The Project Gutenberg EBook of Historia de Gil Blas de Santillana (Vol 2
de 3), by Alain-René Lesage

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Title: Historia de Gil Blas de Santillana (Vol 2 de 3)
       Novela

Author: Alain-René Lesage

Translator: P. Isla

Release Date: July 30, 2016 [EBook #52682]

Language: Spanish

Character set encoding: ISO-8859-1

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Nota del Transcriptor:

Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

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La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.

Le Sage

HISTORIA DE GIL BLAS DE SANTILLANA
TOMO II

MCMXXII


Papel expresamente fabricado por La Papelera Española.


LE SAGE

Historia
de
Gil Blas de Santillana

NOVELA

TOMO II

Traducción del P. Isla

MADRID, 1922


Talleres "Calpe", Larra, 6 y 8.—MADRID


GIL BLAS DE SANTILLANA

LIBRO CUARTO

CAPITULO PRIMERO

No pudiendo Gil Blas acomodarse a las costumbres de los comediantes, se sale de casa de Arsenia y halla mejor conveniencia.

Un tantico de honor y de religión que conservaba todavía en medio de tan estragadas costumbres me obligó, no sólo a dejar a Arsenia, sino a romper toda comunicación con Laura, a quien, sin embargo, no podía menos de amar, aun conociendo que me hacía mil infidelidades. ¡Dichoso aquel que sabe aprovecharse de ciertos momentos en que la razón viene a turbar los ilícitos embelesos que la tienen obcecada! Amaneció, pues, una mañana, muy dichosa para mí, en la cual hice mi hatillo, y sin contar con Arsenia, que si se va a decir verdad casi nada me debía de mi salario, ni despedirme de mi querida Laura, salí de aquella casa en que sólo se respiraba libertinaje. Premió[6]me inmediatamente el Cielo esta buena obra, pues encontrando al mayordomo de mi difunto amo don Matías, le saludé, y él, conociéndome al instante, me preguntó a quién servía. Respondíle que había estado un mes en casa de Arsenia, cuyas costumbres desenvueltas no me cuadraban, y que en aquel mismo punto, voluntariamente, acababa de dejarla por salvar mi inocencia. El mayordomo, como si de suyo fuera hombre escrupuloso, aprobó mi delicadeza y me dijo que, pues yo era un mozo tan honrado, quería él mismo buscarme una buena conveniencia. Cumplió puntualmente su palabra, y en aquel mismo día me acomodó con don Vicente de Guzmán, de cuyo mayordomo él era grande amigo.

No podía entrar en mejor casa, y así, nunca me arrepentí de haber estado en ella. Era don Vicente un caballero ya anciano y muy rico, que había muchos años vivía feliz, sin pleitos y sin mujer, porque los médicos le habían privado de la suya queriéndola curar de una tos que verosímilmente la dejaría vivir más largo tiempo si no hubiera tomado sus remedios. No pensó jamás en volverse a casar, dedicándose enteramente a la educación de Aurora, su hija única, que entraba entonces en los veintiséis y era una señorita completa. Juntaba a su hermosura poco común un entendimiento despejado y grande instrucción. Su padre era hombre de poco talento, pero tenía el de saber gobernar su casa. Sólo le hallaba yo un defecto, que a los viejos se les debe perdonar: gustaba mucho de ha[7]blar, sobre todo de guerras y batallas. Si por una desgracia se tocaba esta tecla en su presencia, luego sonaba en su boca la trompeta heroica, y se tenían por muy afortunados los oyentes si se contentaba con embocarles la relación de tres batallas y dos sitios. Como había militado las dos terceras partes de su vida, era su memoria un manantial inagotable de funciones y hazañas militares, que no siempre se oían con el gusto con que él las relataba. A esto se añadía que era muy prolijo, sobre ser un poco tartamudo, con lo cual sus relaciones se hacían en extremo desagradables. En lo demás, no era fácil encontrar un señor de mejor carácter. Siempre de igual humor, nada testarudo ni caprichoso, cosa verdaderamente rara en un hombre de su clase. Aunque gobernaba su hacienda con juicio y economía, se trataba muy decentemente. Componíase su familia de varios criados y de tres criadas, que servían a Aurora. Conocí desde luego que el mayordomo de don Matías me había colocado en una buena casa, y solamente pensé en el modo de conservarme en ella. Apliquéme a conocer bien el terreno y a estudiar el genio e inclinación de todos, arreglé después mi conducta por este conocimiento, y en poco tiempo logré tener en mi favor al amo y a todos mis compañeros.

Habíase pasado casi un mes desde mi entrada en casa de don Vicente cuando se me figuró que su hija me distinguía entre los demás criados. Siempre que me miraba me parecía observar en sus[8] ojos cierto agrado que no advertía en ella cuando miraba a los otros. A no haber tratado yo con elegantes y comediantes, nunca me hubiera pasado por la imaginación que Aurora pensase en mí; pero me habían abierto los ojos aquellos señores míos, en cuya escuela no siempre estaban en el mejor predicamento aun las damas de la más alta esfera. «Si hemos de dar crédito a algunos histriones—me decía yo a mí mismo—, tal vez suelen venir a las señoras más distinguidas ciertas fantasías de las cuales saben ellos aprovecharse. ¿Qué sé yo si mi ama tendrá de estos caprichos? Pero no—añadía inmediatamente—, no puedo persuadirme de tal cosa; no es esta señorita una de aquellas Mesalinas que, olvidadas de la noble altivez que les infunde su nacimiento, se rinden a la indecencia de humillarse hasta el polvo y se deshonran a sí mismas sin rubor. Será quizá una de aquellas virtuosas, pero tiernas y amorosas doncellas, que, sin traspasar los límites que la virtud prescribe a su ternura, no hacen escrúpulo de inspirar ni de sentir ellas mismas una pasión delicada que las entretiene sin peligro.»

Este era el juicio que yo formaba de mi ama, sin saber precisamente a qué atenerme. Mientras tanto, siempre que me veía no dejaba de sonreírse y alegrarse, de manera que, sin pasar por necio, podía cualquiera creer tan bellas apariencias, y por lo mismo no hallé medio de impedir que me sedujesen. Consentí, pues, en que Aurora estaba muy prendada de mi mérito, y comencé a conside[9]rarme como uno de aquellos criados afortunados a quienes el amor hace dulcísima la servidumbre. Para mostrarme en cierto modo menos indigno del bien que parecía querer proporcionarme la fortuna, empecé a cuidar del aseo de mi persona más de lo que había cuidado hasta allí. Gastaba todo mi dinero en comprar ropa blanca, aguas de olor y pomadas. Lo primero que hacía por la mañana, luego que me levantaba de la cama, era lavarme, perfumarme bien y vestirme con todo el aseo posible, para no presentarme con desaliño a mi ama en caso de que me llamase. Con este cuidado de componerme, y con otros medios que empleaba para agradar, me lisonjeaba de que no tardaría mucho en declararse mi ventura.

Entre las criadas de Aurora había una que se llamaba la Ortiz. Era una vieja que hacía más de veinte años que servía en casa de don Vicente. Había criado a su hija y conservaba todavía el título de dueña, aunque ya no ejercía aquel penoso empleo. Por el contrario, en lugar de vigilar las acciones de Aurora, como lo hacía en otro tiempo, entonces sólo atendía a ocultarlas, con lo cual gozaba toda la confianza de su ama. Una noche, habiendo buscado la dueña ocasión de hablarme sin que nadie pudiese oírnos, me dijo en voz baja que si yo era prudente y callado bajase al jardín a media noche, donde sabría cosas que no me disgustarían. Respondíle, apretándole la mano, que sin falta alguna bajaría, y prontamente nos separamos para no ser sorprendidos. Ya no dudé en[10]tonces de ser yo el objeto del cariño de Aurora. ¡Oh, y qué largo se me hizo el tiempo hasta la cena, sin embargo de que siempre se cenaba temprano, y desde la cena hasta que mi amo se recogió! Parecíame que aquella noche todo se hacía en casa con extraordinaria lentitud. Y para aumento de mi fastidio, cuando don Vicente se retiró a su cuarto, en vez de pensar en dormirse, se puso a repetirme sus campañas de Portugal, con que tanto me había machacado. Pero lo que jamás había hecho, y lo que precisamente guardó para regalarme aquella noche, fué irme nombrando uno por uno todos los oficiales que se habían hallado en ellas, refiriéndome al mismo tiempo las hazañas de cada cual. No puedo ponderar cuánto padecí en estarle oyendo hasta que concluyó. Al fin acabó de hablar y se metió en la cama. Retiréme inmediatamente al cuarto donde estaba la mía y del que se bajaba por una escalera secreta al jardín. Untéme de pomada todo el cuerpo, púseme una camisola limpia bien perfumada y nada omití de cuanto me pareció que podía contribuir a fomentar el capricho que me había figurado en mi ama, con lo que fuí al sitio de la cita.

No encontré en él a la Ortiz y juzgué que, cansada de esperarme, se había vuelto a su cuarto, lo que me hizo perder todas mis esperanzas. Eché la culpa a don Vicente, y cuando estaba dando al diablo sus campañas, dió el reloj, conté las horas y vi que no eran mas que las diez. Tuve por cierto que el reloj andaba mal, creyendo imposible que[11] no fuese ya por lo menos la una de la noche; pero estaba tan engañado, que un cuarto de hora después volví a contar las diez de otro reloj. «¡Bravo!—dije entonces entre mí—. Todavía faltan dos horas enteras de poste o de centinela. ¡No culparán mi tardanza! Pero ¿qué haré hasta las doce? Paseémonos en este jardín y pensemos en el papel que debo hacer, que es para mí harto nuevo. No estoy acostumbrado a las bizarrías de las damas de distinción; solamente sé lo que se practica con las comediantas y mujercillas. Se presenta uno a ellas con familiaridad y franqueza y les dice su atrevido pensamiento sin reparo; pero con las señoras se observa otro ceremonial. Es menester, a lo que me parece, que el galán sea cortés, complaciente, tierno y moderado, pero sin ser tímido. No ha de querer precipitar atropelladamente su fortuna; para lograrla debe esperar el momento favorable.»

Así discurría yo y así me proponía proceder con Aurora. Figurábame que dentro de poco tendría la dicha de verme a los pies de aquella amable persona y decirle mil cosas amorosas. Con este fin, traía a la memoria los pasajes de las comedias que me pareció podían servirme y darme gran lucimiento en nuestra conversación a solas. Lisonjeábame de que los aplicaría con oportunidad, y esperaba que, a ejemplo de algunos comediantes que yo conocía, pasaría por hombre de entendimiento, aunque no tuviese más que memoria. Mientras me ocupaba en estos pensamientos, los cuales diver[12]tían mi impaciencia con más gusto que las relaciones militares de mi amo, oí dar las once. «¡Bueno!—dije entonces—. ¡Ya no me faltan mas que sesenta minutos que esperar! ¡Armémonos de paciencia!» Cobré ánimo y volvíme a recrear con las alegres fantasías de mi imaginación, parte paseándome y parte sentándome en un delicioso cenador formado en el extremo del jardín. Llegó en fin la hora de mí tan deseada; es decir, las doce. Pocos instantes después se dejó ver la Ortiz, tan puntual como yo, pero menos impaciente. «Señor Gil Blas—me dijo al acercarse—, ¿cuánto ha que está usted aquí?» «Dos horas», le respondí. «En verdad—añadió ella riéndose—que es usted muy cumplido, y da gusto darle citas para estas horas. Es cierto—prosiguió ya en tono serio—que eso y mucho más merece la dicha que le voy a anunciar. Mi ama quiere hablar a solas con usted y me ha mandado que le introduzca en su cuarto, en donde le espera. No tengo otra cosa que decirle; lo demás es un secreto que usted no debe saber sino de su propia boca. Sígame a donde le conduzca.» Y dicho esto, me cogió de la mano, y ella misma me introdujo misteriosamente en el aposento del ama por una puerta falsa de que tenía la llave.


[13]

CAPITULO II

Cómo recibió Aurora a Gil Blas, y la conversación que con él tuvo.

Hallé a Aurora vestida de trapillo, lo que no me disgustó. Saludéla con el mayor respeto y con la mejor gracia que me fué posible. Recibióme con semblante risueño; hízome sentar junto a sí, repugnándolo yo, y lo que más me agradó fué que mandó a su embajadora se retirase a su cuarto y nos dejase solos. Después de este preludio, volviéndose hacia mí, me dijo: «Gil Blas, ya habrás advertido que te miro con buenos ojos y te distingo entre todos los criados de mi padre; cuando esto no fuese bastante para hacerte conocer la particularidad con que te estimo, juzgo que no te dejará dudarlo este paso que ahora doy.»

No le di tiempo para que dijese más. Parecióme que, como hombre discreto, debía respetar su pudor y no darle lugar a mayor explicación. Levantéme enajenado, y arrojándome a sus pies como un héroe de teatro que se arrodilla ante su princesa, exclamé en tono declamatorio: «¡Ah, señora! ¿Me habré engañado? ¿Se dirigen a mí vuestras palabras? ¿Será posible que Gil Blas, juguete hasta aquí de la fortuna y el desecho de toda la naturaleza, sea tan venturoso que haya podido inspiraros afectos?...» «¡Baja un poco la voz—me dijo sonriéndose mi ama—, por no despertar a las cria[14]das que duermen en el cuarto vecino! Levántate, vuelve a sentarte y escúchame hasta que acabe, sin interrumpirme. Sí, Gil Blas—prosiguió, volviendo a su afable serenidad—, es cierto que te estimo, y en prueba de ello voy a fiarte un secreto, del cual pende el sosiego de mi vida. Sabe que amo a un caballerito mozo, galán, airoso y de ilustre nacimiento, llamado don Luis Pacheco. Le veo algunas veces en el paseo y en la comedia, pero nunca le he hablado. Ignoro su carácter y también cuáles son sus prendas, si buenas o malas. Esto quisiera saberlo puntualmente, para lo cual necesito de un hombre sagaz y sincero que, informándose bien de sus costumbres, sepa darme una cuenta fiel de ellas. He puesto los ojos en ti con preferencia a los demás criados, persuadida de que nada arriesgo en darte este encargo. Espero que le desempeñarás con tanto sigilo y cautela que nunca tendré motivo para arrepentirme de haberte escogido por depositario de mi más íntima confianza.»

Calló mi señorita para oír mi respuesta. Al principio me turbé algún tanto, conociendo mi necio engaño; pero volviendo prontamente en mí y venciendo la vergüenza que causa siempre la temeridad cuando sale con desgracia, supe mostrarle un celo tan vivo y un ardor tan grande en todo lo que fuese servirla y complacerla, que si no alcanzó para desimpresionarla del mal concepto que pudo haberle hecho formar mi atrevida presunción, bastaría por lo menos para que conociese[15] que yo sabía enmendar muy bien una necedad. Pedíle no más que dos días de tiempo para poderle dar razón puntual de don Luis, los que me concedió; y llamando ella misma a la Ortiz, ésta me volvió a conducir al jardín, diciéndome con cierto aire burlón al despedirse: «¡Buenas noches! No te volveré a encargar otra vez que no dejes de acudir temprano al sitio de la cita, porque ya está vista tu puntualidad.»

Volvíme a mi cuarto, no sin algún pesar de ver frustrado mi pensamiento. Con todo eso, tuve bastante juicio para consolarme y conocer que me tenía más cuenta ser el confidente que el amante de mi ama. Ofrecióseme también que esto podía hacerme hombre, pues los medianeros de amor eran regularmente bien recompensados por su trabajo, reflexiones que me divirtieron y consolaron, y fuíme a acostar con firme resolución de obedecer y servir a mi ama en cuanto exigiese de mí. Levantéme al día siguiente y salí de casa a desempeñar mi encargo. No era difícil saber dónde vivía un caballero tan conocido como don Luis. Tomé al instante informes de él en la vecindad; pero los sujetos a quienes me dirigí no pudieron satisfacer del todo mi curiosidad. Esto me obligó a hacer nuevas averiguaciones el día siguiente, y fuí más afortunado que el anterior. Encontré casualmente en la calle a un mozo a quien yo conocía, detuvímonos a hablar, y en aquel punto se llegó a él uno de sus amigos y le dijo que le habían despedido de casa de don José Pacheco, padre de don[16] Luis, por haberle acusado de que se había bebido un barril de vino. No perdí una ocasión tan oportuna para saber cuanto deseaba, lo que conseguí a fuerza de preguntas; de manera que volví a casa muy contento porque ya podía cumplir la palabra que había dado a mi señorita, con quien había quedado de acuerdo que volvería a verla en el mismo sitio y de la misma manera que la noche antecedente. No estuve en ésta tan inquieto como la primera; lejos de impacientarme con las prolijas relaciones de mi amo, yo mismo le saqué la conversación de sus combates. Esperé a que fuese media noche con la mayor tranquilidad del mundo, y no me moví hasta que conté bien las doce de todos los relojes que se podían oír desde casa. Entonces bajé con mucho sosiego al jardín, sin pensar en perfumes ni en pomadas, pues hasta en esto me corregí.

Encontré ya a la fiel dueña en el sitio mismo, y la taimada me dijo con algo de socarronería: «En verdad, Gil Blas, que hoy ha rebajado mucho tu puntualidad.» No le respondí palabra, fingiendo que no la oía, y ella me condujo al cuarto donde Aurora me estaba esperando. Preguntóme luego que me vió si me había informado bien acerca de don Luis y si había averiguado muchas cosas. «Sí, señora—le respondí—, tengo con qué satisfacer vuestra curiosidad. En primer lugar os diré que muy en breve marcha a Salamanca a concluir sus estudios. Según lo que me han dicho, es un señorito lleno de honor y probidad; y en cuanto al[17] valor, no le puede faltar, pues es caballero y castellano. Fuera de eso, es un mozo entendido y de bellos modales; pero lo que quizá os dará poco gusto, y que, sin embargo, no puedo menos de deciros, es que vive algo demasiado a la moda de los señoritos modernos: quiero decir que es un grandísimo libertino. ¿Creerá usted que, siendo tan joven como es, ha tenido ya amistad con dos comediantas?» «¿Qué es lo que me dices?—exclamó Aurora—. ¡Dios mío y qué costumbres! Pero díme, Gil Blas, ¿estás cierto de que tiene una vida tan licenciosa?» «¿Cómo si estoy cierto?—le respondí—. No hay cosa más segura. Todo me lo ha contado un criado de su casa que fué despedido de ella esta mañana, y ya se sabe que los criados son muy veraces siempre que se trata de publicar los defectos de sus amos. Fuera de eso, el tal don Luis es muy amigo de don Alejo Seguier, de don Antonio Centelles y de don Fernando de Gamboa, prueba constante de su disolución.» «¡Basta, Gil Blas!—dijo suspirando mi pobre señorita—. En fuerza de tu informe comienzo desde ahora a combatir mi indigno amor. Aunque había echado ya profundas raíces en mi corazón, no desconfío de arrancarle de él. Vete—prosiguió—-, y admite en premio de tu trabajo esta corta demostración de mi agradecimiento.» Al decir esto, me puso en la mano un bolsillo, que ciertamente no estaba vacío, añadiendo: «Sólo te encargo que guardes bien el secreto que he confiado a tu silencio.»

Aseguréle que en este particular podía vivir sin[18] el menor recelo, porque yo era el Harpócrates de los criados confidentes. Dicho esto, me retiré, impacientísimo por saber lo que contenía el bolsillo. Abríle y hallé en él veinte doblones. Luego se me ofreció que sin duda habría sido Aurora más liberal conmigo si yo le hubiera dado otra noticia más agradable, cuando pagaba con tanta generosidad una que le había causado tanto disgusto. Me pesó de no haber imitado a los escribanos y alguaciles, que disfrazan a veces la verdad, y me enfadé mucho contra mi tontería por haber sofocado en su nacimiento un amor que con el tiempo podía producirme grandísimas utilidades, si yo no hubiera hecho un necio alarde de ser sincero; pero al fin me consolé con los veinte doblones, que me recompensaban ventajosamente de lo que había gastado tan sin venir al caso en pomadas y perfumes.


CAPITULO III

De la gran mutación que sobrevino en casa de don Vicente y de la extraña determinación que el amor hizo tomar a la bella Aurora.

Poco después de esta aventura se sintió malo don Vicente. Sobre ser de una edad bastante avanzada, los síntomas de la enfermedad eran tan violentos, que desde luego se temieron funestas resultas. Llamóse a los dos más famosos médicos de Madrid; uno era el doctor Andrés y el otro el doc[19]tor Oquendo. Pulsaron atentamente al doliente, y después de una exacta observación, convinieron entrambos en que los humores estaban en una preternatural fermentación y movimiento. En solo esto fueron de un parecer y estuvieron discordes en todo lo demás. El uno quería que se purgara al enfermo aquel mismo día y el otro opinaba que la purga se dilatase. El doctor Andrés decía que, por lo mismo que los humores estaban en una violenta agitación de flujo y reflujo, se los había de expeler aunque crudos con purgantes, antes que se fijasen en alguna parte noble y principal. Oquendo opinaba, por el contrario, que, estando todavía incoctos y crudos los humores, se debía esperar a que madurasen antes de recurrir a los purgantes. «Pero ese método—replicaba el otro—es directamente opuesto a lo que nos enseña el príncipe de la Medicina. Hipócrates advierte que se debe purgar al principio de la enfermedad y desde los primeros días de la más ardiente calentura, diciendo en términos expresos que se ha de acudir prontamente con la purga cuando los humores están en orgasmo, es decir, en su mayor agitación.» «¡Oh! ¡En eso está vuestra equivocación!—repuso Oquendo—. Hipócrates no entiende por la voz orgasmo la agitación violenta, sino más bien la madurez de los humores.»

Acaloráronse nuestros doctores en esta disputa. El uno recitó el texto griego y citó todos los autores que le explicaban como él. El otro se fiaba en la traducción latina, empeñándose con mayor ca[20]lor y tomando el asunto en tono más alto. ¿A cuál de los dos se había de creer? Don Vicente no era hombre que pudiese resolver aquella cuestión; pero hallándose precisado a elegir una de las dos opiniones, adoptó la del que había echado al otro mundo más enfermos; quiero decir la del más viejo.

Viendo esto el doctor Andrés, que era el más mozo, se retiró, pero no sin decir primero cuatro pullas bien picantes al más anciano sobre su orgasmo. Y he aquí que quedó triunfante Oquendo. Y como seguía los mismos principios que el doctor Sangredo, hizo sangrar copiosamente al enfermo, esperando para purgarle a que los humores estuviesen cocidos; pero la muerte, que temió quizá que una purga tan sabiamente diferida no le quitase la presa que ya tenía agarrada, impidió la cocción y se llevó a mi pobre amo. Tal fué el fin del señor don Vicente, que perdió la vida porque su médico no sabía el griego.

Después de haber hecho Aurora las exequias correspondientes a un hombre de su distinguido nacimiento, entró en la administración de todo lo que tocaba a la casa. Dueña ya de su voluntad, despidió algunos criados, remunerándolos en proporción de su lealtad y méritos. Hecho esto, se retiró a una quinta que tenía a las márgenes del Tajo, entre Sacedón y Buendía. Yo fuí uno de los que permanecieron con ella y la siguieron a la aldea. No sólo eso, sino que también tuve la fortuna de que necesitase de mí. No obstante el fiel informe que yo le había dado de don Luis, todavía le[21] amaba, o, por mejor decir, no pudiendo con todos sus esfuerzos vencer la violencia del amor, se había dejado llevar de su impulso. Como ya no necesitase tomar precauciones para hablarme a solas, me dijo un día suspirando: «Gil Blas, yo no puedo olvidar a don Luis; por más que hago para desecharle del pensamiento, se me representa siempre, no ya como tú me le pintaste, encenagado en los vicios, sino como yo quisiera que fuese, tierno, amoroso y constante.» Enternecióse al decir estas palabras y no pudo reprimir algunas lágrimas. También a mí me faltó poco para llorar; tanto fué lo que me conmovió su llanto. Ni podía hacerle mejor la corte que mostrándome afligido de su pena. «Veo, amigo Gil Blas—continuó, enjugándose sus hermosos ojos—, veo tu buen corazón y estoy muy satisfecha de tu celo, que prometo recompensar bien. Nunca más que ahora me ha sido necesario tu auxilio. Voy a descubrirte el pensamiento que ocupa en este instante mi atención; sin duda te parecerá extravagante y caprichoso. Has de saber que quiero ir cuanto antes a Salamanca, donde he pensado disfrazarme de caballero, bajo el nombre de don Félix, y hacer conocimiento con Pacheco, de modo que llegue a ganar su amistad y confianza. Hablaréle frecuentemente de doña Aurora de Guzmán, suponiéndome primo suyo, y como es natural que desee conocerla, aquí es donde yo le aguardo. Nosotros tendremos en Salamanca dos posadas; en una haré el papel de don Félix y en la otra el de doña Aurora; y dejándome ver de don[22] Luis, unas veces vestida de hombre y otras de mujer, espero traerle al fin que me he propuesto. Confieso—añadió ella misma—que es muy extraño mi proyecto, pero la pasión que me arrastra y la inocente intención con que camino acaban de cegarme sobre el paso a que me quiero arriesgar.»

Yo era del mismo parecer que Aurora en cuanto a la extravagancia del designio, que creía muy insensato. Sin embargo, aunque le tenía por tan contrario a la razón, me guardé muy bien de hacer el pedagogo; antes sí, comencé a dorar la píldora, y me esforcé a querer persuadirla que, en vez de ser una idea disparatada, era una delicada invención de ingenio que no podía traer consecuencia. No me acuerdo yo cuánto dije para convencerla de esto, pero cedió a mis persuasiones, porque a los amantes siempre les agrada que se celebren y aplaudan sus más locos desvaríos. En fin, convinimos los dos en que esta temeraria empresa la debíamos mirar como una especie de comedia burlesca inventada para divertirnos, en la cual sólo había de pensar cada uno en representar bien su papel. Escogimos los actores entre las gentes de casa y repartimos a cada cual el suyo. Todos le admitieron sin quejarse ni hacer esguinces, porque no éramos comediantes de profesión. A la señora Ortiz se lo encomendó el de tía de doña Aurora, señalándosele un criado y una doncella, y había de llamarse doña Jimena de Guzmán. A mí me tocaba el de ayuda de cámara de doña Aurora, que había de disfrazarse de caballero; y una de las criadas, dis[23]frazada de paje, le había de servir separadamente. Arreglados así los papeles, nos restituímos a Madrid, donde supimos se hallaba todavía don Luis, pero disponiendo su viaje a Salamanca. Dimos orden para que se hiciesen cuanto antes los vestidos que habíamos menester, a fin de usar de ellos en tiempo y lugar, y hechos que fueron, se doblaron y metieron en diferentes baúles, y dejando al mayordomo el cuidado de la casa, marchó doña Aurora en un coche de colleras, tomando el camino del reino de León, acompañada de todos los que entrábamos en la comedia.

Ibamos atravesando por Castilla la Vieja, cuando se rompió el eje del coche entre Avila y Villaflor, a trescientos o cuatrocientos pasos de una quinta que se dejaba ver al pie de una montaña. Veíamonos muy apurados, porque se acercaba la noche; pero un aldeano que acertó a pasar por allí nos sacó de aquel conflicto. Informónos de que aquella quinta era de una tal doña Elvira, viuda de don Pedro Pinares, y fué tanto el bien que dijo de aquella señora, que mi ama se determinó a enviarme a suplicarle de su parte se sirviese recogernos en su casa por aquella noche. No desmintió doña Elvira el informe del aldeano; bien es verdad que yo desempeñó mi comisión de tal modo, que la hubiera inclinado a recibirnos en su quinta aun cuando no hubiera sido la señora más agasajadora del mundo. Me recibió con mucha afabilidad y respondió a mi súplica en los términos que yo deseaba. Pasamos todos a la quinta, tirando las mulas[24] el coche con el mayor tiento que se pudo. Encontramos a la puerta a la viuda de don Pedro, que salió cortesanamente al encuentro de mi ama. Paso en silencio los recíprocos cumplimientos que ambas se hicieron; sólo diré que doña Elvira era una señora ya de edad avanzada, pero a quien ninguna mujer del mundo excedía en desempeñar noblemente las obligaciones de la hospitalidad. Condujo a doña Aurora a un magnífico cuarto, donde, dejándola en libertad para que descansase, fué a dar disposiciones hasta sobre las cosas más menudas tocante a nosotros. Hecho esto, luego que estuvo dispuesta la cena mandó se sirviese en el cuarto de Aurora, donde las dos se sentaron a la mesa. No era la viuda de don Pedro una de aquellas personas que no saben obsequiar en un convite, manteniéndose en él con un aire enfadosamente grave, silencioso y pensativo; antes bien, era de genio jovial y sabía mantener siempre grata la conversación. Explicábase noblemente con frases escogidas y adecuadas. Yo admiraba su talento y el modo fino y delicado con que expresaba sus pensamientos, lo que me tenía embelesado; y no menos encantada se manifestaba Aurora. Se cobraron las dos una estrecha amistad y quedaron de acuerdo en mantenerla correspondiéndose por cartas. Nuestro coche no podía estar compuesto hasta el día siguiente y era muy natural que no pudiésemos salir hasta muy tarde, por lo que nos detuvimos todo aquel día en la misma quinta. A nosotros se nos sirvió también una cena muy abundante,[25] y así dormimos todos tan bien como habíamos cenado.

Al día siguiente descubrió mi ama nuevo fondo y nuevas gracias en la conversación de doña Elvira. Comieron las dos en una sala en que había muchas pinturas, entre las cuales sobresalía una cuyas figuras estaban pintadas con la mayor propiedad y que ofrecía a la vista un asunto verdaderamente trágico. Era un caballero muerto, tendido en tierra, bañado en su misma sangre, cuyo semblante parecía que, aun después de muerto, estaba amenazando. Cerca de él se dejaba ver, tendido también, el cadáver de una dama joven, aunque en diferente actitud, atravesado el pecho con una espada, y aun cuando se representaba exhalando el último aliento, tenía clavados los ojos en un joven que expresaba tener un mortal dolor de perderla. El pincel había representado en aquel lienzo otra figura que no llamaba menos la atención. Era un anciano de grave, hermoso y venerable aspecto, que, conmovido vivamente de los funestos objetos que se le presentaban a la vista, no se manifestaba menos afligido que el joven. Podríase decir que aquellas imágenes sangrientas excitaban en el mozo y en el anciano iguales movimientos, pero causando en los dos diferentes impresiones. El viejo, poseído de una profunda tristeza, parecía estar abatido enteramente de ella; mas en el mozo se echaba de ver el furor mezclado con la aflicción. Todos estos afectos estaban tan vivamente expresados, que no nos cansábamos de ver[26] y admirar aquel cuadro. Preguntó mi ama qué suceso o qué historia representaba aquella pintura. «Señora—le respondió doña Elvira—, es una pintura fiel de las desgracias de mi familia.» Esta respuesta picó tanto la curiosidad de Aurora, y manifestó un deseo tan vehemente de saber más, que la viuda de don Pedro no pudo dispensarse de prometerle la satisfacción que deseaba. Esta promesa fué hecha a presencia de la Ortiz, de sus dos compañeras y mía; todos cuatro nos detuvimos en la sala después de la comida. Mi ama quiso que nos retirásemos; pero doña Elvira, que conoció nuestra gana de oír la explicación de aquel cuadro, tuvo la benignidad de decirnos que nos quedásemos, añadiendo que la historia que iba a referir no era de aquellas que pedían secreto. Un poco después principió su relación en los términos siguientes:


CAPITULO IV

El casamiento por venganza.

NOVELA

«Rogerio, rey de Sicilia, tuvo un hermano y una hermana. El hermano, que se llamaba Manfredo, se rebeló contra él y encendió en el reino una guerra no menos sangrienta que peligrosa; pero tuvo la desgracia de perder dos batallas y de caer en manos del rey, quien se contentó con privarle de[27] la libertad en castigo de su rebelión, clemencia que sólo produjo el efecto de ser tenido por bárbaro en el concepto de algunos vasallos suyos, persuadidos de que no había perdonado la vida a su hermano sino para ejercer en él una venganza lenta e inhumana. Todos los demás, con mayor fundamento, atribuían a sola su hermana Matilde el duro trato que a Manfredo se le daba en la prisión. Con efecto, esta princesa siempre había aborrecido a aquel desgraciado príncipe y no cesó de perseguirle mientras él vivió. Murió Matilde poco después de Manfredo y su temprana muerte se tuvo como un justo castigo de su desapiadado corazón.

»Dejó dos hijos Manfredo, ambos de tierna edad. Vaciló por algún tiempo Rogerio sobre si les haría quitar la vida, temiendo que en edad más avanzada no les ocurriese la idea de vengar el cruel trato que se había dado a su padre, resucitando un partido que todavía se sentía con fuerzas para causar peligrosas turbaciones en el Estado. Comunicó su pensamiento al senador Leoncio Sifredo, su primer ministro, quien, para disuadirle de aquel intento, se encargó de la educación del príncipe Enrique, que era el primogénito, y aconsejó al rey que confiase la del más joven, por nombre don Pedro, al condestable de Sicilia. Persuadido Rogerio de que estos dos fieles ministros educarían a sus sobrinos con toda la sumisión que a él se le debía, los entregó a su lealtad y cuidado, tomando para sí el de su sobrina Constanza. Era ésta de la edad de Enrique e hija única de la princesa Matilde.[28] Púsole maestros que la enseñasen y criadas que la sirviesen, sin perdonar nada para su educación.

»Tenía Sifredo una quinta, distante dos leguas cortas de Palermo, en un sitio llamado Belmonte. En ella se dedicó este ministro a dar a Enrique una enseñanza por la que mereciese con el tiempo ocupar el real trono de Sicilia. Descubrió desde luego en aquel príncipe prendas tan amables, que se aficionó a él como si no tuviera otros hijos, aunque era padre de dos niñas. La mayor, que se llamaba doña Blanca, contaba un año menos que el príncipe y estaba dotada de singular hermosura; la menor, por nombre Porcia, cuyo nacimiento había costado la vida a su madre, se hallaba aún en la cuna. Enamoráronse uno de otro, Blanca y Enrique, luego que fueron capaces de amar; pero no tenían libertad de hablarse a solas. Sin embargo, no dejaba el príncipe de lograr tal cual vez alguna ocasión para ello. Aprovechó tan bien aquellos preciosos momentos, que pudo persuadir a la hija de Sifredo a que le permitiese poner por obra un designio que estaba meditando. Sucedió oportunamente en aquel tiempo que Leoncio, de orden del rey, se vió precisado a hacer un viaje a una de las provincias más remotas de la isla, y durante su ausencia mandó Enrique hacer una abertura en el tabique de su cuarto, que estaba pared por medio del de doña Blanca. Cerróla con un bastidor y tablas de madera, tan ajustadas a la abertura y pintadas del mismo color del tabique, que no se distinguía de él ni era fácil se conociese el artifi[29]cio. Un hábil arquitecto, a quien el príncipe había confiado su proyecto, ejecutó esta obra, con tanta diligencia como secreto.

»Por esta puerta se introducía algunas veces el enamorado Enrique en el cuarto de doña Blanca, pero sin abusar jamás de aquella licencia. Si Blanca tuvo la imprudencia de permitir una entrada secreta en su estancia, fué, no obstante, confiada en las palabras que él le había dado de que nunca pretendería de ella sino los favores más inocentes. Hallóla una noche extraordinariamente inquieta y sobresaltada. Era el caso el haber sabido que Rogerio estaba gravemente enfermo y que había despachado una estrecha orden a Sifredo de que pasase a la corte prontamente para otorgar ante él su testamento, como gran canciller del reino. Figurábase ver a Enrique ya en el trono y temía perderle cuando se viese en aquella elevación; este temor le causaba mucha inquietud. Tenía bañados de lágrimas los ojos cuando entró en su cuarto Enrique. «Señora—le dijo—, ¿qué novedad es ésta? ¿Cuál es el motivo de esa profunda tristeza?» «Señor—respondió ella—, no puedo ocultaros mi sobresalto. El rey vuestro tío dejará presto de vivir y vos ocuparéis su lugar. Cuando considero lo que va a alejaros de mí vuestra nueva grandeza, confieso que me aflijo. Un monarca mira las cosas con ojos muy diversos que un amante, y aquello mismo que era todo su embeleso cuando reconocía un poder superior al suyo, apenas le hace más que una ligera impresión en la elevación del trono.[30] Sea presentimiento, sea razón, siento en mi pecho movimientos que me agitan y que no alcanza a calmar toda la confianza a que me alienta vuestra bondad. No desconfío de vuestro amor; desconfío solamente de mi ventura.» «Adorable Blanca—replicó el príncipe—, oblíganme tus temores y ellos justifican mi pasión a tus atractivos; pero el exceso a que llevas tus desconfianzas ofende mi amor y—si me atrevo a decirlo—la estimación que me debes. ¡No, no! No pienses que mi suerte pueda separarse de la tuya; cree más bien que tú sola serás siempre mi alegría y mi felicidad. Destierra, pues, de ti ese vano temor. ¿Es posible que quieras turbar con él estos felicísimos momentos?» «¡Ah, señor—replicó la hija de Leoncio—, luego que vuestros vasallos os vean coronado, os pedirán por reina una princesa que descienda de una larga serie de reyes, cuyo brillante himeneo añada nuevos Estados a los vuestros, y tal vez, ¡ay!, vos corresponderéis a sus esperanzas aun a pesar de vuestras más firmes promesas!» «¿Y por qué—repuso Enrique, no sin alguna alteración—, por qué te anticipas a figurarte una idea triste de lo venidero? Si el Cielo dispusiera del rey mi tío, juro que te daré la mano en Palermo a presencia de toda mi corte. Así lo prometo, poniendo por testigo todo lo más sagrado que se conoce entre nosotros.»

»Aquietóse la hija de Sifredo con las protestas de Enrique, y lo restante de la conversación se redujo a hablar de la enfermedad del rey, manifestando Enrique en este caso la bondad y noble[31]za de su corazón. Mostróse muy afligido del estado en que se hallaba el monarca su tío, pudiendo más en él la fuerza de la sangre que el atractivo de la corona. Pero aun no sabía Blanca todas las desdichas que la amenazaban. Habiéndola visto el condestable de Sicilia a tiempo que ella salía del cuarto de su padre, un día que él había venido a la quinta de Belmonte a negocios importantes, quedó ciegamente prendado de ella. Pidiósela a Sifredo al día siguiente y éste se la concedió; mas, sobreviniendo al mismo tiempo la enfermedad de Rogerio, se suspendió el casamiento, del que doña Blanca no había sido sabedora.

»Una mañana, al acabar Enrique de vestirse, quedó singularmente sorprendido de ver entrar en su cuarto a Leoncio, seguido de doña Blanca. «Señor—le dijo aquel ministro—-, vengo a daros una noticia que sin duda os afligirá, pero acompañada de un consuelo que podrá mitigar en parte vuestro dolor. Acaba de morir el rey vuestro tío, y por su muerte quedáis heredero de la corona. La Sicilia es ya vuestra. Los grandes del reino están aguardando en Palermo vuestras órdenes. Yo, señor, vengo encargado de ellos a recibirlas de vuestra boca, y en compañía de mi hija Blanca, para rendiros los dos el primero y más sincero homenaje que os deben todos vuestros vasallos.» Al príncipe no le cogió de nuevo esta noticia, por estar ya informado dos meses antes de la grave enfermedad que padecía el rey, que poco a poco iba acabando con él. Sin embargo, quedó suspenso algún tiem[32]po; pero rompiendo después el silencio y volviéndose a Leoncio, le dijo estas palabras: «Prudente Sifredo, te miro y te miraré siempre como a padre y me alegraré de gobernarme por tus consejos; tú serás rey de Sicilia más que yo.» Dicho esto, se llegó a una mesa, donde había una escribanía, tomó un pliego de papel y echó en él su firma en blanco. «¿Qué hacéis, señor?», le interrumpió Sifredo. «Mostraros mi amor y mi gratitud», respondió Enrique; y en seguida presentó a Blanca aquel papel y firma, diciéndole: «Recibid, señora, esta prenda de mi fe y del dominio que os doy sobre mi voluntad.» Tomóla Blanca, cubriéndose su hermosa cara de un honestísimo rubor, y respondió al príncipe: «Recibo con respeto la gracia de mi rey, pero estoy sujeta a un padre y espero que no llevaréis a mal ponga en sus manos vuestro papel, para que use de él como le aconsejare su prudencia.»

»Entregó efectivamente a su padre el papel con la firma en blanco de Enrique. Conoció entonces Sifredo lo que hasta aquel punto no había descubierto su penetración. Comprendió toda la intención del príncipe y le contestó diciendo: «Espero que vuestra majestad no tendrá motivo para arrepentirse de la confianza que se sirve hacer de mí, y esté bien seguro de que jamás abusaré de ella.» «Amado Leoncio—interrumpió Enrique—, no temas que pueda llegar semejante caso; sea el que fuere el uso que hicieres de mi papel, no dudes que siempre lo aprobaré. Ahora vuelve a Palermo, dispón todo lo necesario para mi coronación y di a[33] mis vasallos que voy prontamente a recibir el juramento de su fidelidad y a darles las mayores seguridades de mi amor.» Obedeció el ministro las órdenes de su nuevo amo y marchó a Palermo, llevando consigo a doña Blanca.

»Pocas horas después partió también de Belmonte el mismo Enrique, pensando más en su amor que en el elevado puesto a que iba a ascender.

»Luego que se dejó ver en la ciudad, resonaron en el aire mil aclamaciones de alegría, y entre ellas entró Enrique en palacio, donde halló ya hechos todos los preparativos para su coronación. Encontró en él a la princesa Constanza, vestida de riguroso luto, mostrándose traspasada de dolor por la muerte de Rogerio. Hiciéronse los dos sobre este asunto recíprocos cumplidos, y ambos los desempeñaron con discreción, aunque con algo más de frialdad por parte de Enrique que por la de Constanza, la cual, no obstante los disturbios de la familia, nunca había querido mal a este príncipe. Ocupó el rey el trono y la princesa se sentó a su lado, en una silla puesta un poco más abajo. Los magnates del reino se sentaron donde a cada uno, según su clase o empleo, le correspondía. Empezó la ceremonia, y Leoncio, que como gran canciller del reino era depositario del testamento del difunto rey, dió principio a ella, leyéndolo en alta voz. Contenía en substancia que, hallándose el rey sin hijos, nombraba por sucesor en la corona al hijo primogénito de Manfredo, con la precisa condición de casarse con la princesa Constanza, y que[34] si no quería darle la mano de esposo, quedase excluído de la corona de Sicilia y pasase ésta al infante don Pedro, su hermano menor, bajo la misma condición.

»Quedó Enrique altamente sorprendido al oír esta cláusula. No se puede expresar la pena que le causó, pero creció hasta lo sumo cuando, acabada la lectura del testamento, vió que Leoncio, hablando con todo el Consejo, dijo así: «Señores, habiendo puesto en noticia de nuestro nuevo monarca la última disposición del difunto rey, este generoso príncipe consiente en honrar con su real mano a su prima la princesa Constanza.» Interrumpió el rey al canciller, diciéndole conturbado: «¡Acordaos, Leoncio, del papel que Blanca!...» «Señor—respondió Sifredo, interrumpiéndole con precipitación, sin darle tiempo a que se explicase más—, ese papel es éste que presento al Consejo. En él reconocerán los grandes del reino el augusto sello de vuestra majestad, la estimación que hace de la princesa y su ciega deferencia a las últimas disposiciones del difunto rey su tío.» Acabadas de decir estas palabras, comenzó a leer el papel en los términos en que él mismo le había llenado. En él prometía el nuevo monarca a sus pueblos, en la forma más auténtica, casarse con la princesa Constanza, conformándose con las intenciones de Rogerio. Resonaron en la sala los aplausos de todos los circunstantes, diciendo: «¡Viva el magnánimo rey Enrique!» Como era notoria a todos la aversión que este príncipe había tenido siempre a la prin[35]cesa, temían, no sin razón, que, indignado de la condición del testamento, excitase movimientos en el reino y se encendiese en él una guerra civil que le desolase; pero asegurados los grandes y el pueblo con la lectura del papel que acababan de oír, esta seguridad dió motivo a las aclamaciones universales, que despedazaban secretamente el corazón del nuevo rey.

»Constanza, que por su propia gloria, y guiada de un afecto de cariño, tenía en todo esto más interés que otro alguno, se aprovechó de aquella ocasión para asegurarle de su eterno reconocimiento. Por más que el príncipe quiso disimular su turbación, era tanta la que le agitaba cuando recibió el cumplido de la princesa, que ni aun acertó a responderle con la cortesana atención que exigía de él. Rindióse al fin a la violencia que él se hacía, y llegándose al oído a Sifredo, que por razón de su empleo estaba bastante cerca de su persona, le dijo en voz baja: «¿Qué es esto, Leoncio? El papel que tu hija puso en tus manos no fué para que usases de él de esa manera.» «Vos faltáis... ¡Acordaos, señor, de vuestra gloria!—le respondió Sifredo con entereza—. Si no dais la mano a Constanza y no cumplís la voluntad del rey vuestro tío, perdióse para vos el reino de Sicilia.» Apenas dijo esto, se separó del rey, para no darle lugar a que replicase. Quedó Enrique sumamente confuso, no pudiendo resolverse a abandonar a Blanca ni a dejar de partir con ella la majestad y gloria del trono. Estando dudoso largo rato sobre el partido que[36] había de tomar, se determinó al cabo, pareciéndole haber encontrado arbitrio para conservar a la hija de Sifredo sin verse precisado a la renuncia del trono. Aparentó quererse sujetar a la voluntad de Rogerio, lisonjeándose de que, mientras solicitaba la dispensa de Roma para casarse con su prima, granjearía a su favor con gracias a los grandes del reino y afianzaría su poder de manera que ninguno le pudiese obligar a cumplir la condición del testamento.

»Abrazado este designio, se sosegó un poco, y volviéndose a Constanza le confirmó lo que el gran canciller le había dicho en público; pero en el mismo punto en que hacía traición a su propio corazón, ofreciendo su fe a la princesa, entró Blanca en la sala del Consejo, adonde iba de orden de su padre a cumplimentar a la princesa, y llegaron a sus oídos las palabras que Enrique le decía. Fuera de eso, no creyendo Leoncio que pudiese ya dudar de su desgraciada suerte, le dijo, presentándola a Constanza: «Rinde, hija mía, tu fidelidad y respeto a la reina tu señora, deseándole todas las prosperidades de un floreciente reinado y de un feliz himeneo.» Golpe terrible que atravesó el corazón de la desgraciada Blanca. En vano se esforzó a disimular su pesar. Demudósele el semblante, encendiéndosele de repente y pasando en un momento de incendio a palidez, con un temblor o estremecimiento general de todo su cuerpo. Sin embargo, no entró en sospecha alguna la princesa, pues atribuyó el desorden de sus palabras a la natural cor[37]tedad de una doncella criada lejos del trato de la Corte y poco acostumbrada a ella. No sucedió lo mismo con el rey, quien perdió toda su compostura y majestad a vista de Blanca, y salió fuera de sí mismo, leyendo en sus ojos la pena que le atormentaba. No dudó que, creyendo las apariencias, ya en su corazón le tuviese por un traidor. No habría sido tan grande su inquietud si hubiera podido hablarle; pero ¿cómo era esto posible a vista de toda la Sicilia, que tenía puestos los ojos en él? Por otra parte, el cruel Sifredo cerró la puerta a esta esperanza. Estuvo viendo este ministro todo lo que pasaba en el corazón de los dos amantes, y queriendo precaver las calamidades que podía causar al Estado la violencia de su amor, hizo con arte salir de la concurrencia a su hija y tomó con ella el camino de Belmonte, bien resuelto, por muchas razones, a casarla cuanto antes.

»Luego que llegaron a aquel sitio, le hizo saber todo el horror de su suerte. Declaróle que la había prometido al condestable. «¡Santo Cielo—exclamó transportada de un dolor que no bastó a contener la presencia de su padre—, y qué crueles suplicios tenías guardados para la desgraciada Blanca!» Fué tan violento su arrebato, que todas las potencias de su alma quedaron suspensas. Helado su cuerpo, frío y pálido, cayó desmayada en los brazos de su padre. Conmoviéronse las entrañas de éste viéndola en aquel estado. Sin embargo, aunque sintió vivamente lo que padecía su hija, se mantuvo firme en su primera determinación. Vol[38]vió Blanca en sí, más por la fuerza de su mismo dolor que por el agua con que la roció su padre. Abrió sus desmayados ojos, y viendo la prisa que se daba a socorrerla, «Señor—le dijo con voz casi apagada—, me avergüenzo de que hayáis visto mi flaqueza; pero la muerte, que no puede tardar ya en poner fin a mis tormentos, os librará presto de una hija desdichada que sin vuestro consentimiento se atrevió a disponer de su corazón.» «No, amada Blanca—respondió Leoncio—, no morirás; antes bien, espero que tu virtud volverá presto a ejercer sobre ti su poder. La pretensión del condestable te da honor, pues bien sabes que es el primer hombre del Estado...» «Estimo su persona y su gran mérito—interrumpió Blanca—; pero, señor, el rey me había hecho esperar...» «Hija—dijo Sifredo interrumpiéndola—, sé todo lo que me puedes decir en este asunto. No ignoro el afecto con que miras a ese príncipe, y ciertamente que en otras circunstancias, lejos de desaprobarlo, yo mismo procuraría con todo empeño asegurarte la mano de Enrique, si el interés de su gloria y el del Estado no le pusieran en precisión de dársela a Constanza. Con esta única e indispensable condición le declaró por sucesor suyo el difunto rey. ¿Quieres tú que prefiera tu persona a la corona de Sicilia? Créeme, hija, te acompaño vivamente en el dolor que te aflige. Con todo eso, supuesto que no podemos luchar contra el destino, haz un esfuerzo generoso. Tu misma gloria se interesa en que hagas ver a todo el reino que no fuiste capaz de consentir en[39] una esperanza aérea; fuera de que tu pasión al rey podía dar motivo a rumores poco favorables a tu decoro; y para evitarlos, el único medio es que te cases con el condestable. En fin, Blanca, ya no es tiempo de deliberar; el rey te deja por un trono y da su mano a Constanza. Al condestable le tengo dada mi palabra; desempéñala tú, te ruego, y si para resolverte fuere necesario que me valga de mi autoridad, te lo mando.»

»Dichas estas palabras, la dejó, dándole lugar para que reflexionase sobre lo que acababa de decirle. Esperaba que, después de haber pesado bien las razones de que se había valido para sostener su virtud contra la inclinación de su corazón, se determinaría por sí misma a dar la mano al condestable. No se engañó en esto; pero ¡cuánto costó a la infeliz Blanca tan dolorosa resolución! Hallábase en el estado más digno de lástima: el sentimiento de ver que habían pasado a ser evidencias sus presentimientos sobre la deslealtad de Enrique, y la precisión, no casándose con él, de entregarse a un hombre a quien no le era posible amar, causaban en su pecho unos impulsos de aflicción tan violentos que cada instante era un nuevo tormento para ella. «Si es cierta mi desgracia—exclamaba—, ¿cómo es posible que yo resista a ella sin costarme la vida? ¡Despiadada suerte! ¿A qué fin me lisonjeabas con las más dulces esperanzas si habías de arrojarme en un abismo de males? ¡Y tú, pérfido amante, tú te entregas a otra cuando me prometes una fidelidad eterna! ¿Has podido tan pronto olvi[40]darte de la fe que me juraste? ¡Permita el Cielo, en castigo de tu cruel engaño, que el lecho conyugal, que vas a manchar con un perjurio, se convierta en teatro de crueles remordimientos en vez de los lícitos placeres que esperas; que las caricias de Constanza derramen un veneno en tu fementido pecho y que tu himeneo sea tan funesto como el mío! ¡Sí, traidor! ¡Sí, falso! ¡Seré esposa del condestable, a quien no amo, para vengarme de mí misma y para castigarme de haber elegido tan mal el objeto de mi loca pasión! ¡Ya que la religión no me permite darme la muerte, quiero que los días que me quedan de vida sean una cadena de pesares y molestias! ¡Si conservas todavía algún amor hacia mí, será vengarme también de ti el arrojarme a tu vista en los brazos de otro; pero si me has olvidado enteramente, podrá a lo menos gloriarse la Sicilia de haber producido una mujer que supo castigar en sí misma la demasiada ligereza con que dispuso de su corazón!»

»En esta dolorosa situación pasó la noche que precedió a su matrimonio con el condestable aquella infeliz víctima del amor y del deber. El día siguiente, hallando Sifredo pronta y dispuesta a su hija a obedecerle en lo que deseaba, se dió prisa a no malograr tan favorable coyuntura. Hizo ir aquel mismo día al condestable a Belmonte y se celebró de secreto el matrimonio en la capilla de aquella quinta. ¡Oh y qué día aquel para Blanca! No le bastaba renunciar a una corona, perder un amante amado y entregarse a un objeto aborrecido, sino[41] que era menester hacerse la mayor violencia y disimular su angustia delante de un marido naturalmente celoso y que le profesaba un vehementísimo cariño. Lleno de júbilo el esposo porque era ya suya, no se apartaba un momento de su lado y ni aun le dejaba el triste consuelo de llorar a solas sus desgracias. Llegó la noche, y con ella la hora en que a la hija de Leoncio se le aumentó la pena. Pero ¡qué fué de ella cuando, habiéndola desnudado sus criadas, la dejaron sola con el condestable! Preguntóle éste respetuosamente cuál era el motivo de aquel decaimiento en que parecía que estaba. Turbó esta pregunta a Blanca, quien fingió que se sentía indispuesta. Al pronto quedó el esposo engañado, pero permaneció poco en su error. Como verdaderamente le tenía inquieto el estado en que la veía, y la instaba a que se acostase, estas instancias, que ella interpretó mal, ofrecieron a su imaginación la idea más amarga y cruel; tanto, que, no siendo ya dueña de poderse reprimir, dió libre curso a sus suspiros y a sus lágrimas. ¡Oh, qué espectáculo para un hombre que pensaba haber llegado al colmo de sus deseos! Entonces ya no puso duda en que en la aflicción de su esposa se ocultaba alguna cosa de mal agüero para su amor. Con todo eso, aunque este conocimiento le puso en términos casi tan deplorables como los de Blanca, pudo tanto consigo que supo disimular sus recelos. Repitió las instancias para que se acostase, dándole palabra de que la dejaría reposar quietamente todo lo que hubiese menester, y aun se[42] ofreció a llamar a sus criadas si juzgaba que su asistencia le podía servir de algún alivio. Respondió Blanca, serenada con esta promesa, que solamente necesitaba dormir para reparar el desfallecimiento que sentía. Fingió creerla el condestable. Acostáronse los dos y pasaron una noche muy diferente de la que conceden el amor y el himeneo a dos amantes apasionados.

