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Title: El pecado y la noche
Author: Antonio de Hoyos y Vinent
Release Date: April 23, 2009 [eBook #28592]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
***START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL PECADO Y LA NOCHE***
MADRID
RENACIMIENTO
SOCIEDAD ANONIMA EDITORIAL
PONTEJOS, 3
1913
Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley.
Imp. José F. Zabala.—Valverde, 40, Madrid.
La Noche.—¿Peligroso? Yo misma no sé cómo me las compondría si alguna de estas puertas de bronce se abriesen sobre el abismo... Hay aquí, todo alrededor de esta sala, dentro de cada una de esas cavernas de basalto, todos los males, todas las enfermedades, todos los horrores y todas las catástrofes que afligen a la humanidad desde el comienzo del mundo. ¡Bastante trabajo me ha costado encerrarles con ayuda del Destino, y no sin trabajo mantengo el orden entre todos esos indisciplinados personajes!... Ya se ve lo que sucede cuando alguno logra escapar y se presenta sobre la faz de la Tierra.
Mauricio Mæterlinck
Agua, fuego, lodo. Quiméricas nubes de maravilla que dormís sepultadas por una venganza de la Naturaleza; ciudades en que florecieron los siete pecados, en que las manos bíblicas trazaron sus misteriosos conjuros y las voces de los Profetas fulminaron anatemas; ciudades de pecado y de abominación en que las cortesanas bailaron desnudas en los templos y las reinas se prostituyeron a los mercenarios; ciudades de leyenda en que reinó la Lujuria, en que los apóstoles fueron lapidados y la hija del Rey de Is evocó al Demonio. Los hombres os han hecho salir a la superficie, han arrancado la lava que el cielo escupió sobre vosotras, y cínicas, desnudas en vuestra liviandad, vais surgiendo en los lúbricos frescos de vuestros lupanares y en los libertinos mosaicos de vuestros baños patricios. Algunas veces, en las estancias recatadas de una habitación, surge una momia en un espasmo de lubricidad grotesca.
Y su gesto es el mismo gesto de siempre.
Y el Demonio ha vuelto a reinar sobre la Tierra.
—¿Will we go in?
—As you like.
Se miraron burlones y echáronse a reír. En los ojos de ambos brillaba el mismo deseo, la misma perversa curiosidad de seguir la aventura equívoca hasta el fin. Pese a los disfraces innobles que les sirvieran para, en las propicias promiscuidades del Carnaval, embarcarse con rumbo a aquella Citerea canalla, los dos tenían una elegancia frívola, alada y aristocrática de personajes de la Comedia Italiana.
Bajo el blanco atavío de Pierrot (un Pierrot de percal, sórdido y sucio), conservaba Jimmi la nobleza de su figura vagamente andrógina, pero no afeminada, si no más bien pueril, resuelta y petulante, con una gracia de héroe niño o de arcángel insexuado. Eso era, un arcángel. El rostro correcto, voluntarioso; la boca pálida y sonrosada; los ojos azules, cándidos, luminosos, y los largos y lacios cabellos de oro que escapaban del gorro de punto negro, dábanle extraña semejanza con esos vagos ensueños del hermafroditismo cristiano. Revestido de larga túnica transparente y un nimbo de oro en torno a la cabeza, pequeña y bien moldeada, o pertrechado de argentada coraza, casco incrustado de pedrerías, flamígera espada entre las manos y grandes alas blancas, hubiese servido a un Sandro Botticelli o a un Filippo Lippi para uno de los ambiguos personajes que se yerguen sobre sus cándidos paisajes, un Gabriel amenazador o un vengador San Miguel.
Frente a él, Nieves Sigüenza, más actual, más perversa, más complicada, tenía un encanto ultramoderno, acre y voluptuoso de flor del mal, el inquietante encanto de esos iconos que asomando entre las vestiduras de oro muestran el rostro de marfil bajo su cabellera de negro jade. Era el suyo de una blancura de hostia, absoluta, cegadora, sin matices ni claroscuros, sólo interrumpida por la sangrienta sonrisa de los labios, rojos como cerezas, gruesos, golosos, sensuales. Nimbando aquella eucarística palidez, la cabellera de ébano, pesada, espesísima, retorcíase en pequeños rizos. Los ojos...
...son regard qui voltige et butine
Se pose au bord de tout, prand a tout un reflet.
Sus ojos, grandes y luminosos, tenían bajo la sombra de las largas pestañas negrísimas, una líquida transparencia de ámbar. El contraste con las cejas aterciopeladas, de fino trazo, hacíanles aún más dorados, más claros, dándoles la cabalística apariencia de dos grandes y tostados topacios. Y aquellas pupilas de reina fabulosa miraban unas veces con burlesco descoco de pilluelo y reflejaban otras una melancolía casi dolorosa.
Y completando la figura frágil y graciosa de marquesa del siglo xviii, en tren de aventuras, bajo el hórrido capuchón de satín rosa, lazado de verde manzana, asomaban los detalles de la mujer elegante: los zapatos de terciopelo negro, hebillados de diamantes; las medias de transparente seda, las manos finas, blancas, cuidadas, de uñas como pétalos de rosa.
Tornaron a consultarse con los ojos y tornaron a reír. Al deseo que se leía en las pupilas de Nieves, respondían con su curioso deseo las de Jimmi. Se habían quitado las caretas, y con pueril inconsciencia, como si ignorasen los peligros que les rodeaban en el antro prostibulario donde su enfermizo e inquieto decadentismo les llevara en busca de sensaciones raras, sin prestar mientes a la curiosidad que su presencia despertaba, ni leer los malos deseos—odios, concupiscencias, envidias, lujurias—que se asomaban en las miradas como se asoman los criminales a las rejas de la cárcel y las fieras a los barrotes de la jaula, reían alegres.
Los tres toreros, en pie ante ellos, esperaban su respuesta.
Eran tres figuras muy diferentes. Joselete, el matador, representaba el tipo clásico del espada, el torero que pintaron Goya y Lucas: bien plantado y arrogante, pero tosco y vulgar, bronceado de rostro, de pelo negro, áspero y rizado, ojos negros y brillantes y dientes blanquísimos de salvaje; el traje de señorito que vestía despegábase del cuerpo fuerte, musculoso, que perdía la mitad de su plebeya belleza encerrado en el antiestético atavío, y solo rimaban bien con su persona el grueso calabrote de oro que pendía sobre el chaleco, sosteniendo enorme herradura de pedrería, y las sortijas con gruesos brillantes ostentadas en las manos grandes y ordinarias. El segundo, el Serranito, era un torero de Zuloaga: alto, delgado, esbelto, casi aristocrático dentro del atavío gris claro, tenía una distinción un poco cansada de raza. Su rostro era enjuto, alargado, y en la morena palidez los ojos muy abiertos, grandes, negros y profundos como la noche—ojos de petenera o de saeta—, lucían melancólicos y soñadores con la serena tristeza del alma mora. Sobre la frente noble, libre del cordobés echado a la nuca, caían los sombríos cabellos, apenas ondulados. Por último, completaba la trilogía Pepe, el Marrón, el picador. Era el tal un bruto; ni en el rostro de gruesos belfos, chata nariz y frente estrecha, a que el pelo cerdoso, espesísimo, recortado en el centro y peinado en tufos sobre las sienes robaba toda nobleza, había el menor vestigio de inteligencia; ni en los ojillos pequeños, turbios y saltones, vivacidad ninguna; ni en la sonrisa que rasgaba los morrudos labios de negro cimarrón sobre los dientes sucios, negros, podridos por el tabaco, el alcohol y el mercurio, la menor simpatía. Era un animal salvaje que no pensaba sino en comer, dormir y las hembras. ¡Las hembras! A la evocación de la mujer sus labios se cubrían de saliva y sus ojos rebrillaban como los de los chacales en la noche. ¡Las hembras! Ninguna idea sentimental, pasional, ni aun utilitaria, despertaba su evocación en él, sino tan sólo una lujuria feroz, rabiosa, exasperada, de fiera en celo. Vestía de corto, y el castizo atavío marcaba más lo innoble de su figura; cuadrado de torso, tenía las piernas y los brazos demasiado cortos, peludas y gruesas las manos, y el cuello de toro, ancho, formidable, con venas como sogas.
Como pasaba el tiempo y Nieves, en vez de responder, limitábase a mirar a su amigo y a reír luego, Joselete reiteró su invitación:
—¿Acepta usté?... La convío con er amigo a beberse una botellita de Agustín Blázquez.
Pero venía un chulo—un chulo clásico de los de la antigua escuela: traje perla, pantalón de talle, pañuelo azul al cuello y onda rizada sobre la frente, a sacarla a bailar:
—Oiga usted, joven... ¡como me diga que sí, nos vamos a marcar una polca usted y yo que ni los de la aristocracia!
Nieves ladeó la cabecita, estirando los labios con una mueca deliciosamente pueril, de chiquilla voluntariosa a quien ofrecen algo que desea, pero que quiere hacerse rogar. Y luego, de improviso, soltó el fresco chorro de su risa cristalina y echose en los brazos de su improvisado galán, con una entrega absoluta, como si en lugar de la efímera posesión del baile, tratasen de otras más trascendentales posesiones; echose con uno de esos impulsos de abandono frecuentes en ella y que le hacían semejar a esas gatas mimosas que gustan de la caricia, y al sentir la mano de su amo, cierran los ojos, esconden las uñas y se dan con una pasividad de muerte. Volviendo el rostro hacia sus interlocutores, ofreció:
—Vuelvo ahora mismo... Un par de vueltas...
Bailaban lentamente; el organillo, en un rincón, cantaba las cadenciosas notas de una polca popular—uno de esos números zarzueleros que se pegan al oído y que tararean las modistas al ritmo de la máquina y las cocineras acompañadas por el chisporrotear de los sarmientos al quemarse—, y Nieves, a los lánguidos acordes de la música, se movía con ritmo voluptuoso. El chulo mantenía uno de los brazos rígido, sosteniendo en su mano abierta la de su pareja, mientras que con la otra, colocada un poco más abajo de la cintura frágil de la dama, la oprimía contra sí. Danzaba pausadamente, muy serio, la cara casi contraída por la atención, los ojos en alto, como si desempeñase papel importantísimo en algún sagrado rito. Danzaba muy despacio, marcando el compás con todo el cuerpo, deteniéndose un instante para, al atacar el piano de manubrio una nota más viva, girar rápido y recomenzar otra vez el lento balanceo. Nieves reía ante la gravedad de su pareja, tratando de distraerle y de hacerle perder el compás. Sus ojos pícaros buscaban los del galán, y sus labios, purpúreos y codiciables, se le ofrecían con impudor burlón.
Pasaban las demás parejas—chulos pálidos, descoloridos, la color enfermiza y los ojos grandes y tristes de bestias de amor, cernidos de libores; señoritos achulados, guasones, chabacanos; horteras de cursilería agresiva, presumiendo de chulos, de Don Juan y de elegantes; artesanos de una alegría ruidosa, grosera, molesta, llevando entre sus brazos hembras de enjalbegados rostros, en que el bermellón de los labios formaba un contraste casi macabro con el albayalde de las mejillas—; y los miraban curiosamente, con ironía un tanto despectiva.
Los amplios salones de «La Dalia», sociedad recreativa de baile, hallábanse de bote en bote. Bien acreditados estaban los festejos que en honor de madama Terpsícore verificábanse en el local; famosos eran los grandes bailes con que celebraban Gervasio, el Rubio, y Froilán Cascajares, el Chicuelo, su beneficio; bailes que ellos, con singular galantería (y advirtiendo que el ambigú corría por cuenta de los organizadores), dedicaban «A las señoritas siguientes: a las hermanas Frascuelo, a Rosario (la Descarada) y su hermana Petra, a Vicenta (la Modista) y sus tres primas, a Lucía R., a Juanita y su hermana Sinforiana, a Josefina Gómez, y a los señores siguientes: a los cuatro amigos de Gervasio, a Ramón (el Chofer), a la pareja de baile Fuentes-Oñoro, al distinguido matador de novillos-toros el Pelusa, a Diego y Nemesio y a Don Romualdo Cazorro y a toda su distinguida clientela.» Pero aquel no era un baile así como así, si no un festejo de carnaval, un Gran baile de trajes, organizado por la Sociedad recreativa El Jipi-Japa, y dedicado a todas las artistas de varietés y camareras de Madrid, y como tal, la concurrencia, además de numerosa era de èlite.
Las dos grandes salas que formaban la sociedad hallábanse adornadas para tan trascendental acontecimiento, además de las bombillas eléctricas (pocas y de no muy rutilantes resplandores), y de los carteles de toros que, pegados sobre el papel oscuro, con flores doradas de los muros, constituían el habitual decorado, por policromas guirnaldas, tejidas con cadenas de papel, cruzadas en todas direcciones. En el primer salón hallábase la cantina (ambigú llamábanlo pomposamente), con cuantos bebestibles inventaron la naturaleza y la química, y en el segundo el organillo, y a su lado Serafín, el de la Polita, que muy fachendoso, con su abotinado pantalón tórtola y su negra americana de altas hombreras, no cesaba de dar vueltas al manubrio.
Los disfraces eran pocos y vulgares, y si de algo pecaban, no podía decirse ciertamente que fuera de lujosos. De hombres apenas veíase algún horterilla vestido de patudo bebé, o tal cual tendero de comestibles, que en plena madurez ya, desahogaba su vehemente necesidad de hacer el burro, escondiendo la redonda panza en astrosa indumenta de diablillo, ocultando el curtido rostro, de grandes bigotes negros, en una careta de perro, arrastrando mugriento rabo y adornando su frente con dos cuernos (además de los que por clasificación le correspondían) de pelote y percalina. Con el sexo débil ya era otra cosa. No que abundasen los disfraces, pero los que había presentábanse más limpios y cuidados que los masculinos. Fuera de unos cuantos trajes de niño chico que permitían lucir las pantorrillas a sus dueñas, de un par de atavíos de torero en traje de calle que servían para mostrar formas de exuberancia tentadora, de algún disfraz de albañil que hacía las veces de válvula al androginismo grosero de tal cual prójima, lo que dominaba eran los mantones de Manila. Las arreboladas rosas, los purpúreos geráneos y los claveles de color de fuego envolvían los cuerpos, que bajo el gayo iris y entre los pliegues blandos, suaves, moldeadores del crespón, aparecían más garbosos, más finos, más llenos de ritmo y elegancia. Y entre aquella orgía de colorines, los rostros asomaban con una inquietante semejanza de combinación de espejos cóncavos y convexos. Efectivamente, fuera de unas cuantas mujeres que, sudorosas, despeinadas, el moño torcido y las ropas en desorden, bailaban, denunciando en su falta de gracia, en la torpeza de sus movimientos tardos y pesados y en su antiestética indumentaria, su calidad de criadas o menegildas, y fuera también de unas pocas que, más modositas y recatadas e inseparables de un mismo varón toda la noche, podían clasificarse entre el comercio modesto, las demás eran iguales. Gordas o flacas, altas o bajas, rubias o morenas, todas se parecían con un extraño aire de familia. Parecían la misma; la misma, con zancos o en cuclillas, con peluca rubia o negra, en los huesos o con exagerados rellenos, pero la misma siempre. Todas tenían el mismo rostro blando, fofo, embadurnado de rojo; las mismas mejillas marchitas bajo el carmín; iguales labios chorreando bermellón; idénticos ojos pintarreados; peinados semejantes.
Bailaban las unas muy lento y muy ceñido, casi con tanta solemnidad como sus parejas ventilaban las otras por los rincones sus diferencias con algún galán; dos o tres, echándoselas de rumbosas (¡ellas tenían siempre cinco duros para gastárselos con un hombre!), obsequiaban en el bufet a sus chulos; no unos chulos así como así, a la antigua, sino chulos modernistas, de los de jersey y gorra con vistosas insignias de fantásticos clubs, chulos sportsmants, como si dijésemos maestros en artes mecánicas, chauffeurs y aviadores.
Acababa la polca; el organillo emitió algunas notas vertiginosas y calló súbitamente con un golpe seco, sin que las armonías se prolongasen en sonoras ondas, como sucede con otros instrumentos musicales. Nieves volvió al grupo en que los tres toreros esperaban su respuesta. Jimmi la interrogó:
—Con que tú dirás... Estos señores aguardan tu contestación.
Sonriendo picaresca, mientras los ojos de princesa remota les desafiaban cínicos y tentadores, formuló:
—¿De veras tienen tanto empeño en que vaya?
Joselete se encargó de dar una respuesta galante:
—¡Figúrese usted!... ¡Siempre hay ganas de ver una mujer bonita de cerca!
Conquistada por el piropo rió, aceptando.
—¡Pues vamos allá!
Joselete palmoteó:
—¡Chico!... ¡Vino!—Y como el camarero, previniendo el objeto de la llamada, entrase trayendo en una bandeja de zinc dos botellas de Agustín Blázquez y algunos chatos y empezase a romper los lacres trabajosamente para descorchar, el torero se la arrancó de las manos:
—¡Esto se jace así!
Formó un anillo con los dedos, y, girando rápidamente la botella, saltó el lacre.
Nieves, encantada de todo aquello, conceptuándolo muy castizo, muy típico y hasta muy chic, palmoteó:
—¡Bravo! ¡Bravo!
La Ansiosa, sin hacer caso de los demás, prisionera por completo de su nuevo amor, inclinose hacia Jimmi, descansando sobre el brazo del Pierrot la enorme mole de sus ubres bovinas:
—¡Chaval! ¡Gitano! ¡Que te voy a querer!...—Y en el rostro enharinado de luna llena, los ojos grandes y salientes, voltearon voluptuosos.
Sin entusiasmo ninguno por su conquista, sino por el contrario, harto de su pesadez, Jimmi se dejó besar. Una aceituna disparada con certero tino por la Pechuguita, que pueril, cínica y procaz, con su rostro pálido y demacrado de cortesana enferma de tuberculosis, su flequillo de paje y sus ojos burlones de golfo callejero, atalayábase entre Don Simeón y Gorritua, vino a interrumpir el idilio, acompañado de amicales apóstrofes:
—¡Ladrona! ¡Ansiosa!
Habían salido del baile Nieves y Jimmi con los tres toreros, cuatro prójimas que estaban con ellos, más algunos amigos que se les incorporaron. Ambularon por unos cuantos callejones silenciosos y desiertos para llegar por fin al colmado que había de ser escenario de la juerga. Una vez allí, en vez de penetrar por la tienda, cruzaron el portal, internáronse por un pasillo largo y oscuro, atravesaron un patinillo lóbrego, húmedo y sórdido, donde, de unas cuerdas, pendía ropa puesta a secar; luego otro pasillo, otro patio, y, por fin, llegaron a los reservados, construidos al fondo de la casa para mayor garantía de discreción. Al ver el lugar, casi temeroso, donde les conducían, el Arcángel anunciador buscó con sus ojos inquietos los de su amiga, pero ella, posando de valiente, sacole la lengua con un gesto delicioso de burla, y se echó a reír.
Ahora, en el gabinete con tabiques de madera que les servía de cenáculo y en que apenas cabían las trece personas que formaban el elenco, a la menguada luz de la bombilla eléctrica, prensábanse en torno de la mesa cargada de botellas.
Nieves, deliciosa de inconsciencia, en sus labios carmesíes una sonrisa de chicuela que, prisionera en la jaula de las fieras, creyese dominar a los leones con una caricia de sus manitas de marfil, presidía entre Joselete y el Marrón. Frente a ella, Jimmi era disfrutado como una presa—presa de juventud, de gracia y de vida—por la Ansiosa y Pilar la Redicha. La Ansiosa ponía en la conquista toda la abundosa exuberancia de sus pechos colosales y de sus caderas formidables; la Pilar, en cambio, no era fea; un poco agarbanzada también, tenía, sin embargo, una arrogancia castiza, una gracia muy madrileña, que vivía en el ritmo entero de su persona, en sus ojos de gacela, grandes y oscuros, y en su boca fresca y reidora. El Serranito, sentado junto a su querida, permanecía mudo, melancólico y soñador, con los ojos fijos en el espacio y los labios plegados por un rictus casi doloroso. Ella, la Vinagre, era una mujer alta y delgada, artificialmente rubia; tenía los ojos grises, fríos; la nariz larga y recta y los labios crueles; arropada en el mantón alfombrado parecía friolenta; era muy antipática; apenas bebía, y hablaba escupiendo las palabras con chasquidos secos, como si siempre estuviese irritada con una irritación contenida, rabiosa. Los demás—un sastre aficionado a los toros, un pelotari bilbaíno, de cabeza amelonada, pelo rizado, apenas cubierto por la boina de inverosímil pequeñez, rostro enjuto y anguloso y lacios bigotes, y dos chulos sietemesinos, esmirriados y descoloridos—habíanse instalado a la buena de Dios.
Todos reían; Nieves, contenta de sentir rugiente a su lado la bestia del deseo, aquel deseo animal, salvaje, feroz, que tantas veces evocase nostalgia ante las almibaradas palabras y las románticas razones de sus admiradores. ¡Ah, el encanto de sentirse deseada hasta la violencia, hasta el crimen! Los demás reían borrachos, estúpidos: la Vinagre, con risa casi estridente; el Serranito, con una sonrisa pálida, que sólo brillaba en los labios, mientras las pupilas tristes seguían el vuelo de un ensueño.
Joselete y el Marrón hacían la corte a su manera a la aristocrática muñequilla, y ella, inquietante y perversa, complacíase en excitarles con miradas lánguidas, sonrisas prometedoras, algún furtivo apretón de manos y tal cual fortuito pisotón; pero mientras ellos, cada vez más excitados, se inclinaban hacia ella, los ojos dorados de reina de Saba, buscaban los melancólicos ojos del gitano y tropezaban a veces con las frías miradas de la Vinagre.
La Ansiosa se inclinó hacia Jimmi:
—¡Tu boca, mi nene!... ¡gitano! ¡lucero! ¡cielo!... ¡me vas a querer tú a mí!—Y trató de morder los rojos labios del chiquillo.
El la rechazó impaciente:
—¡No seas sobona!
—¡No me quieres!—gimió ella, con su vozarrón de vaca.
Jimmi se sintió chulo:
—¡Que te voy a querer! ¡Amos, tú estás chalá!
Mientras tanto, Joselete formalizaba en toda regla el sitio que tenía puesto a Nieves:
—Porque si usted quisiese, prenda, iba a ver lo que es un hombre.
Ella rió hermética, y mientras el torero, en rapto de mal contenida pasión, se inclinaba para besar su mano, buscó con los ojos al Serranito.
La Vinagre, alerta siempre por los rabiosos celos que todas las mujeres despertaban en su desconfiado espíritu de mujer madura, interceptó la mirada, y encarándose con la traviesa dama, apostrofó:
—¡Cochina! ¡puerca! ¡bribona! ¡púa!
Todos la miraron asombrados por el exabrupto, y el matador, contemplándola severo, interrogó:
—¿Qué es esto? ¡Pa gritar a la plaza de la Cebada! ¡A ver si va a poder ser que te calles y no metas el remo!
La Pechuguita intervino a su vez:
—¡Mujer! ¡no eres tú nadie chillando! ¿Qué mosca te ha picao!
—¡Que qué mosca me ha picao! ¡Que el Serranito es mío, mío y mío, y na más que mío, y no me da la pajolera gana que venga ninguna señora con su pan comío a camelármelo! ¿estás tú?—Calló un instante, roja de ira, y luego, con risa epiléptica y voz chirriante, ahogándose de coraje, siguió:—¡Señoras! ¡señoras! ¡Ja! ¡Ja! ¡Aparte usted, hija, que me tizno! ¡Señoras! ¡Y luego, en cuantito que ven unos pantalones!... ¡catapum! ¡adiós, señorío! ¡Señoras! ¡me río yo de tantismo señorío! ¡Más señora soy yo, que me lo gano con mi cuerpo pa gastármelo con un hombre a quien quiero, que otras que yo me sé, que andan por ahí presumiendo pa luego venir a quitarnos lo nuestro!... Pues...
Joselete cortó airado, empuñando una botella en ademán de tirársela a la cabeza:
—¡A ver si va a poder ser que te calles, burra, o te rompo los morros de un botellazo!
Y como rezongando siempre, la prójima obedeciera, se encaró galante y rendido con Nieves:
—¡Qué van a mirar estos ojitos de sol al banderillero, teniendo al matador mochales por ellos! ¿Verdad, lucero?—e inclinándose hacia ella, intentó robar un beso a los labios de grana.
Pero Nieves, echándose hacia atrás rápidamente, rehuyó la caricia, y ni corta ni perezosa le plantó una bofetada:
—¡Quieto!
La Vinagre rió con cruel satisfacción:
—¡Anda! ¡Pa que te metas con señoronas!
Los demás, conociendo la saña feroz del torero, aquella ira blanca que hervía en él, sobre todo cuando tenía los nervios excitados por el alcohol, le miraron temerosos; pero Joselete pareció echarlo a broma:
—¡Mozo! ¡Vino!—Y siguió como si tal cosa. Sólo en los ojos había una luz maligna, cruel.
Ahora era Jimmi el que se defendía de las mujeres:
—¡Basta de besos, que no soy el Niño de la Bola!
—¡Pero te quiero! ¡Te quiero, mi negro!—Musitaba la Ansiosa con suspiros que levantaban con sacudidas volcánicas la enorme pechera.
—¡Ay, nene! ¡Qué rico eres!—Y la Pilar le besaba anhelante.
Seguía la juerga. La Pechuguita se había arrancado con una copla; los chulos palmoteaban, y el peligro parecía conjurado. Pero Nieves, incapaz de estarse quieta, deseosa de emociones fuertes, no dejaba dormir a las fieras. Habíase encarado con el Marrón, que echado hacia atrás en la silla, apoyada en la pared, el cordobés a la nuca, los cabellos pegoteados a la frente por el sudor, desabrochado el chaleco y el rostro abotargado, dormitaba la borrachera, y esbozando una caricia pasole la mano por la cara e interrogó:
—¿Y tú, chotillo? ¡A ver si no te duermes!
El picador, despierto por el contacto de la piel perfumada, suave y sedeña, lanzó un mugido de toro satisfecho y aprisionó el brazo. Comenzó a cubrir de besos ansiosos los finos dedos y luego la palma de la mano. Nieves le dejaba hacer risueña. Pero él, enardecido, seguía subiendo, paseando por el brazo los gruesos labios. Entonces ella quiso arrancarle la presa, pero él, brutal, enloquecido por el vino y la lujuria, la mantuvo prisionera entre sus brazos, buscando ansioso con la boca voraz la fresca boca de la chiquilla. Ella forcejeaba por desasirse, bromeando primero, furiosa luego; sus manos caían sobre la cara enorme del sátiro, abofeteándole sin piedad; las uñas de pétalos de rosa clavábanse en la piel dura, áspera, curtida, haciendo correr la sangre; pero él, sordo y ciego, insensible a todo lo que no fuera su sed de posesión, se enardecía más y más.
La Vinagre le animaba:
—¡Duro con ella!
Y el mismo Joselete, mostrando en una sonrisa mala los dientes de carnívoro, insinuó burlón:
—¡Que te puede!
Nieves, vencida, sintiendo flaquear sus fuerzas, impetró auxilio de su amigo:
—¡Jimmi, a mí!
Quiso él levantarse para ayudar a su compañera, pero la Ansiosa le echó los brazos al cuello:
—¡Déjala! ¡Qué te importa! ¡Tú pa mí!
Jimmi sacudiole un puñetazo en pleno rostro que la hizo echarse hacia atrás, manando abundante sangre por las narices.
Iba ya a levantarse el muchacho, cuando la mujerona tornó a caer sobre él; no se podía decir esta vez si para matarlo o para poseerlo. Las otras siguieron su ejemplo, y las tres arpías comenzaron a su vez una lucha épica de mordiscos, besos, golpes.
De pronto, la bombilla eléctrica cayó rota y se hizo la oscuridad. En las tinieblas seguía la lucha bárbara entre gritos, lamentos, gemidos, juramentos y maldiciones. Rodó la mesa, y sobre ella cayeron todos en montón, y en el suelo prosiguieron aún. En las sombras resonó, angustiosa, la voz de Jimmi:
—¡Me han matado!
Hubo un momento de confusión y luego un impulso de fuga.
Cuando acudieron con luces, en el suelo, en el montón que formaba la mesa hecha astillas, sobre el mantel manchado de sangre y vino, yacían yertos, rígidos, inanimados, Nieves y Jimmi, como dos pobres muñecos de cera.
Vers l'archipel limpide, ou mirent les Iles.
L'Hermafrodite nu, le front cenit de jasmin,
Épuise ses yeux verts en un rêve sans fin;
Et sa souplesse torse empruntée aux reptiles,
Sa cambrure élastique et ses seines érectiles
Suscitent le désir de l'impossible hymen,
Et c'est le monstre éclos, exquis et surhumain,
Au ciel supérieur des formes plus subtiles.
La perversité rôde en ses courts cheveux blonds
Un sourire éternel frère des sous profonds
S'estope en velours d'ombre a sa bouche ambiguë,
Et sur ses pales chairs se traîne avec amour
L'ardent soleil païen, que la fait naître un jour
De ton écume d'or, ô Beauté suraiguë.
Albert Samain.
Primero había sido la palabra grave, sonora, un poco enfática y engolada de Don Clodoveo Zurriola, el sabio arqueólogo, la que en períodos acabados, correctos, académicos, que armonizaban bien con la noble serenidad de la fábula griega, narrara la historia del hijo de Hermes y Afrodita. La figura venerable del escritor, que suplía con la rigidez lo escaso de la estatura; su gesto sobrio, pero oratorio y elegante; su empaque un poco finchado dentro de la corta y estrechísima levita, adornada en el ojal por multicolor roseta, y del enorme cuello que aparecía en dos inacabables picos por cima de la formidable corbata, sostenida con un camafeo, sentaban a maravilla al severo decorado del salón. Pero lo que sobre todo daba suprema nobleza al viejo caballero era el rostro, un rostro de pergamino en que lucían dos ojos azules, claros y serenos, ojos de niño o de poeta habitante de una Arcadia feliz. Completaban el conjunto larga perilla de plata y nevada trova que nimbaba de luz la cabeza. Hablaba lentamente, mejor dicho recitaba su prosa con enfática entonación, cambiando de registro según convenía a la índole de los períodos descriptivos, trágicos o jocosos, hacía largas pausas y sabía rematar las parrafadas.
Mientras peroraba, sus manos blancas y delgadas de patriarca bíblico trazaban un gesto abarcador, y de vez en cuando posábanse en la amplia frente. Gustábale de recrear a aquellas señoras con alguna de las leyendas de la mitología griega, en que mezclaba con su portentosa erudición un humorismo un poco pueril, muy vieux jeu, pero honesto, limpio y de buen gusto.
Oíanle ellas embelesadas, pese a su gran recato y a lo escabroso de los asuntos, que abundaban en episodios asaz libres; pero la mitología tiene eso: aun en los momentos en que narra las liviandades a que tan aficionados mostrábanse los señores del Olimpo, aun en aquellos otros en que nos presenta las mayores aberraciones, hasta cuando Parsifae se entrega bajo la apariencia de una vaca de bronce a las caricias del toro o Calimante pone sus pecaminosos deseos en el melenudo rey del desierto, incluso en las creaciones de equívocos personajes, hay en ella una diafanidad, una serena fe en el amor y la vida, que permite a los oídos más pudibundos y fáciles de ofender escucharla sin menoscabo de su honestidad. Guardan los amores y aventuras de dioses y diosas, de héroes y ninfas, de reinas y monstruos, sobre todo evocados por la severa palabra de un sabio-poeta, un no sé qué de estatuario, de ecuánime, de plástico, que ahuyenta toda idea de lubricidad y de morbosa delección.
La mitología fue esencialmente moral. Era, sí, la religión del amor; pero, al mismo tiempo, era la religión de la Naturaleza, de la fuerza, de la juventud. Nunca el espíritu ha estado más lejos de la carne; la carne vivía y el espíritu somnolaba plácidamente alejado de enfermizas inquietudes. Nuestras almas son como el mar, como él tienen sus mareas, su movimiento de aproximación y de retraimiento; sino que en ellas es al través de los siglos. Hay momentos en la historia de la humanidad en que las almas han estado a flor de piel, y es el momento de las inquietudes, de los grandes pecados y de los monstruosos impulsos de santidad. El amor tiene el perverso encanto del pecado, y no es el amor, es algo macerante que puebla las noches demasiado castas de calenturientas aberraciones. En otros períodos, al contrario, el alma duerme y la carne reina. Entonces se ama con impudor inconsciente, las mayores aberraciones parecen juegos de niños egoístas; apartan los humanos de su lado a los débiles, a los deformes, a los tristes, y si alguna vez se mata es con un gesto magnífico de desdén por la inutilidad de los viejos, de los enfermos o de los cobardes. En la India, en Egipto, en todos los países del remoto pasado, fue el reinado del alma; en Grecia y Roma triunfó el cuerpo y fue como un paseo victorioso de Venus y Baco a través del mundo entre faunos, sátiros, silvanos y tigres y panteras, montadas por bacantes coronadas de pámpanos. En la Edad Media la carne torturada por el ayuno y las disciplinas agoniza entre alucinaciones, y el espíritu bulle siniestro como un fuego fatuo: es el tiempo de los iluminados y los poseídos, de las brujas y de los quirománticos, de Prelatti y Gilles de Rais.
Contó, pues, Don Clodoveo, la historia de Hermafrodita, su peregrina belleza y cómo sorprendido en el momento de bañarse en una fuente situada en las cercanías del Halicarnaso por la indiscreta y seguramente no muy pudibunda ninfa Salmacis, enamorose ésta perdidamente del apuesto mozo. Describió los desdenes con que el doncel agobiara a la infeliz enamorada, y por fin la gracia que, presa de loca desesperación, imploró ella de los dioses, de fundirse en una sola persona con su amado, y aún hizo algunas veladas y discretas alusiones a cómo, concedido tal favor, conservara el nuevo ser los caracteres de ambos sexos.
Hasta aquí habíanse mantenido las cosas en las serenas esferas de las especulaciones estéticas, pero comenzaba a llegar gente joven procedente del Real y de otras tertulias, y con ellos vientos revolucionarios. Las últimas palabras del sabio prestáronse a chirigotas, salieron a relucir anécdotas picantes, y las malas lenguas emprendieron la caritativa tarea de disecar a los amigos ausentes.
Doña Recareda Witiza, que acurrucada en su sillita de tijera, la inseparable labor de gancho entre los dedos y las gafas en la punta de la nariz, había escuchado la narración embebecida y sin comprender muy bien aquello de los dos sexos, que, como lo de la manzana del Paraíso, lo del sacrificio de Santa María Egipciaca, las tentaciones de los Padres del yermo y tantas otras cosas, era para sabido, creído y aun admirado, pero no para que una mujer honrada metiese las narices en ello; comenzaba a sentir sobresaltos ante las pseudoprocacidades de la juventud.
Doña Elvira era una institución en aquella casa; lloviese o hiciese luna, helárase el aliento o asáranse los pájaros, allí estaba ella, sentada en su sillita de tapicería, sin darles paz a los dedos, escuchando atenta y alzando, cuando oía algo que le causaba gran efecto, los ojillos grises por cima de los redondos quevedos de plata. Bajita, menuda, lisa como una tabla, sin que ni pecho ni caderas acusasen su feminilidad, tenía, pese a su frágil contextura, cierta apariencia masculina agravada por el rostro desproporcionado, demasiado grande para la pequeñez del cuerpo. Era el suyo un rostro largo, arrugado, bigotudo y hasta con algo de barba; la nariz de gancho; la boca grande, de gruesos labios y dientes caballunos, puntiagudos y amarillos, y la frente anchísima, coronada de escasos cabellos grises, dábanle aspecto hombruno. Sabíalo ella e irritada por aquella jugarreta de la naturaleza, exageraba lo menudo de sus gestos, ya harto dengosos, y atiplaba su vozarrón de bajo profundo. Si bien con ello no conseguía ser completamente femenil, en cambio adquiría el ambiguo aspecto de esos viejos pulcros, atildados, untuosos, que pasean por los jardinillos de las plazas públicas en las primeras horas de la noche su sonrisa húmeda y sus pupilas lascivamente escrutadoras. El sencillo hábito del Carmen que vestía siempre y los gruesos zapatones en que escondía sus pies, desentonaban con la elegancia de las damas que desfilaban por el salón; pero la condesa, verdadera gran señora a la antigua española, mujer de corazón, aleccionada además por el destierro y los años, era consecuente con sus viejos amigos y no olvidaba a los que fueron buenos con ella en los días de prueba; y si, mujer de mundo, acogía con una sonrisa de benévola complacencia y una buena palabra a las elegantes que acudían todas las noches a casa de tía Malvina, porque era chic y tenía un gran aire hacer una paradita allí después del Real y de otras tertulias de trueno, guardaba las efusiones de su generoso corazón para sus amigas de siempre, y en boca de la dama aquel siempre significaba muchas cosas.
Era la tertulia de la condesa de Campazas cosa única en su género. En primer lugar la composición de la escena no tenía nada de teatral. Aquello no era una decoración para interior de casa grande (término de entre bastidores, que viene aquí como anillo al dedo). Ni reposteros blasonados, ni fantásticos retratos de guerreros y obispos, ni armaduras históricas; nada. Fuera quedaba el estrado, más solemne (aunque tampoco, a decir verdad, con pretensiones de feudal, si no más bien tocado de la amazacotada elegancia que a mediados del siglo XIX presidiera el triunfo de las plutocracias), con su zócalo de madera imitando mármol, su techo de falso artesonado blanco y oro, las paredes revestidas de raso amarillo capitoné, lunas encerradas en marcos enormes, arañas y brazos de pared de cristal y bronce, pesados, de mal gusto y hasta un tanto de pacotilla, y muebles grandes dorados, recargados de molduras, sin la suntuosa armonía de Luis XV ni la gracia alada del Luis XVI; y en contraste con tanta cosa fea y como sello de la estirpe, dos retratos de Goya prodigiosos—un caballero de ancha frente, penduliforme nariz y mandíbula prominente, vestido con bordado casacón de terciopelo azul, y una dama pícara de ojos, golosa de labios, fosca de cabellera y morena de color, muy grácil y movida en los albos tules de su traje, que se rasgaba en cuadrado escote mostrando el provocativo repujado de los senos—. También veíanse en la sala dos braseros, pues la condesa, pese al calor de las chimeneas, no renunciaba al clásico artefacto que, según ella, fue su único compañero en algunas veladas del destierro. La sala también, a última hora, llenábase de gente; quedaba para los extraños, sin embargo, mientras Doña Malvina con los de su tertulia preferían el billar. Aquello ya era otra cosa, aunque tampoco un dechado de buen gusto, pues en aquellos días de mescolanzas de estilos en que triunfaban los muebles de Boule y los rasos abullonados, época cuya característica podría considerarse el reinado del tapicero, el mal gusto era endémico; el billar tenía un aspecto más familiar, simpático y habitable. Sobre las paredes de damasco verde lucían algunos cuadros, casi todos modernos. Dos marinos de Monteleón, una Sagrada Familia, que si no fuese por aquello de que la intención salva, hubiese valido el fuego eterno a su perpetrador; unas monjas de Franco, dos cuadros pintados por la dueña de la casa—paisajes de una Bucólica feliz—una Concepción de colorido chillón y otra atribuida con algún fundamento a Antolínez, el Malo. La mesa de billar, de troneras, aparecía cubierta por un paño de peluche rojo con aplicaciones de bordados antiguos, y los muebles, salvo la mesa, que cubría un tapete bordado también en oro y sedas, eran amplios y cómodos, tapizados de paño verde con franjas e iniciales de paño negro.
En aquel ambiente familiar encontrábase la condesa a gusto, rodeada de sus íntimos, sus fieles llamábales ella cariñosamente. Para ser admitidos en tal intimidad no eran menester sino dos cosas: talento y corazón. Allí la gente no era lo que representaba en el mundo, sino lo que merecía ser. No había valores convencionales, que el gran espíritu de bondad y de rectitud de la dama, defendidos por su prestigio y posición, rechazaban, si no valores reales. Luego, a última hora, tocábale el turno a la feria de vanidades pero a prima noche sólo formaban los elegidos.
