The Project Gutenberg EBook of Crónicas de Marianela, by Anonymous This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: Crónicas de Marianela Author: Anonymous Editor: Pedro L. Balza Release Date: December 4, 2010 [EBook #34565] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK CRÓNICAS DE MARIANELA *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at DP Europe (http://dp.rastko.net)
1917.
El interés que han despertado las amenas crónicas de "Marianela" publicadas en la página femenina de "LA PRENSA" me ha inducido a solicitar del Director del gran diario, Don Ezequiel P. Paz, el permiso para editarlas.
La benevolencia gentil del señor Paz ha otorgado el consentimiento, y hoy aparecen los chispeantes artículos de la distinguida escritora compilados en este elegante volumen. Notorio es el éxito creciente que han logrado estas crónicas; aparte su mérito literario, puesto de relieve en un estilo fácil, terso y armonioso, contienen otra cualidad más esencial aun, consistente en su sana orientación ética, en una crítica, suavemente irónica, de nuestros hábitos y costumbres. Trátase, en fin, de un libro interesante, ameno instructivo, en el cual, a la belleza artística, se unen, en consorcio admirable, útiles normas de conducta, expuestas con delicado humorismo y singular gracejo narrativo.
Pedro L. Balza
(Editor)
Su presentación en sociedad es el primer episodio interesante en la vida de la mujer. Ha terminado la infancia, que acaso sea lo mejor de la existencia. La trasformación de la niñez en pubertad trae también un cambio completo en la vida del espíritu.
La niña se ha convertido en señorita. Ya la muñeca ha quedado abandonada. La mamá de la señorita, con dulce melancolía, la recoge y la guarda en un mueble tradicional. La señorita no hace caso de su muñeca: le parece un objeto antediluviano, pues aunque el tiempo pasado es poco, la trasformación es tanta que todo lo de ayer ha adquirido carácter remoto. Ya vendrá un día en que vuelva sus ojos, acaso tristes, acaso llorosos, a la muñeca que alborozó sus horas infantiles. Pero ahora, no; ahora ha quedado relegada a completo olvido. Porque la señorita se halla trémula de emoción. Se va a presentar en sociedad; está por asomarse al mundo. Y un tumulto de ideas, mejor dicho, de imaginaciones—porque, propiamente ideas sobre el mundo, no tiene aun la señorita—asaltan su mente en ligero torbellino, se agitan, bullen, vuelan y revuelan como mariposas en torno del foco luminoso.
¿Cómo será el mundo? He ahí la preocupación de la señorita. Pero esta preocupación está exenta de tristeza, de gravedad, de pesimismo. Porque, en realidad, no se pregunta: «¿cómo será el mundo?», interrogación harto filosófica para sus años y su inexperiencia. Lo que ella se pregunta es: «¿cómo le pareceré yo al mundo?». Y a medida que se atavía y se adorna y se embellece con los mil recursos que la moda inventa, piensa la señorita, frente al espejo que refleja su figura de mujer en esbozo: «yo creo que le voy a parecer bonita al mundo». Y esta idea optimista, justificada desde luego, porque la señorita es linda, le produce una alegría exultante, alborozada, llena de íntimo regocijo. En ese momento del atavío, los detalles adquieren una importancia fundamental; el gracioso lunar, el rizo juguetón, todo aquello que constituye su personalidad, su diferenciación de las demás señoritas que también se presentan en sociedad, adquieren un relieve preponderante y definitivo. El lunarcillo y el ricito son invencibles; nada, nada, ¡invencibles!...
Una ligera inquietud invade el espíritu de mamá. Es necesario que la presentación cause buen efecto. Está en ello comprometido el buen gusto y el tino educador de mamá. La señora ha leído a Carmen Sylva, la buena y discreta reina rumana, y repite a su hija estas palabras que pueden servir de norma en una presentación en sociedad: «La tontería se coloca siempre en primera fila para ser vista; la inteligencia se coloca detrás para ver». Y luego agrega por cuenta propia: «discreción, hija mía, compostura, sosiego; mide lo que dices; más vale que peques por cortedad».
Papá también está un poco impresionado. Cree, como Terencio, que las mujeres, igual que los niños, se corrigen con leves sentencias. Y apunta algunas apropiadas al caso. «La señorita silenciosa parece mejor que la locuaz». El discreto señor hace algunas observaciones filosóficas sobre la coquetería. A su juicio la coquetería no tiene más fin que hacer subir las acciones de la belleza. Pero el prudente papá advierte que es necesario tener sentido de la medida; no hacerlas subir demasiado, porque pueden caer de golpe una vez descubierto que se abusa del recurso para hacerlas subir. Papá agrega otros razonamientos graves, discretos, oportunos. «No hay que ser criticona», dice. Y volviéndose a la esposa, agrega: «Según Schiller, la mujer tiene ojos de lince para ver los defectos de las demás mujeres». Y luego agrega por cuenta propia: «Los hombres nos enteramos de los defectos de una dama por otra dama; pero adquirimos mala idea de quien nos suministra la información».
Ya la señorita está ataviada: un traje primoroso realza su figura: primor sobre primor. «Está elegantísima», observa la señora al esposo. «Sí, sí, dice éste, muy elegante, muy linda». Y recordando las palabras de un pedagogo argentino agrega: «Pero hay que ser también «paqueta» por dentro: que a la figura elegante no corresponda un espíritu deforme». La señora confía en que la niña será siempre muy buena. «Es nuestra hija», termina. «Es verdad,—asiente el padre conmovido—; será buena, porque es nuestra hija».
Entre observaciones, besos y mimos, la señorita, llena de alegría y de ilusiones, se dispone a presentarse en sociedad.
Se ha dicho muchas veces que el matrimonio es la tumba del amor. Por eso sin duda los diversos poetas que han cantado la vida de Don Juan no casan nunca a su héroe. No han querido someter a prueba su capacidad amorosa ni la consistencia de su sentimiento.
Y es que Don Juan no es un verdadero enamorado. Balvo, un filósofo modesto, pero muy discreto, destruye con cuatro palabras todas las apologías rimadas que se han hecho de Don Juan: «quien ama a muchas, no ama mucho; quien ama a menudo, no ama largo tiempo; quien ama con variedad, no ama dignamente».
Entre los poetas y este modesto filósofo, la elección no es dudosa para nosotras. La consistencia del amor se prueba en el matrimonio; sólo una larga convivencia nos demostrará si el corazón está bien puesto, en quicio permanente.
Por lo demás algo hay de cierto en eso de que el matrimonio es la tumba del amor. No en balde la frase goza de tanta difusión en el mundo. Pero es porque el amor, en su forma exaltada, sólo es, como dice Voltaire, un cañamazo dado por la naturaleza y bordado por la imaginación. Ahora bien: el cañamazo, la belleza física, no resiste la tiranía del tiempo que imprime las tristes huellas de la decadencia; y la imaginación bordadora también acaba por sosegarse y quedar sustituída por una dulce y reflexiva calma.
Entonces el amor no tiene más que una salvación: el cariño. Los poetas, que son los mayores perturbadores del mundo, siempre han desdeñado, por subalterno, este sentimiento, que es mucho más fundamental y más sólido que el amor. El amor es la llama; quizá no pase de una fogata fugaz; el cariño es el rescoldo hecho de la buena y diaria lumbre del hogar, de la mutua adhesión, del perdón mutuo, de la recíproca tolerancia, de los comunes gozos y sufrimientos, de las alegrías conjuntas y de la fusión de las lágrimas. El amor tiene un enemigo que le vence siempre: el tedio. El cariño no tiene enemigo que le venza, porque está apoyado en el sentimiento de convivencia. Vale más, mucho más, el calor del rescoldo que el de la fogata. Cuando la fogata no se convierte en rescoldo, sólo quedan de ella frías cenizas. Brasa y no pavesa ha de ser lo que quede de la juvenil exaltación espiritual y del ardor de los sentidos. «¡Te amo!». Es una frase de novela, excesiva, afectada. «Te quiero», es una frase más sencilla, más grave, más profunda y más humana. «¡Te amo!», dice Don Juan, que nunca fué un hombre honrado. «Te quiero», dice el hombre de bien, que seguramente cumple lo que dice.
Saber convivir... He ahí el secreto del buen matrimonio. Dar normas fijas es imposible, puesto que hay tanta variedad de caracteres y de circunstancias cuantas parejas constituyen la organización monogámica del mundo.
Desde luego la cualidad esencial de la mujer es la dulzura. La palabra suave quebranta la ira. Una mujer colérica es el mayor tormento de un hogar. A mí, personalmente, me produce la impresión de un canario hidrófobo; algo, en fin, absurdo y horrible. Cuéntase que uno de los siete sabios de Grecia (Solón, Bías, Tales, Anacarsis, Pitaco, Quilón, Periandro, no se sabe cuál; lo mismo da, cualquiera....) tenía un discípulo que estaba enamorado. El novio, lleno de entusiasmo, refería al maestro las cualidades de su futura. «Es hermosa como el lucero de la mañana»—decía el joven. El filósofo escribía: «cero».—«Es rica, como la heredera de Creso»—añadía el doncel. El genio griego volvía a escribir: «cero». (La dote, pensaría probablemente el filósofo, es la gran virtud de los padres). El enamorado agregó: «Es inteligente». Y el gran hombre puso otra vez: «cero».—«Es noble»—«Cero».—«Tiene muy buena parentela».—«Cero».—«Buena educación».—«Cero». El enamorado miraba atónito a su querido maestro. Por último le dijo: «tiene un carácter dulce». Y entonces el sabio heleno, el más sabio de los siete sabios, estampó la unidad a la izquierda de todos los ceros que había ido poniendo, para demostrar que sólo así adquirían valor las demás cualidades.
Todo es grato al lado de una mujer dulce: todo es amargo al lado de una irascible. Seductora es la belleza, atrayentes la espiritualidad y el donaire; pero es la dulzura la que más retiene al hombre. Y la felicidad del matrimonio está en retenerse mutuamente. Palabras suaves, conceptos delicados, ademanes tranquilos forman el mayor encanto de la mujer. Madame Neker, cuyo ingenio lució tanto en los salones de Versalles, en los momentos precursores de la Revolución, cuando todas las pasiones estaban a punto de estallar, solía decir a sus amigas que las palabras ofenden más que las acciones, el tono más que las palabras y el aire más que el tono. La esposa del famoso hacendista hubiera podido dictar una cátedra de psicología conyugal. Dulzura, suavidad, amigas mías. Los hombres rompen los eslabones de una cadena de hierro; en cambio hallan agradable la atadura si ella está formada por tenues hilos de seda. Sean nuestras palabras como nuestros brazos en las horas de deliquio: suaves, blandas, dóciles. Yo, como mujer, gusto mucho de oir hablar a los maridos de sus respectivas esposas. Y he observado que cuando elogian el ingenio, la gracia, la belleza, la elegancia o cualquier otra cualidad física o moral, lo hacen sin mayor calor. En cambio, cuando dicen: «mi mujer es una pastaflora», dan a su expresión un tono de íntima ternura que revela cuánto impresiona a su espíritu esta cualidad femenina.
La popular frase transcripta encierra las principales virtudes de la mujer: la bondad, la resignación, el avenimiento a todas las circunstancias, la tolerancia, la encantadora docilidad.
Defecto grave en la mujer es tener un espíritu contradictor, una voluntad terne, un carácter terco. A la mujer no debe costarle ceder. La testarudez es buena y honrosa en los generales que defienden un fortín. Para la mujer, ceder es conseguir—siempre que el marido sea tierno, delicado y comprensivo. Jamás la mujer—y esto es importantísimo—debe herir al marido en aquello en que cifra su amor propio. Téngase en cuenta que el amor propio es más fuerte que el amor; como que muchas veces se ama por amor propio, más aun que por amor a la persona amada. Cuidado, pues, mucho cuidado con herir el amor propio del marido. Yo (y perdonen mis amigas que me ponga como ejemplo; lo haré pocas veces) estoy casada con un estanciero, hombre bonísimo, inteligente, gentil, cordial, que me quiere tanto, tanto... como yo a él, lo que equivale a buscar términos de comparación con lo infinito. Pues bien, mi marido es aficionado a la historia natural y presume de conocer como nadie (y conoce, yo lo afirmo, porque le quiero mucho, y esta es una razón definitiva) la fauna argentina y muy especialmente—aquí está su amor propio—las aves noctívagas que vuelan por nuestros campos al morir el día. Paseando a esa hora por la estancia, ha confundido alguna vez el carancho con la lechuza; porque mi marido nunca tuvo buena vista, excepto cuando me eligió a mí. Bueno; pues yo nunca le contradigo, porque, además de herir su amor propio de entendido en aves noctívagas, le molestaría mi advertencia, significándole que tiene malos ojos, y los tiene hermosísimos, aunque ven poco. ¿Para qué contradecirle? ¿Para qué herir su amor propio de naturalista? ¿Para qué recordarle que no ve bien? ¿Qué más da que aquello que voló sea lechuza o sea carancho o sea chimango? La cuestión es que él sea feliz creyéndose un excelente naturalista, dotado de buenos ojos. Y si es feliz con mi asentimiento, ¿por qué negárselo? Alguna vez él mismo sale de su error, y entonces, enternecido, paga con un beso mudo la intención de mi aquiescencia. Y este beso de mi marido vale más, mucho más que toda la fauna, incluso la humana, que puebla la tierra.
He contado esta nimiedad tan íntima, tan personal, a guisa de ejemplo, para demostrar que no debe mantenerse contradicción en cosas sin importancia. (Y no quiere esto decir que las aves noctívagas carezcan de interés; lo tienen, y muy grande, desde que le interesan a mi marido). Una herida de amor propio tarda mucho en curarse; quizá no cicatriza bien nunca. Queda siempre un sordo resentimiento. Y el resentimiento—la misma palabra lo dice—es el sentimiento más terne, más perenne, de más triste duración.
La incompatibilidad de caracteres es lo más deplorables de la vida conyugal. Y suele nacer de nimiedades, de intolerancias, de tozudeces insustanciales. Una mujer díscola es inaguantable. Hay que ser como la cera, dócil al moldeo, que al fin el moldeador suele adquirir el carácter de lo moldeado. La vida es breve, y pasarla en disputa constante equivale a cambiar la felicidad relativa por un potro de tormento. Y nada resuelve el divorcio; porque, como ha dicho un filósofo—claro que un filósofo feminista—el divorcio es la disolución de una sociedad en que la mujer ha puesto su capital y el hombre solamente el usufructo. ¿Y adónde va una sin capital? No hay que perder el socio, sino avenirse con él, aunque la sociedad luche con algunos tropiezos. Allanémoslos, en vez de aumentarlos; que al quitar los nuestros, también él—si no es una mala persona—quitará los suyos, despejando así el camino de la dicha. Vivir es ya un milagro; no depende de nuestra voluntad, sino de la Providencia. Saber vivir depende de nosotros mismos. No malogremos el don de la vida que Dios quiso otorgarnos.
De las condiciones del hombre en el matrimonio no me atrevo a hablar. Siento invencible timidez para tocar este punto, asaz complejo y difícil. Los místicos, los santos, que todos fueron solteros, aceptando todas las cruces, menos la del matrimonio—con lo cual su santidad desmerece un poco por falta de sometimiento a prueba completa—decían que al matrimonio, como a la muerte, es difícil llegar bien preparados. No se enojarán los hombres, si apoyándonos en el testimonio de los santos, decimos que la mujer llega al matrimonio en condiciones espirituales superiores. Y así debe ser, porque para el hombre el matrimonio es un accidente, mientras que para la mujer es el hecho fundamental de su vida.
A pesar de mi temor para hablar de esta materia, me atrevo a insinuar que entre los hombres dedicados a la vida intelectual, los mejor dispuestos para el matrimonio son los políticos. El literato, el mismo filósofo, el pintor, el músico, los artistas, en general, son peligrosos, porque su arte y su filosofía están siempre en primer término, antes que la mujer. Además, son un poco raros y no poco arbitrarios. Y entre los políticos se debe preferir, no a los dogmáticos empecinados, no a los caudillos exaltados, ni a los oradores famosos, que son también, como los artistas, un poco peligrosos, sino a los que tienen aptitudes gobernantes. La razón estriba en que, siendo el gobierno del Estado una serie de concesiones, llegan bien dispuestos al matrimonio, que es igualmente otra serie de concesiones.
Termino. Me he extendido demasiado. Pero téngase en cuenta que la cuestión es ardua y llena todas las bibliotecas del universo, sin que se haya resuelto satisfactoriamente. Sólo insistiré, para concluir, en que el cariño vale más que el amor, porque es más sostenible, más durable, más permanente. Lope de Vega, voto de calidad, pues fué un Don Juan efectivo, lleno de devaneos y tormentosas pasiones, nos dice en unos versos de su comedia «El mayor imposible», estas palabras razonables sobre la exaltación amorosa:
«Que muchos que se han casado |
Forzados de un amor loco, |
Suelen después hallar poco, |
De lo mucho que han pensado.» |
¡Cariño, cariño, dulcísimo y solidísimo sentimiento! En tí reside la dicha duradera. El cariño surge de convivir. El amor nace de no haber convivido. Reflexionad sobre esto, amigas mías...
¿Cuál es en la mujer la verdadera edad del amor? Puntualicemos con más precisión, pues la pregunta formulada es un poco vaga: ¿en qué edad se halla la mujer en mejor disposición espiritual para enamorarse y, en consecuencia, para unirse a un hombre, segura de que su sentimiento es firme, permanente, fijo, como la estrella polar?
Un personaje novelesco de Anatole France (creo que es el bondadoso filósofo señor Bergeret) dice que el amor es como la devoció; llega un poco tarde: «no se es amorosa ni devota a los 20 años».
La observación es exacta. El amor, en realidad, es un fanatismo, una de las tantas formas de la exaltación fanática. Ahora bien: para fanatizarse es necesario que el espíritu esté formado y que nuestras ideas estén muy hechas, muy elaboradas. Ni el tierno doncel, como si dijéramos el cadete, ni la señorita, la niña, que acaba de asomarse al mundo, tienen la aptitud del fanatismo. Es un error creer que los años y la experiencia evitan que nos fanaticemos. Ocurre, precisamente todo lo contrario. La experiencia y los años nos aferran a determinadas ideas y dan consistencia definitiva a ciertos sentimientos.
Pero dejemos los demás fanatismos para ocuparnos del fanatismo amoroso, de ese sentimiento de exaltada firmeza, de perennidad indestructible, que nos lleva a entregar a otro corazón el reinado sobre el nuestro. ¿Cuándo se produce de modo integral, con las potencias todas de nuestro querer, con la embriaguez absoluta de nuestro espíritu, esta adoración, en que, usando la pompa verbal de Víctor Hugo, «el amor es la concentración de todo el universo en un solo ser y la dilatación de este solo ser hasta Dios»?
Porque es menester no confundir el amor con su apariencia. Al saltar de la niñez a la pubertad, le ocurre a la mujer lo que a la mariposa al salir de su estado de crisálida. Sus primeros vuelos son inciertos, aturdidos, inseguros. Las alas son tiernas, débiles, y no han adquirido aún el sentido de orientación. Y lo mismo para volar que para amar es requisito indispensable cierto grado de robustez en las alas.
El origen de nuestras desventuras en la vida está en que la sensibilidad es más precoz que el entendimiento. Lo que más falta nos hace es precisamente lo último en formarse. La mente es impotente para regir la confusión tumultuaria de nuestras primeras emociones en su incierto y atorbellinado vuelo. Y así venimos a ser juguetes, como barquichuelo sin gobierno, del oleaje de nuestras sensaciones. El naufragar o arribar a buen puerto depende entonces, no de la seguridad de nuestra brújula, sino del hado favorable o adverso, independiente de nuestra voluntad y de nuestra orientación reflexiva.
A los diez y ocho o veinte años la mujer se impresiona fácilmente. Pero esta impresión suele ser fugaz, versátil, inconsciente. El error está en tomarla por definitiva, esclavizándose a una emoción pasajera. El acierto electivo en este caso está librado al azar, a que la casualidad haya determinado que ésta primera emoción nos haya sido provocada por persona que realmente lo merezca. Y la elección de marido, como la elección de esposa, no debe ser una lotería. «Saqué novio de tal baile» es una frase corriente entre las muchachas. No, no; no hay que sacarse el novio de una vuelta de vals, sino de muchas vueltas del entendimiento; que el discurrir bien no excluye el sentir profundamente. Son los poetas los que han dicho que el órgano del amor es el corazón. Pero los poetas han llenado el mundo de bellas mentiras, sonoras metáforas, falsas imágenes y seductoras demencias. El origen del amor y de todas nuestras emociones está en la mente. Ella es el divino crisol en que se fraguan todas las formas de nuestro sentir. El corazón es como la rueda catalina de un reloj, que no tiene, por sí, conciencia de su propio movimiento. De la idea, de nuestra representación mental sobre otra persona, surgen la adhesión y el amor hacia ella. Entonces es importantísimo que esta idea, punto de arranque de la emoción, sea acertada, no ligera ni superficial; pues sobre pobres, falsos o frágiles cimientos, mal se sostendrán las torres y chapiteles de nuestros ensueños.
La elección debe fundarse en múltiples y atentas observaciones del sujeto, en el análisis de sus prendas morales, en la índole de su carácter, en lo que es ahora (punto de relativa importancia), y en lo que puede ser luego (asunto de capitalísima trascendencia). El sentimiento amoroso asciende y desciende con el conocimiento. Imaginar no es lo mismo que conocer, y el amor suele confundir estos dos valores mentales. Con la imaginación creamos sujetos propios, modelos que nada tienen que ver con la realidad ya creada. «Mi tipo» suele diferir del tipo, que tiene su propia alma, su carácter propio y sus propias mañas; alma, mañas y carácter que no corresponden al bello sujeto fraguado por nuestra fantasía en complicidad con los errores de percepción de nuestros sentidos. No quiere esto decir que el amor ha de estar exento de imaginación y de fantasía. Una criatura sin imaginación es como una tierra sin sol. Pero siempre conviene que la imaginación inicie su vuelo desde la cúspide del conocimiento y no desde los abismos de la ignorancia. Las alas parten más raudas y seguras a hender los espacios cuanto más alta y sólida sea la atalaya de observación desde la cual se lanzan a volar.
A la edad de diez y ocho o veinte años la mujer carece de aptitudes analíticas y de observación. El mundo es para ella una maravilla deslumbrante, en cuya presencia el optimismo toma formas de ceguera. Y el amor tiene mayores garantías de éxito cuando emplea los cien ojos de Argos que cuando elige cubierto con la venda de Cupido. El amigo Cupido y su venda constituyen un símbolo que no resiste el menor análisis. Los símbolos de los griegos, siempre graciosos, no siempre son razonables.
Bella es en el cielo la hora del alba. Bellísima es en el alma la aurora del amor. Pero la hora de la poesía fascinadora no es la hora en que se ve con mayor claridad. Según el adagio vulgar, de noche todos los gatos son pardos. Entre dos luces todos los gatos son azules, que es el color de la ilusión. Acriollando el adagio, bueno será añadir que conviene huir de los «gatos» a toda hora, de noche, de día y entre dos luces.
La mujer, al empezar a vivir, al iniciarse en la sociedad, más que enamorarse, lo que desea es enamorar. La mayor ambición de una señorita consiste en inspirar amor. No se resigna a pasar inadvertida. De ahí que trate más de ser ella interesante que de ver quién podría ser interesante para ella. He ahí un egoísmo que, profundamente analizado, resulta una generosidad. Pero este punto exigiría, para ser bien explicado, un tomo de psicología femenina.
Una mujer sólo a los 25 años se halla en aptitud mental y espiritual para elegir o aceptar esposo—porque no siempre se puede elegir. Sólo después de diez años de frecuentar salones y alternar en el mundo se adquiere cierta experiencia para resolver el gran problema con alguna probabilidad de acierto. Antes de esa edad corremos el riesgo de dejarnos llevar de impresiones fugaces y transitorias. A los 25 años nuestro espíritu ha logrado ya cierto grado de serenidad y nuestros sentidos una dulce calma que no conturba nuestros juicios. Antes, todo es emoción indisciplinada, torbellino de sensaciones, exaltación sin fundamento, inconsciencia, capricho, delirio. El discernimiento sólo se alcanza con los años. Y aun es problemático, pues según un ironista francés «la mujer sólo se equivoca cuando reflexiona». La frase, aguda y ligera, no convencerá a ninguna de mis lectoras. Podríamos devolverla al ironista diciendo: «los hombres sólo aciertan cuando se enloquecen».
Así, pues, amigas mías, antes de casarse conviene haber bailado mucho, haber conversado mucho y haber «flirteado» algo—no mucho,—haciendo todo esto con espíritu observador e informativo, con intención fiscal, a fin de descubrir en los sujetos aquellas cualidades, dones y tendencias que más se aproximen a nuestro ideal. Al matrimonio se debe llegar con el sujeto ya bien conocido; no con una máscara. Asimismo, nunca es completo este conocimiento, ya que el matrimonio no es, en el fondo, sino un lento y contínuo desenmascaramiento que sólo se hace total con el último abrazo en la hora de la muerte.
Conviene también llegar al matrimonio con una ligera fatiga del mundo y de sus pompas y vanidades. Así encontraremos el hogar propio más agradable que los salones y las tertulias. Fidias, que además de un escultor excelso, era un espíritu filosófico, hizo una vez la estatua de Venus sobre una tortuga, queriendo indicar a las mujeres de su pueblo que debían ser lentas para salir de casa. No proclamo con esto el cenobio, el enclaustramiento; pero sí cierto recogimiento que sólo se acepta con gusto cuando conocemos bien la sociedad y todo el tejido de menudas pasiones que en ella bullen y se agitan.
Yo me casé a los 25 años. Antes de conocer a mi marido, aficionado, como sabéis, a la historia natural y, particularmente, a la especialidad de las aves noctívagas pamperas, experimenté muchas impresiones en nuestro gran mundo. Varias veces sentí un principio de amor, un interés repentino, una relampagueante emoción; pero luego aplicaba serenamente mi juicio a los fundamentos de toda pasión incipiente, hasta que lograba disiparla. Es axiomático que las mujeres desconfían de los hombres en general y confían en ellos en particular. Esto es un poco inexplicable, pero es así. Yo procuré siempre hacer lo contrario. A cada caso particular apliqué una saludable desconfianza. Por último me enamoré de veras, con la reflexión y con el sentimiento. La reflexión me decía que mi naturalista era bueno, leal, culto, tierno, muy hombre además para luchar en la vida. Y a compás de estas ideas el sentimiento se encendía en amor. Pero antes de decir «sí» bailamos mucho, conversamos mucho, y yo, por mi parte, traté de verle el alma a la luz de un constante análisis. Y cuando vi que era buena y alta y digna y hermosa le di el más absoluto imperio sobre la mía. Sobre mi persona tenía él también su concepto. Y ahora y por siempre mi amor me lleva a ser como él me imagina, que es el amor perfecto. Y siendo como él quiere, soy como yo quiero, y cuanto más le gusto más me gusto.
Y así el esquife de nuestro amor marcha por el piélago de la vida, seguro de que nunca zozobrará...
Facilísimo es dar el «sí»—«el sí de las niñas»—como reza el título de la ingenua y cursililla comedia de Moratín, que hizo las delicias de nuestras abuelas. El «sí», a una proposición de matrimonio, cuando el proponente nos agrada, brota espontáneo, casi sin palabras; lo damos con los ojos, con el movimiento balbuciente de nuestros labios, oprimiendo con el nuestro el brazo del cual vamos asidas en el baile. Esta última actitud, oprimir el brazo, asirnos a él, suele ser la más corriente como reveladora de nuestro gozoso asentimiento. La que para dar el «sí» emplea mucha retórica, muchos requilorios, circunloquios y rodeos, mucha charla alambicada y sutil, es que en realidad no está verdaderamente enamorada. Acepta por causas ajenas al amor; porque es buen partido, porque quiere emparentar bien, etc., etc. El amor, como toda pasión vehemente—y es el amor la más vehemente de todas—es conciso en su expresión, monosilábico, casi mudo. La palabra muere en el nudo que la emoción forma en la garganta. Todas esas escenas de comedia, en prosa y verso; todas las páginas amorosas de las novelas, en que salen a relucir las flores, los arroyuelos, las estrellas, la luna, los ángeles y los serafines, todo, absolutamente todo eso, es mentira, completamente mentira. El amor, el verdadero amor, no halla palabras, no encuentra léxico para expresarse. Por eso el baile es su mejor auxiliar, pues el abrazo—el abrazo danzando, perfectamente admitido—nos ahorra el estudio del diccionario para dar con los términos académicos apropiados al caso. El concurso, la gente de un salón, que ve bailar, no advierte que cierta pareja abrazada y danzante da a su abrazo, en un momento determinado, un sentido trascendental, de unidad de vidas, de fusión de espíritus, de enlace de corazones. Yo dí el «sí» así, bailando; pero lo dí sin palabras. De pronto, preguntó él: «Bueno, ¿y?...» porque él también, como buen enamorado, era monosilábico, casi mudo. Mi respuesta fué oprimirle el brazo, latir como nunca he latido y mostrarle mis ojos húmedos. Y el hombre arrancó a valsar con tal furia que parecía movido por todo el carbón que emplea ahora la escuadra inglesa en el bloqueo. Nos asimos un poco más, porque el baile lo exigía. Bueno, amigas mías, entonces supe que es posible no morirse de felicidad. ¡ Ay, Dios mío, qué recuerdos!...
Quedamos, pues, en que dar el «sí» es facilísimo; sale solo; se revela en la emoción que nos embarga; por muy quedo que se diga, lo expresa muy alto el estado de nuestro ánimo. Lo difícil, lo árduo, es decir «no», negarse a la relación solicitada. En esta ocasión es cuando ha de revelarse la educación de la mujer, su finura espiritual, los recursos de su ingenio.
El «no» de las niñas requiere, no una comedia como el «sí» de las niñas, sino todo un tratado de psicología femenina. Pero hemos de contraernos a un ligero prontuario sobre la materia. Generalmente, la mujer llega al difícil trance de tener que decir «no» por culpa de ella misma. Porque es ella la que alienta las primeras insinuaciones del hombre, aunque su corazón no esté interesado; unas veces por demostrar a las demás que tiene pretendiente; otras veces por dar celos con el incauto al que verdaderamente ella quiere; no pocas veces también por divertirse, por coquetería, o por curiosidad. El amor propio adopta muchas veces el disfraz del amor por pura satisfacción de orgullo. Y esto lleva a muchas señoritas a admitir y hasta a estimular las insinuaciones del hombre, que toma por sentimiento real los fingimientos de que es víctima en forma de sonrisas prometedoras, de miradas simulando aquiescencia, de gestos y signos, en fin, que expresan lo contrario del verdadero propósito. Este juego es peligroso y, desde luego, condenable. Cuando un hombre inteligente aventura una declaración es porque le anima a ello el presentimiento de que será aceptado, presentimiento fundado en ciertos indicios de que es persona grata, como se dice en términos de diplomacia. Sugerir este presentimiento a un hombre, inducirle en este error, significa en la mujer sentimientos aviesos, una travesura de mal gusto, pues no se debe jugar con el corazón ni con las ilusiones de ningún hombre, cuyo porvenir espiritual, en el resto de su vida, acaso dependa de esta burla de la mujer. Porque deplorable es para un hombre que ama profundamente no verse amado por aquella a quien ama. Pero aun es mucho peor hacer escarnio de su afecto, induciéndole en el error de ser amado sin serlo; pues, en este caso la herida es doble, en el amor y en el amor propio. Y las heridas de amor propio son aún más difíciles de curar que las heridas de amor. El hombre que nos insinúa su afecto, que cifra la razón de su vida en la correspondencia de nuestro corazón al suyo, merece por ello mismo nuestra atenta simpatía, pues siempre es conmovedor para una mujer producir en un hombre esta exaltación sentimental. Si no nos gusta o no nos conviene—desde luego no nos conviene si no nos gusta—debemos hacérselo notar desde el principio con palabras cordiales y cariñosas con cultura exquisita, sin deprimirle en forma alguna, poniendo disculpas que lo eleven a sus propios ojos y mezclando así la desesperanza o desengaño con el consuelo. Probablemente esta conducta de la mujer, por lo mismo que es una conducta noble, bondadosa, espiritual, exaltará más el amor del hombre, le hará más profundo y entrañable, desolará más su alma; pero no tendrá derecho a sentirse herido en su amor propio con burlas imperdonables. Jamás, en fin, se debe alentar una pasión que no se tiene el propósito de corresponder. De todas las coqueterías ésta es la más condenable, porque implica la intención de hacer sufrir, empeño que delata poca reflexión y una torcida contextura ingénita de nuestro espíritu.
Ya se ve, pues, cómo el «no» es más difícil que el «sí» de las niñas. Y esta dificultad aumenta, según va dicho, cuando con nuestra frivolidad y nuestras vanidades hemos inducido en error al pretendiente. En tal caso, el trance, desagradable siempre, de decir «no» claramente ha sido buscado por nosotras mismas. En realidad es una conducta que tiene algo de engaño, ya que condujimos nuestro trato con él en forma que supusiera una posibilidad de aceptación, con la reserva mental de una negativa al plantearnos la petición de mano. Lo noble, lo generoso, lo leal, es atajar discretamente desde el comienzo las insinuaciones, a fin de que nunca pueda creerse engañado en sus observaciones respecto al estado efectivo de nuestro espíritu y de nuestra voluntad.
Pero la especie masculina es muy variada. Hay hombres un poco cegatos en materia de psicología femenina, para los cuales no basta que la mujer rehuya con discreción sus insinuaciones. Su falta de percepción es disculpable y justifica el empecinamiento. En este caso se impone el «no» desde el primer instante, pues al que no entiende de razones con los ojos, necesario es hacer que las entienda por medio de los oídos. Siempre, claro está, usando palabras corteses; nada de desaires, nada de enojos, nada de sentirse molestada por la pertinacia, pues el ciego no es responsable de no ver, y hasta merece simpatía cuando observamos que la causa de su ceguera está en que el foco del corazón le ofusca la vista de los ojos. ¿No merece un poco de piedad un ciego tan sublime? Hay otros que llamaremos «intrépidos», muy expeditivos en sus procedimientos, que quieren llevar las cosas a paso de carga, hombres impacientes, exaltados, audaces, de sensibilidad tormentosa y hasta huracanada. El «no» a un hombre así ha de ser gradual, no repentino, no brusco, pues nuestra negativa seca y rápida pudiera llevarlo a la exasperación y hasta ser causa del encarecimiento del plomo troquelado. Existe el hombre que presume de irresistible, el que tiene de sí mismo un concepto tan optimista que no admite haya mujer que renuncie a la gloria de unirse a él. La vanidad es un lente que aumenta las cosas más pequeñas. Con éste conviene envolver el «no» en un ligero «titeo» educador. Se le hace con ello un servicio, induciéndole a moderar el concepto fantástico fraguado por su insensatez. Hay el hombre que se las da de zahorí, de sagaz y penetrante para descubrir los sentimientos de la mujer. Suele, en su presunción de psicólogo, hacer análisis que no están en la persona analizada, sino en él mismo. Ha leído algunas novelas modernas, probablemente de Bourget, que se ha ocupado mucho de psicología femenina, con sutilezas generalmente exentas de verdad y de sencillez. Con este pretendiente, que es un vanidoso cerebral, se debe emplear un «no» oscuro, nebuloso, para aumentar el mar de sus propias confusiones. Detesto los noveleros, los hombres que carecen de naturalidad. Son, además, peligrosos, porque siempre andan a caza de complejidades sentimentales. Hay el hombre que cifra todo su éxito en el apellido heredado y cree que su nombre procérico basta para lograr la más apetecible conquista. Con éste el «no» tiene que ser histórico. La mujer debe decirle, siempre de una manera muy fina, que hubiera preferido a su antepasado. Los hombres que valen no son los que heredan un apellido histórico, sino los que, llevando uno desconocido, logran meterle en la historia.
¿Para qué seguir presentando más casos? La variedad es tan grande que no acabaríamos nunca. Baste decir que cada uno de ellos requiere una negativa especial, ajustada a las circunstancias y al tipo moral y espiritual del pretendiente. Y con esto queda demostrado que el «no» es mucho más difícil que el «sí» de las niñas...
Son muchas las personas aficionadas a intervenir en el arreglo y combinación de las bodas. En lenguaje clásico se les llama casamenteras y han servido muchas veces de tópico a la musa irónica de los escritores festivos. Este entrometimiento tiene también un calificativo popular: «hacer el gancho» o «servir de gancho» para que una pareja determinada concierte su unión. Por regla general es más frecuente la tendencia casamentera entre las señoras que entre los hombres. Este género de intervenciones se aviene mejor con el espíritu de la mujer. El hombre siente siempre cierto reparo, cierto rubor, en mezclarse en estas negociaciones que requieren las delicadezas y sutiles arbitrios de las damas. Al hombre le parecen, en fin, afeminadas estas gestiones, y aún cuando él mismo las necesite alguna vez, preferirá recurrir al auxilio de una dama antes que al apoyo de otro hombre.
Han existido y existen, sin embargo, hombres casamenteros que lograron por ello la cúspide de la gloria y de la proceridad. Hay «ganchos» que han pasado a la historia. En todas las bodas reales ha intervenido el «gancho» diplomático. Los cancilleres de las cortes europeas hicieron, en el transcurso de los siglos, «ganchos» memorables. Metternich y Talleyrand, por ejemplo, debieron sus mejores éxitos políticos a este género de tramitaciones, manteniendo el equilibrio continental, en unos casos, y concertando la paz, en otros, por medio de su «gancho» para unir princesas y reyes. Las muchedumbres dejaron de matarse y colgaron las armas gracias a la feliz gestión casamentera de un canciller, que resolvió una vasta y pavorosa tragedia tramando una boda oportuna que acabó con el rencor de dos monarquías y de sus leales súbditos. Estos «ganchos» trascendentales merecieron la admiración y el aplauso de los pueblos, que siguen venerando la memoria de aquellos insignes diplomáticos.
El «gancho», tiene, pues, glorioso abolengo histórico, y no debe desdeñarse mi entrometimiento que ocupa tantas y tan sublimes páginas en los anales de la humanidad.
