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En esta edición se han mantenido las convenciones ortográficas del original, incluyendo las variadas normas de acentuación presentes en el texto.
(A ver la lista de errores corregidos.)
(nota del transcriptor)

 

La Voz de la
Conseja

página primera

V H
  
L a   V o z
d e   l a   C o n s e j a


Selección
de las mejores novelas breves y cuentos de
los más esclarecidos literatos.

Recopilación hecha
por
E m i l i o   C a r r è r e

Firmas del tomo segundo


Bernardo Morales San Martin.—Diego San José
Concha Espina.—W. Fernández-Flórez.—J. Ortega
Munilla.—V. Blasco Ibáñez.—F. Trigo.
José Echegaray.—Alvarez Quintero (S. y J.).—Alvaro
Retana.—Gutiérrez Gamero.—Antonio de
Hoyos y Vinent
.

V. H. SANZ CALLEJA
Editores e Impresores
C. Central: Montera, 31.—Talleres: R. Atocha, 23

MADRID
 
S C

Derechos reservados de reproducción
    y traducción en todos los países.    

INDICE

BERNARDO MORALES SAN MARTÍN
Olor de santidad17
(Cuento premiado por el Círculo de Bellas Artes.)
DIEGO SAN JOSÉ
Así murió el conde55
CONCHA ESPINA
El rabión135
W. FERNÁNDEZ-FLÓREZ
La fría mano del misterio149
J. ORTEGA MUNILLA
Tremielga167
V. BLASCO IBÁÑEZ
Noche servia181
FELIPE TRIGO
Pruebas de amor193
JOSÉ ECHEGARAY
Los anteojos de color203
ALVAREZ QUINTERO (S. y J.)
Vida nueva215
ALVARO RETANA
El disfraz225
GUTIÉRREZ GAMERO
El rasgo de Pañizosa249
A. DE HOYOS Y VINENT
Eucaristía263

OLOR DE SANTIDAD

Cuento premiado por el Círculo de Bellas Artes.

(B. MORALES SAN MARTÍN)

I

La del alba sería cuando don Rodrigo Pacheco salió de Tordesillas, mustio y cabizbajo, caballero en su mula y camino de Valladolid.

Un buen trozo del camino que de Salamanca a Valladolid conduce llevaba recorrido la cabalgadura, cuando el noble caballero, que alegraba sus ojos tristes contemplando a la indecisa luz del amanecer la corriente del río, de verdor recamada, paró en seco a la mula, tornó la señoril testa hacia el altozano sobre el que se levantaba la murada villa, en la margen derecha del impetuoso Duero, y quedó un momento pensativo.

La gótica crestería de San Antolín y de Santa Clara; las torres y cúpulas de San Miguel, de San Juan, Santiago, San Pedro y Santa María, y los torreones de las cuatro puertas de la villa, recortábanse sobre el cielo limpio y cárdeno de aquel amanecer estival, evocando en el alma del buen Pacheco toda su historia y toda la tragedia de su martirio.

De súbito, irguióse sobre los estribos, abandonó las riendas, y tendiendo los brazos hacia la villa, que comenzaba a desperezarse, sorprendida en su sueño por los suaves besos de las brisas serranas, exclamó el de Pacheco, con voz apocalíptica:

—¡Toda mujer propia tiene algo de Xantipa! ¡Leonor de Alderete! ¡Dios te perdone como te perdono yo!

Y espoleando a la reflexiva cabalgadura, que quizá sentía como propio el dolor de su amo, exclamó airado:

—¡Arre, mula!

Dió un salto la sorprendida bestia y tomó un galope ligero que hizo afirmarse al caballero en sus estribos.

Alto ya el sol, perdido en el horizonte el caserío tordesillesco y casi a la vista de Simancas, aún no se había borrado la expresión de dulce y resignada melancolía del rostro del buen caballero, último vástago de la ilustre estirpe de los Pachecos...

II

Don Rodrigo era un santo.

Desde muy niño mostró su afición a jugar con altarcitos, a predicar sermones y a construir campanarios diminutos que eran un encanto por lo dulcemente acordado que procuraba el niño tener el son de las diversas campanitas.

Conforme iba creciendo el mozo, afirmábase en él más y más su vocación religiosa, y contra la voluntad de su padre—que para más altos destinos reservaba a su hijo, por la firme amistad que le unía con su deudo don Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma y valido del Rey,—no hubo más remedio que enviar al bienaventurado joven a Salamanca a estudiar Teología y Cánones.

Para el precoz hidalguete no había más mundo que el que divisaba yendo de Tordesillas a Salamanca, ni más ciencia que la contenida en los enfáticos lemas que ostentaban aulas y atrios de la Ubérriman civitatis, como llamó en una bula el pontífice Alejandro IV a la famosa Universidad salmantina. Tras aquellos abstrusos conceptos, transparentaba la mística ambición del heredero de los Pachecos y Alderetes, toda la majestad de Dios y toda la gloria que a él le reservaba el Criador en la tierra.

—¡Oh! ¡Cantar misa en Tordesillas, rodeado de las mozas y mozos que le oían antaño decir misas de mentirijillas, y ante el retablo de Berruguete, en la capilla de la Virgen de la Piedad, patrona de los Pachecos! ¡Lograr luego un beneficio, después una canonjía, quizá un obispado... y si la magnanimidad divina lo consentía, seguramente el capelo cardenalicio! ¡Oh, Dios mío! Perdona mi ambición, que sólo en tu santo y ejemplar servicio emplearé los dones que te dignes concederme!—gemía el estudioso colegial, hundiendo su pensamiento en los libros de los teólogos González de Segovia, Soto, Gallo, Salmerón, y de los canonistas Covarrubias y Antonio Agustín, y otras lumbreras del Concilio trentino...

Pero Dios, en su infinita sabiduría, lo dispuso de otro modo, y todo el castillo de imaginaciones del futuro cardenal se vino abajo. Un invierno, cruelísimo para las gentes y los campos tordesillescos, llamó el Señor a su seno al achacoso don Gonzalo, y la señora doña María, no resignándose a vivir sola en el inmenso caserón de los Pachecos, retuvo en él al joven canonista.

Resignóse éste, siempre humilde y obediente a las disposiciones de la Providencia y a los mandatos paternos, y forzosamente hubo de interrumpir sus estudios para ayudar a doña María en el gobierno de su casa y hacienda y en la dirección de cierto litigio en que la testaruda dama venía empeñada tiempo ha con sus parientes los Alderetes de Tordesillas, sobre su mejor derecho al patronato de la gótica capilla de San Antolín y a ciertas donaciones de sus antepasados, que usufructuaban indebidamente los nombrados deudos.

La infatigable pleitesía puso en movimiento cúmulo tal de jueces, escribanos, letrados y hasta teólogos, que embarullaron a maravilla el litigio; y demandante y demandados pidieron a voz en cuello misericordia. Cierto teólogo, hombre de seso y recta conciencia, propuso una transacción honrosa, que cierta feliz circunstancia ayudó a imponer y acatar como tabla salvadora.

—¡Lo mío, mío, y lo tuyo de entrambos!—decía doña María a los Alderetes.—Y arguyó el teólogo:

¡Quod homines, tot sententiae! ¡Consensus omnium fecit legem! ¿Cur tam varie?—Y replicaba doña María, sin dar su brazo a torcer, en buen castellano:

—¡Tres cosas demando si Dios me las diese: la tela, el telar y la que la teje!

Pero el teólogo, terco también, tronó en griego, para mayor claridad:

¡¡Malion apodehon dihalan penian e plouton adihon!!

Y al traducir en rotundo vallisoletano Rodrigo a su madre y señora la máxima del gran Isócrates, ambos humillaron la cabeza.

Poco tiempo después... en la capilla de la Virgen de la Piedad, en San Antolín de Tordesillas, uníanse en santa coyunda Leonor de Alderete, hija única de los Alderetes, y Rodrigo Pacheco, único vástago de los Pachecos.

Solamente Dios, la señora doña María y el culto teólogo casamentero supieron lo que costó vencer la voluntad del buen Rodrigo; pero la terquedad de la dama pleitista era irresistible, y como rindió a los Alderetes, venció la mística resistencia del hijo de su amor, que gemía al recibir la santa bendición, unida su diestra a la de la hermosísima Leonor de Alderete:

¡Una salus victis, nullam sperare salutem!—y fueron las últimas palabras con las que se desvaneció el fracasado teólogo, para dar paso al flamante marido.

III

Pero don Rodrigo no era feliz.

Doña Leonor de Alderete, joven y apasionada, encerrada en su casa de Tordesillas como en un convento, al verse frente al apuesto mozo—único hombre que se acercó a ella,—sintió por él una avasalladora pasión. La llama de amor sin nombre que tantos años contenía en su pecho, de doncella casta, pero afectiva, estalló devoradora, porque Rodrigo Pacheco, por su figura y por su carácter, era el galán soñado, el Amadis de sus ensueños... Boda que comenzó siendo forzado acomodo, fué a poco tierno idilio que unió dos almas con la más pura, pero también arrebatadora, de las pasiones.

Llevábale cinco años doña Leonor a Rodrigo... y quizás por ello fué maestra que inició al joven en los honestos deliquios amorosos de su idílica unión. Pero, aunque dama de espléndido cuerpo y hermoso rostro, altivo continente y distinguido ademán—conjunto sin par en Tordesillas—dió en la flor de ser celosa hasta del aire que rizaba las guedejas de su apuesto marido.

Este, que fuera del amor a Dios, no sentía otro afecto que el de su esposa, padecía martirio que anonadaba su alma, porque siendo puro y honrado, la espléndida dama dudaba de su pureza y ponía en tela de juicio su probada honradez.

Veinte años llevaban de matrimonio y de martirio, sin que el cielo hubiera bendecido su unión concediéndoles el bien de los hijos, cuando un atardecer recibió el apocado señor de Pacheco, por un propio, una misiva nada menos que del gran duque de Lerma, invitándole a ir a Valladolid el próximo 19 de Julio, día en que haría su entrada en la ciudad castellana Su Majestad el Rey don Felipe. Añadía el valido que convenía al servicio de la monarquía católica que don Rodrigo Pacheco fuese corregidor de Tordesillas, cargo vacante a la sazón, y le esperaba en Valladolid para entregarle el real despacho y comunicarle instrucciones oportunas sobre la política que convenía al duque se observara en Tordesillas y villas comarcanas.

¡Y allí fué Troya!

—¿A Valladolid... vuestra merced?—y reía nerviosa e irónica la celosa doña Leonor. Y de súbito exclamó, abriendo el torbellino de sus celos:

—¡Sí! ¡Te conozco, fementido caballero! ¡Ir a Valladolid es un ultraje a la fe jurada a mi amor único!

—¡Leonor! Mulier quæ sola cogitat, male cogitat—replicó don Rodrigo, acordándose en aquel trance de Publio Siro y de sus buenos y añorados tiempos de Salamanca.

¡Nihil impossibile!—arguyó la dama, que también era, aunque celosa, muy leída.—¡Si vuestra merced va a Valladolid... será para caer en el pecado!...

—¡¡Leonor!!

—¡Lo teme mi corazón enamorado! Te estás ya refocilando con la más impura de las liviandades!

—¡¡Xantipa!!, digo, ¡Leonor, ven conmigo a la ciudad... que Dios confunda!

—¡Yo! ¿Ir yo a ese antro donde tiene su nido la lujuria? ¡Jamás! ¡Allí no pueden ir más que los lascivos y perjuros como tú!

—¡Doña Leonor! ¡Por los clavos de Cristo Nuestro Señor!—y don Rodrigo alzó los ojos a un crucifijo de Berruguete el joven, que, frente a los esposos, mostraba sus carnes flácidas y amarillentas de martirio—y miró al Crucificado como los mártires del Coloseo la imagen espantosa de la muerte en su trágica agonía... cayendo de rodillas, como si realmente fuera culpable de un pecado, cuyas delicias no había gozado aún.

Viéndole humillado, mudo, traspuesto y de hinojos a los pies de la divina escultura, salió la dama, cerrando de golpe la puerta de la cámara y vociferando descompuesta:

—¡Reza y esconde la lascivia que te sale a los ojos! ¡Miserable!

Con un sollozo respondió el caballero, evocando su vida de teólogo «in partibus», tendiendo sus manos al impasible Cristo:

—¡Perdónala, Señor! ¡No sabe lo que se dice! ¡Los celos han transformado a mi señora doña Leonor en... la propia Xantipa, en la verdugo de Sócrates, que resucita en Tordesillas!

IV

La carta del duque de Lerma era terminante e imposible eludir su cumplimiento. Además, ¿había de estar toda su vida supeditado a las faldas? Su madre, la inflexible doña María, impidió que fuera clérigo, matando en flor su porvenir brillante. Muerta su madre, ¿había de impedir su esposa—¡otra tozuda Alderete!—que siguiera una carrera política honrosa, comenzada por una corregiduría, y Dios y el duque de Lerma sabrían dónde podía acabar?

Y el débil y ocioso caballero mandó ensillar su mejor mula y salió para Valladolid, dejando a doña Leonor convulsionada como una demoníaca y vomitando por su sensual boca sapos y culebras de todos colores:

—¡Se va y le pierdo para siempre al miserable! ¡No subirá más a mi tálamo si duerme una sola noche en Valladolid! ¡Toda el agua del Jordán no bastará para purificar al impuro!—Y se retorcía como una poseída, rodeada de mayordomos, dueñas, doncellas y mozas de cántaro... mientras el audaz caballero franqueaba Simancas, contemplaba con ojos amorosos la mole del histórico castillo tras cuyos cubos y almenas la invisible polilla roía con saña toda nuestra leyenda de oro; y poco después columbraba el caserío de la futura corte de las Españas, extendido sobre verde prado y recortado sobre una lejanía de suaves lomas y sinuosos cerros castellanos.

Y el futuro corregidor de Tordesillas entró, sonriente y magnífico, caballero en su mula, en la noble y real «Villa de Ulid».

V

Era el día 19 de Julio de 1600.

La ciudad castellana, aguijoneada por Lerma, que deseaba convertirla en corte de los Felipes, «nunca desplegó tal aparato y dignidad en las ceremonias, tal esplendor en los festejos, tal magnificencia en sus calles y plazas, tal lucimiento y gala en sus vecinos». El joven rey demoró su estancia en Valladolid dos meses, prometiendo para el año siguiente asentar los reales de su corte en la leal ciudad.

Pasados aquellos primeros días de gala regia y festejos populares, don Rodrigo pudo ver al poderoso valido.

El duque le recibió y agasajó conforme a los altos merecimientos del caballeroso Pacheco, a cuya familia tuvieron siempre en singularísima estima los Sandovales, y le entregó el real despacho de corregidor de Tordesillas.

—Tengo en alta estimación vuestras dotes, que, acrisoladas por el ejercicio de vuestro cargo en la villa natal, os harán pasar a la corte en breve tiempo. Yo necesito rodearme de consejeros y servidores leales...—dijo el duque, abrazando cariñosamente a don Rodrigo.

Antes de despedirse, rogóle el duque al corregidor que visitara en su nombre a un deudo de entrambos, vallisoletano ilustre, que por sus achaques no pudo asistir a los festejos, y a quien podía consultar don Rodrigo en todos aquellos conflictos en que pudiera ponerle la flamante corregiduría, aunque, a decir verdad, más que a sus futuros gobernados, temía el pobre corregidor a la celosa corregidora.

Y sin esperar a más—porque al día siguiente, y tras ocho de ausencia, quería retornar el leal caballero a su villa y casa solariega,—allá se fué con su alta misión don Rodrigo Pacheco, el fracasado teólogo, convertido por la gracia de Dios y del duque de Lerma en corregidor de Tordesillas y de toda la comarca tordesillesca.

VI

Dijéranle a don Rodrigo que con los ojos vendados y sin cayado recorriera las calles de su querida Salamanca, y a ciegas las correría, como su Tordesillas de su alma.

Pero a aquel endiablado Valladolid, el diablo que le hincara el diente con su laberinto de calles, callejas y callejones, plazas, placetas y plazuelas, que siempre le traían al mesmo lugar, sin dar nunca con el caserón de su deudo don Gutierre Pacheco de Sandoval.

Más de tres veces se encontró en la plazuela del Ochavo, evocándole, en aquella hora entre misteriosa y poética del atardecer, la tragedia del famoso condestable, cuyo libro singular Claras y virtuosas mujeres, había leído con delectación en Salamanca. Otras dos salió a la Plaza Mayor, entenebreciendo su pensamiento la memoria de aquella hecatombe en que pereció el hereje doctor Agustín Cazalla y sus secuaces en ejemplar auto de fe. No supo cuántas veces pasó junto al caserón de Rivadavia, donde nació el rey Felipe II, y cuya plateresca ventana iluminaba ya la luna en pálido creciente. Volvió pies atrás y notó que por tercera vez pasaba ante la rica y fastuosa fachada de San Pablo...

—La calle de Teresa Gil y junto al arco gótico que se levanta en la iglesia de religiosas de Portacœli—habíale dicho el duque...—y, por fin, topó con el famoso arco y con «las casas de Diego Sánchez», morada de su deudo don Gutierre.

Levantó el pesado aldabón de hierro, que representaba un dragón mordiendo maciza anilla, y retumbaron en la soledad de la calle tres golpes recios y rotundos.

Tardó a percibir ruido alguno en el interior de la casa. Abrióse, por fin, una celosía que sobre la puerta caía, y una voz argentina y juvenil preguntó con timidez:

—¿Quién va... a estas horas?

—¡La paz de Dios!—respondió don Rodrigo con voz entera.—¿Vive aquí don Gutierre Pacheco de Sandoval? Su deudo soy y vengo desde Tordesillas a visitarle—agregó don Rodrigo, temiendo que le tomaran por un aventurero de los que aquellos días de regios festejos pululaban en Valladolid. Tras breve cuchicheo de voces femeninas en la celosía, preguntó otra voz como arrullo de tórtola:

—¿Cómo se nombra el caballero?

—Don Rodrigo Pacheco de Alderete soy...

—¡Esperad, esperad, caballero... aquí es! Van a franquearos la puerta...

Poco después descorríanse cerrojos y cadenas, y una especie de mayordomo de faz seráfica franqueaba el pesado portón al caballero. A mitad de la amplia escalera, una dueña, envuelta en negras tocas, alumbraba con enorme velón.

—Pasad, pasad, señor don Rodrigo, y esperad mientras preparamos a don Gutierre para darle cuenta de la llegada de vuestra merced. Pero tan delicado anda, que no sabemos si podrá recibirle esta noche... Sus hijas, mis señoras doña Celia y doña Violante nos lo dirán.

Y tras subir, precedido por la dueña y seguido a respetuosa distancia por el beatífico mayordomo, le introdujeron en las habitaciones de don Gutierre.

Deslumbrado quedó el tordesillesco corregidor al contemplar la magnificencia del decorado, la riqueza de los muebles, la suntuosidad de los cortinajes que la mansión de su deudo le mostraba.

Pasaron por una cámara en la que ardía una lamparilla de plata ante un crucifijo que a don Rodrigo le pareció excesivamente lívido y chorreado de sangre... Persignáronse mayordomo y dueña; imitóles el caballero e introdujéronle en el estrado, donde le hicieron esperar, mientras avisaban a sus señoras, las hijas de don Gutierre.

No se hicieron aguardar éstas...

Eran dos damas de peregrina hermosura, jóvenes, ataviadas como princesas y enjoyadas como reinas. «Acabarían de llegar de algún festejo regio y no habrían tenido tiempo de destocarse...»—pensó don Rodrigo.

Con grandes y discretas muestras de regocijo por recibir la visita de huésped tan ilustre, las dos niñas sentáronse a ambos lados del caballero cuarentón, quedando el mayordomo a respetuosa distancia, como si esperara órdenes.

«Don Gutierre estaba muy doliente y descansaba ya, pero si aquella noche no podía verle don Rodrigo, sería al siguiente»—dijeron las discretas niñas.

El de Pacheco les expuso el objeto de su visita: participóles su nombramiento de corregidor y la necesidad que tenía de partir al rayar el alba a Tordesillas.

—Todo puede concertarse—objetó la mayor de las niñas,—si tan urgente es la necesidad de ver a nuestro padre. Aceptáis un puesto en nuestra mesa, descansáis en uno de nuestros aposentos, y al salir el sol, que es cuando despierta el señor don Gutierre, le saluda vuesa merced y parte cuando guste a su querida Tordesillas.

—Agradezco las grandes mercedes que quieren dispensarme damas tan atentas; pero tengo necesidad imperiosa de retirarme a mi posada...

—¡Válgame Dios! ¡Dormir en una posada deudo tan ilustre como vuestra señoría, señor corregidor... alternando con arrieros y servido por mozas de mesón! ¡No faltaba más!—dijo la más joven de las niñas de don Gutierre, la de la voz argentina, cuyas modulaciones ignoraba por qué don Rodrigo le llegaban al alma.

—Lo que nos duele—arrulló la mayor—es que durante estos días os hayáis hospedado allí. Vuestra es esta casa, hoy y siempre que vuestros asuntos os traigan a Valladolid.

—¡Ya no podéis salir de aquí! ¡Sois nuestro huésped, porque no queremos exponernos al enojo de nuestro padre cuando se enterara de que habíamos dejado marchar a una posada la dignidad de nuestro más ilustre deudo, el señor corregidor de Tordesillas!—exclamó, expansiva y jovial, la que parecía más ingenua de las damas, y cuya voz, ademanes distinguidos y cándido y claro mirar atraían al señor de Pacheco con electiva afinidad.

Acostumbrado a obedecer siempre, primero a su madre, luego a su esposa; tan débil de voluntad como cortés y agradecido por instinto, el caballero accedió al galante y sincero ofrecimiento de sus bellas parientes y «quedó muy suyo y muy obligado también», según dijo. «¡Además de que su estancia en casa de don Gutierre facilitaba su entrevista con este señor y su salida a Tordesillas... ¡se estaba tan bien en aquella casa y estrado!, ¡experimentaba tan agradable sensación de paz y bienestar en aquella casa colgada de damascos antiguos, alhajada con vargueños y contadores, cornucopias y espejos, cuadros religiosos y viejos retratos de familia... que hubiera querido trasladar toda aquella magnificencia a su severo caserón de Tordesillas o quedarse en aquel de Valladolid toda la vida!»

Salió el mayordomo de la faz seráfica y entró y salió varias veces la dueña con grandes reverencias, hasta que el primero anunció que la cena estaba servida.

Pasaron damas y caballero al regio comedor, donde en lujosa mesa, bajo manteles de Cambray, centelleaban la plata toledana y el cristal italiano y brillaba la loza talavereña. Sirvióles el mayordomo suculenta cena, regada prudentemente con «los ilustres vinos de Esquivias», que don Gutierre prefería a los vallisoletanos, y aunque don Rodrigo era frugal, su cortesía no sabía negarse a los insistentes ofrecimientos de sus dos comensales y comió y bebió un poco más de lo que acostumbraba su templanza.

—«Carne de pluma quita del rostro la arruga», mi señor don Rodrigo—decía la mayor de las hijas de don Gutierre, sirviéndole una pechuga de capón ricamente aliñada.

-«El vino como rey y el agua como buey»—exclamaba riendo la menor de las doncellas, llenándole la tallada copa de un vino rojo como el rubí y de suave aroma.

Durante la cena, como antes en el palique del estrado, notó don Rodrigo que las dos damas exhalaban de sus personas un tan delicado perfume, que a gloria trascendía y la misma gloria parecía prometer. Vaho tan suave y sutil no lo percibió jamás don Rodrigo. Su esposa, doña Leonor, no usaba perfumes ni afeites, que era pecado usar, y decía «que el único perfume grato a un marido era el de la limpieza, porque la hermosura debía ofrecerse como Dios la dió...» Pero seguía embargando los sentidos del caballero aquel perfume delicioso, produciéndole sutilísima e inefable embriaguez, y don Rodrigo lo aspiraba con delectación primero, con ansia después. No era el olor del ámbar, ni de la algalia, ni tenía nada del almizcle, únicos que conocía el señor de Pacheco. Más bien parecía el aroma de mil flores levantinas, que juntaron su diversa fragancia para embriagar al caballero...

Terminada la cena, rezaron una breve oración de gracias, pasaron al estrado un momento, y las damas despidiéronse de su huésped con graciosas reverencias, retirándose a sus habitaciones, acompañadas de su dueña.

El mayordomo precedió al caballero hasta la cámara que le destinaron, despidiéndose de él muy humildemente.

—¡Buenas y muy santas noches tenga el señor don Rodrigo!

Rendido por el desacostumbrado trajín de aquellos días, embriagado levemente por los vapores de los vinos, la copiosa cena y el sutilísimo y sensual perfume de las damas, el señor corregidor de Tordesillas, que deseaba recoger y coordinar sus ideas, tendióse en el mullido lecho y sopló la luz.

Pero invencible asombro le despabiló en seguida. La cama en que descansaba de sus andanzas vallisoletanas exhalaba el mismo perfume sutil y embriagador que emanaba del cuerpo de las hijas de don Gutierre. Y el malogrado teólogo salmanticense quiso abandonar el lecho...

«Pero... ¿no sería ñoño escrúpulo de monja llamar a la servidumbre y alborotar la sosegada mansión con el pretexto de rehusar tan rico lecho, que indudablemente le había cedido alguna de las hijas del doliente huésped por una delicadísima galantería mujeril que antes debía agradecer como cumplido caballero que rechazar groseramente como un villano?»

Y quedó entregado a sutiles razonamientos escolásticos, bajo las finísimas y bordadas holandas, el caballero de Tordesillas, sin osar levantarse ni poder conciliar el sueño...; pero consolándose en su martirio si, por dicha, la cama en que yacía pertenecía a la menor de las hijas de don Gutierre.

VII

En el seno de las tinieblas veía el señor de Pacheco la figura, castamente ideal, de doña Celia, la menor de las niñas, en opuesta visión a la más espléndida y sensual de doña Violante, la hermana mayor... Ni una sola vez acudió a su magín el recuerdo de la figura de su esposa, la alta y esbelta matrona tordesillesca... Doña Celia, la niña gentil, tornaba a embargar su ánimo y sus sentidos anegados en el vaho delicioso del mullido lecho, cuando lejano rumor de voces le distrajo de sus deliquios... Pronto las voces fueron gritos, y éstos algarabía.

Don Rodrigo incorporóse, tentó sus ropas, empuñó su espada y aguardó.

Las voces se apagaron de pronto; pero el oído del caballero percibió en el silencio de la noche crujir de sedas, como si pesado damasco diera paso a alguien. Suave rumor de pasos que a él se acercaban, confirmó sus sospechas. «No cabía duda, alguien había entrado en la estancia.»

Pronto fué la sospecha certidumbre absoluta; aquel perfume suavísimo y enervador, cada vez más penetrante, cada vez más cercano, envolvíale como ola de éter, sumiéndole en un mar de confusiones, cuando el tibio aliento de una boca rozó su rostro, y la caricia de unos brazos desnudos, blandos y mansos, oprimió su cuello robusto, al mismo tiempo que una voz argentina, pero angustiada, gemía en su oído:

—¡Acorredme, caballero! ¡Protegedme o muerta soy!

Don Rodrigo quedó suspenso...

Soltó la espada, de improviso, y con ambas manos cogió los trémulos brazos que, como dulces cadenas, rodeaban su cuello.

Al contacto de la carne joven, tibia y perfumada, sintió estremecerse, muy a pesar suyo, todo su cuerpo pecador en lascivo escalofrío. Las dulcísimas cadenas no cejaron, y el desvanecido caballero sintió sobre su pecho la presión de suavísimas turgencias que excitaban dolorosamente su carne flaca y miserable, con impudores que rechazaba su alma pura.

La voz argentina arrulló a su oído:

—¡No os mováis, caballero! ¡Doña Celia soy, que viene a deciros que no salgáis de esta habitación, pues corréis peligro de muerte!

—Permitidme, señora, que...—y el sofocado caballero no sabía qué decir, en lucha sorda consigo mismo para romper las dulces cadenas que le oprimían como dogal de frescas rosas y olorosos jazmines.

—¡No os mováis, por Jesús Nazareno! Vengo huyendo de las liviandades de mi hermana Violante... y he cerrado la puerta de esta cámara...

—¿Qué decís, señora?—interrumpió el cándido corregidor.

—Sí, de la hija de don Gutierre, que burla y ultraja las canas y el honor de mi buen padre todas las noches... permitiendo que escale su galán el balcón de su camarín...

—¿Es posible tal infamia?

—¡Sí, caballero, sí!—y copioso llanto bañó las acaloradas mejillas del caballero. ¡Doña Celia lloraba! Y siguió:—Esta noche, que partió conmigo su lecho, pues este en que descansáis es el mío, no respetó mi inocencia y tampoco recatóse de recibir al seductor... ¡Qué vergüenza! ¡Huí al verle y oirle decir al salteador de esta noble casa que quería matar al caballero que se hospedaba bajo el mismo techo que su amada, mi mal aconsejada hermana!

—¡Vive Dios que no será sin que un Pacheco venda cara su vida!

-¡Por el Nazareno! ¡No gritéis! Mi inocencia vino a advertiros el peligro; pero mi previsión cerró todas las puertas que separan esta cámara de la de mi hermana... Esperemos en silencio, y al lucir las primeras horas del alba, con el galán salteador de honras se irá todo peligroso riesgo para vuestra merced...

—¿Pero entretanto... señora...?—y el buen don Rodrigo no sabía cómo librarse de los brazos, que más parecían acariciarle que demandar amparo.

-¡Ah! ¡Mientras tanto... proteged mi castidad y mi inocencia, que quiso ultrajar también aquel bárbaro atropellador de doncellas y agraviador de ancianos!... ¡Protegedme, señor! ¡Tengo miedo de salir de este aposento!...—y con sus desnudos brazos tejía el pavor más apretada cadena en torno al cuello del ilustre corregidor, que balbuceó con extrañas angustias:

-¡Nada temáis... niña, estando aquí yo... junto a vos. Llegarán a vuestro precioso cuerpo por encima del cadáver de don Rodrigo Pacheco!

—¡Gracias, gracias... mi noble deudo!...—y la medrosa niña se estrechaba más y más contra el caballero, besando a obscuras sus manos, sus barbazas, sus ojos, sus mejillas y su boca anhelosa y cálida, mientras don Rodrigo, arrastrado por aquella mansa ola de confiada efusión, abrazaba también a la niña, creyendo proteger con sus nervudos brazos a la mesma estatua viviente de la casta Diana.

En un momento, durante el cual la intensa emoción dejó paso a la sutil clarividencia, murmuró el caballero paternalmente:

—Bien, bien... señora; pero me parece que venís un poco ligera de ropa...—al notar que tenía entre sus brazos una escultura que no vestía sino la sutilísima veste de holanda. Y aquel trasunto vivo de castidad respondió desmadejadamente:

—¡Huí del lecho precipitada al asaltar aquel gavilán nuestro camarín... y mi pudor no me detuvo para recoger mis vestiduras!

-Pues... descansad en mi lecho, que por lo que conjeturo es el vuestro propio. Yo me vestiré a tientas... y velaré vuestro sueño...—dijo don Rodrigo, intentando flojamente desprenderse de los marfileños brazos que le ceñían amorosos.

-¡Oh! ¡No, por Dios, caballero! ¡Tendré miedo sin vos! ¡Moriré de pavura! ¡No os apartéis de mí! ¡No me dejéis! ¡Venid, caballero... y descansad a mi lado! ¡Nada temáis... sosegaos! ¡Vuestra hidalguía y mi inocencia nos protegen!—y con suavísima presión dejóse caer blandamente la niña, arrastrando en su caída al caballero sobre la regia cama de torneadas columnas y de labrada cabecera Renacimiento, que les cobijó con su tibio calorcillo como nido de plumas y de amores...

VIII

El sol entraba a raudales por el amplio ventanal trebolado, tras cuyos emplomados cristales piaban alegremente los pájaros en el cercano y umbrío jardín... y don Rodrigo Pacheco despertó del único sueño de su vida que había tenido sabrosa realidad.

