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Con Licencia.
IMPR. DE J. FERRER DE ORGA.
Valencia 1833.
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T. Blasco lo g.ºL. Tellez lo d.º
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CUENTOS
DE
LA ALHAMBRA
DE
Washington Irving.
Traducidos
POR D. L. L.
PARIS,
LIBRERÍA HISPANO-AMERICANA,
CALLE DE RICHELIEU Nº 60.
1833.
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Si los Cuentos de la Alhambra han alcanzado tan buena acogida entre los ingleses y franceses, con mayor razon puede esperarse que la logren entre nosotros; porque enlazadas estas fábulas con las tradiciones y consejas populares del pais, es muy natural que produzcan aquel interes que inspiran al hombre de buen corazon las antiguallas de su patria, y la tierna memoria de los cuentos de la niñez.
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Esta consideracion nos ha impulsado á dar á luz el presente tomito, como una muestra de la obra que con el mismo título y mayor estension acaba de escribir el célebre Washington Irving; y si el éxito nos diese motivo para juzgar que ha merecido el aprecio de los inteligentes, quizá pensaremos en publicar otra serie, y aun acaso todos los que restan del original.
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Conducido á España á impulsos de la curiosidad en la primavera de 1829, hice una escursion desde Sevilla á Granada en compañía de un amigo, agregado entonces á la embajada rusa en Madrid. Desde regio[p. 2]nes muy distantes nos habia llevado el acaso al pais en que nos hallábamos reunidos, y la conformidad de nuestros gustos nos inspiró el deseo de recorrer juntos las románticas montañas de Andalucía. ¡Ojalá que si estas páginas llegan á sus manos en el pais adonde las obligaciones de su destino hayan podido conducirle, ya le hallen engolfado en la pompa tumultuosa de las córtes, ya meditando sobre las glorias mas efectivas de la naturaleza; le recuerden nuestra feliz peregrinacion y la memoria de un amigo, á quien ni el tiempo ni la distancia harán jamas olvidar su amabilidad y su mérito!
Antes de pasar adelante, no será inoportuno presentar algunas observaciones preliminares sobre el aspecto general de España, y el[p. 3] modo de viajar por aquel pais. En las provincias centrales, al atravesar el viagero inmensos campos de trigo, ora verdes y undosos, ya rubios como el oro, ya secos y abrasados por el sol; buscará en vano la mano que los ha cultivado, hasta que al fin divisará, sobre la cima de un monte escarpado, un lugar con fortificaciones moriscas medio arruinadas, ó alguna torre que sirviera de asilo á los habitantes durante las guerras civiles, ó en las invasiones de los moros. La costumbre de reunirse para protegerse mútuamente en los peligros, existe aun entre los labradores españoles, merced á la rapiña de los ladrones que infestan los caminos.
La mayor parte de España se halla desnuda del rico atavío de los bosques y las selvas, y de las gracias[p. 4] mas risueñas del cultivo; pero sus paisages tienen un carácter de grandeza que compensa lo que les falta bajo otros respetos: hállanse en ellos algunas de las cualidades de sus habitantes, y de ahí es que yo concibo mejor al duro, indomable y frugal español despues que he visto su pais.
Los sencillos y severos rasgos de los paisages españoles tienen una sublimidad que no puede desconocerse. Las inmensas llanuras de las Castillas y de la Mancha, estendiéndose hasta perderse de vista, adquieren cierto interes con su estension y uniformidad, y causan una impresion análoga á la que produce la vista del océano. Recorriendo aquellas soledades sin límites visibles, suele descubrirse de cuando en cuando un rebaño apacentado por un pastor inmóvil[p. 5] como una estátua, con su baston herrado en la mano á guisa de lanza; una recua de mulos que cruzan pausadamente el desierto, cual atraviesan las carabanas de camellos los arenales de la Arabia; ó bien un zagal que camina solo con su cuchillo y carabina.
Los peligros de los caminos dan ocasion á un modo de viajar que presenta en escala menor las carabanas del oriente: los arrieros parten en gran número y bien armados á dias señalados, y los viageros que accidentalmente se les reunen aumentan sus fuerzas.
El arriero español posee un caudal inagotable de canciones y romances con que aligera sus continuas fatigas. La música de estos cantos populares es sobremanera sencilla, pues que se reduce á un corto nú[p. 6]mero de notas, y las letras por lo comun son algunos romances antiguos sobre los moros, endechas amorosas, y con mayor frecuencia romances en que se refieren los hechos de algun famoso contrabandista; y sucede no pocas veces, que tanto la música como la letra es improvisado, y se refiere á una escena local ó á algun incidente del viage. Este talento de improvisacion, tan comun en aquel pais, parece se ha trasmitido de los árabes, y es fuerza convenir en que aquellos cantos de tan fácil melodía producen una sensacion sumamente deliciosa cuando se oyen en medio de los campos salvages y solitarios que celebran, y acompañados por el argentino sonido de las campanillas de las mulas.
No es posible imaginarse cosa mas[p. 7] pintoresca que el encuentro de una recua de mulas en el tránsito de aquellos montes. Oireis ante todo las campanillas de la delantera, cuyo sonido repetido y monótono rompe el silencio de las alturas aéreas, y tal vez la voz de un arriero que llama á su deber á alguna bestia tarda ó descaminada, ó que canta con toda la fuerza de sus pulmones un antiguo romance nacional. Al cabo de rato descubrís las mulas que pasan lentamente los desfiladeros, ya bajando una pendiente tan rápida y elevada, que las vereis como designadas de relieve sobre el fondo azul del cielo, ya avanzando trabajosamente al traves de los barrancos que están á vuestros pies. Á medida que se aproximan distinguís sus adornos de color brillante, sus arreos bor[p. 8]dados, sus plumages; y cuando ya están mas cerca, el trabuco, siempre cargado, que cuelga detras de los fardos como una advertencia de los peligros del camino.
El antiguo reino de Granada, en el que íbamos á entrar, es uno de los paises mas montuosos de España. Sierras vastas ó cadenas de montes desnudos de árboles y de maleza, y abigarrados de canteras de mármol y de granito de diversos colores, levantan sus peladas crestas en medio de un cielo de azul oscuro; mas en su seno están ocultos algunos valles fértiles y frondosos, y el desierto cede el lugar al cultivo, que fuerza á las rocas mas áridas á producir el naranjo, la higuera y el limonero, y á engalanarse con las flores del mirto y el rosal.
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En las gargantas mas salvages de aquellos montes se encuentran varios lugarejos murados, construidos á manera de nidos de águilas en las cimas de los precipicios, y algunas torres derruidas, colgadas por decirlo así sobre los picos mas elevados, recordando los tiempos caballerescos, las guerras de moros y cristianos, y la lucha romántica que precedió á la toma de Granada. Al transitar el viagero por aquellas altas cordilleras, se ve á cada paso precisado á echar pie á tierra, y conducir el caballo de la brida para subir y bajar por algunas sendas ásperas y angostas, semejantes á escaleras arruinadas. Algunas veces corre el camino á orillas de precipicios espantosos, de que ningun parapeto os defiende; otras se sumerge en[p. 10] una pendiente rápida y peligrosa que se pierde en una oscura profundidad, ó pasa por entre barrancos formados por los torrentes del invierno, y que sirven de guarida á los malhechores. Descúbrese de cuando en cuando una cruz de funesto presagio; y este monumento del robo y del asesinato, erigido sobre un monton de piedras á la orilla del camino, advierte al caminante que se halla en un parage frecuentado por los bandidos, y que quizá entonces mismo le acecha en emboscada alguno de aquellos malvados. Muchas veces sorprendido el caminante en el recodo de un valle sombrío por un bramido ronco y espantoso, levanta la cabeza, y en una de las frondosas quebradas del monte descubre una manada de fieros toros andaluces[p. 11] destinados á los combates del circo. Nada mas imponente que el aspecto de aquellos brutos terribles, errantes en su terreno nativo con toda la fuerza que les da la naturaleza: indómitos y casi estraños al hombre, solo conocen al pastor que los guarda, y que no siempre se atreve á aproximárseles; el mugido de estos animales, y los amenazantes ojos con que miran hácia abajo desde sus elevadas praderas, añaden todavía espresion al aspecto salvage de la escena.
El 1º de mayo salimos mi compañero y yo de Sevilla para Granada, y como conocíamos el pais que íbamos á recorrer, y lo incómodo y poco seguro de los caminos, enviamos delante con arrieros los efectos de mas valor, y llevábamos únicamente nuestros vestidos y el dinero[p. 12] necesario para el viage, con un aumento destinado á satisfacer á los bandoleros, caso de vernos atacados, y libertarnos así del mal trato á que se ven espuestos los viageros muy avaros ó muy pobres. Sabíamos tambien que no debe confiarse en la despensa de las posadas, y que habíamos de cruzar largos espacios inhabitados; y con este conocimiento tomamos las precauciones convenientes para asegurar nuestra subsistencia, y alquilamos dos caballos para nosotros, y otro para que llevase nuestro corto equipage y á un robusto vizcaino, que debia guiarnos en el laberinto de aquellas montañas, cuidar de las caballerías, y en fin, servirnos en la ocasion, ya de ayuda de cámara, ya de guarda. Habíase este prevenido de un formidable trabuco para de[p. 13]fendernos, segun decia contra los rateros: sus fanfarronadas sobre esta arma no tenian término; mas sin embargo, con descrédito de su prudencia militar, la carabina en cuestion colgaba descargada al arzon trasero de la silla. Como quiera, el vizcaino era un criado fiel, celoso y jovial; tan fecundo en chistes y refranes como aquel modelo de escuderos, el célebre Sancho, cuyo nombre le dimos: verdadero español en los momentos de su mayor alegria; mas á pesar de la familiaridad con que le tratábamos, no pasó jamas los límites de un respetuoso decoro.
Equipados en estos términos nos pusimos en camino, resueltos á sacar todo el partido posible de nuestro viage; y con tales disposiciones, ¡cuán delicioso era el pais que íbamos á[p. 14] recorrer! La venta mas infeliz de España es mas fecunda de aventuras que un castillo encantado, y cada comida que se efectua puede mirarse como una especie de hazaña. Ensalcen otros enhorabuena los caminos resguardados de parapetos, las suntuosas fondas de un pais cultivado y civilizado hasta el punto de no ofrecer sino superficies planas; en cuanto á mí, solo la España con sus agrestes montes y francas costumbres puede saciar mi imaginacion.
Desde la primera noche disfrutamos ya uno de los placeres novelescos del pais. Acababa de ponerse el sol cuando llegamos á una villa muy grande, cansados por haber cruzado una llanura inmensa y desierta, y calados de agua, en razon de la copiosa lluvia que habia caido sobre[p. 15] nosotros. Apeamos en un meson, en donde se alojaba una compañía de fusileros, ocupada entonces en persecucion de los ladrones que infestaban la comarca; y como unos estrangeros de nuestra clase eran un objeto de admiracion en aquel pueblo estraviado, el huésped, ayudado de dos ó tres vecinos embozados en sus capas pardas, examinaba nuestros pasaportes en un rincon de la pieza, mientras un alguacil con su capita negra, tomaba apuntaciones á la débil luz de un farol. Unos pasaportes en lengua estrangera les daban mucha grima; mas acudió á su socorro nuestro escudero Sancho, y nos dió aun mayor importancia con la pomposa elocuencia de un español. Al mismo tiempo la distribucion de algunos cigarros nos ganó todos[p. 16] los corazones, y á poco rato ya estaba el pueblo entero en movimiento para obsequiarnos. Visitónos el alcalde en persona, y la misma huéspeda llevó con gran ceremonia á nuestro cuarto un gran sillon de juncos para que el ilustre viagero pudiese sentarse con mayor comodidad. Hicimos cenar con nosotros al comandante de los fusileros, el cual nos divirtió sobremanera con la animada relacion de una campaña que habia hecho en la América del Sur, y otras hazañas amorosas y guerreras, que debian todo su interes á sus ampulosas frases y multiplicados ademanes, y sobre todo á cierto movimiento de los ojos, que sin duda queria decir mucho. Pretendia saber el nombre y señas de todos los bandidos de la provincia, y se prometia[p. 17] ojearlos y prenderlos uno á uno. El buen oficial se empeñó en que nos habia de dar algunos hombres para nuestra escolta. «Mas uno solo bastará, añadió, porque los ladrones nos conocen, y la vista sola de uno de mis muchachos derramará el espanto por toda la sierra.» Le agradecimos su ofrecimiento y buena voluntad, asegurándole en el mismo tono, que con el formidable escudero Sancho no temeríamos haberlas con todos los bandoleros de Andalucía.
Mientras estábamos cenando con el amable perdonavidas, llegó á nuestros oidos el sonido de una guitarra, acompañado de un repiqueteo de castañuelas, y poco despues un coro de bien concertadas voces que cantaba una tonada popular. Era un[p. 18] obsequio del huésped, que para divertirnos habia reunido aquellos músicos aficionados y á las hermosas de la vecindad, y cuando salimos al patio vimos una verdadera escena de alegria española. Nos colocamos bajo el soportal con los huéspedes y el comandante, y pasando la guitarra de mano en mano, vino á parar en las de un alegre zapatero, que nos pareció el Orfeo de la tierra. Era un jóven de aspecto agradable, patilla negra, y las mangas de la camisa arremangadas hasta encima del codo. Sus dedos recorrian el instrumento con estraordinaria ligereza y habilidad, cantando al mismo tiempo algunas seguidillas amorosas, acompañadas de espresivas miradas á las mozas, con las que al parecer estaba en gran favor. En seguida bailó el[p. 19] fandango con una graciosa andaluza, causando gran placer á los espectadores. Pero ninguna de las mugeres que se hallaban presentes podia compararse á la linda Pepita, hija del huésped, que aunque con mucha prisa, se habia prendido con la mayor gracia para el baile improvisado, entrelazando con frescas rosas las trenzas de sus hermosos cabellos: esta lució su habilidad con un bolero que bailó, acompañada de un gallardo dragon. Habíamos nosotros dispuesto que se sirviese á discrecion vino, dulces y otras frioleras; y sin embargo de que la reunion se componia de soldados, arrieros y paisanos de todas clases, nadie se escedió de los límites de una diversion honesta; y en verdad que cualquier pintor se hubiera tenido por dichoso[p. 20] de poder contemplar aquella escena. El elegante grupo de los bailadores, los soldados de á caballo de medio uniforme, los paisanos envueltos en sus capas, y en fin, hasta el amojamado alguacil, digno de los tiempos de D. Quijote, á quien se veía escribir con gran diligencia á la moribunda luz de una gran lámpara de cobre, sin cuidarse de lo que pasaba en su derredor, todo esto formaba un conjunto verdaderamente pintoresco.
No daré aquí la historia exacta de los acontecimientos de esta espedicion de algunos dias por montes y valles. Viajábamos como verdaderos contrabandistas, abandonándonos al azar en todas las cosas, y tomándolas buenas ó malas segun las deparaba la suerte. Este es el mejor[p. 21] modo de viajar por España, mas nosotros sin embargo habíamos cuidado de llenar de buenos fiambres las alforjas de nuestro escudero, y su gran bota de esquisito vino de Valdepeñas. Como este último artículo era en verdad de mayor importancia para nuestra campaña que la misma carabina de Sancho, conjuramos á este que estuviese en continua vigilancia sobre esta parte preciosa de su carga; y debo hacerle la justicia de decir que su homónimo, tan célebre por el celo con que cuidaba de la mesa, no le escedia en nada como proveedor inteligente. Así pues, á pesar de que las alforjas y la bota eran vigorosa y frecuentemente atacadas, no parecia sino que tenian la milagrosa propiedad de no vaciarse jamas, porque nuestro ingenioso es[p. 22]cudero nunca se olvidaba de colocar en ellas los relieves de la cena de la venta, para que sirviesen á la comida que hacíamos á campo raso al dia siguiente. ¡Con cuánta delicia almorzábamos algunas veces á la mitad de la mañana, sentados á la sombra de un árbol, á orillas de una fuente ó de un arroyo! ¡Qué siestas tan dulces no tomamos, sirviéndonos de colchon nuestras capas tendidas sobre la fresca yerba!
En cierta ocasion hicimos alto á medio dia en una frondosa pradera, situada entre dos colinas cubiertas de olivos. Tendimos las capas bajo de un pomposo álamo que daba sombra á un bullicioso arroyuelo, y arrendados los caballos de modo que pudiesen pacer, ostentó Sancho con aire de triunfo todo el caudal de su[p. 23] despensa. Los sacos contenian algunas municiones recogidas en el espacio de cuatro dias; pero habian sido notablemente enriquecidos con los restos de la cena que habíamos tenido la noche anterior en una de las mejores posadas de Antequera. Sacaba nuestro escudero poco á poco el heterogeneo contenido en su zurron y yo creí que no acababa jamas. Apareció ante todo una pierna de cabrito asada, casi tan buena como cuando nos la habian servido; siguióse un gran pedazo de bacalao seco envuelto en un papel, los restos de un jamon, medio pollo, una porcion de panecillos, y en fin, un sinnúmero de naranjas, higos, pasas y nueces: la bota habia sido tambien reforzada con escelente vino de Málaga. Á cada nueva aparicion gozaba[p. 24] de nuestra cómica sorpresa, dejándose caer sobre el césped con grandes carcajadas. Elogiábamos estremadamente á nuestro sencillo y amable criado, comparándole en su aficion á llenar la panza, al célebre escudero de D. Quijote. Estaba él muy versado en la historia de este caballero, y como la mayor parte de las gentes de su clase, creía á pie juntillas en su realidad.
«¿Y hace mucho tiempo que sucedió eso? me dijo un dia con semblante interrogativo.
—Sí, mucho tiempo, le contesté yo.
—Yo apostaria á que ha ya mas de mil años, replicó mirándome con una espresion de duda todavía mas marcada.
—No creo yo que haya mucho me[p. 25]nos.» El escudero no preguntó mas.
Mientras al compas de sus gracias esplotábamos nosotros las provisiones que quedan descritas, se nos acercó un mendigo que casi parecia un peregrino. Su entrecana barba y el baston en que se apoyaba anunciaban vejez; mas su cuerpo muy poco inclinado, mostraba aun los restos de una estatura gallarda. Llevaba un sombrero redondo de los que usan los andaluces, una especie de zamarra de piel de carnero, calzon de correal, botin y sandalias. Sus vestidos, aunque ajados y cubiertos de remiendos, estaban limpios, y se llegó á nosotros con aquella atenta gravedad que se nota en los españoles, aun de la ínfima clase. Habia en nosotros disposicion favorable para recibir seme[p. 26]jante visita, y así, por un impulso espontáneo de caridad, le dimos algunas monedas, un pedazo de pan blanco y un vaso de buen vino de Málaga. Recibiólo todo con reconocimiento; mas sin manifestar con ninguna bajeza su gratitud. Luego que probó el vino, le miró al trasluz, y mostrando cierta admiracion se lo bebió de un sorbo, diciendo: «¡Cuántos años ha que no habia yo probado tan buen vino! Esto es un verdadero cordial para los pobres viejos.» Contempló luego el pan, y dijo besándole: «Bendito sea Dios.» Dicho esto se lo metió en el zurron, y habiéndole instado nosotros para que se lo comiese en el acto: «No señores, replicó; el vino era preciso beberlo ó dejarlo, mas el pan debo llevarlo á mi casa y partirlo con[p. 27] mi pobre familia.» Sancho consultó nuestros ojos, y dió al pobre abundantes fragmentos de la comida, bien que con la condicion de que se comeria en el acto una parte.
Sentóse pues á poca distancia de nosotros y comió pausadamente, con una finura y una sobriedad, que hubieran podido honrar á un hidalgo. Yo creí descubrir en él una especie de tranquila dignidad y atenta cortesanía, que anunciaban que habia conocido mejores dias; pero no habia nada de esto: no tenia mas que la política natural á todo español, y aquel aire poético que caracteriza los pensamientos y el lenguage de este pueblo vivo é ingenioso. Nuestro peregrino habia sido pastor por espacio de cincuenta años, y al presente se hallaba desacomodado y[p. 28] sin medios para subsistir. «Cuando yo era jóven, decia, no habia cosa alguna capaz de hacerme tomar pesadumbre: hallábame siempre sano y contento; mas ahora tengo setenta y nueve años, me veo precisado á mendigar el sustento, y ya empiezan á abandonarme las fuerzas.»
Sin embargo, todavía no estaba acostumbrado á la mendiguez; hacia poco tiempo que la necesidad le habia obligado á recurrir á tan triste y desagradable recurso, y nos hizo una pintura muy patética de los combates que habia sostenido su orgullo contra la necesidad. Volvia de Málaga sin dinero, hacia mucho tiempo que no habia comido, y aun tenia que atravesar una de aquellas vastas llanuras en donde se hallan tan pocas habitaciones: muerto casi[p. 29] de debilidad, pidió primeramente á la puerta de una venta: Perdone usted por Dios, hermano, le contestaron. «Pasé adelante, dijo, con mas vergüenza aun que hambre, porque todavía no se hallaba abatido el orgullo de mi corazon. Al pasar por un rio, cuyas márgenes estaban muy elevadas y la corriente era profunda y rápida, estuve tentado de precipitarme en él. ¿Á qué ha de permanecer sobre la tierra, dije interiormente, un viejo miserable como yo? Iba ya á arrojarme; mas Dios iluminó mi corazon y me apartó de tan criminal idea. Dirigíme á una casita que se hallaba situada á cierta distancia del camino, entréme en el patio; la puerta de la casa estaba cerrada, mas habia dos señoritas asomadas á una de las ventanas. Las[p. 30] pedí limosna, y—Perdone usted por Dios, hermano, fue otra vez la respuesta que recibí, cerrándose al mismo tiempo la ventana. Salíme casi arrastrando del patio, pronto ya á desmayarme; y creyendo que era llegada mi hora, me dejé caer contra la puerta, me encomendé de todo corazon á la Vírgen nuestra señora, y me cubrí la cabeza para morir. Á pocos minutos llegó el dueño de la casa, y viéndome tendido á su puerta, se compadeció de mis canas, me hizo entrar y me dió algun alimento, con que pude recobrarme. Ya veis, señores, que nunca debe perderse la confianza en la proteccion de la santísima Vírgen.»