Componían la tertulia seis u ocho invitados a mesa (clásica, española, sencilla y abundante) y cuatro o cinco más que llegaban al café. Allí, en primer lugar, y como uno de los habituales, Facundo Robledo, el gran político, el árbito de la Restauración, hacía pinitos literarios, decía chistes de su pueblo, y hasta alguna vez, excitada su confianza y buen humor por la cordialidad que flotaba en el ambiente, mostraba, como uno de esos modernos ilusionistas que fían más en su arte que en la curiosidad del público, los secretos de la política menuda. Allí también Manuel Salgado, el estilista portentoso, abandonadas las palmetas de crítico y el cincel de artífice único, contaba, con el gracejo de la tierra de María Santísima, cuentos subiditos de color. Junto a ellos, el general marqués de San Florentín defendía los viejos moldes y recitaba con énfasis versos de Don Juan Nicasio Gallego, de Hartzenbusch y de García Gutiérrez. El general era un escritor menos que mediocre, pero por aquellos tiempos de generales poetas y curas guerreros había alcanzado gran boga, y así como era moda entre las damas tener un retrato pintado por el duque de Rivas, éralo también guardar en el álbum de tapas de peluche y bronce una composición poética en que las Musas colaboraron con harta mala gana. Aquello era lo más saliente de la tertulia; como discretos comparsas había otras gentes oscuras, cuya única razón de ser era su amistad con la condesa; gentes que en el destierro fueron amables con la gran dama y que cuando hallábase sola ofrecieron el noble homenaje de las personas de corazón a las majestades caídas; un pintor de historia premioso, machacón, pesadísimo, acompañado de su esposa, mujer insignificante, y de su hija, una señorita redicha, que ahuecábase constantemente los pompones de la falda y abría y cerraba el abanico dengosamente a cada instante; Doña Recareda y dos o tres insignificancias más.
Y presidiéndoles a todos, con su aire inimitable de gran señora, fresco el rostro a pesar de los años, los blancos cabellos cubiertos por la negra cofia, y por los hombros la manteleta de encaje, que prendía al pecho con antiguo broche de lapizlázuli y brillantes, la condesa sonreía, abanicándose lentamente con uno de aquellos admirables abanicos que constituían su pasión. Porque los abanicos eran su vicio: teníalos de oscura concha, incrustada de oro y plata a la moda del reinado de Luis XIV; de nácar, con soberbias incrustaciones, como los que en algunas escenas violentas de la Corte rompieran las blancas manos de la Pompadour; de largas varillas de marfil, con pintadas miniaturas, como los que entre los dedos de la Dubarry señalaron a los Borbones la ruta de la guillotina.
Era la condesa de Campazas mujer de talento extraordinario: sabía hablar sin pedantescos desplantes, pero con la autoridad que le daban los años y la experiencia, y lo que es mejor, tenía el raro arte de saber escuchar. Con singular gracejo ponía el comentario, lleno de filosofía, o colocaba un chiste de buena ley, terciaba en las discusiones acaloradas, suavizaba asperezas de juicios apasionados, velaba la broma con exceso subida de color, y, sin ofender al maldiciente, echaba un capote por el ausente amigo.
Aquella noche, sin embargo, las horas habíanse deslizado gracias a la serena palabra de Don Clodoveo Zurriola, con una placidez que, puesto que a ella contribuían las ninfas y pastores de la fábula, podemos llamar pastoril. Aún no había acabado el sabio su disertación y el grupo de oyentes (cuyas exclamaciones y dicharachos asustaban a la Witiza), engrosado, llegaba ya al salón.
Iban llegando damas procedentes del Teatro Real, donde la Saralto había cantado un Bale in Maschera, y junto con ellas los muchachos que hacían su escala allí antes de irse al Veloz a tirar de la oreja a Jorge, y los viejos del palco de la Infantil, más entusiastas de la bella tiple que de la ópera, que, por no ser menos, seguían la misma ruta de los muchachos.
Pero ni la voz admirable de la Bezké, ni los devaneos de la Sanz, ni los simpares gorgoritos de la Patti, consiguieron distraer la atención del primer sujeto. Había, por el contrario, tomado la palabra Ramón Alvarez de Simancas, uno de los recién llegados, y con su estilo jocoso, desvergonzado, hacía la aplicación de la fábula de Hermafrodita a algunos amigos y amigas ausentes.
Alto, fornido, guapo, con varonil belleza, era arrogante, bravucón, rendido con las damas, a las que trataba con una mezcla extraña de respetuosa pleitesía y atrevimiento, confianzudo, mirándolas siempre en mujer, nunca en señora; sencillo con sus amigos, altivo con los extraños, aficionado con exceso a cuentos y chascarrillos verdes. Constituía el tipo perfecto del antiguo elegante español, antes que el sport convirtiérale en una caricatura del extranjero, transnochador, aficionado a alternar con pelanduscas y toreros, dado a la burla, apasionado de la fiesta nacional, jugador y pendenciero.
Contaba ahora la historia de cierta dama que, culpable de lesbiana pasión por una amiga suya, no había discurrido mejor ardid que en una noche de fiesta escabullirse del salón, merced al bullicio, e irse a esperarla en su propio lecho.
Y proseguía su historia, contando cómo cierto galán, harto audaz en lides de amor, y animado por no sé qué insinuaciones de la dama, decidió seguir la misma ruta que la descarriada señora, y cómo, tras un discreto desposeerse de ropas en la oscuridad, habíanse encontrado entre las sábanas, con los episodios a que tan donosa equivocación dio lugar. El salón entero, convertido en Decamerón por obra y gracia de aquellos cuentos dignos del señor de Bocaccio, reía de buena gana la desvergonzada aventura. La misma condesa sonreía benévola; sólo Doña Recareda, estremecida de horror, ansiaba que se la tragase la tierra para no ver profanados sus castos oídos con tales aberraciones, y miraba a todas partes buscando la manera de escapar. Imposible. El salón rebosaba gente. ¡Y qué gente!
En pie, junto a la mesa de billar, la duquesa de Lorena escuchaba risueña, reverberando en el esplendor de su distinción suprema. Era una belleza del norte, fría y dura, que por su boda con el duque de Lorena había venido a ocupar uno de los primeros puestos en la sociedad madrileña, ciñendo sus sienes, que en lejano país de brumas oprimiera la diadema de los Príncipes mediatizados, con los ducales florones de los Grandes de España. Tenía un aire portentoso, una elegancia señoril que se reflejaba en sus menores gestos, una nobleza innata, inimitable. Su perfil correcto, enérgico, sus ojos dominadores y sus labios desdeñosos, aislábanla en una impenetrabilidad de diosa. El cabello castaño caía sobre la frente en abundantes rizos, que escalonándose por la cabeza, concluían en la nuca alabastrina en catarata de pequeños bucles; el seno blanco, nevado, emergiendo del cuadrado escote del vestido, servía de estuche a soberbio collar de perlas negras; el corpiño de raso corinto oprimía el talle inverosímil, y mientras por delante formaba largo pico sobre el delantal de terciopelo, de igual color que el vestido, bordado en dorados vidrios, por detrás formaba graciosas aldetas que caían sobre los pomposos petits motives de raso, sostenidos, primero por el oculto polisón, luego por grandes golpes de abalorios, y acabados por fin en larga cola redonda, pomposa, frufruante, prendida a la enagua de almidonados encajes por grandes lazos de seda. Y completando el conjunto, tenía brazos de estatua, que enfundados hasta el codo en las estrechas mangas, ocultábanse luego en largos guantes de Grecia; y poco más allá, y compartiendo su atención entre las historias y las tonterías que murmuraba a su oído Fernando Román, Julia Rialta, morena, graciosa, vivaracha, más morena aún en el traje de gro rosa con grandes poufs lazados de terciopelo negro, triunfaba en su castiza gracia de madrileña neta. Junto a ella, Felisa Zamora sonreía, sonreía siempre con su eterna sonrisa estereotipada, contenta de su belleza de Ofelia, de sus cabellos de oro pálido, que, tras partirse en dos rizos sobre la frente, formaban gruesa trenza en torno a la cabeza; de sus ojos cándidos, azules de cielo; de su blancura maravillosa de nardo, que lucía entre el tul celeste del escote, en forma de corazón, y de su talle inverosímil. Era tonta, con tontería inofensiva de grabado de modas; ahora mismo, mientras los demás hablaban, ella estaba pendiente de no descomponer los frágiles pompones de pálido matiz azulado, que sostenidos sobre la falda de pequeños volantes por guirnaldas de rosas salvajes, constituían la obra más elegante que salió jamás de las manos de Worth.
En contraste con ella, toda malicia, gracia e inteligencia, la baronesa de Montevideo, sentada en un puf turco, vestida toda de raso coral con guiones de terciopelo azul; menuda, frágil, los ojos verdes de gata, y el pelo de oro rabioso subrayaba los equívocos con risitas burlonas o hacía comentarios cortantes como filos de cuchillo, y daba empujones con el codo a Escipión Cimarra, que pretendía compartir el asiento con ella.
La Witiza se sintió anonadada. ¡No podía salir! Y las cosas tomaban cada vez peor cariz. Ahora habían dejado a un lado las historias burlescas y tocábale el turno a las narraciones truculentas. El marqués viudo de Casa Guzmán contaba cosas horribles, misteriosos hechos, fenómenos de transformación, raros caprichos de la Naturaleza; descubría monstruos humanos, casos de locura... La conversación despeñábase por los abismos de la pesadilla, y como en los cuadros de Bosco o en las aguas fuertes de Goya, iban y venían en raras zarabandas seres absurdos, criaturas híbridas, que se contorsionaban saliendo de lo grotesco para entrar en los linderos de lo doloroso.
Doña Recareda no pudo resistir más, y poniéndose en pie se despidió de la condesa:
—Yo me voy.
—¿Pero ha venido ya Rosendo—Rosendo era un viejo servidor de la Witiza—a buscarte?—interrogó la dama cariñosamente.
Habíase dado perfecta cuenta del malestar de su amiga; si hubiese habido menos gente, hubiese intentado cortar la conversación; pero con la casa llena era punto menos que imposible. Además, no la gustaba actuar de dómine, y mientras permaneciesen en los límites que marca la buena educación, prefería dejarles en libertad de desbarrar.
Doña Recareda mintió por primera vez en su vida:
—Sí, ya me han avisado.
—Pues no he oído nada—murmuró extrañada la dama.
Cruzó la vieja el salón haciendo equilibrios para no pisar las colas que se abrían en insolentes abanicos, y repartiendo reverencias, que la Montevideo calificó burlescamente de reverencias para uso de artista pedicure en Versalles, llegó al fin a la antesala, fría y destartaladota, adornada con dos o tres reposteros y algunos bancos. Allí esperaría. ¿Que estaban los criados? ¡Bah! Eran viejos servidores respetuosos, que la conocían bien y la rendirían pleitesía y que seguramente no contarían cuentos verdes delante de ella. Pero ¡sí, sí! ¡No contaba con la huéspeda! Para evitar a las señoras la molestia del humo y para hablar con más libertad, habíanse salido allí unos cuantos muchachos a fumar un cigarro, y en cuanto la vieron rodeáronla con afectuosas cuchufletas. Desesperada la infeliz, decidió partir, aunque hubiese de esperar en la escalera la llegada de su criado, y zafándose de sus manos, salió.
Estaba de Dios que en ninguna parte pasase tranquila aquella infausta noche. Como a los viejos Padres del desierto, Satanás entreteníase en ponerle a cada paso, ante los ojos, un cuadro de disolución o una imagen de pecado. En el último descansillo de la escalera, Petra Galván hablaba con Gaspar Monóvar, y el calor con que discutían y la distancia que les separaba no eran precisamente los exigidos por el recato. Doña Recareda Witiza creyó que su sola presencia tendría la virtud de separarles y hacerles tornar a los senderos del bien; pero se equivocó. La Galván limitose a alzar sobre sus hombros, iluminados por los fulgores de soberbio collar de esmeraldas, la amplia capa de seda blanca, forrada de albas pieles de cabra del Tibet, y dando un puntapié a la cola de terciopelo café, forrada de raso café con leche y bordada en cuentas de colores, siguió hablando como si tal cosa con el apuesto húsar, que a su vez limitose a pasar una mano acariciadora por la sedosa barba negra, partida por raya central.
Después de poner su pensamiento en Dios, la buena señora tomó una resolución heroica. Se helaría en el portal, pero prefería cualquier cosa a la contemplación de tales vergüenzas. Abrió la puerta y... estuvo a punto de desmayarse. En el amplio zaguán, enarenado, bajo la vacilante luz del farol central, los cocheros y lacayos, con sus gorras de visera y sus capotones oscuros, cubiertos por siete esclavinas de vivos chillones—el amarillo, el rojo, el verde de la heráldica de librea—hablaban, y lo que es peor, retozaban con retozos de faunos salvajes con cuatro o cinco ninfas callejeras, que entre pellizcos, achuchones y encontronazos, reían, aullaban y barbarizaban. ¡La apocalipsis! ¡Y para eso Dios había redimido al género humano! Indudablemente el fuego del cielo volvería a caer para arrasar tanto pecado como antaño cayó sobre las urbes malditas. ¡Las ciudades de Pentápolis quedaban en mantillas ante tanto vicio triunfante! Pero mientras las divinas llamas venían a purificar el fango, el ángel que había de ser guía del justo (encarnado ahora en la vulgar figura de Rosendo) no llegaba, y Doña Recareda decidió irse sola. ¡Todo menos quedarse allí! Santiguose mentalmente, y como quien en los horrores de un naufragio se echa al agua, lanzose a la calle.
Deprisa, muy deprisa, con andares hombrunos, subió la calle de Segovia. Por aquel camino, cruzando la de la Pasa, la Plaza del Conde de Barajas y la Escalinata, en un momento estaba en la Plaza Mayor, y de allí al Postigo de San Martín, donde vivía, no había más que un paso. El camino érale harto conocido, y lo modesto de su atavío la ayudaba a pasar desapercibida, de modo que, fuera de los encuentros con las nocturnas palomas y con algún rezagado borracho, nada había que temer.
En Puerta Cerrada respiró. Pese al valor que procuraba infundirse repitiendo a cada paso y como entreacto a las oraciones que rumiaba para impetrar auxilio de la Providencia frases alentadoras: «Estoy a un paso de casa». «En dos minutos estoy en mi calle». «A lo mejor me tropiezo con Rosendo». Iba temblorosa y llena de pavura. Las extrañas historias oídas en casa de la condesa bullían en su cerebro, poblando su imaginación de raros monstruos. Las escenas más absurdas—escenas de Sabat en que se mezclaba lo lúbrico y lo terrible—aparecíanse ante ella con una claridad de linterna mágica. Como las monjas poseídas por el Malo de la Edad Media, veía poblarse la noche de seres absurdos, inclasificables, dotados de los más extraños e indescriptibles atributos. Y los monstruos enlazábanse y desenlazábanse en nunca vistas combinaciones, hacían muecas lascivas o burlonas, tejían guirnaldas de cuerpos deformes, y entre aullidos y risotadas, que sonaban alucinantes en sus oídos, se desvanecían en las tinieblas.
Apretó el paso, y cruzando rápida el callejón de la Pasa, llegó a la Plaza del Conde de Barajas. Al desembocar en ella sintió una impresión de inmensidad o de vacío y se detuvo con el corazón oprimido por súbita angustia. Parecíale hallarse ante un precipicio sin fondo, abismo de negruras o enorme lago de quietas aguas turbias y verdosas; o mejor aún, haber llegado a la inmensa plaza de una ciudad muerta, donde no quedaban ni vestigios de la vida remota que en ella debió haber antaño. La atmósfera transparente y fría y el cielo de una serenidad polar, contribuían a la sensación de soledad y quietud mortuorias. Dominose; santiguándose cruzó la pequeña explanada y tomó la calle de Cuchilleros. Helada de espanto tornó a pararse. Ahora escuchaba tras de ella pisadas, pero no unas pisadas vulgares, sino unas pisadas opacas, silenciosas, pisadas de orangután, de secubo o de personaje felino. Permaneció quieta, sin atreverse ni aun a respirar; pero como nada sucedía y las pisadas parecían haber cesado, hizo un esfuerzo y miró atrás. Nada. Riose de su miedo y continuó la ruta.
En los escalones que suben a la Plaza Mayor dormían, hacinados, miserables trotacalles, golfos y pordioseros. Entre los montones de andrajos surgían de vez en cuando caras barbudas, enjutas, amarillentas, dignas de los viejos mendigos de Rivera; deformes rostros de goyescas zurcidoras de gustos, trágicas caretas pintarreadas de vendedoras de amor. Parecía aquello los despojos de un campo donde en una noche de aquelarre se hubiese librado una batalla. Un hedor a suciedad y miseria flotaba sobre los durmientes, apestando el aire. Y, sin embargo, Doña Recareda Witiza respiró satisfecha. Se encontraba más segura allí que en la soledad de la noche, perseguida por los trasgos evocados en las fatales conversaciones de casa de su amiga.
Al desembocar en la Plaza Mayor y cuando ya casi se conceptuaba segura, tropezó con un grupo de mozas del partido que se dejaban conquistar por unos arrieros. Trató de esquivarles y ellas, que notaron la maniobra, empezaron a lapidarla con groseras cuchufletas. Huyendo de la rociada, la dama cruzó a los jardinillos. Allí la luz era más escasa; los faroles, con sus temblorosos mecheros, no bastaban a disipar las tinieblas, y árboles y arbustos adquirían apariencias fantasmagóricas. La Witiza redobló el paso; de pronto surgieron ante ella tres hombres. Vestían a la moda chulesca: de ancho sombrero y capa uno de ellos, a cuerpo, con altas gorras de seda que dejaban escapar los tufos peinados en persianas sobre las sienes, los otros dos. Debían de ser borrachos, por cuanto despedían un olor a vinazo que tiraba de espaldas. Uno de los tres, el de la capa y el sombrero cordobés, cortola el paso, y plantándose ante ella, saludó jacarandoso:
—¡Olé las mujeres!
Doña Recareda, dando un rodeo, procuró zafarse; pero cuando ya lo conseguía, los otros dos la cogieron por las faldas:
—¿Desprecios? ¡Recontra con la señora! A nosotros no nos desprecia naide ¿está usté?
Indignada y aterrada a un tiempo, conminó:
—¡Suéltenme ustedes!
El vozarrón hombruno sonó más bronco y áspero que nunca.
Ellos parecieron ligeramente desconcertados. El más entero de los tres sacó una caja de cerillas, y encendiendo una con no poco trabajo, la aproximó al rostro de la asustada señora.
Un triple juramento, bárbaro, grosero, salió de las tres bocas:
—¡Remonche, si es un tío!
Aprovechando el primer momento de asombro, la Witiza consiguió librarse de ellos y echó a correr con toda la fuerza de sus piernas; pero pasada la sorpresa, los otros, con el tesón y la tozuda pesadez de los borrachos, echaron tras ella gritando:
—¡A ese! ¡A ese!
Al estrépito de los gritos y carreras, las prójimas y sus adoradores lanzáronse también a la persecución de Doña Recareda, y al fin consiguieron detenerla en el momento en que jadeante, próxima a desmayarse, se había detenido. Todos la interrogaron a la vez:
—¿Pero qué pasa?
—¿Qué, lan querío robá?
—¿Los guindas?
Con palabra entrecortada, comenzó:
—Es que... que...
Pero llegaban sus perseguidores:
—¡Que es un tío que anda disfrazada de mujer!
El grupo prensose curiosamente en torno de la infeliz. Seis o siete voces distintas formularon otras tantas preguntas:
—¿Un ladrón?
—¿Un alcahuete?
—¿Un guasa viva!
-¿Un...
—¡Un tío faroles que anda buscándole tres patas al caballo de bronce!
—¡Soy una señora, y hagan el favor de dejarme en paz!
El vozarrón sonó bronco, áspero. Uno imitó el rugido de un trombón. Otro anunció con cavernoso sonido:
—¡Paso! ¡Paso, que es doña Trueno!
Aunque tarde, comprendió que su voz empeoraba la situación, y trató de dulcificar el tono, consiguiendo sólo aflautarla:
—¡Déjenme, por Dios! Soy una señora...
Una voz de tiple gimió burlona.
—¡Ay, mamá, que me comen, que me comen!
Y otra, también con relamido acento:
—¡Ay, Jesús!
Trató de imponérseles:
—O me dejan o llamo.
Pero sus enemigos encendían cerillas y estudiaban su rostro hombruno, adornado de barba y bigote.
—¡Es un hombre!
—¡Un tío!
—¡Ladrón¡ ¡gorrino!
—¡Asqueroso!
Las mujeres eran las más indignadas. Convertidas en furibundas arpías, azuzaban a los hombres:
—¡Arrastrarle!
—¡Matarle!
—¡A darle una paliza que lo deslome!
Enloquecida de miedo, gemía:
—¡Soy una señora! ¡Por Dios! ¡Por Dios!
Una de las hembras tuvo una idea luminosa:
—¡A verlo! ¡Desnudarle!
Diez manos audaces se posaron en ella para consumar el sacrificio; pero atraídos por el escándalo, acudían ya el sereno y unos guardias:
—¡A ver si sus llevamos a la Delegación! ¿Qué escándalo es este?
Todos quisieron explicar a la autoridad su acción vindicadora:
—Es que...
—El tío este...
—Nosotros...
Una, más expedita, narró el suceso:
—Es un tío marrano que anda con faldas.
Doña Recareda, casi sin fuerzas ya, protestó débilmente:
—¡Soy una señora!
Pero el vigilante nocturno, escamado por la voz de bajo profundo, había aplicado la luz al velludo rostro y lanzaba una exclamación:
—¡Pues sí que es un tiu!—Y como ella aún intentase un postrer esfuerzo...—¡Hala para allá; en la Delegación veremus!
En aquella crisis de espanto, algo absurdo, inaudito, sucedió en el cerebro de la infeliz señora. Las historias oídas cobraron realidad; los monstruos quiméricos se animaron con calenturienta vida. Ella no era Doña Recareda Witiza, la honesta y noble dama, era uno de aquellos seres ambiguos, insexuados, híbridos, de la fábula. Y de pronto se irguió, y con los ojos fulgurantes como los de una iluminada, apostrofó a sus sayones:
—¡Atrás, canallas! ¡Yo soy la hija de Hermes, hijo del Cielo y de la Noche, y de la divina Afrodita, hija de Urano y el Mar! ¡Soy Hermafrodita!
Y cerrando los ojos rodó por tierra.
—La fábula de Prometeo creando la estatua e infundiéndole vida. Pero esta vez animándola no con el fuego del cielo, sino con llamas robadas qué sé yo dónde, creo que al mismísimo infierno, a Satanás en persona; un fuego maldito de locura, de pecado, de horror; en fin, algo escalofriante, terrible, ultramoderno...
—¿Poe?
—No. Poe es demasiado metafísico y la historia de Guillermo Novelda es más pedestre; no hay nada que no sea explicable, fácil, comprensible; pero al mismo tiempo se unen de tal modo en ella la locura, el vicio y el miedo, que llegan a un paroxismo de horror alucinante.
—Vamos, como en Teresa Raquin.
—No, tampoco; Zola resulta excesivamente sucio y no tiene el instinto de la estética. La muerte de Guillermo es algo tan tremendo, tan trágico, que sin querer hace pensar en los poseídos del demonio. Justamente, eso fue él, un poseído del demonio de la lujuria. Quiso asomarse al abismo en que el monstruo de los cien tentáculos dormía, bajar al fondo del mar para contemplar la sepulta ciudad de Is y quedó prisionero para siempre. Tuvo una hora de supremo goce, y luego fue resbalando hasta caer en la muerte.
Nos habíamos reunido en el despacho de Gustavo Mondragón, a pretexto de tomar una taza de té y charlar, unas cuantas damas y algunos amigos, enfermos todos de literatura.
Anochecía. Fuera, entre hilos de lluvia que caían con monotonía abrumadora, finaba el crepúsculo de un día invernal, frío, gris y tristón, en que el cielo plomizo se reflejaba en los grandes charcos de la calle. Dentro, una penumbra temerosa iba invadiendo los rincones.
El despacho era el de un artista, el de un refinado, quizás el de un decadente, pero sobrio, sencillo, sin estrafalarias suntuosidades de novela. Nada de emular las magnificencias de Bizancio, ni los estéticos alardes de Corte de los Médicis, ni siquiera las, elegancias del XVIII francés; menos aún uno de esos rebuscados y artificiosos decorados del snobismo moderno; limitábase a ser grande, alto de techo, con amplio ventanal sobre un jardín vulgar. Damasco verde oscuro cubría los muros; los muebles eran ingleses, de cuero; en un rincón, un gran diván de damasco agobiado de almohadones, hechos con viejos brocados; dos bibliotecas de caoba y bronce encerraban libros de Poe, de Baudelaire, de Wilde, de Essebacc, de D'Anunzio, de Moreas, de Rollinat, Lorraine, Rodenbach, Verlaine, Rossetti, Ekheold, Rachilde—la flor y nata del decadentismo—, con raras encuadernaciones; sobre las librerías, por cima de la chimenea del escritorio y de las mesillas volantes que llenaban la habitación, veíanse retratos de aristocráticas damas, de actrices, de aventureras, de mujeres famosas en el mundo de la galantería, de tenores, de grandes artistas, de literatos, de toreros, de acróbatas, con pomposas dedicatorias o extrañas fórmulas; mezclados con ellos algunas armas antiguas—dagas de puño enjoyado y puñales cuya adamasquinada hoja triangular se hundía entre las páginas de un libro—y algunos barros y porcelanas antiguos, y, por fin, sobre el damasco de los muros y pendientes de largos cordones de seda, unas cuantas acuarelas y algunas aguafuertes. Nada de Moreau, ni de Goya, ni de Durero; por el contrario, eran obras de principiantes, obras ingenuas, demasiado brillantes de color o sombrías con exceso, pero en que la fantasía, exaltada por cierto perverso intelectualismo y sin el freno aún de la experiencia y del temor a los juicios del mundo, galopaba por campos de quimera. «Las tres ciudades del pecado», «Salomé, Belkis y Cleopatra», unos interiores de mancebía muy goyescos, algunos personajes mitológicos—Gaminedes, Narciso, Hermafrodita—interpretados de un modo ambiguo, y unas imágenes alucinantes de brevario medioeval.
Sobre aquel fondo propicio, destacábanse las figuras actuales. En primer lugar, Lidia Alcocer y Nieves Sigüenza, presidiendo la asamblea, sentadas en el diván; en torno a ellas las demás.
Lidia Alcocer era una belleza provocativa. Sin ser exuberante, más que moldeada podíasele decir repujada en el traje de terciopelo negro muy llamativo, muy cocotesco, con demasiadas pieles y demasiados encajes. El rostro absurdamente maquillado era excesivamente blanco, excesivamente rosa, tenía ojeras azules con exceso y labios que sangraban exageradamente embadurnados de pintura. El pelo teñido de rubio oro (blond d'or, goold watter) rizábase artificialmente bajo la toca empenachada de enormes plumas. Aunque frisaba en los cuarenta, en extravagante contraste con aquel rostro de cortesana de Alejandría vestida a la moda de París, poseía dos ojos de mirada cándida, luminosa y azul, que sabían mirar con ternura apasionada.
Nieves Sigüenza encarnaba otra modalidad femenina. Firme también de líneas, pero más mujer y menos muñeca, era mimosa, ondulante, gatuna. Tenía un rostro inquietante que destacábase a modo de careta de alabastro azulado, traslúcida, bajo una cabellera de ébano tallado en grandes bucles, y en contraste absurdo, como puestos en aquella máscara de Pierrot por el capricho de un artista atrabiliario, unos labios rojos, gruesos, golosos y sensuales, reían provocativos, y engarzados en dos levísimos trozos de azabache que fingían las pestañas, dos tostados topacios de cábala lucían a modo de pupilas. Por fin, completaban la extraña incongruencia, un lunar de terciopelo que se destacaba frívolo y galante sobre el libor de la trágica mascarilla. Más complicada y erudita, el amor era para ella un espejismo de sus secretos ensueños, y sabía hacer de cualquier coqueteo vulgar un idilio de Teócrito, y de la más prosaica aventura de encrucijada una historia de Poe o un cuento de Lorrain.
Frente a ellas, sentada en un sillón, las manos cerúleas cruzadas sobre el regazo y los ojos azules perdidos en la vaguedad de un ensueño, Nora Halm, una noruega de abombada frente y rubias trenzas de Gretchen de balada, que peinaba formando dos rodetes sobre las orejas, escuchaba con atención meditativa. Muy mujer, un poco sentimental, poseía, en contraposición con la exuberancia de las otras, una alegría serena, un callado arte de saborear la vida, aprendido en los interminables inviernos pasados en la mortuoria tristeza de los fiords.
Junto a ella, Beni Rosal fumaba cigarrillos turcos, y de vez en cuando reía con su risa seriecita de buen chico. Aquella muchacha con el pelo corto, peinado en raya, el rostro fino, un poco alargado, el atavío sastre y el alto cuello almidonado, tenía una allure muy varonil, que subrayaba con la brusquedad del gesto y cierta dejadez masculina.
Eran los demás contertulios, Pepito Montesa, un pintor adolescente que tenía el gesto rígido, de esas figuras etruscas que ilustran los vasos encontrados en las excavaciones; el conde de Medina la Vieja, el señor Heliogábalo, siempre con su inquietante apariencia de personaje de ultratumba invitado a una fiesta de espíritus; Julito Calabrés, abracadabrante en su atavío fasshionable, y Jaime Sigüenza y Gregorito Alsina.
Hablaban del caso de Guillermo Novelda. Lidia Alcocer fue la que sacara la conversación. Ella había amado mucho. En un tiempo, su frágil belleza de muñeca realzada con la estrepitosa elegancia, fue el ornato de los salones. Su gracia, su ingenio, su hermosura, la hizo ser deseada y, piadosa, no supo negarse. El Club entero pasó por sus brazos. No exigía de sus amantes sino una condición: la elegancia. Jóvenes o viejos, altos o bajos, rubios o morenos, chatos o narilargos, a todos sabía encontrarles una gracia especial, un oculto encanto, un chiste, un no sé qué... Con lo único que era inexorable era con el chic. Y los hombres se la disputaron entre el odio y la saña de las demás mujeres. Hubo desafíos, suicidios, broncas, escándalos. Pero envejeció y los amantes escasearon, fueron menos fieles, menos constantes; entonces la Alcocer entregose en alma y cuerpo al espiritismo. Las cosas misteriosas del más allá la atrajeron con su peligroso encanto y su escalofriante interés, que sacudía sus nervios de detraquée con nuevas emociones. Adoraba las historias de fantasmas y aparecidos y gustaba de contarlas y oírlas contar, sin perjuicio de luego, en la soledad del lecho (¡oh crueldad inexorable de los años!), estremecerse de miedo, y, tapándose la cabeza con las sábanas, santiguarse muy deprisa. Cada vez que moría un amante (cosa que, tratándose de una señora que tuvo tantos, forzosamente tenía que suceder con harta frecuencia), Lidia sufría un ataque de terror ante el miedo de su visita, ataque que sólo se extinguía cuando al correr de los días, el difunto, bien hallado de su nuevo estado, defraudaba las esperanzas de la dama. Pero cuando el espanto de ésta llegó al paroxismo fue cuando el suicidio de Pepe Madariaga. Aunque ella nada tenía que ver, pues las causas fueron el tapete verde, cierto Don Isaías Iscariote que practicaba la usura y una pájara francesa, metiósela en la cabeza ser la razón del drama. Pasó noches atroces en que a cada instante creyó ver la sombra del difunto, y hubo momento en que pensó en la conveniencia de implorar al sereno.
Ahora, como siempre, había sido ella la que en los azares de la charla evocó aquellas cosas. Rodando, rodando la conversación, había llegado a Guillermo Novelda, y Gustavo Mondragón, gran amigo suyo en vida, contaba el sucedido.
—Yo no sé si ustedes se acordarán bien de Guillermo...
—¡No habíamos de acordarnos!—habló Lidia—. Era un artista, músico, literato, pintor, escultor... y, al fin, moldeador de figuras de cera. Todavía recuerdo las palabras con que explicaba su amor a esos muñecos. «El mármol o el bronce—decía el pobre Noveldason demasiado inmutables, y, como tales, se alejan mucho de la naturaleza humana; en cambio, la cera es más dúctil, se transforma insensiblemente, palidece, envejece... Una estatua siempre es un trozo de mármol o de bronce, mientras que una figura de cera, una vez creada, tiene vida, nos acompaña, nos habla en el silencio de la noche, y, sobre todo, sabe escuchar...»
—Sí; Guillermo fue un gran dilettante de todas las artes.
Lidia protestó con vehemencia:
—Dilettante no; un artista, un verdadero artista. En sus obras hay chispazos, llamaradas de genio...
—Justamente—concedió Gustavo, razonando con las palabras de la dama—. Llamaradas, chispazos, pero nada más. Un contraste de color, la ejecución de un trozo al piano, la mueca de un rostro, la crispación de una mano, el detalle de un aguafuerte... Fue un genio fracasado; su obra maestra quedó por hacer. Dejó retazos, fragmentos, bocetos; pero todo incompleto, inacabado. Por eso digo que no fue sino un dilettante, genial si ustedes quieren, pero al fin y al cabo nada más que un dilettante.
—¿Y las figuras de cera?
—En eso, sí—asintió Mondragón—En las figuras de cera fue un artista único. Ese arte, pueril y complicado a un tiempo, le tentó siempre. Puso en él una inspiración enfermiza, malsana, que rimaba a maravilla con la materia prima.
Lidia Alcocer se estremeció al recuerdo. Casi temerosa, interrogó:
—¿Ustedes llegaron a ver el museo? Yo no le olvidaré nunca. Jamás he visto nada más atroz, más impresionante, que aquella colección de muñecos. Casi todos eran personajes de novela ¡pero con una vida! ¡con una expresión! Había caras monstruosas, deformadas; caras de idiotez, de lujuria, de gula; otras aviesas o amenazadoras; algunas con una expresión de angustia suprema. Cuando me las enseñó estuve mala tres días; luego, soñé con ellas mucho tiempo—. Y añadió a modo de conclusión:—¡Era un gran artista!
Gustavo sostuvo tercamente:
—Un gran dilettante.
Nieves terció en defensa del amigo muerto:
—Pues lo que es simpático lo era y de verdad.
—Eso no quiere decir nada. Ya sabe usted la teoría de Oscar Wilde: «El sólo hecho de publicar un libro de sonetos mediocre hace encantadora a una persona. Vive el poema que no supo escribir, así como otros escriben el poema que no supieron vivir». Guillermo vivió el arte que no supo crear.
—¡Qué agradable y qué divertido era!—insinuó la rubia Nora.
Beni adhiriose a la opinión de su amiga:
—Encantador.
Nieves, más psicóloga, dio una opinión complicada, en consonancia con su laberíntica espiritualidad:
—Era muy simpático, con aquella alegría ruidosa, comunicativa, en cuyo fondo había como un yacimiento de amargura, una tristeza un poco irónica, un desdén compasivo para las flaquezas de los demás y para sus propias flaquezas. Y era artista por naturaleza, artista del gesto, de la palabra, de la idea. Poseía el secreto de encontrar belleza en todo, una belleza refinada, quintaesenciada; una belleza de contraste que estaba en sus ojos de él y que sabía hacer sentir a los demás. Parecía superficial; pero lo íntimo de su espíritu...
—Yo, que he ambulado por ahí con él a las altas horas de la noche—interrumpió Gregorito Alsina—, podría hablar mejor que nadie. La verdad, creí que era posse, pero su muerte trágica fue la firma que selló la veracidad de todo ello. Guillermo tenía como nadie el arte de saborear la sensación. El analizaba, escrutaba, buscaba el por qué de las cosas, el origen de las ideas, de los deseos y hasta de los impulsos generosos. Era implacable con todos y con todo. Su alma misma complaciose en someterla a cruel autopsia y exponerla luego a la vergüenza. ¡Y en el fondo, qué cruel escepticismo!
Callaron todos un momento, y luego Gustavo reanudó:
—Pues ya se acordarán ustedes que primero le dio por frecuentar los salones, donde le acogieron en palmas. La vida fácil, alada, insustancial; la moral harto elástica y convencional, la frívola perversidad de todas aquellas gentes, le encantaron. Luego sintió la curiosidad de los viajes. Fueron unos viajes en que, según el mismo, no hizo más que buscar el escenario en que vivir sus novelas; viajes incongruentes, en que unas veces aparecía en las misteriosas ciudades del remoto Oriente y otras en las estaciones de moda. Yo casi llegué a creer que dábase esas caminatas por el gusto de epatarnos con una acuarela exuberante de color desde la India, una narración misteriosa desde el viejo Egipto, un cuadro de decadentismo ultramoderno desde la Costa Azul, o una de esas turbadoras aguafuertes de apaches y trotacalles desde París o Londres. Así recorrió la India, China, Persia, Egipto; rehizo el Calvario, buscó las huellas de las ciudades del Pentápolis, soñó con el Templo de Salomón y las magnificencias de Tadmor, y un día...
Y un día desapareció. Por lo menos desapareció para todo el mundo; pero yo, que estaba unido a él por antigua y sincera amistad, aún seguí recibiendo vagas noticias de él. Primero unas postales fantásticas desde Ceylán, unas postales en que me hablaba de triunfos misteriosos, en que decía haber encontrado el Paraíso terrenal; después unos renglones desde París, deslabazados, inconexos, que reflejaban un vencimiento absoluto, un descorazonamiento sin límites, y por fin nada. Cesó toda correspondencia e ignoré su paradero.
Un año después y otoñando en la capital de Francia, supe casualmente sus señas. Al día siguiente me encaminé a visitarle. Vivía al otro lado de los puentes, en una calle del viejo París, junto a la rue de l'Université, que viene a ser al bullicio de los bulevares, por su calma provinciana, su poco tránsito y lo vetusto de las edificaciones, lo que la Plaza del Conde de Aranda a la Puerta del Sol. Caminé un rato entre los altos edificios de piedras grises y uniformes, rasgados por grandes ventanas; en la calle silenciosa resonaban mis pisadas sobre el asfalto; los grandes portones con pesadas aldabas de bronce, permanecían cerrados, mudos y misteriosos, como si guardasen el secreto de otras vidas arcaicas, que permaneciesen estacionadas, y mi imaginación me ofrecía extrañas imágenes, cuadros de la vida que fue. Parecíame que al través de los vidrios de emplomados cuarterones, divisaba viejos estrados Regencia de raso amarillo o verde musgo, con grandes sillones de talla y panzudas consolas, que sostenían bajo fanal un reloj rematado por amorosa escena, y flanqueado por dos jarrones con flores de cera. En el salón había un clavicordio, y una damisela momificada, vestida con pomposas sedas, polvorientas y desvaídas, pasaba por el teclado amarillento sus manos de esqueleto, entonando una romanza sentimental; mientras, un galán, no menos acartonado, aguardaba inclinado hacia ella, para pasar las hojas del papel de música, y en una bergère, junto a la chimenea apagada, dormía un viejo caballero de blanca peluca y casaquín bordado.
Por fin tropecé con la casa de mi amigo. Era uno de esos amazacotados y sombríos hoteles, construidos a la moda del reinado de Luis XIV, entre patio y jardín, que sirvieron de morada, a fines del siglo XVIII y principios del XIX, a la aristocracia de la toga. Era pequeño, macizo, con ventanas estrechas, casi siniestro, sin adorno alguno en la fachada. A un lado y por encima de alto muro, divisábanse algunos árboles centenarios, que aumentaban aún el aire de tristeza de la casa. Vacilé un instante, sobrecogido por el aspecto lúgubre de la morada que había ido a elegir Guillermo, y al fin, con súbita decisión, llamé.
Pasó un rato, y cuando comenzaba a desesperar temiendo haberme equivocado, la puerta giró silenciosamente y en el dintel apareció un hombre:
—¡Tú!
—¡Tú!
Era Guillermo en persona. Vestía un pijama a rayas blancas y amarillas, y al primer golpe de vista me pareció demacrado y envejecido. Al verme había esquivado un gesto de sorpresa; pero ahora, dominándose, sonreía forzadamente. No cabía duda, mi presencia allí le sobresaltaba penosamente, como si acabasen de descubrir un secreto que desease tener oculto. Cortado ante la glaciedad de aquella recepción, balbuceé:
—Si te molesta mi visita...
Dueño de sí mismo, halló los tonos de su antigua cordialidad.
—¿Molestarme?... ¡Qué disparate! Ya sabes que te quise siempre... Es que al primer momento tu llegada me ha sorprendido, pues ni remotamente la esperaba.—Y luego animó:—Entra, entra...
Penetré en la morada misteriosa y los batientes de la puerta cochera cerráronse tras de mí. Guillermo explicó:
—Estoy solo, sabes, y por eso te he abierto yo mismo.
