquéllas son las giraldillas, donde bailan cantando las muchachas de la villa. Allí se bebe. Aquéllas son las mesas donde se venden confites. Debajo de aquel nogal se están bailando habaneras... Mire usted, mire usted, señor Duque, la clásica danza de nuestra tierra; los hombres a un lado, las mujeres a otro. Con ese vaivén monótono están horas y horas cantando las antiguas baladas... Es un baile casto, no lo negará usted...
—¡Precioso, precioso!—repetía el Duque con su acento arrastrado, enfilando el monocle principalmente a las giraldillas.
El duque de Tornos decía una verdad. Pocos espectáculos tan bellos y risueños podían ofrecerse en paraje alguno de la tierra. La romería, antes de morir, se agitaba con un frenesí de alegría ruidosa. La gaita acentuaba sus notas agudas, chillonas, que hacían vibrar el aire a larga distancia, acompañada fiel y sordamente por el tambor. Las mozas exaltadas, sudorosas, con las mejillas encendidas y los cabellos revueltos, no cantaban ya, gritaban dando vueltas a la giraldilla, despidiéndose con rabia de aquel goce, que sólo de tarde en tarde se les ofrecía. Cantaban también los borrachos de dos en dos o tres en tres con voces ásperas desafinadas, metiéndose el aliento por las narices, balanceándose grotescamente, esparrancados sobre el césped. Y los mozos y mozas de la danza-prima se desgañitaban, queriendo aguzar cada vez más las notas largas, dormilonas, de sus baladas antiquísimas. Hasta el violín y arpista italianos habían emprendido con furor una mazurka que las parejas bailaban levantando extremadamente los pies, dando furiosas patadas en la hierba.
La luz se iba huyendo del cuadro; pero al huirse suavizaba los tonos, esparcía sobre él un encanto misterioso, poético, que traía al recuerdo los dichosos rincones de la Arcadia antigua. Parecía que aquella gente debía vivir y morir así, en perpetua alegría y juventud. ¿Por qué marcharse, por qué huir de aquel recinto feliz, para volver a sumergirse en las fatigas de la vida cotidiana, en la podredumbre y miseria de los negocios humanos? ¡Gozar, gozar! gozar en la inocencia del corazón y los sentidos, de la salud, de las sublimes armonías de la luz y del sonido; gozar de las dulzuras del amor fecundo engendrador de todas las cosas; gozar de la fuerza, que mantiene la cohesión del universo; gozar del gorjeo de los pájaros, del murmullo de las fuentes, del aroma de las flores, del rocío de los campos, de las espumas de los mares, del cielo eternamente azul. Para esto debió ser creado el hombre, no para acompañarse en los breves días de su existencia del trabajo abrumador, de la airada venganza, de la pálida envidia, de la tristeza roedora. La tradición del Paraíso, es la más lógica y venerable de las tradiciones humanas.
El sol doraba ya solamente las cimas de los nogales que circundaban el prado, extendiendo desmesuradamente sus sombras. Un leve estremecimiento frío, melancólico, corrió por todos los ámbitos. En vano lucharon contra él aquellos a quienes el baile o el vino había enardecido. Poco tiempo después se había apoderado de todos. Escuchábanse las voces de las madres llamando a sus hijos, de los hermanos llamando a sus hermanas. Formábanse grupos, que permanecían algún tiempo vacilantes, buscando con los ojos a alguno que les faltaba, para irse. Lo primero que se deshizo fueron las giraldillas. El baile y la danza persistían. Los aldeanos estaban más cerca de sus casas y no tenían tanto miedo a caminar de noche. En torno de los coches situados en medio de la carretera, se había ido aglomerando la gente. El Duque seguía enfilando su monocle a todos los rincones, presenciando los preparativos del desfile, con la curiosidad atenta de un inteligente en pintura. Al fin, reparando en el numeroso pelotón que por todas partes los estrechaba, dió orden de marchar, pero lentamente, al paso de los romeros. Quería ver todo aquello, no por hermoso, sino por nuevo.
Los coches comenzaron a caminar en medio de la muchedumbre. Rodeábanlos amarteladas parejas que marchaban de bracero en íntimo coloquio, viejos que llevaban niños de la mano, sujetando en la otra grandes pañuelos atestados de confites, grupos de muchachas cambiando sus impresiones en voz alta, riendo con sonoras carcajadas. En cuanto se alejaron un poco del sitio de la Nozaleda comenzaron los cánticos. Esto es lo que caracteriza la vuelta de las romerías en aquella región. Las artesanas de Sarrió se precían de tener buena voz, y hacen bien. Generalmente la emprenden con alguna canción romántica, una melodía tendida y quejumbrosa, buscando armónico acompañamiento por medio de la segunda voz en terceras. Otras veces, cuando el grupo es demasiado numeroso, se acogen a los pasacalles tradicionales de la villa, que son infinitos y deliciosos. Fué lo que hicieron en esta ocasión. El Duque quedó sorprendido al escuchar aquel coro de frescas voces repitiendo sin cesar coplas inocentes como éstas:
En la torre más alta
del amor me vi;
falsearon los cimientos,
pero no caí.
——
Cómo quieres que un pobre
llame a tu puerta,
si no le das limosna,
rica avarienta.
Y los pueriles conceptos que guardaban, adquirían en sus bocas una importancia excesiva, parecían sentencias sagradas, fórmulas misteriosas y amables que nadie podía tocar sin cometer un sacrilegio. El aire se poblaba de aquellas notas suaves, prolongadas. Un enternecimiento delicioso íbase apoderando de las cantantes a medida que las dejaban escapar de sus gargantas. Cada vez las repetían con más cariño, con más unción, exhalando en ellas aquel fondo de romanticismo que palpitaba eternamente en sus corazones, transmitiéndose de madres a hijas en la pintoresca villa del Cantábrico. Era la melancolía de quien presiente el mundo de la belleza, lo ama, lo anhela, y por su condición está destinado a vivir y morir lejos de él. Entre copla y copla, mediaba un rato de silencio. Escuchábase el ruido acompasado de los pies. El coro parecía soñar despierto, atento a los vagos sentimientos de ternura que el canto removía en los limbos de su espíritu.
Se venía la noche precipitadamente. Los altos olmos recortaban aún con admirable pureza sus ramas en el fondo diáfano de la atmósfera; pero de sus copas caía sobre la carretera una sombra cada vez más espesa. La campiña había perdido el color, extendía en el horizonte sus lomos sombríos donde apenas resaltaban los toques amarillos de alguna heredad plantada de trigo. Allá lejos la gran mancha del Océano se obscurecía. Su azul brillante del mediodía habíase trocado en un gris triste, verdoso, con reflejos metálicos.
El coro sacudió de pronto su melancolía. Una moza inició cierto pasacalle vivo y alegre. Las demás la siguieron, de buena voluntad como si despertasen de un sueño triste.
No te compongas
que ya no irás
a San Antonio
a pasear,
que está lloviendo
y te mojarás
el vestidito
y no tienes más.
La emprendieron con él a gritos, desaforadamente, con la fe y el ahinco con que lo cantaban todo. Una de ellas, a los pocos momentos, improvisó una copla alusiva a la situación:
A San Antonio
vente a pasear,
verás al Duque
que es muy galán.
Todas las niñas
que en Sarrió hay
la bienvenida
le van a dar.
Y desde entonces, como si aquélla fuese la señal, no cesaron de requebrar en sus cánticos al magnate. El cual, dirigiendo el monocle unas veces a la derecha, otras a la izquierda, y sacudiendo la cabeza con benévola sonrisa, repetía por lo bajo:
—¡Precioso, precioso! ¡Un tapiz de Teniers! ¡Un paisaje de Lorrain!
Cuando llegaron a la villa, era noche cerrada.
Subió el Duque con su secretario a las habitaciones que don Rosendo le había destinado. El secretario era un joven de veinticuatro a veintiséis años, pálido, rubio, en cuyo cerebro abultado de feto no cabían más ideas que la de la importancia colosal del Duque, y la necesidad imperiosa de llegar a ser un personaje, si no de tanta cuenta, lo bastante para tener también secretario. Fuera de esto, el mundo no tenía explicación para Cosío, que así se llamaba. Después que hubo descansado unos momentos el magnate, bajó a comer en traje de etiqueta. Cosío lo mismo. Don Rosendo había cambiado la hora española de comer por la francesa. Al verle entrar de aquel modo, la familia se turbó. Sin duda Belinchón, su hijo y su yerno habían dado una pifia no poniéndose el frac. Venturita se lo hizo notar ásperamente a su marido en voz baja. Este se encogió de hombros con supremo desdén, moviendo los labios de un modo despreciativo. Estaba de mal humor. Al ver la mesa puesta sin el plato de la niña, había preguntado por él. Su mujer le había contestado con malos modos:
—¡Pero, hombre, no seas ridículo! ¿Quieres que la niña coma hoy con nosotros?
—¿Por qué no?
Venturita se había escandalizado. Después se había reído preguntándole si había aprendido aquellos usos en el club de regatas. Esto le había irritado, le tenía propenso a no mostrarse con el Duque todo lo deferente y respetuoso que debía. En cambio, ella hacía días que se preocupaba con los preparativos para recibir al ilustre huésped. Por su consejo y dirección se había aumentado la servidumbre, poniendo librea a los criados. Viendo a Pachín, uno muy antiguo en la casa, con aquel extraño uniforme, Gonzalo se había reído a grandes carcajadas, lo que excitó la bilis de su esposa. Habíase encargado una nueva y fina vajilla con la cifra de Belinchón; todo el aparato de las comidas modernas, cuchillos de hoja de plata para la fruta, tenedores de ostras, tarjetas litografiadas para el menu y otros utensilios inusitados hasta entonces en las comidas de la casa. El viento del extranjerismo soplaba también sobre aquella mesa abundante, sana, patriarcal, que hemos conocido al comenzar la presente historia.
Ventura se presentó en el salón con traje azul marino de seda, descotado por el pecho, los brazos al aire. Había aprendido, no sabemos dónde, que en las comidas de ceremonia las señoras van descotadas. Doña Paula no cumplía con este precepto. En cambio, estaba esplendorosamente vestida con telas de vivos colores, que formaban triste contraste con su rostro marchito, minado por la enfermedad. Los únicos convidados eran Alvaro Peña y don Rufo.
Pachín, el buen Pachín, vestido de máscara, abrió la puerta y dijo con voz sonora que Ventura le había ensayado:
—La señora está servida.
El Duque ofreció su brazo a doña Paula y se trasladaron todos al comedor. Esta ocupó el sitio preferente por indicación previa de su hija. El Duque se colocó a su derecha; don Rufo a su izquierda; los demás se fueron sentando sin orden: Venturita a la derecha del egregio huésped, después Alvaro Peña, Cosío, Pablito, don Rosendo. Gonzalo al lado de Cecilia.
Y la comida dió principio, ceremoniosa, fría, con largos intervalos de silencio. Todos estaban cohibidos, aplastados por la grandeza del personaje que tenían delante. Este ostentaba una calva lustrosa que le tomaba casi toda la cabeza. Los pocos cabellos de la parte posterior y de los lados eran negros a pesar de sus cuarenta y seis años. Sus menores gestos eran observados con atención idolátrica. Las palabras que dejaba escapar, acogidas con una sonrisa de afectada complacencia y admiración. Las primeras que salieron de sus labios, después de algunas de cortesía, fueron para seguir admirándose de los contornos de la villa.
—Yo no conocía del Norte más que las Provincias—decía con su pronunciación lenta, arrastrada.—Encuentro este país muy superior a ellas en lo que se refiere al paisaje. Ofrece mayor variedad, más riqueza de color. Hay sitios agrestes allá en el puerto que hemos atravesado, comparables a los más decantados paisajes de la Suiza. Y al llegar a la costa, se encuentra la misma suavidad de las líneas, la misma dulzura en el ambiente, que en el Mediodía de Italia.
—¡Oh, señor Duque, usted nos favorece demasiado!—Pura amabilidad, señor Duque.—En el verano puede pasar este país; ¡pero en el invierno!
Don Rosendo, Alvaro Peña y don Rufo, inundados de felicidad y gratitud, se ruborizaban, rechazaban aquellos elogios, como si fuesen dirigidos a ellos. El Duque siguió hablando como si no hubiese escuchado siquiera sus exclamaciones.
—Es más abrupto que el de las Provincias, los tonos más pronunciados. He visto desde la carretera de Lancia hacia el Oriente, un término de montañas con las cimas nevadas aún, que es verdaderamente delicioso. Sólo le faltan al país algunos lagos, para ser digno de presentarse a los extranjeros.
—Tenemos un lago en el occidente de la provincia—dijo Peña.
—¿Un lago?—preguntó el Duque, levantando los párpados para fijarse en su interruptor.
—Sí, señoj: se llama el lago Nojdón.
El Duque dejó caer sobre el ayudante por algunos segundos su mirada vidriosa. Peña concluyó por turbarse. Después siguió, paseándola con esfuerzo por los circunstantes:
—En mi galería de Bourges, tengo un paisaje de Backhuysen con un fondo muy semejante al de esas montañas. Solamente que en primer término, aparece un lago cercado de maleza. A la derecha, hay unos cisnes sumergiéndose en el agua; a la izquierda, una barca con dos jóvenes campesinos. Lo he comprado por la delicadeza del colorido tan sólo...
—Al señor Duque le gustan por lo visto los buenos cuadros—dijo don Rufo plegando la boca hasta las orejas para sonreir.
—¿Y a quién no le gustan?—respondió el magnate clavando en él sus ojos muertos de besugo.
—¡Oh, sí, señor!... es verdad... tiene usted mucha razón. A todo el mundo le gustan... Pero es un vicio muy caro... Sólo los grandes potentados como el señor Duque pueden permitirse...
Don Rufo se confundía, creyendo haber dicho una necedad.
—¿El señor Duque posee muchos cuadros de los mejores pintores, según tengo entendido?—dijo a la sazón don Rosendo para salvar a su compañero.
—Tengo algunos—respondió el prócer echando agua al mismo tiempo en el vaso de Venturita.
Esta se estremeció de gratitud. La sangre se le agolpó al rostro.
—La suya es una de las primeras galerías de Europa—decía, en tanto, por lo bajo Cosío a Peña.
—Me gusta la pintura porque es el arte nacional—siguió diciendo el magnate.—Es el único en que hemos verdaderamente descollado, el único en el cual aún hoy florecemos... Porque yo, aunque he pasado la mayor parte de mi vida en el extranjero, amo mucho a mi patria—añadió con un amago de sonrisa en tono protector.
La patria, si pudiera escuchar aquellas benévolas palabras, se estremecería infaliblemente de gozo, como Venturita.
—La amo, confesando, no obstante, su degradación. La Naturaleza nos ha dotado con mano próvida de los más ricos dones. Un país fértil (no tanto como vulgarmente se cree, pero, en fin, fértil), admirablemente situado a un extremo de la Europa, tendiendo la mano a América al través de los mares. Un cielo, ¡oh, el cielo! no hay otro como él. El aire tiene aquí, sobre todo en el Mediodía, una transparencia... ¡Oh, una transparencia infinita! La desesperación de los pintores. En cambio esta transparencia da mayor pureza a la línea. En ninguna parte se destacan los objetos como aquí. En Castilla las torres se perciben a muchas leguas de distancia, con la misma dureza en los contornos que si estuviéramos a algunos pasos. Esto depende, claro está, de la altura a que se encuentra sobre el nivel del mar...
—Los países muy elevados sobre el nivel del mar, se ha demostrado que son los menos inteligentes—apuntó don Rufo, respirando por su manía fisiológica.
El Duque volvió la cabeza para mirarle y siguió como si no hubiese oído:
—Luego el admirable brillo del sol que hace más crudo el contraste entre la luz y la sombra y añade la oposición de las masas a la decisión de las líneas. Sólo aquí, en el Norte, el vapor acuoso que flota en la atmósfera, reblandece y borra un poco los contornos, los esfuma; pero en cambio la riqueza de los tonos es mayor. En el Mediodía los tonos de la tierra se extinguen por el esplendor preponderante del cielo, por la iluminación universal del aire: ¡pero aquí! ¡qué inmensa variedad de nuances! ¡Oh, hermosa, infinita!... ¡Luego, qué fuerza, qué movilidad! En el Mediodía un tono permanece fijo. La luz inmutable del cielo le mantiene durante muchas horas, y lo mismo un día que otro. Mas en estos países en que la luz cambia a cada instante, varía también el color; el modelado es perfecto, las gradaciones del color fondue, transforman en espeso relieve su tono general...
El Duque, que había comenzado a enumerar las ventajas de que los españoles estábamos dotados, no acababa de salir del contorno, de la luz, del color, se perdía en disquisiciones pictóricas que los comensales escuchaban con los ojos muy abiertos, sin comprender, moviendo con pereza las mandíbulas. Pero sin dejar de hablar atendía a Venturita. Prevenía sus deseos, echándole agua en el vaso, alargándole los entremeses, el pan, todo lo que pudiera serle agradable, haciendo seña al criado para que le sirviese vino cuando advertía que sus copas estaban vacías, con esa oportunidad desembarazada, elegante, del hombre educado en la cumbre de la sociedad. Venturita acogía aquellas galanterías confusa, sonriente, con vivos temblores de gratitud, sin comprender que en aquel momento no representaba para el magnate más que «la dama que estaba a su derecha».
Gonzalo, mal prevenido contra el egregio huésped, se había llegado a cansar de aquel monólogo de pintura, y cambiaba frases por lo bajo con su cuñada, embromándola, como de costumbre, con lo poco que comía:
—Vamos, Huesitos, otra chuleta, no te dé vergüenza porque este señor esté delante. Ya le hemos dicho que no se sorprendiera de verte comer tanto. Los temperamentos como el tuyo necesitan reponer la grasa.
Cecilia contestaba sonriendo, con medias palabras, dirigiendo vivas ojeadas de respeto al Duque. Este, que había advertido su plática, por dos veces levantó los párpados para mirarles de aquel modo frío, distraído, que por no expresar nada, ni desdén siquiera, era el colmo del orgullo. La segunda vez, sobre todo, en que Cecilia y Gonzalo se rieron con gana llevándose la servilleta a la boca para apagar el ruido, la mirada del prócer fué más larga, más fría y distraída aún. Venturita, indignada, los apuñalaba con los ojos. Pero Gonzalo, o por vengarse de sus burlas anteriores, o porque en realidad no sintiese ante el personaje el embarazo y respetó que los demás, no amainó en la manía de platicar con su cuñada y hacerla reir.
La fraternidad cariñosa de los dos cuñados, no decrecía. Gonzalo y sus hijas pertenecían a Cecilia. En todos los momentos de su vida, la influencia de ésta se dejaba sentir suave y bienhechora. De las dos niñas, la primera, Cecilita, tenía ya dos años y medio; la otra, Paulina, contaba ocho meses. Lo mismo una que otra, vivían al calor maternal de su tía. Ella las lavaba, ella las vestía, las daba de comer, las sacaba a paseo, enseñaba a orar a la primera. La madre, sin dejar de quererlas, se cansaba pronto, sus lloros la impacientaban, y cuando trataba de hacerlas callar no sabía; concluía por aturdirse y sofocarse. De aquí que en sus necesidades, en sus anhelos infantiles no clamasen más que por tiita. Alguna vez, Ventura, herida por esta preferencia, celosa, las forzaba a aceptar sus oficios, las retenía a su pesar al lado de ella. Esto sólo daba por resultado mayor despego en las criaturas mezclado de miedo. En cuanto a Gonzalo, tenía en Cecilia una hermana y una madre atenta siempre a evitarle disgustos, a separarle los abrojos del camino. En ella descansaba, a ella acudía como un niño grande y mimoso, impacientándose cuando no cumplía al instante sus deseos, molestándola más de la cuenta. Pero el lazo que le unía a su esposa, continuaba firme, inalterable. El vivo sentimiento de adoración y de deseo que le había hecho cometer la primera vileza de su vida, no se apagaba. Por mucho que se alejase, por excéntrica que fuese la órbita de su vida, Ventura le retenía con los rayos de su belleza, seguía fascinando como antes sus sentidos. Lo adivinaba muy bien Cecilia. Por eso cuando el joven, herido de algún desdén, de alguna palabra malévola de su mujer, se desataba en denuestos contra ella, sonreía con tristeza, procuraba calmarle, segura de que su cuñado no tardaría en humillarse, en ir contrito y avergonzado a besarle los pies.
Cuando el prócer terminó al fin su monólogo, hubo unos instantes de silencio. Después, como si recordase una omisión cometida, principió a enterarse con benévola y afectada atención, de los asuntos de sus comensales.
El señor don Rufo Pedrosa era médico, ¿verdad? El ejercicio de la medicina es penoso, sobre todo en provincias, donde no obtiene por regla general la merecida recompensa.—El señor Peña, marino, ¿no es eso? Oh, el cuerpo de la armada, siempre ha sido brillante. Lástima que no corresponda nuestro material de guerra al valor y a la pericia de los oficiales. ¿Corren mucho las escalas? ¿Da mucho que hacer la dirección de un puerto? Pensaba presentar en el Senado una moción, pidiendo la construcción de dos acorazados.—¿Y Pablito, se divertía mucho en Sarrió? ¿Qué recursos ofrecía aquella villa a los jóvenes? ¿Había estado en Madrid? Era aficionado a los caballos. ¡Ah! la equitación, un gran ejercicio. El Duque comprendía muy bien aquella afición. ¿Los caballos que tenía, eran del país o extranjeros?...
Hacía todas aquellas preguntas de un modo distraído, con sonrisa de maniquí, apresuradamente, como si estuviese recitando una lección. Era, en efecto, la página más penosa del libro de la buena educación, aquella en que se advierte que es preciso hacerse agradable a las personas con quienes se habla, interesándose por sus negocios. A Gonzalo y Cecilia los miró un instante fríamente; pero no les hizo pregunta alguna. Cumplida tan ímproba tarea, el magnate volvió a caer en el eterno monólogo. Esta vez no fué sobre pintura, sino sobre arqueología. En Lancia había visto una capilla bizantina que le llamó mucho la atención por su pureza. No había en ella aún síntoma alguno de transformación. La catedral mediana. Sólo la torre era notable por su esbeltez. La aguja debía de ser, no obstante, primitivamente más alta, más elancé. Sin duda al restaurarla después de la destrucción causada por un rayo, se habían acortado sus dimensiones. Tenía entendido que Sarrió poseía una iglesia muy bella, estilo plateresco...
Mientras el Duque arrastraba más que movía su lengua en disertación doctísima, infinita (como él diría), don Rosendo manifestaba en sus ademanes y en sus ojos una inquietud extraña que procuraba con cuidado refrenar, aunque sin resultado. Por tres veces había dado recados en voz baja al criado, y otras tantas había recibido de éste respuestas, también en voz baja.
Llegó el momento del café. El Duque, terminado el monólogo arqueológico, había trabado conversación con Venturita, con ese admirable instinto que poseen los orgullosos para comprender a quién fascinan y a quién no. Y su plática se fué animando poco a poco. Alguna vez se dignaba sonreir el egregio huésped y hacía a su bella interlocutora el honor de levantar los caídos párpados para fijar en ella una mirada de curiosidad y simpatía. La joven, exaltada por aquella honra, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, departía con fácil ingenio y palabra, mostrando tanta gracia y finura, que el Duque quedó de ella altamente complacido. Al parecer, hablaban de pintura. Cecilia y Gonzalo, que charlaban aparte, la oyeron decir:
—¡Oh, Rubens! ¡Qué modo de pintar la carne! Rubens es el Cervantes de la pintura.
Gonzalo volvió la cabeza como si le hubieran pinchado. Y una viva sorpresa se pintó en su rostro.
—Chica, ¿dónde ha aprendido mi mujer estas cosas?—dijo en seguida a su cuñada.
Esta se encogió de hombros. Pero Venturita había observado el movimiento de Gonzalo, su sorpresa y las palabras que dirigió a Cecilia. Se puso colorada, y bajó la voz. Luego, observando la mirada burlona de su marido, le clavó otra, relampagueante y colérica.
Mientras tanto, doña Paula explicaba a don Rufo la marcha de su dolencia. Cosío describía con orgullo a Peña y Pablito las grandezas y comodidades del castillo de Bourges, donde el Duque tenía su famosa galería de pinturas.
Sólo don Rosendo permanecía silencioso, cada vez más inquieto, haciendo con los dedos nerviosos bolitas de pan. De pronto, su noble faz se extendió con una sonrisa bienaventurada. Todos levantaron al mismo tiempo la cabeza al escuchar en la calle un trompeteo horrísono. Era la orquesta de Lancia que al fin había llegado.
De lo mucho y bueno que hizo el duque de Tornos en Sarrió
El Faro dedicó casi todo su número del jueves a cantar ditirambos al duque de Tornos. Publicó su biografía en la primera plana, describió en la segunda su entrada triunfal en la romería y el modo gallardo con que fué acompañado por las jóvenes más hermosas de la villa en medio de cantos y vítores. Insertó cerca de esta descripción unos versos con el mismo asunto de uno de los chicos de don Rufo. Por último, en la plana tercera, aún podían leerse dos o tres gacetillas referentes al egregio huésped. El Joven Sarriense se limitó a dar la noticia de su llegada en un gacetilla cortés y fría, titulada Bien venido. Pero a renglón seguido, y cogiendo la ocasión por los pelos, la emprendió como siempre a tajos y mandobles con sus enemigos. Figuraba el gacetillero que don Rosendo llevaba al Duque al Saloncillo y le iba presentando uno por uno los hombres más notables que allí se reunían. Con tal motivo se hacía innoble chacota de don Rudesindo, don Feliciano Gómez, Alvaro Peña, don Rufo, Navarro y otras respetabilísimas personas. Indignó la gacetilla en alto grado a todos los amigos de Belinchón, e hizo crecer en sus corazones el fuego de la venganza. Por lo bien escrita y malintencionada, achacábase comúnmente a Sinforoso Suárez.