El anciano se dirigió hácia Archidona, su pais natural, que descubríamos á poca distancia en la cima[p. 31] de un monte escarpado, y en el camino nos hizo reparar en las ruinas de un antiguo castillo de los moros, que habitó uno de sus reyes en tiempo de las guerras de Granada. «La reina Isabel, nos dijo, le sitió con un egército poderoso; mas él, mirándolo desde lo alto de su fortaleza, se burlaba de sus esfuerzos. Entonces se apareció la Vírgen á la reina, y á ella y á sus soldados los condujo por un camino misterioso, que nadie hasta entonces habia frecuentado ni frecuentó despues. Cuando el moro vió llegar á la reina quedó pasmado, y acosando el caballo hácia el precipicio, se arrojó en él y se hizo pedazos. Aun se ven á la orilla del peñasco las señas de las herraduras, y ustedes mismos pueden descubrir desde aquí el camino por[p. 32] donde la reina y el egército subieron á la montaña, que se estiende á manera de una cinta á lo largo de sus laderas; mas lo que hay en esto de milagroso es, que aunque á cierta distancia puede conocerse, desaparece luego que se trata de examinarle de cerca.» El camino ideal que el buen pastor nos enseñaba, no era probablemente otra cosa que alguna arroyada arenosa, que se distinguia á cierta distancia en que la perspectiva disminuía su anchura, y se confundia con el resto de la superficie cuando se miraba mas de cerca.
Como con el vino y la buena acogida se habia restablecido el anciano, nos refirió otra historia de un tesoro que el rey moro habia enterrado bajo el castillo, junto á cuyos ci[p. 33]mientos estaba situada su casa. El cura y el boticario del pueblo, habiendo soñado por tres veces en el tesoro, hicieron una escavacion en el parage que sus sueños les habian indicado, y el yerno de nuestro convidado oyó por la noche el ruido de los azadones. Nadie sabe lo que hallaron; pero lo cierto es que ellos se hicieron ricos de repente y guardaron su secreto. De modo que el viejo pastor se habia visto al umbral de la fortuna; mas estaba decretado que él y esta no habian de morar jamas bajo un mismo techo.
Tengo observado que las historias de tesoros enterrados por los moros corren principalmente entre las gentes mas pobres de España, como si la naturaleza quisiese compensar con la sombra la falta de la realidad: el[p. 34] hombre sediento sueña arroyos y fuentes cristalinas, el que tiene hambre banquetes opíparos, y el pobre montes de oro escondido: no hay cosa mas rica que la imaginacion de un mendigo.
La última escena de nuestro viage que referiré, es la noche que pasamos en la pequeña ciudad de Loja, célebre plaza fronteriza en tiempo de los moros, y en cuyas murallas se estrelló el poder de Fernando. De esta fortaleza salió el viejo Aliatar, suegro de Boabdil, acompañado de su yerno para la desastrada espedicion, que acabó con la muerte del general y la prision del monarca. Está Loja en una situacion pintoresca en medio de un desfiladero que sigue las márgenes del Genil, circuida de rocas inaccesibles, bosque[p. 35]cillos, prados y jardines. Nuestra posada, que en nada desdecia del aspecto del pueblo, la tenia una jóven y linda viudita andaluza, cuya basquiña negra de seda guarnecida de franjas, dibujaba graciosamente unas formas mórbidas y elegantes. Paso firme y ligero, ojos negros y llenos de fuego, y su aire de presuncion y su esmerado aliño, manifestaban sobradamente que estaba acostumbrada á escitar la admiracion.
Un hermano, que tendria en corta diferencia la misma edad, ofrecia con ella el perfecto modelo del majo y la maja andaluces. Era alto, robusto y bien dispuesto; color moreno claro, ojos negros y brillantes, y patillas castañas y rizadas que se unian por bajo de la barba. Ajustaba[p. 36] su cuerpo una chaquetilla de terciopelo verde, adornada de un sinnúmero de botoncillos de plata, y por cada una de las faltriqueras asomaba la punta de un pañuelo blanco; calzon de la misma tela, con una carrera de botones que bajaba desde la cadera á la rodilla; rodeaba su cuello un pañuelo de seda color de rosa, que pasando por una sortija, bajaba á cruzarse sobre una camisa aplanchada con esmero. Llevaba ademas un cinto, lindos botines de hermoso becerro leonado, que abiertos hácia la pantorrilla, dejaban ver una media muy fina; y en fin, zapatos anteados, que hacian campear con ventaja un pie perfecto.
Hallándose este á la puerta llegó un hombre á caballo, y en voz baja entabló con él una conversacion que[p. 37] parecia muy séria. Su trage era del mismo gusto, y casi tan elegante como el del huésped: podria tener treinta años, era alto y fornido, y aunque ligeramente pintado de viruelas, no dejaba de haber gracia en sus bellas facciones; su ademan y su aire, no solo tenian soltura sino resolucion, y aun osadía. El poderoso caballo que montaba, negro como el azabache, estaba adornado de gallardos arreos, y llevaba un par de trabucos pendientes del arzon trasero. La figura de este hombre me hizo acordar de los contrabandistas que habia visto en los montes de Ronda. Conocí que tenia íntimas relaciones con el hermano de nuestra huéspeda, y tambien pensé, salvo error, que era amante favorecido de la graciosa viuda. Con efecto, toda[p. 38] la casa y sus habitantes tenian cierto aspecto de contrabando: la carabina descansaba en un rincon, junto á la guitarra. El referido caballero pasó la noche en la posada, y cantó con mucha espresion diferentes romances guerreros de las montañas. Estando nosotros cenando, llegaron dos pobres asturianos pidiendo un pedazo de pan y un asilo para pasar aquella noche. Habíanlos asaltado los ladrones al volver de una feria, y despues de robarles el caballo con las mercaderías que llevaba, el dinero y una parte de sus vestidos, los habian apaleado porque quisieron defenderse. Mi compañero, con la pronta generosidad que le es natural, pidió cena y cama para los dos, y les dió el dinero que necesitaban para llegar á sus casas.
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Á medida que entraba la noche, iban presentándose en la escena nuevos personages. Un hombre alto y gordiflon, de unos sesenta años, vino á tomar parte en la alegre cháchara de la huéspeda. Vestia el trage ordinario del pais, con la adicion de un enorme sable que llevaba bajo el brazo; sus anchos bigotes daban al semblante cierta gravedad, que anunciaba una especie de insolente confianza, y al parecer le miraban todos con mucho respeto.
Sancho nos dijo al oido que aquel personage era D. Alfonso Gutierrez, el héroe y campeon de Loja, célebre por su fuerza prodigiosa, y por las muchas hazañas con que se señaló en tiempo de la invasion francesa. Con efecto, su lenguage y singulares maneras me divertian es[p. 40]traordinariamente; porque nuestro hombre era un verdadero andaluz, cuya jactancia igualaba cuando menos á su bravura. Iba siempre cargado con su sable como una niña con la muñeca; tan pronto le tenia en la mano como bajo el brazo, llamábale su santa Teresa, y solia decir: «Cuando le saco tiembla la tierra.»
Estuvimos hasta muy tarde oyendo las conversaciones de tan diversos personages, que platicaban juntos con toda la franqueza de una posada española. Oimos cantares de contrabandistas, historias de ladrones, antiguos romances moriscos, y por fin de fiesta, nuestra bella huéspeda cantó los infiernos, ó las regiones infernales de Loja, que son unas cavernas sombrías, por donde corren y se precipitan con espantoso[p. 41] estruendo rios y cascadas subterráneas. El vulgo cree que desde tiempo de los moros, cuyos reyes tenian sus tesoros en estas cuevas, habitan en ellas monederos falsos.
No seria difícil llenar estas páginas de incidentes de nuestra espedicion; pero me llaman otros objetos. Viajando de este modo, Salimos en fin de los montes para entrar en la hermosa vega de Granada. Sentámonos á la orilla de un riachuelo sombreado de frondosos olivos, y allí hicimos nuestra última comida á campo raso, teniendo á la vista la antigua capital del postrer reino musulman en España. Las altas torres de la Alhambra comunicaban á la ciudad un interes irresistible, al paso que la Sierra-Nevada descollaba por encima de los edificios á ma[p. 42]nera de una corona de plata. Brillaba el dia puro y despejado, y la fresca brisa de los montes templaba los ardores del sol. Cuando hubimos comido tendimos las capas, y disfrutamos por última vez del placer de dormir sobre el césped, halagados por el blando susurro de las abejas que vagan de flor en flor, y el tierno arrullo de las tórtolas que posan en los olivos. Pasadas las horas del calor volvimos á emprender la marcha, y despues de haber caminado entre vallados de aloes y bananos, y atravesado una multitud de jardines, llegamos á la que anochecia á las puertas de Granada.
Á los ojos del viagero que se halle poseido de un sentimiento de predileccion hácia la histórica y poética Alhambra de Granada, es este[p. 43] monumento tan venerable como para los peregrinos musulmanes la Kaaba ó casa sagrada de Mahoma. ¡Cuántas leyendas y tradiciones verdaderas ó fabulosas, cuántos cantares, cuántos romances amorosos ó heroicos, españoles ó árabes tienen por objeto este edificio encantado! ¡Figúrese pues el lector cuál seria nuestro alborozo, cuando á poco de haber llegado á Granada, nos permitió el gobernador de la Alhambra que habitásemos los aposentos que tenia desocupados en aquel palacio de los reyes moros! Los siguientes rasgos son el fruto de mis investigaciones y meditacion durante esta deliciosa permanencia; y si pudiesen comunicar á la imaginacion del lector una parte del misterioso interes que inspiran los sitios donde fueron traza[p. 44]dos, yo sé que habia de lastimarse de no haber pasado un verano conmigo en aquellos salones de la Alhambra, tan fecundos en memorias maravillosas.
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Es la Alhambra una fortaleza antigua, ó un palacio fortificado, desde cuya morada dominaban los reyes moros de Granada su ponderado paraiso terrenal, y en donde estuvo la última silla de su imperio en Es[p. 46]paña. El palacio forma solo una parte de la fortaleza, cuyas almenadas murallas se estienden en direccion irregular en derredor de la cresta de una elevada colina que se desprende de la cadena de montes nevados y domina la ciudad. En tiempo de los moros podia esta fortaleza contener en su recinto un egército de cuarenta mil hombres, y no pocas veces sirvió á los soberanos de asilo contra sus vasallos sublevados. Despues de haber pasado el reino á manos de los cristianos, siguió la Alhambra siendo una morada real, y la habitaron algunas veces los monarcas castellanos. Cárlos V comenzó á levantar un palacio dentro de sus muros; mas los repetidos terremotos no dejaron llevar adelante esta empresa. Los últimos reyes que habita[p. 47]ron este edificio, fueron Felipe V y su esposa la reina Isabel de Parma, al principio del siglo diez y ocho.
Hiciéronse grandes preparativos para recibirlos, se reparó el palacio y los jardines, y se construyeron nuevas habitaciones, que fueron ricamente adornadas por artistas italianos. Mas á pesar de todo, despues de la mansion pasagera de estos príncipes, la Alhambra quedó de nuevo desierta y desolada, si bien se conservaba siempre en ella un estado militar y guarnicion bastante numerosa. El gobernador era nombrado directamente por el rey, y su jurisdiccion se estendia hasta los arrabales de la ciudad, sin ninguna dependencia del capitan general de Granada. Habitaba la parte que corresponde á la fachada del antiguo[p. 48] palacio, y jamas bajaba á Granada sin algun aparato militar. La fortaleza era en efecto una pequeña ciudad, pues que contenia muchas calles, un convento de franciscos y una iglesia parroquial.
Pero el abandono de la córte fue un golpe fatal para la Alhambra: sus hermosas salas fueron deteriorándose de dia en dia, quedando muchas del todo arruinadas; destruyéronse los jardines, y las fuentes cesaron de correr. Un enjambre de vagabundos se fue apoderando poco á poco de las partes desiertas de los edificios; los contrabandistas se aprovechaban de la independencia de su jurisdiccion para seguir con seguridad sus criminales operaciones; los ladrones, los pícaros de todas clases se refugiaban en su re[p. 49]cinto, y dirigian desde allí sus tiros sobre Granada y sus inmediaciones. Por fin, puso el gobierno la mano, y desapareció este desórden: la plaza fue enteramente purificada, quedando solo en ella aquellos moradores de notoria honradez, y cuyo derecho de residencia era incontestable; demoliéronse la mayor parte de las casas, y únicamente se conservó una pequeña aldea, el convento y la parroquia. Durante las últimas guerras de la península, habiendo ocupado los franceses á Granada, pusieron una guarnicion en la Alhambra: alojóse el comandante en el palacio, y este monumento de la grandeza y de la elegancia de los moros, se salvó entonces de una completa devastacion por efecto de aquel gusto ilustrado que distingue[p. 50] á la nacion francesa. Se repararon los techos, y lo que quedaba de las salas y las galerías fue puesto á cubierto de la injuria del tiempo; se cultivaron los jardines, pusiéronse corrientes los conductos del agua, y volvió á saltar esta en medio de las flores: de modo que España debe á sus invasores la conservacion del mas hermoso y mas interesante de sus monumentos históricos.
Antes de evacuar la fortaleza, volaron los franceses muchas torres de la muralla esterior é inutilizaron las fortificaciones; y como desde entonces no existe ya la importancia militar de esta plaza, su guarnicion consiste únicamente en algunos inválidos, cuyo principal servicio está reducido á guardar las torres esteriores, que suelen servir para pri[p. 51]sion de reos de estado. El mismo gobernador ha abandonado ya las alturas de la Alhambra y vive en el centro de Granada, en donde le es mucho mas fácil comunicarse con el gobierno.
No puedo terminar esta breve noticia sin dar testimonio de la exactitud y laudable celo con que el actual comandante de la Alhambra D. Francisco de la Serna, llena los deberes de su destino, y emplea los cortos recursos de que puede disponer en reparar las ruinas del palacio, y retardar por medio de sabias precauciones una ruina que por desgracia es sobrado cierta. Si hubiesen hecho otro tanto sus predecesores, este monumento conservaria aun casi toda su belleza primitiva, y si el gobierno ausiliase los buenos deseos de[p. 52] este benemérito oficial, aquellos preciosos vestigios adornarian aun el pais por largo tiempo, y de todos los puntos de la tierra conducirian á él á los curiosos ilustrados.
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Son tantas y tan minuciosas las descripciones que se han hecho de la Alhambra, que sin duda bastarán algunos rasgos generales para refrescar la memoria del lector. Voy pues á referir sucintamente la visita[p. 54] que hicimos á este monumento la mañana inmediata á nuestra llegada á Granada.
Habiendo salido del meson de la Espada, en donde parábamos, atravesamos la célebre plaza de Vivarrambla, teatro en otros tiempos de justas y torneos, y trasformada ahora en mercado muy concurrido. De allí pasamos al Zacatin, cuya calle principal era en tiempo de los moros un gran mercado: sus pequeñas tiendas y angostos soportales conservan aun el carácter oriental. Despues de haber cruzado la plaza donde se halla el palacio del capitan general, subimos una calle tortuosa y no muy ancha, cuyo nombre recuerda los dias caballerescos de Granada; á saber, la calle de los Gomeles, así llamada de una tribu famosa[p. 55] en las crónicas y en los romances, la cual conduce á una puerta de arquitectura griega, edificada por Cárlos V, que da entrada á los dominios de la Alhambra.
Dos ó tres veteranos, sentados en un banco de piedra, reemplazaban á los zegries y abencerrages; y el canoso centinela estaba hablando con un ganapan alto y seco, cuyo pardo y raido capote cubria apenas el resto de unos vestidos mas miserables todavía, el cual luego que nos descubrió se vino á nosotros, ofreciéndose á acompañarnos y enseñarnos la fortaleza.
Yo he mirado siempre á los Ciceroni con cierta repugnancia de viagero, y el aspecto de este no me inclinaba ciertamente á hacer una escepcion en su favor.
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«¿Sin duda, le dije, conocereis muy bien el edificio?
—Palmo por palmo, señor; como que soy hijo de la Alhambra.»
No puede negarse, que los españoles tienen un modo de espresarse muy poético. ¡Hijo de la Alhambra! Este título hirió mi imaginacion, los andrajos de mi interlocutor adquirieron á mis ojos cierta dignidad, pareciéronme el justo emblema de la vária fortuna del sitio, y por otra parte, cuadraban perfectamente á la progenitura de unas ruinas.
Le hice algunas preguntas, y quedé convencido de que tenia un derecho legítimo al título que tomaba: su familia habitaba la fortaleza desde el tiempo de la conquista, y él se llamaba Mateo Gimenez.
«¿Seréis tal vez, le pregunté, al[p. 57]gun pariente del gran cardenal Gimenez?
—Quién sabe, señor; todo podria ser.... lo que no cabe duda es que somos la familia mas antigua de la Alhambra, cristianos viejos sin mezcla de moro ni judío. Yo sé que pertenecemos á una gran casa, pero no me acuerdo cuál: mi padre lo sabe todo, y conserva nuestro blason colgado á la pared de su cabaña, que está en lo mas alto de la fortaleza.» Estas razones, y el primer título que se habia dado el andrajoso hidalgo me cautivaron de modo, que desde luego acepté con gusto los servicios del hijo de la Alhambra.
Entramos en un angosto y profundo barranco lleno de bosquecillos y cubierto de verdura. Atravesábale una avenida rápida, y cortábanle en[p. 58] todas direcciones varios senderos tortuosos, adornados de fuentes y bancos de piedra. Á la izquierda se elevaban por encima de nuestras cabezas las torres de la Alhambra, y á la derecha, por la parte opuesta del barranco, nos dominaban otras no menos altas, edificadas sobre la peña viva: estas eran las Torres bermejas, llamadas así á causa de su color. Nadie conoce su orígen, si bien se sabe que son mucho mas antiguas que la Alhambra: algunos las suponen construidas por los romanos, y otros las creen obra de una colonia errante de los fenicios. Subiendo la sombría y rápida avenida, llegamos al pie de una torre cuadrada, que es la entrada principal de la fortaleza. Allí encontramos otro grupo de inválidos, uno de los cuales estaba de[p. 59] centinela bajo el arco de la puerta, en tanto que los demas dormian sobre los bancos de piedra, envueltos en sus capas. Llámase á esta la puerta del Juicio, porque durante la dominacion de los moros se reunia bajo su pórtico el tribunal que juzgaba inmediatamente las causas de poca entidad. Esta costumbre, comun á todo el oriente, se halla consignada en muchos pasages de la Escritura.
El gran vestíbulo ó pórtico lo forma un arco inmenso que se eleva casi hasta la mitad de la torre. Sobre la piedra fundamental de la bóveda esterior esta esculpida una mano gigantesca, y en la correspondiente de la parte interior se ve representada del mismo modo una enorme llave. Los que creen tener algun[p. 60] conocimiento de los símbolos mahometanos, dicen que la mano es el emblema de la doctrina, y la llave el de la fe; añadiendo que este último signo era el distintivo constante de los estandartes musulmanes cuando subyugaron la Andalucía. Mas el hijo legítimo de la Alhambra esplicaba la cosa de otro modo.
Segun Mateo, que se apoyaba en la autoridad de una tradicion trasmitida de padres á hijos desde los primeros habitantes de la fortaleza, la mano y la llave eran figuras mágicas, y pendia de ellas la suerte de la Alhambra. El rey moro que hizo construir este edificio, mágico famoso, y que aun, segun la opinion de muchos, habia vendido su alma al diablo, puso la fortaleza bajo el influjo de un encanto, en fuerza del[p. 61] cual ha resistido siglos enteros á los asaltos y terremotos que han destruido la mayor parte de los edificios moriscos; y es fama comun que el encanto conservará toda su virtud hasta el momento en que la mano se baje de tal modo que llegue á tocar la llave, en cuyo acto se hundirá la Alhambra, y quedarán de manifiesto los tesoros de los reyes moros que están enterrados bajo sus moles.
Sin embargo de esta espantosa prediccion, nosotros pasamos sin vacilar por bajo del arco encantado.
Desde allí, por un camino angosto y sinuoso practicado entre las murallas, subimos á una esplanada interior, llamada la plaza de los Algibes, en razon de unos grandes depósitos de agua abiertos en la peña,[p. 62] y tambien hay un pozo inmenso que da un agua sobremanera fresca y cristalina. Estas obras prueban la esquisita voluptuosidad de los árabes, y lo mucho que apreciaban obtener este elemento en toda su pureza.
En frente de esta esplanada se halla el palacio de Cárlos V, que debia eclipsar segun dicen á la antigua mansion de los reyes moros. Mas á despecho de su magnificencia y de una arquitectura que no carece de mérito, este monumento no parece otra cosa que un intruso orgulloso; y de ahí es que mi compañero y yo pasamos por delante sin detenernos, y nos dirigimos á la sencilla puerta por donde se penetra en el palacio antiguo.
La transicion es casi mágica: creí[p. 63]monos trasportados de repente á otros parages y á otro siglo, y que íbamos á presenciar las escenas que refiere la historia de los árabes. Nos hallamos en un gran patio pavimentado de mármol blanco, y decorado á sus ángulos con ligeros perístilos moriscos. Era el patio de la Alberca ó del gran Vivero, y ocupaba su centro un estanque de ciento treinta pies de largo, lleno de peces y circuido de rosales.