El zaguán era grande, lóbrego. Había allí un fuerte olor a humedad, a moho, característico de las viviendas abandonadas. Hacía frío, y mi amigo, tiritando, me propuso:
—Vamos arriba. Todo esto está helado.
La escalera que arrancaba del zaguán partíase al llegar al primer descansillo en dos ramales. Era una escalera señoril, con bóveda de cristales que la suciedad había empañado y oscurecido. Los muros agrietados tenían por todo adorno escudos de armas labrados en yeso, rotos y maltrechos, que alternaban con misteriosas ventanas de cerrados postigos. El pasamanos de terciopelo rojo caíase a pedazos, y sobre los escalones de madera pintados de blanco, que con los años había tomado un tinte crema, veíase la señal de una alfombra que debió de haber en otros tiempos.
A media escalera notó que mi amigo jadeaba; pero como al mirarle con el rabillo del ojo vi pintada en sus labios la misma forzada sonrisa que mostraba los dientes largos y amarillos, no me atreví a decirle nada y seguimos subiendo. Cruzamos dos o tres salones que parecían surgidos allí a la evocación de mis sueños callejeros. Eran los viejos estrados que mi imaginación colocara tras los cerrados postigos; muebles Luis Felipe, de ébano, tapizados de reps granate, verde o azul, grandes, amazacotados, exentos de toda gracia; cómodas de Boule, horarios de pesas, cuadros de campestres paisajes, muy mal pintados, muy relamidos, con sus riscos de mazapán y sus corderillos de cartón piedra, y pesados cortinajes, llenaban las estancias, cuadradas, vastas, altas de techo. Sobre todo ello habían caído inexorables los años; los sofaes, rotos, despanzurrados, mostraban el pelote y los desvencijados muelles; los muebles, descascarillados, arrancadas las incrustaciones, yacían rajados, con el mármol partido; los cronómetros, parados en horas misteriosas; los cuadros, cubiertos de polvo, y en el rígido abandono de las cortinas, no sé qué inquietante secreto. De las bóvedas, cubriendo los ángulos y enlazándose con las pesadas lámparas de cristal y bronce, pendían telas de araña. Por todas partes reinaba una semipenumbra temerosa y un acre, violentísimo, olor a humedad.
Guillermo se disculpó:
—Perdona, chico: pero no he tenido tiempo de arreglar la casa y está como la encontré al alquilarla.
Después, abriendo una puerta y dejándome paso murmuró:
—Mi estudio.
El cuarto era mayor que los anteriores. Al través de una vidriera entraba la luz tristona del patio; sólo un rincón parecía haber sido arreglado; allí habían colocado un amplio diván hecho con tapices de Smirna, pieles de oso y de cabra del Thibet, y almohadones de bordadas sedas orientales; junto a él una mesilla de ébano y marfil, y defendiéndolo todo, un biombo de tapicería, sobre el que caía al desgaire antigua capa pluvial de brocado. El resto de la estancia correspondía en decorado y adorno al de lo demás de la casa; pero por todas partes veíanse en revuelta confusión, tiradas, cubiertas de polvo, dejadas de cualquier modo, obras comenzadas en un momento de inspiración, abandonadas luego en el desaliento de una impotencia absoluta. Cuadros empezados y sin concluir; luego estatuas inacabadas, rotas, maltrechas, sin brazos ni cabeza; trozos de cera comenzados a modelar y abandonados luego en una monstruosa deformación, y por fin, sobre la mesa desordenada y polvorienta, cuartillas garrapateadas, libros deshojados... Respirábase allí una atmósfera enrarecida, cargada de humo, de aroma de opio, de perfumes violentos y de ese extraño olor a cera quemada y flores marchitas que se respira en las cámaras mortuorias.
Novelda dejose caer en el diván; parecía aniquilado por el esfuerzo; estaba lívido, jadeaba y sin dejar de tiritar, gruesas gotas de sudor resbalaban por su frente; sus cabellos se pegaban a las sienes y sus manos temblaban levemente. Con un gesto cansado me señaló una butaca. Luego suspiró, sonriendo con la sonrisa dolorosa que ahora parecía no abandonarle nunca:
—¡El amor cansa mucho!
Así el cable y deseoso de provocar una conversación que disipase la glaciedad que había en la atmósfera, echeme a reír bromeando:
—Por eso temí haber llegado en mal momento: que estuvieses con alguien o esperases alguna visita...
Movió la cabeza negativamente:
—Mi amor está siempre conmigo.
Extrañome la frase, pero deseando distraerle y sacudir a mi vez cierta inquietud indefinible que me azoraba, comencé a hablar de unas cosas y otras. Parecía como adormilado, dándome la sensación de que su pensamiento estaba muy lejos de allí. Mientras charlábamos le examinaba disimuladamente; ¡parecía imposible que aquel hombre fuese el mismo Guillermo Novelda que yo conociera antaño, alegre y dicharachero! Bajo la liviana seda del pijama marcábase la osamenta; el rostro demacrado tenía un color plomizo, y los ojos mortecinos brillaban en el fondo de dos profundos surcos amoratados.
Le interrogué a boca de jarro:
—¿Fumas opio? Aquí huele a él.
—A mi Lady le gusta el olor del opio.
¡Otra respuesta cabalística! Tras ella quedamos en silencio largo rato. Guillermo parecía nervioso, inquieto, como si fuese presa de una lucha interior. Al fin, en la resolución del gesto adiviné que acababa de decidirse a algo trascendental. Encarose conmigo:
—Te voy a contar la verdad, toda la verdad.
Sentí una sacudida eléctrica, frío en la raíz del pelo, un temblor que me corría por la espalda. ¿Qué atroz historia iba a escuchar? ¿Qué abismo del corazón humano iba a abrirse ante mis ojos?
—¡Ah, mi historia!—prosiguió Novelda—. Mi historia es algo extraordinario y vulgar, encantador y terrible. ¡Mi historia! Si yo hubiese vivido en la Edad Media puede que la Inquisición me hubiese quemado como poseído, como uno de esos brujos que hechizaban a las gentes clavando una aguja en el corazón de un muñeco de cera y bailando luego ante el Malo en las noches de aquelarre; si tuviese familia, quizás me encerrasen en una casa de salud... y sin embargo, en lo que me sucede no hay nada de extraordinario ni de inexplicable.
Hablaba ahora con calor. Sus ojos brillaban húmedos y pasábase nerviosamente las manos por los cabellos que debían erizársele.
Reanudó:
—¿Te acuerdas de mí en otros tiempos? Yo era el prototipo del hombre feliz: alegre, incansable, dispuesto siempre a divertirme... Todo el mundo (¿para qué falsas modestias?) me encontraba encantador, divertido, insustituible. Un poco poseur...
Hizo una pausa, durante la que pareció meditar. Al fin siguió:
—La pose... ¿Si yo te dijese mi creencia de que en realidad la pose no existe? La cultivamos más o menos, la combatimos con armas de vulgaridad o la exaltamos con venenos sabios, pero en realidad está en el fondo de nosotros. Es una enfermedad, un desequilibrio, algo trágico o ridículo, pero más fuerte que nuestra voluntad; algo que alienta pese a nosotros, que nos vence, nos arrastra, nos hace estrafalarios, locos o geniales a pesar nuestro.—Excitábase al hablar. Continuó—: Yo, por lo que a mí se refiere, sé decirte que lo que las gentes llamaban mi pose y que yo cultivaba cuidadosamente, era más fuerte que mi menguada voluntad. Siempre he sentido una atracción invencible por el misterio, por la vesania, por el dolor y la muerte. Las cosas inquietantes, los inexplicables fenómenos de que está llena la vida humana, esas escalofriantes coincidencias que nos hacen detenernos ante un hecho imprevisto como ante la puerta de un cuarto en que se guardan no sé qué misteriosos males, me inquietaron, despertaron en mí el anhelo de rasgar el velo de Isis. ¡Ah! ¡Si yo hubiera poseído la caja de Pandora, la hubiese abierto, y luego entre ansioso y aterrado me habría entretenido en contemplar el progreso de todos los males! Recuerdo que de chico la oscuridad me inspiraba infinito terror; pues bien, por un masoquismo moral, extraño en un niño, complacíame en pasar largo rato con los ojos fijos en ella, adivinando la mirada de unos ojos, esos ojos de color indefinido, luminosos e hipnóticos; esos ojos en que brilla la atracción terrible del misterio, la locura, el delirio, la muerte; ojos agoreros de no sé qué secretos horrores. Pues con las cortinas me sucedía igual. Cuando vivíamos en la calle del Sacramento, en el viejo caserón de mis abuelos, tan propicio con sus enormes salas y sus inacabables pasillos, con su cuarto azul y su galería de retratos, a todas las alucinaciones, llegué a sentir como una verdadera inquietud el miedo a los cortinajes. Mi imaginación enfermiza los plegaba en inquietantes formas, ceñialos a invisibles cuerpos, moldeaba absurdos torsos, les hacía temblar en imperceptibles estremecimientos, o los entreabría, mostrando al fondo de oscuras cavidades figuras borrosas imposibles de definir. De vez en cuando, veía surgir de ellos, en la penumbra crepuscular o en el aún más temeroso claroscuro de las lámparas de aceite, una mano negra y peluda o una mano blanca, traslúcida, de dedos largos y descarnados que, parecía llamarme...
—Pues ¿y las figuras de cera?...
Detúvose un momento. Gruesas gotas de sudor resbalaban por su frente. Al fin continuó—: ¡La obsesión de las figuras de cera! Esa la he sentido siempre; creo que de muy niño me perseguía ya con su inquietud, que se traducía en una opresión, en un malestar extraño ante esos muñecos, frívolos al parecer y que, sin embargo, tienen una vida tan misteriosa, tan honda y turbadora. En las ferias, en esos barracones donde exhiben fantoches, me gustaba ir estudiándoles uno a uno; tendía la mano para tocarles, entre asustado y curioso, como hacen otros chicos con los reptiles, y costaba trabajo arrancarme de allí. Luego, hombre ya, cuando descubrí mis disposiciones para la escultura en cera, sentí un gran alivio, algo así como si me quitasen un peso de encima. ¡Era el pretexto conque engañarme a mí mismo! Años después, en Viena, mi rara obsesión resurgió súbitamente. Habíamos recorrido las instalaciones de un parque de recreos establecido en el Pratter, cuando al penetrar en un Grevin admirable que había, sentí otra vez angustia anhelante que se tradujo en un deseo absurdo. ¡Era preciso que pasase una noche allí, entre todos aquellos mudos personajes, cuyas historias nos iba contando pomposamente el cicerone.—Hubo otra pausa.—Nunca—, prosiguió el pobre Guillermo con voz estragada—nunca, por mucho que sea el horror de tu situación, podrás imaginarte nada semejante! Sólo el que herido y tenido por muerto, haya pasado la noche rodeado de cadáveres en un campo de batalla, puede figurarse algo igual. ¡Y aun ése está al aire libre! Oculto por un empleado complaciente a fuerza de oro, vi llegar la noche. Los visitantes desfilaron, el director giró la última ronda y al fin sentí cerrarse las puertas, correrse los cerrojos ¡y me encontré solo, rodeado de los misteriosos personajes! Había luna, y al través de los altos ventanales penetraba una tenue claridad que, una vez acostumbrados los ojos a las relativas tinieblas, bastaba para distinguir los objetos. Entonces, alardeando de un valor que no sentía, giré mi visita de cumplido a mis compañeros de la noche. Allí estaban todos: rígidos, hieráticos, inmóviles, en posturas que durante el día se nos antojaban ridículas, afectadas, cómicas o prosopopéyicas, y que así, en el misterio de la noche, tenían no sé qué prestigio de una sinceridad casi dolorosa. Allí estaban, en el hall central, de pie o sentados en los bancos, parados o en actitud de romper a andar, espectadores todos de la ceremonia de ungir el Papa, Emperador a Napoleón, que las figuras centrales reproducían, damas y caballeros que en la fantasmagoría lunar eran herméticos e inquietantes; allí estaban el chasseur que tiende perpetuamente un programa a los visitantes, el caballero que se ha dormido, la enlutada triste...
Al principio anduve de un lado para otro, sacando fuerzas de mis flaquezas. El ir y venir de empleados que trajinaban por el jardín contribuía a infundirme valor, pero llegó un momento en que se hizo un silencio absoluto. Aún me dominé. Fui a sentarme en el banco entre la dama enlutada y el caballero. Ella gemía quedamente; por el rostro muy pálido resbalaban lágrimas. ¡Bah! ¡Qué tontería! La volví la espalda y entonces mis miradas cayeron sobre mi otro compañero de banco. ¡Era un loco!; su rostro grande y blanco plegábase en absurdas muecas; sus cabellos crespos, peinados con cepillo, se habían erizado, y sus ojos de cristal fosforecían siniestros. Horrorizado, me alcé de allí y caminé a la ventura. Pero el botones me hacía muecas burlonas; los paseantes que permanecían petrificados, como habitantes de una ciudad maldita sorprendida por el fuego, volvían la cabeza a mi paso o tendían la mano para detenerme. Si yo me paraba, volvían a la forzada inmovilidad, pero yo les sentía remover. Entonces me confesé por primera vez que tenía miedo. Desmoralizado por aquella confesión, empecé a vagar de un lado para otro, prisionero de la siniestra mascarada.
Y comenzó para mí espantosa pesadilla.
En mi fuga, y buscando tinieblas absolutas que borraran las figuras alucinantes, había dejado atrás la sala central, y descendiendo por una escalerilla, me encontraba en las cuevas. Allí estaban reproducidas escenas de la corte de Luis XVI y de la Revolución francesa. Primero los días felices, las pastoriles escenas del petit Trianón, el skating de Versalles, las recepciones de Corte. Y era Marie Antoniette, la archiduquesa austriaca, Delfina de Francia, rodeada de sus damas, jugando con corderillos lazados de azul y rosa; y era la misma archiduquesa, cubierta de pieles, los ojos entornados por una voluptuosidad que no se sabía si estribaba en el vértigo de la rapidez o en la apostura del galán, el vizconde de Charny, el infortunado caballero de Tavernay Maison Rouge, que empujaba el trineo.
Eran luego las horas terribles en que una fatalidad cruel llevaba por senderos de frivolidad la tragedia del desenlace. Y venían las extrañas escenas de la cubeta de Mesmer, los experimentos de Cagliostro, las nocturnas escapadas de Versalles, las entrevistas del cardenal de Rohan con Juana de la Motte Valois, las violencias del collar, las aventuras de Monseñor el Conde de Artois. Y eran, en fin, los bárbaros furores del pueblo, el asalto de Versalles, la Conserjería, el Temple... Toda aquella historia de Francia, muy Dumas, que con gente y luz me había parecido casi risible, así, a la débil claridad lunar que se filtraba trabajosamente hasta allí, tenía un espanto de evocación. Los decorados falsos, contrahechos por la falta de espacio, adquirían en la semipenumbra una realidad pasmosa, y los personajes hablaron y me contaron su historia. No eran las historias, picarescas o tristes, jocosas o sangrientas, pero siempre triviales, que narraba el empleado al explicar los grupos a los visitantes. Eran historias amargas, dolorosas; porque no eran la historia vista por el público, sino la historia verdad, la que sólo alentó en las almas, la historia del por qué de las cosas. Y la Reina me dijo de su amor por el caballero de Charny, de su alma de mujer, fiera y apasionada, que sentía latir el odio en derredor; Cagliostro me habló de su pasión por la infortunada Andrea de Tavernay, y Juana de la Motte de sus locos anhelos de ambición. Y todos me dijeron cómo entre corderos lazados de raso, embarques para Citerea, juegos de ecarté y sesiones de patines, prepararon el drama. Sólo la Lamballe, insustancial, graciosa, inconsciente, limitábase a mover la cabeza coronada de bucles y enguirnaldada de rosas.
Huyendo de los obsesionantes fantoches, bajé aún algunos escalones y me encontré en lo que representaba las cárceles: prisiones históricas, inquisitoriales, o simplemente modernas celdas, en ellas yacían grandes criminales o grandes mártires. Allí estaban la Máscara de hierro, Juana de Arco, Gilles de Rais, Señor de Thiffages, el Marqués de Sade, el Príncipe Don Carlos (hijo de Felipe II), la Voisín, la Marquesa de Brinvilliers, y junto a ellos unos cuantos feroces criminales de relativa actualidad. Yo no sé si la luz llegaba hasta allí o si eran mis ojos alucinados los que me fingían claridad en aquellas lóbregas catacumbas; pero yo veía, veía sobre la sórdida miseria de los calabozos las extrañas figuras, que la tristeza y el largo encierro habían demacrado y como traslúcido, cobrar vida para hablar conmigo. Y fue primero el rostro enjuto, los ojos negros, fosforescentes, dominadores, la boca cruel y el gesto elegante bajo la chupa de terciopelo negro, bordada de azabache, del Marqués de Sade; luego la bárbara y altiva brusquedad del señor de Thiffages; más tarde el alucinado fervor de la Pucelle, la amable elegancia de la Voisín o el ademán equívoco de la heroína de la rue de la Lune, y por fin la grosera torpeza de Salvarose, el feroz asesino. Y ellos también me dijeron su secreto. Sade, galante mundano, me habló de la voluptuosidad de ver correr la sangre como un ardiente lacre que sellase el placer, aquel placer más fuerte que su voluntad; Gilles gimió en uno de sus místicos arrebatos todo el horror y toda la delicia de aquellas carnes inocentes que temblaban entre sus manos, mientras en la capilla, de una fastuosidad salomónica, toda recargada de oro y pedrerías, el órgano entonaba el oficio de los Santos Inocentes; la libertadora de Orleans, con su voz de plegaria, narrome sus visiones, y Salvarose bramó aún bestial al recuerdo de sus víctimas. Y en el fondo de todas aquellas vidas, latía la cosa misteriosa y horrenda, el monstruo devorador que para la antigüedad remota fue la voluptuosidad, para la Edad media el pecado y para nosotros es el vicio, el huracán asolador de vidas, el extraño monstruo que yo sentía latir en mis entrañas! Fue una noche de locura, de vértigo; una noche en que a cada instante sentí vacilar mi razón; por la mañana me encontraron yerto, exánime. Llevado a mi hotel declaróseme intensa fiebre cerebral. Repuesto de ella, partí para la India.
—Calló un momento Guillermo. A mi pesar sentíame impresionado por tales historias. El ambiente del salón, el olor a opio y cera, aquel abandono de casa deshabitada, todo contribuía a acrecentar mi obsesión. El parecía fatigado por las evocaciones; al fin, con voz rota, desvalida, prosiguió;—dábase ya en mi vida un fenómeno horrible, capaz de erizar el cabello a cualquiera. Yo temeroso de hacer el vacío en derredor mío, jamás he confesado esto a nadie; pero ahora, seguro ya de saber vivir en la soledad cuando soy dueño del secreto de, en la soledad, poseer a la persona amada, no me importa revelártelo. Una misteriosa fatalidad parecía acompañarme, algo así como una jettatura que pesaba sobre cuantas personas se acercaban a mí. Yo era el manzanillo; mi sombra era fatal. Bastaba que pusiese mi amor, mi cariño o mi amistad en alguien; bastaba que entrase en una casa con una mayor intimidad, para que la desgracia se cerniese inmediatamente sobre ella. Y fueron los tiempos del suicidio de Illana Floriani, la gran actriz; aquel suicidio en el Rhin, que tuvo la magnífica teatralidad de la última escena de una tragedia antigua; de la fuga de Lady Georgina Greem; del asesinato por los terroristas del Gran Duque Sergio; de la ruina fraudulenta de Simeón Róssend, el gran banquero semita, y de la catástrofe automovilista que costó la vida al duque d'Arconville, y de la que yo salí milagrosamente ileso; la época de todos aquellos extraños escándalos mundiales en que yo me veía envuelto, según vosotros, por snobismo, en realidad por una fatalidad cruel. Huyendo de ella comencé mi éxodo, y en Ceylán conocí a Lady Judith Woodstons. Ya sabes lo que son esos centros de elegancia mundial donde entre tantas gentes que se curan, por hacer algo, de enfermedades imaginarias, hay algunos verdaderos moribundos que gozan ansiosamente de las postrimerías de la existencia—uno de los encantos de la muerte es dar todo su valor a lo que nos queda de vida, y que los mismos que se aburren cuando creen tener una vida ilimitada por delante, en cuanto ven la muerte a plazo fijo, descubren nuevas delicias al mundo—son verdaderas ferias de vanidades, en que se vive en una perpétua exhibición de joyas, de trajes, de honores y bellezas más o menos auténticas; pues, sin embargo, en cuanto entra en el hall del Indian-Palace, mis ojos se fijaron en Lady Judith y quedé deslumbrado. No es dable imaginar nada más bellamente frágil, más delicado, más sutil y espiritual que aquella criatura. Semicubierta por los toisones de un gran abrigo de raras pieles, aparecía envuelta en un traje de antiguos encajes de Venecia bordados en nácar; un fastuoso collar de perlas resbalaba en nacarado iris sobre el terciopelo del escote y caía hasta las rodillas rematado por gruesos borlones de esmeraldas y brillantes, y, surgiendo de aquellas magnificencias, bajo la cabellera de oro pálido—ese oro que en los cuentos de encantamientos hilan las princesas—, el rostro de fino perfil y óvalo perfecto, y en el rostro los ojos. ¡Los ojos! Eran dos zafiros pálidos que rebrillaban bajo la dorada sombra de las pestañas. Había en ellos algo misterioso y trágico: el dolor de morir. Desde entonces le amé; veíala todos los días, siempre sutil, frágil, quebradiza, cubierta de pieles, de perlas, y de encajes, con no sé qué de irreal, de imaginario. No parecía una criatura humana, sino una de esas evocaciones fantásticas de los ensueños de los paraísos artificiales, la abstracción de un pintor infiltrado por una mezcla de paganismo y misticismo, la tentación de un escultor asceta. En las promiscuidades de hotel no es difícil trabar conocimiento con las gentes, y además Lady Judith no se hacía inabordable; así que a los ocho días había conseguido conocerla, a los quince éramos amigos y algunos después hacíale la corte.
Una noche estábamos solos en la terraza del Indian. El cielo era como una inmensa bóveda de zafiro incrustada de brillantes; al través de un bosquecillo de palmeras, divisábase el mar como un encantado espejo que reflejase el cielo. Lady Judith reclinada en la chaisse longue, vestida de gruesos encajes de Irlanda sostenidos por lazos de seda azul, tiritaba bajo la amplia pelliza de renard argente, haciendo rebrillar el portentoso aderezo de zafiros que ostentaba. Yo la hablaba de amor. Ella parecía escucharme con arrobo, sin atenderme, atenta sólo a la armonía de la voz como atenta estaba a las notas de la orquesta de tzíganes, al rumor de los pájaros en el bosquecillo de palmeras o al lejano murmullo del mar. De improviso, se incorporó: «Le creo a usted sincero y voy a ser leal—habló con su voz cristalina en que vibraba sin embargo un extraño timbre de energía.—No sé si le quiero o no; sé únicamente que no seré nunca suya... suya, ni de nadie—añadió, al sorprender en mi un gesto de amargura.—Quizás le parezca raro en una mujer, mujer de mundo y gran señora por añadidura, esta crudeza. Lo lógico y lo corriente sería que yo flirtease, diese largas, me negara a tiempo... Pero hay una razón para borrar todos estos convencionalismos sociales: la muerte. Me muero y me muero a plazo fijo. Y esta seguridad de morir da un extraño, un imprevisto, valor al tiempo. Para una mujer cualquiera, perder una semana, un mes, un año, no importa nada. Para mí una hora, un minuto, un segundo, tienen un valor extraordinario. ¡Tres meses de vida! ¡Tengo tres meses de vida!...—Hizo la inglesa una pausa.—Si le dijese que no sentía morir, mentiría. Pero segura de que no hay remedio para mí, me he resignado, y entre manchar mi agonía con potingues, fealdades, terrores, o ennoblecerle con todo lo que es bello en el mundo, he preferido esto último. Ya sabe usted el verso
Un bel morire tutta una vida honora
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Una sonrisa triste vagaba por sus labios. Siguió:
—La muerte, sin embargo, es implacable usurera, y esta portentosa belleza mía (cuando le quedan a uno noventa días de vida la modestia es una estupidez) a la muerte se la debo. Así, viéndome sólo en las horas de respiro, en las treguas que la enfermedad me deja, únicamente puede apreciarse el lado bello de las cosas, la trasparencia de nácar de mi cutis, el fulgor de zafiro de mis ojos y estas dos pálidas rosas que se marchitan en mis mejillas. Pero si yo fuese suya, si entre nosotros existiese la intimidad de dos amantes, vería usted también el lado feo de mi mal, y serían los espasmos de amor cortados por golpes de tos, y los besos que sabrían a sangre y a creosota... Además, ¡quién sabe!, yo soy muy fuerte, pero mujer al fin y al cabo, y, quizás interesada en el juego, no tendría valor para acabarlo a tiempo, y asistiría usted al horror de una agonía, agravada aún por las ansias de vivir. Vería usted el desmoronamiento, la descomposición de mi hermosura, y en vez de un bello recuerdo, tendría la sensación de una pesadilla casi repulsiva.
—Comencé a formular un ruego—prosiguió Guillermo dificultosamente—pero ella no me dejó hablar.
—Usted es artista, un grande, único y admirable moldeador y le voy a dar a usted lo que un artista estima más: la belleza. Mi cuerpo será de los gusanos, pero mi belleza será de usted. Moldeeme una estatua; en estos tres meses de vida yo seré su modelo, y así, cuando yo muera, en vez de un recuerdo repulsivo, le quedará, hasta que a su vez le llegue la hora de morir, una imagen de belleza que ni años ni enfermedades podrán borrar. Como las heroínas antiguas, reinaré en su vida después de muerta.
—Y me tendió en señal de pacto una mano blanca y fina, enjoyada como la de un icono.
Guillermo enjugose la frente con el pañuelo y luego con trabajo continuó hablando:
—Tres días después, comenzaron aquellas extrañas sesiones de modelado. En la pesada atmósfera del invernadero convertido en estudio, siempre tendida sobre un lecho de pieles, Lady Judith se ofrecía a mis ojos toda desnuda, con un impudor de diosa, mejor, de marmórea escultura. Yo temblaba de deseo, con un ansia loca de poseerla, de acariciarla, contenido por su amenaza de que al primer gesto aquellas horas habrían acabado irremisiblemente para siempre. Exasperado, presa de una fiebre pasional rayana en el delirio, ensañábame en el trabajo, encontrando un acre placer en perpetuar la maravilla del modelo que nunca sería mío. ¡Y qué modelo! Jamás pintor ni escultor alguno pudo soñar nada más bello que aquella viviente estatua que modelaba la muerte. ¡Nada de mórbidas delgadeces ni de angulosas osamentas; nada de amarillentas palideces ni de agónica viscosidad. Una elegancia insuperable, una maravillosa armonía de línea y de contorno y una piel fina, blanca y aterciopelada...! ¡Su piel! Era tan lechosa y transparente, que algunas veces hacíale semejar una estatua de alabastro iluminada por interior y misteriosa claridad. Luchaba yo por fijar aquellas maravillas, pero como por obra de sortilegio, cada día acrecentábanse más. De hora en hora, parecía espiritualizarse, afinarse, hacerse más sutil y transparente, sin perder jamás la ecuanimidad de su hermosura. Al fin un día di mi obra por concluida. Ya no me faltaban más que los cabellos y los ojos, aquellos cabellos de princesa legendaria y la líquida transparencia que se filtraba por entre las pestañas de oro y que hacía pensar en la serena belleza del cielo reflejada en las aguas de un lago en calma. Lady Judith tuvo una de sus enigmáticas sonrisas.
—Es tarde—murmuró.—Esta es la última sesión.
—Y como yo, desesperado protestase de ver mi obra condenada a quedar sin concluir, añadió:—Me encuentro muy mal. Mi hora se acerca; sé que me muero...—Y como yo intentase atajarla, sin permitírmelo, con un vago tinte de ironía, aseguró:—Tan mal me encuentro, que ya he avisado a mi marido y mañana vendrá con un yacht a recogerme.
«Yo imploré aún:—¡Esos ojos!... ¡ese pelo!...—Sonrió.—Los tendrá usted.
—Pasó un mes. Yo no sabía nada de Lady Woodstons. El yacht seguía anclado en la bahía. Al fin, un día, al salir a la terraza, vi que el barco se hacía a la mar. ¡Lady Judith había muerto! Loco de dolor, me precipité al hall del hotel para informarme de la catástrofe. Allí un groom me entregó un paquete. ¡Su letra! Desfalleciendo de emoción subí a mi cuarto y lo abrí. Había dos cajas. Rompí las cintas que sujetaban la mayor. Allí estaba la maravillosa cabellera de Lady Judith! Un papel rezaba: «mi pelo». Tembloroso abrí la otra: «mis ojos», y vi en el fondo del estuche dos pálidos y admirables zafiros. Con todo ello completé mi estatua, y nuevo Prometeo, me enamoré de ella.
Hizo aún otra pausa nuestro pobre amigo. Estaba tan pálido que temí por un momento que fuera a desmayarse. Al fin, con un gesto enérgico se puso en pie.
—Voy a presentarte a mi Lady.
Les confieso a ustedes que sentí un vago malestar. Todas aquellas historias, agravadas por las tinieblas crepusculares y el fuerte olor a opio y cera, me turbaban. Hubiese querido irme, pero algo más fuerte que mi voluntad me retenía prisionero allí, y con los ojos fijos en la puerta por donde había salido Guillermo, esperé. Al fin apareció en el dintel el escultor, sosteniendo una mujer casi por completo cubierta por un enorme abrigo de chinchilla. Parecía enferma—una de esas irreales enfermas que van a morir a la corniche, entre sonrisas, rosas y naranjos en flor—, entregada por completo a su galán.
El gabán sólo dejaba ver la parte alta del rostro en que lucían los ojos admirables y la cabellera de hilado oro, y por debajo del abrigo salía la fastuosa cola de encajes. Lentamente acercose la extraña pareja al diván, y con cuidado exquisito depositó Guillermo su carga en él. Después, con un gesto rápido, nervioso, como si temiese quemarse, abrió la pelliza que cubría la muñeca.
Lancé un grito y me puse de pie. Ante mis ojos, en lugar de la figura admirable que la pureza de la frente, el oro de los cabellos y el luminoso azul de los ojos hacía presentir, acababa de ofrecerse a mi vista algo horrendo, abominable, alucinante. Las mejillas deformadas, los labios mordidos, el cuello destrozado, el escote hendido por las huellas de las uñas que se habían clavado en él; en vez de la admirable estatua que esperaba tenía ante mí una de esas figuras que los inquisidores hallaban en los antros de las brujas medioevales y que quemaban ante el Patriarca de Indias en las hogueras de la plaza Mayor.
Guillermo rió sarcástico y encarose con la estatua:
—¡Ah! ¡Parece que ya no gustáis tanto, Milady! ¡Parece que vuestra belleza está en el ocaso!
Después, dirigiéndose a mí, habló con voz estridente, en que vibraba un odio feroz:
—¿Comprendes? ¡La odio y la amo! Y veo llegar para ella la vejez y el olvido!... ¡Es la liberación!... ¡La batalla! ¿Comprendes? ¡Reinaré en su vida después de muerta! Si ahora me entregase a usted, vería el lado feo de las cosas, y día por día, hora por hora, enrojecería ante sus ojos; mientras que así... así mi belleza le sobrevivirá!... ¡Y ha envenenado mi vida para siempre! Si hubiese sido mía, mía una vez siquiera; si hubiese sido mujer, su memoria estaría para mí llena de dulzura; mientras que así, quimérica e impasible, reproduciendo su piel, que para mí no tiene otra realidad que la cera, y sus ojos, que son dos piedras yertas, y sus cabellos, que han adquirido la sequedad de los de las muñecas, la visión perpétua de su desnudo maravilloso me persigue, me obsesiona, aniquila mi vida... ¡Y es la batalla! ¡Ahora es mía! ¡Mía! Aquel amor que en vida le asustaba porque podía marchitar su hermosura, la destroza día por día. Y hora llegará en que, fea y repulsiva, la arroje a un braserillo, donde se derretirá como los endemoniados muñecos que quemaban en las noches de aquelarre. ¡Y ese día, por fin, seré libre y el maleficio estará roto para siempre!
Se había puesto de pie, el pelo erizado y los ojos fuera de las órbitas. En el diván, la figura abandonada parecía mirarle con sus pupilas azules de cristal y sonreír irónica con los labios destrozados a mordiscos.
Hubo una pausa. Nadie hablaba ni se movía. Todos escuchábamos anhelantes la extraña historia de Guillermo Novelda que Gustavo nos contaba. Al fin reanudó el hilo:
—Un año después volví a París. Durante el invierno, el recuerdo de nuestro infortunado amigo me persiguió como un remordimiento. ¡Había hecho mal en dejarle allí solo y abandonado a su extraña locura! Mi deber era haber avisado a su familia... El egoísta que todos llevamos en nosotros salía a mi encuentro con sus fríos razonamientos. ¿A qué familia? Guillermo no tenía sino parientes lejanos a quienes nada importaban sus cosas. Además, ¿con qué derecho iba yo a meterme en sus asuntos? ¿Quién era yo para inmiscuirme en el misterio de aquella vida, revelado a mí en un momento de confianza? Un amigo de azar, un conocido de los salones. Y me había cruzado de brazos. Ya en París, decidí volver a visitar a mi amigo; pero la pereza y una vaga inquietud de perturbar mis nervios con todas aquellas raras historias, me hacían retrasar de día en día mi visita. Además ¡hacía tanto calor! Esto sucedía el verano pasado, y ya recordará usted la temperatura senegalina de que disfrutamos en todas partes, pero sobre todo en París. Por fin, un día hice un esfuerzo, me armé de valor y me encaminé a la rue de l'Université. Desde que pisé la calle, un presentimiento me oprimió. Un grupo no muy numeroso de gente permanecía estacionado precisamente ante la casa de Guillermo. Acerqueme inquieto, e interrogando a unos y otros acabé por averiguar lo que sucedía: iba transcurrido más de un mes sin que el inquilino diese señal de vida. Como era harto misantrópico, al principio a nadie extrañó no verle, pero a la larga concluyeron por inquietarse. Fueron entonces al amo de la casa, el cual, a su vez, acudió allí, y como, pese a sus reiterados llamamientos, nadie abría la puerta, acudió a la Comisaría, y por fin iban a forzar la puerta. Inquieto por la suerte de mi amigo, presintiendo una desgracia, pedí hablar al comisario; presenteme a él, no como amigo, sino como pariente, que, inquieto ante un injustificado silencio, había hecho un viaje exclusivamente para saber a qué atenerse, exhibir documentos, y al fin fui autorizado a acompañar a la justicia en sus indagaciones. La puerta acababa de ser forzada y entramos todos en el zaguán. Un olor nauseabundo nos dio el alto. No era sólo el olor a humedad que percibí la primera vez que pisé aquella casa, era un olor a podredumbre, a carne muerta, agravado de emanaciones de opio y de cera quemada, lo que salía ahora a nuestro encuentro. Al fin, tras un momento de vacilaciones, seguimos avanzando y cruzamos los mismos salones de mi anterior visita, pero aún más lúgubres, más polvorientos, llenos de telas de araña y de cucarachas que corrían ante nuestros pasos. Y el olor hacíase cada vez más intenso y violento, tornando la atmósfera en irrespirable. Los agentes iban abriendo a nuestro paso puertas y ventanas. Al fin llegamos ante la entrada del estudio: el Comisario empujó la puerta y todos retrocedimos un paso helados de horror.
Sobre el diván, semidesnudo, yacía el cadáver de Guillermo, pero el cadáver devorado por ratas y gusanos, el cadáver sin labios ni nariz, con los ojos vacíos y las mejillas descarnadas; el cadáver negro, purulento, en plena fermentación, que estrechaba ferozmente, en una crispación sarcástica de las mandíbulas descarnadas, la figura atrozmente deformada de Lady Judith. El calor y la podredumbre habían fundido absurdamente cera y carne y en la confusa masa pululaban los gusanos. Una larva amarillenta salía de una de las vacías cuencas del cadáver y resbalaba sobre los labios destrozados de la muñeca. Sobre la escalofriante masa zumbaba una nube de moscones. Y desde el fondo de aquella miseria los ojos azules de Lady Judith me miraban burlones.
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Había concluido de anochecer. En el despacho no se oía más que el castañetear de los dientes de Lydia Alcocer, que temblaba. Después, un suspiro de descanso de Claudio Hernández de las Torres, que acababa de darse una inyección de morfina. Al fin Nieves Sigüenza, estirándose con voluptuosidad de gata perversa, murmuró, presa de delicioso terror:
—Me hubiese gustado ver a Guillermo; pero sobre todo conocer a Lady Judith.
Sonó la voz irónica de Gregorito Alsina:
—Lady Judith... ¿Te acuerdas, Claudio, de ella? La conocimos el otoño pasado, con sus perlas y sus encajes, en Venecia, en un té de la princesa Fornarina Pescari. Allí no moría tísica, moría del veneno de Venecia, de una rara fiebre que, embelleciéndola, la mataba poco a poco. Y para eternizar aquella agonía, había encendido el incendio de una pasión que devoraba los últimos chispazos del genio del pobre Gustavo Golderer, el gran pintor alemán.
Donde la Sacerdotisa de Venus empieza a creer
en la despoblación del Bosque Sagrado.
¡Tan!... ¡tan!... ¡tan!... El reloj de la cercana iglesia de Santa Cruz desgranó las campanadas de la tercera hora, que, entre el gemir del viento y el gotear del agua, sonaron lúgubres, fatídicas, agoreras.
Llovía a mares. Ni por la calle Mayor, ni por la cercana plaza, transitaba nadie; sólo en la esquina de la calle del Factor, brillaba, mortecino, el farol de un sereno. De tarde en tarde, el vigilante nocturno cambiaba de sitio, y entonces la lucecita corría, temblorosa, con inquietante apariencia de fuego fatuo.
Estrella sintió ganas de llorar. ¡Las tres de la mañana y no se había estrenado aún! ¡Y era el tercer día que regresaba con las manos vacías! ¡Y ama Dolores ya le había advertido que aquello no podía seguir; que su casa no era ningún asilo, sino excelso templo del Amor—a dos pesetas hora—; que no estaba para alimentar pánfilas, ni imágenes mandadas recoger; en una palabra: que aquello no podía continuar. Ahora, parada bajo los soportales, sentía inmenso desaliento, mientras miraba con aire estúpido caer la lluvia, y evocaba la alegre facilidad de los primeros días de galantería, sobre todo antes de su ida al Hospital. Entonces, no había sino mimos y halagos: ¡hasta bata de seda tuvo! Mientras que ahora no quedaba, de tanta belleza, más que escaseces, palabras agrias y malos tratos. En su sensibilidad enteramente animal, sólo apta para el dolor físico, más que las humillaciones y que el sentimiento de su abyección, dolíanla los quebrantos materiales. Ama Dolores había llegado hasta amenazarla, si las cosas seguían así, con echarla a la calle. La idea de perder de vista la mancebía, con su olor a almizcle, que disimulaba mal el hedor de miseria y podredumbre, su lujo de relumbrón, digno a sus ojos de los alcázares de Solimán, el Magnífico, y, sobre todo, aquel tener la comida segura, sin necesidad de preocuparse de buscarla con el trabajo, le aterraba. ¡Recomenzar la vida! Levantarse al amanecer para salir cargada como una bestia a ganar el pan con el sudor de su frente; pasar hambre, frío, sueño... ¡no, y mil veces no! Prefería la vida de animal de amor, acariciada unas veces, maltratada otras, brutalizada las más; pero, al fin y al cabo, sin necesidad de violentar su voluntad.
Su verdadero nombre no era Estrella. Aquel fue el apodo de guerra conque la bautizó ama Manola, cuando, después de cerrado el trato entre la Celestina y Juan Ramón, su hermano de ella, quedó definitivamente adscrita como vestal del Amor en aquel templo de la calle de Tudescos, su primera estancia en el calvario de la liviandad. Respondía la moza al feo, malsonante y nada poético nombre de Robustiana. Su vida había sido una de esas oscuras y tristes vidas, que empiezan en un chamizo, entre gemidos y maldiciones, y acaban en la cárcel o en el hospital. De origen campesino, fue en su casa primero burro de carga, luego lecho de concupiscencia, por donde, entre vahos de alcohol y estallidos de bestialidad, pasaron padre y hermanos; al fin, objeto de rapacidad. Ya en la villa y corte, llegaron los días buenos de tocados abracadabrantes y comidas pantagruélicas; tras ellos, como obligado cortejo, la miseria, la enfermedad y la vejez.
