Nota del Transcriptor:
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.
Los errores obvios de imprenta han sido corregidos.
Las páginas en blanco han sido eliminadas.
La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público
PÍO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
El aprendiz de conspirador.
El escuadrón del Brigante.
Los caminos del mundo.
Con la pluma y con el sable.
Los recursos de la astucia.
La ruta del aventurero.
Los contrastes de la vida.
La veleta de Gastizar.
Los caudillos de 1830.
La Isabelina.
El sabor de la venganza.
ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES
COPYRIGHT BY
RAFAEL CARO RAGGIO
1921
Establecimiento tipográfico
de Rafael Caro Raggio
PÍO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
CRÓNICA DE 1820 A 1823
RAFAEL CARO RAGGIO
EDITOR
MENDIZÁBAL, 34
MADRID
Eran las doce de la mañana de un día de fiesta del año 1820. Comenzaba el mes de julio; hacía calor. Los arcos de la plaza de Aranda de Duero rebosaban. La gente había salido de misa de Santa María, y el señorío, los menestrales y los aldeanos de los contornos se refugiaban en los porches, huyendo de las caricias de Febo, que apretaba de lo lindo. Este soportal, donde se paseaban los arandinos, se llamaba la Acera.
Los que han conocido los pueblos españoles después de la emigración de las aldeas y los campos a las grandes urbes no pueden figurarse claramente lo que era una ciudad pequeña a principios del siglo XIX.
En nuestro país, y en esta época, los pueblos chicos se sentían más fuertes que hoy, tenían una vida relativamente más rica que las grandes ciudades.
El siglo XIX fué el encargado de nutrir las urbes con la savia de las aldeas y de las villas.
Hoy nuestros pueblos se caracterizan por ser incompletos. Abandonados por el elemento rico y ambicioso, no quedan en ellos mas que gentes sin energía, una fauna de pantano, constituída por campesinos toscos y señoritos apagados, casi conscientes de la inutilidad de su vida.
En estos primeros años del siglo XIX se iniciaba ya el éxodo a las ciudades; la capital todavía no atraía tanto como más tarde; la diferencia entre el vivir aldeano y el ciudadano no era fundamental, y mucha gente adinerada prefería el aldeano, lo que hacía que la vida de los [8] pueblos fuera algo más amplia y su dinámica más compleja.
Aranda de Duero, en 1820, no llegaba a las cinco mil almas, pero tenía algún movimiento, cierta vida.
Después del gran desastre de la guerra de la Independencia, unos pocos pueblos castellanos habían comenzado a trabajar con entusiasmo para reconstituírse; entre ellos estaba Aranda.
Había allí fábricas de hilados y tejidos de lino, de cáñamo y mantelería para el consumo de la comarca; de curtidos, de cerámica, de cordelería, de alpargatas... La agricultura estaba relativamente próspera.
Aranda sentía deseos de renovación y de mejora.
Era el único pueblo de la provincia con un núcleo liberal importante; todos los demás, comenzando por la capital, por Burgos, se sentían furiosamente absolutistas.
El liberalismo del elemento culto de Aranda, la influencia ejercida en toda la comarca por el Empecinado, impulsaban a gran parte de los habitantes de la villa a aceptar con entusiasmo las ideas y planes de la Revolución española y a pensar en la manera de levantarse y progresar.
Un núcleo de arandinos había hecho un programa indicando los medios necesarios para impulsar las industrias, mejorar la agricultura y arreglar los caminos, que desde la guerra de la Independencia se veían abandonados y deshechos. En este núcleo estaban los Flores Calderón, los Moreno, los Verdugo, los Mansilla, familias ricas y distinguidas de Aranda.
Para obra tan importante y trascendental se contaba con el nuevo Ayuntamiento nombrado por el Gobierno revolucionario de Madrid.
Otra de las reformas en que la mayoría del pueblo esperaba mucho era la creación de la Milicia Nacional voluntaria. Después de la guerra de la Independencia el bandolerismo había crecido en España, el campo era in[9]seguro. Se creía que la Milicia voluntaria podría llegar a imponer la tranquilidad y el orden en la comarca. No era fácil, ni mucho menos, organizar estas milicias en los pueblos; faltaba dinero para los uniformes y las armas. Estos se tenían que adquirir lentamente.
En Aranda más de la mitad de la Milicia se hallaba equipada al mes de comenzar su organización. Todos los domingos, por la mañana o por la tarde, se hacía el ejercicio en los alrededores o en la plaza del Obispo.
Los soldados de la Milicia, y sobre todo los oficiales, se mostraban orgullosos de sus uniformes y los lucían los domingos y días de fiesta con entusiasmo.
Este domingo del año 1820, en que comienza nuestra crónica, se veían por los arcos de la Plaza Mayor más jóvenes que de ordinario vestidos con el uniforme de nacionales.
La gente del pueblo les miraba con simpatía; las chicas encontraban que hacían bien ir acompañadas de un miliciano, con su levita entallada y su gran morrión, por la Acera.
—¿Hoy tenemos revista, eh?—decía uno.
—Sí; en la plaza del Obispo.
—En nuestra compañía ya están todos con uniformes—indicaba otro.
—En la nuestra faltan.
—Parece que vamos a tener bandera.
—Otros dicen que no; que mientras no se forme un batallón no se puede tener bandera.
—Pues nos debían dejar...
—Si se lo pide Aviraneta al Empecinado nos dejarán.
—¡Es un hombre don Eugenio!
—Ya lo creo.
No todo el mundo celebraba ni contemplaba con simpatía a los milicianos, y había señor grave vestido de calzón corto, casaca negra de faldones largos y estrechos, y coleta, que miraba con indignación los flaman[10]tes uniformes, cuando no desviaba la vista de ellos con desdén.
Seis o siete lechuguinos, de sombrero redondo, levita a medio muslo, de color verde manzana y cuello de terciopelo, muchachos de familias pudientes y realistas, ridiculizaban entre ellos a los milicianos y querían convencerse de que el éxito de los uniformes entre las chicas no era tan grande como se pensaba.
Estaba el paseo de la Acera en su apogeo cuando por una de las bocacalles de la plaza se presentó el pregonero, de gran casaca, tricornio y su tambor, rodeado de una turba de chicos y de un viejecillo loco, a quien llamaban en el pueblo el Tío Guillotina.
Era éste un borracho perturbado, que decía en sus locos discursos que era republicano y que iba a llevar a todo el mundo a la guillotina y luego a echar las cabezas al río.
El Tío Guillotina vestía una casaca verde, calzones amarillos, y solía llevar un tricornio adornado con plumas de gallo. El Tío Guillotina discurseaba y hablaba de los buenos y de los malos pecados de los hombres, y se enfurecía artificialmente cuando empezaba a mentar la guillotina, que para él era un castigo del Cielo. Veía en su imaginación montones de cabezas a orillas del Duero y comenzaba a echarlas al río.
—Una... dos... tres... cien cabezas... doscientas cabezas... al río...
El Tío Guillotina honraba con su presencia todo acto popular.
Se produjo un movimiento de ansiedad en los paseantes de la Acera al ver al pregonero rodeado de su acompañamiento de chiquillos.
El pregonero se detuvo cerca de los soportales y comenzó a tocar el tambor.
El Tío Guillotina, poniendo una cara trágica, movió los brazos como si también él estuviera redoblando.
Tras del redoble, el pregonero sacó un papel que lle[11]vaba en lo solapa de la casaca, y comenzó a leer con voz gangosa un bando, haciendo unas paradas en su lectura completamente arbitrarias:
«El alcalde corregidor de la villa de Aranda de Duero: Hago saber:»
Aquí el pregonero hizo un redoble pintoresco y caprichoso. Después comenzó la lectura de prisa.
«—Que el jefe político de la provincia de Burgos me ha comunicado que... una corta partida de rebeldes, en número de ocho a diez, al mando del canónigo de la Colegiata de San Quirce, don Francisco Barrio..., anda sacando hombres y caballerías de los pueblos y conspirando contra el sabio Régimen Constitucional... Bien conozco yo la lealtad y fidelidad de los ciudadanos de Aranda, pero como entre ellos se han podido deslizar gentes de aviesa intención interesadas en encender la tea de la discordia, en su consecuencia, ordeno y mando».
Este ordeno y mando mereció los honores de otro redoble.
«Primero. Que todos los vecinos y habitantes de esta villa, sin excepción de personas... me den cuenta de los sujetos que lleguen a sus casas... con especificación de su procedencia, objeto de su venida, paraje adonde se dirigen, y si se hallan o no con sus correspondientes pasaportes.
»Segundo. Que todos los que tengan armas las presenten inmediatamente, bajo la multa de cinco ducados... y en el término de veinticuatro horas, en la casa de don Eugenio de Aviraneta, regidor primero y subteniente de la Milicia Nacional de esta villa... y los de los demás pueblos, en sus respectivas justicias.
Dado en Aranda de Duero a 3 de julio de 1820.»
El pregonero, después de acabar la lectura de la orden del alcalde, redobló de nuevo furiosamente y se dirigió a una de las salidas de la plaza. El Tío Guillotina levantó su tricornio saludando al público y siguió al pregonero.
[12] Al volver la gente a la Acera comenzaron los comentarios.
—Es un caso de audacia inaudita—decía un señor viejo dirigiéndose a unas señoras—. ¡Qué afán de mandar tienen estos caballeros liberales!
—Es mucho atrevimiento—replicaba una señora gorda acompañada de dos damiselas.
—Sí, señora; mucho atrevimiento—añadió el viejo irritado—. Ya no se habla aquí para nada de Su Majestad, que Dios guarde.
Y el viejo saludó ceremoniosamente.
—Es el libertinaje—exclamó la señora gorda—. En mi tiempo la vida era otra cosa.
—Había dignidad, había moral, había religión—prorrumpió el viejo—. Hoy no hay nada más que relajamiento y anarquía.
Y el viejo mostró a la señora gorda un grupo de muchachitas provocativas que pasaban agarradas del brazo. La dama desvió la vista como si estuviera en presencia de Satanás.
—¡Qué escándalo!—dijo.
—¿Qué va a ser de la sociedad, señora?—preguntó el viejo—. Esto se hunde. Vamos en derechura al abismo. Antes el Ayuntamiento de Aranda estaba formado por personas respetables, temerosas de Dios... Hoy, fíjese usted quién nos manda, señora, un forastero, un advenedizo, un cualquiera... el señor de Aviraneta; caballero muy conocido en su pueblo y en su casa a las horas de comer. Los arandinos no tenemos vergüenza; no, señor.
—Es verdad, tiene usted razón, don Juan—contestó la dama.
—El señor de Aviraneta—siguió gritando el viejo—es el amo del pueblo; el señor de Aviraneta es el tirano de Aranda, y nosotros, como borreguitos, nos dejamos mandar. Parece mentira—. Las damiselas, al oír la palabra borreguitos, rieron y cambiaron unas miradas [13] de inteligencia con dos lechuguinos que iban tras ellas, y la señora y el viejo siguieron su conversación hasta que acertó a pasar un fraile.
Besaron la señora y el viejo la mano del frailuco y las dos damiselas hicieron lo mismo.
—¿Ha oído usted este bando escandaloso, padre Gabriel?—preguntó el viejo.
—Sí; lo he oído. Mejor, mejor—contestó el fraile sonriendo con cierto maquiavelismo de beata intrigante—. Que tomen medidas extremas. Así se desacreditarán más pronto. Además—y se acercó al viejo poniendo la mano en la boca como una bocina—, sé por buen conducto que van a sacar muy pronto al Rey del cautiverio en que lo tienen los masones de Madrid.
—Hombre... Dígame usted. ¿Y quién, quién dirigirá tan magna empresa?—preguntó el viejo—. ¿Quién será ese noble adalid?
—Uno de ellos es el Cura Merino...
—¡Ah! Ese es un gran paladín... digno de otros tiempos... un verdadero español...
El fraile, con voz afectada, dijo que tenía que visitar a un enfermo muy grave, y se marchó del grupo; la señora y el viejo seguían hablando; las dos damiselas miraban a los lechuguinos, cuando unos cuantos jóvenes milicianos, agarrándose del brazo, comenzaron a cantar una canción nueva que acababa de llegar de Madrid y que decían estaba dedicada al comandante don Rafael del Riego. Al mismo tiempo se metían en los grupos de las muchachas. Ellas corrían riendo, chillando y exagerando el miedo. Algunos milicianos, entusiasmados, cantaban a voz en grito:
Al pasar por delante del viejo, éste les miró furioso y comenzó a decir:
[14] —¡Bárbaros, más que bárbaros!
—Es el libertinaje—exclamaba haciendo aspavientos la señora gorda.
Las damiselas miraron a los lechuguinos riendo.
En esto salieron del arco del Ayuntamiento y aparecieron en la Acera dos oficiales de la Milicia, llevando en medio a un regidor.
De los dos oficiales, el uno era ya viejo, flaco, erguido como un gallo; el otro, joven, moreno, de pelo rizado.
El regidor llevaba casaca obscura de color castaña, con cuello de terciopelo y corte militar, medias negras de seda, pantalón de nanquin y chaleco rojo, a lo Robespierre.
Este regidor era pequeño, rubio, de nariz larga, la mirada atravesada y dura y los ojos azules. Llevaba sombrero redondo y su mentón desaparecía dentro de la corbata, de varias vueltas.
Andaba muy tieso, muy firme, con la mano derecha puesta en la abertura del chaleco, en una actitud napoleónica.
—¡Aviraneta, Aviraneta!—dijo la gente al verle.
—Tiene cara de masón—murmuró una vieja.
—De masón y de judío—añadió otra.
—Y es bizco...
—Para que sea bueno. ¡Bizco y rojo!...
—¡Jesús, qué horror! Yo creo que debe ser protestante lo menos. ¿Ha visto usted qué mirada nos ha echado, señora Manuela?
—Ese hombre no puede pensar nada bueno. Tiene facha de renegado, de algo prohibido...
Pasaron el regidor y los dos oficiales.
Poco después sonó la oración de las doce, se descubrieron todos, y en un momento, el señor viejo y la señora gorda, las damiselas y los lechuguinos, los milicianos y las muchachas provocativas dejaron los arcos de la plaza desiertos.
Unos meses solamente habían transcurrido desde la salida de Aviraneta de Veracruz a su llegada a Aranda de Duero, pero estos meses abundaron en acontecimientos.
Cierto que los sucesos ocurridos a don Eugenio no fueron de aquellos en los cuales él representara el papel de protagonista, sino más bien el de comparsa.
A esto se debió, sin duda, el que Aviraneta no tuviese gran interés en contarlos. Sólo gracias a la inteligencia del cronista aviranetiano, don Pedro Leguía, se conocen en detalles.
Se habían embarcado en Veracruz, en la fragata Estrella, Aviraneta, el oficial don Ignacio Arteaga, enfermo, gravísimo, y su mujer, Mercedes, en meses mayores.
Arteaga estaba desahuciado y no tenía más anhelo que morir en España y que su hijo o hija naciera en la Península.
La suerte no lo quiso así: la travesía fué muy larga y fatigosa, y quince días después de salir de Veracruz, Arteaga moría, y pocas horas más tarde, Mercedes daba a luz una niña, que se llamó María del Coro.
Aviraneta tuvo que cuidar de la madre y de la niña. La viuda quiso levantarse inmediatamente para ver el cadáver de su marido, y Aviraneta, no pudiendo convencerla con razones, cerró con llave el camarote, y a pesar de las lágrimas y de las amenazas de Mercedes, no la dejó salir.
Los días siguientes, Aviraneta tuvo que estar de niñero, paseando en brazos a la criatura hasta que la madre pudo levantarse.
Después de una penosa travesía, la viuda de Arteaga, su niña y Aviraneta desembarcaron en Burdeos.
Mercedes tenía la idea de trasladarse a Pamplona o a Laguardia. Aviraneta deseaba acompañarla, y con este motivo los tres fueron en la diligencia a Bayona.
Aquí la viuda de Arteaga quiso quedarse unos días a comprar ropas; pero los días se convirtieron en semanas, las semanas, en meses, y Mercedes decidió vivir provisionalmente en Bayona.
Dejó la fonda y marchó a instalarse a una pensión. Se bautizó a la niña en la catedral y fué padrino don Eugenio.
Durante este tiempo, Aviraneta se presentó en Bidart a visitar a Etchepare, y se acercó a Irún, donde pasaba una temporada su madre. Aviraneta quería entrar definitivamente en España; pensaba que más pronto o más tarde intervendría en la política española, aunque por entonces no tenía proyecto alguno.
Mercedes se había acostumbrado a consultar con Eugenio a cada paso. La viuda de Arteaga estaba muy guapa, muy interesante y melancólica.
Alguna vez se le había ocurrido a Eugenio la idea de casarse con ella y convertir a Corito de ahijada en hija, pero pensaba que el recuerdo de Ignacio se le interpondría siempre como una imagen difícil de borrar. Ignacio Arteaga había sido para él de estos amigos a quienes se quiere más que se estima, que son como parte de uno, que estorban a veces, pero que es imposible olvidarlos.
[17] Aviraneta, al llegar de nuevo a Europa, no había cumplido veintiocho años. Su pelo, rubio, comenzaba a clarear y le preparaba una calvicie prematura. Aviraneta tenía aplomo y sabía dominarse. Vestía con elegancia un poco siniestra, que le daba aspecto de viejo.
Aviraneta no tenía proyectos; pensaba que si seguía viviendo en Bayona de aquella manera plácida, era posible que acabase allí su vida de conspirador.
Qué cantidad de necesidad, qué cantidad de casualidad hay en la vida de los hombres, nadie lo sabe.
En este momento el destino no quiso que las grandes facultades de maquinación y de intriga de don Eugenio se perdieran, y produjo una coyuntura para emplearlas.
Visitaba la pensión de la viuda de Arteaga, en donde había una familia española, un cura vizcaíno.
Este cura se relacionó con Mercedes, y por Mercedes se hizo amigo de Aviraneta. Se llamaba don Pedro Ignacio de Gondraondo y había sido párroco de la anteiglesia de Gatica, en Vizcaya.
No era Aviraneta de los anticlericales que tienen antipatía personal por los curas; al revés, se entendía bien con ellos. Gondraondo era hombre amable y servicial, un tanto satisfecho de sí mismo, como buen vizcaíno. Aviraneta y Gondraondo se hicieron amigos. Pasearon juntos, hablaron de su vida anterior, y don Eugenio, para asombrar al cura, le contó su vida de guerrillero con Merino, su expedición con Riego por Europa y sus aventuras de Méjico.
Luego añadió:
—También tomé parte en una tentativa revolucionaria, bastante misteriosa, dirigida por Renovales y Richart.
—Hombre, ¡qué extraño!—exclamó el cura.
—¿Por qué?
—Por que yo también intervine en esa conspiración—contestó Gondraondo.
—¿De verdad?
[18] —Sí, señor; no es broma.
El cura, efectivamente, había sido amigo de Renovales y tenido ocultos durante unas semanas a los conspiradores en su casa de Gatica. Después del fracaso de la conspiración preparó un barco en Plencia, en el que huyeron los revolucionarios bilbaínos. Los realistas olfatearon la complicidad, y Gondraondo fué perseguido por el Gobierno, y tuvo que emigrar, y quedó arruinado.
Es siempre curioso, cuando dos personas toman parte en un mismo acontecimiento sin conocerse, la distinta manera como lo recuerdan. El cura de Gatica no conocía lo que Aviraneta y el barón de Oiquina habían hecho en Madrid; en cambio, Aviraneta no sabía con detalles lo ocurrido en Bilbao.
—¿Y se sabe lo que ha sido de Renovales?—preguntó Gondraondo.
—Está en Nueva Orleáns; fué a vivir allí después de su expedición fracasada a Méjico. Parece que hizo un convenio con el embajador de Londres.
—Cierto—dijo Gondraondo—; ese convenio se pactó entre Renovales y el duque de San Carlos, y se ha respetado. Según han dicho, el Ministerio no quería aceptarlo; pero el general Eguía, como paisano nuestro y de Renovales, consiguió que se respetase.
Después de hablar de estos sucesos pasados, el cura de Gatica preguntó a Aviraneta si no trataba a los emigrados españoles de Bayona.
—No, no conozco a ninguno—contestó Aviraneta.
Gondraondo citó el nombre de los emigrados que estaban allí. Se encontraba entre ellos Salvador Manzanares; había otros varios a quienes Aviraneta conocía de nombre como afiliados a la conspiración del Triángulo.
—¿Y dónde se ve a esa gente?—preguntó Aviraneta.
—Salen muy poco, y de noche. Están vigilados por el Gobierno francés muy de cerca. Si usted quiere, yo le llevaré adonde se reúnen.
[19] —Bueno, aceptado.
Efectivamente, unos días después, de noche, fueron a una casa vieja del barrio de Saint-Esprit. Entraron en un cuarto pequeño, con un papel rasgado y sucio, en el cual se veían clavados con tachuelas retratos de Lacy, Porlier, el Empecinado y Mina.
En el testero principal, encima de la mesa, había una estampa grande que, por su aspecto, era inglesa.
Representaba a Fernando VII en su trono, vestido de payaso y con un gran gorro puntiagudo de bufón, terminado por una campanilla. En el gorro se leía la palabra superstición. En una mano, el rey tenía un cetro pesado, y en la otra mano, una calavera: España. A un lado de Fernando estaba sentado el Diablo, y al otro, el padre Cirilo, que hablaba al déspota de un modo insinuante. Alrededor del trono se levantaban los patíbulos de Lacy, Porlier, Richart, y la casa de la Inquisición, a cuya puerta un diablillo quemaba un número de El Español Constitucional, el periódico que por entonces publicaban en Londres Blanco White y sus amigos.
El cura de Gatica acercó la lámpara a la pared para que Aviraneta contemplase la estampa.
Luego estuvieron los dos hablando hasta que fueron llegando varias personas. Eran casi todos oficiales huídos de España, por haber tomado parte en las conspiraciones últimas de Barcelona y Valencia.
Los dirigía Salvador Manzanares, oficial de Artillería, muchacho activo, valiente, emprendedor, efusivo y lleno de iniciativas.
La mayoría de los reunidos eran jóvenes; pero no faltaban dos o tres viejos.
Entre éstos se encontraba Sanz de Mendiondo, el Manco, hombre ardiente, oficial de Mina, cómplice de Porlier, que había pasado dos años en la cárcel de La Coruña, de la cual pudo escaparse. Mendiondo seguía animado de un gran entusiasmo, que no le quitaban las enfermedades ni los años.
[20] Manzanares, al saber que Aviraneta había pasado bastante tiempo en Méjico, le explicó los trabajos que se llevaban a cabo en España y las esperanzas que se tenían de que la Revolución triunfase. Don Enrique O'Donnell, conde de La Bisbal, estaba dispuesto a dar el grito, y todo el ejército expedicionario que pensaba el Gobierno enviar a América se hallaba ya comprometido. Hacía unos días que acababa de pasar por Bayona un oficial de Artillería, Rodríguez Acuña, venido de España a avisarles que estuvieran dispuestos.
Aviraneta, en seguida expuso sus observaciones, lo que se debía hacer, las medidas que se debían tomar, todo con la claridad y astucia que le caracterizaban.
La mayoría de los liberales aceptaban los puntos de vista de Aviraneta; algunos se pusieron en contra de sus opiniones. Manzanares fué de los primeros, e indicó a Aviraneta que volviera a la reunión.
A la segunda entrevista, Manzanares le dijo:
—¿Tú puedes entrar en España sin peligro?
—¡Pse! Sin gran peligro.
—¿Tendrías inconveniente en ir?
—Hombre, no.
—Pues entonces, vete. Dirígete primeramente a Madrid, observa lo que pasa; luego, marcha a Sevilla, y después, a Cádiz. Entérate de los planes de Riego. De Cádiz sal para Gibraltar, y de aquí nos mandas un relato de lo que ocurra.
Aviraneta aceptó la comisión y se dispuso a desempeñarla.
Manzanares le dió recomendaciones en Madrid para mucha gente, a quien podía pedir noticias e informes.
Aviraneta pensó que para entrar en España le convenía un disfraz. Ciertamente, nadie o casi nadie le conocía.
La gente de Merino probablemente no estaría en las ciudades. El único contratiempo serio hubiese sido encontrarse con Cecilio Corpas, Freire o con alguna otra persona que hubiese intervenido en la conspiración del Triángulo.
Pensó Aviraneta si estaría bien marchar vestido de peregrino o de fraile; pero supuso que quizá fuera comprometido.
Luego vaciló en pasar por indiano rico o por vendedor de drogas y de artículos de perfumería, y se decidió por esto. Como su verdadero nombre, Aviraneta, no lo conocía nadie, se le ocurrió usarlo italianizado y llamarse Aviranetti. Un perfumista entrometido no es cosa que choque, y con el pretexto de vender sus pomadas, cosméticos y bandolinas pudo andar por todas partes.
Aviraneta compró en una perfumería varios frascos de aceites, perfumes y elixires, y mandó hacer etiquetas muy adornadas y elegantes, en donde ponía:
EUGENIO D'AVIRANETTI
PARFUMEUR DES ROIS
[22] Sanz de Mendiondo, el Manco, proporcionó al signor Eugenio d'Aviranetti un pasaporte visado por lord Wellington, y el perfumista de los reyes se dirigió a España. Tres días después estaba en Aranda, donde habló con el Empecinado, que se mostró dispuesto a todo por traer la Constitución. Al día siguiente llegó a Madrid y se instaló en una fonda de la calle de Preciados.
Hacía ya cerca de cinco años que Aviraneta había dejado la corte. En estos años, Madrid no había progresado nada. Era un poblachón sucio, polvoriento, destartalado. La Puerta del Sol, el sitio más céntrico, no llegaba a ser mas que una encrucijada con una fuente, en donde bebían hombres y burros.
El pueblo, a pesar de su corto número de habitantes, disfrutaba de diez y siete parroquias, cuarenta y dos conventos de frailes y treinta y dos de monjas. Las calles se veían cuajadas de frailes, legos, demandaderos, y esto, unido a los mendigos, cojos, tullidos, ulcerosos, paralíticos, que arrastraban las piernas, mudos, que tocaban una campanilla, y otros monstruos, más o menos pintorescos, daban a la ciudad un aspecto trágico y desagradable.
La corte ofrecía pocos atractivos: había muchas calles donde no se podía entrar; las posadas eran hórridas, y sus portales, un asilo de vagos y de ladrones. En el Prado andaban unos chiquillos andrajosos con mechas encendidas, formadas de trapos, ofreciendo fuego al que iba a encender un cigarro.
Aviraneta comenzó sus trabajos de exploración con su natural prudencia.
Habló en los comercios, fué a la Fontana de Oro, oyó las conversaciones de unos y otros. Todo el mundo estaba descontento; el país marchaba mal, y, a pesar de las prisiones y deportaciones ordenadas por el ministro don Bernardo Mozo de Rosales, marqués de Mataflorida, se hablaba en las calles con audacia. Había gran incertidumbre entre la gente; machos deseaban un cambio [23] radical en la política. El optimismo de la guerra de la Independencia había desaparecido. El tesoro estaba exhausto, el ejército desnudo y hambriento, los caminos infestados de partidas de bandidos.
—Esto no marcha—decían unos; pero no se atrevían a hablar de la Constitución, ni de un cambio de régimen.
Aviraneta comprendía que los resortes policíacos se debilitaban en las manos del ministro y que podía seguir impunemente en sus investigaciones.
Había por entonces una logia masónica en la calle del Barquillo, y un Oriente Escocés de señoras, que se reunía en la calle de la Puebla, cerca de San Antonio de los Portugueses; pero el Oriente y la logia eran igualmente anodinos.
Aviraneta no pensó en visitarlos, y fué a ver a uno de los recomendados por Manzanares, al coronel retirado, Miguel Ezquiaga, que vivía en la calle de Luzón.
El tal Ezquiaga, jugador empedernido, acudía a una timba de los Portales de Manguiteros, esquina a la calle de los Tintes. En aquella chirlata, en donde entraba la policía, se conspiraba, según dijo el coronel; pero Aviraneta no notó más sino que se hacían trampas y se levantaban muertos.
De esta chirlata enviaron a Aviraneta a otro rincón de la calle del Sordo, donde vivía Paca la Valenciana, y se jugaba al monte. Allí también se decía que se conspiraba y que el juego era el manto con que se envolvían intrigas políticas; pero más bien parecía lo contrario.
Aviraneta sabía que en estas supuestas conspiraciones suele haber parte de verdad en medio de la farsa y que no es prudente pensar que en ellas todo es mentira.
La Valenciana era una mujer lista y bien informada de la vida de la corte. Por ella supo Aviraneta que Corpas hacía ya tiempo que no estaba en Madrid. En la conversación que tuvieron la Valenciana y Aviraneta se barajaron los nombres de muchas personas conoci[24]das, entre ellos el de madama Luisa Robinet, la ex ama de llaves del ministro Macanaz, que seguía viviendo en Madrid e intrigando.
Aviraneta se despidió de la Valenciana, fué a buscar al Majo de Maravillas, el chispero que tenía un taller de herrería en la calle de Segovia, y por medio de la gente que conocía éste fué enterándose de dónde vivían algunas personas a quienes no deseaba encontrar. Pronto pudo asegurarse que ni Corpas, ni Freire, ni Magaz, ni ninguno de los que habían intervenido en la intriga de la conspiración del Triángulo estaban por el momento en Madrid.
Aviraneta tenía el campo libre y se decidió a avanzar en su camino.
No cabía duda que se encontraba España en un período de mayor libertad práctica que en tiempo de la conspiración de Richart.
Ya no había tanto entusiasmo por Fernando VII; los liberales comenzaban a tomarle odio, y los absolutistas y el clero a considerarle poco celoso de la religión. Los curas ya no hacían aquellos sermones panegíricos, como el del padre Rodríguez Carrillo, en 1814, que se titulaba: Triunfos recíprocos de Dios y de Fernando VII. Algunos empezaban a comprender que el rey tenía gran parte en todos los males; sólo el pueblo bajo, que experimentaba simpatía por la manera de ser plebeya y grosera del Borbón, se sentía fernandino.
Todo le hacía creer a Aviraneta que en las esferas oficiales no había la severidad de los primeros años de la reacción.
La camarilla de Fernando VII se había transformado: Chamorro, el ex aguador de la fuente del Berro, no tenía su antigua importancia, y Ugarte compartía el mando con el embajador ruso Tattischef, célebre en aquella época por haber mediado en la venta a España de unos cuantos barcos rusos completamente podridos. Ugarte y [26] Tattischef habían formado una alianza que se imponía al Consejo de ministros.
Alrededor de Ugarte flotaba una nube de intrigantes: Ramírez de Arellano, el padre Manrique, un tal Jerónimo, un señor Páez y don Pascual Vallejo, gente que ayudaba a desgobernar España, pero que con sus maquinaciones contrarias conseguía que la arbitrariedad de los unos se neutralizara con la de los otros.
Toda corrupción produce, naturalmente, cierta libertad práctica; en Palacio se vivía en plena corrupción.
Chamorro seguía haciendo bufonadas en la camarilla, y el rey, que tenía alma de palafrenero o de mozo de mulas, le miraba encantado; Ugarte y Tattischef con su corte mandaban.
Los ministros y palaciegos eran grotescos. Lozano de Torres se había condecorado a sí mismo con la cruz de Carlos III, por haber sido el primero en publicar el embarazo de la reina, y a Elío le habían dado otra cruz por restablecer el tormento en Valencia.
Aviraneta fué a visitar a madama Luisa Robinet, con la intención de mixtificarla. Sabía de ella lo bastante por María Visconti.
Aviraneta sentía cierto amor por la farsa. El representar una pequeña comedia le gustaba; le daba la impresión de la elasticidad de su espíritu, la utilizaba para sus fines y era como la literatura de un hombre iliterato.
Madama Luisa tenía un taller de modas que le servía de pantalla para sus intrigas y citas. Madama Luisa, en un viaje que había hecho al mediodía de Francia, había intimado con una tal Carolina, aventurera, ex cortesana, a quien le quedaban unos miles de francos.
Las dos mujeres en sociedad instalaron su casa en la calle del Clavel, en un piso segundo.
Aviraneta fué a visitar a madama Luisa, y después de dar muchas explicaciones a una criada vieja al través de la rejilla de la puerta, le hicieron pasar a la sala.
Era éste un cuarto grande, con dos balcones, material[27]mente lleno de muebles, cuadros, joyas, miniaturas, estatuas antiguas, todo amontonado, como en una tienda de antigüedades.
Aviraneta se fijó en que las puertas eran nuevas y fuertes y tenían cerraduras y cerrojos.
Al poco tiempo se presentó la francesa madama Luisa, una mujer insignificante, fea, cargada de espaldas, vestida de una manera llamativa.
Aviraneta se dió a conocer como un mejicano que venía a España a vender perfumes y elixires, y elogió sus productos como un buen comisionista, diciendo que eran distintos a los demás.
—Ensáyelos usted—dijo Aviraneta, dejando tres frasquitos en un velador—; tengo la seguridad de que le gustarán. Si es así, como será, usted los recomendará a sus amigos, pues sé que tiene usted buenas relaciones, y yo le daré un tanto por ciento en la venta.
—¿Y cómo sabe usted que tengo buenas relaciones?—preguntó la francesa.
—Lo sé por Cecilio Corpas, que es amigo mío.
—¿Es usted amigo de Corpas?
—Sí, señora. Por cierto que hace mucho tiempo que no le veo.
—¡Claro, como que no está en Madrid!
—¿Qué le ha ocurrido?
—Que ha caído en desgracia. Está deportado.
—¿De veras?
—Sí.
—No lo sabía.
—Pues, sí.
—¡Lástima! Tiene mucho talento.
—¡Oh, sí tiene talento el señor de Corpás!—exclamó la francesa.
—Ahora aquí, para inter nos, yo creo que es un canalla—insinuó Aviraneta.
—Completo.
Esto para madama Luisa era un elogio.
[28] —¿Y por qué le han deportado?
—Verá usted. El duque de San Carlos le había nombrado cónsul de Portugal; tenía una causa por suplantar títulos y honores; pero, a pesar de esto, seguía intrigando y entrando en el cuarto del rey; a un comerciante le sacó treinta mil reales por ofrecerle su protección; a un señor no sé cuánto por hacerle marqués.
—¿Y tenía poder para eso?
—Sí; porque conoce los secretos de Lozano de Torres, de Ugarte y de todo el mundo; pero como es un cínico que no tiene miedo a Dios ni al Diablo, es capaz de prometer una cosa, tomar el dinero y no hacerla. Eso no puede ser. Hay que tener seriedad.
Doña Luisa quería que hubiese cierta probidad dentro del chanchullo.
—¿Y qué ha producido su deportación?—preguntó Aviraneta.
—Pues que quiso amenazar al ministro León Pizarro, por medio de Arjona, diciéndole que hiciera lo que él exigía, porque si no, lo echaba del Ministerio. Pizarro, en este momento, tenía más fuerza que Corpas, y consiguió que a don Cecilio lo encerraran en el castillo de Badajoz.
—¿Y cómo lo abandonaron Ugarte y la camarilla?
—Fué un abandono provisional, mi querido señor. Dejaron al ministro que tuviera este triunfo pasajero; pero después, como sabrá usted, el que ha tenido que dejar la poltrona y huír ha sido Pizarro.
—¿Y cómo no ha vuelto Corpas?
—No sé. O ha reñido con Ugarte, o lo tienen en alguna comisión.
En este momento entró la otra francesa, Carolina. Madama Luisa la presentó y Aviraneta la saludó muy finamente.
Era ésta una mujer alta, rubia, a la que quedaban ciertas huellas de su belleza. Vestía de una manera exagerada, se teñía el pelo, se pintaba los ojos y llevaba los dedos llenos de sortijas.
[29] Aviraneta no quiso insistir en sus preguntas, y cambiando de conversación se puso a hablar con volubilidad de sus cosméticos y de sus elixires.
—Tengo—dijo misteriosamente—, pero esto no lo puedo mostrar todavía, un elixir que es una cosa extraordinaria.
—¿Para qué sirve?—preguntó la Carolina.
—Sirve, sencillamente, para rejuvenecer.
—¿De verdad?
—Sí, pero no lo digan ustedes a nadie; puede ser un negocio tremendo.
—¿Y cómo lo ha encontrado usted!—preguntó la ex cortesana.
—Señora, yo no lo he encontrado, no conozco la química para eso. Es un secreto que me han confiado. Usted no sé si sabrá que un marino español, Juan Ponce de León, al llegar a la ínsula Florida, creyó encontrar la fuente de la Juventud, la Fuente de Juvencio.
—No.
—Pues bien, esa fuente no existe en la Florida; pero, en cambio, no muy lejos de ella, hay una planta cuyo jugo es una Fuente de Juvencio, y ese jugo, elaborado por unos indios y mezclado con sangre de niño forma mi elixir.
—¿Y lo tiene usted aquí?—preguntó Carolina.
—No; no, señora; no me he aventurado a ello. Las seis redomas, únicas que tengo, las he dejado guardadas en París en una caja de hierro depositada en un Banco.
—¿Y por qué no traerlas?
—No, no; hubiera sido un peligro; hubiera podido ser asesinado. Además, no tengo autorización de mis indios. Cuando la tenga y me manden cantidad entonces comenzaré a vender las redomas.
—¿Y serán muy caras?
—Cada redoma pequeña valdrá cincuenta duros, por lo menos.
[30] —Mucho me parece.
—¿Mucho por la salud? ¿Por la juventud?
—Sí, es verdad, tiene usted razón; no es mucho.
—¡Si eso se hubiera conocido antes!—exclamó la ex cortesana, pensativa.
Aviraneta creyó que, para primer día, había conseguido su efecto; se levantó, saludó a las dos mujeres y se fué prometiendo volver.
Unos días después estaba de nuevo allí.
Madama Luisa quiso demostrar a Aviraneta que la fama que tenía su antiguo amante Macanaz de vender destinos era falsa. A Macanaz, según ella, no le habían sacado del ministerio y encerrado en el castillo de La Coruña por venalidades, sino por guardar copias de las cartas cruzadas entre Napoleón y Fernando.
Aviraneta dijo a la Robinet que a él le parecía muy mal que se vendieran destinos, vendiéndolos baratos, y con este motivo se estableció una corriente cordial de cinismo y de alegría.
Aviraneta se manifestó francamente desvergonzado y llegó a entusiasmar a Carolina y a Luisa, que comenzaron a pensar en una posible colaboración. Las dos francesas eran mujeres extrañas. La Carolina había rodado por el mundo y no creía en nada, excepto en aquellas cosas absurdas que no se pueden creer. Así pensaba que no había nadie capaz de resistirse al dinero, ni hombre honrado, ni mujer honesta; en cambio, tenía por verdades la magia, la quiromancia y otras necedades parecidas. Su credulidad por estas cosas era extraordinaria.
Madama Luisa, por su parte, era aduladora, insinuante y mucho menos lista de lo que se figuraba ella misma y de lo que se figuraban los demás. De la venalidad y el soborno realizados en colaboración con el ministro Macanaz, de quien había sido amante, había pasado a oficios celestinescos sin abandonar la alta intriga.
Adivinaba Luisa quién era la señora que necesitaba [31] unos miles de reales y la relacionaba con un cortesano o con algún comerciante rico venido de las Indias. Madama Luisa tenía un odio furioso contra las demás mujeres, sobre todo contra las mujeres virtuosas, odio que fundía con un desprecio irónico por los maridos y los padres y un gran entusiasmo por los donjuanes, sobre todo si eran jóvenes, bonitos y ricos.
El campo en donde evolucionaban Carolina y Luisa era verdaderamente extenso; colaboraban en las intrigas palaciegas, hacían sus menesteres de terceras, prestaban a usura, echaban las cartas. Eran un poco anticuarias y chamarileras. Sobre todo Luisa sabía dónde había almonedas de muebles, cuadros, joyas; tenía amigas prestamistas. Hubieran vendido las dos amigas venenos y filtros de amor si se hubiese creído en ello. Pero todo esto no lo estimaba tanto Luisa como la intriga, la alta intriga política.
Carolina no quería mas que el dinero; a Luisa no le bastaba el dinero, deseaba el poder.
La ex ama de llaves había querido conquistar a algún personaje de la Camarilla y reunir en su casa una tertulia influyente; pero no lo había conseguido.
Sus dos ambiciones eran tener un salón con diez o doce personas de prestigio, en donde se intrigara y se jugase a las cartas, juegos franceses, y casarse.
Corpas, durante algún tiempo, la había visitado, dejándola maravillada con su cinismo y su audacia. La Robinet había esperado que fuese la primera adquisición de su tertulia, pero Corpas la abandonó pronto.
Aviraneta alentó las ambiciones de la francesa, y quedaron de acuerdo en escribirse y comunicarse datos acerca de lo que ocurría en Madrid.
Aviraneta sabía desconfiar de las ilusiones y de las desilusiones. Conocía por experiencia los cambios rápidos de los asuntos políticos. Comprendía que en las revoluciones, la mayoría de las veces nunca se está tan cerca de llegar como cuando ya se desespera de ello, y nunca tan lejos como cuando un acontecimiento parece estar al alcance de la mano de los revolucionarios.
Aviraneta dejó Madrid; estuvo en Sevilla dos días y se presentó en Cádiz poco antes de las Navidades. Había fiebre amarilla en la isla gaditana y la ciudad estaba casi despoblada.
El Ejército expedicionario, a causa de la epidemia, había abandonado por orden superior la costa y estaba acantonado en Cabezas, Arcos, y otras ciudades alejadas del litoral.
Aviraneta, al llegar a Cádiz, se instaló en una casa de huéspedes.
Hizo sus averiguaciones y supo que el centro revolucionario se encontraba en el comercio de los Istúriz.
Don Javier no estaba en Cádiz y Aviraneta fué a ver a don Tomás Istúriz, a quien le habían recomendado desde Bayona.
Los Istúriz tenían una gran casa, vivían espléndidamente, como unos pachás.
Don Tomás, después de hacerle esperar mucho tiempo, recibió a Aviraneta de una manera desabrida. Primero sospechó si don Eugenio sería un espía; luego, al saber que había tomado parte en la conspiración de Richart y Renovales, supuso que tenía delante un hombre cándido y quiso confundirlo a sarcasmos; pero éste era uno de los fuertes de Aviraneta, y después de resistir las burlas de Istúriz, se las devolvió con mucha más mordacidad e intención.
Al final de esta entrevista, don Tomás Istúriz miraba a Aviraneta con recelo y pensaba interiormente que convendría alejar de cualquier modo a aquel hombre corrosivo y jovial.
Istúriz habló de su hermano Javier, recomendó a Aviraneta que fuera a verle y que visitara también a algunos masones, como Alcalá Galiano, Moreno Guerra, etc. Aviraneta no quiso ir. Estos liberales de Cádiz, con sus aires aristocráticos y entonados, le resultaron poco simpáticos.
Una parecida reserva como la de don Tomás Istúriz encontró Aviraneta en todos los masones gaditanos. Unicamente un militar, Santiago Rotalde, y un comerciante, Mendizábal, le acogieron bien. Mendizábal le contó con detalles las ocurrencias de julio en el Palmar del Puerto de Santa María; la defección de Sarsfield y La Bisbal, y la situación en que se encontraban los coroneles y comandantes de los cuerpos expedicionarios presos por aquellos acontecimientos.
Mendizábal añadió que iba a reunirse con el comandante del batallón de Asturias, don Rafael del Riego, que estaba en Cabezas de San Juan.
—Yo voy con usted—dijo Aviraneta.
—Bueno, pero no bajamos juntos, podemos inspirar sospechas.
Aviraneta comprendió que no se quería nada con él[35] y se decidió a obrar solo. Con un día de lluvia se embarcó para el Puerto de Santa María, tomó un coche allí, fué a Jerez, y después a Cabezas de San Juan.
Preguntó por el comandante Riego y se presentó en su casa. Habían hecho juntos el viaje desde Suiza hasta Londres. Creía que le recibiría afectuosamente.
Aviraneta encontró a Riego en un cuarto pequeño, blanqueado, con una cómoda con un niño Jesús encima y unos santos negros en la pared.
Riego tenía aire febril y se veían en su rostro las huellas de una larga enfermedad. Estaba acompañado del teniente coronel Fernando Miranda y del capitán Valcárcel. La acogida de Riego fué también muy fría. Todos recibían a Aviraneta como si éste viniera a quitarles algo, algo de influencia o de gloria, o de prestigio.
Riego no estaba al principio dispuesto a comunicar a Aviraneta sus propósitos; pero después pensó, sin duda, que el consejo de aquel hombre podría servirle y le explicó su proyecto. No tenía más plan que sublevarse con los batallones de Asturias y Sevilla, ir a Arcos de la Frontera con ellos y prender a los generales jefes de la expedición. La fecha fijada era la mañana siguiente, el primero de enero. Al mismo tiempo se levantaría Quiroga y marcharía sobre el puente de Zuazo con los batallones de España y la Coruña.
—El plan es sencillo y, por lo tanto, bueno—dijo Aviraneta—. ¿Qué grito van ustedes a dar?
—Este es uno de los puntos que me preocupan—contestó Riego—. Muchos de mis oficiales son partidarios de proclamar inmediatamente la Constitución del año doce; en cambio, Galiano y los de Cádiz no quieren.
—No tienen razón—dijo Aviraneta.
—¿Le parece a usted mejor proclamar la Constitución inmediatamente?
—Sin duda alguna.
Miranda y Valcárcel asintieron. Siguieron Aviraneta y Riego hablando largamente. Se discutieron una porción[36] de cosas y se puso en evidencia la poca conformidad de las opiniones de Riego y Aviraneta.
Estaban de acuerdo en las soluciones y estaban en desacuerdo en los motivos de obrar.
Este desacuerdo en los motivos fundamentales es el que produce casi siempre mayor falta de estimación entre las personas.
Aviraneta, hombre de perspicacia y de intuición, veía desarrollarse ante sí el espíritu de Riego a medida que hablaba con él como un hombre que despliega un plano y va dándose cuenta de la geografía de un país.
Riego era un ambicioso, como lo era Aviraneta; pero Riego se movía más por motivos ideológicos que Aviraneta. En Riego había una noción central de la política, quizá no muy elevada, pero la había; en cambio, en Aviraneta, no. Aviraneta era liberal por odios, por simpatías, por intuiciones; Riego lo era por conceptos. Aviraneta era valiente siempre, por fuerza, por agilidad espiritual; Riego podía serlo en ocasiones por necesidad y por convicción. Riego era capaz del sacrificio por la idea; Aviraneta era capaz del sacrificio por la aventura.
Aviraneta tenía una resistencia física grande; Riego era enfermizo; Aviraneta contaba con su voluntad como con un muelle fuerte y tenso; Riego no contaba siempre con ella; Aviraneta hubiese expuesto la vida por una bagatela, por amor al peligro; Riego sólo por una cosa trascendental; Aviraneta era audaz por instinto, por contextura psicológica; Riego, por reflexión. Lo que para Aviraneta era fácil, para Riego significaba un esfuerzo.
Si cada individuo, como suponen algunos observadores, en vez de ser un yo, es un conjunto de yos obscuros y embrionarios, lo que hacía Aviraneta lo hacía con todos los Aviranetas de su alma; en cambio, lo que hacía Riego, lo hacía por el esfuerzo y la victoria de un Riego sobre los demás Riegos de su espíritu.
Riego era un héroe incompleto; Aviraneta era un aventurero perfecto. Ahora la perfección tiende a desdeñar la[37] imperfección: Aviraneta desdeñó a Riego; Riego, en cambio, sintió una mezcla de desprecio y de temor por Aviraneta.
Aviraneta pensó: «Este pobre hombre quiere ser un héroe y no tiene energía para ello».
Riego se dijo: «Este es un aventurero peligroso, capaz de todo: de hacer la revolución y de vender la revolución. Este es un hombre inmoral».
Riego se engañaba. Aviraneta, para complicarse más, era hombre de probidad.
Aviraneta veía en Riego una aspiración a cerrar el paso a los demás y a ser el único; Riego, sin duda, quería que la libertad española se debiera exclusivamente a él; quería que su figura fuese predominante, que todo lo que se hiciera en sentido liberal tuviese conexión con su persona.
Así, la revolución de Riego tenía que estar vaciada en su espíritu; debía tener cierto carácter culto, no debía ser ni guerrillera ni demagógica, y sí estar sometida a una oligarquía vinculada en políticos y en oficiales de carrera.
Aviraneta comprendía que así pensaba Riego. Riego, a su vez, veía que Aviraneta era un hombre osado, capaz de cualquier cosa; hombre para quien las jerarquías no significaban nada, para quien las dificultades no tenían valor. Riego suponía en el visitante un espíritu de audacia y de libertinaje desarrollado en las aventuras de la vida guerrillera; pensaba que aquel hombre podía estorbarle, truncarle un éxito, arrebatarle la popularidad, y esto le bastaba para ponerse en guardia contra él.
Muy entrada la noche, Aviraneta se fué a dormir con el convencimiento de que Riego sería desde entonces enemigo suyo.
¿Tendría éxito? ¿No tendría éxito el comandante de Asturias en su empresa?
Por un lado, Aviraneta se hubiera alegrado de su fracaso; por otro, no; pues el triunfo de la Revolución le llevaría a él a una vida más intensa.
Estos complots militares, a veces, aciertan cuando menos se lo figura uno.
Aviraneta se marchó a su casa y durmió hasta muy entrada la mañana.
Al despertarse supo que Riego se había sublevado y proclamado la Constitución del año doce.
Por lo menos, la primera parte del plan de Riego había tenido éxito.
La segunda parte del proyecto consistía en avanzar con las tropas sublevadas a Arcos de la Frontera, donde se encontraba el Cuartel general, y prender a los jefes.
Los batallones de Asturias y Sevilla salieron de Cabezas de San Juan a las tres de la tarde, y a las dos de la mañana se presentaron delante de Arcos.
El teniente Bustillo estaba encargado del arresto del general en jefe, Calderón; Miranda, del general Fournas, y Valcárcel, del general Salvador.
Mucho tiempo se perdió delante de Arcos. Se había decidido que Asturias entrara por un punto, y Sevilla por el contrario; ya comenzaba a clarear y no habían llegado los de Sevilla.
Riego, impaciente, mandó cinco compañías y ordenó la prisión inmediata de los generales. Se hicieron las prisiones, se dispararon unos cuantos tiros, que mataron a dos soldados de la guardia de los generales, y cuando no se sabía qué hacer apareció en Arcos el batallón de Sevilla, que venía de Villamartín y se había perdido en el camino.
Difícilmente se podía comprender que un movimiento tan mal planteado y dirigido acabara con tanto éxito.
—¡Qué suerte tiene esta gente!—murmuró Aviraneta con cierto despecho.
Posesionado de Arcos el ejército rebelde, se proclamó la Constitución y se nombraron alcaldes.
El batallón de Guías fraternizó con los sublevados.
Por la noche, Riego envió a varios oficiales con una columna, formada por compañías de los tres batallones[39] que habían iniciado el levantamiento, a que se acercaran a los pueblos de la bahía de Cádiz para anunciar el triunfo de la Revolución.
Aviraneta, pasado el momento de despecho, quiso ayudar a la obra revolucionaria. Se había enterado de que en Bornos estaba de oficial un amigo suyo de Azcoitia, Félix Zuaznavar, afiliado a la masonería y complicado en la conspiración de Renovales.
Aviraneta marchó a Bornos a hablar a Zuaznavar y no necesitó convencerle. Zuaznavar se reunió con él en seguida, y fueron juntos a Arcos, a presentarse a Riego.
Era Zuaznavar un hombre alto, fuerte, huesudo, entusiasta de las ideas revolucionarias. Había luchado en la guerra de la Independencia y estaba inflamado de ardor liberal y patriótico. Zuaznavar aseguró que si se presentaba Riego, el batallón segundo de Aragón, que estaba en Bornos, se uniría a él.
Riego escuchó las proposiciones de Zuaznavar y decidió salir a las tres de la mañana, a pesar de hallarse enfermo, camino de Bornos, con un destacamento de trescientos hombres.
Se dió la orden de marcha, y al alba se llegó al pueblo. Se colocó la tropa desplegada en batalla sobre una altura y se esperó.
Aviraneta, Zuaznavar y otros dos oficiales vascos, Arribillaga y Sorrozábal, marcharon al pueblo a sublevar la tropa. Un teniente del batallón, llamado Valledor, detuvo al comandante del regimiento de Aragón, lo hizo prisionero y se lo entregó a Riego, que avanzaba hacia el pueblo, montado a caballo, al lado de su asistente y de dos ordenanzas de infantería.
Poco después comenzaron a sonar los tambores, y el batallón entero, tocando generala, salió de sus alojamientos de Bornos dando gritos de «¡Viva la Libertad!», «¡Viva la Constitución!».