¿Cómo? ¿Sinforoso no era el redactor principal de El Faro, el amigo fiel y edecán de don Rosendo? Ya no. Cerca de un año hacía que se apartara de sus antiguos amigos para ir a formar en las filas de los contrarios. Estos, sospechando la flaqueza de su carácter y las pasiones que germinaban en el fondo de su alma, le habían hecho la rosca, como vulgarmente se dice. Persuadiéronle, por medio de su padre y otras personas, de que unido a los del Saloncillo no haría jamás carrera; que atacando las ideas religiosas de la población no sería recibido en las casas respetables ni bienquisto de las damas. Al mismo tiempo procuraron engolosinarle con la perspectiva de un matrimonio para él muy brillante. La hija de un cuñado de Maza, era la joven que se le prometía vagamente. Al fin, con sorpresa y estupefacción de la villa, traicionó a sus amigos y protectores. De la noche a la mañana dejó la redacción del Faro y pasó a escribir en El Joven Sarriense. No fué impunemente, sin-embargo. La primera vez que tropezó con él Alvaro Peña en la Rúa Nueva, a las doce del día, le llenó de denuestos, y lo que es peor, le llenó la cara de dedos. La corrección fué tan vergonzosa, tan humillante, que Sinforoso, que no pecaba de bravo y altanero, concibió contra su verdugo odio feroz y un deseo punzante de venganza. Armándose de un palo de hierro que le facilitó su nuevo amigo Delaunay, esperó al ayudante en la esquina de la calle de San Florencio, y por detrás le arrimó un garrotazo en la cabeza que le hizo caer al suelo sin sentido. Transportaron a Peña a su casa y estuvo más de ocho días en la cama. Fueron inútiles los esfuerzos de sus amigos para obligarle a que diese parte a la justicia. A todo trance, como hombre irascible y arrebatado, quería tomársela por la mano, lo cual tenía sumamente medroso al agresor y bastante preocupada a la población. Contábase que el ayudante, mirando desde la cama por el balcón de su cuarto las tapias del cementerio, había dicho con acento de profunda convicción:—«El pobre Sinforoso no tajdará muchos días en dojmij allí para siempre.» Tales palabras produjeron gran sensación en la villa, porque se le suponía con arrestos para llevar a cabo el propósito. El efecto que hicieron en Sinforoso, no es para descrito.
En cuanto el ayudante salió a la calle, restablecido ya de su herida, el hijo de Perinolo se eclipsó. Nadie volvió a verle en un mes. Se decía que sólo salía de noche y con grandes precauciones. Pero, como todo decae y pasa en este mundo, su miedo mismo fué al cabo debilitándose, pensando tal vez que los sanguinarios pensamientos de Peña se habían borrado igualmente con el tiempo. Poco a poco se fué familiarizando con el peligro. Se aventuró a salir de día, huyendo, no obstante, de aquellos sitios en que pudiese tropezar con su cruel enemigo, informándose de todos si le habían visto pasar y hacia qué paraje se había dirigido. Con esto, la villa estaba anhelante, y preveía que la hora menos pensada iba a suceder una catástrofe.
Cierta tarde, con la seguridad que le dieron de que Peña había ido de paseo hacia la Escombrera con don Rosendo, nuestro Sinforoso se arriesgó a entrar a beber una botella de cerveza en el café de la Marina. Sentóse en una de las primeras mesas y al instante observó que los rostros de los parroquianos, muchos de ellos conocidos y amigos, se volvían hacia él sonrientes unos, otros con expresión de susto. No se pasaron muchos segundos sin que llegase a sus oídos la voz campanuda del ayudante, que discutía con sus amigos allá en el fondo del café, en lo más obscuro. Oirla nuestro periodista y dejarse caer al suelo en cuatro patas, fué todo uno. De esta suerte fué caminando sigilosamente hasta que alcanzó de nuevo la puerta, y se salió a toda velocidad. Cuando supuso que estaba ya muy lejos, uno de los parroquianos gritó:
—Alvaro, ¿sabes quién acaba de estar aquí?
—¿Quién?
—Sinforoso: ahora mismo se ha ido.
—¡Ah, mala centella que lo mate!—exclamó brincando más que corriendo al través de las mesas, saliendo disparado como un cohete.
Pero, ¿dónde estaba ya Sinforoso? Después de correr buen trecho por la calle sin saber a dónde iba, el ayudante se vió precisado a dar la vuelta y entrar de nuevo en el café con el despecho y la ira pintados en el rostro. Tanto tiempo se pasó, no obstante, sin lograr tropezar con él, que al cabo concluyó por perdonarle. Satisfizo su agravio con arrearle un par de puntapiés en el trasero, cuando después de tres meses, le halló paseando en la punta del Peón. El hijo del Perinolo dió gracias al Cielo de haber librado tan bien.
El enojo que la indigna gacetilla les produjo, se fué templando con la esperanza de aplastar muy pronto a los reptiles que la habían inspirado, o por lo menos darles algunos golpes formidables con el ariete del Duque. Los amigos de Belinchón andaban, los días que siguieron a la llegada de aquél, satisfechos y rozagantes, mirando a sus enemigos con ojos provocativos.—«Temblad, petates, temblad»—parecían decirles con la mirada.—El mismo don Rosendo, tan magnánimo, tan filósofo, tan humanitario, participaba de aquel rencor implacable, deseaba ardientemente el exterminio de sus contrarios. Poco a poco, a impulso de la lucha mortal en que estaba comprometido, aquellos sentimientos románticos de progreso, aquel amor a los adelantos morales y materiales de su villa natal, que hemos tenido el placer de admirar en los primeros capítulos de esta historia, habían cedido el sitio a un triste deseo de destrucción. Sin embargo, esto era puramente accidental. Allá en el fondo, su alma quedaba tan pura, tan progresista como había salido de las manos del Hacedor.
El partido del Saloncillo formó en torno del Duque una muralla impenetrable; «le secuestró», según la expresión del Joven Sarriense. No salía jamás a la calle sin ir acompañado de cuatro o seis de sus miembros más notables. Para mostrarle lo que guardaba la población digno de verse, le llevaban materialmente escoltado. Después vinieron las jiras a los caseríos y parroquias de las cercanías, a las casas de campo de los amigos de Belinchón, los banquetes opíparos, las excursiones de pesca y las cacerías. Realmente la vida era grata en Sarrió por el verano. El Duque, que había mandado delante un regular equipaje, tenía los enseres necesarios para pintar, y aprovechaba los ratos en que se le dejaba libre para bosquejar horrendos paisajes dignos del fuego eterno. Sus relaciones con la familia de Belinchón eran de estricta finura, una cortesía infatigable que mantenía admirablemente las distancias. En sus palabras, en su gesto, se traslucía siempre un sentimiento afectuoso de protección que suavizaba un poco aquella expresión de cansancio y hastío en que constantemente caía su rostro cuando le dejaban en libertad.
Tan sólo con Venturita parecían animarse un poco aquellos ojos muertos. Cuando se hallaba al lado de ella, el Duque redoblaba su finura hasta dar en viva y desenvuelta galantería. Cuando hablaba al corro de la familia, su mirada iba dirigida a ella, como si entre los demás no hubiera ninguno capaz de comprenderle. Las creaciones de su pincel nadie las veía primero que la esposa de Gonzalo, y si de alguien estimaba la admiración, era de ella. Le había dado a leer algunas novelas francesas que traía, y sobre su argumento y el mérito de los autores departían largamente en la mesa escuchados por los otros que apenas sabían de qué se trataba. Y al cabo de algunos días le propuso hacer su retrato. Sus aficiones le dirigían al paisaje; no había pintado más retratos que el de la duquesa de Montmorency y el de una de las infantitas de España; pero ahora sentía un vivo deseo, un capricho más bien, de retratar a Venturita tal cual la había visto por primera vez, con aquel traje azul marino descotado. La joven sintióse profundamente lisonjeada. La primera una duquesa, la segunda una infanta, ¡la tercera ella! Luego aquel singular deseo de retratarla en el traje de la primera noche, ¿no hacía presumir con fundamento que era viva la impresión que había producido en el Duque? Comenzaron las sesiones en uno de los gabinetes del piso principal. Don Jaime (que así se llamaba el magnate) había pensado retratarla reclinada en un diván rojo con algunas plantas y flores a los lados. Los tres primeros días asistieron a la sesión doña Paula, Gonzalo y Cecilia. Pero se cansaron pronto. En los siguientes los dejaron solos, viniendo la madre de vez en cuando a echar una ojeada al retrato y a decir dos palabritas de cortesía. En aquellos quince días que la pintura del retrato duró, la intimidad entre el Duque y la hermosa joven creció extremadamente. El magnate había condescendido hasta contarle mucha parte de su historia privada. La pública era bien conocida de todos.
Don Jaime de la Nava y Sandoval se había casado muy joven con una egregia dama ligada por vínculos estrechos de parentesco con la soberana. No había sido feliz en su matrimonio. El amor frenético de la dama (que la había hecho saltar la barrera social que la separaba de su esposo), entibióse presto. Surgieron desavenencias. Hubo algún escándalo, y concluyeron por separarse. Don Jaime, aunque disfrutaba de las preeminencias y honores que correspondían a su elevada posición, no hacía, sin embargo, un papel muy airoso. Sobre su frente pesaba un estigma fatal, que le había hecho padecer mucho hasta que se fué acostumbrando. De esta herida, que dado el temperamento de su esposa, no tenía tiempo a cicatrizarse, vengábase lindamente despellejando a la aristocracia de Madrid, arrojando puñados de lodo que llegaban, a salpicar a las más altas personas. Pasaba el duque de Tornos por una de las lenguas más aguzadas y temibles de la capital.
Venturita tuvo ocasión pronto de conocer su temple y su filo. En cuanto el magnate adquirió con ella alguna confianza y penetró por su larga experiencia, más que por su ingenio, el carácter que tenía, principió a dejarse resbalar un tanto en las conversaciones, como si el desenfado para tratar los asuntos escabrosos fuese una prueba de «buen tono». Habló con gran naturalidad y como cosa corriente, de las relaciones ilícitas que sostenía la mayoría de las damas aristocráticas de Madrid. «La duquesa de Tal, ahora está enredada con el hijo del banquero Fulano. La marquesa de Cual, se fugó a Bruselas con el secretario de la embajada de Rusia. A esta señora le gustaban los toreros; a aquélla la habían sorprendido con el lacayo. La condesa de Tal se gloriaba de tener tres amantes a un tiempo. La baronesa Fulana iba con el suyo en carruaje, mientras el marido guiaba afanoso los caballos.» No quedaba dama en la corte a quien no le arrancara una tirita de pellejo. No perdonaba siquiera a su esposa. Una vez concluyó por decir sonriendo cínicamente:—«Y por último, si se quiere saber lo que es la aristocracia de Madrid, ahí está la duquesa de Tornos, que es un buen resumen de todos sus vicios.»
Ventura quedó aterrada. Sabía vagamente los motivos de rencor que el Duque tenía contra su esposa; pero no creía posible que un marido pudiese hablar de aquel modo de su mujer en ninguna circunstancia. No obstante, se hallaba tan fascinada por la grandeza del personaje, que pronto vino a figurarse que aquellas formas, aquel cinismo, eran la expresión de la moda y el «buen tono». Luego vinieron las anécdotas picantes. El Duque contaba con su voz cascada y aquella sonrisa de hastío y superioridad que no se le caía de los labios casi nunca, multitud de aventuras galantes, devaneos y obscenidades que hacía pasar, diciendo previamente:—«Usted ya está casada y se le pueden contar ciertas cosas.» En pocos días desplegó como en un gran telón ante los ojos pasmados de la joven, el mundo cortesano que tanto ansiaba ella conocer, la vida íntima, secreta, de aquellos jóvenes pálidos, de bigotes retorcidos, que veía pasar en la Castellana guiando lujosos trenes, de aquellas lindas y orgullosas damas, que ostentaban en su carruaje timbre ducal y apenas se dignaban dejar caer sobre ella una mirada indiferente y desdeñosa. Fingiendo nada más que complaciente atención, Ventura recogía ávidamente aquellos pormenores mundanos. Luego los repasaba con febril actividad en su imaginación inquieta, donde siempre habían germinado vagos deseos de brillo, caprichos fantásticos, aspiraciones imposibles. El duque de Tornos, sin propósito de ello, sólo por el placer de dar rienda suelta a su lengua de hombre gastado y herido, corrompió más en pocos días el alma de la joven esposa que todas cuantas novelas había leído. Al fin y al cabo lo que las novelas decían, era mentira, mientras que las anécdotas del Duque acababan de efectuarse, los personajes que en ellas habían intervenido vivían y eran conocidos de todo el mundo. En fin, todo aquello estaba sangrando, como se dice vulgarmente.
El magnate, de alma corrompida y cuerpo gastado, y la bella provinciana, ansiosa de volar a esferas más altas, habían nacido, sin duda, para comprenderse. Se atrajeron por afinidad electiva como muchos cuerpos de la Naturaleza. Venturita agotaba todos los recursos de su imaginación en el tocador, y se presentaba cada día más seductora. Cuando el Duque, levantando un instante los párpados para mirarla, hacía una ligera señal de aprobación, el gozo le subía en forma de carmín a las mejillas. En aquel momento despreciaba de buena fe, con todas las veras de su alma, al mundo cursi en que la suerte la había hecho nacer y vivir. Aunque no abusaba, sabía usar perfectamente de la intimidad que el egregio huésped la concedía; se autorizaba con él alguna bromita de buen género, que hacía, no obstante, estremecer de susto a don Rosendo. Conocía que era la preferida y comenzaba a coquetear. El Duque, por su parte, afectando indiferencia absoluta por todas las cosas terrenales y celestiales, se preocupaba muchísimo de los jaquetes, levitas, camisolas, corbatas y, en general, por todo lo referente a la indumentaria. La variedad de prendas con que se presentaba, y lo original y aun estrambótico de algunas de ellas, llamaba poderosamente la atención del pueblo y deslumbraba a Venturita. En realidad, si ella se vestía para el Duque, éste se vestía también para ella.
Vagamente primero, con más precisión después, la hija menor de don Rosendo pensaba que la amistad del magnate podía aprovecharse, no sólo para aumentar la influencia política de su padre en la población, sino también para dar lustre y brillo a la familia. Por ejemplo, una gran cruz... Los que la lograban tenían tratamiento de Excelencia. Si su padre fuese un Excelentísimo Señor, perdería aquel carácter de comerciante en bacalao, que a ella le crispaba. ¿Y por qué no se la habían de dar? A un personaje de tal magnitud como el Duque no le costaba mucho trabajo conseguirla. Hasta había oído decir que con dinero e influencia no era difícil llegar a poseer un título de conde o marqués... ¡Un título! Venturita, sin considerar que tenía un hermano y una hermana de más edad, se estremecía deliciosamente pensando que algún día pudiera ser «la señora marquesa» o «la señora condesa». Pero aquel marido que tenía era ¡tan obscuro! ¡tan enemigo de mezclarse en política, ni darse importancia! ¡Oh, si ella fuese la que llevara los pantalones, ya se vería hasta dónde llegaba!
En poco tiempo su amistad y su influencia con el Duque crecieron de tal modo, que pudieron ser notadas, no sólo de los habitantes de la casa, sino también de muchas personas de fuera. Don Jaime la iba a esperar al baño muchos días y la acompañaba hasta casa atravesando la villa por el medio, excitando poderosamente la curiosidad pública. La joven se moría de placer deslumbrando de este modo, haciendo padecer a sus envidiosas conocidas. Porque el Duque no se ocultaba para prodigarle mil atenciones galantes, ni ella para ostentar un grado de confianza con él superior al de los demás de la familia. Gonzalo había observado, con secreto disgusto, aquella intimidad. El Duque «le había caído antipático» y notaba perfectamente que había reciprocidad en este sentimiento, por más que el personaje, como hombre de mundo, guardase frente a él una actitud cortés y hasta benévola, donde sólo un espíritu observador o un hombre de corazón y de instinto como Gonzalo podían traslucir la hostilidad. Sin embargo, a medida que la amistad y confianza con su esposa crecían, la antipatía del Duque parecía desvanecerse. Sus atenciones con el esposo eran cada vez mayores, y en apariencia, más sinceras. Como supiese que Gonzalo era excesivamente aficionado a la caza, le hizo el obsequio de una magnífica escopeta que a él le había regalado el czar de Rusia. El joven quedó agradecidísimo, y algo se borró con esta prueba de aprecio su antipatía. Después el magnate le invitó varias veces a salir de caza. En estas excursiones también se operó un deshielo evidente de sus sentimientos hostiles. Pero, desgraciadamente, vino un suceso casual a recrudecerlos. Un día, por hallarse Gonzalo en Lancia con una comisión de su suegro, salió el Duque a matar liebres acompañado solamente de don Feliciano y de Sanjurjo, el notario. Los perros que llevaban eran los de casa. Pues sucedió que el que más estimaba Gonzalo se portó inicuamente en la caza, tal vez por no asistir a ella su amo. Era un galgo finísimo que había encargado a Inglaterra y le había costado una cantidad exorbitante. La falta que cometió fué de las más graves que un individuo puede cometer en el uso de sus funciones. Nada menos hizo que después de cobrar una liebre, cuando el Duque corría hacia él para quitársela de la boca, soltarla de pronto en el suelo. El inocente animal, que sólo estaba herido en una pierna, corrió a esconderse en la maleza. Tal fué la indignación del magnate que, montando la escopeta, hizo fuego sobre el perro; mas éste, viendo la actitud agresiva del cazador, se había alejado rápidamente y no le tocó un solo perdigón. El Duque, encolerizado, furioso, le siguió para matarle, pero no logró darle alcance. El culpable se huyó del cazadero, y nadie le vió más aquella tarde. Cuando el magnate dió la vuelta a casa le dijeron que había llegado a ella el perro. Don Jaime, en quien todavía persistía la cólera, dijo al criado:
—Coge ese perro, sácalo al campo, y pégale un tiro.
El servidor se inmutó. Permaneció unos instantes suspenso; pero, ante la mirada fija, imperiosa del Duque, bajó la cabeza y se dispuso a cumplimentar la orden. Llamó al perro, le ató con una cadena, y tomando la carabina, salió de casa. ¡Qué ajeno iba el pobre animal de que le llevaban al suplicio! Brincaba con alegría, se retorcía, ladraba acariciando con la mirada al fiel servidor, el cual sentía que las lágrimas asomaban a sus ojos, maldiciendo del huésped y de la hora en que había llegado, pues era mucho lo que amaba a aquel hermoso animal.—¡Santo Cristo, qué va a decir el señorito Gonzalo cuando llegue, y sepa que le han matado el Polión!
Justamente, al pensar esto, asomaba Gonzalo por la esquina de la misma calle. Acababa de llegar de Lancia en la diligencia, y se dirigía a casa. Al tropezar con el criado, le preguntó sorprendido:
—¿Adonde vas, Ramón?
El servidor acortado, temeroso, después de vacilar unas instantes, le respondió:
—A matar el perro.
La estupefacción del joven fué tan grande, que pareció quedar petrificado.
—¡A matar el perro!
—Sí, señor; el señor Duque me dió esa orden, porque soltó una liebre después de cobrarla.
Gonzalo se puso lívido.
—¡Y qué tiene que mandar ese sinvergüenza!...—rugió sin poder proferir más palabras, arrebatando al mismo tiempo la cadena de manos de Ramón, con tal fuerza, que le hizo tambalearse. Y se dirigió a paso largo hacia casa, arrastrando al perro, dispuesto a interpelar al Duque de un modo violento. Mas antes de llegar, tuvo tiempo a reflexionar que su posición era muy delicada. Reñir con el huésped por cosa tan baladí, a los ojos de todo el mundo, por más que a los suyos no lo fuese, pasaría seguramente por el colmo de la grosería. Contentóse al fin con mandar al Polión a la perrera, y saludar al magnate con un poco de frialdad.
La antipatía, sofocada un instante, volvió a despertar con más fuerza. La amistad, las atenciones del Duque con su esposa, comenzaron, no ya a chocarle como antes, sino a herirle. No se le pasaba por la imaginación que tuviesen más carácter que el de finezas o galanterías usadas en la alta sociedad. La edad del prócer y la de su esposa parecía alejar todo motivo de celos. Sin embargo, «aquellas mojigangas iban picando ya en historia». Un día, hallándose a solas con Cecilia, le preguntó de pronto bruscamente:
—Vamos a ver, Cecilia, ¿a ti qué te parece de la intimidad que va adquiriendo mi mujer con el Duque?
La joven quedó sorprendida.
—¿Qué me ha de parecer?—le contestó mirándole con sus grandes ojos serenos.—Que por lo visto Ventura le ha sido más simpática que los demás de casa.
—Pero esa preferencia, ¿no te parece que va siendo ridícula para mí?
—¿Por qué?
—Porque sí... porque lo es—replicó con energía.
Después de unos instantes de silencio, añadió con gravedad:
—Tú, Cecilia, no sabes aún lo fácilmente que queda un marido en ridículo cuando tiene una mujer tan frívola, tan imprudente como Ventura.
—¡Gonzalo!
—Tan imprudente, ¡sí!... ¿Pero tú no observas qué afán tiene de hablar aparte con él, el placer que experimenta cuando todo el mundo la ve colgada de su brazo?... No me digas nada... Ya sé, ya sé que es pura vanidad. Toda su vida ha tenido el mismo carácter orgulloso y fantástico. Aunque no quieras convenir en ello, bien lo sabes. Pero aquí su vanidad puede traer consecuencias muy desagradables para mí... y para todos. Bueno que cada día se ponga un traje distinto, pensando que el Duque se va a fijar en ellos. Pase que se recorte las uñas en triángulo, y se dé colorete, y se descote, y hable de los cuadros de Meissonier, sin haberlos visto, y haga otra porción de cursilerías por el estilo. Pero, querida mía, esas sonrisitas delante de gente, esos apartes no son tolerables. Si esto dura algunos días más, me parece que voy a restablecer el orden de un modo que ella no puede sospechar siquiera.
Cecilia procuró calmarle. Si él mismo convenía en que todo ello dependía del carácter romancesco de Venturita, ¿a qué exaltarse de aquel modo? Los celos eran ridículos. Nadie en el mundo podría suponer que Venturita fuese a considerar al Duque sino como lo que era, un hombre casado, un viejo que podía bien ser su abuelo.
—No, si no tengo celos—decía avergonzado el joven.
—Sí los tienes, Gonzalo. Aunque no te des cuenta de ellos, los tienes... Ese furor, esa exaltación, ¿qué son en el fondo más que celos?... Y mira, chico, perdóname que te diga que es hacerte muy poco favor, y hacerle menos aún a tu mujer. Si se te ha pasado por la imaginación que Ventura puede preferir un trasto como ése a un marido como tú, la supones con bien poco gusto.
Al decir esto se ruborizó. Gonzalo agradeció el piropo con una sonrisa, sin darse por vencido. El instinto, que en él era poderoso, más que la inteligencia, le decía que sí, que era posible aquella aberración. Sin embargo, no quiso discutir, porque le humillaba defender tal supuesto, aunque fuese delante de su cuñada.
Deseaba advertir a su esposa que le disgustaban las conferencias con el Duque, sus apartes, sus muecas y sonrisas que iban ya tomando carácter de verdaderas coqueterías. Pero conocía por experiencia a Venturita, y se temía a sí mismo. Cualquier frase punzante de las que ella usaba a menudo, cualquier burla inoportuna en aquella circunstancia, podía dispararle, y él no sabía a dónde iba a parar cuando se disparaba.
Así estaban las cosas, cuando al día siguiente de aquella conversación con Cecilia, fué a dar una vuelta por la mañana al Saloncillo, según costumbre. Hojeando los periódicos que había sobre el velador del centro, cayó en sus manos el último número de El Joven Sarriense. Casi nunca lo leía. Por más que estuviese apartado de la lucha feroz de los bandos, odiaba a los del Camarote. Luego temía encontrarse con injurias a su suegro, que le excitaban la cólera. Pero esta vez paseó la vista con indiferencia por él, y la detuvo para leer unos versos de Periquito a un grano de cierta dama, que le hicieron reir a carcajadas. Debajo de estos versos había una gacetilla que llevaba por título: Un marido como hay pocos. Comenzó a leerla sin gana.
«Viajando un mandarín de la China, llega a alojarse en la casa de cierto chino plebeyo que pone a su disposición las mejores habitaciones y compra los pescados más caros del mercado para obsequiarle. Este chino tenía una mujer muy hermosa, que desde luego llamó la atención del viejo mandarín (porque era viejo). El mandarín no mira para los muebles que el chino le presenta con orgullo, no repara en los lujosos tapices, en los pescados suculentos. Mira tan sólo a la esposa del chino. Este le va llevando a casa todos sus amigos, que se deshacen en cortesías y genuflexiones, le abruman a sonrisas y lisonjas. Pero el mandarín, apenas se digna dirigirles la palabra. Toda su saliva la gasta con la esposa del chino. Le hace ver la población, los monumentos más notables, los contornos pintorescos. Nada; el mandarín no tiene ojos más que para la china. Invítale a grandes y magníficas cacerías, condúcele en rauda balandra por el mar azul y tranquilo para que pesque plateados y sabrosos peces. Mas el mandarín medita, cuando echa los anzuelos al agua, que es mil veces preferible pescar a la linda consorte de su huésped. Y mientras todos en la casa y fuera de ella, observan la melancolía del mandarín y adivinan sus deseos, sólo el marido permanece sosegado, ignorante, persistiendo siempre en alegrarle con opíparos banquetes y regocijadas fiestas. Hasta que un amigo le dice al oído:—«¿No ves, papanatas, que lo que tu huésped quiere no son banquetes, ni pescas, ni cacerías, sino a tu hermosa mujer?» Entonces el chino, despertando de pronto de su ignorancia, toma a su mujer de la mano, se dirige con ella al mandarín, y le dice:—«Perdóname, señor, yo no veía tu tristeza, yo no adivinaba tus deseos. Aquí tienes a mi esposa. Si antes supiera que la apetecías, antes te la hubiera ofrecido, ¡oh mandarín excelso!»
Gonzalo terminó de leer la gacetilla con indiferencia. De pronto, cayó como un rayo sobre su mente la idea de que en aquel cuentecillo se aludía a él. Una ola de sangre subió a su rostro, y se lo encendió como una brasa. Echó una rápida mirada de vergüenza en torno. Estaba solo. Con las manos convulsas, tomó de nuevo el periódico que había dejado caer, y leyó la gacetilla por segunda vez, por tercera, por cuarta... Cuanto más la leía, más penetraba en su cerebro, más se aferraba a su espíritu la funesta sospecha. Y sintió un frío extraño que le invadía todo el cuerpo menos la cabeza. La primera idea que le acometió después, fué ésta:—«Voy ahora mismo a la redacción del Joven, y hago pedazos a cuantos encuentre dentro». Se puso el sombrero que se había quitado, y salió de la estancia. Pero al llegar a la escalera, se le ocurrió otro pensamiento; el del gran escándalo, la campanada que iba a dar en la villa. Iba a confesarse burlado ante la población entera. Sus enemigos, o por mejor decir, los de su suegro, ¡con qué placer le hincarían los dientes! Subió de nuevo las escaleras y entró en el Saloncillo para reflexionar un momento. Después de dar unas cuantas vueltas, con la mirada extática, sin saber él mismo si andaba o permanecía inmóvil, revocó su acuerdo. Tomó de la mesa el periódico, lo dobló pausadamente, y lo guardó en el bolsillo. Luego bajó la escalera de caracol y se dirigió a su casa, el rostro blanco, el paso lento, la mirada fija. El exceso de ira y la confianza en su fuerza, le habían devuelto la calma.
—¿Está la señorita en su cuarto?—preguntó al criado que salió a abrirle la puerta.
—Me parece que sí señor: preguntaré a la doncella.
—No, no preguntes nada; voy allá yo.