Y encontróse, a la luz escandalosamente indiscreta del padre Febo, que sus brazos robustos cobijaban aún la dormida estatua de doña Celia, desceñida su alba veste, y ofreciendo a los besos de la luz del día todos los encantos de su pudor y todos los tesoros de sus hermosura a los encandilados ojos del ex canonista.

Este quedó lívido y temblando de miedo. Su conciencia implacable le acusaba en pleno día del pecado cometido en las negruras de la noche... ¡La más horrenda de las liviandades era pecado venial comparado con el delito en que todo un Pacheco, y corregidor de la muy noble villa tordesillesca, por añadidura, había incurrido con aquella preciosa niña que, confiada en la hidalguía del caballero, dormía aún sin recelo en sus brazos!

¡Nihil impossibile sub sole!—gimió aterrado el caballero, y por primera vez la imagen de su esposa surgió ante sus ojos como la musa de la propia tragedia, arrojándole al rostro la sentencia con que le despidió al salir don Rodrigo hacia Valladolid: ¡Nihil impossibile!

—¿Y qué hacer?... ¿Cómo huir?... ¿Cómo dejar a la tímida paloma que dormía en sus brazos? ¿Cómo presentarse ante don Gutierre, el caballero que acababa de ultrajarle en la divina escultura de su hija? ¿Cómo escapar de aquel laberinto en que su inexperiencia del mundo habíale hecho caer al cuarentón corregidor? ¡Buena justicia administraría quien comenzaba vilipendiándola! ¿Qué dirían su conciencia y su rostro a la señora corregidora al llegar a ella?—Y al evocar otra vez en aquel trance la arrogante y severa figura de su dueña y señora doña Leonor de Alderete, como irritada Themis, desasióse don Rodrigo de los ebúrneos brazos que le aprisionaban aún rendidos en sueño de amor; vistióse apresuradamente, ciñóse la espada, echó sobre sus hombros la negra capa de seda valenciana... y después de dejar caer una última, compasiva y desesperada mirada a la dormida paloma del palomar de don Gutierre, abrió quedamente la puerta, huyendo de su víctima, de su crimen y de sí mismo.

Salió a un pasillo; estaba solitario. Cruzó la habitación donde una lamparilla alumbraba los sangrientos chafarrinones de un Cristo monstruoso; no había nadie. Vió abierta una puerta fronteriza por la que entraba medroso y encogido un rayo de sol, y se dirigió a ella. ¡Era la puerta de la escalera!

Bajó por ésta sin ver a nadie ni ser visto. La puerta del zaguán estaba entornada... ¿Dueña, mayordomo, y acaso don Gutierre, estarían en misa en la vecina iglesia de las religiosas de Portacœli? Todo parecía preparado de intento para su vergonzosa fuga... y pronto se vió en la calle don Rodrigo, libre de un peso enorme; pero abrumado por el de un remordimiento dolorosísimo.

Sin tornar los ojos al caserón de don Gutierre, y ya orientado por la luz del sol en aquel laberinto de callejuelas, llegó presto a su posada, mandó ensillar su mula y pidió la cuenta al huésped.

Este sonreía socarrón e inquisidor, y, gorra en mano, fijando su escrutadora mirada ratonil en las violadas ojeras del caballero, denunciadoras de una noche toledana, o, más legítimamente, vallisoletana. Echó mano a la bolsa para satisfacer su hospedaje el atolondrado caballero—que ni la mirada acusadora del posadero podía resistir,—y quedó sin habla, aterrado.

¡Su bolsa estaba vacía! Le habían robado más de cien ducados de oro que metió en ella!... Pero, ¿dónde? Y su pensamiento se tornó instintivamente a la casa de don Gutierre, y súbita revelación presentóle como humillante farsa la tragicomedia de que acababa de ser actor principal. Preguntó al posadero: dióle señas y señales...; sonrió el ladino plebeyo y pronto tuvo la certeza don Rodrigo de que donde le habían dado posada de amor una noche inolvidable no era ¡ni mucho menos!, la casa de don Gutierre Pacheco, aunque sí fronteriza a ella.

Puso en manos del huésped su rica cadena de oro, al encontrarse sin un maravedí, y prometiendo rescatarla sigilosamente y en breve, salió al galope de su mula de aquel Valladolid, que ya sería siempre el de sus pecados...

IX

Abstraído por el recuerdo de la vergonzosa aventura, no notó hasta cerca de Simancas que aquel embriagador y penetrante perfume que impregnaba las ropas y el cuerpo clásicamente modelado de «la cándida paloma vallisoletana», le acompañaba como rastro de su pecado, dejando una estela de perfumada liviandad por do pasaba el caballero, y que fué lo que hizo sonreir indudablemente al ladino posadero. ¡Las ropas, los cabellos, las barbas, las manos, todo el cuerpo y el sér todo del buen Pacheco estaban saturados de aquel delicioso vaho de la cortesana lascivia... y era la penitencia que va siempre con el pecado!

¡Doña Leonor no mintió! ¡Ella era una santa y él un lascivo ruín y empecatado! El fatal presentimiento de la dama era ya una realidad acusadora... El recuerdo de aquella noche de amor podría olvidarse quizá; su pecado ocultarse, negarse, aunque lo purgara en solitarias y continuas penitencias... Pero, ¿y aquel maldito y penetrante perfume que le acompañaba como una acusación, como la mejor y más terrible prueba de su liviandad y de su adulterio? Porque doña Leonor, ¡que no usaba perfumes!, preguntaría, inquiriría, no podría explicar por qué aquel vaho cortesano le acompañaba y trascendía hasta Tordesillas, y la furiosa Xantipa le arrancaría los ojos y las entrañas al señor corregidor.

Llegó a Simancas. Apeóse en el mesón del Toledano; pidió un aposento, agua y jabón; encerróse; lavóse cuidadosamente manos, rostro, cabellos y aquellas barbas con que le retrató su deudo el sevillano Pacheco, y salió de allí, donde harto le conocían y estimaban, después de airear un buen rato al sol la ropilla y capa ante el abierto balcón del aposento. Remozado y contento salió a lomos de su mula, libre, al parecer, de graves cuidados.

X

Apenas dejó atrás el caserío de Simancas, tornó a percibir, cada vez más penetrante, aquel diabólico perfume que debió de haber aliñado maese Satanás en sus filtros y redomas demoníacas, y la vil cortesana en cuyos brazos durmió el caballero, infiltróle hasta las entretelas de su alma. Y ¿cómo entrar en Tordesillas?

Ya columbraba la crestería de San Antolín, la cúpula de Santa María, los torreones del palacio donde lloró durante media centuria su viudez la triste reina de Aragón y Castilla doña Juana—llamada «la Loca» por insensibles historiadores y por el vulgo, que no entiende de locuras de amor, como ya entendía don Rodrigo,—cuando éste apeóse en un recodo del camino, sombreado por espesos árboles. Ató las riendas de su cabalgadura a uno de aquéllos y contempló la ondulante corriente del Duero, en cuyas aguas tantas veces se bañó siendo niño.

Un audaz pensamiento asaltó al atribulado Pacheco.

Agazapado entre unos matojos, despojóse de sus ropas, que dejó sobre aquéllos, tendidas al sol abrasador de Castilla y Julio, y encueros vivos lanzóse el caballero al agua, con la avidez con que un cristiano se arrojaría a las ondas purificadoras del Jordán, murmurando en remembranza de sus felices tiempos de teólogo: ¡Vestigia nulla retrorsum!

El Duero, algo crecido, traía impetuosa corriente, en la que don Rodrigo dió varios chapuzones, restregando con sus manos mojadas barbas y cabellos y todo su cuerpo, para purificarle de aquel olorcillo cortesano y delatador...

Distraído, perdió pie, la corriente le arrastró; dió una voltereta desesperada; logró subir a flote y asirse a una rama en un recodo del río. Tiró de ella para subir; cedió la débil rama, y el cuerpo del desdichado caballero se lo sorbió el Duero impetuoso... llevándole inerte y sin vida hasta el puente de los diez arcos famosos, en uno de cuyos tajamares quedó detenido como miserable despojo del pecado.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Doña Leonor recibió el cuerpo exánime de su esposo con grandes e íntimos transportes de dolor. En el paroxismo de su locura, gritaba la enamorada señora:

—¡Me han asesinado a mi dueño y señor! ¡Justicia, justicia!

Las ropas abandonadas en la margen del río, la bolsa vacía y la falta de la cadena de oro del caballero, indujeron a jueces y escribanos a sospechar que don Rodrigo fué robado y arrojado al río para que no pudiera delatar a sus asesinos. Estos no se llevaron la mula, la espada y las ropas del caballero por temor de que les delataran, cosa que no podía suceder con los escudos y con la cadena, una vez fundida ésta. Y entre aquellas y otras conjeturas, nadie se acercó a la verdad.

Una hermosa mujer y un ladino posadero de Valladolid pudieron haber dado alguna luz; pero callaron por la cuenta que les traía.

Don Rodrigo recibió cristiana sepultura en San Antolín; doña Leonor encerró para siempre su dolor en su caserón, atenazándola el remordimiento de haber martirizado con su pasión de celos infundados a aquel santo varón que Dios le concedió por marido. Y como ella, toda Tordesillas lloró al varón ejemplar, dos veces santo, por su martirio de casado y por su muerte trágica.

Ya sexagenaria doña Leonor, hubo de exhumarse el cuerpo de don Rodrigo para trasladarle al alabastrino sarcófago que hábiles artífices italianos construyeron para guardar los restos mortales del señor de Pacheco y de la señora doña Leonor, cuando le fuera llegada su santa hora.

Asistió al solemne acto doña Leonor, acompañada del clero, servidumbre y mucha gente del pueblo, que aún amaba la memoria del caballero.

Abrióse el ataúd y fué como si se abriesen las puertas de la gloria. Suavísimo, embriagador e inefable perfume invadió las bóvedas de San Antolín, asombrando a todos los circunstantes.

«¿De dónde venía aquel fragante olor, que por primera vez en su vida percibían los viejos cristianos tordesillescos, si no era de los huesos del fenecido caballero? ¿Y qué otro olor podía ser aquel si no era el «olor de santidad» en que murió indefectiblemente don Rodrigo Pacheco, por sus muchas virtudes y su muerte de martirio?» pensaron los buenos tordesillescos, y clamó el pueblo a una voz:

—¡Don Rodrigo murió en olor de santidad! ¡Don Rodrigo murió en olor de santidad! ¡Allí estaba aquel perfume suavísimo que su alma santa dejó en sus huesos, proclamándolo! ¡Allí estaba la esposa del buen caballero, dando fe de ello con sus lágrimas de sincero arrepentimiento!

Y es fama que cuando alguien afirma todavía que don Rodrigo Pacheco murió en «olor de santidad», ¡unos huesos se estremecen en el fondo del alabastrino sarcófago, recordando una inmortal noche de amor en Valladolid!

ASI MURIÓ EL CONDE

(DIEGO SAN JOSÉ)

BREVE PREÁMBULO

Ha más de cinco años que vine a la Corte al olor de un beneficio en la catedral de mi provincia, que porque se sepa es la de Zaragoza, y en todo este tiempo, con traer muy buenas esperanzas alimentadas por contundentes y apretadas cartas de la gente más notable de la metrópoli del Ebro, aun no conseguí otra cosa que agotar los recursos, pero no la paciencia (que desta necesarísima virtud fué el Señor servido de darme muy grande y espesa cantidad), y conocer como la palma de mi mano las Losas del Alcázar y aun muchas de las dependencias que están situadas en la parte baja, donde tantos anhelos como los míos se estrellan o estancan, que no hay humana voluntad que los saque a flote y haga la imponderable merced de dejarlas bogar en el tranquilo y azulado mar de la ilusión satisfecha.

Son estas dichas Losas la más concurrida plaza del mundo, donde se venden favores, se alimentan pretensiones y se manejan intrigas, las cuales muy pocas veces van en favor de los necesitados que por su mala ventura danzan en ellas, sino de los hartos que las amañan y dan vida.

¡Qué sé yo el cúmulo de cosillas, cosas y cosazas que he visto pasar por allí, subir como la espuma y despeñarse como el agua, en estos cinco años!

En lo que mi pretensión venía de camino pensé entretenerme escribiendo cada día un pliego de las cosas que allí viera u oyera, y vean aquí vuesas mercedes cómo al cabo heme encontrado con una croniquilla un tanto extensa, la cual tiene por alma uno de los más famosos y cortesanos sucedidos que hanse visto en estas vegadas.

En tal manera acostumbraban a suceder allá cada día las nuevas, que si todas hubiera de relatarlas tal y como las presencié o llegaron hinchadas a mis oídos, habría menester de todo el estanque del Retiro trastocado en tinta y toda la pradera de San Isidro hecha pliego de papel.

Lo mesmo en invierno que en verano, o al amparo del sol, o la frescura de las anchas arcadas, vese aquel recinto, tan poblado de gente, que tienen los señores consejeros y ministros que llevar pajes o porteros delante a fin de que les abran paso, que si no, no fuérales posible echar un pie tras otro.

¡Tanto que pedir hay en España!

¡Y son tan pocos los días en que el Rey puede dar!

¡Ciertamente que cualquier extranjero, mirando cómo está la villa, toda de hambrientos y hampones, pudiera creer que esta era la corte del Rey carroña!

Pero volviendo a lo mío, que son estos pleguezuelos, fundidos en letra un mucho gallarda de la mejor forma española (que aun no se me ha pegado esta procesal al uso, la cual entiendo que sólo se emplea para las causas sustanciadas en el infierno), de entre todas las cosas quiero aquí entresacar no más de una, que es aquella que trajo la muerte de don Juan de Tassis Peralta, conde de Villamediana y correo mayor de estos reinos y los de Nápoles.

Sea así, pues, y con tu licencia, lector (quienquiera que seas), allá te va lo que hasta mí llegó.

PARTE PRIMERA

CAPITULO PRIMERO

EN QUE EL CRONISTA TRAE A CUENTO LAS NUEVAS DE LA CORTE Y RETORNO A ELLA DE DON JUAN DE TASSIS

Este afán angustioso de las pretensiones, no tendrá fruto muy abundante, y bien compréndese que así sea, pues que tantas ramas se chupan la savia, que no es mucho que se queden sin florecer.

El pedir y pretender está tan dejado de la mano de Dios, que en verdad que va a ser necesario dejar el oficio.

Por otra parte, y si vamos a mirar las cosas tal y como son ellas, no como nuestra ansiedad y nuestra fantasía empéñanse en presentárnoslas, ¿qué va a hacer S. M. si todo anda como él no quisiera y ya es mucho milagro que haya faltado para él, y no piensen que esta triste desdicha anduvo muy lejos?

No es toda holgona y abundante, como presumen las gentes, la vida de palacio, que diz que en las paredes de las reales despensas no cuelgan los perniles y los tocinos en tan grande y crecido número que haya necesidad de apuntalarlas con gruesas vigas, ante el peligro de que vénganse a tierra, sino que telarañas, polvo y hollín tienen por colgaduras, y ya los abastecedores dicen que no dan una piltrafa más si no se les satisface lo adeudado, que diz que sube a muchos miles de reales.

Aun carbón no envían los carboneros de Palencia y ha de guisarse con leña, y ésta porque es cortada y traída de las posesiones del Real Patrimonio, que si no, recelo que no pudieran comer SS. MM. más de queso y fruta.

Díjome ayer un pinche de cocina, con más cara de hambre que la cuaresma, que dos meses y medio cúmplense agora de que no se den en palacio las raciones que teníase por costumbre, y ansí anda toda la servidumbre, esperando con ansia el Juicio Final, por ver de llegar la resurrección de la carne; que no hay un cuarto en las arcas, y que el día de San Francisco pusieron en la mesa de la Señora Infanta un capón que ella tristemente enfurecida mandó levantar porque hedía a perros muertos.

Siguió aqueste plato uno que era un pollo en salsa, sobre unas rebanadillas como torrijas, pero no venía solo ni mal acompañado, que traía sobre sí, como animal fenecido que era de muchos días, todas las moscas palaciegas. La justa indignación de la infelice subió a la cumbre, y levantándose fuése a llorar a su aposento, por no dar con todo por una ventana.

Su yantar de aquel día no fué más de un mendruguillo de pan remojado en negro y espeso vino de Arganda.

En palacio no se comerá, y estarán las personas de la real familia con las tripas juntas y los tristes ojos como queriéndose esconder en el cogote por vergüenza de ver tantas cosas; pero los arbitrios y los impuestos crecen sobremanera, como el jabón en el agua.

Ya hase enviado orden a todas las ciudades y cabezas de partido de España, de que dentro de quince días se doblará el importe del papel sellado.

No hay otro medio para aliviar la miseria, que dar sobre ella, para que muriendo presto, acabe del todo.

Si los señores ministros y consejeros no se cortan las uñas, no ha de tardarse mucho el día en que veamos a la Corte, en lugar de ir a la Salve los sábados, acudir cada día a la sopa de los conventos.

No siendo para cacerías u otras diversiones, en que sólo el Señor Rey se emplea, no se ven los dineros, ni pintados; mas para estas cosas dijérase que salen de algún antro subterráneo que custodian los enanos guardadores de los tesoros ocultos de que se habla en los romances y en las consejas.

Entre las nuevas notables que hoy tienen en ebullición no solamente a las palaciegas Losas, sino a todos los mentideros de la Corte, cuéntase la llegada del conde de Villamediana, el cual, desde el año de 1611, hallábase en tierra de Italia, no holgándose, sino muy al servicio de su patria, y dejando bien asentado en las horas de paz, con aquellos ilustres próceres del Parnaso que acompañaran al opulento duque de Osuna, la intelectualidad hispana.

Y a fe que su excelencia viene a tiempo de presenciar, y aun digo yo que a ser actor, en muy grandes cosas.

Comiénzase ahora precisamente la intriga de zapa para derribar de su alta poltrona nada menos que al duque de Lerma, y parece que ella va con mucho ahinco y grande fuerza, que como al fin todos se lo propongan, no han de tardar en conseguirlo, que en largo transcurso de la historia, más sólidas torres habemos visto caer.

Si ello viene como se espera, yo pienso que no es fatalidad del destino, sino manifiesto castigo de la mano de Dios, que no puede ver tanta codicia y desgobierno en instituciones que son una representación terrena de su poder y su grandeza.

Pues, ¿cómo va a presenciar, ni menos consentir con buenos ojos, la justicia divina, que el pueblo perezca de hambre, y la familia y allegados del favorito naden en oro y argentería?

A cuarenta y cuatro millones de ducados es fama que ascienden los derechos y sisas más que cobra su excelencia.

Miren si no hay con ellos para mejorar un poco tanta miseria.

Pero el pueblo parece bobo: gruñe cuando siente los aguijones del hambre, y luego que le engañifan un poco, saca de no se sabe dónde y regala a sus esquilmadores las minas del Perú.

El oro que suelen traer los galeones de Indias cuando por milagro de Dios logran escapar de los corsarios ingleses y holandeses y de los piratas tunecinos, no se piense que vaya a parar a las arcas del Erario, sino que hinchan como zaques las faltriqueras destas insaciables sabandijas del Reino.

Pues, anden con Dios, que no les queda a la zaga el bueno de Rodriguillo Calderón; pónganle donde haya, que de tomarlo ya hará cuenta.

Para alguacil, es la mejor simiente que se conoce.

Hasta el codo puede el bueno de Villamediana meter el brazo en el pozo de la sátira y a puros golpes dellas, no dejar cosa a vida, que Dios se lo aumentará, y ya que no remedios ni satisfacciones, dará a la villa que reir.

Al fin, esto es cosa que él hace con notable desenfado, y aunque todo el mundo sabe que ello ha de costarle pesadumbres que acaso le traigan que perder tanto como la vida, no está de más que estos gatos gubernamentales tengan su calderillo de agua hirviente que le escalde los lomos de vez en cuando.

——

Ya comenzaba por el entonces a ponerse el sol en los hispanos dominios, que aquella claridad deslumbradora y constante que en tiempos del segundo Filipo alcanzara, había empezado a debilitarse merced a las negras nubes del favoritismo y la codicia que ensombrecían la España.

El duque de Lerma no atendía a otra cosa más de su enriquecimiento y el bienestar de los suyos; que hombre amante del oro, la plata y aun el cobre, procuró lo primero acomodar a los parientes que había necesitados, para evitarse el tenerles que socorrer después y desta manera guardarse de compartir con ellos las pingües rentas de su ministerio.

Así, mientras el abúlico, inútil y fanático monarca empleaba el tiempo en la molicie o en el recreo de la caza, el astuto favorito despilfarraba en su tren y aposentamiento harto más lujo que el nieto de Carlos I.

Poca aprensión y menos respeto de su nombre tenía, pues que su encumbramiento y riqueza habían por pedestal la codicia y el logro.

Para despistar un tanto la atención del pueblo, que comenzaba a darse cuenta destas inmoralidades autorizadas, promulgáronse bandos y pragmáticas contra el lujo, lo mismo en el vestir que en el servicio de casa, y así cargáronse pesados tributos sobre la indumentaria, la vajilla y el mobiliario.

De esto veíanse, naturalmente, libres el Duque y sus satélites.

La pobreza de la nación, con ser ya abundante, vióse más grave en apariencia, pues aquellos que podían, ocultaban notablemente su bienestar, por verse libres de rellenar los filtramientos que aquellos cortesanos ladrones con hábitos honrados hacían en las desvencijadas arcas del Tesoro.

CAPITULO II

COMIÉNZANSE DE NUEVO LAS SÁTIRAS DEL CONDE CONTRA LOS MAS ENCUMBRADOS PRÓCERES

A fe que viene el hombre más maldiciente e ingenioso que se fué. En los pocos días que lleva, ha héchose cargo de toda la mala marcha de las cosas del reino, y tales saetazos tira, que andan todos escocidos y con muy pocas ganas de encontrársele con salud, que todos hacen votos porque se muera presto y de carbunclo, que diz que es mala muerte.

De mano en mano corren unas coplillas, que aunque pican que rabian, he de dar algunas, porque se vea hasta dónde llegan el desenfado y la desaprensión deste hombre.

Apenas supo que el de Lerma, luego que acogióse a capelo, porque vió que le falsean notablemente las alfombras del Alcázar y le está la cabeza poco segura sobre los hombros, fuése a su casa de Valladolid, desazonóle a letras. Frente de las cuales marcha aquesta con ínfulas de señora capitana.

El mayor ladrón del mundo,
por no morir ahorcado,
se vistió de colorado.
———
«A aquel que todo robaba
con las armas del favor,
le han entendido la flor.
Y aquel que atemorizaba,
temblando está de temor;
que como se ve acusar
y el caso es tan sin segundo,
teme que le han de ahorcar;
y en aqueso ha de parar
el mayor ladrón del mundo.
———
La lisonja que volaba
derribó al Rey al abismo,
y aquel que el mundo usurpaba,
idolatrando en sí mismo,
en aqueste extremo acaba;
y viéndose acongojado
con tan enormes delitos,
se ha recogido a sagrado,
pidiendo la Iglesia a gritos
por no morir ahorcado.
———
Mas no es bueno defender
quien la Iglesia profanó,
pues se la vimos vender,
ni la Iglesia ha de valer
que durmió como cordero.
Ni ha de valerle sagrado
ni el roquete arzobispal,
que al fin morirá ahorcado
aunque como cardenal
se vistió de colorado.
 
———

Pues ahí va estotra, que quema y trae con el Duque mucha gente al retortero:

«Ya ha despertado el León
que durmió como cordero,
se asustó todo ladrón.
El primero es Calderón[1],
que dicen ha de volar
con Josefat de Tobar[2]
Rabí, por las uñas, Caco
y otro no menos bellaco
compañero en el hurtar.
———
También Perico de Tapia,
que de miedo huele mal,
con su mujer doña Rapia,
toda garduña prosapia
y el Señor doctor Bonal[3]
recela esposas y grillos;
de medrosos, amarillos
andan ladrones a pares;
que en tan modernos solares
se menean los ladrillos.
———
Salazarillo[4] sucede
en oficio a Calderón,
porque no falte ladrón
que estas privanzas herede;
pues el villano no puede
negarnos que fué primero
como su padre, pechero,
y que por mudar de estado
un sambenito ha borrado
para hacerse caballero.
———
El burgalés y el bulero[5],
si lo que ven han creído,
pueden de lo sucedido
inferir lo venidero.
Ya no pasa doctor huero,
basta que en tiempo pasado
tuvieron tan buen estado
desde el principio hasta el fin,
que al que nunca vió latín
le daban un obispado.»

[1] Don Rodrigo, Marqués de Siete Iglesias.

[2] Don Jorge de Tobar.

[3] Oidor del Real Consejo.

[4] Secretario de Estado que antes lo había sido del Duque de Uceda.

[5] El burgalés don Fernando de Acevedo, presidente del Consejo de Castilla y Arzobispo de Burgos. El bulero, el Patriarca de las Indias, don Diego de Guzmán.

CAPITULO III

TODOS CONTRA EL CONDE

Malas nubes previénense para las maledicencias del señor don Juan, que como contra todos cierra su pluma, todos están contra él y por ser hartos así en el número como en la causa que les aqueja, de temer es que le puedan y den con él donde no encuentre manera de salir triunfador.

A la postre esto acontece a los maldicientes por más gracia e ingenio que tengan, y es que con su mesmo punzante aguijón terminan por darse la muerte a sí propios.

Y más en este hombre, que lleva tanta hiel en sus diatribas y sátiras, que de a cien leguas adviértese que no las dicta el noble afán de corregir, sino el odio enconado y la terrible enemistad.

Quisiera yo (que no sé por qué téngole buena ley a este Condesillo) que hubiera un alma hermana que hiciérale conocer la mala senda porque camina y guiárale por otra menos espinosa y estrecha, mas no hállase medio para que se corrija S. E., que ya a lo que parece tiénelo por condición, y en estas cosas tan hondas no hay mano que pueda gobernar.

Y lo más notable es que, como suele decirse, todos notan la paja en el ojo ajeno, pero no advierten la viga en el propio, que de aquesta gentil manera acontece ser el mundo; quiero decir, que cada cual apréndese y refuta los aguijonazos contra el prójimo y cállase los suyos.

Aunque bien es decir que, como propálanse en guisa de inviolables secretos, tardan algunos días en caer en oídos del satirizado.

Pocas veces responden con el ingenio y el desparpajo que el usía emplea, sino con dichos que tienen más pesadumbre que pimienta, y con amenazas y promesas pendencieras.

No falta quien cree que la mejor respuesta y más clara satisfacción está en los filos de un acero, y éste no manejado cara a cara y por una mano noble, como es uso entre caballeros, sino por un rufián ajustado, el cual reciba su soldada luego de consumado su quehacer.

Y ya parece que habrá pocas noches, volviendo S. E. de casa de don Diego de Salazar, hízose la primera intentona, sólo que el señor don Juan, aparte de maldiciente, bravo y audaz, parece que es precavido, y como llevaba el arma desenvainada bajo la capa, en dos molinetes tuvo a raya a los que le querían agujerear el cuero, con tanta saña y seguramente que por poco dinero, pues vale el Conde mucho.

Diz también que todos estos enconos no solamente los traen las nubes de las sátiras sañudas y de las despiadadas gorjas, sino que no es quien menos hace, un amor postergado, que fué en tiempos voraz y terrible llama que parecía no dar lugar a consumación en todos los siglos de los siglos.

No sé yo, a decir verdad, qué pueda haber de verosímil o no en esto, que sé poco de las intrigas palaciegas, como no tengan eco en las Losas, lugar que desdichadamente y sin esperanza de remedio alguno, es mi puesto.

Dicen que hay cierta empingorotada dama, cuyo nombre callo (porque pudiera valerme cara la indiscreción), que despechada por las mudanzas del señor don Juan, no es quien menos procura su perdición.

Ello parece que viene de antaño, no es cosa que el de la venda amañó ahora, que ya antes de partirse el de Tassis para Italia lo tenía bien hecho, y diz que la honra de la tal quedóse apuntada en el galante libro de las aventuras de S. E.

¡Miren lo que son mujeres y lo que urden y lo que traen!

Quéjase ésta de que quien fué suyo antes, ahora no lo sea, y en cambio ella no concede importancia al haber dado tregua a su martelo, por embocar en el matrimonio con un maridillo de buena boca, que como ya ella había cédula de mal casada, en cualquier tiempo pensaba hacer lo que tan mal sabía, y don Juan, por repudia no consintió.

Vean en qué desalmado soneto, pasando el otro día junto a la casa donde habitara la pécora, echóla en cara el oficio:

«Aquí vivió la Chencha, aquella joya por las hechuras Caca; este aposento fué túmulo del sexto mandamiento y galera en que Amor fué buena boya.

»¡Vive Dios que esta sala que le apoya centellas de lujuria arroja al viento! Esta trampa inventó su atrevimiento para jugar al hombre con tramoya.

»Desde aquella ventana, la insolencia»de sus cabellos afrentó al Oriente,»y en ésta fué su vista una estocada.

»Mas, ¡oh crüel, a entrambos penitencia! hoy la casa es albergue a un pretendiente y la célebre Chencha está casada.»

Y claro es que, con tal saetazo, a más de por la ira del condal despego, está la tal que arde como yesca.

Y ésta de los celos sí que téngolo yo por la peor causa, que no hay en el mundo hierba venenosa que pueda hacer tantos estragos como ella. De mí sé decir, que si en la pelleja del Conde me encontrara, anduviera con cien ojos, como dicen de Argos, y por lo que tronar pudiera, haría examen de conciencia y acto de contrición.

Pero, ¿qué se le da a él destas cosas, si es hombre tan entero y echado adelante, por donde viene el peligro, que cuando no tiene persona determinada contra quien cerrar, arremete con un pueblo entero?

¿Puede darse más elocuente ni temerario ejemplo de lo que digo, que aqueste endemoniado soneto contra la ciudad de Córdoba, el cual es chismorrería nueva que hoy salió a la plaza, y esto a pesar de la prohibición que diz que tuvo de ir allá?

»Gran plaza, angostas calles, muchos callos, obispo rico, pobres mercaderes, buenos caballos para ser mujeres, buenas mujeres para ser caballos.

»Casas sin talla, hombres como tallos, aposentos colgados de alfileres, Baco descolorido, flaca Ceres, muchos Judas y Pedros, pocos gallos.

»Agujas y alfileres infinitos; una puente que no hay quien la repare, un vulgo necio y un Góngora discreto.

»Un San Pablo entre muchos Sambenitos esto en Córdoba hallé, quien más hallare póngaselo a la cola a este soneto.»

Mucho será que no se salgan con las suyas y vaya S. E. cuando menos lo piense a hacerle sátiras y coloquios al mismo Satanás.

Pedro Verger, el alguacil de corte, pónese de todos los colores del arco iris en cuanto oye hablar de su difamador, y si en su enjundia estuviese como está en su ánima, no viviera el Conde de aquí a una hora.

Mas oye decir que dicen que Tassis tiene razón en aquellas cosas que le señalan de su mujer, y calla por no traer más gente con la protesta.

Los hijos de Jorge de Tobar también andan rondando su venganza, y a fe que harto me temo que puedan ser aquestos quienes lleguen a conseguirlo, que a la verdad que el maldiciente ha puesto a la familia que parece moquero de acatarrado.

Yo, en lo que a mí respecta, y aunque muy aficionado soy del Conde, si diere con algún procaz y deslenguado que acumulara contra la honra de mi padre tantas impertinencias cuando no calumnias, cerrara contra él como pudiera, magüer que fuese a puñaladas si el caso apretado no diese lugar a las razones.

A fe que para S. E. todo el mundo es contrahecho de los ojos, pues que nadie le mira bien.

CAPITULO IV

CUENTOS Y CHISMES DE LA CORTE

No hay manera de que medren mis pretensiones y aun menos malo que Dios es servido de asistirme consintiendo que me cupiera en suerte un lote de ropas de unos bonos que esotrodía repartió en las Losas la marquesa del Valle, cuando salió para su destierro condenada por no sé qué acerbas injusticias metidas por malas artes en los ánimos de las reales personas.

Las ropas eran todas prendas para seglar, y así es que, no valiéndome por mi condición de clérigo, las vendí, y como ellas eran harto razonables, no me las pagaron mal del todo.

