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Title: La Biblia en España, Tomo II (de 3)
O viajes, aventuras y prisiones de un inglés en su intento de difundir las Escrituras por la Península
Author: George Borrow
Release Date: January 24, 2016 [eBook #51020]
Language: Spanish
Character set encoding: UTF-8
***START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA BIBLIA EN ESPAÑA, TOMO II (DE 3)***
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[p. i]
COLECCIÓN GRANADA
VIAJES
BORROW: LA BIBLIA EN ESPAÑA
TRAD. DEL INGLÉS POR M. AZAÑA
[p. 3]
LA BIBLIA EN ESPAÑA
o viajes, aventuras y prisiones de un
inglés en su intento de difundir las
Escrituras por la Península
POR
J. Borrow
traducción directa del inglés
por Manuel Azaña
TOMO II
COLECCIÓN GRANADA
JIMÉNEZ-FRAUD, Editor.—MADRID
[p. 4]
ES PROPIEDAD
QUEDA HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA
LA LEY
Imprenta Clásica Española. Glorieta de Chamberí. Madrid.
[p. 5]
Páginas. | |
Capítulo xix.— Llegada a Madrid.— María Díaz.— Impresión del Testamento.— Mi proyecto.— El corcel andaluz.— Se necesita un criado.— Una petición.— Antonio Buchini.— El general Córdova.— Principios de honor. | 13 |
Cap. xx.— Enfermedad.— Visita nocturna.— Una inteligencia superior.— El cuchicheo.— Salamanca.— Hospitalidad irlandesa.— Soldados españoles.— Anuncios de las Escrituras. | 30 |
Cap. xxi.— Salida de Salamanca.— Recibimiento en Pitiega.— El dilema.— Inspiración súbita.— El buen cura.— Combate de dos cuadrúpedos.— Irlandeses cristianos.— Las llanuras de España.— Los catalanes.— La poza fatal.— Valladolid.— Propaganda de las Escrituras.— Las misiones para Filipinas.— El colegio inglés.— Una conversación.— La carcelera. | 43 |
Cap. xxii.— Dueñas.— Los hijos de Egipto.— Chalanerías.— El [p. 6]caballo de carga.— La caída.— Palencia.— Curas carlistas.— El mirador.— Sinceridad sacerdotal.— León.— Alarma de Antonio.— Calor y polvo. | 69 |
Cap. xxiii.— Astorga.— La posada.— Los maragatos.— Costumbres de los maragatos.— La estatua. | 87 |
Cap. xxiv.— Salida de Astorga.— La venta.— El atajo.— Salvación difícil.— El vaso de agua.— Sol y sombra.— Bembibre.— El convento de las Rocas.— Puesta de sol.— Cacabelos.— Aventura a media noche.— Villafranca. | 94 |
Cap. xxv.— Villafranca.— El puerto.— Simplicidad gallega.— La guardia de la frontera.— La herradura.— Peculiaridades gallegas.— Una palabra sobre el idioma.— El correo.— El hostelero y los huéspedes.— Los andaluces. | 113 |
Cap. xxvi.— Lugo.— Los baños.— Una historia de familia.— Los Migueletes.— Las tres cabezas.— Un veterinario.— La escuadra inglesa.— Venta de Testamentos.— La Coruña.— El reconocimiento.— Luigi Pozzi.— La especulación.— John Moore. | 130 |
[p. 7]Cap. xxvii.— Compostela.— Rey Romero.— El buscador de tesoros.— Proyectos risueños.— El derecho de asilo.— Riquezas ocultas.— El canónigo.— El localismo.— La lepra.— Los huesos de Santiago. | 151 |
Cap. xxviii.— Los mareantes de Padrón.— Caldas de los Reyes.— Pontevedra.— El notario público.— La insania de un barbero.— Una presentación.— La lengua gallega.— Paseo por la tarde.— Vigo.— El forastero.— Los judíos del desierto.— La bahía de Vigo.— Una interrupción brusca.— El gobernador. | 168 |
Cap. xxix.— Llegada a Padrón.— Un proyecto aventurado.— El alquilador.— Falta de palabra.— Un compañero singular.— Historia sencilla.— Un camino áspero.— La deserción.— La jaca.— Un diálogo.— Situación difícil.— La Estadea.— Nos anochece.— La choza.— La almohada del viajero. | 189 |
Cap. xxx.— Mañana de otoño.— El fin del mundo.— Corcubión.— Duyo.— El cabo.— Una ballena.— La bahía exterior.— La detención.— El pescador alcalde.— Calros Rey.— Un incrédulo.— ¿Dónde está el pasaporte?— La [p. 8]playa.— Un liberal influyente.— La criada.— El gran «Baintham».— Un libro sin par.— Hospitalidad. | 211 |
Cap. xxxi.— La Coruña.— Paso de la bahía.— El Ferrol.— El astillero.— ¿Dónde estamos?— El embajador griego.— A la luz de un farol.— El barranco.— Viveiro.— La noche.— Ciénagas y tremedales.— Buenas palabras y buena moneda.— La cincha de cuero.— Ojos de lince.— El bribón del guía. | 236 |
Cap. xxxii.— Martín de Ribadeo.— La yegua facciosa.— Los asturianos.— Luarca.— Las siete bellotas.— Los ermitaños.— Narración de un asturiano.— Unos huéspedes raros.— El criado gigante.— Batuschca. | 255 |
Cap. xxxiii.— Oviedo.— Los diez caballeros.— Otra vez el suizo.— Petición modesta.— Los ladrones.— Benevolencia episcopal.— La catedral.— Un retrato de Feijóo. | 271 |
Cap. xxxiv.— Salida de Oviedo.— Villaviciosa.— El joven de la posada.— La narración de Antonio.— El general y su familia.— Noticias deplorables.— Mañana [p. 9]moriremos.— San Vicente.— Santander.— Una arenga.— El irlandés Flinter. | 285 |
Cap. xxxv.— Salida de Santander.— Alarma nocturna.— La hoz tenebrosa. | 301 |
[p. 11]
LA BIBLIA EN ESPAÑA
[Pg 13]
Llegada a Madrid.— María Díaz.— Impresión del Testamento.— Mi proyecto.— El corcel andaluz.— Se necesita un criado.— Una petición.— Antonio Buchini.— El general Córdova.— Principios de honor.
Llegué a Madrid[1], y en lugar de acudir a mi antiguo alojamiento de la calle de la Zarza, tomé otro en la calle de Santiago[2], en las cercanías de Palacio. El nombre de la hostelera (porque, hablando propiamente, hostelero no le había) era María Díaz, de quien voy a decir algo en particular, ya que ahora se me ofrece ocasión de hacerlo.
Podía contar esta mujer hasta treinta y cinco años; era más bien agraciada, y todos los rasgos de su fisonomía denotaban una inteligencia poco común. Tenía los ojos vivos y penetrantes, aunque a veces los velaba una expresión un tanto melancólica. Todo su porte respiraba serenidad y reposo[p. 14] notables, debajo de los que alentaban una robustez de ánimo y una energía para la acción prontas a manifestarse en cuanto era menester. Aunque española, y, como es natural, católica, animábanla una tolerancia y generosidad como ya las quisieran para sí personas colocadas a mucha mayor altura. Durante mi permanencia en España encontré en esta mujer un amigo firme e invariable, y a veces un discretísimo consejero. Se adhirió a todos mis proyectos, no diré con entusiasmo, porque esto era impropio de su carácter, pero con sinceridad y cordialidad, y los favoreció en cuanto estuvo de su parte. No se apartó de mí en las horas de peligro y de persecución, y persistió en mi amistad, a pesar de lo mucho que mis enemigos trabajaron cerca de ella para inducirla a que me abandonase o me traicionara. Sus móviles fueron nobilísimos: la amistad y una percepción exacta de los deberes de la hospitalidad; ningún otro incentivo ni esperanza egoísta, por remota que fuese, influyó en la conducta de esta admirable mujer para conmigo. ¡Honor a María Díaz, la reposada, animosa e inteligente castellana! Sería yo un ingrato si no hablase aquí bien de ella, pues sobradamente merecido tiene este elogio en las humildes páginas de La Biblia en España.
María Díaz era natural de Villaseca, aldea de Castilla la Nueva situada en lo que[p. 15] llaman La Sagra, a unas tres leguas de Toledo. Su padre fué un arquitecto de cierta nombradía, entendido especialmente en la construcción de puentes. María Díaz se casó muy joven con un respetable hidalgo de Villaseca, llamado López, de quien tenía tres hijos. A la muerte de su padre, ocurrida cinco años antes de la fecha a que me refiero, María Díaz se trasladó a Madrid, en parte con el propósito de educar a sus hijos, y en parte con la esperanza de cobrar una importante suma que el Gobierno quedó debiendo a su padre por varias obras de utilidad y ornato, ejecutadas principalmente en las cercanías de Aranjuez. La justicia de su reclamación fué reconocida sin tardanza; pero, ¡ay!, no consiguió ni un cuarto, porque el Tesoro real estaba vacío. Sus esperanzas de felicidad terrena se concentraron entonces en sus hijos. Los dos más jóvenes eran aún de muy corta edad; pero el mayor, Juan José López, muchacho de diez y seis años, prometía realizar sobradamente las más encumbradas esperanzas de su cariñosa madre. Dedicado a las artes, había hecho ya en ellas tales progresos, que era el discípulo favorito de su famoso tocayo Vicente López, el mejor pintor de la moderna España. Tal era María Díaz, quien, conforme a una costumbre seguida antaño universalmente en España, y muy extendida aún, conservaba su nombre de soltera, a pesar de estar casada.[p. 16] Esto es lo que hay que decir de María Díaz y su familia[3].
Uno de mis primeros cuidados fué visitar a Mr. Villiers, que me recibió con su bondad habitual. Le pregunté si, a juicio suyo, podía aventurarme a imprimir las Escrituras sin dirigir nuevas peticiones al Gobierno. Su respuesta fué satisfactoria. «Obtuvo usted el permiso del Gobierno de Istúriz—me dijo—, mucho menos liberal que el presente; yo soy testigo de la promesa que le hicieron a usted aquellos ministros, y la considero suficiente. Lo mejor que puede usted hacer es comenzar y terminar la obra lo más pronto posible, sin nuevas peticiones; y si alguien pretende interrumpirle, no tiene usted más que acudir a mí; ya sabe que puede mandarme cuanto quiera.» Salí de la entrevista muy contento, y en seguida comencé los preparativos para ejecutar lo que me había llevado a España.
Es innecesario referir aquí ciertos detalles de poco interés para el lector; baste decir que tres meses más tarde se publicaba en Madrid una edición del Nuevo Testamento de cinco mil ejemplares. La obra se imprimió en el establecimiento de don Andrés Borrego, escritor de economía política muy conocido, y propietario y director de un periódico influyente llamado El Español. A[p. 17] este señor me recomendó el propio Istúriz, el día de nuestra entrevista. El malaventurado ministro tenía a Borrego en grandísima estimación, y pensaba elevarlo al puesto de ministro de Hacienda; pero al estallar la revolución de La Granja abortó este proyecto, con los demás de igual índole que tuviera formados[4].
La versión española del Nuevo Testamento que yo publicaba había sido hecha muchos años antes por cierto Padre Felipe Scio, confesor de Fernando VII, y hasta llegó a imprimirse; mas por las notas y comentarios que la recargaban, era impropia para la circulación general, a la que, después de todo, no iba destinada. En la nueva edición se omitieron, como es natural, las notas, y se ofreció al público la palabra divina escueta. Apareció en un hermoso volumen en octavo, muestra plausible, en conjunto, de la tipografía española. Pero la nueva impresión del Nuevo Testamento en Madrid no podía por sí sola producir fruto alguno, a menos que se tomasen medidas, y medidas muy enérgicas, para la circulación del libro sagrado.
[p. 18]
Tratándose del Nuevo Testamento, no podía seguirse el sistema que habitualmente se emplea en España para publicar los libros, que consiste en confiar la obra a los libreros de la capital y contentarse con la venta que éstos y sus agentes en las ciudades de provincias obtienen sin salirse de la común rutina de su negocio; en general, el resultado de este sistema es que al cabo de año se venden unas pocas docenas de ejemplares, porque la demanda de obras literarias de cualquier género es en España miserablemente reducida.
Los cristianos de Inglaterra habían hecho ya sacrificios considerables con la esperanza de esparcir ampliamente la palabra de Dios entre los españoles, y era necesario ahora no escatimar los esfuerzos para que esa esperanza no quedase frustrada. Antes de que el libro estuviese listo comencé los preparativos para realizar un plan en el que ya había pensado varias veces durante mi anterior visita a España, sin abandonarlo después nunca; plan que fué objeto de mis meditaciones lo mismo a la altura del cabo Finisterre en plena borrasca, que en los desfiladeros de Sierra Morena y en las llanuras de la Mancha, cuando caminaba lentamente seguido a corta distancia por el contrabandista.
Mi propósito era depositar unos cuantos ejemplares en las librerías de Madrid, y luego[p. 19] montar a caballo, con el Testamento en la mano, y emprender la propagación de la palabra de Dios entre los españoles, no sólo en las ciudades, sino en las aldeas; no sólo entre los habitantes de las llanuras, sino entre los montañeses y serranos. Me proponía recorrer Castilla la Vieja y atravesar toda Galicia y Asturias; establecer depósitos de la Escritura en las ciudades importantes, y visitar los lugares más apartados y recónditos; en todos ellos hablar de Cristo, explicar la naturaleza de su libro y poner el libro mismo en manos de aquellos que me pareciesen capaces de sacar de él algún provecho.
Bien sabía yo que en ese viaje me aguardaban muchos peligros, y que quizás iba a correr la misma suerte que San Esteban; pero ¿merece el nombre de discípulo de Cristo quien no afronta cualquier peligro por la causa de Aquel a quien proclama por maestro? «Quien por mi causa pierda su vida, la encontrará»; son palabras que el mismo Señor pronunció; palabras llenas de consuelo para mí, como lo estarán, sin duda, para cuantos emprenden con limpieza de corazón la difusión del Evangelio en tierras salvajes y bárbaras...[5].
[p. 20]
Empecé por comprar otro caballo, aprovechando el precio extraordinariamente bajo de esos animales en aquellos días. Estaba a punto de publicarse una disposición requisando cinco mil caballos; el resultado fué que un inmenso número de ellos salió a la venta, porque en virtud de la requisa podían embargarse, por conveniencia del servicio, los de cualquier persona, no siendo un extranjero. Lo más probable era que, una vez reunido el cupo de la requisa, el precio de los caballos se triplicara; por tal razón me decidí a comprar uno antes de hacerme verdadera falta. Compré un caballo entero andaluz, de pelo negro, de mucha fuerza, capaz de hacer un viaje de cien leguas en una semana; pero era cerril, salvaje y de malísimo genio. No obstante, el cargamento de Biblias que al llegar la ocasión pensaba yo echarle encima de las costillas, me pareció muy suficiente para amansarlo, sobre todo cuando tuviera que remontar las ásperas montañas del Norte de la Península. Hubiera deseado comprar una mula; pero aunque llegué a ofrecer treinta libras por una bastante ruin, no quisieron dármela; mientras que el precio de ambos caballos—magníficos[p. 21] animales por su talla y su fuerza—apenas llegaba a esa suma.
El estado de las regiones circunvecinas no convidaba a viajar por ellas. Cabrera estaba a nueve leguas de Madrid con un ejército de cerca de nueve mil hombres; había derrotado a varios pequeños destacamentos de tropas de la reina y devastado la Mancha a sangre y fuego, quemando varias ciudades. A todas horas llegaban bandadas de fugitivos aterrorizados, que referían nuevos desastres y miserias; lo único que me sorprendía era que el enemigo no se presentase, y con la toma de Madrid, que estaba casi a merced suya, no pusiese fin a la guerra de una vez. Pero la verdad es que los generales carlistas no deseaban terminar la guerra, porque mientras en el país continuasen la efusión de sangre y la anarquía, podían ellos saquear y ejercer esa desenfrenada autoridad tan grata a los hombres de brutales e indómitas pasiones. Cabrera, sobre todo, era un malvado cobarde, en cuyo limitado entendimiento no podía albergarse una sola idea de mediana grandeza, cuyos hechos heroicos se limitaban a degollar hombres indefensos y a violar y destripar infelices mujeres; sin embargo, he visto que a un individuo tan vil, ciertos periódicos franceses (carlistas, naturalmente) le llaman el joven y heroico general. ¡Infame sea el miserable asesino! El último cabo de escuadra de[p. 22] Napoleón se hubiera reído de su talento militar, y medio batallón de granaderos austriacos hubiera bastado para tirarle de cabeza, con toda su patulea guerrera, al Ebro.
Hice, pues, los preparativos de mi viaje al Norte. Estaba ya provisto de caballos muy a propósito para soportar las fatigas del camino y la carga que me pareciese necesario echarles. Pero una cosa, indispensable para quien va a emprender una expedición de esa índole, me faltaba aún: quiero decir un criado que me acompañase. Quizás en ninguna parte del mundo abundan los criados tanto como en Madrid; al menos, los individuos dispuestos a ofrecer sus servicios a cambio de la soldada y la comida, aunque de los servicios efectivos que sean capaces de prestar se pueda decir muy poco; pero mi criado tenía que ser de condición poco común, inteligente, activo, capaz, en casos de apuro, de darme un consejo útil; además, valiente, porque se requería, en verdad, cierto valor para seguir a un amo resuelto a explorar la mayor parte de España, y que intentaba viajar sin protección de arrieros y carreteros, en cabalgaduras propias. Acaso hubiera estado años enteros buscando un criado de esa índole sin encontrarlo; pero la suerte me deparó uno cuando cabalmente lo necesitaba, sin tener que molestarme en hacer pesquisas laboriosas. Un día hablaba yo de este asunto con el señor Borrego, en[p. 23] cuyo establecimiento se había impreso el Nuevo Testamento, y le pregunté si, en su opinión, podría yo encontrar en Madrid un hombre tal como me hacía falta, añadiendo que para mí era de especial importancia que el criado supiese, además del español, algún otro idioma en el que pudiésemos hablar cuando fuese necesario, sin que nos entendieran los curiosos.
—Hace media hora—me respondió—ha estado hablando conmigo un hombre que reúne exactamente todas esas cualidades, y, cosa singular, ha venido a verme creyendo que yo podría recomendarle a un amo. Dos veces le he tenido a mi servicio; respondo de que es listo y valiente; creo que también es digno de confianza, al menos para un amo que transija con su genio, porque ha de saber usted que es un individuo singularísimo, muy arbitrario en sus inclinaciones y antipatías; gusta de satisfacerlas a toda costa, suya o ajena. Quizás simpatice con usted, y en tal caso le será de mucha utilidad, porque en todo sabe poner mano, si quiere, y conoce no dos, sino media docena de idiomas.
—¿Es español?—pregunté.
—Se lo enviaré a usted mañana—dijo Borrego—, y, oyéndolo de su boca, sabrá usted mejor quién es y qué es.
Al siguiente día, en el preciso momento de sentarme ante la sopa, la patrona me dijo que un hombre deseaba hablarme.
[p. 24]
—Que entre—respondí.
Y casi en el acto el desconocido entró. Iba decentemente vestido a la moda francesa, y su aspecto era más bien juvenil, aunque, según averigüé más adelante, estaba ya muy por encima de los cuarenta. De estatura algo más que mediana, llamaba la atención su delgadez, sin la que hubiera podido tenérsele por bien formado. Tenía los brazos largos y huesudos, y toda su persona daba la impresión de una gran actividad y de una fuerza no pequeña. Eran lacios sus cabellos, negros como el azabache, angosta su frente, pequeños y grises sus ojos, en los que brillaba una expresión sutil y maligna, mezclada con otra de burla, que le daba un realce singular. Su nariz era correcta; pero la boca, de inmensa anchura, y la mandíbula inferior, muy saliente. No había visto yo en toda mi vida una fisonomía tan extraña, y durante un rato me estuve mirándole en silencio.
—¿Quién es usted?—pregunté por fin.
—Un criado en busca de amo—me respondió en correcto francés, pero con un acento extraño—. Vengo recomendado a usted, mi lor, por monsieur Borrego.
Yo.—¿De qué país es usted? ¿Es usted francés o español?
El hombre.—Dios me libre de ser ninguna de las dos cosas, mi lor; j’ai l’honneur d’être de la nation grecque; mi nombre es[p. 25] Antonio Buchini, nacido en Pera la Belle, cerca de Constantinopla.
Yo.—¿Y cómo ha venido usted a España?
Buchini.—Mi lor, je vais vous raconter mon histoire du commencement jusqu’ici. Mi padre era natural de Syra, en Grecia; siendo muy joven se trasladó a Pera, y allí sirvió de portero en casa de varios embajadores que le estimaban mucho por su fidelidad. Entre otros, sirvió al embajador de su país de usted, precisamente en la época en que Inglaterra y la Puerta se hacían guerra. Monsieur el embajador tuvo que huír para salvar la vida, y dejó al cuidado de mi padre casi todo lo que tenía de algún valor; mi padre lo escondió todo con mucho riesgo suyo, y cuando se ajustó la paz restituyó a Monsieur hasta la más insignificante baratija. Menciono estas circunstancias para demostrarle a usted que mi familia tiene principios de honor y es digna de toda confianza. Mi padre se casó con una muchacha de Pera, et moi je suis l’unique fruit de ce mariage. De mi madre nada sé, porque murió a poco de nacer yo. Una familia de judíos ricos se compadeció de mi orfandad y se ofreció a recogerme; mi padre vino en ello de buen grado, y con aquella familia estuve varios años, hasta que fuí un beau garçon; se aficionaron mucho a mí, y al cabo se ofrecieron a adoptarme y a [p. 26]nombrarme heredero de cuanto tenían, a condición de hacerme judío. Mais la circoncision n’était guère à mon goût, especialmente la de los judíos, porque yo soy griego, y tengo mi orgullo y principios de honor. Me separé, pues, de aquella familia, diciendo que si alguna vez consentía en convertirme sería a la fe de los turcos, porque son muy hombres, son orgullosos y tienen principios de honor, como yo los tengo. Volví con mi padre, que me buscó varias colocaciones, ninguna de mi gusto, hasta que entré en casa de Monsieur Zea.
Yo. Supongo que se refiere usted a Zea Bermúdez, que se encontraría entonces en Constantinopla.
Buchini. Exactamente, mi lor, y a su servicio estuve mientras permaneció allí. Puso en mí gran confianza, más que nada porque hablo el español con gran pureza; lo aprendí con los judíos, que, según he oído decir a Monsieur Zea, lo hablan mejor que los actuales españoles de nacimiento.
No voy a seguir paso a paso la historia, un poco larga, del griego; baste decir que vino de Constantinopla a España con Zea Bermúdez y a su servicio continuó bastantes años, hasta que fué despedido por casarse con una doncella guipuzcoana, fille de chambre de Madame Zea. Desde entonces había servido a infinidad de amos, a veces como ayuda de cámara; otras, las más, de[p. 27] cocinero. Me confesó, sin embargo, que casi nunca había durado más de tres días en un mismo empleo, a causa de las riñas que con toda seguridad suscitaba en la casa a poco de ser admitido, y para las que no encontraba otra razón que la de ser griego y tener principios de honor. Entre otras personas había servido al general Córdova, que era, según me dijo, muy mal pagador y tenía la costumbre de maltratar a sus criados. «Pero en mí se encontró con la horma de su zapato—dijo Antonio—, porque yo andaba prevenido; y un día, cuando desenvainaba la espada contra mí, saqué una pistola y le apunté a la cara. Se puso más pálido que un muerto, y desde aquel día me trató con toda clase de miramientos. Pero todo era fingido: el suceso se le había enconado en el alma, y estaba resuelto a vengarse. Cuando le dieron el mando del ejército, puso mucho empeño en que me fuese con él; mais je lui ris au nez, le hice el signo del cortamanga, pedí mis soldadas y le dejé; no pude hacer cosa mejor, porque al criado que llevó consigo le hizo fusilar acusado de insubordinación.»
—Temo—dije yo—que tenga usted un natural turbulento y que todas esas riñas de que me habla nazcan sólo de su mal genio.
—¿Y qué quiere usted, Monsieur? Moi je suis Grec, je suis fier, et j’ai des principes[p. 28] d’honneur. Deseo que se me trate con cierta consideración, aunque confieso que no tengo muy buen genio, y a veces me siento tentado de reñir hasta con las ollas y peroles de la cocina. Bien mirado todo, creo que a usted le convendría tomarme a su servicio, y yo le prometo a usted contenerme lo posible. Una cosa me agrada mucho en usted, y es que no está casado. Preferiría servir por pura amistad a un joven soltero que a un casado, aunque me diese cincuenta duros al mes. Es seguro que Madame me odiaría, y también su doncella, sobre todo su doncella, porque yo estoy casado. Veo que mi lor desea admitirme.
—Pero acaba usted de decir que está casado—repliqué—. ¿Cómo va usted a dejar a su mujer? Porque yo estoy en vísperas de salir de Madrid para recorrer las provincias más apartadas y montañosas de España.
—Mi mujer recibirá la mitad de mi sueldo durante mi ausencia, mi lor, y, por tanto, no tendrá razón para quejarse si la dejo. ¡Qué digo, quejarse! Mi mujer está ya muy bien enseñada y no se quejará. Nunca habla ni se sienta en presencia mía sin pedirme permiso. ¿Acaso no soy yo griego? ¿Acaso no sé cómo debo gobernar mi propia casa? Admítame, mi lor; soy hombre de muchas habilidades, criado discreto, excelente cocinero, buen caballerizo y ágil jinete; en una palabra, soy Ρωμαϊκός. ¿Qué más quiere usted?
[p. 29]
Le pregunté sus condiciones, que resultaron exorbitantes, a pesar de sus principes d’honneur. Descubrí, no obstante, que estaba dispuesto a contentarse con la mitad de lo que pedía. Apenas cerramos el trato, se apoderó de la sopera (la sopa se había quedado completamente fría) y, poniéndola en la punta o más bien en la uña del dedo índice, la hizo dar varias vueltas sobre su cabeza sin verter ni una gota, con gran asombro mío; se lanzó luego hacia la puerta, desapareció, y al cabo de un instante reapareció con la puchera, poniéndola, después de otros brinquitos y floreos, encima de la mesa. Hecho esto, dejó caer los brazos, y, poniendo una mano sobre otra, se estuvo en posición de descanso, entornados los ojos y con el mismo aplomo que si llevase ya a mi servicio veinte años.
De ese modo inauguró Antonio Buchini sus funciones. A muchos sitios salvajes me acompañó, andando el tiempo; en muchas singulares aventuras participó; su conducta fué a menudo sorprendente en sumo grado, pero me sirvió con valor y fidelidad; en todo y por todo, no espero ver ya un criado como éste.
Kosko bakh, Anton[6].
[Pg 30]
Enfermedad.— Visita nocturna.— Una inteligencia superior.— El cuchicheo.— Salamanca.— Hospitalidad irlandesa.— Soldados españoles.— Anuncios de las Escrituras.
El deseo que tengo de comenzar la narración de mi viaje me induce a abstenerme de contar a los lectores buen número de cosas que me sucedieron antes de salir de Madrid para esta expedición. A mediados de mayo, teniéndolo ya todo dispuesto, me despedí de mis amigos. Salamanca era el primer punto a que pensaba dirigirme.
Pocos días antes de mi partida me sentí bastante mal, a causa del estado del tiempo, muy desapacible por los vientos ásperos que constantemente soplaban. Me atacó un resfriado muy fuerte, que terminó con una tos por demás incómoda, rebelde a todos los remedios que sucesivamente empleé. Hechos ya los preparativos para marcharme en día determinado, llegué a temer que el estado de mi salud me obligase a aplazar el viaje algún tiempo. El último día de mi estancia en Madrid, viendo que apenas podía[p. 31] tenerme en pie, me decidí a emplear cualquier recurso desesperado, y por consejo del barbero-cirujano que me visitaba, me sangré, ya muy entrada la noche de aquel mismo día; el barbero me sacó diez y seis onzas de sangre, y después de cobrar sus honorarios, se fué, deseándome feliz viaje; por su reputación me aseguró que al mediodía siguiente estaría restablecido por completo.
Pocos minutos después, y cuando sentado a solas meditaba yo en el viaje que iba a emprender y en el caduco estado de mi salud, oí llamar con fuerza a la puerta de la casa en cuyo tercer piso me alojaba. Un minuto después, Mr. S[outhern], de la embajada británica, entró en el aposento. Cambiadas unas breves palabras, dijo que me visitaba por encargo de Mr. Villiers para comunicarme la resolución tomada por el embajador. Temeroso de las graves dificultades con que tropezaría si intentaba difundir, solo y sin ayuda, el Evangelio de Dios por una parte considerable de España, había resuelto Mr. Villiers emplear todo su crédito e influencia en favor de mis planes, pareciéndole que, llevados a buen término, no podrían por menos de mejorar notablemente el estado político y moral de España.
Con tal fin se proponía adquirir una importante cantidad de ejemplares del Nuevo Testamento y remitírselos sin tardanza a los[p. 32] diferentes cónsules británicos establecidos en España, con órdenes precisas y terminantes de emplear todos los medios nacidos de su situación oficial en favorecer la circulación de tales libros y en asegurarlos la publicidad. Recibirían, además, el encargo de proporcionarme, en cuanto llegase yo a sus respectivos distritos, el auxilio, el estímulo y la protección de que hubiese menester.
Estas noticias me produjeron, como puede suponerse, grandísimo contento, pues, aunque de tiempo atrás conocía yo la buena voluntad con que Mr. Villiers estaba dispuesto a ayudarme en toda ocasión, y de ello me había dado con frecuencia pruebas suficientes, nunca pude esperar que llegase tan adelante en su generosidad ni, dada su importante posición diplomática, que procediese con tanta audacia y resolución. Esa es la vez primera, creo yo, que un embajador británico ha hecho de la causa de la Sociedad Bíblica una causa nacional, o la ha favorecido directa o indirectamente. El caso de Mr. Villiers es mucho más de notar porque a mi llegada a Madrid no le hallé bien dispuesto, ni mucho menos, en favor de la Sociedad. Probablemente, el Espíritu Santo le iluminó en ese punto. Era de esperar que con su apoyo nuestra institución no tardaría en poseer numerosos agentes en España que, con muchos más medios y mejores ocasiones que yo, esparcirían la semilla del Evangelio[p. 33] y convirtirían el árido y reseco yermo en risueño y verde trigal.
Dos palabras acerca del caballero que me hizo esa visita nocturna.
Es lo más probable que él haya olvidado hace ya mucho tiempo al humilde propagandista de la Biblia en España; pero yo conservo todavía el recuerdo de las bondades que me dispensó. Dotado de una inteligencia de primer orden, maestro en el saber de toda Europa, profundamente versado en las lenguas clásicas, hablaba la mayoría de los idiomas modernos con notable facilidad, y poseía, además, un cabal conocimiento del corazón humano; tales cualidades, empleadas en la carrera diplomática, le daban una superioridad de que muy pocos, aun entre los mejor dotados, podían jactarse. Durante su permanencia en España prestó muchos relevantes servicios al Gobierno de su país, y al Gobierno, creo yo, no le faltarían ni el discernimiento necesario para verlos, ni gratitud para premiarlos. Tuvo que contrarrestar, sin embargo, los enconados ataques de la malquerencia estúpida y baja del partido que, poco después de esta época, usurpó la dirección de los asuntos públicos en España. Ese partido, cuyos torpes manejos deshacía constantemente Mr. Southern, le temía y le odiaba como a su genio malo, y aprovechaba todas las ocasiones para arrojar sobre él las calumnias más inverosímiles y absurdas.[p. 34] Entre otras cosas, le acusaban de haber intervenido como agente del Gobierno británico en los sucesos de La Granja, provocando aquella revolución con el soborno de los soldados rebeldes y, en especial, del famoso sargento García. Tal acusación sólo puede provocar, naturalmente, una sonrisa en cuantos conocen bien el carácter inglés y la línea general de conducta seguida por el Gobierno británico; pero en España era universalmente creída, y hasta la publicó impresa cierto periódico, órgano oficial del necio duque de Frías, uno de los muchos primeros ministros del partido moderado que rápidamente se sucedieron en el poder en el último período de la lucha entre carlistas y cristinos. Pero ¿cuándo una imputación calumniosa se vino jamás al suelo en España por el peso de su propia absurdidad? ¡Infortunado país! ¡Mientras no te ilumine la pura luz del Evangelio no sabrás que el don más alto de todos es la caridad!
Al siguiente día se verificó la predicción del barbero: la tos y la fiebre cedieron mucho, si bien por la pérdida de sangre me encontraba algo débil. A las doce en punto llegaron los caballos a la puerta de mi casa de la calle de Santiago, y me dispuse a montar; pero mi caballo negro andaluz, entero, como ya dije, no se dejaba acercar; en cuanto me veía la intención, empezaba a dar vueltas muy de prisa.
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—C’est un mauvais signe, mon maître—dijo Antonio, quien, vestido con un jubón verde, tocado con un gorro de montero, y calzadas las botas y las espuelas, tenía por la brida al caballo comprado al contrabandista, dispuesto a seguirme—. Eso es una mala señal, y en mi país aplazarían el viaje hasta mañana.
—¿Hay en su país de usted quien dome los caballos de este modo?—pregunté, y tomando al caballo por la crin cumplí del modo más satisfactorio la ceremonia de hablarle quedo al oído. Estúvose quieto el animal y monté exclamando:
Salimos de Madrid por la puerta de San Vicente, y nos encaminamos hacia las elevadas montañas que dividen las dos Castillas. Aquella noche nos quedamos en Guadarrama, pueblo grande al pie de la sierra, distante de Madrid siete leguas. Al día[p. 36] siguiente madrugamos, subimos al puerto y entramos en Castilla la Vieja.
Cruzadas las montañas, el camino de Salamanca corre casi siempre por llanuras arenosas y áridas, con pequeños y claros pinares esparcidos aquí y allá. Ningún suceso digno de mención me ocurrió en el viaje. Vendimos algunos Testamentos a nuestro paso por los pueblos, especialmente en Peñaranda. Al mediar el tercer día, descubrimos desde lo alto de una colina un gran cimborrio que, herido con fuerza por los rayos del sol, parecía de oro bruñido. Era la cúpula de la catedral de Salamanca. Nos halagaba la idea de encontrarnos ya al fin de nuestro viaje, pero nos engañábamos: aún faltaban cuatro leguas hasta la ciudad, cuyas iglesias y conventos, irguiendo sus masas gigantescas, se columbran desde inmensa distancia y seducen al viajero con la impresión de una proximidad completamente ilusoria. Hasta mucho después de cerrar la noche, no llegamos a la puerta de la ciudad, cerrada y guardada en previsión de un ataque carlista; no sin dificultad nos permitieron entrar, y llevando nuestros caballos por calles desiertas, silenciosas y obscuras, dimos con un individuo que nos encaminó a una posada, la del Toro, grande, sombría e incómoda, la mejor de la ciudad, según comprobé más adelante.
Salamanca es una ciudad melancólica; los[p. 37] días de su gloria escolar se acabaron hace mucho tiempo para no volver; suceso no muy de lamentar, pues ¿qué provecho ha obtenido jamás el mundo de la filosofía escolástica? Y sólo a ella debió siempre Salamanca su fama. Sus aulas están ahora casi en silencio; la hierba crece en los patios donde en otro tiempo se agolpaban a diario ocho mil estudiantes lo menos, cifra a que hoy en día no llega la población total de la ciudad. Pero, con su melancolía y todo, ¡qué interesante, más aún, qué espléndido lugar es Salamanca! ¡Cuán soberbias sus iglesias, qué estupendos sus conventos abandonados, y con qué sublime pero adusta grandeza sus enormes y ruinosos muros, que coronan la escarpada orilla del Tormes, miran al ameno río y a su venerable puente!
¡Lástima que de los muchos ríos de España casi ninguno sea navegable! El Tormes es bello, pero de poca agua, y en lugar de ser manantial de prosperidades y de riqueza para esta parte de Castilla, sólo sirve para mover unos cuantos pequeños molinos instalados en las presas de piedra que de trecho en trecho atraviesan el cauce.
Mi estancia en Salamanca fué sobre todo placentera por las bondadosas atenciones y la diligente hospitalidad de los moradores del Colegio irlandés, para cuyo rector llevaba yo una carta de recomendación de mi[p. 38] bueno y excelente amigo Mr. O’Shea, el famoso banquero de Madrid. No olvidaré fácilmente a aquellos irlandeses, sobre todo a su director, el doctor Gartland, genuino vástago del buen tronco hibernés, hombre de gran saber, de espíritu elevado y cumplido caballero. Aunque sabía de sobra quién yo era, tendió una mano amistosa al errante misionero hereje, exponiéndose con tal conducta a los agrios reparos de los curas del país, gente de pocos alcances, que me miraban de reojo cada vez que pasaba junto a los corrillos de la Plaza, donde, vestidos con sus largos manteos y tocados con la feísima teja, se reunían para murmurar. Pero ¿cuándo se ha visto que un irlandés deje de cumplir los deberes de la hospitalidad por temor a las consecuencias de su conducta? Estoy seguro de que ni el Papa ni los cardenales, con toda su autoridad, bastarían para inducirle a cerrar su puerta al mismo Lutero, si tan respetable personaje anduviese ahora por el mundo, necesitado de sustento y asilo.
¡Honor a Irlanda y a sus «cien mil bienvenidas»! Por mucho tiempo han sido sus campos los más verdes del mundo, sus hijas las más hermosas, sus hijos los más elocuentes y valerosos. ¡Que sea siempre así!
La posada donde me alojé era un buen ejemplar de los antiguos albergues españoles, igual en casi todo a las del tiempo de[p. 39] Felipe III o IV. Las habitaciones eran muchas y grandes, pavimentadas de ladrillo o de piedra, con una alcoba, generalmente, en un extremo y en ella una miserable cama de borra. Detrás de la casa el corral y al fondo de éste la cuadra, llena de caballos, jacas, mulas, machos y burros, porque huéspedes no faltaban, la mayoría de los cuales, arrieros o vendedores ambulantes que recorrían el país traficando en lienzos y paños burdos, dormía en el establo con sus caballerías. En el cuarto frontero al mío se alojaba un oficial herido, recién llegado de San Sebastián en un jaco lleno de mataduras; era extremeño y se volvía a su pueblo para curarse. Le acompañaban tres soldados licenciados, inútiles para el servicio a causa de sus mutilaciones y lisiaduras; eran, según me contaron, del mismo pueblo que su merced, y por eso les permitía viajar en su compañía. Los soldados dormían en los camastros de las mulas; de día haraganeaban por la casa, fumando cigarros de papel. Nunca los vi comer, pero hacían frecuentes visitas a un rincón fresco y obscuro donde estaba una bota, y poniéndosela como a seis pulgadas de sus delgados y negruzcos labios, dejaban que el líquido se les entrase mansamente por el garguero abajo. Dijéronme que no tenían paga, y como carecían en absoluto de dinero, su merced el oficial les daba a veces un pedazo de pan, pero también él era pobre y[p. 40] sólo poseía un puñado de duros. ¡Magníficos huéspedes para una posada!, pensé yo: sin embargo, España, lo digo en su honor, es uno de los pocos países de Europa donde nunca se insulta a la pobreza ni se la mira con desprecio. A ninguna puerta llamará un pobre donde se le despida con un sofión, aunque sea la puerta de una posada; si no le dan albergue, despídenle al menos con suaves palabras, encomendándole a la misericordia de Dios y de su madre. Así es como debe ser. Yo me río del fanatismo y de los prejuicios de España; aborrezco la crueldad y ferocidad que han arrojado sobre su historia una mancha de infamia indeleble; pero he de decir en pro de los españoles que ningún pueblo del mundo muestra en el trato social un aprecio más justo de la consideración debida a la dignidad de la naturaleza humana, ni comprende mejor el proceder que a un hombre le importa adoptar respecto de sus semejantes. Ya he dicho que este es uno de los pocos países de Europa donde no se mira con desprecio la pobreza; añado ahora que es también uno de los pocos donde la riqueza no es ciegamente idolatrada. En España, los mismos mendigos no se sienten seres degradados, porque no besan ningún pie, e ignoran lo que es verse abofeteados o escupidos; en España, el duque y el marqués con dificultad pueden alimentar una opinión excesivamente presuntuosa[p. 41] de su propia importancia, porque no encuentran a nadie, quizás con la excepción de su criado francés, que los adule o los halague.
Durante mi estancia en Salamanca, tomé algunas disposiciones para que la palabra de Dios pudiese ser conocida de todos en la famosa ciudad. El principal librero de la localidad, Blanco, hombre rico y respetable, consintió en ser mi representante, y, en consecuencia, deposité en su tienda cierto número de ejemplares del Nuevo Testamento. Blanco era propietario de una pequeña imprenta, donde se tiraba el Boletín Oficial de la ciudad. Redacté para el Boletín un anuncio de la obra, diciendo, entre otras cosas, que el Nuevo Testamento es la única guía para la salvación; hablaba también de la Sociedad Bíblica, y de los grandes sacrificios pecuniarios que estaba haciendo con la mira de proclamar a Cristo crucificado y de dar a conocer su doctrina. Quizás encuentren algunos ese paso demasiado atrevido, pero yo no sabía cuál otro podía tomar que llamase más la atención de la gente, extremo de gran importancia. Mandé también imprimir cierto número de esos anuncios en forma y tamaño de carteles, y los mandé pegar en diferentes sitios de la ciudad. Muchas esperanzas tenía yo de vender por ese medio una cantidad considerable de ejemplares del Nuevo Testamento; me proponía repetir el[p. 42] experimento en Valladolid, León, Santiago y demás ciudades importantes que visitase, repartiendo asimismo los anuncios por los caminos. De esa manera, los hijos de España llegarían a saber que el Nuevo Testamento existe, hecho que apenas conocía entonces el cinco por ciento de los españoles, a pesar de la catolicidad y cristiandad de que con harta frecuencia se jactan.
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Salida de Salamanca.— Recibimiento en Pitiega.— El dilema.— Inspiración súbita.— El buen cura.— Combate de dos cuadrúpedos.— Irlandeses cristianos.— Las llanuras de España.— Los catalanes.— La poza fatal.— Valladolid.— Propaganda de las Escrituras.— Las misiones para Filipinas.— El colegio inglés.— Una conversación.— La carcelera.
El sábado 10 de junio salí de Salamanca para Valladolid. Como el pueblo donde pensábamos quedarnos sólo distaba cinco leguas, no salimos hasta después del medio día. Había en el cielo una neblina que obscurecía al sol y casi lo ocultaba a nuestra vista. Mi amigo Mr. Patrick Cantwell, del Colegio irlandés, fué tan amable que me acompañó parte del camino. Montaba una mula de alquiler, extremadamente ruin en apariencia, incapaz, a juicio mío, de seguir el paso de nuestros fogosos caballos; parecía hermana gemela de la mula de Gil Pérez, en la que su sobrino hizo el famoso viaje de Oviedo a Peñaflor. Pero estaba yo muy equivocado. El animalito, en cuanto montó mi amigo, salió andando con aquel rápido[p. 44] paso tantas veces admirado por mí en las mulas españolas y que no puede igualar caballo alguno. Los nuestros, a pesar de su magnífica estampa, se quedaron atrás muy pronto, y a cada momento teníamos que ponerlos al trote para seguir al singular cuadrúpedo, que muy a menudo engallaba la cabeza, encogía los labios y nos enseñaba sus amarillos dientes, como si se riera de nosotros, y acaso se reía. Aconteció que ninguno conocíamos bien el camino; en realidad, no veíamos cosa alguna que pudiera con justicia llamarse así. La ruta de Salamanca a Valladolid, a veces carril, a veces senda, es muy difícil de distinguir; no tardamos en perdernos, y anduvimos mucho más de lo que, en rigor, era necesario. Sin embargo, como nos cruzábamos frecuentemente con hombres y mujeres que pasaban montados en jumentos, nuestro orgullo no nos impidió tomar los necesarios informes, y a fuerza de preguntas llegamos al cabo a Pitiega, pueblecito a cuatro leguas de Salamanca, formado por chozas de tierra, en las que viven unas cincuenta familias, enclavado en una llanura polvorienta, cubierta de opulentos trigales. Preguntamos por la casa del cura, un anciano a quien había visto yo el día antes en el Colegio Irlandés, y que al enterarse de mi próximo viaje a Valladolid, me arrancó la promesa de no pasar por su pueblo sin visitarle y sin aceptar su hospitalidad.[p. 45] Una mujer nos encaminó a cierta casita aislada, de aspecto un poco mejor que las contiguas; tenía un pequeño pórtico, cubierto, si no recuerdo mal, por una parra. Llamamos fuerte y repetidas veces a la puerta, sin obtener contestación; callaba la voz del hombre, y ni siquiera ladraba un perro. Lo que ocurría era que el anciano cura estaba durmiendo la siesta y lo mismo toda su familia, compuesta de una sirvienta vieja y de un gato. Movíamos tanto ruido y dábamos tantas voces, impacientados por el hambre, que el bueno del cura acabó por despertarse, y saltando de la cama corrió presuroso a la puerta, lleno de confusión, y al vernos se deshizo en excusas por estar durmiendo en el punto y hora en que, según dijo, debía hallarse en la azotea acechando la llegada de su huésped. Me abrazó cariñosamente y me condujo a su despacho, aposento de regulares dimensiones, guarnecido de estantes llenos de libros. En uno de los extremos había una especie de mesa o escritorio, tendido de cuero negro, y un ancho sillón, donde el cura me obligó a sentarme cuando me disponía, con ardor de bibliómano, a inspeccionar los estantes; con extraordinaria vehemencia me dijo que allí no había nada digno de la atención de un inglés, porque toda su librería estaba compuesta de libros de rezo y de áridos tratados de teología católica.
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Se ocupó luego en ofrecernos un refrigerio. En un abrir y cerrar de ojos, con la ayuda del ama, puso sobre la mesa varios platos con bollos y confituras y unas botellas de vidrio grueso que se me antojaron muy parecidas a las de Schiedam, y resultaron, en efecto, suyas. «Aquí tienen—dijo el cura restregándose las manos—. Doy gracias a Dios por poder ofrecerles algo de su gusto. Estas botellas son de aguardiente de Holanda añejo»; y manifestando dos anchos vasos, continuó: «Llénenlos, amigos míos, y beban; beban y apúrenlo si les place, porque para mí eso está de sobra: rara vez bebo nada más que agua. Sé que a ustedes los isleños les gusta beber y que no pueden pasar sin ello; por tanto, si les sirve de provecho, lo que siento es no tener más.»
Al observar que nos contentábamos meramente con gustar el aguardiente nos miró asombrado y nos preguntó por qué no bebíamos. Le dijimos que muy rara vez bebíamos alcoholes, y yo añadí que, por mi parte, apenas probaba ni aun el vino, contentándome, como él, con beber agua. Algo incrédulo se mostró; pero nos dijo que procediéramos con plena libertad y pidiéramos lo que fuese de nuestro gusto. Le contestamos que aún no habíamos comido y que nos alegraría poder ingerir algo substantífico. «Me temo que no haya en casa nada que les venga bien; con todo, vamos a verlo.»
