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Nota de transcripción

Índice general

Lista de ilustraciones

Índice de personas citadas


Book cover

[Pg 1]

LUCRECIA
BORJA


[Pg 2]

OBRAS DEL AUTOR


Relaciones entre España y Austria durante el reinado de la Emperatriz Doña Margarita, Infanta de España, esposa del Emperador Leopoldo I.—Madrid, 1905.—En 4.º

España en el Congreso de Viena según la correspondencia oficial de D. Pedro Gómez Labrador, Marqués de Labrador.—Madrid, 1907.—En 4.º con un fotograbado.

Ocios diplomáticos. La jornada del Condestable de Castilla a Inglaterra para las paces de 1604. La embajada de Lord Nottingham a España en 1605.—Rubens diplomático.—Antonio Van Dyck.—Madrid, 1907.—En 4.º

Relaciones entre España e Inglaterra durante la guerra de la Independencia. Apuntes para la Historia diplomática de España, de 1808 a 1814, con prólogo del Excmo. Sr. D. Antonio Maura. Tomo 1. 1808-1809. Desde el Dos de Mayo hasta la batalla de Talavera. Madrid, 1911.—Tomo II. 1809-1812. Desde la batalla de Talavera hasta la de Arapiles. Madrid, 1912.—Tomo III. 1812-1814. La Embajada del Conde de Fernán-Núñez.—El Congreso de Viena. Madrid, 1914.—En 4.º, tres volúmenes.

La Misión del Barón de Agra a Londres en 1808.—Madrid, 1909.—En 4.º

El Rey José Napoleón.—Madrid, 1911.—En 4.º

La Embajada del Conde de Gondomar a Inglaterra en 1613. Discurso leído ante la Real Academia de la Historia, en el acto de su recepción pública, el 25 de Mayo de 1913.—Madrid, 1913.—En 4.º mayor.

El estilo diplomático. Discurso leído ante la Real Academia Española en el acto de su recepción pública, el 4 de Junio de 1916.—En 4.º mayor.

Las Mujeres de Fernando VII.—Madrid, 1916.—En 4.º, con cinco retratos.

El Palacio Barberini. Recuerdos de España en Roma.—Madrid, 1919.—En 4.º, con una lámina.

El Papa de Velázquez.—Madrid, 1920.—En 4.º mayor, con una lámina-retrato.

La Embajada del Marqués de Cogolludo a Roma en 1687.—Madrid, 1920.—En 4.º, con una lámina.

El Duque de Medinaceli y la Giorgina.—Madrid, 1920.—En 4.º

Algunos cuadros del Museo del Prado. Cómo se recobraron y salvaron de segura ruina los de Rafael que se llevó Bonaparte. París.—En 8.º mayor, con láminas.

Fernando VII, Rey Constitucional.—Historia diplomática de España de 1820 a 1823.—Madrid, 1922.—En 4.º


Ilustración

Pinturicchio

Aumentar
SANTA CATALINA DE ALEJANDRÍA
Supuesto retrato de LUCRECIA BORJA.


[Pg 3]

Marqués de Villa-Urrutia
DE LAS RR. ACADEMIAS ESPAÑOLA Y DE LA HISTORIA

LUCRECIA
BORJA

ESTUDIO HISTÓRICO

Ilustración

FRANCISCO BELTRÁN
LIBRERÍA ESPAÑOLA Y EXTRANJERA
PRÍNCIPE, 16—MADRID


[Pg 4]ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS


[Pg 5]

El porqué de este libro.

No es sólo en España donde los historiadores modernos, impulsados acaso por el espíritu caballeresco de la raza, han salido a la palestra, enristrando algún potísimo documento, en defensa de la honra de egregias damas asendereadas y maltrechas, y así como a Don Quijote se le antojaron en la venta hermosas doncellas las mozas del partido que ayudaron a armarle caballero, así también las que gozaron en vida fama de impenitentes pecadoras, se nos presentan ahora con ropa de pudibundas matronas y esposas ejemplares, que murieron casi casi en olor de santidad y sin el menor tufillo de carnal y pecaminoso ayuntamiento.

Un historiador alemán, como sus compatriotas concienzudo y minucioso, dedicó, a orillas del Tíber, largas horas de paciente busca en los archivos, y no pocas vigilias al estudio de la Roma medioeval, y en sus andanzas topó, en la Corte de Alejandro VI, con la hija de aquel Papa, la sin par Lucrecia Borja, puesta en solfa por Víctor Hugo y Donizetti. Prendóse de ella, como tantos otros, y se propuso, siquiera fuese tardíamente, rehabilitarla ante la mal informada posteridad, acabando con la leyenda romántica y con los adjetivos denigrantes que afeaban los amores de una dama que no había nacido ciertamente para figurar un día con aureola en los altares ni en la Historia como heroína, ejecutora o inspiradora de gloriosas[Pg 6] hazañas. Era una mujer por cuyas venas corría la sangre española y ardentísima de los Borjas, no entibiada en su mezcla con la romana y plebeya, no menos alborotada de la Vannozza, y ni heredó de sus padres virtudes que ellos no poseyeron ni pudo tampoco sustraerse al ambiente de abominación y de lujuria que se respiraba en la Corte pontificia. Pecó como otras muchas hijas de Eva que probaron y saborearon la fruta prohibida y de ella luego se nutrieron y hartaron; mas pudo alegar como disculpa la de un temperamento excesivo, al que servía de aguijón el mal ejemplo de cuantos la rodeaban: padres y hermanos, tías, cuñadas y primas, sin que bastaran a apaciguarlo y refrenarlo ni su voluntad flaquísima ni su conciencia por completo embotada. Predominó en Lucrecia la hembra enamorada, y más que a su belleza, cuidada con esmero y realzada por el exquisito y dispendioso gusto con que se vestía y adornaba, rendíanse a su encanto cuantos se le acercaban y disfrutaban de su trato. Sumisa en Roma para sus enlaces matrimoniales a los antojos de la familia, vióse obligada en Ferrara, para satisfacer los propios, a contenerlos dentro de los límites de la honestidad y la prudencia, impuestos por un marido celoso y una Corte hipócritamente pudibunda. Falleció en edad temprana, antes de que el tiempo le hiciera sentir demasiado sus ultrajes; pero sus últimos años, muertos ya sus padres, sus tres hermanos, sus hijos Rodrigo y Alejandro, fueron de preparación para la muerte, que por obra de la divina misericordia presintió ya próxima. Apartóse de los placeres mundanos, que tanto le gustaron; entregóse a lecturas ascéticas poco amenas, atenazó con cilicios la carne hermosa y pecadora, fundó conventos y enriqueció los existentes, y cuando llegó la Descarnada, hallóla tan bien dispuesta al duro trance, que no quedó en el ánimo de los ferrareses duda alguna de que aquella alma bendita había ido derechamente al cielo.

Con estos datos, un historiador español se hubiera apresurado a instruir el expediente de beatificación de la Du[Pg 7]quesa de Ferrara, para aumentar el ya crecido número de santos famosísimos con que ha poblado España la Corte celestial, pues española era, y muy mucho en sus sentimientos, gustos y aficiones, la gentilísima Lucrecia. No se ha atrevido, sin embargo, a tanto el historiador alemán. Propúsose Gregorovius solamente limpiar a su heroína de todo el fango que sobre ella había vertido la calumnia, tanto la de sus contemporáneos italianos, como la del dramaturgo francés que la sacó a las tablas sin el más mínimo respeto a la verdad, y rehabilitarla, dejándola reducida a las modestas proporciones de una pecadora común y corriente, sin los descomedidos apetitos meretricios de una Mesalina, y sin otra participación que la de mera comparsa en el terrible drama de que fueron protagonistas los Borjas, y Roma teatro durante el papado de Alejandro VI[1]. Lograra o no el sabio tudesco su propósito, ello es que su libro sobre Lucrecia Borgia fué muy leído y acreció el interés que la hija de Alejandro inspiró siempre, no sólo durante su vida, intensa y breve, sino después a cuantos se aficionaron a la historia del Renacimiento italiano y se sintieron poderosamente atraídos por la magia de la grande enamorada, que cada cual veía y pintaba a su manera, según su fantasía, y sin poner mano en el velo que cubría la esfinge. Rasgólo Gregorovius, y su libro pareció una revelación que satisfizo, sin embargo, a pocos. La diosa bajó del pedestal y las gentes quedaron muy mohinas al ver que el supuesto monstruo apocalíptico era una mujer de carne y hueso, de la talla y condición de los demás mortales y con las flaquezas propias de su sexo. Era el fin de una leyenda que, como tantas otras, desaparecía por obra de uno de esos roedores de bibliotecas y de archivos que se nutren de libros y papeles viejos y se complacen en rehacer la Historia, arrancando a la Humanidad sus ilusiones respecto del pasado.

[Pg 8]

Pero si acabó la leyenda para los que creyeron, y fueron los más, que era el Evangelio cuanto les decía Gregorovius, hubo también no pocos, entre los que profesan o por afición cultivan la Historia, que se permitieron tratar de apócrifo el tal Evangelio, y siguieron revolviendo archivos a caza de papeles que pusieran en claro la vida y milagros de Lucrecia Borja, la cual, a través de los siglos, nos atrae con la misma irresistible fuerza del encanto con que sedujo a sus contemporáneos. El autor de la Historia de los Papas desde el fin de la Edad Media, el Barón Luis de Pastor, que representa hoy a la República austriaca cerca de la Santa Sede, sin dejar de la mano la obra magna, de la que lleva publicadas ya seis tomos que alcanzan hasta el Pontificado de Pablo IV, al tratar del de Alejandro VI, con su escrupuloso y desapasionado amor a la verdad, no deja bien parados al Papa y a su hija predilecta. Y la pelea sigue encarnizada entre los caballeros andantes, dispuestos a romper lanzas en favor de Lucrecia, y los que ponen todavía en duda su honestidad, muy discutida en Roma, y la sinceridad de su arrepentimiento y conversión en Ferrara.

Esto ha dado lugar a una literatura copiosísima, obra de historiadores y novelistas, dramaturgos y pornógrafos que en Italia como en Francia, en Alemania como en Inglaterra, inspirados por las gestas de los Borjas, dedicáronse a escribirlas, los unos con ánimo de arrancar a los archivos su secreto, los otros con fines puramente literarios, deformando o transformando los hechos según los gustos y el propósito del autor. En España no ha despertado el debido interés entre los historiadores la vida de esta ilustre española, hija de un Papa.

El marqués de Laurencín ha publicado una Relación de los festejos que se celebraron en el Vaticano con motivo de las bodas de Lucrezia Borgia con Don Alonso de Aragón, que escribió la hermana del novio Doña Sancha, acrecentándola con muy curiosas noticias y aclaraciones, en su mayor parte inéditas, que nos dan a conocer los[Pg 9] principales personajes que a las bodas asistieron y en la Relación se nombran, uniendo su elogio a los del autor de Las Quincuagenas y batallas, el buen capitán Gonzalo Fernández de Oviedo, que vió a Lucrecia muchas veces y la tuvo por «persona muy hermosa, sabia e valerosa señora, e por dicho de muchos de aquel tiempo, era clarísima e pocas a ella semejantes, cuyas excelencias no se podrían decir sin muchos renglones y en poco tiempo». Pero el vulgo se contenta con conocer a Lucrezia Borgia por la ópera de Donizetti aún más que por el drama de Víctor Hugo, y la gente culta se ha dado por enterada y satisfecha con el libro de Gregorovius.

En este caso me encontraba cuando vine a Roma. Mis aficiones diplomáticas habían pasado por una crisis dolorosa y padecido un amargo desengaño. La fortuna, como mujer, al fin y al cabo antojadiza y más apegada a jóvenes que a viejos, después de haberme otorgado durante muchos años, y acaso con inmerecido exceso, sus favores, volvióme las espaldas y se acopló con quien, en acecho, aguardaba mi caída. En las postrimerías de una vida consagrada a la luciente ociosidad con que los profanos, que aspiran a gozarla, estigmatizan a los profesionales de la carrera diplomática, no cabía ya el cambiar de oficio, viniendo éste a ser una segunda naturaleza por fuerza de la costumbre, que tenía ya más de cincuenta años en su abono. Gracias a un ilustre y bondadoso amigo que me tendió la mano para que pudiera, no sin trabajo, levantarme, vime restituído a mi carrera y volví a servir al Rey en la Embajada de Roma con no menor celo que en las de Londres y París. Y teniendo en cuenta, aquí como en todas partes, que la ociosidad, siquiera sea luciente, es madre de todos los vicios, procuré evitarla y dediqué los ratos de vagar a la lectura de libros y papeles viejos, siendo los libros amigos que no cambian, y el más seguro trato el de los muertos, nunca engañoso.

Entre los libros que cayeron en mis manos, interesáronme sobre manera los referentes a Lucrecia Borja,[Pg 10] que no son pocos, extrañando, como queda dicho, que no hubiera tentado la pluma de los historiadores españoles tan ilustre dama, en cuyo favor ha salido únicamente a la palestra, dispuesto a romper lanzas con su caballeresco espíritu, mi buen amigo el Marqués de Laurencín, director de nuestra Real Academia de la Historia. No pretendo recoger el guante, ni aporto al pleito ningún nuevo documento que pueda servir para su fallo. Mi propósito, mucho más modesto y proporcionado a mis fuerzas, se reduce a dar a conocer a Lucrecia Borja a los españoles que ignoran quién fué o que sólo la conocen por el libro de Gregorovius o la ópera de Donizetti. Es un mero trabajo de vulgarización, basado sobre los datos publicados por los historiadores que hicieron objeto de sus pesquisas a los Borjas. En Inglaterra, como en Francia, abundan esta clase de libros en que la Historia no se nos presenta como maestra de la vida, palmeta en mano y con las severas tocas de dueña quintañona, sino como garrida institutriz, risueña y parlera, que nos divierte al par que nos instruye con su amena charla. Se guardan muy bien los autores de entrar en liza de erudición con esos varones sesudos en cuyas obras se masca el polvo del archivo; pero no se recatan de aprovechar los papeles que éstos encontraron y publicaron, para levantar con los acopiados materiales, no un palacio de sólidos cimientos y vastas proporciones, sino un modesto pabellón de recreo para que en él se cobijen los aficionados a las cosas de antaño, que prefieren la Historia ilustrada con anécdotas y estampas a la que abunda en documentos inéditos y se cae por pesada de las manos.

Muy digna de encomio es la intención de los que quieren despojar a la Historia del manto y del coturno para ponerla al alcance de los simples mortales; mas no siempre corresponden las obras a la sana intención, y pudiera suceder lo propio en el presente caso. Si así fuere, perdónenmelo Lucrecia Borja y el lector amigo, a cuya benevolencia me encomiendo.


[Pg 11]

I

Don Alonso de Borja, Obispo de Valencia, viene a Italia acompañando al Rey D. Alfonso V de Aragón.—Cúmplese la profecía de San Vicente Ferrer y es elegido Papa, como Calixto III, a la muerte de Nicolás V.—Su Pontificado.—El disculpable nepotismo.—Los hijos de su hermana Isabel: Pedro Luis, Prefecto de Roma, y Rodrigo, Cardenal Vicecanciller de la Iglesia.—Los Borjas.—Antigüedad de su linaje.—La política de Calixto III.—La cruzada contra los turcos.—La batalla de Belgrado.—Su disputa con el Rey D. Alfonso.—Su fallecimiento.—Estalla el odio de los romanos contra los catalanes.—Huye y muere en Civitavecchia Pedro Luis.—Regresa a Roma Rodrigo.—Su influencia en la elección de Pablo II, de Sixto IV y de Inocencio VIII.—Su carrera eclesiástica.—Cursa el Derecho en la Universidad de Bolonia.—Es nombrado Cardenal a los veinticinco años y al siguiente Vicecanciller de la Iglesia.—Pasa a España, en 1472, como Legado a latere de Sixto IV.—Su riqueza.—Elección simoníaca de Alejandro VI.—Elogios que del nuevo Papa hacen los Prelados españoles.—La inmoralidad de Rodrigo de Borja y la del Renacimiento en Italia.—El uomo carnalesco que era el Papa.—Sus amores con Julia Farnesio.—Su hija Laura Orsini casa con el sobrino de Julio II.—D. Juan, el infante romano.—Los hijos de la Vannozza y de Rodrigo de Borja.

[Pg 13]

El primer Borja que vino a Italia en 1420, acompañando a D. Alfonso V de Aragón, el Magnánimo, Rey de Nápoles, fué D. Alonso, hijo de Domingo de Borja, Señor del lugar y de la Torre de Canals, cerca de Játiba, calificado de Mosén y de Doncel, que casó con Francina o Francisca Martí. Nació D. Alonso en dicha Torre de Canals el 31 de Diciembre de 1378, y fué estudiante y luego profesor de Derecho en la Universidad de Lérida y uno de los más reputados jurisperitos de su tiempo. Siendo todavía un modesto clérigo se encontró con San Vicente Ferrer, el cual le dijo que «sería un día ornamento de su patria y de su familia y se vería revestido de la más alta autoridad que puede alcanzar un mortal»; profecía que, andando el tiempo, se cumplió y no la olvidó el Papa Calixto III, que canonizó al elocuente predicador dominicano. Era don Alonso, no sólo peritísimo en jurisprudencia, sino también especialmente apto para la diplomacia, y habiéndose de ello percatado el Rey D. Alfonso de Aragón, lo tomó a su servicio como secretario y consejero, y pudo apreciar su gran capacidad y su destreza en cuantos asuntos puso mano, tanto eclesiásticos como políticos y civiles. A él se debió la renuncia del antipapa Clemente VIII[2], que premió Martino V con el Obispado de Valencia[3], y obra suya fué también la reconciliación del Rey D. Alfon[Pg 14]so con Eugenio IV, que le valió la púrpura, asignándosele como iglesia titular la antigua basílica de los Cuatro Santos Coronados. Vino entonces a establecerse en Roma desde Nápoles, donde había estado ayudando muy eficazmente a su soberano a reorganizar aquel reino, y a la muerte del Papa Nicolás V, no habiéndose podido poner de acuerdo los Cardenales italianos, por la rivalidad entre los Orsini y los Colonna, recayó la elección del Cónclave, el 8 de Abril de 1455, en D. Alonso de Borja, a cuya amistad con el Rey de Nápoles, muy digna de tenerse en cuenta, uníanse los muchos años y los muchos achaques, que prometían un brevísimo Pontificado.

El nuevo Papa, que tomó el nombre de Calixto III, era un respetable anciano probo y recto, ducho en negocios, erudito en leyes y cánones, afable en su trato, de vida honesta y buena fama, sin que la pública maledicencia pudiera echarle en cara, en punto a castidad, ningún pecado de los que eran a la sazón harto frecuentes en la Corte de Roma y de los que no se vieron exentos muchos Cardenales y aun algunos Papas[4]. Pero con todas estas excelentes cualidades faltábale a Calixto III, para su popularidad, una condición esencialísima: la de ser italiano. Y no sólo era extranjero, sino español o catalán, que así llamaban a cuantos, atraídos por el esplendor de la tiara y el nepotismo del Pontífice español, su ilustre compatriota cuando no pariente, acudieron a Roma para engrandecerse, según Escolano, a costa de la bolsa de San Pedro y con apetitos tales que para satisfacerlos hubiéranse necesitado diez pontificados. Malquistos y temidos eran estos catalanes, gente soberbia, batalladora y prepotente,[Pg 15] con sentada reputación de avara[5], cuya dominación en Sicilia y Nápoles llegó a hacerse insoportable y odiosa. El nepotismo del Papa tenía fácil explicación, y de haberse mantenido dentro de prudentes límites no hubiesen sido justificadas las censuras e indignación de los romanos. La avanzada edad y precaria salud de Calixto III moviéronle a buscar en los suyos los instrumentos necesarios para el gobierno de la Iglesia, que confió a sus sobrinos, y principalmente a los hijos de su hermana Isabel, casada con Jofre de Borja, hijo de Rodrigo Gil de Borja y de la catalana Sibila D’Oms o Doms. Fué Isabel madre de Pedro Luis, Príncipe Nepote, Capitán general, Prefecto de Roma y Duque de Spoleto; y del Cardenal Rodrigo, Obispo de Valencia y Vicecanciller de la Iglesia, sobre el que derramó el Pontífice las más altas dignidades y los más pingües beneficios eclesiásticos y seculares[6]. Otras tres hermanas tuvo el Papa: Juana, que casó con Mateo Martí y no tuvo sucesión; Catalina, mujer de Juan del Milán o Milá, cuarto Barón y Señor de Masalavés, y madre de Pedro del Milá, Camarero mayor del Rey D. Alfonso V, de cuya hija Adriana, casada con Ludovico Or[Pg 16]sini, Señor de Bassanello, hemos de hablar más adelante, y de Luis Juan del Milá, que llegó tempranamente a Cardenal y a Obispo de Segorbe y luego de Lérida, y al fallecimiento de su tío regresó a España, donde vivió oscurecido y murió casi octogenario; y Francisca, que hizo en su casa vida religiosa y gozó fama de beata.

Fué la Naturaleza con los Borjas pródiga en extremo, dotándoles de todas aquellas cualidades en que estriba el secreto de la irresistible influencia que ejercen algunos seres privilegiados, hembras y varones, en el ánimo de los demás mortales. Eran de cuerpos bien trazados, de sangre alborotada y ardentísima, de despierta inteligencia, de valor temerario y de una voluntad férrea que les hacía aptos para las grandes empresas a que la desmedida ambición les empujaba. Presumían de ilustre y antiquísima prosapia, que hacían remontar hasta el siglo XI, pretendiendo entroncar con la Casa Real de Aragón en Don Ramiro I, quien tuvo, fuera de matrimonio, a D. Sancho, primer Señor de Aybar y abuelo de Pedro de Atarés, el insigne caudillo que acompañó a su pariente D. Alfonso el Batallador en la conquista de la tierra baja, y al ganarse la villa de Borja fué su primer Señor, y en su palacio residió y descansó de las fatigas bélicas, habiendo contraído matrimonio con D.ª Garcenda de Bearne y rehusado la Corona de Aragón, que los navarros y aragoneses le ofrecieron a la muerte de el Batallador. Pero descendieran o no de Pedro de Atarés, lo cual no aparece suficientemente probado, ello es que hallamos a los Borjas heredados en Játiba, después de la conquista de Valencia, en cuyo repartimiento figuraron en 1240, y los vemos dos veces elevados a la Silla de San Pedro, primero con Calixto III, Alonso de Borja, en 1455, y luego, en 1492, con su sobrino Rodrigo de Borja, que fué Alejandro VI.

Pero no debió ciertamente Alonso de Borja a la antigüedad de su linaje y a los méritos de sus antepasados: primero, el Obispado de Valencia; luego, la púrpura, y por último, la tiara. Cuando con él se enemistó su antiguo so[Pg 17]berano y protector el Rey D. Alfonso, por no haber hallado en el Papa la ductilidad y sumisión que esperaba del Secretario a quien tanto había favorecido, recordóle, por boca del enviado napolitano en Roma, su humilde origen y el haber enseñado a leer en el pueblecillo de Canals y cantado la epístola en la iglesia de San Antonio; como si no fuera razón de más para sentirse ufano y satisfecho el llegar, por el propio valer y los servicios prestados a su Rey y a la Iglesia, a la alta autoridad que San Vicente Ferrer habíale predicho.

Tres años duró el Pontificado de Calixto III, y su principal preocupación fué la política oriental y la cruzada que promovió contra los turcos, los cuales, apoderados de Constantinopla, constituían una seria amenaza para la Europa. El ánimo esforzado y varonil del Papa no decayó un instante, a pesar de las trabas que a su actividad ponían los quebrantos de su gastada naturaleza y la poca ayuda que encontró en los Príncipes de quienes más la esperaba. Oriundo de una nación en que el puñar con infieles había sido durante siete siglos la cotidiana labor de todo buen cristiano[7], creía que la voz del Papa sería por todos escuchada y que bastarían las bendiciones e indulgencias, juntamente con el producto de los diezmos, para alistar un ejército poderoso al que Dios daría la victoria; habiendo hecho voto solemne de reconquistar Constantinopla y siendo esta reconquista, según frecuentemente repetía, la cosa que, después de su salvación eterna, más ardientemente deseaba. No logró Calixto ver a los turcos expulsados de Constantinopla, ni parece probable que hayamos de verlo en nuestros días por las mismas razones que entonces lo frustraron, o sea por el desacuerdo entre las Potencias europeas; pero sí tuvo el Papa la satisfacción, que fué la mayor de su vida, de ver[Pg 18] contenida en Belgrado la avanzada turca y deshechas las huestes de Mohamed por un puñado de húngaros y cruzados y por obra de tres Juanes, de quienes se dijo, como del vencedor de Lepanto, que habían sido enviados por Dios: el héroe húngaro Hunyadi, que levantó a su costa un ejército de siete mil hombres y dirigió la batalla; el septuagenario fraile Capistrano, que capitaneó y alentó a los cruzados, y el Cardenal Carvajal, Legado y compatriota del Papa, uno de los más grandes purpurados de su tiempo, que fué el alma de la empresa y el organizador de la victoria, y si de ella no se sacó mayor partido no fué por culpa del Papa y su Legado.

Faltóle desde luego el eficaz apoyo de los Príncipes a quienes acudió, y sobre todo el del poderoso Rey de Aragón, que lo era entonces de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, y cuyas disputas con el Papa amargaron el Pontificado de Calixto III. A tal punto se agriaron las relaciones entre el Rey y el Papa, que éste le dirigió un Breve en que le decía: «Sepa Vuestra Majestad que el Papa puede deponer al Rey»; a lo que contestó el aragonés: «Sepa Su Santidad que si el Rey quiere, encontrará los medios para deponer al Papa». Así las cosas, llegó a Roma, con un numeroso y lucido séquito, la hermosa Lucrecia de Alagno, que la voz pública tenía por manceba del Rey, aunque D. Alfonso pretendiera que no pasaban de platónicas sus amorosas relaciones con la dama. Recibióla el Papa con gran agasajo; pero se negó a la anulación del matrimonio que el Rey solicitaba, fundado en la esterilidad de la Reina María, para poder contraer segundas nupcias; con lo cual, lejos de haber servido el viaje para suavizar asperezas, contribuyó a hacerlas mayores. Causa principal de la enemistad era la negativa del Papa a reconocer como heredero de Nápoles al Infante D. Fernando, hijo natural de D. Alfonso[8], que en 1436 vino a Italia con el futuro Ca[Pg 19]lixto III, que fué también su maestro. Al fin vióse libre el Papa de su acérrimo enemigo, que murió el 27 de Junio de 1458; mas no le sobrevivió mucho Calixto, que después de haber luchado tenazmente con la muerte durante quince días, entregó su alma a Dios el 6 de Agosto.

La exagerada afición a los suyos, llamáranse Borjas o fueran simplemente catalanes, única debilidad de Calixto III, suscitóle la animadversión de los romanos, y como quiera que se hablase del matrimonio del Prefecto de Roma, D. Pedro Luis de Borja, con una Colonna, bastó esto para que se echaran al campo en guerra abierta contra el Papa los Orsini. Un historiador moderno compara a los nepotes Borjas con los Claudios de la Roma Imperial, y pudiera decirse de Calixto III lo que de Napoleón dijo Stendhal: que hubiese sido una suerte para él no tener familia. Corría por las venas de los Borjas sangre de conquistadores. Calixto III españolizó la Curia y Alejandro VI y su hijo César intentaron crear para el Papado el poder temporal a que después dió vida Julio II; mas su dominación fué efímera en Italia, y a la muerte de Calixto estalló fragoroso y potente el odio amasado contra aquellos catalanes que habían sido, durante tres años, señores de Roma. En la madrugada del día en que expiró el Papa huyó el nepote Prefecto, temeroso de caer en manos de los Orsini, y se refugió en Civitavecchia, en cuyo castillo falleció de la malaria el 26 de Septiembre siguiente. Y no le faltó razón a D. Pedro Luis para temer el odio popular que se sació en los españoles, muriendo asesinados no pocos de los que ejercían mando. Saqueó la plebe el palacio del Cardenal D. Rodrigo de Borja, a la sazón ausente, y las casas de muchos españoles que se habían puesto en salvo, y aun las de algunos romanos afectos a los Borjas. Dió entonces el Cardenal D. Rodrigo prueba de valor, pues después de haber favorecido la fuga de su hermano el Prefecto,[Pg 20] regresó a Roma y aquí permaneció sin que le intimidara la cólera de sus enemigos, ni le afligiera el desamparo en que le dejaron sus antes numerosos amigos. Debióle su elección Pío II, Eneas Silvio Piccolomini, de Siena, e intervino también muy principalmente en la de sus sucesores, el veneciano Pedro Barbo, Pablo II; Francisco de la Rovère, Sixto IV, y el genovés Cibo, Inocencio VIII, hasta que, al fin, llegó su hora, y como era el Cardenal que tenía más que dar, sea con buenos medios, sea con malos, salió del Cónclave con la tiara adjudicada al mejor postor, como se dijo en Roma.

Apenas puso el pie en Italia tuvo Rodrigo de Borja por amiga a la fortuna, que le otorgó con largueza y sin tasa sus favores. Dedicado casi desde la infancia a la carrera eclesiástica, entonces una de las más conspicuas y lucrativas, sobre todo para los parientes del Papa, que gracias al imperante nepotismo se ennoblecían y enriquecían a su sombra, cuidó Calixto III de prepararlo para los más altos destinos dándole por preceptor de Humanidades a Gaspar de Verona y enviándole luego a Bolonia con su primo Luis Juan del Milá, que iba a encargarse del gobierno de aquella ciudad, donde residió Rodrigo quince meses en el Colegio de San Clemente, fundado por el Cardenal Gil de Albornoz para estudiantes españoles, y cursó el Derecho canónico en aquella Universidad, no menos reputada que la de Salamanca. Durante su ausencia, y en un Consistorio secreto, confirió el Papa el capelo a sus dos sobrinos, el 20 de Febrero de 1456, y el joven Cardenal, que apenas contaba veinticinco años[9], fué enviado como Legado a Ancona, y al año siguiente, con escándalo de toda la Curia, obtuvo el codiciado cargo de Vicecanciller, que era la[Pg 21] primera dignidad eclesiástica después del Papa. En él proveyó también Calixto III, en cuanto falleció el Rey D. Alfonso, el Arzobispado de Valencia, que desde su elevación al Pontificado había quedado vacante por no haberse rendido el Papa a los apremios del Rey, que lo pretendía para su hijo bastardo D. Fernando.

Con la muerte del Papa Calixto padeció un eclipse la estrella de los Borjas, mas no así la del Cardenal Vicecanciller, que continuó en su puesto y sin menoscabo de su influencia en los Cónclaves y en la Curia. Como Legado a latere, para preparar la cruzada contra los turcos que proyectaba Sixto IV, pasó a España en 1472, desembarcando el 20 de Junio en el Grao de Valencia.

Salió a recibirle, por encargo del Rey de Castilla don Enrique IV, el Obispo de Sigüenza D. Pedro González de Mendoza, que andaba harto desabrido por la tardanza del Papa en darle el capelo que pretendía y que esperaba ahora lograr por medio del Cardenal Legado. Fué éste muy festejado en Valencia, si bien no plugo a sus paisanos, que le habían conocido apenas sacristán de Játiba, la excesiva ostentación de su riqueza, de la que daba muestra su lujosamente ataviada comitiva. De Valencia pasó por tierra a Tarragona para hablar con el Rey de Sicilia, D. Fernando, y luego a Barcelona para avistarse con el Rey D. Juan II, partiendo de aquellos Estados para Castilla el 29 de Octubre. Recibiéronle en Madrid con gran acompañamiento, debajo de palio: los Grandes y Prelados iban delante y el Rey le llevaba a su mano derecha, costumbre de España de mucha honra. No sabemos si con los agasajos y festejos pudo el Legado darse cuenta de que la ignorancia estaba apoderada de los eclesiásticos en España en tanto grado, según dice Mariana, que muy pocos se hallaban que supiesen latín, dados de ordinario a la gula y a la deshonestidad, y lo menos mal a las armas. En cuanto a la simonía, muy común y reputada mera granjería en España, no podía sorprender a quien venía de Roma y de ella había luego de valerse para llegar a la[Pg 22] Silla de San Pedro. Fué portador de la dispensa del Papa para el matrimonio que D. Fernando había contraído tres años antes con la Princesa D.ª Isabel, hermana del Rey de Castilla, y aunque usó de gran diligencia para apaciguar y sosegar aquel Reino, no pudo conseguirlo por estar las voluntades enconadas y ser él mismo más aficionado, como era natural, al partido de D. Fernando, que con todas sus fuerzas pretendía adelantar. Con este intento pasó a Alcalá de Henares, donde estaban D. Fernando y D.ª Isabel, y de allí a Guadalajara, sin otro objeto que el de granjearse la Casa de Mendoza y apartarlos del Rey y del Maestre de Santiago. No olvidó D. Fernando los servicios que el Legado prestara a su causa, y comprendió, desde luego, la importancia y conveniencia de contar en la Curia con un Cardenal tan hábil, tan influyente y tan español como el de Borja, amistándose con él estrechamente. Apadrinó el Cardenal al Príncipe D. Juan, primogénito de D. Fernando y D.ª Isabel, nacido en 1478, y cuando tuvo noticia de la toma de Granada, hecho glorioso y fausto para la Cristiandad y para España, lo celebró con una fiesta genuínamente española y nunca vista en Roma, a saber: con una corrida de toros. Y siendo ya Papa otorgó a los Reyes de España el título de Católicos, y en las tres famosas Bulas de 3 y 4 de Mayo de 1493 reconoció nuestra soberanía en América y fijó la línea de demarcación entre las posesiones españolas y portuguesas. Era la Italia entonces teatro de intrigas y de guerras en que cupo parte principal y muy lucida al astuto D. Fernando. La sangre aragonesa de Alejandro VI movíale a seguir la política de aquel gran Rey, cuyas altas dotes había tenido ocasión de apreciar como Legado del Papa en España. Durante veinticinco años mantúvose fiel a la política española, y cuando en los últimos de su vida se apartó de ella, no por propia convicción, sino rendida su voluntad a la de su hijo, el prepotente César, los hechos probaron que el afrancesamiento había sido para los Borjas una lamentable y desastrosa equivocación.

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Ya hemos dicho, con Mariana, que como el Cardenal Borja era el que tenía más que dar, sea con buenos medios o con malos, salió del Cónclave con el Pontificado. Superaba en riqueza, según Giacomo de Volterra, a todos los Cardenales, excepto a Estouteville. Las rentas que percibía de numerosos beneficios eclesiásticos, de muchas Abadías en Italia y España y de sus tres Obispados de Valencia, Porto y Cartagena, además de su oficio de Vicecanciller, que producía 8.000 ducados de oro al año, eran enormes. Grande era también la cantidad de su vajilla de oro y plata, de sus perlas y joyas, de sus trajes, de sus ornamentos de seda y oro, de sus libros de varia disciplina, y todo de tan fastuosa magnificencia, que sería digna de un Rey o de un Papa.

El palacio que edificó entre el puente de Sant’Angelo y el Campo dei Fiori, y que regaló, al ser elegido Papa, al Cardenal Ascanio Sforza, hoy propiedad del Duque Sforza Cesarini, con cuyo nombre se conoce, estaba alhajado con extraordinario lujo, del que podemos darnos cuenta por una carta que el Cardenal Ascanio Sforza escribió a su hermano Ludovico el Moro, el 22 de Octubre de 1484, y en la que al hablarle de una cena con que le obsequió aquel día el Vicecanciller, en unión de otros tres Cardenales, describía la magnificencia de la decoración interior del palacio. Las paredes de la primera sala estaban todas cubiertas con tapices de asuntos históricos. De allí se pasaba a otra sala más pequeña, cubierta también con preciosos tapices las paredes y con alfombras el pavimento, en armonía con los demás adornos de la sala, en la que había una cama con dosel de raso carmesí y un aparador en que lucía la vajilla de oro y plata con piezas primorosamente labradas que eran una maravilla. Seguían dos salas: la una con tapices y alfombras y una cama de parada con dosel de terciopelo alejandrino, y la otra, aún más rica, con cama de aparato con dosel de brocado de oro y en el centro una mesa con un tapete de terciopelo alejandrino, rodeada de unas sillas de madera de finísima talla.

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No es, pues, extraño que cuando a la muerte de Inocencio VIII se reunió el Cónclave, entre los aspirantes a la tiara se contara el Cardenal Borja, que si bien como español era malquisto, poseía tan cuantiosa riqueza, que podía ser ésta la que decidiera la elección en su favor, según acertadamente preveía el enviado de Ferrara Juan Andrés Bocaccio, Obispo de Módena. Con siete votos seguros y cuatro probables contaba Sforza, y no pasaban de nueve los de Julián de la Rovère, que era el candidato de Francia y de Génova[10]. El 6 de Agosto empezó el Cónclave, y cuando el día 10, después de varias votaciones, se convenció Sforza de que no tenía ninguna probabilidad de sentarse en la Silla de San Pedro, prestó oídos a las tentadoras promesas de Borja, que le ofreció, no sólo el Vicecancillerato y su palacio de Roma, sino también el castillo de Nepi, el Obispado de Erlau y otros beneficios. Al Cardenal Orsini le aseguraron las importantes ciudades de Monticelli y Soriano, la Legación de la Marca y el Obispado de Cartagena; al Cardenal Colonna, la Abadía de Subiaco con todos los castillos adyacentes; al Savielli Cività Castellana y el Obispado de Mallorca; al Pallavicino, el de Pamplona; al Michiel, el de Porto; a los demás, ricas Abadías y pingües beneficios, llegando así a reunir catorce votos. Faltábale uno, y con el soborno de sus familiares se obtuvo el del Cardenal Gherardo, anciano de noventa y cinco años cumplidos y notoriamente desmemoriado que decidió la elección. Esta fué anunciada al rayar el día 11 de Agosto de 1492.

Cuantos conocieron al Papa Alejandro VI están conformes en pintarlo como hombre de gallarda presencia, alto, fornido y bien trazado, reconociéndole todos grandes dotes de inteligencia, siquiera fuese mediocre su cultura, una astucia natural y una vasta pericia en el manejo de los[Pg 25] negocios, sobre todo cuando había en ellos dinero de por medio. El Obispo español Bernardino López de Carvajal, creado Cardenal de Santa Cruz en Jerusalén, encomiaba, en 1493, la soberana belleza y la fuerza física del nuevo Pontífice, belleza que, por los retratos que de él se conocen, y especialmente por el del Pinturicchio, en el famoso fresco del apartamento de los Borjas, en el Vaticano, no sería hoy igualmente apreciada. Otro prelado español, Juan López, el futuro Cardenal de Capua, Secretario del Papa, escribía, el 28 de Marzo de aquel mismo año, a don Enrique Enríquez, padre de la Duquesa de Gandía: «Estos otros Pontífices antepasados ninguno ovo de tan sublime natura, ni tan temido cuanto Papa Alejandro por su luenga experiencia, acertísimo ingenio y vehemencia en las acciones... Se viésedes, Señor, y contemplásedes como nosotros acá vemos en su regimiento y gobierno Su Beatitud, con qué gracia y suavidia fabla, con qué justicia y clemencia donde conviene se tempra, con qué devoción religiosa y liberalidad en las cosas pías se porta, vos maravillaríades por cierto. Da sus audiencias públicas speso (a menudo) fasta a las pobres vegezuelas, y con qué paciencia y sufrimiento. Espende y gasta lo que tiene en justos y buenos usos la mayor parte; e dá y dará tal razón delante Dios y el mundo de su gloriosa vida que todos devemos de estar contentos y asombrados.»

Era natural que esto pensasen y escribiesen del Papa los prelados españoles que habían de ser por él agraciados con la púrpura, y que el advenimiento de Alejandro VI fuese saludado con júbilo por los catalanes, parientes y conterráneos de Su Santidad, que a Roma acudieron de nuevo, atraídos por el dinero de San Pedro y con ánimo de recobrar el menoscabado señorío. De la inmoralidad de Rodrigo de Borja nada nos dicen los escritores, sus contemporáneos, italianos y españoles, porque era cosa común y corriente, no sólo en Italia, sino en España, donde abundaban, en los más ilustres linajes, los hijos fornecinos, y no era óbice la bastardía para llegar a los más[Pg 26] altos puestos, incluso el trono. No podía, por tanto, causar sorpresa la vida licenciosa del Cardenal Borja y de sus hijos bastardos, porque así vivían los Príncipes italianos de su tiempo, los eclesiásticos como los seglares. Siete Príncipes, ninguno de ellos fruto de legítimo matrimonio, recibieron, en Ferrara, a Pío II, y en el mismo caso se encontraban, según escribió aquel Papa, la mayor parte de los que, a la sazón, gobernaban la Italia: Fernando de Aragón, en Nápoles; Francisco Sforza, en Milán; Borso de Este, en Ferrara; Segismundo Malatesta, en Rimini.

El Renacimiento con el culto de la antigüedad pagana, que resurgió en las letras y las artes, hizo que también resurgieran vicios y costumbres que al amparo de la filosofía florecieron en Grecia, patria de pensadores y de estetas. La prostitución vulgar del siglo XV, aceptada como mal menor y tenida por oficio vil, y aunque necesario, despreciable, pasó a ser a principios del siglo XVI artículo, no sólo de necesidad, sino de lujo, y adquirió formas más afinadas y atractivas. Las que se llamaban simplemente pecadoras se convirtieron, a imitación de las heteras griegas, en cortesanas, nombre que, según Burchard, se daba a las meretrices honestas, las cuales vivían suntuosamente en Roma y no se contentaban con poseer todos los secretos del arte para conservar, realzar y adornar la corporal belleza, haciéndola más seductora y lucrativa, sino que también nutrían con provechosa enseñanza su entendimiento para que la plática, culta y amena, fuera un encanto más que les captara el ánimo de los Príncipes de la Iglesia y de los grandes señores que las frecuentaban. Una de las más famosas entre las romanas, la Imperia, tuvo por amigo al banquero Agustín Chigi[11], y por[Pg 27] maestro al Strascino de Siena[12], y esmaltaba sus cartas con citas griegas y latinas, y sólo otorgaba a escogidos primates sus codiciados favores. Tulia de Aragón[13] se distinguió como cortesana y poetisa, y también Verónica Franco[14]. Bandello conoció en Milán a la majestuosa Catalina de San Celso, que tañía y cantaba maravillosamente y recitaba poesías, y acaso fuera ella la cortesana de quien dice Aretino que se sabía de memoria a Petrarca y Bocaccio e innumerables versos latinos de Virgilio, Horacio y Ovidio, y por su amena conversación, tenía fama la española Isabel de Luna, mezcla bizarra de bondad de corazón y de procaz e impudente malignidad.

Mas no bastó a los humanistas para su solaz el renacimiento de aquellas ilustres cortesanas. No les bastaron los placeres a que naturalmente nos inclina la flaqueza humana. Parecióles digno de imitación y de encomio el ejemplo de los filósofos helenos, y ensalzaron y practicaron el pecado nefando a que los griegos dieron nombre. Ya desde principios del siglo XIV se conocía en Venecia, en Nápoles, en Siena. Dante tropezó en el Infierno con estos pecadores, entre los cuales estaba su propio maestro, Brunetto Latini, y el Obispo de Florencia, Andrés de Mozzi, y otros que fueron todos clérigos o letrados insignes de gran fama, y San Bernardino de Siena los amenazó en sus sermones con todas las iras y castigos del[Pg 28] cielo. No se puede decir, como Ariosto, que de este vicio estaban infestados todos los humanistas; pero es indudable que en el número de los que por ahí pecaron figuró Angel Poliziano, cabeza de los humanistas en la Corte de Lorenzo de Médicis, y el cronista veneciano Sanuto, y el Embajador de Venecia cerca de Inocencio VIII, Antonio Loredano, que por el escándalo perdió su puesto, caso que pudiera en nuestros días repetirse, si el nefando pecado, público y notorio ya en varias residencias, llegase alguna vez a cometerse en forma que, traspasando los límites de la maledicencia diplomática, adquiriese las proporciones del manifiesto escándalo.

Consideróse entonces como uno de los castigos del cielo, anunciados por San Bernardino, un mal que causó aún mayores estragos que la peste, y que los italianos llamaron francés por suponerlo importado de Francia por el ejército de Carlos VIII, que ocupó a Nápoles y allí vivió entregado a Baco y a Venus; mientras que los franceses lo bautizaron de napolitano, teniéndolo por enfermedad propia de aquel reino.

No respetó el terrible mal ni aun a los que habían de sentarse en la Silla de San Pedro. No era, a la verdad, ejemplar la vida de aquellos Cardenales mundanos como Ascanio Sforza, Riario, Orsini, Balue, Savelli, Sanseverino, Julián de la Rovère, que nada tenían que echar en cara a Rodrigo de Borja. Vivían todos como príncipes seculares, en regios palacios, con centenares de servidores, los más de ellos armados, y paseaban por la ciudad a caballo, ataviados militarmente y con la espada al cinto, y acompañados de lucida escolta. Cazaban, jugaban, banqueteaban, cortejaban a casadas y doncellas, tomaban parte en las fiestas del Carnaval y se permitían toda clase de desenfrenos, sin desdeñar el meretricio. Profundamente mundana era la personalidad más importante del Sacro Colegio, el Cardenal Julián de la Rovère, que fué luego el Papa Julio II, verdadero hombre del siglo XV por la fuerza de la voluntad, la impetuosidad de la acción y la grandeza[Pg 29] de sus proyectos e ideas, el cual tampoco guardó el celibato, pero sí cierta decorosa seriedad.

Hubo ésta de echarse de menos en Rodrigo de Borja, a quien nadie pudo disputar la palma de mujeriego y lujuriante. El Papa Pío II, que profesaba al Cardenal Vicecanciller un verdadero afecto, hubo de amonestarle por cierta fiesta que dió en Siena, de la que excluyó a padres, hermanos y maridos, para que no presenciaran cosas que el pudor obligaba a callar y no permitía llamar por su nombre[15]. Pero las amonestaciones y consejos, siquiera[Pg 30] fuesen tan autorizados y prudentes, de poco sirvieron para morigerar a aquel uomo carnalesco, que de mozo como de viejo, de Cardenal como de Papa, amó con pasión y hasta el fin a las mujeres, a quienes atraía como el imán al hierro[16].

Frisaba en los sesenta cuando empezaron sus amores con Julia Farnesio, que apenas contaba quince abriles, y de cuya peregrina hermosura se hicieron lengua los romanos, que por antonomasia llamábanla la Bella y también, impíamente, la esposa de Cristo. Lorenzo Pucci, el Embajador florentino, que la vió un día en casa de Adriana Milá, calentándose al fuego con Madonna Lucrecia, la hija de Nuestro Señor, después de haberse lavado la cabeza, operación frecuente y necesaria para las que, como Lucrecia, se enrubiaban a la veneciana, dice que parecía Julia un sol con la dorada cabellera que le llegaba hasta los pies. No tuvo la fortuna de pasar a la posteridad retratada por un gran artista, como le sucedió a Laura di Dianti, la amiga del Duque de Ferrara, Alfonso del Este, cuya belleza fijó en el lienzo el famoso Tiziano. Pretende el Vasari que Pinturicchio la pintó en una sobrepuerta del apartamento de los Borgias, en el Vaticano, como una Virgen a quien adora el Papa Alejandro VI; pero ni la Virgen que está en la sobrepuerta de la Sala de la Vida de los Santos se parece en nada a Julia, por los retratos que[Pg 31] de ella trazaron con la pluma sus contemporáneos, ni está ante ella en adoración el Papa, maravillosamente retratado en el fresco de la Resurrección, en la Sala de los Misterios. Hay quien supone que es Julia, y no Lucrecia Borja, como hasta ahora se ha creído, la protagonista de la Disputa de Santa Catalina, la joven que, ricamente vestida de azul y rojo y suelta la dorada y copiosa cabellera, aparece ante el trono del Emperador; porque Julia Farnesio, que tenía entonces diecinueve años, gozaba en la Corte Pontificia de lugar preeminente como favorita oficial de Alejandro VI[17].

En ella tuvo el Papa una hija que se llamó Laura, y cuyo indecente parecido proclamaba a voces su paternidad, la cual tampoco ocultaban los Farnesios, que en el lenocinio fundaron su grandeza, ni podía ignorarla el apartado y pacientísimo marido, Orsino Orsini, el Tuerto, que para el caso resultaba ciego, emparentado asimismo con el Papa por su madre Adriana Milá, sobrina de Alejandro VI, y zurcidora del matrimonio de su hija y del adulterio de su nuera.

Esta Laura Orsini, apenas cumplidos los trece años y declarada núbil a ojo y fe de notario[18], casó el 16 de Noviembre de 1505 con Nicolás de la Rovère, sobrino del reinante Julio II, enemigo declarado de Alejandro VI, a quien públicamente llamaba Marrano, nombre con que se designaba a los judíos conversos. Celebróse la boda con gran pompa en el Vaticano, y a la ceremonia y al banquete de familia, presididos por el Papa, asistió la madre de la novia, doblemente viuda[19], llamando la atención por su gran dignidad y espléndida belleza, no afectada por los[Pg 32] años ni por los escrúpulos de una conciencia estrecha. La sobrina de Su Santidad pasó a Urbino en compañía de la Duquesa Leonor de Gonzaga, mujer de intachable reputación; mas no pudo decirse lo mismo de la de Donna Laura, que sin duda heredó de sus padres descomedidos apetitos que no bastaba a satisfacer el cuitado marido. Ello es que pocos años después escribía el poeta Tebaldeo al Conde Baltasar Castiglione, que era D.ª Laura mujer de quien se debía huir, pues por haberla él servido quince días, temía que le durara quince años el recuerdo de aquella intimidad, por lo que aconsejaba al árbitro de las elegancias del Renacimiento que añadiera a sus letanías: A consuetudine Lauræ, libera nos Domine.

Casada su hija, desapareció Julia Farnesio de Roma, y a principios de 1509 contrajo segundas nupcias con un napolitano oscuro, que si bien tenía escasos medios de fortuna, poseía, al decir de las mujeres, inestimables prendas naturales que despertaron la curiosidad y la afición de Madonna Julia, la cual se hallaba a los treinta y cinco años solicitada por el recuerdo de las pasadas concupiscencias, seniles y sacrílegas, y por el ansia de arder, sin asomo alguno de pecado, al fuego de una sangre moza, que se le antojaba dispuesta a cumplir espontáneamente y con largueza todos sus deberes. Apartóse de las gentes para que no le robasen, las siempre envidiosas amigas, el tesoro de que quería gozar a solas, y cuando llegó su hora, antes de los cincuenta[20], pudo estimarse dichosísima por no haber conocido los desmedros y achaques de la vejez, que son en este mundo el mayor padecer y castigo de la mujer hermosa.

Yriarte cree[21] que no fué Laura Orsini el único fruto de los amores de Alejandro VI con la bella Julia, y pre[Pg 33]tende que en ellos tuvo a un D. Juan, infante romano, nacido en 1498 y reconocido por dos Bulas del 1.º de Septiembre de 1501, primero como hijo de César y de mujer soltera, y luego por hijo suyo y de la dicha mujer, que se ignora quién fuese. Otorgóle el Papa el Ducado de Nepi y después el de Camerino, y túvolo a su lado en el Vaticano, donde se crió con Rodrigo, el hijo de Lucrecia y de Alfonso de Aragón, demostrando Alejandro VI una especial predilección por ambos pequeñuelos. Esto dió lugar a que la maledicencia pública propalara la voz, que acogieron los poetas Sannazzaro y Pontano, y los historiadores y políticos Matarazzo, Marco Attilio Alessio, Guicciardini y otros, de que el Papa tuvo a D. Juan en su propia hija Lucrecia, separada a la sazón de su marido Juan Sforza, cuyo matrimonio se anuló por impotencia; pero el Tribunal de la Historia, por falta de pruebas, ha absuelto a Alejandro VI del nefando incesto, reputándolo calumniosa especie a que no fué extraño el despedido y despechado Sforza. Del infante romano habremos de tratar más adelante.

Otros bastardos tuvo el Cardenal Borja en diferentes y desconocidas mujeres. De Jerónima de Borja tenemos noticia, por su contrato de boda con Juan Andrés Cesarini, de 24 de Enero de 1482, en el que la reconoce el Cardenal por hija y la llama hermana del noble adolescente Pedro Luis y del infante Juan. Otra hija, Isabel, casó el 1.º de Abril de 1483 con el noble romano Pedro Juan Mattuzi, y cuando a la muerte de Alejandro VI se derramaron por Roma los Orsini clamando venganza, entraron en casa de Mattuzi y se llevaron a su mujer y a una bellísima hija casada para vengar en ellas los ultrajes de que habían sido víctimas, por parte de los Borjas, las mujeres de la familia Orsini.

Pero los bastardos más famosos fueron los que engendró Rodrigo en la romana Vannozza de Cattaneis, con quien mantuvo amorosas relaciones durante veinte años, siendo de ellas fruto, según rezaba la lápida, ya desapa[Pg 34]recida, que cubría su sepultura en la Iglesia de Santa María del Popolo, en Roma, César de Valencia, Juan de Gandía, Jofre de Squillace y Lucrecia, Duquesa de Ferrara.