»Mientras la hija de Sifredo se entregaba a su dolor, andaba el condestable considerando dentro de sí qué cosa podía ser la que llenaba de amargura su matrimonio. Persuadíase que tenía algún competidor; pero cuando le quería descubrir, se enredaban y confundían sus ideas, y sabía solamente que él era el hombre más infeliz del mundo. Había pasado con este desasosiego las dos terceras partes de la noche, cuando llegó a sus oídos un ruido confuso. Quedó sumamente sorprendido, sintiendo ciertos pasos lentos en su mismo cuarto. Túvolo por ilusión, acordándose de que él por sí había cerrado la puerta luego que se retiraron las criadas de Blanca. Descorrió, no obstante, la cortina de la cama, para informarse por sus propios ojos de la causa que podía haber ocasionado aquel ruido; pero habiéndose apagado la luz que había quedado encendida en la chimenea, sólo pudo oír una voz débil y tenue que llamaba repetidamente a Blanca. Encendiéronse entonces sus celosas sospechas, convirtiéndose en furor. Sobresaltado su honor, le obligó a levantarse, y considerándose obligado a precaver una afrenta o a tomar venganza[43] de ella, echó mano a la espada, y con ella desnuda acudió furioso hacia donde creía oír la voz. Siente otra espada desnuda que hace resistencia a la suya; avanza, y advierte que el otro se retira. Sigue al que se defiende, y de repente cesa la defensa y sucede al ruido el más profundo silencio. Busca a tientas por todos los rincones del cuarto al que parecía huir, y no le encuentra. Párase, escucha, y ya nada oye. ¿Qué encanto es éste? Acércase a la puerta que a su parecer había favorecido la fuga del secreto enemigo de su honra, tienta el cerrojo y hállala cerrada como la había dejado. No pudiendo comprender cosa alguna de tan extraño suceso, llama a los criados que estaban más cercanos, y como para eso abrió la puerta, cerrando el paso de ella, se mantuvo con cautela para que no se escapase el que buscaba.

»A sus repetidas voces acuden algunos criados, todos con luces. Toma él mismo una y vuelve a examinar todos los rincones del cuarto, siempre con la espada desnuda. A ninguno halla y no descubre ni aun el menor indicio de que nadie haya entrado en él, no encontrándose puerta secreta ni abertura por donde pudiera introducirse. Sin embargo, no le era posible cegarse ni alucinarse sobre tantos incidentes que le persuadían de su desgracia. Esto despertó en su fantasía gran confusión de pensamientos. Recurrir a Blanca para el desengaño parecía recurso inútil, igualmente que arriesgado, pues le importaba tanto ocultar la verdad que no se podía esperar de ella la más leve expli[44]cación. Adoptó, pues, el partido de ir a desahogar su corazón con Leoncio, después de haber mandado a los criados se fuesen, diciéndoles que creía haber oído algún ruido en el cuarto, pero que se había equivocado. Encontró a su suegro, que salía de su cuarto, habiéndole despertado el rumor que había oído, y le contó menudamente todo lo que le había pasado, con muestras de extraña agitación y de un profundo dolor.

»Sorprendióse Sifredo al oír el suceso y no dudó ni un solo momento de su verdad, por más que las apariencias la representasen poco natural, pareciéndole desde luego que todo era posible en la ciega pasión del rey, pensamiento que le afligió vivamente. Pero lejos de fomentar las celosas sospechas de su yerno, le representó en tono de seguridad que aquella voz que se imaginaba haber oído y aquella espada que se figuraba haberse opuesto a la suya no podían ser sino fantasías de una imaginación engañada por los celos; que no era posible que ninguno tuviese aliento para entrar en el cuarto de su hija; que la tristeza que había advertido en ella podía ser efecto natural de alguna indisposición; que el honor nada tenía que ver con las alteraciones de la salud; que la mudanza de estado en una doncella acostumbrada a vivir en la soledad y que se veía repentinamente entregada a un hombre, sin haber tenido tiempo para conocerle ni amarle, podía muy bien ser la causa de aquellos suspiros, de aquella aflicción y de aquel amargo llanto; que el amor en el corazón de las[45] doncellas de sangre noble sólo se encendía con el tiempo y con los obsequios, y que así, le aconsejaba calmase sus recelos y aumentase su amor y sus finezas, para ir disponiendo poco a poco a Blanca a mostrarse más cariñosa, y que le rogaba, en fin, volviese hacia ella, persuadido de que su desconfianza y turbación ofendían su virtud.

»Nada respondió el condestable a las razones de su suegro, o porque en efecto comenzó a creer que pudo haberle engañado la confusión en que estaba su espíritu, o porque le pareció más conveniente disimular que intentar en vano convencer al anciano de un acontecimiento tan desnudo de verosimilitud. Restituyóse al cuarto de su mujer, se volvió a la cama y procuró lograr algún descanso de sus penosas inquietudes a beneficio del sueño. Por lo que toca a Blanca, no estaba más tranquila que él, porque había oído claramente todo lo que oyó su esposo y no podía atribuir a ilusión un lance de cuyo secreto y motivos estaba tan enterada. Estaba admirada de que Enrique hubiese pensado en introducirse en su cuarto después de haber dado tan solemnemente su palabra a la princesa Constanza, y en vez de darse el parabién de este paso y de que le causase alguna alegría, lo conceptuó como un nuevo ultraje, que encendió en cólera su pecho.

»Mientras la hija de Sifredo, preocupada contra el joven rey, le juzgaba por el más pérfido de los hombres, el desgraciado monarca, más prendado que nunca de su amada Blanca, deseaba hablarle,[46] para desengañarla contra las apariencias que le condenaban. Hubiera venido mucho más presto a Belmonte para este efecto a habérselo permitido los cuidados y ocupaciones del gobierno o si antes de aquella noche hubiera podido evadirse de la corte. Conocía bien todas las entradas de un sitio donde se había criado y ningún obstáculo tenía para hallar modo de introducirse en la quinta, habiéndose quedado con la llave de una entrada secreta que comunicaba a los jardines. Por éstos llegó a su antiguo cuarto y desde él se introdujo en el de Blanca. Fácil es de imaginar cuánta sería la admiración de este príncipe cuando tropezó allí con un hombre y con una espada que salía al encuentro de la suya. Faltó poco para que no se descubriese, haciendo castigar en aquel mismo instante al temerario que tenía atrevimiento de levantar su mano sacrílega contra su propio rey; pero la consideración que debía a la hija de Leoncio suspendió su resentimiento; se retiró por donde había entrado y, más turbado que antes, volvió a tomar el camino de Palermo. Llegó a la ciudad poco antes que despuntase el día y se encerró en su cuarto, tan agitado que no le fué posible lograr ningún descanso, y no pensó mas que en volver a Belmonte. La seguridad de su vida, su mismo honor, y sobre todo su amor, le excitaban a que procurase saber sin dilación todas las circunstancias de tan cruel acontecimiento.

»Apenas se levantó, dió orden de que se previniese el tren de caza, y, con pretexto de querer[47] divertirse en ella, se fué al bosque de Belmonte, con sus monteros y algunos cortesanos. Cazó por disimulo algún tiempo, y cuando vió que toda su comitiva corría tras de los perros, él se separó y marchó solo a la quinta de Leoncio. Estaba seguro de no perderse, porque tenía muy conocidas todas las sendas del bosque; y no permitiéndole su impaciencia atender a la fatiga de su caballo, en breve tiempo corrió todo el espacio que le separaba del objeto de su amor. Caminaba discurriendo algún pretexto plausible que le proporcionase ver en secreto a la hija de Sifredo, cuando, al atravesar un sendero que iba a dar a una de las puertas del parque, vió no lejos de sí a dos mujeres que estaban sentadas en conversación a la sombra de un árbol. No dudó que eran algunas personas de la quinta, y esta vista le causó algún sobresalto; pero su agitación llegó a lo sumo cuando, volviendo aquellas mujeres la cabeza al ruido que hacía el caballo, reconoció que su adorada Blanca era una de ellas. Había salido de la quinta llevando consigo a Nise, criada de su mayor confianza, para llorar con libertad su desdicha en aquel sitio retirado.

»Luego que Enrique la conoció, fué volando hacia ella, precipitóse, por decirlo así, del caballo, arrojóse a sus pies, y descubriendo en sus ojos todas las señales de la más viva aflicción, le dijo enternecido: «Suspende, bella Blanca, los ímpetus de tu dolor. Las apariencias confieso que me hacen parecer culpable a tus ojos; mas cuando estés en[48]terada del designio que he formado con respecto a ti, puede ser que lo que miras como delito te parezca una prueba de mi inocencia y del exceso de mi amor.» Estas palabras, que en el concepto de Enrique le parecían capaces de mitigar la pena de Blanca, sólo sirvieron para exacerbarla más. Quiso responderle, pero los sollozos ahogaron su voz. Asombrado el príncipe de verla tan turbada, prosiguió diciéndole: «Pues qué, señora, ¿es posible que no pueda yo calmar el desasosiego que os agita? ¿Por qué desgracia he perdido vuestra confianza, yo que expongo mi corona y hasta mi vida por conservarme sólo para vos?» Entonces la hija de Leoncio, haciendo el mayor esfuerzo sobre sí misma para explicarse, le respondió: «Señor, ya llegan tarde vuestras promesas; no hay ya poder en el mundo para que en adelante sea una misma la suerte de los dos.» «¡Ay, Blanca!—interrumpió el rey precipitadamente—. ¡Qué palabras tan crueles han proferido tus labios! ¿Quién será capaz en el mundo de hacerme perder tu amor? ¿Quién será tan osado que tenga aliento para oponerse al furor de un rey, que reduciría a cenizas toda la Sicilia antes que sufrir que ninguno os robe a sus esperanzas?» «¡Inútil será, señor, todo vuestro poder—respondió con desmayada voz la hija de Sifredo—para allanar el invencible obstáculo que nos separa! Sabed que ya soy mujer del condestable.» «¡Mujer del condestable!», exclamó el rey dando algunos pasos atrás, y no pudo decir más: tan sorprendido quedó de aquel impensado[49] golpe. Faltáronle las fuerzas y cayó desmayado al pie de un árbol que estaba allí cerca. Quedó pálido, trémulo y tan enajenado que sólo tenía libres los ojos para fijarlos en Blanca, de un modo tan tierno que desde luego la dejaba comprender cuánto le había afligido el infortunio que le anunciaba. Blanca, por su parte, le miraba también, con semblante tal que manifestaba ser muy parecidos los afectos de su corazón a los que tanto agitaban el de Enrique. Mirábanse los dos desventurados amantes con un silencio en que se dejaba traslucir cierta especie de horror. Por último, el príncipe, volviendo algún tanto de su trastorno por un esfuerzo de valor, tomó de nuevo la palabra y dijo a Blanca, suspirando: «¿Qué habéis hecho, señora? ¡Vuestra credulidad me ha perdido a mí y os ha perdido a vos!»

»Resintióse Blanca de que el rey, a su parecer, la culpase, cuando ella vivía persuadida de que tenía de su parte las más poderosas razones para estar quejosa de él, y le dijo: «Qué, señor, ¿pretendéis por ventura añadir el disimulo a la infidelidad? ¿Queríais que desmintiese a mis ojos y a mis oídos y que a pesar de su testimonio os tuviese por inocente? No, señor; confieso que no me siento con valor para hacer esta violencia a mi razón.» «Sin embargo—dijo el rey—, esos testigos de que tanto os fiáis os han engañado ciertamente. Han conspirado contra vos y os han hecho traición. ¡Tan verdad es que yo estoy inocente y que siempre os he sido fiel, como lo es que vos sois esposa[50] del condestable!» «Pues qué, señor—repuso Blanca—, ¿negaréis que yo misma os oí confirmar a Constanza el don de vuestra mano y de vuestro corazón? ¿No asegurasteis a los grandes del reino que os conformaríais con la voluntad del rey difunto y a la princesa que recibiría de vuestros nuevos vasallos los homenajes que se debían a una reina y esposa del príncipe Enrique? ¿Mis ojos estaban fascinados? ¡Confesad, confesad más bien, infiel, que no creísteis debía contrapesar el corazón de Blanca el interés de una corona, y sin abatiros a fingir lo que no sentís, ni quizá habéis sentido jamás, decid que os pareció asegurar mejor el trono de Sicilia con Constanza que con la hija de Leoncio! Al cabo, señor, tenéis razón: igualmente desmerecía yo ocupar un trono tan soberano como poseer el corazón de un príncipe como vos. Era demasiada mi temeridad en aspirar a la posesión de uno y otro; pero vos tampoco debíais mantenerme en este error. No ignoráis los sobresaltos que me ha costado perderos, lo que siempre tuve por infalible para mí. ¿A qué fin asegurarme lo contrario? ¿A qué fin tanto empeño en desvanecer mis temores? Entonces me hubiera quejado de mi suerte y no de vos y hubiera sido siempre vuestro mi corazón, ya que no podía serlo una mano que ningún otro pudiera jamás haber logrado de mí. Ya no es tiempo de disculparos. Soy esposa del condestable, y por no exponerme a las consecuencias de una conversación que mi gloria no me permite alargar sin padecer mucho el ru[51]bor, dadme licencia, señor, para cortarla y para que deje a un príncipe a quien ya no me es lícito escuchar.»

»Dicho esto, se alejó de Enrique con toda la celeridad que le permitía el estado en que se encontraba. «¡Aguardaos, señora!—clamaba Enrique—. ¡No desesperéis a un príncipe resuelto a dar en tierra con el trono que le echáis en cara haber preferido a vos, antes que corresponder a lo que esperan de él sus nuevos vasallos!» «Ya es inútil ese sacrificio—respondió Blanca—. Debierais haber impedido que diese la mano al condestable antes de abandonaros a tan generosos impulsos; y puesto que ya no soy libre, me importa poco que Sicilia quede reducida a pavesas ni que deis vuestra mano a quien quisiereis. Si tuve la flaqueza de dejar sorprender mi corazón, tendré a lo menos valor para sofocar sus movimientos y que vea el rey de Silicia que la esposa del condestable ya no es ni puede ser amante del príncipe Enrique.» Al decir estas palabras, se halló a la puerta del parque, entróse en él con precipitación, acompañada de Nise, cerró la puerta con ímpetu y dejó al rey traspasado de dolor. No podía menos de sentir él la profunda herida que había abierto en su corazón la noticia del matrimonio de Blanca. «¡Injusta Blanca! ¡Blanca cruel!—exclamaba—. ¿Es posible que así hubieses perdido la memoria de nuestras recíprocas promesas? A pesar de mis juramentos y los tuyos, estamos ya separados. ¿Conque no fué mas que una ilusión la idea que yo me había formado[52] de ser algún día el único dueño tuyo? ¡Ah, cruel y qué caro me cuesta el haber llegado a conseguir que mi amor fuese de ti correspondido!»

»Representósele entonces a la imaginación con la mayor viveza la fortuna de su rival, acompañada de todos los horrores de los celos; y esta pasión se apoderó tan fuertemente de él por algunos momentos, que le faltó poco para sacrificar a su resentimiento al condestable y aun al mismo Sifredo. Pero poco después entró la razón a calmar los ímpetus de su cólera. Con todo eso, cuando consideraba imposible el desimpresionar a Blanca del concepto en que estaba de su infidelidad, se desesperaba. Lisonjeábase de que cambiaría aquel concepto si hallaba arbitrio para hablarla a solas. Animado con este pensamiento, se persuadió de que era menester alejar de su compañía al condestable, y resolvió hacerle prender como a reo sospechoso en las circunstancias en que se hallaba el Estado. En este supuesto, dió la orden competente al capitán de sus guardias, el cual partió a Belmonte, se apoderó de su persona a la entrada de la noche y llevóle consigo al castillo de Palermo.

»Consternóse el palacio de Belmonte con este acontecimiento. Sifredo partió al punto a responder al rey de la inocencia de su yerno y a representarle las funestas consecuencias de semejante prisión. Previendo bien el rey este paso que su ministro daría, y deseando lograr un rato de libre conversación con Blanca antes de dar libertad al condestable, había mandado expresamente que no[53] se dejase entrar a nadie en su cuarto aquella noche. Pero Sifredo, a pesar de esta prohibición, logró introducirse en la estancia del rey. «Señor—le dijo luego que se vió en su presencia—, si es permitido a un respetuoso y fiel vasallo quejarse de su soberano, vengo a quejarme de vos a vos mismo. ¿Qué delito ha cometido mi yerno? ¿Ha considerado vuestra majestad la eterna afrenta de que cubre a mi familia y las resultas de una prisión que puede alejar de su servicio a las personas que ocupan los primeros puestos del Estado?» «Tengo avisos ciertos—respondió el rey—de que el condestable mantiene inteligencias criminales con el infante don Pedro.» «¡El condestable inteligencias criminales!—interrumpió sorprendido Leoncio—. ¡Ah, señor! ¡No lo crea vuestra majestad! Sin duda, han abusado de vuestro magnánimo corazón. La traición nunca tuvo entrada en la familia de Sifredo; bástale al condestable ser yerno mío para hallarse en este punto al abrigo de toda sospecha. El está inocente; otros motivos secretos son los que os han inducido a prenderle.» «Puesto que me hablas con tanta claridad—repuso el rey—, quiero corresponderte con la misma. Tú te quejas de que yo haya mandado arrestar al condestable. ¡Ah! ¿Y no podré yo también quejarme de tu crueldad? ¡Tú, bárbaro Sifredo, tú eres el que me has arrebatado inhumanamente mi reposo, poniéndome en situación, con tus cuidados oficiosos, de que envidie la suerte de los hombres más infelices! ¡No, no te lisonjees de que yo adopte tus ideas! ¡Vanamente está resuel[54]to mi matrimonio con Constanza!...» «¡Qué, señor!—interrumpió estremeciéndose Leoncio—. ¿Cómo será posible que no os caséis con la princesa, después de haberla lisonjeado con esta esperanza a vista de todo el reino?» «Si es que engaño su esperanza—repuso el monarca—, échate a ti solo la culpa. ¿Por qué me pusiste tú mismo en precisión de ofrecer lo que no podía cumplir? ¿Quién te obligó a escribir el nombre de Constanza en un papel que se había hecho para tu hija? Sabías muy bien mi intención. ¿Quién te dió autoridad para tiranizar el corazón de Blanca, obligándola a casarse con un hombre a quien no amaba? ¿Y quién te la dió sobre el mío para disponer de él en favor de una princesa a quien miro con horror? ¿Te has olvidado ya de que es hija de aquella cruel Matilde, que, atropellando todos los derechos de la sangre y de la humanidad, hizo expirar a mi padre entre los hierros del más duro cautiverio? ¿Y a ésta querías tú que yo diese mi mano? ¡No, Sifredo, no aguardes de mí este paso! ¡Antes de ver encendidas las teas de tan horrible himeneo, verás arder toda la Sicilia y anegados de sangre sus campos!» «¡Qué es lo que escucho!—exclamó Leoncio—. ¡Qué terribles amenazas, qué funestos anuncios me hacéis! ¡Pero en vano me sobresalto!—continuó, mudando de tono—. ¡No, señor, nada de esto temo! Es demasiado el amor que profesáis a vuestros vasallos para acarrearles tan triste suerte. No será capaz un ciego amor de avasallar vuestra razón. Echaríais un eterno borrón a vuestras virtudes s[55]i os dejarais llevar de las flaquezas propias de hombres vulgares. Si yo di mi hija al condestable fué, señor, únicamente por granjear para vuestro servicio a un hombre valeroso que, con la fuerza de su brazo y del ejército que tiene a su disposición, apoyase vuestros intereses contra las pretensiones del príncipe don Pedro. Parecióme que uniéndole a mi familia con lazos tan estrechos...» «¡Ah, que esos lazos—interrumpió Enrique—, esos funestos lazos son los que a mí me han perdido! ¡Cruel amigo! ¿Qué te había hecho yo para que descargases sobre mí tan duro e intolerable golpe? Habíate encargado que manejases mis intereses; pero ¿cuándo te di facultad para que esto fuese a costa de mi corazón? ¿Por qué no dejaste que yo mismo defendiese mis derechos? ¿Parécete que no tendría valor ni fuerzas para hacerme obedecer de todos los vasallos que osasen oponerse a mi voluntad? Si el condestable fuese uno de ellos, sabría yo muy bien castigarle. Ya sé que los reyes no han de ser tiranos y que su primera obligación es la de mirar por la felicidad de sus pueblos; pero ¿han de ser esclavos de éstos los mismos soberanos, y esto desde el momento en que el Cielo los elige para gobernarlos? ¿Pierden por ventura el derecho que la misma naturaleza concedió a todos los hombres de ser dueños de sus afectos? ¡Ah, Leoncio, si los reyes han de perder aquella preciosa libertad que gozan los demás hombres, ahí te abandono una corona que tú me aseguraste a costa de mi sosiego!» «Señor—replicó el ministro—, no puede ignorar[56] vuestra majestad que el rey su tío sujetó la sucesión al trono a la preciosa condición del matrimonio con la princesa Constanza.» «¿Y quién dió autoridad al rey mi tío—repuso acalorado Enrique—para establecer tan violenta como injusta disposición? ¿Había recibido acaso él tan indigna ley de su hermano el rey don Carlos cuando entró a sucederle? ¿Y por ventura debías tú tener la flaqueza de someterte a una condición tan inicua? Cierto que para un gran canciller estás poco enterado de nuestros usos. En una palabra, cuando prometí mi mano a Constanza fué involuntaria mi promesa, que nunca tuve intención de cumplir. Si don Pedro funda su esperanza de ascender al trono en mi constante resolución de no efectuar aquella palabra, no mezclemos a los pueblos en una contienda que haría derramar mucha sangre. La espada, entre nosotros solos, puede terminar la disputa y decidir cuál de los dos será el más digno de reinar.»

»No se atrevió Leoncio a apurarle más, y se contentó con pedir de rodillas la libertad de su yerno, la que consiguió, diciéndole el rey: «Anda y restitúyete a Belmonte, que presto irá allá el condestable.» Retiróse el ministro, y marchó a su quinta, persuadido de que su yerno vendría luego a ella; pero engañóse, porque Enrique quería ver a Blanca aquella noche, y con este fin dilató hasta el día siguiente la libertad de su esposo.

»Mientras tanto, entregado éste a sus tristes pensamientos, hacía dentro de sí crueles reflexiones. La prisión le había abierto los ojos y héchole co[57]nocer cuál era la verdadera causa de su desgracia. Entregado enteramente a la violencia de los celos, y olvidado de la lealtad que hasta allí le había hecho tan recomendable, sólo respiraba venganza. Persuadido de que el rey no malograría la ocasión y no dejaría de ir aquella noche a visitar a doña Blanca, para sorprenderlos a entrambos, suplicó al gobernador del castillo de Palermo le dejase salir de la prisión por algunas horas, dándole palabra de honor de que antes de amanecer se restituiría a ella. El gobernador, que era todo suyo, tuvo poca dificultad en darle este gusto, y más habiendo sabido ya que Sifredo había alcanzado del rey su libertad; y además de eso le dió un caballo para ir a Belmonte. Partió prontamente, llegó al sitio, ató él caballo a un árbol, entró en el parque por una puerta pequeña cuya llave tenía, y tuvo la fortuna de introducirse en la quinta sin ser sentido de nadie. Llegó hasta el cuarto de su mujer y se escondió tras un biombo que había en la antesala. Pensaba observar desde allí todo lo que pudiese suceder y entrar de repente en la estancia de su esposa al menor ruido que oyese. Vió salir a Nise, que acababa de dejar a su ama y se retiraba a un cuarto inmediato, donde ella dormía.

»La hija de Sifredo, que fácilmente había penetrado el verdadero motivo del arresto de su marido, tuvo por cierto que aquella noche no volvería éste a Belmonte, aunque su padre le había dicho haberle el rey asegurado que le seguiría presto. Igualmente se presumió que el rey aprovecha[58]ría aquella ocasión para verla y hablarla con libertad. Con este pensamiento le estaba esperando para afearle una acción que para ella podía tener terribles consecuencias. Con efecto, poco tiempo después que Nise se había retirado se abrió la falsa puerta y apareció el rey, quien, arrojándose a los pies de Blanca, le dijo: «¡No me condenéis hasta haberme oído! Si mandé arrestar al condestable, considerad que ya no me restaba otro medio para justificarme. Si es delincuente este artificio, la culpa es de vos sola. ¿Por qué os negasteis a oírme esta mañana? Tardará poco en verse libre vuestro esposo, y entonces, ¡ay de mí!, ya no tendré recurso para hablaros. Oídme, pues, por última vez. Si vuestro padre ocasiona mi desventurada suerte, al menos concededme el triste consuelo de participaros que yo no me he atraído este infortunio por mi infidelidad. Si ratifiqué a Constanza la promesa de mi mano fué porque en las circunstancias en que me puso Sifredo no podía hacer otra cosa. Erame preciso engañar a la princesa por vuestro interés y por el mío, para aseguraros la corona y la mano de vuestro amante. Tenía esperanza de conseguirlo y había tomado mis medidas para romper aquella obligación; pero vos destruisteis mi plan, y disponiendo con demasiada facilidad de vuestra persona, preparasteis un eterno dolor a dos corazones que un entrañable amor hubiera hecho perpetuamente felices.»

»Dió fin a este breve razonamiento con señales tan visibles de una verdadera desesperación, que[59] Blanca se enterneció, y ya no le quedó la menor duda de la inocencia de Enrique. Alegróse un poco al principio, pero un momento después fué en ella más vivo el dolor de su desgracia. «¡Ah, señor!»—dijo—. Después de lo que ha dispuesto de nosotros la suerte, me causa nueva pena el saber que estáis inocente. ¿Qué es lo que he hecho, desdichada de mí? ¡Engañóme mi resentimiento! Juzgué que me habíais abandonado y, arrebatada de despecho, recibí la mano del condestable, que mi padre me presentó. ¡Ah, infeliz! ¡Yo fuí la delincuente y yo misma fabriqué nuestra desgracia! ¡Conque cuando estaba tan quejosa de vos, acusándoos en mi corazón de que me habíais engañado, era yo, imprudente y ligerísima amante, la que rompía los lazos que había jurado hacer indisolubles! ¡Vengaos ahora, señor, pues os toca hacerlo! ¡Aborreced a la ingrata Blanca! ¡Olvidad!...» «¿Y os parece que lo podré hacer, señora?—interrumpió Enrique tristemente—. ¡Qué! ¿Será posible arrancar de mi corazón una pasión que ni aun vuestra injusticia podrá sofocar?» «Con todo eso, señor—dijo suspirando la hija de Sifredo—, es menester que os esforcéis para conseguirlo.» «Y vos, señora—replicó el rey—, ¿seréis capaz de hacer ese esfuerzo?» «No me prometo lograrlo—respondió Blanca—, pero nada omitiré para ello; lo intentaré cuanto pueda.» «¡Ah, cruel!—exclamó el rey—. ¡Fácilmente olvidaréis a Enrique, puesto que tenéis tal pensamiento!» «Y vos, señor, ¿qué es lo que pensáis?—repuso Blanca con entereza—. ¿Os lisonjeáis de que os[60] tolere continuar en obsequiarme? ¡No tengáis tal esperanza! Si no quiso el Cielo que naciese para reina, tampoco me formó para que diese oídos a ningún amor que no sea legítimo. Mi esposo es, igualmente que vos, de la nobilísima Casa de Anjou, y aun cuando lo que debo sólo a él no fuera un obstáculo invencible a vuestros amorosos servicios, mi honor jamás podría permitirlos. Suplico, pues, a vuestra majestad que se retire y que haga ánimo de no volverme a ver.» «¡Oh qué tiranía!—exclamó el rey—. ¿Es posible, Blanca, que me tratéis con tanto rigor? ¡Conque no basta para atormentarme el que yo os vea esposa del condestable, sino que queréis además privarme de vuestra vista, único consuelo que me queda!» «¡Huid cuanto antes, señor!—respondió la hija de Sifredo derramando algunas lágrimas—. ¡La vista de lo que se ha amado tiernamente deja de ser un bien luego que se pierde la esperanza de poseerlo! ¡Adiós, señor; retiraos de mi presencia! Debéis este esfuerzo a vuestra gloria y a mi reputación. También os lo pido por mi reposo, porque al fin, aunque mi virtud no se altera con los movimientos de mi corazón, la memoria de vuestra ternura me presenta combates tan terribles que me cuesta extraordinarios esfuerzos resistirlos.»

»Pronunció estas últimas palabras con tanta energía, que, sin advertirlo, dejó caer al suelo un candelero que estaba en una mesa detrás de ella. Apagóse la bujía, cógela Blanca a tientas, abre la puerta de la antesala, y para encenderla va al[61] gabinete de Nise, que aun no se había acostado. Vuelve con luz, y apenas la vió el rey la instó de nuevo para que le permitiese continuar en sus obsequios. A la voz del monarca entró repentinamente el condestable, con la espada en la mano, en el cuarto de su esposa, casi al mismo tiempo que ella; se llega a Enrique, lleno del resentimiento que su furor le inspiraba, y le dice; «¡Ya es demasiado, tirano! ¡No me tengas por tan vil ni tan cobarde que pueda sufrir la afrenta que haces a mi honor!» «¡Ah, traidor!—respondió el rey desenvainando la espada para defenderse—. ¿Piensas por ventura ejecutar tu intento impunemente?» Dicho esto, principian un combate, sobremanera fogoso para que durase mucho. Temiendo el condestable que Sifredo y sus criados acudiesen demasiado pronto a los gritos que daba doña Blanca y le estorbasen su venganza, peleaba ya sin juicio, sin conocimiento y sin cautela. Fuera de sí de furor, él mismo se metió por la espada de su enemigo, atravesándose de parte a parte hasta la guarnición. Cayó en tierra, y viéndole el rey derribado, se detuvo.

»Al ver la hija de Leoncio a su esposo en tan lastimoso estado, se arrojó al suelo para socorrerle, a pesar de la repugnancia con que le miraba. El infeliz esposo, lleno de resentimiento contra ella, no se enterneció ni aun a vista de aquel testimonio que le daba de su dolor y de su compasión. La muerte, que tenía tan cercana, no bastó para apagar en él el incendio de los celos. En aquellos últimos momentos sólo se acordó de la fortuna de su[62] competidor; idea tan ingrata y espantosa que, alentando su espíritu y dando un momentáneo vigor a las pocas fuerzas que le quedaban, le hizo alzar la espada, que aun tenía en la mano, y la sepultó toda ella en el seno de su mujer, diciéndole: «¡Muere, esposa infiel, ya que los sagrados vínculos del matrimonio no bastaron para que me conservases aquella fe que me juraste al pie de los altares! ¡Y tú, Enrique—prosiguió con voz desmayada—, no te gloríes ya de tu destino, puesto que no te aprovecharás de mi desgracia! ¡Con esto muero contento!» Dijo estas palabras y expiró, pero con un semblante que, aun entre las sombras de la muerte, dejaba ver un no sé qué de altivo y de terrible. El de Blanca ofrecía a la vista un espectáculo bien diverso. Había caído mortalmente herida sobre el moribundo cuerpo de su esposo, y la sangre de esta inocente víctima se confundía con la de su homicida, cuya ejecución fué tan pronta e impensada que no dió lugar al rey para precaver su efecto.

»Prorrumpió este príncipe malaventurado en un lastimoso grito cuando vió caer a Blanca; y más herido que ella del golpe que le quitaba la vida, acudió a prestarle el mismo auxilio que ella misma había querido prestar a su marido y del cual había sido tan mal recompensada; pero Blanca le dijo con voz desfallecida: «¡Señor, vuestra diligencia es inútil! ¡Soy la víctima que estaba pidiendo la suerte inexorable! ¡Quiera el Cielo que ella aplaque su cólera y asegure la felicidad de vuestro reino!» Al acabar estas palabras, Leoncio, que había acudido[63] al eco de sus lamentosos ayes, entró en el cuarto, y atónito de ver los objetos que se presentaban a sus ojos, quedó inmóvil. Blanca, que no le había visto, prosiguiendo su discurso con el rey, «¡Adiós, señor!—le dijo—. ¡Conservad afectuosamente mi memoria, pues mi amor y mis desgracias os obligan a ello! Desterrad de vuestro pecho toda sombra de resentimiento contra mi amado padre. Respetad sus canas, compadeceos de su pena y haced justicia a su celo. Sobre todo, manifestad a todo el mundo mi inocencia; esto es lo que más principalmente os encargo. ¡Adiós, amado Enrique!... ¡Yo me muero!... ¡Recibid mi postrer aliento!»

»A estas palabras, expiró. Quedóse suspenso el rey, guardando por algún tiempo un profundo silencio. Rompióle en fin, diciendo a Sifredo: «¡Mira, Leoncio, la obra de tus manos! ¡Contémplala bien y considera en este trágico suceso el fruto de tu oficioso celo por mi servicio!» Nada respondió el anciano: tan penetrado estaba de dolor. Pero ¿a qué fin empeñarme en querer referir lo que no cabe en ninguna explicación? Basta decir que uno y otro prorrumpieron en las más tiernas quejas luego que la vehemencia del dolor abrió camino al desahogo de los afectos interiores.

»El rey conservó toda su vida la más dulce memoria de su amante, sin poderse jamás resolver a dar la mano a Constanza. El infante se coligó con ella para hacer que se cumpliese lo dispuesto por Rogerio en su testamento, pero se vieron precisados a ceder al príncipe Enrique, quien triunfó[64] al cabo de todos sus enemigos. A Sifredo le desprendió del mando, y aun de su misma patria, el insoportable tedio que le causaba el tropel de tantas desgracias. Abandonó la Sicilia, y pasándose a España con Porcia, la única hija que le había quedado, compró esta quinta. En ella sobrevivió quince años a la muerte de Blanca. Tuvo el consuelo de casar a Porcia, antes de morir, con don Jerónimo de Silva, y yo soy el único fruto de este matrimonio. Esta es—prosiguió la viuda de don Pedro de Pinares—la historia de mi familia y una fiel relación de las desgracias que representa ese cuadro, que mi abuelo Leoncio hizo pintar para que quedase a la posteridad un monumento de este funesto suceso.»


CAPITULO V

De lo que hizo doña Aurora de Guzmán luego que llegó a Salamanca.

Después de haber la Ortiz, sus compañeras y yo oído esta historia, nos salimos de la sala, donde dejamos solas a doña Aurora y doña Elvira. Pasaron las dos lo restante del día en varias diversiones, sin fastidiarse una de otra, y cuando partimos al día siguiente, fué tan dolorosa su separación como pudiera serlo la de dos íntimas amigas acostumbradas toda la vida a la más dulce y tierna compañía.

[65]

Llegamos, en fin, a Salamanca sin que nos sucediese el menor contratiempo. Alquilamos luego una casa enteramente amueblada, y la dueña Ortiz, según lo que habíamos tratado, se comenzó a llamar doña Jimena de Guzmán. Como había sido dueña tanto tiempo, no podía menos de hacer bien su papel. Salió una mañana con Aurora, una doncella y un paje y se encaminaron a una posada de caballeros, donde supieron que ordinariamente se alojaba Pacheco. Preguntó la Ortiz si había algún cuarto desocupado, y habiéndole respondido que sí, le enseñaron uno decentemente puesto. Tomólo de su cuenta, y aun adelantó un mes de alquiler, expresando que era para un sobrino suyo que iba de Toledo a estudiar a Salamanca y al que esperaba aquel día.

Después que la dueña y mi ama dejaron ajustado aquel alojamiento se trasladaron al suyo, y la bella Aurora, sin perder tiempo, se vistió de caballero. Para cubrir sus cabellos negros se puso una peluca rubia, y tiñéndose del mismo color las cejas, se disfrazó de suerte que parecía un señorito distinguido. Era garboso y desembarazado, y a no ser la cara, que era demasiadamente linda para hombre, ninguna otra cosa hacía sospechoso su disfraz. Imitóle en el mismo la criada que le había de servir de paje, y todos nos persuadimos que también ésta representaría bien su papel, así porque no era de las más hermosas como por tener cierto airecillo descarado muy a propósito para el personaje que le tocaba hacer. Después de comer, hallándo[66]se las dos actrices en estado de presentarse en su teatro, esto es, en la posada de caballeros, ellas y yo marchamos allá. Metímonos en un coche y llevamos los baúles y la ropa que era menester.

La posadera, llamada Bernarda Ramírez, nos recibió con el mayor agasajo y nos condujo a nuestro cuarto, donde comenzamos a trabar conversación con ella. Convinimos en la comida que nos había de dar y en lo que habíamos de pagarle cada mes. Preguntámosle después si tenía muchos huéspedes. «Por ahora—respondió—no tengo ninguno. Nunca me faltarían si quisiera recibir a todo género de gentes, pero mi genio no lo lleva y en mi casa sólo admito personas de distinción. Esta misma noche espero a uno que viene de Madrid a concluir sus estudios. Llámase don Luis Pacheco, caballero de veinte años lo más, que acaso conocerán ustedes o habrán oído hablar de él.» «No—respondió Aurora—. No ignoro que es de una familia ilustre, pero no sé sus cualidades, y habiendo de vivir en su compañía en una misma casa tendría particular gusto de saber qué hombre es.» «Señor—repuso la huéspeda mirando al fingido caballero—, es un caballerito de linda cara, ni más ni menos que la vuestra, y desde luego aseguro que ambos os avendréis bien. ¡Vive diez, que podré jactarme de tener en mi casa los dos señoritos más galanes y airosos de toda España!» «Según eso—replicó mi ama—, ese tal caballerito habrá tenido en Salamanca mil galanteos.» «¡Oh! En cuanto a eso—respondió la vieja—, debo confesar que[67] es un enamorado de profesión. Basta que se deje ver para llevarse de calle a cualquier mujer. Entre otras robó el corazón de una joven y bella como ella sola, hija de un anciano doctor en leyes; y en cuanto a su cariño hacia don Luis, es aquello que se llama locura. Su nombre es doña Isabel.» «Pero dígame—le replicó Aurora con prontitud—, ¿y don Luis la corresponde igualmente?» «Que la amaba antes que volviese a Madrid—respondió la Ramírez—, no tiene duda; pero si ahora la quiere o no la quiere, eso es lo que yo no sé, porque el tal caballerito en este punto es poco de fiar. Corre de mujer en mujer como lo hacen comúnmente todos los de su edad y de su clase.»

Apenas acababa la viuda de decir estas palabras cuando se oyó en el patio ruido de caballos. Asomámonos a la ventana y vimos dos hombres que se apeaban, que eran el mismo don Luis Pacheco, que llegaba de Madrid con su criado. Dejónos la vieja para ir a recibirlos y preparóse mi ama, no sin alguna conmoción, a representar su personaje de don Félix. Poco después vimos entrar en nuestro cuarto a don Luis, con botas y espuelas, en traje de camino. «Acabo de saber—dijo saludando a doña Aurora—que un caballero toledano está alojado en esta posada, y espero me permitirá le manifieste el gusto que tengo de lograr bajo un mismo techo tan buena compañía.» Mientras respondía mi ama a este cumplimiento, me pareció que Pacheco estaba suspenso de ver a un caballero tan amable. Con efecto, no se pudo contener sin decirle que[68] jamás había visto hombre tan galán ni tan bien plantado. Después de varios discursos, acompañados de mil recíprocos y cortesanos cumplimientos, se retiró don Luis al cuarto que se le había destinado.

Mientras se hacía quitar las botas y se mudaba de ropa, un paje que le buscaba para entregarle una carta encontró por casualidad a doña Aurora en la escalera, y teniéndola por don Luis, a quien no conocía, «Caballero—le dijo—, aunque no conozco al señor don Luis Pacheco, me parece no debo preguntar a usted si lo es, y estoy persuadido de que no me engaño, según las señas que me han dado.» «No, amigo—respondió mi ama con gran serenidad—, ciertamente que no te engañas y sabes cumplir con puntualidad los encargos que te dan; has adivinado muy bien que soy don Luis Pacheco. Dame esa carta y vete, que ya cuidaré de enviar la respuesta.» Marchóse el paje, y cerrándose Aurora en su cuarto con su criada y conmigo abrió la carta y nos leyó lo que sigue: «Acabo de saber vuestra llegada a Salamanca. Alegróme tanto esta noticia, que temí perder el juicio. ¿Amáis todavía a vuestra Isabel? Aseguradle cuanto antes de que no os habéis mudado. Morirá de contento si le dais el consuelo de haberle sido fiel.»

«En verdad que el papel es apasionado—dijo Aurora—y muestra un alma del todo enamorada. Esta dama es una competidora que no debe despreciarse; antes bien, juzgo que debo hacer todo lo posible para desprenderla de don Luis, haciendo[69] cuanto me sea dable para que él no la vuelva a ver. La empresa es algo ardua, lo confieso, mas no desconfío de salir con ella.» Paróse a pensar sobre este punto, y un momento después añadió: «Yo me obligo a ver enemistados a los dos en menos de veinticuatro horas.» Con efecto, habiendo Pacheco descansado un poco en su cuarto, volvió a buscarnos al nuestro y renovó la conversación con Aurora antes de cenar. «Caballero—le dijo en tono de zumba—, creo que los maridos y los amantes no han de celebrar mucho vuestra venida a Salamanca y que les ha de causar harta inquietud; yo, por lo menos, ya comienzo a temer mucho por mis damas.» «Oiga usted—le respondió mi ama en el mismo tono—, su temor no está mal fundado. Don Félix de Mendoza es un poco temible; así os lo prevengo. Ya he estado otra vez en esta ciudad y sé por experiencia que en ella no son insensibles las mujeres.» «¿Qué prueba tiene usted de ello?», interrumpió don Luis con presteza. «Una demostrativa—replicó la hija de don Vicente—. Habrá un mes que transité por esta ciudad, y, habiéndome detenido en ella no más que ocho días, en este breve tiempo—os lo digo en toda confianza—se apasionó ciegamente de mí la hija de un anciano doctor en leyes.»

Conocí que se había turbado don Luis al oír estas palabras. «¿Y se podrá saber, sin pasar por indiscreto—replicó—, el nombre de esa señora?» «¿Qué llama usted sin pasar por indiscreto?—repuso el fingido D. Félix—. ¿Pues qué motivo puede haber[70] para hacer de esto un misterio? ¿Por ventura me tenéis por más callado que lo son en este punto los de mi edad? ¡No me hagáis esa injusticia! Además de que, hablando entre los dos, el objeto tampoco es digno de tan escrupuloso miramiento, porque al fin sólo es una pobre particular, y los hombres de distinción no se emplean seriamente en estas gentes de poca posición, y aun creen que les hacen mucho honor en quitarles el crédito. Diréos, pues, sin reparo, que la hija del tal doctor se llama Isabel.» «Y el tal doctor—interrumpió, impaciente ya, Pacheco—, ¿se llama acaso el señor Marcos de la Llana?» «¡Justamente!—respondió mi ama—. Lea usted este papel que acaba de enviarme; por él verá si me quiere bien la tal niña.» Pasó los ojos don Luis por el billete, y conociendo la letra se quedó confuso. «¡Qué veo!—prosiguió entonces Aurora con admiración—. ¡Parece que se os muda el color! Creo, ¡Dios me lo perdone!, que tomáis interés por esa dama. ¡Oh y cuánto me pesa de haber hablado con tanta franqueza!» «Antes bien, os doy gracias por ello—replicó don Luis en un tono mezclado de cólera y despecho—. ¡Ah, pérfida! ¡Ah, inconstante! ¡Oh, don Félix, y qué favor os merezco! ¡Me habéis sacado de un error en que quizá hubiera estado largo tiempo! Creía que me amaba. ¿Qué digo amaba? ¡Me parecía que me adoraba Isabel! Yo miraba con algún aprecio a esta muchacha, pero ahora veo que es una mujer digna de mi mayor desprecio.» «Apruebo vuestro noble modo de pensar—dijo Aurora, manifestando tam[71]bién por su parte mucha indignación—. ¡La hija de un doctor en leyes debiera tenerse por muy dichosa en que la quisiese un caballerito de tanto mérito como vos! No puedo disculpar su veleidad, y, lejos de aceptar el sacrificio que me hace de vos, quiero castigarla, despreciando sus favores.» «Por lo que a mí toca—dijo Pacheco—, juro no volverla a ver en toda mi vida, y ésta será mi única venganza.» «Tenéis sobrada razón—respondió el fingido Mendoza—. Pero, con todo, para que conozca mejor el menosprecio con que la tratamos, sería yo de parecer que los dos le escribiéramos separadamente un papel en que la insultásemos a nuestra satisfacción. Yo los cerraré y se los enviaré en respuesta a su carta; mas antes de llegar a este extremo será bien que lo consultéis con vuestro corazón, no sea que algún día os arrepintáis de haber roto la amistad con Isabel.» «¡No, no!—interrumpió don Luis—. No pienso tener jamás semejante flaqueza, y convengo desde luego en que, por mortificar a esa ingrata, se ponga inmediatamente por obra lo que hemos discurrido.»

Sin perder tiempo fuí yo mismo a traerles papel y tinta, y uno y otro se pusieron a componer dos papeles muy gustosos para la hija del doctor Marcos de la Llana. Especialmente Pacheco no encontraba voces bastante fuertes que le contentasen para expresar sus sentimientos; y así, hizo pedazos cinco o seis billetes por parecerle sus expresiones poco enérgicas y poco duras. Al cabo compuso uno que le satisfizo, y a la verdad tenía razón para[72] quedar satisfecho, porque estaba concebido en estos términos: «Aprende ya a conocerte, reina mía, y no tengas la presunción de creer que yo te amo. Para esto era menester otro mérito mayor que el tuyo. No veo en ti el menor atractivo que merezca mi atención mas que por un momento. Solamente puedes aspirar a los inciensos que te tributarán las hopalandas más miserables de la Universidad.» Escribió, pues, esta agradable carta, y cuando Aurora acabó la suya, que no era menos ofensiva, las cerró entrambas bajo una cubierta, y entregándome el pliego, «Toma, Gil Blas—me dijo—, y haz que Isabel reciba este pliego esta noche. ¡Ya me entiendes!», añadió guiñándome un ojo, señal cuyo significado entendí perfectamente. «Sí, señor—le respondí—, será usted servido como desea.»

Responderle esto, hacerle una cortesía y salir de casa todo fué uno. Luego que me vi en la calle, me dije a mí mismo: «¿Conque, señor Gil Blas, parece que se hace prueba de vuestro talento y que representáis en esta comedia el importante papel de criado confidente? ¡Sí, señor! ¡Pues, amigo mío, es menester mostrar que tienes habilidad para desempeñar un papel que pide tanta! El señor don Félix se contentó con hacerte una seña; fióse de tu penetración. ¿Comprendiste bien lo que aquella guiñada quiso decir? Sí, por cierto: quísome dar a entender que entregase solamente el billete de don Luis.» No significaba otra cosa aquella guiñadura. No tuve en esto la menor duda. Conque, diciendo y haciendo, rompí el sobrescrito, saqué de él la[73] carta de Pacheco y la llevó a casa del doctor Marcos, habiéndome antes informado de dónde vivía. Encontré a la puerta al mismo pajecito a quien había visto en la posada de los caballeros. «Hermano—le dije—, ¿seréis vos, por fortuna, el criado de la hija del señor doctor Marcos de la Llana?» Respondióme que sí en tono de mozo experto en estos lances, y yo le añadí: «Tenéis una fisonomía tan honrada y una cara tan de amigo de servir al prójimo, que me atrevo a suplicaros entreguéis a vuestra ama ese papelito de cierto caballero conocido suyo.» «¿Y quién es ese caballero?», me preguntó el pajecillo; y apenas le respondí que era don Luis Pacheco cuando, todo regocijado, me respondió: «¡Ah! Si el papel es de ese señorito, sígueme, pues tengo orden de mi ama de introducirte en su cuarto, que quiere hablarte.» Seguíle, en efecto, y llegué a una sala, donde muy presto se dejó ver la señora. Quedé admirado de su hermosura; tanto, que me pareció no haber visto facciones más lindas en mi vida. Tenía un aire tan delicado y aniñado, que parecía ser de edad de quince años, sin embargo de que había más de treinta que caminaba por sí misma sin necesidad de andadores. «Amigo—me preguntó con cara risueña—, ¿eres criado de don Luis Pacheco?» «Sí, señora—le respondí—; tres semanas ha que entré a servir a su merced.» Y diciendo esto le entregué respetuosamente el fatal papel que se me había encargado. Leyóle dos o tres veces, con semblante de dudar lo que sus mismos ojos veían. Con efecto, nada[74] esperaba menos que semejante respuesta. Alzaba los ojos al cielo, mordíase los labios y todos sus indeliberados movimientos hacían patente lo que pasaba dentro de su corazón. Volvióse después hacia mí y me dijo: «Amigo mío, ¿don Luis se ha vuelto loco desde que se ausentó de mí? No comprendo su modo de proceder. Díme, amigo, si lo sabes: ¿qué motivo ha tenido para escribirme un papel tan cortesano, tan atento? ¿Qué demonio le tiene poseído? Si quiere romper conmigo, ¿no sabría hacerlo sin ultrajarme con una carta tan grosera?» «Señora—le respondí afectando un aire lleno de sinceridad—, es cierto que mi amo no ha tenido razón para eso; pero en cierta manera se vió en términos de no poder hacer otra cosa. Si me dais palabra de guardar el secreto, yo os descubriré todo el misterio.» «Te ofrezco guardarlo—me respondió ella prontamente—; no temas que te perjudique; y así, explícate con toda libertad.» «Pues, señora—continué yo—, he aquí el caso en dos palabras. Un momento después que mi amo recibió vuestro papel, entró en la posada una dama tapada con un manto de los más dobles; preguntó por el señor Pacheco; hablóle a solas, y de allí a algún tiempo, al fin de la conversación, le oí decir estas precisas palabras: «Me juráis que nunca la volveréis a ver, pero no me contento con esto; es menester que ahora mismo le escribáis un billete, que yo misma quiero dictaros. Esto quiero absolutamente de vos.» Sujetóse don Luis a todo lo que deseaba aquella mujer, y entregándome después el[75] billete, me dijo: «Toma este papel, averigua dónde vive el doctor Marcos de la Llana y procura con maña que esta carta se entregue en propia mano a su hija Isabel.» De aquí inferiréis, señora, que la tal carta es hechura de alguna enemiga vuestra y, por consiguiente, que mi amo poca o ninguna culpa ha tenido en esta maniobra.» «¡Oh Cielos!—exclamó ella—. ¡Pues esto es todavía más de lo que yo pensaba! ¡Más me ofende su infidelidad que las indignas e injuriosas expresiones que se atrevió a escribir su mano! ¡Ah, infiel! ¡Ha podido contraer otra amistad!» Pero, revistiéndose de repente de altivez, añadió despechada: «¡Abandónese en buen hora libremente a su nuevo amor, que yo no pienso impedirlo! Decidle de mi parte que no necesitaba insultarme para obligarme a dejar libre el campo a mi competidora y que desprecio demasiado a un amante tan voltario para tener el menor deseo de atraérmelo de nuevo.» Diciendo esto me despidió y se retiró muy enojada contra don Luis.

Yo salí de casa del doctor Marcos de la Llana muy satisfecho de mí mismo, conociendo bien que si quería aprender el oficio de tercero me hallaba con suficientes talentos para salir maestro en poco tiempo. Volvíme a nuestra posada, donde encontré cenando juntos a los señores Mendoza y Pacheco y en conversación, con tanta confianza como si se hubieran conocido y tratado muchos años. Conoció Aurora en mi alegre y risueño semblante que no había desempeñado mal mi comisión. «¿Conque ya estás de vuelta, Gil Blas?—me dijo en tono[76] festivo—. ¡Ea, danos cuenta de tu embajada!» Tuve, para responder, que recurrir a mi talento. Dije que había entregado el pliego en mano propia a Isabel, la que, después de haber leído los dos dulcísimos y tiernísimos papeles, prorrumpió en grandes carcajadas, como una loca, diciendo: «¡Por vida mía que los dos señoritos escriben con bellísimo estilo! ¡No se puede negar que nadie es capaz de imitarlo!» «Eso—dijo mi ama—se llama sacar el caballo o salir del atolladero airosamente. ¡En verdad que la tal señora mía es una chula de prueba y muy diestra!» «Desconozco enteramente en esta ocasión a doña Isabel—interrumpió don Luis—; la tenía en muy distinto concepto.» «Yo también—replicó Aurora—había formado otro juicio de ella. Es preciso confesar que hay mujeres que saben hacer toda clase de papeles. A una de éstas amé yo, y en verdad que se burló de mí largo tiempo. Gil Blas lo puede decir; parecía la mujer más juiciosa y más honesta que había en todo el mundo.» «Así es—respondí yo introduciéndome en la conversación—; era capaz de engañar al más astuto, y aun a mí mismo me hubiera engañado.»

Dieron grandes carcajadas el fingido Mendoza y el verdadero Pacheco cuando me oyeron hablar de esta suerte; y lejos de desaprobar el que yo me tomase la libertad de mezclarme en su conversación, me dirigían a menudo la palabra para divertirse con mis respuestas. Proseguimos nuestros razonamientos sobre el arte de fingir, que en supremo grado poseen las mujeres, y el resultado de[77] nuestros discursos fué que Isabel quedó legal y judicialmente declarada por una chula de profesión. Don Luis protestó de nuevo que jamás la volvería a ver y, a ejemplo suyo, don Félix juró que siempre la miraría con el más alto desprecio. Acabadas estas protestas, estrecharon más su amistad, prometiendo que ninguna cosa tendrían reservada uno para otro; antes bien, que todas se las comunicarían recíprocamente. Sobremesa se detuvieron un rato, diciendo cosas graciosísimas, y después se separaron para irse a dormir cada cual a su cuarto. Yo acompañé a Aurora hasta el suyo, donde di fiel y verdadera cuenta de la conversación que había tenido con la hija del doctor, sin omitir la circunstancia más menuda. Faltó poco para que me abrazase de pura alegría. «Querido Gil Blas—me dijo—, tu ingenio y habilidad me tienen encantada. Cuando nos arrastra una pasión en que es preciso recurrir a invenciones y estratagemas, es gran fortuna tener un criado tan advertido y tan ingenioso como tú, que tomas verdadero interés en nuestros asuntos. ¡Animo, pues, amigo mío! ¡Nos hemos sacudido de una mujer que podía hacernos mal tercio! No me descontenta el principio, pero como los lances de amor están sujetos a varias revoluciones, soy de parecer que cuanto antes acometamos nuestra ideada empresa y que desde mañana empiece a representar su papel Aurora de Guzmán.» Aprobé el pensamiento y, dejando al señor don Félix con su paje, me retiré al cuarto donde tenía mi cama.


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CAPITULO VI

De qué ardides se valió Aurora para que la amase don Luis Pacheco.

El primer cuidado de los dos buenos amigos fué reunirse al día siguiente, y comenzaron con abrazos, que Aurora se vió precisada a dar y recibir para hacer bien el personaje de don Félix. Fueron juntos a pasearse por la ciudad, acompañándolos yo con Chilindrón, criado de don Luis. Parámonos a la puerta de la Universidad a leer varios carteles de libros que acababan de fijar a la puerta. Había también leyendo otras muchas personas, y entre ellas se me hizo reparable un hombrecillo que hacía crítica de las obras que se anunciaban. Observé que le estaban oyendo otros con singular atención y me persuadí también de que él creía merecer que le escuchasen. Parecía vano y hombre de tono decisivo, como lo suelen ser la mayor parte de las personas chiquitas. «Esa nueva traducción de Horacio que anuncia ese cartel con letras gordas—decía a los circunstantes—es una obra en prosa compuesta por un autor viejo del colegio, libro muy estimado de los escolares, que han agotado de él ya cuatro ediciones, sin que ningún inteligente haya comprado siquiera un ejemplar.» No era más favorable la crítica que hacía de los demás libros. Todos los motejaba sin caridad; probablemente sería algún autor. Yo de buena gana[79] le hubiera estado oyendo hasta que acabase de hablar, pero me fué preciso seguir a don Luis y a don Félix, que, fastidiados de aquel hombrecillo y no importándoles poco ni mucho los libros que criticaba, prosiguieron su camino, alejándose de él y de la Universidad.