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En diciendo esto, nos condujo a una corraliza, a espaldas de la casa, que hubiera podido llamarse huerto o jardín de haberse criado en ella árboles o flores; pero sólo producía abundante hierba. En un extremo había un palomar bastante grande, y nos metimos en él, «porque—dijo el cura—si encontrásemos unos buenos pichones, ya tenían ustedes excelente comida.» Empero nos llevamos chasco: después de registrar los nidos, sólo encontramos pichones de muy pocos días, que no se podían comer. El buen hombre se entristeció mucho y empezó a temer, según dijo, que tuviésemos que marcharnos sin probar bocado. Dejamos el palomar y nos llevó a un sitio donde había varias colmenas, en torno de las que volaba un enjambre de afanosas abejas, llenando el aire con su zumbido. «Lo que más quiero, después de mis prójimos, son las abejas—dijo el cura—. Uno de mis placeres es sentarme aquí a observarlas y a escuchar su música.»
Pasamos después por varias habitaciones desamuebladas contiguas al corral, en una de las cuales colgaban varias lonjas de tocino; deteniéndose debajo de ellas, el cura alzó los ojos y se puso a mirarlas atentamente. Dijímosle que si no podía ofrecernos cosa mejor, tomaríamos muy gustosos unos torreznos, sobre todo si se les añadían unos huevos. «Para decir la verdad—respondió—,[p. 48] no tengo otra cosa, y si os arregláis con esto, me alegraré mucho; huevos no faltarán y podéis comer cuantos queráis, fresquísimos, porque las gallinas ponen todos los días.»
Una vez preparado todo a nuestro gusto, nos sentamos a comer el torrezno y los huevos; pero no en el aposento donde primeramente nos recibió, sino en otro más chico, en el lado opuesto del zaguán. El buen cura no comió con nosotros por haberlo hecho ya mucho antes; pero se sentó en la cabecera de la mesa y animó la comida con su charla. «Ahí mismo donde están ustedes ahora—dijo—se sentaron antaño Wellington y Crawford, después de derrotar en los Arapiles a los franceses, rescatándonos de la servidumbre de aquella perversa nación. Nunca he venerado mi casa tanto como desde que la honraron con su presencia aquellos héroes, uno de los cuales era un semidiós.» Rompió luego en un elocuentísimo panegírico de El Gran Lord, como le llamaba, y con mucho gusto lo transcribiría si mi pluma fuese capaz de traducir al inglés los robustos y sonoros períodos de su poderoso castellano. Hasta entonces me había parecido el cura un viejo ignorante y sencillo, casi un simple, tan incapaz de sentir fuertes emociones como una tortuga dentro de su concha. Pero una súbita inspiración le iluminó; vibró en sus ojos una[p. 49] ardiente llamarada y todos los músculos de su rostro temblaron. El bonete de seda que, conforme al uso del clero católico, llevaba puesto, movíasele arriba y abajo a compás de su agitación. Pronto advertí que estaba ante uno de tantos hombres notables como surgen con frecuencia en el seno de la iglesia romana, que a una simplicidad infantil reúnen una energía inmensa y un entendimiento poderoso, y son igualmente aptos para guiar un reducido rebaño de ignorantes campesinos en una obscura aldea de Italia o de España, o para convertir millones de paganos en las costas del Japón, de China o del Paraguay.
El cura era un hombre delgado y seco, como de sesenta y cinco años, y vestía un manteo negro de tela burda; lo restante de su pergenio no era de mejor calidad. La modestia de su atavío no era, ni con mucho, resultado de la pobreza. El curato era de muy buenos rendimientos, y ponía anualmente a disposición del titular ochocientos duros por lo menos, de los que invertía la octava parte en sufragar sobradamente los gastos de su casa y familia; lo demás lo empleaba por completo en obras de pura caridad. Daba de comer al caminante hambriento, que luego seguía su viaje muy alegre con provisiones en las alforjas y una peseta en el bolsillo; cuando sus feligreses necesitaban dinero, no tenían más que acudir a su[p. 50] despacho, y de seguro encontraban inmediato remedio. Era, verdaderamente, el banquero del pueblo, y ni esperaba ni deseaba que le devolvieran sus préstamos. Aunque necesitaba hacer viajes frecuentes a Salamanca, no tenía mula, y se valía de un jumento que le dejaba el molinero del pueblo. «Hace años tenía yo una mula, pero se la llevó sin mi permiso un viajero a quien albergué una noche; porque ha de saberse que en esa alcoba tengo dos camas muy limpias a disposición de los caminantes, y me alegraría mucho que usted y su amigo las ocuparan y se quedasen conmigo hasta mañana.»
Pero ansiaba yo continuar el viaje, y a mi amigo no le apetecía menos volverse a Salamanca. Al despedirme del hospitalario cura le regalé un ejemplar del Nuevo Testamento. Recibiólo sin proferir palabra y lo colocó en un estante de su despacho; observé que le hacía señas al estudiante irlandés, moviendo la cabeza como si quisiera decir: «Su amigo de usted no pierde ocasión de propagar su libro»; porque sabía muy bien quién era yo. No olvidaré tan pronto al presbítero, bueno de veras, Antonio García de Aguilar, cura de Pitiega.
Llegamos a Pedroso poco antes de anochecer. Pedroso es una aldehuela como de treinta casas, cortada por un arroyuelo o regata. En sus orillas, mujeres y mozas lavaban ropa y cantaban; la iglesia, aislada y[p. 51] solitaria, se alzaba en último término. Preguntamos por la posada y nos mostraron una casucha que en nada se distinguía de las demás por su aspecto general. En vano llamamos a la puerta: en Castilla no es costumbre que los posaderos salgan a recibir a sus huéspedes. Concluímos por apearnos y entrar en la casa; preguntamos a una mujer de semblante adusto dónde podíamos poner los caballos. Nos dijo que no era posible llevarlos a la cuadra de la casa, porque habían metido en ella unos malos machos, pertenecientes a dos viajeros, que se pondrían seguramente a reñir con nuestros caballos y habría una función capaz de hundir la casa. Nos señaló un anejo a la posada, al otro lado de la calle, diciendo que allí podríamos encerrar nuestras bestias. Reconocimos el lugar, encontrándolo lleno de basura, habitado por los cerdos, y sin cerradura en la puerta. Me acordé de la mula del cura y me entraron pocas ganas de dejar los caballos en tal lugar, a merced de cualquier ladrón de aquellos contornos. Volví, pues, a la posada y dije resueltamente que había decidido llevarlos a la cuadra. Dos hombres, sentados en el suelo, cenaban una inmensa fuente de liebre estofada; eran los vendedores ambulantes, dueños de los machos. Al dirigirme a la cuadra, uno de los dos hombres murmuró: «Sí, sí; anda y ya verás lo que pasa». Apenas entré en el establo sonó[p. 52] un hórrido y discordante grito, mezcla de rebuzno y quejido, y el más grande de los dos machos, soltándose del pesebre a que estaba atado, con los ojos como brasas y resoplando con la furia de un vendaval, se arrojó sobre mi caballo; pero éste, tan cerril como el macho, alzó las patas y, a la manera de un pugilista inglés, le pagó con tal caricia en la frente que casi le tira al suelo. Se trabó después un combate, y pensé que iba a realizarse la predicción de la adusta mujer haciéndose pedazos la casa. Puse fin a la batalla colgándome del ronzal del macho, con riesgo de mis extremidades, mientras Antonio, a costa de mucho trabajo, apartaba el caballo. Entonces el dueño del macho, que se había quedado en la puerta, se adelantó diciendo: «Si hubiera usted seguido el consejo que le dieron, no habría pasado esto». Díjele que era un disparate dejar los caballos en un sitio donde probablemente los robarían antes del amanecer, y que yo no estaba dispuesto a correr ese albur; el hombre me respondió: «Es verdad, es verdad; quizá ha hecho usted bien». Luego ató de nuevo el macho al pesebre, y reforzó la atadura con un pedazo de tralla, asegurando que ya no era posible que el animal se soltase.
Después de cenar vagué por el pueblo. Intenté hablar con dos o tres labradores, en pie a la puerta de sus casas; pero todos se mostraron por demás reservados, y con un[p. 53] áspero buenas noches, daban media vuelta y se metían dentro, sin invitarme a entrar. Me encaminé, por último, al pórtico de la iglesia, y allí permanecí un rato pensativo, hasta que juzgué conveniente retirarme a descansar, y así lo hice, no sin fijar antes en el atrio de la iglesia un cartel anunciando que el Nuevo Testamento se vendía en Salamanca. De vuelta en la posada encontré a los dos vendedores ambulantes profundamente dormidos en las mantas de sus machos, tendidas por el suelo. Un hombre a quien yo no había visto hasta entonces, y que era, al parecer, el amo de la casa, me dijo: «Me figuro, caballero, que usted ha de ser un comerciante francés, de paso para la feria de Medina.» «No soy francés ni comerciante—respondí—. Aunque pasaré por Medina, no voy a la feria.» «Entonces será usted uno de los irlandeses cristianos de Salamanca, caballero—replicó el hombre—. He oído decir que viene usted de allí.» «¿Por qué los llama usted irlandeses cristianos? ¿Es que hay paganos en su país?» «Los llamamos cristianos—dijo el posadero—para distinguirlos de los irlandeses ingleses, que son peor que paganos, porque son judíos y herejes.» Sin responder, me entré en mi cuarto, y desde él oí, por estar la puerta entornada, el siguiente breve diálogo entre el posadero y su mujer.
El posadero.—Mujer, me parece que tenemos mala gente en casa.
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Su mujer.—¿Te refieres a los últimos que han llegado, a ese caballero y a su criado? Sí; no he visto en mi vida gente peor encarada.
El posadero.—No me gusta el criado, y menos todavía el amo. Es un hombre sin formalidad ni educación; me dice que no es francés, le hablo de los irlandeses cristianos, y parece que tampoco es de su casta. Tengo más que barruntos de que es hereje o, por lo menos, judío.
Su mujer.—Acaso sea las dos cosas. ¡María Santísima! ¿Qué haremos para purificar la casa cuando se vayan?
El posadero.—¡Oh! Lo que es eso irá a la cuenta, como es natural.
Dormí profundamente, y me levanté algo entrada la mañana; después de desayunarme pagué la cuenta, y bien conocí, por su exorbitancia, que no habían dejado de poner en ella los gastos de purificación. Los vendedores ambulantes se habían marchado al rayar el día. Sacamos luego los caballos y montamos; en la puerta de la posada había un grupo de gente que no nos quitaba ojo.—¿Qué significa esto?—le pregunté a Antonio.
—Se susurra que no somos cristianos—respondió—y han venido para persignarse al vernos partir.
En el momento de romper la marcha, en efecto, lo menos doce manos se pusieron a[p. 55] hacer la señal de la cruz, que ahuyenta al Malo. Antonio se volvió al instante y se santiguó al modo griego, mucho más complejo y difícil que el católico.
—¡Mirad qué santiguo, qué santiguo de los demonios!—exclamaron varias voces, mientras avivábamos el paso por temor a las consecuencias.
El día fué por demás caluroso, y con mucha lentitud proseguimos la marcha a través de las llanuras de Castilla la Vieja. En todo lo perteneciente a España, la inmensidad y la sublimidad se asocian. Grandes son sus montañas y no menos grandes sus planicies, ilimitadas, al parecer; pero no como las uniformes e ininterrumpidas llanadas de las estepas rusas. El terreno presenta de continuo escabrosidades y desniveles; aquí un barranco profundo o rambla, excavado por los torrentes invernales; más allá una eminencia, muchas veces fragosa e inculta, en cuya cima aparece un pueblecito aislado y solitario. ¡Cuánta melancolía por doquier; qué escasas las notas vivas, joviales! Aquí y allá se encuentra a veces algún labriego solitario trabajando la tierra; tierra sin límites, donde los olmos, las encinas y los fresnos son desconocidos; tierra sin verdor, sobre la que sólo el triste y desolado pino destaca su forma piramidal. ¿Y quién viaja por estas comarcas? Principalmente los arrieros y sus largas recuas de mulas, adornadas con[p. 56] campanillas de monótono tintineo. Vedlos, con sus rostros atezados, sus trajes pardos, sus sombrerotes gachos; ved a los arrieros, verdaderos señores de las rutas de España, más respetados en estos caminos polvorientos que los duques y los condes, vedlos: mal encarados, orgullosos, rara vez sociables, cuyas roncas voces se oyen en ocasiones desde una milla de distancia, ya excitando a los perezosos animales, ya entreteniendo la tristeza del camino con rudos y discordantes cantares.
Muy entrada la tarde llegamos a Medina del Campo, una de las principales ciudades de España en otro tiempo, y al presente lugar sin importancia. Inmensas ruinas la rodean por todas partes, atestiguando la pasada grandeza de la «ciudad de la llanura». La plaza principal o del mercado es notable; rodéanla sólidos porches, sobre los que se alzan negruzcos edificios muy antiguos. Medina estaba llena de gente, porque la feria se celebraba de allí a un par de días. Algún trabajo nos costó conseguir que nos admitieran en la posada, ocupada principalmente por catalanes llegados de Valladolid. Esa gente no sólo llevaba consigo sus mercancías, sino sus mujeres e hijos. Algunos tenían malísima catadura, sobre todo uno, gordo y de aspecto salvaje, como de cuarenta años de edad, que se portó de atroz manera: sentado con su mujer, quizás su[p. 57] concubina, a la puerta de un aposento que daba al patio, no cesaba de expeler horribles y obscenos juramentos en español y en catalán. La mujer era de notable hermosura; pero muy recia y al parecer no menos salvaje que el hombre; su modo de hablar era igualmente horrendo. Ambos parecían dominados por incomprensible furor. Al cabo, ante cierta observación hecha por la mujer, el hombre se levantó y sacando de la faja un gran cuchillo le tiró un golpe a su compañera en el pecho desnudo; la mujer, empero, interpuso la palma de la mano y recibió en ella el navajazo. Estúvose un momento el agresor mirando gotear la sangre en el suelo, mientras la mujer levantaba en alto la mano herida; luego, arrojando un estruendoso juramento, salió corriendo del patio a la plaza. Me acerqué entonces a la mujer y dije: «¿Por qué ha sido todo eso? Espero que ese tunante no le habrá herido de gravedad.» Volvió hacia mí el semblante con expresión infernal y mirándome despreciativamente exclamó: «Carals, ¿que es eso? ¿No puede un caballero catalán hablar de sus asuntos particulares con su señora sin que usted los interrumpa?» Se vendó luego la mano con un pañuelo y entrándose en el cuarto sacó una mesita, puso en ella diferentes cosas para disponer la cena, y se sentó en un taburete. En seguida volvió el catalán y, sin decir palabra, se sentó en el umbral, como si[p. 58] nada hubiera ocurrido; la singular pareja comenzó a comer y a beber, sazonando los manjares con juramentos y burlas.
Pasamos la noche en Medina, y a la mañana siguiente, muy temprano, reanudamos el viaje, pasando por una comarca muy parecida a la que recorrimos el día antes; a cosa del mediodía llegamos a una pequeña venta, a media legua del Duero, y en ella descansamos durante las horas de más calor; montamos después nuevamente y, cruzando el río por un hermoso puente de piedra, nos encaminamos a Valladolid. Las márgenes del Duero son muy bellas por aquel sitio y pobladas de árboles y arbustos en los que trinaban melodiosamente a nuestro paso algunos pajarillos. Delicioso frescor subía del agua que, a veces, se embravecía entre las piedras o fluía veloz sobre la blanca arena, o se estancaba con mansedumbre en las pozas azules, de considerable hondura. Muy cerca de una de estas hoyas estaba sentada una mujer, como de treinta años, vestida a lo labrador, con pulcritud; miraba fijamente al agua, arrojando a ella, de vez en cuando, flores y ramitas. Me detuve un momento y la hablé; pero sin mirarme ni contestar, siguió contemplando el agua como si hubiera perdido la conciencia de cuanto le rodeaba. «¿Quién es esa mujer?», pregunté a un pastor que encontré momentos más tarde. «Es una loca, la pobrecita—respondió—. Hace[p. 59] un mes se le ahogó un hijo en esa poza, y desde entonces ha perdido el juicio. La van a llevar a Valladolid, a la Casa de los locos. Todos los años se ahoga bastante gente en los remolinos del Duero; éste es un río muy malo. Vaya usted con la Virgen, caballero.» Después entramos en los mezquinos y ralos pinares que bordean el camino de Valladolid por aquella dirección.
Valladolid está situado en medio de un inmenso valle, o más bien hondonada, abierta, al parecer, por una fortísima convulsión de la planicie castellana. Las alturas de las inmediaciones no son, propiamente, una elevación del suelo, sino más bien los bordes de la hondonada. Son muy escabrosas y pendientes y de aspecto por demás insólito. Parece que en épocas remotas toda esta comarca estuvo trabajada por fuerzas volcánicas. Hay en Valladolid numerosos conventos, ahora abandonados, magnífica muestra, algunos de ellos, de la arquitectura española. La iglesia principal, bastante antigua, está sin acabar; propusiéronse los fundadores levantar un edificio muy vasto; pero sus medios no bastaron para realizar el plan. Es de granito sin labrar. Valladolid es ciudad fabril, pero en cambio su comercio está principalmente en manos de los catalanes, establecidos aquí en número próximo a trescientos. Posee una hermosa alameda por la que corre el Esgueva. La población[p. 60] dícese que llega a sesenta mil habitantes.
Paramos en la Posada de las Diligencias, edificio magnífico; pero a los dos días de llegar nos fuimos de ella muy gustosos, porque el alojamiento era malísimo, y la gente de la casa por demás grosera. El dueño, hombre de talla gigantesca, de enormes bigotes y de marcialidad afectada, debía de creerse un caballero demasiado principal para fijar la atención en sus huéspedes, de los que, a la verdad, no andaba muy recargado, porque sólo estábamos Antonio y yo. Era persona importante entre los guardias nacionales de Valladolid y se recreaba pavoneándose por la ciudad en un corcel pesadote que encerraba en una cuadra subterránea.
Trasladamos nuestros reales al Caballo de Troya, posada antigua, a cargo de un vascongado que, al menos, no se creía superior a su oficio. Las cosas andaban muy revueltas en Valladolid por creerse inminente una visita de los facciosos. Barreadas todas las puertas, construyeron, además, unos reductos para cubrir los aproches de la ciudad. Poco después de marcharnos nosotros, llegaron, en efecto, los carlistas al mando del cabecilla vizcaíno Zariategui. No encontraron resistencia; los nacionales más decididos se retiraron al reducto principal y en seguida lo entregaron, sin que en toda esa función[p. 61] se disparase un tiro. Mi amigo, el héroe de la posada, en cuanto oyó que se aproximaba el enemigo, montó a caballo y escapó, y no ha vuelto a saberse de él. A mi regreso a Valladolid, hallé la posada en otras manos mucho mejores: regíala un francés de Bayona, quien me prodigó tantas amabilidades como groserías sufrí de su predecesor.
A los pocos días conocí al librero de la localidad, hombre sencillo, de corazón bondadoso, que de buen grado se encargó de vender los Testamentos. Todo género de literatura hallábase en Valladolid en profundísima decadencia. Mi nuevo amigo sólo podía dedicarse a vender libros en combinación con otros negocios, porque, según me aseguró, la librería no le daba para vivir. Sin embargo, durante la semana que permanecí en la ciudad se vendió un número considerable de ejemplares, y abrigaba yo buenas esperanzas de que aún pedirían muchos más. Para llamar la atención sobre mis libros recurrí al sistema empleado en Salamanca y fijé carteles en las paredes. Antes de marcharme dispuse que todas las semanas los renovasen; con eso pensaba yo lograr multiplicados y saludables frutos, porque el pueblo tendría siempre ocasión de saber que existía, al alcance de sus medios, un libro que contiene la palabra de vida, y acaso se sintiera inducido a comprarlo y a consultarlo, incluso acerca de su salvación...[p. 62] Hay en Valladolid un colegio inglés y otro escocés. Mis amables amigos los irlandeses de Salamanca me habían dado una carta de presentación para el rector del último. Estaba el colegio instalado en un lóbrego edificio, en calle apartada. El rector vestía como los eclesiásticos españoles, carácter que, a todas luces, pretendían apropiarse. Había en sus modales cierta fría sequedad, sin pizca del generoso celo ni de la ardiente hospitalidad que de tal modo me cautivaron en el cortesísimo rector de los irlandeses de Salamanca; sin embargo, me trató con mucha urbanidad y se ofreció a enseñarme las curiosidades locales. Sabía, sin duda alguna, quién era yo, y acaso por esta razón se mostró más reservado de lo que en otro caso hubiese sido; no hablamos palabra de asuntos religiosos, como si de consuno quisiésemos eludirlos. Bajo sus auspicios visité el colegio de las Misiones Filipinas, situado en las afueras; me presentaron al rector, septuagenario de hermosa presencia, muy vigoroso, en hábito de fraile. Expresaba su semblante una benignidad plácida que me interesó sobremanera; hablaba poco y con sencillez; parecía haber dicho adiós a todas las pasiones terrenales. Sin embargo, aún se aferraba a cierta pequeña debilidad.
Yo.—Vive usted en una casa hermosa, padre. Lo menos caben aquí doscientos estudiantes.
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El rector.—Más aún, hijo mío; se hizo para albergar más centenares que simples individuos vivimos en ella ahora.
Yo.—Veo aquí algunos trabajos de defensa improvisados; los muros están llenos de aspilleras por todas partes.
El rector.—Hace unos días vinieron los nacionales de Valladolid y causaron bastante daño sin utilidad alguna; estuvieron un poco groseros y me amenazaron con los clubs. ¡Pobres hombres, pobres hombres!
Yo.—Supongo que también las misiones, a pesar de sus elevados fines, se resentirán de los trastornos actuales de España.
El rector.—Demasiado cierto es eso; ahora el Gobierno no nos favorece nada; sólo contamos con nuestras propias fuerzas y con la ayuda de Dios.
Yo.—¿Cuántos misioneros novicios hay en el colegio?
El rector.—Ninguno, hijo mío; ninguno. El rebaño se ha dispersado; el pastor se ha quedado solo.
Yo.—Vuestra reverencia habrá, sin duda alguna, tomado parte activa en las misiones.
El rector.—Cuarenta años he estado en Filipinas, hijo mío; cuarenta años entre los indios. ¡Ay de mí! ¡Cuánto quiero yo a los indios de Filipinas!
Yo.—¿Habla vuestra reverencia la lengua de los indios?
El rector.—No, hijo mío. A los indios[p. 64] les enseñábamos el castellano; a mi parecer, no hay idioma mejor. Les enseñábamos el castellano y la adoración de la Virgen. ¿Qué más necesitaban saber?
Yo.—¿Y qué piensa vuestra reverencia de las Filipinas como país?
El rector.—Cuarenta años he estado allá; pero lo conozco poco; el país no me interesaba gran cosa; mis amores eran los indios. No es mala tierra aquélla; pero no tiene comparación con Castilla.
Yo.—¿Vuestra reverencia es castellano?
El rector.—Soy castellano viejo, hijo mío.
Desde la Casa de las Misiones Filipinas, me condujo mi amigo al Colegio inglés, establecimiento muy superior en todos los órdenes al Colegio Escocés. En este último había muy pocos alumnos, creo que seis o siete apenas, mientras que en el seminario inglés se educaban unos treinta o cuarenta, según me dijeron. La casa es hermosa, con una iglesia pequeña, pero suntuosa, y muy buena biblioteca: su emplazamiento es alegre y ventilado; completamente aislada en un barrio de poco tránsito, un elevado muro, genuina muestra del exclusivismo inglés, la rodea por todas partes y encierra, además, un deleitoso jardín. Este colegio es, con gran ventaja, el mejor de los de su clase en toda la Península, y creo que el más floreciente. En el rápido vistazo dado a su interior[p. 65] no podía enterarme a fondo de su régimen; pero no dejó de impresionarme el orden, la limpieza, el método reinantes por doquiera. Sin embargo, no me atrevería yo a afirmar que el aire de severa disciplina monástica que allí se advertía respondiese con exactitud a la realidad. En la visita nos acompañó el vicerrector, por estar ausente el rector. De todas las curiosidades del colegio la más notable es la galería de pinturas, donde se guardan los retratos de gran número de antiguos alumnos de la casa martirizados en Inglaterra, en el ejercicio de su vocación, durante los agitados tiempos de Eduardo VI y de la feroz Isabel. En esa casa se educaron muchos de aquellos sacerdotes medio extranjeros, pálidos, sonrientes, que a hurtadillas recorrían en todas direcciones la verde Inglaterra; ocultos en misteriosos albergues, en el seno de los bosques, soplaban sobre el moribundo rescoldo del papismo, sin otra esperanza y acaso sin otro deseo que el de perecer descuartizados por las sangrientas manos del verdugo, entre el griterío de una plebe tan fanática como ellos; sacerdotes como Bedingfield y Garnet, y tantos otros cuyo nombre se ha incorporado a las gestas de su país. Muchas historias, maravillosas precisamente por ser ciertas, podrían, sin duda, extraerse de los archivos del seminario papista inglés de Valladolid.
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No escaseaban los huéspedes en el Caballo de Troya, donde nos alojábamos. Entre los llegados durante mi estancia allí, figuraba una mujer muy fornida y jovial, en extremo bien vestida, con traje de seda negra y mantilla de mucho precio. Acompañábala un mozalbete de quince años, muy guapo, pero de expresión maligna y arisca, hijo suyo. Venían de Toro, lugar distante una jornada de Valladolid, famoso por su vino. Una noche, estando al fresco en el patio de la posada, tuvimos el siguiente coloquio:
La mujer.—¡Vaya, vaya, qué pueblo tan aburrido es Valladolid! ¡Qué diferencia de Toro!
Yo.—Yo le hubiera creído, por lo menos, tan divertido como Toro, que no es ni la tercera parte de grande.
La mujer.—¿Tan divertido como Toro? ¡Vaya, vaya! ¿Ha estado usted alguna vez en la cárcel de Toro, señor caballero?
Yo.—Nunca he tenido ese honor; generalmente, la cárcel es el último sitio que se me ocurre visitar.
La mujer.—Vea usted lo que es la diferencia de gustos: yo he ido a ver la cárcel de Valladolid, y me parece tan aburrida como la ciudad.
Yo.—Es claro; si en alguna parte hay tristeza y fastidio, ha de ser en la cárcel.
La mujer.—Pero no en la de Toro.
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Yo.—¿Qué tiene la cárcel de Toro para distinguirse de las demás?
La mujer.—¿Qué tiene? ¡Vaya! ¿Pues no soy yo la carcelera? ¿Y no es mi marido el alcaide? Y mi hijo, ¿no es hijo de la cárcel?
Yo.—Dispense usted: no conocía esas circunstancias. La diferencia, en efecto, es grande.
La mujer.—Ya lo creo. Yo también soy hija de la cárcel; mi padre era alcaide y mi hijo podría aspirar a serlo, si no fuese tonto.
Yo.—¿Tonto? Pues en la cara lo disimula bastante. No sería yo quien comprara a este muchacho si lo vendieran por tonto.
La carcelera.—¡Buen negocio haría usted si lo comprase! Más picardías tiene que cualquier calabocero de Toro. Mi sentido es que no le tira la cárcel tanto como debiera, sabiendo lo que han sido sus padres. Tiene demasiado orgullo, demasiados caprichos; al cabo ha logrado convencerme para que lo traiga a Valladolid, y le he colocado a prueba en casa de un comerciante de la Plaza. Espero que no irá a parar a la cárcel; si no, ya verá la diferencia que hay entre ser hijo de la cárcel y estar encarcelado.
Yo.—Habiendo tantas distracciones en Toro, los presos no lo pasarán mal con usted.
La carcelera.—Sí; somos muy buenos con ellos; me refiero a los que son caballeros,[p. 68] porque con los que no tienen más que miseria, ¿qué podemos hacer? La cárcel de Toro es muy divertida: dejamos entrar todo el vino que quieren los presos, mientras tienen dinero para comprarlo y para pagar el derecho de entrada. La de Valladolid no es ni la mitad de alegre; no hay cárcel como la de Toro. Allí aprendí yo a tocar la guitarra. Un caballero andaluz me enseñó a tocar y cantar a la gitana. ¡Pobre muchacho! Fué mi primer novio. Juanito, trae la guitarra, que voy a cantarle a este caballero unos aires andaluces.
La carcelera tenía hermosa voz y tocaba el instrumento favorito de los españoles con verdadera maestría. Estuve escuchando sus habilidades cerca de una hora, hasta que me retiré a mi habitación a descansar. Creo que continuó tocando y cantando la mayor parte de la noche, porque la oí todas las veces que me desperté, y aun entre sueños me sonaban en los oídos las cuerdas de la guitarra.
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Dueñas.— Los hijos de Egipto.— Chalanerías.— El caballo de carga.— La caída.— Palencia.— Curas carlistas.— El mirador.— Sinceridad sacerdotal.— León.— Alarma de Antonio.— Calor y polvo.
Después de estar diez días en Valladolid nos pusimos en marcha para León. Llegamos al mediodía a Dueñas, ciudad notable por muchos motivos, distante de Valladolid seis leguas cortas. Hállase situada en una ladera, sobre la que se alza a pico una montaña de tierra calcárea coronada por un castillo en ruinas. En torno de Dueñas se ve multitud de cuevas excavadas en la pendiente y cerradas con fuertes puertas: son las bodegas donde se guarda el vino que en abundancia produce la comarca, y que se vende principalmente a los navarros y montañeses; acuden a buscarlo en carretas de bueyes y se lo llevan en grandes cantidades. Paramos en una mezquina posada de los arrabales, con idea de dar descanso a los caballos. Varios soldados de Caballería allí alojados aparecieron en seguida, y con ojos de gente experta empezaron a examinar mi caballo entero. «Este caballo tan bueno debiera ser nuestro—dijo el cabo—. ¡Qué pecho[p. 70] tiene! ¿Con qué derecho viaja usted en ese caballo, señor, haciendo falta tantos para el servicio de la reina? Este caballo pertenece a la requisa.» «Con el derecho que me da el haberlo comprado, y el ser yo inglés»—repliqué. «¡Oh, su merced es inglés!—respondió el cabo—. Eso es otra cosa. A los ingleses se les permite en España hacer de lo suyo lo que quieran, permiso que no tienen los españoles. Caballero, he visto a sus paisanos de usted en las provincias vascongadas: vaya, ¡qué jinetes y qué caballos! Tampoco se baten mal; pero lo que mejor hacen es montar. Los he visto subir por los barrancos en busca de los facciosos, y caer sobre ellos de improviso cuando se creían más seguros y no dejar ni uno vivo. La verdad: este caballo es magnífico; voy a mirarle el diente.»
Miré al cabo; tenía la nariz y los ojos dentro de la boca del caballo. Los demás de la partida, que podían ser seis o siete, no estaban menos atareados. El uno le examinaba las manos; el otro, las patas; éste tiraba de la cola con toda su fuerza, mientras aquél le apretaba la tráquea para descubrir si el animal tenía allí alguna tacha. Por fin, al ver al cabo dispuesto a aflojarle la silla para reconocerle el lomo, exclamé:
—Quietos, chabés[8] de Egipto; os olvi[p. 71]dáis de que sois hundunares[9], y que no estáis paruguing grastes[10] en el chardí[11].
Al oír estas palabras, el cabo y los soldados volvieron completamente el rostro hacia mí. Sí; no cabía duda: eran los semblantes y el mirar fijo y velado de los hijos de Egipto. Lo menos un minuto estuvimos mirándonos mutuamente, hasta que el cabo, en la más elocuente lamentación gitana imaginable, me dijo: ¡El erray[12] nos conoce a nosotros, pobres Caloré![13] ¿Y dice que es inglés? ¡Bullati![14] No me figuraba encontrar por aquí un Busnó[15] que nos conociera, porque en estas tierras no se ven nunca gitanos. Sí; su merced acierta; somos todos de la sangre de los Caloré. Somos de Melegrana[16], y de allí nos sacaron para llevarnos a las guerras. Su merced ha acertado; al ver este caballo nos hemos creído otra vez en nuestra casa en el mercado de Granada; el caballo es paisano nuestro, un andalou verdadero. Por Dios, véndanos su merced este caballo; aunque somos pobres Caloré, podemos comprarlo.
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—Os olvidáis de que sois soldados; ¿cómo me ibais a comprar el caballo?
—Somos soldados—replicó el cabo—; pero no hemos dejado de ser Caloré. Compramos y vendemos bestis; nuestro capitán va a la parte con nosotros. Hemos estado en las guerras; pero no queremos pelear; eso se queda para los Busné. Hemos vivido juntos y muy unidos, como buenos Caloré; hemos ganado dinero. No tenga usted cuidao. Podemos comprarle el caballo.
Al decir esto, sacó una bolsa con diez onzas de oro lo menos.
—Si quisiera venderlo—repuse—, ¿cuánto me daríais por el caballo?
—Entonces su merced desea vender el caballo. Eso ya es otra cosa. Le daremos a su merced diez duros por él. No vale para nada.
—¿Cómo es eso?—exclamé—. Hace un momento me habéis dicho que era un caballo muy bueno, paisano vuestro.
—No, señor; no hemos dicho que sea Andalou, hemos dicho que es Extremou, y de lo peor de su casta. Tiene diez y ocho años, es corto de resuello y está malo.
—Pero si yo no quiero vender el caballo; al contrario. Más bien necesito comprar que vender.
—¿Su merced no quiere vender el caballo?—dijo el gitano—. Espere su merced: daremos sesenta duros por el caballo de su merced.
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—Aunque me dierais doscientos sesenta. ¡Meclis, meclis![17], no digas más. Conozco las tretas de los gitanos. No quiero tratos con vosotros.
—¿No ha dicho su merced que desea comprar un caballo?—preguntó el gitano.
—No necesito comprar ninguno—exclamé—. De necesitar algo, sería una jaca para el equipaje. Pero se ha hecho tarde; Antonio, paga la cuenta.
—Espere su merced; no tenga tanta prisa—dijo el gitano—. Voy a traerle lo que usted necesita.
Sin aguardar respuesta corrió a la cuadra, y a poco salió trayendo por el ramal una jaca ruana, de unos trece palmos de alzada, llena de mataduras y señales de las cuerdas y ataderos. La estampa, sin embargo, no era mala, y tenía un brillo extraordinario en los ojos.
—Aquí tiene su merced—dijo el gitano—la mejor jaca de España.
—¿Para qué me enseñas ese pobre animal?—pregunté.
—¿Pobre animal?—repuso el gitano—. Es un caballo mejor que su Andalou de usted.
—Puede que no quisieras cambiarlos—dije yo sonriendo.
—Señor, lo que yo digo es que puesto a correr, le saca ventaja a su Andalou de usted.
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—Está muy flaco—respondí—. Me parece que concluirá muy pronto de pasar fatigas.
—Flaco y todo como está, señor, ni usted ni cuantos ingleses hay en España son capaces de dominarlo.
Miré otra vez al animal, y su estampa me hizo una impresión más favorable aún que antes. Necesitaba yo una caballería para relevar, cuando fuese menester, a la de Antonio en el transporte del equipaje, y aunque el estado de aquella jaca era lastimoso, pensé que con el buen trato no tardaría en redondearse.
—¿Puedo montar en él?—pregunté.
—Es caballo de carga, señor, y no está hecho a la silla; sólo se deja montar por mí, que soy su amo. Cuando se arranca, no para hasta el mar: se lanza por cuestas y montañas, y las deja atrás en un momento. Si quiere usted montar este caballo, señor, permítame que antes le ponga la brida, porque con el ronzal no podrá usted sujetarlo.
—Eso es una tontería—repliqué—. Pretendes hacerme creer que tiene mucho genio para pedir más por él. Te digo que está casi muriéndose.
Tomé el ronzal y monté. Apenas me sintió sobre las costillas, el animalito, que hasta entonces había estado inmóvil como una piedra, sin mostrar el menor deseo de cambiar de postura ni dar más señales de vida[p. 75] que revolver los ojos y enderezar una oreja, arrancó al galope tendido como un caballo de carreras. Presumía yo que el caballo iba a cocear o a tirarse al suelo para librarse de la carga; pero la escapada me cogió completamente desprevenido. No me costó gran trabajo, sin embargo, sostenerme, porque desde la niñez estaba yo habituado a montar en pelo; pero frustró todos los esfuerzos que hice para detenerlo, y casi empecé a creer, como me había dicho el gitano, que ya no se pararía hasta el mar. No obstante, disponía yo de un arma poderosa, y fué tirar del ronzal con toda mi fuerza, hasta que obligué al caballo a volver ligeramente el cuello, que, por lo rígido, parecía de palo; a pesar de todo, no disminuyó la rapidez de su carrera ni un momento. A mano izquierda del camino, por donde volábamos, había una profunda zanja, en el preciso lugar donde el camino torcía a la derecha, y hacia la zanja se lanzó oblicuamente el caballo. Con los tirones se rompió el ronzal; el caballo siguió disparado como una flecha, y yo caí de espaldas al suelo.
—Señor—dijo el gitano, acercándoseme con el semblante más serio del mundo—, ya le decía yo a usted que no montase sin brida ni freno; es caballo de carga y sólo está acostumbrado a que le monte yo, que le doy de comer. (Al decir esto silbó, y el animal, que andaba dando corcovos por el campo,[p. 76] y acoceando el aire, volvió al instante con un suave relincho.) Vea su merced qué manso es—continuó el gitano—. Es un caballo de carga de primera, y puede subir, con todo lo que usted lleva, las montañas de Galicia.
—¿Cuánto pides por él?—dije yo.
—Señor, como su merced es inglés y buen jinete, y, sobre todo, conoce los usos de los Caloré, y sus mañas y lenguaje también, se lo venderé a usted muy arreglado. Me dará usted doscientos sesenta duros por él, ni uno menos.
—Es mucho dinero—respondí.
—No, señor, nada de eso; es un caballo de carga; fíjese usted que pertenece al ejército, y no lo vendo para mí.
Dos horas de caballo nos pusieron en Palencia, ciudad antigua y bella, admirablemente situada a orillas del Carrión, y famosa por su comercio de lanas. Nos alojamos en la mejor posada que había, y seguidamente fuí a visitar a uno de los principales comerciantes de la ciudad, para quien me había dado una recomendación mi banquero de Madrid. Dijéronme que el señor estaba durmiendo la siesta. «Entonces—pensé yo—lo mejor será hacer otro tanto», y me volví a la posada. Por la tarde repetí la visita, y vi al comerciante. Era un hombre bajo y corpulento, de unos treinta años; al pronto me recibió con cierta sequedad, pero no tardaron[p. 77] sus modales en dulcificarse, y a lo último no sabía ya cómo darme suficientes pruebas de su cortesía. Me presentó a un su hermano, recién llegado de Santander, persona inteligente en grado sumo, y que había vivido varios años en Inglaterra. Ambos se empeñaron en enseñarme la ciudad, como lo hicieron, paseándome por ella y por sus cercanías. Admiré sobre todo la catedral, edificio de estilo gótico primitivo, pero elegante y ligero. Mientras recorríamos sus naves laterales, los dulces rayos del sol poniente, al entrar por las ventanas arqueadas, iluminaban algunos hermosos cuadros de Murillo que adornan el sagrado edificio[18]. Desde la iglesia lleváronme mis amigos por un camino pintoresco a un batán de las afueras. Abundaban allí el agua y los árboles, pareciéndome los alrededores de Palencia uno de los lugares más agradables que hasta entonces había visto. Cansados de rodar de una parte a otra, fuimos a un café, donde me obsequiaron con dulces y chocolate. Tal fué la hospitalidad de mis amigos, sencilla y agradable, como hay mucha en España.
Al siguiente día proseguimos el viaje, triste en su mayor parte, a través de áridas y desoladas llanuras, con algunos pueblos y[p. 78] ciudades esparcidos aquí y allá, pueblos silenciosos, melancólicos, distantes unos de otros dos o tres leguas. Hacia el mediodía percibimos a lo lejos, entre brumas, una inmensa cadena de montañas, límite septentrional de Castilla; pero el día se nubló y obscureció, y las perdimos de vista. Un viento sonoro comenzó a soplar con violencia en las desoladas llanuras, arrojándonos al rostro nubes de polvo; los pocos rayos de sol que traspasaban las nubes eran candentes, inflamados. Iba yo muy cansado del viaje, y cuando a eso de las cuatro llegamos a X[19], pueblo grande, a mitad de camino entre Palencia y León, resolví pasar allí la noche. Pocos lugares habré visto en mi vida tan desolados como aquel pueblo. Las casas, grandes en su mayoría, tenían muros de barro, como los pajares. En toda la sinuosa y larga calle por donde entramos, no vimos alma viviente a quien preguntar por la venta o posada; al cabo, en un extremo de la plaza, al fondo, descubrimos dos bultos negros parados junto a una puerta, e interrogándolos supimos ser aquella la casa que buscábamos. Extraño era el aspecto de los dos seres, que parecían los genios del lugar. El uno, pequeño y delgado, de unos cincuenta años, tenía las facciones pronunciadas y[p. 79] aviesas. Vestía una holgada casaca negra de largos faldones, calzón también negro y gruesas medias de estambre del mismo color. Hubiérale tomado desde luego por un eclesiástico, a no ser por su sombrero, pequeña castora abollada, nada clerical ciertamente. Su acompañante era de corta estatura y mucho más joven. Vestía de análogo modo, salvo que llevaba una capa azul obscuro. Empuñaban sendos bastones, y, sin alejarse de la puerta, tan pronto entraban como salían, mirando a veces al camino, como si aguardasen a alguien.
—Créame usted, mon maître—me dijo Antonio en francés—, estos dos individuos son curas carlistas, y están aguardando la llegada del Pretendiente. Les imbeciles!
Llevamos los caballos a la cuadra, guiados por la posadera. «¿Quiénes son esos hombres?»—pregunté.
—El más viejo es el arcipreste del pueblo—respondió la mujer—. El otro es hermano de mi marido. ¡Pobrecito! Era fraile en un convento de aquí; pero lo cerraron y echaron a los hermanos.
Volvimos a la puerta.
—Me parece, caballeros, que ustedes son catalanes—dijo el cura.—¿Traen ustedes noticias de aquel reino?
—¿Por qué supone usted que somos catalanes?—pregunté.
—Porque les he oído hace un momento hablar en esa lengua.
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—No traigo noticias de Cataluña—respondí—. Pero creo que la mayor parte del principado está en manos de los carlistas.
—¡Ejem, hermano Pedro! Este caballero dice que la mayor parte de Cataluña está en poder de los realistas. Por favor, caballero, dígame si sabe por dónde andará a estas horas Don Carlos con su ejército.
—Por mis noticias—respondí—es posible que esté ya muy cerca de aquí.
Eché a andar hacia la salida del pueblo. Al instante se me juntaron los dos individuos, y Antonio con ellos, poniéndonos los cuatro a mirar fijamente al camino.
—¿Ve usted algo?—pregunté por fin a Antonio.
—Non, mon maître.
—¿Ve usted algo, señor?—pregunté al cura.
—No veo nada—respondió, alargando el pescuezo.
—No veo nada—dijo Pedro, el ex fraile—; sólo veo mucho polvo, cada vez más espeso.
—Entonces, yo me vuelvo—dije—. Es poco prudente estarse aquí esperando al Pretendiente. Si los nacionales de la población se enteran, pueden fusilarnos.
—¡Ejem!—dijo el cura, siguiéndome—. Aquí no hay nacionales; quisiera yo saber quién se atrevería a serlo. Cuando los vecinos recibieron orden de alistarse en la milicia,[p. 81] rehusaron todos sin excepción, y tuvimos que pagar una multa. Por tanto, amigo, si tiene algo que comunicarnos hable sin recelo; aquí todos somos de su misma opinión.
—Yo no tengo opinión alguna—repliqué—, como no sea que me corre prisa cenar. No estoy por Rey ni por Roque. ¿No dice usted que soy catalán? Pues ya sabe usted que los catalanes no piensan más que en sus negocios.
Al anochecer anduve vagando por el pueblo, que me pareció aún más abandonado y melancólico que antes; acaso fué, no obstante, una población de importancia en tiempos pasados. En un extremo del pueblo yacían las ruinas de un vasto y tosco castillo, casi todo de piedra berroqueña; quise visitarlas, pero hallé la entrada defendida por una puerta. Desde el castillo me encaminé al convento, triste y desolado lugar, antigua morada de frailes franciscanos mendicantes. Ya me volvía a la posada, cuando oí fuerte rumor de voces, y guiándome por ellas no tardé en salir a una especie de prado, donde sobre un montículo estaba sentado un cura vestido de hábitos, leyendo en alta voz un periódico; en torno suyo, de pie o sentados en la hierba, se congregaban unos cincuenta vecinos, vestidos casi todos con luengas capas; entre ellos descubrí a mis dos amigos, el cura y el fraile.[p. 82] «Es un buen enjambre de carlistas—dije entre mí—ansiosos de noticias»; y me encaminé hacia otra parte de la pradera, donde pastaban los ganados del pueblo. El cura, en cuanto me vió, se apartó del grupo y vino a mí. «He oído que necesita usted un caballo—me dijo—. Yo tengo aquí uno pastando, el mejor del reino de León»; y con la volubilidad de un chalán empezó a ensalzar los méritos del animal. No tardó en juntársenos el fraile, quien, aprovechando una oportunidad, me tiró de la manga, y me dijo:
—Señor, con el cura no se puede tratar; es el pillo más grande de estos contornos. Si necesita usted un caballo, mi hermano tiene uno mucho mejor, y se lo dará más barato.
—No pienso comprarlo hasta que llegue a León—exclamé; y me fuí, meditando en la amistad y en la sinceridad de los curas.
Desde X a León, ocho leguas de camino, el país mejoró rápidamente; cruzamos varios arroyos, y a veces atravesábamos praderas exuberantes. Volvió a brillar el sol, y acogí su reaparición con alegría, a pesar del sofocante calor. A dos leguas de León dimos alcance a un tropel de gente con caballos, mulas y carros que acudían a la famosa feria que el día de San Juan se celebra en León; en efecto, se inauguró a los tres días de nuestra llegada. Aunque esa feria es principalmente de caballos, acuden a[p. 83] ella comerciantes de muchas partes de España con diferentes géneros de mercadería, y allí me encontré a muchos catalanes ya vistos en Medina y Valladolid.