No se cita en la lápida, obra del fideicomisario y albacea Jerónimo Pico, a Pedro Luis, a quien tuvo Mariana por primogénito de la Vannozza, y cree Gregorovius muy probable que lo fuera, y lo mismo opinan Oliver[22] y Höfler[23]. Debió nacer en 1463, porque en la Bula de su legitimación, de 5 de Noviembre de 1481, le llama Sixto IV adolescente romano, hijo tunc Diacono Cardenali et soluta, y al ser nombrado tutor de su hermano menor, Juan, en 29 de Enero de 1483, debía tener al menos veinte años. El Rey Fernando el Católico le concedió privilegio de legitimación y naturalización el 9 de Octubre de 1481, y en 20 de Mayo de 1485, el título de Egregius, extensivo a sus hermanos, a quienes nombra por este orden: a César, a Juan y a otro, cuyo nombre está en blanco, que debe ser Jofre; fundándose este título en los méritos que contrajo en la conquista de Ronda, en cuyo arrabal entró el primero por la fuerza de las armas, según afirma el Rey haberlo visto por sus propios ojos. En igual año y con fecha 3 de Diciembre, en Alcalá de Henares, le vendió el Rey en 63.121 timbres, tres sueldos y nueve dineros, la villa de Gandía, y como había sido ya vendida el 4 de Junio de 1470 a la ciudad de Valencia por su padre don Juan II de Aragón, que fué Duque de Gandía, le impuso D. Fernando la obligación de satisfacer a la ciudad las cantidades entregadas por ella y de depositar las sobrantes en la Tesorería Real, como se hizo el 14 de Diciembre, y el día 20 le hizo el Rey merced del título de Duque per[Pg 35]petuo y hereditario, que continuó en la Casa de Borja hasta su extinción, por línea directa y varonil, de esta famosa raza en 1748[24].

Tanto por el afecto que profesaba a su antiguo Camarlengo, como por el interés de atraerse la benevolencia del Cardenal Vicecanciller, arregló el Rey Fernando el matrimonio del Duque de Gandía con D.ª María Enríquez y Luna, hija de D. Enrique Enríquez de Quiñones, hermano de la Reina de Aragón D.ª Juana, y Mayordomo mayor de su sobrino el Rey D. Fernando; pero D. Pedro Luis murió en Roma, en Agosto de 1488[25], sin haber consumado el matrimonio y dejando por heredero del Ducado de Gandía y demás bienes a su hermano Juan, aún menor de edad, según testamento otorgado el 14 del mismo mes y año, en el cual legó 11.000 timbres como dote a su hermana Lucrecia. El Ducado de Gandía dejado a Juan, la dote legada a Lucrecia y la fecha del nacimiento de Pedro Luis,[Pg 36] cuando ya habían empezado las relaciones de la Vannozza con el Cardenal Rodrigo, son datos que confirman la opinión de Mariana y la de los autores que la siguen.

Entre los recientes apologistas de Alejandro VI, que para rehabilitarle han apelado, según Pastor, a la indigna alteración de la verdad histórica, figuran el dominicano Ollivier[26] y el escolapio Leonetti[27]. Niega el primero la autenticidad del epitafio, mientras el segundo, haciendo caso omiso de Bulas de legitimación, despachos de diplomáticos y testimonios contemporáneos, pretende que los hijos de Vannozza no lo fueron del Papa, sino de un su hermano que quedó rezagado en España o de un hijo del Prefecto de Roma, Pedro Luis, hermano de Rodrigo, que murió soltero y sin conocida sucesión en 1458 o del padre del Cardenal Juan de Borja el joven, porque César le llamó hermano al participar su fallecimiento, o de cualquiera de los treinta Borjas que se encontraban en Roma. Compadecido el Papa de aquellos hijos de la Vannozza, engendrados por un Borja que se contentó con darles su apellido, sin que esto conste en documento alguno, viéndolos condenados a padecer varios padrastros, los recogió, los educó, los casó, los encumbró y los quiso como si fueran sus propios hijos, dando así lugar a que muchos los tuvieran por tales. ¡Hipótesis peregrina la de que estos hijos de la Vannozza, que Alejandro VI reconoció por suyos y carnales en documentos fehacientes, tuvieran por padre a un hermano de Rodrigo, hasta ahora desconocido, que quedó en España y desde allí los procreó en una romana que no salió de Roma!


[Pg 37]

II

Quién era la Vannozza.—Sus maridos.—Domenico d’Arignano.—Jorge de Croce.—Carlos Canale.—A la muerte de Alejandro VI estalla de nuevo en Roma, y con más fuerza, el odio contra los Borjas y los españoles.—Elección de Francisco Piccolomini, Pío III, y de Julián de la Rovère, Julio II.—Negociaciones y disputas del Papa con César Borja.—Capitulación de las fortalezas de la Romaña.—César pasa a Nápoles con un salvoconducto del Gran Capitán, que lo prende y envía a España.—Se evade del castillo de la Mota, de Medina del Campo, y muere frente a Viana peleando al servicio de su cuñado, el Rey Juan de Navarra.—Los últimos y devotos años de la Vannozza.—Sus hijos.—Juan II, Duque de Gandía, casa con D.ª María Enríquez, viuda de su hermano Pedro Luis.—El retrato del Pinturicchio en el apartamento de los Borjas.—Se desacredita como Gonfaloniero de la Iglesia, derrotado por los Orsini en la batalla de Soriano.—César, el Duque Valentino.—Su ambición.—Su carrera eclesiástica.—A la muerte de su hermano Juan cuelga los hábitos, aunque no le estorbaban en sus aventuras amorosas.—Casa en Francia con Carlota de Albret.—Jofre, Príncipe de Squillace.—Destinado primeramente a la Iglesia, contrae después matrimonio con Sancha de Aragón, hija natural de Alfonso II de Nápoles y se resigna a la constante infidelidad de su mujer.—Muere ésta y pasa a segundas nupcias con María Milá de Aragón.

[Pg 39]

¿Quién era esta Vannozza, durante largos años fiel amiga del Cardenal Rodrigo de Borja y la feliz e infeliz madre de sus ilustres hijos, según la antefirma de las cartas que les escribía? Sábese que se llamaba Vannozza, diminutivo de Juana, y que su apellido era de Cataneis, aunque usaba en sus cartas familiares el de Borja[28]; que era romana y vivía en la Plaza Pizzo di Merlo, llamada hoy Sforza Cesarini, en una casa de su propiedad cercana al palacio del Cardenal; que fué madre de cuatro de sus hijos, según rezaba su epitafio; que tuvo dos o tres maridos, de los cuales había ya enviudado antes de que muriera Alejandro VI; que alcanzó después tres Pontificados y murió en el de León X en avanzada edad y gozando fama de respetable, piadosa y benéfica señora, habiendo repartido, en vida y en muerte, su fortuna entre iglesias, hospitales y cofradías.

No fué una de tantas famosas cortesanas de las que[Pg 40] entonces pululaban en Roma y entre las que descollaron, por cantidad y calidad, las españolas, según el testimonio de la Lozana Andaluza, de Francisco Delicado, digna compañera de la Nanna, protagonista de los Ragionamenti, de Pedro Aretino. Debió ser, en su mocedad, doncella honesta, y figúrasela Gregorovius como una de esas hermosas romanas, recias y voluptuosas, que tienen algo de la grandeza de Roma y en las que se juntan y acoplan Venus y Juno. Pero no pudo sustraerse a los ultrajes del tiempo, para las mujeres hermosas tan sensibles, y cuando pasaron los cuarenta no fué la costumbre, a pesar de su fuerza de atar, bastante poderosa para retener al ya maduro amante que por ley fatal de la edad se refocilaba y creía remozarse con el íntimo trato de las apenas núbiles doncellas. Una de éstas, la Bella, Julia Farnesio, vino a ocupar el puesto que durante veinte años había fecundamente usufructuado la Vannozza, la cual se jubiló con honores de madre, por serlo de los hijos predilectos de Alejandro VI, y continuó el Papa dispensándole a título, por decirlo así, familiar y en forma menos íntima, su bondadosa protección.

Tuvo, según Pastor, tres maridos: el primero de ellos un tal Domenico d’Arignano, con quien la casó el Papa en 1474. Cuando Alejandro VI quiso, en 1493, dar el capelo a su hijo César, Arzobispo ya de Valencia, al que para[Pg 41] poder ordenarlo había dispensado Sixto IV, el 1.º de Octubre de 1480, del impedimento canónico, por defecto de nacimiento honesto, como nacido de Cardenal Obispo y de mujer casada[29], «salió nombrado Cardenal con probanza de muchos testigos, que juraron no ser hijo del Papa, sino de Dominico Ariñano, marido que era de la Zanozia; probanza que pasó por Rota y por el Consistorio, sin que casi persona se atreviese a hacer contradicción; tal era el poco miramiento de aquel tiempo». Esto dice Mariana, siguiendo en este punto al cronista Infessura; pero Gregorovius pone en duda que existiera este marido o que el matrimonio fuera legalmente reconocido, y se funda en que el contrato de boda con Carlos Canale expresa que pasa con éste a segundas nupcias, y en una donación a la iglesia de Santa María del Popolo, en que se declara viuda del dicho Canale y llama a Jorge de Croce su primer marido, obligándose los Agustinos a decir una misa en el aniversario del fallecimiento de cada uno de ellos, sin hacer mención del Arignano, de quien dice no hay más noticia que la del Infessura. Pero no conoció, sin duda, Gregorovius la Bula de 19 de Septiembre de 1493 en que se dice a César que había nacido del legítimo y constante matrimonio de Domenico d’Arignano, militar y doctor en leyes, y de Vanotia de Cathaneis, mujer romana, y habiendo fallecido el Domenico y quedado viuda, en ella procreamos a nuestro querido hijo el noble varón Juan de Borja, Duque de Gandía.

Después de haber sido Vannozza por largo tiempo la amiga del Cardenal Borja, dióla éste por marido, en 1480, al milanés Jorge de Croce, para encubrir así unas relaciones que continuaron, sin embargo, a ciencia y paciencia del elegido esposo. De éste tuvo un hijo, o al menos pasó por tal, el llamado Octaviano, que murió en 1486, el mismo año que su padre, y en 1481 dió a luz Vannozza otro, a quien pusieron por nombre el de su abuelo paterno, Jofre,[Pg 42] y el Papa lo reconoció, el 6 de Agosto de 1493, por hijo suyo y de mujer viuda[30]. Para Croce obtuvo el Cardenal, del Papa Sixto IV, un empleo de Secretario apostólico, y era natural que con el aumento de familia y la paternal munificencia del Vicecanciller fuera Vannozza adquiriendo casas y viñas y las tres conocidas hosterías el León, la Vaca y el Gallo, y se enriqueciera a la par el predestinado y bonísimo marido, que fundó para él y los suyos una capilla en la iglesia de Santa María del Popolo.

No le parecía al Cardenal que la viudez fuese estado que conviniese a la Vannozza, por lo que la instó para que tomara nuevo marido que pudiera defenderla, administrar su fortuna y mantener el decoro de la casa. Y por complacerle, a los pocos meses de enterrado Croce, casó, el 8 de Junio de 1486, con el mantuano Carlos Canale, conocido como humanista en su ciudad natal, donde estuvo al servicio del Cardenal Francisco Gonzaga, y a la muerte de éste pasó a Roma con el Cardenal Sclafetano, de Parma. Habíalo conocido Borja en casa de ambos Cardenales y parecióle que, como hombre de ingenio y bien relacionado, sería para la Vannozza un buen marido. No le había servido, sin embargo, su ingenio para hacer fortuna, por lo que si aceptó la mano que le ofrecían, fué con ánimo y esperanza de que tuvieran la merecida recompensa los servicios que pudiera prestar a un Cardenal de la pujanza y largueza de Rodrigo Borja. No se sabe si Vannozza llegó a tener sucesión del Canale como del Croce; pero síntomas hubo de ella, puesto que Ludovico Gonzaga, Obispo de Mantua, dió poder a su agente en Roma para que le representara como padrino. Lo que sí se sabe es que Canale se mostraba muy satisfecho de haber emparentado, por conducto de la Vannozza, con el Papa, y de tener por hijastros[31] a los que con un elegante eufemis[Pg 43]mo llamaban los romanos «sobrinos de un hermano de Su Santidad». Canale, cuyas armas cuartelaba Vannozza con la de los Borjas, según puede verse en una pila de agua bendita donada a la iglesia de Santa María del Popolo, que se conserva en la sacristía, murió antes que el Papa[32], de suerte que al fallecimiento de éste buscó la viuda la protección de la gente de armas de su hijo César, a cuyo frente, por la enfermedad del Valentino, estaba el Príncipe de Squillace, Jofre, con el valenciano Miguel Corella, el Don Michelotto, de siniestra memoria, ejecutor de las justicias del Duque. Envió César a su madre, a su cuñada D.ª Sancha y a las mujeres de todas clases que tenía consigo, a Cività Castellana, y de allí pasó con ellas a Nepi, hasta que por enfermo, y a instancias de los Cardenales españoles, obtuvo, del bondadoso y compasivo Pío III, permiso para regresar a Roma y vino entonces a habitar con su madre el Palacio del Cardenal de San Clemente, en el Borgo, que había el Papa Alejandro dado al de Squillace; pero no considerándose en él seguro, trasladóse luego con los suyos al castillo de Sant’Angelo.

Contra los Borjas y los españoles desatóse por segunda vez, con más fuerza, la cólera de los romanos, exacerbada por la mayor duración del Pontificado. Era natural que Alejandro VI, como Calixto III, ateniéndose al consejo de «a los tuyos con razón o sin ella», favoreciese en primer término a sus parientes y luego a sus conterráneos. De los cuarenta y tres Cardenales que creó Alejandro, diecinueve eran españoles, no menos merecedores de la púrpura que los italianos. Españoles fueron sus médicos, Pedro Pintor, autor de un tratado De morbo gallico dedicado al Papa, y el valenciano Gaspar Torella; su bibliotecario, el catalán Pacell, que obtuvo el puesto que pretendía Poliziano; su camarero, Pedro Calderón, el Perotto, asesinado, según la leyenda, por el propio César[Pg 44] en presencia del Papa; su bufón, Gabrielleto, y los soldados que formaban su guardia, capitaneada por su sobrino Rodrigo Borja, mercenarios reclutados en España, de donde vino también una legión de pecadoras, igualmente mercenarias, dispuestas siempre a entrar en la amorosa lid y a señorear, como el soldado español, la tierra extranjera que pisaban. Y fué tan grande el número de ellas[33], que se dijo había más en Roma que frailes en Venecia. Pero cuando llegó el fin del Pontificado de Alejandro VI, que las tales tuvieron por su mejor tiempo, a duras penas se salvaron los españoles de la sañuda persecución de los romanos; distinguiéndose en aquella ocasión, por la acogida que dispensó en su casa a sus perseguidos compatriotas, el Cardenal Carvajal, según lo atestiguó Alonso Hernández, de Sevilla, paniaguado de su Eminencia y autor del poema Historia parthenopea, escrito en honor del Gran Capitán[34].

César puso todas sus esperanzas en el Cardenal d’Amboise, Ministro y privado de Luis XII, que aspiraba a la tiara, y a quien prometió los votos de los once Cardenales españoles; pero éstos, manteniéndose unidos, se atuvieron a las instrucciones del Rey Católico, y se negaron a votar al francés. No era, sin embargo, posible sacar triunfante a ningún español, siquiera tuviese las dotes del Cardenal Carvajal, por lo que aceptaron al anciano y achacoso Francisco Piccolomini, propuesto por Julián de la Rovère como Papa depósito, según se llamó después al elegido sólo para poco tiempo. En efecto, no duró un mes el Pontificado de Pío III.

Aspiraba Julián de la Rovère hacía ya mucho, y con hartos méritos, a la tiara, que no había obtenido en el úl[Pg 45]timo Cónclave por la oposición de Ascanio Sforza, y para que no se malograran de nuevo sus deseos, que dependían de la voluntad de los Cardenales españoles, hechuras de los Borjas, abocóse con ellos y con César, y se los ganó, prometiendo al Duque el nombramiento de Gonfaloniero de la Iglesia y otras mercedes. Para obtener los votos restantes hasta el número necesario para asegurar la elección, no tuvo Julián más escrúpulos que Rodrigo, y adonde no llegaron las promesas alcanzaron las dádivas. Así es que del Cónclave, que fué el más breve en la larga historia del Papado, puesto que no duró más que un día, salió Papa, con el nombre de Julio II, Julián de la Rovère.

No eran hombres que pudieran entenderse César y el Papa, siendo igualmente grandes e irreconciliables las ambiciones del uno y del otro; pero como la fortuna, cansada de proteger al primero, se hubiera puesto de parte del segundo, era fácil de prever el fin de la dominación de los Borjas en Italia. Concertó César con el Papa que le entregaría las fortalezas que en la Romaña presidiaban sus gentes, y con este intento enviaron, de común acuerdo, a Pedro de Oviedo, cubiculario del Papa y Ministro que fué del Duque; pero arrepentido éste de lo concertado, escribió al alcaide que tenía en Cesena y se llamaba Diego de Quiñones, que prendiese y ahorcase a Oviedo, e hízolo así; lo cual tuvo el Papa por gran desacato, y mandó detener al Duque en Palacio hasta que se entregaran Cesena, Forli y Bertinoro. Entre tanto que esto se cumplía, acordaron estuviera el Duque detenido en Ostia, en poder del Cardenal Carvajal, el cual, cuando se entregaran las fuerzas, le pondría en libertad y le daría dos galeras para pasar a Francia. Luego que supo estos conciertos el Gran Capitán, envió a Ostia a Lezcano para que tratara con el Cardenal y le advirtiese que sería de grande importancia si pudiese persuadir al Duque se fuese a Nápoles, por excusar que aquel tizón no pasase a otra parte donde hiciese más daño, y le dejó para el efecto un salvoconducto del Gran Capitán. Entregáronse sin dificul[Pg 46]tad Cesena y Bertinoro; pero el alcaide de Forli, Gonzalo de Mirafuentes, navarro, no quiso entregar aquel castillo si no se le contaban quince mil ducados, que el Duque libró en Venecia. Púsole en libertad el Cardenal, y a su persuasión tomó César el camino de Nápoles, yendo a alojarse en casa del Cardenal Borja. Recibióle muy bien y agasajóle el Virrey; pero enterado éste de que el Duque, arrepentido ya de su resolución de ir a Nápoles, intentaba salirse del Reino por la posta, lo detuvo algún tiempo en Castelnovo, donde entregó su espada a Núñez Docampo, Gobernador del castillo, y después de haber alcanzado de él, con buenas palabras y la promesa de ponerlo en libertad, que se entregara Forli al Papa, acordó que don Antonio de Cardona y Lezcano lo llevaran a España, como se verificó el 20 de Agosto de 1504. Echóse en cara al Gran Capitán que hubiese faltado a su palabra, por lo que, al saberlo, dijo el Rey de Francia que «de aquí en adelante la palabra de españoles y la fe cartaginesa corrían parejas»; pero, a juicio de Mariana, el Gran Capitán, como tan prudente que era, tuvo en cuenta que los grandes Príncipes deben obrar lo que conviene y es justo sin mirar mucho a su fama y qué dirán.

Estuvo el Duque Valentino preso en España, primero en Chinchilla y luego en Medina del Campo, hasta el 20 de Octubre de 1506 en que logró evadirse, no sin peligro de su vida y harto maltrecho. Presentóse a su cuñado el Rey de Navarra, Juan de Albret, y peleando a sus órdenes, contra el Conde de Lerín, halló frente a Viana la muerte honrosa del soldado.

Muerto César, refugiado en Nápoles Jofre y reinante Lucrecia en Ferrara, donde nunca se atrevió Vannozza a presentarse, la feliz e infeliz madre de los Borjas quedó en Roma y volvió a su casa de la plaza Branca, hoy Cairoli, contando con la protección de los Farnesios, emparentados con el Papa por la boda de Laura Orsini, la hija de Alejandro VI y de la Bella. Para salvar su fortuna donó, el 4 de Diciembre de 1503, a su capilla gentilicia de Santa[Pg 47] María del Popolo, las casas que poseía en la plaza Pizzo di Merlo, reservándose el usufructo vitalicio y comprometiéndose los Padres Agustinos a decir una misa el 24 de Marzo por el alma de Carlos Canale, otra el 13 de Octubre por la de Jorge de Croce, y otra el día en que ella muriera. Los últimos quince años de su vida fueron para Vannozza de apacible y digno reposo. Gozó de la grandeza de los hijos, que alcanza refleja a los que tuvieron la fortuna de engendrarlos, y en ella no vieron ya los romanos a la concubina de Alejandro VI, sino a la magnifica e nobile Madonna Vannozza, que Paulo Jovio llamó donna dabene; es decir: señora honrada, madre de la Duquesa de Ferrara, que cantó Ariosto en su Orlando furioso, y del famoso César que fué el Príncipe ideal de Maquiavelo. Contaba con medios bastantes de fortuna para que no le faltasen amigos en el Sacro Colegio, aunque de él hubiesen ya desaparecido los Cardenales hechuras de los Borjas. A la vida devota la inclinaban, naturalmente, sus muchos años; los recuerdos de la lejana mocedad, alborotada y pecadora; la muerte del potente protector y de los hijos y maridos, y el ambiente romano con sus iglesias, que pasaban entonces de trescientas, sus poblados conventos de frailes y de monjas y sus innumerables hermandades y obras pías, que servían para que el alma adormida despertase a tiempo, y la descarriada oveja, que abundaba en Roma, cansada de triscar por montes y por valles, se restituyera al redil con las primeras sombras de la noche. La vida devota y la frecuentación del confesor en busca de absolución y de consejo, no la obligó a apartarse del trato de las gentes que gustó de cultivar, no sólo en edad propicia a tentaciones, sino cuando después de haber a ellas sucumbido estaba ya harta y satisfecha.

Murió a los setenta y seis años, el 26 de Noviembre de 1518, y fué su fallecimiento anunciado, según la costumbre romana, por un pregonero que gritó: «El Señor Pablo participa que ha muerto Madonna Vannozza, madre[Pg 48] del Duque de Gandía. La difunta pertenecía a la Hermandad del Gonfalone.» Fué enterrada con gran pompa, como si fuera un Cardenal, en su capilla gentilicia de Santa María del Popolo, junto a su hijo D. Juan, el Duque de Gandía, y a sus honras acudió la aristocracia y burguesía romana, que formaba parte del Gonfalone, y el Papa León X se hizo representar, cosa nunca vista, por dos de sus camareros.

Siete años después, Marcantonio Altieri, guardián del Gonfalone, haciendo el inventario de los bienes de la Hermandad, enumeraba los valiosos donativos de joyas y otros socorros de la Vannozza que habían permitido cancelar obligaciones y alimentar crecido número de pobres y niños, por lo que la Hermandad acordó por unanimidad, no sólo solemnizar sus exequias con toda esplendidez de honores y pompa, sino también recordar su memoria con un magnífico y grandioso monumento, que no se llevó a efecto. Por pública aclamación se resolvió igualmente festejar en adelante el día de las exequias en Santa María del Popolo, donde estaba enterrada, con misas, concurso de hermanos, profusión de cirios y hachas y toda clase de devociones, y esto, no sólo para recomendar su alma a Dios, sino para demostrar al mundo que odiaban la ingratitud.

Dijéronse, por los Padres Agustinos de Santa María del Popolo, las convenidas misas durante doscientos años, al cabo de los cuales, según Gregorovius, las suprimió la autoridad eclesiástica, bien fuera porque las estimara bastantes para sacar de penas el alma de Vannozza, si estaba aún purgando en el otro mundo sus pecados, bien porque empezaba a levantar cabeza una conciencia crítica e histórica. Más tarde, añade, un sentimiento de odio, y quizá de vergüenza, hizo desaparecer la lápida sepulcral con su epitafio. Creemos, sin embargo, que esta desaparición no se debió a un sentimiento de odio, harto tardío, sino simplemente a la acción destructora del tiempo que acabó por borrar el epitafio y por gastar la[Pg 49] piedra, como sucedió con otras tumbas que sin motivo alguno corrieron igual suerte que la de Vannozza en Santa María del Popolo.

Según el tal epitafio, era Vannozza madre de los Duques César de Valencia, Juan de Gandía, Jofre de Squillace y de la Duquesa Lucrecia de Ferrara. ¿Quiere esto decir que el mayor de los cuatro fuese César? No andan los autores de acuerdo respecto de la fecha de su nacimiento, que varía de 1474 a 1476. Gregorovius sostiene que nació en 1476, fundándose en los despachos de los Embajadores del Duque Hércules de Ferrara, Juan Andrés Bocaccio y Saracini; el primero de los cuales, en Febrero y Marzo de 1493, daba a César dieciséis o diecisiete años, y el segundo, en 26 de Octubre de 1501, refería una conversación que había tenido con el Papa, quien le dijo que la Duquesa (Lucrecia) cumpliría en Abril veintidós años y el Duque de Romaña veintiséis. De mayor peso son las razones, basadas en Bulas pontificias, en favor de la fecha de 1474, que es la asignada por Burchard. En la primera Bula de legitimación, de 1.º de Octubre de 1480, se dice que tenía seis años cumplidos y no había llegado al séptimo, y en otra Bula de Inocencio VIII, de 12 de Septiembre de 1484, se dice que estaba en el nono; de suerte que, según Oliver, la época de su nacimiento queda reducida al espacio que hay entre el 13 de Septiembre y el 1.º de Octubre de 1475. Esta es la fecha que fija Pastor, teniendo a la vista un documento por él hallado en el Archivo Vaticano, y es el nombramiento de César para el Arzobispado de Valencia en 31 de Agosto de 1492, en el que le dice el Papa que, nombrado por Inocencio VIII Obispo de Pamplona a los diecisiete años, había desempeñado laudablemente el cargo y tenía ya unos dieciocho años[35]. Tanto de esta Bula como de las otras dos citadas por Oliver se[Pg 50] deduce que César nació en 1474 y no 1475, puesto que el 1.º de Octubre de 1480 tenía seis años cumplidos y dieciocho el 31 de Agosto de 1492.

En cuanto a la cuestión de la primogenitura, a pesar de la respetable opinión del Barón Pastor[36], que es la de Gregorovius, Oliver, Höfler, el Marqués de Laurencín y la generalidad de los historiadores, que tienen por mayor a Juan, creemos, con el Sr. Sanchís, que lo fué César. Además del epitafio de Vannozza y del orden en que el Rey Católico los nombra al hacer a ellos extensivo el título de Egregio concedido a Pedro Luis de Borja, hay en abono de esta opinión, no sólo la de Burchard[37], que es terminante, sino varias pruebas documentales, como el instrumento de tutela a favor de Pedro Luis, hecho en 29 de Enero de 1483, en que se llama a Juan infante, el testamento otorgado por Pedro Luis el 14 de Agosto de 1488, en que al nombrar a Juan su heredero le sujeta a curadoría hasta que llegue a los veinte, y, en fin, la dispensa ex defectu ætatis, dada el 28 del propio mes y año por el Papa Inocencio VIII al segundo Duque de Gandía para las capitulaciones matrimoniales con D.ª María Enríquez, por no haber cumplido los catorce años, contando entonces sólo doce, según el Breve de dispensa, por lo que debió nacer en 1476. Por último, la antes citada Bula del 19 de Septiembre de 1493, que declara a César hijo legítimo, dice que Juan fué procreado después, cuando Vannozza era ya viuda.

Heredó D. Juan de su hermano Pedro Luis el Ducado de Gandía, y por su enlace con D.ª María Enríquez emparentó con el Rey Católico. Del de Nápoles obtuvo, al casarse Jofre, el Principado de Tricarico, y luego el de Teano y el Ducado de Sessa, que su viuda vendió en 1506 al[Pg 51] Rey Católico y éste hizo de él merced al Gran Capitán. Era Gandía el predilecto de su padre, el ojo de Su Santidad, según decía Canale. Dedicáronlo a la carrera de las armas para que fuera estirpe de un linaje que había de ser, tal como Alejandro lo soñaba, uno de los más ilustres en Italia y España. César y Jofre se vieron, sin vocación, destinados a la Iglesia. Al de Gandía lo retrató Pinturicchio en el fresco de la Disputa de Santa Catalina, siendo el gallardo mozo, jinete en un caballo blanco y tocado con un turbante, porque gustaba mucho de vestir a la turca en competencia con el Príncipe Djem, que también figura en el fresco[38]. En punto a costumbres, pecaba de enamorado y mujeriego, como el padre, y tenía además la pasión del juego y la afición al vino, sin que estos vicios se vieran compensados por virtudes o calidades que los hicieran disculpables; siendo justificada la opinión de los españoles que, según Bernáldez[39], le tenían por un muy mal hombre, soberbio, muy enlodado de grandeza e de mal pensamiento, muy cruel y muy fuera de razón. Ansiaba el Papa tener a su lado a aquel hijo predilecto, a quien suponía grandes dotes militares, y para apresurar su regreso de España nombróle Capitán general de la Iglesia, aun reconociendo su poca edad e inexperiencia, pero dando como razón del nombramiento el haberlo pedido el Rey D. Alfonso y los principales condotieros, el Señor de Pesaro (su yerno), el de Piombino, D. Próspero Colonna y otros Señores y Barones que no querían estar a las órdenes de un Capitán que no fuera de la sangre del[Pg 52] Papa. Puesto al frente de las tropas pontificias destinadas a castigar a los Orsini, quedó en la batalla de Soriano derrotado su ejército y demostrada su incapacidad, viéndose obligado Alejandro a hacer las paces con aquellos poderosos Barones romanos, émulos de los Colonnas. Y para rescatar a Ostia, que había quedado en poder de los franceses, apeló el Papa a la amistad de Gonzalo de Córdoba, que con mil infantes y seiscientos caballos se apoderó en ocho días de la plaza. Hizo su entrada en Roma el Gran Capitán acompañado del Duque de Gandía, y allí se vió la diferencia entre un verdadero General, hombre de Estado, y un Príncipe de teatro, cubierto de oro y alhajas.

Cuentan los historiadores aragoneses Abarca y Zurita que le recibió el Papa sentado en su solio y rodeado de su familia, de los Cardenales y de la Corte, y que cuando se inclinó Gonzalo para besarle el pie se levantó Alejandro y le besó en la frente, manifestándole su gratitud por el servicio que le había hecho y dándole por su mano la rosa de oro con que solían los Papas premiar cada año a los beneméritos de la Santa Sede. Mas como al despedirse le diese el Papa algunas quejas de los Reyes Católicos, que él mejor que nadie conocía, respondióle el Gran Capitán con libertad y rudeza de soldado, llegando a decirle «que le valía más no poner la Iglesia en peligro con sus escándalos, profanando las cosas sagradas, teniendo con tanta publicidad cerca de sí y en tanto favor sus hijos, y que le requería reformase su persona, su casa y su Corte, que bien lo necesitaba la cristiandad». Enmudeció el Papa, asombrado de que supiese apretar tanto con palabras un soldado, y que así hablara al Pontífice, en punto de reformas, un hombre no aparecido del cielo.

Muy otro era César; no porque tuviera menos vicios que su hermano, sino porque estaba dotado de mucho mayor entendimiento y sagacidad. Animoso condotiero y astuto político, desleal y falso, según era entonces uso, león y raposo a la par, como debía ser, a juicio de Ma[Pg 53]quiavelo, el perfecto Príncipe, había heredado del padre la jocunda serenidad propia de la familia; pero era terrible en sus odios y venganzas, y su crueldad pareció, aun en aquellos tiempos, excesiva. Su desmedida ambición no conocía obstáculos ni escrúpulos, y fiel a su lema aut Cesar aut nihil, después de haber sido señor potísimo en Italia, murió en España oscuramente, no como Capitán, sino como soldado al servicio de una causa mezquina e ingloriosa. Claro es que no le llamaba Dios por el camino de la Iglesia, aunque lo recorrió en breve tiempo, sin pararse en barras. A los siete años era Protonotario Apostólico; diez años después, Obispo de Pamplona; al siguiente, Arzobispo de Valencia, y al otro, Cardenal. Para que pudiera ordenarse le dispensó Sixto IV el impedimento de honestidad por ser hijo de Cardenal y de mujer casada, y para hacerlo Cardenal lo declaró Alejandro VI hijo legítimo de la Vannozza y de su marido Domenico d’Arignano. Harto sabía César que en la carrera eclesiástica no podría llegar a la meta, o sea al papado, y como no bastara a su ambición la púrpura cardenalicia, aspirando a más altas grandezas mundanas y aun a coronas reales, colgó en cuanto pudo los rojos hábitos talares. No le estorbaron, sin embargo, para sus aventuras amorosas, que tempranamente empezaron con la Fiammetta y siguieron después con honestas meretrices y deshonestas damas, demostrando en ellas que al heredado apetito acompañaban las dotes necesarias para dejar satisfechas a cuantas invitaba a compartirlo. Entre las damas figuró durante algún tiempo su cuñada D.ª Sancha de Aragón, mujer de su hermano Jofre, y la leyenda, que ha hecho de estos Borjas unos monstruos de crueldad y de concupiscencia, no se ha detenido ante el incesto, acusando a Lucrecia de haberlo cometido con su padre y con su hermano.

César, que tenía puestos los ojos en la corona de Nápoles, aspiró a enlazarse con Carlota de Aragón; pero ni ésta ni el Rey Fadrique, su padre, prestáronse a la boda, y Luis XII, deseoso de ganárselo, hízolo Duque de Valen[Pg 54]cia, en Francia, y cuando fué a Chinon como portador del capelo para Amboise y de la dispensa para que pudiera el Rey casarse con Ana de Bretaña, ofrecióle la mano de la bellísima Carlota de Albret, hermana del Rey Juan de Navarra. El 12 de Mayo de 1499 celebróse en Chinon, con gran pompa, el matrimonio; que aquel mismo día y noche quedó ocho veces consumado, según lo participó César a su padre por medio de un correo despachado al efecto[40]. Escribió también Carlota a Su Santidad, muy contenta con el marido, que la había dejado satisfecha. Mas duró poco la luna de miel, pues a los cuatro meses partió el Duque Valentino para Italia, y su azarosa vida y temprana muerte le impidieron volver a reunirse con su esposa y conocer a su hija, fruto de su efímera temporada conyugal[41].

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Jofre, Príncipe de Squillace en el Reino de Nápoles, el menor de los hijos que tuvo Rodrigo de Borja en la Vannozza, y a quien, por Bula de 6 de Agosto de 1493, reconoció como hijo suyo y de mujer viuda[42], estaba destinado a seguir, como César, la carrera eclesiástica que empezó tempranamente, puesto que era ya canónigo de Valencia a los diez años; pero razones políticas movieron al Papa a cambiar de parecer y a casarlo con D.ª Sancha de Aragón, hija natural del Rey D. Alfonso II de Nápoles; habiéndose celebrado el matrimonio por poder, en Roma, el 16 de Agosto de 1493, y representando a la novia su tío Fadrique, Príncipe de Altamura, que recibió el anillo nupcial con risa de los asistentes y del Papa, que lo abrazó. El 11 de Mayo del año siguiente se casaron de presente en Nápoles, cuando Jofre sólo contaba trece años. Dos más tenía Sancha, que a los ocho se había desposado con Honorato de Gaetani, desposorios anulados por una Bula de 17 de Septiembre de 1493, casando Gaetani el 8 de Diciembre con Lucrecia, hija natural del Rey Fernando.

Era Sancha mujer de gran belleza, como su madre Trusia, hija de Ursula Caraffa, de Gaeta, y de Antonio Gazella, Señor de Campello, Secretario de Fernando y su Embajador en Milán y en Roma. La sangre real aragonesa que corría por sus venas, al mezclarse con la napolitana, resultó ferventísima e hízola por demás enamorada y pecadora, sin que para su salacidad hallase freno ni remedio el cuitado marido, que apenas varón la noche de la boda tuvo que habérselas con aquella hembra harto viripotente[43]. Jofre, que según decía su hermano César era[Pg 56] hombre para poco, resignóse a la constante infidelidad de su mujer, y mientras ésta llamaba la atención de los romanos por su hermosura y sus amores, y pasaba de los brazos del Cardenal de Valencia a los del Duque de Gandía, causa, según se dijo, del fratricidio atribuido a César, buscaba el pacientísimo marido el venal consuelo que en su infortunio le ofrecían las menos honestas meretrices y andaba con otros españoles a caza de nocturnas aventuras, en una de las cuales tuvo un encuentro con los esbirros y quedó malherido, con gran disgusto de Su Santidad. A la muerte de Alejandro VI púsose al lado de César y le acompañó a Nepi, mientras D.ª Sancha, a quien, para mayor seguridad, dejó en el Castillo con los dos pequeñuelos Rodrigo y Juan, tomó el camino de Nápoles con Próspero Colonna para tratar de recuperar sus bienes en aquel reino. Reuniósele el marido cuando fué con César a Nápoles; pero no duró la unión más que una semana y tuvo que volverse el Príncipe con su hermano a casa del Cardenal Borja, cuyos esfuerzos, así como los del Gran Capitán y los de la Reina de Hungría y la Duquesa de Milán, resultaron vanos para reconciliar a los mal avenidos cónyuges. No es cierto que Jofre corriera la misma suerte que César y estuviera con[Pg 57] él preso. Veíasele todos los días con el Gran Capitán, con quien cabalgaba y triunfaba, faltándole solamente para colmar su felicidad, según escribía Pandolfini, recobrar a su mujer, que no quería saber nada con él. Un año después[44], y en edad tempranísima, falleció sin sucesión D.ª Sancha, y pasó el viudo a segundas nupcias con doña María Milán de Aragón, de los Condes de Albaida por su padre, y Villahermosa por su madre, en quien tuvo descendientes, siendo la última D.ª Ana de Borja, que a principios del siglo XVII trajo a la Casa de Gandía el principado de Squillace por su matrimonio con D. Francisco de Borja. Dice Gregorovius que no se sabe el fin que tuvo Jofre; pero en una carta de 2 de Enero de 1517 daba Lucrecia al Marqués Francisco Gonzaga la noticia del fallecimiento de su querido hermano el Príncipe de Squillace, que le había sido comunicada por un correo enviado por don Francisco de Borja, hijo del difunto.


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III

Nacimiento de Lucrecia.—Su educación encargada a Adriana Milá.—La religión.—Las lenguas y letras clásicas.—Las mujeres italianas del Renacimiento.—Las Claras Mujeres de Jacobo de Bérgamo.—Los conocimientos de Lucrecia según el biógrafo de Bayard.—Sus retratos.—Las medallas de Filippino Lippi y Caradosso.—Los cuatro retratos que Yriarte supone reproducción del único retrato de Lucrecia, obra de Dossi.—La placa de plata del arca de San Maurelio.—La Schiavona, del Tiziano.—La Santa Catalina, del Pinturicchio.—Lucrecia según la describieron sus contemporáneos.—Los áureos cabellos de Lucrecia.—Su dulzura y su gracia.—La alegría de los Borjas.—Sus dos pasiones, según Catalano: el flirt y las fiestas.—Su afición a los trajes y las joyas, y su rivalidad con Isabel de Este.—Carácter opuesto de las dos cuñadas.—Las fiestas y diversiones de la Corte de Ferrara.

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Nació Lucrecia en Roma, el 18 de Abril de 1480, según el documento valenciano de sus esponsales con don Cherubín Joan de Centelles, hermano del Conde de Oliva[45], fecho el 26 de Febrero de 1491, en el cual se expresa que el matrimonio se llevaría a cabo en el mes de Abril del año 1492, en que cumplía Lucrecia, el día 18, los doce años. Y el Papa Alejandro VI, en una conversación que tuvo con el agente del Duque Hércules de Ferrara, y que éste refiere en despacho de 26 de Octubre de 1501, díjole que la Duquesa (Lucrecia) cumpliría en el siguiente Abril veintidós años. Esto no obstante, Pastor, siguiendo a L’Epinois y a Citadella, le echa un par de años más, dándola por nacida en 1478.

Educóse en casa de Adriana Milá, hija de Pedro Milá, primo hermano del Cardenal Borja, y mujer de Ludovico Orsini, señor de Bassanello, de quien tuvo a Orsino Orsini, el Tuerto, marido de Julia Farnesio. Gozó Adriana de gran valimiento con su tío el Cardenal, aun antes de ser suegra de la Bella, y lo atribuye Gregorovius a que había ya mediado en otras intrigas y aventuras de Rodrigo y estaba al tanto de sus secretos y pecados. Pero la razón de que le confiara la educación de su hija predilecta debió ser porque Vannozza, concubina y madre ejemplar, no era mujer de letras ni había todavía adquirido, con el íntimo[Pg 62] trato cardenalicio, esa culta gracia natural femenina, desenvuelta y perfeccionada, que se designaba entonces con la palabra latina pudor, y que hubo de poseer Lucrecia en alto grado.

No hay ningún dato que permita afirmar o suponer que estuvo de educanda en el convento de San Sixto, en la vía Appia, pues sólo se sabe que a él se retiró en 1498, cuando, separada de su primer marido, dió a luz un hijo cuya paternidad se atribuyó a Pedro Calderón, el primer Camarero de Su Santidad, y que pudo ser el infante romano Juan, reconocido por las dos Bulas de 1.º de Septiembre de 1501 como hijo de César y del Papa.

En la educación de toda mujer italiana entraba entonces, como ahora, en primer término, la religión, cuyas prácticas se consideraban esenciales y se guardaban ostensiblemente hasta por las más grandes y empedernidas pecadoras. Es, pues, seguro que tanto Vannozza como Adriana cuidarían de que conociese Lucrecia, desde su más tierna infancia, las verdades de nuestra santa religión y cumpliera todos los preceptos de la Iglesia. En esto mostróse Lucrecia siempre puntualísima, y mereció los elogios del Embajador de Ferrara en Roma, quien escribía al Duque que era no menos católica, temerosa de Dios e iba a confesarse en Nochebuena para comulgar el día de la Natividad.

Además de la religión, era base de la enseñanza, común a ambos sexos, el conocimiento de las lenguas clásicas y de los tesoros literarios, griegos y latinos, cultivando también las mujeres la elocuencia y la poesía, la música y el dibujo, a que, naturalmente, las convidaba el florecimiento de las Bellas Artes. Brillaron las mujeres italianas del Renacimiento por su superior cultura en varias disciplinas, siendo tanto más admiradas cuanto que no andaban reñidos el entendimiento y el saber con la belleza y con la gracia. Jacobo de Bérgamo, en el libro que escribió en 1496 sobre Las Claras Mujeres, cita, entre otras, a la veneciana Casandra Fedeli, que era a fines del[Pg 63] siglo XV maravilla de su tiempo y tan maestra en Filosofía y Teología, que competía con los más doctos varones, y con ellos discutía públicamente en presencia del Dux Agustín Barbarigo, suscitando con su elocuencia y con su gracia el entusiasmo del auditorio. La bella mujer de Alejandro Sforza, de Pesaro, Constanza Varano, era también muy versada en poesía, elocuencia y Filosofía, trayendo siempre entre manos a San Agustín y San Ambrosio, San Jerónimo y San Gregorio y a Séneca y Cicerón. No fué menos erudita su hija Bautista Sforza, que casó con Federico de Urbino. La famosa Isotta Nugarola de Verona estaba también muy familiarizada con los Santos Padres, que tampoco les eran desconocidos a Isabel de Este y a Isabel Gonzaga. De Hipólita Sforza, la mujer de Alfonso II de Aragón, Rey de Nápoles, dice el de Bérgamo que reunía una cultura finísima, una maravillosa elocuencia, una belleza rara y un nobilísimo pudor femenino. Gran renombre alcanzó como poetisa Vittoria Colonna y de la Trivulzia, de Milán, que a los catorce años llamaba la atención por su elocuencia; dícese que cuando los padres se dieron cuenta de las extraordinarias dotes de la niña, que tenía apenas siete años, la dedicaron a las Musas para que éstas la educaran.

LUCRECIA BORJA
Medalla de Filippino Lippi.

Ilustración

ANVERSO

Ilustración

REVERSO

En la pléyade de Las Claras Mujeres del Renacimiento no tiene derecho a figurar Lucrecia Borja. Había aprendido lenguas, música y dibujo en Roma, y más tarde, en Ferrara, admiráronse mucho sus bordados de seda y oro, para los que debió tener por maestro al bordador de Leonor de Aragón, el español Jorba[46] famosísimo en su arte. El biógrafo de Bayard decía de ella, en 1512, que «hablaba español, griego, francés y un poquito también correctamente el latín, y en todas estas lenguas escribía y hacía versos». Tenía Lucrecia tanto de española como de italiana, y no es extraño que ambas lenguas le fueran igual[Pg 64]mente familiares, y sobre todo, el valenciano, que era la lengua materna que hablaba siempre el Papa con los suyos. Sus cartas a Bembo, dos en español y siete en italiano, muestran algún sentimiento, pero ninguna profundidad espiritual. La caligrafía es desigual: a veces los trazos enérgicos y duros recuerdan la del padre, otras veces la escritura clara y menuda se asemeja a la de Vittoria Colonna. En ninguna de sus cartas se ve que poseyera el latín; mas algo debía entenderlo puesto que el Papa la dejó en el Vaticano como representante suyo, con facultad de abrir sus cartas. Muy somero debía ser también su conocimiento del griego, que es posible aprendiera con Ludovico Podocatharo, médico de Inocencio VIII y secretario de Rodrigo Borja, que lo hizo Obispo y Cardenal. Y aunque en alguna Historia de la Literatura italiana figura Lucrecia como poetisa, ni sintió el estro divino, ni de sus versos se conoce más que una canción española en una de sus cartas a Bembo, canción que debió tomar de alguno de los cancioneros españoles que poseía[47], como las que se tuvieron por poesías de Bembo, compuestas en español para Lucrecia, y fueron simplemente copias que hizo para su uso, de estrofas de Alonso de Cartagena, Juan de Tapia, Juan Alvarez Gato y Diego López de Haro. Verdad es que el enamorado Bembo, en una poesía latina dedicada a Lucrecia, la llama poetisa y dice que cuando declama versos en lengua vulgar parece nacida en tierra italiana, y cuando toma la pluma y compone versos y poemas, son versos y poemas que emanan[Pg 65] de las Musas. Pero ni los Strozzi, ni Ariosto, ni Aldo, ni otros muchos de sus contemporáneos, que no anduvieron parcos en el elogio de Lucrecia, no hubieran dejado de otorgarle las palmas de la poesía de haber sabido que también la cultivaba la Duquesa de Ferrara, y aun hubiera salido a relucir su tía D.ª Tecla de Borja, hermana de Alejandro VI, poetisa muy loada por el gran poeta Mosén Ausias March. Para lo que sí tenía dotes y gracia especialísimas era para el baile y, sobre todo, para las danzas españolas. El Prete que informaba a la Marquesa de Mantua de cuanto pasaba en la Corte de Ferrara, le escribió que tenía la Duquesa dos bufones españoles que cuando bailaba iban gritando por la sala: «Miren la gran señora, qué linda es de cara y qué bien baila: poco y bueno.»

De Lucrecia no existe, según Gregorovius, más retrato que el de las dos conocidas medallas. La de Filippino Lippi (reproducida en este libro), modelada en cera en Bolonia en 1502 y ejecutada en 1505, cuando ya era Duquesa de Ferrara[48], es una de las más bellas del Renacimiento. En ésta, que llama Yriarte la medalla heroica, Lucrecia está con el cabello suelto, sin adorno ni detalle ninguno indumentario. En el reverso, que es precioso, hay un amorcillo atado a un laurel, teniendo a sus pies un violín y un papel de música: del árbol pende, rota, la aljaba, y en el suelo está el arco con la cuerda rota; alrededor se lee la siguiente inscripción: Virtuti ac forma pudicitia prœciosissimum, que quería decir que había pasado el tiempo de los amores libres, estando ya atada al laurel, que simbolizaba la Casa de Este. La otra medalla, atribuída a Caradosso y llamada la de la redecilla por el peinado, tiene más carácter de re[Pg 66]trato y sus detalles coinciden con los que Yriarte cree retratos de Lucrecia, si bien, en punto a traje y peinado, existe igual coincidencia con los de otras damas de su época. El cabello, aplastado en ondas regulares, que cubren parcialmente la frente y baja en cocas que ocultan por completo las orejas, está recogido por detrás en una coleta, que llamaban cuazzone las milanesas, dejando libres dos rizos o tirabuzones que caen a ambos lados de la cara. La lenza o hilo que ciñe la cabeza y la bordada redecilla en la parte posterior del cráneo, completan el peinado. Esta descripción del de Lucrecia es la del de Beatriz de Este en el busto de Cristóforo Romano, que se conserva hoy en el Louvre.

Crowe y Cavalcaselle, después de discutir los supuestos retratos de Lucrecia, creen, como Gregorovius, que no existe ninguno auténtico y que hay que atenerse a las medallas, y de la misma opinión es el Marqués Campori. Pero si no se ha podido encontrar ningún retrato de mano de un gran artista contemporáneo, hay cuatro, a juicio de Yriarte, que son la reproducción del único retrato de Lucrecia. Uno es el de Ferrara, que poseía Mgr. Antonelli; otro, el del Museo de Nimes; el tercero, el de Florencia, de Mr. Spence, y el último, reproducido en color por Yriarte en su libro Autour des Borgia, el del Sr. Gugenheim, de Venecia. Estas cuatro Lucrecias, dice, vistas por el mismo artista el mismo día, con la misma redecilla, el mismo collar, el mismo traje del dibujo de Dosso Dossi, representan el mismo personaje que fué, probablemente, retratado por un hermano de este artista, pintor oficial de la Corte de Ferrara[49].

Los demás supuestos retratos, el del Tiziano, de la Galería Doria, de Roma; el de Giorgione, del Museo de[Pg 67] Dresde, y el de Dosso Dossi, de Londres, de Mr. Henry Doetsche, no tienen el menor parecido con Lucrecia. El de la Galería Doria, y el del Museo Nacional de Stockholmo, son réplicas o copias del que hoy está en la Galería de Sir Herbert Cook, en Richmond. De Venecia pasó a Praga a poder del Emperador Rodolfo II; de allí a Stockholmo, como botín de guerra; vino a Roma con la Reina Cristina de Suecia; a su muerte pasó a la familia Azzolini, de quien lo adquirió el Príncipe Livio Odescalchi, y luego a la Galería del Duque de Orleans, en el Palacio Real, en 1721; vendiólo Felipe Igualdad a un banquero de Bruselas, y fué, por último, a parar a Londres; lo compró allí el Conde de Suffolk en 52.000 francos, y de otras manos pasó a las de su actual poseedor. Lo grabó Sadeler, en Praga, y le dió el nombre de Lucrecia Borgia; pero Malœvre, que lo grabó, en 1786, para la Galerie du Palais Royal, lo cambió por el de La Esclavona, con el que figuraba en el catálogo de Roma[50]. Aunque esta Esclavona en nada se asemeja a Lucrecia, un autor italiano, Portigliotti, que recientemente ha maltratado a los Borgias[51], cree, sin embargo, inducido a error por Sadler y por Ridolfi, que éste es el retrato de la Duquesa de Ferrara, que pintó Tiziano al mismo tiempo que el del Duque, que se encuentra en el Museo del Prado. En cuanto al del Duque, ya probó cumplidamente Justi que no es Alfonso de Este el retratado, e intentó, equivocadamente, demostrar, por semejanza con unas medallas, que era Hércules II, el hijo de Alfonso y de Lucrecia. Los Sres. Allendesalazar y Sánchez Cantón[52] identifican, con fehacientes datos, el personaje, que es Federico Gonzaga, primer Duque de[Pg 68] Mantua, hijo de Isabel de Este, a quien retrató Tiziano, en Mantua, en 1530.

Se ha dicho, y se ha repetido tantas veces, que el Pinturicchio retrató a Lucrecia, y que ésta es la Santa Catalina de Alejandría, del famoso fresco de la Sala de los Santos, del apartamento de los Borjas en el Vaticano, reproducida al frente de este libro, que ha llegado a tenerse por cosa cierta, aunque para afirmarlo no haya ningún dato ni fundamento serio. No hay autor contemporáneo que lo diga. El propio Vasari, que ha creído ver a Julia Farnesio en una Virgen, que está, según ya queda dicho, en una sobrepuerta de la Sala de los Santos, no hubiera dejado de hacernos saber que la protagonista de la disputa de Santa Catalina era la hija de Alejandro VI. En nuestros días surgió la idea de que Pinturicchio no se había contentado con retratar al Papa, sino que había querido dejar a la posteridad el recuerdo de la prole y de la Corte de Alejandro VI, retratándola en sus frescos de las salas de los Borjas. Y el Conde Lemmo Rossi Scotti, que había pasado largas horas contemplando y copiando estos frescos, se persuadió de ello y quedó convencido de que la Santa Catalina de Alejandría no era otra que la propia Lucrecia, siquiera no se pareciese a la Lucrecia de las medallas y de los cuatro retratos que Yriarte tiene por reproducciones del perdido de Dossi; mas hay que tener en cuenta la diferencia de edad, pues apenas contaba trece años cuando pintó su fresco el Pinturicchio[53].

No podía competir Lucrecia con Julia Farnesio en hermosura. Los que la miraron con enamorados ojos la tuvieron por la propia Venus, y puestos en el caso de Paris no[Pg 69] hubieran vacilado en darle la fatal manzana. Pero si no reunió el conjunto de perfecciones físicas, que valieron a Julia Farnesio el ser llamada la Bella por antonomasia, y si, a juicio de la Marquesa de Cotrone, de las tres Princesas que se juntaron en Ferrara: Isabel de Este, Isabel Gonzaga y Lucrecia Borja, llevábase la palma de la belleza la primera; reconocía la Marquesa que Lucrecia, sin ser una hermosura, tenía una dolce ciera, frase italiana que, literalmente traducida, sería una cara dulce, pero que expresa algo intraducible, un especial encanto, que seducía a cuantos la veían y trataban, y cuyos efectos se hacían sentir con más fuerza en los hombres, a quienes, por natural instinto de femenina coquetería, se complacía en someter dulcemente a sus antojos y mandatos.