Se volvió a Arcos, y dos días después, todas las tro[40]pas reunidas marcharon a Jerez. Al día siguiente se proclamaría la Constitución en esta ciudad.
Aviraneta fué al cuartel donde se encontraban los oficiales amigos suyos, y no le dejaron entrar. Por la tarde vió que estaba vigilado. Aviraneta se presentó a Zuaznavar y al capitán Sorrozábal, dispuesto a pedir explicaciones a Riego; pero éstos le convencieron de que en aquellas circunstancias sería lamentable.
Riego tenía una idea falsa de él.
Zuaznavar y Sorrozábal añadieron que lo que les parecía mejor era que Aviraneta fuese al Puerto de Santa María a reunirse con otro vasco, el capitán Roque Arizmendi, que había ido allí escoltando a los generales prisioneros.
Aviraneta pasó varios días en el Puerto en la inacción, con un tiempo desdichado de lluvias; presenció la entrada de Riego y Quiroga, y después fué a San Fernando.
Se había reunido aquí mucha tropa; Aviraneta tenía entre los oficiales amigos y conocidos, entre ellos Valdés, Iñurrigarro y Arizmendi. Habían nombrado general en jefe a Quiroga, y Aviraneta fué a verle y a ofrecerse a él; pero Quiroga era un galleguito ordenancista que creía que el movimiento era únicamente militar y que los paisanos nada tenían que hacer en él.
En el fondo existía cada vez más fuerte la rivalidad entre los guerrilleros y la tropa de línea, que había estallado después de la guerra de la Independencia, y bastaba que alguien se diese a conocer como guerrillero para producir desconfianza entre los militares de carrera.
Aviraneta tuvo que servir de testigo de las marchas y contramarchas de aquellas tropas, en las cuales seguramente no había ningún Napoleón.
Aviraneta ya no tenía nada que hacer allí, y, recordando el encargo de Salvador Manzanares, le escribió una larga carta, contándole con detalles cómo se había verificado el movimiento revolucionario. Esta carta se la[41] entregó a un contrabandista de Ronda que marchaba a Gibraltar.
Al final de enero Aviraneta presenció la salida de Riego camino de Málaga, con una columna de unos mil quinientos hombres y algunos caballos.
Toda una turba de cantineros, busconas y viejas celestinas de Jerez, el Puerto de Santa María, Puerto Real y San Fernando se movilizó detrás de la columna, con una impedimenta de caballos, mulas y borriquillos.
Aviraneta quedó en San Fernando, y viendo que con aquellos militares de carrera no podía simpatizar ni colaborar, abandonó la isla gaditana y se marchó a Sevilla.
De Sevilla tomó la diligencia para Madrid. Visitó a madama Luisa, que le dió noticias de la gente palaciega, que estaba muy asustada con las noticias de la Revolución, y fué a ver a los amigos masones, a quienes encontró muy reservados y timoratos.
En vista de que Madrid tampoco respondía, don Eugenio se dirigió a Aranda y fué a buscar al Empecinado en su finca de Castrillo de Duero. El Empecinado le dijo que había pensado en dar un golpe para proclamar la Constitución en Valladolid y que llegaba oportunamente.
La buena acogida de don Juan Martín hizo olvidar a Aviraneta sus fracasos de Andalucía.
Al saber que ya había algo preparado y organizado, Aviraneta quiso contribuír a la empresa, y equipó y montó por su cuenta diez hombres, que se unieron a los del Empecinado.
Éste contaba con bastante gente, entre ellos un joven de Peñafiel a quien llamaban el Licenciado Mambrilla.
Entre el Empecinado y Mambrilla habían ideado sor[44]prender Valladolid con cien infantes y cincuenta caballos.
Tenían en la ciudad algunos partidarios, entre éstos, un padre filipino, el padre Giménez, y su sobrino Santos.
El plan consistía en meter en el convento del padre Giménez cien hombres armados, y después, por la noche, presentarse a las puertas de Valladolid con cincuenta jinetes. Los cien hombres saldrían del convento, abrirían las puertas de la ciudad y se proclamaría la Constitución.
Preparada la sorpresa, probablemente hubo algún soplo a la policía, porque los primeros hombres que se acercaron al convento armados y embozados en sus capas fueron detenidos y presos. Al mismo tiempo la guardia de las puertas fué reforzada.
En vista del fracaso de la expedición a Valladolid, el Empecinado, Aviraneta y Mambrilla decidieron comenzar de nuevo la empresa apoderándose de una ciudad pequeña como Aranda. Tenían gente comprometida en los pueblos de la orilla del Duero, habían hecho imprimir una proclama en Nava de Roa, y no les faltaba mas que fijar día. Era a principios de marzo. La expedición de Riego en Andalucía se daba por muerta.
En esto se supo que las tropas sublevadas por el coronel don Félix Acevedo en La Coruña habían ocupado toda Galicia; luego se habló de la entrada de Mina con sus amigos de Bayona, Manzanares y Mendiondo por el Pirineo, y del pronunciamiento de O'Donnell en Ocaña. En vista de ello, el Empecinado precipitó la entrada en Aranda y proclamó la Constitución. Las alocuciones impresas se extendieron por la provincia.
La revolución triunfaba, las tropas se unían a los constitucionales, y Fernando VII, de buen o mal grado, tenía que aceptar el nuevo régimen.
Pocos días después el Empecinado comisionó a Aviraneta para que se avistase con los individuos de la Jun[45]ta revolucionaria de Madrid y ofreciese la cooperación del general.
¿Qué iban a hacer? El Empecinado volvería al ejército. Había sido nombrado segundo cabo de la Capitanía General de Castilla la Vieja, que residía en Zamora; Aviraneta, según don Juan Martín, tenía que prepararse para ser diputado. Se establecería en Aranda, lo nombrarían regidor primero, organizaría la Milicia Nacional y, cuando dominara el país, se le enviaría a las Cortes.
Aviraneta escribió a su madre, que estaba en Irún, si le gustaría quedarse a vivir una temporada en Aranda. Su madre le contestó que sí, que viviría en Aranda o en otro lado cualquiera, y Aviraneta alquiló para los dos una casa pequeña en la plaza del Trigo.
El mismo día en que se dió el bando en la Plaza de Aranda acerca de la partida levantada por el canónigo de la Colegiata de San Quirce don Francisco Barrio, poco después de comer empezaron a reunirse en una explanada del pueblo que se llama plaza del Palacio o del Obispo grupos de milicianos, de uniforme. Había maniobras.
A las tres comenzó la formación y se pasó lista. Anteriormente habían tenido los milicianos una época de continuo y diario ejercicio, y el grueso de las fuerzas voluntarias se hallaba bien adiestrado.
En toda España, al mismo tiempo, los liberales se dedicaban a empuñar las armas. El Gobierno quería contar con una fuerza capaz de sofocar cualquier tentativa absolutista.
Comenzó el ejercicio en la plaza del Obispo. La mayoría de los milicianos había pasado las primeras dificultades y estaba en la esgrima de la bayoneta y del fusil, y sólo algunos torpes, en pequeños pelotones, habían quedado empantanados en las evoluciones de la [48] marcha y en dar media vuelta a la derecha y a la izquierda.
El Tío Guillotina solía ir con los chicos delante de los pelotones que evolucionaban por la plaza, agitándose y moviendo los brazos.
La Milicia voluntaria y reglamentaria de Aranda estaba formada por dos compañías de infantería y una de caballería. Las primeras eran incompletas, pues ninguna de las dos contaba con los ciento veinte soldados que ordenaba la ley del 24 de abril de 1820.
La compañía de caballería la formaban sesenta y dos hombres.
Cada compañía de infantes tenía capitán, teniente, subteniente, sargento primero, cinco segundos, seis cabos primeros, dos tambores y un pito. La fuerza de a caballo se dividía en tres tercios de a veinte hombres.
Cada tercio tenía un subteniente, un sargento, un cabo primero y uno segundo, y se dividía en dos escuadras de a cada diez hombres cada una.
La Milicia de caballería la formaban los que por su oficio o por su posición poseían un caballo.
Todas las fuerzas reunidas de infantería y caballería de Aranda las mandaba un comandante, un médico que había acompañado en otro tiempo al Empecinado.
Algunos oficiales querían implantar en la Milicia una disciplina severa, lo cual no era fácil por muchas razones: la mayoría de los soldados y oficiales, acostumbrados a sus despachos y mostradores, no querían aceptar la rigidez formalista de los militares; además, aunque había en las filas gente decidida, abundaban también los tímidos y los perezosos. La mayoría de los soldados de la Milicia voluntaria en los pueblos no eran personas distinguidas. En Aranda no se habían alistado los Verdugo, ni los Mansilla, ni los Miranda, ni algunos otros.
En muchas aldeas y ciudades, los liberales con ínfulas aristocráticas, antiguos afrancesados más o menos vergonzantes, se lamentaban de que las personas de[49] respetabilidad y prestigio no se lanzaran francamente por la senda constitucional, como había dicho Fernando VII.
La pretensión era absurda. En las esferas donde germinan las ideas nuevas no hay que esperar encontrarse con hombres de gravedad y de peso; en los nuevos caminos es más fácil toparse, entre locos, perdidos y granujas, con algún santo o con algún héroe.
Aviraneta contaba con ello y exigía poco en general; pero lo que exigía lo hacía con firmeza. A pesar de esto se le consideraba intransigente. Todo el mundo suponía que la organización de la Milicia de Aranda dependía de aquel hombre, cuya vida anterior se ignoraba y del cual no se sabía mas que acababa de venir al pueblo y había sido impuesto como jefe por el Empecinado.
Aviraneta unía al cargo de regidor primero el de subteniente de uno de los tercios de que se componía la tropa de caballería. Además era el presidente de la logia masónica.
La gente sabía que Aviraneta era el verdadero jefe, el organizador de las fuerzas de la Libertad, como se decía entonces con el énfasis de la época. Aviraneta se ocupaba sin descanso en los asuntos de la Milicia Nacional, resolvía las dificultades y escribía las proclamas con recuerdos de Roma y de los comuneros de Castilla.
Sabía don Eugenio, por su aprendizaje con Merino, el resultado que daba la disciplina y hacía lo posible por inculcarla. Se cobraba a los exentos de la Milicia voluntaria y se ponían multas pequeñas a los milicianos que faltaban a las guardias, y estas multas no se perdonaban.
Aviraneta, al comenzar la organización de la Milicia, formó su tercio con guerrilleros del Empecinado; tenía una docena de caballos y los prestó a los amigos. Al poco tiempo el tercio suyo estaba completo y presentaba un aspecto decidido y marcial.
Los absolutistas de Aranda, que se reían de los mili[50]cianos de infantería, casi todos gordos, pesados y arlotes, miraban con disimulado terror estos tercios de ex guerrilleros que galopaban por la plaza del Obispo asustando al público y daban cargas a galope tendido...
Transcurrida una hora u hora y media de ejercicio se dió descanso a la tropa, y los jefes se reunieron formando un grupo en una taberna, con honores de café, a tomar un refresco.
El tabernero había sacado una mesa fuera de la tienda y se había entretenido en regar con un botijo haciendo ochos y otros arabescos en el suelo polvoriento.
El comandante de las fuerzas, don José Díaz de Valdivieso, el médico, era un hombre de mucho aspecto y de poca inteligencia, a quien se le había otorgado el mando precisamente por su nulidad.
Era un viejo guapo, de pelo blanco y de aspecto decorativo. Don José hacía lo que le indicaba Aviraneta, y no pasaba de ahí.
De los oficiales de la Milicia de infantería ninguno valía gran cosa. Entre ellos se distinguía el señor Castrillo, el farmacéutico, hombre amable, gran jugador de dominó y ajedrez, liberal tibio y un tanto volteriano, que se reía de sí mismo al verse vestido con uniforme y morrión; un guarnicionero, bajito, rubio, furibundo en sus ideas liberales, pero poco inteligente, y un maestro de escuela, viejo, el maestro Sagredo.
Sergio Sagredo era un entusiasta de las ideas nuevas y se hallaba animado de un deseo de saber verdaderamente raro. Este hombre había aprendido él solo el latín y el griego y estaba estudiando el francés y el alemán con Schültze, un relojero suizo, de Zurich, establecido en la Plaza Mayor y que era también miliciano.
Los demás oficiales, un vinatero, un dueño de una tienda de comestibles y un recaudador de arbitrios municipales, eran gentes de poca monta que tomaban muy en serio su representación social y se llamaban uno a otro: ciudadano teniente, ciudadano sargento, etc.
Los ex guerrilleros del tercio de Aviraneta eran, entre los milicianos, los más aguerridos y fieros.
El lugarteniente de Aviraneta era uno apodado el Lobo. El Lobo, antiguo soldado del Empecinado, se distinguía como hombre fanático y violento. El Lobo tenía una posada en la calle del Aceite, donde trabajaba de herrador. A la posada del Lobo la llamaban la posada del Brigante, y los enemigos, la posada del Fanfarrón.
El Lobo estaba casado con una mujer muy guapa, de un tipo griego, a quien apodaban la Loba.
Era un matrimonio de dos fieras. Alguno que otro lechuguino se había acercado a la Loba, a galantearla, pero pronto había tenido que huír prudentemente.
El Lobo era hombre malhumorado, dispuesto siempre a echarlo todo por la tremenda y deseoso de saltar.
Dos muchachos jóvenes, Jazmín y el Lebrel, que eran criados de Aviraneta, formaban también el tercio.
Los tercios de caballería los mandaban: uno, Aviraneta; el otro, un joven llamado Frutos San Juan, y el tercero, un tal Diamante.
Estos dos últimos oficiales habían sido nombrados por don Eugenio.
Alejandro López Diamante era todo un tipo: alto, moreno, huesudo, de cráneo pequeño y seco, la nariz corva, el bigote gris, la piel tostada por el sol, las manos sarmentosas.
Tendría unos cincuenta años. Había sido estudiante de cura y vivido con un tío suyo casi toda la vida.
Diamante era solterón, cazador y avaro. Su gran pesar databa de la guerra de la Independencia, por no haber podido tomar parte en ella. Su tío juró varias veces desheredarle si se marchaba, y Diamante, entre el dinero y la guerra, optó por el dinero. Era su gran dolor.
Diamante era resistente e insensible. Cuando iba de caza dormía en las matas, recibiendo el sol o la lluvia sobre su cuerpo amojamado. No sentía el frío ni el calor, ni el hambre. Un poco de pan, un poco de agua y una piedra o un manojo de hierbas para apoyar la cabeza le bastaban.
Diamante tenía una casa pequeña y unos majuelos heredados de su tío.
Diamante apenas comía por no gastar; llevaba siempre ropas remendadas y viejas, y aseguraba que las usaba por comodidad.
Diamante vivía con un criado llamado Magdaleno, uno de los hombres más cazurros del pueblo.
Magdaleno tenía facha de sacristán; una cabezota grande, la nariz chata y la cara redonda, en la que las barbas le salían negras y duras como pinchos a la media hora de afeitarse.
Diamante no pagaba nada a Magdaleno, ni aun siquiera la comida; le daba sólo la casa y la luz—la luz del sol—. Amo y criado se llamaban de tú, aunque no en público; disputaban, se insultaban y cada uno se hacía la comida.
Diamante no era sensible mas que en cuestiones de dignidad; en puntos de honor, jerarquía o derecho no cedía jamás.
Unido a esto tenía una arbitrariedad indignante.
No había modo de que enmendase una injusticia o una antipatía inmerecida. Se sentía infalible como el Papa. Daba su fallo y ya no volvía de su acuerdo.
Había en el pueblo un comerciante catalán que se llamaba Catá; él decidió llamarle Cantá, y aunque el interesado asegurase llamarse Catá, Diamante seguía convencido de que su verdadero nombre era Cantá.
Según Diamante, unos lo merecían todo; otros, nada; que no le pidieran explicaciones, porque no las daría.
Para exagerar su severidad, el maestro Sagredo le había prestado los libros de Salustio, Tito Livio y Tácito, y Diamante, cuya buena memoria recordaba muy bien lo leído, quería ajustar todo lo de la época a aquellas narraciones romanas.
Si se encontraba entre gente indocta abusaba de su erudición.
—A mí me gusta ser pedante con estos brutos—decía.
Lo que más despreciaba Diamante era el sentimentalismo.
—Ñoñerías, chiquilladas ridículas—solía repetir con desprecio, y añadía con entusiasmo—: Diamante es duro como su apellido.
Diamante era un bloque, si no de carbono puro cristalizado, de algo parecido; se mostraba ordenancista y severo como nadie.
Aviraneta recomendó a Diamante creyéndole hombre útil para la organización de la Milicia; después se convenció de que no servía para gran cosa; pero, a pesar de esto, le gustaba oírle y hablar con él.
El Licenciado Diamante, como le llamaba don Eugenio, era un hombre pintoresco. Sórdido las más de las veces, generoso en ocasiones, arbitrario siempre, Diamante podría ser tenido por un ejemplar extraño de la especie humana. Diamante, además de su avaricia normal, tenía un orgullo vidrioso, un deseo de gloria que le producía un sentimiento de postergación y de tristeza.
Para él era imposible estar contento. Algunas veces por cuestiones de jerarquía inició disputas con Aviraneta y con Frutos San Juan, pero Aviraneta y Frutos cedían.
Diamante no quedaba satisfecho y solía refunfuñar largo tiempo.
—Con esa indiferencia que tiene usted—le decía a Aviraneta—, no se puede hacer nada bueno.
Aviraneta reía, y Diamante tan pronto le admiraba como le odiaba, y estaba tentado de sacar el sable y darle un sablazo. A veces, como si la diosa Minerva se posesionase de su cerebro, Diamante hablaba con una gran cordura y discreción.
Realmente no es una cosa muy moral el contemplar en otro hombre cómo se desatan las malas pasiones; pero para la mayoría de los humanos el espectáculo de un espíritu borrascoso es interesante y divertido.
El jefe del otro tercio, un joven de Aranda llamado[56] Frutos San Juan, era algo así como el familiar de Aviraneta.
Frutos, hijo de una viuda pobre, estaba de escribiente en el Ayuntamiento, cuando Aviraneta le tomó como secretario y le nombró oficial de la Milicia de caballería.
El joven Frutos era muy solapado, muy hipócrita. Tenía mucho éxito con las mujeres, y esto quizá le había hecho cauteloso, pues no sólo se dedicaba a las solteras, sino también a las casadas.
Frutos era guapo, moreno, de pelo ensortijado y ojos negros, brillantes; se las echaba de modesto y de discreto; pero, a pesar de esto, le gustaba deslumbrar con joyas falsas y con sonrisas tan falsas como sus joyas.
Frutos había sido monaguillo y recibido una educación sacristanesca.
Este joven aprovechado vivía en una continua ansiedad. En el fondo de su alma, las ideas recibidas por él pugnaban con las nuevas que oía exponer a Aviraneta y a sus amigos. Le maravillaba, sobre todo, el poco temor de don Eugenio por los curas y frailes. Él, en su interior, temblaba; los altares, las imágenes, las lámparas misteriosas eran señales claras de la divinidad. Los retablos le parecían de oro macizo; la campanilla del viático sonaba para él de otra manera que una corriente; las voces del órgano las tenía por sobrenaturales.
De día, el joven Frutos se sentía valiente y capaz de manifestarse enemigo de los frailes; pero de noche y en la soledad, temblaba, y cada impiedad suya la sentía como espada de Damocles sobre su cabeza de pelos rizados. Cuando no pasaba ninguna catástrofe se maravillaba.
Frutos traicionaba, sin notarlo, a Aviraneta; hacía favores a los enemigos del jefe y sostenía amistades con el bando contrario.
Le ayudaba en esta obra el alguacil Fermín Cabello, alias Argucias. Cabello era tipo delgado, de ojos peque[57]ños y mirada atravesada. Argucias, cuyo apodo le retrataba bien, era enemigo acérrimo de los constitucionales, pero se guardaba su odio contra ellos y hacía el papel de hombre indiferente, que no se ocupa mas que en ganarse la vida.
Aviraneta sorprendió varias veces al alguacil en un espionaje sospechoso; pero quería pescarlo de una manera flagrante para caer sobre él.
Todos los oficiales de la Milicia de a pie y a caballo se hallaban sentados en la taberna de la plaza del Obispo.
—¿Han leído ustedes la prensa de Madrid?—dijo el boticario Castrillo—. Se dice que el Gobierno tiene dificultades, que España se llena de extranjeros y que estos extranjeros vienen a producir perturbaciones.
—¡Ah! Si yo estuviera en el Poder no habría perturbaciones—exclamó Diamante.
—¿No?—preguntó burlonamente Frutos.
—No, señor. Porque fusilaría a todo sospechoso, a todo desafecto al Régimen. Esta benevolencia ridícula nos mata. Aquí no hay fibra, no se toman las cosas en serio. El otro día, al pasar por delante de la huerta del tío Lesmes, nos gritaron: «¡Masones! ¡Mata frailes!», y nos tiraron dos piedras. Yo le dije al comandante: «Hay que arrasar esa huerta». Y no quiso.
—¿Y la hubiera usted arrasado? ¡Qué barbaridad!—dijo Frutos.
—Arrasaría la mía. Antes que nada, está la libertad y la patria.
—Es verdad—asintió el Lobo.
—Así debe ser—añadió un viejo, dejando el vaso de vino vacío en la mesa.
Este viejo era un sargento de infantería, antiguo soldado que había hecho varias campañas. El tal sargento, llamado Valladares, vivía casi de limosna en casa de su[58] hija, casada con un labrador rico, que trataba al viejo de mala manera.
Valladares se sentía liberal; más que liberal, partidario del Gobierno. El Gobierno para él siempre tenía razón. Valladares ganaba un pequeño jornal por dar a los fuelles del órgano en la parroquia de San Juan. Era el viejo soldado un hombre alegre, la cara atezada y redonda, los ojos vivos y alegres, la nariz peluda; contaba sus hazañas guerreras en el Rosellón y en la guerra de la Independencia muy bien, sobre todo cuando estaba un poco borracho.
Aviraneta sonrió al oír a Diamante y a Valladares.
Se habló de los defectos que quedaban aún en la organización de la Milicia, y se volvieron a formar las tropas de nuevo.
Se hicieron varios movimientos con todas las fuerzas, y después, las dos compañías de infantería, en una columna, seguida de los tercios a caballo, evolucionaron por la ancha plaza al compás de la música de tambores y pitos, que tocaban el Himno de Algeciras, que empezaba a llamarse el Himno de Riego.
Unos meses después de haber sido nombrado teniente de la Milicia voluntaria de caballería y regidor primero de Aranda de Duero, designaron a Aviraneta para comisionado del Crédito Público.
Con estos tres destinos, don Eugenio era el amo del pueblo.
Se había discutido en las Cortes del Reino si los milicianos nacionales podían desempeñar otros cargos, y se declaró por el Congreso que no sólo el ser miliciano no debía servir de obstáculo para conseguir un empleo, sino que debía considerarse como mérito.
Cada cargo ocasionaba a Aviraneta mucho trabajo y muchas molestias; pero él se daba por satisfecho con dirigir el pueblo.
No se contentaba sólo con esto, sino que aspiraba a dominar toda la comarca, y enviaba al jefe político informes claros y precisos acerca de los Ayuntamientos que no cumplían inmediatamente los decretos de las Cortes; señalaba a los que no habían jurado la Constitución, a pesar del falso testimonio de los secretarios, y a los que no habían organizado la Milicia Nacional, o que, habiéndola organizado, no se daban prisa en instruírla.
Aviraneta miraba el nuevo régimen como una cosa[60] suya personal, y estaba dispuesto a todo por sacarlo adelante.
Al mismo tiempo que regidor y oficial de caballería, don Eugenio hacía de intendente, llevaba las cuentas, se encargaba del armamento y de solucionar la serie de dificultades económicas que se presentaban.
En el Ayuntamiento, Aviraneta había preparado una habitación que daba hacia el Duero, y allí trabajaba.
Todos los asuntos los despachaba él. El corregidor firmaba únicamente. Aviraneta tenía la ilusión del revolucionario que cree que una sociedad puede cambiar en su esencia en pocos años.
Aviraneta y el secretario del Ayuntamiento eran hostiles. El secretario, tipo de absolutista, viejo, calvo, demacrado, cauteloso, ponía trabas a toda tentativa liberal, atrincherándose en las fórmulas, en las costumbres. El secretario daba a entender que no quería mas que el éxito de los propósitos liberales del Gobierno; pero les hacía toda la guerra posible.
Desde la promulgación de la Constitución, el partido absolutista de Aranda, formado por el clero y dirigido por un señor del Pozo, iba tomando cada vez más fuerza.
Aviraneta, puesto en contra de él, se empeñó en que los párrocos explicaran los artículos de la Constitución los domingos; pero los párrocos, apoyados por los absolutistas, se empeñaron en no hacerlo.
El señor del Pozo, en unión de un propietario rural, don Narciso de la Muela, absolutista furibundo, iba organizando la contrarrevolución. Los curas, el secretario del Ayuntamiento, el fiel de fechos Santa Olalla, el alguacil Cabello y otros formaban la Junta Realista, que por días iba haciéndose más poderosa.
Uno de los agentes activos de esta Junta era un hombrachón alto, rubio, blanco, casi albino, con unos ojos vidriosos y abultados como dos huevos, el uno dirigido al este y el otro al oeste, y la voz atiplada. A este ciu[61]dadano inflado y grasiento, por ser entrometido y chismoso, llamaban en el pueblo la Gaceta. La Gaceta era de primera fuerza para el descrédito de algo o de alguien. Mentía descaradamente, pero con gran habilidad, y sus embustes tenían siempre una intención maquiavélica.
El fiel de fechos don Domingo Santa Olalla era hombre también atravesado y absolutista. Los liberales de Aranda le llamaban Poncio Pilatos, y, efectivamente, tenía aspecto de procónsul romano. Era tipo sombrío, grave, cumplidor de su obligación y ferviente fanático.
A pesar de su fanatismo, no aspiraba mas que a cumplir la ley. Sabía que Aviraneta y sus amigos saltaban por ella siempre que podían, y esto indignaba a Poncio.
Santa Olalla tenía un odio profundo por los constitucionales y un gran desprecio por los absolutistas, enredadores y chismosos, como Cabello y la Gaceta.
A medida que pasaba el tiempo, constitucionales y absolutistas iban organizando sus huestes.
El nombramiento de Aviraneta para comisionado del Crédito Público alarmó a los clericales de la comarca.
Las Cortes habían decidido suprimir los monasterios de monacales, cerrar todo convento que no llegase a tener veintiocho profesos y enajenar sus bienes para hacer frente a los gastos de las guerras pasadas.
Se quería que en cada pueblo se formase un expediente y un plano catastral de los terrenos baldíos, con expresión del deslinde, calidad, uso, aprovechamiento, etc., reservando los ejidos necesarios para los ganados de los pueblos.
Parte de estos terrenos pensaba el Gobierno reservarlos para los gastos del país, y parte venderlos en parcelas a bajo precio y a plazos.
Se quería crear una clase de pequeños terratenientes sobre las grandes propiedades monacales, con lo cual se suponía que el nuevo régimen podría consolidarse y que los propietarios advenedizos a la posesión serían los[62] más acérrimos partidarios de la legalidad revolucionaria.
La medida, bien pensada, no dió resultado, y el pueblo, constantemente, rechazó aquellas ofertas, que le parecían sacrílegas. Si alguno se aprovechó, luego se hizo más católico que nadie.
Aviraneta, a pesar de que vió desde el principio la hostilidad popular, no retrocedió; siguió trabajando con entusiasmo en sus inventarios. Con su letra española clara y puntiaguda, de finos gavilanes, estilo Iturzaeta, escribía folio tras folio, día y noche, sin cesar.
Mandaba a los jueces pedimentos solicitando la subasta de los bienes nacionales; enviaba conminaciones a alcaldes, escribanos, tasadores...
Era imposible promover la formalización de los expedientes. Algunos jueces liberales comenzaban la incoación; pero tenían que abandonarla pronto. Todo el mundo hacía lo posible para que los trabajos quedasen interrumpidos.
Aviraneta quería luchar así, de cerca, convencido de que era el único modo de instaurar la era revolucionaria.
Algunos amigos le advertían que a su lado, como tiburones que siguen a un barco, había gente desacreditada y sin escrúpulos que iba a ver si se lucraba con los bienes nacionales.
Uno de ellos era un contratista, un tal Emilio García, de Vadocondes. García era uno de esos hombres que en un momento de revolución ven una fortuna que hacer. García era hombre frío, audaz, indiferente a todo lo que no fuera negocio. Tenía un pie en el realismo y otro en la revolución. Se servía de dos agentes, un miliciano a quien llamaban el Rojo y del hombre a quien decían la Gaceta. A veces se entendía también con Frutos.
Aviraneta pensaba que a esta gente ambiciosa había que franquear el acceso a la riqueza, porque una mesocracia adinerada era indispensable para afianzar el libe[63]ralismo. Sin cambio de propiedad, imposible el cambio de régimen.
Algunos se lamentaban de esto.
—Es una cosa absurda—les decía Aviraneta—. ¡Como si la propiedad antigua hubiera sido adquirida por otros medios que el robo y la violencia!
No todos los liberales del pueblo estaban de acuerdo con Aviraneta; algunos, molestados porque se había dado el mando a un advenedizo, no querían nada con él.
Estos eran la mayoría gente rica que se consideraba postergada.
Si en la esfera de los aristócratas existían descontentos, también los había entre los demócratas, los cuales se hallaban representados por los contertulios de un zapatero remendón llamado Domingo, de la calle de la Canaleja.
De la zapatería del tal Domingo salió con el tiempo una torre de Comuneros tan efímera como las tapas y medias suelas del establecimiento, y algunas mujeres, hermanas o amigas de estos comuneros, se adornaron con la banda morada de los Hijos de Padilla.
El zapatero, jefe de los descontentos, era un jorobado enredador, el zapatero Simón de Aranda, a quien se le decía Dominguín y Domingo Siete. Este último apodo se lo habían puesto los liberales por su inoportunidad.
Sabida es la historia del jorobado a quien las brujas colocaron otra giba por inoportuno.
Había ido un giboso un sábado por la noche a un bosque donde moraban las brujas, y les había oído cantar repetidas veces, con la melancolía de una canción que no se conoce bien, este estribillo:
Entonces el giboso, en el mismo tono triste que las brujas, cantó:
Las brujas al oír esto lanzaron un ¡ah! de satisfacción, y entusiasmadas por el segundo verso añadido a su canto fragmentario, buscaron al autor, encontraron al giboso, le acariciaron, le quitaron la giba y la colgaron en un árbol.
Llegó el giboso al pueblo derecho y gallardo y contó a otro amigo jorobado lo ocurrido, y éste el sábado por la noche se fué al bosque y esperó. Vinieron las brujas y se pusieron a cantar con entusiasmo, con una algarabía de papagayos:
Entonces el giboso, saliendo de debajo del árbol, gritó con voz aguda:
Las brujas, que tenían cierto sentido estético, lanzaron un grito de disgusto y de repulsión, digno de un profesor de Retórica, al ver que no se respetaba la sagrada medida del verso, y cogiendo al jorobado, le arañaron y le colocaron la joroba del giboso del sábado anterior.
A Dominguín el zapatero se le consideraba tan inoportuno y audaz como el jorobado del cuento, y por eso se le llamaba Domingo Siete.
Dominguín, Tumbatoros el cortador, Payuco el gitano, Matías el sanguijuelero y un matón a quien llamaban el Tarambana formaban la extrema izquierda arandina.
Aviraneta tenía como colaboradores a su secretario Frutos San Juan y a Diamante.
Frutos trabajaba sin entusiasmo, Aviraneta no sos[65]pechaba que Frutos estuviera vendido al celebérrimo oro de la reacción; suponía que le faltaba celo, nada más.
Diamante dedicaba todas sus fuerzas a la lucha liberal. Quería dominar por el terror. Había echado a volar la noticia por el pueblo de que al primer intento absolutista haría una sarracina de las gordas.
Aviraneta al principio vivía con su madre y con una criada vieja de Irún, Joshepa Antoni; luego se separó de ellas por muchas razones. La primera y más importante era que no quería que sus enemigos pudiesen vengar en su madre las ofensas que supusieran haberles inferido él.
Aviraneta echó a volar la especie de que la buena señora estaba muy incomodada con su conducta.
Aviraneta iba a comer con su madre todos los días, y después, burlonamente, en vascuence, le contaba lo que ocurría en el pueblo. Ella le oía mientras hacía media y le recomendaba que no fuera demasiado audaz ni hiciera muchas locuras.
Aviraneta explicaba sus dificultades y sus luchas como asuntos de poca importancia.
Los domingos Aviraneta iba de caza con Diamante y sus dos criados, el Lebrel y Jazmín.
Solía andar por las proximidades de Aranda persiguiendo zorras y liebres, y cuando había varios días de fiesta seguidos marchaba con algunos amigos a los pinares de San Leonardo o a las sierras de Burgos y del Urbión.
A Aviraneta le gustaba visitar los parajes que había recorrido como guerrillero. Al mismo tiempo se evitaba así las fiestas religiosas, a las cuales, como regidor, no tenía más remedio que acudir estando en Aranda.
Tenía Aviraneta varios caballos, entre ellos dos magníficos, Piramo y Tisbe; tenía también varios perros y uno favorito, al que llamaba Murat.
En el pueblo se odiaba a Aviraneta cordialmente; pero, a pesar de esto, él se encontraba bien allí y decidió ins[66]talarse en Aranda y comprar una casa vieja bastante alejada de las demás, que se llamaba la Casa de la mujer muerta o la Casa de la Muerta.
Esta casa antigua, colocada en una encrucijada estrecha, construída a medias de ladrillo y adobes, era sólida, espaciosa y bastante bien conservada.
Se tenía contra la casa cierta prevención: en tiempo de la guerra de la Independencia había sido hospital, y después vivió en ella gente pobre. Era un refugio de chusma maleante y vagabunda; todos los zapateros y paragüeros remendones que llegaban a Aranda iban a alojarse allá.
La historia de la casa era romántica. Se contaba que hacía dos siglos había pertenecido a un caballero principal muy desgraciado. Este caballero tenía un hijo y una hija. La hija había muerto abrasada en un incendio, y el hijo, con gran disgusto de su padre, pretendió casarse con una judía.
El pobre caballero, viendo la terquedad de su hijo y sabiendo que la judía se iba a convertir al cristianismo, la aceptó en su casa, y el mismo día de la boda la muchacha, al asomarse a una ventana, cayó al patio y quedó muerta. Desde entonces, al decir de la gente, se tapió aquella ventana y el padre y el hijo desaparecieron.
No se decía si en la casa se paseaban los duendes con su indumentaria ad hoc de sábanas, velos, cadenas, etc.; pero no era improbable que la gente lo pensara.
Aviraneta compró la Casa de la Muerta y llevó obreros para restaurarla. Puso cristales pequeños y romboidales emplomados en casi todas las ventanas, cosa que pareció un lujo provocativo e insultante. Arregló bien las cuadras, blanqueó las habitaciones y compró muebles, los necesarios para un hombre que podía vivir como un árabe del Desierto en una tienda de campaña.
Sólo tenía el comedor y una sala biblioteca arreglados con cierto lujo y comodidad.
En el piso bajo Aviraneta instaló su despacho para sus asuntos de regidor y de teniente de la Milicia. Había mandado poner marcos a varias estampas liberales, y en el centro, encima de su mesa, tenía una lámina, titulada El entierro de los serviles, con esta leyenda:
En este cuarto se celebraban las reuniones masónicas de Aranda.
Aviraneta no pudo ocupar toda la casa; la mayoría de los cuartos los dejó sin arreglar; muchos, sin piso y sin cristales y con los techos caídos. El huerto también se hallaba abandonado, lleno de maleza, con los caminos invadidos por los hierbajos y las paredes por las zarzas.
Aviraneta quiso limpiarlo, y se empezaron a sacar de la huerta a cestos piedras, suelas de zapato y varillas de paraguas en tal cantidad, que Aviraneta se cansó de este cementerio de paraguas y de botas y decidió no cultivar el jardín.
La madre de Aviraneta se quedó asombrada al ver la casa.
—Pero, ¡qué locuras hace este Eugenio!—exclamó, llevándose la mano a la frente.
La compra de la Casa de la Muerta contribuyó a aumentar la fama de extravagancia de Aviraneta.
—¡Qué desgracia la de esa señora tener un hijo así!—se decía.
El regidor era para algunos arandinos un enigma; para otros, el enemigo del pueblo, y a muchos no les hubiera chocado verle la punta de la cola por debajo de la capa y despedir un olor penetrante de azufre.
Excepción hecha de los milicianos, nadie se acercaba a la Casa de la Muerta.
Aviraneta tenía en ella una criada vieja y dos mozos de cuadra, que eran también guerrilleros, el Lebrel y Jazmín.
El Lebrel era un gran cazador. Jazmín, como un criado de comedia antigua, tenía gran fertilidad de recursos y de intrigas y era atrevido, hábil y valiente.
Estos dos muchachos ternes guardaban las espaldas de Aviraneta en algunas ocasiones, eran la guardia negra del tirano, dos bravi capaces de batirse a pedradas, a estocadas o a tiros.
Aviraneta les enseñaba la esgrima del palo y del sable. Algunas veces necesitaba de sus dos muchachos y le acompañaban ambos armados y embozados en la capa.
Cada día que pasaba Aviraneta era más odiado.
Todas las disposiciones municipales dadas por él para adecentar las escuelas, sitios sombríos y miserables, para limpiar las calles y los pozos negros, para sanear las fuentes, poner árboles en los caminos y unificar las pesas y medidas, la gente las tomaba por verdaderos insultos.
¿A qué se metía aquel forastero a cambiar las costumbres de los arandinos? ¿Es que no habían vivido sus padres igual que ellos? ¿No se habían revolcado en la tradicional suciedad española sin detrimento de su salud?
La gente consideraba una ofensa el que alguien encontrara puerco y mal oliente el pueblo, y aquel prurito de limpiar les parecía ridículo y vejatorio y una manifestación de tiranía insoportable.
Los curas ayudaban este sentimiento canallesco y populachero. Se le acusaba a Aviraneta de propagandista masón y de tener una policía a su servicio para descubrir cuanto tramaban los enemigos de las instituciones liberales y comunicarlo al Gobierno y al jefe político.
La pequeña tropa de Milicia voluntaria de caballería era profundamente odiada y muchas veces había recibido tiros y pedradas, que no se sabía de dónde venían.
Otros, más cobardes, se vengaban en el viejo mendigo Guillotina.
Al principio la locura oratoria de este pobre loco había producido risa; a medida que el sentimiento realista y fanático tomaba violencia, el Tío Guillotina se iba haciendo odioso, y los chicos y los hombres le tiraban piedras y le pegaban.
Aviraneta le daba todas las semanas a Guillotina algo para comer, y el Lobo también le protegía.
Casi constantemente Aviraneta recibía algún anónimo insultante y amenazador. Él se reía y una de las veces lo clavó con cuatro tachuelas en el portal de su casa para que todo el mundo pudiese leerlo.
Aviraneta hacía como que no se enteraba de la hostilidad contra él; recorría el pueblo solo y únicamente de noche iba acompañado de sus bravi. Esta disposición la tomó desde que una vez, al acercarse a la Casa de la Muerta, le dispararon un trabucazo. Por fortuna, ninguna de las balas le dió.
Aviraneta, al anochecer, marchaba con frecuencia a la posada del Zamorano o al mesón del Brigante, del que era dueño el Lobo.
Allí, en la parte destinada a taberna, debajo de los retratos del Empecinado y de Riego, hablaba con el guerrillero y con su mujer y pasaba a la cocina del mesón. Si entraba algún carretero conocido le decía: «¡Eh, buen amigo! ¿Qué tal? ¿Se viene de lejos?» Y departía con los arrieros, les preguntaba de dónde venían, adónde iban; se informaba de las novedades del camino, del precio del aceite y del trigo y de lo que decían en Almazán, en Soria o en Roa.
El arriero contaba lo que había visto y oído, llevaba sus mulas a la cuadra, cenaba en la cocina y luego se dedicaba a echar chicoleos a las criadas.
Aviraneta, después de saturarse de vida pobre, marchaba a su casa, se mudaba, hacía encender los candelabros y cenaba como un gran señor.
Aviraneta era hombre poco amigo de la soledad y siempre encontraba algún sitio adonde ir de tertulia.
Casi todas las tardes, al anochecer, daba unas cuantas vueltas por la Acera, hablando con los amigos; después solía pasar por la botica de Castrillo, cuya bola verde iluminaba casi hasta el centro de la plaza; charlaba allí un rato; luego salía, saludaba a la gente de la confitería de doña Manolita y cambiaba un saludo con Schültze, el relojero, que al verle se levantaba y le hacía siempre la misma pregunta. Le gustaba pasear de noche por la plaza y las calles inmediatas, mirar el interior de las tiendas y sorprender la vida del pueblo en sus rincones.
Al mismo tiempo que Eugenio hacía amistades, su madre se había relacionado con la familia del juez, recién llegado al pueblo, que vivía en la vecindad, en la misma plaza del Trigo.
Se llamaba este juez don Francisco Auñón.
Don Francisco era hombre culto, inteligente, de unos cuarenta a cuarenta y cinco años. Se había casado muy joven y tenía dos hijas, Rosalía y Teresita, de diez y ocho y quince años, respectivamente, y un niño de diez, Juanito.
Auñón era hombre serio, pero de poca energía. Le dominaba su mujer, doña Antonia, a quien su marido y luego los íntimos de la casa, entre ellos Aviraneta, llamaban doña Nona.
Doña Nona debía haber sido de soltera muy guapa, pero había engordado y su antigua belleza estaba amortiguada por su gordura.
Doña Nona tenía una cara de Dolorosa, pálida y parada; los ojos grandes y negros, la boca pequeña, el pelo de ébano.
Espiritualmente era el tipo de la mujer española práctica, hacendosa, indiferente a todo lo que no fuera su casa, con un egoísmo familiar llevado a las últimas consecuencias.
La hija mayor, Rosalía, debía ser el retrato de su madre joven. Era muy bonita, muy fresca, muy sonriente, de ojos negros hermosísimos y color atezado. Tenía muy buen carácter y un aplomo perfecto, ese aplomo del castellano que ve la vida tal como es y a quien no se le ocurre sentir de una manera literaria—es decir, exagerada—las pasiones.
Teresita, la otra hija del juez, menos exuberante que su hermana, acababa de pasar esa edad en que las niñas comienzan a dejar las muñecas, pero todavía no había llegado al período de los muñecos.
Teresita prometía ser muy lista; le gustaba leer y estudiar. Lo único que tenía allí eran libros religiosos. Leía La vida de los Santos y la Guía de Pecadores, y sabía muchas poesías de Santa Teresa de Jesús, de San Juan de la Cruz y de Fray Luis de León.
La madre de Aviraneta iba de tertulia a casa del juez y solía estar hablando y haciendo media.
Aviraneta bromeaba mucho con las dos muchachas.
Don Eugenio y el juez charlaban largamente y se entendían bien.
Aviraneta tenía una gran facundia y no dejaba languidecer la conversación. Le gustaba sentarse en el co[73]medor de la casa de su amigo y burlarse de todo el mundo. El Ayuntamiento, la Milicia Nacional de Aranda, las modas, las murmuraciones del pueblo le proporcionaban tema inagotable para sus burlas.
A Aviraneta le gustaba que le hicieran encargos, y doña Nona y Rosalía le pedían una porción de cosas.
Era don Eugenio capaz de hacer un viaje a Valladolid o a Madrid, a caballo, para llevarles un adorno, una chuchería de moda cualquiera.
Muchos aseguraban que Aviraneta iba principalmente por Rosalía, que estaba muy guapa; pero era difícil que un hombre tan atareado como Aviraneta pudiera enamorarse seriamente.
Durante largo tiempo Aviraneta y su madre fueron los contertulios habituales de la casa del juez; pero al principio de otoño apareció un curita, don Víctor, muy amigo de doña Nona, a hacer la competencia a don Eugenio y a minarle el terreno.
Don Víctor conquistó a doña Nona y a la madre de Aviraneta. Luchar con él era imposible.
Este curita, joven e inteligente—inteligente a lo cura—, se comenzaba a distinguir por sus sermones anticonstitucionales. Quería ser en Aranda lo que eran el padre Maduaga en Cáceres y fray Miguel González, el colector de la Victoria, en Burgos. Decía que la Constitución era cosa del infierno, que se hallaban condenados irremisiblemente todos los constitucionales y que el Gobierno Revolucionario estaba hundido en el cieno y en la sangre.
Este curita había echado a volar desde el púlpito de la iglesia de San Juan una frase que, según decían, era de San Agustín, frase que consistía en asegurar lo lícito de la persecución por amor.
La persecución por amor era un buen invento para una época de guerra civil.
Aviraneta pensaba que al cleriguillo aquel él le hubiera pegado con gusto una paliza para que no intriga[74]ra en contra suya en la casa del juez, no por odio ni por mala voluntad, sino por amor. La persecución por el amor.
Don Víctor, el cura, tenía un gran ayudante en una señora, doña Cleofé Navas, viuda de un militar.
Doña Cleofé era una mujer alta, fuerte, enérgica, hombruna, seria y autoritaria. Tenía una rigidez de fariseo en paso de Semana Santa, la cara amarillenta y dura, con unas arrugas que parecían hechas con tiralíneas; la nariz aguileña y los labios finos.
Doña Cleofé era una de estas mujeres caritativas que nacen para hacer la desesperación de los desdichados. Era el recaudador de contribuciones, el agente de policía, el tambor mayor de la caridad; visitaba las casas pobres, donde reñía a la gente; asistía a los moribundos, para darles la puntilla recordándoles que estaban en las últimas, y pasaba la vida en la iglesia.
Doña Cleofé tenía un hijo, con quien no se hablaba, una hija reñida con ella, y un yerno que la hubiese querido ver en el hospital, en la sala de los tiñosos.
Las criadas no aguantaban en casa de la beata más que unos días.
La paz del Señor reinaba en aquella santa morada.
Doña Cleofé solía tener una tertulia en su casa, en una sala tan antipática como ella, con unas estampas religiosas tan antipáticas como la sala, con una consola y unas butacas tan antipáticas como las estampas, y una alfombra y unas cortinas tan antipáticas como las butacas y la consola.
En este cuarto antipático se reunía la tertulia de las viejas beatas más antipáticas del pueblo.
Había un señor que vivía en Aranda dedicado al estudio.
Este señor, viejo, solitario y apolillado, el señor Sorihuela, había vivido en Madrid en otra época, protegido por Godoy y en relación con los masones.
El señor Sorihuela se dedicaba a estudiar la historia de España en tiempos antiguos y a hacer un plano de las calzadas romanas en las provincias de Burgos y Soria; recogía fósiles, monedas y pedruscos, y hacía estadísticas. Como se ve, se dedicaba a cosas sin importancia.
El señor Sorihuela era bajo, regordete, cuadrado, feo como buen erudito. Tenía la cabeza grande, el pelo cano, la cara roja por el herpetismo—según otros, por el vino—, la frente despejada y blanca, y las patillas grises.
Este arandino ilustre gastaba larga casaca verde, de cola de abadejo; chaleco abotonado hasta el cuello, calzones de paño, medias de lana y una gran corbata de batista de dudosa blancura.
El señor Sorihuela tenía un perro chato, y era un problema, al verlos juntos, saber si el perro se parecía a él o él se parecía al perro. A punto fijo no era fácil averi[76]guar quién era más egoísta de los dos, si el perro o el hombre; probablemente lo era el hombre.
El señor Sorihuela lucía un egoísmo suspicaz e inquieto. Hombre culto, y sobre todo muy prudente, se había creado fama de loco en el pueblo, y la cultivaba para disfrutar de libertad.
Sorihuela tenía mucho miedo a los ladrones, y más miedo aún de que alguna de las piezas de su colección o algunos datos de sus carpetas desapareciesen.
El señor Sorihuela era un incrédulo; iba todos los días a la iglesia y solía estar leyendo algún libro de Estrabón o de Plinio.
El señor Sorihuela despreciaba a los hombres, despreciaba más a las mujeres, despreciaba la política, la religión, todo lo establecido y por establecer, cosa, después de todo, muy razonable; lo único que no despreciaba—y aquí estaba el tendón de Aquiles de su personalidad—era la historia y la numismática. Para este erudito, la idea de que dentro de cien, quizá de doscientos años, los numismáticos, los investigadores que se ocuparan de la historia romana en la Celtiberia tendrían que hablar de él, de él, del señor Sorihuela, a quien nadie consideraba en el pueblo y que, sin embargo, según el informe desinteresado del propio Sorihuela, era el único hombre digno de consideración de Aranda; la idea de que tendrían que citarlo y alabarlo era tan halagüeña, tan agradable, que constituía su gran esperanza.
Tal pensamiento sumía al viejo erudito en un ambiente de delicia numismática, que era como el avance de los goces de la inmortalidad.
El único amigo de Sorihuela era un cura llamado don Juan Caspe. Este hombre tenía un tipo repulsivo, y lo era: su cara roja y pustulosa, el manteo lleno de lamparones, hacían que fuera poco agradable encontrarlo en el campo visual del observador.
La fama de este curángano era casi tan mala como su aspecto; se sabía que era aficionado al vino, y se decían[77] además de él cosas abominables. Eso sí, todo el mundo reconocía que don Juan, a quien no había por dónde cogerlo en cuestión de moralidad, era un gran latinista y que sabía como pocos la historia de la Iglesia.
Verdad es que nadie tenía en el pueblo la pretensión de conocer bien la historia de la Iglesia, y se cedía este mérito al clérigo sin inconveniente.
Como todos los personajes excéntricos tienen, naturalmente, una tendencia a encontrarse, Aviraneta solía ir a visitar al señor Sorihuela, pensando si en la cabeza del hombre numismático habría algo útil que aprovechar en un sentido actual.
El numismático recibía a Aviraneta en unos salones bajos y destartalados, donde tenía sus colecciones, y hablaban.
Aviraneta le reprochaba que se ocupara de cosas que no servían para nada, y Sorihuela contestaba con acento sarcástico:
—Sí; si yo ya sé que lo que hago no sirve para nada. ¿Qué importancia tienen las calzadas romanas? Ninguna. Como que los romanos eran unos imbéciles, unos pobres majaderos...
Aviraneta se reía, y replicaba:
—Yo no sé cómo eran los romanos, ni me importa gran cosa; lo que sí sé es cómo son los hombres modernos, en especial los españoles, y en particular los de Aranda, y creo que toda la gente que tiene alguna inteligencia debe contribuír a mejorar su estado.
—Pues no seré yo el que tal haga.
—Porque es usted un egoísta, señor de Sorihuela.
—Y usted lo es mayor, señor de Aviraneta. Lo que ocurre es que usted tiene muchas condiciones para intrigar y hacer trastadas.
—Muchas gracias por el favor, señor de Sorihuela.
—Y usted mismo lo reconoce, señor de Aviraneta. Es usted como un perro perdiguero que dijera: «tengo el deber de cazar», o como un gato que creyera que se sa[78]crificaba matando ratones. Ha nacido usted para eso, como yo he nacido para hacer el plano de las calzadas romanas. ¡Vaya un mérito!
—Esos son argumentos de topo, señor de Sorihuela. Si saliera usted al sol vería que todos esos sofismas no tienen valor.
—No, no tienen valor. Si usted fuera un hombre culto, señor de Aviraneta, que no lo es, y en vez de aprender gramática parda en los suburbios y callejuelas hubiera usted frecuentado los clásicos, le diría que una vez, leyendo a Diógenes Laercio, me fijé en la frase de un sofista griego llamado Protágoras, el cual asegura que el hombre es la medida de todas las cosas. Al principio la proposición me pareció absurda; pero, dándole vueltas en el pensamiento, vine a caer en la profundidad de la frase y en que estaba más dentro de la realidad que ninguna otra.
—¿Y qué consecuencia saca usted de esto, señor de Sorihuela?
—Saco la consecuencia de que usted mira el mundo con la medida de un regidor del Ayuntamiento de Aranda injerto en miliciano nacional, y yo...
—Con la medida de un peón caminero...
—Protesto.
—De un peón caminero romano.
—No pretendo convencer a usted, porque es usted un hombre inculto.
—¿Convencerme de qué? ¿De la utilidad de los peones camineros y de las calzadas? Estoy convencido ya.
—¡Bárbaros! ¡Beocios! ¿Qué os proponéis con ese desprecio por el pasado?—gritaba el señor Sorihuela—. Si no habéis de durar un momento. Andad, andad; lucíos, mequetrefes; petulantuelos, echáodlas de dictadores; ya os darán lo vuestro. Sois orugas que se han convertido en mariposas. Os creéis dueños del mundo y del aire; pero mañana vendrán los fríos y se acabarán vuestros triunfos.
—¿Y morirá la libertad? ¿Cree usted...?