Nada notable hay en León, ciudad vieja y tétrica, salvo la catedral, que es, en muchos respectos, un duplicado de la de Palencia, elegante y aérea como ésta, pero sin los espléndidos cuadros que la adornan. La situación de León en el centro de una comarca floreciente, abundante en árboles, y regada por muchas corrientes de agua nacidas en las grandes montañas de las inmediaciones, es muy placentera. Dista mucho, sin embargo, de ser un lugar saludable, sobre todo en verano, cuando los calores suscitan las emanaciones nocivas de las aguas, que engendran muchas enfermedades, especialmente calenturas. Apenas llevaba tres días en León me atacó una de esas fiebres, contra la que creí no poder luchar, no obstante mi constitución robusta, pues en siete días que me duró me quedé casi en los huesos, y en tan deplorable estado de debilidad que no podía hacer el más leve movimiento. Pero ya antes había logrado que un librero se encargara de vender los Testamentos, y publicado los anuncios de costumbre, aunque sin grandes esperanzas de buen éxito, porque los leoneses, con raras excepciones, son furibundos carlistas y ciegos e ignorantes secuaces de la arcaica iglesia papal. La[p. 84] sede episcopal de León estuvo ocupada en otro tiempo por el primer ministro de Don Carlos, y parece que su espíritu fanático y feroz llena todavía la ciudad. En cuanto aparecieron los carteles, el clero se puso en movimiento. Fueron de casa en casa, fulminando maldiciones y anatemas y amenazando con todo género de desventuras a quien comprase o leyese «los libros malditos» que los herejes introducían en el país con propósito de pervertir las almas cándidas de los habitantes. Hicieron más: incoaron un proceso ante el tribunal eclesiástico contra el librero. Por fortuna, ese tribunal no posee ahora mucha autoridad, y el librero, atrevido y resuelto, sostuvo el reto y llegó hasta fijar un anuncio en la misma puerta de la catedral. A pesar del griterío que se levantó contra los libros, se vendieron en León algunos ejemplares; dos fueron adquiridos por sendos exclaustrados, y otros tantos por párrocos de las aldeas vecinas. Creo que en total se vendieron unos quince ejemplares, de suerte que mi visita a lugar tan atrasado no se perdió del todo, porque la semilla del Evangelio quedó sembrada, aunque con parquedad. Pero las espesas tinieblas que envuelven a León son verdaderamente lamentables, y la ignorancia del pueblo es tan grande que en las tiendas se venden públicamente y tienen gran aceptación conjuros y encantaciones impresos contra Satanás y[p. 85] su hueste y contra todo género de maleficios. Tales son los resultados del papismo, la falacia que más ha contribuído a envilecer y embrutecer al espíritu humano.
Apenas pude levantarme del lecho donde la fiebre me tuvo postrado. Antonio me descubrió sus temores. Díjome que había visto a varios soldados, con el uniforme de Don Carlos, acechar a la puerta de la posada e inquirir noticias respecto de mí. Ocurría, en efecto, en León un hecho singular: más de cincuenta individuos, que por diversos motivos habían dejado las filas del Pretendiente, paseaban por las calles vistiendo su librea, plenamente seguros de que nadie los molestaría gracias a la protección cierta de las autoridades locales. Supe también por Antonio que el posadero era un notorio alcahuete o espía de los ladrones de toda la comarca, y que a menos de emprender el viaje muy pronto y sin avisar, nos robarían seguramente en el camino. No hice gran caso de tales indicaciones; pero tenía vivos deseos de marcharme de León, porque, a mi parecer, en tanto permaneciese allí no podría recobrar la salud ni la fuerza.
De consiguiente, a las tres de la mañana salimos para Galicia; apenas habíamos andado media legua, estalló una tormenta violentísima. Nos hallábamos en un bosque que se dilataba bastante en la misma dirección que nosotros seguíamos.
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El viento doblaba los árboles casi hasta el suelo o los arrancaba de cuajo; la luz de los relámpagos que fulguraban en torno nuestro, barría la tierra y casi nos cegaba. El fogoso caballo andaluz que yo montaba se espantó y comenzó a botar como un endemoniado. Como estaba tan débil, me costó grandísimo trabajo agarrarme a la silla y evitar una caída que podía ser fatal. La tronada acabó en una manga de agua tremenda que engrosó los arroyos e inundó los campos, haciendo muchos daños en los sembrados. Después de una caminata de cinco leguas comenzamos a entrar en la región montañosa de Astorga. El calor se hizo casi sofocante. Aparecieron enjambres de moscas que, posándose en los caballos, los enloquecían a picaduras. El camino era duro y fatigoso. Con gran trabajo llegamos a Astorga, cubiertos de barro y de polvo, tan sedientos que la lengua se nos pegaba al paladar.
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Astorga.— La posada.— Los maragatos.— Costumbres de los maragatos.— La estatua.
Fuimos a una posada de los arrabales, la única, por cierto, que había en la ciudad. El patio estaba lleno de arrieros y carreteros que movían gran alboroto; el posadero reñía con dos de sus parroquianos, y reinaba universal confusión. Al apearme recibí en la cara el contenido de un vaso de vino; pero como el saludo iba probablemente destinado a otro, me hice el desentendido. Alcanzóle a Antonio un estacazo, y, menos paciente que yo, devolvió en el acto el saludo cruzándole la cara con el látigo a un carretero. Mientras me esforzaba por separar a los dos antagonistas, mi caballo se escapó, y rompiendo por entre la revuelta multitud, derribó a varios individuos y causó no pocos destrozos. Costó mucho tiempo restablecer la paz; por fin nos condujeron a una habitación de regular decencia. Apenas nos habíamos instalado, llegó de Madrid la galera para La Coruña llena de viajeros polvorientos: mujeres, niños, oficiales inválidos[p. 88] y otra gente así. En seguida nos expulsaron de nuestro cuarto y arrojaron los equipajes al patio. Como nos quejáramos de tal trato, nos dijeron que éramos dos vagabundos a quien nadie conocía, que habíamos llegado sin arriero y puesto en confusión la casa entera. Por gran favor nos permitieron, al cabo, refugiarnos en un ruinoso cuartucho pegado a la cuadra, lleno de ratas y de miseria. Había allí una cama con dosel muy antigua, y hubimos de darnos por contentos con tan miserable acomodo porque, abrasado de fiebre, yo no podía seguir adelante. El calor era insoportable. Me senté en la escalera, con la cabeza entre las manos, anhelando por falta de aire; Antonio acudió a darme de beber agua con vinagre, y me sentí aliviado.
Tres días estuvimos en aquel arrabal, y la mayor parte del tiempo permanecí tendido en la cama. Una o dos veces se me ocurrió ir a la ciudad; pero no encontré librero ni persona alguna dispuesta a encargarse de vender mis Testamentos. La gente era brutal, estúpida y grosera; me volví a la cama cansado y desanimado. Allí me estuve oyendo, de tiempo en tiempo, los armoniosos sones de la campana del reloj de la vieja catedral. El posadero ni fué a verme ni preguntó por mí. Con los cuidados de Antonio recobré las fuerzas rápidamente. «Mon maître—me dijo una tarde—. Veo que está usted[p. 89] mejor; vámonos mañana de esta ciudad y de esta posada, que son a cual peores. Allons, mon maître! Il est temps de nous mettre en chemin pour Lugo et Galice.»
Antes de contar lo que nos ocurrió en el viaje a Lugo y Galicia, acaso no esté de más decir unas palabras respecto de Astorga y sus contornos. Astorga es una ciudad amurallada, de cinco a seis mil habitantes, con catedral y seminario, vacío actualmente. Está situada en los confines y puede ser llamada capital de una comarca denominada país de los maragatos, como de tres leguas cuadradas de extensión, que limita al Noroeste la montaña llamada Teleno, la más elevada de una cadena nacida cerca de la desembocadura del Miño y que enlaza con el inmenso macizo divisorio de las Asturias y Guipúzcoa. La región, rocosa en su mayor parte, con ligeras salpicaduras de tierra de un color rojo ladrillo, es ingrata y árida, y paga mezquinamente los afanes del labrador. Los maragatos son quizás la casta más singular de cuantas pueden encontrarse en la mezclada población de España. Tienen costumbres y vestidos peculiares, y nunca se casan con españoles. Su nombre indica su origen, pues significa «moros godos»; y hoy en día su pergenio, consistente en un chaquetón muy ajustado, ceñido al talle por una faja ancha, calzones anchos hasta la rodilla, botas y polainas, difiere muy poco del[p. 90] de los moros de Berbería. Llevan afeitado el cráneo, y sólo se dejan un ligero cerquillo de pelo en la parte inferior. Si llevaran turbante o barrete apenas se los distinguiría de los moros por el vestido; pero usan en lugar de aquél el sombrero ancho. Es casi indudable que los maragatos son reliquias de aquellos godos que tomaron partido por los moros invasores de España, y adoptaron su religión, costumbres y traje, que, con excepción de la primera, conservan aún en buena parte. Pero es también evidente que su sangre no se ha mezclado con la de los salvajes hijos del desierto, porque con dificultad se encontrarían en las montañas de Noruega tipos y rostros más esencialmente godos que los maragatos. Son hombres de fuerza atlética; pero toscos, pesados, de facciones generalmente correctas, pero vacíos de expresión. Hablan con lentitud y lisura; rara vez, o nunca, se observan en ellos los arranques de elocuencia y de imaginación tan comunes en los demás españoles; tienen además una pronunciación áspera y fuerte, y al oírlos hablar creeríase escuchar a un campesino alemán o inglés que intentara expresarse en el idioma de la Península. Son de temperamento flemático, y con dificultad se encolerizan; pero son peligrosos y extremados cuando una vez se incomodan; persona que los conocía bien me dijo que prefería afrontar a diez valencianos, pueblo[p. 91] mal notado por su ferocidad e instintos sanguinarios, que a un solo maragato irritado, por flojo y embotado que sea en las demás ocasiones.
Los hombres apenas se ocupan en las labores del campo, abandonándoselas a las mujeres, que aran las pedregosas tierras y recogen sus menguadas cosechas. Muy diferente es la ocupación de sus maridos e hijos: constituyen un pueblo de arrieros, y considerarían casi como una desgracia emplearse en otros quehaceres. Por todos los caminos de España, y particularmente al Norte de la cordillera divisoria de ambas Castillas, pasan los maragatos, en cuadrillas de cinco o seis, dormitando, o simplemente echados en el lomo de sus gigantescas y cargadísimas mulas, bajo los rayos del sol achicharrante. En suma: casi todo el comercio de una mitad de España está en manos de los maragatos, cuya fidelidad es tal, que cuantos han utilizado sus servicios no vacilarían en confiarles el transporte de un tesoro desde el Cantábrico a Madrid, en la seguridad completa de que no sería culpa suya si no llegaba salvo e intacto a su destino; arrojados han de ser los ladrones que intenten arrebatar sus mercancías a los arrieros maragatos, dondequiera temidos; aferrados a ellas mientras pueden tenerse en pie, las defienden a tiros o con su propio cuerpo si caen en la pelea.
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Pero aunque son los arrieros más fieles de España, distan mucho de ser desinteresados; en general, cobran por el transporte de mercancías el doble, cuando menos, de lo que a otros del mismo oficio les parecería suficiente recompensa. De esa manera acumulan grandes sumas de dinero, a pesar de que se tratan mucho mejor de lo que en general es uso entre los frugales españoles, otro argumento en favor de su pura descendencia gótica, porque los maragatos, como verdaderos hombres del Norte, son aficionados a la bebida y se regodean en las comidas copiosas y empalagosas; así tienen esos corpachones tan rozagantes. Muchos han dejado al morir fortunas considerables, y no es raro que leguen una parte de su caudal para erigir o embellecer casas religiosas.
En el extremo oriental de la catedral de Astorga, dominando el altivo muro, hay sobre el tejado una estatua de plomo colosal: es la estatua de un arriero maragato que legó a la catedral una cantidad importante[20]. La figura aparece vestida con el traje nacional; pero desvía el rostro de la tierra de sus padres, y como ondea en la mano una especie de bandera, parece que está animando a todos los de su raza para que[p. 93] abandonen aquella región estéril y busquen en otros climas un campo más rico y vasto para su actividad y su energía.
Hablé de religión con varios maragatos, que es asunto primordial; pero «su corazón estaba endurecido; sus oídos, sordos, y sus ojos, cerrados». Con uno, sobre todo, hablé mucho rato, después de mostrarle el Nuevo Testamento. Me escuchó, o pareció escucharme, con paciencia, bebiendo de vez en cuando copiosos tragos de un inmenso jarro de vino blanco que sostenía entre las rodillas. Cuando acabé de hablar me dijo: «Mañana me voy a Lugo, para donde va usted también, según tengo entendido. Si quiere usted enviar allá sus baúles, no tengo inconveniente en encargarme de ello, a tanto (y me dió un precio exorbitante). De todo lo demás que me ha dicho usted, entiendo muy poco y no creo ni una palabra; respecto de los libros que me ha enseñado usted, compraré tres o cuatro. No pienso leerlos, la verdad; pero, sin duda, los venderé a precio más alto del que usted pide por ellos.»
Y basta ya de maragatos.
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Salida de Astorga.— La venta.— El atajo.— Salvación difícil.— El vaso de agua.— Sol y sombra.— Bembibre.— El convento de las Rocas.— Puesta de sol.— Cacabelos.— Aventura a media noche.— Villafranca.
A las cuatro de una hermosa mañana salimos de Astorga, o más bien de sus arrabales, donde habíamos vivido; nos encaminamos hacia el Norte en dirección de Galicia; dejamos a nuestra izquierda la montaña de Teleno, y fuimos bordeando por el Este el país de los maragatos, por terreno fragoso, alegrado por algunos vallecitos verdes y arroyuelos. Varias maragatas, montadas en jumentos, se cruzaron con nosotros; iban a Astorga a vender verduras. Vi a otras en los campos gobernando el tosco arado, tirado por bueyes flacos. Pasamos también por un pueblecito donde no vi alma viviente. Cerca de aquel pueblo entramos en la carretera directa de Madrid a La Coruña, y después de andar unas cuatro leguas llegamos a una especie de desfiladero, formado, a nuestra izquierda, por una enorme[p. 95] y maciza montaña (una de las que arrancan del macizo de Teleno), y a nuestra derecha por otra de mucha menos altura. En el comedio de esa hoz, bastante ancha, se descubría una vista muy hermosa. Delante, como a legua y media de distancia, alzábase la poderosa cordillera divisoria ya mentada; en sus vertientes azules, y en sus quebradas y pintorescas cumbres, se enredaban todavía algunos tenues jirones de la niebla matutina, que los fuertes rayos del sol deshacían con rapidez. Parecía una enorme barrera que fuese a interceptarnos el camino, y me recordó las fábulas relativas a los hijos de Magog, de quienes se dice que residen en lo más remoto de Tartaria detrás de una gigantesca muralla de granito, que sólo puede pasarse por una puerta de acero de mil codos de altura.
Poco después llegamos a Manzanal, aldea compuesta de tristes casuchas, con todas las muestras de la pobreza y de la miseria. Era la hora indicada para comer nosotros y dar pienso a los caballos, y nos dirigimos a una venta al final del pueblo; si bien encontramos cebada para los animales, trabajo nos costó hallar algo para nosotros. Por fortuna, pude adquirir un jarro grande de leche, porque las vacas abundaban; muchas de ellas pastaban en un pintoresco valle que acabábamos de atravesar, bien poblado de hierba y de árboles, con un arroyuelo cortado por[p. 96] pequeñas cascadas. Tendría el jarro hasta una azumbre de leche, y en pocos minutos lo apuré, pues aunque tenía perdido el apetito, la fiebre me abrasaba de sed. La venta consistía en un inmenso establo, con una partición para cocina y un sitio donde dormía la familia del ventero. El amo, joven y recio, estaba recostado en un ancho banco de piedra junto a la puerta. Era muy preguntón; pero como yo no podía saciar su afán de noticias, comenzó a hablar él, y, cada vez más comunicativo, acabó por referirme la historia de su vida; en resumen, me contó que había sido correo en las provincias Vascongadas, y que un año antes fué trasladado a aquella aldea, donde tenía a su cargo la estafeta. Era liberal entusiasta, y hablaba pestes de la gente del país, toda carlista, según decía, y amiga de los frailes. No puse gran atención en sus palabras, porque me entretuve en observar a un muchacho maragato, de unos catorce años, que servía en la casa de mozo de cuadra. Pregunté al amo si aún estábamos en tierra de maragatos, y me respondió que ya la habíamos dejado más de una legua atrás; el muchacho aquel era huérfano, y se había puesto a servir para ahorrar unos cuartos y dedicarse a arriero. Hice unas preguntas al muchacho; pero me miró a la cara, malhumorado, y guardó tenaz silencio o respondió sólo con monosílabos. Al preguntarle si sabía leer:[p. 97] «Sí—dijo—; como ese caballo de usted que está ahí queriendo arrancar el pesebre.»
Dejado Manzanal, continuamos el viaje. No tardamos en llegar al borde de un profundo valle abierto entre montañas, no las que habíamos visto frente a nosotros, y que ahora dejábamos a la derecha, sino las del macizo de Teleno antes de unirse a aquéllas. El valle se asemejaba un poco a una herradura; el camino seguía las laderas dando un gran rodeo; pero cabalmente delante de nosotros arrancaba un sendero que en suave descenso, al parecer, cruzaba el valle para unirse de nuevo al camino al otro lado, a un cuarto de milla de distancia; nos metimos por el atajo para evitar el rodeo.
Poco trecho llevaríamos andado, cuando encontramos a dos gallegos que iban a segar a Castilla. Uno de ellos exclamó; «Caballero, vuélvase atrás; dentro de nada llegará usted a unos precipicios donde se romperán la cabeza los caballos; apenas hemos podido subirlos nosotros a pie.» El otro gritó: «Caballero, siga adelante; pero lleve mucho cuidado; si los caballos no tropiezan no correrá usted gran peligro; mi compañero es tonto.» Los dos montañeses se pusieron a disputar, sosteniendo cada cual su opinión con juramentos y maldiciones pero, sin esperar el resultado, proseguí adelante. Gruesas piedras, pedazos de pizarra, en los que mi caballo tropezaba sin cesar, empezaron[p. 98] a obstruir el camino. Oí también ruido de agua en una garganta profunda que no había visto hasta entonces, y me pareció más que insensato continuar por el atajo. Volví el caballo, y me dirigía con rapidez al camino, cuando Antonio, mi fiel criado griego, me indicó una pradera por la cual, a su parecer, podríamos cortar mucho y salir a la carretera en un punto bastante más bajo que si desandábamos todo el atajo. Radiante hierba verde, muy corta, cubría la pradera, cruzada por un arroyuelo. Metí espuelas al caballo creyendo salir a la carretera en un momento; pero el animal empezó a resoplar con violencia, a espantarse y a dar otras evidentes señales de no querer cruzar por aquel sitio, en apariencia tentador. Creí que el olor de algún lobo, o de otra alimaña cualquiera, era la causa de su espanto; pero salí pronto de mi error viéndole hundirse hasta los corvejones en una ciénaga; lanzó un agudo relincho, y mostrando grandísimo terror, manoteó y se esforzó por zafarse; pero a cada momento se hundía más. Al cabo pudo alcanzar una veta de roca que emergía del fango; en ella puso los cuatro remos, y con un esfuerzo tremendo saltó el arroyo y se libró del suelo traicionero cayendo en otro de relativa firmeza, donde permaneció jadeante, cubiertos los ijares de espuma y sudor. Antonio, que había contemplado la escena, no se[p. 99] atrevió a seguirme, y desandando todo el atajo se reunió poco después conmigo en la carretera. El suceso trajo a mi memoria la pradera y el sendero que tentaron a Cristián cuando seguía el angosto camino del cielo, y que acabaron por llevarle a los dominios del gigante Desesperado.
Comenzamos luego a descender al valle por una ancha y excelente carretera abierta en la escarpada falda de la montaña que teníamos a la derecha. A la izquierda quedaba la garganta por donde caía el torrente de que antes hablé. Era la carretera tortuosa, y el paisaje más pintoresco a cada revuelta. Ensanchábase poco a poco la garganta; el arroyo que por ella corría, con el alimento de numerosos manantiales, engrosaba su vena y su fragor; pronto quedó muy debajo de nosotros, prosiguiendo su arrebatado curso hacia el terreno llano, por donde fluía a través de una linda y angosta pradera. Selvático era el aspecto de las montañas del fondo, cubiertas, desde los pies a la cima, de árboles tan espesos que no se percibía ni un palmo del suelo, en cuyos senos se albergan lobos, jabalíes y corzos. Estos, según me contó un campesino que pasó guiando un carro de bueyes, bajan con frecuencia a la pradera, donde los cazan a tiros para aprovechar la piel, porque la carne, muy dura y desagradable, nadie la quiere. No obstante lo agreste de la región, la[p. 100] mano del hombre era visible por doquiera. En las escarpadas vertientes de la garganta, por donde el arroyo caía, amarilleaban pequeños sembrados de cebada; abajo, en la pradera, veíase una aldea y una iglesia; hasta nosotros subían los alegres cantares de los segadores que guadañaban la lozana y abundosa hierba. Apenas podía creer que estábamos en España, tan parda, árida y triste en general, y casi me imaginé hallarme en la antigua y gloriosa tierra de Grecia, cuyos montes y selvas han sido tan bien descriptos por Teócrito.
Entramos en un pueblecito situado en el fondo del valle y regado por las aguas del torrente, ya casi convertido en río. No he visto situación tan romántica como la de aquel pueblo. Rodeado de montañas, que casi le dominaban a pico, cobijado por muy densas y variadas arboledas, alegrábanlo el rumor de las aguas, el canto de los ruiseñores y las sonoras notas del cuco, encaramado en las altas ramas; pero la aldea era miserable. Las casas eran de pizarra, abundantísima en las montañas vecinas, y las techumbres del mismo material; pero no a la manera limpia y ordenada que se usa en las casas inglesas, porque las pizarras eran de todos tamaños y parecían colocadas en revuelta confusión. Muertos de sed y de calor nos sentamos en un banco de piedra, y rogué a una mujer que me diese un poco de[p. 101] agua. Respondió que me la traería, a condición de pagarla. Antonio, al oírla, se incomodó mucho, y mezclando el griego, el turco y el español, invocó la venganza de la Panhagia sobre aquella mujer sin corazón. «Si ofreciese dinero a un mahometano por un trago de agua—decía Antonio—me lo arrojaría a la cara, y usted es católica y por la puerta de su casa pasa un río.» Le mandé callar, y repetí mi ruego, después de dar a la mujer dos cuartos; tomó entonces un cántaro y lo llenó en el arroyo. El agua era cenagosa y desagradable; pero calmó la sed febril que me devoraba.
Montamos de nuevo y proseguimos la marcha. Durante un trecho considerable el camino seguía la margen del río; las aguas se precipitaban a veces en pequeñas cascadas, o alborotaban entre las piedras, o fluían en sombrío silencio sobre las pozas profundas, bajo el dosel de los sauces. Las pozas debían de ser abundantes en pesca; con mucha frecuencia saltaban del agua gruesas truchas y cazaban las brillantes moscas que pasaban rozando la engañosa superficie. Eran deliciosos el momento y el lugar. Rodaba el sol por lo alto del firmamento, despidiendo de su orbe de fuego rayos gloriosísimos, y la atmósfera vibraba con su resplandor; pero la sombra de los árboles templaba su fuerza, o la hacían inofensiva la vivificante frescura que subía del agua o las suaves brisas[p. 102] que a intervalos murmuraban en las praderas, «aireando la mejilla y levantando el cabello» del viajero. Las montañas fueron poco a poco aclarándose. Entramos en una planicie. Sobre las altas hierbas ondulantes extendían los robustísimos castaños, en plena floración, sus gigantescas y sombrosas ramas. Echadas en el suelo descansaban unas cuantas parejas de bueyes, soportando en sus cabezas el grave peso de la pértiga de las carretas, mientras los boyeros se ocupaban en aderezar la comida o dormían a la sombra y sobre la hierba una siesta deliciosa. Me acerqué al grupo más numeroso y pregunté a un individuo si necesitaban el Testamento de Jesucristo. Miráronse con asombro unos a otros y me miraron a mí, hasta que un joven, que conservaba entre las manos una escopeta mientras descansaba, me preguntó qué era eso y si yo era catalán, «porque tiene usted un hablar muy áspero, y es alto y rubio como aquella gente». Me senté con ellos, y les dije que no era catalán, sino que venía por el mar de Occidente, de un sitio distante muchas leguas de allí, a vender aquel libro a mitad de su precio de coste, y que la salvación de su alma dependía de conocerlo bien. Expliqué la naturaleza del Nuevo Testamento y leí la parábola del sembrador. Mis oyentes miráronse de nuevo con asombro; pero me dijeron que no podían, siendo pobres, comprar[p. 103] libros. Me levanté, monté a caballo, y al marcharme les dije: «La paz sea con vosotros.» Oído esto por el joven de la escopeta, se puso en pie, y exclamando: «Cáspita, ¡qué cosa tan rara!», me arrebató el libro de la mano y me pagó el precio que le había pedido.
Acaso no se encuentre, aun buscándolo por todo el mundo, un lugar cuyas ventajas naturales rivalicen con las de esta llanura o valle de Bembibre, con su barrera de ingentes montañas, con sus copudos castaños, y con los robledales y saucedas que visten las márgenes del río, tributario del Miño. Es verdad que, cuando yo pasé por allí, el luminar del cielo ardía en todo su esplendor, y las cosas, alumbradas por sus rayos, aparecían brillantes, prósperas y jocundas. No aseguro que aquellos lugares me hubieran producido igual admiración contemplados a otra luz; pero es indiscutible que siendo tantas sus cualidades no pueden por menos de producir en cualquier tiempo hondo deleite; a la belleza apacible de un paisaje inglés júntase allí un no sé qué de grande y de agreste, y tengo para mí que el hombre nacido en aquellos valles, a no ser muy insaciable y turbulento, no querrá abandonarlos jamás. En aquellas horas no hubiera ambicionado yo mejor destino que el de ser pastor o cazador en las praderas o en las montañas de Bembibre.
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Tres horas más tarde, la situación había variado. En Bembibre, pueblo de barro y pizarra, poco digno de atención, hicimos alto, para comer nosotros y dar pienso a los caballos. Continuamos luego cuesta arriba, porque el camino iba por una de las últimas estribaciones de aquellas montañas divisorias, ya frecuentemente mencionadas; pero el cielo se había obscurecido; las nubes rodaban veloces sobre las montañas, viniendo del mar, y un viento frío se quejaba tristemente. Dimos alcance a un aldeano, montado en una mula miserable, y nos dijo: «Tenemos la nube encima; los asturianos la van a ver muy bien, porque corre hacia su tierra.» Apenas lo había dicho, un relámpago, tan vivo y deslumbrador como si todo el brillo del elemento ígneo se hubiese concentrado en él, fulguró en torno, inflamando la atmósfera y envolviendo montañas, rocas y árboles en un resplandor indescriptible. La mula del aldeano se cayó al suelo; mi caballo se encabritó, y dando media vuelta echó a correr como loco cuesta abajo, y durante un rato no pude refrenarlo. Al relámpago siguió el estampido de un trueno, no menos terrible, pero lejano, sordo y profundo; las montañas recogieron su sonido y lo repitieron llevándolo de cumbre en cumbre, hasta que se perdió en el espacio sin límites. Otros relámpagos y truenos estallaron, pero más débiles en [p. 105]comparación; cayeron algunas gotas de lluvia. Lo recio de la nube parecía estar en otra región. «Donde haya caído esa exhalación—dijo el aldeano al juntarse de nuevo a nosotros—más de cien familias estarán llorando a estas horas; aun a seis leguas de distancia mi mula se ha cegado con el resplandor.» Llevaba por la brida al animal, que, en efecto, parecía dañado en la vista. «Si los frailes estuviesen aún en su nido, allá en lo alto—continuó—, diría que esto es obra suya, porque ellos son los causantes de todas las desgracias de esta tierra.»
Alcé los ojos en la dirección indicada por el aldeano, y a media ladera de la montaña por cuya base íbamos vi un inmenso peñasco, pavoroso y negruzco, que sobresalía a gran altura sobre el camino, como si amenazase destruírlo. Parecíase aquello a uno de los arrecifes de rocas representados en el cuadro del Diluvio, a los que trepan los aterrorizados fugitivos para escapar a la tenaz persecución de las embravecidas e incontrastables olas, y desde los que miran con horror a sus pies, mientras sobre ellos se levantan nuevas y vertiginosas alturas a las que en vano pugnan por encaramarse. En el mismo borde de aquel peñasco se alzaba un edificio consagrado, al parecer, a fines religiosos, porque sobre sus muros y techumbre se erguía el campanario de una iglesia. «Esa es la casa de la Virgen de las[p. 106] Rocas—dijo el aldeano—, y hasta hace poco estaba llena de frailes; pero los han echado, y ahora no viven ahí más que lechuzas y cuervos.» Repliqué que no debía de ser envidiable la vida en una mansión tan triste y desamparada, porque en invierno se correría grave peligro de morir allí de frío. «De ningún modo—me respondió—. Tenían toda la leña que querían para sus braseros y chimeneas, y mucho y buen vino para calentarse en las comidas, nada frugales. Además, tenían otro convento ahí en el valle, al que se retiraban cuando les parecía bien.» Al preguntarle el motivo de su aversión a los frailes, me contestó que había sido vasallo suyo, y que año tras año le privaban de la flor de cuanto poseía. Hablando de ese modo llegamos a una aldea, debajo precisamente del convento, y allí me dejó el aldeano, después de señalarme una casa de piedra, con una imagen sobre la puerta, que perteneció en otro tiempo, según dijo, a la canalla de allá arriba.
El sol se acercaba al ocaso; deseoso de llegar a Villafranca, donde pensaba descansar, y de la que aún me separaban tres leguas y media, no me detuve en la aldea. El camino empezó a descender en rápida y tortuosa cuesta, que terminaba en un valle, en cuyo fondo había un puente angosto y largo; por debajo pasaba un río, que por una ancha garganta se abría paso entre dos[p. 107] montañas. La cordillera estaba allí tajada, probablemente por una convulsión de la naturaleza. Contemplé la hoz y las montañas de ambos lados. A gran altura, por mi derecha, pero destacándose con mucha claridad, iluminado por los últimos rayos del sol, aparecía el convento del Despeñadero, y frente por frente, al otro extremo del valle, alzábase a pico la montaña rival, que, por interceptar en parte considerable la luz, echaba masas de sombras sobre la parte alta del paso, envolviéndolo en misteriosa obscuridad. Del seno de ella se arrojaba con ruido atronador un río, blanco de espuma, arrastrando en pos de sí piedras y ramas: era el bravío Sil, engrosado tal vez por las recientes lluvias, que desde su cuna en las montañas de Asturias se precipitaba hacia el Océano.
Pasaron algunas horas más. Era ya noche cerrada y nos hallábamos rodeados de bosques, buscando a tientas el camino, porque la obscuridad era tal que apenas veía a una vara más allá de la cabeza del caballo. El animal parecía intranquilo, se paraba muchas veces, apuntaba las orejas y daba relinchos lastimeros. Frecuentes relámpagos iluminaban con sus llamaradas el cielo negro y echaban una momentánea claridad sobre nuestro camino. Ningún ruido interrumpía el silencio de la noche, salvo el tardo paso de los caballos, y a veces el croar de las ranas en algún charco. Me acordé de que[p. 108] estaba en España, tierra predilecta de estas dos furias: asesinato y robo, y de la facilidad con que dos viajeros fatigados e inermes podían ser víctimas suyas.
Al fin salimos de los bosques, y después de andar otro poco el caballo relinchó alegremente y salió al trote corto. Pronto llegaron a mis oídos ladridos de perros, y creímos estar cerca de poblado. En efecto, estábamos en Cacabelos, ciudad a unas cinco millas de Villafranca.
Eran cerca de las once, y me pareció mejor esperar al siguiente día en aquel lugar que seguir sin dilación a Villafranca, exponiéndonos a los horrores de la obscuridad en un camino solitario y desconocido. Tomé el partido de quedarme, pero no había contado con la huéspeda: en la primera posada a que llamé respondieron que no podían admitirnos, y menos aún a los caballos, porque la cuadra estaba llena de agua. En la segunda—y en el pueblo no había más que dos—una tosca voz me respondió desde la ventana casi con las palabras de la Escritura: «No importunes; la puerta está ya cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados; no puedo levantarme para abrirte.» En realidad, no tenía yo muchas ganas de entrar, porque la posada tenía pobrísimo aspecto; pero daba lástima ver a los pobres caballos manotear contra la puerta, como si implorasen la entrada.
[p. 109]
Ya no teníamos dónde escoger: sólo nos quedaba continuar nuestro triste viaje a Villafranca, hasta donde había, según nos dijeron, una legua corta, que resultó ser legua y media. No fué cosa fácil salir del pueblo, porque nos perdíamos en el laberinto de sus callejuelas. Un muchacho de unos diez y ocho años consintió, mediante la oferta de una peseta, en guiarnos, y después de muchas vueltas nos puso en un puente, diciéndonos que le cruzáramos y siguiéramos el camino, que era el de Villafranca; recibió luego lo ofrecido y se marchó muy de prisa.
Seguimos sus indicaciones, no sin alguna sospecha de que pudiera habernos engañado. La noche era aún más obscura, de suerte que no se podía distinguir cosa alguna, por muy próxima que estuviese. Los relámpagos eran más débiles y raros. Oíamos el rumor de los árboles y a veces ladridos de perros; pero este ruido cesó pronto y quedamos envueltos en silenciosas tinieblas. Mi caballo, o por cansancio o por el mal estado del camino, tropezaba mucho; en vista de lo cual me apeé, y llevándolo por las riendas no tardé en dejar a Antonio muy atrás.
Un gran trecho anduve de ese modo, cuando sobrevino un incidente muy apropiado a la hora y al lugar. Iba yo por entre árboles y matorrales; de pronto el caballo se detiene, y a poco me tira de espaldas. No sé[p. 110] cómo fué; pero el miedo, nunca sentido hasta entonces en la soledad ni en las tinieblas, me invadió súbitamente. Me disponía a hacer andar al caballo cuando sentí ruido a mi derecha, y escuché con atención. El ruido parecía el de una o varias personas, abriéndose camino a través de ramas y maleza. Cesó pronto y oí pasos en el camino. Era el andar lento y vacilante de gentes que transportan un objeto pesadísimo, casi superior a sus fuerzas, y me pareció oír la respiración anhelosa de hombres muy fatigados. Hubo una breve pausa, durante la que me pareció que descansaban en medio del camino. Luego se reanudaron los pasos, hasta llegar al otro lado, y de nuevo oí los crujidos de las ramas; continuó un poco de tiempo y gradualmente se desvaneció.
Seguí mi camino, pensando en lo que acababa de suceder y haciendo conjeturas sobre la causa. Los relámpagos fulguraban de nuevo, y a su luz pude ver que me acercaba a unas elevadas y obscuras montañas. La caminata nocturna duraba tanto que perdí la esperanza de llegar a la ciudad, y entorné los ojos adormilado, aunque continuaba marchando mecánicamente, sin soltar la rienda del caballo. De pronto una voz me gritó a corta distancia: «¿Quién vive?»; al fin había dado con el camino de Villafranca. La voz procedía de un centinela del arrabal, uno de esos singulares migueletes, medio[p. 111] soldados, medio guerillas que en general emplea el Gobierno de España en limpiar de ladrones los caminos. Di la respuesta usual: «España», y me acerqué al lugar donde estaba de plantón. Cambiamos unas palabras y me senté en una piedra a esperar a Antonio, que tardó bastante en llegar. Le pregunté si se había cruzado con alguien en el camino; pero no había visto nada. La noche, o más bien la mañana, era aún muy obscura, a pesar de un débil cuarto de luna que a ratos se dejaba ver entre las nubes. Bajamos una calle a nuestra izquierda, que el miguelete nos indicó, para llegar a la puerta de la ciudad. La calle era empinada, no veíamos puerta ninguna, y no tardamos en ver detenidos nuestros pasos por una fila de casas y un muro. Llamamos a la puerta de dos o tres de aquellas casas (en cuyos pisos superiores había luces encendidas), con el fin de orientarnos, pero no nos oyeron o no nos hicieron caso. Hórrido maullar de gatos saludaba nuestros oídos desde los tejados y desde los rincones obscuros, y me acordé de la llegada nocturna de Don Quijote y su escudero al Toboso y sus inútiles pesquisas por las desiertas calles en busca del palacio de Dulcinea. Al fin vimos luz y oímos voces en una casita aislada, al otro lado de una especie de foso; tirando de los caballos llegamos a la puerta y llamamos; nos abrió un viejo, que por su traje me pareció un[p. 112] hornero, y no me equivoqué; en razón de su oficio estaba levantado a tales horas. Le rogamos que nos indicase el camino para entrar en la ciudad, y echó delante de nosotros por una angosta callejuela que arrancaba junto a su casa, diciendo que él mismo iba a llevarnos a la posada.
La calleja conducía directamente a una plaza, al parecer la del mercado, y ya en ella detúvose nuestro guía ante una casa de esquina, y llamó. Después de un buen rato se abrió una ventana del piso alto, y una voz de mujer nos preguntó quiénes éramos. «Dos viajeros que acaban de llegar y buscan posada»—respondió el viejo. «No quiero que me molesten a estas horas de la noche—respondió la mujer—; querrán cenar y no hay nada en casa; que vayan a cualquier otra parte». Cuando ya iba la mujer a cerrar la ventana, grité que no necesitábamos cena, sino descanso para nosotros y los caballos, porque veníamos desde Astorga y estábamos muertos de cansancio. «¿Quién es el que habla?—exclamó la mujer—. Esa voz seguramente es la de Gil, el relojero alemán de Pontevedra. Bien venido, compañero; llega usted a tiempo, porque tengo el reloj desarreglado. Siento haberle hecho a usted esperar; en seguida abro».
Cerróse de golpe la ventana, y a poco brilló una luz entre las rendijas de la puerta; giró una llave en la cerradura, y entramos.
[Pg 113]
Villafranca.— El puerto.— Simplicidad gallega.— La guardia de la frontera.— La herradura.— Peculiaridades gallegas.— Una palabra sobre el idioma.— El correo.— El hostelero y los huéspedes.— Los andaluces.
¡Ave María!—dijo la mujer—. ¿Quién está aquí? Este no es Gil, el relojero.—Que sea Gil o sea Juan—respondí—necesitamos posada, y la pagaremos.—Nuestro primer cuidado fué estabular los caballos, que estaban agotados; después tratamos de instalarnos lo mejor posible. La casa era grande y cómoda. Luego de beber un poco de agua me tendí en el suelo de una habitación sobre los colchones que trajo la posadera, y en menos de un minuto me quedé profundamente dormido.
Me desperté muy entrada la mañana. Salí a la plaza del mercado, llena de gente. Alzando los ojos vi asomar sobre los tejados de las casas los picos de unas montañas muy altas y sombrías. La ciudad está en una profunda hondonada y rodeada de montañas casi por todos lados.—¡Quel pays barbare![p. 114]—dijo Antonio—, al reunirse conmigo. Cuanto más lejos vamos, más salvaje parece todo. Empieza a darme miedo el viaje a Galicia. Me dicen que tenemos que trepar por esas montañas; se despearán los caballos.—Dejé la plaza del mercado y subí a la muralla de la ciudad con ánimo de descubrir la puerta por donde habíamos entrado la noche precedente; pero no tuve mejor éxito con luz del sol que en la obscuridad. En la dirección de Astorga la ciudad parecía estar herméticamente cerrada.
Deseoso de entrar en Galicia, y pareciéndome que los caballos se habían hasta cierto punto repuesto del cansancio de la jornada anterior, montamos de nuevo y proseguimos nuestra ruta. Atravesamos un puente, y al instante nos vimos en un profundo desfiladero, por cuyo fondo se precipitaba un impetuoso riachuelo, dominado a pico por la carretera que lleva a Galicia. Estábamos en el renombrado puerto de Fuencebadón.
Es imposible describir el puerto ni la región circunvecina, que contiene algunos de los más extraordinarios paisajes de España; a todo lo que aspiro es a trazar un débil e imperfecto bosquejo. El viajero que sube el puerto sigue durante casi una legua el curso del torrente, cuyas márgenes, escarpadas en algunos sitios, descienden en otros suavemente hasta el agua, y están pobladas de[p. 115] hermosos árboles: robles, álamos y castaños. Al principio se ven numerosas aldehuelas de casas bajas, con techumbre de inmensas pizarras y aleros que casi tocan al suelo. Las aldeas son menos frecuentes a medida que el camino es más estrecho y escarpado, hasta que por último desaparecen poco antes del sitio en que el camino se aparta del riachuelo para no verlo más, si bien se oye todavía a sus tributarios mugir en el fondo de las ramblas, o se los ve caer en delgados chorros por los barrancos abajo. Todo es allí de insólita y agreste belleza. La eminencia por donde trepa el camino se yergue a la derecha, mientras en el extremo opuesto de un profundo barranco se alza una montaña inmensa, a cuya cima apenas alcanza la vista. Pero lo más singular del puerto son los campos o praderas suspendidos en las vertientes. Cubiertos estaban, cuando yo pasé, de exuberante hierba, y en muchos de ellos los segadores guadañaban, aunque parecía imposible que un hombre pudiera tenerse en pie en terreno tan escarpado; los senderillos que corren en todas direcciones parecen hilos tendidos en la falda de la montaña. Un carro de bueyes va serpenteando en torno de un pico elevadísimo; una de las ruedas queda por completo al aire sobre la espantosa pendiente; el vértigo se apodera del cerebro y hay que apartar la vista con rapidez. Una nube se[p. 116] interpone; cuando volvemos a mirar, los objetos de nuestra ansiedad han desaparecido. El camino es cada vez más estrecho y tortuoso. Andadas dos leguas aún queda un tercio de la cuesta por subir. Todavía no es aquello Galicia; todavía se oye hablar castellano, muy tosco, a la verdad, en las chozas miserables levantadas en los apartados rincones por donde pasa el camino.
Poco antes de llegar a lo alto del puerto una niebla espesa envolvió las cimas de las montañas. Comenzó a lloviznar. «Estas son las nieblas que los gallegos llaman bretima—dijo Antonio—, y abundan mucho en esta tierra.» «¿Ha estado usted ya otras veces en Galicia?»—pregunté. «Non, mon maître; pero he servido en muchas casas donde había criados gallegos, y por eso conozco un poco sus costumbres y su lengua.» «¿Y tiene usted buena opinión de los gallegos?» «En manera alguna, mon maître; los hombres, en general, parecen muy rústicos y simples, pero son capaces de engañar al filou más listo de París; respecto de las mujeres es imposible vivir en la misma casa que ellas, sobre todo si son camareras y acompañan a la señora; no hacen más que mover disensiones y disputas en la casa, y contar habladurías de los otros criados. Ya he perdido en Madrid dos o tres colocaciones excelentes por culpa de las camareras gallegas. Ya estamos en la raya, mon maître; me parece[p. 117] que este pueblo debe de ser ya de Galicia».
Entramos en el pueblo, situado en lo alto de la montaña, y como jinetes y caballos estábamos cansadísimos, buscamos un sitio donde reparar las fuerzas. Junto a la puerta del pueblo había una casa ante la que se hallaban una o dos mulas y una jaca; pensé que aquélla sería la posada, y en efecto lo era. Entramos: varios soldados estaban tumbados en unos montones del heno que casi llenaba el local, parecido a un establo. Todos eran de malísimo aspecto y muy sucios. Hablaban entre sí en un dialecto de extraña sonoridad, que supuse sería el gallego. En cuanto nos vieron, dos o tres se levantaron de sus camas y corrieron al encuentro de Antonio, a quien saludaron con mucho afecto, llamándole companheiro. «¿De qué conoce usted a esta gente?», le pregunté en francés. «Ces messieurs sont presque tous de ma connoissance»—contestó—, et, entre nous, ce sont de véritables vauriens; casi todos son ladrones y asesinos. Aquel tuerto, que es el cabo, se escapó hace poco de Madrid con más que sospechas de estar complicado en un envenenamiento; aquí, en su tierra, está bastante seguro, y, como usted ve, lo emplean en guardar la frontera. Debemos ser amables con ellos, mon maître; hay que darles vino, o se ofenderán. Los conozco, mon maître; los conozco. ¡Hola! Posadero, traiga una azumbre de vino.»
[p. 118]
Mientras Antonio convidaba a sus amigos llevé los caballos a la cuadra; había que atravesar la casa, posada o como se la quiera llamar. La cuadra era un miserable cobertizo, donde los caballos se hundían hasta el menudillo en cieno y barro. Pedí cebada, pero me dijeron que en Galicia no se usaba para pienso y era rarísima; en sustitución me ofrecieron maíz, que los caballos comieron sin reparo; tampoco se podía encontrar paja, sustituida por heno medio verde. A fuerza de patalear en el fango de la cuadra, mi caballo perdió una herradura, y en vano la busqué.—«¿Hay herrador en el pueblo?», pregunté a un individuo que hacía de mozo de cuadra.
El mozo de cuadra.—Sí, senhor; pero supongo que traerá usted consigo herraduras, porque si no, a este caballo tan grande no lo herrarán en el pueblo.
Yo.—¿Qué quiere usted decir? ¿Es que el herrador no sabe su oficio? ¿No puede poner una herradura?
El mozo de cuadra.—Sí, senhor, puede poner una herradura si usted se la proporciona; pero en Galicia no hay herraduras para caballos, al menos por estos sitios.
Yo.—¿No es costumbre aquí herrar a los caballos?
El mozo de cuadra.—Senhor, en Galicia no hay caballos; no hay más que jacas; los que traen caballos a Galicia—sólo un loco[p. 119] puede hacer tal—tienen que traer también un repuesto de herraduras, porque aquí no las hay de ese tamaño.
Yo.—¿Qué quiere decir eso de que sólo un loco puede traer caballos a Galicia?
El mozo de cuadra.—Senhor, no hay caballo que resista los piensos y las montañas de Galicia sin enfermar; y si no se muere de una vez, le costará a usted en veterinarios más de lo que vale. Además, un caballo no sirve aquí de nada, y en terreno tan quebrado no puede prestar ni la décima parte del servicio que una yegüecilla puede hacer. Vea también, senhor, que su caballo es entero; de cada veinte jacas que vea usted por los caminos de Galicia, diez y nueve son yeguas; los machos se envían a Castilla para venderlos. Senhor, su caballo entrará en celo por esos caminos y atrapará un muermo, que no tiene cura. Senhor, sólo a un loco se le ocurre traer un caballo a Galicia, pero hay que estar dos veces loco para traer un entero, como usted ha hecho.
—Extraño país es Galicia—dije yo; y me fuí a consultar con Antonio.
Resultó que los informes del mozo de cuadra eran literalmente exactos en lo referente a la herradura; por lo menos, el herrador del pueblo, a quien llevé mi caballo, confesó que no podía herrarlo por carecer de herraduras adecuadas a sus cascos. Dijo que probablemente tendríamos que llevar el[p. 120] caballo a Lugo, donde por haber guarnición de caballería encontraríamos acaso lo que necesitábamos. Añadió, empero, que la mayor parte de los soldados de caballería iban montados en jacas del país, porque la mortalidad entre los caballos traídos de país llano era espantosa. Lugo estaba a diez leguas; al parecer no había por el momento otro remedio que tener paciencia, y tomado algún descanso seguimos el viaje, llevando los caballos por las riendas.