El primer documento diplomático que cita Yriarte para darnos a conocer a Lucrecia, tal como la vieron y pintaron sus contemporáneos, es la carta que escribió el 23-24 de Diciembre de 1493 a su hermano Giannozzo, Lorenzo Pucci, Embajador florentino cerca del Papa, que vió a Lucrecia con Julia Farnesio y Adriana Milá calentándose al fuego de la chimenea en el Palacio de Santa María dei Portici. Dice Yriarte, incurriendo en grave error, que Pucci encontró a Lucrecia parecida al Papa, adeo ut vere ex ejus semine orta dici possit. Mas no era a Lucrecia a quien se refería Pucci, sino a Laura, la hija de Julia Farnesio, la cual Julia, dice, «quiso que viese yo a la niña, que ya es grande, et ut mihi videtur est simili Pontifici». Dió suelta Julia a la rubia cabellera, que le llegaba hasta los pies, para que la peinaran, y parecióle a Pucci un verdadero sol. De Lucrecia sólo dice que se fué a quitar un peinador que tenía a la napolitana y volvió al poco rato lujosamente ataviada.

No sabemos si Julia era naturalmente rubia o si debía la dorada cabellera a alguna lexía para enruviar, como la que recomendaba Celestina, o a alguna de las recetas a far capelli biondi come oro de las que juntó en sus Experimenti Catalina Sforza, la señora de Forli. En cuanto a los de[Pg 70]cantados áureos cabellos de Lucrecia, aunque los autores del libro Les femmes blondes selon les peintres de l’école de Venise, los Sres. Baschet y Feuillet de Conches[54], la citen con Beatriz de Este y Juana de Aragón, como las tres únicas rubias verdaderas, no cabe duda de que había nacido morena, como era natural lo fuera, siendo hija de un valenciano[55] y una transteverina, y de que se teñía el pelo cada cinco días por lo menos, y cuando dejaba pasar una semana sin lavarse la cabeza quejábase de dolores que pudieran atribuirse a la mala condición del tinte. Cada cinco días tuvo que detenerse en su viaje de Roma a Ferrara, que duró veintisiete, y porque una vez transcurrió una semana sin haberse lavado la cabeza, hubo de dolerle, y se retrasó con este motivo la llegada a Ferrara.

Bernardo Zambotto, que la vió en Roma el día de su boda con Alfonso de Este, escribía: «Tiene veinticuatro años (tenía dos menos), es bella de cara, tiene hermosos ojos despiertos, es derecha de cuerpo y de estatura regular.» Cagnolo, que aquel día asistió a la ceremonia en representación de Parma, la describe: «De estatura mediana, esbelta; la cara más bien larga, la nariz bella y bien perfilada, los cabellos dorados, los ojos blancos, la boca un poco grande, los dientes relucientes, el pecho firme y blanco, ornato con decente valore: todo respiraba en ella la alegría y la sonrisa.» Si Cagnolo calificó de blancos los ojos de Lucrecia fué porque el blanco del ojo debió llamarle más la atención que el color de la pupila, pues hubiera dicho que eran azules o negros si hubiesen sido decididamente de uno u otro color. El preferido de los griegos y de los italianos, según el florentino Firenzuola en su tratado Della perfetta bellezza di una donna, eran[Pg 71] los ojos blancos con la pupila castaña. El color de los ojos de Lucrecia acaso fuera gris, pero desde luego no muy marcado, porque ninguno de los muchos poetas que cantaron en Ferrara su dulce mirar hizo mención del color de sus ojos[56]. Fijándose Yriarte en estas descripciones y en los retratos que tiene por auténticas copias del de Dossi, nos la pinta así: «La cara era llena, sin rasgos bien definidos; los ojos grandes, blancos, muy abiertos y distantes de las cejas, y almendrados de forma; la frente lisa y muy descubierta; el mentón entrante, que fué redondeándose cuando engordó con los años. En lo físico, como en lo moral, resulta algo dulce, blando, sin voluntad ni arranques, sin exaltadas alegrías y sin cóleras terribles, una mujer sin nervios, incapaz de oponerse al destino que la hace, en manos de Alejandro y de César, un instrumento demasiado dócil.»

La dulzura y la gracia constituían el principal encanto de Lucrecia, además de la ingénita alegría heredada del padre, que caracterizaba a todos los Borjas. No heredó la lujuria paterna, que hubiera hecho de ella una ménade; pero mujer, al fin y al cabo, flaca de voluntad y no desprovista de temperamento, no pudo resistir a las tentaciones y a ellas sucumbió, debiendo parecerle sus amorosos lances pecadillos de poca monta, acostumbrada a los que cometían sin recato alguno cuantos la rodeaban.

La escasa fortuna que tuvo en sus dos primeros enlaces matrimoniales, disuelto el de Sforza por la supuesta impotencia del marido, y el segundo por el asesinato de D. Alfonso de Aragón, obra de César, no turbó en ella la alegría de vivir y pasó a terceras nupcias con Alfonso de Este, sonriente y regocijada, sin que la amedrentara la suerte que cupo en la Corte de Ferrara a la infeliz y ena[Pg 72]morada Parisina. Y tanto bailó la noche que se publicó en Roma la noticia de la concertada boda, que tuvo un acceso de fiebre que la obligó a guardar cama el día siguiente.

Tampoco la afligió grandemente la muerte del Duque de Gandía ni la de Pedro Calderón, el Perotto, Camarero de Su Santidad, asesinados ambos por orden o por mano del Cardenal de Valencia. Otras eran o debían ser, en aquellos momentos, sus preocupaciones, porque anulado ya su matrimonio con Sforza, de quien estaba hacía tiempo separada, dió a luz un hijo que tuvo, según se dijo, por obra del tal Perotto y que creemos fuera el infante romano Juan, reconocido, cuando tenía tres años, por dos Bulas del 1.º de Septiembre de 1501, como hijo primero de César y luego del propio Papa habido en mujer soltera.

Gregorovius y los ferrareses pretenden hacer de Lucrecia dos mujeres distintas: la Lucrecia romana, que viviendo en la Corte de Alejandro VI fué acaso pecadora, sin que de sus pecados haya noticia cierta, y la Lucrecia, Duquesa de Ferrara, dechado de virtudes, que vivió adorada por sus vasallos y murió casi en olor de santidad.

Las dos pasiones de Lucrecia, dice Catalano, fueron el flirt y las fiestas. Respecto al flirt cree que las relaciones amorosas de la Duquesa con el veneciano Bembo y con su cuñado el Marqués de Mantua, Francisco Gonzaga, el marido de Isabel de Este, acreditadas por cartas fehacientes, fueron pecados de pensamiento y de palabra, que no llegaron a ser obras; pero fuera o no un mero flirt, que de ello hablaremos en su lugar, resulta desde luego evidente que Lucrecia era naturalmente enamoradiza y que en Ferrara dió al corazón, por lo menos, lo suyo, cuidando de no comprometer su reputación y la honra del marido, porque si bien éste, como joven, anduviese de día buscando su placer en varias partes, y hacía muy bien, según decía Su Santidad, era hombre capaz, si se creía afrentado, de tomar cruenta y cruelísima venganza.

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La otra pasión de Lucrecia, no menos femenina, pero mucho más inocente, era la de los trajes, las joyas y las fiestas. En Roma competía en el vestir con su cuñada Sancha; pero en Ferrara la competencia fué más seria, porque la entabló con otra cuñada, Isabel de Este, que pasaba por ser la mujer más elegante de Italia y por tal se la tenía también en Francia, donde la moda no había todavía sentado sus reales para ejercer desde allí, sobre todas las partes del mundo, un perdurable imperio.

Isabel, como mujer honrada a carta cabal, y religiosa, había visto con malos ojos la boda de su hermano Alfonso con la hija del Papa, sobre cuyas costumbres llegaron hasta Ferrara y Mantua las voces poco halagüeñas que corrían en Roma. Mas se resignó, sabiendo que obedecía a la razón de Estado que aconseja tales enlaces entre Príncipes, soliendo los italianos mitigar sus rigores con alguna bella y complaciente amiga, que les ayudaba a soportar el matrimonio y contribuía al aumento de la familia con una abundante prole de reconocidos bastardos, y esto sucedía en todas partes, en Roma y en Nápoles, y en Milán, y en Florencia, y en Ferrara. Las relaciones de Isabel de Este y Lucrecia Borja fueron siempre corteses, pero nunca llegaron a ser amistosas, porque lo estorbaba el opuesto carácter de las dos cuñadas. La Marquesa de Mantua era la encarnación del Renacimiento triunfante. Su prodigiosa actividad se ejercitaba en múltiples y variadas esferas. Poseída de una insaciable curiosidad, quería saberlo todo, verlo todo, hacerlo todo. Ocupábase en los negocios de Estado, supliendo las deficiencias del marido y concibiendo la política, como se practicaba entonces en Italia, para vivir al día, que no era poco, dados los revueltos tiempos que alcanzó, desde la invasión francesa de Carlos VIII hasta el saqueo de Roma por las tropas del Emperador Carlos V, coronado después en Bolonia por el Papa Clemente VII. No sintió el arte, pero protegió a los artistas, que se llamaban Mantegna y Francia, Miguel Angel y Rafael, Lorenzo Costa y Perugino, Tiziano y Co[Pg 74]rreggio, y con sus obras adornó el Paradiso y los Camerini del palacio de Mantua. Fué ardiente coleccionista de antigüedades y viajera infatigable, y cantó acompañándose con el laúd, e inventó trajes y cofias y empeñó a menudo sus joyas para sufragar las empresas bélicas del versátil Marqués o los caprichos artísticos de la Marquesa, y no dió a su espíritu ni a su cuerpo instante de reposo, ni dejó que el amor le robara momento alguno de su atareada vida. Y como era, además de amable, hermosa, tuvo muchos amigos y pocos enemigos, y la cantaron los poetas, y de ella hizo el Ariosto honrosa mención en su Orlando furioso.

Claro es que también obtuvo Lucrecia puesto no menos honroso en el poema del poeta ferrarés; pero desde luego se comprende que no congeniara ni pudiera competir con su cuñada de Mantua. No atraían a la hija de Alejandro las letras ni las artes: su biblioteca era exigua y copioso el inventario de sus ropas y alhajas. Su perezosa actividad no traspasaba los límites del cuidado de su persona y del cultivo de aquellas artes que, como la danza, contribuían a realzar su ingénita gracia y a conquistarle la admiración y el aplauso cortesano. Los trajes y las joyas eran su principal preocupación, y fué su mayor afán el empuñar el cetro de la moda, que estaba entonces en manos de la Marquesa de Mantua. En cuanto a las alhajas, túvolas en abundancia y muy valiosas, siendo su especial predilección las perlas. Su padre había dicho a los enviados del Duque de Ferrara, mostrándoles un cofrecillo lleno de perlas: Quiero que mi hija sea la princesa que en Italia tenga más perlas y las más hermosas. Y, por su parte, díjole el Duque de Ferrara que aunque no era tan rico como el de Saboya, podría enviar a su futura nuera joyas tan bellas como las de éste, y que tendría Lucrecia piedras preciosas más valiosas y en mayor número que las que había poseído la Duquesa su esposa. Y entre las alhajas que le regaló, cumpliendo lo ofrecido, figuró un collar de gruesas perlas que había sido de la Duquesa[Pg 75] D.ª Leonor de Aragón[57]. Otro collar de brillantes y rubíes, también de su madre, lo vió Isabel, con tanto disgusto como envidia, ciñendo el cuello de su cuñada el día de su entrada en Ferrara.

Acostumbrada Lucrecia a las fiestas de la Corte pontificia, quiso renovarlas en la de Ferrara, tan luego como por el fallecimiento del Duque Hércules heredó sus Estados D. Alfonso. Encantaban a la nueva Soberana los saraos y los bailes, que le permitían lucir sus naturales gracias y sus trajes y joyas y recibir los homenajes y agasajos de sus amartelados admiradores, entre los que se encontraban, en primer término, Pedro Bembo y sus dos cuñados el Cardenal Hipólito de Este, que había cortejado también a D.ª Sancha, y por temor a César había huído de Roma, y el Marqués de Mantua, Francisco Gonzaga. Con estas diversiones alternaban otras más groseras que para entretenerla le ofrecía el Duque, una de las cuales era la de mantear a unos cuantos infelices cortesanos, y para que el espectáculo resultara más regocijado, quiso una vez que se hiciera lo propio, no con hombres, sino con mujeres, y mandó traer a tres deshonestas meretrices, quienes al verse por los aires vigorosamente manteadas, lejos de atender al pudor y de pensar en arroparse, mostraron gratuitamente y sin el menor recato, a la escogida concurrencia, las herramientas de su oficio. Mas no se escandalizó la Duquesa de Ferrara, que cosas peores había visto en Roma.


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IV

Las proyectadas bodas españolas de Lucrecia Borja con don Cherubín de Centelles y D. Gaspar de Prócida.—Su matrimonio con el Señor de Pesaro, Juan Sforza.—La ceremonia nupcial.—La boda del Duque de Gandía, D. Juan, con su cuñada Doña María Enríquez, viuda del primer Duque.—Consejos que le dió el Papa.—Celébrase la boda en Barcelona.—La de D. Jofre de Borja con D.ª Sancha de Aragón, hija natural del Rey Alfonso II de Nápoles.—Los Sforza.—Relaciones de la Corte de Milán con las demás de Italia.—El Señorío de Pesaro.—Lucrecia en Pesaro.—Ludovico el Moro abre las puertas de Italia a Carlos VIII de Francia.—Caen en poder de los franceses Julia Farnesio, su hermana Jerónima y su suegra Adriana Milá, y las rescata el Papa.—Carlos VIII en Roma.—Encamínase a Nápoles.—Fuga de César y muerte de Djem.—Fácil conquista de Nápoles y sus desastrosos efectos para el ejército francés.—La Liga contra Francia.—La batalla de Fornovo.—Regresa a Roma a fines de Octubre de 1495 Lucrecia, y en Mayo de 1496 hacen su entrada Jofre y Sancha.—Tres meses después llega de España el Duque de Gandía para capitanear el ejército pontificio en la campaña contra los Orsini, y es derrotado en la batalla de Soriano.—Asesinato del Duque de Gandía.—Dolor del Papa.—¿Quién fué el asesino?—Aunque no probada, parece probable la culpabilidad de César.—Cae en desgracia en el Vaticano el Señor de Pesaro.—Se declara nulo, por impotencia, su no consumado matrimonio con Lucrecia.—Del ofendido marido parte la acusación de incesto contra el Papa.

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El grande amor que Alejandro VI profesó a los hijos que tuvo en la Vannozza, y especialmente a Lucrecia, hízole procurar, por toda clase de medios, el engrandecimiento y encumbramiento de los varones, al par que el de la hija predilecta, a quien buscó marido desde su más tierna edad, y sin que en el matrimonio contara para nada la voluntad de la contrayente. Trató primero de casarla en España con un D. Cherubín Joan de Centelles, Señor del valle de Ayora, en el Reino de Valencia, y hermano del Conde de Oliva[58], firmándose el contrato en Roma el 26 de Febrero de 1491, y como hasta el 18 de Abril de 1492 no cumplía ella los doce años, en el mes de Junio siguiente debía confirmarlo por palabras de presente. Ignórase el motivo de que quedara sin efecto este contrato; pero pocos meses después, el 30 de Abril de 1491, concertóse la boda de Lucrecia con otro noble español, don Gaspar de Prócida, Conde de Almenara, hijo del Conde de Aversa D. Juan Francisco y nieto de D.ª Leonor de Prócida y de Castelleta, familia que vino con la Casa de Aragón a Nápoles, donde afincó. El advenimiento de Rodrigo Borja al solio pontificio hizo que le pareciera don Gaspar poco partido para la hija del Papa, y el 8 de Noviembre de 1492 quedó disuelto el concertado enlace y anulado el 10 de Junio de 1498 por Breve de Su Santidad,[Pg 80] en que se consideraba ilegal la disolución que por error y sin la suficiente dispensa indujo a Lucrecia a unirse en matrimonio con Juan Sforza; matrimonio que tampoco se había consumado y había sido declarado nulo; pero el Breve se expedía a solicitud de Lucrecia, para evitar escándalo, por haberse casado D. Gaspar con otra mujer de quien tenía sucesión.

El primer marido de Lucrecia fué el Señor de Pesaro, Juan Sforza de Aragón[59], hijo natural de Constanzo y nieto de Alejandro, hermano de Francisco, Duque de Milán, que en 1445 compró en 20.000 florines de oro el Señorío de Pesaro a Galeazzo Malatesta[60]. En 1490 había enviudado Juan de Magdalena Gonzaga, hermana del Marqués de Mantua Francisco I, y su tío el Cardenal Ascanio sugirió al Papa esta boda, que por los apellidos y parentescos del novio parecía ventajosa, y fué aceptada. Firmóse el contrato el 2 de Febrero de 1493, y el 9 de Junio hizo su entrada en Roma el Señor de Pesaro con una lucida comitiva, en la que figuraba el indispensable bufón Pedro Mambrino. La ceremonia nupcial se celebró el día 12 siguiente en el Vaticano, y están esencialmente de acuerdo en su descripción el Embajador del Duque de Ferrara, Juan Andrés Bocaccio, Obispo de Módena, y Pier Gentile de Varano, uno de los muchos corresponsales que hoy llamaríamos reporteros, de la Marquesa de Mantua, Isabel de Este. No asistieron más Embajadores que el dicho de Ferrara, el veneciano, el milanés y uno del Rey de Francia. La novia estaba lujosamente vestida y se adornaba con muchas joyas; pero quien entre las mujeres llamóles más la atención por su belleza fué Julia Farnesio, «de la que tanto se habla», dice Bocaccio; y el Varano,[Pg 81] al nombrarla, añade: la quale invero e una bella cosa da vedere e dicessi essere la favorita del Papa. A la ceremonia religiosa siguió una égloga pastoral en honor del Papa, obra de Seraphin, y la comedia de Plauto Menechmes, «Los gemelos», en latín, que no gustó a Su Santidad y no dejó que se acabara. Bailaron luego las damas, «y con asistencia del Papa y de todos nosotros, dice el Obispo de Módena, se pasó la noche: si bien o mal, queda a juicio de Vuestra Señoría».

Apenas falleció D. Pedro Luis de Borja, primer Duque de Gandía, cuando el 28 de Agosto de 1488, según ya queda dicho, el Deán de Valencia D. Juan López, como Notario apostólico, otorgó poder a D. Francisco Prats para que, en nombre de D. Juan de Borja y como procurador suyo, se trasladase a España y firmase las capitulaciones matrimoniales con su cuñada D.ª María Enríquez, y en la propia fecha dispensaba el Papa Inocencio VIII los impedimentos de edad y parentesco. El 13 de Diciembre de aquel año se firmaron en Valladolid las nuevas capitulaciones, debiendo celebrarse el matrimonio in facie Ecclesiæ tres años después y obligándose los padres de doña María Enríquez a pagar la dote pasados treinta días de la consumación del matrimonio. Pasaron, sin embargo, cuatro años sin que el concertado enlace se llevase a cabo, por razones políticas o particulares del Rey D. Fernando; pero con la elevación de Rodrigo de Borja al solio pontificio cambiaron las cosas de aspecto. Pocos días después de la boda de Lucrecia, el 19 de Junio de 1493, llegó a Roma, para prestar la obediencia como Embajador de los Reyes Católicos, D. Diego López de Haro, «caballero de mucho valor y de los más señalados que hubo en su tiempo», según Zurita, el cual manifestó a Su Santidad que el nuevo Duque de Gandía sería bien recibido en la Corte de España y que le harían graciosa donación de un buen Estado. Regocijó esto al Papa, y el 2 de Agosto embarcó D. Juan en Civitavecchia, colmado de regalos, obra de los mejores orífices italianos y con el equipaje de un magnate,[Pg 82] como se ve en el inventario escrito por Ginés Fira, de sus alhajas, ropas y otros objetos, que se conserva en el archivo de la Catedral de Valencia y ha sido publicado por el Sr. Sanchís y Sivera con otros interesantes Documentos y cartas privadas que pertenecieron al segundo Duque de Gandía[61]. Igualmente numeroso y escogido eran el personal y servidumbre que le acompañaba, compuesto de gentiles-hombres, pajes, mayordomos, camareros, escuderos, músicos, burberestador (desbravador) y el patje que porta les camises a la senyoria.

Entrególe el Papa a mano una carta llena de excelentes consejos y encargos, que reiteró en las instrucciones que hizo redactar a Mosén Fira, que como secretario había de acompañar al Duque. Debía oír misa todos los días; no ser mentiroso ni chismoso; servir con asiduidad y diligencia al Rey, la Reina, el Príncipe y los Infantes, ganándose sobre todo la voluntad de la Reina; guardarse de cualquier clase de juegos, especialmente el de dados, pues si los tocaba para jugar jamás volvería a verle la cara. Encargábale en las instrucciones que al llegar a Valencia fuese a besar las manos a su tía D.ª Beatriz de Arenós, guardándole cuantas atenciones pudiese, por ser dicha tía la única hermana de Su Santidad y persona de tanta virtud y merecer, y que tratase de granjearse su voluntad, porque tenía muchos bienes y no era cosa de que fuera a disponer de ellos en favor de alguna otra persona. Y siendo la intención de Su Santidad que regresase el Duque a Roma lo más pronto posible para servirle, consultaría con el Papa respecto a cuándo debía venir y si debía traer a la Duquesa si no estuviese preñada, pudiendo venir con ella D.ª Beatriz. Y en otra carta dábale instrucciones respecto al traje y joyas con que debía hacer su entrada en Barcelona, y le recomendaba que no se quitase los guantes hasta que llegase a Barcelona, pues la mar estropeaba las manos y debía cuidárselas,[Pg 83] porque era cosa que en nuestra tierra se miraba mucho.

El 24 de Agosto se celebró la boda en Barcelona, y de ella daba cuenta Carlos Canale a un su amigo en los siguientes términos:

«Esperaban la llegada del Duque los más altos dignatarios de la Corte, e hizo su entrada en una mula parda, que le estaba preparada, guarnecida toda de brocado, y él suntuosamente vestido con un valioso collar de rubíes y un hermosísimo diamante en la gorra. Cabalgó entre el Infante de Granada y el Duque de Cardona, que lo acompañaron por la calle que llaman Larga hasta el palacio donde estaban el Rey y la Reina y el Príncipe su hijo. Cuando llegaron ante Sus Majestades se puso el Rey en pie y el Duque se arrodilló y le besó la mano, e hizo lo mismo con la Reina y habló a Sus Majestades dignamente. Y hecho esto, vino el Príncipe, que estaba en otra cámara del palacio, trayendo de la mano a la novia. El Duque se desposó con ella ante Sus Majestades, y no la besó, porque no es costumbre el besar, como se hace entre nosotros.»

De los consejos del Papa no hizo gran caso D. Juan, mozo a la sazón de diecisiete años, jugador, bebedor y mujeriego, y cuando llegó a noticia de Su Santidad que de los 2.600 ducados que llevara el Duque a mano había gastado 2.000 en el juego y en ribalderías, y que, lejos de haber consumado el matrimonio, en lo que ponía Alejandro gran empeño, había tenido abandonada a la Duquesa para andar de noche por la ciudad matando perros y gatos, acaso en compañía del Príncipe heredero D. Juan, con quien vivió bastante íntimamente tan luego como los reyes se marcharon, dejándole de lugarteniente general; airóse mucho el Papa e hízoselo así saber al Duque en carta de fin de Noviembre. Pero si no se corrigió el Duque en punto al gasto, pudo sí dar gusto a Su Santidad participándole, en 27 de Febrero siguiente, que ya estaba encinta la Duquesa.

Mientras en Barcelona se celebraba con regia pompa[Pg 84] el matrimonio del Duque de Gandía, su hermano D. Jofre se desposaba por poder en Roma, el 16 de Agosto, con D.ª Sancha de Aragón, hija natural del Rey de Nápoles, D. Alfonso II, el Bizco, y hermana del Duque de Bisceglia, que había de ser el segundo marido de Lucrecia. El 11 de Mayo del año siguiente[62] el Cardenal Juan de Borja, Legado pontificio enviado a Nápoles para la coronación del Rey D. Alfonso, casaba de presente a Jofre, que sólo contaba trece años, con la hija del Monarca aragonés, que llevaba en dote el Principado de Squillace. El 20 de Mayo de 1496 hicieron su entrada en Roma, él vestido a la española y ella a la napolitana. Era él, según Scalona, moreno de cara y de mirada lasciva, el pelo largo y tirando a rojo, y pareciendo tener catorce o quince años. Ella, que cabalgaba entre Lucrecia y el Embajador de España, aparentaba tener unos veintidós años (aunque no pasaba de los diecisiete), era naturalmente morena, de ojos glaucos, nariz aguileña y con una buena mano de colorete. Fué el matrimonio de Jofre infelicísimo, y según pública voz de que se hizo eco un Embajador ferrarés, no llegó nunca a consumarse, y no porque pecara de esquiva la hermosa y enamoradiza Sancha, que después de haber otorgado sus favores al Cardenal de Valencia, no supo negarlos al Duque de Gandía, y a celos de rivales y envidias de hermanos atribuyóse el fratricidio.

No alcanzó Lucrecia mayor ventura, si bien por distintos motivos que su hermano Jofre, en su matrimonio con el Señor de Pesaro. Con título de Duques gobernaban los Sforzas a Milán desde que en 1540 vino a señorearla Francisco Sforza, uno de los más grandes capitanes de[Pg 85] su tiempo, tipo cabal del condotiero italiano del siglo XV, que sirvió con igual celo a los Visconti contra los venecianos y a éstos contra aquéllos, y casó con Blanca Visconti, última descendiente de los Visconti milaneses. Tuvo Francisco veinte hijos, once de ellos bastardos, y entre los legítimos a Galeazzo María, casado con Bona de Saboya, que le sucedió y murió asesinado; a Hipólita, esposa de Alfonso II de Nápoles, que gozó fama de culta entre las mujeres italianas del Renacimiento; al Cardenal Ascanio, que más de una vez estuvo a punto de ser Papa, y a Ludovico el Moro, que casó con Beatriz de Este[63], hija del Duque Hércules de Ferrara y de D.ª Leonor de Aragón, hermana de Alfonso II, e hizo de la Corte de Milán una de las más renombradas y fastuosas de Italia. Cuando en 1493 se desposó con Lucrecia Juan Sforza, reinaba nominalmente en Milán Juan Galeazzo, el nieto de Francisco, casado con su prima hermana Isabel de Aragón, la hija legítima de Alfonso II, que no sin razón se firmaba Isabella d’Aragonia Sforcia, unica en disgrazia; pero quien en verdad reinaba era el entonces Duque de Bari, Ludovico el Moro, que a la muerte de su sobrino Juan Galeazzo, atribuída a un veneno, y que pudo ser mero efecto de la gula, usurpó la corona que correspondía a Francisco, el hijo del difunto, que se llevó después Luis XII a Francia, y allí murió sin sucesión y muy mozo de una caída de caballo en una cacería. Aunque eran los Sforzas de cuna modestísima, se ennoblecieron con la espada y el tálamo y emparentaron, directa o indirectamente, con los soberanos de las más famosas cortes italianas, y hasta con el Emperador y con el Papa. Con la de Nápoles, por los repetidos enlaces mencionados; con la de Mantua, en que brillaba Isabel de Este, mujer del Marqués Francisco Gonzaga y hermana de Beatriz; con la de Ferrara, por el[Pg 86] matrimonio de Alfonso I de Este, el tercer marido de Lucrecia, que casó en primeras nupcias con Ana Sforza, hermana de Juan Galeazzo. La hermana de Ana, Blanca María, fué la segunda mujer del Emperador Maximiliano, y su media hermana Catalina, una de las hijas bastardas de Galeazzo María, mujer primero de Jerónimo Riario, Conde de Forli, después de Jacobo Feo de Savona y, por último, de Juan de Médicis, de quien tuvo a Juan de Médicis, Capitán de las Bandas Negras, adquirió fama de hembra casi virago y de gran ánimo[64], y cuando se vió sitiada en Forli por los asesinos de Riario, que para rendir la fortaleza en que se había refugiado, la amenazaron con dar muerte a sus hijos, que tenían en rehenes, portóse como el más esforzado varón, y lejos de ocultar su sexo, hizo de él deshonesto alarde desde la muralla, para que los sitiadores vieran que no habían de faltarle hijos, como, en efecto, los tuvo de sus dos sucesivos maridos.

Estrechas fueron también las relaciones de la Corte de Mantua con la de Urbino, a la que dió tanto renombre el Conde Baltasar Castellón con su libro El Cortesano, primorosamente traducido al castellano por Boscán. El Duque Guidobaldo, último de los Montefeltro, casó con Isabel Gonzaga[65], cuñada de la gran Marquesa Isabel de Este, y la hija de ésta, Leonor Gonzaga, fué después Duquesa de Urbino por su enlace con Francisco de la Rovère, sobrino e hijo adoptivo de Guidobaldo, que murió sin sucesión. Otra hermana de Guidobaldo, Inés, se desposó con Fabrizio Colonna y tuvo por hija a la famosa poetisa Victoria Colonna, Marquesa de Pescara, que entre sus muchos e ilustres amigos contó a Miguel Angel, y le inspiró no pocos madrigales y sonetos. Disfrutó asimismo en Urbino de la hospitalidad de aquellos Duques, tan amantes de las letras y las artes, el desterrado Julián[Pg 87] de Médicis, hijo de Lorenzo el Magnífico y hermano del Cardenal Juan, que fué luego León X; hombre flaco de suyo, y a mayor flaqueza reducido por el frecuente comercio con las damas, una de las cuales le hizo en Urbino padre del célebre Cardenal Hipólito, tan admirablemente retratado por Tiziano. Este comercio, aún más que el trato con Castellón, Bembo y otros discípulos de Apolo, de que hablaba Ariosto en una de sus sátiras, hacíale el destierro más humano. Vuelto a Florencia en 1512, fué Capitán general y Gonfaloniero de la Santa Iglesia, y después Duque de Nemours por su matrimonio con Filiberta de Saboya, tía de Francisco I, Rey de Francia. No olvidó Julián la hospitalidad de Urbino, y mientras vivió, cediendo a sus ruegos, se abstuvo León X de realizar su propósito de despojar a Francisco de la Rovère del Ducado para dárselo a su sobrino Lorenzo, hijo de su hermano mayor Pedro y de la ambiciosa Alfonsina Orsini, a quien casó con Magdalena de la Tour d’Auvergne, hija del Conde Juan de Boulogne, que por su madre Catalina de Borbón estaba emparentada con la Casa Real de Francia. Murió Magdalena al dar a luz a Catalina de Médicis, esposa de Enrique II y madre de tres Reyes, y pocos días después falleció Lorenzo del mal francés que padecía.

El Señorío de Pesaro era uno de los menos importantes de las Marcas. La antigua Pisaurum, ciudad edificada, según se dice, por los sículos, que de España pasaron a Sicilia, tomó su nombre del río, que hoy se llama Foglia, a cuya orilla derecha se extiende hasta el mar en un risueño y espacioso valle. Fué colonia romana, y a la caída del Imperio corrió la suerte de las demás ciudades italianas: Vitiges la destruyó; Belisario la reedificó, e incorporada al Exarcado, formó la Pentápolis con otras cuatro ciudades sobre el Adriático: Ancona, Fano, Sinigaglia y Rimini. Pasó a ser longobarda cuando se apoderó Astolfo de Rávena y luego al poder del Papa por donación de Pepino y Carlomagno. Se hicieron después Señores de Pesaro los Malatesta, que lo eran de Rimini, y por un[Pg 88] tratado de tiempo del Cardenal Gil de Albornoz quedaron reconocidos como Vicarios de la Iglesia. Establecióse en Pesaro una rama secundaria de los Malatesta, hasta que, viéndose amenazado Galeazzo Malatesta por su pariente Gismundo, y no teniendo fuerzas con que defenderse, vendió en 1445 la ciudad en 20.000 florines de oro, según se ha dicho, a Francisco Sforza, que la cedió a su hermano Alejandro, casado con una sobrina de Galeazzo.

El 8 de Junio de 1494 hizo Lucrecia su entrada en Pesaro bajo una lluvia torrencial que deslució el recibimiento que le tenían preparado sus vasallos y no permitió a la bella y risueña ciudad presentarse como tal a los ojos de la nueva Señora, que debió encontrar también harto modesto el palacio en que se alojó, comparándolo con los que había habitado y visto en Roma. Dice, sin embargo, Gregorovius, que si en su matrimonio con Sforza gozó Lucrecia la felicidad de la vida, fué ciertamente en los días que pasó en Pesaro, que la hicieron vivir como reina de un pastoral idilio; pero quizás ella misma, añade, empezó a encontrar monótona y vacía su existencia en Pesaro, sobre todo por las frecuentes ausencias del marido como condotiero del Papa y de los venecianos. Parécenos que la imaginación de Gregorovius, que unas veces suple y otras desfigura la copiosa documentación, no siempre fielmente transcrita, que acompaña la historia de Lucrecia Borja, estuvo más acertada al suponer que Lucrecia se aburría soberanamente en Pesaro, que no al pintarla feliz con su marido y echándole de menos cuando los deberes militares le obligaban a ausentarse; porque no bastan su indolente pasividad y su absoluta sumisión a la voluntad paterna para explicar y justificar su conducta respecto a Sforza en el proceso de anulación del matrimonio. Era Lucrecia apegadísima a los suyos, parientes y españoles. A Ferrara la acompañaron como damas dos Borjas, Jerónima y Angela, hermanas del Cardenal Juan de Borja, el Joven, y entre las españolas que llevó a Pesaro iba Juana López, sobrina del Datario y después Cardenal Juan Ló[Pg 89]pez, que allí casó con Juan Francisco Ardizio, médico y confidente de Juan Sforza.

Debió éste a la desmedida ambición de su tío Ludovico la mayor de sus desventuras. Llamado por el Moro entró en Italia Carlos VIII, el 3 de Septiembre de 1494, a la cabeza de un poderoso ejército, con el propósito de conquistar a Nápoles. Dos años duraron, para preparar esta guerra, las negociaciones de la Corte de Milán con la de Francia y las demás de Italia, negociaciones que fueron el origen netamente italiano de la diplomacia moderna y en las que rayó a tal altura la habilidad del Moro, que su nombre hízose verbo, y se llamó entonces ludovicheggiare el arte de la intriga en que parecía el milanés maestro, así como el nombre de Maquiavelo adjetivándose tomó carta de naturaleza en todas las lenguas y hasta en nuestros días sirve para designar la poco escrupulosa astucia florentina. Contaba a la sazón Carlos VIII unos veinticuatro años y no valía gran cosa, ni de cuerpo ni de espíritu, a juicio de los Embajadores venecianos, siendo pequeñuelo y mal formado, feo de cara, con ojos abultados que debían ver poco, nariz aguileña más grande y gorda de lo debido, boca de labios gruesos siempre abierta, con un movimiento espasmódico de la mano muy desagradable, y tardo y confuso de palabra. Halagábale la idea de la conquista de Nápoles, porque creía que quedaría así la Italia bajo su dominio y el Papa dependiente de nuevo de Francia, y que vendría él a ser señor de Europa. Los primeros pasos de Carlos VIII en Italia acrecentaron sus ilusiones, pues apenas encontraron sus tropas seria resistencia, y las pocas guarniciones que se defendieron fueron pasadas a cuchillo, sin perdonar a los inermes viejos, mujeres y niños. El 17 de Noviembre entró lanza en ristre, al frente de su ejército, en Florencia, y el 28 abandonó la ciudad, encaminándose a Roma, no sin haber antes robado los franceses, según Commines, cuanto pudieron del tesoro de antigüedades juntado por los Médicis, que había ya sufrido el previo saqueo de la plebe.

[Pg 90]

Había el 22 publicado un manifiesto dirigido a la Cristiandad, en que declaraba no ser su ánimo el hacer conquistas, sino el libertar del poder de los turcos los Santos Lugares, para lo que iba a tomar posesión del reino de Nápoles, que le correspondía, y sólo pedía al Papa el paso por los Estados de la Iglesia, que si le fuese negado obtendría por la fuerza, a pesar de las tristes consecuencias a que esto pudiera dar lugar, amenazando, de una manera apenas velada, con la reunión del Concilio y la deposición de Alejandro VI.

Con tal rapidez caminaron los franceses, que en sus manos cayeron Adriana Milá, Julia Farnesio y su hermana Jerónima, mujer del florentino Giannozzo Pucci, que salieron de Capodimonte para reunirse en Viterbo con el Cardenal. Lleváronlas a Montefiascone con las veinticinco o treinta personas que componían su comitiva, y el Capitán Ives d’Allegre dió parte al Rey, que no quiso ver a la bella Julia, por cuyo rescate pidió el Capitán tres mil ducados. Consternado el Papa, acudió al Cardenal Ascanio Sforza y a Galeazzo de San Severino[66] para que intervinieran cerca de Carlos VIII, el cual dió orden de que fueran puestas en libertad aquellas damas. Escoltadas por cuatrocientos franceses llegaron, el 1.º de Diciembre, a las puertas de Roma, donde se hizo cargo de ellas el Camarero de Su Santidad, Juan Marrades, y el Papa salió a su encuentro vestido de jubón negro, listado de brocado de oro, una bella faja a la española, con puñal y espada, botas españolas y gorra de terciopelo muy galana. Cuando lo supo Ludovico censuró a su hermano y a San Severino por haber contribuído a la restitución de aquellas mujeres, que eran el corazón y los ojos del Papa, y por cuyo medio se hubiese de él obtenido cuanto se quisiera, pues[Pg 91] no podía vivir sin ellas. Los franceses no habían sacado más que tres mil ducados por el rescate, cuando el Papa hubiese dado más de cincuenta mil.

Llegó Carlos VIII a Roma, según lo había anunciado, a fines de Diciembre; y el día de San Silvestre, declarado fausto por los astrólogos, hizo su entrada en la Ciudad eterna por la puerta del Pueblo y la vía Lata, el actual Corso. Seis horas, de las tres a las nueve, duró el desfile del lucido ejército francés, a cuya cabeza marchaban, armados de picas y alabardas, los gallardos mercenarios suizos y tudescos, seguidos de los ballesteros gascones, los arqueros escoceses, la caballería pesada y ligera, los treinta y seis cañones de bronce de grueso calibre, con las culebrinas y falconetes, siendo esta artillería la que más honda impresión produjo en los romanos. Cabalgaba el Rey entre el Cardenal Ascanio Sforza y el de la Rovère, y tras él venían otros seis Cardenales; D. Próspero y don Fabricio Colonna, con todos los Generales italianos, entremezclados con los altos dignatarios y nobles franceses, que le acompañaron hasta el Palacio de San Marcos, que se le destinó como alojamiento.

Empezaron luego las pláticas. Pretendía Carlos que le entregara el Papa el castillo de Sant’Angelo y a Djem, el hermano del Sultán, y que César Borja le acompañara como legado; es decir, como rehén, hasta Nápoles. A la entrega del castillo negóse el Papa, y en él se encerró con seis Cardenales y la guardia española, que mandaba su sobrino Rodrigo Borja, hermano del Cardenal Juan. Los cinco Cardenales que rodeaban constantemente al Rey, y sobre todo, Ascanio Sforza y Julián de la Rovère, enemigos entrambos del Papa, y entre sí no menos enemigos, insistían en que se convocase el Concilio para la reforma de la Iglesia y la deposición de Alejandro VI como simoníaco. La palabra reforma, como reconoce el propio Commines, no era más que un pretexto, y en cuanto a la simonía, siendo la acusación fundada, no parecía el más indicado para formularla el Cardenal Ascanio, que había[Pg 92] sido el trujamán de la feria. Asestados los cañones contra el castillo, que hubiera podido ser fácilmente batido, y convencido de ello el Papa, decidióse a capitular, y el 15 de Enero de 1495 se firmó un convenio, cuyas principales condiciones fueron que César siguiera al ejército francés durante cuatro meses, que Djem quedase en poder del Rey mientras peleaba contra los turcos; que el castillo de Sant’Angelo continuase en poder del Papa, y que el Rey prestase obediencia al Papa y no le molestase en cosa alguna espiritual ni temporal, antes bien, le defendiese contra cualquier ataque. Ratificado el convenio y prestada en consistorio la obediencia, tomó Carlos VIII el camino de Nápoles, con gran satisfacción de los romanos, que habían tenido que mantener y soportar un ejército numeroso, cuyos discordes elementos eran harto levantiscos e indisciplinados, y con no menor alegría de Alejandro VI, que había salido con bien del más apretado lance de su vida, en que tan a punto estuvo de perder la tiara.

En Velletri, los Embajadores del Rey Católico formularon sus quejas y protestas, y no habiéndolas atendido el francés, D. Antonio de Fonseca rasgó los capítulos del convenio hecho con Francia y arrojó los pedazos a los pies del Rey. Pidiéronle que dejase en libertad a César, pero éste cuidó de recobrarla por sí mismo y desapareció de Velletri, disfrazado de palafrenero, sin cuidarse del bagaje, cargado en diecisiete mulos; mas cuando se abrieron los baúles, que debían contener sus ropas y enseres de casa, porque la plata había quedado rezagada, halláronlos vacíos los franceses.

Otro contratiempo fué la repentina muerte de Djem, natural efecto de su licenciosa vida; pero aunque en nada pudo aprovechar al Papa, atribuyóse al veneno de los Borjas.

La campaña de Nápoles se redujo, para los franceses, a un triunfal paseo. El Rey Alfonso abdicó en su hijo Fernando II (Ferrantino) y se refugió en Sicilia, adonde también vino a parar el nuevo Rey cuando entró Carlos VIII[Pg 93] en la ciudad de Nápoles. No volvió a hablarse de la cruzada contra los turcos, ni el Rey de Francia pensó más que en gozar de aquel paraíso terrenal, poblado de seductoras Evas, que con toda clase de frutas le tentaban[67]. Y si a la tentación sucumbió el Rey, con harta más facilidad hubieron de rendirse sus capitanes y soldados, que, como buenos hijos de Marte, sentían la poderosa atracción de Venus. No les fué, sin embargo, benigna la alma Diosa: el implacable mal que cantó Fracastoro[68] hizo en los invasores gran estrago, y de él no se libraron Reyes ni Papas.

Mientras Carlos VIII y su ejército campaban en Nápoles sin cuidarse del resto de Italia, Ludovico el Moro, arrepentido de haber traído a los franceses y ofendido de la altanería con que el Rey le había tratado, dió oídos a los venecianos y entró en la Liga contra Francia, que formaron con el Papa los Reyes Católicos y el de Romanos, que fué luego el Emperador Maximiliano, dándosele el mando del ejército al Marqués de Mantua, Francisco Gonzaga. Alzáronse también los napolitanos, cansados del mal gobierno extranjero, y el 20 de Marzo tuvo Carlos que emprender la retirada. Quiso, a su paso por Roma, ver al Papa; pero Alejandro esquivó la entrevista, yendo primero a Orvieto y luego a Perugia. El 6 de Julio se encontraron los dos ejércitos en Fornovo, junto al Faro, y trabaron reñidísima batalla, atribuyéndose ambas partes la victoria: los italianos, porque quedaron dueños del campo, y los franceses, por haber conseguido su propósito de abrirse paso. Aprovechó la ocasión el Moro para hacer, el 9 de Octubre, en Vercelli, las paces con Car[Pg 94]los VIII, prescindiendo de los venecianos, con lo que creyó verse libre de unos y de otros, y sólo logró enemistárselos más hondamente.

Estando en Perugia el Papa hizo venir a Juan Sforza, que llegó con su mujer el 16 de Junio de 1495, pasó allí cuatro días y se volvió a Pesaro. Había estado Sforza a sueldo de los venecianos; pero no se le vió en la batalla de Fornovo ni en el sitio de Novara, y hechas las paces en Vercelli regresó a fines de Octubre a Roma con Lucrecia.

Jofre de Borja siguió la suerte del Rey de Nápoles; acompañóle a Sicilia y con él volvió a Nápoles, haciendo su entrada en Roma con D.ª Sancha, el 20 de Mayo del año 1496. El Papa los recibió en el Vaticano, en su trono, rodeado de once Cardenales, e hizo sentar a sus pies, en sendas almohadas, a Lucrecia a la derecha y a Sancha a la izquierda. Era entonces Pascua, y a las fiestas con que la Iglesia las celebra concurrieron las dos jóvenes princesas, que se sentaron, con escándalo de los romanos, en las sillas de coro, entre los Canónigos.

Tres meses después, el 10 de Agosto, hizo su entrada, no menos solemne, en Roma el Duque de Gandía, que dejó a la Duquesa en Valencia y trajo al Papa, según se dijo, como recuerdo de España, una bellísima valenciana; mas debió ser chisme propalado por los Embajadores venecianos y por el Moro, enemistado ya con Alejandro. Ardía éste en deseos de castigar a los Orsini, que por odio a los Colonna se habían puesto de parte de los franceses. Cuando tuvieron que capitular en Atella, a fines de Julio, los que al mando de Montpensier habían quedado en el reino de Nápoles para defenderlo, cayeron en poder del Rey Fernando II, Virginio Orsini y su hijo Juan Giordano, con lo que se vieron privados los Orsini del jefe de la familia y del más valiente de sus capitanes. Parecióle a Alejandro la ocasión propicia para acabar con aquellos poderosos Barones y apoderarse de sus bienes, y llamó al Duque de Gandía para ponerle al frente del[Pg 95] ejército pontificio como Capitán general, a quien acompañaría el Duque de Urbino Guidobaldo. Pero la batalla de Soriano, en que quedaron los pontificios completamente derrotados, el Duque de Urbino prisionero y el de Gandía herido levemente en la cara, obligó al Papa a hacer las paces con los Orsini y acabó con las ilusiones que se había forjado sobre los talentos militares de su hijo predilecto, a quien más le hubiera valido morir como soldado en el campo de batalla.

La noche del 14 de Junio de 1497 tuvo lugar, en la viña de la Vannozza, junto a San Pedro ad vincula, un banquete a que asistieron sus dos hijos, Juan y César, y gran número de amigos, entre ellos el Cardenal Juan Borja el Joven. Era ya tarde cuando los dos hermanos y el Cardenal montaron sus mulas y se encaminaron con una pequeña escolta al Vaticano. Al llegar al Palacio Cesarini, que habitaba el Cardenal Ascanio Sforza, se despidió el Duque de Gandía de sus dos compañeros con el pretexto de una cita a que debía ir solo, y sin hacer caso a los Cardenales que trataron de persuadirle de que se hiciese escoltar por unos cuantos hombres de los que llevaban consigo, fuese con un solo lacayo y un enmascarado que había traído al banquete y que desde hacía un mes iba todos los días a visitarle[69]. En la plaza de los Hebreos despidió el Duque al lacayo con orden de que le aguardara allí una hora, y que si al cabo de ella no volvía, tornase a palacio, y tomando a las ancas al enmascarado, espoleó la mula y al trote desapareció en la oscuridad. Como no regresara el Duque a palacio a la mañana siguiente, sus familiares dieron parte al Papa, el cual atribuyó la ausencia a alguna aventura galante que le obligaba a aguardar las sombras de la noche para abandonar la casa hospitalaria en que se albergaba. Pero llegó la noche, y no habiendo Gandía parecido, inquietóse so[Pg 96]bremanera Su Santidad y ordenó se le buscara por todas partes. Encontraron la mula que montaba y al lacayo gravemente herido, que no pudo dar explicación ninguna, y finalmente, el 16 de Junio, por un eslavo, mercader de leña, que tenía su almacén a orillas del Tíber, junto al hospital de su nación, y se hallaba de guardia en una barca, se supo que en la noche del martes 14, a las dos de la madrugada, desembocaron por la izquierda del hospital dos hombres, que después de haber mirado a su alrededor y visto que no había nadie, se marcharon. Vinieron a poco por el mismo sitio otros dos hombres, que cerciorados de la soledad, hicieron una señal y apareció entonces un caballero en un caballo blanco, que llevaba atravesado en la silla un hombre muerto, cuya cabeza y brazos pendían de un lado y las piernas del otro, sosteniéndolos a uno y otro lado los otros dos hombres, todos ellos enmascarados. Llegaron a la orilla del Tíber, al sitio en que se echan al río las inmundicias, y allí arrojaron el cadáver. A la pregunta del caballero de si se había ido bien a fondo, contestaron afirmativamente, y los cinco hombres, dos de los cuales montaban la guardia, desaparecieron por otra calle que daba al Hospital de Santiago. Y habiéndosele echado en cara al mercader eslavo que no hubiese dado aviso al Gobernador, respondió, y esto pinta la Roma de los Borjas, que había visto en su vida echar al río más de cien cadáveres sin que a nadie le importase nada.

Aquel mismo día los pescadores encargados de arrancarle al río su secreto, encontraron el cadáver del Duque no lejos de Santa María del Pueblo y cerca de un jardín perteneciente a Ascanio Sforza. Halláronle degollado y con nueve heridas en el cuerpo; pero nada le faltaba, ni del traje, ni de las joyas, ni del dinero que tenía en la bolsa. Era, pues, evidente que no había sido el robo el móvil del delito[70].

[Pg 97]

Grande fué el dolor de Alejandro por la muerte de aquel hijo que compartía con Lucrecia la predilección paterna. Encerróse en el castillo de Sant’Angelo y no quiso ver a nadie, ni en dos días probó alimento ni bebida, ni pudo conciliar el sueño, llorando amargamente y lamentándose a voces. En el Consistorio del 19 de Junio, a que asistieron todos los Cardenales presentes en Roma, excepto Ascanio Sforza, y los Embajadores de la liga, el español, el napolitano, el veneciano y el milanés, dió el Papa rienda suelta a su pena. «Amábamos, dijo, al Duque de Gandía sobre todas las cosas del mundo, y daríamos con gusto siete tiaras por volverlo a la vida. Dios, por nuestros pecados, ha querido mandarnos esta prueba, porque no merecía el Duque de Gandía muerte tan terrible y misteriosa. Ha corrido la voz de que el autor de ella es Juan Sforza. Estamos seguros de que no es verdad, y aún menos de que lo sea su hermano o el Duque de Urbino. Dios perdone a quien lo haya cometido. Estamos resueltos a atender de aquí en adelante a nuestra reforma y a la de la Iglesia. Confiaremos ésta a seis Cardenales y a dos auditores de la Rota. Los beneficios se conferirán únicamente a los que los merezcan. Queremos renunciar al nepotismo y empezar la reforma por nosotros mismos para pasar después a la de los demás miembros y llevar esta obra hasta el fin.» El Embajador español, Garcilaso, excusó la ausencia del Cardenal Ascanio Sforza, que ro[Pg 98]gaba a Su Santidad no diese crédito a la voz de que era el asesino, y se había puesto a la cabeza de los Orsini, y que si lo permitía el Pontífice, comparecería para justificarse personalmente, no habiendo asistido al Consistorio por temor a la furia y venganza de los españoles. «Dios nos libre—contestó el Papa—de tener tan terrible sospecha de un Cardenal que siempre tuve por hermano, y será, cuando comparezca, el bienvenido.» Pero a pesar de estas buenas palabras y de que no se sentía el Cardenal culpable, creyó más prudente, en vista de la hostilidad de los españoles, apartarse de Roma y pasó a Genazzano.

Nombróse inmediatamente la comisión para la reforma de la Iglesia, y los Cardenales que la compusieron tomaron muy a pechos su encargo y redactaron una Bula que ponía coto a todos los más conocidos abusos; pero a su aprobación y publicación se fueron dando largas y quedó, por fin, condenada a perpetuo olvido cuando se aplacaron, con el tiempo, el dolor y el arrepentimiento de Alejandro VI y de él se enseñorearon de nuevo y con más fuerza sus pasiones y carnales apetitos.

Quién fuera el asesino del Duque de Gandía no se sabe hasta hoy con absoluta certeza. Además del Cardenal Ascanio y del Señor de Pesaro, atribuyóse el crimen a los Orsini, y a esta opinión se inclina la autorizada del Barón de Pastor, en su Historia de los Papas, aunque sin datos bastantes que la afirmen. Rechaza, en cambio, la versión del fratricidio, universalmente admitida algunos años más tarde. La primera alusión a César la hallamos en un despacho del Enviado de Ferrara en Venecia, de 22 de Febrero de 1498, es decir, ocho meses después del crimen, y dos años más tarde, cuando por orden de César fué estrangulado el segundo marido de Lucrecia, Alfonso de Aragón; el Embajador veneciano Capello escribía desde Roma que «el asesino era el mismo que mató al Duque de Gandía y lo echó al Tíber». A raíz del crimen daba de él cuenta a su Gobierno el Embajador florentino Bracci, y le decía: «Quien ha dirigido la cosa tiene entendimiento y valor[Pg 99] y es un gran maestro»[71]. Y Scalona escribía al Marqués de Mantua: «La cosa, si no ha sido hecha, ha sido mandada hacer o aconsejada por persona que tiene los dientes largos

Dientes largos teníanlos los Orsini; mas después de haber obtenido con la victoria de Soriano y el subsiguiente acuerdo cuanto apetecían, no parece que sólo por vengar anteriores agravios hubieran cometido el crimen. Y no es tampoco verosímil que si el Papa los tuvo por asesinos de su hijo los hubiese dejado en paz buen número de años, puesto que no comenzó hasta fines de 1502 la implacable persecución de aquellos poderosos Barones. Es más: en los primeros meses de 1498, pocos después del asesinato de Gandía, trató el Papa de casar a Lucrecia con un Orsini, y si el proyecto matrimonial no se llevó a cabo, debióse al deseo de Alejandro VI de enlazar a sus hijos con los de la Casa de Aragón para favorecer las ambiciosas miras de César, que soñaba con la corona de Nápoles.