El Rey, por agradar a su augusta esposa, no cesa de darle diversiones, y ayer tarde hubo una muy notable comedia en el Retiro, que fué un auto sacramental, que dicen No es humano quien no cree, o el más fiero centurión y justicia del cielo, cuya obra débese a uno de los más ilustres ingenios de la Corte.

El concurso del público fué tan asaz y numeroso, que al salir del Corral del Príncipe, donde hubo de representarse con notable aplauso, fué asfixiado un pobre celador entre las apreturas.

Dicen que esta noche, a mitad della, ha muerto con toda solemnidad una menina de la Señora Reina, que llamaban doña María de Velasco, y que siendo ayuda de cámara, ha muerto de no hacer las suyas, quiero decir que de cólico, aunque más bien puede decirse que por glotona.

Tan ancho era su estómago, y por ende tan bestial la manera que usaba para llenarle, que comíase al día cuatro pollos de leche, aderezados de diferentes maneras, quedándole aún muy buen lugar para acomodar más lastre.

Cenó anoche uno (en un nuevo guiso que ahora ha poco han traído de Italia), sin contar los adherentes acostumbrados de conservas y substancias, y no dejó otras sobras que los huesos, los cuales por demasiado duros no podía hincarles el diente y pasallos a la antecámara del estercolero.

A media noche comenzó a sentir el empacho, mas presto fué tan de veras la cosa, que no tenía otro alivio que la Extremaunción, y aun ésta, por muy presto que se quiso traer, no llegó a tiempo y se fué sin ella, con que vino a morir lo mesmo que vivió, como un animal.

Diz que tenía hecho testamento mandando no la enterrasen hasta pasados tres días, luego de su muerte.

Y aquesto parece que era por temor a unos desmayos grandes y dilatados que solíanle atormentar.

Diz también que deja asentado que la embalsamen y lleven su corazón al túmulo donde reposa su marido.

¡Válame Dios, y cómo es cierto que es la señora Muerte la mejor rasera y arregladora de desconciertos!

Aquestos dos, que en el mundo andaban a la greña y tirándose a matar, ahora, cuando no son nada, andan remedando a los amantes de Teruel.

¡Dios los perdone y el Demonio no los tome a cuenta!

De regreso a mi posada, iba yo taciturno y meditativo por la calle Mayor, cuando trajéronme a la realidad dos hienas, encarnadas en cuerpos de hombres, que de una tabernilla salíanse acuchillándose.

¡Tan ciegos venían, que de no andar yo listo, cayeran sobre mí, y aun me regalaran con algún tajo!

Otros cuantos de su ralea íbanles a la zaga, y los muy descomulgados, en lugar de tenerles y recomendarles paz, azuzábanles como a perros, apostando por cada uno.

A la postre todo finó con que el uno, más diestro y más fiera que el otro, envióle dos palmos de hierro sin receta, con lo que le despachó del mundo sin que dijera ¡Dios, valedme!

Dió a correr, mas por pura casualidad, halláronse tres o cuatro corchetes (y fué la casualidad dicha que salían de otra taberna) y cerrando contra el matador le redujeron y le amarraron.

Llevábanle por la Puerta del Sol a la Cárcel de Corte, cuando al llegar esquina de la calle de las Carretas, el duque de Ciudad Real y el conde de Luna, que pasaban, reconocieron en el preso al cochero que les servía, y poniendo mano a las negras, quitáronle de las garras alguacilescas.

Ahora andan a ver de arreglar la osadía, que aun siendo quienes son, no pienso que salgan muy bien animados a hacer otra de la mesma marca.

Diz que para el jueves prepárase comedia en el Príncipe para mujeres solas, y tiene mandado el Rey que vayan todas sin guardainfante, porque quepan más.

Dícese que él acudirá con la Reina desde las celosías, y que tienen repletas más de dos docenas de ratoneras para desocuparlas en lo mejor de la fiesta por patio y cazuela.

¡Válgame Dios a S. M. por divertido, que tiene humor y tiempo para estas niñerías y no le ha para solucionar mi pleito, que, según ayer me dijo el secretario del Consejo, no más que de su real firma habrá tres mortales años que está dependiendo!

También la querella contra el de Villamediana parece que no va como él quisiera, y se está preparando en secreto la mejor forma de desterrarle nuevamente.

CAPITULO V

EN DONDE LUEGO DE OTRAS COSILLAS, CUÉNTASE EL DESTIERRO DE VILLAMEDIANA

Este día 15 de Noviembre de 1618, he de señalarle en el memorial de mi vida, porque he tenido una muy grande satisfacción, y aunque cierto es que ella no cae en el logro de mis instancias, es cosa tan al alma, que téngola casi en tanto como tornarme a mi tierra con mi beneficio.

Por el amplio y soleado patio de las Losas procuraba yo matar esta mañana la crudeza de la estación, haciendo camarada con otro pedigüeño cleriguillo de Murcia, y hablábamos de las nuevas corrientes, y lamentábamos el mal logro de nuestros empleos, cuando vimos que hacia nosotros llegaban otros dos sacerdotes.

El uno alto, erguido, ya de alguna edad y de muy gallarda presencia.

En la siniestra parte del amplio y rico manteo, que burlábase despiadadamente de la pobreza de los nuestros, campeaban las gallardas aspas de la cruz de San Juan de Jerusalén.

El otro, algo más bajo de estatura, iba más descuidado, así en la indumentaria como en el aseo y pulidez de la persona. Los ojos eran grandes, negros y un tanto extraviados, defendidos por descomunales espejuelos; impetuoso tenía el hablar, nerviosos los ademanes.

Así de como los vi, paramos en nuestro paseo y cuando ante nosotros cruzaban, luego de habernos saludado respetuosamente como a colegas, fuíme para el más viejo, y parándome delante, habléle en este modo:

—Vuesa reverencia, padre mío, me perdone si por acaso le ofendo, pero tan aficionado suyo soy, que no querría salir de la Corte, y pienso que va para muy largo, sin la bendición del ingenio más grande que tiene España.

—Hermano—respondióme el tal con faz risueña y noble,—yo no soy más de un sacerdote como vuesa merced, y si mi bendición no más se le antoja, téngala luego, pero a cambio de la suya.

—Venga como quisiéredes—repliquéle,—que la bendición de Lope de Vega bien vale cuanto se pida.

Arrodilléme con toda humildad, hizo la señal de la cruz sobre mi nevada cabeza, y apenas húbeme signado púsose él en guisa de penitente y dile la mía.

A fe que no me tuviera en tanto ni me emocionara como me emocioné, si el mismo Felipe III hubiérase arrodillado ante mí en el Santo Tribunal de la Penitencia.

Beséle la mano, ofrecióme su casa, que dijo que era en la calle de Francos, dijo al otro sacerdote: «Guiad, amigo Solís, a la secretaría de don Antonio»; y echando escaleras arriba, desaparecieron por un corredor...

Adviertan si no es poco para un español parlotear mano a mano con el ilustre autor de la Dorotea.

El cleriguillo huertano, que sacándole de su misa y de su olla no tenía entendederas para más, preguntábame después si aquel compadre era alguna dignidad de la Iglesia, y díjele el nombre ilustre, viva reliquia del Parnaso Español, y quedóse tan llano como si le dijese Juan de las Viñas, pero al hacerle ver que era el mayor poeta y más insigne componedor de comedias que había en el mundo, comenzó a decir:

—¡Ta, ta!, quítese de ahí, hombre de Dios, y no mezcle esa gentecilla con las cosas santas, que cuando esa manía bellaca encarna en uno de nosotros, no entiendo sino que los demonios metiéronsele en el cuerpo y echáronle a perder. En la Iglesia había de haber más severidad y no consentirse estas carcomas, que Dios no quiere coplas, sino oraciones, que hartas miserias hay por que rogarle, y no andarse los señores curas como ciegos, inventando farsas y comedias. Hiciéranme nada más que por un día primado de Toledo, y yo le juro por los dolores de la Santísima Virgen que arreglara esto.

No dióle tiempo a rodar más por la cuesta de las necedades, porque a este tiempo tornaban los señores curas, con el caballero que iban a buscar, que hallé no ser otro que el poeta don Antonio Hurtado de Mendoza, muy afecto al Príncipe de Asturias.

Todos al paso del Fénix se descubrían, menos el clerizonte murciano, que se encasquetó la teja hasta las orejas, por mejor demostrar su encono contra los poetas tonsurados...

——

Anoche, a poco más de las once, hallábase el de Villamediana en su casa de la calle Mayor, que no hacía mucho que llegara, cuando fuéle anunciada por su ayuda de cámara una visita urgentísima que no admitía demora de ningún género.

Vista la premura y recelando alguna pesadumbre, mandó que pasase luego quien quisiera que fuese.

Quedó en pie para recibir visita de tanto cumplido.

Hízose esperar un breve espacio, que aunque corto, ya comenzaba a causar impaciencia y enfado en el nervioso temperamento del señor don Juan, y apareció en la estancia no menos que el Alcalde de Casa y Corte don Luis de Paredes, y según cuentan algunos pajes de la casa, diz que tuvo lugar el siguiente coloquio:

DON LUIS

Señor don Juan, Dios os guarde.

DON JUAN

Señor don Luis, El venga con vos. Entrad, hacedme la merced de tomar asiento, y decidme en qué puedo serviros.

DON LUIS

Harto me pesa, señor y amigo, y bien saben el Santo del día y el ángel de mi guarda, que diera años de mi vida por excusar este momento.

DON JUAN

¿Tan apretado es?

DON LUIS

Desagradable nada más, a lo menos por ahora y para mí.

DON JUAN

Venís, pues, a prenderme.

DON LUIS

En nombre de S. M.

DON JUAN

Pues aquí me tenéis; haced de mí como tengáis orden. Pero antes quisiera saber la causa que pudo motivar esta resolución.

DON LUIS

Creo que la crudeza de vuestras sátiras; pero, vamos, abajo espera mi coche, y quizás en el camino pueda hablaros con más claridad que aquí.

DON JUAN

Pero...

DON LUIS

Cumplo órdenes superiores.

DON JUAN

Permitidme al menos....

DON LUIS

¿Qué...?

DON JUAN

Que me despida de mi mujer y mande que me preparen alguna ropa.

DON LUIS

Con todas las veras de mi alma y como soy cristiano que lo siento, mas no puedo daros licencia para otra cosa que para echaros una capa; en lo demás, no paséis cuidado, que veréis a vuestra esposa y se os llevará la impedimenta que os haga falta y tengáis por costumbre.

DON JUAN

¿Esto es lo que os mandan hacer conmigo?

DON LUIS

En nombre del Rey.

DON JUAN

Pues hágase la Real voluntad.

——

Tomó don Juan la capa que poco antes al llegar de la calle arrojara sobre el respaldo de un sillón, calóse el chapeo, calzóse los ambarinos guantes, y

—Cuando gustéis—dijo a su aprehensor, disponiéndose a salir; mas éste, sin moverse del sitio en que hallábase, como si hubiéranle clavado al suelo, preguntóle:

—Mas, ¿no lleváis espada?

—¡Pesia mí!—replicó el Conde.—¿Os burláis?

—Dios me libre.

—¿No me lleváis preso?

—Sí, mas en lo que llegamos donde habemos de ir, y puesto que como amigos vamos, si queréis, podéis llevarla.

Sin replicar más el de Tassis tomó el primoroso estoque que de continuo llevaba, y le prendió en el tahalí.

Un viejo criado fué descorriendo tapices y abriendo puertas por donde cruzaban rápidos y silenciosos el justicia y el preso.

—¿Os aguardo, señor?—preguntó humildemente el fámulo.

—No—respondió grave don Luis de Paredes.

—Mas si la señora Condesa pregunta que dónde fuísteis, ¿qué le podré responder?

—Que salió por orden de S. M.

—Preguntará que a dónde hubo de ir a tales horas—replicó impertinente el criado, más curioso que interesado, y volviéndose brusco S. E., que si no se aparta el preguntón hubiera tenido que sentir, respondióle:

—¡Al infierno, imbécil!

Llegaron a la calle y en la puerta esperaba un coche de camino, tirado por dos troncos de mulas.

Escoltábale un piquete de guardias de la lancilla...

Subieron entrambos, primero Tassis, y el alcalde dió orden de partida.

En la quietud de la noche, los herrajes de la pesada máquina sonaban sobre los guijos enlodazados de la calle como un tren de artillería.

——

Y diz quien presume de haberlo oído, y fué el cochero (que por esto no es bien que estén los pescantes donde están, que no se pierde palabra y así no puede haber cosa secreta entre los señores), que así como se alejaron obra de tres o cuatro leguas, dijo el señor don Luis:

—Aquí acaba mi misión con vuecelencia. Como ve, no va preso, sino desterrado en veinte leguas enredor de Madrid, Salamanca, Córdoba y otras ciudades en donde hubiese audiencia del Rey. Ello va apercibido con pena de la vida. Vuecelencia verá si entra en sus cálculos obedecer o no. Dos parejas de lanzas déjole por escolta hasta Sigüenza; yo con las otras me torno hacia la Corte. Y ahora, que Dios le dé suerte, salud y paciencia para sufrir estas cosas.

Muy afectuoso despidióle don Juan, y montando don Luis en uno de los caballos que traían los soldados a la mano, partieron el camino...

PARTE SEGUNDA

CAPITULO PRIMERO

EN QUE SE DA NOTICIA DE LA MUERTE DEL REY

Agora sí que veo tan perdida mi causa como lo fué aquella armada invencible que mandaba el segundo Filipo a pelear contra Inglaterra.

En la madrugada de hoy, 31 de Marzo de 1621, ha tenido el triste fin que se esperaba la vida de S. M.

Con esto cambiaron próceres y magnates sus ascendencias y destinos, y mi pretensión quedará sin efecto, aunque bien pudiera el Señor disponer un milagro haciendo que en este revuelo viniera algún alma justiciera que no me dejara de la mano.

De poco han servido procesiones y rogativas por la salud del monarca, ni traer y llevar hasta Casarrubios el preciado cuerpo del glorioso San Isidro, que bien se ve que a Dios no convenía que se obrara prodigio alguno, que viendo en qué descuidadas manos estaba España, sin duda que pensó: «Mejor se está sin Rey.»

Y qué bien recelaba su augusto padre cuando, ya al borde del sepulcro y hecho una inmunda pestilencia, dijo viéndole tan mozo y tan débil:

—«Y como temo que me le han de gobernar...» que así ha sido.

Todo el tiempo que asentó en el trono no fué más que escarnio, juego y mofa de sus favoritos los duques de Lerma y de Uceda, y del ambicioso e intrigante P. Aliaga.

Por cierto que ahora cuéntanse cosas infamemente peregrinas del penúltimo, a quien pienso que Dios ha de acabar de mala muerte, por hijo desnaturalizado.

Su padre el Cardenal parece que había pensado en él para descansar de las trapacerías de su ministerio, y llevóle a palacio; pero el aprovechado vástago entróse de tal manera y tan presto en el ánima del monarca, que no tardó en desbancar al padre y hacelle la contra, y se dice que más de dos veces y en la misma regia cámara hubieron de sostener violentísimas escenas el padre y el hijo, en las que faltó poco para que dieran el monstruoso espectáculo de venir a las manos.

Al fin venció el de Uceda por entero en la voluntad del Rey, y salió desterrado para sus posesiones de Lerma el favorito en desgracia.

Diz que ayer noche, en un momento de lucidez, quiso el moribundo soberano reconciliarse con sus enemigos, para tener en ellos un montón más de rogativas por la bienaventuranza de su alma luego de que dejase este mundo pecador, y mandó que le llevasen una lista de todos cuantos padecían pena de destierro.

Hízose como mandaba, y el mismo Uceda escribió los nombres de todos, entre los que, por indicación del P. Aliaga, puso el de su progenitor.

Presentóles al Rey.

Este pidió una pluma, y conforme iba pasando los ojos por ellos, tachaba el renglón, dando así a entender que perdonaba al que fuese.

Pero he aquí que no había llegado a la mitad, cuando acometióle un desmayo y cayó de sus manos pluma y papel sin haber dado por finalizada la piadosa obra. Así es que los que estaban sin tachadura interpretóse falsamente que no habían merecido la gracia del monarca; el último nombre de todos era el del duque de Lerma.

Nunca creyera que pudiese haber en el mundo tan monstruosa enemiga con un padre, que aunque éste hiciere todo género de bellaquerías contra un hijo (caso que en esta ocasión dábase muy al contrario) jamás había de germinar la semilla del rencor en el pecho del ofendido, porque fuera (y así es en esta ocasión), como maldecir de su sangre y por ende no tenerse como bien nacido.

Diz que mañana trasladarán el cuerpo del Rey al panteón de El Escorial, y ya hoy han comenzado los preparativos, que no hay pie ni mano que sosiegue dentro del Alcázar.

Valiéndome de la amistad que hice con un secretario de sala, subí este mediodía a ver el cadáver y rogar a Dios porque le dé eterno descanso, aunque si tanto da en descansar allá en el cielo como acá en la tierra, no pienso que haya justo más reposado en toda la corte celestial.

Tiénenle puesto en la capilla, sobre un rico túmulo, al que bien pudiera aplicarse el magnífico soneto de Miguel de Cervantes.

Por la altura en que está no alcanza a verse el cuerpo; unicamente asoma un poco el perfil y las manos cruzadas sobre el pecho, en las que sustenta un primoroso crucifijo de antiguo marfil.

Todo el templo está cuajado de paños negros, y solamente alumbrado por los blandones que rodean el túmulo, los cuales están embutidos en maravillosos candelabros de plata labrada, de doce brazos cada uno.

Velan continuamente los monteros de Espinosa.

——

Fué hoy el entierro de S. M. No hay para qué me canse en asentar aquí cómo y en qué manera hubo de llevarse a cabo tan triste acto, pues que notables ingenios y celosos cronistas tiene la corte que dejen escrito tan importante capítulo para la historia deste reinado.

Diz que el nuevo soberano es más activo y emprendedor que su padre.

Espéranse dél grandes iniciativas que redunden en beneficio y prosperidad para la nación.

Dios lo haga y no le deje ni nos deje de su divina tutela e inspiración, que bien lo habemos de menester si no es que queremos todos los españoles que nos lleve la trampa.

Diez y seis años cuenta el joven príncipe, y desde ha seis está unido en matrimonio con la princesa doña Isabel de Borbón, hija del Cuarto Enrique de Francia y de su segunda esposa María de Médicis.

Cierto que la nueva reina es la más peregrina hermosura de la Corte española.

¡Dios la bendiga!, que bien vale nación tan hidalga, soberana tan magnífica.

Dícese que con el cambio de Rey alzaráse mucho la mano con la gente patricia que cayó en desgracia durante el otro reinado, y también se asegura que muchas de aquellas altas torres que amenazaban con tocar el cielo, ya comienzan a resquebrajarse y hay muy serio peligro de que se desplomen.

Parece que la gran fuerza que les está minando llámase don Melchor Gaspar y Baltasar Núñez de Gusmán, y es Conde Duque de Olivares.

CAPITULO II

COMIENZOS DEL NUEVO REINADO Y PRELIMINARES DEL FIN DE VILLAMEDIANA

¡Válame Dios! y cómo viene de perilla a mis tristuras aquel refrancillo de donde no hay harina todo es mohina.

Más de dos meses ha tenídome tullido en cama un desalmado reúma, del que aún no me encuentro libre, sino que ando como Dios quiere, y no quiere bien. Aun menos malo que el posadero fué hombre caritativo y mirando la desgracia que tan sañudamente ciérnese sobre mí, no consintió que me sacaran de su casa para llevarme a un santo hospital, como yo pedía.

—Aquí se estará, padre—me dijo,—y no se desespere y tenga paciencia, que con la ayuda de Dios y un poco de buena voluntad de parte nuestra, todo se arreglará. Yo sé que su paternidad es hombre de conciencia, y no he de abandonarle, que yo también he pasado muy negras jornadas en la vida, y me ha sabido muy bien hallar un alma buena que me diese la mano.

Como soy cristiano, que aunque viviese eternamente no he de olvidar esta acción.

En lo posible, paguéle enseñándole las letras a un muchachico muy despabilado que tenía, y tal interés puso el diablejo del rapaz, que ya lee mejor que un escribano.

Parece que en este poco de tiempo han acontecido más cosas que otras veces en el transcurso de un siglo.

Como consigné en el papel anterior, abriéronse las puertas del destierro para algunos perseguidos, pero no cerráronse de nuevo, sino que continuaron de par en par hasta que de acá salieron otros a ocupar los puestos que aquéllos dejaban.

Diz que son, entre otros menos notables de los que han venido por la amnistía de la coronación, el almirante de Aragón, el marqués de Velada, don Pedro de Toledo y el famoso don Juan de Tassis.

Parece que el duque Cardenal, ansí como supo que estaba la puerta franca corría hacia aquí con el ansia de entrarse de rondón, y si pudiese a tornar a coger la sartén por el mango; pero a lo que se ve no está el de Olivares para Cardenales desta especie, que pudieran gangrenársele, y apenas se enteró del viaje, ganó la voluntad del Rey y envióle a Su Ilustrísima, que ya estaba a más de mitad de camino, al oidor del Consejo Real don Alonso de Cabrera, con órdenes de que se retirase a Valladolid hasta que S. M. fuese servido de mandarle otra cosa.

Con lo que el olvidado favorito parece que ya perdió toda esperanza de volver a ser quien fué, como procuraba.

Todos los demás han entrado con los mismos honores que disfrutaban cuando se partieron.

Villamediana, que diz que ha parecido muy bien a madama Isabela, ha sido nombrado su gentilhombre y repuesto en su antiguo cargo de Correo mayor.

Su ingenio ático, parece que es muy bien recibido de las augustas personas, y entre el monarca y él han cruzádose muy donosas composiciones, que es fama que también al nuevo Rey entiéndesele muy lozanamente de achaque de rimas. Y antes le parece mejor una academia de poetas que un Consejo de Estado.

Ahora que el tal usía vese en alto y tan por los suelos a los que tres años atrás estaban por las nubes, dijérase que maneja la enconada sátira con más crueldad y acierto de la que había por costumbre. Como no ve ya en lontananza el destierro, no hay freno que valga a contenerle.

Cada infelice que sale de los límites de la Corte por la desgracia del Rey, lleva como cédula o pasaporte la consiguiente diatriba del señor don Juan.

Es de leer la que dicen que asestó al derrumbado duque de Uceda cuando salía para el lugar de su patrimonio con orden de no salir de él:

«El Anti-Pablo, a mi ver,
fundó, si bien no sé cómo,
en humo lo mayordomo
y el viento lo sumiller.
Hoy polvo, Nabuco ayer;
¡ved lo que en el mundo pasa!
pero a ninguno traspasa
ver en tan mísero paso,
al que de nadie hizo caso
y de todos hizo casa

En esto paréceme que hace harto mal S. E., por delincuentes que fueren los zaheridos; al fin y al cabo bastante pena tienen con haber caído en desgracia, y arrastrar su humillación ante las mismas gentes que antes fueron testigos o víctimas de su despotismo.

Diz que han sido famosas las fiestas de la proclamación del nuevo soberano, y que en su panegírico y encumbramiento ha empleado don Juan tan diestramente la péñola, cual sabe hacer uso della en los vejámenes.

¿Por qué no le tocará Dios en el corazón y se arrepentirá de tan terribles burlas? Demás que entiendo yo (aunque bien se me alcanza que es cosa de todo punto imposible, por ser muy humana) que nadie había de señalar las faltas y defectos de los otros, sin reconocer y corregir antes los suyos.

A la postre, a los 21 de Octubre, inauguróse el capítulo de justicia de este reinado con la muerte en patíbulo de don Rodrigo Calderón. (Lamentable suceso, que tampoco presencié y dello me huelgo.)

Diz que ha muerto muy distinto de como vivió, y en todo arrepentido de su pasado.

No sé por qué me parece que este proceso, más que la primera justicia del cuarto Austria, ha sido la primera infamia, pues que a este hombre, para hacelle caer dentro de las leyes, hásele achacado la muerte de aquel alguacil Francisco Xuara, que a buen seguro que no cometió, pues si sólo ahorrárasele el vivir, por abusos de mal gobierno y filtraciones de los fondos del Estado, díganme si no había de estar la mayor parte de los ministros del mundo, los que no ahorcados, puestos en prisión perpetua.

No, sino pongan los ratones donde haya tocino, y esperen a ver si se dedican a la vida contemplativa.

¡Cómo acordaríase el infelice marqués de Siete Iglesias, yendo para el cadalso, de que ya le profetizó Villamediana tan mal fin aquella tarde que tuvo en la Plaza Mayor unas pesadumbres con el teniente de la Guardia española, don Fernando Verdugo!

¿Pendencia con verdugo, y en la plaza?
Mala señal, por cierto, te amenaza.

CAPITULO III

DONDE SE DA CUENTA DEL SECRETO DIÁLOGO QUE CIERTA MAÑANA TUVIERON DOS ALTOS PALACIEGOS, Y EN EL QUE SE VE QUE VILLAMEDIANA CAMINA RÁPIDAMENTE HACIA SU LAMENTABLE FIN

No habrá dos días que hube necesidad de avistarme con un secretario del nuevo privado, del que por medio de una carta que me facilitaron del marqués del Carpio, pude conseguir tanta merced, con lo que parece que mi pretensión, ya a punto de acabar en el otro reinado, daba en aqueste un regular avance.

Para ello hube de aguardarle en una sala de la Secretaría de cámara, y a fe que no hube ocasión para aburrirme, pues, sin procurarlo ni apartarme del asiento que tomé al entrar, vine a tener conocimiento de muy transcendentales sucesos.

La sala es sombría y espaciosa; da a un patio, y como toda ella está profusamente colgada de aquellos ricos tapices que el señor duque de Alba trajo de Flandes, no puede entrar allí la luz con todo esplendor.

No dijérase sino que las tinieblas que llevamos a aquellas alegres campiñas no habían querido tener reflejo en sus lagos y habíanse vuelto a España escondidas entre el cordoncillo y nudos de los dichos tapices.

De hacia un ángulo del aposento oíase este coloquio, sostenido por dos hombres:

—Ello es cosa que por la parte del Conde no deja lugar a duda de ningún género. Y créame vuesamerced, que aunque en lo que atañe a la Reina no haya peligro alguno, si no aprovechamos esta ocasión para acabar con Tassis, jamás lo podremos conseguir. Ahora está muy metido en Palacio...

—Naturalmente, para el logro de sus bastardas pretensiones.

—Y bien quisto del Rey...

-Será por aquello que dicen que el marido es el postrero en enterarse.

—Y del mesmo Olivares, a quien otras veces asaetó con tanta saña como en el otro reinado hízolo con el duque Cardenal, con Uceda y Osuna.

—Pues, conforme en que hay que alimentar mucho esta especie.

-Llegado a oídos del Rey, aunque sólo sea por cortar la murmuración, no tardará en borrar del mundo de los vivos a don Juan de Tassis, conde de Villamediana, y Correo mayor destos reinos y los de Nápoles.

—Y Dios haga que ello sea pronto, que a fe que con él no hay vida tranquila.

—Ni honra segura.

—Quien esto cuenta, muy donosamente salpimentado a todos los que quieren escuchárselo...

—Ya sé, es doña Francisca de Tabora.

—Dama de la Reina.

—Justamente.

—Pero no sé yo hasta qué punto, y en lo que a S. M. atañe, puedan tomarse esas afirmaciones.

—¿Por qué?

—¿Vuesamerced no sabe, por acaso, que antes de partir el Conde para su último destierro era la Tabora su amante?

—¿Esas tenemos?

—Y cuando ahora llegó a la corte nuestro hombre, sin duda que parecióle que los años transcurridos habían rescado encantos a la espléndida doña Francisca, y desembarazóse un tanto bellacamente de aquel querer, que, durante la ausencia, había sostenido la dama con tanto fuero como antes de separarse.

*     *     *

He aquí pues, que desprendidos de las explícitas y secretas declaraciones de aquellos dos enemigos de Villamediana, pueden desprenderse los siguientes sucedidos, contados y llorados por la mencionada doña Francisca de Tabora.

Y a lo que parece, la ofendida dama no tenía en contarlo el paño de lágrimas y consuelo de su grande dolor y venganza de su agravio.

CAPITULO IV

EN QUE PROSIGUE EL ANTERIOR EN FORMA HISTORIAL Y COMO ES DE PRESUMIR QUE HAYA ACONTECIDO

En achaques del corazón ya es sabido, porque es como ley fatal de la vida, que no intervienen para nada rangos ni edades, y por ello úrdense y amañan los más extraños idilios y amancebamientos que es dado imaginar.

Y así parece que aconteció en este caso, la gentilísima hermosura de la hija de Enrique IV y la notable arrogancia e ingenio de don Juan de Tassis se han compenetrado, y a pesar de la distancia de clases. Amor, padre de la humanidad, los ha llamado a su reino.

Sin embargo, parece que la soberana, más prudente o más calculadora, dándose exacta cuenta de su importante papel en la comedia humana, no arriesga su honorabilidad, y sólo parece que compromete su corazón.

Pero don Juan no quiere aquel amor de otra manera que engarzado en todas las dulces consecuencias que suele traer tan atrevido infante, y cuando los celos del marido le acucian o el despecho le hiere, no muestra reparo alguno en ser imprudente y publicarlo mal rebozado en ingenio.

Muchos días ha que doña Isabel anda recelosa, temiendo que las osadías del Conde caigan, sino en el Rey (porque éste, muy bien entretenido fuera de palacio, permanece ciego, sordo y mudo a todo, y más que a nada a los asuntos de Estado) en la maledicencia palaciega, y haya muy graves sucesos que lamentar.

Si ella tuviese suficiente entereza para cortar aquel idilio...

Y hubo un día en que, al tornar de una fiesta religiosa, viniendo ella sola en el coche, don Juan, que servíala de caballerizo, estuvo tan imprudente, que desde luego pensó en poner término a situación tan difícil y comprometida.

—Apenas lleguemos a palacio—le dijo—habemos de hablar; id haciendo cuenta de que he determinado, que quiero, que ordeno que sea la última vez. En la galería de la antecámara que da a la Vega, os estaré esperando. Haced un poco de tiempo, pero no tardéis mucho...

Asintió el Conde con una ligera inclinación, y parando el caballo en firme, al mismo tiempo que hacía lo mismo la carroza, pues habían entrado en el zaguán del Alcázar, saltó a tierra y acudió a rendir los honores debidos a sus dos veces reina...

Apenas entró la soberana en su cámara, pidió quedarse sola.

Las damas retiráronse extrañadas, pues aquella hora solía S. M. emplearla en agradable y casero esparcimiento con todas ellas.

Gustaba de que la contasen las hablillas y murmuraciones cogidas en los mentideros de la corte, las galantes historietas de las damas que andaban por los platónicos campos de Cupido, y, aún más allá, por los verdes v aun escabrosos de su madre Venus.

No era cosa que le asustara ni diérale motivos para ruborizarse como una novicia, el saber que tal doña fulana, que pasaba por la virtud más incorruptible, andaba en hocicamientos con tal cual pajecillo imberbe, o estotro grave consejero.

En la corte del Rey su padre, esta clase de historietas, no ya sólo acostumbraban a referirse sin rebozo ni escrúpulo alguno, sino que luego de sabidas procurábase presenciarlas, para comparar la distancia que había de lo vivo a lo pintado.

Demás que ya el Rey, su esposo, era muy buen introductor en Palacio destas cosas.

Y como digo, aquella tarde no quiso sesión de picardía.

Licenció a todas.

Miguelico Soplillo y Agustinica Velasco, sus enanos predilectos, llegáronsela haciendo mil bogigangas y zalemas, y a entrambos los despachó arrojándoles a los pies no sé que golosinas, con que habíanle regalado las señoras monjas.

Y arrimando un taburete junto a una amplia ventana dispúsose a esperar.

Y mientras esperaba contempló la solemne puesta del sol, allá por las cumbres del Guadarrama.

Así, mansamente, con aquel plácido sosiego, ansiaba ella que pusiérase el sol de su querer, sin pena ni gloria, con mucha paz, con la paz geórgica de los valles tranquilos que ven pasar la vida ante ellos sin sufrir otra mudanza que la rápida visión de las cosas que se reflejan en la mansedumbre de sus fuentes escondidas...