Pero descendiendo de la historia a la vida corriente, mortal y vulgar, discurramos un poco, aunque sea muy someramente, sobre la intromisión casamentera. Bien está ella cuando se pide, cuando, a fin de allanar algunos obstáculos, se solicita el patrocinio de una dama para que venza las resistencias que se oponen al anhelo del pretendiente. El aunar las voluntades familiares, cuando ya los novios están de acuerdo, es obra buena y simpática, pues tiende a proteger un amor concertado.
Pero la verdadera casamentera no es la que ejerce este género de gestiones pedidas, sino aquella que, sin pedírselo nadie, se pone a concertar bodas y a tramar enlaces, usurpando su papel al azar o a los designios providenciales que rigen el nacimiento del amor en nuestro espíritu. Porque el amor, como el rayo, surge de una manera instantánea y fulminante, cuando menos lo pensamos. En esta rapidez y en este fulgor de relámpago estriba precisamente el peligro por lo que toca a la duración, pues es difícil mantener la vida en tan fulmínea tensión espiritual. Por esto en otra crónica hemos defendido las ventajas del rescoldo sobre la llama, o sea del cariño sobre el amor.
La psicología de la casamentera es, en el fondo, sencilla. Su norma es la bondad. La idea de la felicidad ajena guía su intervención. La casamentera armoniza a su gusto cualidades, tendencias, fortunas, representación social, etc. «A Fulano le conviene Fulana». «A Fulana le conviene Fulano». Ella, la casamentera, concierta lo que podríamos llamar condiciones externas Combina matrimonios en frío, como un matemático resuelve una ecuación. No tiene en cuenta el estado espiritual de los seres que trata de unir, si hay o no correspondencia entre sus almas, si existe o no existe afinidad, si los corazones laten a compás y hay entre ellos mutua resonancia. El amor, en una palabra, nunca es tenido en cuenta por la casamentera. A su juicio, siendo armónicas las circunstancias—armónicas a su parecer—el amor tiene que producirse. Todo el error de la casamentera deriva de creer que el amor surge de la conveniencia y no al contrario, la conveniencia del amor, porque, donde no hay amor, todo es inconveniente.
Generalmente la casamentera no ha tenido grandes pasiones. Ignora las tormentas del corazón. Las solteronas muy metidas en años, cuya juventud no conoció el ardiente sabor de la vida, y las viudas que no quisieron mucho a sus maridos, que se casaron por conveniencia, suelen ser las más inclinadas a ejercer de casamenteras. Como no han usado su corazón, desconocen en los demás la onda emocional que constituye la base de toda relación amorosa.
Las casamenteras ponen mucho empeño y mucha tenacidad en sus empresas. Se parecen en esto al diplomático que realiza un concierto internacional. Aconsejan, señalan las ventajas de la unión, presentan las dichas futuras, un porvenir venturoso; hacen grandes apologías de él a ella y de ella a él, atribuyendo a una y otro virtudes sin cuento. Comprometido su amor propio, la casamentera incurre en exageraciones graciosas. Los ángeles son inferiores a la pareja que trata de unir. Y se sorprende de que sus razonamientos no convenzan. No sabe que en materia de amor, como ha dicho un glorioso padre de la Iglesia, el corazón tiene sus razones que no conoce la razón.
La elección de consorte es el acto más íntimo, más importante, más trascendental de nuestra vida. Debe ser también, por lo tanto, el más autónomo, el más libre, el más exento de toda ajena influencia. No hay error en una elección a gusto. Toda persona es feliz por tener lo que le agrada, no por tener lo que los demás creen que es agradable. La felicidad está en la libre elección, en unirnos al ser que la Providencia pone en nuestro camino para que encienda en amor nuestro espíritu y colme nuestras esperanzas. Lo razonable en amor es el ensueño propio y no las lógicas combinaciones de una casamentera.
Lo primero que se debe considerar en todo consejo es la posición de quien lo da. Un consejo no es eficaz ni sirve para nada si la persona que lo ofrece no se coloca en las circunstancias de aquella otra que ha de recibirlo. La casamentera nunca se percata de esta condición indispensable en todo consejo. Y aun asimismo, aun colocándose en estas circunstancias, es difícil el acierto, pues como dice Byron «rara vez sucede que de un buen consejo resulte algo bueno».
En materia de amor lo principal es el amor, verdad harto inocente que sólo desconoce la casamentera. Todo lo demás es circunstancial y accesorio. Fortuna, belleza, equivalencia de posición social, todo es inútil si falta lo esencial, la reciprocidad de un intenso afecto, la afinidad de las almas, la adhesión recíproca de los corazones.
Pocas veces la casamentera opera sola, sino en combinación con otras, aficionadas como ella a tramar enlaces y noviazgos. Para hacer el «gancho» recurren a mil arbitrios delicados, procurando que la pareja se hable y se trate, encontrándose de una manera «casual» en todas partes. De estos encuentros nace a veces un principio de simpatía, que las casamenteras fomentan con elogios hiperbólicos de la futura al futuro y viceversa. Y justo es reconocer que algunas veces salen buenos matrimonios de estas gestiones de las casamenteras. Pero también es verdad que tales enlaces sólo pueden concertarse entre contrayentes que no tengan un gusto muy personal y definido, una individualidad espiritual muy pronunciada, un concepto propio de la vida. Las casamenteras, en fin, sólo pueden lograr su objeto con personas de voluntad blanda, mente vacía y espíritu sugestionable. Tales personas no suelen ser las más desgraciadas; pues si bien la mente lúcida y el espíritu rico en sensibilidad producen muchos goces, también acarrean estas condiciones grandes tormentos y agobiadoras melancolías. La mediocridad goza siempre el género de dicha que impera en el Limbo.
No es fácil hacer con discreción el «gancho». En realidad la casamentera, como el poeta, nace, no se hace. Los procedimientos son variadísimos, según las personas que se trate de unir, el medio social y las circunstancias que las rodean. Empieza la casamentera por convertirse en confidente de cada una de las personas que trata de coyundar. A la muchacha le comunica todo lo bueno que el mozo diga de ella, y aún aumenta algo de su propia cosecha; y al mozo todo lo mejor que de él diga la señorita, y si no dice nada, la casamentera lo inventa. Este intercambio de elogios, traídos y llevados incesantemente, va haciendo paulatinamente su obra, predisponiendo los espíritus y encauzándolos en una tibia atracción, cuya mayor temperatura sucesiva se producirá con el trato y el trabajo continuo y vigilante del «gancho». En el fondo la casamentera viene a ser, con sus repetidas ponderaciones de él a ella y de ella a él, una chismosa del bien, si vale expresarse así. Con relación a la galería, el procedimiento es más breve y sencillo. La casamentera se limita a decir: «todo está arreglado». Se le piden informes, detalles, y ella repite impertérrita: «le digo que está arreglado todo». En el círculo va pasando la voz: «todo está arreglado». Y aunque, en realidad, nada haya arreglado, acaba todo por arreglarse, debido a esa suave presión del medio, a la atmósfera favorable, al ambiente, digamos así, que todo el circulo de relaciones ha creado a la boda. La casamentera ha sabido convertir a todo el círculo en casamentero. La pareja se encuentra unida sin saber cómo, y aquella opinión externa, tan unánime, tan complacida en su obra, tan convencida de la feliz armonía existente en la unión fraguada, acaba por ejercer una decisiva influencia en el espíritu de los futuros contrayentes, que ven la intervención providencial, el destino, el hado, donde sólo hubo el gancho mortal de la casamentera.
Una vez casada la pareja, la casamentera tiene en el hogar la autoridad y el prestigio que le dan su gestión anterior. Arreglará las desavenencias que ocurran, los disgustillos transitorios, las pequeñas trifulcas domésticas. Juzgará sin apelación e impondrá la paz, porque ambos cónyuges sienten por ella un respeto afectuoso. La casamentera casi pertenece al nuevo hogar. De esta manera, si es soltera o viuda solitaria, viene a tener una familia, un poco postiza, es verdad, pero con todas las ventajas y ninguno de los inconvenientes de la verdadera.
¿Salen bien los matrimonios formados así? Habría mucho que hablar sobre este punto y no nos queda ya espacio para su desarrollo. Agregaremos, pues, muy pocas palabras. La felicidad, según un filósofo francés, no se conjuga en presente, sino en futuro imperfecto. La felicidad, como la desgracia, se va haciendo, se va tramando en la convivencia, en la vida íntima y constante. Y así, tanto peligro puede correr un matrimonio formado por un amor enardecido y apasionado, como otro tibio, suave, cordial, sosegado. Todo depende de la hondura con que luego, en la vida diaria, eche sus raíces el cariño, porque es éste, el santo cariño, lleno del sentimiento del deber y de una rígida y caballeresca lealtad a la fe jurada, el que forma los sólidos vínculos de la vida matrimonial. Y en último término, todas las circunstancias preliminares de un enlace quedan olvidadas ante el aleteo de las nuevas vidas y el pío pío que resuena en nuestro corazón.
Comencemos por desvanecer el error en que el título de esta croniquilla pudiera inducir al lector. No se refiere el epígrafe a la respetable clase social que nos aliña las prendas internas, empleando ese producto que es el signo externo de la civilización: el almidón. No creemos habernos excedido al aplicar a las planchadoras el calificativo de respetable clase social. Su misión no puede ser más importante. Gracias a ellas se produce en la vida cierta nivelación. Al contrario de los socialistas, que buscan la igualdad haciendo que desciendan las clases altas, las planchadoras elevan a las bajas por medio del almidonado. Colocado al alcance de todo el mundo, el almidón es un símbolo igualitario por ministerio de las planchadoras.
Pero, como va insinuado, no nos referimos a estas planchadoras, sino a las otras, a las señoritas que, en sentido figurado, se aplica este mismo sustantivo, cuando en los bailes, fiestas y saraos, se ven relegadas o poco atendidas por los caballeros.
Quedarse «planchando»... Nada aflige tanto a una muchacha, ni le da una impresión más completa de su poquedad, de su insignificancia en el mundo. Es un poco difícil determinar los orígenes y causas de esta desventura. Por regla general, se debe a que la «planchadora» no ha sido muy favorecida por la naturaleza. No pretendemos hacer ningún descubrimiento que merezca integrar las páginas de un texto de sociología, diciendo que suele haber más «planchadoras» entre las feas o poco agraciadas que entre las bonitas. El imperio de la belleza no tiene rebeldes. La fea, que «plancha» por serlo, tiene dos causas de aflicción: la primera es una herida de amor propio al verse relegada; la segunda envuelve una pesadumbre más profunda y definitiva. Expliquemos su psicología. Ninguna persona, y menos aún una señorita, naturalmente optimista, tiene una idea exacta de su fealdad. La naturaleza nunca es cruel del todo. A cambio de los pocos encantos físicos que nos concedió, suele otorgarnos un juicio favorable sobre nosotras mismas. Y así, aun a despecho de las acusaciones matemáticas del espejo, nos vemos de otra manera muy distinta en el cristal ilusorio de nuestro espíritu. Este encantamiento o autosugestión desaparecen cuando el juicio ajeno se pronuncia en forma de dejarnos «planchando». Todos nuestros optimismos sobre nuestra propia figura se desvanecen ante aquel abandono que nos sume en el más completo desaliento y en la más profunda de las tristezas. En tal sentido, «planchar» equivale a morir; y no es exagerada la afirmación, pues en realidad muere aquella favorable representación interna que de nuestra propia figura teníamos. De estas premisas exactas, nada cuesta deducir—y esto va para los hombres—que es un acto criminal dejar «planchar» a una señorita. Así, pues, un verdadero caballero, un espíritu culto, un hombre distinguido de frac adentro debe ser siempre solícito y obsequioso con las señoritas poco agraciadas, contribuyendo a mantener en ellas esa deleznable ilusión sobre sus dones físicos. No confío mucho en ver seguido este piadoso consejo, pues los hombres siempre fueron y serán humildes esclavos de la belleza.
Pero no todas las feas «planchan». No pocas de ellas se ven tan atendidas y solicitadas en los bailes como las más lindas. Una fea se defiende de la «plancha» con dos recursos: bailando bien y teniendo ingenio y espiritualidad. El bailar bien, con gracia y soltura, es ya una forma de belleza física. Un cuerpo flexible, ágil, con movimientos rítmicos y elegantes, hace olvidar las imperfecciones del rostro. Hay, en fin, feas que tienen diablo, como dicen los franceses, o ángel, según el dicho español. El diablo o el ángel es ese grado de seducción que dimana de la simpatía, ese aire o nimbo de las figuras que es como el aleteo externo del alma. La que tenga ingenio, inteligencia despierta, tampoco «planchará». Una conversación amena, dotada de espíritu de observación, pronta en sus dichos, ocurrente, estará siempre atendida y se verá solicitada. Pero es necesario tener sentido de la medida, no pasarse de lista, pues no gusta generalmente a los hombres verse dominados intelectualmente por la mujer. De manera que se puede «planchar» tanto por sobra como por ausencia de despejo.
Frecuentemente se ven también algunas muchachas bonitas que «planchan». Son figuras de belleza inerte, como los angelones de retablo. La hermosura sin gracia, decía Ninón, es como un anzuelo sin cebo. Su espíritu apagado y su inteligencia opaca hacen que su compañía sea aburrida y tediosa.
Las causas por las cuales se queda una «planchando» son muy variadas, y es difícil señalarlas todas. Desde luego, muchas veces tiene la culpa la dueña de casa donde se realiza el baile. La función de la dueña de casa requiere una gran actividad diplomática, a fin de que todas las señoritas que asisten a la fiesta sean atendidas y obsequiadas. En esto ha de demostrar su habilidad, su fino tacto, sus recursos de dama de mundo. El fracaso de una señorita en un baile recae siempre sobre la dama que ofrece la fiesta. A este respecto contaré un triste episodio ocurrido no hace muchos años a una amiga mía, perteneciente a una de nuestras primeras familias. Mi amiga era linda, inteligente, discreta. Invitada a un baile aristocrático, entró en el salón y se sentó. Lanzáronse todas las parejas a bailar y ella se quedó sola. Su situación no podía ser más violenta y desairada. Levantarse e irse, atravesando el salón, le pareció un acto intempestivo; quedarse allí, sola y abandonada en medio del baile, no era menos desagradable y molesto. Y en medio de estas vacilaciones, agobiado su espíritu, rompió a llorar con la más profunda aflicción. Acudieron a ella, vino la dueña de casa, la preguntaron por la causa de su llanto, y respondió que se había puesto enferma y que deseaba retirarse. Los concurrentes al baile, percatados de la verdadera causa de aquellas amarguísimas lágrimas, hicieron responsable del desaire a la dama que ofrecía la fiesta, la cual, a partir de aquel momento, resultó triste, medio aguada y deslucida. Nunca olvidaré el mal rato que sufrí ante la situación desairada e inmerecida de mi amiga.
Una dueña de casa, discreta, inteligente, debe evitar estos percances. Lo primero que ha de hacer es darse cuenta de la situación personal de los concurrentes a la fiesta, de la relación entre jóvenes y señoritas, de sus simpatías e inclinaciones, etc. Debe presentar a los que se desconozcan, intervenir como lazo de relación, procurar, en una palabra, crear un ambiente de familiaridad para que el sarao resulte agradable, cordial y lucido. Y ha de prestar, sobre todo una atención vigilante y solícita a las que ya tienen cierta reputación de «planchadoras», para evitar que en su casa se vean en tan triste soledad. Al efecto, la dueña de casa debe contar con un grupo de caballeros que sean amigos de confianza, a los cuales pueda pedir el servicio de que bailen a las «planchadoras». Pero en esto mismo no hay que abusar; no se debe endosar al mismo caballero una «planchadora» toda la noche. Por eso conviene que el círculo de amigos sea extenso, para repartir equitativamente la carga. El mayor éxito, en fin, de la dueña de casa está en poner en circulación danzante a las «planchadoras», procurando aliviar la desventura de las proscriptas del baile.
La «planchadora» ignora siempre las causas de su triste condición. La Providencia la libra de este aflictivo conocimiento. Y así, cuando por bondad algún caballero la saca a bailar, se aferra a él, añadiendo a su condición de «planchadora» la de pelma. Le ocurre lo contrario que a la muy solicitada, la cual evita bailar muy seguido con el mismo caballero, actitud que podría inducir a la concurrencia en el error de suponer un principio de compromiso. La «planchadora», por el contrario, prefiere la murmuración a la «plancha».
Alguna vez se «plancha» sin ser «planchadora»; un «planchado» fortuito, casual, injustificado; porque, usando el lenguaje corriente, hay bailes con suerte y bailes con desgracia. He aquí un fenómeno superior a nuestra capacidad analítica. ¿Por qué en unos bailes tenemos éxito y en otros no lo tenemos? Misterio. Quizá se deba a que la belleza de la mujer tiene ascensos y descensos y momentos de plenitud. De todos modos, voy a permitirme dar a las señoritas un consejo, fruto de mi experiencia. La entrada en un baile tiene singular influencia para el resto de la noche. Es necesario, como vulgarmente se dice, entrar con buen pie. Al efecto, nunca se debe entrar sola en el salón. Ello es de mal agüero. Conviene tener un amigo de confianza que nos acompañe al hacer nuestra aparición en la tertulia o sarao, conduciéndonos desde el «toilette», donde hemos dejado nuestro abrigo. Esto es de un efecto seguro, pues sirve para demostrar que estamos solicitadas desde el instante de nuestra llegada. Con este y otros pequeños y discretos recursos nos iremos librando de la «plancha» en las noches de mala fortuna.
No creo haber agotado este tema trascendental de las «planchadoras», cuya psicología es complejísima. Sólo he querido divagar un momento sobre su evidente importancia e insinuar algunas advertencias útiles a las dueñas de casa y a las mismas señoritas que no tienen la suerte de atraer y sugestionar con el encanto de sus dones físicos y el hechizo de sus donaires espirituales.
Gracias a Dios y a la actividad inteligente de mi marido gozo la dicha del ocio para poder cultivar un poco mi espíritu con lecturas amenas y divagaciones estéticas. El ocio es la primera condición para poder disfrutar de las manifestaciones artísticas. Sin abandonar mis obligaciones sociales y mundanas—visitas, tertulias, juntas de caridad, bailes, saraos, funerales, bodas—consagro la mayor parte del tiempo a la lectura.
Mi mayor placer es poner mi pobre espíritu en contacto con los espíritus excepcionales, sintiendo cómo ellos dotan de alas al mío con sus nobles pensamientos y elevada emoción, produciéndome algo así como la gloria del vuelo y hendiendo con su auxilio las zonas inexploradas de la conciencia y del alma. El escribir es una actividad reciente en mí. Ya lo habréis notado por lo endeble y desmañado de mi estilo, por su falta de elegancia y de precisión, por su pobre ideológica y por esas fallas de sintaxis que se observan siempre en la prosa femenina por esmerada que haya sido nuestra educación. La sintaxis enseña a coordinar y unir las palabras para formar oraciones y expresar conceptos. Pero como el espíritu de la mujer es por condición ingénita un poco incoordinable y caótico, sus maneras de expresión, tendientes al charloteo, a imitación del grifo suelto, se rebela a la sintaxis que es la disciplina del discurso. Hartas disciplinas de hecho y de derecho tenemos las mujeres para someternos también a ésta de la gramática. Nuestra única libertad en el mundo es la sintáctica. Y conste que no soy feminista. Pero de esto hablaremos otro día.
Decía que mis mayores delectaciones están en la lectura. Mis autores predilectos son aquellos escritores mixtos de poetas y filósofos, en quienes existe cierta armonía y un ponderado equilibrio entre las emociones del corazón y el vuelo de la mente. No gusto de los exclusivamente poetas, porque en ellos todo es exageración y fantasmagoría; ni de los exclusivamente filósofos, constructores de sistemas, para cuya comprensión, además de carecer de cultura, no alcanzan las débiles luces naturales de mi entendimiento.
¿Y a qué viene todo esto? Todo esto viene a cuento de que el otro día estaba leyendo una comedia de Shakespeare. Me gusta mucho más leer al glorioso cisne del Avon que oir sus obras en el teatro, pues las acotaciones del texto suelen tener un interés crítico y poético extraordinario. Gústanme también mucho más sus comedias, tan graciosas, tan espirituales, que sus dramas, tan rudos y tan sombríos, con pasiones tan violentas y protervas que parece no cupieran en el frágil vaso de la naturaleza humana. Pues bien: leyendo una comedia de Shakespeare toparon mis ojos con esta frase: «La mujer es un manjar de los dioses cuando no lo adereza el diablo».
Quedéme suspensa y cavilosa. ¿Quién será este diablo aderezador? Ya sabéis que el gran poeta inglés se expresa siempre en una forma cortante y misteriosa. Su fuerza, más que en lo que dice, está en lo que sugiere. Sus frases nos sumergen en la meditación y el ensueño; nos llevan lejos, lejos, más allá de todos los horizontes visibles. Bueno; yo no sé expresar bien esto, pues pertenece a honduras de la vida en cuyos bordes mi pobre cabecita sufre vértigos y mareos. Para esclarecer los oscuros conceptos del poeta hay en Londres diversas sociedades y cenáculos que discuten incesantemente lo que quiso decir en tal o cual pasaje de sus obras. Ignoro si los exégetas de Londres habrán logrado averiguar cuál es el diablo aderezador que impide algunas veces el que sea la mujer un manjar de los dioses.
Pensando, pensando, pensando—no sé si con acierto, pues a veces se acierta menos cuanto más se piensa—yo creo haber llegado a descubrir el diablo aderezador a que se refiere Shakespeare. Este diablo es la moda. No me cabe duda: la moda surge de las inspiraciones del diablo.
Por lo instable, proteica y multiforme, por su eterna inquietud y constante mudanza en hechura y colores, la moda es cosa del mismo diablo, personaje igualmente voluble, tornadizo, trasformista, desfigurado y quimérico. ¿Quién sino el diablo pudo inspirar el miriñaque, el polisón y, últimamente, sin ir más lejos, las faldas trabadas que nos obligaban a un pasito de paloma, menudo, corto, sutil, deslizado? El miriñaque, con su ruedo de ballestas y flejes, con su amplia circunferencia, era un atavío absurdo, es decir, nos parece ahora extravagante, pues en su época era natural, lógico y aun estético, porque el uso y la costumbre forman una segunda naturaleza. El hábito hace que la locura sea razonable. Dentro del miriñaque el cuerpo iba suelto, desabrigado, como dentro de una nube. Y nuestras abuelas no sentían los estremecimientos que produce el aire al calar nuestros huesos.
El diablo de la moda las hacía resistentes al frío, al viento colado, a la intemperie; porque el diablo, junto con un traje para congelarnos, nos da la calefacción del orgullo, de la satisfacción, del íntimo contentamiento de ir peripuestas con arreglo a los últimos cánones y pragmáticas del lujo. Vino después el polisón, ese promontorio colocado donde la espalda cambia de nombre, aditamento fantástico, incómodo, grotesco, ocurrencia, en fin, del mismo demonio, pero que también pareció muy natural, muy lógico y muy estético en su época. Y, sin duda, tanto el miriñaque como el polisón tuvieron en su tiempo algo que los hacía atractivos y graciosos, algo seductor, insinuante, cautivador. La prueba está en que nuestros abuelos asocian al miriñaque la evocación de su amor; y nuestros padres, al recordar sus cuitas y congojas amatorias, mezclan también a sus memorias el absurdo polisón. Nuestros mismos maridos guardan la imagen de nuestras faldas trabadas y nuestro pasito de palomas, asociando el aire de nuestras figuras a las horas que con mayor intensidad anhelaron la mirada afectiva de nuestros ojos y los latidos de nuestro corazón. Y es que, en el fondo, el diablo anda siempre en el atavío femenino; unas veces en forma de falda trabada, otras en forma de polisón y otras en el ruedo del miriñaque. Pero siempre es el mismo diablo; no hace más que trasformarse. Con estas trasformaciones el diablo se divierte y el mundo también. Y, en realidad, aunque la mudanza sea visible, las modas nunca desaparecen del todo: unas viven en la memoria de los viejos; otras en el recuerdo de las gentes maduras: las últimas en nuestro gusto. El fin de todas es el mismo: irán a los museos, mientras las generaciones que las usaron yacen en la eternidad, para dejar paso a otros usos, a otras trasformaciones, a otros gustos y a otros atavíos.
La moda trata de corregir la naturaleza, de trasformar o desfigurar el cuerpo, que es obra de Dios. He aquí otro indicio de que la moda es inspiración del ángel rebelde, del diablo. Y este empeño luciferino de corregir la obra divina en sus líneas fundamentales es muy antiguo. Ya Calderón de la Barca lo advierte en su «Eco y Narciso».
—Pues ¿hay usos en los talles? |
—Sí; yo me acuerdo haber visto |
Usarse un año a los pechos, |
Y otro año a los tobillos; |
Y esto no es mucho, que en fin, |
Consistía en los vestidos. |
¿Qué se propondrá la moda, es decir, el diablo, al descentrar el talle de su sitio natural? De sacrilegio estético puede calificarse esta trasformación de las líneas que el Divino Arquitecto en su concepción soberana dió al cuerpo femenino. Con razón decía madame Delepinasse que la mujer se desesperaría si la Naturaleza la hubiera hecho tal como la arregla la moda. Seguramente renunciaríamos al don de la vida si hubiéramos de nacer con miriñaque, polisón o faldas trabadas. El concepto estético de la humanidad es que Dios hizo perfecto el cuerpo de la mujer. ¿Por qué consentimos luego que lo vista el diablo, alterando el orden perfecto y la armonía divina de las líneas? Lo racional y lógico sería que los vestidos se ajustaran dócilmente a este orden y a esta armonía, obra insustituíble del Creador. Pero el diablo, como ángel rebelde, se sirve de la moda para simular que tiene el poder de trasformar los cuerpos, la obra de Dios. Sabido es que la cualidad especial del diablo es la sofistificación, el enredo, la mentira, la paradoja, el barullo y la confusión. Pero, con todo, no se puede negar que el diablo, por medio de los artificios de la moda, suele agregarnos a las mujeres algo que seduce, que trastorna; vamos, un no sé qué que sólo puede ser obra del diablo. Claro está que ello sucede cuando está acertado en la moda, lo que es muy raro en él, pues casi siempre el diablo está dejado de la mano de Dios. Pero lo curioso es que, aun cuando desacertadísimo, nos impone su gusto y nos esclavizamos a las normas dictadas por su genio maléfico.
Por las modas pasadas, que sólo existen ya en los museos, advertimos que el propósito al implantarlas no fué la perfección, ni la comodidad, ni la gracia, sino lo caprichoso, lo mudable, fantástico y extravagante. Sin embargo, la adopción fué general en el mundo femenino. Ello se debe a que la moda es para la mujer como una segunda religión. Y el fanatismo en esta segunda religión se manifiesta en llevar la moda a sus términos más exagerados. Si se trata del miriñaque, darle más ruedo y amplitud que nadie; si del polisón, abultarlo más que las demás; si de la falda trabada, convertirla en manea. Así la moda va, poco a poco, por contagio, exagerándose, hasta que muere por sus propios excesos. La psicología de estas exageraciones reside en que no queremos pasar inadvertidas. Las mujeres nos ofendemos cuando nos miran mucho; pero nos ofendemos mucho más no mirándonos nada. Por aquí también anda el diablo en su doble forma de coquetería y soberbia.
El tema es muy vasto y abarca otros horizontes de crítica, fuera de la crítica al diablo, que yo no puedo tratar por mi escasez de conocimientos y limitada penetración. Entre estos aspectos está el económico. La constante variación de las modas parece que se relaciona con la crematística o arte de negociar. El otro día, leyendo un librito de anécdotas de Chamfort, referentes casi todas a la vida de Versalles, en los días de mayor esplendor mundano, encontré esta frase: «El cambio de las modas es una contribución que la industria del pobre impone a la vanidad del rico». Despréndese de este concepto que las mutaciones calidoscópicas de la moda están movidas por el anhelo utilitario del pobre. De aquí se deduce también que nuestros atavíos son obra de la fantasía del proletariado de aguja, y no fruto de nuestro propio espíritu creador ni de nuestro gusto estético. Así, pues, la responsabilidad de los adefesios en los atavíos que cubren a la burguesía femenina corresponde al pueblo que labora en los talleres de confección y al diablo que anda suelto por muestrarios y escaparates. Bueno es que lo tengan en cuenta los filósofos que tratan el problema social.
He consultado con mi marido el concepto económico de Chamfort sobre las modas. Mi marido, especialista, como sabéis, en la ornitología noctívaga de nuestras pampas, posee también vasta cultura en otras ramas del conocimiento humano, además de un buen juicio y un equilibrio fuera de toda ponderación. Es una gloria estar unida a un hombre tan inteligente. Quizá sea ministro de Agricultura en la próxima situación. Le sobran méritos para ello. Además, debo recordar aquí, por lo que pueda influir, que estuvo en el Parque. Bueno: pues mi marido me ha dicho que existe otro filósofo (se me ha olvidado el nombre) que retruca a Chamfort, diciendo que «las modas son el medio de que se vale el rico para alimentar al pobre». El concepto es diametralmente opuesto, y yo no sé cuál de los dos será el exacto. Mi marido, que es algo burlón, un ironista, un poco dado al titeo filosófico, que es la sal de la reflexión, dice que da lo mismo que tenga razón Chamfort o el otro, o ninguno de los dos. Y añade el muy tuno que la cuestión «fundamental» es que yo esté linda, sea cual fuere la filosofía de la moda...
Ya hemos hablado de la presentación en sociedad, del amor y su apariencia, del cariño, del espíritu nuevo que forma un largo convivir, del matrimonio, del «gancho», del «sí» y del «no» de las niñas, de las «planchadoras», de la moda y el diablo. Hemos tocado, en fin—tocar nada más—temas graves y temas ligeros, procurando dar un poco de gravedad a los ligeros y un poco de ligereza a los graves, siguiendo en esto el orden mismo de la vida que mezcla la alegría frívola y la tristeza profunda, el dolor y el placer, la risa y las lágrimas. Todos estos temas, tratados en forma somera e inhábil, a la buena de Dios, en parloteo superficial, de mujer exenta de ilustración y de luces literarias, son temas universales, empequeñecidos, claro está, por mi poquedad reflexiva y lo alicorto de mi espíritu de percepción. Ya sabéis que empiezo a escribir ahora. Y cuando se empieza a escribir, como cuando se comienza a hablar, es inevitable el balbuceo. Me faltan las palabras, huyen los conceptos, se eclipsan las imágenes y se me enreda el discurso. ¡Ay, Dios mío! Sufro lo indecible con este encrespamiento, con esta rebeldía de formas, rasgos, ideas y vocabulario. Y aunque el escribir tiene algo del «crochet»—y yo hago muy bien «crochet»—confieso mi desesperación al ver que el tejido de mi prosa es muy inferior al tejido de mis manteletas.
Pero, en fin, aunque desmañadamente, vamos entretejiendo estos rebeldes y dispersos hilos prosódicos. Los cuales, mal unidos y tramados, van formando, como decía, un pequeño tejido de pasiones universales. Ahora bien: anhelo que esta crónica se refiera a una modalidad de nuestra vida social, tan original en sus costumbres y rápidas evoluciones. Quiero hablar, en fin, de los «tramitadores» gracioso término aplicado a todas aquellas personas de algún viso social y mundano que tratan de introducir en nuestra aristocracia a personas sin abolengo, sin tradición familiar, a jóvenes y señoritas, y aun a familias enteras que, habiendo logrado la riqueza en estos saltos intempestivos, rápidos, insospechables, que aquí se operan en el trasiego de los bienes, desean, una vez opulentos, alternar con lo más dorado—pase el galicismo—de nuestra sociedad.
El tema es difícil, escabroso, complejo, oscuro y hasta un tanto laberíntico. Para exponerlo se requiere proceder con cierto método.
¿Qué es aquí lo aristocrático? Se compone, en primer término, de los apellidos procéricos, de los que figuran en la historia de la independencia nacional. Pero estos apellidos históricos, si no están sostenidos por la fortuna, que ejerce una influencia avasalladora, se ven relegados al olvido, al ostracismo social. Así, pues, para brillar, no basta el apellido histórico; hace falta el dinero. Constituyen también aristocracia aquellas familias que, no figurando en la historia patria, tienen vieja tradición de riqueza y que se han vinculado, por entronques, con familias históricas. Por último, existe el prestigio intelectual y político moderno; nombres que han figurado en nuestra última evolución republicana, en el ajetreo gobernante, político y parlamentario. Tales son las bases fundamentales de nuestra aristocracia.
Pero junto a ella, fundidos ya en su seno, figuran otros elementos, aquellos que han logrado la opulencia en las dos últimas décadas, en las cuales, mucho más que en el trascurso de la anterior centuria, se ha desenvuelto la prosperidad del país. Así, pues, la «haut» resulta un poco heterogénea, un poco mezclada y confusa, como toda nuestra vida. En Europa la aristocracia está nítidamente definida: la componen los que pueden ostentar un título nobiliario, otorgado, justa o injustamente, por los reyes, ya sea en antiguos pergaminos, ya en moderno y deleznable papel de barba. Pero siempre «papelitos cantan». Aquí no tenemos nada de eso, felizmente. Nos limitamos a decir: «apellido conocido», «gente bien», «buena familia». Estos títulos—que acaso sean los mejores, los verdaderamente meritorios—constituyen nuestra alta clase social. Mas, como va dicho, forman una aristocracia indeterminada, indefinible en el sentido estricto, compuesta de apellidos históricos (verdadera aristocracia dentro de la democracia republicana), familias de larga tradición de riqueza, nombres políticos del último siglo y elementos opulentos de la última hornada. Yo no sé explicar mejor el fenómeno: pero creo que lo dicho basta como esbozo de nuestro gran mundo.
Y vengamos al tema verdadero de nuestra croniquilla. ¿Cómo se entra en este gran mundo? Aquí empieza la función del «tramitador». No es difícil esta entrada, pues nuestro gran mundo es fácil, abierto, asequible.
El «tramitador» es persona conocida, «mozo bien», hombre, en fin, perteneciente a uno de los grupos en que hemos definido nuestra aristocracia. Se puede «tramitar» un joven, una niña y aun toda la familia. Generalmente, aunque se empiece por una sola persona, se acaba por tramitar a todo el grupo familiar. Comienza la acción tramitadora por grandes e hiperbólicos elogios de los tramitados, antes de la presentación. El padre, el jefe de la familia a tramitar, es un hombre lleno de méritos; tiene una estancia de diez leguas, pobladas por él mismo, con alfalfares magníficos y animales finísimos. «Hombres así hacen falta al país»—dice el «tramitador». Y tiene razón: estos son los hombres que hacen falta. Luego agrega que es una persona muy educada, muy discreta, muy agradable. Habla después del hijo: «es el mejor estudiante de derecho; saca siempre diez puntos y, socialmente, es de lo más fino, de lo más culto y muy amigo de sus amigos». Para la niña, para la hija del estanciero y hermana del futuro jurisconsulto que eclipsará un día la gloria de Justiniano, tiene el «tramitador» palabras justamente ponderativas: «es una monada; muy linda; toca el piano admirablemente; habla francés como una francesa y recita versos de Rostand; interesantísima la muchacha». El «tramitador» tiene también unos conceptos oportunos para la señora, para la consorte del terrateniente: «es muy sencilla, muy buena y muy caritativa». Por último resume así las condiciones de toda la familia: «gente de lo más bien».
Preparado el terreno, vienen las presentaciones. El «tramitador» está relacionado con todo nuestro gran mundo y le es muy fácil ir dando a conocer en los altos círculos a sus nuevos amigos.
Al aventajado estudiante le apadrina en su presentación de socio en el Jockey y le inicia en la vida de los clubs. Quizá le organice un banquete íntimo para celebrar sus triunfos universitarios, banquete al que asisten jóvenes muy conocidos, aunque estudian poco. No solo por estudiar son conocidas las personas. A la niña la recomienda mucho a sus relaciones femeninas y muy especialmente a unas parientas del propio «tramitador», señoritas distinguidas que figuran mucho en sociedad, las cuales toman bajo su protección a la neófita, logrando que sea invitada a las principales fiestas de nuestro gran mundo. El «tramitador», que todo lo prevé, tiene buenos amigos entre los cronistas sociales de los diarios. De manera que la señorita desconocida empieza a ser mencionada constantemente en las crónicas, entre lo más dorado de nuestra sociedad. Tiene también el «tramitador» algún pariente que ocupa alta posición en la política o en el gobierno. Y un día le presenta a su amigo, el rico estanciero. El terrateniente habla con el personaje político de problemas ganaderos y agrícolas, de la situación del país, de exportaciones e importaciones, de frigoríficos, de novillos y pastos, etc. Discurre con sensatez y equilibrio, aunque sin ciencia. Nutrido de realidad, su visión directa de las cosas suple con ventaja a los libros. El que siembra diez leguas de alfalfa es un economista que nada tiene que aprender de Leroy-Boulieau. Nuestro terrateniente queda muy complacido de haber alternado con el personaje. Al poco tiempo es nombrado por el gobierno para que forme parte de una comisión informadora sobre la extensión de la aftosa. Los diarios dan cuenta de sus interesantes opiniones sobre el punto. Con tal motivo el estanciero, oscuro hasta entonces, se torna conocido para todo el país, justamente conocido y respetable, pues tanto su labor como sus palabras contribuyen al progreso patrio. El «tramitador» no olvida nada. Por medio de unas parientas, matronas muy distinguidas y muy dadas a la caridad pública, hace que la señora del terrateniente sea incluída en la comisión directiva de una tradicional institución de beneficencia. Con esto la excelente señora alcanza también aquella figuración correspondiente a su edad, a su posición y a sus gustos.