Sobre su fondo puebluno, estúpido, rapaz, temeroso y áspero, la vida canalla de la urbe populosa puso un barniz de procacidad y de descoco.
En otros tiempos, sino guapa, a lo menos tuvo la frescura de las manzanas maduras; después de su ida al hospital, de aquella belleza no quedó nada. Si bien en su cuerpo la gallardía no era, como en Maritornes, contrapeso de la fealdad del resto, pues ni contaba los siete palmos, ni la carga de las espaldas hacíale mirar al suelo, sino al contrario, podía decírsele alta y derecha; en cambio, como la asturiana, era ancha de cara, llena de cogote, y sino tuerta de un ojo y del otro no muy sana, faltábale poco, pues de los pasados males quedáronle ambos asaz turbios y pitañosos.
Se había, pues, detenido en la esquina de la calle de San Miguel. Tiritando de frío e intentando defenderse de él, apretando el raído mantón sobre los pechos, que pendían como dos odres vacías, apoyose en una de las columnas que sostienen los soportales, decidida a no moverse hasta encontrar algo. A la menguada luz de los reverberos de gas, destacábase toda la miseria de su figura lamentable. Los cabellos ralos, pegados por la lluvia, brillaban, grasientos, como los de acuática alimaña; en el rostro lívido, desposeído de pintura y afeites por la humedad, los ojos turbios, sin cejas ni pestañas, miraban asustados; el mantón, empapado en agua, ceñíase a las ruinosas formas del cuerpo, moldeando una figura contrahecha de mujer, como esos lienzos mojados en que los escultores envuelven a las estatuas a medio hacer; la falda de percal, llena de agua, pegábase a sus piernas.
Tenía los pies ateridos dentro de los zapatos encharcados, y sentía frío, un frío intenso que le subía a lo largo de las espaldas. Pero no se iría, no se iría por nada del mundo. Había recorrido ya los barrios bajos, los lugares sospechosos, llenos de ladrones y borrachos, expuesta a groserías y malos tratos, y ahora aventurábase por las calles céntricas, desafiando las iras de los policías. ¡Qué le importaba! El caso era no volver así, sola y con las manos vacías, a la presencia de ama Dolores.
Inmóvil, los ojos fijos en el suelo, miraba caer las gotas de agua que, al chocar en los charcos, rompían el quieto cristal en grandes círculos temblorosos. En el reloj sonó el cuarto de las cuatro.
Pasos...
En que hace su aparición un caballero, a quien
personas duchas en letras tomarían, quizás,
por el de la Triste Figura.
En dirección a la de Bailén, bajaba la calle Mayor un hombre. Si Estrella fuese mujer leída (una de esas hetairas que posan de artistas, hacen versos y se saben a Zorrilla—afinidades nominales—de memoria), hubiera tenido un movimiento de asombro al comprobar el gran parecido de aquel buen burgués con el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Pero Estrella era una bestia, ni aun sabía leer, y no estableció concomitancias.
El individuo era alto, anguloso, tan pobre en carnes como rico en osamenta; sus piernas abríanse a modo de gigantesco compás, y sus brazos fingían aspas de molino. Enjuto de rostro, ancho de frente, prominente de mandíbula y terroso de color; sus labios, bajo los chinescos bigotes amarillentos, dibujábanse delgados y blanquecinos, y sus ojos, entre las cejas hirsutas, brillaban con matiz indefinido. Tenía el cabello escaso y cano, tirando a blanco. Un pantalón a cuadros, un gabán café con leche, de tan deficientes proporciones, que hacía pensar en la imposibilidad de encerrar aquel esqueleto en él. Y un pequeño sombrero hongo, ladeado sobre el lado izquierdo y muy echado a la cara, completaban su figura.
La pecadora murmuró, sin esperanza de éxito:
—¡Spch!, ¡spch!, buen mozo.
El no pareció haberla oído, y entonces ella repitió:
—Moreno, buen mozo, ¿vienes?
El hombre se detuvo a cuatro pasos de la prójima, y ella entonces apresurose a acercarse al desconocido cliente que le deparaba la fortuna. Buscó en su repertorio de cortesana callejera la más acariciadora de sus expresiones, y mostrando en una sonrisa la dentadura mellada y verdosa, musitó insinuante:
—¡Anda, moreno, buen mozo, que te voy a dar más gusto!...
El hombre flaco permaneció impertérrito. De sus labios exangües no salió ni una palabra. La tentadora redobló sus esfuerzos:
—¡Anda, bonito, saleroso! ¡Pa mí que nos vamos a dar la gran noche! ¿Quieres?... Anda.
Igual silencio; sólo entre las pestañas grises lució un momento una llamita azulada de alcohol, algo así como los gases que se desprenden en la noche de los cuerpos en estado de podredumbre.
Pero la vendedora de amor no vio nada. El mutismo de su conquista comenzaba a inquietarla. ¿Sería un mudo? ¿Un extranjero? ¿Un policía que se fingía cliente? Estrella habíase cogido de su brazo, y con el cuerpo entero ceñíase a él, tratando de encender el fuego del deseo. Sus vestiduras mojadas adheríanse a las mojadas vestiduras del silencioso individuo, y con voz que, pese a sus esfuerzos para que pareciese dulce, sonó bronca, redobló las ofertas:
—¡Verás! ¡Verás cómo lo vas a pasar! ¡En la vida te has echado a la cara una mujer como yo!
E insensiblemente tiraba de él, que, sin oponer resistencia, se dejaba llevar. Cruzaron la plaza del Conde de Aranda, la calle del Sacramento, y llegaron a la del Conde:
—Aquí es.
Y Estrella empujó a su amado dentro de un sucio y lóbrego portalillo. Luego alzó la cortina de percal de la sala en que, tiradas sobre los desvencijados divanes, dormitaban pesadamente tres o cuatro hembras más, pintarrajeadas y rotas, como abandonadas marionetas, y asomó la cabeza. Se oyó la voz áspera de ama Dolores:
—¡Grandísima cerda! ¿Te parece que?...
Pero al ver al cliente, su mal humor se dulcificó como por ensalmo, y melosamente trató de arreglar su pifia:
—¡Josús me valga! ¡Tú! Usted disimule; pero estaba con cuidao. ¡Con la nochecita perra que hace, esta alhaja andando por ahí! ¡Porque es una perla, caballero, una perlita de coral! ¡Se da una maña!...
Estrella descolgó una llave y, seguida de su compañero, encaramose por estrecha escalerilla de altos y crujientes peldaños de madera.
Que cuenta cómo hace su aparición el divino
marqués de Sade.
Después de cruzar la sala, pieza vulgar de mancebía pobre, con muebles de reps, cromos chillones en las paredes y cortinas de percal rameado tapando puertas y ventanas, penetraron en la alcoba y Estrella encendió la luz.
El cuarto era frío y triste; las paredes, enyesadas, hallábanse cubiertas de letreros indecentes y pinturas obscenas. Una cama de hierro pintada de negro, tapada por blanca colcha de percal, florida de azul, la ocupaba casi del todo; el resto del ajuar componíanlo un lavabo de latón, sin agua, y una silla, sobre la que descansaba la palmatoria con una vela.
Estrella aproximose a su adorador, y echándole los brazos al cuello le besó en la boca:
—¿Quién te va a querer a ti, saleroso?
A la menguada claridad le examinó. Parecía así, despojado del gabán, aún más flaco y huesudo. Los escasos cabellos, erizados sobre el cráneo color pergamino, partíanse, formando dos cuernecillos diabólicos; entreabríase la boca, negra y cavernosa; los ojos, hundidos en grandes círculos de arrugas, fosforecían con los extraños reflejos de las llamas de azufre, y en el centro del rostro consumido, la nariz inmensa, larguísima, penduliforme, aparecía lívida, teñida solamente en la punta de tenue pincelada de carmín.
Estrella, por primera vez sintió vaga sensación de temor. ¡Bah! ¡Qué más daba aquel u otro!...
—Echate—ordenó él.
La prójima comenzó a desnudarse.
—No hace falta; así estás bien—apresuró el viejo.
Las manos le temblaban y la voz surgía de la garganta ronca, opaca, con extrañas discordancias.
Ella, indiferente, obedeció con pasividad de bestia. Tan sólo desabrochó los botones de la blusa, dejando en libertad los senos, que pendían flácidos, gelatinosos.
El sátiro había saltado junto a ella. Sus manos, unas manos frías, húmedas, de largos dedos, curvos, huesudos, que tenían cierta semejanza con las garras de un ave de rapiña, la palpaban febriles, estrujaban sus pobres carnes, maceradas por el amor, la pellizcaban cruelmente; la boca mordía su cuello, sus senos, sus labios, con ansia furiosa. Al principio, Estrella, llevada de la costumbre, trató de reír; pero pronto la risa huyó de sus labios, y un hondo miedo enseñoreose de ella.
El dejola un momento en reposo, e irguiendo el busto junto a ella, interrogó ansioso:
—¿Me dejas, di, me dejas?
Las palabras sonaban rotas, destempladas, chirriantes, con algo de rugidos de bestia en celo. La cara estaba toda roja, congestionada, filigranada de venas negras; los ojos hinchados, inyectados de sangre, parecían próximos a salirse de las órbitas.
Temblorosa, presa de loca pavura, la infeliz musitó con voz débil:
—¿Qué? ¿Qué quiere? ¡Déjeme ya, por Dios!
Con un timbre extraño, destemplado, en que había gritos contenidos, brutalidades que trepidaban apenas enfrenadas por un resto de voluntad, propuso él:
—Aquí... un cortecito... en el pecho... nada ¡un poco de sangre!
—¡No! ¡No, por Dios!—clamó la prójima, próxima a prorrumpir en gritos de socorro.
—¡Qué te importa! ¡No te haré daño! Un cortecito, uno nada más... Te daré lo que quieras... cinco duros... diez...
Balbuceaba en un paroxismo de lujuria:
—¡No, no!—resistiose Estrella.
—¡Quince!... ¡Veinte duros! ¡Lo que quieras!
¡Veinte duros! ¡Sus deudas con ama Dolores saldadas! ¡Unos días de tranquilidad! Y al fin y al cabo, ¿qué importaba? Un rasguño. Si le hacía daño, pediría socorro. ¡Bah! ¡Más dolía una paliza! Desfalleciendo de terror, pero galvanizada por la codicia, murmuró:
—Bueno. Pero a ver el dinero.
De un brinco púsose él de pie y corrió a su ropa. De los profundos bolsillos extrajo un billete de cien pesetas y un cortaplumas.
La sacerdotisa le vio acercarse a ella espeluznante y grotesco, con su figura de Quijote, sus brazos de aspas y sus largas piernas cubiertas de pelos erizados. Cogió el billete que le tendía, guardole en una media y cerró los ojos.
Sentíale ahora a su lado jadear fatigosamente; después, la sensación de las manos glaciales, que manipulaban con uno de sus senos, y al fin un dolor agudo. Lanzó un grito y, alzando los párpados, fijó sus pupilas en el sitio donde experimentaba el dolor. Del pecho flácido, y por pequeña herida, manaba la sangre en abundancia. Estrella, aterrorizada, quiso levantarse, llamar; pero el monstruo, precipitándose sobre ella, impidiole todo movimiento. Forcejearon; en la lucha, la luz rodó por tierra. Prosiguieron la batalla en las tinieblas. Ella le sentía jadear, profiriendo sonidos guturales, inarticulados. Al fin, en un momento en que flaquearon sus fuerzas, la boca del vampiro adhiriose a la herida y comenzó a chupar la sangre. La vendedora de amor sentía que la sangre manaba en purpúreo surtidor, en chorros, en ríos, en cataratas; que la boca, húmeda y desdentada, le sorbía la vida, y, en un esfuerzo supremo, librose del monstruo, saltó al suelo, abrió la puerta, y descendiendo, presa de invencible pánico, las escaleras, se precipitó a la calle, e inconsciente, semidesnuda, corrió, corrió hasta caer al suelo, rendida de cansancio.
En la magia lunar, la gran Avenida cubierta de nieve tenía el prestigio de una escenografía teatral. Arriba, el cielo azul oscuro era como un viejo dosel florecido de lises de oro; abajo, los blancos copos tejían un tapiz sobre la tierra y posándose en las desnudas ramas de los árboles, trasformábales en extraños arbustos de alabastro. Otros copos pendían en cristalinas estalactitas de las torrecillas, filigranadas como encajes, de los vetustos palacios, o confundidos con las hojarascas de los ventanales y cresterías, mentían grandes brillantes, que, engastados en el granito, relucían heridos por la pálida claridad de la luna.
A un lado el río, aquel río de balada, ancho, hondo y azul, helado ahora, fingía un largo espejo de plata, cruzado de trecho en trecho por los audaces arcos de algunos puentes: unos, antiguos, con pináculos de peregrina arborescencia, estatuas de santos labradas en gigantescos bloques y barandales de pétrea pesadez, en que monstruos de la fauna imaginaria de los siglos de cruzada se perseguían por entre laberintos de una floración absurda; otros, monumentales puentes modernos con columnatas y pretiles de blanco mármol, que sustentaban famas, esfinges y pegasos de bronce.
Frente al río alzábanse los palacios, toda aquella serie de portentosos edificios que como un anillo de ensueño encerraba la antigua urbe de curtidores y tintoreros, capital antaño del heroico principado de la Corona de Hierro, hoy cabeza del Imperio. Dominaban las viejas residencias históricas, las moradas de los Electores, Madgraves, Burgomaestres y Condes Feudatarios, las Casas de los Gremios, los Monasterios de monjes guerreros—San Teodoredo, San Eurico, Santa Sisebuta—, antiguas habitaciones de la Edad Media, sustentadas por columnas, altas y finas como troncos de un bosque de piedra, con grandes balconajes labrados con minuciosidad y rematados por airosas ojivas, grandes vitrales emplomados, filigranados herrajes y gárgolas, florones, arbotantes y torrecillas de una aérea elegancia de ensueño, y flanqueando las ventanas, nobles escudos, historiados de lanzas, castillos, lises y turbantes, hablaban de las conquistas en Tierra Santa, de las guerras del Sarraceno y de las empresas contra el Turco. Al lado de las vetustas edificaciones, los modernos monumentos—Museos, Bibliotecas, Cámaras Consistoriales, Universidades, Institutos, Academias, Teatros—procuraban imitar en su exuberante decoración la esotérica espiritualidad de las construcciones góticas; pero faltábales la intensa emoción de fe traspuesta, el místico ardor, aquel no sé qué de sobrehumano que infundían los artistas de los siglos medios a su obra, sacrificando a ella su vida entera y dejando prisionera entre sus piedras su alma en pena.
Sin embargo, gracias al sortilegio lunar, todos aquellos edificios entrevistos al través de las trágicas arboledas, desnudas de follaje, de los jardines y del helado sudario de nieve, dormían envueltos en un gran encanto de poesía arcaica.
Caminaba yo rápidamente, gozándome en la soledad que aumentaba el aspecto de ciudad encantada de la gótica urbe. En aquel silencio, mis pasos resonaban crujientes sobre la nieve. Soledad y silencio ponían a veces un estremecimiento en mis espaldas, haciéndome temblar bajo la amplia pelliza que me defendía del frío. En el fondo estaba contento; contento con bienestar de burgués que ha vencido su neurastenia y que, bien abrigado, camina, tras suntuosa cena, en busca del mullido lecho. La verdad era que estaba satisfecho de mi jornada: primero, mi visita al fabuloso palacio de Fernando Augusto; luego, la velada de gala en el teatro Imperial, donde pude contemplar a mi gusto a la familia augusta, lívidos príncipes y a las altivas princesas, marcadas por el sello fatal de los Westfalias. Y evoqué el día entero.
Muy de mañana, y todavía tiritando por el frío y el madrugón, habíame acomodado en el tren que debía llevarme a Rosemburg. Había arrancado el convoy, y, tras de serpentear algunos minutos por nevados campos, habíase precipitado en los túneles que horadaban las enormes montañas, coronadas de eternos hielos. Tras una hora de negruras, de las que apenas si salíamos unos minutos para, en la loca carrera, contemplar cómo se perdía en las nubes la ciudad sagrada, el tren había penetrado en las sombrías selvas en que viven aún las consejas de lobos y de trasgos, de crueles guerreros y doncellas sin fortuna, selvas milenarias en que nunca penetra el sol, y en que las altas siluetas de los pinos fingen los pilares de una gigantesca catedral. Otra hora aún, y de nuevo el tren se lanzó a través de un túnel interminable. Y de pronto, como por arte de tramoya, la decoración cambió, y tras un bosquecillo de palmeras, rodeado de maravillosos jardines, destacose sobre la lámina azul que fingían mar y cielo, un palacete bizantino, flanqueado por escalinatas de mármol, con columnas de jaspe y alabastro, y coronado por doradas cúpulas, que brillaban heridas por el sol. ¡Rosemburg!
Aquel era el palacio de Fernando Augusto, el niño lunático, delicado y endeble como una damisela, que, en un momento de quimera, soñó con emular las magnificencias del Imperio de Oriente. Y, sin embargo, por capricho del destino, aquel príncipe pálido, exangüe y triste, con la irreal apariencia de una gran lis de muerte, había conquistado los vastos estados y había sido el primero en ceñir sus sienes con la corona Santa. Allí estaba su imagen tejida en los fabulosos tapices del castillo, a caballo sobre blanco corcel, prisionero el cuerpo en argentada coraza, en la mano la espada vencedora, ornada la cabeza de lacia guedeja rubia con el laurel y las rosas de la victoria; precedido de fastuosos heraldos, seguido de feroces hombres de guerra; con más apariencia de iluminada doncella libertadora que de joven héroe. El había construido aquel castillo, buscando sol, flores y alegría, incapaz de encerrarse en la ciudad legendaria, perdida en las brumas de las altas mesetas.
¡Rosemburg!
Recorriendo sus salas, ornadas de portentosos mosaicos, donde sobre el fondo de oro, héroes y monstruos, santos y demonios, cantaban la gloria de los Westfalia; visitando el panteón en que el orgullo intentó eternizar la muerte, evocaba yo la historia extraña de aquella familia, desde Wifredo, el fundador, que, nuevo azote de Dios, descendiera de la montaña, seguido de sus bárbaros, una honda en la mano y un puñal entre los dientes, hasta Claudio, el príncipe cruel, vicioso y sanguinario, que en sus incongruencias de loco y sus furores de epiléptico, quiso emular a Nerón, incendiando la ciudad; desde Federico, el Navegante, que murió al frente de sus galeras en batalla con el turco, hasta este otro príncipe nauta, Luis Augusto, que erraba por los mares en su yacht convertido en nuevo buque fantasma; desde Otton, el Monje, que, retirado en su monasterio de la Trapa, rigió, con mano de hierro, el Imperio, hasta la duquesa Eudoxia, histérica e iluminada, encerrada en una casa de salud a raíz de ciertas raras visiones.
Una fatalidad extraña pesaba sobre los Westfalias: era un raro sortilegio que les hacía héroes o locos, santos o criminales; algo anómalo, un desequilibrio que les llevaba a tambalearse entre las cumbres de la gloria y los abismos de la nada.
Aquella noche había yo podido contemplarles a mis anchas. Mi calidad de periodista extranjero habíame proporcionado un sitio para la función de gala, y sentado en mi butaca había visto el espectáculo, fastuoso sobre toda ponderación, de la corte de Nordlandia. Sobre la severa suntuosidad de la sala, severidad que acrecentaba la riqueza de los uniformes y los tocados recargados de piedras preciosas de las damas, destacábase en el palco regio la familia imperial. Allí, inmóviles, graves, con aposturas de retratos, estaban los príncipes; pálidos, de opacas pupilas y cansados labios, unos; demacrados, amarillentos, con ojos de brasa que ardían en el fondo de moradas cuencas, otros. Allí, las princesas de desvaída tez y lacios cabellos color de miel, tímidas, afectadas, con aspecto de rancias figuras de cera, las más jóvenes; acartonadas, tiesas, finchadas en las crujientes sedas, con sus pechos planos, sus labios llenos de desdenes, sus gestos banalmente ceremoniosos, las que ya habían salido de la juventud. Y destacándose entre todas ellas, la figura, llena de nobleza, del viejo soberano, con su amplia frente de pensador, su sonrisa bondadosa y su blanca barba de patriarca bíblico cayendo sobre el pecho, constelado de cruces de diamantes. Allí estaban todos: príncipes y princesas, grandes duques y grandes duquesas; todos, menos la princesa Elvira.
¡La princesa Elvira! ¡Cuántas veces había yo oído hablar de ella! ¡Cuántas veces tropezaron mis ojos con su retrato entre las páginas de una revista! Siempre modesta, humilde, vestida con pobreza, el cabello sencillamente recogido, era el ángel de la caridad que descendía de los palacios en busca de los humildes, de los desdichados y de los miserables. Aquel extraño estigma que hacía de los Westfalias héroes o locos, había hecho de la princesa Elvira una santa, pero no a la manera de la duquesa Eudoxia, histérica y visionaria, sino toda abnegación y heroísmo. Jamás se le veía en una fiesta mundana; jamás asistía a una de aquellas fastuosas ceremonias que hacían famosa la corte de Nordlandia; en cambio, no había catástrofe, ni guerra, ni epidemia, en que ella no estuviese predicando con su ejemplo las más puras máximas de la caridad cristiana. No había privación que ella no resistiese, ni sacrificio que no se impusiese en bien de sus semejantes, ni dolor, por horrendo que fuese, que no hallara en ella amparo y consuelo. Amigos y enemigos inclinábanse al espectáculo de sus virtudes, y desde el Emperador hasta el último socialista, descubríanse respetuosamente ante la princesa Elvira.
Otra vez la figura de la princesa santa se ofrecía a mí tal como la contemplaba cientos de veces en los grabados de los semanarios, destacándose sobre el trágico escenario de los campos de batalla, ataviada con el heroico uniforme de damas de la Cruz Roja, o en el cruento horror de las salas de los hospitales, junto a los cuerpos mutilados por horrendos males. Mentalmente detallaba yo su rostro de perfil prodigiosamente sereno, su frente alta y luminosa, sus ojos grandes, azules, llenos de dulzura, y me detenía en la boca, aquella boca que me inquietaba vagamente con su mueca enigmática, que me traía a la memoria, sin saber por qué, la de la Gioconda.
Recordé hechos memorables de su vida: la noche de la batalla de Orsova, cuando permaneció interminables horas en medio del horror de aquella carnicería, rodeada de cadáveres que devoraban las aves de rapiña, entre el aullar de los lobos y el lejano retumbar de los cañones, cuidando heridos, alentando enfermos... Rememoré también algunos espeluznantes lances, en que una extraña fatalidad parecía pesar cruel sobre ella: aquel hospital de sangre en la campaña de Oriente, donde la princesa Elvira, casi sola, en la nerviosa energía de su heroísmo, veía morir los soldados a cientos, asistiendo a la agonía, precipitada por una extraña fiebre de locura, de los pobres muchachos; recordé también las escenas de la peste en Salstracia, cuando en la ciudad, desierta por el terrible azote, ella sola recorría las calles asoladas, y sosteniendo entre sus brazos a los apestados, como bíblica heroína, les llamaba hermanos.
Me detuve. Había llegado a la Gran Plaza. En el centro, y rodeado de admirables jardines, poblados de fuentes y de estatuas, alzábase el monumento a Wifredo, el Fundador, en que el héroe, blandiendo la espada, lanzaba su bridón sobre una multitud, enloquecida de entusiasmo, que se doblaba a su paso. A un lado, la catedral—San Miguel Arcángel—, labrada en mármol, semejaba así, en el sortilegio sideral, un gótico relicario de marfil. Frente a ella, el palacio moderno, suntuoso, bien proporcionado, imitando, en su presuntuosa arquitectura, los palacios de los siglos medios, uníase, por cubierto puentecillo, con el antiguo alcázar, de enormes murallones, sombrío, rodeado de gruesas cadenas y almenado como una fortaleza. Llamábase el Palacio de los Suplicios, y tenía su leyenda cruel y trágica de los tiempos del Santo Oficio. Durante muchos años fue residencia real, hasta que, concluido el nuevo alcázar, trasladó el Emperador a él su habitación.
Entre la catedral y el palacio, abríase el laberinto de callejones de la ciudad vieja, aquella urbe medioeval de curtidores y tintoreros, en que las calles eran negros y hediondos arroyos, y las habitaciones sucios chamizos que se apoyaban unos en otros, rasgados de tarde en tarde por la maravilla de bizantino ventanal.
Permanecí un momento perplejo. Los sombríos laberintos me atraían con su malsano encanto. ¡Ah la escalofriante delicia de las nocturnas caminatas al través de las viejas ciudades en que aún viven la lujuria, la superstición y el miedo! Yo he amado siempre las viejas ciudades de grandes cuestas, de encrucijadas y de claroscuros, las ciudades en que la lujuria es una hembra flácida y marchita, la superstición una vieja ducha en artes de tercería y hechizos, y el miedo un truhán disfrazado de fantasma. En las ciudades modernas, en los grandes barrios, la civilización ha desterrado lo imprevisto; la luz eléctrica, los tranvías, los automóviles, han ahuyentado al miedo, y la lujuria se llama galantería; pero en algunas grandes ciudades, antiguas aún, hay barrios en que vive la inquietud, y en que en el cuadro de luz de una puerta vemos una mujer pintarrajeada que, con su peinado atrabiliario y su roja bata de percal, tiene una inquietante apariencia de muñeca de cera. ¡Sevilla, Venecia, Toledo, Amberes! ¡Viejas urbes de pecado y de gloria, cómo os he amado!
Al fin, mi deseo fue más fuerte que mi voluntad, y crucé la plaza. Ante palacio, dos centinelas, envueltos en amplios capotones grises, al hombro el fusil, paseaban lentamente; en el pórtico de la catedral, algunos mendicantes dormían indiferentes al frío. Con resolución penetré por bajo el puente que une los palacios, y, como por arte de magia, la decoración cambió por completo. A las amplias avenidas, teatralmente magníficas, sucedieron tortuosas callejuelas, sombrías y hediondas. Eran vías y pasadizos que bordeaban los muros del palacio real, tan estrechos, que apenas si podían avanzar dos personas de frente; tan altos, que la luna, que brillaba fantasmagórica en el cielo, no llegaba a iluminarlos con su luz espectral. A mi izquierda, macizos, misteriosos, alzábanse los muros de la regia residencia, hendidos por algunas ventanas de gruesos barrotes, y alguna misteriosa puertecilla, que debieron servir, en otros siglos de aventuras, para nocturnas escapadas; a mi derecha, los agrietados muros de algunos viejos caserones erguíanse mudos y tétricos. Sin embargo, en contraposición con la imponente soledad de los grandes bulevares, aquí sentíase próximo un pulular de vida, y cruzábame con algunos transeúntes. Eran tipos ambiguos, rufianes, lúbricos vejetes, a quienes la lujuria, como escoba de aquelarre, arrastraba por las calles, vetustas celestinas y pecadoras de ínfima condición, mas algunos soldados, lanceros reales, con blancos uniformes de flotante capa y casco de plata, rematado por negras alas de águila, que, retardados en los templos de Venus y Baco, volvían presurosos a sus cuarteles. De improviso surgió del muro, como una visión de ultratumba, una mujer, que comenzó a caminar algunos pasos delante de mí. Pasado el primer sobresalto, sonreí: ¡Bah! ¡Qué tontería! Una mendiga que iba a pedirme limosna. Pero no: la incógnita seguía tranquilamente su camino sin importunarme. Indudablemente, debía de ser una celestina en funciones, que, de un momento a otro, brindaríame con mahometanos paraísos. Tampoco. ¡Aquella vieja, menuda y vivaracha, con andares de ardilla, trabajaba por su cuenta! Cuando se tropezaba con un transeúnte, observábalo, y si era viejo, parecía despreciarlo; en cambio, si era joven, acudía solícita.
Púseme a examinarla curiosamente. Un manto o chal envolvía casi por completo la cabeza, dejando en la sombra el rostro, del que no se divisaba más que la punta de la nariz y el fulgor de los ojos. Una pelerina de lana, caída hasta más abajo de la cintura, y sencilla falda de paño, completaban su indumentaria. Su peregrino tejemaneje me interesó, y, sin darme casi cuenta, púseme a seguirla. Realmente, sus tretas eran curiosas: caminaba lentamente; hacíase la encontradiza con los rezagados caminantes, y concluía trabando conversación con ellos, que al cabo hacían un gesto de desdén y seguían su ruta. Pero sus preferencias eran por el ejército. Apenas veía un lancero real, precipitábase a su encuentro, cogíase a él, acariciadora, suplicante, hasta que los pobres chicos, aturdidos por el alcohol y el sueño, entorpecidos los movimientos por las vistosas capas y los cascos lohengrinescos, encontraban fuerzas en el temor de un próximo arresto para rechazar la vieja bacante y huir camino del cuartel.
Llevábamos un rato caminando a la ventura, sin que surgiesen nuevas presas para aquella infeliz poseída del demonio; en el reloj de la catedral sonaron las campanadas de la media noche, y yo pensé: «¡Bah! Se acabó. Los soldados están ya recogidos, y esta buena señora tendrá que acostarse con el amante de las patas de chivo...» Cuando gran estrépito de espuelas y sables, arrastrados sobre los guijarros de la calle, anunciaron la llegada de dos nuevos guerreros. Eran dos mocetones altos y fornidos; venían enteramente borrachos, los cascos ladeados y los blancos mantos barriendo las inmundicias del arroyo. No se amilanó la prójima, sino que, yendo a su encuentro, les abordó resueltamente. Primero, oí risotadas y juramentos, palabras soeces, burlas; luego, parecieron rechazarla; pero ella volvió a la carga; hubo algo como un conciliábulo, y sonó tintineo de dinero que contaba. ¡Dinero! ¡Le daban dinero! Y el asombro ahuyentó la prudencia, y, procurando ocultarme en la sombra, di algunos pasos hacia el grupo. ¡Era ella, ella, con su miserable pelaje, la que les mostraba monedas de oro! Desconcertado por el encuentro con aquella extraña compradora de amor, permanecí un instante perplejo. Cuando volví a mirar, uno de los soldados se inclinaba y la besaba en los labios. Después, parecía implorar algo; ella se negaba tercamente y él insistía, y, al parecer, en son de broma, intentaba apoderarse de su bolsa. Ella resistía, negándose con firme obstinación, y poco a poco las bromas se tornaron en veras, y a las risas sucedieron las amenazas. La vieja resistía siempre; exasperado el soldado, tiró la capa al suelo y forcejeó. Ella, no dándose por vencida, resistía con bravura. Súbitamente, en el silencio de la noche, resonó un juramento, y el ladrón, cogiéndola brutalmente, intentó arrancarle por fuerza su tesoro. Entonces ella, en gesto rápido de alimaña nocturna, mordió la mano que le oprimía. El agresor dio un grito, soltó su presa, retrocedió un paso, y luego, ciego de ira, embravecido por el castigo, cayó sobre ella y, arrojándola al suelo, comenzó a golpearla bárbaramente. Después, alzose lleno de sangre, y borracho de ira, pisoteó aún a la caída. Luego cogieron el dinero y, súbitamente despejados, huyeron los dos.
Petrificado de horror, incapaz de gritar ni de acudir en defensa de la infeliz, había yo sido mudo espectador de la terrible escena. Al fin, me aproximé a la víctima, que yacía inmóvil en el suelo. Sobre un charco de sangre descansaba la cabeza, convertida en informe montón de sanguinolentos despojos. Las espuelas habían desgarrado las carnes, arrancado los ojos, taladrado las mejillas, y las gruesas botas de montar habían machacado los huesos.
Erizado el cabello, la frente bañada en helado sudor, me alcé del suelo y pensé en llamar. Entonces la idea de mi responsabilidad se me presentó claramente. Y si me encontraban allí, junto al macerado cadáver, ¿qué explicación dar? ¿Cómo contar la extraña aventura? ¿Me creerían?
Sonaron los pasos de una ronda nocturna, y maquinalmente eché a correr.
Cuando despierto por la mañana, después de un sueño agitadísimo, entreverado de horrorosas pesadillas, y sentado en la cama, la bandeja del desayuno al lado, pasé los ojos por los periódicos matinales, tuve un momento de estupor. ¡La princesa Elvira había muerto! Una angina de pecho había matado a la santa princesa, gloria de la casa imperial, consuelo de desvalidos, espejo de cristianas virtudes. Los periódicos, todos los periódicos, imperialistas o republicanos, liberales o moderados, lloraban aquella desgracia, y volcaban sobre el cadáver la avalancha de sus convencionales flores de trapo. Y otra vez surgían los retratos, los fantásticos retratos, hechos en las salas de los hospitales de epidemias y en los campos de batalla. ¿Artificiosos? ¿Teatrales? No. Había en el rostro de la santa una tensión tan dolorosa, tanta dulzura en sus ojos de Madona, que era imposible que no fuese sino afectación. ¡Y, sin embargo, aquella sonrisa, o mejor, aquella equívoca mueca de Gioconda! ¡Ah, el inquietante misterio de aquella sonrisa! Volví a examinar los retratos. En una fotografía, la princesa Elvira, sentada junto al lecho de un colérico, le oprimía la mano, mientras, los ojos en alto, parecía rezar; en otra, arrodillada en los campos de Orsova, sin importarle las balas que silbaban en derredor suyo, sostenía a un pobre soldado moribundo, mientras le envolvía en una mirada llena de maternal dulzura; en otra aún, curaba con sus manos, manos admirables, manos de Santa y de Reina, manos de Santa Isabel de Hungría, a un pobre leproso. ¡Y la sonrisa estaba allí, en el campo de batalla y en la cabecera del lecho de los agonizantes; allí siempre, misteriosa e inquietante!
Por tercera o cuarta vez llamé al timbre. Al fin abriose la puerta y, todo azorado, se presentó el criado del hotel. Era preciso que perdonase. El Exelsior estaba en revolución. Habían expuesto al público el cadáver de la princesa Elvira en la catedral, y todo el mundo quería verlo.
Yo también sentí la comezón de contemplar a la mujer cuyo enigma me inquietaba, sin saber por qué, y saltando del lecho, comencé a vestirme.
Hacía mucho frío. Un cielo muy bajo, plomizo, en que se apelotonaban grandes nubarrones parduzcos, pesaba como un sudario sobre la ciudad. Una neblina, húmeda y glacial, envolvía las cosas; la nieve, mancillada por millares de pisadas, se desleía sucia, negruzca, y sobre aquella escenografía melancólica, inmensa avalancha de gentes caminaba presurosa hacia la Gran Plaza, llevando en la mano flores, guirnaldas, coronas, lazos, homenajes del humano dolor a la santa muerta. Todos caminaban enlutados, con aspecto de profunda tristeza; en algunos ojos había lágrimas, y en todos los labios una palabra de sentimiento. Las campanas de todas las iglesias tocaban a muerto, y en la tristeza inmensa del ambiente su son era aún más angustioso.
Dejeme arrastrar por la corriente humana, y al fin me hallé ante la catedral. Allí, organizada por los agentes, formábase larga cola de curiosos, que iba penetrando lentamente en el templo. En ella hube de tomar puesto. Una hora de espera. Al fin me tocó el turno, y penetré en el sagrado recinto.
Cuatro hileras de columnas, de una elegancia insuperable, sostenían las góticas ojivas; altos sepulcros de mármol flanqueaban los dos lados de la iglesia, con sus orantes estatuas de héroes y prelados, que semejaban fantasmagóricas en el claroscuro del recinto, extraña teoría de ultratumba, una de esas espectrales procesiones que surgen en las leyendas de la Edad Media. Sobre los muros, tapices de terciopelo negro, con las armas imperiales bordadas en plata, cubrían cuadros y altares, unidos por cordonajes rematados por argentados borlones. El altar mayor había desaparecido, cubierto por otro enorme paño de terciopelo, sobre el que se destacaba una gran cruz de ébano, en que agonizaba un Cristo de marfil. En el centro del recinto, ocho candelabros sosteniendo hachones, y ocho soldados de la guardia real, vestidos de blanco, inmóviles como estatuas, daban guardia de honor al cadáver de la princesa Elvira, que, tendida en humilde féretro, dormía en el suelo sobre negros paños cubiertos de flores.
El órgano salmodiaba las graves notas de los oficios de difuntos, y, mezclados con sus voces, oíanse los cantos de los sacerdotes y los gemidos de las mujeres.
Lentamente fuime acercando al lugar donde yacía la muerta, y al fin me hallé ante ella.
Jamás he visto un rostro de una dulzura, de una serenidad y una placidez igual. Sólo la muerte, consagrando la santidad, era capaz de cincelar un rostro así. Destacándose de las sombrías tocas de religiosa, el perfil de una perfección asombrosa tenía, sin embargo, una gran bondad de expresión. La frente era estrecha y ligeramente abombada, la nariz recta y fina, la mejilla enjuta y la boca pálida, de una casta suavidad de líneas. Parecía dormir, y los párpados cerrados tendían sobre la cara la azulada sombra de las largas pestañas. Nada de la equívoca sonrisa de Gioconda, nada de la mueca mitad cruel y mitad burlona, del tenue y apenas perceptible rictus que me obsesionara en los retratos. Por el contrario, una calma tal, una tan bienaventurada paz, que de verla a la luz de la luna en alguna olvidada capilla, con su corrección de perfil y su azulada transparencia, las manos cerúleas cruzadas sobre el pecho, y sus ocho guerreros blancos dándole guardia de honor, tomárala por la yacente estatua de alabastro de una princesa santa.
¡Santa! ¡Era santa! Sólo la santidad era capaz de una tal serenidad de expresión en la muerte. Seguramente, siglos más tarde, en una vitrina de cristal y plata, mostraríase, para edificación de devotos y confusión de incrédulos, el cuerpo incorrupto de la santa princesa Elvira.
Alguien me empujó; una voz me advirtió que era hora de marchar, y, confundido entre la multitud que sollozaba, salí.
Otra vez me vi en el tren. No sé cómo fue; desde el momento en que me arrancaron a mi extática contemplación, viví una vida tan intensa de horror, de alucinación y de locura, lo sobrenatural, lo absurdo, lo quimérico, instalose de tal modo en mi vida, que aun ahora, que han pasado muchos años, recuerdo todo, como al través de un espeso velo, con esa vaguedad escalofriante con que evocamos unos meses pasados en una casa de locos, o las horrendas pesadillas que nos acarrearon las frecuentaciones de los venenos sabios, y mis cabellos se erizan.
Vime, pues, en el tren camino de Rosemburg. Era el departamento una berlina, colocada junto al furgón de equipajes. Al otro extremo del convoy, al lado de la máquina, iba el furgón mortuorio en que, rodeada de luces y flores, dormía la princesa Elvira. En dos coches del tren regio iban el Emperador, rodeado de los príncipes, grandes duques, prelados y altos dignatarios de la Corte. En el resto de los vagones, el Estado Mayor del soberano, los caballeros de San Teodorico, a quienes, según el ceremonial, correspondía llevar el féretro, y más dignatarios, empleados, sacerdotes y militares. El convoy mortuorio caminaba rápido; sólo al pasar por las estaciones refrenaba el paso, para, entre los nobles acordes de las marchas guerreras, tocadas en sordina, desfilar magestuosamente entre las multitudes, que permanecían en pie, aguantando la lluvia, descubiertas las cabezas e inclinados los rostros en un dolor mudo y respetuoso. Al fin llegamos a Rosemburg. Hacía un tiempo de invierno, frío y triste; llovía sin tregua, y el cielo gris, sucio, reflejábase en un mar de zinc. Una gran multitud invadía el andén, presa de inmenso dolor, pero no del silencioso dolor de las otras poblaciones, sino de un dolor ruidoso, violento, agitado por ráfagas de intensa desesperación. Rosemburg adoraba a la santa princesa, y la amargura desconsolada de aquel pueblo decía mejor que nada el historial de sus virtudes.