Y don Juan, muy a pesar suyo, hubo de retener el momento de subir a escuchar la voz adorada de la dulce enemiga de su alma.

Primeramente hubo de atajarle un secretario de la estafeta para firmar la entrega de unos pliegos, que en la posta de aquella mesma noche habían de salir para el virrey de Nápoles.

Ello era cosa que, por ser urgencia imprescindible de su alto cargo, no había medio de retener un solo instante. Dejaba ya cumplida esta misión y ponía el pie en el primer peldaño de la escalera de Damas, cuando topóse con doña Francisca de Tabora, que venía hecha una fiera encelada.

Paróle en firme, y le llenó de insultos e improperios.

Remitieron su puesto los rencores a los llantos y a las súplicas.

Hubo evocaciones del venturoso pasado, cuando el que suplicaba era él, y ella mostrábase esquiva y zahareña; pero al fin cayó, y todo fué ventura y alegría y eróticos poemas del Amor.

—Sé que vais donde ella está—plañía, entre lágrimas y amenazas la infelice dama;—sé que ella os espera, sé que los dos sois infames, que los dos sois perjuros. A mí no puedes engañarme, porque os he sorprendido, más de una vez, por las frondosidades del Retiro y por los laberintos destas galerías, y no tuve valor para acusaros; pero si ahora das un paso más hacia donde te aguarda, juro a Dios que al son de trompetas y tambores harélo publicar como un edicto.

Disculpábase Villamediana, y esforzábase por convencerla con la mentira, y hasta llegó a amenazar y a insultar y aun a escarnecer...

Al fin, con un empellón violento, pudo apartarla; pero la triste sufrió tan cruel paroxismo, que hubo don Juan de acudir a sostenerla, que si este auxilio no prestase a fe que cayera redonda al suelo.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Doña Isabel continuaba mirando cómo el sol se dormía.

Detrás della sintió el leve rumor de unos pasos que apenas querían tocar el suelo.

Doña Isabel sentía sobre su divina nuca el hálito del que llegaba.

No quiso volver la cabeza.

Unas manos juguetonas posáronse amorosamente sobre los ojos.

Doña Isabel exclamó, entre enojosa y adormía:

—No es la ocasión a propósito para burlas. Estáos quieto, Conde.

Las manos cedieron.

La reina miró al galán.

Y el galán era el rey.

—¿Qué Conde esperábais?—preguntó con una calma terrible, en la que agazapábanse todas las violencias.

Y doña Isabel respondió, maestramente, envolviendo su faz en una plácida sonrisa:

—Al de Barcelona. ¿No sois vos, Conde de Barcelona?

CAPITULO V

LA JORNADA DE ARANJUEZ.—«LA GLORIA DE NIQUEA», COMEDIA QUE DON JUAN DE TASSIS COMPUSO «ALEVOSAMENTE» PARA FESTEJAR EL CUMPLEAÑOS DEL REY.—UNA PIEDRA MÁS PARA EL MONUMENTO FUNERARIO QUE ÉL MISMO IBA CONSTRUYÉNDOSE

Apenas Febo ha visto llegado el tiempo natural de su regencia, y ya quiere gobernar con todo el rigor que tiene por costumbre desde su estrado del Agosto.

Madrid arde, y aún no entró del todo el mes de Mayo.

¡Vive Cristo!, qué bien supo darnos el pego el mes de Abril, que no parecía sino hermano gemelo del helado Diciembre. Tanto que, queriendo doña Isabel festejar el santo de su augusto esposo (que por la gracia de Dios es el 8 de Abril) con una comedia de circunstancias, compuesta para el caso por el Conde, húbose de desistir por la crudeza del tiempo, pues la tal pieza alegórica había de representarse en el Retiro.

Pero ahora parece que Mayo dió licencia para todo, y echada para allá la Corte, comenzaron los preparativos para tan notable festejo.

La comedia es de grande apariencia y espectáculo, y parece que ha de ser la mejor presentada de cuantas van hasta el día, pues ha de hacerse con un artificio nuevo, construído exprofeso por el ingenioso capitán Julio Fontana, superintendente de las fortificaciones de Nápoles durante el tiempo que por aquellas tierras hubo de estar el Conde.

La reina está muy consentida en que este festival llegue a celebrarse con toda la grandeza y ceremonia acostumbrada en las cosas de Palacio, y ella misma lo dispone y dirige como el más experto y examinado autor de comedias.

No han de representarla comediantes de oficio, sino todas personas de la más alta nobleza, y no entrará en ella más hombre que el bufón Miguelico Soplillo.

La misma doña Isabel tomará parte (aunque su papel no tiene palabra ni recitado alguno), representando la diosa de la hermosura.

Las damas están tan gozosas y bien empaquetadas en su nuevo oficio, que parecen comediantes formales, según lo mal que hablan las unas de las otras y lo desdichadamente que se aprenden los papeles.

Don Juan, que ha encontrado esta ocasión para estar cerca de su imposible querer, no sale de Palacio, y todo se vuelve pasar el día ensayando la aparición de la hermosa deidad.

Por cierto que con ello da ocasión a mil impertinencias, y todo ha de venir a declarar el fuego que, como hombre presuntuoso y pagado de su estampa, no sabe hacer si no dice, que es de los que afirman que las aventuras no se disfrutan bien sin la salsa picante del escándalo.

Desta comedia, La gloria de Niquea, suele decir:

—Es la primera y la única que ha salido de mi pluma; pero acaso ella sea la que me dé la inmortalidad.

Y una tarde, durante el ensayo, al tiempo de tomar la mano bella de doña Isabel para ayudarla a bajar de la carroza en que ha de presentarse, alguien ha oído decir a S. M., en tono de amoroso reproche:

-¡Que me lastimáis! Por Dios, tened juicio. Estas locuras vuestras han de darnos que sentir.

Y el tal dicho ha corrido por todo Aranjuez, pero en secreto. Las damas sonríen. Los caballeros tosen. La Tabora rompe abanicos y escribe billetes, que rasga sin enviarles a su destino. El Rey juega y corrige escenas de unas comedias suyas, que le están escribiendo Villaizán y Hurtado de Mendoza. El Conde Duque atúsase el boscaje que luce por bigotes, y se ríe.

Vélez de Guevara y el Diablo Cojuelo planean una comedia histórica, en que han de moverse todos estos personajes.

*     *     *

Llegó, al fin, la ansiada tarde de la comedia.

Toda la Corte y todo Aranjuez andaban perdidos de emoción, que para otra cosa no teníase vida, si no era para conllevar el júbilo.

Aun los negocios de Estado suspéndense hasta que pase la fiebre escénica, y no es cosa rara el ver a un amanuense corriendo tras un secretario, diciéndole:

—Mire, señor, que ponga la firma en esta minuta que ha de substanciarse mañana, y es asunto de muy grande urgencia.

Y responder el secretario, como si le pincharan en lo más sensible del honor:

—Bellaco, dad gracias a que estoy de priesas, que si no ya vos diría quién es Calleja. ¿Pensáis que se está un hombre para niñerías de firmas con este desasosiego?

*     *     *

Poco más eran de las cuatro de la tarde, cuando en el jardín que dicen de la Isla comenzóse, con toda solemnidad, la comedia del Conde.

Bien iba, y con sus primeros pasajes, aunque mal entendíanse por la incivilidad del verso culterano; solazábase muy bien el nutrido ateneo.

Las complicadas apariencias y enrevesados artificios (casi tanto como el lenguaje), eran cosa que tanto despertaba la admiración, como nunca vista, que a todos tenía con el alma en los ojos.

Ya había pisado las tablas doña Francisca Tabora, quien para mayor tormento de sus celos tomaba parte simbolizando el mes de Abril, y ya doña María de Guzmán, lindísima hija de los condes de Olivares, en faz de Diana cazadora, había recitado muy donosamente su parte, y la hermosa y etiópica azafata de la Reina había cantado con su prodigiosa voz aquel romance, que es el mejor fragmento lírico de toda la obra:

«Yo soy, en opaco bulto
y en obscura confusión,
con manto de estrellas, noche
negra, imagen del temor.
Soy cómplice tenebroso
de cuantos hurtos Amor
no fía de las auroras
y esconde a la luz del sol.
Amadis, duerme seguro;
duerme, que en sueño no
puedes temer los peligros
desta encantada ilusión.»

cuando al aparecer la soberana sobre su carro triunfal comenzó a arder toda la escena, y no quedó cosa en pie.

La confusión fué grandísima, y nadie miraba a más que ponerse en salvo, sin cuidarse, grandes ni pequeños, de auxiliar a sus reyes.

Del Rey, no parece que se ocupara alguien; de la Reina... apenas iniciado el fuego viósela desaparecer en brazos del amoriado Conde, que acudió a ponerla en sitio seguro, tanto que no la hallaron hasta mucho después, cuando no faltaba quien temiese que hubiese perecido abrasada. Y puede que al receloso no dejárale de asistir razón.

*     *     *

Momentos antes de comenzar la fiesta, en un rincón apartado del jardín, Villamediana y un paje sostenían este diálogo:

—¿Olvidaste la lección?

—No, señor.

—Bien; ya sé que eres hombre para un caso delicado. Ni un momento antes ni otro después, en el preciso instante de aparecer S. M., prendes la tela. Ya sabes cómo pago y ya sabes cómo castigo.

Oyéronse hacia aquella parte risas y voces femeniles, y el breve diálogo quedó allí.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Y cuando la confusión era más grande, que nadie se veía ni se entendía, por los más espesos senderos del jardín corría un caballero con una dama en los brazos.

—El fuego de mi corazón, que no otro alguno, es quien incendió el teatro—decía el galán;—y como pavesa divina vos trajo a mí; dos veces reina: de mi vida y de mi patria.

—¡Ay, Conde! Que nos habemos perdido—decía ella.—Pobres de nosotros.

—Pobres, no; felices, porque nos amamos.

Cerca sonaron voces de

—¡Aquí está la Reina!

Y más chillonas que todas, las del bufón Miguelillo, que decía:

—¡La salvó Villamediana!

CAPITULO VI

DESPUÉS DE LA QUEMA

Desde el punto y hora en que la Corte tornara a Madrid, comenzó a correr por toda la villa el olor de la chamusquina de Aranjuez. Y más intensidad dijérase que había a raíz de acontecer la desdicha.

La Reina, apenas hallaba hora en que mostrar, diáfana, su belleza espléndida, sin sombra alguna de preocupación; y en lo que al Rey hace, más taciturno y sombrío solía estar que acostumbraba su devoto abuelo.

No así el de Olivares, a quien la satisfacción parecía salírsele por los poros, pues con estas intrigas que su hada la Fortuna preparábale y otras que él sabía muñirse muy bien, iba alcanzando el dorado logro de sus egoístas aspiraciones.

Dijérase que a don Juan de Tassis habíale embestido el amarillento mal de la ictericia, que diz que es la flor de la melancolía.

No se le veían más de los ojos, y a aquella pulidez conque denantes solíase peinar bigotes y melenas, ahora ha sustituído el desmayo y lacitud del sauce.

No dejaba día sin acudir a su despacho, pero sin detenerse ni bromear con los cortesanos, y únicamente acompañábale, alguna que otra mañana, el beneficiado de la mezquita cordobesa, don Luis de Góngora.

Viéndoles a entrambos graves y silenciosos, convidaba a pensar que era el Conde ánima en pena que hubiere sacado el insigne clérigo, y como cosa maravillosa traíala a presentar ante Sus Majestades.

Con mucho calor comentábase en todo el Alcázar, desde los aposentos de los mozos hasta las regias antecámaras, que volviera el de Tassis a la regia mansión, y no faltó quien recordara que, por harto menos que lo de Aranjuez, hase dado otras veces muerte a mucha gente de campanillas.

En fin, que todo Palacio era como revoltillo de personajes, que en el meollo de un grande ingenio comenzaban a planear una gran tragedia, a la manera de aquellas que inmortalizaron el teatro helénico.

Bajaba una mañana el Rey a tomar el coche que había de conducirle al Pardo, donde tenía determinado distraer el mal humor con el noble ejercicio de la caza, cuando al cruzar por el salón de reinos salióle al paso doña Francisca de Tabora, quien, arrodillándose delante y con voz muy alterada, ya por la emoción, ya por el despecho, dicen que le dijo:

—Señor, deme Vuestra Majestad las manos para besárselas, y mire que quiero que me dé su licencia para apartarme del servicio de la señora Reina. Nuestro Señor me niega la salud, y más que para servir, quieren mis achaques que esté para que me sirvan.

No hizo aprecio el monarca, y díjola que dejara aquello para tratarlo en otra ocasión, porque en aquella no había lugar.

Luego encontráronse frente a frente las dos rivales, y es fama que la escena que tuvieron más tiró hacia la calle que hacia los estrados cortesanos.

Miguel Soplillo, el bufoncejo, que en todo hacía honor a su apellido, no tardó en irle con el cuento al señor don Juan; y el tal, que en este asunto, ya de puro insensato raya en loco, anduvo lo más del día buscando a doña Francisca para castigarla por el desacato, como a moza de rompe y rasga.

Al fin parece que acalláronle los consejos de don Luis de Góngora, y los peligros que columbraba, de llegar al escándalo, y sólo con la promesa de unas sátiras, que levantaran ronchas, vino a conformarse.

CAPITULO VII

AQUELLA FIESTA DE TOROS...

Ya parece que van apoltronándose fijamente en sus empleos los nuevos señores que han de aconsejar y despachar los destinos del nuevo reinado.

Algo adelanté en mi pretensión, que hoy estuve en la secretaría de la maestranza de Zaragoza, y parece que entre las primeras pretensiones que firme Su Majestad, luego de pasadas estas fiestas, será una la de mi arcedianato. Si ello es como dánmelo por servido (que achacan el no estarme ya disfrutando dél a incuria de los anteriores gobernantes), a fe que como dicen de Zamora, no le he ganado en una hora.

Bien va de fiestas este año de 1622, y seguramente que quien más han de holgarse con él son los bienaventurados, que por la ejemplaridad de sus vidas y alteza de sus virtudes asiéntanse a la diestra de Dios Padre.

Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Felipe Neri, Teresa de Jesús, y parece que más que todos, por ser nacido y criado en Madrid, aquel Santo Isidro, mozo de labor en tierras de vino de Vargas, andan estos días de servilleta prendida, pues va a dárseles ya, en definitiva, la cédula de Santidad.

Las fiestas de toros celebradas en la Plaza Mayor han sido famosas.

Paréceme que esta clase de divertimiento ha de encontrar de día en día más arraigos en España, pues hásela tomado tanto el gusto, que ya más de una vez han acaecido lamentables desgracias al procurarse puesto la plebe para presenciarlas.

Yo de mí sé decir que es cosa que me agrada sobremanera.

Aquel donosísimo juego de ímpetu y destreza entre el bruto y el hombre, ¡vive Dios que enciende los ánimos y acucia la sangre adormida!

Es de los más bravos caballeros que yo he visto, don Cristóbal de Gaviria; no le va en zaga aquel Pedro Verger, alguacil de Corte, a quien en una destas fiestas agravió tan cínicamente el dicho Conde, al verle entrar todo galán y enjoyecido:

«Qué galano entra Verger
con cintillo de diamantes,
diamantes que fueron antes
de amantes de su mujer.»

¡Digan si puede insultarse más bellacamente a un cristiano!

Notable, ciertamente, fué la fiesta; y mucho regocijó, tanto a hidalgos como a plebeyos, el arrojo y empaque de los caballeros.

Desde muy temprano hubieron de acudir Sus Majestades, que desde los amplios balcones de la Panadería presenciaban el lucido festejo.

Comenzaron a desfilar los caballeros en plaza, y cada uno levantaba un murmullo de simpatía entre los miles de espectadores.

Todos, al llegar bajo el balcón real, hacían la pleitesía de rigor, e iban luego a ocupar su puesto en la liza.

Llegó, en fin, Villamediana, tan galano y gentil, que resumió en sí todas las simpatías de la gente.

Hubo una grande curiosidad por descifrar el jeroglífico de su emblema.

Nadie le comprendía.

Traía bordados sobre el pecho, hacia la parte del corazón, unos reales de plata.

Sobre ellos, escrita iba esta divisa:

Son mis amores.

Entre la gente palaciega había muy empeñado interés en descifrar qué quiera decir ello.

En el mismo balcón que ocupaban los monarcas abrióse polémica entre doña Antonia de Acuña, doña María de Guzmán y el bufón don Miguelico.

Doña Isabel escuchábalos mal de su agrado, y la vida diera porque se quedaran mudos.

El Rey no atendía sino el bullicio de fuera.

El Conde Duque le llamó la atención para que atendiera el coloquio, que era muy pintoresco.

A la postre, acabóle Soplillo diciendo:

—¡Vive Roque, que somos mentecatos! Pues si ello es tan claro y transparente como el sol que nos alumbra. ¿No son reales los timbres de su emblema?

—Sí—respondieron las damas.

—Y encima, como abrazándolos—replicó el histrioncillo,—¿no lleva escrito «Son mis amores?»

Y las damas tornaron a afirmar.

—Pues más cristalino, ni el agua destilada. «Mis amores son reales».—Y el muy bellaco lo decía silabeando las palabras, como muchacho que comienza a andar por las páginas de la cartilla.

La Reina quedó como muerta.

El Rey atarazó al enano, que todos temieron que fuera aquel su postrero día, y rugió más que dijo:

—Pues yo se los haré cuartos...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Tan bravamente parece que se portó en la lidia el alcurniado y maldiciente poeta, que para él fueron los lauros y vítores de la plebe y la nobleza.

El Rey no hizo demostración alguna, ni en favor ni en contra.

Diz que uno de los rejonazos que asestó el Conde fué tan bizarro, que el toro cayó redondo sin rastro alguno de vida.

Doña Isabel no fué dueña de sí misma, y advirtiendo que se desarrugara el ceño de su augusto esposo, exclamó:

—¡Bravo por el Conde! Pica bien Villamediana.

A que respondió Don Felipe, apartándose del balcón (con lo que dióse la corrida por terminada):

—Pica bien, pero muy alto.

CAPITULO VIII

DE CÓMO HAY GENTE PARA TODO

Dejemos aquí nuevamente que la musa de la novela historial hurte unos cuantos párrafos en los diarios avisos del clérigo pretendiente (aunque más justo fuera decir que pretendió, pues ya su paciencia y necesidad tuvieron premio, y logró el arcedianato que tan justamente pedía).

Bien es, por otra parte, que la dicha musa tomara estas breves líneas a su cargo, porque como ya su reverencia tiene en qué emplear el tiempo, no anota y comenta con el celo que hasta aquí tuvo por norma.

*     *     *

Ha dos o tres días que no viene por las Losas, y por ende ni pide ni importuna, un individuo astroso, que blasona de haber militado en Flandes y en Italia.

A decir verdad, tenía más trazas de rufián que de soldado.

De toda su estampa veíase que era hombre capaz de cualquier hazaña, como ésta no tuviere la nobleza por norma.

Traía no sé qué cartas para el almirante don Fadrique Enríquez, y siempre que hablaba era su boca un manantial de por vidas y denuestos. No logró ser recibido por el dicho magnate, y al fin una mañana (que a todo se atreven los ignorantes y desvergonzados), consiguió ver al Conde Duque, y de entonces acá no ha vuelto por las Losas en guisa de pedigüeño, sino que derecho iba al despacho de S. E. el señor don Gaspar.

Ignacio Méndez le decían.

La última vez que se le vió salía a la par de Olivares, y alguien dice que al punto de despedir a éste junto al estribo del coche, oyóle estas palabras:

—Descuide Vuecelencia, que destos días no pasa, y si hasta aquí no pudo ser, fué porque no hubo lugar. Ahora yo fío que sí, y todos quedaremos algo más que satisfechos. No habrá medio de que hable. Pero miren que yo voy bien confiado y hago cuenta de que no hay alcaldes ni alguaciles en la Corte...

CAPITULO ULTIMO

Y ASÍ MURIÓ EL CONDE

Y al fin plúgole al trágico poder que estas cosas ordena y dispuesto tan justamente tiene el principio y cabo de todo lo nacido, que llegara el aciago día del eterno crepúsculo del señor don Juan de Tassis Peralta, Conde de Villamediana.

Aunque grande era la enemiga que S. E. tenía en la Corte, no dejó un solo día de asistir a despachar como Correo y Caballerizo Mayor; pero ya su caída era inevitable, aunque a la verdad, nadie pensaba que fuera caída de muerte criminal.

Muchos auguraban su desgracia, pero casi todos pensaban que fuese destierro, como otras veces aconteciera.

El de Olivares no daba opinión alguna sobre tal asunto si algún indiscreto le preguntaba, y lo más que parece que llegó a decir (y no era poco), fué que destas tormentas había frecuentemente en los palacios, y en algunas caían exhalaciones que llevaban la muerte, pero que eran accidentes que nadie podía evitar.

Aquella mañana del 21 de Agosto de 1622 entró el Conde a la hora que tenía marcada de costumbre, más agudo y decidor que nunca.

Aún era comidilla de grandes y chicos la desdichada muerte de don Fernando Pimentel, hijo del conde de Benavente, a quien por cuestión de amores sacó deste valle de lágrimas su deudo don Diego Enríquez la noche del 7, junto a la iglesia de San Pedro el Viejo.

—De amores dicen que murió—habló Villamediana en el primer corro que halló a mano;—buena enfermedad es, y Dios me acabe della.

Prosiguió luego la charla.

Los alfilerazos personales y políticos entretenían notablemente a un grupo de caballeros que esperaban audiencia de S. M., y aunque harto sangrientas las semblanzas y demasiado atrevidas las reprensiones, cautivaban los chispazos de su mal empleado ingenio.

De todo habló; de los negocios de Flandes e Italia, del resello y contraste de la moneda, de la flota de Indias recién llegada a Cádiz, de la soberbia y favor del Conde-Duque, de la necedad y presunción del de Osuna, y de todo hizo tiras.

Pasó don Baltasar de Zúñiga, confesor del Rey y tío del Privado, y llamándole a una parte díjole en voz tan queda que dejara de oírse:

—Téngase y mire lo que habla y cómo habla, que tiene peligro de la vida.

Juiciosa advertencia que fué acogida por don Juan con una nueva y más afilada burla, que hirió muy gravemente la suspicacia del prócer religioso.

Salió a poco un gentilhombre y dió razón de que Su Majestad hacía punto en las audiencias por aquella mañana, con lo que todos abandonamos la regia antecámara.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

A última hora de la tarde volvió el Conde a Palacio.

Traía inusitada cohorte de criados, aparato que en él no era costumbre, pues la más compañía con quien solía vérsele era algún allegado o deudo o con el racionero de la catedral de Córdoba don Luis de Góngora.

Sin duda que venía a algún asunto de su alto cargo, pues que estuvo un breve rato en la secretaría del Consejo de Castilla y allí dejó unos pliegos que portaba.

Cuando salió, era a tiempo de que tornaban los Reyes.

Llegábase para cumplimentarles, pero el Rey cruzó ante él como si no le hubiese reparado.

La Reina inclinó ligeramente la cabeza y también pasó sin mirarle.

No fué ajeno el real desvío a los ojos de los demás cortesanos, pero a la arrogancia del Conde supo contenerles el gozo que pugnaba por saltarles al rostro.

Llegóse a donde estaba su íntimo camarada don Luis de Haro, camarero de la Reina, el cual, en manos de un palafrenero, dejaba su brioso alazán, y hablaron con esta brevedad:

—Don Luis, ¿finásteis por hoy vuestro menester?

—Hasta mañana a las once, disponed de mí.

—Me place.

—¿Me necesitáis?

—Habemos de hablar; ello, si es que cosa más urgente no os lo veda.

—Si la hubiere, necesitándome vos dejárala para después. Pasemos, si gustáis, a mi aposento.

—Tengo el coche en la puerta, subamos a él. Y mientras nos lleva hacia el Prado, pues la serenidad de la noche que comienza invita al paseo, charlaremos.

—¿Melancolías?... ¡Ay, señor don Juan! ¿Por qué no olvidáis este asunto y atenazáis el corazón? Mirad que porque como a hermano os quiero, os lo aconsejo.

—Mas desto y de otras cosas que en esto tienen su daño hablaremos en el coche. Este caserón se me cae encima, y pluguiera a Dios...

—Andad, andad, don Juan, que nos miran.

Y saliendo a buen paso, en el zaguán hallaron el coche del Conde.

Subieron a él y muy despaciosamente echó el cochero hacia la calle Mayor.

Sin duda que la conferencia era urgente y grave, como el Conde prometiera, porque para no ser interrumpida con el horrible estrépito de piedras y herrajes, caminaba el coche a todo el sosiego de las orondas mulas que le arrastraban.

Pasada la Platería, un hombre salió de los soportales y haciendo una seña al cochero para que detuviera la marcha, acercóse hacia la parte en que iba el de Tassis y rogóle que se apeara, pues que tenía que darle un recado importante que no consentía testigos.

Sin recelo alguno alzóse don Juan de su asiento, pero no bien había puesto el pie en el estribo, cuando aquel bellaco, sin darle tiempo para defenderse, sacó una ballestilla y asestóle tal golpe en el pecho, que allí mesmo vació la vida del noble y aventurero poeta.

Diz que tan bestial fué la embestida, que «arrebatándole el arma la manga y carne del brazo hasta los huesos, penetró el pecho y el corazón y fué a salir a las espaldas.

»A la voz triste que dió el Conde, atropellado del dolor, acudió don Luis, y conociendo el mal recaudo sucedido, quiso echar tras el asesino», entendiendo que primero era éste cuidado que el del moribundo; pero con tal prisa y azoramiento iba, que trabucándosele las piernas con el cuerpo de don Juan, cayó sobre él.

Consiguió levantarse y dió tras el criminal, pero todo fué inútil; las sombras de la noche, que ya había cerrado del todo, y dos embozados que resguardábanle, hicieron inútil este cuidado.

Entretanto la vida de Tassis quedaba hecha regueros de sangre.

Lleváronle al zaguán de su casa, que estaba casi frontera de donde vino a encontrar fin tan desdichado.

Del asesino nada se supo; por fórmula solamente abrióse una indagatoria, pero ya con el premeditado fin de no hallar al traidor...

——

La historia íntima de aquel reinado conserva el nombre de un guarda mayor de la Casa de Campo.

De él decían malas lenguas (y puede que hubieran razón, que pocas veces nacen las hablillas sin algún fundamento), que era el brazo siniestro del Rey Don Felipe IV de Austria, porque vengábale los agravios secretos...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Nadie sabe si fueron o no ciertas las causas a que se atribuyen la mala muerte del Conde en lo que atiende al enamoramiento con la reina Isabel, pero tanto empeño tuvo él en insinuarlo, que bien pudiera.

Creen los más que la venenosa pluma y el desaprensivo y franco decir, fueron quienes trajéronle a este término desastroso.

Yo pienso que unos y otros se juntaron; pero muy a pesar del interés que mostró la villa toda y de los epigramas y elegías de los más notables ingenios, ninguno prevaleció; sólo quedó como artículo de fe,

que el matador fué Bellido
y el impulso soberano...

EL RABION

(CONCHA ESPINA)

—¡Martín!

—¡Ñoraa!...

—¿Habrá crecida?

—Habrála, que desnevó en la sierra y bajan las calceras triscando de agua, reventonas y desmelenadas como qué...

—¿Pasarán las vacas al bosque?

—Pasan tan «perenes».

—Pero ten cuidado a la vuelta, hijo, que el río es muy traidor.

—A mí no me la da el río, madre.

El muchacho acabó de soltar las reses y las arreó, bizarro, por una cambera pedregosa que bajaba la ribera.

Había madrugado el sol a encender su hoguera rutilante encima de la nieve densa de los montes y deslumbraba la blancura del paisaje, lueñe y fantástico, a la luz cegadora de la mañana. Ya la víspera quedó el valle limpio de nieve, que, sólo guarecida en oquedades del quebrado terreno, ponía algunas blancas pinceladas en los caminos.

El ganado, preso en la corte durante muchos días de recio temporal, andaba diligente hacia el vado conocido, instigado por la querencia del pasto tierno y fragante, mantillo lozano del «ansar» ribereño.

Martín iba gozoso, ufanándose al lado de sus vacas, resnadas y lucias, las más aparentes de la aldea; una, moteada de blanco, con marchamo de raza extranjera, se retrasaba lenta, rezagada de las otras. Llegando al pedriscal del río, unos pescadores comentaron ponderativos la arrogancia del animal, mientras el muchacho, palmoteándola cariñoso, repitió con orgullo:

—¡Arre, Pinta!

—¿Cuándo «geda», tú?—preguntaron ellos.

—Pronto; en llenando esta luna, porque ya está cumplida...

Las vacas se metieron en el vado, crecido y bullicioso, turbio por el deshielo, y los pescadores le dijeron a Martín lo mismo que su madre le había dicho:

—Cuidado al retorno, que la nieve de allá arriba va por la posta.

El niño sonrió jactancioso:

—Ya lo sé, ya.

Y trepó a un ribazo desde cuya punta se tendía un tablón sobre el río, comunicando con el «ansar» a guisa de puente. A la mitad del tablón oscilante, el muchacho se detuvo a dominar con una mirada avara de belleza la majestad del cuadro montañés; la corriente, hinchada y soberbia, rugía una trágica canción devastadora, y el bosque, verdegueante con los brotes gloriosos de la primavera, daba al paisaje una nota serena de confianza y de dulzura tendiendo su césped suave hacia las espumas bravas y meciendo sobre el rabión furioso los árboles floridos. Lejano, en la opuesta orilla del bosque, el río hacía brillar al sol otro de sus brazos que aprisionaba el vergel.

Quiso Martín ocultarse a sí mismo el desvanecimiento que le causaba aquella visión maravillosa y terrible de la riada, y burlón, sonriente, murmuró cerrando los ojos ante las aguas mareantes:

—¡Uf!... ¡cómo «rutien»!...

Luego, de un salto, ganó la otra ribera, en uno de cuyos alisos estribaba el colgante puentecillo, conocido por «el puente del alisal». Entonces el niño, un poco trémulo, volvió la cara hacia el río, le escupió, retador, con aire de mofa, y aun le increpó:

—«Rutie», «rutie», ¡fachendoso!...

Después, internóse en el bosque, al encuentro de sus vacas.

Era Martín un lindo zagal, ágil y firme, hacendoso y resuelto; pastoreaba con frecuencia los ganados que su padre llevaba en aparcería, que eran el ejemplo y la admiración de los ganaderos del contorno. Del monte y del llano, Martín conocía como nadie los fáciles caminos; los ricos pastos y las fuentes limpias para regalo de sus vacas. El pastor sabía que sobre la existencia próspera de aquellos animales constituía la familia su bienestar, y viviendo ya el niño con el desasosiego de la pobreza encima del tierno corazón, guardaba para sus bestias una vigilante solicitud, un interés profundo, en cuyo fondo apuntaban, acaso, el orgullo del ganadero en ciernes y la codicia del campesino. Pero inseguros estos sentimientos en los once años de Martín, aparecíanse en aquella almita sana cubiertos de simpática afición hacia los animales, muy propia de una buena índole y de una generosa voluntad.

*     *     *

Aplicadas habían pastado las muy golosas, y en cada cabeceo codicioso mecieron las esquilas en la serenidad del bosque una nota musical, mientras Martín sonreía, halagado por aquel manso tintineo que era la marcha real de su realeza pastoril; sentado en un tronco muerto, iba entreteniendo la tarde en la menuda fabricación de unos pitos, que obtenía ahuecando, paciente, tallos nuevos de sauce, cortados sin nudos. Para conseguir el desprendimiento de la corteza jugosa, era necesario,—según código de infantiles juegos montañeses—acompañar el metódico golpeteo encima del pito, con la cantinela: Suda, suda, cáscara ruda; tira coces una mula; si más sudara, más chiflara...

Martín había repetido infinitas veces este conjuro milagrero, y tenía ya en la alforjita que fué portadora de su frugal pitanza una buena colección de silbatos sonoros. Miró al sol y calculó que serían las cinco. Las vacas estaban llenas y refociladas; rumiaban tendidas en gustoso abandono, babeando soñolientas sobre las margaritas, gentiles heraldos de la primavera en los campos de la montaña.