De no ser los asesinos los Orsini, ¿quién sino César tenía los dientes largos y podía considerarse gran maestro, según lo acreditó más tarde con el engaño de Sinigaglia? Manteníase todavía el Cardenal de Valencia en la sombra, entregado al toreo de reses bravas, la caza y las mujeres, por lo que no recayeron en él las primeras sospechas; pero como las pesquisas de la policía para descubrir a los sicarios resultasen vanas y el delito quedase impune y envuelto en el más profundo misterio, se creyó que había un interés en echar tierra al asunto, siendo la impunidad preferible al escándalo. Y la voz pública designó entonces a César como autor del fratricidio. ¿Qué razón pudo tener para deshacerse tan criminalmente de su hermano? Dicen los que defienden su inocencia que no pudo ser el codicioso deseo de apoderarse de los bienes del Duque de Gandía, puesto que tenía éste un hijo que había de heredarle, ni tampoco porque fuera D. Juan obs[Pg 100]táculo a sus ambiciones, después de haber demostrado en su campaña contra los Orsini su completa incapacidad. No eran ciertamente los bienes de Gandía los que el Cardenal codiciaba, sino el puesto del hijo predilecto, ojo derecho de Alejandro[72], que le disputaba la primacía con el Papa y los favores de Sancha y el cariño de Lucrecia, que los maldicientes suponían incestuoso. Prescindiendo de los celos del amante, bastábale la envidia de Caín para impulsarle al crimen, sin el cual no hubiera podido señorear la voluntad del padre y ser, mientras vivió Alejandro, el alma y el brazo del Pontífice.

El 7 de Junio había sido nombrado Legado para coronar al Rey D. Fadrique, último de los Monarcas napolitanos de la Casa de Aragón. Después del asesinato de Gandía pensó el Papa enviar, en lugar del Cardenal de Valencia, al Vicecanciller Ascanio Sforza, con quien tuvo una conferencia el 21 de Junio; pero al fin fué César, que salió el 22 de Julio para Capua con numeroso séquito y la fastuosidad que tanto le placía, llevando al cinto la reina de las espadas, que pasó a poder del Duque de Sermoneta, y ha heredado su hijo el Príncipe de Bassiano, obra maestra del aurífice de Ferrara, Hércules de Fideli, cuyo cincel supo expresar emblemática y admirablemente el pensamiento del joven Cardenal que aspiraba a ser César, valiéndose de la espada, después de haberse abierto camino con la daga del sicario. El 6 de Septiembre regresó a Roma. Su Santidad lo recibió en su trono con el Sacro Colegio y lo besó según el ceremonial; pero ni el Valentino dijo una palabra al Papa, ni éste al Cardenal. En Octubre hicieron las paces padre e hijo, y éste manifestó su propósito de renunciar la púrpura, para lo que parecían suficiente razón su mala vida y sus notorias deshonestidades, aun para lego hartas. En el Consistorio secreto del 17 de Agosto de 1498 obtuvo la dispensa y renunció[Pg 101] el capelo, con no poco escándalo, por ser cosa hasta entonces nunca vista.

Ya hemos dicho que uno de los primeros a quien la voz pública imputó el asesinato de Gandía fué Juan Sforza, habiendo el Papa públicamente declarado que estaba seguro de que no era verdad. Hacía tiempo que el Señor de Pesaro había dejado de ser para los Borjas persona grata. A ello contribuyó primeramente el haber abierto Ludovico el Moro las puertas de Italia al Rey de Francia para la conquista de Nápoles, y a oídos del Papa debieron llegar también los horrores que de él decía el Duque de Milán a los diplomáticos italianos acreditados en su Corte. Pesóle a Alejandro VI la alianza con los Sforza, y pensó en buscarle a Lucrecia marido de más fuste que el Señor de Pesaro y que mejor sirviera para sus combinaciones matrimoniales y políticas, que tenían por principal objeto el encumbramiento de sus hijos y el engrandecimiento de su Casa. Hiciéronle indicaciones a Juan Sforza para que espontáneamente se prestara a la disolución del matrimonio, a lo que se negó, y teniendo sospechas o habiéndole avisado Lucrecia por habérselo dicho César[73] que iba a ser asesinado, salió de Roma el Viernes Santo, 24 de Marzo de 1497, con el pretexto de ir a confesarse en San Crisóstomo; fuera de Roma, montó allí a caballo y no paró hasta Pesaro. El Papa mandó al Padre Mariano, célebre predicador de Genazzano, para persuadirle de que volviera a Roma; mas resultó vana toda su elocuencia, en vista de lo cual y de que en los cuatro años que llevaban de casados no había habido fruto ninguno de bendición que confirmara la consumación del matrimonio, aunque Scalona la tenía por cierta, resolvió el Papa disolverlo por impotencia del marido, y así lo hizo[Pg 102] saber al Sacro Colegio en el Consistorio del 19 de Junio, encargando la instrucción del expediente a dos Cardenales que por no ser parientes ni españoles pudiesen parecer imparciales.

Le dolía a Sforza verse tachado de impotente, puesto que su primera mujer, Magdalena Gonzaga, había muerto de parto, y la tercera, Ginebra Tiepolo, con quien casó en 1500, le hizo padre de un hermoso hijo varón; pero no quiso someterse a la prueba pericial de su virilidad en Milán en presencia de testigos fidedignos y del Legado del Papa, según ingenuamente le propuso el Moro, y al fin, tanto pesó en el ánimo de éste y en el de su hermano el Cardenal el temor a las iras de Alejandro y a la venganza de los Borjas, que lograron arrancar al acobardado Juan la declaración, escrita de su puño y letra, indispensable para el fallo que se dictó el 20 de Diciembre, de que nunca había consumado el matrimonio, y Lucrecia se declaró, por su parte, dispuesta a jurar que estaba intacta[74]. Pero el marido manifestó de palabra al Duque de Milán, según escribía al de Ferrara Castaldi, su representante, «que la había conocido infinidad de veces y el Papa se la había quitado sólo para disfrutarla». De Milán y del ofendido marido partió la calumniosa acusación de incesto, que la maledicencia acogió en Roma, como asimismo atribuyó a Sforza el asesinato de Gandía, porque la voz pública reputaba incestuosa la intimidad de Lucrecia con su hermano. Y de Venecia y quizá del propio Sforza surgió la acusación contra César de haber asesinado por celos a Gandía.


[Pg 103]

V

Conducta de Lucrecia después de la fuga de Sforza.—Abandona su palacio y se refugia en el convento de San Sixto.—Proyectos del Papa de casar a César con Carlota de Aragón, la hija del Rey Fadrique de Nápoles, y a Lucrecia con D. Alonso, hijo natural de D. Alfonso II.—Desliz de Lucrecia con Perote. Da a luz un hijo.—Razones que hacen creer sea el Juan Borja, infante romano, a que se refieren las dos Bulas de 1.º de Septiembre de 1501.—La leyenda del incesto.—Oposición de D. Fadrique al matrimonio de su hija con César.—Consiente el del Duque de Bisceglia, D. Alonso, con Lucrecia.—La Princesa de Squillace, D.ª Sancha, escribe la relación de los festines que con motivo de esta boda se celebraron en el Vaticano.—La corrida de toros.—Matrimonios concertados por el Papa de sus dos sobrinas Jerónima y Angela Borja.—Se seculariza César y es nombrado por Luis XII Duque de Valence.—Pasa a Francia y casa con Carlota d’Albret.—Acuerdo de los Reyes Cristianísimo y Católico para repartirse el reino de Nápoles.—Huye de Roma Ascanio Sforza y sigue su ejemplo el Duque de Bisceglia.—Nombra el Papa a Lucrecia Regente de Spoleto y luego Señora de Nepi.—Reúnese con ella su marido y regresan a Roma, donde da a luz a su hijo Rodrigo.—Paz de que disfruta durante la ausencia de César, ocupado en la conquista de la Romaña.—Regresa a Roma triunfador.—El atentado contra el Duque de Bisceglia. Escapa con vida y se la quita Micheletto por orden de César.—Dolor de Lucrecia.—La envía el Papa a Nepi.—Antes de dos meses vuelve a Roma y se dispone a contraer un nuevo matrimonio que se proyectaba con Alfonso de Este, primogénito del Duque de Ferrara.—La negativa del Duque.—Para vencer la prevista resistencia de Ferrara acude[Pg 104] el Papa a Francia, que para la empresa de Nápoles necesitaba el apoyo de la Santa Sede.—Cede el Duque con ciertas condiciones previas.—Larga y laboriosa negociación en que interviene Lucrecia en defensa de los intereses de Ferrara y obtiene la aceptación del Papa, firmándose el contrato en Ferrara el 1.º de Septiembre de 1501.—Queda Lucrecia en el Vaticano como Lugarteniente del Papa, mientras éste marcha a Sermoneta.—Júbilo de Roma y de Lucrecia al saberse la firma de las capitulaciones.—Fiestas romanas.—La de las castañas.—La entrada de los ferrareses en Roma el 23 de Diciembre.—Más fiestas con motivo de la boda.—El 6 de Enero despídese Lucrecia de Roma y de los suyos, y toma el camino de Ferrara.

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El 24 de Marzo de 1497 escapó de Roma a uña de caballo y no paró hasta Pesaro, creyendo su vida amenazada, Juan Sforza, el marido de Lucrecia. Ésta, que en un principio tomó el partido de su esposo, riñó luego con él, y en Junio fué completa la ruptura entre los cónyuges. El día 14 escribía el Cardenal Ascanio a su hermano Ludovico el Moro, que tanto el Papa como César y el Duque de Gandía le habían declarado que no estaban dispuestos a consentir que volviese Lucrecia a poder de aquel hombre, que el matrimonio no se había consumado, y que, por consiguiente, podía y debía disolverse. Y en el Consistorio del día 19 había hablado Su Santidad del matrimonio de su hija con el Señor de Pesaro, que hubiese deseado fuese perpetuo; pero que no habiéndose consumado por impotencia, no quería el Papa decidir como juez, dejando al Sacro Colegio que entendiese en la causa y procediese en justicia.

El 4 de Junio había abandonado Lucrecia su palacio insalutato hospite, o sea sin despedirse del Papa, refugiándose en el convento de San Sixto, en la vía Appia. Decían unos, según escribía al Cardenal Hipólito de Este Donato Aretino, el 19 de Junio, que pensaba hacerse monja, y los demás decían otras cosas que no eran para escritas. En el convento recibió Lucrecia la noticia del asesinato del Duque de Gandía, y conociendo a César debió sospechar fuera el autor de tan nefando crimen, del que pudiera ser causa ocasional, si no primera, su cuñada Sancha, cuyos favores se disputaban ambos hermanos. Ignóranse los motivos que hicieron a Lucrecia refugiarse en el convento de San Sixto, así como la duración de su[Pg 106] clausura. Díjose que cuando Alejandro VI quiso reformarse y reformar la Iglesia, ante el dolor por la pérdida del hijo predilecto, que consideraba castigo y aviso del cielo, pensó alejar a los demás de Roma. El 22 de Julio partió César para Nápoles como Legado pontificio, para la coronación del Rey D. Fadrique. El 7 de Agosto se fueron a Squillace Jofre y Sancha, y se habló de que Lucrecia iría a Valencia[75]. Mas ya estaba entonces el Papa, según escribía a su hermano Ludovico el Cardenal Ascanio el 20 de Agosto, en tratos con el Príncipe de Salerno para casar a Lucrecia con el hijo de dicho Príncipe, en ciertas condiciones que, de ser ciertas, no redundarían en provecho de la Majestad Real ni de Italia. Al propio tiempo había oído decir que el Cardenal de Valencia se secularizaría y casaría con la Princesa de Squillace, dándosele los estados que posee en el Reino de Nápoles el Príncipe, que hasta ahora no ha conocido carnalmente a la Princesa, y que sucedería al Cardenal en todos sus beneficios eclesiásticos. Que César estuviese resuelto a despojarse de la púrpura era cierto; mas no que lo hiciese para casarse con su cuñada Sancha, porque eran más altas sus aspiraciones. Tenía puestos los ojos en la corona de Nápoles, la que creía poder alcanzar por medio de su enlace con Carlota de Aragón, la hija del Rey Fadrique, contentándose por lo pronto con el Principado de Taranto, y estos ambiciosos proyectos de César, que eran también los del Papa, movieron a éste, en su deseo de granjearse a los aragoneses, a negociar la boda de Lucrecia con[Pg 107] Alfonso, Duque de Bisceglia, hijo natural, como Sancha, de Alfonso II y de la bella Trusia. Pero necesitábase ante todo anular el matrimonio de Lucrecia con el Señor de Pesaro, para lo que era preciso probar la impotencia del marido, y al fin se obtuvo por la declaración conforme de ambos cónyuges.

Mientras se ocupaba el Papa en buscar a Lucrecia un buen marido, como prometía serlo el Duque de Bisceglia, mozo que no se había visto ninguno más bello en Roma, al decir del cronista romano Falini, encontraba Lucrecia sin ayuda de nadie un buen amante en la persona del primer Camarero de Su Santidad, Pedro Calderón, conocido por Perote entre sus compatriotas españoles, y por Perotto entre los italianos, al que tenía el Papa gran afición por ser quien diariamente le afeitaba. Un año después de la fuga de Sforza, ella, que según su declaración había quedado intacta, mostró muy a pesar suyo, como consecuencia del último trato con Perote, evidentes señales de una próxima maternidad. El 2 de Marzo de 1498 escribía al Marqués de Mantua, desde Bolonia, Cristóbal Poggio, Secretario de Bentivoglio: «No tengo de Roma más noticia sino que aquel Perotto, primer Camarero de Nuestra Santidad, a quien no se encuentra, está preso por haber dejado encinta a la hija de Su Santidad, D.ª Lucrecia.» Sobre el misterioso fin de Perote corrieron varias voces. Burchard decía el 14 de Febrero que se había encontrado su cadáver en el Tíber, y pocos días después apareció el de una tal Pantasilea, doncella de Lucrecia, que acaso sirviera de tercera de estos amores. El Embajador veneciano Capello cuenta, y ésta es también la versión de Oviedo, que César mató a Perote en presencia del Papa, cerca del cual se había refugiado el Camarero, manchando con su sangre el traje y hasta la cara de Su Santidad. El 15 de Marzo siguiente, Juan Alberto de la Pigna, agente del Duque de Ferrara en Venecia, participaba que Lucrecia había dado a luz un hijo ilegítimo.

Ahora bien: ¿fué este hijo bastardo de Lucrecia el in[Pg 108]fante romano Juan de Borja, reconocido por las dos Bulas de 1.º de Septiembre de 1501, cuando contaba ya tres años, como hijo, primero de César y luego del Papa, habido en mujer soltera? La primera Bula Illegitime genitus es un acto público; la segunda, Spes futuræ, un documento privado, de cuya autenticidad no cabe duda, porque no sólo existen copias en el Archivo de Módena y en el de Osuna, en Madrid, sino también en el archivo secreto pontificio, en los registros oficiales de Alejandro VI, donde las ha hallado el Barón Pastor. La edad que en ambas Bulas se atribuye al reconocido infante coincide con la del bastardo que tuvo Lucrecia en la primavera de 1498, y los que patrocinan, como Portigliotti en su reciente libro[76], la acusación de incesto lanzada por Juan Sforza y acogida velada o claramente por los poetas Sannazzaro y Pontano; los historiadores y políticos Matarazzo, Marco Attilio Alessio, Pedro Mártir, Priuli, Machiavelli y Guicciardini, dan por probable que la mujer soltera, madre de D. Juan, sea Lucrecia, que por la anulación de su matrimonio con Sforza recobró su primitiva soltería, y la paternidad adjudícansela al Papa, sin excluir que hubiera también podido caber en ella alguna parte a César y a Juan, por haber asimismo usufructuado los favores de Lucrecia.

Este cúmulo de complicados incestos y horrores con que se ha nutrido la fecunda imaginación de los poetas, dramaturgos, novelistas y pseudo-historiadores tuvo por origen la calumnia, flecha del Partho, con que se vengó de los Borjas el fugitivo Sforza. Y si la calumnia se extendió como mancha de aceite por toda Italia, debióse, en mucho, a que no eran ciertamente intachables las costumbres del Papa y de sus hijos, concupiscentes en extremo, y a que su calidad de españoles los hacía, en Italia, blanco del odio popular, propicio a acoger cuantas acusaciones contra ellos se lanzaban, fueran fundadas o calumniosas. Así se formó la opinión pública, en cuyas turbias fuentes be[Pg 109]bieron los historiadores contemporáneos, transmitiendo a la posteridad la leyenda del incesto que recogieron del fango del arroyo.

De este nefando crimen ha absuelto a los Borjas, por falta de pruebas, el tribunal de la Historia; lo cual no quiere decir que hayan quedado, tanto Lucrecia como el Papa, limpios de toda mancha de impureza, salvo la del pecado original, como hoy pretenden los panegiristas que con laudable esfuerzo y piadosa intención andan aportando datos y buscando milagros para el expediente de beatificación de Alejandro VI y de Lucrecia Borja.

Volviendo ahora al caso del infante romano Juan de Borja, que no fué fruto de los supuestos amores incestuosos del Papa con su hija, hay quien lo tiene por hijo de Lucrecia y quien lo cree hijo de Alejandro, porque así lo declara éste en la Bula Spes futuræ de 1.º de Septiembre. Los que sostienen esta última opinión no saben, ni sospechan, quién fué la mujer soltera, mulier soluta, con la cual pecó Su Santidad, cuando hacía ya más de cinco años que ceñía la tiara. No pudo ser, como pretenden Woodward[77] e Iriarte[78], Julia Farnesio, porque en 1498 vivía su marido Orsino Orsini, que no hubiera tenido inconveniente en dar su nombre a Juan, como se lo dió a Laura. Burchard la llama solamente una cierta romana.

Nos inclinamos a creer que el infante romano es el hijo bastardo de Lucrecia. No sólo hay la coincidencia de la edad, sino el reparto que hizo ella el 17 de Septiembre de 1501, pocos días después de las famosas Bulas, de las tierras del Lazio, arrebatadas a los Barones romanos, con las que se formaron dos Ducados: el de Sermoneta, que había pertenecido a los Gaetani, fué para su hijo legítimo Rodrigo, habido en su matrimonio con el Duque de Bisceglia, y el de Nepi, para el infante Juan, reconocido luego por el Papa como hijo suyo. Preparábase Lucrecia en aquellos días a celebrar su tercer enlace con Alfonso de[Pg 110] Este, el primogénito del Duque de Ferrara, y a abandonar para siempre la Ciudad Eterna. Era natural que tanto ella como el Papa tratasen de ocultar el desliz que costó la vida a Perote, y que la madre quisiera asegurar el porvenir de aquel hijo que, con el legítimo, dejó confiado a Su Santidad cuando partió para Ferrara. Las dos Bulas de legitimación no tuvieron quizá otro objeto que el de dar al bastardo el apellido, las armas y los derechos de los Borjas, de la manera que podía hacerlo el Papa, poniendo a salvo el honor de la hija en el momento en que se enlazaba con una de las más ilustres familias soberanas de Italia. Quiso primero atribuir la paternidad a César, mas luego la reclamó para sí propio, siendo curioso que ambas Bulas se encuentren hoy en el Archivo de Este y provengan de la cancillería de Lucrecia, que, probablemente, las llevó consigo cuando se fué a Ferrara.

Las negociaciones matrimoniales de Alejandro VI con la Corte de Nápoles no tuvieron el resultado que el Papa y el Valentino deseaban. El Rey D. Fadrique se negó resueltamente a dar la mano de su hija Carlota al Cardenal, estando dispuesto, según escribió a Gonzalo de Córdoba, a perder el reino y la vida antes de consentir en semejante boda. Tampoco logró César vencer la repugnancia de Carlota de Aragón cuando la vió en la Corte de Luis XII, donde se educaba y adonde fué en su busca el Valentino, que de allí volvió a Italia, casado por mano del Rey de Francia con Carlota d’Albret, hermana del de Navarra. Pero si se frustró la boda de César con la aragonesa no pudo D. Fadrique oponerse a la de Lucrecia con el Duque de Bisceglia, hijo natural de Alfonso II[79].

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Anulado, el 20 de Diciembre de 1497, el matrimonio de Lucrecia con Juan Sforza, y el 10 de Junio del año siguiente, por Breve del Papa, la promesa de matrimonio de Lucrecia a D. Gaspar de Prócida, Conde de Almenara, pudo Lucrecia, sin impedimentos legales y sin escrúpulos de conciencia, contraer nuevas y justas nupcias con D. Alonso de Aragón, firmándose en el Vaticano, el 20 de Junio, el contrato en que intervino, representando al Rey de Nápoles, el Cardenal Ascanio Sforza, autor del primero e infortunado enlace de Lucrecia.

En Roma entró, sin ceremonia alguna y casi furtivamente, D. Alonso, el 15 de Julio, y el 21 se celebró y consumó secretamente el matrimonio. La misa de las bodas tuvo lugar el domingo 5 de Agosto, y la relación de los festines que con este motivo se celebraron en el Vaticano escribióla D.ª Sancha, la hermana del novio, y la ha publicado, acrecentada con noticias y aclaraciones, el Marqués de Laurencín, Director de nuestra Academia de la Historia. Es esta Relación una carta que dirigió la Princesa de Squillace a su tío, el Rey D. Fadrique, a juzgar por el encabezamiento y texto de la epístola, y «resulta una amena y detallada descripción de los banquetes pantagruélicos que en el Vaticano se celebraron con tan fausto motivo; una pintura exacta, un cuadro animado y fidelísimo de las costumbres, de las malas costumbres de aquella corrompida Corte, y nos muestra a los Cardenales y Prelados bailando con las damas de Palacio, alanceando toros, haciendo una montería con disfraces y otras cosas extrañas. Narra con primor hasta los más nimios y singulares pormenores, como tal vez no lo hicieran un afamado modisto parisino o un competente cronista de salones, los trajes, atavíos y tocados de damas y galanes; enumera los espléndidos regalos de joyas y orfebrería con que a la desposada obsequiaron su padre Alejandro VI y la Corte cardenalicia, ofreciéndonos, en suma, esta epístola narrativa, escrita con deliciosa ingenuidad y no afectado realismo por testigo presencial de tanta monta, una página[Pg 112] vibrante, llena de luz y color, de tan espléndidas fiestas, útil y aprovechable para la Historia, para la indumentaria y para el arte.» A ella remitimos al curioso lector, que advertirá fácilmente que andaba entonces D.ª Sancha en amorosos tratos con su cuñado el Cardenal, cuyos trajes se complace en describir con tanta minuciosidad como los suyos[80]. Danzó César, a menudo, con ella una baja y una alta, sentóse en sus faldas, obsequióla con motes sugestivos y convidóla a una corrida de toros, a que asistieron diez mil personas, y en un palco D.ª Sancha, el Príncipe su marido y sus doncellas. «Vestía el Cardenal una camisa muy rica de canyutillo de oro y otras labores de seda, sembrada toda ella, con unas mangas de nueva manera hechas, la cual yo se la di para aquel día; encima de ella traía una marlota toda blanca, con una espada labrada de oro de martillo, un bonete de terciopelo carmesí, con unos torzales de oro, y un penacho blanco y unos borceguíes azules de zumaque, labrados todos de hilo de oro muy ricos. Salió a caballo en un caballo todo blanco, morisco, muy hacedor, con un jaez esmaltado y unos cordones azules y de canutillo de oro y piedras, y una lanza en la mano con una bandera labrada de plata y de oro, muy gentil, la cual yo le di para aquel día. Llevaba el Cardenal consigo doce caballeros, que eran: D. Juan de Cervellón, D. Guillén Ramón de Borja, D. Ramón Castellar, Mosén Alegre[81], el Prior de Santa[Pg 113] Finna[82], D. Miguel de Corella, D. Juan Castellar, mi mestresala, mi trinchante, el caballerizo del señor Cardenal y mi caballerizo, todos muy buenos caballeros de la jineta. Corrieron ocho toros desde las 19 horas hasta las 24; mató el señor Cardenal, sólo de su mano, dos toros de aquesta manera: que después de haber corrido mucho el primero, dióle una lanzada cerca de la cabeza que le pasó la mitad de la lanza por el pescuezo con la bandera, después de cansado un rato corriendo con los otros caballos; ya descansado, fué para mudar de caballo, aunque había mudado otros tres; él solo se agarró con otro toro muy bravo, y porque había muerto el primero con la lanza, dejó aquélla y tomó otra de la misma manera y corrió este toro por espacio de media hora; después arrojó la lanza y puso la mano a la espada, y dióle una tan gran cuchillada en el pescuezo, que le echó en tierra muerto luego sin más ferida; y ansí fueron, en la tarde, todos los otros toros corridos y muertos por su señoría.» Bueno es que conste, para los aficionados a la fiesta nacional, cómo se corrían los toros a la española en Roma, a fines del siglo XV, y cómo se acreditó de gran matador César Borja. Cuando terminó la corrida, el Cardenal, y todos los del juego vinieron a la posada de D.ª Sancha y allí cenaron y estuvieron seis horas cantando y tomando otros placeres.

Las fiestas de la boda que describe D.ª Sancha no duraron, en rigor, más que dos días. El domingo 5 de Agosto, después de la misa, pasaron la mañana en casa de Lucrecia, donde comieron, y después fueron al Vaticano. Aguardábalos el Papa en la Sala de los Pontífices, y allí danzaron durante tres horas; vino luego la cena, y no cenó Sancha porque servía la copa a Su Santidad, teniendo de sota-copero a D. Ramón Guillén de Borja, pariente del Papa, y de paje del pañizuelo a Mosén Alegre. A la cena siguió una montería, aparejada por el Cardenal de Valencia, que, vestido de raso amarillo, representaba el unicor[Pg 114]nio, y acabados los bailes de los momos, cambiaron de trajes y se reanudaron las danzas altas y bajas, hasta que amaneció y se sirvió su colación al Papa, y éste despidió al Duque y a D.ª Lucrecia, que se fueron a su casa, y con ellos se fueron todos, con muchos sones y ya salido el sol.

El lunes se gastó todo el día en dormir, y cuando despertaron el martes era la misma hora a que se habían acostado el día anterior. Ese día, el 7, fué el Cardenal quien convidó e hizo la fiesta en el Belveder, casa y huerta de placer de Su Santidad, repitiéndose las danzas, la cena y la colación con motes e invenciones que presentaba el Cardenal, y cuando amaneció, mandó el Papa que fuese cada cual a su posada. Y con esto acabaron las fiestas del señor D. Alonso y la señora D.ª Lucrecia.

Todo presagiaba un matrimonio felicísimo. La mocedad de D. Alonso, casi dos años menor que Lucrecia, su varonil hermosura, su apacible carácter, la simpatía de la sangre, bastardos ambos, hijo él de un Rey aragonés y ella de un Papa valenciano, hasta el afecto que se tenían Lucrecia y Sancha, ahora doblemente cuñadas, hacían que fuera el Duque de Bisceglia un marido a quien no es extraño cobrara Lucrecia, desde luego, grandísima afición.

Poco después, y con fines también políticos, concertó Alejandro otras dos bodas: las de sus sobrinas Jerónima y Angela, hermanas ambas del Cardenal Juan de Borja, el menor; de Rodrigo, el Capitán de la Guardia palatina y del Prior de Santa Eufemia, Pedro Luis, torero como César, que fué también Cardenal, y a la muerte de su hermano, el último Borja, Arzobispo de Valencia. Casó Jerónima, el 8 de Septiembre de 1498, con Fabio Orsini, hijo de Pablo y sobrino de Juan Bautista, el Cardenal, celebrándose el matrimonio con gran pompa, en el Vaticano, en presencia del Papa e interviniendo como testigo el Duque de Bisceglia, que tuvo la espada desnuda sobre la cabeza de los jóvenes esposos mientras duró la ceremonia. D.ª Jerónima acompañó a Lucrecia a Ferrara, y viuda de Fabio Orsini, contrajo, en 1507, segundas nupcias en Nápoles, con[Pg 115] Tiberio Caraffa, Duque de Nocera, Conde de Soriano y de Terranova. Angela se desposó en el Vaticano el 2 de Septiembre de 1500, en presencia de los Embajadores de Francia, con Francisco de la Rovère, que contaba sólo ocho años, hijo del Prefecto de Roma y sobrino del Cardenal Julián, con quien se congració el Papa por medio de estos desposorios que no se llevaron luego a cabo. Francisco de la Rovère casó con Leonor Gonzaga, la hija de Isabel de Este, y fué Duque de Urbino, y Angela Borja, que era dechado de hermosura y gracia, pasó a Ferrara con su parienta la Duquesa y trajo aquella Corte a mal traer, siendo por el Ariosto citada en la octava cuarta del último canto del Orlando Furioso. Casó, el 6 de Diciembre de 1506, con Alejandro Pío de Saboya de los Píos de Sassuolo[83], de los que desciende el actual Príncipe Pío de Saboya, Marqués de Castel Rodrigo, y un hijo de ellos llamado Gilberto se desposó con Isabel, hija natural del Cardenal Hipólito de Este, el cuñado de Lucrecia, que estando enamoradísimo de Angela y celoso de su hermano Julio, mandó sacarle los ojos por haberle a ella oído decir que los tenía muy hermosos.

El 17 de Agosto de aquel año, de 1498, César, cuyas notorias deshonestidades aun para lego eran muy grandes, según solía decir el Embajador de España, renunció, con autorización del Sacro Colegio, el capelo cardenalicio para la salvación de su alma, y aquel mismo día llegó a Roma Luis de Villeneuve, Embajador de Luis XII, que le traía el nombramiento de Duque de Valence en Francia, por lo que siguieron llamándole el Valentino, y le invitaba a ir a Chinon, donde a la sazón residía la Corte. Largos[Pg 116] y costosos fueron los preparativos para el viaje, que hasta el 1.º de Octubre no pudo emprender el nuevo Duque, revistiendo su partida de Roma la solemnidad y el fausto de la de un Soberano. En este viaje tenía puestas el Papa grandes esperanzas, más que para bien de la Iglesia y acrecentamiento de su poder temporal, para el encumbramiento de su hijo César, que, según decía en Breve dirigido a Luis XII el 28 de Septiembre, era lo que tenía en el mundo de más caro. Por mediación del Rey de Francia esperaba que obtendría César la mano de Carlota de Aragón, que en aquella Corte se educaba; mas no fué posible vencer la resistencia de la doncella, no menor que la del padre, que jamás quiso venir en deudo que tan mal la estaba, ni ella en ser llamada la Cardenala, y tuvo César que contentarse con otra Carlota, la francesa d’Albret, y dióse el Papa también por satisfecho, porque los franceses ayudarían al Valentino, como en efecto lo hicieron, a conquistar la Romaña, para lo que empezó Alejandro por declarar desposeídos de sus feudos, por no haber pagado a la Santa Sede el debido tributo, a los Señores de Rimini, Pesaro, Imola, Forli, Urbino, Faenza y Camerino, y hasta se pensó en Ferrara.

Aguardaba el Papa con impaciencia noticias de Francia para saber por quién decidirse, si por el Rey Cristianísimo, que con la ayuda de Venecia aspiraba a conquistar el Milanesado y Nápoles, o por el Rey Católico, que temía se opusiera a ello y se declarase en favor de los Sforzas y los Aragoneses. Los Embajadores de España le habían amenazado con el Concilio y la Reforma, y como llegaran a decirle que eran conocidos los medios de que se había valido para conseguir la tiara, los interrumpió diciéndoles la había obtenido por los votos del Cónclave y era Papa con mejor derecho que los Reyes de España, que eran unos intrusos sin título ninguno jurídico y contra toda conciencia. Uno de los Embajadores aludió a la muerte del Duque de Gandía, calificándola de castigo de Dios, y el Papa repuso indignado: «Más castigados han[Pg 117] sido vuestros Reyes, que no tienen prole.» Pero estos desahogos poco diplomáticos, si es que tales palabras se dijeron, no tuvieron ninguna consecuencia. El Papa se tranquilizó por completo cuando supo que el Rey Católico estaba de acuerdo con el Cristianísimo para repartirse los Estados de su pariente, el último Rey de la Casa de Aragón, en Nápoles.

Quien no se tranquilizó con las noticias que de Milán le daba su hermano Ludovico el Moro, fué el Cardenal Ascanio Sforza, y juzgando su situación harto precaria en Roma, abandonó la ciudad secretamente en la noche del 13 al 14 de Julio de 1499 y se dirigió a Nepi, propiedad de los Colonna, con ánimo de embarcar en una nave napolitana que lo llevara a Génova, desde donde se trasladaría a Milán. El 2 de Agosto partió también de Roma, y se refugió en Genazzano, al amparo de los Colonna, el Duque de Bisceglia. Debieron influir en el ánimo apocado y contristado de D. Alonso los consejos del Cardenal Ascanio, su mejor amigo en Roma, que le recordaría el caso del anterior marido de Lucrecia, que debió a la fuga el salvar la vida amenazada por César. Furioso el Papa envió gente a caballo, que no logró dar alcance al fugitivo. Lucrecia, que estaba embarazada de seis meses, después de haber malparido el 18 de Febrero a consecuencia de una caída en el jardín en que jugaba con una de sus doncellas, que le cayó encima, no hacía más que llorar y lamentarse. El marido le escribió que la aguardaba en Genazzano, y el Papa, en cuyas manos cayó esta carta, hizo que ella le contestara exhortándolo a regresar a Roma, y para distraerla la nombró el 8 de Agosto Regente de Spoleto, ciudad hasta entonces gobernada por Legados pontificios, los más de ellos Cardenales. Púsose Lucrecia en camino aquel mismo día con un numeroso séquito, del que formaban parte su hermano Jofre, Fabio Orsini, el marido de Jerónima Borja, y una compañía de arqueros, y al cabo de seis días de viaje, ya en mula, ya en litera, llegó a Spoleto. D. Alonso, para su desgracia y por lo muy enamorado[Pg 118] que estaba de su esposa, se decidió a reunirse con ella, obedeciendo al Papa, que le ordenó fuese a Spoleto por Foligno y que vinieran después ambos a Nepi, donde él se encontraba, y de cuyo feudo, perteneciente a Ascanio Sforza, había investido a Lucrecia. El 25 de Septiembre se trasladó Alejandro, con cuatro Cardenales, a Nepi y allí recibió a la nueva señora, acompañada de su marido y de su hermano Jofre. El 1.º de Octubre regresó el Papa al Vaticano y el 14 Lucrecia. El día de todos los Santos dió ésta a luz un hijo, que fué con gran solemnidad bautizado en la Capilla Sixtina, poniéndole por nombre el de su abuelo materno, lo que hizo decir al enviado de Mantua, Juan Lucio Cattanei, «que se había encontrado el filón que no pudo explotar el Señor de Pesaro». Poco después la Señora de Spoleto y Nepi acrecentó sus Estados con el de Sermoneta, del que se vieron los Gaetani despojados.

Había también regresado de Nápoles a Roma D.ª Sancha, levantado el destierro de algunos meses que le impuso el Papa, y ausente César, ocupado en guerrear en la Romaña contra Catalina Sforza y en rendir las fortalezas de Imoli y Forli, disfrutábase, tanto en el Vaticano como en el Palacio de Santa María in Pórtico, de un reposo siempre amenazado por la ambición y los amores del siniestro y temido Valentino. Si fueron para Lucrecia, según Gregorovius, los días más felices de su vida los del idilio de Pesaro, con mayor razón pudiera decirse que conoció la dicha en su segundo y breve matrimonio con Alonso de Aragón. La varonil belleza del adolescente marido, el ardor, no de perito capitán, sino de soldado bisoño, con que cumplía sus deberes conyugales; su ingenuidad y mansedumbre, y la afición que le cobró a Lucrecia, hicieron que ella correspondiese a este afecto con no menor vehemencia, y que hallase en los nupciales y legítimos goces igual satisfacción que la obtenida del pecaminoso ayuntamiento. Pero las dichas humanas duran poco, y la de Lucrecia, en su segundo matrimonio, había de tener pronto y terrible fin.

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El 26 de Febrero de 1500 celebró César su entrada triunfal en Roma, trayendo prisionera a Catalina Sforza, a quien el vencedor hizo sufrir, según voz pública, los últimos ultrajes[84]. Recibiéronlo solemnemente los Cardenales y los Embajadores, y el Papa, que lloraba y reía de gozo, le confirió las insignias de Gonfaloniero de la Iglesia y la rosa de oro. Habíase visto César obligado a suspender las hostilidades en la Romaña, porque la reaparición de Ludovico el Moro en Lombardía, llevó allí las tropas francesas, que al mando de Allegre servían a las órdenes del Valentino; pero la batalla de Novara acabó con los Sforza. El Moro cayó prisionero y fué encerrado en la fortaleza de Loches, donde murió tras largo cautiverio; su sobrino Francisco il Duchetto, el hijo de Isabel de Aragón, desposeído por el Moro, pasó a la Corte de Francia y se convirtió en el Abate de Noirmoutiers, muriendo tempranamente, en una cacería, de una caída de caballo; y el Cardenal Ascanio, que cayó en manos de los venecianos, los cuales lo entregaron a los franceses, estuvo preso en Bourges y obtuvo su libertad por mediación del Cardenal d’Amboise, con quien vino a Roma para la elección de Pío III, y aquí murió de la peste a fines de Mayo de 1505, y yace en el magnífico sepulcro que para él labró, en Santa María del Popolo, por orden de Julio II, Andrea Sansovino. Llegaron las faustas noticias de Milán a Roma, cuando la ciudad eterna, rebosante de peregrinos, celebraba el jubileo.

En la noche del 15 de Julio, al regresar del Vaticano el Duque de Bisceglia, atacáronle, en la Plaza de San Pedro, unos seis sicarios disfrazados de mendigos, que después de herirlo a puñaladas quisieron arrastrarlo hacia el Tíber para hacer desaparecer las trazas del delito; pero los gritos del Príncipe en el silencio de la noche y las irritadas voces de los asesinos dieron el alarma a la guardia pala[Pg 120]tina, que salió, aunque no a tiempo para detener a los falsos mendigos, que se reunieron con unos cuantos jinetes que los aguardaban en un apartado y oscuro rincón de la plaza, y a rienda suelta se alejaron de Roma. Transportado el malherido Duque a su palacio, pudo llegar hasta la estancia en que se hallaba Lucrecia, la cual, al verle en aquel estado, cayó desmayada. Sanó, sin embargo, de las graves heridas; mas temeroso de ser envenenado, no se dejó curar sino por los médicos que le envió el Rey de Nápoles[85] ni probó más alimento que el que Lucrecia y Sancha preparaban. Atribuyóse el atentado a la misma mano criminal que había perpetrado el del Duque de Gandía, que entonces se tenía por obra de César, y de ello estaba convencido el propio D. Alonso, que había cobrado mortal odio y temor a su cuñado[86].

Ello es que un mes después, el 18 de Agosto, estando ya convaleciente el Duque de Bisceglia, se presentó en su cuarto Miguel Corella, que lo estranguló por orden de César. Según refiere el Embajador veneciano Paolo Capello, y esta es la versión del Vaticano para justificar aquella muerte y disculpar a César, desde su ventana vió Alonso a César que paseaba en el jardín del Belvedere. Cogió rápido un arco y disparó una flecha contra el que era objeto de su odio. La cólera de César no conoció límites, y su capitán de guardias hizo pedazos al Duque. Aquella misma noche el cadáver del desdichado Príncipe fué transportado a San Pedro, y amedrentado, al tener noticia del nefando crimen, el Embajador de Nápoles se refugió en casa de su colega de España.

Era natural que Lucrecia, mujer al fin y al cabo, siquiera no dejaran las penas en su corazón apenas huella, sintiera la muerte del gallardo mozo que fué durante dos[Pg 121] años su marido y pereció villanamente asesinado por la misma mano que ultimó al Duque de Gandía. Era natural que derramara abundantes lágrimas y prorrumpiera en amargas quejas; pero ni las lágrimas ni las quejas enternecieron a Su Santidad, y para librarse de ellas, porque también molestaban a César, por cuyos ojos veía el Papa todas las cosas, envió a Lucrecia a Nepi.

El 30 de Agosto, con un séquito de seiscientos jinetes, salió Lucrecia para la ciudad de que era Señora. Como era de temer, dado que se hallaba encinta cuando ocurrió el asesinato de su marido, malogróse la criatura. En el solitario castillo, reconstruído por Alejandro VI, pudo la tierna viuda dar rienda suelta a su dolor, tanto menos duradero cuanto más vehemente, y antes de dos meses estaba de regreso en Roma dispuesta a gozar de la vida y a pasar a terceras nupcias que la hicieran olvidar por completo, tanto al asesinado Duque de Bisceglia, como al fugitivo Señor de Pesaro, porque era, como César, super omnia clara et jocunda e tutta festa, según decía el Obispo de Módena Juan Andrés Bocaccio.

Ya en vida de Alonso de Aragón, el Papa, siempre previsor, pensando en quién pudiera ser el futuro marido de Lucrecia, pues el Reino de Nápoles estaba llamado a desaparecer y no había esperanza ninguna, por la oposición del Rey Fadrique al matrimonio de su hija Carlota, de que recayera en César la corona, habíase fijado en otro Alfonso, el de Este, Príncipe heredero de Ferrara, viudo sin hijos, que contaba entonces unos veinticuatro años. A los catorce se había casado con Ana Sforza, la bellísima y bonísima hermana del Duque de Milán Juan Galeazzo[87], cuya madre, al enviudar en 1476, renovó la alianza con Ferrara y concertó la boda de su hija Ana[Pg 122] con el recién nacido Alfonso[88], hijo y heredero de Hércules. Al año siguiente se firmó en Ferrara el contrato matrimonial, y siete años después, cuando cumplía diez la novia, su futura suegra la Duquesa Leonor le envió una muñeca con un equipo completo, obra de los mejores artistas ferrareses. Habíase convenido que la boda se celebraría en 1490, en que cumpliría los catorce Alfonso, y al propio tiempo la de su hermana Beatriz con Ludovico el Moro; mas tenía éste entonces por amiga a Cecilia Gallerani, dama milanesa de noble alcurnia, singular belleza y gran cultura, retratada por Leonardo de Vinci y cantada por todos los poetas cortesanos, la cual hablaba y escribía el latín corrientemente, componía sonetos italianos y discutía en latín con los teólogos y filósofos que frecuentaban su casa. Había Ludovico tenido en ella un hijo a quien hubiera deseado legitimar por subsiguiente matrimonio[89], por lo que andaba aplazando la boda concertada con la Estense, hasta que, al fin, teniendo en cuenta la razón de Estado, casó con Beatriz en el castillo de Pavía, el 17 de Enero de 1491, que era martes, porque, consultado el médico y astrólogo de la Corte, Ambrosio de Rosate, declaró que el día de Marte era propicio para el matrimonio de un señor que deseaba sobre todo tener sucesión masculina. Y el lunes 23 se verificaron en la capi[Pg 123]lla del palacio ducal de Milán los desposorios de Alfonso de Este con Ana Sforza, pronunciando la oración nupcial el maestro de Ludovico, Filelfo, a pesar de ser lego y casado. Un mes después recibieron la bendición con gran pompa en la catedral de Ferrara. Fué el matrimonio felicísimo y muy sentida, tanto en Ferrara como en Milán, la temprana muerte de Ana, al dar a luz un hijo muerto, el 30 de Noviembre de 1497. Igual fin, muy común entonces, había tenido el 2 de Enero de aquel año su cuñada Beatriz, que vió amargados los últimos meses de su vida por los públicos amores del Duque con Lucrecia Crivelli, una de sus damas[90].

Eran los Este, reinantes en Ferrara como Duques feudatarios de la Santa Sede, una de las Casas más ilustres y encopetadas de Italia. Aunque en ella había, como en todas las demás, no pocos bastardos, no lo era D. Alfonso, y a Alejandro halagaba que su hija entrase, y no por mano de bastardo, en una familia muy principal y estuviese llamada a reinar como consorte en un Estado cuya amistad era preciosa para los ambiciosos planes de César, que no se contentaba con la Romaña, de que era ya Duque, y tenía puestos sus ojos en Bolonia y en Florencia.

Había venido a Roma Alfonso de Este muy mozo, en Noviembre de 1492, enviado por su padre para felicitar a Alejandro VI por su elevación al solio pontificio. El Papa, que era padrino de bautismo del joven Príncipe, lo acogió con mucha amabilidad, alojándolo en el Vaticano; de suerte que pudo ver a su sabor a la que había de ser nueve años después su mujer y era entonces la prometida esposa de Juan Sforza, linda chicuela de ojos claros y cabellos rubios, siempre alegre y dispuesta a divertirse.

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En Noviembre de 1500 hablábase ya en Roma de la boda de Lucrecia con el heredero de Ferrara, y el 26 de aquel mes se lo participaba a la Señoría el nuevo Embajador de Venecia, Marin Gorzi. Los primeros pasos cerca del Duque de Ferrara los dió Alejandro por medio de un modenés, Juan Bautista Ferrari, antiguo servidor de Hércules, a quien el Papa hizo Datario y luego Cardenal. Al oír la proposición del Papa quedó el Duque tan perplejo y disgustado como el Rey D. Fadrique cuando le pidieron la mano de su hija Carlota para César. Tenía ya en tratos la boda de su primogénito con una Princesa de la Casa Real de Francia, Luisa, la viuda del Duque de Angulema, y la que le proponía Alejandro heríale en su orgullo. Repugnaba también a Alfonso, y tanto la Marquesa de Mantua como la Duquesa de Urbino se indignaron al pensar en semejante alianza. Y no era la bastardía lo que les escandalizaba, sino que fuera hija del Papa, habida cuando éste era sacerdote, y la mala reputación de que, además, gozaba, sabiéndose en Ferrara cuanto de ella se decía en Roma y era a todas las Cortes de Italia transmitido por los despachos de los Embajadores y las cartas de los agentes oficiosos. La respuesta de Hércules fué, pues, una rotunda negativa.

Preveíala el Papa y no se dió por ofendido ni vencido. Encargó a su mandatario que hiciera presente al Duque las ventajas que ofrecía su propuesta y el daño que podría resultarle de rechazarla: por una parte, la seguridad y el engrandecimiento de sus Estados; por otra, la enemistad del Papa, la de César y acaso la de Francia. Sabía Alejandro que la opinión de Luis XII había de ejercer decisivo influjo en Ferrara, y aunque el Monarca francés se mostró en un principio contrario al matrimonio de Lucrecia, porque deseaba estrechar con Ferrara y estorbar el engrandecimiento del poder papal, necesitaba, sin embargo, entonces, para su empresa de Nápoles, la ayuda de Alejandro y el permiso al ejército para que pudiese pasar desde la Toscana a Nápoles a través de los Estados de[Pg 125] la Iglesia. Contaba asimismo el Papa con el apoyo del Cardenal d’Amboise, grande amigo de César, que le había llevado el capelo y le había prometido la tiara, para cuando muriera Alejandro, contando con los votos de los Cardenales españoles. Vino César a Roma en Junio de 1501, púsose de acuerdo con los franceses, y juntando luego sus tropas a las que mandaba el Mariscal Aubigny, entró a sangre y fuego en el Reino de Nápoles, que, según lo convenido, había de repartirse entre Francia y España, y desapareció, por obra del Rey Católico, la Casa de Aragón, que César tanto odiaba, recibiendo su último Rey, D. Fadrique, que pasó a Francia, el Ducado de Anjou. Su hijo el Duque de Calabria, D. Fernando, fué llevado a España, adonde le acompañó su preceptor Crisóstomo Colonna[91], y andando el tiempo, casó con la viuda del Rey Católico, Germana de Foix, y a la muerte de ésta con D.ª Mencía de Mendoza, segunda Marquesa de Zenete. Vivió y murió en Valencia, y allí, como Virrey, tuvo Corte, que describe Luis Milán en su libro El Cortesano, renovando en el alcázar del Real las cultas y regocijadas fiestas del Rey D. Juan el Amador de gentileza. Al morir dejó su cuantiosa fortuna al Monasterio, que fundó, de San Miguel de los Reyes.

A la guerra de Nápoles debió Lucrecia el haber llegado a ser Duquesa de Ferrara. La Corte de Francia, cediendo a los deseos del Papa, empezó en Junio a hacer pesar su influencia en la de Ferrara, aconsejando al Duque que diera su asentimiento al matrimonio con ciertas condiciones, como la de que trajera la novia una dote de 200.000 ducados, se eximiera a Ferrara del pago del[Pg 126] canon anual y se concedieran algunos beneficios a miembros de la Casa de Este. Amboise envió a Ferrara al Arzobispo de Narbona para que convenciera al Duque, y el propio Rey le escribió con igual empeño, negándole la mano de la Princesa francesa prometida a D. Alfonso. A estas instancias uníanse las de los enviados del Papa y los agentes de César, que no dejaban momento de reposo al Duque, por lo que éste tuvo, al fin, que rendirse, y el 8 de Julio participó a Luis XII que estaba dispuesto a darle gusto con tal de que pudiese llegar a ponerse de acuerdo con el Papa respecto a las condiciones de la boda.

La negociación fué larga y laboriosa. Apremiaba el Papa al Duque, pero éste, para concluir el trato, necesitaba, por una parte, vencer la resistencia del hijo, tenazmente opuesto a la que reputaba vergonzosa boda, y por otra, la de Alejandro al cumplimiento de todas las condiciones que Hércules tenía por indispensables y previas para poder firmar las capitulaciones matrimoniales. Habíale mandado a decir el Rey Cristianísimo que si la cosa podía hacerse, tratara de sacar el mayor partido posible, y que si no podía hacerse, él estaba dispuesto a dar a D. Alfonso la mano que quisiera pedir en Francia. Parecíale al Papa excesiva la dote de 200.000 ducados, muy superior a la que llevó Blanca María Sforza al Emperador Maximiliano, y ofreció dar la mitad al contado. Para la exención del canon que pagaba el Duque por el feudo de Ferrara era preciso obtener el consentimiento del Sacro Colegio, y el del Cardenal Julián de la Rovère para la cesión de Cento y de Pieve, ciudades ambas, que exigía Hércules, del Arzobispado de Bolonia, del que era titular aquel Cardenal. Pero si grande era el deseo de Alejandro de ver a su hija establecida en Ferrara, mayor era el de Lucrecia de que se realizara la boda, a pesar de la repugnancia que sabía inspiraba a su futuro esposo y de las condiciones, para ella tan humillantes, de que dependía el éxito de la negociación. Fué Lucrecia quien, tomando en manos el asunto y los intereses del Duque de Ferrara, que eran[Pg 127] entonces los suyos, acabó por conseguir del padre que aceptara las condiciones previas exigidas por el Duque para el matrimonio, lo cual tuvo lugar por acta legal estipulada en el Vaticano el 26 de Agosto de 1501, firmándose el contrato de matrimonio el 1.º de Septiembre en Ferrara.

Mientras se seguían las negociaciones matrimoniales, César ayudaba en Nápoles a los franceses a apoderarse de aquel Reino y el Papa aprovechaba la ocasión para despojar de sus bienes en el Lacio a los Barones Romanos, amigos de la Casa de Aragón, como los Colonna, los Savelli, los Estouteville. El 27 de Julio, con infantes y caballos, se trasladó el Papa a Sermoneta; pero antes de ponerse en camino dejó a Lucrecia por lugarteniente suyo en el Vaticano, «confiándole todo el palacio y los asuntos corrientes, con facultad de abrir las cartas dirigidas a Su Santidad, y en los casos de mayor importancia debía aconsejarse con el Cardenal de Lisboa», que era el portugués Jorge da Costa. Y añade Burchard que habiendo llegado un caso en que Lucrecia se dirigió a dicho Cardenal, exponiéndole el asunto y el encargo que le había dado el Papa, le dijo el Cardenal que cuando el Papa hacía alguna propuesta al Consistorio, el Vicecanciller u otro Cardenal la firmaba en su nombre y tomaba nota de la opinión de los votantes, y así también se necesitaba ahora que alguien suscribiese lo que se hubiera dicho. A lo que replicó Lucrecia que ella sabía muy bien escribir.—¿Y dónde tiene usted su pluma?—preguntó el Cardenal. Comprendió Lucrecia el chiste y se sonrió, acabando de buena manera la consulta.

Claro es que los negocios de que dejó el Papa encargada a Lucrecia no se referían al gobierno de la Iglesia, que le correspondía como Vicario de Cristo; pero no puede decirse, como Leonetti en su apología de Alejandro VI, que es como si un cura al ausentarse encargase a una cercanísima parienta que le cuidase la casa y recibiese su correspondencia. Al Maestro de ceremonias de Su[Pg 128] Santidad no debió parecerle cosa tan trivial, sino antes bien censurable, como asimismo el que Lucrecia y Sancha asistieran a una función en San Pedro sentándose en el coro entre los Canónigos, a título de hija y nuera del Papa, y es de suponer, dado el carácter de ambas, que no dejarían de charlar alegremente. Gregorovius cree que si Alejandro dispensó a Lucrecia tan señalada prueba de favor, la mayor que podía darle, fué para hacer ver a la Corte de Ferrara, durante la negociación matrimonial, el alto concepto que tenía de las dotes políticas de su hija, que podía empuñar en caso necesario las riendas del gobierno, siendo frecuente que los príncipes italianos, cuando se veían obligados a ausentarse, confiasen a sus mujeres el manejo de los negocios de Estado.