Estábamos en la cima de una de las más elevadas montañas de Galicia; anduvimos una legua por terreno llano y empezamos a bajar. Cuando íbamos por la planicie, cubierta de tojos y jaras, dimos de súbito con media docena de individuos armados de carabinas y vestidos con uniformes andrajosos. Al principio supusimos que eran bandidos; se trataba tan sólo de una patrulla de soldados destacada del pueblo que acabábamos de dejar, como escolta de un correo provincial. Nos rodearon clamando por cigarros, pero no cometieron grosería mayor. Como no teníamos cigarros, les di una moneda de plata. Dos de los peor encarados tenían mucho empeño en que los permitiésemos escoltarnos hasta Nogales, pueblo en que nos proponíamos pernoctar. «No se lo permita usted de ningún modo, mon maître—dijo Antonio—. Son dos asesinos famosos a quienes conocí en Madrid; en el[p. 121] primer barranco nos matarían para robarnos.» Decliné cortésmente sus ofertas y partimos. «Al parecer, conoce usted a todos los salteadores de Galicia», dije a Antonio cuando bajábamos de la montaña.
—A esos dos individuos—replicó—los conocí cuando estuve de cocinero en casa del general O..., que es gallego; eran íntimos amigos del repostero. Todos los gallegos que hay en Madrid, cualquiera que sea su condición, se conocen; allí, al menos, son todos buenos amigos y se ayudan mutuamente en cuantas ocasiones se presentan. Si en una casa hay un criado gallego, seguramente la cocina se llena de paisanos suyos, y no tarda en advertirlo el cocinero a costa suya, porque comúnmente se dan maña para devorar cualquier regalillo que tengan reservado para sí y su familia.
Poco antes de la mitad de la cuesta llegamos a una aldea. Al ver una fragua hicimos alto, con la débil esperanza de encontrar una herradura para mi caballo, que por ir descalzo empezaba a renquear. Con gran alegría descubrimos que el herrero poseía una herradura de caballo, que algún tiempo antes se había encontrado en el camino. Después de machacarla y arreglarla mucho, el Vulcano gallego falló que serviría muy bien a falta de otra mejor; con lo cual montamos de nuevo y continuamos despacio el descenso.
[p. 122]
Poco antes de ponerse el sol llegamos a Nogales, aldea situada en un angosto valle, al pie de la montaña en cuya travesía habíamos gastado el día entero. Era un lugar en extremo pintoresco. Montes escarpados, cubiertos de frondosos castañares, lo rodeaban por todos lados. La aldea misma estaba casi cobijada por los árboles; pegado a ella corría un murmurante arroyuelo. Encontramos una posada regularmente espaciosa y cómoda.
Estaba yo débil y cansado, pero con pocas ganas de dormir. Antonio aderezó nuestra cena, o más bien la suya, porque yo no tenía apetito. Sentado a la puerta, me entretuve en contemplar los bosques de las alturas circunvecinas o el agua del arroyuelo, y en escuchar a la gente que vagaba por allí, hablando en el dialecto del país. ¡Qué extraña lengua es el gallego, con su acento quejumbroso y melodioso a la vez, y con su revoltijo de palabras de varios idiomas, pero sobre todo del español y del portugués! «¿Entiende usted lo que dicen?»—pregunté a Antonio, que ya se había reunido conmigo. «No lo entiendo, mon maître—respondió—. He aprendido muchas palabras con los criados gallegos en las casas donde he servido, pero no puedo seguir una conversación. He oído decir a los gallegos que no hay dos aldeas donde se hable de la misma manera, y que muchas veces no se[p. 123] entienden entre sí. Lo peor del gallego es que todos piensan al oirlo por primera vez que es facilísimo de aprender, porque a cada momento perciben vocablos ya oídos antes; pero eso sirve tan sólo de mayor extravío y embrollo, y para que se entienda mal lo que se oye; mientras que si ignorasen totalmente esta lengua, aguzarían el oído para entenderla, como me pasa a mí cuando oigo hablar vascuence, bien que no conozco más palabra de este idioma que jaungicoa.»
Al cerrar la noche me fuí a la cama, donde estuve cuatro o cinco horas intranquilo y desvelado, porque aún no estaba limpio de fiebre. Mucho después de media noche, y cuando iba quedándome dormido, me espabiló un gran ruido en la calle, y el resplandor de unas luces que entraban por la celosía de la ventana de mi cuarto. Un momento después apareció Antonio, a medio vestir. «Mon maître—dijo—, acaba de llegar el correo de Madrid a La Coruña con una gran escolta y enorme número de viajeros. Me dicen que el camino de aquí a Lugo está infestado de ladrones y de carlistas que cometen todo género de atrocidades; debemos aprovecharnos de la ocasión y mañana al mediodía podemos estar en salvo en Lugo.» Al instante me arrojé de la cama y me vestí, diciendo a Antonio que fuese a disponer los caballos sin tardanza.
[p. 124]
Pronto estuvimos montados y en la calle, en medio de una revuelta muchedumbre de hombres y cuadrúpedos. La luz de dos teas puestas delante del correo brillaba en las armas de varios soldados, formados, al parecer, a ambos lados del camino; pero la obscuridad no me permitía ver los objetos claramente. El correo iba montado en una yegua peluda; en el arzón y en la grupa llevaba sendos sacos de cuero, tan grandes que casi tocaban al suelo. Durante un cuarto de hora todo fué confusión, ir y venir, gritos y batahola; al cabo de ese tiempo se dió la orden de marcha. Apenas habíamos salido del pueblo se apagaron las teas y quedamos casi en totales tinieblas; marchábamos entre árboles, como se dejaba conocer por el rumor de las hojas en torno nuestro. Mi caballo iba muy intranquilo, relinchaba medrosamente, y a veces se encabritaba. «Si su caballo de usted no se tranquiliza, caballero, tendremos que pegarle un tiro—dijo una voz con acento andaluz—; descompone toda la comitiva.» «Sería una lástima, sargento—repliqué—, porque es cordobés por los cuatro costados; no está hecho a los caminos de este país bárbaro.» «¡Oh! ¿Es de Córdoba?—dijo la voz—, vaya, no lo sabía; yo también soy cordobés. ¡Pobrecito! Déjeme usted palparlo; sí, en el pelo conozco que es paisano mío. La verdad, matarle... ¡Vaya!, me gustaría ver al gallego[p. 125] del demonio que se atreva a hacerle daño. País bárbaro, yo lo creo: ni aceite, ni olivos, ni pan, ni cebada. De modo que usted ha estado en Córdoba; vaya, hágame el favor de aceptar este cigarro.»
De esa manera anduvimos varias horas por montes y valles, casi siempre a muy lento paso. Los soldados de la escolta cantaban de tiempo en tiempo canciones patrióticas, respirando amor y adhesión a la joven reina Isabel y odio al feroz tirano Carlos. Una de las coplas que oí decía, sobre poco más o menos:
Al romper el día, me encontré en medio de una procesión de doscientas o trescientas personas, algunas a pie, la mayoría montadas en mulas o yeguas; no vi un solo caballo, fuera del mío y el de Antonio. Unos pocos soldados iban diseminados a lo largo del camino. El país era montuoso, pero no tanto ni tan pintoresco como el que habíamos atravesado el día anterior; casi todo él estaba dividido en pequeños campos plantados de maíz. Cada dos o tres leguas se relevaba la escolta en algún pueblo donde había tropas destacadas. La mayor parte de las veces los pueblos eran un conjunto de[p. 126] miserables chozas, con techumbre de bálago, empapada de humedad, y cubierta frecuentemente de vegetación silvestre. Había montones de estiércol delante de las puertas, y abundaban los charcos y lodazales. Enormes cerdos pululaban mezclados con chiquillos en cueros. El interior de las chozas correspondía a su apariencia externa: estaban llenas de suciedad y miseria.
Llegamos a Lugo a las dos de la tarde. Durante las dos o tres últimas leguas, el cansancio nacido de la falta de sueño y de mi pasada enfermedad me agobiaba tanto que fuí continuamente dormitando en la silla, sin enterarme apenas de lo que estaba pasando. Nos alojamos en una vasta posada extramuros de la ciudad, edificada en una elevación del terreno, desde donde se descubría una extensa vista hacia el Este. Poco después de llegar empezó a llover a torrentes, y así continuó sin cesar los dos días sucesivos, cosa que me afligió poco, pues pasé todo ese tiempo en la cama, y casi puedo decir que dormitando. En la tarde del tercer día me levanté.
Había en la casa bastante bullicio, producido por la llegada de una familia procedente de La Coruña; venía en un gran coche de viaje, escoltado por cuatro carabineros. La familia era más bien numerosa: se componía del padre, un hijo y once hijas; la mayor de unos diez y ocho años. Un individuo de[p. 127] miserable aspecto, de chaqueta y sombrero de copa alta, les servía de criado. Llegaron muy mojados, tiritando; todos parecían muy desconsolados, especialmente el padre, hombre de mediana edad, de buena presencia.
—¿Podremos alojarnos en esta fonda?—preguntó con dulce voz al dueño.
—Sin duda alguna—replicó el hostelero—; nuestra casa es grande. ¿Cuántas habitaciones necesita su merced para su familia?
—Con una tendremos bastante—contestó el forastero.
El huésped, que por ser gotoso iba apoyado en un palo, miró un momento al viajero y luego a cada individuo de su familia, sin olvidar al criado, y con un ligero encogimiento de hombros por todo comentario, les mostró el camino de un aposento donde había dos o tres camas con colchones de borra, aposento que yo rechacé a mi llegada por pequeño, obscuro e incómodo; abriéndolo bruscamente, preguntó si les servía.
—Es un poco pequeño—repuso el señor;—pero creo que nos servirá.
—Me alegro mucho—replicó el huésped—. ¿Hay que preparar cena para su merced y su familia?
—No, gracias—contestó el forastero—. Mi criado mismo preparará lo poco que necesitamos.
[p. 128]
Entregada la llave al criado, toda la familia se ocultó en la habitación, no sin despedir antes a la escolta, gratificando al jefe de los carabineros con una peseta. El hombre estuvo medio minuto contemplando la propina brillar en la palma de su mano; luego, con un brusco ¡vamos!, giró sobre los talones y sin despedirse de nadie se fué con los hombres a sus órdenes.
—¿Quiénes serán esos forasteros?—pregunté al huésped cuando estábamos los dos sentados en un ancho corredor abierto en un lado de la casa y que ocupaba todo aquel frente.
—No lo sé—contestó—; pero por su escolta supongo que tienen algún empleo oficial. No son de por aquí, y estoy casi seguro de que son andaluces.
A los pocos minutos se abrió la puerta de la habitación ocupada por los forasteros y apareció el criado con una vasija en la mano.
—Señor patrón—preguntó—, ¿me hace el favor de decirme dónde puedo comprar un poco de aceite?
—En la casa lo hay—replicó el huésped—si es que necesita usted comprar; pero si, como es probable, supone usted que al vendérselo queremos ganar un cuarto, puede usted ir a comprarlo a la calle. Es lo que yo me figuraba—continuó el huésped cuando el criado se fué a su recado—: son andaluces y van a hacer lo que llaman un gazpacho[p. 129] para cenar. ¡Qué tacañería la de esos andaluces! Vienen a sacarle el jugo a Galicia, y les molesta que el pobre posadero se gane un cuarto vendiéndoles el aceite para el gazpacho. Una cosa le aseguro a usted, señor: cuando el criado vuelva y pida pan y ajos para mezclarlos con el aceite, le diré que no lo hay en casa; si ha comprado el aceite fuera, lo mismo puede comprar el ajo y el pan; sí por cierto; y para el caso, el agua también.
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Lugo.— Los baños— Una historia de familia.— Los Migueletes.— Las tres cabezas.— Un veterinario.— La escuadra inglesa.— Venta de testamentos.— La Coruña.— El reconocimiento.— Luigi Pozzi.— La especulación.— John Moore.
En Lugo encontré un librero rico para quien me habían dado en Madrid una carta de recomendación. De buen grado se encargó de la venta de mis libros. El Señor se dignó favorecer los humildes esfuerzos que por su causa hice en Lugo. Treinta ejemplares del Nuevo Testamento llevé allí, y en un solo día se vendieron. El obispo de la ciudad—Lugo es sede episcopal—compró para sí dos ejemplares, y varios curas y frailes exclaustrados, en lugar de seguir el ejemplo de sus hermanos de León persiguiendo la obra, hablaron bien de ella y recomendaron su lectura. Ante la gran demanda que hubo me apesadumbró que mi repuesto de libros estuviese exhausto; si hubiera podido reponerlo, se habrían vendido cuatro veces más libros en los pocos días que permanecí en Lugo.
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Lugo cuenta unos 6.000 habitantes. Está situado en una elevación del terreno; antiguas murallas lo defienden. Carece de edificios notables; la misma catedral es de poca importancia. En el centro de la ciudad se encuentra la plaza del mercado, ligera y alegre, sin las macizas y pesadas fábricas que los españoles, así en tiempos pasados como en los modernos, acostumbran levantar en torno de sus plazas. Es cosa singular que Lugo, ciudad de muy escasa importancia en nuestros días, fuese en otros tiempos capital de España[21]; tal ocurría en la época de los romanos, que, por ser un pueblo no muy dado a guiarse por el capricho, tendría, sin duda, razones muy valiosas para preferir esa localidad.
Hay muchas reliquias romanas en las cercanías; la más importante son las ruinas de las antiguas termas medicinales en la ribera Sur del Miño, que serpentea por el valle al pie de la ciudad. En esos sitios, el Miño es un río con altas y escarpadas márgenes, muy pobladas de árboles.
Una tarde visité los baños en compañía de mi amigo el librero. Fueron construídos sobre unos manantiales calientes que vierten su caudal en el río. A pesar de su estado[p. 132] ruinoso se hallaban atestados de enfermos, que esperaban mejorar con las aguas, famosas todavía por sus cualidades salutíferas. Extraño espectáculo ofrecían los pacientes, vestidos con túnicas de franela muy parecidas a mortajas, sumergidos en el agua caliente, entre los sillares desencajados, envueltos en nubes de vapor.
Tres o cuatro días después de mi llegada hallábame sentado en el corredor que, como ya he dicho, ocupaba un frente entero de la casa. El cielo estaba despejado, y el sol radiante animaba con su luz todas las cosas. De pronto se abrió la puerta del aposento ocupado por los forasteros, y salió toda la familia, con excepción del padre, quien, supuse yo, debía de estar fuera ocupado en sus asuntos. El mísero criado cerraba la marcha, y al salir de la habitación cerró cuidadosamente la puerta y se guardó la llave en el bolsillo. El hijo y las once hijas iban muy bien vestidos: el muchacho, con pantalón y chaqueta de corte inglés; las muchachas, de blanco inmaculado. La familia era, en general, bien parecida, de ojos negros y tez olivácea; pero la hija mayor era de notable hermosura. Se colocaron en los bancos del corredor, y el desarrapado doméstico se sentó con sus amos sin ceremonia alguna. Estuvieron un buen rato callados, mirando con ojos desconsolados las casas del arrabal y los pardos muros de la ciudad,[p. 133] hasta que la hija mayor, o señorita, como la llamaban, rompió el silencio con un «¡Ay, Dios mío!»
El criado.—¡Ay, Dios mío! A bonita tierra hemos venido a parar.
Yo.—No veo por qué les parece a ustedes tan malo un país que por su naturaleza es el más rico y abundante de toda España. Cierto que la generalidad de los habitantes están en la miseria; pero la culpa es suya, no de la tierra.
El criado.—Caballero, el país es horrible; no diga usted que no. Las señoritas, el señorito y yo estamos espantados; hasta su merced lo está también, y dice que hemos venido a esta tierra a expiar nuestros pecados. Todos los días llueve, y ésta es casi la primera vez que vemos el sol desde que llegamos. No cesa de llover, y no puede uno salir a la calle sin meterse en el fango hasta el tobillo, y luego no se encuentra una casa.
Yo.—No lo entiendo. Me parece que hay casas de sobra en la población.
El criado.—Dispense usted, señor. Ayer alquiló su merced una casa por tres reales y medio al día; pero cuando la señorita la vió se echó a llorar, y dijo que aquello no era una casa, sino una perrera; entonces su merced pagó la renta de un día y rompió el trato. ¡Tres reales y medio diarios! En nuestro país podríamos tener un palacio por ese dinero.
[p. 134]
Yo.—¿De qué país vienen ustedes?
El criado.—Caballero, usted parece un señor muy decente y le voy a contar nuestra historia. Somos de Andalucía, y su merced era el año pasado recaudador general de contribuciones en Granada; tenía catorce mil reals de sueldo, con lo que nos dábamos traza para vivir bastante bien, sin perder las funciones de toros, y cuando no las había, las de novillos, y alguna que otra vez a la ópera. En una palabra: vivíamos con holgura y sin privarnos de diversiones; tanto, que su merced pensaba últimamente comprarle un caballo al señorito, que tiene catorce años, y ha de aprender a montar ahora o nunca. Pero el ministerio cambió, caballero, y los nuevos ministros, que no eran amigos de su merced, le quitaron el empleo. Caballero, desde aquella bendita tierra de Granada, donde nuestro sueldo era de catorce mil reals, nos han trasladado a Galicia, a esta fatal ciudad de Lugo, y su merced tiene que contentarse con diez mil, a todas luces insuficientes para sostener nuestras antiguas comodidades. ¡Adiós las funciones de toros y de novillos, y la ópera! ¡Adiós la esperanza de tener un caballo para el señorito! Caballero, estoy desesperado. ¡Calle, calle por amor de Dios; yo no puedo hablar más!
Conocida su historia, ya no me asombró que el recaudador general desease ahorrar[p. 135] un cuarto en la compra del aceite para su gazpacho y el de su familia de once hijas, un hijo y un criado.
Estuvimos en Lugo una semana y continuamos el viaje a La Coruña, distante unas doce leguas. Nos levantamos antes de rayar el día para aprovechar la escolta del correo, en cuya compañía hicimos unas seis leguas. Se hablaba mucho de ladrones y de partidas volantes de facciosos, razón por la que nuestra escolta era considerable. A unas cinco o seis leguas de Lugo, la guardia de soldados regulares fué relevada por un pelotón de cincuenta migueletes. Todos tenían aspecto de bandidos; pero nunca había visto yo gente de tan bárbara hermosura. Hallábanse todos en la flor de la edad; eran de elevada estatura, de miembros hercúleos; usaban recias patillas y caminaban con aire fanfarrón, como si provocaran el peligro y lo desdeñaran. Contrastaban sobremanera con los soldados que nos escoltaron hasta allí, pobres muchachos de diez y seis a diez y ocho años, sin vigor ni actividad. El traje peculiar de los migueletes, si a algo militar se parece, es al que usaban antiguamente los marinos ingleses. Llevan un sombrero característico y, generalmente, polainas; sus armas son el fusil y la bayoneta. El color de su vestido es de ordinario pardo obscuro. Guardan muy poca o ninguna disciplina, tanto en las marchas como en la acción. Son[p. 136] excelentes tropas irregulares, y en servicio de guerra se les emplea con singular utilidad como escaramuzadores. Sus funciones propias se asemejan, sin embargo, a las de la policía y están encargados de limpiar de ladrones los caminos, para lo cual se hallan en cierto respecto muy bien preparados, porque, en general, todos son ladrones durante alguna época de su vida. No es fácil decir por qué los llaman migueletes; lo más probable es que deriven su nombre del de un antiguo jefe. Tengo pocas noticias acerca de este cuerpo, y no puedo, por tanto, entrar en detalles; lo siento, porque sin duda ha de haber muchas cosas notables que decir acerca de él.
Cansado de la marcha lenta del correo, resolví adelantarme, arrostrando el peligro; cometí con eso una imprudencia no pequeña, pues estuve a punto de caer en manos de los ladrones. De súbito dos individuos se me plantaron delante apuntándome con sus escopetas, y las hubieran descargado sobre mí, probablemente, si no se llegan a asustar al oír el ruido del caballo de Antonio, que me seguía a muy corta distancia. El suceso ocurrió en el puente de Castellanos, lugar famoso por los robos y muertes que en él se hacían, y muy a propósito para tales empresas, porque está en el fondo de un profundo barranco, rodeado de agrestes y desoladas montañas. Un cuarto[p. 137] de hora antes tan sólo, había pasado yo junto a tres horribles cabezas clavadas en sendos palos al borde del camino; eran las de un capitán de ladrones y dos cómplices suyos, apresados y ejecutados dos meses antes. Su principal guarida eran las inmediaciones del puente; tenían por costumbre arrojar los cuerpos de sus víctimas a las profundas y negras aguas que corrían impetuosas por debajo. Aquellas tres cabezas no se borrarán jamás de mi memoria, particularmente la del capitán, puesta en un palo más alto que el de las otras dos: sus largos cabellos ondeaban al viento, y las facciones, ennegrecidas y torcidas, hacían, bañadas de sol, una mueca burlona. Los individuos que me echaron el alto eran restos de la cuadrilla.
Llegamos a Betanzos muy entrada la tarde. La ciudad está en una ría, a cierta distancia del mar y a unas tres leguas de La Coruña. Altas montañas la rodean por tres lados. Durante casi todo el día el tiempo estuvo cubierto y amenazador; al llegar a Betanzos, la densidad y pesadez de la atmósfera eran insoportables. Por todas partes los malos olores asaltaban nuestro órgano olfatorio. Las calles estaban muy sucias, las casas también, y singularmente la posada. Entramos en el establo; estaba sembrado de algas podridas y otros desperdicios, donde se revolcaban los cerdos. Alrededor[p. 138] zumbaban las moscas, muy gordas y asquerosas. «¡Esto es una peste!»—exclamé—. Pero no había otra cuadra, y tuvimos que atar los infelices animales a tan sucios pesebres. El único pienso que pudimos darles fué maíz. Al anochecer los llevamos a beber en el riachuelo que pasa por Betanzos. El entero bebió con ansia; pero al volver a la posada noté que estaba triste y que llevaba la cabeza caída. Apenas ocupó de nuevo su plaza, le acometió una tos muy honda y bronca. Recordé lo que me había dicho el mozo de cuadra en la montaña: «Es un loco el que trae un caballo a Galicia, y dos veces loco si trae un entero.» Durante la mayor parte del día el caballo anduvo en medio de un tropel de cien yeguas lo menos, y se excitó mucho. Con la tos, le entró un temblor violento. Me procuré un cuartillo de aguardiente anisado, y con ayuda de Antonio le di friegas casi durante una hora, hasta que el pelo se le cubrió de blanca espuma; pero la tos le iba en aumento, tenía la mirada fija y los miembros rígidos.
—¡No hay más remedio que sangrarlo!—dije—. Corre a buscar al veterinario.
Llegó el veterinario.
—Va usted a sangrar el caballo—exclamé—y a sacarle una azumbre de sangre.
El albéitar miró al animal y se encaminó a la puerta.
[p. 139]
—¿Adónde va usted?—pregunté.
—A mi casa—respondió.
—¡Pero si le necesitamos a usted aquí!
—Ya lo comprendo—repuso—. Y por eso me voy.
—Tiene usted que sangrar el caballo o se me morirá.
—Lo sé—dijo el albéitar—; pero no lo sangro.
—¿Por qué?
—No lo sangro más que con una condición.
—¿Con cuál?
—¡Con cuál! Que me pagará usted una onza de oro.
—¡Sube corriendo a buscar el estuche de piel!—dije a Antonio.
Trajo el estuche, tomé un fleme ancho y, con ayuda de una piedra, lo introduje en la vena principal de una pata del caballo. Al principio la sangre no quería salir; al fin, a fuerza de frotes, comenzó a manar, y acabó por correr en abundancia; así estuvo una media hora.
—El caballo se va a desmayar, mon maître—dijo Antonio.
—Sostenle firme—respondí—, y dentro de diez minutos cerraré la vena.
La cerré, en efecto, y mientras lo hacía me puse a mirar al albéitar a la cara, arqueando las cejas.
—¡Carracho, qué diablo de brujo!—[p. 140]musitó el albéitar al marcharse—. ¡A él si que le sangraría yo si tuviese aquí el cuchillo!
Por la noche volvimos a sangrar el caballo, y con esta segunda sangría se salvó. A la mañana siguiente empezó a comer.
A otro día salimos para La Coruña, llevando los caballos por la brida. El día era espléndido, y nuestro paseo delicioso. Ibamos bajo los árboles muy altos y sombrosos, que bordean la ruta desde Betanzos hasta ya cerca de La Coruña. Nada tan risueño y alegre como el país circunvecino. Los viñedos abundaban en las inmediaciones de las aldeas por donde atravesábamos, y millones de plantas de maíz erguían sus altas cañas y desplegaban sus anchas hojas verdes en los campos. A las tres horas de camino columbramos la bahía de La Coruña, en la que, no obstante estar aún a una legua de distancia, vimos tres o cuatro grandes navíos anclados. «¿Pertenecerán los navíos a España?»—me pregunté—. En la aldea inmediata nos dijeron que la noche anterior había llegado una escuadra inglesa, se ignoraba con qué objeto.
—Sin embargo—continuó nuestro informador—, parece seguro que traen algún designio sobre Galicia. Esos extranjeros son la ruina de España.
Nos alojamos en la que llaman calle Real, en una excelente fonda o posada, regida por un individuo bajo y grueso, de aspecto[p. 141] bastante risible, genovés por su cuna. Estaba casado con una vascongada, alta, fea, pero de buen genio, que le había dado un hijo y una hija. Al parecer la mujer había llevado consigo poco tiempo antes a todas sus parientes guipuzcoanas, que en número de nueve llenaban en la casa los oficios de camareras, cocineras y fregatrices; todas eran muy feas, pero de buen natural y en extremo parlanchinas. Durante el día entero atronaban la casa con su excelente vascuence y su malísimo castellano. El genovés, por el contrario, hablaba poco; una razón poderosa hubiera podido aducir para ello: llevaba treinta años en España y había olvidado su idioma nativo, sin aprender el español, que hablaba bastante mal.
Reinaba en La Coruña gran animación y bullicio con motivo de la llegada de la escuadra inglesa; pero al día siguiente la flota se marchó para hacer un breve crucero por el Mediterráneo, y en el acto volvió todo a su curso normal.
Tenía yo en La Coruña un repuesto de quinientos Testamentos, con los que me proponía abastecer las principales ciudades gallegas. En seguida que llegué se publicaron los anuncios usuales, y el libro se vendió regularmente—unos siete u ocho ejemplares diarios, por término medio—. Al leer estos detalles no faltará acaso quien sienta la tentación de decir: «Esas minucias no valen[p. 142] la pena de mencionarlas.» Pero los que tal crean, deben pensar que hasta muy pocos meses antes de la fecha a que me refiero la existencia misma del Evangelio era casi desconocida en España, y que necesariamente había de ser empeño difícil inducir a los españoles, gente que lee muy poco, a comprar una obra como el Nuevo Testamento, de primordial importancia para la salud del alma, es cierto, pero que ofrece pocas esperanzas de diversión a los espíritus frívolos y corrompidos. Esperaba yo presenciar los albores de una época mejor y más ilustrada, y me regocijaba pensando que en la infeliz y desalumbrada España se vendía ya el Nuevo Testamento, aunque en corta cantidad, desde Madrid hasta las más distantes poblaciones gallegas, en un trayecto de casi cuatrocientas millas.
La Coruña se alza en una península que tiene por un lado el mar y por otro la famosa bahía.
La ciudad se divide en vieja y nueva; esta última fué probablemente en otros tiempos un mero arrabal. La ciudad vieja, desolada y en ruinas, está separada de la ciudad nueva por un ancho foso. La ciudad moderna es mucho más agradable y contiene una calle suntuosa, la calle Real, residencia de los principales comerciantes. Un rasgo singular de esta calle es que toda ella está pavimentada con losas de mármol, por las que[p. 143] circulan caballerías y carros como si fuese un pavimento ordinario.
Es un dicho proverbial entre los coruñeses que en su ciudad hay una calle tan limpia que se puede comer en ella la puchera sin el más leve reparo. Sin duda el dicho podrá ser cierto después de una de las lluvias que con tal frecuencia empapan el suelo de Galicia, y dejan el piso de la calle muy lustroso. La Coruña fué en tiempos pasados una plaza comercial importante; pero la mayor parte del tráfico se ha trasladado últimamente a Santander, ciudad situada a mucha distancia de La Coruña, en dirección del golfo de Vizcaya.
—¿Va usted a ir a Santiago, Giorgio? Si fuese usted allá, me haría el favor de llevar un recado a un pobre compatriota mío—dijo una voz en inglés cerrado, estando yo una mañana a la puerta de mi posada, en la calle Real de La Coruña.
Miré en torno, y vi un hombre cerca de mí, en pie junto a la puerta de una tienda contigua a la posada. Representaba sesenta y cinco años; era pálido su rostro y la nariz notable por su color rojo. Vestía un amplio sobretodo verde, tenía en la boca una larga pipa de barro y en la mano una vara.
—¿Quién es usted y quién es su compatriota?—pregunté—. No le conozco a usted.
—Pues yo a usted, sí—replicó el hombre—.[p. 144] Usted me compró el primer cuchillo que vendí en el mercado de N.
Yo.—¡Ah! Ahora le recuerdo a usted, Luigi Pozzi, y me acuerdo muy bien, además, de las veces que fuí, siendo un chiquillo, hace ya veinte años, a la tiendecita de usted y le oía hablar en milanés con sus compatriotas.
Luigi.—Aquellos eran tiempos dichosos para mí. ¡Oh!, si supiera usted con qué fuerza reaparecieron en mi memoria cuando le vi a usted detenerse a la puerta de la posada. Al instante me metí dentro, cerré la tienda, me eché en la cama y lloré.
Yo.—No veo motivo para que eche usted tan de menos aquellos tiempos. Cuando yo le conocí a usted en Inglaterra era usted buhonero; a veces ponía un tenducho en el mercado de una ciudad rural. Ahora me lo encuentro en un puerto español, propietario, por lo visto, de una tienda importante. No veo por qué se queja usted del cambio.
Luigi (Arrojando la pipa al suelo).—¡Quejarme del cambio! ¿Sabe usted una cosa? Inglaterra es el paraíso de los piamonteses y milaneses, especialmente de los de Como. Jamás nos entregamos al descanso que no soñemos con ella, ya estemos en nuestro país, ya en tierra extranjera, como yo ahora. ¡Quejarme del cambio! ¡Y que eso lo diga un inglés! Prefiero ser miserable vagabundo en Inglaterra que dueño y señor de todo en[p. 145] diez leguas a la redonda del lago de Como, y otro tanto dirán todos mis compatriotas que han estado en Inglaterra, dondequiera que se encuentren. Puedo enseñarle diez cartas de otros tantos compatriotas residentes en América, donde se han hecho ricos, y prosperan, y son hombres principales; pues bien: todas las noches, cuando sus cabezas reposan en la almohada, sus almas auslandra[22], y van arrastradas a Inglaterra y hacia sus verdes campos. Llegan allí en alas del ensueño, ponen sus cajas en el suelo y van mostrando a los honrados campesinos, a sus mujeres e hijas, espejillos y otras chucherías, y como antaño, las venden entre regateos y chuscadas. Al caer la tarde, vuelven como en los tiempos pasados a las tabernas a comer las tostadas de pan y el queso y a beber la cerveza de Suffolk, y a escuchar los ruidosos cantares y alegres chanzas de los labradores. Pues si echan de menos Inglaterra y sueñan con ella los que están en América, país próspero, según reconocen ellos mismos, favorable a los piamonteses y milaneses, cuánto más la echará de menos quien, como yo, lleva tantos años en España, en esta espantosa ciudad de La Coruña, sosteniendo un comercio ruinoso, y donde se pasan los meses sin ver una cara[p. 146] inglesa ni oír una palabra del bendito idioma inglés.
Yo.—Con tal predilección por Inglaterra, ¿qué le movió a usted a dejarla y a venir a España?
Luigi.—Se lo diré a usted. Hace unos diez y seis años se apoderó de cuantos estábamos en Inglaterra un deseo general de ser algo más de lo que hasta entonces habíamos sido: buhoneros, vagabundos; deseaban además—el hombre nunca está contento—ver tierras nuevas; la mayor parte se fué de Inglaterra, y donde antes había diez, apenas si quedó uno. Casi todos se fueron a América, país muy favorable, como ya le he dicho a usted, para nosotros los naturales de Como. Bueno; todos mis amigos y parientes atravesaron el mar; yo también me empeñé en viajar; pero en vez de irme con los otros al Oeste, a un país donde todos han prosperado, se me ocurrió venir a esta tierra de España, donde cuantos extranjeros se establecen mueren de tristeza, más tarde o más temprano. Se me metió en la cabeza la idea de que podía hacer fortuna de golpe trayendo un cargamento de artículos ingleses baratos, como los que vendía yo de ordinario a los aldeanos de Inglaterra. Fleté medio barco para mis artículos, porque en Inglaterra había ganado algún dinero con mi humilde tráfico, y llegué a La Coruña. Aquí empezaron de golpe mis[p. 147] contrariedades; los desengaños sucedían a los desengaños. Con extremada dificultad obtuve permiso para desembarcar las mercancías, y eso a costa de un gran sacrificio en sobornos, propinas y cosas parecidas. Apenas establecido, vi que el comercio era aquí muy escaso y que mis géneros se vendían muy lentamente, y a precio de coste o poco más. Pensé marcharme a otra parte; pero me dijeron que tendría que dejar aquí mis existencias, a menos de pagar nuevas propinas que me hubiesen arruinado. De este modo he resistido catorce años, vendiendo apenas lo bastante para pagar el alquiler de la tienda y mantenerme; y así continuaré hasta que me muera, o hasta que se me acaben los géneros. En mal hora me fuí de Inglaterra para venir a España.
Yo.—¿Me ha dicho usted que tiene un compatriota en Santiago?
Luigi.—Sí; un pobre hombre, muy honrado, que, como yo, ha tenido la extraña suerte de venir a parar a Galicia. A veces me las arreglo para mandarle algunos géneros que vende en Santiago con más ganancia que yo aquí. Es hombre feliz, porque no ha visto Inglaterra, e ignora la diferencia entre los dos países. ¡Oh campiñas inglesas, quién os volviera a ver! ¡Y aquellas cervecerías! ¡Y lo que más vale de todo, la buena fe de la gente y la seguridad personal! He viajado por toda Inglaterra, y en ningu[p. 148]na parte me trataron mal, salvo una vez en el Norte, ciertos papistas a quienes aconsejé que abandonaran sus pantomimas y asistieran al culto anglicano, como hacía yo, y como todos mis compatriotas hacían en Inglaterra; porque, sépalo usted, signor Giorgio, todos nosotros, ya fuésemos piamonteses, ya naturales de Como, veíamos con muy buenos ojos la religión protestante, cuando no éramos miembros efectivos de ella.
Yo.—¿Qué se propone usted hacer ahora, Luigi? ¿Qué esperanzas tiene?
Luigi.—Mis esperanzas están borradas, Giorgio; mi único propósito es morirme en La Coruña, acaso en el hospital, si es que me admiten. Hace años todavía pensaba en marcharme, aunque fuese dejándolo todo abandonado, para volver a Inglaterra o irme a América; pero ahora es demasiado tarde, Giorgio; demasiado tarde. Cuando perdí todas mis esperanzas me di a la bebida, a la que nunca tuve antes afición, y ahora soy lo que supongo habrá usted adivinado.
—Para todos hay esperanza en el Evangelio—dije yo—, incluso para usted. Le enviaré a usted uno.
En la ciudad vieja, mirando al Este, hay una pequeña batería cuyo muro bañan las aguas de la bahía. Es un lugar apacible, desde donde se descubre una extensa vista. La batería ocupa unas ochenta varas en cuadro; algunos arbolillos crecen por allí, y sirve[p. 149] más que nada de lugar de esparcimiento de los coruñeses.
En el centro de la batería está la tumba de Moore, levantada por los caballerescos franceses, en conmemoración de la muerte de su heroico antagonista. Es de forma oblonga, rematada por una piedra, y en cada lado ostenta uno de esos sencillos y sublimes epitafios en que nuestros rivales son maestros, y que tan fuerte contraste hacen con las pretenciosas e hinchadas inscripciones que deforman los muros de la Abadía de Westminster:
«JOHN MOORE,
Jefe del ejército inglés. Muerto en el campo de batalla.
1809.»
La tumba es de mármol; rodéala un muro cuadrangular, alto parapeto de tosco granito; pegado a cada esquina, emerge del suelo la culata de un enorme cañón de bronce, destinado a dar solidez al muro. Estas construcciones exteriores no son obra de los franceses, sino del gobierno inglés.
Allí yace el héroe, casi a la vista de la gloriosa colina donde, revolviéndose contra sus perseguidores como un león acosado, terminó su carrera. Muchos ganan la inmortalidad sin buscarla, y mueren antes de que sus primeros rayos doren su nombre; de éstos fué Moore. El general, al huír de Castilla con sus desalentadas tropas, hostigado[p. 150] por un enemigo impetuoso y terrible, no soñaba que estaba a punto de alcanzar lo que muchos hombres, mejores y más grandes aunque no ciertamente más valientes que él, han deseado en vano. Sus mismos infortunios, la desastrosa retirada, la sangrienta muerte, y su tumba en país extranjero, lejos de sus parientes y amigos, aseguraron su fama inmortal. Apenas hay un español que no conozca de oídas esta tumba y que no hable de ella con respeto. Afírmase que con el general hereje fueron sepultados tesoros inmensos, aunque nadie acierta a decir para qué fin. De creer a los gallegos, los demonios de las nubes persiguieron a los ingleses en su fuga y los atacaron con torbellinos y mangas de agua cuando se esforzaban por remontar los tortuosos y empinados senderos de Fuencebadón; otras leyendas aún más groseras se cuentan acerca del modo como cayó el valeroso general. Sí; la inmortalidad ha coronado las sienes de Moore, incluso en España, tierra del olvido, por donde el Guadalete, el antiguo Leteo, fluye.
[Pg 151]
Compostela.— Rey Romero.— El buscador de tesoros.— Proyectos risueños.— El derecho de asilo.— Riquezas ocultas.— El canónigo.— El localismo.— La lepra.— Los huesos de Santiago.
En los comienzos de agosto me hallé en Santiago de Compostela. Hice el viaje desde La Coruña en compañía del correo, a quien escoltaba una fuerte patrulla de soldados, a causa de la perturbación de la comarca, infestada de bandidos. Desde La Coruña a Santiago no hay más que diez leguas; pero el viaje duró día y medio. Fué muy agradable: el terreno era muy variado y bello, alternando los montes y los valles; en muchos sitios, frondosos árboles de variadas especies cobijaban bajo su espléndido follaje el camino. Centenares de viajeros, a pie o a caballo, se aprovecharon de la defensa que la escolta ofrecía; el temor a los ladrones era grande. Dos o tres veces se dió la señal de alarma durante el viaje; pero llegamos a Santiago sin ser atacados.
Santiago se alza en una planicie amena, rodeada de montañas; la más notable es una[p. 152] de forma cónica, llamada Pico Sacro, de la que se cuentan muchas leyendas maravillosas. Santiago es una ciudad vieja muy bella, de unos veinte mil habitantes. Hubo tiempos en que, con la sola excepción de Roma, fué Santiago el lugar de peregrinación más famoso del mundo, porque dicen que su catedral guarda los huesos de Santiago el Mayor, el hijo del trueno, que, según la leyenda de la iglesia romana, fué el primero en predicar el Evangelio en España. Pero su gloria como lugar de peregrinación decae rápidamente.
La catedral, aunque obra de varias épocas, en la que se mezclan diversos estilos de arquitectura, es una fábrica majestuosa y venerable, muy a propósito para suscitar la admiración y el respeto; es casi imposible, a la verdad, pasear por sus sombrías naves, oír la solemne música y los nobles cánticos, respirar el incienso de los grandes incensarios, lanzados a veces hasta la bóveda del techo por la maquinaria que los mueve, mientras los cirios gigantescos brillan aquí y allá en la penumbra, en los altares de numerosos santos, ante los que los fieles, de hinojos, exhalan sus plegarias en demanda de protección, de piedad y de amor, y dudar de que hollamos una casa donde el Señor mora con deleite. El Señor, empero, se aparta de ella; no escucha, no mira, y si lo hace será con enojo. ¿De qué aprovechan la[p. 153] solemne música, los nobles cánticos, el incienso de suave olor? ¿De qué aprovecha arrodillarse ante aquel altar mayor, todo de plata, coronado por una estatua con sombrero de plata y armadura, emblema de un hombre que, si bien apóstol y confesor, fué todo lo más un servidor inútil? ¿De qué aprovecha esperar la remisión de los pecados confiando en los méritos de quien no poseía ninguno, o rendir homenaje a otros que nacieron y se criaron en pecado, y que sólo por el ejercicio de una ardiente fe, otorgada desde lo alto, podían esperar librarse de la cólera del Omnipotente? Alzaos de hinojos, hijos de Compostela, y si os prosternáis sea sólo ante el Altísimo, ni volváis a dirigir a vuestro patrono, en la víspera de su fiesta, este himno, por sublime que parezca:
En Santiago tropecé con un coadyuvante para mis trabajos bíblicos, bueno y cordial, en la persona del librero de la población, Rey Romero, hombre de unos sesenta años. Este excelente sujeto, rico y respetado, tomó el asunto con un entusiasmo inspirado sin duda desde lo alto, sin perder ocasión de recomendar mi libro a cuantos entraban en su tienda, espléndido y cómodo establecimiento sito en la Azabachería. En muchos casos, cuando los aldeanos de las cercanías entraban a comprar alguno de los necios y populares libros de cuentos que circulan por España, les convencía para que, en su lugar, se llevaran a su casa el Testamento, asegurándoles que el libro sagrado era mucho mejor, más instructivo y hasta mucho más entretenido que los que iban a buscar. No tardó en cobrarme gran afición, y todas las tardes me visitaba en mi[p. 155] posada y me acompañaba en mis paseos por la ciudad y sus alrededores. El hombre sabía muchas cosas, y, aunque de corazón sencillo, poseía un ingenio muy despierto en extremo regocijante a veces.
Una noche, ya tarde, me paseaba solo por la alameda de Santiago pensando qué dirección tomaría en mi próximo viaje, porque ya llevaba allí diez días; la luna, esplendorosa, alumbraba todos los objetos hasta considerable distancia en torno mío. La alameda estaba por completo solitaria; todo el mundo, menos yo, se había retirado a descansar. Me senté en un banco y proseguí mis reflexiones, cuando, de súbito, me interrumpió un ruido como de alguien que anduviese pesadamente renqueando. Volví los ojos en la dirección del ruido, y al pronto sólo percibí un bulto informe que avanzaba con lentitud; cuando estuvo más cerca distinguí la silueta de un hombre, vestido con burdo traje pardo, con una especie de sombrero andaluz, y que a modo de bastón empuñaba una rama de árbol pelada. Llegó frente a mi banco; se detuvo, se quitó el sombrero y me pidió limosna con un acento insólito y en una jerga extraña, algo semejante al catalán. La luna iluminó unas guedejas grises y un semblante rojizo y curtido que al instante reconocí.
—Benedicto Mol—exclamé—, ¿cómo es[p. 156] posible que me le encuentre a usted en Compostela?
—Och, mein Gott, es ist der Herr!—replicó Benedicto—. ¡Och, qué buena suerte! ¡La primera persona que veo en Compostela es el Herr!
Yo.—Apenas puedo dar crédito a mis ojos. ¿Dice usted que acaba de llegar a Santiago?
Benedicto.—¡Oh, sí! Llego en este momento; vengo a pie desde Madrid, que ya es camino.
Yo.—¿Y qué ha podido inducirle a usted a emprender un viaje tan largo?
Benedicto.—Vengo en busca del Schatz, del tesoro. Le dije a usted en Madrid que estaba a punto de venir; ahora me lo encuentro aquí; ya no tengo duda de que hallaré el Schatz.
Yo.—¿Y cómo se las ha arreglado para vivir durante el viaje?
Benedicto.—¡Oh! He sacado unos cuartos pidiendo limosna. Al llegar a Toro me puse a trabajar de jabonero, hasta que, descubierta mi incapacidad, me echaron del pueblo. Continué pidiendo limosna hasta llegar a Orense, que ya es tierra de Galicia. No me gusta nada este país.
Yo.—¿Por qué?
Benedicto.—¡Por qué! Porque aquí todos mendigan, y como apenas tienen para ellos, menos tienen para mí, que soy forastero.[p. 157] ¡Oh! ¡Qué miseria la de Galicia! Cuando por las noches llego a una de esas pocilgas que ellos llaman posadas, y pido por Dios un pedazo de pan para comer y un poco de paja para dormir, me maldicen y me contestan que en Galicia no hay pan ni paja, y a buen seguro que desde que estoy en Galicia no he visto ninguna de las dos cosas; sólo un poco de lo que llaman aquí broa y unos desperdicios de cañas, usadas para cama de los caballos; me duelen todos los huesos desde que entré en Galicia.
Yo.—A pesar de todo, ha venido usted a un país que llama miserable, en busca de un tesoro.
Benedicto.—¡Oh!, yaw, pero el Schatz está enterrado; no está sobre la tierra; en Galicia no hay dinero en la haz de la tierra. Lo desenterraré, y luego compraré un coche con seis mulas y me iré a Lucerna; si al Herr le agrada irse conmigo, será muy bien recibido.
Yo.—Me temo que se haya metido usted en un callejón sin salida. ¿Qué piensa usted hacer? ¿Tiene usted algún dinero?
Benedicto.—Ni un cuarto; pero una vez en Santiago, eso ya no me importa. Estoy cerca del Schatz; además le he visto a usted, que es buena señal; esto quiere decir que aún está aquí el Schatz. Voy a ir a la mejor posada de la población y viviré como un duque, hasta que se me presente la ocasión de[p. 158] desenterrar el Schatz, con el que pagaré todos los gastos.
—No haga usted eso—repliqué yo—. Busque un sitio para dormir y procúrese algún trabajo. Mientras tanto, tenga esta pequeñez para remediarse. Creo que el tesoro que ha venido a buscar sólo existe en su imaginación de usted.
Le di un duro y me marché.
Nunca he gozado de paseos más encantadores que en las cercanías de Santiago. Mi amigo, el bueno y anciano librero, me acompañaba casi siempre. Vagábamos por las frondosas márgenes de los numerosos arroyuelos, gozando de los placenteros atardeceres veraniegos de aquella parte de España. El tema de nuestros coloquios era de ordinario la religión; pero también hablábamos con frecuencia de los países extranjeros visitados por mí, y otras veces de cosas que interesaban personalmente a mi amigo. «Los libreros españoles—decía—somos todos liberales; no somos amigos del sistema frailuno, ni podríamos serlo. Los frailes favorecen las tinieblas, y nosotros vivimos de esparcir la luz. Somos muy amantes de nuestra profesión, y más o menos, todos hemos padecido por su causa. Muchos de los nuestros fueron ahorcados en los tiempos de terror, por vender inofensivas traducciones del francés o del inglés. Poco después de ser derrocada la Constitución[p. 159] por Angulema y las bayonetas francesas, tuve que huír de Santiago y refugiarme en la parte más agreste de Galicia, cerca de Corcubión. A no ser por los buenos amigos, no lo contaría ahora; con todo, me costó mucho dinero arreglar el asunto. Mientras estuve escondido, se hicieron cargo de la librería los funcionarios de la curia eclesiástica, y le decían a mi mujer que era menester quemarme por haber vendido libros malos. Pero esos tiempos ya pasaron, gracias a Dios, y espero que no han de volver.»