Y enderezó los pasos hacia el gabinete que le servía de habitación, desde que el Duque ocupaba el piso segundo. Al pasar por delante del corredor, no reparó en doña Paula, que estaba cerca de la puerta, y se inmutó al ver la expresión extraña de su fisonomía.
Venturita estaba delante del espejo. Al ver a su marido, sin volver la cabeza le preguntó:
—Hola: creí que habías salido ya. ¿Qué traes de nuevo?
Gonzalo sacó del bolsillo el periódico, lo desdobló lentamente, y se lo presentó diciendo:
—Esto.
—¿Y qué es esto?—preguntó la joven con sorpresa.
—Un periódico.
—Ya lo veo... ¿Y qué?
—Trae una gacetilla muy interesante. Léela. Aquí, en la tercera plana, debajo de estos versos.
En el gabinete había aún tres o cuatro tiestos con plantas de las que habían servido para el retrato. Este, fijo ya en un gran marco dorado, estaba arrimado a la pared, esperando la hora de ser colgado en el salón. Los ojos de Gonzalo, al tropezar con él, se habían obscurecido todavía más. Y eso que la imagen de su esposa, más rubia que un canario y más colorada que una rosa de Alejandría, miraba al cielo con una expresión mística que jamás él la conociera. El Duque hablaba de enviar el retrato al Salón de París.
Mientras Ventura leyó la gacetilla, no le quitó ojo, escrutando con anhelo inconcebible los rasgos de su fisonomía. Pero ésta permanecía inalterable. Sólo al terminar y ofrecerle de nuevo el periódico, la encontró ligeramente pálida.
—¿Por qué me mandas leer esto?... No entiendo...
—Voy a explicártelo—repuso Gonzalo con acento de ira concentrada, recalcando mucho las sílabas.—Te he mandado leer esto, porque el mandarín de que aquí se trata, es el duque de Tornos, la china eres tú, y el chino yo... ¿Lo entiendes ahora?
Al decir esto, la miraba con extraña y terrible fijeza, apretando con mano crispada una rama de la planta que tenía a su lado.
Ventura recibió aquella mirada sin pestañear, con sorpresa más que con susto. Vaciló un instante, moviendo un poco los labios para contestar. Por último soltó una gran carcajada.
—¡Ave María, qué barbaridad!
—Seamos serios, Ventura—replicó el joven.—Esto que excita tu risa, es una cosa gravísima que puede decidir de tu felicidad y de la mía...
Ventura dió por toda contestación otra carcajada, y después otra. Parecía desternillarse de risa. Mas aquellas carcajadas no salían de adentro. Gonzalo notaba su afectación perfectamente.
—¡Cuidado, Ventura, cuidado!—exclamó con el rostro demudado.—¡Mira que estoy hablando en serio!
—¡Pero, hombre! ¡ja, ja!... ¿Quieres que no me ría, si me dices, ¡ja, ja, ja! que tú eres un chino y yo una china? ¡ja, ja, ja!
Sus carcajadas eran cada vez más sonoras y más fingidas.
—Hace ya bastantes días—profirió el joven, después de una pausa, con acento sombrío—que debiera haber puesto las cosas en orden... Esa intimidad infundada, inconveniente, estúpida, de que haces alarde, delante de gente, de tener con el Duque, me cargaba ya hasta los pelos... Pero no quería dar mi brazo a torcer. Siempre parecen ridículos los hombres celosos. Ahora bien, ¡mira, mira lo que me pasa por ser demasiado prudente!
Al decir esto, arrancó la rama que estaba apretando, y la hizo una pelota dentro de la mano.
—¿Pero estás celoso de veras?—le preguntó ella, con acento entre burlón y cariñoso.
—Si lo estuviese, me callaría, Ventura... me callaría y observaría... Y si los celos fuesen fundados, he aprendido lo que se debe hacer antes que el cura me leyese la epístola de San Pablo... Pero aquí no se trata de celos... Ni la edad, ni la posición del Duque permiten bien que los haya, ni yo te hago la ofensa de suponer que le prefieres a mí. Lo que hay, es el ridículo que ha caído sobre mí por tus imprudencias. ¿Tú no ves, desdichada, que el público nos observa, que tenemos muchísimos enemigos, y que éstos se han de aprovechar del más mínimo pretexto para zaherirnos?
—Bien, confiesas que esto no es más que un pretexto para mortificarte—dijo la joven poniéndose seria.
—Sí, pero fundado en lo que tú has hecho arrastrada de esa vanidad necia, que en vano he querido arrancarte del alma.
—Entendámonos, Gonzalo. ¿Qué es lo que yo he hecho?—profirió ella con voz irritada.
El joven guardó silencio mirándola fijamente. Después de unos instantes dijo con lentitud:
—Demasiado lo sabes. El repetirlo, me humilla.
Hubo otro rato de silencio. Ventura preguntó al fin con impaciencia:
—En resumidas cuentas, ¿qué quieres?
—Voy a decírtelo—contesto el joven, reprimiéndose con trabajo.—Quiero que cese esa intimidad ofensiva para mí, como acabas de ver. Quiero no pensar más en el duque de Tornos, ni ver su sonrisa protectora, ni sus modales de conquistador aburrido. Quiero volver a la calma que todos disfrutábamos antes de su llegada. Y como lo quiero a toda costa, estoy dispuesto a conseguirlo a toda costa...
Calló un instante y luego añadió con fuerza, con más fuerza de la necesaria:
—Hoy mismo, saldrá el Duque de esta casa.
Ventura le miró con estupor. Se puso repentinamente lívida, y con los labios temblorosos por la ira, exclamó:
—¿Qué estás diciendo ahí? ¿Será necesario llevarte a Leganés?... Vamos, vamos—añadió con acento despreciativo,—hazme el favor de dejarme en paz. Ve a refrescarte, porque lo necesitas.
La faz de Gonzalo se contrajo violentamente; su boca se abrió con una expresión de feroz sarcasmo, llamearon sus ojos.
—¡Ah!—rugió más que dijo.—Conque la amistad de ese cornudo (porque es un cornudo, ¿sabes? toda España está enterada). ¡Conque la amistad de ese cornudo, te interesa más que la felicidad de tu marido! ¡Conque te figuras que yo por no ser duque y grande de España, no sé hacer respetar mi honor! ¡Ahora verás! ¡ahora verás!... Mira por lo pronto lo que yo respeto a ese cornudo...
Y al decir esto, dió un puntapié al retrato, que cayó al suelo con estrépito. En seguida se puso a brincar sobre él los dientes apretados, los ojos inyectados en sangre, con una de esas cóleras fragorosas de los hombres fuertes y pacíficos. La tela quedó al instante hecha pedazos. Ventura, enteramente demudada, vomitó, más que dijo, con la osadía inconcebible de la mujer adorada:
—¡Bruto! ¡bruto!
La entonación de esta injuria era tan feroz, tan rabiosa, que Gonzalo levantó la cabeza como si le hubiesen clavado un hierro candente. Saltando sobre ella, la agarró por un brazo. La joven lanzó un grito penetrante de angustia. La mano de su esposo era una tenaza de acero que iba a triturarle el hueso.
—¡Perdónala, Gonzalo, perdónala!—entró gritando en aquel instante doña Paula.
El indignado joven volvió la cabeza sin soltar a su esposa. Al ver a su madre política, en cuyo rostro la enfermedad había hecho crueles estragos, contraído ahora por el terror, con los ojos suplicantes, las manos plegadas hacia él con mortal congoja, aflojó la suya y la dejó caer sobre el muslo.
No tuvo tiempo a decir nada. Doña Paula, sin mirar a Ventura, le cogió de la ropa diciéndole:
—Ven, hijo mío, ven. Yo arreglaré este asunto, y te volveré la calma.
Y Gonzalo se dejó arrastrar como un autómata, lleno de confusión.
Al llegar a su cuarto, la buena señora cerró la puerta.
—Lo he oído todo—le dijo, clavando en él aquellos grandes ojos negros y tristes como los de una Dolorosa, único resto de su antigua belleza.—Te vi cruzar por el pasillo con una cara tan extraña, que no pude menos de seguirte... No sé lo que dice ese periódico que has dado a Ventura, pero debe ser algo muy feo y repugnante...
—¡La injuria mayor que se puede hacer a un hombre!—profirió Gonzalo con la garganta apretada.
—¡Qué infames! ¡Insultarte a ti que jamás les has hecho daño alguno! Tienes razón, la culpa es de Ventura. Sus ligerezas, el gusanillo que tiene metido en la cabeza, ha dado lugar a este disgusto, como a todos los otros más pequeños que hasta ahora habéis tenido. Pero no vayas a figurarte que hace estas cosas por maldad... Ventura es una loca, una taravilla; pero en el fondo no es mala. Con el tiempo se irá corrigiendo. Yo también he tenido mi cacho de orgullo y he gozado con ciertas tonterías que hoy me avergüenzan. ¡Oh, los años, las tristezas, las enfermedades, le van arrancando a una todas las ilusiones!... Lo que importa ahora, es evitar a todo trance mayores disgustos. Hace tiempo que vengo notando las atenciones del Duque con Venturita y la intimidad que ha nacido entre ellos. Sé fijamente que esta intimidad no tiene importancia alguna. Estoy enteramente segura de mi hija, como tú debes estarlo. Pero comprendo muy bien que la conducta de ese señor te moleste... Sobre todo, desde que un periódico se ha aprovechado de ella para injuriarte, las cosas no pueden continuar así. Es necesario tomar una resolución...
—Ya está tomada—dijo sordamente Gonzalo.—Hoy mismo despido al Duque de esta casa.
—No, tú no puedes ni debes hacerlo. Tienes el genio violento. Habría una escena escandalosa que es necesario evitar.
—¡Pues es lo que yo quiero precisamente! ¡esa escena!
—No seas niño, Gonzalo—repuso la señora.—El arreglo de este asunto me corresponde a mí, ya que Rosendo, fuera de su política, ni ve, ni entiende, ni oye. Un escándalo ahora, te pondría en ridículo...
—¡Pues aunque así sea!—exclamó el joven con rabia.—Quiero tener el gusto de arrojarle de casa.
—Me obligas a decirte, Gonzalo—replicó doña Paula con impaciencia y autoridad,—que no tienes ningún derecho a hacerlo. Ni tú le has invitado, ni eres el dueño de la casa...
El joven se puso colorado. Observando su confusión, la señora añadió con acento cariñoso:
—Tú eres un hijo nuestro, y los hijos no deben intervenir en estos asuntos, que corresponden a los padres. Nosotros tenemos el deber de velar por vuestra felicidad, sacrificarnos por ella. Yo haré que el Duque salga de esta casa, sin escándalo, sin que se entere nadie del motivo, sin exponerte a cometer una bajeza, de la cual te arrepentirías... No creas que lo hago por él, a quien detesto... Desde que llegó me ha sido profundamente repulsivo ese hombre. ¡Ahora que veo lo que ha traído a nuestra casa, figúrate cómo le querré! Lo hago únicamente por ti, a quien quiero, no diré más que a mi hija, porque los hijos... ¡Oh, los hijos!... Tú ya sabes lo que son... pero tanto, por lo menos... y a quien estimo mucho más...
Gonzalo, enternecido, se dejó caer en una silla. Comenzó a sollozar como un niño, con el rostro entre las manos. La buena señora le puso la suya, pálida y descarnada, sobre la cabeza, diciendo con lágrimas también en los ojos:
—¡Pobre hijo mío! Aguárdame un instante. Voy a decir a ese señor lo que hace al caso.
Subió la señora de Belinchón la escalera de caracol que conducía al piso segundo. Arriba tropezó con el ayuda de cámara de su huésped.
—¿Qué hace el señor Duque?—le preguntó.
—Está pintando—respondió el criado mirando con sorpresa y curiosidad los ojos llorosos de doña Paula.
—Dile que deseo hablar con él.
Mientras el doméstico fué a avisar a su señor, doña Paula creyó que las fuerzas iban a faltarle. Comenzó a sentir los síntomas primeros de una de aquellas sofocaciones que de vez en cuando le daban. Pero la firme voluntad de devolver la calma a sus hijos venció a la enfermedad en tal instante. Encomendóse devotamente a la Virgen de las Mercedes, y penetró con resolución en el gabinete-estudio de don Jaime.
El cual, vestido medio a lo oriental con un traje estrambótico que usaba por las mañanas dentro de casa, salió a recibirla teniendo aún en las manos el pincel y la paleta.
—Señora—dijo inclinándose respetuosamente, quitando el gorro turco que le cubría la calva,—mucho siento que usted se haya molestado en subir. Bastaba un aviso para que yo me hubiera apresurado a ir a ponerme a sus órdenes.
Doña Paula respondió con un gesto de gracias, llevándose la mano al corazón que le saltaba dentro del pecho como un potro desbocado.
El Duque la examinó con sorpresa.
—Siéntese usted, señora—la dijo, depositando la paleta y el pincel sobre una silla.
Sentóse, en efecto, en una butaca. Don Jaime permaneció en pie.
—Hay que cerrar la puerta—dijo ella tratando de levantarse nuevamente. Pero el caballero se apresuró a hacerlo. Después vino a colocarse frente a la dama, cuadrando los pies en actitud exageradamente respetuosa, esperando a que ella hablase.
Tardó aún algunos momentos. Al fin, elevando hacia él sus ojos doloridos, dijo:
—Señor Duque, usted nos ha honrado mucho viniendo a esta casa. Nunca le agradeceremos bastante esta prueba de estimación que nos ha concedido...
El Duque se inclinó, levantando al mismo tiempo los pesados párpados para dirigir a su interlocutora una mirada, donde se traslucía la inquietud y la curiosidad.
—¿Por qué no se sienta usted?—preguntóle doña Paula interrumpiendo su discurso.
—Estoy bien, señora; siga usted.
Con aquella interrupción se turbó. No supo proseguir en algunos segundos. Al cabo murmuró:
—¡Es una desgracia!... No sabe usted, señor Duque, lo que está pasando por mí en este momento. ¡Quisiera morirme!
Y las lágrimas acudieron a sus ojos. Sacó el pañuelo, y ocultó el rostro con él.
El Duque, cada vez más inquieto, le dijo:
—Serénese usted, señora. Soy un verdadero amigo de usted y de Belinchón. Cualquiera que sea el disgusto que usted tenga, yo lo comparto como si fuese mío también, y estoy dispuesto a hacer todo lo que esté de mi parte para calmarlo.
—Muchas gracias... muchas gracias—murmuró la señora sin separar el pañuelo de los ojos. Al cabo de un rato de silencio, dijo con voz temblorosa:
—Puede usted hacerme un favor muy grande... Un favor que le agradecería mientras tuviese un soplo de vida... Pero no me atrevo a pedírselo...
—Le repito que estoy a sus órdenes, y que todo lo que pueda hacer en su obsequio debe usted darlo por hecho...
—¡Oh, no; es una atrocidad!... Señor Duque, usted está muy lejos de sospechar que su venida a esta casa ha producido graves disgustos. Su carácter bondadoso y llano, la simpatía que el genio alegre y abierto de mi hija Ventura ha conseguido inspirarle, ha dado lugar a habladurías en el pueblo...
—¡Oh!—interrumpió el Duque sonriendo, para ocultar cierta emoción de vergüenza.
—Sí; habladurías muy ofensivas para todos nosotros, pero principalmente para mi hijo político, a quien queremos en casa como si fuese hijo verdadero... No le recrimino a usted ni a ella. Creo que en usted no ha habido más que exceso de amabilidad, que en un pueblo remoto como éste, donde todo choca y se comenta, acaso no ha debido usted tener... En ella ha habido la imprudencia y la ligereza que siempre han sido sus defectos. Es una chiquilla que tiene la voluntad virgen, como suele decirse... Si este pueblo no estuviese dividido, no hubiera esa maldita guerra que a todos nos mata, acaso nadie se hubiera fijado... Por desgracia, nuestros enemigos buscan el más pequeño pretexto para mortificarnos y sacarnos a la vergüenza... Se ha publicado ya una gacetilla que hiere de un modo escandaloso a mi yerno... y esto no lo puedo consentir.
Doña Paula había ido perdiendo su cortedad a medida que hablaba. Las últimas palabras las pronunció con energía. A la faz terrosa del Duque había acudido un poco de color. Por la cabeza debieron pasarle ideas graves y tristes; pero en realidad no le pasó más que la siguiente: «Esta mujer me está dando una lección».
—Siento mucho, señora—dijo con expresión soberbia,—haber ocasionado a ustedes un disgusto... Pero estoy tan acostumbrado a que el público se fije en mis actos y los comente a su gusto, que esas habladurías y esas gacetillas de que usted acaba de hablarme, no me causan la más mínima molestia. Los pequeños se vengan de la superioridad de los grandes, murmurando de ellos. Es ley eterna que no se debe contrariar.
—Todo eso está muy bien, señor Duque. A un personaje tan alto como usted, no pueden llegar las murmuraciones del pueblo... Pero a nosotros es muy distinto. No estamos colocados en esa altura y las malas lenguas, crea usted que nos hacen muchísimo daño...—respondió doña Paula con inocencia que resultaba profundamente irónica.
El Duque algo impaciente, jugando nerviosamente con el gorro que tenía en la mano, replicó:
—Repito que lo siento mucho, señora. Si hubiera sabido que mis inocentes atenciones con su hija pudieran interpretarse tan malignamente, me hubiera guardado bien de prodigárselas... En adelante procuraré ser más cauto... Pero, ¡Dios mío!—añadió riendo.—¿Cómo es posible figurarse que un hombre de mis años pueda mirar a una niña como Ventura, sino con ojos paternales?
Allá en el fondo, sentíase halagado de aquella suposición.
—¡Oh! señor Duque, los hombres de la posición de usted, no son nunca viejos. El brillo atrae mucho a las mujeres... Por eso no basta que usted se reprima en adelante y sea prudente. Es necesario quitar al mundo todo pretexto para murmurarnos...
El Duque se puso repentinamente pálido. Vaciló unos instantes, y dijo al cabo:
—Saliendo yo de esta casa, ¿verdad?
—Ese era el favor que venía a pedirle—dijo ella sin levantar los ojos, con entonación humilde.
Don Jaime se puso aún más pálido. Dió una vuelta por la estancia arrugando con mano crispada el gorro turco, dejó escapar una risita sarcástica, y volviendo a plantarse delante de doña Paula, dijo con burlona arrogancia:
—¿De modo, señora, que me echa usted de su casa?
—¿Yo, señor Duque?... ¡Qué idea!... Lo que quiero únicamente es devolver la calma a mis hijos, y evitar un choque...
—¿Qué choque?—preguntó el Duque, por cuyos amortiguados ojos pasó un relámpago siniestro.
Doña Paula adivinó un peligro para su yerno, y se apresuró a enmendar la imprudencia.
—El choque de mi hijo político con los canallas que pretenden insultarle... Mire usted, Duque; si toma a mal la súplica que acabo de hacerle, se equivocará mucho... Nosotros estamos tan honrados con su estancia en nuestra casa, que nada nos ha causado tanto orgullo como esa preferencia... Mi marido la ha solicitado con empeño, y ha recibido gran alegría cuando supo que usted había aceptado su invitación... ¿Cómo puede nadie figurarse que yo no me encuentre satisfecha teniendo en mi casa a una persona tan elevada, yo que soy una pobre mujer del pueblo, hija de un marinero, nieta de un sereno, a quien toda la villa llama la Serena, como llamaron a mi madre y a mi abuela?... Verdad que si hubiera sido hace algunos años, estaría más orgullosa... Los desengaños, las tristezas, van labrando la soberbia... Pero de todos modos estoy muy contenta, y sólo el temor a los grandes disgustos que pueden venir a mis hijos, me ha obligado a dar este paso... que usted me perdonará...
Don Jaime dió otro paseo por la sala, se detuvo en el medio a meditar unos instantes, y concluyó por hacer un gesto de desdén con los labios, levantando al mismo tiempo los hombros. Luego vino hacia doña Paula y le preguntó:
—¿Su marido tiene conocimiento del paso que usted acaba de dar?
—No, señor..., y me alegraría de que pudiera arreglarse todo sin que él se enterase...
—Perfectamente. Hoy mismo quedará usted complacida.
—¡Oh, señor Duque! Mil gracias... Usted sabrá perdonar...—exclamó levantándose y extendiendo hacia él las manos.
El magnate se limitó a inclinarse profundamente sin contestar.
—Le suplico que no me guarde rencor...
—Lo que acabamos de hablar quedará secreto entre nosotros. Buscaremos medio de que nadie sospeche el motivo de mi marcha. Procure usted desempeñar bien su papel. Yo respondo del mío.
Doña Paula salió de la estancia escoltada por el Duque, que la despidió a la puerta con una exagerada y silenciosa reverencia.
Al llegar a la escalera la angustiada señora, respiró con libertad. Aunque fuese a costa de aquellas penosas emociones, se alegraba vivamente de haber arreglado el asunto sin escándalo y sin peligro. Y con pie ligero, ella que ordinariamente se arrastraba ya para andar, a causa de su dolencia, fué a comunicar a Gonzalo el resultado de la visita.
A la hora de almorzar el Duque manifestó que había recibido carta de uno de sus hijos en que le noticiaba que vendría a pasar el mes de septiembre con él a Sarrió. Probablemente vendría también su hermano el marqués del Riego. Con este motivo expresó su resolución de tomar habitaciones en la fonda. Al instante fué contrariada con gran calor por don Rosendo, con el apoyo de su esposa. Venturita se había puesto pálida. Miraba al Duque de un modo particular. Gonzalo, con los ojos bajos, el rostro sombrío, comía en silencio mientras se disputaba. A pesar de todas las razones que don Rosendo alegó para retenerle, haciéndole presente que la casa era capaz para recibir a los nuevos huéspedes, el disgusto que a él y toda su familia iba a ocasionarles aquella tan inopinada marcha, etc., etc., el Duque se mostró inflexible. Respondía con la misma sonrisa protectora a cuanto se le manifestaba, y repetía sin cesar frases de agradecimiento y amistad.
Convencido al fin de que era inútil insistir, el insigne cuanto atribulado don Rosendo, fué con el mismo Duque y su secretario a ver las habitaciones de la fonda de la Estrella, la única decente que había en la villa. Alquilaron todo el piso principal. Al día siguiente se trasladó el magnate, a pesar de las vivas representaciones de su huésped para que se quedase al menos mientras no llegasen los otros.
Sorprendió vivamente a la población aquel traslado. Preguntóse la causa; y aunque don Rosendo informó cumplidamente a todo el mundo de lo que había acaecido, no pudo evitarse que quedase en el espíritu del público alguna duda o sospecha de que las cosas no habían pasado enteramente como Belinchón las relataba. Particularmente sus enemigos recibieron gran alegría. Se dedicaron con afán a descifrar aquel enigma, pensando, no sin razón, que los del Saloncillo ya no podrían utilizar la fuerza del Duque para combatirles. En los dos meses y pico que éste llevaba de permanencia en Sarrió, los amigos de don Rosendo habían conseguido que prosperase en el juzgado una denuncia contra el alcalde, previa la venia del gobernador de la provincia; habían logrado «tumbar» al administrador de Correos que era del Camarote, y que se resolviese en favor suyo «el problema del matadero». Los amigos de Maza, que andaban cabizbajos y abatidos, recibieron la noticia como una mosca, próxima a morir en el otoño, recibe un tardío rayo de sol. ¡Santo Dios qué calurosos comentarios aquella noche en el Camarote! ¡Cuánta conjetura! La alegría chispeaba en todos los ojos. Abríanse las narices olfateando la caída de los del Saloncillo, y su próxima y definitiva victoria. El Joven Sarriense publicó en su primer número la siguiente lacónica, pero endemoniada gacetilla: «El lunes se ha trasladado a las habitaciones del piso principal de la fonda de la Estrella el Excelentísimo señor duque de Tornos, conde de Buenavista, que estaba hospedado en casa de don Rosendo Belinchón. Damos al egregio Duque la más cumplida enhorabuena». Este indigno comentario tuvo dos días enfermo al nobilísimo Belinchón, pasados los cuales mandó sus padrinos a Maza. Pero éste contestó que mientras estuviese constituído en autoridad no podía batirse. Cuando dejase de estarlo ya vería si le convenía cruzar las armas con «semejante mamarracho». Como los padrinos contestasen en mal tono, les amenazó con llevarlos a la cárcel, y hubieron de retirarse.
El duque de Tornos siguió visitando de vez en cuando la casa de don Rosendo y dejándose acompañar por éste y sus amigos siempre que salía a la calle. En la apariencia, la amistad entre ellos seguía inalterable. La poca gente imparcial que había en Sarrió iba creyendo que no había misterio alguno en su traslación y que todo era imaginaciones ridículas de los del Camarote, a quienes cegaba el deseo de vencer a sus contrarios. Sin embargo, pasaban los días, había entrado ya septiembre, y ni el hijo ni el hermano del magnate acababan de llegar. Este había mejorado muchísimo de salud en Sarrió, según decía a cuantos se le acercaban. Hizo traer de Madrid coche y caballos y compró una bonita balandra para pescar. Parecía disponerse a pasar todavía algunos meses en la villa.
En sus relaciones exteriores con la familia Belinchón, esto es, cuando se encontraba con ella en público, observaba una conducta delicada y afectuosa, como personas a quienes debía muchas atenciones. Con Venturita no se autorizaba tantas familiaridades, pero no dejaba de hablarla en el teatro o en el paseo de un modo cariñoso. Así hacía perder la pista a los que buscaban la causa de su salida de la casa. Doña Paula estaba muy satisfecha de esta conducta. El mismo Gonzalo, comprendiendo que no se le podía exigir más, se mostraba con él atento y cortés. La tranquilidad había vuelto a renacer entre los jóvenes esposos. Venturita, después de unos días en que no cambió con su marido palabra alguna y aparecía pálida y ceñuda, herida, sin duda, por la violencia que éste había desplegado en la escena que hemos descrito, volvió a ser lo que antes, alegre y decidora unas veces, colérica y caprichosa otras, siempre de palabra aguzada y sarcástica. Notó, sin embargo, Gonzalo cierta amabilidad y deferencia inusitadas en ella. Lo achacó al deseo de borrar el recuerdo de aquel pasajero, pero muy peligroso disgusto que habían tenido.
Y así continuaron deslizándose los días serenos en la casa de don Rosendo, sólo turbados por los altibajos que la enfermedad de doña Paula sufría. Tan pronto estaba en pie como en la cama. Salía en coche a dar largos paseos con Cecilia o con Ventura, y solía llevar a su nieta Cecilita, en quien adoraba. Don Rufo hablaba de la necesidad de trasladarse a otro clima, a otro país más elevado sobre el nivel del mar, donde el aire tuviese menos presión. Y don Rosendo, aunque con repugnancia, pues el pensamiento de exterminar a sus contrarios y hacer de una vez la felicidad de su villa natal, le perseguía sin cesar, iba entrando por la idea y trazando vagamente planes útiles y grandiosos como todos los suyos. Flotaba en su imaginación el proyecto feliz de trasladar El Faro de Sarrió a Madrid y hacerlo diario con el título de El Faro de las Provincias. Defender los intereses morales y materiales de las provincias, sostener su vida autonómica, independiente, frente a la acción y poderío absorbentes de la capital, «foco de inmundicia que envenenaba la savia de la nación y secaba todos sus veneros de riqueza». ¡Qué grande y noble pensamiento!