La fausta nueva de la firma de las capitulaciones nupciales en Ferrara, se recibió en Roma con grandes muestras de júbilo. El castillo de Sant’Angelo la saludó con salvas, iluminóse el Vaticano y los partidarios de los Borjas recorrieron ruidosamente las calles de la ciudad eterna, haciéndolas resonar con sus alegres voces. En cuanto a Lucrecia no tuvo límites su gozo. El sentarse en el trono de Ferrara, y reinar en una de las Cortes más antiguas e ilustres de Italia, era la realización de un sueño que llegaba tras nueve años de inquieta vida y de tremendos infortunios conyugales. Había visto anulado su primer matrimonio por la declarada impotencia de un marido de notoria virilidad, y el segundo disuelto por mano fratricida. Mal fin tuvo también la amorosa aventura con Perote, y si incurrió en algún otro desliz, pequeño o grande, pasó inadvertido y no hallamos de él mención en los despachos y cartas que recogían cuidadosamente cuantas noticias alimentaban la pública curiosidad. Y es que la atroz calumnia del incesto, lanzada por Sforza y revestida de forma literaria en los epigramas de Sannazzaro,[92][Pg 129] habíase de tal manera esparcido en Roma, que las gentes acabaron por creerla cierta y no les parecía posible que hubiese quien se atreviera a cortejar a la hija del Papa y hermana de César, y si había algún mozo audaz al que ayudaba en su empresa la fortuna, nadie se fijaba en tales amores clandestinos, que eran pecados veniales oscurecidos y eclipsados por el nefando que se suponía cometido por Lucrecia. No podía ella ignorar, aunque no se sintiese culpable, que gozaba en Roma de mala reputación y que ésta era la causa de la resistencia de Alfonso de Este a aquella boda, para cuyo logro no había omitido Lucrecia ningún esfuerzo. Quizás la moviera, no sólo el afán de llegar a la cumbre de la humana grandeza con que soñaba, sino el deseo, dice un historiador moderno, de apartarse para siempre de Roma y de olvidar un pasado que no podía borrar mientras viviese en compañía y bajo la férula del padre y del hermano. Pero tal deseo no responde al carácter de Lucrecia, que harto moza y de suyo casquivana, acostumbrada a vivir en un ambiente de notoria concupiscencia, no estaba todavía en sazón para sentir el arrepentimiento, que es merced que suele otorgar Dios en el otoño o en el invierno de la vida a las que en edad propicia amaron mucho, sirviendo de disculpa a su flaqueza el natural encanto, el excesivo temperamento, los pocos años y el poquísimo seso. Educóse Lucrecia en casa de su parienta Adriana Milá y en compañía de Julia Farnesio, y vivió luego en la intimidad de su cuñada Sancha. Ninguna de ellas era ejemplo de virtud, y si acaso no se dió cuenta de las relaciones de la Bella con el Papa, no podían ocultársele las de Sancha con César. Todo aquello debía parecerle, por la fuerza de la costumbre, muy natural, y quien a los dos meses de asesinado su marido sólo pensaba en divertirse y en disponerse a un nuevo enlace, sin que el recuerdo del difunto le turbara el sueño, no podía sentir remordimiento alguno ni arrepentirse de la vida pasada. No puede creerse, dice Gregorovius, que permaneciera Lucrecia inmaculada en medio de[Pg 130] la corrupción romana y del círculo en que vivía, y hasta le parece perdonable su amoroso y fecundo desliz tras la fuga de Sforza; mas si Lucrecia hubiese cometido los nefandos actos que le achacaba la voz pública, no hubiera podido ocultarlos bajo la máscara de una sonriente gracia, porque sería preciso entonces reconocerle, en punto a hipocresía, una fuerza que traspasa los límites de lo humano. Mas peca en esto de ingenuo Gregorovius. No necesitaba Lucrecia mayor hipocresía que la humana, común y corriente, con que cada cual oculta instintivamente sus propios defectos. Y en cuanto a la gracia siempre serena y jovial que tanto entusiasmó a los de Ferrara, era en ella ingénita y nunca la abandonó, ni durante su inquieta vida romana, ni en sus últimos años, cuando la muerte le arrebató a los suyos y acabó el poder de los Borjas en Italia. En su corazón no hacía mella el dolor, y la alegría del vivir, que se reflejaba en su sonrisa, era tan grande que prevalecía sobre todas las contrariedades y amarguras que afligen al común de los mortales.

Firmadas las capitulaciones, no quiso, sin embargo, el Duque que se celebrara por poder el matrimonio hasta que hubiera el Papa cumplido todas las condiciones estipuladas. Envió a Roma a Saraceni y Berlingeri para que discutieran el asunto con Su Santidad, y a estas conferencias asistía Lucrecia, y con tanto calor apoyaba a los agentes del Duque que, según ellos escribían, parecía ya una óptima ferraresa. Al fin se obtuvo del Consistorio, el 17 de Septiembre, la rebaja del canon de Ferrara de 400 ducados a 100 florines. Aquel mismo día renunció Lucrecia el Ducado de Sermoneta en favor de su hijo Rodrigo, Duque de Bisceglia, y el de Nepi en favor del infante romano, Juan, a quien hizo después el Papa Duque de Camerino.

Mientras llegaba a Roma la embajada y comitiva que debía venir a buscar a Lucrecia para conducirla a Ferrara, no paraban las fiestas en el Vaticano. Allí había todas las noches música, y canto, y baile, porque uno de los[Pg 131] mayores placeres de Alejandro era ver bailar a mujeres hermosas, y a estas fiestas, que duraban hasta las dos o las tres de la mañana y a veces hasta el alba, solían ser invitados los enviados ferrareses para que admiraran la belleza de Lucrecia y la gracia con que bailaba, y para que vieran—decía el Papa—que la Duquesa no era coja.

A la que no estuvieron ciertamente invitados, y de ella, si tuvieron noticia, nada dijeron al Duque de Ferrara, fué a una bacanal con que obsequió César a su padre y hermana el último domingo de Octubre[93] y que el Maestro de ceremonias del Papa, Burchard, refiere en su Diario; y también el Materazzo de Perugia como cosa de todos conocida, no sólo en Roma, sino en Italia. Trátase del famoso baile llamado de las Castañas, en que tomaron parte unas cincuenta cortesanas, que, primero vestidas y luego enteramente desnudas, bailaron con los servidores del Duque, y acabada la cena pusiéronse los candelabros en el suelo, sobre el que se esparcieron gran cantidad de castañas que las desnudas cortesanas, andando a gatas entre las encendidas antorchas, debían ir recogiendo. El Papa, el Valentino y Lucrecia presenciaban desde una tribuna el espectáculo, y con sus aplausos animaban a las más diestras, que recibieron en premio ligas bordadas, borceguíes de terciopelo y cofias de brocado y encaje. Y después se pasó a otros placeres. Esto escribió Burchard, y es la única vez en que, al hablar de Lucrecia, la deja harto mal parada, por lo que Gregorovius, atribuyendo a la tradición popular la escandalosa relación a que Burchard dió cabida en su Diario, cree verosímil que en las habitaciones de César, en el Vaticano, tuviera lugar la referida fiesta; pero no el que a ella asistiera Lucrecia, ya legalmente esposa de Alfonso de Este y a punto de partir para Ferrara.

[Pg 132]

La designación de las personas, tanto ferrareses como romanas, que habían de acompañar a Lucrecia de Roma a Ferrara, fué cuestión ardua y discutida. La lista que mandó el Duque mereció la aprobación del Papa, así como la de César, que conocía a algunas de las personas escogidas. Más tardó el Papa en dar su lista y, según dijo, irían pocas damas, porque las romanas eran muy hurañas y poco diestras en cabalgar. Tenía Lucrecia unas siete doncellas que la seguirían a Ferrara, así como D.ª Jerónima, la hermana del Cardenal Borja, casada con un Orsini. De caballeros andaban escasos, porque salvo los Orsini, estaban en su mayor parte fuera de Roma. Sobraban, en cambio, curas y gente docta que no servían para el caso. De todos modos no irían menos de cien personas. Y como los enviados expresaran su sentimiento por no haberles concedido el Duque de Romaña la audiencia que le habían pedido, mostróse Su Santidad muy disgustado y dijo que el Duque acostumbraba hacer del día noche y de la noche día, y que era muy otra la Duquesa (Lucrecia) que como mujer prudente era fácil para las audiencias, e hizo de ella los mayores elogios por la gracia con que había gobernado el Ducado de Spoleto.

Pero el séquito ferrarés de Lucrecia, tan impacientemente aguardado en Roma, no se ponía en camino, a pesar de estar ya pronto. Sospechaba el Papa que en el retraso pudiera influir alguna razón política, y en efecto: el Emperador Maximiliano seguía insistiendo cerca del Duque para que aplazase la boda a que se había mostrado siempre opuesto. De más peso que esta opinión del Emperador era para el Duque el deseo de tener en su poder las Bulas y los 100.000 escudos contantes de la dote, que debían satisfacer los Bancos de Venecia, Bolonia y otras ciudades, amenazando, para el caso de que no estuviesen entregados al llegar la comitiva a Roma, con que le daría la orden de volverse a Ferrara. Enfurecióse el Papa cuando se lo dijeron los agentes del Duque, y los colmó de improperios, calificando[Pg 133] de mercader al propio Hércules, que de ello se dolió.

Al fin, el 9 de Diciembre salió de Ferrara, precedida de trece trompetas y ocho pífanos, la lucida cabalgata de 500 jinetes que capitaneaba el Cardenal Hipólito, y de la que formaban parte sus hermanos D. Ferrante y D. Segismundo, los Obispos de Adria y Comacchio, Nicolás María y Meliaduse de Este y un Hércules, sobrino del Duque, además de otros muchos parientes y amigos ferrareses o feudatarios de Ferrara, personas todas de rango. Trece días duró el viaje, y desde el castillo de Monterosi, a unas quince millas de Roma, al que llegaron harto maltrechos, empapados y embarrados por efecto de las invernales lluvias y pésimos caminos, envió el Cardenal un mensajero a pedir las órdenes del Papa, quien dispuso hicieran su entrada por la puerta del Pueblo. Esta entrada de los ferrareses en Roma fué el más espléndido espectáculo del Pontificado de Alejandro VI. A las diez de la mañana del 23 de Diciembre llegaron al Ponte Molle, donde los recibieron el Senador de Roma, el Gobernador y el Barigello o jefe de la policía con unos dos mil hombres a pie y a caballo. A medio tiro de ballesta de la puerta del Pueblo salió a su encuentro la comitiva de César, 100 gentiles-hombres a caballo y 200 suizos a pie, armados de alabarda, con el uniforme pontificio de terciopelo negro y paño amarillo y gorra empenachada, y tras ellos, a caballo, el Duque de Romaña y el Embajador de Francia, vestidos ambos a la francesa. Desmontaron todos los jinetes, abrazó César al Cardenal Hipólito, y cabalgando a su lado dirigiéronse hacia la puerta, donde los aguardaban diecinueve Cardenales, con un séquito cada cual de 200 personas. Dos horas duró el recibimiento con un diluvio de discursos de bienvenida y gracias, y ya atardecido, al son de trompetas, pífanos y cuernos, encaminóse la cabalgata, por el Corso y el campo de Fiori, al Vaticano. Aguardábalos Alejandro rodeado de doce Cardenales, y después de haber cumplido con el Papa los Príncipes de Ferrara, llevólos César a casa de Lucrecia, la cual salió[Pg 134] a recibirlos a la escalera, del brazo de un caballero anciano, con traje de terciopelo negro y cadena de oro al cuello, y según el ceremonial preestablecido, no besó a sus cuñados, saludándolos con una inclinación de cabeza como era moda en Francia. Vestía una camora o traje blanco de brocado de oro, y una sbernia o manto forrado de zibelina; las mangas también blancas, de brocado de oro, acuchilladas a la española; tocada con una cofia de gasa verde sujeta con un listón de oro y orlada de perlas, y al cuello un collar de gruesas perlas del que pendía un rubí. Se sirvieron refrescos, repartió Lucrecia unos cuantos regalitos, obra de joyeros romanos, y los Príncipes y su séquito se fueron muy contentos, habiéndoles parecido Lucrecia muy gentil y graciosa, según escribía el Prete a la Marquesa de Mantua[94].

Este Prete, que asistió a las fiestas de la boda en Roma y las describió con no menor lujo de detalles respecto de los trajes de Lucrecia que los que hallamos en la antes citada relación de D.ª Sancha, era un familiar de Nicolás de Cagnolo, a quien encargó Isabel de Este se fijase especialmente en la indumentaria, a la que atribuía grandísima importancia la Marquesa. Superaron las fiestas en fausto a las de las otras dos bodas de Lucrecia. Hubo cabalgatas triunfales, y luchas de atletas, y carreras de caballos, y comedias, bailes y banquetes, y además corridas de toros, que los italianos llamaban cacie al toro; habiendo el Papa anticipado el Carnaval, para que los romanos pudiesen entregarse libremente a toda clase de locuras, y se echasen a la calle enmascaradas desde la mañana hasta la noche las honestas y deshonestas meretrices que abundaban en Roma.

Las corridas de toros importáronlas los españoles en Italia desde el siglo XIV, pero no se generalizaron hasta el[Pg 135] siguiente, en que los aragoneses las llevaron a Nápoles y los Borjas a Roma, placiendo a César porque en ellas lucía su fuerza y su destreza. Una carta, dirigida a Alfonso de Este por el ferrarés Adornino Feruffino, protonotario apostólico, describe la corrida, que tuvo lugar el 2 de Enero de 1502, en la que se lidiaron ocho toros y dos búfalos, que dieron poco juego. Con el Duque salieron a la plaza ocho caballeros, armados de rejones, y a uno de los toros se lo clavó el Duque en medio de los cuernos y cayó al suelo muerto. Después de esta hazaña dejó el caballo y volvió a pie, con doce compañeros, con unos rejones de asta fuerte y hierro largo, y cuando el toro venía hacia ellos se ponían muy juntos y lo herían de muerte. El mejor lance fué el de un toro bravísimo, que embistió a los peones, derribó a dos con poco daño y a otro lo enganchó y lo echó al aire, y cuando cayó en tierra no se movió, y se dijo que estaba muerto. Tres caballos de gran precio de los caballeros en plaza fueron destripados por los toros.

El Embajador de Ferrara, Juan Lucas Pozzi, para quien obtuvo Lucrecia el Obispado de Reggio, escribía al Duque, el 23 de Diciembre de 1501, que había ido a visitar a Lucrecia, después de la cena, y había tenido con ella larga plática sobre varios asuntos y había podido conocer que era muy prudente y discreta, afectuosa, de buena índole y en extremo respetuosa para con el Duque y D. Alfonso, por lo que creía que ambos quedarían satisfechos. Tenía mucha gracia para todo con modestia, simpática y honesta. Era también católica: mostraba temor de Dios e iba a confesarse al día siguiente para comulgar el día de Navidad. Su belleza era suficiente, pero sus agradables maneras, y su buena cara y gracia (la buona ciera et gratia) la aumentaban y hacían parecer mayor, y en resumen, eran tales sus cualidades, que no se debía ni podía sospechar cosa siniestra, sino más bien presumir, creer y esperar de ella óptimas acciones.

Ya hemos dicho que lo que más gustaba a Alejandro[Pg 136] eran los bailes, porque en ellos se distinguía Lucrecia por su pericia y gracia, que encantaban al Papa. El Prete describe una fiesta que tuvo lugar en casa de Lucrecia, el domingo 26, día de San Esteban. Abrió el baile un caballero valenciano con una doncella de la Duquesa, que se llamaba Nicolasa. Bailó luego Lucrecia, muy lindamente, con D. Ferrante. Con las doncellas de Lucrecia podían competir las de Ferrara, a juicio del Prete. Había dos o tres graciosas. Una valenciana, Catalina, bailó bien, y había otra, un ángel de bondad (la Angela Borja), que el Prete, sin que ella lo supiera, escogió por favorita.

El personal femenino que había de llevar a Ferrara la Duquesa era objeto de especial predilección para el Prete, quien escribía que irían con ella Jerónima Borja, la hermana del Cardenal, mujer de Fabio Orsini, que se decía tenía el mal francés; Angela Borja, su hermana, que creía sería la preferida de Isabel de Este, porque a él también le placía; una Catalina, valenciana, que a unos gustaba y a otros no; una perusina guapa; otra Catalina[95]; dos napolitanas, Cintia y Catalina, que no eran bellas, pero sí agraciadas, y una mora, que nunca vió persona más hermosa y galana y bien vestida, con brazaletes de oro y perlas, creyéndola favorita de la Duquesa[96].

El 30 de Diciembre celebróse en el Vaticano el matrimonio. Salió Lucrecia de su Palacio, llevada de la mano por sus cuñados D. Ferrante y D. Segismundo, y seguida de toda su Corte y de cincuenta damas. Vestía de brocado de oro, a la francesa, con mangas abiertas que llegaban hasta el suelo y manto carmesí, forrado de armiño, cuya larga cola llevaban sus doncellas, y en la cabeza una cofia de seda y oro y sujeto el pelo por una sencilla cinta negra. El collar era de perlas y el colgante se componía de una[Pg 137] esmeralda, un rubí y una perla de gran tamaño. Aguardábala el Papa en la sala Paolina, sentado en su trono y teniendo a su lado a su hijo César y a trece Cardenales. Presentes estaban también los Embajadores de Francia, España y Venecia, pero no el de Alemania. Empezó la ceremonia con la lectura del poder del Duque de Ferrara, a la que siguió la plática de rigor que pronunció el Obispo de Adria, el cual tuvo que abreviarla por habérselo así ordenado el Papa. D. Ferrante, en representación de su hermano D. Alfonso, dirigió a Lucrecia la pregunta de rúbrica, y habiendo ella respondido afirmativamente, le puso al dedo el anillo nupcial y se levantó acta en instrumento que redactó un notario. El Cardenal Hipólito presentó entonces las joyas que regalaba el Duque, por valor de 70.000 ducados, y de las cuales no se hizo mención en el acta notarial, «para que en el caso de que faltara la Duquesa a sus deberes para con D. Alfonso no se viese éste obligado más de lo que quisiera respecto a las alhajas», según escribía el Duque a su hijo Hipólito. La entrega hízola el Cardenal con mucha gracia: colocó ante el Papa el cofrecito, lo abrió, y ayudado por el tesorero ferrarés, Juan Ziliolo, fué presentando las joyas, de la manera más adecuada para realzar su valor y hacerlas mejor apreciadas. El Papa las tomó en sus manos y mostró a Lucrecia las cadenas, sortijas, pendientes, las piedras preciosas y, sobre todo, un magnífico collar de perlas, que había sido de Leonor de Aragón, siendo conocida la pasión que por las perlas sentía Lucrecia.

Desde las ventanas del Vaticano presenciaron las carreras de caballos y una justa, que tuvo lugar en la plaza de San Pedro, y de la que resultaron cinco heridos, por servirse los combatientes de armas de filo. Trasladáronse después a la Cámara del Papa y allí empezaron los bailes, danzando Lucrecia con César por orden de Su Santidad, que se regocijó mucho. Bailaron asimismo muy bien las doncellas de Lucrecia por parejas, y al cabo de una hora empezaron las comedias, con una de Plauto, que por lo[Pg 138] larga no se terminó, y luego otra igualmente en latín, muy bonita, pero cuyo significado no pudo alcanzar a comprender el Prete.

A esta fiesta siguieron otras, trayendo cada día aparejada la suya. Hubo una cabalgata, organizada por la ciudad de Roma, con trece carros alegóricos: comedias, Morescas, bailes a la moda, en uno de los cuales tomó parte César. El día de la corrida de toros se representó la comedia del Menechino, de Plauto, la misma con que había sido obsequiada Lucrecia cuando casó con Sforza.

El 5 de Enero cobraron los ferrareses el resto de la dote en dinero contante y se entregaron a Lucrecia todas las Bulas pedidas por el Duque de Ferrara, con lo que pudo ponerse en marcha al día siguiente la comitiva, que quería Alejandro fuese la más fastuosa que se hubiese jamás visto en Italia. Formaba de ella parte, como Legado del Papa, el Cardenal Francisco de Borja, Arzobispo de Cosenza, hijo natural de Calixto III y muy amigo de Lucrecia, a quien debía la púrpura. Iban, además, tres Obispos, cuatro enviados de la ciudad de Roma, dos representantes del patriciado romano, que fueron Francisco Colonna, de Palestrina, y Julián, Conde de Anguillara, a los que se juntaron Ranucio Farnesio y el Capitán de la guardia pontificia, D. Guillén Ramón de Borja, sobrino del Papa, y ocho gentiles-hombres de segundo orden. César envió una lucida escolta de doscientos caballeros: españoles, franceses, romanos e italianos de otras varias provincias, con música y bufones para entretener a la hermana en el camino. La Corte oficial de Lucrecia se componía de ciento ochenta personas, y entre sus damas llamaba la atención Angela Borja, cuya belleza había sido ya cantada en Roma por el poeta Diómedes Guidalotto, y mereció que la citara en su Orlando Furioso, Ludovico Ariosto. Con ella iba su hermana Jerónima, Madonna Adriana, que había servido de aya a Lucrecia; otra Adriana, mujer de Francisco Colonna, y una Orsini, que no podía ser su nuera Julia la Bella, pero que quizá fuera la hija de esta Laura, que con[Pg 139]taba entonces unos diez años y era ya prometida esposa de Federico Farnesio.

No cesaba Alejandro de alabar, en sus conversaciones con los enviados ferrareses, la castidad y pudicicia de su hija, que deseaba no la rodeara su suegro sino de damas y caballeros que fuesen gente de bien, y ellos escribían a Ferrara que Lucrecia les había dicho que por sus acciones jamás habría de sonrojarse Su Santidad, lo cual tenían por cierto, pues cada día tenían mejor opinión de su bondad, honestidad y discreción, viviéndose en su casa, no sólo cristiana, sino religiosamente. Y el Cardenal Ferrari, al recomendar a Lucrecia, por sus méritos y virtudes, creía oportuno avisar al Duque de Ferrara que cuanto por ella hiciera lo apreciaría el Papa como si por él lo hiciese.

El 6 de Enero despidióse Lucrecia de sus padres (porque es de suponer que lo hiciera a solas de Vannozza, que no asistió visiblemente a fiesta ninguna de la boda) y de su hijo Rodrigo, a quienes jamás había de volver a ver, y a las tres de la tarde se puso en camino, montada en una mula blanca, con riquísima gualdrapa y arreos de plata y vestida con un precioso traje de viaje que daba gusto verla, cabalgando entre los Príncipes de Ferrara y el Cardenal de Cosenza y con un séquito de más de mil personas. Hasta la Plaza del Pueblo la acompañaron todos los Cardenales, los Embajadores y los Magistrados de Roma, y un buen trecho fuera de la ciudad, César y el Cardenal Hipólito, que regresaron luego al Vaticano. Alejandro, después de despedirse, en la sala del Papagayo, de su hija, con la que estuvo solo largo rato, fué a verla pasar de cuantas partes pudo, y con los ojos y el corazón la siguió, ansioso, hasta que, desapareciendo a lo lejos, envuelta en polvo, la lucida cabalgata, perdió de vista, y para siempre, a la hija predilecta que había querido de un modo superlativo, según escribía una vez a su Rey un Embajador napolitano.


[Pg 141]

VI

Viaje de Lucrecia de Roma a Ferrara.—La entrada y fiestas de la boda.—Asisten a ellas Isabel de Este e Isabel Gonzaga.—Rivalidad de la primera con Lucrecia.—Despedida de la servidumbre española.—Queda en Ferrara Angela Borja y es causa involuntaria de la tragedia de la Casa de Este.—Los alfileres de Lucrecia.—Su primer desgraciado alumbramiento pone en peligro su vida.—Visítala su hermano César.—Conquista éste la Romaña y se apodera de Urbino y Camerino.—La rebelión de sus capitanes.—El bellísimo engaño de Sinigaglia.—Muerte de Alejandro VI.—Suerte que corrieron el hijo de Lucrecia, Rodrigo de Aragón, y el infante romano Juan de Borja.—La del Valentino en España.—Su muerte en Viana.—Partos y duelos de Lucrecia.

[Pg 143]

En el viaje de Roma a Ferrara, que se hace hoy sin gran fatiga y en pocas horas, tardó Lucrecia veintisiete días, siguiendo el itinerario que el Papa había trazado y prescrito, y aunque las etapas fueron muchas y breves las jornadas, no dejó de ser en extremo cansado para ella y las damas que la acompañaban, poco aficionadas a cabalgar, siquiera fuese en mula. El 13 de Enero llegaron a Foligno tan molidas que resolvieron descansar allí todo el día, con lo que no era posible estar antes del martes 18 en Urbino, donde pasarían el 19, y saldrían el 20 para Pesaro, según escribían desde Foligno al Duque Hércules sus Embajadores. Y añadían que, como la Duquesa querría ciertamente tomarse algún otro día de descanso en el camino, para no llegar estropeada y descompuesta, no estarían en Ferrara antes del último día del mes o en los primeros del siguiente.

En todos los pueblos en que era Lucrecia conocida por su gobierno de Spoleto, fué muy agasajada, y a Foligno salieron a recibirla los Baglioni, que la convidaron a ir a Perugia, pero la Duquesa había resuelto ir embarcada de Bolonia a Ferrara para evitar las molestias de la vía terrestre. De Foligno se siguió el viaje por Nocera y Gualdo a Gubbio, una de las más notables ciudades del Ducado de Urbino, y desde allí regresó a Roma el Cardenal Borja. A dos millas de la ciudad salió al encuentro de Lucrecia la Duquesa Isabel, hermana del Marqués de Mantua, que la acompañó hasta Ferrara, según lo había prometido, compartiendo con ella la litera que con este objeto había mandado hacer Alejandro. En Urbino la recibió el[Pg 144] Duque Guidobaldo con su Corte, y Lucrecia se alojó con los Príncipes de Este en el magnífico palacio de Federico, que los Duques, por cortesía, les cedieron. Conocían a Lucrecia de Roma, donde el Duque había servido como condotiero al Papa en la campaña contra los Orsini a que puso fin la batalla de Soriano, y de Pesaro, durante el idilio con Juan Sforza, y aunque no habían visto con gusto el matrimonio con Alfonso de Este, agasajáronla, fiando a su amistad el porvenir de Urbino, sin sospechar que a los pocos meses habían de verse despojados por César de sus Estados y obligados a buscar refugio primero en Mantua y luego en Venecia.

De Urbino pasaron a Pesaro, donde fué Lucrecia recibida con grandes demostraciones de júbilo y respeto, como en todas las ciudades conquistadas por César, que constituían el Ducado de Romaña. Alojóse en el palacio y permitió a las damas de su séquito que bailasen aquella noche con las de Pesaro, entre las que figuraba Juana López, a quien ella casó con el médico Juan Francisco Ardizzi; pero no asistió a la fiesta ni salió de su cuarto en todo el día, bien porque lo dedicase a lavarse el pelo, bien porque no quisiera dejarse ver de sus antiguos vasallos. Se detuvo luego en Rimini, Cesena, Forli, Faenza e Imola, donde también dedicó otro día a lavarse la cabeza, que ya empezaba a dolerle porque hacía ocho días que no había podido hacerlo. El 28 de Enero tomó la cabalgata el camino de Bolonia. El tirano Juan Bentivoglio, que debía al Rey de Francia el haber salvado sus Estados de la rapacidad de César, y su mujer, Ginebra Sforza, tía de Juan, el Señor de Pesaro, cuidaron de que no se traslucieran los sentimientos que les inspiraban los odiados Borjas y no omitieron esfuerzo ni gasto para festejar suntuosamente a Lucrecia en Bolonia. El 31 de Enero embarcó en el canal que unía a Bolonia con el Po, y aquella misma tarde llegó Lucrecia al castillo de Bentivoglio, a veinte millas de Ferrara, apareciéndosele disfrazado Alfonso de Este, su marido, con el que no había cruzado palabra al[Pg 145]guna desde la firma del contrato nupcial el 1.º de Septiembre. Conmovióse Lucrecia al verle, mas pronto se repuso y lo acogió con devoción y gracia, a que él correspondió con mucha galantería, según escribió Bernardino Zambotto, volviéndose al cabo de dos horas a Ferrara. Debió el rudo Alfonso sentir todo el encanto seductor de Lucrecia durante la larga plática, de la que ella quedó muy satisfecha, y se apresuró a hacérselo saber al Papa, a quien escribía diariamente, habiendo sido aún mayor, si cabe, la satisfacción de Su Santidad, que abrigaba el temor de que no fuera su hija bien acogida por su tercer marido y su nueva familia ferraresa.

El 1.º de Febrero encontró en Malalbergo a Isabel de Este, llamada por su padre el Duque para hacer con él los honores en Ferrara, y aunque ella de mejor gana se hubiera quedado con el marido en Mantua, saludó y abrazó con furia gozosa a su cuñada, según escribía al Marqués, y la acompañó a bordo hasta Torre della Fossa, donde el canal desemboca en uno de los brazos del Po. Allí la esperaba el Duque con D. Alfonso y la Corte. Saltó Lucrecia a tierra y la besó su suegro, después de haberle ella besado la mano, y subieron todos a un bucentauro o barca lujosamente aparejada, en la que fueron presentados a la Duquesa los Embajadores y muchos caballeros ferrareses, a quienes dió la mano, desembarcando en Borgo de San Lucas. Alojóse en el palacio de Alberto de Este, hermano bastardo de Hércules, donde la aguardaba la hija natural del Duque, Lucrecia, mujer de Aníbal Bentivoglio. Habían acudido a Ferrara todos los grandes vasallos del Estado, mas no compareció ningún Príncipe reinante. Los Señores de Mantua y de Urbino estuvieron representados por sus respectivas mujeres, Isabel de Este e Isabel Gonzaga. A los Bentivoglio los representó Aníbal, el yerno del Duque. Roma, Venecia, Florencia, Luca, Siena y el Rey de Francia, enviaron Embajadores. César quedó en Roma, y su mujer, Carlota d’Albret, que debía venir a pasar un mes en Ferrara, no se movió de Francia.

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La entrada de Lucrecia en Ferrara tuvo lugar el 2 de Febrero y debió ser, según la descripción que de ella hicieron los que la presenciaron, un hermosísimo espectáculo. A las dos de la tarde fué a buscarla el Duque con los Embajadores y la Corte al Palacio Alberto, de donde partió la procesión. Abrían la marcha cuarenta y cinco ballesteros a caballo, con el uniforme blanco y rojo de la Casa de Este; seguíanles ochenta trompetas y muchos pífanos, y luego los nobles de Ferrara y las Cortes de la Marquesa de Mantua y la Duquesa de Urbino, y a caballo, rodeado de ocho pajes y vestido a la francesa, de rojo terciopelo, D. Alfonso con su hermano Fernando y su cuñado Aníbal Bentivoglio. Tras D. Alfonso venía la cabalgata de Lucrecia, los caballeros españoles, los cinco Obispos, los Embajadores, los cuatro Diputados de Roma, seis tambores y los dos bufones favoritos. La esposa, radiante de belleza y de felicidad, en un blanco corcel, con la dorada cabellera suelta sobre el manto de brocado de oro forrado de armiño, y al cuello el magnífico collar de perlas y rubíes de la Duquesa D.ª Leonor de Aragón, que le envidiaba Isabel de Este, cabalgaba sola bajo palio, cuyas varas llevaban ocho doctores de Ferrara. Fuera del palio, y a su izquierda, por expresa invitación de Lucrecia, iba a caballo el Embajador de Francia, Felipe Rocaberti, como protector de Ferrara y de los Borjas. Y detrás de Lucrecia, asimismo a caballo y vestidos ambos de terciopelo negro, iban el Duque de Ferrara y la Duquesa de Urbino, con un séquito de parientes de la Casa de Este y las damas que acompañaban a Lucrecia, de las que sólo tres Orsini iban a caballo: Jerónima Borja, otra Orsini y Madonna Adriana, viuda y noble dama pariente del Papa. Venían, por último, cuatro carrozas con una docena de doncellas ferraresas destinadas a la Corte de la joven Duquesa, que fueron escogidas entre las de mejor presencia; dos mulas y dos caballos blancos de respeto, con lujosos arneses, y ochenta y seis mulas cargadas de efectos pertenecientes a Lucrecia. Al llegar ésta a[Pg 147] la puerta de Castel Tedaldo, con el estruendo de las salvas y de los fuegos artificiales, se espantó y empinó el caballo que montaba, y antes de que pudieran sujetarla dió en tierra con la gentil amazona, en cuya ayuda acudió inmediatamente el Duque, y sin más daño que el susto montó en una de las blancas mulas y continuó la marcha de la lucida cabalgata, que al anochecer llegó al Palacio Ducal, llamado del Cortile, o sea del patio, al pie de cuya escalera de mármol se apeó Lucrecia.

Aguardaban allí la Marquesa de Mantua con un escogido ramillete de bastardas Estenses para saludar a la Borja; Lucrecia, la hija del Duque, casada con Aníbal Bentivoglio, y las tres hijas naturales de Segismundo de Este; Lucrecia, Condesa de Carrara; Diana, Condesa Uguzoni, y Blanca Sanseverino. En Palacio tuvo que oír pacientemente los encomiásticos epitalamios de los poetas cortesanos Ludovico Ariosto, Celio Calcagnini y Nicolás María Panizzato, y sobre todo el discurso latino de rigor, lleno de alusiones mitológicas y recuerdos clásicos del grave y solemne Pellegrino Prisciano.

Al fin dejaron solos a los esposos y aun les perdonamos la serenata y la maitinata entonces en uso. Recordaba Alfonso de Este las de su boda con Ana Sforza, que en estos términos describían Ermes María Visconti y Juan Francisco de Sanseverino en carta al Duque de Milán, de 14 de Febrero de 1491: «Puestos en la cama el esposo y la esposa, los acompañamos todos, y del lado de D. Alfonso estaba el Marqués de Mantua con otros muchos, buscándole las cosquillas, y él se defendía con un cacho de bastón que tenía en la mano, y ella estaba de muy buen humor; pero a ambos les parecía raro verse rodeados de tanta gente extraña, que cada cual les decía alguna cosa de las que suelen decirse en tales casos. Nos marchamos, y a la mañana siguiente volvimos para ver cómo se habían portado y supimos que ambos habían dormido muy bien, como nos lo figurábamos.» Preparábase Isabel con sus hermanos y hermanas di fare la maitinata a li sposi se[Pg 148]cretamente peró et cum pochi, según escribía al marido; mas renunciaron a ello, y el 3 de Febrero le decía al Marqués: «esta noche el señor D. Alfonso ha dormido con D.ª Lucrecia, su mujer, sin ninguna ceremonia previa, y según he oído ha caminado tres millas, aunque todavía no he hablado con ninguno de ellos. No les hemos hecho la maitinata como escribí estaba dispuesto, porque a decir verdad son éstas nozze fredde»[97].

Bien fuera por la aversión que tenía a su cuñada, bien porque las fiestas pecaran realmente de largas y pesadas, ello es que la Marquesa de Mantua y los que la rodeaban y adulaban no se cansaban de decir que eran unas bodas frías. Seis días, hasta que terminó el Carnaval, duraron las fiestas con que el Duque celebró el segundo matrimonio de su primogénito, y que consistieron principalmente en banquetes, bailes y comedias, a las que era Hércules en extremo aficionado, ufanándose de ser uno de los fundadores del teatro italiano del Renacimiento. Hacía ya algunos años que había hecho representar en Ferrara, traducidas al italiano por varios autores, las comedias de Plauto y de Terencio. En 1486 se habían representado los Menechmes, la comedia predilecta de Plauto, que fué puesta de nuevo en escena en Febrero de 1491 para la boda de Alfonso de Este con Ana Sforza. Tenían lugar estas funciones en el salón del Palacio del Podestá, llamado hoy Palazzo della Ragione, que contenía más de tres mil personas, distribuídas en trece filas de sillas, y del 3 al 8 de Febrero se representaron todas las noches, salvo en una que hubo de reposo, cinco comedias de Plauto, acompañadas de morescas, que eran primitivamente danzas pírricas, y fueron luego peleas de moros y cristianos, de donde les vino el nombre de morescas, tomando en ellas parte los principales personajes de la Corte, como[Pg 149] César Borja en Roma, y Alfonso y Julio de Este en Ferrara.

Entre la batalla del marido y el cansancio del viaje durmió mal Lucrecia la noche de su entrada en Ferrara, según escribió al Marqués Gonzaga la Marquesa Cotrone, por lo que no se levantó hasta el mediodía, y después de una frugal colación se presentó vestida ricamente, a la francesa, y acompañada de los Embajadores. Todo el día se pasó bailando, y por la noche se representó el Epidicus, o el Pendenciero, con cinco bellísimas morescas. Tampoco se levantó más temprano Lucrecia al día siguiente, en que se bailó igualmente hasta las seis, y se representó por la noche Bacchides, que duró cinco horas y pareció a Isabel demasiado larga y fastidiosa. Por ser viernes, la mayor parte de las damas asistieron a la comedia vestidas de negro. El sábado 5 no se dejó ver Lucrecia en todo el día, que dedicó a lavarse la cabeza y a escribir cartas, y los huéspedes se contentaron con callejear por la ciudad, no habiéndose celebrado fiesta alguna. Aquel día el Embajador francés repartió los regalos que enviaba su Rey, siendo el de D. Alfonso una imagen de María Magdalena, a quien, según hizo notar, se asemejaba en gracia y virtud la esposa que había escogido. A la bellísima Angela Borja tocóle un collar de oro de gran precio. Por la noche invitólo a cenar la Marquesa de Mantua, que lo hizo sentar entre ella y la Duquesa de Urbino, y por complacerle cantó, acompañándose con el laúd, varias canciones y se lo llevó después a su Cámara, donde, en presencia de dos de sus doncellas, tuvo con él un coloquio secreto, y quitándose, por último, los guantes se los regaló amorosamente y con amorosas palabras, y el Embajador los aceptó con afectuosa reverencia. El domingo 6 oyó Lucrecia misa en la Catedral, donde un Camarero del Papa entregó a D. Alfonso una espada y una gorra, benditas por Su Santidad. Después del mediodía, los Príncipes y Princesas fueron a buscar a Lucrecia para conducirla a la sala del festín, y ella bailó con una[Pg 150] de sus doncellas, unas bajas francesas, muy galanamente, según escribía la Marquesa de Mantua, y por la noche fueron al aburridísimo espectáculo de la comedia Miles gloriosus, el Soldado fanfarrón, la cual, aunque ingeniosa, no gustó por larga y por el estrépito de la gente. La Asinaria, o el Padre indulgente, que se representó el lunes 7, fué verdaderamente bella y deleitable, a juicio de la Marquesa, tanto por no haber sido demasiado larga, cuanto por haber estado mejor recitada y con menor estrépito. Por último, el martes se puso en escena la Casina, o la Ramera, que, como lasciva y deshonesta, nada dejó que desear. En el tercer acto hubo música de seis violas, una de las cuales tocó D. Alfonso.

Acabó el Carnaval y acabaron las fiestas de la boda y empezó el desfile de los convidados. Volvieron a sus palacios de Mantua y Urbino, tras una breve excursión a Venecia, las dos Isabeles, y la de Este, al decir de los muchos que en su loor cultivaban la lisonja cortesana, fué, de las tres Princesas que se juntaron en Ferrara, la que hubiese obtenido la manzana que el pastor troyano adjudicó en el monte Ida a la más hermosa de las diosas. Pero, a pesar del incienso que en las aras de Isabel quemaron sus admiradores, y que aun trasmina de los libros de su moderno y gran turiferario Alejandro Luzio; a pesar de los elogios que la Marquesa de Cotrone y los demás corresponsales del Marqués de Mantua la tributaron en sus cartas, celebrando su gran belleza, su suprema distinción y elegancia, su extraordinario entendimiento y exquisito tacto y la delicadeza y dulzura de su canto, no debió quedar enteramente satisfecha la Marquesa, que aspiraba, acaso con razón, a la primacía entre las mujeres italianas de su tiempo, y padecía, como suele acontecer a las personas que sienten tales ansias, por efecto de un exceso de protagonismo. No la superaba Lucrecia en hermosura, pero era más joven, competía con ella en la riqueza y gusto del vestir, adornábase con más valiosas joyas, y, sobre todo, en el bailar era maestra, no reconociendo rival[Pg 151] en ninguna clase de danzas, porque con igual gracia y soltura bailaba las francesas, las españolas y las romanas, como no pudo menos de reconocerlo y declararlo en una de sus cartas la propia Isabel. Sentía ésta por Lucrecia, aun antes de conocerla, la aversión que inspira a la mujer honrada la que tiene fama de no serlo, aversión, a veces, acrecida por la envidia, que recuerda a las hijas de Eva la fruta prohibida, causa del pecado original y de otros muchos que por culpa de aquél viene desde entonces la Humanidad gozando y padeciendo. El difícil parentesco, la natural rivalidad femenina y aun quizás el presentimiento de que los encantos de Lucrecia le robarían algún día el afecto del marido, hicieron que las relaciones entre las dos cuñadas fuesen tan frías como las bodas, mientras duraron las fiestas. La Marquesa llegó a Mantua el lunes 14 de Febrero, y cuatro días después escribió a Lucrecia una carta en términos de extrema cortesía, a la que contestó de igual manera Lucrecia el 22 de Febrero, empezando así una correspondencia que duró diecisiete años, y que no prueba, sin embargo, como pretende Gregorovius, que la Marquesa, en un principio hostil, se convirtiera más tarde en sincera amiga de su cuñada. Las 339 cartas de Lucrecia, que se conservan en el Archivo Gonzaga, son todas pálidas e insignificantes: tratan de regalos, gracias, pésames, recomendaciones, escritas siempre en el estilo cancilleresco de la época, sin que haya una sola en que aparezca la supuesta amistad.

Llamó la atención, y es digna de notarse, la despedida de los Embajadores de Venecia, Nicolás Dolfini y Andrés Foscolo, que asistieron a las fiestas vestidos a costa de la Señoría con lujosos mantos de terciopelo carmesí, forrados de armiño. Habíanlos estrenado en Venecia, en la sala del Gran Consejo y en la Plaza de San Marcos, para satisfacer la legítima curiosidad de sus conciudadanos, y tenían encargo de ofrecérselos a Lucrecia, cuando terminaran su misión, como regalo de la Serenísima República. Al despedirse de la Duquesa pronunciaron largos y sen[Pg 152]dos discursos, uno en latín y otro en italiano, y se retiraron luego a la antecámara para quitarse los trajes de la boda, volviendo al salón para hacer de ellos entrega a Lucrecia, según se les tenía ordenado.

Las que no se marchaban, a pesar de las ganas que tenía Hércules de quitárselas de encima, eran madonna Adriana, Jerónima Borja y la otra Orsini, que tenían encargo de Alejandro de esperar en Ferrara a la Duquesa de Romaña, Carlota d’Albret, la cual siguió en Francia, sin hacer caso de las instancias del Nuncio, y sólo vino a Ferrara, el 6 de Febrero, el Cardenal d’Albret, de paso para Roma. Quejábase el Duque a su Embajador en Roma del grande e insoportable gasto que le causaba la presencia de estas damas y la del gran número de hombres y mujeres que esperaban su partida, y que ascendían a unas 450 personas y 350 caballos. Los víveres se habían consumido, la Duquesa de Romaña no vendría para la Pascua y él no podía seguir soportando el gasto, porque le habían costado más de 25.000 ducados las fiestas de la boda. A los gentiles-hombres del Duque de Romaña los había despedido, después de doce días de estancia, por impertinentes, y porque su presencia no beneficiaba a Su Santidad ni al Duque. Mas si no tan pronto como deseaba el Duque, fuéronse, al fin, casi todas las damas y doncellas españolas y romanas que a Ferrara vinieron con Lucrecia, y que ésta vió partir con harto y mal disimulado sentimiento. El 26 de Febrero escribía a la Marquesa de Mantua Teodora Angelini, que ya había partido Jerónima Borja y la hermosa Catalina y las otras dos que cantaban y la mayor parte de los españoles de la familia, quedando tan sólo madonna Adriana, Angela Borja y las dos hermanas napolitanas, con la madre, que quizás se marcharían antes de Pascua.

Duró poco tiempo la Angelini en casa de Lucrecia, y en cambio Angela Borja permaneció hasta su boda al lado de su tía la Duquesa, y no sólo fué su amiga y confidente, sino que cautivó con sus encantos a cuantos en la Corte de Ferrara la vieron y trataron. Ya escribía el Prete a Isa[Pg 153]bel de Este, desde Roma, que esta Angela era su preferida, y creía lo sería también de la Marquesa, y Polissena Bentivoglio le decía, desde Ferrara: Questa Madonna Angela e la più cara cosa che l’habia al mondo et benemerito perchè non praticai mai Madonna più piacevole et più humana. En un principio, cuando Lucrecia andaba malhumorada por el licenciamiento de sus españoles, mostróse esquiva con los ferrareses, y éstos se quejaban de que la señora no gustase sino de Angela y de las otras españolas. A una de éstas, la Nicolasa, la cortejaba, sin pecar, D. Ferrante, por lo que el Duque puso coto a sus visitas a Palacio; y el Prete había tomado por su cuenta a la morita, a quien obsequiaba, como a los niños, con golosinas, y para que no recelase la señora la llamaba hija y decía que sentía por ella cariño de padre. Poco a poco fué Angela adueñándose de la Corte de Ferrara. Uno de sus admiradores le envió las siguientes quintillas:

A LA SEÑORA DOÑA ANGELA

Es aquel ángel del cielo,

Es doña Angela escogida,

Que si anda en este suelo

Es para darnos consuelo

En los daños de la vida:

 

Tan hermosa, tan galana,

Tan graciosa, tan apuesta,

Tan airosa y tan ufana,

De una condición muy llana,

Muy humana y muy dispuesta.

Y así como ella gozaba del favor de Lucrecia, solicitaron y se disputaron los suyos los dos cuñados de la Duquesa, el Cardenal Hipólito y su hermano D. Julio, hijo natural del Duque. Un día, el 3 de Noviembre de 1505, apremiando a la Angela el libertino Cardenal, ocurriósele a ella, con o sin mala intención, hablarle de los hermosos ojos de su hermano Julio, lo cual enfureció tanto a Su[Pg 154] Eminencia, que dió orden a unos sicarios para que, cogiendo a su hermano en una celada, al regresar de la caza, le sacaran los ojos que Angela reputaba tan hermosos. Y así lo hicieron, en presencia del Cardenal; pero los médicos pudieron salvarle un ojo y no quedó ciego, sino tuerto. El hecho causó gran ruido en la Corte, y de ella fué desterrado, temporalmente, el Cardenal por su hermano don Alfonso, ya entonces reinante. La benigna pena no podía satisfacer a D. Julio, que ardía en deseos de venganza, y para llevarla a cabo urdió una conjura, en que entraron el Conde Albertino Boschetti de San Cesario, el yerno del Conde, Capitán de la guardia palatina, un cantante, un camarero y otros varios servidores del Duque, juntamente con su hermano D. Ferrante, a quien pondrían en el trono en lugar de D. Alfonso, dando a éste muerte en un baile de máscaras y envenenando previamente al Cardenal Hipólito. Enterado el Cardenal por sus espías de cuanto se tramaba, lo participó a su hermano, y descubierta la conspiración, trataron de ponerse en salvo los conjurados, lográndolo tan sólo Julio y el cantante de Cámara, Guasconi, que se refugiaron, el primero en Mantua y el segundo en Roma. No intentó la fuga D. Ferrante; conducido a la presencia del Duque, se echó a sus pies y le pidió perdón; mas su airado hermano sacóle un ojo con el estoque que empuñaba y lo hizo encerrar en un calabozo del castillo, adonde bien pronto llegó también D. Julio, entregado, no sin alguna resistencia, por el Marqués de Mantua. Condenados a muerte los conspiradores, fueron decapitados y descuartizados en la plaza, frente al Palacio de la Razón, el Conde Boschetti y dos de sus cómplices, cuyas cabezas, en sendas picas, se fijaron en la torre del castillo para que sirvieran de escarmiento. Los dos Príncipes debían ser ahorcados, el 12 de Agosto de 1506, en el patio del castillo, en presencia del Duque, el cual, en el momento de irse a ejecutar la sentencia, indultó de la pena de muerte a los dos infelices, que fueron llevados de nuevo al calabozo. En él permanecieron, no sólo durante toda la vida de[Pg 155] Alfonso, sino aun años después. Allí murió D. Ferrante, el 22 de Febrero de 1540, a los sesenta y tres años de edad, y D. Julio, puesto en libertad en 1559, tras un cautiverio de más de medio siglo, murió, a los ochenta y tres años, el 24 de Marzo de 1561. Y el 6 de Diciembre de aquel infausto año de 1506, en que estuvo D. Julio a punto de morir ahorcado por la culpa original de Angela Borja, contrajo ésta matrimonio con Alejandro Pío de Saboya, Señor de Sassuolo, y un hijo que tuvieron, llamado Gilberto, casó con Isabel, hija natural del Cardenal Hipólito.

El malhumor de Lucrecia, la mosca, decía el Prete, no reconocía sólo por causa, en sus primeros tiempos de Ferrara, el licenciamiento de la familia española, sino también los dimes y diretes en que andaba con el suegro por la cantidad que éste quería darle para alfileres, y que ella consideraba mezquina e insuficiente. El Duque le señaló 6.000 ducados anuales. Lucrecia, que era muy liberal y gastadora, pedía el doble. Sabiendo Hércules que a su hija Isabel le daba 8.000 el Marqués de Mantua, ofreció 10.000, que Lucrecia se negó a recibir, diciendo que prefería morirse de hambre, y el suegro, por su parte, decía que ni Dios ni el Papa le harían dar más; pero, según Gregorovius, salióse al fin Lucrecia con la suya.

En cuanto a las relaciones conyugales, que preocupaban harto al Papa, porque temía que D. Alfonso, de quien podía decirse que había contraído matrimonio muy a su pesar, no tratase a Lucrecia como su mujer, supo Alejandro, con gran satisfacción, y así se lo manifestó al enviado ferrarés Beltrando Costabili, que seguían durmiendo juntos por la noche, y que de día, como mozo que era don Alfonso, buscaba su placer en otras partes, y hace muy bien, decía Su Santidad.

La sucesión que aguardaba impacientemente Alejandro tardó en venir y no pudo disfrutarla el Papa. Lucrecia, que fué en sus embarazos y partos poco afortunada, dió a luz, el 5 de Septiembre de 1502, una niña muerta, y estuvo a punto de perder la vida, que le salvó el Obispo de Venosa,[Pg 156] el más hábil de los médicos de Alejandro VI. Para reponerse se trasladó, el 8 de Octubre, con toda la Corte, desde el Castel Vecchio, que se le había hecho odioso, al convento del Corpus Domini, donde pasó quince días, y Alfonso fué en peregrinación a Loreto, en cumplimiento del voto que hizo por la salud de su esposa. El interés que en este trance mostraron por Lucrecia todos los ferrareses, probó que empezaban a quererla, y así se lo escribía el Duque a su Embajador en Roma.

El 19 de Septiembre, durante la gravedad de Lucrecia, se presentó César en Ferrara y pasó allí dos días, en uno de los cuales el médico Francisco, hijo de Jerónimo Castelli, sangró a la Duquesa en un pie, sujetándole la pierna su hermano. Andaba ocupado entonces el Valentino en la conquista de la Romaña, que aspiraba a convertir en reino, con Bolonia por capital, y redondeado con parte de Toscana. Los vasallos y Vicarios de la Iglesia, los Malatesta de Rimini, los Sforza de Pesaro, los Riario de Imola y Forli, los Varano de Camerino, los Manfredi de Faenza habían sido despojados de sus investiduras por el Papa y de sus Estados por César. Cayeron primero en sus manos, según ya dijimos, Imola y Forli, cuyo castillo defendió la varonil Catalina Sforza. Apoderóse luego fácilmente de Pesaro y de Rimini y sitió a Faenza, que resistió valientemente, por el amor que tenían sus vasallos a Astorre Manfredi, y se rindió por hambre, pero con la formal promesa de que quedaría en libertad Astorre. Contaba éste apenas dieciséis años y era reputado el más hermoso efebo de Italia, habiéndolo querido casar el Cardenal Farnese con la hija de su hermana la Bella Julia. Lejos de cumplir César lo pactado, tuvo encerrados en el castillo de Sant’Angelo a los dos hermanos Manfredi más de un año. Y antes de salir de Roma para continuar su empresa, hizo estrangular al hermoso mancebo, después de haber saciado en él nefandos apetitos, lo cual hubo de decirlo el cadáver hallado en el Tíber, y túvose, aun en aquellos tiempos, por cosa fea.

[Pg 157]

El 13 de Junio de 1502 salió César de Roma con sus tropas y se dirigió a Urbino para despojar de sus Estados, con engaño, al ingenuo Duque, que cayó en la celada y por milagro escapó vivo y pudo refugiarse en Mantua, de donde se trasladó a Venecia con la Duquesa Isabel. Peor la hubieron los Varano, Señores de Camerino, de los que sólo uno salió con vida de las manos de Micheletto, el ejecutor de las sentencias del Valentino.