—No; la libertad no; vosotros. Porque la libertad no muere; todo deja un germen, y de esos gérmenes vendrán nuevas crisálidas y nuevas mariposas... Se eclipsa el absolutismo, y volverá; se eclipsará vuestra Constitución, y volverá después. Todo vuelve... Pero, en fin, haced lo que queráis. A mí nada me importa.
—No se incomode usted, señor Sorihuela—replicaba Aviraneta—; no hay motivo. Le hago a usted hablar para oírle. Su conversación aclara algunas de mis ideas. Como dice usted, soy un hombre inculto.
—¿Lo reconoce usted?
—Sin duda alguna. Pero vamos a ver: ¿Qué piensa usted de lo que hace el Gobierno? ¿Qué le parece a usted la gestión de los liberales en Aranda?
—¿Qué me parece? Mal; muy mal. ¿Qué pretenden ustedes? ¿Me quiere usted decir? ¿Acabar con la tranquilidad del mundo? ¿Inculcar en el pobre el odio al rico?
—No.
—Sí; yo digo que sí, y añado que el día que el pobre no respete al rico, que tiene dinero y poder, precisamente porque es rico y poderoso, ese día la sociedad caerá en el mayor desorden.
—Que caiga. Es posible que eso sea necesario.
—¿Para qué?
—Para progresar, para mejorar.
—No esperes la República de Platón—dice Marco Aurelio—; conténtate con llevar remedio a los grandes males.
—Yo no hubiera dicho eso.
—¿No?
—No. Yo hubiera dicho: «No esperes la República de Platón; pero trabaja por ella como si pudiera venir».
—¡Qué ilusión más absurda! Cuanto más cerca está un país de su esplendor, está más cerca de su ruina. Se multiplican las necesidades, vienen nuevas angustias, nuevos dolores, nuevas preocupaciones... Es lo que su[80]cedió con el Imperio Romano. No hay mas que leer a Tácito.
—Transportémonos a Aranda—replicaba Aviraneta.
—¿Es que los ejemplos no valen?—gritaba irritado el señor Sorihuela.
—Para mí muy poco. Discutamos, si usted quiere, lo que ocurre. ¿Usted supone que limpiar un pueblo, establecer escuelas, plantar árboles, organizar mejor la vida, no sirve para nada?
—Sirve; yo no digo que no sirva; sirve para el que tiene esa necesidad de tener la calle limpia; para el que no le importa que esté su calle limpia no sirve; al que cree que no conviene ir a la escuela, no le preocupa que ésta esté bien o mal. Y hoy, en España, a la mayoría de la gente no le importa, ni por el montón de estiércol, ni por la escuela mala.
—Pero hay que hacer que les importe.
—¿Cómo?
—Convenciéndoles, demostrándoles que salen ganando.
—No. ¡Qué han de salir ganando! ¿Y la comodidad de no pensar y de no preocuparse? ¿Y el dejarse llevar por las ideas hechas, por las costumbres hechas?
—¡Qué miseria!—exclamaba Aviraneta—. ¡Qué cobardía! Nosotros, los filósofos, ¿vamos a dejar que el mundo se rija por las necedades del montón?
—¿Qué petulancia es esa de decir nosotros los filósofos?
—¡Pse! En un país en donde los frailes de una Universidad decían: «Lejos de nosotros la funesta manía de pensar», no está mal que se tenga la petulancia de ser filósofo...
Realmente, Aviraneta tenía razón. En tiempo de la primera guerra carlista había en el campo del Pretendiente el partido ilustrado o de los listos, y el no ilustrado o el de los brutos.
Los prohombres de este último partido hablaban así a su rey:
—Nosotros, los brutos, llevaremos a Su Majestad a Madrid.
Es muy posible que cuando los hombres se llaman a sí mismo los filósofos, se equivoquen, y no sean tan filósofos como se figuren, y es posible también que cuando se llaman a sí mismo los brutos, no sean brutos como creen.
Pero siempre resultará que los que dicen: «Nosotros los filósofos», aspiran a ser filósofos, y los que dicen: «Nosotros los brutos», aspiran a ser más brutos de lo que son. Y entre una aspiración y otra, no cabe duda que la primera es mejor...
El señor de Sorihuela, volviéndose contra Aviraneta, decía:
—Sois de una necedad verdaderamente inaguantable; habláis de todo, y resulta que no comprendéis nada.
—¿Es que siempre las costumbres viejas son cómodas?—preguntaba Aviraneta.
—Siempre más cómodas que el tener que inventar otras. El hombre de aquí o de allá sabe lo que tiene que hacer en la ceremonia de la boda, cuando nace el hijo, cuando se le muere el padre... Todo el mundo, queriendo ser original, sería el salvajismo.
—Yo lo preferiría a la rutina.
—Pues afortunadamente, amigo mío, es usted de los pocos. La gente está contenta con sus prejuicios, con sus hábitos, y le va bien así, y nadie quiere cambiar, y los que parece que quieren cambiar no son mas que ambiciosos que, como han visto que al Arco Agüero, al Riego y a los demás les han dado tres grados y buenas pensiones, esperan que a ellos les pase igual.
—¿Y yo también soy un ambicioso, señor de Sorihuela?
—No. Usted es algo peor que eso: usted es un canalla.
—Gracias. Desde lo alto de estas pirámides cuarenta siglos de numismática os contemplan.
—¡Sí, usted es un canalla, que goza mortificando a los demás!
—¿De manera que, para usted, todo el que no se sienta peón caminero de las carreteras romanas es un bandido?
—Todos, no; pero usted, sí.
—¿De manera que fuera de la numismática no hay salvación?
—Para el que está hundido en el fango, no.
—Me conmueve esta opinión halagüeña que tiene usted de mí, señor de Sorihuela. ¿De manera que, según usted, no se debe protestar contra lo malo, y cuanto peor está la sociedad está mejor? Así es que vengan las calles sucias, la falta de agua, la falta de escuelas, la peste... Vengan frailes bien puercos, sacristanes, legos, donados, demandaderos de monjas, pordioseros, ermitaños; paguemos diezmos y primicias a la Iglesia de Dios, y sufragios para las benditas ánimas del Purgatorio, y viva la viruela, el tifus y las lacras... Es usted gracioso, señor de Sorihuela. Pero dejemos esto, que no tiene importancia. Vamos a lo trascendental, a lo científico. ¿Cuántos granos de uva cree usted que tendrá la cosecha de este año en Aranda?
—¡Vaya usted a paseo!
—Hoy no se siente usted estadístico. Bueno; enséñeme ese nuevo plano de las calzadas romanas que está usted inventando.
—¡Inventando yo!... ¡Si usted mismo las ha visto!
Aviraneta reconocía que las había visto, y el viejo abría la puerta de su despacho y pasaba adentro a su contradictor.
En general, para el que ha vivido con entusiasmo durante la guerra, el tiempo de paz es un día pálido y sin sol, en que nada brilla, en que todo es desabrido e insignificante.
Tal fuerza tiene la barbarie innata y consubstancial humana, que, a pesar del miedo a la muerte, el hombre que se siente lleno de energías prefiere vivir matando que vivir en paz dentro de las férulas de la civilización. Esto demuestra lo agradable de matar y lo desagradable de obedecer. Sin duda, a pesar de todos los progresos, en cada uno de nosotros sigue ardiendo la llama del corazón del troglodita.
Aviraneta era hombre poco propicio a vivir del pasado. Aviraneta era siempre actual.
De sus empresas conservaba un vago recuerdo, casi siempre confuso y sin detalles. Los acontecimientos del día, de la hora, del momento, tenían tal importancia para él, que no le dejaban fantasear sobre lo pasado.
Aviraneta no era de los turbulentos que languidecen en tiempo de paz. Llevaba la turbulencia allí por donde iba; la paz era también para él la guerra, porque constantemente estaba intrigando, conspirando, ejerciendo sus facultades de dominación y de lucha.
La vida de casi todos los hombres es como una ca[84]dena de eslabones iguales; la vida de los tipos como Aviraneta es una cadena en que cada eslabón es diferente. Sin embargo, la cadena de su existencia en ellos es también una unidad.
Del fondo del espíritu suyo brotaba un manantial de energía que le permitía elasticidad suficiente para no dejarse laminar por la reglamentación estrecha de un pueblo; estaba rompiendo constantemente el tejido de preocupaciones que forma la vida estancada alrededor del hombre.
Ese tejido conjuntivo de la sociedad, que fija al individuo en el ambiente y lo inmoviliza y lo deforma, no tenía para el Tirano, para el Robespierre de Aranda, más valor que una cosa que se dejaba penetrar sin dificultad.
Aviraneta no podía, seguramente, deshacer la tradición en el espíritu de los demás, ni en el espíritu del pueblo; pero la rompía en sí mismo constantemente.
Él pensaba lo contrario; se hacía la ilusión de que su empuje demoledor, su acometividad de revolucionario, iba abriendo una brecha en la vieja fortaleza de la España arcaica.
El Tirano se encontraba siempre con energía suficiente para adaptarse y para desadaptarse, para soportar los lazos sociales y para cortarlos bruscamente. A veces tenía algún miedo retrospectivo por haber hollado y despreciado la costumbre respetada; pero en el momento de ejecutar estaba siempre tranquilo.
La ilusión, la eterna esperanza, fingiéndole para el día siguiente oasis espléndidos, le hacía en el instante de decidirse a algo ligero y fuerte como un pájaro de presa.
Cuando perdía su aliento, el Tirano, hombre dinámico antetodo, que no había llegado a un estado completo de conciencia, consideraba que sus períodos de desmayo para la acción eran resultado de un morbo psicológico.
No suponía nunca que el mundo pudiese ser una estepa, un pedregal árido, sin una mata, sin una fuente,[85] sin una humilde flor; la Ilusión, esa gran Maia de los indios, le hacía ver siempre delante de los ojos un magnífico telón con hermosas perspectivas, sobre el cual las miserias de la vida próxima eran únicamente negruras para contrastar con la claridad y la belleza de las cosas futuras y lejanas.
El terrible egoísmo de los hombres, su vanidad, su envidia, su petulancia, la mezquindad de espíritu de las mujeres, el odio entre sí por rivalidad sexual, tan despreciable y tan bajo; la vida basada en la cobardía y en la constante abdicación de lo más noble, eran para él pequeños episodios, ligeras manchas sin importancia.
Todo el conjunto inarmónico de voces de la naturaleza y del hombre, el clamor del rencor, de la desesperación, del egoísmo de la Humanidad entera, animado por la ilusión constante, le parecía una sinfonía con su ritmo, el coro trágico sobre el cual se levantaba la voz poderosa del héroe.
Podía suponer que el terreno pisado hoy sería ingrato para él. ¿Y qué? En cambio, el de mañana tenía que ser admirablemente bello.
Aviraneta caía rara vez en el desaliento y en la desgana. Bastaba que encontrara algo que hacer para que huyeran en seguida todas sus vacilaciones.
Su pensamiento era siempre dinámico; no podía discurrir sin unir al discurso una idea de acción, y cuando llegaba a ésta comenzaba a poner los medios para realizarla.
Sólo algunas veces, muy raras, deprimido por ligeras afecciones artríticas, sentía que su inteligencia comenzaba a vagar en lo abstracto, y entonces se decía a sí mismo:
—Algo me ha hecho daño.
Uno de los entusiasmos de Aviraneta era lo difícil. Lo difícil es la gran atracción de todos los aventureros; lo difícil exige inteligencia, tesón, frialdad, nervios duros, espíritu ecuánime. Intentar lo difícil, imponerse una ta[86]rea ardua y superior a las fuerzas de la generalidad, trabajar como un condenado. Este era su orgullo.
Para un hombre tan fértil en recursos como él, de un valor y de una serenidad rara, la dificultad era el mayor atractivo.
Si Aviraneta hubiera sido filósofo y hubiera intentado postular su ley moral, la hubiera formulado así: «Obra de modo que tus actos concuerden y parezcan dimanar lógicamente de la figura ideal que te has formado de ti mismo».
Aviraneta creía que era valiente, sereno, frío; pues sus actos debían estar a la altura de su valor, de su serenidad y de su frialdad supuesta.
Generalizando la norma de Aviraneta, el Tenorio debía obrar como Tenorio; el intrigante como intrigante; el ladrón como ladrón. La moral de Aviraneta era moral de cómico, moral de teatro, moral un tanto inmoral; pero moral fuerte, al menos para él.
Aviraneta acertaba o no acertaba en sus acciones, pero no tenía remordimientos.
La conciencia, indudablemente, tiene algo parecido con una función orgánica como la digestión. No es sólo la bondad o maldad de las acciones, o de las substancias ingeridas, la que produce el remordimiento en la conciencia o la indigestión en el estómago; es, más que nada, la fuerza del órgano de pensar y de digerir la que falla o la que vence.
Hay conciencias como el buche de los avestruces, que deshacen las piedras; hay otras, en cambio, como las corolas de las sensitivas, que se marchitan al menor contacto.
El Tirano tenía una conciencia fuerte; digería todas sus acciones y no se acordaba de ellas. Jamás le venía a la imaginación la idea de preguntarse si había obrado bien o mal en estas o las otras circunstancias del pasado; lo único que se le ocurría preguntarse era si en este o en el otro momento se había conducido con habilidad.
No quería juzgar su vida y someterla a normas de sacristía ni de logia masónica.
Inconscientemente, la moral era para él una cuestión de pulcritud, como la buena ropa o la buena caligrafía.
Su amigo de la mocedad el capitán Sanguinetti le decía muchas veces:
«Mio caro, studiate la matematica», y Aviraneta estudiaba la matemática a su modo.
Aviraneta tendía siempre, como su primer maestro, Merino, a dejar en el misterio sus fines y sus medios de acción. Así infundía en los demás la idea de que era más poderoso de lo que era en realidad, y esta idea refluía después en sí mismo y le daba fuerza.
Estos hombres de acción se forjan, sin saberlo, motivos que salen de ellos y vuelven a ellos, y los toman como si vinieran del ambiente.
Aviraneta creía en la fisiognomía; había leído a Lavater, e intentaba aplicar sus teorías.
Le gustaba estudiar a una persona mirándola. Creía que la primera impresión visual era importante; que se podía llegar a averiguar el sentido de una vida por la cara de un hombre.
Por esto uno de sus esfuerzos era aprender a conocer a los demás y aprender a disimular.
Aviraneta suponía que cada momento que pasaba mejoraba su juicio; toda su vida anterior le parecía infancia. Ilusión, seguramente; pero ilusión halagadora.
Aviraneta no se sentía fatalista, y, sin embargo, lo era. Tenía demasiada confianza en sí mismo para no creer un poco en su estrella.
El Tirano no se analizaba, no se preocupaba de sus contradicciones; quería prepararse para la vida sedentaria, y había días que andaba cinco leguas a caballo. Le dolía perder los hábitos de un guerrillero; esperaba volver a serlo.
Pensaba también que podía convertirse en un buen señor sedentario y tranquilo; pero en el fondo, ni la fa[88]milia, ni la mujer, ni el hogar le seducían. Era el pajarraco salvaje que necesita espacio, soledad, desolación...
Aviraneta creía que trabajaba para los demás; pero en el fondo trabajaba para sí mismo, no por sentido utilitario práctico, sino porque era un coleccionista de empresas difíciles y peligrosas.
Aviraneta, que había suprimido el remordimiento, quería suprimir el temor.
Su tío y maestro Gastón Etchepare le había escrito una vez: «Un hombre digno no debe temer nunca, al menos en los momentos de salud y de razón; ni la muerte, y después la nada, si es incrédulo; ni la muerte, y después el infierno, si es creyente. ¿Temor? Jamás. Ni aunque fuéramos responsables de nuestros actos debemos temer».
Aviraneta intrigaba, iba, venía; se le solía ver esperando con impaciencia las galeras que llegaban con el correo desde Irún y Madrid...
En aquel pueblo castellano, pardo, terroso, de casas de madera y adobes, había un hombre que vivía con la misma energía que un ciudadano de una república italiana del Renacimiento, o que un vecino de París en tiempos de la Revolución. Era don Eugenio de Aviraneta, que llevaba bajo su cráneo, ancho y espacioso, un mundo de intrigas, de maquinaciones, de sueños de ambición y de poder...
Una mañana de a mediados de julio, poco antes de la hora de comer, estaba don Eugenio en su despacho del Ayuntamiento cuando se le presentó un correo con un pliego. Aviraneta lo abrió y leyó, no sin cierta sorpresa, este oficio:
«Gobierno político de la provincia de Burgos. Cerciorado de la ardiente adhesión de usted al régimen constitucional, de su celo y amor por el bien público y de que, al mismo tiempo, se halla dotado de actividad y de un carácter enérgico y decidido, creo que podía usted hacer un servicio importante a la provincia y a la patria si se prestara gustoso a una comisión ardua y honorífica que trato de encomendarle.
»Para esto convendría se avistara usted conmigo sin pérdida de tiempo, viniendo provisto de lo necesario para algunos días de expedición. Dios guarde a usted muchos años. Burgos, 12 de julio de 1820.—José Marrón.»
Leyó Aviraneta el oficio detenidamente, lo guardó, y poco después se levantó de la mesa y salió a la calle.
El joven Frutos había seguido con curiosidad todos los movimientos de Aviraneta. Salió también del despacho, y en la puerta del Ayuntamiento se encontró con el alguacil Argucias.
—¿Quién ha venido con la carta para don Eugenio?—le preguntó.
—Dos hombres de Burgos, a caballo.
—¿Qué clase de hombres eran?
—Algunos milicianos, probablemente, aunque no traían uniforme.
—¿Qué habrá de nuevo?—exclamó Frutos.
—Este hombre está comprometiendo al Ayuntamiento y al pueblo—murmuró Argucias—. Debías abandonarlo.
—El caso es...
—No le dejéis hacer lo que quiera.
—¡Yo cómo me voy a oponer!
—Sí. Entre el secretario y tú podéis pararle los pies.
—No es tan fácil.
—Sí. ¡No ha de ser fácil! Todos los buenos tenemos que unirnos. Lo que tú sepas me lo cuentas a mí, yo se lo advertiré al párroco. Éste me dijo el otro día: «Parece mentira; Frutos, un buen muchacho que tantas veces me ha ayudado a misa, de monaguillo, que esté al lado de ese hombre». Y yo le contesté: En el fondo, Frutos está con nosotros.
—¿Eso le dijo usted?
—Sí.
El joven Frutos quedó perplejo.
—No, no; yo...—balbuceó.
—¿Por qué no averiguas lo que le han escrito? Es posible que le llamen a algún lado, y entonces...
—¿Qué?
—Vas con él.
—Sí; y luego, el pueblo creerá...
—No; ya lo advertiremos nosotros en todos lados. Tenemos a la Gaceta.
En esto entró Diamante en el portal, miró con desdén a los dos hombres, y preguntó:
—¿Está don Eugenio?
—No; ha salido—contestó Frutos, secamente.
—Es extraño. Me dijo que estaría.
—Ha recibido un oficio y se ha marchado.
—¿Un oficio? Voy a ver lo que es.
—Iré con usted.
Se acercaron ambos a la Casa de la Muerta y vieron a don Eugenio que estaba aparejando dos caballos en compañía de sus criados Jazmín y el Lebrel.
—¿Qué es esto?—preguntó Diamante.
—Nada; que me voy a Burgos.
—Pues... ¿qué sucede?
—Que me llama el gobernador para encargarme de una comisión.
—¿De qué comisión?
—Pues no sé cuál es.
El primer movimiento de Diamante fué de envidia.
¿Por qué le llamaban a Aviraneta y no a él? Aquel hombre había estado en la guerra de la Independencia, se había mezclado en las conspiraciones liberales, había estado en Méjico, en París, y ahora le llamaban..., y a él no.
Pasado el movimiento de envidia vino la curiosidad.
—A usted no le molestará que yo le acompañe—dijo Diamante.
—No, hombre.
—Entonces, voy con usted.
—Y si usted quiere—dijo Frutos—, yo iré también.
—Como ustedes quieran. Pero yo no sé si tendrán ustedes que hacer algo.
—Eso allí se verá—replicó Diamante.
—Entonces vayan ustedes al hospital a verle a Valdivieso y a decirle que tenemos una comisión del Gobierno, y que nos substituyan el domingo próximo en[92] el mando de los tercios. Yo, mientrastanto, voy a avisar a mi madre.
Diamante hizo el encargo rápidamente, y una hora después cuatro hombres, jinetes en briosos caballos, marchaban al trote largo por el camino de Lerma.
Don José Marrón, brigadier de los ejércitos nacionales, era uno de tantos militares adictos a la causa constitucional. Su adhesión no llegaba al entusiasmo firme y constante; y al ver la lentitud de la obra renovadora del liberalismo, se desilusionó en seguida y comenzó a mirar con indiferencia los acontecimientos.
Elegido jefe político de Burgos, había comenzado su tarea con ahinco, y al ver las dificultades presentadas consideró la obra como imposible al poco tiempo.
Don José Marrón se encontraba en el despacho del Gobierno civil cuando le anunciaron que un señor llamado Eugenio de Aviraneta quería hablarle.
Inmediatamente, abandonando el despacho, entró en un cuarto pequeño, contiguo, y dijo al ordenanza:
—Tráigale usted aquí a ese señor.
Aviraneta entró; el gobernador le dió la mano y le hizo sentar frente a él.
—¿De manera que usted es Aviraneta?—le preguntó.
—El mismo.
—¿El regidor de Aranda?
—Sí, señor.
—Tiene usted fama de hombre enérgico y decidido.
—No creí que tuviera fama ninguna.
—Pues sí la tiene usted.
—Me alegro.
—¿Sabe usted quién me ha indicado que le llame a usted?
—No.
—El juez de Primera Instancia de Burgos, don Modesto Cortázar.
—No es extraño; Cortázar es muy amigo mío, y es, como yo, masón.
—¿Puede usted disponer de un par de semanas, Aviraneta?
—Sí... Es decir, según de lo que se trate.
—Verá usted—y el gobernador se levantó de la silla y paseó por el cuarto—. Tengo datos para creer que varios agentes absolutistas de Madrid han recorrido la provincia de Burgos y han repartido dinero, preparando un alzamiento en la sierra contra el Gobierno constitucional.
—¡Ya empiezan!—exclamó Aviraneta—. No me choca.
—Ya hace tiempo que han comenzado. La primera trama la han urdido unos empleados del Palacio Real; entre ellos, el secretario del rey, don Domingo Baso, y el capellán Erroz. Su objeto era sacar al rey de Madrid, pretextando que los liberales iban a establecer la República, y traerlo a Burgos y ponerlo a la cabeza de los absolutistas. Baso contaba con el infante don Carlos para influír en Fernando VII; pero no pudo convencer a éste de que hablara a su hermano. Entonces, Baso y Erroz salieron de Madrid, fueron a Daimiel, vieron al ex ministro de Policía Echevarri, que vivía en este pueblo, y le instaron para que se sublevara. Echevarri lo hizo, y los conspiradores fueron presos.
—¿Pero el movimiento sigue?
—Sin duda. El primer tanteo en esta provincia ha sido la partida del Cura Barrio. Usted estará enterado, seguramente, de que hace un mes se levantó el canóni[95]go de la colegiata de San Quirce don Francisco Barrio en la sierra de Quintanar.
—Sí, lo sabía.
—Este hombre lleva unos veintitantos hombres a caballo, y ha recorrido las sierras de Burgos y de Soria, deteniéndose en Covaleda y en Hontoria del Pinar, comprometiendo a la gente, recogiendo armas y municiones y guardándolas en las iglesias y en las cuevas. De acuerdo conmigo, el gobernador militar mandó varias columnas en persecución de los facciosos.
—¿Y han conseguido algo?
—Nada. Los jefes de nuestras tropas no tienen relaciones en el país; ignoran el terreno que pisan y andan completamente desorientados. Además, yo sospecho que algunos, en el fondo, son absolutistas. Esto, unido a que el espíritu del pueblo es hostil, hace que esa partida de veinte hombres sea inhallable.
—En Aranda se dijo que se había acabado con ello.
—Sí, eso se ha dicho; pero no es cierto, y Barrio anda campando por ahí con absoluta impunidad. Ahora, al parecer, ya no se trata sólo de la partida del canónigo, sino que se quiere dar al movimiento una gran extensión. Los absolutistas han preparado la fuga del rey a las provincias del Norte; el general Echevarri, Santos Ladrón, Eguía y otros sublevarán las provincias vascas y Navarra, y la sierra de Burgos se levantará en masa cuando se presente el Cura Merino, que ha salido de Valencia con el objeto de tomar el mando de la partida de Barrio, que se engrosará con sus antiguos guerrilleros. Con estos datos, y como no tiene uno medios para hacer nada, me determiné a reunir una junta formada por el comandante general y el juez de Primera Instancia, don Modesto Cortázar. Expuse ante ellos la situación en que me encontraba, desarmado, sin confianza en nadie, y entonces Cortázar me habló de usted. Me dijo que había sido usted guerrillero con Merino. ¿Es verdad?
—Sí.
—Es extraño. Me dijo también que conocía usted la sierra a palmos y que tenía usted amistades y relaciones en ella.
—Todo eso es cierto.
—Y concluyó afirmando que si le daban a usted medios, acabaría usted con la facción al momento.
—Tanto como eso, no lo puedo asegurar. Nadie puede contar con el éxito; pero intentaré.
—¿De manera que acepta usted?
—Sí, señor.
—¿Condiciones?
—Para mí, ninguna. Lo hago por amor al arte.
—¿Qué necesita usted?
—Un escuadrón de caballería con buenos caballos y buenos jinetes. Yo mismo escogeré los caballos. Formaré tres pequeñas columnas, que las mandarán dos amigos míos y yo.
—Muy bien.
—¿Qué instrucciones son las mías? Si cojo a los facciosos, ¿qué hago con ellos?
—Prenderlos.
—¿A los jefes también?
—También. ¿Le parece a usted mal?
—Muy mal.
—¿Pues qué cree usted que se debía hacer con ellos?
—Fusilarlos.
—No, no. Tomarán represalias.
—Las tomarán de todas maneras.
—No, no. Nada de fusilar.
—Esta guerra que empieza ha de ser terrible—dijo Aviraneta pensativo—. Ha de ser más larga y peor que la de la Independencia. Lo verá usted.
—Aunque así sea. Nada de fusilar.
—Está bien.
Aviraneta salió del despacho del gobernador y fué a encontrarse con Diamante y Frutos, que le estaban[97] esperando. Les contó lo ocurrido en la entrevista y les expuso su plan.
Al día siguiente, al amanecer, el escuadrón entero marchaba a Covarrubias. Aquí se dividieron en tres partidas.
Diamante fué el encargado de marchar a Salas de los Infantes y de seguir sin detenerse las huellas de Barrio. Diamante era hombre infatigable y enérgico, y había de hacer los imposibles para alcanzar al cabecilla y lograr el éxito.
Aviraneta y Frutos obrarían en combinación, sin separarse apenas. Frutos marchó a Barbadillo del Mercado, y Aviraneta quedó en Covarrubias con sus tropas alojadas en el archivo y en la torre de Doña Urraca, y al día siguiente fué a Santo Domingo de Silos.
Aviraneta estableció un servicio de confidentes en el campo.
Conocía bien las guaridas y recursos de que podía echar mano una partida en la sierra, y como un jugador de ajedrez que va dando jaque al rey con las dos torres, pensaba acorralar al Cura Barrio.
Cuatro días después de llegar a Santo Domingo de Silos, Aviraneta tuvo vagos indicios de que un emisario de Barrio se encontraba en Tordueles. Inmediatamente dió orden de montar, y las dos partidas, la de Frutos y la suya, llegaron a media noche a la aldea y la rodearon por completo, con la consigna de no dejar escapar una mosca.
Ya cercado el pueblo, Aviraneta, en compañía de Frutos y de una escolta de diez hombres, entró hasta la plaza, mandó abrir la posada y llamar al alcalde. Este se presentó escamado y suspicaz.
Aviraneta había subido al primer piso de la posada, a un cuarto desmantelado, con una alcoba obscura en el fondo.
La posadera, en chanclas y a medio vestir, se presentó ante los irruptores de su casa.
—¿Tomarán ustedes algo?—preguntó.
—Yo, una taza de chocolate—contestó Aviraneta.
—Nosotros veremos si hay alguna cosa más sólida—dijo Frutos.
Llegó el alcalde, y entre Aviraneta y él se entabló un diálogo rápido.
—¿Usted es el alcalde del pueblo?—preguntó Aviraneta.
—Sí, señor.
—Va usted a contestarme a las preguntas que le haga claramente y sin rodeos.
—Sí, señor.
—¿Dónde está el forastero que vino ayer al pueblo?
—Ayer no vino nadie al pueblo.
—Ayer o anteayer, es igual. ¿Dónde está el que ha venido al pueblo a hablar de parte del Cura?
—Yo no lo he visto.
—¿Pero usted sabía que estaba aquí?
—No, señor.
—Entonces, ¿cómo ha dicho que no lo ha visto?
—Porque no lo he visto.
—Pero sabía usted que estaba, si no, no hubiera usted dicho que no lo había visto.
—No, señor, no sabía que estaba.
—Tenga usted en cuenta que nosotros fusilamos a los que nos engañan.
—Está bien.
—Otro testigo—dijo Aviraneta.
Entró un vecino y comenzó un nuevo interrogatorio.
Estaba clareando; algunos aldeanos se acercaban, curiosos, a la puerta de la posada atraídos por la patrulla de caballería.
Aviraneta, después de interrogar a varios vecinos, se convenció de que el pájaro había volado.
—No tenemos suerte—le dijo a Frutos—. Almorzaremos y seguiremos adelante.
[99] Al mismo tiempo que se hacían estos interrogatorios en la posada, un bulto negro había intentado salir del pueblo y cruzar por entre dos soldados de caballería.
—Alto, ¿quién vive?—dijeron los soldados.
—España.
—¿Qué gente?
—Gente de paz.
—¡Adelante!
El hombre dió varios pasos. Los soldados se apearon y se acercaron al individuo.
—Dese usted preso—le dijeron—; y cuatro manos le sujetaron.
—Preso, ¿por qué?
—Eso ya se lo explicarán a usted.
Los dos soldados, con el hombre en medio, entraron en el pueblo, llegaron a la posada, cruzaron el zaguán, subieron las escaleras y entraron en el cuarto, en donde Aviraneta, sentado a la mesa con el sombrero calado, tomaba una taza de chocolate. Un candil humeante iluminaba la estancia.
—¿Da usted su permiso?—dijeron los soldados.
—¡Adelante! ¿Qué ocurre?
—Que traemos un preso.
—¡Cristo!—exclamó Aviraneta levantándose lleno de asombro—. El Cura Merino.
—El mismo soy, ¿qué me quieren?
—Vigilad la puerta—dijo Aviraneta a los soldados y a Jazmín—; que este hombre no se escape.
Los soldados se agolparon a la puerta. Aviraneta apagó el candil y luego se sentó. Entraba ya la luz de la mañana.
Quedó la estancia en una semiobscuridad borrosa y triste. El Cura Merino, con voz agria, preguntó:
—¿Quién manda aquí? ¿Por qué se me prende?
—El canónigo de Valencia no tiene nada que hacer en estos montes—repuso Aviraneta.
—Eso ¿quién lo dice?
—Lo digo yo.
—¡Esa voz, ese tipo!—murmuró el Cura extrañado acercándose a Aviraneta—. ¿Eres tú, Pisaverde?
—Soy yo, señor cura.
—¿Tú eres el que manda esta patrulla?
—El mismo.
—¿El que me ha mandado prender?
—Sí, señor.
El Cura cogió una silla y se sentó en ella.
—¿Qué piensas hacer conmigo?—dijo tras un momento de silencio.
—No sé lo que hará el gobernador de Burgos con usted. Si yo tuviera un poco de poder—añadió con acento duro—, antes de cinco minutos estaría usted fusilado.
El Cura se estremeció, se levantó de la silla y echó una mirada a su alrededor.
—No se canse usted. No puede usted escapar—dijo fríamente Aviraneta.
—¡Echegaray!—exclamó el Cura—. Tú no puedes tener motivo contra mí... Yo te estimo en lo que vales; te he querido...
—Sí, me ha querido usted fusilar cuando me tuvo usted entre sus garras.
—No, tonto. ¿Crees que si hubiera querido fusilarte te hubiese encerrado en aquella casa? No. Quería asustarte nada más, hacerte reflexionar, llevarte por el buen camino...
—¿El buen camino del absolutismo?
—El absolutismo y la religión son las únicas cosas que pueden salvar a España.
—Yo creo todo lo contrario, que la Libertad y la Constitución nos han de salvar.
—Pero, Echegaray, España no es de hoy; vive hace muchísimos siglos...
—Sí, vive hace muchísimos siglos mal, entregada a la barbarie, al fanatismo...
—No seas necio... Yo te probaría...
—No me probaría usted nada... Yo sí que le probaría, si tuviera tanto así de fuerza, que le fusilaba sobre la marcha.
—Bueno, fusílame... Fusila a tu antiguo jefe..., a un sacerdote indefenso...
—Nada de comedias, don Jerónimo... Ya le he dicho a usted que no le fusilo porque no tengo fuerza...
—¡Bah! Fuerza tienes... Sin embargo, no lo haces... porque no quieres...
—Porque no quiero, no; porque no puedo... No tengo mas que un mando eventual. Mis tropas no me conocen; quizá no me obedecieran si les ordenara su fusilamiento. Son además gentes supersticiosas. Saben ya que es usted el Cura Merino, y creen que matar a un cura es peor que matar a otro hombre.
—¿Y tú, no?
—Yo, no. Yo dejaría los santos huesos del ministro del Señor aquí, revueltos con el estiércol, en esta tierra donde tanta sangre ha derramado usted.
—¡Sacrílego! ¡Bárbaro!
—¿Pero de verdad cree usted, don Jerónimo, que us[103]ted es persona sagrada? Usted que ha matado a tanta gente..., que ha incendiado..., que ha violado a las criadas de las posadas y les ha dejado de recuerdo un pequeño Merino, usted que ha robado...
—¿Yo robar?
—Para el partido, no para usted.
—¡Ah! Eso es otra cosa.
—¿De manera que usted se cree sagrado? ¿Usted cree que son sagrados todos esos ganapanes vestidos de negro, todos esos farsantes chapeados de bellaco? Extraña idea.
—Para ti, que eres masón e impío muy extraño.
—Y para usted debe serlo también, si alguna vez hace examen de conciencia... Aunque usted no tiene conciencia.
—Gracias, hijo.
—No, no la tiene usted. Usted es una alimaña, una fiera... Ahora que es usted un gran militar... Eso es cierto.
—Vamos. Veo que me concedes algo.
—¿Por qué no? Por eso precisamente le fusilaría a usted si pudiera, porque sé que ha de hacer usted mucho daño a España, a la Libertad, a la civilización. Sí, le fusilaría a usted, no por venganza, sino como quien cumple un deber...; pero no puedo, y lo siento. Le enviaré a usted con escolta a Burgos; allí el gobernador le soltará un discurso severo. Usted a todo dirá que sí; luego el señor arzobispo, con la superioridad que le dan sus sesenta o ochenta mil duros de ganancia al año, le dirá que hace usted muy mal en rebelarse contra el Gobierno constitucional, que paga tan bien a los obispos; le dejarán suelto, y dentro de un par de meses estará usted aquí de nuevo sublevando el país. En fin, si me coge usted, don Jerónimo, ya sabe que me puede fusilar sin remordimiento.
—No, no te fusilaré.
—¡Jazmín!—llamó Aviraneta.
—A la orden.
—Llama al sargento.
Entró el sargento en el cuarto.
—Sargento—dijo Aviraneta—, hay que conducir a este señor, que es el Cura Merino, a Burgos, con escolta. A ver si hay algún carricoche en el pueblo.
—Sí, hay uno.
—Decomisadlo, y que lo aparejen.
Salió el sargento y Merino; Aviraneta, Frutos y Jazmín quedaron en el cuarto.
Merino, tranquilo ya por su suerte, iba mascullando las frases de Aviraneta, y, al recordarlas, la cólera le subía en ráfagas de sangre a la frente.
Aviraneta sonreía, mirando al Cura, y el joven Frutos se maravillaba de la audacia de los hombres, de que Merino estuviera sereno y de que Aviraneta hablara de aquel modo a su antiguo jefe.
Un cuarto de hora después el sargento entró diciendo que ya estaba preparado el birlocho.
—¿Lo atamos?—dijo, señalando a Merino.
El Cura se levantó furioso y miró al sargento de tal modo que lo intimidó.
—¡Atarme a mí!—exclamó.
—No hay necesidad de atarle—dijo Aviraneta fríamente—. ¿Cuántos hombres van?
—Veinte.
—¿El cochero es del pueblo?
—Sí.
—Sustitúyanlo ustedes por un soldado. ¡Bueno, don Jerónimo, a montar!
El Cura Merino, bramando de coraje, salió del cuarto, bajó las escaleras, cruzó el zaguán de la posada y subió en el vehículo.
La escolta, mandada por el sargento, rodeó el coche, que tomó el camino de Lerma. Una hora después Aviraneta y Frutos, con su gente, volvían a Santo Domingo de Silos, y de aquí se encaminaban a Hontoria del Pinar.
Descansaron Aviraneta y Frutos con sus tropas en Hontoria del Pinar. Aviraneta averiguó que Barrio, perseguido por Diamante, había entrado en la provincia de Soria, dirigiéndose a la sierra de Yanguas, y al saberlo envió un parte al jefe político de Soria indicándole la dirección de Barrio y la conveniencia de colocar algunas patrullas de soldados o de milicianos a su paso.
Mandó a un aldeano con el parte, y al día siguiente salieron Frutos y Aviraneta de Hontoria del Pinar. Frutos avanzó hacia San Leonardo, y Aviraneta recorrió Covaleda y Vinuesa.
Tenían como punto de reunión Hinojosa de la Sierra.
Aviraneta, al pasar por Covaleda, supo que Diamante seguía persiguiendo al Cura Barrio por Salas y Quintanar; que aquí se habían metido los dos en las sierras de Hormazas y de Santa Inés, y que iban por el momento uno tras otro recorriendo la parte de Yanguas.
La única solución del Cura Barrio para no verse obligado a internarse en la llanura, en cuyo caso se hubiera visto rodeado al momento, era, o entrar en tierra aragonesa, solución mala, no conociendo el terreno, o volver de nuevo hacia Burgos; pero para impedirlo estaban al acecho Aviraneta en Vinuesa y Frutos en San[106] Leonardo. Se reunieron los dos en Hinojosa y avanzaron juntos hasta Estepa de San Juan.
Aquí supieron que el Cura Barrio y sus guerrilleros, cansados, aspeados y muertos de hambre, perseguidos por Diamante, que no les dejaba descansar un momento, ni de día ni de noche, se habían rendido y entregado las armas al alcalde de Yanguas.
Diamante no pudo coger el fruto de su persecución, porque al día siguiente, un par de horas antes de que su patrulla entrara en Yanguas, se presentó una columna salida de Soria y se hizo cargo de los presos.
Diamante, indignado, los reclamó; el jefe de la columna no quiso entregarlos, y se dirigió con ellos hacia la capital. Al encontrarse en el camino con las patrullas de Frutos y de Aviraneta éste dió al comandante explicaciones de cómo habían salido en persecución de Barrio desde Burgos, y el comandante entregó los prisioneros.
Formaban la partida, además del canónigo don Francisco Barrio, tres curas de pueblo y los guerrilleros llamados Dionisio Carro, Isidro Astorga, José Crespo, Agustín Escudero, gente toda conocida por sus fechorías, y, además de éstos, algunos indocumentados sin importancia.
Diamante quedó muy poco satisfecho de la aventura. Esperaba coger la presa, y ésta se le había escapado en el momento de echarla mano.
Al contarle Aviraneta la captura del Cura Merino, Diamante exclamó entristecido:
—¡Qué suerte! ¿Y qué ha hecho usted con él? ¿Lo ha fusilado usted?
—No. El gobernador lo prohibió terminantemente. Si hubiese tenido a mis órdenes gente fina y revolucionaria les hubiera encargado que al llevar el Cura a Burgos, con el pretexto de que se quería escapar, le hubiesen pegado cuatro tiros en el camino...; pero no había gente terne.
—¡Qué lástima!—exclamó Diamante.
Diamante pretendió fusilar a Barrio y a los principales de la partida capturada, pero Aviraneta se opuso. La orden era de conducirlos prisioneros; Diamante quiso entonces atarlos a la cola de los caballos; pero tampoco se aceptó la idea, y se decidió llevarlos en dos grupos.
La columna, cruzando campos, tomó la calzada de Soria a Burgos, y llegó a esta ciudad a entregar los presos.
El gobernador preguntó a Aviraneta qué recompensa deseaba. Éste le dijo que si conseguía alguna medalla para Diamante y para Frutos se lo agradecería.
El gobernador mandó un parte al Gobierno elogiando el servicio prestado por Aviraneta, y al día siguiente los tres jefes de los tercios de Aranda volvían a esta villa.
Todo Aranda se enteró bien pronto de lo que habían hecho Aviraneta y sus amigos; los liberales y milicianos alabaron al Tirano, y los absolutistas consideraron que había cometido una violencia y hasta un sacrilegio al prender al Cura Merino.
El charlatán del pueblo, voceador de los absolutistas, la Gaceta, añadió al suceso detalles de su invención para pintar más odiosos a Aviraneta y a Diamante.
Se habló de nuevo del despotismo y de la intransigencia de los liberales, y don Juan Caspe, latinista e historiador, amigo del señor Sorihuela, disparó a Aviraneta una carta impresa, con este título:
La carta estaba fechada en la Caverna de Abi-Hiram, año primero de la Libertad de Disparatar, y tenía como lema esta frase en latín:
Crocodilus, invictum alioquin et perniciosum animal, tamen Tentyritas adeo metuit, ut at voces etiam expavescat: ita tyranni cum omnes contemnant, tamen Eruditorum litteras timen (Ex Erasmi Paraboli).
[110] El cocodrilo, animal por otra parte invencible y pernicioso, teme tanto a los Tentiritas, que sólo al oír sus voces se llena de pavor; no de otra suerte los tiranos: aunque a todos desprecian, temen, sin embargo, las cartas de los eruditos.
(De las parábolas de Erasmo.)
En su carta, el clérigo derrochaba erudición, pedantería y gracia zumbona, de esa que siempre ha tenido la gente sacristanesca.
La Gaceta llevó la carta dedicada al Avioncete tirano por todas partes; la gente se rió de los chistes de don Juan Caspe, y Aviraneta, deseando vengarse, contestó imprimiendo otro escrito, que no tenía la erudición ni la gracia de la del cura, pero sí mayor precisión y brutalidad. Se titulaba:
La carta estaba dirigida desde la Caverna de Abi-Hiram a la taberna de la Cochambre, año primero de los Malos Usos y Costumbres.
El escrito de Aviraneta indignó a la mayoría de la gente.
—Eso es una grosería, un disparate—dijeron las personas de orden, y todos echaron la culpa a Aviraneta, sin indicar que la provocación había partido del cura.
La réplica quitó las ganas al clérigo de seguir satirizando a don Eugenio.
El fiel de fechos Santa Olalla hizo una denuncia en el Juzgado por aquel papel infamatorio; pero la denuncia no progresó. Aviraneta continuó su vida ordinaria.
Pasaba la mañana en el despacho, y después marchaba a su casa, para la que había traído una buena colección de libros. Luego comía con su madre, trabajaba de nuevo, daba por las tardes un paseo en la Acera, visitaba la confitería de doña Manolita y la relojería del[111] suizo, y por las noches, después de cenar, iba de tertulia a casa del juez, donde hablaba y bromeaba con Rosalía y Teresita.
Los domingos, al amanecer, solía ir a cazar con el Lebrel, y volvía para la hora de comer.
A principio de invierno Aviraneta recibió orden del Ministerio de Hacienda para que pasara al próximo convento de La Vid a hacer el inventario de las propiedades monacales.
La Vid es una aldea o barriada formada principalmente por una manzana de casas unida al antiguo monasterio de Premonstratenses instalado en las márgenes del Duero.
La Orden francesa de los Premonstratenses, fundada por San Norberto, en Premontre, cerca de Laon, en la isla de Francia, tenía varias casas en España, entre ellas la de Santa Cruz de Rivas, en Palencia; Aguilar de Campóo, La Vid, y alguna otra en Cataluña.
Las fundaciones premonstratenses procedían en España de su casa matriz Santa María de Retuerta y habían sido protegidas por Alfonso VII.
La Vid estuvo sometida a Retuerta por orden de Alfonso el Emperador hasta el año 1532, en que Clemente VII estableció que este monasterio tuviese abades trienales y fuese cabeza de congregación.
El monasterio de La Vid era un gran edificio fuerte, de gruesos muros, asentado a orilla del Duero. Tenía un puente largo y estrecho de piedra, de nueve ojos, sobre[114] el río, y magníficas propiedades, prados, campos, bosques y dehesas.
El monasterio estaba muy bien conservado. La iglesia ostentaba una fachada recargada y barroca y una espadaña de varios pisos.
Por dentro era grande y ofrecía la particularidad de ser un cuerpo de tres naves con el techo sólo de una, como la catedral de Coria.
Lo mejor de la iglesia era la capilla mayor, obra realizada a expensas del cardenal arzobispo de Burgos, don Iñigo López de Mendoza, y de don Francisco de Zúñiga y Alella, conde de Miranda, desde el año 1552 hasta el 1562.
El condestable de Castilla, don Pedro Fernández de Velasco, testamentario del cardenal Mendoza, en unión del conde de Miranda, extendieron en 1.º de enero de 1552 el nombramiento de mayordomo de la obra de la capilla a favor de Hierónimo de Quincoces, a condición de que había de residir en el monasterio mientras durase aquélla, tener un libro de cuenta y razón donde constara lo que recibiese y gastase, y correr con el acopio de materiales, ajuste a los maestros, oficiales y peones, asignándole para su salario y acostamiento diez y ocho mil maravedises al año, a contar desde la fecha.
Duró Quincoces en su mayordomía hasta el año 1558, en el cual le sustituyó Diego Daza, que terminó las obras en 10 de junio de 1562.
En el convento, de sólida construcción, lo más notable era el claustro, el coro y las escaleras.
Las antiguas viviendas de los frailes se señalaban por lo grandes, cómodas y espaciosas, y la cocina y el refectorio se veía que había sido lo más trascendental en aquella santa casa.
Aviraneta supuso que como en todas partes encontraría oposición en los colonos de La Vid para comenzar el inventario de los bienes de la comunidad, se hizo acompañar por Jazmín, el Lebrel, Diamante y cuatro mi[115]licianos de Aranda, ex guerrilleros del Empecinado, entre ellos, el sargento Lobo.
El convento de La Vid no tenía en este tiempo el número de frailes que la ley votada en Cortes exigía para que pudiera existir como agrupación religiosa. Había únicamente cuatro o cinco monjes que gozaban dignidad de canónigos y que vivían en las casas del pueblo por no poder habitar el monasterio, entre ellos un tal don Manuel Castilla, hijo de un labrador de Vadocondes.
Como suponía Aviraneta, al llegar él y sus amigos a La Vid, a reclamar las llaves al que hacía de administrador y avisar algunos colonos para que viniesen a declarar como testigos, vió claramente que todos estaban dispuestos a oponerse al inventario por cualquier medio.
El fraile don Manuel Castilla se presentó con muchos humos e insultó a los milicianos. Aviraneta le recomendó que se reportara, porque estaba dispuesto a emplear todos los medios para amansarle, desde darle una paliza hasta pegarle cuatro tiros.
Los colonos de La Vid, al oír las razones de Aviraneta, vacilaron.
No era solamente virtud y entusiasmo por la religión los que movían a los aldeanos a protestar del inventario; la causa principal era que los vecinos de las noventa casas del pueblo se aprovechaban como de cosa propia de los bienes, casi abandonados, del monasterio.
Aviraneta y Diamante hicieron como que no se enteraban, y Aviraneta comenzó a catalogar cuadros, estatuas, joyas, y a medir campos y bosques.
La indignación cundió en las tres barriadas de La Vid; llovían amenazas anónimas e insultos; se dispararon varios tiros a las ventanas.
La Gaceta apareció por allá a intrigar con sus chismes y sus embustes.
Aviraneta, Diamante y sus guerrilleros fingían que no se daban cuenta de la cólera de los vecinos.
Todas las maniobras del inventario se hacían por procedimientos militares. Se ocupaba un prado como si se tuviera que atacar al enemigo; se tomaban las medidas, y a casa.
Aviraneta no había querido desperdigar sus hombres; todos ellos vivían en el monasterio, en la misma sala. Se hacía la comida en la cocina de la portería y se dormía en el archivo, que estaba encima de la biblioteca.
La biblioteca era un salón alto, con el techo abovedado y pintado. La bóveda tenía en medio una gran composición con figuras desconchadas, y en los cuatro ángulos, los evangelistas con sus atributos.
Cinco ventanas grandes con rejas iluminaban la sala, y cerca del techo, en la misma bóveda, se abrían en las gruesas paredes unas claraboyas, por las cuales se veía el cielo y las cumbres de los árboles próximos.
Una fila de armarios de nogal, llenos de libros y papeles, formaba un zócalo en la biblioteca. Encima de los armarios se veían algunos lienzos viejos y desgarrados, con retratos de frailes, y dos globos terráqueos hechos de madera y hierro.
En medio del salón había una mesa maciza y grande.
El suelo era de baldosas blancas y negras, y estaba cubierto de esteras de cordelillo, ya rotas y apolilladas. En un ángulo de la sala había en la pared una fuente, que representaba una cabeza de Medusa.
De esta biblioteca se salía a varias habitaciones estrechas y obscuras, y de una de ellas partía una escalera que iba a otro departamento destinado a archivo. Era este cuarto, al que se bajaba de un descansillo por tres escalones, muy grande, muy claro, bajo de techo, y con el piso de madera.
Tenía una fila de ventanas en una pared, y en la de enfrente, una gran chimenea de piedra. Alrededor, dejando los huecos, había armarios de nogal llenos de papeles,[117] y encima, algunas vistas y planos viejos, negros del polvo y de las moscas.
Este local fué escogido por Aviraneta como habitación para su gente. Era el cuarto más defendido, y daba hacia la entrada del monasterio.
Desde él se podía mirar quién venía por el puente.
El antiguo archivo sirvió de cuartelillo. Allí se colocaron las camas de paja para los milicianos.
Por las noches se cerraban las maderas; luego, una puerta pesada y sólida de cuarterones, y se echaban a dormir mientras uno hacía de centinela arma al brazo.
Una noche que hacía más frío que de ordinario, los milicianos intentaron encender la chimenea del archivo.
Habían ya quemado toda la leña y las astillas en una cocina de la portería, donde se hacía la comida, y no querían gastar la paja que tenían para las camas.
—Pues aquí no nos puede faltar papel—murmuró Aviraneta.
Y echó mano del primer tomo que tuvo a mano, en la estantería del archivo. Era un manuscrito en pergamino, con las primeras letras de los capítulos pintadas y doradas y varias miniaturas en el texto.
—Esto no arderá—murmuró Aviraneta—. ¡Eh, muchachos!
—¿Qué manda usted?
—A ver si encontráis por ahí tomos en papel.
Jazmín, el Lebrel y Valladares bajaron a la biblioteca y trajeron cada uno una espuerta de libros.
—Buena remesa—dijo Aviraneta—. Usted, Diamante, que ha sido cura.
—¿Yo cura?—preguntó el aludido con indignación.
—O semicura, es igual. Usted nos puede asesorar. Mire usted qué se puede quemar de ahí. Una adverten[120]cia. Si alguno desea un libro de éstos, que lo pida. El Gobierno, representado en este momento por mí, patrocina la cultura... He dicho.
Diamante cogió el primer volumen al azar.
—Aurelius Augustinus—leyó—. De Civitate Dei. Argumentum operis totius ex-libro retractationum.
—San Agustín—exclamó Aviraneta—. Santo de primera clase. ¿No lo quiere nadie?—preguntó—. ¿Nadie? Bueno, al fuego. Adelante, licenciado.
—San Jerónimo: Epístolas.
—¿Nadie está por las epístolas? Al fuego también.
—Santo Tomás: Summa contra gentiles.
—Santo Tomás—dijo Aviraneta con solemnidad—, el gran teólogo de... (no sé de dónde fué)... ¿Nadie quiere a Santo Tomás? Son ustedes unos paganos. ¡A ver esos papeles!
—Carta de Alfonso VII, el Emperador—leyó Diamante—, otorgada en unión de su hijo don Sancho, donando al abad Domingo y a sus sucesores la propiedad del lugar que se llama Vide, entre término de Penna Aranda y Zuzones, con todos sus montes, valles, pertenencias y derechos, con la condición de que ibi sub beati augustini regula comniorantes abbatiam constituatis.