A fines de octubre, Gonzalo fué a Lancia con una comisión de su suegro. Se trataba de persuadir a un banquero de aquella población, para que no enajenase las acciones que tenía, en un embarcadero de Sarrió, a cierto individuo del Camarote, como se decía. En todo caso, que se las cediese por el mismo precio a don Rosendo. Hacía ya dos días que estaba allá. Al tercero por la tarde, cerca de la hora del obscurecer, se le ocurrió a doña Paula subir a hacer una visita a su hija Ventura, que desde el traslado del Duque había vuelto a ocupar el piso segundo. Muy rara vez subía ya la buena señora la escalerilla de caracol. Pero aquel día se sentía más ágil, más desahogada del pecho. Quiso probar sus fuerzas y darse a sí misma una prueba de que estaba mejor.
El móvil inmediato fué llevar a su nieta Cecilita una muñeca, cuyo vestido desgarrado le acababa de coser la doncella. Los peldaños se le hicieron muy altos. Al llegar a la mitad tuvo que detenerse a tomar aliento. Cuando llegó al piso, dijo en la voz más alta que pudo:
—Cecilita, hija mía, ¿dónde estás?
—Aquí, abuelita, aquí—respondió la niña saliendo de la estancia de su madre.
Era una criatura que aun no había cumplido los tres años, rubia como el oro, tan habladora y espontánea, que ejercía sobre la abuela verdadera fascinación.
—¿Qué me taes, abuelita, qué me taes?—preguntó, mirando con avidez a doña Paula, después de haberla abrazado por las piernas con tal ímpetu, que por poco da con ella en tierra.
—La muñeca, hermosa, que te ha arreglado la chacha.
—Muñeca no... muñeca pa Lalina... yo soy gande... yo quero un chocho.
—No tengo chochos aquí, vida mía—respondió la abuela mirándola embelesada.
—Tene mamá chocho... Ven... dame uno.
Y la llevó por el vestido al gabinete de su madre.
Al entrar en él la niña, pareció sorprendida y echó una mirada a todas partes. Ventura había salido a recibirlas con la sonrisa en los labios, besando a su madre cariñosamente:
—¡Jesús, qué pinitos! ¿Cómo te has decidido?... No sé si te convendrá subir escaleras, mamá... ¿Te sientes bien?
—No me he fatigado gran cosa. Yo creo que estoy mejor. Las pildoras de Dehaud, me parece que me prueban bien.
—Vaya, me alegro que al fin hayamos dado con una medicina que produzca algún efecto... ¿Quieres sentarte?
—Abuelita, dame un chocho—dijo la niña interrumpiéndoles.
—No tengo, hija mía... ¿Tienes algún caramelo, Ventura?
—No.
—Tene Jame que está aquí.
Venturita se puso horriblemente pálida.
—¿Qué Jame, niña?—preguntó doña Paula.
—Nada, nada, cualquier tontería... ¿Conque te han probado bien las pildoras?... Si don Rufo, por más que digan, entiende... ¡Vaya si entiende!—se apresuró a decir Ventura con voz temblorosa, la faz tan descompuesta, que su madre la miró sorprendida.
—Jame está aquí... Tene chocho... Ven, abuelita.
La niña tiró del vestido a la señora. Esta, pálida ya también, adivinando vagamente algo terrible, se dejó arrastrar sin saber lo que hacía.
—¡Cecilia!—gritó Ventura con una voz extraña que jamás le había oído su madre.
Pero la niña no hizo caso. Siguió arrastrando a su abuela hacia la alcoba. Antes de llegar a la puerta, se presentó en ella el duque de Tornos.
Doña Paula, ante aquella repentina aparición, se quedó un instante clavada al suelo, el rostro blanco y aterrado, la mirada atónita. Después cayó pesadamente al suelo, arrastrando en la caída a su nieta.
El Duque se apresuró a levantarla. Luego, ante un gesto imperioso de Ventura, la dejó sobre el sofá y huyó.
A las voces de la joven, acudieron los criados y luego Cecilia. Se creyó que era un síncope producido por la fatiga. Transportósela a su cama, donde luego, merced a los cuidados de Cecilia, recobró el conocimiento. Pero no la facultad de hablar. La infeliz señora no pudo ya articular palabra. Así estuvo dos días, sin que los esfuerzos de don Rufo, ni los de otro médico que llegó de Lancia, lograsen poner en movimiento aquella lengua, que se había paralizado. Generalmente, estaba con los ojos cerrados, exhalando leves gemidos. Sólo cuando Ventura entraba en el cuarto los abría para clavarlos en ella con una expresión fija de angustia y reconvención. El sacerdote a quien se llamó, se vió obligado a confesarla por señas. Dos días después, casi a la misma hora en que había acaecido la fatal escena, falleció la infeliz señora, que ni aun en la hora de la muerte apartó sus ojos empañados del rostro de Ventura.
Que Gonzalo toma una grave resolución y Cecilia otra
La familia Belinchón se refugió en Tejada para vivir a solas con su dolor, durante algún tiempo. Doña Paula fué llorada como lo merecía, por su magnánimo esposo. Dando tregua al espíritu progresivo y reformista que le animaba, supo mostrarse tierno y sensible, lo cual en nada menoscaba su gloria de publicista. Cecilia no se cansó en mucho tiempo de llorar a su buena madre, con quien la ligaba tanto el parentesco de la carne como el del alma. De todos sus hijos, era ésta la que más semejanza guardaba con ella, aunque no era la preferida. El favorito, Pablo, la sintió todo lo profundamente que él podía sentir algo en el mundo. Es fama que, algunos días después del suceso, vió al último potro que había comprado alcanzarse en el trote, y no le afectó gran cosa. Pero en quien hizo sobre todo aquella repentina muerte un efecto extraño y terrible, fué en Venturita. Tanto la impresionó, que estuvo algunos días en la cama con fuerte calentura. Después que sanó, veíasela pálida y triste. Contestaba distraída a lo que le decían: no salía casi nunca del cuarto, a pesar de las instancias de su esposo. Este sentimiento tan vivo como inesperado fué para él una prueba de lo que Cecilia y doña Paula sostenían siempre; esto es, que Venturita era loca, caprichosa y altiva, pero buena en el fondo. Algo se mitigó con tal consideración el sincero dolor que experimentó por la muerte de su madre política. El último y maternal servicio que la buena señora le prestara, había puesto el sello al cariño que, con su conducta prudente y afectuosa, había sabido inspirarle.
El duque de Tornos se volvió a Madrid, poco después de la desgracia sobrevenida a sus amigos. Desde allá se escribía con don Rosendo, a quien obligó con más de un servicio en la lucha sin tregua que mantenía contra sus enemigos los del Camarote. Estos servicios fueron coronados, después de algún tiempo, por una gran cruz de Isabel la Católica. Al mismo tiempo que el diploma, le remitía el magnate una placa de brillantes, cuyo valor no bajaba de veinte mil reales. Puede cualquiera imaginarse la emoción y la gratitud de don Rosendo, al recibir aquella honrosísima distinción. Como en Sarrió nadie poseía una gran cruz, se vió precisado a ir a Lancia, para que un caballero de la orden llevase a cabo la ceremonia de ceñirle la banda. Y así que se vió caballero, él, que profesaba cierto desprecio metafísico a las religiones positivas, aprovechó una procesión de la parroquia para llevar el farol, con la hermosa placa en el pecho y la banda por encima del frac. Los amigos de Maza tragaron mucha hiel. Después la vomitaron, no sólo en su tertulia del Camarote, sino en el periódico, donde, en serio y en burla, vejaron de un modo repugnante al glorioso fundador del Faro de Sarrió. En algunas cáusticas, feroces gacetillas, se estaba viendo al bilioso alcalde con la pluma en la mano. Don Rosendo, por vez primera en su vida, leyó aquellas diatribas sin conmoverse, con un desdén sincero. Y es que, cuando se ha llegado a la cima de las sociedades humanas, deben parecer las amenazas de los pigmeos más curiosas que ofensivas.
Venturita salió, con este motivo, de su letargo sombrío. Habíase realizado uno de los sueños que más acariciaba. Tomó parte en la alegría y triunfo de su padre, y empezó a dejarse ver algunos días en la villa, siempre en carruaje, por supuesto. Creció su orgullo y aquella languidez señorial, imponente, que hacía morir de envidia y de rabia a las señoras y señoritas de la villa, quienes se vengaban de su desprecio llamándola, en sus horas de murmuración, «la princesa del Bacalao». La muerte de su madre, a quien todo el mundo había conocido en Sarrió artesana, «con pañuelo atado atrás», como allí se decía, contribuyó tanto como la gran cruz de su padre a elevar el nivel social de la familia, a aristocratizarla, por decirlo así. Ventura, con su desdeñoso porte, con sus riquísimos vestidos, con la frialdad despreciativa con que trataba a sus conocidas, vengaba lindamente a aquella pobre mujer, a quien las señoras de Sarrió tanto habían hecho sufrir en vida.
Se pasó el invierno en Tejada, un invierno crudo, como pocos lo habían sido. A temporadas llovió mucho, y esto hacía imposible el salir de casa. Otras veces heló cruelmente. El cielo se mantenía sereno, pero los campos, por la mañana, aparecían blancos, con una escarcha de medio dedo de grueso. En ocasiones también nevó abundantemente. Todos estos fenómenos meteorológicos tienen sus encantos en la aldea para el que sabe hallarlos. Gonzalo había nacido para vivir feliz en medio de las fluctuaciones de la Naturaleza. Si helaba, levantábase de madrugada y dejaba atónitos a los de casa saliendo al corredor en mangas de camisa, lavándose todo el cuerpo con el agua que se hacía sacar de las pilas de mármol, después de roto el hielo. Luego, se vestía con un ligero traje de caza, tomaba la escopeta, y emprendía famosas, descomunales correrías de seis y ocho leguas, sin que nadie le oyera jamás quejarse de cansancio. Si nevaba, se ponía el impermeable, las botas altas y la gorra de pelo, y salía a matar palomas torcaces o gachas por las cercanías de la posesión. Más de una vez tiene caído en cisternas atacadas de nieve, logrando salir, gracias solamente a su vigor extraordinario. Cuando llovía no había más remedio que quedarse en casa. Pero aun entonces ofrecía la aldea placeres desconocidos en la villa. Aquel lavado de los árboles y plantas era grato a los ojos. El verde obscuro de las coníferas, después de algunos días de lluvia, adquiría tonos claros merced a los retoños que apuntaban en la cima de las ramas; en cambio la escarcha los marchitaba instantáneamente. Las hojas de las magnolias brillaban como cristales, y en aquella atmósfera acuosa los colores, los matices de la naturaleza cambiaban sin cesar, los contornos de los árboles y las montañas se desvaían con suavidad exquisita. Y la misma monotonía del agua al caer constantemente sobre los árboles con triste rumor, engendra una soñolencia feliz, no exenta de voluptuosidad para los que nada tienen que hacer fuera de casa, y encuentran en ella las comodidades y refinamientos que la civilización proporciona a los ricos. Era grato escuchar el pío, pío de los ateridos gorriones, guareciéndose por centenares en una washingtonia que había cerca de casa, como en una gran pajarera: era grato ir a dar de comer a los animalitos exóticos que don Rosendo tenía en su finca, salvando en almadreñas la distancia que separaba sus cobertizos de la casa: era grato también quedarse adormecido en una butaca al pie de la chimenea con el cigarro en la boca y la botellita de ron delante, mientras Cecilia leía un cuento interesante o algunos versos sonoros y armoniosos.
Don Rosendo y Pablo se iban todos los días invariablemente a Sarrió después de almorzar y venían a la hora de comer. El uno se ocupaba en encauzar la opinión pública por los derroteros del progreso moral y material, con mengua de los «reptiles que se arrastraban por el cieno, impotentes para elevarse un instante a la región de las ideas, escupiendo su veneno a todo el que sobresale por la inteligencia o por la virtud». Excusado es decir quiénes eran estos reptiles a los que don Rosendo aludía con frecuencia en sus artículos. El otro, tratando de inclinar siempre los ojos y el corazón de cuantas forasteras hermosas llegaban a la villa, hacia su adorable persona. Alguna mañana salía con su cuñado de caza; pero observando que la intemperie atezaba su rostro, dejó casi por completo este ejercicio. Por otra parte, Piscis era enemigo nato de él. Para este inteligente centauro holgaba todo en la tierra menos los caballos.
En las horas de la tarde, cuando llovía, si Ventura estaba de buen humor, jugaba con Cecilia y Gonzalo al tresillo. Si no, jugaban los dos últimos al tute mano a mano con las niñas sentadas en sus regazos respectivos, las cuales les molestaban a cada momento llevando sus manecitas a los naipes. Ambos eran de buena pasta y se contentaban con apartárselas suavemente.
—Quieta, Cecilita, quieta, que si le enseñas mis cartas a tu tía, me va a ganar.
—No hagas caso, monina, tira por ellas—decía la joven riendo.
Hasta que concluían por entregárselas, quedándose ambos arrobados mirándolas hacer castilletes, ayudándolas ellos mismos con grave atención, mientras la lluvia azotaba los cristales pintados de las ventanas chinescas y los maderos de haya chisporroteaban en la chimenea.
Las niñas comían antes que la familia. Era importante ocupación para Cecilia hacerles plato, anudarles la servilleta, servirles agua y vigilar «que no hiciesen cochinetas». Gonzalo, cuando estaba en casa, presenciaba con deleite la refacción: se mantenía en pie como un magiar detrás de las sillas de sus hijas. Después, era preciso llevarlas a la cama. Cecilia cogía una en brazos, Gonzalo la otra, y las llevaban al cuarto de aquélla, donde ambas dormían. La tarea de desnudarlas era complicada y entretenida. Gonzalo, a pesar de su musculatura de toro, poseía tanta delicadeza como una mujer para desatar las cintas y mover sus cuerpecitos a un lado y a otro sin lastimarlas. A menudo las manos de los cuñados se tropezaban. Cecilia retiraba la suya prontamente. Una leve nube sombría cruzaba rápidamente por su risueño semblante. Gonzalo no advertía nada. Cuando ya estaban acostadas, escuchaban sonriendo las inocentes oraciones que tiita hacía repetir a Cecilia. Paulina aun no sabía elevar su entendimiento al Ser Supremo, y hasta se rebelaba para hacer la señal de la cruz. Mientras se dormían, papá y tiita habían de estar bien pegaditos a las camas sin moverse. Si mantenían conversación entre sí, las niñas se agitaban y tardaban mucho más en conciliar el sueño. Así que procuraban guardar silencio, o cambiar solamente palabras sueltas en voz baja. Cecilita no podía dormirse sin tener cogida una oreja de su tía. Contra este capricho protestaba a menudo Gonzalo; todos los días hablaba de quitárselo; pero su cuñada no hacía caso; ella misma se inclinaba sobre la almohada para que la niña lo satisficiese. Gonzalo se quedaba algunas veces dormido sobre la de Paulina, sobre todo cuando había ido de caza. Al despertar, veía frente a sí el rostro pálido y dulce de su cuñada, con los ojos muy abiertos, mirando con fijeza al vacío.
—¿En qué piensas, Huesitos?—le preguntaba restregando los suyos.
La joven salía de su éxtasis estremeciéndose, y sonreía bondadosamente.
—No lo sé yo misma... En nada.
—¿No tienes algún quebradero de cabeza?—le dijo una noche levantándose y cogiéndola afectuosamente la barba.
—Bah, ¿qué quebraderos de cabeza quieres que tenga en esta aldea?—respondió Cecilia poniéndose colorada, y retirando el rostro.
—Puedes tenerlo en Sarrió.
—¿Y había de ser tan ingrato que no viniera a verme en los meses que hace que aquí estamos?... Ya te he dicho que yo me quedo para vestir santos—añadió sonriendo.
—No puede ser eso—replicó con calor el joven,—¡no puede ser! Sería un delito de lesa humanidad que te quedases soltera. Tú has nacido para casada... No tienes más aficiones que la de arreglar la casa, cuidar a los niños, coser, limpiar... Serás una perfecta casada, como la describe Fr. Luis de León. No puede tolerarse que pudiendo hacer la felicidad de cualquier hombre, te empeñes en ser una solterona... Mira que son muy antipáticas...
No sabemos lo que Cecilia pensó en aquel momento; pero bien pudo ser una cosa semejante a ésta:—«Sí; he podido hacer la felicidad de todos... menos la tuya».
Alargó con un gesto de indiferencia los labios y respondió:
—¡Qué le vamos a hacer! Esas cualidades las tienen todas las mujeres que no son bonitas. Las que pueden brillar, se ocupan de sus trajes, y tienen razón.
Había en estas palabras una ironía triste, desgarradora, que Gonzalo no pudo menos de sentir en el corazón.
—¡Oh, siempre estás con esa tonadilla!... Me parece que te haces la modesta para que te regalen el oído... Demasiado sabemos todos que tú puedes brillar como la primera... Tienes unos ojos como no hay otros... eres esbelta, elegante, distinguida; ¿quiere usted más, mademoiselle Huesitos?... Lo que hay, señorita, es que usted tiene más de aquí que de aquí...
Y le puso primero el dedo en la frente y después en el sitio del corazón.
—Cuando venga alguno que sepa interesarte de verdad, ya se verá cómo desaparecen todas esas ideas de celibato.
Cecilia levantó los hombros y volvió a quedarse con los ojos extáticos, rehuyendo la conversación.
Ya no salía tantas veces con su cuñado de caza. El cuidado de las niñas reclamaba su presencia. Pero casi siempre iba a esperarle por las tardes, unas veces sola, otras con las niñas y sus doncellas. Al partir no se olvidaba Gonzalo de decirle por cuál camino tomaba:
—«Hoy voy hacia Naves a ver si suelto alguna liebre.—Hoy volveré por la carretera de Nieva.—Hoy voy por el camino de Rodillero».
Estas esperas, cuando iba sola, como quiera que se alejaba de la casa, no dejaban de ofrecer algunos peligros. Por más que Gonzalo se los representaba, nunca quiso hacer caso. Desde niña había mostrado siempre una extraña serenidad, nada femenina, para desafiarlos. Jamás había creído en apariciones o en duendes, ni la sobresaltaban, hasta el punto de turbarle la razón, los ruidos temerosos, ni siquiera los peligros ciertos. En más de una ocasión, ante una vaca desmandada o una riña de borrachos, cuando sus compañeras huían gritando o se desmayaban, ella sola se mantenía firme y sosegada, juzgando con precisión el riesgo, y evitándolo sin descomponerse. Tal cualidad había contribuído no poco a crearle aquella fama de fría y apática que tenía dentro y fuera de casa.
Llegó el mes de abril y la familia se trasladó de nuevo a Sarrió. Efectuáronse elecciones municipales en junio, y Gonzalo salió elegido concejal, contra su gusto. Don Rosendo le había impuesto este sacrificio. Ventura, desde que entró el verano, parecía más animada. Salía con alguna frecuencia de casa, y su aparición en coche descubierto, causaba siempre cierta sensación. La verdad es que estaba preciosa con sus ricos trajes de luto, llegados de París. Por coquetería debiera vestirse de negro, pues era incalculable lo que realzaba este color el brillo nacarado de su tez, los reflejos dorados de sus cabellos. Cuando iba los domingos a la iglesia para oir la misa de once, que era la más concurrida, nunca dejaba de levantar su presencia un murmullo reprimido de curiosidad en las mujeres, de admiración en los hombres. Aquel aire de princesa que ponía fuera de sí a las señoras, era lo que más placer causaba a los caballeros. Todos convenían en que por su belleza y elegancia, por sus modales distinguidos, se apartaba mucho de las demás jóvenes del pueblo, y haría lucido papel en los salones más aristocráticos. También Venturita había convenido en ello hacía mucho tiempo. La idea de irse a vivir a Madrid, trabajaba con ahinco en su mente. Insinuósela a su marido; pero éste mostró gran repugnancia a trasladarse. No era él hombre para la corte. Los deberes sociales que allí impone la cortesía, le aburrían. Había nacido para la libertad, para el goce que proporciona el aire libre del mar, el ejercicio corporal, los trajes cómodos, holgados. Además, presumía muy bien que la renta que en Sarrió les permitía vivir como los primeros, en Madrid no bastaría a sustentarlos en el mismo pie, sobre todo, dada la inclinación de su mujer al boato. Venturita, sin embargo, estaba tan segura de vencer esta resistencia, que no hablaba siquiera del asunto, meditando la época y la forma en que habían de irse.
Un suceso vino a turbar en cierto modo la vida de la familia Belinchón. Gonzalo fué nombrado inopinadamente alcalde de Sarrió, por mediación del duque de Tornos. Su primera idea fué rechazar aquel nombramiento, presentar alguna excusa; pero cayeron sobre él don Rosendo y todos sus amigos, poniendo tanto empeño y calor en que aceptase, que no tuvo más remedio que hacerlo. A los del Saloncillo les iba muchísimo en ello. Verdad que se vieron defraudados, pues el nuevo alcalde no quiso de ningún modo poner al aire los cimientos de las casas de sus enemigos, como había hecho Maza, ni cometer otra porción de tropelías que le exigían. En el mes de septiembre, cuando terminó la temporada de baños, que en la villa era animada, y comenzaba en el campo la de la caza, Gonzalo se trasladó con la familia a Tejada. Las niñas se ponían aquí muy buenas y él se divertía extremadamente. Por otra parte, no dejaban grandes recreos tampoco en Sarrió. Algo le estorbaba su cargo de alcalde para este traslado; pero convino con sus compañeros de municipio en venir todos los días, o por lo menos con mucha frecuencia. El trayecto se recorría en carruaje en menos de media hora. No obstante, don Rosendo dejó abierta la casa de Sarrió para que Gonzalo y él pudiesen comer y dormir allí siempre que quisieran. Venturita, pensando en marcharse a Madrid la próxima primavera, no puso obstáculo a los planes de su marido.
Mucho se alegró éste de haber tomado aquella resolución cuando supo que el duque de Tornos pensaba venir el próximo mes de octubre, alegando que con la vida de Madrid habían vuelto a exacerbarse sus padecimientos, casi extintos mientras permaneció en Sarrió. Porque allá, en el fondo del alma, y sin querer confesárselo, nuestro joven sentía la mordedura de los celos. Cuantas reflexiones se hacía y argumentos poderosos a sí mismo se presentaba para tranquilizarse, no bastaban a arrancárselos del pecho. Había pensado, mientras el Duque estuvo por allá, que ya nunca más se acordaría de aquel rincón. La noticia de su venida fué, pues, para él, una contrariedad, si no un disgusto serio. Y, en efecto, hacia últimos de octubre, no tuvo más remedio que ir a esperarle a Lancia, en compañía de su suegro y de otra porción de señores, todos socios del Saloncillo. El nombramiento de alcalde a su favor, había constituído al magnate en protector decidido de este partido. Alojóse con su secretario en la fonda de la Estrella, y comenzó a hacer la vida de ejercicio que tan bien le sentaba, según decía (y así era la verdad). Muchos días buenos salía de pesca o de paseo; otros iba de caza o montaba a caballo. Esta vez no había traído más que dos, uno de tiro para un tílburi, y otro magnífico de silla. El secretario, cuando iba de paseo, montaba en uno que don Rosendo había puesto a su disposición.
Con la familia de éste mantenía cordiales relaciones; pero sólo había ido a Tejada tres veces en quince días. Como Ventura y Cecilia solían venir a Sarrió a menudo, aquí las veía y hablaba, por más que huía de acompañarlas públicamente. Gonzalo, desde que llegara, leía asiduamente El Joven Sarriense, que se publicaba ya tres veces a la semana, lo mismo que El Faro. Lo leía para apaciguar un poco la inquietud que sentía. Porque siempre estaba temiendo alguna gacetilla injuriosa como la que tanto le había hecho padecer el verano anterior. En los primeros números, después de la llegada del magnate, El Joven, francamente hostil ya a él, se contentaba con ridiculizarle bajo nombres transparentes, como pintor y pescador, y hasta como hombre político, insinuando la idea de que el Duque era un personaje desprestigiado de Madrid, rechazado por la corte y sin influencia con el Gobierno. Sacó a luz algunas anécdotas de su vida, en que no hacía muy honroso papel, y hasta la emprendió con sus trajes y corbatas, no perdonando medio para hacer reir a su costa. Don Jaime no leía tal papelucho; pero habiéndole indicado Peña algo de lo que decía contra él, sonrió malévolamente y escribió al gobernador de la provincia pidiéndole que aprovechase el primer pretexto para suprimirle. Los del Saloncillo sabían de esta carta y esperaban con ansia y fruición el golpe.
Al fin la envenenada flecha que tanto temía Gonzalo, vino a clavársele en el corazón. No fué una gacetilla, sino un cuento que figuraba pasar en Escocia, donde bajo nombres ingleses, salían a relucir él, su esposa, el Duque, don Rosendo y otras personas conocidas, para vejarlas y ponerlas atrozmente en ridículo. Entre otras cosas, se decía que mientras el sheriff (él, sin duda alguna) cumplía con extremado celo los deberes de su cargo, lord Trollope (el Duque) cumplía por él los deberes de esposo cerca de su bella mitad. Gonzalo sintió el mismo escalofrío de dolor y de ira que la vez pasada. Pero ahora, aleccionado, se propuso dominarse, cerciorarse de si aquella maligna insinuación tenía algún fundamento, y si por desgracia esto sucediese, tomar una venganza cumplida, y que fuese sonada. Gran trabajo le costó disimular la emoción que le embargaba. No estaba avezado a ocultar sus sentimientos. Mas el vivo deseo de salir de dudas, le ayudó poderosamente. Lo único que se notó en su casa fué que andaba un poco más triste y distraído. Se dedicó durante algunos días a observar a su esposa, no perderla de vista un instante; pero nada encontró que pudiera dar pábulo a sus sospechas. Al mismo tiempo, estudiaba si el Duque podía avistarse con ella y de qué manera. El resultado de sus investigaciones fué que sólo cuando él venía a las sesiones del ayuntamiento, podía darse esto caso. De día, sumamente difícil, porque no era el Duque persona que pudiera pasar inadvertida. Fijóse, por tanto, en las horas de la noche, cuando él se quedaba a dormir en la villa.