Detalles más o menos, he ahí el proceso que lleva al brillo social a una familia que vivió siempre en una discreta penumbra. En breve tiempo su nombre, repetido por los diversos conceptos ya señalados, viene a formar parte de nuestra indefinida aristocracia, de nuestro gran mundo. Quizá algunas personas dadas a lo tradicional y castizo, apegadas a la ranciedad, no vean con buenos ojos estas improvisaciones. Sin embargo, es una de las condiciones más simpáticas de nuestra modalidad social, pues prueba su poder asimilativo en estos rápidos procesos de remoción que caracterizan nuestra vida colectiva. Pero este es un problema de sociólogos y economistas que no me corresponde ni puedo yo tratar. Quizá alguna vez cuente lo que mi marido, hombre de mucho seso, que lleva además un apellido de largo abolengo, piensa sobre este punto.
Entretanto, terminemos estos ligeros apuntes descriptivos con unas pocas palabras más sobre el «tramitador». ¿Qué móviles le inducen a ejercer estas tramitaciones? ¿Son ellas desinteresadas?
Muchas veces, sí. Una pura simpatía le guía. Otras veces, el espíritu democrático, latente en nuestra sociedad, no obstante ciertos anhelos de diferenciación de algún reducido grupo, lleva al «tramitador» a convertirse en lazo entre la burguesía que se forma rápidamente y la ya constituída. Pero hay también «tramitadores» interesados. Nuestro gran mundo se va volviendo un poco complejo. Y existen ya figuraciones difíciles en el orden económico, estrecheces doradas, angustias domésticas por no renunciar al brillo social, mantenido con arduos apuros y apreturas tristes, ocultas y silenciosas. De aquí que haya algún «tramitador» interesado. Alguna vez el jefe de la familia tramitada, hombre de gran poder económico, puede ayudar al «tramitador» en sus negocios vacilantes con sus influyentes relaciones bancarias y por los mil medios que tiene a su alcance la sólida opulencia. Otras veces, el «tramitador» se convierte en heredero de las diez leguas alfalfadas por medio de un matrimonio un tanto morganático, si vale expresarse así, en que se unen el brillo del nombre y el más opaco que da el campo bien alfalfado, aunque exento de gules. La vida es una serie de mutuos apuntalamientos, de combinación de anhelos, de asociación de aspiraciones diversas. Unos allegan o ponen el nombre; otros la sustancia. El que tiene nombre y no sustancia, quiere sustancia. El que tiene sustancia y no nombre, quiere nombre. En el fondo lo queremos todo: nombre y sustancia, y también amor. El equilibrio y la felicidad surgen de la obtención de lo complementario, de aquello que nos falta. En saber conseguirlo reside el secreto de la felicidad. Y por eso no debe decirse que existen matrimonios desiguales, ya que cada uno pone en esta sociedad divina y humana lo que al otro le falta, coordinándose así los deseos dispares.
En estos casos, salta a la vista que el «tramitador» se está tramitando a sí mismo...
Los viajeros y turistas que visitan Buenos Aires con propósito de estudiar nuestra sociedad y nuestras costumbres suelen maravillarse de lo general que es aquí la belleza femenina. Llámales igualmente la atención la extraordinaria variedad en la hermosura. No existe, como en Europa, la uniformidad de tipo: rubias en el Norte, morenas en el Sur. En los viejos pueblos europeos se ha consagrado una copiosa literatura a la apología de estas distintas formas de belleza. Los poetas del Sur dicen que Dios concedió la mujer rubia a los pueblos del Norte para consolarlos de la ausencia del Sol. Los vates del Norte, por su parte, ven el infierno en los ojos negros de las mujeres del Sur. Pero sabido es que la poesía es el arte de la simplicidad y de la exageración, o de la exageración simplista, pues las pasiones, como todo fenómeno individual, nada tienen que ver con el color del pelo o el matiz del cutis. Y así, hay rubias muy exaltadas y volcánicas que viven entre las neveras y témpanos de Siberia, mientras no es raro ver en los cármenes del Mediterráneo morenas lánguidas y desmayadas, como sumidas en sueño letárgico a compás del vaivén de las hamacas. Así como las tormentas se producen en todos los puntos de la tierra, hay también ciclones pasionales en todas las zonas del espíritu universal. Lo único cierto es que la pasión es en el Sur más gritona, más aparatosa, más visajera; pero ello no quiere decir que sea más intensa. El loro alborota más con sus pasiones que el mudo pingüino, sin ser por esto más apasionado.
Como iba diciendo, la belleza es aquí variadísima. Difícil sería decir si hay más rubias que morenas, o más morenas que rubias. Lo que puede afirmarse es que cada una, en su tipo propio, es trasunto y dechado de la hermosura femenina. Se atribuye ello a la fusión de razas heterogéneas en este crisol argentino. Mi marido que, como sabéis, es muy inteligente, suele disertar de sobremesa acerca de este tópico, teniéndome a mí por amable auditorio. Según él, lo esencial de la hermosura es la salud, que ya por sí misma es una belleza. Y esta salud originaria la traen consigo los montañeses de todas las latitudes europeas que constituyen la mayor parte de la inmigración, montañeses no contaminados de la vida urbana y decadente de los viejos pueblos. A juicio de mi marido, este proceso social va creando en Buenos Aires el arquetipo de la belleza física. La atención que presto a cuanto dice—pues no tenéis idea de la elocuencia y solidez razonadora de mi esposo—es para él un estímulo intelectual, y así sus disertaciones sobre la belleza de la mujer argentina participan de la profundidad de la ciencia y del encanto del arte. Yo le escucho con gran gusto, y al sorprenderme de sus arrebatos líricos, me dice que lo atribuye al modelo que tiene delante... ¡Si es lo más gentil!...
Pero nuestras beldades, o algunas de ellas, se han empeñado en estropear o destruir con los artificios de afeites y pinturas su propia hermosura natural. Esta pésima costumbre, que ya estaba casi desterrada, vuelve a renacer ahora en forma alarmante.
¿Qué móvil puede guiar a la mujer que se pinta? ¿Engañarse a sí misma? Esto es pueril, pues dentro de nuestra propia conciencia sabemos que la belleza pintada—suponiendo que esta pintura lo sea—es una belleza pegadiza, falsa, histriónica. El anhelo de íntima perfección se funda, por otra parte, en no ensañarnos a nosotras mismas, ni en pensamiento ni en obra. ¿Engañar a los demás? Tampoco, ya que a la legua se ve que está pintada una cara. Y aunque no se viera, la intención del engaño no sería menos censurable. Entre la mujer que se pinta y la máscara no hay más diferencia que de grado de enmascaramiento. La que es linda no necesita pintarse, pues nada añade la pintura a su lindeza, antes la deforma y destruye. La que es fea, o poco agraciada, no conseguirá con inanes y fútiles ingredientes químicos aquella hermosura que le fué negada por la Naturaleza.
Esta tendencia de la mujer al afeite es muy remota y tiene raíces psicológicas o instintivas difíciles de descubrir. Ya en las cuevas de los trogloditas la mujer se pintaba, creyendo agregar con ello encantos a su figura. Las indias se pintaban también. Según Miranda, el historiador del Uruguay, las mujeres charrúas se hacían unas rayas azules perpendiculares, desde la frente a la mandíbula. No es, por lo tanto, el tocado pinturero fruto de nuestra civilización moderna y refinada. Tiene un origen salvaje. Esto debía bastar para que la tendencia fuera desterrada de nuestras costumbres. En este sentido, los hombres han progresado más que las mujeres. Entre los hombres existe también la pintura en forma de tatuaje. Pero ningún hombre distinguido la emplea. Sólo los marineros se pintan un ancla en los brazos o se estampan en el pecho el velamen y la arboladura del bergantín, la imagen náutica, en fin, del barco en que viven. Y esto es pasable, ya que tal pintura es el símbolo de su oficio, el emblema de su lucha épica con los elementos trágicos de la Naturaleza.
Pero ¿es posible pintar la belleza en un rostro en que no exista? Se simulará, por unas horas, la frescura, el color; mas no las líneas, que es donde reside la verdadera belleza. La contextura orgánica de un rostro, la armazón ósea, no hay pintura que pueda trasformarla, como los dorados de un chapitel no reforman la arquitectura de un templo torcido o contrahecho.
Me anticipo a reconocer la inutilidad del razonamiento en su aspecto fundamental estético. La mujer vana y superficial seguirá pintándose, con arreglo a los cánones que en la moda imperen. Porque también en esto de la pintura existe la moda. Nos lo demuestran unos versos clásicos de la comedia de Calderón de la Barca titulada «Eco y Narciso».
«—Un tiempo se dieron |
En usar ojos dormidos; |
No había hermosura despierta, |
Y todo era mirar bizco. |
Usáronse ojos rasgados |
Luego, y dieron en abrirlos |
Tanto, que de temerosos |
Se hicieron espantadizos. |
Las bocas chicas, entonces |
Eran de lo más valido, |
Y andaban por esas calles |
Todos los labios fruncidos. |
Dieron en usarse grandes, |
Y en aquel instante mismo |
Se despegaron las bocas, |
Y, dejando lo jasifo |
De lo pequeño, pusieron |
Su perfección en lo limpio |
De lo grande, hasta enseñar |
Dientes, muelas y colmillos.» |
En estos versos del clásico dramaturgo castellano está encerrada la evolución de la moda del afeite en el trascurso de su vida.
Se ha repetido hasta la saciedad que la cara es el espejo del alma. Este dicho vulgar tiene vida permanente por la verdad que encierra. Efectivamente, el rostro y, sobre todo, los ojos, constituyen, digamos así, el reflejo de nuestra vida interna. Las manos, los brazos, los componentes todos de nuestro cuerpo, no revelan nuestra personalidad psíquica. La revelación está en la cara y en la mirada. Ahora bien: ¿qué género de personalidad pueden acusar un rostro y unos ojos pintados? No será una personalidad real, con su espíritu revelado, sino una personalidad de farmacia o de fabricación química, esto es, lo menos personal que puede existir. De aquí que, el pintarse la cara, espejo del alma, equivalga a pintarse el alma misma.
Las deducciones que de estas premisas se desprenden son un poco escabrosas. No hemos de hacerlas. Sólo diremos que ni el enmascaramiento físico, ni el moral, duran en la vida, ni puede fundarse felicidad alguna en tales y tan deleznables artificios.
Con todo, puede admitirse en las jóvenes este pueril error de pretender acentuar con afeites su propia belleza. El deseo de agradar implica siempre una forma de generosidad. También supone egoísmo (los instintos son muy confusos y contradictorios) ya que pretende acrecer con este recurso falso la hermosura natural. Pero ¿qué decir de las señoras de edad, casadas, con prole, quizá con nietos, que se pintan? Una dama, entrada en años, luchando con el tiempo en su tocador, constituye el espectáculo más grotesco y risible que pueda darse. Las canas y las arrugas ennoblecen a quien sabe llevarlas. ¡Anular el tiempo con afeites! Debajo de la pintura está visible la realidad; y el aparentar treinta años, cuando se tiene cincuenta, sólo revela que los veinte de diferencia no han dejado en nuestro espíritu la gravedad de pensamiento que da el tiempo. La impresión de ridiculez que nos produce una vieja pintada dimana de que sus ideas no concuerdan con el reposo y la serenidad correspondientes a los años que tiene. En las jóvenes la pintura es, en el fondo, una coquetería, y queda muy mal el coqueteo a cierta altura de la vida. El rasgo esencial de la vejez es un tranquilo desengaño, y causa risa ver una mujer engañándose a sí misma de que aun no está desengañada. Según Schopenhauer (la cita va por cuenta de mi marido, que lee filosofía alemana) las ideas y los sentimientos deben ser concordes con la edad y la experiencia adquirida en la vida. El afeite en las viejas viene a ser algo así como una chochera pictórica. Y la chochez, respetable cuando es natural, resulta risible cuando se opone vanamente por medio de estos artificios a los estragos del tiempo, pidiendo a la química de tocador la juventud y la belleza que huyeron.
Nada más bello que el rielar del alma en el rostro, revelando nuestro estado emocional, el pudor, el sonrojo, la dulce alegría, todos los movimientos espontáneos de nuestro espíritu. La pintura es una ficción teatral, histriónica, cosa, en fin, de la farándula. Todas las artistas se pintan, a fin de dar la sensación de los distintos personajes representados. Pero una señorita distinguida no debe representar más que un solo papel, el suyo, el natural, el que le asignó la Providencia al crearla. Su carrera natural es el matrimonio, y la vida íntima y familiar no debe convertirse en una comiquería. Si yo fuera hombre no me casaría con una señorita que cambia de color su pelo. Tendría mis sospechas de que un día pudiera cambiar también su condición espiritual, y aun su misma adhesión; que quien no es constante consigo misma, con su propia naturaleza, con sus propios atributos físicos, puede extender a cosas más graves su frívola veleidad. En la propensión a lo teatral hay siempre algún peligro. En la Edad Media se hacía un mundo aparte del mundo teatral. No todo era absurdo en los tiempos medioevales, digan lo que quieran los historiadores y sociólogos modernos.
La mayor hermosura es la sinceridad, en la cara y en el alma, en la figura moral y en el espejo que la refleja. Y vaya, para terminar, este humilde consejo: el mejor afeite es el agua fresca. Nos la echan para cristianarnos. Usémosla siempre cristianamente...
Las paces, así, en plural, constituyen un problema no menos arduo que la paz, en singular.
La paz se refiere al retorno a la tranquilidad y al sosiego de dos o más naciones en lucha, o de varios partidos enzarzados en guerra civil y fratricida. Las paces aluden a la avenencia y reanudación del amor en el matrimonio después de la discordia.
Aunque a primera vista parezca lo contrario, es más fácil hacer la paz que «hacer las paces». Ya oigo exclamar: ¡Qué paradoja! No hay tal paradoja; espero demostrarlo. Lo que ocurre es que la diferencia de magnitud entre ambos conflictos, el conyugal y el internacional, hace creer a los espíritus superficiales que este último tiene un arreglo infinitamente más difícil que el primero. Esto es un error de juicio, que consiste en atribuir a la extensión de la trifulca o pelotera internacional móviles más irreductibles a concordia que aquellos que determinan las disidencias y ciscos conyugales. Las guerras no son más duraderas porque sean más grandes. Hay guerras chicas que no se acaban nunca. Ninguna guerra internacional dura treinta años, mientras existen matrimonios que llegan como el perro y el gato a las bodas de diamante. Basta este hecho para probar que es más fácil hacer la paz que «hacer las paces».
Y el fenómeno se explica fácilmente. Para hacer la paz hay reyes, diplomáticos, cancilleres, ministros, políticos, gobernantes, etc., todos los que han lanzado a los pueblos a la pelea. Para «hacer las paces» no hay acción intermediaria y pacificadora, porque los guerreros—los cónyuges—empiezan por ocultar su propia guerra. En las guerras internacionales los combatientes sienten el orgullo y el honor de la pelea. En las guerras conyugales, por el contrario, se siente la vergüenza de mantenerlas. Y por eso se ocultan. Los cónyuges simulan la paz sin estar hechas las paces, ofreciendo al exterior una dulce concordia, mientras la guerra civil arde en casa. Esta incomunicación de la guerra con el medio exterior es precisamente lo que dificulta «hacer las paces». Así, pues, los contendientes, los cónyuges, han de buscar, en medio de su contienda, los métodos y las maneras de apaciguar su discordia. Y aquí está, precisamente, la dificultad. ¿Cómo ser simultáneamente, guerreros y diplomáticos, actores e intermediarios? ¿Cómo suspender las hostilidades? Dicho sin metáforas, en lenguaje directo: ¿Quién ha de ceder primero? ¿Quién de los dos se anticipará a ofrecer el beso o el abrazo de reconciliación, forma protocolar de los armisticios conygales?
Ya se ve, pues, que no hemos exagerado al decir que es más fácil hacer la paz que «hacer las paces».
Ahora bien: discurramos un poco sobre los mejores métodos para concertar armisticios conyugales y llegar a la armonía definitiva. Se trata de un punto psicológico complicado, del cual depende el renacimiento de la dicha eclipsada.
Desde luego, sólo aludiremos a desavenencias exentas de gravedad. No queremos referirnos a esos conflictos insolubles dimanados de la deslealtad, de haber faltado a la fe jurada ante los altares de Dios y las leyes humanas. He aquí—volviendo a nuestro primer argumento—uno de los casos en que es más difícil «hacer las paces» que hacer la paz. Ninguna paz es irrealizable, mientras que hay paces que son imposibles en absoluto.
Un disgusto por causa sin importancia puede agrandarse hasta la tragedia. La intemperancia en las palabras, la ira, la cólera, un concepto envenenado, un gesto desdeñoso, pueden convertir una fruslería en odio ardiente, en sordo rencor, en desamor repentino, irreconciliable. Del amor al odio, aunque parezcan estados de ánimo antípodas, no hay más que un paso. Y cuanto más sensibles y más espirituales son los cónyuges, más rápidamente se pasa de un estado a otro. Los temperamentos arrebatados lo mismo se arrebatan hacia la derecha que hacia la izquierda. A una gran capacidad de amor corresponde una gran capacidad de rencor y de odio; pues en los espíritus ricos en sensibilidad y emoción, cada sentimiento tiene su contrafigura. Quien es capaz de amar mucho es también capaz de odiar sin límites. Sólo en el teatro se ven personajes cuyos sentimientos tienen una sola dirección; es lo que se llama unidad de carácter. Pero la vida es muy distinta de como se ve en el teatro, cuya literatura es la más inferior y simplista. No hay tal unidad en la vida psíquica de ninguna persona real, de carne y hueso, con su espíritu complejo, ondulante y variable, con sus pasiones en lucha consigo mismas y con las pasiones, anhelos y deseos de los demás. Una sensibilidad muy fina, como flor del aire, nos puede hacer muy felices, pero también muy desgraciados: nos dará grandes ilusiones, contentamientos exultantes y desbordados, y también tristezas agobiadoras y melancolías profundas. A un alma muy amorosa y tierna le hiere una injusticia, una mala palabra, un concepto descortés, un acto egoísta, en una forma mucho más aguda que a los seres de sensibilidad normal. Y así su ternura y su exquisitez sentimental reaccionarán al punto violentamente en sordo rencor. No se confunda el rencor con la venganza; se puede ser rencoroso sin ser vengativo. La venganza es pasión baja, innoble; el rencor, metido como un ascua en el alma, es un sentimiento producido por una ofensa a las mejores cualidades de nuestro espíritu. Y siendo éste bueno, será rencoroso, pero no vengativo, pues la propia idea de su figura moral, de su noble condición, le impedirá dar escape al rencor en venganza.
Gran parte de estas reflexiones se las debo a mi marido, que es tan inteligente como bueno, pues ya supondréis que yo me perdería en estas complejidades psicológicas y en estos distingos sutiles entre venganza y rencor.
Decíamos que el máximo amor está muy cerca del repentino y máximo odio. Si Romeo y Julieta, en medio de sus coloquios y deliquios, «bajo la pálida gracia elísea de las noches de luna» hubieran tenido una palabra hiriente o un concepto depresivo, aquel su estado de gloria se habría interrumpido al instante, y el vivo rescoldo de su amor se tornaría en llamarada de odio, o en triste y helada melancolía, o en torvo rencor, aunque luego desapareciese tal estado de ánimo para retornar al amor.
¿Cómo realizar este retorno? Aquí está nuestro problema. Hay que «hacer las paces». Ya oigo la respuesta. Debe empezar el que tenga la culpa del disgusto. Pero es el caso que cada uno de los cónyuges cree que la culpa la tiene el otro. Y como no hay cancilleres ni diplomáticos en esta guerra, oculta entre cuatro paredes, es ella insoluble, mientras uno de los contendientes no se rinda a discreción.
Corresponde a la mujer rendirse, con razón y todo. No es voto sospechoso el voto de una mujer. El amor propio, la terquedad, el hincapié, la persistencia testaruda, son condiciones que no favorecen a nuestro sexo. Nuestra fuerza está en nuestra debilidad. No sé quién ha dicho que debe emplearse más presteza para sofocar un resentimiento que para apagar un incendio. Y si el resentido es el marido, la presteza debe ser mayor. Una palabra dulce calma la ira. Nuestras respuestas, sin dejar de ser veraces, han de ser suaves, tranquilas, bondadosas, con arreglo a esta bella fórmula de San Francisco de Sales: «Quien te dice una verdad con cortesía te echa rosas a la cara».
La mujer ha de ser abeja cargada de miel y desprovista de aguijón. Nuestra mayor victoria es el dominio sobre nuestros nervios; la sensación más exquisita es regir nuestra sensibilidad. «La perfección está hecha con nadas y es algo más que nada la perfección»—dice Miguel Angel, que sabía modelar, no sólo las figuras, sino también las almas—. Es una desdicha que nuestro propio carácter sea el obstáculo de nuestra felicidad. «Nada puede hacerme daño, excepto yo mismo—dice San Bernardo—; el mal que me agobia lo llevo conmigo y jamás sufro realmente sino por mi culpa». Alude el santo varón a los disgustos que dimanan de nuestro carácter, de nuestra irritabilidad, de nuestra intemperancia, de los enconos de nuestro pobre corazón.
Como véis, gústame leer a los escritores santos, o a los santos escritores. Y entre éstos el que más me place y divierte es San Juan Crisóstomo, un detractor furibundo del sexo femenino, que llama a la mujer «un mal necesario», «una tentación de la Naturaleza», «una fascinación mortal» y otras cosas por el estilo. San Juan Crisóstomo—perdóneme el santo varón—debió llegar a la santidad por la influencia desgraciada de algún desengaño amoroso. Si así fuera, debía ser más justo con nuestro sexo, ya que, gracias a los desvíos de alguna ingrata, pudo alcanzar su estado de perfección y de gloria eterna.
Pero este santo misógino (así me dice mi marido que se llama a los enemigos de la mujer) era, por lo demás, hombre de mucho talento. Yo leo constantemente su definición de la paciencia, una de las principales virtudes de la mujer. Esta definición encierra el mejor método para «hacer las paces», y aun para evitar toda guerra conyugal. Divide la paciencia en nueve grados o mandamientos. «El primer grado de la paciencia es no empezar la injusticia; el segundo, después que el otro la empezó, no vindicarse de igual manera; el tercero, no hacer al que veja lo que tú padeces; el cuarto, atribuirse a sí misma los males que sufre; el quinto, atribuirse más que lo que quiere el que lo hizo; el sexto, no odiar al que hace estas cosas; el séptimo, amarle; el octavo, hacerle bien; el noveno rogar a Dios por él».
Olvidemos las diatribas de San Crisóstomo a nuestro sexo, en gracia a este consejo tan prudente, tan profundo y tan bello, verdadero resumen de la bondad.
Anticipémonos siempre a «hacer las paces». No detenga nuestros generosos impulsos un erróneo empeño de amor propio. Quede siempre ahogado el amor propio por el amor conyugal. El marido lucha con los demás hombres por nuestra vida y por la prole común. Un día llega un poco irritado a casa; quizá tiene una intemperancia, un gesto agrio, fruto de su desazón. Seamos sedante, y que nuestra palabra dulce y animosa le haga olvidar los disgustos y penalidades en el tráfago de la vida.
Yo tuve una vez un pequeño disgusto con mi marido por una futesa, por una nonada. De pronto, sin pensarlo, dile una respuesta airada. No me contestó. Quedóse triste y melancólico. Vi todo lo que pasaba por su espíritu; me pareció que su amor y la alegría, dimanada de este mismo amor, se derrumbaban; que ya no me querría nunca como siempre me quiso. ¡Ay, Dios mío! ¡qué pena! ¡qué angustia! Era necesario arreglar aquello en seguida, sincerarse, pedir disculpa, «hacer las paces». Yo no pensaba si tenía o no razón. ¿Qué importaba esto? Lo importante, lo abrumador para mí era que se había quedado triste y serio, melancólico y apenado en mi compañía, que fué siempre su mayor alegría. Una ola de lágrimas se agolpaba a mis ojos y un nudo de angustia cerraba en mi garganta el paso a toda palabra.
Se puso a leer un libro de filosofía alemana, uno de esos libros que, por su profunda aridez y sequedad, levantan cefalalgias. Yo advertía que no se enteraba de nada, tanto por la propia oscuridad del libro (creo que era de Kant) como por su estado de ánimo. La intrincada filosofía no llegaba a su espíritu, en el cual sólo había la espina clavada de mi pequeña ofensa.
En tales circunstancias tuve un rasgo luminoso. Fuí a mi pequeño anaquel, donde tengo mis libros preferidos. Tomé uno de Keble, el dulce místico y lírico inglés. Lo abrí por una página señalada con una cintita azul. Me acerqué, trémula, a mi marido; puse mi dedito índice, todo tembloroso, sobre unos versos y le dije: «¿Quiéres leer esto?» Leyó:
«¡Ah, qué dulce es la sonrisa |
Del hogar hermoso y tibio, |
La recíproca mirada |
Que denuncia regocijo, |
Cuando al fin dos corazones |
Se han fundido en uno mismo. |
Y uno en otro confiados |
Viven en su amor tranquilos. |
¡Ah, qué santas alegrías! |
¡Ah, qué goces no sentidos |
Vuelan como blancas hadas |
Por la cuna de los hijos! |
¡Cada cuadro es un recuerdo, |
Cada mueble es un amigo, |
Cada lágrima es un beso, |
Cada dicha es un suspiro!» |
Mi marido abrió los brazos. ¡Qué alegría, Dios mío! Y es que no hay canciller como un poeta lírico para «hacer las paces...»
Frecuentemente recibo cartas en que se comenta las croniquillas que vengo publicando en esta página femenina. En estas cartas hay de todo: críticas, asentimientos, discretas censuras, aplausos, observaciones oportunas y algunos disparates. Sin ponerme colorada, agradezco los elogios que mis amables comunicantes dedican a mi estilo. Yo no escribo bien. Creo, además, que no escribe bien nadie, ni aun los que mejor escriben. La mayor parte de las operaciones del alma y de los movimientos del espíritu son irreverables en lenguaje articulado. Ninguna forma idiomática existente puede asir y aprisionar lo recóndito de nuestra vida interna. Con la palabra sólo puede expresarse lo vulgar de la vida. Lo importante, lo profundo, lo inefable, jamás se logra traducir con lenguaje. Hay en el alma muchas cosas confusas que no tienen nombre en ningún idioma. De ahí que sea la música, con su inconcreción y su infinitud indefinida e indefinible, el arte embriagador por excelencia. El sonido expresa lo inexpresable, milagro que nunca logra la palabra. Por eso un ¡ay! solamente y, sobre todo, el quejido que acompaña a la emisión de la sílaba, dice más que todo un tomo de filosofía sobre el dolor. No sé si me explico. En todo caso, ello demostraría una vez más (aparte mi torpeza literaria) que el instrumento verbal es insuficiente para traducir la onda espiritual. Y por ello doime ahora clara cuenta de la razón de mi marido al decir que cuando mejor me comprende es al oirme cantar. Yo canto un poquito, no como una tiple, sujeta a puntuación musical, a corcheas y semicorcheas, fusas y semifusas, sino como un jilguero que saluda a cada aurora con trinos distintos emitidos por su pico improvisador. Por mi parte, cuando mejor comprendo a mi marido es al mirarme en silencio, a hito mudo. Una mirada así expresa mejor lo inexpresable que toda expresión hablada.
Bueno... Tornemos a las cartas. Entre ellas me he fijado especialmente en una que debe proceder de una muchacha joven y bonita. «¿Y cómo sabe usted que es bonita y joven?»—preguntarán mis lectoras. Deduzco que es joven por los conceptos que emite. El tiempo no sólo imprime cambios en nuestro rostro, sino también en nuestras ideas. Y me imagino que es linda por la ortografía y la sintáxis que gasta, pues rara vez la belleza física y la belleza gramatical andan juntas. Generalmente las feas saben más gramática que las bonitas; suelen ser más aplicadas, sin duda porque les roba menos tiempo el espejo. No tiene, por otra parte, gran importancia la perfección ortográfica en una mujer bonita. Su sola presencia, aunque su ortografía sea imperfecta, será siempre más grata que un texto de Séneca. Además, como una mujer linda habla con los ojos, apenas se requieren otros métodos de expresión. Comprendo que todo esto no es pedagógico, pero quizá sea verdad, y si no lo fuese, téngase en cuenta que no será la primera cosa inexacta que se ha escrito en este mundo.
En la referida carta se viene a decir que las anteriores crónicas son excesivamente graves y un tanto sermonarias, a pesar de ir envueltos los temas en una ligera ironía, en un «pequeño chichoneo», según palabras textuales de mi comunicante. Agrega que debo tratar asuntos más divertidos, más alegres, como fiestas, bailes, saraos, etc.
Reconozco la razón de la señorita que me escribe. Y ello me demuestra que no es absolutamente necesaria la ortografía para razonar bien. Deseo, pues, complacer a mi bella comunicante. Y con tal fin elijo por tema de esta crónica la crotalogía, es decir, el arte de tocar los crótalos, nombre que los divinos griegos daban a las castañuelas. Creo que mi comunicante quedará complacida, pues no hay nada más alegre que unas castañuelas. El tema sólo corre el peligro de no estar bien tocado. Pero téngase en cuenta que si no es cosa fácil tocar bien las castañuelas, aun es más difícil escribir sobre ellas, abarcando todos los puntos de su historia gloriosa y de su significación en el arte y en la sociedad durante el trascurso de los siglos, a través de las edades clásicas y de los modernos tiempos.
Conviene anticipar que la palabra crotalogía no es invención mía. Sirve ella de título a un libro escrito en el siglo XVIII por el señor licenciado Francisco Agustín Florencio. En mi pequeña biblioteca guardo un elegante ejemplar como un tesoro bibliográfico. Divídese la obra en catorce capítulos luminosos y repiqueteadores que encierran la monografía más perfecta y acabada del arte castañuelero. El licenciado, hombre de una probidad admirable, declara que no sabe tocar las castañuelas, lo cual no impide que enseñe en catorce capítulos cómo han de tocarse. Para enseñar una materia no es absolutamente imprescindible saberla, cosa que se observa en la «Crotalogía» del licenciado Francisco Agustín Florencio y en casi todas las cátedras de las Facultades modernas.
Pero el ilustre licenciado tiene un precursor eminentísimo en esta apología de las castañuelas. Nada menos que Plinio, el gran Plinio, el Joven, se le anticipó en muchos siglos en el elogio. Plinio, el autor de las «Cartas» (catorce volúmenes) y del «Panegírico de Trajano» (oración memorable), habla del excesivo lujo que las señoras romanas usaban en las castañuelas.
Porque es de advertir que en la Roma de los tiempos del emperador Trajano, las castañuelas se formaban con perlas. Pero dejemos la palabra al licenciado Francisco Agustín Florencio, el cual dice en su imponderable «Crotalogía»: «A estas perlas preciosas les hacían sus agujeritos por la parte superior: de este modo las juntaban de dos, tres o más y las traían pendientes de los dedos, agradándose sumamente del sonido que hacían dando unas con otras: así formaban un preciosísimo instrumento que tocaban con los dedos, además de un adorno gracioso y rico: y a lo uno y lo otro llamaban «crotalia», esto es, «castañuelas».
Debió existir en aquellos siglos una competencia terrible de boato y esplendor entre las damas, pues Plinio, literato oficial de Trajano, pero austero y solemne moralista, a pesar de su adulación forzosa al gran emperador, dice en un pasaje de sus «Cartas»: «Supuesto que los hombres han mirado siempre como una obligación, dictada por la misma Naturaleza, el complacer a las damas, amarlas y servirlas, se han visto también precisados a sufrir algunos excesos en que les ha hecho caer su natural propensión a adornarse y a emplear en su servicio las mayores preciosidades de la Naturaleza»: Alude Plinio en estas palabras inmortales a las perlas que las señoras romanas usaban como castañuelas. Y agrega el licenciado Francisco Agustín Florencio en su «Crotalogía»:
«Llegaron éstas (las damas romanas) a tal extremo en su lujo, que escogían entre muchas perlas preciosas, o margaritas, aquellas que, además de ser de una grandeza extraordinaria, tenían la figura redonda por un extremo y piramidal por el otro, de modo que asemejasen a una almendra».
Trajano, el insigne emperador romano, llamado el Optimo, era español, de Itálica (Andalucía) y fué muy dado a la galantería y a todo lo que significara esplendidez y rumbosidad. No fué un emperador economista, ni un ahorrativo, ni un roñoso de Estado (valga la frase); que tales cualidades no son propias ni del español antiguo ni del moderno. El español tendrá todos los defectos que se quiera menos el de «amarrete» con las damas y el de ser económico en los gastos del Estado. Así se explica que Trajano estimulara el lujo y la fastuosidad, convirtiendo los metálicos crótalos griegos en castañuelas de perlas. Sin duda presentía que, al andar de los siglos, serían las castañuelas el instrumento nacional femenino de su patria nativa, independizada del imperio romano. De manera que los «paliyos» no son una creación española: vienen de Grecia, pasan por Roma y arraigan en España, la cual agrega el jaleíto, los ¡olé! ¡olé! estimulantes del palitroqueo. Por uno de esos movimientos inconscientes del espíritu, Trajano, desde su solio de Roma, tuvo la intuición (el genio es intuitivo), de que aquél instrumento sería la manifestación natural de la alegría exultante de su tierra nativa.
Hasta aquí llega lo que podríamos llamar la prehistoria de las castañuelas. La historia moderna es familiar a todos los oídos; el repiqueteo está en todos los tímpanos. La castañuela está ya tan difundida en el mundo como el arpa eólica en los cielos.
Pero conviene recoger algunas observaciones del licenciado Francisco Agustín Florencio estampadas en su monumental «Crotalogía». Habla extensamente de las maderas que deben emplearse en la construcción del instrumento: el granadillo, el nogal, el boj, el palosanto, el sándalo, el tíndalo, etc., etc. El autor se inclina, finalmente, por el marfil teñido, influído, sin duda, su espíritu por las rumbosidades de Trajano que prefería el leve y sutil sonido de las perlas.
Habla luego el licenciado de los colores de las maderas en contraste con el cutis de las tocadoras. Y así aconseja que se armonicen, usando las morenas castañuelas blancas, y las rubias que empleen las de palosanto, ébano y otras maderas oscuras. Por último habla de la correspondencia que debe existir entre las cintas de las castañuelas y las de los zapatos, cofias y redecillas. Al señor licenciado no se le olvida nada que signifique armonía y gracia plástica.
El último capítulo de la «Crotalogía» está consagrado a la manera de aprender a tocar sin necesidad de maestro. Es el capítulo más genial de la obra. Como el licenciado, según su propia declaración, no sabe tocar, tenía que inventar un método en que el maestro no fuera necesario, o mejor dicho, en que sólo la lectura de su «Crotalogía» nos pusiera en condiciones de repiquetear. Así como de la lectura atenta de un tomo de filosofía se sale al cabo filosofando, de la lectura de la «Crotalogía» se sale también castañeteando.
La idea del licenciado Francisco Agustín Florencio de suprimir la enseñanza práctica se ajusta a la pedagogía moderna, en la que todo está librado a la eficacia de los textos por sí mismos. Por otra parte, no existiendo solfa ni partituras para tocar las castañuelas, la «Crotalogía» es imprescindible y viene a llenar esta evidente deficiencia de los compositores. Para tocar las castañuelas no hay más que traducir el propio capricho digital, la interna nerviosidad cuyo último escape está en la punta de los dedos. Ahora bien: como los nervios son distintos en cada criatura, el licenciado no podía prever tan enorme variedad, y así ha preferido eludir toda previsión, que es una forma de tenerlo todo previsto.
Respecto a la gracia, siendo ella don divino, cae fuera de la acción pedagógica del licenciado don Francisco Agustín Florencio. Las castañuelas es el único instrumento no sujeto a pautas ni a solfas. Cada cual las toca como le da la gana, en libre inspiración, y aquí está principalmente la razón de su arraigo en España, después de haber pasado por Grecia y por Roma.
Espero que habré dejado complacida a mi bella comunicante. El tema de esta crónica no puede ser más alegre. Pero si yo, con mi tendencia a la gravedad, lo hubiera entristecido, lea mi amiga la «Crotalogía» del licenciado Francisco Agustín Florencio, que es un libro clásico muy divertido. Y si aún asimismo no consiguiera alegrarse, átese los «paliyos» a los «dediyos» que han de ser seguramente muy remononos, y dése tres «pataítas», con el cuerpo retrechero en jarras y los brazos en vuelo, que es la postura de los ángeles terrestres. Desde aquí la acompañará mi jaleo con los sacrosantos: ¡olé! ¡olé!...
La crónica de esta semana me la da hecha una carta que acabo de recibir de mi mejor amiga, compañera en el colegio y luego en los salones, Rosalía Arregui del Moral de Pérez y Cámpora. Esta retahila de apellidos merece una pequeña explicación. Mi amiga es rica por sí y por su marido, aunque ha venido un poco a menos, cómo ella misma explica en su carta, debido a dos causas coincidentes: el excesivo gasto del matrimonio en Buenos Aires y ciertas especulaciones malogradas por la crisis. La fortuna de Rosalía arranca de su abuelo, el vasco Arregui, hombre tenaz y laborioso, que empezó de alambrador de campos y terminó en gran estanciero. La de Ricardo, el esposo de mi amiga, proviene igualmente de su abuelo, el señor Pérez, uno de los primeros registreros de la calle Rivadavia, allá por los tiempos de la presidencia de Sarmiento. El segundo apellido de Rosalía, el sonoro del Moral, pertenece a nuestro patriciado del año 19, época del directorio de Pueyrredón, del cual fué muy amigo y eficaz colaborador don Sofanor del Moral, ascendiente de Rosalía por línea materna. El segundo apellido de Ricardo, el resonante y prestigioso Cámpora, viene de un bizarro coronel, don Márcos Cámpora, que acompañó a San Martín en su gran campaña del paso de los Andes. Así, pues, los dos primeros apellidos, Arregui y Pérez, representan la creación de la fortuna en su doble actividad, comercial y pastoril. Y los dos segundos, del Moral y Cámpora, significan el abolengo, la tradición, la historia patria. Y es natural que Rosalía luzca estos dos apellidos aristocráticos junto a los otros oscuros, aunque meritorios. En las crónicas sociales el nombre de mi amiga ocupa tres líneas, bien merecidas, desde luego, ya que ella resume en sus cuatro apellidos la historia militar y política del país y la representación de los modernos progresos económicos. Claro está que la significación social de mi amiga reside en los dos segundos apellidos. A ellos debe—y muy justamente—su merecida representación en nuestro gran mundo. Con los apellidos de Rosalía ocurre lo que con los hombres del Evangelio: «Los últimos serán los primeros». Pero ello no quita para que los manes y cenizas de los primitivos Arregui y Pérez sientan cierto íntimo orgullo por su entronque con Cámpora y del Moral.