Al mediar el día, había saltado el Sur, ya iniciado desde el amanecer en hálitos tibios, que sólo el ábrego puede levantar en los días primerizos de Marzo; iba creciendo el temeroso vocear del río y llegaba al fondo del «ansar», apagado en un runruneo solemne. Martín pensó volverse a la aldea; al paso perezoso del ganado tardaría una hora lo menos; el tiempo justo para no llegar de noche.

Se levantó el muchacho y su vocecilla aguda rompió el sosiego de la tarde, arrullada por el río.

—¡Vamos... Princesa, Galana, arre...; arriba, Pinta...; Lora, vamos...!

Hubo un rápido jadear de carne, con sendas sacudidas de collaradas y sonoro repique de campanillas; y los seis animales se pusieron en marcha delante del zagal.

Al cuarto de hora de camino, Martín empezó a inquietarse; el río bramaba como una fiera, mucho más que por la mañana. Y cuando el muchacho se fué libertando de la espesura intrincada del «ansar», vió con terror que no quedaba en las altas cimas de la cordillera ni un solo cendal blanco de la reciente nevisca; la hoguera del sol y los revuelos del ábrego realizaron el prodigio.

—Irá el río echando pestes—decíase Martín;—habrá llegado punto menos que al puentecillo, y tal vez el ganado tema vadear...

Impaciente, arreó vivo y apretó el paso; y a poco, alcanzó a ver el desbordamiento de las aguas en los linderos del bosque. Dió una corrida para asegurarse de si estaba firme su puente salvador... ¡estaba! Respiró tranquilo... Ahora todo consistía en que las reses vadearan tan campantes como de costumbre. Las incitó: estaban un poco indecisas; volvían hacia el muchacho sus cabezas nobles, en cuyos ojazos mortecinos parecía brillar una chispa de incertidumbre... Hubo unos mugidos interrogantes.

Ansioso el niño, las excitó más y más, y de pronto, una entró resuelta, río adelante; las otras la siguieron, mansas y seguras, menos la Pinta que, rezagada siempre, no había dado un paso.

Martín la arreó, acariciándola:

—¡Anda, tonta, tontona!...

La vaca no se movía.

El zagal, imperioso, la empujó; pero ella mugía, obstinada y resistente, hasta que, sacudiendo su corpazo macizo, con brusco soniqueo de campanillas, dió media vuelta alrededor del muchacho y se lanzó a correr hacia el bosque.

Quedóse Martín consternado y atónito. Pero no tuvo ni un momento de vacilación: su deber era salvar a la Pinta de la riada formidable que, sin tardar mucho, inundaría por completo el «ansar» mecido entre los dos brazos del coloso.

Las otras cinco vacas, dóciles a la costumbre de aquella ruta, acababan de vadear el río con denuedo, y Martín, hostigándolas desde la orilla con gritos y ademanes, las vió andar lentamente camino de la aldea. Entonces corrió en busca de la compañera descarriada, la mejor de su rebaño, aquella en que la familia toda se miraba como en un espejo.

Sonaba el tintineo melódico de la esquila, con placidez de égloga, en la espesura del bosque soñero; y, guiado por aquel son, el niño halló a la bestia jadeante y asombrada delante del segundo torrente que el río derramaba en el «ansar». Le amarró el pastor al collar una cuerda que desciñó de la cintura y, riñéndola, muy incomodado, la obligó a tornar a la senda conveniente.

La Pinta no opuso resistencia: tal vez estaba arrepentida de su insubordinación, a juzgar por las miradas de mansedumbre con que respondía a las amonestaciones severas de Martín.

—¿No ves, bruta—decíale, afligido y razonable,—que estamos, como quien dice, en una ínsula?... ¿No ves que todo esto se va a volver un mar, mismamente, y que si te ahogas pierde mi padre lo menos cuarenta duros?... ¡Pues tendría que ver que no quisieras pasar!... ¡Sería esa más gorda que otro tanto!...

La charla afanosa del rapaz y el blando soniquete del esquilón daban una nota argentina a la orquesta grave de la riada. Habíase encalmado el viento; dormía, sin duda, en algún enorme repliegue de las montañas azules, sobre las cuales temblaba puro el lucero vespertino, arrebolado de nubes rojas.

El bravo corazoncillo de Martín golpeaba fuerte cada vez que el niño pensaba en el puente liviano del alisal.

Había ensanchado el río atrozmente sus márgenes en el tiempo que el zagal perdiera con la fuga de la Pinta; ahora, el vado espumoso y borbollante no remansaba.

Angustiado el niño, viendo crecer la noche en aquel asedio terrible del agua, amarró la vaca a un árbol y trepó a cerciorarse del estado del puente.

Pero el puente... ¡había desaparecido!

Martín, anonadado, estuvo unos minutos abriendo la boca, en el colmo del estupor, delante de aquella catástrofe irremediable y espantosa. Un velo de lágrimas cayó sobre sus ojos cándidos: ¿Qué hacer?... Sintió una necesidad espantosa de pedir socorro a voces; de llorar a gritos; pero la soledad medrosa del paraje y el estruendo de las aguas, le dominaron en un pánico mudo, aniquilador. Alzó maquinalmente la mirada al cielo, y la súbita esperanza de un milagro acarició su alma con un roce suave, como de beso; ¡si viniera un ángel a colocar otra vez el puente en su sitio!... Y ensayó el pastor unas vagas oraciones, repartidas, confusamente, entre la Virgen del Carmen y San Antonio.

Pero ¡el ángel no venía; el río seguía creciendo, y la noche cayó, impávida y serena, encima de aquella desventura!

Asiéndose entonces a la única posibilidad de salvación, Martín se llegó hasta la Pinta, la desamarró y, acariciándola mucho, mucho, con las manitas temblorosas, la echó un delirante discurso, rogándola que vadease el río y que le salvara. Despacio, con grandes precauciones, según le hablaba, se subió a sus lomos, asiendo siempre la soga con que la había apresado.

Martín empezó a creer en la realización del prodigio, porque la bestia, sumisa y complaciente, entró sin vacilar en el agua, llevándole encima. Y llegó a su apogeo el tremendo lance lleno de temeridad y de horror.

Hundíase el animal en el río espumoso y rugiente, y resbalaba y mugía, en el paroxismo del espanto, mientras que el niño, abrazándose a la recia carnaza vacilante, la besaba sollozando, gimiendo unas trémulas palabras, que tan pronto iban dirigidas a Dios como a la Pinta.

La tonante voz del río empapaba aquella humilde vocecilla de cristal, cuando el alma candorosa del pastor sintió otra vez el beso del milagro. Dominando el estrépito de la riada, unas voces le llamaban con insistencia: había gente, sin duda, en la otra orilla; le buscaban sus padres, sus vecinos...

Martín se creyó salvado. Alzó la frente en las tinieblas con un movimiento de alegría loca, y al soltarse del brazo que daba a la Pinta, un golpe de agua le echó a rodar en las espumas del rabión.

Todavía, por un instante, tuvo Martín asida una tenue esperanza de vivir: conservaba en su mano la cuerda que la vaca tenía atada al collar. La corriente, de una bárbara fuerza, tiraba del niño hacia abajo; hacia el abismo; hacia la muerte. La vacona, con la elocuencia brutal de esfuerzos y berridos, tiraba de él hacia la orilla... Pero, ¡podía más el rabión, que ya iba arrastrando al animal detrás del niño!

Entonces él, bravo y generoso en aquel instante supremo, soltó la cuerda, y dijo con una voz ronca y extraña:

—¡Arre, Pinta!

Aún gritó: ¡madre! Abrió los brazos, abrió los ojos, abrió la boca, creyó que todo el río se le entraba por ella, turbio y amargo; sintió cómo el vocerío de la corriente, que todo el día le estuvo persiguiendo, le metía ahora por los oídos una estridente carcajada, fría y burlona, como una amenaza que se cumple; y vió, por fin, cómo temblaba en el cielo, entre nubes rojas, el lucero apacible de la tarde... El rabión se le tragó en seguida, inerme y vencido, pobre flor de sacrificio y humildad...

La Pinta, dueña de la codiciada margen, miraba con ojos atónitos y mansos a un grupo de gente que la rodeaba, y a una triste mujer que, habiendo recibido en mitad del corazón la postrera palabra de Martín, en trágica respuesta, contestaba a grito herido:

—¡Allá voy, allá voy!...

Y corría la infeliz, ribera abajo, a la par del río, hundiéndose en los yerbazales inundados, perdida en las negruras de la noche, y en la sima de su dolor...

LA FRIA MANO DEL MISTERIO

FERNÁNDEZ-FLÓREZ

(HISTORIA DE PESADILLA)

Después del casamiento, mi mujer me arrastró rápidamente hasta el coche. A la puerta de la iglesia, de pie sobre las losas que cubrían las tumbas de los feligreses, los padres de Osvina lloraban. Mi suegro era alto, delgadísimo, de corva nariz; tenía los ojos redondos; su mujer era enjuta también, enlutada, triste. No hablaron; sacudían sus manos como manojos de raíces. Apenas había amanecido y la lámpara del altar se veía en la obscuridad de la iglesia como un ojo de fuego parpadeante. Llovía. Cuando arrancaron los caballos, mi mujer alzó las ventanillas y se acercó a mí, temblando, con una inquieta mirada de temor.

Puedo jurar que soy un buen creyente; el cura de San Eleuterio puede decir cómo todas las tardes, al toque de Angelus, entraba yo a rezar largamente en la iglesia. Pero yo tengo el espíritu enfermo, muy enfermo... Yo he querido alejarme de supersticiones y de brujerías, y ellas me han cercado y perseguido siempre: alguna puertecilla estaba abierta en mi alma, por la que ellas venían. Creo estar en pecado mortal. Rezaba y rezaba y el Espíritu Malo reía tras de mí. Una vez, en la iglesia de San Eleuterio, he visto alzarse la losa del sepulcro del conde de Ginzio y, por la abertura, curiosear unas cuencas vacías. Otra vez, también después del Angelus, cuando todo el templo estaba solitario y tranquilo, vi con mis tristes ojos al difunto abad de Racemil atravesar la nave y entrar en el confesonario donde en vida se sentaba para oír los pecados de las devotas. Cuando me casé, Osvina me quiso explicar estos misterios. Ella sabía hablar con los espíritus; la había enseñado su padre. En la sala grande y pobre de su caserón, alguna noche había visto yo a mi suegro alzarse de pronto, con los ojos redondos brillantes y agrandados, y extender sus manos sarmentosas hacia las tinieblas. Entonces pasaban unas tenues sombras por el círculo de luz que el quinqué proyectaba en el techo, y yo huía, amedrentado.

Y Osvina me lo había dicho todo. Habían evocado una vez el espíritu de su primer novio, aquel que murió una noche de tempestad, en las aguas alborotadas de la ría, cuando se obstinó en cruzar él solo de margen a margen para ver a la amada. Los marineros no quisieron partir y marchó él en la dorna, jurando por Dios que habría de llegar junto a Osvina. Murió. Dos días después la corriente arrastró a flor de agua su cadáver. Sobre el vientre hinchado y deforme se había posado un cuervo, triste y quieto, con el corvo pico oculto entre las negras plumas.

Desde la evocación, Osvina temblaba al recuerdo del novio muerto. A veces, en nuestra charla de enamorados, se interrumpía ella bruscamente y miraba hacia atrás con sus ojos también redondos y grandes, como si hubiese oído pasos a su espalda. En más de una ocasión intentó referirme el trance extraño de aquella entrevista de ultratumba, y siempre calló, angustiada por un temor agudo... Yo bien sé que no debí casarme con ella, pero aquellos ojos verdes y enormes me atraían como una tentación. En sueños los veía, solos, separados del rostro, brillando sobre un fondo negro... Acaso fuesen, sin embargo, los ojos del padre.

*     *     *

Era de noche ya cuando llegamos al pueblo. El coche se detuvo en una calle estrecha, de antiguas casas cuyos muros había ennegrecido la lluvia. La dueña de la fonda nos recibió alzando sus cortos brazos. Era anciana ya, diminuta, de lento y sordo hablar. Cuando joven, había sido criada en casa de Osvina. Nos precedió hasta una habitación; hizo acomodar nuestras maletas. Luego, inmóvil en el umbral, con las manos cruzadas sobre el vientre, observó:

—¡Qué guapa está mi joven señora!... ¡Tantos años pasados sin verla!

Después se dolió de su vejez, se dolió de su suerte:

—No hay en la casa más que don Amaro el médico, y su esposa. ¡Son malos tiempos, son muy malos tiempos, mi joven señora!...

Avanzó para ayudarla a cambiar sus ropas; nos guió después al comedor. Don Amaro y su mujer aguardaban ya, ante la mesa. El tenía abundante pelo gris y una frente enorme y unos ojos pequeños, de agudo mirar, amparados por unas gafas gigantescas. Su mujer era joven, casi una niña aún, hermosa como un bien de Dios; en todo su rostro había una enorme serenidad inconmovible, una quietud total, la absoluta ausencia de gestos; sus ojos eran como los ojos de una muñeca, que miran sin ver. No la he visto jamás reir, ni llorar, ni emocionarse. El velón de tres brazos que alumbraba la mesa hacía lucir sus rubios cabellos con el mismo tono suave de la miel. Comía con movimientos reposados e iguales, como obedeciendo a un oculto aparato de relojería que la rigiese. Sentada frente a mí, sentí durante la cena el peso constante de su mirada, tan insistente, tan tenaz, que pudo turbarme. El médico parecía no advertirlo. Al terminar, se alzó, cogió del brazo a su mujer y salieron. La vi marchar erguida, muda, solemne, con cierta rigidez en sus movimientos... el doctor hablaba a su oído algunas palabras confusas.

Aun le oímos charlar después, ya en nuestra habitación, contigua a la de ellos. Al través del tabique, la voz del doctor llegaba sordamente; parecía al principio cariñosa, después, semejaba rogar. Se oyó sólo la voz de don Amaro. Se hizo el silencio al fin. Entonces, de todos los rincones de la casa vetusta pareció brotar la melancolía. Nuestra lámpara alumbraba débilmente; el pabellón del lecho arrojaba a la pared su sombra como la sombra de una negra Estadea. Callábamos, presa de una vaga inquietud. Se sentía un leve zumbar: quizás el de la sangre en los oídos; quizás el de los espíritus que vuelan en la noche; quizás era, tan sólo, la vida misteriosa de la casa. Las casas tienen también su vida. Algo de la substancia espiritual de los que en ellas moran, va quedando en los rincones obscuros, en las paredes, entre las vigas del techo, hasta en los ocultos agujeros que abre la polilla. Es una vida formada de muchas partículas de vida. En las casas antiguas, por las que han desfilado las venturas y las tristezas de muchas generaciones, esa vida es tan fuerte que influye en la nuestra. Nosotros no la podemos ver, en la aparente quietud de las cosas, pero existe: los espíritus de los niños, sensibles a todo influjo, cercanos a lo sobrenatural, de donde vienen, la advierten con mayor claridad: así sienten en las habitaciones obscuras un vago terror. Y a veces, nosotros, al quedar solos en una casa en silencio, hemos sentido como la presencia de otro sér misterioso que nos acechase; y entonces hemos sufrido un impulso vehemente de huir. ¡Oh, sí: podéis creer en el espíritu de las casas, que a veces es trágico, que a veces es sonriente y protector!... El que supiese leer en esos ligeros rumores de que se llenan los edificios durante la noche, conocería muchos secretos tenebrosos.

Y nosotros sentimos despertar la vida del caserón: pasos imperceptibles, que se advierten porque cruje la madera del suelo; un suave rumor, como de charlas contenidas; una risa ahogada que se confunde con el trotecillo de un ratón... Desde el fondo de un espejo nos atisbaba algo invisible. Osvina, pálida, fría, miraba hacia los rincones obscuros; ¿qué adivinaba su alma, hecha al horror?... Yo miré sus grandes ojos redondos, dilatados de espanto. Y en los verdes iris vi claramente el rostro enjuto y el puntiagudo mentón y la corva nariz de su padre, inclinada hacia el pecho, como el pico del cuervo que se posó una vez sobre el cadáver del novio muerto en la ría lejana.

*     *     *

Si las palabras llegasen a expresar toda la fuerza de lo sobrenatural, yo podría enloqueceros con el relato de aquellos días angustiosos pasados en el caserón, mientras fuera caía implacablemente la lluvia. El cielo era obscuro como la alcoba de un enfermo; frente a nuestras ventanas se alzaban los muros de la catedral, y los monstruos de las gárgolas vomitaban incesantemente el agua turbia de los tejados, como en una náusea continua. Mi mujer, enovillada en el diván, más pálida que nunca, más transparente su piel, callaba y callaba, en un silencio desesperante y tenaz. Había sentido vagar por la estancia el espíritu del novio muerto, hosco y vengativo, y se advertía sobrecogida por un pasmo de horror. Una noche, al saltar al lecho, asombrado por el pabellón carmesí, gimieron las tablas con un largo lamento. Entonces Osvina huyó, acongojada:

—En esta cama alguien murió sin confesión—me dijo.

Y no quiso volver a ella. Todas las horas de la noche las pasó en el diván. ¿Dormía? Entre las cortinas de la cama yo la vi con sus manos extendidas hacia el espejo, suelto el cabello, entreabierta la boca, hipnóticos los verdes ojos enloquecidos. En el cristal azogado brillaban otros ojos también; cuando me incorporé para abarcar la escena, volvió a oírse el gemido del lecho. Entonces ella dejó caer sus manos, y una sombra huyó de prisa por el espejo, con las mismas largas piernas del padre... A veces, la oía hablar confusamente, como si soñase. En una ocasión me despertó una hora sonando en el reloj de la catedral; abrí los ojos. Volaba una mariposa sobre la llama del velón, y las alas fingían en el techo una sombra de garra. Bien vi acercarse la sombra hasta mi mujer, como unos dedos dispuestos a apresar fuertemente. Gimió ella en el diván, como bajo el influjo de una pesadilla. Entonces la mariposa ardió en la llama. Hubo una súbita claridad, y todo quedó nuevamente encalmado.

*     *     *

¿Quién reía así en el caserón?... ¡Oh! Es seguro que jamás entre aquellas paredes hubiese sonado otra vez la risa. Era una carcajada aguda que atravesaba los muros como un estilete de acero, fría, sutil, inquietante. Una vocecita atiplada gritó:

—¡Eh, buena ama, vieja ama, eh!... ¿Aún no os ha pedido posada el diablo?

Y la hostelera replicaba con su tono habitual, doliente y mustio.

Aquella tarde conocimos al nuevo huésped. Era un hombre chiquito y gordo, ágil como una pelota que fuese de bote en bote, inquieto, charlatán. Tenía millares de arrugas junto a los ojos minúsculos y su boca se abría, para reir, en toda la extensión de las mejillas. Saltaba, más que andar. Habíamos comenzado la cena cuando él salió con estrépito de su cuarto y llegó a ocupar su asiento, al otro lado de Elena, la mujer del doctor. Pero botó en la silla, apenas sentado, para gritar:

—¡Eh, vieja, vieja!... ¿Por qué habéis puesto hoy el velón de tres brazos?...

Y se precipitó a incendiar su servilleta, arrollada como para formar una antorcha. La posadera acudió con otra luz más. Entonces él suspiró satisfecho y arrojó la quemada servilleta.

—Es—dijo mirándonos—que los velones de tres brazos atraen los espíritus.

Osvina lo miró a su vez, calladamente. El hombrecillo gordo gritó:

—A mi vecina no le molestan los espíritus.

Y rompió a reir escandalosamente, echándose hacia atrás en su asiento, mirando a Elena con sus ojillos llenos de malicia.

Elena no contestó. Como siempre, tenía fijos en mí sus ojos serenos. Ni aun se movió un solo músculo en su rostro. Don Amaro, lívido, más encrespados los grises cabellos, arrojó el tenedor sobre la mesa, gruñendo:

—¡Cada cual vive la vida que tiene!... No puedo tolerarlo a usted...

Cogió a su mujer del brazo y se fueron. El hombrecillo se desmayaba de risa. Luego continuó devorando, como si repentinamente se hubiese olvidado de todo. Cuando calmó su apetito, me miró fijamente:

—¡Oh!—hizo, con un gesto de alegre sorpresa.—¡Samuel, mi admirable Samuel! ¿No conoce usted a los amigos?

—Señor—protesté—no soy Samuel. Me llamo Héctor; no le he visto a usted en toda mi vida.

El rió:

—¡Eh! ¿No me ha visto?... ¿Dice que no me ha visto?... El viejo judío Samuel, que tenía su tienda en Stettin, no me ha visto nunca. ¡Ji, ji!...

Tuvo otro largo acceso de risa, y tosió. Entonces asió la copa de agua y la acercó a sus labios; pero el agua se desparramó por el mantel, totalmente, como si un émbolo la impeliese. El hombrecillo tornó a posar la copa vacía, con un gesto melancólico:

—¡Siempre me ocurre así!...

Y apuró el vino, con un ademán resignado.

Después de cenar, nos siguió a nuestra alcoba y se sentó en el diván, a mi lado.

—Y bien—dijo.—¿Para qué fingir? Cada cual vive la vida que tiene, como dijo el doctor. Yo estoy muy contento por haber hallado a un viejo amigo.

Encendió su pipa.

—Ya hace cien años, ¿eh?...

Fumó unos largos minutos.

—Yo hice un buen negocio con Juliano Swart. ¿Recuerda usted a Swart?... ¡Qué bien bebía la cerveza negra de Stettin!... Decidimos que el espíritu del que muriese primero avisase al otro los medios de la inmortalidad. Firmamos el pacto con agua bendita, en una hoja de pergamino. Desde entonces no puedo probar el agua; el agua huye de mí. El pobre Juliano murió un día en que había bebido más cerveza que nunca y durmió sobre la nieve. Después vino, obediente al pacto, a traerme el secreto. Pero los espíritus se han indignado contra él. Ahora quieren matarme.

Volvió a envolverse en humo y volvió a reir.

—Pero yo les he burlado bien. Mientras duermo, corren furiosamente por la estancia y derriban los muebles. Al principio, el estrépito me producía insomnios. Ahora, me he acostumbrado y puedo dormir.

Bajó la voz para contarme:

—Pongo una calavera en la puerta de mi alcoba, y los espíritus se precipitan en ella. ¿No conoce usted ese amor a su vieja cárcel, que los lleva a entrar en los cráneos muertos y vacíos?... En el fondo de una calavera hay siempre algunos espíritus detenidos. Por eso infunden a las gentes ese temor que ellas no saben explicarse. Con la calavera en la puerta, duermo confiado.

—¡Es una ratonera!—agregó.—¡Una buena ratonera!...

Y, feliz por habérsele ocurrido la comparación, volvió a reir con su risa aguda que atravesaba todos los muros.

Luego dió dos brincos sobre los muelles del diván y marchó a acostarse, sin decir adiós.

Yo no le detuve. En aquel instante, como un relámpago vivísimo, advertí la visión de una vida anterior. Me vi alto y flaco y amarillento, tras un mostrador, en una covacha sombría, en una calleja de Stettin... Recordé haber conocido a aquel hombre pequeño y grueso como un barril de cerveza. Quise precisar, sujetar mi memoria; pero mi memoria huyó a saltitos, como el compañero de Juliano Swart.

*     *     *

Mi mujer languidecía. Aquella tarde había hablado de que era precisa una separación. En las sombras de los rincones veía siempre el espectro del novio difunto. Cuando me acercaba a consolarla, me rechazaba, poseída de un agudo terror. Yo la miraba tristemente, suspiraba y volvía a callar.

Llovía; llovía siempre. Junté mi frente a los cristales y vi cómo los monstruos de las gárgolas vomitaban el agua sucia de los tejados. Al final de la galería advertí de pronto la blanca figura de Elena, que me miraba. Entonces tuve como un enternecimiento súbito, como un ansia de amparo cerca de aquella mujer reposada y sana, que no tenía en su espíritu ansias atormentadoras ni turbas de fantasmas agitadores. Saludé tristemente. Ella siguió mirando, sin contestar. ¡Qué serena paz la de sus ojos!... Me acerqué a ella con lentitud. Comencé a hablar:

—¡Usted es feliz, señora: usted es feliz!...

No respondió. Yo abrí mi corazón angustiado y narré todas mis cuitas:

—Osvina no me quiere.

Me invadía la paz de su mirada; de pronto me asaltó un pensamiento, que fué la última llamada de la felicidad en las puertas de mi alma. ¿Me amaría Elena? ¡Aquellas sus largas miradas, aquella su quietud!... Yo sentí el suave e isócrono susurro de su aliento. Era hermosa como una visión de cuento de hadas. Mi ternura creció. Arrojéme a sus plantas y rompí en sollozos sobre sus manos blancas y tibias:

—¡Oh, Elena, Elena!... ¡Yo soy muy infeliz!...

Ella se dejaba acariciar, inmóvil, quizás petrificada en compasión. Sobre mi cabeza abatida, sus ojos estaban clavados en un punto lejano, con aquella su fijeza constante. Besé sus dedos afilados. Entonces sonó la risa del hombrecillo. El hombrecillo estaba detrás de mí, jubiloso:

—¡Ah, ah... el viejo Samuel, que enamora a la mujer de don Amaro! ¡Ah, ah!...

Me erguí, entre azorado y colérico. Elena no se alteró. Murmuré con saña:

—¿Quién le autoriza a usted para insultar a una dama?...

Siguió riendo aun. Uní mis manos en torno a su cuello, en un impulso de ira.

—¡Eh!—gruñó, desasiéndose—¡eh, viejo Samuel!... Un poco de calma. Yo no he insultado a la dama de tus amores. Esta señora no se ofende jamás.

Después se empinó para decirme al oído:

—Elena no tiene alma.

Vió mi gesto y rió otra vez. Elena, quieta, con su eterna expresión, parecía ajena al momento, como sumida en su distracción habitual.

—Elena no tiene alma, viejo Samuel. Era pupila del doctor e iba a morirse. El doctor logró salvar la materia, restaurar vísceras, ligar tendones, poner en marcha otra vez toda la maquinaria del organismo. Pero concluyó tarde su faena, y el alma se había escapado ya. ¡Je, je!... ¡Tiene un gran talento don Amaro, pero no podrá encontrar el alma de su Elena!...

Oyéronse unos golpes secos sobre la madera del piso.

—Es la calavera, que salta—explicó.—Está llena de espíritus.

Y continuó:

—El doctor se casó con su pupila, pero no pudo conseguir que le amase. Elena no siente más que el hambre, la sed, el sueño, la fatiga... ¡Es una hermosa muñeca mecánica!...

Los golpes volvieron a oírse en la estancia vecina. El hombrecillo suspiró:

—Está demasiado llena la calavera. Tendré que vaciarla. ¡Eh! ¿Por qué no da usted un abrazo a la bella Elena?... No habrá de contarlo nunca; nadie se habrá de enterar, ni aun ella misma.

Y le hizo gracia la idea y tornó a sus explosiones de alegría. Sonó entonces un golpe mayor y pasó un instante de silencio.

De mi alcoba vino el grito de espanto de Osvina. Nos miramos; el hombrecillo había palidecido también. Hizo girar sus pequeños ojos metálicos y se puso lívido:

—¡Han escapado, voto a...!

Salió. Yo le seguí. Sobre el diván, Osvina, pendiente la negra cabellera, estertoraba; todas las sombras del crepúsculo se habían reunido en una sola sombra inclinada hacia ella, como apresándola. Vi asomar un instante al espejo el rostro de su padre, invadido de desolación... Huí... En el pasillo tropecé con los trozos de la rota calavera; salí a la calle... Corría, corría... El hombrecillo gordo brincaba tras de mí, moviendo ágilmente sus cortas piernas.

Corría... soplaba... A veces oía su voz angustiosa que suplicaba:

—¡Eh, viejo Samuel: espera por mí!... ¡No me abandones, viejo!...

Pero yo sabía que algo invisible avanzaba tras nosotros. Y corría sin contestar, seca la boca, erizado el cabello...

TREMIELGA

(ORTEGA MUNILLA)

A cincuenta metros sobre el nivel del suelo, en lo más alto del cimborrio, junto a una lucerna, sobre un andamio, estábamos el maestro Lucio y yo gravemente ocupados en ponerle nimbo de oro a un San Marcos Evangelista que el día anterior habían hecho surgir de la pared nuestros pinceles. ¡Qué artistas éramos nosotros! El maestro Lucio comparaba mi pincel con un rayo de sol, porque, como éste, hacía brotar flores dondequiera; y yo, no por corresponder a estos elogios galantemente, sino por sentirlo, decía de la paleta de aquel venerable viejo que era una sonrisa del arco iris.

—Echa más oro ahí—me dijo, mojando su pincel en la cazoleta del amarillo rey.

—¿Cuándo acabamos nuestra obra?—le pregunté a tiempo que cumplía sus órdenes.

—Mañana... ¡Cuarenta años encerrado en esta catedral! ¡Qué larga fecha! ¡Aquí entré de aprendiz con el buen Ansualdo, a quien mataron los franceses... Aquí me enamoré de mi Pepilla Alderete... Aquí conocí a aquel desventurado Tremielga!...

—Aquí me conoció usted a mí, señor mío, que yo soy alguien—exclamé festivamente.

Pero esta vez no produjo el ordinario efecto de otras mi humorística salida.

No se rió el maestro Lucio con aquella carcajada de honradez y franqueza que hacía temblar sus barbas de plata; no me miró afable como solía con aquellos ojos castaños pálidos. Quedóse pensativo y mudo, con el pincel alzado, la frente contraída por las mil arrugas de su vejez y las piernas quietas, colgando del andamio. Entraba el sol por la lucerna, y al dar en la noble faz del decrépito artista, tiñendo su blusa azul de los colores naranjados rosa de los vidrios, prestábale mucha semejanza con uno de aquellos personajes bíblicos que, evocados por nosotros, habían venido a habitar las crujías del templo, los dorados camarines, el trascoro y la sacristía.

—Tú eres un niño y no te fijas aún en las cosas graves; pero aun siendo así, como es, he de contarte una historia que puede serte útil—me dijo, después de un rato de silencio, sólo interrumpido por el metálico chocar de los candeleros que un monacillo, vestido de vieja sotana, ponía en un altar.—¿Te acuerdas tú, muchacho, de mi amigo Tremielga?

—¡Y cómo si me acuerdo!—contesté, sin dejar de esgrimir el pincel sobre la cabeza de San Marcos.

Aun me parece que lo veo con su cara amarillenta como un pergamino, con sus ojos de color de la tinta, con sus manos flacas y su desgarbada persona, que parecía un aguilucho desplumado...

—Pues bien; ese aguilucho desplumado fué grande amigo mío; pero no amigo de esos que se unen hoy y se separan mañana, como bolas de billar cuando el taco las pone en movimiento, sino amigo de la infancia, compañero de escuela, discípulo de Ansualdo, voluntario del mismo regimiento cuando lo del año 9, prisionero de la misma jornada... pariente del alma, porque también tiene el alma sus primazgos y relaciones de afinidad.

-Por ejemplo—dije yo—, aquí me tiene usted a mí que soy, por el alma, hijo de usted, aun cuando el padre que me ha engendrado es otro.

—Dices bien, Leoncillo... Tremielga era un ángel, pero un ángel rebelde, con un amor propio más grande que el mundo, con un talento enorme y dislocado... Porque un día le reprendió el maestro Ansualdo delante de Pepilla, rompió el caballete y tiró los pedazos a la calle... Pero ya he mentado dos veces a mi Pepilla, y debo decirte por qué... Tenía yo diez y nueve años, y no sé qué tristeza romántica se apoderó de mí. Era el mes de Mayo. ¡Qué noches más hermosas las de aquel mes de Mayo! ¡Qué reja la de Pepilla! ¡Qué macetas de rosas las que había en ella! ¡Y qué ojos los que fulguraban detrás del follaje de las macetas, atisbando mi paso y jugando al gracioso escondite del amor!... Prendóme la graciosa cara de mi Pepilla; prendóme su cinturita de palma valenciana; prendóme la dulce canturía de su voz; prendóme el enano pie que asomaba por entre los lamidos pliegues de la falda de cúbica, como diciendo: «¡Y que nosotros, que somos tan menuditos, sostengamos todo este alcázar de hermosura!...» Y me enamoré locamente de Pepilla... Más de cinco veces pinté su retrato, entre rosales una, otra con el traje italiano que teníamos en el taller para vestir a la Virgen de la Silla; pero jamás acertaba a poner en su palmito retrechero aquella suave sombra que había debajo de los ojos, aquella lumbre de la pupila y aquellos hoyuelos, fugaces como mariposas, que esparcía la risa en su rostro.