Resolvió saber de una vez la verdad. Para ello, anunció con dos días de anticipación a la familia, que el viernes debía dormir en Sarrió, a causa de una sesión del ayuntamiento, que presumía había de ser borrascosa. De nada menos se trataba que del nombramiento de uno de los dos médicos del partido, que la corporación municipal pagaba. Los de Maza tenían su candidato y los de don Rosendo también. La lucha estaba empeñadísima, no por razón de los votos, que estaban perfectamente contados de antemano, sino porque los del Camarote, que habían de resultar vencidos, tenían preparada una zancadilla parlamentaria, para inutilizar al candidato de sus enemigos, por faltarle algunos meses de práctica, para llenar el tiempo que el municipio había impuesto como condición a los pretendientes.
El día de la gran prueba, Gonzalo estuvo muy agitado. Había tratado de inquirir con disimulo, si algún criado de la casa estaba comprometido, o por lo menos sabía algo. Nada encontró tampoco que lo hiciera presumir. Almorzó sin apetito. En cuanto tomó café mandó enganchar y se fué en compañía de su suegro. La sesión del ayuntamiento duró hasta las diez de la noche. A esa hora se retiró a casa y don Rosendo también, el cual encontraba a su yerno harto distraído y preocupado. Gonzalo se disculpaba diciendo que le irritaba mucho la bilis la conducta de los amigos de Maza. Fuéronse a dormir. A eso de las once, cuando todo estaba en silencio, nuestro joven salió sigilosamente de casa y emprendió a pie por el camino de Tejada. La noche estaba nublada, pero no muy obscura. La luz de la luna se cernía al través de la capa de nubes, dejando bien percibir los objetos a corta distancia. Caminaba con premura, apoyándose en un grueso bastón de estoque. Además llevaba en el bolsillo un revólver. Sentía una tristeza profunda. Aquella prueba que iba a hacer le causaba temor y remordimientos a la vez. Si su mujer era culpable, ¡qué horrible tragedia la que se preparaba! Y si no lo era, él cometía una bajeza sospechando de su honradez. Iba con el mismo recelo que el ladrón que va a asaltar una casa, ocultándose detrás de las paredes de la carretera en cuanto sentía pasos, estremeciéndose si escuchaba una voz, por lejana que fuese. La idea de que algún conocido le viese a aquellas horas caminando a pie, le causaba gran vergüenza, dando por seguro que había de adivinar su intención. El aire era fresco y le penetraba hasta los huesos, aunque rara vez había sentido frío en su vida. Los árboles, como negros fantasmas alineados a lo largo de la carretera, dejaban salir de sus copas blando rumor melancólico. Debajo de uno de ellos creyó percibir un bulto que se movía y saltó a los prados, temiendo tropezarse con alguien que le conociese. Miró por encima de la paredilla y vió una vaca acostada rumiando tranquilamente. Más allá, al pasar por delante de la casa de un labrador, se abrió repentinamente una ventana y apareció el bulto de una mujer. Echó a correr desaforadamente buscando la sombra de los árboles. A medida que avanzaba, el corazón se le oprimía. Mil encontradas ideas batallaban en su mente. Tan pronto recordando los deliciosos detalles de sus primeros meses de matrimonio, las palabras dulces, las pruebas ostensibles de amor que su mujer le diera, su mujer, cuyos defectos eran los de todas las niñas demasiado mimadas, se ponía a imaginar que estaba bajo el poder de una maldita alucinación, una de las mil infamias que los enemigos de su suegro habían inventado para hacerles daño, y estaba a punto de volverse a Sarrió y meterse nuevamente en la cama; como apreciando y pensando los motivos que tenía para sospechar de ella, aquella grave escena que determinó la salida del Duque de la casa de sus suegros, su frivolidad y coquetería, la denuncia aunque embozada persistente del periódico enemigo, se le encendía la sangre de golpe y apretaba vivamente el paso. ¡Oh, desgraciados de ellos si era verdad! ¡Más les valía no haber nacido! Y apretaba con mano crispada el bastón y tiraba del estoque para cerciorarse de que estaba allí pronto a obedecerle. No se le ocurrió ni una vez acariciar el revólver. Necesitaba a toda costa ver la sangre de los traidores.
Cuando llevaba la mitad del camino andado próximamente, sintió detrás de sí el galope de un caballo. Sin saber por qué, le dió un vuelco terrible el corazón. Se apresuró a saltar a los prados y aguardó con ansiedad mirando sigilosamente por encima de la pared a que el jinete pasase. No transcurrieron dos minutos sin que en efecto cruzase por delante de él como un relámpago. Pudo reconocer perfectamente el magnífico caballo alazán del Duque. A éste no pudo distinguirle porque iba envuelto en un capote, con un gran sombrero calado hasta las narices. Pero si los ojos no, el corazón lo vió con toda claridad. Quedó yerto, pegado al suelo. Sintió un desfallecimiento singular en las piernas como si fuese a caer. Mas prontamente la sangre hirvió dentro de su brioso temperamento de atleta. Tendiéronse sus músculos acerados y saltó sin tocar con las manos la paredilla de seis pies que cerraba la finca. Cayó en medio de la carretera. Sin detenerse un punto, emprendió una carrera vertiginosa, loca, detrás del caballo, como si tuviese la absurda pretensión de alcanzarle. Aunque su aliento era grande, sin embargo, se le concluyó mucho antes de llegar a la quinta. Necesitó pararse tres o cuatro veces. Por fin llegó a la verja. Entró por la puerta de hierro, que sólo estaba llegada. Echó una mirada en torno y vió el caballo del Duque atado a un árbol. Siguió precipitadamente, pero cuidando de no hacer ruido, por una de las avenidas orladas de coníferas que conducían a la casa. Como conocía todas las entradas, no se dirigió a la puerta cuyo llavín llevaba consigo. Temía que algún criado le sintiese. Escaló por una parra que adornaba el balcón del cuarto de su suegro, que solía quedar abierto cuando él no dormía en casa. Por desgracia estaba cerrado. Entonces sacó el estoque, y metiéndolo por la rendija de la puerta logró levantar el pestillo y entró.
Una persona le había visto: Cecilia. En una de las noches anteriores, ésta, cuya habitación estaba próxima a la de sus hermanos, había creído sentir ruido por la noche y se había levantado. Miró al través de los cristales hacia la huerta y vió a Pachín, el criado, en compañía de otro hombre a quien no pudo conocer. Sin embargo, concibió una viva sospecha que la aterró. El modo de andar de aquel hombre, de quien no percibía más que el bulto, no era de un campesino. Gonzalo dormía aquella noche en Sarrió. Además, su cuñado era mucho más alto. Fuertemente sobreexcitada por una idea espantosa, se acostó otra vez, pero no logró dormir. Todo el día siguiente estuvo triste y preocupada. Al cabo logró dominarse y resolvió en su interior vigilar a su hermana y saber de cierto si eran quimeras o realidades lo que pensaba. Al efecto, no perdió de vista a Pachín. Observó que el día mismo que Gonzalo había de dormir en Sarrió, fué a este punto con una comisión de Ventura, aunque él no era el encargado de hacer la compra. Cuando llegó quiso ver lo que traía. Era una novela francesa que no pudo tener en las manos porque Ventura se apoderó de ella al instante y se fué a su cuarto. No le cupo duda de que el libro traía entre sus páginas alguna carta. Se propuso entonces no dormirse aquella noche y saber de una vez la verdad. Después de comer cosió un rato mientras Ventura leía a la luz del quinqué. En cuanto sonaron las diez ambas hermanas se retiraron a sus respectivas habitaciones. Cecilia se echó una manta por encima de los hombros, apagó la luz y se sentó detrás de los cristales del balcón. Esperó una, dos horas. A las doce, próximamente, de la noche percibió entre los árboles dos sombras. Aunque con dificultad, reconoció a Pachín y al hombre de la noche pasada, que esta vez advirtió bien que era el Duque. Las dos sombras desaparecieron al instante entre los árboles cercanos a la casa. Quedó petrificada. Una ola de indignación, que se formó en su pecho, subió a los labios y exclamó:—¡Qué infame! ¡qué infame!—Siguió sentada en la silla y con la sien pegada al cristal, aturdida, llena de confusión y vergüenza como si ella fuese la culpable. Al cabo de algunos minutos, estando con la mirada fija, atónita, en el parque vió correr otra sombra con extraña velocidad hacia la casa. No pudo reprimir un grito de espanto. Quedó en pie como si la hubieran alzado con un resorte. Luego, trompicando en la obscuridad con los muebles y las paredes se dirigió al cuarto de su hermana. Se hallaba en tinieblas. Vaciló un instante en llamar: mas de repente se le ocurrió seguir adelante pensando que Ventura no podía delinquir tan cerca de ella y las niñas. A los pocos pasos, al revolver la esquina de un pasillo vió claridad. Corrió hacia ella. En el gabinete persa, que era una rotonda aislada en cierto modo de la casa, había luz. Dió dos golpecitos a la puerta diciendo por el agujero de la cerradura:
—Soy yo, Ventura. ¡Abre! Gonzalo está ahí.
La puerta se abrió, en efecto. Apareció Ventura más pálida que una muerta. El duque de Tornos estaba en el otro extremo, y se dirigía a una ventana para saltar por ella. Cecilia corrió hacia él y le sujetó por los brazos.
—¡No, eso no! No se consigue nada... Ventura, escapa... ¡Hacia la cocina!... Gonzalo sube por el cuarto de papá.
La joven hablaba en falsete con tono imperioso, la mirada fulgurante.
Ventura no se lo hizo repetir. Salió con precipitación del gabinete.
Cecilia entonces arrastró al Duque con fuerza hacia uno de los divanes, y le dijo:
—Siéntese usted.
El magnate la miró demudado, y preguntó:
—¿Para qué?
—¡Siéntese usted, le digo!—pronunció con rabia la joven, y al mismo tiempo, poniéndole las manos sobre los hombros, le empujó hacia abajo.
El Duque se sentó al fin. Acto continuo, Cecilia lo hizo sobre sus rodillas; le echó los brazos al cuello; reclinó su cabeza sobre la del noble, llegando a poner los labios sobre su rostro.
En aquel momento se oyeron pasos precipitados en el corredor. Se abrió la puerta violentamente, y apareció Gonzalo con el estoque desenvainado. Cecilia volvió la cabeza y dió un grito. El joven retrocedió asustado al reconocer a su cuñada. Soltó el arma que empuñaba, empujó otra vez apresuradamente la puerta, y se fué tropezando, lleno de confusión, hacia su cuarto matrimonial.
Ventura estaba leyendo tranquilamente a la luz de un quinqué. Al ver a su esposo delante, se levantó asustada.
—¿Qué es eso? ¿Cómo estás aquí?
Cualquier actriz le compraría de buena gana aquella actitud y la inflexión de la voz.
Gonzalo se detuvo cortado, sin saber qué decir. Salió del compromiso exclamando:
—¿No sabes el escándalo que está pasando en nuestra casa?
—¿Qué ocurre?—profirió la joven viniendo hacia él, con la faz tan desencajada, que si Gonzalo tuviese un temperamento observador, comprendería que no podía ser solamente por su presencia.
Cerró la puerta y le dijo al oído:
—¡Tu hermana está en el gabinete persa con el Duque!... ¿No sabes nada?... Di la verdad—añadió cogiéndola por la muñeca.
Ventura se confundió, vaciló, tembló, bajó los ojos admirablemente. Al fin dijo:
—¿Cómo quieres que yo lo sepa, Gonzalo?
—¡No mientas, Ventura!—exclamó con ademán furioso. En el fondo sentía una alegría inmensa, infinita.
—Te digo la verdad... No lo sabía... Pero sospechaba algo... Por eso me asusté... Cuando tú entraste, estaba pensando en ir al cuarto de Cecilia, a ver si estaba en él...
—¡Qué atrocidad! ¡Qué escándalo!... ¡Pero ese infame!... Es menester tomar una determinación... Debe concluir esto, sin que nadie se entere...
—Sí, sí... ¿Pero qué quieres que hagamos?
—Yo no sé... Hablaré a tu padre... No, a tu padre, no... El pobre recibiría un golpe mortal... Hablaré al Duque... ¡Ya veremos si se resiste!
Justamente en aquel momento oyeron ruido en el cuarto contiguo.
—Cecilia entra en su habitación—dijo Ventura.—Voy ahora mismo a hablar con ella. Todo terminará y quedará en secreto... No quiero que tú te comprometas, Gonzalo mío—añadió echándole los brazos al cuello.
Gonzalo hizo un gesto de desdén.
—No, no; no quiero. Es mejor que yo hable con Cecilia... Aguárdame un instante...
Su marido la detuvo al tiempo de salir, y la dijo en voz baja:
—No digas palabras feas. Procura estar prudente... El infame es él, que se ha aprovechado de su estancia en nuestra casa... ¡Qué miserable!
Ventura salió del cuarto y se dirigió al de su hermana temblando de susto. La heroica joven, cuando aquélla abrió la puerta, estaba en pie en medio de la habitación, con los brazos caídos y la vista fija en el suelo. Ventura cerró la puerta cuidadosamente, y se dirigió a abrazarla, murmurando con voz trémula:
—¡Oh hermana mía, gracias, gracias!
Pero Cecilia la rechazó brutalmente con un gesto de orgulloso desprecio, exclamando:
—¡Lo he hecho por él; no por tí!
Donde tira Doña Brígida de la manta
Cecilia no volvería más. Comprendía la fealdad de su conducta. Arrepentíase de haber dado ocasión para que los enemigos de Gonzalo le injuriasen, dudando de la honradez de su esposa. Daba su palabra y hacía juramento solemne de que aquellas escandalosas citas nocturnas no se repetirían. Tal fué el recado que aquella noche trajo Ventura a su marido.
En los días que siguieron, éste no se mostró irritado, ni aun severo con la delincuente. Toda su cólera y malquerencia eran para el Duque. Le acusaba de haber abusado inicuamente de la confianza de su suegro para despertar en la pobre Cecilia pasiones que siempre habían estado dormidas. Tratábala con afabilidad, hasta con mimo, lo mismo que a un niño enfermo, queriendo persuadirla a que no había perdido nada de su afecto. Mas esta amabilidad era tan humillante para ella, veíase detrás un hombre tan satisfecho, tan alegre de su culpabilidad, que la joven la rechazaba con aspereza: no lograba, por muchos esfuerzos que hacía, aparecer sensible a tal generosidad. Encerrábase en su cuarto sin atender como antes al cuidado de las niñas: aparecía tan seria y reservada a las horas de comer, que llegó a despertar la atención de don Rosendo, con hallarse este gran patricio más que nunca absorto en la alta dirección de la batalla del pensamiento que se libraba en Sarrió. Y con la perspicacia que le caracterizaba, en seguida comprendió que se trataba de «un decaimiento físico y moral, procedente de la vida monótona de la aldea. La juventud pide lo suyo, y hay que dárselo».
—Tú estás mal, Cecilia. Te veo pálida y triste. Necesitas salir de aquí y vivir con más expansión, en un medio más a propósito para los jóvenes. Iremos a pasar un par de meses de primavera a Madrid. En la aldea te asfixias, como un pájaro dentro de la campana de una máquina neumática.
Este gran pensador tenía a veces símiles felices, arrancados como el presente a las ciencias físico-naturales. En la viveza con que la joven aceptó el ofrecimiento, entendió que, como siempre, había dado en el clavo.
Ventura aparecía como antes. La terrible escena que había pasado, el sacrificio de su hermana y su justo desprecio después, no habían dejado huella en su vida. Hacía lo mismo que antes. Se mostraba tan cuidadosa de su persona y descuidada de las otras como siempre lo había sido. Sin embargo, cuando se encontraba con la mirada clara y penetrante de su hermana, bajaba la suya prontamente. Desde la noche del suceso, huía de encontrarse a solas con ella. Era bien fácil, porque Cecilia tampoco tenía deseo alguno de cruzar la palabra con la infiel.
Gonzalo, enteramente seguro ya de ella, gozaba de esta seguridad con deleite. Entre los esposos había habido con tal motivo una recrudescencia de cariño. Ventura le había exigido que nunca más volvería a dormir fuera de casa. El lo prometió solemnemente. Pensando en la falta de su cuñada, se repetía con frecuencia:
—«Del agua mansa me libre Dios, que de la corriente me libraré yo». Y desde entonces no sólo perdonaba a su mujer aquella ligereza y frivolidad, afición al lujo y carácter altanero que tanto le habían disgustado, sino que llegó a ver en estos defectos una garantía de su fidelidad. No hay nadie sin defectos, se decía, y es preferible que tenga éstos al que yo había imaginado.
Cinco o seis días después del suceso relatado, El Joven Sarriense insertaba una gacetilla donde pérfidamente se insinuaba la misma idea que le había obligado a hacer aquella memorable excursión nocturna a Tejada. La leyó sin emoción, con la sonrisa en los labios, burlándose en su interior del engaño que sus enemigos padecían. Sin embargo, como al fin y al cabo era una injuria la que venía allí escrita, resolvió castigar a los insolentes, aunque no de un modo trágico. Por la noche se introdujo súbitamente de modo sigiloso en la redacción del Joven Sarriense. No estaban allí a la sazón más que tres redactores. Uno de ellos era el traidor Sinforoso Suárez. Sin decirles una palabra, cayó sobre ellos a puñadas y puntapiés, con tal maña y coraje, que no pudieron hacer resistencia. Cuando alguno se levantaba del suelo, un tremendo revés a mano vuelta le tumbaba de nuevo. No sólo los tumbaba a ellos, sino también las mesas y los armarios, haciendo mayor destrozo que un terremoto. Cuando se cansó de sacudirles la badana, salió muy tranquilo a la calle riendo. Acudía ya a las voces de socorro alguna gente; pero él les dijo:
—Nada, señores, que se están pegando ahí arriba los redactores del Joven... A ver, guardia, suba usted y diga a esa gente que si continúan dando escándalo me voy a ver precisado a mandarles a la cárcel.
Cuando se supo la verdad del caso, se rió mucho esta salida. Los del Camarote se pusieron frenéticos. Pero Gonzalo, no tanto por su cualidad de alcalde, como por sus puños terribles, inspiraba tal respeto, que al fin se resignaron a quedarse con la justísima paliza que a tres de sus colegas les habían administrado.
Pasó el Carnaval sin gran animación. Ya no se formaban en Sarrió aquellas celebradas comparsas y cabalgatas, que llamaban la atención de toda la provincia, y hacían de esta villa una Venecia en miniatura.
En otro tiempo, todos los vecinos tomaban parte en aquella inmensa, desenfrenada alegría. Los ricos no sólo proporcionaban sus coches y caballos, sino también abrían suscripciones para encargar trajes lujosísimos a Madrid. Estas comparsas iban arrojando anises, almendras y caramelos a los balcones, sin darse punto de reposo. Los bailes del Liceo, si no tan brillantes, eran tan animados y divertidos como los que se celebran en los palacios más opulentos de la corte. ¡Oh, el Carnaval de Sarrió! ¡Quién en la provincia septentrional, donde estos sucesos se efectúan, dejará de tener recuerdos vivos y gratos de él!
Pero con la lucha política entre güelfos y gibelinos, entre los del Saloncillo y los del Camarote, todo se había huído. Cada cual se encerraba en su casa. Sólo se veía por la calle tal cual empedernido máscara haciendo las delicias de un enjambre de chiquillos que le seguían. Los esfuerzos titánicos de don Mateo no habían bastado tampoco a prestar animación a los bailes del Liceo. En vano iba conferenciando con todas las niñas casaderas de la población, para arrancarles la promesa de asistir, lo cual, en verdad, no le costaba gran trabajo. Mas en cuanto el papá se enteraba, fruncía el entrecejo y decía gravemente:
—Ya veremos, don Mateo, ya veremos.
Este veremos significaba, las más de las veces, una prudente abstención. Podían estar allí Fulano o Mengano, con los cuales, el buen papá, no quería compartir ni la atmósfera.
El año anterior, don Mateo había tratado de resucitar el antiguo baile de Piñata, de imperecederos recuerdos para todo buen sarriense, que se celebraba en el primer domingo de cuaresma. El alcalde, que era a la sazón Maza, bajo el pretexto religioso, y tratando de halagar a los beatos de la villa, negó el permiso para efectuarlo. Este año, el incansable viejo volvió a la carga con más ardor. Gonzalo no tuvo inconveniente alguno en permitirlo. Luego se dió tan buena maña para alborotar a la población, anunciando extraordinarias sorpresas, que habían de salir de un famoso globo encargado a Burdeos, que consiguió inspirar vivos deseos en todos de acudir aquella noche al Liceo. Por primera vez en Sarrió, después de unos cuantos años, el salón de esta sociedad prometía estar muy concurrido. Los días que precedieron a aquel domingo, las muchachas y muchachos, o como se decía entonces, las pollas y pollos, lograron sofocar con sus pláticas y preparativos el desagradable zumbido de la política. Fué como un momento de respiro de la aburrida villa. Venturita, en cuanto tuvo noticia de que se preparaba un baile de verdad, se apresuró a encargar a la modista un lujosísimo vestido, para disfrazarse de Isabel de Inglaterra y otro para Cecilia, de dama de Luis XV. Esta se había resistido bastante a ir al baile. Fué tanto, no obstante, el empeño que Gonzalo puso en ello, sin duda para distraerla un poco de la melancolía en que había caído, que, al fin, cedió. Con ir a Sarrió a probarse los trajes y dar instrucciones a la modista, se distrajeron algunas tardes.
Llegó el esperado domingo. Gonzalo, que estuviera ocupado toda la mañana, almorzó en Sarrió. Cerca ya del obscurecer se volvió a Tejada con el objeto de comer con la familia y traer a su mujer y cuñada al baile. Cuando llegó, éstas se estaban vistiendo ya en sus respectivas habitaciones. Ambas se presentaron en el comedor un poco después de la hora acostumbrada, primorosamente ataviadas. Cecilia, como suele acontecer a todos los temperamentos serios cuando se animan súbitamente, estaba encendida y locuaz. Parecía haber sacudido las ideas negras que tanto obscurecían su rostro en los días anteriores. Gonzalo, antes de ponerse a la mesa, bromeó graciosamente, tanto con ella como con su mujer. Mientras duró la comida no dejó de reirse a su costa con aquella ruidosa y cordial alegría que le caracterizaba.
—¿Vuestra majestad no quiere un poco de chorizo?—decía dirigiéndose a su esposa. Y luego, regocijado por su frase, soltaba una larga y sonora carcajada, como las que debían lanzar los reyes bárbaros en sus festines, sacudiendo su enorme tórax con temerosas convulsiones. Su alegría de hombre sano y bien equilibrado era comunicativa. Nadie dejaba de reirse cuando a él se le ocurría hacerlo. Aquella noche Ventura estaba muy amable y daba palmetazos en las espaldas a su marido pidiéndole que callase, que no podía comer en paz. Después que concluyeron, cuando estaban tomando el café, sea por haberse reído demasiado o por cualquier otra causa, la joven esposa se sintió mal del estómago. La comida le había hecho daño. Dijo que tenía ganas de devolverla. Y en efecto, se fué a su cuarto y al poco rato volvió diciendo que había arrojado y le dolía la cabeza. Se le hizo te. Estuvo reposando sobre un diván algún tiempo; mas el dolor y la incomodidad no desaparecían.
—Mirad; idos vosotros al baile. Yo me voy a meter en la cama—dijo levantando la cabeza.
Cecilia, por cuya mente cruzó súbito una sospecha, respondió:
—No; yo me quedo también.
—¡Qué tontería!—exclamó la enferma.—¿Vais a privaros de la única diversión que hay en Sarrió hace tiempo, por una cosa tan ligera?
—Sí—replicó Cecilia con la misma gravedad.—Yo me quedo.
—Pero, mujer, ¡si sabes que esta incomodidad la padezco yo a menudo! Es un poco de bilis. En cuanto duerma cuatro o cinco horas estoy buena.
—Pues yo me quedo.
—Pues me obligarás a mí a ir enferma y todo—dijo con impaciencia, levantándose.
—Tiene razón Ventura, Huesitos—dijo Gonzalo cogiendo a su cuñada por los hombros y sacudiéndola cariñosamente.—Esto no es nada; lo ha tenido cien veces. ¿Por qué te has de privar tú de ir al baile?... Ea, ea, a tomar el abrigo. Ramón ya ha enganchado. Son más de las nueve y media—añadió empujándola hacia la puerta.
Cecilia no pudo resistirse. Antes de salir dirigió una penetrante mirada a su hermana, que ésta se apresuró a evitar sentándose de nuevo.
Abajo les esperaba ya, en efecto, Ramón, con el familiar enganchado. Llevaban el carruaje mayor que tenían. Don Rosendo y Pablito, que se habían quedado a comer en Sarrió, volverían probablemente con ellos a la madrugada. Durante el trayecto, Gonzalo se mantuvo alegre y hablador, dando matraca a su cuñada, la cual estaba taciturna en demasía. El joven creía que el recuerdo de la fatal escena que narramos la atormentaba, y hacía vivos esfuerzos por distraerla.
La sociedad del Liceo se hallaba establecida en la única ala sana de un viejo convento derruído. Primero había sido escuela; mas cuando el ayuntamiento edificó el nuevo local, hacía ya algunos años, la sociedad, que tenía uno malísimo, se trasladó a éste, previo un arreglo o restauración que dirigió don Mateo y costó muy buenos cuartos. Los trabajos, sin embargo, se limitaron casi exclusivamente al salón de baile y la escalera. La secretaría, el despacho del presidente, la sala de ensayos de la orquesta, eran amplias y desnudas cuadras, con el pavimento de madera podrido y roto, y las paredes blanqueadas.
La escalera estaba bien iluminada y adornada con macetas de flores, que atestiguaban el celo y el gusto de don Mateo. Gonzalo y Cecilia la subieron de bracero. Al llegar arriba atravesaron una vasta antesala donde gran número de jóvenes se apresuraron a abrirles paso y saludarles con la familiaridad que se usa en los pueblos pequeños. En el salón había ya bastantes damas, todas disfrazadas, aunque la mayor parte de ellas, como Cecilia, sin máscara. Para los sarrienses era aquello una sorpresa. En los cinco últimos años, los bailes del Liceo parecían visitas de pésame. Media docena de señoritas más o menos jóvenes, con los hombros y el pecho al aire, el rostro muy empolvado, departiendo en voz baja allá en un ángulo del vasto salón, mientras a su lado las mamás sacaban tiras de pellejo a alguna amiga ausente. Otros tantos pollos dando vueltas en la antesala, el aire triste, la mirada opaca, abrochándose mutuamente los guantes con las horquillas de sus hermanas. Generalmente eran los mismos. Cada pollo bailaba dos o tres polkas, rigodones o lanceros con las hermanas de sus amigos. A las doce o doce y media salían todos en pelotón, remangándose los pantalones y las faldas respectivamente, y guareciéndose debajo de los paraguas, charlando en voz alta al través de las calles solitarias y húmedas. Los vecinos, a quienes el sueño no tenía presos, decían:—«Ahora salen del Liceo». Esto era todo. Don Mateo, firme, indomable, conservaba tenazmente, con amoroso esmero, este exiguo rescoldo del fuego del placer.