Habíase organizado el fúnebre cortejo. Cuatro caballeros de San Teodorico, graves, impasibles, con quimérico aspecto de animadas estatuas, avanzaban, tocada la cabeza venerable con el birrete azul, y dejando arrastrar en el barro los largos mantos de lana blanca, caminaban delante, llevando en hombros el féretro, envuelto en un paño de terciopelo negro, bordado con las armas imperiales. Tras ellos, rodeado del alto clero, venía el patriarca de Oriente, revestido de atavíos de una magnificencia insólita, cubierto de bordados de oro y pedrerías. Seguíales un escuadrón de soldados de la Guardia Real, con albos uniformes y argentados cascos, coronados por las sombrías alas de águila. Tocaba el turno luego al viejo Emperador, con uniforme rojo y gris, sobre el que caía patriarcal la nieve de la barba, cercándole los príncipes y los grandes duques, y formando el séquito generales, ministros, magnates. Toda aquella brillante procesión desfilaba lentamente a los heroicos acordes de las marchas guerreras por entre una muchedumbre que sollozaba amargamente.
Seguía lloviendo, y bajo el velo de agua que implacable caía del cielo, la multitud permanecía quieta, inmóvil, rendida de pesar. Eran mujerucas campesinas, flacas y acartonadas, vestidas con los aldeanos atavíos de colorines, y toscos labradores rígidos, dentro de los bastos trajes de fiesta, que contemplaban, entre tristes y embobados, la fastuosa procesión, presidida por los cuatro fantasmagóricos caballeros conduciendo la urna cineraria con los restos de la princesa Elvira. De vez en cuando, sobre la quietud poblada de sollozos, alzábase una voz que gemía:
—¡Ha muerto nuestra madre! ¡Ha muerto la madre de los pobres!
Y un coro de plañideras hacía eco:
—¡Ha muerto la madre de los miserables!
Otras veces era una campesina que se arrojaba al paso del entierro, y arrodillada en el agua y el lodo, intentaba besar los enlutados paños que cubrían la caja mortuoria. Entonces la multitud contagiada, prorrumpía en lamentos:
—¡Ha muerto el amparo de los menesterosos! ¡La paloma blanca ha volado al cielo!
Algunas mujeres se desmayaban; otras, caídas en el suelo, mesábanse los cabellos; algunas, trágicas, alzaban en brazos a sus hijos, y les mostraban el féretro como el destino inexorable. El coro clamaba siempre:
—¡Ha muerto la madre de los desvalidos! ¡La estrella de plata se apagó en los cielos!
Y los himnos heroicos resonaban confundidos con los cantos litúrgicos.
Al fin, llegamos a la capilla del palacio; las puertas abriéronse, dando paso al cortejo. El pueblo esperó con paciencia a que se le franquease la entrada para contemplar una vez más a la que fue su amparo y consuelo. En todos los labios había una palabra de loa, y en todos los ojos una lágrima. Al fin, la gran puerta de bronce tornó a descorrerse, y la gente penetró en el templo. Al pisar el umbral, quedé deslumbrado. Jamás en correrías de viajero, ofreciose a mis ojos espectáculo de mayor magnificencia ni de arte más refinado y suntuoso. Admirables mosaicos, en que sobre el fondo de oro, de cegadora luminosidad, destacábanse con brillante colorido; las figuras, llenas de hierática nobleza, cubrían los muros. Representaban la ceremonia de ungir el papa Silvestre V Emperador a Fernando Augusto, y de ceñirle la corona de hierro de los Reyes Santos. Las figuras, cubiertas de extrañas vestiduras, recamadas de piedras preciosas, tenían esa ingenuidad que prestaban los artífices de la Edad Media a sus creaciones, y agrupadas, en posturas inverosímiles, rendían pleitesía al joven soberano, que, más que la belleza de las deidades paganas, tenía la elegancia un poco melancólica de los héroes de la leyenda cristiana. El viejo pontífice sostenía en sus manos la saya sagrada, y coronando la apoteosis, la Santa Virgen, apareciendo entre nubes pobladas de ángeles concertantes, bendecía al nuevo Rey. Monstruos quiméricos, dragones de lengua de fuego, alados grifos, unicornios y otras alimañas de la fauna fantástica, mezclábanse con los personajes reales.
A la entrada de la iglesia alzábanse dos altos pilares de mármol negro, soportando, el uno, espantable basilisco de dorado bronce; el otro, la imagen de San Miguel Arcángel pisando a Lucifer. Y por fin, en el centro del templo, cuatro columnas de lapizlázuli sustentaban un baptisterio de oro enriquecido de esmaltes y diamantes.
Avancé con el gentío enloquecido en ruidosas manifestaciones de duelo, y otra vez me hallé la santa muerta. Mis ojos irreverentes buscaron instintivamente la sonrisa de Gioconda, la enigmática mueca que me obsesionara siempre. Nada. El rostro conservaba su admirable serenidad de yacente estatua. Una palidez cerúlea cubría la mascarilla, encuadrada en las blancas tocas, y la paz de los bienaventurados había descendido sobre su frente.
Temblé. Aquello era peor que una impiedad o una profanación; aquello era un sacrilegio. Hacía siglos que ningún viviente (excepción hecha de los frailes), ni aun los mismos Emperadores, entraba allí. ¡El pudridero! Para penetrar en la trágica cripta, en que se descomponían los cuerpos de los Westfalias, era preciso haber traspuesto antes ese misterioso umbral que se llama la muerte. Habitante ninguno de este mundo tenía derecho a visitar aquel recinto, que, como ciertos trágicos jardines de conseja, formaba parte del más allá. Sólo los religiosos de la sombría Orden del Descendimiento poseían el privilegio de entrar en los reinos de la muerte. ¿Y acaso ellos pertenecían al mundo? Sus votos de silencio, de castidad, oscuridad y ayuno, hacían de ellos fantasmas que habitaban un mundo imaginario de renunciamiento.
Sentí el frío de ultratumba y mis dientes castañeteaban. Miré en derredor. La pieza era una sala pequeña, alta de techo, con el suelo y los muros revestidos de basalto. En la bóveda, una alegoría egipcia de la muerte; en el centro de la estancia, un lecho bajo de mármol negro; a la derecha, abierta en el muro, una puerta de ébano y plata. En el dintel, una estatua del Dolor, labrada en alabastro, doblada la cabeza, oculta por el largo velo; al otro lado, un ángel, con las alas plegadas, llevábase un dedo a los labios ordenando silencio.
¿Cómo estaba yo allí? El dinero es una gran arma que esgrimen hoy las poderosas empresas periodísticas; pero yo, algunas veces creo que dinero e influencia no son sino armas de la Fatalidad, que, agazapada en la sombra, juega con los humanos. ¿Por qué estaba yo allí? Fuera de las suntuosidades externas y del dolor popular, ¿qué interés podía ofrecerme el sepelio de aquella princesa? Y, sin embargo, aquella mujer a quien no conocía, a quien ni siquiera había visto más que en las páginas de los semanarios gráficos, a quien unas veces creyera hábil política, otras fanática, y algunas tocada de diletantismo de abnegación teatral, me atraía con fuerza superior a mi menguada voluntad.
Resonaron los cantos funerales que salmodiaban los frailes; a lo lejos, las charangas militares repicaban las bélicas notas del himno guerrero de Nordlandia; los cañones hacían las salvas de ordenanza, y las campanas tocaban a muerto. Los batientes de la puerta se abrieron y apareció el féretro, llevado por cuatro hermanos, con el negro hábito, bordados sobre el pecho la calavera y las tibias, la capucha caída sobre los rostros, de los que sólo se divisaban las barbas blancas, y de improviso hízose un silencio absoluto.
Desde mi escondite, vi al viejo Emperador inclinarse, y luego, rodeado de su séquito, desaparecer. Los monjes colocaron el féretro sobre el marmóreo lecho, rociaron el cuerpo con agua bendita y salieron, dejándome solo con el enigma de aquel cadáver. Entonces, haciendo acopio de valor, salí de mi encierro y me acerqué.
Apesar de los cinco días transcurridos desde la muerte, no se notaba en la muerta síntoma alguno de descomposición. El perfil correcto, los labios pálidos, los ojos cerrados, todo el conjunto del rostro conservaba la misma beatífica dulzura. Ni una alteración de color, ni una mancha que denunciara la intensa fermentación; nada. La princesa dormía su apacible sueño, como esas bienaventuradas milenarias que duermen en los pétreos sepulcros de las viejas catedrales. ¡Era una santa!... Y, sin embargo, la imagen de la sonrisa equívoca volvía inquietadora. Para ver mejor me arrodillé, y púseme a examinar el rostro, sin hallar vestigios de putrefacción. Ni una mancha, ni una de esas azuladas vetas que anuncian que vuelve el polvo al polvo cuando el alma, libre de su cárcel, vuela; ni esa sombra negruzca que sombrea los labios y las aberturas de la nariz; nada, nada, nada. Súbitamente, me eché hacia atrás con un gesto instintivo de repulsión: un violentísimo olor a podredumbre, un hedor insoportable a cuerpo en descomposición, un perfume acre y macabro de tumba removida, acababa de herirme. ¡Y el rostro seguía inmutable, sereno, dulcísimo! Mi mano sacrílega tendíase hacia la cara de la santa, y mis dedos, en vez del helado horror de la muerte, tropezaron con una sensación tibia. Resbalé; mi mano apoyose en el rostro de la difunta princesa, y entonces una careta de cera rodó por tierra. Y mudo de espanto, alucinado, tembloroso, meciéndome sobre un abismo de locura, vi el rostro sanguinolento, deshecho, machacado, que contemplara la noche trágica. Pero ahora, en la informe masa pululaba el negro hervir de los gusanos.
Entró resueltamente en el cuarto, encendió luces, muchas luces, todas las que encontró a mano; desposeyose, con un gesto amplio, teatral, del enorme abrigo de chinchilla, que arrojó desdeñosamente sobre una butaquita; dejó caer al suelo el capuchón de raso negro que le envolvía de pies a cabeza, y en pie, ante el gran espejo de tres lunas, arreglose nerviosamente el peinado.
Tras ella, pesado, vacilante, el rostro pálido, los ojos turbios, despeinado el cabello, el sombrero caído a la nuca y la pechera sucia y arrugada, venía Esteban. Al penetrar en la estancia habíase desplomado en una bergère, y allí, despatarrado, innoble, sin tomarse el trabajo de quitarse el gabán ni el sombrero, parecía próximo a dormirse.
Filomena, siempre en pie ante el espejo, trepidaba de impaciencia. Era una mujercita deliciosa, una figura frágil y quebradiza, llena de una gracia efímera de bibelot. Muy Luis XV, hacía pensar involuntaria en las pastorelas de Watteau, en las escenas de Boucher y en los grabados libertinos del XVIII francés. Sus gestos de gracia alocada tenían, sobre todo, una elegancia innata, que reflejábase hasta en sus menores movimientos, aun en las ocasiones en que desterraba la euritmia de sus ademanes, el enfado, la pasión o la alegría. Era una de esas mujeres que, sin saberse por qué, recuerdan una época; una de esas mujeres que a cuanto tocan, imprimen el sello de un arte o de una moda, y que nos llevan a exclamar: ¡Así debió ser Teodora, o Margarita de Valois, o la Pompadour, o la condesa de Dubacry, o Madame de Recamier!
Baja, menuda, aunque de firmes y apetitosas curvas; pie breve, mano fina, con uñas sonrosadas como pétalos de flor; el rostro blanco y rosa, tenía los ojos de porcelana azul, de ese azul cielo cuyo secreto guardaba la fábrica de Sèvres; la boca de coral, en forma de corazón (una boca perversa e irónica, hecha a los besos furtivos y a los epigramas de Beaumarchais); y poseía también una cabellera sedosa y rizada, de un rubio miel tan pálido, que parecía empolvada. Al andar, tenía unas veces el ritmo ceremonioso de las pavanas; otras, la gracia alocada de las ninfas del Trianón (ninfas de pomposas sayas y altos tacones rojos) jugando a las pastoras, con los corderillos lanados de azul.
El traje de gasa blanca, vaporoso, de una gracia casi irreal, prendido en paniers por anchas bandas de seda celeste, salpicada de pálidas flores y sostenidas por diamantinas hebillas, contribuía a marcar la originalidad de la figura; y el cuarto, con su suntuosa elegancia muy Versalles, sirviéndole de fondo, hacíale resaltar aún.
Era aquella una habitación amplísima, alta de techo, con dos grandes balcones, uno al jardín, otro a un antiguo callejón del viejo Madrid. Situado en el ángulo del palacio de los Quintalvo, habíale elegido Filomena, a raíz de su boda con Florencio, como más independiente para hacer su habitación. Un damasco de color rosa muy pálido, cubría los muros, encerrado en molduras blancas recargadas de conchas y hojarascas doradas. Mofletudos amorcillos jugaban entre las nubes del techo, y aun rodaban al azar de sus retazos en las sobrepuertas, entre guirnaldas de frutas y flores. Algunos retratos de empolvadas damas y unos cuadros de maestros franceses, un tanto amanerados en su mitología convencional, pendían de largos cordones de seda sobre los muros. Muebles de boule, de moquetería y de dorada talla, llenaban la estancia, y por todas partes, sobre las cómodas, tras los cristales de las vitrinas y sobre las minúsculas mesas, puestas al alcance de divanes y butacas, antiguos grupos de Sajonia y Capo di Monti, en que dioses y diosas se perseguían, y marquesas y abates danzaban pastorelas; admirables miniaturas y abanicos de prodigioso varillaje y chinescos países, lucían su belleza quebradiza. Al través de amplia arcada, sostenida por columnas, y a medias defendida por antiguas cortinas de brocado, divisábase la alcoba, con su lecho muy bajo, muy ancho, de talla y seda, cubierto por bordada colcha china, como un barco ideal próximo a bogar con rumbo a Citerea.
De pie siempre ante el espejo de tres lunas, sobre cuyo dorado marco dos palomas de talla se arrullaban, Filomena corregía nerviosamente la imaginaria rebeldía de un rizo. De vez en cuando, como chispazos que anunciasen la tempestad próxima, rumiaba algunas palabras en que rugía una ira sorda y concentrada:
—¡Es una porquería!... ¡Una vergüenza!... ¡Indigno de un caballero!
Esteban, derrengado en la butaca, no parecía prestar valor a las palabras de su querida. Ni aún removía siquiera, y hasta parecía haberse dormido.
Filomena seguía:
—¡Qué asco!... ¡Dios los cría!...
Extrañada por la silenciosa indiferencia que oponía el muchacho a sus apóstrofes, miró disimuladamente con el rabillo del ojo. ¡No faltaba más! ¡Estaba bonito aquello! ¡Se había dormido! ¡Ella desgañitándose, y el señor tan fresco!
Furiosa, abandonó sus cuidados capilares, y dando algunos pasos, plantose ante su amigo, y allí permaneció en actitud expectante, entre asombrada y rabiosa.
Esteban dormía con el pesado sueño de los beodos. El rostro desvastado, terroso; los ojos hundidos en anchos cercos plomizos; los labios secos y la frente cubierta de sudor, era aquello, más que descanso reparador, plúmbea modorra.
Filomena no pudo contenerse más, y con el pie, como se hace para despertar a un bichejo que nos repugna, empujó al durmiente. El abrió los ojos, fijando en ella unas pupilas turbias, que permanecían lejanas, estúpidas, ayunas de toda luz de inteligencia, como si no se diesen cuenta del lugar donde estaban ni de la personalidad de su interlocutor.
Le apostrofó vehemente:
—¿Te parece bien esto? ¿Tú crees que es decente?... ¡Ja ja,—rió sarcástica.—¡Qué cara de idiota!—Y bajando el tono y hablando con reconcentrado furor:—¿Pero tú te has creído que yo soy una de esas pirujas amigas tuyas, una de esas tiorras que estaban en el Real contigo?—Y siguió con creciente saña:—¿Tú te has figurado que voy a aguantarte esto, yo, yo, Filomena Roldán de Undaneta; yo, la condesa de Quintalvo? ¡Ja, ja!—tornó a reír. Luego, cruel, segura de herir en lo vivo, añadió:—¡Tú te has creído que todas somos ese pendoncillo de Constantina Gil!
Un relámpago de ira y con él un fulgor de inteligencia, pasó por los ojos del borracho al oír aquel nombre; pero pronto apagose, y una inexpresión de imbecilidad absoluta enseñoreose nuevamente del rostro. Había vuelto a cerrar los párpados y sumiose otra vez en el sopor de que por breves instantes arrancáranle los furiosos apóstrofes de la irritada dama.
La ira ahogaba a Filomena con tal intensidad, que por un instante privola del habla. Sus ojos echaban chispas, y en el cuadrado descote, orlado de encajes, los senos, duros, redondos, procaces, palpitaban. ¡Aquello era demasiado! ¡Dormirse otra vez! Al fin halló tonos épicos en que manifestar su justa indignación:
—¡Eres un canalla! ¡Ningún caballero, ninguno, ¿oyes?, ninguno hubiese hecho lo que tú has hecho esta noche! ¡Eso no tiene nombre! ¡Es una canallada; peor, una grosería, algo innoble, repugnante, estúpido! ¡Si no me querías, hubiese preferido la franqueza; pero esos engaños son bajunos, indignos de ti y de mí!... ¡Ja, ja, ja!—rió epiléptica:—Me parece estar viendo tu cara de pobrecito que en la vida ha roto un plato! «¡Qué fastidio! Esta noche no podré llevarte al Real, porque mi madre no está buena y me quedo en casa...» ¡Ja, ja! ¡Y yo, bestia de mí, que me cuelgo, loca de contenta, del teléfono, para darte la noticia! «Florencio se va de caza y, como me quedo sin marido, me puedes pasear por el baile». ¡Burra, burra de mí! ¡Te juro que no me vuelve a suceder! ¡Tú no sabes de lo que yo soy capaz!
Era verdad. Nadie sabía, bajo su aire frágil y delicado de figurita de Sajonia, de lo que ella era capaz, ni la suma de energía que se ocultaba bajo el picudo corpiño y la falda con pompones Luis XV. Apesar de la inexperiencia de hallarse en el segundo amante (no llevaba sino dos años de casada), no había dudado en jugarse el todo por el todo. En vez de la escena de lágrimas y reproches que otra mujer cualquiera hubiese hecho en su caso, supo callar y disimular, para luego, sola, tener el valor de ir al baile y allí sorprenderle. ¡De ella no se reía nadie! Y no había parado aquí la cosa, sino que, a fuerza de audacia, habíale arrancado a sus rivales, y así, borracho y todo, aprovechando la ausencia de su marido, habíalo llevado a su casa. ¡Ah, nadie la conocía, ni podía adivinar la voluntad que dormía en el fondo de su cuerpo gracioso y liviano de muñeca bonita! Siempre había sido así. Famosa era de soltera, por arrostrar impertérrita lances que a otras mujeres más maduras amilanarían. Gustábale de hablar con gentes que pasaban por osadas, empujarles, lanzarles por despeñaderos peligrosos, y luego contenerles con una mirada. Adoraba los ejercicios violentos; jugaba al tennis medio desnuda, con un impudor inconsciente que desconcertaba a todo el mundo; nadaba como una sirena y arrastraba a sus adoradores mar adentro, para dejarles luego vencidos, casi en peligro de ahogarse; bailaba, entregada en un pecaminoso abandono de voluptuosidad, hasta que sentía desfallecer a su pareja; pero, sobre todo, gustaba de galopar en un loco vértigo de velocidad. Quien la hubiese visto una vez, no podría olvidar aquella figulina airosa, llena de chic, con la elegancia exquisita de las estampas cinegéticas del siglo galante, que, de improviso, a lomos del ardiente potro, seguida de su jauría de galgos, convertíase en un centauro, que galopaba enloquecido a través de bosques y viñedos, saltaba obstáculos, salvaba ríos, en una loca carrera de pesadilla. Y había más, lo que sólo ella, el cielo, los árboles y las flores conocían: las tardes de Las Chumberas, aquellas tardes andaluzas de un bochorno imposible, cuando, tras inverosímiles galopadas, deteníase en un campo de labor, y entablando conversación con algún tosco campesino, iba poco a poco encendiendo en él la llama de todos los deseos. ¡Ah! ¡La salvaje, la bárbara voluptuosidad de sentirse deseada así! ¡El acre encanto de ir viendo alumbrarse en los ojos negros de abismo el fulgor de todos los malos deseos! ¡El placer feroz de sentir rugir la bestia que despertaba, se desperazaba e intentaba herir! ¡Cuántas veces en aquel juego peligroso, el látigo frío y cruel abatió una mano audaz! Pero lo que no olvidaría nunca fue su lucha con José Manuel, el vaquero. Uno de los mayores placeres de Filomena era bajar a la dehesa, y allí, a caballo en su jaca, bien empuñada la garrocha, torear a los feroces brutos. Pronto a aquel gusto unió otro. José Manuel, el garrochista, el hombre casi salvaje, le amaba. Desde entonces, la muñequilla comenzó a jugar con aquel amor. Los toros parecíanle inofensivos junto al bruto negro, velludo, sudoroso, que temblaba de deseo en su presencia. Ella le irritaba, le desafiaba, le exasperaba con sabias coqueterías, con amicales caricias llenas de ternura protectora, con una impudicia cándida e indiferente que mostraba a los inyectados ojos del galán prodigiosas desnudeces, turgencias de nardo, curvas suavísimas, como si se tratase de un viejo servidor o de una bestezuela familiar. Y un día sucedió lo que fatalmente tenía que suceder, lo que era ley que sucediese: el bárbaro saltó sobre ella. Fue una lucha feroz en que la ninfa se defendió del fauno a golpes, a puntapies, a arañazos, a mordiscos; él, jadeante, enloquecido, creciéndose al dolor como un animal feroz, pugnaba por dominarla sin poderlo lograr. Cien veces sintió Filomena deseos de dejarse tomar, y otras tantas se rehizo. Al fin consiguió desasirse, y su látigo azotó muchas veces el rostro del salvaje. Luego comenzó la retirada. ¡Ah! ¡La emoción tremenda y deliciosa de aquella retirada entre los toros desmandados, teniendo que dar cara a la fiera vencida! ¡El escalofrío único, supremo, de aquella marcha!
Ante su amante, ahora, dio una tregua a su ira para tomar respiro. Luego reanudó:
—¿Pero es que tú te has creído que yo voy a tolerar esto? ¿Es que te figuras que yo soy una pánfila, buena para todo? ¡No, hijo mío, no!—prosiguió, mientras su ira iba en crescendo—. ¡De mí no te ríes tú, ni nadie! Prefiero la lealtad, aunque sea cruel (¡en este caso no lo hubiese sido, porque me importas tú y todos los hombres habidos y por haber, un comino!). Pero las mentiras son innobles!—Y como el indiferente parecía adormilarse, alzó el diapasón:—¡Esos líos y esos engaños no son dignos de personas bien nacidas! ¡Son tretas de chulo!
Detúvose de improviso. Una extraña semejanza acababa de herirle, y una idea rara cruzaba su cerebro como la sombra de un pájaro extravagante.
Carlos permanecía siempre despatarrado, la camisa manchada de vino, arrugada y entreabierta, y la cabeza tronchada sobre el hombro; en el rostro, de amarillez enfermiza, las noches de crápula habían puesto un sello de cansancio, y los cabellos, despeinados, cayendo en un gran mechón sobre los ojos, estrechaban la frente. ¡Un chulo! La extraña semejanza que hallaba por primera vez en el elegante, causábale indefinible turbación. Era verdad; así parecía un chulo. La rigidez de persona comme il faut huía con la borrachera y, en cambio, el cuerpo adquiría una elasticidad fofa de felino en reposo, esa extraña distensión muscular que se observa en los golfos y en los gatos dormidos al sol. La cara hacíase más dura bajo la lividez malsana (una lividez de hombre que vive del amor y para el amor) que la cubría; la mandíbula destacábase cuadrada, dura, cruel; un gesto cansado, malo, dañino, arrastraba la comisura de los labios avejentándole, y bajo la frente pequeña, terca, inexpresiva, frente de esclavo, de gladiador o de torero, que, deshecho el británico planchado del pelo, aparecía más estrecha, oculta por lacios mechones, los ojos, cerrados, dormían en el cansancio infinito de las ojeras parduzcas. ¡Un chulo! Carlos así no era el hombre elegante, el tipo chic, el moderno Brummel: era, lisa y llanamente, el macho, el chulo, el hombre de placer, como dicen las francesas, el amante. En el sutil espíritu lleno de análisis de Filomena surgió una pregunta inquietadora: ¿Le amaría por eso? La idea aumentó su rabia. Apostrofole.
—¿Sabes lo que me das? ¡Asco!—Pero como viese que él sin indignarse tornaba a dormilar plácidamente, buscó algo que le hiriese mucho:—¡Eso sí que no! Para dormir te vas a casa del pendón de Constantina.
El golpe dio en el blanco. Carlos abrió los ojos, y con voz bronca tartamudeó:
—¡Deja a Constantina en paz!
Pero la otra acababa de ver deslizarse por las pupilas, tras los vahos de alcohol, una llamarada de ira, y sintió la necesidad perversa de azuzar a la fiera:
—¡Jesús! ¡Que no toquen a Constantina, que se rompe! ¡Haces bien, hijo, haces bien, porque la verdad que es una santa de mírame y no me toques!—Y como él, despejado a medias por la indignación, la mirase casi amenazador, insistió:—¡No sé por qué me miras así! ¡Ni que fuese alguna novedad! ¡Todo el mundo está harto de saber que Constantina Gil es una perdida!
Libre como por ensalmo de la torpeza, púsose en pie y, cogiéndola por un brazo, conminola a callar:
—¡Cállate!
Forcejeó ella:
—¡Ja, ja! ¡Pégame, anda! ¡Era lo único que te faltaba! ¡Aunque me mates, no me cansaré de decir que tú eres un chulo y ella una golfa!
Sombrío, amenazador, murmuró:
—¡Te prohíbo que la nombres! Sólo con nombrarla la manchas.
—¡Ja, ja!—rió otra vez, procaz, Filomena—. ¡Si sois el uno para el otro! ¡Un chulo y una golfa!
La ira le cegó, quitándole toda noción de decoro y delicadeza. Como un villano cayó sobre ella, y comenzó a vapulearla. Fue una escena bárbara, cruel y repugnante: la hembra, caída en el suelo, mordía, arañaba, pateaba, repelía la agresión con las uñas y con los dientes; él, golpeaba cruel, despiadado, borracho ahora de bestialidad. Al fin dominose y, desplomándose en una butaquita, ocultó la cabeza entre las manos con desesperada saña.
Filomena, caída en el suelo, medio desnuda, gemía quedamente.
—¡Ya no me quieres!
—¡Calla!
Puso Filomena en sus palabras un dejo de impaciencia, y sus ojos azules clavaron una mirada rencorosa en el muchacho. Estaban acodados al gran balcón que se abría sobre el jardín. La noche de junio bañaba la tierra en una paz llena de poesía. El cielo tenía la serenidad demasiado luminosa y demasiado azul de los firmamentos que pintaron los cándidos astrónomos de los siglos medios. Sobre la bóveda de zafiro, la luna, como un ópalo gigantesco, brillaba pálida. Bajo la plateada luz del satélite, los árboles del viejo jardín de los Quintalvo formaban oscuras masas pobladas de rumores. Entre las frondas albeaban algunas estatuas, y al fondo de una calle blanca, bordeada de arrayanes, una fuente, como un espejo roto, reflejaba, temblorosa, la faz de la luna.
Sobre los altos muros que cerraban el jardín, divisábase un trozo de calle, una callejuela de los barrios bajos, sórdida, llena de burdeles y cafetines, por donde transitaban los chulos y las vendedoras de amor. Tras la encantada barrera del jardín, el cuadro innoble de la calleja era más violento, más detonante, más agrio e inarmónico. Las manchas de luz y sombra tenían una violencia hórrida, exenta de matices, y las figuras rotundas, lamentables y grotescas, figuras de mendigos, de golfos, de hampones, de prostitutas y celestinas, destacábanse con una crudeza repulsiva.
Filomena y Carlos hallábanse hacía rato en el balcón. Vestido él de frac, correcto, impecable, como correspondía a un hombre de mundo que había venido a comer al palacio de la condesa de Quintalvo; ella, envuelta ya en los pliegues de amplio ropón de seda, blanco, adornado de viejos encajes de Malinas, en el abandono de un deshabillé de mujer elegante, asomáronse a la ventana, buscando tal vez, con un vago anhelo irrazonado, la sombra de la ilusión que había huido para siempre.
Desde la noche carnavalesca en que, en la ceguera del alcohol, comportárase como un jayán, el encanto de su amor habíase quebrado. Al día siguiente de la escena canallesca, Carlos, al volver a ser el hombre correcto, el gentleman de siempre, sintió vergüenza y amargura. Un canastillo inmenso de orquídeas y una carta devota, humilde, ferviente y apasionada, fue el primer paso. Filomena perdonó fácilmente, y las cosas volvieron a su cauce. Pero, sin saber por qué, el encanto estaba destruido. La Quintalvo sentía que le faltaba algo. No es que le guardase rencor por las brutalidades; pero... Trató de analizar el origen de su inquietud, y no acertó a encontrar la causa. Decididamente, rencor no era. Pero anhelaba algo extraño, desconocido; una sensación inexplicable le invadía; la tristeza de un vacío inmenso gravitaba sobre su vida, dándole la impresión de tedio invencible, de monotonía, de una neblina gris y uniforme que lo envolvía todo. Algunas veces sorprendiose a sí misma espiando los menores gestos de su amante, buscando en ellos la huella o el conato de una brutalidad; nada. Carlos, impecable, caballeresco, galante, rendido, mostrábase cada vez más enamorado, más entusiasta, más fervoroso. Cada nuevo día despertaba en él una delicadeza; hacía vibrar una nueva fibra espiritual, como si esperase, a fuerza de bondad y dulzura, hacer olvidar la hora cruel. Y, sin embargo, Filomena no era feliz. Según él, se entregaba haciéndose romántico y quintaesenciado; el abismo abierto en la vida de la condesa de Quintalvo se agrandaba. Involuntariamente le zahería; involuntariamente en injustificadas crisis de mal humor; llevábale constantemente la contraria; trataba de irritarle, de soliviantarle, procurando, malévola, provocar la explosión de brutalidad.
—¡Ya no me quieres!—repitió Carlos tristemente—¡Ya no soy para ti lo que era antes! ¡Yo no me engaño y sé leer en tu corazón!—Hablaba con reprochadora melancolía. Sus ojos soñadores de niño grande mirábanle con una imploración suprema de piedad.—Yo te quiero más que nunca—prosiguió.—Tu frialdad me hiere, me entristece, me hace daño. Casi te preferiría...
—¡Calla!—interrumpió ella—¡Qué inoportuno eres! ¡No sientes el encanto de la noche!
Sorda ira hervía en ella contra el indiscreto que, por dos veces, rompía la inefable sensación de melancólica dulzura que la embriagaba como el aroma demasiado intenso de una flor venenosa. Por vez primera, desde hacía muchos días, hallábase bien así: no deseaba nada ni esperaba nada, en un nirvana voluptuoso y triste. Doblada sobre el barandal, con abandono casi absoluto, dejaba colgar sus manos de marfil, largas y finas, raramente enjoyadas, a la caricia de la brisa nocturna, y entregábase en cuerpo y alma a la sensual dulzura que subía de la tierra húmeda:
—¿Ves cómo ya no me quieres?—gimió él.
—¡Calla!—Ahora fue brusca e imperativa. Habíase incorporado súbitamente, y sus ojos azules, en que brillaba una claridad perversa, hecha de lascivia y de crueldad, la luz que debió de fosforecer en los ojos de las emperatrices ante los cristianos arrojados a las fieras, seguían un drama lejano.
En la callejuela lóbrega, situada al otro lado de los muros del jardín, desarrollábase una escena de barbarie callejera. Una mujer de las que hacen profesión de sus encantos, hablaba con un chulo, un tipo fuerte y arrogante de macho. Poco a poco, los gestos, en un comienzo untuosos, tiernos, acariciadores, fueron tornándose sobrios primero, bruscos luego, amenazadores después, violentos al fin. Estalló la bronca. El, violento, airado, había cogido a la infeliz por el mantón y zarandeábala. Luego siguió una pausa, en que tornaron a hablar unos instantes. Pero ella debía haberse negado a algo muy transcendental, por cuanto el galán comenzó a darla golpes. Eran unos golpes crueles, dirigidos a la parte más delicada de la infeliz: al rostro, al pecho, al vientre; eran unos golpes violentísimos, mal intencionados, feroces. En el claroscuro que formaban los cuadros reflejados por las puertas de las buñolerías en las sombras del callejón, la escena tenía una ferocidad cruel, que ponía un escalofrío en las espaldas.
Filomena, inclinada sobre el barandal, las manos crispadas, los labios secos, jadeante el pecho y los ojos dilatados, seguía la escena con un interés de pesadilla.
La mujer, por fin, cayó al suelo, y allí el bárbaro coceola a mansalva. Al fin la abandonó y, lentamente, comenzó a alejarse. Sucedió entonces algo extraño, absurdo; la hembra alzose trabajosamente y corrió tras él. Colgose suplicante, mimosa, de su brazo, y como él la rechazase aún, siguiole humildemente como un can.
Un velo se rasgó en el espíritu de la Quintalvo, y a la luz lívida de los cafetines, bajo el maleficio de la luna, sintió el terror de la revelación: ¡Ella, Filomena Roldán de Undaneta, condesa de Quintalvo, tenía un alma de prostituta!
Temblando de frío y de miedo, detúvose junto a la puertecilla del jardín. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué en vez de permanecer en el suave abrigo de la alcoba, cálida y blanda como un nido de amor, disponíase a correr las callejuelas de los suburbios bajo el velo glacial de la lluvia, como una ramera? ¿Por qué ella, tan frágil, tan delicada, tan quebradiza, lanzábase así en la noche cómplice al encuentro de lo ignorado? Todos sus esfuerzos eran inútiles; algo más fuerte que su voluntad le arrastraba hacia aquella cosa misteriosa y terrible que vivía en el fondo del misterio. Desde que una noche nefasta la trágica revelación se hizo en su vida, sentíase arrastrada por la resaca a no sé qué ignorados abismos. Era inútil que ella, lectora de Platón y de Descartes, familiarizada con Schopenhauer y Nietzche; ella, tortuosa y erudita como una de aquellas marquesas de Versalles que representaban farsas ante el Rey, flirteaban con Monseñor el Cardenal de Rohan y eran amigas de Juan Jacobo y de Voltaire, tratara de sonreír y fuese escéptica hasta en la liviandad. Algo terrible, monstruoso, fatal, alzábase en su vida, y toda la amable frivolidad, hecha de amor y de filosofía, descorríase como bambalinas de un teatro, y quedaba la aridez horrible de yermo, de una vida desvastada por la lujuria, en cuyo fondo brillaba, como único faro, el misticismo. A él había vuelto los ojos angustiados, pero también fue estéril. ¡Era pronto aún! Ante la cruz, el macho cabrío danzaba lúbrico y burlón, y el signo redentor no era sino un ensueño remoto, mientras los pecados, como enfurecidas avispas, clavaban los aguijones en su carne. Todos los días el hambre insaciable de los poseídos le arrancaba del lecho y le arrojaba al través de la noche.
Abrió la puerta y, recatándose en la sombra, salió a la calle. Después comenzó a caminar en busca de lo desconocido.
Cuando Narciso Alvear penetró en su despacho, desplomose en un sofá, y dejando caer, con un gesto de supremo cansancio, la máscara de altiva satisfacción, reflejó en su semblante todo el enorme desaliento que anonadaba su espíritu.
Todavía resonaban en sus oídos los aplausos entusiastas, fervorosos, inacabables; todavía cegaba sus ojos el intenso fulgor de las luces, el relumbrar de las joyas y el chisporroteo de las pupilas femeninas incendiadas en llamaradas de entusiasmo; todavía las auras del triunfo le envolvían, y, sin embargo, sentíase hundir en el abismo de vergüenzas y miserias.
Allí, en el cajón, al alcance de su mano, estaban las cartas, en que Petra (aquel nombre sin apellido habíale hecho el extraño efecto del número de una ficha antropométrica), averiguada, sin que él pudiese sospechar cómo, la personalidad del grande hombre, le imploraba, le exigía, le imponía, amenazadora, una nueva cita. Y aquel contacto súbitamente establecido, en la hora de la apoteosis, entre su pública vida de glorias y su misteriosa vida de abyecciones, hacíale temblar como un azote de la fatalidad que era impotente a vencer.
Petra, Rosa, Catalina... Aspasias de una hora, Thais de mancebía barata, Margaritas de encrucijada, Magdalenas de cafetín, eran para él engendros de pesadilla, que vivían unos momentos y luego se evaporaban. ¡Petra! ¿Quién podía ser aquella mujer que le conminaba, con rebuscados términos, en una carta, que de puro remilgada transcendía a falsedad, a acudir a una cita? ¡Bah! Sería instrumento de cualquier tentativa de chantage.
Con amargura pensó en el desnivel inmenso que hay entre la inmortalidad y las pasiones. Sus ojos, irónicos, pasearon por el despacho, lleno de trofeos de las victorias. Recordó cómo entraban allí sus discípulos, sus admiradores, sus amigos, con unción casi religiosa. Aquel era el templo donde la luz divina descendía sobre la frente del genio; el laboratorio donde se elaboraban aquellas obras admirables. Irónico, sonrió. ¡Si supiesen! Apenas si en aquel recinto ponía en limpio cuartillas nerviosamente garrapateadas en horas de fiebre. Su inspiración no estaba allí, ante los sombríos retratos de santos y guerreros, o ante las cándidas vírgenes boticellescas; su inspiración vivía muy lejos: en los suburbios de las ciudades populosas, en los oscuros rincones de las tabernas, en los sombríos callejones donde pululan las sacerdotisas de Venus, guardadas por sus fieles galanes los barateros; en los misérrimos lechos de las casas de lenocinio. Su musa no era ninguna de las nueve hermanas: era una musa canalla que peinaba negros bucles con bandolina, y los aprisionaba con vistosas peinetas, en los callejones del Lavapiés madrileño; ataba rojos pañolillos a su cuello en los impassés del Sebasto de París; tocábase con ligeros sombrerillos en el Graben vienés, y paseaba envuelta en el tschaffs por las calles de Constantinopla. Su jardín interior no era el vergel de las Hespérides, sino un museo patibulario, en que absurdas criaturas, de rostros atrozmente embadurnados de pintura, se retorcían en muecas trágicogrotescas de lascivia demoníaca.
Volvió al asunto que le preocupaba. ¿Iría? Sentíase arrastrado por una oculta fuerza y, al mismo tiempo, temía. ¡Qué más le daba! ¡Una vez más!
Con precauciones de ladrón, miró con azoramiento a un lado y otro, para cerciorarse que no había más testigos de sus nocturnas correrías que la luna, serena como el rostro de un aparecido, y las estrellas, que parpadeaban en la azul magnificencia de la noche. Como efectivamente nadie transitaba por el callejón a tales horas, franqueó la puertecilla del jardín, y a buen paso se alejó del hotel. Por la calle de Alfonso XII salió al paseo de Atocha, y cruzándole rápidamente se internó por las Rondas. Ya allí, bajose el cuello del gabán y comenzó a caminar más despacio.
Sin querer, volvía a su memoria, con la obsesionante pesadez conque nos atormenta, en una noche de insomnio, el estribillo de cualquier tribial canción, una frase de su comedia. Moderno Nabucodonosor, entre el fulgor de luces y el resonar de aplausos de la apoteosis triunfal, veía destacarse ígneas las palabras amenazadoras: «En la vida, tarde o temprano, la hora del balance llega siempre. Los hombres, al destruir los dioses, han creído libertarse de sus jueces, sin pensar que la vida es el supremo juez».
Todo el horror de su existencia se alzaba ante él. ¡Su existencia! ¡Aquella extraña cosa que, bajo los armónicos pliegues de la clásica clámide del arte, como cuerpo impuro, roído por los gusanos, el deseo, se contorsionaba trágico o grotesco! ¡Ah! ¡Cuando, después de las cálidas horas de un día de gloria, lanzábase en las sombras temerosas de la noche, preso en el verde maleficio de la luna! El, el grande hombre, como los extraños engendros de quimera, como las brujas y los trasgos, como las poseídas y los ajusticiados, vivía una vida misteriosa y escalofriante, al amparo de las tinieblas nocherniegas. Mientras los demás le creían en el santuario, recibiendo la visita de la diosa inspiración, corría los suburbios en busca de aventuras, deslizábase por tenebrosos callejones, penetraba en pestilentes chamizos o asomábase a extrañas fiestas en que el hambre, el frío y la miseria, danzaban en brazos de la lujuria, la embriaguez y el crimen, y algunas veces huía, al través de los campos, perseguido por un arma homicida, entre el aullar de perros vagabundos y el gemir del viento.