Al estremo superior de este patio se halla la torre de Comáres; pero nosotros, dirigiéndonos al lado opuesto, entramos por un pasadizo cubierto en el célebre patio de los Leones. Ninguna parte del edificio da una idea tan completa de su antigua magnificencia; porque ninguna ha sufrido menos los estragos del tiem[p. 64]po. Vese en el centro aquella fuente, tan famosa en la historia y en los cantos populares; las tazas de alabastro derraman de continuo una lluvia de líquidos diamantes, y los doce leones arrojan por las narices torrentes de agua cristalina lo mismo que en los dias de Boabdil. El patio se halla cubierto de flores y rodeado de ligeros arcos, adornados de esculturas y filigranas de una labor tan delicada como el encage, y sostenidos sobre delgadísimas columnas de mármol blanco. La arquitectura, lo mismo que la del resto del palacio, tiene mas elegancia que grandeza, y está indicando un gusto blando y delicado, y cierta disposicion á los placeres de la indolencia. Cuando se dirige la vista á aquellos pórticos aéreos con sus frágiles apo[p. 65]yos, que parecen obra de las hadas, apenas puede concebirse cómo el tiempo, los temblores de tierra, el abandono y la rapiña de los viageros curiosos, no menos temible que la de los guerreros, ha perdonado una parte tan grande de este monumento: estas reflexiones podrian casi hacer admitir la tradicion que le supone protegido por un encanto. Á un lado del patio, por una puerta ricamente adornada, se entra á una gran pieza embaldosada de mármol blanco, llamada la sala de las dos hermanas. Una cúpula abierta da paso al aire esterior, y deja penetrar una luz templada; la parte inferior de las paredes está incrustada de hermosos azulejos moriscos, en los cuales se ven los escudos de armas de los reyes moros; la su[p. 66]perior se halla revestida de aquel hermoso estuco inventado en Damasco, compuesto de grandes chapas vaciadas y unidas con tanto arte, que parece se hayan esculpido en el mismo sitio los elegantes relieves y caprichosos arabescos que en ellas se ven entrelazados con testos del alcorán é inscripciones árabes. Los adornos de las paredes y de la cúpula están ricamente dorados, y sus intersticios revestidos de lapislázuli y otros colores hermosos y permanentes. Á uno y otro lado de la sala están las alcobas destinadas á contener las otomanas ó lechos orientales. Sobre un pórtico interior corre una galería que comunica con la vivienda de las mugeres; y todavía se ven allí las celosías por donde las lindas odaliscas del harem podian ver sin[p. 67] ser vistas las fiestas de la sala inferior.
Es imposible contemplar aquella antigua y privilegiada mansion de los árabes, aquel palacio donde las costumbres orientales desplegaron todo su esplendor y elegancia, sin que se renueven en la imaginacion las antiguas escenas que se han leido en las novelas: casi espera uno ver la blanca mano de una princesa que hace señas desde un balcon, ó bien unos ojos negros que lanzan miradas de fuego al traves de una celosía. El asilo de la hermosura existe aun allí como si lo hubiesen habitado ayer; mas ¿qué se han hecho las Zoraidas y Lindaraxas?
Al lado opuesto del patio de los Leones está la sala de los Abencerrages, llamada así en memoria de los valientes caballeros de aquella[p. 68] ilustre familia que fueron degollados en este sitio. No falta quien ponga en duda la verdad de esta historia en todos sus pormenores; pero nuestro humilde guia nos enseñó la portezuela por donde los hicieron entrar uno á uno, y la fuente de mármol blanco que existe en medio de la sala, en cuya taza cayeron sus cabezas; haciéndonos ademas observar en el pavimento ciertas manchas rogizas, las cuales nos dijo eran los rastros de su sangre, que jamas han podido borrarse; y persuadido de que le escuchábamos con fácil credulidad, añadió que algunas noches se percibia en el patio de los Leones un rumor sordo y confuso como el murmullo de una multitud, al que se unia de cuando en cuando un crujido semejante al estrépito de cadenas[p. 69] oido á cierta distancia. Es muy probable que estos ruidos provengan de las corrientes de agua que por diferentes cañerías pasan por bajo el piso para alimentar las fuentes; mas el hijo de la Alhambra los atribuía á las almas de los abencerrages degollados, que vagan durante la noche por el teatro de su suplicio, é imploran la venganza divina sobre su asesino.
Del patio de los Leones volvimos atras, y cruzando de nuevo el de la Alberca, llegamos á la torre de Comáres, que lleva el nombre del arquitecto que la construyó. Es fuerte, sólida, de atrevida elevacion, y domina todo el edificio y el lado mas escarpado de la colina, que baja rápidamente hasta la orilla del Darro. Por un cobertizo pasamos al salon inmenso que ocupa el interior de la[p. 70] torre, el cual era la sala de audiencia de los reyes de Granada, y se llama por esta razon la sala de los Embajadores. Todavía se descubren en él algunos vestigios de su antigua magnificencia: las paredes están adornadas de ricos arabescos de estuco; y en el techo, cimbrado de madera de cedro, que por la mucha elevacion apenas se distingue, brillan los hermosos dorados y ricas tintas del pincel árabe. Por tres lados del salon hay ventanas abiertas en el inmenso espesor de las paredes, y desde sus balcones, que dan á las frondosas márgenes del Darro, y á las calles y conventos del Albaicin, se descubre á lo lejos la vega.
Bien pudiera yo describir prolijamente otras piezas elegantes como son el Tocador de la reina, que es[p. 71] un mirador abierto en lo mas alto de una torre, adonde solia subir la sultana á respirar la brisa refrigerante de los montes, y gozar de la vista de aquel paraiso que rodea el palacio; el pequeño patio retirado ó jardin de Lindaraxa con su fuente de alabastro, sus rosales y sus bosquecillos de mirtos y limoneros; y en fin, las salas y grutas de los baños, en donde la claridad y el calor del dia quedan reducidos á una luz misteriosa y una temperatura suave; mas no quiero detenerme en dar una relacion circunstanciada de estos objetos, porque mi idea en este momento se limita á introducir al lector en una mansion, que si quiere podrá recorrer conmigo durante todo el curso de esta obra, hasta irse familiarizando con sus localidades.
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Diferentes acueductos de construccion árabe conducen de las montañas el agua que circula en abundancia por todo el palacio, llena los baños y los estanques, salta en medio de los salones y murmura bajo los enlosados de mármol. Cuando ha pagado su tributo á la mansion de los reyes y visitado sus prados y jardines, desciende en riachuelos y fuentes innumerables por los lados de la alameda que conduce á la ciudad, y mantiene en perpetua primavera los bosquecillos que embellecen y dan sombra á la colina de la Alhambra.
Se necesita haber habitado en los climas ardientes del mediodía para conocer todo el precio de un retiro, en donde los vientos frescos y suaves de los montes se unen á[p. 73] la frondosa verdura de los valles.
Entre tanto que la parte baja de la ciudad desfallece abrasada por los rayos de un sol devorador, y mientras la hermosa vega se mira agostada por un ardor sofocante, las frescas brisas de Sierra-Nevada juguetean en las altas salas de la Alhambra, difundiendo por todo su recinto los suaves aromas de los jardines que la rodean. Todo convida allí á aquel reposo profundo que constituye el mayor recreo en los paises meridionales; los medio cerrados ojos distinguen por entre los sombríos balcones el risueño paisage, y se gozan en aquella vista deleitosa, hasta que halagados por el manso ruido de los árboles y el suave murmullo de las aguas, se quedan dulcemente dormidos.
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Tiempo es ya de dar alguna idea del método de vida que establecí en esta singular habitacion. El palacio de la Alhambra está al cuidado de una buena vieja llamada D.ª Antonia Molina; pero mas conocida con el nom[p. 75]bre familiar de la tia Antonia. Esta procura tener en buen estado las salas y jardines, y enseñarlos á los curiosos; y en recompensa recibe los regalos de los viageros y dispone de todo el producto de los jardines, escepto el tributo de frutas y flores que envia de cuando en cuando al gobernador. Esta buena muger y su familia, compuesta de un sobrino y una sobrina, hijos de dos hermanos suyos, habitan un ángulo del palacio. El sobrino Manuel Molina, es un jóven de carácter sólido y de una gravedad verdaderamente española. Despues de haber servido algun tiempo en España y en América, dejó la carrera militar y se puso á estudiar medicina, con la esperanza de ser un dia médico de la Alhambra, plaza que cuando menos vale tres[p. 76] mil reales al año. En cuanto á la sobrina es una andalucilla fresca y rolliza, de ojos negros y gesto risueño, que aunque se llama Dolores, desmiente con su alegre afabilidad la tristeza de este nombre. Esta jóven es la heredera declarada de todos los bienes de su tia, que consisten en algunas bicocas de lo interior del fuerte, cuyo alquiler produce cerca de tres mil reales. Desde los primeros dias de mi residencia en la Alhambra, ya descubrí yo que un amor discreto unia al prudente Manuel y á su vivaracha prima, los cuales solo esperaban para ver colmados sus votos la dispensa del Papa, precisa á causa del parentesco, y el título que debia dar al futuro el carácter de doctor.
Concerté con la señora Antonia[p. 77] todo lo relativo á mi habitacion y asistencia, y quedó convenido que la gentil Dolores cuidaria de mi aposento y me serviria á la mesa. Tenia ademas á mis órdenes un muchacho alto, rojo y tartamudo llamado Pepe, que trabajaba de ordinario en el jardin, y que me hubiera servido de criado con la mejor voluntad, á no haberle ganado por la mano Mateo Gimenez, el hijo de la Alhambra. Este despejado y oficioso personage, sin saber cómo, habia conseguido no separarse de mí desde nuestro primer encuentro; se entrometia en todos mis planes, y al fin logró ser admitido en debida forma como ayuda de cámara, Cicerone, guia y escudero-historiógrafo. Habíame sido preciso mejorar el estado de su guardaropa para que no afrentase al[p. 78] amo en el desempeño de sus diversas funciones; y en consecuencia, bien como la serpiente deja la piel, habia él dejado la vieja capa parda, y con no poca sorpresa de sus camaradas, se presentaba en la fortaleza con una chaqueta y un sombrero andaluz muy graciosos. El principal defecto de Mateo era un celo escesivo y un deseo inquieto de ser útil, con que llegaba á hacerse importuno. Como no dejaba de conocer que casi me habia forzado á admitirle en mi servicio, y que mis costumbres sencillas y tranquilas hacian de su empleo un beneficio simple; daba tormento á su ingenio para hallar medios de hacerse necesario á mi bien estar interior. En cierto modo era yo víctima de su solicitud, porque no podia poner el pie en el um[p. 79]bral del palacio para salir á dar un paseo por la fortaleza, sin verle luego á mi lado para esplicarme todo lo que se presentase, y si me resolvia recorrer las colinas inmediatas, se empeñaba en seguirme para servirme de guarda; bien que yo estoy íntimamente convencido de que en caso de algun ataque, antes hubiera apelado á la ligereza de los pies que á la fuerza de los brazos. Con todo eso el pobre mozo era algunas veces divertido: sencillo, siempre de buen humor, y parlanchin como un barbero de lugar, está al corriente de todos los chismes del pueblo; pero lo que le da mas orgullo es el tesoro de noticias locales que posee. No existe en la fortaleza una sola torre, una puerta, una bóveda de la que no sepa una historia llena de prodi[p. 80]gios, y creida por él como artículo de fe. La mayor parte de estas consejas las ha heredado de su abuelo, un sastrecillo hablantin y novelero, que habiendo vivido cerca de cien años, solo dejó dos veces el recinto de la fortaleza. Su tienda fue por mas de un siglo el punto de reunion de un enjambre de venerables chuzonas, que pasaban allí una parte de la noche hablando de los tiempos antiguos, de los acontecimientos maravillosos y de los misterios del edificio. Toda la vida, las acciones, los pensamientos del sastrecillo historiador habian quedado encerrados en los muros de la Alhambra: aquellos muros le vieron nacer, crecer y envejecer; allí halló su existencia, allí murió y allí fue enterrado. Mas felizmente para la[p. 81] posteridad, sus tradiciones no murieron con él: el auténtico Mateo, cuando era mozalvete, escuchaba embelesado las narraciones de su abuelo y de las viejas que formaban su tertulia, y de este modo acumuló en su cabeza un tesoro de conocimientos verdaderamente preciosos sobre la Alhambra: conocimientos que no se hallan en ningun libro, y que en realidad son dignos de la atencion de todo viagero curioso. Tales eran los personages que contribuían á hacer cómoda y agradable mi vida doméstica de la Alhambra; y yo creo que ninguno de los soberanos cristianos ó musulmanes que me precedieron en aquel palacio, fue servido con mas fidelidad, ni gozó de un imperio mas pacífico.
Luego que me levantaba, Pepe,[p. 82] el jardinero tartamudo, me traía flores acabadas de coger, y la diestra mano de Dolores, que no dejaba de tener cierto orgullo mugeril en la decoracion de mi cuarto, las colocaba luego en jarros dispuestos al intento. Almorzaba y comia segun el humor que reinaba, ya en una de las salas, ya bajo los pórticos del patio de los Leones, rodeado de flores y de fuentes; y cuando deseaba correr la campiña, mi infatigable escudero me acompañaba á los parages mas pintorescos de los montes ó valles inmediatos, refiriéndome en cada uno de estos puntos alguna aventura maravillosa de que habia sido teatro. No obstante mi aficion á la soledad, solia interrumpir la uniformidad de la mia, pasando algunos ratos con la familia de Doña Antonia,[p. 83] que se reunia de ordinario en una antigua cámara morisca que servia de cocina y de salon. Á un estremo de la pieza estaba una chimenea groseramente construída, cuyo humo habia tiznado las paredes, y borrado casi del todo los arabescos; al otro habia un balcon que caía á la orilla del Darro, y daba libre entrada á la fresca brisa de la noche. Allí pues hacia yo mi frugal cena, compuesta de frutas y leche, entreteniéndome al mismo tiempo con la conversacion de aquellas buenas gentes. Nunca deja de hallarse entre los españoles lo que ellos llaman ingenio natural; y de ahí es que cualquiera que sea su educacion y su clase, siempre su conversacion es interesante y agradable; á lo cual debe añadirse, que merced á cierta dig[p. 84]nidad inherente al carácter, nunca son bajos sus modales. La buena tia Antonia es una muger de no menos ingenio que juicio, aunque sin ninguna especie de cultura; y la graciosa Dolores, que en todo el discurso de su vida no habia leido cuatro volúmenes, ofrecia una reunion interesante de sencillez y agudeza, y muchas veces me dejaba admirado con sus discretas ocurrencias. Algunas noches el sobrino, con el conocido objeto de instruir y agradar á su primita, nos leía una comedia de Calderon ó Lope de Vega; mas con grande mortificacion suya, la muchacha solia quedarse dormida antes de concluirse el primer acto. De cuando en cuando recibia la tia Antonia á sus humildes amigos y dependientes las mugeres de los invá[p. 85]lidos y los habitantes de la aldea, todos los cuales miraban con el mayor respeto á la intendenta del palacio, la hacian la córte, y la participaban las noticias de la fortaleza y las novedades que corrian por Granada, cuando llegaban por casualidad á sus oidos. En estos corrillos de viejas he aprendido yo muchas veces hechos curiosos, que me han ilustrado mucho sobro las costumbres del pueblo español, instruyéndome en ciertas particularidades muy interesantes de los usos locales. Que se me perdone pues la relacion de estas sencillas diversiones, que tal vez parecerá insignificante á los que no conocen el embeleso que las daban á mis ojos los sitios en donde pasaban. Hallábame en un suelo encantado y rodeado de recuerdos roman[p. 86]ticos. Salido apenas de la infancia, recorrí en las riberas del Hudson una antigua historia de las guerras de Granada, y esta ciudad se hizo el objeto de mis dulces delirios. Desde aquel momento mi imaginacion me habia trasportado mil veces á los salones de la Alhambra, y al verme ahora en ellos, bastaba apenas el testimonio de mis sentidos á persuadirme que se hubiese realizado para mí un verdadero castillo en España[1]. ¿Me hallo efectivamente, decia, en el palacio de Boabdil? ¿Es aquella Granada tan célebre en los fastos de la caballería, la que distingo desde este elevado balcon? Sí,[p. 87] no es ilusion: recorro á mi placer estos salones orientales, oigo el murmullo de las fuentes, respiro la fragancia de las rosas, cedo á la influencia de esta atmósfera embalsamada, y casi me persuado que me hallo en el paraiso de Mahoma, y que la tierna y graciosa Dolores es una de las hurís de brillantes ojos, destinadas á hacer la felicidad de los verdaderos creyentes.
[1] Esto alude á la frase francesa: Faire des châteaux en Espagne, que equivale á la castellana: Hacer castillos en el aire.
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El pueblo español tiene una pasion oriental á los cuentos, y señaladamente á los que refieren acontecimientos maravillosos. Es muy comun en España el ver á las gentes vulgares reunidas en un corro á la[p. 89] puerta de sus cabañas, ó bajo las inmensas campanas de las chimeneas de las ventas, escuchando embelesadas las leyendas en que se trata de las peligrosas aventuras de los viageros, ó de las refriegas de los ladrones y contrabandistas. Pero los temas favoritos de estas historias son los tesoros escondidos por los moros: al atravesar aquellas montañas desiertas, teatro otro tiempo de tantos combates gloriosos, no encuentra el viagero una sola atalaya puesta sobre un pico elevado en medio de las rocas, ó dominando un lugarejo que parece abierto á pico en la peña, sin que el mozo que le acompaña no se quite el cigarro de la boca para referirle alguna conseja de las monedas árabes que están enterradas bajo sus cimientos. Ni se halla tampoco[p. 90] un solo alcázar en las ciudades que no tenga tambien su historia dorada, trasmitida entre los pobres del pueblo de generacion en generacion.
Estas tradiciones, como la mayor parte de las fábulas populares, deben su orígen á algunos hechos verdaderos. Durante las guerras de moros y cristianos, que afligieron por tanto tiempo el pais, los castillos y las ciudades mudaban de dueño con gran frecuencia, y sus habitantes cuando se veían sitiados, solian enterrar sus alhajas y dinero en las cuevas y en los pozos, como se practica aun en las naciones guerreras del oriente. En la época de la espulsion de los moros, muchos de ellos escondieron los efectos mas preciosos que poseían, con la esperanza de regresar muy pronto á su[p. 91] tierra natal y recobrar su tesoro. Ello es cierto que algunas veces cavando entre las ruinas, ó en las inmediaciones de las casas ó palacios moriscos, se han hallado arcas llenas de monedas de oro y de plata, que vuelven á ver la luz despues de haber estado enterradas por espacio de muchos años; y basta un corto número de estos hechos para dar lugar á mil fábulas.
Estas historias se presentan con aquella reunion de gótico y oriental, que en mi concepto caracteriza todos los usos y rasgos esenciales de las costumbres de España, señaladamente en las provincias meridionales: el tesoro escondido está siempre protegido por un encanto; unas veces le defiende un horrible dragon, otras le guardan unos moros encan[p. 92]tados, que al cabo de siglos permanecen aun armados de punta en blanco, con la espada desnuda é inmóviles como unas estátuas, en el sitio donde fueron enterradas sus riquezas.
Es muy natural que la Alhambra, en razon de las circunstancias particulares de su historia, preste materia mas amplia á estas ficciones que ninguno de los otros lugares célebres en las crónicas; y algunos vestigios encontrados de tarde en tarde entre sus ruinas, han acreditado las maravillosas tradiciones que sobre ellos andan esparcidas. En una ocasion se desenterró una olla llena de oro, y el esqueleto de un gallo; y los mas inteligentes en estas materias, opinaron que esta ave habia sida enterrada viva. En otro tiempo[p. 93] se descubrió una caja, y dentro de ella se halló un grande escarabajo cubierto de inscripciones árabes, que se creyó fuesen palabras mágicas de gran virtud. En una palabra, los ingenios mas aventajados de la poblacion andrajosa de la Alhambra, se han devanado los sesos hasta lograr que no hubiese en esta antigua fortaleza una torre, una sala, ni una bóveda sin su correspondiente historia prodigiosa. Creo que los capítulos anteriores habrán familiarizado ya á mis lectores con las localidades de este palacio, y así voy á engolfarme atrevidamente en sus pasmosas leyendas, que me ha sido preciso restaurar enteramente, reuniendo los fragmentos que me fueron contados en diferentes épocas y por distintas personas; bien así como un sábio[p. 94] anticuario suele formar un documento histórico con algunas letras sueltas de una inscripcion medio borrada por el tiempo.
Si el lector encontrase en mis relaciones alguna cosa increible, tenga la bondad de considerar que el sitio en que me hallo no puede gobernarse por las leyes de la probabilidad que rigen en las escenas de la vida comun. El suelo que piso está encantado, y los acontecimientos mas tribiales reciben en él un aspecto sobrenatural y maravilloso.
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En la cumbre de la alta colina del Albaicin, que es el barrio mas elevado de Granada, se ven los restos de un castillo levantado poco despues de la conquista de España por los árabes. Al presente está trasformado[p. 96] en una fábrica, y ha caido en tal olvido, que á pesar del ausilio que me prestaba el sapientísimo Mateo, me costó gran trabajo el descubrirle. Este edificio conserva aun el nombre con que fue conocido por espacio de algunos siglos; esto es, el de casa del Gallo de viento. Se llamó así por tener en la parte superior una figura de bronce que giraba á modo de veleta á todos vientos, y representaba un guerrero á caballo, armado de lanza y adarga, con dos versos árabes, que dicen así traducidos al castellano:
Dice el sábio Aben-Habuz
Que así se defiende el andaluz.
Este Aben-Habuz, segun las crónicas árabes, fue uno de los capitanes de Tarik, quien le nombró alcaide[p. 97] de Granada; y es probable que hiciese erigir dicha efigie guerrera, para recordar á los habitantes musulmanes del pais, que hallándose como se hallaban rodeados de enemigos, su seguridad exigia que estuviesen á toda hora prontos á combatir.