Ahora, he aquí la carta de mi amiga Rosalía:
«Los Carpinchos», julio 15 de 1916.
Queridísima Marianela: No te puedes figurar cuánto te recuerdo desde este retiro de «Los Carpinchos» donde voy pasando el invierno, si no como en la gloria, por lo menos como en el limbo, que es el lugar intermedio entre la gloria y el infierno. No hay que ser ambiciosa, queriendo alcanzar el cielo de un solo golpe. Leo tus crónicas femeninas y me río mucho con ellas, porque te leo entre líneas, que es lo más divertido en toda la lectura. Pero, para leer entre líneas, es necesario conocer mucho el espíritu y la vida de quien escribe; saber por qué dice ciertas cosas; qué fin tienen determinados conceptos; a quién se dirige tal frase; cuál es el objeto de tal palabra; ver, en fin, la intención que guió la pluma. Y como yo te conozco tanto, puedes imaginarte lo que me divierto leyéndote. A Ricardo le digo siempre: «Mira, esto lo dice Marianela por las de Fulano, y estotro por las de Zutano, etc.» De manera que, ante mi marido, yo vengo a poner ilustraciones en el texto. Si estuvieras aquí ¡cuánto nos reiríamos! ¿Por qué no vienes a pasar unos días? Ya sabes que tenemos buena casa y bastantes comodidades, aunque sin lujo, porque, hijita, hemos venido a trabajar, a ver si nos rehacemos de los disparates cometidos, que ¡ay! no han sido pocos.
Mi vida en «Los Carpinchos» trascurre dulcemente. Al principio me aplanaba esta soledad; me aburría como una ostra, como dice nuestro noble amigo, o nuestro amigo el noble. Pero luego, poco a poco, fuí viendo que entre los cuatro terrosos tabiques de un pobre rancho existen las mismas pasiones, las mismas inquietudes, los mismos anhelos, las mismas desventuras y las mismas alegrías que en la ciudad más populosa. Es cuestión de saber ver, de fijarse, de poner interés en cuanto nos rodea. El espectáculo del mundo, más que en el mundo mismo, está en los ojos que lo contemplan. La humanidad es igual en todas partes, en «Los Carpinchos» y en el teatro Colón. «Visto un león, están vistos todos los leones; vista una oveja, están vistas todas las ovejas»; y vista una persona, casi están vistas todas las personas. ¡Qué bien dirías tú todo esto que yo no acierto a expresar sino en términos de una humilde pastora! Aquí hay amores, odios, despechos, celos, ambiciones, vanidades, todo ello en cuatro ranchos, lo mismo que en las ciudades. Tenemos dos puesteros que andan detrás de la cocinera; uno de ellos es ahorrativo y laborioso; el otro es un perdulario que, «vuelta a vuelta» está en la pulpería, muy guitarrero y cantor. Pues la cocinera prefiere a éste, que no va con buen fin, y no al otro, que quiere casarse de veras. Y es inútil que yo la diga nada. En cambio, tenemos una chinita a quien le gusta mucho el laborioso y ahorrativo, pero éste está entusiasmado con la cocinera y no hace caso de la chinita. Pon ahora celos tormentosos, ansiedades, odios ardientes, angustias, todo, en fin, como en las ciudades; sólo cambian los trajes; en lugar de frac, chiripá; en vez de vestido de seda y escote, una faldilla de percal y un pañuelo al cuello. Pero, por debajo de unos y otros atavíos, los instintos son los mismos y los corazones arden igual.
Por lo demás, mi vida trascurre dulcemente. Cuido de las gallinas, que son de lo más ponedoras; tengo también una pollada de patitos, que no te puedes imaginar lo que gozan cuando los llevo a una lagunita que hay inmediata a la estancia. Los días claros me entretengo en contemplar los reflejos del sol en sus plumas azules. Están lindísimos los patitos. Tengo también una pareja de cisnes, a los cuales sólo les falta el esquife de Lohengrin. ¡Qué fastuosos y qué infatuados son estos cisnes! Nadan entre los patos con el aire de dos señores feudales entre una plebeya y vil democracia. Doy también grandes paseos por el campo. Y me quedo horas muertas mirando los teros. Me entusiasma este pájaro, tan elegante, tan señoril, tan paquete, tan erguido, tan gracioso en su manera de caminar. Parece que va siempre vestido de frac, con las plumas tan planchadas, pulcro, coquetón, peripuesto, andando despacito por la pampa, como si fuera la platea, y volviendo la cabeza a un lado y otro, acompasadamente, cual si hiciera a los palcos el regalo de su mirada. Las dos puntitas rojas que tiene en el codo de las alas parecen los símbolos de una condecoración. Lástima que toda esta gracia y toda esta elegancia las eche a perder cuando vuela y cuando chilla. Su vuelo es tardo, desigual, como de beodo en los aires; su chillido es inarmónico, estridente. Posado y andando, en cambio, tiene una finura y una delicadeza encantadoras. Nunca debía levantarse del suelo ni abrir el pico. Es como esos buenos mozos que pierden mucho cuando hablan.
Después, en casa, leo, toco el piano, tarareo la ópera que se va a dar en el Colón, me entero de lo que dicen los diarios, de los noviazgos, de las reuniones, bailes y fiestas. Entretanto, Ricardo trabaja en el campo; cura ovejas, marca novillos, hace apartados, traza nuevos potreros, levanta alambrados. No te puedes imaginar la actividad que desarrolla. Va poniendo la estancia que es una maravilla. Está fuerte, curtido; colorado. Su contacto con la Naturaleza, con el sol, el aire, las lluvias, le da un brío y una fortaleza admirables. Me dice que es necesario rehacer la fortuna; que hemos de volver a ser tan ricos como antes. Hijita, casi nos fundimos del todo. Cuando la especulación, se metió a comprar cosas. En la Pampa, en Mendoza, en Río Negro, en las provincias, en todas partes compraba leguas y leguas con dinero de los Bancos. Y no quería vender nada. Todo iba a valer tanto y cuanto; todo iba a subir a las nubes. Y siempre esperando compradores fantásticos que vendrían de Inglaterra, de Francia, de no sé dónde, para hacer ferrocarriles y obras de riego y qué sé yo cuántas cosas más. Yo, que estoy por lo positivo, le decía: «Vende, Ricardo, vende». Sólo pude lograr que vendiera unos terrenos. Le pagaron una barbaridad. Y nos fuimos a Europa. Gastamos toda la ganancia en París y en los balnearios, sobre todo en los balnearios. Como es tan generoso—ya conoces a Ricardo—me hizo comprar no sé cuántos trajes; me regaló un montón de alhajas, dos automóviles, ¡la mar!, como dicen los españoles. Cuando volvimos, hijita, la crisis. Las tierras que había comprado no valían nada. Llovieron los vencimientos, los pagarés, las letras. ¡Qué apuros! Ricardo no dormía; tenía los nervios como una prima de violín. Todos los días metido en los Bancos, pidiendo, suplicando, él, que es tan altivo y tan hombre, inclinado y haciendo reverencias a esos señores gerentes, que se dan un corte, hijita, como si fueran reyes. Al verle así, tan triste y tan abatido, le dije: «Bueno, Ricardín mío, a liquidar; prefiero que nos quedemos en la calle antes de verte sufrir de esa manera. Pagas a todo el mundo y viviremos con lo que quede, tranquilos y felices». Total: vendió todas las tierras, casi media Rusia, por la quinta parte de lo que habían costado. Y como no alcanzaba para pagar, tuvo que vender también dos estancias de las tres que teníamos. Nos quedamos con la mía, la heredada de mi abuelo, porque Ricardo es tan delicado que prefirió vender las suyas, sabiendo que yo tenía mucho cariño al campo donde había nacido mi padre. Gracias al remoto vasco Arregui nos hemos salvado. ¡Dios le tenga en la gloria! Pero, ¡qué temporal, querida Marianela, qué temporal hemos corrido!...
Una vez liquidadas todas las deudas, nos quedó, como te digo, la estancia vieja y unos trescientos mil pesos. Y entonces me dijo Ricardo: «¿Tú te atreves a enterrarte unos cuantos años en «Los Carpinchos?»—«Yo me entierro contigo en el fin del mundo»—le respondí. Gran abrazo. Los abrazos en la desgracia saben mejor aún que en la felicidad. Levantamos la casa de la avenida Alvear; echamos a los porteros, a los sirvientes, a los lacayos, a los «chauffeurs», una punta de vagos que puestos en fila, llegaban a la acera de enfrente, y nos vinimos a «Los Carpinchos», a trabajar, hijita, como unos gringos recién llegados. Con la platita que salvamos de la quema, compramos vacas. Tenemos como tres mil. Y dice Ricardo que pronto se harán cinco o seis mil. También tenemos muchas ovejas. «A la vuelta de pocos años—me dice Ricardo—nos podremos farrear anualmente en Europa unos dos mil novillos, alrededor de trescientos mil pesos de renta».—«¡No, Ricardo, no por Dios!—le digo,—porque ya le he visto las orejas al lobo, y no quiero verte con insomnios y sufriendo como un condenado cada vez que tenías que ir a ver a los señores gerentes, que Dios confunda».
No tienes idea de cómo trabaja Ricardo. Se levanta al alba; aún relucen las estrellas. Muchos días no vuelve hasta la noche; almuerza en cualquier puesto para no perder tiempo. Llega cubierto de polvo, otras veces de barro, sucio de sarnífugos, de bañar ovejas, hecho un gauchote, un facineroso. En tal facha, por embromarme, abre los brazos y se viene hacia mí. Yo grito: «¡Sal de ahí, adorado sarnifuguero!» Se baña, se fregotea durante una hora, se pone un traje de casa, y a la mesa, a cenar. Mientras cenamos me hace la crónica social de todos los ranchos, que suele ser tan divertida como la de los salones. La tragicomedia es la misma, como te he dicho; sólo cambian el medio, las formas y los trajes. La humanidad es una misma edición; sólo varían las cubiertas; unos cuantos ejemplares de lujo y los demás a la rústica; pero el contenido es igual.
Luego toco un poco el piano. Y aquí viene una escena que quiero contarte. Ya sabes que Ricardo tiene una voz de tenor muy fuerte, pero muy desafinada, porque carece de buen oído para la música. Pues bien: muchas noches me hace tocar la pira del «Trovador» y se pone a dar unos gritos formidables. Pero en lugar de cantar «madre infelice, etc.», hace esta reforma:
«No debo nada, |
Ya soy feliz |
Con Rosalía...» |
Y al decir Rosalía da un do de pecho estupendo que deja tamañito a Tamagno. Cuando el viento es favorable le oyen los de Zubiaurre desde su estancia, que queda a tres leguas. El do es terrible, pero el pecho es magnífico, y lo que hay dentro del pecho, el corazón, supera a toda magnificencia. Al gritar Rosalía parece que se le dilatan los pulmones. Con ninguna otra palabra su voz sube tan alto. Yo me río como una loca; pero la verdad es que ese do de pecho penetra en lo más hondo del mío. ¿Quieres creer que hasta como tenor me gusta Ricardo? ¡Es el colmo, hijita! Su energía pulmonar, sin entonación musical, como un grito primitivo, me produce una embriaguez y una emoción superior a todos los poemas. Todas las galanterías y todas las finuras que me dijo de novio en los salones me parecen ahora insignificantes y artificiales ante ese grito estupendo con que lanza mi nombre a los aires libres del campo. Quizá me estoy volviendo un poco salvaje. Ya ves, pues, que hasta tenemos ópera en «Los Carpinchos». Y es un canto apasionado, ¡oh! apasionadísimo...
Algunas veces se le mete en la cabeza a Ricardo que yo estoy triste. «Te aburres, Rosalía; lo veo, lo noto: sufres la nostalgia de Buenos Aires. ¿Quieres que nos vayamos por unos días?»—«No me aburro—le digo;—no hay tal nostalgia; me hallo muy contenta. Estando a tu lado, me sobra todo el mundo».
Yo sé que él no quiere volver hasta que podamos brillar como antes y ocupar la misma posición. Y aunque algunas veces—la verdad—se apodera de mí cierta melancolía, la venzo al instante y me muestro alegre, satisfecha y feliz con esta vida. Es necesario que encuentre en mí un firme apoyo y un fuerte estímulo para realizar su ideal. Después de todo, lo hace por mí más que por él. Además, en los disparates hechos, la culpa fué mía tanto como suya, quizá más mía. Así, pues, quietos aquí, cuidando vacas y ovejas, gallinas y patos, y cantando la pira...
Estuve tentada de irnos una semana a Buenos Aires para asistir al baile que dió el Intendente. Me escribió Matilde, diciéndome que Adela me iba a mandar invitación y que no faltara. Vacilé; pero, al fin, resolví quedarme. Y ahora me alegro, pues según me dicen las de Arnedillo en una larga carta, el baile fué un fiasco completo, aunque parece que hubo mucha «gente». Además, el ambigú estuvo servido de una manera deplorable. Figúrate que el Presidente de la República tuvo que ir al mostrador para poder tomar una copa de champaña. Si nada menos que el Presidente tuvo que andar así, ¿cómo andarían los demás? Es verdad que, como don Victorino está por caer, ya nadie le hará caso. El mundo, sobre todo el mundo de frac, es desvergonzadamente exitista. Los gauchos son más piadosos y tiernos con el árbol caído. Un Presidente, cuando está por caer, ya no está sobre nadie, y depende de todos. ¡Pobre don Victorino, viejo, pesado, con su humanidad tan densa, tan maciza, rebulléndose para alcanzar su copa! Pero el hombre, como buen gaucho al fin, llegó hasta el mostrador. Don Victorino es de los que han sabido llegar a todas partes. A mí me es muy simpático.
Bueno; ya he charlado bastante. Ricardo te envía un saludo y yo mi mejor abrazo.—Rosalía.»
Sólo me resta pedir disculpa a mi amiga Rosalía por lanzar su carta a los cuatro vientos de la publicidad. Lo hago porque, aparte el pequeño chismorreo final, la carta encierra una enseñanza y revela las mejores virtudes que pueden adornar a una mujer.
Señora Rosalía Arregui del Moral de Pérez y Cámpora.
«Los Carpinchos».
Mi buena y queridísima amiga: debo comenzar por pedirte dos veces perdón: primero por haber lanzado a los cuatro vientos de la publicidad tu sabrosa carta desde «Los Carpinchos», contando con singular donaire expresivo tus cuitas, las volteretas de vuestra fortuna, tu excelente conformidad, el brío emprendedor de Ricardo en la estancia y sus esperanzas y las tuyas en un próximo y brillante porvenir. El segundo perdón que te pido es por no haberte contestado antes. He estado enferma, como habrás visto en las crónicas sociales de los diarios, donde queda, para los fines de la posteridad, el historial del curso de mi dolencia. Hemos sido muchas las personas «importantes» que hemos sufrido este invierno las destemplanzas del tiempo. Ignoro hasta dónde ha tenido la culpa la atmósfera y hasta qué extremo han podido influir las crónicas sociales.
Lo mío ha sido influenza, una enfermedad que no se sabe bien en qué consiste, como sucede con casi todas las enfermedades, y que, por dolernos con ella todo el cuerpo, lo más acertado será suponer que consiste en todo el cuerpo. La pesqué al salir del Colón, después de escuchar las locuras líricas de «Lucía», un aria cuyo interés principal reside en sujetar la locura a pentágrama, ritmo y compás, cuando la verdadera locura se distingue precisamente por no sujetarse a nada, cosa que, por lo visto, ignoraba Donizzeti. En cuanto hay reglas, ya no hay locura. Pero a los músicos no les basta la razón para hacer arte, y de ahí que recurran a pasiones extravasadas, heroísmos máximos, deliquios, amores quiméricos, frenesíes, éxtasis, arrobamientos, divinos estados de ánimo, para luego ordenar en el pentágrama todos estos delirios. Ordenar y delirar son conceptos que se excluyen, excepto en la cabeza de los músicos, donde toda confusión tiene su natural asiento. Pero, en realidad los músicos, al meter los delirios y locuras entre las cinco rayas paralelas y los huecos de las mismas que forman el pentágrama, sujetan a razón su melografía delirante; de donde se desprende que la razón, aun tratándose de locuras melodiosas, es y será siempre, antes que la música, el arte de las artes, la facultad soberana del humano espíritu. Por lo demás, la música expresa sentimientos divinos, si bien tiene el defecto de expresarlos en tono demasiado alto, al revés de los ángeles que permanecen siempre callados, pues al ascender de la tierra al cielo perdieron, en su purificación absoluta, el uso de la palabra, con la que tanto se peca en la vida.
Como te iba diciendo, hizo presa en mí la influenza al salir del teatro. Hacía un frío terrible, siberiano. Jorge—ya sabes lo cariñoso que es y cuánto se preocupa por mi salud—me advirtió que me abrigara bien. No hice el caso que debía. Y en el trayecto de la puerta del teatro al automóvil, una corriente de aire me dejó transida. Ya sabes que no abuso del descote; pero, asimismo, no puede una llamar la atención cubriéndose más de lo debido. Una vez en el coche me puse a imitar a la Barrientos, chacoteando un poco con mi marido. El tercer gorgorito fué un ronquido de agonía. Y llegue a casa arrecida, tiritando. Total: veinte días de cama.
Se encargó de mi asistencia el doctor Gómez Pulido. Ya le conoces. Es un médico de gran talento social y mundano. Y como el talento da para todo, supongo que ha de tenerlo también para la ciencia. Yo no creo que los galenos toscos y ásperos sean mejores que los finos de porte y de palabra. No pocos simulan cierta tosquedad para demostrar a los incautos que el estudio y las preocupaciones científicas les han impedido adquirir maneras elegantes. Y la verdad, farsa por farsa, prefiero la farsa fina, discreta, cortés, delicada. Pulido es en este sentido lo más pulido que cabe. Amable, atento, obsequioso; y ya que mate, como los otros, lo hace siempre con cortesía. Varias señoras nos hemos empeñado en convertirle en el médico de moda. A mí me lo han recomendado mucho las de Zubizarrendo, las de Martínez Torrebaja, las de Pérez Campanilla y, sobre todo, la viuda de Esquilón, que ya sabes el empeño que pone en todas las cosas. Yo creo que entre todas lograremos imponerle y que acabará por ser el médico de cabecera de todas las familias conocidas. La de Esquilón, especialmente, es para Pulido un anuncio mejor que cualquier almanaque.
A mí me ha asistido admirablemente; y aunque me haya curado sola, le estoy muy agradecida. La medicina, en el fondo, es una retórica científica, el arte de poner palabras nuevas a enfermedades viejas. Y en tal sentido da gusto oir a Pulido. Está al cabo de todas las palabras nuevas que inventa la ciencia. Antiguamente la medicina se limitaba al conocimiento de algunas yerbas para curar heridas y contener la efusión de sangre. Pulido, en su vasta sabiduría, conoce estas yerbas antiguas y todas las palabras modernas de las Facultades de Berlín, París y Estocolmo.
No creas que mi enfermedad ha sido cosa de juguete. Durante una semana estuve muy malita. ¡Y me entró una tristeza! Me pareció que se había suspendido todo en mí, virtudes y defectos, cualidades buenas y malas, todo, todo, quedándome sólo una puerilidad infantil o una chochez repentina: no sé explicarlo... algo así como si estuviera hueca y no quedara de mi cuerpo más que el molde externo. Parece que deliré algunos días, (sin pentágrama). Según me dice Jorge, te nombré varias veces: ¡Rosalía! ¡Rosalía! Ya ves que hasta en los delirios te tengo presente. Me aseguran que no dije grandes insensateces. Hubiera preferido decirlas, antes que grandes verdades, pues una de las cosas que más pavor me causa es oir razonar a la locura.
Felizmente no proferí disparates desatados ni formulé razones sorprendentes; sólo hubo tonterías, con lo cual me tranquilizo pensando que apenas salí de mi estado normal. No te rías maliciosamente, pues yo, como casi todo el mundo—salvo unos cuantos seres elegidos—representamos la normalidad, traducida en la infinita extensión de la tontería en la tierra.
Al entrar en la convalecencia pasé horas de profunda melancolía. Una tarde leía un librito de un místico flamenco, pequeño por su tamaño, grande por su contenido. En una de sus páginas tropezaron mis ojos con estas líneas: «La enfermedad es como citación y último emplazamiento que Dios hace a fin de que entremos en razón con El». Una como ola de religiosidad ganó mi espíritu, abatiendo en él cuanto existe de frivolidad, de aturdimiento, de ilusiones superficiales, y dándole un sentido abismático, una tristeza reflexiva abrumadora. El dolor ensancha mucho el entendimiento. Lloré...
Por fortuna aquello pasó pronto. A medida que fuí adquiriendo fuerzas, desapareció, poco a poco, aquel estado moral, que en el fondo no era más que cobardía ante esa cosa terrible que se llama eternidad, el problema de los problemas, el único problema verdadero, pues todos los demás quedan resueltos con la exhalación del último hálito. Toda enfermedad apaga el valor y enciende el espíritu.
Te estoy hablando de cosas que no entiendo bien. Quizá no las entiende bien nadie. La palabra sólo sirve para expresar cosas vulgares; pero la humanidad está tan ensoberbecida con esta facultad del lenguaje, que cree tener en la palabra el instrumento revelador de todo cuanto nos sucede. Yo no entiendo estas palabras: «eternidad», «infinito», «vida», «muerte». Sin embargo, nos explicamos con ellas; nos explicamos sin entendernos, y esto es precisamente lo más entretenido de la vida. Y así vamos, apaciblemente, acercándonos a un fin desapacible. Todo esto me lo sugirió la lectura del místico flamenco, al cual debí, durante algunas horas, un verdadero estado de gracia.
Pero luego, al ir ganando vida, me puse lo más dengue y melindrosa. La tendencia de todo enfermo es envolver a todo el mundo en el tono de su dolencia. Mi enfermedad era la cosa más importante que había existido en el mundo. A Jorge le he mareado, afirmándole a cada momento que he estado al borde del sepulcro. Le he preguntado mil veces si lloró cuando estaba tan mal; él dice que no, porque siendo muy tierno, tiene el pudor de no demostrarlo; pero yo sé, por las sirvientas, que andaba gimoteando por los rincones. También le preguntaba si se hubiera vuelto a casar si yo llego a morirme. Su respuesta fué muda, pero elocuente. Nada espiritualiza tanto el amor como el envolverlo en la idea de la muerte, pues con ello se traslada al mismo cielo. Ya ves cómo una pequeña enfermedad puede dar sublimidad a la vida. Si la humanidad fuera inmortal se vulgarizaría de una manera deplorable.
Esta charla a grifo suelto es ya muy larga. Y no he hablado aún del interesante contenido de tu carta. Te felicito por tu actitud al encerrarte en la estancia, ayudando a Ricardo a reconstruir la fortuna. Pero de todo esto hemos de hablar despacio otro día. Entretanto, hago votos por el crecimiento de vuestros rebaños, porque tus cisnes sigan tan fastuosos, tan lindos tus patitos y tan ponedoras tus gallinas. Jorge me encarga te salude, lo mismo que a Ricardo. Y tú recibe mi más estrecho y apretado abrazo.—Marianela.
Ayer vino a visitarme mi amiga Petrona. Tomamos té y charlamos mucho, mejor dicho, charló Petrona, porque yo apenas hice más que oirla.
Petrona es una excelente mujer; buena esposa, tierna madre, bondadosa suegra. Si las virtudes domésticas merecen la canonización, Petrona es digna de un sitio preferente en el santoral.
La economía privada de toda la familia de mi amiga gira en torno de la economía pública del Estado. Petrona está casada con un hombre de notorio talento, muy bueno además, que ha sido dos o tres veces ministro en gobiernos ya un poco remotos. Es abogado, carrera admirable que, entre nosotros, supone aptitudes para todo género de funciones. Y así el marido de Petrona lo mismo puede dirigir la Hacienda que la Instrucción Pública. Sin embargo, parece que su fuerte es la agricultura y la ganadería. Hace tiempo escribió una memoria—resumen de otras varias escritas en otros países—sobre cultivos donde no llueve, deduciéndose del luminoso estudio que es mejor sembrar donde las lluvias son regulares. Este notable descubrimiento da idea de la solidez de juicio y la serenidad reflexiva del marido de mi amiga. Suele también, de tarde en tarde, escribir algunos artículos en los grandes diarios acerca del porvenir de la ganadería, «nuestra industria madre». Estos artículos, por lo que toca a si existe o no aumento en el número de cabezas, están inspirados por un prudentísimo sentido dubitativo. La cabeza racional del ex ministro no aventura nunca afirmación alguna sobre las cabezas irracionales, mientras la razonadora estadística no las haya contado de una manera perfecta. En cambio es resueltamente afirmativo al sostener que no se deben vender ni exportar las vacas, que constituyen «la gallina de los huevos de oro». Este extracto que hago aquí de las fundamentales ideas del marido de Petrona basta para demostrar que no podía estar en mejores manos el tesoro agrario del país.
Mi amiga tiene tres hijas casadas: Margarita con un alto empleado de un ministerio; Petronila, con un secretario de legación; y María Inés, con un ingeniero burócrata que nunca vivió en carpa, lo que no le impide discutir, desde la oficina, las obras que otros ejecutan en el campo.
Descripta la familia, fácilmente se explican las inquietudes de mi amiga Petrona en este histórico momento político. Tiembla por todo y por todos. Está alarmadísima ante la idea de que el nuevo gobierno considere inexistente a su marido como ministrable: destituya al yerno empleado; declare disponible al diplomático; y, por último, haga salir de la oficina al ingeniero, enviándole a ejecutar obras y realizar mensuras y planimetrías en los desiertos.
—¿Pero qué va a pasar aquí, Marianela? ¿Tú no sabes nada?
—Nada.
—Ni nadie, hijita, nadie sabe nada. ¡Qué cosa! ¿no? Es una cosa tremenda. Un Presidente tan callado, tan mudo, tan metido en sí mismo, sin vérsele en ninguna parte. Yo no me lo explico. Todo el mundo, cuando obtiene un nombramiento o es objeto de una alta distinción honorífica, es comunicativo, cordial, expansivo, deseando ver amigos y conocidos para hacerles partícipes de su íntima satisfacción.
—Es verdad Petrona: la satisfacción es la única cosa que aumenta dando participación; todas las demás cosas disminuyen repartiéndolas.
—Cuando a mí me nombraron presidenta de las «Hermanas de Santa Catalina» no pude parar un momento en casa. En seguida vine a contártelo. Y de aquí me fuí a casa de otras amigas con el mismo fin. ¡Es tan grato recibir parabienes, enhorabuenas, congratulaciones! No vale la pena de obtener una presidencia si luego no gozamos de esas mil manifestaciones con que los demás celebran nuestro triunfo.
—¿Crées que lo celebran?
—Bueno; lo celebren o no, hacen como que lo celebran y nos lo dicen, y ello es siempre halagador para nuestros oídos. Por mi parte—¡qué quieres, Marianela de mi alma!—no me explico ese silencio, ni esa reclusión, sin dejarse ver de nadie.
—¿Y qué te importa?
—Pero ¡cómo no ha de importarme! En primer término, ya sabes que Eleuterio, mi marido, es de lo poquito bueno que existe entre el elemento político. Nadie puede decir nada de él. Y mira que pudo hacer cosas cuando estuvo en el gobierno. Pues, nada, salió con una mano atrás y otra adelante. Y además de honesto, ya sabes que hay pocos que sepan más que él. Todo el mundo le señala para Agricultura. Sabe todo lo que se puede hacer con la tierra.
—Excepto adquirirla....
—Cierto, hijita, excepto adquirirla. ¡Ah! ¡Si me hubiera hecho caso a mí! Bueno; pues, como te digo, todo el mundo señala a Eleuterio como ministro de Agricultura. También tú lo habrás oído decir.
—¿Cómo no? Lo dice todo el mundo, y a la vez todo el mundo lo oye. Los rumores se forman así, hablando y oyendo todo el mundo simultáneamente.
—Pero, hijita, no hay forma de saber nada. Ya sabes que yo no soy politiquera—la mujer en su casita—; pero, claro, he tratado de explorar, de averiguar algo por medio de una amiga que es muy amiga de una parienta del doctor Crotto. Nada, hijita, no he podido saber nada, porque el doctor Crotto tampoco sabe nada. Nadie sabe nada. Es horrible esta duda. Eleuterio está sereno; espera tranquilo. Ya conoces la gravedad de su carácter. Cuando alguien le habla de ser ministro, cambia de tema. Y se pone a conversar de cultivos, de riego, de sistemas colonizadores. Está lo más preocupado por la falta de buques para trasportar la próxima cosecha. También le preocupa mucho el maíz. Dice que el maíz se lo deben comer los chanchos de aquí y no los chanchos de Europa. ¿Qué más dará?
—No, Petrona; lo que quiere decir Eleuterio es que es mejor exportar carne que maíz.
—¡Ah!...
—El chancho valoriza el maíz comiéndoselo.
—Pero si se lo come, ya no hay maíz.
—Pero queda el chancho.
—Es verdad. ¡Que tonta soy!
—Se trata de una máquina viva de trasformación. Pero abandonemos este punto tan poco espiritual. Sigue, Petrona, sigue...
—Pues, nada, que no se sabe nada. Rumores y más rumores, y al fin... nada. Eleuterio estuvo en el Parque, y yo creo que esto se tendrá en cuenta. Entonces estábamos de novios, y no te puedes imaginar cómo me conmoví cuando vino desde el cantón a verme, en un ratito de armisticio. Luego, al volverse al cantón, ¡qué escena! Yo no le dejaba; lloré, supliqué. Pero él, con esa gravedad tan suya, me dijo: «Primero está el deber, Petrona». Siempre ha sido lo más esclavo del deber. Y se fué. Sufrí un síncope, y, cuando se me pasó, la figura de mi novio se me agigantó en el espíritu con proporciones napoleónicas.
—El amor es un cristal de aumento.
—Luego Eleuterio abandonó el partido. Figúrate; veinticinco años de abstención. ¿Quién está tantos años abstenido? Además, no tenía derecho Eleuterio de privar al país del concurso de su talento. Es lo que le dijo el general Roca y le repitió el doctor Pellegrini. «El país necesita de usted»—le dijo el general. Ya sabes la habilidad que tenía el general para atraerse a los hombres de valer. Y aunque Eleuterio ha sido constante en sus principios, aceptó, por patriotismo. Pero él es siempre el mismo hombre de acero.
—El cañón y el florete se componen de igual materia; y aunque el florete se doble y el cañón no, ambos son de acero. Sigue, Petrona...
—Yo creo, Marianela, que lo importante en un hombre político es su origen, lo que fué primero, no lo que fué después. Lo primero es lo primero. Y él fué revolucionario, contribuyendo con su sangre...
—Creo que exageras, Petrona.
—Bueno; si no fué con su sangre, porque tuvo la suerte de no caer herido, contribuyó con sus tiros al éxito de ahora. Y esto, unido a su talento y a lo mucho que sabe, son títulos suficientes para... en fin, hija, por algo le señala todo el mundo para Agricultura.
—Todo el mundo tiene siempre razón, Petrona.
—Es lo que digo yo.
—Y todo el mundo...
—Pero no se sabe nada. No hay forma de saber nada. Y lo que más me alarma es que los muchachos, mis yernos, se queden en la calle...
—¿Tú crées?...
—¿Y cómo no?...
—¿No están seguros?...
—¡Qué esperanza!... Se dice que en las reformas va a caer medio mundo. ¡Figúrate! ¿Qué va a ser de las muchachas?
—¿No tienen posición tus yernos?
—Ni donde caerse muertos; el empleo, y nada más. El de Margarita, el que está en el ministerio, está muy considerado; pero... ¡vete tú a saber lo que pasará! Parece que más bien ha sido demócrata. Ya se lo decía yo todos los días: «Andate con cuidado, que Lisandro no llega; se queda no más en el último recodo». El de Petronila está con ella allá, en Europa, en una legación. Si le declaran disponible, se tendrán que venir no más. ¿Y cómo ponen casa? ¿Con qué? Además. Petronila está ya acostumbrada a esa vida de las embajadas y de las recepciones. ¡Cualquiera la acostumbra a vivir en una casita en Flores o en Belgrano, después de haber alternado con princesas, duquesas y marquesas! ¡Tan luego ella!... que es de lo más aristócrata y no habla más que de gente copetuda. Cuando el Centenario se hizo lo más amiga de la infanta Isabel. Y siempre nos escribe Petronila para que trabajemos aquí, a fin de que trasladen a su marido a España. Sí, sí... adonde me parece que le van a trasladar es a Buenos Aires. Pues de la otra, de María Inés, la del ingeniero, no te digo nada. Si envían a su marido al Chaco o a Misiones, Inesita se muere. ¿Cómo se separa de él? ¡Ni pensarlo! ¿Y cómo va ella al desierto? ¡Qué esperanza! En fin, hijita, un conflicto, mejor dicho, tres conflictos. Tendremos que cargar con todos en casa. Ya se lo he dicho a Eleuterio. La casa es grande y caben todos. Pero, aunque mis yernos son buenos y las muchachas lo mismo—ya sabes lo bien que las he educado—pues, claro, nunca faltarán desavenencias, disgustillos, incompatibilidades de carácter; porque, naturalmente, donde hay tanta gente, ¿cómo entenderse todos bien? Te aseguro, Marianela, que no sé qué hacer; si traerlos a todos a casa o dejarlos que se las compongan como puedan, ayudándolos, eso sí, ¿cómo no va una a ayudar a sus hijos? con algunos pesos, no muchos, porque, la verdad, tampoco nosotros andamos muy boyantes; pues Eleuterio se metió los otros años, cuando el barullo de los terrenos, en algunas especulaciones, y al venirse todo barranca abajo, como él es así, ha pagado a todo el mundo y nos hemos quedado medio en la calle. Yo le decía que hiciera como los demás; pero ¡qué esperanza! Siempre me respondía lo mismo: «Ante todo el deber, Petrona». Claro que el deber es el deber; pero también quedarse medio fundidos cuando los demás, hijita, hacen lo que hacen, tratando de salvarse, aunque haya que clavar a medio mundo...
—No te apures, Petrona; todo se ha de arreglar.
—Hijita, no sé cómo. Si Eleuterio fuera a Agricultura, sí, se arreglaría todo; porque estando él en el gobierno nadie se atrevería a mover a mis yernos. Pero, hijita, no se sabe nada; no hay manera de saber nada. ¡Qué cosa! ¿no? ¡Es una cosa tremenda! Luego, Eleuterio es así; no da un paso; no hace ninguna gestión; espera tranquilo. Cuando yo le hablo del asunto mueve la cabeza con incredulidad. «Pero si todo el mundo lo dice», agrego yo. Y él responde: «En nuestro país, todo el mundo es el Presidente». Y no dice más. Se encierra y se pone a leer unos libros muy grandes en que hay pintadas plantas de trigo y de maíz, ovejas, vacas y caballos, arados y máquinas. Bueno, Marianela, me voy.
Petrona se pone el abrigo y se dispone a salir.
—Todo se arreglará—repito, por vía de consuelo.
—Tiemblo, hijita, tiemblo. No se sabe nada; no hay manera de saber nada. Y es terrible esto de no poder averiguar nada en ninguna parte.
Toda la humanidad condena la murmuración y toda la humanidad la ejerce con gusto y la sufre con disgusto. Nadie puede decir que no ha murmurado en su vida; nadie tampoco puede asegurar que se vió libre de la murmuración de los demás. En esto somos todos, simultáneamente, victimarios y víctimas, roedores y roídos. La condición murmuradora debe tener raíces muy hondas en el espíritu humano cuando ha resistido la crítica de los filósofos y moralistas de todos los siglos y sigue resistiendo con toda lozanía la condenación general.
La murmuración es, ante todo, una cosa agradable. No hagan aspavientos ni remilgos mis lectoras. A todas nos gusta murmurar: todas murmuramos, y la vida sin murmuración sería aburridísima y tediosa. Quedamos, pues, en que es agradable murmurar. Ahora bien: ¿es conveniente? Yo creo que sí. No se escandalicen mis lectoras. La murmuración (no confundirla con la maledicencia, que es cualidad ruin) es una forma de crítica leve ejercida en tertulia sobre el carácter, gustos, aficiones y manera de conducirnos en sociedad. La idea de ser motivo de murmuración influye poderosamente en nuestro espíritu para corregirnos de muchas ridiculeces y tonterías, de muchas vanidades, de muchos pequeños defectos. Ella es un freno para dominar los impulsos de nuestro carácter, para medir nuestras palabras, para ordenar nuestras ideas, para componer armónicamente nuestras maneras y gestos. A la murmuración se debe casi todo el progreso de las costumbres y el refinamiento del trato social. La misma moda le debe su armonía; todo el mundo teme exagerar, ajustando su gusto a las convenciones generales. Suprimid la murmuración, y los impulsos individuales harán imposible la vida de relación. La murmuración nos pule, nos corrige, nos afina. El grado de perfección íntima que vamos alcanzando lo debemos, más que a nuestro propio esfuerzo, a la crítica de los demás, a la murmuración. Su mismo carácter discreto, silencioso, en voz baja, hace que sea más eficaz. Una crítica franca, clara, en voz alta, nos exaltaría, induciéndonos a la rebeldía, más que a corregirnos. A pesar de su índole cautelosa, la murmuración corre mucho. Don Quijote dice que la murmuración en voz baja tiene un alcance mucho más prodigioso que la bocina de Rolando, que se oía desde Roncesvalles hasta Zaragoza. Don Quijote rechaza la murmuración, sin duda por ser el único Caballero perfecto que ha existido en la tierra y no merecer su conducta el menor reproche. Sin embargo, fué objeto en vida de grandes murmuraciones y se murmura mucho aún de su santa memoria.