Una vez íbamos paseando por las calles de Santiago, y el librero se detuvo delante de una iglesia, poniéndose a contemplarla atentamente. Como no ofrecía a la vista nada notable, le pregunté la causa de su interés. «En tiempo de los frailes—me dijo—esta iglesia tenía derecho de asilo, y cualquier criminal que se refugiaba en ella quedaba en salvo. A todos alcanzaba su protección, aun a los más viles, menos a los negros, como llamaban a los liberales.»
—¿A los asesinos también?—pregunté.
—A los asesinos y a otros delincuentes peores. Entre paréntesis: he oído decir que ustedes los ingleses miran con la más extremada aversión el homicidio; ¿creen ustedes, en efecto, que es un crimen enorme?
—¿Pues no lo hemos de creer?—repliqué.—En todos los demás cabe reparación;[p. 160] pero si quitamos la vida lo quitamos todo.
—Los frailes pensaban de otro modo—replicó el anciano—, y consideraron siempre el homicidio como una friolera; pero no así el delito de casarse sin dispensa dos primos hermanos, para el que, a creerlos, difícilmente hay remisión en este mundo ni el otro.
Dos o tres días después de esto estábamos sentados en mi habitación de la posada, conversando, cuando Antonio abrió la puerta y dijo, sonriente, que abajo estaba un «señor» extranjero que pretendía hablarme. «Que suba»—respondí; y casi al instante apareció Benedicto Mol.
—Aquí tiene usted una persona singularísima—dije al librero—. En general, ustedes los gallegos se marchan de su tierra para hacer dinero; éste, por el contrario, viene aquí a buscarlo.
Rey Romero.—Y hace muy bien. Galicia es la provincia de España que más riquezas naturales encierra; pero los habitantes son muy lerdos, y no saben utilizar los dones que les rodean; en prueba de lo que puede sacarse de Galicia, vea usted a los catalanes que se han establecido aquí: todos son ricos. Hay riquezas por todas partes, sobre la tierra y debajo de ella.
Benedicto.—¡Oh!, yaw, en tierra, eso es lo que yo digo. Hay muchos más tesoros debajo de tierra que encima de ella.
[p. 161]
Yo.—¿Ha descubierto usted desde que no nos vemos el sitio donde dice usted que está escondido el tesoro?
Benedicto.—Sí; ahora lo sé ya todo. Está enterrado en la sacristía de San Roque.
Yo.—¿Cómo lo ha averiguado usted?
Benedicto.—Verá usted. Al día siguiente de llegar, anduve paseándome por la población, en busca de la iglesia; pero no encontré ninguna que correspondiese con las señas que me dió mi camarada antes de morir en el hospital. Entré en bastantes, examinándolas con cuidado, pero en vano; no pude dar con el sitio que yo veía con los ojos del alma. Conté el caso a la gente de mi posada y me aconsejaron que llamase a una meiga.
Yo.—¡Una meiga! ¿Qué es eso?
Benedicto.—¡Oh! Una Haxweib, una bruja; los gallegos en su jerga, de la que no entiendo una palabra, la llaman bruja. Consentí, y enviaron a buscar a la meiga. ¡Ah, qué Weib es la meiga! No he visto nunca mujer igual; tan alta como yo, su rostro es tan redondo y tan rojo como el sol. Me preguntó muchas cosas en gallego, y cuando le dije todo lo que necesitaba saber sacó una baraja de naipes y fué poniéndolos en la mesa de un modo particular; me dijo, al fin, que el tesoro está en la iglesia de San Roque, cosa cierta, seguramente, pues he ido a la iglesia y corresponde con toda exactitud a[p. 162] las señas que me dió el compañero muerto en el hospital. ¡Oh!, esa meiga es una Hax muy poderosa. Es muy conocida en estos contornos y se sabe que ha hecho muchos daños en el ganado. En pago de su trabajo le di medio duro, del que usted me regaló.
Yo.—Pues se ha portado usted como un tonto; la bruja le ha engañado groseramente. Pero aun siendo verdad que el tesoro esté en la iglesia que usted dice, no es probable que le permitan remover el suelo de la sacristía para desenterrarlo.
Benedicto.—Ese asunto va ya por muy buen camino. Ayer fuí a confesarme con un canónigo, que me dió la absolución y su bendición; no es que a mí me importen mucho esas cosas; pero sí sé que este es el modo mejor de entrar en materia; me confesé, y luego hablé de mis viajes, y acabé por contar al canónigo lo del tesoro, y le propuse que si me ayudaba nos lo repartiríamos entre los dos. ¡Oh!, quisiera que hubiesen ustedes visto la cara que puso. En el acto aceptó la propuesta, y me dijo que podía ser un buen negocio; me estrechó la mano, afirmando que soy un suizo honrado y muy buen católico.
Después le propuse que me admitiera en su casa y me tuviese con él hasta que se presentase ocasión de desenterrar juntos el tesoro. Pero a eso se negó.
Rey Romero.—Lo que es eso, lo creo:[p. 163] cuente usted con que ningún canónigo se comprometerá hasta ese punto sin razones muy fuertes para ello. Las historias de tesoros ocultos están ya muy gastadas; por aquí se han oído contar casi desde los tiempos de los moros.
Benedicto.—Me aconsejó ir a ver al capitán general y pedirle permiso para las excavaciones, prometiéndome, si lo obtenía, ayudarme con toda su influencia.
En diciendo esto, el suizo se fué, y no volví a ver e ni oí hablar de él en todo lo demás del tiempo que estuve en Santiago.
El librero no se cansaba de enseñarme su ciudad natal, de la que era entusiasta admirador. La verdad es que en ninguna parte he encontrado el sentimiento localista, muy extendido por toda España, tan fuerte como en Santiago. Con tal que su ciudad prospere, a los santiagueses les importa poco que las demás ciudades gallegas perezcan. Su antipatía a la ciudad de La Coruña no tenía límites, sentimiento agravado en no corta medida por la traslación de la capitalidad provincial desde Santiago a La Coruña. No me toca a mí, que soy extranjero, decir si el cambio era o no recomendable; pero mi opinión íntima es por completo adversa a él. Santiago es una de las ciudades más céntricas de Galicia, con importantes núcleos de población por todos lados, mientras que La Coruña está en un extremo, a gran distancia[p. 164] del resto de la región. «Es una lástima que los vecinos de La Coruña no puedan inventar un medio de llevarse nuestra catedral, como se han llevado nuestro gobierno—decía un santiagués—. Así harían mejor papel, porque ahora no tienen una iglesia donde se pueda decir misa.» «También es gran lástima—decía otro—que no puedan llevarse nuestro hospital, para no verse obligados a enviarnos sus enfermos pobres. Siempre me ha parecido que los enfermos de La Coruña tienen mucho peor cara que los de otras partes; pero ¿qué puede venir de La Coruña que sea bueno?»
En compañía del librero visité el hospital; pero no me detuve mucho tiempo en él, porque la miseria y la suciedad reinantes me arrojaron rápidamente a la calle. La verdad es que Santiago viene a ser el inmenso lazareto de Galicia, lo cual explica el prodigioso número de seres horribles que se ven por las calles, llegados, en su mayoría, en demanda de asistencia médica, que se les administra—según pude saber—con escasez e ineficacia. Entre aquellos desgraciados descubría a veces algún caso de la terrible lepra, e instantaneamente huía de él con un «Dios te remedie», como un judío de la antigüedad. Galicia es la única provincia de España donde aún son frecuentes los casos de lepra; prueba convincente de que esta enfermedad es producida por la mala alimentación y[p. 165] por el descuido en la limpieza, porque los gallegos, en lo tocante a las comodidades de la vida y a los hábitos civilizados, están, por confesión propia, mucho más atrasados que los demás naturales de España.
—Además del hospital general—dijo el librero—tenemos una leprosería. ¿Quiere usted verla? En Santiago hay de todo. Nada falta: hasta la lepra tiene aquí albergue.
—No me opongo a que vayamos a ver la leprosería; pero ha de ser desde lejos, porque lo que es entrar, no entro.
Dicho esto me llevó por el camino de Padrón y Vigo abajo, e indicándome dos o tres chozas, exclamó:
—Esa es la leprosería.
—Muy pobre me parece—respondí—. ¿Qué comodidades pueden encontrar ahí dentro los enfermos? ¿Quién los cuida?
—Ahí los dejan entregados a sí mismos—respondió el librero—. Probablemente se morirán a veces por abandono. En otro tiempo la leprosería estaba bien dotada, con rentas bastantes para sostenerla; pero también fueron secuestradas en las revueltas últimas. Ahora, los leprosos menos repulsivos se sitúan por lo común al borde de la carretera y mendigan para todos. Vea usted, ahí está uno.
Era cierto: un leproso, medio desnudo, descubiertas las relucientes escamas, aparecía sentado al pie de una cerca ruinosa.[p. 166] Arrojamos unas monedas en el sombrero de aquel ser infortunado, y nos fuimos.
—Mala enfermedad es ésta—dijo mi amigo—, y yo, que he visto muchos leprosos, confieso que su proximidad me hace poca gracia. La verdad: preferiría que no entrasen, como entran algunas veces, en mi tienda a pedir limosna. Tengo entendido que la lepra es la enfermedad más contagiosa que hay; pero existe una variedad de virulencia terrible, la más temida de todas: es la lepra elefantina. A los que mueren de ella los queman, por disposición de la ley, y se aventan las cenizas, porque si el cuerpo de esos leprosos se enterrase en el cementerio, la enfermedad se propagaría en seguida incluso a los demás muertos allí enterrados. Al menos, eso es lo que se cree por aquí. Ahora se está siguiendo causa por haber enterrado en el cementerio los cadáveres de unas víctimas de la lepra elefantina. Funesta es la lepra en cualquiera de sus formas, pero sobre todo la elefantina.
—Hablando de cadáveres—dije yo—, ¿cree usted que los huesos de Santiago están realmente enterrados en Compostela?
—¿Qué puedo decir yo?—respondió el anciano—. De eso sabe usted tanto como yo. Debajo del altar mayor hay una piedra muy grande que, según dicen, cierra la boca de un profundo pozo en cuyo fondo se cree que están enterrados los huesos de Santiago;[p. 167] por qué los pusieron en el fondo de un pozo es un misterio insondable para mí. Uno de los dependientes de la iglesia me ha contado que una noche estaba de guardia con un compañero dentro de la iglesia, porque unos ladrones habían asaltado poco antes una de las capillas y cometido un sacrilegio; el tiempo se les hacía pesado, y para entretenerse, en el silencio de la noche, tomaron una palanca, removieron la losa y miraron en la sima abierta: estaba obscura como una tumba; entonces ataron un peso al extremo de una cuerda larga y lo echaron dentro. A muy gran profundidad chocó, al parecer, contra un objeto sólido, haciendo un ruido opaco, como de plomo. Supusieron que podía ser un ataúd, y quizás lo fuese; pero ¿de quién? Esa es la cuestión.
[Pg 168]
Los mareantes de Padrón.— Caldas de los Reyes.— Pontevedra.— El notario público.— La insania de un barbero.— Una presentación.— La lengua gallega.— Paseo por la tarde.— Vigo.— El forastero.— Los judíos del desierto.— La bahía de Vigo.— Una interrupción brusca.— El gobernador.
Después de estar unos quince días en Santiago, montamos de nuevo a caballo y proseguimos el viaje en dirección de Vigo. Como salimos de Santiago ya muy entrada la tarde, no pasamos aquel día de Padrón, distante sólo tres leguas. Padrón es un pequeño puerto situado en una ría, y lo llaman así por razón de brevedad; pero su nombre verdadero es Villa del Padrón, o ciudad del santo patrono, porque ésta fué, según la leyenda, la principal residencia del santo en Galicia. Los romanos llamaron a este lugar Iria Flavia. Es una ciudad pequeña, pero floreciente, con comercio marítimo de alguna importancia, pues sus barquichuelos surcan a veces el Golfo de Vizcaya, y hasta llegan al Támesis y a Londres.
Hay una curiosa anécdota referente a los mareantes de Padrón que no estará enteramente[p. 169] fuera de lugar aquí, pues se relaciona con la circulación de las Escrituras. Hallándome un día en la tienda de mi amigo el librero de Santiago, entró un sacerdote corpulento, con aspecto de buen humor. Tomó uno de mis Testamentos y al instante rompió en una ruidosa carcajada.
—¿Qué ocurre?—preguntó el librero.
—La vista de este libro me trae a la memoria un sucedido—repuso el otro—. Hace unos veinte años, cuando a los ingleses se les metió por vez primera en la cabeza convertirnos a los españoles a su manera de pensar, repartieron gran número de libros de esta clase entre los españoles que iban a Londres; algunos cayeron en manos de ciertos mareantes de Padrón, y cuando esta buena gente regresó a Galicia se observó que se habían vuelto muy tercos y amigos de disputar. Apenas aventuraba alguien delante de ellos una opinión, la contradecían de plano, sobre todo si se trataba de asuntos religiosos. «Eso es falso—decían—. San Pablo, en tal capítulo y en tal versículo, afirma exactamente lo contrario.» «¿Qué sabes tú lo que San Pablo ni otros santos han escrito?»—les preguntaban los curas—. «Más de lo que ustedes se figuran—respondían—. Ya no se nos puede tener en tinieblas y en la ignorancia respecto de esas cosas», y entonces exhibían sus libros y leían párrafos y más párrafos, haciendo comentarios[p. 170] que escandalizaban a todos; no les importaba nada el Papa, y hasta hablaban con irreverencia de las reliquias de Santiago. El caso se divulgó pronto, y de nuestra sede salieron órdenes para secuestrar los libros y quemarlos. Así se hizo; los mareantes fueron castigados o reprendidos, y no he vuelto a oír hablar de ellos. No he podido por menos de reirme al ver esos libros acordándome de los mareantes de Padrón y de sus disputas religiosas.
Al día siguiente llegamos a Pontevedra. Como no se decía que por allí hubiese ladrones, viajábamos solos y sin escolta. El camino es bello y pintoresco, aunque algo solitario, sobre todo después que dejamos atrás la pequeña ciudad de Caldas. En España hay varias poblaciones de ese nombre. Esta de que hablo se llama, para distinguirla de las demás, Caldas de los Reyes. No estará de más advertir que el español Caldas es sinónimo del morisco Alhama, palabra muy frecuente en la topografía de España y Africa. Caldas tiene, al parecer, muy bien puesto su nombre. Se alza en una confluencia de manantiales, y cuando pasamos por allí estaba atestada de gente que acudía a curarse con las aguas. En el curso de mis viajes he observado que siempre hay vestigios de volcanes en las cercanías de los manantiales de aguas calientes, ya sea montañas hendidas, o gruesos peñascos que[p. 171] emergen aislados en la llanura o en la ladera como si los titanes hubiesen estado jugando a los bolos. Este último rasgo es el que domina en Caldas; la vertiente Sur de la montaña se halla cubierta de inmensas piedras de granito, expelidas, en alguna antiquísima erupción, de las entrañas de la tierra. Desde Caldas a Pontevedra el camino es montuoso y cansado; tuvimos mucho calor, y las nubes de moscas, una de las plagas de Galicia, molestaban tanto a nuestros caballos, que nos obligaron a cortar unas ramas de árbol para protegerles la cabeza y el cuello contra los atormentadores aguijones de aquellos insectos sedientos de sangre.
Para viajar a caballo por Galicia en esa época del año, es muy recomendable llevar una red fina para defensa del animal, remedio seguro y cómodo, completamente desconocido en Galicia, por las muestras, no obstante ser quizá el país del mundo en que más se necesita.
Pontevedra, en conjunto, merece el nombre de ciudad monumental, pues algunos de sus edificios públicos, en especial los conventos, son tales como no se ven en parte alguna, fuera de España e Italia. Rodéanla murallas de piedra labrada, y se alza en el fondo de una ensenada, en la que desemboca el río Lérez. Dícese que fué fundada por una colonia griega, cuyo jefe era[p. 172] nada menos que Teucer el Telamonio. En tiempos antiguos fué plaza comercial importante; cerca del puerto se ven las ruinas de un farol, o faro, que pasa por ser antiquísimo. El puerto, empero, muy distante de la ciudad, es incómodo y muy poco profundo. La comarca pontevedresa es de incomparable amenidad, abundante en frutas de todo género, especialmente en uvas, que en la estación propicia muestran, pendientes de las parras, su deliciosa lozanía. Un antiguo autor andaluz ha dicho que aquí se producen tantos naranjos y limoneros como en la campiña cordobesa; pero las naranjas no son buenas y no pueden competir con las de Andalucía. Los pontevedreses se jactan de que su suelo produce dos esquilmos al año, y que mientras recogen una cosecha siembran la otra. Razón tienen para enorgullecerse de una tierra como la suya, pródigamente dotada.
La ciudad está en gran decadencia, y a pesar de la suntuosidad de sus edificios públicos, encontramos allí aún más suciedad y miseria que las usuales en Galicia. La posada era misérrima, y para acabarlo de arreglar la posadera tenía un genio regañón inaguantable. Porque Antonio se quejó de la calidad de algunos de los comestibles que nos servía, empezó a maldecirle violentamente en la lengua del país, única que sabía hablar, y le amenazó, si[p. 173] intentaba producir desorden en la casa, con echarle a la calle a él, a los caballos y a su amo. Ni el mismo Sócrates se hubiera conducido en tal ocasión con más prudencia que Antonio, quien se encogió de hombros, murmuró unas palabras en griego y guardó silencio.
—¿Dónde vive el notario público?—pregunté—. Es de saber que el notario público vendía libros, y para él llevaba yo una recomendación de mi amigo de Santiago. Un muchacho me guió a casa del señor García, que tal era el nombre del notario. Me encontré con un hombre de unos cuarenta años, vivo, altivo y locuaz. De muy buen grado se encargó de vender mis Testamentos, y en un abrir y cerrar de ojos le vendió dos a un cliente, aldeano por las muestras, que le esperaba en el despacho. El notario era un patriota entusiasta; pero claro es que en sentido local, porque no le importaba más país que Pontevedra.
Los tales vigueses—me dijo—pretenden que su ciudad es mejor que la nuestra, y que tiene más títulos para ser la capital de esta parte de Galicia. ¿Ha oído usted jamás un desatino semejante? Le digo a usted, amigo, que me importaría muy poco que ardiese Vigo con cuantos mentecatos y bribones encierra. ¿Se le ocurriría a usted jamás comparar Vigo con Pontevedra?
—No lo sé—repuse—; nunca he estado[p. 174] en Vigo; pero he oído decir que su bahía es la mejor del mundo.
—¿La bahía, buen señor? ¡La bahía! Sí; esos bribones tienen una bahía, y la bahía es la que nos ha robado todo nuestro comercio. Pero ¿qué necesidad tiene de una bahía la capital de una provincia? Lo que necesita son edificios públicos donde puedan reunirse los diputados provinciales a tratar de sus asuntos; pues bien: lejos de tener Vigo un edificio público bueno, no hay una casa decente en todo el pueblo. ¡La bahía! Sí, tienen una bahía; ¿pero tienen agua para beber? ¿Tienen fuentes? Sí, las tienen; pero el agua es tan salobre, que haría reventar a un caballo. Espero, querido amigo, que no habrá hecho usted un viaje tan largo para ponerse de parte de una gavilla de piratas como los de Vigo.
—No he venido a ponerme de su parte—contesté—; la verdad es que no sabía yo que necesitasen mi ayuda en esta disputa. Sólo vengo a traerles el Nuevo Testamento, del que están al parecer muy necesitados, si son tan pícaros e infames como usted los pinta.
—¿Pintarlos, querido amigo? Pero ¿no lo dice el caso por sí solo? ¿No sostienen que su ciudad es más apropiada que la nuestra para ser capital de la provincia? ¡Qué disparate! ¡Que bribonería!
—¿Hay en Vigo alguna librería?—pregunté.
[p. 175]
—Había una perteneciente a un barbero loco. Afortunadamente para usted la librería quebró y su dueño ha desaparecido. No hubiera dejado de jugarle a usted una de estas dos malas partidas: o hacerle una cortadura en el cuello, so pretexto de afeitarle, o encargarse de sus libros y no darle nunca cuentas de su venta. ¡Una bahía! ¡Quisiera yo ver qué derecho tiene a una bahía un nido de lechuzas como Vigo!
No es posible tratar a nadie con más bondad que el notario público me trató a mi en cuanto le convencí de que no tenía intención de ponerme de parte de los de Vigo contra Pontevedra. Eran entonces las seis de la tarde; sin dilación me llevó a una confitería y me obsequió con un helado y una jícara de chocolate. Salimos luego a pasear por la ciudad, y el notario fué mostrándome varios edificios, especialmente el convento de los jesuítas. «Vea usted esa fachada. ¿Qué le parece?»—decía.
Al expresarle la admiración sincera que sentía, acabé de conquistar el corazón del buen notario. «Supongo que en Vigo no habrá nada como esto»—le dije—. Me miró un instante, guiñó los ojos, ahogó una risita de triunfo, y prosiguió su camino andando a tremenda velocidad. El señor García iba vestido enteramente como un notario inglés. Llevaba sombrero blanco, levita obscura, calzones de lana gris abotonados en las[p. 176] rodillas, medias blancas y zapatos negros bien embetunados. Pero nunca he visto a un notario inglés andar tan de prisa; aquello apenas podía llamarse andar; más parecía una sucesión de sacudidas eléctricas y de brincos. Viéndome en la imposibilidad de seguirle, le pregunté falto de alientos:
—¿Adónde me lleva usted?
—A casa del hombre de más talento de España—replicó—, a quien voy a presentarle a usted. No vaya usted a pensar que Pontevedra sólo se enorgullece de sus edificios públicos y de la hermosura de su suelo: produce también más espíritus esclarecidos que ninguna otra ciudad de España. ¿Ha oído usted hablar alguna vez del gran Tamerlán?
—Sí tal—respondí—. Pero no procedía de Pontevedra ni de sus alrededores; vino de las estepas de Tartaria, cerca del río Oxo.
—Ya lo sé—replicó el notario—; pero lo que yo quiero decir es que, cuando Enrique III tuvo que enviar un embajador a aquel africano, el único hombre que halló a propósito para el caso fué un caballero de Pontevedra llamado don...[23] ¡Que los de Vigo rebatan ese hecho si pueden!
Entramos en un ancho portal y subimos una suntuosa escalera, al final de la que el notario llamó a una puerta pequeña.
[p. 177]
—¿A quién me va usted a presentar?—le pregunté.
—A un abogado que se llama...—replicó García. Es el hombre de más talento de España, y conoce todas las lenguas y todas las ciencias.
Nos abrió una mujer de aspecto respetable, con todas las muestras de ser el ama de gobierno, y luego de decirnos, contestando a nuestras preguntas, que el abogado estaba en casa, nos llevó a una inmensa sala, o más bien librería, pues los muros estaban cubiertos de libros excepto en dos o tres sitios ocupados por algunos buenos cuadros de escuela española antigua. Los suaves rayos del sol poniente entraban por una ventana con cristales de colores, y esclarecían el aposento. Detrás de la mesa estaba sentado el abogado, a quien miré con no pequeña curiosidad. Tenía la frente alta y llena de arrugas, y las facciones muy graves, netamente españolas. Vestía una especie de hopalanda, y frisaba en los sesenta años. Estaba leyendo, sentado detrás de una ancha mesa, y, al entrar nosotros, medio se incorporó y nos hizo una ligera reverencia.
El notario le hizo un saludo reverente, y en voz baja le pidió permiso para presentarle un amigo, un caballero inglés que viajaba por Galicia.
—Tengo mucho gusto en verle—dijo el abogado—; pero espero que hablará castellano,[p. 178] pues en otro caso apenas podríamos comunicarnos; aunque leo el francés y el latín, no los hablo.
—Habla el español casi tan bien como si fuera de Pontevedra—repuso el notario.
—Los naturales de Pontevedra—observé yo—me parecen más versados en gallego que en castellano, pues la mayor parte de las conversaciones que oigo en la calle son en aquel dialecto.
—El último caballero que me presentó mi amigo García—dijo el abogado—era un portugués que hablaba muy poco o nada el español. Dicen que el gallego y el portugués se parecen mucho; pero cuando quisimos hablar en las dos lenguas no nos fué posible entendernos. Yo entendía poco de lo que él decía, y mi gallego era para él completamente ininteligible. ¿Entiende usted el dialecto local?—continuó.
—Muy poco—repliqué—. Debe de ser principalmente por el acento peculiar y la pronunciación, nueva para mí, de los gallegos, porque su lengua está compuesta casi del todo de palabras españolas y portuguesas.
—De modo que es usted inglés—dijo el abogado—. Sus compatriotas han hecho mucho daño antiguamente en estas regiones, si hemos de creer a las historias.
—Sí—dije yo—; hundieron los galeones y quemaron los mejores barcos de guerra de[p. 179] ustedes en la bahía de Vigo, y en tiempo de lord Cobham impusieron a la ciudad de Pontevedra una contribución de cuarenta mil libras esterlinas.
—Cualquier potencia extranjera—interrumpió el notario—tiene perfecto derecho para atacar a Vigo; pero no concibo qué podían alegar sus compatriotas de usted para arruinar a Pontevedra, ciudad respetable que nunca les hizo daño.
—Señor caballero—dijo el abogado—, voy a enseñarle a usted mi librería. Aquí tiene usted una obra curiosa, una colección de poemas, escritos casi todos en gallego por el cura de Fruime. Es nuestro poeta nacional y nos enorgullecemos de él.
Estuvimos más de una hora con el abogado; su conversación, si no me convenció de que fuese el hombre de más talento de España, era, en general, de gran interés; el abogado poseía, ciertamente, una ilustración general bastante extensa, aunque le faltaba muchísimo para ser el profundo filólogo que el notario me había dicho[24].
En la tarde del siguiente día, al disponerme a salir de Pontevedra, el señor García, en pie junto a mi caballo, me abrazó, y me deslizó en la mano un folletito. «Este libro—me dijo—contiene una descripción de Pontevedra.[p. 180] Hable usted bien de Pontevedra dondequiera que vaya.» Asentí con la cabeza. «Espere—añadió—. He oído hablar, mi querido amigo, de la Sociedad a que usted pertenece, y trabajaré cuanto pueda en favor de sus designios. Lo hago con absoluto desinterés; pero si alguna vez, andando el tiempo, tuviese usted ocasión de hablar en letras de molde del señor García, notario de Pontevedra—ya usted me entiende—, deseo que no deje de hacerlo.»
—Así lo haré—contesté yo.
El recorrido de Pontevedra a Vigo es sólo de cuatro leguas, y fué un agradable paseo a caballo que hicimos en una tarde. Al acercarnos a Vigo, el terreno iba siendo extremadamente montañoso, aunque el paisaje era de insuperable hermosura. Las vertientes de las montañas estaban casi todas cubiertas de frondosas arboledas, hasta la misma cúspide, aunque a veces algún pico de roca desnuda asomaba, alzándose hasta las nubes.
Al anochecer, el camino se entenebreció, envolviéndolo las montañas y bosques circundantes en profundas sombras. Pero era un camino muy transitado: oíamos el chirriar de muchos carros que iban por él y continuamente nos cruzábamos con numerosos jinetes y peatones. Las aldeas eran frecuentes. Las parras crecían con lozana pompa, aún mayor, si cabe, que en el campo[p. 181] de Pontevedra. Por todas partes reinaban la actividad y la vida. El zumbido de los insectos, el alegre ladrar de los perros, los rudos cantares de Galicia, se mezclaban en deleitosa sinfonía. Tan placentero fué el viaje, que casi sentí llegar a las puertas de Vigo.
La ciudad ocupa la parte baja de un elevado cerro, más escarpado y pendiente a medida que se sube hacia el castillo que lo corona. El casco de la población es pequeño y compacto, rodeado de murallas bajas; las calles son angostas, empinadas y tortuosas; en medio de la ciudad hay una plaza pequeña.
Hay un faubourg de regular extensión a lo largo del borde de la bahía. Encontramos una excelente posada, regida por un matrimonio vascongado, cortés e inteligente. Las calles estaban abarrotadas y todo en la ciudad era ruido y jolgorio. Lucía un desdichado simulacro de iluminación, puesta por el vecindario para celebrar una victoria ganada, o que se afirmaba haber ganado, contra las tropas del Pretendiente. Por todas partes se veían uniformes militares. Para mayor bullicio, acababa de llegar de Oporto una compañía de cómicos portugueses, y aquella noche iban a dar su primera representación en Vigo. «¿Representan la comedia en español?»—pregunté—. «No—me respondieron—, y por eso tiene todo el[p. 182] mundo tantos deseos de ir; otra cosa sería si representaran en una lengua que todos entendieran.»
A la mañana siguiente hallábame sentado, para desayunarme, en un vasto aposento que miraba a la Plaza Mayor de Vigo. El sol lucía esplendoroso, y todas las cosas en torno aparecían animadas, jocundas. En aquel momento entró un desconocido, me hizo una reverencia profunda y se plantó en la ventana, donde permaneció buen rato en silencio. Era un hombre como de treinta y cinco años, de muy notable presencia. Sus facciones eran de absoluta corrección, casi puedo decir de perfecta belleza. Tenía el pelo negrísimo y lustroso; los ojos, grandes, negros y melancólicos; pero lo que más me llamó la atención fué su tez, de tono oliváceo amoratado. Vestía con primorosa elegancia según la moda francesa. Llevaba al cuello una gruesa cadena de oro, en los dedos anchos anillos, y engastado en uno de ellos, un magnífico rubí. «¿Quién será este hombre?—pensé yo—. ¿Español, portugués? Acaso un criollo.» Le hice una pregunta indiferente en español, y me contestó en el mismo idioma; pero su acento me convenció de que no era español ni portugués.
—Si no me engaño, hablo con un inglés, señor—me dijo en el mejor inglés que puede hablar un extranjero.
Yo.—Lo ha acertado usted; pero yo, en[p. 183] cambio, no acabo de adivinar qué país es el suyo.
El desconocido.—¿Puedo tomar asiento?
Yo.—Singular pregunta. ¿No tiene usted tanto derecho como yo a sentarse en la sala común de una posada?
El desconocido.—No estoy seguro de ello. A la gente de aquí, en general, no le gusta verme tomar asiento a su lado.
Yo.—Quizás por las opiniones políticas de usted, o porque haya usted tenido la desgracia de cometer algún delito.
El desconocido.—No tengo opiniones políticas, y no he cometido, que yo sepa, delito alguno. Aquí me odian por mi país y mi religión.
Yo.—¿Estoy hablando quizás con un protestante, como yo?
El desconocido.—No soy protestante. Si lo fuese, se andarían con más tiento para demostrarme su odio, porque entonces tendría un Gobierno y un cónsul que me defendieran. Soy judío, judío de Berbería, súbdito de Abderramán.
Yo.—En tal caso, no tiene usted mucho de qué lamentarse si aquí le miran mal, puesto que en Berbería los judíos son esclavos.
El desconocido.—En casi todas partes lo son, es cierto; pero no donde yo he nacido, muy en el interior del país, cerca de los desiertos. Allí los judíos son libres y temidos, y tan valientes como los mismos musulmanes;[p. 184] saben domar potros y manejar el fusil. Los judíos de nuestra tribu no son esclavos, y no queremos que se nos trate como tales por los cristianos ni por los moros.
Yo.—La historia de usted debe de ser muy curiosa; quisiera conocerla.
El desconocido.—No pienso contarle mi historia a nadie. He viajado mucho, dedicado al comercio, y he prosperado. Ahora estoy establecido en Portugal; pero no me gusta la gente de los países católicos, y menos que ninguna la de España. Al llegar aquí he sufrido injusticias vergonzosas en la aduana, y, al protestar, se rieron de mí y me llamaron judío. Por dondequiera que voy, veo escarnecer a los judíos, excepto en el país de usted; por eso mi corazón se apasiona por los ingleses. Usted es aquí un forastero. ¿Puedo servirle en algo? No tiene usted más que mandarme.
Yo.—Se lo agradezco a usted con toda el alma, pero no necesito nada.
El desconocido.—¿Trae usted letras? Yo le tomo a usted las que traiga.
Yo.—Nada necesito. El favor que puede usted hacerme es aceptar de mí un libro.
El desconocido.—Lo aceptaré muy agradecido. Sé cuál es. ¡Qué pueblo tan singular: el mismo vestido, el mismo semblante, el mismo libro! Pelham me dió uno en Egipto. ¡Adiós! Jesús fué un hombre virtuoso, quizás un profeta; pero... ¡adiós!
[p. 185]
Bien pueden los pontevedreses envidiar a los de Vigo su bahía, con la que, en muchas cualidades, no puede compararse ninguna otra en el mundo. Altas y escarpadas montañas la defienden por todos lados, menos por el Oeste, abierto sobre el Atlántico; pero en medio de la boca surge una isla, imponente muro de roca, que rompe el oleaje e impide que las mareas del Poniente invadan la bahía con violencia. A cada lado de la isla hay un paso, bastante ancho para que los barcos puedan atravesarlo en cualquier tiempo con toda seguridad. La bahía es oblonga, y se mete mucho tierra adentro; es tan vasta, que mil navíos de línea pueden maniobrar en ella sin estorbarse. Las aguas son obscuras, sosegadas y profundas, sin bajíos ni arenas; de suerte que el barco de guerra más soberbio puede surgir a tiro de piedra de los muros de la ciudad sin averiarse la quilla.
Aquella bahía ha presenciado muchos sucesos memorables, ha visto armamentos poderosos. Allí se reunieron los corpulentos barcos de la Invencible; desde allí, cargada con la pompa, el poderío y el terror de la vieja España, la monstruosa escuadra, desplegando sus enormes velas al viento, zarpó orgullosamente para arrasar la isla luterana. La mitad de los bosques de Galicia fué arrasada, y todos los marineros de las mil bahías y rías de las agrias costas cantábricas[p. 186] fueron enganchados a la fuerza para construir y armar la flota. Allí fué donde las banderas unidas de Inglaterra y Holanda humillaron el orgullo de España y Francia: sus navíos de guerra estallaron, volando sus astillas inflamadas sobre las cumbres de las montañas de Galicia, y los galeones, en llamas, se hundieron con sus tesoros, mientras iban a la deriva en dirección de Sampayo. En las costas de aquella bahía fué donde la guardia inglesa vació por vez primera las bodegas españolas, mientras las bombas de Cobham hundían las techumbres del castillo de Castro, y los vecinos de Pontevedra enterraban sus doblones en las cuevas, y los correos llevaban a escape a Lugo y Orense la noticia de la invasión de los herejes y del desastre de Vigo. Todos esos hechos acudían a mi mente, contemplando la bahía desde un punto muy alto de la montaña, a muy corta distancia del fuerte.
—¿Qué está usted haciendo ahí, caballero?—gritaron varias voces—. ¡Quieto, Carracho! Si intenta usted correr, le descerrajo un tiro.
Miré en torno y vi, exactamente encima de mí, tres o cuatro individuos, soldados por las muestras, vestidos con sucios uniformes, en un tortuoso sendero que trepaba por la colina. Teníanme encañonado con sus fusiles.
—¿Qué estoy haciendo? Ya lo ven ustedes:[p. 187] nada—respondí—, como no sea mirar la bahía. Y en eso de correr, no hay cuidado: el terreno no es a propósito.
—Dése usted preso—dijeron—, y venga usted con nosotros al castillo.
—Precisamente estaba pensando en ir allá antes de recibir su amable invitación—contesté—. Deseo ver el fuerte.
Me encaramé al lugar donde estaban, y en el acto me rodearon; con esa escolta llegué al castillo, que en su tiempo habría sido muy importante, pero ahora ruinoso.
—Sospechamos que es usted un espía—dijo el cabo, que iba delante.
—¿De veras?—contesté.
—Sí—repuso el cabo—, y en estos últimos tiempos hemos cogido y fusilado varios.
Encaramado en uno de los parapetos del castillo estaba un joven, con uniforme de oficial subalterno, a quien me presentaron.
—Hace media hora que estamos vigilándole a usted, mientras hacía observaciones—me dijo.
—Pues se han tomado ustedes un trabajo inútil—respondí—. Soy inglés, y me entretenía en contemplar la bahía. Quisiera que ahora tuviese usted la amabilidad de enseñarme el fuerte.
Hablamos un poco más, y el oficial dijo: «Me gusta ser amable con la gente de su país de usted: queda usted en libertad.»[p. 188] Me incliné, salí del fuerte y emprendí el descenso de la montaña. Cuando iba a entrar en la ciudad, el cabo, que me había seguido ocultamente, me tocó en el hombro. «Venga usted conmigo a ver al gobernador»—dijo—. «Con mucho gusto»—respondí—. El gobernador estaba afeitándose cuando llegamos a su presencia, y apareció en mangas de camisa, con la navaja en la mano. Parecía de muy mal humor, debido quizás a que le habíamos interrumpido en su tocado. Me hizo dos o tres preguntas, y al saber que llevaba pasaporte y que era portador de una carta para el cónsul inglés, me dijo que podía marcharme cuando quisiera. Hice una reverencia al gobernador de la ciudad, como antes al gobernador del fuerte, y salí, encaminándome a la posada.
En Vigo hice muy poca cosa en punto a la distribución de mis libros; estuve allí unos cuantos días, y me marché, tomando de nuevo el camino de Santiago.
[Pg 189]
Llegada a Padrón.— Un proyecto aventurado.— El alquilador.— Falta de palabra.— Un compañero singular.— Historia sencilla.— Un camino áspero.— La deserción.— La jaca.— Un diálogo.— Situación difícil.— La Estadea.— Nos anochece.— La choza.— La almohada del viajero.
Llegué a Padrón al caer la tarde, de vuelta de Pontevedra y de Vigo. Tenía el propósito de enviar a mi criado con los caballos a Santiago y alquilar un guía que me llevase a Finisterre. Difícil me sería justificar con alguna razón plausible el ardiente deseo que tenía de visitar ese lugar; pero recordaba que el año anterior me había librado casi por milagro de naufragar y perecer en los peñascales que bordean aquel punto extremo del Viejo Mundo, y pensé que llevar el Evangelio a un lugar tan apartado y agreste sería acaso una peregrinación acepta a los ojos de mi Hacedor. Verdad es que sólo me restaba un ejemplar de los que había llevado conmigo en esta última etapa; pero tal reflexión, lejos de desanimarme en mi proyecto, produjo el efecto contrario: consideré que el Señor,[p. 190] desde que se reveló al hombre, se había servido siempre para cumplir las más grandes obras de medios insuficientes en apariencia, y pensé que el único ejemplar restante podría por sí solo causar tanto bien como los otros cuatro mil novecientos noventa y nueve de la edición de Madrid.
Sabía yo que mis caballos no servían en modo alguno para ir a Finisterre, porque los caminos y sendas corrían por barrancos pedregosos, por ásperas y empinadas montañas; resolví, pues, dejarlos atrás con Antonio, a quien tampoco quería yo exponer a las penalidades de un viaje como aquél. Sin pérdida de tiempo mandé buscar un alquilador y le expliqué mis intenciones. Díjome que tenía a mi disposición una excelente jaca de montaña y que él en persona me acompañaría; pero al propio tiempo añadió que el viaje era terrible para hombres y bestias, y esperaba que se lo pagase con largueza. Consentí en darle cuanto me pidió; pero con la expresa condición de acompañarme él en persona, como me había ofrecido, pues no tenía yo gana de internarme en las montañas con el último bigardo del pueblo que se le antojase buscar, y que sería muy capaz de jugarme una mala pasada. Replicó con la frase que los españoles usan invariablemente para desvanecer la desconfianza o la duda: «No tenga usted cuidado, yo mismo iré.» Arregladas así las cosas satisfactoriamente,[p. 191] a mi parecer, tomé una cena ligera y me retiré a dormir.
Había yo encargado al alquilador que me llamase a las tres de la mañana siguiente; pero no apareció hasta las cinco; supongo que se dormiría, pues eso fué lo que me ocurrió también a mí. Me levanté de un brinco; me vestí; puse unas cuantas cosas en la maleta, sin olvidar el Testamento que pensaba regalar a los habitantes de Finisterre, y luego salí, encontrando a mi amigo el alquilador, que tenía por las riendas la jaca en que había yo de hacer la excursión. Era un animalito muy bueno, fuerte y sano al parecer, sin un solo pelo blanco en todo su cuerpo, negro como las alas del cuervo.
Detrás permanecía en pie un bípedo de singularísima catadura, en quien por el momento no puse atención; pero del que he de contar mucho en lo sucesivo.
Pregunté al alquilador si estaba todo listo, y obtenida respuesta afirmativa, me despedí de Antonio, puse en marcha la jaca y con paso vivo salimos del pueblo, tomando al principio el camino de Santiago. El tipo aquel de quien he hablado antes venía pegado a nosotros; pregunté al alquilador quién era y por qué motivo nos seguía, a lo cual respondió que era un criado suyo y que nos acompañaría un rato para volverse luego. Continuamos a buen paso, hasta llegar a menos de un cuarto de milla del convento[p. 192] de la Esclavitud, un poco más allá del cual, según me habían dicho, tendríamos que dejar el camino real; en tal punto, el alquilador se detuvo bruscamente, y al instante todos hicimos alto. Pregunté la razón de la parada, y no obtuve respuesta. El alquilador tenía los ojos clavados en el suelo y contaba, al parecer, con intenso cuidado las huellas de las vacas, mulas y caballos estampadas en el polvo de la carretera. Repetí mi pregunta con voz más fuerte, cuando después de una larga pausa alzó un poco los ojos, aunque sin mirarme a la cara, y dijo que creía que yo estaba en la idea de que me iba a acompañar hasta Finisterre, y que, si era así, lo sentía mucho, por ser cosa imposible de cumplir, pues ignoraba completamente el camino, y además era incapaz de hacer un viaje tan largo por tan mal terreno, no siendo ya el hombre que antaño había sido, y que él estaba comprometido a llevar aquel mismo día a Pontevedra a un caballero que le aguardaba.
—Pero—continuó—como me gusta quedar siempre como un caballero con todo el mundo, he tomado mis medidas para no dejarle a usted plantado. He hecho un ajuste con este individuo—añadió señalando al tipo raro—para que le acompañe. Es de toda confianza, y conoce muy bien el camino de Finisterre, pues ha ido allá muchas veces con esta misma jaca que usted monta. Además[p. 193] será un buen compañero de viaje, porque habla francés e inglés muy bien, y ha recorrido todo el mundo.
El hombre cesó al cabo de hablar; su engaño, desvergüenza y villanía me produjeron tal efecto, que pasó algún tiempo antes de poder hallar una respuesta. Le reproché en términos muy duros su falta de palabra y le dije que se me pasaban muy buenas ganas de volver al instante al pueblo y denunciarle al alcalde para que le castigase a toda costa. A esto replicó:
—Señor caballero, con hacer eso no se encontrará usted más cerca de Finisterre, adonde tiene tantas ganas de ir. Siga mi consejo: meta espuela a la jaca; porque, como usted ve, se hace tarde, y hay doce leguas largas a Corcubión, donde pasará usted la noche; y desde allí a Finisterre, tampoco es grano de anís. Con este hombre no tenga usted cuidado: es el mejor guía de Galicia, habla inglés y francés, y le servirá de agradable compañía.
Ya entonces había yo reflexionado que con volver a Padrón sólo conseguiría gastar tiempo, y que el intento de hacer castigar al individuo aquel no me reportaría ventaja alguna; además, como me parecía un tunante en toda la extensión de la palabra, tan buena era la compañía de cualquier otra persona como la suya. Manifesté, pues, mi resolución de seguir adelante, y le dije que se[p. 194] volviera, y le conjuré por Dios a que se arrepintiese de sus culpas. Vencedor en este punto, pensó sacar nuevas ventajas; se colocó a una vara delante de la jaca, y me dijo que el precio que yo me había comprometido a pagar por el alquiler de la jaca (todo lo que me pidió, dicho sea de paso) era muy poco, y que antes de continuar había de prometerle dos duros más, pues sin duda estaba loco o borracho al hacer el trato conmigo. La cólera me dominó por completo, y sin pararme a reflexionar metí espuelas a la jaca, que le derribó en el polvo y le pasó por encima. A cien varas de distancia volví la cabeza y le vi en pie en el mismo sitio, el sombrero caído en el suelo, y sin dejar de mirarnos se santiguaba con mucha devoción. Su criado, o lo que fuese, lejos de socorrer a su principal, en cuanto la jaca se movió echó a correr a su lado, sin proferir palabra ni hacer otro comentario que golpearse vigorosamente un muslo con la mano derecha. No tardamos en pasar de Esclavitud, y un instante después volvimos a la izquierda, metiéndonos por un sendero desigual y pedregoso que llevaba a unos maizales. Pasamos junto a varias caserías, y llegamos al fin a una cañada, cuyas laderas estaban cubiertas de robles enanos y que descendía suavemente hasta un riachuelo obscuro, sombreado por los árboles, que atravesamos por un tosco puentecillo. Ya entonces había[p. 195] tenido tiempo de examinar detenidamente de pies a cabeza a mi singular compañero. Su estatura, estirándose todo lo posible, quizás hubiera llegado a cinco pies y una pulgada, pero el hombre tenía cierta tendencia a encorvarse. La naturaleza le había dotado de inmensa cabeza, poniéndosela a ras de los hombros, porque entre las piezas que entraron en su composición faltó, por lo visto, un cuello. A los lados se balanceaban unos brazos largos y musculosos. Era, en conjunto, de armazón tan fuerte y sólida como la de un atleta. Sus piernas eran cortas, pero muy ágiles, y su rostro, largo, largo, hubiera guardado cierta remota semejanza con un rostro humano a no haber la boca tuerta y los anchos ojos parados usurpado su sitio natural a la nariz, que era casi invisible. Su vestido se componía de tres prendas: sombrero portugués, ancho de copa y angosto de alas, viejo y andrajoso; una especie de camisa y unos calzones de tela burda. Quise trabar conversación con él, y, recordando lo que el alquilador me había dicho, le pregunté en inglés si había trabajado siempre en el oficio de guía. Al oírme volvió los ojos hacia mí con expresión singular, y clavándomelos en el rostro soltó una risotada, dió un salto y palmoteó tres veces por encima de su cabeza. Comprendí que no me había entendido; repetí la pregunta en francés, y me respondió de nuevo con la risa, el salto[p. 196] y las palmadas. Al cabo, en mal español, dijo:
—Mi amo, hable en español, por amor de Dios, y le entenderé a usted, y mejor aún si habla en gallego; pero no puedo prometerle otra cosa. Oí lo que le decía el alquilador; pero es el mayor embustero de la tierra, y le engañó a usted en eso, como al prometerle que le acompañaría. A su servicio estoy por mis pecados; pero en mal hora dejé el profundo mar y me dediqué a guía.