Rememoró las palabras de Dante-Gabriel-Rosetti: «Hay almas débiles, altivas y apasionadas, que no pueden sacrificar sus deseos ni renegar de su ideal. Y así su vida sentimental es una extraña mezcla de caídas y redenciones, de indulgencias vergonzosas y de abnegaciones heroicas».
Según avanzaba, el cuadro hacíase más típico, más temeroso e inquietante. Quedaron atrás las calles bien empedradas, iluminadas con arcos voltáicos o luces incandescentes; los altos edificios de ladrillo y piedra; los coches y tranvías. Las casas, bajas, deformes, absurdas, apoyábanse las unas en las otras para no desplomarse, mostrando el cinismo de sus fachadas llenas de grietas y desconchaduras, rasgadas de vez en cuando por la roja ventana de una taberna o el lóbrego portalón de una posada. Por las aceras sin empedrar, en el espacio que quedaba libre entre las construcciones y la menguada hilera de árboles raquíticos, torcidos, que alzaban sus ramas esqueléticas al cielo, transitaban tipos sospechosos—chulos, golfos, rufianes—con bizarros atavíos de gavilanes de amor; gentes patibularias—hombres sucios, desgarrados, con trajes de pana, revueltas pelambreras que se salían de la mugrienta boina, y rostros de siniestra catadura a que la barba de ocho días aumentaba aún el torvo pelaje—, o esos extraños mendicantes que parecen escapados de una novela de Quevedo. Por el centro del arroyo, convertido en barrizal, pasaba de tarde en tarde un carro rezagado, que se bamboleaba, se hundía, salía dificultosamente de un bache para caer en otro, entre furiosos juramentos y el restrallar del látigo carreteril. En las esquinas, a la menguada luz de los temblorosos mecheros de gas, veíanse grupos de mujeres que llamaban a los transeúntes con absurdas promesas de amor formuladas en voz aguardentosa. Unas, viejas, sucias, desgreñadas, acometedoras y procaces, hacían pensar en los aquelarres reunidos a la luz de la luna; las otras, miserablemente ataviadas, parodiando con guiñapos las soñadas galas, y embadurnados los rostros, cómicos y dolorosos, de afeites, remedaban máscaras trágicas.
Narciso siguió avanzando; la visión de la miseria canalla, la percepción de aquel vicio truculento en que había hedores de sangre, de podredumbre y calentura, ponía un escalofrío de terror delicioso en su medula. Sus narices se dilataban, venteando el heterogéneo perfume—perfume de miseria, de guisotes, de alcoba y de suciedad—que flotaba en el aire. Y sus ojos escudriñaban las tinieblas, tratando de precisar las inciertas formas que temblaban, desbaratándose en la semipenumbra con apariencias de goyesco capricho.
Llegó a la Ronda de Valencia. Por allí estaba el lugar de la cita. A mano izquierda, abríase, entre rotas vallas y ruinosos muros, un callejón, especie de pasadizo, que debía dar al campo. A la entrada, un montón de escombros obstruía el paso casi por completo. Allí debía de ser. Sus ojos, acostumbrados, como los de los felinos, a tales exploraciones, escudriñaron las tinieblas; entre las sombras temerosas de los muros, en que el miedo fingía espantables figuras, creyó discernir una silueta de mujer, y oyó que le llamaban:
—¡Spch! ¡Spch!
Resueltamente internose en el callejón; sus pies se hundían en el barro, que parecía querer retenerle prisionero, y de vez en cuando, en las estrecheces del camino, enganchábasele el gabán en un clavo y se desgarraba; un perro, tras la empalizada de un solar, lanzó un aullido lúgubre, agudo, penetrante; otro perro contestó de lejos, y luego otro y otro. Un silbido rasgó los aires, y Narciso se detuvo para mirar hacía atrás. Nadie. Delante de él, a treinta pasos, el fantasma femenil se había detenido también, y parecía esperarle. Como Alvear no se moviese, tornó a llamarle:
—¡Spch! ¡Spch!
Reanudó la marcha. El camino hacíase cada vez más angosto; el barro más espeso y pegajoso; más altos los muros y valladares.
El buscador de lances comenzó a sentir miedo. ¿Sería, en vez de la sempiterna aventura, un lazo que le habían tendido? Miró otra vez hacia atrás; ahora, en el cuadro de claridad que proyectaba la calle en el comienzo del sendero, veía destacarse una figura de hombre. Vaciló Narciso un momento; el hombre avanzaba rápido, con firmes pasos, como persona conocedora del terreno que pisa; la mujer alejábase, sendero adelante, cada vez más a prisa.
Narciso Alvear sintiose presa del pánico. Tanteose febrilmente los bolsillos: nada. Ni revólver, ni arma ninguna. Entonces, vencido de terror, echó a correr tras la desconocida.
Corría, corría, ciego de miedo. Tras él resonaban los pasos de su perseguidor, cada vez más firmes y cercanos. El camino hacíase interminable; los muros, más elevados, acercábanse hasta casi imposibilitar el paso, y el barro, espesándose por momentos, no le dejaba correr. Sudoroso, jadeante, agonizando de horror, el fugitivo sentía flaquear sus piernas; tropezó con una piedra, y cayó de rodillas en el fango. Alzose trabajosamente y recomenzó su carrera de pesadilla. Los perros aullaban en macabro concierto; tras una nube asomó la luna.
¡No podía más! Ahora oía distintamente los pasos del incógnito que le daba caza y casi sentía su respiración. ¡Allí estaba! Su mano se tendía hacia él; el frío de la hoja de un cuchillo le desgarraba las espaldas...
Tropezó y rodó por el suelo. Intentó levantarse y un golpe seco le hizo caer por tierra nuevamente. Trató de luchar, de defenderse aún; pero una lluvia de palos descargando sobre su cabeza le hizo rodar por tierra con el cráneo partido y la cara bañada en sangre.
El asesinato de Narciso Alvear, del gran escritor, del poeta insigne, justamente al día siguiente del triunfo, alzó enorme polvoreda. Los periódicos hicieron de ello un crimen sensacional, lleno de folletinesco misterio. ¿Cómo el cadáver del dramaturgo había ido a parar allí desde el hotel en que, amigos y admiradores, le habían dejado? ¿Qué robo, qué venganza personal, había sido el móvil del crimen? Y se habló de novelas extrañas, de represalias femeniles, de misteriosos artes de hipnotismo, de... ¡qué sé yo cuántas cosas!
Sólo la verdad no se dijo. ¿Para qué empañar la fama de aquel hombre que a nadie estorbaría ya, y cuya memoria a muchos podría servir? La muerte es el Jordán en que los grandes hombres dejan vicios, debilidades y cobardías, para entrar limpios de mácula en la inmortalidad.
Poco a poco el crimen, como tantas otras cosas, cayó en el olvido. Sólo los jueces siguieron buscando. Aquella Petra de la carta era una pista. Había que buscar los cómplices. Si ella podía desaparecer entre la infinidad de mujeres que pululan en los suburbios, ellos, los asesinos, habían de ser forzosamente pájaros de cuenta en el hampa madrileña. ¡Los cómplices!
Y buscaron inútilmente, porque de aquel crimen, como de tantos otros crímenes impunes, los cómplices habían sido la lujuria y la noche.
En la glacial serenidad de la atmósfera, resonó un alarido de dolor; luego, otro alarido más angustioso, más violento, hendió los aires, y luego otro y otro. El látigo fino, nervioso, vibrante, silbó para caer sobre las desnudas espaldas del marinero; tornó a serpentear, para tornar a caer, y luego recomenzar aún una vez más.
Era la víctima un mocetón fornido, cuadrado, de enormes espaldas y ancho cuello. Desnudo de medio cuerpo para arriba, sus carnes se amorataban con el frió espantoso del crepúsculo ártico, y el látigo, al caer, dejaba hondos surcos azules. Tenía las manos atadas a un palo del buque, y la cabeza, pequeña y bien hecha, doblada sobre el pecho. Su rostro estaba cubierto de mortal palidez; los dientes, blancos y fuertes, clavábanse en los labios, tratando de contener los gritos de dolor, y en sus ojos, claros y azules, de niño grande, había una angustia infinita.
Vanda Orloff, tendida en el seudolecho de almohadones y pieles, contemplaba impasible el martirio de su víctima. Era una mujercita menuda y frágil, toda nervios. Tenía pupilas grises, vagas, borrosas, con extraños reflejos verdes; el pelo rubio muy claro; la nariz recta; el mentón enérgico, voluntarioso, y la boca, de labios muy pálidos y delgados, cruel. Un gorro de chinchilla cubría su cabeza casi por completo, y amplia pelliza de la misma piel envolvíala toda. A cada golpe del látigo, que repercutía en un aullido desgarrador, angustioso, del mártir, sus ojos fulguraban, en sus labios vagaba una sonrisa de sádica voluptuosidad, y su mano, fina y menuda, crispábase sobre la noble cabeza de Azor, el danés favorito. A su lado, Georgette Lebrune, la lectora, esperaba, el libro caído en el regazo, la orden para proseguir la lectura de La Agonía, de Lombard, aquel libro lleno de magnífica crueldad con que recreábase el espíritu cansado de la millonaria. En el rostro vulgar de la asalariada reflejábase también crueldad, pero una crueldad innoble, vulgar, lejana de la refinada crueldad de la Orloff.
La princesa Vanda Orloff era rusa. Si en vez de en estos tiempos de prosa hubiese vivido en los siglos remotos, fuera seguramente una de aquellas princesas legendarias que asombraron al mundo con la magnificencia de sus crímenes. Tal vez con la tiara de oro y pedrería aprisionando la cabellera pálida, y los senos desnudos bajo los collares de perlas, de ópalos, de topacios, de peridotos, de turquesas y esmeraldas, hubiese pedido la cabeza del Bautista para beber en sus labios el veneno de la voluptuosidad y de la muerte, o tendida en la tienda de púrpura y oro, cubierta de extraños tejidos de seda, de vagorosos velos y de cabalísticas joyas, como Soemias, hubiérase estremecido al cálido contacto de la sangre de las víctimas. Pero vivía en días de prosa y había de contentarse con su efímero imperio de millonaria caprichosa y cruel.
Ya de niña, su mayor placer era martirizar a los pájaros, a los perros, a todas las bestezuelas familiares; luego, adolescente, asistía, estremecida de voluptuosidad, a los castigos que su padre, borracho, despótico, violento, acometido de feroces ataques de ira blanca, hacía infringir a los siervos por la menor falta; mujer al fin, sintiose presa de una lascivia taciturna y cruel, que la poseyó como un maleficio diabólico. Obligada, por no sé qué sombrías historias, a abandonar Rusia, aquel maravilloso yacht fue el misterioso alcázar de Is, en que la hija del Rey vivía aprisionada por el demonio de la lujuria. Como fantasmagórico barco de maldición, el flotante palacio, en una pesadilla de sangre, de lascivia y de muerte, vagaba por los mares polares, o mecíase sobre las azules ondas de las aguas del trópico, entre atroces aullidos de dolor que se perdían en la inmensidad de la noche, sangrientas voluptuosidades y horas de tedio anonadante.
Unos cuantos mujiks bestiales, serviles por naturaleza y por hábito, rodeaban a la dama, siendo sus defensores y sus sayones, y el resto de la tripulación componíanlo marineros rusos, españoles, italianos u holandeses, unos pobres muchachos ignorantes y aventureros, que asistían, mudos de estupor, a los dramas de que eran protagonistas, incapaces de otra protesta que la de su resistencia física, vencida por el número, y la de la huida en la primera ocasión que se ofrecía. Cuando uno de ellos, más avisado, sabedor de que en el mundo había jueces y tribunales de justicia y de que, desaparecido para siempre el viejo despotismo feudal, la sociedad defendía a los débiles contra los caprichos de los poderosos, llenábanle las manos de oro, con oro sanaban sus heridas, y luego, como a un testigo peligroso, abandonábanle en la primera ocasión que se ofrecía.
La tarde tenía una yerta serenidad de maravilla. El mar era azul, muy claro; en el cielo, casi blanco, el sol, un sol pálido y amarillento, se apagaba lentamente. Al horizonte, grandes montañas de hielo se perfilaban extrañas en las postreras reverberaciones solares, con la apariencia de quimérico alcázar de diamante.
El Afrodita, sereno, majestuoso, navegaba sobre las quietas aguas del mar del Norte. En la proa, Venus victoriosa surgía de las espumas, y su gracia frágil, alada, pedía el mar de peridotos, y la lluvia de flores de una evocación boticellesca. El yacht era todo blanco, un soberbio navío creado por la moderna industria para recreo de soberanos y plutócratas. En la proa, una a modo de tienda de campaña, formada por tapices de Smirna, chinescos bordados y estofas indias, defendía del aire helado el diván donde Vanda reposaba, menuda, vibrante, perversa y cruel como una bestezuela sanguinaria y lasciva.
Proseguía el suplicio. El látigo sutil, insaciable, pintaba un enrejado azul sobre las espaldas del desdichado; los músculos, crispados de dolor, se anudaban, formando gruesos bultos bajo la piel macerada. Los gritos resonaban, unas veces violentos, estridentes, desesperados; otras, tenues, apagados, temblorosos como gemidos de agonía. Al fin, saltó la sangre; por las espaldas rodaron gruesas gotas rojas. La víctima, no pudiendo resistir más, desplomose al suelo, y allí quedó retorcido, los brazos en alto sujetos al palo, la cabeza caída hacia atrás, los ojos cerrados y entreabiertos los labios.
Vanda sonreía.
Despertó sobresaltada. Su primer pensamiento fue el de un motín, una súbita rebeldía conque la tripulación sacudía su yugo, y su primer gesto fue echar mano del minúsculo revólver que dejaba siempre a la cabecera del lecho. Pero la presencia de Georgette y de sus mujiks hízole comprender su error, y aturdida aún por el sueño interrogó:
—¿Qué pasa?
—¡Que nos hundimos!
Saltó del lecho y, rápidamente, sin hacer caso de sus siervos—¿no ha sido Cleopatra la que dijo que un esclavo no es un hombre?—, comenzó a vestirse.
No había concluido aún, cuando bajó un marinero, mandado por el capitán. Había que darse prisa; el barco hundíase rápidamente, y antes de media hora se iría a pique. De vez en cuando escuchábanse sordos ruidos, y en el silencio sonaba siniestro el gluglu del agua al invadir las bodegas.
Envuelta en amplia bata, por los hombros una gran capa de pieles, Vanda subió a cubierta. La noche era serena, glacial. En la frialdad azul del cielo rutilaban las constelaciones árticas y la luna brillaba blanca y yerta. Al horizonte, las montañas de hielo, heridas por la claridad lunar, subrayaban fantástica apariencia de aladinesco alcázar. Arriba, sobre cubierta, todo en confusión; el capitán daba sin cesar órdenes, y los marineros, aturdidos, corrían de un lado a otro. Misteriosas sacudidas agitaban el barco con estremecimientos rápidos, secos, violentos, y crugidos agoreros sonaban con extrañas y escalofriantes intermitencias de silencio. Las hélices enmudecieron, y el barco, inmóvil, cabeceaba de tarde en tarde.
La rusa encarose con el capitán, que salía a su encuentro. Con voz dura, metálica, en que vibraba concentrada ira, interrogó:
—¿Qué sucede?
—Que hemos chocado contra un banco de hielo y nos hundimos.
Ella aseguró, con ese impulso dominador de los que no están hechos a encontrar obstáculos:
—¡No puede ser! Tiene que salvarnos.
Con serenidad afirmó el marino:
—Es imposible. He hecho cuanto había que hacer, y todo ha sido inútil.
—¡Tiene usted que salvarnos, tiene usted que salvarnos!—repitió Vanda tercamente.
El se encogió de hombros, y sonrió entre compasivo e irónico.
Irritada, enloquecida por aquella fuerza mayor que su voluntad, apostrofole:
—¡Usted tiene la culpa! ¡Todo esto es un complot, una traición para perderme!
Tornó él a sonreír. Más enfurecida amenazó:
—¡Cuando lleguemos a tierra, sabré castigar las traiciones...
—Dudo que llegue nadie—interrumpió su interlocutor—. Yo por lo menos no llegaré.
Como para subrayar la trágica verdad de sus palabras, las luces del barco apagáronse súbitamente.
—El agua ha entrado en las máquinas—afirmó sin perder su serenidad—. Dentro de diez minutos, nos iremos a fondo. Si quiere salvarse, es preciso que se embarque enseguida en un bote.
Vanda bajó la cabeza, vencida, y encaminose a la escalerilla. Cuatro marineros, empuñados los remos, esperaban ya en una barca. La Orloff descendió seguida de Georgette. Azor saltó tras ella.
Los remos hendieron el agua, y el barco comenzó a alejarse. El agua estaba quieta, tranquila; veíanse flotar en la argentada superficie grandes pedazos de hielo, semejantes a cristalinos sillares que espantable tormenta hubiese arrancado a los palacios de la sumergida ciudad de Is. Una calma impasible pesaba sobre el mundo; una calma de muerte, impregnada de trágica desolación; y así, bajo la luz blanca de la luna, había en la noche un horror de planeta muerto, una sensación abrumadora de cesación, de acabamiento. De improviso, viose a lo lejos la fantasmagórica silueta del yacht que se alzaba un instante, y luego, rápido, hundíase en el mar. Formose un remolino horrendo, las aguas rugieron con hervor de catarata, la barca corrió hacia el sombrío abismo abierto para tragar al buque. Vanda, caída en el suelo, sintió una sacudida espantosa; luego, violentos cabeceos; oyó un grito de angustia suprema, y al fin, nada. El Afrodita había desaparecido, y el bote flotaba quieto sobre el mar de hielo. En la catástrofe habíanse perdido los remos, los víveres y el timón. En sus sitios, los cuatro marineros yacían aturdidos por el golpe. Georgette Lebrun había desaparecido tragada por las aguas. Azor nadaba junto al barco.
Amanecía. Por tercera vez, en el cielo blanquecino elevábase el sol, un sol anaranjado, frío, sin rayos ni reverberaciones, que parecía próximo a apagarse de un momento a otro. El barco, perdidos remos y timón, permanecía quieto, con la rara apariencia de una nave de juguete sobre la luna de un espejo. Las aguas yacían inmóviles, grisosas; grandes masas de hielo flotaban a flor de agua; entre ellas veíanse sobrenadar trozos de maderamen del sumergido buque, y al horizonte alzábase, roto en prodigiosas estalactitas, como gótica catedral de embrujamiento, el murallón de hielos. Tirados en el suelo, envueltos en trozos de manta y en sus recios capotones, dormían tres marineros; en la proa uno solo, sentado, los codos en las rodillas y el rostro en la palma de las manos, contemplaba desesperadamente la solitaria lejanía. Era el mismo mocetón que Vanda hiciera azotar días antes; pero ahora en su rostro juvenil, demacrado por el hambre, la boca se crispaba en una mueca de ansiedad y de deseo, mientras los ojos de niño grande, redondos, dilatados de horror, tenían una mirada cruel de carnívoro, de hiena desenterradora de cadáveres. Aquellas pupilas, antes tan claras y luminosas, parecían arder en un fuego malsano de vesania, mientras la boca se estiraba voraz, insaciable.
La rusa, que, sentada en la proa, dormitaba extenuada por el largo ayuno, tiritando bajo sus pieles, abrió lentamente los ojos, y sus miradas mortecinas tropezaron con las pupilas fosforescentes del hombre. Sintió miedo, el oscuro presentimiento de no sé qué nuevo y horrendo peligro, y rápidamente abatió los párpados fingiendo dormir. Su rostro estaba muy pálido, como traslúcido, con tonos amarillentos de marfil antiguo; sus labios de coral, descoloridos, se fruncían amargos, y dos círculos cárdenos cercaban sus ojos, que se apagaban en la atroz maceración de sus mejillas.
Mientras, un fuego maldito ardía en las entrañas del marinero; el hambre de pan y la sed atroz, rabiosa, exasperada por algunos sorbos de agua salada que en su ansiedad había bebido, transformábanse en un hambre de amor furiosa, vesánica, en una lujuria ardiente, monstruosa, una lujuria macabra de bestia agonizante en un largo suplicio de ardores.
Cautelosamente deslizose hacia la hembra, con gestos perezosos, sordos y lánguidamente elásticos de fiera próxima a caer sobre su presa.
Vanda sintió una respiración quemante, que le abrasaba el rostro en un aliento seco, febril, con emanaciones violentas de animal feroz. Dio un grito e intentó incorporarse; pero era ya tarde. El marinero, caído sobre ella, forcejeaba por poseerla. La víctima defendíase furiosamente en un esfuerzo supremo de ira, con los dientes y con las uñas, mientras él, enloquecido, indiferente para el dolor, luchaba por adueñarse de su presa. En la yerta paz de la mañana, el grupo bárbaro y trágico, debatíase con violentas sacudidas, que hacían oscilar la barca como si fuese a volcar. Azor, a los pies de su ama, gruñía amenazador y enseñaba los dientes. Al fin, Vanda, sintiéndose desfallecer, pidió auxilio:
—¡Aquí, Azor!
El perro, de un salto, cayó sobre el forzador. Entonces sucedió algo horrible, inhumano; hombre y bestia formaron confusa masa; agitábanse en tremendas palpitaciones de dolor; los dientes fuertes y blancos del animal, hicieron presa en una mano de su enemigo, que lanzó un alarido de dolor, pero no renunció a la batalla, sino que, por el contrario, enardecido, batallaba por estrangular al perro.
Los otros tres marineros se habían despertado, y estúpidos, embrutecidos, contemplaban, con los ojos agrandados de estupor, la salvaje refriega. La heroína, perdidas las fuerzas, medio desnuda, permanecía rota, tronchada, incapaz de moverse. Y hombre y perro forcejeaban caídos en el suelo, mientras el barquichuelo, en los furiosos vaivenes, se inclinaba hasta tocar con sus bordes el agua que se deslizaba en él helada y cortante. Al fin consiguió el hombre sacar un cuchillo y de un tajo abrir el vientre al perro, que cayó pesadamente al mar. Entonces, echose sobre la mujer, y ensangrentado, jadeante, chorreando agua, la poseyó.
Borrachos de aguardiente, presas de un ataque de delirio, chillaban, aullaban, cantaban y trataban de danzar unos danzones absurdos que hacían tambalearse la barca como si fuera a hundirse. Eran como fantasmas trágicos, como esos monstruosos fantasmas que contemplamos en las láminas de los libros que anuncian el fin del mundo por la locura universal. En las caras lívidas, consumidas, llenas de oquedades, las bocas se deformaban en muecas de agonía, en muecas de una ansiedad plena de angustia, mientras las pupilas, dilatadas de espanto, tenían una fijeza de obsesión. Al través de los trajes desgarrados, aparecían los cuerpos esqueléticos, las carnes amoratadas por el frío...
Ni un soplo de aire, ni un barco en lejanía, ni una ola, nada. Una paz suprema, una paz de mundo muerto, una paz de cataclismo que dormía en las aguas quietas, en el cielo blanco, en el sol que se extinguía y en el muro infranqueable de hielos.
¡Cinco días más! ¡Cinco días de frío, de hambre, de soledad y de calma, sobre todo de calma, de aquella calma yerta, abrumadora, lapidaria, calma de panteón, de cementerio, de nada, peor que todas las borrascas!
Vanda, acurrucada en un rincón, sentíase morir. La habían robado sus pieles, sus mantas, sus abrigos, y, aterida, agonizaba de frío, de hambre y sed. Desde la mañana de su derrota, había perdido todo prestigio, aquella superioridad que le daba fuerzas para imponerse y vencer, y convirtiose en una bestezuela humilde y castigada, en que saciaban todos sus apetitos, sus crueldades, su brutalidad, la ferocidad inconsciente que dormía en sus almas primitivas, todas aquellas cosas exacerbadas hasta el paroxismo por el hambre.
Como una cohorte de endemoniados chillaban y brincaban con gestos violentos, inacordes, rotos, bruscos; sus voces roncas se apagaban o se agudizaban extrañamente. John, el más joven, cayó al suelo y siguió retorciéndose. Sus gestos siguieron siendo los mismos, pero haciéndose más violentos; sus risas trocáronse en aullidos, y palpitante de dolor comenzó a llorar, apretándose el estómago con las manos. Nino, el italiano, el más viejo de los cuatro, un esqueleto apergaminado, con dos fuegos fatuos por pupilas, propuso:
—¡La ley del mar!
Todos asintieron, resignados de antemano con su suerte:
—¡La ley del mar!
De improviso, una voz opaca propuso:
—¡Ella primero!
—¡Es la más blanca!
—¡Será la más tierna!
—¡La más sabrosa!
—¡Ella tiene la culpa de todo!
El coro de voces alzábase amenazador en el silencio de la naturaleza, como la fatídica condenación de la asamblea de una tribu primitiva.
Avanzaron hacia ella. Loca de terror, Vanda les vio llegar. Un grito supremo se escapó de su pecho, y desmayose, mientras el cuchillo se alzaba sobre su cuello y unos dientes impacientes se clavaban en su brazo.
O toi, le plus savant et le plus beau des Anges,
Dieu trahi par le sort et privé des louanges,
Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!
Ô Prince de l'exil, a qui l'on a fait tort,
Et qui, vaincu, toujours te redresses plus fort,
Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!
Toi qui sais tout, grand roi des chosses souterraines,
Guériseur familier des angoisses humaines,
Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!
Toi qui, même aux lépreux, aux parias maudits,
Enseignes par l'amour le goût du Paradis,
Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!
Les Letanies de Satan,
Charles Baudelaire
El Laberinto estaba ingeniosamente distribuido en numerosas salas y pasadizos tortuosos, con el fin de ocultar a todas las miradas el vergonzoso ser nacido de un deseo inmundo y que había de habitar allí.
Ovidio
Llegaron a la caída de la tarde, un día en los comienzos del mes de septiembre. El crepúsculo espléndido tenía en su magnificencia y en su lentitud la tristeza punzadora de ciertas agonías, esas inacabables agonías de muchachas pálidas y soñadoras a que la tisis presta la alegre neblina de las ilusiones color de rosa. En el ambiente tibio, perfumado de aromas campesinos, había una gran quietud. Envuelto en la claridad violeta del atardecer, el parque dormía callado y misterioso. Era un viejo jardín galante cortado a la moda del siglo XVIII. Tenía sus macizos de arrayanes, sus calles de rosales, su laberinto de bojes poblado de rotas estatuas de mármol, su fontana, su cascada y sus puntiagudos cipreses que destacaban las negras siluetas sobre la palidez dorada del cielo. Pero el tazón de mármol, presidido por alado Cúpido, estaba vacío ahora; las aguas del estanque hallábanse cubiertas de nenúfares, y sólo algunos tardíos capullos blancos florecían en un rosal. Al través de los árboles, divisábase la casa con su presuntuosa arquitectura Luis XV, sus conchas, hojarascas, lazos y delfines, llena de desconchaduras, de manchas de humedad y de goteras que trazaron negros surcos sobre el gris sucio de la fachada. Las persianas cerradas estaban rotas, despintadas, carecían de listones, y la puerta, adornada de clavos, permanecía hermética, con goznes y cerrojos oxidados por las injurias del tiempo, de la lluvia y del sol, en complicidad con el abandono.
Mientras José Ignacio forcejeaba por abrir la verja, Fuencisla, sentada sobre la pila de muebles y enseres que constituían su ajuar, contemplaba, por encima de los barrotes, un poco pasmada, entre sorprendida y satisfecha, la hermosura del parque, que se destacaba, como un oasis, en la hosca aridez de la llanura.
Vulgar, insignificante, resultaba Fuencisla el tipo perfecto de la muchacha pueblerina que pasa de niña a mujer, de mujer a madre, de madre a abuela, pare, cría, muere en perenne negación espiritual, sin pensar jamás, sin afrontar la vida, acostumbrada a obedecer al padre, al marido, al hijo, sin haber tenido sino una confusa noción de las cosas. Corta de estatura, apaisada, los senos flojos y el vientre hinchado bajo las frondosas sayas de percal y los refajos multicolores, tenía el pelo rubio, lacio, áspero; el cutis tosco, malsano el color, los labios resecos, resquebrajados, y los ojos grisosos, opacos, un poco embobados, siempre bajos en humildad temerosa. El ademán muy tímido, muy apocado, las manos perennemente cruzadas sobre la tripa, las pupilas abatidas al suelo y el andar de palmípedo, acababan de subrayar la vulgaridad casi animal del conjunto. Su habitual estupor redoblárase ahora ante la grata sorpresa. Las ocho leguas que había tenido que recorrer, la idea, abrumadora para su apocamiento, de alejarse del terruño nativo, la voz popular que marcaba con un estigma de brujería la posesión y, sobre todo, las palabras de la señora, había llevado la turbación a su harto cuitado ánimo. Incapaz de ninguna rebeldía, no había chistado, limitándose a obedecer, a ojos cerrados, la voluntad de José Ignacio. Pero en el largo viaje, en los interminables paréntesis de silencio que su seca concisión castellana dejaba entre sobrios y espaciados períodos de conversación, el temor, un temor supersticioso, asaltábale y veía las futuras noches del caserón como algo pavoroso en que brujas y trasgos celebrarían ritos, danzas y conciliábulos, y el mismísimo diablo vendría, con su rabo y sus cuernos, a infestar la casa de olor a azufre.
Pero José Ignacio llegaba ahora a interrumpir sus divagaciones. Con tipo clásico de labriego castellano, enjuto, anguloso, la color cetrina, los ojos negros y negro y ondulado el pelo; el servicio militar y la permanencia en las ciudades (capitales provincianas de segundo orden), habíanle hecho perder algo del empaque rural, aunque dejándole intacta la alegría inocentona, una alegría meramente física que le llevaba a pueriles expansiones de contento, traducida en gritos, brincos y cabriolas, que contrastaban extrañamente con su mutismo de otras veces.
—¿Ves qué hermoso?
María Ignacia sonrió:
—¡Sí que es hermoso!
—¿Llevaba razón?—interrogó con sobriedad muy de la tierra de Castilla.
Limitose ella a volver a sonreír con su sonrisa franca de humilde contento.
No es que ella se hubiese metido a discutir con su marido la conveniencia del viaje; su respeto de mujer y esposa cristiana vedábale tal género de polémicas; pero en la vaguedad de un gesto, en la indecisión de sus escasas palabras y, sobre todo, en el silencio turbado con que respondía a las razones que él hallaba para aquel éxodo, leía José Ignacio la inquietud de su compañera.
Hacía ya días que la marquesa—la noble dama recluida desde la muerte de su hija, de aquella divina María de la Luz, apenas entrevista rara vez envuelta en un aura de elegancia y de perfumes, en su caserón con honores de palacio y de convento, en Segovia—, habíales llamado a su presencia. Era Fuencisla hija de antiguos servidores campesinos; madrina de su boda fue la señora, y contenta de su modestia y recato siguiola protegiendo después de su matrimonio. Pese a la proverbial bondad de la dama, no las tenían todas consigo cuando se encaminaron al palacio. Aquella aristócrata severa, perpetuamente enlutada, que no salía jamás como no fuese para hacer una breve visita a El Laberinto, la finca trágica en que María de la Luz se agostó en plena juventud, les imponía. Endomingados, Fuencisla con su atavío de paleta, sus huecas sayas y su pañuelo de colorines; José Ignacio, más currutaco, a la moda de la ciudad; iba ella francamente cohibida con susto de pájaro bobo; él fingiendo, con chabacanería aprendida en la vida cuartelera, un aplomo que estaba muy lejos de sentir. La señoril magnificencia del palacio, sus enormes galerías, sus salas adornadas de tapices, cuadros sagrados y retratos de familia, acabaron de hacerles perder todo aplomo. Pero cuando su turbación llegó a los límites del atontamiento, fue cuando se vieron en presencia de la señora. Aquella dama, pálida y triste, con su sola presencia imponía respeto. Más que vieja, envejecida por una secreta pena que había derrumbado de un hachazo el robusto tronco de su vida, permanecía hundida en su butaca, la nevada cabeza caída sobre el pecho, y las manos, largas y blancas, de una aristocrática elegancia insuperable, abandonadas sobre el regazo como dos prodigiosos juguetes de marfil. Tenía la palabra afectuosa, impregnada de un vago matiz de desencanto y amargura, el gesto reposado y la mirada dulce, pero con una bondad indiferente, impuesta, como si su espíritu estuviese muy lejos y no le importase nada de nada.
Habíales hablado llena de benevolencia afectuosa. Ella necesitaba un guardián para su finca El Laberinto, y había pensado en ellos. El cargo era cómodo, bien retribuido; la casa del guarda, buena, alegre; quizás necesitase alguna obra, pero ella haría lo que fuera menester; trabajo ninguno, puesto que no quería que se tocase ni a una flor, ni a un árbol, ni a una piedra, (y esto significaba condición especialísima) ni muchísimo menos a la casa. Aquello era terreno vedado; jamás bajo ningún pretexto pondrían los pies allí. Ellos tendrían las llaves, pero sólo para un caso de fuerza mayor, un incendio, un robo... Por lo demás, podían aprovechar los frutos del huerto, amén de, en el pequeño corral asignado al guarda, tener gallinas, cerdos, etc., etc.
José Ignacio, gorra en mano, escuchaba. Había ido recobrando el aplomo y, ante la perspectiva del paraíso de ociosidad y bienestar que se le abría, contenía a duras penas su júbilo. Fuencisla, azorada, escuchaba a su protectora con un sentimiento de honda gratitud, que su timidez le impedía exteriorizar.
La marquesa quedóseles mirando un instante, y luego interrogó:
—¿Qué les parece a ustedes?
La paleta balbuceó palabras incomprensibles de agradecimiento. El, más resuelto, aseguró:
—¿Qué quiere la señora que le digamos? ¡Que bendeciremos su nombre toda la vida!
La dama interrumpió sus efusiones. Antes de decidirse era preciso decirles toda la verdad, los inconvenientes lo mismo que las ventajas, su conciencia se lo exigía así. No es que creyese en semejantes historias; sin embargo, ya sabían ellos la fama de hechicería que pesaba sobre El Laberinto. Cosas de la leyenda popular, así todo... Para ella fue cruel aquella finca, pero...
—La muerte de mi pobre hija, de mi pobre María de la Luz, ha sido la desgracia más grande de mi vida, y allí tuvo lugar. Verdad que allí o en otro lado hubiese muerto lo mismo, si esa era la voluntad de Dios. ¡Nunca, nunca sufrirá nadie lo que yo sufrí con la agonía de mi María de la Luz; pero, como Job, he repetido muchas veces: «Dios me lo dio, él me lo ha quitado; bendito sea su Santo Nombre». ¡Quién sabe si fue mejor para la salud de su alma que El se la llevase que no siguiera vegetando en este mundo de miseria y pobredumbre.—Hizo una pausa, durante la cual esforzose en dominar su emoción, y luego con voz serena prosiguió:—En fin, esto son penas mías, que sólo a mí atañen; lo demás, todas esas historias de fantasmas y apariciones me parecen paparruchas indignas de un buen cristiano...
Al verles silenciosos, al parecer perplejos, encarose con ella:
—Conque, Fuencisla, usted dirá?
La lugareña balbuceó:
—Yo, lo que la señora mande.
—¡No, no!—protestó con gran viveza la marquesa—. Yo no mando nada. Eso ustedes sabrán lo que les conviene.
Con su incapacidad volutiva, tuvo Fuencisla un ademán de renunciamiento:
—Yo, lo que quiera José Ignacio.
Apresurose él a aceptar. ¿No había de querer? ¡Ya lo creo que quería! Todo aquello de duendes y embrujamientos era como los fantasmas de la sábana que paseaban de noche por las calles del pueblo; pamplinas para asustar niños y viejas. ¡Fantasmitas! ¡Ja! ¡Ja! El hombre que tiene buenos puños y la conciencia tranquila no tiene que temer más que a Dios.
Y así quedó cerrado el trato.
Ahora, después de meter el carro dentro del jardín, trataba José Ignacio de abrir la puerta del pabellón que les estaba asignado. Al fin, tras no pocos esfuerzos, consiguieron franquear el paso y penetraron los dos. La primera impresión fue de tristeza: una atmósfera de humedad, de moho, de casa de larga fecha abandonada, salioles al encuentro. La primera estancia del pabellón era una rotonda minúscula, imitación de esos vestíbulos de mármol que se ven en algunos pabellones de caza y lugares de descanso de los parques reales. Columnas de estuco imitando mármol rodeaban el cuarto, rotas, descascarilladas, maltrechas; grandes hornacinas en que faltaban las estatuas hendían las paredes resquebrajadas, manchadas de musgo; unos lienzos despintados pendían en jirones del techo, mientras que las arañas tejían entre ellos sus colgantes puentes de seda. Pasaron al segundo cuarto, una habitación pequeña, baja de techo, con muros encalados y una gran ventana de cuarterones que cerraba mal. También la humedad y el abandono habían hecho estragos en ella; pero así todo, era más habitable. Junto a esta salita había una alcoba muy pequeña, y luego la cocina. Y nada más.
Oprimida por una sensación angustiosa de tristeza, por un presentimiento supersticioso de desgracia, Fuencisla sintió el ansia de respirar aire puro, y salió al jardín. El ambiente tenía una dulzura adormecedora; de la tierra subía un vaho de humedad lleno de fragancias, y en un triunfo de aromas morían las últimas rosas en los rosales. Sobre el cielo azul oscuro, espolvoreado de estrellas, destacábanse las negras siluetas de los cipreses. Y por detrás de los cipreses, enorme, redonda, teñida de sangre, una luna de presagio nefasto se alzaba lentamente.
Apoyada en el quicio de la puerta, Fuencisla la miró alejarse. Su silueta de aquelarre destacábase enérgica sobre el fondo hostil de los campos resecos por la helada. El cuerpo sarmentoso, cubierto de hórridos harapos, de la pordiosera; sus ojos de lechuza y su nariz ganchuda, armonizaban a maravilla con la llanura yerma, cerrada al horizonte por abruptos riscos.
Aquella era la única bruja que viera en los dos meses transcurridos desde su instalación en El Laberinto, y los únicos fantasmas los que ella evocaba con las extrañas historias que Fuencisla no acababa de comprender, pero que le apasionaban con un interés malsano. Giraban siempre aquellas consejas en torno de los mismos hechos, la historia del abandonado palacete y de la agonía misteriosa de sus dos dueñas, la condesa Agueda y María de la Luz. Mezclábanse en ambas briznas de verdad con follajes de fantasía popular, excitadas por arcaicas prácticas de hechicería.
La condesa Agueda había vivido en los tiempos del Rey Sol. Su belleza peregrina triunfó en la corte galante, escandalizó un poco la severa de Madrid, y, después de algunos pecaminosos devaneos, un día, sin saberse la razón, tal vez porque su femenil vanidad resistíase a doblar el cabo de la edad peligrosa, fue a sepultarse en aquella olvidada posesión. De su retiro fantaseose mucho; achacáronle no sé qué misteriosos tratos con el Malo, y crearon sobre ella una leyenda oscura, poblada de ritos nefandos. Algunos muñequillos de cera, más unos cuantos libros de ciencia secreta y de práctica libertina, hallados después de su muerte, acrecentaron las sospechas. La violación de su sepultura y la desaparición del cadáver acabó de confirmar la leyenda.
María de la Luz fue la hija única de la marquesa. Nobles y plebeyos cayeron siempre prisioneros en las redes del raro encanto de sus ojos verdes y de la sonrisa de sus labios rojos. Tenía una blancura de nardo y una gracia efímera, voluptuosa y apasionada. También ella anduvo errante por el mundo, por los mágicos paraísos que crearon los hombres, y también en una hora de hastío vino a refugiarse en El Laberinto. ¿Qué misterioso drama tuvo lugar entre los muros del palacete? Sólo la marquesa y algunos viejos servidores fueron testigos, y ellos callaron herméticos. María de la Luz diose a adelgazar y a entristecerse. Una melancolía invencible apoderose de su ánimo, sus ojos se enturbiaron y acabó por desaparecer. Sólo muy de tarde en tarde veíasele pasear lánguidamente por el jardín, cubierta de joyas, de sedas y de encajes. Por el país comenzó a correr la especie de que la hija de la Marquesa estaba poseída por el Enemigo. ¿Qué lúbricas escenas de locura desarrolláronse entre la damisela y el cornudo amante de las pezuñas de chivo? Nadie pudo averiguarlo jamás. Unicamente veíanse entrar primero sacerdotes y frailes que exorcizaron a la poseída y conjuraron a Belcebú entre bendiciones y rociadas de agua bendita, para que abandonase su víctima; más tarde oyéronse los gemidos de la infeliz, y los médicos sucedieron a los religiosos; la casa olía a éter, a antistérica, a azahar. Un oído indiscreto creyó percibir un día, al través de la puerta de un salón, en que la madre y cierta eminencia médica celebraban consulta, la voz de la dama, que desgarrada, amarguísima, pero firme, enérgica, con resolución inquebrantable, afirmaba entre dos sollozos: «¡Nunca! ¡Antes muerta! ¡Antes tendida en una caja entre cuatro luces!» Al fin, las visitas facultativas cesaron, y sobre la casa impregnada de fuerte olor a medicamentos cayó un silencio de plomo, sólo interrumpido por los aullidos de la enferma a quien el Malo visitaba a las altas horas de la noche. Era algo horrendo, trágico y misterioso, aquella ficticia calma, en que los alaridos angustiosos, desesperados, se alzaban como una imploración suprema en la paz nocherniega. Y mientras la marquesa, horrorizada, rezaba, María de la Luz revolcábase en el lecho en atroces crisis de vesania. Al fin murió.