Llegamos a la posada a la hora de comer. Sentóse mi ama a la mesa con Pacheco, y diestramente hizo que la conversación recayese sobre su familia. «Mi padre—dijo—es un segundo de la casa de Mendoza, establecida en Toledo; mi madre es hermana carnal de doña Jimena de Guzmán, que hace pocos días vino a Salamanca en seguimiento de cierto negocio de importancia, trayendo consigo a su sobrina doña Aurora, hija única de don Vicente de Guzmán, a quien quizá habrá usted conocido.» «No—respondió don Luis—, pero he oído hablar mucho de él, igualmente que de Aurora, vuestra prima. Decidme si puedo creer todo lo que dicen de esta señorita; me han asegurado que es sin igual en hermosura y entendimiento.» «En cuanto a entendimiento—respondió don Félix—, es cierto que no le falta, y también lo es que ha procurado cultivarlo; pero en cuanto a hermosura no creo que sea tanta como ponderan, cuando oigo decir que ella y yo nos parecemos mucho.» «Siendo eso así—replicó prontamente don Luis—, queda muy acreditada su fama. Vuestras facciones son regulares; vuestra tez, muy delicada, y así, no puede menos de ser linda vuestra prima. Yo tendría mucho gusto en verla y hablar con ella.» «Desde[80] luego me ofrezco a satisfacer vuestra curiosidad—repuso el fingido Mendoza—; hoy mismo, después de comer, iremos los dos a casa de mi tía.»

Mudó entonces de conversación mi ama y empezaron los dos a hablar de cosas indiferentes. Por la tarde, mientras se disponían para ir a casa de doña Jimena, me anticipé yo a prevenir a la dueña que se preparase para recibir esta visita. Hecha esta diligencia, me restituí prontamente a la posada para acompañar a don Félix, quien, finalmente, condujo al señor don Luis a casa de su tía. Apenas entraron en ella cuando se encontraron con doña Jimena, que les hizo seña de que metiesen poco ruido, diciéndoles en voz baja: «¡Paso, pasito! No despierten ustedes a mi sobrina, que desde ayer acá ha estado padeciendo una furiosa jaqueca, la cual ha poco tiempo que la dejó, y habrá un cuarto de hora que la pobre niña se retiró a descansar un poco.» «Siento mucho esa indisposición—dijo Mendoza aparentando sentimiento—, porque esperaba tener el gusto de que viésemos a mi prima, pues quería hacer este obsequio a mi amigo Pacheco.» «No es eso tan urgente—respondió la Ortiz sonriéndose—; pueden ustedes dejarlo para mañana.» Detuviéronse un rato los dos caballeritos con la vieja, y después de una breve conversación se retiraron.

Condújonos don Luis a casa de un amigo suyo, llamado don Gabriel de Pedrosa, donde pasamos lo restante del día; cenamos con él, y dos horas después de media noche volvimos a la posada. Ha[81]bríamos andado como la mitad del camino cuando tropezamos con dos hombres que estaban tendidos en medio de la calle. Creíamos que serían algunos infelices recién asesinados y nos paramos a socorrerlos, en caso de llegar a tiempo nuestro socorro. Mientras nos estábamos informando del estado en que se hallaban, cuanto lo podía permitir la obscuridad de la noche, he aquí que llega una ronda. El cabo nos tuvo por asesinos y dió orden a sus gentes de que nos cercasen; pero mudó de opinión, haciendo mejor juicio, luego que nos oyó hablar, y mucho más cuando, a la luz de una linterna sorda, descubrió las nobles facciones de Mendoza y de Pacheco.. Mandó a los alguaciles que examinasen y reconociesen aquellos dos hombres que nosotros creíamos asesinados, y hallaron ser un licenciado gordo y su criado, atestados enteramente de vino y perfectamente borrachos. «Señores—exclamó un ministril—, conozco muy bien a este gran bebedor; es el señor licenciado Guiomar, rector de nuestra Universidad. Aquí donde ustedes le ven es un grande hombre, un talento extraordinario. No hay filósofo a quien no confunda en un argumento; tiene una facundia sin igual. ¡Lástima es que sea tan inclinado al vino, a pleitos y a mujeres! Ahora vendrá de cenar con su Isabelilla, en donde, por desgracia, él y el que le guía se habrán emborrachado, y ambos han caído en el arroyo. Antes que el buen licenciado fuese rector le sucedía esto con bastante frecuencia. Los honores, como ustedes ven, no siempre mudan las cos[82]tumbres.» Nosotros dejamos a los dos borrachos en manos de la ronda, que cuidó de llevarlos a casa, y nos fuimos a la nuestra, donde cada uno trató de irse a dormir.

Don Félix y don Luis se levantaron al día siguiente a eso del mediodía, y vueltos a reunir, su primera conversación fué de doña Aurora de Guzmán. «Gil Blas—me dijo mi ama—, vé a casa de mi tía doña Jimena y pregúntale de mi parte si el señor Pacheco y yo podemos ir hoy a ver a mi prima.» Partí al punto a desempeñar mi comisión, o, por mejor decir, a quedar de acuerdo con la dueña sobre el modo con que nos habíamos de gobernar, y después que tomamos nuestras medidas puntuales volví con la respuesta al fingido Mendoza y le dije: «Vuestra prima Aurora está muy buena; ella misma me ha encargado os asegure que vuestra visita le será del mayor agrado, y doña Jimena me encomendó afirmase al señor Pacheco que siempre será muy bien recibido en su casa por vuestra recomendación.»

Conocí que estas últimas palabras habían gustado mucho a don Luis. También lo conoció mi ama, y desde luego arguyó de ello un dichoso presagio. Poco antes de comer vino a la posada el criado de doña Jimena y dijo a don Félix: «Señor, un hombre de Toledo fué a preguntar por su merced en casa de su señora tía y dejó en ella este billete.» Abrióle el fingido Mendoza y leyó en él estas cláusulas, en voz que las pudiesen oír todos: «Si queréis saber de vuestro padre, con otras noti[83]cias de consecuencia que os importan mucho, leído éste venid prontamente al mesón del Caballo Negro, cerca de la Universidad.» «Tengo grandes deseos de saber cuanto antes estas noticias que tanto me interesan para no satisfacer mi curiosidad al momento. ¡Hasta luego, Pacheco!—continuó—. Si no volviere dentro de dos horas, podéis ir vos solo a casa de mi tía, adonde concurriré yo también después de comer. Ya sabéis el recado que os dió Gil Blas de parte de doña Jimena; en virtud de él podéis con franqueza hacer esta visita.» Diciendo esto, salió de casa, mandándome le siguiese.

Ya se deja discurrir que en vez de tomar el camino del mesón del Caballo Negro nos fuimos derechitos a casa de la Ortiz y nos dispusimos al enredo. Quitóse Aurora sus postizos cabellos rubios, lavóse y restregóse muy bien las cejas, vistióse de mujer y quedó como naturalmente era: una trigueña hermosa. Puede decirse que el disfraz la transformaba de manera que doña Aurora y don Félix parecían dos personas diferentes; y aun en traje de mujer parecía más alta que vestida de hombre; bien es verdad que los grandes tacones aumentaban la estatura. Luego que a su hermosura añadió los demás auxilios que el arte podía prestarle, esperó a don Luis, con una agitación mezclada de recelo y de esperanza. Unas veces confiaba en su talento y en su hermosura y otras temía que le saliese mal aquella tentativa. La Ortiz se dispuso por su parte lo mejor que pudo para[84] ayudar a su ama. Por lo que hace a mí, como no convenía que Pacheco me viese en aquella casa, y como—a semejanza de aquellos actores que sólo aparecen en el teatro cuando está para concluirse la comedia—no debía parecer en ella hasta el fin de la visita, salí así que acabé de comer.

En fin, todo estaba ya prevenido cuando llegó don Luis. Recibióle doña Jimena con el mayor agrado y tuvo con Aurora una conversación que duró de dos a tres horas. Al cabo de ellas entré yo en la sala donde estaban, y dirigiéndome a don Luis, le dije: «Caballero, mi amo don Félix suplica a usted se sirva perdonarle si hoy no puede venir, porque está con tres hombres de Toledo de quienes no puede desembarazarse.» «¡Ah libertinillo!—exclamó doña Jimena—. ¡Sin duda estará de jarana!» «No, señora—repliqué yo prontamente—; está en realidad con aquellos hombres, tratando de negocios muy serios. Es cierto que le ha causado grandísimo disgusto el no poder venir aquí, y me ha encargado decíroslo, igualmente que a doña Aurora.» «¡Oh! ¡Yo no admito sus disculpas!—repuso mi ama chanceándose—. Sabiendo que he estado indispuesta, debía mostrar más atención con las personas que le son tan allegadas. ¡En castigo de esta falta no quiero verle en dos semanas!» «¡Ah, señora—dijo entonces don Luis—, no toméis tan cruel resolución! Sóbrale a don Félix por castigo el no haberos visto hoy.»

Después de haberse chanceado algún tiempo sobre el mismo asunto, se retiró Pacheco. La bella[85] Aurora mudó inmediatamente de traje y volvióse a poner su vestido de caballero. Trasladóse a la posada lo más breve que le fué posible, y apenas entró dijo a don Luis: «Perdonadme, amigo, si no pude ir a buscaros a casa de mi tía. Halléme con unas gentes tan pesadas que no pude, por más que hice, desenredarme de ellas. Lo único que me consuela es que, a lo menos, habéis tenido lugar para satisfacer vuestra curiosidad y vuestros deseos. Y bien, ¿qué os ha parecido mi prima? Decídmelo ingenuamente.» «¿Qué me ha de parecer?—respondió Pacheco—. ¡Me ha hechizado! Tenéis razón en decir que los dos sois muy parecidos. ¡En mi vida he visto facciones más semejantes! ¡El mismo aire de cara, los mismos ojos, la misma boca y hasta el mismo eco de voz! No hay mas diferencia entre los dos sino que vuestra prima es algo más alta; es trigueña, y vos rubio; sois festivo, y ella seria. Eso únicamente os diferencia uno de otro. En cuanto a entendimiento—continuó—, no cabe más. ¡En una palabra: es una dama de mérito extremado!»

Pronunció Pacheco tan fuera de sí estas últimas palabras, que don Félix le dijo sonriéndose: «Pésame, amigo, de haberos proporcionado este conocimiento con doña Jimena, y si queréis creerme, no volváis más a su casa; os lo aconsejo por vuestra quietud. Doña Aurora de Guzmán podría insensiblemente quitaros el sosiego e inspiraros una pasión.» «¡No necesito volverla a ver—interrumpió don Luis—para estar ya ciegamente prendado de[86] ella! El mal, si lo hay, está hecho.» «Tanto peor para vos—replicó el fingido Mendoza—, porque vos no sois hombre de contentaros con una sola, y mi prima no es doña Isabel. Os hablo claro, como amigo; no es mujer capaz de sufrir amante alguno que no vaya por el camino real.» «¿Por el camino real?—repitió don Luis—. ¿Y puede irse por otro hacia una señorita de su calidad? ¡Es agraviarme el creerme capaz de mirarla con ojos profanos! ¡Conocedme mejor, mi querido Mendoza! ¡Ah! ¡Yo me tendría por el más dichoso de todos los hombres si aprobara mi solicitud y quisiera unir su suerte con la mía!» «¡Oh don Luis!—repuso don Félix—. Supuesto que pensáis de ese modo, desde este instante me tendrá de su parte vuestro amor y desde luego os ofrezco mis buenos oficios con Aurora. Mañana mismo daré principio a ellos, procurando ganar a mi tía, que tiene mucho ascendiente sobre mi prima.»

Pacheco dió mil gracias al caballero que le hacía una oferta tan apreciable, y mi ama y yo vimos con gusto que no podía dirigirse mejor nuestra estratagema. El día siguiente añadimos algunos grados más al amor de don Luis con otra invención. Pasó Aurora a su cuarto después de suponer que había ido a hablar con doña Jimena como para interesarla en su favor, y le dijo así: «Hablé a mi tía, y no me costó poco reducirla a que favoreciese vuestros deseos. Halléla fuertemente preocupada contra vos. Yo no sé quién le había metido en la cabeza que erais un libertino; lo cierto es que[87] alguno le ha dado una idea poco favorable de vuestras costumbres. Por fortuna, tomé vuestro partido con tal tesón, que logré por último desimpresionarla del todo. No obstante—prosiguió Aurora—, a mayor abundamiento, quiero que los dos solos tengamos una conferencia con mi tía, para asegurarnos más de su favor y de su apoyo.» Manifestó Pacheco una grande impaciencia por hablar cuanto antes con doña Jimena, y don Félix procuró que lograse esta satisfacción la mañana del día siguiente, bastante temprano. Condújole él mismo a la señora Ortiz, y los tres tuvieron una conversación, en la cual dió muy bien don Luis a conocer el mucho terreno que el amor había ganado en su corazón en tan breve tiempo. Fingióse la sagaz Jimena muy pagada de la tierna afición que mostraba a su sobrina y le ofreció hacer cuanto estuviese de su parte para persuadirla a que le diese su mano. Arrojóse Pacheco a los pies de tan buena tía y le rindió mil gracias. A este tiempo preguntó don Félix si su prima se había levantado. «No—respondió la dueña—; todavía está durmiendo, y por ahora no se la podrá ver; pero vuelvan ustedes esta tarde y le hablarán cuanto quieran.» Respuesta que, como se puede creer, acrecentó en gran manera la alegría de don Luis, a quien se le hizo eterno el resto de aquella mañana. Restituyóse, pues, a su posada, en compañía del fingido Mendoza, quien tenía la mayor complacencia en observar todos sus movimientos y en descubrir en ellos todas las señales de un amor verdadero.

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Toda la conversación fué acerca de Aurora. Acabada la comida, dijo don Félix a Pacheco: «Ahora mismo me ha ocurrido un pensamiento. Me parece que podrá ser muy del caso el que yo me adelante un poco a casa de mi tía para hablar a solas a mi prima y averiguar, si puedo, el estado de su corazón en orden a vuestra persona.» Aprobó don Luis esta idea; dejó salir primero a su amigo y él le siguió una hora después. Mi ama supo aprovechar el tiempo, de manera que cuando llegó su amante ya estaba vestida de mujer. Después de haber saludado a doña Aurora y a su tía, dijo don Luis: «Yo creí encontrar aquí a don Félix.» «Está escribiendo en mi gabinete—respondió doña Jimena—y presto saldrá.» Quedó satisfecho don Luis con esta respuesta y empezó a entablar conversación con las dos. Sin embargo, a pesar de la presencia del objeto amado, notó que las horas pasaban sin que Mendoza saliese, y no pudo ya don Luis disimular más su extrañeza. Aurora mudó de repente de tono, echóse a reír y dijo: «¿Es posible, señor don Luis, que no hayáis aún sospechado la inocente burla que os estamos haciendo? Pues qué, ¿unos cabellos rubios, pero postizos, y dos cejas teñidas me desfiguran tanto que os hayáis dejado engañar hasta ese punto? Desengañaos, caballero—prosiguió volviendo a su natural seriedad—; acabad de conocer que don Félix de Mendoza y doña Aurora de Guzmán son una misma persona.»

No se contentó con sacarle de su error, sino que le confesó también la flaqueza de su pasión y to[89]dos los pasos que esta misma le había sugerido para reducirle al estado en que le veía. No quedó el tierno amante menos encantado que sorprendido de lo que oía y veía. Echóse a los pies de mi ama y, lleno de gozo, le dijo: «¡Ah, bella Aurora! ¿Puedo creer con efecto que yo soy el hombre dichoso que ha merecido a tu bondad tan finas demostraciones? ¿Qué puedo hacer para agradecerlas? ¡Un amor eterno no sería suficiente para pagarlas!» A estas palabras se siguieron otras mil halagüeñas expresiones, después de lo cual los dos amantes hablaron de las medidas que debían tomar para llegar al cumplimiento de sus deseos. Resolvióse que todos partiésemos inmediatamente a Madrid, donde se desenlazaría nuestra comedia por medio de un casamiento. Así se ejecutó, y al cabo de quince días se casó don Luis con mi ama, celebrándose la boda con ostentación y un sinnúmero de diversiones.


CAPITULO VII

Muda Gil Blas de acomodo, pasando a servir a don Gonzalo Pacheco.

Tres semanas después de este casamiento, queriendo mi ama recompensar mis buenos servicios, me regaló cien doblones, y me dijo: «Gil Blas, yo no te despido de mi casa; puedes mantenerte en ella todo el tiempo que quisieres; pero sábete que[90] don Gonzalo Pacheco, tío de mi marido, desea mucho seas su ayuda de cámara. Le he hablado tan bien de ti, que me ha pedido te persuada a que vayas a servirle. Es un señor ya de días, pero de bellísimo genio, y estoy cierta de que te irá muy bien con él.»

Di mil gracias a Aurora por sus favores, y como ya no necesitaba de mí, acepté con tanto más gusto el partido que me proporcionaba cuanto que yo no salía de entre la familia. Fuí, pues, una mañana, de parte de la recién casada, a casa del señor don Gonzalo, que todavía estaba en la cama, aunque era cerca de mediodía. Entré en su cuarto y le hallé tomando un caldo que acababa de traerle un paje. Tenía el buen viejo los bigotes envueltos en unos papelillos, ojos hundidos y casi amortiguados, un rostro descarnado y macilento. Era de aquellos solterones que, habiendo sido muy libertinos en la mocedad, no son más contenidos en la vejez. Recibióme con agrado y me dijo que si le quería servir con el mismo celo con que había servido a su sobrina podía contar con que me haría feliz. Ofrecíle emplear igual esmero en cumplir con mi obligación en su casa que en la de su sobrina, y desde aquel momento me recibió en su servidumbre.

Heme aquí, pues, con un nuevo amo, el cual sabe Dios qué hombre era. Cuando se levantó creí estar viendo la resurrección de Lázaro. Figúrese el lector un cuerpo alto y tan seco que si se le viese en cueros sería a propósito para aprender la os[91]teología; las piernas eran tan chupadas que, aun después de tres o cuatro pares de medias que se puso, me parecían delgadísimas. Además de eso, esta momia viviente era asmática, acompañando con una tos cada palabra. Luego tomó chocolate, y mandando después que le trajesen papel y tinta, escribió un billete, que cerró y entregó al paje que le había servido el caldo, para que le llevase a su destino. Apenas partió éste cuando, volviéndose a mí, me dijo: «Amigo Gil Blas, de aquí en adelante pienso que seas tú confidente de mis encargos, particularmente los respectivos a doña Eufrasia, que es una joven a quien amo y de quien soy tiernamente correspondido.»

«¡Santo Dios!—dije prontamente para mi capote—. ¿Y cómo podrán los mozos dejar de creer que los aman, cuando este viejo chocho está persuadido de que le idolatran?» «Hoy mismo—prosiguió él—irás conmigo a casa de esta señora, porque casi todas las noches ceno con ella. Te quedarás admirado de ver su modestia y compostura. Muy lejos de imitar a aquellas loquillas que se pagan de la juventud y se prendan de las apariencias, es ya de un entendimiento claro y de un juicio maduro; no busca en los hombres sino el buen modo de pensar y prefiere a la belleza del rostro una persona que sepa amar.» No limitó a sólo esto el elogio de su dama, sino que se empeñó en persuadirme de que era un compendio de todas las perfecciones; pero encontró con un oyente difícil en dejarse convencer sobre este punto. Después[92] de haber cursado en la escuela de las comediantas y sido testigo ocular de todas sus maniobras, nunca creí que los viejos fuesen muy afortunados en amor. Sin embargo, fingí—por complacerle únicamente—que le creía; y aun hice más, pues no sólo alabé la discreción y el buen gusto de doña Eufrasia, sino que me adelanté a decir que ella tampoco podría encontrar otro sujeto más amable. El buen hombre no conoció que yo le lisonjeaba; antes por el contrario tomó por verdadera mi alabanza. Tanta verdad es que nada se arriesga en adular a los grandes, pues admiten con gusto aun las lisonjas más desmedidas.

Después de esta conversación, comenzó el viejo a arrancarse con unas pinzas algunos pelos blancos de la barba; se lavó los ojos, que estaban llenos de legañas; lo mismo hizo con los oídos, manos y cara; y concluídas sus abluciones, se tiñó de negro el bigote, las cejas y el pelo, gastando en el tocador más tiempo que emplea una viuda vieja empeñada en desmentir el estrago de los años. No bien había acabado de vestirse, cuando entró en su cuarto el conde de Azumar, amigo suyo y tan viejo como él, pero muy diferente en todo lo demás. Este traía sus venerables canas descubiertas, se apoyaba en un bastón y, en vez de querer parecer joven, mostraba hacer alarde de su ancianidad. «Amigo Pacheco—dijo luego que entró—, vengo a comer contigo.» «¡Bien venido, conde!», le respondió mi amo. Y al mismo tiempo se abrazaron y pusieron a hablar mientras se hacía hora de sen[93]tarse a la mesa. Al principio fué la conversación sobre una corrida de toros que pocos días antes se había celebrado, y hablaron de los picadores que habían mostrado mayor destreza y valor. Sobre esto, el viejo conde, a manera de aquel otro Néstor, a quien todas las cosas presentes le servían de ocasión para alabar las pasadas, dijo suspirando: «¡Ya no se hallan hoy los hombres que se veían en otros tiempos! Ni los toros ni los torneos se hacen con aquella magnificencia con que se hacían en nuestra mocedad.»

Yo me reía interiormente de la ridícula preocupación del señor conde de Azumar, el cual no se contentó con aplicarla únicamente a los toros y a los torneos, pues cuando se sirvió la fruta en la mesa dijo, mirando unos excelentes melocotones que se habían puesto en ella: «En mi tiempo eran mucho mayores los melocotones de lo que son ahora. ¡La Naturaleza se debilita cada día!» «¡Según eso—dije yo entonces para mí sonriéndome—, los melocotones en tiempo de Adán debían ser de enorme tamaño!»

Detúvose el conde de Azumar con don Gonzalo hasta cerca de la noche. Luego que éste se desembarazó de él, salió de casa, diciéndome le acompañase, y fuimos derechos a la de Eufrasia, distante como cien pasos de la nuestra. Encontrámosla en un cuarto alhajado con primor. Estaba vestida con gusto, y mostraba un aspecto de tan florida juventud, que casi parecía una niña, sin embargo de que ya llegaba por lo menos a los treinta. Podía[94] pasar por linda, y desde luego admiré su talento. No era de aquellas cortesanas que brillan por su locuacidad, por su desembarazo y por su desenvoltura. Tanto en sus acciones como en sus palabras, sobresalían en ella el juicio, la modestia y la penetración. Sin afectar ingenio, se echaba de ver en todo lo que decía. Consideréla yo con no poca admiración y dije: «¡Oh Cielos! ¿Es posible que pueda ser disoluta una mujer al parecer tan modesta?» Y es que vivía yo persuadido de que necesariamente había de ser desenvuelta toda dama cortesana. Admirábame aquel aparente recato, sin hacerme cargo de que las tales ninfas saben acomodarse a todos los genios, conformándose al carácter de los ricos y señores que caen en sus manos. Si gustan unos de viveza y atolondramiento, con éstos serán intrépidas y casi locas; si agrada a otros el sosiego y compostura, siempre las encontrarán con un exterior tranquilo, honesto y virtuoso. Verdaderos camaleones, mudan de color según el genio y el humor de las personas que las visitan.

No era don Gonzalo del gusto de aquellos caballeros que se pagan de hermosuras desenvueltas; antes se le hacían insufribles, y para que le agradase una mujer era menester que tuviese cierto aire de modestia. Así, Eufrasia, gobernándose por esta idea, hacía ver que había más comediantas que las que representan en los teatros. Dejé a mi amo con su ninfa y pasé a una sala, donde me encontré con una ama de gobierno, vieja, que yo[95] había conocido cuando era criada de una comedianta. Ella también me conoció inmediatamente y representamos una escena de reconocimiento digna de una comedia. «¿Aquí estás, amigo Gil Blas?—me dijo llena de alegría,—. ¿Según eso, has salido de casa de Arsenia, como yo de la de Constanza?» «Así es—respondí yo—; mucho tiempo ha que la dejé, y después entré a servir a una señora de distinción, porque la vida de la gente de teatro no me acomodaba. Yo mismo me despedí, sin dignarme decir a Arsenia ni una palabra.» «Hiciste muy bien—me respondió la vieja, que se llamaba Beatriz—, y poco más o menos lo hice con Constanza. Una mañana le di mi cuenta, luego que me levanté; ella me la recibió sin decirme nada, y de esta manera nos despedimos; como dicen, a la francesa.» «Mucho celebro—repuse yo—que tú y yo nos hallemos en casa más honorífica. Doña Eufrasia me parece señora de distinción y la creo de muy buen carácter.» «No te engañas en eso—respondió Beatriz—. Mi ama es una mujer bien nacida, como lo manifiestan sus modales; y por lo que toca al genio, será difícil hallar otra más sosegada ni más apacible. No es de aquellas amas altivas y difíciles de contentar, que nada les gusta, que en todo encuentran qué decir, gritan sin cesar, mortifican a todos los criados y es un infierno el servirlas. Hasta ahora no la he oído reñir siquiera una vez: tan amiga es de la paz. Cuando hago alguna cosa que no le gusta, me lo reprende sin enfado y sin prorrumpir en aquellos dicterios[96] de que tanto usan las mujeres soberbias.» «También mi amo—repliqué yo—es un señor muy afable; se familiariza conmigo y me trata como a un igual más bien que como a un criado. En una palabra, es el caballero mejor del mundo; en cuanto a esto, vos y yo estamos mejor que cuando estábamos con las comediantas.» «¡Mil veces mejor!—repuso Beatriz—. Yo llevo ahora una vida muy retirada, siendo así que la de entonces era tan bulliciosa. En nuestra casa no entra más hombre que el señor don Gonzalo; y en mi soledad tampoco veré yo a otro que a ti, de lo que me alegro mucho. Tiempo ha que te miraba con buenos ojos, y más de una vez tuve envidia a Laura porque eras tan amigo suyo. Pero, en fin, no desconfío de ser tan dichosa como ella, pues aunque no tenga su juventud ni su hermosura, en recompensa, detesto la volubilidad, cuya prenda ningún hombre puede remunerar suficientemente; en punto a fidelidad, soy una tortolilla.»

Como la buena Beatriz era una de las muchas que se ven obligadas a brindar con sus favores, porque sin eso ninguno los pretendería, no tuve la menor tentación de aprovecharme de su generosidad; pero tampoco me pareció conveniente hablar de manera que pudiera recelar que la despreciaba; antes bien, tuve la advertencia de hablarle en términos que no perdiese la esperanza de reducirme a corresponderla. Yo me imaginaba haber conquistado a una criada vieja, pero también me engañé miserablemente en esta ocasión. Galan[97]teábame ella no sólo por mi linda cara, sino para granjearme a favor de los intereses de su ama, a quien tenía tanto amor que ningún medio perdonaba cuando se trataba de complacerla y servirla. Reconocí mi error la mañana siguiente, en que fuí a entregar a doña Eufrasia un billete amoroso de mi amo. Recibióme con agrado y me dijo mil cosas cariñosas, y la criada dió también su pincelada en mi elogio. Una admiraba mi fisonomía; otra hallaba en mí cierto aire de moderación y de prudencia. Al oír a las dos, mi amo poseía un tesoro en mi persona. En una palabra, me alabaron tanto que desconfié de sus elogios. Desde luego penetré el fin de ellos, pero los oía con una aparente simplicidad, con cuyo artificio engañé a aquellas bribonas, que al cabo se quitaron la mascarilla.

«Escucha, Gil Blas—me dijo doña Eufrasia—: en ti consiste hacer tu fortuna. Procedamos todos de acuerdo, amigo mío. Don Gonzalo es viejo; su salud, muy delicada; una calenturilla, ayudada de un buen médico, basta para echarle a la sepultura. Aprovechémonos bien de los pocos momentos que le restan y gobernémonos de modo que me deje a mí la mejor parte de sus bienes. A ti te tocará una buena porción; así te lo prometo, y puedes contar con mi palabra como con una escritura otorgada ante todos los escribanos de Madrid.» «Señora—le respondí—, disponga usted a su arbitrio de este su fiel servidor; solamente le suplico me diga lo que debo hacer, y lo demás déjelo por mi cuenta, que espero se dará por bien servida.»[98] «Pues, ahora bien—repuso ella—, lo que has de hacer es observar cuidadosa y diligentemente a tu amo y darme razón puntual de todos sus pasos. Cuando hables con él, procura con arte introducir la conversación sobre las mujeres, y toma de aquí ocasión para, con destreza y maña, decirle mucho bien de mí. Tu mayor estudio ha de ser el tenerle siempre ocupado de su Eufrasia, en cuanto te sea posible. Espía con sagacidad si algún pariente suyo le hace la corte con la mira a su herencia y avísame sin perder un instante, que yo los echaré a pique. No te pido más. Tengo muy conocidos los diferentes genios de la parentela de tu amo; sé el modo de hacerlos ridículos a los ojos de éste, y ya he desconceptuado en su ánimo a sus primos y sobrinos.»

Por esta instrucción, y por otras que añadió Eufrasia, conocí que era una de aquellas mujeres que sólo se dedican a complacer a viejos generosos. Pocos días antes había obligado a don Gonzalo a vender una posesión, cuyo precio le regaló. Todos los días le chupaba algo, y además de eso esperaba que no la olvidaría en su testamento. Mostréme muy deseoso de hacer todo lo que me pedía; mas, por no disimular nada, confieso que cuando volvía a casa iba muy dudoso sobre si contribuiría a engañar a mi amo o a apartarle de su querida. Este último partido me parecía más honrado que el otro, y me sentía más inclinado a cumplir con mi obligación que a faltar a ella. Consideraba por otra parte que, en suma, nada de[99] positivo me había ofrecido Eufrasia, y quizá por esto, más que por otro motivo, no pudo corromper mi fidelidad. Resolví, pues, servir con celo a don Gonzalo, persuadido de que si lograba arrancarle del lado de su ídolo sería mejor recompensado por una acción buena que por las malas que yo pudiera hacer.

Para conseguir mejor el fin que me había propuesto, fingí dedicarme enteramente a servir a doña Eufrasia. Hícele creer que continuamente estaba hablando de ella a mi amo, y sobre este supuesto, le embocaba mil patrañas, que la pobre creía como otros tantos evangelios; artificio con el cual me interné tanto en su confianza, que me contaba por el más ciegamente empeñado en promover sus intereses. A mayor abundamiento, aparenté también estar enamorado de Beatriz, la cual estaba tan ufana de la conquista de un mozo que no se le daba un pito de que la engañase, con tal que la engañase bien. Cuando mi amo y yo estábamos con nuestras dos reinas, representábamos dos cuadros diferentes, pero ambos por el mismo estilo. Don Gonzalo, seco y amarillo, como ya le he retratado, parecía un moribundo en la agonía cuando miraba a su Filis con ojos lánguidos y amorosos. Mi Nise, siempre que yo la miraba apasionado remedaba los melindres y acciones de una niña, poniendo en movimiento todos los registros de una truhana vieja y bien amaestrada. Conocíase que había cursado estas escuelas por lo menos unos buenos cuarenta años. Habíase refinado en servi[100]cio de una de aquellas heroínas del partido que saben el secreto de hacerse amar hasta la vejez y mueren cargadas de los despojos de dos o tres generaciones.

No me bastaba ya el ir con mi amo todos los días a casa de Eufrasia; muchas veces iba solo, particularmente de día; y a cualquiera hora que fuese, nunca encontraba en ella a hombre, ni menos a mujer alguna, que me diese malas sospechas o modo de descubrir en Eufrasia el menor indicio de infidelidad. Esto me causaba no poca admiración, porque no acertaba a comprender cómo pudiese ser tan escrupulosamente fiel a don Gonzalo una mujer joven y hermosa.

Pero en esta admiración no había juicio alguno temerario, pues la bella Eufrasia, como pronto veremos, para hacer más tolerable el tiempo que tardaba en heredar a don Gonzalo, se había provisto de un amante más proporcionado a sus años.

Cierta mañana, muy temprano, fuí a entregar un billete a la tal niña de parte de mi amo, según la costumbre diaria. Hízome entrar en su cuarto y divisé en él los pies de un hombre que estaba escondido detrás de un tapiz. No di la más mínima señal de que le veía, y así que desempeñé mi encargo me salí, sin dar a entender que hubiese notado cosa alguna; pero aunque no debía sorprenderme este objeto, y más cuando en nada me perjudicaba a mí, no dejó, con todo, de inquietarme mucho. «¡Ah, malvada!—decía yo con enfado—. ¡Ah, traidora Eufrasia! ¡No te contentas con en[101]gañar a un buen viejo, haciéndole creer que le amas, sino que te entregas a otro amante para hacer más abominable tu villana traición!» Pero, bien mirado, era yo muy necio en discurrir de esta suerte. Antes debía reírme de aquella aventura y mirarla como una compensación del fastidio y de los malos ratos que Eufrasia sufría con el trato de mi amo. A lo menos hubiera hecho mejor en no hablar palabra que en valerme de esta ocasión para acreditarme de buen criado. Pero en vez de moderar mi celo, abracé con mayor calor los intereses de don Gonzalo y le hice puntual relación de lo que había visto, añadiendo que doña Eufrasia había solicitado corromper mi fidelidad, y en prueba de ello no le oculté nada de lo que me había dicho, de manera que estuvo en su mano el conocimiento del verdadero carácter de su enamorada. Hízome mil preguntas, como dudando de lo que decía; pero mis respuestas fueron tales que le quitaron la satisfacción de poder dudarlo. Quedó atónito y asombrado de lo que había oído, y sin que le sirviese en este lance su ordinaria serenidad, se asomó a su semblante un repentino ímpetu de cólera, que podía parecer presagio de que Eufrasia pagaría su infidelidad. «¡Basta, Gil Blas!—me dijo—. Estoy sumamente agradecido al celo y amor que me muestras; me agrada infinito tu honrada lealtad. Ahora mismo voy a casa de Eufrasia a llenarla de reconvenciones y a romper para siempre la amistad con esta ingrata.» Diciendo esto, salió efectivamente, y se fué en derechura a su casa, no[102] queriendo que le acompañase yo, por librarme de la mala figura que había de hacer si me hallaba presente a la averiguación de aquellos hechos.

Mientras tanto, quedé esperando con la mayor impaciencia que volviese mi amo. No dudaba que, a vista de tan poderosos motivos para quejarse de su ninfa, volvería desviado de sus atractivos, o cuando menos resuelto a una eterna separación. Con este alegre pensamiento me daba a mí mismo el parabién de mi obra; me representaba el placer que tendrían los herederos legítimos de don Gonzalo cuando supiesen que su pariente ya no era juguete de una pasión tan contraria a sus intereses; me figuraba que todos se me confesarían obligados, y, en fin, que iba yo a distinguirme de los demás criados, más dispuestos por lo común a mantener a sus amos en sus desórdenes que a retirarlos de ellos. Apreciaba yo el honor y me lisonjeaba de que me tendrían por el corifeo de todos los sirvientes; pero una idea tan halagüeña se desvaneció pocas horas después, porque volvió mi amo y me dijo: «Amigo Gil Blas, acabo de tener una conversación muy acalorada con Eufrasia. Llaméla ingrata, aleve; llenéla de improperios; pero ¿sabes lo que me respondió? Que hacía mal en dar crédito a criados. Sostiene con empeño que me has hecho una relación falsa. Si he de creerla, tú no eres más que un impostor, un criado vendido a mis sobrinos, por cuyo amor no perdonarías medio alguno para ponerme mal con ella. Yo mismo la vi derramar algunas lágrimas, y lágrimas verda[103]deras. Me ha jurado por cuanto hay de más sagrado que ni te había hecho la más mínima proposición ni ve a ningún hombre. Lo mismo me aseguró Beatriz, que me parece mujer honrada e incapaz de mentir; de modo que, contra mi propia voluntad, se desvaneció todo mi enojo.» «¿Pues qué, señor—interrumpí yo con sentimiento—, dudáis de mi sinceridad, desconfiáis de...?» «No, hijo mío—repuso él—. Te hago justicia; no creo que estés de acuerdo con mis sobrinos; estoy persuadido de que sólo por buen celo te interesas en todo lo que me toca, y te lo agradezco. Pero muchas veces engañan las apariencias. Puede suceder que realmente no hubieses visto lo que te pareció ver, y en tal caso considera lo mucho que habrá ofendido a Eufrasia tu acusación. Mas sea lo que fuere, yo no puedo menos de amarla. Así lo quiere mi estrella; y aun me ha sido indispensable hacerle el sacrificio que exige de mi amor; este sacrificio es despedirte. Siéntolo mucho, mi pobre Gil Blas—continuó—, y te aseguro que no he consentido en ello sin aflicción; mas no puedo pasar por otro punto; compadécete de mi debilidad. Lo que te debe consolar es que no saldrás sin recompensa; fuera de que ya he pensado colocarte con una señora amiga mía, en cuya casa lo pasarás perfectamente.»

Quedé mortificadísimo al ver que mi celo había redundado en mi perjuicio. Maldije mil veces a Eufrasia y lamenté la flaqueza de don Gonzalo en haberse dejado dominar de ella. No dejaba tam[104]poco de conocer el buen viejo que en despedirme de su casa sólo por complacer a su dama no hacía la acción más honrosa. Para cohonestar su poco espíritu y al mismo tiempo hacerme tragar mejor la píldora, me regaló cincuenta ducados, y él mismo me condujo el día siguiente a casa de la marquesa de Chaves. Díjole en mi presencia que era yo un mozo de buenas prendas y que él me quería mucho, pero que por ciertos respetos de familia se veía precisado a su pesar a quedarse sin mí, y le suplicaba con el mayor encarecimiento me admitiese de criado. Desde aquel punto me recibió la marquesa, y yo me vi de repente con nueva ama y en nueva casa.


CAPITULO VIII

Carácter de la marquesa de Chaves, y personas que ordinariamente la visitaban.

Era la marquesa de Chaves una viuda de treinta y cinco años, bella, alta y bien proporcionada. No tenía hijos y gozaba de diez mil ducados de renta. Nunca vi mujer más seria ni que menos hablase. Con todo eso, era celebrada en Madrid y generalmente tenida por la señora de mayor talento. Lo que quizá contribuía más que todo a esta universal reputación era la concurrencia a su casa de los primeros personajes de la corte, así en nobleza como en literatura; problema que yo no me atreveré a[105] decidir. Sólo diré que bastaba oír su nombre para conceptuar que el que allí concurría era de un gran talento, y que su casa la llamaban por excelencia el tribunal de las obras ingeniosas.

Con efecto, todos los días se leían en ella, ya poemas dramáticos, ya poesías líricas, pero siempre sobre asuntos serios. Negábase la entrada a toda composición jocosa. La mejor comedia o la novela más ingeniosa y más alegre no se miraba sino como una pueril y ligera producción que no merecía alabanza alguna. Por el contrario, la más mínima obra seria, una oda, un soneto, una égloga, pasaban allí por el último esfuerzo del ingenio humano. Pero sucedía tal vez que el público no se conformaba con la decisión del tribunal; antes bien, censuraba sin reparo las obras que habían sido en él muy aplaudidas.

La marquesa me hizo maestresala de su casa. Era incumbencia de mi empleo arreglar el cuarto de mi nueva ama para recibir las gentes, disponiendo almohadones para las damas, sillas para los caballeros y cada cosa en su respectivo sitio, quedándome después en la antesala para anunciar e introducir a los que llegaban. El primer día, conforme yo los iba introduciendo, el ayo de pajes, que casualmente se hallaba entonces conmigo en la antesala, me los pintaba graciosamente. Llamábase Andrés de Molina el tal ayo, y aunque era naturalmente aéreo y burlón, no le faltaba entendimiento. El primero que se presentó fué un obispo. Anuncié su venida, y después que hubo en[106]trado, me dijo el maestro de pajes: «Ese prelado es de un carácter bastante gracioso. Tiene algún valimiento en la Corte, mas no tanto como quiere persuadir. Ofrécese a servir a todos y a ninguno sirve. Encontróle un día en la antecámara del rey un caballero, que le saludó. Detúvole el obispo, hízole mil cumplimientos, le cogió la mano, apretósela, y le dijo: «Soy todo de vuestra señoría. No me niegue el favor de acreditarle mi amistad, pues no moriré contento si no logro alguna ocasión de servirle.» Correspondióle el caballero con expresiones de reconocimiento, y apenas se habían separado cuando el obispo, volviéndose a uno de los que iban a su lado, le dijo: «Quiero conocer a este hombre y no me acuerdo quién es; sólo tengo una idea confusa de haberle visto en alguna parte.»

Poco después del obispo se dejó ver un señorito, hijo de cierto grande, a quien hice entrar inmediatamente en el cuarto de mi ama. Así que entró, me dijo el señor Molina: «Este señorito es también un ente raro. Va a una casa sin otro fin que el de tratar con el dueño de ella de negocios de importancia; está en conversación con él una o dos horas y se marcha sin haber hablado siquiera una palabra sobre el asunto a que había ido.» A este tiempo, viendo el ayo de los pajes llegar a dos señoras, añadió: «Ve aquí a doña Angela de Peñafiel y a doña Margarita de Montalván. Estas dos señoras en nada se parecen una a otra; doña Margarita presume de filósofa, se las tiene tiesas con los mayores doctores de Salamanca y ninguno la ha[107] visto ceder jamás a sus argumentos; doña Angela, por el contrario, aunque es verdaderamente instruída, nunca hace de doctora. Sus pensamientos son finos; sus discursos, sólidos, y sus expresiones, delicadas, nobles y naturales.» «Este segundo carácter—le respondí yo—es un carácter muy amable; pero el otro me parece que cae muy mal en el bello sexo.» «¿Qué dice usted muy mal en el bello sexo?—replicó Molina prontamente—. Es tan fastidioso aun en los hombres, que a muchos hace ridículos. También nuestra ama la marquesa adolece un poco de este achaque filosófico. Yo no sé sobre qué se tratará hoy en nuestra academia, pero se disputará mucho.»

Al acabar estas palabras, vimos entrar un hombre seco, muy grave, cejijunto y fruncido. No le perdonó mi caritativo instructor. «Este es—me dijo—uno de aquellos entes serios que quieren pasar por hombres de gran talento a favor de su silencio o de algunas sentencias de Séneca y que, examinados de cerca, no son más que unos pobres mentecatos.» Tras de éste entró un caballerito de bastante buena presencia, pero con aire de hombre pagado de sí mismo. Pregunté a Molina quién era, y me respondió: «Es un poeta dramático, el cual ha compuesto cien mil versos en su vida, que no le han valido cuatro cuartos; pero, en recompensa, con sólo seis renglones en prosa acaba de formarse una buena renta.»

Iba a decirle que me explicase en qué había consistido el haber logrado a tan poca costa aquella[108] fortuna, cuando oí un gran rumor en la escalera. «¡Bravo!—exclamó el maestro de pajes—. ¡Aquí tenemos al licenciado Campanario, que se deja oír mucho antes que se le vea! Comienza a hablar en voz alta desde la puerta de la calle y no lo deja hasta que vuelve a salir por ella.» Con efecto, resonaba en toda la casa la voz del licenciado Campanario, que al fin se presentó en la antesala con un bachiller amigo suyo, y no cesó de hablar mientras duró su visita. «Este licenciado—dije a Molina—parece hombre de ingenio.» «Sí lo es—me respondió—. Tiene ocurrencias muy chistosas; se explica con gracia y agudeza; es muy divertida su conversación; pero además de ser un hablador molestísimo, repite siempre sus dichos y cuentos. En suma, para no estimar las cosas más de lo que valen, estoy persuadido de que su mayor mérito consiste en aquel aire cómico y festivo con que sazona lo que dice; y así, no creo que le haría mucho honor una colección de sus agudezas y sus gracias.»

Fueron entrando después otras personas, de todas las cuales me hizo Molina muy graciosas descripciones, sin olvidar la pintura de la marquesa, que fué de mi gusto. «Esta—me dijo—tiene un talento regular, en medio de su filosofía. Su carácter no es impertinente y da poco que hacer a los que la sirven. Entre las personas distinguidas es de las más racionales que conozco. No se le advierte pasión alguna; ni el juego ni los galanteos le gustan; sólo le agrada la conversación, y, en una palabra, su vida sería intolerable para la mayor parte[109] de las damas.» Este elogio del maestro de pajes me hizo formar un concepto ventajoso de mi ama. Sin embargo, pocos días después no pudo menos de sospechar que no era tan enemiga del amor, y el fundamento de mi sospecha fué el siguiente.

Estando una mañana en el tocador, se presentó en la antesala un hombrecillo como de cuarenta años, pero de malísima figura, más mugriento que el autor Pedro de Moya, y, a mayor abundamiento, muy corcovado. Díjome que deseaba hablar a la marquesa, y preguntándole yo de parte de quién, «¡De la mía!—me respondió arrogante—. Diga usted a la señora que soy aquel caballero del cual estuvo hablando ayer con doña Ana de Velasco.» Apenas se lo dije a mi ama cuando, toda enajenada de alegría, me mandó le hiciese entrar. No sólo le recibió con extrañas demostraciones de aprecio, sino que mandó salir a todas las criadas, de modo que el corcovadillo, más afortunado que una persona de provecho, se quedó a solas con ella. Las criadas y yo nos reímos un poco de esta visita tan graciosa, que duró una hora, al cabo de la cual mi ama le despidió con mil cortesanas expresiones, que demostraban bien lo contenta que quedaba de él.

En efecto, lo quedó tanto, que por la noche me llamó aparte y me dijo: «Gil Blas, cuando venga el corcovado, hazle entrar en mi gabinete lo más secretamente que puedas.» Cuyo encargo confieso que me dió mucho en qué sospechar. Sin embargo, obedeciendo la orden de la marquesa, luego que[110] se dejó ver aquel hombrecillo, que fué a la mañana siguiente, le introduje por una escalera excusada hasta el gabinete de la señora. Caritativamente hice lo mismo por dos o tres veces, de lo cual inferí o que la marquesa tenía estrafalarias inclinaciones o que el corcovadillo le servía de tercero.

Poseído yo de esta idea me decía: «Si mi ama se ha enamorado de un buen mozo, se lo perdono; pero si se ha prendado de semejante macaco, no puedo verdaderamente disculpar un gusto tan depravado.» ¡Pero cuán mal pensaba yo de aquella señora! Aquel macaco se empleaba en la magia, y como se ponderaba su ciencia a la marquesa, que creía gustosa en los prestigios de los saltimbanquis, tenía conversaciones a solas con él. Hacía ver los objetos en un vaso, enseñaba a dar vueltas al cedazo y revelaba por dinero todos los misterios de la cábala, o bien—para hablar con más exactitud—era un bribón que subsistía a expensas de las personas demasiado crédulas y se decía que a ello contribuían muchas señoras de distinción.


CAPITULO IX

Por qué incidente Gil Blas salió de casa de la marquesa de Chaves y cuál fué su paradero.

Seis meses había que yo servía a la marquesa de Chaves, y me hallaba muy contento con mi conveniencia; pero mi destino no me permitió mante[111]nerme más tiempo en su casa ni menos quedarme por entonces en Madrid. El motivo fué el lance que voy a contar.

Entre las criadas de la marquesa había una, llamada Porcia, que, sobre ser joven y hermosa, era de un carácter tan bueno que me captó la voluntad, sin saber que me sería necesario disputar su corazón. El secretario de la marquesa, hombre soberbio y celoso, estaba enamorado de mi ídolo, y apenas advirtió mi amor cuando, sin procurar informarse si Porcia me correspondía, resolvió que nos midiésemos la espada, y me citó una mañana para un paraje retirado. Como era un hombrecillo que apenas me llegaba a los hombros, me pareció enemigo poco temible, y lleno de confianza acudí al sitio señalado. Lisonjeábame yo de una completa victoria y de adquirir por ella nuevo mérito con Porcia; pero el resultado humilló mucho mi presunción. El secretarillo, que había aprendido dos o tres años la esgrima, me desarmó como a un niño, y poniéndome al pecho la punta de la espada, me dijo: «¡Prepárate para morir, o dame palabra sobre tu honor de que hoy mismo saldrás de casa de la marquesa de Chaves, sin pensar más en Porcia.» Prometíselo así y lo cumplí sin repugnancia. Corríame de presentarme delante de los criados de la casa después de haber sido tan ignominiosamente vencido, y mucho más de presentarme ante la hermosa Elena, inocente ocasión de nuestro desafío. No volví, pues, a casa sino para recoger mi ropa y dinero, y el mismo día me en[112]caminé a Toledo, con la bolsa bastante provista y cargado con toda mi ropa puesta en un lío. Aunque por ningún caso me había obligado a salir de Madrid, juzgué me convendría mucho alejarme de aquella villa, a lo menos por algunos años, y así, tomé la determinación de dar una vuelta por España, deteniéndome en las ciudades y pueblos el tiempo que me pareciese. «Con el dinero que tengo—me decía—, gastándolo con discreción, tendré para correr gran parte del reino; y cuando se haya acabado, me pondré de nuevo a servir, pues un mozo como yo hallará acomodos sobrantes cuando le venga en voluntad buscarlos, y no tendré mas que escoger.»

Como tenía particulares deseos de ver a Toledo, llegué allí al cabo de tres días, y fuí a tomar posada en un buen mesón, en donde me tuvieron por un caballero de importancia, con el auxilio de mi vestido de aventuras amorosas, que no dejé de ponerme; y con el aire que tomé de elegante, podía fácilmente introducirme con las buenas mozas que vivían en la vecindad; pero habiendo sabido que era necesario comenzar en su casa por hacer un gran gasto, fué forzoso contener mis deseos. Hallándome siempre con gusto de viajar, después de haber visto todo lo que había de curioso en Toledo, salí de allí un día al amanecer y tomé el camino de Cuenca, con ánimo de pasar al reino de Aragón. Al segundo día de jornada me metí en una venta que encontré en el camino, y cuando empezaba a refrescarme, entró una partida[113] de cuadrilleros de la Santa Hermandad. Estos señores pidieron vino, y mientras estaban bebiendo, les oí hacer mención de las señas de un joven a quien llevaban orden de prender. «El caballero—decía uno de ellos—no tiene mas que veintitrés años, el pelo largo y negro, bella estatura, nariz aguileña, y monta un caballo castaño.»

Estúvelos yo escuchando sin mostrar atención a lo que decían, y en realidad me importaba poco el saberlo. Dejélos en la venta y proseguí mi camino; pero no había andado aún medio cuarto de legua cuando encontré a un mocito muy galán que iba en un caballo castaño. «¡Vive diez—dije para mí—, que o yo me engaño mucho, o éste es el sujeto a quien buscan los cuadrilleros! Tiene el pelo largo y negro y la nariz aguileña. Seguramente él es a quien quieren atrapar y he de hacerle un buen servicio. Señor—le dije—, permítame usted que le pregunte si le ha sucedido algún pesado lance de honor.» El joven, sin responderme, fijó los ojos en mí y mostróse admirado de mi pregunta. Aseguréle que ésta no nacía de pura curiosidad, y quedó bien convencido de ello luego que le conté todo lo que había oído a los ministros en la venta. «Generoso desconocido—me respondió—, no puedo ocultaros que tengo motivo para creer ser efectivamente yo a quien busca esa gente, y, por lo mismo, voy a tomar otro camino para no caer en sus manos.» «Yo sería de parecer—repuse entonces—que buscásemos por aquí un sitio retirado, donde usted estuviese seguro y ambos a cubierto[114] de una gran tempestad que veo nos está amenazando.» Al decir esto, descubrimos una calle de árboles bastante frondosos, y habiéndonos metido en ella, nos condujo al pie de una montaña, donde encontramos una ermita.

Era ésta una grande y profunda gruta que el tiempo había socavado en la falda de aquel monte, y delante de ella se registraba como un corral que había fabricado el arte, cuyas paredes se componían de una especie de argamasa formada de pedrezuelas, rodeado todo, para mayor defensa, de un género de foso cubierto de verdes céspedes. Los contornos de la gruta estaban sembrados de flores olorosas que llenaban de suavísima fragancia el ambiente inmediato, y cerca de la misma gruta se descubría una hendedura en el monte, de cuyo centro brotaba un manantial de agua que corría a dilatarse por una pradería. A la entrada de esta cueva solitaria había un buen ermitaño, que parecía un hombre consumido por la vejez. Apoyábase en un báculo, y en la otra mano llevaba un gran rosario de cuentas gordas y de veinte dieces por lo menos. Su cabeza estaba como sepultada en un capuz de lana parda con unas largas orejeras, y su barba, más blanca que la nieve, le bajaba hasta la cintura. Acercámonos a él y yo le dije: «Padre mío, ¿nos da licencia para que le pidamos nos refugie contra la tempestad que viene sobre nosotros?» «Venid, hijos míos—respondió el anacoreta después de haberme mirado con atención—; mi pobre gruta está a vuestra disposición[115] y podréis estar en ella todo el tiempo que quisiereis. El caballo—añadió—le podéis meter en aquel corral—señalándolo con la mano—, donde creo que estará bien acomodado.» Metimos en él el caballo, y nosotros nos refugiamos en la gruta, acompañándonos siempre el venerable viejo.

Apenas entramos en ella cuando cayó una copiosa lluvia mezclada de relámpagos y espantosos truenos. El ermitaño se hincó de rodillas delante de una estampa de San Pacomio, que estaba pegada a la pared, y nosotros hicimos lo mismo a ejemplo suyo. Cesó la tempestad y cesaron también nuestras oraciones. Levantámonos; pero como todavía seguía lloviendo y la noche se acercaba, nos dijo el ermitaño: «Yo, hijos míos, no os aconsejaré que os pongáis en camino con este temporal, y más estando tan cerca la noche, a no obligaros a ello algún negocio grave y urgente.» Respondímosle que ninguna cosa nos impedía el detenernos sino el justo temor de incomodarle, y que, a no ser éste, antes le suplicaríamos nos permitiese pasar allí la noche. «La incomodidad será para vosotros—respondió cortesanamente el anacoreta—; tendréis mala cama y peor cena, porque sólo puedo ofreceros la de un pobre ermitaño.»