Sin embargo, las tradiciones populares esplican de otro modo lo que concierne á Aben-Habuz y su palacio, y nos enseñan que el guerrero de bronce fue en su orígen un talisman que tenia oculta una gran virtud; mas que con el tiempo ha perdido su poder mágico, quedando reducido á una simple veleta.
Estas tradiciones son las que me he propuesto dejar consignadas en el capítulo siguiente.
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En cierto tiempo, hace muchos siglos, reinaba en Granada un rey moro llamado Aben-Habuz, el cual era un conquistador retirado de los negocios; esto es, un hombre que despues de haber llevado en su [p. 99]juventud una vida de hostilidades y rapiñas continuas, cuando se vió viejo y débil, ya no deseó otra cosa sino vivir en paz con todo el mundo, poner á cubierto sus laureles, y gozar tranquilamente de los estados que habia usurpado á sus vecinos.
Sucedió sin embargo, que este monarca tan razonable y pacífico, tuvo que medir sus fuerzas con algunos rivales jóvenes, que hallándose con todo el fuego de su pasion á la gloria y á los combates, estaban decididos á pedirle cuentas de lo que habia usurpado á sus padres. Algunos puntos distantes de su territorio, que en los dias de su mocedad no se atrevian á rebullirse bajo su mano de hierro, trataron tambien de alborotarse ahora que aspiraba al des[p. 100]canso, llegando á amenazar á la capital. De modo que el desventurado Aben-Habuz, atacado en lo interior y en lo esterior, vivia en continuo sobresalto en medio de las montañas que rodean á Granada, sin saber por qué parte romperian las hostilidades.
En vano levantó atalayas en los montes, en vano hizo guardar todos los pasos por tropas estacionarias, que tenian órden de anunciar la proximidad de los enemigos con fuegos por la noche y ahumadas durante el dia: las habia con enemigos mas activos y vigilantes que él, y que á pesar de todas sus precauciones hallaban siempre medios de penetrar en sus tierras por algun desfiladero, talaban el pais y se llevaban consigo muchos prisioneros.[p. 101] ¿Se vió nunca un conquistador retirado y pacífico mas atormentado que el pobre Aben-Habuz? Hallábase en tan triste situacion, abrumábanle las tribulaciones que por todas partes le rodeaban, cuando se presentó en su córte un médico árabe. Bajábale hasta la cintura una barba blanca y poblada, y todo su aspecto anunciaba una estrema vejez; mas no por esto habia dejado de hacer el viage á Egipto, á pie y sin mas ayuda que el apoyo de un baston en el que estaban grabados algunos geroglíficos. Habíale precedido su celebridad: llamábase Ibrahim Eben Abou Agib, creíasele nacido en tiempo de Mahoma, y se decia que su padre Abou Agib habia sido el último compañero de este profeta. El Eben Abou Agib de que ahora ha[p. 102]blamos, habiendo seguido en su juventud el egército victorioso de Amrou en Egipto, fijó su residencia en este pais, en donde permaneció muchos años con el objeto de estudiar las ciencias abstractas, y particularmente la mágia con aquellos sacerdotes. Decíase ademas que poseía el secreto de prolongar la vida, y que por su medio habia cumplido ya mas de dos siglos: la lástima era que habia descubierto el secreto siendo ya muy viejo, y solo habia podido perpetuar sus rugas y sus canas.
Este famoso anciano fue honrosamente acogido por el rey, que como la mayor parte de los monarcas viejos, empezaba ya á manifestar una aficion decidida á los médicos y á los astrólogos. Quiso hospedar á este en su palacio; mas el sábio moro prefi[p. 103]rió para su habitacion una caverna de la colina que dominaba á Granada, que fue precisamente la misma en donde mas adelante se edificó la Alhambra. La hizo ensanchar, convirtiéndola en una vasta sala, y practicó en el techo una abertura circular, que comunicando con el esterior, facilitaba el que pudiesen verse las estrellas al lleno del dia, bien así como se ven desde el fondo de un pozo. Las paredes de la sala estaban cubiertas de geroglíficos egipcios, signos cabalísticos, y figuras de las estrellas y constelaciones, y ademas toda la caverna estaba llena de instrumentos que fabricaron bajo la direccion del sábio los artistas mas inteligentes de Granada; mas estos instrumentos tenian cualidades ocultas que solo Ibrahim conocia.
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En poco tiempo logró este ser el consejero íntimo del rey, el cual no hacia nada sin consultarle. Cierto dia, hallándose Aben-Habuz con su confidente, se lamentaba lleno de dolor de la injusticia de sus vecinos, y de la continua vigilancia que tenia precision de observar para estorvar sus invasiones. Cuando hubo acabado de lastimarse, le miró el astrólogo en silencio por algunos momentos, y tras esto le dirigió en corta diferencia estas palabras: «Sabe, ó rey, que cuando yo estuve en Egipto ví una gran maravilla, que era obra de una princesa pagana de los tiempos antiguos. Sobre una montaña que domina una ciudad considerable, situada á la orilla del Nilo, se veía la figura de un carnero de bronce, y encima de este estaba un gallo del[p. 105] mismo metal; todo ello giraba sobre un quicio, y cuantas veces se veía el pais amenazado de alguna invasion, se volvia el carnero hácia la parte por donde venia el enemigo, y cantaba el gallo; lo cual advertia á los habitantes de la ciudad del peligro en que se hallaban, indicándoles al mismo tiempo el punto hácia donde debian dirigir su defensa.
—¡Gran Dios! esclamó el pacífico Aben-Habuz, ¡qué tesoro seria para mí un carnero semejante, que sin cesar tuviese la vista fija en las montañas que me rodean, y un gallo queme advirtiese en caso de peligro! ¡Allah Akbar! ¡Cuánto mas tranquilo dormiria yo si velasen tales centinelas en lo alto de mi palacio!»
El astrólogo dejó pasar los prime[p. 106]ros trasportes del rey, y continuó así:
«Despues que el victorioso Amrou (¡téngale Allah en descanso!) hubo acabado la conquista de Egipto, me quedé yo entre los antiguos sacerdotes de este pais, con los cuales estudié los ritos y ceremonias de su idolatría, procurando principalmente penetrar los conocimientos ocultos que les han dado tanta celebridad. Estando un dia en conversacion con un sacerdote anciano, sentados ambos á la orilla del Nilo, me señaló con el dedo las enormes pirámides que se levantaban como unos montes en medio del desierto, y me dijo al mismo tiempo estas palabras: «Todo lo que yo puedo enseñarte no es nada en comparacion de los conocimientos que esas masas gigantescas encierran. En el centro de la[p. 107] pirámide del medio se halla una cámara sepulcral y en donde reposa la momia del gran sacerdote que ayudó á edificar ese enorme edificio, y con él está enterrado tambien un libro maravilloso, que contiene todos los secretos del arte mágica. Este libro lo poseyó Adan antes de su caida, y pasó de padres á hijos hasta el sábio rey Salomon, á quien fue de gran provecho para la construccion del templo de Jerusalen; mas el modo cómo llegó despues al arquitecto de las pirámides, aquel que nada ignora podrá solo decirlo.»
«Luego que oí estas palabras del sacerdote egipcio ardió mi corazon en deseos de poseer el libro; y como podia disponer de una parte del egército victorioso, agregué á ella cierto número de egipcios, y con su ausi[p. 108]lio acometí la empresa de penetrar en la sólida masa de la pirámide. Despues de largos trabajos logré descubrir uno de los tránsitos secretos del edificio; le seguí, y arrastrándome al traves de un laberinto lóbrego y espantoso, me introduje en la cámara sepulcral del centro, en donde reposaba hacia muchos siglos la momia del gran sacerdote. Rasgué sus vestiduras esteriores, y desatando las vendas que ceñian el cadáver, hallé al fin el precioso volúmen. Cogíle con mano trémula, y salí presuroso de la pirámide, dejando á la momia del gran sacerdote esperando el último dia en el silencio y la oscuridad de su sepulcro.
—¡Hijo de Abou Agib! esclamó Aben-Habuz, eres ciertamente un gran viagero, y has visto cosas ma[p. 109]ravillosas; ¿mas qué tengo yo que ver con el secreto de la pirámide, ni con el libro de la ciencia del sábio Salomon?
—Vas á saberlo, ó rey. Con el estudio constante de este libro me he instruido en todos los secretos de la mágia, y puedo mandar á los genios que me ayuden en la egecucion de mis planes. Conozco el misterio del talisman de Bursa, y puedo construir otro semejante y darle todavía mas fuerza.
—¡Ó sábio hijo de Abou Agib! dijo Aben Habuz enagenado de alegria; semejante talisman vale mas que las centinelas que tengo en la frontera y las atalayas de los montes. Dame luego esa feliz salvaguardia, y toma todas las riquezas de mi tesoro.»
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El astrólogo puso luego manos á la obra para satisfacer los deseos del viejo monarca. Al efecto hizo construir una altísima torre en lo mas elevado del palacio, frente la colina del Albaicin; y es fama que las piedras que sirvieron para su construccion fueron sacadas de una de las pirámides de Egipto. La parte superior de la torre la ocupaba una sala de figura circular, con ventanas que caían á todos los puntos del horizonte; delante de cada una de estas ventanas habia una mesa, y sobre ella, á manera de un juego de ajedrez, estaba colocado un pequeño egército, compuesto de infantería y caballería con su rey á la cabeza, labrado todo en madera. Junto á cada mesa se veía ademas una lanza del tamaño de un punzon, en la cual estaban grabados[p. 111] ciertos caracteres caldeos. La rotunda estaba siempre cerrada con una puerta de bronce y una reja de acero, cuya llave guardaba el rey. En lo mas alto de la torre habia sobre un quicio una figura de bronce, que representaba un guerrero moro con una adarga en la una mano y una lanza en la otra: tenia la cara vuelta hácia la parte de la ciudad, en actitud de velar sobre ella; mas en el momento en que se acercaba algun enemigo, se volvia hácia el punto amenazado, enristrando al mismo tiempo la lanza.
Concluido que estuvo el talisman, impaciente Aben-Habuz de esperimentar su eficacia, deseaba una invasion tanto como antes la habia temido. No tardaron á cumplirse sus deseos: acababa de amanecer una[p. 112] mañana, cuando el centinela de la torre avisó al rey que el guerrero de bronce estaba vuelto hácia la parte de Elvira, y su lanza apuntaba en línea recta al paso de Lope.
«Corre pues, dijo el rey, que los atambores y trompetas toquen inmediatamente al arma, y acuda á la defensa toda Granada.
—Ó rey, dijo el astrólogo, deja descansar á tus guerreros, que no es necesaria la fuerza para librarte de los enemigos. Manda que se retiren tus criados, y subamos solos á la pieza secreta de la torre.»
El anciano Aben-Habuz subió la escalera de la torre, apoyado en el brazo de Ibrahim Eben Abou Agib, que aun era mas viejo, y abriendo la puerta de bronce se entraron ambos en la rotunda, en donde encon[p. 113]traron abierta la ventana que miraba al paso de Lope. «Por este lado, dijo el astrólogo, viene el peligro; acércate, ó rey, y contempla las maravillas de la mesa.»
Llegóse Aben-Habuz al tablero en donde estaban colocadas las figuritas de madera, y advirtió con gran sorpresa que todas estaban en movimiento. Los caballos caracoleaban y batian el suelo con los pies, los guerreros blandian las lanzas, y oíase como en miniatura el sonido de las trompetas y atambores, el crugido de las armas y el relincho de los corceles; mas todo esto no producia sino un ruido muy débil, semejante al zumbido de una abeja.
«Ves aquí, ó gran rey, dijo el astrólogo, la prueba de que tus enemigos están en campaña y deben[p. 114] venir por el paso de Lope. ¿Quieres introducir la confusion en sus filas por medio de un terror pánico, y forzarlos á que se retiren sin efusion de sangre? no tienes mas que herir esas figuras con el asta de la lanza mágica; mas si por el contrario quieres sangre, tócalas con la punta.»
El semblante del pacífico Aben-Habuz se cubrió por un momento de un colorido cárdeno, y el movimiento de su cana y poblada barba descubria el trasporte que agitaba todos los músculos de su rostro: tomó con mano trémula la lanza y se acercó á la mesa. «Hijo de Abou Agib, dijo, creo que se verterá una poca sangre.»
Dichas estas palabras hirió con la punta de la lanza algunas de aquellas figuras mágicas, y tocó las otras con[p. 115] el cuento. Los primeros guerreros cayeron al momento muertos sobre el tablero, y los demas revolviéndose unos contra otros, trabaron confundidos un combate, cuyos resultados eran en corta diferencia iguales para unos y otros.
No costó poco trabajo al astrólogo el contener la mano del monarca mas pacífico, para impedirle que esterminase hasta el último de sus enemigos; mas al fin consiguió hacerle bajar de la torre para enviar espias á los montes por el paso de Lope.
Regresados estos, refirieron al rey que un egército cristiano, cruzando la sierra, habia llegado casi hasta las puertas de Granada; mas que de repente, suscitándose entre ellos una quimera, habian vuelto sus armas unos contra otros, y des[p. 116]pues de un combate muy encarnizado, se habian retirado á sus fronteras.
El buen Aben-Habuz no cabia en sí de contento al ver tan cumplidamente acreditada la eficacia de su talisman. «Ya en fin, decia, voy á pasar una vida tranquila, pues que tengo en mis manos la suerte de mis enemigos. Sábio hijo de Abou Agib, ¿qué recompensa podré ofrecerte por tan señalado beneficio?
—Las necesidades de un anciano y un filósofo son muy simples y reducidas: proporcionadme, ó rey, los medios para convertir mi caverna en un retiro habitable, nada mas deseo.
—He aquí la modestia del verdadero sábio,» esclamó Aben-Habuz interiormente, muy satisfecho de lo[p. 117] moderado de la peticion; y llamando á su tesorero, le mandó que entregase á Ibrahim todas las sumas que le pidiese, ora para acabar de construir su retiro, ora para amueblarle.
El astrólogo hizo abrir en la peña muchas piezas que formaron una habitacion contigua á su salon mágico; luego las amuebló con ricos canapes y soberbias camas, y cubrió las paredes de hermosas colgaduras de damasco. «Soy viejo, decia; mis huesos no pueden ya descansar sobre un lecho de piedra; estas paredes son húmedas y es preciso vestirlas.»
Dispuso tambien se construyesen unos baños, provistos de toda especie de perfumes y aceites aromáticos. «Porque los baños, decia, son[p. 118] necesarios para combatir la estenuacion de la edad, y restituir la morbidez y la frescura á un cuerpo fatigado por el estudio.»
Hizo colgar en todo el edificio una multitud prodigiosa de lámparas de plata y cristal, en las cuales ardia un aceite odorífero, cuya receta habia encontrado en los sepulcros egipcios, el cual tenia la propiedad de arder sin consumirse, y despedia un apacible resplandor. «La luz del sol, decia el astrólogo, es demasiado viva y fuerte para los cansados ojos de un pobre viejo; la de la lámpara es la que conviene para los estudios de un filósofo.»
Entre tanto el tesorero de Aben-Habuz iba ya regañando al entregar las sumas, que cada dia se le pedian para acabar el retiro, hasta que[p. 119] al fin dirigió sus quejas al rey.
«Está empeñada mi palabra real, dijo Aben-Habuz encogiéndose de hombros, y no hay sino prestar paciencia. Ese viejo quiere imitar en su retiro filosófico lo que vió en lo interior de las pirámides y en los vastos edificios de Egipto; mas todas las cosas tienen un término, y el mueblage de la caverna tendrá sin duda el suyo.»
No se engañaba el rey; por fin se concluyó el retiro, y quedó formado un palacio subterráneo de inaudita magnificencia.
«Ya estoy contento, dijo Ibrahim Eben Abou Agib al tesorero; ahora voy á encerrarme en mi celda y á consagrar todo mi tiempo al estudio. Nada deseo ya sino una friolera; una pequeña distraccion para llenar los intervalos de mis tareas abstractas.
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—Ó sábio Ibrahim, pide lo que quieras, que tengo órden de proveerte de todo lo que necesites en tu soledad.
—Pues entonces, dijo el filósofo, no me desagradaria el tener conmigo algunas bailarinas.
—¡Bailarinas! esclamó sorprendido el tesorero.
—Sí, bailarinas, repitió gravemente el sábio; pero con pocas habrá bastante, porque yo soy un viejo y un filósofo: mis costumbres son muy sencillas y sé contentarme con poco; solo os encargo que sean jóvenes y graciosas, porque la vista de la juventud y la hermosura alegra y reanima la vejez.»
Mientras el filósofo Ibrahim Eben Abou Agib pasaba sábiamente su vida del modo que se ha dicho en su[p. 121] solitario retiro, el pacífico Aben-Habuz hacia gloriosas campañas en efigie en la rotunda de su torre. Á la verdad para un rey de sus años y de su humor era una cosa muy cómoda y agradable aquel talisman, por cuyo medio, al mismo tiempo que se divertia á sus solas, podia derrotar poderosos egércitos, ni mas ni menos que si fueran enjambres de moscas.
Gozó por algun tiempo de este placer, y aun algunas veces solia insultar á sus enemigos, sin mas objeto que el de inducirlos á que le atacasen; mas habiéndolos hecho prudentes sus repetidas desgracias, ninguno de ellos se atrevió ya á invadir el territorio de Aben-Habuz. Por espacio de muchos meses permaneció la figura de bronce bajo el pie de[p. 122] paz con su lanza perpendicular, y el buen rey empezaba ya á echar menos la acostumbrada diversion, y á fastidiarse en gran manera de su monótona tranquilidad.
Al fin llegó un dia en que el guerrero mágico giró súbitamente sobre su ege, y puso la lanza en ristre con direccion á los montes de Cádiz. Inmediatamente subió Aben-Habuz á la torre; pero quedó sorprendido al no ver ningun movimiento en el tablero que estaba colocado en la direccion indicada por el talisman: ni uno solo de los pequeños guerreros se movia. Inquieto el rey con esta novedad, envió á los montes una compañía de caballos, con órden de reconocerlos y darle cuenta de lo que descubriesen. Tres dias estuvieron ausentes los soldados, y cuando[p. 123] volvieron al cabo de este tiempo, dijeron á su señor:
«Hemos recorrido todos los desfiladeros de los montes, y no hemos descubierto picas ni capacetes: lo único que hemos hallado en nuestra espedicion es una jóven cristiana de peregrina hermosura, que estaba durmiendo junto á una fuente, y nos la hemos traido cautiva.
—¡Una jóven de peregrina hermosura! esclamó Aben-Habuz, brillando en sus ojos la alegria; que la traigan luego á mi presencia.»
Llevaron con efecto ante el viejo rey á la hermosa doncella, en cuyo trage se veía todo el lujo que distinguia á los godos españoles en la época de la invasion de los sarracenos. Las negras trenzas de sus cabellos estaban entretejidas con rastras[p. 124] de finísimas perlas; los diamantes que brillaban en su frente rivalizaban con la hermosura de sus ojos, y de la cadena de oro que pendia de su cuello colgaba hasta el lado izquierdo una lira de plata.
El fuego que lanzaban sus negros y brillantes ojos cayó á manera de rayo sobre el corazon de Aben-Habuz, que á pesar de su vejez, todavía era combustible, y estaba contemplando con éxtasis el esvelto y gracioso talle de la jóven.
«¡Ó la mas hermosa de las mugeres! esclamó; ¿quién eres? ¿cómo te llamas?
—Soy hija de uno de los príncipes godos, á quienes obedecia hace poco este pais. Los egércitos de mi padre han quedado destruidos como por encanto en esas montañas: él[p. 125] ha sido desterrado de su suelo natal, y su triste hija se halla ahora cautiva.
—¡Guarda, ó rey! dijo en voz baja Ibrahim, esa jóven podria muy bien ser una de aquellas magas del norte, que toman las formas mas seductoras para coger en sus lazos á los imprudentes que se fian de ellas. Yo creo leer la hechicería en sus ojos y en todos sus movimientos; no lo dudes, este es el enemigo que señalaba el talisman.
—Hijo de Abou Agib, contestó el rey, tú eres un gran filósofo, y á mas á mas un gran mágico, yo lo concedo; pero no sabes una palabra de lo que concierne á las mugeres. Sobre este punto no cedo en conocimientos á nadie del mundo, incluso el mismo Salomon á pesar del pro[p. 126]digioso número de sus mugeres y concubinas. En cuanto á esta jóven, yo no veo en sus ojos nada de espantoso, y toda su persona agrada singularmente á los mios.
—Ó rey, replicó el astrólogo, escúchame: yo te he procurado con mi talisman un sinnúmero de victorias, sin haber tenido jamas la menor parte en los despojos de los vencidos. Concédeme pues esta cautiva para que amenice con su lira mi soledad; que si es en efecto maga, yo tengo conmigo contrahechizos que harán ilusorias sus artes.
—¿Aun necesitas otra muger? contestó ya amostazado Aben-Habuz, ¿no te bastan las bailarinas para amenizar como dices tu soledad?
—Sí, tengo bailarinas; pero no tengo cantoras, y me convendría un[p. 127] poco de música para descansar y reanimar mi espíritu cuando se halla fatigado por el estudio.
—Basta ya de peticiones para el retiro, dijo el rey encolerizado; esta doncella está destinada á consolar mi vejez en el harem.»