Gracias a su perseverancia, aquella noche se convirtió en viva y animada hoguera. La juventud de la villa tuvo fuerzas para arrollar las ruines pasiones que agitaban los pechos de sus papás, y entró en aquel solitario salón como un torrente desbordado, haciéndolo resonar con sus risas y pláticas, con chillidos horrísonos:
—Alvaro, ¿me conoces? ¿me conoces? ¿Por qué no te casas? Mira que ya vas caminando para Villavieja.
—Periquito, ¿te gusto?... ¿Que alce la careta?... ¿Para qué lo necesitas? Tú no te enamoras de las caras y haces bien. ¡Teniendo de aquí... y de aquí! ¿Eh? Adiós, adiós, Periquito.
—Hola, Delaunay... Hola, monsieur. ¿Cómo va ese tranvía aéreo? ¡Qué cosas se te ocurren! ¡Qué gran cabeza tienes! ¡Lástima que seas tan desgraciado! Dicen que no eres hombre práctico. Sin embargo, supiste arreglar a la hija del Rato... Adiós, adiós...
—¿Qué tal, Sinforoso? ¿Cuándo te dan la mano de Cipriana?... Bien te hacen penar, hombre. ¿Por qué no los amenazas con pasarte otra vez al Saloncillo?
Había muchas señoras con dominó negro, que eran las que daban estas bromas, demasiado vivas a veces. La mayor parte de ellas eran viejas. A las jóvenes, les gustaba mostrar el palmito y la esbeltez de su talle, con algún traje histórico. Había damas venecianas, romanas, del bajo imperio, hebreas, de la época de Luis XV, del Directorio, de Felipe II, y hasta pasiegas de los tiempos más recientes. Había también, algunas gitanas, nigrománticas y cautivas. Veíanse trajes caprichosos y románticos, que no admitían clasificación; uno de noche estrellada, otro de tulipán, otro de paloma viajera con una cartita al cuello. Los hombres en general no llevaban disfraz: vestían la larga y desairada levita, que sólo salía a relucir en ocasiones como ésta. Sin embargo, veíanse algunos con dominó, que les servía para acercarse y hablar a sus novias, sin peligro de ser interrumpidos por las mamás. Un grupo de jóvenes afiliados al Camarote, que venían de este modo, habían tenido la feliz ocurrencia de disfrazar a don Jaime Marín de maragato. Cuando le tuvieron vestido de esta suerte, le dijeron que mejor que careta, convenía que se pintase; a lo cual él se prestó. Tomó un chico el pincel y la caja de pinturas, y fingiendo que le embadurnaba con mil colores, le paseó el pincel largo rato por la cara, mojado en agua solamente. Pidió Marín un espejo para verse. Los maleantes jóvenes tuvieron buen cuidado de no proporcionárselo. Todo se volvía gritar:—¡Pero qué bien está usted, don Jaime! ¡qué horrorosamente pintado! Ni la madre que le parió puede conocerle. Bajo la fe de esta palabra, el buen Marín se dejó llevar al Liceo. Sus amiguitos le aconsejaron que no dejase de dar bromas a ciertas señoritas; a lo que él contestaba, que serían como sinapismos. Y en efecto, así que entró en el salón, comenzó a dirigirse a las muchachas gritando con voz de falsete:
—Hola, Rosarito, ¿dónde has dejado a Anselmo? Ya sabemos que todas las noches a las diez le tiras una cartita por el balcón.
—¡Pero, don Jaime!—exclamaba la niña mirándole con sorpresa.—¿Usted cómo viene así?
—¡Diablo! Ya me ha conocido—decía el buen Marín alejándose.
Dirigíase inmediatamente a otra, y pasaba lo mismo.
—Es particular—concluyó por decirse.—Todas me conocen al instante... Será por la voz, porque lo que es pintado, ¡lo estoy de órdago!
Cuando estaba haciéndose esta reflexión, una mano huesuda le agarró por detrás.
—Gran burro, bobalicón, zoquete, ¿quién te ha metido aquí de este modo?
Era su amada compañera, la ingeniosa y severa doña Brígida.
—¡Anda, bestia, anda, que siempre has de servir de payaso en todas partes!
Y a empujones lo fué sacando del salón. La buena señora, que venía disfrazada con dominó y careta, luego que le dejó en la antesala con orden expresa y terminante de irse inmediatamente a casa, se volvió a meter en el centro del baile, donde tenía un asunto de importancia que resolver, como luego veremos.
Rodeado por un grupo de máscaras estaba el simpático don Feliciano Gómez. Su gran pirámide de cabeza monda y reluciente, descollaba soberbia por encima. Eran mujeres las que formaban círculo en torno suyo, armando algarabía insufrible. Las bromas que le prodigaban tocaban a menudo en la injuria.
—¡Feliciano, milagro que te han dejado venir al baile tus hermanas! ¿A qué hora te han mandado retirarte? Dicen que doña Petra te castiga cuando llegas tarde, ¿es verdad? ¡Pobre Feliciano! ¡Qué severas son tus hermanas! Ya que no te han permitido casarte, debieran darte un poco más de libertad.
El bravo comerciante, sin ofenderse, contestaba con sonrisa bondadosa a aquellas arpías. Al fin, cansadas de su paciencia, le dejaron en paz.
El adorable Pablito, vestido correctamente de frac, con una flor blanca en el ojal, llevaba a cabo mientras tanto la conquista de cierta hermosa hebrea, hija de un comandante de artillería que acababa de llegar. La pobrecilla, al ver rendido a sus pies al joven más rico y más apuesto de la villa, dejaba escapar por todos los poros de su lindo rostro ruborizado, el gozo íntimo que le embargaba. ¡Qué sonrisas, qué gestos tan expresivos! Las muchachas de la población la miraban con expresión de burla. Aquellas miradas decían:—«Goza, goza un poco, infeliz, que pronto vendrá el desengaño».
Pablito, inclinado, sumiso, la vertía al oído frases ardientes e ingeniosas como éstas:
—Ayer cuando venía de Tejada, la he visto a usted con su papá, tan guapetona como siempre.
—¡Qué guasón! También yo le vi. Venía usted en coche abierto. Guía usted muy bien.
—Es favor, Carmencita. Guiar ahora esos caballos no tiene nada de particular, lo hace cualquiera. ¡Si los viera usted cuando los compré! El cochero de don Agapito los había echado a perder enteramente; sobre todo el Gallardo, el de la izquierda, ¿sabe usted? un poco más obscuro que el otro... Aquél era una cosa perdida. Si cae en otras manos, a estas horas no vale dos pesetas. Hoy es mejor que el otro todavía... Cuestión de paciencia, ¿sabe usted?—añadió con fingida modestia.
La linda hebrea protestó:
—Vamos, no se haga usted el pequeño, que ya sabemos que lo hace usted muy bien.
—Paciencia y un poco de costumbre—repitió Pablito bañándose en agua de rosas.
Después le explicó con toda latitud lo que en su concepto constituía un buen cochero. La mano suave y firme al mismo tiempo, el ojo vivo, castigar fuerte cuando hace falta, pero sin irritarse; luego un gran conocimiento de lo que son los caballos. Sin el estudio atento y reflexivo del temperamento de estos animales, imposible guiar regularmente. Carmencita le escuchaba embelesada.
A Cecilia se le había acercado, poco después de entrar en el salón, Paco Flores, aquel ingeniero que pidió su mano por mediación de Gonzalo. Desde que la joven le diera calabazas, él, que, como hemos visto, sólo buscaba una mujer modesta, hacendosa y con algún dinero, se había enamorado de ella y la perseguía a sol y sombra. En Sarrió, al ver la persistencia del ingeniero en festejar a la primogénita de Belinchón, se creía que apetecía sólo con ansia la dote. Era un error. Flores se había llegado a enamorar de veras. Si Cecilia se quedase pobre repentinamente, lo mismo la haría su mujer. La conducta de ésta, también era adecuada para encender su ilusión. A todos sus obsequios y galanterías respondía siempre con amabilidad y gratitud. No había peligro de que la joven se retirase del balcón cuando él pasaba, ni esquivase su conversación cuando le encontraba en alguna casa conocida o le diese alguno de esos desaires que tanto hacen gozar a la mayoría de las muchachas. Le trataba como un buen amigo, guardándole todas las atenciones que se deben a la persona que se estima. Pero en cuanto el ingeniero quería pasar adelante, pedía un poco de amor, un rayo de esperanza, siquiera para el día de mañana, encontraba la misma negativa, suave, firme y constante. Y lo peor era que Cecilia, al negar, no lo hacía con placer, sino con repugnancia, como si le doliese causar disgusto a un amigo. Este sentimiento hería aún más el amor propio del pretendiente.
Después que bailaron un vals, sentáronse fatigados en un ángulo del salón. Flores le había cogido el abanico, y la abanicaba respetuosamente.
—Así quisiera pasarme la vida—dijo con acento sincero.
—¡Oh! Se cansaría pronto—respondió Cecilia sonriendo.
—¿Quiere usted probarlo?
La joven no contestó.
—No es usted, Cecilia, de las mujeres que hastían pronto. Posee usted en su corazón y en su inteligencia recursos para tener siempre a sus pies al hombre que la ame. Hace más de dos años que vivo enamorado de usted, y, en vez de cansarme, cada vez me siento más ligado a usted, cada vez la adoro más perdidamente... hasta el punto de ser la burla de la población.
—Eso no se puede decir de antemano—repuso ella, un poco conmovida por el fuego y la emoción que Flores había comunicado a sus palabras.—No es lo mismo ver a una mujer cortos instantes, y hablarla de Pascuas a Ramos, que tenerla a su lado eternamente.
—¡Qué más quisiera yo, Cecilia! Tenerla junto a mí siempre, ¡siempre!—replicó en voz baja y temblorosa el ingeniero, jugando con el abanico y mirando fijamente al suelo.—Consagrar mi vida a servirla, a adorarla de rodillas... Yo sé que haría usted feliz a cualquier hombre, pero a nadie tanto como a mí que conozco las grandes cualidades de su alma, que adivino además en su corazón sentimientos que acaso sean enteramente desconocidos para otros... ¡Es terrible! Eso de que usted no me haga concebir la más remota esperanza de que algún día, por lejano que sea, mi cariño llegue a ablandarla, y me acepte siquiera por esclavo...
—Le acepto por amigo, por buen amigo—dijo la joven gravemente.
—Amigo, ¡oh!... Esa amistad, Cecilia, es una muralla de hielo que se interpone entre usted y yo... Comprendo que no tengo mérito alguno para merecer el amor de usted... que hay cien jóvenes en la villa que pudieran con más derecho solicitarlo... Pero lo extraño, lo que me anima y desanima a un mismo tiempo, es que usted no se ha fijado en ninguno hasta ahora... Su corazón permanece ocioso, indiferente... Digo, a no ser que tenga usted algún amor oculto.
Cecilia se estremeció levemente y levantó un poco los ojos hacia el sitio donde se escuchaba la voz de Gonzalo. Después respondióle con más severidad que de ordinario:
—Deje usted de estudiar tanto mi interior, Flores; primero, porque lo más probable es que sea tan vulgar como el de la mayoría de las mujeres, y segundo, porque, si hubiera algo de particular en él, no sería fácil que usted lo descubriera.
—No se ofenda usted, Cecilia. Este estudio es una prueba nada más de lo mucho que usted me interesa.
—No me ofendo—replicó la joven procurando sonreir.—Voy a saludar a Rosario. ¿Quiere usted llevarme?
En la antesala, separada sólo por algunas columnas del salón, charlaban los padres graves, echando ojeadas satisfechas a éste, donde veían a sus hijas divertirse. Alguna vez, se destacaba un máscara del baile, y venía a embromarles. Era alguna vieja contemporánea que les hacía reir y toser hasta reventar con historias antiguas. Don Rosendo charlaba en un rincón con don Melchor de las Cuevas. Explicábale un vasto proyecto de puerto, grandioso como todos los suyos. Porque no es posible representarse bien lo que había crecido la ciencia, ya grande, de Belinchón en los últimos años. Era una ciencia más intuitiva que adquirida a fuerza de estudio, como acontece a todos los grandes hombres. Al principio, cuando iba a escribir en El Faro sobre un tema que no conocía, mostrábase receloso, vacilante, tímido. Mas en cuanto aprendió bien los tópicos del periodismo, y tuvo a su disposición una buena cantidad de frases hechas, y sobre todo, en cuanto recibió un diccionario enciclopédico en quince tomos, que le costó no menos de dos mil reales, ¡aquello sí que fué cortar y rajar! No hubo asunto o problema científico, social, económico y político en que don Rosendo dejase de meter la cucharada con gran lucimiento. Se trataba de la peste que hacía estragos en el ganado: don Rosendo buscaba en su diccionario las palabras ganado, caballo, toro, carnero, forrajes, industria pecuaria, etcétera, y así que leía lo que decía sobre ellas, tomaba la pluma, y su genio periodístico se encargaba de trazar uno o varios artículos, rebosando de filosofía y erudición. Venía, como ahora, la cuestión del puerto, y acudía al diccionario en busca de las palabras puerto, dársena, mareas, dragas, vientos, etc. Siete artículos llevaba escritos y publicados a la sazón, para demostrar la necesidad de construir una gran dársena frente a Sarrió, en un punto denominado Fonil. Parecía un marino consumado, harto de surcar los mares, encanecido en el estudio de los problemas hidráulicos. Sin embargo, el señor de las Cuevas, aunque pasmado de aquel modo de barajar términos marítimos, alguno de los cuales ni él mismo conocía, torcía el gesto a las explicaciones verbales que don Rosendo le daba. Concluyó por decirle, poniéndole la mano en el hombro:
—Desengáñese usted, Belinchón: en la dársena de usted, con viento entablado del Noroeste, no entran ni las sardinas.
El que más gozaba en esta fiesta, ¿quién lo diría? era un anciano, el buen don Mateo, a quien se debía exclusivamente. Para él, aquel baile significaba uno de los grandes triunfos de su vida. Más trabajo le había costado congregar allí a los enconados vecinos de la villa, que tomar un reducto a los carlistas en la acción de Guardamino. No cesaba en toda la noche de andar, mejor dicho, de arrastrarse de un lado a otro, expidiendo órdenes a los criados, al conserje, a la orquesta.
—Gervasio, ahora las bandejas de dulces... ¡Coged uno de cada lado, mastuerzos!—¿Qué quiere usted, señor Anselmo? ¿Piden los muchachos que en vez de vals sea rigodón? Pues toque usted rigodón.—A ver, pollos, que hay una porción de señoras en el tocador que no tienen pareja para salir.—¡Marcelino! ¿dónde se ha metido Marcelino? Baja al portal, que un pillo ha tirado una pedrada al farol, y lo ha roto.—¡Pero, don Manuel, si no son más que las dos! ¿Se quiere usted llevar ya a las niñas, y aún no hemos roto la piñata?
Aquella noche estaba rejuvenecido el buen señor. Gozaba por todos los jóvenes, como los místicos gozan en una comunión general. De vez en cuando sus ojos opacos se fijaban por encima de las gafas, en el globo de madera que colgaba en medio del salón, y lo acariciaba con una sonrisa de placer. Aquel primoroso artefacto, venido de Burdeos, estaba pintado con rayas azules y blancas. Por debajo de él pendía una multitud de cintas de varios colores, todas las cuales, menos una, quedarían en las manos de las señoritas, al tirar por ellas. A la que diera con la cinta que abría la piñata se le adjudicaba el globo, cargado, sin duda, de confites, y, según se decía, de chucherías muy lindas.
Gonzalo, en el medio del salón, mostrábase también alegre, departiendo cuándo con una, cuándo con otra dama. Había bailado con su cuñada un rigodón, y una polka y un vals con dos amigas de su esposa. Sudaba copiosamente. No cesaba de limpiarse la frente con el pañuelo. Su gran figura de coloso, descollaba como una torre por encima de todas las cabezas.
—¡Qué animado está el señor alcalde!—le decía una dama del bajo imperio.
—Hay que aprovecharse de la ausencia de Ventura—respondía el joven riendo.—¿Dónde está su marido, Magdalena?
—Por ahí anda.
—Baile usted conmigo esta polka. Vamos a engañar a nuestros cónyuges respectivos.
—No puedo. La tengo comprometida con Peña.
Mientras así charlaba con todos los que se le acercaban, una mujer rebujada en dominó negro, con máscara del mismo color, no le perdía de vista un momento, situada ahora en un punto, ahora en otro; pero siempre a corta distancia de él. Por los agujeros de la careta se veían dos ojos lucientes y fieros. Era doña Brígida, la ingeniosa compañera del rebajado Marín, que acechaba el momento oportuno, como el barítono de Un ballo in maschera para dar la puñalada. La víctima allí, era un príncipe; aquí, nada más que alcalde. Las razones que la eminente señora tenía para meditar tal crimen, no serán tan poderosas como las del barítono a los ojos de un hombre; mas de seguro lo parecen a cualquier mujer. El Faro de Sarrió, en su afán de morder a todos los socios del Camarote, a sus parientes y amigos, la había emprendido desde hacía tres o cuatro meses, con la esposa de Marín. Salieron a relucir todos los secretos domésticos; la vida del matrimonio, la dependencia y degradación de Marín fueron puestas en caricatura. Se contaban a este propósito, en letras de molde, todas las anécdotas más o menos chistosas que corrían por la villa, y algunas más descubiertas o inventadas por los maleantes redactores. Y como si esto fuera poco, no había número del citado periódico en que de un modo u otro no se hiciese mención de la peluca de doña Brígida, que por tal circunstancia había llegado a ser popular en Sarrió. La irritación, la rabia, el odio y el deseo de venganza que se habían despertado en esta señora, nadie se los puede figurar. Baste decir que, cuando veía a cualquier redactor de El Faro en la calle, empalidecía horriblemente; costaba gran trabajo impedir que se le arrojase al cuello, como un gato rabioso. Hasta entonces no había podido satisfacer aquella ansia de venganza que la devoraba. Por eso ahora, contemplando a Gonzalo, se relamía de gozo, se estremecía de anhelo, como el tigre que divisa la presa. Aprovechando un instante en que nadie hablaba con él, se fué hacia él muy quedo y por detrás. Y poniéndose repentinamente delante, escupió más que dijo estas palabras:
—Gonzalo, ¿cómo eres tan borrico? Estás siendo la burla y la risa de todo el mundo. No hay una sola persona en el baile que no sepa que tu mujer está durmiendo a estas horas con el duque de Tornos.
El joven quedó como si le hubieran dado con un mazo en la frente. Se puso densamente pálido. Trató de agarrar a la infame máscara para arrancarle la careta; mas no le fué posible. Doña Brígida se había escabullido como una anguila por entre la gente. Como había muchas señoras con el mismo disfraz, imposible saber quién era. Entonces se apresuró a salir del salón. Las palabras aquellas le sonaban dentro de la cabeza como feroces martillazos. Temió caerse. En la antesala respondió con sonrisa estúpida a las frases amicales que le dirigían. Su tío don Melchor, viéndole tan pálido, vino hacia él:
—Qué tienes, Gonzalillo: ¿te sientes mal?
—Sí... Voy a tomar una taza de te.
—Te acompaño.
—No, no; vuelvo en seguida.
Y corrió, dejándole plantado cerca de la puerta.
Bajó las escaleras. Se encontró en la calle sin darse cuenta de lo que hacía. El aire frío de la noche le refrescó la cabeza y le hizo volver en su acuerdo. Súbitamente tomó la resolución de partir a Tejada. Buscó con la vista el coche y no le vió. Sin duda Ramón estaba en casa aún. Miró el reloj. No eran más que las dos y media. Dirigióse a paso largo hacia la casa de su suegro, en la Rúa Nueva, mas cuando hubo dado unos pasos, advirtió que iba sin sombrero y de frac. Volvióse al Liceo. Al primer criado con quien tropezó en la escalera, le pidió que le bajase el sombrero y el abrigo.
Cuando llegó a casa, Ramón estaba enganchando ya.
—Ramón, vas a llevarme ahora mismo a Tejada a todo escape.
El cochero le miró con sorpresa.
—¿Se ha puesto peor la señorita?
—Me parece que sí—respondió metiéndose en el coche.—Para antes de llegar... en la revuelta del molino, ¿entiendes?
—Teme asustar a la señorita, ¿verdad?—preguntó el cochero con gran penetración.
No contestó.
Los caballos partieron a escape, haciendo bailar el coche ásperamente por encima del empedrado desigual de la villa. Gonzalo no advirtió siquiera aquel movimiento que le sacudía rudamente las visceras, ni el tránsito a la carretera al dejar la población. Toda su atención estaba fija, concentrada en un punto. ¿Sería verdad, o no? Desgraciadamente, sin saber él mismo por qué, la convicción de que su esposa le estaba engañando, entraba en su alma y se enseñoreaba de ella. Cuando había venido a Tejada a pie, hacía dos meses escasos, esta convicción no quería entrar. Por mucho que hacía para convencerse de que la delación del periódico era verdad, su mente y su corazón se negaban a darle asenso. Ahora sucedía todo lo contrario. Se hacía infinitas reflexiones para persuadirse a que la acusación de la encapuchada no era más que vil expresión de la envidia y el despecho en algún enemigo oculto, y a pesar de ellas no podía menos de darla fe.
Cuando el coche paró, no se dió cuenta del tiempo que hacía que caminaba; lo mismo podía ser un día que un minuto. Salió de su sueño y brincó del carruaje al suelo.
—Ahora vuélvete por la familia—le dijo a Ramón,—y no digas que me has traído. No hay necesidad de asustarles.
Se dirigió lentamente hacia la puerta del parque, que estaba a unos doscientos pasos, mientras el coche se alejaba en sentido contrario. Cuando llegó, la tocó con mano trémula. Estaba abierta como la otra vez. Sintió un frío extraño en el corazón que le obligó a detenerse. Entró al fin con cautela, y quiso ver si estaba la llave por dentro para cerrarla; pero no la halló. La noche no estaba clara ni obscura; el cielo toldado. Llovía un agua menudísima, muy frecuente en el país, que impregna al cabo la ropa como la gorda, y aun mejor. No hacía ruido alguno al caer sobre los árboles y plantas del parque; pero aquéllos, empapados ya, al ser heridos por una ráfaga de viento, dejaban escapar multitud de gotas, un verdadero chubasco, que sonaba sobre los caminos con suave y fugaz repiqueteo.
Gonzalo se acordó de que no traía arma alguna. Pero alzó los hombros con desdén, con una confianza absoluta de que si llegara el caso no iba a hacerle falta. Miró a todos lados a ver si descubría el caballo del Duque y no lo vió. Lo que sí percibió fué la sombra de un hombre deslizándose al través de los árboles. Corrió hacia ella, mas se desvaneció al instante. Figurósele que era Pachín, el criado, y le acometió la sospecha de que él era el traidor que abría la puerta al Duque. Después de la noche aquella en que halló a su cuñada con éste, se había dedicado a averiguar quién era el que dentro de casa le protegía, sin lograr nada. En quien menos podía sospechar era en un criado tan antiguo como Pachín.
Pensó entonces en que podía ir a avisar a los traidores, y tomó otra vez la dirección de la casa a la carrera para ganarle por la mano. Subió de nuevo por la parra al cuarto de su suegro. Esta vez, el balcón estaba llegado nada más. De puntillas, pero velozmente, se dirigió al gabinete presa por un movimiento automático, como si, habiendo encontrado allí al Duque una vez, fuese de necesidad que estuviese siempre. Grande fué su estupor al encontrarlo desierto y obscuro. Quedó un momento clavado al suelo. Pero movido súbito por una idea, corrió al cuarto matrimonial, donde Ventura dormía. Hallólo cerrado por dentro. Llamó con la mano.
—Ventura, Ventura.
—¿Quién está ahí?—gritó de adentro su esposa con voz extraña, indefinible.
—Soy yo... abre, abre pronto.
—Estoy en la cama.
—No importa, abre pronto.
—Déjame vestirme.
—No; abre en seguida o rompo la puerta.
—Voy, voy allá.
El joven aguardó un instante. En vez de la puerta, creyó percibir que se abría el balcón del cuarto.
—¡Abre, Ventura!—gritó con furor.
Y no recibiendo contestación, dió un golpe a la puerta con su poderosa pierna de cíclope, e hizo saltar el pestillo con estrépito. El cuarto estaba en tinieblas.
—¡Ventura, Ventura!—gritó.
Nadie contestó. Sacó con mano trémula una cerilla, y paseó una mirada de loco por la habitación. Su esposa estaba en camisa acurrucada en un rincón, pálida, desencajada. Gonzalo no detuvo los ojos en ella. Miró a todas partes en busca de algo, y, percibiendo el balcón entreabierto, se lanzó hacia él. Abrió. Vió correr entre los árboles una cosa blanca, el bulto de un hombre en mangas de camisa. No se descolgó. Saltó de un brinco al jardín, y corrió hacia él como una saeta. Mas el hombre ya llegaba a la puerta de hierro, la abría, desaparecía. Gonzalo le siguió poco después, pero al echar una mirada en torno, le vió entre las sombras, montado a caballo, lanzándose a la carrera en dirección a Nieva. Comprendió en seguida que era inútil perseguirle. Animado, no obstante, de una esperanza loca, volvió corriendo a las cuadras, sacó su hermoso caballo de silla, y, poniéndole un freno, saltó sobre él en pelo, y se lanzó igualmente a escape por la carretera de Nieva. No llevaba espuelas ni látigo, mas el bravo animal obedeció a su voz, mejor dicho, a sus rugidos, y tomó un escape violentísimo. Los ojos del caballo veían el camino. El no percibía delante de sí más que un gran agujero negro donde iba a sumirse. Los altos álamos que orlaban la carretera, pasaban raudos a su lado como negros fantasmas.
—¡Up, up, up!
El noble bruto volaba como si le clavase el acicate. Así corrió por espacio de media hora.
—Es imposible—se dijo.—Su caballo es aún mejor que el mío, y me llevaba una delantera de dos tiros de fusil lo menos.
Mas cuando se iba haciendo esta reflexión, y vacilaba en tirar del freno al caballo, pasó por delante de otro, que estaba a un lado de la carretera, ensillado y sin jinete. Paró en firme al suyo con trabajo. Dió la vuelta para ver lo que era aquello. Reconoció en seguido la jaca inglesa del Duque.
—¡Oh—rugió,—ya eres mío!
Porque se imaginó en seguida que había caído. Apeóse y reconoció el terreno, pero no dió con el jinete. Encendió cerillas, y nada, no encontró rastro del Duque.—«Puede ser que oyendo el galope de mi caballo, y temiendo que le alcanzase, se haya escondido por aquí cerca»—se dijo. Saltó a los prados, reconoció todo lo escrupulosamente que pudo a la luz de las cerillas los alrededores, miró detrás de los setos, escudriñó la maleza, siguió un buen trecho la orilla de un arroyo que había a la izquierda. Pero se agotó la caja de fósforos antes que pudiese topar con su enemigo. Dió la vuelta desesperado, bramando de rabia.