En esto, nos hizo sentar a una desdichada y rústica mesilla, donde nos sirvió unas cebollas con algunos mendrugos y un jarro de agua. «Esta—dijo—es mi comida y cena ordinarias; pero hoy es razón hacer algún exceso en obsequio de unos huéspedes tan honrados.» Dijo, y marchó luego a traer un[116] pedazo de queso y dos puñados de avellanas, que echó sobre la mesa. Mi compañero, que no tenía mucho apetito, hizo poco gasto de aquellos manjares. Observólo el ermitaño y dijo: «Veo que estáis acostumbrados a mesas más regaladas que la mía, o, por mejor decir, que la sensualidad ha estragado en vos el gusto natural. Yo también he vivido en el mundo. Entonces no eran bastante buenos para mí los manjares más delicados ni los guisados más exquisitos; pero la soledad y el hambre han restituído la pureza al paladar. Ahora sólo me gustan las raíces, la leche, las frutas y, en una palabra, todo aquello que servía de alimento a nuestros primeros padres.»

Mientras el anacoreta estaba hablando, el caballerito se quedó como enajenado en una profunda cavilación. Notólo el viejo y le dijo: «Hijo mío, vos tenéis atravesado el corazón con alguna espina que os punza mucho. ¿No podré saber el motivo de la grave aflicción que os atormenta? Desahogad conmigo vuestro pecho. No me mueve a este deseo la curiosidad; la caridad es la única causa que a ello me anima. Hállome en edad en que puedo daros algún buen consejo, y vos me parecéis estar en una situación que necesita bien de él.» «Sí, padre mío—respondió el caballerito, arrancando del pecho un doloroso suspiro—, es muy cierto que tengo gran necesidad de consejo, y pues vos me ofrecéis el vuestro con piedad tan generosa, quiero seguirle. Estoy muy persuadido de que nada arriesgo en descubrirme a un hombre como vos.» «No, hijo—replicó[117] el ermitaño—, no tenéis que temer; soy hombre a quien se le puede confiar cualquiera cosa, sea la que fuere.» Entonces el caballero habló de esta manera.


CAPITULO X

Historia de don Alfonso y de la bella Serafina.

«Nada, padre mío, os ocultaré, como ni tampoco a este caballero que me escucha. Haríale gran agravio en desconfiar de él a vista de la generosa acción que usó conmigo. Voy, pues, a contaros mis desgracias.

»Nací en Madrid y mi origen fué el que voy a referir. Un oficial de la guardia alemana, llamado el barón de Steinbach, entrando una noche en su casa se halló, al pie de la escalera, con un envoltorio de lienzo. Levantóle, llevóle al cuarto de su mujer, desenvolvióle y encontraron un niño recién nacido envuelto en pañales muy aseados y finos, y un billete que decía ser hijo de padres distinguidos, que a su tiempo se darían a conocer, y que el niño estaba ya bautizado con el nombre de Alfonso. Este desgraciado niño soy yo y esto es todo cuanto sé. Víctima del honor o de la infidelidad, ignoro si mi madre me expuso únicamente para ocultar algunos vergonzosos amores o si, seducida por un amanto perjuro, se vió en la cruel necesidad de abandonarme.

[118]

»Como quiera que sea, al barón y a su mujer les enterneció mucho mi desgracia, y como no tenían sucesión resolvieron criarme como si fuera hijo suyo, conservándome el nombre de don Alfonso. Al paso que crecía yo en edad crecía el amor en ellos hacia mí. Hacíanme mil caricias en pago de mis apacibles modales y por mi docilidad. Todos sus pensamientos eran de darme la mejor educación. Buscáronme maestros de todas materias. Lejos de esperar con impaciencia a que se descubriesen mis padres, parecía, por el contrario, que deseaban no se manifestasen jamás. Luego que el barón me vió capaz de poder seguir la milicia, me aplicó a servir al rey. Consiguióme una bandera y mandó hacerme un pequeño equipaje. Para animarme a buscar ocasión de adquirir gloria y darme a conocer, me hizo presente que la carrera del honor estaba abierta a todo el mundo y que en la guerra podría hacer mi nombre tanto más glorioso cuanto sólo sería deudor a mi valor y a mi espada de la gloria que adquiriese. Al mismo tiempo me reveló el secreto de mi nacimiento, que hasta allí me había callado. Como en todo Madrid pasaba por hijo suyo, y yo mismo efectivamente me tenía por tal, confieso que me turbó no poco esta confianza. No podía pensar en ello sin llenarme de rubor. Por lo mismo que mis nobles pensamientos y mis honrados impulsos me aseguraban de un distinguido nacimiento, era mayor el dolor de verme desamparado de aquellos a quienes le había debido.

»Pasé a servir en los Países Bajos, donde se hizo[119] la paz poco después que llegué al ejército. Hallándose España sin enemigos, me restituí a Madrid, y el barón y su mujer me recibieron con nuevas demostraciones de cariño. Eran pasados dos meses desde mi regreso, cuando una mañana entró en mi cuarto un pajecillo y me entregó en las manos un billete concebido poco más o menos en estos términos: «No soy fea ni contrahecha, y, con todo eso, usted me ve todos los días a mi balcón con grande indiferencia: frialdad muy ajena de un mozo tan galán. Estoy tan ofendida de este proceder, que por vengarme quisiera inspirar amor en ese corazón de hielo.»

»Así que leí este billete me persuadí, sin la menor duda, de que era de una viudita llamada Leonor, que vivía enfrente de mi casa y tenía fama de ser alegre de cascos. Examiné sobre este punto al pajecillo, que por algún breve rato quiso hacer el callado; pero a costa de un ducado que le di, satisfizo mi curiosidad y se encargó de llevar a su ama mi respuesta. Decíale en ella que conocía y confesaba mi delito, del cual estaba ya medio vengada, según lo que yo sentía en mí.

»Con efecto, no dejó de hacerme impresión esta graciosa manera de granjear la voluntad. No salí de casa en todo aquel día, asomándome frecuentemente al balcón para observar a la señora, que tampoco se descuidó de dejarse ver al suyo. Hícele señas, a las cuales correspondió, y el día siguiente me envió a decir por el mismo pajecito que si entre once y doce de aquella noche quería yo hallar[120]me en nuestra calle, podíamos hablarnos a la reja de un cuarto bajo. Aunque no estaba muy enamorado de una viuda tan viva, sin embargo, no dejé de responderle muy apasionadamente, y, a la verdad, esperé a que anocheciese con tanta impaciencia como si efectivamente la amara mucho. Luego que fué de noche, salí a pasearme al Prado, para entretener el tiempo hasta la hora de la cita; y apenas entré en el paseo cuando, acercándose a mí un hombre montado en un hermoso caballo, se apeó precipitadamente, y mirándome con ceño, «Caballero—me dijo—, ¿no sois vos el hijo del barón de Steinbach?» «El mismo», le respondí. «¿Luego vos sois el citado—prosiguió él—para dar esta noche conversación a Leonor en su reja? He visto sus billetes y vuestras respuestas, que me mostró el pajecillo. Os he venido siguiendo hasta aquí desde que salisteis de casa, para advertiros que tenéis un competidor cuya vanidad se indigna de disputar el corazón de una dama con un hombre como vos. Me parece que no necesito deciros más, y pues nos hallamos en sitio retirado, decidan la disputa las espadas, a menos de que vos, por evitar el castigo que preparo a vuestra temeridad, me deis palabra de romper toda comunicación con Leonor. Sacrificadme las esperanzas que tenéis, o en este mismo punto os quito la vida.» «Ese sacrificio—respondí—se había de pedir y no exigirse. Lo hubiera podido conceder a vuestros ruegos, pero lo niego a vuestras amenazas.» «Pues riñamos—dijo él, atando el caballo a un árbol—,[121] porque es indecoroso a una persona de mi esfera bajarse a suplicar a un hombre de la vuestra, y aun la mayor parte de mis iguales, puestos en mi lugar, se vengarían de vos de un modo menos honroso.» Ofendiéronme mucho estas últimas palabras, y viendo que él había sacado la espada saqué yo también la mía. Reñimos con tanto empeño, que duró poco el combate. Sea que le cegase su demasiado ardor, o sea que yo fuese más diestro que él, le di desde luego una estocada mortal que le hizo primero titubear y después caer en tierra. Entonces no pensé mas que en ponerme en salvo, y montando en su propio caballo tomé el camino de Toledo. No volví a casa del barón de Steinbach, pareciéndome que la relación de mi lance sólo serviría para afligirle; y cuando consideraba el peligro en que me hallaba, veía que no debía perder un momento en alejarme de Madrid.

»Poseído enteramente de amarguísimas reflexiones, anduve toda la noche y la mañana del día siguiente; pero a eso del mediodía me vi precisado a detenerme, para que el caballo descansara y se mitigase el calor, que cada instante era más inaguantable. Detúveme, pues, en una aldea hasta puesto el Sol, y continué luego mi camino, con ánimo de no apearme hasta estar en Toledo. Me hallaba ya dos leguas más allá de Illescas cuando, a eso de media noche, me cogió en campo raso una furiosa tempestad, semejante a la que acaba de sobrecogernos. Lleguéme a las tapias de un jardín que vi a pocos pasos de mí, y no hallando abrigo[122] más cómodo me arrimé con mi caballo lo mejor que pude a una puerta pequeña de una estancia que estaba casi en un ángulo de la misma cerca, sobre la cual había un balcón. Apoyándome en la puerta vi que no la habían cerrado, y discurrí que esto habría sido culpa de los criados. Me apeé, y no tanto por curiosidad como por resguardarme más del agua, que no dejaba de incomodarme mucho debajo del balcón, me entré en aquella habitación baja, juntamente con el caballo, tirándole por la brida.

»Durante la tempestad procuré reconocer aquel sitio, y aunque sólo podía registrarle a favor de los relámpagos, juzgué que era una quinta de alguna persona opulenta. Estaba aguardando por instantes que cesase la tempestad para seguir mi camino; pero habiendo visto a lo lejos una gran luz, mudé de parecer. Dejé resguardado el caballo en aquella pieza, cuidando de cerrar la puerta, y fuíme acercando hacia la luz, presumiendo que estaban todavía levantados en la casa, para suplicarles me diesen abrigo por aquella noche. Después de haber atravesado algunos corredores, me hallé en una sala cuya puerta estaba igualmente abierta. Entré en ella, y viendo su suntuosidad a beneficio de una magnífica araña con varias bujías, ya no me quedó duda de que aquella casa de campo era de algún gran personaje. El pavimento era de mármol; el friso, pintado y dorado con arte; la cornisa, primorosamente trabajada, y el techo me pareció obra de los más diestros pintores; pero lo[123] que más me llevó la atención fué una multitud de bustos de héroes españoles, puestos sobre bellísimos pedestales de mármol jaspeado, que adornaban las paredes del salón. Tuve bastante tiempo para enterarme de todas estas cosas, porque habiendo aplicado de cuando en cuando el oído para ver si sentía rumor no llegué a percibir ninguno ni a ver persona alguna.

»A un lado del salón había una puerta entornada; la entreabrí y noté una crujía de cuartos, en el último de los cuales había luz. Consulté conmigo mismo lo que debía hacer: si volverme por donde había venido o animarme a penetrar hasta aquel cuarto. La prudencia dictaba que el partido más acertado era el de retirarme; pero pudo más en mí la curiosidad que la prudencia, o, por mejor decir, fué más poderosa la fuerza del destino que me arrastraba. Llevé, pues, mi empeño adelante, y atravesando todas las piezas llegué a la última, donde ardía, sobre una mesa de mármol, una bujía puesta en un candelero de plata sobredorada. Desde luego conocí que era un cuarto de verano, alhajado con singular gusto y riqueza; pero volviendo presto los ojos hacia una cama cuyas cortinas estaban entreabiertas a causa del calor, vi un objeto que me robó toda la atención. Era una joven que, a pesar del estruendo pavoroso de los truenos, dormía profundamente. Acerquéme a ella con el mayor silencio, y a favor de la luz de la bujía descubrí una tez tan delicada y un rostro tan hermoso, que verdaderamente me encantaron.[124] Al verla, toda mi máquina se conmovió; me sentí enteramente enajenado. Pero por más agitado que me tuviesen mis impulsos, el concepto que hice de la nobleza de su sangre me impidió formar ningún pensamiento temerario, pudiendo más el respeto que la pasión. Mientras estaba yo embelesado en contemplarla se despertó.

»Fácil es de imaginar cuánto la sobresaltaría el ver a un hombre desconocido, a media noche, en su cuarto y al pie de su misma cama. Toda asustada y estremecida dió un gran grito. Hice cuanto pude para aquietarla; hinqué una rodilla en tierra y, lleno de respeto, le dije: «No temáis, señora, que yo no he entrado aquí con ánimo de ofenderos.» Iba a proseguir, pero ella, atemorizada, no tuvo siquiera libertad para escucharme. Comenzó a llamar a grandes voces a sus criadas, y como ninguna le respondiese, cogió a toda prisa una bata ligera, que estaba al pie de la cama, cubrióse con ella, saltó acelerada al suelo, agarró la bujía y atravesó corriendo toda la crujía de cuartos, llamando sin cesar a sus doncellas y a una hermana suya menor, que vivía en la misma quinta bajo su custodia. Por momentos estaba yo temiendo ver sobre mí toda la familia y que, sin merecerlo ni oírme, me tratasen mal; pero quiso mi fortuna que, por más gritos que dió, nadie pareció, sino un criado viejo, que de poco le hubiera servido si algo tuviera que temer. No obstante, con la presencia del buen viejo, alentándose algún tanto, me preguntó con altivez quién era yo, por dónde y a[125] qué fin había tenido atrevimiento para meterme en su casa. Comencé a justificarme; pero apenas le dije que había entrado por la puerta del cuarto del jardín, que había hallado abierta, cuando exclamó al instante diciendo: «¡Justo Cielo y qué sospechas me vienen ahora al pensamiento!»

En esto va con la luz a registrar todos los cuartos de la quinta, y no encuentra a ninguna de sus criadas ni a su hermana; antes sí ve que éstas se habían llevado cada una sus ropas. Pareciéndole que se habían verificado sobradamente sus sospechas, se volvió a donde yo había quedado, y articulando mal las palabras con la cólera, «¡Infame!—me dijo—. ¡No añadas la mentira a la traición! No te ha traído a esta quinta la casualidad ni has entrado en ella por el motivo que finges. Tú eres de la comitiva de don Fernando de Leiva y cómplice en su delito. ¡Pero no esperes huir de mi venganza, pues tengo aún bastante gente en casa que te prenda!» «Señora—le dije—, no me confundáis, os ruego, con vuestros enemigos. Ni conozco a don Fernando de Leiva ni sé todavía quién sois vos. Yo soy un desgraciado a quien cierto lance de honor ha obligado a ausentarse de Madrid, y os juro por cuanto hay de más sagrado que, a no haberme precisado a ello la tempestad, no hubiera entrado en vuestra quinta. Dignaos, señora, formar mejor concepto de mí. En vez de suponerme cómplice en ese delito que tanto os ofende, vivid persuadida de que estoy prontísimo a vengaros.» Estas últimas palabras, que pronuncié con ardor y[126] viveza, la tranquilizaron; de modo que desde aquel punto mostró no mirarme ya como a enemigo. Cesó en el mismo momento su enojo, pero entró a ocupar su lugar el más acerbo dolor. Comenzó a llorar amargamente, y sus lágrimas me enternecieron de manera que no me sentí menos afligido que ella, aun cuando ignoraba la causa de su pena. No me contenté con acompañarla en el llanto, sino que, deseoso de vengar su afrenta, me entró una especie de furor. «Señora—exclamé entre lastimado y colérico—, ¿quién ha tenido atrevimiento para ultrajaros? ¿Y qué especie de ultraje ha sido el vuestro? ¡Hablad, señora, porque vuestras ofensas ya son mías! ¿Queréis que busque a don Fernando y que le atraviese de parte a parte el corazón? Nombradme todos aquellos que queréis que os sacrifique. Mandad y seréis obedecida. Cueste lo que costare vuestra venganza, este desconocido, a quien habéis mirado como enemigo, se expondrá, por amor de vos, a cualquier riesgo.»

»Quedóse suspensa aquella señora a vista de un arrebato tan inesperado, y enjugando sus lágrimas me dijo: «Perdonad, señor, mi temeraria sospecha a la infeliz situación en que me hallo. Vuestros generosos sentimientos han desengañado a la desgraciada Serafina, y me quitan además hasta el natural rubor que me acusa el que un extraño sea testigo de una afrenta hecha a mi noble sangre. Sí, generoso desconocido, reconozco mi error y admito vuestras ofertas, pero no quiero la muerte de don Fernando.» «Bien está, señora—repliqué—;[127] pero ¿en qué deseáis que os sirva?» «Señor—respondió Serafina—, el motivo de mi pesar es el siguiente: don Fernando de Leiva se enamoró de mi hermana Julia, a quien vió en Toledo, donde vivimos de ordinario. Pidiósela a mi padre, que es el conde de Polán, quien se la negó por antigua enemistad que hay entre las dos casas. Mi hermana, que apenas tiene quince años, se habrá dejado engañar de mis criadas, sin duda ganadas por don Fernando, y noticioso éste de que las dos hermanas estábamos en esta casa de campo, habrá aprovechado la ocasión para robar a la malaconsejada Julia. Yo sólo quisiera saber en qué parte la ha depositado, para que mi padre y mi hermano, que ha dos meses están en Madrid, tomen sus medidas. Suplícoos, pues, señor, que os toméis el trabajo de recorrer los contornos de Toledo y de averiguar, si fuese posible, a dónde ha ido a parar aquella pobre muchacha, diligencia a que os quedará tan obligada como agradecida toda mi familia.»

»No tenía presente aquella señora que el encargo que me daba no convenía a un hombre a quien importaba tanto salir cuanto antes de los términos y jurisdicción de Castilla. Pero ¿qué mucho que no hiciese ella esta reflexión cuando ni yo mismo la hice? Sumamente gozoso de la fortuna de verme en ocasión de servir a una persona tan amable, admití gustoso la comisión, ofreciendo desempeñarla con el mayor celo y diligencia. Con efecto, no esperé a que amaneciese para ir a cumplir[128] lo prometido. Dejé al punto a Serafina, suplicándole me perdonase el susto que inocentemente le había dado y asegurándole que presto sabría de mí. Salíme, pues, por donde había entrado en la quinta, pero con el ánimo tan ocupado siempre en aquella señora, que fácilmente advertí estaba del todo prendado de ella, y nada me lo hizo conocer mejor que la inquietud e impaciencia con que me apresuraba a complacerla y las amorosas quimeras que yo mismo me forjaba en la imaginación. Parecíame que Serafina, aun en medio de su sentimiento, había echado bien de ver los primeros fuegos de mi amor y que no le había quizá desagradado. Lisonjeábame de que si lograba averiguar lo que tanto deseaba sería mía toda la gloria.»

Al llegar aquí, cortó don Alfonso el hilo de su historia y dijo al ermitaño: «Perdonadme, padre, si poseído de mi pasión me detengo en menudencias que tal vez os fastidiarán.» «No, hijo—respondió el anacoreta—, de ningún modo me cansan; antes bien, deseo saber hasta dónde llegó el amor que te inspiró doña Serafina, para arreglar mis consejos con mayor conocimiento.»

«Encendida la fantasía con tan lisonjeras imágenes—prosiguió el caballerito—, busqué inútilmente por espacio de dos días al robador de Julia, y, frustradas todas las diligencias, no pude descubrir el menor rastro de él. Desconsoladísimo de ver inutilizados mis pasos y desvelos, volví a presencia de Serafina, a quien discurría hallar en el estado más inquieto y desgraciado del mundo; pero[129] la encontré más tranquila de lo que yo pensaba. Díjome que había sido más venturosa que yo, pues ya sabía dónde se hallaba su hermana; que había recibido una carta de don Fernando, en que le decía que, después de haberse casado de secreto con Julia, la había depositado en un convento de Toledo. «Envié su carta a mi padre—prosiguió Serafina—, no sin esperanza de que la cosa acabe bien y que un solemne matrimonio sea el iris de paz que dé fin a la inveterada discordia de las dos casas.»

»Luego que me informó del paradero de su hermana, me habló del trabajo que me había ocasionado, y, sobre todo—añadió ella misma—, los peligros a que os expuso mi imprudencia en seguir a un robador, sin acordarme de que me habíais confiado que andabais fugitivo por cierto lance de honor, de lo cual me pidió mil perdones en los términos más atentos. Conociendo que estaba falto de reposo, me condujo a la sala, donde los dos nos sentamos. Estaba vestida con una bata de tafetán blanco con listas negras, y cubría su cabeza un sombrerillo de los mismos colores que la bata, guarnecido con un airoso plumaje negro, lo que me hizo juzgar que podía ser viuda, aunque, por otra parte, parecía de tan pocos años que no sabía yo qué discurrir.

»Si era grande mi deseo de saber quién ella era, no era menos viva su curiosidad de saber lo mismo de mí. Preguntóme mi nombre y apellido, no dudando—dijo—, a vista de mi noble aire, y aún[130] más de la generosa piedad que me había hecho abrazar con tanto empeño sus intereses, la nobleza de mi nacimiento. Dejóme perplejo la pregunta; encendióseme el rostro, me turbé, y confieso que, teniendo menos rubor en mentir que en decir la verdad, respondí que era hijo del barón de Steinbach, oficial de la guardia alemana. «Decidme también—replicó la dama—por qué habéis salido de Madrid, pues desde luego os puedo ofrecer todo el valimiento y los buenos oficios de mi padre y de mi hermano don Gaspar. Esto es lo menos que puede hacer mi agradecimiento con un caballero que por servirme despreció su propia vida». Ninguna dificultad tuve en referirle por menor todas las circunstancias de nuestro desafío. Ella misma echó toda la culpa al caballero que me había injuriado, y me volvió a ofrecer que interesaría a su familia en mi favor.

»Habiendo yo satisfecho su curiosidad, me animé a suplicarle contentase la mía, y le pregunté si era o no libre. «Tres años ha—respondió—que mi padre me obligó a casarme con don Diego de Lara, y quince meses que estoy viuda.» «Pues ¿qué desgracia, señora—le pregunté—, fué la que tan presto os privó de vuestro esposo?» «Voy, señor, a responderos—repuso ella—y corresponder a la confianza a que me confieso deudora. Don Diego de Lara era un caballero muy bien apersonado. Amábame ciegamente, y aunque empleaba cuanta diligencia puede emplear el más tierno amante para hacerse agradable al objeto amado, y aunque te[131]nía mil bellas cualidades, nunca pudo granjearse mi cariño. El amor no siempre es efecto del anhelo ni del mérito conocido. ¡Ah!—añadió ella suspirando—. ¡Muchas veces nos cautiva a la primera vista una persona que no conocemos! No me era posible amarle. Más avergonzada que prendada de las continuas muestras de su amor, y forzada a corresponder a ellas sin inclinación, si me acusaba a mí misma interiormente de ingratitud, también me contemplaba muy digna de compasión. Por desgracia de ambos, él tenía todavía más delicadeza que amor. En mis acciones y palabras descubría claramente mis más ocultos pensamientos. Leía cuanto pasaba en lo más íntimo de mi alma; quejábase a cada paso de mi indiferencia, y le era tanto más sensible el no poder conquistar mi corazón cuanto más seguro estaba de que ningún otro rival se lo disputaba, no contando yo apenas diez y seis años y habiendo sabido, antes de ofrecerme su mano, por mis criadas, todas parciales suyas, que ningún hombre se le había anticipado a llevarse mi atención. «Sí, Serafina—me decía muchas veces—, me alegraría mucho de que estuvieses encaprichada a favor de otro y de que ésta fuese la única causa de la frialdad con que me miras. Esperaría entonces que tu virtud y mi constancia triunfarían al cabo de esa tibieza; pero ya desespero de vencer un corazón que no se ha rendido a tantos y tan convincentes testimonios de mi extremado amor.» Cansada de oírle repetir tantas veces la misma queja, le dije un día que, en vez de[132] turbar su reposo y el mío mostrando tanta delicadeza, haría mejor en dejarlo todo en manos del tiempo. Con efecto, yo me hallaba entonces en una edad poco capaz de sentir los vivos impulsos de una pasión tan fogosa, y éste era el prudente partido que don Diego debiera haber abrazado. Pero viendo que se había pasado un año entero sin haber adelantado más que el primer día, perdió la paciencia, o por mejor decir el juicio, y fingiendo que le llamaba a la corte no sé qué negocio de importancia, marchó a los Países Bajos a servir en calidad de voluntario, y encontró lo que deseaba en los peligros en que se metía; es decir, el fin de la vida y el de sus pesares.»

»Concluída esta relación, todo el resto de la conversación que tuvimos Serafina y yo fué acerca del singular carácter de su marido. Interrumpió nuestra conferencia un correo, que llegó en aquel mismo punto, el cual puso en manos de Serafina una carta del conde de Polán. Pidióme licencia para abrirla, y observé que conforme la iba leyendo se iba poniendo pálida y trémula. Luego que la acabó de leer, alzó los ojos al cielo, dió un gran suspiro y empezó a correr por su rostro un torrente de lágrimas. No siendo posible que yo viese con serenidad su pena, me turbé, y como si hubiera ya presentido el terrible golpe que iba a llevar, me cogió un mortal terror que me heló toda la sangre. «Señora—le dije con voz desfallecida—, ¿será lícito saber de vos qué funestas noticias os anuncia esa carta?» «Tomadla, señor—me respondió tris[133]temente—, y leed vos mismo lo que mi padre me escribe. ¡Ay de mí, que su contenido os interesa demasiado!»

»Estremecíme al oír estas palabras; tomé temblando la carta y vi que decía lo siguiente: «Tu hermano don Gaspar tuvo ayer un desafío en el Prado. Recibió en él una estocada, de la cual ha muerto hoy, declarando al morir que el caballero que le mató fué el hijo del barón de Steinbach, oficial de la guardia alemana. Para mayor desgracia, el matador escapó, sin saberse dónde se ha escondido; pero aunque lo esté en las entrañas de la Tierra, se harán todas las diligencias posibles para hallarle. Hoy se despachan requisitorias a varias justicias, que no dejarán de arrestarle como ponga los pies en algún lugar de su jurisdicción, y voy también a practicar otros medios oportunos para cerrarle todos los caminos.—El conde de Polán.»

»Figuraos el trastorno que la lectura de esta carta causaría en mi ánimo. Quedé inmóvil algunos instantes, sin espíritu ni fuerza para hablar. En medio de aquel desmayo y desaliento, se me representó con la mayor viveza todo lo que la muerte de don Gaspar tenía de cruel para mi amor. Al momento caigo en una furiosa desesperación. Arrojéme a los pies de Serafina, y presentándole la espada desnuda, «¡Señora—le dije—, excusad al conde de Polán la molesta fatiga de buscar a un hombre que podría burlar sus más activas diligencias! ¡Vengad vos misma a vuestro hermano! ¡Sa[134]crificadle por vuestra bella mano su homicida! Qué, ¿os detenéis? ¡Descargad el golpe, y sea fatal a su enemigo el mismo acero que a él le quitó la vida!» «Señor—respondió Serafina, enternecida algún tanto de ver mi acción—, yo quería a don Gaspar, y aunque vos le matasteis como caballero y él mismo fué a buscar su desgracia, al fin soy su hermana y no puedo menos de tomar su partido. Sí, don Alfonso, ya soy enemiga vuestra y haré contra vos todo lo que la sangre y el cariño pueden pretender de mí, pero no abusaré de vuestra adversa fortuna. En vano ha dispuesto entregaros en manos de mi venganza, pues si el honor me arma contra vos, él mismo me prohibe vengarme ruinmente. Las leyes de la hospitalidad deben ser inalterables; según ellas, no puedo corresponder con un vil asesinato al generoso servicio que me habéis hecho. ¡Huid, escapad y burlad, si pudiereis, nuestras más vivas pesquisas; poneos a cubierto del rigor de las leyes y libraos del inminente peligro que os amenaza!» «Pues qué, señora—le repliqué—, estando en vuestra mano la venganza, ¿la dejáis a la severidad de las leyes, que pueden quedar desairadas? ¡Ah, señora, atravesad vos misma con esta espada el pecho de un malvado que verdaderamente no merece le perdonéis! ¡No, señora, no uséis de un proceder tan noble y tan generoso con un hombre como yo! ¿Sabéis quién soy? Aunque todo Madrid me tiene por hijo del barón de Steinbach, no soy mas que un desgraciado a quien ha criado en su casa por caridad. Yo mismo ignoro[135] a quiénes debo el ser.» «¡No importa eso!—interrumpió Serafina precipitadamente, como si le hubieran causado nueva pena mis últimas palabras—. Aunque fuerais vos el hombre más vil del mundo, haría siempre lo que me dicta mi honor.» «¡Bien está, señora!—repliqué—. Ya que la muerte de un hermano no ha bastado a persuadiros que derraméis mi sangre, voy a cometer otro delito, haciéndoos una ofensa, que tengo por cierto no me la perdonaréis. Sabed, señora, que os adoro; que desde el mismo punto en que vi vuestra hermosura quedé hechizado y que, a pesar de la obscuridad de mi nacimiento, no perdía la esperanza de poseeros. Estaba tan ciegamente enamorado, o, por mejor decir, llegaba a un punto mi vanidad, que me lisonjeaba de que algún día descubriría el Cielo mi origen y que éste sería tal que sin vergüenza podría manifestaros mi nombre. Después de una declaración que tanto os ultraja, ¿será posible que todavía no os resolváis a castigarme?» «Esa temeraria declaración—replicó la dama—, en otro tiempo sin duda me ofendería; pero la perdono a la turbación en que os veo, fuera de que ni la situación en que yo misma me hallo me permite dar oídos a las expresiones que proferís. Vuelvo a deciros, don Alfonso—añadió derramando algunas lágrimas—, que partáis luego de aquí y os alejéis de una casa que estáis llenando de dolor; cada instante que os detenéis aumenta mis penas.» «Ya no resisto, señora—repliqué levantándome—. Voy a alejarme de vos, pero no penséis que, cuidadoso[136] de conservar una vida que os es odiosa, vaya a buscar un asilo para defenderla. ¡No, no; yo mismo quiero voluntariamente sacrificarme a vuestro dolor! Parto a Toledo, donde esperaré con impaciencia la suerte que vos me preparéis, y, entregándome a vuestras persecuciones, anticiparé yo mismo de este modo el fin de todas mis desdichas.»

»Retiréme al decir esto. Diéronme mi caballo y partí en derechura a Toledo, donde me detuve de intento ocho días, con tan poco cuidado de ocultarme, que verdaderamente no sé cómo no me prendieron; porque no puedo creer que el conde de Polán, tan empeñado en tomarme todos los caminos, se olvidase de cerrarme el de Toledo. En fin, ayer salí de aquel pueblo, donde se me hacía intolerable mi propia libertad, y sin fijarme ni aun proponerme destino ninguno determinado, llegué a esta ermita, con tanta serenidad como pudiera un hombre que nada tuviese que temer. Estos son, padre mío, los cuidados que me ocupan al presente, y ruégoos que me ayudéis con vuestros consejos.»


CAPITULO XI

Quién era el viejo ermitaño y cómo conoció Gil Blas que se hallaba entre amigos.

Luego que don Alfonso acabó la triste relación de sus infortunios, le dijo el ermitaño: «Hijo mío, mucha imprudencia fué el haberos detenido tanto[137] en Toledo. Yo miro con muy diferentes ojos que vos todo lo que me habéis contado, y vuestro amor a Serafina me parece una verdadera locura. Creedme a mí: no os ceguéis. Es menester olvidar a esa joven, pues no está destinada para vos. Ceded voluntariamente a los grandes estorbos que os desvían de ella y entregaos a vuestra estrella, la cual, según todas las señales, os promete muy distintas aventuras. Sin duda encontraréis alguna bella joven que hará en vos la misma impresión, sin que hayáis quitado la vida a ninguno de sus hermanos.»

Iba a decirle muchas cosas para exhortarle a la paciencia, cuando vimos entrar en la ermita a otro ermitaño, cargado con unas alforjas bien llenas. Venía de Cuenca, donde había recogido una limosna muy copiosa. Parecía más mozo que su compañero; su barba era roja, espesa y bien poblada. «Bien venido, hermano Antonio—le dijo el viejo anacoreta—. ¿Qué noticias nos traes de la ciudad?» «¡Bien malas!—respondió el hermano barbirrojo—. Ese papel os las dirá.» Y entrególe un billete cerrado en forma de carta. Tomóle el viejo, y después de haberle leído con toda la atención que merecía su contenido, exclamó: «¡Loado sea Dios! ¡Pues se ha descubierto ya la mecha, tomemos otro modo de vivir! Mudemos de estilo—prosiguió, dirigiendo la palabra al joven caballero—. En mí tenéis un hombre con quien juegan como con vos los caprichos de la fortuna. De Cuenca, que dista una legua de aquí, me escriben que han informado mal[138] de mí a la justicia, cuyos ministros deben venir mañana a prenderme en esta ermita; pero no encontrarán la liebre en la cama. No es la primera vez que me veo en este apuro, y, gracias a Dios, casi siempre he sabido librarme con honra y desembarazo. Voy a presentarme en otra nueva figura, porque habéis de saber que, tal cual me veis, no soy ermitaño ni viejo.»

Diciendo y haciendo, se desnudó del saco grosero que le llegaba hasta los pies y dejóse ver con una jaquetilla o capotillo de sarga negra con mangas perdidas. Quitóse el capuz, desató un sutil cordón que sostenía su gran barba postiza y ofreció a los ojos de los circunstantes un mozo de veintiocho a treinta años. El hermano Antonio, a su imitación, hizo lo mismo; quitóse el hábito y la barba eremítica y sacó de un arca vieja y carcomida una raída sotanilla, con que se cubrió lo mejor que pudo. Pero ¿quién podrá concebir lo admirado y atónito que me quedé cuando en el viejo ermitaño reconocí al señor don Rafael y en el hermano Antonio a mi fidelísimo criado Ambrosio de Lamela? «¡Vive diez—exclamé al punto sin poderme contener—, que estoy en tierra amiga!» «Así es, señor Gil Blas—dijo riendo don Rafael—. Sin saber cómo ni cuándo te has encontrado con dos grandes y antiguos amigos tuyos. Confieso que tienes algún motivo para estar quejoso de nosotros, pero ¡pelitos a la mar! Olvidemos lo pasado y demos gracias a Dios de que nos ha vuelto a juntar. Ambrosio y yo os ofrecemos nuestros servicios, que no son para[139] despreciados. Nosotros a ninguno hacemos mal, a ninguno apaleamos, a ninguno asesinamos y solamente queremos vivir a costa ajena. Agrégate a nosotros dos y tendrás una vida andante, pero alegre. No la hay más divertida, como se tenga un poco de prudencia. No es esto decir que, a pesar de ella, el encadenamiento de las causas segundas no sea tal a veces que nos acarree muy pesadas aventuras; pero en cambio hallamos las buenas mejores y ya estamos acostumbrados a la inconstancia de los tiempos y a las vicisitudes de la fortuna. Señor caballero—prosiguió el fingido ermitaño volviéndose a don Alfonso—, la misma proposición os hacemos a vos, que me parece no debéis despreciar en el estado en que presumo os halláis, porque, además de la precisión de andar siempre fugitivo y escondido, tengo para mí que no estáis muy sobrado de dinero.» «Así es—dijo don Alfonso—, y eso es lo que aumenta mi pesadumbre.» «¡Ea, pues—repuso don Rafael—, buen ánimo! No nos separaremos los cuatro; éste es el mejor partido que podéis tomar. Nada os faltará en nuestra compañía y nosotros sabremos inutilizar todas las pesquisas y requisitorias de vuestros enemigos. Hemos recorrido toda España y sabemos todos sus rincones, bosques, matorrales, sierras quebradas, cuevas y escondrijos, abrigos segurísimos contra las brutalidades de la justicia.» Agradecióles don Alfonso su buena voluntad, y hallándose efectivamente sin dinero y sin recurso determinó ir en su compañía, y también yo tomé igual partido, por[140] no dejar a aquel joven, a quien había cobrado ya grande inclinación.

Convinimos, pues, todos cuatro en andar juntos y no separarnos. Tratóse entonces sobre si marcharíamos en aquel mismo punto o nos detendríamos primero a dar un tiento a una bota llena de exquisito vino que el día anterior había traído de Cuenca el hermano Antonio; pero don Rafael, como más experimentado, fué de parecer que ante todas cosas se debía pensar en ponernos a salvo, y que así, era de sentir que caminásemos toda la noche para llegar a un bosque muy espeso que había entre Villar del Saz y Almodóvar, donde haríamos alto y, libres de toda zozobra, descansaríamos el día siguiente. Abrazóse este parecer, y los dos ermitaños acomodaron su ropa y demás provisiones en dos envoltorios, y equilibrando el peso lo mejor que pudieron los cargaron en el caballo de don Alfonso.

Anduvimos toda la noche, y cuando estábamos ya muy rendidos del cansancio, al despuntar el día descubrimos el bosque adonde se encaminaban nuestros pasos. La vista del puerto alegra y da vigor a los marineros fatigados de una larga navegación; cobramos ánimo y llegamos por fin al fin de nuestra carrera antes de salir el Sol. Penetramos hasta lo interior del bosque, donde, haciendo alto en un delicioso sitio, nos echamos sobre la verde hierba de un espacioso prado rodeado de corpulentas encinas, cuyas frondosas ramas, entretejiéndose unas con otras, negaban la entrada a[141] los rayos del Sol. Descargamos el caballo, quitámosle la brida y echámosle a pacer por el prado. Sentámonos, sacamos de las alforjas del hermano Antonio algunos zoquetes de pan, muchos pedazos de carne asada, y como unos perros hambrientos nos abalanzamos a ellos, compitiendo unos con otros en la presteza y en la gana de comer. Con todo eso, obligábamos al hambre a que aguardase un poco, por los frecuentes abrazos que dábamos a la bota, que en movimiento poco menos que continuo estaba casi siempre en el aire, pasando de unas manos a otras.

Acabado el almuerzo, dijo don Rafael a don Alfonso: «Caballero, a vista de la confianza que usted me ha hecho, justo será también que yo cuente la historia de mi vida con la misma sinceridad.» «Gran gusto me daréis en eso», respondió el joven. «Y a mí, grandísimo—añadí yo—, porque tengo ansia de saber vuestras aventuras, que no dudo serán dignas de oírse.» «¡Y como que lo son!—replicó don Rafael—. Lo han sido tanto, que pienso algún día escribirlas. Con esta obra hago ánimo de divertir mi vejez, porque en el día todavía soy mozo y quiero añadir materiales para aumentar el volumen. Pero ahora estamos fatigados; recuperémonos con algunas horas de sueño. Mientras dormimos los tres, Ambrosio velará y hará centinela para evitar toda sorpresa, que después dormirá él y nosotros estaremos de escucha, pues aunque pienso que aquí nos hallamos con toda seguridad, nunca sobra la precaución.» Dicho esto, se tendió[142] a la larga sobre la hierba; don Alfonso hizo lo mismo; yo imité a los dos y Lamela comenzó a hacernos la guardia.

El pobre don Alfonso, en vez de dormir, no hizo mas que pensar en sus desgracias. Por lo que toca a don Rafael, se quedó dormido inmediatamente; pero despertó dentro de una hora, y viéndonos dispuestos a oírle dijo a Lamela: «Amigo Ambrosio, ahora puedes tú ir a descansar.» «¡No, no!—respondió Lamela—. Ninguna gana tengo de dormir; y aunque sé ya todos los sucesos de vuestra vida, son tan instructivos para las personas de nuestra profesión, que tendré especial gusto en oírlos contar otra vez.» Así, pues, comenzó don Rafael la historia de su vida en los términos siguientes:


LIBRO QUINTO

CAPITULO PRIMERO

Historia de don Rafael.

«Soy hijo de una comedianta de Madrid, famosa por su habilidad, pero mucho más por sus célebres aventuras. Llamábase Lucinda. En cuanto a mi padre, no puedo sin temeridad asegurar quién fuese. Podía muy bien decir quién era el sujeto de distinción que cortejaba a mi madre al tiempo que yo nací; pero esta época no es prueba convincente de que yo le debiese el ser. Las personas de la clase de mi madre son, por lo común, tan poco de fiar en este punto, que cuando se muestran más inclinadas a un señor le tienen ya prevenido algún substituto por su dinero.

»No hay cosa como no hacer aprecio de lo que digan malas lenguas. Mi madre, en vez de darme a criar donde ninguno me conociese, sin hacer misterio alguno me cogía de la mano y me llevaba al teatro muy francamente, no dándosele un pito de lo mucho que se hablaba de ella ni de las falsas risitas que causaba sólo el verme. En fin, yo[144] era su ídolo y la diversión de cuantos venían a casa, los cuales no se cansaban de hacerme mil fiestas. No parecía sino que en todos ellos hablaba la sangre a favor mío.

»Dejáronme pasar los doce primeros años de mi vida en todo género de frívolos pasatiempos. Apenas me enseñaron a leer y escribir, y mucho menos la doctrina cristiana. Solamente aprendí a cantar, bailar y tocar un poco la guitarra. A esto se reducía todo mi saber cuando el marqués de Leganés me pidió para que estuviese en compañía de un hijo suyo único, poco más o menos de mi edad. Consintió en ello Lucinda con mucho gusto, y entonces fué el tiempo en que comencé a ocuparme en alguna cosa seria. El tal caballerito estaba tan adelantado como yo, y, fuera de eso, no parecía haber nacido para las ciencias. Apenas conocía una letra del abecedario, sin embargo que hacía quince meses que tenía para esto un preceptor. Los demás maestros sacaban el mismo partido de sus lecciones, de modo que a todos les tenía apurada la paciencia. Es verdad que a ninguno le era lícito castigarle; antes bien, a todos les estaba mandado expresamente le enseñasen sin mortificarle, orden que, unida a la mala disposición del señorito para el estudio, hacía inútil la enseñanza que se le daba.

»Pero al maestro de leer le ocurrió un bello medio para meter miedo al discípulo sin contravenir a la orden de su padre. Este medio fué azotarme a mí siempre que aquél lo merecía. No me gustó[145] el tal arbitrio, y así, me escapé y fuí a quejarme a mi madre de una cosa tan injusta; pero ella, aunque me quería mucho, tuvo valor para resistir a mis lágrimas, y considerando lo decoroso y ventajoso que era para su hijo el estar en casa de un marqués, me volvió a ella inmediatamente; y héteme aquí otra vez en poder del preceptor. Como éste había observado que su invención había producido buen efecto, prosiguió azotándome en lugar de hacerlo al señorito, y para que el castigo hiciese más impresión en él me sacudía de firme, de modo que estaba seguro de pagar diariamente por el joven Leganés, pudiendo yo decir con toda verdad que ninguna letra del alfabeto aprendió el hijo del marqués que no me costase a mí cien azotes. Echen ustedes la cuenta del número a que ascenderían éstos.

»No eran solamente los azotes lo que tenía que aguantar en aquella casa. Como toda la gente de ella me conocía, los criados inferiores, hasta los mismos maritornes, me echaban en cara a cada paso mi nacimiento. Esto llegó a aburrirme tanto que un día huí, después de haber tenido maña para robar al preceptor todo el dinero que tenía, el cual podía ser como unos ciento y cincuenta ducados. Tal fué la venganza que tomé de las injustas y crueles zurras con que su merced me había favorecido, y creo que no podía tomar otra que le fuera más sensible. Este juego de manos lo supe hacer con tanto primor y sutileza, que, aunque fué mi primer ensayo, dejé burladas cuantas pesqui[146]sas se hicieron en dos días para saber quién había sido el raterillo. Salí de Madrid y llegué a Toledo sin que ninguno fuese en mi seguimiento.

»Entraba entonces en mis quince años. ¡Gran gusto es hallarse un hombre en aquella edad con dinero, sin sujeción a nadie y dueño de sí mismo! Hice presto conocimiento con dos mozuelos, que me hicieron listo y ayudaron a comer mis cien ducados. Juntéme también con ciertos caballeros de la garra, los cuales cultivaron tan felizmente mis buenas disposiciones naturales, que en poco tiempo llegué a ser uno de los más ricos caballeros de su orden.

»Al cabo de cinco años se me puso en la cabeza el viajar y ver tierras. Dejé a mis cofrades, y queriendo dar principio a mis caravanas por Extremadura, me dirigí a Alcántara; pero antes de entrar en el pueblo hallé una bellísima ocasión de ejercitar mis talentos y no la dejé escapar. Como caminaba a pie y cargado con mi mochila, que no pesaba poco, me sentaba a ratos a descansar a la sombra de los árboles que estaban a orillas del camino. Una de estas veces me encontré con dos mozos, ambos hijos de gente de forma, los cuales estaban en alegre conversación, al fresco, en un verde prado. Saludélos con mucha cortesía, lo que me pareció no haberles desagradado, y con esto entablamos luego conversación. El de más edad no llegaba a quince años, y ambos eran muy sencillos. «Señor caminante—me dijo el más joven—, nosotros somos hijos de dos ricos ciudadanos de[147] Plasencia; nos entró un gran deseo de ver el reino de Portugal, y para contentarlo cada uno hurtó cien doblones a su padre. Caminamos a pie para que nos dure más el dinero y podamos así ver más provincias. ¿Qué le parece a usted?» «Si yo tuviera tanta plata—les respondí—, ¡Dios sabe a dónde iría a dar conmigo! Recorrería con él las cuatro partes del mundo. ¡Adónde vamos a parar! ¡Doscientos doblones! Es una suma de que nunca se verá el fin. Si lo tenéis a bien, hijos míos—añadí—, yo os acompañaré hasta la villa de Almoharín, adonde voy a recibir la herencia de un tío mío, que murió después de haber vivido allí el espacio de veinte años.» Respondiéronme los dos mozos que tendrían el mayor gusto en ir en mi compañía. Con esto, después de haber descansado un poco todos tres, marchamos todos juntos a Alcántara, donde entramos mucho antes de anochecer.

»Alojámonos todos en un mesón, pedimos un cuarto y nos dieron uno donde había un armario que se cerraba con llave. Dijimos que se nos dispusiese de cenar, y mientras, propuse a mis compañeritos si gustaban que saliésemos a dar una vuelta por el pueblo. Agradóles mucho la proposición. Guardamos nuestros hatillos en el armario, cerrámoslo y uno de los dos jóvenes guardó la llave en la faltriquera. Salimos del mesón, fuimos a ver algunas iglesias, y estando en la principal, fingí de pronto que me había ocurrido un negocio de importancia, y así, dije: «Queridos, ahora me[148] acuerdo de que un amigo de Toledo me encargó dijese de su parte dos palabras a un mercader que vive cerca de esta iglesia; esperadme aquí, que voy y vuelvo en un momento.» Diciendo esto, me aparté de ellos. Vuelvo a la posada, voime derecho al armario, quebranto la cerradura, registro sus mochilas y encuentro sus doblones. ¡Pobres niños! Robéselos todos, sin dejarles siquiera uno para pagar el piso de la posada. Hecho esto, salí prontamente del pueblo y tomé el camino de Mérida, sin darme cuidado de lo que dirían ni harían las inocentes criaturas.

»Púsome este lance en estado de poder caminar con más comodidad. Aunque tenía pocos años, me sentía capaz de portarme con juicio, y puedo decir que estaba suficientemente adelantado para aquella edad. Determiné comprar una mula, como lo hice efectivamente en el primer lugar donde la encontré. Convertí la mochila en una maleta y empecé a hacerme algo más el hombre de importancia. A la tercera jornada encontré en el camino a un hombre que iba cantando vísperas a grandes voces. Desde luego conocí que era algún sochantre. «¡Animo—le dije—, señor bachiller, y vaya usted adelante, que lo canta de pasmo.» «Caballero—me respondió—, soy cantor de una iglesia y quiero ejercitar la voz.»

»De esta manera entramos en conversación, y no tardé en conocer que me hallaba con un hombre muy divertido y agudo. Tendría como de veinticuatro a veinticinco años, y como él iba a pie y[149] yo a caballo, de propósito refrenaba la mula para ir a su paso, por el gusto de oírle. Hablamos, entre otras cosas, de Toledo. «Tengo bien conocida aquella ciudad—me dijo el cantor—; he estado en ella muchos años y tengo allí algunos amigos.» «¿Y en qué calle vivía usted?», le interrumpí. «En la calle Nueva—respondió—, donde vivía con don Vicente de Buenagarra y don Matías del Cordel y otros dos o tres honrados caballeros. Habitábamos y comíamos juntos y lo pasábamos alegremente.» Sorprendíme al oírle estas palabras, porque los sujetos que citaba eran los mismos caballeros de la garra que en Toledo me habían recibido en su nobilísima orden. «Señor cantor—exclamé entonces—, esos ilustrísimos señores son muy conocidos míos, porque vivimos juntos en la misma calle Nueva.» «¡Ya os entiendo!—me respondió sonriéndose—. Eso es decir que entrasteis en la orden tres años después que yo salí de ella.» «Dejé la compañía de aquellos caballeros—proseguí—porque se me puso en la cabeza el viajar y ver mundo. Pienso andar toda España, y sin duda valdré más cuando tenga más experiencia.» «¡Acertado pensamiento!—dijo el cantor—. Para perfeccionar el ingenio y los talentos no hay mejor escuela que la de viajar. Por la misma razón dejé yo a Toledo, aunque nada me faltaba en aquella ciudad. ¡Gracias a Dios, que me ha dado a conocer a un caballero de mi orden cuando menos lo pensaba! Unámonos los dos, caminemos juntos, hagamos una liga ofensiva y defensiva contra el bolsillo del prójimo y aprovechemos[150] todas las ocasiones que se ofrezcan de mostrar nuestra habilidad.»

»Díjome esto con tanta franqueza y gracia, que desde luego acepté la proposición. En el mismo punto granjeó toda mi confianza, y yo la suya. Abrímonos recíprocamente el pecho; contóme su historia y yo le dije mis aventuras. Confióme que venía de Portalegre, de donde le había hecho salir cierto lance malogrado por un contratiempo, obligándole a ponerse en salvo precipitadamente bajo el traje de sopista en que le veía. Luego que me informó de todos sus asuntos, determinamos dirigirnos a Mérida, a probar fortuna y ver si podíamos dar allí un golpe maestro, y después marchar a otra parte. Desde aquel instante se hicieron comunes nuestros bienes. Es verdad que Morales—así se llamaba mi nuevo compañero—no se hallaba en muy brillante situación. Todo su haber consistía en cinco o seis ducados y en alguna ropa que llevaba en la mochila; pero si yo estaba mucho mejor que él en dinero, en recompensa, él estaba mucho más adelantado que yo en el arte de engañar a los hombres. Montábamos los dos alternativamente en la mula, y de esta manera llegamos en fin a Mérida.

»Apeámonos en un mesón del arrabal. Morales se puso otro vestido que sacó de su mochila, y fuimos a andar por la ciudad para descubrir terreno y ver si se nos presentaba algún buen lance. Considerábamos muy atentamente cuantos objetos se ofrecían a nuestra vista. Nos parecíamos,[151] como hubiera dicho Homero, a dos milanos que desde lo más alto de las nubes tienen fijos los ojos en la tierra, acechando todos los rincones por ver si atisban algunos polluelos para lanzarse sobre ellos. Estábamos, en fin, esperando a que la casualidad nos trajese a la mano alguna ocasión de ejercitar nuestra habilidad, cuando vimos en la calle un caballero, bastante canoso, el cual, firme con la espada en la mano, se defendía contra tres que le llevaban a mal traer. Chocóme infinito la desigualdad del combate, y como soy naturalmente espadachín, acudí corriendo con mi espada a ponerme al lado del caballero, cuyo ejemplo imitó Morales, y en breve tiempo pusimos en vergonzosa fuga a los tres enemigos que tan villanamente le habían acometido.

»Diónos el anciano un millón de gracias. Respondímosle cortésmente que habíamos celebrado en extremo la dichosa casualidad que tan oportunamente nos había proporcionado aquella ocasión de servirle, y le suplicamos nos confiase el motivo que habían tenido aquellos hombres para querer asesinarle. «Señores—nos respondió—, estoy muy agradecido a vuestra generosa acción y no puedo negarme a satisfacer vuestra curiosidad. Yo me llamo Jerónimo Miajadas; soy vecino de esta ciudad, donde vivo de mi hacienda. Uno de los tres asesinos de que ustedes me han librado está enamorado de mi hija y me la pidió por medio de otro sujeto, y porque no le di mi consentimiento vino a vengarse de mí con espada en mano.» «¿Y se po[152]drá saber—le repliqué yo—por qué razón negó usted su hija al tal caballero?» «Vóisela a decir a usted—me respondió—. Tenía yo un hermano, comerciante en esta ciudad, llamado Agustín, que hace dos meses estaba en Calatrava, alojado en casa de Juan Vélez de la Membrilla, su corresponsal. Eran los dos íntimos amigos; pidióle Juan Vélez mi única hija, Florentina, para su hijo, con el fin de estrechar más y más la unión e intereses de las dos familias. Prometiósela mi hermano, no dudando, por el cariño que nos teníamos los dos, que yo ratificaría su promesa. Así lo hice, porque apenas volvió Agustín a Mérida y me propuso esta boda, cuando consentí en ella por darle gusto y no desairar su palabra. Envió el retrato de Florentina a Calatrava; pero el pobre no pudo ver el fin de su negociación porque se lo llevó Dios tres semanas ha. Poco antes de morir me pidió encarecidamente que no casase a mi hija con otro que con el hijo de su corresponsal. Ofrecíselo así, y éste es el motivo por que se la negué al caballero que acaba de acometerme, aunque era un partido muy ventajoso para mi casa. Yo soy esclavo de mi palabra; por instantes estoy esperando al hijo de Juan Vélez de la Membrilla para que sea yerno mío, aunque jamás le he visto a él ni a su padre. Perdonen ustedes si les he cansado con relación tan prolija, lo que no hubiera hecho a no haber querido ustedes mismos saberla.»

»Escuchéle con la mayor atención, y adoptando el extraño pensamiento que de repente me ocurrió[153], afectó quedar del todo asombrado. Alcé los ojos al cielo, y volviéndome hacia el buen viejo le dije en tono patético: «¿Es posible, señor Jerónimo Miajadas, que al momento de entrar yo en Mérida haya tenido la fortuna de salvar la vida a mi venerado suegro?» Estas palabras causaron en el viejo grande admiración, y no fué menor la que produjeron en Morales, el cual, en el modo de mirarme, me dió a entender que yo le parecía un gran tunante. «¿Qué es lo que me dices?—respondió lleno de gozo el aturdido viejo—. ¿Es posible que tú seas el hijo del corresponsal de mi hermano?» «¡Sí, señor!», le respondí con desembarazo; y abrazándole estrechamente proseguí diciéndole: «¡Sí, señor, yo soy el dichoso mortal para quien está destinada la amable Florentina! Pero antes de manifestaros el gozo que me causa la honra de enlazarme con vuestra ilustre familia, dadme licencia para que desahogue el sentimiento que renueva en mí la dulce memoria del señor Agustín, vuestro hermano; sería yo el hombre más ingrato del mundo si no llorase amargamente la muerte de aquel a quien siempre me confesaré deudor de la mayor felicidad de mi vida.» Dicho esto, volví a dar un abrazo al buen Jerónimo, saqué el pañuelo e hice como que me enjugaba las lágrimas. Morales, que desde luego conoció lo mucho que nos podía valer aquel embuste, quiso también ayudarme por su parte. Fingióse criado mío y comenzó a dar muestras de mayor sentimiento que el que yo había mostrado por la muerte del señor Agustín, diciendo muy las[154]timado: «¡Ah, señor Jerónimo, y qué pérdida ha hecho usted perdiendo a su querido hermano! ¡Era un hombre muy de bien; el fénix de los comerciantes; un mercader desinteresado; un mercader de buena fe; un mercader de aquellos que no se ven hoy!»