—Bueno; eso se puede dejar por si acaso—dijo Aviraneta—. Sigamos.
—Fray Juan Nieto: Manojitos de flores, cuya fragancia descifra los misterios de la misa y oficio divino; da esfuerzo a los moribundos, enseña a seguir a Cristo y ofrece seguras armas para hacer guerra al demonio, ahuyentar las tempestades y todo animal nocivo...
—Don Eugenio—dijo uno de los milicianos sonriendo.
—¿Qué hay, amigo?
—Que yo me quedaría con ese Manojito.
—Dadle a este ciudadano el Manojito—exclamó Aviraneta.
—¿Para qué quiere esa majadería?—preguntó Diamante.
—Es un deseo laudable que tiene de instruírse con el Manojito. ¡A ver el Manojito! Necesitamos el Manojito. La patria es bastante rica para regalar a este ciudadano ese Manojito.
Se entregó al miliciano el libro, y Diamante siguió leyendo:
—Aquí tenemos las obras de San Clemente, San Isidoro de Sevilla y San Anselmo.
—¿No las quiere nadie?—preguntó Aviraneta.
—Tienen buen papel, buenas hojas—advirtió Diamante.
—¿Nadie? A la una..., a las dos..., a las tres. ¿Nadie?... Al fuego.
—Otra carta de donación otorgada por el Rey Alfonso VIII al Monasterio de Santa María de La Vid y a su abad Domingo de meam villam que dicitur Guma, con todas sus pertenencias y términos de una y otra parte del Duero, et inter vado de Condes et Sozuar.
—Dejémoslo. Adelante, licenciado.
—Fray Feliciano de Sevilla: Racional campana de fuego, que toca a que acudan todos los fieles con agua de sufragios a mitigar el incendio del Purgatorio, en que se queman vivas las benditas ánimas que allí penan.
—Al fuego inmediatamente.
—Otra donación de Alfonso VIII y de su mujer Leonor al Monasterio de La Vid, de la Torre del Rey, Salinas de Bonella, y varias fincas, y marcando los límites de Vadocondes y Guma.
—Diablo con los frailes, ¡cómo tragaban!—exclamó Aviraneta.
—Otra donación de Alfonso VIII al Monasterio y a su abad don Nuño de las villas de Torilla y de Fruela, a cambio de mil morabetinos alfonsinos.
—Esto de los morabetinos sospecho que no le debió hacer mucha gracia a don Nuño—dijo Aviraneta.
—Augustinus: De prœdestinatione sanctorum.
—Al fuego. Siga usted, licenciado.
—Confirmación de una concordia sobre la división de los términos de Vadocondes y Guma, hecha «en el anno que don Odoart ffijo primero e heredero del Rey Henrric de Inglaterra rrecibio cavalleria en Burgos. Estuvieron presentes en la confirmacion don Aboabdille Abenazar Rey de Granada, don Mahomat Aben-Mahomat Rey de Murcia, don Abenanfort Rey de Niebla, y otros vasallos del Rey».
—¿Tenemos moros en la costa? Bueno; eso también hay que dejarlo.
—Un censo al Concejo y vecinos de Cruña de la granja de Brazacosta, mediante el canon de doscientas fanegas de pan terciado por la medida toledana «e un yantar de pan e vino e carne e pescado, e cebada para las bestias que traire el dicho Abad con los frayles que con él viniesen».
—Siempre comiendo esa gente—dijo Aviraneta.
—Otro censo—leyó Diamante—a los vasallos de la granja llamada de Guma, con la condición de morar en ella, pagar cien fanegas de pan terciado, doscientos maravedises juntamente con los diezmos, ochenta maravedises de martiniega y una pitanza al abad y monjes.
—Bueno, bueno; basta ya—exclamó Aviraneta—; nos vamos a empachar. Todo lo que esté manuscrito dejarlo, y lo que esté impreso, ya sea un libro sencillo de oraciones o de Teología, puede servir para calentarnos.
Así se hizo, y montones de papel llenaban el hogar de la chimenea todas las noches.
El día de Nochebuena Aviraneta y sus compañeros lo pasaron espléndidamente en el convento.
Se comió bien, se cenó bien, se bebió un vino ribereño excelente, y después de cenar y de cerrar las puertas con cuidado, se quedaron todos delante de la chimenea del archivo, al amor de la lumbre. Habían llevado los sillones más cómodos del convento y los tenían colocados alrededor de la chimenea, formando un semicírculo.
El Lobo y su gente amontonaron leña de roble y de encina, y en un rincón, grandes brazados de jara, de retama y de sarmientos.
Tenían allí provisiones de combustible para toda la velada.
Diamante, como oficial, pensaba no debía descender a ciertas cosas, y no se ocupaba de detalles vulgares.
Aquella noche hacía mucho viento. Sus ráfagas impetuosas parecían frotar con violencia las paredes del monasterio. El aire silbaba y entraba por la chimenea y hacía salir el humo como una gruesa nube redondeada, que rebasaba el borde de la campana y se metía en el cuarto.
Una constelación de pavesas flotaba en el aire, y unas[124] caían a las piedras del hogar y otras subían rápidamente en el humo.
Se oía el murmullo del río, que parecía cantar una canción monótona; sonaba el tic-tac de un reloj de pared, y a intervalos, solemnemente, llegaban con estruendo las campanadas del reloj de la torre, que daba las horas, las medias horas y los cuartos.
Aviraneta, hundido en su sillón, miraba las vigas grandes, azules, del techo, que se curvaban en medio, y el escudo que adornaba la chimenea.
Este escudo era del cardenal don Iñigo López de Mendoza, arzobispo de Burgos y abad comendador del convento de Premonstratenses de La Vid.
En el silencio se oían las ratas, que corrían por los armarios royendo las maderas y los pergaminos.
—Hablemos, contemos algo—dijo Aviraneta.
—¡Qué vamos a contar!—murmuró Diamante.
—Contemos la mejor y peor Nochebuena que hemos pasado cada uno en la vida.
—Pues empiece usted—dijo Diamante.
Aviraneta contó su mejor Nochebuena en Irún, de joven, y la peor, guarecido en una cueva del Urbión, en la época en que estaba en la partida de Merino.
Diamante no recordaba ni las noches buenas ni las noches malas que había pasado.
El Lobo dijo:
—Yo recuerdo una Nochebuena, en tiempo de la guerra de la Independencia, que todavía al pensar en ella se me ponen los pelos de punta.
—¿Qué fué?
—Verán ustedes. Esto pasó hacia la Sierra de Albarracín. Fué un año de mucho frío. Habíamos salido de Priego, camino de la Muela de San Juan, persiguiendo a unos franceses; estábamos en una aldea cuando los franchutes se volvieron contra nosotros y nos obligaron a dispersarnos. No conocíamos aquel terreno; la noche estaba obscura y el suelo lleno de nieve. Después de[125] desperdigarnos por el campo quisimos reunimos; pero fué imposible. Al revés, nos fraccionamos más; el uno decía por aquí; el otro, por allá. No quedamos mas que tres juntos.
Llevábamos más de una hora de marcha cuando salió la luna, y nos encontramos rodeados de franceses. Quisimos escapar, pero fué imposible. Nos cogieron a los tres y decidieron lo que iban a hacer con nosotros. Ya comprendíamos que se les ocurriría una judiada; pero, en fin, al principio, cuando supimos lo que habían pensado, no nos pareció tanta. Nos agarraron y nos ataron fuertemente a unos pinos. Después se fueron riéndose y diciendo de cuando en cuando: le lup, le lup. Los tres presos nos hablábamos de árbol a árbol para animarnos un poco, cuando vimos unos puntos brillantes entre las matas.
Eran los ojos de los lobos. Había una manada. Entonces comprendimos la crueldad que habían hecho los franceses con nosotros. Los lobos, al principio, se asustaron algo de nuestros gritos; pero luego se lanzaron a atacarnos y a mordernos. Yo me veía sofocado, desgarrado, cuando uno de mis compañeros apareció libre. Sin duda, los lobos habían mordido y roto una de las cuerdas que le sujetaban. El compañero se acercó a mí; yo llevaba un cuchillo en el bolsillo del pantalón, y se lo indiqué; él lo sacó y me cortó las cuerdas que me oprimían. El otro compañero estaba muerto; los lobos le habían estrangulado.
Aquellos furiosos animales nos habían dejado a los dos que estábamos vivos y se habían echado sobre el guerrillero muerto. Sentíamos crujir sus huesos. No quisimos escapar ni correr, creyéndolo más peligroso. Mi compañero había oído decir que encendiendo fuego no se acercaban los lobos, y con gran esfuerzo logró hacer arder unas matas. Yo corté una vara larga de un árbol y até en la punta, con un bramante, mi cuchillo.
Toda la noche estuvimos oyendo el crujir de los hue[126]sos del muerto y defendiéndonos cuando se nos acercaban los lobos. Al amanecer nuestra situación fué peor, porque la hoguera se consumió y no teníamos ramas para alimentarla. Entonces, mi compañero ató a una cuerda un tizón encendido y trazaba círculos en el aire; yo pinchaba, si podía, al lobo que se acercaba. Así estuvimos la noche entera, y así nos llegamos a salvar.
—Un Lobo contra otros lobos—dijo Aviraneta.
—Eso es.
—Fué una Nochebuena superior esa.
Estaban ya otra vez los hombres adormilados; se comenzaron a echar en sus camas de paja uno tras otro cuando se oyó un aldabonazo en la puerta.
El Lebrel, que estaba de guardia, se asomó a la ventana.
—¿Quién es?—preguntó.
—¿El señor don Eugenio de Aviraneta?
—Aquí es.
—Traigo una carta para él.
—¿De quién?
—Del señor González de Navas, juez de Arauzo.
—Ahora vamos.
Aviraneta, acompañado del Lebrel y de Jazmín y alumbrando el camino con una linterna, bajó al portal. Los demás se levantaron y tomaron sus fusiles.
Aviraneta abrió el postigo e hizo entrar al hombre que por él preguntaba. Luego cerró, dejó el farol en un poyo de piedra, tomó la carta y la leyó. Decía así:
«Estimado Aviraneta: Sé que hay varios hombres bien portados y montados de noche y de día en los alrededores de La Vid que le esperan a usted para matarle. Uno de ellos parece que es el Cura Merino; el otro, el cura de Valdanzo. Los demás son dos o tres absolutistas de Vadocondes y algunos colonos de La Vid. No salga usted solo, sobre todo de noche.—González de Navas».
[127] —¿Va usted a volver a Arauzo?—preguntó Aviraneta al propio.
—Sí, pero no tengo prisa.
—Entonces, quédese usted aquí. Estará usted más seguro.
—¿Por qué?
—Porque hay gente acechando en el campo y le pueden confundir a usted con uno de nosotros.
—Entonces, me quedo.
Volvió Aviraneta con sus compañeros al archivo. Se habló del posible ataque de Merino, y el Lebrel, que era de Vadocondes, explicó cómo se había salvado un antiguo abad del convento de La Vid de un ataque de los ladrones, que querían robar la iglesia.
—Esto era en tiempo de la guerra de la Independencia—contó el Lebrel—, mejor dicho, unos meses después.
Estaba de abad un navarro que se llama don Pedro de Sanjuanena.
—Lo conocí—dijo Aviraneta.
—Pues estaba el abad solo, con un criado, cuando supo que una partida de ladrones rondaba el monasterio. No podía defenderse, y se le ocurrió esto: fué a la iglesia, descorrió la cortina del altar mayor, donde había un gran crucifijo; luego cogió todos los candeleros, con sus cirios y velas, los encendió y formó una calle que iba desde la puerta de la iglesia al altar mayor.
A media noche forzaron los ladrones la puerta de la iglesia, entraron, y al ver aquella carrera de luces, avanzaron por en medio hasta llegar al altar mayor.
A alguno de los ladrones le sobresaltó ver el Cristo[130] iluminado, y se arrodilló, tembloroso, devotamente. Los demás hicieron lo mismo, y cuando estaban así, salió el abad y les echó una plática, con lo cual los ladrones se fueron arrepentidos y contritos.
El procedimiento de Sanjuanena no era fácil que causara mucha impresión al Cura Merino, que estaba acostumbrado a tratar con confianza a santos y a cirios y con quien había que usar argumentos más contundentes.
Se debatió entre los reunidos la verosimilitud de la historia del Lebrel, y se dispuso la mayoría a tenderse de nuevo.
Desde el momento que Aviraneta supo que Merino y los suyos vigilaban el monasterio, comenzó a no poder estar en paz y a fraguar mil planes. El Lebrel, Diamante y Jazmín, al verle dispuesto a no dormir, se levantaron de al lado del fuego.
Aviraneta quería saber si los espiaban de cerca, y para esto se le ocurrió una estratagema.
Había visto en una cámara próxima a la sacristía una serie de figuras y muñecos de altar rotos, estropeados. Acompañado de Jazmín y de Diamante, con un farol en la mano, salió del archivo, bajó a la biblioteca, fué al patio, entró en el cuarto de las imágenes y paseó la luz de su farolillo por las estatuas.
Aquel spolliarium era cómico de día y trágico de noche. Un santo con una túnica blanca parecía un fantasma; unos ojos de cristal brillaban con un fulgor misterioso, y algunas manos de madera se levantaban en el aire como pidiendo misericordia.
Había un San Martín con las piernas abiertas, en actitud de montar a caballo, y con un brazo de menos.
—Este muñeco nos va a servir—dijo don Eugenio.
—¿Para qué?—preguntaron Diamante y Jazmín.
—Ahora verán ustedes—replicó él.
Llevaron entre los tres el San Martín, cruzando el patio, hasta el zaguán, y allí lo dejaron en el suelo. En se[131]guida desapareció Aviraneta y vino con un caballo viejo, ensillado.
—¿Qué quiere usted hacer?—le preguntaron.
—Vamos a montar a San Martín y a ver si lo podemos sujetar en la silla.
Subieron al muñeco de madera sobre el caballo, y Jazmín lo sujetó atándole cuerdas de esparto por todos lados. No era posible que el San Martín se sostuviera bien como un jinete; pero con poco tiempo que cabalgara le bastaba a don Eugenio.
Al tener al muñeco sujeto en el caballo, Aviraneta le plantó un sombrero en la cabeza y lo envolvió con una capa vieja.
—¡Lebrel! ¡Jazmín!—gritó luego.
—¿Qué manda usted?
—Aparejad los caballos y traedlos aquí.
Jazmín y Lebrel salieron, y, al poco rato, volvieron con cinco caballos al zaguán.
—Ahora—dijo Aviraneta a Diamante—, pónganse todos ustedes en las ventanas del archivo con el fusil preparado..., y atención. Si disparan a nuestro San Martín, que va a tomar el fresco..., fuego a los que disparen. Después, inmediatamente, todos aquí, al zaguán. Que suba el Lebrel con usted, y cuando estén ustedes preparados, que venga a avisarme.
Comprendió Diamante de lo que se trataba, y el Lebrel volvió al zaguán poco después, diciendo que todos estaban preparados. Aviraneta abrió la puerta, sacó el caballo fuera y dijo, como dirigiéndose a alguien:
—Adiós, don Eugenio; hasta la vuelta.
La noche se había tranquilizado; la luna brillaba en el cielo; el viento agitaba suavemente las copas de los árboles, y a lo lejos se oían ladridos de perros.
El caballo, con el bulto de madera en la silla, avanzó unos veinte metros, y de pronto se oyeron cinco tiros en el campo, seguidos de otros seis disparos hechos desde las ventanas del monasterio.
Inmediatamente bajaron todos los milicianos al zaguán, montaron a caballo y salieron al galope hacia el sitio de los disparos. Encontraron a un hombre herido, que intentaba escapar, y lo prendieron; después, dando una batida, registraron los alrededores sin encontrar a nadie, hasta toparse con ocho hombres de la Milicia Nacional de Vadocondes, dirigidos por Diego Campos, sargento retirado, que vivía en este pueblo y que había salido sabiendo que los realistas rondaban La Vid.
Al volver Aviraneta y los suyos, vieron cerca de la puerta del convento el caballo que había llevado al San Martín, que arrastraba el muñeco y que de cuando en cuando se detenía a comer hierba.
El herido declaró que él había ido con la Gaceta desde Aranda; que en Vadocondes se habían reunido con Merino y el Cura de Valdanzo y con otros dos que no conocía.
—A ese manflorita de la Gaceta—dijo el Lobo—, cuando le eche la mano encima, le voy a poner como nuevo.
A la mañana siguiente, Aviraneta, Jazmín, el Lebrel, Diamante y los cuatro milicianos volvían a Aranda con el hombre herido, que dejaron en el hospital, y dos días después marchaban a Arauzo de Miel, a comenzar un nuevo inventario. En Arauzo de Miel estuvieron bastante tiempo e hicieron mucho trabajo, gracias a los esfuerzos del juez, don Angel González de Navas.
La terquedad de Aviraneta produjo una enorme indignación en Aranda. Diamante y él recogieron el odio popular. Diamante se consideraba feliz al sentirse odiado por la canalla.
—No acabará bien ninguno de los dos—decía la Gaceta por todas partes.
Don Eugenio estaba convencido de que la suerte le mimaba, y el vaticinio de la Gaceta no le inquietaba gran cosa.
A Frutos se le compadecía.
—El pobre Frutos tiene que soportar, por el sueldo, tan malas compañías—decía la Gaceta.
Esto la gente se lo explicaba; lo que no comprendía era la tenacidad de Aviraneta, porque el pueblo ve con facilidad los motivos personales de obrar, pero no los motivos políticos o de bien general.
Durante el invierno, Aviraneta siguió su vida habitual, trabajando mucho en sus tres cargos.
Por aquella época la Milicia tenía misiones de policía que cumplir, porque había muchos ladrones y malhechores en el campo.
Todos los días Aviraneta iba a casa del juez. Discutía mucho con don Francisco.
A ninguno de los dos le parecía bien las luchas que comenzaban a iniciarse entre los constitucionales del año 12 y los del 20. Esto, unido al predominio de las Sociedades patrióticas, que intentaban imponerse al Gobierno en Madrid, y a la anarquía mansa que corroía la Revolución española, daba una impresión poco tranquilizadora. El juez afirmaba que ya era tiempo de detenerse; Aviraneta creía que no: que era necesario avanzar más, proclamando la dictadura, para dar efectividad a la revolución, dominar al clero y a los absolutistas e imposibilitar proyectos reaccionarios, como los de El Escorial.
Desde hacía tiempo, doña Nona trataba con cierta sequedad a Aviraneta. Éste no se explicaba bien por qué; suponía si le habría ofendido.
Varias veces don Eugenio tomó la decisión de hacer[136]le una pregunta, de insinuar una explicación; pero, al fin, no la hizo.
Era don Víctor, el cura, el que maniobraba contra él en la casa del juez. Don Víctor aconsejaba a doña Nona en su casa y en el confesonario, y de don Víctor partió la hostilidad contra Aviraneta.
Esta hostilidad la remachó doña Cleofé Navas, la beata, y luego, doña Nona arrastró a su marido y, en parte, a sus hijas.
De éstas, Rosalía estaba más bonita y más sonriente que nunca. Teresita, vivaracha y alegre. Aviraneta era muy amigo de ellas y las obsequiaba galantemente...
Al terminar el invierno se comenzó a hablar en Aranda de que el Cura Merino estaba de nuevo en armas en la Sierra y que organizaba sus fuerzas. Quién decía que tenía cien hombres; quién, que más de mil, y algunos aseguraban que diez mil.
La verdad era que por entonces podía disponer de unos mil quinientos hombres, y que toda la sierra de Burgos veía en él un redentor.
Al conocer estas noticias, Diamante habló a Aviraneta. Era necesario prepararse. Ellos, con su experiencia, podían prestar grandes servicios al país. Aviraneta contestó:
—Veremos a ver si nos llaman.
—¡Qué llamar! Hay que ir.
Unos días después Aviraneta recibió un oficio del jefe político de la provincia, don Joaquín Escario, en el cual le pedía le ayudase con su celo y conocimientos en las circunstancias apuradas en que se encontraba la comarca.
Acababa Aviraneta de leer este oficio cuando llegó un recado de doña Nona, diciéndole que hiciese el favor de pasarse por su casa.
—¿Qué querrá?—se preguntó Aviraneta.
Doña Nona estaba sola en la sala y preparada para decir algo grave a don Eugenio.
Doña Nona, de punta en blanco, con una voz muy insinuante, le dijo que su hija mayor tenía mucha simpatía por él; que estaba convencida de que era una persona honrada y buena; que haría un excelente padre de familia; pero que era indispensable, si quería seguir acudiendo a su casa, abandonase sus correrías y no tomara parte activa en la política.
—Pero, señora, ¿por qué?—preguntó Aviraneta.
—Porque nos está usted comprometiendo. La gente dice que mi marido será masón cuando es amigo de usted. El otro día nos tiraron piedras en el paseo. Hoy, en el sermón, ha dicho el padre Gabriel que no se deben tener relaciones de ninguna clase con los que no tienen religión.
—¿Y por eso me pone usted el puñal en el pecho?
—No; por eso, no; yo no le voy a obligar a creer en la religión. Pero, como le digo a usted, nos perjudica. Mi marido, como juez, no puede estar con los blancos ni con los negros. A usted, el pueblo no le puede ver ni en pintura. Le tienen a usted montado sobre las narices. Usted les vigila, les espía, les atropella, y sienten un gran odio por la Milicia Nacional y su compañía volante, y el día que puedan se vengarán de usted.
—¡Bah!
—Sí; porque, aunque ustedes no lo crean, la gente quiere a Merino y a los frailes, y les odia a ustedes, al Empecinado, a usted y a su amigo Diamante.
—No lo creo.
—Sí, sí, créalo usted; en Madrid tendrán ustedes partidarios; pero lo que es en los pueblos, ninguno.
—Pero, aunque así sea, ¿qué perjuicio les puedo causar a ustedes, doña Nona?
—Mucho. Hablemos claro. Yo sé que usted galantea a Rosalía y sé que es usted un caballero. Pues bien; yo, que siento un gran amor por mi hija, no quiero que tenga relaciones con un conspirador, con un hombre expuesto a ser preso o fusilado. Así es que usted renuncia[138] a sus correrías y maquinaciones, y en ese caso puede usted seguir viniendo a mi casa y hablar con Rosalía, y cortejarla; o no renuncia usted, y en ese caso no aparezca usted por aquí.
—Señora, me mata usted.
—Ahora estamos a tiempo. Casar a mi hija con un hombre que hoy está expuesto a ser asesinado y mañana tiene que ir a la cárcel, no. Prefiero que se case con un peón del campo. O tranquilidad, y estarse quietecito en casa cuidando de la hacienda, o ruptura completa.
—Juzga usted las cosas de una manera...
—Es que para mí no hay mas que esas dos soluciones.
—¿Y ha preguntado usted a Rosalía?
—No; ni pienso preguntarle nada. Rosalía hará lo que sus padres manden.
Aviraneta quedó callado, mirando al suelo; quería encontrar una solución para resolver el conflicto, pero no daba con ella.
—¿Y en el caso de que Rosalía quisiese, no le parecería a usted bien, por ejemplo, que su hija y yo viviésemos en Francia, en un pueblo de la frontera, donde yo tengo familia?
—No, no.
—Así a ella no le podía ocurrir nada.
—A ella, no; pero a usted, sí. Vivir en el extranjero, con el marido perseguido, quizá preso, ¡bonita situación!
Doña Nona salía inmediatamente al quite. Aviraneta hubiese dado cualquier cosa por una idea mediana; pero no se le ocurría nada.
—Ya se lo he dicho a usted—terminó diciendo doña Nona—; no hay más solución que una de las dos. Le doy esta noche para decidirse.
Aviraneta se despidió de doña Nona, marchó a casa de su madre, cenó, se metió en su cuarto y se dedicó a hacer borradores de cartas explicando a Rosalía lo que había ocurrido en su conversación con doña Nona.
Aviraneta proponía a la muchacha, si le tenía afecto, que dejara a su familia y se casara con él.
Aviraneta fué a buscar a una vieja criada de doña Nona para que al día siguiente le diera la carta a Rosalía.
Por la mañana recibió la respuesta. Rosalía le decía que antes que nada era cristiana, y que estaba dispuesta, para en adelante, a no tener relaciones de amistad mas que con personas que fueran religiosas y tuvieran el santo temor de Dios.
Aviraneta, al leer la carta, la estrujó entre sus manos con furia. Allá andaba la mano de don Víctor, el cura, y de doña Cleofé, la beata.
Aviraneta, furioso, se marchó al Ayuntamiento a trabajar.
Poco después fueron a buscarle Diamante y el Lobo.
Les dijo que había recibido el oficio de Escario, pero que creía que no debían precipitarse a acudir a luchar contra Merino, pues les iba a pasar como la vez anterior, que no les hicieron caso, ni siquiera les dieron las gracias.
—Está usted en un error, Aviraneta—dijo Diamante hablando con serenidad—; usted y yo y todos nosotros nos encontramos ya tan unidos al estado actual de cosas que es imposible que nos separemos, a no hacer traición. ¿Es que cree usted que si la Constitución termina nos van a dejar vivir aquí tranquilos? ¡Ca! Saben quiénes somos, nos conocen muy bien, y si triunfan seremos nosotros los que tengamos que echarnos al campo o escapar. Así que aquí no hay más solución: libertad o muerte.
—Eso es: libertad o muerte—exclamó el Lobo con furia.
—Ahora mismo debemos marcharnos—indicó Diamante.
—Sí, ahora mismo—replicó el Lobo.
—Bueno. Si les parece a ustedes está bien. Ahora[140] mismo—añadió Aviraneta—; preparad los caballos, yo voy a redactar unas cartas.
Aviraneta escribió rápidamente a la mujer del juez un billete buscando el modo de aplacarla en estos términos:
«Mi estimada señora y amiga: He estado pensando con angustia en el dilema que me ha planteado usted. Así expuesto no tiene solución. ¿Cómo voy a abandonar en la obra a mis amigos, con los cuales estoy ligado por una serie de lazos de colaboración, de responsabilidad y hasta de complicidad? No me puedo decidir por el reposo que usted exige de mí. Si las circunstancias cambiaran y llegaran para los liberales tiempos adversos, y en este momento viera a un camarada en peligro a quien quizá yo había impulsado a la lucha, ¿le iba a volver la espalda para que su desgracia no turbara mi tranquilidad? ¿Le iba a dejar sin socorro para no comprometerme? No, imposible. Sería para mí el mayor bochorno. Familia, mujer amante, no bastarían para endulzar mi amargura y borrar mi vergüenza.
»A pesar de que como usted pone el dilema no tiene solución, si Rosalía no me olvida, yo encontraré una.
»Es de usted atento s. s., q. b. s. p.—E. de Aviraneta.»
Después escribió una esquela a Rosalía.
Cerradas y lacradas las cartas, Aviraneta se las entregó al Lebrel; luego marchó a avisar a su madre que se ausentaba por unos días, y al bajar hacia su casa se encontró con Diamante, el Lobo y los dos criados, que venían con los caballos de las riendas.
Aviraneta montó en el suyo, y todos juntos comenzaron a galopar camino de Burgos.
El jefe político de Burgos, don Joaquín Escario, conferenció con Aviraneta para comenzar la nueva campaña que había que emprenderse contra el Cura Merino. Las fuerzas dispuestas eran ya considerables; dos batallones de infantería y dos escuadrones de caballería. El jefe político no podía dar mando a Aviraneta; así que éste tendría que ir como delegado del Gobierno con los comandantes Osorio y Suero. Diamante y el Lobo no podrían tampoco ingresar en los escuadrones del ejército regular.
Vaciló en aceptar Aviraneta; pero al asegurarle el jefe político que el Gobierno había despachado una orden al Empecinado para que tomase el mando de las tropas de la provincia, aceptó. Debían acompañar al Empecinado los oficiales don Jacobo Escario, hermano del gobernador, don Florencio Ceruti y don Salvador Manzanares.
Se decidió formar una compañía volante dirigida por Aviraneta, que haría el servicio de información, y en esta compañía se alistaron Diamante, el Lobo y Jazmín.
La compañía volante y las fuerzas regulares salieron al campo en seguida.
En las dos semanas que operaron no tuvieron ningún éxito; por el contrario, varias veces se hallaron a punto de caer en trampas preparadas por Merino. Unicamente en Arauzo de Miel llegaron a tiempo para sorprender y poner en fuga a una parte de la gente del Cura.
La primera fuerza que entró en Arauzo fué la partida volante de Aviraneta. Los facciosos acababan de saquear la casa del juez don Angel González de Navas. Todos los expedientes del Crédito Público de venta de bienes nacionales se habían quemado en la plaza por los absolutistas, con gran entusiasmo del pueblo.
Aviraneta pudo ver páginas escritas con su letra entre los montones de papel quemado. Casi toda su labor de burócrata acababa en aquel momento de ser pasto de las llamas.
Salieron de Arauzo los constitucionales en persecución de la partida del Cura; pero no dieron con ella.
Unos días después se ordenó a Aviraneta y a sus amigos que fueran a Lerma y se presentaran al Empecinado.
El Empecinado acogió a Aviraneta con grandes extremos: le abrazó, le dió golpecitos en la espalda, le hizo dar dos o tres vueltas sobre sí mismo, mirándole como a un objeto curioso. El viejo guerrillero le tenía cariño.
Don Juan Martín Díez, el Empecinado, caballero de la militar Orden Nacional de San Fernando y mariscal de campo de los Ejércitos nacionales, parecía en la época constitucional tan abandonado de indumentaria, tan campesino, tan sencillote como en tiempo de la guerra de la Independencia.
Sin embargo, el que le hubiera conocido a fondo, hubiese comprendido que la identidad era superficial y que el guerrillero no sólo no era el mismo, sino que había cambiado por completo.
Los seis años pasados en la soledad, en su finca de Castrillo de Duero, enseñaron mucho al Empecinado.
Don Juan Martín había leído y pensado sobre las cosas y había perdido la fe. Ya no rezaba el rosario, por las noches, ni frecuentaba apenas la iglesia.
El pueblo, que lo sabía, iba trocando el amor que le profesaba por el desvío.
El Empecinado, en éste tiempo, era un anarquista de la época: odiaba a los curas y a los ricos.
Vivía con una mujer, con quien no estaba casado, y sentía un gran desprecio por todas las jerarquías.
Abrazado a la causa constitucional por entusiasmo y por agradecimiento, trabajaba por ella como si fuera cosa propia, de vida o muerte. Estuvo de gobernador militar de Zamora, y en este tiempo descubrió y deshizo todas las conspiraciones de los absolutistas. No dormía ni descansaba un momento vigilando. El Gobierno, quizá por influencia de los realistas, lo trasladó a Valladolid, y nombró comandante general de Castilla la Vieja al conde de Montijo, y segundo cabo, al Empecinado.
Era una de estas disposiciones clásicas españolas la de poner a las órdenes de un botarate miserable, como Montijo, adulador del rey, delator de los liberales en 1814, a un hombre valiente y heroico como el Empecinado.
Al poco tiempo, don Juan Martín se encontró destituído, y supo que el Gobierno había nombrado segundo cabo de Castilla la Vieja al general Santocildes.
Éste llegó a Valladolid, y sin avisar ni presentarse al Empecinado intentó posesionarse del mando.
Santocildes tenía antecedentes realistas; había contribuído a derrocar la Constitución en 1814, en La Coruña, y firmado la sentencia de muerte de Lacy en el Consejo de guerra de Barcelona.
Sin embargo, el Gobierno liberal le prefería al Empecinado. El uno era militar de carrera; el otro, guerrillero.
Don Juan Martín se mantuvo en Valladolid algún tiempo, hasta que le ordenaron que tomase el mando de las tropas que debían luchar con Merino, y se presentó en Lerma.
Dos oficiales de graduación acompañaban al Empecinado: Escario y Salvador Manzanares.
Escario era buen muchacho. Salvador Manzanares, como Torrijos, Van-Halen y algunos otros militares jóvenes, representaba el tipo alegre de dandy de la Revolución española.
Salvador Manzanares era un oficial de artillería, hijo de un médico muy nombrado en la Rioja, don Francisco de Sales Manzanares.
Salvador, educado por su padre en las doctrinas del liberalismo, había conspirado en tiempo de Renovales. Fué de los que entraron con Mina en Santisteban a proclamar la Constitución en 1820, y de los expulsados de Madrid en compañía de Riego, en septiembre del mismo año. Manzanares era entonces teniente coronel, después llegó a ser general y ministro de la Gobernación. Cuando la entrada de los franceses con Angulema, Manzanares se escapó a Gibraltar.
Desde entonces estuvo en la emigración, hasta que en febrero de 1831 se acercó a Gibraltar con Minuisir, Díaz Morales y Epifanio Mancha, y desembarcó con un puñado de hombres en la sierra de Ronda, esperando el levantamiento de Cádiz.
El movimiento abortó; Salvador, reducido a veinte hombres, en una situación angustiosa, se dirigió a dos cabreros, dándoles una carta para Marbella. Los cabreros le hicieron traición y le entregaron a la policía. Al ver a los dos hombres, en quienes se había confiado, seguidos de las tropas, Salvador, furioso, sacó el sable y de un tajo cortó la cabeza a uno de los cabreros; así siguió atacando con rabia hasta que le dispararon un tiro y lo dejaron muerto.
La hermana de Salvador, Casimira Manzanares, mu[145]jer muy inteligente y muy hermosa, fué perseguida en Logroño por el trapense, el padre fray Antonio Marañón, que había sido nombrado comandante general de la Rioja.
El trapense no se contentó con robar la casa que tenían los Manzanares en San Millán de la Cogolla, sino que al encontrar a Casimira en la iglesia de Logroño intentó violarla. Casimira pudo salvarse gracias a la protección de una señora y a la de la querida del fraile, la por entonces célebre amazona apostólica Josefina Comerford. Un general del ejército de Angulema denunció las tropelías del padre Marañón, y el Gobierno le ordenó que se retirara de nuevo a la Trapa, lo que hizo, llevándose varias acémilas cargadas con el botín obtenido en sus robos.
Los Manzanares reclamaron después al convento las sumas robadas; pero los trapenses de Santa Susana, donde estaba fray Antonio, contestaron que el rey les había hecho donación de todo el botín llevado por su compañero, y que, a pesar de su voto de pobreza, lo guardaban para mayor gloria de Dios.
El sino de la familia Manzanares fué triste. El padre de Salvador, que pasaba su vejez en Escoriaza, en Guipúzcoa, fué hecho prisionero y fusilado en 1836 por el general carlista Villarreal.
Se le atribuía el ser masón y el haber escrito un Credo y una Salve liberales. Esto fué motivo bastante para fusilar a un viejo de ochenta y dos años, demostrando lo verdaderamente digna de admiración que es la piedad de los defensores de la Iglesia, nuestra madre.
Tardó bastante en organizarse la división del Empecinado, con la que se pensaba batir a los soldados de la Fe, capitaneados por Merino.
Se habían reunido a los batallones de Ossorio y Suero, y a algunas partidas de nacionales, el regimiento de Jaén y los de caballería de Calatrava y Lusitania; pero las compañías de los batallones estaban incompletas y algunas en cuadro. El Gobierno no tenía medios: la situación iba haciéndose apurada. Merino se paseaba impunemente por donde quería, sin que se le pudiera batir.
Aviraneta explicó al Empecinado los datos que tenía acerca de la insurrección feota y los medios y recursos con que contaba.
Esta era completamente clerical, engendrada en los obispados y arzobispados, y tenía sus focos en las sacristías de los pueblos. Mientras el Gobierno no obrara con energía contra el clero faccioso, Aviraneta pensaba que sería muy difícil dominar la situación.
Respecto a Merino, él lo conocía, sabía cómo pensaba, comprendía su táctica. Merino y sus lugartenientes paseaban por los pueblos con partidas pequeñas de ochenta o noventa hombres. Se decía que era la misma partida; pero Aviraneta estaba seguro de que eran va[148]rias y de que el Cura, en caso de necesidad, disponía de más de mil, quizá de más de dos mil hombres.
Para Aviraneta, el único plan era salir a operar con dos columnas grandes, dar en los pueblos la impresión de que había fuerza y no fraccionarlas.
El Empecinado escuchó con atención las opiniones de Aviraneta. Sabía las marrullerías del Cura y no quería que se burlara de él.
En Burgos había una asociación misteriosa, instrumento del Palacio de Madrid. De aquí salía la ayuda a los facciosos.
A Lerma llegaban también las ramificaciones de aquella asociación; pero los hilos que unían a los conspiradores eran invisibles.
Una noche apareció en la Plaza Mayor un gran pasquín hecho a mano, que decía lo siguiente:
«Al pueblo.
»Los días del infame Gobierno Revolucionario están contados. Nuestro invicto Merino avanza victorioso. La sangre de los impíos correrá a torrentes. ¡Muera la infernal Constitución! ¡Muera la Nación! ¡Viva el Rey!»
Aviraneta se propuso averiguar de dónde había salido este papel y formó una lista de desafectos al régimen constitucional. Después convenció al Empecinado para que mandara hacer registros domiciliarios en todas las casas de vecinos sospechosos.
Aviraneta, como director político de las fuerzas del Empecinado, comenzó a asistir a los registros, con el doble objeto de que se hicieran bien y no se atropellara a personas inocentes.
A los dos días de comenzar estas visitas, Aviraneta, con una patrulla, entraba en la casa de un cura de la iglesia de San Juan, que vivía en la plaza de los Mesones. Mandó don Eugenio que quedase la patrulla en el[149] zaguán y subió él sólo al primer piso. Llamó con los nudillos en la puerta.
Apareció una mujer en el umbral y Aviraneta quedó sorprendido.
—¡Fermina!—exclamó—¿Eres tú?
—Sí; soy yo. ¿Qué quieres?
—Vengo a saludarte—murmuró confuso Aviraneta.
—¡Gracias!—contestó ella secamente—. No sé si puedes entrar o no.
—¿Por qué no? Si tú lo permites...
—Antes que nada, ¿hay Dios o no hay Dios?
—¡Qué sé yo!
—No entres.
—Pero, ¿quieres que yo resuelva esta duda aquí, en la escalera?
—Pues no entres.
—Es que traigo la orden del general Empecinado para registrar esta casa.
—¡Ah! Entonces sigues siendo de esos bandidos masones que quieren matar al rey y a los sacerdotes. ¡Fuera de aquí, infame! ¡Polizonte! Si no, yo misma te haré correr.
—Escúchame un momento. Vengo a prestarte un servicio.
—No necesito servicios tuyos.
—Pero, ¿por qué no quieres oírme? Vengo a decirte que estáis denunciados como cómplices del Cura Merino...
—¿Nos habrás denunciado tú? ¡Serpiente!
—No; por mí, podéis huír... Diré que he registrado la casa, que no he encontrado nada.
—Nada quiero de ti.
En esto se abrió la puerta de par en par y se presentó en ella un viejo bajito, tembloroso, de pelo blanco, la cabeza grande, los ojos abultados y rojos y el labio colgante.
—¿Quién es este hombre que te habla de tú?—pre[150]guntó con voz cavernosa, agarrando a Fermina del brazo—. ¿Es el que te engañó?
—No, padre; no es él.
—Sí es él. Lo comprendo. ¿Quieres salvarlo? Es él.
Luego, dirigiéndose a Aviraneta, exclamó:
—Ven aquí, canalla, que aunque soy viejo tengo ánimos para ahogarte en mis brazos.
Aviraneta, espantado, bajó un escalón y luego otro, y viendo que el viejo se lanzaba tras él, echó a correr hasta el portal.
—¡Cobarde!—vociferaba el viejo trompicando por las escaleras.
—¿Qué pasa?—preguntó Diamante, que estaba con la patrulla, viendo a Aviraneta que bajaba rápidamente.
—Un viejo que se echa encima de mí, que está loco.
—¡Loco yo...! ¡Miserable...!—y el padre de Fermina se lanzó sobre Aviraneta.
Diamante y los soldados sujetaron al viejo, hasta que éste, cansado de bregar y de pegar patadas, comenzó a echar espuma por la boca y le dió un desmayo. Al recuperar el conocimiento se levantó, buscó a Aviraneta; pero éste había salido a la calle.
—¡Demonio con el viejo!—exclamó Diamante—. Es un energúmeno, no hay manera de sujetarlo.—Luego salió del portal, y al encontrarse con Aviraneta le dijo:
—¿Qué le ha hecho usted a este hombre?
—Nada. Que estuve para casarme con su hija y luego no me casé.
—Está bien el viejo... Es un hombre de fibra y de corazón. Lo mejor sería pegarle cuatro tiros.
—No, no; ¡qué barbaridad!
—Sería una muerte digna de él. Además, crea usted, el terror es lo más beneficioso para estas gentes.
Aviraneta se metió en su casa deseando marcharse cuanto antes de Lerma para no ver a aquel viejo convulso y furioso.
Este viejo solía ir acompañado de dos navarros, Chatarra y Ezcabarte, criados suyos.
En el pueblo, la gente que conocía a Aviraneta, antiguos guerrilleros y amigos de Merino, le consideraban como un traidor por ser liberal. Muchos de ellos querían equiparar a los franceses con los liberales, y pensaban que era tan patriótico luchar contra éstos como contra los soldados de Napoleón.
Una noche habían estado en el alojamiento del general hablando el Empecinado, Salvador Manzanares y Aviraneta. Después de charlar largo rato, Salvador y Aviraneta se despidieron de don Juan Martín, salieron y, al pasar por una calle, sintieron gran alboroto. Se acercaron, llegaron a la plaza de los Mesones, y vieron delante de la casa de Fermina un grupo de gente, en su mayoría soldados y nacionales.
—¿Qué hacen?—preguntó Aviraneta.
—Están cantando—dijo Salvador—una canción que han traído de Cádiz: el Trágala.
Efectivamente, una voz aguardentosa en aquel momento cantaba una copla:
Concluída la copla, un coro de bárbaros comenzó con el estribillo:
Todo el grupo de soldados y nacionales reía, y, después de la canción, armaban una algarabía infernal agi[152]tando cencerros y dando golpes en unas calderas. Sobre todo, el coro del Trágala lo repetían de una manera tan brutal, tan ofensiva, con una intención tan mortificante, entre carcajadas y gritos, que se comprendía que cualquiera insultado así se hiciese enemigo a muerte y para siempre de los liberales.
—¡Lo que van a hacer con nosotros si llegan a vencernos!—exclamó Salvador.
—Sí, creo que todos tendremos que salir corriendo—murmuró Aviraneta.
—Si nos dejan—replicó Manzanares riendo—. ¡Adiós, Eugenio! ¡Buenas noches!
—¡Adiós, Salvador! Expresiones a Mercedes.
Mercedes era la novia de Salvador.
Aviraneta fué a ver a Diamante, que estaba en el grupo, y a los otros nacionales a disuadirles de que siguieran cantando; pero a ellos les parecía ésta una magnífica ocasión y no querían dejarla.
A la media noche del 29 al 30 de abril salía la columna del Empecinado para Covarrubias, precedida de la patrulla exploradora de Aviraneta.
Allí se averiguó que el 30 había pasado Merino con su gente por Acinas y Santo Domingo de Silos. Se avanzó hasta Silos y, siguiendo la pista del Cura, el Empecinado llegó a Hontoria del Pinar el 1.º de mayo.
En Hontoria un vecino liberal dijo que los facciosos, en número de unos seiscientos hombres, acababan de salir del pueblo hacía unas ocho o diez horas. Sin descansar, el Empecinado ordenó que la columna se pusiera en movimiento. Pasaron por Navas y por Huerta, y al llegar a Arauzo de Miel, Aviraneta, con su vanguardia exploradora, pudo alcanzar a la retaguardia de Merino y acuchillarla, hasta hacer huír a los facciosos precipitadamente hacia el monte.
Era la táctica de Aviraneta no dejar descansar al enemigo, y aquella misma tarde se volvió a alcanzarlo en Peña Tejada, en una altura de casi imposible acceso, ocupada por tiradores que hicieron un fuego vivísimo al divisar la columna liberal.
No quería el Empecinado retroceder y fué colocando en guerrilla sus tropas. Pasaron una hora respondiendo al fuego hasta que comenzó a obscurecer. Ya obscuro,[154] Aviraneta, que conocía muy bien los caminos, con cincuenta hombres, entre los que iba Salvador Manzanares, hizo que rodearan el alto donde se encontraban los facciosos. Se les desalojó de allí, se les persiguió en la obscuridad, y a media noche los liberales retornaron a Pinilla de Trasmontes, donde se había establecido el cuartel general.
Salvador y Aviraneta volvieron cantando romanzas francesas y españolas.
La noche estaba espléndida, y de las hierbas del monte se levantaba un olor acre y perfumado...
El día 3 de mayo, a las cinco de la tarde, estaban Aviraneta y el Empecinado a una legua del pueblo, en compañía de los ordenanzas, cuando se vió a pequeña distancia la columna facciosa, que marchaba a paso redoblado y se desplegaba acercándose a ellos en un movimiento envolvente.
—¡Sálvese usted, mi general!—gritó Aviraneta al Empecinado—. Nosotros nos defenderemos un momento.
El Empecinado no tuvo tiempo mas que para hincar las espuelas a su caballo y echar a correr.
—¡Entrégate! ¡Date, Martín!—oyó que gritaban.
Era la voz del Cura Merino, que iba en su persecución. El Empecinado, encorvado sobre el cuello del caballo, huyó como una flecha entre las balas y pudo acercarse a sus tropas.
Mientrastanto, Aviraneta, con los ordenanzas, estuvo batiéndose en retirada, defendiéndose en cada piedra y en cada mata hasta que comenzó a venir la caballería constitucional y a formarse en orden de batalla.
Los de Merino fueron retirándose y acogiéndose al monte; el Empecinado, furioso de haber estado a punto de caer prisionero, dió una soberbia carga de caballería; pero pronto el enemigo desapareció como si se le hubiera tragado la tierra.
Los días siguientes fueron igualmente de escaso éxito para las tropas constitucionales y se decidió en el con[155]sejo de los oficiales fraccionar las columnas e ir poniendo guarniciones en los pueblos.
Aviraneta era contrario a este plan. Suponía que dejando guarniciones de doscientos o trescientos hombres, el Cura podría reunir mil o dos mil soldados y atacarlas fácilmente. Para guarnecer con probabilidades de éxito la sierra de Burgos y Soria se necesitaban lo menos diez o doce mil hombres.
Aviraneta sabía el fracaso de las tentativas de Roquet y Kellerman en tiempo de la guerra de la Independencia.
Las excitaciones de curas y frailes animaban a los facciosos, y los soldados de la Fe, feotas, como les llamaban los liberales, iban presentándose en el campo. Luchaban con Merino, el Blanco, el Rojo de Valderas, Caraza, el Gorro, los Leonardos, el Inglés, y comenzaban a campear aparte Cuevillas, el sombrerero Arija, y otros.
Siguiendo el plan de fraccionamiento de las columnas acordado por el Empecinado y sus oficiales, se decidió que los coroneles Escario, Ceruti y el teniente coronel Manzanares recorriesen la parte más llana del país hasta la orilla del Duero, y que en la Sierra operase don Juan Martín.
Aviraneta quedó en Lerma, en el cuartel general.
El fraccionamiento en columnas no consiguió hacer que Merino cayese en ninguna trampa. Conocía el terreno como nadie y contaba con el paisanaje.
En cambio, el defender los pueblos con guarniciones pequeñas produjo más de una catástrofe en el campo constitucional. En Salas de los Infantes, el Cura sorprendió a tropas del regimiento de Sevilla y estuvo a punto de hacer grandes destrozos en otros pueblos.
Uno de éstos fué Tordueles, aldea próxima a Lerma. Se había dejado aquí, de guarnición, cincuenta hombres al mando de un oficial llamado Juan José Allegui.
El día 26 de mayo, a las doce del día, se presentó[156] Merino delante de Tordueles y se dispuso a penetrar en esta aldea. Llevaba el Cura una fuerza de ochenta caballos y otros tantos infantes. Al acercarse al pueblo abrió el fuego, que fué contestado por los soldados de Allegui, que se retiraron a una casona llamada de los Sevillanos, donde se dispusieron a pelear hasta el final.
Después de dos horas de fuego, el Cura intimó a Allegui a la rendición, y como Allegui le contestara con desprecio, Merino, dejando el pueblo sitiado, se retiró al anochecer a Cebreros.
Allegui, de noche, salió él mismo de la casa de los Sevillanos, habló a un pastor conocido suyo y le confió una carta para el cuartel general de Lerma.
El campesino, marchando por veredas, llegó a esta villa y entregó la misiva a Aviraneta.
Aviraneta se vió en un gran aprieto; no había apenas fuerzas que enviar a Londueles. El Empecinado estaba, en aquel momento, camino de Roa, donde pensaba unirse con el coronel Ceruti. Manzanares se encontraba en Aranda de Duero.
Aviraneta no podía abandonar a Allegui, y, llamando al jefe de los nacionales de Lerma para que preparase con su gente la defensa del pueblo en caso de ataque, reunió treinta hombres del regimiento de Jaén, veinte caballos de Calatrava y diez de Lusitania, y con ellos y seis mulos cargados de municiones marchó a Tordueles, donde entró al amanecer.
Antes había mandado dos propios, uno al Empecinado y otro a Manzanares, diciéndoles adónde iba.
La entrada en Tordueles no ofreció dificultad. Aviraneta y Allegui, reunidos, decidieron ensanchar la posición, para lo cual ocuparon la manzana en donde estaba enclavada la casona de los Sevillanos, y fortificaron la puerta de ésta con toneles, carros atados unos con otros y piedras. La sección de caballos quedó en el patio de una cuadra, que tenía una puerta sólida y fuerte[157] y que dejaron de modo que se pudiera abrir y cerrar rápidamente.
Esta cuadra se hallaba comunicada con el resto de la manzana.
Estudiando el terreno, vieron que para defender la entrada de la casona de los Sevillanos era indispensable ocupar una casucha próxima, pero que no se hallaba unida a la primera, pues entre ambas había un callejón de unos dos metros de ancho.
Esta casucha de adobes se llamaba la casa del Cojo, y tenía importancia porque, desde sus dos ventanas, se podía disparar contra los realistas, si intentaban el asalto acercándose a la puerta de la casona de los Sevillanos.
La ventaja se hallaba compensada con el inconveniente de ser la casucha del Cojo muy fácil de ser tomada.
Para obviar la dificultad, Aviraneta mandó deshacer la escalera hasta el primer piso, en la casa del Cojo, y luego ordenó que se hiciera un agujero en la pared del desván de ésta, y otro en el muro espeso de la de los Sevillanos, de manera que se pudieran comunicar por un puente de tablas los desvanes de las dos casas.
Los hombres que se quedaran en la casa del Cojo, si llegaban a verse apurados, pasarían por el puente de tablas a la casona de los Sevillanos, y después de pasar se quitaría el puente.
Suponiendo que el ataque podría durar varios días, se preparó la defensa lo mejor posible. Se abrieron agujeros en las paredes del pajar y en el tejado, y se llevaron piedras y sacos de tierra para disparar, guareciéndose en ellos. En los balcones se colgaron colchones y jergones.
Por la mañana, al amanecer, los de Merino, con fuerzas triples a los sitiados, atacaron la casa de los Sevillanos y llegaron hasta la puerta. Mandaban a los facciosos los Leonardos, feroces cabecillas de Merino, que hacían de verdugos por satisfacer sus inclinaciones san[158]guinarias. Al acercarse los feotas, gritaron con furia: «¡Viva la religión! ¡Viva el rey!»
Los de dentro contestaban con el mismo o con mayor entusiasmo: «¡Viva la Libertad! ¡Viva la Constitución!»
Aviraneta y Allegui dirigieron el fuego, haciendo que no se perdiera un tiro.
Los encerrados en la casa del Cojo tenían la orden de no disparar mientras no se les avisase.
El ataque de los Leonardos fué, sin duda, para tantear el terreno. Al mediodía se dió otro ataque a la casa de los Sevillanos, dirigido por el mismo Merino.
Unos cuantos exploradores en guerrilla se acercaron a la explanada de delante de la casona, e intentaron abrir la puerta a tiros. Cuando habían formado un gran grupo fueron cogidos por los fuegos de la casa del Cojo, que les hizo bastantes muertos. Merino, entonces, ocupó un tejado de enfrente y comenzó a dirigir los tiros contra la casa del Cojo.
El fuego se hizo intermitente. Sólo se disparaba de un lado y de otro cuando alguno se decidía a dar la cara.
Al anochecer, los absolutistas comenzaron un ataque atrevido contra la casa del Cojo; rompieron la puerta y entraron en el zaguán. Cuando estaban en esta faena, los treinta jinetes de los constitucionales al mando de Aviraneta salieron por la puerta de la cuadra a cargar contra los facciosos.