La bruja contaba estas historias entreverándolas de pintorescos episodios, de filtros y bebedizos, de fórmulas cabalísticas y conjuros mágicos, en que se mentaba a Salomón, el de la sabiduría, y a los Magos de Oriente; hablando de Felipe II y del Príncipe de los Hechizos, de nuestro señor el Rey D. Carlos II y de otras cosas de romance. Y en el fondo de todo aquello, vivía una fuerza desconocida, violenta, arrolladora, capaz de agostar las vidas en flor.
Fuencisla había vuelto a la puerta del pabellón, y la labor abandonada sobre el regazo, permanecía perdida en penosa divagación, presa de aquellas perezas anonadadoras que le acometían desde que habitaba allí.
La mañana tenía melancólico encanto en el gran parque. Sobre el cielo muy pálido, casi blanquecino, brillaba el sol amarillento. Los árboles, desnudos de sus galas, se retorcían esqueléticos; sólo los cipreses dibujaban sus pináculos sobre el fondo claro.
Fuencisla estaba triste. Acostumbrada al trajín de una casa de labor, en que hallábase rodeada de gente a todas horas del día y de la noche, en que mecía su sueño el hervor de la respiración, de sus bestias familiares, aquella soledad y aquel silencio augusto le inquietaban. Imágenes turbadoras, desconocidas hasta entonces, poblaban sus sueños; las historias evocadas por la mendicante despertaban en ella una curiosidad malsana, un deseo vago de saber, y la casa, con su prestigio de misterio, le tentaba. ¿Qué habría detrás de aquellos postigos siempre cerrados? ¿Por qué la prohibición de la señora? ¿Qué huellas quedaban de la condesa Agueda y sobre todo de María de la Luz? Sentía algo que alentaba cerca de ella. El Malo la rondaba; algunas veces, en medio de la calma de la noche, se despertaba sobresaltada creyendo sentir en la piel el roce de unas velludas patas de macho cabrío y veía fosforescer en las tinieblas dos ojos de brasa que le miraban anhelantes. El misterio habíase instalado en su pacífica existencia y sentía tras la puerta cerrada algo terrible que le atraía con fuerzas sobrehumanas. Hasta su mismo amor por José Ignacio habíase modificado; ya no era aquél cariño de bestia humilde y resignada que se traducía en un trabajo abnegado y un renunciamiento absoluto de la voluntad; era una ternura temerosa y apasionada que la hacía apretarse contra su pecho y buscar sus labios en un anhelo infinito de algo desconocido.
El también se transformaba insensiblemente; la vida sedentaria, en vez de aumentar su caudal de salud y de alegría, parecía mermarlo insensiblemente, haciendole más reconcentrado y taciturno. En vez del júbilo ruidoso, un mucho pueril, de sus antiguas horas de asueto, invadíale una melancolía soñadora, que le hacía arrastrarse trabajosamente al través de las interminables horas de los días de inacción. Permanecía largos espacios de tiempo sin hacer nada, con los ojos perdidos en el vacío, o bien leía trabajosamente en unos novelones hallados en un desván. Había perdido el apetito magnífico de hombre primitivo y su sueño no era ya el descanso reparador del que trabaja doce horas, sino un dormir ligero, poblado de sueños y cortados por un despertar sobresaltado. Su cariño por Fuencisla había sufrido la misma trasformación que todo lo demás, y en vez del impulso fuerte del macho, era una cosa nueva, morbosa, llena de temores, de vagas delecciones.
Hacia ella venía ahora José Ignacio al través del jardín, la escopeta al hombro y el sombrero caído a la nuca. Había adelgazado y palidecido. Su cara cetrina habíase demacrado y los huesos se marcaban enérgicos sobre la piel curtida. Los ojos negros brillaban en el fondo de las oscuras cuencas y los labios contraíanse en una extraña tirantez de todos los músculos. Parecía agitado, inquieto, y como Fuencisla, pronta ahora a todas las inquietudes, le interrogara con sobresalto, explicaba lo sucedido.
Venía de dar su vuelta por el jardín, como, vigilante, hacía todas las mañanas, y había encontrado caída en el suelo una de las persianas de la casa. No sabía si habría sido el aire el que arrancara las carcomidas maderas o era obra el desaguisado de nocturnos merodeadores; ni tampoco la significación que podía tener: si eran los preliminares de un golpe de mano o si sólo representaba un desperfecto fácilmente reparable. Estaba inquieto, perplejo... Detúvose ante su mujer, como solicitando consejo, más por una de esas fórmulas que nos dicta la perplejidad que por esperar ayuda de la sobria castellana.
Pero por primera vez en su vida la lugareña mostró su voluntad. Era preciso entrar en la casa, asegurarse de que no habían robado nada, y hacerse cargo de lo que allí había, para futuras contingencias. ¡Dios sabe lo que podría pasar el día menos pensado!...
—Ya ves, la señora prohibió...—comenzó a argüir él.
Pero con extraña videncia Fuencisla adivinó los peligros. Como si el velo de ignorancia que cubría su pensamiento hubiérase rasgado de improviso, halló argumentos y palabras con qué expresarlos. Si por casualidad se efectuaba un robo, ¡qué responsabilidad para ellos! ¡Ni aun sabrían lo que se habían llevado los asaltantes! La prohibición eran palabras de la señora, que exageraban su pensamiento; lo que ella había querido indicar era que no curioseasen, ni se metiesen allí; pero de eso a que no vigilaran... ¡Si la misma señora les había dicho que sólo entrasen en un caso de fuerza mayor!
Fuencisla seguía hablando; sus palabras hallaban eco en un secreto deseo que germinaba en el espíritu de José Ignacio. Al fin se dejó vencer, murmurando:
—¡Vamos allá!
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Al penetrar en el pequeño peristilo que servía de entrada a la casa, los dos estaban turbados y sentían latir precipitadamente su corazón. Como los niños de los viejos cuentos que, desobedeciendo a su protectora, abren la puerta del cuarto prohibido y se disponen a explorar el misterio, ellos, faltando a la consigna, iban a violar el secreto de aquellos muros, tras los que dormían las dolientes sombras de la condesa Agueda y de María de la Luz.
La antesala constituíala minúscula rotonda, rodeada de columnas de madera con capiteles dorados. El suelo estaba cubierto de baldosines blancos y negros, y en el centro, un Narciso de mármol se miraba en el tazón de una fuente sin agua. Había allí violento olor a cueva, que daba sensación penosa de abandono. Abrieron otra puerta, disimulada con espejos, y halláronse un gran salón flanqueado por dos gabinetes tapizados de damasco, uno rosa, azul el otro, frívolos y galantes, del que sólo les separaban unos arcos sostenidos por pilares de cartón piedra. Era una sala grande y baja de techo. Las paredes, pintadas de blanco y adornadas con áureas conchas y hojarascas, obedecían a la moda del reinado de Luis XV. Retratos de empolvadas damas y amanerados paisajes imitación de Watteau y de Boucher, pendían de rojos cordones de seda; una Anfítrite surgía de las aguas en un medallón que ocupaba el centro del techo; barrocas consolas sostenían relojes y candelabros de bronce; los muebles, de dorada talla, eran grandes y amazacotados, y un piano de cola, con el teclado abierto, aparecía semicubierto por chinesco bordado. Pero el tiempo inexorable, ayudado por el abandono, había puesto su pátina a las cosas; las paredes amarilleaban; los dorados, descascarillados y maltrechos, habían perdido su esplendor; el suelo, de incrustadas maderas, lucía opaco, mortecino; los retratos y los paisajes estaban cubiertos por neblinosa capa de polvo; Anfítrite, arrugado el lienzo, aparecía deforme, monstruosa; los péndulos, parados en horas enigmáticas, inquietaban como mudas interrogaciones, y en las barrocas jardineras, las plantas resecas tenían un aspecto de desolación opresora.
Mientras Fuencisla, extasiada ante aquel lujo amable que contrastaba con los santos macilentos, los oscuros estrados y los cortinones evocadores de fantasmas del palacio de la señora, única riqueza que ella conocía, pasmábase de todo y en plétora de curiosidad olvidaba inquietudes, José Ignacio pasaba revista a las ventanas. Todas estaban intactas, cerradas las verdes persianas. Allí no era, pues. Volvió al lado de su mujer:
—Aquí no ha sido... Y ahora ¿qué hacemos?
Tornó ella a hallar los acopios de la desconocida resolución que, como una fuerza ciega de la naturaleza, le impelía:
—Seguir, a ver dónde...
—Pero...—objetó él, vacilante.
Ella, más resuelta, animole:
—Ya... Una vez dentro, más vale seguir adelante.
Salieron a un gran pasillo, decorado más modestamente, pero formando un todo armónico con el salón y los gabinetes. Allí había dos puertas más. Abrieron la primera: el cuarto de la marquesa. Frío, triste, conventual, tenía por todo mueblaje una cama con colgaduras de seda granate, una cómoda y algunas sillas, y por todo adorno un enorme Cristo. Tampoco allí faltaba nada. Volvieron a encontrarse en el corredor. Ante la puerta de la otra habitación se detuvieron. La voz de Fuencisla tembló:
—El cuarto de María de la Luz.
Súbitamente asustado, comenzó a balbucear:
—Mejor era dejarlo.
—¡No, no! Aquí debe ser.
El pestillo habíase enmohecido y costaba trabajo franquear el paso. Al fin, en un esfuerzo de José Ignacio cedió, y los batientes se abrieron de par en par. Retrocedieron aterrados, esperando quizá una súbita aparición infernal. Pero si el demonio estaba allí, no se dignó presentarse, y sólo se ofreció a sus ojos el más bello nido de amor que una mujer artista y apasionada pudo soñar. Era allí donde faltaba la persiana, y a la luz pálida que se filtraba al través de rosadas cortinillas, aparecía el refugio en ideal sinfonía de sedas pálidas, terciopelos y gasas... Sobre los muros de damasco rosa muy pálido, antiguos Malinas formaban pabellones sostenidos por dorados lazos. Grabados libertinos del siglo XVIII (bellas damas de Versalles sorprendidas en el recato de los boscajes por robustos faunos de patas de chivo; marquesas que en la enguirnaldada elegancia de la alcoba, desnudábanse ante los ojos concupiscentes de un negrito; gentiles doncellitas para quienes los jardines del Trianón eran frondas de Pafos y de Citerea) pendían encerrados en dorados marcos de talla; un Psiquis de tres lunas abríase en el centro de un muro; muebles de boule llenos de cajoncitos y secretos, parecían guardar no sé qué misterios pecadores, mientras sobre sus tableros de marquetería danzaban las figuritas de Sajonia, y ocupando el centro de la estancia, el lecho, un lecho muy bajo de palo de rosa y bronces, era en su apoteosis de batistas, sedas y encajes, como un altar de Eros. Ante la ventana, la mesa de tocador sostenía ringleras de frascos en que se habían evaporado los perfumes, dejando al fondo un poso oscuro, y entre peines, cepillos, bruñidores y otros instrumentos de embellecimiento, veíase caída una coronita de blancas rosas de terciopelo, que debió de servir para embellecer la frente de María de la Luz. Y todo aquel galante interior hallábase agravado de un mohoso olor a perfumes, a flores marchitas, a éter, el angustioso olor a podredumbre e incienso de las cámaras mortuorias.
Fuencisla habíase aproximado al tocador y miraba reflejada en la luna orlada de cincelada plata, su rostro bobalicón y sus ojos de pájaro asustado. Inconscientemente, sus dedos amorcillados apoderáronse de la corona y posáronse sobre los cabellos lacios y descoloridos. Sonrió. En aquel instante vio reflejarse en el azogado cristal un rostro tras el suyo. Dos ojos negros y ardientes brillaron, y sintió unos labios de fuego que se posaban en su cuello. La voz de José Ignacio suspiró:
—¡Qué maja, mi nena!
Por centésima vez, Fuencisla acercose a la puerta y escuchó; nada. Fue entonces al balcón y, apoyando la frente en los vidrios, trató de adivinar, en la semioscuridad, la silueta de José Ignacio; nada. Anochecía; desde las tres de la tarde había dejado de nevar, y un cielo gris, negruzco, cubierto de espesos nubarrones, pesaba anonadante sobre la tierra. El jardín, bajo el sudario de nieve, tenía un aspecto trágico y desolado; al otro lado de las tapias; la llanura extendíase blanca, inacabable, como una estepa inhabitable. Fuencisla, sobrecogida por el silencio y la soledad, cerró las maderas del balcón y encendió la lámpara de petróleo, que esparció su claridad, primero amarillenta, vacilante, luego intensa, por el divino nido de amor. La lugareña echó unos troncos en la chimenea, y temerosa, inquieta, sentose a la vera del fuego.
La profanación habíase realizado. Los temores de un golpe de mano en el palacete que abrigaba José Ignacio, lleváronles a abandonar el pabellón del jardín para vivir allí; lo destartalado e inconfortable del resto de la casa recluyoles en el santuario. Dormían abajo, en la pequeña antesala, pero pasaban las veladas en el cuarto de María de la Luz. En un principio, él opúsose a lo que consideraba abuso de confianza; pero Fuencisla, tan tímida, tan cobarde, tan insignificante siempre, sentíase atraída por una fuerza irresistible, y halló razones y palabras con qué apoyarlas. Sin embargo, había algo a que él, en su recta conciencia, negose siempre, y ese algo era violar el secreto de aquellos muebles, abrir los cajones, los armarios, los cofrecillos, todos los sitios donde dormía el por qué del embrujamiento de María de la Luz.
Fuencisla, inquieta ante la larga ausencia de su marido, que habiendo salido para girar su visita de guardián a la posesión antes de recogerse, llevaba más de dos horas fuera, acercose a la puerta, y, abriéndola, exploró la galería, sumida en silencio y tinieblas. Una bocanada de frío y de olor a abandono, que le azotó el rostro, hízole retroceder estremecida de misterioso pánico. Otra vez, sola en la estancia, paseó los ojos azorados por los rincones, como si esperase ver surgir de ellos el secreto. Al fin detúvolos en una secretaire de ricas maderas, adornadas de bronces y porcelanas. ¡Allí estaba la clave! Aproximose al mueble y lo examinó curiosamente. No tenía llave ni vestigios de cerradura, que, indudablemente, quedaba oculta por los bronces. Sus dedos, torpes, de lugareña, tantearon los adornos, y de pronto, como por obra de magia, sonó un débil crujido, y la compuerta abriose lentamente, dejando ver el interior lleno de minúsculos departamentos, cerrados con esos cándidos secretos que tanto gustaban a nuestros abuelos. Repuesta del primer pavor, la curiosidad venció al miedo supersticioso y abrió un cajón. Cartas atadas con cintas de colores, flores marchitas, pedazos de cinta... Abrió otro: unas cartas, retratos de un guapo mozo, apuesto y fanfarrón; una corona dorada con dos cierres de piedras preciosas, un libro de versos... Deletreó: «Amor». Ya sólo quedaba el departamento central, que fingía la puerta dorada de misterioso alcázar. Una ligera presión aún y la puertecita abriose, dejando caer una avalancha de papeles: libros, muchos libros, estampas de gentes desnudas, grabados de un libertinaje obsceno, figuras ambiguas, extrañas, inquietantes, gentes que se retorcían en posturas inverosímiles, monstruos nunca vistos... Y todo ello en una apoteosis, en una exaltación ferviente, apasionada, mística, casi diabólica de la carne. Fuencisla cerró los ojos para no ver aquello, pero el ruido de alguien que entraba hízoselos abrir con sobresalto. ¡Su marido!
Entró José Ignacio aterido de frío y acercose a ella, que le reprochaba quedamente:—¡Cuánto has tardado!
No contestó él, y estrechola entre sus brazos. Fue una caricia larga, voluptuosa, impregnada de deseo, en que los labios subían de la boca a los ojos en suave cosquilleo y tornaban a descender hasta la boca, para posarse allí voraces, en un lento sorber de vida. Ella, a su vez, caída sobre el pecho del varón, abandonábase en un arrobo sensual, con un deseo loco de que la tomara allí mismo, de que la macerase, la anonadase en una caricia de macho fuerte y vencedor. Aquello no era ya el humilde amor cristiano que santificase antaño su unión, aquello era una delección enfermiza, apasionada y triste; era el monstruo de cien tentáculos y sed inaplacable; era el abismo que no se ciega nunca; era el mar sin fondo; la cosa misteriosa e inquietante que los paganos llamaron la voluptuosidad y los cristianos el pecado. De pronto, José Ignacio rompió el abrazo y acercose al mueble:
—¿Por qué?...—comenzó a interpelar con el ceño fruncido.
Fuencisla explicose balbuciente. Ella no tenía la culpa; limpiando los dorados apoyó el dedo en un resorte, y el armario abriose solo... Pero su marido ya no la escuchaba. Cautiva su atención de las estampas, habíase puesto a examinarlas. Fuencisla, lentamente, aproximose a él, y juntos comenzaron nuevamente el registro. La Historia Sagrada, el Paganismo, los mitos del mundo antiguo, desfilaban por los cartones en una turbadora sucesión de desnudos bellísimos o lamentables. Y mientras la luna visitaba a Eudimion en su encantadora gruta y Parsifae se entregaba al toro, la mujer de Putifar ofreció a José el banquete de sus senos desnudos, y los santos medioevales eran tentados por el Malo.
Había acabado la serie de dibujos, y poseídos ahora de una ansia loca de saber, era el secreto de las cartas lo que violaban con la macabra voluptuosidad de los necrófilos profanadores de sepulturas. Desatadas las cintas, los trozos de papel, amarillentos por los años, mostraban los largos períodos, apasionados, tiernos, incoherentes. Con trabajo, el campesino comenzó a deletrear al azar:
—«... No puedo vivir sin ti—decían aquellos trozos de letra nerviosa y apretada en uno de los párrafos—. A todas horas del día y de la noche tengo tu imagen adorada ante mí. No es la sensación dulce y resignada del bien perdido: es algo tormentoso, violento, asolador; algo que seca mi cerebro y pone calentura en mis venas. Siento la obsesión de tus ojos, de tus labios, de tu cuerpo todo; la obsesión atroz, alucinante, de la voluptuosidad exquisita, única, que brota de cada uno de tus gestos, que flota en la más leve de tus sonrisas y se deslíe en la luz verde de tus miradas... ¡Ah, la obsesión de la voluptuosidad que se exhala de tu cuerpo como un perfume perverso y embriagador!...»
Otro decía:
—«... ¿Por qué para nosotros el amor no ha sido nunca esa cosa sentimental y melancólica que es para otras gentes? Para nosotros, el amor ha sido una batalla que ha tenido mucho de horror bíblico; para nosotros, el amor ha sido un fuego infernal, devorador, doloroso y sublime, inmundo y divino!... ¡Ah, el amor, tu amor, el amor único, hecho de llamas del infierno, de cieno y de luz! ¡Ah, el portentoso encanto de tu cuerpo moldeado para el placer, el sabio anhelo de tus brazos, el arcano delicioso de tus labios!...»
En otra aún:
—«¡No puedo más! Hoy, en la horrible soledad de mi garçonière, he invocado al Demonio, le he pedido el bien de tu cuerpo en cambio de nuestras almas. Para nosotros, el alma no ha sido más que la lucecilla temblorosa que ha iluminado los ritos nefandos de la carne!... He pasado una noche atroz. Horas y horas he llamado a Satanás. Me he revolcado en el lecho como un perro rabioso y he gemido tu nombre. ¡María de la Luz! ¡María de la Luz! Te necesito: tus labios son la única fuente en que puedo apagar mi sed de amor; tus ojos los únicos faros que pueden guiarme en la oscura noche de mi alma...»
Dejaron de leer. Un río de lava ardiente corría por sus venas; una sensación de anhelo, pleno de angustia y de delicia, desconocido hasta entonces, adueñábase de ellos. En los ojos de José Ignacio había fulgores de vesania, y en las mejillas de Fuensanta rosetones de fiebre. Sentían el vago pavor que anuncia la presencia del Enemigo; pero una fuerza desconocida, superior a su menguada voluntad, les impulsaba a seguir, a seguir siempre por las ardorosas veredas de aquella vida en que se internaban como en un jardín maldito. Tendieron las manos temblorosas y abrieron otro cajón. En el fondo había un pequeño estuche cuadrado, envuelto en un papel, con una palabra escrita: «Yo. María de la Luz». Apretaron el cierre y una miniatura prodigiosa se ofreció a su vista.
Sobre el fondo clásico de un jardín pagano, una mujer toda desnuda, en el triunfo de su belleza admirable, jugaba con un cisne. Era blanca como la leche, grácil, aérea, casi irreal. En sus pupilas verdes dormían las aguas de un lago misterioso. Tenía los senos firmes, suave la línea del torso, largo y fino el cuello y rubio el cabello, prendido por dorada corona a la moda de Grecia. Poseía la gracia de Venus, la altivez de Juno y la resolución de Minerva.
Los dos permanecieron mudos, extáticos, ante la aparición. De improviso, los ojos de José Ignacio claváronse, alucinados, en Fuencisla, mientras murmuraba:
—¡Se parece a ti!
Halagada en su femenil vanidad, sonrió ella, y, sin saber lo que hacía, buscó maquinalmente la corona vista antes en el museo de recuerdos. La encontró y colocósela sobre las ásperas greñas.
El paleto contemplola embebecido, y preso en una fiebre de deseo, gimió implorador:
—¡Desnúdate!
No se sublevó el pudor de la campesina. Lejos, muy lejos de toda idea convencional, perdida en un extraño laberinto, obedeció.
Fue una escena ridícula y caricaturesca; una de esas atroces ironías conque los humoristas flagelan los desvaríos humanos, agravada ahora por la exquisita elegancia del fondo. Las burdas prendas de la indumentaria puebluna iban cayendo: primero, la toquilla color naranja y el delantal de percal azul; luego, los refajos, polícromos, huecos y abultados; tras ellos, el cuerpo de lana negra; siguioles el corsé gris, deforme y remendado, las rojas medias de punto, la camisa de arpillera, y, al fin, libre de velos, lamentable y repulsiva como una monstruosa deformación de la divina imagen de María de la Luz, el espejo reflejó la figura desnuda de la paleta. La cara y el cuello, rojos, ásperos, curtidos por el aire y el agua fría; los brazos, hinchados; las manos, juanetudas: los pechos, flácidos; el vientre, hinchado, hidrópico; las piernas, zambas, y los pies, deformes, aplastados, anchos como remos de un palmípedo; tenía la figura una repulsión alucinante de pesadilla Goya.
José Ignacio, los ojos brillantes y las manos temblorosas, saltó sobre ella y la tendió sobre el lecho de sedas y encajes.
—¡Jesús! ¡Jesús! Si Dios quiere que no les haya pasado nada a esas criaturas, le aseguro a usted que regalo la casa para fundar un convento de la Trapa o de alguna Orden bien severa, donde no haya cuidado de que el Malo haga de las suyas. Y la marquesa abanicose precipitadamente.
Don Rosendo, el venerable capellán, instalado a su lado en el viejo landeau que les llevaba al Laberinto, sonrió, asegurando tranquilidad:
—No les habrá pasado nada. Cálmese la señora.
—¡Dios le oiga! Pero le aseguro a usted que tiemblo cada vez que me acuerdo de mi pobre hija! ¡Si aquella casa está embrujada! ¡Ha sido un crimen, un verdadero crimen mío enviar a esas criaturas ahí!
Siempre conciliador, aseguró el anciano:
—No habrá pasado nada; pero, de todos modos, a la señora no le cabe culpa ninguna. La guió la mejor intención: la de hacerles un bien...
Callaron, y durante un largo espacio de tiempo permanecieron sumidos en sus meditaciones. Hacía un calor tropical, y un sol calcinador caía implacable sobre los yermos campos de Castilla. El desvencijado vehículo avanzaba por la blanca carretera entre nubes de polvo; los moscones zumbaban con pesadez obsesionada, y de tarde en tarde un pájaro cruzaba sobre el cielo añil en la bochornosa quietud de la atmósfera. Una sensación de invencible sopor pesaba sobre todo y sobre todos, y los campos de tojos y trigales parecían asolados por una hecatombe geológica.
—¡Qué ganas tengo de llegar!—murmuró la dama—. ¡Nunca he estado tan inquieta, tan nerviosa!
—¡Paciencia!—confortó el capellán—. ¡Ya falta poco!
En la lejanía, como un oasis en el desierto, desvastado por aquel sol de justicia, divisábanse las arboledas de la quinta. Al fin llegaron, e impacientes hicieron repicar la campanilla. Pasó un rato sin que nadie acudiese al llamamiento. Volvieron a tirar del cordón muchas veces, pero inútilmente. La finca parecía deshabitada. Entonces Pacorro, el cochero, saltó la tapia, y ya dentro, franqueó la entrada a la marquesa y al capellán.
En la casa del guarda no había nadie, y como permanecía cerrada a piedra y lodo, en vez de perder tiempo en tratar de penetrar allí, avanzaron hacia el palacete.
El jardín, abandonado, tenía la salvaje frondosidad de una selva virgen; los caminos se habían borrado al crecer de la hierba y de las plantas parásitas; árboles y arbustos se enlazaban, formando misteriosas murallas de verdura; en las fuentes, los líquenes y las adelfas cubrían el misterio de los quiméricos espejos, y por todas partes flotaba una sensación de abandono, sobre la que se alzaba el canto de los pájaros con ensordecedora algarabía.
Caminaban trabajosamente, apartando los jaramagos que obstruían el paso y les desgarraban las vestiduras. De pronto, la marquesa se detuvo, ahogando un grito, y muda de horror llevose las manos al corazón.
Por una avenida de geranios en flor avanzaba lentamente Fuencisla, arrastrando guiñapos de seda que apenas cubrían sus carnes. Como una Ofelia de pesadilla, monstruosa y grotesca, coronaba su frente de lirios y margaritas, y sus dedos deshojaban una rosa. Tras un macizo de hojas, José Ignacio, un José Ignacio primitivo, negro, desnudo, repulsivo, le acechaba.
La marquesa se santiguó. Acaba de ver reflejada por el sol la sombra del Demonio que huía.
Las encontramos al través del mundo, casi siempre en la feria de los millonarios, los reyes sin trono y los aventureros, y nos hacen una reverencia muy siglo XVIII, una reverencia que dice aún de una Arcadia de guardarropía, con pastoras de chapines de raso y Amarilis de zamarra de terciopelo azul, ocultas en los convencionales boscajes del Trianón; o esquivan con la mano un gesto de colegiala tímida, un gesto digno de las damiselas del año sesenta, que usaban miriñaque, peinaban bucles, cantaban arias sentimentales y se sabían de memoria los versos de Alfredo de Musset; o se inclinan con un saludo grave y severo, lleno de austera dignidad.
Unas, pintadas, repintadas, llenas de gasas, sedas, tules, terciopelos, lentejuelas, flores; con grandes pelucas cargadas de rizos y empenachadas de plumas; al cuello, collares de admirables perlas (falsas, naturalmente); son mundanas, conversadoras exquisitas, benévolas para las debilidades ajenas, discretas hasta ignorar todo aquello que no deben de saber, serviciales, decorativas. Otras, son alocadas, con un grato barniz de diletantismo, prontas siempre a ser la musa que recite la estrofa del poeta de moda, acompañe al piano al virtuoso millonario, o a la heredera acometida de furor filarmónico, que se cree una Patti o una Storchio, cargue con la culpa de cualquier desafinación e inicie los aplausos. Otras, en fin, son devotas y filantrópicas; hablan de la caridad y del sacrificio, y en la humildad de sus atavíos de santas laicas tienen un gran prestigio de respetabilidad.
Y todas son siempre las mismas. Siempre el mismo rostro, igual atavío, las mismas palabras, idénticas ideas. Jamás se les conoce ni una gran pena ni una gran alegría; nunca una queja, ni una mueca de dolor, ni un gesto de fatiga, ni un ademán de impaciencia. Las decorativas, viven siempre sobre el fondo banal de un paisaje de Boucher o de Watteau; las románticas, entre las páginas de La Melitona; las devotas, inflamadas en las santas palabras de la caridad cristiana. Pero ni las unas se salen de un paso de minuetto, ni las otras del compás de una sonata sentimental, ni las últimas del cristianismo que resbala cristalino por las páginas de Fray Luis de León o de Ruisbrook, el Admirable. Nada que desentone, nada que rompa la armonía.
Un día desaparecen. Aun después de muertas, su recuerdo nos arranca una sonrisa. Y cuando llega la hora suprema de los balances, sabemos casi siempre que en aquellas vidas que transcurrieron a nuestro lado, y de las que veíamos lo que de un actor se ve desde la sala del teatro, no había nada sino un vacío inmenso, que ellas cubrían con guirnaldas de flores de trapo. Pero también sabemos alguna vez que en ellas había un gran dolor, una gran amargura, una gran vergüenza, un vicio, y aun, raramente, un crimen.
—La princesa Charlensko.
—¿Rusa?
—Rusa.
—¿Princesa auténtica?
—¡Lo más auténtica posible!
Después de saludar a la eslava, que, fastuosa en su pelliza de renard bleu y su sombrero empenachado de plumas negras, desfilaba con aire espléndido de gran señora, más de notar en el cosmopolitismo ferial del restaurant elegante, Julito Calabrés tornó a sentarse entre Olmeido y el marqués del Valle.
Estábamos en el Carlton Grill acabando de almorzar. Era día de carreras, y bajo la claridad de las luces eléctricas, que ocultas tras los cristales del techo creaban un día artificial, muy en consonancia con el público cosmopolita que entraba y salía en incesante vaivén, veíanse mujeres a la moda, abracadabrantes en sus extraños atavíos, hombres de sport, banqueros, personalidades del chic mundial, cortesanos célebres... Era un desfile de Tanagras, de figuras de vaso etrusco y de jeroglífico egipcio, apenas moldeadas por crespones y brocados, sobre los que resbalaban las pieles y las perlas.
Olmeido, tornado escéptico por sus frecuentes permanencias en Cosmópolis, explicó su incredulidad:
—¡Hay tanta princesa de pacotilla por esos mundos de Dios!
El marqués del Valle quitose los lentes, y con la experiencia de sus doce años de viajes, impuestos por no sé qué historias de sadismo habidas en su tierra, aseguró:
—Yo he conocido muchas. Mujeres de teatro a quienes el capricho senil de un lord convirtió en pairesas de Inglaterra; exbailarinas y exqueridas de toreros, transformadas en grandes duquesas consortes, y hasta alguna viuda de reyezuelo medio idiotizado, que, in articulo mortis, había hecho reina a una titiritera.
—¡Bah!—interrumpió Julito, incapaz de callar—. Yo también he conocido muchas... Sin ir más lejos, madame d'Opporidol...
—¿Griega?... ¿Servia?... ¿Albanesa?—interrogó Olmeido.
—Turca; por lo menos, ella lo decía así... Pero os voy a contar la historia.
Bebió un sorbo de Chablis, y, entre la atención de sus amigos, comenzó:
—¡Madame d'Opporidol!... ¡Jamás he encontrado tipo más curioso y original que el de aquella mujer! El primer trámite de nuestra amistad fue una reverencia. Sucedió en el hall del Austerlitz. Ya sabéis que algunas veces, a mi paso por París, cuando estoy muy cansado o tengo demasiadas cosas que hacer, me gusta refugiarme en un hotel tranquilo, huyendo del tráfago del Magestic, del Astoria, del Ritz o el Meurice. Pues bueno: allí la conocí una tarde. Yo había pedido no sé qué aclaración sobre unas señas, en el bureau; el encargado era nuevo y no daba pie con bola, y yo comenzaba a desesperarme, cuando una voz femenina vino en mi ayuda. Volvime para dar las gracias, y entonces la propietaria de la voz se inclinó ante mí en una reverencia. ¡Y qué reverencia! Aquello, más que reverencia, era una zalamea oriental, pero de un orientalismo visto al través del siglo XVIII francés. Era una reverencia de corte, profunda, ceremoniosa, llena de majestad; una reverencia que estaba pidiendo la música de minuetto; una reverencia que la hubiese envidiado madame Tallien, Notre Dame de Thermidor, y aun la vizcondesa de Beauharnais, la gentil Zoloé y sus dos acólitas Laureda y la Volsange, las perversas heroínas del divino marqués; una reverencia que, ahuecando las pomposas sedas en su traje, hacía de ella una figura digna de la galería de Versalles.
Olmeido rió:
—¡Qué exageración!
—¿Exageración? No lo creas, era tal y como yo os lo describo; la señora tenía el secreto de las reverencias. Me fijé en el rostro, en el peinado, en el traje... y vi con asombro que ello constituía un todo armónico con la genuflexión y la voz, hecho de trémolas y gorgoritos. El rostro era una careta trágica; la caricatura sangrienta de una mujer que debió de ser muy bella un rostro desvastado por los años y las luchas, cansado, arrugado, entristecido, pero tan atrozmente estucado, maquillado, pintado y retocado, que, bajo la capa de pomadas, polvos y colorete, era punto menos que imposible adivinar su edad. Los ojos debieron ser admirables, de un verde luminoso y transparente de agua de mar; ahora aparecían enturbiados bajo las pestañas y las cejas dibujadas con lápiz. Entre los labios, muy rojos, aparecía una dentadura prodigiosa (seguramente, postiza). Sobre aquella mascarilla burlesca de mujer bonita, destacábase la peluca, una peluca de muñeca rubia, dorada, rizada, llena de horquillas de pedrería. El cuerpo, sostenido por el corsé cruel, rígido, fue, indudablemente, esbeltísimo, ágil, flexible, aunque ya de tanta belleza quedaban únicamente ruinas, sostenidas por el andamiaje de ballenas. Envolvíala una elegancia de guardarropía, frufruante, aérea, pomposa, juvenil, vaporosa, hecha de gasas marchitas, encajes falsos, pieles no menos ilegítimas y perlas imitadas. Tenía, eso sí, pies de pequeñez inverosímil y manos admirables. Pero lo que le hacía realmente extraordinaria era lo rítmico, pausado y armonioso de sus movimientos, la gravedad ceremoniosa de sus pasos; decididamente, aquella mujer requería música, música de opereta: unas veces, noblemente pausada; otras frívola y juguetona, llena de escalas locas y fugas rientes, y algunas, falsamente sentimental. No sé por qué, pero es el caso que la buena señora me daba la sensación de una profesora de baile, o mejor aún, de elegancia, de las que formaban las damiselas del siglo de Trianón, haciéndolas duchas en artes de sociedad, bachilleras en alquimia y doctoras en coquetería.
—Sin darme yo mismo cuenta,—prosiguió Julito—intimé con ella. Ya sabéis lo fácil que eso es en la vida de hotel (cuando el hotel es tranquilo y la vida un poco retraída), una vez cambiado el primer saludo. Una leve enfermedad de ella, correcto interés por mi parte, luego la recíproca, la grippe que me obliga a quedarme en cama, madame d'Opporidol, que se preocupa por mi salud y se ofrece amablemente, y henos convertidos en los mejores amigos del mundo.
—Los primeros días de charla—y Calabrés, apasionado con su narración, había dejado de comer—, la señora me habló de cosas sin transcendencia; pero, según fue tomando confianza, acabó por abrirme su pecho.
«Era turca. La fatalidad cayó sobre ella, y la desgracia cerniose en su vida. No me explicaba el género de desgracia a que se refería, y sólo dejaba adivinar que un drama terrible había truncado su existencia, tronchando sus ilusiones en flor. De aquella catástrofe misteriosa, quedole un desencanto infinito de todos y de todo; una amargura melancólica que matizaba de interés sus palabras. Culta, conocía bien los poetas y novelistas en boga, y su conversar, esmaltada de una erudición un poco a la violeta, resultaba interesante».
Me hablaba de Turquía; de la belleza dulce y triste de Stambul; me hablaba de la ciudad quimérica envuelta en ensoñadora neblina azul, durmiendo sumida en un silencio opresor. Stambul, la ciudad secular, la que contemplaron los viejos Califas; la ciudad de magia concebida por Solimán, el Magnífico, coronada de soberbias cúpulas y empenachada de dorados minaretes; la ciudad que aparecía a los ojos como un portentoso fantasma del pasado, como una de esas raras urbes que la leyenda hace dormir en el fondo del mar...
—¿Loti?—interrumpió Olmeido, burlón. Julito rió:
—¡Eso mismo pensaba yo!... Pero, déjame seguir... Madame d'Opporidol me hablaba también de la infinita tristeza del vivir de las mujeres turcas contemporáneas; me decía de cómo sus almas de excepción, cultivadas en la soledad de los harenes del día, esos harenes semejantes en todo, menos en su inexpugnable aislamiento, a la casa de cualquier mujer elegante; sus almas, pulidas en la lectura, purificadas en la soledad; sus almas, que, aisladas por las celosías, como las flores de una estufa están al abrigo de las violencias del aire libre, sufrían de verse tratadas en odaliscas, en bestezuelas de placer, sin más razón de existir que el capricho de su amo y señor. Me hablaba de los veranos, en que tras la inacabable monotonía de los eternos días invernales, sacudidos por el aire del mar Negro, el Bósforo relucía como colosal zafiro, y la población patricia turca refugiábase en el lado de Asia, junto al agua.
—¡Decididamente, la señora sabía sus clásicos!—volvió a interrumpir el portugués.
—Si no me dejas contarlo, me callo—y Julito hizo ademán de reanudar el yantar, abandonando su historia.
—No, no; sigue—imploró el marqués del Valle—. Las aventuras de tu madama me van interesando.
Desagraviado el narrador, prosiguió:
—Así estábamos, cuando la buena señora cayó enferma. Un interés discreto y una caja de bombones no menos discretamente enviada para endulzar las horas de convalecencia, acabaron; indudablemente, de captarme su confianza, por cuanto casi repuesta ya me envió un recado, diciéndome que tendría sumo placer en verme.
Subí al cuarto (piso sexto). La mise en scène estaba cuidada como siempre. Sobre la modestia de la habitación, su buen gusto había marcado un sello de elegancia un poco original. Algunos marfiles, algunos cobres y unos viejos terciopelos con versículos del Corán, bordados en oro y plata, imprimían un exotismo un poco de bazar a la estancia. Cortiníllas de color de rosa tamizaban la luz, dejando todo en una favorecedora semipenumbra; algunos ramos de flores mustiábanse en búcaros de cristal. Tendida en la chaisse-longue, sobre las pilas de almohadones multicolores, madame d'Opporidol yacía lánguidamente envuelta en un teagow de gasa y seda negra, adornado de grandes cintas de moaré rosa.
Al entrar, me tendió la mano y hasta me agració con una sonrisa lejana. Comenzamos a hablar de cosas baladíes, y llevábamos agotados dos o tres temas, en que la conversación se arrastraba lánguidamente, cuando de improviso, Schezerarda (la dama se llamaba así) suspiró, cerrando los ojos:—¡Qué desgraciada soy!—Y como yo, un poco asombrado, la mirase interrogador, me tendió la mano en un gesto supremo de abandono, mientras suspiraba un enigmático:—¡Si supiérais!... Volví a contemplarla; una lágrima brillaba en sus ojos y se detenía en el borde de las pestañas, asustada de los estragos que su paso podría causar en la obra de estucado del rostro. Al fin, madame d'Opporidol pareció tomar una determinación transcendental, una de esas determinaciones definitivas que marcan una efeméride en la vida humana, y con voz de hora suprema comenzó:
—Amigo mío: voy a contarle mi historia, mi verdadera historia, la que nadie conoce. ¡Es algo tan espantoso, tan terrible, que casi parece una pesadilla. A ningún nacido se la he contado nunca; pero mi pobre corazón no puede ya con el peso de su secreto: usted es artista, usted es un hombre de sentimiento y sabrá comprenderme!—Su voz era patética, altisonante.