Pasaron dos meses, y el amor era un incendio en que los dos nos abrasábamos. Una atmósfera de luz y calor nos envolvía. Un aroma que aún no han podido extraer los químicos de ninguna materia olorosa, embalsamaba nuestras almas!... Un día en que pintaba el décimo retrato de mi novia, sentí que me descargaban en la espalda un golpe, y, al volverme, vi a Tremielga, a mi amigo querido, que con el tiento en la mano y agitándole a guisa de espada, lleno de ira que en oleadas de siniestro fuego escapábase por sus ojos, me dijo:

—¡Qué miserable eres! ¿Qué sortilegio empleas para arrebatarme los asuntos de todos mis cuadros? Apenas los concibo, te pones a pintar lo mismo que yo ideé. Diríase que yo pienso por ti y que tú pintas por mí. ¡Ah, ladrón del arte! ¡Así crece tu nombre!

—¿Estás loco, Tremielga?

—Motivo había... ¿De dónde sacaste la invención de ese lienzo que pintas ahora? ¿Dónde has visto ese rostro?... Mira, no sigas moviendo el pincel; tírale o yo seré quien le arranque de tu traidora mano. Esa Venus la he sentido yo nacer en mi cerebro. Ese pecho, blanco como ala de cisne, ha palpitado al soplo de mi inspiración, y esa mano que adelanta hacia nosotros para ocultar misteriosas bellezas, se ha agitado bajo los creadores esfuerzos de mi mente. ¡Esa Venus es mía!

No le hice caso. Pensé que, según costumbre adquirida últimamente por él, se habría embriagado con cerveza, cosa en aquella edad tan rara en España como la afición a la lectura. Dejéle, pues, disputar y me marché del estudio. Pero desde entonces pude observar un cambio profundo en su conducta, y que a su amistad efusiva y franca sucedían una reserva y una indiferencia glaciales. Cuando me hablaba, apenas podía encubrir con fórmulas urbanas reticencias de odio que me herían profundamente, clavándoseme en el alma como púas de zarza.

—¡Tremielga te tiene envidia!—me decían las gentes.

Pero yo me negaba a creerlo. ¡Envidia Tremielga, cuando su talento es tan grande! ¡Envidia a mí, que me honraría siendo el autor del más malo de sus bocetos! ¡Envidia quien posee aquel lápiz con el que se apodera de las líneas de las cosas, hurtándoles las proporciones mismas de la realidad! ¡Era imposible!

Otra vez me dijeron:

—¡Tremielga trata de soplarte la dama! Pepilla Alderete le gusta, pero mucho.

Aquello era otra cosa. Yo no podía dudar del talento de Tremielga, pero podía dudar de su lealtad por dura que me fuese esta suposición. Traté de convencerme, y adquirí el convencimiento que vino a rasgar mi alma con sus uñas horribles. Imagínate, Leoncillo querido, que al ir a acariciar el perro que te sirvió de compañía durante tu vida toda, hallas que tu mano oprime, en vez de aquella hirsuta cabeza, símbolo de la inteligencia y la felicidad, la cabeza escamosa y fría de una víbora. Pues eso me sucedió a mí al ver que mi amigo, mi hermano, me engañaba.

Una noche salía yo de la catedral y me encaminaba a la reja de Pepilla. Nunca lucieron más aquellas ascuas de oro, que dicen que son mundos arrojados por Dios en la inmensidad azul; nunca tuvo murmurio más dulce y armonioso aquella fuente que en el patio de la casa habitada por Pepilla corría, corría cantándome con su voz monótona mil himnos de amor. ¡Oh, noche divina! Fué la primera que en mis labios besaron aquellos párpados que parecían hojas de rosa puestas por un hada allí para ocultar dos tesoros de diamantes. Aún se estremece dulcemente mi alma con tal recuerdo y tiembla mi corazón en su cárcel de huesos como pájaro loco que quiere volar... El reloj de la catedral parecía burlarse de nosotros adelantando el ir y venir de su batuta con que medía el tiempo; las ventanas góticas de este viejo edificio contemplábannos cual ojos envidiosos, y a veces yo creía ver dibujarse y palpitar en su órbita el espacio negro que cortaba la blancura de las piedras, señalando el hueco de las ojivas; e imaginaba—¡necio de mí!—ver en aquella pupila el mirar vidrioso de Tremielga... Al fin me despedí de Pepilla y era tan tarde, que por llegar a mi casa antes del alba eché a correr. ¡Cuál no sería mi asombro al hallarme detrás de la primera esquina la desgarbada persona de aquel desgraciado!

—¡Anda, miserable!—me dijo apretando ambos puños y acercando su cara a la mía con aire de reto.—Me has arrancado el alma. Aquella Venus que yo soñé ha pasado a ser tuya ilegítimamente... Oye, Lucio, yo pensaba matarte, pero esto no resuelve nada. Pepilla vestiría luto y estaría más bonita, más interesante con el traje negro, con la palidez del dolor, con la honda fiereza que había de despertar en su espiritillo voluntarioso y rebelde tu asesinato... Lo que hago es marcharme, porque aquí la envidia de tu bien me consume. Es un fuego que arde dentro de mis pulmones, reduciéndolos a pavesas... ¿Crees tú que es sangre lo que bulle por estas venas?—y señalaba con su tembloroso dedo índice los gruesos cordones azules que resaltaban sobre la amarilla piel, como las vetas de óxido, en el jaspe.—Pues no es sangre, sino pólvora líquida... Tú pintas mejor que yo, eres más amado que yo; me quitaste los laureles de la frente y el anillo nupcial del dedo. ¡Maldigo Dios, tu pincel y tu alma!

Y se alejó.

¡Qué cosa más atroz es causar daño al prójimo! ¡Cuando se hace sin voluntad experiméntase un dolor semejante al que todo hombre compasivo sentiría pisando una hormiga que no se ha visto antes de aplastarla, y de cuya hormiga se supiera que tenía razón, esperanza, porvenir! ¡Yo había aplastado, sin quererlo, sin quererlo, a aquella pobre hormiga, y en su postrer pataleo me daba compasión el mirarla cómo iba echando fuera los últimos alientos y las últimas ilusiones!...

Se fué a Alemania. En su cabeza llevaba un mundo muerto como el de la luna; en su corazón unas cuantas fibras secas, al modo de pedacillos de paja atados en haz de dolor. Allá vivió doce años, y cuando vino de nuevo, éramos Pepita y Lucio padres de esos tres mancebos, que son tus amigos y casi tus parientes. Venía como tú le conociste. Era, según has dicho, un aguilucho desplumado, un conjunto de huesos en fea desproporción distribuídos; pero al encontrarme un día en la calle, se irguió súbitamente, y durante un minuto volví a ver en Tremielga a aquel muchacho animoso y decidido, lleno de fe en lo porvenir, gozoso del presente, satisfecho del pasado.

—¡Ah, Lucio, Lucio!—exclamó.—Despídete de tu fama, pintorcillo. Esta idea no me la quitarás. La tengo encerrada en mi cerebro y es una cosa magnífica. ¿Quieres saber dónde la concebí? Pues fué en Pirmansen, junto a un río negro como mi humor, de cuyas embetunadas ondas miré salir una musa inspiradora. Eres un desdichado emborronador de lienzos. ¡Te compadezco!

Aquel mismo día me contaron que Tremielga había ido a ver al obispo, Mecenas inteligente y pródigo de los pintores, para pedirle que le concediera un salón de su palacio, donde pensaba exhibir cierto cuadro famoso que estaba terminando. Supe también que había dicho Tremielga en la plaza:

—Ese pillo que me ha robado todas mis ideas, va a perder de una sola vez su primacía. ¡Qué asunto el de mi cuadro!... Es un combate. Hay allí luces que ese torpe no ha visto nunca; humos que salen de la tierra y se pasean sobre el campo como gasas fúnebres del ángel de las batallas; fieros rostros de soldados en los que brilla el júbilo de la victoria y humildes caras de vencidos que piden protección. Se hablará en el mundo de mi obra, y dirán al pasar junto a la tumba de Tremielga: «¡Aquí duerme el genio!»

El obispo le otorgó lo que pedía. Instalóse el cuadro en un aposento espacioso, y cubierto con una cortina aguardaba al concurso. Allí estaba el autor, consumido por la fiebre del trabajo, y el interno rescoldo de su envidia. Todos llegamos, y cuando el obispo tomó asiento en su estadal y nos bendijo, tiró Tremielga del pedazo de sarga que ocultaba su obra. Cayó al suelo el telón y miramos todos. Pero, no bien puso sus ojos en el lienzo aquel concurso de pintores, un grito de sorpresa saltó de todas las bocas que, a un tiempo, como coro de cantares, dijeron:

—¡El cuadro de las lanzas, de Velázquez!

Sí, Leoncillo. El pobre Tremielga había compuesto como original lo que Velázquez hizo tantos años antes, y confundiendo en su alma la memoria y la fantasía, lo que aquélla le pintó como recuerdo, reputóla él creación de ésta.

Había cegado la envidia a aquel gran genio, como ciega al sol la parda nube, y en tal confusión psicológica creeríase hallar una alegoría cruel de la negra pasión que levantaba en su alma trombas de fuego y polvo.

¿Has visto nunca, Leoncillo, cosa semejante?... ¿Por qué abres tanto los ojos? ¿No me has entendido? Pues este es de aquellos sucesos que no se pueden explicar... Han dado las cinco; es ya hora de bajar desde este andamio al mundo... En el mundo hallarás espíritus fundidos en el tropel de Tremielga, y ellos te enseñarán la moraleja de mi historia. Añadiré, para darle punto, que al oir Tremielga aquella exclamación soltó una feroz carcajada, y agitando sus brazos como aspas de molino, dijo:—¡Otro ladrón de mi pensamiento! ¡Lucio me robó aquella Venus! ¡Ese... Velázquez, me ha robado la Rendición de Breda!

NOCHE SERVIA

(BLASCO IBÁÑEZ)

Las once de la noche. Es la hora en que cierran sus puertas los teatros de París. Media hora antes cafés y restaurantes han echado igualmente su público a la calle.

Nuestro grupo queda indeciso en una acera del bulevar, mientras se desliza en la penumbra la muchedumbre que sale de los espectáculos. Los faroles, escasos y encapuchados, derraman una luz fúnebre, rápidamente absorbida por la sombra. El cielo, negro, con parpadeos de fulgor sideral, atrae las miradas inquietas. Antes, la noche sólo tenía estrellas; ahora, puede ofrecer de pronto teatrales mangas de luz en cuyo extremo amarillea el zepelino como un cigarro de ámbar.

Sentimos el deseo de prolongar nuestra velada. Somos cuatro: un escritor francés, dos capitanes servios y yo. ¿Adónde ir en este París obscuro, que tiene cerradas todas sus puertas?... Uno de los servios nos habla del bar de cierto hotel elegante, que continúa abierto para los huéspedes del establecimiento. Todos los oficiales que quieren trasnochar se deslizan en él como si fuesen de la casa. Es un secreto que se comunican los hermanos de armas de diversas naciones cuando pasan unos días en París.

Entramos cautelosamente en el salón profusamente iluminado. El tránsito es brusco de la calle obscura a este hall que parece el interior de un enorme fanal, con sus innumerables espejos reflejando racimos de ampollas eléctricas. Creemos haber saltado en el tiempo, cayendo dos años atrás. Mujeres elegantes y pintadas, champán, violines que gimen las notas de una danza de negros con el temblor sentimental de las romanzas desgarradoras. Es un espectáculo de antes de la guerra. Pero en la concurrencia masculina no se ve un solo frac. Todos los hombres llevan uniformes—oficiales franceses, belgas, ingleses, rusos, servios—y estos uniformes son polvorientos y sombríos. Los violines los tocan unos militares británicos que contestan con sonrisa de brillante marfil a los aplausos y aclamaciones del público. Sustituyen a los antiguos zíngaros de casaca roja. Las mujeres señalan a uno de ellos, repitiéndose el nombre del padre, lord célebre por su nobleza y sus millones. «Gocemos locamente, hermanos, que mañana hemos de morir.» Y todos estos hombres, que han colgado su vida como ofrenda en el altar de la diosa Pálida, beben la existencia a grandes tragos, ríen, copean, cantan y besan con el entusiasmo exasperado de los marinos que pasan una noche en tierra y al romper el alba deben volver al encuentro de la tempestad.

*     *     *

Los dos servios son jóvenes y parecen satisfechos de que las aventuras de su patria los hayan arrastrado hasta París, ciudad de ensueño que tantas veces ocupó su pensamiento en la bárbara monotonía de una guarnición del interior.

Ambos «saben contar», habilidad no ordinaria en un país donde casi todos son poetas. Lamartine, al recorrer hace tres cuartos de siglo la Servia feudataria de los turcos, quedó asombrado de la importancia de la poesía en este pueblo de pastores y guerreros. Como muy pocos conocían el abecedario, emplearon el verso para guardar más estrechamente las ideas en su memoria. Los guzleros fueron los historiadores nacionales y todos prolongaron la Iliada servia, improvisando nuevos cantos.

Mientras beben champán los dos capitanes, evocan las miserias de su retirada hace unos meses; la lucha con el hambre y el frío; las batallas en la nieve, uno contra diez; el éxodo de las multitudes, personas y animales en pavorosa confusión, al mismo tiempo que a la cola de la columna crepitan incesantemente fusiles y ametralladoras; los pueblos que arden, los heridos y rezagados, aullando entre llamas; las mujeres con el vientre abierto viendo en su agonía una espiral de cuervos que ávidos descienden; la marcha del octogenario rey Pedro, sin más apoyo que una rama nudosa, agarrotado por el reumatismo, y continuando su calvario a través de los blancos desfiladeros, encorvado, silencioso, desafiando al destino, como un monarca shakespiriano.

Examino a mis dos servios mientras hablan. Son mocetes carnosos, esbeltos, duros, con la nariz extremadamente aguileña, un verdadero pico de ave de combate. Llevan erguidos bigotes. Por debajo de la gorra, que tiene la forma de una casita con tejado de doble vertiente, se escapa una media melena de peluquero heroico. Son el hombre ideal, el «artista», tal como lo veían las señoritas sentimentales de hace cuarenta años, pero con uniforme color de mostaza y el aire tranquilo y audaz de los que viven en continuo roce con la muerte.

Siguen hablando. Relatan cosas ocurridas hace unos meses y parece que recitan las remotas hazañas de Marko Kraliovitch, el Cid servio, que peleaba con las Wilas, vampiros de los bosques, armados de una serpiente a guisa de lanza. Estos hombres que evocan sus recuerdos en un bar de París han vivido hace unas semanas la existencia bárbara e implacable de la humanidad en su más cruel infancia.

El amigo francés se ha marchado. Uno de los capitanes interrumpe su relato para lanzar ojeadas a una mesa próxima. Le interesan, sin duda, dos pupilas circundadas de negro que se fijan en él, entre el ala de un gran sombrero empenachado y la pluma sedosa de una boa blanca. Al fin, con irresistible atracción, se traslada de nuestra mesa a la otra. Poco después desaparece, y con él se borran el sombrero y la boa.

Me veo a solas con el capitán más joven, que es el que menos ha hablado. Bebe; mira el reloj que está sobre el mostrador. Vuelve a beber. Me examina un momento con esa mirada que precede siempre a una confidencia grave. Adivino su necesidad de comunicar algo penoso que le atormenta la memoria con gravitación de suplicio. Mira otra vez el reloj. La una.

—Fué a esta misma hora—dice sin preámbulo, saltando del pensamiento a la palabra para continuar un monólogo mudo.—Hoy hace cuatro meses.

Y mientras sigue hablando, yo veo la noche obscura, el valle cubierto de nieve, las montañas blancas de las que emergen hayas y pinos, sacudiendo al viento las vedijas algodonadas de su ramaje. Veo también las ruinas de un caserío, y en estas ruinas el extremo de la retaguardia de una división servia que se retira hacia la costa del Adriático.

Mi amigo manda el extremo de esta retaguardia, una masa de hombres que fué una compañía y ahora es una muchedumbre. A la unidad militar se han adherido campesinos embrutecidos por la persecución y la desgracia, que se mueven como autómatas y a los que hay que impelir a golpes; mujeres que aullan arrastrando rosarios de pequeñuelos; otras mujeres, morenas, altas y huesudas, que callan con trágico silencio, e inclinándose sobre los muertos les toman el fusil y la cartuchera. La sombra se colora con la pincelada roja y fugaz del disparo, surgiendo de las ruinas. De las profundidades de la noche contestan otros fulgores mortales. En el ambiente negro zumban los proyectiles, invisibles insectos de la noche.

Al amanecer será el ataque arrollador, irresistible. Ignoran quién es el enemigo que se va amasando en la sombra. ¿Alemanes, austriacos, búlgaros, turcos?... Son tantos contra ellos!

—Debíamos retroceder—continúa el servio,—abandonando lo que nos estorbase. Necesitábamos ganar la montaña antes de que viniese el día.

Los largos cordones de mujeres, niños y viejos, se habían sumido ya en la noche, revueltos con las bestias portadoras de fardos. Sólo quedaban en la aldea los hombres útiles que hacían fuego al amparo de los escombros. Una parte de ellos emprendió a su vez la retirada. De pronto el capitán sufrió la angustia de un mal recuerdo: «¡Los heridos! ¿Qué hacer de ellos?...» En un granero de techo agujereado, tendidos en la paja, había más de cincuenta cuerpos humanos, sumidos en doloroso sopor o revolviéndose entre lamentos. Eran heridos de los días anteriores que habían logrado arrastrarse hasta allí; heridos de la misma noche que restañaban la sangre fresca con vendajes improvisados; mujeres alcanzadas por las salpicaduras del combate. El capitán entró en este refugio que olía a carne descompuesta, sangre seca, ropas sucias y alientos agrios. A sus primeras palabras, todos los que conservaban alguna energía se agitaron bajo la luz humosa del único farol. Cesaron los quejidos. Se hizo un silencio de sorpresa, de pavor, como si estos moribundos pudiesen temer algo más grave que la muerte.

Al oír que iban a quedar abandonados a la clemencia del enemigo, todos intentaron un movimiento para incorporarse; pero los más volvieron a caer.

Un coro de súplicas desesperadas, de ruegos dolorosos, fué hasta el capitán y los soldados que le seguían...

—¡Hermanos, no nos dejéis!... ¡Hermanos, por Jesús!

Luego reconocieron lentamente la necesidad del abandono, aceptando su suerte con resignación. ¿Pero caer en manos de los adversarios? ¿Quedar a merced del búlgaro o el turco, enemigos de largos siglos?... Los ojos completaron lo que las bocas no se atrevían a proferir. Ser servio equivale a una maldición cuando se cae prisionero. Muchos que estaban próximos a morir temblaban ante la idea de perder su libertad.

La venganza balkánica es algo más temible que la muerte.

«¡Hermano! ¡Hermano!» El capitán, adivinando los deseos ocultos en estas súplicas, evitaba el mirarles. «¿Lo queréis?», preguntó varias veces. Y todos movían la cabeza afirmativamente. Ya que era preciso su abandono, no debía alejarse dejando a sus espaldas un servio con vida.

¿No habría suplicado él lo mismo al verse en igual situación?...

La retirada, con sus dificultades de aprovisionamientos, hacía escasear las municiones. Los combatientes guardaban avaramente sus cartuchos.

El capitán desenvainó el sable. Algunos soldados habían empezado ya el trabajo empleando las bayonetas, pero su labor era torpe, desmañada, ruidosa; cuchilladas a ciegas, agonías interminables, arroyos de sangre. Todos los heridos se arrastraban hacia el capitán, atraídos por su categoría, que representaba un honor, admirados de su hábil prontitud.

—¡A mí, hermano!... ¡A mí!

Teniendo hacia fuera el filo del sable, los hería con la punta en el cuello, buscando partir la yugular del primer golpe.

¡Tac!... ¡Tac!...—marcaba el capitán, evocando ante mí esta escena de horror.

Acudían arrastrándose sobre manos y pies; surgían como larvas de las sombras de los rincones; se apelotonaban contra sus piernas. El había intentado volver la cara para no presenciar su obra; los ojos se le llenaban de lágrimas; pero este desfallecimiento sólo servía para herir torpemente, repitiendo los golpes y prolongando el dolor. ¡Serenidad! ¡Mano fuerte y corazón duro!... Tac..., tac...

—¡Hermano, a mí!... ¡A mí!

Se disputaban el sitio como si temieran la llegada del enemigo antes de que el fraternal sacrificador finalizase su tarea. Habían aprendido instintivamente la postura favorable. Ladeaban la cabeza para que el cuello en tensión ofreciese la arteria rígida y visible a la picadura mortal. «¡Hermano, a mí!» Y expeliendo un caño de sangre se recostaban sobre los otros cuerpos que iban vaciándose lo mismo que odres rojos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

El bar empieza a despoblarse. Salen mujeres apoyadas en brazos con galones, dejando detrás de ellas una estela de perfumes y polvos de arroz. Los violines de los ingleses lanzan sus últimos lamentos entre risas de alegría infantil.

El servio tiene en la mano un pequeño cuchillo sucio de crema, y con el gesto de un hombre que no puede olvidar, que no olvidará nunca, sigue golpeando maquinalmente la mesa... ¡Tac!... ¡Tac!...

PRUEBAS DE AMOR

(FELIPE TRIGO)

Mi amigo César es un analista insoportable. Pudiera ser feliz, porque tiene talento y buena fortuna, y es el más desdichado de los hombres.

Todo lo mide, lo pesa y lo descompone; el placer y el dolor, el llanto y la alegría, el amor y la amistad. Su corazón sensible, hasta lo infinito, se deja tocar por las más pequeñas cosas; pero el eco levantado en el corazón, plácido o triste, grande o fugaz, es entregado inmediatamente al pensamiento, que, al profundizarlo por todas partes, lo deja destrozado.

Llorando ante el cadáver de su padre, pensaba si en su aflicción extrema no habría algo de hipocresía consigo mismo. Y cesó de llorar. Pero en seguida le pareció fanfarronada de fortaleza su dolor sin llanto. Y lloró, llamándose miserable.

Estrenó una comedia. Y cuando el público lo aclamaba, se encontró a sí propio desmedidamente fácil de halagar por los aplausos. Para evitarlos, se negó a salir a escena por segunda vez, se largó a su casa, se metió en la cama y no pudo dormir, reflexionando que la brusquedad de tal determinación tuvo mucho más de vanidosa que el haber seguido recibiendo los aplausos.

Cuando saluda a un personaje aléjase meditando si en el saludo no puso algún servilismo. Y, por si acaso, cuando le halla otro día, lo esquiva.

Vive solo, huraño, perpetuamente dedicado a vacilar, a destruirse las ilusiones.

Es un loco, sin duda.

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Recuerdo que hará tres años lo encontré una tarde en el Retiro, sentado de espaldas a la gente, con la silla recostada en un árbol y entretenido en mirar el desfile de los coches. Me senté con él y no hablamos. De pronto, al paso lento de los carruajes enfilados, porque estaba en el paseo de la Reina, cruzó junto a nosotros una victoria, en cuyo interior iban dos mujeres, saludando a César.

Una, lindísima, elegante, joven.

—¿Ves aquélla?—me dijo señalándola, cuando ya no pudo vernos.—La adoro. Estoy desesperado. La vi en la Comedia, en un palco. ¿Verdad que es divina?... Tiene alma de artista. Después de la presentación, no he vuelto más que dos días a su casa. ¡Oh, si yo pudiera llevarla a la mía, hacerla mi mujer!... Créeme. El ideal es esa Aurora Rubí; pero es hija de un hombre muy rico.

En seguida me contó que Aurora había estado con él atentísima, quizás más que con nadie; pero que, sin embargo, y a pesar de que la quería cada vez más, teniendo en cuenta la alta posición de aquella familia, no se atrevería a intentar nada. Yo hícele notar a mi amigo que teniendo él una carrera brillante y un nombre literario conocidísimo en Madrid, debían tenerle sin cuidado los miles de duros del suegro. Mucho menos cuando, a juzgar por el modo de saludar de Aurora, cuyos ojos se habían fijado en César con mimosería singular, la niña estaba de su parte. Continuamos hablando del asunto mucho rato a la vuelta del paseo, y, ya de noche, en la Puerta del Sol, dejé a César con sus vacilaciones eternas y eternas dudas y desconfianzas.

*     *     *

En Marzo volví a verle en una platea del Español, con Aurora y su familia. En toda la noche cesaron de hablar, cubierta ella la cara con el abanico de seda, sin importarles un pito la representación. Y después, durante todo el verano siguiente, le encontré siempre acompañándola en los teatros, en los paseos, enamoradísimos ambos, según las muestras.

Tenía ganas de hablar con César para darle mi enhorabuena, y una tarde que yo estaba en la Moncloa, adonde fuí de puro aburrimiento, le hallé sentado en un banco, la cara seria, entretenido en golpear las piedrecillas del suelo con la contera del bastón.

—Te felicito—le dije.

—¿Por qué? ¿Por quién?... ¿Por Aurora? No, no; todo lo contrario.

—¿No es tu novia?

—Sí.

—¿No la quieres?

—Como un insensato, y su familia me acepta, y ella es adorable, sin par; y por lo tanto, me tiene vuelto el juicio. Puedo casarme cuando se me antoje; pero...

—Pero, ¿qué?

—Pero... ¡no me da la gana!

Dijo esto con dureza extraña, como imposición hecha por su voluntad a su invencible deseo.

—No quiero. No me da la gana de casarme—repitió, enfadado.

Yo me reí. El se calmó luego.

—Mira, tú—me dijo,—la quiero tanto, que yo necesito a toda costa saber que ella me quiere con delirio; necesito saber que me adora, y que me adora como una loca, que me adora por mí mismo, no por la vanidad de mi nombre, ni siquiera por la gratitud de mi amor. En una palabra: necesito que me sacrifique cuanto es y cuanto vale: su tranquilidad, su orgullo, su porvenir y su honra.

—Estás chiflado.

—Chiflado o no, eso la he dicho: que quiero todos esos sacrificios, que si yo soy su dios, como ella repite a cada instante, su dios le pide el honor y la vida para hacer de ellos lo que guste: probablemente, devolverlos; pero ¡quién sabe si entregarlos hechos jirones a la publicidad, para ver si la adoración resiste a todo, hasta al martirio y a la deshonra!

—Pero, ¿hablas formal?—no pude menos de preguntarle a mi amigo.

—Tan formal, que hace cuatro días que no la veo. La he jurado que la amaré siempre, aunque probablemente nunca nos casaremos.

—¿Y ella?

—Lucha la infeliz. Mira; al fin esta tarde me llama. Sí, sí, empiezo a creer que me idolatra; que podremos casarnos... después.

*     *     *

Al cabo de medio año, he vuelto ayer a tropezarme con César. Estaba en un café y leía, completamente absorto, una carta de renglones cruzados.

Aurora está en Santander.

—Oye—me dijo César, tras de contarme muchas cosas.—Es horrible mi situación. Yo, que tanto la adoro, no puedo acabar de convencerme de su amor, y ya menos que nunca. Yo leo esas cartas llenas de ternura, de confianzas dulcísimas, y pienso, a pesar mío, que aunque así deben de ser las que dicta el corazón de una mujer enamorada, así pueden ser también las que dirige el miedo de una pobre niña a quien le guarda el tesoro de su honra.

—Que entregó por amor.

—¡Y que puede obligarla a mentir en el olvido! ¡Oh, si así fuera, si ella me hubiese olvidado, cuánto me estaría ofendiendo al creer que yo no sería capaz de devolverle estas cartas, estos recuerdos de nuestra escondida felicidad, que no tienen valor para mí de prendas de venganza contra la ingratitud, sino de reliquias santas de la única mujer que he querido y querré con toda mi alma, aun ante la confesión de su olvido... Y si me ama—continuó César, exaltado—, yo quiero saberlo. Pero cómo, Dios mío, si me ha dado todas, todas las pruebas de amor que puede dar una mujer... ¡y no son bastantes!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Yo dejé a César por no decirle que es cruel, brutal, con la infeliz y enamorada niña que así se ha hecho la esclava de un loco.

Porque no me cabe duda que César tiene una locura no estudiada en los libros todavía.

LOS ANTEOJOS DE COLOR

(J. ECHEGARAY)

I

Don Trinidad de Aguirre ha muerto.

Esta noticia acaso no sorprenda a mis lectores, porque los lectores ya no se sorprenden de nada; pero debía sorprenderles.

Debía sorprenderles por varias razones. En primer lugar, porque ninguno de ellos habrá conocido al difunto, cuando todavía no era difunto. En segundo lugar, porque el suceso ha venido sobre todos nosotros con la rapidez del rayo, sin preparación de ningún género, sin un mal aviso de los periódicos, sin una papeleta de defunción siquiera: se nos dice que don Trinidad ha muerto, y no sabíamos que este don Trinidad existiese. Y en tercer lugar, porque la muerte de este señor ha sido de todo punto injustificada.

Con las entradas en y salidas de este mundo de lágrimas, sucede como con las entradas y salidas de los dramas: las hay que están más o menos justificadas, y las hay que no están justificadas de ninguna manera.

El mutis, digámoslo así, de don Trinidad, ha sido, pues, inesperado e injustificado.

Don Trinidad era joven, era rico, tenía figura simpática, talento natural, mucha ilustración, estaba para casarse con una chica preciosa y, sobre todo, gozó de una salud perfecta, hasta el momento de morirse, que esto no le sucede a todo el mundo.

¿Hay alguien que en estas condiciones se muera? Yo creo que no.

Pues, sin embargo, don Trinidad de Aguirre ha muerto.

Hace dos años viajó por Alemania; allá se estuvo unos meses y volvió del viaje como se fué: tan joven, tan rico, tan simpático, tan alegre y tan sano.

Pero en el mes de Noviembre del 96 tuvo un pequeño ataque a la vista.

Poca cosa, casi nada, enfermedad que no lo era, y que no tenía de serio más que el nombre, que no sé cuál fuese.

Se puso unos anteojos de color para quitar fuerza a la luz, y se curó en ocho días, quedándole los ojos tan hermosos, tan brillantes y tan malagueños como siempre.

Pero cambió de carácter; cambió por completo.

Era alegre y hasta bromista; resultó triste.

Hablaba, no con exceso, pero sí con amplia medida: resultó silencioso.

Su sonrisa era franca y espontánea: su sonrisa resultó amarga: las dos comisuras de la boca se le cayeron con caída trágica, como si huyesen de todo regocijo.

En suma, que don Trinidad se transformó.

Para los amigos no tuvo más que frases de desdén o réplicas punzantes, y, naturalmente, se fué quedando sin amigos: desde entonces siempre fué solo.

Antes se le veía en teatros, paseos y reuniones; después no se le vió ni era fácil que se le viese, porque se quedaba en casa. Pero en su casa, también solo; porque don Trinidad nunca tuvo parientes, circunstancia que hace más inexplicable su muerte repentina.

Durante un mes no vió más que a su novia, y como los anteojos de color dan a la fisonomía cierto carácter ridículo, convierten la cara humana en cara de lechuza, y él tenía interés en que su amada le viese los ojos siempre al natural, nunca se puso para mirarla los anteojos de color.

Pero un día, no se sabe por qué razón, se los puso: la chica le encontró muy raro y se echó a reir. Pues se ofendió tanto don Trinidad, que, después de mirarla fijamente, dió media vuelta, se fué a su casa y rompió para siempre con Rosario.

Por cierto que a poco más se muere del disgusto la pobre Rosario.

Algunos días después se encontraron a don Trinidad muerto.