La justicia de la murmuración salta a la vista, teniendo en cuenta que ella, por abundante que sea, es siempre inferior al número de nuestros defectos. Con tener la murmuración ojos de lince, nunca los ve todos. De manera que, siendo exacto este principio, en vez de desear su abolición, debemos fomentarla. Se murmura poco todavía...
El otro día, hallándome en una fiesta social, me refería un amigo erudito esta frase de Pascal: «Si los hombres supieran lo que dicen unos de otros, no habría cuatro amigos en el mundo». No habrá muchos más. Mi amigo, como todo erudito, es algo inocente y cree que los hombres no saben que todos murmuran de todos.
Metastasio era más profundo que Pascal en cuanto atañe a la psicología del murmurador. En su «Clemencia Tito», dice lo siguiente: «Si le mueve la ligereza, no le hago caso; si es la locura, le compadezco; y si sólo son sus ímpetus de malicia, le perdono».
He ahí una sabia posición contra los murmuradores. Pero ¿y si la murmuración es justa, como sucede casi siempre? Claro que el murmurado tiende a creer que es injusta, suponiéndola muy justa cuando él se convierte, a su vez, en murmurador.
La civilización tiene su origen en un vasto conjunto de temores, desde las leyes escritas hasta las prácticas sociales. Al temor a la murmuración debemos en gran parte la lenta y trabajosa perfección de nuestra conducta. El ejercicio de la murmuración tiene sus dificultades: hay que ser espiritual, ingenioso, prudente, observador, hábil de expresión. De lo contrario el murmurador, en lugar de crucificar a los demás, se crucifica a sí mismo.
Muchas personas se alaban de no ser murmuradoras. Yo no creo que exista absolutamente nadie que no haya murmurado alguna vez. Las que murmuran poco no suele ser por virtud, sino por falta de ingenio. Además, no hay tal virtud en no murmurar, ya que de la murmuración general, como hemos demostrado, surge el progreso de las costumbres, como de la crítica estética dimana el progreso de la belleza. El mundo todo es un continuo rumor murmurador. Dios lo hizo en seis días y lo entregó a la murmuración de sus hijos por los siglos inacabables.
El abate Delille, traductor de las «Geórgicas» y autor de «Los jardines» y de un ditirambo para la fiesta del Sér Supremo, en los turbulentos días de la Revolución Francesa, era un hombre dulce e ingenioso. Un día quiso sorprender a la Academia Francesa, en la cual entró en 1774, leyendo unos versos de carácter virgiliano. El buen abate deseaba mantener el secreto de esta lectura hasta el momento de realizarla; pero le costaba mucho contenerse. La víspera de la recitación encontróse con un amigo y le expresó así sus temores sobre su pequeño y poético secreto: «Quisiera que nadie lo supiese de antemano; pero temo decírselo a todo el mundo».
En estas pocas e ingenuas palabras del abate Delille está encerrado el secreto de la propagación de los secretos.
¿Por qué nos cuesta tanto guardar un secreto? Muchas son las causas psicológicas que nos impulsan a la revelación. La primera de todas estriba en que un secreto es una especie de carga, de la cual sólo nos libramos soltándola en otros oídos. La misma razón que tuvo quien nos trasmitió el secreto la tenemos, a nuestra vez, para trasmitirlo. «Se lo digo a usted en secreto». Esta frase tan generalizada es una verdadera paradoja, pues una vez comunicado deja de existir el secreto en nuestra conciencia. En realidad, un secreto es un pequeño martirio, un pequeño cilicio, un leve hormigueo de la memoria, una ligera y constante inquietud del espíritu. En medio de la multiplicación de nuestras ideas, de sus vuelos y revuelos, de nuestros anhelos diarios, de nuestros quehaceres, de nuestras tristezas y alegrías, el secreto está clavado en nuestro cerebro, ocupando una gran parte de su actividad. Esta fijeza, esta permanencia concluye por ser molesta. Necesitamos desembarazarnos de este estorbo. Y ello no se logra más que con el olvido. Ahora bien: para olvidar una cosa, el único medio eficaz es comunicarla. Así, pues, los secretos van corriendo de boca en oído por la necesidad psicológica de olvidarlos. La reserva, la incomunicación, hace que el secreto acabe por convertirse en idea fija, en obsesión, en manía. Los mismos criminales prefieren la cárcel y la horca al peso de su secreto. De ahí que acaben siempre por declarar su barrabasada. Edgard Poe tiene un cuento espeluznante sobre este punto. Un marido ha emparedado a su mujer; pasan muchos años; nadie sospecha que haya cometido tal delito. Un día el propio marido señala a la policía el muro donde se halla el esqueleto de su cónyuge. El hombre no podía aguantar por más tiempo su propio secreto.
La variedad de los secretos es infinita. Y los que más cuesta guardar son aquellos de carácter pintoresco, aquellos cuya revelación sabemos que ha de regocijar a quienes los trasmitimos. La idea de divertir a los demás implica cierto altruísmo que disculpa la divulgación. El prurito de mostrarnos enterados nos induce otras veces a lanzar la noticia que nos comunicaron con toda reserva. La comunicamos también «reservadamente», y, poco a poco, de reserva en reserva, la noticia acaba por convertirse en el secreto del Polichinela. Frecuentemente, el deseo de dar una prueba de amistad nos impulsa a romper el sigilo que prometimos. Como con la familia no debe haber secretos, he ahí otro motivo justificado para la revelación. Siempre, en fin, hallamos una causa aprobatoria de nuestra indiscreción. Pero, en realidad, el verdadero origen radica, como hemos dicho, en que un secreto abarca una zona excesiva de nuestra memoria y de nuestro espíritu, acabando por sernos insoportable su peso. La comunicación, aunque sea a una sola persona, con las «reservas» del caso, nos liberta de esa especie de tiranía que el secreto ejerce en nuestra conciencia. Una vez soltada la noticia, parece que nuestro espíritu y nuestra memoria se aligerasen, como si se levantara la piedra que obstruía el aleteo de nuestra vida interior. Respiramos...
Un secreto nunca se trasmite como se recibe. Siempre se le agrega algo. Aquí el arte se complica con el problema moral. Porque toda persona es un artista de sus propias narraciones. Al trasmitir un secreto, conservando lo fundamental, le añadimos el cúmulo de nuevos detalles que nos sugiere la fantasía. Y así, de trasmisor en trasmisor, de cuentero en cuentero, o de chismoso en chismoso, la noticia o secreto llega a trasfigurarse casi en absoluto. Por esto en la Historia, que es, como dice Galdós, la destilación del rumor de los siglos, todo es discutible. Cada historiador, con unas cuantas verdades—si acaso las halla—arma su cuento como le parece. Yo entiendo poco de este vastísimo problema por la insuficiencia de mis conocimientos y mi alicorta reflexión; pero mi marido, que gusta leer a los filósofos, dice que hay uno—no recuerda cuál—que no cree en la historia antigua, desde que ha visto escrita la historia moderna.
Por virtud de los agregados, un secreto divulgado puede volver a ser un secreto perfecto. No hay paradoja. Me explicaré. Un secreto, un verdadero secreto, supone un hecho cierto, un suceso ocurrido. Los agregados que cada indiscreto le va poniendo pueden alterar completamente el hecho, trasformarlo en absoluto. Con esta alteración radical de la verdad, el hecho vuelve a quedar en secreto. Más claro: los secretos vuelven a serlo por la mentira armada entre todos los reveladores. De manera, pues, que cuanto más se divulga un secreto mayores son las probabilidades de que sea guardado. Cuanto más se propala más se conserva, porque al fin queda sepultado bajo la balumba de agregados embusteros. Y así, en suma, el mayor secreto es el secreto a voces.
Hay muchas personas propensas a convertirlo todo en misterio. Al trasmitir la más insignificante noticia exigen reserva. Proceden así por miedo. Son seres pusilánimes que temen verse comprometidos a cada instante. La recomendación de guardar reserva tiene siempre por origen la cobardía. Pero es verdaderamente curioso que los espíritus timoratos y débiles son precisamente los menos capaces de guardar un secreto. Parece natural que el temor a comprometerse debía hacerlos más reservados. La psicología humana es tan complicada, que ocurre justamente lo contrario. Un espíritu fuerte, resuelto, exento de temores, guarda mejor un secreto que un espíritu pusilánime y medroso.
Me han sugerido estas pequeñas disquisiciones sobre la psicología de los secretos dos cartas que he recibido de mis amigas Rosalía y Petrona. Recordarán mis lectoras la carta de Rosalía desde «Los Carpinchos», contándome su vida y milagros. Yo la publiqué en estas columnas, porque todo cuanto me decía mi excelente amiga constituye un ejemplo de buen juicio, de fortaleza espiritual y de perfecta casada. Según me dice Rosalía, le han escrito muchas amigas felicitándola por su buena conformidad en su reclusión voluntaria en la estancia, ayudando a su marido, con la gracia de su presencia, a reconstruir la fortuna, perdida, o muy quebrantada, en especulaciones y lujos excesivos. Parece que algunas amigas la llaman la divina pastora. Opina Rosalía que debí eliminar de la publicación algunos detalles íntimos de su carta; pero yo los dejé intencionalmente, por la pintoresca vivacidad que daban al relato. Rosalía, en resumen, está conforme con que yo haya revelado el secreto de su vida.
En cambio, Petrona está enojadísima por haber publicado su conversación conmigo. Yo siento mucho perder la amistad de esta muy querida amiga. La política no da más que disgustos... cuando se cultiva desinteresadamente. Petrona dice que he abusado de su confianza al decir que su marido, Eleuterio, aspira a la cartera de Agricultura en el próximo gobierno. Me parece que Petrona está un poco ofuscada. Yo creo que lo primero, para que un hombre llegue a ser ministro, es que se sepa que quiere serlo. Y, sobre todo, que conozca este deseo quien ha de nombrarlo. En tal sentido me parece que he hecho un favor a don Eleuterio en vez de causarle un perjuicio. Su deseo era un secreto; ya no lo es para nadie. Todo el mundo, según mi ex amiga Petrona, desea que su marido sea ministro. Pero todo el mundo no sabía si don Eleuterio estaba dispuesto a dar gusto a todo el mundo. Yo he aclarado este punto, llevando a conocimiento del país lo que necesitaba saber con toda urgencia, esto es: que don Eleuterio está dispuesto a consagrar sus luces, que son focos extraordinarios, a la agricultura y a la ganadería, puntales de la economía pública. Por otra parte mi patriotismo me obligaba a revelar el secreto de don Eleuterio, pues hubiera podido ocurrir que por desconocer su deseo quien ha de nombrarlo, que es hombre también de mucho secreto, perdiera el país la colaboración de un estadista que puede ser la lumbrera del futuro gobierno. Ya ve Petrona que en vez de una charlatana, como ella me llama en su colérica carta, he sido prudente y he obrado con suma discreción, velando por los intereses, siempre sagrados, de la patria. Lo inconveniente, por lo tanto, hubiera sido guardar el secreto, ocultando que los deseos de todo el mundo y de don Eleuterio son felizmente coincidentes.
Además, en política no hay secretos; todo acaba por saberse, aunque confusamente; y es casi seguro, aunque yo no lo hubiera dicho, que todo el mundo habría concluído por saber, o por sospechar, al menos, que don Eleuterio está dispuesto a ser ministro. Yo no he hecho más que ahorrar trámites, ganar tiempo, difundiendo la grata noticia de que el marido de Petrona aceptará la cartera de Agricultura. La misión esencial del periodismo es secundar la obra del gobierno, contribuyendo a su sólida organización. Y nada más sólido que don Eleuterio.
El resto de mis revelaciones carecía de importancia. Me limitaba a decir que, según Petrona, nadie sabe nada; todo es un secreto. Los secretos perfectos estriban precisamente en que nadie sepa nada, porque en cuanto alguien sabe algo, pronto lo sabe todo el mundo, hasta que, alterado el hecho de revelación en revelación, todo el mundo vuelve a no saber nada.
Estoy afligida. La política me ha hecho perder una excelente amiga. Maldigo de la política, y juro que nunca he de volver a meterme en ella.
Mi amiga Luisa está desconsolada. Ayer estuvo en mi casa, y, al contarme sus cuitas, rompió en llanto. Su gran desconsuelo no está en relación con la causa que lo produce. Mi amiga tiene fáciles lágrimas, y no menos fácil tiene la risa. Con esto queda dicho que es muy sensible a todas las emociones. Se casó hace un año con Daniel; una boda por amor, muy a gusto, además, de ambas familias, que pertenecen al cogollito de nuestra «haut». El noviazgo fué un idilio ante el cual palidecen los deliquios de Romeo y Julieta. En los salones, fiestas y saraos no se separaban un instante. Un escritor francés, un poco irónico siempre que habla de amor, dice que la causa de que los enamorados no se fastidien de estar juntos consiste en que siempre están hablando de sí mismos. Luisa y Daniel, en el trascurso de su noviazgo, no lograron agotar el tema. Su adhesión espiritual superaba cuanto ha imaginado el más excelso poeta lírico. Pero todo ha terminado, si nos guiamos por las copiosas lágrimas de Luisa.
—¡Ay, Marianela, qué desgraciada soy!
—¿Tanto, tanto?
—¡Mucho, mucho!
—Pues ¿qué te pasa?
—Que Daniel me abandona.
—¡Cómo! ¿Qué dices?
—Sí, me abandona. Ya no soy para él lo que antes era. ¡Así son los hombres!...
—Oye, Luisita; las mujeres hablamos mal de los hombres en general, y los amamos en particular. Este es nuestro error principal; error al cual se debe nada menos que la vida del universo.
—Bueno, bueno: no me vengas con historias, ni con filosofías. Lo que te digo es que yo soy muy desgraciada.
—¿Por qué?
—Porque me abandona... ¿no te lo he dicho? ¿no lo has oído? Me abandona, me deja sola. Vuelve a casa a las cinco y a las seis de la mañana; de día casi todos los días. Y las noches que se queda en casa—muy pocas—yo sé por qué se queda. ¡Ah, le conozco! Pero casi siempre se marcha.
—¿Y a dónde va?
—Dice que al Jockey; pero ¡quién sabe a dónde irá! Y esto es lo que me mortifica y me desespera.
—¿Pero tú no tienes medios de saber si realmente va o no va al Jockey? ¿Para cuándo está el teléfono? El teléfono es el mejor fiscal de los maridos distraídos en devaneos.
—Sí, ya pregunto; y, realmente, siempre está allí. En cuanto llamo, viene él mismo al aparato. Me dice unas cuantas tonterías—porque, eso sí, es de lo más galante—pero, hijita, se queda allí.
—Entonces, tus celos...
—Tengo celos del Jockey. Porque si el Jockey está antes que yo, ¡que se hubiera casado con el Jockey! ¿No te parece?
—No, no me parece. Es más: yo creo que si no fuera al Jockey, tú no le querrías tanto. Un marido un poquitín calavera—un poquito nada más ¿eh?—es más seductor, tiene más sal. La absoluta santidad masculina no suele hacernos absolutamente felices a las mujeres. Los santos—suponiendo que los haya—no están bien más que en el cielo. Aquí, en la tierra, los calaveras—claro, con medida—son más amados que los ángeles. Un ángel terrestre está un poco fuera de su sitio.
Luisita, inundados sus ojos de lágrimas, se ríe al mismo tiempo, y traduce así mis argumentos:
—Bueno; yo no querría que mi marido fuera un zonzo...
—No he dicho zonzo; he dicho ángel.
—Sí, sí, ya te comprendo, y tú también a mí. Las noches que se queda en casa, vieras, hijita, ¡qué alegría! Pero ¡se queda tan pocas!...
—Si se quedara muchas, la alegría sería menor. Si estuviera siempre a tu lado, quizá te entrara el tedio, que es el mayor enemigo del amor y la verdadera desgracia de las personas felices. Reflexiona sobre tu desazón y verás que no hay motivo para que sea tan grande.
—La verdad es que él es galante, cariñoso, espléndido. Mira qué collar me regaló el día de mi santo.
Luisita me muestra la sarta de perlas que lleva al cuello. «Pero Daniel no es bueno—agrega—porque me abandona».
—¡Magnífico collar!—exclamo.—La mayor parte de los hombres son más capaces de grandes acciones que de acciones buenas. Este regalo es una gran acción. Conténtate. Luisita, con tener un marido que, si no hace buenas acciones yéndose al Jockey todas las noches, hace grandes acciones regalándote collares como éste. Es posible que ambas acciones sean malas; pero esto pertenece al dominio de los economistas, donde no quiero meterme.
—Yo no quiero collares, yo no quiero perlas, yo no quiero más regalos que él mismo, su presencia, su compañía, que es para mí el mayor regalo. Pero se va ¡se va todas las noches y me deja sola! ¡Y es que ya no le intereso!
—No, Luisita, no. ¡Cómo no has de interesarle!
—O le interesa más el Jockey.
—Tampoco. El hombre comparte ambas seducciones: tu compañía y el trato de los amigos. Quizá distribuye mal el tiempo. Y el que lo distribuya mejor tiene que ser obra tuya.
—¿Y cómo?
—Disputándoselo al Jockey, procurando sustraerle de ese centro hípico. ¿Te enojas mucho cuando llega tarde?
—¿Y cómo no he de enojarme?
—Mal hecho. Es cuando debes ser más amable, más cariñosa. La primera y más importante cualidad de una mujer es la dulzura, una dulzura constante, inalterable, eterna. Oye, Luisita: nada hay más duro que una piedra; nada hay más blando que una gota de agua; pues bien: la gota de agua acaba por ablandar a la piedra. No seas roca, aunque tengas razón para ello, sino gota de agua, y acabarás por vencer. Nada de ira, nada de altercados y peleas. No es de hierro la mejor cadena, sino aquella que forman los blandos eslabones de nuestros brazos. La brusquedad no retiene: ahuyenta. Cuanto más tarde llegue Daniel, más tierna y más solícita debes ser con él. No hay mejor apoyo para la mujer que la propia blandura de su corazón. Esto, que parece nuestra debilidad, es nuestra fuerza. Un día Daniel reconocerá que obra mal: le remorderá la conciencia, y el grato recuerdo de tu bondad le arrancará del Jockey Club. Cultiva además tu espíritu y tu ingenio con buenas lecturas, de modo que tu conversación sea más vivaz y entretenida que la de sus amigos del Jockey, cosa que no te será muy difícil con poco empeño que en ello pongas. «El arte de la vida es hacer de la vida una obra de arte». Este concepto es de uno de mis poetas predilectos, a quien debo, en buena parte, la formación de mi pobre espíritu. Por lo demás, Luisita, el matrimonio es una serie de concesiones. En él, cada uno quiere, por medio del otro, alcanzar un fin personal; pero siendo el amor y el matrimonio la más espiritual combinación de egoísmos, la excesiva esclavitud o sometimiento de uno de los dos, refluye sobre el otro, en virtud de la fusión de las almas; de manera que tanto siente la esclavitud la esclava como la esclavizadora. Del conocimiento intuitivo de esta condición del amor, nace la tolerancia, el mutuo ceder, hasta que los egoísmos se convierten en recíproca generosidad. Cuando se quiere mucho se transige mucho.
—¡Ay, hijita, le quiero!... ¡tú no sabes cómo le quiero! Y con todo transijo, menos con que se quede toda la noche en el Jockey. Con eso no transijo, ¡no transijo y no transijo!
—Está bien, Luisita. No debes transigir. Pero la transigencia, como la intransigencia, tiene sus métodos. Se puede ser intransigente con bondad, con dulzura, con suavidad. No te pongas nunca furiosa; no seas agria, díscola, violenta. La cólera es el peor de los métodos.
—Cuando llega estoy lo más enfadada. Pero sólo con verle se me pasa el enojo. Su presencia es para mí lo que para los pájaros la aurora. Luego, ya sabes cómo es de gracioso y ocurrente. Hijita, empieza a hablar y a embromarme y... bueno, al ratito no más, ya me estoy riendo como una loca. No tengo carácter y, claro, hace lo que quiere.
—Tienes que disputárselo al Jockey.
—Sí, sí; pero, ¿cómo? ¿cómo? El otro día, no sabiendo ya qué hacer, me fuí al Socorro, a pedirle a la Virgen que me ayude a sacarle del club.
—¿Y se lo dijiste luego a él?
—Sí. ¿Y sabes lo que me contestó? Que otro día le pida a la vez que gane el premio internacional Torbellino, un caballo que ha comprado y con el cual sueña a todas horas. ¡Ay, Marianela, yo no sé qué va a ser de mí! ¡Ese Jockey!... ¡Ojalá se hunda! ¡Ojalá se quiebren las patas todos los caballos de carreras!...
Con estas maldiciones hípicas y un abrazo se despide mi amiga Luisita, que tiene fáciles las lágrimas y no menos fácil tiene la risa.
Alguna vez os he hablado de mi excelente marido y de mi felicidad inalterable desde el día en que el amor nos unió con la bendición del altar y la sanción de la ley. Por cierto que he recibido algunas cartas en que, si no censura, había cierta extrañeza por hablar yo de mi marido en estas crónicas superficiales, deleznables y pasajeras. ¿Por qué la extrañeza? Falta de costumbre en las lectoras, sin duda. Yo creo que lo que mejor se observa y sobre lo que mejor se discurre no es sobre lo extraño y lejano, sino sobre lo que está más cerca, sobre cuanto nos rodea y nos es propio. Como mejor se ven las cosas no es con telescopio ni con microscopio, sino con los ojos de la cara, directamente. Todo cristal para prolongar la vista deforma los objetos. Así, pues, estoy convencida de hablar de mi corazón con más acierto que sobre el corazón de los demás, y tengo también la evidencia de que comprendo y expongo mejor lo que pasa en mi recogido hogar que aquello que está sucediendo en los dilatados ámbitos del universo. Creo además que, partiendo de lo particular e inmediato, se ve mejor lo general, mientras que, procediendo a la inversa, quizá no logremos ver ni lo uno ni lo otro, ni lo general ni lo particular. Y en último caso procedo así porque mi alicorta inteligencia carece de vuelo para generalizar. Mis pequeñas facultades de observación no pasan del reducido mundo que me rodea, de mi casa, de mis amigas y del centro social en que—por dicha mía—me ha tocado nacer y vivir. Pero abandonemos este tema. Creo que lo dicho basta como respuesta al punto a que se refieren mis discretas y amables comunicantes. Y vamos a nuestro asunto.
Jorge, mi marido—lo diré una vez más,—es un hombre adorable. Toda palabra humana es pálida para revelar la intensidad de mi cariño. Ante su presencia mi corazón es un altar encendido para adorar su bondad, su nobleza y su inteligencia. Sin embargo, la otra noche, en la mesa, hemos disputado por primera vez, amablemente, eso sí, pues no podía esperarse otra cosa de la cultura de Jorge y del respeto que, aun estando en desacuerdo, me inspira siempre la palabra cortés y discreta de mi marido.
La causa de la discusión fué nuestro hijo, Jorgito, un niño de cuatro años, que es el doble eslabón de nuestra eslabonada vida, un eslabón de rulos rubios que nos da la sensación de unir apretadamente nuestros corazones aquí, en la tierra, mientras dure nuestro aliento mortal, y allá, en el cielo, cuando nuestras almas se desprendan de la materia transitoria.
Estábamos en los postres. El niño jugaba con una manzana, haciéndola rodar, una vez en dirección hacia su padre, otra vez hacia mí. La diversión del chico consistía en engañarnos, amagando hacia mí y dirigiéndola hacia Jorge, o viceversa. Nosotros nos dejábamos engañar, resonando en nuestras almas las risas alborozadas de Jorgito. Mi niño se ríe como deben reirse los ángeles cuando salen en el cielo las auroras. De pronto dijo mi marido:
—Se va a parecer a mí, en carácter y en todo.
—No lo creo—respondí.
—¿No lo crees, o no lo quieres?
—Ni lo creo ni lo quiero.
—Entonces quieres decir que no soy yo un modelo digno de seguirse.
—No quiero decir eso. Yo creo que tú eres un modelo; para mí, al menos, lo eres; quizá para otra no lo fueras, a pesar de tu bondad ingénita y de todas las condiciones morales con que prendaste mi corazón. Pero los gustos no son iguales y hasta se dan muchos casos de aberración en el gusto, gustando lo peor. Hay hombres de cualidades detestables que son muy amados por mujeres inteligentes. La psicología humana, la femenil sobre todo, es un arcano de complicaciones. Hay mujeres que aman más profundamente cuanto más irregular es la conducta del marido. El martirio es para ellas un estimulante espiritual. La perfección les produce tedio. Sólo hallan la felicidad por contraste con los disgustos. Un marido un poco calavera, algo donjuanesco, un poco embrollón en sus justificaciones, tiene para ellas una seducción misteriosa. Son imaginaciones perturbadas, una manera de ser que no se vence con la educación ni con ninguna pedagogía. Ya ves que para una de éstas tú no serías un modelo, aunque para mí lo eres, que es lo principal.
—No comprendo cómo, teniéndome tú por un modelo de hombre, no deseas que nuestro hijo se me parezca.
En este momento Jorgito rompió a llorar, porque no hacíamos caso del rodar de su manzana. Ambos le cubrimos de besos. Luego quiso sentarse en mis rodillas, como de costumbre, después de cenar. Levantó sus ojitos hasta los míos, en una tiernísima mirada de despedida, precursora del sueño, y recostando su cabeza sobre mi pecho, se quedó dormido. Su pequeño corazón latía sobre el mío, fundidos ambos en ritmo de amor inefable.
—Es ilusión de todos los padres querer que sus hijos se parezcan a ellos. Este deseo lo sienten igualmente los esposos modelos, los padres ejemplares, como tú, que aquellos otros que carecen de estas virtudes. Pero esta ilusión sale siempre frustrada, tanto para aquellos que pudieran erigirse en ejemplo, como para los que están muy lejos de ser modelos dignos de imitación. La paternidad, como la maternidad, anhela, no sólo la reproducción de su imagen física, sino también de la espiritual. Ello es una quimera. La Naturaleza no se repite; nada hace igual; la más absoluta variedad es su principio creador. Yo, en mi ignorancia, no sé dar una explicación científica; posiblemente no habrá ninguna ciencia que lo explique. Pero sin auxilio alguno de los libros sabios, a simple vista no más, podemos ver esta milagrosa variedad de los seres. Y bastan unos simples rasgos para producirla. El rostro humano se compone de tres elementos: unos ojos, una nariz y una boca. Y cada ser que integra la humanidad es distinto. No cabe con menos recursos una diferenciación mayor. Ni con los siete colores del prisma, ni con las siete notas del pentágrama, en sus combinaciones innúmeras, se puede producir en los colores y en los sonidos una variedad tan asombrosa como la existente en las fisonomías humanas. En la misma manera de andar, en el aire, nos diferenciamos. Las aves de una misma especie se diferencian igualmente; cada tero, cada chimango, tiene personalidad en su vuelo; cortan el aire y cruzan el espacio de una manera propia, haciendo giros y piruetas que caracterizan la particularísima idiosincrasia de sus alas y la gracia individual del espíritu que en el ámbito azul las mueve.
Jorge se ríe de este pequeño, empírico y trivial curso de historia natural.
—Pero hablábamos—me dice—del orden moral.
—Ocurre otro tanto. El espíritu y la razón tienen tantos grados y diferencias como criaturas existen en el mundo. Tampoco hay caracteres iguales, como no hay un timbre de voz igual a otro, ni una mirada igual a otra mirada. Nuestras almas son tan distintas como nuestros rostros.
—Yo no he hablado de una identidad absoluta entre Jorgito y yo, sino de un parecido moral. ¿Por qué no quieres que se me parezca?
—Porque quiero que sea original, único. Yo deseo que sea bueno, tan bueno como tú, pero con una bondad propia, con la suya. Porque así como hay muchas maneras de ser malo, hay también muchas de ser bueno. En todos los libritos de mística, en todos los devocionarios, leerás estas sencillas palabras: «las vías del Señor son innúmeras», queriendo expresar con ello que los caminos para llegar al cielo son infinitos; que hay, en fin, muchas formas de ser buenos y de practicar el bien. Y yo quiero que Jorgito tenga su camino propio, hecho por la huella de su alma, como deseo que tenga en el mundo un puesto digno, conquistado por su propio esfuerzo, aunque, claro está, nosotros hemos de ayudarle; pero quiero decir que mi deseo es que en su lucha por la vida tenga armas propias, suyas, originales, obtenidas por medio de una interpretación personal del mundo. Y si Dios, en su infinita bondad, se dignara concedernos la suprema merced de besarle en la frente e iluminar su inteligencia con los destellos del genio, desearía igualmente que fuera la suya una genialidad única, personal, sin parecido alguno con las demás lumbreras que han florecido en la tierra. Quiero, pues, que sea un modelo, pero no imitado ni imitable. Deseo para él el don de la máxima personalidad.
—¿Tú no sabes que los seres muy originales no suelen ser los más felices?
—Yo creo que lo más desdichado es no tener personalidad.
—Ya que no quieres que se parezca a mí, supongo que, en algo, desearás que se parezca a tí.
—En una sola cosa. Deseo que cuando se case tenga por su compañera la intensidad de amor que yo siento por tí. Es algo difícil...
—No, no; en esto no transijo. Quiero que su amor sea como el mío por tí.
—Bueno: arreglemos este punto; que acumule en el suyo el de los dos. ¡Vaya una suerte que espera a la futura!...
Jorgito seguía dormido con placidez encantadora. Le llevamos a acostar. Su padre arregló el almohadón de la cuna. La cabecita de rulos rubios parecía una rosa dorada. Nos quedamos mirándole, mudos y conmovidos.
—Después de todo lo que hemos hablado—dijo Jorge—quién sabe la suerte que le espera en el mundo.
—¡Ay, sí, quién sabe, quién sabe! ¡Que Dios te proteja, alma de mi alma!...
En medio de la tragedia de los pueblos, los reyes continúan en perfecta salud. «Y esto es lo principal», como decían los cortesanos de Versalles en tiempos de Luis XIV.
La salud del rey, en momentos de hondas perturbaciones y cataclismos sociales, es de una importancia fundamental. En las guerras, como en el ajedrez—que es el remedo más perfecto de las batallas,—el desastre definitivo está en el jaque-mate al rey. Mientras no se pierden más que alfiles, peones, caballos, torres, o la dama, la partida, con todos sus accidentes, tropiezos, errores tácticos y estratégicos, no está aún perdida. Pero, cuando se pierde el rey, cuando sufre jaque-mate, todo se acabó de una manera irremediable y definitiva.
Después del mate al rey, sigue en importancia desastrosa el jaque a la reina. En la defensa del rey y la reina se cifra, por lo tanto, toda la estrategia del ajedrez. Pero aunque la similitud entre el ajedrez y las batallas humanas, político-militares, es muy grande, existe, sin embargo, la radical diferencia que hay entre la vida y el puro mecanismo de unos muñecos de madera. Aclaremos un poco el punto. En el ajedrez, el rey y la reina se mueven con el mismo propósito: dar jaque-mate al otro reinado; es la lucha del matrimonio de monarcas blancos contra el matrimonio de monarcas negros. La lucha es clara, simple, aparte la complejidad de los accidentes de la batalla ajedrecista. No ocurre así en la vida. En una conflagración de muchos tronos y de muchos pueblos, puede ocurrir—ocurre con frecuencia—que los deseos y simpatías del rey y de la reina no sean coincidentes por razones de parentesco, de raza, de educación, hasta de capricho, pues no hay que olvidar que los monarcas tienen las mismas pasiones que los demás mortales, pequeño detalle que nos hace dudar de su origen divino. A veces sus pasiones son inferiores a las más comunes y vulgares. Por eso ha dicho un clásico escritor francés, gran ironista, que es más fácil estar por encima de los reyes que a su altura. Ahora bien: el rey y la reina tienen su círculo palatino: políticos, militares, gentilhombres, azafatas, cortesanos, etc., los cuales se dividen entre los anhelos de la reina y los anhelos del rey. He aquí embarullada, confundida, anarquizada la partida de ajedrez; pues si unos alfiles, caballos, torres y peones tiran para un lado y otros para otro, la batalla ordenada se torna en encrespado bochinche civil. Ya la Santa Biblia, con su gran sabiduría, alude en el Eclesiastés a estas desavenencias reales: «Los pecados y errores de los príncipes destruyen y trastornan los Estados y los hacen pasar a manos extranjeras». (Perdonadme que mezcle el ajedrez, los reyes y la Biblia. Las personas de poca erudición, como yo, hacemos siempre un pequeño baturrillo con lo poco que sabemos.)
Todas las monarquías son de origen cosmopolita. Ningún rey, ninguna reina, tienen la sangre pura del pueblo en que reinan. Como se casan solamente entre sí, porque la ley prohibe el matrimonio morganático, resulta que los verdaderos extranjeros en todo pueblo son el rey y la reina. Así, pues, en vez de sangre azul, puramente azul, la tienen de todos los colores. La pureza sanguínea está mejor fijada en los caballos de carreras.
El diverso origen del rey y de la reina hace que sus tendencias, deseos, ideas, gustos, sentimientos, humor y emociones sean distintos. Los príncipes reinantes de cada país derivan de los diversos tronos conflagrados. Y así, al tratarse de entrar o no entrar en la guerra, la reina puede preferir un grupo de beligerantes y el rey otro. En las cuatro monarquías balkánicas, en ese trágico tute de reyes, ha debido ocurrir algo de esto. La historia lo aclarará, si es que la historia aclara algo.
Desde luego, el rey manda: pero el rey, al mismo tiempo que rey, es marido, sujeto, por lo tanto, a las mismas influencias, peripecias y contingencias, buenas y malas, de todo marido. En los palacios reales pasan las mismas cosas que en otra casa cualquiera, y a veces peores. Napoleón, por ejemplo, el único emperador por derecho propio, que pasó los Alpes, los Pirineos, la Selva Negra, las montañas austríacas y rusas, no hubiera podido pasar un túnel. Si entonces hubiesen existido túneles. El aditamento que sus dos mujeres, Josefina y María Luisa, le pusieron en su cabeza, genial y estratégica, se lo hubiera impedido.
Con estas premisas llegamos al nudo de la cuestión. ¿En qué grado una reina puede cambiar la historia de un pueblo, influyendo sobre el ánimo del monarca? Ello depende de muchas causas. El alcance de esta influencia se relaciona, en primer término, con el amor. Si el rey está muy enamorado, la reina hará lo que quiera. Y reinando sobre el rey, la reina reinará sobre el reino. Porque el hombre, que se cree el rey de creación, no suele ser, cuando está enamorado, más que el esclavo de la mujer. En la historia universal, desde Troya hasta ahora, el amor ha jugado un papel importantísimo, usurpando con frecuencia su lugar a la majestad de la lógica para llevar por el mundo el soplo de la locura. Los investigadores e intérpretes de la historia antigua y moderna debían atenerse siempre al popular aforismo francés: «Cherchez la femme».
La influencia de la reina puede estar basada también en que el rey sea tonto, cosa muy posible, pues la tontería es muy democrática y se mete en cualquier cabeza, sin respetar jerarquías. Puede suceder asimismo que el monarca sea un ignorante, porque si se reina por derecho divino, no se estudia ni se aprende sino por esfuerzo propio, quemándose las pestañas como cualquier simple mortal. «Un rey ignorante es un asno con corona», según siglos hace dijo uno de ellos, Alfonso V. El estudio es un trabajo plebeyo, y no está bien que los reyes desciendan a ocupaciones propias de los vasallos. Alfonso V merecía, por su sentencia, ser destronado.
Pues bien: ya por estar muy enamorado, ya por ser tonto o ignorante, la prerrogativa real cae, de hecho, en manos de la reina. Ella impone sus deseos al rey y, por consecuencia, al pueblo, este colosal organismo infantil a quien siglos de experiencia tornan cada día más niño. Inútil me parece señalar ejemplos. Bastará decir que no pocos de los grandes sucesos que conmovieron al mundo nacieron en las cámaras reales.
Y he aquí cómo las reinas hacen la historia, o, por lo menos, «las historias». Sometido el rey al influjo de la voluntad de la reina, puede ésta llevar al pueblo a un campo guerrero contrario a las conveniencias nacionales, cambiando así el curso de su historia y haciéndole infeliz en vez de venturoso, aunque la ventura colectiva quizá no sea más que un puro sueño abstracto. No quiere esto decir que las reinas yerren con más frecuencia que los reyes, los cuales, aunque de origen divino, pocas veces tienen la divina gracia del acierto humano. Sólo quiero establecer que el juego de las influencias dentro de los matrimonios, reales o plebeyos, es siempre el mismo, aunque sus consecuencias, claro está, son muy distintas en trascendencia histórica. Estos inconvenientes de los reinados no tienen, según mi pobre juicio político (ya sabéis que yo no entiendo de estas cosas), más que un remedio: suprimirlos. En tal sentido nuestra América, tan atrasada, según los europeos, ha resuelto el problema en toda su extensión continental. Según Eleuterio, el marido de mi ex amiga Petrona, que es, como sabéis, hombre muy grave y reflexivo, los pueblos europeos acabarán por adoptar las instituciones republicanas de los americanos, con las cuales es posible que se maten con más frecuencia, pero será por propia iniciativa y gusto propio, y no por mandato del rey o por antojo de la reina.
En los magnos sucesos históricos, la reina se diferencia del rey por su menor sensibilidad ante lo que podemos llamar sentimiento responsable. A la reina, como mujer, apenas le preocupa la posteridad. El rey, en cambio, suele ser muy sensible al juicio de los siglos futuros. A la reina lo que más le importa es el triunfo inmediato de sus ideas y deseos, sobre todo, de sus deseos. El hombre es un fatuo del porvenir: la mujer rara vez pasa de vanidosa presente. Y quizá la mujer se halle en esto mejor orientada. La posteridad se compone de las gentes que aún no han nacido. Y conociendo a las que ahora existen, no es de suponer que sean mejores ni más sensatas las que aparezcan sobre la tierra en las futuras edades. La reina, más instintiva siempre que el rey, tiene un juicio más exacto de la posteridad.