Si efectivamente el duque de Tornos andaba por allí escondido, ¡qué buen rato debió de haber pasado!
En que da fin la presente historia con algunos notables, cuanto tristes sucesos
Ventura, así que vió desaparecer a su esposo por el balcón, se vistió apresuradamente. Salió del cuarto en busca de algún criado. Justamente llegaba Pachín, con una luz en la mano, con la faz descompuesta.
—El señorito va corriendo detrás del señor Duque por la huerta—dijo, con voz apenas perceptible.
—¿Lo alcanzará?—preguntó la infiel esposa, muy pálida, aunque repuesta ya bastante del susto.
—No lo creo. El señor Duque tiene el caballo amarrado al lagar de Antón. Lleva delantera para poder montar, y entonces imposible seguirle.
—¿Dónde me escondo yo? Si vuelve, me mata.
—Lo mejor sería salir de casa, señorita... Venga conmigo.
La joven le siguió al través de los pasillos. Bajaron la escalera de servicio, y salieron por la puerta de la cocina. Pachín quería llevarla a casa del párroco, que la tenía no muy lejos de la posesión. Cuando salieron al jardín, vieron venir corriendo a Gonzalo hacia la casa. Sólo tuvieron el tiempo preciso para esconderse detrás de la washingtonia próxima al comedor. Desde allí le vieron entrar en la cuadra, sacar el caballo y partir a escape. Ventura creyó morir de miedo.
—No, no, yo no quiero ir a casa del cura. Puede volver pronto, y el cura no puede defenderme de él... Es un pobre viejo... Quiero ir a Sarrió.
—¿Pero, señorita, a Sarrió a estas horas y lloviendo?
—¿No hay ningún carruaje?
—Hay la berlina; pero faltan los caballos... Aguarde usted un poco, voy a ponerle las varas, y engancharemos la jaca del señorito Pablo... No respondo de que tire.
—¡De prisa, de prisa!
Todo lo más que pudo, Pachín hizo lo que decía. Ventura se metió en el coche, y partieron. Aunque al principio la jaca se rebeló un poco, puesta ya en la carretera, con la querencia de la cuadra de Sarrió, donde estaba generalmente, anduvo bastante bien. La joven ordenó al criado que la llevara a casa de don Rudesindo, con cuya señora mantenía bastante relación. Allí se refugió, y estuvo hasta que su padre, dos o tres días después del suceso, la llevó a Madrid. De allí a Ocaña, en uno de cuyos conventos la encerró, por acuerdo de él y Gonzalo. El gran patricio no tenía gran apego, como sabemos, a las religiones positivas; pero «mientras la sociedad no dispusiera de otros medios coercitivos para ciertas transgresiones de la moral, forzoso era acudir en demanda de ellos a las antiguas instituciones sociales, siquiera fuesen tan viciadas y deficientes como éstas».
Volvamos ahora a Gonzalo. Pasó todo el día cerrado en Tejada, en un estado de agitación próximo a la demencia. La única persona que se atrevió a entrar en su cuarto fué don Rosendo. Aunque adornado con perífrasis y redundancias periodísticas que acreditaban su temperamento de escritor, supo hablarle un lenguaje digno y generoso. Se ponía incondicionalmente de parte de él, y maldecía a su hija «cuya conducta incalificable, barrenando (últimamente le había cogido mucha afición don Rosendo al verbo barrenar), al mismo tiempo, la moral, el derecho y las prácticas sociales, la ponía fuera de toda protección legal y familiar». El fué quien propuso encerrarla provisionalmente en un convento. El pobre Gonzalo, abatido, convulso, no le contestó una palabra. Escuchábale paseando por la habitación en sentido diagonal, las manos en los bolsillos, la mirada húmeda y siniestra. Tan sólo levantó la cabeza para decir con firmeza:
—Llévesela usted donde quiera... ¡Pero que no vea a mis hijas! No quiero que sus labios las toquen.
Al obscurecer entró un criado a avisarle que dos señores que habían llegado en una carretela, deseaban hablarle con urgencia. En seguida le cruzó por el pensamiento lo que aquello significaba, y se apresuró a contestar:
—Que entren.
Entraron dos caballeros de Nieva. El uno era el marqués de Soldevilla, hombre de media edad, enteramente rasurado, color erisipeloso y dientes amarillos, que hablaba muy alto para aparecer campechano: el otro, un coronel retirado, llamado Galarza, viejo, canoso, y hombre de pocas palabras y amigos. Venían de parte del Duque a arreglar un asunto grave, que había acaecido la noche pasada, en el terreno del honor. El duque de Tornos no quería dejar al señor de las Cuevas sin la reparación que le debía. Huir en aquella ocasión, no entraba en sus costumbres y carácter, ni era digno de su jerarquía social. Pero al mismo tiempo, en interés de Gonzalo y de él mismo, exigía que todo se llevase a cabo con el mayor secreto posible.
Gonzalo dejó hablar al Marqués, que fué prolijo hasta la impertinencia, sin pestañear, afectando una tranquilidad que no sentía.
—Está bien—dijo cuando terminó.—Acepto, desde luego, el desafío. Estoy pronto a realizarlo como y cuando ustedes gusten... Un poco original es—añadió, al cabo, con risita nerviosa, que disfrazaba mal la cólera que le dominaba.—Un poco original es que sea el señor Duque quien desafía, siendo yo el ofendido. Ese acto, a la verdad, más que en la caballerosidad parece inspirado en el miedo.
—Señor de Cuevas—interrumpió agriamente el ex coronel,—nosotros no podemos consentir que en nuestra presencia se permita usted esas apreciaciones.
Gonzalo le miró con ojos distraídos, como si no hubiese oído, y siguió diciendo:
—En realidad, yo podía y hasta debía rechazar este desafío, porque no es costumbre que los hombres decentes se batan con los granujas, aunque éstos lleven un título del reino.
—Señor de Cuevas—profirió Galarza montando en cólera,—esto es insufrible. Yo no tolero que usted hable de ese modo.
—El duque de Tornos es un granuja, ¿sabe usted?—respondió mirándole fija y provocativamente a los ojos.
La verdad es que hubiera sido gran temeridad meterse con Gonzalo en aquel instante. Galarza se puso pálido, y dijo levantándose:
—Está usted en su casa. Yo me retiro.
—¿Quiere usted que vaya a decírselo fuera?—exclamó impetuosamente, levantándose también.
—Señores—gritó con voz cascada el Marqués,—un poco de sosiego. Galarza, no tiene usted derecho a irritarse. El género de ofensa que nuestro apadrinado ha hecho al señor (y siento tener que referirme a ella), le disculpa para extralimitarse en la apreciación de su carácter. Creo que en el momento que acepta el duelo, hace bastante y atenúa por completo el sentido de sus palabras, hijas de la irritación natural en que se encuentra...
Gonzalo estuvo por dejar caer la mesa, que tenía delante, sobre el necio conciliador. Permaneció inmóvil y silencioso, no obstante, porque deseaba ya ardientemente verse frente a frente con el Duque. El ex coronel volvió a sentarse a ruegos de su compañero. Por temor a su temperamento irritable o por vengarse, no volvió a pronunciar palabra.
Gonzalo manifestó que nombraría a dos amigos para que se entendieran con ellos, los cuales irían al día siguiente por la mañana a Nieva. Por lo tanto podían volverse desde luego a este pueblo, a no ser que le hiciesen el honor de ser sus huéspedes aquella noche...
Los amigos del Duque dieron las gracias: se dispusieron a marcharse. Cuando ya estaban en pie les dijo Gonzalo dirigiéndose, por supuesto, solamente al Marqués.
—Deseo que tanto las conferencias que celebren ustedes con motivo de este lance, como el lance mismo, se realicen en Nieva... Porque—añadió con acento, mitad sarcástico, mitad enternecido,—por más que a ustedes les parezca raro, todavía hay en esta casa personas que me aman.
Los padrinos prometieron complacerle, y se retiraron dando la vuelta a Nieva.
Cecilia los vió partir y se puso a rondar el cuarto de su cuñado sin atreverse a entrar. Este, al salir en busca de Pablito, se la tropezó en el pasillo, que estaba medio a obscuras. La joven le cogió repentinamente la mano, se la apretó con fuerza, y clavándole una mirada anhelante, le dijo:
—No te batas, Gonzalo.
El tuvo fuerzas para disimular, exclamando con desprecio:
—¡Me había de batir yo con ese canalla! ¡Nunca!... Le mataré donde le encuentre...
Creyó en sus palabras; pero volvió a decirle con voz conmovida:
—Hazlo por tus inocentes hijas.
—Por mis hijas... y por ti—respondió acariciándole afectuosamente el rostro con la mano. Y se apresuró a alejarse, porque la emoción le ahogaba.
Cuando halló a Pablo, le dijo reservadamente:
—Contigo puedo hablar con franqueza. Eres un hombre y sabes bien que hay en la vida cosas inevitables. Acaban de irse los padrinos del Duque, y acabo de engañar a Cecilia prometiéndole no batirme. Como tú comprendes, eso es imposible...
—¿Por qué?... No: tú no debes batirte... ¡Yo soy, yo, el que ha de matar a ese miserable!—exclamó fogosamente el hermoso mancebo.
—Gracias, Pablo, gracias—respondió Gonzalo gravemente con voz temblorosa, apretándole la mano con efusión.—Eso no puede ser. Medita un poco sobre el asunto, y verás que te engañan tus buenos deseos y el cariño que me tienes.
Costó mucho trabajo convencerle, sin embargo. A todo trance había de ser él quien desafiara al Duque primero, y ponía en prensa su no muy repleto cerebro, para buscar argumentos que lo hiciesen natural y lógico. Sólo después de larga discusión y quedando en que, si Gonzalo sucumbía o salía herido, él retaría al Duque, se dejó persuadir de malísima gana.
Había en aquella adhesión y cariño que toda la familia le mostraba, en lo franca y resueltamente que se ponían de su parte y rechazaban con horror a la extraviada hija y hermana, algo que a Gonzalo le conmovía y le sofocaba a un mismo tiempo. Este proceder tan digno, le obligaba a él a usar de generosidad, no mentando en la conversación el nombre de la infiel, que en sus labios sólo podía ir acompañado de un epíteto injurioso. Pablito no se los escatimaba. Pero él comprendía muy bien que no debía seguirle.
—Mira, mañana a primera hora, te vas a Sarrió y llevas unas cartas que yo te daré, a Alvaro y don Rudesindo. Que se pongan inmediatamente en camino para Nieva... procurando no asomarse a las ventanillas cuando pasen por aquí. Que arreglen el asunto lo más pronto posible y envíen el aviso del día y la hora a Sarrió. Tú lo recibes allí y me lo traes inmediatamente... Después ya me arreglaré para salir de aquí sin que tu padre y Cecilia lo adviertan.
Cumplió su cometido Pablo, saliendo al amanecer para Sarrió a caballo. Cumplieron el suyo también, Peña y don Rudesindo, trasladándose a Nieva acto continuo. Gonzalo vió pasar el coche que los transportaba, desde el balcón de su cuarto.
El escándalo en Sarrió había sido terrible como debe suponerse. No se hablaba de otra cosa. Los amigos de Belinchón andaban mustios. No faltaban entre ellos, sin embargo, quienes creían que le estaba bien empleado a don Rosendo, por haber criado con tal mimo a su hija menor, y haberla consentido tomar aquellas ínfulas y aires de princesa. Los enemigos se bañaban en agua de rosas, y procuraban aumentar con mil trazas el escándalo. Las pocas personas imparciales que había en la villa, se limitaban a compadecer al pobre Gonzalo, y a censurar el proceder repugnante de la ingeniosa señora de Marín (pues ya se sabía que era ella la que prendiera fuego a la mecha). Muchos curiosos pasaban por delante de la casa de don Rudesindo mirando con atención a los balcones, preguntando a los criados que salían, husmeando, en fin, lo que dentro pasaba. Se decía que Ventura estaba muy tranquila, y poco arrepentida de su conducta, que había comido como si tal cosa, y que había charlado y reído toda la tarde, con la esposa del fabricante de sidra.
A la atención ávida de los curiosos, tampoco pudo ocultarse la marcha de éste para Nieva en compañía de Peña. En seguida se sospechó el objeto. Corrió por la villa como una chispa, la noticia de que Gonzalo se estaba batiendo con el Duque, no se sabía dónde.
Don Melchor de las Cuevas vivía solo con un criado y una criada. La noche del baile se había retirado a su casa, pasando antes por la de Belinchón. Allí le dijeron que el señorito Gonzalo se había ido a Tejada. El anciano sospechó que no sintiéndose bien, se iría a meter en la cama. Al día siguiente, él mismo se sintió un poco indispuesto, porque no estaba acostumbrado a trasnochar, y se quedó en casa. Mandó, sin embargo, al criado a la de Belinchón, a preguntar qué sabían de su sobrino. Enteróse el criado inmediatamente de lo acaecido, pero no se atrevió a decírselo a su señor. Le trajo el recado de que Gonzalo se hallaba en Tejada bueno. Pasó aquel día así. Pero al siguiente, martes, oyó el criado la especie de que el señorito se estaba batiendo con el Duque, y entonces, por temor de incurrir en responsabilidad o porque creyese que su señor podía evitar una desgracia, le dió cuenta de todo, aunque con algunas precauciones. Don Melchor, herido en lo más hondo de su corazón, se levantó convulso de la butaca y pidió que inmediatamente fuesen a buscar un coche que le trasladase a Tejada. En cuanto estuvo a la puerta, se metió en él, ordenando al cochero que fuese a todo escape a la quinta de Belinchón.
Con quien primero tropezó fué con éste, quien le recibió con alguna confusión y vergüenza, como si el pobre tuviese alguna parte en la desgracia que pesaba sobre Gonzalo. Don Melchor estuvo un poco frío con él, no intencionalmente, sino por el anhelo que tenía de ver a su sobrino. Don Rosendo le condujo hasta la puerta de su cuarto, y allí le dejó. El señor de las Cuevas llamó con los nudillos.
—¿Quién va?—preguntaron de adentro ásperamente.
Levantó el pestillo sin contestar, y entró. Gonzalo, que estaba en pie en medio de la estancia, se puso rojo como una brasa al ver a su tío. Este le oprimió fuertemente contra su pecho. Las lágrimas corrieron abundantes por las mejillas del joven. Nadie le había visto llorar en aquellas críticas circunstancias. Pero aquel anciano era el padre de su infancia, y a él podía mostrar sin vergüenza las llagas más recónditas de su corazón. Estuvieron largo rato así abrazados. Don Melchor se separó al cabo, y dijo empujándole hacia una butaca:
—Siéntate.
Se dejó caer en ella, y ocultó los ojos con la mano.
—El golpe es rudo—dijo el marino con voz ronca después de silencio prolongado.—Una racha traidora que te ha metido la borda debajo del agua... Pero eres barco de mucha manga—añadió poniéndole las manos sobre los hercúleos hombros.—Tienes las cuadernas sólidas... Ya achicaremos el agua.
Gonzalo no contestó.
—¿Por qué no te has venido inmediatamente a casa?
—Porque hubiera sido un desaire cruel para esta pobre familia, que está profundamente afligida. ¡Se han portado conmigo tan cariñosamente!
—Si es así, has hecho bien... Pero debiste darme aviso... Eso no te lo perdono.
—¿Para qué? Cuanto más tarde recibiese usted el disgusto, mejor.
—¡No; eso no! Yo soy tu padre, Gonzalo, y debo padecer contigo... Además, mi presencia hacía falta... Me han dicho que vas a batirte con ese... ¡con ese pirata! ¿Es verdad?
—No... por ahora no hay nada—respondió el joven con alguna vacilación.
—¡No me engañes, Gonzalo! Ese desafío no puede realizarse. Vengo resuelto a impedirlo.
—No hay nada, tío. Sosiéguese usted.
—Es inútil que me engañes. Yo no me separaré de ti un momento. Aquí me quedo. Dormiré a tu lado para que no te me escapes, y te daré guardia de prima, de media y de alba.
Gonzalo quedó estupefacto. Comprendió que era necesario confesarlo todo, y abordar la cuestión de frente.
—¿Y si fuese verdad, qué, tío? ¿Se atrevería usted a impedir que su sobrino fuese a cumplir con lo que el honor exige?
—Sí, señor... ¡Pues no me había de atrever!... Sí, señor, que me atrevo—replicó el viejo, ya enfurecido.—¿Quieres que yo consienta que expongas tu vida por un pillo, por un ladrón, que se ha introducido en tu casa para robarte villanamente la honra? A los ladrones se les mata de un tiro, o se les ahorca; no se mide las armas con ellos... Tú estás obcecado, Gonzalo... Párate un momento, hombre. Da fondo al escandallo, y verás que no hay agua para marear...
—¿Qué quiere usted que haga entonces? ¿Quiere usted que le deje marchar tranquilamente para Madrid? ¿Quiere usted que le vaya a despedir, y a desearle feliz viaje, dándole las gracias además por el favor que me ha hecho?
—¡No, mala centella que lo parta, no!... Mátalo, si quieres, pero no expongas tu vida.
—Eso es muy fácil de decir, tío—replicó Gonzalo con amargura.—Figúrese usted que voy a Nieva, le busco y le pego un tiro o una puñalada y le dejo muerto... Pues desde allí voy a la cárcel, y, por bien que me vaya, no me escapo sin unos años de presidio... Aparte de que la mayoría de los hombres, aunque disculpasen la acción, no la hallarían muy valerosa.
Don Melchor se quedó unos momentos confundido, sin saber qué replicar. Aquello no tenía vuelta de hoja. Al cabo, levantó la cabeza con brío, los ojos brillantes de alegría:
—¡Ya encontré la solución!
—¿Cuál?
—Tú te estás quieto en casa. Yo me voy ahora mismo a Nieva, le desafío y le mato.
—¡Oh, tío, muchas gracias! Eso no puede ser—replicó Gonzalo, sin poder reprimir una sonrisa.
—¿De qué te ríes, ciruelo?—exclamó el buen anciano, echando fuego por los ojos.—¿Te figuras, por ventura, que tu tío es un trasto arrinconado que no puede empuñar un sable o una pistola?... ¡Oh, demonio! ¡Oh, diablo!—añadió cada vez más irritado, gesticulando como un loco por la habitación.—Yo estoy lo mismo que si tuviera veinte años... Yo subo de cuatro en cuatro las escaleras, y no me fatigo... Yo bebo cinco botellas de pale-ale, y no me tambaleo... Yo derribo un toro de un puñetazo, y trinco al marinero más forzudo y le echo al agua... ¿A que no rompes tú cinco nueces con los cinco dedos de la mano, y eso que te las echas de tan bruto?...
—Si no me reía por eso, tío... Ya sé, ya sé...
—Vamos a ver; trae esa mano... A ver si sé apretar o no sé apretar...
Gonzalo se la alargó, y el viejo marino se la apretó con todas sus fuerzas, el semblante rojo y contraído. Aunque no le lastimó gran cosa, fingió sentir un dolor agudísimo:
—¡Uy, uy!
—¿Eh, qué tal?—exclamó su tío con aire triunfal.—¿Puedo o no puedo todavía librar al mundo de un pillo?
—¡Ya lo creo que puede usted! Tiene usted más fuerza que yo... Pero no se trata de eso. Lo que hay que ver es si debe usted hacerlo; si eso sería decoroso para mí... ¿No comprende usted, tío, que el ridículo que ya por el hecho mismo de ser marido engañado, pesa sobre mí, se aumentaría de un modo inconcebible si fuese usted el que se batiese y no yo?... Este ridículo ya sé que se borra con sangre; pero ha de ser sangre vertida por mi mano.
Don Melchor no quiso convenir en ello: discutió, gritó, se enfureció. Se conocía, no obstante, que deseaba aturdirse. Las razones de Gonzalo le trabajaban en el alma y se la llenaban de amargura. Últimamente, ya se batía en retirada. Pedía tan sólo que se aplazase el lance; que se fuese a viajar una temporada, y si a la vuelta persistía en batirse, lo hiciese. Duraba aún la disputa, cuando don Rosendo llamó a la puerta para preguntarles si deseaban que se les sirviese el almuerzo allí o querían venir al comedor. Gonzalo optó por esto último, porque de ningún modo quería mostrarse frío con su suegro y cuñada.
El almuerzo fué triste. Por más esfuerzos que todos, hasta el mismo Gonzalo, hacían por mostrarse despreocupados, cerníase sobre la mesa una nube negra que obscurecía los semblantes. Después que tomaron el café y descansaron un rato, Gonzalo dijo:
—Tío, usted ha salido de la cama para venir aquí. No debe usted sentirse bien... ¿Quiere que se le arregle un cuarto? Creo que le convendría acostarse.
Don Melchor comprendió que su sobrino deseaba quedarse solo.
—No; me vuelvo a Sarrió. Avisa que enganchen.
Despidióse de Belinchón y Cecilia en casa. Gonzalo lo fué acompañando a pie hasta la salida del parque. Ambos iban silenciosos y sombríos. El anciano, además, sumamente pálido. Antes de meterse en el coche abrazó estrechísima y largamente a su sobrino, y le dijo al oído con voz conmovida:
—¡Dale un buen barreno en los fondos, hijo mío!
Cuando se separaron, tenía el rostro bañado de lágrimas. Metióse rápidamente en la carretela, y se ocultó en un rincón sin decir adiós. Gonzalo miró alejarse el coche, y permaneció largo rato inmóvil, agarrando con la mano una reja de hierro de la puerta.
Poco después de anochecer, llegó Pablito de la villa. Después de comer, aprovechó un momento para decir a su cuñado rápidamente:
—Mañana a las ocho en la quinta de Soldevilla... a pistola. A las seis pasarán por aquí Peña y don Rudesindo. Estáte preparado.
Gonzalo durmió aquella noche mejor que la anterior. La satisfacción feroz que le daba la seguridad de encontrarse al día siguiente con el Duque, tranquilizaba sus nervios. A las cinco de la mañana se despertó ágil y fresco sin acordarse de haber soñado. Se vistió y aliñó con el menor ruido posible, y salió de puntillas cuándo aún estaba amaneciendo.
—¿Va de caza, señorito?—le preguntó una criada con quien tropezó.
—No; voy a avisar al molinero para que deje en seco la acequia. Quiero pescar esta tarde.
Salió a la carretera y siguió la dirección de Nieva esperando que el coche de sus padrinos le alcanzaría, como así sucedió a la media hora poco más o menos. Peña y don Rudesindo estaban fuertemente alterados. Cuando subió al carruaje le apretaron la mano con gran afecto y le enteraron de las condiciones del duelo; a veinticinco pasos avanzando y disparando cuando quisieran. Aquel negocio era bastante más grave que todos los demás en que habían intervenido. Gonzalo los escuchó tranquilamente. Sólo indicó que hubiera deseado que fuese a sable: tendría gusto en hallarse más cerca de su adversario. No parecía sufrir. Y es que, comparada con el tormento de los dos días anteriores, cuando la imagen de su esposa en camisa, acurrucada en un rincón, no se apartaba un instante de sus ojos, la emoción de ir a verse frente a su enemigo, era una felicidad relativa. Por otra parte, Gonzalo, como todos los temperamentos excesivamente vigorosos, había nacido para los peligros; gozaba con ellos como si tuviera la seguridad de que la vida que corría exuberante por sus venas no podía secarse.
No llegaron a la quinta de Soldevilla hasta las ocho y media. El Duque y sus padrinos los esperaban hacía rato. El primero no se presentó. Estaba dentro de la casa. El Marqués y Galarza llevaron a Peña y don Rudesindo adentro también, mientras Gonzalo daba una vuelta por la huerta. La posesión de Soldevilla se componía de un caserón medio arruinado con pocos y antiquísimos muebles cubiertos de polvo, una huerta bastante grande, más cuidada que la casa, y detrás de la huerta una vasta pomarada ya vieja. Esta posesión estaba rodeada de prados y tierras que también pertenecían al Marqués.
Los padrinos, dentro de casa, echaron a suerte sobre cuáles pistolas habían de usarse, las que había traído Peña, o las del Duque. Fueron éstas las elegidas. Después redactaron el acta de condiciones. Por cierto que hubieron de escribirla con una pluma perversa del mayordomo, porque el Marqués escribía una carta cada año. Cargaron las pistolas y se salieron a buscar sitio.
—Manuel—dijo el Marqués viendo a un criado que estaba plantando cebollín en uno de los cuadros de la huerta.—Retírate.
El criado le miró sorprendido.
—Que te retires, hombre—repitió con más severidad.—Vete a otra parte.
El criado se salió de la huerta, lanzándole miradas de asombro y curiosidad.
Eligióse el sitio en uno de los caminos más anchos del medio. Soldevilla fué a buscar al Duque.
El día había amanecido despejado. Pero después de salir el sol, negros y espesos nubarrones que surgieron del horizonte de tierra, se habían acumulado sobre aquel paraje de la costa, amenazando descargar muy pronto su pesado fardo de agua. La luz se había mermado extraordinariamente. Parecía que estaba amaneciendo entonces.
El Duque se presentó con levita negra y sombrero de copa, un tanto más pálido que de ordinario, pero afectando una calma desdeñosa, sin faltar a la cortesía. Traía en la boca un cigarro puro, y se envolvía en ligeras nubes de humo, mientras caminaba a la par de Soldevilla. Cuando llegó al sitio designado, dirigió un frío saludo ceremonioso al grupo de Gonzalo y sus padrinos, y no volvió a mirarles. Después de conferenciar unos instantes, Peña colocó en su sitio a Gonzalo y le entregó una pistola cargada. Soldevilla hizo lo mismo con el Duque. Ambos se habían quitado el sombrero. El prócer conservaba el cigarro puro en la mano izquierda, al cual seguía dando con impasibilidad un poco teatral, largos chupetones. Empezaban a caer del cielo gruesas gotas, anunciando un fuerte chaparrón. Peña gritó al fin:
—Señores, preparados... Una, dos, tres...
El Duque inclinó la pistola y apuntó. Gonzalo, apuntando también, avanzó pálido, con los ojos inyectados. Su enemigo, le esperó serenamente hasta una distancia de quince pasos. Y ya con la seguridad de volcarle, porque era un tirador consumado, disparó. La bala rozó la mejilla del joven, levantándole la piel y haciéndole sangre. Detúvose un instante, y siguió avanzando. Los padrinos empalidecieron terriblemente. El Duque dejó caer la pistola y se cruzó de brazos, esperando la muerte, con una bravura llena de afectación y soberbia. Gonzalo avanzó precipitadamente, hasta ponerse a dos pasos de su adversario. En aquel momento una ola de sangre le cegó. Su temperamento de atleta venció repentinamente a las sugestiones de la razón. Brillaron sus ojos con los reflejos siniestros de una bestia salvaje, temblaron sus labios, contrájose espantosamente su rostro, y arrojando lejos de sí la pistola, saltó como un tigre sobre el traidor. El Duque no resistió el choque de aquel coloso y cayó rodando. Gonzalo se puso a brumarle las costillas con los pies, lanzando rugidos. Los padrinos acudieron corriendo a sujetarle. Al bilioso Galarza se le ocurrió, para realizarlo, darle un bastonazo en la cabeza. Gonzalo no hizo señal de sentirlo. Peña, indignado, alza su bastón y ¡zas! le arrima otro garrotazo a Galarza. El marqués de Soldevilla, ¡zas! le da otro a Peña. Y arrebatados de furor unos y otros, comenzaron una lucha tan brava como indigna a bastonazos, mientras Gonzalo, satisfaciendo ferozmente su cólera acumulada, pateaba con saña el cuerpo, inerte ya, del Duque.