»Tratábamos con un hombre tan sencillo como crédulo, que, lejos de sospechar que le engañábamos, él mismo nos ayudaba a llevar adelante nuestro enredo. «Y bien—me preguntó—, ¿y por qué no viniste derechamente a apearte a mi casa? ¿A qué fin irte a meter en un mesón? Entre nosotros ya están de más los cumplimientos.» «Señor—respondió Morales, tomando la palabra por mí—, mi amo es algo ceremonioso; tiene ese defecto, y me disculpará que yo se lo afee; fuera de que en cierta manera es disculpable en no haberse atrevido a presentarse en vuestra casa en el traje en que le veis. Nos han robado en el camino, y los ladrones nos dejaron despojados de toda la ropa.» «Dice la verdad este mozo, señor de Miajadas—le interrumpí yo—; ése es el motivo por que no me fuí en derechura a vuestra casa. Tenía vergüenza de presentarme en tan pobre equipaje ante una señorita a quien jamás había visto, y para hacerlo con la decencia que era razón estaba esperando la vuelta de un criado que he despachado a Calatrava.» «¡No admito la excusa!—repuso el viejo—. Ese accidente no debió detenerte para servirte de mi casa, y desde aquí mismo quiero que vayas a ser dueño de ella.»

[155]

»Diciendo esto, él mismo me cogió de la mano para guiarme, y por el camino fuimos hablando del robo; y dije que todo ello me importaba un bledo y que sólo había sentido me quitasen el retrato de mi amada señorita Florentina. Respondióme el señor Jerónimo, sonriéndose, que presto me consolaría de esta pérdida, porque el original valía más que la copia. Con efecto, luego que llegamos a su casa hizo llamar a la hija, que sólo contaba diez y seis años y podía pasar por una persona perfecta. «Aquí tenéis—me dijo—a la persona que os prometió su tío, mi difunto hermano.» «¡Ah, señor!—exclamé yo entonces en aire de apasionado—. ¡No hay necesidad de decirme que es la amable señorita Florentina! ¡Sus hechiceras facciones están grabadas en mi memoria y mucho más en mi amante corazón! Si el retrato que perdí, y era sólo un bosquejo de sus más que humanas perfecciones, supo encender mil hogueras en mi enamorado pecho, ¡figuraos lo que ahora pasará dentro de mí teniendo a la vista el original!» «Señor—me dijo Florentina—, son demasiado lisonjeras vuestras expresiones y no soy tan vana que crea merecerlas.» «¡No hagas caso de lo que dice mi hija—le interrumpió su padre—y vé adelante con esos bellos cumplimientos!» Diciendo esto, me dejó solo con su hija, y asiendo de la mano a Morales, se fué a otro cuarto con él y le dijo: «¿Conque al fin os robaron toda vuestra ropa? Y con ella es cosa muy natural que también se llevasen todo vuestro dinero, que es por donde siempre empiezan.»[156] «Sí, señor—respondió mi camarada—. Asaltónos una cuadrilla de bandoleros junto a Castilblancov y no nos dejó mas que el vestido que traemos a cuestas; pero estamos esperando por momentos letras de cambio para equiparnos con la decencia que es razón.» «Entre tanto que vienen esas letras—replicó el anciano sacando un bolsillo y alargándoselo—, ahí van esos cien doblones, de que podréis disponer.» «¡Jesús, señor!—replicó Morales—. Perdóneme su merced, que yo no lo puedo recibir, porque estoy cierto que me regañará mi amo y quizá me despedirá. ¡Santo Dios! ¡Todavía no le conoce usted bien! Es delicadísimo en esta materia. Nunca fué de aquellos hijos de familia que están prontos a tomar de todas manos; no le gusta, a pesar de sus pocos años, contraer deudas, y antes pedirá limosna que tomar prestado ni un solo maravedí.» «¡Tanto mejor!—dijo el buen hombre—. ¡Ahora le estimo mucho más! Yo no puedo llevar con paciencia que los hijos de gente honrada contraigan deudas; eso se deja para los caballeros, los cuales están ya en antigua posesión de contraerlas. Por tanto, yo no quiero estrechar a tu amo, y si le desazona el que le ofrezcan dinero, no se hable más del asunto.» Diciendo esto, quiso volver a meter en la faltriquera el bolsillo; pero deteniéndole el brazo mi compañero, le dijo: «Tenga usted, señor, que ahora mismo me ocurre un pensamiento. Es cierto que mi amo tiene una grandísima repugnancia a tomar dinero ajeno, pero no desconfío de hacerle admitir vuestros cien doblones; todo quie[157]re maña. Una cosa es pedir dinero prestado a los extraños y otra es recibirle cuando voluntariamente se lo ofrece uno de la familia y sabe muy bien pedir dinero a su padre cuando lo ha menester. Es un mozo que, como usted ve, sabe distinguir de personas, y hoy considera a su merced como a su segundo padre.»

»Con estas y otras semejantes razones se dió por convencido el buen viejo, alargó el bolsillo a Morales y volvió a donde estábamos su hija y yo, haciéndonos cumplimientos, con lo que interrumpió nuestra conversación. Informó a su hija de lo muy obligado que me estaba, y sobre esto se desahogó en expresiones que me hicieron no dudar de su gran reconocimiento. No malogré tan favorable ocasión y le dije que la mayor prueba de agradecimiento que podía darme era el acelerar mi unión con su hija. Rindióse con el mayor agrado a mi impaciencia y me empeñó su palabra de que, a más tardar, dentro de tres días sería esposo de Florentina; y aun añadió que, en lugar de los seis mil ducados que había ofrecido por su dote, daría diez mil, para manifestarme lo agradecido que estaba al servicio que le había hecho.

»Estábamos Morales y yo bien regalados en casa del buen Jerónimo Miajadas, viviendo alegrísimos con la próxima esperanza de embolsarnos no menos que diez mil ducados y con ánimo resuelto de retirarnos prontamente de Mérida con ellos. Turbaba, sin embargo, algún tanto esta alegría el recelo de que dentro de aquellos tres días podía parecer[158] el verdadero hijo de Juan Vélez de la Membrilla y dar en tierra con nuestra soñada felicidad. El resultado acreditó que no era mal fundado nuestro temor.

»Llegó al día siguiente a casa del padre de Florentina una especie de aldeano que traía una maleta. No me hallaba yo en casa a la sazón, pero estaba en ella Morales. «Señor—dijo el hombre al buen viejo—, soy criado del caballero de Calatrava que ha de ser vuestro yerno; quiero decir, del señor Pedro de la Membrilla. Acabamos ahora de llegar los dos, y él estará aquí dentro de un momento; yo me he adelantado para avisárselo a su merced.» Apenas acabó de decir esto, cuando llegó su amo, lo que sorprendió mucho al viejo y turbó algo a Morales.

»Este señor novio, que era un mozo airoso y de los más bien formados, dirigió la palabra al padre de Florentina; pero el buen señor no le dejó acabar su salutación. Antes, volviéndose a mi compañero, le dijo: «Y bien, ¿qué quiere decir esto?» Entonces Morales, a quien ninguna persona del mundo aventajaba en descaro, tomando un aire desembarazado, respondió prontamente al viejo: «Señor, esto quiere decir que esos dos hombres son de la cuadrilla de los ladrones que nos robaron en el camino real. Conózcolos a entrambos bien, pero particularmente al que tiene atrevimiento para fingirse hijo del señor Juan Vélez de la Membrilla.» El viejo creyó sin dudar a Morales, y persuadido de que los dos forasteros eran unos bribones, les[159] dijo: «Señores, ustedes ya llegan muy tarde, porque hay quien se ha anticipado; el señor Pedro de la Membrilla está hospedado en mi casa desde ayer.» «¡Mire usted lo que dice!—le replicó el mozo de Calatrava—. ¡Sepa que le engañan y que tiene en su casa a un impostor! Mi padre, el señor Juan Vélez de la Membrilla, no tiene más hijo que yo.» «¡A otro perro con ese hueso!—respondió el viejo—. ¡Yo sé muy bien quién eres tú! ¿No conoces este mozo—señalando a Morales—, a cuyo amo robaste en el camino de Calatrava?» «¡Cómo robar!—repuso Pedro—. ¡A no estar en vuestra casa, le cortaría las orejas a ese desvergonzado, que tiene la insolencia de tratarme de ladrón! ¡Agradézcalo a vuestra presencia, cuyo respeto reprime mi justa ira! Señor—continuó él—, vuelvo a deciros que os engañan; yo soy el mozo a quien el señor Agustín, su hermano, prometió la hija de usted. ¿Quiere que le enseñe todas las cartas que él escribió a mi padre cuando se trataba este matrimonio? ¿Creerá usted al retrato de Florentina, que me envió él poco antes de su muerte?» «No—replicó el viejo—; el retrato no me hará más fuerza que las cartas. Estoy bien enterado del modo con que cayó en tus manos; y el consejo más caritativo que te puedo dar es que cuanto antes salgas de Mérida, para librarte del castigo que merecen tus semejantes.» «¡Eso es ya demasiado!—interrumpió el ultrajado mozo—. ¡No aguantaré jamás que me roben impunemente mi nombre, ni mucho menos que me hagan pasar por salteador de caminos! Conozco a[160] varios sujetos de esta ciudad; voy a buscarlos, y volveré con ellos a confundir la impostura que tan preocupado os tiene contra mí.» Dicho esto, se retiró con su criado, y Morales quedó triunfante. Esta misma aventura impelió a Jerónimo de Miajadas a determinar que se efectuase la boda con la mayor brevedad, a cuyo fin salió a hacer las diligencias.

»Aunque mi compañero estaba muy alegre viendo al padre de Florentina tan favorable a nuestro intento, con todo, no las tenía todas consigo. Temía las consecuencias de los pasos que juzgaba, con razón, no dejaría el señor Pedro de dar, y me esperaba con impaciencia para informarme de todo lo que pasaba. Encontréle sumamente pensativo, y le dije: «¿Qué tienes, amigo? Paréceme que tu imaginación está ocupada en grandes cosas.» «¡Y como que lo está!—me respondió; y al mismo tiempo me refirió todo lo que había pasado, añadiendo al fin—: Mira ahora si tenía fundamento para estar pensativo. Tu temeridad nos ha metido en estos atolladeros. No puedo negar que la empresa era famosa y te hubiera colmado de gloria como saliera bien; pero, según todas las señales, tendrá mal fin, y soy de parecer que antes que se descubra el enredo pongamos los pies en polvorosa, contentándonos con la pluma que hemos arrancado del ala de este buen pavo.» «Señor Morales—le repliqué—, no hay que apresurarnos; usted cede fácilmente a las dificultades y hace muy poco honor a don Matías del Cordel y a los demás caballeros de[161] la orden con quienes ha vivido en Toledo. Quien aprendió en la escuela de tan insignes maestros no debe entrar en cuidado con tanta facilidad. Yo, que quiero seguir las huellas de estos héroes y acreditar que soy digno discípulo de su escuela, hago frente a ese obstáculo que tanto te espanta y me obligo a desvanecerle.» «Si lo consigues—repuso mi camarada—, desde luego declararé que superas a todos los barones ilustres de Plutarco.»

»Al acabar de hablar Morales entró Jerónimo de Miajadas y me dijo: «Acabo de disponerlo todo para tu boda; esta noche serás ya yerno mío. Tu criado te habrá contado lo sucedido. ¿Qué me dices de la infamia de aquel bribón que me quería embocar que era hijo del corresponsal de mi hermano?» Estaba Morales cuidadoso de saber cómo saldría yo de este aprieto, y no quedó poco sorprendido de oírme cuando, mirando tristemente a Miajadas, le respondí con la mayor sinceridad: «Señor, de mí dependería manteneros en vuestro error y aprovecharme de él. Pero conozco que no he nacido para sostener una mentira, y así, quiero hablaros con toda verdad. Confieso que no soy hijo de Juan Vélez de la Membrilla.» «¡Qué es lo que oigo!—interrumpió precipitadamente el viejo entre colérico y sorprendido—. Pues qué, ¿no sois vos el mozo a quien mi hermano?...» «Sosiéguese usted, señor—le interrumpí yo también—, y ya que empecé una narración fiel y sincera, sírvase oírme con paciencia hasta concluirla. Ocho días ha que amo ciegamente a vuestra hija y su amor[162] es el que me ha detenido en Mérida. Ayer, después que acudí a vuestra defensa, pensaba pedírosla por esposa, pero me tapasteis la boca con decirme que estaba ya prometida a otro. Al mismo tiempo, me dijisteis que al morir vuestro hermano os había encargado eficazmente que la casaseis con Pedro de la Membrilla, que así se lo ofrecisteis y que, en fin, erais esclavo de vuestra palabra. Consternado de oíros, y reducido mi amor a la desesperación, me inspiró la estratagema de que me he valido. Os diré, sin embargo, que mil veces me he avergonzado en mi interior de esta cautela; pero me persuadí de que vos mismo me la perdonaríais luego que llegaseis a saber que soy un príncipe italiano que viajo incógnito. Mi padre es soberano de ciertos valles que están entre los suizos, el Milanés y la Saboya. Y aun me imaginaba que os sorprendería agradablemente cuando os revelase mi nacimiento, y desde entonces me recreaba en pensar el gozo que causaría a Florentina el saber, después de haberme desposado con ella, el fino y discreto chasco que le había dado. ¡El Cielo no quiere—proseguí, mudando de tono—que yo tenga tanto placer! Pareció el verdadero Pedro de la Membrilla; debo restituirle su nombre, cuésteme lo que me costare. Vuestra promesa os obliga a recibirle por yerno. Lo siento, sin poder quejarme, pues debéis preferirle a mí, sin reparar en mi alta clase ni en la cruel situación a que vais a reducirme. No quiero representaros que vuestro hermano no era mas que tío de Florentina y que vos sois su padre, que[163] parece más puesto en razón corresponder a la obligación que me tenéis que hacer punto en cumplir otra, la cual a la verdad os liga muy levemente.» «¿Qué duda tiene eso?—exclamó el buen Jerónimo de Miajadas—. ¡Es una cosa muy clara! Y así, estoy muy lejos de vacilar entre vos y Pedro de la Membrilla. Si viviera mi hermano Agustín, él mismo desaprobaría que prefiriese el tal Pedro a un hombre que me salvó la vida y que, además de eso, es un príncipe que quiere honrar mi familia con tan no merecida como nunca imaginada alianza. ¡Sería preciso que yo fuese enemigo de mi fortuna o hubiese perdido el juicio para que os negase mi hija y no solicitase todo lo posible la más pronta ejecución de este matrimonio!» «Con todo eso, señor—repliqué yo—, no quisiera que usted partiese con precipitación. No haga nada sin deliberarlo con madurez; atienda sólo a sus intereses y sin respeto a la nobleza de mi sangre...» «¡Os burláis de mí!—interrumpió Miajadas—. ¿Debo vacilar un momento? ¡No, príncipe mío, y os ruego que desde esta misma noche os dignéis honrar con vuestra mano a la dichosa Florentina!» «¡Enhorabuena!—le respondí—. Id vos mismo a darle esta noticia y a informarla de su venturosa suerte.»

»Mientras el buen hombre iba a dar parte a su hija de la conquista que había hecho su hermosura, no menos que de un gran príncipe, Morales, que había estado oyendo toda la conversación, se arrodilló de repente delante de mí y me dijo: «¡Señor príncipe italiano, hijo del soberano de los va[164]lles que están entre los suizos, el Milanés y la Saboya! ¡Permítame vuestra alteza que me arroje a sus pies para darle prueba de mi alegría y de mi pasmosa admiración! ¡A fe de bribón que eres un prodigio! Teníame yo por el mayor hombre del mundo; pero, hablando francamente, arrío bandera a vista de tu pabellón, sin embargo de que tienes menos experiencia que yo.» «Según eso—le respondí—, ¿ya no tienes miedo?» «¡Cierto que no!—replicó él—. No temo ya al señor Pedro. ¡Que venga ahora su merced cuando quisiere!» Y hétenos aquí a Morales y a mí más firmes en nuestros estribos. Comenzamos a discurrir sobre el camino que habíamos de tomar así que recibiésemos la dote, con la cual contábamos con más seguridad que si la tuviéramos ya en el bolsillo. Sin embargo, todavía no la habíamos pillado, y el fin de la aventura no correspondió muy bien a nuestra confianza.

»Poco tiempo después vimos venir al mocito de Calatrava. Acompañábanle dos vecinos y un alguacil, tan respetable por sus bigotes y su tez amulatada como por su empleo. Estaba con nosotros el padre de Florentina. «Señor Miajadas—le dijo el tal mozo—, aquí os traigo a estos tres hombres de bien, que me conocen y pueden decir quién soy.» «Sí por cierto—dijo el alguacil—; y declaro ante quien convenga cómo yo te conozco muy bien; te llamas Pedro y eres hijo único de Juan Vélez de la Membrilla. ¡Cualquiera que se atreva a decir lo contrario es un solemnísimo embustero!» «Señor alguacil—dijo entonces el buen Jerónimo Miajadas—,[165] yo le creo a usted; para mí es tan sagrado vuestro testimonio como el de los señores mercaderes que vienen en vuestra compañía. Estoy del todo convencido de que este caballerito que los ha conducido a mi casa es hijo del corresponsal de mi difunto hermano. Pero ¿qué me importa? He mudado de dictamen y ya no pienso darle mi hija.» «¡Oh, eso es otra cosa!—dijo el alguacil—. Yo sólo he venido a vuestra casa para aseguraros que conocía a este hombre. Por lo que toca a vuestra hija, vos sois su padre y ninguno os puede obligar a casarla contra vuestra voluntad!» «Tampoco pretendo yo—interrumpió Pedro—forzar la voluntad del señor Miajadas, que puede disponer de su hija como tenga por conveniente; pero desearía saber por qué razón ha variado de parecer. ¿Tiene algún motivo para quejarse de mí? ¡Ah, ya que pierdo la dulce esperanza de ser su yerno, quisiera tener el consuelo de saber que no la perdí por culpa mía!» «No tengo la menor queja de vos—respondió el viejo—; antes bien, os confesaré que siento verme obligado a faltar a mi palabra y os pido mil perdones. Vos sois tan generoso, que me persuado no llevaréis a mal que yo haya preferido a vos un pretendiente a quien debo la vida. Este es el caballero que veis aquí. Este señor—prosiguió, señalándome—es el que me salvó de un gran peligro, y para mayor disculpa mía debo añadir que es un príncipe italiano que, a pesar de la desigualdad de nuestra clase, se digna enlazar con Florentina, de la cual está enamorado.»

[166]

»Al oír esto, Pedro se quedó mudo y confuso, y los dos mercaderes, abriendo tanto ojo, quedaron como absortos; pero el alguacil, como acostumbrado a mirar las cosas por el mal lado, sospechó que detrás de aquella extraordinaria aventura se ocultaba algún enredo que le podía valer algunos cuartos. Empezó a mirarme con la más escrupulosa atención, y como mis facciones, que nunca había visto, ayudaban poco a su buena voluntad, se volvió a examinar a mi camarada con igual curiosidad. Por desgracia de mi alteza, conoció a Morales, y acordándose de haberle visto en la cárcel de Ciudad Real, «¡Ah! ¡Ah!—exclamó sin poderse contener—. ¡He aquí uno de nuestros parroquianos! ¡Me acuerdo de este caballero y os le doy por uno de los mayores bribones que calienta el sol de España en todos sus reinos y señoríos!» «¡Poco a poco, señor alguacil—dijo Jerónimo Miajadas—, que ese pobre mozo, de quien hacéis tan mal retrato, es un criado del señor príncipe!» «¡Sea en buen hora!—respondió—. ¡Eso me basta para saber lo que debo creer! ¡Por el criado saco yo lo que será el amo! ¡No me queda la menor duda de que estos dos señores son dos pícaros de marca que se han unido para burlarse de vos! Soy muy práctico en conocer esta casta de pájaros, y para haceros ver que son dos lindas ganzúas, en el mismo punto voy a llevarlos a la cárcel. ¡Quiero que se aboquen con el señor corregidor para que tengan con él una conversación reservada y sepan de la boca de su señoría que todavía se usan por acá penques y re[167]benques!» «¡Alto ahí, señor ministro!—replicó el viejo—. ¡No hay que llevar tan adelante el negocio! Los del hábito de usted no tienen reparo en mortificar a una persona honrada. ¿No podrá ser este criado un bribón sin que el amo lo sea? ¿Es por ventura cosa nueva ver bribones al servicio de los príncipes?» «¡Usted se chancea con sus príncipes!—repuso el alguacil—. Este mozo, vuelvo a decir, es un tunante, y así, desde ahora les intimo a los dos que se den presos al rey. Si rehusan ir voluntariamente a la cárcel, veinte hombres tengo a la puerta que los llevarán por fuerza. ¡Vamos, príncipe mío—me dijo en seguida—; vamos andando!»

»Al oír estas palabras quedé todo fuera de mí, y lo mismo sucedió a Morales; y nuestra turbación nos hizo sospechosos a Jerónimo Miajadas, o, por mejor decir, nos perdió enteramente en su concepto. Bien se persuadió de que habíamos querido engañarle, y con todo eso tomó en esta ocasión el partido que debe tomar una persona delicada. «Señor ministro—dijo al alguacil—, vuestras sospechas pueden ser falsas y también verdaderas; pero sean lo que fueren, no apuremos más la materia. Os suplico que no impidáis que estos caballeros salgan y se retiren a donde mejor les pareciere. Es una gracia que os pido para cumplir con la obligación que les debo.» «La mía—interrumpió el alguacil—sería llevarlos a la cárcel sin atención a vuestros ruegos. Sin embargo, por respeto vuestro, quiero dispensarme ahora del cumplimiento de mi de[168]ber, con la condición de que en este mismo momento han de salir de la ciudad. ¡Porque si mañana los veo en ella, les aseguro por quien soy que han de ver lo que les pasa!»

»Cuando Morales y yo oímos decir que estábamos libres, volvimos a respirar. Quisimos hablar con resolución y sostener que éramos hombres de honor; pero el alguacil, con una mirada de soslayo, nos impuso silencio. No sé por qué esta gente tiene ascendiente sobre nosotros. Vímonos, pues, precisados a ceder Florentina y la dote a Pedro de la Membrilla, que verosímilmente pasó a ser yerno de Jerónimo de Miajadas.

»Retiréme con mi camarada y tomamos el camino de Trujillo, con el consuelo de haber a lo menos ganado cien doblones en esta aventura. Una hora antes de anochecer pasábamos por una aldea, con ánimo de ir a hacer noche más adelante, y vimos en ella un mesón de bastante buena apariencia para aquel lugar. Estaban el mesonero y la mesonera sentados a la puerta, en un poyo. El mesonero, hombre alto, seco y ya entrado en días, estaba rascando una guitarra para divertir a su mujer, que mostraba oírle con gusto. Viendo el mesonero que pasábamos de largo, «¡Señores—nos gritó—, aconsejo a ustedes que hagan alto en este lugar! Hay tres leguas mortales a la primera posada, y créanme que no lo pasarán tan bien como aquí. ¡Entren ustedes en mi casa, que serán bien tratados y por poco dinero!» Dejámonos persuadir. Acercámonos más al mesonero y a la mesonera,[169] saludámoslos, y habiéndonos sentado junto a ellos, nos pusimos todos cuatro a hablar de cosas indiferentes. El mesonero decía que era cuadrillero de la Santa Hermandad, y la mesonera tenía pinta de ser una buena pieza que sabía vender bien sus agujetas.

»Interrumpió nuestra conversación la llegada de doce o quince hombres, montados unos en caballos y otros en mulas, seguidos de como unos treinta machos de carga. «¡Oh cuántos huéspedes!—exclamó el mesonero—. ¿Dónde podré yo alojar a tanta gente?» En un instante se vió la aldea llena de hombres y de caballerías. Había, por fortuna, una espaciosa granja cerca del mesón, en la que se acomodaron los machos y cargas, y las mulas y caballos se repartieron en varias caballerizas del mesón y del lugar. Los hombres pensaron menos en dónde habían de dormir que en mandar disponer una buena cena, la que se ocuparon en hacer el mesonero, la mesonera y una criada, dando fin de todas las aves del corral. Con esto, y un guisado de conejo y de gato y una abundante sopa de coles, hecha con carnero, hubo para toda la comitiva.

»Morales y yo mirábamos a aquellos caballeros, los cuales también nos miraban a nosotros de cuando en cuando. En fin, trabamos conversación y les dijimos que si lo tenían a bien cenaríamos en compañía; y habiéndonos respondido que tendrían en ello particular gusto, nos sentamos todos juntos a la mesa. Entre ellos había uno que parecía man[170]daba a los demás, y aunque éstos le trataban con bastante familiaridad, sin embargo, se conocía que le miraban con algún respeto. Lo cierto es que ocupaba siempre el lugar más distinguido, que hablaba alto, que algunas veces contradecía a los otros sin reparo y que, lejos de hacer lo mismo con él, más bien parecía que todos se adherían a su dictamen. La conversación recayó casualmente sobre Andalucía, y como Morales comenzase a alabar mucho a Sevilla, el hombre de quien voy hablando le dijo: «Caballero, usted hace el elogio de la ciudad donde yo nací, o a lo menos muy cerca de ella, porque mi madre me dió a luz en el arrabal de Mairena.» «En el mismo me parió la mía—respondió Morales—, y no es posible que yo deje de conocer a los parientes de usted, conociendo desde el alcalde hasta la última persona del arrabal. ¿Quién fué su señor padre?» «Un honrado escribano—respondió el caballero—llamado Martín Morales.» «¡Martín Morales!—exclamó mi compañero, no menos alegre que sorprendido—. ¡A fe mía que la aventura es bien extraña! Según eso, sois mi hermano mayor, Manuel Morales.» «Justamente—respondió el otro—, y, por consiguiente, tú eres mi hermanico Luis, a quien dejé en la cuna cuando salí de la casa paterna.» «Ese es mi nombre», replicó mi camarada; y dicho esto, se levantaron los dos de la mesa y se dieron mil abrazos. Volviéndose después el señor Manuel a todos los que estábamos presentes, dijo: «Señores, este suceso tiene algo de maravilloso. La casualidad dis[171]pone que encuentre y reconozca a un hermano a quien ha por lo menos más de veinte años que no he visto; dadme licencia para que os lo presente.» Entonces todos los caballeros, que por cortesía estaban en pie, saludaron al hermano menor de Morales y le dieron repetidos abrazos. Después de esto, nos volvimos a la mesa, la que no dejamos en toda la noche. Los dos hermanos se sentaron uno junto a otro y estuvieron hablando en voz baja de las cosas de su familia, mientras los demás convidados bebíamos y nos alegrábamos.

»Tuvo Luis una larga conversación con su hermano Manuel, y concluída, me llamó aparte y me dijo: «Todos estos caballeros son criados del conde de Montaños, a quien el rey acaba de nombrar virrey de Mallorca. Conducen el equipaje de su amo a Alicante, donde deben embarcarse. Mi hermano, que es el mayordomo de Su Excelencia, me ha propuesto llevarme consigo, y a vista de la repugnancia que le mostré de dejar tu compañía, me dijo que si tú quieres venir con nosotros te facilitará un buen empleo. Caro amigo—continuó él—, te aconsejo que no desprecies este partido. Vamos juntos a Mallorca; si allí lo pasamos bien, nos quedaremos, y si no nos tuviere cuenta nos volveremos a España.»

»Admití con gusto la propuesta; incorporámonos el joven Morales y yo con la familia del conde y partimos del mesón antes del amanecer del día siguiente. Pusímonos en camino para Alicante, yendo a largas jornadas. Luego que llegamos, compré[172] una guitarra y me mandé hacer un vestido decente antes de embarcarme. Ya no pensaba yo sino en la isla de Mallorca, y lo mismo sucedía a mi camarada Morales. Parecía que ambos habíamos renunciado para siempre a la vida bribona. Es preciso decir la verdad: uno y otro queríamos acreditarnos de hombres de bien entre aquellos caballeros, y este respeto nos contenía. En fin, nos embarcamos alegremente, lisonjeándonos con la esperanza de llegar presto a Mallorca; pero no bien habíamos salido del golfo de Alicante, cuando nos cogió una furiosa borrasca. ¡Qué ocasión tan buena era ésta para hacer ahora una bellísima descripción de la tempestad, pintándoos el aire todo inflamado, la viva luz de los relámpagos, el estampido de los truenos, la rápida caída de los rayos, el silbido de los vientos y la hinchazón de las olas, etc.! Pero dejando a un lado todas las flores retóricas, os diré sencillamente que fué tan recia la tormenta, que nos obligó a ancorar en la punta de la Cabrera, que es una isla desierta, defendida con un fortín, cuya guarnición consistía entonces en cinco o seis soldados y un oficial, que nos recibió con mucho agasajo.

»Como nos veíamos precisados a detenernos allí muchos días para componer nuestro velamen, procuramos pasar el tiempo en diferentes diversiones para evitar el fastidio. Siguiendo cada uno su inclinación, unos jugaban a los naipes; otros, a la pelota, etc.; yo me iba a pasear por la isla con otros compañeros amantes del paseo. Saltábamos de pe[173]ñasco en peñasco, porque el terreno es desigual y tan pedregoso que apenas se descubría en él un palmo de tierra. Un día que considerando aquellos lugares áridos y secos estábamos admirando los caprichos de la Naturaleza, que es fecunda o estéril donde le da la gana, sentimos todos de repente un olor muy grato que nos dejó sorprendidos. Lo quedamos mucho más cuando volviéndonos hacia el Oriente, de donde venía aquella fragancia, vimos un campo todo cubierto de madreselva, más hermosa y odorífera que la de Andalucía. Acercámonos gustosos a aquellos bellísimos arbustos, que perfumaban el aire circunvecino, y hallamos que cercaban la entrada de una caverna muy profunda. Era ésta ancha y poco sombría; bajamos a ella por una escalera o caracol de piedra adornado de flores que primorosamente guarnecían sus lados. Cuando estuvimos abajo, vimos serpentear, sobre un suelo de arena más roja que el oro, varios arroyuelos, formados de las gotas que destilaban continuamente los peñascos y se perdían en la misma arena. Pareciónos tan clara y cristalina el agua, que nos dió gana de beberla, y la hallamos tan fresca y delgada, que resolvimos volver a este lugar al día siguiente, llevando con nosotros algunas botellas de vino, persuadidos de que lo beberíamos allí con gusto.

»Dejamos con sentimiento un sitio tan delicioso, y cuando nos restituímos al fuerte ponderamos a nuestros camaradas la noticia de tan feliz descubrimiento; pero el comandante del fuerte nos dijo[174] que nos advertía en amistad que por ningún caso volviésemos a la cueva de que tan enamorados habíamos quedado. «¿Y eso por qué?—le pregunté yo—. ¿Hay por ventura algo que temer?» «Y mucho—me respondió—. Los corsarios de Argel y de Trípoli vienen algunas veces a esta isla y hacen aguada en ese paraje, y uno de estos días sorprendieron en él a dos soldados y los llevaron esclavos.» Por más seriedad con que nos lo decía el oficial, no le quisimos creer. Parecíanos que se zumbaba, y al día siguiente volví yo a la caverna con tres caballeros de la comitiva, y de intento no quisimos llevar armas de fuego, para mostrar que no teníamos el más mínimo temor. Morales no quiso venir con nosotros y se quedó jugando con su hermano y otros del castillo.

»Bajamos al hondo de la cueva como el día anterior y pusimos a refrescar las botellas de vino en uno de los arroyuelos. A lo mejor que estábamos bebiendo, tocando la guitarra y divirtiéndonos con mucha algazara y alegría, vimos a la boca de la caverna muchos hombres con bigotes, turbantes y vestidos a la turca. Juzgamos al pronto que eran algunos del navío, que juntamente con el comandante se habían disfrazado para chasquearnos. Creídos de esto nos echamos a reír y dejamos bajar hasta diez de ellos sin pensar en defendernos; pero presto quedamos tristemente desengañados viendo ser un pirata que venía con su gente a esclavizarnos. «¡Rendíos, perros—nos dijo en lengua castellana—, o aquí moriréis todos!» Al[175] mismo tiempo nos pusieron al pecho las carabinas los que con él venían y que a la menor resistencia las hubieran disparado. Preferimos la esclavitud a la muerte y entregamos las espadas al pirata. Nos hizo cargar de cadenas, nos llevaron a su buque, que no estaba muy distante, levaron anclas, hiciéronse a la vela y singlaron hacia Argel.

»De este modo fuimos justamente castigados del poco aprecio que hicimos del aviso del comandante del fuerte. La primera cosa que hizo el corsario fué registrarnos y quitarnos cuanto dinero llevábamos. ¡Gran golpe de mano para él! Los doscientos doblones del mercader de Plasencia, los ciento que Jerónimo Miajadas había dado a Morales, y que por desgracia llevaba yo conmigo, todo lo arrebañó sin misericordia. Los bolsillos de mis camaradas tampoco estaban mal provistos. En suma, el pirata hizo una buena pesca, de lo que estaba muy contento; y el grandísimo bergante, no bastándole haberse apoderado de todo nuestro dinero, comenzó a insultarnos con bufonadas, que no eran mucho menos sensibles que la dura necesidad de aguantarlas. Después de mil impertinentes truhanadas, y para mofarse de nosotros de otro modo, mandó traer las botellas que habíamos puesto a refrescar y comenzó a vaciarlas todas, ayudándole sus gentes y repitiendo a nuestra salud muchos brindis por irrisión.

»Durante este tiempo mis camaradas mostraban un semblante que daba a entender lo que interiormente pasaba en ellos. Se les hacía tanto más do[176]loroso el cautiverio cuanto más alegre era la idea de ir a la isla de Mallorca. Por lo que a mí toca, tuve valor para tomar desde luego mi determinación, y menos apesadumbrado que los otros, no sólo trabé conversación con nuestro capitán mofador, sino que le ayudé yo mismo a llevar adelante la zumba, cosa que le cayó muy en gracia. «Oye, mozo—me dijo—, me gusta tu buen humor y tu genio; y si bien se considera, en vez de gemir y suspirar, lo mejor es armarse de paciencia y acomodarse con el tiempo. Tócanos una buena tocata—añadió, viendo que yo llevaba una guitarra—; veamos a lo que llega tu habilidad.» Mandó que me desatasen los brazos, y al punto comencé a tocar, de tal modo que merecí sus aplausos; bien es verdad que yo no manejaba mal este instrumento. También me hizo cantar, y no quedó menos satisfecho de mi voz; todos los turcos que había en el bajel mostraron con gestos de admiración el placer con que me habían oído, por lo que conocí que en materia de música no carecían de gusto. El pirata se arrimó a mí y me dijo al oído que sería un esclavo afortunado y que podía estar cierto de que mis talentos me proporcionarían un destino que haría muy llevadera la esclavitud.

»Estas palabras me consolaron algo; pero, por más halagüeñas que fuesen, no dejaba de inquietarme el empleo que el pirata me había pronosticado y temía que no fuese de mi aceptación. Al llegar al puerto de Argel vimos una multitud de[177] personas que había acudido para vernos, y sin que aún hubiésemos saltado en tierra hicieron resonar el aire con mil gritos de alegría y alborozo. Acompañaba a éstos un confuso rumor de trompetas, flautas moriscas y otros instrumentos del uso de aquella gente y que causaban un estruendo desentonado más que una música apacible. Aquella extraordinaria algazara nacía de la falsa noticia que se había esparcido por la ciudad de que el renegado Mahometo—que así se llamaba nuestro pirata—había muerto peleando con una gruesa embarcación genovesa, y todos sus parientes y amigos, informados de su regreso, acudían a darle muestras de su regocijo.

»Luego que desembarcamos, a mí y a mis compañeros nos llevaron al palacio del bajá Solimán, donde un escribano cristiano nos examinó a cada uno en particular, preguntándonos el nombre, edad, patria, religión y habilidad. Entonces Mahometo, mostrándome al bajá, le ponderó mi voz y mi destreza en tocar la guitarra. No hubo menester más Solimán para determinarse a tomarme a su servicio, y desde aquel punto quedé reservado para su serrallo, adonde me condujeron para instalarme en el empleo que me estaba destinado. Los demás cautivos fueron llevados a la plaza mayor y vendidos según costumbre. Verificóse lo que Mahometo me había pronosticado en el bajel, porque, ciertamente, fuí muy afortunado. No me entregaron a las guardias de las mazmorras ni me destinaron a trabajar en las obras públicas; antes bien, man[178]dó Solimán, por aprecio particular, que me agregasen en cierto sitio privado a cinco o seis esclavos de distinción, cuyo rescate se esperaba presto y a quienes no se empleaba sino en trabajos ligeros, y se me encargó el cuidado de regar en los jardines las flores y los naranjos. No podía tener yo una ocupación más suave, y por eso di gracias a mi estrella, presintiendo, sin saber por qué, que no sería desgraciado al servicio de Solimán.

»Este bajá—porque es necesario que haga su retrato—era un hombre de cuarenta años, bien plantado, muy atento, y aun muy galán para turco. Tenía por favorita una cachemiriana que por su talento y hermosura se había hecho dueña de él. Idolatraba en ella y no pasaba día en que no la festejase con alguna diversión nueva; unas veces era un concierto de voces y de instrumentos; otras, una comedia a la turca, es decir, unos dramas en los cuales no se tenía más respeto al pudor y al decoro que a las reglas de Aristóteles. La favorita, que se llamaba Farrukhnaz, era apasionadísima a semejantes espectáculos, y aun algunas veces mandaba a sus criadas representar piezas árabes en presencia del bajá. Ella misma solía también hacer su papel, y lo ejecutaba con tal viveza y tanta gracia, que hechizaba a todos los espectadores. Un día en que yo asistí a una de estas funciones mezclado entre los músicos me mandó Solimán que en un intermedio cantase y tocase solo la guitarra. Hícelo así, y tuve la fortuna de darle tanto gusto, que no sólo me aplaudió con palma[179]das, sino de viva voz, y la favorita, a lo que me pareció, me miró con ojos favorables.

»El día siguiente por la mañana, estando yo regando los naranjos en los jardines, pasó junto a mí un eunuco que, sin detenerse ni hablar palabra, dejó caer a mis pies un billete. Recogíle prontamente, con una turbación mezclada de alegría y de temor; echéme a la larga en el suelo, por que no me viesen desde las ventanas del serrallo, y ocultándome detrás de los naranjos le abrí presuroso. Hallé dentro de él un preciosísimo brillante y escritas en buen castellano estas palabras: «Joven cristiano, da mil gracias al Cielo por tu esclavitud. El amor y la fortuna la harán feliz; el amor, si te muestras sensible a los atractivos de una persona hermosa; y la fortuna, si tienes valor para arrostrar todo género de peligros.»

»No dudé ni un solo momento que el billete era de la sultana favorita; el brillante y el estilo me lo persuadían. Además de que nunca fuí cobarde, la vanidad de verme favorecido de la dama de un gran príncipe, y sobre todo la esperanza de conseguir de ella cuatro veces más dinero del que me era menester para mi rescate, me determinaron a tentar esta nueva aventura, a costa de cualquier riesgo. Proseguí, pues, en mi ocupación, pensando siempre en el modo que podría tener para introducirme en el cuarto de Farrukhnaz, o, por mejor decir, en los arbitrios que ella discurriría para abrirme este camino, pareciéndome, y con fundamento, que no se contentaría con lo hecho y que[180] ella misma se adelantaría a librarme de este cuidado. Con efecto, no me engañé; de allí a una hora volvió a pasar junto a mí el mismo eunuco de antes y me dijo: «Cristiano, ¿has hecho tus reflexiones? ¿Tendrás valor para seguirme?» Respondíle que sí. «Pues bien—añadió él—, el Cielo te guarde. Mañana por la mañana te volveré a ver; está dispuesto para dejarte conducir.» Y dicho esto, se retiró. Efectivamente, al día siguiente, a cosa de las ocho de la mañana, se dejó ver y me hizo señal de que le siguiese. Obedecí, y me condujo a una sala donde había un gran rollo de lienzo pintado, que acababan de traer él y otro eunuco para llevarlo a la cámara de la sultana y había de servir para la decoración de una comedia árabe que ella tenía dispuesta para divertir al bajá.

»Los dos eunucos, viéndome dispuesto a hacer todo lo que quisiesen, no perdieron tiempo. Desarrollaron el telón, hiciéronme tender a la larga en medio de él y lo arrollaron otra vez, volviéndome y revolviéndome dentro del mismo con peligro de sofocarme. Cogiéronlo cada uno de un extremo, y de esta manera me introdujeron sin riesgo en el cuarto donde dormía la bella cachemiriana. Estaba sola con una esclava vieja enteramente dedicada a darle gusto. Desenvolvieron ambas el telón, y Farrukhnaz, luego que me vió, mostró una alegría que manifestaba bien el carácter de las mujeres de su país. En medio de mi natural intrepidez, confieso que, cuando me vi de repente transportado al cuarto secreto de las mujeres, sentí cierto[181] terror. Conociólo muy bien la favorita, y para disiparlo me dijo: «No temas, cristiano, porque Solimán acaba de marchar a su casa de recreo, donde se detendrá todo el día, y nosotros hablaremos aquí libremente.»

»Animáronme estas palabras y me hicieron cobrar un espíritu y seguridad que acrecentó el contento de mi patrona. «Esclavo—me dijo—, tu persona me ha agradado y quiero hacerte más suave el rigor de la esclavitud. Te considero muy digno de la inclinación que te he tomado. Aunque te veo en el traje de esclavo, descubro en tus modales un aire noble y galán que me obliga a creer no eres persona común. Háblame con toda confianza y díme quién eres. Sé muy bien que los esclavos bien nacidos ocultan su condición para que les cueste menos el rescate, pero conmigo no debes gastar ese disimulo, y aun me ofendería mucho semejante precaución, pues que te prometo tu libertad. Sé, pues, sincero, y confiésame que no te criaste en pobres pañales.» «Con efecto, señora—le respondí—, correspondería ruinmente a vuestra generosa bondad si usara con vos de artificio. Ya que tenéis empeño en que os descubra quién soy, voy a obedeceros. Soy hijo de un grande de España.» Quizá decía en esto la verdad; por lo menos la sultana así lo creyó, y dándose a sí misma el parabién de haber puesto los ojos en un hombre ilustre, me aseguró que haría todo lo posible para que los dos nos viésemos a solas con frecuencia. Tuvimos una larga conversación. En mi vida he tratado con[182] mujer de mayor talento y atractivo. Sabía muchas lenguas, y sobre todo la castellana, que hablaba medianamente. Cuando le pareció que era tiempo de separarnos, me hizo meter en un gran cestón de juncos, cubierto con un repostero de seda trabajado por su misma mano, y llamando a los mismos eunucos que me habían introducido les entregó aquella carga, como un regalo que ella enviaba al bajá, lo que es tan sagrado entre los que hacen la guardia al cuarto de las mujeres que ninguno tiene la osadía de mirarlo.

»Hallamos Farrukhnaz y yo otros varios arbitrios para hablarnos, y la amable sultana poco a poco me fué inspirando tanto amor hacia ella como ella me lo tenía a mí. Dos meses estuvieron ocultas nuestras amorosas visitas, sin embargo de ser cosa muy difícil que en un serrallo se escapen por largo tiempo a los ojos de tantos Argos; pero un contratiempo desconcertó nuestras medidas y mudó enteramente de aspecto mi fortuna. Un día en que entré en el cuarto de la sultana metido dentro de un dragón artificial que se había hecho para un espectáculo, cuando estaba yo hablando con ella, creído de que Solimán se hallaba aún fuera, entró éste tan de repente en el cuarto de su favorita, que la esclava no tuvo tiempo de avisarnos, y mucho menos yo para ocultarme, y así, fuí el primero que se ofreció a los ojos del bajá.

»Mostróse sumamente admirado de verme en aquel sitio; y sucediendo en un momento la ira a la admiración, arrojaban fuego sus ojos, despidiendo[183] llamas de indignación y furor. Consideré entonces que era llegada la última hora de mi vida y me imaginaba ya en medio de los más crueles tormentos. Por lo que toca a Farrukhnaz, conocí que también estaba sobresaltada; pero en vez de confesar su delito y pedir perdón de él, dijo a Solimán: «Señor, suplícoos no me condenéis antes de oírme. Confieso que todas las apariencias me condenan y me representan infiel y traidora a vos, y, por consiguiente, merecedora de los más horrorosos castigos. Yo misma hice venir a mi cuarto a este cautivo, y para introducirle en él me valí de los mismos artificios que pudiera usar si estuviera ciegamente enamorada de su persona. Sin embargo de eso, a pesar de todas estas exterioridades, pongo por testigo al gran Profeta de que no os he sido desleal. Quise hablar con este esclavo cristiano para persuadirle a que dejase su secta y abrazase la de los verdaderos creyentes. Al principio, encontré en él la resistencia que aguardaba; mas al fin he desvanecido sus preocupaciones, y en este punto me estaba dando palabra de que se hará mahometano.»

»Confieso que era obligación mía desmentir a la favorita, sin respeto alguno al peligro en que me hallaba; pero turbada la razón en aquel lance y acobardado el espíritu a vista del riesgo que corría mi vida y la de una dama a quien amaba, me quedé confuso y cortado. No tuve valor para articular una palabra; y persuadido Solimán por mi silencio de que era verdad cuanto había dicho la[184] sultana, depuso su ira y le dijo: «Quiero creer que no me has ofendido y que el celo de hacer una cosa que fuese grata al Profeta te movió a arriesgarte a una acción tan delicada. Por eso te disculpo tu imprudencia, con tal que el esclavo tome el turbante en este mismo punto.» Inmediatamente hizo venir a su presencia un morabito. Vistiéronme a la turca, y yo les dejé hacer cuanto quisieron sin la menor resistencia, o, por mejor decir, ni yo mismo sabía lo que me hacían en aquella turbación de todas mis potencias. ¡Cuántos cristianos hubieran sido tan cobardes como yo en esta ocasión!

»Concluída la ceremonia, salí del serrallo, con el nombre de Sidy Haly, a tomar posesión de un empleo de poca monta a que Solimán me destinó. No volví a ver a la sultana, pero uno de sus eunucos vino a buscarme cierto día y de su parte me entregó una porción de piedras preciosas, estimadas en dos mil sultaninos de oro, y juntamente un billete, en que me aseguraba que jamás olvidaría la generosa complacencia con que me había hecho mahometano por salvarle la vida. Con efecto, además de los regalos que había recibido de la bella Farrukhnaz, conseguí por su mediación otro empleo de más importancia que el primero, de manera que en menos de seis a siete años me hallé el renegado más rico de todo Argel.

»Ya habrán conocido ustedes que si yo concurría a las oraciones que hacían los musulmanes en sus mezquitas y practicaba las demás ceremonias de su ley, era todo una mera ficción. Por lo demás,[185] estaba firmemente resuelto a volver a entrar en el seno de la Iglesia, para lo que pensaba retirarme algún día a España o Italia con las riquezas que hubiese juntado. Mientras tanto, vivía muy alegremente. Estaba alojado en una hermosa casa, tenía jardines magníficos, multitud de esclavos y un serrallo bien abastecido de mujeres bonitas. Aunque el uso del vino está prohibido en aquella tierra a los mahometanos, sin embargo, pocos moros dejan de beberlo secretamente. Yo, por lo menos, lo bebía sin escrúpulo, como lo hacen todos los renegados.

»Acuérdome que me acompañaban comúnmente en mis borracheras un par de camaradas, con quienes muchas veces pasaba toda la noche con las botellas sobre la mesa. Uno era judío y el otro árabe. Teníalos por hombres de bien, y en esta confianza vivía con ellos sin reserva. Convidélos una noche a cenar, y aquel día se me había muerto un perro que yo quería mucho. Lavamos el cuerpo y lo enterramos con todas las ceremonias que acostumbran los musulmanes en el funeral de sus difuntos. No lo hicimos, ciertamente, por burlarnos de la religión de Mahoma, sino sólo por divertirnos y satisfacer el capricho que tuve, estando medio tomado de vino, de celebrar las exequias de mi amado animalillo.

»Sin embargo, faltó poco para que esta inconsiderada acción me perdiese enteramente. El día siguiente se presentó en mi casa un hombre, que me dijo: «Señor Sidy Haly, vengo a buscar a usted[186] para cierto asunto de importancia. El señor cadí tiene precisión de hablarle; sírvase tomar el trabajo de llegarse a su casa inmediatamente.» «Decidme, os suplico—le pregunté—, qué es lo que me quiere.» «El mismo os lo dirá—respondió el moro—; todo lo que puedo deciros es que un mercader que ayer cenó con usted le ha dado parte de no sé qué impía o irreligiosa acción que se ejecutó en vuestra casa con motivo de enterrar un perro. Yo os notifico de oficio que comparezcáis hoy mismo ante el juez, con apercibimiento de que no cumpliéndose así se procederá criminalmente contra vuestra persona.» Dijo, y sin aguardar respuesta me volvió la espalda, dejándome atónito con su apercibimiento. No tenía el árabe la más mínima razón para estar quejoso de mí ni yo podía comprender por qué me había jugado una pieza tan ruin. Sin embargo, la cosa era muy digna de atención. Yo tenía bien conocido al cadí por hombre severo en la apariencia, pero en el fondo poco escrupuloso y muy avaro. Metí en el bolsillo doscientos sultaninos de oro y fuí derecho a presentarme a él. Hízome entrar en su despacho y luego me dijo en tono colérico y furioso: «¡Sois un impío, un sacrílego, un hombre abominable! ¡Habéis dado sepultura a un perro como si fuera un musulmán! ¡Qué sacrilegio! ¡Qué profanación! ¿Es éste el respeto que profesáis a las más venerables ceremonias de nuestra santa ley? ¿Os hicisteis mahometano únicamente para burlaros de las ceremonias más sagradas de nuestro Alcorán?» «Señor cadí—le res[187]pondí—, el árabe que vino a haceros una relación tan alterada o tan malignamente desfigurada, aquel amigo traidor fué cómplice en mi delito, si por tal se debe reputar haber dado sepultura a un doméstico fiel, a un inocente animal que tenía mil bellas cualidades. Amaba tanto a las personas de mérito y distinción, que hasta en su muerte quiso dejarles testimonios irrefragables de su estimación y afecto. En su testamento, en el que me nombró por único albacea, repartió entre ellas sus bienes, legando a unas veinte escudos, a otras treinta, etc.; y es tanta verdad lo que digo, que tampoco se olvidó de vos, pues me dejó muy encargado que os entregase los doscientos sultaninos de oro que hallaréis en este bolsillo.» Y dicho esto, le alargué el que llevaba prevenido. Perdió el cadí toda su gravedad cuando me oyó decir esto, sin poder contener la risa, y como estábamos solos, tomó francamente el bolsillo y me despidió, diciendo: «¡Id en paz, Sidy Haly! ¡Hicisteis cuerdamente en haber enterrado con pompa y con honor a un perro que hacía tanto aprecio de los sujetos de mérito!»

»Salí por este medio de aquel pantano; y si el lance no me hizo más cuerdo, a lo menos me enseñó a ser más circunspecto. No volví a tratar con el árabe ni con el judío, y escogí para mi camarada de botellas a un caballero de Liorna, que era esclavo mío, llamado Azarini. No era yo como aquellos renegados que tratan a los cautivos cristianos peor que a los mismos turcos. Los míos no se impacientaban aunque se les retardase el rescate. Tra[188]tábalos con tanta benignidad, que muchas veces me decían les costaba más suspiros el miedo de pasar a servir a otro amo que el deseo de conseguir la libertad, sin embargo de ser ésta tan dulce y tan apetecible a todos los que gimen en cautiverio.

»Volvieron un día los jabeques de Solimán cargados de presa, y en ella cien esclavos de uno y otro sexo, apresados todos en las costas de España. Reservó Solimán para sí un cortísimo número y los demás fueron puestos a la venta. Fuí a la plaza donde ésta se celebraba y compré una muchacha española de diez a doce años. Lloraba la pobrecita amargamente y se desesperaba. Admirado yo de verla afligirse así en tan tierna edad, me llegué a ella, y le dije en lengua castellana que no se apesadumbrase tanto, asegurándole que había caído en manos de un amo que, aunque llevaba turbante, era de corazón humano. La joven, poseída enteramente de su dolor, ni siquiera atendía a mis palabras. Gemía, suspiraba y se deshacía en lágrimas inconsolables, prorrumpiendo de cuando en cuando en esta exclamación: «¡Ay, madre mía, y por qué me habrán separado de ti! ¡Todo lo llevaría en paciencia como estuviéramos juntas!» Mientras decía estas palabras, tenía puestos los ojos en una mujer de cuarenta y cinco a cincuenta años, distante pocos pasos, la cual, muy modesta, silenciosa y con los ojos bajos, estaba esperando a que alguno la comprase. Preguntéle si era su madre aquella mujer a quien miraba. «Sí, señor—me[189] respondió con tierno sentimiento—. ¡Por amor de Dios, haga su merced que jamás me separen de ella!» «Bien está, hija mía—le dije—. Si para tu consuelo no deseas mas que el estar juntas las dos, presto quedarás contenta y consolada.» Al mismo tiempo me acerqué a la madre para comprarla; pero no bien la miré con un poco de cuidado, cuando reconocí en ella, con la conmoción que podéis imaginar, todas las facciones y demás señales de Lucinda. «¡Cielos!—exclamé dentro de mí mismo—. ¿Qué es lo que veo? ¡Esta es mi madre; no puedo dudarlo!» Pero ella, o ya fuese porque el vivo dolor del estado en que se hallaba no le dejaba ver otra cosa mas que enemigos en todos los objetos que se le presentaban, o ya fuese porque el traje mahometano me hacía parecer otro, o bien que en el espacio de doce años que no me había visto me hubiese desfigurado, el hecho es que realmente ella no me conoció. En fin, yo la compré y me la llevé a mi casa.