Los caballos se alinearon en la callejuela, y a la orden de Aviraneta avanzaron al trote, y luego, al galope. Las herraduras sacaban chispas de las piedras del suelo. Al desembocar en la encrucijada, Aviraneta, irguiéndose en la silla y levantando el sable, gritó; «Soldados: ¡Constitución o Muerte! ¡Viva la Libertad!» El pelotón de caballería dejó en un instante la plazoleta limpia, acuchillando, atropellando, matando. Desde la casa de los Sevillanos, Allegui y los suyos vitoreaban y aplaudían con entusiasmo.
Tras de esta acometida, cesó el fuego, y los realistas[159] se retiraron. La noche la pasaron los sitiados con la mayor vigilancia, fortificando algunos puntos, y al amanecer, un parlamentario, con bandera blanca, se presentó ante la casa de los Sevillanos. Traía una carta para Aviraneta. La carta decía así:
«Aviraneta: Me es sensible derramar sangre de cristiano, aunque dudo mucho que la vuestra lo sea. Saliste de una; no saldrás de otra. Si no haces que toda vuestra gente entregue las armas en seguida, seréis fusilados en montón.
Jerónimo Merino.
»La contestación, luego, luego.»
Aviraneta, iracundo, escribió:
«A don Jerónimo Merino: Muy señor mío y capellán: Dejé escapar la otra vez, por compasión, al cura hipócrita que se presentaba humilde. Si la sangre de la morralla absolutista es la sangre de cristiano, prefiero no tener con ella más relación que la necesaria para derramarla abundantemente. Somos menos que ustedes, es verdad; pero tenemos más alma. Si se entregan, los trataremos con conmiseración.
Aviraneta.»
Al día siguiente volvió de nuevo el ataque, con alternativas de avance y retroceso de los sitiadores; y por la noche éstos se apoderaron de la casa del Cojo.
Al amanecer del día siguiente, un soldado que estaba en una guardilla de la casa de los Sevillanos de vigía vino corriendo a decir que se acercaban tropas del lado de Lerma. Aviraneta corrió a la guardilla y enarboló su anteojo. Eran las tropas del Empecinado. Estaban a salvo. Aviraneta y Allegui pensaron en el medio de cortar la retirada a Merino y a su gente. Se preparó el pelotón de caballería y se abrió la puerta del zaguán[160] de la cuadra. Luego todas las fuerzas de Allegui y de Aviraneta, abandonando la casa de los Sevillanos, se apostaron a la salida del pueblo por donde Merino tenía que pasar.
El Empecinado y los suyos avanzaron despacio. Los de Merino se dispusieron a defenderse; pero Allegui y Aviraneta les atacaron por la espalda y les hicieron diez o doce muertos. Los de Merino se dieron a la fuga y en un momento desaparecieron.
Después de celebrar la salvación del peligro en que se habían encontrado, Aviraneta marchó a hablar con el Empecinado. Intentó convencerle de que el sistema de dejar guarniciones pequeñas en los pueblos era malo, como el de tener varias columnas, y el general se decidió a formar solamente dos brigadas que operaran en combinación.
Mientras esperaban en Tordueles la llegada de Manzanares, se supo que el Cura Merino había avanzado, furioso por su derrota, hasta el Monasterio de Arlanza, sitiándolo en seguida. Había en el antiguo edificio ruinoso un destacamento del batallón de voluntarios de Cataluña, con su jefe.
Merino les intimó la rendición; pero el oficial, que sabía los procedimientos del Cura, no quiso rendirse hasta que, viéndose sin municiones, se entregó.
Merino los fusiló y descuartizó a todos y mandó enterrar sus despojos a orillas del Arlanza.
El Empecinado se indignó al saberlo y ordenó a Salvador Manzanares y a Aviraneta que redactaran una comunicación enérgica amenazando con las represalias.
Esta comunicación, firmada en el Campo de Fontioso, se mandó imprimir y fijar en los Ayuntamientos y en las esquinas de las casas de los pueblos de la Sierra. Se titulaba:
«Carta de don Juan Martín, el Empecinado, al Cura Merino, con motivo de la horrenda crueldad que ha usado con los soldados de Cataluña».
Al día siguiente de fijar este bando comenzó la persecución de Merino con las dos columnas combinadas.
El 30 de mayo el Empecinado y Aviraneta salieron de Lerma y recorrieron el monte de Villoviado. Se hicieron indagaciones sin éxito y se pasó a Arlanza.
Se mandaron desenterrar los cadáveres de los soldados de Cataluña que estaban cerca del río, y se los trasladó a Covarrubias, donde se les hizo un entierro solemne.
De Covarrubias, las dos columnas se dirigieron a la Sierra. No había rastro del Cura ni de su partida. Se encontró cerca de Hontoria del Pinar a un tal Rufo, jefe del batallón de la Fe, que marchaba escapado con cuatro mulos cargados con armas, y se le detuvo.
El Rufo dijo que había oído decir que el Cura andaba entre Celleruelo y Roa, y que parte de su tropa estaba guarecida en el monte de la Ventosilla, cerca de Aranda.
Se fué hacia allá y no se encontraron huellas de Merino.
Aviraneta indicó al Empecinado los refugios que podía haber escogido el Cura: Neila, la cueva del Abejón, Covaleda, Clunia, y se dieron órdenes terminantes para[162] que se registraran estos sitios. Se mandaron patrullas por toda la Sierra. Nada.
—Hay que entrar en las iglesias y en los conventos—se dijo Aviraneta—. Es posible que Merino se haya escapado a Francia; pero me parece más probable que esté aquí, escondido en alguna sacristía, en alguna torre, en una guarida clerical.
Se dictaron órdenes para registrar iglesias y conventos, pero no dieron resultado.
Aviraneta desconfiaba de algunos agentes que se enviaban en persecución del Cura; debía haber desconfiado de todos; no sabía que al mismo tiempo que se dictaban providencias para descubrirle y prenderle, de Madrid partían órdenes de Palacio para que no se le buscase. Casi todos los jueces, escribanos y alcaldes de la Sierra eran partidarios del rey absoluto, y no había que hacer en ellos gran presión para que no inquietasen a Merino.
Por otra parte, la Junta Apostólica de Burgos, que se reunía en casa de un mayordomo de frailes benitos, trabajaba para invalidar los esfuerzos de los constitucionales.
Mientras el cabecilla fantasma era buscado activamente por toda la provincia, el verdadero Cura Merino estaba muy tranquilo acogido a un convento de monjas de Santa Clara, próximo a su pueblo, a Villoviado.
Por el día se le vestía un hábito de religiosa para que pudiera pasearse con las hermanas en el huerto, y por la noche se acostaba en la iglesia, detrás de una estatua de Santa Clara, en el fondo de un escondrijo, donde habían puesto una camilla.
Es muy posible que de cuando en cuando la superiora obsequiara al viejo cura, sátiro y sanguinario, con alguna monja guapa; pues todas ellas le consideraban como un santo varón. Es muy posible, pero no consta en los archivos, que Merino dejara en el convento descendencia mística.
En vista de que las partidas facciosas habían desaparecido, se dispuso hacer una excursión de carácter político por la provincia. El gobernador de Burgos, Escario, acompañado de González de Navas, el juez de Arauzo de Miel, de Aviraneta y de algunos oficiales del Empecinado, recorrieron la provincia.
Los pueblos se encontraban en un estado lastimoso: las calles sucias, las fuentes cegadas, los caminos deshechos. Las pocas escuelas eran verdaderas mazmorras, y la viruela reinaba en todas partes que era un horror. Escario ofició al alcalde de Burgos para que enviase un cirujano provisto de vacuna; pero la gente de los pueblos no quería vacunarse.
Se hizo una suscripción voluntaria para plantar árboles en los bordes de las carreteras, y el jefe político, Aviraneta y otros varios dieron cada uno quinientos reales, y se comenzó la plantación en Arauzo de Miel; pero los primeros arbolitos puestos fueron en seguida arrancados.
Queriendo dejar un rastro civilizador por el sitio donde pasaban, se armó también un teatro en la sala del Ayuntamiento de Huerta del Rey. Un oficial, aficionado, pintó el telón.
La pintura era cómica, pero llena de intenciones. Una musa con un arpa en la mano se levantaba entre ruinas y cadenas y, volando por encima de ellas, marchaba hacia una escalinata verde, vigilada a un lado y a otro por dos damas: la Libertad, con su gorro frigio, y España, con su corona y un leoncito amarillo a los pies. Encima había un medallón con el retrato de Cervantes, coronado de laurel.
Seguramente, aquel telón hubiera parecido muy malo a un profesional; pero a los oficiales del Empecinado les pareció una obra maestra.
De Huerta del Rey se bajó a Aranda, y después de pasar unos días aquí, Aviraneta, con la columna del Empecinado, marchó a Valladolid. Se avanzó luego a[164] Villalar, donde Aviraneta, por orden del Empecinado, escribió una proclama ardiente. Esta proclama terminaba diciendo: «Sigamos el ejemplo de los Comuneros de Castilla, que dieron su vida por las libertades patrias. Soldados, jurad conmigo: ¡Constitución o Muerte!»
Después de esta campaña contra Merino, Aviraneta dejó el ejército y volvió a Aranda de Duero a seguir con sus cargos de regidor, de subteniente y de comisionado del Crédito Público.
Era la primavera de 1821.
Don Eugenio llegó muy de mañana a Aranda y se presentó en casa de su madre, que, como de costumbre, se había levantado temprano y se preparaba a ir a la iglesia.
La madre de Aviraneta seguía con su vieja Joshepa Antoni, sin enterarse gran cosa de lo que ocurría en el pueblo. Siempre con su cofia blanca en la cabeza y siempre haciendo calceta; para ella, el tiempo estaba ocupado principalmente por los pares de medias hechos.
El ama y la criada llevaban la misma vida en Madrid, en Irún o en Aranda; conversaban de lo que podía ocurrir en su pueblo y se preocupaban poco de lo demás.
Esta limitación voluntaria le producía a Aviraneta gran asombro.
En la calle, la criada del juez le contó lo ocurrido durante su ausencia en la familia.
Rosalía se había casado con un propietario rico de Aranda. Teresita asombraba al pueblo con su saber. Se decía que iba a aprender latín.
Su madre, doña Nona, estaba muy contenta con ella. El juez se encontraba enfermo; al chico, Juanito, querían hacerle estudiar para cura.
Aviraneta veía que desde que había entrado el cura don Víctor la casa se transformaba. El cura mandaba en rey y señor.
Así como había habido un principio de moda el año 1820 entre la gente distinguida, mujeres y hombres, en llamarse liberales y masones, en 1821 se volvía a la reacción religiosa, y los curas empezaban a tener no sólo el mismo, sino mucho más ascendiente que antes.
Aviraneta pudo hablar un momento a Teresita, y notó que las bromas que dirigió a la muchacha por su ciencia y su beatitud no fueron aceptadas. Teresita consideraba que cualquier alusión irónica dirigida acerca de puntos religiosos era horriblemente blasfematoria.
Aviraneta supo que el marido de Rosalía era tiránico y usurero, incapaz de dar un cuarto a nadie y celoso como un turco.
Unos días después vió a Rosalía flaca y triste.
Teresita se iba haciendo cada vez más religiosa, y empezaba a considerar que todo podía ser pecado.
Dejando a Teresita, Aviraneta se fué al Ayuntamiento. Frutos San Juan no apareció por allá. Después de comer, Aviraneta se marchó a la Casa de la Muerta y recibió a sus amigos.
Unos días más tarde estaba charlando con Diamante cuando se presentó a verle una muchacha muy bonita.
Esta muchacha quería hablar a solas con Aviraneta.
Aviraneta la conocía de verla en la plaza. Se decía de ella que andaba en malos pasos, y que era algo más que[167] novia de Frutos San Juan. Don Eugenio supuso que vendría a quejarse de algo referente a su amante.
—¿Vienes a hablar de Frutos?—la dijo.
—Sí.
—Puedes hablar delante de Diamante. Es un amigo.
La muchacha contó que Frutos la había seducido y abandonado después. La voz pública había comenzado a tacharle a ella de ser la querida de Frutos, y su padre, un hombre severo, le había dicho varias veces que si lo que se murmuraba resultaba cierto la echaría de casa.
Ella veía que de un momento a otro se iba a averiguar la verdad, y, buscando una solución, había pensado en ir en solicitud de ayuda y de consejo a casa de Aviraneta. ¿Por qué a casa de Aviraneta y no a otra?
No lo sabía.
Sin duda había creído que el hombre más revolucionario de Aranda debía ser también el menos severo en asuntos de amor.
Aviraneta quedó perplejo al oír a la muchacha. La Soledad, así se llamaba, era una mujer verdaderamente bonita, con los ojos negros y tristes, la boca pequeña y la tez nacarada.
—¿Y qué piensas hacer?—la dijo Aviraneta.
—No sé—replicó ella—. Eso venía a preguntarle a usted.
—¡A mí! Si fuera un asunto municipal; pero una cuestión de amor... ¿Le has hablado a Frutos?
—Sí.
—¿Y qué dice?
—Que no tiene nada que ver; que me las arregle como pueda.
—Si quieres—exclamó Diamante de pronto—, ahora mismo lo traigo a Frutos de una oreja y lo pongo ahí, a tus pies, para que lo pises.
—No, no—murmuró ella—; yo le quiero...
—¿A ese mequetrefe?... ¿A ese miserable?—gritó Dia[168]mante—. Yo siento que no sea un hombre de valor, para matarlo en desafío con mi espada...
—Pero tú algo has pensado al venir a verme—dijo Aviraneta a la muchacha.
—Yo había pensado marcharme a Madrid.
—Es lo mejor.
—Sí; pero tengo mucho miedo a ir sola: qué sé yo lo que me puede pasar.
—Bueno, yo te acompañaré la semana que viene. Mientrastanto, ¿dónde podría ir a vivir esta chica?
—Que venga a mi casa—dijo Diamante.
—Van a hablar mucho de usted, licenciado.
—Que hablen; me tiene sin cuidado.
—Magdaleno se va a indignar.
—Le romperé la cabeza si se atreve a decir nada.
—Bueno, pues si ella quiere, que vaya a vivir a su casa. Y yo le avisaré cuándo partimos para Madrid.
Se habló mucho en el pueblo de este asunto; la Soledad, Aviraneta y Diamante dieron abundantísimo pasto a la murmuración.
Aviraneta, a quien la situaciones violentas no asustaban, se presentó en casa del padre de la Soledad, que era un botero.
El botero, hombre violento e impulsivo, quiso lanzarse contra Aviraneta; Aviraneta lo calmó, le contó la verdad, le dijo que iba a acompañar a la Sole a Madrid, sin más objeto que evitar una desgracia y un escándalo, y el botero y su mujer se amansaron. En la corte, la muchacha podía ponerse a trabajar, o a servir.
Unos días después, la Sole y Aviraneta tomaron la diligencia de Madrid. En el camino, desde Aranda a Buitrago, la muchacha, medio llorando, contó al revolucionario su vida y sus amores, y coqueteó un tanto con él. Desde Buitrago a Lozoyuela, Aviraneta echó un discurso a la Sole, hablándole de las excelencias de la moral, cosa que ella no entendió muy bien.
Entre Lozoyuela y Alcobendas merendaron, bebieron[169] un vinillo blanco que llevaban en la bota, y la Sole se permitió reírse de don Eugenio.
Al llegar a las proximidades de Madrid, Aviraneta estaba perplejo. No sabía qué hacer con la muchacha.
Le dijo que le buscaría una casa de huéspedes. La Sole preguntó: ¿Para qué? Aviraneta pensó que quizá ella daría la solución.
Aviraneta bajó de la diligencia y fué, como de costumbre, a una casa de huéspedes de la calle Mayor. La Sole le siguió y se instaló allí. Aviraneta dijo:
—Indudablemente, es el destino.
Muchas veces Aviraneta decidió ocuparse únicamente de sus asuntos personales. Pensaba así responder al olvido en que le tenía la gente de Madrid.
Este olvido le irritaba. Había trabajado tanto como el que más por el triunfo de la Constitución y de la Libertad; expuesto la vida; empleado parte de su dinero; acudido siempre al primer llamamiento, y, a pesar de esto, nadie se acordaba de su persona.
Aviraneta veía en todas partes cierta hostilidad en contra suya. Sus trabajos, sus esfuerzos, su desinterés, no se apreciaban, no tenían valor. Las recompensas saltaban al llegar a él. Se hubiera creído que alguien tenía la constante intención de anularle, de achicarle.
Los masones no se ocupaban para nada de Aviraneta; éste recibía el periódico inspirado por ellos, El Espectador, y colaboraba en él; pero jamás se les había ocurrido llamarle para algo.
En Madrid, Aviraneta se enteró del proyecto de conspiración y de la muerte del Cura Vinuesa en la cárcel; de la revolución de Nápoles, ahogada inmediatamente por los austriacos; de la conspiración republicana, fraguada en Málaga por el aventurero Mendialdúa, y de los sucesos a las puertas de Palacio, en que intervinieron los guardias de Corps.
Aviraneta suponía que se seguiría conspirando por los absolutistas. Había perdido el deseo de intervenir en las intrigas políticas del momento cuando recibió un aviso, sin firma, citándole en la Fontana de Oro. Dentro de la carta le enviaban una tarjeta cortada que le serviría de contraseña.
Aviraneta, que se creía harto de complicaciones y de intrigas, pero que en el fondo estaba deseando meterse en nuevos líos, decidió acudir a la reunión.
La Sole, los días anteriores, le había pedido que le acompañase y le enseñara Madrid, y don Eugenio hizo de cicerone y la llevó también por los barrios en donde había correteado de chico y había hecho mil barbaridades con sus amigos.
Por la noche, después de cenar con la Sole, Aviraneta se presentó en la Fontana de Oro. Estaban allí Salvador Manzanares, Félix Mejía, Remigio Morales, Mac-Crohon, José Joaquín Mora, Romero Alpuente, el francés Bessieres, con un amigo suyo apellidado Lobo, el ex fraile Patricio Moore y dos italianos, uno llamado Gipini, que era dueño del café de la Fontana de Oro, y el otro, un cantante de ópera, con unos bigotes como dos escobillones.
Aviraneta se presentó en la reunión y entregó el trozo de tarjeta, que coincidía con otro que guardaba el cantante italiano.
Aviraneta saludó a los conocidos y se sentó.
Estaba hablando Mac-Crohon y contaba anécdotas de su amigo el abate Marchena, que acababa de morir hacía poco tiempo.
Entre varias cosas que contó dijo que, durante una época, Marchena vivió con un jabalí que tenía domesticado y que hacía dormir a los pies de su cama.
Un día el jabalí, al salir a la escalera, se cayó y se le rompieron las patas. Marchena mandó matarlo y dió un banquete a sus amigos con la carne del animal, y después leyó un epitafio en su honor.
Se celebró la humorada del abate, y cuando concluyó de hablar Mac-Crohon, Aviraneta paseó la mirada por el grupo del café como preguntando por qué le llamaban.
Romero Alpuente tomó la palabra y explicó el motivo de la llamada.
Romero Alpuente, que se las echaba de Robespierre, era un viejo ridículo, alto, seco, con la cara arrugada y una estúpida sonrisa.
El ciudadano Romero Alpuente usaba patillas cortas, gorro negro y anteojos de hierro; hablaba de una manera pesada, pedantesca y monótona. Se creía un hombre genial. Sus argumentaciones de patán mixto de leguleyo asombraban a sí mismo.
Al parecer, de Italia, pasando primero por Francia—explicó Romero Alpuente—, había llegado a España una nueva sociedad secreta llamada de los Carbonari. Esta sociedad tenía menos ritos que la masónica y era esencialmente política. Su objeto era limpiar el bosque de lobos o, dicho en lenguaje más claro, acabar con los tiranos. El carbonarismo comenzaba a avanzar en España; pero la masonería, recelosa de sus progresos, había acordado exigir a los masones juramento de no formar parte de otra sociedad secreta.
Entonces, unos cuantos, encontrando en el carbonarismo un principio de acción más útil y más práctico que en la masonería con sus misterios ridículos, y al mismo tiempo, viendo que su simbolismo de ventas, barracas y florestas no respondía a nada, al menos en España, habían pensado en aceptar un pensamiento de don Bartolomé José Gallardo y formar una sociedad titulada los Comuneros, en donde el simbolismo fuera más español y caballeresco.
En la proyectada sociedad todo tendría aire guerrero. Las logias y puntos de reunión se llamarían, según su importancia, casas fuertes, torres, fortalezas, etc.
Después de oír la explicación del proyecto, Aviraneta,[174] con bastante frialdad, dijo que no le parecía mal, y añadió que, para él, las palabras y las fórmulas simbólicas no tenían valor.
—¿Quiénes son los que van a afiliarse?—preguntó Aviraneta.
—Por ahora—contestó Mejía—está Torrijos, Palarea, Ballesteros, Díaz del Moral, Moreno Guerra, el Empecinado, todos nosotros, Regato...
—¿Regato también?
—Sí.
—Entonces yo no entro en la sociedad.
—¿Por qué?—preguntó Romero Alpuente.
—Porque tengo la seguridad de que Regato es un hombre vendido a la policía.
—Engaña a la policía—aseguró el viejo Romero Alpuente con una sonrisa de estupidez senil, mostrando sus dientes podridos.
—Yo tengo la evidencia—contestó Aviraneta—de que nos denunció cuando la conspiración de Renovales.
No se pusieron de acuerdo. Mejía y Morales afirmaron que la mala opinión que se tenía de Regato la habían echado a volar los masones al saber que éste iba a separarse de ellos. Con tal motivo se enzarzaron todos en una discusión en que nadie se entendía. Mejía y Morales y los que vivían en Madrid usaban una serie de palabras cuyo significado exacto que se les prestaba en el momento sólo ellos conocían. Hablaron repetidas veces de pasteleros, renegados, de los del gorro negro, serviles, servilones, hipócritas, pancistas, fanáticos, feotas, anarquistas, tragalistas, descamisados, anilleros, camarilleros, moderados, exaltados, afrancesados, verdaderos ciudadanos, nacionales puros, nacionales sospechosos. Además se refirieron al señorito, al marqués, al maestro.
Aquello era un lío que nadie lo entendía.
Después de la inútil discusión se acabó quedándose[175] cada uno con su idea anterior: la mayoría, dispuesta a seguir lanzando la Sociedad de los Comuneros; los dos italianos, Bessieres y Lobo y el ex fraile Patricio Moore, creyendo más útil el carbonarismo, y Aviraneta, asegurando que él con Regato no iba a ninguna parte.
Terminada la entrevista, Aviraneta y Manzanares salieron de la Fontana y fueron a la pastelería de Ceferino, de la calle de León.
—Amigo Aviraneta—dijo Manzanares—, haces mal en no entrar en esta nueva sociedad.
—¿Por?
—Porque hay que ir siempre en compañía de alguien para hacer algo.
—¿Aunque sea en compañía de granujas?
—Sí. ¿No te parece que sería mejor un Gobierno de pillos y de granujas listos que el que tenemos?
—Seguramente. Pero es que estos hombres como Regato no son grandes pillos que tienen ambición. Son pilletes que se venden por dos cuartos. ¡Ah! Si tuviéramos un político ambicioso e inteligente, aunque fuera un granuja, yo lo serviría con gusto.
—Y yo también, siempre que fuera liberal.
—¡Ah, claro!, condición indispensable. Necesitábamos un Dantón...; aunque fuera un Fouché nos bastaría.
—Lo malo es que estos hombres no se improvisan. Además hay que tener en cuenta—dijo Manzanares—que los pillos, naturalmente, se inclinan a los Gobiernos fuertes, bien constituídos y bien despóticos, porque son los que pueden dar más dinero, más cargos y más honores.
—¡Y, claro!—añadió Aviraneta—. Nada hay tan goloso de honores como un granuja que necesita reforzar la responsabilidad suya, que por dentro no siente.
—¿Sabes tú quién podría ser nuestro hombre?
—¿Quién?
—Tú.
—¡Bah! No soy bastante granuja para eso.
—Creo que sí. Eres un granuja honrado. Tú no robarás para ti; pero tú mandarías asesinar a uno si estorbara al país.
—¡Ah, seguramente!
—Nada, nada. Tú eres el hombre.
—No, no. Me faltan muchas cosas. Primeramente no sé hablar; es decir, no sé mentir con efusión. Yo no creo que la oratoria sea una cosa positiva; me parece un arte que puede tener un valor cuando se traduce en hechos; pero aquí en España se considera la oratoria como si tuviera objeto en sí misma... La charlatanería triunfa, y yo no soy charlatán... Para mí eso es imposible: decir mentiras o vulgaridades con calor y entusiasmo está por encima de mis fuerzas. No puedo ser un farsante.
—Lástima. Porque tú tienes madera de político.
—¿Tú crees?
—Sí. ¿Sabes tú lo que debías hacer?
—¿Qué?
—Esperar. Orientarte, ver qué marcha lleva esto sin significarte demasiado. Al mismo tiempo estudiar, dominar una especialidad, irte preparando.
—Me parece que sería tiempo perdido. Yo creo que no sirvo mas que para una cosa.
—¿Para qué?
—Para mandar.
—¡Tiene gracia! ¡Es posible que hubieras sido un gran ministro de un tirano, o un secretario de Estado del Papa!
—Sí; creo que sí.
Manzanares se echó a reír. En esto entraron en la pastelería unos cuantos señores.
—La redacción de El Censor—dijo Manzanares.
Era la junta de abates afrancesados y sus amigos. Estaban Reinoso, Lista, Hermosilla, Miñano, Narganes, Javier de Burgos y otros.
Comenzaron a hablar, burlándose de las necedades y[177] exageraciones de los exaltados con cierta gracia erudita y clerical. Sobre todo, don Sebastián Miñano se distinguía por su crítica satírica.
—¡Es gente que me molesta!—exclamó Manzanares en voz alta—. Si para valer un poco necesita uno ser un canalla, realmente no se gana en el cambio. Se burlan de nosotros. ¿Pero qué hacen ellos? Han servido a Bonaparte; ahora son absolutistas y enemigos de la Constitución; mañana serán cualquier cosa, si les pagan.
Miñano miró a Manzanares con impertinencia, y Salvador dijo:
—Estos clérigos renegados me repugnan. ¡Vámonos!
Dicho esto, Manzanares y Aviraneta salieron de la pastelería.
Aunque sin dar gran importancia al consejo amistoso de Salvador Manzanares, Aviraneta quiso, durante algún tiempo, tomar el pulso a Madrid y ver si de la baraúnda de opiniones de unos y otros se sacaba algo en limpio.
Pronto pudo ver que no se sacaba nada. La agitación producida por el movimiento revolucionario era todavía superficial: no llegaba a la gran masa del pueblo; únicamente la clase media y parte del ejército aceptaban las ideas liberales. Además, entre éstos había muchos constitucionales y asiduos asistentes a las logias y a las sociedades patrióticas por motivos de medro personal.
Los directores del movimiento eran todos oradores y de una mentalidad semejante.
Es indudable que en los períodos políticos de trascendencia de un país los tipos representativos se parecen. El momento presta a los hombres una fisonomía moral casi idéntica.
¿Es que la naturaleza tira en algunas épocas una edición numerosa de ejemplares humanos, o es que estos ejemplares existen siempre, pero no tienen ocasión favorable de desarrollarse mas que en determinadas circunstancias? No lo sabemos. El caso es que, en este período, todos los tipos salientes estaban cortados por el patrón del militar o del orador. Cierto que entre ellos[180] había gente de talento y de inventiva; pero eran los que tenían menos influencia. Pesaba demasiado la tradición y la costumbre, para que las lucubraciones de un político original influyeran en el medio ambiente.
La Revolución española era como un carro pesado tirado por mariposas; no podía avanzar.
Algunos de los oradores célebres de la época conocían a fondo las bases del sistema constitucional; otros muchos hablaban de oídas, y sus discursos tenían el aire de improvisaciones de estudiantes traviesos. A cada paso se oía citar a Rousseau, a Montesquieu, a Maquiavelo, y los que no estaban muy seguros de sus citas se defendían hablando de la Constitución, código inmortal de las libertades patrias; de la Prensa, esa palanca del progreso; del ejército, brazo defensor de la soberanía nacional, etc., etc.
Los más jóvenes citaban con preferencia a Benjamín Constant y a Jeremías Bentham, que iban tomando en España una fama inmensa entre los eruditos y doctrinarios de la política liberal.
Con tanta oratoria, más o menos elocuente, la confusión era completa, un verdadero caos; había orador de la Fontana y de la Cruz de Malta que defendía tesis ultrarrealista, creyendo defender las ultraliberales, y el público, que se tenía por liberal, sin poder distinguir unas de otras, las aplaudía con entusiasmo.
Para mayor lío y obscuridad, surgía la división entre masones y comuneros, que se dedicaron a desacreditarse mutuamente.
Los comuneros abominaban de los masones, a quienes llamaban pasteleros:
Los masones acusaban a los comuneros de estar protegidos por los absolutistas, y de recibir dinero de Fernando y de la Santa Alianza.
Desde el negro profundo al rojo más subido, había una porción de grupos y sociedades medio públicas, medio secretas. La primera en las filas de los feotas era El Angel Exterminador, sociedad absolutista y teocrática, que duró hasta la muerte de Fernando VII y que, unas veces valiéndose de denuncias y otras por medio de sus hombres, produjo miles de víctimas. La Concepción, otra sociedad teocrática, no llegó a tener la importancia del Angel Exterminador.
En septiembre de 1825, El Angel Exterminador celebró una gran junta en el monasterio de Poblet, dirigida por el arzobispo Creux, a la que asistieron 127 prelados y el vicario general de Barcelona. Esta junta tenía por objeto organizar matanzas de liberales en Cataluña. Según informe dado a la Audiencia de Barcelona, desde 1823 al 25, El Angel Exterminador había producido la muerte de 1.828 liberales en las posadas y en los caminos. Esta sociedad fué también la que provocó el levantamiento de Jorge Bessieres, en la Alcarria; la de los Agraviados, en Cataluña; la que tendió un lazo a Torrijos y a sus compañeros, por intermedio del general González Moreno, y la que se alió con Calomarde para traer a Don Carlos.
Después de los absolutistas clericales de El Angel Exterminador y de La Concepción venían los carlistas, en donde los partidarios de la teocracia pura estaban mezclados con los cortesanos; luego, los absolutistas fernandinos, y, por último, los absolutistas afrancesados, que más tarde inventaron la frase del absolutismo ilustrado.
Entre los constitucionales, los más tímidos eran los Sabios o los del Anillo. Estos, que, como los jovellanistas de años después, no se sabe si llegaron a estar constituídos en sociedad o no, querían modificar la Constitución, convirtiéndola en una Carta otorgada por el rey, suprimiendo la Cámara única y reemplazándola por dos; tras ellos venían los liberales moderados, en[182]tonces dirigidos por el Gran Oriente, que eran, en su mayoría, masones; luego, los liberales exaltados, entre los que había masones y comuneros; por último, estaban algunos comuneros republicanos y el grupo de los carbonarios, formado por Gipini, Nepsenti, el ex coronel Latorde y algunos oficiales extranjeros.
Además de éstas se decía que existía una sociedad, dedicada al cultivo de la pornografía, llamada La Bella Unión. Es muy posible que la tal sociedad fuera algún alarde de inmoralismo de la época o una invención de los clericales.
Los absolutistas exaltados no tenían, por entonces, periódicos importantes; publicaban folletos y papeles. Los afrancesados escribían El Censor, redactado por Miñano, Lista y Hermosilla, que se dedicaba a satirizar a masones y a comuneros y a burlarse de los oradores de las sociedades patrióticas.
Miñano era un periodista de mucha gracia y de muy mala intención. Sabía mortificar a una persona sin citarla, como hizo con Alcalá Galiano, en un artículo de El Censor, titulado «Defensa legal de la borrachera y de los borrachos».
Don Sebastián era todo un clérigo. Vivía con una señora, de la que tenía tres o cuatro hijos. Había sido masón, afrancesado, constitucional moderado, apostólico; fué amigo de Soult y de Calomarde y murió años después declarándose en su testamento protestante.
Con grandes relaciones con los hombres de El Censor, los constitucionales tibios publicaban El Imparcial y El Universal, dirigidos por Javier de Burgos.
Los masones tenían El Espectador, que escribía San Miguel y Pidal. El Espectador defendía la política de las logias de los ataques de los absolutistas y acusaba a los periódicos comuneros de exasperar los ánimos y hacer odiosa la libertad de imprenta.
Los comuneros tuvieron, poco después de fundarse, El Eco de Padilla, y al último, El Zurriago y La[183] Tercerola, que atacaban a derecha e izquierda con procacidades e insultos.
Cada fracción constitucional tenía su color predilecto: los liberales puros y sin mezcla, el verde; los masones, el azul, y los comuneros, el morado, que recordaba el color del pendón de Castilla.
De los hombres de la Revolución ninguno gozaba de completo prestigio. Argüelles, Martínez de la Rosa y Toreno lo habían perdido entre los exaltados; de Riego se hablaba entre los hombres de orden como de un botarate incapaz. Se daba como cierto el hecho de que en el teatro, en Madrid, se había puesto a cantar desde un palco el Trágala. Otros decían que no había sido él, sino un ayudante suyo. Aviraneta no había conocido a nadie que hubiese presenciado esta escena, y, sin embargo, la cosa pasaba como cierta, como uno de tantos detalles que desacreditaban a Riego y lo pintaban como un mequetrefe ridículo.
Liberales y absolutistas vivían en plena demagogia. Unos y otros tenían que adular al pueblo; unos y otros tenían que escamotear la voluntad popular a su gusto.
En los dos partidos se señalaban los caracteres de la demagogia populachera, el dogmatismo fanático, los celos entre las personas y, en último término, el culto a la fuerza militar.
El dogmatismo fanático provenía de la falta de benevolencia y de elasticidad del español, los celos entre los hombres del mismo partido, de la necesidad de lucirse ante la plebe, de la vida histriónica de los héroes de las masas democráticas y el culto a la fuerza, del convencimiento de que las palabras y los argumentos no tenían valor mas que para los ya convencidos.
La Revolución española fatigaba a todo el mundo; los absolutistas no veían en ella mas que el encono contra la religión; los liberales la encontraban demasiado torpe.
La gente comenzaba a poner la mirada en los militares. Ballesteros, Palarea, el Empecinado, O'Donnell, eran[184] los hombres en quienes se esperaba para dominar la anarquía.
No había vigilancia alguna con los conspiradores. Aviraneta veía a Regato conferenciando con Cecilio Corpas, con Freire y con otros agentes de Quesada y de Ugarte.
Corpas trabajaba al mismo tiempo a favor de los Anilleros y de don Carlos y se entendía con Regato, que representaba su papel de liberal exaltado y no producía sospechas entre sus cándidos compañeros.
El oro de la Santa Alianza y de Fernando corría alegremente entre aquellos pícaros, y Aviraneta se indignaba al ver a sus amigos liberales tan desorientados y tan idiotas.
Había ido a vivir Aviraneta con la Sole a una casa de huéspedes de la calle Mayor, próxima a la plaza de San Miguel.
La casa podía conocerse por este rótulo misterioso que había en la tienda:
SALC IC RÍA D FROI AN CANT
Cualquiera hubiera dicho que esta inscripción era de un idioma de Oriente o de Occidente, misterioso y obscuro; pero no, el letrero estaba puesto en castellano, sólo que se habían borrado unas cuantas letras, y quería decir, sencillamente: Salchichería de Froilán Cantos.
A la puerta de la salchichería del tal Froilán colgaban chorizos y cerdos raspados y embadurnados de pimentón.
Aviraneta veía a sus pies, con la indiferencia de un conquistador, aquellos cadáveres abiertos en canal.
Aviraneta visitaba a su hermana, y con ella solía ir con frecuencia de tertulia a una ferretería instalada en una planta baja de la calle de los Estudios.
Era el ferretero un alavés, de Aramayona, llamado Olloqui, que tenía una familia muy numerosa. Olloqui era hombre de unos cuarenta y tantos años, tenía un[186] hijo ya crecido, que llevaba las cuentas de la ferretería, y tres hijas, muchachas, a cual más sonrientes y alegres. Olloqui era hombre muy entusiasta de su país; hubiera considerado una desgracia que sus hijos no supieran hablar vascuence, y a todos los había enviado al pueblo a que pasaran largas temporadas.
Las hijas de Olloqui, medio madrileñas, medio vascas, tenían un excelente carácter.
Muchas noches en que Aviraneta iba de tertulia a la ferretería, Olloqui traía la guitarra y cantaba él y cantaban sus hijas zortzicos.
Que no le preguntaran al ferretero qué opinión política tenía; él afirmaba que era cristiano, español y vascongado. De aquí no salía.
Para Olloqui, España era una balsa de aceite. Si le contaban que había disturbios, él replicaba que todo se arreglaría en seguida.
Aviraneta visitaba con mucha frecuencia a Olloqui, para librarse de la Soledad, que a veces se ponía muy pesada.
La Sole era demasiado mujer para Aviraneta; se manifestaba celosa sin motivo; lloraba, reía, tenía remordimientos, se sentía pecadora; era una mujer espectacular. Aviraneta odiaba todo lo que fueran gritos, lágrimas, tragedia...
Don Eugenio, huyendo de esta pequeña vida trágica, solía ir a refugiarse a la ferretería del alavés. Un día, al salir de la tienda de Olloqui, se encontró en la calle con el padre de Fermina. El viejo, medio paralítico, con la cabeza grande, los ojos salientes, los pies arrastrando y las manos temblorosas, pasó delante de él. El recuerdo de aquellos ojos animados de un sentimiento de venganza le producía a Aviraneta un gran malestar.
El viejo iba con sus dos satélites: Chatarra y Ezcabarte. Afortunadamente no le habían visto.
Al día siguiente les volvió a encontrar. Sin duda, vivían por allí cerca, y Aviraneta, que no quería encon[187]trarse con ellos, dejó de acercarse a la ferretería y se fué a Aranda por unos días.
Rosalía estaba para dar a luz; Teresita iba haciéndose una muchacha bonita como su hermana, y creciendo en belleza y sabiduría.
A principios de 1822 el país marchaba muy mal; la guerra civil reinaba en todas partes. En Cataluña, Navarra y Castilla se levantaban partidas.
Merino no salía aún de su escondrijo, pero se movían sus secuaces en la sierra de Burgos. En Barbadillo del Mercado había aparecido una partida de trescientos hombres dirigida por uno a quien llamaban el Trajinero de Caraza, y hacia Salas merodeaba un grupo de paisanos mandado por Isaac el Ballenero.
Aviraneta se hubiera quedado a vivir en Madrid con la Sole, si el Empecinado no le hubiese llamado para que le acompañase en la persecución de las partidas de Aragón y Castilla, capitaneadas por Capapé, Rambla, Chambó, y otros jefes.
La Sole quiso convencer a don Eugenio de que no debía ir a la guerra.
—¡Podríamos vivir tan bien los dos juntos aquí!—le decía.
—Sí, es verdad—replicaba él—; pero, ¡qué quieres, hija mía!, no hay más remedio.
Dejando a la muchacha muy desconsolada, Aviraneta partió para Aragón a incorporarse a las fuerzas que peleaban contra los facciosos.
La lucha con estas partidas realistas era muy difícil. Empecinado con sus tropas hacía por aquellas tierras el mismo papel que los franceses durante la guerra de la Independencia; no disponía de buenos guías ni le daban informes exactos; por el contrario, le engañaban y le hacían perder el tiempo.
Esta sublevación de los campos, apoyada desde el Palacio Real de Madrid, era imposible de vencer si no se le hería en la cabeza.
El verano de 1822 todo el mundo tenía la evidencia de que el Gobierno liberal acababa. La esperanza en Riego, presidente entonces de las Cortes, se desvanecía; el Trapense había tomado la Seo de Urgel, y la Regencia absolutista contaba ya con una base de operaciones.
En esto se supo en España lo ocurrido el 7 de julio en la capital. El Empecinado y Aviraneta se hallaban en Sigüenza y decidieron marchar a la corte unos días después.
Aviraneta fué a Aranda a visitar a su madre, y a principios de agosto estaba en Madrid.
La Sole había presenciado desde el balcón de su casa los jaleos de los días anteriores, y contó a don Eugenio, con mil detalles, lo sucedido.
La muchacha estaba aterrorizada.
Aviraneta salió en seguida a ver a la gente.
Todavía quedaba el entusiasmo por la victoria de los liberales, que había hecho borrar durante unos días las divisiones entre masones y comuneros; pero se iniciaban de nuevo las diferencias.
A mediados de agosto Aviraneta recibió en la calle Mayor la visita de don Juan Martín.
Quería el Empecinado escribir a don Evaristo San Miguel, alma del nuevo Ministerio, ofreciéndose.
Don Evaristo había estado siempre muy amable y atento con don Juan Martín.
Aviraneta escribió a San Miguel, y el ministro contestó citando al Empecinado en su secretaría.
Al Ministerio San Miguel se le consideraba masón; el Empecinado pertenecía a la sociedad de los comuneros; pero don Juan posponía las pequeñas enemistades de las sociedades rivales al triunfo de la causa liberal.
—Bueno, nos presentaremos al ministro—dijo Aviraneta.
—¿Cuándo vamos? ¿Mañana?
—Sí, mañana por la mañana.
Se citaron al día siguiente delante del Palacio Real y estuvieron los dos contemplando las ventanas abiertas del edificio.
—¿Qué hará ahora nuestro despreciable soberano?—dijo Aviraneta—. ¿A quién estará engañando?
—Sí, yo también temo que sea un miserable—repuso el Empecinado—. ¡Qué chasco nos hemos llevado!
Entraron en el Palacio, y Aviraneta preguntó a un portero por la Secretaría de Estado. Indicó el portero dónde se hallaba y siguieron avanzando.
El Empecinado estaba cohibido.
—No sea usted así, don Juan—le dijo Aviraneta—; usted vale más que toda esta gente junta.
Entraron en una antecámara, donde Aviraneta vió a Juan Van-Halen, que había venido a Madrid desde Cataluña, de parte de Torrijos, a recibir órdenes del Gobierno.
Al anunciarse el Empecinado y Aviraneta, el ministro les pasó inmediatamente a su despacho y les recibió con gran amabilidad. Era don Evaristo hombre chiquito, vivo, miope, con un aire de poeta más que de militar.
—Tengo verdadero placer en saludar a don Juan Martín en el Ministerio—dijo—. ¡Ah! No pueden uste[191]des figurarse lo desagradable que es ser ministro. No hace uno mas que recibir peticiones, memoriales... Este es un país de mendigos.
San Miguel, como todos los militares de carrera, no era amigo de los guerrilleros, pero hacía una excepción en favor del Empecinado por su carácter popular. Todos los sublevados del año 20 eran de carrera; se tenían a sí mismos por cultos y distinguidos, y consideraban a los guerrilleros como gente levantisca e intrusa en el ejército. Ni el Empecinado, ni Mina, ni Jáuregui, ni don Tomás Sánchez se salvaron de esta animadversión.
Don Evaristo, al ofrecimiento del Empecinado, hecho por boca de Aviraneta, dijo:
—Puesto que vienen ustedes ambos a ofrecer sus servicios al Ministerio, permitan ustedes que el Ministerio, representado por mí en este momento, separe los miembros de la Sociedad Empecinado-Aviraneta, y a cada uno de ustedes dé una misión aparte.
—Usted manda—dijo con sencillez el Empecinado.
—A usted, don Juan Martín—dijo don Evaristo—, le enviaremos a Aragón y a Castilla a luchar contra los facciosos. Ya hablaremos López Baños y yo, para ver la manera de reforzar las columnas, y ordenaremos a Zarco del Valle que se aviste con usted, para que los dos obren en combinación.
—Está bien. Estoy siempre a las órdenes del Gobierno. Donde me llamen para defender la Libertad allá estaré.
—Gracias, don Juan, en nombre de España.
—De mí pueden servirse para todo, siempre que sea en bien del país.
—¡Gracias! ¡Gracias! ¿Usted, Aviraneta, quiere ir a París?
—Si me manda usted, ¿por qué no?
—Bien. Irá usted a París en seguida. Se pondrá usted al habla con los liberales y revolucionarios de allá. Me dirá usted si están dispuestos a hacer algo, si tie[192]nen fuerza y pueden trabajar contra la intervención que Francia piensa ejercer aquí, impulsada por la Santa Alianza.
—Está bien.
—Si puede usted averiguar qué agentes tienen los absolutistas en Madrid, me lo comunicará usted.
—Bueno.
—Convendría que enviara usted la correspondencia a algún amigo de la frontera, y que de la frontera la pasaran a San Sebastián. Aquí la entregarán al jefe político, y éste me la remitirá.
—Todo eso se hará como usted indica—dijo Aviraneta.
—Bueno; pase usted mañana por aquí y le daré el dinero necesario y los papeles.
—Muy bien.
—¡Señores, hasta la vista!—exclamó el ministro, y tendiendo las dos manos al mismo tiempo, estrechó las de Aviraneta y el Empecinado y volvió a su trabajo.
Muchas veces Aviraneta se quejaba de no tener una obra que realizar. El Gobierno le abandonaba, no le había encomendado nada, no le había aceptado como militar. Sin embargo, pensando en su vida no tenía más remedio que reconocer que cuando se cerraba un camino ante él inmediatamente se abría otro nuevo.
A pesar de esto, siempre temía que, al cerrarse uno de los caminos, su vida quedara sin objeto y sin plan.
Aviraneta buscó recomendaciones para cumplir bien su misión; Gipini, el dueño de la Fontana de Oro, le llevó a casa de Gaspar Colombi, un milanés que vivía en Madrid dedicado a negocios de relojería. Colombi era carbonario y estaba muy relacionado en Francia e Italia, y pensaba también marchar a París.
Colombi y Aviraneta se citaron para una semana después en París, en el café Foy, del Palais Royal.
Aviraneta recogió el dinero del Ministerio y advirtió a la Sole que se marchaba.
—¿A París?—preguntó ella.
—Sí.
—¡Ah! Yo también—dijo ella.
—No digas locuras.
—No, no. Si tú vas a París, yo voy contigo. A mí no me dejas sola.
—Pero eso es absurdo.
—Lo que tú quieras; pero si tú vas a París, yo voy contigo.
Aviraneta, sorprendido de sí mismo, cedió. Luego pensó que así el viaje sería más divertido. Se dispuso que ella marchara un día antes y que se reunieran en Valladolid.
Aviraneta estuvo en Aranda unos momentos. Fué a ver a su madre, habló con Teresita y después con el Lobo y Diamante.
Diamante le dijo que el joven Frutos trabajaba ya descaradamente por los absolutistas. Diamante estaba deseando que hubiera un alboroto para trincarlo y fusilarlo sobre la marcha.
Dejó Aviraneta Aranda y se reunió con la Sole en Valladolid, y siguieron los dos a la frontera sin más obstáculos en el camino que el ser detenidos un momento en Salinas.
La policía obligó a mostrar sus papeles a don Eugenio, por sospechas de complicidad con don Juan Ignacio de Aizquibel, a quien habían preso en Escoriaza días antes por organizar en Vitoria un movimiento anticonstitucional.
La detención obligó a perder unas horas; mas se pudo recuperarlas pronto, porque el gobernador puso a la disposición de Aviraneta y de su supuesta señora una silla de postas, en la que llegaron en pocas horas a la frontera.
La Sole iba admirada y encantada de su viaje; los pueblos que se cruzaban, las casas de posta, las posadas de Castilla, el trágico desfiladero de Pancorbo, las aldehuelas vascas, los gritos de los postillones, todo era para ella nuevo y extraordinario.
En Hendaya tomaron asiento en la diligencia francesa hasta Bidart.
En este corto trayecto se encontró Aviraneta sorprendido con un español que parecía navarro, que de cuando en cuando gritaba: «¡Viva el rey! ¡Viva Dios!»
El tal navarro vivía en Pamplona. Los pamplonicas son un poco pedantes, y aquél, que lo era en grado sumo, creía que su grito «¡Viva Dios!» era un hallazgo.
Cuando lo daba miraba a todos los viajeros, como diciendo: ¡Eh! ¿Qué les parece a ustedes mi adquisición?
Un francés gordo y mofletudo, con patillas y un sombrero a la Bolívar, lo contemplaba de cuando en cuando con unos ojos abultados de rodaballo.
Aviraneta se cansó de este grito desafiador, y le preguntó al pamplonica:
—¿Qué grita usted tanto?
—Grito: ¡Viva Dios! ¿Está mal?
—¡Pse! No sé.
—¿Cómo que no sabe usted?
—No. Yo no conozco a ese ciudadano.
El pamplonica miró a Aviraneta, asombrado, indignado, en el colmo del estupor.
Aviraneta contó al francés gordo y apoplético del sombrero a la Bolívar lo ocurrido, y a éste le hizo una gracia tal, que empezó a ponerse rojo y a reírse con un hipo estruendoso. El navarro, enfurruñado, miraba a Aviraneta y al francés con horror.
El navarro era uno de los milicianos de Pamplona, que habían escapado de la ciudad después de un choque que tuvieron con la tropa, en donde los soldados gritaban: «¡Viva Riego! ¡Viva la Libertad!»; y los milicianos contestaban: «¡Viva el Rey! ¡Viva Dios!» De este choque resultaron veinte muertos y treinta heridos, y la disolución de la Milicia Nacional. Aquel navarro era uno de los ¡Viva Dios!, de Pamplona.
Al llegar a Bidart, Aviraneta bajó con la Sole de la diligencia, y dejando a la muchacha en la posada, se dirigió en línea recta al caserío Iturbide, propiedad de Etchepare.
Etchepare estaba gravemente enfermo de hidropesía. Se encontraba, como de costumbre, solo en su jardín, envuelto en una manta. Una mujer de un caserío de al lado le llevaba el alimento necesario y le sacaba en un sillón con ruedas a tomar el aire. Etchepare, al ver a Aviraneta, le preguntó cómo seguía la revolución en España, y escuchó con gran detenimiento lo que le contó su sobrino. Después oyó la explicación de los proyectos que Aviraneta llevaba a Francia.
—Y usted, ¿cómo está?—dijo de pronto Eugenio.
—Yo tengo vida para pocos días.
—¡Bah! No tenga usted aprensión.
—No tengo aprensión; estoy malo, muy malo, y ya que estás aquí y vas a París te voy a hacer un encargo. Llévame hasta casa.
Aviraneta empujó el sillón de ruedas y llevó a su tío hasta la entrada de la casa, y pasó el sillón adentro. Etchepare se acercó a una mesa, sacó un paquete, donde escribió algo, y entregándoselo a su sobrino, dijo:
—Cuando llegues a París lleva este paquete a su destino. Ahí encima están escritas las señas.
—¿Nada más?
—Nada más. Ahora sácame de nuevo al jardín.
Aviraneta lo hizo así, y continuaron tío y sobrino la conversación. Poco después vino el médico que visitaba a Etchepare, un viejo mayor del ejército imperial, retirado en Bidart. Aviraneta se despidió de Etchepare.
—Hasta la vista, tío—le dijo.
—Probablemente, si no vienes muy pronto, hasta siempre. Cuando vuelvas, yo no viviré.
—No diga usted eso.
—Lo verás.
Aviraneta estrechó la mano de su tío y salió mal impresionado.
El médico le dijo que, efectivamente, Etchepare tenía ya para poco tiempo.
Al llegar a Bayona, Aviraneta marchó a la fonda de Francia con la Sole, y desde allí comenzó sus gestiones para averiguar lo que ocurría. La Soledad quería saber cuál era la misión de Aviraneta, y don Eugenio se la explicó, y en vista de que ella quería colaborar en sus intrigas, Aviraneta le envió a varias tiendas donde se hablaba castellano a que se enterase de lo que se decía. Por la noche, don Eugenio se encerró en su cuarto y escribió al ministro:
«Amigo S.: Comienzo mis indagaciones en Bayona. Los absolutistas españoles, instalados aquí, trabajan mucho; pero como buenos españoles, se hallan divididos; los más ilustrados y transigentes siguen a Mozo de Rosales (Mataflorida), y los más clericales, los más puros, como se llaman ellos, van con don Francisco de Eguía.
La Junta Realista, dirigida por Mataflorida y subvencionada por Luis XVIII, hace ya mucho tiempo que funciona aquí.
Con Mataflorida están Eroles, Podio, Queral, Martín Balmaseda, y otros; con Eguía, el arzobispo de Tarragona, el obispo de Urgel, don Juan Bautista Erro, don Antonio Calderón...
[198] El partido de Mataflorida es más culto, razón para que no tenga simpatías. Se le acusa a Eroles de estar en relaciones con los constitucionales, como Toreno y Martínez de la Rosa. Mataflorida, que es el hombre intrigante y activo de siempre, no descansa; según parece, trabaja mucho.
Morejón, enviado de Fernando, quiso poner de acuerdo a Calderón y a Mataflorida; pero no lo consiguió, y siguen las dos fracciones absolutistas divididas.