Nuevas pretensiones y nuevos argumentos de parte del astrólogo, solo sirvieron para provocar una negativa mas decisiva de la del monarca; con lo que se separaron llenos uno y otro de despecho. El sábio se encerró en su soledad para digerir allí el desaire; mas antes de retirarse, volvió á decir al rey que no se fiase de la peligrosa cautiva. ¿Pero qué viejo enamorado dió jamas oidos á semejantes consejos? Aben-Habuz soltó las riendas á la pasion que le dominaba, y puso todo su[p. 128] estudio en hacerse amable á los ojos de la bella cristiana. Á la verdad no podia agradarla por su juventud; mas era rico, y los amantes viejos son de ordinario muy generosos. El Zacatin de Granada fue despojado de sus mas preciosas mercaderías: las ricas telas de seda, los diamantes, los perfumes, cuanto ofrecian de mas raro y costoso el África y el Asia era prodigado á la princesa. Inventábanse para divertirla toda suerte de espectáculos y de fiestas: torneos, conciertos, bailes, corridas de toros; Granada en fin se habia convertido en la mansion de los placeres. La princesa goda lo miraba todo como persona acostumbrada á la magnificencia, y recibia los obsequios y los presentes del rey como unos tributos debidos á su rango, ó[p. 129] mas bien á su belleza: que el orgullo de la hermosura es aun mayor que el de la nobleza. Sentia un placer secreto en empeñar al fascinado monarca en unos gastos que agotaban su tesoro, mirando su estravagante profusion como una cosa muy sencilla; mas á pesar de sus atenciones y generosidad, el venerable amante no podia envanecerse de haber hecho la menor impresion en el corazon de la cautiva; porque si bien es cierto que no le recibia jamas con semblante adusto, no lo es menos que nunca le concedia una sonrisa. Apenas empezaba á hablarle de su amor, hacia ella resonar las cuerdas de su lira, y este sonido tenia tal encanto, que luego que llegaba á los oidos de Aben-Habuz, caía el pobre viejo en un sueño pro[p. 130]fundo, del que salia luego fresco, alegre y momentáneamente libre de su pasion. El efecto de esta música no podia ser peor para el éxito de su galantería; mas como en estos instantes de adormecimiento, estaban sus sentidos embelesados con sueños agradables, siguió soñando de este modo al lado de su hermosa, al mismo tiempo que toda Granada se mofaba de su infatuacion, y murmuraba sin rebozo al verle prodigar sus tesoros á cambio de canciones.
Entre tanto amenazaba á Aben-Habuz un peligro, sobre el que no podia darle ningun aviso su talisman. Estalló una insurreccion en la capital, y el populacho armado cercó el palacio, pidiendo á gritos su cabeza y la de la cristiana. Encendióse en el corazon del rey una chispa de su[p. 131] antiguo valor; salió á la cabeza de unos cuantos de sus guardias, puso en fuga á los rebeldes, y el alboroto quedó sofocado en su orígen.
Restablecida la tranquilidad, se fue á ver al astrólogo, que devorado por el despecho, estaba encerrado en su retiro, y alimentaba contra el rey el mas amargo resentimiento.
Llegóse á él Aben-Habuz, y le dijo con semblante franco y amistoso: «Sábio hijo de Abou Agib, razon tenias cuando me anunciaste que la hermosa cautiva atraeria sobre mí muchos peligros; mas ya que eres tan profundo en la ciencia de anunciar los males, dime ahora qué es lo que debo hacer para evitarlos.
—Separar de tu lado á la infiel que los causa.
[p. 132]
—¡Antes perder el reino! dijo con resolucion Aben-Habuz.
—Te arriesgas á perder uno y otro, replicó el astrólogo.
—No seas tan áspero y desconfiado, ¡ó el mas profundo de los filósofos! Conduélete de la doble desgracia de un monarca y un amante, y busca algun medio de libertarme de los peligros que me amenazan. Nada me importan ya el poder ni la grandeza, solo suspiro por la tranquilidad. ¿No me seria dado hallar algun asilo, en donde lejos del mundo, de sus pompas y de su bullicio, consagrase el resto de mis dias al reposo y al amor?»
El astrólogo le miró por algunos momentos frunciendo las pobladas cejas.
«¿Y qué me darias, le dijo en fin,[p. 133] si te procurase un retiro semejante?
—Tú mismo señalarias la recompensa, y si estaba en mi mano concedértela, te aseguro sobre mi palabra que podias mirarla como tuya.
—¿Has oido hablar, ó rey, del jardin de Hirám, uno de los prodigios de la Arabia Feliz?
—Sí, el Alcorán habla de ese jardin en el capítulo titulado la Aurora del dia. Ademas he oido referir muchas cosas maravillosas á los peregrinos de la Meca; pero siempre creí que eran cuentos de viageros.
—No desprecies, ó rey, las relaciones de los viageros, replicó con semblante grave el astrólogo; porque en ellas se encierran raros conocimientos, trasportados de un estremo á otro de la tierra. En cuanto al palacio y jardin de Hirám, en[p. 134] general es cierto lo que refieren.... yo he visto uno y otro por mis propios ojos.... Escucha bien lo que voy á referirte, porque mi aventura tiene relaciones muy íntimas con el objeto de tu pretension.
«En mis primeros años, cuando yo no era mas que un simple árabe del desierto, guardaba los camellos de mi padre. Atravesando un dia el desierto de Eden se descarrió uno de ellos, y yo le busqué en vano por espacio de muchos dias: estenuado en fin de fatiga á la hora en que se halla el sol en el meridiano, me quedé dormido bajo una palma, al lado de un pozo que estaba casi seco. Al despertarme me encontré á la puerta de una ciudad, y habiendo entrado en ella ví unas calles hermosas, plazas y mercados espacio[p. 135]sos; mas todo estaba silencioso como la tumba: la ciudad parecia inhabitada. Anduve, errando por todas partes, hasta que descubrí un palacio situado en medio de un jardin adornado de fuentes, estanques, bosquecillos llenos de flores y árboles frondosos cargados de frutos. Sin embargo, ningun viviente se mostraba aun en aquel lugar de delicias. Espantado de tanta soledad, salí apresuradamente del palacio y de la ciudad, y habiéndome alejado algunos pasos, me volví para contemplarla; pero ya no ví nada, sino el desierto que se estendia hasta perderse de vista.
«Poco despues encontré á un viejo dérvis muy versado en los secretos y tradiciones del pais, á quien referí mi aventura. «Lo que has visto,[p. 136] me dijo, es el célebre jardin de Hirám, una de las maravillas del desierto, el cual aparece de cuando en cuando á los viageros estraviados como tú, los divierte con la vista de sus torres, jardines y árboles cargados de frutos, y se desvanece al momento, dejando en su lugar una inmensa y árida soledad. En los tiempos antiguos, cuando este pais estaba habitado por los Additas, el rey Sheddah, hijo de Ad, biznieto de Noé, fundó en él una ciudad magnífica, y cuando estuvo concluida y vió su grandeza y hermosura, enchido de orgullo su corazon, resolvió levantar un palacio y unos jardines que igualasen á lo que refiere el Alcorán de las bellezas del paraiso. Pero su presuncion atrajo sobre él la maldicion del cielo: él y todo[p. 137] su pueblo desaparecieron de la tierra, y su opulenta ciudad, su palacio y sus jardines fueron puestos bajo la influencia de un encanto que los separa de la vista de los hombres, fuera de ciertos momentos en que aparece para perpetuar la memoria de su pecado.»
«Esta historia y las maravillas que habia visto no se borraron jamas de mi imaginacion, y cuando estuve mas adelante en Egipto, dueño ya del libro del sábio Salomon, resolví visitar de nuevo el jardin de Hirám. Le hallé en efecto con el ausilio de mi libro, tomé posesion de él, pasé muchos dias en aquella imitacion del paraiso, y obedientes á mi poder mágico los genios que le guardan, me revelaron los encantos por cuya fuerza habia sido construi[p. 138]do, y los que le hacian invisible.
«Yo pues, ó rey, puedo construirte un palacio semejante en la montaña que domina la ciudad; conozco todos los secretos mágicos y poseo el libro del sábio Salomon: nada es inaccesible á mi poder.
—¡Ó hijo de Abou Agib! ¡ó el mas sábio de todos los hombres! dijo Aben-Habuz ardiendo en deseos, ¡tú eres un gran viagero, tú has visto y aprendido cosas maravillosas! Débate yo un paraiso semejante, y pide en recompensa cuanto quieras, que yo te lo concedo, aunque sea la mitad de mi reino.
—¡Ah! replicó el astrólogo, ya sabes que yo no soy mas que un anciano, un pobre filósofo bien fácil de contentar; no te pido otra cosa sino la primera cabalgadura que pase por[p. 139] la puerta del palacio mágico, con la carga que lleve.»
Aceptó gustoso el monarca esta modesta condicion y el astrólogo puso manos á la obra. Ante todo, en la cumbre de la colina que dominaba inmediatamente su retiro subterráneo, hizo erigir una gran portada, que pasaba por el centro de una torre fortísima. Sobre la piedra fundamental del arco esterior que formaba el pórtico, esculpió el mismo mágico una mano gigantesca, y en la del arco interior, encima de las puertas, representó una gran llave; cuyas figuras eran poderosos talismanes, sobre los cuales pronunció ciertas palabras en lengua desconocida.
Concluida esta puerta, permaneció por espacio de dos dias encerrado en su cámara mágica, y el tercero[p. 140] se subió á la colina, y se estuvo en la cumbre hasta alta noche. Bajó á esta hora, y presentándose á Aben-Habuz: «En fin, ó rey, le dijo, ya está terminada mi obra: en la cumbre de ese monte he erigido el palacio mas delicioso que pudo inventar jamas el ingenio humano; allí está reunido todo lo que puede contribuir á la felicidad de la vida; salones magníficos, jardines sombríos y floridos, fuentes cristalinas, baños perfumados: en una palabra, la colina se ha trasformado en un paraiso; y á la manera que el palacio de Hirám, se halla tambien este protegido por un encanto de gran poder, que le hace invisible á todos los que no poseen el secreto de su talisman.
—Basta, dijo lleno de júbilo Aben-Habuz: mañana al despuntar la au[p. 141]rora subiremos á la colina, y tomaremos posesion de esa morada de ventura.» Aquella noche durmió poco el monarca, y apenas los primeros rayos del sol comenzaban á dorar los picos de Sierra-Nevada, montó en su caballo, y seguido de una corta y escogida comitiva, subió la colina por un camino angosto y escarpado. Al lado de Aben-Habuz iba la princesa, montada en un palafren blanco; su trage estaba sembrado de diamantes, y del hermoso cuello colgaba segun costumbre la lira de plata. El astrólogo, que nunca montaba á caballo, caminaba á pie al otro lado del rey, apoyado sobre su baston geroglífico.
Hacíase todo ojos Aben-Habuz, esperando ver en lo alto las torres del palacio con sus jardines y bos[p. 142]quecillos; mas nada podia descubrir. «Ved ahí, dijo el astrólogo, en lo que consiste la seguridad y el misterio de este lugar: nada puede distinguirse hasta que se ha pasado la puerta encantada.»
Luego que llegaron delante de la puerta, deteniéndose el astrólogo, enseñó al rey la mano y la llave misteriosas grabadas sobre el arco. «Las figuras que veis, dijo, son los talismanes que guardan la entrada de este paraiso: entre tanto esa mano no se baje hasta tocar la llave, ningun poder humano, ningun artificio mágico podrá triunfar del señor de esta colina.»
Mientras Aben-Habuz contemplaba embelesado, y en un silencio de admiracion y pasmo los misteriosos talismanes, el palafren de la[p. 143] princesa, que seguia caminando, se entró por el pórtico hasta el centro de la torre.
«He aquí, dijo el astrólogo, la recompensa que me habeis prometido; la primera cabalgadura que entre por estas puertas mágicas, con la carga que lleve.»
Sonrióse Aben-Habuz, creyendo que era un chiste del viejo; mas cuando conoció que hablaba con seriedad, temblaron de indignacion las canas de su barba.
«Hijo de Abou Agib, dijo con airado semblante, ¿qué significa este engaño? Bien sabes tú lo que yo creí prometer: la primera cabalgadura que entrase por la puerta con la carga que llevase. Ve pues, toma la mula mas poderosa de mis caballerizas, cárgala de los obje[p. 144]tos mas preciosos que se hallen en mi tesoro, tuya es; mas no levantes tus pensamientos hasta la que forma, las delicias de mi corazon.
—¿Y qué se me da á mí de tu oro ni de tus riquezas? dijo con aire de desprecio el astrólogo. ¿No poseo yo el libro del sábio Salomon? ¿No tengo á mi disposicion todos los tesoros de la tierra? La princesa me pertenece de derecho: tu palabra real está empeñada, yo la reclamo como alhaja mia.»
Á todo esto, desde lo alto de su palafren les dirigia la princesa mirandas altivas, y se sonreía desdeñosamente al contemplar á aquellos dos vestiglos disputándose la posesion de su juventud y belleza.
Despues de un largo debate, dominando la rabia del monarca sobre[p. 145] su prudencia, esclamó: «¡Hijo vil del desierto! tú puedes ser sábio en mas de una ciencia; pero reconoce en mí á tu señor, y no lleves la temeridad hasta el punto de burlarte de tu rey.
—¡Tú mi señor! replicó el astrólogo, ¡tú mi rey! ¡El soberano de una ratonera daria leyes al que posee el libro de Salomon! Adios, Aben-Habuz, reina en tu pequeño reino, y gózate en tu paraiso de los locos; que yo voy á reirme á tus espensas en mi retiro filosófico.»
Dichas estas palabras, cogió de la brida el palafren de la princesa, hirió la tierra con el baston y se hundió con la hermosa dama al traves del centro de la torre. Tras esto se cerró la tierra sobre sus cabezas, sin dejar el menor rastro de la abertu[p. 146]ra por donde habian desaparecido.
Quedó Aben-Habuz tan asombrado, que por algunos momentos no acertó á articular una palabra. Vuelto al fin de su sorpresa, dispuso que mil obreros hiciesen una escavacion profunda en el sitio por donde se habia hundido el astrólogo: trabajaron con teson, pero todos sus esfuerzos fueron vanos: en algunos puntos saltaban los picos rechazados por la peña, y la tierra llenaba en otros el hoyo practicado, casi tan pronto como lo habian hecho. Aben-Habuz buscó en la falda de la montaña la boca de la caverna que conducia al palacio subterráneo del pérfido mago; pero no fue posible descubrirla, pues en el lugar donde estaba la entrada de la cueva, no se veía ya otra cosa que la roca firme y unida.
[p. 147]
Entre tanto, con la desaparicion de Ibrahim Eben Abou Agib perdieron la eficacia sus talismanes: el guerrero de bronce quedó inmóvil, vuelto el semblante hácia la colina, y con la lanza apuntada al sitio por donde se habia hundido el astrólogo, como si quisiera indicar que se ocultaba allí el mayor enemigo de Aben-Habuz.
Algunas veces se oían en aquel sitio los sonidos de un instrumento, y los acentos de una voz de muger, que apenas se distinguian, y al parecer salian de las entrañas de la tierra. Cierto dia refirió un labrador al rey que la noche anterior habia notado en la peña una hendedura, y habiéndose introducido por ella habia distinguido á gran profundidad un salon subterráneo, en el cual, recos[p. 148]tado el astrólogo sobre un magnífico sofá, dormitaba dando cabezadas al sonido de la lira de la princesa, que segun los efectos egercia un poder mágico sobre sus sentidos.
Buscó Aben-Habuz esta hendedura; mas no le fue posible encontrarla, porque sin duda habia vuelto á cerrarse. Tambien reiteró las tentativas de la escavacion; mas fueron tan infructuosas como las primeras: y es que ningun poder humano podia superar al encanto de la mano y la llave. En cuanto á la cumbre del monte, donde debian haberse construido el palacio y los jardines ofrecidos, ora fuese que dicho elíseo permaneciese invisible por efecto del encanto, ora que no hubiese existido jamas, y solo fuera una fábula del astrólogo; lo cierto es que allí no se[p. 149] veía otra cosa que una soledad árida; y escabrosa. Las gentes adoptaron piadosamente la última opinion, y unos llamaban á aquel sitio la Locura del rey, y otros el Paraiso de los locos.
Para poner el colmo á las desgracias de Aben-Habuz, los vecinos, á quienes habia desafiado, insultado y deshecho á su placer cuando poseía el talisman, habiendo llegado á conocer que ya no se hallaba protegido por la mágia, invadieron por todos los puntos su territorio, de modo que el resto de la vida del mas pacífico de los monarcas fue una serie de guerras y disturbios.
En fin, Aben-Habuz murió, y hace algunos siglos que está enterrado; y sobre la colina venturosa se edificó mas adelante la Alhambra,[p. 150] que realiza en cierto modo las fábulas del jardin de Hirám. El pórtico encantado, que se conserva aun entero, protegido sin duda por la mano y llave misteriosas, forma la puerta llamada del Juicio y la entrada principal de la fortaleza; y es opinion comun que el astrólogo permanece todavía bajo este pórtico en el salon subterráneo, dormitando en su sofá al son de la lira de la princesa.
Los inválidos que dan la guardia de dicha puerta, suelen oir estos sonidos en las noches de verano, y cediendo entonces á su virtud soporífica, se quedan tranquilamente dormidos en sus puestos. Todo lo cual, segun las leyendas, debe perpetuarse de edad en edad: la princesa, dicen, permanecerá cautiva[p. 151] del astrólogo, y el astrólogo sometido á la mágia somnífera de la princesa hasta el dia del juicio; á menos que la mano, empuñando la llave fatal, deshaga antes el encanto de la montaña.
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Antiguamente habia en Granada un rey, que solo tenia un hijo, llamado Ahmed, á quien los cortesanos, á causa de los signos indubitables de superioridad que notaron en él desde su tierna infancia, le dieron[p. 153] el sobrenombre de Al Kamel, que quiere decir El Perfecto. Las predicciones de los astrólogos se conformaban bastante con esta lisonja, pues habian leido en los astros que el príncipe seria el mas perfecto y dichoso de los soberanos. Una sola nube amenazaba su destino, y aun en esta se distinguia cierto color purpúreo que la hermoseaba: habíale dotado naturaleza de una propension irresistible al amor, y esta pasion le habia de hacer correr grandes riesgos. Con todo, si se conseguia libertarle de sus ataques hasta la edad madura, se desvanecerian estos peligros, y su vida ofreceria una serie no interrumpida de prosperidades.
Confiado el rey en los consejos de los astrólogos, adoptó la sábia[p. 154] resolucion de hacer educar al príncipe en un retiro absoluto, en donde no pudiese ver un rostro femenil, ni llegase á sus oidos el solo nombre de amor. Can esta mira hizo construir en la colina que domina la Alhambra un palacio suntuoso, y le rodeó de deliciosos jardines, cercados de murallas altísimas, que son los mismos que conocemos al presente con el nombre de Generalife.
En este retiro fue encerrado el jóven Ahmed Al Kamel, bajo la tutela de Eben Bonabben, filósofo árabe de saber profundo; pero de carácter severo é insensible. Habia este pasado la mayor parte de su vida en Egipto, ocupado en el estudio de los geroglíficos, y en hacer investigaciones científicas en los se[p. 155]pulcros y en las pirámides; y de ahí es que á sus ojos tenia mucho mas atractivo una momia egipcia, que la belleza viviente mas seductora. Confióse pues á tan digno preceptor la educacion del príncipe, previniéndole le instruyese en toda clase de conocimientos, escepto uno solo: debia ignorar completamente todo lo relativo al amor.
«Emplead, le dijo el rey, cuantas precauciones creais necesarias para conseguir este objeto; y tened presente, ó Eben Bonabben, que si mi hijo llega á adquirir la menor noticia de este objeto vedado, pagareis con la cabeza esta trasgresion á mis órdenes.»
Una sonrisa forzada conmovió el descarnado rostro del sábio Bonabben al oir esta amenaza. «Tan se[p. 156]guro podeis estar vos de vuestro hijo como yo de mi cabeza. ¿Creeis que un hombre como yo habia de ir á dar al príncipe lecciones de amor?»
Bajo la vigilante custodia del filósofo fue creciendo el príncipe, prisionero en aquellos jardines y palacio. Servíanle esclavos negros y mudos, de figura horrible, que ó no tenian ninguna noticia del amor, ó carecian de palabras para comunicarlas. Eben Bonabben trabajaba con teson en formar el entendimiento de su alumno, enriqueciéndole con toda suerte de conocimientos, y señaladamente con las ciencias abstractas de los egipcios; mas el príncipe hacia muy pocos progresos en estas últimas, y su Mentor se convenció muy pronto de que no se hallaba en él ninguna aptitud para la metafísica.[p. 157] Sin embargo, tenia une docilidad estraordinaria en un príncipe, y estaba siempre pronto á seguir las opiniones de los demas, dejándose guiar por el último que le aconsejaba: tanto que resistiendo con no pequeño esfuerzo los ataques del sueño, escuchaba con una paciencia verdaderamente egemplar los doctos y perdurables discursos de Bonabben, que dejaron en su espíritu una idea ligera de casi todas las ciencias. De este modo llegó felizmente Ahmed á los veinte años de su edad; mas aunque podia pasar por un prodigio de saber, ignoraba absolutamente lo que era amor.
Por este tiempo se cambiaron las costumbres del príncipe: abandonó de todo punto los estudios, y pasaba los dias vagando por los jardines,[p. 158] ó sentado á la orilla de una fuente, abismado en profundas cavilaciones. Habíanle enseñado algunos principios de música, y empleaba una parte del dia en cultivar este arte, manifestando al mismo tiempo una aficion naciente á la poesía. Estos caprichos sobresaltaron al sábio Eben Bonabben, el cual trató de desvanecerlos por medio de un curso de álgebra; mas el príncipe tenia horror á todo lo que era cálculo: «No puedo soportar el estudio del álgebra, dijo; necesito alguna cosa que hable á mi corazon.