Resultará un poco extraño a mis habituales lectoras que yo trate esta materia de psicología palatina. Debo sobre este punto una explicación reveladora del origen de mis conocimientos. En realidad, yo no he pisado en mi vida un palacio real ni he conocido nunca a ningún monarca ni a ninguna reina. No he estado en Europa. Desciendo de un vasco remoto que en el primer tercio del siglo pasado empezó a apoderarse de la tierra por centenares de leguas. Por diversos entronques familiares, he venido a pertenecer, al cabo de un siglo, al patriciado de mi país y a su alta sociedad. El nombre y la opulencia—más aun la opulencia—determinaron que fuese elegida de la comisión de damas para recibir y obsequiar, cuando el Centenario, a una altísima dama, nacida en alcázar. Me hice muy amiga de ella, honrándome mucho con su intimidad. Y en nuestras conversaciones, a fin de satisfacer mi curiosidad, tuvo la complacencia de hablarme frecuentemente de las cortes europeas que ella conoce tanto, de sus costumbres y hasta de sus secretos. Así, pues, este pequeño ensayo sobre reyes y reinas está hecho con el auxilio de las reminiscencias de aquellas parlas interesantísimas...
El jueves último dí en mi casa una fiesta sin pretensiones de sarao, una pequeña reunión en obsequio de mis sobrinas, Carmen y Lucía, hijas de mi hermana mayor. Invité a las amigas de las muchachas y a varios jóvenes, pertenecientes, unas y otros, a nuestro gran mundo.
La fiesta tenía por objeto principal presentar a mis sobrinas en sociedad. Debo deciros sobre ellas algunas palabras. Carmen y Lucía son mellizas, muy lindas ambas y bastante vivaces, sobre todo Lucía, mi ahijada. Apenas cuentan 16 años. A Estefanía, mi hermana, le urgía mucho esta presentación. Yo la decía con frecuencia que me parecía pronto para lanzar a las niñas al torbellino del mundo. Hícela sobre este punto algunas reflexiones, censurando la costumbre, ya tan difundida en Buenos Aires, de presentar a las niñas en sociedad cuando apenas han salido de la infancia. Ello me parece un grave error. A esa edad ni el espíritu ni la mente tienen, no ya madurez, ni siquiera aquel grado de equilibrio elemental que se necesita para frecuentar los salones y actuar en la sociedad. Claro está que la experiencia del mundo sólo se adquiere andando en el mundo. Pero bueno es llegar a él con todas las cautelas que sugiere la razón formada; porque el mundo, al decir de un santo que tengo en gran devoción, «es un pomposo bajel sobre procelosos mares». Al día siguiente de ponerlas de largo ya se quiere lucirlas en sociedad. Pero, para entrar en los «procelosos mares» a que alude el santo, no basta llevar los vestidos de largo; se requiere que sea no menos largo el entendimiento. Para la salud misma no es conveniente experimentar las impresiones del mundo cuando apenas se ha iniciado la pubertad. Su cerebro pueril y la infantilidad de su espíritu hacen que se hallen cohibidas, llenas de cortedad, incapaces de sostener una conversación, ni siquiera de comprenderla cuando los conceptos son un poco sutiles. De ahí que las pobrecitas, a todo cuanto se les dice, respondan maquinalmente con esta insustancial muletilla: «¿Ha visto?» ¡qué cosa! ¿no? ¡Qué cosa! ¿no? ¿ha visto?...»
Como viera que todas estas razones contrariaban a mi hermana en su prisa por lucir a sus hijas, accedí al punto a sus deseos. No quería yo que ella interpretara mis observaciones como disculpa para eludir las molestias y aún las críticas a que da ocasión toda fiesta. Mi hermana deseaba que la presentación tuviera lugar en mi casa, por haber en ella amplios salones y ser el hogar tradicional de la familia, donde tuvieron lugar memorables fiestas en los antiguos tiempos de la castiza sociedad porteña. Nosotras, nuestra madre, nuestra abuela, tres generaciones femeninas, en una palabra, fueron presentadas al mundo en estos vetustos salones. Aunque la casa es mía exclusivamente, por haberla preferido en el reparto de la herencia a otros bienes de mayor valor, siempre creo que pertenece a toda la familia para estos fines de lucimiento común, para mantener el apellido y honrar a nuestra estirpe. Así, pues, estaba descontado que la presentación de Carmen y Lucía tuviera lugar en mi casa. Mis reparos se referían solamente a su corta edad. Jorge, mi marido, concluyó por acallar mis escrúpulos. «Tu hermana lo quiere; ¡déjala! Hazla el gusto. ¡Qué te vas a meter tú a reformar las costumbres!» Mi marido dice que el mundo está dirigido por la insensatez y que es inútil oponerse a este hecho evidente. Como Jorge discurre muy bien y sabe mucha filosofía, justifica su aserto con razones que por ser muy atinadas y, sobre todo, por ser suyas, a mí me parecen definitivas. Yo creo a mi marido con amor, que es la forma de credulidad más profunda.
A las once comenzaron a llegar las amigas de mis sobrinas, un grupo de muchachas presentadas en sociedad este mismo año o el anterior. Muy lindas, muy elegantes todas ellas. Notábase que su principal preocupación era su propio atavío. Poco después llegaron los jóvenes: Pedrito, Carlos, Raúl, Enrique, Evaristo, otros varios. Estos donceles merecen párrafo aparte.
Llegaban como recién salidos de la sastrería, planchados, engomados, prensados, rígidos, ¡encorsetados! La raya del pantalón, perfecta, como hecha con tiralíneas. Me han dicho que usan ahora una jareta en el talle, con cuyos cordones se obtiene esta rigidez del pantalón, como si estuvieran puestos sobre un maniquí de madera. Usan el «saco» entallado, con vuelo de miriñaque, como nuestras abuelas. Gastan calcetines de colores muy vivos; azul-añil, verde-esmeralda, rojo de aurora, prendas, en fin, propias de las bailarinas de la Opera. Llevan el pantalón remangado, y cuando están en coro con las muchachas, los colores se confunden, no distinguiéndose los sexos. Entre todos forman un arco iris. Pero lo interesante es lo externo de la cabeza de estos mozos, su peinado. Parece que es obra lenta y minuciosa el tocado de sus testas. Comienza con un lavatorio con agua de lino; luego se pasan media mañana con la toalla rodeada a la cabeza, a manera de turbante oriental, hasta que el pelo se seque. Por ultimo, comienza el peinado: esencias odoríferas, propias de una odalisca, mucho cosmético. El agua de lino apelmaza el cabello en forma compacta, convirtiéndolo en una pasta como de cemento armado, que defiende el cerebro contra la penetración de toda idea. Si se les toca con los nudillos, su cabeza suena a hueco, como un coco después de sacarle la pulpa. Todo es liso en la cabeza de estos jóvenes, por dentro y por fuera. Dícenme que es muy elegante llevar así el cabello, largo y empastado, como una peluca natural, si caben juntos los dos términos. Para terminar el tocado se ponen una espesa capa de vaselina, a fin de que brille mucho el pelo, única cosa brillante en sus cerebros. Después, cuando van de visita, dejan en los respaldos de los sillones y almohadillas la huella de sus peinados. Están poniendo perdidos los muebles de todas las casas que frecuentan.
Al poco rato se generalizaba la conversación. Pedrito, uno de los jóvenes, hablaba con una niña, refiriéndose a otra ausente. Comentaban un principio de relación entre esta señorita, llamada Pilar, y un amigo de Pedrito, relación que se había cortado apenas iniciada. La niña preguntó a Pedrito: «¿Y cómo va el «apunte» de Pilar y su amigo?»
—«Forfey»—repuso Pedrito.
Como yo no entendiera, pregunté a mi marido lo que había dicho.
—«Forfey»—me dijo Jorge—es una palabra inglesa para significar que un caballo se ha retirado de la carrera.
—¡Qué horror! ¡Vaya una manera de hablar con las niñas que tienen estos jóvenes!
En otro grupo se comentaba una gran fiesta dada últimamente. Mi sobrina Lucía preguntó:
—¿Estuvieron las de García Nájera, Clotilde y Sofía?
—No entraron en el marcador—respondió el joven Evaristo.
Aludiendo al noviazgo fracasado de otra señorita, dijo Raúl, uno de los más frívolos de mis invitados: «Esa carrera no se corre».
Se habló luego de si Clotilde era o no era elegante. «Es cache»—dijo Enriquito, que entiende mucho de modas.
Todos los fragmentos de conversación que escuché eran parecidos. Los jóvenes se expresaban por medio de vocablos hípicos para significar cualidades morales y episodios de los saraos, tertulias y reuniones. No logré oir una sola frase espiritual, un concepto agudo, una palabra verdaderamente fina y elegante. La función parlante de los mozos era puro ejercicio de la campanilla y la laringe, sin intervención del espíritu ni del cerebro, cuya masa gris está tan apelmazada, compacta y oscura como el pelo. Estos pobres mozos de nuestra «haut» desconocen los deleites que procura una mente docta, nutrida de lectura selecta, un espíritu iniciado en las altas emociones del arte y de la poesía. Para sus ojos mentales el mundo está vacío; no hay en él más que unos cuantos caballos alígeros, un sastre y un poco de agua de lino para convertir su cabeza en un ciprés.
No es suya toda la culpa. Se han educado en la blandura de nuestras riquezas improvisadas, repentinas, y son incapaces del menor esfuerzo, de la menor constancia, de la menor fatiga. Y como el ignorar no cuesta nada, poseen una necedad que está contentísima de sí misma. El menor estudio les produce neuralgias, y así renuncian los pobrecitos a la adquisición de todo tesoro intelectual, que es el tesoro de los tesoros, prefiriendo el otro, el tesoro amonedado de papá, para derrocharlo en forma dispendiosa en los clubs, en las carreras, en otras cosas peores aún, y acabar, a la postre, siendo unos desdichados. ¿Qué serán éstos mocitos cuando lleguen a viejos? Sin hábitos de trabajo, sin capacidad de adquisición, sin habilidad comercial, sin cultura universitaria ni de otro género alguno, ¿qué será de éstos viejecitos? Felizmente para ellos, pocos llegarán a octogenarios.
¡Qué diferencia con la generación anterior, la de sus padres! Estos sabían, y saben trabajar, estudiaban, se afanaban por ser algo en el mundo. Había en ellos energía, vigor, constancia, empeñoso esfuerzo. Y así, durante su juventud, lo mismo sujetaban un «rodeo» con espíritu varonil que dirigían con sencilla elegancia un cotillón. Bajo el guante blanco advertíase la vitalidad de las manos dominadoras de toros. En aquellas manos veía la mujer un firme apoyo y en aquellos corazones una inalterable y noble constancia. Pero de estos «señoritos góticos» como dicen en España, ¿qué apoyo puede esperar una mujer?
Entre las niñas que asistían a la fiesta estaba Inés, hija de mi excelente amiga Clotilde, cuya situación económica es bastante precaria. Inés ha recibido una educación esmerada y es, además, muy inteligente y muy espiritual. Yo siento por ésta interesante y bella criatura hondo afecto. Desearía hacer por ella lo que haría por una hija. Y así, en todas las fiestas que doy y en todas aquellas en que intervengo o tengo alguna influencia, hago que asista mi protegida. En una palabra: deseo casarla bien. Los jóvenes de cabeza de ciprés que asistían a la fiesta, al saber que Inés era pobre, huían de ella como de la peste. Estos tigrecitos buscan, no niñas interesantes, sino estancias y mucha plata. Inés permanecía silenciosa y cohibida entre aquella colección de mentecatos y tilingos. La llamé aparte: «Estás triste, hija mía; ¿por qué no te diviertes, por qué no conversas, tú, que eres tan espiritual y tan ingeniosa?»—«No—me respondió;—no me atrevo, ni me conviene, porque en seguida la hacen a una reputación de sabihonda, de marisabidilla, y la aislan a una más. Hay que ser superficial, frívola, y como a mí no me gusta eso, pues... me callo».—«Bien hecho—la dije,—no te aflijas, hija mía; yo te buscaré un novio digno de tí. No te aseguro que sea rico; pero sí inteligente y espiritual y culto y muy hombre, merecedor, en una palabra, de los tesoros de tu alma». Inesilla se conmovió profundamente. El agua de las lágrimas bailaba en las pupilas de sus ojos azules, en que se mezclan la vivacidad y la ternura.
Aceleré cuanto pude el fin de la fiesta. Quería librar mi casa de aquella atmósfera de majadería. Los cipreses acabaron por serme molestos. No veía la hora de verlos desfilar a la calle. Todos ellos ostentaban apellidos prestigiosos en nuestra historia política o en nuestra breve historia económica. Pero con el linaje de estos mocitos ocurre lo que dicen los franceses, refiriéndose a las patatas: «lo bueno está debajo de tierra». Mi hermana, en cambio, se hallaba encantada con la reunión y le satisfacía mucho el papel que habían hecho las niñas, sobre todo Carmencita, que es la más frívola.
Cuando logré poner punto final a la fiesta, llevé a mis sobrinas a una salita retirada y les dije: «No busquéis novio, hijas mías, entre estos tilingos que tienen la cabeza más vacía que un farol. Estos mocitos de la «haut» bonaerense no valen nada, ni valdrán nunca nada. Fijaros más bien en esos muchachos pobres que llegan del interior, de los rincones provincianos, a estudiar en las Facultades de la capital, haciendo su carrera en medio de las mayores estrecheces, librados exclusivamente a su esfuerzo propio. Esos tienen porvenir; esos serán algo, y podréis sentir el orgullo de ir colgadas del brazo de verdaderos hombres. De aquellos rincones de nuestras provincias salieron los espíritus luminosos que hicieron la patria: Sarmiento, Alberdi, Rawson, los Gallo, Vélez Sársfield, Avellaneda, etc. Llegaron pobres como las ánimas benditas, y a fuerza de estudio, de virtud, de sobriedad, se convirtieron en los directores de nuestra sociedad naciente, en los escultores de un nuevo pueblo; y luego, ya muertos, fueron, son y serán, por los siglos infinitos, los dioses penates de la patria. Fijaros en esos provincianitos pobres que estudian, que sufren y se desvelan; que antes de figurar en los salones, prefieren conquistar un puesto en las actividades intelectuales del país. En sus manos caerán un día las cosas, el mando, el poder, el prestigio, todo lo que tiene un alto y permanente valor en la vida y en la historia. Estos otros jóvenes que habéis conocido son ahora ricos en dinero, que no en ideas ni en espiritualidad; tampoco lo serán mañana en dinero, pues su vida dispendiosa y absurda lo hará volar. Junto a tales hombres la vida de una mujer inteligente es aburrida, tediosa, y su porvenir negro. Huid de ellos, huid de esas cabecitas de ciprés en que todo es oquedad, insustancia, vacua mentecatez, tilinguismo ¡huid, huid!...»
Mis sobrinas se retiraron cabizbajas y un tanto mohinas. No sé si me harán caso. Lo dudo...
Al día siguiente de la fiesta que dí en mi casa para presentar en sociedad a mis sobrinas, vino Inesilla, mi protegida, a visitarme y a darme las gracias por haberla invitado.
—¡Qué dices, muchacha!—exclamé—¡las gracias te las debo a tí por haber asistido y haber honrado mi casa con tu graciosísima presencia!
Y la di un apretado beso, expresión efusiva de mi hondo cariño.
—No diga usted eso, señora.
—Ya te he dicho muchas veces que no me llames señora; llámame Marianela, con absoluta confianza, como si fuera una hermana mayor. Yo comparto mi cariño entre mi marido, mi hijo y tú. Ya lo sabes.
—Yo también la quiero a usted mu...
La pobrecilla no pudo terminar. Se abrazó a mí, diciéndome con su congoja lo que no pudieron expresar sus labios.
—Vamos, vamos... siéntate. Hijita, eres sensible como una flor del aire. No se te puede decir nada. Y el caso es que yo también... Bueno, bueno, siéntate. Charlemos alegremente sobre la fiesta de ayer. Vamos a murmurar un poquito. ¿Qué te parecieron los cipreses?
—¿Por qué los llama usted cipreses?
—¿No te parece bien puesto el nombre?
—Sí, muy bien; realmente parecen cipreses: su peinado apelmazado, liso, compacto, pegadito, imita la copa de ese árbol funerario. También se parecen a él por el cuerpo rígido, atiesado, derechito. El ciprés no parece una obra de la Naturaleza, sino de la mecánica. Los demás árboles, aunque sean de la misma especie, son variados en sus formas, en la estructura de sus ramas y horcajos. Cada árbol tiene su personalidad, su aire propio, su figura individual. Los cipreses, por el contrario, son todos iguales. Visto uno, vistos todos.
—Como ellos.
—Sí, sí; pero en el orden moral... El ciprés es un árbol triste, melancólico; sugiere ideas de muerte, de tumbas, de soledad; evoca el sentimiento del vacío y de la nada.
—Oye, Inesita: mucho más aún que en lo externo, se parecen esos jóvenes en lo moral a los cipreses. Verás... El ciprés no produce nada, ni siquiera bellotas, que es el fruto de los árboles más humildes en la jerarquía vegetal. Tampoco esos mocitos de la «haut» producen cosa alguna; por lo tanto el parecido en este punto es idéntico. El ciprés es triste y melancólico; ello proviene, no del lugar en que se halla, sino de su propia forma; puesto en un parque de rosas es igualmente triste. Este carácter lamentable procede de la monotonía de sus líneas, profundamente aburridoras. Lo mismo ocurre con los cipreses humanos, atildados, recortaditos y fililis como los cipreses vegetales. Estos últimos nos producen el sentimiento del vacío y de la nada. ¿Y acaso los otros, los cipreses humanos, no producen el mismo sentimiento de la vaciedad y de la nada? El árbol simboliza la muerte: junto a él la tumba. Esos jóvenes, ayunos de espiritualidad, de cultura, de ilustración, sin inquietudes intelectuales, de voluntad desmayada, abúlicos, son, en una misma pieza, tumba y ciprés. Ya ves, pues, que en lo moral se parecen tanto o más que en su forma externa. La única diferencia consiste en que unos son cipreses plantados y los otros semovientes. Pero hablemos de otra cosa: ¿bailaste mucho?
—Todo lo que quise. Ya advertí que se preocupaba usted de mí. Una vez que me quedé sentada, por cansancio, vi que hablaba usted con Evaristo; el ciprés se dirigió en seguida hacia mí y me invitó a bailar. Yo se lo agradezco a usted...
—Estás equivocada. Fue iniciativa suya. Tú no necesitas que la dueña de casa se ocupe de tí, porque siempre estás solicitada.
—Lo dice usted por consolarme.
—Siempre tan suspicaz, hija mía. Tu precoz espíritu crítico no hace más que martirizarte. Este agradecimiento tuyo, injustificado en este caso, me recuerda un gracioso episodio que te voy a contar. Hace dos años di otra fiesta en mi casa. Invité a mi ex amiga Petrona (ya sabes que se ha enojado conmigo) y a su cuñada Pepa. Los jóvenes atendían a ésta muy poco. Ello se explica; la pobre está ya muy metida en años (pasa de los 35), y no es muy agraciada. Petrona ha hecho cuanto ha podido para casarla y... nada ¡imposible! La criatura es incolocable. Verdad es que Petrona, con esos humos aristocráticos que tiene, la ha perjudicado más que nadie. Todo le parecía poco. Y ella misma, la misma Pepa, creía que por ser hermana de un ministro, iba a calzar con un Anchorena, como dice Del Campo en el «Fausto». Ilusiones... Pues bueno: como te digo, los jóvenes no la atendían, no la sacaban a bailar. Para una dueña de casa es un martirio que una señorita planche. Hablé a unos y otros; me ayudó también Jorge, mi marido, que recurría a su hermano Raúl, cuando ya no sabíamos a quién endosársela. Así logramos que bailara casi toda la noche. Al día siguiente vino Petrona a visitarme, y como es tan ingenua y tan pintoresco su lenguaje, exclamó, dándome un abrazo: «¡Ay, Marianela, muchas gracias por haber hecho girar a la Pepa!».
Inés se ríe del dicho de Petrona, pero noto que al punto vuelve a quedarse ligeramente triste. Trato de animarla:
—¿Y qué tal la conversación de los cipreses? ¿Muy interesante, eh?...
—Mucho. Pedrito me habló de las carreras; lleva la cuenta de los minutos y segundos que emplea cada caballo en dos mil metros.
—¡Qué interesante! ¿Estarías muy divertida con tal conversación?
—Pues me divertí. Me dió por hacerme la entendida en carreras. Le hablé de las teorías de Barey, el célebre cuidador inglés, según el cual una palabra colérica aumenta el pulso de un caballo en diez pulsaciones por minuto. Luego, ya por mi cuenta, le dije que para correr sus caballos debe elegir un «jockey» que tenga voz de tenor, porque las vibraciones de este timbre son un estímulo mayor para los animales que la voz baritonal. No se dió cuenta del titeo. Por el contrario, se quedó asombrado ante mis conocimientos y me comprometió para otras dos piezas. ¡Qué galante!...
—¡Graciosísimo, muchacha, graciosísimo!—exclamé, riéndome;—ya noté que te asediaba mucho y que estaba lo más obsequioso contigo.
—Era por los caballos. Les debo el honor de dos valses con Pedrito.
—Y los otros cipreses, ¿qué te dijeron?
—Evaristo me habló también del hipódromo; criticó mucho que la pista de Palermo no tenga césped, como las pistas de París y de Londres. Aseguró, en tono desdeñoso, que aquí estamos muy atrasados en estas cosas, que son tan importantes en todo país civilizado. «Créame, señorita—agregó con gravedad imponente:—después de haber estado en Longchamps y en Epsom, en los grandes hipódromos de París y Londres, no se puede ir a Palermo. Vuelve uno lleno de polvo, hecho un asco ¡impresentable!» A Evaristo no le llaman la atención los caballos; le interesa la pista, y, sobre todo, el verde. Está deseando que se acabe la guerra para volverse a Europa, porque aquí, sin césped en la pista de Palermo, ya no puede vivir.
—Y Enriquito, ¿qué te dijo?
—¡Ay, no me hable! Es el más frívolo y el más insulso de todos.
—Sí, hijita, ese es el arquetipo del tilinguismo.
—No me habló más que de modas femeninas y de si tal muchacha es más elegante que tal otra. Cree que la moda vuelve otra vez a la época de la Pompadour. Está conforme «en principio» con la adopción de aquel traje, pero «previas» algunas reformas que me explicó con gran riqueza de detalles. Hizo la crítica de los vestidos que llevaban varias niñas el día del premio del «Jockey Club». Parece que Clotilde se presentó con un sombrero un tanto estrambótico. Me preguntó si la había visto. Y como le dijera que no, exclamó al punto: «Era un sombrero ¡digno! de verse».
—¿Y Carlitos Nuezvana, ¿estuvo muy espiritual?
—Ese me habló de modas masculinas. Estaba muy disgustado porque, debido a la guerra, no puede hacer venir sus trajes de Londres, de donde los ha traído siempre. En Buenos Aires no hay sastres: «son talabarteros». Se hallaba molestísimo con el traje de frac que le habían hecho aquí. «Vea usted este frac; el corte es imposible; las solapas no se plegan, los faldones son cortos, ¡estoy ridículo!» Le dije que el secreto de la elegancia no está en que lo que uno se pone le mejore a uno, sino en mejorar uno lo que uno se pone. Pero no entendió el sentido de esta definición de la elegancia. Entonces le dije que es el aire de la persona y no el vestido lo que la hace ser naturalmente elegante. Y le agregué que él era muy «airoso», que era todo aire, de pies a cabeza. Me dió las gracias. Por último agregó: «Estoy lo más contrariado por estos inconvenientes de la conflagración».
—Y con Ernesto, ¿cómo te fué?
—A Ernesto le da por la aristocracia. Sólo me habló de si eran o no eran conocidas las personas que asistieron a las diversas fiestas dadas este invierno. La calidad de las gentes que concurren a las reuniones constituye su preocupación. El hombre es de un aristocratismo completamente empingorotado. Parece que hubiera nacido en medio de la corte de la casa de Austria. El pobrecito es más hueco que una caña de pescar. Se me ocurrió hablarle de política, preguntándole: «¿Votó usted por los radicales?»—«¡Qué esperanza!—me respondió;—no es gente conocida...»
—¿De manera que te aburriste en grande?
—No, eso no. La tontería tiene siempre algo de divertida.
—Tienes razón, hijita. Además la tontería es tan variada como la inteligencia. Hay tontos de muchísimas clases, como hay inteligentes de muchas maneras. Pero el tonto es siempre más perfecto como tonto que el inteligente como inteligente. La Naturaleza, cuando crea un inteligente, le deja siempre alguna falla, alguna tontería. En cambio, cuando crea un tonto, la Naturaleza es maestra; lo crea completo, sin pero, perfecto, redondo. Dios te libre, hijita, de uno de éstos.
—Pues hay uno que...
—¿Te persigue? ¡No me digas! ¿Le conozco yo?
—Sí; estaba aquí anoche.
—¡Qué me dices! Cuenta, cuenta...
—Otro día. Ahora tengo que irme. Van a venir a buscarme. Ya le contaré, porque necesito su consejo. Mamá—ya la conoce usted—en siendo rico y persona conocida... Pero yo no quiero ¡no quiero! Y habrá lucha. Y tiene usted que ayudarme, porque yo no me caso con un tilingo, por mucha plata que tenga y por muy conocido que sea. ¡Eso no, eso no!...
Vinieron a buscarla y se fué. Pero quedamos en que vendrá a verme uno de estos días y me expondrá su problema. Me ha dejado llena de curiosidad y un poco intranquila.
Una tarde clarísima, luminosa, radiante; el cielo azul, altísimo, límpido, traslúcido. La primavera ha cubierto de verde follaje la desnuda vegetación invernal. Se oyen entre la enramada píos de amor. Todo es vitalidad, alegría, florescencia.
La muchedumbre urbana invade el hipódromo, a presenciar la gran carrera del año. La tribuna popular forma una masa compacta, densa, apretada, inmóvil casi por falta de espacio para moverse, rebullendo sobre sí misma. En el otro extremo, en la tribuna del «paddock» la clase media ofrece su nutridísimo concurso a la fiesta. En medio, entre el vasto tinglado para el pueblo y el «paddock» de los pudientes, la tribuna del Jockey, atestada igualmente de selecto público: aristocracia, alta burguesía, «sportsmen», «clubmen», «dandys», numerosos «cipreses», embajadores extranjeros que han venido a presenciar la trasmisión del mando presidencial, los cuales llevarán a sus respectivos países, tendidos a lo largo del Continente, la impresión de la brillante vida bonaerense. De retorno en Lima, Asunción, La Paz, Río, Méjico, etc., estos embajadores contarán las maravillas de nuestra rápida evolución social y económica, el refinamiento de nuestra vida, nuestros progresos sorprendentes. En los círculos sociales y políticos de sus respectivos países—un poco remisos al progreso, lentos en su desarrollo, un poco estrechos en su economía, trágicos en su política, caóticos y confusos en su total existencia—narrarán lo que vieron en Buenos Aires, dando a sus oyentes la sensación de haber contemplado en el Sur el foco civilizador del Continente, un foco en que, por virtud del progreso, de la cultura y de la riqueza colectiva, por la tolerante convivencia de todas las ideas, en sólida y arraigada paz, es ya su luz fija y segura, irradiando sobre todos los pueblos que moran en lamentable turbulencia entre el mar Caribe y el río de la Plata.
También asisten a las carreras dos miembros de nuestro flamante gobierno, en representación, según me dicen, del excelentísimo señor Presidente de la República, hombre poco dado a lo ostentatorio de los grandes festivales, sobrio en sus costumbres, un tanto cartujas. El hecho de esta representación oficial se comenta favorablemente entre los socios del Jockey, interpretándose como un puente de plata entre las tres tribunas o tinglados que dividen las clases sociales en el hipódromo. El suceso se interpreta como un indicio de que no será modificado el régimen existente, ni se producirá, como en Babel, una deplorable confusión de las gentes. La ligera intranquilidad de los «clubmen» ha desaparecido con la presencia de la representación oficial.
Un rumor sordo, de muchedumbre lejana, llega de las tribunas populares a las del Jockey: un vocerío compacto de emoción, de alegría, de ansiedad, al ver cruzar los corceles alígeros, raudos como flechas disparadas por arcos a máxima tensión.
Los gorriones, tranquilos moradores del tejaroz o alero de las tribunas, han saltado al centro del campo que circunda la pista. Estos animalitos, los más sabios de la fauna volátil, han descubierto el secreto de combinar su libertad salvaje con su integración en la sociedad humana. Son domésticos hasta donde quieren y libres sin limitación. Al poco rato, volando sobre la muchedumbre, vuelven a los aleros, solicitados por tierna prole, amor que les infunde coraje para cruzar a ras del aliento y de la gritería de cien mil personas. Allá, en el tejado, ágiles y voluptuosos, disponiendo de la casa del hombre y del cielo azul, se ríen de toda aquella muchedumbre pendiente de las patas de los caballos, inferiores a la ligereza de sus alas.
En la explanada y tribunas del Jockey daban la nota de su gracia y de su belleza numerosas damas y señoritas ataviadas con trajes primaverales, de vistosas muselinas, espumillas y otras telas ligeras. No había lujo excesivo ni ostentoso. Cierta parquedad en el adorno personal denotaba, al par de un gusto depurado, los efectos de una crisis un tanto pertinaz. El buen gusto y la economía tienen íntima relación. Al estrecharse un poco los presupuestos destinados al atavío, la mujer aguza su ingenio para suplir con el arte los adornos costosos. Y entonces está mejor, porque no consiste la elegancia en gastar mucho, sino en gastar bien. El único lujo ostentoso que se veía el domingo era el de los «cipreses». Estos pintureros y pisaverdes examinaban atentamente los trajes de las señoritas. A uno de ellos muy presumido le oí decir, refiriéndose a una niña cuya elegancia no se ajustaba a sus cánones: «¡es cache!». El pavipollo revoleó la varita y siguió al encuentro del rey de los cipreses, de Carlitos Nuezvana.
Los dos motivos de conversación general eran las carreras, sus accidentes y sorpresas, y los puestos de significación política que aún faltan por llenar. Se hablaba al mismo tiempo de «Vadarkblar» y del futuro intendente, de «Saint Emilion» y del nuevo jefe de policía, de «Sangre Azul» y del que llenará la vacante de la dirección de Correos. La carrera tras de estos puestos era, según el decir de la gente, tan competida y disputada como la que dentro de unos momentos se realizaría en la pista entre los aristócratas de la sangre hípica. En una y otra carrera había favoritos. Pero entre los corceles esta condición de favoritos dimanaba exclusivamente de su valer, demostrado en carreras anteriores, mientras que en la carrera tras de los puestos no era el valer demostrado la condición esencial para ser favoritos, sino otras circunstancias humanas, en que el mérito deriva de los codos para abrirse camino en las competencias de la política.
Las damas y señoritas ponían gran interés en las carreras, examinando el programa, las cotizaciones, los dividendos de las ya corridas, y pidiendo y dando «pálpitos» para las que iban a correrse. En un grupo, una señorita muy espiritual ofrecía un «pálpito» a un mozo, ligeramente atezado, miembro de la embajada del Brasil. «Muito obrigado—repuso éste, agregando, con el fino y galante romanticismo de su país—; pero a ese «pálpito» prefiero, hermosa señorita, el órgano con que usted palpita».—«¡Ay, qué gracioso!»—exclamó la muchacha—«¡Es una declaración en toda regla!»—añadieron a coro los del grupo, celebrando aquel rasgo espiritual.—«¡Aceptado! ¡aceptado!»—decía ella, riéndose y siguiendo la broma. El fino y gentil brasileño, dirigiéndose alternativamente a la niña y al grupo, repetía: «Obrigado, muito obrigado...».
Pasó un señor muy elegante, con traje gris, galera gris, polainas blancas, muy expresivo en sus ademanes y gestos. «¿Quién es?»—pregunté a mi marido.
—El Payo.
—¿El payo Roqué?
—El mismo que viste y calza.
—Viste y calza muy bien.
Evoqué recuerdos de mi infancia, ya un poco lejana. Con todo, el Payo estaba aún resplandeciente, conservando su ingénita gallardía y aquel garbo propio de los buenos mozos.
Cruzó el Ministro de Agricultura. Y me acordé al punto de mi ex amiga Petrona. Su marido, Eleuterio, se ha quedado sin cartera. Siento cierto remordimiento pensando en que quizá aquella malhadada croniquilla que escribí, relatando la conversación que tuvo conmigo, haya podido influir en la postergación de un hombre de los méritos agrícolas de Eleuterio.
En el «buffet», Julia Elena, como esposa del presidente del Jockey, hace los honores de la casa, con la discreción, la finura y el buen gusto en ella habituales. Los embajadores y diplomáticos besan su mano al entrar. Esta costumbre, tan arraigada en los altos círculos sociales europeos, es objeto de controversia entre el elemento argentino que circula por los pasillos. Yo no me atrevo a dar una opinión definitiva sobre este punto. Me parece, sin embargo, que no arraigará entre nosotros esta forma de rendir homenaje a la mujer.
La gran carrera va a empezar. En el marcador aparece favorito «Vadarkblar». Existe un detalle que hace subir la cotización. Su dueño ha asistido siempre a las carreras con indumentaria democrática, de saco y sombrero flexible. Hoy ha venido de jaquet y galera, con el empaque elegante de quien está seguro de concentrar las miradas. Esta «paquetería» en un hombre habitualmente sencillo y demócrata, aunque adversario de Lisandro, es objeto de abundantes comentarios. «Vadarkblar ganará»—repite todo el mundo;—el jaquet y la galera del propietario son prendas de seguridad. Corre la voz, y, en vista de estos signos infalibles, la cotización sube como la espuma. «Es una fija». Yo me fijo también en el distinguido propietario, y ante su aire de ganador, me animo con unos boletitos que le hago sacar a mi marido. Siento cierto remordimiento, pues me parece que los del Jockey jugamos con ventaja sobre los de la tribuna popular, porque ellos no han visto, como nosotros, al propietario, y les falta, por lo tanto, este «dato» seguro del jaquet y la galera, infalibles detalles de ganador que nos ofrece nuestro distinguido y simpático consocio. Pero en las carreras, como en los demás juegos, es difícil no prevalerse de cualquier circunstancia favorable, de cualquier ventaja más o menos legal. Tiendo mi vista con lástima a toda la colosal muchedumbre de la tribuna popular. ¡Pobrecitos, no saben nada! Sólo aquí, en la tribuna del Jockey, estamos en el secreto. Yo acaricio mil boletos entre la mano y el guante. «¡Vamos a ganar, Jorge, vamos a ganar!» Y haciendo una confusión lamentable entre política y carreras, añado: «¡No hay que hacerle; los radicales se lo llevan todo por delante! ¡No se puede con ellos!»
¡Ay, nuestro favorito derrotado! «Vadarkblar» sólo da que hablar como perdedor. He estrujado mis boletitos. ¡Y yo que creía tan seguro el «dato» del jaquet y la galera!...
Al salir para tomar nuestro automóvil nos cruzamos con un amigo. «¿Y... cómo les fué?»
—¡Al tacho!—responde mi marido.
Yo le aprieto el brazo y le digo: «¡Jorge, qué palabra tan inelegante!...»
Mi protegida Inesilla—ya os he hablado varias veces de ella—vino a verme la otra tarde. Apenas entró en casa, noté en su gracioso semblante cierta turbación, un estado de inquietud y desasosiego que me alarmaron.
—¡Ay, Marianela, mi buena amiga, mi querida protectora, las cosas que a mí me pasan no le pasan a nadie!...
Y rompió a llorar sobre mi hombro en forma acongojada y angustiosa.
—¡Muchacha! ¡Me alarmas! Sosiégate, ¿Qué te pasa?...
—¡Es horrible, horrible! ¡Quisiera no haber nacido!...
—¡No digas eso, criatura! El mundo hubiera perdido la gracia de tu presencia en él. Pero cálmate, no te sofoques, no te aflijas. Siéntate y... cuenta, cuenta. ¿Qué te sucede?
—Que se me ha declarado... ¡ay de mí!...
—¿Ay de tí? ¡Ay de él, en todo caso!... Pero ¿quién?
—¡Quién ha de ser! ¡¡El rey de los «cipreses»...!!
—¡Hijita!... Me habías asustado. Creí que se trataba de alguna desgracia.
—¿Y le parece a usted poca desgracia?—dijo llorando y riendo a un tiempo, momento de transición en que mi protegida se torna verdaderamente divina.
—No creo que la declaración de un rey, ¡de un rey nada menos! sea causa de aflicción. Ninguna mujer llora ante un matrimonio morganático.
—Sí, ríase usted...
—Es un honor que haya descendido un rey hasta tus plantas.
—Gracias, gracias.
—Pero, vamos, cuenta, cuenta, hija mía, con ese graciosísimo pico que Dios te ha dado. Me tienes impaciente. ¿Cómo fue la cosa!...
—Pues verá usted. ¿Se acuerda de la conversación que tuvimos al otro día de la fiesta que dió usted para presentar en sociedad a sus sobrinas Carmen y Lucía?
Hago memoria. Ante la suspensión de mi mente, Inés agrega con verba rápida:
—¿No recuerda usted que, al irme, la dije que había un ciprés que me perseguía y que...?
—¡Sí, hijita! ¿Cómo no? Ahora caigo. Estaba trascordada. Me había olvidado, porque creí que era una broma tuya.
—Sí, sí... broma... no está mala broma. Bromazo ha resultado.
—Pero... vamos a ver: ¿Quién es el rey de los cipreses?
—¿No lo sabe usted?...
—¡Hay tantos que pueden aspirar a esa corona!... Entre los cipreses, como todos son iguales, cualquiera puede ser el rey.
—Pues es Carlitos Nuezvana.
—¡No me digas! Está bien puesto el nombre. Merece el cetro. ¿Y se te ha declarado? ¿Cuándo? ¿Dónde? Cuenta, muchacha, cuenta...
—La cosa empezó la noche de la fiesta que usted dió, dedicada a sus sobrinas. Comenzó por insinuaciones, no muy ingeniosas. Ya sabe usted que el pobrecito carece de sal en la cabeza.