La noticia de lo acaecido a los Duques de Urbino produjo penosa impresión, tanto en Mantua como en Ferrara, y aun entre los mismos españoles, y Lucrecia mostró gran disgusto recordando las atenciones que con ella había tenido Isabel Gonzaga. A la de Este lo que más le preocupó no fué la triste suerte de sus desposeídos cuñados, sino el obtener del Valentino, por medio del Cardenal Hipólito, que vivía en Roma en estrecha amistad con César, «dos estatuas, una Venus antigua de mármol, pequeña, pero muy buena, y un Cupido, de Miguel Angel, regalo del Duque de Romaña, que estaban en el Palacio del de Urbino, y con las que ella quería adornar su estudio»; y, en efecto, pudo satisfacer este deseo, habiéndoselas César regalado.

Desde Urbino le escribió a su hermana Lucrecia, participándole la toma de Camerino, que creía le sería muy grata, y el 28 de Julio se presentó en Ferrara disfrazado y acompañado de cinco caballeros, permaneciendo sólo un par de horas, de paso para Lombardía, donde iba a avistarse con el Rey de Francia. Durante su ausencia, y no a su gusto, dispuso Alejandro VI de la conquistada Camerino, erigiéndola en Ducado, que otorgó, el 2 de Septiembre de 1502, al infante romano Juan de Borja, investido ya del Ducado de Nepi, y cuyos bienes administraba el Cardenal de Cosenza, Francisco de Borja. Tomó entonces el Valentino el título de César Borgia de Francia, por la gracia de Dios, Duque de Romaña, de Valenza (Valence) y de Urbino, Príncipe de Andría, Señor de Piombino, Gonfaloniero y Capitán General de la Iglesia.

Pero mientras César soñaba con acrecentar sus Es[Pg 158]tados con Bolonia y la Toscana, lo que no pudo lograr por el veto de Francia, los condotieros que capitaneaban sus tropas, para no ser devorados uno a uno por el dragón, como escribía Juan Pablo Baglioni al Conde de Montebiviano, último Podestá de Florencia, resolvieron tomar las armas y rebelarse contra el Duque, pareciéndoles la ocasión propicia por verlo abandonado por el Rey de Francia. El 9 de Octubre reuniéronse en la Magione, cerca de Perugia, para acordar la Liga, y se obligaron a la común defensa, a no promover guerra sino de mutuo acuerdo, a levantar y sustentar un ejército de unos diez mil hombres, bajo pena de 50.000 ducados, y tacha de traidor a quien faltara a lo pactado. Acudieron en demanda de ayuda a Florencia y Venecia, y sin aguardarla entraron en campaña, levantándose en armas el Ducado de Urbino en favor de su antiguo Señor. Dióse cuenta César de la gravedad de la situación y despachó a Miguel Corella y a Hugo de Moncada con las tropas que le habían quedado fieles, las cuales, en Fossombrone, vinieron a las manos con los rebeldes, que alcanzaron un completo triunfo. Moncada cayó prisionero y Corella logró escapar a duras penas. No conoció límites el gozo de los vencedores. Volvió Guidobaldo de Montefeltro a Urbino, y a Camerino Juan María de Varano, el único sobreviviente de la familia. Pero ni Florencia ni Venecia se prestaron a intervenir en la contienda contra César, que obtuvo del Rey de Francia que le mandara unas cuantas lanzas al mando de Carlos de Amboise, Señor de Chaumont. Cambió esto por completo la situación, infundiendo un terror pánico en los conjurados el ver de nuevo al Valentino protegido por Francia. Optaron, pues, por entrar en tratos con el Duque y el 28 de Octubre juraron las paces, y en su nombre firmó Pablo Orsini un acuerdo por el que se obligaron a restituir a la obediencia a Urbino y Camerino, y el Duque prometió seguir teniendo a sueldo, a su servicio, a los Orsini y Vitelli, quedando el Cardenal Orsini libre de residir en Roma tan sólo cuando quisiese.

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Se ha creído y dicho que Maquiavelo, a la sazón enviado de Florencia cerca del Duque de Romaña, servía a éste de guía y consejero; pero sus cartas prueban cuán errónea es esta opinión. Si no pecaba en los negocios de Estado el Secretario florentino por escrúpulos de conciencia, no era, sin embargo, de la índole cruel y sanguinaria de los hombres que le rodeaban, dispuestos siempre a la traición y al crimen y respetuosos sólo de la fuerza. Limitóse a tener enterado a su Gobierno de cuanto llegaba a su noticia, y a defenderse de las insidias del Duque, que si no era un gran Capitán ni un gran político, supo deshacerse de sus enemigos con una audacia grande y un arte infernal que le granjeó la admiración de Maquiavelo.

No se fiaba César de sus condotieros, a pesar de las paces, y habiéndose retirado las lanzas francesas que tanto le habían servido para amedrentarlos, reclutó unos dos mil quinientos hombres entre suizos y gascones, y con ellos tomó el camino de Sinigaglia, ciudad que pertenecía al Prefecto de Roma, Francisco María de la Rovère, niño de once años, en cuyo nombre gobernaba su madre, Juana, la hermana de Guidobaldo de Urbino, aconsejada por el tutor Andrés Doria. Viéndose éste amenazado por los ejércitos de los Orsini y de César, puso en salvo a la madre y al hijo, refugiándose en Florencia. Entraron en Sinigaglia Vitellozzo y los Orsini, y luego que lo supo el Duque les ordenó pusieran su gente fuera de las murallas, y él, con su ejército, llegó allí en la mañana del 31 de Diciembre. Salió primero a su encuentro Vitellozzo, y siguiéronle el Duque de Gravina, Francisco Orsini, candidato in petto de Alejandro VI a la mano de Lucrecia, Pablo Orsini, el suegro de Jerónimo Borja, y Oliverotto de Fermo, acompañándole los cuatro por las calles de la ciudad hasta la casa que se alojó, y entrados en ella, a una señal del Duque fueron presos y aquella misma noche murieron estrangulados por Micheletto, Vitellozzo y Oliverotto. Pocos días después perecieron también a sus ma[Pg 160]nos los dos Orsini, Pablo y Francisco, cuando tuvo César noticia de que había sido preso en Roma el Cardenal Orsini, que murió en el castillo de Sant’Angelo, según pública voz, envenenado.

Este, que Pablo Jovio en su Vida de César Borja llamó bellísimo engaño de Sinigaglia, le valió los elogios de Maquiavelo y los plácemes de Estes y Gonzagas. La Marquesa Isabel le escribió una carta afectuosísima, a la que acompañaba un regalo de cien antifaces, sabiendo la afición que tenía el Duque a enmascararse. El Papa aguardaba con tanta impaciencia noticia de los progresos de César, que cuando le llegó la de su detención por algún tiempo en Cesena, andaba gritando fuera de sí: «¿Qué diablos hace allí?; le hemos escrito que se dé prisa», y en alta voz repitió tres veces, de suerte que todos le oyeron, hideputa bastardo, con otras palabras y blasfemias españolas[98]. El día de Año Nuevo, acabada la misa, llamó a los Embajadores y les comunicó la fausta nueva, añadiendo que el Duque, de cuya virtud y magnanimidad hizo el elogio, jamás perdonaba a quien le ofendía ni dejaba a otros la venganza.

Los audaces a quienes la fortuna, con razón o sin ella, otorga desmedidamente sus favores, padecen tarde o temprano sus desaires, y cuanto mayor es la altura a que subieron más grande y dolorosa es la caída. Así sucedió al soberbio y temido César Borja cuando creía próxima la soñada meta. Todo lo había previsto y calculado menos el encontrarse, a la muerte de Alejandro VI, postrado por la misma enfermedad e imposibilitado de hacer cosa alguna de las que tenía pensadas para cuando llegara el inevitable trance. Se dijo que habían sido envenenados el padre y el hijo en una cena con que les obsequió en su viña el Cardenal Adrián de Corneto, y que el veneno era el de los propios Borjas destinado al Cardenal, y que por[Pg 161] error bebieron el Papa y César. Gregorovius no se atreve a negarlo ni a afirmarlo, y da el hecho todavía por incierto; pero el Diario de Burchard y los despachos del Embajador veneciano Giustinian, que diariamente participaba a la Señoría el curso de la enfermedad, prueban que Alejandro VI murió de la malaria o fiebre romana, siempre peligrosa en el mes de Agosto, y que en aquel año de 1503 se había presentado con mayor fuerza y causaba mayores estragos. La edad del Papa, que contaba entonces setenta y tres años, agravaba el mal, y aunque se le sangró copiosamente por temor a la congestión cerebral, de ella murió, al atardecer del día 18, después de haber confesado y comulgado. Durante su enfermedad no pidió noticias de Lucrecia ni de César, que estuvo en peligro de muerte, y de él escapó gracias a sus pocos años y robusta naturaleza. Cuando se supo el fallecimiento del Papa, entró en sus habitaciones Miguel Corella con unos cuantos hombres armados, y amenazando con un puñal al cuello al Cardenal Casanova, le obligó a entregar las llaves y el dinero del Papa, y así se apoderó, por orden y en nombre de César, de 100.000 ducados en moneda contante y de la plata labrada y alhajas, cuyo valor se estimaba en 300.000; pero olvidó que en una cámara contigua a la mortuoria estaban las tiaras preciosas, los anillos y los vasos sagrados, los cuales cayeron con cuanto encontraron a mano en las de la servidumbre pontificia. Terminado el saqueo, abriéronse las puertas, y se anunció públicamente la muerte del Pontífice.

De ella daba cuenta a su mujer el Marqués de Mantua, haciéndose eco de las voces que corrieron en Roma, y le decía que cuando Alejandro VI cayó enfermo, las personas que le rodeaban oyéronle decir: «Iré, iré; pero espera todavía un poco», y los que estaban en el secreto daban la explicación de que en el Cónclave, a la muerte de Inocencio, pactó con el diablo, comprando con su alma el Papado, que debía durar doce años. Había quien afirmaba que en el momento de expirar había siete diablos en la[Pg 162] cámara, y en cuanto murió empezó el cuerpo a hervir y la boca a echar espuma, y así continuó hasta que le enterraron, hinchándose además de tal manera que no parecía cuerpo humano[99]. El Cartujano (Juan de Padilla) en su poema Los doce triunfos de los doce apóstoles, imitación de La Divina Comedia, coloca a Alejandro VI en el Infierno.

La noticia de la muerte se la comunicó a Lucrecia el Cardenal Hipólito. Fué para ella un duro golpe, no sólo por la entrañable devoción que la había siempre unido a su padre, sino por el desamparo en que su falta la dejaba en la Corte de Ferrara, donde no se había todavía adueñado ni del afecto de su marido ni del de su suegro. En la carta que éste escribió a Giangiorgio Seregni, en Milán, le manifestaba «que la muerte del Papa no le había disgustado, y que por el honor de Dios Nuestro Señor y por el bien universal de la cristiandad había deseado que la Divina Bondad y Providencia quisiese dar a la Iglesia un pastor bueno y ejemplar, que acabase con tanto escándalo. Por nuestra parte te diremos que, a pesar del parentesco de afinidad, es el Papa de quien menos favores hemos recibido, habiéndonos dado únicamente aquello a que estaba obligado. Fuera de esto, no nos complació en cosa alguna, ni grande, ni mediana, ni pequeña, y cree[Pg 163]mos sea por culpa del Duque de Romaña, que no habiendo podido hacer de nosotros lo que hubiera querido, nos trató como extraños. E inclinándose ellos, por último, a los españoles, y viéndonos tan buenos franceses, nada teníamos que esperar ni del Papa ni de Su Señoría».

Como modelo de cartas de pésame merece citarse la que publica Gregorovius del veneciano Bembo, rendido entonces a los encantos de Lucrecia, el cual, hablando de Alejandro VI, le llama vuestro gran padre, que mayor no hubiera podido dároslo la misma fortuna. Mas no eran de esta opinión los ferrareses, que compartían la del Duque, si bien no la vocearon por respeto a la adolorada Lucrecia. No sucedió así en Mantua, donde fué grande y público el júbilo, porque la caída de los Borjas significaba la restauración de los Duques de Urbino, del Señor de Pesaro, de los Varano de Camerino, de los Gaetani de Sermoneta.

¿Cuál fué la suerte del hijo de Lucrecia, Rodrigo de Aragón, Duque de Bisceglia y de Sermoneta y del infante romano Juan de Borja, Duque de Camerino, que habían quedado en el Vaticano al cuidado del Papa, que les profesaba especialísimo cariño? A la muerte de Alejandro VI envió César a su madre, a su cuñada Sancha y a las mujeres de todas clases que tenía consigo, como asimismo a los dos pequeñuelos Rodrigo y Juan, a Cività Castellana, y de allí pasó con ellos a Nepi, hasta que, obtenido el permiso del Papa Pío III, regresó a Roma, y no considerándose seguro en el palacio de su hermano Jofre, se trasladó al castillo de Sant’Angelo. Tomó Sancha el camino de Nápoles con Próspero Colonna para recuperar sus bienes en aquel Reino, y quedaron probablemente en Roma los dos desposeídos Duquesitos, yendo luego a Nápoles cuando allí se refugiaron los Cardenales españoles Borja y Remolinos. El de Cosenza, Francisco Borja, escribió a Lucrecia proponiéndola enviar a Rodrigo a España y vender sus bienes muebles para subvenir con su importe y el de las rentas del mayorazgo de Bisce[Pg 164]glia[100] al mantenimiento del Duque durante su menor edad, pudiendo él luego decidir, cuando fuera mayor y según las circunstancias, si le convenía volver a Italia o seguir viviendo en España. Mandó Lucrecia la carta a su suegro el Duque, quien le contestó, el 4 de Octubre del año 1503, que le parecía acertadísimo el consejo de Su Eminencia, a cuyo cordial afecto debía Rodrigo haber escapado con vida. No debió, sin embargo, seguirlo Lucrecia en cuanto al envío del niño a España, habiéndose de él encargado su tía la Duquesa de Milán, Isabel de Aragón, la viuda de Juan Galeazzo Sforza, que vivía con su corte en Bari desde 1499, en que le había cedido aquel Ducado Ludovico el Moro. En Loreto dábanse cita Isabel y Lucrecia, y pasaba ésta allí algunos días con su hijo, el cual murió, aún no cumplidos los trece años, en los primeros días de Septiembre de 1512.

Más larga vida tuvo, si no mayor ventura, su compañero de infancia y de infortunio, el misterioso infante romano, a quien Lucrecia tuvo consigo hasta su muerte, figurando en los documentos estenses como su hermano, e hijo, por ende, de Alejandro VI y no de César. Dióle como preceptor a Bartolomeo Grotto, y mostróse siempre con él maternalmente afectuosa y generosa. En 1518 acompañó en su viaje a Francia al Duque D. Alfonso, que lo presentó al Rey Francisco I. Nada se volvió a saber de él hasta el año de 1530, en que le encontramos en Roma alegando sus derechos al Ducado de Camerino, que no le fueron reconocidos por el tribunal de la Rota, y el 7 de Junio de 1532 le prohibió Clemente VII que molestara con sus pretensiones a Julia Varano, la hija del último de los Varano, Juan María, a quien Julio II reconoció como vasallo de la Iglesia y León X lo hizo Duque de Camerino[Pg 165] y lo casó con su sobrina la bella Catalina Cibo. Es la última vez que el nombre de este Borja aparece en la Historia[101].

El ánimo de Lucrecia, afligido por la muerte del padre, vióse también atormentado por la suerte de su hermano César, prisionero en España, cuya liberación procuró interesando a cuantos creyó pudieran ayudarla. Acudió primero a Francisco Gonzaga, el amigo en quien había depositado todo su cariño y su confianza, rogándole intercediera cerca del Papa para que permitiera al Cardenal Pedro Isnalles ir a España con el fin de solicitar del Rey Católico la libertad del Valentino. El Cardenal de Salerno, Remolino, tuvo carta, fecha el 3 de Octubre, de Requesens, el mayordomo del Duque, enviado a España con cartas de varios Cardenales para el Rey D. Fernando, «el cual le había dicho que no había ordenado la prisión del Duque; que si estaba encerrado en un castillo era por muchas cosas que le imputaba Gonzalo, y que en cuanto se probase que eran falsas lo pondría en libertad, como pedían los Cardenales; que había, ante todo, que aguardar a que sanase la Reina». Igual respuesta dió a los Embajadores del Rey y de la Reina de Navarra. Y el 3 de Febrero de 1505 escribía Capilupi desde Ferrara a Isabel de Este, que el Duque Valentino había sido puesto en libertad y se hallaba en la Corte de España con un empleo de 10.000 ducados y esperanzas de ser destinado a la empresa de Italia.

Mas la noticia no era cierta, y el cautiverio del Valentino prolongóse hasta el 25 de Octubre de 1506, en que logró huir del castillo de Medina, y después de haber permanecido un mes en tierras del Conde de Benavente, por tratos con algunos Señores castellanos que querían[Pg 166] enviarle a Flandes como Embajador cerca del Emperador Maximiliano, para ofrecerle la Regencia de Castilla, llegó el 3 de Diciembre a Pamplona, residencia de su cuñado el Rey de Navarra, Juan d’Albret, y desde allí escribió el día 7 al Marqués de Mantua una carta, cuyo dador, su Secretario Federico, al que podía dar fe en cuanto le dijera, le contaría cómo se había librado de la prisión tras muchos trabajos. Claro es que el tal Federico no había sido enviado a Italia únicamente para anunciar a Francisco Gonzaga y a Lucrecia Borja la buena nueva de la liberación del Valentino. Es probable que acariciara éste la idea de recobrar su Ducado de Romaña, y quisiera saber, por persona de su confianza, con qué elementos podía contar para la empresa de su restauración.

Llegó Federico a Ferrara a últimos de Diciembre, según carta de recomendación que le dió Lucrecia para el Marqués de Mantua, Generalísimo del ejército pontificio, con que había conquistado Julio II a Perusa y Bolonia. Hallábase en esta última ciudad el Papa cuando en ella se presentó Federico, que fué preso por orden de Su Santidad. Luego que lo supo Lucrecia acudió a su cuñado e imploró su intervención para que fuera puesto en libertad el que ella llamaba Canciller de su hermano César. Esto era a mediados de Enero de 1507. El día 12 del siguiente Marzo caía muerto el Valentino en Viana al frente de las tropas del Rey de Navarra contra el Condestable, Conde de Lerín, y el 22 de Abril llegó a Ferrara un familiar de César, llamado Grasicha, portador de la tan triste nueva. Encargó el Cardenal Hipólito al P. Rafael que se la comunicara a la Duquesa, que estaba encinta, y cumplido su cometido por el fraile, díjole Lucrecia: «Cuanto más trato de conformarme con la voluntad de Dios, tanto más me visita con afanes. Doy gracias a su Divina Majestad y me conformo con lo que le place.» No se la vió derramar una lágrima: pero sus doncellas oyéronla en la soledad y silencio de la noche llamar con angustiadas y repetidas voces al adorado hermano.

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Hizo la pena que por tercera vez se frustraran las esperanzas de maternidad de Lucrecia; pero, al fin, dió a luz un año después, el 4 de Abril de 1508, su primer hijo, que recibió en la pila el nombre de su abuelo paterno y fué apadrinado por el Papa León X, que envió a la Duquesa una valiosa joya[102], haciéndose representar en la ceremonia por Juvenale Latino.

Según Gregorovius, tuvo Lucrecia, además del primogénito Hércules II, que casó con Renata de Francia, otros cuatro hijos: Hipólito, que fué Cardenal como su tío y murió en Tívoli, en la Villa de Este, monumento que perpetúa su memoria[103]; Alejandro, que falleció en la infancia[104]; Leonora, que profesó en el convento de Clarisas del Corpus Domini[105], y Francisco, Marqués de Massalombarda[106]. En el árbol genealógico de la Casa de Este, que publica Fontana en su libro Renata de Francia, figuran dos Alejandros y un Alfonsino, sin que de éste y del otro Alejandro tengamos ninguna noticia. La hay, en cambio, de Isabel, la última hija de Lucrecia, que dice Gregorovius nació muerta. Bautizáronla inmediatamente por lo delicado de su constitución, y vivió por lo menos cinco meses, estando enterrada con su hermano Alejandro, en la misma sepultura que Lucrecia, según reza la lápida sepulcral, en el coro de la iglesia del Corpus Domini.

Ya hemos dicho que en los primeros días de Septiembre de 1512 falleció en Bari, apenas cumplidos los trece años, el joven Duque de Bisceglia, Alfonso de Aragón. La noticia de esta desgracia llenó de inefable tristeza a su madre, que se retiró al convento de San Bernardino, por ella fundado, donde no hallaban modo de consolarla. Más[Pg 168] hondamente la postró la muerte del pequeñuelo Alejandro a los dos años, tras larga enfermedad, y refleja su pena la sentida carta que escribió a su cuñada de Mantua. Y no acabaron con éste los duelos que afligieron a Lucrecia, pues en 1517 murió su hermano Jofre, y en 1518 su madre Vannozza Cattanei, a la que se guardó en Ferrara poco luto. Habíale, pues, la muerte arrebatado a sus padres, a sus tres hermanos, a dos de sus hijos. Su amigo, el Marqués de Mantua, Francisco Gonzaga, pasó enfermo y alejado de ella los diez últimos años de su vida, que fueron también para Lucrecia otros tantos de pena y penitencia.


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VII

Lucrecia en Ferrara.—La dinastía de los Este.—La ciudad de Ferrara.—La Corte.—Influencia de la mujer.—Las letras y las artes.—Los libros de caballería.—Los poetas.—La lengua y la literatura españolas en Ferrara.—Los cantores de Orlando, Boiardo y Ariosto.—Elogio que hace éste de Lucrecia en su Orlando Furioso.—El teatro.—El lujo.—Los amores de Lucrecia con Pedro Bembo y Francisco Gonzaga.—¿Fueron o no platónicos?—La servidumbre amorosa del siglo XVI.—La correspondencia de Lucrecia con Bembo.—El púdico adulterio con el Marqués de Mantua.—Sirve de tercero Hércules Strozzi.—Asesinato de éste.—Reemplázale en su oficio su hermano Lorenzo.—Después del asesinato de Hércules no vuelven a encontrarse Francisco y Lucrecia.—Los franceses en Ferrara.—Elogio que tributa a Lucrecia el biógrafo de Bayard.—Los últimos tristes diez años de Lucrecia.—Su vida devota y ejemplar.—Da a luz una niña el 14 de Junio de 1519 y muere el 24 de fiebre puerperal.—La carta al Papa León X.—Su entierro en el convento del Corpus Domini.—El duelo de Ferrara.—La sepultura de los Este.—Laura Dianti consuela de su viudez a Alfonso I, que contrae con ella matrimonio in articulo mortis.—La Santa Sede lo declara inexistente y se niega a reconocer la legitimidad del hijo D. Alfonso, Marqués de Montecchio.—Bula de Pío V Prohibitio alienandi, que priva a los bastardos de la investidura de los feudos eclesiásticos.—Muerte de Alfonso.—Le sucede su hijo Hércules II, casado con Renata de Francia.—Aficiones heréticas de Renata.—Causa que se le forma.—Su aparente conversión.—A la muerte de Hércules II se retira a Francia y se declara hugonote.—Los hijos de Renata: Alfonso II y el Cardenal Luis.—Sus[Pg 170] hijas: Ana, Duquesa de Guisa y luego de Nemours; Leonor y la leyenda de sus amores con el Tasso.—Lucrecia: su desgraciado matrimonio con Francisco de la Rovère, Duque de Urbino, y sus aventuras amorosas en Ferrara.—La impotencia de Alfonso II.—Sus tres mujeres: Lucrecia de Médicis, Bárbara de Austria y Margarita Gonzaga.—Gestiones infructuosas de Alfonso cerca del Papa para poder disponer del Ducado de Ferrara en favor de su primo César, hijo del Marqués de Montecchio.—Nómbralo heredero de todos sus Estados.—Consigue para él del Emperador Rodolfo II la investidura de Módena, Reggio y Carpi.—Apenas expira Alfonso II, surge el conflicto entre César y el Papa Clemente VIII.—Excomulgado César, solicita la intervención de su enemiga Lucrecia y acepta un convenio que le obliga a renunciar a Ferrara.—Entra triunfante en la ciudad el Cardenal Aldobrandini, a quien Lucrecia deja por heredero de todos sus bienes.—Conclusión.

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Divide Gregorovius su historia de Lucrecia Borja en dos partes: Lucrecia Borja en Roma y Lucrecia Borja en Ferrara, y dijérase que su heroína, al pasar de las orillas del Tíber a las del Po, se había bañado en las aguas del Jordán, saliendo de ellas limpia de todas sus culpas y convertida en esposa y madre ejemplar, apartada de todo erótico y pecaminoso pensamiento y tan sólo preocupada de la salvación de su alma y dedicada a hacer méritos para la otra vida. Es cierto que los últimos años de la Duquesa de Ferrara fueron de cristiana preparación al trance de la muerte, y que, en un principio, al verse en una Corte nueva, muy distinta de la de Roma, rodeada de gente extraña, con un marido más celoso de su honra que prendado de su mujer, en aquel Castel Vecchio donde vivía el recuerdo y parecía que erraba la sombra de la enamorada Parisina Malatesta, cuyo infortunio se asemejaba al de Francesca de Rimini y ha inspirado a dos poetas, Byron y d’Annunzio, puso Lucrecia especial cuidado en granjearse el afecto y respeto del suegro y del marido y los de los ferrareses, desvirtuando la leyenda negra romana que le atribuía las más relajadas costumbres y los más nefandos pecados. Pero no se puede decir que el camino de Ferrara fuera para ella el de Damasco y que el Señor hubiera tocado el corazón de la pecadora para llamarla desde luego arrepentida a su servicio. Las más empedernidas pecadoras de aquel tiempo morían todas cristianamente, más o menos tardíamente arrepentidas, y no había de ser una excepción Lucrecia; antes bien, quiso Dios favorecerla haciendo que la muerte llamara tantas[Pg 172] veces a su puerta para llevarse a los suyos, que, al fin, despertó el alma adormida y se arrepintió en sazón de sus pecados, preparándose para cuando le llegara a su vez la hora del descanso eterno.

Amores tuvo en Ferrara, y no sólo los tan conocidos con Bembo, que sus panegiristas pretenden no pasaron de literarios y platónicos, sino con Francisco Gonzaga, el marido de Isabel de Este, de los que nos ha dado noticia Alejandro Luzio en su documentada monografía Isabella d’Este e i Borgia, y para los que sirvió de tercero el poeta Hércules Strozzi, sin que dieran lugar a escándalo ninguno ni de ellos se enterara el celoso marido.

Los Este reinantes en Ferrara eran una de las más antiguas dinastías italianas, y arrancaban de la invasión longobarda y de un Alberto o Adalberto, que en italiano se llamó Oberto, y cuyo diminutivo fué Obizzo y Azzo. En el siglo X figuró un Marqués Oberto y un su biznieto se tituló Marqués de Longobardia y casó con Cunegunda, hermana del Conde Güelfo III de Suabia. En ella tuvo dos hijos, Güelfo y Folco; vivió más de cien años y a su muerte su hijo Güelfo pasó a Alemania, fué Duque de Baviera y fundó la dinastía de los Güelfos, y Folco heredó los Estados italianos y consolidó la dinastía de los Este.

La ciudad de Ferrara, cuyos orígenes son oscuros, reclamábanla los Papas como formando parte de la donación de Pepino y Carlomagno, comprendida después en la de la Condesa Matilde, que alimentó la disputa entre el Papa y el Emperador, y durante estas guerras adquirió Ferrara su autonomía como República. Disputáronse luego el dominio en la ciudad güelfos y gibelinos, y los Este, por el matrimonio del nieto de Folco, Azzo V, con Marchesella Adelardi, hija del jefe de los güelfos, intervinieron en las luchas intestinas ferraresas. Cansada de ellas, dió la ciudad al vencedor, que lo fué en 1208 Azzo VI, la cualidad hereditaria de Podestá, primer ejemplo de una República italiana que se entrega libremente a un Señor; fundando así los Este su dinastía so[Pg 173]bre las ruinas de la República y adueñándose por completo de Ferrara cuando Azzo VII, en 1240, venció al audaz Salinguerra, jefe de los gibelinos, que murió en la cárcel. Durante el destierro de los Papas a Avignon fueron echados de la ciudad por la Santa Sede, que la entregó a Roberto, Rey de Nápoles, el cual envió, para gobernarla, al español D. Diego de la Rata con unos cuantos soldados catalanes. Hiciéronse éstos, por su arrogancia, insoportables a los ferrareses, que se alzaron a las órdenes de Tolomeo Costabili y otros nobles, y acabaron con todos los españoles, llamando a Rinaldo Estense, hijo del Marqués Aldobrandino III, su legítimo Príncipe, y el Papa Juan XXII le dió, en 1317, la investidura como feudatario de la Iglesia mediante un tributo anual de 10.000 florines de oro. Y de esta suerte los Este, con título de Marqueses, fueron Señores de Ferrara, no ilegítimos e intrusos y por mera y momentánea conquista, como los demás tiranos italianos, sino por derecho propio y pertenecientes a una antiquísima, hereditaria y arraigada dinastía.

A Nicolás III sucedió, en 1441, su hijo bastardo Lionelo, habido en la bellísima Stella Tolomei, por ser aún menores los legítimos Hércules y Segismundo. Este Príncipe, que había tenido por preceptor a Guarino de Verona, mereció nombre de inmortal, casó con María de Aragón, hija de Alfonso el Magnánimo, de Nápoles, y fué sabio y liberal, protector de las ciencias y las artes y cultivador de las letras, habiéndose ejercitado en dísticos latinos, y con su ejemplo brotaron los poetas latinos, llegando a ser en Ferrara tan numerosos como las ranas que poblaban las marismas. A Lionelo le sucedió su hermano, también bastardo, Borso, que si no sabía el latín, porque «la fortuna, enemiga de todo hombre virtuoso, no había querido añadir a sus demás adornos el de las letras», fué uno de los Príncipes más espléndidos y grandiosos de su tiempo. Federico III, a la vuelta de su coronación, lo nombró en Ferrara Duque de Módena y Reggio y Conde de Rovigo y Comachio, y desde entonces los Este cambiaron[Pg 174] el águila blanca de su blasón por el águila negra imperial, a la que unieron las flores de lis que les había concedido Carlos VII de Francia. Y el Papa Pablo II, el 14 de Abril de 1471, nombró a Borso en Roma Duque de Ferrara. Un mes después moría sin sucesión este Príncipe famoso, a quien heredó Hércules, el hijo legítimo de Nicolás III, que recogió la corona de su padre después de haberla ceñido, no sin gloria, sus dos hermanos bastardos, y de habérsela disputado con las armas el hijo de Lionelo, Nicolás. De su matrimonio con Leonor de Aragón, hija del Rey Ferrante de Nápoles, tuvo Hércules seis hijos: las dos famosísimas Princesas, Isabel, Marquesa de Mantua, y Beatriz, Duquesa de Bari y de Milán; Alfonso, que casó con Ana Sforza y en segundas nupcias con Lucrecia Borja; Fernando, el Cardenal Hipólito y Segismundo. Y por no ser menos que su padre, reconoció a dos hijos naturales, Julio y Lucrecia, mujer ésta de Aníbal Bentivoglio.

La ciudad de Ferrara había sido, a fines del siglo XV, engrandecida y hermoseada por el Duque Hércules, siguiendo los consejos del arquitecto ferrarés Biagio Rossetti. Triplicó el circuito de la antigua Ferrara, añadiéndole una ciudad nueva, que se llamó la Adición Hercúlea, dos veces más vasta, de barrios elegantes, con anchas y rectas calles, amplias plazas y suntuosos edificios, rodeada de parques, huertos y jardines, siendo en pleno Renacimiento la primera ciudad moderna de Europa. Aparecía grandiosa e imponente con sus poderosas murallas, que tenían siete millas de circunferencia y once gigantescos baluartes. Bañada al Mediodía por el Po, con un puerto al que acudían centenares de naves, y cercada por los otros tres lados de anchos y hondos fosos, no había ejército que se atreviera a aproximarse a sus murallas, armadas con la más pudiente artillería entonces conocida; y considerábasela en aquellos tiempos como plaza fuerte inexpugnable, que el Mariscal de Fleurange llamaba la mejor de toda la Cristiandad. Entrábase en Ferrara por doce puertas, y la ciudad, notable por su regularidad y su[Pg 175] extensión, éralo también por sus monumentos arquitectónicos, entre los que sobresalía la Catedral, obra maestra del arte románico-lombardo. Frente a ella el Palacio Ducal, la Corte Vecchia, con su almenada fachada, sus diez salas alrededor del patio, al que daba ingreso el arco triunfal con dos columnas laterales que sostenían las dos estatuas en bronce de Nicolás III, el fundador de la potencia estense, y de Borso, el primer Duque de la dinastía[107]; sus salas todas de artesonados y dorados techos, llamando la atención la de los Gigantes, en que los hermanos Dossi pintaron al claroscuro las hazañas de Hércules, y las adornadas con los paños de la tapicería de Flandes, llamada la Pastorella, que había pertenecido a los Reyes de Aragón[108]. Al otro lado de la Catedral estaba el gótico Palacio del Podestá, que se llamó de la Razón, en el que se representaron las comedias para festejar las bodas de Lucrecia. Pero el más imponente de todos los edificios construídos por los Este era el elegante y austero Castillo, con sus cuatro macizas torres, su foso, su puente levadizo y sus doce aposentos decorados por Garofalo y los Dossi. Obra de Rossetti fué el precioso Palacio de los Diamantes, construído para Segismundo de Este, el hijo de Hércules, y habitado luego por el Cardenal Luis de Este, nieto de Lucrecia.

En torno de los Este, la familia más ilustre de Italia después de los Saboyas, juntóse en Ferrara una escogida aristocracia, sostén y ornamento de la dinastía ducal, a la que daba ministros, diplomáticos y soldados, y en la vía degli Angeli (hoy Corso Vittorio Emanuele) y en las otras calles de la Adición Hercúlea, surgieron los cuarenta hermosísimos palacios del patriciado ferrarés. Algunas familias nobles eran originarias de la ciudad, como los Costabili, Giglioli y Turchi; otras habían sido ennobleci[Pg 176]das y enriquecidas por los Este, en premio de señalados servicios, como los Sacrati, oriundos de Parma; los Ariostos, de Bolonia; los Bevilacqua y Guarini, de Verona; los Tassoni y Montecuccoli, de Módena; los Calcagnini, de Rovigo; otras, atraídas por la liberalidad y cortesía de los Este, habían trasladado sus penates a Ferrara, como los Bentivoglio, descendientes de Juan II, el desposeído Señor de Bolonia; los Strozzi, venidos de Florencia en el siglo XV; los Píos, Señores antes de Carpi y feudatarios después de Sassuolo; los Manfredi, de Faenza, y los Varano, de Camerino. Todos aquellos nobles para quienes la Corte era su único pensamiento, contribuían al esplendor de que gozaba fama Ferrara, formando una sola familia con el Duque, su Señor, al que obsequiaban en aquellos palacios dignos de Príncipes y en los que como Príncipes vivían. Hiciéronse entonces comunes en la nobleza ferraresa los nombres de Hércules y Alfonso y también el de Lucrecia.

En los principios del siglo XVI tenía todavía la Corte de Ferrara un carácter feudal y militar. Los Este nacían soldados, dispuestos a batirse por quien mejor pagaba o más probables ventajas ofrecía; pero con el tiempo, sin perder la calidad de condotieros, propia de los grandes tiranos italianos, se fueron refinando a medida que se engrandecían y enriquecían, aficionándose al fausto y al lujo y rindiéndose al ya entonces avasallador dominio de las letras y las artes y al no menos poderoso de la mujer, que no era la Beatriz exaltada por Dante, deidad inaccesible y radiante en un paraíso de luz, ni la Dama translúcida cantada por los trovadores y soñada por los andantes caballeros, como tampoco la sierva sumisa ocupada sólo en las faenas domésticas y cuya vida se resumía en el epitafio de la matrona romana lanam fecit, domum servavit. Era la mujer que surgía como Venus de la espuma del mar y encarnaba en la grácil desnudez de la Bella Simonetta fijada en el lienzo por el pincel de Botticelli; la que siguiendo el consejo de San Bernardino, no se avergon[Pg 177]zaba de ser mujer, y por boca de Isota Nogarola, sólo comparable a las Sibilas, a las Musas y a Safo, discutía en casa de Ludovico Foscarini sobre la parte que respectivamente cupo a Adán y a Eva en el pecado original; la que se vestía con los más costosos terciopelos y sedas, brocados y damascos, y se adornaba con las más preciosas joyas, como Blanca María e Hipólita Sforza, Beatriz e Isabel de Este y Lucrecia Borja, pudiendo decir Leonardo Bruni, al día siguiente de su boda, que había consumado el matrimonio y consumido el patrimonio.

En Ferrara más que en otras partes intervenían las mujeres en los juegos, torneos, cacerías, bailes y espectáculos, y daban a la vida mundana el encanto de la belleza, la gracia y la elegancia femenina. Eran el rayo de sol que iluminaba y alegraba el sombrío palacio. El viejo Nicolás tenía para su placer ochocientas doncellas[109], y Rinaldo, Abate Comendador de Pomposa, no se contentaba con menos de mil. En 1478 el Duque Hércules, para celebrar sus bodas con Leonor de Aragón, dió un baile a ciento setenta jóvenes casaderas. Estas bodas influyeron no poco en el refinamiento de la Corte de Ferrara. Había pasado Hércules su mocedad en la de Nápoles, y de ella trajo Leonor la afición de los aragoneses a las letras y las artes, tan generosamente protegidas por Alfonso el Magnánimo. Amistóse Leonor en Ferrara con su cuñada Blanca de Este, que por la temprana muerte de su prometido el primogénito del Duque Federico de Urbino, casó con Galeotto de la Mirandola, de la Casa de Carpi, y cuya prosa griega y latina causó la admiración de sus contemporáneos. Cuidó asimismo la Duquesa de la esmerada educación de sus dos hijas, Isabel y Beatriz, y también de la de Lucrecia, la hija natural de Hércules, a la que cono[Pg 178]cía por retrato antes de la boda, pues Hércules se hizo retratar con ella por Cosme Tura y se lo envió a la novia de regalo. Vino entonces a Ferrara el maestro de baile Lorenzo Lavagnolo, a quien la Marquesa de Mantua, Bárbara de Brandemburgo, tenía por muy superior a todos los de su oficio y de su tiempo. Después de haber enseñado a bailar a Isabel y Magdalena Gonzaga, las hermanas del Marqués Francisco, pasó a Milán para dar lecciones a las hijas de la Duquesa Bona y luego a Ferrara, donde tuvo por discípulas a las tres hijas de Hércules. De Milán y Florencia trajo la Duquesa hábiles tejedores para establecer una fábrica de tapices en Ferrara, e hizo venir de Valencia eximios bordadores, entre ellos el maestro Jorba, que lo fué luego de Lucrecia Borja. Y así como la pasión de Hércules eran las piedras preciosas y los camafeos, la de su mujer eran los objetos de oro y plata, dirigiéndose preferentemente, para la satisfacción de sus caprichos, a Francisco Francia, el gran orífice y pintor de Bolonia. Una de las más admiradas obras de este artista fué un collar formado de corazones de oro, que le envió en 1488, destinado probablemente a Isabel Gonzaga como regalo de boda. Tanto por su valor como por su exquisito gusto, gozaban fama las alhajas de Leonor de Aragón, y no sólo sirvieron para adorno de la Duquesa de Ferrara, sino para sacar más de una vez de apuros al Duque, proporcionándole el nervio de la guerra.

El frecuente trato, público e íntimo, con las claras, si no siempre virtuosas mujeres que gozaban en la Corte de Ferrara merecida fama de bellas y de cultas, suavizó la natural rudeza de aquellos vigorosos soldados malolientes a sudor y a cuadra, quienes para hacerse gratos a las damas, que no se contentaban sólo con el ingénito vigor, se esforzaron en parecer corteses, bien hablados y hasta instruídos, atiborrando la mollera con la lectura de los libros de caballería que venían de Francia y de Bretaña. De ahí que esta caballería puramente literaria se convirtiera en Ferrara en viviente realidad. Creóse la orden de[Pg 179] la Espuela dorada; hubo juegos de amor y cuestiones de honor y justas y torneos, y en uno de ellos, en 1494, obtuvo la victoria, como defensor del dios Amor, el Conde Nicolás de Correggio[110], de quien decía Isabel de Este que era «el más cumplido y en rimas y cortesías erudito caballero y barón que en estos tiempos se encontrase en Italia». Las damas llevaban bordado en la manga algún lema tomado de aquellas novelas caballerescas[111], los Príncipes aspiraban a imaginarios entronques con los doce Pares de Francia, y se hicieron corrientes en Italia los nombres franceses o bretones de Rinaldo y Ginebra, Tristán e Isotta.

Con Leonor de Aragón empezó a difundirse en la Corte de Ferrara la afición a la lengua y literatura españolas, y se acrecentó en tiempo de Lucrecia Borja, no siendo únicamente los libros de caballería franceses los leídos por la gente culta, sino también los españoles, de cuyo influjo encontramos evidentes muestras en el Orlando Furioso[112]. Recuerdos hay en él del Amadís, de la Historia de Grisell y Mirabella, de Juan de Flores, y sobre todo del Tirante el Blanco, de J. Martorell, del que poseía Isabel de Este un ejemplar en valenciano, impreso en 1490, habiéndolo vertido al italiano Lelio Manfredi, que hizo luego, por complacer a la Marquesa de Mantua, a quien la dedicó, una traducción de la Cárcel de Amor, de Diego de San Pedro, que publicó en 1514.

El propio Manfredi tradujo en 1521 el libro de Flores con el título de Historia di Aurelio e Isabella, nella quale si disputa che più dia occasione di peccare o l’huomo alla donna o la donna all’huomo. La Celestina se reimprimió[Pg 180] muchas veces en Italia, no sólo en su original castellano, sino en la traducción italiana que, a instancias de una dama, Madonna Gentile Feltria di Campofregio, hizo en 1515 un español, Alfonso Hordeñez, familiar del Papa Julio II. Alfonso, el marido de Lucrecia, adquirió en Roma un ejemplar de Las Trezientas, de Juan de Mena, y habiendo encargado un Tristán, sólo lo encontró en castellano.

No menor influjo que los importados y traducidos libros de caballería ejercieron en las costumbres de Ferrara los poetas, buenos o mediocres, latinos o italianos, eruditos o populares, señoriles o plebeyos, ricos o pobres, que húbolos de todas clases y en gran número y se consideraron indispensables en todas las fiestas, en las bodas, los banquetes, las procesiones, los torneos y en todos los espectáculos de gala, reputándose su oficio tan necesario en una República bien ordenada como el de los pintores, músicos, farsantes y bufones, y otros que nuestro Cervantes menciona, menos honrosos, pero no menos necesarios para el comercio de ambos sexos. Claro es que verdaderos poetas como Tebaldeo, los dos Strozzi, el Conde de Correggio, fueron pocos, y que todos aquellos madrigales, sonetos y canciones que se acompañaban con el laúd o la viola de amor, y cuyo objeto era ensalzar los múltiples encantos más o menos visibles de las damas, para entretenerlas y divertirlas arrancándoles una sonrisa o un aplauso, eran de una calidad inferior, si no despreciable, bajo el punto de vista literario. Pero Ferrara puede gloriarse de haber visto nacer en el siglo XV dos poetas que cantaron a Orlando, el uno enamorado y el otro furioso, y que, si no de igual grandeza, tienen señalado puesto en el Parnaso italiano. El uno, Mateo-María Boiardo, Conde de Scandiano, sobrino del delicado poeta latino Tito Vespasiano Strozzi, se enamoró de Antonia Caprara, y aquel verdadero amor, correspondido primero y luego desdeñado por la dama, hízolo poeta y a él se debe su obra maestra Orlando innamorato.[Pg 181] Murió el 20 de Diciembre de 1494, dejando inacabado su poema, al que dió gloriosa cima Ludovico Ariosto con su Orlando Furioso, que dedicó al Cardenal Hipólito de Este. Y cuentan que al Cardenal sólo se le ocurrió decirle: Messer Lodovico, dove avete pigliato tante coglionerie?

Cuando llegó Lucrecia a Ferrara había ya muerto Boiardo, pero no le faltó el incienso de todos los poetas ferrareses, y el más grande de todos, por cuya mano la Casa de Este ha pasado inmortalizada a la posteridad y vivirá mientras viva el idioma italiano, la glorificó en una octava, la 85 del canto XLII del Orlando Furioso. En ella coloca la imagen de Lucrecia en el templo de honor de las mujeres, sostenida por dos caballeros testigos de su honra, los dos célebres poetas Antonio Tebaldeo y Hércules Strozzi, un Lino y un Orfeo con una inscripción que dice que su patria, Roma, debe, por su belleza y su honestidad, ponerla por encima de la Lucrecia antigua[113]. En otras bellísimas estrofas del poema (canto XII, 69-70 y 71) la ensalza por boca de Melissa, y la cantó, por fin, en una elegía después de haber celebrado en un epitalamio catuliano su boda con Alfonso.

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También floreció entonces en Ferrara el teatro a que era el Duque Hércules aficionadísimo, y queda ya dicho, al hablar de la boda de Lucrecia, que se representaron cinco comedias traducidas de Plauto y que el Duque se ufanaba de ser el fundador del teatro del Renacimiento en Italia, habiendo hecho traducir al italiano las comedias de Plauto y de Terencio. El Conde de Correggio, inspirándose en Ovidio, escribe la tragicomedia de Céfalo y Pocris, «que enseña a las mujeres a no tener celos del marido». El Pistoia dedica a Isabel de Este su tragedia en tercetos Ponfila, tomada de una novela de Bocaccio, y Pandolfo Collenuccio encuentra en la Biblia asunto para su Comedia de Jacob y José, cuya representación dura dos días[114].

No echó Lucrecia de menos en Ferrara como en Pesaro el lujo de Roma. Alcanzó en Ferrara extraordinarias proporciones y se manifestó de todas maneras: lujo de trajes y joyas, de animales, de armas, de palacios, de jardines, de muebles. Cubríanse las paredes de las habitaciones con tapices de Flandes y las camas con colchas de tisú de oro; iluminaba los naipes Mantegna; encuadernábanse los manuscritos en raso cuajado de perlas; abundaban el oro y la plata, el marfil, el brocado, las plumas y las flores; llevábanse en todas partes piedras preciosas: al cuello, en el sombrero, en el rosario, en los zapatos, en la brida de los caballos, en la trailla de los perros y hasta en el mango de la escoba que servía para barrer las migajas del banquete.

Pero ni el trato ameno y suave con las damas, ya compañeras y no siervas, ni el blando y bienhechor influjo de las letras, ni el lujo y los placeres de la vida, lograron domar por completo la rudeza medioeval de aquella gente batalladora, en quienes los terciopelos y las joyas encubrían pasiones violentísimas y crueldades feroces. Así[Pg 183] vemos aquella tragedia de la familia ducal, en que por un fútil motivo el Cardenal Hipólito mandó sacar los ojos a su hermano Julio, la conjura de éste para asesinar por venganza al Duque, y el castigo impuesto por Alfonso a sus dos hermanos, a uno de los cuales, Ferrante, en un arrebato de ira, dejó tuerto para igualarle a Julio, sin que jamás de ellos se apiadara. En el Castillo Viejo señalado a Lucrecia por morada, cuidaron de enseñarle el día de su solemne entrada en Ferrara el patio sobre cuyas losas rodaron, por orden de Nicolás III, la cabeza de su hijo Hugo y la de la madrastra de éste, Parisina Malatesta, para que el recuerdo sirviera de advertencia a la joven desposada respecto a la suerte reservada en Ferrara a la mujer infiel a su marido.

¿Llegó a serlo Lucrecia de obra con alguno de sus adoradores o no pasó su infidelidad de mero pecaminoso pensamiento y devaneo? Era natural que quien en Roma, como hija del Papa, había, por lo menos, saboreado las delicias del amoroso requiebro y de la lisonja cortesana, no quisiera verse privada de ellas en Ferrara y no se diera por satisfecha con la tranquila compañía nocturna de un marido que andaba de día despilfarrando su erótico caudal con daifas y bagasas. ¿Mas fueron o no platónicas las conocidas relaciones de Lucrecia con Pedro Bembo y con Francisco Gonzaga?

Distinguían los filósofos del siglo XVI tres clases de amor: el divino, que es la contemplación de la belleza como imagen de Dios; el casto, que es la contemplación de la belleza en sí misma, y el lascivo, propio de los brutos y fuera de la razón. El divino y el casto, a que se dió el nombre comprensivo y genérico de amor platónico era permitido a las señoras casadas. Torquato Tasso, en un Discorso sulla Gelosia, concretó las ideas de la sociedad galante de su tiempo. Después de decir que el amante no puede tener celos del marido de la mujer amada, «porque al comenzar el amor se presuponía la condición de que el marido fuese poseedor de su mujer», añade: «No es tam[Pg 184]poco molesto el amor de la mujer a su marido, porque puede muy bien amar infinitamente al marido e infinitamente al amante, sin mengua del uno ni del otro, porque son amores de cualidad y naturaleza diversa. Se ama al marido como compañero en la generación de los hijos, como partícipe en el gobierno de la casa, como consorte de la vida y de los pensamientos, y, en suma, como el hombre a quien las sagradas leyes la han unido con indisoluble lazo; al amante se le ama de un modo muy distinto.» Esta era la servidumbre amorosa del siglo XVI; mas no siempre se mantenía el amor en los confines del platonismo lícito y los maridos vengaban en sangre la mancillada honra. En veinte días murieron por infieles, a manos del ofendido marido, cuatro damas muy principales; pero ninguna de las Duquesas de Ferrara tuvo el triste fin de Parisina.

Del apasionado amor de Bembo dan testimonio sus cartas a Lucrecia. Había nacido Pedro Bembo en Venecia, en 1470, y educádose en Florencia, donde era su padre Embajador y donde adquirió el estilo elegante que caracteriza sus obras. Estudió después el griego, en Sicilia, con Agustín Lascaris, y filosofía, en Ferrara, con Nicolás Leoniceno. Empezó allí a darse a conocer por sus poesías, en que se transparentaba la licencia que deshonraba su conducta. Tuvo tres hijos y una hija en una mujer que fué su manceba y su musa. León X lo hizo su secretario, y a la muerte del Papa se retiró a Venecia, pero Pablo III le confirió el capelo en 1538 y el Obispado de Bérgamo, que desempeñó como pastor dignísimo, muriendo en 1547. Su manía de imitar a Cicerón le hizo poner en boca del Papa expresiones propias de un romano pagano, como la de «creado Pontífice por los Decretos de los dioses inmortales», y dicen que no leía la Biblia ni recitaba el breviario por no echar a perder su latín.

En Ostellato, la espléndida villa de los Strozzi, adonde solía ir Lucrecia, conociéronse e intimaron el poeta veneciano y la española Duquesa, tan elegante y nada supers[Pg 185]ticiosa, según aquél escribía. Enamoróse de ella perdidamente Bembo, y durante los tres años, de 1503 a 1506, que pasó en Ferrara manifestóle su pasión de todos modos. Frecuentó su trato, escribióle apasionadas cartas, cantó en verso y en prosa su belleza y sus virtudes, y le dedicó, el 1.º de Agosto de 1504, su diálogo sobre el amor, Gli Asolani, que al año siguiente imprimió Aldo en Venecia, y se lo envió a Lucrecia con una dedicatoria. Según Gregorovius no cabe dudar de la pasión del veneciano; pero no puede afirmarse que correspondiese a ella Lucrecia traspasando los confines de lo lícito. Las cartas de Bembo se han publicado con sus obras. Hay algunas que no fueron dirigidas a Lucrecia, sino a una desconocida a quien cortejó con éxito en sus mocedades. Las que le escribió Lucrecia se conservan en la Biblioteca Ambrosiana de Milán. Púsolas en boga Lord Byron y las publicó, en 1859, Bernardo Gatti[115]. Son nueve: siete en italiano y dos en español, con una canción española y un dorado mechón de pelo. Las cartas son autógrafas; de la autenticidad del mechón duda Gregorovius; pero en todo caso, dice, no pasó de ser una prenda de afecto que obtuvo de Lucrecia el afortunado Bembo. Hay quien cree que al tal dorado mechón se referían los siguientes renglones de una carta que Bembo le escribía el 14 de Julio de 1503: «Cada día halláis, con ingeniosa invención, manera de avivar mi fuego, como lo habéis hecho hoy con la que orla vuestra lucidísima frente»; pero más bien que al pelo el verbo cingere indica la lenza o cinta que ceñía la frente. Ello es que traspasara o no los confines de lo lícito este afecto, no puede negarse que fué algo más que pura amistad o mero flirt, a los que tan naturalmente inclinada era Lucrecia. Gustaba infinito del tributo que a su belleza y gracia se rendía, y si este tributo no lograba siempre interesar su corazón y aprisionar su caprichosa voluntad, no[Pg 186] era ella, sin embargo, insensible a ciertas tentaciones, de las que su honestidad había salido alguna vez malparada. Parece que Lucrecia, complaciéndose, con refinada coquetería, en atizar el fuego en que ardía Bembo, llegó a temer que fuera un incendio inextinguible y que la envolvieran sus llamas, y esto era lo que esperaba el poeta, el cual, citando un proverbio castellano leído en un libro de la amiga, «quien quiere matar perro, rabia lo levanta», le manifiesta su esperanza de que, queriendo ella apagar aquel amoroso furor, lo adquiera por contagio. No hay pruebas de que se realizara la esperanza que acariciaba Bembo, y hay que dejar a Lucrecia el beneficio de la duda; pero en el fondo y en el secreto de su alma compartió el afecto del rendido galán. La muerte de su hermano obligó a Bembo a partir de Ferrara. La ausencia y el tiempo no lograron apagar por completo la amorosa llama: el amor del poeta fué poco a poco tornándose en dulce melancolía hecha de recuerdos; pero el suyo borróse bien pronto del corazón de Lucrecia, entregada, si no con todo su cuerpo, con toda su alma, a una nueva y más seria amistad amorosa.