—¡Medrados estamos! dijo para sí el sábio preceptor, meneando la despoblada cabeza. ¡Adios filosofía! el príncipe ha descubierto que hay corazon.» Desde entonces dobló la vigilancia con que celaba todos los[p. 159] pasos y acciones de su alumno, y no tardó en conocer que su propension natural á la terneza se habia ya desarrollado, y solo necesitaba un objeto para acabar de manifestarse. Veíasele con frecuencia discurriendo sin direccion por los jardines embebecido en una especie de enagenamiento, cuya causa ignoraba él mismo: algunas veces parecia hallarse sumergido en una ilusion deliciosa; otras tomaba un laud, y pulsándole con blandura, le hacia producir los sonidos mas tiernos, tras lo cual solia arrojarle con despecho lejos de sí, suspirando y prorumpiendo en esclamaciones apasionadas.
Esta disposicion al amor la manifestaba hasta con los objetos inanimados: tenia algunas flores favoritas, á las que prodigaba las atenciones[p. 160] mas asiduas; tomó cariño á muchos árboles, y uno en particular le inspiró la mas viva pasion por su graciosa forma y delicado ramage, que se inclinaba al suelo blandamente. Esculpia su nombre en la corteza, adornaba sus ramas con guirnaldas, y acompañándose con el laud, cantaba coplas en su alabanza.
El sábio Eben Bonabben entró en graves temores al observar en su alumno estos síntomas de escitacion: veíale al umbral de la ciencia vedada, el menor indicio bastaba ya para descubrirle el secreto fatal. Temblando pues por la seguridad del príncipe y por su propia cabeza, se apresuró á alejarle de las seducciones del jardin, y con este objeto le confinó en la torre mas alta del Generalife. Contenia esta magníficas[p. 161] habitaciones, desde donde descubria la vista un horizonte inmenso; pero su elevacion la separaba de aquella atmósfera embalsamada, de aquellos bosquecillos risueños, tan peligrosos para el sobrado sensible Ahmed.
Mas era necesario conciliar al príncipe con esta medida violenta, y procurarle alguna distraccion que le hiciese mas llevadera su soledad. Habia ya apurado todos los estudios amenos, y no podia hablársele de álgebra ni de nada que se le pareciese; mas por fortuna Eben Bonabben se acordó de que en otro tiempo habia aprendido en Egipto la lengua de los pájaros, la cual le enseñára un rabino judío, que la habia heredado directamente del sábio Salomon. Al solo nombre de[p. 162] esta ciencia brillaron de alegria los ojos del príncipe, el cual se aplicó á su estudio con tal teson, que en poco tiempo se halló tan versado en ella como su mismo maestro.
La torre del Generalife dejó desde entonces de ser una soledad para Ahmed, pues este tenia á toda hora con quien hablar. Su primer conocimiento de vecindad fue el de un gavilan, que tenia su guarida en una hendidura de las almenas, desde cuya elevacion se lanzaba sobre la presa que á lo lejos descubria. Mas el príncipe halló poco agradable la amistad de este pájaro: verdadero pirata del aire, su conversacion se componia únicamente de fanfarronadas sobre sus rapiñas, su valor y sus hazañas.
Mas adelante se relacionó Ahmed[p. 163] con un buho de aspecto grave y presumido, cabeza voluminosa y ojos redondos y espantados. Este pasaba todo el dia dormitando en un agujero de la muralla, de donde no salia hasta la noche: picábase de sábio; de cuando en cuando dejaba escapar algunas voces campanudas sobre la astrología; hablaba de la luna, y daba á entender que no era del todo estraño á las ciencias ocultas; mas estaba furiosamente apasionado á la metafísica, y sus disertaciones eran aun mas intolerables que las del sábio Eben Bonabben.
Algunas veces tambien solia el príncipe comunicar con un murciélago, que pasaba el dia pegado á la pared en un rincon oscuro de la bóveda, y solo salia al anochecer para dar algunos paseos, por decirlo[p. 164] así, con chinelas y gorro de dormir. Esta ave no tenia tampoco sino ideas superficiales de todo, se mofaba de las cosas que ignoraba, ó de que solo habia adquirido conocimientos imperfectos, y no hallaba placer en nada.
Completaba la plumífera sociedad una golondrina, con quien el príncipe trabó al principio estrechas relaciones: era una habladora eterna, pero muy picotera y quisquillosa; y como nunca paraba en un punto, se hacia imposible tener con ella una conversacion seguida.
Tales eran los únicos compañeros con quienes podia el príncipe egercitar la nueva ciencia, que habia adquirido; porque la torre estaba demasiado elevada para que pudiesen frecuentarla otras aves. Cansóse pronto[p. 165] de sus nuevos conocimientos, cuya conversacion, poco interesante para su espíritu, no decia nada á su corazon, y poco á poco volvió á caer en su primera melancolía. Pasó el invierno, y volvió la primavera con su séquito de flores y verdura, y su dulce y balsámico aliento; llegó el tiempo dichoso en que las aves vuelan de dos en dos á labrar sus nidos en la enramada. De repente, cual si correspondieran á una señal convenida, se levantó de las florestas del Generalife un concierto de dulce melodía, y llegó hasta los oidos del príncipe en la elevada soledad de su torre. Todas las voces cantaban el mismo tema: Amor, amor, amor: esto era lo que se oía proferir en todos los tonos. Escuchaba el príncipe en silencio perplejo y sobresal[p. 166]tado: «¿Qué será este amor, discurria, que parece ocupar al mundo entero, al paso que á mí me es absolutamente desconocido?» Quiso tomar algunas noticias por medio de su amigo el gavilan; mas este bribon le respondió con tono de burla: «Dirigíos á las pacíficas y vulgares aves de la tierra, destinadas á servirnos de pasto á nosotros los príncipes del aire; ellas podrán satisfacer vuestras preguntas: por lo que á mí hace, no conozco mas oficio que la guerra, ni otras delicias que los combates; en una palabra, soy un guerrero é ignoro de todo punto lo que es amor.»
El príncipe se apartó de él disgustado, y se fue á buscar al buho que estaba escondido en su retiro. «Este, decia, es un pájaro sensato y reflexivo, que sin duda podrá darme[p. 167] las noticias que necesito.» Con efecto, suplicó al buho que le dijese qué venia á ser el amor que cantaban en aquel momento todas las aves de las florestas inmediatas á la torre.
Á esta pregunta se manifestó el buho sorprendido é incomodado. «Mis noches, contestó con cierto aire de dignidad ofendida, están consagradas á las investigaciones científicas, y mis dias á rumiar en mi retiro todas las especies que he recogido en mis viages. Por lo que hace á esas aves vocingleras de que me hablais, jamas me he cuidado de escucharlas; porque las desprecio á ellas y á los objetos de sus necias canciones. Yo no canto, loado sea Allah; soy un filósofo é ignoro de todo punto lo que es amor.»
Oida esta respuesta, se trasladó[p. 168] el príncipe al rincon, en donde su amigo el murciélago estaba colgado de las patas, y despertándole, le dirigió la misma pregunta. El murciélago, frunciendo el hocico, puso un gesto el mas ceñudo y emperrado, y le respondió regañando. «¿Á qué venís ahora á interrumpir de este modo mi sueño de la mañana para hacerme una pregunta necia? Yo no salgo sino al anochecer cuando se hallan durmiendo todas las demas aves, y nunca me mezclo en sus negocios. Á Dios gracias, no pertenezco á las aves ni á los cuadrúpedos; he descubierto los vicios de unos y otros, y los aborrezco á todos igualmente. En una palabra, soy misantropo é ignoro de todo punto lo que es amor.»
En último recurso acudió el prín[p. 169]cipe á la golondrina, y la detuvo á la que pasaba en uno de sus círculos por lo mas elevado de la torre.
La golondrina, segun su costumbre, andaba muy atrafagada, y apenas se detuvo el tiempo preciso para contestar: «Os aseguro sobre mi palabra, le dijo, que como tengo que acudir á tantas cosas de interes general, no me he detenido jamas á pensar en el objeto de que me hablais. Todos los dias tengo cien visitas que hacer, y otros tantos negocios importantes que examinar, los cuales no me dejan tiempo para ocuparme en los frívolos objetos de las canciones que se oyen en derredor de los nidos. En una palabra, soy cosmopolita é ignoro de todo punto lo que es amor.»
Quedó Ahmed en la misma duda,[p. 170] y su curiosidad se aumentó todavía con la dificultad de satisfacerla. Hallándose un dia discurriendo sobre este objeto misterioso, entró en la torre su anciano preceptor, y viéndole el príncipe corrió luego á su encuentro, y le dijo con el mayor interes: «¡Ó sábio Eben Bonabben! tú me has revelado una gran parte de la sabiduría de la tierra; mas hay una cosa que ignoro absolutamente, y en la que tengo vivos deseos de instruirme.
—Diríjame mi príncipe las cuestiones que quiera, y toda la inteligencia de su siervo está á sus órdenes.
—Dime pues, ó el mas profundo de los filósofos, ¿cuál es la naturaleza de esa cosa que se llama amor?»
El sábio Eben Bonabben quedó[p. 171] tan asombrado como si hubiese caido un rayo á sus pies; tembló, perdió el color, y le pareció que la cabeza le bamboleaba ya sobre los hombros.
«¿Y quién ha podido sugerir á mi príncipe semejante pregunta? ¿En dónde ha aprendido esa palabra vana?»
El príncipe, llevando á su preceptor á la ventana: «Escucha, le dijo, Eben Bonabben.» Escuchó el sábio, y oyó el dulce canto de un ruiseñor, que escondido en un bosquecillo que estaba al pie de la torre, dirigia tiernas querellas á su amada: de todos los rosales, de todas las ramas floridas salian trinos melodiosos, que espresaban el mismo pensamiento: Amor, amor, amor, era el tema de todos los cantos.
[p. 172]
«¡Allah akbar! ¡Dios es grande! esclamó el sábio Bonabben; ¿quién será osado á ocultar al hombre este secreto, cuando las mismas aves del aire conspiran á revelárselo?»
Entonces volviéndose á Ahmed: «¡Ó príncipe mio! le dijo juntando las manos, cierra los oidos á esos cantos peligrosos; huye de tan nocivo conocimiento. Sabe que la mitad de los males que afligen á la humanidad no reconocen otra causa que ese funesto amor: él es el que fomenta la discordia y el rencor entre los hermanos y los amigos; él enciende la guerra, él escita á la traicion. Los cuidados, la tristeza, los dias inquietos, las noches sin sueño; he aquí sus efectos. Marchita la flor, destruye la alegria de la juventud, y lleva consigo los males y los pesa[p. 173]res de una vejez prematura. Consérvete Allah, ó príncipe mio, en la feliz y total ignorancia de esa cosa que se llama amor.»
Dichas estas palabras se salió el sábio Bonabben, dejando al príncipe en una perplejidad mas profunda aun que la que le mortificaba antes de hablarle. En vano procuraba separar de su imaginacion este objeto que absorvia todas sus ideas: á pesar suyo le ocupaba continuamente, y su espíritu se fatigaba y se perdia en vanas congeturas. «Seguramente, decia prestando oidos á las dulces canciones de las aves, estos acentos no tienen nada de tristes, y antes bien, parece que solo espresan placer y ternura. Si el amor causa tantas desgracias y enemistades, ¿en qué consiste que estas aves no están[p. 174] todas gimiendo en la soledad, ó bien despedazándose unas á otras, en vez de revolotear alegremente por las selvas, y juguetear bulliciosas entre las flores?»
Cierta mañana, tendido blandamente en su lecho, discurria entre sí sobre este misterio inesplicable. Abierta la ventana, penetraba por ella el fresco vientecillo, que despues de empaparse en el suave aroma de los azahares que florecen á la orilla del Darro, subia á recrear los sentidos del príncipe; oíase á lo lejos la voz del ruiseñor que repetia su tema acostumbrado, y cuando el príncipe le escuchaba suspirando, oyó cerca de sí el ruido de las alas de un ave. Perseguido por el gavilan un hermoso palomo, se entró en su aposento y cayó palpitando en el suelo;[p. 175] y el gavilan, viéndose privado de la presa, dirigió el vuelo hácia los montes.
Levantó el príncipe al pobre palomo que estaba medio muerto, le besó y le abrigó en su seno. Luego que lo hubo tranquilizado con sus caricias, le puso en una jaula de oro, y le presentó con sus propias manos trigo del mas puro y agua cristalina. El ave sin embargo se negaba á tomar alimento, y permanecia con la cabeza caida, lamentándose con tono lastimero.
«¿De qué te afliges? decia Ahmed, ¿no tienes todo lo que puede desear tu corazon?
—¡Ah! no, replicó el palomo; ¿por ventura no estoy separado de mi amada compañera, y precisamente en la época feliz de la prima[p. 176]vera, en la estacion hermosa de los amores?
—¡De los amores! replicó Ahmed, ¡ah! yo te lo suplico, ave graciosa, ¿podrias decirme lo que es amor?
—¡Ay príncipe mio! ¡Demasiado! El amor hace el tormento de uno, la felicidad de dos, y se convierte en una fuente de enemistades y desgracias si llegan á ser tres. Es un encanto poderoso que atrae mútuamente á dos séres, y los une con la mas dulce simpatía; los hace dichosos si están unidos; pero muy dignos de lástima cuando se hallan separados. Mas ¿acaso no existe ningun sér con quien os haya unido un afecto tierno?
—Sí, yo amo á mi anciano preceptor Eben Bonabben mas que á ningun otro sér conocido; pero sin[p. 177] embargo suele parecerme fastidioso, y algunas veces me creo mas feliz en su ausencia que en su compañía.
—No trato yo de esa clase de afecto: hablo del amor, del gran misterio y principio de la vida, de la felicidad inefable de la juventud y delicia tranquila de la edad madura. Mira en torno de tí, príncipe mio, y verás como todo respira amor en esta deliciosa estacion: de cuantas criaturas existen, no hay una que no tenga su compañera; el mas pequeño pajarillo canta para agradar á su amada; el insecto, que apenas se distingue sobre la yerba, busca tambien á su querida, y esas mariposas que suben volando hasta por encima de la torre, y vagan jugueteando por el aire, son felices por su mútua ternura. ¡Ah príncipe mio! ¿será posible que[p. 178] hayas perdido los dias mas preciosos de tu juventud sin conocer el amor? ¿Ningun sér de sexo diferente, ninguna hermosa princesa, ninguna jóven agraciada ha cautivado tu corazon, y hecho nacer en tu seno una dulce inquietud, un conjunto agradable de penas y deseos?
—Ya empiezo á comprenderte, dijo el príncipe suspirando; mas de una vez he esperimentado una inquietud semejante á la que me dices sin adivinar la causa. Mas reducido á esta espantosa soledad, ¿dónde podré hallar un objeto tal como tú le pintas?»
La conversacion continuó aun por algun tiempo sobre el mismo objeto, y la primera leccion que recibió el príncipe fue completa.
«¡Ay! esclamó despues, si el[p. 179] amor es una felicidad tan grande, y tanta pena causa la ausencia del objeto amado, ¡no permita Allah que yo turbe la alegria de dos amantes!»
Dicho esto abrió la jaula, sacó el palomo y le dejó sobre la ventana. «Ve, dijo, ave dichosa, goza con la amada de tu corazon los hermosos dias de la juventud y la deliciosa estacion de la primavera. ¿Con qué razon habia yo de retenerte en este triste encierro, adonde jamas podrá penetrar el amor?»
Batió el ave las alas en señal de contento, formó un círculo en el aire, y voló como una flecha hácia los floridos bosquecillos del Darro.
Siguióla Ahmed con los ojos hasta perderla de vista, y quedó sumergido en la mas profunda tristeza. El canto de las aves que tanto le com[p. 180]placia pocos momentos antes, redoblaba ahora sus penas ¡Amor, amor, amor! ¡Ah pobre jóven! Entonces conoció el significado de este tema tan repetido.
La primera vez que vió al sábio Bonabben despues de esta conversacion, le dirigió una mirada de resentimiento. «¿Por qué me has dejado en tan crasa ignorancia? le dijo encolerizado. ¿Por qué me ha de ser desconocido el gran misterio, el principio de la vida que está al alcance del mas humilde insecto? La naturaleza entera se entrega en este momento á los mas dulces placeres; todas las criaturas se gozan con una compañera, y ve ahí precisamente ese amor que yo queria conocer. ¿Por qué he de ser yo el único que se halle privado de sus delicias? ¿Por[p. 181] qué he de haber pasado los dias mas floridos de mi juventud, sin conocer la felicidad que puede proporcionar?»
El sábio Bonabben conoció sobradamente que ya era inútil toda reserva, puesto que el príncipe habia adquirido la ciencia prohibida. Le reveló pues las predicciones de los astrólogos; y le enteró de las precauciones que se habian tomado en su educacion para conjurar la tempestad que le amenazaba.
«Ahora, príncipe mio, añadió, teneis mi vida en vuestras manos. Si el rey vuestro padre llega á entender que bajo mi vigilancia habeis aprendido lo que es amor, perezco sin remedio; porque respondí con mi cabeza de vuestra completa ignorancia en esta materia.»
Era el príncipe mas razonable de[p. 182] lo que pudiera esperarse de un jóven de su edad, y así escuchó las reflexiones de su preceptor con tanta mayor deferencia, cuanto que nada le hablaba contra ellas. Por otra parte Ahmed profesaba un verdadero afecto al sábio Bonabben, y como solo conocia la teórica del amor, consintió fácilmente en encerrar en su seno todas las noticias que sobre este objeto acababa de adquirir, antes que poner en peligro la cabeza del filósofo.
Su discrecion empero tuvo que sufrir muy pronto una prueba mas fuerte. Algunos dias despues, hallándose engolfado en tristes imaginaciones junto á las almenas de la torre, apareció en los aires el palomo á quien habia restituido la libertad, y abatiendo el vuelo, se le[p. 183] puso sobre el hombro con singular familiaridad.
Cogióle el príncipe, y estrechándole contra su corazon: «¡Ave dichosa, esclamó, que puedes volar con la rapidez de la luz de la mañana de un estremo á otro de la tierra! ¿Qué pais has visitado despues que no nos hemos visto?
—Vengo, ó príncipe, de una region muy distante; y en recompensa de la libertad que os debo, os traigo las mas alegres nuevas. En mi remontado vuelo puedo cernerme sobre una altura prodigiosa, y dominar una estension inmensa de pais. Cierto dia pues descubrí bajo de mí un jardin delicioso, lleno de toda suerte de frutas y flores: un límpido arroyuelo corria serpenteando por entre las flores, que esmaltaban[p. 184] una frondosa pradera; y en el centro del jardin se levantaba un magnífico palacio. Poséme sobre un árbol para descansar, y junto al arroyuelo que pasaba bañando el tronco, descubrí una princesa en todo el brillo de la primera juventud, rodeada de doncellas de su misma edad, que la adornaban con guirnaldas de flores tan frescas como ella, pero no con mucho tan hermosas. Tantos hechizos sin embargo florecian en aquella soledad ocultos á los ojos de todos; porque el jardin se hallaba cercado de murallas altísimas, y nadie podia penetrar en él. Á la vista de una tierna jóven tan llena de atractivos, á quien su separacion del mundo ha conservado toda la inocencia de la edad infantil, he discurrido que esta era la que el cielo tenia destinada[p. 185] para inspirar amor á mi querido Ahmed.»
Esta descripcion se grabó con caracteres de fuego en el corazon sobrado sensible de Ahmed. La vaga ternura que comprimia en su seno hacia tanto tiempo, hallaba en fin un objeto en que fijarse, y la pasion que concibió por la princesa, se enunció desde su nacimiento con la mayor violencia. Escribió una carta, en la que con las frases mas apasionadas espresaba el ardiente amor y tierno cariño que ya profesaba á la bella desconocida; lastimándose del cautiverio que le impedia arrojarse á sus pies. Á este amoroso billete añadió algunas estancias, en las que la verdad de los afectos iba unida á la delicadeza de las palabras; porque ademas de que el príncipe era[p. 186] naturalmente poeta, en este momento le inspiraba el amor. La carta iba dirigida Á la bella desconocida: del príncipe cautivo Ahmed. Y despues de haberla perfumado con almizcle y esencia de rosas, se la entregó al palomo.
«Parte, dijo, ó el mas fiel de los mensageros, salva los montes y los valles, y no te detengas en ninguna floresta, hasta haber entregado esta carta á la señora de mi corazon.»
Remontóse el palomo hasta una altura prodigiosa, y en seguida dirigió el vuelo en línea recta. Siguióle el príncipe largo rato con la vista, ya no le distinguia sino como un punto casi imperceptible, y al fin se ocultó enteramente detras de una montaña.
Contaba Ahmed con impaciencia[p. 187] los dias que se siguieron á la partida de su mensagero, y cada mañana se prometia verle antes de la noche; mas esperaba en vano. Ya comenzaba á acusarle de ingratitud, cuando á la caida de una hermosa tarde, vió al fiel palomo que llegó volando á su habitacion y cayó muerto á sus pies. La flecha cruel de algun desapiadado cazador habia atravesado su pecho, y la pobre avecilla empleó toda la fuerza y vida que le quedaban en llegar al término de su viage y dejar cumplida su mision.
Inclinóse el príncipe lloroso sobre el cuerpo inanimado de aquel mártir de la fidelidad, cuando notó al rededor de su cuello una cadena de perlas, de la que pendia un retrato que estaba oculto bajo el ala, y representaba sobre esmalte una hermosa princesa[p. 188] en la flor de su edad. Esta era sin duda la bella desconocida del jardin; mas ¿quién era? ¿En dónde estaba? ¿Habria recibido la carta y le enviaba en cambio aquel retrato, como prenda de correspondencia?
Todo esto quedaba desgraciadamente envuelto en la duda y en la oscuridad con la lastimera muerte del palomo.