—Soy turca—prosiguió ella—. Mi padre era Kiazim Pachá, y me educó como educan ahora a todas las hijas de gran familia; como podría educarse cualquier parisién, qué digo, ¡mil veces mejor!, según he podido observar luego. Narraros mi infancia de princesa salvaje en el viejo palacio, escondido en un rincón de Circasia, mi adolescencia de muchacha mimada y voluntariosa, sería el cuento de nunca acabar. Fui feliz o casi feliz. Pero casáronme y con mi boda comenzaron mis desdichas. Mi matrimonio fue lo que son allí la mayoría de los matrimonios: una cosa arreglada por las familias, en que la novia desempeña el papel de algo sin voluntad ni discernimiento, del que disponen a su antojo. Mi marido era frío, taciturno, concentrado. Muy vieux jeu, no comprendía a la mujer sino en cuanto era bella. Y heme aquí a mi culta, erudita, tan vibrante, tan moderna, condenada al papel de odalisca. ¡Y aquello no era lo peor! Lo peor, lo irresistible, lo anonadante, era la monotonía atroz del vivir sedentario, la uniformidad de los días que se deslizaban iguales, tristes, inacabables, en aquel acolchado que defiende de cualquier choque exterior y que hace que, en el atroz guateado que nos torna insensibles, echemos de menos las zarzas y las espinas del camino.—¡Loti! ¡No me cabía duda de que la cita era de Loti!
Julito hizo una pausa, y luego continuó:
—Madame d'Opporidol había callado un momento, para, con tonos más peripatéticos, proseguir después:—Un día ¡día aciago, marcado con piedra negra en la tragedia de mi vida! encontré a Jacobo. No sé cómo fue; desde entonces he creído ciegamente en la fatalidad. Si conoce usted las costumbres turcas, debe saber la imposibilidad casi absoluta de que una mujer musulmana hable con un infiel. En primer lugar, lo inabordable del harem; luego, el misterio del tcharchaf, ese negro capuchón que usan las mujeres en Constantinopla para salir a la calle; la vigilancia de los esclavos que nos rodean a todas horas; pero, sobre todo, la inconsciente vigilancia del público, que conceptuaría un crimen tremendo que una turca hablase a un europeo, hacen imposible todo intento de aproximación. ¡Y, sin embargo, conocí a Jacobo; me amó y le amé! Contarle todas las peripecias de nuestro idilio sería evocar horas felices para mí; horas de melancólicos paseos al través de los viejos cementerios, entre los altos cipreses centenarios, o largas caminatas hacia Eyoub, bajo un cielo triste, sobre cuyo fondo plomizo pasaban empujados por el viento de Asia grandes nubarrones negros; sería ir día por día haciendo la historia de los extraños ardides de que tuvimos que valernos para lograr encontrarnos. Todo fue bien al principio; pero el éxito engendra la audacia, y la audacia nos perdió. Una tarde, mientras mi marido estaba en el Ildiz, hablaba yo con Jacobo. De pronto... No sé cómo fue. De todo lo ocurrido después, conservo el recuerdo confuso de acontecimientos borrosos entrevistos al través de una pesadilla. Cosas terribles, irreales, espeluznantes, me arrastraron hasta las cumbres supremas de la tragedia. El último eco de la voz de mi amante confundiose con el primer eco de la voz de mi marido que clamaba venganza. En el tropel de sensaciones que con rapidez vertiginosa pasaron por mi alma, conservo tan sólo la impresión de los ojos de Abul-Bajá, la mirada de suprema angustia de Jacobo al caer herido y la glutinosa y tibia caricia de la sangre que humedecía mis manos. No sé cómo fue; una ráfaga de vesania pasó por mis venas, y, enloquecida de dolor e ira, salté sobre el bárbaro Otelo. Entonces pasó algo salvaje, monstruoso; mis uñas se clavaron en su cuello; le sentí palpitar un segundo, y luego, nada.
Madame d'Opporidol jadeaba, trágica, sudorosa. Después de breve respiro, siguió:—Huí. De aquella hecatombe conservo dos memorias sagradas: un cofrecillo precioso, que procede del tesoro de los Osmalíes, una de esas raras joyas de la orfebrería oriental y uno de los zapatos que llevaba yo la tarde aquella—. Púsose en pie, y con ojos de iluminada y gesto profético me dijo:—¡Venga usted!—Llevome ante el armario y abrió un cajón: de allí sacó una cajita, y con respetos de sacerdotisa que va a mostrar una santa reliquia, la puso ante mis ojos. Luego, abriendo la tapa, sacó una babucha y anunció peripatética:—¡He aquí el zapato, aún conserva las manchas de la sangre!—Les confieso a ustedes que me sentí defraudado. El cofrecillo era una caja de filigrana de plata; una de esas fáciles labores orientales de escasísimo mérito. Aquello, más que del tesoro de los Osmalíes, pareció procedencia de bazar cosmopolita. En cuanto a la zapatilla de terciopelo rojo, bordada en oro y aljófar, juraría haber visto otras semejantes en la rue Rívoli, un poco antes de llegar a los almacenes del Louvre. Extrañado, fijé mis ojos en la heroína de la tragedia. Schezerarda, erguida, lejana, con el aspecto de la protagonista de un drama de Sófocles, permanecía en pie, tremolando con una mano la babucha trágica.
—¿La continuación?—pidió Olmeido al ver que Julito, tras el postrer efecto, callaba, haciéndose el interesante.
—¿La continuación? Sencillísima. Estuve más de un año sin volver por el Austerlitz. Cuando el azar me llevó allí, lo primero que noté fue la ausencia de madame d'Opporidol. Interrogué al gerente del hotel. Confieso que su respuesta me dejó yerto. ¡Mi amiga había muerto!—Pero ¿y avisaron a Turquía, a su familia?...—pregunté. Una sonrisa irónica fue la respuesta. Y como yo pidiese explicaciones sobre el fin de la princesa Circasiana, el empleado se echó a reír. ¡Madame d'Opporidol no era turca! ¡Era lisa y llanamente una buena burguesa, que vivía de una pensión insignificante! ¡La descendiente de los Osmalíes, la esposa de Abul-Bajá, la heroína del drama sangriento, era la viuda de un vista de aduanas francés!
París-Octubre 1912.
—¿El pudor de las inglesas? Yo creo que es una cuestión de moral pública, es decir, más bien decoro que pudor.
Olmeido interrumpió:
—Más bien cuestión de recato. El evangelismo es una religión muy severa, y como los hombres y las mujeres son los mismos en todas partes, impone el culto a las conveniencias.
—¡Pues lo que es algunas se ríen de las tales conveniencias!
—¡Que lo digan las inglesas que andan por París!...
Las pantorrillas, bastante flacas, y enfundadas, por añadidura, en unas medias lamentables, de tres damas que habían subido a un taxi, fueron las que provocaron la conversación.
Estábamos en el pabellón Madrid, del Bois; un inoportuno chubasco nos había recluido dentro, y entreteníamos el malhumor de la pasajera contrariedad criticando a todo bicho viviente.
Corría el mes de agosto, y para nosotros, habituales del otoño parisién, ofrecía la gran ciudad aspectos imprevistos. Dedicábamonos por las tardes a tomar el té en los pabellones del Bosque de Bolonia. En la limoussine de Olmeido dábamos largos paseos, que tenían siempre como punto de arribada uno de los restaurants en boga. Tocole el turno aquella tarde al de Madrid; en él sorprendionos la lluvia, y como el coche era abierto, no hubo más remedio que esperar.
Sobre el decorado Luis XV, recargadísimo, tan lejos en su barroco amazacotamiento de la elegancia versallesca del Pre Catalán, destacábanse los tipos híbridos de la fauna estival; faltaban los elegantes de los días primaverales, los artistas y los millonarios, y veíanse, sustituyéndoles, inglesas feas y escuálidas, muy marimachos en sus antiestéticos atavíos sastre muy Cook-Tours, y americanas del sud demasiado languiadas y demasiado vestidas, mal peinadas bajo las pastoras cargadas de floripondios, apestando a perfumes violentísimos y arrastrando con desvaído ademán gasas y encajes de una limpieza dudosa. Oíase constantemente hablar español por gentes que gritaban demasiado y reían con estrépito, mientras los del Reino Unido hablaban en sordina y hacían observaciones de Beædæker.
—¡Las inglesas de viaje!—habló el marqués del Valle—. Yo, que he corrido tanto, he visto cosas deliciosas. ¡Si os contara la historia de una miss que conocí en el Scheweizerhof, de Lucerna!...
—Cuenta—animó Julito.
Olmeido insistió a su vez:
—Será una obra de caridad... además de todo, nos ayudarás a matar el aburrimiento...
El marqués del Valle quitose los lentes, limpiolos concienzudamente, parpadeó y comenzó su historia:
—Miss Decency. Se llamaba miss Decency. Un nombre casi simbólico: ¡la señorita Pudor! El génesis de nuestra amistad, como la de Julito con madame d'Opporidol, fue una reverencia; pero no una reverencia de corte, grave, ceremoniosa, llena de pompa, sino una reverencia severa, rígida, muy finchada y muy convenable.
Había estallado una tormenta, produciendo no sé qué avería en la luz, y nos habíamos quedado a oscuras. Eran las nueve de la noche, y acabada la comida, las gentes comenzaban a invadir los salones de Scheweizerhof. Yo había sido de los primeros en salir del comedor, y, cómodamente instalado en el salón de tapices, disponíame a saborear mi café y a leer los periódicos que acababan de llegar, cuando hiciéronse de improviso las tinieblas.
Me gusta el Scheweizerhof, porque, quizá menos chic que el National y menos cosmopolita que el Palace, es, sin embargo, el más confortable, y ya sabéis que en la vida moderna el confort es el superlativo del bienestar. Los hoteles, muy elegantes o de mucho movimiento, son buenos para temporadas cortas o para sitios en que riman con el género de vida que uno lleva; pero para Suiza, donde se busca paz y descanso, son mejores los hoteles cómodos.
Hallábame, pues, en el salón de música, y encontrábame bien en la suntuosidad discreta, alegre y simpática, de las columnas de mármol rosa y los tapices de cartón bucólico, la orquesta de tzíganes tocaba un vals vienés, frívolo y amable, que me arrullaba, mientras curiosamente contemplaba el desfile de tipos exóticos—familias alemanas, compuestas de matrimonios gordos, colorados, un poco toscos, pero dotados de una gran simpatía cordial y acompañados de unas chiquillas deliciosas, blancas, rubias, gentiles, y de muchachitas de frágiles bellezas de Gretschen; adolescentes del Norte América, altos, fuertes, enérgicos, curtidos por los sports; damas francesas de una elegancia equívoca—; cuando de improviso se apagó la luz en el preciso momento que una señora, en quien no había fijado atención, llegaba ante mi. Sorprendida por las tinieblas, lanzó un «¡ay!» de susto y se detuvo perpleja. Me compadecí de su desairada situación, y, poniéndome en pie, cogile de una mano y le ayudé a instalarse. Momentos después, y arreglada la avería, la desconocida me dio las gracias con una reverencia. Fue más que reverencia un saludo sobrio, rígido, muy correcto, muy severo, una inclinación de cabeza llena de dignidad. Fijeme entonces en ella y experimenté el asombro un poco irónico que nos inspiran esas figuras pasadas de moda que encontramos al través del mundo, y que son como rezagadas de otros tiempos. Era la interesada una dama madura, a que el cabello cano, muy sencillamente recogido y adornado con cofia de encaje negro, que le caía por la espalda a modo de mantilla de corte, y las arrugas del rostro, que libre de afeites y fregado con agua de colonia, relucía curtido, avejentaban. Más bien alta, aunque un poco doblada en la cintura por el talle del corsé—uno de esos talles inverosímiles que hinchan el vientre y elevan los pechos a la hipérbole—; vestía una falda de gro malva, que formando pabellones por delante, iba a recogerse detrás en un gran puf, sobre el que descansaban las pequeñas aldetas de terciopelo negro de la chaquetilla. Sobre el escote cuadrado, cubierto por espeso camisolín de batista blanca, lucía un camafeo, y de las mangas hasta el codo surgían los brazos enfundados en mitones de seda. Era, en conjunto, un figurín de hace veinticinco o treinta años; uno de esos figurines que nos sorprenden como una cosa carnavalesca en las viejas revistas de modas, porque, sin ser algo familiar, tampoco han llegado a esa consagración artística que da el tiempo. Llevaba un libro en la mano, y sus ojos, de un azul pizarroso, casi gris, tenían una extraña vaguedad. Muchas veces, luego, sentí la curiosidad de aquellos ojos; en unas ocasiones, mientras se le hablaba, permanecían alejados, dando la sensación de que su dueña no se enteraba de nada de lo que se le decía, y de que su pensamiento seguía el dibujo de una imagen muy alejada de allí; otras, relucían con un extraño apasionamiento, que no estaba en consonancia con la banalidad de los motivos de conversación, y algunos, al evocar una cosa trivial cualquiera, se llenaban de lágrimas, como si fuese el enigma de una imagen misteriosa, que repercutía en el fondo de su ser. Luz u opacidad en aquellas pupilas, no se ajustaban nunca a sus palabras, y alguna vez, muy rara, teníase la sensación exacta de que o los ojos o las palabras mentían.
Hablamos. Era inglesa: no tenía familia (su único pariente, un primo lejano, había muerto en la guerra del Transvaal, y la dama ostentaba su efigie, encerrada en un grueso medallón de oro, que llevaba pendiente de una cadena al cuello) y andaba errante por el mundo. Su solo consuelo era Dios, y por eso amaba tanto a Suiza, porque sólo en medio del mar y en las altas cumbres nevadas se dialoga con El, y el mar le mareaba. También la literatura la interesaba mucho... Me fijé entonces en el libro. Era italiano: una edición antigua de «La Divina Comedia». Confesome conocer el idioma de Petrarca. Yo, amablemente, cité unos versos del Dante:
Per me si va nella cittá dolente,
Per me si va nell'eterno dolore
Per me si va tra la perduta gente.
Puso cara de extrañeza, como si no comprendiese bien. Apunté, a modo de aclaración:—Los versos que leyó el poeta a la puerta del Infierno—. Entonces ella, ante la palabra Infierno, tuvo una sonrisa de vago sobresalto:—¡Oh!, no. ¡Yo no he leído más que «El Paraíso».
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—Desde aquel día—continuó el marqués del Valle, mientras oscurecía y el cielo desplomábase en cataratas de agua sobre el Bosque—hablamos muchas veces de sobremesa. Miss Decency era una entusiasta fervorosa de España. Según ella, sólo dos ciudades habían grabado una huella indeleble en su espíritu: Sevilla y Venecia. ¡Ah! ¡Sevilla! Y la inglesa ponía los ojos en blanco y me hablaba de las noches perfumadas de azahar, del gemir de las guitarras, y de los naranjos floridos. Para ella, Andalucía no tenía más que un defecto: el amor.—¡El amor!—y la solterona hacía un gesto de espanto supremo:—¡Esa facilidad que hay en su país—me decía—para amarse, para hablar del amor, para vivir en el amor y del amor!... Allí no se puede vivir; todo el mundo habla del amor; el amor está en todas partes: en las canciones y en las estampas, en las danzas y en las ceremonias de liturgia sagrada, en los labios y en los ojos... ¡Es una obsesión, una cosa horrible! Allí las gentes no tienen verdadera religión, ni ideas morales, ni pudor... Viven como faunos y bacantes en un bosque ¡qué horror!—Y la dama, ruborizada por lo atrevido del símil, callaba.
Porque a Miss Decency podía considerársele la personificación del pudor. Era la suya una pudibundez tan frágil y quebradiza, que los hechos más sencillos y vulgares le sobresaltaban. Sin saberse cómo, hablando con ella, todas las conversaciones iban a parar al mismo tema resbaladizo. Pero su obsesión no era el sentimiento empalagoso de las solteras sensibles, era el vicio, algo pecaminoso y nefando hecho de aberraciones y brutalidades. Presentábasele siempre el sentimiento de Hero y Leandro, de los amantes de Teruel, como una cosa diabólica, grotesca y alucinante, hecha de horrores y abominaciones. Sabía raras historias, lances extraños, en que pasaban cosas terribles, equívocas y escalofriantes, y en que el amor alzábase trágico y amenazador como un rito satánico, como esas misteriosas nigromancias a que se entregaron Gilles de Reis, Prelatti, la Brinvilliers y el marqués de Sade. Mientras hablaba, bosquejaba gestos de espanto, y por sus ojos dilatados de miedo, pasaban extrañas irisaciones de vesania. Era tal su obsesión, que hasta en las cosas más triviales y corrientes para todo el mundo, veía ella extrañas coincidencias, semejanzas turbadoras y tendencias a un erotismo malsano, sanguinario y cruel. En el fondo de todo amor aparecíasele una inconsciente crueldad obscena y triste. De Andalucía, de aquella encantadora tierra de sol, que decía adorar, conservaba un recuerdo que tenía algo de estampa de Rops, algo de aguafuerte de Goya, y algo de pintura de Sorolla. En Andalucía no había visto sino el cielo implacable, los campos polvorientos llenos de chumberas, las danzas bárbaras de espasmos y gestos desgarrados en desesperaciones de agonía y los crímenes pasionales. ¡Y qué escalofriantes e imprevistos detalles descubría en aquellos crímenes! En todos adivinaba ella una lascivia sanguinaria, un vicio concentrado, algo tremendo y alucinante. Veía España como una mezcla de barbarie, fango y sangre: un Crucificado desmelenado y trágico, presidiendo el patio de caballos de una plaza de toros; la Imperio bailando un garrotín en la procesión del Santo Entierro. Por eso temía a nuestro país, apesar de los aromas de azahar y de los naranjos en flor.
En cambio, amaba la paz de las altas cumbres, porque en ellas moraba Dios. En los nevados riscos que se alzaban polares bajo la luz de la luna, en las mesetas donde nace el edelweiss, se oye la voz del Señor. Su palabra tiene la terrible magnificencia del trueno y la dulzura de la caricia. El alma, libre de impurezas, vuela por los etéreos espacios, y el humo del sacrificio se eleva directamente al cielo.
Por eso deseaba que yo hiciese una ascensión con ella.
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—Confieso—reanudó Valle, tras una pausa en que apuró la cuarta taza de té—que el anochecer, pese a todas las profecías, no me había hecho efecto. Si bien la puesta del sol tenía efectos de luz muy bellos, es lo cierto que el paisaje había defraudado mis esperanzas y que la vista no me indemnizaba del trabajo que me costara subir, ni de la noche de frío que se nos preparaba. Aquello estaba demasiado alto y desde allí daba la impresión de estarse viendo todas las cosas en un mapa de relieve; la distancia borraba los detalles que con sus contrastes forman el encanto del paisaje, su movimiento, como si dijéramos, y quedaba una naturaleza de mundo muerto, una perspectiva árida de cataclismo geológico. Veíanse los lagos como manchas grisosas, los pueblos borrosos, los bosques de pinos fingían sombríos borrones, y las enormes cadenas de riscos parodiaban la osamenta de imposibles monstruos.
El ascenso, para mí, poco hecho a tales hazañas, había sido penoso en demasía. Desde las siete de la mañana, en que había comenzado, hasta las cinco de la tarde, que llegamos allí, fue la excursión una marcha continuada, sin más que breves minutos de descanso y una parada más larga en el Seigfred Palace (última estación elegante de la montaña) para almorzar. Confieso que ni el paisaje ni las peripecias me compensaron del cansancio, y que así, poco a poco, fuese apoderando de mí un humor de todos los demonios. Miss Decency, en cambio, parecía rejuvenecida, más ágil, alegre y emprendedora que nunca. Hasta había perdido algo de su habitual sequedad y hacíase más comunicativa y parlanchina. Un color saludable invadía sus mejillas, y sus ojos, cansados, relucían llenos de viveza. Rota su corrección británica, hablaba al guía en alemán, le hacía preguntas, bromeaba con él. Realmente, la dama era incansable.
Y así fue todo el día. Delante, el tirolés, un mocetón fornido, musculoso y ágil, ataviado a la moda del país; las piernas, medio desnudas, en las gruesas polainas de lana; pantalón de pana verde, sostenido por bordados tirantes; blanca camisa, que, desabrochada, dejaba el robusto cuello al descubierto; chaquetón de paño al hombro, y caído sobre la oreja un fieltro verde con enhiesta pluma de águila; detrás, la inglesa, y, por fin, yo, lamentable, arrastrándome trabajosamente en su seguimiento. Ya arriba, izaron las tiendas de campaña para pasar la noche (una para la buena señora y otra para mí, pues el guía dormía sobre unas mantas, a la intemperie), y disponíamonos a descansar, pues era preciso levantarse a las tres de la madrugada, para ver la salida del sol.
Envuelto en amplio abrigo intenté dormir, pero el frío y la intensidad misma de mi cansancio me tenían nervioso, impidiéndome conciliar el sueño. Al fin, desesperado, me alcé del improvisado lecho y salí al aire libre.
La noche era bellísima; en el cielo azul y luminoso, la luna brillaba como una patena de plata. A la pálida claridad del satélite, las cumbres nevadas tenían una desolación infinita de paisaje astral. Un silencio augusto me envolvía, y a mis pies, borrados por las tinieblas, las minuciosidades, los abismos, eran misteriosas sombras, rotas de vez en cuando por el espejo de un lago que reflejaba la luna. De improviso oí un quejido, un lamento de angustia, una imploración de auxilio. Permanecí quieto, reconcentrado, prestando una atención anhelante. El quejido volvió a escucharse más desgarrado que la primera vez. Ahora dime cuenta exacta de que venía de la tienda en que dormía la inglesa. Y el guía, ¿qué había sido de él? Angustiado por la soledad en que seguían escuchándose siniestros los lamentos, hice un esfuerzo para dominarme y me aproximé a la tienda. Junto a ella me detuve, y, conteniendo hasta la respiración, escuché. ¡Ya no me cabía duda! Se estaba cometiendo un crimen. Tembloroso, horrorizado, alcé con precaución un pico del lienzo y ahogué un grito. En el suelo, en confuso montón a que la claridad lunar daba imprevistos claroscuros, luchaban la dama y el tirolés. Era una lucha salvaje, feroz, trágica y grotesca, en que se agitaban, se contorsionaban, se retorcían, en posturas absurdas. Medio desnudos, jadeantes, se revolcaban en el lecho de nieve. Una de las piernas de la vieja, enfundada en una media escocesa a cuadros verdes, rojos, amarillos y azules, se agitaba en el aire. ¡El guía estaba violando a miss Decency! Mi primer impulso fue acudir en su socorro; pero en aquel momento él dejose caer al suelo, y la púdica saltó sobre él. ¡Era ella, ella la vestal sagrada, la que atentaba al pudor del pobre chico! Retrocedí anonadado, y silenciosamente volví a mi lecho.
*
* *
Al cesar las risas, el marqués siguió su historia:
—A la mañana siguiente, miss Decency vino a buscarme. Su rostro resplandecía; semejaba así en el arrobol de las mejillas, y el fulgurar de los ojos, más joven, más ágil, liberada por un milagro del peso de unos cuantos años. Con voz velada de emoción, me interrogó:—¡Ha visto usted, amigo mío, qué prodigio! ¡Verdaderamente; sólo en estas alturas nuestras almas pueden volar libres de las impurezas del mundo!
Lucerna-Agosto.
Púsose en pie, haciendo valer la innata elegancia de su figura, ese no sé qué de distinción suprema, que en el frívolo lenguaje de los salones se califica de un gran aire. Era alta y delgada; el traje, de terciopelo negro, ceñía la esbeltez un poco fatigada de su figura; la piel de zibelina que rodeaba su cuello, la negra toca empenachada de plumas que cubría sus cabellos teñidos de rubio Ticiano y el espeso velo de encaje, disimulaban los estragos del tiempo; el rostro desvastado, el cansancio de las pupilas verdes que brillaban mortecinas en el fondo de las cuencas violetas, y la mueca atrozmente amarga de la boca, en que entre los labios arrugados y marchitos aparecían en una sonrisa cruelmente dolorosa los dientes amarillentos.
—Me voy. Desde mi enfermedad de Venecia, el médico me ha prohibido estar en la calle al anochecer.
Maud Simson interrogó con extrañeza:
—¿Su enfermedad?... No sabía...
Y Julito, a su vez, con un leve matiz irónico:
—¿Tal vez el veneno de Venecia?...
La sonrisa triste acentuóse:
—El veneno de Venecia, sí. Las emanaciones de las aguas estancadas, la humedad malsana, el relente del anochecer... no sé; una calentura horrible, que por poco me cuesta la vida—. La voz era armoniosa, ligeramente cascada, voz de mujer que se aleja a pasos agigantados de la juventud. Después, amable, encarándose con el dueño de la casa:—Ya sabe usted que no salgo casi. Una excepción para venir aquí.
Fred de la Croix, el baroncito atrabiliario y petulante, deslizose del diván de damasco azul cielo con cojines de antiguo brocado y pieles de blancas cabras del Tibet, en que yacía, y con su paso, a la vez perezoso y elástico, que le daba una inquietante semejanza con algunos felinos, aproximose a ella y la cogió las dos manos:
—¡Querida amiga!
La Fronshire sonrió, y luego alejose por la galería, con su ademán cansado de vencimiento.
El saloncillo olía a rosas y a cigarrillos turcos. Era una estancia amable que tenía de baudoir de cocotte y de despacho de artista: damasco azul pálido y maderas alegres; muebles cómodos, voluptuosos, tallados en roble claro de ese estilo borroso en que el Luis XVI se ha adaptado al confort inglés; algún pastel fácil, dos o tres grabados equívocos, y rosas, rosas por todas partes: rosas en los jarrones de mayólica, y en los búcaros venecianos y en los antiguos Sèvres; rosas pálidas, de suave coloración carnosa, y bengalas rojas como la sangre; rosas blancas, livianas y eucarísticas, y rosas amarillas; muchas, muchas rosas, que hacían pesada la atmósfera, con pesadez de jardín invernal.
Volvía el baroncito, y los comentarios, prudentemente contenidos hasta cerciorarse de la partida de la víctima, estallaron como implacable pedrisco sobre la dama que acababa de marcharse.
—¡Qué estropeada está!
—¡Qué vieja!
—¡Yo no la hubiese conocido!—aseguró Maud.
Y la Croix, cruel, implacable, con su sonrisa burlona, la nariz respingada y los labios alzados en las comisuras, hacían aún más cínica e insolente su ambigüedad de colegial vicioso, flageló:
—Ninón, comienza a envejecer.
—Es que, realmente, es un bajón atroz—colaboró la Simson.
—¡El veneno de Venecia!—ironizó Calabrés.
Y Olmeido, con su voz un poco estridente, tan propicia a los sarcasmos, afirmó muy serio:
—El veneno de Venecia ha sido—. Y, como todos rieran, incrédulos:—No se figuren ustedes que es broma mía—aseguró. Al ver que no le creían, insistió en sus afirmaciones:—Si yo les contase la historia.
—¡Sí, sí!—Y Fred, que se moría por los potins, palmoteaba.
A su vez, Julio unió, sus imploraciones a las del dueño de la casa:
—¡Cuenta!
Y Maud Simson, pereciendo de curiosidad, anunciole:
—Es temprano.
Como lo deseaba casi tan ardientemente como ellos, se dejó convencer:
—Estábamos en Venecia el otoño pasado—comenzó—. Habíamos ido a bordo del Hamlet, el prodigioso yacht de Ofir, el judío multimillonario. Llevábamos un mes embarcados y comenzábamos a aburrirnos. De la frívola elegancia de las playas del Norte habíamos pasado a la luminosidad radiante de Cádiz y Nápoles, y de allí a la glauca transparencia de Venecia. Al principio, la novedad de la vida a bordo se nos antojó encantadora; pero pronto, la eterna prisión, con su forzada monotonía, nos cansó. Además, causas imprevistas disminuyeron el número de invitados, y después de haber perdido en Biarritz al gran duque Sergio, llamado con urgencia a Moscou, Lina Monrreal y su marido acababan de dejarnos en Cádiz. Quedábamos la princesa Orlasky, los Rodríguez Torres, los peruanos de París, la Fonseca, Nino Alcolea, Lady Fronshire y yo. No era la primera vez que me tropezaba con la inglesa; habíala encontrado ya en Escocia, en una cacería en Warthon-Castle, el castillo de lord Warthon, en el Pera-Palace, de Constantinopla, y en la feria de Sevilla. Y no sé por qué, en todas partes, la elegancia serena de aquella mujer, su extraña juventud que se conservaba prodigiosamente, desdeñosa al tiempo; su mirada altiva de diosa que camina por las nubes indiferente para las miserias humanas, me inquietaron. Había en su hermetismo, en la mueca de sus labios rojos, en un gesto de rara dejadez que parecía aflojar los resortes de su cuerpo, transformando por un segundo su gran aire en una blanda elasticidad felina, y, sobre todo, en sus ojos azules y profundos, unas veces, verdes y transparentes, otras, un algo que me turbaba. ¡Sus ojos!... Sobre la máscara de frialdad altiva de la dama, aquellos ojos inquietaban como una desgarradura en un tapiz de terciopelo heráldico, por la que se entreviese una escena de burdel. Yo había sorprendido aquellos ojos una tarde de cacería, brumosa y gris, a orillas de un lago, en un rincón de Escocia, después de un día de insaciable galopar, ante el cuadro cruento de los jabalíes muertos y los galgos despanzurrados, fijos con una mirada ardiente en los rojos palafreneros; había vuelto a hallarla, siguiendo como una sombra fatídica los pasos de un torero en el ruedo sevillano, como si esperasen la visión cruenta de una catástrofe; y, por fin, fijos, hipnotizados por la bárbara zalagarda de unos soldados árabes en Constantinopla. Y siempre en el fondo de las pupilas había adivinado el mismo anhelo, la misma ansiedad dolorosa, la misma angustia de contenido deseo.
Apesar de nuestro cansancio, Venecia nos galvanizó. ¡Venecia! Venecia es con Avila, quizás las dos únicas ciudades del mundo en que se siente palpitar el alma de la Edad Media. Tiene de las urbes antiguas la magnificencia y la miseria, la teatralidad propicia a los desfiles triunfales y a las pompas litúrgicas, la inconfortabilidad, la suciedad y la incongruencia. ¡Ah!, la quimérica maravilla de la Piacetta, con su gótico palacio ducal, su oriental San Marcos de oro y pedrerías, sus dos obeliscos coronados por San Jorge y el Dragón, su campanile y su luz violeta que da a las cosas un aspecto irreal! ¡Ah la inquietadora belleza del Gran Canal, con su doble fila de palacios de nombres sonoros; la extraña interrogación de la vieja ciudad con su laberíntica red de callejuelas y sus intrincados canalillos, donde al volver de un recodo sospechoso, lleno de negros y miserables tugurios, surge el prodigio de bizantina balconada! En Venecia queda todavía la huella de la vida remota, cruel, malsana, apasionada y fervorosa, y todavía se adivina en ella el triunfo del orgullo, de la lujuria y de la muerte.
Encantados, andábamos de un lado para otro. Mis compañeros, pasado el primer entusiasmo, jugaban al tennis o tomaban el té en el Lido, o surcaban la laguna en las canoas automóviles; pero yo, más curioso, atraído por la vida misteriosa de la ciudad vieja, vagaba, complaciéndome en perderme en el laberinto de puentes, callejones y encrucijadas. Un día, sin saber cómo, había ido a parar al barrio de la Marinería. Comenzaba a anochecer; en las callejas, a que la angostura, oscuridad y elevación de los edificios daba un aire sombrío, abríanse, bañadas en la claridad lívida de los mecheros de gas, tabernas y chiscones, donde, al través de la espesa atmósfera cargada de humo, divisábanse equívocas figuras de la fauna del hampa mezcladas con marineros y soldados. Mujeres sospechosas que, envueltas en sus pañuelos de crespón, tenían una extraña semejanza con las que pululan en las noches estivales por los barrios bajos de Madrid, paseaban las calles ofreciendo su mercancía de amor. Del fondo de las antros surgían notas truncadas de canciones canallescas, estrofas de barcarolas románticas o cantos patrióticos, y voces que disputaban o que gritaban simplemente por al gusto de gritar, formando horrísona batahola. Avanzaba entre curioso y sobrecogido, cuando una callejuela más oscura y angosta llamó mi atención. Era un pasadizo de metro y medio de ancho, apenas alumbrado por la mortecina luz de un farol colocado al fondo. Un vaho húmedo, cargado de emanaciones pestilentes de miseria, de suciedad y de prostitución, salía de él; un arroyo de agua fétida, negra y viscosa, corría por el centro, y veíanse confusamente figuras sospechosas que iban y venían en las tinieblas. Valientemente, impulsado por una curiosidad más fuerte que el temor, me entré calle adelante. La vía, según se avanzaba, hacíase más estrecha; a ambos lados abríanse portales negros y profundos, y al fondo de los zaguanes adivinábanse sombras humanas, borrosas y confusas, en una hibridación inquietadora, de la que destacábase de tarde en tarde la falda clara de una mujer o la blanca blusa de un marinero. Llegué al final; el pasadizo era un callejón sin salida; en el ángulo, una mujercita, de alto peinado, discutía con un bersaglieri borracho; entonces, no sin cierta escama, emprendí la retirada. Iba a medio camino, cuando de improviso surgió de la sombra una silueta conocida. ¡Lady Fronshire! Dudé: no era posible aquéllo. ¿De dónde había salido? Allí no había sino antros prostibularios o tascas infectas; indudablemente, la inglesa, paseando, habíase extraviado, y al verse en aquel callejón, retrocedía. Pero ¿cómo no había yo visto antes la silueta de elegancia inconfundible que contrastaba de manera tan violenta con el ambiente canallesco? ¡Juraría que Lady Fronshire había surgido de uno de aquellos inmundos portalillos! Y era ella, ella con su gran aire, su cuerpo ágil y serpentino bajo el chic irreprochable del traje sastre. Corrí para alcanzarla, pero en aquel momento llegaba a la calle central, y dando la vuelta desaparecía. Y cuando yo, a mi vez, llegué, no quedaba huella.
—¡Bah! ¡Ilusiones tuyas!—rió Julito.
—¿Ilusiones?—Y Olmeido, amostazado, hablaba con calor:—¡Pues falta la segunda parte!
—¡A ver! ¡A ver!—Y todos, interesadísimos, aprestáronse a oír.
El portugués continuó:
—Cuatro o cinco días después volví a tropezarme con ella. Era nuestra última jornada de Venecia. Ofir, reclamado con urgencia por sus negocios, tenía que volver a Londres, y el Hamlet levaría anclas al día siguiente. Todos nuestros amigos habían aprovechado el esplendor del día (uno de los últimos de septiembre) para hacer su postrera excursión a Murano; pero yo había preferido ir a dar mi adiós a la vieja urbe ducal. Después de visitar San Marcos y el Palacio del Dux y ambular por las calles, retornaba hacia el Lido en uno de los vaporcillos que hacen la travesía, gozándome en la magia del atardecer. Como al través de un lente de amatista, veía, alzándose de la glauca superficie de la laguna, destacarse sobre el cielo violeta la ciudad arcaica, coronada de orientales campaniles. A la izquierda, en un islote, quedaba Santa María de la Salute, que nos habla de uno de los azotes de la Edad Media, de la peste; a la derecha, los jardines, y sobre la esmeralda líquida, las viejas góndolas, fúnebres y románticas. Una evolución del barco me hizo perder de vista la ciudad, y deseoso de contemplarla aún, decidime a bajar a los departamentos de segunda clase. Descendía las escaleras, cuando algo, sobresaltándome, obligome a detenerme. ¡Aquella silueta! Lady Fronshire estaba allí. Indudablemente, había tenido la misma idea que yo, y quería también dar su adiós a Venecia. Mi primer impulso fue dirigirme a ella, pero una fuerza misteriosa me detuvo; ¿por qué estaba allí? Dudé; ¿sería realmente ella? Ella, en persona; no era fácil confundir su porte de gran señora, su elegancia innata, de raza; pero, además, si aún fuese poco, pregonaban su personalidad el atavío de franela blanca, que moldeaba el cuerpo de una juventud pasmosa, el hilo de enormes perlas pendiente de su cuello (aquellas famosas perlas que pertenecían a la Reina Isabel de Inglaterra) y los solitarios que fulguraban en sus orejas. Disipadas mis dudas, iba a seguir descendiendo para hablar con ella, cuando una maniobra extraña que acababa de chocarme me detuvo. Cerca de la inglesa, dos marineros, dos mocetones napolitanos o corsos, de tinte bronceado, casi oliváceo, y rizados cabellos, vestidos con el traje de los marineros italianos, que dejaba al desnudo sus cuellos de hércules, la miraban, sonreían, tornaban a mirarla; en una palabra: ¡la hacían el amor! Indignado por lo que reputaba como incalificable grosería, iba a encararme con ellos, tomando la defensa de mi amiga, cuando noté con asombro que, en vez de indignarse, parecía ella complacerse y aún prestarse a ello. Efectivamente, en lugar de alejarse de allí con un gesto de asco, Lady Fronshire les animaba con rápidas ojeadas y fugaces sonrisas, que revoloteaban un instante en sus labios. Envalentonados, fueron acercándose, hasta que la mano de uno, apoyada en el barandal, rozó la de la dama. Lejos de retirarla, sonrió ella; entonces, el muchacho comenzó a hablar con su compañero, disimulando con risotadas y chocarrerías su turbación. Pero la inglesa, sin volverse, sin perder su ecuánime serenidad, murmuró unas palabras que sumioles en súbito silencio. El barco se detuvo y me apresuré a desembarcar. Oculto, vi surgir la figura elegantísima de la Fronshire, ágil, garbosa, noble. Una vez en tierra, vaciló un segundo, y luego, en vez de seguir el paseo que lleva a los grandes hoteles, internose resueltamente por los arenales y boscajes que bordean el mar, perdiéndose en las tinieblas nocherniegas. Detrás de ella, a algunos pasos, los marineros la seguían.
Tres horas después, unos paseantes rezagados recogiéronla medio muerta entre las malezas. Semidesnunda, tenía el cuerpo lleno de cardenales, el rostro ensangrentado, arrancado el pelo. Las portentosas perlas, las sortijas extrañas y los gruesos solitarios, habían desaparecido. Una oreja desgarrada, llena de sangre, pregonaba la brutalidad del drama. Lleváronla al hotel; terrible fiebre cerebral túvola muchos días entre la vida y la muerte, y, al fin, cuando logró salvarse, su juventud, la prodigiosa juventud que desafiaba burlona al tiempo, se había fundido. Por eso pasea melancólica la convalecencia de ese terrible mal, y nos habla tristemente del veneno de Venecia.
Venecia-Septiembre 1912.
Cuestión de ambiente. Novela con un prólogo de la Condesa de Pardo-Bazán y una portada de D. José Garnelo. (Tercera edición.) (Agotada.)
Mors in Vita. Novela, con una portada de don José Rodríguez Acosta. (Agotada.)
Frivolidad.
A flor de piel.
Los emigrantes.
Bohemia triste. (Edición de Los Contemporáneos).
Mandrágora. (Idem.)
La torería. (Idem.)
La Reconquista. (Edición de El Cuento Semanal.) (Agotada.)
Bestezuela de amor. (Edición de Los Contemporáneos.)
Del Huerto del Pecado. Cuentos. Portada e ilustraciones de Julio-Antonio. (Agotada.)
La estocada de la tarde. Novela, con una portada de D. Maríano Benlliure. (Edición de El Cuento Semanal.) (Segunda edición.) (Agotada.)
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La Pantera Vieja. Novela. (Edición de El Cuento Semanal.) (Agotada.)
La vejez de Heliogábalo. Novela. (Edición de la Biblioteca Renacimiento.)
Los Héroes de la Puerta del Sol. Novela. (Edición de Los Contemporáneos.)
La hora de la caída. Novela. (Edición de El Libro Popular.)
Una aventura de la Condesa. Novela. (Edición de Los Contemporáneos.)
El Retorno. Novela. (Edición de El Libro Popular.)
La Primera de Abono. Dibujos de R. Marín. (Edición de El Libro Popular.)
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Un alto en la vida errante. (Comedia en tres actos y un prólogo, en colaboración con Ramón Pérez de Ayala.)
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Frivolidad. (Comedia en tres actos y cuatro cuadros.)
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