Me contó que era de Padrón, marinero de oficio, y que había pasado la mayor parte de su vida en la escuadra española; sirviendo en ella, visitó Cuba y otras muchas partes de la América española.
—Cuando mi amo—continuó—le dijo a usted que yo sería un buen compañero de viaje, le dijo la verdad, la única verdad que ha salido de su boca en un mes; mucho antes de llegar a Finisterre se habrá usted alegrado de que el criado, y no el amo, haya venido con usted; mi amo es muy torpe y muy pesado, y yo soy como usted ve.
Dió dos o tres saltos mortales, volvió a reírse a carcajadas y a palmotear.
—Seguramente no se figura usted—continuó—que ayer vine de La Coruña con esa jaca y muy buena carga; llegamos a Padrón a las dos de la madrugada, y a pesar de eso la jaca y yo estamos dispuestos a hacer este nuevo viaje. Como dice mi amo, no tenga[p. 197] usted cuidado; nadie ha tenido queja de la jaca ni de mí.
Hablando de esa suerte recorrimos un buen trecho del camino, por terreno pintoresco, hasta llegar a una aldea muy linda en la falda de una montaña.
—Este pueblo—dijo el guía—se llama Los Angeles, porque su iglesia la hicieron los ángeles hace ya mucho tiempo; debajo de ella pusieren una barra de oro traída del cielo y que había servido de viga en la propia casa de Dios. Va por debajo de tierra desde aquí hasta la catedral de Compostela.
Atravesamos el pueblo, que, según me dijo también el guía, tenía unos baños muy visitados por los santiagueses. Torcimos hacia el Noroeste, dando la vuelta a una montaña que alzaba majestuosamente sobre nuestras cabezas su cumbre coronada de peñascos desnudos; a nuestra derecha, en la otra orilla de un valle espacioso, corría una elevada cadena de montañas, que iba a enlazarse con las del Norte de Santiago. En la cima de esa cadena alzábanse unas torres almenadas, llamadas de Altamira, al decir de mi guía, restos de un antiguo castillo, ya en ruinas, que fué en otro tiempo la residencia principal que los condes de ese título tenían en la provincia. Volviendo después hacia el Oeste, no tardamos en encontrarnos al pie de un puerto muy empinado y escabroso, que conducía a una región más alta. La subida[p. 198] nos costó cerca de media hora, y las dificultades del terreno eran tales, que más de una vez me alegré de haber dejado nuestros caballos y de montar aquella intrépida jaquita; acostumbrada a los caminos, trepaba con mucho ánimo, y nos puso al fin sin daño en lo alto de la subida.
Allí entramos en una choza gallega para reponer nuestras fuerzas y las del caballo. El cuadrúpedo comió un poco de maíz, y los dos bípedos nos regalamos con broa y aguardiente, servidos por una mujer que encontramos en la choza. Salí fuera unos minutos a observar el aspecto del país, y al volver encontré al guía profundamente dormido en el banco donde le dejé. Estaba sentado, muy tieso, con la espalda apoyada en la pared y las piernas colgando a unas tres pulgadas del suelo, porque eran demasiado cortas para llegar a él. Cinco minutos lo menos estuve contemplando su reposo, tan profundo y tranquilo como el de la muerte. Su rostro me recordaba mucho esas singulares fisonomías de santos y monjes que a veces se encuentran en las hornacinas de los muros de los conventos en ruinas. No había ni el más ligero vislumbre de vitalidad en su semblante, que por el color y la rigidez pudiera parecer de piedra, tan informe y tan tosco como una de esas cabezas de piedra de Icolmkill que han desafiado las intemperies de doce siglos. Mirándole estuve[p. 199] hasta que empecé a sentir cierta alarma, pensando que la vida podía haber huído de aquella maltrecha y extenuada máquina. Le sacudí con fuerza por un hombro, y lentamente se despertó, abrió los ojos asombrado y luego los cerró. Durante unos momentos no supo, con toda evidencia, dónde estaba. Le di voces preguntándole si pensaba pasarse el día durmiendo en lugar de llevarme a Finisterre; al oírme se dejó caer sobre las piernas, arrebató el sombrero que yacía en la mesa, y en el acto salió por la puerta corriendo y gritando:
—Sí, sí, ya me acuerdo; sígame, capitán, y le llevaré a Finisterre en un vuelo.
Le seguí con la vista y tomó a todo correr la misma dirección que antes traíamos.—Espera—le grité—; espera. ¿Me vas a dejar aquí con la jaca? Espera; aún no hemos pagado el gasto. Espera.—Pero no volvió la cabeza ni un instante, y en menos de un minuto se perdió de vista. La jaca, atada al pesebre en un rincón de la choza, comenzó a dar relinchos terroríficos, a manotear y a erizar la cola y la crin de un modo extraño. Tanto tiraba del ramal, que temí que se estrangulara.
—¡Mujer!—exclamé—, ¿dónde anda usted y qué significa todo esto?
Pero la huéspeda había desaparecido también, y aunque recorrí la choza, dando fuertes voces, no obtuve respuesta.
[p. 200]
Continuaban los relinchos de la jaca, y los tirones que daba del ramal eran cada vez más fuertes.
—¿Estoy rodeado de locos?—grité, y arrojando sobre la mesa una peseta desaté el caballo e intenté ponerle el bocado, pero no lo conseguí. Apenas solté el ramal comenzó la jaca a tirar hacia la puerta, a despecho de cuantos esfuerzos hice para impedirlo.—Si te escapas—dije—mi situación va a ser divertida—. Pero todo tiene remedio: de un brinco monté en la silla, y un instante después el animalito me llevaba, en rápido galope, por un camino que supuse sería el de Finisterre.
La situación, divertida para el lector, era para mí bastante apurada. Hallábame a lomos de un caballo fogoso, sin medio alguno de gobernarlo, a todo correr por un camino peligroso y desconocido. No parecía ni rastro del guía, ni encontré a nadie a quien pedir noticias. La verdad es que, dado caso de alcanzar a un pasajero o de cruzarme con él, apenas habría tenido tiempo de dirigirle la palabra: tan veloz era la carrera del caballo. «¿Estará este animal enseñado a estas cosas?—pensaba yo—. ¿Me llevará a una cueva de ladrones, que me corten el cuello? ¿No hace más que seguir, por instinto, a su amo?» No tardé en desechar ambas suposiciones. La velocidad de la jaca amenguó; al parecer, había perdido el camino. Miró en[p. 201] torno con inquietud; al cabo llegó a un arenal, pegó el hocico al suelo, y de pronto se tumbó, revolcándose de una manera verdaderamente caballuna. No me hice daño, y al instante aproveché la ocasión para ponerle el bocado, que antes llevaba colgado del pescuezo. Volví a montar y me puse a buscar el camino.
No tardé en encontrarlo, y seguí adelante. El camino iba por un yermo poblado de brezos y tojos y sembrado de pedruscos. El sol, ya muy alto, calentaba de firme. Encontré alguna gente, hombres y mujeres, que me miraba sorprendida, maravillándose probablemente de que una persona como yo anduviese sin guía por tales sitios. Pregunté a dos mujeres si habían visto a mi guía; pero no me entendieron o no quisieron entenderme, y, luego de cambiar entre sí unas pocas palabras en uno de los cien dialectos de Galicia, siguieron su camino. Después de atravesar el descampado, llegué de improviso a un convento al borde de un profundo barranco, por cuyo fondo corría un rumoroso arroyo.
El lugar era bello y pintoresco; espesas arboledas poblaban las vertientes del barranco; del otro lado surgía una montaña alta y obscura. El convento, muy capaz, parecía abandonado. Pasé junto a él, y al instante llegué a una aldea, tan desierta, por las muestras, como el convento, pues no[p. 202] hallé ser viviente, ni siquiera un perro que me saludara con sus ladridos. Me detuve en una fuente de piedra, que vertía sus aguas en una pila. Sentada en la pila, con los brazos caídos y los ojos clavados en la montaña vecina, estaba una figura humana, que aún se presenta frecuentemente a mi fantasía, sobre todo cuando duermo y me oprime una pesadilla: era mi fugitivo guía.
Yo.—Buenos días tenga usted, caballero. El tiempo está caluroso, y ese agua exquisita convida a beberla. Tentado estoy de apearme y regalarme con un trago.
El guía.—Su merced no puede hacer mejor cosa. Hace mucho calor, en efecto; lo mejor es que beba un poco de agua. También yo acabo de beber. Pero le aconsejo que no dé agua al caballo: está jadeante y muy sudado.
Yo.—Ya puede estarlo. He venido galopando lo menos dos leguas en busca de un individuo que se comprometió a llevarme a Finisterre, pero que me ha abandonado de la manera más extraña del mundo; tanto, que he llegado a creer que era un bandido, no un hombre honrado ¿No le ha visto usted, por casualidad?
El guía.—¿Qué señas tiene?
Yo.—Es bajo, grueso, muy parecido a usted, giboso y, con perdón de usted, muy feo.
El guía.—¡Ja, ja! Le conozco. Hemos[p. 203] venido corriendo juntos hasta la fuente, y aquí me dejó. Caballero, ese hombre no es un ladrón; si algo es, es un nuveiro, un hombre que anda por las nubes, y que, a veces, un soplo de viento se lo lleva. Si alguna vez vuelve usted a viajar con ese hombre, no le permita usted beber más de una copa de anís cada vez; de lo contrario, se subirá a las nubes, le dejará a usted y andará por ahí corriendo hasta que dé con un arroyo, o pegue con la cabeza en una fuente; entonces, con un trago, vuelve a ser lo que era. ¿De manera, señor caballero, que va usted a Finisterre? Pues vea usted qué rareza: un caballero muy parecido a usted me ajustó esta mañana para que le llevara allí también; pero se me ha perdido en el camino. Me parece lo mejor que continuemos juntos hasta que encuentre usted a su guía y yo a mi amo.
Podían ser las dos de la tarde cuando llegamos a un puente, largo y ruinoso, muy antiguo al parecer, llamado, según el guía, puente de Don Alonso. Atravesaba una ensenada, o más bien ría, porque el mar no estaba lejos; a nuestra derecha quedaba la pequeña ciudad de Noya.
—Cuando atravesemos el puente, capitán—dijo el guía—, llegaremos a país desconocido, porque yo no he pasado nunca de Noya, y de Finisterre, no sólo no he estado allí nunca, pero ni siquiera he oído hablar.[p. 204] He preguntado a dos o tres personas, desde que nos pusimos en camino, y saben tanto como yo. Sin embargo, bien mirado todo, creo que lo mejor es seguir hasta Corcubión, a unas cinco leguas de aquí, adonde quizás lleguemos antes de cerrar la noche si damos con el camino o encontramos quien nos guíe; porque, como ya le he dicho, yo lo desconozco en absoluto.
—En buenas manos he caído—respondí—. Creo, en efecto, que lo mejor es ir a Corcubión, y allí quizás sepamos algo de Finisterre y se encuentre un guía que nos lleve.
Entonces, con nuevos brincos y cabriolas, echó a andar con paso rápido, deteniéndose a veces en una choza con el propósito de adquirir informes, supongo yo, aunque apenas entendí una palabra de la jerga en que él y sus interlocutores hablaban.
A poco llegamos a un terreno por demás agreste y montuoso. Subimos y bajamos barrancos; vadeamos arroyos, y nos arañamos la cara y las manos en las zarzas, deteniéndonos a veces a coger moras silvestres, de que había cosecha abundante. Por camino tan duro avanzábamos muy despacio. La jaca iba detrás del guía, tan pegada a él, que casi le tocaba en el hombro con el hocico. El país era cada vez más agreste, y una vez que dejamos atrás un molino, ya no vimos rastro de vivienda humana. El[p. 205] molino estaba en el fondo de una hondonada, sombreada por grandes árboles, y sus ruedas, al girar, hacían un ruido triste y monótono.
—¿Llegaremos a Corcubión esta noche?—pregunté al guía cuando, al salir del valle, nos encontramos en un descampado sin límites, al parecer.
El guía.—No; no podemos, y este descampado no me gusta nada. El sol va a ponerse en seguida, y entonces, como haya niebla, nos encontraremos a la Estadea.
Yo.—¿Qué es eso de la Estadea?
El guía.—¡Qué es eso de la Estadea! ¿Me pregunta mi amo qué es la Estadinha? No me he encontrado a la Estadinha más que una vez, y fué en un sitio como éste. Iba yo con unas mujeres, y se levantó una niebla muy espesa. De pronto empezaron a brillar encima de nosotros, entre la niebla, muchas luces; había lo menos mil. Se oyó un chillido tremendo, y las mujeres se cayeron al suelo, gritando: ¡Estadea, Estadea! Yo también me caí y gritaba: ¡Estadinha! ¡Estadinha! La Estadea son las almas de los muertos que andan encima de la niebla con luces en las manos. Con franqueza, mi amo, si encontramos a las almas, me escapo y no paro de correr hasta tirarme de cabeza al mar. Esta noche ya no llegamos a Corcubión; mi única esperanza es que encontremos por aquí una choza donde podamos defendernos de la Estadinha.
[p. 206]
La noche se nos echó encima antes de atravesar el despoblado; pero no hubo niebla, con gran contento de mi guía, y un pico de luna alumbraba parcialmente nuestros pasos. Estábamos, sin embargo, en una situación muy triste: aquel era el páramo más desolado de la provincia más agreste de España, ignorábamos el camino y apenas si sabíamos adónde íbamos, porque el guía me dijo repetidas veces que no creía en la existencia de un lugar llamado Finisterre, y de existir, sería alguna montaña solitaria señalada en el mapa. Si me ponía a reflexionar sobre el carácter de mi guía, no encontraba grandes motivos de tranquilidad ni de aliento; en el caso más favorable, era evidentemente un hombre medio tonto, sujeto, por confesión propia, a ciertos paroxismos que no se diferenciaban esencialmente de la locura. Su insensata huida de cerca de tres leguas, aquella misma mañana, sin causa aparente para ello, y últimamente su loco y supersticioso temor de encontrar a las almas de los muertos en el despoblado, caso en el que se proponía, según me dijo, abandonarme y correr en busca del mar, me impresionaron fuertemente. Pensé también en la posibilidad de que no estuviésemos en el camino de Finisterre ni en el de Corcubión, y resolví acogerme a la primera choza que encontrásemos, para no correr el riesgo de rodar a un precipicio y rompernos la nuca.[p. 207] Pero no se veía cabaña alguna; el despoblado parecía interminable, y por él anduvimos hasta que se puso la luna, dejándonos en casi total obscuridad.
Al cabo llegamos al pie de una cuesta muy escarpada, a la cual subía un agrio sendero.
—¿Será este nuestro camino?—pregunté al guía.
—No nos queda otro, capitán—respondió el hombre—. Subiremos, y cuando estemos arriba veremos el mar, si es que está cerca.
Eché pie a tierra, porque subir a caballo por tal sendero en plena obscuridad hubiese sido locura. Trepamos en hilera: primero, el guía; detrás, la jaca, con el hocico pegado, como de costumbre, al hombro de su amo, a quien quería apasionadamente, y yo a retaguardia, agarrado con la mano izquierda a la cola del caballo. Dimos muchos traspiés y más de una caída; cierta vez rodamos todos por la falda del cerro. A los veinte minutos llegamos a la cima; miramos en torno, pero no vimos el mar; un páramo obscuro, apenas entrevisto, se extendía al parecer por todos lados.
—Vamos a tener que acampar aquí hasta mañana—dije yo.
De pronto mi guía me tomó una mano.
—Allí hay lume, senhor—decía—; allí hay lume.
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Miré en la dirección que me indicaba, y después de esforzarme un rato, me pareció ver a cierta distancia, muy por bajo de nosotros, un débil resplandor.
—Eso es lume—exclamó el guía—, y procede de la chimenea de una choza.
A la bajada del cerro vagamos sin rumbo no poco tiempo, hasta que nos encontramos en medio de seis o siete chozas negras.
—Llama a la puerta de una cualquiera—dije al guía—y pregunta si pueden darnos asilo por esta noche.
Así lo hizo, y al instante apareció un hombre con una tea encendida en la mano.
—¿Puede usted guarecer a un cabalheiro contra la noche y la estadea?—preguntó el guía.
—Sí puedo, gracias a Dios—dijo el hombre.
Era de figura atlética; no llevaba zapatos ni medias, y, en conjunto, le encontré muy parecido a los campesinos de los pantanos de Munster.
—Hagan el favor de entrar, caballeros; podemos acomodarlos a ustedes y también a la cabalgadura.
La choza donde entramos estaba dividida en tres compartimientos: en el primero había hierba, en el segundo estaban las vacas, y en el tercero la familia, compuesta del padre y la madre del hombre que nos había abierto y de su mujer e hijos.
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—Usted es catalán, señor caballero, y va a buscar a sus paisanos de Corcubión—dijo el hombre en regular español—. ¡Ah! Ustedes los catalanes son buena gente y tienen muy buenos establecimientos en las costas gallegas; la lástima es que se llevan todo el dinero fuera del país.
No tengo, en cualquiera circunstancia, el menor inconveniente en pasar por catalán; en aquel caso más bien me alegré de que una gente tan salvaje creyera que yo tenía en las vecindades amigos poderosos y compatriotas que estaban, acaso, aguardándome. Favorecí, pues, su error y empecé a hablar, con fuerte acento catalán, de la pesca en Galicia y del impuesto sobre la sal. El guía me miró un momento con expresión singular, entre seria y burlona; sin embargo, no dijo nada; se dió un palmetazo en el muslo, como de costumbre, y pegó el brinco que casi dió en el techo con su risible cabezota. Preguntando, supe que aún faltaban dos leguas hasta Corcubión, y que el camino, entre cerros y páramos, era difícil.
Nuestro huésped nos preguntó si teníamos hambre; le respondimos que sí, y trajo una docena de huevos y un poco de tocino. Mientras se aderezaba la cena, mi guía sostuvo con la familia una larga conversación; pero como hablaban en gallego no pude entenderlos. Creo que principalmente se referían a brujas y hechicerías,[p. 210] porque nombraban mucho la estadea. Después de la cena pregunté dónde podría descansar; el huésped me señaló una trampilla en el techo, diciendo que encima había un desván a propósito para dormir, y en él encontraría paja limpia. Por pura curiosidad pregunté si no había en la choza ninguna cama.
—No—replicó el hombre—; ni las hay hasta Corcubión. Yo nunca me he acostado en cama, ni nadie de mi familia; dormimos en el suelo o en la paja con el ganado.
Como viajero experto me abstuve de lamentarlo; subí por una escalera al desván, bastante ancho y casi vacío; puse la capa por almohada y me tendí en las tablas, prefiriéndolas por más de un motivo a la paja. Durante un buen rato estuve oyendo a la gente aquella hablar en gallego, y entre los intersticios del piso veía los resplandores de la lumbre. Las voces se extinguieron poco a poco; el fuego se fué apagando y dejé de verlo. Me adormecí, desperté, me adormecí de nuevo, y caí por último en profundo sueño, del que sólo desperté al segundo canto del gallo.
[Pg 211]
Mañana de otoño.— El fin del mundo.— Corcubión.— Duyo.— El cabo.— Una ballena.— La bahía exterior.— La detención.— El pescador alcalde.— Calros Rey.— Un incrédulo.— ¿Dónde está el pasaporte?— La playa.— Un liberal influyente.— La criada.— El gran «Baintham».— Un libro sin par.— Hospitalidad.
Hacía una hermosa mañana de otoño cuando salimos de la choza y proseguimos el viaje a Corcubión. Gratifiqué al huésped con un par de pesetas, y me pidió por favor que si regresábamos por el mismo camino, y la noche nos sorprendía, no dejáramos de buscar albergue bajo su techo. Así se lo prometí, al mismo tiempo que formaba el propósito de hacer todo lo posible para evitar tal contingencia, porque dormir en el desván de una choza gallega no es muy apetecible, aunque no tan malo como pasar la noche en un descampado o en un monte.
Emprendimos, pues, la marcha a paso vivo por ásperos caminos de herradura y veredas, rodeados de brezos y jaras. Al cabo de una hora llegamos a la vista del mar, y, dirigidos por un muchacho que [p. 212]encontramos en el despoblado guardando unas pocas y míseras ovejas, torcimos hacia el Noroeste y alcanzamos, por último, la cima de una montaña, donde nos detuvimos un poco a contemplar el panorama que se ofrecía ante nosotros.
No sin razón los latinos dieron a aquellos parajes el nombre de Finis terræ. Nos encontrábamos en un sitio exactamente igual a como en mi infancia había yo imaginado la conclusión del mundo, más allá de la que sólo había un mar borrascoso, o el abismo, o el caos. Tenía ante mis ojos un Océano inmenso, y a mis pies la dilatada e irregular línea de la costa, alta y escarpada. Con seguridad no hay en todo el mundo costa más abrupta que la costa gallega, desde la desembocadura del Miño hasta el Cabo Finisterre. Es una barrera de montañas de granito muy agrestes, dentelladas casi todas en la cima, y cortadas a veces por radas y bahías, como las de Vigo y Pontevedra, que penetran profundamente en tierra. Esas ensenadas y rías son todas de inmensa hondura, y de capacidad sobrada para abrigar las escuadras de las más soberbias naciones marítimas del mundo.
La grandeza severa y agreste de aquellos parajes, subyuga la imaginación. Esa costa salvaje, lo primero que percibe de España el viajero procedente del Norte o el que surca el ancho Océano, responde muy bien,[p. 213] por su apariencia, a la idea que de antemano se tiene de tan singular país. «Sí—exclama el viajero—; esta es España, sin duda alguna; la inexorable, la rígida España; esta tierra es un emblema de los espíritus que en ella han visto la luz. ¿De qué otra tierra podían salir aquellos seres prodigiosos que aterraron al Viejo Mundo, y llenaron el Nuevo de sangre y horror? ¡Alba y Felipe, Cortés y Pizarro, severos y colosales espectros que surgen entre las sombras de la edad pasada, como esas montañas de granito surgen de la niebla ante los ojos del navegante! ¡Sí; esta es España, sin duda: la inexorable, la indomable España; tierra emblemática de sus hijos!»
En cuanto a mí, al contemplar el ancho mar y la costa tan salvaje, exclamé: «¡Oh imagen de nuestra sepultura y de los temerosos caminos que a ella llevan! Esos desiertos y páramos por donde he pasado son como las ásperas y tristes jornadas de nuestra vida. Alentados por la esperanza, luchamos con todos los obstáculos, con la montaña, la ciénaga y el yermo, para llegar ¿a qué? a la tumba y a sus bordes pavorosos. ¡Oh! ¡Que no me abandone en la hora postrera la esperanza en el Redentor y en Dios!»
Descendimos del cerro, y de nuevo perdimos de vista el mar, metiéndonos por barrancos y cañadas, donde había, de vez en cuando, manchas de pinos. Continuando el[p. 214] descenso, acabamos por llegar a la terminación de una larga y angosta ría, donde se alzaba una aldea; a corta distancia, en la margen occidental de la ría, veíase una población bastante mayor, que casi tenía derecho al nombre de ciudad. Esta última era Corcubión; la primera, si no recuerdo mal, se llamaba Ría de Silla. Nos apresuramos a llegar a Corcubión, y mandé al guía que preguntase por el camino de Finisterre. Entró en una taberna, de donde salía mucho bullicio, y a poco volvió diciéndome que el pueblo de Finisterre distaba una legua y media de allí. Un hombre, en manifiesto estado de embriaguez, apareció en la puerta, detrás de mi guía.
—¿Van ustedes a Finisterre, cavalheiros?—exclamó.
—Sí, amigo mío—respondí—. ¡Allá vamos!
—Entonces van ustedes a un fato de borrachos—replicó—. Tengan cuidado no les hagan alguna mala partida.
Seguimos adelante, y, luego de atravesar una península arenosa, a la espalda de la ciudad, llegamos a la costa de una inmensa bahía, cuya extremidad Noroeste la formaba el renombrado Cabo de Finisterre, que se extendía ante nuestra vista mar adentro.
Por una playa de arena de blancura deslumbradora avanzamos hacia el Cabo, meta de nuestro viaje. El sol brillaba resplandeciente,[p. 215] y sus rayos iluminaban todas las cosas. Delante de nosotros, el mar parecía un espejo, y las olas que rompían en la costa eran tan débiles que apenas levantaban un murmullo. Avivamos el paso, siguiendo el profundo contorno de la bahía, dominada por montañas gigantescas. Singulares recuerdos comenzaron a invadir mi espíritu: en aquella playa, según la tradición de toda la antigua cristiandad, Santiago, el Santo patrono de España, predicó el Evangelio a los idólatras españoles. En aquella playa se alzaba en otro tiempo una ciudad comercial inmensa, la más orgullosa de España. En la bahía, hoy desierta, resonaban entonces millares y millares de voces, cuando las naves y el comercio de todo lo descubierto de la tierra se concentraban en Duyo.
—¿Cómo se llama este pueblo?—pregunté a una mujer, al pasar por cinco o seis casas ruinosas en el recodo de la bahía, antes de entrar en la península de Finisterre.
—Esto no es un pueblo—dijo la gallega—. Esto no es un pueblo, señor caballero; es una ciudad, es Duyo.
¡Tales son las glorias del mundo! ¡Aquellas chozas eran todo lo que el rugiente mar y la garra del tiempo habían dejado de Duyo, la gran ciudad! Y ahora, derechos a Finisterre.
Al mediodía llegamos al pueblo de ese nombre, compuesto de un centenar de casas[p. 216] y construído en el lado Sur de la península, precisamente en el paraje donde el terreno se levanta para formar la enorme y escarpada cabeza del Cabo. En vano buscamos una posada o venta donde encerrar el caballo; por un momento creímos haber encontrado lo que buscábamos, y hasta llegamos a atar el caballo al pesebre. Pero en cuanto salimos lo desataron, echándolo a la calle. La poca gente que vimos nos observaba de un modo extraño. No hicimos gran caso de estos detalles y continuamos calle arriba, hasta que nos admitieron en casa de un comerciante castellano, a quien su suerte había llevado a aquel rincón de Galicia, al fin del mundo. Lo primero que hicimos fué echar un pienso al caballo, que ya daba señales de estar muy cansado. Pedimos luego para nosotros algo de comer: como una hora más tarde nos sirvieron un pescado de unas tres libras, regularmente sabroso, muy fresco, condimentado para nosotros por una vieja que desempeñaba las funciones de ama de gobierno. Terminada la comida, salí con mi grotesco guía y me dispuse a subir a la montaña.
Nos detuvimos a examinar un reducto o batería abandonada que mira a la bahía, y, mientras estábamos en esto, reparé más de una vez que también nosotros éramos objeto de curiosidad y acecho; en efecto, a nuestro paso vislumbré más de una cara[p. 217] que nos atisbaba por los huecos y hendiduras de las tapias. Comenzamos luego a subir al Finisterre, trazando en sus vertientes graníticas numerosos y largos detours. El sol estaba en lo más alto de su carrera, y sus ardentísimos y furiosos rayos caían a plomo y nos asaeteaban. En la subida se me destrozó el calzado y me corté los pies; el calor me hacía sudar a chorros. Para mi guía, en cambio, la subida no era, al parecer, fatigosa ni difícil. No le asustaba el calor del día, ni una gota de sudor surcaba su curtido semblante, ni le faltaba el resuello; brincaba de roca en roca con la irritante agilidad de una cabra montés. Antes de llegar a la mitad de la subida me encontré rendido por completo. Comencé a rilar y a tambalearme.
—¡No tenga miedo!—dijo el guía—. Ahí se ve una cerca; échese un poco a la sombra.
Me pasó uno de sus largos y robustos brazos por la cintura, y, aunque comparado conmigo parecía un enano, me sostuvo como a un chico hasta llegar a una tosca valla que atravesaba la mayor parte de la montaña y servía, probablemente, de lindero. Difícil fué encontrar una sombra: descubrimos, por último, una pequeña hendidura, abierta quizás por algún pastor para dormir en ella la siesta. Allí me tendió el guía con mucho tiento, y, quitándose el enorme sombrero, comenzó a abanicarme sin descanso. Fuí reviviendo[p. 218] por momentos, y, después de descansar un rato muy largo, emprendí de nuevo la subida; por fin llegué a la cumbre con ayuda del guía.
Nos encontramos a gran altura entre dos bahías, con la vasta soledad del mar delante de nosotros. De los diez mil barcos que anualmente surcan aquellas aguas a la vista del Cabo, no se descubría entonces ni uno solo. Era el mar un desierto azul brillante, del que, a intervalos, emergía la negra cabeza de un cachalote arrojando dos delgados chorros de agua. La bahía de Finisterre, la más grande de las dos, resplandecía hasta su entrada con los bellos tornasoles de un inmenso banco de sardinhas, en cuyos bordes estaba probablemente el cachalote dándose un festín. Al otro lado del Cabo veíamos a nuestros pies una bahía más pequeña, bordeada de rocas de formas extrañas, que dominan la costa; esta bahía se llama en el lenguaje del país Praia do mar de fora, y es lugar temible en días de borrasca, cuando el oleaje del Atlántico penetra en ella y rompe contra las rocas sumergidas que allí abundan. Aun en días de calma resuena en aquella bahía un fragor cavernoso que llena el corazón de inquietud.
Descubríase por doquiera un panorama grandioso, sublime. Después de contemplarlo desde la cima cerca de una hora, descendimos.
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Al llegar a la casa donde teníamos nuestro pasajero albergue, hallamos ocupado el portal por unos cuantos hombres, echados algunos en el suelo y bebiendo vino en unas pequeñas vasijas de barro muy usadas en aquella parte de Galicia. Les saludé cortésmente al pasar y subí al aposento donde comimos. En un tosco y sucio lecho que allí había me arrojé rendido de cansancio. Resolví reposar un poco, y por la noche reunir a la gente del pueblo y leerles unos capítulos de la Escritura y dirigirles una ligera exhortación cristiana. Me dormí pronto; pero mi sueño fué muy intranquilo. Veíame rodeado de dificultades múltiples, entre peñascos y barrancos, luchando en vano por libertarme. Rostros muy extraños se asomaban entre los árboles o salían de las cavernas y sacaban una lengua bífida y arrojaban gritos de cólera. Miré en torno buscando a mi guía, pero no le hallé; me pareció, sin embargo, oír en lo hondo de un barranco una voz que hablaba de mí. No sé cuánto hubieran durado estas pesadillas; pero, de súbito, sentí que me agarraban con violencia por un hombro, y de un tirón casi me arrastraron fuera de la cama. Desperté con gran sorpresa, y a la luz del sol poniente vi inclinada sobre mí una figura extraña y desconocida: era la de un hombre ya de edad, de gigantesca talla, muy barbudo, con cejas grandes y frondosas, vestido a lo[p. 220] pescador y con un fusil mohoso en la mano.
Yo.—¿Quién es usted, qué desea?
El hombre.—Poco importa quién soy yo. Levántese y venga conmigo; le necesito.
Yo.—¿Con qué autoridad se atreve usted a venir a molestarme?
El hombre.—Con la autoridad de la justicia de Finisterre. Sígame sin resistencia, Calros, o será peor.
—¿Calros?—dije yo—. ¿Qué significa esto?
Me pareció, sin embargo, lo más prudente obedecer, y bajé la escalera detrás de mi hombre. La tienda y el portal hallábanse atestados de vecinos de Finisterre: hombres, mujeres y chicos; estos últimos desnudos casi todos, chorreando agua, como si los hubieran llamado a toda prisa de sus juegos en la orilla del mar. A través de aquella multitud, el hombre que he tratado de describir se abrió paso con ademán autoritario.
Al llegar a la calle, posó sin violencia una de sus pesadas manos en mi brazo.
—¡Es Calros, es Calros!—gritó un centenar de voces—. Acaba de llegar a Finisterre y la justicia le ha prendido.
Sin saber lo que todo aquello podía significar, seguí calle abajo en compañía de mi singular conductor. La multitud que nos seguía vociferando era cada vez más numerosa. Hasta sacaron los enfermos a las puertas para que viesen lo que ocurría y echaran un vistazo al temible Calros. Me admiró, sobre[p. 221] todo, el ardimiento de que dió muestras un tullido, quien, a despecho de los ruegos de su mujer, se mezcló con las turbas, y, aunque perdió la muleta, siguió adelante, brincando con una sola pierna, mientras decía:
—¡Carracho! ¡También voy yo!
Por fin llegamos a una casa un poco mayor que las demás; el guía me introdujo en una sala baja, me colocó en el centro y volvió corriendo a la puerta con ánimo de impedir el paso a la gente que pugnaba por entrar con nosotros. No sin trabajo consiguió su propósito; una o dos veces se vió en el caso de rechazar a culatazos a los intrusos. Me puse entonces a examinar el aposento. Todo el mobiliario consistía en unos cuantos toneles; había además en el suelo el mástil de una lancha y una o dos velas. Sentados en los toneles estaban tres o cuatro hombres, con toscos trajes de pescadores o de carpinteros de ribera. El personaje principal era un individuo de unos treinta y cinco años, de gesto avinagrado, alcalde de Finisterre, según averigüé después, y dueño de la casa en que nos encontrábamos. En un rincón descubrí a mi guía; evidentemente estaba preso: dos robustos pescadores, armado el uno con un fusil y el otro con un bichero, le guardaban. Un minuto duró mi examen; el alcalde, atusándose las patillas, me interrogó así:
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—¿Quién es usted, dónde está su pasaporte y a qué ha venido a Finisterre?
Yo.—Soy un inglés, mi pasaporte es éste y he venido a ver Finisterre.
Mi respuesta los desconcertó, al parecer, por breves momentos. Miráronse unos a otros, y miraron mi pasaporte. Al cabo, el alcalde, golpeándolo con un dedo, vociferó:
—Este pasaporte no es español; parece que está escrito en francés.
Yo.—Ya le he dicho a usted que soy extranjero. Por eso traigo, como es natural, pasaporte extranjero.
El alcalde.—Entonces quiere usted hacernos creer que no es Calros rey.
Yo.—Nunca he oído hablar de ese rey ni he oído tal nombre.
El alcalde.—¡Miren qué sujeto! Se atreve a decir que no ha oído hablar nunca de Calros el pretendiente, que se titula rey.
Yo.—Si ese Calros es el pretendiente don Carlos, todo lo que puedo contestar es que no creo que hable usted en serio. Lo mismo podía usted decir que ese pobre hombre, mi guía, a quien por lo visto han hecho ustedes prisionero, es su sobrino, el infante don Sebastián.
El alcalde.—¡Ah! Usted mismo se ha vendido; en efecto, por tal le tenemos.
Yo.—Es verdad que los dos son jorobados; pero ¿en qué me parezco yo a don Carlos? No tengo tipo español, y al[p. 223] pretendiente le llevo lo menos la cabeza.
El alcalde.—Eso no le hace. Ya se sabe que usted lleva varios chalecos consigo, y con ellos se disfraza, pareciendo más alto o más bajo, según le acomoda.
Esta razón era tan concluyente, que no supe contestar. El alcalde echó una mirada de triunfo en torno suyo, como si hubiese hecho un gran descubrimiento.
—Sí; ¡es Calros, es Calros!—decía la turba, agolpada en la puerta.
—No estaría mal fusilar a estos dos hombres ahora mismo—continuó el alcalde—; porque si no son los dos pretendientes, es seguro que los dos son facciosos.
—No estoy yo muy seguro de que sean ni una cosa ni otra—dijo una voz bronca.
La justicia de Finisterre volvió los ojos hacia donde había sonado la voz, y lo mismo hice yo. Nuestras miradas se posaron en el individuo que guardaba la puerta; había plantado el cañón de la escopeta en el suelo y apoyaba la barba en la culata.
—No estoy muy seguro de que sean una cosa ni otra—repitió avanzando—. He examinado a este hombre—dijo, señalándome—y escuchado su modo de hablar, y me parece que es inglés; su cara y su voz lo dicen. ¿Quién conoce a los ingleses mejor que Antonio de la Trava? ¿Quién tiene más motivos para conocerlos? ¿No ha tripulado sus barcos, no ha comido su galleta, y no estaba[p. 224] junto a Nelson cuando le mataron de un tiro?
Al oírle, el alcalde se enfureció.
—Es tan inglés como tú—exclamó—. Si fuese inglés no habría venido a escondidas ni por tierra; habría venido embarcado y con recomendaciones para alguno de nosotros o para los catalanes; habría venido a comprar o a vender; pero en Finisterre no le conoce nadie ni conoce a nadie; además, lo primero que ha hecho al llegar aquí ha sido inspeccionar el fuerte y subir a la montaña a trazar un campamento, estoy seguro. ¿A qué iba a venir a Finisterre si no es Calros ni un bribón de faccioso?
Comprendí que había gran parte de justicia en alguna de estas observaciones, y por vez primera me di cuenta de la gran imprudencia que había cometido metiéndome por parajes tan incultos y entre gentes tan bárbaras, sin llevar pretexto alguno que pudiera justificar a sus ojos mi viaje. Traté de convencer al alcalde de que mi expedición por aquel país no tenía otro fin que el de conocer las muchas cosas notables que encierra y recoger noticias acerca del carácter y condición de los habitantes. Pero estos motivos eran incomprensibles para él.
—¿A qué ha subido usted a la montaña? ¡Para ver el paisaje! ¡Disparate! Hace cuarenta años que vivo en Finisterre y no he subido nunca, ni subiría en un día como el de hoy aunque me diesen dos onzas de oro. Ha[p. 225] venido usted a medir la altura y a replantear un campamento.
Encontré, sin embargo, un amigo resuelto en Antonio, el viejo, quien insistió, fundándose en su conocimiento de los ingleses, en que muy bien podía ser cierto cuanto yo decía.
—Los ingleses—decía—no saben qué hacer con tanto dinero como tienen, y andan de aquí para allá por todo el mundo, y a lo mejor pagan carísimo lo que para la demás gente no vale un cuarto.
Comenzó entonces, a pesar del enojo del alcalde, a examinarme de inglés. Todos sus conocimientos en esta lengua se reducían a dos palabras: knife y fork, las cuales traduje a sus equivalentes en español; el viejo me declaró inglés al instante, y blandiendo su escopeta exclamó:
—Este hombre no es Calros; es inglés, como tiene dicho, y el que trate de molestarle se las entenderá con Antonio de la Trava, el valiente de Finisterre.
Nadie trató de impugnar ese fallo, y al fin resolvieron enviarme a Corcubión para que me interrogara el alcalde mayor del distrito.
—Pero ¿qué hacemos con este otro individuo?—preguntó el alcalde de Finisterre—. Este, al menos, no es inglés. Tráele para acá y oigamos lo que dice en su defensa. Vamos, hombre, ¿quién eres y quién es tu amo?
[p. 226]
El guía.—Soy Sebastianillo, un pobre marinero licenciado de Padrón, y mi amo, a la hora presente, es este caballero que está aquí, el inglés más valiente y de más dinero del mundo. Tiene en Vigo dos barcos cargados de riquezas. Ya se lo dije a ustedes antes, cuando me prendieron en la posada.
El alcalde.—¿Y tu pasaporte?
El guía.—Yo no tengo pasaporte. ¿Quién piensa en traer pasaporte a un sitio como éste, donde no habrá dos personas que sepan leer? Yo no tengo pasaporte; el de mi amo sirve también para mí.
El alcalde.—No tal; y puesto que no tienes pasaporte y confiesas que te llamas Sebastián, vamos a fusilarte. Antonio de la Trava, tú y los escopeteros os lleváis de aquí a este Sebastianillo y le fusiláis delante de la puerta.
Antonio de la Trava.—Con mucho gusto, señor alcalde, puesto que usted lo manda. No tengo por qué tomarme ningún trabajo en favor de este individuo. Es seguro que no es inglés; más trazas tiene de brujo o de nuveiro, uno de esos demonios que levantan las tormentas y hunden las lanchas. Además, dice que es de Padrón, y todos los de ese pueblo son ladrones y borrachos. Una vez me jugaron una mala partida, y no me disgustaría fusilar a todo el pueblo.
Intervine yo entonces, y dije que si fusilaban al guía debían fusilarme a mí también;[p. 227] ponderé la crueldad y barbarie de quitar la vida a un pobre desdichado que, como se adivinaba al primer golpe de vista, era medio tonto; añadí que si alguien tenía culpa en aquel caso era yo, porque el otro no era más que un criado sometido a mis órdenes.
—Después de todo—dijo el alcalde—, me parece que lo mejor es enviar a los dos presos a Corcubión para que el alcalde mayor haga de vosotros lo que le parezca. Pero tenéis que pagar la escolta; no vayáis a figuraros que los vecinos de Finisterre no tienen cosa mejor que hacer que ir de una parte a otra con cada individuo que se le ocurra venir a esta ciudad.
—De eso me encargo yo—dijo Antonio—. Soy el valiente de Finisterre y no me asusto de dos hombres. Además, estoy seguro de que el capitán, aquí presente, me pagará lo que sea razonable, o dejaría de ser inglés. Conque no perdamos tiempo, y en marcha para Corcubión, que se hace tarde. Sin embargo, capitán, lo primero de todo es registrarle a usted, y luego registraré el equipaje. Supongo que no llevará usted armas; pero lo mejor es cerciorarse.
Mucho antes de cerrar la noche, montado de nuevo en la jaca y acompañado por el guía, emprendí a través de la playa el regreso a Corcubión. Delante iba Antonio de la Trava, escopeta al hombro, andando pesadamente.
[p. 228]
Yo.—¿No le da a usted miedo, Antonio, ir solo con dos presos, uno de ellos a caballo? Si quisiéramos, creo que podríamos más que usted.
Antonio de la Trava.—Soy el valiente de Finisterre y no me asusto por eso.
Yo.—¿Por qué le llaman a usted el valiente de Finisterre?
Antonio de la Trava.—En todo el distrito se me conoce por ese nombre. Cuando los franceses vinieron a Finisterre y destruyeron el fuerte, tres murieron a mis manos. Yo estaba en lo alto de la montaña, adonde ha subido usted hoy; desde allí hacía fuego sobre el enemigo, hasta que tres soldados se lanzaron en mi persecución. ¡Qué locos! A dos de ellos los eché a rodar entre las peñas con dos tiros de este fusil, y al tercero le rompí la cabeza de un culatazo. Por esto me llaman el valiente de Finisterre.
Yo.—¿Y cómo fué usted a parar de marinero en la escuadra inglesa? Me parece haberle oído decir que presenció usted la muerte de Nelson.
Antonio de la Trava.—Sus compatriotas de usted me apresaron, capitán; y como soy marinero desde la niñez, se mostraron muy satisfechos de mis servicios. Nueve meses pasé con ellos, y estuve en Trafalgar. Vi morir al almirante inglés. Usted se le parece algo en la cara, y cuando le oigo a usted hablar me parece oír la voz del almirante.[p. 229] Tengo cariño a los ingleses, y por eso le he salvado a usted. No crea usted que me iba yo a cansar andando por estos arenales si fuese usted un compatriota. Ya estamos en Duyo, capitán. ¿Tomamos un reparillo?
Así lo hicimos, o, mejor dicho, Antonio de la Trava se reparó trasegando vaso tras vaso de vino con una sed, al parecer, inextinguible.
—El hombre que nos dijo que los borrachos de Finisterre nos harían una mala partida era más brujo que yo—murmuró Sebastián, mi guía.
Por fin, el veterano héroe del Cabo se levantó despacio y dijo que debíamos darnos prisa para llegar a Corcubión antes de cerrar la noche.
—¿Qué clase de persona es el alcalde a quien me lleva usted?—dije.
—¡Oh! Es muy diferente del de Finisterre. Es un señorito joven llegado hace poco de Madrid. Ni siquiera es gallego. Es muy liberal, y a órdenes suyas se debe principalmente que andemos por aquí tan sobre aviso. Se dice que los carlistas piensan hacer un desembarco en esta parte de la costa de Galicia. Que vengan siquiera a Finisterre; allí somos todos liberales sin excepción, y el valiente, aunque ya es viejo, está dispuesto a repetir lo que hizo en tiempo de los franceses. Pues, como iba diciendo antes, el alcalde a quien vamos a ver es un joven[p. 230] muy instruído, y si quiere, puede hablar con usted en inglés mejor aún que yo, eso que fuí amigo de Nelson y peleé a su lado en Trafalgar.
La noche cerró antes de llegar a Corcubión. Antonio se detuvo de nuevo en una taberna y después nos condujo a casa del alcalde. Su andar era ya muy poco seguro; al llegar a la puerta de la casa tropezó en el umbral y se cayó al suelo. Se puso en pie, lanzando un juramento, y al instante comenzó a aporrear la puerta con la culata del fusil. «¿Quién es?»—preguntó al fin en gallego una suave voz de mujer—. «El valiente de Finisterre»—respondió Antonio—. Se abrió la puerta y vimos ante nosotros una mujer bastante linda con una luz en la mano.
—¿Qué le trae por aquí tan tarde, Antonio?—preguntó.
—Traigo dos prisioneros, mi pulida—respondió.
—¡Ave María!—exclamó—. Supongo que no correremos peligro.
—De uno respondo—replicó el viejo—; pero el otro es un nuveiro y ha hundido más barcas que todos sus hermanos de Galicia. Pero no te asustes, preciosa—añadió al ver santiguarse a la mujer—; cierra primero la puerta y llévame luego a donde esté el alcalde; tengo mucho que contarle.
Cerróse la puerta, y Antonio, después de ordenarnos permanecer en el patio,[p. 231] subió, precedido de la muchacha, una escalera de piedra, dejándonos en profundas tinieblas.
Pasó un cuarto de hora; de nuevo vimos el fulgor de la luz en la escalera, y la muchacha reapareció. Vino hacia mí y aproximándome al rostro la luz, me miró con atención. Después de un minucioso examen, se acercó a mi guía y le contempló con mayor detenimiento aún; volvióse al fin a mí y dijo en el mejor español que pudo: «Señor caballero, le felicito a usted por tener un criado como éste. Es el mozo mejor parecido de toda Galicia. ¡Vaya! Con sólo que llevara algo más de ropa y no fuese descalzo como va, ahora mismo le admitía de novio; pero, desgraciadamente, he hecho voto de no casarme nunca con un pobre, y sí sólo con quien tenga la bolsa bien repleta de dinero y pueda comprarme buenos trajes. ¿De manera que son ustedes carlistas? ¡Vaya! No crean que por eso voy a quererles mal; pero, siendo carlistas, ¿por qué han ido ustedes a Finisterre, si allí son todos cristinos y negros? ¿Por qué no han ido ustedes a mi pueblo? Allí nadie se hubiese metido con ustedes. Los de mi pueblo no se parecen a esos borrachos de Finisterre. En mi pueblo no molesta nadie a la gente de bien. ¡Vaya! No saben ustedes el odio que le tengo a ese borracho de Finisterre que les ha traído. ¡Es tan viejo y tan feo! Si no fuera por la ley[p. 232] que le tengo al señor alcalde, abriría la puerta y le pondría en la calle a usted y a su criado, el buen mozo.»