Estaba junto a la mesa de su despacho; había escrito unas cuartillas, los anteojos de color estaban rotos, hechos añicos; se sospechó que los había roto de un puñetazo, porque tenía ensangrentado el puño.

Una particularidad llamó mucho la atención: todos los espejos de su casa, y los había magníficos, se encontraron rotos también.

De estos antecedentes se dedujo que don Trinidad se había vuelto loco.

Y las cuartillas que dejó escritas así lo confirmaron.

No se han encontrado todas; pero algunas que pudieron recogerse decían así:

II

Le encontré en un coche de primera; yo iba solo, cuando entró el maldito viejo. ¡Qué chiquitín, qué arrugado, qué color de tierra el de su cara!

Era como una esponja humana, que se apretó, se apretó, se le sacó todo el jugo, y no quedó más que una masa árida a modo de estropajo.

Llevaba puestos unos anteojos de color. No eran verdes, ni azules, ni amarillos, ni ahumados. Eran de un color extraño, mezcla turbia de todos los colores: como la vida humana.

El viejecillo me miraba mucho y sonreía con sonrisa diabólica. Si no hubiera considerado que era un pobre carcamal, le abofeteo.

Como el viaje era largo y siempre fuimos solos, hubo tiempo para que hablásemos largamente.

¡No! ¡El viejo antipático era todo un sabio!

Y estaba al tanto de la ciencia moderna y de los últimos descubrimientos.

Sobre todo, los rayos X le entusiasmaban. Pero sus entusiasmos concluían por unas sonrisas que hacían daño. No sé por qué, pero hacían daño.

Si el viaje dura más, yo le estrangulo. Mejor hubiera sido.

Aquí faltaban algunas cuartillas.

III

Para algo han servido el choque y el descarrilamiento.

Ya voy solo. Pobre hombre, murió aplastado. ¡Lo inverosímil!

Ahora que pienso en él, me da lástima; quizás fuese una buena persona.

Al morir me miró con cierta ternura: me alargó los anteojos y me dijo: «Tome usted, tome usted; le declaro mi heredero.»

¡Sus anteojos! ¡Sus anteojos de color! ¡Herencia infernal!

¡Bien muerto está el viejo!

Y aquí seguían imprecaciones, gritos de dolor, gritos de desesperación.

Decididamente don Trinidad estaba loco.

Venían después unas cuantas cuartillas escritas en una letra ininteligible.

Sólo en las últimas se entendía algo: frases sueltas; párrafos descosidos; las ruinas de un cerebro anegadas en un líquido amargo como escollera dispersa por los embates del mar salobre.

A continuación copiamos algunos fragmentos.

Decía uno de ellos:

Volví a Madrid: me olvidé por completo de los infernales anteojos.

Hice mi vida de siempre: el arte, la ciencia, mis amigos, mi Rosario.

Días felices los de hoy, como eran felices los de ayer. Estaba convencido de que la Naturaleza me había traído al mundo para gozar.

Y yo procuraba complacer a la Naturaleza.

¡Ah! ¡Si no hubiera sido por los endiablados anteojos de color!

Un día ¡día aciago!, me sentí mal de la vista: me acordé de las antiparras, me las puse y me fuí a la calle.

¡Horrible! ¡Horrible! ¡Invención admirable, prodigiosa, estupenda, pero horrible!

Y decía otro párrafo:

Los cerebros se hacen transparentes, como si fuesen de cristal de roca.

Se ve la substancia gris, sus celdillas, sus misteriosos protoplasmas, la red nerviosa que por todas partes se extiende.

Se ven las ideas escritas en maravillosa escritura: jeroglíficos de aquellas microscópicas pirámides, que los ahumados cristales de mis anteojos traducen al lenguaje vulgar.

Se ven los sentimientos: cómo se agitan, cómo se estremecen, cómo circulan a modo de oleaje sutilísimo, hundiéndose unas veces, flotando otras, sin encontrar nunca orilla en aquel mar tan pequeño y tan grande.

Se ve a la voluntad ir tropezando como borracha en una y otra celdilla, cayendo aquí, mal levantándose allá, enredándose más lejos en no sé qué red de conexiones y volviendo a caer otra vez: casi siempre va a rastras.

¡Todo, todo se ve! ¡Qué admirable! ¡Qué invención tan prodigiosa!

¡Cuánta miseria, cuánta vanidad, cuánta estupidez humana en ese libro blanco y gris con red sanguinolenta!

No: realmente es un espectáculo muy divertido ver un cráneo por dentro. Y alguna vez ya suelen verse relámpagos de luz; alguna idea hermosa, algún sentimiento noble... ¡pero ay qué pocos!

¡Divertido, muy divertido! ¡Para mí no hay secretos!

Y siguen varias cuartillas, todas tachadas; sólo se leen palabras sueltas.

¡Desengaño!... ¡dolor!... ¡buen amigo!... ¿Quién lo pensara?... ¡Y yo que creí que ese hombre era un imbécil y un tunante!... ¡Mal día!... ¡Ni uno!... ¡Doloroso!... ¡Muy doloroso!... ¡Ay, Dios mío!... ¡Dios mío!...

Al fin el pobre loco coordinaba algo más sus ideas y había párrafos seguidos.

Esta observación profunda de la humanidad por dentro, cuando se trata de personas indiferentes, es muy interesante, y muy curiosa, y muy divertida.

Pero cuando se trata de seres a los cuales algún afecto nos liga, es cruel, muy cruel; es desconsoladora; es infernal. ¡Ah! ¡El maldito viejo! ¿Por qué el descarrilamiento y el choque no lo aplastaron del todo y de una vez, sin darle tiempo para este horrible legado!... ¡Ay! ¡Los anteojos, los anteojos de color!

Y lo que más me extraña es que nunca veo un cráneo solo: siempre veo dos, y son distintos.

Pero uno de ellos es el mismo siempre: vago, confuso, indeciso, incompleto.

¿Por qué será esto? ¿Por qué serán dos?

Es un fenómeno que me confunde y que no puedo penetrar; ¡pero siento no sé qué angustia intolerable!

Y aunque este segundo cráneo no lo veo bien, veo que es muy ruin.

El egoísmo es su nota dominante: ¡yo!... ¡yo!... eternamente ¡yo!

¡No hay una celdilla en todo el campo cerebral que descubro, que no esté impregnada del yo satánico! ¡Ya me repugna! ¡Ya me da náuseas!

¡No parece sino que ese cerebro es una esponja, que se hundió en un líquido en cuyas gotas todas había escrito el egoísmo la palabra yo, y que la masa blanducha se empapó del miserable y monótono flúido!

¿Pero qué imagen es esa?

¿De dónde viene? ¿A quién pertenece?

Aquí se encuentran muchas líneas tachadas.

Luego algunos borrones; luego algunas manchas como de lágrimas.

Y un párrafo final: claro, distinto, casi solemne, y frío, muy frío.

Ya lo sé; ya sé a quién pertenecía aquel cerebro.

Ayer lo vi por duplicado.

Paseaba por mi sala, llevaba puestos los anteojos de color y me asomé a un espejo.

Y me vi en él. Me vi dos veces.

Una, en el espejo directamente: era imagen viva y distinta: el espejo era bueno.

Otra, en la imagen indecisa. Es natural; mi cerebro se reflejaba en la parte interior de mis anteojos, y del otro lado, proyectada en el espacio, aparecía en imagen borrosa e incompleta.

Ya me conozco: no tengo derecho ni curiosidad para ver a los otros hombres; y yo no quiero verme ya nunca más.

Y en la última cuartilla había unas gotas de sangre.

Fué la sangre que se hizo en la mano al romper de un puñetazo los anteojos de color.

VIDA NUEVA

(ALVAREZ QUINTERO)

La señora Manolita, vecina insigne de un pueblo andaluz, había muerto de ochenta y siete años, única enfermedad aceptable para morirse. Fué muy llorada, no sólo porque desaparecía de entre los vivos, sino porque a su paso por este bajo mundo supo dejar quien llorase su muerte: esposo—el señor Rafael, carpintero de oficio, por mal nombre Cuña;—hijos, presentes unos y ausentes otros; nietos, biznietos... y una caterva innumerable de sobrinos, primos, nueras, yernos y demás plaga de la familia.

Tal se la quería en todo el pueblo, donde también dejó huella imborrable de su existencia, merced a dos famosas recetas de su invención, una para curar los sabañones y otra para amasar pestiños; tal se la quería, que aun después del novenario del fallecimiento, el señor Rafael, el afligido Cuña y sus hijos, continuaban recibiendo pruebas inequívocas del afecto de sus amigos y parientes, muchos de los cuales iban casi todas las noches a su casa a darles compañía. Aseguraba la malicia que a lo que iban era a catar un soberbio aguardiente de guindas que tiraba de espaldas; pero ¿de qué no se ha de sacar partido y se ha de hablar mal en esta tierra de pecadores? Y cuenta que cuando se acabó el aguardiente, Cuña se quedó solo con el casco. Lo cual, sin embargo, no autoriza a creer a los murmuradores, sino a señalar, lamentándola, la pícara casualidad.

Ya se sabe lo que son estas veladas: de todo se habla en ellas menos del difunto, porque si el objeto es aliviar la pena de los que le lloran, es absolutamente indiscreto ponerse a recordar sus virtudes y buenas prendas. Así, pues, en casa del gran Cuña se hablaba de todos los vecinos del pueblo que no estaban allí—a excepción de la muerta, que tampoco estaba y nadie se acordaba de ella;—se jugaba a la brisca y al tute, se empinaba el codo un poquillo y, a última hora, se contaban cuentos y chascarrillos verdes, para lo que el propio señor Rafael tenía la mejor gracia del mundo.

Sólo en una habitación de la casa rendíase a la señora Manolita callado y silencioso culto. En torno a un braserillo cuasi apagado, y a la media luz de un quinqué de petróleo, hacían calceta cuatro viejas. Hablar, no hablaban jota. De cuando en cuando, alguna tosecilla, algún carraspeo, algún suspiro... Pero bien sabe Dios que la señora Manolita no se les caía del pensamiento.

¿Y no había nadie más en aquel sosegado cuartito? Sí, por cierto: en un rincón, borrados por la sombra, había un hombre y una mujer charlando sin tregua; pero con charla tan apagada y misteriosa, tan quedita y suave, que no podía ser sino charla de enamorados. El estaba mal embozado en su capa; ella, bien envuelta en un mantón de estambre. En los ojos de los dos brillaba la alegría, el contento de vivir... Sobre la falda de la mocita dormía un gato negro, pequeñín, del que salía un rumor continuado y monótono, que por allí se llama «hacer la ollita». Otro gato, tal vez habría buscado la falda de una de las viejas por hallarse más cerca del brasero; pero éste era un gato de buen gusto, y prefirió el calor natural de la juventud. No hay motivo para censurarle.

Oigamos a los enamorados:

—¿Pensó usté en aqueyo?

—No.

—¿Por qué?

—Porque eso no se piensa: o sale de adentro o no sale.

—Me es iguá. ¿Sale?

—Miste: lo que tengo de responderle a usté, lo sé desde er día que estrenó usté la capa.

—¿Le gusté?

—Me gustaron los embosos.

—Estos son. Coloraos. Juegan con sus labios de usté.

—Con mis labios no juega nadie, amigo.

—Pos a vé si me contestan formales: ¿cuándo me saca usté der purgatorio?

—Así que pase er frío. Ya vé usté si lo apresio.

—Es que disen que año nuevo, vida nueva, y Disiembre se va, y yo quiero principiá el año que viene en la gloria bendita. Es desí, que de su reja de usté no me van a despegá ni con agua caliente.

—¡Está usté aviao! En Enero no pelo yo la pava.

—¿Por qué?

—Por mó der relente.

—Yo ensenderé un puro, y usté se arrima a la candela.

-Me via a quemá.

—Güeno; pos lo dejaremos pa Febrero. ¿Le paese a usté bien?

-No, señó; ¿en un mes loco vamos a empesá una cosa tan seria?

—Según eso... la vamos a empesá. Ya está usté cogía.

—Ayá veremos.

—Quié desí que si no es en Febrero, será en Marso.

—¿En Marso, con er viento que hase, y la guasa que trae la Cuaresma, y espinacas los viernes?... No pué sé.

—¡Caramba, niña, que va un trimestre de dificurtaes!

—¿Y qué le hasemos?

—Pero ya está entendío: usté a lo que tira es a dí con las flores, pa que to sean flores entre nosotros. ¿Verdá? ¡Y que tengo yo unos claveles disiplinaos, que ayá por Abrí eyos solitos van a escaparse de la maseta pa írsele a usté ar moño!

—Si viera usté que he leído en er Saragosano—porque yo sé leé—que en er mes de Abrí va a diluviá... ¡Y yo no quiero que usté se moje en la ventana!

—Pasiencia. ¿Ha leído usté si en Mayo habrá só?

—En Mayo, sí.

—¡Ole!

—No, no; pare usté er cohete. En cuarquier mes entro en relaciones menos en Mayo.

—Explique usté eso.

—Porque en Mayo se arregló mi hermana Esperansa con su novio, y le salió vano.

—¿Y vi yo a pagá eso?

—¿No lo pago yo?

—Ea, pos vamos a Junio; pero ya de Junio no me pase usté.

—En Junio andaré yo mu ocupá con los esámenes de mi hermaniyo.

—¿Ah, sí?

—¡Claro!

—¡Está bien, hombre, está bien! ¿Es decí que medio año tirao a la caye? ¿Y qué me cuenta usté de Julio? ¡Un mes tan bonito!

—Me horrorisa la copla:

Los amores de Julio
son chaparrones.
No hagas caso, muchacha,
de esos amores.

—¡Por vía e la coplita e Dios!

—Pos Agosto también tiene la suya. Oiga usté y quéese usté helao:

Los amores de Agosto
yo no los quiero
porque pasa er verano,
viene el invierno.

—¡Así no vamos a acabá, niña! ¡Antes que el invierno, yega el otoño! ¿Le gusta a usté Setiembre pa pelá la pava conmigo?

—Sabe usté, que como a mi hermaniyo le van a dá calabasas en Junio, en Setiembre se me va a podé ahogá a mí con un pelo, hasta vé si sale o no sale.

—¡Camará! ¿Y Ortubre?

—En Ortubre prinsipian a caerse las hojas, y no hay humó pa ná.

—¡Morena, que se nos va el año! ¿Tiene pa usté argún pero Noviembre?

—Muchos peros, no uno. Lo dise er refrán: «Noviembre, mes de peros, castañas y nueses.» Y los peros, malo; pero las castañas, peó.

—¿Entonses, qué?... ¡Disiembre y no hay más!

—¡Disiembre! ¡Fin de año! ¿Quién planta una maseta cuando se está poniendo er só? Se aguarda a que amanesca otro día. Espere usté un poquito... y año nuevo, vida nueva. Usté lo ha dicho antes.

—¿Ahora estamos ahí? ¡Pos hágase usté cuenta de que esta conversasión la hemos tenío el año pasao, y listos! Dentro de cuatro días le digo yo a usté en su ventana esta copla, ya que sé que le gustan:

A la luna de Enero
te he comparado,
que es la luna más clara
de todo el año.

Siguió el palique... Al sonar las once en el reloj de la iglesia cercana, se levantó una de las viejas, dió las buenas noches a las otras, llamó por señas a la muchacha, y juntas salieron de la habitación. Protestó el mozo, acomodándose la capa sobre los hombros, y calándose el sombrero de ala ancha, y protestó el gato abriendo dos palmos de boca. El gato se arrimó al brasero, y el hombre salió tras la mujer.

Ya en la calle, vieja y moza apretaron el paso, porque la noche estaba fría. El las seguía de lejos. Tras mucho andar por las calles desiertas, en las que sólo hallaron un perro olfateando un montón de escombros, y un borracho que las obligó a cambiar de acera, detuviéronse ante una casa bajita y pobre. Allí estaba la reja que debía ser testigo, durante un año, al menos, de la ventura de dos enamorados. Al llegar frente a ella la mocita volvió la cara... Parecía un lucero.

Aquella noche soñaron los amantes. ¿El uno con el otro? No. Soñaron con la pobre señora Manolita, la difunta compañera del veterano Cuña, que desde el otro mundo les decía:

—¡Ah, tunantes! ¿Con que se aprovechan ustedes de que yo me he muerto para arreglar sus cosas? ¡Bien está, bien está!... No me enfado. Casi me alegro de haberles proporcionado la coyuntura. Porque—¡qué demonio!—yo, a mis ochenta y tantos, no tenía más que hacer que morirme, y ustedes, a sus veinte y pico, no tenían más remedio que quererse.

Y el cuento de aquel sueño en que danzaban la muerte y la vida, fué el primer tema de la primera pava.

EL DISFRAZ

(ALVARO RETANA)

I

Realmente es lamentable esta obsesión, amigos míos—dijo el famoso novelista Luciano Avril, siguiendo con la vista las espirales grises que salían de su cigarro turco—; pero no puedo sustraerme a ella. Desde hace dos semanas vivo en perpetuo sobresalto, oprimido por la horrible angustia de ese peligro contra el cual todas las precauciones son inútiles, y que cada hora siento más cercano. Reconozco la insensatez de mi conducta; trato de ridiculizarme ante mis propios ojos y procuro ahuyentar de mi cerebro este absurdo temor; mas lucho en vano. Desde la noche en que la vi, hoy hace quince días, he perdido el reposo. ¡Parece que fué ayer! Estaba yo solo en mi despacho, corrigiendo las pruebas de mi libro próximo a publicarse, cuando un leve rumor como el de alguien descorriendo cortinajes y removiendo telas me obligó a volver la cabeza. En la estancia no había nadie; pero en la enorme luna que ocupa casi todo el testero que yo tenía a mis espaldas, distinguí claramente, pálida entre los pliegues de su túnica negra, dejando asomar únicamente su calavera de marfil, donde los ojos fosforecían como dos luciérnagas, la imagen de la MUERTE, rebuscando con sus manos descarnadas y amarillas, ávida y sonriente entre los atavíos de un miserable alquilador de trajes, un disfraz con que desfigurarse totalmente. ¡Pesadilla arbitraria! ¿No es cierto? ¡LA MUERTE—una muerte de cuento de Grim o de dibujo de Beardsley, con su cabeza pelada como un huevo, su sonrisa escalofriante y el esqueleto oculto bajo la clásica envoltura negra y mate—buscando un nuevo traje entre las percalinas de colores de un establecimiento vulgarísimo, donde sólo van horteras y criadas a procurarse los disfraces con que bailar frenéticos en los días de Carnaval! ¡Casi me avergüenza confesar que he sido víctima de tan ridícula alucinación! Sin embargo, aquella visión grotesca e infantil ha sacudido mi alma entera como en vendaval siniestro y me ha colmado de inquietud; porque yo estoy seguro, segurísimo, de que si la Muerte en aquella ocasión recurría a un disfraz, era para venir en mi busca disimulada y alevosa, a fin de que yo, desprevenido y confiado, no pudiese evitarla ni burlarla.

Y el novelista dejó de hablar, marcándose en su frente la arruga de un invencible horror.

Su amigo inseparable, Enrique Fontanar, que le escuchaba atentamente, no pudo contener un estremecimiento que le recorrió de pies a cabeza, y el famoso doctor americano James Grey, que también le escuchaba interesado, puso al alcance de su mano un cenicero de plata para que él depositase la ceniza del cigarrillo turco, cambiando unas miradas furtivas con la mujer del escritor entre las sombras de aquel crepúsculo de Octubre, demasiado sombrío, que iba convirtiendo la estancia en una mancha negra.

—Toda mi habilidad de artista descriptivo se estrellaría si intentase dar idea de mi espantosa situación—prosiguió el joven novelista, contemplando dichoso a su mujer, que causaba la impresión de una serpiente roja modelada por una funda de terciopelo grana, con los ojos redondos, verdes y brillantes como esmeraldas engarzadas en aquel rostro inquietador, que sonreía ambiguo, mostrando una dentadura aguda y reluciente como la de un lobo.—Dominado por la convicción de que ELLA me acecha disfrazada y traidora, no me atrevo a salir solo a la calle. A cada instante me parece que ELLA va a aparecer de improviso dispuesta a hacerme su víctima, y tiemblo como un chiquillo a la sola suposición de que pueda llevar a cabo su terrible designio. Yo he creado en mis libros situaciones macabras, pero ninguna tan angustiosa como la mía. El ruido de una hoja desprendiéndose de un árbol, me hace volverme rápidamente como un reptil hostigado, temiendo que sea el roce de su insospechable vestido; el rumor del viento me aturde y me enloquece, porque no sé si es SU voz llamándome atrevida; y si al cruzar de un lado a otro de la calle, un transeunte me roza casualmente, tengo que contener un grito de terror, creyendo que son los cinco huesos de su mano los que intentaron cogerme. Más de una vez, de madrugada, he despertado a Cecilia lleno de pánico, porque me ha parecido escuchar que ALGUIEN avanzaba sigilosamente por los pasillos arrastrando una guadaña. ¡Esto es insoportable, amigos míos! ¡La gloria y la fortuna me sonríen; amo a Cecilia con locura y soy amado por ella; nada me faltaba para ser feliz, y esta obsesión maldita se ha empeñado en martirizarme? Por culpa de ella mis nervios de hombre joven que aún no ha mucho rebasó los treinta, se hallan aniquilados, mi cerebro se resiste encarnizadamente a producir, y mi temperamento, de ordinario apacible y cariñoso, se torna en agrio y desabrido...

Enrique Fontanar le dirigió una mirada llena de compasión dolorosa; Cecilia levantóse para encender la luz y arreglarse ante el espejo la encendida cabellera rojiza que aureolaba su rostro de esfinge impenetrable, y el médico, con voz un tanto hueca y funeraria, voz de muñeco o de fantasma, que quería ser afectuosa e insinuante, pero hacía escalofriarse instintivamente a Fontanar, contestó:

—Creo sinceramente, amigo Avril, que el exceso de trabajo que usted se ha impuesto es el causante de este desequilibrio que le agobia. Desde que le conozco, he reprochado a usted ese modo incesante y entusiasta que tiene de laborar. Demasiado comprendo que usted disfruta extraordinariamente tejiendo sus novelas y goza lo indecible viviendo la vida de sus personajes, por lo cual procura estar con ellos en relación continua; pero este esfuerzo de imaginación tenía que resentir su cerebro en algún momento, y este momento ha llegado. Es preciso que por una larga temporada abandone sus papeles y renuncie usted a escribir ni leer. Depure su alimentación, que no ha de ser copiosa, y si no le es posible, cambie usted de aires. Un viajecito con Cecilia a su casa de Avila le sería muy conveniente.

—Allí debe hacer un frío atroz en esta época—interrumpió Enrique.

—Eso no le hace—replicó Cecilia con naturalidad, mirando fijamente al doctor.—Todo se reduce a encender una buena chimenea y como, además, no íbamos a salir de casa... Sitio más reposado que aquel, no encontraríamos...

—El caso es que tengo tanto trabajo por entregar—afirmó el novelista—que no quisiera ausentarme todavía de Madrid.

—Mira—dijo Cecilia, decidida—opino, con el doctor, que por encima de tus compromisos editoriales está la salud. En la semana próxima nos marchamos a Avila para que descanses hasta primero de año, y verás como esa neurastenia desaparece.

—¡Qué buena eres y cuánto me quieres!—exclamó el joven escritor, abandonando su butaca para estrechar las manos de Cecilia, que le recibió tiernamente. Y al fijarse en las miradas febriles del americano, añadió con aire triunfal:—Vamos, amigo mío, que ya haría usted algo por tener una mujercita tan cariñosa como la mía.

James Grey no respondió; pero contemplando aquella escena de bienestar y dicha conyugal, aquella envidiable identificación de marido y mujer, sus pupilas metálicas relampaguearon con extraño fulgor, que no pasó inadvertido para Enrique Fontanar.

¡Cuán desagradablemente impresionaba al amigo inseparable de Luciano Avril la mirada implacable de aquel doctor venido de Norteamérica hacía un año y al cual rodeaba una aureola de misterio que él mismo parecía acentuar con la palidez de su rostro frío y duro, que apenas se contraía al hablar, y más que un rostro humano, parecía el de una estatua por su hierática inmovilidad!

James Grey era el verdadero tipo de héroe de Conán-Doyle. ¡Aquella silueta de lebrel afinada por un traje negro que al ceñirse, remarcaba la dureza de sus líneas! ¡Aquel perfil de ave de rapiña, agravado por la mirada insultadora de una pupilas negras con reflejos de acero! ¡Aquella boca sin labios, que semejaba una cortadura bajo la afilada nariz entre dos grandes arrugas en forma de paréntesis! ¡Y luego, aquellas manos rígidas, pero que al ser estrechadas resbalaban como la cola de un reptil!

De James Grey se sabía que era hijo de padre inglés y madre española, que había hecho la carrera de Medicina en Nueva York y que su especialidad era el tratamiento de las enfermedades nerviosas. Había llegado a España envuelto en el prestigio de curas maravillosas realizadas en Francia, y se le atribuían facultades sobrenaturales. En sus viajes por la India, había adquirido conocimientos extraordinarios que le permitían aparecer como un verdadero taumaturgo, y se decía que en su clínica podían encontrarse los remedios a los casos más desesperados.

A los seis meses de su entrada en la corte, James Grey era temido y admirado por toda la alta sociedad madrileña. Le hacían admirables sus curas prodigiosas; pero causaba malestar su silueta enigmática. Detrás de aquellos ojos crueles, la gente creía adivinar el secreto de algún drama tenebroso, e instintivamente el mundo reconocía en él un ser temible. Se admitía su ciencia; pero se sospechaba que alguna vez podría emplearla mal. Se admiraba al médico; pero se rechazaba al hombre.

Hizo más alarmante la silueta de James Grey, la indiscreción de un criado despedido, que, en su furor, hizo correr toda clase de fantasías y variadas calumnias que, naturalmente, favorecían poco al doctor. Se aseguró que James Grey era un profesional del opio y que en su clínica guardaba plantas desconocidas y extravagantes que provocaban ojeras profundas y palideces macabras, como la que él exhibía, y flores no menos peligrosas, que tenían la rara propiedad de nacarar con su perfume la piel de las mujeres. Pero estas últimas despedían aromas de muerte y, por aspirarlos, varias doncellas del doctor habían perecido, envenenadas de languidez.

Todo esto se decía en voz muy baja del médico famoso, sin que nadie se atreviera a desmentirlo ni a afirmarlo. Sin embargo, no por eso disminuía su clientela. El hombre no acababa de anular al sabio, y ante una curación casi milagrosa, la opinión se rendía, concluyendo por comprender que James Grey era una víctima de la maledicencia y de la envidia.

—¡Le calumnian sus enemigos!—exclamaban algunos partidarios suyos.—¡James Grey es un hombre de ciencia maravilloso, y el despecho de sus rivales es quien intenta perjudicarle! ¡James Grey es incapaz de hacer daño a una mosca!...

Uno de sus más grandes defensores era Luciano Avril. Fiaba en su talento ciegamente y una irresistible simpatía le acercaba al hombre muy temido y admirado. Y aquella mirada que a otras personas causaba malestar, diríase que magnetizaba al escritor, esclavizándole con irrompible yugo. La amistad entre el médico y el novelista aumentaba de día en día, y aquella prevención de su mujer en el primer momento contra James Grey, desaparecía, siendo substituida por un afecto que no desagradaba a su marido.

Quizás gran parte de la admiración y simpatía que el matrimonio profesaba al doctor fuera debido a que no le creyesen del todo inocente. Pero una atmósfera de espanto y de interés envuelve a las personas culpables y hasta sus ojos parecen centellear con resplandores fascinantes que sirven de aureola a su figura. Luciano y su mujer estimaban al médico; pero en su estimación influía grandemente la equívoca reputación de James Grey. El enigma de su encanto emanaba tal vez de su mismo crimen.

A Enrique Fontanar impresionaba bien opuestamente el misterioso americano. Su presencia le producía un ligero escalofrío, y nunca se dejaba cautivar por aquella diabólica sonrisa. Pero como la única vez que manifestó a Luciano Avril el sentimiento de antipatía y repulsión que James Grey le inspiraba, el novelista se enojó muy seriamente y su mujer le defendió con tenaz bizarría, no volvió a insistir, para evitar una escena desagradable.

Cuando sonaron ocho campanadas en el reloj Renacimiento que elevaba su esfera sobre la biblioteca, Enrique Fontanar y James Grey se despidieron del matrimonio.

El novelista y su mujer los acompañaron hasta la puerta, y mientras Fontanar recomendaba a Avril un viaje a su finca de Avila, James Grey, complacido, murmuraba al oído de Cecilia:

—Afortunadamente, la cosa marcha bien.

II

Ocho días después, Luciano Avril y su mujer se encontraron en su finca de las afueras de Avila, acompañados de James Grey, que hacía un sacrificio para atender a la curación del novelista, cuya neurastenia amenazaba destruirle seriamente.

Y, solo en su despacho, el joven escritor descargaba su melancolía tomando la pluma para decir a Enrique, su inseparable camarada:

«Hace una hora, mi querido Fontanar, que mi alma piensa en ti exclusivamente y que me recrimina por no haberte escrito antes, estando tan necesitado de consuelo.

»No acierto a comprender cómo he podido estar una semana sin escribirte, para narrarte mi inmensa desventura.

»Tú recordarás que siempre he sido muy débil; desde la infancia se advertía en mí esta escasez de bríos físicos que me caracteriza, y aún no habrás olvidado aquellos días de colegio en que yo me acercaba a ti deslumbrado por tu fuerza y tu benevolencia, para que tu amistad me protegiese contra las violencias de mis compañeros. Pues bien: continúo siendo el niño pálido y medroso, de exaltada imaginación de entonces; solamente que después de mi boda con Cecilia, y no sé si a consecuencia de un excesivo desgaste medular, me he hecho infinitamente más nervioso e impresionable.

»¡Luego, este amor desordenado y vehemente que siento por Cecilia me aniquila! Adoro a mi mujer con frenesí tan insensato, que quizás esto contribuya también a debilitar mi naturaleza, enfermiza de por sí. Pero no me es posible dominarme. Sus caricias exaltan mi sensibilidad tan hondamente y me producen un vértigo tan embriagador, que quisiera tenerla todo el día entre mis brazos. Únicamente por ella me impongo este trabajo abrumador, a fin de que no carezca de nada. Cecilia ama el lujo y la molicie, es voluptuosa y comodona como una gata, y si no satisficiera sus caprichos, nuestra vida conyugal sería un infierno.

»Afortunadamente, hasta ahora no puedo quejarme de mi suerte. El público hace una demanda tan importante de mis libros y mi colaboración en las grandes revistas se paga tan espléndidamente, que me permiten sostener a mi mujer con relativa fastuosidad, y aun he ahorrado dinero para adquirir esta finca, que ella llama pomposamente «su castillo» y tener un fondo de reserva, que me evita el recurrir a los treinta mil duros que heredé de mi tío y con los cuales cuento para fundar una gran casa editorial dentro de un par de años.

»Podría considerarme feliz en medio de mi debilidad. Sin embargo... sospecho que muy pronto sobrevendrá mi ruina corporal y espiritual si no logro curarme de esta dolencia que me hiere: el miedo.

»Es una enfermedad vergonzosa y terrible que se infiltra en las venas y se propaga como lepra, que se instala en mi espíritu creando absurdas desconfianzas, espantosas alucinaciones y bruscos estremecimientos, que destrozan la voluntad, la inteligencia y el organismo como un dardo envenenado.

»¿De qué tengo miedo? De muchas cosas y de nada. Del cielo gris y abrumador, que parece va a caer aplastando mi cabeza, de la nieve que nos rodea como un sudario asfixiante, del eco de las risas de Cecilia, que resuenan en estas dilatadas estancias como detonaciones formidables. Y sobre todo de ELLA, de la MUERTE entrevista en el espejo de mi despacho de Madrid, que cada vez está más próxima e implacable, pues ha hecho acto de presencia en el castillo.