Menos conocidos que los amores de Lucrecia y Bembo han sido los de la Duquesa de Ferrara con su cuñado el Marqués de Mantua, Francisco Gonzaga, de que tenemos noticia por los documentos hallados y publicados por Luzio. De ellos resulta que fué Lucrecia quien se enamoró del marido de Isabel de Este, su cuñada, el cual, por sus retratos y por el busto que de él se conserva en el palacio de Mantua, debió ser uno de los hombres más feos de su tiempo. Las relaciones lícitas o ilícitas de Lucrecia y Francisco, que la Marquesa de Mantua llamó púdico adulterio, porque no parece que el pecado llegara materialmente a consumarse, dieron principio en una excursión que hizo la Duquesa de Ferrara a Borgoforte. En el horrible drama de la Casa Estense, del que fué Julio la primera víctima por la ferocidad del Cardenal su hermano, se contentó Lucrecia con el papel de espectadora, y mientras sus cu[Pg 187]ñados ferrareses andaban empeñados en una mortal lucha fratricida, disfrutaba ella, en Borgoforte, la grata compañía del cuñado mantuano. El simple anuncio de la visita de la Duquesa llenó de gozo al Marqués; excusándose de que no fuera Borgoforte digno de recibirla, aunque cuidaría de que encontrase todas las comodidades posibles. De Borgoforte a Mantua la distancia era corta, y Francisco llevó a Lucrecia a su capital para que allí recibiera los obsequios y aplausos de los mantuanos, escribiéndole Alfonso una carta para agradecerle cordialmente los agasajos que había dispensado a su mujer.

Aun antes de la excursión a Borgoforte habíase Lucrecia aficionado a su cuñado, y esta afición era de sus doncellas conocida. En la primavera de 1504 fueron los Marqueses de Mantua a Ferrara para las fiestas de San Jorge, y habiendo tenido que ausentarse el Marqués, las dichas doncellas le escribieron un mensaje colectivo, expresándole su sentimiento por verse privadas de su presencia, especialmente Madonna Angela (Borja) y M.ª Polixena (Malvezzi), «que contemplan el afecto que le profesa nuestra Excelentísima Duquesa, la cual no cesa, en todas sus conversaciones, de hacer de él dulcísima memoria». En otra carta de la misma fecha (8 de Mayo de 1504) y de la misma mano, firmada por Polissena, trazaba ésta un cuadro de la Corte de Ferrara y de una fiesta dada a la Marquesa de Mantua, en que el Duque estuvo sentado entre las dos más hermosas doncellas, adornándose todos los invitados con guirnaldas de flores; «pero nada, añadía, fué del agrado de la Excelentísima Señora y de su servidora, porque no estaba Vuestra Serenísima Señoría presente». A fines de 1504 fué despedida la Malvezzi por sapientísima, según Prosperi, y Luzio cree que fué por demasiado curiosa en espiar los actos de la Duquesa y por demasiado libre en contar cuanto veía y aun lo que no veía, pues cuando regresó a Bolonia refirió a Juan Gonzaga, que se lo escribió a su hermano el Marqués, que según noticias de Ferrara, habiendo sabido el Duque la fuga del Valenti[Pg 188]no, corrió a participárselo a la Duquesa, su mujer, y la encontró en su cuarto en conversación a solas con el Cardenal Hipólito, lo cual le sorprendió mucho. El chisme de la Malvezzi no tenía, sin embargo, ningún fundamento.

Por orden de su padre emprendió Alfonso un viaje para visitar las Cortes de Francia, Flandes e Inglaterra, desde donde debía regresar a Ferrara, pasando por España; pero en Inglaterra le llegaron despachos anunciándole la enfermedad del Duque Hércules y se apresuró a venir a recoger el último suspiro de su padre, que murió el 25 de Enero de 1505. Ciñó entonces Lucrecia una de las más preciadas coronas italianas y vió realizado el sueño de su vida en aquella Corte de Ferrara, de la que fué el alma, conquistando con su belleza y con su gracia la simpatía de todos sus vasallos.

En sus amores con Francisco Gonzaga sirvió de tercero a la Duquesa el poeta Hércules Strozzi, testimonio con Tebaldeo de la honestidad de Lucrecia, en la ya citada octava del Orlando Furioso. Hércules y su padre Tito emularon a Bembo en las poesías que a Lucrecia dedicaron, y aun le superaron en la expresión, porque eran mayores poetas; pero su devoción, claro está, era puramente estética y literaria[116]. Las cartas de Strozzi al Marqués de Mantua, firmadas con el nombre de Zilio (equivalente a Giglio, o sea lirio), obran en el Archivo Gonzaga y son pocas, porque las anteriores al 23 de Marzo de 1508 fueron restituídas al poeta y sólo se conservan las que recibió Francisco desde fines de Marzo a fines de Junio; es decir, las inmediatamente anteriores al trágico fin de Strozzi. En ellas se designa a Lucrecia con el nombre de Bárbara, que era el de la mujer de Strozzi; a Alfonso, con el de Camilo; al Cardenal Hipólito, con el de Tigrino, y a la Marquesa de Mantua, con el de Lena. Estas relaciones[Pg 189] empezaron cuando apenas acababa el idilio con Bembo, cuyos últimos resplandores vemos en las desoladas cartas del poeta veneciano. Tenía éste una fraternal amistad con Strozzi, a quien había hecho confidente de sus amores, y si no se atrevió Strozzi a revelarle los nuevos de Lucrecia, que había en él depositado su confianza, debió disuadirle de que volviera a Ferrara, para evitarle un desengaño.

En Enero de 1507 fué el Marqués de Mantua a Bolonia para abocarse con el Papa Julio II, y a la ida, como a la vuelta, se detuvo en Ferrara, donde la Duquesa lo obsequió con esplendidísimos y frecuentes bailes, en que tomaron parte activa algunos Cardenales, como el de Narbona y Cornaro, y tanto bailó Lucrecia, que era bailarina apasionada, que se procuró un aborto. La primera danza se la concedió al Marqués, que estaba enmascarado.

Tuvo al año siguiente que ir a Venecia el Duque Alfonso para justificarse con la Serenísima y dió orden de que si en su ausencia daba a luz Lucrecia, a quien dejaba ya próxima a salir de su cuidado, no se le diese parte al Marqués de Mantua. Y a esta época corresponden las cartas de Strozzi, que se conservan en el Archivo mantuano, las cuales, por la letra, el papel, la tinta, son, evidentemente, suyas, comparándolas con las que tienen su firma. No puede de ellas deducirse que tuviera el Marqués arte ni parte en el fruto de bendición que esperaba Lucrecia, porque la soñada y prometida felicidad no parece que hubiera llegado a ser una realidad para los enamorados cuñados. El 2 de Abril le dice: «La Duquesa espera de hora en hora, el parto: Madonna Bárbara dice que si no se lo avisa se lo perdone y acepte la buena intención.» El 4 de Abril dió a luz Lucrecia el tan ansiado heredero, a quien pusieron el nombre del abuelo paterno. La participación oficial llevóla a Mantua Prosperi, pero únicamente para la Marquesa; excusándose con el Marqués en una esquela en que le decía no se había dado parte, en nombre del Duque, a potentado alguno. Alfonso escribió desde[Pg 190] Venecia, el 5 de Abril, a su cuñado, participándole el feliz alumbramiento de la Duquesa, y Strozzi, en carta del 9, reiteraba el sentimiento de Lucrecia por la prohibición de su marido de anunciarle el parto, doliéndose de la perfidia de Camilo.

Envió entonces el Marqués de Mantua a Ferrara a Benedetto Capilupi para disipar, en lo posible, el malhumor del Duque y felicitarle por el nacimiento de Hércules con protestas de fraternal y cordial amistad. Acogiólo Alfonso benévolamente y le hizo ver al putino che era bello et ben compito d’ogni cosa.

Partióse el Duque para Francia y dió esto lugar a una carta que el 25 de Abril escribió Strozzi, apremiando a Francisco para que viniese a Ferrara: «Madonna Bárbara, decíale, os ama muchísimo, más acaso de lo que pensáis, porque si creyeseis que os ama tanto como siempre os he dicho, seríais más ardiente de lo que sois en escribir y en tratar de venir donde ella estuviese. Os doy palabra de que os ama mucho, y que si continuáis de la manera que sabré mostraros, si no conseguís vuestro intento, quejaos de mí, que os lo permito. Mostradle que la amáis ardientemente, que de vos no pide otra cosa. Poned la mayor diligencia en venir a verla y veréis cuántas fiestas os hará, y comprenderéis entonces que os digo aún menos de lo que hay.» Con la propia fecha escribió al Marqués otra carta, para que pudiera mostrarla, firmada con su nombre.

Bien fuera porque Francisco Gonzaga estaba realmente enfermo, bien porque repugnara, según Luzio, a su carácter leal, el consumar el adulterio, o más probablemente por el temor que le inspiraban los Estenses, ello es que, desde Abril a Junio, a pesar de las instancias de Lucrecia, no se movió de Mantua. Alfonso regresó de Francia con extraordinaria celeridad, el 13 de Mayo, vistiendo luto por su tío y cuñado Ludovico el Moro, y el 6 de Junio, en la esquina del Palacio, apareció, cosido a puñaladas, el cadáver de Hércules Strozzi.

El crimen quedó impune y ante la pasividad de la justi[Pg 191]cia, que no dió el menor paso para descubrir al asesino, ocurre, desde luego, la sospecha de que fué obra del Duque, tanto más, cuanto que en una carta confidencial de Jerónimo Comasco al Cardenal Hipólito, se cita el nombre del asesino, soldado audaz y sin escrúpulos, que se llamaba Masino del Forno. Quizás quiso Alfonso suprimir al tercero, que, según escribía Strozzi a Francisco, «exponía por él la vida mil veces por hora», y al que Isabel de Este, antes su protectora y amiga, mostraba una instintiva malquerencia en una carta que acaso sirviera para abrir los ojos a su hermano. Esta hipótesis parece más seria y verosímil que la corriente del amor de Alfonso por la bella Bárbara Torelli, que el 26 de Mayo de 1508 casó, en segundas nupcias, con Hércules Strozzi. Atribuye Luzio el asesinato a disgustos de familia. Bárbara, de su primer matrimonio con Hércules Bentivoglio, tuvo dos hijas, que casaron, la una con Galeazzo Sforza de Pesaro, y la otra, con Lorenzo Strozzi, el hermano de Hércules. Andaba ella en pleito con su primer yerno, y éste o sus parientes, según Luzio, irritados con el segundo Hércules que había Bárbara elegido por marido, decidieron suprimirlo. Mas la impunidad de un asesinato, que produjo gran impresión en Ferrara, por ser Hércules Strozzi poeta de gran fama y cortesano muy bienquisto, y Bárbara mujer tan bella como culta, y sobre el que guardan silencio los escritores contemporáneos, quita fuerza a la versión de Luzio y robustece la de la responsabilidad del Duque, a quien el Papa Julio II acusó, entre otras cosas, de la muerte de Strozzi en la filípica contra Alfonso I, que tuvo que oír en Roma, en Junio de 1510, el jurisconsulto Carlos Ruini, enviado para aplacar al Papa, arrebatado de ira contra el Duque por su alianza con los franceses.

Lorenzo Strozzi reemplazó al asesinado hermano en el servicio de tercero que prestaba a Lucrecia. El 30 de Junio escribió ésta, de su puño y letra, a Francisco, recomendando a Lorenzo como no menos devoto servidor que su hermano Hércules, y desde Reggio escribía Strozzi al[Pg 192] Marqués que «la Duquesa deseaba parlare a bocha con él, y le rogaba viniese a Gonzaga y de allí a Reggio, de donde tendría ella que volver a Ferrara dentro de ocho o diez días por la partida del Duque, porque sería la cosa del mundo que le daría más gusto. Y como yo le dijese que V. E. estaba en cama, me contestó que mandaría decir en Reggio y en Ferrara tantas oraciones, que le sería concedida la gracia de que sanase pronto V. E. y pudiese venir a verla, y que si a ella le fuese lícito, no tardaría tanto en ir a hablarle y visitarle, y que el mal de V. E. le duele tanto como si fuera propio. La Duquesa había estado muy mal de un flujo de sangre, pero estaba ya bastante bien, y que si esto no se lo hubiera impedido hubiese escrito de su puño una carta a V. E. para rogarle que viniese de todos modos a Reggio, y aunque ya le he dado las excusas de V. E. por no poder venir, me ha encargado le escriba, y he hecho cuanto la Duquesa me ha ordenado».

Contestóle el Marqués por mano de su Secretario Tolomeo Spagnoli, el 25 de Agosto, en una carta en que, a través de la fraseología oficial, se transparenta el constante afecto cohibido por la enfermedad y por la prudencia. Atribuye el Marqués a las oraciones de Lucrecia el sentirse más aliviado desde hacía cuatro días, y entre las razones que le hacían desear su curación, una de las principales era la de poder volverla a ver.

Después del asesinato de Hércules Strozzi, evitó Francisco Gonzaga toda relación directa con Lucrecia, a pesar de los seductores convites que le envió por medio de Lorenzo Strozzi para que honrara con su presencia las fiestas del Carnaval y los soberbios espectáculos teatrales de Ferrara en 1509. Pocos meses después cayó Francisco en poder de los venecianos, y durante todo el año que duró su prisión en Venecia, la correspondencia de Lucrecia con su cuñada Isabel se limitó a un frío cambio de cortesías y noticias; pero apenas salió el de Mantua de las garras del León de San Marcos, Lucrecia, que había procurado con[Pg 193]fortar al prisionero con secretos auxilios, pareció renacer. Volvió Lorenzo Strozzi a emprender sus peregrinaciones a Mantua, y sus cartas al Marqués abundan en alusiones al amor de Lucrecia.

Los diez años que aún vivieron, de 1509 a 1519, fueron para Lucrecia y Francisco muy poco venturosos. Esperaba la Duquesa poder visitar de nuevo Mantua, donde el Marqués le estaba preparando un suntuoso apartamento en el Palacio de San Sebastián; pero se lo impidieron los acontecimientos políticos, sus continuos partos y abortos y los duelos que hubieron de afligirla.

El 9 de Agosto de 1510 excomulgó Julio II al Duque Alfonso y lo desposeyó de todos sus feudos eclesiásticos. Vióse, pues, Ferrara empujada a la guerra en estrecha alianza con Francia, y en la jornada de Ravenna, el 11 de Abril de 1512, la artillería de Alfonso decidió la suerte de la batalla en favor de los franceses, pero la muerte de su caudillo Gastón de Foix hizo que la victoria resultase, al fin y al cabo, un triunfo para las armas pontificias. Con grandes agasajos fueron recibidos en Ferrara el famoso Bayard y los caballeros franceses que salvaron la ciudad de caer por sorpresa en manos de Julio II, y al escribir la biografía de Bayard su leal servidor, se expresó, respecto de Lucrecia, en estos términos: «Sobre todo, la buena Duquesa, que era una perla, acogió a los franceses con gran distinción, y todos los días los obsequiaba con maravillosas fiestas y banquetes, según se usaba en Italia. Me atrevo a decir que ni en su tiempo, ni aun mucho antes, no se ha visto una más gloriosa Princesa, porque era bella, buena, dulce y cortés con todos, y si bien su marido era Príncipe entendido y valiente, ella, con su cortesía, le prestó buenos y grandes servicios»[117]. Privado del apoyo francés, vióse obligado Alfonso a ir a Roma para recibir la absolución del Papa, y a punto estuvo de correr la mis[Pg 194]ma suerte de César Borja, de la que le salvaron su precipitada fuga y la ayuda de los Colonna, que lo condujeron a Marino, de donde pudo regresar disfrazado a Ferrara. Al fin puso término a la guerra, en 1513, la muerte de Julio II, al que sucedió, con el nombre de León X, Juan de Médicis. Cuando llegó a Ferrara la noticia del fallecimiento del Papa Julio, visitó Lucrecia muchas iglesias para dar gracias a Dios, y rogó al nuevo Pontífice le renovara la indulgencia plenaria que le había concedido Alejandro VI para ella y veinticinco de sus familiares que ella designase.

A las angustias e incertidumbres de la guerra juntáronse, para Lucrecia, los quebrantos de la salud, debidos a las frecuentes y laboriosas gestaciones y alumbramientos, y los duelos con que el Señor quiso probarla en sus últimos años, arrebatándole a los seres más queridos. En 1509 dió a luz a su segundo hijo, el Cardenal Hipólito, y desde 1514 a 1519 tuvo a Alejandro, a Leonor, a Francisco y a Isabel. Sufrió en aquellos años pérdidas crueles: en 1512, la de su hijo primogénito Rodrigo, Duque de Bisceglia; en 1516, la del pequeñuelo Alejandro; en 1517, la de su hermano Jofre, Príncipe de Squillace; en 1518, la de su madre Vannozza, y en 1519, la precedió de pocos meses en la tumba el amicísimo Marqués de Mantua, Francisco Gonzaga. Murió éste el 29 de Marzo de 1519, y en la sentida carta de pésame que escribió Lucrecia a su cuñada, la Marquesa viuda, decíale que esta muerte le había causado tanta tristeza y dolor, que más necesitada estaba ella de consuelo que en estado de poder consolar a nadie, y sobre todo, a quien, por la gran pérdida sufrida, debía sentir mayor afán; mas como no tenía remedio y así lo había querido el Señor, había que conformarse con su voluntad.

La conducta irreprochable de Lucrecia en sus últimos diez años hicieron que le fuera más benévolo el juicio de Isabel de Este y de Isabel Gonzaga. La Duquesa de Urbino la visitó en Mayo de 1518, y la Marquesa de Mantua, disgustada del marido, que estaba entonces entregado al Secretario Spagnoli, menudeaba sus visitas a Ferrara[Pg 195] para concertarse con sus hermanos respecto a la manera de resistir la influencia del favorito del Marqués.

Vida devota y ejemplar fué la de Lucrecia. Fundó conventos y hospitales, frecuentó iglesias y monasterios, leyó libros ascéticos y meditó sobre la misericordia de Dios y los milagros de sus Santos. Decíase en Ferrara, según escribió Juan Gonzaga a su sobrino el Marqués Federico, que hacía diez años que llevaba cilicio, y cerca de dos que se confesaba todos los días y comulgaba tres o cuatro veces al mes. Pero estas prácticas religiosas no la hicieron olvidar sus deberes de madre y de soberana. Dedicaba buena parte de su tiempo a la educación del heredero, que tuvo por maestro a Pedro Antonio Acciaiuoli, y a cuyas lecciones de latín asistía, y en 1518 presenció, en unión de varios gentiles-hombres y literatos, el examen del Príncipe, que había cumplido los diez años y se acreditó de prodigio por la facilidad con que traducía el latín y el griego. Llamáronla los ferrareses madre del pueblo, porque se afanó en remediar los males que eran natural consecuencia de la guerra, empeñando sus joyas y renunciando a las galas que había tanto estimado. E intentó también la ardua reforma de la moda femenina en punto a los escotes, introduciendo la gorguera para cubrir la parte del pecho y de la espalda que, en todo tiempo y en menor o mayor grado, han gustado de lucir desnuda cuantas damas presumen de hermosas, bien formadas y elegantes. Este solo intento bastaría para probar cuán apartada vivía ya Lucrecia de las mundanas pompas y vanidades, ella que tanto se había preocupado de vestidos y afeites y había disputado el cetro de la moda a su cuñada de Mantua.

El 14 de Junio de 1519, tras una laboriosa gestación y con un no menos laborioso parto, dió a luz Lucrecia una niña que, por lo endeble, fué inmediatamente bautizada, teniéndola en la pila Eleonora de la Mirandola y poniéndosele por nombre el de Isabel María. Vivió la criatura poco tiempo, mas viva estaba el 17 de Noviembre de[Pg 196] aquel año, pues en aquella fecha, habiendo sabido Alfonso que en la Corte de Francia se le tenía una tercera esposa, escribió a su hermana Isabel «que no quería casarse porque no estaba en edad de hacer semejante locura, tanto más cuanto que tenía cinco hijos que educar».

A consecuencia del parto le sobrevino a Lucrecia un poco de fiebre, de la que creyeron se vería pronto libre; pero lejos de mejorar, fué empeorando, y los médicos quisieron sangrarla y empezaron por cortarle el pelo, por habérsele subido la sangre a la cabeza; lo cual, escribía el secretario del Duque a la Marquesa de Mantua el 21 de Junio, «pone en peligro su vida y no durará ya mucho». Al día siguiente diéronla por muerta, y el mensajero enviado por los Gonzagas, Carlos Ghisio, que acababa de llegar, avisó la hora a que había expirado la Duquesa. Había tenido un paroxismo, y creyéndola muerta, los secretarios ducales extendieron los partes de defunción, con expresión del día y hora del fallecimiento, y los cerraron para enviarlos a las demás Cortes. Había perdido la palabra y la vista; pero se presentó luego una pequeña mejoría, y gracias a un caldo y otras cosas sustanciosas que le dieron descansó y los médicos dijeron que si no se repetía el paroxismo había esperanzas de salvarla. El 23 escribía Prosperi a la Marquesa de Mantua: «Con la gracia de Dios, la señora Duquesa ha estado algo mejor: ayer noche mejoró un poquito, y esta mañana se ha ganado algo, de suerte que ya no hay el temor de antes.» Pero el día 24, que era viernes, se agravó de tal modo Lucrecia, que no hubo lugar a dudas sobre el funesto desenlace que de hora en hora se aguardaba, creyendo los médicos que aún podría durar hasta la noche, y en efecto, pasó el día en los afanes de la muerte, perdido ya el conocimiento y la palabra, y a la una de la madrugada, en presencia de su marido y de sus hijos, entregó su alma al Señor, que la acogió en el seno de su divina misericordia.

Publicó Gregorovius la última carta que escribió Lu[Pg 197]crecia desde su lecho de muerte al Papa León X el 22 de Junio, la cual dice así:

«Santísimo Padre y Beatísimo Señor mío: Con toda la posible reverencia de ánimo beso los pies de Vuestra Beatitud, y humildemente me recomiendo a su santa gracia. Después de haber sufrido mucho durante más de dos meses a consecuencia de un penoso embarazo, quiso Dios que diera a luz una niña al amanecer del día 14 de este mes, y esperaba que con el parto se aliviase mi mal. Pero ha sucedido lo contrario, y me veo obligada a rendirme a la naturaleza. Y es tan grande el don que nuestro clementísimo Creador me ha hecho, que tengo conciencia del fin de mi vida y siento que dentro de pocas horas, después de recibir todos los Santos Sacramentos de la Iglesia, saldré de este mundo. En este momento, como cristiana, aunque pecadora, me he acordado de suplicar a Vuestra Beatitud que por su benignidad se digne darme del tesoro espiritual algún sufragio, dispensando a mi alma su santa bendición, como se lo pido devotamente. Y a su santa gracia recomiendo a mi marido y a mis hijos, todos servidores de Vuestra Beatitud. En Ferrara, el 22 Junio 1519, en la hora 14.—De Vuestra Santidad humildísima sierva, Lucrecia de Este

Y Gregorovius se pregunta: «¿Es posible que escribiera esta carta en su lecho de muerte, con ánimo tan sereno y tan digno, una mujer sobre cuya conciencia pesaran las enormidades de que se acusó a la hija de Alejandro VI?» La respuesta es fácil. La carta es un mero documento cancilleresco, que no pudo escribir ni dictar Lucrecia, que el 22 de Junio estaba en la agonía, perdido a ratos el conocimiento y la palabra y sin darse cuenta de cuanto la rodeaba.

No testó Lucrecia en su última enfermedad, pero tenía escrito de su mano un testamento y había rogado al Duque que lo tuviera por válido. No lo cumplió, sin embargo, el Duque, por haber sido beneficiados con demasiada largueza institutos religiosos y ciudadanos privados.

[Pg 198]

En la carta que escribió Alfonso a su sobrino Federico de Mantua participándole el fallecimiento de Lucrecia a la hora de ocurrido, decíale: «No puedo escribir esto sin lágrimas; tanto me pesa verme privado de una tan dulce y cara compañera, porque lo era para mí por sus buenas costumbres y por el tierno amor que entre nosotros existía.»

El 22 de Junio, cuando se creyó que había fallecido la Duquesa, corrió la voz de que se le estaba preparando la tumba en la iglesia de Santa María de los Angeles, donde estaban enterrados los Estenses, Nicolás III y sus hijos Lionelo, Hércules I y Segismundo; pero en la noche del sábado 25 tuvo lugar la traslación del cadáver a la iglesia interior del Corpus Domini, habiendo sido enterrado en la misma sepultura en que yacía el de su suegra D.ª Leonor de Aragón, gran protectora, como Lucrecia, de aquellas monjas clarisas. En el convento del Corpus Domini había pasado Lucrecia algunas temporadas para reponer su salud y aliviar sus penas, huyendo de la tristeza y pesadumbre del castillo, y debió habitar, porque conserva el nombre de Lucrecia Borgia, la casa de Juan Romei, frente a la del Cardenal Hipólito, que Hércules I confiscó y dió a las Clarisas, que la incorporaron luego a su convento.

El entierro de Lucrecia fué una imponente y sentida manifestación de duelo. Acompañáronla hasta su última morada su marido y sus hijos, la nobleza, el clero y el pueblo todo de Ferrara, para el que fué una verdadera pérdida la de la bienhechora Duquesa. Su sepultura está en el centro de la iglesia, al pie del altar, y en ella están enterrados, además de su suegra, su marido Alfonso I y sus hijos Alejandro e Isabel, según reza la siguiente inscripción:

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[Pg 199]

D. O. M.
ALPHONSO DUCI FERRARIE, MUTINE REGII
MARCHIONIS ESTENSI
COMITI RODIGII
PRINC. CARPI
DOMINO COMACHI PROVINCIARUM FRIGNANI
ET CARFAGNANE IN ROMANDIOLA. ELEONORA
ARAGONE MATRI.
LUCRETIE BORGIE UXORI
ALEXANDRO & ISABELLE FILIIS.

También están enterrados en el Corpus Domini los hijos de Lucrecia, Hércules II y Leonor, que profesó en aquel convento, y sus nietos Alfonso II con su primera mujer, Lucrecia de Médicis, y Lucrecia, hija primogénita y natural de Hércules II, que fué, como su tía Leonor, clarisa, y murió en olor de santidad.

Extraño es que Gregorovius, después de insertar la carta en que el Marqués Juan de Gonzaga daba cuenta a su sobrino Federico del entierro de Lucrecia en el convento del Corpus Domini, en la misma sepultura en que yacía la madre del Duque, añada, a renglón seguido, que no se encuentran en Ferrara las tumbas de Lucrecia Borja y de los Este. ¿Cómo no las vió cuando visitó la ciudad con un guía tan excelente y erudito como Citadella? ¿Cómo no leyó el Compendio histórico de las iglesias de Ferrara, que el beneficiado de aquella catedral, D. Marco Antonio Guarini, escribió y publicó en 1621?[118]. De haberlo leído se hubiera enterado de que, además de los Estenses enterrados en Santa María de los Angeles y en el Corpus Domini, yace en la iglesia de Jesús, en un mausoleo que erigió Alfonso II, su segunda mujer, D.ª Bár[Pg 200]bara de Austria, hija del Emperador Fernando I; en San Bernardino, Segismundo, hermano de Alfonso I; en San Benito, Alfonso, Marqués de Montecchio, hijo de Alfonso I y de Laura Dianti, con su segunda mujer, Violante Segni; en San Pedro Pablo, César Estense Trotti, hijo natural de Hércules II; en San Cristóbal, el Duque Borso y su hermano Alberto; en San Agustín, Laura Eustochia Dianti, tercera mujer de Alfonso I, con su nieto Alfonsino y su nuera Julia de la Rovère, hija del Duque de Urbino y primera mujer del Marqués de Montecchio, que en ella tuvo a César, Duque de Módena, al Cardenal Alejandro, a Leonor y a Alfonsino, y en Santa María del Consuelo, Marfisa de Este, hija natural de D. Francisco, Marqués de Massalombarda y nieta de Lucrecia Borja, último vástago de la Casa de Este que quedó en Ferrara cuando, a la muerte de Alfonso II, fué incorporada la ciudad a los Estados de la Iglesia.

Otro historiador de los Borjas, de fácil lectura, pero no siempre fidedigno, el francés Carlos Yriarte, fué a buscar los restos de Lucrecia en el templo de San Francisco, donde, según las crónicas más respetables, debían descansar en el oscuro subterráneo, negro panteón de los primeros Príncipes de la Casa de Este; pero no pudo encontrar ni siquiera una lápida sepulcral: todo había sufrido tal cambio y tal trastorno, que no se veía una escultura, ni un nombre, ni un escudo de armas, ni una fecha, ni un vestigio o símbolo que se pudiera descifrar o interpretar. ¿Cuál sería el oscuro subterráneo del templo de San Francisco que tomó Yriarte por negro panteón de los Este, donde yacían, según las crónicas más respetables, los restos de Lucrecia, y donde no halló trazas ni vestigios de que hubiera sido allí enterrado ningún cristiano?

Quince años sobrevivió a Lucrecia Borja el Duque Alfonso I, y si no quiso hacer la locura, según él decía, de contraer terceras nupcias, por lo que renunció a la mano que le ofrecieron varias Princesas, encontró consuelo a su larga viudez en una bellísima ferraresa, mujer del pue[Pg 201]blo, que le hizo padre de dos hijos varones, Alfonso y Alfonsino, los cuales pretendieron haber sido legitimados por subsiguiente matrimonio contraído in articulo mortis en presencia de pocos testigos. La Santa Sede declaró inexistente el matrimonio, y los primeros que consideraron ilegítimo al D. Alfonso fueron los Estenses sus hermanos. Hércules II le excluyó como espúreo de la investidura de Ferrara que le concedió Pablo III en 1539, y en el árbol genealógico de la familia, publicado en 1555, figuraba con la cruz roja, señal de bastardía. Sus otros dos hermanos, el Cardenal Hipólito y el Marqués de Massalombarda, D. Francisco, cuando de él hablaban llamábanlo públicamente nuestro ilustrísimo bastardo. Con la Bula Prohibitio alienandi, que prohibía a los hijos ilegítimos la investidura de los feudos eclesiásticos, dió Pío V un golpe mortal a la Casa de Este, porque no reconociendo como legítimo al Marqués de Montecchio, D. Alfonso, no podrían heredar sus hijos y Ferrara vendría a poder de la Iglesia a la muerte de Alfonso II, que se sabía en Roma no tendría herederos directos.

Falleció Alfonso I, a los cincuenta y ocho años de edad, el 31 de Octubre de 1534 y le sucedió su hijo Hércules II, a cuya educación había dedicado especialísimos cuidados su madre. No conoció ésta a su nuera ni sospechó que pudiera serlo Renata de Francia, la hija de Luis XII y hermana de Claudia, la mujer de Francisco I, a quien sus cuñados estenses calificaban de monstruo, tanto por su fealdad como por sus aficiones heréticas, habiendo acogido en Ferrara a Calvino y a Clemente Marot y amparado a cuantos eran, por protestantes, perseguidos. Los franceses que con Renata vinieron a Ferrara no se resignaban a vivir en aquella ciudad malsana para los forasteros, excesivamente fría en invierno y de calor sofocante en el verano, que Clemente Marot llamaba un pantano lleno de mosquitos.

Renata, que era al llegar de Francia muy católica y aun supersticiosa, abandonó, influída por Calvino, las[Pg 202] antiguas creencias y prácticas religiosas, y durante doce años dejó de oír misa y de confesar y comulgar, lo cual, en una Corte feudataria del Papa y en una familia representada siempre por uno de sus Príncipes en el Colegio Cardenalicio, había de ser motivo de asombro y de escándalo. Llegó éste a un punto que creyó Hércules que debía intervenir la Iglesia, y se instruyó contra Renata un proceso que dió por resultado la aparente conversión de la Duquesa, la cual siguió, sin embargo, su correspondencia con Calvino, y cuando regresó a Francia, a la muerte del Duque, su marido[119], abrazó sin recato la causa de la Reforma, y hubiera perecido en París, como hugonote, la noche de San Bartolomé, a no haber sido por su cercano parentesco con el Rey. Retiróse a su castillo de Montargis, donde murió, quince años después, en el más triste abandono. Estando una vez en Lyon Alfonso II, estalló allí la peste y su madre le convidó a su castillo, que se había conservado libre del contagio; pero él le contestó que prefería morir entre apestados que vivir entre herejes.

Fué el matrimonio poco afortunado aun políticamente, porque sometido Hércules a la influencia francesa, vióse obligado a tomar parte en la guerra que Pablo IV (Caraffa), aliado de Enrique II de Francia, promovió a los españoles, y a la que éstos pusieron victorioso término con la batalla de San Quintín, ganada por Manuel Filiberto de Saboya. Obligado el Papa a hacer las paces con Felipe II, a quien tanto odiaba, ajustáronlas en Cavi el Duque de Alba y el Cardenal Caraffa, quedando Hércules excluído del tratado, y como contaran con el apoyo de España el Duque de Toscana, Cosme de Médicis, y el de Parma, Octavio Farnesio, vióse el de Ferrara entre dos perros mordientes y aceptó la mediación que le ofreció Cosme I[Pg 203] para la paz, que se hizo sobre la base del matrimonio de Alfonso, hijo y heredero de Hércules, con Lucrecia, la hija de Cosme y de Leonor de Toledo[120]. Suscitó este matrimonio gran oposición por parte de Francia, que ofreció a Alfonso la mano de la hermana del Rey, Margarita de Valois, con dote mayor que la de Renata; mas se frustró la negociación matrimonial y Margarita casó con el vencedor de San Quintín, Manuel Filiberto de Saboya. En Septiembre de 1541 se presentaron a Carlos V, en Luca, Hércules y Cosme, cabalgando el Duque de Ferrara a la derecha del Emperador y el de Toscana a la izquierda, y esto fué causa de una cuestión de precedencia, que duró treinta años, y se resolvió en favor de Cosme cuando obtuvo del Papa y del Emperador el título de Gran Duque de Toscana, que le dió la primacía sobre todos los demás Duques reinantes italianos.

Cuando reinaba en Ferrara el hijo de Lucrecia Borja, Hércules II, cuya esposa Renata de Francia albergaba a Calvino y sus secuaces y favorecía secretamente la Reforma, que había de profesar luego públicamente en Francia, llegó a Ferrara y se alojó en el palacio ducal un Borja procedente de España, que había sido magnate prócer con fama de valido en la Corte de Carlos V, y se encaminaba a Roma, no para vestir la púrpura cardenalicia, que quería otorgarle Pablo III, sino para servir como humildísimo y valeroso soldado en la Compañía de Jesús, que a la sazón reclutaba y capitaneaba San Ignacio de Loyola, y que había de dirigir más tarde como tercer Prepósito general el cuarto Duque de Gandía, San Francisco de Borja. Tenía el Padre Francisco, como se le llamaba entonces, cercano parentesco con el Duque de Ferrara. Su abuelo Don Juan, asesinado en Roma, era hijo de Alejandro VI y hermano de Lucrecia, y su padre, primo hermano de Hércules II, casó en primeras nupcias con D.ª Juana de Ara[Pg 204]gón[121], hija natural del Arzobispo de Zaragoza, D. Alonso, que lo era, a su vez, del Rey Católico D. Fernando; de suerte que descendía el Santo de un Papa y de un Rey, siquiera tuviese esta descendencia más de natural que de legítima. Habíase educado en la Corte de Carlos V, y llegó a adquirir tal valimiento con el César, que le hizo Marqués de Lombay, título que desde entonces llevó el primogénito del Duque de Gandía, y le casó con D.ª Leonor de Castro y de Meneses, noble dama portuguesa y amiga de la infancia de la Emperatriz D.ª Isabel. Murió la augusta señora en Toledo, y hubieron los Marqueses de Lombay de acompañar el cadáver, por orden del Emperador, hasta Granada, donde debía ser enterrado en la Capilla Real. Al destapar el ataúd, la horrible podredumbre del antes hermosísimo rostro produjo tal impresión en el Marqués, que exclamó: Nunca más, nunca más servir a señor que se me pueda morir; y resolvió no servir sino a Dios, renunciando a las mundanas grandezas y entrando en religión si perdiese a su esposa[122]. No pudo, sin embargo, realizar desde luego sus propósitos, porque el Emperador le confió el gobierno de Cataluña, que desempeñó con el mayor celo y acierto durante cinco años; pero ya por este tiempo, según nos dice el Cardenal Cienfuegos[123], el[Pg 205] Virrey, con gusto de la Marquesa D.ª Leonor, mudó en comercios de ángel el amor y trato conyugal[124]. Y estando una vez en oración ante un crucifijo de bronce, hablóle éste con voz sensible, diciéndole: «Si tú quieres que deje a la Duquesa más tiempo en esta vida, yo lo dejo en tu mano; pero te aviso que a ti no te conviene.» Respondióle que no dejase cosa alguna a su arbitrio, ofreciéndole la vida de la Duquesa, la de sus hijos y la suya para que dispusiese de todo según fuese de su mayor agrado. La resignación del Duque tuvo por inmediato efecto los mortales accidentes que sobrevinieron a la Duquesa, y para los que no encontraban explicación ni remedio los médicos. Murió, pues, santamente, y pudo el viudo, dejando establecidos a sus hijos[125] y arreglados todos sus asuntos en Gandía, entrar en la Compañía de Jesús y luego en el cielo, como uno de los más grandes entre los Santos españoles, que allí abundan, y con fama muy otra de la que alcanzaron los Borjas en Italia.

El 3 de Octubre de 1559 murió Hércules II, y empezó a reinar su hijo Alfonso II, último de los Duques de Ferrara, cuyo primer acto fué poner en libertad a su tío abuelo el[Pg 206] octogenario Julio, que había estado cincuenta y tres años y ocho meses preso en un calabozo del castillo, siendo el asombro de Ferrara cuando apareció en la calle vistiendo el mismo traje que llevaba el día en que su hermano, Alfonso I, conmutó en cárcel perpetua la pena de muerte a que le había condenado. En el transcurso de más de medio siglo había cambiado la moda, y el apuesto Julio de los bellos ojos, en mal hora alabados por Angela Borja, no había podido enterarse de sus variaciones y salió trajeado con galas de mozo, que aun en su tiempo hubieran parecido impropias de sus años.

Tuvo Hércules en Renata sólo dos hijos varones: el heredero Alfonso y el Cardenal Luis; y tres hembras: Ana, Lucrecia y Leonor. Era tradición en la familia de Este que el segundogénito fuera Cardenal. Habíanlo sido los dos Hipólitos, el hermano y el hijo de Alfonso I, y era preciso que Luis abrazase la carrera eclesiástica, aunque no tuviese a ella la menor afición. A los quince años fué Obispo de Ferrara y a los veintitrés Cardenal; mas se indispuso luego con el Papa por su carácter violento y altanero y por su vida mundana y escandalosa, de la que hacía público alarde para mostrar la repugnancia que la impuesta carrera le inspiraba. Cuando Alfonso, viéndose sin herederos y sin esperanza de tenerlos, propuso a su hermano el Cardenal que renunciara la púrpura y contrajese matrimonio, era ya tarde. Veinte años antes hubiera podido enlazarse con Juana de Borbón, viuda del Duque de Enghien; pero a ello se opusieron entonces su hermano el Duque y su tío el Cardenal Hipólito. Ahora estaba ordenado in sacris, y aunque tenía poco más de cuarenta años era un hombre acabado por la vida licenciosa que había llevado y por las enfermedades que había contraído.

De las hijas de Hércules y de la hugonote Renata, la mayor, Ana, fué mujer del Duque Francisco de Guisa y luego del Duque de Nemours, capitanes ambos de la Liga católica, y la menor, Leonor, siempre enfermiza y recluí[Pg 207]da, murió soltera de una enfermedad del corazón[126], y la leyenda forjó sus amores con Torcuato Tasso y atribuyó a esta pasión la locura del poeta y su larga detención en el Hospital de Santa Ana. Lucrecia era el ídolo de la Corte de Ferrara: rubia, alta, de majestuosa presencia, llena de gracia y de ingenio. Había tenido muchos pretendientes, entre ellos el de Guisa, marido de su hermana mayor, y la casaron, cuando tenía ya treinta y cinco años, con Francisco María de la Rovère, Príncipe heredero de Urbino, hijo del Duque Guidobaldo II, que había cumplido apenas veinte, y estaba además enamorado de una bella española de la Corte de Felipe II, con quien se hubiera desposado si no lo hubiese llamado su padre a Urbino para casarlo a toda prisa con Lucrecia. Cobró Francisco profunda aversión a su madura esposa, y apenas la vió en Ferrara, adonde vino diez días después de celebrada por poder la boda, volvióse a Urbino y dejó a Lucrecia aguardándole más de un año, al cabo del cual se decidió ella a ir a Urbino a reunirse con su marido. Tratóla éste con el más profundo e insoportable desprecio, y cuando tras cinco años de infructuosos ensayos conyugales, que sólo le valieron una contagiosa enfermedad, perdió la esperanza de dar al de Urbino el deseado heredero, se separó legalmente del Duque y regresó definitivamente a Ferrara, adonde, durante su temporada marital, venía con frecuencia, para consolarse de los desaires del marido con las caricias de un apuesto capitán de la guardia ducal, Ercolini Contrari, último vástago de una gran casa ferraresa, la más ilustre después de la reinante de los Este. Por su hermano, el Marqués de Montecchio, tuvo noticia de la amorosa intriga el Duque, y como le pareció intolerable que un gentilhombre de su Corte, por él favorecido con el Marquesado de Vignola, comprometiera públicamente a una Princesa de la sangre, mandóle llamar a palacio y allí lo estranguló el verdugo con un cordón de[Pg 208] seda, atribuyéndose su muerte a un ataque apoplético. Traslucióse, sin embargo, la verdad, cobró Lucrecia odio mortal a Montecchio y buscó consuelo a su amorosa viudez en una estrecha relación, menos que honesta, con el Conde Luis Montecucoli de Módena. Con la llegada de Margarita Gonzaga, la tercera mujer de Alfonso II, acabó el reinado de Lucrecia en la Corte de Ferrara. Abstúvose de fiestas y máscaras, y empezó su vida devota con la lectura de libros piadosos, sermones de frailes y visitas a monjas. Extendió a toda su familia el odio que sentía contra Montecchio y sus hijos, y tomó bajo su protección a César Trotti, el bastardo de Hércules II, a quien quiso casar con Marfisa de Este.

No había esperanzas de que tuviera Alfonso II herederos legítimos, y la Bula de Pío V excluía terminantemente de la investidura de Ferrara a los bastardos. Era el Duque sano, vigoroso, gallardo, exuberante de vida; pero en el matrimonio, como fuera de él, había demostrado su incapacidad prolífica, la cual se atribuía, según unos, a una caída de caballo que sufrió en Francia, y según otros, a una cura heroica a que le sometió, siendo aún niño, la Facultad de Ferrara. Aventuras con fáciles y plebeyas beldades no le faltaron, y a estas accidentales favoritas dábales una dote de cuatro mil escudos y les buscaba marido, que siempre se encontraba. Una de ellas, hija de un zapatero, casó con un hombre viejo, feo y contrahecho, de quien quedó en seguida encinta, y tanto la satisfizo el haber dado con la horma de su zapato, que no se recató en vocear la notoria inferioridad viril del Duque, cuya reputación quedó muy malparada.

La primera mujer de Alfonso, Lucrecia de Médicis, murió prematuramente de una mal cuidada infección pulmonar, el 21 de Abril de 1561, y el Duque contrajo un segundo matrimonio con la Archiduquesa Bárbara, una de las once hijas que el Emperador Fernando I tuvo en Ana Jagelona, la hija de Ladislao VII de Polonia. La mayor, Isabel, casó con Segismundo II de Polonia, y entre las[Pg 209] brutalidades del marido y las perfidias de la suegra, la milanesa Bona Sforza[127], murió a los diecinueve años de edad y dos de casada. Catalina estuvo a los siete prometida a Francisco III Gonzaga, que tenía su misma edad, y a la muerte de éste pasó a ocupar el tálamo que dejó vacante su hermana Isabel. Magdalena debió casarse con Manuel Filiberto de Saboya, pero el Emperador le eximió del compromiso contraído, cuando por razones políticas se enlazó con Margarita de Valois, y la abandonada novia acabó sus días en el claustro. Leonor casó con Guillermo Gonzaga, el jorobado Marqués de Mantua. Juana, a quien pretendía Alfonso, fué mujer de su cuñado Francisco de Médicis, que enamorado de la veneciana Blanca Cappello, que había huído a Florencia con su raptor, casó con ella tan luego como murió Juana. El Duque de Ferrara se contentó, pues, con Bárbara, que tenía veinticinco años y era pequeña, pálida, con la cara larga y el labio característico de los Austrias. Había heredado la liberalidad y la afabilidad del Emperador Fernando y la dulzura y bondad de su madre. En su Relación al Senado, decía el Embajador veneciano Contarini que de las cuatro Duquesas que habían tenido los ferrareses, la española (Lucrecia Borja), la francesa (Renata de Francia), la italiana (Lucrecia de Médicis) y la alemana (Bárbara de Austria), era esta última con la que habían estado más contentos. Después de cuatro meses de enfermedad, y contando treinta y tres años escasos, expiró santamente, el 19 de Septiembre de 1572, en brazos de su hermana Leonor de Mantua. Lloróla el pueblo como a ninguna otra Duquesa, y es la única que no yace en el suelo, sino en un mausoleo de[Pg 210] mármol que en la Iglesia de Jesús le erigió Alfonso II.

No habiendo éste podido obtener del Papa Gregorio XIII (Boncompagni) la facultad de designar por extensión su heredero a falta de legítimos, pensó contraer terceras nupcias, y se habló de la joven y bella Marfisa de Este, hija natural del Marqués de Massalombarda, que acababa de heredar del padre la conspicua suma de doscientos mil escudos de oro. Pero Marfisa casó con su primo Alfonsino, primogénito del Marqués de Montecchio, boda impuesta por el Duque, a la que como vasallo y pariente y muy a disgusto se sometió el Marqués, previendo que había de costarle la vida a su hijo, que contaba apenas diecisiete años y era de constitución harto débil, mientras Marfisa tenía ya veintidós y era una gallarda moza, vigorosa como una amazona y de ardoroso temperamento. Realizáronse los temores de Montecchio, pues en cinco meses acabó Marfisa con el tierno y enclenque marido. Aspiró luego a su mano el Marqués de Mantua para uno de sus hijos; pero llegó tarde, porque la bella viuda estaba ya comprometida y casó en palacio con Alderano Cybo, Marqués de Carrara.

La tercera mujer de Alfonso II fué su sobrina Margarita Gonzaga, hija del Duque Guillermo y de Leonor de Austria, la hermana de Bárbara. Tenía catorce años escasos y el Duque cuarenta y cinco ya cumplidos, y el Marqués de Montecchio, que por poder había representado a Alfonso en el matrimonio celebrado en Mantua el 24 de Febrero de 1579, decía: «Si con ésta no tiene mi Duque sucesión, puede estar tranquilo de que no ha de tenerla con ninguna.» Y, en efecto, no la tuvo. Pasó el tiempo, y Margarita, que se divertía mucho en Ferrara con las fiestas, sus damas, sus perros y una enana, no se preocupaba de dar al Duque, sea como fuere, el deseado heredero.

Convencido, pues, Alfonso de que no lo tendría legítimo y directo, quiso obtener del Papa la investidura de Ferrara, por extensión, para su primo César, el hijo del Marqués de Montecchio; y habiendo sido elegido Papa el[Pg 211] Cardenal Sfondrati, Gregorio XIV, milanés, amigo de la Casa de Este, trasladóse Alfonso a Roma y ofreció a Su Santidad ir a combatir contra el turco con seis mil hombres, doblar el canon anual de Ferrara a la Iglesia y donar a la Cámara Apostólica un millón en oro. La tentadora oferta hizo que el Papa presentara al Sacro Colegio un decreto conforme a los deseos del Duque, pero a él se opusieron los Cardenales, por considerarlo contrario a la Bula de Pío V, que habían jurado defender, en vista de lo cual retiró el Papa el decreto y falleció pocos meses después. Resultaron también infructuosas las gestiones de Alfonso cerca de Clemente VIII (Hipólito Aldobrandini), hijo de un Aldobrandini expulsado de Florencia y protegido de los Este.

Más afortunado fué con la sucesión de los feudos imperiales de Módena, Reggio y Carpi, cuya investidura dió Rodolfo II a César el 8 de Agosto de 1594, mediante el pago de 400.000 escudos. El 17 de Julio del siguiente año otorgó Alfonso testamento, llamando a su primo César a la sucesión de todos sus Estados, y el 27 de Octubre de 1597 murió el nieto de Lucrecia Borja, último de los Este que reinó en Ferrara, habiendo sido trasladado, el día 29, su cadáver al Corpus Domini y enterrado el 24 de Enero de 1598 con su primera mujer, Lucrecia de Médicis. La viuda, Margarita Gonzaga, se retiró a Mantua, donde murió el 6 de Enero de 1618, y yace en el suelo en el coro del convento de Santa Ursula, que ella fundó.

Apenas expiró Alfonso surgió el conflicto entre el Papa Clemente VIII y César, que era, como queda dicho, hijo de Alfonso, Marqués de Montecchio, y de Julia de la Rovère, de los Duques de Urbino[128] y nieto de Alfonso I y[Pg 212] de Laura Eustochia Dianti, cuyo matrimonio in articulo mortis se negó a reconocer la Santa Sede. Creyó César que podría contar con el apoyo de Alemania, España, Venecia, Toscana y Mantua; pero la habilidad de la diplomacia pontificia y el anuncio de que Enrique IV ponía a la disposición del Papa un ejército de diez mil hombres para la conquista de Ferrara, cambió por completo la situación. Rehusó el Papa la oferta del francés; pero no sólo esgrimió contra César las armas espirituales, excomulgándolo, sino que juntó con maravillosa rapidez en Faenza un ejército de treinta mil hombres. Viéndose perdido César, ocurriósele solicitar la intervención de su mortal enemiga Lucrecia, la cual estipuló con el Legado del Papa, el 12 de Enero de 1598, un convenio que fué un verdadero desastre para la Casa de Este, pues perdió a Ferrara, Comacchio y la baja Romaña. El 28 salió César de Ferrara, y al día siguiente hizo su entrada el Cardenal Pedro Aldobrandini, como Legado a latere, siendo recibido por los ferrareses con el mismo entusiasmo que los antiguos Duques de la Casa de Este. Presenció esta triunfal entrada desde sus habitaciones de Palacio la Princesa Lucrecia, que murió el 12 de Febrero, dejando todos sus bienes al Cardenal Aldobrandini, por quien tuvo un senil antojo, que aprovechó el Cardenal, enamorado de una de las doncellas de Lucrecia.

¿Qué se hicieron los demás hijos de Lucrecia Borja? El Cardenal Hipólito II, que heredó de su padre la afición a los jardines, arte antes desconocido en Italia, que cultivó Alfonso I en las Delicias o villas que creó en Ferrara, construyó la suntuosa villa de Este en Tívoli, una de las más famosas de Italia, y allí murió tranquilamente, a los sesenta y tres años de edad, sin que haya noticia de que tuviera sucesión, como su tío Hipólito I. Leonor murió de Abadesa de las Clarisas del Corpus Domini. Y Francisco, que sirvió como General a Carlos V en Flandes, no se casó, pero tuvo dos hijas naturales: Marfisa y Bradamante, que casaron con dos nobles ferrareses, el Marqués[Pg 213] de Carrara y el Conde de Bevilacqua, después de haber sido, la primera, mujer por pocos meses de Alfonsino, el primogénito de Montecchio.

Con su incorporación a los Estados de la Iglesia empezó la decadencia de Ferrara, ciudad que bajo el Gobierno de los Este había llegado al más alto grado de prosperidad. Mas si es hoy, después de haber ocupado importante lugar en la historia de la Edad Media y del Renacimiento, una de tantas ciudades muertas italianas, vive aún por el arte y para el arte, y si en sus antes bulliciosas y ahora solitarias calles crece la yerba, proclaman sus bellísimos palacios, al par que el pasado poderío, la grandeza del genio italiano. Algunos de los palacios estenses están destinados a servicios públicos: en el Castillo viejo está la Prefectura; en el Palacio ducal, el Municipio; en el de la Razón, los Tribunales de justicia; en el de los Diamantes, la Pinacoteca; en el del Paraíso, la Universidad. En nuestros días se ha despertado, por fortuna, el amor al arte y a las pasadas glorias, y procuran los ferrareses, enamorados de su ciudad natal, salvar de la ruina a que por la incuria y el abandono estaban condenadas, algunas joyas arquitectónicas, como la casa de Ludovico el Moro, que éste hizo construir para refugiarse en Ferrara si de Milán le echaban, como sucedió, y que no habiéndola podido disfrutar, donó a Costabili; y la casa de Romei, que, incorporada al convento del Corpus Domini, habitó Lucrecia Borja, una y otra hasta ahora ocupadas por gente pobrísima, poco adecuada para cuidarlas y evitar su deterioro.