»No quise dilatarle el gusto de que me conociese. «Señora—le dije—, ¿es posible que no os acordéis de haber visto nunca esta cara? Pues qué, ¿unos bigotes y un turbante me desfiguran de suerte que os impidan conocer a vuestro hijo Rafael»? Volvió en sí al oír estas palabras; miróme, remiróme, reconocióme, y arrojándose a mí con los brazos abiertos nos estrechamos tiernamente. Con igual ternura abracé después a su querida hija, la cual estaba tan ignorante de que tenía un hermano como yo ajeno de tener una hermana. «Confesad—dije[190] entonces a mi madre—que en todas vuestras comedias no habéis tenido un encuentro y reconocimiento tan positivo como éste.» «Hijo—me respondió suspirando—, grandísima alegría he tenido en volverte a ver; pero esta alegría está mezclada con un amarguísimo pesar. ¡Dios mío! ¡En qué estado he tenido la desgracia de encontrarte! Mi esclavitud me sería mil veces menos sensible que ese traje odioso...» «A fe, madre—le respondí sonriéndome—, que me admiro de vuestra delicadeza; por cierto que no es muy propia de una comedianta. A la verdad, señora, que sois muy otra de la que erais si este mi disfraz os ha dado tanto enojo. En lugar de enojaros contra mi turbante, miradme como a un cómico que representa el papel de un turco en el teatro. Aunque renegado, soy tan musulmán como lo era en España, y en la realidad permanezco siempre en mi religión. Cuando sepáis todas las aventuras que me han acontecido en este país me disculparéis. El amor fué la causa de mi delito. Sacrifiqué a esta deidad. En esto me parezco algo a vos; fuera de que hay aún otra razón que debe templar vuestro dolor de verme en la situación en que me veis. Temíais experimentar en Argel una dura esclavitud y habéis hallado en vuestro amo un hijo tierno, respetuoso y bastante rico para que viváis con regalo y con quietud en esta ciudad hasta que se nos proporcione ocasión oportuna para que todos podamos seguramente volver a España. Reconoced ahora la verdad de aquel proverbio que dice: No hay mal que por bien no venga.» «Hijo[191] mío—me dijo Lucinda—, una vez que estás resuelto a restituirte a tu patria y abjurar el mahometismo, quedo consolada. Entonces irá con nosotros tu hermana Beatriz y tendré el gusto de volverla a ver sana y salva en Castilla.» «Sí, señora—le respondí—, espero que le tendréis, pues lo más presto que sea posible iremos todos tres a juntarnos en España con el resto de nuestra familia, no dudando yo que habréis dejado en ella algunas otras prendas de vuestra fecundidad.» «No, hijo—repuso mi madre—, no he tenido más hijos que a vosotros dos; y has de saber que Beatriz es fruto de un matrimonio de los más legítimos.» «Pero, señora—repliqué—, ¿qué razón tuvisteis para conceder a mi hermanita esa preeminencia que me negasteis a mí? ¿Y cómo os habéis resuelto a casaros? Acuérdome haberos oído decir mil veces en mi niñez que nunca perdonaríais a una mujer joven y linda el sujetarse a un marido.» «¡Otros tiempos, otras costumbres!—respondió ella—. Si los hombres más firmes en sus propósitos están más sujetos a mudar, ¿qué razón habrá para pretender que las mujeres sean invariables en los suyos? Voy a contarte—continuó—la historia de mi vida desde que saliste de Madrid.» Hízome después la siguiente relación, que jamás olvidaré, y de la cual no quiero privaros, porque es curiosísima:

«Hará cosa de trece años, si te acuerdas, que dejaste la casa del marquesito de Leganés. En aquel tiempo, el duque de Medinaceli me dijo que deseaba cenar conmigo privadamente. Señalóme el[192] día, esperéle, vino y le gusté. Pidióme el sacrificio de todos los competidores que podía tener, y se lo concedí, con la esperanza de que me lo pagaría bien, y así lo ejecutó. Al día siguiente me envió varios regalos, a que siguieron otros muchos en lo sucesivo. Temía yo que no duraría largo tiempo en mis prisiones un señor de aquella elevación; y lo temía con tanto mayor fundamento cuanto no ignoraba que se había escapado de otras en que le habían aprisionado varias famosas beldades, cuyas dulces cadenas lo mismo había sido probarlas que romperlas. Sin embargo, lejos de disgustarse, cada día parecía más embelesado de mi condescendencia. En suma, tuve el arte de asegurármele y de impedir que su corazón, naturalmente voluble, se dejase arrastrar de su nativa propensión.

»Tres meses hacía que me amaba, y yo me lisonjeaba de que su cariño sería durable, cuando cierto día una amiga mía y yo concurrimos a una casa donde se hallaba la duquesa esposa del duque, y habíamos ido a ella convidadas para oír un concierto de música de voces e instrumentos. Sentámonos casualmente un poco detrás de la duquesa, la cual llevó muy a mal que yo me hubiese dejado ver en un sitio donde ella se hallaba. Envióme a decir por una criada que me suplicaba me saliese de allí al instante. Respondí a la criada con mucha grosería, de lo que, irritada la duquesa, se quejó a su esposo, el cual vino a mí y me dijo: «Lucinda, sal prontamente de aquí. Cuando los grandes señores se inclinan a mozuelas como tú,[193] no deben éstas olvidarse de lo que son. Si alguna vez os amamos a vosotras más que a nuestras mujeres, siempre las respetamos a éstas mucho más que a vosotras, y siempre que tengáis la insolencia de pretender igualaros con ellas seréis tratadas con la indignidad que merecéis.»

»Por fortuna que el duque me dijo todo esto en voz tan baja que ninguno pudo comprenderlo. Retiréme avergonzada y confusa, pero llorando de rabia por el desaire que había recibido. Para mayor pesar mío, los comediantes y comediantas aquella misma noche supieron, no sé cómo, todo lo que me había pasado. ¡No parece sino que hay algún diablillo acechador y cizañero que se divierte en descubrir a unos lo que sucede a otros! Hace, por ejemplo, un comediante en una francachela alguna extravagancia, acaba una comedianta de acomodarse con un mozuelo galán y adinerado: toda la compañía inmediatamente sabe hasta la más ridícula menudencia. Así supieron mis compañeros cuanto me había pasado en el concierto, y sabe Dios cuánto se divirtieron a mi costa. Reina entre ellos un cierto espíritu de caridad que se descubre bien en semejantes ocasiones. Con todo eso yo no hice caso de sus habladurías, y tardé poco en consolarme de la pérdida del duque, que no volvió a parecer por mi casa, y luego supe había tomado amistad con una cantarina.

»Mientras una comedianta tiene la fortuna de ser aplaudida, nunca le faltan amantes, y el amor de un gran señor, aunque no dure más que tres días,[194] siempre añade nuevos realces a su mérito. Yo me vi sitiada de apasionados luego que se esparció por Madrid la voz de que el duque me había dejado. Los mismos competidores que yo le había sacrificado, más enamorados de mis hechizos que antes, volvieron a porfía a galantearme. Fuera de éstos, recibí los obsequiosos tributos de otros mil corazones. Nunca fuí tan de moda como entonces. Entre los que solicitaban mi favor, ninguno me pareció más ansioso que un alemán gordo, gentilhombre del duque de Osuna. Su figura no era muy apreciable, pero se mereció mi atención con mil doblones que había juntado en casa de su amo y los prodigó por lograr la dicha de entrar en el número de mis amantes favorecidos. Este buen señor se llamaba Brutandorff. Mientras hizo el gasto fué bien recibido; pero apenas se le apuró la bolsa halló la puerta cerrada. Enfadado de este proceder mío me fué a buscar a la comedia, dióme sus quejas, y porque me reí de él a sus hocicos, arrebatado de cólera, me sacudió un bofetón a la tudesca. Di un gran grito, salí al teatro, interrumpí la comedia y, dirigiéndome al duque, que estaba en su aposento con su esposa la duquesa, me quejé a él en alta voz de los modales tudescos con que me había tratado su gentilhombre. Mandó el duque seguir la comedia, diciendo que después de ella oiría a las partes. Acabada la representación, me presenté muy alterada al duque, exponiendo mi queja con vehemencia. El alemán despachó su defensa en dos palabras, diciendo que en vez de[195] arrepentirse de lo hecho era hombre para repetirlo. El duque de Osuna, oídas las partes y volviéndose al alemán, sentenció de esta manera: «Brutandorff, te despido de mi casa y te prohibo que te presentes más delante de mí, no porque has dado un bofetón a una comedianta, sino porque has faltado al respeto debido a tus amos y turbado un espectáculo público en presencia de los dos.»

»Esta sentencia me atravesó el alma. Apoderóse de mí una ira rabiosa y un inexplicable furor al ver que no habían despedido al alemán por la ofensa que me había hecho. Creía yo que un oprobio como aquél, cometido contra una comedianta, debía castigarse como un delito de lesa majestad y contaba con que el tudesco padecería una pena aflictiva. Abrióme los ojos este vergonzosísimo suceso y me hizo conocer que el mundo sabe distinguir entre el comediante y los personajes que representa. Esto me disgustó del teatro, en términos que desde aquel punto resolví dejarlo e irme a vivir lejos de Madrid. Escogí para mi retiro la ciudad de Valencia, y partí de incógnito a ella, llevando conmigo hasta el valor de veinte mil ducados en dinero y alhajas, caudal que me parecía bastante para mantenerme con decencia el resto de mis días, pues mi ánimo era llevar una vida retirada. Tomé en aquella ciudad una casa pequeña y no recibí más familia que una criada y un paje, para quienes era tan desconocida como para todas las demás del vecindario. Fingí ser viuda de un[196] empleado de la Real Casa y que había escogido para mi retiro la ciudad de Valencia por haber oído que su temple era uno de los más benignos y su terreno uno de los más deliciosos de España. Trataba con muy poca gente, y mi conducta era tan arreglada que a ninguno le pudo pasar por el pensamiento que yo hubiese sido cómica. Sin embargo, y a pesar de mi cuidado en vivir escondida y retirada, puso los ojos en mí un hidalgo que vivía en una quinta propia, cerca de Paterna. Era un caballero bastante bien dispuesto y como de treinta y cinco a cuarenta años, pero un noble muy adeudado, lo que no es más raro en el reino de Valencia que en otros muchos países.

»Habiendo agradado mi persona a este hidalgo, quiso saber si en lo demás podría yo convenirle. A este fin despachó sus ocultos batidores para que averiguasen mis circunstancias, y por los informes que le dieron tuvo el gusto de saber que yo era viuda, de trato nada fastidioso y, además de eso, bastante rica. Hizo juicio desde luego que yo era la que había menester, y muy presto se dejó ver en mi casa una buena vieja, que me dijo de su parte que, prendado de mi honradez tanto como de mi hermosura, me ofrecía su mano, y que ratificaría esta oferta si merecía la dicha de que quisiese ser su esposa. Pedí tres días de término para pensarlo y resolverme. Informéme en este tiempo de las cualidades de aquel hidalgo, y por el mucho bien que me dijeron de él, aunque sin disimularme el lastimoso estado de sus rentas, determiné gus[197]tosa casarme con él, como lo hice dentro de muy pocos días.

»Don Manuel de Jérica—éste era el nombre de mi esposo—me condujo luego a su hacienda. La casa tenía cierto aspecto de antigüedad, de lo que hacía mucha vanidad el dueño. Decía que la había hecho edificar uno de sus progenitores, y de la vejez de la fábrica deducía que la familia de Jérica era la más antigua de toda España. Pero el tiempo había maltratado tanto aquel bello monumento de nobleza, que por que no viniese a tierra lo habían apuntalado. ¡Qué dicha para don Manuel la de haberse casado conmigo! Gastóse en reparos la mitad de mi dinero, y lo restante en ponernos en estado de hacer gran figura en el país; y héteme aquí en un nuevo mundo, por decirlo así, y convertida de repente en señora de aldea y de hacienda. ¡Qué transformación! Era yo muy buena actriz para no saber representar y sostener el esplendor que correspondía a mi nuevo estado. Revestíame en todo de ciertos modales teatrales de nobleza, de majestad y desembarazo, que hacían formar en la aldea un alto concepto de mi nacimiento. ¡Oh, cuánto se hubieran divertido a costa mía si hubiesen sabido la verdad del hecho! ¡Con cuántos satíricos motes me hubiera regalado la nobleza de los contornos y cuánto hubieran rebajado los respetuosos obsequios que me tributaban las demás gentes!

»Viví por espacio de seis años feliz y gustosamente en compañía de don Manuel, al cabo de los[198] cuales se lo llevó Dios. Dejóme bastantes negocios que desenredar y por fruto de nuestro matrimonio a tu hermana Beatriz, que a la sazón contaba cuatro años de edad cumplidos. Nuestra quinta, que era a lo que estaban reducidos nuestros bienes, se hallaba, por desgracia, empeñada para seguridad de muchos acreedores, el principal de los cuales se llamaba Bernardo Astuto, nombre que le convenía perfectamente. Ejercía en Valencia el oficio de procurador, que desempeñaba como hombre consumado en todas las trampas de los pleitos; y a mayor abundamiento, había estudiado leyes para saber mejor hacer injusticias. ¡Oh qué terrible acreedor! Una quinta entre las uñas de semejante procurador es lo mismo que una paloma en las garras de un milano. Por tanto, el señor Astuto, apenas supo la muerte de mi marido puso sitio a mi pobre quinta. Infaliblemente la hubiera hecho volar con las minas que las supercherías legales comenzaban a formar si mi fortuna o mi estrella no la hubiera salvado. Quiso ésta que de enemigo se convirtiese en esclavo mío. Enamoróse de mí en una conversación que tuvo conmigo con motivo de nuestro pleito. Confieso que de mi parte hice cuanto pude para inspirarle amor, obligándome el deseo de salvar mi posesión a probar con él todos aquellos artificios que me habían salido tan bien en tantas ocasiones. Verdad es que con toda mi destreza creía no poder enganchar al procurador, tan embebecido en su oficio que parecía incapaz de admitir ninguna impresión amorosa. Con todo,[199] aquel socarrón, aquel marrajo, aquel empuerca-papel me miraba con mayor complacencia de la que yo pensaba. «Señora—me dijo un día—, yo no entiendo de enamorar; dedicado siempre a mi profesión, nunca he cuidado de aprender las reglas, los usos ni los diferentes modos de galantear. Sin embargo de eso, no ignoro lo esencial, y para ahorrar palabras sólo diré que si usted quiere casarse conmigo quemaremos al instante el proceso y alejaré a los demás acreedores que se han reunido conmigo para hacer vender su hacienda; usted será dueña del usufructo y su hija de la propiedad.» El interés de Beatriz y el mío no me dejaron vacilar ni un solo punto. Acepté al instante la proposición. El procurador cumplió su palabra: volvió sus armas contra los otros acreedores y aseguróme en la posesión de mi quinta. Quizá fué ésta la primera vez que supo servir bien a la viuda y al huérfano.

»Llegué, pues, a verme procuradora, sin dejar por eso de ser señora de aldea, aunque este matrimonio me perdió en el concepto de la nobleza valenciana. Las señoras de la primera distinción me miraron como a una mujer que se había envilecido y no quisieron visitarme más. Vime precisada a tratar solamente con las aldeanas o con señoras de medio pelo. No dejó de causarme esto alguna pena, porque me había acostumbrado por espacio de seis años a tratarme únicamente con personas de carácter. Verdad es que tardé poco en consolarme, porque tomé conocimiento con una escriba[200]na y dos procuradoras, cada una de un carácter muy digno de risa. Yo me divertía infinito de ver su ridiculez. Estas medio señoras se tenían por personas ilustres. Pensaba yo que solamente las comediantas eran las que no se conocían a sí mismas, mas veo que ésta es una flaqueza universal. Cada uno cree que es más que su vecino. En este particular, toco ahora que tan locas son las hidalgas de aldea como las damas de teatro. Para castigarlas, quisiera yo que se las obligase a conservar en sus casas los retratos de sus abuelos, y apuesto cualquiera cosa a que no los colocarían en los sitios más visibles.

»A los cuatro años de matrimonio cayó enfermo el señor Astuto, y murió sin haberme quedado hijos de él. Añadiéndose lo que él me dejó a lo que yo poseía, me hallé una viuda rica, y por tal me tenían. En virtud de esta fama, comenzó a obsequiarme un caballero siciliano, llamado Colifichini, resuelto a ser mi amante para arruinarme o ser desde luego mi marido, dejando a mi arbitrio la elección. Había venido de Palermo para ver la España, y después de haber satisfecho su curiosidad, estaba en Valencia esperando, según decía, ocasión de embarcarse para restituirse a Sicilia. Tenía veinticinco años; era, aunque pequeño de cuerpo, bien plantado, y, en fin, me agradaba su figura. Halló modo de hablarme a solas, y—te confieso la verdad—desde la primera conversación quedé loca perdida por él. No quedó él menos enamorado de mí, y creo—¡Dios me lo perdone!—que en aquel[201] mismo punto nos hubiéramos casado si la muerte del procurador, que aun estaba muy reciente, me hubiera permitido hacer tan presto otra boda, porque desde que comencé a tomar inclinación a los matrimonios respetaba los estímulos del mundo.

»Convinimos, pues, en dilatar un poco nuestro casamiento por el bien parecer. Mientras tanto, Colifichini proseguía obsequiándome, y lejos de entibiarse en su amor se mostraba más vehemente cada día. El pobre mozo no estaba sobrado de dinero; conocílo y procuré que nunca le faltase. Además de que mi edad era doble de la suya, me acordaba de haber hecho contribuir a los hombres en la flor de mis años y miraba lo que daba como una especie de restitución en descargo de mi conciencia. Estuvimos esperando con la mayor paciencia que nos fué posible a que pasase el tiempo que prescribe a las viudas el ceremonial del respeto humano para pasar a otras nupcias. Apenas llegó, cuando fuimos a la iglesia a unirnos con aquel estrecho lazo que sólo puede desatar la muerte. Retirámonos después a mi quinta, donde puedo decir que vivimos dos años, menos como esposos que como dos tiernos amantes. Pero, ¡ay, que no nos habíamos unido para que nuestra dicha fuese duradera! Al cabo de esto breve tiempo, un dolor de costado me privó de mi adorado Colifichini.»

»Aquí no pude menos de interrumpir a mi madre diciéndole: «Pues qué, señora, ¿también murió vuestro tercer marido? Sin duda sois una plaza que sólo puede tomarse a costa de la vida de sus conquis[202]tadores.» «Hijo mío, ¡cómo ha de ser!—me respondió ella—. ¿Por ventura puedo yo alargar los días que el Cielo tiene contados? Si he perdido tres maridos, ¿cómo lo he de remediar? A dos los lloré mucho; el que menos lágrimas me costó fué el procurador. Como me casé con él puramente por el interés, tardé poco en consolarme de su muerte. Pero volviendo a Colifichini, te diré que algunos meses después de muerto, deseando yo ver una casa de campo junto a Palermo, que me había señalado para mi viudedad en nuestro contrato matrimonial, y tomar posesión de ella personalmente, me embarqué para Sicilia con mi hija Beatriz; pero en el viaje fuimos apresadas por los corsarios del bajá de Argel. Condujéronnos a esta ciudad, y por fortuna nuestra te encontraste en la plaza donde estábamos puestas en venta. A no ser esto, hubiéramos caído en manos de un amo despiadado, que nos hubiera maltratado y bajo cuya dura esclavitud quizá habríamos gemido toda la vida sin que tú hubieses oído hablar nunca de nosotras.»

»Tal fué, señores, la relación que mi madre me hizo. Coloquéla después en el mejor cuarto de mi casa, con la libertad de vivir como mejor le pareciese, cosa que fué muy de su gusto. Habíase arraigado tanto en ella el hábito de amar, en virtud de tan repetidos actos, que no le era posible estar sin un amante o sin un marido. Anduvo vagueando por algún tiempo, poniendo los ojos en algunos de mis esclavos, hasta que finalmente llamó toda su atención Haly Pegelín, renegado griego que frecuen[203]taba mi casa. Inspiróle éste un amor mucho más vivo que el que había tenido a Colifichini, y era tan diestra en agradar a los hombres que halló el secreto de encantar también a éste. Aunque conocí desde luego que obraban de acuerdo los dos, me di por desentendido de su trato, pensando sólo en el modo de restituirme a España. Habíame dado licencia el bajá para armar una embarcación, a fin de ir en corso a ejercitar la piratería. Ocupábame enteramente el cuidado de este armamento, y ocho días antes que se acabase dije a Lucinda: «Madre, presto saldremos de Argel y dejaremos para siempre un lugar que tanto aborrecéis.»

»Mudósele el color al oír estas palabras y guardó un profundo silencio. Sorprendióme esto extrañamente y le dije admirado: «¿Qué es esto, señora? ¿Qué novedad veo en vuestro semblante? Parece que os aflijo en vez de causaros alegría. Creía daros una noticia agradable participándoos que todo lo tengo dispuesto para nuestro viaje. ¿No desearíais acaso restituiros a España?» «No, hijo mío—me respondió—, confieso que ya no lo deseo. Tuve allí tantos disgustos, que he renunciado a ella para siempre.» «¡Qué es lo que oigo!—exclamé penetrado de dolor—. ¡Ah señora! ¡Decid más bien que el amor es quien os hace odiosa vuestra patria! ¡Santos Cielos y qué mudanza! Cuando llegasteis a esta ciudad, todo cuanto se os ponía delante os causaba horror; pero Haly Pegelín os hace mirar las cosas con otros ojos.» «No lo niego—respondió Lucinda—; es cierto que amo a este rene[204]gado y quiero que sea mi cuarto marido.» «¿Qué proyecto es el vuestro?—interrumpí todo horrorizado—. ¡Vos casaros con un musulmán! Sin duda habéis olvidado que sois cristiana, o, por mejor decir, solamente lo habéis sido hasta aquí de puro nombre. ¡Ah madre mía, y qué de cosas estoy viendo ya! ¡Habéis resuelto perderos para siempre porque vais a hacer por vuestro gusto lo que yo no hice sino por necesidad!»

»Otras muchas cosas le dije para disuadirla de aquel intento, pero fué predicar en desierto, porque se había cerrado en ello. No contenta con dejarse arrastrar de su mala inclinación, dejándome a mí por entregarse a un renegado, quiso llevarse consigo a Beatriz; pero a esto me opuse fuertemente. ¡Ah infeliz Lucinda!—le dije—. ¡Si nada es capaz de conteneros, a lo menos abandonaos sola al furor que os posee y no queráis conducir a una inocente al precipicio en que os apresuráis a caer!» Lucinda se marchó sin replicar, quizá por algún vislumbre de luz que por entonces rayó en ella y le impidió obstinarse en pedir su hija. Así lo creía yo, pero conocía muy mal a mi madre. Uno de mis esclavos me dijo dos días después: «Señor, mirad por vos. Un cautivo de Pegelín acaba de confiarme un secreto que no debo ocultaros, para que no perdáis tiempo en aprovecharos de él. Vuestra madre ha mudado de religión, y para vengarse de vos por haberle negado su hija está determinada a dar parte al bajá de vuestra próxima fuga.» No tuve la menor duda de que Lucinda era capaz de hacer[205] todo lo que mi esclavo me avisaba. Habíala yo estudiado mucho y estaba persuadido de que, a fuerza de representar papeles trágicos en el teatro, se había familiarizado tanto con el crimen que muy bien me hubiera hecho quemar vivo, y no le conmovería más mi muerte que si viese representada en una tragedia esta catástrofe sangrienta.

»Por tanto, no quise despreciar el aviso que me dió el esclavo. Apresuré cuanto pude las prevenciones del embarco y tomé, según costumbre de los corsarios argelinos que van a corso, algunos turcos conmigo, pero solamente los que eran necesarios para no hacerme sospechoso, y salí del puerto con todos mis esclavos y mi hermana Beatriz. Ya se persuadirán ustedes de que no me olvidaría de llevar al mismo tiempo todo el dinero y alhajas que había en mi casa y podía importar hasta unos seis mil ducados. Luego que nos vimos en plena mar, lo primero que hicimos fué asegurarnos de los turcos, a quienes encadenamos fácilmente, por ser mucho mayor el número de mis esclavos. Tuvimos un viento tan favorable que en poco tiempo arribamos a las costas de Italia; entramos en el puerto de Liorna con la mayor facilidad, y toda la ciudad, a lo que creo, acudió a nuestro desembarco. Entre los que concurrieron a él estaba por casualidad o por curiosidad el padre de mi esclavo Azarini. Miraba atentamente a todos mis cautivos conforme iban desembarcando; y aunque en cada uno de ellos deseaba ver las facciones de su hijo, ninguna esperanza tenía de en[206]contrarlas. Pero ¡qué júbilo, qué abrazos se dieron padre e hijo después de haberse reconocido! Luego que Azarini le informó de quién era yo y del motivo que me llevaba a Liorna, me obligó el buen viejo a que fuese a alojarme a su casa, juntamente con mi hermana Beatriz. Pasaré en silencio la menuda relación de mil cosas que me fué preciso practicar para volver a reconciliarme con el gremio de la Iglesia, y sólo diré que abjuré el mahometismo con mucha mayor fe que le había abrazado. Purguéme enteramente del humor mahometano, vendí mi bajel y di libertad a todos los esclavos. Por lo que toca a los turcos, se los aseguró en las cárceles de Liorna para canjearlos a su tiempo por otros tantos cristianos. Los dos Azarinis, padre e hijo, usaron conmigo de todo género de atenciones. El hijo se casó con mi hermana Beatriz, partido que a la verdad no dejaba de ser ventajoso para él, porque al cabo era hija de un caballero y heredera de la hacienda de Jérica, cuya administración había dejado mi madre a cargo de un rico labrador de Paterna cuando resolvió pasar a Sicilia.

»Después de haberme detenido en Liorna algún tiempo, marché a Florencia, deseoso de ver aquella ciudad. Llevé conmigo algunas cartas de recomendación que el viejo Azarini me dió para algunos amigos suyos en la corte del gran duque, a quienes me recomendaba como un caballero español pariente suyo. Yo añadí el don a mi nombre de bautismo, a imitación de no pocos paisanos míos plebeyos, que sin tenerlo y por honrarse se[207] lo ponen a sí mismos en los países extranjeros. Hacíame, pues, llamar con descaro don Rafael, y como había traído de Argel lo que bastaba para sostener dignamente esta nobleza, me presenté en la Corte con brillantez. Los caballeros a quienes me había recomendado Azarini publicaban en todas partes que yo era un sujeto de distinción, y como no lo desmentían los modales caballerescos, que había estudiado bien, era generalmente tenido por persona de importancia.

»Supe introducirme muy presto con los primeros señores de la Corte, los cuales me presentaron al gran duque, y tuve la fortuna de caerle en gracia. Dediquéme a hacerle la corte y a estudiarle el genio. Oía para esto con atención lo que decían de él los cortesanos más viejos y experimentados. Observé, entre otras cosas, que le gustaban mucho los cuentos graciosos traídos con oportunidad y los dichos agudos. Esto me sirvió de regla, y todas las mañanas escribía en mi libro de memoria los cuentos que quería contarle durante el día. Sabía tan gran número de ellos, que parecía tener un saco lleno, y aunque procuré gastarlos con economía, poco a poco se fué apurando el caudal, de suerte que me hubiera visto precisado a repetirlos o a hacer ver que había concluído mis apotegmas, si mi talento, fecundo en invenciones, no me hubiese socorrido con abundancia, de manera que yo mismo compuse cuentos galantes o cómicos que divirtieron mucho al gran duque, y, lo que sucede muchas veces a los ingeniosos y agudos de profe[208]sión, por la mañana apuntaba en mi libro de memoria las agudezas que había de decir por la tarde, vendiéndolas como ocurridas de repente.

»Metíme también a poeta y consagré mi musa a las alabanzas del príncipe. Confieso de buena fe que mis versos no valían mucho, y por eso nadie los criticó; pero aun cuando hubieran sido mejores, dudo que el duque los hubiera celebrado más; el hecho es que le agradaban infinito, lo que quizá dependería de los asuntos que yo elegía. Fuese por lo que quisiese, aquel príncipe estaba tan pagado de mí que llegué a causar celos a los cortesanos. Estos quisieron averiguar quién era yo, pero no lo consiguieron, y sólo llegaron a descubrir que había sido renegado. No dejaron de ponerlo en noticia del príncipe, con esperanza de desbancarme; pero, lejos de salir con la suya, este chisme sirvió únicamente para que el gran duque me obligase un día a que le hiciese una fiel relación de mi cautiverio en Argel. Obedecíle, y mis aventuras le divirtieron infinito.

»Luego que la acabé, me dijo: «Don Rafael, yo te estimo mucho y quiero darte de ello una prueba tal que no te deje género de duda. Voy a hacerte depositario de mis secretos, y para ponerte desde luego en posesión de confidente mío, te digo que amo con pasión a la mujer de uno de mis ministros. Es la señora más linda de mi corte, pero al mismo tiempo la más virtuosa. Ocupada enteramente en el gobierno de su casa, y del todo entregada al amor de un marido que la idolatra, pa[209]rece que ella sola ignora lo celebrada que es en Florencia su hermosura. Por aquí conocerás la dificultad de conquistar su corazón. En medio de eso, esta deidad, inaccesible a los amantes, alguna vez me ha oído suspirar por ella; he hallado medios de hablarle a solas; conoce mis sentimientos interiores, mas no por eso me lisonjeo de haberle inspirado amor, no habiéndome dado ningún motivo para formarme una idea tan lisonjera. Sin embargo, no desconfío de que llegue a serle grata mi constancia y la misteriosa conducta que observo. La pasión que abrigo en mi pecho a esta dama, ella sola la conoce. En vez de dejarme llevar de mi inclinación sin reparo alguno, abusando del poder y autoridad de soberano, mi mayor cuidado es ocultar a todo el mundo el conocimiento de mi amor. Paréceme deber esta atención a Mascarini, que es el esposo de la que amo. El desinterés y celo con que me sirve, sus servicios y su probidad me obligan a proceder con el mayor secreto y circunspección. No quiero clavar un puñal en el pecho de este marido infeliz declarándome amante de su mujer. Quisiera que ignorase siempre, si posible fuera, el fuego que me abrasa, porque estoy persuadido de que moriría de pena si llegase a saber lo que ahora te confío. Por esto le oculto todos los pasos que doy y he pensado valerme de ti para que manifiestes a Lucrecia lo mucho que me hace padecer la violencia a que me condeno yo mismo; tú serás el que le declares mis amorosos afectos, no dudando que desempeñarás muy bien este de[210]licado encargo. Traba conversación con Mascarini, procura granjear su amistad, introdúcete en su casa y logra la libertad de hablar a su mujer. Esto es lo que espero de ti y lo que estoy seguro harás con toda la destreza y discreción que pide un encargo tan delicado.»

»Habiendo prometido al gran duque hacer todo lo posible para corresponder a su confianza y contribuir a la satisfacción de sus deseos, cumplí presto mi palabra. Nada omití para adquirir la amistad de Mascarini, lo que me costó poco trabajo. Sumamente pagado de que solicitase su amistad un cortesano tan bienquisto del príncipe, me ahorró la mitad del camino. Franqueóme su casa, tuve libre la entrada en el cuarto de su mujer, y me atreveré a decir que, en vista de mi cauto proceder, no tuvo la menor sospecha de la negociación de que estaba encargado. Es verdad que como era poco celoso, aunque italiano, se fiaba en la virtud de su esposa, y, encerrándose en su despacho, me dejaba muchos ratos solo con Lucrecia. Dejando desde luego a un lado los rodeos, le hablé del amor del gran duque y le declaré que yo iba a su casa precisamente a tratar de este asunto. Parecióme que no le tenía grande inclinación, pero al mismo tiempo conocí que la vanidad le hacía oír con gusto su pretensión y se complacía en oírla sin querer corresponder a ella. Era verdaderamente mujer juiciosa y muy prudente, pero al fin era mujer, y advertí que su virtud iba insensiblemente rindiéndose a la lisonjera idea de tener aprisionado a un[211] soberano. En conclusión, el príncipe podía con fundamento esperar que, sin renovar la violencia de Tarquino, vería a esta Lucrecia esclava de su amor. Sin embargo, un lance impensado desvaneció sus esperanzas, como ahora oirán ustedes.

»Soy naturalmente atrevido con las mujeres, costumbre que contraje entre los turcos. Lucrecia era hermosa, y olvidándome de que con ella solamente debía hacer el papel de negociador, le hablé por mí en lugar de hablarle por el gran duque. Ofrecíle mis obsequios lo más cortésmente que pude, y en vez de ofenderse de mi osadía y de responderme con enfado, me dijo sonriéndose: «Confesad, don Rafael, que el gran duque ha tenido grande acierto en elegir un agente muy fiel y muy celoso, pues le servís con una lealtad que no hay palabras para encarecerla.» «Señora—le respondí en el mismo tono—, las cosas no se han de examina con tanto escrúpulo. Suplícoos que dejemos a un lado las reflexiones, que conozco no me favorecen mucho; yo solamente sigo lo que me dicta el corazón. Sobre todo, no creo ser el primer confidente de un príncipe que en punto a galanteo ha sido traidor a su amo. Es cosa muy frecuente en los grandes señores hallar en sus Mercurios unos rivales peligrosos.» «Bien puede ser así—replicó Lucrecia—; pero yo soy altiva y sólo un príncipe sería capaz de mover mi inclinación. Arreglaos por este principio—prosiguió ella, volviendo a revestirse de su natural seriedad—y mudemos de conversación. Quiero olvidar lo que me acabáis de decir, con la[212] condición de que jamás os suceda volver a tocar semejante asunto, pues de lo contrario podréis arrepentiros.»

»Aunque éste era un aviso al lector de que yo debiera haberme aprovechado, proseguí, no obstante, en hablar de mi pasión a la mujer de Mascarini, y aun la importuné con más eficacia que antes a que correspondiese a mi cariño, llevando a tal extremo mi temeridad que quise tomarme algunas libertades. Ofendida entonces la dama de mis expresiones y de mis modales musulmanes, se llenó de cólera contra mí, amenazándome de que no tardaría el gran duque en saber mi insolencia y que le suplicaría me castigase como merecía. Díme yo también por ofendido de sus amenazas, y, convirtiéndose en odio mi amor, determiné tomar venganza del desprecio con que me había tratado. Fuíme a ver con su marido, y, después de haberle hecho jurar que no me descubriría, le informé de la inteligencia que reinaba entre su mujer y el príncipe, pintándola muy enamorada para dar más interés a la relación. Lo primero que hizo el ministro, para precaver todo accidente, fué encerrar sin más ceremonia en un cuarto reservado a su esposa, encargando a personas de toda confianza la custodiasen estrechamente. Mientras ella estaba cercada de vigilantes Argos que la observaban y no dejaban camino alguno por donde pudiesen llegar al gran duque noticias suyas, yo me presenté a este príncipe con rostro triste y le dije que no debía pensar más en Lucrecia, porque Mascarini[213] sin duda había descubierto todo nuestro enredo, puesto que había comenzado a guardar a su mujer; que yo no sabía por dónde pudiese haber entrado en sospechas de mí, pues siempre había yo usado del mayor disimulo y maña; que quizá la misma Lucrecia habría informado de todo a su esposo y, de acuerdo con él, se habría dejado encerrar para librarse de solicitaciones que ponían en sobresalto su virtud. Mostróse el príncipe muy afligido de oírme; entonces me compadeció mucho su sentimiento, y más de una vez me pesó de lo que había dicho, pero ya no tenía remedio. Por otra parte, confieso que experimentaba un maligno placer cuando consideraba el estado a que había reducido a una mujer orgullosa que había despreciado mis suspiros.

»Yo gozaba impunemente del placer de la venganza, cuando un día, estando en presencia del gran duque con cinco o seis señores de su corte, nos preguntó a todos: «¿Qué castigo os parece merecería un hombre que hubiese abusado de la confianza de su príncipe e intentado robarle su dama?» «Merecería—respondió uno de los cortesanos—ser descuartizado vivo.» Otro opinó que debía ser apaleado hasta que expirase; el menos cruel de estos italianos, y el que se mostró más favorable al delincuente, dijo que él se contentaría con hacerle arrojar de lo alto de una torre. «Y don Rafael—replicó entonces el gran duque—, ¿de qué parecer es? Porque estoy persuadido de que los españoles no son menos severos que los italianos en semejantes ocasiones.»

[214]

»Conocí bien, como se puede discurrir, que Mascarini había violado su juramento o que su mujer había hallado medio de informar al gran duque de cuanto había pasado entre los dos. En mi rostro se echaba de ver la turbación que me agitaba; pero a pesar de ella respondí con entereza al gran duque: «Señor, los españoles son más generosos. En igual lance, perdonarían al confidente, y con este rasgo de bondad producirían en su alma un eterno arrepentimiento de haberle sido traidor.» «Pues bien—me dijo el duque—: yo me contemplo capaz de esa generosidad y perdono al traidor, reconociendo que sólo debo culparme a mí mismo por haberme fiado de un hombre a quien no conocía y de quien tenía motivos de desconfiar en razón de lo que me habían contado de él. Don Rafael—añadió—, la venganza que tomo de vos es que salgáis inmediatamente de todos mis Estados y no volváis a poneros en mi presencia.» Retiréme en el mismo punto, menos afligido de mi desgracia que gozoso de haber escapado de este apuro a tan poca costa. Al día siguiente me embarqué en un buque catalán que salió del puerto de Liorna para Barcelona.»

Cuando llegó don Rafael a este punto de su historia, no me pude contener en decirle: «Para un hombre tan advertido como sois, me parece fué grande error no haber salido de Florencia así que descubristeis a Mascarini el amor del príncipe hacia Lucrecia. Debíais tener por cierto que tardaría poco el gran duque en saber vuestra traición.»[215] «Convengo en ello—respondió el hijo de Lucinda—, y por lo mismo había pensado huir cuanto antes, a pesar del juramento que me hizo el ministro de no exponerme al resentimiento del príncipe. Llegué a Barcelona—continuó—con lo que me había quedado de las riquezas que traje de Argel, cuya mayor parte había disipado en Florencia por ostentar que era un caballero español. No me detuve largo tiempo en Cataluña. Reventaba por volverme cuanto antes a Madrid, encantado lugar de mi nacimiento, y satisfice mis ansiosos deseos lo más presto que me fué posible. Luego que llegué a la corte, me apeé por casualidad en una de las posadas de caballeros, en donde vivía una dama llamada Camila, que, aunque había salido ya de la menor edad, era una mujer muy salada; testigo, el señor Gil Blas, que por aquel mismo tiempo, poco más o menos, la vió en Valladolid. Aun era más discreta que hermosa, y ninguna aventurera tuvo mayor talento para traer la pesca a sus redes; pero no se parecía a aquellas ninfas que se aprovechan del agradecimiento de sus galanes. Si acababa de despojar a algún mayordomo de un gran señor, inmediatamente repartía los despojos con el primer caballero mendicante que fuese de su gusto.

»Apenas nos vimos los dos cuando nos amamos, y la conformidad de nuestras inclinaciones nos unió tan estrechamente que presto pasó a hacer comunes nuestros bienes. A la verdad, no eran éstos muy considerables, y así, los comimos en poco tiempo. Por nuestra desgracia, sólo pensábamos[216] uno y otro en agradarnos, sin valemos de las disposiciones que ambos teníamos para vivir a costa ajena. La miseria, en fin, despertó nuestro ingenio, que el placer tenía aletargado. «Querido Rafael—me dijo un día Camila—, pongamos treguas a nuestro amor; dejemos de guardarnos una fidelidad que nos arruina. Tú puedes embobar a alguna viuda rica y yo pescar a algún viejo poderoso. Si proseguimos siéndonos fieles uno a otro, ve ahí dos fortunas perdidas.» «Hermosa Camila—respondí yo prontamente—, me ganas por la mano, pues iba a hacerte la misma propuesta; vengo en ello, reina mía. Sí, por cierto; para la mejor conservación de nuestro amor es menester intentar conquistas útiles. Nuestras infidelidades serán triunfos para entrambos.»

»Ajustado este tratado, salimos a campaña. Al principio, por más diligencias que hicimos, no pudimos encontrar lo que buscábamos. A Camila solamente se le presentaban pisaverdes, es decir, amantes que no tienen un cuarto, y a mí sólo se me ofrecían aquellas mujeres que más quieren imponer contribuciones que pagarlas. Como el amor se negaba a socorrer nuestras necesidades, apelamos a enredos y bellaquerías. Hicimos tantos y tantas, que el corregidor llegó a saberlas, y este juez, en extremo severo, dió orden a un alguacil para que nos prendiese; pero éste, que era tan bueno como taimado el corregidor, nos hizo espaldas para que saliésemos de Madrid, mediante una propineja que le dimos. Tomamos el camino de Valla[217]dolid e hicimos pie en aquella ciudad. Alquilé una casa, donde me alojé con Camila, que por evitar el escándalo pasaba por hermana mía. Al principio nos contuvimos en ejercer nuestra habilidad, y comenzamos a tantear y conocer bien el terreno antes de acometer ninguna empresa.

»Un día se llegó a mí en la calle un hombre y, saludándome muy cortésmente, me dijo: «Señor don Rafael, ¿no me conoce usted?» Respondíle que no. «Pues yo—me replicó—conozco a usted mucho, por haberle visto en la Corte de Toscana, donde servía yo en las guardias del gran duque. Pocos meses ha que dejé el servicio de aquel príncipe, y me vine a España con un italiano de los más astutos. Estamos en Valladolid tres semanas ha y vivimos en compañía de un castellano y de un gallego, mozos los dos seguramente muy honrados, y nos mantenemos todos con el trabajo de nuestras manos. Lo pasamos opíparamente y nos divertimos como unos príncipes. Si usted quiere agregarse a nosotros, será muy bien recibido de mis compañeros, porque siempre le he tenido a usted por un hombre muy de bien, naturalmente poco escrupuloso y caballero profeso en nuestra orden.»

»La franqueza con que me habló aquel bribón me estimuló a responderle del mismo modo. «Ya que te has franqueado conmigo con tanta sinceridad—le respondí—, quiero hablarte con la misma. Es verdad que no soy novicio en vuestra profesión, y si la modestia me permitiera referirte mis proezas, verías que no me has hecho demasiada merced en[218] tu ventajoso concepto. Pero dejando a un lado alabanzas propias, me contentaré con decirte, admitiendo la plaza que me ofreces en vuestra compañía, que no perdonaré diligencia alguna para haceros conocer que no la desmerezco.» Apenas dije a aquel ambidextro que consentía en aumentar el número de sus camaradas, cuando me condujo a donde éstos estaban, y desde el mismo punto me dió a conocer a todos. Allí fué donde vi por primera vez al ilustre Ambrosio de Lamela. Examináronme aquellos señores sobre el arte de apropiarse sutilmente de lo ajeno. Quisieron saber si tenía principios de la facultad, y descubríles tantas tretas nuevas para ellos que se quedaron admirados; pero mucho más se pasmaron cuando, despreciando yo la sutileza de mis manos como una cosa muy ordinaria, les aseguré que en lo que yo me aventajaba era en golpes magistrales de hurtar que pedían ingenio, y para persuadirlos que era verdad les conté la aventura de Jerónimo de Miajadas, y bastó la sencilla relación de aquel suceso para que me reconociesen por un talento superior y todos a una me nombrasen por jefe suyo. Tardé poco en acreditar el acierto de su elección en una multitud de bribonerías que hicimos, de todas las cuales fuí yo, por decirlo así, la llave maestra. Cuando necesitábamos alguna actriz para forjar mejor algún enredo, echábamos mano de Camila, que representaba con primor cuantos papeles se le encargaban.

«Dióle por aquel tiempo a nuestro cofrade Ambrosio la tentación de ir a su país, y, con efecto,[219] marchó a Galicia, asegurándonos de su vuelta. Después que satisfizo sus deseos, volvió por Burgos, sin duda para dar algún golpe de maestro, en donde un mesonero conocido suyo le acomodó con el señor Gil Blas de Santillana, de cuyos asuntos le informó muy bien. Usted, señor Gil Blas—prosiguió, dirigiéndome la palabra—, se acordará, sin duda, del modo con que le desvalijamos en la posada de caballeros de Valladolid. Tengo por cierto que desde luego sospechó usted que su criado Ambrosio había sido el principal instrumento de aquel robo, y en verdad que le sobró la razón para sospecharlo. Luego que llegó a Valladolid, vino en busca nuestra, enterónos de todo, y la gavilla se encargó de lo demás; pero no sabrá usted las resultas de aquel pasaje y quiero informarle de ellas. Ambrosio y yo cargamos con la valija y, montados en vuestras mulas, tomamos el camino de Madrid, sin contar con Camila ni con los demás camaradas, los cuales se admirarían tanto como vos de ver que no parecíamos al día siguiente.

»A la segunda jornada mudamos de pensamiento: en vez de ir a Madrid, de donde no había salido sin motivo, pasamos por Cebreros y continuamos nuestro camino hasta Toledo. Lo primero que hicimos en aquella ciudad fué vestirnos muy decentemente, y luego, vendiéndonos por dos hermanos gallegos que viajaban por curiosidad, en poco tiempo hicimos conocimiento con mucha gente de distinción. Estaba yo tan acostumbrado a los modales cortesanos y caballerescos que fácilmente se[220] engañaron cuantos me vieron y trataron. A esto se añadía que como en un país desconocido la calidad de los forasteros regularmente se mide por el gasto que hacen y por el lucimiento con que se portan, ofuscábamos a todos con magníficos festines que empezamos a dar a las damas. Entre las que yo visitaba encontré con una que me gustó, pareciéndome más linda y joven que Camila. Quise saber quién era, y me dijeron se llamaba Violante, mujer de un caballero que, cansado ya de sus caricias, galanteaba a una cortesana que se había apoderado de su corazón. No necesité saber más para determinarme a hacer a doña Violante dueña soberana de todos mis pensamientos.

»Tardó poco ella misma en conocer la adquisición que había hecho. Comencé a seguirla a todas partes y a hacer mil locuras para persuadirla de que no aspiraba yo a otra cosa que a consolarla de las infidelidades de su marido. Pensó un tanto sobre esto, y al cabo tuve el gusto de conocer que aprobaba mis intenciones. Recibí, en fin, un billete de ella en respuesta a muchos que yo le había escrito por medio de una de aquellas viejas que en España e Italia son tan cómodas. Decíame la dama en el tal billete que su marido cenaba todas las noches en casa de su amiga y que hasta muy tarde no volvía a la suya. Desde luego comprendí lo que me quería decir con esto. Aquella misma noche fuí a hablar por la reja con doña Violante y tuve con ella una conversación de las más tiernas. Antes de separamos quedamos de acuerdo en que todas las[221] noches a la misma hora nos hablaríamos en el propio sitio, sin perjuicio de las demás galanterías que nos fuese permitido practicar por el día.

»Hasta entonces don Baltasar—que así se llamaba el marido de Violante—podía darse por bien servido; pero siendo otros mis deseos, fuí una noche al sitio consabido con ánimo de decirle que ya no podía vivir si no lograba hablarle a solas en un lugar más conveniente al exceso de mi amor, fineza que aun no había podido conseguir de ella. Apenas llegué cerca de la reja, cuando vi venir por la calle a un hombre, el cual conocí que me observaba. Con efecto, era el marido de doña Violante, que aquella noche se retiraba a casa algo temprano, y viendo parado allí a un hombre, comenzó él mismo a pasearse por la calle. Dudé algún tiempo lo que debía hacer; pero al fin me determiné a llegarme a don Baltasar, sin conocerle ni que él me conociese a mí, y le dije: «Caballero, suplico a usted que por esta noche me deje libre la calle, que en otra ocasión le serviré yo a usted.» «Señor—me respondió—, la misma súplica iba yo a hacerle a usted. Yo cortejo a una señorita que vive a veinte pasos de aquí, a la cual un hermano suyo hace guardar con la mayor vigilancia, por lo que quisiera ver desocupada del todo la calle.» «Espere usted—repliqué—, que ahora me ocurre un modo para que ambos quedemos servidos sin incomodarnos, porque la dama que yo cortejo vive en esta casa—mostrándole la propia suya—. Usted puede divertirse en la otra mientras yo me divierto en[222] ésta y hacernos espaldas los dos si alguno de nosotros fuere acometido.» «Convengo en ello—repuso él—; voy a ocupar mi sitio, usted quédese en el suyo y socorrámonos mutuamente en caso de necesidad.» Diciendo esto, se apartó de mí, pero fué para observarme mejor, lo que podía hacer sin riesgo, porque la noche estaba obscura.

»Acercándome entonces sin recelo a la reja de Violante, no tardó ésta en venir y comenzamos a hablar. No me olvidé de instar a mi reina para que me concediese una audiencia privada en sitio reservado. Resistióse un poco a mis ruegos para hacer más apreciable el favor; pero después, echándome un papel que ya traía prevenido en el bolsillo, «Ahí va—me dijo—lo que deseáis, y veréis bien despachadas vuestras súplicas.» Al decir esto se retiró, por cuanto iba ya viniendo la hora en que acostumbraba a recogerse a casa su marido; pero éste, que había conocido muy bien ser su mujer el ídolo a quien yo sacrificaba, me salió al encuentro y, con un fingido gozo, me preguntó: «Y bien, caballero, ¿está usted contento de su buena fortuna?» «Tengo motivos para estarlo—le respondí—; y a usted ¿cómo le fué con la suya? ¿Mostrósele el amor risueño y favorable?» «¡Oh, no!—me respondió con despecho—. ¡El maldito hermano de mi querida volvió de su casa de campo un día antes de lo que habíamos pensado, y este contratiempo ha aguado el contento con que yo me había lisonjeado!»

»Hicímonos don Baltasar y yo recíprocas protes[223]tas de amistad y nos citamos para vernos en la plaza Mayor la mañana siguiente. Después que nos separamos, se fué don Baltasar derecho a su casa, donde no mostró a su mujer el menor indicio de las noticias que tenía de ella, y al otro día acudió a la plaza, según lo acordado, y de allí a un momento llegué yo. Saludámonos con vivas demostraciones de amistad, tan alevosas por su parte como sinceras por la mía. Hízome el artificioso don Baltasar una falsa confianza de sus lances amorosos con la dama de quien me había hablado la noche anterior. Contóme una larga fábula que había forjado, todo con el siniestro fin de obligarme a corresponderle contándole yo el modo con que había hecho conocimiento con Violante. Caí incautamente en el lazo y con la mayor franqueza del mundo le confesé todo lo que me había sucedido; y no contento con esto, le enseñé el papel que había recibido, y aun le leí también su contexto, que era el siguiente: «Mañana iré a comer en casa de doña Inés; ya sabéis dónde vive. Allí hablaremos a solas. No puedo negaros por más largo tiempo un favor que juzgo merecéis.»

«Ese es un papel—dijo don Baltasar—que le promete a usted el merecido premio de sus amorosos suspiros. Doile a usted de antemano la enhorabuena de la dicha que le aguarda.» No dejó de parecer algo turbado mientras hablaba de esta manera, pero fácilmente me deslumbró ocultando a mis ojos su conmoción y enojo. Estaba tan embelesado en mis halagüeñas esperanzas, que no me[224] paraba en observar a mi confidente, aunque éste se vió precisado a dejarme, sin duda por temor de que conociese su agitación. Partió luego a contar a su cuñado esta aventura, e ignoro lo que pasó entre los dos; sólo sé que don Baltasar vino a casa de doña Inés a tiempo que yo estaba con Violante. Supimos que era él el que llamaba y yo me escapé por una puerta falsa antes que entrase en la sala. Luego que desaparecí, se aquietaron las dos mujeres, que se habían asustado mucho con la repentina venida del marido. Recibiéronle con tanta serenidad, que desde luego sospechó me habían escondido o hecho pasadizo. Lo que dijo a doña Inés y a su mujer no os lo puedo contar, porque nunca lo he sabido.

»Entre tanto, no acabando todavía de conocer que don Baltasar se burlaba cruelmente de mi sinceridad, salí de la casa echándole mil maldiciones y me fuí derecho a la plaza, donde había dicho a Lamela me aguardase. No le encontré, porque el bribón tenía también su poco de trapillo, y con suerte más dichosa que la mía. Mientras le esperaba, vi a mi falso confidente venir hacia mí con rostro muy alegre y mucho desembarazo. Luego que llegó a mí, me preguntó cómo me había ido con mi ninfa en casa de doña Inés. «No sé qué demonio—le respondí—, envidioso de mis gustos, me vino a echar un jarro de agua en todos ellos. Mientras estaba a solas con ella, instando y suplicando, llamó a la puerta su maldito marido, a quien lleve Barrabás. Me fué preciso pensar en el modo de re[225]tirarme prontamente, y así, me marché por una puerta excusada, dando mil veces al diablo al grandísimo importuno que viene siempre a desbaratar mis designios.» «A la verdad, lo siento—repuso don Baltasar, alegrísimo en su interior de verme desazonado—. Ese es un marido molesto, que no merece se le dé cuartel.» «¡Oh! ¡En cuanto a eso—repliqué yo—, no dudéis que seguiré vuestro consejo! Os doy palabra de que esta misma noche se le dará pasaporte para el otro barrio. Su mujer, al separamos, me dijo que fuese adelante con mi empeño y no abandonase la empresa por tan poca cosa; que prosiguiese en acudir a su ventana a la hora acostumbrada, porque estaba resuelta a introducirme ella misma en su casa, pero que en todo caso no dejase de ir escoltado con dos o tres camaradas, para que en cualquier lance me hallase bien prevenido.» «¡Oh qué prudente es esa dama!—me respondió él—. Yo me ofrezco desde luego a acompañaros.» «¡Oh querido amigo—repliqué yo, fuera de mí de puro gozo y echándole los brazos al cuello—, y de cuántas finezas os soy deudor!» «Aun haré más por vos—repuso él—. Yo conozco a un mozo que es un Alejandro; éste nos acompañará, y con tal escolta podréis divertiros a vuestro gusto sin sobresalto ni contratiempo.»

»No encontraba voces para explicar mi agradecimiento a los favores de aquel nuevo amigo; tan encantado me tenía su celo. Acepté, en fin, el auxilio que me ofrecía, y dándonos el santo para cerca de la puerta de Violante a la entrada de la noche,[226] nos separamos. Don Baltasar fué a buscar a su cuñado, que era el Alejandro de quien me había hablado, y yo me quedé paseando con Lamela, el cual, aunque no menos admirado que yo de la eficacia con que don Baltasar se interesaba en este asunto, cayó también en la red como yo había caído, sin pasarle por el pensamiento la menor desconfianza de la sencillez de aquellas finezas. Confieso que una simplicidad tan garrafal no se podía perdonar a unos hombres como nosotros. Cuando me pareció que era hora de presentarme a la ventana de Violante, Ambrosio y yo nos acercamos a ella, bien prevenidos de buenas armas. Hallamos en el mismo sitio al marido de la dama, acompañado de otro hombre que nos esperaba a pie firme. Llegóse a mí don Baltasar y me dijo: «Este es el caballero de cuyo valor hablamos esta mañana. Entre usted en casa de esa señora y disfrute su dicha sin recelo ni inquietud.»

»Acabados los recíprocos cumplimientos, llamé a la puerta de mi ninfa y vino a abrirla una especie de dueña. Entré sin advertir lo que pasaba a mis espaldas y llegué hasta una sala donde Violante me esperaba. Mientras la estaba saludando, los dos traidores, que me siguieron hasta dentro de la casa, habían entrado en ella tan atropelladamente, y cerrado tras de sí la puerta con tanta violencia, que el pobre Ambrosio se quedó en la calle. Descubriéronse entonces, y ya podéis imaginar el apuro en que yo me vería. Bien se deja conocer que fué forzoso entonces llegar a las manos. Acometié[227]ronme los dos al mismo tiempo con las espadas desnudas, y yo les correspondí, dándoles tanto que hacer que se arrepintieron presto de no haber tomado medidas más seguras para la venganza. Pasé de parte a parte al marido, y el cuñado, viéndole en aquel estado, tomó la puerta, que Violante y la dueña habían dejado abierta al escaparse mientras nosotros reñíamos. Fuíle siguiendo hasta la calle, donde me reuní con Lamela, que, no habiendo podido sacar ni una sola palabra a las dos mujeres que había visto ir huyendo, no sabía precisamente a qué atribuir el rumor que acababa de oír. Volvimos a la posada, y, recogiendo lo mejor que teníamos, montamos en nuestras mulas y salimos de la ciudad antes que amaneciese.