El partido de Eguía se dedica a murmurar y a rezar.
Se dice que Mataflorida asegura que ha estado a punto de ser envenenado por sus enemigos en Tolosa de Francia, y se dice también que a don Pedro Podio se le acusa, con datos, de haber querido asesinar a los individuos de la Regencia absolutista en el mismo Urgel, proyectando enterrar después sus restos en los fosos de las murallas.
Cualquiera averigua lo que hay de cierto en todo esto.
Una de las cosas que aquí se comenta más es la vida del general don Francisco Eguía, el célebre viejo maniático, caprichoso y absurdo, a quien conocemos por Coletilla.
El gran Coletilla vive en un cuartito de una pastelería de los Arcos, y la pastelera, que es una francesa lagartona, de historia, conocida mía, la Delfina, es la que aconseja al general.
La trastienda de la pastelería se ha convertido en la antecámara de Palacio. Allí Coletilla da audiencia a los absolutistas, asesorado por Delfina la pastelera, cosa que a los españoles que se las echan de aristócratas indigna.
Según dicen, la pastelera ha convencido al viejo general de que le quieren asesinar y de que ella será un Argos para impedirlo.
Por lo que oigo, el secretario de Eguía, Núñez Abreu, no es extraño a la maniobra.
[199] Delfina, la pastelera, ha encontrado una mina en Coletilla; pero la ganga mayor la ha pescado Núñez Abreu, el ayudante de Coletilla, que, según parece, se beneficia de la pastelería, de la pastelera y del dinero del viejo general, que ha recibido, para impulsar la causa realista, la friolera de doce millones.
A pesar de esto, Núñez Abreu ha llegado a insultar al general y a tratarle de vieja momia.
Además de estos dos grupos de que le hablo, hay otros de jefes militares que forman rancho aparte. El más importante es el de Quesada, que aspira a anular a los anteriores. Quesada tiene en Madrid varios agentes: Cecilio Corpas, Freire y el capellán de las Comendadoras de Madrid, un tal Solera, a quienes tienen ustedes que echar el guante, si pueden.
Me dicen que en Madrid, en la calle de la Luna, 12, se reúnen los principales agentes realistas. De paso debían ustedes encargar a la policía que hiciera un padrón de sospechosos.
Otros de los presuntos jefes del absolutismo es el conde de España, que en Verona, en donde está, ha inventado un proyecto de contrarrevolución, que, según dicen, ha sido aprobado por Francia y Rusia, y que consiste en que estos países presten su ayuda a Fernando para combatir la Constitución, a cambio de una parte del Perú. Don Antonio de Vargas Laguna ha enviado, desde Luca, otro plan por el estilo. También quisiera mandar en el cotarro el general Longa, aunque nadie le hace mucho caso, y, por último, Jorge Bessieres, el de la tentativa republicana de Barcelona, ahora convertido al absolutismo, comienza a ser uno de los directores de este tinglado realista.
El Gobierno francés apoya los trabajos de todos e intenta impedir que se separen en grupos.
Constantemente, los absolutistas reciben emisarios de la familia real de Francia. Hará un mes que estuvo aquí el secretario de la Embajada, Eduardo Lagrange, y dió [200] en la fonda de San Esteban una audiencia a los partidarios de Quesada.
Con el mismo fin parece que se ha presentado no hace mucho un personaje enigmático, el vizconde de Boisset. Este vizconde se daba mucha importancia como aristócrata de gran tono, y venía, según unos, con una misión particular del conde de Artois; según otros, de parte del ministro Villele.
Por lo que se cuenta, consultó con Eguía y con su secretario, Núñez Abreu, y, según los partidarios de Quesada y de Mataflorida, quedó convencido de que el general de la pastelería, con sus setenta y dos años, es un viejo gagá, es decir, un viejo chocho e inútil.
A pesar de las divisiones, el partido absolutista tiene cada vez más importancia, y la gente cree que triunfará, pues, a la corta o la larga, los franceses nos declararán la guerra.
El Gobierno francés da dinero a manos llenas. Según se dice, los oficiales y tropas del Ejército de la Fe, preparados para entrar en España, cobran sus sueldos religiosamente.
El cordón sanitario y los lazaretos establecidos en los Pirineos Orientales con el pretexto de la fiebre amarilla sirvieron de medios de comunicación entre los absolutistas españoles y el ejército francés.
Ahora, últimamente, se dice que se han enviado nuevas remesas de dinero, y que dentro de unos días Quesada y el Trapense entrarán en España.
Los rumores de guerra con Francia corren constantemente.
Ha habido día en que se han levantando los puentes levadizos y en que la guarnición de Bayona ha pasado la noche sobre las armas.
Se dice que se están enganchando los realistas y que los cónsules les dan pasaportes para entrar en España. Se asegura también que preparan un desembarco en la punta de Socoa, en San Juan de Luz.
[201] La cuestión de los cónsules debía preocupar al Gobierno español; el de Bayona es, en política, un pastelero; el de Burdeos, un tal don Isidoro Montenegro, es uno de los agentes absolutistas más caracterizados.
Los encargados de defender al país son los que lo venden. ¡Qué vergüenza! ¡Qué prueba de incapacidad la nuestra!
A.»
Concluída su misión en Bayona, la Soledad y don Eugenio tomaron de nuevo la diligencia.
La admiración de la Sole crecía de punto al internarse en Francia. El viaje por tierra extranjera le parecía un sueño.
Las gentes que tomaban y dejaban la diligencia, los cochecitos con que se cruzaban en la carretera, los carros de los saltimbanquis, los gendarmes, las casas con flores, los jardines en donde jugaban unos niños o un señor gordo regaba, el castillo con sus torres y tejados puntiagudos y su camino enarenado, el río o el mar que se veía a los lejos, todas eran sorpresas para la Sole, todos descubrimientos que tenía que mostrar a don Eugenio.
De noche las impresiones eran para ella también admirables. Se llegaba a algún pueblo; paraba la diligencia en una callejuela tortuosa, delante de la puerta de una posada llamada el Dragón Azul, las Armas de Francia o el Buen Caballero; se cruzaba un patio mal iluminado, en donde se veían galeras, camiones, carrozas, tílburis, montones de heno, cajas de frutas, de ostras, de pescado seco, banastas de arenques y barricas de vino, y por una escalera, precedidos de una criada con una palmatoria en la mano, se llegaba a una galería que[204] daba la vuelta al patio y se penetraba después en una sala iluminada con un candelabro, y una alcoba en el fondo adornada con cortinajes.
—¡Qué miedo tendría si viniera sola!—exclamaba la Soledad, y el sentirse protegida era para ella una de sus mayores satisfacciones.
Todo el viaje la muchacha fué así encantada.
Al llegar a Burdeos, Aviraneta se encontró con que uno de sus parientes de Méjico, don Pedro Pascual de Ibargoyen, se había instalado allá, en unión de un primo de Aviraneta, llamado Francisco Berroa.
Don Eugenio preguntó a sus parientes qué se hablaba allí de política española; pero éstos no se ocupaban mas que de sus negocios. No pudo encontrar en Burdeos grandes datos para cumplir la misión que llevaba, y Aviraneta con la Sole siguió inmediatamente a París. Llegaron por la mañana, con un calor sofocante. Tomaron un coche y fueron al hotel de Embajadores de la calle de Santa Ana.
El amo del hotel era desde antiguo amigo de Aviraneta, y estaba afiliado a la masonería.
Llevó a don Eugenio y a su compañera a un saloncito de lectura, y después de hacerles descansar y de charlar un momento con ellos, les acompañó a ver los cuartos.
El hotel era estrecho y estaba repleto; tenía una escalera angosta, en la que se respiraba un vaho de comida y de agua de fregar caliente; en los rincones, obscuros, había bujías encendidas.
Aviraneta no quiso quedarse en los pisos bajos y pidió un cuarto en lo más alto, adonde no llegaba el tufo de la casa y donde se respiraba un aire más limpio.
Hubo que hacer varios cambios, y la Sole y Aviraneta se instalaron, por fin, en un cuarto bastante grande, en el último piso, con dos balcones a la calle. La habitación tenía pretensiones de elegante: estaba tapizada con un papel con dibujos, tenía una chimenea de már[205]mol y encima de ella un gran espejo dorado. En los balcones había tiestos de enredaderas. Desde allí arriba se veía un panorama de guardillas y de tejados, y un bosque de chimeneas de todas clases, de ladrillo, de barro, de hierro, agrupadas como tubos de órgano, aisladas, torcidas, derechas, en zig-zag, terminadas en caperuzas, cascos, mitras, morriones, sombreros de teja, sombreros de obispo y gorros de dormir.
La Sole quedó un poco sorprendida de esta vista sobre París a vuelo de pájaro, y comenzó a sacar su ropa del baúl.
Aviraneta escribió a González Arnao y a otros amigos pidiéndoles hora para verles.
—Bueno—le dijo a la Sole—; me voy.
—¿Te vas?
—Sí; vendré a la hora de comer.
Aviraneta marchó a dejar en su destino el encargo de Etchepare. Era un paquete pequeño, cuadrado, envuelto en un papel, con esta dirección:
«A la señora condesa de Rupelmonde.—Calle del Infierno, 23, hotel.»
¿Qué demonio tendría que ver el republicano Etchepare con aquella condesa?
Aviraneta tomó un coche a la puerta de su hotel, cruzó el Sena por el puente de las Artes, y luego, por un laberinto de vías estrechas y sucias, llegó a una calle próxima al Val de Grace, la calle del Infierno. Aviraneta pagó al cochero, y antes de llamar en el hotel estuvo contemplando la calle, desierta y abandonada, entre cutre cuyas piedras nacían manchones de hierba. Miró al reloj: eran las diez y media. Le pareció que quizá sería demasiado temprano para visitar a una dama de la aristocracia, y pensó en hacer un poco de tiempo, paseando. Esta calle del Infierno, donde estaba la casa,[206] terminaba en la plaza d'Enfer, plaza irregular que se continuaba por la barrière d'Enfer.
El barrio aquel era de conventos. A un lado estaba el Val de Grace, convento de Benedictinas fundado por Ana de Austria; cerca, el convento de Port Royal, notable por la protección que dispensaron las monjas a los jansenistas; a un paso, las Ursulinas, las Feuillantines...
Aviraneta recorrió el barrio y se acercó de nuevo al hotel de la calle del Infierno. Era éste pequeño, de piedra, con dos pabellones de color negruzco; el tejado, puntiagudo, y las ventanas, sin maderas.
Aviraneta llamó; sonó a lo lejos una campana, y poco después apareció un criado viejo, que le preguntó en voz baja qué deseaba. Aviraneta le explicó que traía un encargo para la condesa de parte del señor Etchepare de Bidart.
—Etchepare... Bidart...—murmuró el viejo—. Espere usted un momento.
Entró Aviraneta en el portal, se sentó en un banco y esperó unos minutos. Volvió el criado, pasaron una puerta vidriera y subieron una gran escalera de mármol, alfombrada en el centro.
El criado hizo pasar a Aviraneta a un saloncito en donde había una señora de pelo blanco como la nieve, vestida de luto.
Esta señora, de aire imponente, tenía el rostro joven, a pesar de la blancura del pelo, y la mirada llena de brillo.
—Mi tío, el señor Etchepare—dijo Aviraneta—, me manda con este encargo para usted.
—¡Ah! ¿Es usted sobrino del señor Etchepare?—preguntó ella dando muestras de gran sorpresa.
—Sí, señora.
—¿Vascofrancés?
—No, señora; soy español.
—Un momento.
La señora se acercó a un costurero, sacó unas tijeras y abrió el paquetito de Etchepare. Aviraneta, que estaba [207] lleno de curiosidad, vió que encerraba unos papeles y una miniatura.
La dama se quedó contemplándolos absorta.
—No comprendo por qué me manda esto el tío de usted—dijo la señora con voz temblona—. ¿Le pasa algo? ¿Es que está enfermo?
—Sí, muy enfermo.
—¿Grave?
—El cree que durará poco, unos días solamente.
—¿Quién le cuida?
—Una mujer de un caserío próximo le lleva la comida y le saca al jardín. Luego queda solo.
—¡Pobre amigo!—exclamó la condesa—. ¿Sabe usted si se ha reconciliado con la Iglesia?
—Creo que no, señora.
La dama quedó pensativa. Aviraneta dió dos pasos para retirarse.
—Espere usted un momento—dijo la condesa—. ¿Necesita usted en París alguien que le guíe?
—No, señora. Muchas gracias. Conozco la ciudad.
—Sin embargo, no le perjudicará a usted tener una persona conocida.
—¡Ah, claro que no!
La condesa tocó una campanilla, y apareció el criado viejo.
—Dile al señor abate que venga.
Aviraneta esperaba de pie.
—Siéntese usted, caballero—dijo la señora.
Aviraneta se acercó a la mesa y miró la miniatura... La conocía. Era la que le había enseñado Etchepare hacía muchos años al contarle su historia.
Al mirar de nuevo a la condesa de Rupelmonde comprendió que era la sobrina de Guzmán, de la que había estado enamorado Etchepare en su juventud.
Pasaron así unos minutos, sentados frente a frente, la señora y Aviraneta, sin hablarse, hasta que llegó el criado en compañía de un abate.
[208] La condesa presentó al abate Dumanoir a Aviraneta; después dijo que tenía que ausentarse por unos días de París, y se despidió.
El abate Dumanoir era un hombre de treinta a cuarenta años, charlatán, ceremonioso y muy amigo de dogmatizar.
Tenía el aspecto de un hombre del antiguo régimen, jugaba con un lente de oro colgado del cuello por una cinta, y usaba una tabaquera de concha, que llevaba siempre en la mano.
Dumanoir le interrogó a Aviraneta acerca de los asuntos de España, y le llevó al jardín de la casa. Este jardín había sido de mademoiselle la Valliere; allí había paseado en sus últimos tiempos la favorita de Luis XIV.
Dumanoir le mareó a Aviraneta a preguntas; quería sonsacarle, saber sus opiniones políticas.
El fingir que no comprendía bien unas veces y el hacer que no tenía facilidad de expresarse en francés otras, le salvaba de descubrirse como liberal.
De cuando en cuando, el consejo de Sanguinetti le venía a la memoria.
—Mio caro, studiate la matematica.
Después de enterarse bien de la política española, el abate Dumanoir habló de sus teorías políticas. Era partidario de las doctrinas de Maistre y de Bonald. El despotismo del Gobierno, según él, debía estar por encima de la voluntad de los individuos, y el despotismo de la Iglesia, por encima de todos los gobiernos.
Aviraneta le dejó hablar, y luego le preguntó su opinión acerca de la posible guerra con España. El abate estaba convencido de que la intervención se iba a verificar; pero no dijo los motivos que tenía para creerlo.
Aviraneta inventó una ocupación urgente, se despidió del abate y salió del hotel.
A la puerta esperaba un coche. ¿Iría la condesa a ver a Etchepare?
Al volver Aviraneta al hotel se encontró a la Sole, que estaba llorando a mares.
—¿Qué pasa?—le preguntó.
Realmente, no pasaba nada. La Sole, viéndose en el cuarto de un hotel y en una ciudad desconocida, había creído lo más conveniente ponerse a llorar.
Aviraneta se rió de este llanto, y la Sole le dijo que era muy desgraciada y que deseaba morirse.
—Bueno—replicó don Eugenio—; son las doce y media. Yo tengo que escribir unas cartas. Te esperaré abajo, en el salón de lectura. Te doy media hora para dejar de llorar, olvidarte de Frutos y de su pelo rizado, vestirte, ponerte guapa y venir conmigo a comer al restaurante.
La Sole protestó; dijo que se acordaba tanto de Frutos como de la luna y se arregló para hacer su tocado en media hora, y salieron los dos del hotel. Comieron en la fonda de los Hermanos Provenzales y dieron un paseo por los bulevares.
La Sole, con su mantilla de casco, tuvo en la calle un gran éxito. Llamaba la atención allí por donde iba.
—Creo que Aranda está quedando a una gran altura—la dijo Aviraneta.
—Sí; es verdad—contestó ella riendo.
[210] La Sole se había dado cuenta de la expectación que despertaba, y el instinto femenino le hizo inventar nuevas armas para exacerbar esta expectación.
Aviraneta no podía acompañarla con frecuencia, entregado, como estaba, a sus investigaciones, y se decidió que la muchacha saliera sola, y que para volver, si no sabía el camino, tomara un coche.
Después de cenar iban los dos a los cafés y a los teatros, y andaban por los bulevares y por las calles, estrechas y llenas de gente.
A los pocos días de llegar Aviraneta, escribió al ministro.
«Amigo S.: Estoy comenzando mis trabajos de información, que, como comprenderá usted, no son fáciles.
González Arnao se muestra pesimista. Me ha dicho que el delegado de la Regencia de Urgel, Martín Balmaseda, ha venido hace días a París con pliegos para la familia real.
Tuvo una consulta con el conde de Artois y con los duques de Berry y de Angulema. Naturalmente, a todos les parece bien que se vaya contra esos bandidos españoles que quieren vivir con el mínimum de frailes.
Se sabe que el conde de Artois y su corte del pabellón Marsan patrocinan la idea, y con él el partido jesuíta y los periódicos La Bandera Blanca, La Cuotidiana, la Gaceta de Francia, etc.
En las consultas de Balmaseda con los políticos no ha habido unanimidad; los moderados Villele, Montmorency y Chateaubriand se inclinan a que España tenga una Carta al estilo de Francia. Consideran que si Toreno, Morillo y Martínez de la Rosa ceden en su entusiasmo por las doctrinas liberales, estarán en el fiel de la balanza.
Si existen en España organizados los Anilleros, quizá se intente una reacción en este sentido para traer la Carta con dos cámaras; pero creo que los partidarios de[211] esas ideas se han de encontrar chasqueados, porque la avalancha absolutista los ha de tragar a todos. La gente clerical odia lo mismo, o quizá más, al liberal moderado que al más rabioso.
Ugarte anda por París intrigando; tiene por aquí centros absolutistas franceses, a donde concurre, y está en correspondencia en Madrid, con Miñano, Corpas y con amigos de Martínez de la Rosa.
No sé qué contubernio afrancesado, apostólico, moderado, preparan. Los absolutistas franceses trabajan con un gran entusiasmo por la causa clerical española. La Sociedad de Beneficencia de los Conservadores de la Legitimidad, sociedad jesuítica que tiene una policía muy bien montada, organiza los Dragones Ligeros del Ejército de la Fe.
Muchos aristócratas realistas y vendeanos se preparan para entrar en España.
Esta sociedad de Beneficencia legitimista, ayudada por el partido del pabellón Marsan, hace una terrible campaña contra nosotros. Los periódicos absolutistas subvencionados por el Gobierno, como la Bandera Blanca, elogian a los guerrilleros feotas, y la Foudre, otro periódico clerical, pagado por el Ministerio y escrito por saineteros, pintaba hace días al Trapense vestido de fraile, sobre una escalera y con un látigo en la mano, subiendo la muralla de la Seo de Urgel y haciendo huír a los liberales.
La mayoría de la gente de posición es hostil a los españoles. Creen que de un día a otro vamos a colgar al rey y a su familia. ¡Ojalá!
Cierto que los doctrinarios liberales no quieren hablar de guerra, y los que se llaman independientes, como Foy, Manuel, Lafayette, luchan contra ella; pero no podrán evitarla.
Por ahora, lo más importante me parece explorar el ánimo de los militares. A esto me voy a dedicar durante unos días.
[212] Ayer comencé mi campaña. Hay en mi hotel un judío francés, Ben Assag, que tiene un almacén de vinos en Bayona, en el barrio de Saint-Esprit.
Este judío ha venido a París a solicitar del Gobierno una contrata para el futuro ejército de la Fe, que probablemente nos hará la guerra. Le he dicho yo que conocía a Basterreche, y el judío me ha indicado que Basterreche, a pesar de ser republicano, como diputado tiene buenas amistades en el ejército, y que podría servirle. El judío me ha prometido un tanto por ciento de beneficios si le consigo algo; le he acompañado a la calle de Montmartre, 148, donde vive Basterreche, a quien he puesto al corriente de la misión que tengo, y luego los tres hemos visitado a un general, empleado en el Ministerio de la Guerra.
Este general, que, al parecer, antes tenía fama de republicano, nos ha hablado como un perfecto monárquico de la fidelidad a sus reyes, del respeto a su señor...
El general ha indicado al judío que vuelva de nuevo para hablar con él.
Basterreche me ha dicho que el alto mando en el ejército está cortado por este patrón. Todos los oficiales son burócratas y de tendencia jesuítica y servil.
De los generales en activo hay poco que esperar. Veremos qué piensan los subalternos. Intentaré averiguarlo.
A.»
Había por entonces, como siempre, una colonia de españoles en París, gente llegada allí como los restos de los naufragios a las playas. Estos náufragos habían echado su ancla en alguno de los negros callejones de la gran ciudad. La vida de aquellos emigrados era una vida extraña. Habitaban los últimos pisos de casuchas hórridas, en calles estrechas, húmedas y malsanas, en la más espantosa miseria, pensando siempre en su país. De pronto, un día, cambiaba el Gobierno de Madrid y se encontraban invitados a cenar en un palacio, y poco después eran nombrados para ocupar un alto cargo en España o en Cuba, y entonces su suerte cambiaba como en una comedia de magia.
Este contraste de la extrema miseria con el extremo lujo explicaba aquella floración de romanticismo enfermizo de la época. Todavía hace años en París existía un recuerdo mitigado de este romanticismo con el nombre de bohemia.
Poco a poco, al desaparecer los contrastes, se ha ido perdiendo ese sentimiento. El aire, la luz y los árboles han acabado con el romanticismo allí y en todas partes.
Por entonces, muchos de los españoles que vivían en[214] París eran realistas que esperaban a que se movilizara el Ejército de la Fe para entrar en España.
Aviraneta se reunió con algunos de ellos. Iban al café Ambroisie del bulevar Montmartre, y algunos solían comer en un restaurante de la calle de Petits Champs.
Estos militares realistas no sabían nada de cierto de cuanto pasaba en España; creían que Madrid estaba ardiendo en clubs, y, además de las dos sociedades de masones y comuneros, suponían que había otras muchas: la Joven España, el Centro Universal, la Santa Hermandad, la de los Carbonarios, la de los Europeos Reformados.
Aviraneta oyó decir que los asesinos del cura Vinuesa habían formado la Orden de los Caballeros del Martillo, y que estos ciudadanos tenían por insignia un pequeño martillo de oro pendiente de una cinta, y que se presentaban con ella por todas partes.
Las cosas que se ignoraban en Madrid se sabían en París. Claro que todo era invención fantástica.
Al séptimo día de estancia en París, Aviraneta, que se había citado con Gaspar Colombi en el café Foy, se encontró con él. Colombi era un milanés dedicado a negocios de relojería y afiliado a los Carbonarios. Aviraneta le explicó con detalles la misión que tenía del Gobierno, y Colombi le llevó a casa de otro lombardo, llamado Cobianchi, antiguo ayudante del general Pepé, y uno de los Buon cugino de la Venta Carbonaria de París.
Cobianchi vivía en este momento en el Faubourg-Poissoniere, y para despistar a la policía se hacía llamar conde de Clermont. Por lo que dijo Cobianchi, Pepé le escribía asiduamente bajo el nombre de Bucelli.
Colombi explicó a Cobianchi la misión que tenía Aviraneta, y el ayudante de Pepé dijo que hablaría a los Buenos-Primos de la Venta Carbonaria de París para que le facilitaran todos los datos necesarios.
Aviraneta dió las señas de su casa, y los siguientes [215] días fueron varias personas a informarle. Entre ellos, los dos hermanos Bonaldi, cantores de ópera, afiliados a los Carbonarios y que llevaban la misión de fundar ventas en Barcelona; un tal Lugo, antiguo cónsul de España en París, dueño de un café de un pueblo de los Pirineos, que se ofrecía a servir de intermediario; un tal Pérez, español, que vivía enfrente del Banco y visitaba mucho a Lafayette, y un señor, Grandmaison, negociante de la calle de Nuestra Señora de Loreto, que enviaba paraguas, sombrillas y abanicos a España.
Aviraneta no descuidó el presentarse en el Gran Oriente masónico del rito escocés. Tuvo que pasar por todas las clásicas ceremonias, un poco cómicas, de la masonería: marchar con los ojos vendados, estar tendido debajo de una tela negra, sentir las dos hojas puntiagudas de un compás en el pecho, viajar, arrodillarse, ir de Oriente a Occidente y pronunciar la palabra del pasado Milbihg y la palabra sagrada Mac Benak.
Después de estas mojigangas Aviraneta supo que en la logia estaba lo más ilustre de Francia: Lamarque, Raspail, Aragó, Lafitte, Armand Carrel...
Como en París no había hostilidad entre masones y carbonarios, Aviraneta se presentó en la Venta Carbonaria y fué desde entonces uno de los Buenos-Primos.
Aviraneta necesitaba un escribiente para su gran correspondencia, y pidió uno en la Venta Carbonaria. Le enviaron un viejo italiano, José Pantanelli, que sabía el español, el francés y el inglés. Pantanelli era un viejecillo pequeño, de ojos azules y pelo blanco. Era de Cremona. Estaba afiliado al Carbonarismo; pero no parecía un hombre muy terrible.
La Sole y él se conocieron y se entendieron muy bien. El viejo era muy ceremonioso, y llamaba a la muchacha Excelencia. Se contaron mutuamente su vida, y Pantanelli llevó a su nieta al hotel de Embajadores para que le viera la Soledad.
La Sole tendía hacia el aristocratismo rápidamente; se vestía cada vez mejor, arreglaba su cuarto con mucho gusto, con las chucherías y estampas que le compraba don Eugenio, y se iba haciendo una damisela elegante.
Aviraneta no se fijaba en nada. Estaba en su elemento, en la acción. Marchaba como un búfalo a través de las selvas, embriagado por sus aventuras.
Unos días después de presentarse en la Venta Carbonaria, Aviraneta escribió al ministro:
«Amigo S.: Me he enterado de que se encuentra aquí un oficial del Imperio, Cugnet de Montarlot, y me he[218] propuesto verle. Cugnet, como quizá no ignore usted, ha sido fundador de sociedades secretas en Francia y ha dado que hablar últimamente con una supuesta conspiración tramada por él en Zaragoza hace unos meses. Cugnet, ahora, ha ingresado en el Carbonarismo, y por sus colegas he sabido que la manera de comunicarse con él es dejarle un recado en casa de un administrador de coches de París a Saint-Denis, que vive en la calle de Saint-Denis, 374.
Se ha avisado a Cugnet, y por la noche ha venido a verme a casa.
Me ha dicho lo que ocurrió en Zaragoza el año pasado. Cugnet estaba al servicio de algunas sociedades francesas liberales que luego han entrado en el Carbonarismo, y había ideado el plan de formar una columna republicana de tres mil hombres con españoles, franceses y napolitanos y entrar con ella en Francia por el Rosellón, ocupando plazas fuertes y defendiéndose en éstas.
Cugnet había pensado en nombrar comandantes a los militares extranjeros republicanos refugiados en España: a Nantil, oficial de artillería, de talento, que se encontraba en Bilbao; al barón Guillermo de Vaudoncourt, que estaba en Valencia; a Delon y a Fabvier, que se hallaban en Madrid, y a Pachiarotti, que acababa de llegar a Barcelona. Luego de organizar la columna, y en marcha, pensaba ofrecer el alto mando al general Riego.
Los militares franceses consultados escribieron a Cugnet pidiéndole detalles de la empresa, y éste contestó que todo iba preparándose y que se anunciaría el día de la reunión.
Vaudoncourt, que no tenía mucha confianza, escribió a Riego para advertirle la precipitación de Cugnet de Montarlot y rogarle que evitase un movimiento prematuro y parcial.
Le decía que la frontera del Rosellón era muy estrecha, obstruída de fortalezas, y que no sería fácil batir[219] con pocos hombres las guarniciones de Perpiñán, Bellegarde, Prats de Mollo, Mont Louis, Collioure, etc.
Riego, enlazado con un compromiso con el Gobierno, contestó al requerimiento que le hicieron diciendo que no sería el primero; pero que si se hacía el movimiento invasor hacia Francia se uniría a él.
Cugnet siguió con sus preparativos; pero vió claramente que no tenía fuerza ni medios para organizar una columna de tres mil hombres, y entonces, abandonando este proyecto y en unión de los comuneros, ideó el plan de tomar Zaragoza con cuatrocientos hombres de infantería y cien de a caballo y proclamar la República. Cugnet fué a Madrid, volvió a Zaragoza, habló a todo el mundo de sus proyectos, y en esto el jefe político Moreda le mandó prender.
Al ir a echarle mano, un patriota le suministró un pasaporte y Cugnet se dirigió a Francia, y en el camino de Olorón, entre Jaca y Canfranc, le prendieron con cuatro o cinco compañeros y le encontraron unas proclamas absurdas, en las que se llama generalísimo y presidente del Gran Imperio. Cugnet estuvo unos meses en la cárcel, volvió a salir y fué al Languedoc.
Después de contarme sus aventuras, Cugnet me aseguraba que los oficiales franceses le habían denunciado al embajador de Francia en Madrid, monsieur de la Garde, y que éste había comprado al gobernador de Zaragoza, Moreda.
Yo le pregunté:
—¿Con qué individuos de la sociedad de los Comuneros se ha entendido usted?
—Con Morales, Romero Alpuente, Moreno Guerra y, sobre todo, con Regato, hombres sin tacha.
—Pues ahí tiene usted a los traidores. Esos le han tendido el lazo.
—¿De verdad?
—De verdad.
—¿Lo juraría usted?
[220] —Por lo más sagrado.
Y le conté lo que sé de Regato y de algunos otros comuneros.
Cugnet ha dicho que si encuentra a Regato lo matará.
Cugnet marcha a España un día de estos. Piensa hacer lo posible para luchar contra la expedición francesa. Si entran los franceses en España formará una partida. Desde ahora cambiará de nombre, y en vez de Cugnet de Montarlot se llamará Carlos de Malsot. Convendría que se le protegiera y que la policía no le pusiera ninguna dificultad a su paso.
Un saludo de
A.»
«Amigo S.: Se habla mucho en París—escribía Aviraneta al ministro—de esta nueva sociedad venida de Italia, y que se llama la Carboneria, y a sus afiliados los carbonari. La Carboneria tiene pocos ritos misteriosos, y a sus logias llama Ventas.
El objeto de esta sociedad es expulsar a los Borbones y derrotar a la Santa Alianza.
La Alta Venta Carbonaria de París pretende ser el centro de los liberales de España, de los radicales de Inglaterra, de los carbonarios de Italia y de los griegos sublevados contra los turcos. Hay comités para favorecer la revolución griega, española e italiana, y se intenta formar una Liga latina de los pueblos para oponerla a la Santa Alianza. Creo que el Gobierno español no debe desdeñar a esta sociedad, sino relacionarse con ella, aunque los masones se opongan. Los informes de los carbonari serán buenos, y sus hombres, como más jóvenes y decididos que los masones, pueden servir de mucho.
El origen de esta sociedad es un tanto fantástico. Unos suponen que procede del tiempo en que los hombres del partido gibelino, de Italia, tenían que refugiarse en los bosques; otros aseguran que la fundó San Tibaldo o Teodobaldo, monje, de Sarrebruck. Los masones [222] aseguran que la secta carbonaria es moderna, pues su parte de mitos religiosos se inspira en el cristianismo, y no en el judaísmo, como la masonería.
Los carbonari, que no han suprimido los mitos simbólicos, llaman al Gran Oriente, Gran Firmamento; Gran Elegido, al Gran Maestre, y tienen sus iluminados y sus venerables. Para ellos, Ausonia es el bosque feliz; los corderos son los buenos, y los lobos los tiranos.
Todo este simbolismo primitivo ha desaparecido en la adaptación francesa.
El origen de la adaptación es éste:
Durante la Restauración aparecieron en Francia muchas sociedades secretas. En su principio, todas eran militares y bonapartistas, como formadas por oficiales del Imperio. Luego, más tarde, estas sociedades fueron creciendo con el concurso de paisanos masones, partidarios en su mayoría de la República.
En 1820 existían dos sociedades importantes: Los Caballeros de la Libertad y los Amigos de la Verdad.
Tras de una conspiración tramada por esta última, la mayoría de sus socios escapó de Francia, y un oficial llamado Dugied fué a Nápoles y se hizo carbonario.
Volvió Dugied a París con la idea de que había que implantar aquí el carbonarismo, y habló de esto a todos sus amigos, hasta que los convenció.
Tres jóvenes tomaron la iniciativa: un estudiante de Medicina apellidado Buchez, hombre tosco y de energía; un periodista, Amando Bazard, fundador de la Sociedad Los Amigos de la Verdad, y otro muchacho llamado Flotard.
El 1.º de mayo del año pasado estos tres jóvenes se reunían en la mesa redonda de una casa de huéspedes miserable de la calle de Copeau, casa pobre de un barrio de los más pobres de París.
Se discutió entre los tres amigos la proposición del oficial Dugied y los estatutos de los carbonari italianos que tenían sobre la mesa.
[223] Después de una larga discusión, se llegó a varios acuerdos, que eran éstos:
Primero. Los estatutos de los carbonari italianos no responden ni al carácter ni a las inclinaciones de los franceses; por lo tanto, hay que cambiarlos.
Segundo. Al fundar la Carboneria desaparecerán todas las sociedades de carácter político liberal.
Bazard habló al Consejo administrativo de Los Amigos de la Verdad, que se mostró conforme; se escribieron los nuevos estatutos y se fundó la sociedad. Se suprimió en ella todo carácter místico.
Los siete fundadores del carbonarismo en Francia fueron: Bazard, Flotard, Buchez, Dugied, Carriol, Joubert y Limperani.
Los deberes del carbonario francés son: tener un fusil y cincuenta cartuchos, estar pronto al sacrificio y obedecer ciegamente a las órdenes de jefes desconocidos.
Las sociedades carbonarias son civiles y militares.
En la calle, los carbonarios se saludan unos a otros llevando la mano a la frente, a la manera militar; luego se cruzan las manos sobre la espalda y se quedan en esta actitud hasta que la persona a la cual se dirige uno tiende también la mano derecha; entonces se aprieta fuertemente la mano y después el antebrazo.
Los italianos se reconocen diciendo al dar la mano:
—Fe, Esperanza y Ca... ri... dad...
La palabra Caridad la dicen recortándola, y en la palma de la mano de quien saludan trazan con el pulgar una C y una N.
Los carbonarios nunca escriben nada; se comunican de viva voz y se reconocen por monedas partidas o por tarjetas cortadas de una manera irregular.
Al militar que va a un pueblo de guarnición se le da un trozo de moneda y a la Venta del pueblo se envía otro.
[224] Una vez constituída la sociedad carbonaria, arraigó rapidísimamente. En seguida se extendió por los cuarteles y por las escuelas.
Bazard trabajó en París y consiguió que, más o menos claramente, se afiliaran los generales Lafayette, Lamarque, el diputado Manuel, Dupont de l'Eure, el general Thiars. Se comenzaron a pasar revistas por la noche, y los afiliados hacían el ejercicio en los desvanes, cubiertos de paja.
Mientras Bazard trabajaba en París, Flotard estaba en el Oeste, Dugied en Borgoña, Joubert en Alsacia y los demás repartidos por Francia.
Al año consiguieron cubrir Francia de ventas. La primera conspiración carbonaria se fraguó entre los alumnos de Saumur, y tenía que estallar el 22 de diciembre de 1821. Fracasó, y pocos días después, el 1.º de enero de 1822, abortaba el complot de Belfort.
La conspiración ésta abortó por varias razones: la principal por querer poner a la cabeza de gente ardiente y joven hombres viejos y experimentados.
Se tenía la tropa comprometida en Belfort, Colmar, Estrasburgo, Metz, Epinal y Mulhouse. Había cinco regimientos completos en la conspiración y varias compañías y batallones de la zona. En la línea del Rhin, las ventas carbonarias tenían cerca de diez mil afiliados.
El movimiento había de ser por el estilo del nuestro de Cádiz.
El Comité directivo lo formaban: Lafayette, Manuel, Dupont de l'Eure, Voyer d'Argenson, Jackes Koechlin, el general Thiars, Merilhou y Chevalier.
La gente de acción que iban a dirigir la conspiración eran: entre los civiles, Bazard, Flotard, Buchez, Joubert, los pintores Ary Scheffer y Horacio Vernet y otros carbonarios; entre los militares estaban: el general Dermoncourt, los coroneles Caron, Fabvier, Pailhés, y los oficiales de menos graduación, Rusconi, Roger, Armando Carrel, etc.
La indecisión del Comité director fué una de las causas principales del fracaso.
Caron, el mayor, después de abortar el movimiento de Belfort, fué engañado por la policía.
El coronel Caron intentaba levantar los regimientos en Colmar.
Los jefes del ejército ordenaron a los oficiales y suboficiales que dieran aparentemente oídos a las proposiciones revolucionarias del coronel. Caron, ilusionado, salió de Colmar con un escuadrón de falsos cómplices; fué de pueblo en pueblo descubriendo él mismo dónde tenía sus amigos, y al último, preso por sus subalternos, atado y en una carreta, lo llevaron a Estrasburgo, donde lo fusilaron.
Al mismo tiempo que el complot de Belfort se preparaba una segunda conspiración en Saumur, con fuerzas mandadas por el general Berton y por el teniente de artillería Delon. Al saber el fracaso de Belfort se pensó en abandonar el proyecto; pero Berton, como hombre decidido y terco, no quiso cejar. Decidió comenzar el movimiento en Thonars, y fué allí el 22 de febrero de este año vestido de general, montó a caballo, enarboló la bandera tricolor y, seguido de algunos cientos de guardias nacionales, intentó entrar en Saumur.
La tropa le salió al encuentro, y Berton tuvo que dar la orden de retirarse a su columna. Todos los cómplices desaparecieron; Berton no quiso hacerlo y, descubierto, ha sido preso y será guillotinado.
Por esta misma época se encontraron tarjetas cortadas y otros papeles comprometedores a los cuatro sargentos de la Rochela. En su proceso se demostró que estaban afiliados al carbonarismo.
Estos fracasos de Belfort y Saumur tienen mucha importancia para nosotros, porque nos privan de fuerzas que podían venir en nuestro auxilio. Muchos militares están en la cárcel. Ahora mismo se está celebrando el juicio contra el general Berton y la conspiración de [226] Saumur, y el fiscal acusa a los liberales, a Manuel, a Foy y a otros de pertenecer a sociedades secretas. Se intenta amedrentarlos.
Dentro de unos días se va a guillotinar a los cuatro sargentos de la Rochela. Los carbonarios dicen que los salvarán, que tendrán doscientos mil hombres en las calles de París. Ya veremos.
A.»
Al día siguiente de escribir esta carta, Aviraneta, acompañado de uno de los hermanos Bonaldi, fué a casa de un fondista llamado Rossel, de la calle de Rivoli. En esta fonda había vivido, durante algún tiempo, uno de los jefes carbonarios, Flotard, y seguía viviendo todavía un amigo suyo, estudiante de Medicina.
Preguntaron Bonaldi y Aviraneta por él, y les pasaron a un cuartucho pequeño que daba a un patio, en donde vieron a un hombre todavía joven, pero completamente calvo, que estaba leyendo un libro y que tenía delante una calavera llena de nombres y de rayas azules, sin duda marcada según el sistema de Gall. El estudiante escuchó lo que le dijeron, y advirtió que había que llamar a un comisionista que vivía también en la casa.
—Este comisionista—dijo el estudiante—tiene la especialidad de que fecha o nombre que se le dice no se le olvida. Lo cual me choca, porque no tiene la protuberancia que Gall señala para la memoria.
—¿Y eso qué importa?—dijo Bonaldi.
—Importa mucho para la ciencia.
—Sí; pero, en fin, nosotros somos políticos, no entendemos de eso. Decía usted que tiene una gran memoria.
[228] —Sí, y como los carbonarios no son amigos de escribir, este muchacho les servía de libro de señas.
El estudiante llamó al comisionista y le explicó en pocas palabras el deseo de Aviraneta. Era el comisionista un joven muy rubio, de aire insignificante, a pesar de su memoria prodigiosa.
—Si se trata de algo con relación a España—dijo el comisionista—, lo sabrá Chevalier, coronel de la Guardia Imperial, que vive calle Saint-Dominique d'Enfer, en el hotel del Escudo de Francia. Allí le encontrarán, y si no, vayan ustedes a un taller de planchadoras de la calle Lourcine, núm. 23, y pregunten ustedes por él.
El estudiante quiso hacerles esperar un momento a Bonaldi y a Aviraneta, y explicarles por qué el joven comisionista no tenía la protuberancia de la memoria señalada por Gall; pero ellos tenían prisa.
Bonaldi y Aviraneta tomaron un coche y se presentaron en el taller de planchado de la calle Lourcine.
La calle era sucia y negra, y el taller, obscuro y digno de la calle. Preguntaron a una mujer gorda por el coronel Chevalier; ella les preguntó a su vez quién les enviaba; Bonaldi contestó que venían de casa de Flotard, y les pasaron a un secadero de ropa, donde hablaban dos hombres; el uno era el coronel Chevalier, de la Guardia Imperial, hombre alto, buen mozo; el otro, el coronel Dentzel, un señor bajito, rubio y cano.
Bonaldi, con cierta ceremonia teatral de italiano y de cómico, hizo las presentaciones y explicó la misión que llevaba Aviraneta del Gobierno español.
Chevalier no conocía nada de asuntos relacionados con España. Dentzel sabía algo por haber oído hablar en casa del general Schramm, donde se reunían los generales Esteve y Solignac, pues se discutía allá la posibilidad de un movimiento en defensa de los liberales españoles. También había oído decir que el ex coronel Bourbaki, después de avistarse con el embajador de[229] España, el duque de San Lorenzo, iba a salir de París hacia Navarra.
El coronel Dentzel dijo que sus datos eran muy vagos, pero que no tenía otros. Luego, después, recordó que había un miniaturista español llamado Pastor, muy relacionado con Lafayette, que vivía en la calle Bergere, y añadió que quizá éste supiera algo.
Salieron del secadero del taller de plancha, y Bonaldi y Aviraneta volvieron a la otra orilla.
El miniaturista Pastor tenía un estudio muy pobre. Era un hombre afeitado, flaco, alto, con unos anteojos de lentes gruesos, vestido de negro, lleno de manchas.
Este miniaturista, a creerle a él, lo sabía todo; hablaba en tono de confidencia y de misterio. Su conversación era un continuo aparte. Seguramente, cuando este hombre iba a las tiendas de comestibles, decía al dueño: «En confianza, que no nos oiga nadie. Deme usted una libra de queso».
Pastor dijo que se habían visto en París en la semana pasada los generales Lafayette, Foy, Clausel, Lamarque y el coronel Fabvier para tratar asuntos de España. El general Lamarque había estado con su mujer en el hotel de Estrasburgo, de la calle de Richelieu.
—¿Y se va a hacer algo?—preguntó Aviraneta.
—Claro que sí. Se organizará una legión francesa en Zaragoza y una legión inglesa en Galicia; las tropas francesas estarán mandadas por los generales Gourgaud, Carnot y Lallemand, y las inglesas, por sir Roberto Wilson.
—Esto se dice. La cuestión es que se pueda hacerlo—dijo Aviraneta.
—Por otro lado, Pepé está en relaciones con Lafayette—siguió diciendo Pastor—. Le escribe firmando miss Wright, y la intermediaria es la señora Hutchison, que vive en la calle de Clichy, 28.
—¿Y qué puede hacer Pepé?
—Organizar una legión italiana. Fabvier también está[230] con nosotros. Fabvier, con el nombre de Cabillo Torres, ha escrito varias cartas al banquero Haguerman, desde Barcelona, explicando a Lafayette la situación. Fabvier va otra vez a España, desde Londres, con una mujer que toma el nombre de Sorting, y que es una criada de lady Holland. Ahora Fabvier está en París.
—Sí. Fabvier estará con nosotros y Pepé y algunos otros; pero son hombres, no batalladores—dijo Aviraneta.
A Pastor parecía preocuparle poco la realidad de lo que contaba. Le bastaba con hablar y entusiasmarse.
—El que va a venir con fuerzas perfectamente equipadas es el gran sir Roberto Thomas Wilson. Wilson es de ideas republicanas, diputado de la Cámara de los Comunes; está en París en el hotel de Londres, de la plaza de Vendome.
—¿Pero trae gente?
—Sí, le acompañan Antonio Adolfo Marbot, hijo del general Marbot; John Braandon y John Hickes, radicales ingleses, y dos carbonarios italianos, Santini y Rossi.
—Los conozco—dijo Bonaldi.
—Por último—exclamó Pastor—, tengo una noticia importantísima.
—¿Y es?
—Que los liberales franceses van a enviar a Benjamín Constant a España.
De la charlatanería del miniaturista, Aviraneta quedó convencido de que no sabía nada, probablemente porque no había tampoco nada preparado.
La situación entre la Sole y Aviraneta iba haciéndose cada día más extraña. Aviraneta se entendía bien con ella; pero su vida era tan agitada y movida, que no tenía apenas tiempo de hablarla.
La Sole, por su parte, era muy mimosa, y necesitaba que alguien se ocupara constantemente de ella.
Don Eugenio defraudaba sus esperanzas; la dejaba sola durante largo tiempo; si ella le hablaba, él sonreía distraídamente, siempre pensando en sus enredos políticos.
La Sole hubiera llegado a querer a Aviraneta si éste hubiese sido como las demás personas; pero don Eugenio no paraba en nada: su imaginación estaba siempre en movimiento.
La Sole comenzó a unir la desilusión de no atraer al hombre con quien vivía con el miedo.
Al principio, no; pero poco después comenzaron a presentarse en el hotel tipos de malas trazas a preguntar por Aviraneta. Eran de la policía. Algunos no se contentaron con hacer preguntas al portero, sino que fueron a interrogar a la Soledad.
La muchacha quedó aterrada.
El jefe de aquellos hombres era uno a quien Pantanelli llamaba el Espión, y la Soledad, también, creyendo [232] que éste sería su nombre. El Espión era un tunante de unos cuarenta años, fuerte y rojo. Tenía la cara irónica y juanetuda, los ojos hundidos y las patillas rojas. Vestía levita larga, chaleco negro, corbata de muchas vueltas y sombrero de copa de alas anchas, a la Bolívar. Gastaba un garrote, sobre el que se apoyaba en una actitud cínica y desafiadora. A las órdenes del Espión andaban dos hombres que, según dijo el mozo del hotel, eran dos finos sabuesos de la policía: el padre Chicard y Gargouille.
El padre Chicard era un viejo pálido y muy pequeño, tan rapado, que no tenía apenas cuerpo. Vestía una hopalanda desteñida y andaba deslizándose como una sombra. El padre Chicard solía estar tan ensimismado, que nadie le hubiera tomado por un espía. A veces su mirada se iluminaba con una sonrisa irónica y aguda.
Gargouille era un pequeño monstruo: tenía una cara de sátiro alegre y cómica, una nariz como una trompeta, por encima de la cual se pasaba los dedos como para quitarla el polvo o espantar una mosca, y un paso grotesco, como el de los cómicos de melodrama y los cantantes de ópera.
El padre Chicard y Gargouille solían estar los dos en frente del hotel de Embajadores a la puerta de una casquería, en la que había unas cabezas de ternera muy pálidas y melancólicas en el escaparate.
Un día se presentó un joven rubio, elegante, que sabía algo de español. Este joven era secretario del Ministerio del Interior, y tuvo una conferencia con la Sole. El joven le dijo que Aviraneta era un carbonario, que tenía una misión secreta y espantosa; que lo mejor que podía hacer era abandonarle. La Sole se echó a temblar.
—¡Qué voy a hacer yo, Dios mío!—dijo llorando.
—Una mujer tan bonita como usted siempre encontrará quien la ofrezca, no una morada, sino un trono—le dijo el joven.
[233] La Sole le miró por entre sus lágrimas y no contestó.
Al despedirse, el joven dejó su tarjeta, en donde Soledad pudo leer:
EL MARQUÉS DE VIEUZAC
El marqués pidió a la Soledad permiso para escribirla, y la Sole se lo concedió.
El saber que Aviraneta era un bandido no aminoró en nada la simpatía que tenía por él la Soledad.
Esta no le habló de la visita del marqués, empleado en el Ministerio; le dijo únicamente que había gente que preguntaba por él en la portería y que le espiaba.
—La gente de la calle de Jerusalén—dijo Aviraneta, como si el hecho no tuviera importancia.
—¿Quién es esa gente?
—La policía—contestó él con indiferencia.
La Sole quiso convencerle de que debía dejar los asuntos tenebrosos en que estaba metido, y Aviraneta escuchó estas palabras riéndose.
—No tengas miedo; ya dentro de unos días nos volveremos a España—dijo.
—¿Y por qué no en seguida?
—Hay que esperar hasta el veintiuno de septiembre.
—¿Para qué?
—Porque ese día van a ejecutar a cuatro sargentos, y nosotros los vamos a salvar.
—¿Quiénes sois vosotros?
—Nosotros, los revolucionarios.
La Soledad comenzó a llorar, pidiendo a Aviraneta que no se mezclara en estos asuntos, porque le iban a cortar la cabeza. Aviraneta se rió y tranquilizó a la muchacha.
Unos días después volvieron los de la policía y pasaron largo tiempo en el portal.
Aviraneta no quería encontrarse con ellos, y le dijo a la Sole que, cuando estuvieran los hombres de la calle de Jerusalén en acecho, atara un pañuelo blanco en el hierro del balcón. Entonces él le mandaría un aviso diciéndole en dónde le podía encontrar.
Si en vez de esperarle nada más los de la policía, querían prenderle, la Soledad pondría un pañuelo rojo, y en seguida escribiría una carta diciéndole lo que pasaba a la librería de Eymery, y la enviaría por el mozo del hotel.
La Soledad tenía mucho miedo al Espión y a los hombres de la calle de Jerusalén; pero prometió hacer las señales que le pedía don Eugenio.
Un día Aviraneta se enteró por el dueño de la fonda que el joven rubio entraba en su cuarto. Un domingo por la mañana, en que Soledad se preparaba para ir a misa, Aviraneta se hizo el dormido, y cuando se fué la muchacha saltó de la cama, abrió con el cortaplumas un armario donde ella tenía su ropa y encontró dos cartas del marqués de Vieuzac. En una de ellas el marqués le hacía grandes protestas de amor; en la otra le decía que no tuviera miedo a Aviraneta, porque si ella quería, él contaba con medios para prenderle, formarle un proceso y enviarle deportado para siempre.
Aviraneta castañeteó los dedos, y murmuró:
—¡Diablo!
Don Eugenio esperó a que volviera la muchacha, para tener una explicación con ella.
Entró la Soledad una hora después, y Aviraneta le dijo lo que había descubierto. Ella, llorando, le confesó que era verdad; pero que no le quería al marqués; que lo que estaba deseando era volver cuanto antes a España, y que él dejara aquellos asuntos políticos tan peligrosos.
Dos días después, Aviraneta escribía al ministro:
«Amigo S.:
He seguido todas las pistas que me han indicado. Estoy convencido de que no hay nada serio organizado en París a nuestro favor.
Se podrán contar con los dedos los hombres que vayan voluntarios a España; no llegarán a mil. Todas las Ventas carbonarias de Francia excitan a que se hagan suscripciones y alistamientos; pero esto, si marcha, marcha muy despacio.
Convendría respetar las Ventas carbonarias de España, por pequeñas que sean, para que puedan servir de punto de reunión de los liberales y extranjeros.
No sé cuántas hay; me han dicho que Guillermo Pepé, a su paso por España, ha fundado algunas.
Como le digo a usted, no hay nada serio; todos son «Se dice...»
Se dice que el Ejército francés no tiene entusiasmo por servir a la Santa Alianza.
Se dice que no encontrará dinero para hacer la guerra.
Se dice que se mandarán banderas tricolores al[236] Ejército constitucional español y que se pasarán los franceses.
Se dice que el banquero Lafitte dará dinero para formar una división, que mandará Lafayette.
Se dice que a mediados de otoño España habrá organizado un ejército de ciento ochenta mil hombres para oponerse a los franceses, el cual llevará por vanguardia una legión francesa con la bandera tricolor, y que esta legión estará mandada por el príncipe Eugenio de Beauharnais.
Se dice que el general Foy está en relación con los españoles, y que la Lamarque se ha ofrecido a Mina.
No me parece esto fácil, porque Foy y Lamarque dejaron en España un recuerdo de violencias y crueldades difícil de borrar.
De estos proyectos podría ser importante el que Lafayette viniese a España a luchar contra la Santa Alianza; pero dudo que lo haga.
Irán solamente los exaltados: Wilson, Fabvier, Caron, Cugnet de Montarlot, Armando Carrel, y no podrán hacer gran cosa.