Contemplaba el príncipe la miniatura, y arrasábanse de lágrimas sus ojos. Estrechábala contra su corazon y contra sus labios, pasaba horas enteras mirándola sumergido en una tierna agonía. «Bella imágen, decia, ¡ah! no eres mas que una imágen; empero tus ojos cristalinos se fijan en mí con ternura; tus labios de rosa parece se abren para consolar mi pena.... ¡Vanos delirios! Esos her[p. 189]mosos ojos, esa boca adorable, tal vez habrán hablado un lenguage tan dulce á un rival mas feliz. Pero ¿en dónde podria yo hallar el original de esta copia divina? ¿Quién sabe cuántos reinos y montes nos separan, ni qué acontecimientos podrán impedir nuestra union? Acaso en este momento la colma de atenciones y obsequios una turba de admiradores, y yo triste, prisionero en mi torre, paso mis amargos dias adorando una sombra.»
El príncipe tomó de repente una resolucion estraordinaria. «Huiré, dijo, de este palacio, ó mas bien de esta prision odiosa, y peregrino de amor, buscaré por todo el mundo á la desconocida princesa que reina en mi corazon.»
Era inútil pensar en huir durante[p. 190] el dia; mas la guarda del palacio estaba bastante descuidada por la noche, en razon de que no se temía ninguna tentativa de este género de parte del príncipe, que siempre habia llevado con paciencia su cautiverio. Con todo eso Ahmed no sabia cómo conducirse para efectuar una fuga nocturna por un pais que le era absolutamente desconocido; pero discurriendo que el buho, como acostumbrado á pasearse durante la noche, debia conocer todos los caminos escusados de las inmediaciones, pasó á su retiro para consultarle. Puso el buho un semblante grave, y dándose grande importancia, contestó en estos términos al príncipe Ahmed: «Habeis de saber, ó príncipe, que nosotros los buhos pertenecemos á una familia muy antigua[p. 191] y numerosa, que aunque algo decaida tiene todavía mucho poder. En todos los puntos de España poseemos castillos y palacios; y puedo aseguraros con verdad que me seria imposible hallar una torre, una ciudadela, un edificio cualquiera, tanto en las ciudades como en los campos, en donde no esté seguro de encontrar un hermano, un tio ó un primo. Ademas, haciendo mi vuelta de visitas de parentela, he cruzado el pais en todas direcciones, y conozco los sitios mas ocultos.» Lleno el príncipe de júbilo al encontrar al buho tan profundamente versado en la topografía le confió el secreto de su amor y su proyecto de fuga, y le suplicó tuviese á bien servirle de guia y consejero.
«¡Cómo! respondió el buho algo[p. 192] picado, ¿he nacido yo acaso para mezclarme en intrigas de amor? ¿Yo que tengo consagrado todo mi tiempo á la meditacion y á la luna?
—Sosegaos, augusto buho, repuso el príncipe, y dignaos de salir por un instante de vuestras meditaciones y de la luna para ausiliar mi fuga, y yo os concederé en cambio todo lo que acerteis á pedirme.
—Yo poseo todo lo que deseo, replicó el buho: algunos ratones bastan para la provision de mi frugal mesa, y este agujero es harto capaz para poder meditar. ¿Qué mas necesita un filósofo?
—Considera sin embargo, sapientísimo buho, que entre tanto que tú meditas y miras á la luna en tu retiro, tus talentos son perdidos para el mundo. Yo seré un dia soberano, y[p. 193] podré colocarte en algun puesto honroso, y darte alguna dignidad en donde brille y sea útil tu profunda sabiduría.»
La filosofía del buho le hacia muy superior á las necesidades de la vida; mas no le habia libertado enteramente de la ambicion. Rindióse pues á las ofertas del príncipe, y consintió en servirle de guia y Mentor en su peregrinacion.
Los proyectos de un amante se egecutan con mucha prontitud. Ante todo reunió el príncipe sus diamantes y demas alhajas, y las ocultó entre sus vestidos como caudal para el viage; y la noche siguiente, sirviéndole de escalera una de sus fajas, y siguiendo las indicaciones del buho, saltó de la torre por un balcon de la muralla esterior, y antes de amane[p. 194]cer ya se hallaban en medio de los montes él y su esperimentado guia.
Allí consultó con su Mentor sobre la ruta que deberian tomar.
«Yo creo, dijo el buho, que seria acertado ir á Sevilla; porque habeis de saber que hace muchos años hice yo una visita á mi tio, un buho de ilustre abolengo, que habitaba en uno de los ángulos arruinados del alcázar: con esta ocasion hice muchas escursiones nocturnas por aquella ciudad, y habiéndome llamado La atencion cierta luz que brillaba en una torre abandonada, dirigí una noche el vuelo á las almenas, y ví que aquella luz era la lámpara de un mágico árabe, á quien descubrí tambien en su escondrijo rodeado de los libros de su ciencia, y que tenia sobre el hombro un cuervo muy[p. 195] viejo que habia traido consigo de Egipto. Trabé estrechas relaciones con dicho cuervo, y aprendí de él la mayor parte de los conocimientos que poseo. Despues de aquella época murió el mágico; mas el cuervo habita aun la torre, porque estos pájaros son admirables por su longevidad. Yo pues, ó príncipe, os aconsejaria que buscaseis á este cuervo; porque ademas de que es adivino y algo hechicero, profesa tambien la mágia negra, en la que son muy celebrados los cuervos, y señaladamente los de Egipto.»
Admirado el príncipe de este consejo, se dirigió á Sevilla; mas por consideracion á su compañero, caminaba únicamente durante la noche, y pasaba el dia en alguna gruta oscura, ó en una torre arruinada; pues[p. 196] el buho conocia todas estas guaridas secretas, y su aficion á las ruinas era igual á la de un anticuario.
Llegaron en fin á Sevilla una mañana antes de salir el sol, y el buho, que detestaba la luz del dia y el tráfago de una ciudad tan populosa, se quedó fuera de los muros, y puso su cuartel en el hueco de un árbol.
Entró el príncipe en la ciudad, y no tardó á hallar la torre mágica, que descollaba por encima de las casas, no de otra manera que una palma sobre los matorrales del desierto. Dicha torre era la misma que existe hoy, y es conocida con el nombre de la Giralda. Una escalera trabajosa condujo al príncipe hasta la estancia mas elevada, en donde halló efectivamente al cuervo cabalístico. Era este un pájaro viejo, de cabeza cana y plu[p. 197]mage ralo, semblante ceñudo, y una nube en el ojo izquierdo que le daba una mirada de espectro. Sostenido sobre una pata tenia la cabeza inclinada, y con el ojo que le quedaba estaba examinando un diagrama que se veía trazado en el suelo.
Llegóse á él el príncipe con todo el respeto que su alta reputacion y venerable aspecto debian naturalmente inspirarle: «Perdonadme, le dijo, respetable y sapientísimo cuervo, si me atrevo á distraeros por un instante de los estudios con que teneis admirado al mundo entero. Veis en vuestra presencia á un amante que desea vivamente le indiqueis los medios de que podrá valerse para lograr el objeto de su amor.
—En otros términos, contestó el[p. 198] cuervo con una mirada significativa, ¿queréis que os diga la buena ventura? Enhorabuena, enseñadme la mano, y dejadme descifrar las líneas misteriosas de vuestro destino.
—Perdonad, replicó el príncipe: yo no vengo aquí con objeto de conocer los decretos del destino que Allah ha querido ocultar á los ojos de los mortales; soy un peregrino de amor, y solo pido un hilo que pueda dirigirme por entre el laberinto del mundo hácia el objeto de mi peregrinacion.
—¿Y os podrán faltar objetos de esta especie en la enamorada Andalucía? dijo el viejo cuervo dirigiendo al príncipe con semblante maligno el único ojo que tenia, sobre todo en la alegre y deliciosa Sevilla, donde mil bellezas de ojos negros bailan[p. 199] de continuo la zambra á la fresca sombra de los floridos bosques de naranjos.»
Sonrojóse el príncipe, y se escandalizó sobremanera al oir palabras tan libres en boca de un pájaro viejo, que estaba ya con un pie en la sepultura. «Creedme, le dijo con gravedad, mi objeto no es tan frívolo é innoble como parece lo suponeis. Las bellezas de ojos negros que bailan en los bosques de naranjos del Guadalquivir, no tienen atractivo alguno para mí: busco una beldad desconocida; pero inocente y pura, el original de este retrato; y vuelvo á suplicarte, muy poderoso cuervo, que si á tan lo alcanza tu ciencia, me digas en dónde podré hallarla.»
La seriedad del príncipe desagradó al cuervo estantigua, el cual con[p. 200]testó con secatura: «Todo lo que pertenece á la juventud y á la belleza me es estraño: la vejez, la decrepitud es lo único que tiene atractivo para mí. Soy el heraldo del destino; desde lo alto de las chimeneas anuncio con mis graznidos los pronósticos de la muerte, y me agrada cernerme sobre el tejado del enfermo moribundo. Id pues, y buscad en otra parte quien os dé mas señas de vuestra bella desconocida.
—¿Y en dónde buscarla sino entre los hijos de la sabiduría? Nací para reinar, y los astros que precedieron á mi nacimiento, me precisan á acometer una empresa misteriosa, de la que depende tal vez el destino de muchos imperios.»
Cuando el cuervo oyó hablar de imperios y destinos en que estaban[p. 201] interesadas las estrellas, cambió de tono, escuchó con oido atento la historia del príncipe, y cuando la hubo terminado, le dirigió con afabilidad estas palabras: «No puedo daros por mí mismo ninguna noticia; porque como ya os he dicho, frecuento muy poco los jardines y los retretes de las damas; pero dirigíos á Córdoba, y buscad la palma del grande Abderramen, que se halla en el patio principal de la mezquita. Al pie de este árbol hallareis un gran viagero que ha visitado todos los paises y todas las córtes: favorecido en todas partes por las reinas y las princesas, esta relacionado con todos los magnates del reino, y yo no dudo que podrá daros noticias del objeto de vuestras diligencias.
—Mil millones de gracias por tan[p. 202] precioso consejo, dijo el príncipe: adios, venerable brujo.
—Adios, peregrino de amor,» respondió el cuervo con tono seco, y se puso á calcular de nuevo sobre su diagrama.
Salió el príncipe de Sevilla, y se fue á buscar á su compañero el buho, que dormitaba todavía dentro de su árbol; despertóle, y tomaron ambos el camino de Córdoba, atravesando los bosques de naranjos y limoneros, que refrescan con su sombra las deliciosas márgenes del Guadalquivir. Llegados á las puertas de la ciudad, el buho levantó el vuelo, y se metió en una grieta de la muralla, y el príncipe se dirigió al momento á buscar la palma que plantára en los antiguos tiempos el grande Abderramen. Estaba en el patio de la mez[p. 203]quita, descollando por encima de los mas altos naranjos y cipreses; algunos dérvises y faquires, formaban diversos grupos sentados bajo los pórticos; y muchos devotos hacian sus abluciones en la fuente antes de entrar en la mezquita.
Al pie del árbol habia un numeroso concurso de gentes de todas clases, que segun parecia, estaban escuchando á una persona que hablaba con estraordinaria volubilidad. «Este es sin duda, dijo para sí el príncipe, el gran viagero que me dará noticias de mi princesa.» Mezclóse entre la multitud, y quedó sobremanera sorprendido al ver que el orador, en derredor del cual se reunia tan distinguido auditorio, era un papagayo de hermoso plumage verde, gesto remilgado y copete ergui[p. 204]do, que tenia todas las trazas de un pájaro sumamente pagado de sí mismo.
«¿En qué consiste, dijo el príncipe á uno de los oyentes, que tantas personas de razon se estén divirtiendo con la parladuria de un pájaro de esta especie?
—Vos no sabeis de quién hablais, replicó el otro: este papagayo desciende del famoso loro de Persia, tan célebre por sus talentos en la adivinacion: tiene toda la ciencia del oriente en el pico de la lengua, y cita versos como agua. En todos los paises que ha recorrido le han mirado como un milagro de erudicion; con las mugeres, sobre todo, se ha adquirido un partido prodigioso; porque el bello sexo ha hecho siempre mucho caso de los papagayos que citan versos.
[p. 205]
—Muy bien, dijo el príncipe, conozco que me habia equivocado, y en verdad que me holgaria de tener un rato de conversacion con tan distinguido viagero.»
Con efecto solicitó y obtuvo una entrevista privada, y empezó á esponer el objeto de su peregrinacion; mas apenas habia pronunciado algunas palabras, cuando soltó el loro una gran carcajada, y continuó riendo hasta llorar. «Perdonad, dije, mi loca alegria; pero el solo nombre de amor me hace descoyuntar de risa.» Mortificado el príncipe de tan intempestiva jovialidad, le replicó con tono grave: «¿Por ventura no es el amor el gran misterio de la naturaleza, el principio secreto de la vida, el vínculo universal de la simpatía?
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—¡Patarata! ¡Pura patarata! Decidme os ruego, ¿en dónde habeis aprendido esa gerigonza sentimental? Creedme, ya no es moda el amor, ni siquiera se habla ya de él entre las gentes de talento, ni en la buena sociedad.»
Suspiró el príncipe, acordándose del lenguage tan diferente de su amigo el palomo. «Mas este papagayo, discurria, ha pasado su vida en las córtes; blasona de elegante, y afecta ser un personage: seguramente no sabrá nada de amor; y como no queria provocar nuevas chufletas sobre el afecto que llenaba su corazon, se encaminó directamente al objeto de su visita.
«Dignaos decirme, ó incomparable papagayo; vos, para quien han estado abiertos los asilos mas recondi[p. 207]tos de la belleza, ¿habeis tal vez encontrado en el discurso de vuestros viages el original de este retrato?»
Tomó el papagayo el retrato entre las garras, volvió á uno y otro lado la cabeza para observarle con ambos ojos, y esclamó en fin: «Ve aquí, por vida mia, una liada cara; sí, cierto, una cara lindísima. Mas como yo he visto en mis viages tantas mugeres hermosas, me seria muy difícil.... pero no.... aguardad.... sí.... ahora me acuerdo de estas facciones.... no, no me engaño: esta es la princesa Aldegunda: ¿es posible que haya yo podido desconocer á una de mis mayores amigas?
—¡La princesa Aldegunda! repitió el príncipe; ¿y en dónde la hallaremos?
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—Cachaza, señor mio, cachaza; que mas fácil es hallarla que obtenerla. Esta princesa es la hija única del rey cristiano de Toledo, la cual, merced á ciertas predicciones de esos bellacos de astrólogos, debe vivir separada del mundo hasta cumplir los diez y siete años. Y yo creo que os ha de ser imposible el verla, porque ningun mortal puede llegarse al palacio en donde su padre la tiene encerrada. Yo he sido admitido á su presencia para divertirla, y os juro á fe de papagayo de mundo, que conozco mas de una princesa menos amable que ella.
—Hablemos en confianza, querido papagayo, dijo el príncipe: yo soy heredero de un reino; veo que sois un pájaro de talento y que conoceis el mundo; ayudadme pues á ganar[p. 209] el corazon de la princesa, y os prometo un puesto distinguido en mi córte.
—Lo acepto de todo corazon, dijo el papagayo; pero cuidado, que ha de ser un bocado sin hueso, porque nosotros los sábios tenemos horror al trabajo.»
Conviniéronse muy pronto en las condiciones, y saliendo inmediatamente de Córdoba llamó el príncipe al buho, le presentó al nuevo compañero de viage como un sábio concolega, y todos juntos tomaron la vuelta de Toledo. Caminaban con mucha mas lentitud de la que el impaciente Ahmed hubiera deseado; mas el papagayo, como acostumbrado á la vida de caballero, era poco amigo de madrugar; y el buho por otra parte queria echarse á dor[p. 210]mir á la mitad de la jornada, y hacia perder mucho tiempo con sus largas siestas. Ademas su manía de anticuario, era un nuevo motivo de retardo; porque se empeñaba en detenerse en todas las ruinas á fin de esplorarlas, y poseía un caudal de largas historias de todos los monumentos antiguos del pais, que no dejaba de referir á poca ocasion que se presentase. Tenia el príncipe creido que este pájaro y el papagayo, como personas instruidas que uno y otro eran, habian de avenirse muy bien; pero se engañó completamente, porque lejos de observar semejante armonía, casi siempre se estaban picoteando. El uno era un filósofo, y el otro un elegante: el papagayo citaba versos, hacia observaciones críticas sobre algunas obras[p. 211] recientes, y abundaba en pequeñas advertencias sobre algunos puntos poco importantes de erudicion. El buho por su parte consideraba todo esto como cosa muy frívola, y decia abiertamente que solo estimaba la metafísica. Entonces se ponia el papagayo á cantar, y lanzaba epigramas y pullas picantes sobre la gravedad de su camarada, acompañándolas de una risa de satisfaccion sobremanera insultante. Miraba el buho estos procedimientos como otros tantos ultrages insoportables que se hacian á su autoridad; se engallaba, esponjaba el plumage con semblante desazonado, y permanecia silencioso todo el resto de la jornada.
El príncipe apenas notaba la poca conformidad que existia entre sus dos[p. 212] amigos; porque ocupado enteramente en las ilusiones de su fantasía y en la contemplacion del retrato de la hermosa princesa, no veía nada de lo que pasaba en su derredor. De este modo pasaron nuestros viageros la árida y salvage Sierra-Morena, y las agostadas llanuras de la Mancha y Castilla, siguiendo siempre las orillas del Tajo, que en su tortuoso curso baña la mitad de la España y de Portugal. Llegados en fin á una ciudad fortificada con torres y muros almenados, y edificada sobre una roca, que circundan con grande estrépito las aguas de aquel rio:
«Veis ahí, dijo el buho, la antigua y célebre ciudad de Toledo, tan famosa por sus antigüedades. Mirad esas cúpulas venerables, esas torres que aunque degradadas ya por el[p. 213] tiempo, tienen impresa la grandeza de los recuerdos históricos; esas torres en fin, en donde vivieron y meditaron tantos de mis antepasados.
—¡Bah! dijo el papagayo interrumpiendo sin piedad al buho en medio de sus trasportes de anticuario, ¿y qué nos importan á nosotros todos esos vejestorios de torres arruinadas, ni las antiguas historias de vuestros abuelos? Otra cosa hay aquí que interesa mucho mas directamente á nuestro objeto. Ved ahí el asilo de la juventud y la belleza: ya en fin, ó príncipe, teneis delante de vuestros ojos la morada de la princesa que hace tanto tiempo buscais.»
Dirigió el príncipe la vista hácia el punto que indicaba el papagayo, y[p. 214] en el centro de una deliciosa pradera, situada á la orilla del Tajo, descubrió un suntuoso palacio que se levantaba por entre la frondosa arboleda de un amenísimo jardin: tal era el sitio que habia descrito el palomo como retiro del original del retrato. Contemplábale el príncipe con el corazon agitado de varios sentimientos. «Quizá en este momento, decia, estará la hermosa princesa solazándose con sus doncellas á la sombra de esos frondosos bosquecillos, ó tal vez recorrerá con paso ligero los elevados terraplenes, si no es que se halla reposando en lo interior de la magnífica morada.» Al examinar con atencion el edificio, observó Ahmed, no sin disgusto, que las tapias del jardin eran de una elevacion que imposibilitaba absolutamente el ac[p. 215]ceso; fuera de que estaban guardadas por centinelas bien armados.
Volvióse pues al papagayo, y le dijo: «Ó el mas perfecto de los pájaros, pues que la naturaleza te ha dotado con el dón de la palabra, ve al jardin, busca al ídolo de mi corazon, y dile que el príncipe Ahmed, peregrino de amor guiado por las estrellas, viene en su busca, y acaba de llegar á la florida ribera del Tajo.»
Lleno de vanidad el papagayo al verse honrado con semejante embajada, voló al jardin, se remontó por encima de sus altos muros, y cerniéndose por algunos instantes sobre los céspedes y bosquecillos, fue á posarse á la ventana de un pabellon, desde donde descubrió á la princesa medio recostada sobre un sofá, fijos[p. 216] los ojos en un papel, y bañadas de hermosas lágrimas sus cándidas megillas.
Despues de haber concertado con el pico todas las plumas de sus alas, recompuesto su verde trage y rizádose el copete, de un vuelo se puso con aire risueño al lado de la tierna doncella, y con el tono mas dulce que le fue posible tomar le dirigió estas palabras: «Enjuga tus lágrimas, ó la mas hechicera de las princesas, que vengo á traer consuelo á tu corazon.»
Asustóse la princesa al oir una voz tan cerca de ella; mas no viendo sino un pájaro verde que la saludaba batiendo las alas: «¡Ay! dijo, ¿qué consuelo puedes tú darme no siendo mas que un papagayo?»
Algo picado el loro con esta con[p. 217]testacion, respondió con cierta secatura: «Á mas de una bella consolé yo en mi tiempo; pero dejemos esto. Ahora vengo como embajador de un príncipe real. Sabe, ó princesa, que Ahmed Al Kamel, príncipe de Granada, acaba de llegar en busca tuya, y se halla en este momento en la florida ribera del Tajo.»
Á estas palabras brillaron los ojos de la princesa con mas fuego que los diamantes de su corona.
«¡Ó el mas amable de los papagayos, dijo, benditas sean las nuevas que me traes! La duda en que me hallaba acerca de la constancia del príncipe me tenia ya á la orilla del sepulcro. Vuelve al príncipe, y asegúrale que todas las palabras de su carta están grabadas en mi corazon, y que sus versos han sido el[p. 218] alimento de mi alma. Pero dile tambien que debe disponerse á probarme su amor con la fuerza de las armas; porque mañana mismo, en celebridad del decimoséptimo aniversario de mi nacimiento, celebrará mi padre un torneo: justarán en él muchos príncipes, y mi mano será el premio del vencedor.»