—Sí, hijita; no tiene más que agua de lino y cosmético, con cuyos elementos se plancha el pelo. Por dentro y por fuera, todo es plancha. Sigue...
—Las insinuaciones fueron muy directas, por dos razones. La primera, porque sus recursos de palabra son muy pobres.
—El mozo «tilinguea» en cuanto abre la boca. Claro; no estudia, no lee, no cultiva su espíritu y...
—Y la segunda... La segunda razón es la que más me hiere. El hombre...
—El ciprés.
—Bueno. El rey de los cipreses no puso cautela ni parsimonia en sus insinuaciones, porque creía... así me pareció a mí... que me hacía un honor ofreciéndome su amor.
—Y así es, hijita; se trata del rey nada menos, de Nuezvana I...
—Como lleva un apellido tan conocido y es además tan rico, pues... claro... no se imagina que alguien pueda decirle que no, y mucho menos yo, que en apellido le puedo igualar, pero en plata...
—El apellido, hijita, vale cuando se sabe elevarlo. El que no sabe abrillantarlo, o, por lo menos, mantener su brillo, valdría más que no lo hubiera heredado. Y en cuanto a la plata, no se necesitan millones para ser feliz.
—Tenía la seguridad absoluta de que yo le aceptaría encantada. Y por eso me hablaba con un descaro frío, sin esa emoción que en tales trances produce la duda. Sus galanterías, exentas de espiritualidad, me produjeron un efecto deplorable. Bailábamos un vals, y me pareció que iba enlazada a un muñeco que le habían dado cuerda. Le miraba el pelo renegrido, hecho una pasta, como un casco de alquitrán. No se le movía un cabello, y no pude menos de pensar que su inteligencia y su espíritu eran lo mismo, inmóviles.
—Pero ¿cómo se te declaró? ¿qué te dijo?
—Después de elogiar mi elegancia (ya sabe usted que no habla más que de elegancia) me dijo que él «estaba dispuesto» a iniciar relaciones conmigo. Luego agregó que «se atrevía a suponer» que no sería rechazado. Esto lo dijo con un airecito de seguridad impertinente, en el cual adivinaba yo este pensamiento: «¡qué he de ser rechazado!...»
—Y tú... ¿qué le dijiste?
—Estuve por darle allí mismo unas calabazas más redondas y más duras que su cabeza. Pero me contuve. Me daba cierta lástima apabullarle en su doble orgullo de rico y de aristócrata. Sólo me limité a decirle: «No hay atrevimiento en su pretensión». Y agregué, con cierto retintín que él no podía pescar; «ya que usted «está dispuesto» (recalqué mucho esta frase) veré si yo me dispongo. En estos casos las disposiciones deben ser mutuas. Y aunque usted me honra mucho con su inclinación, necesito pensarlo...»
—Muy bien, hijita, muy bien dicho. ¡ Si eres más viva!... ¿Y él, qué dijo ante esa filigrana de respuesta?
—Dijo que él no lo había pensado; que...
—¡Claro! ¡qué va a pensar él!...
—Que yo le había gustado «por mi elegancia y por mi belleza» y que no necesitaba pensar más. Se me ocurrieron varias respuestas irónicas (¡qué sereno y agudo tiene una el entendimiento cuando no ama!); pero me limité a decirle: «pues yo sí, necesito pensarlo, porque es para mí asunto de capital importancia».
—¿Y cómo terminó la escena?
—Pues terminó dándome un plazo de ocho días para contestarle.
—¿Así, imperativamente, como un rey, como el rey de los cipreses?
—Así, así... El mozo tiene su arranque, a pesar de su tilinguismo y de su mentecatez. Mis discretas evasivas enardecían el espíritu del ciprés. En el resto de la noche le eludí por completo. Bailé con el cuñado de usted, con Raúl. ¡Qué diferencia!...
—¿Eh?...
—Pero mi conflicto ahora no es con Carlitos, sino con mi propia familia. Mamá lo ha sabido. Y ya la conoce usted... Claro: ella quiere mi felicidad. Y mi felicidad la ve en el apellido de Carlitos, en las estancias de Carlitos, en las casas de Carlitos, en las herencias que le van a caer a Carlitos de su abuela, de sus tías, de sus tíos, de no sé quién más... campos aquí y allá, media avenida Alvear, otro tanto en Callao y Florida, cien mil vacas, un millón de ovejas... ¡qué sé yo! Mamá ve la felicidad en los campos y en las estancias y en las casas y en las vacas y en las ovejas; en todo esto ve la felicidad, menos en el propio Carlitos, es decir, en mi unión con Carlitos. Yo no digo nada por no irritarla; me limito a monosílabos...: sí... no... qué sé yo... Mis hermanas me atosigan: «¿qué más quieres?» Mis cuñadas creen que me ha tocado la lotería. Mi hermano es amigo de Carlitos, y se le figura que tengo una suerte loca. Si papá viviera... ¡ah!... él no vería más que mi corazón, ¡pobre viejo!...; riquezas, estancias, apellido, todo estaba de sobra si mi corazón no era feliz. Era un criollo a la antigua, romántico, bravo, generoso, altivo. ¡Sabía ser pobre. ¡Ay, Marianela, la gran miseria de nuestros días es no saber ser pobres!...
La muchacha rompió a llorar: «¡Si viviera mi viejo!...»
—¡Aquí estoy yo para sustituir a tu viejo! No llores, criatura. No parece sino que se hubiera desplomado el cielo. Con decirle que no, estamos del otro lado.
—Sí, sí, eso es fácil decirlo. Pero... ¡viera usted cómo están todos en casa! Las tías de Carlitos han rodeado a mamá. No les cabe en la cabeza que su sobrino pueda ser calabaceado. Su amor propio sufriría... ¡figúrese usted!... ¡con el orgullo que tienen! Sería un campanazo en todo Buenos Aires. Además... esto es lo triste... parece que hay por medio deudas, favores, pagarés, hipotecas... ¡qué sé yo!... Y, claro, con la boda todo se arreglaba.
—¡Naturalmente! Todo, menos lo tuyo.
—Pero, ¿no debo yo sacrificarme por todos?
—No, hijita; ¡eso nunca! Todo se arregla, deudas, hipotecas, pagarés, todo: lo que no tiene arreglo posible es un matrimonio sin amor, a disgusto.
—Y mucho menos aún queriendo a otro. ¡Esto es horrible!...
Inesita volvió a arrojarse en mis brazos, llorando a lágrima viva.
—¿Cómo? ¿qué dices? ¿quieres a otro?
—¡Con toda mi alma!...
—¿Le conozco yo?
—Sí. Es pariente cercano de usted; le ve usted todos los días...
—¿Mi cuñado?... ¿Raúl?
Por toda respuesta, la muchacha me echó los brazos al cuello. No se agarran los náufragos a su leño con mayor firmeza.
—¿Pero él?...
—También él...
—Pero... vamos por partes... ¿se te ha declarado?
—Casi.
—Con «casi» no hacemos nada... ¡claridad! ¡claridad!...
—Bueno... sí... se me ha declarado.
—Y tú, ¿qué le has respondido?
Inesita casi me ahoga entre sus brazos: «¡¡Que sí!!...»
Mi alegría no tiene límites: «¡Inesita de mi vida, angelito, hermana mía, no sabes lo feliz que me haces! Con Jorge, con Jorgito, contigo, con Raúl... ¡todos juntos! ¡qué lástima que la vida no sea eterna! ¡Nuestra dicha no va a caber en el mundo: va a necesitar todos los espacios del cielo!...»
Abro el piano y toco una marcha nupcial. No sé qué nuevos sonidos arranca mi alegría a las teclas. «Con esta marcha me casé yo; con esta misma te casarás tú».
—Sí, sí, ¡ay de mí!—dice tristemente mi dulce hermanita:—antes de llegar a esa marcha, ¡buena lucha nos espera con mamá, con mis cuñadas, con las tías de Carlitos, con la abuela del rey de los cipreses!—¡y que no es orgullosa la señora!—; con los pagarés, con las hipotecas, con...
—¡Con el diablo a cuatro! Va a ser la guerra de los capuletos y montescos, agramonteses y beamonteses, federales y unitarios, una guerra civil encarnizada. Pero venceremos. Tenemos de aliado al amor, que es como tener de nuestra parte a Dios. Hay que hablar con Jorge y con Raúl esta noche misma. Hay que trazar la batalla con nuestro estado mayor. Reclamo en esta guerra el puesto de capitana. ¡Inesita, mi vida, qué feliz soy! Pero, sécate esas lágrimas; que no te vea yo llorar. ¡Firmes!...
Cubierto de crudas pieles de camello sujetadas por tosca correa que, al andar de los siglos, había de llamarse cíngulo en la liturgia católica, el Bautista inició en las orillas del Jordán el sacramento a que diera su nombre inmortal: el bautismo. Seducidos por su elocuencia sencilla y conmovedora, comenzaron «a caer» a las orillas del río algunos judíos propensos a las alucinaciones, para escuchar las homilías de aquel giróvago fluvial. Bautista era un moralista espontáneo, vale decir sincero, sin sistema ético ni dogma filosófico; lo que se dice un buen hombre. Y, como tal, censuró la unión de Herodes Antipas con su cuñada y sobrina Herodías, esposa de Filipo. El tetrarca Herodes Antipas (no hay que confundirle con el otro, con su padre, el degollador de los inocentes), era hombre que no aguantaba críticas a su conducta privada, ni a sus procederes políticos, y así el austero censor, el buen Bautista, vino a dar con sus huesos en la cárcel. Herodías, por su parte, cobró al creador del bautismo un odio mortal, de mujer herida en su dignidad. Poco después Salomé, hija de Herodías y graciosísima bailarina, cautivaba el corazón de Herodes Antipas, danzando en su presencia; y seducido el magnate oligarca por tan perfecto arte coreográfico, ofreció a Salomé cuanto ella pidiera. Herodías aprovechó la coyuntura para vengarse en la forma más cruel que puede idear el rencor femenino; y sugestionando a su hija, pizpireta inconsciente, como toda bailarina, hizo que pidiera al tetrarca, en premio a sus bailes, la cabeza del pobre Bautista, que al punto le fué ofrecida en un azafate o canastillo de mimbres, y no en plato o bandeja, como se presenta en la ópera de Strauss, en medio de una confusa e inarmónica trompetería orquestal.
La intervención en un problema familiar y privado costó a Bautista la vida, trágico episodio que nos debe enseñar a ser cautos, no metiéndonos nunca en los asuntos de la casa ajena.
Pero la institución del bautismo triunfó de una manera absoluta. Tan grande y pleno fué este triunfo, que las palabras «bautizar» y «cristianar» se hicieron sinónimas. Y no hay cristiano sin bautismo. Por eso, sin duda, los exégetas llaman a Bautista el precursor, pues fué el que dió la primera norma de todo buen cristiano, por medio de esta ablución que había de limpiarnos del pecado de haber nacido.
El Estado moderno, vanidoso y absorbente, quiere tener la prioridad sobre el baptisterio, obligando a que los súbditos recién llegados al mundo sean inscriptos en sus registros antes de acercarlos a la santa pila para señalarlos con la sal y los óleos. Apenas nacemos, ya el Estado comienza a hacernos víctimas de sus coacciones autoritarias en nombre de un orden que, la verdad, no aparece por ninguna parte. Pero, aunque el Estado quiera tener esta prioridad, lo cierto es que su bautismo civil es una pobre imitación, sin gracia ni belleza, del primitivo y legítimo que Bautista inició en las orillas del Jordán, adonde buena falta haría llevar los registros, los libros y todas las cuentas del Estado. Y es que aquellos remotos judíos tenían fantasía, espíritu creador, rodeándolo todo de grave pompa e imponente solemnidad.
Una vez nacidos, sin que se nos consulte sobre un hecho tan fundamental para nosotros, nos ponen nombre en la pila bautismal y nos inscriben en el registro civil. Con este nombre, los hombres tratan y contratan. Las mujeres también tratamos y contratamos, con ciertas restricciones impuestas por los hombres, porque ellos solos han hecho las leyes. Ellos, en sus códigos, determinan cuándo las mujeres somos capaces y cuándo incapaces, habiendo resuelto que seamos menos capaces cuando estamos a su lado, ya que las casadas no pueden comprar, ni vender, ni contratar, ni comprometerse, como las solteras mayores de edad. De manera que la mujer disminuye sus aptitudes junto al hombre, se vuelve más incapaz, más tonta, suposición que, la verdad, no honra mucho a los hombres. Generalmente ocurre lo contrario; los hombres se vuelven más tontos junto a las mujeres. Los códigos, sin embargo, no lo creen así, y este error esencial de la legislación hace que los códigos sean unos libros mucho más divertidos que las novelas. Pero dejemos este punto para otra oportunidad.
Gracias al nombre que nos dan en la pila y en el registro, el mundo tiene cierta apariencia de orden. El encasillamiento bautismal establece las diferencias individuales en la vasta edición humana que hace la Naturaleza. Anotados al nacer, el resto de nuestra vida no es más que una serie de anotaciones. Nuestras relaciones con las demás personas bautizadas, con el Estado, con la Iglesia, con el registro de la propiedad, con la policía, etc., es una anotación continua. Se anota a las personas al nacer, al obligarse entre sí, al pagar los impuestos, o al no pagarlos—porque de todo hay,—al casarse, al reproducirse y al morir. Es una anotación constante, desde la cuna al sepulcro. Por último se inscribe el nombre en la losa de la tumba, con una serie de adjetivos encomiásticos que dicen, no lo que el difunto fué en vida, sino lo que debiera haber sido. Lo característico de la criatura humana, lo que la diferencia del resto de los animales, es su resistencia a la desaparición del nombre; pero, al fin, se borra, se va, retorna al reino infinito de la nada. El ensanche de ciudades y pueblos invade los cementerios; se levantan losas y monumentos; y, al fin, no queda recuerdo alguno de la humanidad soterrada o reducida a polvo. Del bisabuelo para atrás no recordamos a nadie, ni nos importa un ardite su remota existencia, salvo que los ascendientes difuntos hayan fundado aristocracia y sirvan para dorarnos, en cuyo caso guardamos sus nombres en unos pergaminos vetustos, para «darnos corte» a costa de sus cenizas heroicas o venerables, por cualquier concepto. Pero aun esto mismo se olvida; todos los nombres, en fin, acaban por yacer en el olvido, «la muerte de la muerte», que dijo un poeta muy romántico y más triste que un sauce.
Creo haber dejado establecida la importancia del bautismo, de ese santísimo sacramento nacido en las orillas del Jordan y adoptado con un éxito evidente por toda la humanidad a través de los siglos.
Ahora bien (pase el giro parlamentario): en Buenos Aires está corriendo gran peligro la institución bautismal. No es que la gente deje de bautizarse y de inscribirse en el registro civil; pero el nombre puesto por la Iglesia y por el Estado, en completo acuerdo, sufre luego una trasformación radical. Un mote familiar y cariñoso puesto en el hogar o por los amigos, sustituye al nombre civil y de pila. Entre la joven población masculina ya nadie se llama Pedro, Juan, Diego, Carlos, Enrique, Joaquín, Jaime, Jorge, Raúl, Roberto, etc.
Los nombres sustitutos son éstos: «Cucho», «Chocho», «Cacho», «Gogo», «Gogó», «Tito», «Toto», «Totó», «El chino», «Baby», «El Bebe», «Nenín», «Charlín», «El gordo», «El flaco», «Nono», «Fito», «El rubio», «El negro», «Perucho», «El gringo», «El mono», «Taco», «Cotaco», «El alemán», «El inglés», «El vasco», «El Tuerto», «Pototo», «Poroto», «Lalo», «El nene», «Peringote», «Piringo», «El gallo», «El gato». En fin... cuento de nunca acabar. Y entre las señoritas ocurre otro tanto: «Mangacha», «Mecha», «Mechita», «Cochonga», «Chucha», «Cocha», «Coca», «La gringa», «Neneite», «Nenana», «La Negra», «Fifa», «Tina», «Tinita», «Mimí», «Nini», «Nina», «Sisi», «Potota», «Chiveta», «Matesa», «La gata», «Loló», etc., etc.
Como se ve, el bautismo ha desaparecido. El sacramento no vale un sacramento, y pase lo irreverente de la expresión popular en gracia a la exactitud. Y ocurre preguntar: ¿para qué llevar a los recién nacidos a la pila bautismal e incribirlos en el registro civil, si luego hemos de llamarlos de un modo distinto de lo convenido con la Iglesia y con el Estado? Esto, francamente, no es serio. No es serio burlarse así de dos instituciones como la Iglesia y el Estado, sobre cuyos seculares cimientos reposa toda la chapitelería de la civilización. Si no gustan ya a la gente los nombres cristianos, los que figuran en el santoral, hágase un nuevo calendario con los motes familiares trascriptos. Todo es aceptable, menos bautizar a la gente de una manera y llamarla de otra, pues ello origina una confusión anárquica por la cual se viene abajo todo el casillero en que los libros parroquiales y los registros civiles han ido metiendo pacientemente la filiación de las personas.
Yo no creo que los nombres de los santos sean tan desdeñables para caer en semejante desuso y relegarlos al olvido, sustituyéndolos por apodos caprichosos. Por otra parte, tanto la Iglesia como el Estado son sumamente tolerantes y admiten cualquier nombre, a gusto del consumidor. No pocos de éstos desean para sus hijos nombres sonoros, gloriosos e inmortales, y así van algunos por el mundo cubiertos de ridículo con esta etiqueta bautismal y civil: Epaminondas Pérez, Aristóteles Rodríguez, Sócrates González. También se convierten en nombres algunos apellidos célebres. Ejemplos: Wáshington Martínez, Franklin Gutiérrez. Las instituciones civiles y eclesiásticas admiten cualquier nombre, fuera del santoral: pero, una vez bautizado con el nombre de Epaminondas, es depresivo llamarle «Poroto»; si se le ha puesto el nombre de Sócrates, resulta ridículo y ofensivo para la antigua Grecia filosófica llamarle «El mono»; y si, en fin, se le puso el nombre de Washington, o de Franklin, es inadmisible llamarle «Piringo» o «El gringo».
Hay quien sostiene que los apodos son más lógicos que los nombres. Cuando el mote alude a una condición moral, a un rasgo del carácter, a una modalidad particular del espíritu, tiene, indudablemente, una determinación más apropiada que el nombre. Es el bautismo correspondiente a la idiosincrasia del sujeto. Existe cierta lógica en esperar a que el individuo acuse su personalidad para luego aplicarle la denominación correspondiente; porque si el individuo es tímido como un conejo casero, resulta paradógico ponerle el nombre de Napoleón. Pero el bautismo no tiene por objeto calificar con precisión a los nacidos, sino absolverlos del delito de nacer—porque se delinque naciendo—y evitar que, en el caso de nacer y morir simultáneamente, frecuente desventura doble, vayamos al Limbo, mansión dedicada a los que no se han estrenado en la vida con ningún acto molesto para los demás.
El mote tiene, pues, cierta lógica cuando caracteriza al individuo. Pero los apodos transcriptos no dicen nada, no determinan las condiciones morales de las personas: son palabras sin sentido, verdaderas ñoñerías, que no pueden suplantar a los nombres bautismales, de tan rico y remoto contenido filológico.
Como se ha visto, corre entre nosotros gran peligro el sacramento instituido o iniciado en el Jordán por aquel santo varón, giróvago fluvial, que perdió la cabeza por el raro capricho de la bailarina Salomé.
La intervención de varias y bondadosas amigas ha influido de modo decisivo para que Petrona y yo hagamos las paces, después de unos meses de enojo y distanciamiento por parte de ella, pues, por lo que a mí toca, nunca dejé de considerarla como amiga; porque, dicho sea en secreto entre los doscientos mil lectores de «La Prensa», aunque Petrona padece cierto «tilinguismo» verboso, yo siempre la consideré una dama excelente, perfecta esposa y madre amantísima, no ya sólo de sus hijas, sino también de los maridos de sus hijas; lo que se dice, en fin, una buena mujer, cosa difícil, porque, según un filósofo (me lo ha dicho mi marido, que lee filosofía) la mujer es un hombre imperfecto.
Las bondadosas gentes que hacen a mis escritos la merced de sus ojos recordarán la causa del enojo de Petrona. Debióse a una malhadada croniquilla mía en que relataba las inquietudes de mi amiga ante el hermético silencio que precedió a la composición del actual ministerio. Yo dije que, según Petrona y según todo el mundo, inclusive yo misma, partícula diminuta del universo, pero con derecho opinante—que un grillo es un grillo y se le oye—el hombre señalado para la cartera de Agricultura por todo el mundo, incluídos los grillos, era Eleuterio, el marido de mi amiga, notable cultor de las ciencias agrarias y especialista, sobre todo, en el mejor aprovechamiento del maíz, que debe, según su doctrina, trasformarse en carne, sirviendo para ello de agente digestivo cierta especie de la fauna doméstica, cuyo nombre no debe estamparse en esta página dedicada a la elegancia. Y bien (pase el galicismo): mi amiga se enojó mucho, empecinada en que yo había puesto en ridículo a un hombre tan eminente y de tan sólida reputación agrícola como Eleuterio. Inútiles fueron mis excusas. Cuando una cosa no se entiende como es debido, es porque en ello interviene más la voluntad que el entendimiento. Por lo demás, cabe en lo posible que mi inexperiencia periodística, en vez de un buen servicio, se lo hiciera flaco. Pero mi intención, tratando de hacer atmósfera a la candidatura de Eleuterio, fué buena, inmejorable; y los actos no han de juzgarse por los resultados, siempre contingentes y problemáticos, sino por la intención que los guía, teniendo en cuenta que quien escribe no puede evitar las interpretaciones torcidas de la malicia humana, que siempre es mucha.
Felizmente, las paces están hechas, aunque haya costado casi tanto como concertar la paz europea. Las paces—díjelo ya otra vez—son más difíciles de concertar que la paz. Es cierto que en este caso las negociadoras han sido muy eficaces, especialmente la viuda de Esquilón, muy unida a Petrona por su común afición a la política. No menor influencia han tenido dos cartas, una para mí y otra para Petrona, dos chispeantes y graciosas epístolas de Rosalía Arregui del Moral de Pérez y Gámpora, dirigidas desde «Los Carpinchos», de donde no se mueve Rosalía, va ya para dos años, quieta junto a su pastor en la soledad de los campos, persistente en ayudarle con la gracia de su presencia a reconstruir la fortuna, alegre, feliz, y viviendo, en fin, entre corderillos, recentales y aves domésticas, con arreglo a los clásicos preceptos de las geórgicas de Virgilio.
Urgían estas explicaciones, un tanto menudas, pero necesarias, para que no crean mis lectoras, al verme otra vez amiga de Petrona, que soy una veleta tornadiza que hago y deshago amistades por simple capricho, incapaz de aquella serena constancia y ponderado equilibrio de humor que, dentro de las naturales destemplanzas de los nervios femeniles y de la extremada sensibilidad de nuestras vanidades diarias, ya señaladas por el viejo Salomón, han de ponerse en el cultivo de las relaciones y de los afectos.
Y basta de prólogo, que ninguno largo fue bueno.
Para iniciar las paces ofrecí la otra tarde un té en mi casa, principio del tratado que pensamos ratificar con una comida. Como sólo se trataba de un armisticio, celebrado con infusión de la China, no asistieron más que Petrona y la viuda de Esquilón; esta última en calidad de intermediaria para entregarnos, en medio de la infusión, a la efusión del primer abrazo reconciliatorio.
Roto el hielo y reanudada la amistad, charlamos mucho. Como antes va dicho, ambas tienen gran afición a la política, en su aspecto, claro está, femenino, pues ni ellas ni yo poseemos luces para tratar el tema a fondo, suponiendo que en el tema político haya fondo y reinen alguna vez las luces. Pero esta afición es distinta en cada una de mis amigas. La de Esquilón quedóse viuda muy temprano; es rica y no tiene hijos. Perdió el marido, el doctor Esquilón, en una provinciana trifulca electoral. Era un orador abundante, como un grifo suelto, y cuando vió que la palabra no bastaba, porque los adversarios llevaban los gauchos en silencio a las urnas, el doctor Esquilón enmudeció y echó mano de las más desaforadas violencias. Se discute aún si el tiro partió de la comisaría, o de los amigos, o de los contrarios, o de un asesino suelto, enemigo personal por esto o por aquello. Probablemente no se sabrá nunca la causa; la verdad está ya tan soterrada por tal cúmulo de versiones contradictorias e interesadas, que nunca se logrará desenterrarla. Lo único cierto es que el tiro se llevó la vida del doctor Esquilón, privando al país de una de las laringes mejor organizadas para emitir sonidos articulados que, a veces, parecían conceptos para hacer felices a los pueblos. Todo terminó con una placa de bronce heroico sobre su sepulcro, dedicada por sus amigos, con unas líneas laudatorias, resistentes a las lluvias, al sol y a la acción corrosiva del tiempo, que al fin acabará con ellas. Margarita, la viuda, quedóse sola, admirando en silencio el brío de su joven marido y su exaltado fervor político para defender, si no las ideas, unos cuantos electores con unas cuantas papeletas más o menos limpias. Con razón dice mi esposo que el sufragio universal cuesta más de lo que vale. Margarita lloró mucho. Pero, al fin, todo tiene fin, hasta las lágrimas. Joven, linda y rica, la vida, páramo a raíz de la muerte del pobre Esquilón, perdió, poco a poco, su aspecto desolado, recobrando sus muchos encantos y seducciones. Hoy Margarita se ha devuelto al mundo, con evidente deseo de vivir, y hasta ofrece un continente risueño, cierta alegría discreta, disciplinada por la viudez, que aumenta la gracia de su rostro hechicero. Hace activa vida social: viste con elegancia; usa atavíos de colores discretos; conversa con soltura y cierta abundancia, que se le pegó, sin duda, del malogrado orador; y pasa, en fin, entre las niñas, por otra más experimentada, gozando entre las matronas de aquella tierna simpatía que merecen siempre los infortunios prematuros. Resumen de todo lo dicho: es muy simpática la viuda de Esquilón.
Su gusto por la política dimana del interés que le merecen las luchas de los hombres, las competencias del talento, los anhelos de florecimiento, los empeños de amor propio, los esfuerzos por la popularidad. Las ideas políticas la interesan muy poco; apenas las distingue unas de otras. Verdad es que quizá no se distingan en nada. Lo que la apasiona es el juego de las actividades «partidistas», la maña de cada cual para triunfar, el deporte político, en una palabra. La tragedia de su marido parece que fuera un estímulo de este gusto, consecuencia, sin duda, de haber estado unida, aunque por poco tiempo, a un excelente deportista, a un luchador político.
Petrona, por el contrario, tiene de la política un concepto utilitario. Le interesan los políticos, los que mandan o los que estén a punto de mandar, por lo que puedan influir en la seguridad de los empleos de sus yernos y, ante todo y sobre todo, por las probabilidades que el juego político, en su trabajoso ajetreo, ofrezca a Eleuterio para acercarse a la anhelada y merecida cartera de Agricultura, para resolver—ya es hora—eso del maíz.
—Hace ya tiempo—digo a Petrona, para halagarla y también por justicia—que Eleuterio debía ser ministro. ¡Un hombre que sabe tanto!...
—¡Qué quieres, Marianela: así son las cosas! En este país no se sabe apreciar a los hombres; el que se mata a estudiar en silencio, se queda atrás, y el que charla, sigue viaje...
—Para nosotras, para las señoras—salta la de Esquilón—la política está aburridísima en estos momentos que, según dicen, son históricos. Yo no sé qué falta, pero algo falta.
—Falta la presidenta—dice Petrona.—elemento necesario, imprescindible, de toda presidencia completa.
—¡Cierto, Petrona!—exclama la joven viuda, dándose una palmadita en la tersa frente;—ahora caigo. Yo pensaba y pensaba: «Pero, señor, ¿qué falta aquí, qué falta?» Y no caía. Es claro: falta la presidenta. Por eso no hay fiestas, ni recepciones, ni nada. Está resultando esto más triste y más lúgubre que una capilla protestante.
—Se dice que los del gobierno son lo más ahorradores—apunta Petrona.
—¿Y para qué quieren la plata? Todos los ahorradores son gente muy triste—agrega Margarita.—Además, no se necesita mucha plata para que el gobierno dé algunas fiestas en que las señoras podamos divertirnos, murmurar algo, chismear un poquito y enterarnos de cómo andan las cosas de los políticos, hablar con ellos, que son, hijita, más chismosos que nosotras. La presidencia se debió inaugurar con un gran baile. Como yo he dejado ya el luto—las cosas ¡ay! no tienen remedio—es la fiesta que más me hubiera gustado. ¡Qué diferencia con Sáenz Peña!
—¡Ah, Roque...!—exclama Petrona.
—¡Tan culto, tan ilustrado, tan espiritual, tan rumboso!—dice la de Esquilón.—Dió a la presidencia cierta majestad amable, un tono que nunca tuvo, una distinción suprema, entre aristocracia de corte y aristocracia de estancia. Sáenz Peña se ocupó siempre mucho de las señoras.
—Mi familia por parte de padre—dice Petrona—siempre fue roquista; pero yo, últimamente, me hice roquera. Y así logré meter a Bernadito, a mi yerno, en la diplomacia. En cuanto le hablé, una noche en el Colón, «concedido, concedido», me dijo; «recuérdemelo, Indalecio»—añadió, dirigiéndose al doctor Gómez, que también es muy fino.
La viudita tiene un golpe de erudición que nos deja asombradas a Petrona y a mí. «Sáenz Peña sabía que el hombre reina y la mujer gobierna, como dice Ponson du Terrail».
—Si Eleuterio me hubiera hecho caso—afirma Petrona, siempre atenta al positivismo político—otro gallo nos cantara; pero se fue con los cívicos y... ¿qué iba a hacer con los cívicos? Buena gente, eso sí, muy respetable, digna, dignísima; pero, hijita, están siempre esperando que vayan a buscarlos con palio a su casa y que les lleven la presidencia en una bandeja de plata.
—En política hay que moverse—dice la de Esquilón—; si no, no se saca nada.
—¡Claro!—asiente Petrona.—Luego, Eleuterio fué de traspié en traspié; primero se fué con Benito, que sólo gana las elecciones del Jockey; después, con Lisandro, que en sacándole del Rosario... ¡se acabó! Yo siempre le decía a Eleuterio: «Hijito, estás obsesionado con el maíz, y no ves la realidad». Pero, nada, no conseguí nada: que la lealtad, que los principios, que los amigos son los amigos... Así nos ha ido.
—Los hombres, algunas veces, debían de hacer caso de las mujeres—afirma con aire sentencioso la de Esquilón.
—Siempre—sostiene con firmeza Petrona.—Pero lo cierto—agrega—es que falta la presidenta. Por medio de ella y de su círculo, las señoras, aunque de modo indirector, intervenimos en la política, sabemos lo que ocurre entre telones, recogemos rumores, los lanzamos y, sobre todo, siendo amiga de la presidenta, puede una hacer algo por los suyos. Porque, claro, el presidente no puede negarle liada a la presidenta.
—Así debe ser—digo yo, que, aun cuando nada me interesa la política, deseo congraciarme del todo con Petrona;—así debe ser: el presidente preside al pueblo y la presidenta preside al presidente.
—Debía ser como las monarquías—agrega la de Esquilón;—que no hay rey sin reina. Yo hablaba mucho de esto con la infanta Isabel cuando el Centenario. Nos hicimos lo más amigas. Me dijo que a los reyes les obliga a casarse no sé quién; creo que la Constitución. Parece que la gente del pueblo, o la Constitución—no sé bien—exige que se asegure la sucesión de la corona.
—En las monarquías—dice Petrona—todo marcha sobre seguro. En cambio aquí, nadie estát seguro; siempre está una pensando: si destituirán a este yerno, si lo echarán al otro; en fin, una intranquilidad terrible.
La viuda de Esquilón, en su política de altura, no hace caso de estas angustias y sigue evocando sus' gratos recuerdos de la infanta: «Me decía doña Isabel que, una vez casado el rey, forma éste su círculo palaciego, mientras la reina forma otro. La reina madre, cuando existe, también organiza el suyo. La madre de la reina, que no es la reina madre, forma otro. Los príncipes y las princesas constituyen otros círculos menores. ¡Qué lindo! El palacio arde en pasiones. Intrigas, preferencias, luchas sordas por el favor real: los políticos y sus señoras andan de un círculo en otro, en competencia de predominio; unas veces arrimados a la reina, otras veces al rey, otras a los príncipes, según el giro de las influencias. Grandes bailes, grandes saraos, en salones suntuosísimos; las señoras vestidas de corte, los caballeros cubiertos de casacas; los diplomáticos relumbrantes de oro galonado; los militares con más cruces que un cementerio. Pasa el rey.... unos se inclinan, otros se yerguen militarmente, que es una forma de inclinarse. Pasa la reina..., reverencia general hasta el suelo. Se estudian, se analizan las sonrisas del rey y de la reina, deduciendo preferencias. ¡Eso, eso es política!—termina la joven viuda, asfixiada por la emoción descriptiva».
Cobra ligeramente aliento y prosigue: «En cambio aquí, como el presidente llega a la meta ya viejecito, la presidenta suele ser otra viejecita ya cansada, concluida, reumática, cuyo mayor deseo es que la dejen tranquila. ¡Y luego hablan de las jóvenes repúblicas! La juventud está en las monarquías. Puede ser viejo el rey, como el de Austria, pero está siempre llena toda Austria y toda Hungría de príncipes y princesas, de infantes y de infantas, de archiduques y archiduquesas, de juventud monárquica, en una palabra».
—Y menos mal—arguye Petrona—cuando, aunque viejita, hay presidenta. Pero ahora...
—Tampoco la había—me atrevo a insinuar—cuando mandaba don Victorino.
—Cierto—dice la de Esquilón;—pero era distinto que ahora; entonces estaban María Rosa y Teresa, que son muy discretas y muy distinguidas, y sabían muy bien sustituir la falta de presidenta en las fiestas sociales. Ellas daban tono al gobierno con su ingenio y con su conversación espiritual. Don Victorino podía estar tranquilo: había presidentas. Yo soy muy amiga de ambas y constantemente hablábamos de política.
—Pues yo—dice Petrona,—cuando quería saber algo de candidaturas ministeriales y altos empleos me valía de Anita. Claro que yo no soy amiga de Anita, de una ama de llaves; me lo impide mi condición social; pero me hice muy amiga de una familia modesta que tiene relación con Anita y, por ahí, lo sabía todo. De algún medio hay que valerse para estar enterada. Pero ahora ¡qué cosa! ¿no? no hay forma de saber nada.
Me canso de esta labor taquigráfica para tomar al pie de la letra una sesión política tan importante y trascendental. Y hago punto. Sólo agregaré mi satisfacción y contento por haber hecho las paces con Petrona, tan buena y tan amante de los suyos...
El portero me trae una tarjeta: «Es una señora vie-jita—dice—, y pregunta si la señora puede recibirla». Leo: Melchora Ponce del Ebro de Nuezvana.
Ordeno que la hagan pasar a un saloncito. «Díganla que tenga la bondad de esperarme un momento». Y en seguida llamo a mi doncella para que me ayude a ponerme un traje de circunstancias, un vestido negro, de cierta severidad, pues me parece que la entrevista va a ser grave.
Mientras me visto procuro dominar el desasosiego que me ha invadido al leer la tarjeta. ¡Misia Melchora en mi casa! Es necesario dominar los nervios y ordenar las ideas. Seguramente viene a hablarme de la pretensión de su nieto, Carlitos Nuezvana, el rey de los cipreses, respecto a Inesita, mi querida protegida, mi futura hermana. Quizá me proponga que la ayude a concertar el matrimonio. ¡Pobre señora! No sabe lo que ocurre.
Confieso que la entrevista me resulta un poco imponente. No es para menos. Misia Melchora es lo más alto entre lo más eminente o empingorotado de nuestra sociedad. Sus apellidos, así los propios como el de su consorte, fallecido 25 años hace, significan doble tradición, colonial y patricia. Un Nuezvana fue virrey del Perú, caballero ostentoso que imitaba en Lima el boato borbónico, según cuenta Ricardo Palma en sus apologías de aquellos magnates. Otro Nuezvana fue obispo y dio lustre con sus austeras virtudes a la iglesia naciente de Chuquisaca. Oidor de Charcas fue otro Nuezvana. Ignoro lo que oiría en Charcas este oidor. La fama de los Ponces y de los Ebros data aún' de más antiguo. Uno de los Ponces vino de piloto en la expedición de don Pedro de Mendoza. Luego pasó al Paraguay y fundó varios pueblos que siguen casi lo mismo que cuando él puso la primera piedra. Un Ebro fue capitán de una de las «naos» de Gaboto. Otro acompañó a Alonso de Vera y Aragón en las exploraciones del río Bermejo, y se internó en el Chaco, creyendo que eran de oro los quebrachos. Por espacio de tres siglos figuran estos apellidos, llevados por frailes, navegantes, militares, corregidores, adelantados, oidores, etc., en los cronicones de los diversos virreinatos de la era colonial, advirtiéndose su andariega presencia desde Méjico hasta la Asunción, pues el antiguo español aprendía la geografía andando.
Después, en la edad moderna, los Nuezvanas, Ponces y Ebros—descendientes, naturalmente, de los anteriores—alcanzaron tanto o mayor esplendor que sus tataradeudos. Un Ponce fue coronel de la independencia y brilló por su bizarría en Ayacucho. Un Nuezvana, licenciado en derecho canónico, orador ampuloso y ergotista, figura entre los que proclamaban la necesidad de una restauración monárquica como régimen argentino. Los Nuezvanas siempre fueron algo fastuosos. Un Ebro, militar aguerrido, tuvo gran importancia en las guerras gauchas, combatiendo al Chacho y a Facundo Quiroga.