En esto, bajó Antonio. «Sígame—dijo—; su merced el alcalde está dispuesto a recibirle al momento.» Sebastián y yo le seguimos escaleras arriba, y entramos en un aposento, donde, sentado detrás de una mesa, vimos a un joven de corta estatura, pero guapo de cara y vestido a la última moda. Estaba escribiendo una carta, y cuando terminó se la entregó a un secretario para copiarla. Entonces me miró un instante fijamente y tuvimos la siguiente conversación:
El alcalde.—Ya veo que es usted inglés; aquí mi amigo Antonio me ha dicho que le han detenido a usted en Finisterre.
Yo.—Le han dicho a usted la verdad; a no ser por él, creo que hubiera perecido a manos de aquellos salvajes pescadores.
El alcalde.—Los habitantes de Finisterre son buena gente y muy liberales todos. ¿Me permite usted ver el pasaporte? Sí; está en regla. Es verdaderamente ridículo que le hayan detenido a usted tomándole por carlista.
Yo.—No sólo por carlista, sino por don Carlos en persona.
El alcalde.—¡Oh!, es de lo más ridículo; ¡confundir a un compatriota del gran Baintham con un bárbaro como ése!
Yo.—Dispense usted, señor: ¿de quien ha dicho usted?
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El alcalde.—Del gran Baintham; el que ha inventado leyes para el mundo entero. Espero verlas adoptadas dentro de poco en este desgraciado país.
Yo.—¡Oh! Quiere usted decir Jeremías Bentham. Sí: un hombre muy notable en su línea.
El alcalde.—¡En su línea! ¡En todas las líneas! Es el genio más universal que ha producido el mundo: es un Solón, un Platón y un Lope de Vega.
Yo.—No he leído sus obras; pero no dudo que sea un Solón, y hasta un Platón, como usted dice. Lo que no podía figurarme es que se le clasificara como poeta con Lope de Vega.
El alcalde.—¡Es asombroso! Por lo que veo, no ha leído usted nada de él; en cambio, aquí estoy yo, un pobre alcalde de Galicia, que tiene todos los escritos de Baintham en ese estante y los estudia día y noche.
Yo.—Conocerá usted el inglés, sin duda alguna.
El alcalde.—Sí tal; quiero decir, el inglés contenido en las obras de Baintham. Celebro muchísimo ver a un compatriota suyo por estos parajes tan bárbaros. Comprendo y aprecio los motivos que le han traído a usted por aquí; disimule las groserías e insolencias que haya sufrido. Ahora trataremos de repararlas en lo posible. Está[p. 234] usted en libertad; pero como es tarde, le buscaré a usted alojamiento para esta noche. Aquí al lado hay uno muy a propósito. Vamos allá ahora mismo. Espere: ¿lleva usted un libro en la mano?
Yo.—El Nuevo Testamento.
El alcalde.—¿Qué libro es ése?
Yo.—Una parte de las Sagradas Escrituras, de la Biblia.
El alcalde.—¿Para qué lleva usted consigo ese libro?
Yo.—Uno de los motivos principales de mi visita a Finisterre era llevar este libro a un sitio tan inculto.
El alcalde.—¡Ja, ja! ¡Qué rareza! Sí; ya caigo. He oído decir que los ingleses aprecian mucho ese libro estrafalario. Es muy raro que los contemporáneos del gran Baintham den valor alguno a ese librote frailesco.
Era ya muy entrada la noche; mi nuevo amigo me acompañó al alojamiento que me había destinado, en casa de una anciana respetable, donde hallé una habitación cómoda y limpia. Por el camino deslicé en la mano de Antonio una propina, y al llegar a la casa le regalé con toda solemnidad, y en presencia del alcalde, el Testamento, rogándole que lo llevase a Finisterre y lo conservase como recuerdo del inglés a quien había protegido con tanta eficacia.
Antonio.—Así lo haré, y cuando los vientos del Noroeste no permitan salir al[p. 235] mar, leeré en el regalo de su merced. Adiós, mi capitán; cuando vuelva usted a Finisterre espero que vendrá en un buen barco inglés, abarrotado de contrabando, y no por tierra en una jaca, ni en compañía de nuveiros y gente de Padrón.
Al instante llegó la criada del alcalde con una canasta que puso en la cocina, y preparó una cena excelente para el amigo de su amo.
Servida la cena, el alcalde se despidió de mí, no sin preguntarme en qué podía serme útil.
—Mañana me vuelvo a Santiago—respondí—. Espero sinceramente que alguna vez se me presentará ocasión de dar a conocer al mundo la hospitalidad que he recibido de un hombre tan docto como el alcalde de Corcubión[25].
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La Coruña.— Paso de la bahía.— El Ferrol.— El astillero.— ¿Dónde estamos?— El embajador griego.— A la luz de un farol.— El barranco.— Viveiro.— La noche.— Ciénagas y tremedales.— Buenas palabras y buena moneda.— La cincha de cuero.— Ojos de lince.— El bribón del guía.
Desde Corcubión volví a Santiago y La Coruña, y comencé los preparativos del viaje a Asturias. En Santiago vendí el caballo andaluz. Los viajes por Galicia le habían quebrantado mucho, y me pareció incapaz de hacer las largas caminatas por país montañoso que me aguardaban. La escasez de caballos en La Coruña era tan grande, que no me fué difícil vender el mío por mucho más dinero del que me costó. Un comerciante de La Coruña, joven y rico, se enamoró de su pelo lustroso y de la largura de su crin y de su cola. Por mi parte tenía más de un motivo para alegrarme de venderlo: estaba resabiado y sin domar, y no hacía más que buscarme cuestiones en las cuadras de las posadas donde parábamos a dormir o a comer. Un labrador de Castilla la Vieja,[p. 237] a cuya jaca trató de mala manera mi caballo, me decía en cierta ocasión:
—Señor caballero, si se quiere usted bien o en algo se respeta, deshágase de ese animal, que puede ser su perdición; créame usted.
En La Coruña se quedó, donde murió del muermo, según supe más tarde. ¡Paz a su memoria!
Crucé la bahía para ir de La Coruña a El Ferrol. Antonio, con el caballo que nos quedaba, fué por tierra, viaje fatigoso y largo, bien que por mar sólo haya tres leguas. Me mareé mucho en la travesía, y tuve que ir echado, casi sin sentido, en el fondo de la pequeña lancha en que me embarqué, abarrotada de gente. El viento era contrario y la marejada muy fuerte. No pudimos izar la vela; cinco o seis marinerotes nos llevaron a remo, y en todo el tiempo no cesaron de cantar canciones gallegas. De pronto, el mar pareció serenarse y el mareo se me quitó de golpe. Me puse en pie y miré en torno. Estábamos en uno de los parajes más raros que pueden imaginarse: era un largo y angosto pasadizo, dominado en ambas márgenes por una estupenda barrera de rocas negras y amenazadoras. Esa hendidura natural de la línea de la costa es tan regular y tan recta, que no parece obra del azar, sino hecha a propósito. Las aguas, sombrías y quietas, son de inmensa profundidad. El[p. 238] paso tendrá una milla de largo, y es la entrada de un ancho fondeadero, en cuyo extremo opuesto se alza la ciudad de El Ferrol.
Apenas entré en esta ciudad se apoderó de mi alma la tristeza. La hierba crecía en las calles; por todas partes me daban en cara las huellas de la miseria. El Ferrol es el gran arsenal marítimo de España, y participa en la ruina de la en otro tiempo espléndida marina española. Ya no pululan en él aquellos millares de carpinteros de ribera que construían las largas fragatas y los tremendos navíos de tres puentes, destruídos casi todos en Trafalgar. Tan sólo unos pocos obreros mal pagados y medio hambrientos desperdician allí las horas, y apenas sirven para reparar tal cual guardacostas desmantelado por los tiros de alguna goleta inglesa contrabandista de Gibraltar. La mitad de los habitantes de El Ferrol pide limosna; y dícese que no es raro encontrar entre ellos oficiales de marina retirados, muchos de ellos inválidos, a quienes se deja perecer en la indigencia, ya que, por la penuria de los tiempos, cobran sus sueldos y pensiones con tres o cuatro años de retraso. Una turba de pordioseros importunos me siguió hasta la posada y aún intentó penetrar en mi habitación.
—¿Quién es usted?—pregunté a una mujer postrada a mis plantas, que conservaba[p. 239] en el rostro huellas evidentes de un pasado mejor.
—Soy la viuda—me respondió en muy buen francés—de un valeroso oficial que fué en otros tiempos almirante de este puerto.
En ninguna parte se manifiestan la miseria y la decadencia de la moderna España con tanta fuerza como en El Ferrol.
Con todo, hay aquí todavía mucho que admirar. A pesar de su desolación actual, hay en El Ferrol algunas calles buenas y no pocas casas muy hermosas. La alameda es una plantación de un millar de olmos próximamente, casi todos magníficos; los pobres ferrolanos, con el genuino espíritu localista tan dominante en España, se jactan de que su ciudad posee un paseo público mejor que el de Madrid, y al compararle con el Prado hablan de éste con no disimulado desprecio. En un extremo de la alameda se levanta la única iglesia que hay en El Ferrol; la visité al día siguiente de mi llegada, que fué domingo. Los fieles, aldeanos casi todos, no cabían en ella, y con la cabeza descubierta permanecían de hinojos delante de la puerta, ocupando buen trecho del paseo.
Paralelo a la alameda corre el muro del arsenal y del astillero. Varias horas gasté en la visita de esos lugares, provisto del indispensable permiso escrito del capitán general de El Ferrol; al visitarlos quedé lleno de[p. 240] admiración. Yo he visto los reales astilleros de Rusia y de Inglaterra; pero, en cuanto a la grandeza del plan y a la suntuosidad de la ejecución, no pueden ni por un momento compararse con estos maravillosos monumentos del extinguido esplendor naval de España. No me propongo describirlos; baste decir que el fondeadero oval, rodeado de un muelle de granito, tiene capacidad bastante para cien navíos de primer orden; pero en lugar de tal fuerza sólo había allí una fragata de sesenta cañones y dos bergantines; a tan insignificante número de barcos se halla reducida actualmente la marina de España.
Dos o tres días llevaba yo en El Ferrol aguardando a Antonio, y no acababa de llegar; al fin, según estaba yo al caer de una tarde avizorando la calle, le vi venir, llevando por el diestro a nuestro único caballo. Me contó que a unas tres leguas de La Coruña, el caballo, agobiado por el calor y por las moscas, se había caído al suelo con una especie de ataque, del que sólo había vuelto a fuerza de copiosas sangrías, razón por la que tuvo que detenerse un día más en el camino. El caballo estaba, en efecto, muy débil; tenía un estertor que al principio me alarmó; pero le administré unas medicinas, y a los pocos días me pareció bastante restablecido para continuar el viaje.
Partimos, por tanto, de El Ferrol,[p. 241] después de alquilar una jaca para mí y de ajustar un guía que nos llevase a Ribadeo, a veinte leguas de El Ferrol, en los confines de las Asturias. El día, al principio, estuvo despejado; pero antes de llegar a Novales, a tres leguas de camino, se obscureció el cielo y cayó la niebla, acompañada de llovizna. El país que atravesábamos era muy pintoresco. A eso de las dos de la tarde divisamos entre la niebla, a nuestra izquierda, Santa Marta, pequeña ciudad de pescadores, con una hermosa bahía. Siguiendo a lo largo de la cima de una cadena de montañas entramos en un castañar que parecía inacabable; la lluvia continuaba, repicando sin cesar en las anchas hojas verdes.
—Ya empiezan las lluvias del otoño—dijo el guía—. Mucho se van ustedes a mojar, mis amos, antes de llegar a Oviedo.
—¿Ha estado usted alguna vez en Oviedo?—pregunté.
—No; sólo he llegado hasta Ribadeo, y para eso nada más que una vez. Hablando con franqueza, no sé cómo nos arreglaremos al llegar a los descampados que hay aquí cerca; de noche, y con lluvia, será muy difícil encontrar el camino. Quisiera estar ya de vuelta en El Ferrol, porque este camino, el peor de Galicia por muchas razones, no me gusta; pero donde va la jaca de mi amo allí tengo yo que ir también: tal es la vida para nosotros los guías.
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Me encogí de hombros al recibir esas noticias, poco agradables en verdad, y di la callada por respuesta.
Por fin, al cerrar la noche, salimos del bosque, y a poco descendimos a un profundo valle, al pie de elevadas montañas.
—¿Dónde estamos ahora?—pregunté al guía, a punto que, en el fondo del valle, salvábamos por un tosco puente un arroyuelo ruidoso y espumante, engrosado por las lluvias.
—En el valle de Coisa Doiro—replicó—; mi opinión es que pasemos aquí la noche para no aventurarnos en los montes por donde pasa el camino de Viveiro, porque entrar en ellos y perdernos va a ser todo uno, y entonces ¡adiós!, morimos todos.
—¿Hay algún pueblo por aquí cerca?
—Sí, señor; el pueblo está enfrente de nosotros, y dentro de un instante llegaremos a él.
A poco entramos en una aldea que se alzaba, entre árboles altísimos, a la entrada del desfiladero.
Antonio se apeó, entró en dos o tres chozas y volvió en seguida, diciendo:
—No podemos quedarnos aquí, mon maître, sin que nos coma la miseria; mejor estaremos entre esos cerros. No hay ni lumbre ni luz en estas chozas y la lluvia cala los techos.
El guía, sin embargo, se negó a continuar.
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—Con luz del día me costaría trabajo encontrar el camino—gritó malhumorado—; peor será de noche, con tormenta y bretima.
Adquirimos un poco de vino y de pan de maíz en una de las chozas, y mientras comíamos, Antonio dijo:
—Mon maître, lo mejor que en esta situación podemos hacer es ajustar a cualquiera de este pueblo para que nos lleve por esas montañas a Viveiro. Aquí no hay camas, y si nos echamos en la paja, con los vestidos mojados, atraparemos una terciana gallega. El guía que traemos no sirve para nada; vamos a buscar uno que le sustituya.
Sin aguardar respuesta, arrojó la corteza de broa que estaba comiendo y desapareció. Se encaminó, como más adelante supe, a la choza del alcalde, y le pidió, en nombre de la reina, un guía para el embajador griego, que se había extraviado camino de Asturias. Volvió a los diez minutos en compañía de la autoridad local, quien, con gran sorpresa de mi parte, me hizo una profunda reverencia y permaneció con la cabeza descubierta bajo la lluvia.
—Su excelencia—exclamó Antonio—necesita un guía para ir a Viveiro. Las personas de nuestra clase no están obligadas a pagar los servicios que necesiten; sin embargo, su excelencia es de entrañas compasivas y dará gustoso tres pesetas a cualquier persona competente que le acompañe a[p. 244] Viveiro, y todo el pan y el vino que quiera comer y beber al llegar.
—Su excelencia será servido—respondió el alcalde—. Sin embargo, como el camino es largo y difícil y en la montaña hay mucha bretima, me parece que, además del pan y del vino, su excelencia no debe ofrecer menos de cuatro pesetas al guía que le lleve a Viveiro, y no conozco ninguno mejor que mi yerno, Juanito.
—Concedido, señor alcalde—repliqué yo—. Traiga usted el guía, y la peseta de aumento saldrá también a relucir en sazón oportuna.
No tardó en aparecer Juanito con un farol en la mano. Partimos al instante. Los dos guías empezaron a hablar en gallego.
—Mon maître—dijo Antonio—, este nuevo tunante le está preguntando al otro qué traemos, a su parecer, en las maletas.
Luego, sin esperar mi respuesta, gritó:—¡Pistolas, bárbaros; pistolas!, como vais a saber a costa vuestra si no dejáis esa jerigonza y habláis en castellano.
Callaron los gallegos, y al instante el primer guía se quedó atrás, mientras el otro abría la marcha, farol en mano.
—Quédate atrás y muy separado—dijo Antonio al primero—. Te advierto, además, que veo lo mismo detrás que delante. Mon maître—continuó dirigiéndose a mí—, no creo que estos individuos traten de hacernos[p. 245] daño, sobre todo porque no se conocen; pero bueno será que vayan separados, porque el lugar y la hora son tentadores para cometer un robo o una muerte.
Seguía lloviendo sin cesar; el camino era escabroso y muy pendiente, y la noche tan obscura, que apenas veíamos la masa confusa de las montañas circundantes. Una o dos veces nuestro guía pareció perder el camino: se detenía, hablaba entre dientes, alzaba en alto el farol y luego seguía adelante despacio e indeciso. De esta manera anduvimos tres o cuatro horas; al cabo pregunté al guía cuánto faltaba para Viveiro.
—No sé a punto fijo dónde estamos—respondió—, aunque creo que no nos hemos perdido. De todos modos, podemos estar escasamente a menos de dos leguas cortas de Viveiro.
—Entonces no llegamos antes de salir el sol—interrumpió Antonio—, porque una legua corta de Galicia equivale lo menos a dos de Castilla, y acaso estamos destinados a no llegar nunca si el camino va por ese precipicio.
Al tiempo que hablaba comenzó el guía a bajar por un barranco que parecía llevar a las entrañas de la tierra.
—¡Alto!—dije yo—. ¿Adónde vas?
—A Viveiro, senhor—replicó el hombre—; éste es el camino de Viveiro; no hay otro. Ahora ya sé dónde estamos.
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La luz del farol cayó sobre las curtidas facciones del guía al volverse para contestar, según estaba un poco por bajo de nosotros en la vertiente del barranco, poblada de gruesos árboles, debajo de cuya bóveda frondosa descendía un sendero de pavorosa pendiente. Me apeé de la jaca, y entregando las riendas al otro guía dije:
—Aquí tienes el caballo de tu amo; llévalo por el despeñadero abajo si quieres; pero yo me lavo las manos en el asunto.
El hombre, sin responder palabra, montó de un salto, y diciéndole a la jaca: ¡Vamos, Perico!, empezó a bajar.
—Venga, senhor—decía el del farol—; no hay tiempo que perder; la luz se va a apagar muy pronto, y estamos en lo peor de todo el camino.
Pensé en la probabilidad de que el guía nos llevase a una cueva de forajidos, donde nos degollarían; pero, cobrando ánimos, me agarré a la brida de nuestro caballo y seguí al hombre aquel por el barranco abajo, entre peñas y zarzas. Duró el descenso unos diez minutos, y antes de llegar al final se apagó la luz y quedamos en casi total obscuridad.
El guía nos animaba diciendo que no había peligro, y al fin llegamos al fondo del barranco, por donde corría un riachuelo. Le vadeamos con agua hasta las rodillas. Estando en el agua, alcé los ojos y vislumbré un pedazo de cielo a través de las ramas de los[p. 247] árboles que por todas partes cubrían las empinadas vertientes del barranco y abovedaban el cauce del arroyo. Jamás viajero descarriado se ha visto en un sitio tan extraño ni de tales lobreguez y horror. Después de una breve pausa, empezamos a escalar la vertiente opuesta, menos escarpada que la otra, y en pocos minutos llegamos a la cima.
Poco después amainó la lluvia, salió la luna, y algunos de sus débiles rayos perforaron la húmeda gasa de la niebla. El camino era ya menos pendiente. A las dos horas descendimos al borde de una vasta ensenada, y la costeamos hasta un sitio donde había muchos botes y lanchas volcados en la arena. Al instante vimos ante nosotros los muros de Viveiro, sobre los que derramaba la luna un débil resplandor. Entramos por una puerta abovedada, alta y, al parecer, ruinosa, y el guía nos condujo al momento a la posada.
Todo el mundo estaba en Viveiro sepultado en profundo sueño; ni siquiera un perro nos saludó con sus ladridos. Después de mucho llamar, nos abrieron en la posada, edificio grande y ruinoso. Apenas estuvimos alojados hombres y caballos, la lluvia comenzó de nuevo con mayor furia que antes, con gran aparato de relámpagos y truenos. Antonio y yo, rendidos de cansancio, nos acostamos en unas malas camas dispuestas[p. 248] en un aposento ruinoso, en el que penetraba la lluvia por una porción de grietas; los guías se quedaron comiendo pan y bebiendo vino hasta la mañana.
Al levantarme, la vista de un día despejado me llenó de contento. Antonio preparó en seguida un sabroso desayuno de gallina estofada, que nos vino muy bien después de las diez leguas de viaje del día anterior por los caminos que he intentado describir. Fuimos luego a dar una vuelta por la población, que consiste en poco más de una calle larga, en la falda de un empinado cerro, muy poblado de bosque y árboles frutales. A eso de las diez proseguimos el viaje, acompañados por el primer guía; el otro se había vuelto a Coisa Doiro unas horas antes.
Aquel día caminamos casi siempre a la vista de la costa cantábrica, siguiendo su contorno. El país era estéril, cubierto en muchos sitios de grandes pedruscos; encontramos, sin embargo, algunos pedazos de tierra cultivada, plantados de viñedo. Vimos muy pocas viviendas humanas; con todo, el viaje fué placentero, gracias al esplendente sol, que alegraba con sus rayos los agrestes yermos y brillaba en la superficie del lejano mar, dormido en apacible calma.
Al caer la tarde estábamos en las inmediaciones de la costa, con una cadena de montañas cubiertas de bosque a nuestra derecha. El guía nos llevó hacia una ensenada[p. 249] de bordes pantanosos, y a poco se detuvo y declaró que ya no sabía adónde nos llevaba.
—Mon maître—dijo Antonio—, lo mejor es que guiemos nosotros mismos; como usted ve, de nada sirve fiarse de este individuo, que sólo sabe meter a la gente en los cenagales.
Volvimos atrás, y dando la vuelta a la ciénaga en un trecho considerable, llegamos a un angosto sendero; nos metimos por él, hasta dar en un bosque muy espeso, donde al instante nos perdimos por completo. Vagamos entre los árboles mucho tiempo; de pronto oímos ruido de agua, y un momento después el fragor de un rodezno. Guiados por el ruido, descubrimos un pequeño molino de piedras construído sobre un arroyo: allí nos detuvimos y llamamos; pero sin obtener respuesta.
—Aquí no hay nadie—dijo Antonio—. Pero este sendero nos llevará, seguramente, a sitio habitado.
Echamos por él, y a los diez minutos estábamos a la puerta de una choza, dentro de la que se veía luz. Antonio se apeó y abrió la puerta.
—¿Hay aquí alguien que quiera llevarnos a Ribadeo?—preguntó.
—Senhor—respondió una voz—, de aquí a Ribadeo hay cinco leguas largas, y hay que cruzar además un río.
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—Entonces hasta el pueblo más próximo—continuó Antonio.
—Yo soy vecino del pueblo inmediato, que está en el camino de Ribadeo—dijo otra voz—, y les llevaré a ustedes allá si me dan buenas palabras y, lo que es mejor, buenas monedas.
Al decir esto salió de la choza un hombre con un palo grueso en la mano. Echó a andar resueltamente a paso largo delante de nosotros, y en menos de media hora nos sacó del bosque. En otra media hora nos llevó a un grupo de casucas situadas cerca del mar; nos señaló una de ellas, y, guardándose una peseta que le di, se despidió.
Los moradores de la casa consintieron de buen grado en albergarnos aquella noche. La vivienda era mucho más limpia y cómoda que la generalidad de las miserables chozas de los campesinos gallegos. El piso bajo consistía en una troje y una cuadra; encima había un desván muy capaz con algunas camas de borra limpias y cómodas. Vi también algunos mástiles y velas de botes. La familia se componía de dos hermanos con sus mujeres e hijos. Uno era pescador; pero el otro, que era el principal de la familia, me dijo que había residido muchos años en Madrid sirviendo, y que, reunida una pequeña suma, se volvió al pueblo natal, donde compró un poco de tierra, de cuyo cultivo vivía. Toda la familia hablaba usualmente el[p. 251] castellano, y, según me dijeron, no se habla mucho gallego por aquellas partes. He olvidado el nombre del pueblo, situado en el estuario del Foz, que baja de Mondoñedo. Por la mañana cruzamos el estuario en una barcaza con los caballos, y al mediodía llegamos a Ribadeo.
—Ya ve su merced—me dijo el guía que traíamos desde El Ferrol—que he cumplido mi ajuste y que el viaje ha sido muy duro; espero que su merced nos permitirá a Perico y a mí pasar la noche a su costa en esta posada, y mañana nos volveremos; ahora estamos muy cansados.
—Nunca he montado una jaca mejor que Perico, ni he tropezado con un guía peor que usted. No conoce usted el terreno, y no ha hecho más que buscarnos dificultades. Sin embargo, quédese aquí esta noche, si está cansado, como dice, y mañana puede volverse al Ferrol, donde le aconsejo que se dedique a otro oficio.
Esto se lo dije a la puerta de la posada de Ribadeo.
—¿Llevo los caballos a la cuadra?—preguntó.
—Como usted quiera.
Antonio le miró un momento, según se alejaba con los caballos, y, moviendo la cabeza, le siguió con cautela. Al cuarto de hora volvió sonriente, cargado con la montura de nuestro caballo.
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—Mon maître—dijo—, durante todo el viaje he ido formando muy mala opinión del guía; pero ahora acabo de descubrir que si ha pedido permiso para quedarse aquí ha sido con idea de robarnos algo. Andaba muy solícito con nuestro caballo en la cuadra, y ahora echo de menos la cincha de cuero nueva que tanto le llamaba la atención estos días. Ya la habrá escondido no sé dónde; pero le tenemos seguro, porque aún no ha cobrado el alquiler de la jaca ni la propina.
En esto volvió el guía. Los pícaros son siempre suspicaces. El hombre nos echó una ojeada, y notando acaso en nuestros rostros algo que no le gustó, dijo de súbito:
—Déme usted el alquiler del caballo y mi propina; Perico y yo nos vamos al momento.
—¿Cómo es eso?—respondí—. Yo creía que usted y Perico estaban cansados y que pasarían aquí la noche; pronto se han repuesto ustedes del cansancio.
—Lo he pensado mejor—dijo el hombre—. Mi amo se enfadaría si pierdo tiempo aquí. Así que págueme y nos iremos.
—Descuide usted—respondí—. Voy a pagarle, puesto que lo desea. ¿Está completa la montura?
—Sí, señor; se la he entregado a su criado.
—Todo está aquí—dijo Antonio—, menos la cincha de cuero.
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—Yo no la tengo—replicó el guía.
—Claro está que no—contesté—. Vamos a la cuadra; quizás la encontremos allí.
Fuimos a la cuadra, y, aunque buscamos mucho, la cincha no pareció.
—La lleva rodeada a la cintura, debajo del pantalón, mon maître—dijo Antonio, cuyos ojos de lince lo escudriñaban todo—. Pero no nos demos por enterados; estas gentes son paisanos suyos y acaso se pondrían de su parte si intentásemos apoderarnos de él. Ya le digo que le tenemos en nuestro poder, porque no le hemos pagado.
El prójimo empezó entonces a hablar en gallego con los circunstantes (se habían congregado varias personas), diciendo que el Denho le llevase si sabía algo de la cincha perdida; pero nadie parecía inclinado a ponerse de su parte, y los oyentes se limitaban a encogerse de hombros. Volvimos al portal de la posada, clamando el guía por el precio del alquiler y la propina. No le respondí, y acabó por marcharse, amenazándonos con acudir a la justicia; a los diez minutos volvió corriendo con la cincha en la mano.
—Acabo de encontrarla en la calle—dijo—. Su criado la habrá perdido.
Tomé la cincha y me puse a contar muy despacio la cantidad a que ascendía el alquiler del caballo; después de entregársela delante de testigos, dije:
—Durante todo el viaje no nos ha servido[p. 254] usted de nada; sin embargo, ha disfrutado del mismo trato que nosotros, y ha comido y bebido a su antojo: tenía intención de darle a usted dos duros de propina; pero en vista de que a pesar de lo bien que le hemos tratado ha querido usted robarnos, no le doy ni un cuarto; conque váyase a sus negocios.
Todos los presentes aprobaron esta sentencia, y le dijeron que tenía su merecido y que era la deshonra de Galicia. Dos o tres mujeres se santiguaron y le preguntaron si no temía que el Denho, a quien había invocado, se lo llevase. Por último, un hombre de presencia respetable le dijo:
—¿No se avergüenza usted de haber querido robar a dos extranjeros inocentes?
—¡Extranjeros!—rugió el guía, que echaba espuma de rabia—¡inocentes extranjeros, carracho! Más saben de España y de Galicia que todos nosotros juntos. ¡Oh! Denho, el criado no es un hombre, es un brujo, un nuveiro. ¿Dónde está Perico?
Montó en su jaca y se fué en seguida a otra posada; pero la historia de su picardía corrió más que él, y no quisieron admitirlo en ninguna parte; volvió sobre sus pasos, y, al verme asomado a la ventana de la casa, lanzó un grito salvaje, me amenazó con el puño y salió al galope de la ciudad, perseguido por los gritos y los insultos de la gente.
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Martín de Ribadeo.— La yegua facciosa.— Los asturianos.— Luarca.— Las siete bellotas.— Los ermitaños.— Narración de un asturiano.— Unos huéspedes raros.— El criado gigante.— Batuschca.
¿Qué se le ofrece a usted?—pregunté a un individuo bajo, grueso, de alegre rostro, vestido con una chaqueta de pana y pantalones de lienzo ordinario, que se presentó en mi habitación al obscurecer.
—Soy Martín de Ribadeo—contestó—, de oficio alquilador. He oído que su merced necesita un caballo para ir a Asturias, con un guía, naturalmente; si es así, le aconsejo que me ajuste a mí y a mi yegua.
—Ya estoy cansado de guías—repliqué—; tanto, que estaba pensando comprar una jaca y seguir adelante sin guía ninguno. El último que hemos tenido era un pillo.
—Eso me han dicho, y no ha sido poca suerte para ese bribón que no estuviese yo en Ribadeo cuando ocurrió el suceso a que alude su merced. Al volver, ya se había ido[p. 256] con Perico; que si no, de seguro le sangro. Es la vergüenza del oficio, uno de los más honrados y antiguos del mundo. Al mismo Perico debía darle vergüenza de él, porque Perico, aunque sea una jaca, es persona muy cabal y de gran talento, conocidísima en los caminos. Sólo mi yegua le aventaja.
—¿Conoce usted bien el camino de Oviedo?—pregunté.
—No, señor; sólo le conozco hasta Luarca, que es un día de viaje. No le quiero engañar a usted; por tanto, sólo iré con ustedes hasta ese pueblo; pero quizás podría servirles para todo el viaje, pues si no conozco el terreno, tengo lengua en la boca y pies ligeros para hacer preguntas y correr. De todos modos, no me comprometo más que hasta Luarca, donde ustedes harán lo que gusten. Deseo acompañarles a ustedes porque son extranjeros y la conversación de los extranjeros me gusta: siempre se aprende algo útil o entretenido. Además, deseo que ustedes se convenzan de que no todos los guías de Galicia son ladrones, y se convencerán con que me dejen acompañarles hasta Luarca.
Me chocaron tanto el buen humor y la franqueza de aquel hombre, y, sobre todo, la originalidad de carácter que descubrían sus palabras, que de buen grado le ajusté para que nos sirviera de guía hasta Luarca; cerrado el trato, me dejó, prometiendo[p. 257] venir a buscarme con la yegua a las ocho de la mañana siguiente.
Ribadeo es uno de los principales puertos de Galicia, admirablemente situado para el comercio en una profunda ensenada, donde desemboca el Eo. Contiene muy buenos edificios y una amplia plaza plantada de árboles. Había anclados en la rada varios navíos; la población, más bien numerosa, no mostraba aquella miseria y tristeza que acababa de ver en los ferrolanos.
Al día siguiente, Martín de Ribadeo se presentó con la yegua a la hora convenida. La yegua era flaca y macilenta y tenía poca más alzada que una jaca; pero era muy limpia de remos, y Martín aseguraba que no había otra mejor en toda España. «Esta yegua es facciosa—decía—, creo que alavesa. Los carlistas la trajeron, y como se quedó coja la desecharon y yo la compré por un duro. Pero ya no está coja, como verán ustedes muy pronto.»
Habíamos llegado a la ría que divide Galicia y Asturias. Una barcaza nos esperaba como a dos varas de la orilla. Martín se acercó al agua con su yegua, la animó con un grito, y sin vacilación alguna el animal se lanzó de un brinco a la barca. «Ya les he dicho que es facciosa—dijo Martín—. Sólo un animal faccioso da este salto.»
Embarcados en la lancha, cruzamos la[p. 258] ría, que tendría por allí una milla de anchura, y tomamos tierra en Castropol, primera ciudad de Asturias. Monté entonces en la yegua facciosa y Antonio en mi caballo. Martín iba delante, bromeando con cuantas personas se encontraba, y a veces nos alegraba el camino con sus canciones.
Estábamos ya en Asturias; al mediodía llegamos a Navia, pueblecito de pescadores situado en una ría; en las inmediaciones se alzan, formando semicírculo, unas ásperas montañas llamadas Sierra de Burón. En la rada había un barquichuelo, procedente, según averigüé más tarde, de las provincias Vascongadas, para cargar sidra o sagardúa, la bebida de que tanto gustan los vascos. Cuando íbamos por la angosta calle del pueblo, tres hombres, zapateros al parecer, sentados en una tiendecilla, saludaron a Antonio con un ¡Hola! Detúvose a conversar con ellos, y cuando se reunió con nosotros en la posada le pregunté quienes eran. «Mon maître—dijo—, ce sont des messieurs de ma connaissance.» He sido compañero de servicio de los tres varias veces; y de antemano le digo a usted que en este país apenas hay un pueblo donde no tenga yo un amigo. Todos los asturianos van a Madrid en cierta época de su vida en busca de colocación, y cuando han arañado algún dinero se vuelven a su país. Como yo he servido en todas las casas grandes de[p. 259] Madrid, conozco a la mayor parte de ellos. No tengo nada que decir contra los asturianos, salvo que son tacaños y mezquinos mientras están sirviendo; pero no son ladrones, ni en su país ni fuera de él, y he oído decir que se puede atravesar Asturias de punta a punta sin el menor riesgo de que le roben o le maltraten a uno, cosa que no sucede en Galicia, donde a cada momento estábamos expuestos a que nos cortaran el cuello.
Salimos de Navia y seguimos adelante, a través de una comarca desolada, hasta el puerto de Baralla, en una ingente barrera de granito, desnuda de toda vegetación, aunque desde lejos aparezca de un ligero color verde.
—Este puerto—dijo Martín de Ribadeo—tiene muy mala fama, y no me gustaría atravesarlo de noche. Aquí no hay ladrones, sino algo peor, los duendes de dos frailes franciscanos. Cuentan que en tiempos antiguos, mucho antes de suprimirse los conventos, dos frailes franciscanos salieron de su convento a mendigar. Recogieron muchas limosnas, y cuando al cerrar la noche pasaban por aquí, camino de su convento, disputaron sobre cuál de los dos había recogido más, empeñado cada uno en que había cumplido con su obligación mejor que el otro; al cabo, de las palabras vivas pasaron a los insultos, y de los insultos a los golpes. ¿Qué cree usted que hicieron aquellos[p. 260] demonios de frailes? Se quitaron las capas, haciéndoles en una punta sendos nudos con una gruesa piedra dentro, y se machacaron con tal furia, que ambos quedaron muertos. Yo no sé, mi amo, cuál es peor plaga, si los frailes, los curas o los gorriones.
Dos horas después llegamos a Luarca, cuya situación es singular. Se halla en una profunda hondonada, de tan rápidas vertientes, que no se ve el pueblo hasta que está uno encima de él. En el extremo Norte de la hondonada hay una pequeña bahía, en la que entra el mar por un boquete angosto. Encontramos una posada grande y cómoda; por consejo de Martín buscamos un guía y un caballo de refresco; pero nos dijeron que todos los caballos del pueblo estaban ausentes y que aún tardarían dos días en volver. «Al entrar en Luarca—dijo Martín—tuve el presentimiento de que no estábamos destinados a separarnos ahora. Tiene usted que alquilarnos a mí y a la[p. 261] yegua hasta Gijón; allí ya encontrará usted medio de trasladarse a Oviedo. Hablando con franqueza, no siento lo más mínimo que los guías estén fuera, porque la compañía de usted me agrada, y estoy seguro de que a usted le agrada la mía. Ahora voy a escribir una carta a mi mujer diciéndole que no volveré a Ribadeo en unos cuantos días.» Martín salió del aposento cantando la siguiente copla:
A la mañana siguiente, muy temprano, salimos de la hondonada de Luarca; en una hora de marcha, los caballos nos llevaron a Caneiro, profundo y romántico valle entre peñascos, sombreado por altos castaños. Por en medio del valle pasa un río muy rápido, que cruzamos en bote.
—En toda Asturias—dijo el botero—no hay otro río como éste para las truchas. Mire usted esas piedras grandes del fondo; pues cuando llega su época, si el tiempo es bueno, no se vende tantísima pesca como hay.
Dejando atrás el valle, entramos en una región de mucha piedra, montañosa, lúgubre y agreste. El día, nublado, sombrío, lo entristecía todo en torno nuestro.
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—¿Vamos bien por este camino para Gijón y Oviedo?—preguntó Martín a una vieja que estaba a la puerta de una casa.
—¿Para Gijón y Oviedo?—replicó la comadre—. Aun tienen ustedes que cansarse de andar antes de llegar a Gijón y Oviedo. Por de pronto tienen ustedes que rajar las bellotas; cabalmente están ustedes debajo.
—¿Qué quiere decir con eso de rajar las bellotas?—pregunté a Martín de Ribadeo.
—¿No ha oído nunca su merced hablar de las siete bellotas?—respondió el guía—. A punto fijo no puedo decirle a usted lo que son, porque no las he visto nunca; pero creo que han de ser siete montañas que vamos a cruzar, y las llaman de ese modo porque las encuentran parecidas a las bellotas. He oído hablar de ellas bastante, y me alegro de tener ocasión de verlas, aunque, según dicen, se les indigestan a los caballos.
En aquella parte de Asturias alcanzan las montañas considerable altura. Son casi todas de obscuro granito, cubierto aquí y allá por una ligera capa de tierra. Se acercan mucho al mar, hacia el cual declinan en vertientes muy quebradas, donde se abren profundas y escarpadas gargantas; por cada una corre un arroyo, tributo de las montañas al piélago salado. El camino va por esos derrumbaderos. A siete de ellos los llaman en el país las siete bellotas. El más terrible de todos es el del centro, del cual desciende[p. 263] un torrente impetuoso. En lo más alto, a muchos cientos de varas de elevación, se alza una escarpada muralla de roca, negra como el hollín; cuando pasamos, un velo de bretima envolvía la cumbre. Esa garganta se ramifica por ambos lados en pequeñas cañadas o valles, tan cubiertos de árboles y tallares, que la mirada no puede penetrar en ellos.
—Estos sitios serían muy buenos para unas ermitas—dije a Martín de Ribadeo—. Aquí podían vivir felices, alimentándose de raíces y no bebiendo más que agua, unos cuantos santos varones, y dedicarse a la contemplación divina sin que el ruido del mundo viniese a turbarlos.
—Es verdad—respondió Martín—, y quizás por eso no hay ermitas en los barrancos de las siete bellotas. Nuestros ermitaños tienen poca afición a las raíces y al agua, y no se oponen a que de vez en cuando interrumpan sus meditaciones. ¡Vaya! Nunca he visto una ermita que no estuviese cerca de algún pueblo rico, o que no fuese un sitio frecuentado por todos los vagos de los alrededores. A los ermitaños no les gusta vivir en estos barrancos, porque los lobos y las zorras acabarían con sus gallinas. Conocía yo a un ermitaño que al morir dejó a su sobrina una fortuna de setecientos duros, ahorrada casi toda cebando pavos.
En la cima de esta bellota había una venta[p. 264] miserable donde descansamos, continuando después el viaje. Ya muy avanzada la tarde salimos del último de aquellos difíciles puertos. El viento comenzó entonces a soplar, trayendo en sus alas una lluvia menuda. Pasamos por Soto de Luiña, y prosiguiendo nuestro camino a través de una región muy agreste, pero pintoresca, nos encontramos al anochecer al pie de una escarpada montaña, a la que se subía por un camino de herradura, a través de un bosque de altísimos árboles. Mucho antes de llegar a la cumbre se hizo de noche; la lluvia arreció. Ibamos tropezando en la obscuridad y llevábamos de la brida los caballos, que a veces se arrodillaban por lo resbaladizo del sendero. Alcanzamos, por fin, la cumbre sin novedad, y con paso vivo llegamos, media hora más tarde, a la entrada de Muros, pueblo grande, situado precisamente al pie de la otra vertiente de la montaña.
Ardía un buen fuego en la posada, y su calor, que no tardó en secarnos los vestidos, nos recompensó, hasta cierto punto, de los trabajos sufridos al escalar las bellotas. ¡Singular paraje aquella posada de Muros! La casa era grande e irregular, con espaciosa cocina en el piso bajo. Escaleras arriba había un vasto comedor con inmensa mesa de roble, rodeada de pesados sillones de cuero muy altos de respaldo, que lo menos tenían tres siglos. Con este aposento se[p. 265] comunicaba una galería o voladizo de madera, abierta al aire, que conducía a un cuarto pequeño, provisto de un lecho antiguo, con dosel y cortinas, donde yo había de dormir. Era una de esas posadas que los novelistas gustan de introducir en sus descripciones, sobre todo cuando los sucesos narrados ocurren en España. El huésped era un asturiano locuaz.
El viento rugía sin cesar y llovía a torrentes. Me senté, soñoliento, al amor de la lumbre, y la conversación del huésped me despabiló.
—Señor—me dijo—, hacía ya tres años que no venían extranjeros a mi casa. Recuerdo que por esta misma época, y en una noche como la de hoy, llegaron a la posada dos hombres a caballo. Me chocó que no trajeran guía. En mi vida he visto dos individuos más raros; no se me olvidarán jamás. El uno era tan alto como un gigante; tenía unos bigotes rojizos que le tapaban la boca; la cara era coloradota y parecía muy torpe y estúpido; debía de serlo, en efecto, porque cuando le hablé no pareció haberme entendido, y me contestó farfullando un ¡válgame Dios! tan extraño, que me le quedé mirando con los ojos y la boca abiertos. El otro no era alto ni colorado, ni tenía pelos en la cara, ni apenas en la cabeza. Era diminuto y parecía jorobado; pero ¡válgame Dios, qué ojos los suyos! Tan [p. 266]penetrantes y malignos eran como los de un gato montés. Hablaba el español tan bien como yo; pero no era español. Un español no tiene aquel mirar. Iba vestido de zamarra, con muchos bordados y filigranas, y llevaba sombrero andaluz; no tardé en comprender que el pequeño era el amo, y el gigante el criado.
»¡Válgame Dios, qué malísimo genio tenía el jorobado! Con todo, era muy gracioso y zumbón, y a veces me decía unas chuscadas como para morirse de risa. Se puso a cenar en el comedor de arriba (permítame usted que le diga que durmió en el mismo cuarto en que su merced va a dormir esta noche), y su criado le servía. Bueno: yo tenía mucha curiosidad, y me senté también a la mesa sin pedirle permiso. ¿Por qué había de pedírselo? Yo estaba en mi casa, y un asturiano es buena compañía para un rey, y es a menudo de mejor sangre. La cena fué sorprendente. En cuanto el gigante se descuidaba lo más mínimo en el servicio de su amo, el jorobado se ponía en pie, se subía a la silla de un brinco, y agarrando al gigante por el pelo le daba de bofetadas, hasta el punto de hacerme temer que iba a arrojar las muelas por la boca. Pero el gigante no parecía dar gran importancia a estos incidentes; supongo que ya estaría acostumbrado. ¡Válgame Dios! Un español no lo hubiera llevado con tanta paciencia. Pero[p. 267] lo que más me sorprendía era que después de pegar al criado el amo se sentaba, y al instante comenzaba a hablar y a reír con él como si no hubiera ocurrido nada, y el gigante reía y conversaba con su amo como si no le hubiera pegado nunca.
»Ya supondrá usted, señor, que no entendí ni palabra de la conversación, porque no hablaban en cristiano, sino en la misma lengua extraña en que el gigante me contestaba cuando le dirigía la palabra; todavía me está sonando en los oídos. No se parecía a ninguna otra lengua, ni al vascuence, ni a la lengua en que su merced habla aquí a mi tocayo el signor Antonio. ¡Válgame Dios! A lo que más se parecía es al ruido que hace una persona al enjuagarse la boca con agua. Creo recordar todavía una palabra que no se le caía de los labios al gigante; pero su amo no la empleaba jamás.
»Pero aún no le he contado a usted lo más raro de esta historia. Cuando se acabó la cena estaba muy avanzada la noche; la lluvia golpeaba en las ventanas como en este momento. De pronto el jorobado sacó el reloj, ¡Válgame Dios, qué reloj! Sólo le diré a usted una cosa, señor: que con los brillantes engastados en las tapas se podía comprar toda Asturias y Muros encima, y relucían tanto que no hacía falta lámpara en el cuarto. El jorobado miró al reloj y me dijo: «Me voy a acostar.» Tomé la luz y le llevé[p. 268] por la galería a su cuarto, seguidos del criado. Bueno, señor: levanté la mesa y me quedé aquí abajo esperando al criado, a quien tenía preparada una buena cama cerca de la mía. Señor, esperé con calma una hora, pero al cabo se me agotó la paciencia; subí al comedor, entré en la galería, y al llegar a la puerta de la habitación de aquel viajero tan raro, ¿qué dirá usted que vi?
—¿Cómo lo voy a saber?—respondí—. Acaso sus botas de montar.
—No, señor; no vi sus botas de montar. Tumbado en el suelo, con la cabeza apoyada en la puerta, de suerte que era imposible abrirla sin despertarle, estaba el gigante profundamente dormido; sus inmensas piernas ocupaban casi toda la longitud de la galería. Me santigüé lleno de admiración; y no me faltaban motivos, porque el viento era tan fuerte como esta noche, la lluvia entraba a chorros en la galería, y, sin embargo, allí se estaba el hombre dormido profundamente, sin abrigo, sin un leño siquiera por almohada, tumbado delante de la puerta de su amo.
»Señor, aquella noche dormí muy poco, porque pensé que había alojado a dos brujos o a gente que no era humana. Una o dos veces subí al piso de arriba y me asomé a la galería: el criado continuaba allí dormido; me persigné y me volví a la cama.
—Bueno—dije yo—, ¿qué ocurrió al día siguiente?
[p. 269]
—Nada de particular: el jorobado bajó de su cuarto y estuvo bromeando conmigo en buen español; el criado bajó también, pero de todo lo que dijo, que no fué mucho, no entendí ni palabra, porque hablaba en aquella calamidad de lengua. Estuvieron aquí todo el día hasta después de cenar; entonces el jorobado me dió una onza de oro, montaron los dos a caballo y se fueron no sé adónde, en plena noche, de modo tan extraño como habían venido.
—¿Es eso todo?—pregunté.
—No, señor; no es eso todo: razón tenía yo al suponer que eran brujos; al día siguiente llegó un correo y los buscaron mucho, y a mí me prendieron por haberlos tenido en mi casa. Esto ocurrió a poco de empezar la guerra. Se dijo que eran espías y emisarios de no sé qué nación, y que habían visitado todos los rincones de Asturias para conferenciar con los descontentos. Lograron escaparse y no volvió a saberse de ellos; pero los caballos que montaban parecieron, sin los jinetes, vagando por el monte; eran jacas ordinarias sin ningún valor. Se cree que los brujos se embarcarían en algún barquichuelo escondido en una de las rías de la costa.