Levantó el papagayo el vuelo, se remontó sobre los árboles del jardin, y salvando el recinto del palacio, llegó en un momento adonde estaba Ahmed. No es posible describir el júbilo de este: habia hallado el original de la imágen que hacia tanto tiempo adoraba, y le habia hallado fiel y sensible. Los mortales favorecidos que han logrado como él la dicha de ver cumplidos sus dulces delirios y trocarse la sombra en rea[p. 219]lidad, son los únicos que pueden formarse una idea de su delicioso enagenamiento. Con todo no dejaba este de hallarse mezclado con alguna inquietud: aquel torneo, aquellos caballeros que se disponian á disputarle la posesion del objeto amado, no le permitian entregarse enteramente á la alegria. El clarin guerrero llenaba ya con su marcial sonido las frondosas riberas del Tajo, y por do quiera se encontraban paladines que acudian á las fiestas de Toledo, seguidos de numerosas y brillantes comitivas.
La misma estrella que precediera al destino de Ahmed habia influido en el de la princesa, la cual para precaverse de los males que el amor podia ocasionarle, debia permanecer encerrada en el solitario palacio has[p. 220]ta haber cumplido diez y siete años. Sin embargo, como su mismo retiro habia acrecentado la fama de sus gracias, se disputaban su mano muchos príncipes; y el rey de Toledo su padre, monarca señalado por su prudencia, para no atraerse enemigos si se inclinaba á uno ú otro de los pretendientes, confió la eleccion de un yerno á la suerte de las armas. Entre los que aspiraban al prez de la victoria habia muchos célebres ya por su fuerza y bravura; al paso que el desventurado Ahmed se veía desprovisto de armas, y sin ninguna idea de los egercicios de la caballería ¡Qué situacion tan triste la suya!
«¡Cuánta es mi desgracia, decia, en haber sido educado en el retiro y bajo la direccion de un filósofo! ¿De[p. 221] qué sirven el álgebra ni la filosofía para los negocios de amor? ¡Ah Eben Bonabben! ¿Por qué te olvidaste de instruirme en el manejo de las armas?»
En esto rompió el silencio el buho, y como buen musulman que era, empezó su discurso por una invocacion piadosa.
«¡Allah akbar! ¡Dios es grande! Las cosas mas recónditas están en sus manos. ¡Él solo gobierna el destino de los príncipes! Sabe, ó Ahmed, que toda esta comarca está llena de misterios, conocidos únicamente de un corto número de eruditos, que se han dedicado como yo á las ciencias ocultas. En uno de los montes vecinos se halla una caverna profunda; en el centro de esta caverna hay una mesa de hierro,[p. 222] sobre esta mesa están unas armas encantadas, y junto á ellas se ve un hermoso caballo, igualmente encantado, todo lo cual ha permanecido oculto por espacio de muchos siglos.»
Quedó el príncipe sobrecogido de admiracion; y el buho abriendo y guiñando alternativamente sus grandes y redondos ojos, y enhestando los cuernos, continuó así:
«Hace muchos años vine yo acompañando á mi padre en un viage que hizo por este pais para visitar sus posesiones; y como fijamos nuestra habitacion en la caverna de que os hablo, tuve proporcion de conocer los misterios que encierra. Segun una tradicion de nuestra familia, que me refirió mi abuelo siendo yo muy niño, dichas armas pertenecian á un[p. 223] mágico moro, el cual habiéndose refugiado en la caverna cuando los cristianos tomaron á Toledo, murió en ella, y dejó su caballo y armadura bajo el influjo de un encanto, que no permitia pudiesen servir á otro que un musulman; y aun á este solo desde el amanecer hasta el medio dia. Pero cualquiera que haga uso de ellas en este intervalo, está seguro de triunfar de todos sus enemigos.
—¡Basta! esclamó el príncipe, busquemos al momento esa caverna.»
Guiado por su sábio Mentor halló Ahmed la caverna, que era una de aquellas guaridas salvages que se encuentran en medio de los escarpados montes de Toledo; y á la verdad, solo el ojo de un anticuario ó de un buho pudiera descubrir la[p. 224] entrada. Una lámpara sepulcral, en donde ardia sin consumirse un aceite odorífero, bañaba de pálida luz aquel misterioso retiro. Sobre una mesa, colocada en el centro de la gruta, yacia la armadura encantada, y á su lado se veía el corcel árabe enjaezado como para el combate, pero inmoble como una estátua. Las armas estaban tan tersas y brillantes como cuando salieron de las manos del artífice; el caballo fresco y lozano como si acabase de pacer en el campo; y en el momento en que Ahmed le dió una palmada en el cuello, empezó á herir la tierra con la mano, y dió un relincho de alegria que estremeció toda la caverna. Provisto de armas y caballo, ya no sintió el príncipe otro afecto que la impaciencia de entrar en liza con sus rivales.
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Llegó en fin el dia fatal. El palenque para el torneo se dispuso en la vega ó llanura que se estiende al pie de las murallas de Toledo; y á su rededor se levantaron anfiteatros y galerías para los espectadores, cubriéndolos de ricas tapicerías y toldos de seda que los defendian de los rayos del sol. Ocupaban las galerías todas las hermosas del contorno; y veíanse al pie de ellas mil bizarros caballeros, que se paseaban por el circo con gentil continente, cubiertos de ricas armas y capacetes, en donde flotaban vistosos penachos de plumas. Pero todas las bellezas quedaron eclipsadas cuando apareció en el pabellon real la princesa Aldegunda, mostrándose por primera vez á los ojos de una multitud de admiradores: en todas las gradas,[p. 226] en todos los pabellones, en todo el campo se levantó al momento un murmullo de placer y sorpresa; y los príncipes, que solo aspiraban á su mano atraidos por la nombradía de su belleza, sintieron que se redoblaba estraordinariamente su ansia de combatir.
Mas la princesa se mostraba inquieta, y ora pálida, ora con el color encendido, tendia la vista por la multitud, y sus miradas indicaban temor y disgusto. Ya los clarines iban á dar la señal para el primer combate, cuando anunció un heraldo la llegada de un caballero estrangero, y entró en la liza el príncipe Ahmed. Llevaba sobre el turbante un almete de acero, guarnecido de piedras preciosas; la coraza era dorada; la cimitarra y el puñal, fabricados en[p. 227] Fez, centelleaban rebutidos de diamantes; embrazaba un escudo redondo, y llevaba la lanza encantada. El caparazon del caballo árabe estaba ricamente bordado y colgaba hasta el suelo, y el fogoso bruto hacia graciosas corbetas, arrojaba humo por las narices, y daba alegres relinchos al verse de nuevo en un campo de batalla. El noble ademan y gallardo talle del príncipe Ahmed cautivaron la atencion general; y cuando fue anunciado bajo el nombre del Peregrino de amor, todas las damas de las galerías esperimentaron una agitacion estraordinaria.
Entre tanto, al presentarse Ahmed para entrar en la liza, le fue cerrada la barrera; porque para ser admitido al combate era indispensable ser príncipe. Declaró su nombre y[p. 228] su rango; pero fue mucho peor, porque siendo mahometano no podia tomar parte en un torneo, cuyo premio era la mano de una princesa cristiana.
Rodeáronle con ademan altivo y amenazador los príncipes sus competidores; y uno de ellos, notable por sus insolentes maneras y talla hercúlea, quiso poner en ridículo el tierno renombre de peregrino de amor. Ofendido el príncipe desafió lleno de furia á su rival: volvieron las riendas, tomaron campo y corrieron impetuosos á encontrarse; mas al primer bote de la lanza mágica, el indiscreto bufon, á pesar de su enorme estatura y fuerza prodigiosa, saltó de la silla. Hubiera querido Ahmed detenerse aquí, mas las habia con un caballo endemoniado y[p. 229] con unas armas encantadas, que nada era capaz de contener una vez puestas en accion. El corcel se lanzó sobre el grupo mas cerrado, y la lanza se llevaba por delante todo lo que encontraba. El amable y pacífico príncipe, hendiendo con violencia por entre la asombrada multitud, y cubriendo la arena de caballeros vencidos, sin distincion de clases, de valor ó de destreza, se lastimaba él mismo de sus involuntarias hazañas. Pateaba el rey de corage, y al ver tan mal parados á sus vasallos y á sus huéspedes, mandó á los guardias que se apoderasen del que así se atrevia á ultrajarle; mas los guardias quedaban fuera de combate luego que se acercaban al príncipe. Mesábase el rey su larga barba, y tomando el escudo y la lanza, saltó[p. 230] él mismo á la arena para imponer al estrangero con la magestad real. Mas en aquel momento llegaba el sol al meridiano: el encanto recobraba su influjo, y el caballo árabe se lanzó en la llanura, saltó la barrera, se arrojó en el Tajo, rompió nadando sus espumosas olas, y llevó al príncipe sin aliento y desesperado á la caverna mágica. Sobrado feliz Ahmed al apearse sano y salvo del diabólico bridon, volvió á dejar las armas y se sometió á los nuevos decretos del destino. Sentado en la gruta reflexionaba sobre las desgracias que aquel caballo y aquellas armas le habian atraido. ¿Cómo habia de atreverse á presentarse en Toledo despues de haber llenado de vergüenza á sus caballeros de un modo tan ignominioso? ¿Qué dirian, señalada[p. 231]mente la princesa, de una conducta tan insultante y grosera? Lleno de ansiedad envió á caza de noticias á sus dos confidentes alados. El papagayo corrió todas las encrucijadas y plazas públicas de Toledo, y volvió muy pronto con abundante provision de chismes. Toda la ciudad estaba consternada: á la princesa se la habian llevado sin sentido del pabellon; el torneo se habia concluido con el mayor desórden; todos hablaban de la repentina aparicion, de las prodigiosas hazañas, y de la desaparicion todavía mas prodigiosa del caballero musulman: quién decia que era sin duda algun moro mágico; quién opinaba que no podia ser otro sino un demonio en figura humana; al paso que muchos, recordando las tradiciones de los guerreros que per[p. 232]manecian encantados en las cavernas de los montes, suponian que podia ser alguno de ellos que hubiese hecho esta irupcion desde el centro de su guarida. Por lo demas todos convenian en que un simple mortal no hubiera podido egecutar aquellos hechos estraordinarios, ni arrancar tan fácilmente de las sillas á la flor de los caballeros cristianos.
Luego que cerró la noche salió tambien el buho á dar su vuelta, y á favor de la oscuridad corrió todo el pueblo, posándose en los tejados y en las chimeneas. Dirigió en fin el vuelo al palacio real, construido en la cumbre del monte de Toledo, recorrió los terraplenes y las almenas; y husmeando por todos los rincones, y aplicando sus espantados ojos á todas las ventanas en donde distin[p. 233]guia luz; hizo tambien desmayar de miedo á dos ó tres doncellas de la princesa, y continuó sus investigaciones hasta el amanecer, á cuya hora se fue á buscar al príncipe, y le participó todo lo que habia descubierto en su espedicion.
«Volando, le dijo, por delante de una de las torres mas elevadas del palacio, descubrí desde una ventana á la hermosa princesa, que tendida en su lecho y rodeada de médicos y de mugeres, no queria tomar nada de lo que la daban para aliviarla. Cuando se salieron, ví que sacaba de su seno una carta, la leía la besaba y prorrumpia en amargos lamentos, de que yo, como filósofo, no hice ningun caso.»
El tierno corazon de Ahmed quedó oprimido bajo el peso de tan tris[p. 234]tes noticias: «Tú tenias razon, esclamaba, sábio Eben Bonabben; la tristeza, los cuidados, dias de tribulacion y noches de vigilia son el patrimonio de los amantes: ¡Allah preserve á la princesa del funesto influjo de este amor, que tanto deseé conocer en mi delirio!»
Las nuevas noticias que el príncipe recibió de Toledo confirmaron la relacion del buho: toda la ciudad estaba consternada; habian encerrado á la princesa en la torre mas alta del palacio, y guardábanse con la mayor vigilancia todas las avenidas. Entre tanto se habia apoderado de ella una melancolía profunda, cuya causa no podia nadie penetrar: negábase á tomar alimento, y cerraba los oidos á todo consuelo. En vano habian ensayado los médicos[p. 235] mas hábiles todos los recursos del arte, en términos que al fin llegó á creerse que estaba bajo el dominio de algun sortilegio. En situacion tan lastimera mandó el rey publicar por todo el reino, que cualquiera que lograse curar á la princesa, recibiria en premio la joya mas rica de su tesoro.
Cuando oyó el buho esta noticia desde un rincon de la caverna en donde estaba dormitando, volvió alternativamente sus grandes ojos á uno y otro lado, y tomando un aspecto mas misterioso que nunca:
«¡Allah akbar! dijo, dichoso el que pueda efectuar esta curacion, si sabe únicamente cuál de las joyas de la corona debe elegir.
—¿Y qué idea es la vuestra, ó venerable buho? preguntó el príncipe.
[p. 236]
—Estadme atento, ó príncipe, y vereis el término adonde se dirige lo que acabo de deciros. Nosotros los buhos formamos, como ya sabeis, un cuerpo sábio, dedicado principalmente á investigaciones oscuras y polvorientas: pues ahora bien: en mi última escursion nocturna á las torres y chapiteles de Toledo, descubrí una academia de buhos anticuarios, que celebra sus sesiones en la gran torre, donde se halla depositado el tesoro real. Reunidos allí aquellos sábios, disertan largamente acerca de las formas, inscripciones y objetos de las antiguas alhajas, y vasos de oro y plata que se hallan amontonados en aquella pieza; sobre los usos de los diferentes pueblos y edades; pero lo que principalmente los ocupa, son ciertas an[p. 237]tiguallas y talismanes que se conservan allí desde el tiempo del rey godo D. Rodrigo. Entre estos últimos objetos existe un cofre de madera de sándalo, precintado con barras de hierro á la manera oriental, y cubierto de caracteres misteriosos, conocidos únicamente por algunas personas doctas. Este cofre y su inscripcion han sido el objeto de muchas sesiones de la academia, y ocasionado grandes debates entre sus miembros; y en el momento de mi visita, puesto á una esquina del cofre un buho muy viejo que acababa de llegar de Egipto, estaba leyendo las palabras escritas sobre la cubierta; y ateniéndose á su sentido, probó que el cofre contenia la alfombra de seda que cubria el trono del sábio Salomon: cuya alhaja de[p. 238]bieron de traer á Toledo los judíos que se refugiaron aquí cuando la pérdida de Jerusalen.»
Luego que terminó el buho su erudito discurso, quedó el príncipe como sumergido en profundas meditaciones; y al cabo de breves momentos dijo dirigiéndose á sus compañeros:
«Mas de una vez he oido hablar al sábio Eben Bonabben de las propiedades de ese talisman, que habiendo desaparecido en la destruccion de Jerusalen, se creía ya perdido para el género humano. Su existencia es sin duda un misterio para los cristianos de Toledo; y si yo pudiese apoderarme de ese cofre, era cierta mi felicidad.»
Desde el dia siguiente trocó el príncipe sus ricas vestiduras por el hu[p. 239]milde trage de un árabe del desierto, se pintó el rostro y las manos de color cobrizo, y quedó tal que nadie hubiera conocido en él al gallardo caballero que causára tanta admiracion y espanto en el torneo. Con un palo en la mano, una canasta al lado y una flauta campestre se dirigió á Toledo, y presentándose á las puertas de palacio, se anunció como un aspirante á la recompensa prometida por la curacion de la princesa. Los guardias querian arrojarle ignominiosamente. «¡Cómo! decian, ¿un beduino miserable podria hacer lo que han intentado en vano los primeros sábios?» Mas el rey, oido el alboroto y preguntada la causa, mandó que le presentasen aquel hombre.
«Poderoso rey, dijo Ahmed, te[p. 240]neis en vuestra presencia á un árabe beduino, que ha pasado la mayor parte de su vida en las soledades del desierto. Notorio es que estas se hallan infestadas de toda suerte de demonios y espíritus malignos, que nos atormentan á los pobres pastores, cuando apacentamos nuestros ganados lejos de los pueblos; se entran en los cuerpos de las reses, y algunas veces comunican fiereza hasta al paciente camello. Para deshacer estos sortilegios, no empleamos otros medios que la música; y ciertas tonadas que se han trasmitido de generacion en generacion, ora cantadas, ora tocadas con el caramillo, tienen la virtud de ahuyentar aquellos malos espíritus. Yo pues pertenezco por dicha á una familia eminentemente dotada de[p. 241] esta virtud maravillosa contra los hechizos y sortilegios; la poseo en toda su plenitud; y si el estado lastimoso en que parece se halla vuestra hija es ocasionado por alguna influencia maligna de este género, me obligo desde luego á libertarla, y respondo de su salud con mi cabeza.»
Era el rey un hombre de muy buen juicio; conocia los secretos de los árabes de que el beduino acababa de hablarle, y habiéndole inspirado la mayor confianza la franqueza con que este pastor se esplicaba, le condujo al gabinete de la princesa, cuyas ventanas daban á una especie de galería, desde donde se descubria toda la ciudad de Toledo con las campiñas circunvecinas.
Sentóse el príncipe en una silla que se habia colocado en la galería,[p. 242] y tocó algunas tonadas árabes que habia aprendido de sus criados en el Generalife. La princesa permaneció insensible, y los médicos que se hallaban allí meneaban la cabeza y se sonreían con semblante de incredulidad y menosprecio. En fin, el príncipe dejó el caramillo, y se puso á cantar los versos que envió á la princesa declarándola su amor.
La hermosa doncella reconoció al momento las estancias, apoderóse de su corazon una alegria repentina, levantó la cabeza, escuchó; arrasáronse de lágrimas sus ojos, palpitaba su seno, y tiñósele de púrpura el semblante. Bien hubiera pedido que hiciesen entrar al músico; pero el tímido pudor de una vírgen no la dejaba hablar. Comprendió el rey su deseo, y mandó al momento que[p. 243] entrase el cantor. Viéronse los dos amantes y fueron discretos, pues se contentaron con dirigirse mútuamente algunas tiernas miradas que decian mucho mas que largos discursos. Nunca se vió triunfo mas completo: las rosas aparecieron de nuevo en las megillas de la encantadora Aldegunda; sus labios recobraron su frescura, sus ojos su brillo seductor.
Mirábanse atónitos los médicos, y el rey consideraba al beduino con una admiracion mezclada de respeto. «Jóven prodigioso, esclamó, quiero que seas mi primer médico, y jamas tomaré otros remedios que tu dulce melodía. Por ahora recibe la recompensa que te es debida; elige la joya mas preciosa de mi tesoro.
—Ó rey, contestó Ahmed, el[p. 244] oro, la plata ni las piedras preciosas tienen á mis ojos muy poco valor; mas tú posees una reliquia, un cofre de madera de sándalo que encierra una alfombra de seda. Dame pues ese cofre y nada mas deseo.»
Todos los circunstantes quedaron sorprendidos de lo moderado de la eleccion; y mas aun, cuando traido el cofre, fue sacada la alfombra: la materia era seda, el color un verde muy hermoso, y estaba cubierta de caracteres hebreos y caldeos. Los médicos de la córte se miraban encogiéndose de hombros, y sonriéndose de la simplicidad de su nuevo compañero, que se contentaba con tan módicos honorarios.
«Esta alfombra, dijo el príncipe, cubrió en otro tiempo el trono de Salomon, el mas sábio de los mo[p. 245]narcas: digna es de ser colocada á los pies de la belleza.»
Dicho esto desplegó la alfombra y la tendió en la galería, debajo de un lecho que habian colocado allí para la princesa, y sentándose á los pies de esta:
«¿Quién podrá oponerse, continuó, á los decretos del destino? ¡Cumpliéronse las predicciones de los astrólogos! Sabe, ó rey, que tu hija y yo nos amábamos en secreto hacia largo tiempo: ya tienes en tu presencia al Peregrino de amor.»
No bien habia pronunciado estas palabras, cuando se levantó la alfombra en el aire, llevándose al príncipe y á la princesa. El rey y los médicos se quedaron pasmados, y siguieron con la vista á los fugitivos, hasta que ya no se distinguian sino[p. 246] como un punto negro que resaltaba sobre el fondo blanco de una nube, y que al fin se perdió en el azul del cielo.
Indignado el rey, hizo llamar inmediatamente á su tesorero. «¿Cómo, le dijo, has permitido que un infiel tomase posesion de tan precioso talisman?
—¡Ah señor! respondió el tesorero, aquí no conocíamos sus virtudes, ni el sentido de los caracteres inscritos sobre el cofre que le guardaba. Si es en efecto la alfombra del rey Salomon, no cabe duda que se halla dotada del poder mágico de trasportar á su posesor por los aires adonde le plazca ir.»
Reunió el rey un poderoso egército y se dirigió á Granada, adonde llegó despues de una marcha larga[p. 247] y penosa. Luego que dió vista á la ciudad sentó sus reales en la vega, y envió un heraldo á reclamar á su hija. El rey de Granada salió en persona á saludar al monarca toledano, que reconoció en él al músico beduino. Ahmed acababa de subir al trono por muerte de su padre, y la bella Aldegunda era su sultana.
El rey cristiano consintió en el enlace de su hija con Ahmed, cuando se le prometió que la princesa quedaria en libertad para conservar su religion; porque de otro modo estaba resuelto á oponerse con todo su poder. En vez de batallas sangrientas hubo fiestas y regocijos; el anciano rey regresó luego á Toledo, y los jóvenes esposos continuaron reinando en la Alhambra con no menos sabiduría que felicidad.
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Para completar mi historia no puedo dispensarme de añadir que el buho y el papagayo habian seguido al príncipe á cortas jornadas: el primero solo viajaba por la noche, alojándose durante el dia en las diferentes posesiones hereditarias de su familia; el último figuraba en las reuniones mas brillantes de las ciudades que se hallaban en el tránsito. Ahmed recompensó generosamente los servicios que uno y otro le habian hecho durante su peregrinacion, pues nombró primer ministro al buho, y maestro de ceremonias al papagayo. Con lo cual parece inútil añadir que jamas hubo reino mejor administrado; ni córte mas escrupulosa en la observancia de las reglas de la etiqueta.
FIN.
Nota de transcripción