Algunos están ya en camino; van por Perpiñán a luchar en Cataluña con Mina, en la legión extranjera de Pachiarotti. Entre los franceses van Carrel, Joubert y otros del complot de Belfort.
Entre los italianos marchan el general Regis, el teniente coronel Ansaldi y el oficial Sormami, alistados como soldados; otros se incorporarán en Gerona con el coronel Olini. El general Rossaroll, que fué el último que defendió la Constitución napolitana en Mesina, debe estar también en Barcelona. No hay organización liberal fuerte; la masa no responde; la Francia republicana está en un período de cansancio.
En cambio, los realistas se encuentran en un momento de entusiasmo. La Junta católica de España y el partido jesuítico de Francia organizan en París, Burdeos y Bayona escuadrones de caballería. Todo un regimiento[237] de Dragones para el Ejército de la Fe va a salir de sus manos. El Gobierno francés prepara la guerra para corto plazo. Se están llevando baterías de Metz, de Estrasburgo y de Valencia del Ródano a la frontera. Los generales y oficiales piden mandos en las fuerzas de los Pirineos. No será para acabar con la fiebre amarilla de Barcelona.
Parece que un político francés ha dicho: «Estamos colocados en la alternativa de atacar a la Revolución española en los Pirineos o de ir a defenderla en las fronteras del Norte».
La elección para ellos no es dudosa. Están en contra nuestra todas las clases privilegiadas de Europa, y desean que Francia, el país de la Revolución, sea el que dé el golpe de gracia a la libertad española. Así Francia se purifica ante la Santa Alianza y se le perdona haber jugado con la cabeza de Luis XVI y de María Antonieta. Probablemente, del Congreso que ha de tener en Verona la Santa Alianza saldrá la guerra contra España.
Muchos esperan que falte dinero a última hora para la expedición y que no se pueda realizar.
He hablado con un militar francés; es liberal templado y no está afiliado a ninguna sociedad secreta. Me ha dicho esto:
—Creer, como creen algunos liberales cándidos, que si el Gobierno francés manda sus tropas a España, los liberales y republicanos harán la Revolución, es una tontería. Ni el ejército se negará a entrar en España, ni los revolucionarios intentarán nada. El ejército francés actual es un ejército de gente joven, en el que la inmensa mayoría no ha hecho las campañas de Napoleón. Los viejos del Imperio resellados están mostrándose más cortesanos que los nuevos. Nuestra generación es una generación tranquila, burocrática, de las que vienen después del cansancio de las grandes convulsiones. Lo que se le ordene lo cumplirá, quizá sin entusiasmo, pero lo cumplirá.
[238] Mi opinión es la misma. Creo que los liberales franceses no harán nada, o casi nada; tienen fuerza para un complot, pero no para organizar batallones, y menos para una Revolución.
Creo que la guerra viene de prisa, y que el ejército francés, perfectamente organizado como está, se nos echa encima. Algunos españoles de aquí dicen: «Mejor era el ejército de Napoleón, y lo vencimos».
Primeramente, nosotros no vencimos solos a Napoleón, sino con ayuda de los ingleses; después, esto nos costó la ruina del país, y, por último, entonces los españoles éramos un solo cuerpo, absolutistas y no absolutistas unidos; hoy no tendremos los miles de hombres de Wéllington, y, lo que es peor, estamos desunidos; los liberales somos la minoría, y el país entero está contra nosotros.
Creo que los absolutistas españoles, ayudados por el dinero francés, van a poder organizar fuerzas enormes de guerrilleros; quizá cincuenta o sesenta mil hombres; quizá más.
El ejército constitucional luchará con un ejército poderoso, como el francés, y contra las partidas absolutistas españolas, que serán casi todo el grueso de las guerrillas de la Independencia.
Yo, si fuera Gobierno, ¿sabe usted lo que haría? Perdone usted que exponga mi opinión. Pues comenzaría, desde ahora, a arreglar las murallas de Cádiz y a artillar bien los alrededores. Si la guerra estallara inmediatamente, cogería al Rey y lo llevaría allí. Luego amontonaría en Cádiz la tropa más segura, dejando abiertas las demás ciudades. Y defendería Cádiz durante seis meses o un año, y si la cosa salía mal, cogería a nuestro repugnante Soberano y lo mandaría ahorcar.
Me vuelvo a España dentro de unos días, porque creo que no tengo ya nada que hacer aquí.
A.»
Aviraneta había aplazado la marcha a España al recibir aviso de la Alta Venta Carbonaria, de París, para que se quedara.
Iban a ejecutar a los cuatro sargentos de la Rochela, y el Comité director necesitaba todos los hombres de buena voluntad para intentar salvarlos.
Se había pensado en sobornar al encargado de su custodia, y éste pedía sesenta mil francos.
Al saberlo se hizo una suscripción, que encabezó Lafayette; se reunieron los sesenta mil francos, y en el momento mismo en que los agentes carbonarios entregaban el dinero al vigilante de la cárcel fueron sorprendidos por la policía.
Entonces el Comité director decidió salvar a los sargentos a viva fuerza cuando los llevaran al patíbulo.
El jefe de la intentona debía ser el barón de Fabvier. Aviraneta fué invitado a marchar en el grupo con el barón.
Era Fabvier hombre de mediana estatura, fuerte, ágil, atrevido y rápido; iba afeitado completamente; tenía la cara redonda y muy expresiva y parecía un actor.
Era Fabvier uno de los aventureros románticos de la época; había sido en Ispahan el amigo del shá de Persia y el instructor de sus tropas: había peleado en España[240] a las órdenes de Marmont; conspiró en Francia contra los Borbones, y se distinguió después en la lucha de la independencia de Grecia.
Se citaron los carbonarios por la mañana, delante del reloj de la Conserjería. Habían sido trasladados a esta cárcel los cuatro sargentos. Se decía que conservaban la serenidad y que estaban convencidos de que el pueblo los salvaría.
Aviraneta se presentó armado con dos pistolas y un bastón de estoque a la hora de la cita, y formó en el Estado Mayor de Fabvier.
Algunos grupos de carbonarios se veían en medio de la bruma y se distinguían por sus pañuelos rojos anudados al cuello.
Al amanecer salió la carreta del muelle del reloj, y, atravesando el río, tomó la dirección hacia la plaza de la Greve, seguida de una enorme masa compacta.
El tiempo estaba brumoso y obscuro; las tiendas, cerradas.
Fabvier comenzó a dar órdenes a sus lugartenientes, mandándoles que al entrar en el puente rodearan la carreta de los condenados, y al conseguirlo, dieran un silbido. En el mismo instante todos los carbonarios se enredarían a puñaladas y a tiros con los soldados y gendarmes, se confundiría a los reos con la multitud, se les pondría trajes prestados y se les haría escapar.
Si hubieran podido mirar desde arriba, a vista de pájaro, hubiesen notado que a los lados de la carreta de las víctimas no se abría la masa de gente en un surco, sino que, acompañando al carro, iba un grupo compacto de hombres.
Los condenados miraban con anhelo a aquella multitud, de la que esperaban la salvación. Los cuatro eran jóvenes. Se decía que el mayor no tenía más de veinticinco años.
Al llegar la carreta al puente, la masa hizo que el cortejo fuera más despacio. Grupos de carbonarios de ocho[241] o diez, a quienes se conocía por su tipo, avanzaban entre la gente como una cuña.
Fabvier esperó el movimiento ordenado por él; pero no se verificó.
—Vamos nosotros—dijo el barón a Aviraneta y a otros amigos.
Empujando a derecha e izquierda, metiendo los codos entre la masa, los treinta o cuarenta hombres, dirigidos por el barón, se acercaron a la carreta. Intentaron luego aproximarse a ella; fué imposible.
Más de trescientos gendarmes, vestidos de paisano, formaban un núcleo impenetrable alrededor del carro. Varios carbonarios que intentaron incrustarse en el grupo de gendarmes fueron hechos prisioneros.
—Estamos perdidos—murmuró Fabvier con angustia—; han tomado sus disposiciones mejor que nosotros. Vamos a ver si reunimos toda nuestra gente en la plaza de la Greve y atacamos allá.
—Convendría que alarmaran por el otro lado de la plaza para que nos lanzásemos nosotros en la confusión—dijo Aviraneta.
—Sí; estaría bien.
Fabvier llamó a un joven y le ordenó que un grupo de carbonarios marchara corriendo hacia el otro lado de la plaza de la Greve, y que, reunidos, gritaran: «¡Viva la Carta! ¡Viva la República!», con el objeto de atraer hacia ellos los gendarmes.
El joven salió de prisa; Fabvier se quedó solo con Aviraneta, marchando ambos detrás de la comitiva.
La orden de Fabvier era formarse en dos grupos en la plaza de la Greve y atacar inmediatamente a la tropa.
—¿Cuántos hombres cree usted que habrá?—preguntó Aviraneta.
—Se han comprometido doce mil. Yo espero que habrá seis mil, tres mil...
Aviraneta y Fabvier marcharon despacio entre la multitud, hasta desembocar en la plaza de la Greve.
El cortejo de los condenados iba avanzando por la plaza y acercándose al lugar de la ejecución. Sobre las cabezas de la multitud se veía la guillotina y la cuchilla, que brillaba pálidamente a la luz de la mañana.
Fabvier y Aviraneta quedaron asombrados al entrar en la plaza. En el punto indicado por el barón había hasta setenta u ochenta hombres afiliados a la Venta Carbonaria. Los demás habían desaparecido.
Fabvier y Aviraneta se unieron a ellos.
A pesar de su corto número, estaban todos dispuestos a intentar un ataque a la desesperada.
—Esperemos un momento—dijo Fabvier.
En esto, a lo lejos, se oyeron rumores y gritos. «¡Viva la Carta! ¡Viva la República!», se escuchaba distintamente.
Hubo algún movimiento entre la tropa.
Fabvier miró a los suyos.
—¿Estamos?—dijo—. Adelante.
Aviraneta desenvainó el estoque, dispuesto a abalanzarse sobre la tropa.
La gendarmería de a caballo se había dado cuenta del movimiento y se lanzó sobre los carbonarios. No hubo manera de resistir. El grupo quedó deshecho.
Aviraneta se encontró desarmado y solo.
—¿Qué hace usted aquí?—le dijo un guardia.
—Soy extranjero. He venido por curiosidad.
—Bueno. Vamos, vamos. A su casa.
Aviraneta avanzó por un puente. Un sol pálido iluminaba las guardillas de la orilla izquierda del río...
Al acercarse Aviraneta al hotel de Embajadores de la calle de Santa Ana vió, desde lejos, el pañuelo rojo atado al hierro del balcón. Era la señal de alarma.
Aviraneta volvió sobre sus pasos, entró en un restaurante a comer, y se dirigió después a la librería Eymery, de la calle Mazarina.
Preguntó si había alguna carta para él; no había ninguna, y fué a dar un paseo por el jardín del Luxemburgo. A media tarde volvió por la librería, y el dependiente salió a entregarle una carta. Era de la Sole. Aviraneta se puso a descifrarla, hasta que lo consiguió. Decía así:
«Mi querido don Ugenio: Esta es para adbertirle que an benido muchos onbres de la calle de Jerusalén con el Espión a buscarle a usted y que me boy con el señor marqués de Vieuzac porque no puedo bibir así y tengo mucho miedo don Ugenio y usted no me quiere y si usted me quisiera yo no me hiría, aunque me dieran todo el oro del mundo y un palacio, pero usted no me quiere, por que quiere a la Teresita la hija de don Francisco el juez de Aranda y yo deseo que se case usted con ella y sean felices. A usted no le importará pero estoy [244] llorando a todas oras porque boy a bibir con un francés. Don Ugenio, le agradezco mucho lo que a echo por mi y si usted me ubiera querido un poco, yo ubiera bibido con usted siempre, siempre, por que usted es bueno, aunque dicen que no y que es usted enemigo de dios y de la rreligión.
»Adios don Ugenio adios adios. Ya rezaré todos los días por usted para que sea feliz. Los pañuelos planchados de usted los han traido oy y están en el armario a la izquierda. Perdone usted la letra.—Su segura serbidora, Soledad Castrillo.»
Aviraneta, al leer la carta, quedó sorprendido y entristecido. La Sole era una muchacha buena y simpática, a quien iba tomando cariño.
—En fin—murmuró—, es lo mejor que le podía pasar. ¿Quién sabe si dentro de unos años veremos a la Sole hecha una madame Cabarrús?
Aviraneta escribió al dueño del hotel de Embajadores diciéndole que iría a buscar su equipaje de noche, pues le andaba persiguiendo la policía.
Lo hizo así, y por la mañana tomó la diligencia para España.
Al llegar a Bidart, Aviraneta supo que Etchepare había muerto. El caserío Iturbide estaba cerrado.
Aviraneta se acercó a una casa próxima que se llamaba Beguibelchenea, y la mujer de este caserío salió con las llaves a abrir las puertas de Iturbide.
—¿Es usted el sobrino del señor Gastón?—le preguntó la mujer.
—Sí.
—¿Qué piensa hacer con esta casa?
—¿Yo?
—¿Pues no sabe usted que es el heredero?
—No, no lo sabía.
—Vaya usted a ver al notario, a San Juan de Luz; le tendrán que leer el testamento.
—Iré después.
La de Beguibelchenea y Aviraneta entraron en Iturbide. Aviraneta recorrió las habitaciones, estuvo en la biblioteca y luego bajó al jardín donde paseaba su tío.
El jardín de Etchepare era muy hermoso. Estaba en declive, orientado al mediodía, sobre una duna próxima al mar. Tenía alrededor una tapia más alta hacia el norte y el oeste para proteger las plantas del viento frío y marino.
Etchepare, como jardinero, había buscado el defender su huerto del aire del mar; pero quería, sin duda, gozar de su vista, y en un ángulo de las dos tapias altas había construido hacía años un pequeño cenador, como una garita. El cenador estaba ya deshecho, con las maderas podridas; únicamente parecía sostenerle el tronco de una glicina añosa, que le estrujaba como una serpiente con sus anillos.
Desde el cenador se dominaba la costa. Se veía avanzar en el mar las rocas de Hendaya; luego, el cabo Higuer, con su faro, que de noche brillaba, y más lejos, la costa vasca de España, la isla de Guetaria y el cabo de Machichaco.
Por el lado de tierra se veía el comienzo de los Pirineos; cerca se destacaba solitario el monte Larrun, y tras él se alargaban en la niebla las montañas de Navarra.
A todo lo largo de la tapia, que daba hacia el mar, los pinos y los cipreses formaban una cortina contra el viento.
En la parte baja del jardín, la más templada, tenía Etchepare sus hortalizas.
En los rincones, en los ángulos de las tapias, en los sitios sombríos, Etchepare había plantado rosales, enredaderas, madreselvas, que cubrían las paredes y las llenaban de hojas verdes y de campanillas ligeras de varios colores.
En un extremo del jardín se levantaba una alta magnolia, con una gran flor blanca; en el otro, uno de esos arbustos que llaman Júpiter, casi redondo, se ofrecía a los ojos en aquel momento, con sus mil flores, como una bola roja llena de pompa y de riqueza.
Al pasear por aquellos caminos, Aviraneta comprendió el gran amor del viejo Etchepare por la tierra, su culto vagamente panteísta por las hierbas, los árboles y las flores.
¡Qué vida la de Etchepare! Sin ambición, contempla[247]tivo, enamorado de la Naturaleza, había pasado allí una existencia tranquila y feliz.
Quizá todavía quedaba en su alma el recuerdo vivo de un viejo amor; quizá sentía la voz querida en el murmullo del viento, y la figura amada, en la forma vaga de una nube o en la espuma del mar.
Etchepare, viejo pensativo, paseaba mucho por el acantilado de la costa. No tenía relaciones sociales. Sus amigos eran los árboles, las rosas, una nube que sonreía en el cielo, un faro que guiñaba a lo lejos su roja pupila...
La mujer de Beguibelchenea, que estaba rabiando por hablar, le contó a Aviraneta los últimos momentos de Etchepare. El viejo soldado de la República había muerto dulcemente una tarde de sol. La gran dama, venida de París, estuvo acompañándole los últimos días.
Al principio quiso obligarle a confesarse; pero al último ella transigió. La mujer de Beguibelchenea solía ver a los dos hablando constantemente en el huerto, sentados en el banco, debajo del árbol rojo.
El otoño había sido delicioso, templado, con todo el esplendor de los otoños vascos. Al caer las hojas, suavemente, había partido el viejo solitario para su último viaje.
Al morir, la gran dama lloraba, y solamente el médico y un guarda, que fué soldado en tiempo de la Revolución, se presentaron en la casa.
Al día siguiente enterraban a Etchepare y la gran dama desaparecía.
Aviraneta salió de Iturbide, y después, a la caída de la tarde, entró en el cementerio de Bidart a ver la sepultura de su tío.
El tiempo estaba espléndido. En el cielo azul brillaban grandes y espléndidas nubes rojas.
Aviraneta buscó la sepultura y la encontró. La tierra estaba recién removida, y en la losa nueva se leía:
[248]AQUÍ YACE
GASTON D'ETCHEPARE
SOLDADO DE LA REPÚBLICA
1760-1822
El rebelde había tomado su puesto entre los demás convecinos; allí aguardaría su cuerpo hasta convertirse su substancia en la verde hierba, en las amarillas flores que tanto había amado.
Al día siguiente, Aviraneta fué a San Juan de Luz, adonde se había trasladado la viuda de Arteaga. Mercedes le dijo que su padre vivía en Laguardia con su hermano mayor, que estaba casado y con hijos. Ella no quería ir ni a Pamplona ni a Laguardia.
Después de saludar a Mercedes y de besar a Corito, Aviraneta se dirigió a España.
Estaba la frontera llena de partidas realistas; en Irún era Aviraneta conocido y no le pareció muy prudente entrar por allá llevando papeles en la maleta. Así que, desde San Juan de Luz, a caballo, entró en España por Vera de Navarra.
La primera persona con quien se topó en Vera fué el teniente Leguía, que, según le dijo, iba a salir, a la mañana siguiente, camino de Elizondo con su tropa.
Fermín Leguía le habló de una cuenta pendiente que tenía con el prior del convento de capuchinos de Vera y con el párroco de la iglesia. Leguía estaba dispuesto a perseguirlos y a no dejarlos en paz hasta aplastarlos.
Fermín le dijo que por aquellos contornos se repetía, como un refrán, este dístico en vascuence:
(Fermín Leguía, el de Vera, mejor para amigo que para enemigo.)
[250] Fermín andaba con una partida de ciento sesenta hombres; ochenta de la cuarta compañía del batallón ligero de cazadores de Pamplona, cincuenta a sesenta de Hostalrich y Bailén y veintitantos del resguardo oficial.
Fermín recorría el Bidasoa y el Baztán; pensaba atacar a los absolutistas que se habían apoderado de Valcarlos, y pegar fuego el mejor día al convento de capuchinos de Vera, a la parroquia y hasta al pueblo.
Leguía invitó a Aviraneta a cenar con él, y por la noche fueron los dos a una taberna de Alzate, donde se reunían sus amigos. Hablaron largo rato, tomaron café y aguardiente, y Leguía, animado, le dijo a uno de sus amigos:
—¡Berécoche!
—¿Qué?
—¿Tienes la filarmónica en casa?
—Sí.
—Pues tráela. Vamos a dar serenata a los amigos.
Berécoche salió de la taberna; Aviraneta y Leguía siguieron hablando y bebiendo hasta que llegó Berécoche con el acordeón.
Berécoche era hombre intrépido y jovial, que hablaba por apotegmas. Trajo un acordeón nuevo con un letrero en marfil, donde se leía: «Altemburgia», y comenzó a tocar en él.
Leguía se puso una boina y se embozó en la capa.
—¡Hala! Vamos todos al convento—dijo Leguía—. Eh, tú, Errotachipi, Errotari, Chamburne. ¡A formarse! Uno... dos... ¡Adelante!; y cogiendo su palo como una batuta, marcó el compás, y cuando Berécoche comenzó con un pasodoble, dió media vuelta y siguió andando.
Luego se acercó a Aviraneta.
—Me tienen un odio terrible en el pueblo—le dijo riendo—; les estoy dominando por el terror.
Al son del acordeón, los diez o doce hombres, formados, llegaron hasta el convento de capuchinos, y Leguía[251] mandó a Berécoche que tocara el Himno de Riego. Berécoche lo tocó.
—«¡Viva la Libertad! ¡Viva Riego! ¡Viva Mina!»—gritaron los amigos de Leguía.
El convento, grande y negro, parecía agazapado en la obscuridad. Uno de los amigos de Leguía cogió una piedra y la disparó con toda su fuerza. La piedra dió en una de las ventanas, y se oyó una voz que gritaba:
—¡Granujas! ¡Miserables!
—Ahora al pueblo—dijo Leguía.
Comenzó de nuevo a tocar el acordeón, y los amigos de Leguía, saltando y brincando, llegaron a Vera. Entraron en otra taberna y volvieron de nuevo a Alzate hartos de vitorear a Riego, a Mina y a la Libertad.
Aviraneta se retiró a su posada a dormir.
Al día siguiente Fermín le preguntó a Aviraneta si necesitaba algún guía, y habiéndole dicho que sí, le prestó dos hombres para que le acompañaran: Errotachipi y Arroschco.
Errotachipi era flaco y huesudo; Arroschco, grueso y redondo; pero los dos eran fuertes y marchaban más de prisa que el caballo que montaba Aviraneta.
Salieron de Alzate los tres, cruzaron el puente de San Miguel, y por la orilla del Bidasoa salieron a Zalaín y comenzaron a subir Baldrun y después Escolamendi. Al medio día llegaron para comer a la ermita de San Antón, en el límite de Navarra y Guipúzcoa, enfrente de la Peña de Aya.
Era el sitio verdaderamente desierto y salvaje; la Peña de Aya se levantaba allá como una pared cortada a pico, de quinientos o seiscientos metros de alta, y en el fondo del valle, estrecho, dominado por la enorme muralla de granito, se veían unas cuantas ferrerías abandonadas y derruídas.
La ermita de San Antón tenía adosada una venta, y en ella entraron Errotachipi y Arroschco a encargar el almuerzo. El ventero los conocía y era amigo suyo, y en[252] un cuarto, de techo bajo y con una gran mesa en medio, les sirvió la comida.
Después de comer siguieron los tres de nuevo la marcha; pasaron por Arichulegui, y por la tarde llegaron a Oyarzun, y allí se despidieron de Aviraneta Errotachipi y Arroschco.
Al día siguiente, Aviraneta tomó de nuevo la diligencia para Madrid, donde se presentó a don Evaristo San Miguel, que le dió las gracias por sus servicios.
Al final de 1822 la situación en España era desdichada. De un extremo a otro la Península ardía; las partidas absolutistas brotaban como del fondo de la tierra armadas y equipadas.
En el Norte, don Carlos España, Quesada y Abuin espiaban el momento de entrar con sus fuerzas camino de Madrid; don Santos Ladrón estaba entre Lumbier y Pamplona; Juanito el de la Rochapea, en las Cinco Villas de Navarra; Castelar y Guergué, en el Roncal; Uranga y el Fraile, en Alava, reclutando gente por los alrededores de Santa Cruz de Campezu. Además de estos, Antoñana y Gambarte campeaban en la ribera del Ebro, y Castor, Zabala, Gorostidi, Eraso, Uranga, y otros muchos, formaban partidas en los pueblos vasconavarros.
Contra estos cabecillas operaban constantemente los liberales; Torrijos había batido a Ladrón y a Uranga; Fermín Iriarte, Chapalangarra y López Baños no dejaban descansar a sus tropas.
Además de las columnas grandes había pequeñas[254] partidas, como la de Leguía en Navarra, la de Mantilla en Alava y la de Arana en Logroño.
A mediados de invierno Torrijos entraba en Burguete y tomaba el fuerte de Irati, y Leguía desalojaba a los absolutistas de Valcarlos.
En Castilla se había vuelto a presentar Merino con sus antiguos partidarios. Caraza, el Gorro, los Leonardos, el Inglés, Cuevillas, el Rojo de Valderas y otros, operaban en combinación con el Cura.
Entre Aragón y Valencia, y por la parte del Maestrazgo, andaban Chambó, Rambla, Capapé, la partida de los Chicos de Calatayud y otra porción de facciosos sueltos. Cada partida era perfectamente autónoma. Había algunas juntas realistas, como la Junta Suprema de Mequinenza, pero nadie la hacía caso.
De los más importantes cabecillas aragoneses era Capapé, que luego tuvo también importancia por una sublevación de carácter realista.
Capapé estuvo a punto de ser condenado a muerte, siendo brigadier, en 1824; pero se defendió mostrando dos cartas del infante don Carlos, en las que le incitaba a la rebelión.
Joaquín Capapé era un carretero de Alcañiz convertido en soldado durante la guerra de la Independencia.
Se le llamaba de apodo el Royo. Había querido ser oficial de los voluntarios liberales de Alcañiz, y como no pudo conseguirlo, se alistó entre los realistas.
Capapé estaba casado con la hermana de un fraile dominico llamado Garzón. Esta, Pepa Garzón, apodada la Morena, era una mujer un poco alborotada y escandalosa, que acompañaba al marido en sus empresas guerreras, y que murió en Alcañiz durante el cólera del 34.
Rambla y Ramón Cambó eran cabecillas ignorantes y bárbaros.
Respecto a la partida de los Chicos de Calatayud, la[255] mandaba Mosén Manuel Oroz. Esta partida se disolvió después del 7 de julio, y Oroz apareció más tarde en Navarra con otra partida.
La Junta de Mequinenza la dirigía don Juan Adán Trujillo, que formó un batallón, que luego se incorporó a las tropas de Bessieres.
El Empecinado había luchado con las partidas de Aragón y había derrotado a Capapé en Almonacid de la Sierra, donde le cogió cerca de 400 prisioneros.
En la Mancha, Andalucía y Murcia, las partidas realistas eran más de bandolerismo que de facción.
Los compañeros del guapo Francisco Esteban de Davalillos y de Jaime el Barbudo se habían convertido de pronto en soldados de la Fe. En la Mancha alta Manuel Adame, el Locho, de chico porquero y luego basurero en Ciudad Real, ex guerrillero también de la Independencia, se había echado al campo, y llegó a tener mil quinientos caballos.
El Locho, un fraile capuchino teniente suyo y Palillos se pasearon por la Mancha con unas buenas mozas, y al entrar en Toledo se llevaron de las platerías toledanas unos tres millones de reales.
En Valencia merodeaban Rafael Sempere y el suizo Carlos Ulman.
En Cataluña abundaban los cabecillas facciosos como en ninguna otra región. La mayoría eran guerrilleros a quienes la vida tranquila y pacífica no seducía.
Uno de los más célebres fué el Trapense, Antonio Marañón, capitán de la guerra de la Independencia.
Marañón era un jugador y un perdido, y un día, pasada la guerra, desapareció en un convento de la Trapa. A los seis o siete años volvió a aparecer como cabecilla realista, montado en un caballo blanco, con un látigo en una mano y un crucifijo en la otra, y acompañado de una extranjera hermosa y valiente, Josefina Comerford. El Trapense, después de dejar un rastro de crímenes y de violencias, y de llegar a mariscal de campo, volvió[256] desde Logroño, por orden del Gobierno, al convento de Santa Susana.
Guerrilleros célebres entre los catalanes eran Misas, Romagosa, el Jep d'Estany y Mosén Antón.
Misas, postillón de Figueras, había estado en una partida de guerrilleros de la Independencia capitaneada por un tal Pujol, que murió ahorcado.
Misas se llamaba así porque cuando era ladrón parte del producto de sus robos lo empleaba en decir misas. Misas tuvo su partida de bandidos, y estuvo en la cárcel varias veces, hasta convertirse en un jefe realista, que mandaba un núcleo de fuerzas importantes en el Ampurdán.
Romagosa, el carbonero de Labisbal, hombre muy fuerte y muy bruto, llegó a brigadier, y fué fusilado a principio de la guerra carlista por el general Llauder.
El Jep d'Estany, apellidado Bosons, era un individuo inquieto, turbulento y audaz. Poco después de la guerra de la Independencia fué enviado a galeras por Lacy. Estuvo siete veces condenado a muerte, hasta que fué preso y fusilado por orden del conde de Mirasol. En capilla, este defensor de la fe anduvo a bofetadas con el fraile que quiso confesarle. En la época constitucional tenía su centro de operaciones a orillas del Segre.
Mosén Antón Coll, cura de Vich, era el que en tiempo de la guerra de la Independencia había levantado a los estudiantes catalanes.
Además de éstos, campeaban por Cataluña Pablo Miralles, hombre inculto y bárbaro; Romanillo el Aceitero, de Castell-Fullit, violento y cruel, y otros de menos importancia, como el padre Orri, apodado el Padre Puñal, que blandía su acero a los gritos de «¡Viva la religión! ¡Muera la patria y la nación! ¡Viva el rey absoluto!» y «¡Mueran las leyes!»
Toda esta nidada de facciosos se había empollado al calor del fanatismo y del dinero enviado desde Madrid por Fernando VII.
Este siniestro Borbón hacía todas las maniobras imaginables para lanzar más absolutistas al campo y para comprar a los militares constitucionales.
Algunos de estos le inquietaban, sobre todo Mina, por quien tenía un odio profundo, sabiendo que era insobornable.
Mina, de capitán general de Cataluña, hacía una guerra terrible contra los facciosos, avanzaba, devastaba, fusilaba; todo hacía creer que, si seguía así, en poco tiempo ocuparía Urgel y Mequinenza, defendidos por Romagosa y Bessieres, y limpiaría las ciudades y los campos de enemigos.
Fernando sabía que Mina, por su nobleza, sus ideas y su vida en Francia entre conspiradores, no podía venderse al absolutismo; pero supuso, en cambio, que el Empecinado, como más rudo, sería fácilmente seducido, y le envió un emisario, que fué un tapicero de la Casa Real, llamado Mansilla, a ofrecerle de parte del rey un millón de reales y el título de conde de Burgos si se pasaba a los realistas.
—Diga usted al rey—contestó don Juan Martín vibrando de cólera—que si él no quería la Constitución que no la hubiese jurado; el Empecinado la juró y jamás cometerá la infamia de faltar a su juramento.
Y después de decir esto volvió la espalda al emisario.
A pesar de la barbarie y de la incultura de los cabecillas facciosos, la guerra en los campos no era tan cruel como lo fué después en la primera carlista.
Parecía que el pueblo no había tomado aún el gusto de la sangre.
Todas las revoluciones, por ser explosión de ideas generales, tienen cierta tendencia al internacionalismo.
Ya la guerra de la Independencia, considerada fuera de España como principio de la lucha de las nacionalidades contra el Imperio, además de hacer cruzar el suelo de la Península a dos ejércitos tan numerosos para la época como el francés y el inglés, atrajo a España a una serie de extranjeros, entre los que se señalaban los O'Donnell, los Bassecourt, los Saint-Marc, los Sarsfield, y otros muchos.
En la lucha de la libertad por el absolutismo, al restaurarse la Constitución en 1820, aparecieron también en España más extranjeros que en período normal.
En las filas constitucionales se vieron figurar a españoles llamados O'Donnell, Van-Halen, Rotten, Miniussir, Merconchini...
Al lado de estos españoles figuran en esta época franceses como Cugnet de Montarlot, Vaudoncourt, Nantil, el oficial de artillería que estudiaba la defensa de Bilbao; Delon, Fabvier, que luego se distinguió en Grecia; Armando Carrel y Caron; ingleses como Roberto Wilson, e italianos como Pacchiaroti, Ansaldi, Olini, y otros.
En los dos campos, en el absolutista y en el liberal, los extranjeros fueron quizá los más exaltados.
Entre los absolutistas extranjeros, el más célebre de todos, el conde de España, se distinguió por sus extravagancias y por sus crueldades en Barcelona.
A pesar de la fama bárbara y fanática del español, no deja de ser extraño que el hombre más representativo del terrorismo clerical fuera un francés, el conde de España.
Ni Fernando VII, ni Calomarde, ni Chaperon llegaron en sus extremos a la barbarie del conde francés.
El conde de España era un terrorista de la raza de los Carrier y de los Fouquier-Thinville.
Parecido a éstos en sus instintos, se diferenciaba de ellos en que tenía una ideología tradicionalista y clerical. El conde de España era un francés que se llamaba Carlos Espagne, hijo de un marqués titulado d'Espagne, según unos; d'Espagnac, según otros, y d'Espignac, según algunos.
Fernando VII, en su decreto, al hacerle conde, decía que España era descendiente de los señores de Cominges y de Foix.
Alguien en esta época quiso enterarse y averiguó que España era un bastardo, y que su verdadero nombre era Domingo Busaraca. Busaraca había escapado de Francia más que por odio a la Revolución Francesa por ser hijo natural no reconocido.
España fué durante la Independencia un general valiente y experto; pero luego se manifestó como un perturbado. Sus crueldades de Barcelona hicieron época. La muerte suya, cosido a puñaladas y tirado a un río, fué terrible.
Otro extranjero, francés, que dejó un rastro de pasión y de inconsciencia en España, fué Jorge Bessieres, que murió fusilado por su paisano el conde de España en Molina de Aragón.
La historia de Bessieres era curiosa. En 1809, el gue[261]rrillero catalán don José Manso supo que las tropas francesas de Barcelona forrajeaban en las cercanías de Hospitalet con una escolta de treinta a cuarenta caballos e igual número de infantes. Manso, al frente de su partida, se colocó en sitio estratégico, cortó la retirada a los franceses, hizo treinta y cuatro prisioneros y se apoderó de treinta y seis caballos. Cogió, además, un furgón con sus mulas y dos caballos del general Duhesme. El furgón iba guiado por un cochero llamado Jorge Bessieres.
Bessieres, prisionero de los españoles, se ofreció a asesinar al gobernador francés de Barcelona, Mauricio Mattieu. Había sido ordenanza de un ayudante del gobernador y pensaba valerse de su condición para acercarse al general Mattieu. Bessieres intentó el asesinato, pero no lo pudo realizar.
No se sabe si a consecuencia de estos atentados o si por alguna hazaña de guerrillero, Lacy lo hizo capitán. Después de la guerra de la Independencia, Bessieres quedó retirado, se estableció en Barcelona, se casó con una mujer llamada Juana Portas y ensayó varias industrias, entre ellas una tintorería.
Bessieres intervino en las conspiraciones de Barcelona, estuvo relacionado con Lacy, y en 1820 ayudó a proclamar la Constitución. Luego, en 1821, tomó parte en un complot republicano en Barcelona, en compañía de un fraile. Condenado a muerte y preso en la ciudadela, fué indultado por el general Villacampa. Se decía que la influencia de los comuneros, entre los cuales, como se sabe, había muchos espías reaccionarios, le salvó.
Otros aseguraron que la conspiración de Bessieres iba dirigida más contra el Gobierno francés que contra el español, y que Villacampa conocía sus intenciones.
Bessieres, indultado, fué encerrado en el castillo de Figueras; de aquí huyó a Francia, y apareció poco des[262]pués transformado en realista; los liberales dijeron que Bessieres se había hecho rico asesinando a su antiguo amo, que le trataba como a hijo más que como a criado; luego, cuando la reacción del 1823, se afirmó que Fernando VII estaba en relaciones con él ya desde la época de la conspiración republicana de Barcelona, y que le ascendió a general, a causa de documentos comprometedores que guardaba el ex tintorero.
Bessieres, al que algunos confundían con el general francés, duque de Istria, con quien no tenía parentesco alguno, era más que nada un atolondrado ambicioso, enloquecido por el éxito.
Nunca había sido creyente, y entre sus amigos decía que era republicano, a pesar de estar en las filas realistas. Desvalijaba las iglesias sin miedo, y en sus correrías por Castilla el año 23 bebía tranquilamente durante las comidas en el cáliz de la iglesia de Auñón, lo cual no deja de ser extraordinario, teniendo en cuenta que iba acompañado del fraile Bartolomé Talarn.
El final de Bessieres fué trágico: la Sociedad El Angel Exterminador, después del triunfo del absolutismo, puso a Bessieres en relación con el padre Cirilo y Calomarde. Estos y Fernando VII aconsejaron al revoltoso francés que se sublevara contra el predominio de los masones en el Gobierno.
La sublevación no tuvo éxito. Fernando VII, al saber su fracaso, envió, como a un perro de presa, al conde de España contra Bessieres.
Un francés contra otro francés.
La patrulla de don Saturnino Abuin, el Manco, fué la que capturó a Bessieres en Zafrilla.
Si Bessieres era hombre que cambiaba de casaca con facilidad, Abuin no lo era menos. Abuin había sido empecinado y antiempecinado, absolutista y liberal.
Abuin prendió a Bessieres y lo condujo, con sus oficiales, a presencia del conde de España a Molina de Aragón.
Bessieres, preso, se creía seguro; tenía una carta de Fernando VII, en la cual le ordenaba el alzamiento.
El conde de España trató a Bessieres como a un compañero y a un paisano; le convidó a cenar con él y estuvieron los dos hablando en catalán y en francés largo tiempo. A los postres, el conde preguntó a su comensal con gran amabilidad por qué se había sublevado, y Bessieres mostró la carta del rey.
El conde de España, tranquilamente, cogió la carta y la quemó en la llama de una bujía.
—¿Qué feu, general?—gritó Bessieres en catalán, abalanzándose al conde de España—. Qu'en perdeu.
—Oui peut-étre, mais je sauve le roy—dijo el conde de España en francés, con una contestación a modo de Duguesclín.
España llamó a sus ayudantes e hizo que se llevaran a Bessieres.
Bessieres, al verse sin la carta del rey, comprendió que era hombre muerto.
Al día siguiente un Consejo de guerra sumarísimo condenaba a ser pasado por las armas al mariscal de campo don Jorge Bessieres y a sus compañeros. Pocas horas después de la ejecución, todos los papeles de Bessieres eran entregados a las llamas.
Al saber el desenlace de la aventura, el padre Cirilo, temeroso de que Fernando y Calomarde quisieran deshacerse de él, desapareció.
El conde de España fué premiado. Estas canalladas han constituído durante mucho tiempo la política.
La familia de Bessieres quedó en mala situación: su mujer acabó perturbada y alcohólica en Granada; un hijo suyo fué después a la facción carlista, y por su matrimonio tomó el título de conde de Cuba...
Un extranjero, liberal exaltado, intransigente, fué don Antonio Rotten, el suizo, amigo de Mina.
El general Rotten era anticlerical furibundo, y si hu[264]biera podido hubiese limpiado de curas y de frailes toda España.
Su idea era que había que hacer la guerra sin cuartel. Rotten mandó saquear e incendiar San Lorenzo de Piteus, y se mostró con los absolutistas, sobre todo con la gente de iglesia, implacable.
Otro suizo, éste absolutista, que tuvo alguna importancia en la época, fué Carlos Ulman, amigo del conde de España. Los liberales decían que Ulman había sido mozo de un pastelero y que vino huyendo a España.
Ulman hizo la correría absolutista del año 23 por Castilla. Luego llegó a mariscal de campo y a gobernador de la plaza de Ceuta, donde se distinguió por su crueldad con los liberales. Cuando suponía que algún preso guardaba dinero, solía sacar el sable y pasar la punta arañando la espalda y el abdomen del preso, por si llevaba interiormente algún cinturón con dinero.
También extranjera y también absolutista fué Josefina Comerford, la amiga del Trapense.
Esta Josefina se distinguió, en la lucha constitucional, por sus ideas clericales; quizá fué la única mujer que llegó a destacarse en el campo absolutista.
No deja de ser extraño que en un país tan retrógrado como España, en donde se habían distinguido muchas mujeres en la guerra de la Independencia, no llegara a señalarse ninguna por su entusiasmo absolutista en el período constitucional. La única que se destacó fué esta Josefina, inglesa fanática y arrebatada.
Estaba Aviraneta en Madrid desde hacía tiempo presenciando con pena y con desprecio la tarea de masones y de comuneros de desacreditar la libertad y echar abajo la Constitución.
Aviraneta, que nunca había tenido entusiasmo por los masones, porque su comedia místicoarquitectónica no era de su gusto, y no quería nada con los comuneros, porque le constaba que muchos eran agentes del absolutismo, se inclinó hacia la naciente sociedad de carbonarios.
El ver la influencia que en París tenía el carbonarismo, había inclinado a Aviraneta a esta sociedad.
Siempre que podía acudía a la Fontana de Oro, a una reunión de carbonarios establecida allí; pero el carbonarismo había venido tarde a España, cuando el entusiasmo liberal estaba decayendo y no tomaba impulso.
Solamente algunos extranjeros, italianos o franceses, se presentaban en el grupo carbonario con sus tarjetas cortadas.
Aviraneta iba ya muy poco a Aranda. Había abandonado su cargo de regidor y esperaba que viniesen mejores días para volver a continuar su vida normal.
Aviraneta, a fin de olvidar las amarguras de Madrid, escribía a su madre y a Teresita.
[266] Teresita, la hermana de Rosalía, había pasado una grave enfermedad; al saber que estaba ya mejorada y en la convalecencia, don Eugenio le envió una caja de dulces por la diligencia.
Teresita le contestó a los pocos días esta carta.
«Mi buen amigo don Eugenio. Recibí la suya, tan afectuosa, y el cajoncito de dulces, que ahora me los iré comiendo con más gusto, porque empiezo a tener apetito, gracias a Dios. La tarta estaba monísima y muy exquisita; el tarrito de la jalea y las naranjas en dulce, deliciosas. Todavía no tengo fuerzas para salir de casa; así, que he pasado el día de Santa Teresa en un sillón, y ayer no me encontré con ánimos para escribir a usted. Hoy, que estoy algo mejor, lo hago para darle las gracias por su recuerdo y su felicitación. Ruego a la Virgen para que me devuelva la salud y para que le lleve Dios a usted por buen camino y tranquilice su cabeza, que me parece sigue como una olla de grillos. ¿Por qué no ha de ser usted una buena persona? ¿Por qué andar así, de la Ceca a la Meca, pudiendo vivir tranquilo?
Su madre me indica que le diga a usted que está buena; pero que le parece muy larga la ausencia de usted del pueblo.
Aquí, en Aranda, dicen ahora que es usted carbonario o carbonero: una cosa muy negra; lo peor de lo peor... Yo no lo creo.
Muchos recuerdos de su amiga,
Teresa.»
Aviraneta celebró la carta de su amiga y la contestó otra larga y seria, hablándola de la situación política de España y de las esperanzas que guardaba de que todo se iba a arreglar. Teresita le contestó a los pocos días:
[267] «Mi buen don Eugenio: ¡Conque todo se va a arreglar! Ya, ya. Aquí, al menos, las noticias son cada vez peores. Dicen que los realistas vienen de Aragón y que van a entrar en Madrid. En Aranda hay mucha miseria, y todo el mundo asegura que la culpa la tienen ustedes, los liberales. En los pueblos no pueden vivir. Los hombres de la familia de nuestra criada han venido de cerca de Roa, a ver si encuentran trabajo, y se quedan a dormir en la cocina y en el pajar. ¡Siete hombres grandes y fuertes como castillos y sin poder ganar una peseta! Van a concluir marchándose al campo con los realistas. Y de todo esto tienen ustedes la culpa, los liberales. ¡Qué disparates no hacen ustedes! El otro día subió al púlpito, en Santa María, un sabio capuchino, y dijo que son ustedes un hato de ignorantes, atrevidos, vanidosos y burros, que merecen un ronzal; que no saben ustedes nada de latín ni de historia, y yo creo que tiene razón. Porque, ¡cuidado que hacen ustedes tonterías! Y no los otros, sino usted, don Eugenio. Como aquí, cuando estaba usted en la Milicia de caballería, que tenía usted que pagar el caballo, el uniforme, el asistente, y muchas veces los caballos, los uniformes y los asistentes de los demás. Usted está algo trastornado, don Eugenio. Ha andado usted peleando y exponiendo su vida, y quiere seguir en la lucha, y no es usted militar, porque no tiene grado, ni sueldo, ni nada, ni nadie se acuerda de usted. ¡Parece mentira que un hombre listo sea tan tonto!
Su madre me dice que está fastidiada con los milicianos, que van todos los días a su casa a decirle que por qué no viene usted, que entre los liberales hay divisiones.
Su madre no sabe qué contestarles. Por un lado, se alegra de que usted no esté en Aranda. Si ha de seguir usted así, lo mejor será que se la lleve usted a Madrid, porque si no, aquí le van a dar un disgusto.
Su amiga,
Teresa.»
[268] Aviraneta se había acostumbrado a esta correspondencia, y todas las semanas escribía a Teresita una larga carta y le enviaba algún regalo. Por las Navidades, y siguiendo el consejo de Teresita, acompañó a su madre a Madrid.
A principios del año 1823, Jorge Bessieres, obligado por Mina a salir de Cataluña, se dirigió a Aragón y entró en Fraga y en Mequinenza. La Regencia de Urgel le había dado el mando de esta ciudad. Organizó Bessieres en ella, en colaboración con el padre Talarn, su tropa, que ascendía a unos tres mil hombres, y se dispuso a seguir camino de Madrid.
Durante su estancia en el pueblo aragonés, sus diferencias con Adán Trujillo, el presidente de la Junta Suprema de Mequinenza, estuvieron a punto de producir choques y que ambos jefes viniesen a las manos.
Adán Trujillo mandaba a la Regencia de Urgel informes contra Bessieres; le acusaba de masón, de tener relaciones con los liberales, y de no darse prisa en la organización de sus fuerzas. La Regencia ordenó a Bessieres que saliera lo antes posible de Mequinenza y se acercara a Madrid alarmando los pueblos.
Bessieres se aproximó a Zaragoza el 4 de enero e intimó la rendición de esta ciudad el 5, intimación que fué despreciada; hizo otra tentativa inútil sobre Calatayud y comenzó a internarse en Castilla.
Bessieres no tenía en su viaje un fin claramente concebido. Pensaba llegar hasta donde pudiese; pero si la casualidad hacía que fuera de éxito en éxito y de fortu[270]na en fortuna, entonces pensaba entrar en Madrid, apoderarse del rey y de su familia, ponerlo a la cabeza de las tropas y marchar hacia el Norte.
Fernando VII estaba enterado del proyecto y lo aprobaba.
En su marcha se incorporaron a Bessieres Carlos Ulman, que llegaba de Peñíscola con más de mil hombres y doscientos caballos, reclutados en Castellar, y Rafael Sempere.
Sempere se había levantado primeramente en Benazal con sesenta hombres, y después de varios encuentros, afortunados para él, con los liberales, su partida había crecido hasta formar una brigada.
Poco después se unieron a Sempere el comandante Prats y el carretero Ramón Chambó.
Chambó tenía una partida de cien hombres en el Maestrazgo y había sustituído al cabecilla Rambla. Sempere, con un núcleo de fuerzas importantes, tomó Segorbe, donde cogió un botín importante, y después avanzó hacia Castilla para unirse a Bessieres.
Las tropas de Bessieres, Ulman y Sempere se unieron poco después con las de Capapé y las del ex coronel Nicolás de Isidro.
En conjunto formaron una hueste de más de cinco mil infantes y de cerca de mil lanceros.
El Gobierno destinó a la persecución de estas fuerzas a los generales don Manuel de Velasco, Carondelet y el Empecinado.
Cerca de Calatayud, Carondelet salió al encuentro de los facciosos, los atacó, y los rebeldes se retiraron, dejando unos cuarenta rezagados prisioneros.
El 11 de enero, Antonio Martín, capitán de caballería, hermano del Empecinado, volvió a atacar a la retaguardia de Bessieres, que se hallaba en las proximidades de Molina de Aragón, y le hizo algunos muertos y setenta y dos prisioneros.
A pesar de estos ligeros tropiezos, Bessieres iba avan[271]zando hacia Madrid, cobraba contribuciones, requisaba ganado lanar y caballería para su tropa.
Del 16 al 17, Bessieres estaba en Medina Cœli y pedía al Ayuntamiento de Sigüenza que quitara de la plaza la lápida de la Constitución, símbolo de irreligión y de licenciosidad, según decía el antiguo republicano.
Al saber que los facciosos se hallaban ya en Medina Cœli y avanzaban hacia Guadalajara, el pánico en Madrid fué terrible. Se sabía que estaban reunidas las fuerzas de Bessieres, Ulman, Capapé, Chambó y el ex coronel Nicolás de Isidro. Tales datos hacían creer a la gente en contra del Gobierno, que aseguraba no llegar el número de los facciosos más que a tres o cuatro mil; que éstos ascendían al doble o quizá al triple.
El peligro era grande; la guarnición de Madrid, exigua, no bastaba para defender la ciudad; se sentía la ramificación reaccionaria con el movimiento de Bessieres que llegaba a Palacio, y se veía que algunos políticos influyentes colaboraban en el movimiento absolutista, paralizando en lo posible la acción del Gobierno.
La Milicia voluntaria de Madrid pidió a las Cortes, como favor especial, pues la disposición de la ley no le autorizaba a hacer este servicio fuera de la provincia, que se le permitiera marchar contra los facciosos. La petición se aprobó por unanimidad y se designaron los batallones 20, 22 y 24, por ser los menos incompletos, para que salieran a luchar. En Madrid se preparó una columna de dos mil hombres de infantería, quinientos caballos del regimiento de Alcántara y cinco piezas de artillería. Esta columna estaba mandada por don Demetrio O'Daly, comandante general de Castilla la Nueva y uno de los militares sublevados en Cabezas de San Juan, portorriqueño, de origen irlandés, muy católico y franc-masón.
El 16 de enero había salido de la corte O'Daly con sus fuerzas. Palarea, mientrastanto, tomaba medidas para la defensa de Madrid.
El día 20 de enero, Aviraneta presenciaba en la calle de Alcalá la partida de cuatro compañías de milicianos que marchaban a Guadalajara. Juntas con ellas iban partidas sueltas, a las órdenes de varios jefes populares, entre ellos Beltrán de Lis, que pensaban unirse a las fuerzas del Empecinado.
El Ayuntamiento de Madrid reunió todas las diligencias, tartanas, calesas y calesines que pudo encontrar para el transporte de los nacionales. El espectáculo era de lo más desordenado y lamentable; la gente del pueblo, la mayoría deseosa de que derrotasen a los milicianos, les dirigía bromas y burlas. Los milicianos se agitaban en la mayor confusión. Hablaban, reñían, disputaban en corrillos, sacaban a relucir antiguos resquemores, y la ancha calle de Alcalá, ocupada por la masa de público y por los milicianos discutidores y chillones, era como el símbolo de la sociedad y de la Revolución española.
Comenzaban a marchar las primeras calesas con los milicianos calle abajo, cuando un mozo de la Fontana de Oro se acercó a Aviraneta:
—¿Qué pasa?—preguntó don Eugenio.
—En el café hay dos lanceros que le andan buscando.
Estos lanceros traían una carta del Empecinado. Aviraneta abrió la carta. Don Juan Martín le decía que necesitaba de él; que le nombraba secretario de campaña y ayudante de campo; que pidiera un caballo en el Ministerio de la Guerra, y que saliese inmediatamente para Torija.
Aviraneta pidió el caballo, y poco después, entre los dos lanceros, pasaba por la Puerta de Alcalá, alcanzaba a los milicianos y seguía adelante.
Salieron Aviraneta y los dos lanceros de Madrid, y, poniendo sus caballos al trote corto, se dirigieron, por la carretera de Alcalá, hacia las Ventas del Espíritu Santo. Pasaron las Ventas y avanzaron hacia Canillejas. Había dejado de llover un poco; el cielo seguía negruzco y amoratado; los campos, llenos de agua; un viento furioso retorcía los pocos arbolillos raquíticos del camino.
A veces, el avanzar constituía una verdadera lucha. A otro que no hubiera sido Aviraneta le hubiera dado una impresión melancólica aquellas llanuras tristes, monótonas, debajo del cielo tormentoso, morado y negruzco, con resplandores de cobre. Sólo algunos rebaños de ovejas blancas y negras, seguidos de los pastores, cubiertos de largas capas, se veían recorrer los campos.
Un poco antes de pasar por el puente de San Fernando arreció tanto la lluvia, que Aviraneta y sus acompañantes, desviándose del camino, se acercaron a una casa terrera para cobijarse en ella. Había dentro un hombre, un pastor, con quien Aviraneta entró en conversación. No sabía quiénes eran los realistas, ni los constitucionales, ni si estaban lejos o cerca.
Cuando amainó la lluvia don Eugenio y los lanceros volvieron a salir y a ponerse en marcha. Por el camino[274] pasaban galeras de seis o siete mulas con la cabeza baja.
Al anochecer comenzó a cambiar un poco el tiempo y el paisaje; se destacaron unas colinas peladas en el horizonte y poco después apareció la silueta de Alcalá.
Se despidió Aviraneta de los lanceros, se fué a una posada y, por la mañana, en compañía de otros dos soldados, y montado en un caballo nuevo, se puso en marcha.