Compréndese que fuera Ferrara, en los primeros años del siglo XVI, una de las más hermosas ciudades de Italia, y que el ser allí Duquesa pareciera a Lucrecia la realización de un sueño, después de sus infortunios conyugales con el Señor de Pesaro y el Duque de Bisceglia y de su vida en Roma, a merced del Papa y de su hermano el Valentino. En aquel escenario y en aquel ambiente la figura de Lucrecia se nos muestra de muy distinto modo que en[Pg 214] Roma, sobre todo en sus últimos años, casi siempre encinta, enlutada y triste por la pérdida de las personas más allegadas y queridas y buscando en el cielo el consuelo que no podía hallar para sus penas en la tierra. Cuán otra de la Lucrecia que vió por vez primera el florentino Lorenzo Pucci, en compañía de Julia Farnesio, secando al fuego de la chimenea la copiosa y dorada cabellera; de la Lucrecia enjoyada y jocunda, incansable y graciosa bailarina, que se sentaba descaradamente con su cuñada Sancha entre los canónigos en el coro de San Pedro y presenciaba sin rubor la danza de las castañas en el aposento del Valentino, y en cuyo corazón apenas hacían mella desgracias y crímenes tan grandes como el asesinato de su hermano el Duque de Gandía y el de su marido Alfonso de Aragón, ejecutados por orden de César. Mudáronla los años. Quebrantaron su salud y mermaron su belleza las continuas gestaciones y los laboriosos partos, no pocos infelices, que la pusieron en peligro de muerte. Perdió la afición a los afeites, los trajes y las joyas, y entristeció su ánimo la larga enfermedad y ausencia del predilecto amigo, su cuñado el Marqués de Mantua. Si no se apartó del mundo para entregarse por completo a la vida devota, a la que dedicaba buena parte de su tiempo, fué porque no se lo consintieron sus deberes de madre y soberana, de que se mostró siempre cumplidora celosísima. Y si pecó en Roma en sus mocedades y acaso en Ferrara, quiso Dios, en su infinita misericordia, otorgarle la merced del padecer y darle tiempo para que en sazón se arrepintiera y pudiera morir cristianamente, como debía morir una española hija de un Papa.


[Pg 215]

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[Pg 223]

ÍNDICE DE PERSONAS CITADAS

A

B

C

CH

D

E

F

G

H

H

[Pg 230]J

L

LL

M

N

O

[Pg 232]P

Q

R

S

T

U

V

W

Y

Z


[Pg 235]

ÍNDICE GENERAL

Anteportada 1
Obras del autor 2
Portada 3
Propiedad 4
El porqué de este libro 5
CAPÍTULO I 11
Los Papas Borjas.—Calixto III y sus sobrinos.—Alejandro VI y sus hijos.—El primer Duque de Gandía.  
CAPÍTULO II 37
La Vannozza.—Sus tres maridos.—Hijos que en ella tuvo, siendo Cardenal, Rodrigo de Borja.—César de Valencia, Juan de Gandía, Jofre de Squillace y Lucrecia, Duquesa de Ferrara.  
CAPÍTULO III 59
Nacimiento y educación de Lucrecia.—Sus retratos.—Su carácter.—Sus aficiones.  
[Pg 236]CAPÍTULO IV 77
Las proyectadas bodas españolas de Lucrecia.—La del segundo Duque de Gandía, D. Juan, en Barcelona, con su cuñada D.ª María Enríquez, y la de Don Jofre, en Nápoles, con D.ª Sancha de Aragón.—Casa Lucrecia con Juan Sforza, Señor de Pesaro.—Asesinato del Duque de Gandía.—Se declara nulo, por impotencia, el matrimonio de Lucrecia, y del ofendido y fugitivo marido parte la acusación de incesto contra el Papa.  
CAPÍTULO V 103
Conducta de Lucrecia después de la fuga de Sforza.—Da a luz un hijo bastardo.—Coincidencias que hacen suponer fuera el infante romano, cuya paternidad reconoció el Papa.—Contrae Lucrecia segundas nupcias con D. Alonso de Aragón, Duque de Bisceglia, que muere asesinado por orden de César.—Dos meses después negocia el Papa el matrimonio de Lucrecia con D. Alfonso de Este, primogénito del Duque de Ferrara.—Tras larga negociación se firman las capitulaciones en Ferrara.—Júbilo de Lucrecia y fiestas con que se celebra en Roma la noticia.  
CAPÍTULO VI 141
Viaje de Lucrecia de Roma a Ferrara.—Las fiestas de la boda.—Partos y duelos de Lucrecia.  
[Pg 237]CAPÍTULO VII 169
Lucrecia en Ferrara.—Sus amores con Pedro Bembo y Francisco Gonzaga.—Sírvele de tercero Hércules Strozzi, que muere misteriosamente asesinado.—No vuelve a ver al Marqués de Mantua.—Sus últimos años son de vida devota y ejemplar.—Muere de sobreparto y es enterrada en el convento del Corpus Domini.—El duelo de Ferrara.—Consuela al Duque, en su viudez, Laura Dianti, haciéndole padre de dos hijos, cuya legitimidad no reconoce la Santa Sede.—Los hijos y nietos de Lucrecia.—El primogénito Hércules II casa con Renata de Francia.—Aloja ésta, en palacio, a Calvino, y Hércules a San Francisco de Borja.—Sucede a Hércules II su hijo Alfonso II, que casó tres veces, y murió sin sucesión, dejando por heredero a su primo César, nieto de Laura Dianti.—Como Duque de Módena hereda los feudos imperiales, y el de Ferrara es incorporado a los Estados de la Iglesia.—Conclusión.  
Bibliografía 215
ÍNDICE DE PERSONAS CITADAS 223
ÍNDICE GENERAL 235
LÁMINAS 238
Colofón 239

[Pg 238]

LÁMINAS

SANTA CATALINA DE ALEJANDRÍA, supuesto retrato de LUCRECIA BORJA, por Pinturicchio, frente a la portada, página 3.

LUCRECIA BORJA, Medalla de Filippino Lippi, frente a la página 65.

LÁPIDA de la sepultura en que está enterrada LUCRECIA BORJA, frente a la página 199.


[Pg 239]

Ilustración

LUCRECIA
BORJA

: :   SE IMPRIMIÓ   : :
—— EN   LA ——
TIPOGRAFÍA ARTÍSTICA
Cervantes, 28 - Madrid
—— EN ——
:: Diciembre de 1922. ::


[Pg 240]

Ilustración

NOTAS

[1] Quien primero trató de rehabilitar a Lucrecia Borja en Italia, fué el Marqués Campori, de Módena, en un breve artículo que publicó en 1866 en la Nueva Antología, con el título de Una vittima della Storia—Lucrezia Borgia.

[2] Gil Sánchez Muñoz, nombrado Papa por los dos Cardenales de Pedro Luna (Benito XIII) en Peñíscola.

[3] El 20 de Agosto de 1429 recibió en Peñíscola el orden sacerdotal y al día siguiente fué consagrado por el Cardenal Pedro de Foix como Obispo de Valencia.

[4] Tuvo, probablemente antes de recibir las órdenes sagradas, un hijo natural, Francisco de Borja, nacido en Játiba, del que no se oyó hablar hasta la accesión de Alejandro VI, que le hizo Arzobispo de Cosenza y Cardenal de Santa Cecilia, siendo generalmente conocido como el Cardenal Cosentino. Los editores de los Monumenta Historica Soc. Jesu lo tienen por hijo de un Juan Borja, hermano legítimo o ilegítimo de Jofre de Borja y Doms, el cuñado de Calixto III, padre de Alejandro VI; murió en Octubre de 1511, excomulgado por Julio II como cismático por su participación en el Concilio de Pisa.

[5] Decía un proverbio: los catalanes, de las piedras sacan panes, y Dante en El Paraíso hace que Carlos Martel aconseje a su hermano Roberto que huya de l’avara poverta di Catalogna.

[6] Además de estos dos hijos tuvo Isabel tres hijas que casaron y quedaron en España. No tuvieron sucesión ni Tecla, mujer de Mosén Vidal, de Vilanova, ni Beatriz, que lo fué de D. Ximén Pérez de Arenós, Señor de Castelnovo, la cual sobrevivió pocos días a su hermano el Papa. La mayor, Juana, contrajo matrimonio con Pedro-Guillén Lanzol, de Romani, Señor de Villalonga, y sus hijos, por autorización del Papa Alejandro VI, tomaron el nombre materno de Borja anteponiéndolo al de Lanzol, lo cual dió lugar al error en que incurrió el P. Mariana y los historiadores que le siguieron, incluso Gregorovius, de reputar padre de Alejandro VI a Jofre de Borja Lanzol, que era su sobrino carnal. Este Jofre casó con Juana de Moncada y tuvo en ella numerosa prole. De sus tres hijos varones, Rodrigo, el primogénito, fué Capitán de la Guardia del Papa, y los otros dos, Cardenales. Juan, llamado el Menor para distinguirlo de su tío el Arzobispo de Monreale, sucedió a César en el Arzobispado de Valencia, y Pedro Luis sucedió a su hermano y fué el último Borja Arzobispo de Valencia. De las hijas, cuatro, D.ª Leonor, D.ª Marquesa, D.ª Ana y D.ª Isabel casaron en Valencia, y en Italia las otras dos, D.ª Jerónima y D.ª Angela, que acompañaron a Ferrara a Lucrecia Borja.

[7] Para fomentar la guerra contra los moros dió a Enrique IV de Castilla una Bula de Cruzada en la cual por vez primera se concedieron indulgencias para los difuntos. También envió a aquel Rey una espada bendita que se conserva en la Armería Real.

[8] No se supo con certeza quién fuera su madre. Pontano refiere variedad de opiniones y se inclina a que lo había sido la Infanta D.ª Catalina, cuñada del Rey. Zurita y Bofarull piensan que lo tuvo en D.ª Margarita de Hijar, dama de la Reina. El Papa Calixto III decía que no era hijo de D. Alfonso sino de un hombre bajo y de vil condición, por lo que algunos tenían por su padre a un moro bastardo, de Valencia.

[9] Según el documento publicado por Villanueva en su Viaje literario a las iglesias de España, nació en Játiba, en Julio de 1431. Burchard declara que en su presencia dijo el Papa a los Cardenales, el 1.º de Enero de 1498, que el día anterior había cumplido 67 años y que había nacido en Año nuevo que era domingo. Y como no era domingo el 1.º de Enero de 1431 debió nacer, según Pastor el 1.º de Enero de 1430.

[10] El Agente del Marqués Gonzaga, Antonello de Salerno, en despacho fecho en Rimini, el 21 de Julio de 1492, cuenta que a la cabecera del moribundo Inocencio VIII estuvieron a punto de venir a las manos los dos Cardenales Borja y Julián de la Rovère.

[11] Riquísimo banquero, hijo de un Embajador de Siena. Vino a Roma, ayudó a César Borja y obtuvo la confianza de Julio II y la superintendencia de la hacienda pontificia. Se hizo construir, por Baltasar Peruzzi, el palacio llamado de la Farnesina, que decoraron al fresco los más ilustres artistas del siglo XVI, y en el que obsequió con suntuosos banquetes a León X y su Corte. Arruinados los Chigi vendieron el palacio a los Farnesios, de donde le vino su actual nombre, y extinguida esta familia en 1731 pasó a la Corona de Nápoles, y el último Rey la dió en enfiteusis al Duque de Ripalda. Hoy es propiedad de su hija la Duquesa de Santa Lucía y lo habita el Príncipe Chigi, descendiente del primer propietario.

[12] Nicolás Campani, llamado el Strascino de Siena, autor de un célebre Lamento sobre el mal francés.

[13] Era hija del Cardenal Pedro Taglaria de Aragón y de la bella Julia Campana, famosa cortesana de Ferrara, en quien la hubo, dice un cronista, furtivamente. Tuvo una corte de poetas y la protegió D.ª Leonor de Toledo, Duquesa de Florencia. Después de haber ganado con su belleza y con su arte una fortuna, murió en la miseria en una taberna del Transtevere. (G. Biagi.—Un etèra romana Tullia d’Aragona. Firenze, 1897.)

[14] G. Passini.—Veronica Franco, celebre poetessa e cortigiana, 2.ª edición, Venezia, 1888.

[15] He aquí la traducción castellana de la carta de Pío II:

«Amado hijo: Cuando hace cuatro días se juntaron en los jardines de Juan de Bichis algunas damas de Siena entregadas a la mundana vanidad, olvidaste, según hemos sabido, la dignidad del cargo que desempeñas y te entretuviste con ellas desde las 17 hasta las 22. Tuviste por compañero a quien la edad, si no el honor de la Santa Sede, hubiera debido recordarle su deber[*]. Hemos oído que se bailó disolutamente, sin omitir ninguno de los atractivos del amor, y que tu conducta fué la de cualquier joven mundano. Lo que allí ocurrió el pudor obliga a callarlo, porque no sólo el hecho, sino hasta el nombre es indigno de tu posición. Los maridos, padres, hermanos y parientes de aquellas damas, casadas y solteras, no fueron admitidos, para que vuestro placer pudiese ser más desenfrenado. Os encargasteis, con pocos criados, de dirigir y de animar los bailes. No se habla hoy en Siena sino de tu ligereza, que anda hoy en boca de todos. Es verdad que en estos baños donde es grande el concurso de clérigos y seglares eres la fábula de todos. Es indecible nuestro disgusto porque esto redunda en desdoro del oficio y dignidad sacerdotal. Se dirá que nos enriquecemos y encumbramos, no para vivir honestamente, sino para procurarnos los medios de satisfacer nuestros antojos. De ahí el desprecio de los Príncipes y de las Potencias y el cotidiano sarcasmo de los legos. De ahí que se nos eche en cara nuestra manera de vivir cuando reprendemos la de los demás, y que las censuras alcancen al Vicario de Cristo porque tolera tales cosas.

[*] Mons. de Robau.

»Tú, hijo amado, estás a la cabeza de la diócesis de Valencia, la primera de España; eres, además, Canciller de la Iglesia, y, lo que hace más reprensible tu conducta, figuras entre los Cardenales que con el Papa forman el Consejo de la Santa Sede. Dejamos a tu juicio si conviene a tu dignidad el cortejar doncellas, el enviar fruta y vino a tu predilecta y el pasar el día sin pensar más que en solazarte deleitosamente. Por culpa tuya se nos censura y padece la memoria de tu tío Calixto que, a juicio de muchos, hizo mal en cubrirte de tantos honores. Si buscas excusas con la edad, no eres tan joven que no puedas comprender los deberes que tu dignidad te impone. El Cardenal debe ser irreprensible y modelo de conducta moral a los ojos de todos. ¿Podremos, acaso, enojarnos si los Príncipes de la tierra nos dan calificativos poco honrosos, si nos disputan la posesión de nuestros bienes y nos obligan a someternos a sus mandatos, cuando somos nosotros mismos los que nos inferimos estas heridas y los que nos aparejamos estos males, menoscabando, cada vez más, con nuestras acciones, la autoridad de la Iglesia? Nuestro castigo en este mundo es la vergüenza, y en el otro el consiguiente padecer. Ponga tu prudencia coto a estas vanidades y tenga presente tu dignidad, para evitar que ganes fama de pisaverde entre las damas. Si tales hechos se repitieran Nos veríamos obligados a hacer ver que ocurren sin nuestra aprobación, antes bien, muy a pesar nuestro, y nuestra censura no te favorecería. Siempre te hemos querido y te hemos creído digno de nuestra protección porque parecías hombre serio y morigerado. Haz de modo que podamos seguir teniendo de ti la misma opinión y nada contribuirá más a ello que el llevar una vida más seria. Tu edad, que promete todavía mejora, nos permite amonestarte paternalmente.

»Petriolo, 11 de Junio de 1460.»

[16] Cuando en 1464 acompañó a Pío II en su viaje a Ancona enfermó allí y el médico dió pocas esperanzas Maxima quia paulo ante non solus in lecto dormiverat.

[17] Es pura leyenda la de que sirvió de modelo a la Justicia en el mausoleo de su hermano Pablo III, que en el estilo de Miguel Angel hizo Guillermo della Porta en San Pedro; estatua cuya desnudez veló Teodoro della Porta, en el Pontificado de Clemente VIII, con una lámina de hierro que se confunde con el mármol.

[18] Declaró un notario que, por su aspecto, parecía núbil.

[19] El Tuerto murió en Agosto de 1500, trágicamente, sepultado bajo los escombros del techo de su habitación.

[20] Murió el 24 de Marzo de 1524.

[21] El profesor de Oxford, Mr. W. H. Woodward, en su biografía de Cesare Borgia, tiene también por hijo de Julia a un Rodrigo Borja que nació en 1503; es decir, en el último año del Pontificado de Alejandro VI, y cuando éste había cumplido ya más de setenta.

[22] «D. Rodrigo de Borja (Alejandro VI), sus hijos y descendientes» Informe de D. Manuel Oliver y Hurtado. Boletín de la Academia de la Historia. Tomo IX. Madrid, 1886.

[23] Höfler. D. Rodrigo de Borja (Papst Alexander VI) und seine Söhne, D. Pedro Luis, erster, und D. Juan, zweiter Herzog von Gandia aus dem Hause Borja. Wien, 1889.

[24] Hubo doce Duques de Gandía por descendencia directa y masculina de los Borjas, hasta que extinguida en 1748 pasó el Ducado a D. Francisco Pimentel y Borja, Duque de Benavente. Este no tuvo hijos varones y su hija y sucesora, la famosa Duquesa de Benavente, D.ª María Josefa, casó con D. Pedro de Alcántara Téllez Girón, Duque de Osuna.

[25] Gregorovius dice que Pedro Luis murió muy joven, en España, antes de 1491, y Béthencourt da como fecha de su fallecimiento el 3 de Septiembre de 1488. Murió en Roma, si no el mismo día en que otorgó su testamento, pocos después, porque el 28 el Deán de Valencia, D. Juan López, que ejercía el cargo de notario apostólico, extendió un instrumento público de poder a favor de Francisco Prats, para que en nombre de D. Juan de Borja y con el cargo de procurador suyo, se trasladase a España y firmase las capitulaciones matrimoniales con su cuñada D.ª María Enríquez que, siendo todavía innúbil, había quedado intacta. Y como el nuevo Duque no había cumplido aún los catorce años, pues sólo contaba doce, necesitaba la dispensa de edad y la del impedimento de parentesco, que el Papa Inocencio VIII, a instancia de D. Rodrigo de Borja, otorgó al instante en la misma fecha. Los restos del primer Duque de Gandía fueron trasladados de Roma a Gandía, en cuya Colegiata, reedificada por D.ª María Enríquez, están enterrados muchos de sus sucesores. D.ª María nació en 1479, casó el 24 de Agosto de 1493, con D. Juan, segundo Duque de Gandía; enviudó el 14 de Junio de 1497, y puestos en orden su Casa y Estados pudo entregarlos a su hijo D. Juan y entró en el Convento de Santa Clara, en 1511, y en él murió en 1537, con el nombre de Sor María Gabriela. En este Convento había ya profesado su hija Isabel y profesaron también cinco hijas del tercer Duque de Gandía, hermanas de San Francisco de Borja.

[26] Le Pape Alexandre VI et les Borgia. París, 1870.

[27] Papa Alessandro VI, secondo documenti e carteggi del tempo. 3 vol. Bologna, 1880.

[28] En 1841 reimprimió Luis de Usoz, en Londres, el Cancionero de burlas provocantes a risa, publicado en Valencia en 1519, y hablando en sus Advertencias previas de Alejandro VI, dice que «pocos años antes de ser Arzobispo cayó en amor con cierta dama, viuda con dos hijas, que había venido con su familia de Roma a Valencia. Rodrigo, hecho ya dueño del honor de la madre, y crecidas en tanto las hijas, las puso también asechanzas; pero la muerte de la madre puso un dique a su carrera de lascivias. Dejó bajo el cuidado de la madre a las muchachas; e puso la una monja en un monasterio y a la otra, llamada Catalina y que otros llamaban en Valencia Rosa Vannozza tomó por concubina y de ella tuvo muchos hijos antes y después de ser Papa».

No sabemos de dónde tomó Usoz estas noticias que tenemos por apócrifas y no las citaríamos si no fuera por lo del nombre de Rosa, porque las tres veces que Burchard la menciona en su Diario, la primera, cuando saquearon su casa los soldados de Carlos VIII; la segunda, cuando al repasar por Roma los suizos, camino de Francia, les quitaron algunos bagajes los hombres de César en venganza del hecho anterior, y la tercera, cuando dió a sus hijos una cena en su viña la noche del asesinato del Duque de Gandía, la llama solamente domina Rosa, omitiendo su apellido.

Don Juan de Borja segundo probó, ante la Corte de justicia de Valencia, por medio de una justificación de testigos, que su padre del mismo nombre y Doña Lucrecia de Borja eran hermanos, hijos ambos de la propia madre y ésta la noble D.ª Bennosa.

Y en el instrumento de 29 de Enero de 1483 en que se daba tutor a D. Juan de Borja, cuya madre (la Vannozza) había contraído segundas nupcias, se decía que su abuela materna D.ª Mónica era viuda de un Jacobo Pinctor y estaba excusada por su edad senil y que los parientes que había en Roma, por parte de la madre, hábiles para el cargo eran Juan Bautista y Paulo, hijos del maestro Antonio de Brixio o Brixia, familia no conocida.

[29] De Episcopo Cardinali genitus et conjugata.

[30] Nobis genitus et muliere vidua.

[31] En carta que escribió el 25 de Noviembre de 1492 a un Fray Jorge de Mantua, solicitaba le enviase el Marqués un buen caballo para el Duque de Gandía mi hijastro, que lo demás corre de mi cuenta.

[32] El 1.º de Abril de 1500 escribía Cristóbal Poggio, Embajador mantuano en Venecia, que Carlos Canale había muerto de fiebre.

[33] Según Infessura, había en Roma, en 1490, antes de que se conociera el mal francés, 6.800 mujeres públicas, sin contar las concubinas, y según Sanudo, 11.654 en Venecia, en 1500.

[34]

Tu casa fué el arca donde han escapado

toda nobleza de gente d’España,

según el gran odio, rancor y gran saña,

que tanto Alexandre nos ovo dexado...

[35] Ad presens in decimo octavo vel circa tue etatis anno constitus. En la Bula de la misma fecha dirigida al Clero de Valencia, que publica el Sr. Sanchís, empléase igual expresión: hodie in decimo octavo vel circa suæ etatis anno.

[36] Me dice el Barón Pastor que en la nueva edición que va a publicar del tomo III, escrito hace muchos años, rectifica esta opinión y reconoce que César fué el mayor de los dos hermanos.

[37] R. d. Cardinalis Valentinus dicti ducis frater germanus et natu major, dice en su Diario el 10 de Agosto de 1496.

[38] El Sr. Sanchís reproduce, como retrato de D. Juan, el de la tabla de principios del siglo XVI, que existe en el Colegio de Corpus Christi, de Valencia, y representa a la Virgen con el Niño, teniendo a sus lados a Santo Domingo y Santa Catalina y a sus pies dos grupos de hombres con trajes de la época. Sospecha Bertaux que dicho cuadro fué pintado por algún discípulo de Pablo de S. Leocadio con destino al oratorio de la Duquesa de Gandía, que se lo encargó en 1507, y que el Duque es el hombre que en el grupo de la derecha está arrodillado, coronado de flores, con las manos juntas en actitud suplicante, y a quien sujeta por detrás y amenaza herirle con un largo puñal un asesino. Este retrato es muy semejante al del fresco del Pinturicchio.

[39] Historia de los Reyes Católicos. Sevilla, 1870.

[40] Esto dice Burchard, Matrimonium... consumasse et fecisse octo vices susccesive. Luis XII escribió al Papa que Valencia había roto cuatro lanzas más que él, dos antes de la cena y seis por la noche, siendo costumbre en Francia que se consumase el matrimonio de día.

[41] Luisa de Borja, la hija de César, casó a los dieciséis años, con Luis II de la Trémoille, muerto en la batalla de Pavía, y cinco años después contrajo segundas nupcias con Felipe de Borbón-Busset.

Estaba aún en la infancia cuando su padre entró en tratos para casarla con Federico Gonzaga, el primogénito de Isabel de Este, Marquesa de Mantua, del que había sido padrino de bautismo; tratos que, muerto César, se renovaron en 1516 y no tuvieron éxito porque los mentores del Príncipe mantuano, enviado a la Corte de Francisco I para completar su educación, calificaron la novia de «pequeñuela, fea de cara y nariguda y con una señal en la frente que la hacía parecer aún más fea», no bastando a compensar estos defectos físicos la pingüe dote y «el ingenio vivo y pronto, natural en quien era hija de español y de gascona».

Tuvo César dos hijos naturales: Jerónimo y Camila, que estuvieron en Ferrara al cuidado de Lucrecia. Jerónimo casó en 1537 con una Pizzabeccari y en 1545 con Isabel Pío, de los señores de Carpi. Camila entró a los cinco años en el Convento de Clarisas del Corpus Domini, y habiendo mostrado su inclinación a la vida monástica, edificó Lucrecia la iglesia y convento de San Bernardino, en el que profesó Camila, tomando el nombre de Lucrecia, y allí está enterrada. Del Jerónimo se sabe, por el Diario de un tal Jacoppo Ranieri, de Bolonia, que «el 4 de Marzo de 1542 fueron decapitados tres ferrareses que vinieron a Poggio, por encargo de un hijo del Duque Valentino, para matar a un tal Castrone», el cual, por cierto, fué asesinado el 15 de Noviembre de 1546, junto a la puerta de San Jorge, en Ferrara, no habiendo podido escapar a la venganza del Borja, que debía tener sobre su conciencia la desaparición de tres Lambertini, Señores de Poggio, a cuyo servicio estaba el Castrone.[*]

[*] Conrado Ricci. Anime dannate. Il figlio di Cesare Borgia. Milano, 1918.

[42] De Nobis genitus et muliere vidua.

[43] El Embajador mantuano en Venecia, Tosabezzi, escribía el 28 de Septiembre de 1497, que corrían voces de que D. Jofre no había podido nunca consumar el matrimonio con D.ª Sancha, por lo que pensaban casarla con el Valentino.

Contradice estas voces la carta del Cardenal de Monreal, que original se conserva en el Archivo de la Catedral de Valencia, fecha en Nápoles, el 12 de Mayo, y dirigida a D. Juan de Marrades dándole cuenta de la boda, para conocimiento del Papa, en los siguientes términos: «Después de levantarnos de la mesa el Rey y yo con todos los Grandes del Reino, acompañamos a D.ª Sancha y a D. Jofre hasta la puerta de la posada en que se alojaba el Príncipe fuera del Castillo nuevo y los acompañamos hasta su cuarto, y S. M. y yo la entregamos a las damas que la aguardaban en casa del Príncipe y a quienes tocaba meterla en la cama a ella y al Príncipe, y al Rey y a mí nos tocaba aguardar a que estuvieran en la cama y entramos luego en el cuarto y allí estuvimos hasta una hora antes de amanecer, mirando cómo estaban en la cama, y S. M. y yo bromeando con ellos, y el Príncipe estaba tan gracioso y animoso en la batalla que hubiera dado cualquier cosa porque lo hubiesen podido ver otros como yo le vi. Después de darle la bendición en la cama, nos fuimos... Mandé hoy por la mañana un camarero mío para saber cómo estaba el Príncipe, que estaba todavía en la cama, y le dijo en secreto que se había portado muy bien, y estaba tan alegre, que delante de él besó dos o tres veces a D.ª Sancha y daba gusto verlo». Y tanto satisfizo al Papa esta relación del Cardenal, que se apresuró a participar al Duque de Gandía, en carta del 18 de Mayo, que su hermano Jofre «había consumado el matrimonio con D.ª Sancha, su esposa, y se había portado muy bien, aunque no tenía más que trece años».

[44] Decíale Emilia Pía a la Marquesa de Mantua, en carta fecha en Urbino el 21 de Diciembre de 1504: «D. Gonzalo (el Gran Capitán) ha mandado celebrar exequias bellísimas a la Princesa de Squillace, en las que quiso se hallase reunida toda la familia, la cual quedó malcontenta, porque D. Juan de Cardona les había quitado toda la fortuna, dejándolos sin nada, salvo a una favorita suya a quien quedaron unos cuantos centenares de florines, y esto quizá porque era muy hermosa, según se dice, y natural de Fossombrone.»

A. Luzio y R. Reiner. Mantova e Urbino. Turín, 1893.

[45] Alfonso V dió título de Conde, en 1448, a Francisco Gilabert de Centelles, su Camarlengo, en premio a sus servicios en las guerras de Nápoles. Por la extinción de la línea masculina recayó el Condado en una hembra, Magdalena, que casó con el quinto Duque de Gandía, Carlos, hijo de San Francisco de Borja.

[46] El Sr. Sanchís en su trabajo sobre El arte del bordado en Valencia en los siglos XIV y XV, cita a un Luis de Sent Jordi, a quien se le llama maestro.

[47] Los libros que figuran en el inventario de Lucrecia, publicado por Luca Beltrami (Polifilo. La Guardaroba di Lucrezia Borgia. Milano, 1903), son quince; de ellos, cuatro españoles: Un libro de coplas a la española, en pergamino, miniado de oro, cubierto de terciopelo carmesí, con cantoneras y broche de plata, en una bolsa de gamuza roja; un libro manuscrito de canciones de varios autores y al principio los proverbios de D. Iñigo López (el Marqués de Santillana), encuadernado en cuero encarnado, con cantoneras y broche de latón (este Cancionero Estense se conserva, aunque con distinta encuadernación, en la Biblioteca de Módena); una Vita Christi, en español, y el Dodese del cristiano, en valenciano.

[48] Esto dice Friedländer, Director del Gabinete Numismático, de Berlín. En el Gabinete de la Biblioteca Nacional de París, hay una medalla atribuída a Medioli, y en el Museo del Prado, entre las medallas del legado de D. Pablo Bosch, hay otra, que también posee el Marqués de Laurencín, atribuída a Geremia, cuyo anverso es parecido al retrato de Lucrecia de Lippi, pero en el reverso aparece el de Alfonso de Este.

[49] Habiendo sabido que el Señor Duque de Solferino creía poseer en su palacio de Centellas, de Barcelona, un retrato de Lucrecia Borja, me permití escribirle preguntándole si era cierto, y rogándole me enviase, en caso afirmativo, una fotografía. Nada puedo decir de este retrato, porque el Señor Duque no se ha dignado contestarme.

[50] El cuadro del Museo de Stockholmo, designado como Retrato de una Señora de calidad, procede de la colección del Rey Gustavo III, en la que era conocido como Retrato de la Princesa Laura d’Este, siendo ésta la Laura Dianti, la donna amata de Alfonso de Este, que casó con ella a la muerte de Lucrecia.

[51] I Borgia. Milano, 1921.

[52] Retratos del Museo del Prado. Madrid, 1919.

[53] En el arca de bronce que guarda las reliquias de San Maurelio, en la iglesia de San Jorge, de Ferrara, hay una placa votiva, de plata, que representa a Lucrecia Borja ante el Santo, con su hijo Hércules y cinco de sus damas. El parecido con las medallas es grande aunque se ve que es ya una mujer de más de treinta años. La ha reproducido el Sr. Michele Catalano en su opúsculo Lucrecia Borgia, Duchessa di Ferrara. Ferrara, sin año, publicado en el de 1921.

[54] Les femmes blondes selon les peintres de l’école de Venise, par deux Vénitiens. París, Aubry, 1865.

[55] Cuando vino de Roma por Legado y pasó por Játiba, dijo que fué bautizado en la iglesia de San Pedro y llamado Rodrigo; que era Narahinet, hoc est, Morenico y Morrudet.

[56] En una de sus poesías latinas, dijo Hércules Strozzi que la mirada de Lucrecia, ora inflamaba, ora helaba y petrificaba; quien mira al sol, queda ciego; quien se fijaba en Medusa, quedaba hecho piedra, y quien miraba a Lucrecia quedaba primero ciego y luego petrificado. Fit primo intuitu cœcus et inde lapis.

[57] Este collar conocíanlo los banqueros y joyeros de Roma y Florencia por haberlo tenido repetidas veces en prenda por préstamos hechos al Duque Hércules, y en 1510, por causa de la guerra que tuvo que sostener Ferrara, empeñó Alfonso de Este las alhajas de Lucrecia y fundió la plata.

[58] Alfonso V de Aragón dió título de Conde de Oliva, en 1448, a Francisco Gilabert de Centelles, su Camarlengo, por premio a sus servicios en las guerras de Nápoles. Extinguida la descendencia masculina, recayó el Condado en una hembra, Magdalena, que casó con el quinto Duque de Gandía, D. Carlos de Borja, hijo de San Francisco.

[59] El apellido Aragón con que figura Sforza en el contrato de boda era el de su madrastra Camila, Princesa de la Casa de Nápoles, con quien casó Constanzo, y de la cual no tuvo sucesión.

[60] Alejandro, tras larga carrera militar, tuvo un reinado tranquilo y juntó una espléndida biblioteca en Pesaro, donde pasaba su tiempo en pías y eruditas conversaciones.

[61] Valencia, 1919.

[62] Gregorovius da como fecha el 8 de Mayo. Pastor el 7. El Cardenal de Monreal en carta a Juan de Marrades, fecha en Nápoles el 12 de Mayo, dice que los casó el día anterior, que era domingo. La coronación del Rey D. Alfonso había tenido lugar el jueves anterior, día de la Ascensión, es decir, el 8, según consta en carta que el Rey dirigió al Papa participándoselo, así como las mercedes concedidas a D. Juan y a D. Jofre de Borja. Ambos documentos, conservados en el Archivo de la Catedral de Valencia, figuran entre los publicados por el Sr. Sanchís.

[63] Pidió en 1480 la mano de Isabel de Este, pero como estuviera ya prometida a Francisco Gonzaga, primogénito del Marqués de Mantua, le ofrecieron la de Beatriz, que tenía entonces cinco años, habiendo Ludovico cumplido ya los veintinueve.

[64] Femina quasi virago et de gran animo, la llamó Martín Sanuto.

[65] La hermana mayor de Isabel, Clara Gonzaga, casó con Gilberto, Duque de Montpensier, y su hijo Carlos, Condestable de Borbón, murió al frente de las tropas de Carlos V, en el asalto de Roma en 1527.

[66] Galeazzo era uno de los doce hijos de Roberto San Severino, cuatro de los cuales sirvieron con las armas al Moro y fueron personas conspicuas en su Corte. Galeazzo casó con Blanca Sforza, hija natural de Ludovico y de Bernardina de Corradis, y tomó, después de la boda, el apellido de Sforza Visconti, siendo tratado como miembro de la familia.

[67] Entre las preseas del Rey de Francia que cayeron en poder de los italianos en la batalla de Fornovo, y en su mayor parte le fueron devueltas por Francisco Gonzaga, figuraba un libro con los retratos de las beldades italianas cuyos favores había gozado Carlos VIII, libro que el Marqués retuvo y envió a Mantua juntamente con unos hermosos tapices.

[68] Syphilis, sive de morbo Gallico. Hay una traducción francesa, con notas, de Macquer y La Combe. Aunque la materia es delicada, el autor la ha tratado de una manera muy decente.

[69] Según Bernáldez, el enmascarado era una meretriz que arregló la cita, sabiendo que a ella acudiría el Duque.

[70] En algunos detalles discrepa de esta versión la que da en sus Batallas y quincuagenas, el Capitán Gonzalo Fernández de Oviedo y por vez primera ha publicado el Marqués de Laurencín, Oviedo llegó a Roma en el año de 1500, tres años después del asesinato de Gandía, «cuando la común opinión de todos lo ponía a cuenta y cargo de D. César Borja por cosas e señales e causas que era para lo tener por averiguado, que otro no lo pudiera hazer ni lo osara cometer». El estafero o mozo de espuelas del Duque, que le acompañaba, llamábase Campo, y dióle su amo el encargo de que fuera a buscar sus armas secretas y le aguardara en determinado sitio y allí le aguardó hasta el alba, y no habiendo parecido el Duque, tornó a palacio con las armas. En cuanto a la máscara que sacó al Duque del banquete, dice Oviedo que oyó afirmar al Campo que era D. Micalet Corella, bastardo valenciano, de la Casa del Conde de Cocentaina, mal hombre y de pequeña estatura (por lo que pudieron tomarle por mujer) que fué después muy favorecido por el Valentino, y adquirió siniestra fama como ejecutor de sus venganzas.

[71] Despacho de 17 de Junio de 1497.

[72] El 18 de Marzo de 1493 escribía Canale, hablando de su hijastro el Duque de Gandía: es el ojo de Su Santidad.

[73] Esto dice Gregorovius, tomándolo de los cronistas de Pesaro, que reconoce yerran muy a menudo. Según este manuscrito, Lucrecia, cuando vino César, escondió al criado de Sforza y le encargó contase a éste cuanto había oído. Sforza montó un caballo y a rienda suelta llegó en veinticuatro horas a Pesaro, donde cayó muerta la cabalgadura.

[74] Bien sabía Dios—dice Matarazzo—que había sido y era entonces la mayor p... que había en Roma.

[75] El Sr. Sanchís y Sivera deduce de las cuentas de los gastos del Duque de Gandía en Valencia, en que figuran varias compras para la Sra. de Pesaro, D.ª Lucrecia, hechas a fines de Junio 1494, que es probable estuviera entonces en Valencia Lucrecia Borja, que vino sin duda a visitar las posesiones del Duque, mientras su marido no había tenido tiempo de pensar en ella, ocupado en asuntos políticos y en otros propios de su disipada conducta. Jofre de Borja la siguió, tal vez, en aquel corto viaje en tanto se preparaban sus bodas con la hija del Rey de Nápoles.

El mes de Junio de 1494 lo pasó Lucrecia en Pesaro, y Jofre casó con Doña Sancha, en Nápoles, el 11 de Mayo de 1494. Ninguno de los dos estuvo en España.

[76] I Borgia. Milano, 1921.

[77] Cesare Borgia. London, 1913.

[78] César Borgia. París, 1889.

[79] Desposeído de su reino Alfonso II por Carlos VIII, abdicó la corona en su único hijo, D. Fernando, que fué coronado en la Catedral de Nápoles, el 23 de Enero de 1495. A raíz de la ceremonia huyó D. Alfonso a Mesina, y en el Convenio del Monte Olivete, o en el de Marzana, según otros, tomó el hábito religioso y logró muerte santa y ejemplar en los últimos días de aquel año. Habíase antes dirigido al Rey Católico para pedirle una limosna per che so vecchio e malato e povero, y se excusaba de no haberle podido presentar sus respetos per essere infermo di male francese.

[80] Uno de los trajes que lució D.ª Sancha era un hábito a la capellana, cerrado delante y de todas partes, que hacía poco le había enviado de España la Duquesa de Gandía, con una mantilla de terciopelo negro que se la había hecho hacer el señor Cardenal.

[81] De todos los lidiadores aquí citados nos da el Marqués de Laurencín noticia exacta, excepto de este Mosén Alegre, a quien confunde con el Capitán francés Ives d’Allegre, el cual mandó las lanzas que puso Luis XII a las órdenes de César para la conquista de la Romaña y le debió su libertad Catalina Sforza, que después de haberse entregado en Forli a los franceses estuvo presa en el Castillo de Sant’Angelo. El Mosén Alegre aquí nombrado es un valenciano, justador singular, que por indicación del Papa trajo de Valencia el Duque de Gandía.

[82] D. Pedro Luis de Borja, Prior de Santa Eufemia.

[83] Según Béthencourt, casó previas capitulaciones de 27 de Marzo de 1506, en Valencia, con D. Luis Lanzol de Romani, segundo Barón de Gilet; pero figúrasenos que si las capitulaciones existieron, no se llevó a cabo la boda o que hay identidad de nombre y error de persona. Otra Angela de Borja, hija del Capitán de la Guardia palatina, D. Ramón Guillén de Borja-Lanzol de Romani, prima hermana de nuestra Angela, casó con D. Rodrigo de Corella, cuarto Conde de Cocentaina, que con su valor y sangre fría salvó la vida del Papa en un mal encuentro que tuvo con un león en los jardines del Vaticano.

[84] Cuando lo supo Giangiacomo Trivulzio, dijo: O bona Madonna, hora non te mancherà da...

[85] El cirujano Micer Galieno y el doctor Antonazo Calabrei.

[86] El Barón de Pastor achaca el atentado a los Orsini y tiene por inverosímil que César tuviese parte en el asesinato, pero no alega otra razón sino la de que los Orsini creían que Alonso trabajaba en su daño con los Colonnas, aliados del Rey de Nápoles.

[87] Retrató a Ana Ambrosio de Predis, y cree Bertoni que es la tabla de la Ambrosiana, atribuída antes a Leonardo, y en la que unos han creído ver a Beatriz de Este; otros, a Blanca María Sforza, mujer del Emperador Maximiliano; otros, a Blanca Sforza de San Severino, y otros, a Cecilia Gallerani, la amiga del Moro.

[88] Nació el 21 Julio 1476.

[89] En 1476 había tenido el Moro, de Lucía Marliani, Condesa de Melzi, un hijo natural, que fué bautizado en Pavía y apadrinado por el Cardenal de Novara. Tuvo luego, de Bernardina de Corradis, en 1480, a Blanca, la mujer de Galeazzo de San Severino, y dos hijos de la Gallerani: el primero llamado León y el segundo César, que nació después del matrimonio con Beatriz. Enterada ésta de que su marido seguía frecuentando a la bella Cecilia, alojada en palacio, negóse a seguir viviendo con él maritalmente, y el Duque, que había cobrado afición a su mujercita, puso fin a sus relaciones con la Gallerani, casándola con uno de los gentiles-hombres de su Corte, el Conde Ludovico Bergamini, de Cremona, y regalándole uno de los más hermosos palacios de Milán. Y es curioso que un año después de la muerte de Beatriz, su hermana Isabel escribiera a la Gallerani para pedirle en préstamo el retrato que le había pintado Leonardo, para compararlo con unos de Giovanni Bellini, a lo que accedió la Condesa, advirtiendo que ya no se parecía porque había, con los años, engordado.

[90] También retrató Leonardo a la Crivelli, y dícese que es La Belle Ferronnière del Louvre. Cuatro meses después de la muerte de Beatriz dió a luz un hijo, Gianpaolo, de cuya educación se encargó el Duque, mas puso fin a sus relaciones con la madre. Gianpaolo peleó y murió defendiendo bravamente los derechos de su medio hermano Francisco, el hijo de Ludovico y Beatriz.

[91] Vino a España engañado con la esperanza de casar con una Infanta de Castilla y siguió la Corte de los Reyes Católicos durante diez años, más acariciado que favorecido. Otros diez pasó encerrado en el Castillo de Játiba, por haber intentado escapar de su dorado cautiverio, y el Emperador Carlos V le dió, en premio de su conducta durante las germanías, la libertad con la mano de la Reina viuda D.ª Germana, y el Virreinato de Valencia, que aquélla había desempeñado dos veces, la primera en vida de su real consorte, y la segunda siendo ya esposa del Duque de Brandemburgo.

[92] Conocido es el epitafio:

Hic jacet in tumulo Lucretia nomine, sed re

Thais, Alexandri filia, sponsa, nurus.

[93] El anónimo autor de la Carta a Silvio Savelli, dice que la fiesta tuvo lugar el día de Todos los Santos.

[94] Gregorovius, que salva las dificultades del italiano del siglo XVI traduciéndolo a su capricho, hace aquí decir al Prete que al Cardenal Hipólito le brillaban los ojos, cuando ni aun siquiera le nombra, y la frente de Lucrecia es la que brillaba.

[95] Debía ser Catalina la Loca, devotísima de Lucrecia, a quien llamaba familiarmente Deda, y la cual, cuando murió su ama, quiso ir a Mantua y allí estuvo con la Marquesa Isabel cinco años. Era además de mentecata, muy aficionada al vino y a lo ajeno.

[96] Era una esclava mora y llamábase también Catalina.

[97] Catalano en su Lucrezia Borgia, Duchessa di Ferrara, cita este documento como autógrafo de la Marquesa de Mantua; pero Luzio, en Isabella d’Este e i Borgia, lo atribuye al Canciller de la Marquesa.

[98] Despacho del Embajador veneciano Giustinian, de 23 de Diciembre de 1502.

[99] Fué enterrado Alejandro VI en San Pedro, en la capilla que bajo la advocación de los Apóstoles Santiago y San Andrés, edificó su tío Calixto III. En 1610 obtuvo el Cardenal Juan Bautista Vives, del Papa Paulo V, un Breve para la traslación de los restos de los dos Papas Borjas a la Iglesia española de Santiago, en la Plaza Navona, donde pensaba erigirles un suntuoso monumento; pero habiendo reñido el Cardenal con los Administradores de la Obra Pía Española, dejó todos sus bienes a la Propaganda Fide, y nadie volvió a pensar en tal monumento ni a acordarse de aquellos Papas españoles, cuyos restos, encerrados en una caja de plomo, se arrumbaron en un armario de la sacristía, y de allí pasaron a la iglesia de Santa María de Monserrat cuando se vendió la de Santiago, con el pretexto de que estaba ruinosa. Al actual Rector de Monserrat, Monseñor Perea, débese el que los restos de los dos últimos Papas españoles, Calixto III y Alejandro VI, se hallen colocados en un modesto monumento de mármol en la primera capilla lateral de la derecha. Es lástima que no pueda reconstituirse en la iglesia de Monserrat el sepulcro de Calixto III, cuyos mármoles existen, según se dice, en la cripta de San Pedro.

[100] Alejandro VI obtuvo de los Reyes Católicos, el 20 de Mayo de 1502, un diploma por el cual aseguraban a los Borjas todos sus bienes en el Reino de Nápoles, con especial mención de César y sus sucesores, Jofre, Juan el hijo del asesinado Duque de Gandía, Lucrecia, como Duquesa de Bisceglia y su hijo y heredero Rodrigo.

[101] En el testamento otorgado el 28 de Febrero de 1538 por D. Juan de Borja y Enríquez, tercer Duque de Gandía, publicado en los Monumenta Historica Societatis Jesu, se habla de varios censos, entre otros, uno sobre el castillo de Turis, a favor del egregio D. Juan de Borja onele nostre.

[102] Era ésta una serpiente de oro y esmalte verde, con siete cabezas, diamante tallado en punta en el pecho, y una perla en forma de pera a los pies. Así la describe un inventario inédito de las joyas de Lucrecia.

[103] Nació el 25 de Agosto de 1508 y murió el 2 de Diciembre de 1572.

[104] Nació en Abril de 1514 y murió el 10 de Julio de 1516.

[105] Nació el 4 de Julio de 1515 y murió el 15 de Julio de 1575.

[106] Nació el 1.º de Noviembre de 1516 y murió el 22 de Febrero de 1578.

[107] Fueron vandálicamente destruídas por los jacobinos en 1796.

[108] Estos preciosos paños, tejidos de oro, plata y seda por artistas flamencos y llevados por la Reina Juana a Nápoles, habían sido de allí traídos a Ferrara por la Duquesa D.ª Leonor.

[109] Además de los hijos legítimos, tuvo veintidós naturales conocidos, y su descendencia, no sólo llenaba Ferrara, sino que se había esparcido por las Cortes de la Romaña, diciéndose en Ferrara:

Di qua e di là del Po

Tutti figli di Niccolò.

[110] Era primo hermano de Isabel, por su madre Beatriz de Este, hija natural de Nicolás III, que casó primero con Borso de Correggio y después con Tristán Sforza, hijo natural del Duque Francisco. A la muerte de su madre regresó a Ferrara y su amistad con Lucrecia Borja enfrió la que le tenía Isabel.

[111] El Cardenal Hipólito tomó un lema español: No sufro más de lo que puedo.

[112] Alonso de Ulloa publicó en Venecia, en 1553, la traducción del Orlando Furioso, de Jerónimo de Urrea, con los comentarios de Ludovico Dolce.

[113]

La prima inscrizion che agli occhi occorre

Con lungo onor Lucrezia Borgia noma,

La cui bellezza ed onestà preporre

Deve all’antica la sua patria Roma.

I duo, che voluto han sopra sè torre

Tanto eccellente ed onorata soma,

Noma lo scritto Antonio Tebaldeo

Ercole Strozza; un Lino ed un Orfeo.

He aquí la traducción que de esta octava hizo Jerónimo de Urrea:

Lo que primero a caso allí ha mirado

Con largo honor, Lucrecia Borja ha sido;

Cuya honesta beldad bien ha ilustrado

A Roma, y más que nunca ha engrandecido.

Y los dos que con honra se han tomado

Carga tan principal, allí ha leído

En el mármol: Antonio Tebaldeo

Y Hercul Estroza, un Lino y un Orpheo.

[114] Philippe Monnier—Le Quattrocento—Essai sur l’Histoire littéraire du XVeme siècle italien. París, 1901.

[115] Lettere di Lucrezia Borgia a Messer Pietro Bembo, dagli autografi conservati in un Codice della Biblioteca Ambrosiana. Milano, 1859.

[116] Hércules dedicó a Lucrecia un epicedio en la muerte de César, en el que la dice que de la estirpe de los Estes y los Borjas, nacería el héroe prometido, del que sería ella madre.

[117] Le Loyal Serviteur. Histoire du bon Chevalier, le Seigneur de Bayard.

[118] Compendio Historico dell’origine, acrescimento e Prerogative della Chiese e Luoghi Pij della Città e Diocesi di Ferrara, per D. Marc Antonio Guarini, Ferrarese, Beneficiato della Catedrale. Ferrara, 1621.

[119] Renata partió de Ferrara el 2 de Septiembre de 1560, no expulsada por su hijo Alfonso II, sino voluntariamente, por no poder soportar que la llamaran la Duquesa vieja.

[120] Era D.ª Leonor hija del Virrey de Nápoles D. Pedro, Marqués de Villafranca.

[121] En ella tuvo el tercer Duque de Gandía siete hijos, y además, durante este matrimonio, un hijo bastardo natural, según dice en su testamento, aunque era en rigor adulterino, habido en una noble señora, D.ª Catalina Díaz. Contrajo luego segundas nupcias con D.ª Francisca de Castro y Pinos, que le hizo padre de otros diez hijos.

[122] No tiene fundamento alguno la pasión amorosa del Marqués de Lombay por la Emperatriz Isabel. La conversión de San Francisco de Borja es una leyenda que aparece por vez primera en un artículo del Marqués de Molins, publicado en el Semanario pintoresco el 10 de Julio de 1836. En él se inspiró el Duque de Rivas para escribir su romance El solemne desengaño, y a este asunto dedicó una novelita Alarcón, y Campoamor uno de sus Pequeños Poemas, titulado Los amores en la luna. El año de 1896 se estrenó en Madrid una zarzuela, El Duque de Gandía, escrita por D. Joaquín Dicenta, y puesta en música por los maestros Llanos y Chapí, la cual tuvo poco éxito y está ya olvidada.

[123] La heroyca vida, virtudes y milagros del grande San Francisco de Borja, antes Duque cuarto de Gandía, y después tercero General de la Compañía de Jesús. Escrivióla el Eminentísimo y Reverendísimo Padre Don Álvaro Cien-Fuegos, Cardenal de la Santa Iglesia de Roma, Arzobispo de Monreal, &c. 3.ª impresión con la dedicatoria al Almirante. Año 1726. Madrid.

[124] Tuvo San Francisco en doña Leonor de Castro, ocho hijos, cinco varones y tres hembras.

[125] El primogénito D. Carlos, quinto Duque de Gandía, casó con Magdalena de Centelles, Condesa de Oliva. D. Juan, que casó dos veces, fué Legado en Portugal y en Alemania, y Mayordomo mayor de la Emperatriz María, mujer de Maximiliano II y de la Reina D.ª Margarita, esposa de Felipe III. D. Álvaro casó con su sobrina, la cuarta Marquesa de Alcañices, hija de su hermana Doña Juana. La mayor, D.ª Isabel, fué mujer del Conde de Lerma y Marqués de Denia, D. Francisco de Rojas. La tercera, Dorotea, murió a los catorce años en el Convento de Santa Clara, antes de que profesara. D. Fernando falleció a los veinticinco, y D. Alonso, marido de D.ª Leonor de Noronha, administró los bienes del Duque de Gandía, su hermano, y pasó a Praga para representar al Rey D. Felipe II y cuidar de los intereses de su hermana la Emperatriz viuda D.ª María.

[126] Murió el 19 de Febrero de 1581, a los cuarenta y tres años.

[127] Esta Bona era hija de Gian Galeazzo Sforza y de Isabel de Aragón, Duquesa de Milán y luego de Bari, y es, según lo muestra Croce, la Belisena de la Question de Amor. En punto a amores túvolos de soltera, y no platónicos, con el joven Héctor Pignatelli, por lo que el Rey Segismundo I, su marido, expresó su descontento en el siguiente dístico:

Regina Bona attulit nobis tria dona:

Faciem pictam, dotem fictam et vulvam non strictam.

[128] El Marqués de Montecchio tuvo en Julia de la Rovère a Alfonsino, marido de Marfisa de Este; a César, el Duque de Módena, que casó con Virginia de Médicis, hija natural de Cosme, Gran Duque de Toscana; al Cardenal Alejandro y a Leonor, mujer de Carlos Gesualdo, Príncipe de Venosa, uno de los señores más pudientes de Nápoles. Casó el Marqués en segundas nupcias con la burguesa Violante Segni, y de este matrimonio nació Hipólita, que casó con Federico Pico, Príncipe de la Mirandola.


Nota de transcripción

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