»Conocimos muy bien que el lance podía tener malas resultas y que se harían en Toledo pesquisas contra las cuales sería imprudencia no tomar todo género de precauciones. Hicimos noche en Villarrubia, en un mesón, en donde a poco rato entró un mercader de Toledo que caminaba a Segorbe. Cenamos con él y nos contó el trágico suceso del marido de Violante, mostrándose tan ajeno de sospecharnos reos de él que con libertad le hicimos toda suerte de preguntas. «Señores—nos dijo—, el caso lo supe esta mañana al ir a montar a caballo. Se hacen grandes diligencias para encontrar a Violante y me han asegurado que, siendo el corregidor pariente de don Baltasar, está en ánimo de no perdonar medio alguno para descubrir los autores del homicidio. Esto es todo lo que sé.»

[228]

»Aunque nada me espantaron las pesquisas del corregidor de Toledo, no obstante, tomé desde luego la determinación de salir cuanto antes de Castilla la Nueva, haciéndome cargo de que si encontraban a Violante confesaría ésta cuanto había pasado y daría tales señas de mi persona que la justicia despacharía rápidamente varias gentes en mi seguimiento. Por todas estas consideraciones, resolvimos desviamos del camino real desde el día siguiente. Tuvimos la fortuna de que Lamela había corrido las tres partes de España y tenía bien conocidas todas las sendas extraviadas por donde podíamos pasar con seguridad a Aragón. En vez de irnos derechos a Cuenca, nos metimos en las montañas que están antes de llegar a la ciudad, y por senderos muy practicados por mi conductor llegamos a una gruta que tenía toda la apariencia de ermita. Con efecto, era la misma adonde ayer noche llegaron ustedes a pedirme los recogiese.

»Mientras estaba yo examinando sus contornos, que me representaban un país deliciosísimo, me dijo mi compañero: «Seis años ha que pasando yo por aquí me hospedó caritativamente en esta ermita un anciano y venerable ermitaño, que repartió conmigo los escasos víveres que tenía. Era un santo varón, y me dijo cosas tan santas y tan buenas que faltó poco para que yo dejase el mundo. Acaso vivirá todavía y quiero ver si es así.» Dicho esto, se apeó de la mula el curioso Ambrosio, y entrando en la ermita, después de haberse dete[229]nido en ella algunos momentos, salió, diciéndome: «Apeaos, don Rafael, y venid a ver un espectáculo muy tierno.» Eché pie a tierra inmediatamente, y, atando nuestras mulas a un árbol, seguí a Lamela hasta la gruta, donde entré, y vi tendido en una vil tarima a un viejo anacoreta, pálido y moribundo. Pendía de su venerable rostro una blanca barba, tan poblada y larga que le llegaba hasta la cintura, y tenía en sus manos juntas entrelazado un gran rosario. Al ruido que hicimos cuando nos acercamos a él entreabrió los ojos, que la muerte había comenzado ya a cerrar, y después de habernos mirado un momento nos dijo: «Hermanos míos, seáis quienes fuereis, aprovechaos del espectáculo que se ofrece a vuestra vista. Cuarenta años he vivido en el mundo y sesenta en esta soledad. ¡Ah y qué largo me parece ahora el tiempo que dediqué a mis deleites, y, al contrario, qué corto el que he consagrado a la penitencia! ¡Ah! ¡Mucho temo que las austeridades del hermano Juan no hayan sido bastantes para expiar los pecados del licenciado don Juan de Solís.»

»Apenas dijo estas palabras, cuando expiró, y los dos nos quedamos atónitos a vista de su muerte. Tales objetos siempre hacen alguna impresión hasta en los mayores libertinos; pero duró poco nuestra conmoción, porque olvidamos presto lo que acababa de decirnos. Comenzamos a hacer inventario de todo lo que había en la ermita, en lo que no tardamos mucho tiempo, pues todos los muebles consistían en lo que habéis podido ver en ella.[230] No sólo la tenía el hermano Juan mal amueblada, sino que hasta la despensa estaba mal provista. Todas las provisiones que hallamos se reducían a unas pocas avellanas y algunos mendrugos de pan casi petrificados, que a la cuenta no habían podido mascar las despobladas encías del santo varón; digo despobladas porque observamos que se le había caído la dentadura. Todo lo que contenía esta morada solitaria y todo lo que veíamos nos hacía mirar a este buen anacoreta como a un santo. Una sola cosa nos llamó la atención: hallamos un papel plegado en forma de carta, que el difunto había dejado sobre la mesa, en el cual encargaba a quien le leyese que llevase su rosario y sus sandalias al obispo de Cuenca. No acabamos de entender con qué intención había podido aquel nuevo padre del desierto desear que se hiciese a su obispo semejante regalo. Olíanos esto a falta de humildad o a cierto hipo de ser tenido por santo. Pero ¡quién sabe si sólo fué un si es no es de tontería! Es punto que no me meteré a decidir.

»Hablando de ello Lamela y yo, le ocurrió a aquél un extraño pensamiento. «Quedémonos—me dijo—en esta ermita y disfracémonos de ermitaños. Enterremos al hermano Juan. Tú pasarás por él, y yo, con el nombre de hermano Antonio, iré a pedir limosna por los lugares y aldeas del contorno. De esta manera, no sólo estaremos a cubierto de las pesquisas del corregidor, que no creo pueda pensar en buscarnos aquí, sino que espero lo pasaremos bien, en virtud de los conocimientos que[231] tengo en la ciudad de Cuenca.» Aprobé este extraño pensamiento, no ya por las razones que Ambrosio me alegaba, sino por un rasgo de extravagancia y como para representar un papel en una pieza de teatro. Abrimos, pues, una sepultura a treinta o cuarenta pasos de la gruta, y enterramos en ella modestamente al anacoreta, después de haberle despojado de su hábito, que consistía en una túnica ceñida al cuerpo con una correa de cuero, y le cortamos también la barba, para hacerme con ella a mí una postiza; en fin, hechos los funerales, tomamos posesión de la ermita.

»Pasámoslo muy mal el primer día, viéndonos precisados a mantenernos solamente de la triste provisión que nos había dejado el difunto; pero el día siguiente, antes de amanecer, salió Lamela a campaña con las dos mulas, que vendió en Cuenca, y por la noche volvió cargado de víveres y de otras cosillas que había comprado. Trajo todo lo que era menester para disfrazarnos bien. Hizo para sí una túnica o hábito de paño pardo y una barbilla roja de crines, la que se supo acomodar con tal arte que parecía natural. No hay en el mundo mozo más mañoso que él. Arregló también la barba del hermano Juan, ajustándomela a la cara, y púsome en la cabeza un gran gorro de lana obscura, que contribuía mucho para disimular el artificio. Se puede decir que nada faltaba para nuestro disfraz. Hallámonos los dos en este ridículo equipaje, de manera que no podíamos mirarnos sin reírnos, viéndonos en un traje que ciertamente no nos con[232]venía. Con la túnica del hermano Juan heredé también su rosario y sus sandalias, que no hice escrúpulo de apropiarme en vez de regalárselas al obispo de Cuenca.

»Hacía tres días que estábamos en la ermita, sin haber visto en todos ellos alma viviente; pero al cuarto entraron en la gruta dos aldeanos, que traían al difunto, creyendo que estuviese todavía vivo, pan, queso y cebollas. Luego que los vi, me eché en mi tarima, y me fué fácil alucinarlos, fuera de que ellos no podían distinguirme bien por la escasa luz de la ermita, y procuré imitar lo mejor que pude la voz del hermano Juan, cuyas últimas palabras había oído: de manera que los pobres hombres no tuvieron la menor sospecha de aquella superchería, y sí sólo mostraron alguna admiración de hallarse en la gruta con otro ermitaño. Pero advirtiéndolo, el socarrón de Lamela les dijo con cierto aire hipocritón: «No os admiréis, hermanos, de verme a mí en esta soledad. Estaba yo en una ermita de Aragón y la he dejado por venir a acompañar al venerable y discreto hermano Juan y asistirle en su extrema vejez, considerando la necesidad que tendría en ella de este alivio.» Los aldeanos prorrumpieron en infinitas alabanzas de Ambrosio, ensalzando hasta el cielo su heroica caridad y dándose a sí mismos mil parabienes por la dicha de tener dos hombres santos en su país.

»Había comprado Lamela unas grandes alforjas, y cargado con ellas partió por la primera vez a dar principio a la demanda en la ciudad de Cuen[233]ca, que sólo dista una legua corta de la ermita. Como la Naturaleza le ha dotado de un exterior devoto y compungido, y además de eso posee en supremo grado el arte de hacerlo valer, no dejó de mover el corazón de las personas caritativas a darle limosna, y así, en poco tiempo llenó las alforjas de los dones de su liberalidad. «Amigo Ambrosio—le dije cuando volvió a la ermita—, te doy el parabién del admirable talento que tienes para ablandar y enternecer las almas cristianas. ¡Vive diez, que parece has ejercitado por muchos años el oficio de demandante capuchino!» «Algo más he hecho—me respondió—que hacer abundante cosecha, porque has de saber que he encontrado a cierta ninfa, llamada Bárbara, que fué algo mía en otro tiempo. La he hallado bien mudada, pues se ha dado, como nosotros, a la devoción. Vive con otras dos o tres beatas que edifican el mundo en público y hacen una vida muy diferente en casa. Al principio no me conoció; tanto, que me vi obligado a decirle: «¿Cómo así, señora Bárbara? ¿Es posible que ya desconozcáis a uno de vuestros antiguos amigos y vuestro humilde servidor Ambrosio?» «¡Por vida mía, amigo Lamela—respondió Bárbara—, que jamás podía soñar el verte vestido con ese traje! ¿Por qué diablos de aventuras has venido a parar en ermitaño?» «Eso es cosa larga—le respondí—, y ahora no puedo detenerme a contárosla; pero mañana a la noche volveré y satisfaré vuestra curiosidad. También vendrá conmigo mi compañero, el hermano Juan.» «¿Qué her[234]mano Juan?—replicó ella—. ¿Aquel viejo y buen ermitaño que vive en una ermita cerca de esta ciudad? ¡Tú no sabes lo que te dices, pues se asegura que tiene más de cien años!» «Es verdad—le respondí—que en otro tiempo tuvo esa edad, pero de pocos días a esta parte se ha remozado tanto que no soy yo más mozo que él.» «Pues bien—respondió Bárbara—, siendo así, que venga contigo. Sin duda que en eso se oculta algún misterio.»

»No dejamos de ir al día siguiente, luego que fué noche, a casa de aquellas santurronas, que para recibirnos mejor nos tenían prevenida una gran cena. Así que entramos en su casa nos quitamos las barbas postizas y el hábito eremítico, y sin ceremonia nos presentamos a estas princesas tales cuales éramos; y ellas, por no parecer menos francas que nosotros, nos mostraron de cuánto son capaces las falsas devotas cuando arriman a un lado las gazmoñerías de la aparente devoción. Pasamos casi toda la noche a la mesa y no nos retiramos a nuestra gruta hasta poco antes de amanecer. Repetimos presto la visita, o por mejor decir seguimos el mismo método por espacio de tres meses, y gastamos con aquellas ninfas más de los dos tercios de nuestro caudal; pero cierto celoso lo ha descubierto todo, dando parte a la justicia, la cual debía hoy ir a la ermita a echarnos mano. Ayer, mientras Ambrosio hacía su demanda en Cuenca, una de las beatas le entregó un billete, diciéndole: «Una amiga mía me escribe esta carta, que iba a enviaros con un propio. Muéstresela al hermano[235] Juan y tomen sus medidas en informándose de su contenido.» Este es, señores, aquel mismo billete que Lamela me entregó ayer en vuestra presencia y el que nos obligó a abandonar tan precipitadamente nuestra solitaria habitación.»


CAPITULO II

De la conferencia que tuvieron don Rafael y sus oyentes y de la aventura que les sucedió al querer salir del bosque.

Luego que acabó don Rafael de contar su historia, que me pareció algo larga, don Alfonso le dijo por cortesía que verdaderamente le había divertido mucho. Después de este cumplido, tomó la palabra el señor Lamela, y volviéndose al compañero de sus hazañas le dijo: «Don Rafael, el sol está ya para ponerse y me parece del caso que tratemos del partido que hemos de tomar.» «Dices bien—respondió su camarada—; es menester pensar a dónde hemos de ir.» «Yo—continuó Lamela—soy de parecer que, sin perder tiempo, nos pongamos en camino y procuremos llegar esta noche a Requena, para entrar mañana en el reino de Valencia, donde pondremos en movimiento los registros de nuestra industria. Siento acá dentro de mi corazón no sé qué presagio de que daremos golpes magistrales.» Don Rafael, que sobre estos asuntos tenía gran fe en sus pronósticos infalibles, accedió luego a su[236] opinión. Don Alfonso y yo, como nos habíamos puesto en manos de aquellos dos hombres de bien, esperamos sin hablar palabra el resultado de aquella conferencia.

Resolvióse, pues, que tomásemos la vuelta de Requena, y nos dispusimos todos para ello. Hicimos una comida como la de la mañana y después cargamos el caballo con la bota de vino y lo restante de las provisiones. Sobreviniendo la noche, de cuya lobreguez teníamos necesidad para caminar seguros, quisimos salir del bosque; pero aun no habíamos andado cien pasos cuando descubrimos por entre los árboles una luz que nos dió mucho en que pensar. «¿Qué significa aquella luz?—preguntó don Rafael—. ¿Serán acaso los corchetes de la justicia de Cuenca despachados en seguimiento nuestro, y que creyéndonos en este bosque nos vendrán a buscar en él?» «No lo pienso—dijo Ambrosio—; antes bien, serán algunos pasajeros que, por haberles cogido la noche, se habrán refugiado aquí hasta que amanezca. Pero en todo caso, porque puedo engañarme, quiero yo ir a reconocerlos; mientras tanto quedaos los tres en este sitio, que vuelvo en un momento.» Diciendo esto, se fué acercando poco a poco a donde se dejaba ver la luz, que no estaba muy distante. Fué desviando con mucho tiento las ramas y matorrales que le impedían el paso, y al mismo tiempo mirando con toda la atención que a su parecer merecía el caso: vió, sentados sobre la hierba y alrededor de una vela colocada sobre un montoncito[237] de tierra, a cuatro hombres, que acababan de comer una empanada y de agotar una gran bota de vino. A pocos pasos de distancia descubrió a un hombre y a una mujer atados a dos árboles, y algo más allá un coche de camino con mulas ricamente enjaezadas. Desde luego sospechó que los cuatro hombres que estaban sentados debían de ser ladrones, y por la conversación que les oyó acabó de conocer que no había sido temeraria su sospecha. Disputaban los cuatro salteadores sobre de quién había de ser la dama que había caído en sus manos y trataban de sortearla. Enterado plenamente, Lamela volvió a donde estábamos y nos informó menudamente de todo lo que había visto y oído.

«Señores—dijo entonces don Alfonso—, la mujer y el hombre que tienen atados a los árboles los ladrones quizá serán una señora y un caballero de distinción. ¿Y hemos de sufrir nosotros que sirvan de víctimas a la barbarie y a la brutalidad de unos malhechores? Creedme, señores, echémonos sobre estos bandidos y mueran todos a nuestras manos.» «Consiento en ello—dijo D. Rafael—; yo estoy tan pronto a hacer una buena acción como una mala.» Ambrosio, por su parte, protestó que sólo deseaba concurrir a una empresa tan loable, de la cual preveía que seríamos bien recompensados, según su modo de pensar. «Y aun me atrevo a decir—añadió—que en esta ocasión el peligro no me amedrenta y que ningún caballero andante se manifestó nunca más pronto al servicio de las damas.»[238] Pero si se han de decir las cosas sin faltar a la verdad, el riesgo no era grande, porque habiéndonos dicho Lamela que las armas de los ladrones estaban todas amontonadas en un sitio a diez o doce pasos de ellos, no nos fué muy difícil ejecutar nuestra resolución. Atamos, pues, a un árbol el caballo y nos fuimos acercando con silencio y a paso lento a los ladrones. Acalorados éstos con el vino, hablaban todos, metiendo un ruido confuso que favorecía mucho el golpe de la sorpresa. Apoderámonos de sus armas antes de que nos viesen, y disparándolas sobre ellos a boca de jarro, todos cuatro quedaron tendidos sobre el suelo.

Durante esta expedición se apagó la luz y nos quedamos en la obscuridad; sin embargo de esto, acudimos inmediatamente a desatar el hombre y la mujer, que estaban tan poseídos de terror que no tuvieron aliento para darnos las gracias por el bien que acabábamos de hacerles. Verdad es que ignoraban aún si debían mirarnos como a bienhechores o como a nuevos bandidos, que los habían librado de los otros quizá para tratarlos peor. Pero nosotros procuramos sosegarlos asegurándoles que los íbamos a conducir a una venta que, según decía Ambrosio, no distaba mas que media legua de allí, donde podrían tomar las precauciones necesarias para llegar con seguridad a donde se dirigían. Después de que los hubimos animado, los metimos en su coche y los sacamos fuera del bosque, tirando nosotros las mulas por el freno. Nuestros anacoretas fueron en seguida a visitar las faltriqueras de [239] los vencidos; después fuimos a desatar el caballo de don Alfonso, y nos apoderamos también de los que eran de los ladrones, que estaban atados a varios árboles junto al campo de batalla. Montados en unos y llevados otros del diestro, seguimos al hermano Antonio, que había montado en una mula del coche, haciendo de cochero para conducirlo a la venta, y tardamos dos horas en llegar a ella, aunque el señor Lamela nos había dicho que no estaba muy apartada del bosque.

Llamamos a la puerta con fuertes golpes, porque toda la gente de la casa estaba ya acostada. Levantáronse y vistiéronse de prisa el ventero y la ventera, que no mostraron el menor enfado de que los hubiesen despertado a lo mejor del sueño cuando vieron una comitiva que prometía hacer mucho más gasto en su casa del que efectivamente hizo. En un momento encendieron luces por toda la venta. Don Alfonso y el ilustre hijo de Lucinda dieron la mano a la señora y al caballero para ayudarlos a bajar del coche, sirviéndoles como de gentileshombres hasta el cuarto a donde los condujo el ventero. Allí se hicieron mil recíprocos cumplimientos, y quedamos muy admirados cuando llegamos a saber que los personajes a quienes acabábamos de libertar eran el conde de Polán y su hija Serafina. Pero ¿quién podrá describir el asombro de esta señora y de D. Alfonso cuando se conocieron? El conde no reparó en este pasaje, porque estaba distraído en otras cosas. Púsose a contarnos menudamente el modo como les habían asaltado los[240] ladrones y se habían apoderado de su hija y de él después de haber muerto al postillón, a un paje y a un ayuda de cámara. Acabó diciendo que nos estaba infinitamente agradecido, y que si queríamos ir a Toledo, donde estaría de vuelta dentro de un mes, nos daría pruebas que bastasen a hacernos conocer si era ingrato o reconocido.

A la hija de aquel señor no se le olvidó darnos también mil gracias por su dichosa libertad; y habiendo juzgado don Rafael y yo que gustaría don Alfonso de que le facilitásemos el medio de hablar un rato a solas con aquella viuda joven, lo dispusimos prontamente entreteniendo al conde de Polán. «Serafina—le dijo don Alfonso en voz muy baja—, ya no me quejaré de la desgraciada suerte que me obliga a vivir como un hombre desterrado de la sociedad civil, habiendo tenido la fortuna de contribuir al importante servicio que se os ha hecho.» «Pues qué—le respondió ella suspirando—, ¿sois vos el que me habéis salvado la vida y el honor? ¿Sois vos a quien mi padre y yo somos tan deudores? ¡Ah don Alfonso! ¡Por qué fuisteis vos quien dió muerte a mi hermano!» No le dijo más; pero él comprendió bastante, por sus palabras y por el tono en que las dijo, que si amaba con extremo a Serafina no era menos amado de ella.


LIBRO SEXTO

CAPITULO PRIMERO

De lo que hicieron Gil Blas y sus compañeros después que se separaron del conde de Polán; del importante proyecto que formó Ambrosio y cómo se ejecutó.

Después de haber pasado el conde de Polán la mitad de la noche en darnos gracias y asegurarnos que podíamos contar con su eterno agradecimiento, llamó al ventero, para consultar con él de qué modo llegaría con seguridad a Turis, adonde tenía ánimo de ir. Dejamos que tomase sobre esto sus medidas, y nosotros salimos de la venta, siguiendo el camino que Lamela quiso escoger.

Al cabo de dos horas de marcha nos amaneció ya cerca de Campillo. Llegamos prontamente a las montañas que hay entre aquella villa y Requena, y allí pasamos el día en descansar y en contar nuestro caudal, que se había aumentado mucho con el dinero que habíamos cogido a los ladrones, en cuyas faltriqueras se encontraron más de trescientos doblones en diferentes monedas. Al entrar de la[242] noche nos volvimos a poner en camino, y el día siguiente al amanecer entramos en el reino de Valencia. Retirámonos al primer bosque que encontramos, emboscámonos en él y llegamos a un sitio por donde corría un arroyuelo de agua cristalina que iba lentamente a juntarse con las del Guadalaviar. La sombra con que nos convidaban los árboles y la abundante hierba que el campo ofrecía para los caballos nos hubieran determinado a hacer alto en aquel paraje, aun cuando no estuviéramos ya resueltos a descansar algunas horas en él.

Apeámonos, pues, y hacíamos ánimo de pasar allí aquel día alegremente; pero cuando fuimos a almorzar nos hallamos con poquísimos víveres. Empezaba a faltarnos el pan y nuestra bota se había convertido en un cuerpo sin alma. «Señores—dijo entonces Ambrosio—, sin Ceres y sin Baco a ninguno agrada el sitio más delicioso. Soy de parecer que renovemos nuestras provisiones, y así, marcho a este fin a Chelva, que es una linda villa, distante de aquí solas dos leguas, y tardaré poco en tan corto viaje.» Dicho esto, cargó en el caballo la bota y las alforjas, montó, y partió del bosque a tan buen paso que nos prometimos sería muy pronta su vuelta; mas, sin embargo, no volvió tan presto como lo esperábamos. Era ya mucho más del mediodía cuando vimos a nuestro proveedor, cuya tardanza comenzaba a damos cuidado. Engañó alegremente nuestro sobresalto con las muchas cosas de que venía provisto. No sólo traía la bota llena de exquisito vino y atestadas las al[243]forjas de carnes asadas, sino que reparamos un gran fardo acomodado a las ancas del caballo, que se llevó nuestra atención. Conociólo Ambrosio, y nos dijo sonriéndose: «Apuesto yo a don Rafael y a todos los más diestros del mundo que no son capaces de adivinar por qué ni para qué he comprado todo este envoltorio de ropa.» Diciendo esto, lo desató él mismo para que viéramos por menor lo que encerraba. Mostrónos un manteo negro y una sotana del mismo color, dos chupas y dos pares de calzones, un tintero de cuerno, con su salvadera y cañón para meter las plumas, una mano de papel fino, un sello grande y un candado, juntamente con una barreta de lacre verde. «¡Pardiez, señor Ambrosio—exclamó zumbándose D. Rafael luego que vió todas aquellas baratijas—, que habéis empleado bien el dinero! ¿Qué diablos piensas hacer de todos esos cachivaches?» «Un uso admirable—respondió Lamela—. Todas estas cosas no me han costado sino diez doblones, y estoy persuadido de que nos han de valer más de quinientos. Contad seguramente con ellos. No soy hombre que me cargo de géneros inútiles. Y para haceros ver que no he comprado a tontas y a locas, voy a daros parte de un proyecto que he formado, un proyecto que sin disputa es de los más ingeniosos que puede concebir el entendimiento humano. Vais a oírlo, y estoy seguro que quedaréis atónitos al saberlo. ¡Estadme atentos! Después de haber hecho mi provisión de pan, me entré en una pastelería y mandé que me asasen seis perdices, otras tantas pollas e[244] igual número de gazapos. Mientras todo esto se estaba asando, entró en la pastelería un hombre encendido en cólera, quejándose agriamente de la injuria que le había hecho un mercader del pueblo, y le dijo al pastelero: «¡Por Santiago Apóstol, que Samuel Simón es el mercader más ruin que hay en todo Chelva! Acaba de afrentarme públicamente en su tienda, pues no me ha querido fiar el grandísimo ladrón seis varas de paño, sabiendo como sabe que soy un artesano que cumplo bien y que a ninguno he quedado jamás a deber un cuarto. ¿No os admiráis de semejante bruto? El fía sin reparo a los caballeros, cuando sabe por experiencia que de muchos de ellos no ha de cobrar ni un ochavo, y no quiere fiar a un vecino honrado que está seguro de que le ha de pagar hasta el último maravedí. ¡Qué manía! ¡Maldito judío! ¡Ojalá le engañen! ¡Puede ser que se me cumpla algún día este deseo y no faltarán mercaderes que me acompañen en él.» Oyendo yo hablar de este modo a aquel pobre menestral, que dijo además otras muchas cosas, de repente me asaltó el deseo de vengarle y de hacer una pesada burla al señor Samuel Simón. «Amigo—pregunté a aquel hombre—, ¿no me diréis qué carácter tiene ese mercader?» «El peor que se puede discurrir—me respondió con enfado—. Es un desenfrenado usurero, aunque en su exterior aparenta ser un hombre virtuoso; es un judío que se volvió católico, pero en el fondo de su alma es todavía tan judío como Pilatos, porque se asegura haber abjurado por interés.» No perdí palabra de[245] todo lo que me dijo el irritado menestral, y luego que salí de la pastelería procuré informarme de la casa de Samuel Simón. Enseñómela un hombre. Paréme a ver su tienda, examinéla toda, y mi imaginación, siempre pronta a favorecerme, me sugiere un enredo que abrazo con presteza, pareciéndome digno del criado del señor Gil Blas. Fuíme derecho a una ropería y compré los vestidos que veis; uno, para hacer el papel de comisario del Santo Oficio; otro, para representar el de secretario, y el tercero, para fingir el de alguacil. Ved ahí, señores, lo que hice y lo que fué la causa de mi tardanza.»

«¡Ah querido Ambrosio—interrumpió D. Rafael arrebatado de gozo—, y qué admirable idea! ¡Qué plan tan asombroso! ¡Envidio tu sutilísima invención! ¡Daría yo los mayores enredos de mi vida por que se me hubiese ofrecido éste tan ingenioso! ¡Sí, amigo Lamela—prosiguió—, penetro bien todo el fondo, todo el valor de tu delicado pensamiento, y no debes poner duda en que el éxito será dichoso! Sólo has menester dos buenos actores que no echen a perder una comedia tan bien imaginada; pero estos actores los tienes a mano. Tú tienes un aspecto devoto y harás muy bien de comisario del Santo Oficio; yo representaré el secretario y el señor Gil Blas, si gusta, hará de alguacil. Ya están repartidos los papeles; mañana representaremos la comedia, y yo respondo del buen éxito, a menos que sobrevenga alguno de aquellos lances imprevistos que dan en tierra con los designios más bien combinados.»

[246]

Por lo que a mí toca, sólo comprendí en confuso el proyecto que D. Rafael alabó tanto; pero durante la cena me lo explicaron, y verdaderamente me pareció ingenioso. Después que hubimos despachado gran parte de la provisión y hecho a la bota copiosas sangrías, nos tendimos sobre la hierba y tardamos poco en dormirnos. Pero no fué largo nuestro sueño, porque una hora después le interrumpió el despiadado Ambrosio gritando antes del día: «¡En pie! ¡En pie! ¡Los que traen entre manos grandes empresas que ejecutar no han de ser perezosos!» «¡Maldito sea el señor comisario—le dijo D. Rafael entre despierto y dormido—, y lo que su señoría ha madrugado! ¡En verdad que el judiazo de Samuel Simón dará a todos los diablos tanta vigilancia!» «Convengo en ello—respondió Lamela—, y os diré de más a más—añadió riéndose—que esta noche soñé que yo le estaba arrancando pelos de la barba. ¿Y este sueño, señor secretario, no es de muy mal agüero para el desdichado Samuel?» Con estas y otras mil cuchufletas que se dijeron nos pusimos todos de muy buen humor. Almorzamos alegremente y luego nos dispusimos para representar cada uno su papel. Ambrosio se echó a cuestas las hopalandas, de manera que tenía toda la traza de un verdadero comisario. Don Rafael y yo nos vestimos de modo que parecíamos perfectamente un secretario y un alguacil. Empleamos bastante tiempo en disfrazarnos y en ensayar lo que habíamos de hacer; tanto, que eran ya más de las dos de la tarde cuando salimos del[247] bosque para encaminamos a Chelva. Es verdad que ninguna cosa nos apuraba; antes bien, era del caso no dejarnos ver en el lugar hasta algo entrada la noche. Por lo mismo, caminamos poco a poco, y aun tuvimos que detenernos casi a las puertas del pueblo, dando tiempo a que obscureciese enteramente.

Cuando nos pareció tiempo, dejamos los caballos en aquel sitio, a cargo de D. Alfonso, que se alegró mucho de no tener que hacer otro papel. Don Rafael, Ambrosio y yo nos fuimos en derechura a la puerta de Samuel Simón. El mismo salió a abrirla, y quedó extrañamente sorprendido de ver en su casa aquellas tres figuras; pero lo quedó mucho más luego que Lamela, que llevaba la palabra, le dijo en tono imperioso: «Señor Samuel, de parte del Santo Oficio, cuyo indigno comisario soy, os ordeno que en este mismo momento me entreguéis la llave de vuestro despacho. Quiero ver si hallo en él con que justificar las delaciones y acusaciones que se nos han presentado contra vos.»

El mercader, a quien habían turbado estas palabras, retrocedió dos pasos, y lejos de sospechar en nosotros alguna superchería, creyó de buena fe que algún enemigo oculto le había delatado al Santo Oficio, o también es muy posible que, no reconociéndose él mismo por muy buen católico, temiese haber dado motivo para alguna secreta información. Sea lo que fuere, nunca vi hombre más confuso. Obedeció sin resistencia y con todo el respeto que corresponde a un hombre que teme a la In[248]quisición. El mismo nos abrió su despacho, y al entrar le dijo Ambrosio: «Señor Samuel, a lo menos recibís con sumisión las órdenes del Santo Oficio; pero—añadió—retiraos a otro cuarto y dejadme practicar libremente mi empleo.» Samuel no fué menos obediente a esta segunda orden que lo había sido a la primera; retiróse a su tienda, y nosotros tres entramos en su despacho, donde sin pérdida de tiempo nos pusimos a buscar el dinero, que nos costó poco trabajo y menos tiempo encontrar, porque estaba en un cofre abierto, donde había más del que podíamos llevar. Consistía en gran número de talegos puestos unos sobre otros y todo en moneda de plata. Nosotros hubiéramos querido más que fuese en oro; pero no pudiendo ya ser esto, nos fué forzoso hacer de la necesidad virtud. Llenamos bien los bolsillos, las faltriqueras, el hueco de los calzones y, en fin, todo aquello donde lo podíamos encajar, de suerte que todos íbamos cargados con un peso exorbitante, sin que ninguno lo pudiese conocer, gracias a la destreza de Ambrosio y de don Rafael, que me hicieron ver con esto que no hay en el mundo cosa mejor que saber bien cada uno el arte que profesa.

Salimos del cuarto después de haber hecho nuestro negocio, y, por una razón que es fácil de adivinar, el señor comisario sacó su candado, que quiso echar por su misma mano a la puerta; plantóle el sello y luego dijo a Simón: «Maese Samuel, de parte del Tribunal os prohibo que lleguéis a este candado, ni tampoco a este sello, que debéis respetar,[249] pues que es el sello del Santo Oficio. Mañana volveré a esta misma hora a quitarlo y a daros órdenes.» Hecho esto, mandó abrir la puerta de la calle, por la cual fuimos todos desfilando alegremente; y cuando hubimos andado como unos cincuenta pasos, comenzamos a caminar con tal ligereza que apenas tocábamos con el pie en tierra, sin embargo de la pesada carga que llevábamos. Salimos presto fuera de la villa, y, volviendo a montar en nuestros caballos, tomamos el camino de Segorbe, dando gracias por tan feliz suceso al dios Mercurio.


CAPITULO II

De la resolución que tomaron don Alfonso y Gil Blas después de esta aventura.

Anduvimos toda la noche, según nuestra loable costumbre, y al amanecer nos hallamos a la vista de una miserable aldea distante dos leguas de Segorbe. Como todos estábamos cansados, nos desviamos con gusto del camino real para llegar hasta unos sauces que descubrimos al pie de una colina a cosa de unos mil o mil doscientos pasos de la aldea, en la cual no nos pareció conveniente detenernos. Vimos que aquellos árboles hacían una apacible sombra y que les bañaba el pie un arroyuelo. Agradónos lo delicioso del sitio, y resolviendo pasar en él lo restante del día, nos apeamos, quitamos los frenos a los caballos para que pudiesen[250] pacer, nos echamos sobre la verde hierba, y después de haber reposado un poco acabamos de desocupar las alforjas y la bota. Luego que hubimos almorzado opíparamente, nos pusimos a contar el dinero que habíamos robado a Samuel Simón, y hallamos que ascendía a tres mil ducados, con cuya cantidad y el caudal que ya teníamos podíamos alabarnos de poseer un mediano capital.

Viendo que se habían acabado nuestras provisiones y era menester pensar en hacer otras, Ambrosio y don Rafael, que ya se habían quitado los disfraces, dijeron que querían tomarse este trabajo, porque el suceso de Chelva les había avivado el gusto de las aventuras y tenían gana de ir a Segorbe a ver si se les presentaba alguna ocasión de emprender otra nueva hazaña. «Vosotros—dijo el hijo de Lucinda—no tenéis mas que esperarnos a la sombra de estos sauces, que pronto estaremos de vuelta.» «Señor don Rafael—respondí yo sonriéndome—, no sea que la ida de ustedes sea como la del humo; temo que si una vez se van tarde nos juntaremos.» «Esa sospecha—replicó Ambrosio—es muy ofensiva a nuestro honor y no merecíamos que nos hicieseis tan poca merced. Es verdad que en parte os disculpo de la desconfianza que tenéis de nosotros acordándoos de lo que hicimos en Valladolid y de creer que no haríamos más escrúpulo de abandonaros que a los compañeros que dejamos en aquella ciudad. Sin embargo, os engañáis enormemente. Aquellos camaradas a quienes vendimos eran de un perverso carácter y ya no podía[251]mos aguantar más su compañía. Es menester hacer justicia a los de nuestra profesión, diciendo que no hay gremio alguno en la vida civil en que el interés dé menos motivo a la división; pero cuando no son conformes las inclinaciones, puede alterarse la unión, como en todos los demás gremios humanos. Por tanto, señor Gil Blas, suplico a usted y al señor don Alfonso que tengan más confianza en nosotros y que tranquilicen su espíritu tocante al deseo que don Rafael y yo tenemos de ir a Segorbe.» «Es muy fácil—dijo entonces el hijo de Lucinda—librarlos de todo motivo de inquietud en este punto: basta para eso dejarlos dueños del caudal, que es la mejor fianza que tendrán en sus manos de nuestra vuelta. Ya ve usted, señor Gil Blas, que esto se llama ir derechos al punto de la dificultad. Ambos quedaréis así resguardados, sin que Ambrosio ni yo tengamos sospechas de que os ausentéis con tan rica fianza. En vista de una prueba tan convincente de nuestra buena fe, ¿tendréis todavía dificultad en fiaros de nosotros?» «No por cierto —respondí yo—; y así, podéis ahora hacer todo lo que os pareciere.» Partieron inmediatamente con la bota y las alforjas, dejándome a la sombra de los sauces con don Alfonso, el cual me dijo luego que se fueron: «Señor Gil Blas, quiero abriros enteramente mi pecho. Me estoy continuamente acusando de la condescendencia que tuve en venir hasta aquí con esos bribones. No os puedo decir cuántos millares de veces me he arrepentido ya de ello. Ayer noche, mientras me quedé guardando los[252] caballos, hice mil reflexiones que me despedazaban el corazón. Consideré que era muy ajeno de un joven que nació con honra vivir con unos hombres tan viciosos como Rafael y Lamela; que si por desgracia—como muy fácilmente puede suceder—llegase a ser tal algún día el resultado de una de estas maldades que cayésemos en manos de la justicia, sufriré la vergüenza de verme castigado con ellos como ladrón y quizá con una muerte afrentosa. No puedo apartar ni un solo instante de mi imaginación estas funestas ideas, y así, os confieso que estoy resuelto a separarme para siempre de su compañía, por no ser cómplice en los delitos que cometan. Tengo por cierto—añadió—que no desaprobaréis este pensamiento.» «Cierto es que no—le respondí—. Aunque usted me vió ayer hacer el papel de alguacil en la comedia de Samuel Simón, no por eso crea que semejantes piezas son de mi gusto. El Cielo me es testigo de que mientras estaba representando tan distinguido papel me dije a mí mismo: ¡A fe, amigo Gil Blas, que si la justicia viniera ahora a echarte la mano, sin duda merecerías bien el salario que te tocase! Así que, señor don Alfonso, no estoy más dispuesto que usted a continuar en tan mala compañía, y de muy buena gana le acompañaré, si es que me lo permite, a cualquier parte que vaya. Cuando vuelvan estos señores les suplicaremos que se haga el repartimiento del dinero, y mañana muy temprano, o esta misma noche, nos despediremos de ellos para siempre.»

[253]

Aprobó mi proposición el amante de la bella Serafina y me dijo: «Iremos a Valencia y nos embarcaremos para Italia, donde podremos entrar al servicio de la República de Venecia. ¿No vale más seguir la carrera de las armas que continuar la vida vil y criminal que traemos? En aquélla podemos traer buen porte con el dinero que nos haya tocado. No deja de remorderme la conciencia el servirme de un bien tan mal adquirido; pero además de que la necesidad me obliga a ello, protesto resarcir a Samuel Simón el daño luego que tenga la menor fortuna en la guerra.» Aseguré a don Alfonso que yo tenía la misma intención, y quedamos de acuerdo en que el día siguiente al amanecer nos separaríamos de nuestros camaradas. No dimos lugar a la tentación de aprovecharnos de su ausencia, esto es, huir al momento con el dinero: la confianza que habían hecho de nosotros dejándonos dueños de él ni aun nos permitió que nos pasase semejante ruindad por el pensamiento, aunque la burla que me hicieron en la posada de caballeros de Valladolid disculpase en cierto modo este robo.

A la caída de la tarde volvieron de Segorbe Ambrosio y don Rafael. La primera cosa que nos dijeron fué que habían hecho un viaje muy feliz y que dejaban echados los cimientos de una aventura que, según todas las señales, sería sin comparación de mucho más producto que la del día anterior. Comenzó a explicamos el plan el hijo de Lucinda, pero don Alfonso le atajó diciéndole cortésmente que él[254] estaba resuelto a separarse de la compañía, y yo por mi parte les declaré hallarme en la misma resolución. Por más que hicieron para movernos a que prosiguiésemos acompañándolos en sus expediciones no les fué posible conseguirlo. La mañana siguiente nos despedimos de ellos, después de haber repartido por iguales partes el dinero, y los dos tomamos el camino de Valencia.


CAPITULO III

Cómo don Alfonso se halla en el colmo de su alegría y la aventura por la cual se vió de repente Gil Blas en un estado dichoso.

Caminamos felizmente hasta Buñol, donde, por desgracia, fué preciso detenernos. Sintióse malo don Alfonso. Dióle una calentura tan ardiente que le creí en el mayor riesgo. Quiso la fortuna que no hubiese médico en el lugar y salimos a poca costa de aquel susto, pues sólo nos costó el miedo. Al tercer día se halló el enfermo enteramente limpio de calentura, a lo que no contribuyó poco mi cuidadosa asistencia. Mostróse muy agradecido a lo que había hecho por él, y como era recíproca la inclinación del uno al otro, nos juramos una eterna amistad.

Proseguimos nuestro viaje, firmes siempre en la resolución de embarcamos para Italia a la primera ocasión que se ofreciera así que llegásemos a Va[255]lencia; pero el Cielo, que nos preparaba una suerte feliz, dispuso las cosas de otro modo. Vimos a la puerta de una hermosa quinta que había en el camino mucha gente aldeana de ambos sexos que bailaban formando corro. Acercámonos a ver la fiesta, y D. Alfonso, que estaba muy ajeno de hallar el objeto que se le presentó, se quedó sorprendido de ver entre los circunstantes al barón de Steinbach. Este, que también reconoció a D. Alfonso, corrió luego hacia él con los brazos abiertos, y todo arrebatado de gozo exclamó: «¡Ah querido don Alfonso! ¡Vos aquí! ¡Qué agradable encuentro! ¡Cuando por todas partes os andan buscando, una feliz casualidad os ha puesto delante de mis ojos!»

Apeóse al instante mi compañero y fué precipitado a dar mil abrazos al barón, cuya alegría me pareció excesiva. «¡Ven, hijo mío—le dijo el buen viejo—; presto sabrás quién eres y mejorarás mucho de fortuna!» Diciendo esto, le condujo a la habitación, adonde yo también fuí, habiéndome apeado y atado a un árbol los caballos. El primero a quien encontramos fué al dueño de la misma quinta, que mostraba ser de edad de cincuenta años y tenía bellísimo aspecto. «¡Señor—le dijo el barón de Steinbach presentando a don Alfonso—, aquí tenéis a vuestro hijo!» A estas palabras, don César de Leiva, que así se llamaba aquel caballero, echó los brazos al cuello a don Alfonso y le dijo llorando de gozo: «¡Reconoce, hijo mío, al padre que te dió el ser! Si te he dejado ignorar tanto tiempo quién eres, cree que ha sido a costa de hacerme a mí[256] mismo una cruel violencia. Mil veces he suspirado de pena, pero no podía proceder de otra manera. Caséme con tu madre llevado sólo de amor, porque su nacimiento era muy inferior al mío; vivía yo bajo la autoridad de un padre de genio duro, que me redujo a tener secreto un matrimonio contraído sin su consentimiento. El barón de Steinbach era el único depositario de mi confianza, y de acuerdo conmigo se encargó de criarte. En fin, ya no vive mi padre y puedo manifestar al mundo que tú eres mi único heredero. No es esto lo más—añadió—: pienso casarte con una señora cuya nobleza es igual a la mía.» «¡Señor—le interrumpió D. Alfonso—, no me hagáis pagar sobrado cara la dicha que me anunciáis! ¿No puedo saber que tengo el honor de ser hijo vuestro sin que esta noticia venga acompañada de otra que necesariamente me ha de hacer desgraciado? ¡Ah señor, no queráis ser más cruel conmigo que lo fué vuestro padre con vos! Si éste no aprobó vuestros amores, a lo menos tampoco os obligó a recibir una esposa escogida por él.» «Hijo mío—respondió D. César—, ni yo pretendo tampoco tiranizar tus deseos; todo lo que exijo de tu sumisión es que tengas la condescendencia de ver a la que te tengo destinada, antes de resolverte a tomar otro partido. Aunque es hermosa y tu enlace con ella muy ventajoso para ti, no por eso te haré violencia para que la tomes por esposa. No está lejos: hállase actualmente en esta misma casa. Ven, y confesarás que no hay un objeto más amable.» Diciendo esto, condu[257]jo a don Alfonso a un magnífico cuarto, adonde los acompañamos el barón de Steinbach y yo.

Estaban en él el conde de Polán con sus dos hijas, Serafina y Julia, con don Fernando de Leiva, su yerno, el cual era sobrino de don César, y con otras muchas señoras y caballeros. Don Fernando, que, según se ha dicho, había sacado a Julia de su casa, acababa de casarse con ella, y con motivo de la boda habían concurrido a aquella celebridad los aldeanos de los contornos. Luego que se dejó ver don Alfonso y que su padre le presentó a toda la concurrencia, se levantó el conde de Polán y corrió exhalado a abrazarle, diciendo a gritos: «¡Sea bien venido mi libertador! Don Alfonso—prosiguió el conde—, reconoce lo que puede la virtud en las almas generosas. Si tú quitaste la vida a mi hijo, también salvaste la mía. Desde este mismo punto te hago el sacrificio de mi resentimiento y te declaro dueño de Serafina, cuyo honor libraste también. Este es el desempeño de la obligación en que me constituyó tu valor y tu generosidad.» El hijo de don César correspondió con las más vivas expresiones de agradecimiento al cumplido que le hacía el conde de Polán, no siendo fácil discernir cuál de los dos afectos disputaba la preferencia en su agitado corazón, si el gozo de haber descubierto su distinguido nacimiento o la dicha tan cercana de lograr por esposa a Serafina. Con efecto, pocos días después se celebró el matrimonio, con el mayor regocijo y aplauso de los contrayentes y de toda la parentela.

[258]

Como yo había sido uno de los que acudieron a libertar al conde de Polán, éste me conoció y me dijo que mi fortuna corría de su cuenta. Yo le di muchas gracias por su generosidad y no quise separarme de D. Alfonso, el cual me hizo mayordomo de su casa, honrándome con toda su confianza. Luego que se casó, no pudiendo olvidar el daño que se había hecho a Samuel Simón, me envió a llevar a este comerciante todo el dinero que le habíamos robado, esto es, a hacer una restitución, lo cual en un mayordomo se llama empezar el oficio por donde debía acabar.


LIBRO SÉPTIMO

CAPITULO PRIMERO

De los amores de Gil Blas y de la señora Lorenza Séfora.

Fuí, pues, a Chelva, a llevar al buen Simón los tres mil ducados que le habíamos robado. Confieso francamente que en el camino me dieron tentaciones de quedarme con ellos, para dar con tan buenos auspicios principio a mi mayordomía, lo que podía hacer sin riesgo, bastando para ello viajar cinco o seis días y volverme como si hubiera cumplido con el encargo. Don Alfonso y su padre me tenían en muy buen concepto para sospechar de mi fidelidad; todo me favorecía. Sin embargo, resistí a la tentación, y la vencí como hombre de honor, lo que no es poco loable en un mozo que se había acompañado con grandes pícaros. Yo aseguro que muchos de los que sólo tratan con hombres de bien son en este punto menos escrupulosos, y si no díganlo aquellos depositarios que sin peligro de perder su fama pueden apropiarse lo que se les ha confiado.

[260]

Hecha la restitución, que no esperaba el mercader, volví a la quinta de Leiva, en donde ya no estaba el conde de Polán, que con Julia y don Fernando habían marchado a Toledo. Hallé a mi nuevo amo más prendado que nunca de su Serafina; a ésta, cada día más enamorada de su esposo, y a don César, contentísimo de tener consigo a ambos. Dediquéme a ganar la voluntad de este amoroso padre y lo conseguí. Me hicieron mayordomo de la casa. Todo lo gobernaba: recibía el dinero de los arrendadores, corría con el gasto y tenía una autoridad despótica sobre los criados; pero, lejos de imitar la conducta ordinaria de los de mi empleo, nunca abusé de mi poder. No despedía a los que me disgustaban ni exigía de los demás una ciega subordinación. Si acudían a don César o a su hijo pidiendo alguna gracia, lejos de estorbarlo, hablaba en su favor. Por otra parte, la estimación que continuamente me mostraban mis amos avivaba mi celo en servirlos, sin atender a otra cosa que a sus intereses. Administré con manos muy limpias y fuí un mayordomo de los pocos que hay.

Cuando estaba más contento con mi suerte, envidioso el amor de lo bien que me trataba la fortuna, quiso que a él también tuviese que agradecerle, y para eso encendió en el corazón de la señora Lorenza Séfora, criada primera de Serafina, una violenta inclinación al señor mayordomo. Si he de hablar con la fidelidad de historiador, mi enamorada había cumplido los cincuenta, pero la frescura de su tez, su rostro agradable y dos her[261]mosos ojos, que sabía manejar con destreza, podían hacer pasar por afortunada mi conquista. La hubiera yo deseado de un poco más color, porque estaba muy descolorida, pero esto lo atribuí a la austeridad del celibato.

Usó mucho tiempo del atractivo de sus miradas cariñosas; mas yo, en lugar de corresponder a ellas, aparentaba no conocer sus designios; me tuvo por novato en el amor y no le desagradó mi cortedad. Juzgó era inútil el lenguaje de los ojos con un muchacho a quien creía menos instruído de lo que estaba, y así, en su primera conversación se me declaró en términos formales, a fin de que no lo dudase. Se manejó como mujer práctica, hizo como que se turbaba, y después de haberme dicho a su satisfacción cuanto quiso, se tapó la cara para persuadirme que se avergonzaba de haberme manifestado su flaqueza. Fué preciso rendirme; mostréme muy afecto a sus cariños, no tanto por amor como por vanidad. Hice el apasionado y aun afecté quererla con tal ardor que se vió precisada a reñirme; pero esto fué con tanta blandura que cuando me encargaba procurase contenerme no parecía disgustada de mi atrevimiento. Hubiera llegado a más el caso si Séfora no hubiera temido que hiciese mal juicio de su virtud concediéndome tan fácil la victoria. De esta suerte nos separamos hasta otra conversación, persuadida ella de que su aparente resistencia la haría pasar en mi concepto por un modelo de recato, y yo con la dulce esperanza de ver bien pronto el fin de esta aventura.

[262]

Tal era el feliz estado en que me hallaba, cuando un lacayo de don César vino a aguar mi contento con una mala nueva. Era éste uno de aquellos criados que se dedican a saber cuanto pasa en el interior de las casas. Como continuamente me hacía la corte y todos los días me traía alguna noticia, me dijo una mañana que acababa de hacer un gracioso descubrimiento, que me comunicaría en confianza, pero con la condición de guardar secreto, por ser cosa de la dama Lorenza Séfora, cuyo enojo temía. Fué tanta la curiosidad en que me puso, que le ofrecí el mayor sigilo; procuré no manifestar que en ello tenía el más leve interés, preguntándole con frialdad qué descubrimiento era aquel de que me hablaba con tanta reserva. «Es—me dijo—que la señora Lorenza introduce de oculto en su cuarto todas las noches al cirujano del lugar, que es un mozo bien plantado, y el bellaco se está bien sosegado con ella. Doy de barato—prosiguió con tono socarrón—que esta acción sea muy inocente; pero usted convendrá en que un mozo que entra misteriosamente en el cuarto de una soltera da motivo para que no se juzgue bien de su conducta.»

Esta noticia me desazonó tanto como si estuviera enamorado de veras. Procuré ocultar mi inquietud y aun me esforcé hasta celebrar con risa una nueva que me atravesaba el alma; pero luego que estuve solo me desquité echando mil bravatas, diciendo dos mil desatinos y me puse a discurrir el partido que podría tomar. Ya despreciaba a Lo[263]renza y me proponía abandonarla sin dignarme oír sus descargos, y ya, creyendo era punto mío escarmentar al cirujano, pensaba desafiarle. Prevaleció esta última determinación. Escondíme al anochecer, y, en efecto, le vi entrar en el cuarto de mi dueña de un modo sospechoso. Sólo esto faltaba para encender mi ira, que acaso sin este incidente se hubiera mitigado. Salí de la casa y me aposté junto al camino por donde el galán debía marcharse. Le esperaba a pie firme y cada momento avivaba otro tanto el deseo que tenía de llegar con él a las manos. En fin, dejóse ver mi enemigo; salíle al encuentro con aire de matón; pero yo no sé cómo diablos sucedió que me hallé repentinamente sobrecogido de un terror pánico como un héroe de Homero, parado en medio de mi camino y tan turbado como Paris cuando se presentó a combatir con Menelao. Púseme a mirar a mi hombre, que me pareció robusto y vigoroso y su espada desmesuradamente larga. Todo ello hacía en mí su efecto; pero fuese la negra honrilla u otra causa, aunque estaba viendo el peligro con unos ojos que lo hacían todavía mayor, a pesar de mi miedo, que me aguijoneaba para que me volviese, tuve aliento para desenvainar mi tizona e irme derecho al cirujano.

Sorprendióle mi acción. «¿Qué es esto, señor Gil Blas?—exclamó—. ¿Qué significan esas demostraciones de caballero andante? ¿Usted sin duda tiene gana de chancearse?» «¡No, señor barbero—le respondí—, no! ¡Es cosa muy seria! Quiero saber si es[264] usted tan valiente como galán. ¡No crea usted que le hayan de dejar gozar tranquilamente las finezas de la dama que acaba de ver en casa!» «¡Por San Cosme—repuso el cirujano dando una gran carcajada de risa—, que es buen chasco! ¡Las apariencias, vive diez, son harto engañosas!» Por estas palabras presumí que tenía tanta gana de quimera como yo, lo que me hizo ser más audaz. «¡A otro perro con ese hueso!—le repliqué—. ¡A otro con esa, amigo mío! ¡Yo no soy hombre a quien satisface la simple negativa!» «Ya veo—prosiguió—que me será preciso hablar claro para evitar la desgracia que nos puede suceder a vos o a mí. Voy, pues, a revelaros un secreto, no obstante que los de nuestra profesión deben ser muy callados. Si la dama Lorenza me admite con cautela en su aposento es porque los criados no sepan su enfermedad. Todas las noches voy a curarle un cáncer inveterado que tiene en la espalda. Vea usted el fundamento de las visitas que tanto le inquietan. Tranquilícese de aquí en adelante sobre este particular; pero si no está satisfecho con esta declaración y quiere absolutamente que riñamos, dígalo y manos a la obra, pues no soy hombre que huiré el cuerpo.» Habiendo dicho estas palabras, sacó su montante, cuya vista me horrorizó, y se puso en defensa con un aire que nada bueno me anunciaba. «¡Basta!—le dije, envainando mi espada—. Yo no soy tan bárbaro que no ceda a la razón. Por lo que usted me ha dicho, veo que no es mi enemigo. ¡Abracémonos!» Mis palabras le dieron a entender que yo no era[265] tan temible como le parecí al principio; envainó con risa la espada, me abrazó y nos separamos los mayores amigos del mundo.

Desde este momento, Séfora se presentaba a mi imaginación como la cosa más desagradable. Evité todas las ocasiones que me proporcionaba de hablarle a solas, y mi cuidado y estudio en huir de ella le hicieron conocer mi interior. Admirada de una mudanza tan grande, quiso saber la causa, y habiendo encontrado al fin el medio de hablarme a solas, me dijo: «Señor mayordomo, dígame usted, si gusta, el por qué evita hasta mis miradas y por qué en lugar de buscar, como otras veces, proporción de hablarme, se extraña tanto de mí. Es verdad que yo di los primeros pasos, pero usted me correspondió. Acuérdese, si no lo lleva a mal, de la conversación que tuvimos solos; entonces era usted todo fuego y ahora no es mas que un hielo. ¿Qué significa esta mudanza?» La pregunta era muy delicada para un hombre sincero, y, a la verdad, me quedé muy perplejo. No tengo presente lo que respondí; solamente me acuerdo que le disgustó infinito. Séfora parecía un cordero por su semblante afable y modesto, pero cuando se encolerizaba era una tigre. «¡Creía—me dijo echándome una mirada llena de despecho y rabia—, creía honrar mucho a un hombrecillo como él manifestándole un afecto que caballeros y personas muy nobles harían gran vanidad de haber merecido! ¡Me está muy bien empleado por haberme bajado indignamente hasta un miserable aventurero!»