Abandonaron Alcalá, cuyas iglesias de ladrillo, con sus torres puntiagudas de tejados plomizos, brillaron ante un rayo de sol pálido que salió entre nubes, y tomaron los tres el camino de Aragón.
Al mediodía comenzó a llover; comieron por la tarde en Guadalajara, y Aviraneta siguió el camino hasta Torija, en donde entró calado hasta los huesos.
—Es un buen comienzo de expedición—murmuraba entre dientes.
Aviraneta se presentó en la casa donde estaba el Empecinado, y se le trajo, por orden del general, un jergón y una manta para aquella noche.
El Empecinado se manifestaba furioso contra el Gobierno y el ministro. Don Juan Martín había advertido desde Sigüenza que no tenía fuerzas bastantes para luchar con Bessieres, y el ministro, como si nada le importase que derrotaran al Empecinado, insistió en que atacase.
Entonces don Juan Martín, sin hacer caso de las órdenes del ministro, esquivando un encuentro que hubiera sido desastroso, se presentó en Torija a esperar refuerzos. Lo mismo había hecho el general Velasco en Aragón para no ser derrotado estúpidamente.
Al levantarse Aviraneta comenzó sus trabajos. No tenía el Empecinado arriba de cuatrocientos hombres.
Estos se hallaban descalzos, faltos de camisa, devorados por parásitos: en una verdadera miseria.
El Empecinado había pedido efectos a Madrid, y los estaba esperando.
El 21 llegaron algunos milicianos de la corte y las partidas sueltas que iban a unirse con el Empecinado. Con estas tropas vinieron carros con ropas y municiones.
La gente del Empecinado mejoró pronto de aspecto.
Los soldados que enviaba Madrid no eran de toda confianza: abundaban los majos y manolos, los estudiantes calaveras y otros tipos maleantes, a los cuales no era fácil imponer con rapidez la disciplina necesaria.
Aviraneta y el Empecinado discutieron qué sería mejor, si mezclar los unos con los otros o formar compañías aparte.
Por fin se decidieron por esto último. Buscaban el que cada grupo tuviera responsabilidad clara en lo que hiciese...
Desgraciadamente, el tiempo estaba malo; la lluvia representaba mucha fatiga y molestia para soldados bisoños. No había alojamientos. Pasaron los del Empecinado y las partidas madrileñas un día en Torija mal que bien, y el 22 llegaron más compañías de los batallones de Trujillo, Cuenca, Mallorca, milicianos de Madrid y caballería de Calatrava.
En conjunto se habían reunido unos dos mil hombres y trescientos caballos. La fuerza era heterogénea y difícil de mandar. No se cabía en el pueblo.
Las órdenes del Gobierno fueron confusas y contradictorias. El día 22, entre dos y tres de la mañana, se ordenó al Empecinado fuera a Guadalajara con sus tropas, adonde llegaron con una gran nevada. El día 24, a las cinco de la mañana, con un tiempo horrible de deshielo y de lluvia, se tomó el camino de Aldeanueva. Se descansó una hora y media en esta aldea y se siguió a Caspueñas recibiendo aguaceros. A las dos de la tarde se llegó delante del pueblo. Se dispuso que las guerrillas estuvieran a la vista de las tropas. Ya frente a Cas[276]pueñas se recibió nueva orden de dejar este pueblo y avanzar hacia Brihuega, por el camino de herradura de Valdesaz, y esperar allí en los altos a O'Daly.
Seguía lloviendo de una manera terrible; el cielo, negruzco, amoratado, vomitaba el agua a torrentes; toda la tropa estaba mojada hasta los huesos, y los soldados llevaban el fusil debajo del capote para conservarlo útil en un momento dado.
Al acercarse a Caspueñas, el Empecinado se encontró con el pueblo ocupado por las fuerzas del cabecilla Ulman, en número de mil quinientos hombres. No se habían dado cuenta los facciosos de la llegada de las tropas del Gobierno por la niebla y el mal tiempo.
¿Qué se iba a hacer?
Don Juan Martín consultó con sus oficiales, y todos estuvieron de acuerdo en considerar imprudente el dejar un pueblo con tanta tropa enemiga a la espalda. Se decidió atacar.
El Empecinado hizo que sus fuerzas de infantería, en guerrillas muy abiertas, se acercaran a Caspueñas sin disparar. Se reunió en seguida un pequeño escuadrón de unos doscientos hombres con soldados del regimiento de Calatrava, nacionales de Madrid y patriotas oficiales de la guerra de la Independencia, y se les dió orden de avanzar.
Se puso al frente el Empecinado y a su lado Aviraneta, y el escuadrón marchó al trote, acercándose al pueblo. Al llegar a él, don Juan Martín mandó cargar, y al galope se entró en la primera calle. Las guerrillas constitucionales comenzaron el fuego contra los realistas, que salieron a defender la entrada de la aldea. Algunos grupos quisieron detener la marcha del escuadrón; pero éste, arrollando todo a su paso, acuchillando a derecha e izquierda, hizo poner en fuga a los absolutistas, dejando en el campo treinta y seis muertos, y en poder del Empecinado, la música, los equipajes y noventa y siete prisioneros.
El mismo Ulman quedó herido y tuvo que huír a la desesperada con su gente.
Después de ocupado Caspueñas y de batir a los facciosos, se tomó el camino de herradura de Valdesaz, y de Valdesaz se dirigieron las tropas a Brihuega. Aquella jornada fué otra senda de martirio. La tarde estaba horrible; caía el agua a torrentes. El camino, lleno de barro, se ponía resbaladizo. El terreno era monte bajo, quemado para hacer carbón.
Obscureció en seguida y se siguió marchando hasta llegar sobre Brihuega a las nueve de la noche, sin haber descansado un momento.
En las alturas que dominan el pueblo formaron en orden de batalla los batallones que constituían la división y comenzaron a extenderse las guerrillas. El Empecinado ordenó el ataque. Una patrulla enemiga apareció por un camino y comenzó a tirotearse con los liberales. El Empecinado, mandó a don Francisco Van-Halen que, con doscientos infantes y treinta caballos, la contuviera. Se esperaba a O'Daly, y O'Daly no venía. El Empecinado no sabía que mientras él ocupaba con éxito Caspueñas, O'Daly había sido batido y rechazado en Brihuega.
La situación era mala: seguía lloviendo; la mayoría de los fusiles estaban mojados y no se podía disparar.
El Empecinado, que siempre quería salir de sus apuros a fuerza de valor, mandó a uno de los batallones de milicianos de Madrid que formara en columna cerrada, y, a paso de carga, por un camino muy pendiente, se dirigiera al pueblo.
Él pensaba atacarlo por el lado contrario. El batallón de milicianos llegó cerca de Brihuega; pero fué recibido por los facciosos, que, parapetados y en la obscuridad, le hicieron continuas descargas.
Aviraneta, con una patrulla, se acercó al río Tajuña, a atravesarlo por un puente, cuando se le acercaron varios fugitivos de la división de O'Daly, que le contaron[278] el desastre sufrido por ellos. Aviraneta corrió a dar cuenta del suceso al Empecinado y se decidió la retirada. Se recogieron los fugitivos de las tropas batidas por la tarde, se recobraron dos piezas pequeñas de artillería de las abandonadas por O'Daly y se dió la orden de marcha. El grueso de la fuerza tomó por el camino de Valdeavellano y el teniente coronel Van-Halen por Atanzón. Con barro hasta la rodilla, sin comer y sin descanso, muertos de frío, mojados, a la una de la noche, después de diez y ocho horas de marcha, llegaron Aviraneta y el Empecinado a Valdeavellano, donde se tendieron como pudieron en un pajar. Al día siguiente, las fuerzas del Empecinado volvían a Guadalajara, y don Francisco Bringas, oficial de la Milicia Nacional voluntaria de caballería, llevaba setenta y dos prisioneros, que entregó en Madrid, de los noventa y siete hechos por el Empecinado en Caspueñas.
Don Demetrio O'Daly era el comandante general de Castilla la Nueva. El Gobierno, al saber el avance de Bessieres, le encomendó la tarea de batir a los realistas, operando en combinación con las fuerzas del Empecinado.
O'Daly participaba del odio de los militares de carrera por los guerrilleros y del desprecio de los masones por los individuos afiliados a la Comunería. Además de esto, O'Daly, como todos los criollos, se creía aristócrata. No era extraño que no quisiera ponerse en relación con el Empecinado, guerrillero, comunero y plebeyo. Las fuerzas con que contaba O'Daly no eran bastantes para batir a los realistas; pero O'Daly quería a todo trance atacar solo con sus tropas.
La noticia de que Ulman se había separado del grueso de los realistas y marchado a Caspueñas, y de que Bessieres, en compañía del ex franciscano Talarn, no tenía mas que unos dos mil hombres cerca de Brihuega, alentó a O'Daly a marchar solo contra los facciosos.
El día 24, por la mañana, sin avisar al Empecinado, salió con su columna en marcha hacia Brihuega.
El avance fué difícil y penoso por las lluvias y el barro del camino.
Al mediodía la columna de O'Daly se encontró a la vista de los facciosos.
Estaban los realistas en los cerros, escalonados en trincheras, en número de unos dos mil, y en la orilla del Tajuña tenían unos mil hombres con quinientos caballos.
O'Daly dispuso un movimiento de flanco con objeto de envolverlos, y mandó avanzar al regimiento de milicia activa de Bujalance y a las compañías de Guadalajara.
A unos y a otros, al entrar en fuego, se les vió sin ánimos, sin más deseo que hacer como que cumplían.
Los absolutistas, que estaban a orillas del río, se dieron cuenta en seguida de lo que pasaba; cruzaron el puente sobre el Tajuña, a las órdenes del fraile Talarn, avanzaron con rapidez a la bayoneta, y los milicianos y voluntarios de O'Daly, volviendo la espalda, tiraron los fusiles y echaron a correr. Al ver esto, la caballería facciosa salió en persecución de los fugitivos. La infantería realista, saltando de sus trincheras, corrió a envolver al enemigo, se extendió en anfiteatro e hizo un copo de las tropas constitucionales. Estas se entregaron a discreción, y los realistas cogieron prisioneros a un brigadier, a siete jefes, veintisiete oficiales, mil doscientos soldados con sus fusiles, y cinco piezas de artillería con sus carros de municiones.
No quedaron todas las fuerzas de O'Daly prisioneras, porque a media tarde un escuadrón del regimiento de Alcántara, mandado por el coronel Pintado, dió una carga contra los facciosos, rompió el cerco y salió de él. En la carga cayeron heridos a lanzadas Talarn y varios oficiales de Bessieres.
Se hizo de noche y las fuerzas derrotadas pudieron retirarse a Caracena.
A pesar de que O'Daly tenía medios de comunicar lo ocurrido al Empecinado, no lo hizo por despecho, y éste, después de batirse en Caspueñas, se presentaba a las[281] nueve de la noche en Brihuega, pretendiendo entrar en la villa.
Los realistas, desde las fortificaciones, se defendieron y destacaron una columna exploradora, pero no se atrevieron a salir y aceptar la batalla, quizá pensando que la fuerza que les atacaba era mayor.
La noticia de la derrota de Brihuega hizo un efecto desastroso en Madrid. Los masones dijeron que la culpa había sido del Empecinado por no haber secundado a O'Daly; los comuneros, que era de O'Daly, por no haber avisado al Empecinado.
O'Daly había sido culpable; su vanidad, su deseo de vencer solo, ocasionó aquella derrota, que contribuyó a desmoralizar a los liberales.
Después de la derrota de Brihuega, el Gobierno tuvo que echar mano de todos sus recursos; nombró capitán general de Castilla la Nueva a don Francisco Ballesteros; gobernador militar de Madrid, a Zarco del Valle, y concluyó de organizar una fuerza de tres mil hombres de infantería y cuatrocientos caballos, que puso a las órdenes de otro prestigio, el general don Enrique O'Donnell, conde de Labisbal.
Los realistas, por su parte, no se durmieron; la misma noche del triunfo de Brihuega, Bessieres hizo ingresar en sus filas algunos de los prisioneros constitucionales, y a los demás los soltó.
Al día siguiente del encuentro, por la mañana, Bessieres y el ex coronel de ejército, don Nicolás de Isidro, con un pelotón de lanceros, salieron de Brihuega; llegaron a Horche, donde se reunieron con unos doscientos infantes, y juntos se acercaron a Guadalajara y entraron hasta el palacio del Infantado. Intimaron su rendición, que no fué atendida por el gobernador civil, que estaba en el palacio, y siguieron adelante hasta ocupar el pueblo.
Al mediodía, el gobernador pudo mandar aviso al batallón de Bujalance, que se encontraba fuera de la[284] ciudad, de que Bessieres había entrado en Guadalajara con pocos hombres.
Las tropas de Bessieres y de Isidro se posesionaron del pueblo; pero al anochecer, temiendo un ataque, se retiraron hacia el puente. El momento y la obscuridad lo aprovecharon los del batallón de Bujalance para entrar en Guadalajara y distribuír fuerzas en el palacio del Infantado y en algunos otros puntos estratégicos.
El mismo día de la entrada de Bessieres y de Isidro llegaba O'Donnell a Alcalá de Henares, y saliendo inmediatamente, ocupaba el 26 Guadalajara.
Se habían reunido en esta ciudad tropas de Labisbal, de O'Daly, de Velasco y del Empecinado. En conjunto, cerca de ocho mil hombres.
Labisbal, al llegar, llamó al Empecinado, con quien tuvo una larga entrevista acerca de lo ocurrido en Brihuega; después avisó a O'Daly, y a los dos juntos les dijo:
—Ha sido una mala inteligencia la que ha producido el tropiezo de Brihuega. No creo que ninguno de ustedes tendrá inconveniente en servir a mis órdenes.
—Yo, por mi parte, no—dijo el Empecinado.
—Ni yo tampoco—añadió O'Daly.
—Pues entonces prepárense ustedes. Ahora mismo vamos a desalojar a los enemigos del puente de Guadalajara y a dispersarlos.
El Empecinado contó a Aviraneta lo ocurrido, y se dieron las órdenes para el ataque.
Llovía de una manera desastrosa. Guadalajara, que es de por sí un lugarón pobre, envuelto en aquel continuo chubasco parecía más mísero y triste.
Bessieres, con sus hombres, se había atrincherado en el puente sobre el Henares y en algunas casas inmediatas.
Se reunieron en la plaza, delante del palacio del Infantado, unos trescientos hombres, cien caballos y dos piezas de artillería. Labisbal dispuso que se tomaran[285] posiciones en la cabeza del puente que da a la ciudad. Lo hicieron así, y comenzó el tiroteo.
Al cabo de media hora se ordenó que se colocaran dos piezas de artillería a orillas del río, cerca de unas colinas terrosas y amarillentas, a las que va desmoronando el Henares en sus crecidas.
Tras de una hora de fuego de fusil y de cañón, O'Donnell dispuso que una compañía desplegada en guerrilla avanzara por el puente.
Bessieres estaba fortificado en un molino y en dos o tres casas de la otra orilla, y había mandado construír un parapeto de un lado a otro del puente, uniendo los dos baluartes en el ángulo saliente que tiene en medio.
El Henares venía ancho, crecido, turbio, de color de ocre. No era posible atravesarlo por ningún vado. Al entrar la columna en el puente, comenzó un fuego muy vivo. Los dos cañones disparaban simultáneamente y destrozaron una casa baja de ladrillo, desde donde los realistas tiroteaban por las ventanas.
Los soldados constitucionales avanzaron hasta el centro del puente, y antes de que se entablara la lucha cuerpo a cuerpo, los realistas retrocedieron. Pronto se dieron cuenta los liberales que los de Bessieres no se defendían con valor, y notando la debilidad del adversario hicieron un esfuerzo y desalojaron de las casas y del molino a los realistas, donde se habían guarecido.
Cuando se pasó a la orilla opuesta, se vió que los realistas se retiraban rápidamente. El triunfo de Brihuega quedaba algo contrarrestado, y Bessieres y los suyos no se atrevieron a seguir camino de Madrid.
Se puso una compañía vigilando el puente, y Labisbal y el Empecinado volvieron a Guadalajara.
Seguía lloviendo. Aviraneta se fué a la posada de los Mandambriles, donde había varios oficiales que estaban jugando al monte. Uno de ellos, oficial de O'Daly, le dijo que Labisbal se inclinaba a defender a O'Daly y a echar la culpa al Empecinado por lo de Brihuega.
—No me choca nada—dijo Aviraneta—. Son los dos de origen irlandés. Se las echan de aristócratas, y tienen el odio de todos los militares de escuela por los guerrilleros.
—Eso no es cierto—dijo el militar.
—Sí lo es. ¡Bah! ¡Ya lo creo!
—Tienen mucha vanidad estos guerrilleros.
—Hombre, nosotros no tenemos la culpa de que ganáramos acciones mientras el ejército español perdía batallas.
—Eso es un insulto.
—No; únicamente es un hecho.
La discusión hubiera tenido malas consecuencias, si no la hubiese interrumpido la entrada de otros oficiales.
Don Enrique O'Donnell era hombre de una perpetua doblez, histrión inconsciente que jugaba siempre con dos barajas. Aviraneta sabía que había estado comprometido en varias conspiraciones militares, principalmente en la de Richart y la de Lacy.
Se aseguraba que entre los papeles cogidos a los insurrectos de Barcelona, cuando lo de Lacy, se habían encontrado monedas acuñadas, en cuyo reverso se leía: «Enrique I, cónsul de la República española».
La conducta de O'Donnell en el Palmar y después en Ocaña reveló el fondo de inconsciencia y deslealtad de su alma.
Al comienzo del año 23 se decía que O'Donnell tenía relaciones con los absolutistas, aunque otros opinaban que sus simpatías estaban por los constitucionales moderados o del Anillo.
Desde su reunión en Guadalajara, O'Donnell buscaba las ocasiones de que O'Daly se rehabilitara; en cambio, no llamaba al Empecinado cuando pudiera lucirse.
O'Daly, que era falso, como buen criollo, e hipócrita, como hombre iglesiero, trabajó para desacreditar al Empecinado.
Don Juan Martín, que tenía mucho amor propio,[288] buscó la forma de operar solo, ayudando al grueso de la división.
El 29 de enero, Aviraneta y él, con ochenta caballos, pasaron el Tajo a nado a media noche. Fueron flanqueando al enemigo, y a las dos de la mañana lo sorprendieron en la villa de Sacedón. Iba la pequeña partida en dos patrullas: en la primera marchaban el Empecinado y Aviraneta; la segunda la mandaba Antonio Martín y Francisco Van-Halen. Al llegar a las puertas de Sacedón picó el Empecinado las espuelas, y arrollando a los guardias, pasó adentro. Los realistas tenían una posición fuerte; pero creyéndose rodeados, la abandonaron y se dieron a la fuga.
Con aquella maniobra se facilitó el paso del puente fortificado sobre el Tajo a las fuerzas de O'Donnell, que entraron en Sacedón el día 30.
Por la mañana de este día se recogió la lápida de la Constitución derribada y se volvió a ponerla en el Ayuntamiento.
Los oficiales de Estado Mayor interinos don Carlos Peman, don Ramón Collantes y Aviraneta, hicieron formar una compañía delante del Ayuntamiento. Collantes arengó a las tropas, y después Peman se adelantó, y, quitándose el morrión, gritó:
—¡Soldados! ¡Libertad o muerte! ¡Viva España! ¡Viva la Constitución!
Un coro de aclamaciones frenéticas le contestó.
Se hicieron tres descargas, y la tropa marchó a su alojamiento.
Este acto, al parecer, no fué muy del agrado del general en jefe. Todos sabían que don Enrique O'Donnell, conde de Labisbal, no tenía gran entusiasmo por la Constitución de Cádiz.
Ocupado Sacedón, los constitucionales se dispusieron a seguir persiguiendo al enemigo. Se había desencadenado un temporal horroroso.
El Tajo, en Sacedón, venía imponente, arrastrando[289] tierra y troncos de árboles. El camino de Auñón estaba inundado.
El Empecinado y Aviraneta exploraron los alrededores de Sacedón, y tuvieron una escaramuza en la Puerta del Infierno.
El 4 de febrero O'Donnell estableció su cuartel general en Bellisca, y el 9 tuvo que detenerse en Garcinarro. El temporal había puesto los caminos imposibles.
Mientras que las fuerzas de O'Donnell estaban en Bellisca y por los alrededores de Alcázar y Loranca, Bessieres ocupaba Huete y lo iba fortificando. Huete era pueblo de recursos. Quedaban todavía allí muchos lienzos y cubos de muralla útiles, algunos conventos y casas de gruesas paredes, y se podía hacer una buena defensa, teniendo como tenía el caudillo realista cerca de cinco mil hombres, cuatro piezas de artillería y quinientos caballos.
Al acercarse los constitucionales a Huete, Bessieres, desde las murallas y desde el cerro del Canillo, los recibió con descargas de metralla y de fusilería desde sus trincheras. Esto, unido al temporal, obligó a los constitucionales a paralizar las operaciones y a limitarse a hacer reconocimientos.
El mismo día en que se llegó cerca de Huete se incorporó a las fuerzas de Labisbal el regimiento de Calatrava, que venía de Cuenca.
Aviraneta y el Empecinado se instalaron en un ventorro entre Buendía y Huete. Por la noche estaba Aviraneta en el ventorro cuando un pastorcillo se le acercó y le dijo:
—¿Es usted don Eugenio?
—Sí.
—¿El amigo del señor Empecinado?
—Sí.
—Pues tome usted esta carta.
Aviraneta cogió la carta, la abrió y la leyó. Decía:
[290] «Amigo Aviraneta: Esta noche, a las nueve, si quiere usted, avance usted hacia el pueblo por la carretera. Le saldrá a recibir un sobrino mío con una escolta, que le traerá aquí y hablaremos.
Jorge Bessieres».
Aviraneta, algo sorprendido, iba a preguntar al chico quién le había dado la carta; pero el pastorcillo había desaparecido.
Aviraneta enseñó la carta al Empecinado.
—Bueno, vete a ver qué quiere—dijo éste.
Aviraneta esperó a que se hiciera de noche, y después de cenar avanzó por la carretera.
Pasó la línea de centinelas y se detuvo.
Al poco rato se acercó una patrulla de jinetes:
—¡Aviraneta!—gritó una voz.
—Soy yo.
Era el sobrino de Bessieres y lugarteniente suyo, llamado Portas.
Marcharon todos al trote largo hasta llegar a una casa de la carretera. En un cuartucho se hallaba Bessieres con el francés Delpetre, que después en la guerra carlista anduvo con Merino. Estaba también el fraile Talarn, que tenía un brazo vendado. Bessieres era un hombre fuerte, moreno, de buena figura, con ese rictus sardónico de los mediterráneos acostumbrados a lo que ellos llaman la railla. Tenía una mirada de suspicacia y un gesto, al hablar, de exaltado y de matón. Era éste catalán, hombre turbio, atrevido, audaz, que iba viviendo y avanzando entre dos paralelas: la muerte en el patíbulo, por un lado, y la gloria y el poder por otro. Bessieres era un hombre intrépido, que despreciaba a los demás y amaba el éxito y el dinero.
Sabía disimular su capacidad y su inteligencia con formas bruscas y brutales; hablaba una jerga medio catalana, medio francesa, medio española, y la adornaba[291] con toda clase de juramentos, blasfemias y exclamaciones.
Bessieres recibió amablemente a Aviraneta.
—Ahora, cuando nos quedemos solos, hablaremos.
Era una indirecta bien clara a los que estaban allí para que se marchasen; pero Delpetre y Talarn no parecieron entenderla.
Bessieres, de pronto, se incomodó y dijo a estos dos:
—Perdonen ustedes; tengo que hablar con este señor.
Delpetre salió; pero el fraile Talarn no lo hizo; se entretuvo en atar de nuevo el pañuelo en donde apoyaba el brazo en cabestrillo, con una gran lentitud.
Cuando terminó, se marchó dando un portazo:
—Cochino frare—dijo Bessieres—. Algún día le voy a cortar las orejas.
Cuando quedaron solos Bessieres, Portas y Aviraneta en el cuarto, el francés pareció estar más tranquilo.
Bessieres quería sonsacar a Aviraneta, preguntarle el efecto que había hecho en Madrid la derrota de Brihuega. Aviraneta contestó con ambigüedades.
Bessieres habló largo rato. Había en el aventurero francés el fondo resbaladizo del que cambia de nacionalidad y de principios. Como hombre voluble y traidor, tenía muchos rencores y animosidades. Sentía por los franceses un gran odio: había peleado como guerrillero contra ellos; abominaba de los aristócratas realistas españoles, por haber sido obrero e industrial; despreciaba a los curas y frailes con quienes convivía, y guardaba por los liberales moderados la hostilidad del republicano.
Bessieres era un hombre anárquico, un demagogo que podía tomar cualquier actitud política; pero que siempre había de sentirse rebelde.
Para él el orden, la jerarquía, la disciplina, no podían tener valor.
—¿Qué dicen en Madrid de mí?—preguntó Bessieres.
Aviraneta le contestó que los realistas y los frailes estaban muy contentos con él; que los liberales y carbonarios decían que era traidor.
—¡Yo traidor!—exclamó Bessieres—. Yo soy más republicano que Robespierre; sí, diga «ustet» en «Madrit» que si desenmascaran a los traidores como Ballesteros y Labisbal, si echan a esos lladres a patadas, yo, yo, Jorge Bessieres—y se dió fuertes puñetazos en el pecho—, iré a sacrificarme por la llibertat.
Aviraneta estaba un poco sorprendido. La mirada de Bessieres le daba la impresión de que se las había con un truchimán listo; la voz y el gesto eran de un exaltado o de un loco.
Bessieres añadió que los españoles tenían que unirse para combatir a los franceses, si éstos intentaban entrar en España.
—¿Es un cuco o es un loco?—pensó Aviraneta.
De pronto, Bessieres llamó a su lugarteniente:
—¡Eh, tú, noy!
—¿Qué?—preguntó Portas.
—Los copones—indicó Bessieres.
Portas abrió una maleta y sacó unos magníficos cálices de oro. Bessieres puso uno delante de Aviraneta y otro delante de él.
—Echa vino, tú—dijo Bessieres.
Portas sacó una botella y llenó de vino los vasos.
—Tenemos una buena vajilla—dijo riendo sarcásticamente el francés—. Este—y tomó un cáliz—lo cogimos en Auñón; el otro es de aquí, de Huete. Si ese asqueroso fraile lo supiera, me denunciaría... Lo tengo que matar. Beba usted.
Aviraneta temió un momento que el vino estuviera preparado; examinó los dos cálices, y por si acaso bebió en el que había puesto Portas delante de Bessieres.
Bessieres bebió en el otro.
—Usted es un hombre consecuente, Aviraneta—dijo Bessieres—; usted es un lliberal. ¿Con que esos lladres de Madrit disen que yo he hecho la porcá de haserme absolutista? Ya verán lo que ha de hacer Bessieres. Usted ha de ver, Aviraneta, la sorpresa que voy a dar yo.
Bessieres estaba dispuesto a seguir bebiendo; quería, quizá, emborrachar a su huésped; pero Aviraneta le advirtió que tenía que volver al campamento. Bessieres quedó displicente y murmuró:
—Bueno, bueno. ¡Adiós! Aun nos tenemos que entender.
—Si usted se pasa a nuestro campo, al momento—contestó Aviraneta.
—¿Me reconocerían los grados?
—No sé, yo creo que sí.
Bessieres alargó la mano y Aviraneta se la estrechó.
Portas acompañó a Aviraneta hasta doscientos pasos de los centinelas constitucionales.
Al día siguiente, por la noche, Bessieres abandonaba Huete, clavando antes la artillería. De Huete se dirigió por la villa de Peraleja hacia las sierras de Priego, cruzó la provincia de Cuenca y apareció en Poveda de la Sierra.
El ejército constitucional se destacó en su persecución, y en Almonacid se prendió a algunos rezagados, entre ellos a Pepa Garzón, la mujer de Joaquín Capapé, mujer guapetona y de buen trapío.
El día 15 de febrero los constitucionales llegaron al Puente de Priego, encontrándolo tan bien fortificado que no pudieron forzarlo.
Aviraneta habló a unos pastores, indicándoles que si le enseñaban un vado próximo les daría lo que le pidiesen. Uno de los pastores se presentó a la noche diciendo que él le conduciría si le daba cinco duros.
Se le dieron, y a las tres de la mañana del día siguiente, completamente a obscuras, atravesaron el río Aviraneta, el Empecinado y Van-Halen, cuatro o cinco caballos y cincuenta infantes. Esta pequeña fuerza marchó paralelamente al río, se acercó al Puente de Priego y comenzó el fuego.
Los facciosos se creyeron cortados por la división completa del Empecinado, y abandonando sus trincheras del puente se retiraron en dispersión.
Esta ocurrencia produjo la desmoralización de los realistas, que comenzaron a dividirse en partidas. Bessieres, con la suya, intentó penetrar en Cuenca, y rechazado marchó hacia Sigüenza y luego a Aragón; Chambó se dirigió al Maestrazgo, y Ulman y Capapé, camino de Valencia.
La persecución no fué del todo activa. Al llegar los[296] realistas al Tajo en Poveda se hundió el puente y parte de la retaguardia no pudo pasar.
El fraile Talarn, con más de quinientos hombres, tuvo que dirigirse a Peralejo de las Truchas, y atravesó el río por allí sin que nadie le saliera al encuentro.
Así como entre los liberales se habló de traición a raíz de la derrota de Brihuega, se habló de traición entre los absolutistas después de la retirada de Huete.
La Junta de Mequinenza ordenó a Bessieres que fuera de nuevo a Madrid, y como el francés no hiciera caso, Adán Trujillo, que se titulaba gobernador de Mequinenza, lo acusó de traidor y publicó un bando en el que ofrecía dos mil duros por la cabeza de Bessieres, a quien llamaba masón y republicano.
El 21 de febrero el Empecinado entró en Sigüenza. Se decía que Capapé, con mil infantes y cien caballos, estaba en las proximidades del pueblo deseando entregarse; pero no resultó la noticia cierta. También se aseguraba que Bessieres había reñido con sus oficiales y que, separándose de la columna, quería abandonar las filas realistas.
El Empecinado continuó la persecución de las partidas; llegó el 24 de febrero, al anochecer, al Burgo de Osma, donde entró con Aviraneta y cuatro soldados. Se siguió avanzando por Soria y la serranía de Yanguas hasta cerca de Agreda, en cuyas inmediaciones el enemigo se dispersó en pequeños grupos.
Desde Agreda, el Empecinado y Aviraneta volvieron a Sigüenza, y de aquí marcharon a Aranda, en donde estuvieron un día.
Al llegar a Aranda Aviraneta dejó al Empecinado en compañía de Moreno, su administrador, que vivía en la plaza del Trigo, y él se fué a hacer algunas diligencias.
Contrató con un arriero el porte de los muebles que quería llevar a Madrid, y al atardecer, embozado en la capa, para que nadie le conociera, se acercó a la Casa de la Muerta.
Una turba de chiquillos había tomado posesión de la encrucijada donde se hallaba la casa, y jugaban allí; habían pintado en las paredes letreros y figuras con yeso y amontonado delante tierra y arena.
Cuando llegó Aviraneta dos chicos tiraban piedras a una ventana, y una mozuela con una criatura en brazos daba golpes con el aldabón.
Aviraneta esperó a que obscureciera y que se fueran los chiquillos. Entonces se acercó a la puerta, abrió el postigo y entró en el zaguán. Encendió una vela y subió al primer piso.
Los chicos, y quizá también la gente de la vecindad, habían roto los cristales a pedradas. La casa estaba fría e inhospitalaria.
Aviraneta recogió algunos papeles que tenía allá y llenó un cestillo de cubiertos y objetos de plata. Hecho[298] esto bajó al zaguán, buscó entre un manojo de llaves hasta que encontró una y abrió la bodega. Era ésta un sitio obscuro, sin ventilación, en cuyo fondo se veían derechos grandes tinajones para el vino.
Aviraneta cogió una palanca, fué a un rincón y levantó una losa del suelo sin gran trabajo. Hecho esto volvió al zaguán, y en un cántaro metió sus cubiertos y sus papeles. Tapó la boca del cántaro con un corcho, la cubrió después de lacre y la enterró en el agujero; puso la losa encima y salió de la bodega. Se cepilló la ropa, se lavó las manos y se fué.
Marchó hacia la Plaza Mayor. Todavía el relojero Schültze estaba delante del cristal del escaparate con el lente en un ojo, trabajando. La confitería de doña Manolita se hallaba abierta, y don Eugenio entró y compró un gran paquete de dulces.
Aviraneta pasó por delante de la casa de Teresita, subió rápidamente por la reja, hasta el piso primero, y dejó el paquete colgado en el hierro del balcón con una cinta.
Al bajar se encontró con el Tío Guillotina, el loco, que le miraba atento.
—Hola, Guillotina—le dijo Aviraneta.
—Hola. ¿De dónde vienes?—le preguntó el mendigo.
—De arriba.
—De arriba tienen que bajar los buenos a cortar la cabeza a estos canallas... Sí, canallas..., todos son unos canallas. República y guillotina... Al río todas las cabezas de los malos de Aranda... Al río... ¡Canallas, bandidos! He de beber vuestra sangre.
El loco se encontraba en un estado horrible, febril, desencajado; tenía la frente abierta de una pedrada, con la herida que manaba sangre, y un ojo hinchado por algún golpe; su traje estaba cubierto de barro, y las plumas de gallo de su tricornio, caídas.
Era una ruina, un verdadero harapo humano.
Aviraneta intentó calmarlo y lo quiso meter en el me[299]són del Brigante; pero el loco se le escapó y se marchó corriendo, vociferando.
Aviraneta volvió acompañado por el sereno hasta el alojamiento de don Juan Martín, de la plaza del Trigo.
Al día siguiente, el Empecinado con su escolta se dirigió a Madrid.
Había mejorado el tiempo; un hermoso sol brillaba en el cielo. Aviraneta, con la perspectiva de estar una temporada sin trabajar, se sentía perezoso, cansado.
Al llegar a Madrid pasó unos días en la cama.
Escribió varias veces a Teresita, y ella le contestó de este modo:
«Mi estimado don Eugenio: Cogí el paquete de dulces del balcón y en seguida me figuré que era de usted. No sé para qué hace usted esos gastos.
He leído su carta, y me da mucha pena ver que lleva usted una vida tan arrastrada y que pasa usted tantos trabajos y fatigas. ¡Mi pobre don Eugenio, le veo a usted muy mal!
Ese Empecinado es un monstruo. ¿Qué furia le ha entrado a don Juan Martín de arreglar el mundo cuando debía estar en Castrillo trabajando su tierra? ¿No ven ustedes que toda España está contra ustedes? ¿Cómo no lo comprenden? Habrá que decir como dice mi tía: «Herradura que chacolotea, clavo le falta». Y a ustedes les falta algún clavo o algún tornillo. ¿No escarmentará usted, don Eugenio? ¿Por qué no someterse a la razón? ¡Qué afán de cambiar y de trastornarlo todo. Así hemos encontrado el mundo y así lo dejaremos. Tenga usted fe. Olvide usted la vanidad. ¿Qué le importa a usted lo que le digan sus amigotes?
Me figuro que no ha de hacer usted caso de mis palabras y que seguirá usted erre que erre hasta llegar a la América o al Polo Norte.
Nosotros hemos tenido este invierno nuestros achaquitos; mi padre está con una tos que se ahoga; Rosalía[300] engorda y no tiene ganas de comer, y yo, que como muy bien, estoy cada vez más flaca.
¡Adiós, don Eugenio, cuídese usted y que no se le revuelva más esa olla de grillos que lleva usted en la cabeza! Muchos recuerdos a su madre. Su amiga, que desea verle,
Teresa.»
La pasividad de don Eugenio desapareció un día que fueron a verle el Majo de Maravillas y un miliciano nacional a quien llamaban el miliciano Fachada, que había querido matar al infante don Carlos de una cuchillada en Aranjuez.
El Majo y Fachada eran carbonarios, y se habían convencido, desde la asonada del 19 de febrero, de que Regato era un agente absolutista. Todos los carbonarios tenían ya esta evidencia y habían dispuesto vengarse.
En el mes y medio que faltaba Aviraneta de Madrid, la sociedad carbonaria había hecho algunos adelantos.
Parte de ella se había relacionado con los comuneros, y visitaba la casa de éstos; parte quiso permanecer independiente.
Aviraneta, hacía tiempo había presentado un plan de organización carbonaria. Este plan se discutió largamente y se llegó a aprobar.
Algunos de los italianos no querían que se desposeyese a la sociedad carbonaria de su simbolismo, que en el proyecto de Aviraneta desaparecía por completo.
Aviraneta era hostil a estas mojigangas.
—Si nos llamamos unos a otros buenos primos y hablamos del firmamento, la gente se va a reír de nosotros—dijo don Eugenio varias veces.
En el plan de Aviraneta había cuatro clases de ventas. Cada una estaría constituída por veinte hombres. Veinte hombres de la primera venta tendrían un delegado. Veinte delegados de las primeras ventas formarían la segunda venta; nuevos veinte delegados de las segundas ventas formarían la tercera, y otros veinte delegados de las terceras, la Alta Venta. Para no quitar todo aliciente a la imaginación, se dispuso que las primeras ventas se llamasen manípulas; las segundas, centurias; las terceras, cohortes, y la cuarta, legión o Alta Venta.
Cada venta tendría su autonomía, y no conocerían sus individuos a las de las otras.
El procedimiento para impedir las traiciones estaba basado en el triángulo de Weishaupt; lo que en éste eran individuos, en el carbonarismo eran grupos de veinte.
El plan de Aviraneta se aprobó estando él fuera.
Se llegó a reunir una centuria, es decir, veinte grupos de a veinte, y para la reunión de esta centuria se alquiló un local en la calle del Pozo, en el piso bajo de una casa próxima a la Fontana de Oro.
Aviraneta encontraba muchos defectos a las sociedades secretas; defectos que había ido comprobando en la práctica, en la masonería.
Primeramente, la gente no sabía callar, y el secreto, la táctica de protección común, no se respetaba. A esto había que añadir que la confianza en los miembros era muy escasa, que no se aceptaba de buen grado una jerarquía, y que no había hombres capaces de obedecer sin discutir ni comprender.
Otro peligro grande era la entrada de traidores en la sociedad, lo que podía transformar una institución liberal en un instrumento de absolutismo, como pasaba con los Comuneros.
A pesar de su desconfianza, Aviraneta fué con asiduidad a la venta carbonaria creada bajo sus inspiraciones.
La casa en donde se había instalado la venta tenía[303] tres entradas: se podía llegar a ella por un portal estrecho de la calle del Pozo, por una taberna próxima y por un pasadizo que comunicaba con la Carrera de San Jerónimo.
Desde esta misma casa, desde los balcones de la Carrera, se proyectó matar a Espartero y a O'Donnell, después de su triunfo en la Revolución de 1854, por unos cuantos republicanos, y Aviraneta, que estaba en el Saladero, convenció a los directores del complot, también presos, de la inutilidad del atentado.
En el portal de la calle del Pozo se había instalado un despacho de memorialista, que servía para que el conserje de los carbonarios vigilara la calle y advirtiera la llegada de la policía.
La venta carbonaria disfrutaba de una instalación paupérrima. El local tenía un cuarto bastante grande, que era el salón de juntas, con otros dos o tres pequeños, y varios pasillos. En el salón grande había una mesa, unos bancos y un armario. Sobre la mesa, un velón de aceite.
Formaban la centuria carbonaria veinte miembros, que se llamaban por su número.
Eran: Gipini, el dueño de la Fontana; Cobianchi, el joyero; Nepsenti, el ex fraile Moore, Cugnet de Montarlot, que estaba en Madrid; Aviraneta, uno de los hermanos Bonaldi, barítono de fama; el Majo de Maravillas, el miliciano Fachada, el capitán Rini, piamontés huído de su país; el ex coronel Latorde, dos napolitanos, el uno llamado Monteleone y el otro apodado il Re di Faccía, y otros más, hasta los veinte.
Al saber que Regato era el organizador de la algarada del 19 de febrero, que había dejado al Gobierno sin fuerza, como tiempo antes preparó la silba a las Embajadas de la Santa Alianza, muchos liberales no tuvieron más remedio que pensar que Regato estaba vendido a Fernando VII, como desde hacía tiempo se decía.
En aquella época, como más tarde, la característica[304] de los liberales españoles era una credulidad tan necia que, en la mayoría de los casos, confinaba con la estupidez.
El fetichismo por la palabra sonora y por el orador escultural producía, y ha seguido produciendo en el español progresista, una extraña incapacidad para enterarse del fondo de las cuestiones, de la realidad de los hechos y de la exactitud de las ideas.
Aviraneta, que desde hacía tiempo perseguía a Regato, dió infinidad de detalles a la centuria carbonaria para convencerla de la traición del comunero.
Aviraneta propuso citar a Regato de noche, en un rincón cualquiera, y ahorcarlo, o, por lo menos, pegarle una paliza. La venta carbonaria de Madrid incubó otro plan más misterioso y novelesco.
Entre los italianos se decidió tomar un acuerdo con Regato, terrible, y fué marcarle en la frente, con un hierro candente, la palabra Traidor.
Aviraneta no era partidario de procedimientos tan medievales, y prefería un sistema más sencillo de deshacerse de Regato: pegarle una puñalada o dos tiros en un callejón obscuro.
Sin embargo, creía que uno de los modos de dar fuerza al carbonarismo hubiera sido comenzar con un crimen siniestro y complicado. Seguramente, la disgregación y la falta de tensión de la sociedad carbonaria se hubieran evitado así.
La complicidad hubiera apretado los lazos de la centuria carbonaria, de la cual Aviraneta comenzaba a sospechar. ¿Eran todos los afiliados fieles? No era fácil asegurarlo.
Se pusieron a discusión varios proyectos para castigar a Regato, y el de los italianos prevaleció en la reunión.
Covianchi se encargó de traer, dos días después, un hierro con la palabra Traidor grabada en relieve y sujeto en un mango.
Ya, decidida la forma de la venganza, con el mayor sigilo se comenzaron los preparativos.
Se envió una denuncia al jefe de policía, como escrita por un agente, diciendo que había una reunión misteriosa en la calle del Pozo y que mandaran un hombre que no inspirara sospechas, como Regato. Regato fué a ver a Gipini a la Fontana de Oro, y Gipini le dió una tarjeta cortada para que pudiese pasar al interior de la casa donde tenía sus reuniones la centuria carbonaria. La hora fijada eran las once de la noche. Aviraneta entró en la venta por la Carrera de San Jerónimo. Al ir a pasar al salón de actos, un carbonario le tomó la capa y le dió una careta, que se la puso. Al entrar en la sala se sobrecogió. Estaba todo el grupo carbonario reunido, cada individuo con su antifaz. En la mesa, iluminada por dos candelabros, se había formado un tribunal con tres hombres enmascarados; detrás de ellos, cerrando la puerta de comunicación con otro cuarto, había una cortina negra.
A las once en punto se oyó ruido de pasos en el corredor. La centuria carbonaria se disponía a la obra.
Un momento después entró Regato con los ojos vendados y sujeto por cuatro hombres.
Al acercarse a la mesa le ataron las manos y los pies rápidamente y le quitaron la venda de los ojos.
La impresión en Regato debió de ser terrible. Algunos carbonarios habían sacado el puñal y lo mostraban a la víctima.
—Acusado, sentaos—dijo el presidente.
La voz era la del Re di Faccía.
Regato se sentó y quedó apabullado en la silla por el terror. Aviraneta lo miraba de frente. Regato era en esta época un hombre todavía joven, bajito, grueso, mofletudo, con los ojos claros, el aire clerical, sucio en el traje y de una viveza de ratón.
—Regato—dijo el presidente—, te acusamos de ser traidor a la causa liberal; de ser un espía de Ugarte y[306] de Fernando VII; de haber vendido a nuestros hermanos en varias ocasiones... ¿Qué tienes que alegar?
—Que es falso—gritó Regato—. Si me he acercado a la policía ha sido para defender a los nuestros.
—¿Qué dice nuestro hermano, el número 11?—preguntó el presidente.
—En la conspiración de Renovales él fué el denunciador—dijo Aviraneta con acento enérgico.
—¿Lo podría jurar?
—Sí.
—¿Qué dice el número 13?
—Que Regato ha vendido al Gobierno los secretos de la Masonería en los años anteriores al glorioso levantamiento de Cádiz.
—¿Lo podría jurar?
—Por mi alma.
—¿Qué dice el número 15?
—Que Regato está vendido a Ugarte desde 1821; que obedece las órdenes de Fernando VII para desunir a los liberales; que intentó hace un año el apedrear las Embajadas para que cuanto antes la Santa Alianza declarase la guerra a España.
—¿Lo puede jurar?
—Lo juro. El zapatero que quedó preso delante de la Embajada de Rusia, que se llama Damián Santiago, ha dicho que estaba pagado por Regato.
—¿Qué dice el número 17?
—Que la algarada del 19 de febrero ha sido tramada por los comuneros y por Regato para acabar con el régimen.
—¿Qué alega el acusado contra estos testimonios?
—Que son falsos.
—Está bien. Silencio, compañeros—dijo el presidente, dirigiéndose a todos los enmascarados—. ¿Tenéis la conciencia de que el acusado es culpable?
—Sí, sí—dijo la mayoría.
—¿Qué pena merece?
—La marca, la marca.
En esto se descorrió la cortina negra, y, en el fondo, aparecieron dos enmascarados con un braserillo encendido. Regato, al verlo, dió un grito espantoso y se levantó de la silla. Se produjo un gran barullo y se oyó un silbido agudo. Algunos carbonarios, entre ellos el Majo de Maravillas, sujetaban a Regato; pero otros se habían puesto delante de él, defendiéndole.
—¡La ronda! ¡La ronda!—dijeron varios.
Aviraneta, curioso, contemplaba la escena. Pronto pudo comprender que Regato tenía defensores entre los carbonarios. En aquella sociedad había polizontes, como en casi todas las sociedades secretas.
Al segundo silbido se oyó llamar a golpes en la puerta. Era la ronda; los carbonarios guardaron su careta, y cada uno, embozado en su capa, escapó por la puerta de la Carrera de San Jerónimo. Regato se había salvado.
Dos o tres días después, la madre de Aviraneta decidió marcharse a Irún con su vieja criada Joshepa-Anthoni.
Pensaba detenerse dos días en Aranda y seguir después.
Aviraneta les acompañó hasta el coche. Pasada una semana, su madre le escribió una carta.
Le contaba varias noticias de Aranda. Frutos San Juan se había casado con una señorita bastante rica, pero nada joven, de Roa; la Gaceta estaba herido de un garrotazo que le había dado un miliciano nacional; Emilio García, el de Vadocondes, había comprado varias tierras y pensaba ir a vivir a Madrid, y el Tío Guillotina había muerto en el hospital.
Tras estas noticias, para Aviraneta de poco interés, le decía que Teresita, la hija de Auñón, entraba monja.
El cura don Víctor y un jesuíta recién llegado a Aranda la habían convencido. Doña Nona estaba contentísima. Teresita estaba admirando al pueblo con su sabiduría.
Aviraneta quedó absorto, sintió como si se le escapase el suelo bajo los pies.
Había, sin duda, forjado vagas ilusiones, en las cua[310]les intervenía Teresita, la muchacha amable, sabia y discreta de la casa del juez.
Teresita se le escapaba, marchaba a un convento, abandonando las complicaciones del mundo...
Era su vida, su vida inquieta y nómada la que arrebataba a Aviraneta la posibilidad de detenerse un momento en el camino, de entregarse a un afecto hondo y fuerte.
Aviraneta estuvo varios días dominado por una impresión de vértigo; pasaba las horas en actitud indecisa, sin pensar en nada.
No sabía qué hacer, no sabía qué determinación tomar.
Un día, el francés Cugnet de Montarlot fué a su casa y le sacó de su pasividad con sus exageraciones y sus gritos.
—Los franceses están ya en la frontera—dijo—; la Libertad española peligra. Hay que tomar las armas en seguida...
Madrid, febrero, 1915.
FIN DE CON LA PLUMA Y CON EL SABLE
Novelas de Willy.
Willy:
Los amigos de Siska.
La insaciable Siska.
Historia sombría.
Ginette la soñadora.
Ledos, tapicero.
El éter consolador.
Historia, Sociología y Biografía.
Carlos Rivet:
El último Romanof (historia del Tsar y su corte).
José María Salaverría:
Los conquistadores. (Origen heroico de América.)
En la vorágine.
Julián Sorel:
Los hombres del 98: Unamuno.
La raza.
Literatura española contemporánea.
A. Martínez Olmedilla:
Resurgimiento.
R. Baroja (J. G. Nessi):
Aventuras del submarino alemán U...
Fernanda.
Fiebre de amor.
José María Salaverría:
Páginas novelescas.
A. De Hoyos y Vinent:
Las tragedias cotidianas.
Ciro Bayo:
(Ilustraciones de Galván.)
Indios pampas, gauchos y collas.
La terraza de los Andes.
El tempe boliviano.
Los ríos del oro negro.
Felipe A. Salto:
Aristocracia de sangre.
Azorín, Baroja, Byron, Gautier, Palacio Valdés, etcétera:
Páginas taurómacas.
Néstor de la Torre:
La huella perdida.
Jaime Brunet:
Por el mérito.
Henri Barbusse:
El fuego (nueva edición).
Claridad.
Stendhal:
Un oficial enamorado (Luciano Leuwen), dos tomos.
A. S. Puchkin:
El bandido Dubrovsky.
La casita solitaria.
Novelas contemporáneas extranjeras.
Henri Kistemaeckers:
El relevo galante.
Abel Botelho:
El libro de Alda (dos tomos).
Abel Hermant:
Los amores de Fanfan.
Juan D'Ivrai:
Memorias de un eunuco.
Henri Bordeaux:
Una mujer honrada.
Paul Acker:
Pequeñas confesiones (dos tomos).
Séméne Zemlak:
La eterna fatalidad.
J. de Gachons:
El valle azul.
Carlos Foley:
La dama de los millones.
Artzybashef:
Sanin (dos tomos).
H. Harland:
La tabaquera del Cardenal.
P. Villetard:
Las muñecas se rompen.
Horacio van Offel:
La exaltación.
Clemente Vautel:
La reapertura del paraíso terrenal.
Juan Lorrain:
La feria de las pasiones.
Jehan Testewide:
Amar...
Marc Twain:
Aventuras de Huck.
Andrés Guilmain:
El divino instante.
M. Ruiz Maya:
Los incultos.
Novelas ligeras.
Andrés Guilmain:
Margot peca siete veces.
«Frou-Frou», vendedora de caricias.
La Condesa busca un amante.
Las perversiones de Totó.
La ninfa de los «Souper-tangos».
La virgen desflorada.
Una «cocotte» último grito.
El divino instante.
El favorito de las damas.
La sonrisa de la Aventura.
Álvaro Retana:
La primera aventura de Leticia.
Las mujeres del diablo.
El príncipe que quiso ser princesa (ilustrada).
Una confesión «muy siglo XX».
Rosas blancas.
Rosas ingenuas.
A. Hoyos y Vinent:
Obscenidad (ilustrada).
Rafael Gerino:
Una aventura erótica.
A. Reguera:
Melita busca sensaciones.
A. Hernández:
Lulú, pasional y ambigua.
J. G. Nessi:
De tobillera a «cocotte».
Félix Cuquerella:
Mariposas del placer.
Valentín de Pedro:
Cartas de amor de Clara Matei.
Florián.
E. M. del Portillo:
La señorita Capricho.
Novelas clásicas extranjeras.
Julio Vallés:
El niño (vida de Jaime Vingtras).
Rudyar Kipling:
Capitanes valientes.
I.—El alma castellana.
II.—La voluntad.
III.—Antonio Azorín.
IV.—Las confesiones de un pequeño filósofo. (Aumentada.)
V.—España.
VI.—Los pueblos.
VII.—Fantasías y devaneos.
VIII.—El político.
IX.—La ruta de Don Quijote.
X.—Lecturas españolas.
XI.—Los valores literarios.
XII.—Clásicos y modernos.
XIII.—Castilla.
XIV.—Un discurso de La Cierva.
XV.—Al margen de los clásicos.
XVI.—El licenciado Vidriera.
XVII.—Un pueblecito.
XVIII.—Rivas y Larra.
XIX.—El paisaje de España visto por los españoles.
XX.—Entre España y Francia.
XXI.—Parlamentarismo español.
XXII.—París bombardeado y Madrid sentimental.
XXIII.—Laberinto.
XXIV.—Mi sentido de la vida.
XXV.—Autores antiguos. (Españoles Y franceses.)
XXVI.—Los dos Luises y otros ensayos.