Yo.—¿Qué palabra era la que oía usted decir continuamente al criado, y que cree usted poder recordar?
El Huésped.—Señor, hace ya tres años[p. 270] que la oí, y a veces puedo recordarla, pero a veces no; en ocasiones me he despertado repitiéndola. Espere, señor; la tengo en la punta de la lengua: era Patusca.
Yo.—Quiere usted decir Batuschca; aquellos hombres eran rusos.
[Pg 271]
Oviedo.— Los diez caballeros.— Otra vez el suizo.— Petición modesta.— Los ladrones.— Benevolencia episcopal.— La catedral.— Un retrato de Feijóo.
Tengo que dar ahora un gran salto en mi viaje, nada menos que desde Muros a Oviedo, contentándome con decir que fuimos desde Muros a Vélez[26] y desde aquí a Gijón, donde nuestro guía Martín se despidió, volviéndose con la yegua a Ribadeo. El buen hombre sintió mucho separarse de nosotros y hasta llegó a manifestar el deseo de que le tomase a él con su yegua a mi servicio.
—Tengo muchas ganas—me dijo—de correr toda España y hasta el mundo entero, y es seguro que no volveré a ver una ocasión como la que ahora se me presenta pegándome a los faldones de su merced.
Al recordarle yo que tenía mujer e hijos, respondió:
—Es verdad, es verdad; me había olvidado de ellos; dichoso el guía que no tenga más familia que una yegua y un potro.
[p. 272]
Oviedo está a tres leguas de Gijón. Antonio fué en el caballo, y yo en una especie de diligencia que hace el servicio diario entre las dos poblaciones. El camino es bueno, pero montuoso. Llegué sin novedad a la capital de las Asturias, aunque en época más bien desfavorable, porque hasta las puertas de la ciudad llegaba el estruendo de la guerra y se oía «la exhortación de los capitanes y la gritería del ejército». Por la fecha a que me refiero, Castilla estaba en manos de los carlistas, que habían tomado y saqueado Valladolid, como habían hecho poco antes con Segovia. Se esperaba verlos marchar contra Oviedo de un día para otro; pero no hubieran dejado de encontrar resistencia, porque contaba la ciudad con una guarnición considerable que había erigido algunos reductos y fortificado varios conventos, especialmente el de Santa Clara de la Vega. Todos los ánimos se hallaban en un estado de ansiedad febril, muy especialmente por no recibirse noticias de Madrid, que, según los últimos informes, estaba en poder de las partidas de Cabrera y de Palillos.
Sucedió, pues, que una noche me encontraba yo en la antigua ciudad de Oviedo, en un apartado aposento, grande y mal amueblado, de una antigua posada, que fué en otros tiempos palacio de los condes de Santa Cruz. Eran más de las diez y llovía a[p. 273] mares. De pronto, conforme estaba yo escribiendo, me detuve al oír el ruido de numerosas pisadas en la crujiente escalera que conducía a mi cuarto. La puerta se abrió de súbito y entraron nueve hombres de elevada estatura, al mando de un personaje pequeñuelo y chepudo. Todos iban embozados en amplias capas españolas, pero al instante conocí en su porte que eran caballeros. Colocáronse en fila delante de la mesa en que yo escribía. De repente, se desembozaron todos a un tiempo y vi que cada uno llevaba un libro en la mano, libro que yo conocía muy bien. Después de una pausa que no fuí capaz de romper, porque estaba atónito de asombro, y casi me imaginaba que tenía delante una aparición, el chepudo avanzó un poco y con voz suave y argentina dijo: «Señor caballero, ¿ha sido usted quien ha traído este libro a las Asturias?» Me figuré que aquellos señores eran las autoridades civiles de la población que venían a arrestarme, y, poniéndome en pie, repuse: «Sí, por cierto: yo he sido, y es una gloria para mí haberlo hecho. El libro es el Nuevo Testamento de Dios; quisiera poder traer un millón.»
—Y yo también lo deseo de corazón—dijo el hombrecillo con un suspiro—. No tema usted nada, señor caballero; estos señores son amigos míos. Acabamos de comprar estos libros en la tienda donde usted los ha entregado para su venta, y nos hemos[p. 274] tomado la libertad de visitarle para darle las gracias por el tesoro que nos ha traído. Espero que podrá proveernos también del Viejo Testamento.
Respondí que sentía mucho decirles que por el momento me era completamente imposible complacerles, porque no tenía ejemplares del Antiguo Testamento; pero que no perdía la esperanza de procurarme en breve algunos, trayéndolos de Inglaterra.
Me hizo después muchas preguntas acerca de mis viajes de propaganda por España, de sus resultados y de las miras que la Sociedad Bíblica tenía respecto de este país; esperaba que nuestra sociedad dedicase atención especial a Asturias, el terreno más favorable, a su parecer, para nuestros trabajos, de toda la Península. Después de media hora de conversación, el chepudo me dijo de súbito en inglés: «Buenas noches, señor», y, embozándose en la capa, se fué como había venido. Sus compañeros, que hasta entonces no habían pronunciado una palabra, repitieron todos: «Señor, buenas noches», y, envolviéndose en las capas, le siguieron.
Para explicar esta escena extraña, he de decir que por la mañana había visitado yo al pequeño librero de la ciudad, Longoria, y, de acuerdo con él, le envié por la tarde un fardo de cuarenta Testamentos, todo lo que me quedaba, con unos cuantos carteles. El librero me aseguró que, si bien se encarga[p. 275]ba de la venta muy gustoso, no había esperanzas de buen éxito, porque llevaba ya un mes sin vender un solo libro de ninguna clase, debido a lo revuelto de los tiempos y a la pobreza reinante en el país; estas noticias me desanimaron mucho. Pero la visita nocturna me advirtió que no debe uno abatirse cuando las cosas presentan un aspecto muy sombrío, porque entonces es cuando la mano del Señor interviene, por lo general, con mayor actividad, para que los hombres aprendan a conocer que cuanto de bueno se realiza no es obra suya, sino de El.
Dos o tres días después de esta aventura hallábame de nuevo en mi destartalado y mal amueblado aposento; serían las diez de una mañana melancólica, y la lluvia otoñal continuaba cayendo. Acababa de desayunarme y me disponía a escribir mis notas diarias, cuando se abrió la puerta de golpe y Antonio entró de un brinco.
—Mon maître—dijo, sin aliento—, ¿quién dirá usted que ha venido?
—El pretendiente, tal vez—dije yo con cierto sobresalto—. Si es así, estamos presos.
—¡Bah!, ¡bah!—dijo Antonio—. No es el pretendiente; es uno que vale veinte veces más: es el suizo de Santiago.
—¡Benedicto Mol, el suizo!—exclamé—. ¡Qué! ¿Ha encontrado el tesoro? ¿Cómo viene? ¿Cómo está vestido?
—Mon maître—dijo Antonio—, viene a[p. 276] pie, juzgando por los zapatos que trae, tan rotos, que los dedos le asoman por los agujeros; su ropa es un andrajo.
—Debe de haber algún misterio en todo esto—respondí—. ¿Dónde está ahora?
—Abajo, mon maître—replicó Antonio—. Viene a buscarnos. Pero en cuanto le vi he subido corriendo a darle a usted la noticia.
Pocos minutos después Benedicto Mol subía las escaleras. Venía, como Antonio me dijo, vestido de harapos y casi descalzo; su sombrero andaluz, tan viejo, chorreaba agua.
—Och, lieber Herr—dijo Benedicto—, ¡qué alegría tan grande verle a usted! ¡Oh! Sólo con verle a usted la cara estoy casi pagado de todas las miserias que he sufrido desde que me separé de usted en Santiago.
Yo.—Le veo a usted en Oviedo y apenas puedo dar crédito a mis ojos. ¿Qué motivo le trae a usted a esta población tan fuera de su camino y desde tan gran distancia?
Benedicto.—Lieber Herr, permítame que me siente y le contaré todo lo que me ha sucedido. Pocos días después de verle a usted por última vez, el canónigo me aconsejó que pidiese al capitán general permiso y ayuda para desenterrar el tesoro. Fuí a ver al capitán general, que al principio me recibió con amabilidad, me hizo muchas preguntas y me dijo que volviera. Continué visitándole, hasta que se negó a recibirme, y[p. 277] por más que hice, no pude volverle a ver. El canónigo entonces fué incomodándose, sobre todo porque me había dado unas pocas pesetas de las limosnas de la iglesia; y muy a menudo me llamaba bribón e impostor. Al cabo, una mañana fuí a verle, le dije que me proponía volver a Madrid para someter el asunto al Gobierno, y le pedí por favor una certificación en la que constase que yo había hecho una peregrinación a Santiago; pensaba yo que ese documento me sería útil en el camino, porque me permitiría pedir limosna con más autoridad. Apenas oyó mi pretensión, sin decir palabra ni darme tiempo para defenderme, se arrojó sobre mí como un tigre y me agarrotó el cuello con las manos, tan bien y tan fuerte, que pensé morir estrangulado. Pero yo soy suizo, nacido en Lucerna, y apenas me recobré un poco, no me costó trabajo rechazarle; entonces, amenazándole con el palo, me retiré. Me siguió hasta la puerta con horribles maldiciones, y me amenazó, si me atrevía a volver, con meterme en la cárcel por ladrón y hereje. Fuí entonces a buscarle a usted, lieber Herr; pero me dijeron que se había marchado usted a La Coruña, y a La Coruña me fuí en su busca.
Yo.—¿Y qué le sucedió en el camino?
Benedicto.—Voy a decírselo. A mitad de camino, entre La Coruña y Santiago, y según iba yo pensando en el Schatz, oí un [p. 278]galope estrepitoso; miré en torno y vi que dos hombres a caballo venían derechamente hacia mí a campo traviesa con la rapidez del viento. Lieber Gott—dije yo—, estos son ladrones o facciosos; y lo eran, en efecto. En un momento me alcanzaron y me dieron el alto; tiré el palo, me quité el sombrero y los saludé. «Buenos días, caballeros»—dije—. «Buenos días, paisano»—respondieron—, y estuvimos mirándonos más de un minuto. Lieber Himmel, nunca he visto ladrones tan bien vestidos y armados, ni mejor montados que aquéllos. Llevaban dos jacas magníficas, tan fogosas que parecían poder subir hasta las nubes en un vuelo. Estuvimos mirándonos hasta que uno me preguntó quien era yo, de donde venía y a donde iba. «Caballeros—respondí—, yo soy suizo y he venido a Santiago a cumplir una promesa; ahora me vuelvo a mi país.» No dije una palabra del tesoro, porque temí que me fusilaran si se les ocurría pensar que llevaba conmigo parte de él.
—¿Tienes dinero?—me preguntaron.
—Caballeros—respondí—, ya ven ustedes que viajo a pie y con los zapatos rotos; si tuviera dinero no iría así. No quiero engañarles, sin embargo: tengo una peseta y unos cuartos. Al decir esto, saqué lo que tenía y se lo ofrecí.
—Nosotros somos caballeros de Galicia—dijeron—y no quitamos pesetas, menos[p. 279] aún cuartos. ¿De qué partido eres? ¿Estás por la reina?
—No, caballeros—respondí—; no estoy por la reina; pero al mismo tiempo, permítanme ustedes que les diga que tampoco estoy por el rey; no estoy enterado de ese asunto; soy suizo, y, por tanto, no peleo en pro ni en contra de nadie mientras no me paguen.
Esto les hizo reír; me preguntaron luego cosas relativas a Santiago, a las tropas que había y al capitán general; para no disgustarles conté todo lo que sabía y más aún. Entonces, uno de ellos, el más feroz y violento de los dos, me apuntó con el trabuco y dijo: «Si hubieses sido español, te hubiéramos hecho astillas la cabeza, tomándote por espía; pero vemos que eres extranjero y creemos lo que nos has dicho. Toma esta peseta y sigue tu camino; pero cuidado con decir a nadie nada de nosotros, porque si no, ¡carracho!...» Descargó el trabuco por encima de mi cabeza, y tan cerca que durante un segundo me tuve por muerto. Luego, dando una gran voz, salieron al galope; sus caballos saltaban por los barrancos como si estuvieran poseídos de los demonios.
Yo.—¿Qué le ocurrió a usted al llegar a La Coruña?
Benedicto.—Al llegar a La Coruña pregunté por usted, lieber Herr, y me dijeron que precisamente el día anterior se había[p. 280] marchado usted a Oviedo; al oirlo se me heló el corazón, viéndome en el extremo más remoto de Galicia sin un amigo que me socorriera. Estuve un día o dos sin saber qué hacer; al fin resolví dirigirme a la frontera de Francia, pasando por Oviedo, donde esperaba verle a usted y pedirle consejo. Mendigué entre los alemanes establecidos en La Coruña un socorro para el camino, y saqué muy poco, sólo unos cuartos, menos de lo que los facciosos me dieron en el camino de Santiago; con eso salí para Asturias por el camino de Mondoñedo. Och, qué ciudad, ¡Mondoñedo!, llena de canónigos, de curas, de pfaffen, más carlistas todos que el propio don Carlos.
»Un día fuí al palacio del obispo y hablé con él, diciéndole que volvía de una peregrinación a Santiago y le pedí un socorro. Díjome que no podía remediarme, y en cuanto a lo de ser peregrino de Santiago se holgó mucho de ello, esperando que fuese de gran provecho para mi alma. Salí de Mondoñedo y me metí por las montañas, pidiendo limosna a la puerta de cada choza que encontraba; decía a todos que era un peregrino procedente de Santiago, y mostraba mi pasaporte en prueba de que había estado allí. Lieber Herr, nadie me dió un cuarto, ni siquiera un pedazo de broa; gallegos y asturianos se reían de Santiago y me dijeron que el nombre del santo no era ya[p. 281] un talismán en España. Me hubiera muerto de hambre a no ser porque de vez en cuando arrancaba una o dos mazorcas de algún maizal; también cogía tal cual racimo de las parras y moras de zarza; de este modo fuí tirando hasta llegar a las bellotas; allí encontré un cabrito perdido, lo maté y me comí un pedazo, crudo y todo, porque el hambre era mucha; me sentó muy mal, y estuve dos días postrado en un barranco, medio muerto, incapaz de valerme; fué una gran suerte que no me devorasen los lobos. Después, a campo traviesa, seguí a Oviedo; no sé cómo he llegado; parecía un espectro. La noche pasada dormí en una pocilga vacía, a unas dos leguas de aquí, y antes de abandonarla me hinqué de rodillas y pedí a Dios que me permitiese encontrarle a usted, lieber Herr, porque usted era mi última esperanza.
Yo.—¿Y qué piensa usted hacer ahora?
Benedicto.—¿Qué quiere usted que le diga, lieber Herr? No sé qué hacer. Me someto en todo a sus consejos.
Yo.—Estaré en Oviedo unos pocos días más; durante ellos, puede usted alojarse en esta posada, y trate de recobrarse de las fatigas de tan desastrosos viajes; quizás antes de marcharme se me ocurra algún plan para sacarle a usted de esta situación tan apurada.
Oviedo tiene unos quince mil habitantes. Está en una situación pintoresca, entre dos[p. 282] montañas: el Morcín y el Naranco; la primera es muy alta y escabrosa; durante la mayor parte del año se halla cubierta de nieve; las vertientes de la otra están cultivadas y plantadas de viñedo. El ornamento principal de la ciudad es la catedral; su torre, extremadamente alta, es quizás uno de los más puros ejemplares de la arquitectura gótica que existen hoy en día. El interior de la catedral es decente y apropiado; pero muy sencillo y sin adornos. Sólo vi un cuadro: la Conversión de San Pablo. Una de las capillas es cementerio, donde descansan los huesos de once reyes godos. ¡Paz a sus almas!
En La Coruña me habían dado una carta de recomendación para un comerciante de Oviedo, el cual me recibió con gran cortesía, y dedicó, por lo general, un rato todos los días a enseñarme las cosas notables de Oviedo. Una mañana me dijo:
—Usted habrá oído, sin duda, hablar de Feijóo, el famoso filósofo benedictino, cuyos escritos han contribuido mucho a disipar las supersticiones y los errores populares, tanto tiempo acreditados en España; está enterrado en uno de los conventos de Oviedo, donde pasó gran parte de su vida. Venga usted conmigo y le enseñaré su retrato. Nuestro gran rey Carlos III envió desde Madrid a su pintor para que lo hiciera. Ahora pertenece a mi amigo el abogado don Ramón Valdés.
[p. 283]
Fuimos a casa de don Ramón Valdés, quien, muy cortésmente, me enseñó el retrato de Feijóo, de forma circular, como de un pie de diámetro, rodeado de un pequeño bastidor de cobre, algo así como el borde de una bacía de barbero. Tenía el semblante ancho y grueso, pero correcto; arqueadas las cejas, los ojos vivos y penetrantes, la nariz aguileña. Llevaba en la cabeza un gorro de seda; el cuello de la túnica apenas llegaba a verse. Era, sin duda, un cuadro bueno, y me llamó mucho la atención, como uno de los mejores ejemplares del moderno arte español que había visto hasta entonces.
Uno o dos días después dije a Benedicto Mol:—Mañana me voy a Santander. Es hora ya de que resuelva usted lo que ha de hacer: o volverse a Madrid o dirigirse rápidamente a Francia, y desde allí continuar hacia su país.
—Lieber Herr—dijo Benedicto—, iré detrás de usted a Santander en jornadas cortas, porque en un país tan montañoso no puedo andar mucho; una vez allí, acaso encuentre medio de ir a Francia. En estos viajes tan horribles me sirve de mucho consuelo pensar que voy siguiendo las huellas de usted y la esperanza de alcanzarle de nuevo. Esta esperanza me salvó la vida en las bellotas, y sin eso no hubiera llegado jamás a Oviedo. Saldré de España lo antes posible[p. 284] y me iré a Lucerna, aunque es fuerte cosa dejar detrás de mí el Schatz en la tierra de los gallegos.
Al separarnos le regalé unos pocos duros.
—Benedicto es un hombre extraño—me dijo Antonio a la mañana siguiente, cuando, acompañados por un guía, salimos de Oviedo—. Es un hombre extraño, mon maître, el tal Benedicto. Ha llevado una vida extraña y le espera una muerte extraña también: lo lleva escrito en el rostro. No creo que se marche de España, y si se marcha será para volver, porque está embrujado con el tesoro. Anoche envió a buscar una sorcière, y delante de mí la consultó; le dijo que estaba destinado a encontrar el tesoro, pero que antes tenía que cruzar agua. Le puso en guardia contra un enemigo, que Benedicto supone que será el canónigo de Santiago. He oído hablar mucho del ansia de dinero de los suizos; este hombre es una prueba. Por todos los tesoros de España no sufriría yo lo que Benedicto ha sufrido en estos últimos viajes.
[Pg 285]
Salida de Oviedo.— Villaviciosa.— El joven de la posada.— La narración de Antonio.— El general y su familia.— Noticias deplorables.— Mañana moriremos.— San Vicente.— Santander.— Una arenga.— El irlandés Flinter.
Salimos, pues, de Oviedo e hicimos rumbo a Santander. El guía que llevábamos, y a quien había yo alquilado la jaca que montaba, nos lo recomendó mi amigo el comerciante de Oviedo. Resultó ser un individuo desidioso e indolente; iba, por lo general, doscientas o trescientas varas rezagado de nosotros, y en lugar de alegrarnos el camino con cantares y cuentos, como Martín de Ribadeo, apenas abrió los labios, salvo para decirnos que no fuésemos tan de prisa, o que le iba a reventar la jaca si le daba tantos espolazos. Además era ladrón, y aunque se ajustó para hacer el viaje a seco, o sea corriendo de su cuenta sus gastos personales y los del caballo, se las arregló de modo que, durante todo el viaje, unos y otros pesaron sobre mí. Cuando se viaja por España, el plan más barato es que en el ajuste entre la manutención del guía y de su caballo[p. 286] o mula, porque así el precio del alquiler disminuye lo menos un tercio, y las cuentas en el camino rara vez suben más por eso; mientras que, en otro caso, el guía se embolsa la diferencia, y, no obstante, queda libre de su escote a expensas del viajero, gracias a la connivencia de los posaderos, unidos a los guías por una especie de espíritu de cuerpo.
Entrada la tarde llegamos a Villaviciosa, ciudad pequeña y sucia, a ocho leguas de Oviedo, al borde de una ensenada que comunica con el golfo de Vizcaya. Suele llamarse a Villaviciosa la capital de las avellanas por la inmensa cantidad de ese fruto que se cosecha en su término; la mayor parte se exporta a Inglaterra. Al acercarnos al pueblo, dábamos alcance a numerosos carros de avellanas que llevaban la misma dirección que nosotros. Me dijeron que en la rada había anclados algunos barcos ingleses. Por extraño que parezca, y a pesar de hallarnos en la capital de las avellanas, nos fué muy difícil procurarnos un puñado de ellas para postre, y más de la mitad de las que nos dieron estaban hueras. Los de la posada nos dijeron que como las avellanas eran para la exportación, no se les ocurría siquiera comerlas ni ofrecérselas a los huéspedes.
Al día siguiente llegamos muy temprano a Colunga, lindo pueblecito, situado en una elevación del terreno, entre frondosos[p. 287] castañares. El pueblo es famoso, al menos en Asturias, por ser cuna de Argüelles, padre de la Constitución española.
Al desmontar a la puerta de la posada, donde pensábamos reparar las fuerzas, una persona, asomada a una ventana del piso alto, lanzó una exclamación y desapareció. Estábamos todavía en la puerta, cuando el mismo individuo llegó corriendo y se arrojó al cuello de Antonio. Era un joven bien parecido, de unos veinticinco años, vestido con elegancia y tocado con una gorra de montero. Antonio, después de mirarle un momento, exclamó: Ah, monsieur, est ce bien vous?, y le dió un afectuoso apretón de manos. El desconocido le hizo señas de que le siguiera, y en el acto se fueron los dos al aposento de encima.
Preguntándome lo que podría significar aquello, me senté a almorzar. Pasó una hora, y Antonio no volvía. Por entre las tablas que formaban el techo de la cocina, oía yo su voz y la de su amigo, y me parecía oír a veces sollozos entrecortados y gemidos. Hubo después un largo silencio. Ya empezaba a impacientarme e iba a llamar a Antonio, cuando el hombre se presentó; pero no le acompañaba el desconocido.
—Sepamos, por todas las extravagancias de este mundo—pregunté—¿qué ha estado usted haciendo por ahí? ¿Quién es ese hombre?
[p. 288]
—Mon maître—dijo Antonio—, c’est un monsieur de ma connaissance. Con su permiso, voy a tomar un bocado, y por el camino le contaré a usted lo que sé de él.
—Monsieur—dijo Antonio cuando cabalgábamos ya fuera de Colunga—, está usted impaciente por saber la historia de ese caballero a quien ha visto usted abrazarme en la posada. Sepa usted, mon maître, que estas guerras de carlistas y cristinos han causado muchas miserias y desventuras en este país; pero no creo que haya en toda España persona tan plenamente desdichada como ese pobre y joven caballero de la posada; todas sus desventuras provienen del espíritu de partido y de facción que en estos últimos tiempos prevalecía tanto.
»Mon maître, como le he dicho a usted repetidas veces, he vivido en muchas casas y servido a muchos amos; sucedió que hará unos diez años entré a servir al padre de ese caballero, muy niño entonces. La familia estaba en muy buena posición; el padre era general del ejército y bastante rico. Constituían la familia el padre, su señora y dos hijos; el más joven es el que usted ha visto; el otro le llevaba unos cuantos años. ¡Par Dieu! En aquella casa lo pasé muy bien; todos los individuos de la familia me trataban con bondad. De muchas casas me han despedido; pero de aquella, no; cosa notable. Las tres veces que me salí fué por mi[p. 289] libre voluntad. Me enfadaba con los otros criados, o con el perro o el gato. La última vez me fuí por culpa de una codorniz colgada en la ventana de madame, y que me despertaba todas las mañanas con su canto. Eh bien, mon maître, así corrieron las cosas durante los tres años que, con tales alternativas, estuve al servicio de la familia; al cabo de ese tiempo, decidieron que el señorito más joven se fuese a viajar, y se pensó que yo le acompañase como criado. Tenía yo muy buenas ganas de irme con él; mas, par malheur, me encontraba por aquellos días muy disgustado con madame, su madre, por causa de la codorniz, e insistí en que antes de acompañar al señorito matarían al pájaro y lo echarían al puchero. Madame se negó a esto de modo terminante; y hasta el pobre señorito, que siempre se había puesto de mi parte en tales ocasiones, dijo que eso era una extravagancia; me fuí de la casa muy amoscado, y no volví más.
»Eh bien, mon maître, el señorito se fué a viajar y estuvo fuera varios años; desde su partida hasta que le he encontrado en Colunga, no había vuelto a verle ni oído hablar de él; pero sí tenía noticias de su familia: de monsieur, su padre; de madame, su madre, y de su hermano, oficial de caballería. Poco antes de la guerra civil, o sea antes de morir Fernando VII, monsieur, padre de este joven, fué nombrado capitán general[p. 290] de La Coruña. Aunque muy buen amo, monsieur era bastante orgulloso, amigo de la disciplina, de la obediencia y de todas esas cosas. Además, no era amigo del populacho, de la canaille, y profesaba singular aversión a los nacionales. Por esto, al morir Fernando, se susurraba en La Coruña que el general no era liberal, y que era más amigo de Carlos que de Cristina. Eh bien: aconteció que un día se celebraba en la bahía una gran fête en la que tomaban parte los soldados y los nacionales; yo no sé cómo sucedió; el caso es que hubo una émeute, y los nacionales echaron mano a monsieur, el general, le ataron una cuerda al cuello, le zambulleron en el agua desde la falúa en que iba, y lo llevaron a remolque hasta que se ahogó. Entonces fueron a su casa, la saquearon, y maltrataron de tal modo a madame, que por entonces estaba enceinte, que a las pocas horas expiró.
»Le digo a usted, mon maître, aunque le cueste trabajo creerlo, que al saber la desgracia de madame y del general, lloré por ellos, y sentí haberme despedido de la casa airadamente, por causa de la maldita codorniz.
»Eh bien, mon maître, nous poursuivrons notre histoire. El hijo mayor, oficial de caballería, como le he dicho, y hombre enérgico, en cuanto supo la muerte de sus padres juró vengarse. ¡Pobre infeliz! No se le[p. 291] ocurrió más que desertar con dos o tres camaradas descontentos, y, metiéndose en Galicia, levantaron una pequeña facción y proclamaron a don Carlos. Por un poco de tiempo hicieron mucho daño a los liberales, quemando y arrasando sus propiedades, y dieron muerte a varios nacionales que cayeron en sus manos. Pero esto duró poco; su facción fué dispersada y el jefe preso y ahorcado, y su cabeza clavada en un palo.
»Nous sommes déjà presque au bout. Cuando llegamos a la posada, el joven me llevó a su cuarto, como usted vió, y durante un buen rato las lágrimas y los sollozos no le dejaron hablar. Su historia se cuenta en dos palabras: volvió de su viaje, y la primera noticia que le aguardaba a su regreso era que habían ahogado a su padre, asesinado a su madre y ahorcado a su hermano, y que, además, todos los bienes de la familia estaban confiscados. Y no era eso todo: donde quiera que iba le miraban como faccioso, y los nacionales le apaleaban. Acudió a sus parientes, y algunos, del bando carlista, le aconsejaron que se alistara en el ejército de don Carlos, y el mismo Pretendiente, que fué amigo de su padre, le ofreció un empleo en su ejército. Pero, mon maître, como le dije a usted antes, se trata de un joven pacífico, manso como un cordero, que aborrece el derramamiento de sangre. Además, no era de ideas carlistas, porque durante[p. 292] sus estudios había leído libros escritos en tiempos antiguos por algunos compatriotas míos, donde no se habla más que de repúblicas, de libertades y de derechos del hombre, de suerte que se inclinaba más al sistema liberal que al de don Carlos; declinó, por tanto, la oferta de don Carlos, y todos sus parientes le abandonaron, mientras los liberales le acosaban de pueblo en pueblo como a bestia salvaje. Al fin, vendió unas tierrecillas que le quedaban, y con el producto se retiró a Colunga, donde nadie le conoce; aquí lleva hace varios meses una vida muy triste; la lectura de dos o tres libros y correr de vez en cuando una liebre con su perro son todas sus distracciones. Me pidió consejo, pero no pude darle ninguno y no hice más que llorar con él. Al cabo, dijo: «Querido Antonio, para mí no hay remedio, ya lo veo. Dices que tu amo está abajo; ruégale de mi parte que se espere hasta mañana; mandaremos llamar a las muchachas del pueblo, buscaremos un violín y una gaita, y bailaremos para olvidar nuestros cuidados un momento.» Entonces me dijo unas palabras en griego viejo; apenas las entendí, pero creo que significan algo así como: «Bebamos y comamos y alegrémonos, que mañana moriremos.»
»Eh bien, mon maître: le dije que usted es un señor muy serio, que no se divierte nunca y que estaba de prisa. Lloró otra[p. 293] vez, y, abrazándome, nos dijimos adiós. Ya sabe usted, mon maître, la historia del joven de la posada.»
Dormimos en Ribadesella, y al mediar el siguiente día llegamos a Llanes. El camino corría entre la costa y una inmensa cadena de montañas que alzaba su barrera formidable a una legua del mar. El terreno por donde íbamos era regularmente llano y parecía bien cultivado. Abundaban los viñedos y los árboles, y a cortos intervalos se alzaban los cortijos de los propietarios, edificios de piedra, de planta cuadrada, rodeados de un muro exterior. Llanes es una ciudad antigua, de gran importancia en otros tiempos. En sus cercanías está el convento de San Cilorio, uno de los edificios monásticos más grandes de España. Ahora está abandonado, y se alza solitario y desolado en una de las penínsulas de la costa cantábrica. Dejado Llanes, entramos a poco en una de las regiones más áridas y tristes que pueden imaginarse, donde todo era piedra y rocas, sin árboles ni hierba. La noche nos cogió en aquellos lugares. Continuamos la marcha, no obstante, hasta llegar a una aldea llamada Santo Colombo. Allí pasamos la noche en casa de un carabinero, hombre atlético, a quien encontramos a la puerta, armado de fusil. Era castellano, con todo el ceremonioso formulismo y la grave urbanidad que en otro tiempo dieron tanta[p. 294] fama a sus compatriotas. Regañó a su mujer porque hablaba con la criada delante de nosotros de asuntos de la casa. «Bárbara—dijo—, esa conversación no puede interesarles a unos caballeros forasteros; cállate, o vete a otra parte con la muchacha.» No quiso aceptar remuneración alguna por su hospitalidad. «Soy un caballero como ustedes—dijo—. No acostumbro a albergar gente en mi casa para ganar dinero. A ustedes les admití porque se les había hecho de noche y la posada estaba lejos.»
Madrugamos mucho y seguimos nuestra ruta por un terreno tan triste y pedregoso como el recorrido el día antes. En cuatro horas llegamos a San Vicente, pueblo grande y destrozado, habitado principalmente por miserables pescadores. Conserva, empero, notables reliquias de su pasada magnificencia; el puente, tendido sobre la profunda y ancha ría en cuya margen se alza la ciudad, no tiene menos de treinta y dos arcos, y es de granito gris. Su fábrica es muy antigua; se halla tan ruinoso en algunos sitios, que ofrece peligro.
Dejando atrás San Vicente, caminamos unas cuantas leguas por la costa; a veces atravesábamos alguna angosta ría. El terreno comenzó a mejorar; en las cercanías de Santillana era ya fértil y ameno. Como una hora antes de llegar al país de Gil Blas, atravesamos un extenso bosque, con muchas[p. 295] rocas y precipicios. En un lugar como éste se hallaba la caverna de Rolando, según se cuenta en la novela. El bosque tenía mala fama; el guía nos dijo que en él se cometían robos; pero nada nos sucedió, y llegamos a Santillana a eso de las seis de la tarde.
No entramos en la ciudad; hicimos alto en una gran venta o posada, en las afueras, delante de la que se alzaba un fresno gigante. Apenas hospedados, estalló una espantosa tormenta de agua y viento, con muchos truenos y relámpagos, que se prolongó sin interrupción varias horas, y cuyos efectos observé durante el viaje del siguiente día: todos los ríos que encontramos iban muy crecidos; al borde del camino yacían descuajados algunos árboles. Santillana cuenta con cuatro mil habitantes, y dista de Santander, adonde llegamos al otro día temprano, seis leguas cortas.
No hay cosa que contraste más con la región desolada y los pueblos medio en ruinas que acabábamos de atravesar, que el bullicio y la actividad de Santander, casi la única ciudad de España que no ha padecido con las guerras civiles, a pesar de hallarse en los confines de las Provincias Vascongadas, reducto del Pretendiente. Hasta las postrimerías del siglo pasado, Santander era poco más que una obscura ciudad de pescadores; pero en estos últimos años ha monopolizado casi por completo el comercio[p. 296] con las posesiones ultramarinas de España, especialmente con la Habana. La consecuencia de esto ha sido que, mientras Santander se enriquecía con rapidez, La Coruña y Cádiz han ido decayendo al mismo paso. Santander posee un muelle muy hermoso, sobre el que se alza una línea de soberbios edificios, mucho más suntuosos que los palacios de la aristocracia en Madrid; son de estilo francés, y en su mayoría los ocupan comerciantes. La población de Santander es de unos sesenta mil habitantes.
El día de mi llegada comí en la table d’hôte de la fonda principal, regida por un genovés. La concurrencia era muy mezclada: franceses, alemanes y españoles hablaban en sus idiomas respectivos, y en una punta de la mesa, sentados frente a frente, dos catalanes, uno de los cuales pesaría veinte arrobas, gruñían en su áspero dialecto. Mucho antes de terminar la comida, un individuo sentado junto al catalán corpulento monopolizó la atención y las conversaciones de todos. Era un hombre delgado, de mediana estatura, rubicundo y con una irregularidad en la mirada que, si no era estrabismo, se le parecía mucho. Llevaba uniforme militar, azul, y por el gusto de perorar se olvidaba de los manjares que tenía delante. Hablaba en correctísimo español, pero con un leve acento extranjero. Entretúvose un buen rato en discurrir acerca[p. 297] de la guerra y de sus particularidades, criticando con mucha libertad la conducta de los generales, tanto carlistas como cristinos, en la presente lucha, y, por último, exclamó:
—Si el Gobierno me diese veinte mil hombres tan sólo, acababa yo la guerra en seis meses.
—Dispense usted, señor—dijo un español sentado a la mesa—; la curiosidad me mueve a pedirle a usted el favor de decirnos su distinguido nombre.
—Yo soy Flinter—contestó el militar—, nombre que las mujeres, los niños y los hombres de España traen de boca en boca. Soy Flinter el irlandés y acabo de escaparme de las garras de don Carlos en las Provincias Vascongadas. Al morir Fernando me declaré por Isabel, estimando que todo buen caballero irlandés al servicio de España debía hacer otro tanto. Todos ustedes han oído hablar de mis hazañas; permítanme ustedes decir que aún hubiese hecho mucho más si la envidia de mi gloria no hubiese trabajado para privarme de los medios de acción necesarios. Hace dos años me mandaron a Extremadura a organizar las milicias. Las partidas de Gómez y de Cabrera entraron en la provincia, sembrando la devastación en torno; con todo, me encontraron en mi puesto, y si mis subalternos me hubieran secundado como era debido,[p. 298] los dos cabecillas no habrían vuelto ante su amo a jactarse de sus triunfos. Estando a la defensiva en mis atrincheramientos, se destacó de las filas carlistas un hombre y nos intimó la rendición. «¿Quién eres?»—le pregunté—. «Soy Cabrera»—respondió—. «Y yo soy Flinter—repliqué desenvainando el sable—; retírate a tus líneas o mueres inmediatamente.» Amedrentado, hizo lo que le mandé. Una hora después nos rendimos. Me llevaron prisionero a las Provincias Vascongadas, y los carlistas se regocijaron mucho con mi captura, porque el nombre de Flinter era muy sonado en sus filas. Me arrojaron en una mazmorra repugnante, donde estuve veinte meses. Hacía mucho frío, yo estaba desnudo, pero no me desanimé por eso: mi indomable espíritu no podía sentir tal flaqueza. Al cabo, mi carcelero se compadeció de mis desdichas. Díjome que «le apesadumbraba ver morir sin gloria a hombre tan valiente». Combinamos un plan de fuga, adquirimos unos disfraces y nos lanzamos juntos a la ventura. Pasamos inadvertidos hasta llegar a las líneas carlistas sobre Bilbao; allí nos dieron el alto. Pero mi presencia de ánimo no me abandonó. Iba yo disfrazado de carretero catalán, y la frialdad de mis respuestas engañó a mis interrogadores. Nos dejaron pasar y no tardamos en vernos en salvo dentro de los muros de Bilbao. Aquella noche hubo iluminación[p. 299] en la ciudad, porque el león había roto sus redes, Flinter se había escapado y volvía a reanimar una causa abatida. Acabo de llegar ahora de Santander, de paso para Madrid, donde voy a pedir al Gobierno el mando de veinte mil hombres.
¡Pobre Flinter! Seguramente no se han visto juntos en el mismo cuerpo un corazón más intrépido ni una boca más fanfarrona. Se fué a Madrid y, por la influencia del embajador británico, amigo suyo, obtuvo el mando de una pequeña división, con la que se dió traza para sorprender y derrotar, en las cercanías de Toledo, un cuerpo de carlistas al mando de Orejita, tres veces superior en número a sus tropas. En pago de esa hazaña, el Gobierno, que era entonces moderado o juste milieu, le persiguió con incansable animosidad; el primer ministro, Ofalia, apoyó con toda su influencia numerosas y ridículas acusaciones de robos y saqueos aducidas contra el demasiado victorioso general por los canónigos carlistas de Toledo. Fué asimismo acusado de negligencia por haber consentido, después de la batalla de Valdepeñas, ganada también por él con gran intrepidez, que las fuerzas carlistas se posesionaran de las minas de Almadén; bien que el Gobierno, empeñado en perderle, hizo cuanto pudo para impedir que se aprovechara de la victoria, negándole todo género de recursos y refuerzos. Privado[p. 300] de los frutos de su victoria, cegáronse sus esperanzas, y una melancolía morbosa se apoderó del irlandés; resignó el mando, y menos de diez meses después de haberle visto en Santander, dió a sus cobardes y envidiosos enemigos un triunfo que los satisfizo, cortándose el cuello con una navaja de afeitar.
¡Almas ardorosas, nacidas en otros climas, que aspiráis a distinguiros al servicio de España y a ganar recompensas y honores, acordaos de la suerte de Colón y de otro no menos valiente y apasionado: Flinter!
[Pg 301]
Salida de Santander.— Alarma nocturna.— La hoz tenebrosa.
Tenía yo encargado que mandaran desde Madrid a Santander 200 Testamentos; con no pequeño disgusto hallé que no habían llegado, y supuse o que los carlistas se habían apoderado de ellos en el camino, o que mi carta se había extraviado. Pensé pedir a Inglaterra provisión de ellos; pero abandoné la idea por dos razones: en primer lugar, hubiera tenido que perder un mes aguardando, ocioso, su llegada, y la ciudad era muy cara, y en segundo lugar, me encontraba muy mal de salud y no podía procurarme buena asistencia médica en Santander. Desde que salí de La Coruña me afligía una disentería terrible, complicada últimamente con una oftalmía. Resolví, por tanto, marcharme a Madrid. Pero no era esto empresa fácil. Partidas del ejército de don Carlos, batidas en Castilla, merodeaban por la región que yo iba a cruzar, sobre todo por la parte llamada La Montaña, de modo que las comunicaciones[p. 302] de Santander con el Sur estaban cortadas. Sin embargo, determiné confiar, como siempre, en el Todopoderoso y afrontar el peligro. Compré un caballejo, y en compañía de Antonio me puse en camino.
Antes de marcharme hablé con los libreros para el caso de que me fuera posible enviarles un depósito de Testamentos desde Madrid; arregladas las cosas a gusto mío, me puse en manos de la Providencia. No me detendré en referir este viaje de 300 millas. Pasamos por en medio del fuego, aunque parezca raro, sin chamuscarnos un pelo de la cabeza. Delante, detrás y a cada lado de nosotros se cometían robos, muertes y todo género de atrocidades; pero ni siquiera nos ladró un perro, aunque en cierta ocasión se concertó un plan para cogernos. A unas cuatro leguas de Santander, mientras echábamos pienso a los caballos en la posada de un pueblo, vi salir corriendo a un hombre que había estado cuchicheando con el mozo que nos daba la cebada para las bestias. En el acto le pregunté lo que el hombre le había dicho; pero obtuve sólo respuestas evasivas. Luego resultó que hablaron de nosotros. Dos o tres leguas más lejos había otro pueblo y otra posada, donde tenía pensado detenerme, y de seguro lo dije así; pero al llegar a ella, como aún quedaba bastante sol, decidí continuar hasta otra posada que creía encontrar a una legua[p. 303] de distancia; me equivoqué en esto, porque no encontramos ninguna hasta Ontaneda, a nueve leguas y media de Santander, donde había un pequeño destacamento de soldados. A media noche nos despertó el grito de alarma; el faccioso estaba cerca; acababa de llegar un emisario del alcalde del pueblo inmediato, donde había tenido yo intención de pernoctar, diciendo que una partida carlista había sorprendido el lugar en busca de un espía inglés que suponían alojado en la posada. Al oír esto, el oficial que mandaba la tropa no se creyó seguro, y al instante reunió su gente y se retiró a un pueblo próximo fortificado, guarnecido por un destacamento más poderoso. Nosotros ensillamos los caballos y continuamos nuestro camino en la obscuridad. Si los carlistas llegan a cogerme me hubieran fusilado en el acto, y arrojado mi cuerpo en las peñas para pasto de buitres y lobos. Pero «no estaba escrito», decía Antonio, que, como muchos de sus compatriotas, era fatalista. A la noche siguiente nos libramos también de buena: llegábamos cerca de la entrada de un paso horrible llamado El puerto de la puente de las tablas, que atraviesa una montaña pavorosa y negra, al otro lado de la cual está la ciudad de Oña, donde me proponía pasar la noche. Hacía un cuarto de hora que se había puesto el sol. De pronto un hombre, con el ros[p. 304]tro lleno de sangre, salió precipitadamente de la hoz.
—Vuélvase atrás, señor—dijo—, en nombre de Dios; en la hoz hay ladrones, y acaban de robarme la mula y todo lo que tengo; con trabajo he salido vivo de sus manos.
No sé por qué no le hice caso, y sin responder seguí adelante; cierto que estaba yo tan cansado y enfermo que me importaba muy poco lo que pudiera sucederme. Entramos; a derecha e izquierda se alzaban las rocas a pico e interceptaban la escasa luz del crepúsculo, de suerte que en torno nuestro reinaban tinieblas sepulcrales o, más bien, las tinieblas del valle de la sombra de muerte, y no sabíamos por dónde íbamos; pero confiábamos en el instinto de los caballos, que avanzaban con las cabezas pegadas al suelo. No se oía más ruido que el fragor del agua al despeñarse por la hoz. A cada momento creía que iba a sentir un puñal en el cuello; pero «no estaba escrito». Atravesamos la hoz sin hallar ser humano, y a los tres cuartos de hora de haber entrado en ella nos encontrábamos en la posada de la ciudad de Oña, atestada de tropas y de paisanos armados en espera de un ataque del grueso del ejército carlista, que andaba muy cerca.
Bueno: llegamos a Burgos sin novedad; llegamos a Valladolid sin novedad; pasamos el Guadarrama sin novedad, y, por último,[p. 305] llegamos sin novedad a nuestra casa en Madrid. La gente ponderaba nuestra buena suerte; Antonio decía: «No estaba escrito»; pero yo digo: Loado sea el Señor por las mercedes que nos otorgó.
FIN DEL TOMO SEGUNDO
NOTAS
[1] Borrow salió de Sevilla el 9 de Diciembre de 1836, estuvo once días en Córdoba, de donde partió el 20, llegando a Aranjuez el 25 y a Madrid el 26. (Knapp.)
[2] Número 16, piso 3.º (Knapp.)
[3] María Díaz murió en 1844. (Knapp.)
[4] El primer contrato para imprimir el Nuevo Testamento lo hizo con Mr. Charles Wood, impresor del gobierno español. El contrato con Borrego es de 17 de Enero de 1837, para reproducir la edición de Londres (1826) del N. T. de Scio. (Knapp.)
[5] Borrow pensó primeramente en dar por terminada su misión en la Península con la impresión del Nuevo Testamento, dejando a otros el cuidado de distribuir la obra. Cambió de idea y se ofreció a desempeñar en persona ese cometido; los directores de la Sociedad Bíblica aceptaron su propuesta, recibiendo Borrow la autorización oficial dos días después de terminarse la tirada del libro. (Knapp.)
[6] Buena suerte, Antonio.
[7] He aquí la original copla bilingüe que damos traducida en el texto:
[8] Plural de chabó o chabé: mozo, joven, compañero.
[9] Soldados.
[10] Parugar: trocar, traficar. Graste: caballo.
[11] Feria.
[12] Caballero.
[13] Plural de Caloró: gitano.
[14] Bul; Bullati: el ano.
[15] Un hombre no gitano; un gentil.
[16] Granada.
[17] ¡Quita de ahí! ¡Déjame!
[18] Estos «cuadros de Murillo» son imaginarios, observa el editor U. R. Burke.
[19] Posiblemente Cisneros o Calzada. (Nota del editor Burke.)
[20] El nombre del arriero era Pedro Mato. La estatua es de madera. (Nota del editor Burke.)
[21] Es un error: Lucus Augusti fué sólo capital de la Galicia septentrional; Bracara Augusta (Braga), de la meridional; el Miño las dividía. (Nota del editor Burke.)
[22] Vocablo del dialecto milanés, según Borrow y su anotador Burke, equivalente a vagar sin rumbo.
[23] Alude a D. Pelayo Gómez de Sotomayor, primer enviado de Enrique III cerca de Tamerlán.
[24] El abogado se llamaba D. Claudio González y Zúñiga, autor de la Descripción Económica de la Provincia de Pontevedra. Pontevedra, 1834. (Knapp).
[25] El alcalde de Corcubión no necesitaba saber inglés para leer a Bentham, porque desde 1820 a 1837 gran parte de sus escritos se habían traducido y publicado en España. Las obras completas fueron publicadas en español por Baltasar Anduaga Espinosa, Madrid, 1841-1843, 14 vols. en 4.º El calificativo de «Solón inglés» que Borrow pone en boca del alcalde está tomado de un artículo del Monthly Magazine, que Borrow conocía bien. Su indiferencia por Bentham nace de la secreta hostilidad que Borrow profesaba al Dr. Bowring, uno de los agentes principales de la introducción de las obras de Bentham en la Península. (Knapp.)
[26] ¿Avilés?
Nota de transcripción
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