El cielo dejaba caer en aquel instante una cantidad fabulosa de agua. Tan grande llegó a ser, que el marqués de Soldevilla, abandonando el campo, emprendió la carrera hacia su casa para guarecerse. Siguióle inmediatamente don Rudesindo, luego Peña y Galarza. La batalla se deshizo como por ensalmo. Mas antes de atecharse, a todos se les ocurrió volver la cabeza para ver qué había sido de sus apadrinados. Y por un simultáneo impulso de compasión, volviéronse presurosos y sujetaron a Gonzalo, cuya rabia cruel aún no se había apagado. El contacto de las manos de aquellos señores le volvió a la razón. Les echó una larga mirada siniestra y extraviada, y sin decir palabra, recogió el sombrero y se dirigió a la puerta de la quinta, mientras los padrinos conducían al Duque moribundo a casa. El médico que Soldevilla había traído, encerrado durante el lance en una sala por no presenciarlo, reconoció minuciosamente las fracturas y contusiones del herido. Declaró, desde luego, su estado muy grave.
Peña y don Rudesindo, encontraron a Gonzalo dentro del coche llorando desesperado.
—¡Soy un bruto!—les dijo.—¡Un bárbaro! ¡Qué pensarán ustedes de mí! He cometido una acción bochornosa. Perdónenme ustedes.
Hicieron lo posible por calmarlo. En el fondo, ni a uno ni a otro les parecía tan mal aquello. Después de todo, la acción del Duque había sido tan villana, que bien estaba que se castigase villanamente. Peña, durante el camino, llegó a decir cuchufletas acerca de la soberana paliza que el magnate acababa de recibir.
—Chico, no cabe duda que los grandes de la naturaleza pueden más que los grandes de España—decía con su voz campanuda que no dejaba perderse una sola letra. Gonzalo, pronto, como un gran niño que era, a pasar del llanto a la risa, sonrió primero y dejó escapar al fin sonoras y formidables carcajadas con los chistes de su amigo.
Pero la vista de la casa de su suegro le sumió nuevamente en la tristeza. Había satisfecho su justa venganza. Pero quedaba una herida honda, cuyo agudo dolor aún no había podido sentir bien, porque la exaltación colérica en que había vivido aquellos dos días, lo sofocaba. ¡Oh! aquellas grotescas torrecillas y almenares, testigos de su luna de miel, le produjeron horrible impresión de melancolía. Parecía que una mano cruel le estrujaba el corazón dentro del pecho. Sus amigos, comprendiendo que deseaba quedarse solo, siguieron a Sarrió. Pablito le esperaba a la puerta de la quinta, y le abrazó con efusión y entusiasmo.
—¿Le has matado?—preguntóle por lo bajo.
—No sé... Creo que sí—respondió el joven más bajo aún.—¿Y tu padre?
—Mi padre... Estaba aquí hace un instante... En cuanto te vió bajar sano del coche, ha montado en la berlina que estaba enganchada ahí abajo, y se ha ido a Sarrió.
Gonzalo adivinó lo que iba a hacer y se puso más sombrío. Los dos cuñados se dirigieron silenciosos a la casa, y fueron derechos al cuarto de Gonzalo. Al cabo de unos momentos, éste, que se había dejado caer en un sofá y permanecía inmóvil, con la cabeza abatida sobre el pecho, dijo a su cuñado:
—Perdóname, Pablo... Deseo quedarme solo... No estoy en este momento para hablar.
Pablito se apresuró a retirarse.
Pasó un largo rato. La puerta se abrió de nuevo sin que el joven lo sintiese. Una sombra se deslizó hasta él y puso sobre la silla más cercana una bandeja con una taza y algunos platos.
—¡Oh! ¿Eres tú, Cecilia?
—Quieras o no, vas a tomar algo... Ya son las dos de la tarde, y estoy segura de que no te has desayunado—dijo la joven, arrimando una mesilla y poniendo sobre ella el caldo humeante.
—¡Qué buena eres, Cecilia!—exclamó él apoderándose de una de sus manos. Aquella exclamación era un grito de afecto, de entusiasmo, y a la vez de un vago remordimiento que jamás había podido desechar de sí.—¡Qué buena eres! ¡qué buena eres!—repitió con lágrimas en los ojos.—Lo que has hecho aquella noche... ¡Oh! eso no lo hace nadie... ¡Nadie!... Una santa que bajase del cielo no lo haría... Ninguno de los que vivimos a tu lado merecemos besar el polvo que pisas...
Y el joven, conmovido con sus propias palabras, sollozando perdidamente, cubrió de besos y lágrimas la mano que tenía cogida.
Cecilia se puso fuertemente encarnada primero; después pálida, y dijo en tono que resultó un poco seco:
—Deja, deja.
Retirando al mismo tiempo la mano con presteza. Al ver que su cuñado quedaba acortado, se apresuró a decir:
—Mira, cuanto menos hablemos de esas cosas, y, si posible fuera, cuanto menos pensásemos, sería mejor... Ahora lo que importa es que tomes este caldo. Después te traeré unas croquetas y un lenguado... ¿quieres?
—No tengo apetito, Cecilia—respondió haciendo esfuerzos por reprimir su emoción.
—Todo es empezar... Verás...
—No, no; de veras, no puedo pasar nada en este momento.
—¿Y si te lo mando yo?—dijo la joven. Después que lo dijo se puso colorada.
—Entonces, desde luego lo tomo... A ti no puedo negarte nada—replicó él acercando el plato.
Aquella tan galante réplica, produjo una penosa impresión de frío en Cecilia. Para no dejarla ver, salió precipitadamente de la estancia.
Tres o cuatro días estuvo el duque de Tornos entre la vida y la muerte. Al cabo cedió la calentura, y desapareció la gravedad. Sin embargo, la curación debía ser larguísima. Había dos costillas fracturadas, la mandíbula inferior también, y sobre esto, terribles magullamientos en otros varios parajes del cuerpo. Al cabo de un mes pudo trasladarse a Madrid.
Gonzalo no dejó la casa de su suegro, quien al cabo de cinco o seis días del desafío, tornó de llevar a Ventura al convento de Ocaña. Pero su vida fué triste, sombría por demás. Negábase, a pesar de las instancias de Pablo, a salir de caza o paseo. En vano éste y don Rosendo y los amigos que solían venir a Tejada, inventaban mil pretextos para hacerle salir de excursión. Aunque no se negaba de frente a acompañarles también él acudió a los engaños para quedarse siempre en casa, donde descaecía a ojos vistas. Su tío don Melchor venía a menudo a verle, y le aconsejaba que se fuese a viajar durante una temporada. No se negaba a ello; pero lo aplazaba siempre, pretextando no encontrarse bien de salud. Don Rosendo, asesorándose del señor de las Cuevas y de otros varios amigos, decidió trasladarse a Sarrió, por ver si con la sociedad de sus amigos el joven se animaba un poco. Salieron fallidos todos los cálculos. Gonzalo se dejó llevar a la villa sin hacer observaciones. Pero puso aún más empeño en aislarse, en vivir retirado del trato social. Salía tan sólo al amanecer, y daba algunos paseos por la punta del Peón, contemplando el mar con ojos extáticos, que alguna vez tomaban una expresión de angustia que apenaría seguramente a quien los mirase. En cuanto el muelle comenzaba a animarse, y la villa despertaba de su sueño, retirábase a toda prisa a casa.
¿Por qué no dejaba a Sarrió, teatro de su desdicha, y se iba a pasar al menos una temporada en Madrid, en París o en Londres? Esta era la pregunta que se hacían todos los vecinos de la villa. Nadie acertaba a contestarla satisfactoriamente. Ni era fácil que eso sucediera. Son muy pocos los que saben explicarse el origen secreto, la última raíz de las acciones humanas. Unos porque no se paran en psicologías, que juzgan inútiles, otros dotados de entendimiento sutil y perspicaz, porque lo aprovechan para escudriñar solamente el móvil interesado, casi nadie destapa esa mágica caja de sentimientos, y deseos, y esperanzas, y contradicciones, que se llama corazón humano. ¡Qué vergüenza sentiría Gonzalo si le dijesen que no se iba de Sarrió por no alejarse de la atmósfera que envolvía a su esposa, a quien cubría de dicterios en secreto, y afectaba despreciar ante el mundo! Y, sin embargo, nada más cierto. Quedándose en aquella casa, le parecía que aún no se habían roto del todo los lazos que le ligaban a ella. Los seres que le rodeaban eran su carne y su sangre: la amaban todavía, aunque culpable: no se podía injuriarla en su presencia. Ventura había dejado en las habitaciones, en los muebles, una parte de su ser. En el tocador yacían los frascos de pomada y esencias que ella usaba, a medio consumir; en las perchas colgaban algunos de sus abrigos y sombreros. Su imagen graciosa, su blonda cabeza deslumbradora, parecía que iba a parecer detrás de las cortinas. El ambiente estaba embalsamado aún con su perfume habitual. Aquel marido, tan vilmente ultrajado, sin querer darse cuenta de ello, respiraba con delicia el aliento de su esposa, y vivía de la sombra de su vida. Todavía más; vivía de la esperanza de perdonarla.
Esto no lo sabía nadie... ni él mismo quizá de un modo cabal... Nadie más que Cecilia, cuyos ojos de zahorí enamorada, leían claramente los pensamientos más vagos que cruzaban por la mente de su cuñado. Este manifestaba por ella una predilección tan afectuosa, tal entusiasmo y veneración, que era muy fácil confundir con el amor. Todas las compañías, hasta la de su tío, le molestaban menos la de ella. Aunque estuviese entregado a una meditación dolorosa, y las lágrimas corriesen por sus mejillas escaldándolas, la aparición de Cecilia en su cuarto, obraba como un calmante, suavizando su dolor. Cedía a sus consejos con respeto, y se dejaba guiar y mimar por ella como un niño enfermo. Cuando tardaba en ir por su cuarto, se impacientaba y le daba quejas cariñosas lo mismo que un amante rendido y llagado de amor. Cuando entraba, sus ojos no la abandonaban ni un instante, cual si estuviesen bajo la influencia de un encanto o fascinación. Aquellos ojos expresaban cariño profundo, gratitud, admiración, respeto, entusiasmo, lo expresaban todo... menos amor. Cecilia bien lo leía. No podía mirarlos sin sentir el mismo doloroso pinchazo en el corazón, la misma gota amarga de hiel en los labios. Su espíritu, sereno siempre, turbábase por un instante, y aparecía fría unas veces, otras irritable y enigmática, con gran sorpresa y dolor de Gonzalo que se esforzaba en alegrarla. Pronto lo conseguía. El pensamiento aquel, caía en su cerebro como la piedra en un lago, revolviendo las aguas. Pocos momentos después, la calma volvía a su espíritu. Quedaba puro y tranquilo como el lago.
Un día, al entrar repentinamente en la habitación de su cuñado, le encontró examinando un revólver.
Al verla trató de ocultarlo en el cajón de la mesa que tenía abierto y se puso colorado.
—¿Qué hacías?
—Nada, al buscar en este cajón unos papeles, me hallé con un revólver que ya no me acordaba que tenía, y lo estaba mirando.
Cecilia no creyó palabra. Experimentó desde entonces cierta inquietud que la obligaba a vigilarlo más que antes.
Transcurrieron dos meses. El desdichado joven, aunque persistía en la misma vida apartada y sombría, mostraba algunas vagas señales de reverdecimiento. Una que otra vez salía a caballo. Había hablado a su suegro de hacer un viaje por Italia, país que aún no conocía. La fuerza que hacía subir la savia de nuevo a su ser marchito, era un pensamiento dulce, tan dulce como vergonzoso, que ocultaba con cuidado a todo el mundo. Sin embargo, una tarde en que departía cariñosamente con su cuñada, después de muchos rodeos, y poniéndose colorado hasta las orejas, le preguntó por Ventura. ¿Qué noticias tenía de ella? Cecilia le respondió fríamente con las menos palabras posibles. ¡Pobre Gonzalo! ¡Si supiese que aquella mujer traidora por quien preguntaba, lejos de estar arrepentida, se revolvía con furia contra su familia, cubriéndolos a todos de dicterios, amenazándoles con entregarse al primer hombre en cuanto saliese de la prisión, escandalizando con su soberbia y lenguaje procaz a la superiora del convento!
Desde aquel día, perdida ya la cortedad, preguntaba a menudo por ella; gustaba de mentarla en la conversación, sin que le hiciese desistir de ello el tono seco con que Cecilia le respondía, y la prisa con que cambiaba de tema.
Lo que don Rosendo temía, por las cartas que de Ocaña le enviaban, llegó al fin. Un día, la superiora del convento le comunicó que Ventura se había huído de aquel asilo, en compañía, según todos los informes, del duque de Tornos. «El gran humanitario», como le llamó el Faro en cierta ocasión, recibió la nueva con valor estoico. Efectivamente, ¿qué significaba aquella pena puramente individual que le afligía, en comparación con el dolor universal, con la marcha lenta y segura de la humanidad hacia sus destinos? Por aquellos días acababa de leer un célebre folleto de autor francés, titulado El mundo marcha. Tenía los sesos revueltos y deslumbrados con sus grandes síntesis históricas, lo cual le ayudó no poco a soportar aquel golpe. Procuró, sin embargo, que su yerno no se enterase de la noticia. No tenía la misma confianza en la elevación de su espíritu y en la amplitud de sus miras. Algunos días estuvo oculta. Al cabo corrió por la población sin saber quién la trajera. Gonzalo, que todas las mañanas a primera hora iba por el Saloncillo, la leyó en una gacetilla tan infame como hipócrita del Joven Sarriense. «Circula por la población la especie—decía—de que una señora, protagonista de cierto drama amoroso no ha mucho tiempo acaecido, se ha fugado en compañía de su amante del asilo donde su familia la había recluído. Sentiríamos que este rumor se confirmase por afectar directamente a personas muy conocidas y estimadas en la sociedad sarriense.»
Gonzalo sintió que algo que aún estaba por desgarrar se le desgarraba dentro del pecho. Dejó caer el papel. Sonriendo nerviosamente y con voz aguda y extraña, se dirigió a don Feliciano Gómez, que era la única persona que allí había:
—Ya sabrá usted que la z... de mi mujer se ha escapado con su chulo, ¿eh?
Don Feliciano le miró sorprendido. Aunque era hombre que entendía poco de sonrisas, al verle sonreir de aquel modo se sintió sobrecogido, y le contestó con tristeza:
—Sí, Gonzalito, sí. Ya sabía que todavía no habías pasado lo último... A la verdad, después de lo sucedido, este golpe final no debe cogerte de sorpresa... Boto el freno, debías suponer dónde había de parar.
—¿Y a mí, qué?—exclamó el infeliz joven con la misma sonrisa, mostrando en todo su cuerpo una inquietud exagerada.—Que se escapa... ¡bueno!... Vaya bendita de Dios... Nada tengo ya que ver con ella... ¡Ah! ¡si la ley me permitiera casarme!... No se pasaría un mes sin hacerlo... ¿Y por qué no, vamos a ver, y por qué no he de poder hacerlo?... En fin, si no me caso a perpetuidad, me casaré temporalmente... Tomaré por ahí una buena moza, ¿eh, don Feliciano? ¡y anda con Dios!... Será al fin y al cabo una p... de profesión, mientras mi mujer lo es de afición...
Mientras pronunciaba estas feas palabras, daba vueltas por la estancia, se quitaba el sombrero, se encogía de hombros y hacía otros gestos extravagantes. Por último soltó una carcajada.
—Mira, Gonzalillo—le dijo don Feliciano.—Acabas de pasar una pelona... pero ya vendrán tiempos mejores. Tras de lo malo siempre viene lo bueno. Las cosas del mundo hay que tomarlas con cachaza, mi queridín. Con disgustarse y criarse hiel en el estómago, ¿qué se consigue?... Aquí me tienes a mí. El mes pasado perdí un barco... Todo el mundo venía a consolarme creyendo que estaba desesperado. Yo les contestaba: Es verdad que perdí el Juanito; pero, y si hubiera perdido la Carmen, ¿no sería mucho peor? Pues lo mismo pude perder uno que otro, porque los dos estaban en la mar. Tú has sufrido un disgusto: bueno... pero tienes salud. ¿No sería peor que además te pusieras enfermo? Hay que pensarlo todo, mi queridín. La salud es lo primero... Tú come bien, echa buenos tragos, ¡y anda adelante! que lo demás ya se olvidará...
Gonzalo salió del Saloncillo sin despedirse, dejando al bueno de don Feliciano con la palabra en la boca.
En casa se dió por enterado con don Rosendo de la fuga de Ventura. Contra lo que todos presumían, no le causó una impresión muy honda. Al contrario; desde aquel día señalóse en él una tendencia a animarse, y a participar del comercio social, que no dejó de sorprender en la población. Comenzó a visitar las casas de los amigos, a presentarse en el café, a pasear por las calles, a charlar, a discutir. No volvió a hablar de marcharse. Hasta, con gran pasmo de la villa, en uno de los bailes que se dieron en el Liceo, bailó toda la noche como un pollastre que por primera vez pisase el salón.
No obstante, Cecilia estaba muy inquieta. Aquella animación de su cuñado era tan extemporánea, que más parecía un ataque de nervios. Sobre todo, la extraña sonrisa, parecida a una mueca, que no se le caía de los labios desde que leyera la gacetilla del Joven Sarriense, la hacía estremecerse en algunos momentos.
Y llegó lo que era natural. Tras de aquella insana excitación, vino, al cabo de algunos días, un profundo y sombrío abatimiento. Estuvo tres sin salir de su cuarto, sin probar apenas manjar alguno de los que Cecilia le llevaba, y, lo que es aún peor, sin lograr conciliar el sueño. Con los ojos abiertos y extáticos, se pasaba horas y horas tendido en su lecho, mirando a las tinieblas. En la noche tercera, a eso de las tres, encendió luz, se vistió y se puso a escribir una larga carta a su tío. Después escribió otra con sobre a Cecilia. Cerradas y colocadas sobre la mesa en primer término, para que se vieran pronto, sacó un pitillo, lo encendió a la luz de la bujía, y comenzó a pasear por la habitación. Antes de concluir el cigarro lo arrojó. Abrió el cajón de la mesa, y sacó el revólver que allí guardaba. Al acercarlo a la luz vió que estaba descargado, lo que no dejó de sorprenderle. Tenía casi la certeza de haberlo cargado hacía un mes, poco más o menos. Buscó la cajita de las cápsulas y no la halló. ¡Qué cosa tan extraña! No tardó en recordar que Cecilia le había visto con él en la mano, y una sonrisa dulce y triste se dibujó en sus labios. Fué a echar mano a las escopetas. Las encontró igualmente descargadas. Los cartuchos habían desaparecido de su sitio. Permaneció inmóvil y pensativo largo rato. Luego, como si despertara de un sueño, sacudió la cabeza y dejó escapar un suspiro. Se puso el sombrero, abrió la puerta y bajó con gran sigilo las escaleras. Al pasar por delante de la puerta del piso principal, pegó el oído a ella. Estuvo un momento escuchando, la faz demudada, los cabellos erizados. Había oído claramente la voz de su esposa que le llamaba desde adentro. Pasada la alucinación, siguió bajando, abrió la puerta exterior con la llave que colgaba del pasador, y salió a la calle.
Aun no había amanecido; pero en el Oriente parecía una tenue claridad precursora del día. La mañana estaba fresca. Caía del cielo un agua menudísima de niebla marina. Sin vacilar se dirigió al muelle. Subió al segundo paredón y miró a la mar, cuyo horizonte en aquel momento no era muy extenso, a causa de la niebla. Los días anteriores había soplado el noroeste, y la había encrespado y revuelto hasta el fondo. Grandes olas hinchadas venían de lejos extendiendo sus lomos gigantescos y se estrellaban con fragor contra la punta del Peón, escupiendo sus espumas a lo alto. Los ojos del joven tropezaron con un patache que trataba de entrar en el puerto, y bailaba como un casco de nuez sobre las olas. Aquella entrada le interesó desde luego. Siguió todas las peripecias con viva atención, como si en ello le fuese algo. Al cabo de un cuarto de hora, cuando ya estuvo atracado al muelle, sintió de nuevo la espuela de su pensamiento. Dió un suspiro y murmuró: «Vamos». Y siguió adelante, rozando con su cintura el pretil del paredón. Al llegar a cierto paraje, una ola más fuerte que las demás le bañó enteramente con su espuma. Aquel inopinado baño le produjo grata impresión, le refrescó la piel. Estuvo esperando en el mismo sitio un rato, por ver si llegaba otra con igual fuerza, pero no vino. Y emprendió de nuevo la marcha. Cuando estuvo en el extremo del malecón, se echó de bruces sobre el pretil y contempló con sombría fijeza las olas que llegaban. Estaba en el mismo sitio donde, hacía algunos años, había tenido plática con su tío para darle cuenta de que abandonaba a Cecilia y contraía matrimonio con Ventura. Las palabras del viejo, severas, irritadas, sonaron de nuevo en sus oídos. «Al hombre que falta a su palabra no puede ayudarle Dios... El viaje es largo. La mar ancha y brava. Lo que ahora es bonanza, en un instante se convierte en marejada de leva.» «¡Qué razón tenía mí tío!»—pensó, sin apartar la vista del mar.
—¡Bah!—murmuró al cabo de algunos momentos—si cien veces me viera en ese caso, cien veces haría lo mismo. Hay cosas fatales. Llevo a esa mujer en la sangre como un veneno, y sólo puede salir con la última gota.—Estuvo otro rato pensativo. El agua del mar que le había bañado, y la del cielo que sin cesar caía, le enfriaron hasta los huesos. La mañana se presentaba sucia, cenicienta. No era, no, aquella hermosa noche en que se había quedado también de bruces después de hablar con su tío. Entonces, la belleza esplendorosa del cielo, tachonado de estrellas, el limpio cristal de las aguas, donde cabrilleaba la luz de la luna, la blanda brisa juguetona, le hablaron un lenguaje de muerte, sí, pero dulce, recogido, íntimo. Era una voz amiga que le invitaba a reposar. Mas ahora lo que oía era un grito de desolación, una amenaza: «Vente, vente. La muerte es muy triste; pero la vida es más triste todavía.»
—Concluyamos—dijo levantando la cabeza. Avanzó el cuerpo; extendió los brazos. En aquel momento pensó que el instinto de conservación le haría nadar seguramente, y se detuvo. Miró a todas partes buscando algún peso. Sus ojos tropezaron con el áncora de un quechemarín que yacía allá abajo, en el primer muelle. Bajó por ella, cortó con la navaja un pedazo de maroma de una lancha, se la amarró, la alzó con sus brazos de atleta y subió la escalera como un gimnasta que quisiera dar muestra ante el público del enorme poder de sus músculos. Una vez arriba, se ató la cuerda al cuello. Se puso en pie sobre el pretil, y abrazado al ancla se arrojó al agua. Su cuerpo de coloso abrió en ella una grande brecha, que se cerró al instante. La mar profunda extinguió aquella chispa de vida, como tantas otras, con implacable indiferencia.
Un marinero que le vió de lejos, corrió hacia el sitio gritando:
—¡Hombre al agua!
Otros tres o cuatro de las próximas embarcaciones le siguieron. En pocos minutos se formó un grupo de veinte o treinta en la punta del paredón.
—¿Quién era? ¿Le conocías?—preguntaban al que le había visto.
—Me parece que era don Gonzalo.
—¿El alcalde?
—Sí.
—Sería muy bien, sería muy bien... ¡Reterroías mujeres!
La nueva se esparció instantáneamente por la villa. Acudió al muelle una muchedumbre de gente. Dos hombres en una lancha recorrieron con un largo remo el fondo, sin dar con el cuerpo del desgraciado joven. Al cabo tropezaron con él. Se trajo un gancho, y tirando lo sacaron a flote en el mismo momento en que don Melchor, demudado, convulso, sin sombrero, llegaba al muelle, noticioso del terrible lance.
—¡Hijo de mi alma!—gritó el pobre anciano al ver sobre el agua el cadáver de su sobrino. Sus corvas se doblaron, y cayó desvanecido en brazos de las personas que le acompañaban.
Extendieron el cuerpo del suicida sobre el muelle mientras llegaba el juzgado. Aquel espectáculo tenía profundamente impresionados a todos los circunstantes, entre los que se hallaban personas de los dos bandos rivales.
Después que llegó el juez y se instruyeron las debidas diligencias, colocaron en una camilla el cadáver, y lo transportaron a su casa, porque don Rosendo, que sabía la noticia, lo reclamaba. Fué una procesión tristísima al través de las calles de la villa. Los vecinos se asomaban a los balcones, pálidos, inquietos, con la tristeza en el semblante. Gonzalo gozaba de generales simpatías.
Don Rosendo, poseído de vivo dolor, no quiso ver el cadáver de su hijo político. Se encerró en su cuarto; pero dispuso que se le colocase en el mejor salón de la casa sobre una mesa cubierta de terciopelo, que se trajesen de todas partes flores y coronas, y se preparase un entierro suntuoso.
Cecilia, por uno de esos esfuerzos heroicos que estaba avezada a hacer sobre su alma y su cuerpo, supo encerrar su pena en el fondo del corazón. Veíasela lívida, sí, pero tranquila, disponiendo por la casa lo necesario para recibir el cuerpo de su cuñado. Cuando llegó, ella misma ayudó a colocarlo en el sitio, después que se le hubo amortajado. Lo cubrió de flores, encendió los cirios, adornó la habitación con negros crespones. Después dispuso que velase el cadáver una hermana de la caridad en compañía de ella.
Dejáronlas al fin solas. Rezaron largo rato de rodillas. Cuando terminaron su rezo, Cecilia rogó a la monja que fuese a la cocina a dar orden para que se le hiciese te, porque estaba desfallecida.
En cuanto la monja salió, alzóse vivamente. Y sacando unas tijeras, cortó un mechón de cabellos de la cabeza de su cuñado, que ocultó en el seno. Cortó después de los suyos otro, y temblorosa y agitada, lo metió entre las manos cruzadas del cadáver. Luego le contempló un instante. Y bajando la cabeza, cubrió de besos aquel rostro inanimado. Los primeros y los últimos que le daba.
La esposa, la única y verdadera esposa de aquel hombre, no pudo al fin resistir tanto dolor y rodó por el suelo sin conocimiento.
FIN
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