»Esta mañana ha muerto misteriosamente la doncella de mi mujer, y yo me desespero pensando que esto es una advertencia que ELLA me hace para que no intente resistirme. ELLA que ha entrado en el castillo disimulada y audazmente, alevosa bajo un disfraz que yo no acierto a presentir ni conocer y que ha probado la eficacia de su guadaña segando la existencia de esta pobre muchacha que yace en una de las habitaciones del piso de arriba, vestida con una falda negra y una blusa blanca, toda verduzca, rostro y manos, como si se hubiera convertido en bronce repentinamente.

»Desde que he empezado a escribirte, me siento un poco más tranquilo, porque me parece ver tus bondadosos y protectores ojos, arrojando airados al Miedo, este monstruo negro que me atormenta. Aunque me falta el valor para levantar la vista del papel, por miedo a contemplarme, tan solo en el silencio macabro de esta enorme estancia.

»No tengo más esperanza que tú, Enrique. ¡Sálvame! ¡Es preciso que vengas inmediatamente a Avila para que yo tenga un amigo fiel a quien contar mis penas y un compañero leal que en mis ratos de soledad me ahuyente el miedo!

»Son las ocho de la noche y mi mujer ha salido con James Grey, llevándose al criado y al guarda para ir a prestar declaración ante la Policía. Hace dos semanas no me hubiera importado verlos salir reunidos para cualquier asunto; pero hace un rato, al verlos marchar juntos, he sufrido lo indecible. El Miedo, siempre el Miedo me ha hecho pensar que tal vez ellos se entienden, habiéndose puesto de acuerdo para desarrollar en mí esta sobreexcitación nerviosa que puede conducirme a la locura o al suicidio. Me acuerdo de que en un momento de buen humor hice un testamento por el cual dejo a Cecilia en posesión de mi pequeña fortuna, y pienso si ellos no estarán urdiendo algún plan siniestro para anticiparme a los designios de la MUERTE.

»¿No es verdad que esto es horrible? ¿Desconfiar hasta de mi mujer, que a todas horas me manifiesta un cariño sincero, y de James Grey, cuya solicitud cordial y cuyo noble interés aparecen visibles en cualquier instante? Me subleva verme convertido en mi propio verdugo; pero, ¿qué voy a hacer? Juraría que estoy sumido en un sueño sin fin, y que mi vida es una eterna pesadilla de la que sólo saldré para entrar en la tumba.

»¡Oh, qué alegría cuando salga el sol de mañana disipando estos terrores y aleje definitivamente mi temor de ver aparecer a la muerte, verde de pies y manos, con la falda tan negra y la blusa tan blanca...

—¿Qué haces, Luciano?—preguntó de improviso la voz argentina de Cecilia.—Y luego, abrazándole efusivamente, con la dulce mirada de una mujer que adora a su marido, añadió:

—Ya sabes que el doctor te ha prohibido que trabajes...

—Escribía a Enrique Fontanar—explicó el novelista abrazando con ternura a su mujer.—No quisiera que me llamase ingrato—agregó, cerrando la carta, después de haberla firmado.

James Grey entró para contar al escritor la entrevista con el juez, y Cecilia cogió la carta de su marido para hacerla llevar al correo al día siguiente. Durante la cena, el doctor volvió a recomendar a Cecilia:

—¡No conviene que Luciano escriba un solo renglón!...

III

Cuatro días pasados del entierro de la doncella de Cecilia, que falleció, según dictamen del forense, por haber ingerido equivocada una de las medicinas que para uso externo le recetó James Grey, Luciano Avril, después de la comida, mientras su esposa y el doctor jugaban a las damas en el comedor, escribía en su gabinete nuevamente a Fontanar:

«Tu silencio me agobia, queridísimo Enrique. Yo te esperaba aquí en seguida, y veo que ni siquiera me haces el honor de una respuesta a mi carta. ¿O es que temes encontrarte en Avila con un infeliz loco?»¡Ah, ese sí que es el más intenso de mis terrores! El miedo a enloquecer me exaspera y tiemblo por mi juicio; porque a veces me parece que mi razón es una llama vacilante condenada a apagarse al menor soplo, dejando todo negro en mi cabeza.

»No creas que estoy loco todavía. Buena prueba de que aún permanezco cuerdo es que me apercibo de cuanto pasa a mi alrededor, y no he dejado de amar a Cecilia, que sería prueba evidente de mi falta de razón.

»La sigo queriendo con amor absorbente y frenético, que me hace delirar en sus brazos. Su vista me causa extraños desfallecimientos y junto a ella no puedo respirar. Cada beso de sus labios me enfurece más y cada caricia de sus manos me torna más febril. Mi vida ahora es un éxtasis sexual, como si me hubieran dado a beber el filtro del deseo insaciable.

»Ayer deploré ante el doctor nuestra desgracia por carecer de hijos, y él contestó que el fuego destruye, pero no crea, recomendándome un poco de cordura conyugal, con ese tono de voz suyo tan acariciante y que obra sobre mis nervios exaltados el efecto de una lluvia benéfica...

»Me horrorizo acordándome de que te he escrito renglones poco favorables para él. ¡Cuán injustos eran! ¡Imposible hallar un amigo más sincero y cariñoso, más atento a devolverme la dulce paz perdida y a velar por que conserve la poca que me resta! Nadie con más dulzura que él me haría reflexionar sobre la sinrazón de esta obsesión maldita. El toma la MUERTE a broma y me cuenta en tono humorístico historias macabras para familiarizarme con la FRIA; pero su regocijo, lejos de distraerme, agudiza mi sufrimiento.

»Porque, triste es reconocerlo: mi mal no retrocede, sino aumenta. Ya no es sólo el viento, que parece quejarse con sus ayes lastimeros o las sombras nocturnas, lo que me inquieta. Ahora es también el vuelo de los pájaros, el maullido de un gato, los cortinajes de una puerta, los esqueletos de los árboles, las veletas de la torre de una iglesia lejana lo que me sobrecoge y me llena de pavor.

»Si yo me atreviese, ahora mismo abandonaría este castillo tan fúnebre, en que aún parece vagar el perfume de la criada muerta, y marcharía por el campo sin temor a hundirme en la nieve, huyendo del reloj, que marca las doce en punto y está dejando escapar sus sones, que repercuten en mi corazón como los de una campana funeral.

»Tengo miedo, Enrique, mucho miedo, y en este instante carezco hasta de fuerzas para mirar más allá de la mesa donde se confunden las sombras movibles. Siento alrededor de mi frente algo semejante al roce finísimo de unas alas, y el corazón me late furiosamente, como si una mano invisible pretendiera atenazarlo con sus dedos. Un sudor frío me invade todo el cuerpo y te dará una idea de lo mucho que tiemblo la indecisión con que mi mano traza estos renglones.

»Todo está en silencio; pero se me antoja que este silencio está lleno de murmullos, y que fuera, en el pasillo, resuenan unos pasos cautelosos. Pasos de alguien que avanza con sigilo como si temiera alarmarme, ¿sabes, Enrique? Y no me atrevo a volver la cabeza, porque sé que me he dejado la puerta entreabierta y temo ver un rostro desconocido y horroroso atisbándome implacable.

»¡Oh, Dios mío: me parece que eso se acerca, se acerca! Un penetrante olor a muerte ha corrompido la estancia y he oído chirriar la puerta...

»¡Piedad, Dios mío, ELLA está aquí!..»

Luciano Avril dejó escapar la pluma de la mano, y lívido, espantado, se levantó, haciendo esfuerzos sobrehumanos, con ánimo de cerrar la puerta.

Dotados sus sentidos de una extraordinaria delicadeza, debido a su enfermedad nerviosa, el desdichado novelista percibía los más ligeros ruidos y sufrió una convulsiva contracción al oír el tenue roce de unos pies desnudos que se deslizaban por el pasillo con dirección a su alcoba. Luciano Avril sintió un gran frío en el cerebro, donde sus ideas se arremolinaron como las hojas muertas de una tempestad, al oír claramente aquellos pasos vacilantes que hacían crujir la madera del piso y, evidentemente, se encaminaban hacia la puerta.

¿Se engañaban sus sentidos? ¿Sería una alucinación más de las innumerables padecidas? Inmóvil y sin respirar apenas, el joven escritor, apoyado en la mesa, aguardaba la horrible aparición como un condenado espera la cuchilla de la guillotina; pero cuando los pasos se aproximaron más y él comprendió que alguien, inexorable, iba a penetrar en la estancia, se lanzó hacia la puerta tratando de cerrarla con llave. Pero le detuvo con enérgico ademán un brazo verde y frío, que le hizo retirarse con horror.

El cadáver de la doncella muerta se presentaba, con la cabeza inclinada y los brazos caídos como un fantoche a quien hubieran aflojado los hilos. Sólo tenían movimiento sus pies—verdes como los brazos y la cara—que asomaban desnudos bajo la negra falda y que se detenían frente a él para que contemplase la mirada insultadora de unas pupilas negras con reflejos de acero y sonrisa diabólica; la de una boca sin labios que semejaba una cortadura bajo la afilada nariz, entre dos grandes arrugas en forma de paréntesis.

Anonadado por la impresión de un supremo espanto, Luciano Avril experimentó una violenta conmoción cerebral, cayendo al suelo como una masa, con las pupilas dilatadas y la boca abierta, para agitarse en convulsivos espasmos. Al fin llegaba la MUERTE, disfrazada con las ropas de la criada difunta, y toda verde como ella de manos y de rostro.

Durante un cuarto de hora, la extraña aparición permaneció inmóvil frente al joven escritor, observando su agonía: lividez cadavérica, sudor viscoso en todo el cuerpo, pulso apenas sensible y latidos intermitentes, cada vez más pausados, en el corazón, alternando irregularmente con una respiración anhelante. El acto reflejo había sido tan violento, que había provocado una paralización casi total de la circulación; el corazón y las arterias se habían vaciado por completo, y las venas se resistían a contener la sangre en ellas agolpada; de aquí el enfriamiento muscular y la postración mental. Nada de convulsiones; nada de estertor. La vida de Luciano se escapaba dulce e irremediablemente ante el mudo fantasma, que parecía recrearse en la contemplación de su obra monstruosa.

Diez minutos transcurrieron todavía, durante los cuales la extraña aparición continuó inmóvil, espiando con ávida mirada los últimos esfuerzos de un alma que se resistía a abandonar el cuerpo. Pasado un cuarto de hora, el cadáver verduzco habló para decir a la mujer del novelista, que penetró en la alcoba, pálida y nerviosa:

—¡Luciano Avril ha muerto! Y todo ha sucedido como yo esperaba.

Luego, mientras se despintaba el rostro y las manos con un paño mojado en agua, James Grey añadió:

—Cuando por una serie de excitaciones diversas se haya provocado el aniquilamiento del sistema nervioso de un individuo, podrá matársele con más seguridad que con un puñal, proporcionándole una emoción violenta...

IV

Aquella misma noche, Cecilia ponía un telegrama a Enrique Fontanar:

«Ruegue usted a Dios por el alma del pobre Luciano. Acaba de fallecer repentinamente.»

Y al año siguiente, la viuda del famoso y joven novelista se casaba con James Grey y partía para Norteamérica.

EL RASGO DE PAÑIZOSA

(GUTIÉRREZ GAMERO)

Oiga usted, contada al menorete, señor don Teótimo, la historia de mis desdichas, y por ellas vendrá en conocimiento de la causa de mi mal—dijo Pañizosa, y prosiguió de esta suerte:—Vine a la corte con más esperanzas que dineros, y pensé que en ella encontraría fácil acomodo, pues traía pocos años, grande voluntad y mucho apego al trabajo, con la añadidura de una apremiante carta del Alcalde de mi pueblo para un señorón de estos que tienen manejo en todas las oficinas del Estado. Meses y meses corrieron antes de que pudiera pasear mis ojos por la figura de aquel personaje cuya protección me era tan necesaria, porque mi hombre no se daba a partido ni mostraba su faz luciente al primer hijo de vecino, como a la solicitud de audiencia no fuese aparejada una recomendación de empuje. Enviéle la del Alcalde; me recibió entre dos luces; díjele mi empeño; me pidió muestra de mi letra; escribí cuatro garambainas que me dictó; le cayó en gracia el carácter de mis rasgos y salíme de su casa, en Dios y en hora buena, tocando palmas y creyendo que a la vuelta de un dado estaba mi fortuna. De allí a poco recibí una credencial de las de cinco mil reales, y héteme funcionario público en la Dirección de la Deuda, donde me aprendí al dedillo todas las leyes, ordenanzas, pragmáticas y decretos que se han promulgado en España desde que España debe dinero. Con esto fuí ganando la voluntad de mis jefes, que en cuanto conocieron lo bien arreglada que tenía mi memoria para colocar en ella, como en una anaquelería se coloca el botamen, las infinitas disposiciones gubernativas que a cada paso inventa nuestra providente Administración, echaron mano de mis conocimientos técnicos, y desde aquel punto y hora yo fuí el encargado de las cosas difíciles. Mis compañeros, viéndome siempre al yunque del trabajo, me echaron encima los suyos, y en adelante no hubo canje de valores, proyecto de emisión o pujos de arreglo en que yo no interviniese.

—¡A ver! que venga Pañizosa y nos diga qué fecha lleva la ley de...—exclamaba el segundo jefe de la Dirección.

—Oiga usted, Pañizosa: esta noche, a las nueve en punto, aquí. El diputado Hache ha pedido unos datos, y es preciso que usted los reúna para que mañana los lleve el Sr. Ministro a las Cortes. El material le pagará a usted un café y media tostada; enciende usted la chimenea, y con toda calma hace usted la notita—me mandaba el oficial del negociado.

—¡Señor de Pañizosa! ¿Sería usted tan amable que se sirviera resolverme este endiablado expediente que no sé por qué coyuntura meterle la pluma?—me suplicaba muy humilde el de la clase de terceros, recién salido del aula.

Y así, entre unos y otros, me traían y me llevaban como si fuera un zarandillo.

Algo me mortificaban estas interesadas preferencias; pero hube de consolarme ante la firme persuasión de que yo era el hombre indispensable de la oficina, sin cuyas luces y conocimientos nada podía hacerse que saliese a derechas.

¡Cuántas sabias medidas, que luego dieron fama de conspicuos a sus autores de pega, se fabricaron en este caletre mío! ¡Cuántas mejoras en nuestra maravillosa Administración se vendrían a mi casa, si las tirara la sangre, y no a las de los padres putativos que con ellas se ufanaron! Todo lo di por bien empleado, con tal de que me sirviera para echar fuertes raíces en la Dirección y me procurase algún adelanto en mi carrera; y si este segundo extremo de mi legítimo deseo no se realizaba nunca, pues ascensos y prebendas caían siempre del lado de los más ignaros, consolábame con la creencia de que ningún Ministro se atrevería a dejarme en la calle, porque al menor intento se habrían de levantar mil voces en mi defensa, siendo la primera la del Director general, que me honraba por modo extraordinario y consideraba tan útiles mis aptitudes intelectuales como si fueran sus pies y sus manos.

De esta suerte se deslizaron diecisiete años de mi existencia, sin otro accidente que aquel tremendo batacazo que pegué por causa de unos saeteros ojos que me atravesaron la autonomía. Y fué que en un baile de verbena callejera conocí a cierta joven, modista de oficio, que con el mirar sólo partía las piedras, y que me llevó blandamente al santo nudo, regalándome luego los ocho actuales herederos de mis timbres y blasones.

Referir las penas y amarguras que he pasado y paso para tirar del carro que contiene mi prole, con más la señora de Pañizosa, fuera tanto como contar las gotas que un invierno llueve. Pensé que con los cinco mil reales del empleo y los ágiles dedos de mi cara cónyuge, que se despedazaban haciendo vainica y pespunte, no nos moriríamos de hambre tan aína; y por yerro de cuenta perdí el sosiego, porque Flora, que tal es el nombre de mi mujer, dió en la flor de echar gente al mundo, con que se aumentaron nuestras angustias, dado que, a pesar de mis méritos y tecnicismo, el inspirado ascenso no llegaba, ni por asomo tenía trazas de llegar.

En cambio llegó la terrible catástrofe fraguada por un desalmado Ministro, el cual, desconociendo el importante papel que yo desempeñaba en la mecánica de la Deuda pública, y para satisfacer aspiraciones de no sé qué elector suyo, que Dios confunda y mal poso haya, decretó mi cesantía, y con ella la ruina de una familia honrada.

Que al momento me dediqué a buscar recomendaciones capaces de ablandar las berroqueñas entrañas del autor de mi duelo, se cae de su peso. En semejante tarea ocupé mis forzados ocios, cuando una noche, al entrar en mi casa, donde me aguardaban hambrientos y desesperados mi mujer y mis pobres hijos, para quienes busqué en vano, pordioseando aquí y pidiendo allá, algo con qué comprarles el más sencillo alimento, se enredaron mis pies en un bulto que se hallaba medio escondido en el ángulo de la pared y las losas. Entre bajarme y cogerlo no medió espacio, y me hallé con una cartera de buen tamaño, de esas que usan los cobradores de la Bolsa. Tendí entonces la vista por la calle, pues quizás no estuviese lejos el que hubiese perdido aquella prenda; y como nadie por allí se parecía, púsemela debajo del brazo, subí los ciento quince escalones que conducen a mi vivienda, me metí en la alcoba, cerré la puerta, abrí el cartapacio, y por poco pierdo el sentido al sacar de sus senos y rincones un montón de billetes de Banco que, muy juntitos unos contra otros y por paquetes de mil duros, sumaban la enorme cifra de cien mil pesetas. ¡Una riqueza!

Lo primero que me vino a las mientes fué dar gracias a la divina Providencia, que así premia al justo y limpio de corazón cuando en ella confía, y lo segundo llamar a Flora, que en aquel instante libraba una batalla con los desconsolados muchachos para persuadirles de cuán sano es irse a la cama sin probar bocado, y comunicarle la inesperada aventura, término de nuestros quebrantos y principio de la felicidad. Pero al ir a poner por obra tan alegre decisión, paralizóse mi cuerpo, una llamarada de vergüenza me subió al rostro, el recuerdo de mi intachable fama me llamó a la realidad del deber, y la idea de que el dueño de la cartera quizás fuese un pobre, encargado de llevar y traer valores, fué creciendo, creciendo en mi espíritu, y ya vi en la cárcel al descuidado dependiente convicto de ladrón y condenado a presidio, y deshonrado su nombre y en la miseria a su familia, porque seguramente tendría, como yo, pedazos del alma por quienes gustoso daría la existencia.

Júrole a usted, señor D. Teótimo, por la hora de mis postrimerías, que aquella bellaca tentación de quedarme con las ajenas pesetas duró muy poco, no más que unos cuantos minutos, pero fueron horribles y me parecieron siglos, porque mientras cogía el sombrero y me preparaba a salir, oí llorar con desgarradora pena al más pequeño de los muchachos, a mi pobre Esteban, un serafín del cielo, que protestaba a voces contra el forzado ayuno. Lo que entonces sintió esta flaca naturaleza mía no se puede expresar con palabras. Figúrese usted que dentro del pecho se le meten todos los cariños de la humanidad y luego se le rompen en mil pedazos y de golpe quieren escaparse por la garganta, y apenas se dará usted ligerísima idea de mi sufrimiento.

Y, sin embargo, tuve el valor de marcharme ahíto de honradez, y, con tanto dinero en el bolsillo no quise distraer una sola peseta para que mi gente comiese aquel día. Verdad es, que ya en la calle, se fundieron mis energías yéndose juntas por la canal de mis ojos, de los cuales caían lagrimones como puños.

¿Que dónde fuí? Al gobierno civil, a ver al Gobernador, al Secretario, al Jefe de vigilancia, a cualquiera que me quitase pronto aquel peso. Cumplí con mi deber y salíme del despacho de Su Excelencia tranquilo como un santo, cargado de elogios y lleno de plácemes, pues los repórters de los periódicos que van a última hora al Gobierno a husmear noticias enteráronse del suceso y lo pusieron en los cuernos de la luna.

Hizo la casualidad que, por la época a que me voy refiriendo, hallábase la prensa muy exhausta de acontecimientos sensacionales, y en razón, sin duda, a tal inopia de emociones, los periódicos de mayor circulación relataron el hecho, adornándolo con todo linaje de galas imaginativas, gastando en mi pro la mar de tinta, sacando a plaza mi penuria para que más resaltase mi hombrada, y hubo aquello de: «Rasgos como el de Pañizosa no necesitan comentarios», o bien: «En medio de esta sociedad escéptica y egoísta, un acto semejante refresca el alma»; etcétera, etcétera.

¡A qué cansarle, querido amigo! Un diario me propuso para la cruz de Beneficencia, y otro pidió al Gobierno que, en adelante, se llamase calle de Pañizosa la del Tribulete, donde vivo.

De poco me sirvieron los encomios, pues como mi rasgo fué obra que hice en pecado de duda, no me aprovechó, y ni siquiera me holgué con el premio del hallazgo, reducido a cincuenta miserables pesetas que me remitió, con una tarjeta, el dueño de los cuartos, y que devolví dignamente. ¡Pues no faltaba más sino que las tomase!

No obstante, abrigaba, que ya es abrigar, la dulce ilusión de que los aplausos de la prensa conmovieran al Ministro de Hacienda, y me volviese a mi puesto. ¿No tenía sobrados motivos para tal esperanza? Pues he aquí que a un diario de los de campanillas se le ocurre escribir lo siguiente:

«No sabemos por qué razón se ha hecho tanto ruido para ensalzar un acto que no es más que el cumplimiento de un deber. ¿Tan bajo se halla el nivel moral de este pueblo, que ya se considera como cosa extraordinaria y por fuera de los límites de lo humano aquello que debe estar en la conciencia de toda persona decente? ¿Acaso no castiga el Código penal a los que se quedan con lo ajeno sin la voluntad de su dueño? El desprendimiento (¡y lo subrayaba, Sr. D. Teótimo, lo subrayaba!) de Pañizosa no constituye, por fortuna, una excepción de la regla, y como éste podríamos citar millones de ejemplos. ¡Quién sabe si la cartera contenía, además de los veinte mil duros declarados, algunas pesetas no confesadas todavía! Porque ello es que, hasta ahora, conocemos al que las encontró, pero no al que las extravió, el cual habrá dado por bien hallados los veinte si se había despedido de los treinta...»

¿Concibe usted infamia mayor? ¿Ha visto usted en su vida nada que se parezca a tan ruin villanía? No la devoré en silencio, sino que acudí a los mismos periódicos mis panegiristas; éstos replicaron, el de la embozada calumnia duplicó la sospecha con frasecitas reticentes, y, por si fueron más o menos los infaustos billetes tentadores de mi conciencia, se armó la gran polémica, a que puso fin aquel famoso crimen cuyos detalles soliviantaron la opinión, distrayéndola del rasgo de Pañizosa.

Quedóse otra vez mi humilde nombre en la inmensidad del olvido, y yo a dos jemes de levantarme la tapa de los sesos, cuando se presentó una mañana en mi casa Perico Fuenteguinaldo, amigo de la infancia, que, sabedor de mis cuitas, acudía piadoso a compadecerlas. Así que se enteró de ellas dióme un fuerte abrazo y me prometió remedio inmediato. Justamente acababa de recibir su acta de diputado a Cortes; pertenecía al grupo del Ministerio de Hacienda, y en cuanto pidiera mi reposición tendría la credencial. ¡Como que era coser y cantar!—¡Dios lo haga y que su voluntad poderosa me otorgue tal merced!—pensé yo.

¿Creerá usted que la adversa suerte se había cansado de perseguirme? Pues oiga, amado don Teótimo, lo más gordo, lo más tremendo, lo que puso fin y punto a mi probada paciencia, lo que colmó la medida de mi desgracia. Oiga usted, o mejor dicho, lea usted esta carta de Su Excelencia que Perico Fuenteguinaldo me remitió con otra suya, llena de excusas y perdones.

Y Pañizosa entregó a don Teótimo un papel muy arrugado y mohoso, que, al pie de la letra, decía así:

«El Ministro de Hacienda.—Particular. Señor D. Pedro Fuenteguinaldo. Mi querido amigo. En el alma siento no poderle complacer en punto a la reposición de su recomendado, el Sr. Pañizosa. Realmente los informes que en la Dirección me han dado de este antiguo funcionario son excelentes; pero parece que anduvo complicado en un asunto donde mediaron cien mil pesetas, y aquello no quedó claro.

»Y usted comprenderá que, siendo esta situación tan escrupulosa en lo que a la moralidad administrativa atañe, no debemos echar mano de gente cuya fama tenga el menor tilde.

»Repitiéndole mi sentimiento, queda suyo afectísimo amigo q. s. m. b.,—José Sánchez Pantalla

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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NOTA IMPORTANTE.—Si entre los lectores de estas líneas se halla alguno que tenga metimiento con el Ministro de Hacienda, sírvase recomendarle eficazmente a don Leandro Pañizosa, que vive en la calle del Tribulete, número 192, piso quinto, donde espera un alma piadosa que le saque de su misérrimo estado.

EUCARISTIA

(HOYOS Y VINENT)

Genuflexos ante el altar del Santo Gonzaga, oraban en la gloria de la mañana de Mayo, bañados en policroma fanfarria de luz con que el sol, filtrándose al través de las historiadas vidrieras, inundaba la capilla. En la iglesia, de ese risueño gótico todo blanco y oro, típico de la moderna devoción francesa, la Santa Virgen María fulguraba envuelta en un nimbo de llamas; la cabeza de la Imagen se inclinaba ambigua, sin que pudiese saberse si era fatigada por el peso de la corona empedrada de diamantes y zafiros, los heráldicos gules, símbolo del amor y de la alegría celestiales, o en un gesto amable de gran dama, recibiendo un homenaje, y mientras sostenía con una mano a un Jesús mofletudo, recogía con la otra su manto de rara magnificencia zodiacal; a sus pies, la imagen andrógina del franco príncipe Luis el Santo alzaba hacia la bóveda tachonada de luceros los ojos pintados de azul. En búcaros de irisado vidrio, azucenas litúrgicas erguían sus tallos y abrían el virginal enigma de sus flores, mientras a entrambos lados del altar descendía como por la escala de Jacob, angélica procesión de concertantes.

Arrodillados en sus reclinatorios Juan y Jesús, oraban en espera de la reconciliación con que sus almas puras hallaríanse dignas de recibir la visita de Dios hecho Hombre. Cruzados los bracitos lazados de blanco sobre el pecho, levantadas hacia la Imagen las cabezas donde aún no anidara el ave siniestra de un mal pensamiento, eran las preces que aleteaban en sus labios como cándidas palomas que, dejando el nido, volaban hacia el trono de Dios.

Rubio, pálido, de doradas crenchas y pupilas de cielo, Jesús; moreno, de rasgados ojos de sombra y ensortijados bucles, Juan—Murillo y Rafael—; a la endeble elegancia de fin de raza del primero oponía el segundo la viril petulancia ingenua de sus doce años. Y sus figuras eran trasunto fiel de sus almas, toda ternura, temor y melancolía la de Jesús; toda resolución, apasionamiento y valor, la de Juan.

Huérfano, rico, noble, enfermizo, confinado por egoísmo de sus tutores en aquel colegio, Jesús había hallado su defensor en las luchas de educandos en la adolescente energía de Juan, secundón de noble familia provinciana. Eran inseparables los dos amigos; fraternal afecto les unía, y la vida deslizábase para ellos feliz, igual, monótona, llena por su cariño que les ayudaba a sobrellevar las contrariedades del encierro, compartiendo estudios, recreos, devociones, venciendo Jesús la hostilidad de sus compañeros, gracias a la victoriosa y audaz simpatía de Juan, benévolos a las travesuras de éste los maestros ante la intercesión del primero. Así, al volar del tiempo, llegó insensiblemente el día deseado con fervor de acercarse a la Sagrada Mesa.

Un débil llamamiento del Padre sacó a Jesús de su devoto rezar y llevóle a los pies del confesonario; el negro manteo abrióse como dos alas inmensas, aprisionando al Inocente. La mano enjuta, descarnada, dorada de tabaco, posóse en la áurea guedeja, y la voz pastosa, tras breve musitar de oraciones, comenzó las preguntas de rúbrica:

—¿A ver, hijo, si recuerdas algún otro pecadillo?... Piensa que Dios Nuestro Señor, que murió por nosotros, te hace hoy la gran merced de venir a ti.

Tras un instante, la voz pura negó:

—No, Padre.

—A ver—insistió el cura—; piensa bien... Alguna mentirilla.... Alguna falta de respeto.

—No recuerdo, Padre—tornó a replicar.

El confesor se detuvo y miró al niño. La divina claridad que emanaba de sus ojos, ojos color de cielo, irradiaba sobre el rostro cándido, prestándole un aura de luz.

—¿Papás no tienes, verdad, hijo mío?

—No, Padre.

—¿Hermanitos?—interrogó nuevamente.

—Tampoco.

Calló el presbítero de nuevo. Vacilaba; aquel candor que lucía en el rostro le imponía respeto. Sin embargo, siguió:

-¿Amigos?... ¿Algún amigo a quien quieres mucho?

Con espontaneidad entusiasta, y replicó vivaz:

—Sí, Padre, uno a quien quiero mucho, John. Es como un hermano.

Los ojos, sagaces, grises, fríos, cortantes como navajas, escudriñaron en la carne del penitente como si quisiesen leer hasta el fondo de su alma. Reflejaba inocencia tal, que el sacerdote vaciló. ¿Seríale permitido sondear abismos que tal vez no existían? La pregunta infame detúvose en sus labios un instante, y, al fin, la formuló velada.

El niño, con los ojos muy abiertos, llenos de temor y asombro, denegó enérgico con la cabecita de querube, apretando los labios para no sollozar e inclinando la frente para recibir el exorcismo de aquella cruz que borraría el pecado, pero no retornaría el candor perdido.

Nuevamente arrodillado ante el altar, esperaba el supremo instante. De lo alto de la bóveda, el órgano dejaba caer sus notas graves, armoniosas: un coro de voces entonaban un hosanna a la gloria del Hacedor, y el sol rutilaba en los dorados y espolvoreaba con el iris de sus rayos el recinto santo. Ante el eucarístico misterio, hasta una docena de niños arrodillados, hacían ofrenda de sus vidas. Eran los unos, frescos y rosados como plebeyos frutos; eran los otros, pálidos y elegantes como infantes de legendario país de ensueño. El oficiante, revestido con fastuosa magnificencia, avanzó hacia ellos, sosteniendo en una mano el cáliz de oro incrustado de piedras preciosas, y en la otra la Hostia, Cuerpo de un Dios, mientras sus labios murmuraban las preces litúrgicas.

Juan y Jesús habían dejado caer su cabeza entre las manos, y, arrobados, daban gracias por la alta merced. Pero tal vez la paz había huído de sus almas, y algo que no era santo conturbaba su espíritu, porque hay revelaciones que, a semejanza de ciertos trágicos males, con su contacto mancillan una vida entera.

Acabó la misa y fueron a reunirse todos, alegres, locuaces, risueños, con los suyos, que les aguardaban en las grandes salas del colegio.

Había explosiones de maternal cariño que estallaban en besos, mimos y caricias. Los niños brincaban alegres en un florecer magnífico de ensueños y sonreían confiados en el umbral de la vida. Sólo Juan y Jesús yacían abandonados sin los brazos de una madre que les brindasen su refugio. Jesús, doliente, contemplaba el espectáculo de la alegría ajena. Juan, más resuelto, le brindó, en un gesto afectuosamente fraternal, sus brazos.

Pero Jesús, por primera vez, le rechazó, e incapaz de resistir más, refugióse a llorar en un rincón.

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Mulier quoe sola cogitat, male cogitat=> Mulier quæ sola cogitat, male cogitat {pg 26}
vociferendo descompuesta=> vociferando descompuesta {pg 27}
como si se abriese las puertas de la gloria=> como si se abriesen las puertas de la gloria {pg 52}
como tengan eco en las Losas=> como no tengan eco en las Losas {pg 73}
es hombre conciencia=> es hombre de conciencia {pg 97}
de lo que afirman=> de los que afirman {pg 113}
los milles de espectadores=> los miles de espectadores {pg 123}
trazas de rufían que de soldado=> trazas de rufián que de soldado {pg 126}
canturia de su voz=> canturía de su voz {pg 172}
lo que me inquietan=> lo que me inquieta {pg 244}

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