Hubo también, así en los tiempos antiguos como en los modernos, otros Nuezvanas, Ponces y Ebros insignificantes y oscuros; pero misia Melchora sólo considera como suyos a los que figuran en la historia. Y existe en su espíritu, en cuanto a legítimo orgullo, cierta dualidad: suele gloriarse a veces de su rancio abolengo y timbres hispánicos; y otras, en cambio, envanécese del justo honor dimanado de sus ascendientes patricios. Como los nombres son los mismos, originarios unos de otros, la gloria de misia Melchora asume cierto carácter de guerra civil, familiar y casi doméstica, en la cual los manes heterogéneos libran gran trifulca e histórica zarabanda. Pero misia Melchora aviene y concilia las memorias, atribuyendo a todos sus ascendientes por línea propia y marital, ya sean personajes coloniales, ya proceres argentinos, las cualidades de la hidalguía castellana, llena de soberbia altivez y de un orgullo cuyos límites alcanzan a los cuernos de la luna.
Uno de los motivos de envanecimiento de misia Melchora es la existencia actual del duque de Nuezvana, que tiene el derecho, como grande de España, de presentarse cubierto ante los reyes. Pertenece a los Nuezvanas que no salieron nunca de la península, esperando los tesoros de los Nuezvanas indianos y medrando políticamente con los méritos de sus conquistas, exploraciones y hazañas en los desiertos de Indias. Por todas estas circunstancias, misia Melchora, a semejanza del grande, de España, viene a ser «la grande» de Buenos Aires.
Pero todos estos timbres valdrían muy poco socialmente en nuestra democracìa si no estuviesen fortalecidos por una fortuna colosal. Y esta fortuna se debe precisamente a un Nuezvana oscuro y a un Ponce y un Ebro insignificantes. En tiempos de Carlos III, este Nuezvana grís y opaco se apañó, por concesión real, los mejores campos, ahí no más, junto a las casas de Buenos Aires. Un Ponce fué abastecedor de los ejércitos que realizaron la conquista del desierto. El estado le pagó en tierras que después han valido un dineral; se adueñó de media Pampa Central. Y un Ebro, casi contemporáneo, hombre de matemáticas, educado en Inglaterra, obtuvo, al iniciarse las empresas ferroviarias, diversas concesiones de caminos de hierro, que luego cedió a los ingleses por sendas libras esterlinas. Este Ebro no construyó ningún camino, pero hizo el suyo admirablemente.
Las tres ramas—Nuezvana, Ponce y Ebro—fueron poco fecundas y todo vino a caer en manos de mi distinguida visitante y de dos hermanas estériles, ya difuntas, a quienes heredó misia Melchora. Esta excelente señora hubo de su matrimonio un hijo, padre de Carlitos Nuezvana, y varias hijas, casadas con lo mejorcito de nuestra sociedad. Así, pues, misia Melchora es archimillonaria. Sus estancias no tienen fin. Mi cuñado Raúl, a quien le da por hacer ironías con las matemáticas, ha hecho un cálculo, según el cual, puestos en línea recta los alambrados de los campos de misia Melchora, resultan más largos que las vallas de alambre electrizado de las trincheras europeas, que llegan desde Bélgica hasta el Danubio.
Por lo demás, misia Melchora es una distinguidísima matrona. Su defecto principal, el orgullo, está, en parte, justicado por su grande y doble abolengo y el resto, que es mucho, procede de la atmósfera de adululación en que vive, pues tanto sus hijas (su único hijo, el padre de Carlitos, murió) como sus nietos y yernos—sobre todo los yernos—se desviven por complacerla, persiguiendo, según malas lenguas, que nunca faltan, el quinto testamentario, que constituye un pico superior al de la Mirándola. Todo esto ha estropeado un poco el carácter de misia Melchora, haciéndola adquirir una idea desmesurada de sí misma. Por Carlitos siente verdadera idolatría, entre otras razones, por ser el único nieto que lleva el apellido de Nuezvana, ilustrado por un virrey del Perú, por un obispo de Chuquisaca, por un oidor de Charcas, por un duque y grande de España y por la propia misia Melchora.
Calculad ahora mi inquietud ante esta entrevista. Yo la conozco un poco; pero he mantenido siempre con ella un trato ceremonioso. Acabada de vestir, me doy un par de vueltas en el espejo, ensayando gestos y posturas de cierta gravedad; procuro, a la vez, serenarme, y me dirijo al saloncito con paso firme, no exento de parsimonia.
—¡Misia Melchora! ¡qué sorpresa!...
—¿La sorprende a usted mi visita?
—Me sorprende y me halaga que usted se haya servido honrar mi casa con su presencia.
—Muchas gracias, Marianela.
—Está usted cada día más joven—la digo, aunque, en realidad, parece una pasita, pero encendida y vibrante aún por el calor del orgullo.
—No me diga, Marianela; estoy ya concluyéndome, llena de achaques, hecha una ruina. Por un lado, los años—¡76, Marianela!—; por otro, los disgustos, que nunca faltan.
—¿Disgustos, usted, misia Melchora?...
—Disgustos, sí, hija mía, disgustos. Precisamente vengo a hablar con usted de un asunto que me trae profundamente disgustada. Y es más: vengo a pedirla que me ayude a resolver el problema.
—Si tiene solución y yo puedo, cuente usted conmigo, misia Melchora.
—Puede usted... es decir... yo creo que puede ayudarme. Y vamos al asunto. Sabe usted, como yo—mejor que yo quizá—que Carlitos, mi nieto, se ha enamorado como un loco de Inesita, la niña de Clotilde Rodríguez de Garaizábal. Mi nieto no vive, no duerme, ni descansa, pensando en ella. Está desesperado, aunque ello sea impropio de la compostura y serenidad propias de los Nuezvanas. Pero el amor es el amor, y avasalla y enloquece a todas las clases sociales. Imagínese cómo estará el muchacho, que ya ni se peina, que era antes su principal cuidado. No sale de casa, y se pasa el día en sus habitaciones, en pijama y desgreñado. Apenas come; ha perdido no sé cuántos kilos. Está pálido como la cera y tiene un mirar entre loco y moribundo, unas veces lánguido, otras furioso. Yo no sé ya qué hacer. Me he asustado mucho, porque... ¡le viera usted!... da pena; se ha quedado como un hilo. He llamado a Güemes; pero ¡qué va a hacer Güemes en esto! Después de verle, al irse, me ha palmeado a mí—ya sabe usted que Güemes es lo más cariñoso—y me ha dicho, riéndose, que el diagnsótico lo haría, mejor que él, alguna muchacha, y que la más eficaz medicina para Carlitos está en el sacramento con música de marcha nupcial.
—El doctor Güemes no sólo es un gran clínico, sino también un gran psicólogo.
—Está en todo, hijita. ¡Qué hombre! En cuanto le ha visto, le ha adivinado el mal. Pero, claro, es un mal en que él no puede hacer nada.
En los ojitos apagados de misía Melchora tiemblan dos lágrimas.
—¿Y ella?—preguntó.
—Pues ahí está el cuento. No le ha desairado del todo. Pero no le hace tanto caso como al principio. Ahora parece que le rehuye. ¿Qué pretenderá esa niña? No tiene en qué caerse muerta y...
—Todos tenemos en qué caernos muertos, señora. Si no ¿dónde iríamos a parar? Y el desinterés, sobre todo en esta época, es una virtud bastante rara.
—Ya sé que la quiere usted mucho.
—Cierto; la quiero; es una niña muy interesante.
—Y que la protege usted.
—Yo, señora, puedo proteger muy poco. Además, Inesita no necesita protección. La protegen su propia belleza y su alma incomparable.
—Pues yo protejo a toda su familia. Si no fuera por mí, ya estarían fundidos. Cierto que Clotilde y sus hermanas, las tías de Inesita, me corresponden, haciendo cuanto pueden por vencer la resistencia de la muchacha y arreglar esta boda en que se halla comprometido mi amor propio y el de toda mi familia. Ningún Nuezvana ha sido nunca desdeñado en la sociedad de Buenos Aires. Carlitos podría dirigirse a la principal niña argentina, a la primera fortuna y al primer apellido, en la seguridad de que no sería rechazado. Pero se le ha metido en la cabeza que ha de ser con esa muchacha, «¡O ella, o la muerte!»—me ha dicho con una firmeza que me ha dejado aterrada. Yo no sé qué hechizo, qué seducciones, qué encantos encuentra en esa niña.
—¡Ah, es encantadora!...
—Sí... no es fea; pero, vamos, no es ninguna cosa del otro mundo.
—No, señora, es de este mundo; una belleza mortal, pero digna de ser inmortal.
—Además, carece de fortuna.
—El poco caso que hace Dios de la plata se nota por la gente a quien se la concede—respondo gravemente y un poquito amostazada; pero misia Melchora no comprende este concepto místico, escudo con que los pobres se defienden contra la vanidad de los ricos.
—Carece, igualmente, de apellido.
—No, misia Melchora, eso no; lleva uno muy bonito, muy sonoro, muy armonioso: Garaizábal. Además, con cualquier apellido es posible la vida. La aristocracia, bien mirada, es lo mismo que la democracia. Todo surge de la nada y vuelve a la nada, misia Melchora.
—Pero mientras se vive, conviene ser alguien en el mundo.
—Nacemos, sufrimos, morimos y nos olvidan. He ahí todo. El resto es espuma, aire, humo, ruido. Pero, Inesita es alguien. Y si no, pregúnteselo usted a su nieto.
—El amor es loco, Marianela.
—Es la única locura sensata. Hay otras, el orgullo el envanecimiento, la soberbia, que son mucho más insensatas. Pero todos padecemos estos defectos. Ahora bien: debemos aplicar la reflexión a reprimirlos todo lo posible; porque, si la vanidad de los demás resulta intolerable cuando lastima la nuestra, pasa igual a los otros cuando la nuestra lastima la suya. El trato social se hace posible a fuerza de limarnos todos un poquito.
—Bien, Marianela. Volvamos a nuestro asunto.
—Volvamos, misia Melchora.
—Mi nieto es bueno; usted le conoce. Yo le he educado muy bien, en Inglaterra y en Francia. Es un muchacho sin vicios. No ha estudiado una carrera porque, gracias a Dios, no la necesita. Comenzó a ir a la Facultad; pero le daban vahídos, sobre todo cuando estudiaba derecho romano. Entonces yo le dije que lo dejara. De todos modos, no había de defender pleitos. Así que, ¿para qué estudiar? Luego, el país está lleno de doctores, y ya es más distinguido no serlo. Desde entonces se dedicó a leer novelas francesas; las conoce todas. Y así ha completado su educación, que no deja nada que desear. Yo había pensado, si se casara con esa niña, regalarles «Los Chajales», un campo de veinte leguas, con quince mil vacas; esto para sus gastos, aunque no gastarían nada, porque yo desearía que vivieran conmigo, en mi palacio de la Avenida Quintana, pues no quisiera que mi nieto saliera de mi casa. De todo esto he hablado con Clotilde y está encantada de la idea. Yo necesito compañía, Marianela, y, claro, aunque quiero profundamente a todos mis nietos, siento cierta preferencia por Carlitos, porque es el que ha de perpetuar un gran apellido; es un Nuezvana, y con esto está dicho todo: Por otra parte—ya se lo he dicho a Clotilde,—una vez casados los muchachos, todas nuestras cuentas quedarían arregladas; todo se quedaría en casa, unidas para siempre las dos familias. Clotilde me asegura que su hija se casará con mi nieto. Ella, claro, hace todo lo que puede, por respeto a mí y porque, realmente, le parece bien la boda. Pero... no sé... me parece que la muchacha no está decidida. Y yo quiero salir de una vez del paso. Por eso he venido a verla a usted.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—Clotilde me ha dicho que usted tiene mucha influencia sobre su hija.
—Ignoro la influencia que pueda yo ejercer en esto sobre ella. Y diga usted, misia Melchora: si Clotilde, a viva fuerza, quieras que no quieras, obligara a su hija a casarse, ¿usted aceptaría para su nieto un matrimonio así formado?
—Todo, menos un campanazo; todo, menos que mi nieto, un Nuez vana, quede desairado y en ridículo.
—¿De manera que usted cree que es más ridículo que Inés no acepte a su nieto, suponiendo que no le quiera, pues yo no lo sé, que casarse con él no queriéndole?
—Yo no puedo aceptar una situación ridícula ante todo Buenos Aires.
—¿Y qué culpa tiene Inés en ello?
—Es cierto; no tiene ninguna culpa. Pero, en fin, yo he venido a verla a usted, por consejo de Clotilde, para que influya sobre la voluntad de la muchacha. ¿Quiere usted hacerme este favor? ¿Le parece a usted mi nieto digno de ella?
—Dignísimo, misia Melchora. Por lo demás, yo sólo prometo a usted hablar a Inesita y contarla todo lo que usted me ha dicho, lo de «Los Chajales», que es seductor, y lo de vivir con usted una vez casada, que aun es mucho más seductor que «Los Chajales». Respecto a influir en su espíritu, ya no respondo; eso es muy delicado, pues si no fuera todo lo feliz que merece, mi tormento duraría toda mi vida.
—¿Y cree usted que existe alguna niña que no sea feliz con el apellido y con la fortuna de un Nuezvana?
—Sí, señora, lo creo; es posible, aunque parezca absurdo. Porque nos casamos, antes que con el apellido y la fortuna, con la persona. El matrimonio es, ante todo, un negocio espiritual, y puede haber apellido y fortuna, y no haber espíritu.
—Si ha existido espíritu en los Nuezvanas, la historia lo dice.
—Sí... pero Inesita no se va a casar con la historia, con un Nuezvana pasado, sino con uno viviente, que acaso no llegue a entrar en la inmortalidad, como sus antepasados.
—Bueno; lo que deseo, en resumen, es una respuesta definitiva, porque, con Clotilde, ya no me entiendo; no sé a qué atenerme; ella dice que sí, lo desea, lo sé; pero nunca me trae la respuesta de la muchacha. Y esto es lo que yo deseo. ¿Se compromete usted a darme esta respuesta?
—Me comprometo. Hablaré con Inés, y la sacaré a usted de dudas.
—Gracias, Marianela.
—No hay de qué, misia Melchora. Tengo el mayor gusto en servirla a usted en esto y en todo lo poco que yo pueda.
—Gracias, gracias.
Poco después salía de mi casa la excelente señora, habiendo dejado en ella cierta atmósfera de tradición secular, de enhiesto orgullo, de olímpica y desmesurada soberbia.
Señora doña Melchora Ponce del Ebro de Nuezvana.
Mi distinguida y muy respetable amiga: Escribo a usted afligida por el resultado adverso de las gestiones a que me comprometí cuando tuvo usted la benevolencia de honrarme con su visita. Dimana esta aflicción mía del sufrimiento moral que a usted y a su nieto, excelente joven, lleno de merecimientos, han de causarles estas líneas, triste revelación de mis frustrados deseos de servir a usted colmando los suyos. Hablé con Inesita. Hícela una narración de cuanto usted me dijo. Cuando oyó lo de «Los Chajales» con las quince mil vacas y lo de vivir con usted, la niña rompió a llorar de gratitud. ¡Es adorable la criatura! Pero su desconsuelo no tuvo límites cuando supo el estado adolorido, mustio y desfalleciente en que se halla Carlitos. Como no terminara su llanto, pedíla se sosegase y me expusiera su verdadera intención con claridad y sin temor. Y rompió la pobrecita a parlar a borbotones, a saltos, sin precisa ilación coherente, entrecortarlas las palabras por la congoja y los sollozos. De usted y de su nieto me dijo cosas tan honrosas y justas como ustedes se merecen. Me habló luego del alma, del corazón, de la vida, de la dirección de sus sentimientos, del matrimonio. En medio de su verbosidad atropellada, fruto del aluvión tumultuario de sus emociones, díjome algunas cosas fundamentales y henchidas de un espiritualismo conmovedor. Como no es posible que yo traslade aquí todo cuanto ella me dijo en el seno de la más íntima confianza, la aconsejé que, una vez tranquilizada y recogida en su casa (la entrevista tuvo lugar en la mía), ordenara sus ideas en una carta dirigida a mí, y en la cual, con su habitual discreción, pusiera las cosas en su punto. Accedió a mi deseo. Y hoy he recibido la esquelita que le adjunto para que usted y su nieto sepan a qué atenerse. Aunque usted, misia Melchora, no necesita consejos, pudiendo, por el contrario, darlos muy atinados y oportunos, me atrevo a insinuar la conveniencia de comunicar con precaución a Carlitos la fatal noticia, pues en el estado de melancolía a que le ha conducido su amor desconsolado, pudiera tener el mismo fin de Werther, de aquel doncel alemán tan sentimental, tan tierno, el cual no hubiera servido para trompeta de órdenes de Hindenburg, pero que nos ha dejado, en cambio, el eco elegíaco de su dolor, espejo perdurable y eterno modelo de los dolores de amor.
Observara usted que Inesita me llama en su carta «hermana». Sería por mi parte una deslealtad ocultar, a usted el significado de este sustantivo. Inesita está enamorada de mi cuñado Raúl y creo que ambos se han comprometido, sin más autorización que la de sus propios corazones. La familia de Inesita no lo sabe aún. Ahora bien: como Clotilde, la madre de Inesita, las tías y las hermanas de ésta son partidarias decididas de que la muchacha se case con Carlitos, héme metida en un conflicto, pues comprenderá usted que el fuero de familia me compele y obliga—a pesar de mi carácter poco dado a la lucha—a defender a mi cuñado en una pretensión que juzgo justa. Así, pues, mi respetable y querida misia Melchora, esa criatura, esa Inesita, tan rebelde a que nadie guíe su corazón, ha venido a este mundo para constituir el tormento de usted y el mío, sin contar el de Carlitos. El de usted ha terminado; el mío empieza; porque no ha de escapar a la fina penetración de su inteligencia los malos ratos que me esperan frente a la oposición de Clotilde y de sus hermanas, de las tías de Inesita, de las hermanas y cuñados de ésta, de sus primos y primas, de toda la familia, en fin, la cual es natural que prefiera para Inesita el apellido y la fortuna de un Nuezvana antes que el oscuro nombre y la casi pobreza de mi pariente.
Por lo tanto, compadézcame, misia Melchora. La vida tiene imposiciones penosas y es menester afrontarlas. Como si todo esto no fuera bastante, agregue usted que mi cuñado, desde el instante en que la niña le ha dado el «sí», se ha puesto como loco y se le ha acrecentado el valor, (ya era de suyo grande), de una manera extraordinaria. Está dispuesto a atropellarlo todo si alguien tratase de violentar la voluntad de la muchacha y la suya propia, que, en este caso, forman una sola. Y dos voluntades sumadas por el amor son invencibles. Los muchachos me han convertido en amaparadora de su ideal, y no negaré a usted que este papel de potencia protectora ha hecho surgir cierta exaltación valerosa en mi espíritu naturalmente apocado. El origen del valor está en la calidad de la misión que lo suscita y promueve.
Una vez más lamento lo ocurrido. Con el respecto de siempre y con afecto mayor que nunca saluda a usted su humilde amiga.
Marianela.
Queridísima hermana mía. Marianela de mi alma: Todo puedes exigirlo de mí, menos que ordene mis ideas en medio de la turbación y de las inquietudes en que vivo. Yo no tengo ideas: todo se ha convertido en mí en sentimiento inexpresable, cuya única manifestación son las lágrimas. ¿Por qué habré nacido, Dios mío? Mi existencia sólo sirve para hacer sufrir a los demás, sin culpa mía, bien lo sabes. ¡Ay, Marianela! Te escribo desde mi cuartito, a las dos de la mañana. Todos duermen en casa. Se han pasado el día atosigándome con sus planes, que no son los míos. La ventana está abierta. Las estrellas me envían sus resplandores. En medio del divino y luminoso ramo celeste fulgura mi estrella, la del Norte, remedo vivo de la fijeza de mi corazón. El astro adquiere figura de rostro humano... y a él van mis ojos imantados por su atracción irresistible. Perdona si al hablarte del estado de mi espíritu recurro a las gloriosas alturas. Ello sólo indica que me faltan los medios de expresión humana. Cuando no podemos desahogar el alma de las cosas confusas y sin nombre que en ella laten, a través de los ojos de la carne, inundados de lágrimas, los ojos del espíritu se levantan al cielo, al gran misterio, y allí quedan posados en muda contemplación, suspenso el tiempo, suspensa la vida misma. Yo no sé lo que te digo, Marianela, porque la onda de mis emociones me anonada y confunde, haciendo imposible todo discernimiento claro y ordenado. Acumula todos los amores que han merecido el canto sublime de los poetas y de los genios, y no serán, reunidos, pálido reflejo del que yo siento por quien tú sabes. El cielo, mi cielo, el universo, el mío, la eternidad, mi eternidad, la gloria de las glorias, la mía, todo se concentra en él: y todos los caminos, los de esta vida y los de la otra, son calvarios y sendas de espinas sin su compañía y sin el brazo suyo para conducirme. Mi alma ya no es mía; está trasfundida en otra. Mi corazón ha perdido su ritmo propio para latir a compás de otro. Mis ensueños navegan por el mar infinito de la eternidad, dulcemente sometidos a la brújula que Dios me ha dado. Si estas palabras no sirven para revelarte el estado de mi espíritu, inventa tú las que quieras para reflejarlo, en la seguridad de que no existe en el vocabulario término alguno que alcance a reflejar mi éxtasis, el arrobamiento de este amor mío.
Pocas palabras más. ¿Crees tú que en tal estado de espíritu puedo ni debo engañar a nadie, ni a mí misma? Yo deploro la actitud de toda mi familia. Mi pobre madre, mis tías, mis hermanas, mis cuñados, todos quieren que yo sea feliz, ¡quién no duda! Pero no se es feliz a la manera de los demás, sino a la propia manera. Yo creo en el desinterés de todos y que en realidad se persigue mi dicha exclusivamente, sin preocuparse de que, de soslayo, alcance también a otros. Ahora bien: la casada he de ser yo, y nadie mejor que yo misma puede entender mi dicha.
Respecto a Carlitos, no puedes imaginarte cuánto siento no poder corresponder a la vehemencia de su pasión, que nada hice—bien lo sabe él—por alentar ni infundir. Es un joven distinguidísimo, bueno, lleno de méritos; y, en virtud de estos mismos merecimientos, no debe ser engañado con una correspondencia fingida de que yo soy incapaz. Se curará de su pasión, me olvidará. Con su apellido, su fortuna, su generoso espíritu y bello carácter, que valen más que apellido y fortuna, encontrará otra más digna que yo de los tesoros de su amor. Yo no puedo ofrecerle más que mi simpatía y mi gratitud por haber descendido a poner su ideal en mi humilde persona.
Por lo que toca a misia Melchora, me conmueve su generosidad. «Los Chajales» constituyen un verdadero reino; pero yo sería allí una reina intrusa, puesto que no puedo dar, en cambio, mi corazón, que ya no me pertenece. No merece tampoco misia Melchora ser engañada. Yo no puedo entrar en aquella casa, llena de tradición caballeresca, de noble altivez, de epopeya histórica. Me sentiría confundida ante los retratos que sirven de ornamento sagrado a los salones. El virrey, los conquistadores, el obispo de Chuquisaca, el oidor de Charcas, los patricios de la Independencia, el grande de España, todos los Nuezvanas, Ponces y Ebros que honran con sus virtudes las páginas de la historia, cobrarían vida en sus cuadros para mirarme airadamente y decirme: «¡Sal de aquí, falsaria, mentirosa, hipócrita, codiciosa!». Y tendrían razón. Yo andaría por aquellos salones azorada, aturdida, llena de vergüenza. Y las voces seguirían: «has venido aquí por dorar con los nuestros tu apellido oscurísimo; te has casado con Carlitos para apoderarte de «Los Chajales» y de toda la fortuna que nosotros legamos a nuestros descendientes; tú no estás enamorada de Carlitos, sino de sus tesoros: ¡eres una pérfida, una ambiciosa vulgar, una mujer despreciable, indigna de llevar nuestro nombre hidalgo y heroico!». ¡Ay, qué miedo, sobre todo cuando me mirara monseñor Nuezvana, el obispo de Chuquisaca, y me amenazara con el infierno, bien merecido por cierto!
La misma mirada de misia Melchora no podría resistirla cuando escudriñara mis verdaderos sentimientos. ¡No, no!; pobreza, oscuridad, fatiga, todo es preferible a este remordimiento, a verse interrogada por tantos varones ilustres que fueron espejos de santidad y cifra y compendio de todas las virtudes caballerescas.
Yo espero que misia Melchora, heredera de toda esta tradición, que ella sabe mantener tan dignamente, hallará buenas mis razones y guardará un poco de simpatía para esta pobre muchacha.
Te abraza con todo su corazón.
Inés
Indudablemente, esta Inesilla no vive en nuestra época. Y ello nos va a proporcionar a todos bastantes disgustos.
Pocas veces sufro de tedio. Mi propia vida interior, cuando la externa no ofrece interés, basta para entretenerme. Sin embargo, sentíme ayer tarde acometida por invencible melancolía. «¿Qué hacer?»—me dije—. Y para combatir la murria, ocurrióseme ir a visitar a mi amiga Margarita, la viuda de Esquilón, en quien la sensibilidad y estado de ánimo constituyen siempre un divertido espectáculo. Pedí el automóvil y partí, rumbo a la Avenida Quintana, donde vive mi amiga en su magnífico palacete.
Entré de rondón en la casa. Todo estaba en ella revuelto, con ese desorden precursor de una mudanza. Los armarios de par en par, y por todas partes baúles abiertos, grandes y pequeñas cajas, enseres de todo linaje. La servidumbre iba y venía de un lado a otro, trasladando ropas, sombreros y trebejos diversos. Saliendo de una habitación interna, apareció Margarita, envuelta en una ligerísima bata, sofocada, jadeante, encendida. Me tendió sus torneados y blancos brazos.
—¡Marianela!!!...
—¿Pero qué barullo es éste? ¿Levantas la casa? ¿Te mudas?
—Preparándome para Mar del Plata. Hace una semana, hijita, que estoy trabajando como una negra, preparándolo todo, y nunca se acaba. Las modistas se han demorado, y, por fin—¡ay, gracias a Dios!—hoy han traído lo que faltaba.
—¡Pues no llevas poco equipaje!
—Catorce baúles y veinte cajas. No se puede meter todo en menos espacio. Vienes admirablemente, Marianela, con una oportunidad que... ¡ni que te hubiera llamado, hijita! Porque quiero consultarte, sobre algunos vestidos... y también quiero que veas los sombreros...; a ver qué te parecen...; yo confío mucho en tu gusto...; tienes que ver también cuatro trajes de baño distintos... son preciosos... es decir, veremos lo que te parecen.
Margarita habla atropelladamente, como si las sensaciones y las «ideas» no dieran lugar, en su afluencia vertiginosa, a la ordenación y concierto de la palabra.
—Me voy a poner el corsé—dice—para probarme los trajes: yo me los pruebo y tú apruebas o desapruebas. ¿Te parece? ¿Conforme? ¡Dí que sí!
—Sí, mujer, sí. No me dejas hablar. Tú te lo dices todo.
—Bueno... voy a ponerme el corsé.
—¿Quieres que te ayude?
—Como quieras; pero estoy muy ágil; un poco fatigada no más por los baúles; porque no me fío de las muchachas; a lo mejor, se olvidan de lo más esencial. Y luego le hacen hacer a una el gran papelón.
La ayudo a ponerse el corsé. No necesita este entallamiento artificial, porque su cuerpo es perfecto, armonioso, de líneas correctísimas, dignas de los cinceles que inmortalizaron el arquetipo de la belleza clásica.
—¡Estás lindísima, hijita!—exclamo, mientras corro los cordones del corsé.
—Como si no me hubiera casado—dice ella, resumiendo en esta frase todo cuanto se puede decir de la frescura de su cuerpo.
Nos vamos a una salita, donde hay un espejo de cuerpo entero. La doncella y las sirvientas comienzan a traer trajes. Los hay de todos colores y formas: blancos, azules, marrones, grises, color de lirio, de violeta, de rosa; están todos los matices de la flora; unos muy escotados, otros poco, otros nada. Cada vez que se pone un traje me señala las medias, los zapatos, los sombreros y las «aigrettes» correspondientes. Los zapatos están en fila sobre un largo estante; más de cuarenta pares; los hay de todos los colores; altos, bajos, ni altos ni bajos. Las medias forman como un iris, con todas sus infinitas combinaciones.
Todos los trajes le quedan admirablemente. «¡Precioso, hijita, precioso!—exclamo cada vez que se pone uno;—todo cuanto te pones te cae maravillosamente. Eres el prototipo de la elegancia, la cifra, compendio y resumen de la gracia femenil».
Con presteza y soltura de actriz, la viudita se viste y se desnuda; dáse vueltas en el espejo, torna la cabecita, rubia y rulosa, hacia los hombros, para contemplarse el perfil; se arregla el busto; sus manos vuelan ligeras, raudas, del pelo al talle, del talle a la falda, en toquecitos rápidos, a los cuales obedecen las prendas con no sé qué docilidad animada, como dichosas de servir de ornato a tan retrechera y remonona criatura.
De pronto se pone un traje negro, severo y elegante a la vez.
—¿Y éste?—pregunto.
—Para ir a misa a Stella Maris. ¿Te gusta?
—¡Lindísimo, muy grave, muy chic!...
—¡Oh, la gravedad chic es lo más chic de la gravedad! Hay que recordar, de vez en cuando, que una, es viuda.
En la salita, colgado en alto, hay un retrato al óleo. Es un mozo de rasgos enérgicos, de bigote negro, con cierto aire tribunicio, de «mitinero» electoral, a cuya afición ¡ay! debió su triste fin, ya relatado en otra ocasión. La viuda vuelve hacia él sus grandes ojos azules, de Dolorosa de Rubens, y suspira: «¡Ay, Arturito, qué felices fuimos!...»
Dos lágrimas resbalan por las mejillas de Margarita. El doctor Esquilón, inmortalizado en el óleo, adquiere en su mirada una ternura indescifrable. La viuda sigue llorando y arreglándose los lazos de un traje color crema que se ha puesto para que yo vea cómo le queda.
—Ya no tiene remedio, hijita—la digo para consolarla y ahuyentar la triste visión.
—Era muy bueno, Marianela, muy bueno. ¡Qué energía, qué brío! ¡Yo creo que hubiera ido lejos!...
—¡Pobre!...; más lejos de lo que se ha ido...; pero es necesario, Margarita, olvidar. No te vas a encerrar, no te vas a recluir.
—Eso digo yo. Tengo 24 años; viuda a los 20: ¡es horrible! ¿Qué te parece este traje?...
—¡Precioso!...
—Viuda a los 20...: ¿qué hago yo en el mundo? He guardado luto riguroso cuatro años...; las medias de este traje son aquéllas... y aquéllos los zapatos...; encerrada a los 24 años; suponiendo que viva 70, son... yo no sé cuántos...
—Cuarenta y seis.
—Cuarenta y seis de encierro. He llorado estos cuatro años... tú no sabes cómo he llorado... ¿te gusta aquella «aigrette»?...; ya no me quedan lágrimas.
—Mucho, me gusta mucho.
—Nunca tuvimos un disgusto. Era lo más complaciente...; aquel abrigo ¿te gusta?; es una salida de baile que imita al capote del kronprinz en campaña...; muy bueno era Arturo. No le puedo olvidar, hijita. En balde trato de distraerme... aquel gorrito ¡qué mono! ¿no? es para la playa...; le tengo siempre presente, y no creo que pueda volver a querer a nadie como...
—¿Y estos palitroques?—pregunto, señalando unas varas que veo sobre un baúl.
—Para el golf. En Mar del Plata hay que ir todos los días al golf. Me han hecho cuatro trajes para este deporte.
—¿Irás también al Club?
—No; sólo pienso ir al «Ocean»... Y, claro, al Brístol. Ya mi administrador ha escrito a don Pedro Mugaburu para que me reserve un departamento en el anexo, frente al mar. También me guardan mesa en el comedor, en el mejor sitio, a la derecha del caminito del centro, que es donde se coloca la «haut», toda la gente conocida. Es muy difícil conseguir este sitio; todos quieren estar allí, aunque no sean conocidos...
—Claro; así se va sabiendo que existen. Por fin, después de muchas cartas, don Pedro parece que lo ha arreglado todo; le ha contestado a mi administrador que esté tranquila, que tendré la mejor mesa, junto a la terraza y al lado del caminito para ver entrar y salir la gente.
—¿Y para que te vean?
—No, eso no me importa. ¿Quién se va a fijar en mí, en una pobre viuda?
—Vamos... no sea hipócrita conmigo. ¿Piensas bailar?
—Ahí tienes un problema que me está dando muchos dolores de cabeza. No sé qué hacer. Lo pienso y lo pienso día y noche y... no sé, no sé si me animaré a bailar. A tí ¿qué te parece?
—Que debes bailar; no mucho, pero un poquito.
—Es que si empiezo... no sé si me detendré; porque, hijita, a pesar de mis penas y de mis amarguras... es una cosa, Marianela, que bailo sola.
—La juventud, Margarita, los fueros de la Naturaleza que se imponen a toda concepción triste de la vida.
—No he querido ir en carnaval por eso, porque no sabía qué hacer.
—El primer baile de una viuda me parece mejor en semana santa; está más en carácter. La primera noche un par de vueltas nada más, muy discretas, como cediendo a un compromiso muy insistente y muy inevitable. Luego, poco a poco, te vas lanzando.
—Lo que más me preocupa es el primer baile; empezar; no sé cómo empezar, hijita; siento una cosa... así... vamos... que no sé cómo empezar.
—No te preocupes; ya se encargará alguno de allanarte el camino, de iniciar el modo de dar las primeras vueltas.
—¿Sabes lo que estoy pensando? Me gustaría bailar el primer baile contigo; que fuera como una humorada tuya. Así se rompía el hielo. ¿Por qué no vienes a Mar del Plata? Anda, vamos...
—No puedo; estoy metida en un berenjenal, hijita, que no sé cómo voy a salir.
—¿Por...?
—Por lo de Inesita. ¿Sabes que se casa con Raúl, con mi cuñado?
—Sí, ya me lo han dicho, ¡Pobre Carlitos Nuezvana! Creo que está desesperado, que ya no se pone agua de lino en la cabeza, ni siquiera se peina. ¡A lo que ha venido a parar el rey de los cipreses! ¡Qué destronamiento terrible!
—Pues aquí me tienes luchando con todos, con Clotilde, con sus hermanas, con misia Melchora...
—¡Pobre misia Melchora! Para su orgullo es un golpe terrible. ¡Hijita, los Nuezvanas lo llenan todo en Buenos Aires! Luego, claro, su cariño de abuela; verle así, tan desesperado al pobre chico. En fin, para la vieja es un golpe tremendo.
—¿Y qué hacerle?
—¡Ah, claro!; no hay qué hacerle. Si Inesita no quiere... no hay qué hacer. ¿Y por qué no te llevas a los muchachos, a Raúl e Inesita, a Mar del Plata? Invitas también a Clotilde, a la mamá de Inesita, y nos juntamos allí todos. La aparición de los muchachos en el Brístol sería todo un éxito. ¡Un noviazgo tan sonado...! Entrarían como los Reyes Católicos. En los salones del Brístol los noviazgos adquieren una solemnidad, una importancia que no tienen en ninguna otra parte. ¡Figúrate los comentarios, después de lo que ha pasado! En fin... ¡un exitazo para Raúl y para Inés! Vamos a Mar del Plata.
—No sé lo que haré. Quizá en marzo, si logro arreglar las cosas. Ya se lo he dicho a Jorge y está conforme.
—Hijita, tienes un marido ideal.
—Así es, gracias a Dios. Pero hablemos de tí. Tú llevas algún plan a Mar del Plata.
—¡Marianela!... Ninguno, ¡qué cosas tienes!...
—No seas gazmoña, Margarita. ¿Qué tiene ello de particular? Es la cosa más natural. Eres joven, linda, rica. ¿Vas a vivir sola toda la vida? ¿No es justo, no es lógico que formes una familia? Ya sabes que yo soy buena amiga, discreta, que si te puedo ayudar en algo...
—¡Ay, Marianela, demonio malo, que me estas sonsacando lo que no quiero decir...! ¡No me tires de la lengua, no me tires, no me tires...!
—Vamos... no seas tonta. Si quieres que vaya a Mar del Plata y bailemos el primer baile, me tienes que contar... a ver, habla.
—Pues, bueno; no hay nada; pero... puede haber. ¡Qué bien me vendría que me acompañaras a Mar del Plata!
—¿Flirteo?... ¿Principio?... Iré si me necesitas.
—Bueno; entonces te contaré. Aunque ya te puedes imaginar...
—No digas más, Margarita, ¡no digas más!... ¿Ha vuelto? ¡Era de ley!
—Ya sabes lo que pasó. Yo vacilé entre Arturo Esquilón y él; al fin me decidí por Esquilón, que ya había terminado la carrera. Y el otro, hijita, se quedó soltero, triste, aplanado; para él no había otra. ¡Me conmueve y arranca lágrimas esta fidelidad!...
—Me lo explico, Margarita. Buen mozo, y tiene porvenir en la política. ¡Hijita, te da por los políticos! Creo que habla muy bien.
—En público y en privado; y... sobre todo al oído... Da gusto oírle...
—¿Qué es?
—Muy guapo.
—No, mujer, digo en política.
—¡Ah!... conservador de la provincia; ugartista, mejor dicho. Hijita, los ugartistas no serán muchos, pero todos son lo más vivos, lo más inteligentes. Pero no hay nada, te digo que no hay nada todavía...
—¿Está ya él en Mar del Plata?
—No; va el sábado.
—No hay nada, y sabes cuándo va...
—No me sofoques, Marianela, no me sofoques!...
—Y tú ¿cuándo vas?
—¿Y él lo sabe?
—Sí...
—¡Y dices que no hay nada!...
—¡Vete, Marianela, vete; te echo, te echo!...
Margarita me abraza y me besa en medio de un alborozo en que palpita a brincos su joven corazón.
—¿Vendrás, Marianela? Mira que me haces mucha falta...
—Iré. Después de arreglar lo de Inesita, iré a arreglar lo tuyo. Yo me desvivo por estos arreglos, en que se trata de hacer felices a quienes merecen serlo. Van a ser mis dos grandes obras del año. A ese ugartista lo pescamos, Margarita, ¡lo pescamos en Mar del Plata! ¡Iré, iré, adiós, adiós...!
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