[266]

Si hubiera parado en esto, hubiera salido yo del paso a poca costa; pero su lengua furiosa me dijo mil apodos a cual peor. Bien conozco que debí recibirlos a sangre fría y reflexionar que despreciando el triunfo de una virtud que yo había tentado cometía un delito que las mujeres no perdonan jamás. Un hombre sensato, en mi lugar, se hubiera reído de estas injurias; pero yo era tan vivo que no podía sufrirlas y perdí la paciencia. «Señora—le dije—, a nadie despreciemos: si esos caballeros de quienes usted habla le hubiesen visto las espaldas, aseguro que su curiosidad no hubiera pasado adelante.» Apenas hube disparado esta saeta, cuando la enfurecida dueña me pegó la más grande bofetada que jamás ha dado mujer colérica. Para no recibir otra y evitar la granizada de golpes que hubieran caído sobre mí, tomé la puerta con la mayor ligereza. Di mil gracias al Cielo de verme fuera de este mal paso, imaginando que nada tenía que temer, pues la dama se había vengado, y me parecía que por su propia estimación debía callar este lance. En efecto, pasaron quince días sin saber nada de ella, y principiaba a olvidarla, cuando supe que estaba mala. Confieso que tuve la flaqueza de afligirme. Me dió lástima, imaginando que, no pudiendo esta desgraciada amante vencer un amor tan mal pagado, se habría rendido a su dolor. Me consideraba yo la principal causa de su enfermedad, y ya que no podía amarla, a lo menos la compadecía. Pero ¡cuánto me engañaba! Su ternura, convertida en odio, no pensaba mas que en perderme.

[267]

Estando una mañana con don Alfonso, noté que se hallaba triste y pensativo; preguntéle con respeto qué tenía. «Tengo pesadumbre—me dijo—de ver a Serafina tan débil, ingrata e injusta. Tú te admiras—añadió, observando mi suspensión—; pues cree que es muy cierto lo que te digo. No sé por qué motivo te has hecho tan odioso a Lorenza su criada, que dice es infalible su muerte si no sales prontamente de casa. Como Serafina te ama, no debes dudar que habrá resistido a los impulsos de este aborrecimiento, con los cuales no puede condescender sin ser desagradecida e injusta; pero al fin es mujer, y ama con extremo a Séfora, que la ha criado. La quiere como si fuera su madre y creería ser causa de su muerte si no le daba gusto. Por lo que hace a mí, aunque quiero tanto a Serafina, no pienso del mismo modo y no consentiré te apartes de mí aunque pereciesen todas las dueñas de España, pues te miro no como a un criado, sino como a hermano.»

Luego que acabó de hablar don Alfonso, le dije: «Señor, yo he nacido para ser juguete de la fortuna. Pensaba que cesaría de perseguirme en vuestra casa, en donde todo me prometía una vida feliz y tranquila; pero al fin me es preciso dejarla, aunque con ella pierda mi mayor gusto.» «¡No, no!—exclamó el generoso hijo de don César—. ¡Déjame, yo convenceré a Serafina! ¡No se ha de decir que te hemos sacrificado al capricho de una dueña! ¡Demasiado la contemplamos en otras cosas!» «Pero, señor—repliqué—, irritaréis más a Serafina[268] si la resistís. Más bien quiero retirarme que exponerme, permaneciendo en casa, a causar desazón entre dos esposos tan perfectos; si esta desgracia sucediese, jamás hallaría yo consuelo.» Don Alfonso me prohibió tomar este partido, y le vi tan resuelto, que Lorenza no hubiera logrado su intento si yo no hubiese permanecido en mi propósito. Es verdad que, picado de la venganza de la dueña, tuve mis impulsos de cantar de plano y descubrirla; pero luego me compadecía, considerando que si revelaba su flaqueza hería mortalmente a una infeliz de cuya desgracia era yo la causa y a quien dos males irremediables echaban al hoyo. Juzgué, pues, que en conciencia debía restablecer el sosiego en la casa saliéndome de ella, pues que era un hombre que ocasionaba tanto daño. Hícelo así al día siguiente antes de amanecer, sin despedirme de mis amos, temiendo que su cariño estorbase mi partida, y sólo dejé en mi cuarto una cuenta puntual de mi administración.


CAPITULO II

De lo que le sucedió a Gil Blas después de dejar la casa de Leiva y de las felices consecuencias que tuvo el mal suceso de sus amores.

Yo tenía un buen caballo y llevaba en mi maleta doscientos doblones, procedentes la mayor parte de lo que me tocó de los bandoleros que matamos[269] y de los mil ducados que robamos a Samuel Simón, porque don Alfonso había restituído generosamente toda la cantidad, cediéndome la parte que me había tocado. Así, mirando mi caudal por esta circunstancia como ya legítimo, gozaba de él sin escrúpulo de conciencia. En una edad como la que yo entonces tenía se confía mucho en el propio mérito, y fuera de esto, con mi dinero nada creía debía temer en adelante. Por otra parte, Toledo me ofrecía un agradable asilo, y no dudaba que el conde de Polán tendría mucho gusto en recibir en su casa a uno de sus libertadores. Pero este recurso debía ser cuando todo corriese turbio, y antes de valerme de él quise gastar parte de mi dinero en correr los reinos de Murcia y Granada, que deseaba ver con particularidad. Con este intento tomé el camino de Almansa, de donde, prosiguiendo mi viaje, fuí de pueblo en pueblo hasta la ciudad de Granada, sin que me sucediese contratiempo alguno. Parecía que la fortuna, satisfecha ya de tantos chascos como me había jugado, quería en fin dejarme en paz; pero esta traidora me preparaba otros muchos, como se verá en adelante.

Uno de los primeros sujetos que encontré en las calles de Granada fué el señor don Fernando de Leiva, yerno, como don Alfonso, del conde de Polán. Ambos quedamos sorprendidos de vernos en Granada. «¿Qué es esto, Gil Blas?—me dijo—. ¿Tú en Granada? ¿Qué es lo que aquí te trae?» «Señor—le dije—, si usted se admira de verme en este país, con mucha más razón se maravillará cuando[270] sepa la causa que me ha obligado a dejar la casa del señor don César y su hijo.» En seguida le conté cuanto me había pasado con Séfora, sin callarle nada. Causóle gran risa el lance, y ya sosegado, me dijo seriamente: «Amigo, voy a tomar por mi cuenta este negocio. Escribiré a mi cuñada...» «¡No, no, señor!—interrumpí—. ¡Suplico a usted no haga tal cosa! No he salido de la casa de Leiva para volver a ella. Si usted gusta, puede emplear de otro modo el favor que le debo. Ruego a usted que si alguno de sus amigos necesita un secretario o un mayordomo me presente y recomiende, que doy a usted palabra de no desairar su informe.» «Con mucho gusto—respondió—. Mi venida a Granada ha sido a visitar a una tía mía, ya anciana, que está enferma, y todavía pasarán tres semanas antes que me vuelva a mi quinta de Lorque, en donde ha quedado Julia. En aquella casa vivo—prosiguió, señalándome una suntuosa que estaba a cien pasos de nosotros—; venme a ver pasados algunos días, que quizá te habré ya buscado un acomodo.»

Efectivamente, la primera vez que nos vimos me dijo: «El señor arzobispo de Granada, mi pariente y amigo, que es un grande escritor, necesita de un hombre instruído y de buena letra para poner en limpio sus obras. Ha compuesto, y todos los días compone, homilías que predica con mucho aplauso. Como te contemplo a propósito para el caso, te he recomendado y me ha prometido admitirte. Vé y preséntate de mi parte; por el modo[271] con que te reciba conocerás el buen informe que le he dado.»

La conveniencia me pareció tal como la podía desear, y así, habiéndome compuesto lo mejor que pude, fuí una mañana a presentarme a este prelado. Si yo hubiera de imitar a los autores de novelas, haría aquí una descripción pomposa del palacio arzobispal de Granada, me extendería sobre la estructura del edificio, celebraría la riqueza de sus muebles, hablaría de sus estatuas y pinturas y no dejaría de contar al lector la menor de todas las historias que en ella se representan; pero me contentaré con decir que iguala en magnificencia al palacio de nuestros reyes.

Vi en las antesalas una muchedumbre de eclesiásticos y seglares, la mayor parte familiares de Su Ilustrísima, limosneros, gentileshombres, escuderos o ayudas de cámara. Los vestidos de los seglares eran costosos; tanto, que más parecían de señores que de criados. Se mostraban altivos y hacían el papel de hombres de importancia. Al ver su afectación, no pude menos de reírme y burlarme interiormente de ellos. «¡Pardiez—me decía entre mí—, estas gentes tienen la fortuna de no sentir el yugo de la servidumbre, porque al fin, si lo sintieran, me parece que debían ostentar menos altanería!» Acerquéme a un personaje grave y grueso que estaba a la puerta de la cámara del arzobispo para abrirla y cerrarla cuando era necesario, y le pregunté con mucha cortesía si podría hablar a Su Ilustrísima. «Espérese usted—me dijo seca[272]mente—, que Su Ilustrísima va a salir a oír misa y al paso le oirá a usted.» No respondí palabra. Arméme de paciencia e hice por trabar conversación con algunos de los sirvientes, pero aquellos señores no se dignaron contestarme, sino que se entretuvieron en examinarme de pies a cabeza, y después, mirándose unos a otros, se sonrieron con orgullo de la libertad que había tenido de mezclarme en su conversación.

Confieso que me quedé del todo corrido al verme tratado así por unos criados. Todavía no había vuelto de mi confusión cuando se abrió la puerta del estudio y salió el arzobispo. Inmediatamente guardaron todos un profundo silencio; dejaron sus modales insolentes y mostraron un semblante respetuoso delante de su amo. Tendría el prelado unos sesenta y nueve años y casi se semejaba a mi tío Gil Pérez, el canónigo; es decir, que era pequeño y grueso, y además muy patiestevado, y tan calvo que sólo tenía un mechón de pelo hacia el cogote, por lo cual llevaba embutida la cabeza en una papalina que le cubría las orejas. Con todo, noté en él un aire de caballero, sin duda porque yo sabía que lo era. La gente común miramos a los grandes con una cierta preocupación, que por lo regular les presta un aspecto de señorío que la Naturaleza les ha negado. Luego que me vió, el arzobispo se vino a mí y me preguntó con mucha dulzura qué era lo que se me ofrecía. Le dije era el recomendado del señor don Fernando de Leiva. «¡Ah!—exclamó—. ¿Eres tú el que me ha alabado tanto? ¡Ya estás[273] recibido! ¡Me alegro de tan buen hallazgo! Quédate desde luego en casa.» Dichas estas palabras, se apoyó sobre dos escuderos, y habiendo oído a algunos eclesiásticos que llegaron a hablarle, salió de la sala. Apenas estaba fuera, cuando vinieron a saludarme los mismos que poco antes habían despreciado mi conversación; me rodean, me agasajan y muestran la mayor alegría de verme comensal del arzobispo. Habían oído lo que me había dicho mi amo y deseaban con ansia saber qué empleo debía tener cerca de Su Señoría Ilustrísima; pero para vengarme del desprecio que me habían hecho, tuve la malicia de no satisfacer su curiosidad.

No tardó mucho en volver Su Señoría Ilustrísima, y me hizo entrar en su estudio para hablarme a solas. Yo pensé bien que su intención era tantear mis talentos, por lo que me atrincheré y preparé para medir todas mis palabras. Principió haciéndome algunas preguntas sobre las Humanidades. Tuve la fortuna de no responder mal y hacerle ver que conocía bastante los autores griegos y latinos. Examinóme después de dialéctica, y cabalmente aquí era en donde yo le esperaba. Encontróme bien cimentado en ella y me dijo con cierta admiración: «Se conoce que has tenido buena educación. Veamos ahora tu letra.» Saqué de la faltriquera una muestra que había llevado expresamente para este caso, la que no desagradó a mi prelado. «Me alegro de que tengas tan buena forma—exclamó—, y todavía más de que tengas tan buen entendimiento. Daré las gracias a mi sobrino don Fernando porque[274] me ha proporcionado un joven tan de provecho. ¡A la verdad, que me ha hecho un buen presente!»

Interrumpió nuestra conversación la llegada de algunos caballeros granadinos que iban a comer con Su Ilustrísima. Dejélos y me retiré a donde estaban los familiares, quienes me colmaron de cumplimientos y obsequios. Comí con ellos, y si mientras la comida procuraron observar mis acciones, yo no examiné menos las suyas. ¡Qué modestia guardaban los eclesiásticos! Todos me parecieron unos santos; tanto era el respeto que me había infundido el palacio arzobispal. No me pasó por la imaginación que aquello podría ser gazmoñería, como si fuera imposible que ésta se hallase en casa de los príncipes de la Iglesia.

Me tocó sentarme al lado de un antiguo ayuda de cámara, llamado Melchor de la Ronda, quien tenía cuidado de servirme buenos bocados. Viendo su atención, procuré yo tenerla con él, y mi política le agradó mucho. «Señor caballero—me dijo en voz baja luego que acabamos de comer—, quisiera hablar con usted a solas.» Y diciendo esto, me llevó a un sitio de palacio en donde nadie podía oírnos y allí me tuvo este razonamiento: «Hijo mío, desde el instante que te vi te cobré inclinación, de cuya verdad voy a darte una prueba confiándote un secreto que te será de gran utilidad. Estás en una casa en donde se confunden los verdaderos virtuosos con los falsos. Para conocer este terreno necesitabas infinito tiempo, y voy a excusarte un estudio tan largo y desagradable pintán[275]dote los genios de unos y de otros, lo que podrá servirte de gobierno. No será malo—prosiguió—dar principio por Su Ilustrísima. Es un prelado muy piadoso, ocupado continuamente en edificar al pueblo y en encaminarle a la virtud con admirables sermones morales, que él mismo compone. Veinte años hace que dejó la corte para dedicarse enteramente a conducir su rebaño; es un sabio y un grande orador, que tiene puesto su conato en predicar, y el pueblo le oye con mucho gusto. Tal vez tendrá en esto su poco de vanidad; pero además de que no toca a los hombres el penetrar los corazones, no pareciera bien que me pusiese yo a escudriñar los defectos de una persona cuyo pan como. Si me fuera permitido reprender alguna cosa en mi amo, vituperaría su severidad, porque castiga con demasiado rigor las flaquezas de los eclesiásticos, cuando debiera mirarlas con piedad. Sobre todo, persigue sin misericordia a los que, fiados en su inocencia, piensan justificarse jurídicamente desatendiendo su autoridad. Tiene también otro defecto, que es común a muchas personas grandes: aunque ama a sus criados, atiende poco a sus servicios; los dejará envejecer en su casa sin pensar en proporcionarles algún acomodo. Si alguna vez los gratifica, es porque hay quien tiene la bondad de hablar por ellos, pues por lo que hace a Su Ilustrísima, jamás se acordaría de hacerles el menor bien.»

Esto me dijo de su amo el ayuda de cámara, y siguió dándome razón del carácter de los eclesiásticos con quienes habíamos comido. Me los retrató[276] muy al contrario de lo que aparentaban; es verdad que no me dijo que eran gentes infames, pero sí bastante malos sacerdotes. No obstante, exceptuó a algunos cuya virtud alabó mucho. Con esta lección aprendí el modo de portarme con estos señores, y aquella misma noche, en la cena, me revestí como ellos de un exterior compuesto. No es de admirar se hallen tantos hipócritas, cuando nada cuesta el serlo.


CAPITULO III

Llega Gil Blas a ser el privado del arzobispo de Granada y el conducto de sus gracias.

Mientras la siesta, había yo sacado de la posada mi maleta y caballo y vuelto después a cenar a palacio, en donde me pusieron un cuarto decente con muy buena cama. El día siguiente me hizo llamar Su Ilustrísima muy de mañana para darme a copiar una homilía, encargándome mucho lo hiciera con toda la exactitud posible. Ejecutélo así, sin omitir acento, punto ni coma, de lo que manifestó el prelado un gran placer mezclado de sorpresa. Luego que recorrió todas las hojas de mi copia, exclamó admirado: «¡Eterno Dios! ¿Puede darse una cosa más correcta? Eres muy buen copiante por ser perfecto gramático. Háblame con satisfacción, amigo mío: ¿has encontrado al escribir alguna cosa que te haya chocado? ¿Algún descuido en[277] el estilo o algún término impropio? Es muy fácil se me haya escapado algo de esto en el calor de la composición.» «¡Oh, señor—respondí modestamente—, no tengo tanta instrucción que pueda meterme a crítico! Y aun cuando la tuviera, estoy cierto de que las obras de Su Ilustrísima no caerían bajo mi censura.» Sonrióse con mi respuesta y nada me replicó, pero en medio de toda su piedad se traslucía que amaba con pasión sus escritos.

Acabé de granjear su amistad con esta adulación. Cada día me quería más; tanto, que don Fernando, que visitaba frecuentemente a mi amo, me aseguró había de tal modo ganado su voluntad que podía dar por hecha mi fortuna. Mi amo mismo lo confirmó poco tiempo después con la ocasión siguiente. Habiendo relatado con vehemencia una tarde en su estudio delante de mí una homilía que había de predicar en la catedral al otro día, no se contentó con preguntarme en general qué me había parecido, sino que me obligó a decirle los pasajes que más habían llamado mi atención, y tuve la fortuna de citarle aquellos de que él estaba más satisfecho y que eran sus favoritos; esto me hizo pasar en el concepto de Su Ilustrísima por un conocedor delicado de las verdaderas bellezas de una obra. «¡Eso es—exclamó—lo que se llama tener gusto y finura! ¡Sí, querido, te aseguro que no es tu oído oreja de asno!» En fin, quedó tan contento de mí que me dijo con mucha expresión: «Gil Blas, no tengas ya cuidado, que tu fortuna corre de mi[278] cuenta, y te proporcionaré una que te sea agradable. Yo te estimo, y en prueba de ello quiero que seas mi confidente.»

Al oír estas palabras, me eché a los pies de Su Ilustrísima, penetrado de reconocimiento. Abracé gustosamente sus piernas torcidas y creíme ya un hombre que estaba en camino de llegar a ser rico. «Sí, hijo mío—prosiguió el arzobispo, cuyo discurso había interrumpido mi acción—, quiero hacerte depositario de mis más ocultos pensamientos. Escucha atentamente lo que voy a decirte. Tengo gusto en predicar, y el Señor bendice mis homilías, porque mueven a los pecadores, les hacen volver en sí y recurrir a la penitencia. Tengo la satisfacción de ver a un avaro, atemorizado con las imágenes que presento a su codicia, abrir sus tesoros y distribuirlos con mano pródiga; a un lascivo, huir de sus torpezas; a los ambiciosos, retirarse a las ermitas, y hacer constante y firme en sus obligaciones a una esposa a quien hacía titubear un amante seductor. Estas conversiones, que son frecuentes, deberían por sí solas excitarme al trabajo. Pero te confieso mi flaqueza: todavía me mueve otro premio, premio de que la delicadeza de mi virtud me reprende inútilmente; éste es el aprecio que hace el público de las obras bien acabadas. La gloria de pasar por un orador consumado tiene para mí muchos atractivos. Hoy pasan mis obras por enérgicas y sublimes, pero no querría caer en las faltas de los buenos escritores que escriben muchos años, y sí conservar toda mi reputación. En[279] este supuesto, mi amado Gil Blas—continuó el prelado—, exijo una cosa de tu celo: cuando adviertas que mi pluma envejece, cuando notes que mi estilo declina, no dejes de avisármelo. En este punto no me fío de mí mismo, porque el amor propio podría cegarme. Esta observación necesita de un entendimiento imparcial, y así, elijo el tuyo, que contemplo a propósito, y desde luego abrazaré tu dictamen.» «Señor—le dije—, Su Ilustrísima está todavía muy distante de ese tiempo, a Dios gracias; además de que un ingenio como el de Su Ilustrísima se conservará más bien que los de otro temple, o para hablar con propiedad, Su Ilustrísima será siempre el mismo. Yo miro a Su Ilustrísima como un segundo cardenal Jiménez, cuyo superior talento parecía recibir nuevas fuerzas de los años en lugar de debilitarse con ellos.» «¡Déjate de alabanzas, amigo mío!—respondió mi amo—. Yo sé que puedo declinar de un momento a otro; en la edad en que me hallo, ya se empiezan a sentir los achaques, y los males del cuerpo alteran el entendimiento. De nuevo te lo encargo, Gil Blas: no te detengas un momento en avisarme luego que adviertas que mi cabeza se debilita. No temas hablarme con franqueza y sinceridad, porque tu aviso será para mí una prueba del amor que me tienes. Por otra parte, va en ello tu interés, pues si, por desgracia tuya, supiese que se decía en la ciudad que mis sermones habían decaído de su ordinaria elevación y que podía ya dar de mano a mis tareas, perderías no sólo mi afecto, sino el acomodo[280] que te tengo prometido. Te hablo con claridad: esto sacarías de tu necio silencio.»

Aquí acabó la exhortación de mi amo, para oír mi respuesta, que se redujo a prometerle cuanto deseaba. Desde aquel punto, nada tuvo secreto para mí y vine a ser su privado. Todos los familiares envidiaban mi suerte, menos el prudente Melchor de la Ronda. Era de ver cómo trataban los gentileshombres y escuderos al confidente de Su Ilustrísima; no se afrentaban de humillarse por tenerme contento; sus bajezas me hacían dudar que fuesen españoles. Aunque conocía que los guiaba el interés, y nunca me engañaron sus lisonjas, no dejé por eso de servirlos. Mis buenos oficios movieron a Su Ilustrísima a proporcionarles empleos. A uno le hizo dar una compañía y le puso en estado de lucir en el ejército; a otro envió a Méjico con un grande destino, y no olvidando a mi amigo Melchor, logré para él una buena gratificación. Esto me hizo conocer que si el prelado de su propio motivo no daba, a lo menos rara vez negaba lo que se le pedía.

Pero me parece que debo referir con más extensión lo que hice por un eclesiástico. Un día nuestro mayordomo me presentó un licenciado llamado Luis García, hombre todavía mozo y de buena presencia, y me dijo: «Señor Gil Blas, este honrado eclesiástico es uno de mis mayores amigos. Ha sido capellán de unas monjas, pero su virtud no ha podido librarse de malas lenguas. Le han desacreditado tanto con Su Ilustrísima que le ha suspendi[281]do, y no quiere escuchar ninguna solicitud a favor suyo. Nos hemos valido de lo principal de Granada, pero nuestro amo es inflexible.» «Señores—les dije—, este negocio se ha gobernado mal y hubiera sido mejor no haber empeñado a nadie; por hacerle bien al señor licenciado, le han hecho mucho daño. Yo conozco a Su Ilustrísima y sé que las súplicas y recomendaciones no hacen mas que agravar en su idea la culpa de un eclesiástico. No ha mucho que le oí decir a él mismo que a cuantas más personas empeña en su favor un eclesiástico que está irregular, tanto más aumenta el escándalo y tanto más severo es para con él.» «¡Malo es eso!—dijo el mayordomo—. Y mi amigo se vería muy apurado si no tuviera tan buena letra; pero, por fortuna, escribe primorosamente, y con esta habilidad se ingenia para mantenerse.» Tuve la curiosidad de ver si la letra que se me celebraba era mejor que la mía. El licenciado me manifestó una muestra que traía prevenida, la cual me admiró, pues me parecía una de las que dan los maestros de escuela. Mientras miraba tan bella forma de letra me ocurrió una idea, y pedí a García me dejase el papel, diciéndole que acaso le sería útil; que no podía decirle más por entonces, pero que al otro día hablaríamos largamente. El licenciado, a quien el mayordomo había, según presumo, celebrado mi ingenio, se retiró tan satisfecho como si ya le hubiesen restituído a sus funciones.

A la verdad, yo deseaba servirle, y desde aquel día trabajó en ello del modo que voy a decir. Es[282]tando solo con el arzobispo, le enseñé la letra de García, que le gustó infinito, y aprovechándome entonces de la ocasión, le dije: «Señor, una vez que Su Ilustrísima no quiere imprimir sus homilías, a lo menos desearía yo que se escribiesen de esta letra.»

El prelado me respondió: «Aunque me agrada la tuya, te confieso que no me disgustaría tener copiadas mis obras de esta mano.» «No se necesita más—proseguí—que el consentimiento de Vuestra Ilustrísima. El que tiene esta habilidad es un licenciado conocido mío, y se alegrará tanto más de servir a Su Ilustrísima cuanto que por este medio podrá esperar de su bondad se sirva sacarle del miserable estado en que por desgracia se halla.» «¿Cómo se llama este licenciado?», me preguntó. «Luis García—le dije—, y está lleno de amargura por haber caído en la desgracia de Su Ilustrísima.» «Ese García—interrumpió—, si no me engaño, ha sido capellán de un convento de monjas y ha incurrido en las censuras eclesiásticas. Todavía me acuerdo de los memoriales que me han dado contra él. Sus costumbres no son muy buenas.» «Señor—dije—, no pretendo justificarle, pero sé que tiene enemigos y asegura que sus acusadores han tirado más a hacerle daño que a decir la verdad.» «Bien puede ser—replicó el arzobispo—, porque en el mundo hay ánimos muy perversos; pero aun suponiendo que su conducta no haya sido siempre irreprensible, acaso se habrá arrepentido, y, sobre todo, a gran pecado gran misericordia. Tráeme ese[283] licenciado, a quien desde luego levanto las censuras.»

He aquí cómo los hombres más rígidos templan su severidad cuando media el interés propio. El arzobispo concedió sin dificultad a la vana complacencia de ver sus obras bien escritas lo que había negado a los más poderosos empeños. Al instante di esta noticia al mayordomo, quien sin pérdida de tiempo la participó a su amigo García. Al día siguiente vino a darme las gracias correspondientes al favor conseguido. Le presenté a mi amo, quien, contentándose con una ligera reprensión, le dió algunas homilías para que las pusiera en limpio. García lo desempeñó tan perfectamente que Su Ilustrísima le restableció en su ministerio y aun le dió el curato de Gabia, lugar grande inmediato a Granada, lo que prueba muy bien que los beneficios no siempre se confieren a la virtud.


CAPITULO IV

Dale un accidente de apoplejía al arzobispo. Del lance crítico en que se halla Gil Blas y del modo con que salió de él.

Mientras yo me ocupaba en servir de este modo a unos y a otros, don Fernando de Leiva se disponía para dejar a Granada. Visité a este señor antes de su partida para darle de nuevo gracias por el excelente acomodo que me había proporcionado.[284] Viéndome tan gustoso, me dijo: «Mi amado Gil Blas, me alegro mucho que estés tan satisfecho de mi tío el arzobispo.» «Estoy contentísimo—le respondí—con este gran prelado, y debo estarlo porque, además de ser un señor muy amable, nunca podré agradecer bastante los favores que le merezco. Pero todo esto necesitaba para consolarme de la separación del señor don César y de su hijo.» «No creo que ellos la hayan sentido menos—dijo don Fernando—, pero puede ser que no os hayáis separado para siempre y que la fortuna vuelva a reuniros algún día.» Estas palabras me enternecieron de modo que no pude menos de suspirar. Entonces conocí que mi amor a don Alfonso era tanto que hubiera dejado con gusto al arzobispo y cuanto podía esperar de su privanza por volverme a la casa de Leiva, siempre que se hubiera quitado el obstáculo que me había alejado de ella, don Fernando advirtió mi ternura, y le agradó tanto que me abrazó, diciendo que toda su familia se interesaría siempre en mi bienestar.

A los dos meses de haberse marchado este caballero, y cuando me veía yo más favorecido, tuvimos un gran susto en palacio. Acometióle al arzobispo una apoplejía, pero se acudió con tan prontos y eficaces remedios que sanó a muy pocos días, aunque quedó algo tocado de la cabeza. Al primer sermón que compuso, bien lo eché de ver; pero no hallando bastante perceptible la diferencia que había entre éste y los antecedentes para inferir que el orador empezaba a decaer, aguardé a que[285] predicase otro para decidir. Hízolo y no fué menester esperar más: el buen prelado unas veces se rozaba y repetía; otras, se remontaba hasta las nubes o se abatía hasta el suelo. En fin, su oración fué difusa: una arenga de catedrático cansado o un sermón de misión sin concierto.

No fuí yo solo quien lo notó, sino que casi todos los que le oyeron, como si les hubieran pagado para que lo examinasen, se decían al oído: «¡Este sermón huele a apoplejía!» «¡Vamos, señor censor y árbitro de las homilías—me dije a mí mismo—, prepárese usted para hacer su oficio! Ya ve usted que Su Ilustrísima declina; usted está en obligación de advertírselo, no sólo como depositario de sus confianzas, sino también por temor de que alguno de sus enemigos se os anticipe. Si llegara este caso, sabe usted muy bien sus consecuencias: sería usted borrado de su testamento, en el cual sin duda le tiene señalado una manda mejor que la biblioteca del licenciado Cedillo.»

A estas reflexiones seguían otras enteramente contrarias, porque me parecía muy expuesto dar un aviso tan desagradable, que yo juzgaba no recibiría con gusto un autor encaprichado por sus obras. Luego, desechando esta idea, miraba como imposible que desaprobase mi libertad habiéndomelo inculcado con tanto empeño. Añádase a esto que yo pensaba decírselo con maña y hacerle tragar suavemente la píldora. En fin, persuadiéndome que arriesgaba más en callar que en hablar, me determiné a romper el silencio.

[286]

Sólo una cosa me inquietaba, y era no saber cómo sacar la conversación. Por fortuna, el orador mismo me sacó de este cuidado preguntándome qué se decía de él en el público y si había gustado su último sermón. Respondí que sus homilías siempre admiraban, pero que, a mi parecer, la última no había movido tanto al auditorio como las antecedentes. ¿Cómo es eso, amigo?—respondió sobresaltado—. ¿Habrá encontrado algún Aristarco?» «No, señor ilustrísimo—le dije—, no son obras las de Su Ilustrísima que haya quien se atreva a censurarlas; antes todos las celebran. Pero como Su Ilustrísima me tiene mandado que le hable con franqueza y con sinceridad, me tomaré la licencia de decir que el último sermón no me parece tener la solidez de los precedentes. ¿Piensa Su Ilustrísima de otro modo?» A estas palabras mudó de color mi amo y con una sonrisa forzada me dijo: «Señor Gil Blas, ¿conque esta composición no es del agrado de usted?» «No digo eso, señor ilustrísimo—interrumpí todo turbado—; es excelente, aunque un poco inferior a las otras obras de Su Ilustrísima.» «¡Ya entiendo!—replicó—. Te parece que voy bajando, ¿no es eso? ¡Acorta de razones! Tú crees que ya es tiempo de que piense en retirarme.» «Jamás—le contesté—hubiera yo hablado a Su Ilustrísima con tanta claridad si expresamente no me lo hubiera mandado, y pues en esto no hago mas que obedecer a Su Ilustrísima, le suplico rendidamente no lleve a mal mi atrevimiento.» «¡No permita Dios—interrumpió precipitadamente—, no[287] permita Dios que os reprenda tal cosa! En eso sería yo muy injusto. No me desagrada el que me digas tu dictamen, sino que me desagrada tu dictamen mismo. Yo me engañé extremadamente en haberme sometido a tu limitada capacidad.»

Aunque estaba tan turbado, procuré buscar los medios de enmendar lo hecho; pero es imposible sosegar a un autor irritado, y más si está acostumbrado a no escuchar sino alabanzas. «No hablemos más del asunto, hijo mío—me dijo—. Tú eres todavía muy niño para distinguir lo verdadero de lo falso. Has de saber que en mi vida he compuesto mejor homilía que la que tiene la desgracia de no merecer tu aprobación. Gracias al Cielo, mi entendimiento nada ha perdido todavía de su vigor. En adelante yo elegiré mejores confidentes; quiero otros más capaces de decidir que tú. ¡Anda—prosiguió, empujándome para que saliera de su estudio—y díle a mi tesorero que te entregue cien ducados y anda bendito de Dios con ellos! ¡Adiós, señor Gil Blas, me alegraré logre usted todo género de prosperidades con algo más de gusto!»


[288]

CAPITULO V

Partido que tomó Gil Blas después que le despidió el arzobispo; su casual encuentro con el licenciado García y cómo le manifestó éste su agradecimiento.

Salí del estudio maldiciendo el capricho o, por mejor decir, la flaqueza del arzobispo, y todavía más irritado contra él que afligido de haber perdido su favor. Y aun dudé por algún tiempo si iría a tomar mis cien ducados; pero después de haberlo reflexionado bien, no quise tener la tontería de perderlos. Conocí que esta gratificación no me privaría del derecho de poner en ridículo a mi buen prelado, lo que me proponía hacer siempre que se hablase en mi presencia de sus homilías.

Fuí, pues, a pedir al tesorero cien ducados, sin decirle una sola palabra de lo que acababa de pasar entre mi amo y yo. Después me despedí para siempre de Melchor de la Ronda, quien me quería tanto que no pudo dejar de sentir mucho mi desgracia. Observé que mientras le daba cuenta de lo sucedido su rostro manifestaba sentimiento. No obstante el respeto que debía al arzobispo, no pudo menos de vituperar su conducta; pero como en mi enojo juré que el prelado me las había de pagar y que a su costa había yo de divertir a toda la ciudad, el prudente Melchor me dijo: «Créeme, amado Gil Blas, pásate tu pena y calla. Los hombres[289] plebeyos deben respetar siempre a las personas distinguidas, por más motivo que tengan para quejarse de ellas. Confieso que hay señores muy groseros que no merecen atención alguna, pero al fin pueden hacer daño y es preciso temerlos.»

Agradecí al antiguo ayuda de cámara su buen consejo y le prometí aprovecharme de él. Después de esto me dijo: «Si vas a Madrid, procura ver a José Navarro, mi sobrino, que es jefe de la repostería del señor don Baltasar de Zúñiga, y me atrevo a decirte que es un mozo digno de tu amistad. Es franco, vivo, servicial y amigo de hacer bien sin interés. Yo quisiera que fuerais amigos.» Le respondí que no dejaría de verle luego que llegase a Madrid, adonde pensaba volver. Salí inmediatamente del palacio arzobispal, con ánimo de no poner más en él los pies. Tal vez hubiera marchado al instante a Toledo si hubiese conservado mi caballo; pero le había vendido en el tiempo de mi fortuna, creyendo que ya no le necesitaría. Resolví tomar un cuarto amueblado, formando mi plan de permanecer todavía un mes en Granada y de irme en seguida a casa del conde de Polán.

Como se acercaba la hora de comer, pregunté a mi huéspeda si habría por allí cerca alguna hostería, y me respondió que a dos pasos de su casa había una excelente, en donde daban bien de comer y a la cual concurrían muchas gentes de forma. Hice que me la enseñasen y fuí inmediatamente a ella. Entré en una gran sala, bastante parecida a un refectorio. Había sentadas a una mesa[290] larga, cubierta con unos manteles sucios, unas diez o doce personas, que estaban en conversación al mismo tiempo que iban despachando su pitanza. Trajéronme la mía, que en otra ocasión sin duda me habría hecho sentir la mesa que acababa de perder; pero como estaba entonces tan picado contra el arzobispo, la frugalidad de mi hostería me parecía preferible a la abundancia de su palacio. Vituperaba la variedad y multitud de manjares que se sirven en semejantes mesas, y discurriendo como pudiera hacerlo siendo médico en Valladolid, decía: «¡Desgraciados los que se hallan frecuentemente en mesas tan nocivas, en las que es preciso estar siempre sujetando el apetito para no cargar demasiado el estómago! Por poco que se coma, ¿no se come siempre bastante?» Mi mal humor me hacía alabar los aforismos que antes había despreciado.

Cuando iba rematando mi ración, sin temer pasar los límites de la templanza, entró en la sala el licenciado Luis García, aquel capellán de monjas que logró el curato de Gabia del modo que dejo referido. Al instante que me vió vino a saludarme precipitadamente, como un hombre arrebatado de alegría; me abrazó y me vi precisado a aguantar un nuevo y muy largo cumplimiento con que me dió gracias por el bien que le había hecho, moliéndome con demostraciones de reconocimiento. Sentóse a mi lado diciendo: «¡Oh! ¡Vive Dios, mi amado bienhechor, que, pues he tenido la fortuna de encontraros, no nos hemos de despedir sin beber[291] un trago! Pero como no vale nada el vino de esta posada, si usted gusta, en acabando de comer iremos a cierta parte en donde he de regalar a usted con una botella de vino más seco de Lucena y un exquisito moscatel de Fuencarral. Por esta vez es preciso correr un gallo; suplico a usted que no me niegue este gusto. ¡Que no tenga yo la fortuna de ver a usted a lo menos por algunos días en mi curato de Gabia! Allí obsequiaría a usted como a un Mecenas generoso, a quien debo las comodidades y la tranquilidad de la vida que gozo.»

Mientras me hablaba le trajeron su ración. Empezó a comer, pero sin cesar de decirme de cuando en cuando alguna lisonja. En uno de estos intervalos, con motivo de haberme preguntado por su amigo el mayordomo, le manifestó sin misterio mi salida de la casa arzobispal y le conté hasta las menores circunstancias de mi desgracia, lo que escuchó con mucha atención. A vista de tanto como acababa de decirme, ¿quién no hubiera creído oírle, lleno de un sentimiento producido por la gratitud, declamar contra el arzobispo? Pues no lo hizo así; antes al contrario, bajó la cabeza, estuvo frío y pensativo hasta que acabó de comer, sin hablar más palabra, y después, levantándose de la mesa aceleradamente, me saludó con frialdad y se fué. Este ingrato, viendo que ya no podía yo serle útil, ni aun quiso tomarse la molestia de ocultarme su indiferencia. Me reí de su ingratitud, y mirándole con todo el desprecio que merecía, le dije bien alto para que me oyese: «¡Hola! ¡Hola! ¡Prudente[292] capellán de monjas, vaya usted a refrescar ese exquisito vino de Lucena con que me ha convidado!»


CAPITULO VI

Va Gil Blas a ver representar a los cómicos de Granada; de la admiración que le causó el ver a una actriz y de lo que le pasó con ella.

Todavía no había salido García de la sala cuando entraron dos caballeros muy bien portados, que vinieron a sentarse junto a mí. Principiaron a hablar de los cómicos de la compañía de Granada y de una comedia nueva que se representaba entonces. De su conversación inferí que aquella pieza era muy aplaudida y dióme deseo de verla aquella misma tarde. Como casi siempre había estado en el palacio, en donde estaba anatematizada esta clase de recreo, no había visto comedia alguna desde que vivía en Granada y toda mi diversión se había reducido a las homilías.

Luego que fué hora me marché al teatro, en donde hallé un gran concurso. Oí alrededor de mí diferentes conversaciones sobre la pieza antes que se empezase y observé que todos se metían a dar su voto sobre ella, declarándose unos en pro, otros en contra. Decían a mi derecha: «¿Se ha visto jamás una obra mejor escrita?» Y a mi izquierda exclamaban: «¡Qué estilo tan miserable!» En verdad, se debe convenir en que si abundan los malos auto[293]res, abundan más los peores críticos. Cuando pienso en los disgustos que los poetas dramáticos tienen que sufrir, me admiro de que haya algunos tan atrevidos que hagan frente a la ignorancia del vulgo y a la censura peligrosa de los sabios superficiales, que corrompen algunas veces el juicio del público.

En fin, el gracioso se presentó para dar principio a la escena; por todas partes sonó un palmoteo general, lo que me dió a conocer que era uno de aquellos actores consentidos a quienes el vulgo todo se lo disimula. Efectivamente, este cómico no decía palabra ni hacía gesto que no le atrajesen aplausos; y como se le manifestaba demasiado el gusto con que se le veía, por eso abusaba de él, pues noté que algunas veces se propasaba tanto sobre la escena que era necesaria toda la aceptación con que se le oía para que no perdiese su reputación. Si en lugar de aplaudirle le hubieran silbado, frecuentemente se le hubiera hecho justicia.

Palmotearon también del mismo modo a otros comediantes, pero particularmente a una actriz que hacía el papel de graciosa. Miréla con cuidado y me faltan términos para expresar la sorpresa con que reconocí en ella a Laura, a mi querida Laura, a quien suponía todavía en Madrid al lado de Arsenia. No podía dudar que fuese ella, porque su estatura, sus facciones y su metal de voz, todo me aseguraba que yo no me equivocaba. Sin embargo, como si desconfiara de mis ojos y de mis oídos, pregunté su nombre a un caballero que es[294]taba a mi lado. «Pues ¿de qué tierra viene usted?—me dijo—. Sin duda usted acaba de llegar, cuando no conoce a la hermosa Estela.»

La semejanza era demasiado perfecta para que pudiese equivocarme y desde luego comprendí bien que Laura, al mudar de estado, había también mudado de nombre; y deseoso de saber noticias de ella—porque el público jamás ignora las de los cómicos—me informé del mismo sujeto si esta Estela tenía algún cortejo de importancia. Respondióme que un gran señor portugués, llamado el marqués de Marialba, que dos meses había se hallaba en Granada, era quien gastaba mucho con ella. Más me hubiera dicho a no haber temido cansarle con mis preguntas. Pensé más en la noticia que este caballero acababa de darme que en la comedia; y si al salir alguno me hubiese preguntado el asunto de ella, no hubiera sabido qué decirle. Todo el tiempo se me fué en pensar en Laura y Estela y me determiné a visitarla en su casa al otro día. No dejaba de inquietarme el cómo me recibiría. Tenía fundamento para pensar que no le diese gusto mi visita en el estado tan brillante en que se hallaba, y aun de presumir que una cómica de tanto nombre fingiese no conocerme, por vengarse de un hombre del cual tenía, ciertamente, motivos de estar sentida; pero nada de esto me desanimó. Después de una cena ligera—pues en mi posada no se hacían de otra clase—me retiré a mi cuarto, con mucha impaciencia de hallarme ya en el día siguiente.

[295]

Dormí poco y me levanté al amanecer; mas pareciéndome que la dama de un gran señor no se dejaría ver tan de mañana, antes de ir a su casa gasté tres o cuatro horas en componerme, afeitarme, peinarme y perfumarme, porque quería presentarme a ella en tal aparato que no se avergonzase de verme. Salí a cosa de las diez, pregunté en la casa de comedias dónde vivía y pasé a la suya. Vivía en un cuarto principal de una casa grande. Abrióme la puerta una criada, a quien le dije pasase recado de que un joven deseaba hablar a la señora Estela. Entró con él e inmediatamente oí que su ama gritó: «¿Quién es ese joven? ¿Qué me quiere? ¡Que entre!»

Discurrí haber llegado en mala ocasión, pues estaría su portugués con ella al tocador, y que para hacerle creer no era mujer que recibía recados sospechosos alzaba tanto el grito. Dicho y hecho: estaba allí el marqués de Marialba, que pasaba con ella casi todas las mañanas. Por tanto, esperaba yo un mal recibimiento, cuando aquella actriz original, viéndome entrar, se arrojó a mí con los brazos abiertos, exclamando como fuera de sí: «¡Ay hermano mío! ¿Eres tú?» Diciendo esto, me abrazó muchas veces, y volviéndose después hacia el portugués, le dijo: «Señor, perdonad si en vuestra presencia cedo a los impulsos de la sangre. Después de tres años de ausencia, no puedo volver a ver a un hermano a quien amo tiernamente sin darle pruebas de mi afecto. Díme, pues, mi amado Gil Blas—continuó, dirigiéndose a mí—,[296] díme algo de nuestra familia. ¿Cómo ha quedado?»

Estas palabras me turbaron por el pronto; pero inmediatamente penetré la intención de Laura, y, apoyando su artificio, le respondí con un tono propio de la escena que ambos íbamos a representar: «Nuestros padres están buenos, gracias a Dios, querida hermana.» «Tú te maravillarás de verme cómica en Granada—interrumpió—; pero no me condenes sin oírme. Bien sabes que hace tres años mi padre creyó establecerme ventajosamente casándome con el capitán don Antonio Coello, quien me llevó desde Asturias a Madrid, su patria. A los seis meses de estar en ella le sucedió un lance de honor, ocasionado de su genio violento, y mató a un caballero que me había mostrado alguna atención. Era el muerto de familia muy ilustre y de mucho valimiento. Mi marido, que ninguno tenía, se salvó huyendo a Cataluña, con todo cuanto encontró en casa de dinero y piedras preciosas. Embarcóse en Barcelona, pasó a Italia, se alistó bajo las banderas de los venecianos y al fin perdió la vida en la Morea, en una batalla contra los turcos. En este tiempo fué confiscada una posesión que era el único bien que poseíamos, y vine a quedar reducida a unas asistencias escasísimas. ¿Y qué partido podía tomar en situación tan crítica? Una viuda joven y de honor se halla en mucho compromiso; yo carecía de medios para restituirme a Asturias. ¿Y qué haría allí? El solo consuelo que hubiera recibido de mi familia hubiera sido compa[297]decerse de mi desgracia. Por otra parte, yo había recibido muy buena educación para resolverme a abrazar una vida licenciosa. ¿Pues qué arbitrio me quedaba? El de hacerme cómica para conservar mi reputación.»

Al oír a Laura finalizar así su novela, fué tal el impulso de risa que me dió que apenas pude reprimirme; pero al fin lo conseguí y le dije con mucha gravedad: «Hermana mía, apruebo tu proceder y me alegro mucho de encontrarte en Granada tan honradamente establecida.»

El marqués de Marialba, que no había perdido una palabra de nuestra conversación, tomó al pie de la letra todos los enredos que le dió la gana de ensartar a la viuda de don Antonio. También se mezcló en la conversación, preguntándome si tenía algún empleo en Granada o en otra parte. Dudé un momento si mentiría, pero me pareció no había necesidad de ello y le dije lo cierto, contándole punto por punto cómo había entrado en casa del arzobispo y cómo había salido, lo que divirtió infinito al señor portugués. Es verdad que, a pesar de lo que había prometido a Melchor, me divertí un poco a costa del arzobispo. Lo más gracioso fué que, imaginando Laura que ésta era una novela como la suya, daba unas carcajadas que hubiera excusado a haber sabido que era realidad.

Después de haber acabado mi relación, que concluí hablando del cuarto que había tomado alquilado, avisaron para comer. Quise al momento retirarme para ir a comer a mi hostería, pero Laura[298] me detuvo. «¿En qué piensas, hermano mío?—me dijo—. Has de quedarte a comer conmigo. Tampoco consentiré estés más tiempo en una posada. Mi intención es que vivas y comas en mi casa, y así, haz traer tu equipaje hoy mismo, que aquí hay una cama para ti.»

El señor portugués, a quien tal vez no agradaba esta hospitalidad, dijo a Laura: «No, Estela; no tienes aquí comodidad para recibir a nadie. Tu hermano—añadió—me parece un buen mozo, y con la recomendación de ser cosa tan tuya me intereso por él. Quiero tomarle a mi servicio; será a quien más quiera de mis secretarios y le haré depositario de mis confianzas. Que no deje ir de desde esta noche a dormir a casa y yo mandaré le pongan un cuarto. Le señalo cuatrocientos ducados de sueldo, y si en adelante tengo motivo, como lo espero, para estar contento de él, le pondré en estado de consolarse de haber sido demasiado sincero con su arzobispo.»

A las gracias que di por esto al marqués añadió Laura otras más expresivas. «¡No hablemos más de ello!—interrumpió el marqués—. ¡Es negocio concluído!» Al acabar estas palabras, se despidió de su princesa de teatro y se marchó. Laura me hizo pasar al momento a un cuarto retirado, en donde, viéndose sola conmigo, dijo: «¡Hubiera reventado si hubiese contenido más tiempo la risa!» Y dejándose caer en un sillón y apretándose los ijares empezó a reír como una loca. Yo no pude menos de hacer lo mismo; y cuando nos hubimos cansado,[299] me dijo: «Confiesa, Gil Blas, que acabamos de representar una graciosa comedia; pero yo no esperaba tuviese tan buen fin. Mi ánimo solamente era proporcionarte la mesa y cuarto en casa, y para ofrecértelo con decoro fingí que eras mi hermano. Me alegro que la casualidad te haya facilitado tan buen acomodo. El marqués de Marialba es un caballero muy generoso, que hará por ti aún más de lo que ha prometido. Otra que yo—continuó ella—acaso no hubiera recibido con tan buen semblante a un hombre que deja sus amigos sin despedirse de ellos; pero soy de aquellas chicas de buena pasta que vuelven a ver siempre con agrado al picarillo a quien amaron.»

Confesé de buena fe mi desatención y le pedí me la perdonase, después de lo cual me llevó a un comedor muy aseado. Nos sentamos a la mesa, y como teníamos de testigos una doncella y un lacayo, nos tratamos de hermanos. Luego que acabamos de comer volvimos al mismo cuarto en donde habíamos estado en conversación, y allí mi incomparable Laura, entregándose a su alegría natural, me pidió cuenta de lo que me había sucedido desde nuestra última visita. Hícele de ello una fiel narración, y cuando hube satisfecho su curiosidad, ella contentó la mía relatándome su historia en estos términos.


[300]

CAPITULO VII

Historia de Laura.

«Voy a contarte lo más compendiosamente que pueda por qué casualidad abracé la profesión cómica. Después que tan honradamente me dejaste, sucedieron grandes acontecimientos. Mi ama Arsenia, más de cansada que de disgustada del mundo, abjuró el teatro y me llevó consigo a una hermosa hacienda que acababa de comprar cerca de Zamora con monedas extranjeras. Bien presto hicimos conocimientos en esta ciudad, a la que íbamos con frecuencia y en donde nos deteníamos uno o dos días.

»En uno de estos viajecillos, don Félix Maldonado, hijo único del corregidor, me vió casualmente y le caí en gracia. Buscó ocasión de hablarme a solas, y, por no ocultarte nada, yo contribuí algo para hacérsela hallar. Este caballero no tenía veinte años; era hermoso como un sol; su persona, muy bien formada, y encantaba más todavía con sus modales amables y generosos que con su cara. Me ofreció con tan buena voluntad y tanta instancia un grueso brillante que llevaba en el dedo, que no pude menos de admitirle. Estaba muy gustosa y vana con un galán tan amable; pero ¡qué mal hacen las mozuelas ordinarias en prendarse de los hijos de familia cuyos padres tienen autoridad! El corregidor, que era el más severo de los de su clase, ad[301]vertido de nuestro trato, procuró evitar con presteza sus resultas. Me hizo prender por una cuadrilla de esbirros, que a pesar de mis gritos me llevaron al hospicio de la Caridad.

»Allí, sin más forma de proceso, la superiora me hizo despojar de mi anillo y vestidos y poner un largo saco de sarga ceniciento, ceñido por la cintura con una ancha correa negra de cuero, de la que pendía un rosario de cuentas gordas, que me llegaba hasta los talones. Después me llevaron a una sala, en donde encontré un fraile viejo, de no sé qué Orden, que principió a exhortarme a la penitencia, del mismo modo, poco más o menos, que la señora Leonarda te exhortó a ti a la paciencia en el sótano. Me dijo debía estar muy agradecida a las personas que me mandaban encerrar allí, pues que me hacían un gran beneficio sacándome de los lazos del demonio, en los cuales estaba infelizmente enredada. Te confieso francamente mi ingratitud: muy lejos de ser agradecida a los que me habían hecho este favor, les echaba mil maldiciones.

»Ocho días pasé sin hallar consuelo, pero a los nueve—porque yo contaba hasta los minutos—mi suerte pareció querer mudar de aspecto. Al atravesar un patio pequeño encontré al mayordomo de la casa, que todo lo mandaba y hasta la superiora le obedecía. No daba las cuentas de su administración sino al corregidor, de quien únicamente dependía y que tenía una entera confianza en él. Figúrate un hombre alto, pálido, descarnado y de buena catadura, propia para modelo de una pintura del Buen[302] Ladrón. Parecía que ni aun miraba a las hermanas. Cara tan hipócrita no la habrás visto, aunque hayas estado en el palacio arzobispal.

»Encontré, pues—continuó ella—, al señor Zendono, que me detuvo diciéndome: «¡Consuélate, hija mía, estoy compadecido de tus desgracias!» Nada más me dijo y continuó su camino, dejando a mi arbitrio hacer los comentarios que quisiese sobre un texto tan lacónico. Como yo le tenía por un hombre de bien, me imaginaba fácilmente que se había tomado el trabajo de examinar la causa de mi encierro y que, no hallándome bastante culpable para merecer que se me tratara tan indignamente, quería empeñarse en mi favor con el corregidor. Pero conocía mal al vizcaíno; sus intenciones eran otras. Había proyectado en su mente hacer un viaje, del que me dió parte algunos días después. «Amada Laura mía—me dijo—, es tanto lo que siento tus trabajos, que he resuelto poner fin a ellos. No ignoro que esto es querer perderme, pero ya no soy mío ni puedo vivir mas que para ti. La situación en que te veo me atraviesa el alma, y así, intento sacarte mañana de tu encierro y llevarte yo mismo a Madrid, sacrificándolo todo al placer de ser tu libertador.» Poco me faltó para morir de gozo al oír a Zendono, el cual, juzgando por mis extremos que lo que yo más deseaba era escaparme, tuvo al día siguiente la osadía de robarme a vista de todos, del modo que voy a contar. Dijo a la superiora que tenía orden para llevarme a presencia del corregidor, que se hallaba[303] en una casa de recreo a dos leguas de la ciudad, y me hizo con todo descaro subir con él en una silla de posta, tirada por dos buenas mulas que había comprado para el caso. No llevábamos con nosotros mas que un criado, que conducía la silla y que era enteramente de la confianza del mayordomo. Comenzamos a caminar, no como yo creía, hacia Madrid, sino hacia las fronteras de Portugal, adonde llegamos en menos tiempo del que necesitaba el corregidor de Zamora para saber nuestra fuga y despachar en nuestro seguimiento sus galgos. Antes de entrar en Braganza, el vizcaíno me hizo poner un vestido de hombre, que llevaba prevenido, y contándome ya por suya me dijo en la hostería donde nos alojamos: «Bella Laura, no tomes a mal que te haya traído a Portugal. El corregidor de Zamora nos hará buscar en nuestra patria como a dos criminales a quienes la España no debe dar ningún asilo; pero—añadió él—podemos ponernos a cubierto de su resentimiento en este reino tan extraño, aunque en el día esté sujeto al dominio español; a lo menos, estaremos aquí más seguros que en nuestro país. Déjate, pues, persuadir, ángel mío; sigue a un hombre que te adora. Vamos a vivir a Coimbra; allí pasaremos sin temor nuestros días en medio de unos pacíficos placeres.»

»Una propuesta tan eficaz me hizo ver que trataba con un caballero a quien no gustaba servir de conductor a las princesas por la gloria de la caballería. Comprendí que contaba mucho con mi[304] agradecimiento y aun más con mi miseria. Sin embargo, aunque estos dos motivos me hablaban en su favor, me negué resueltamente a lo que me proponía. Es verdad que por mi parte tenía dos razones poderosas para mostrarme tan reservada, pues no era de mi gusto ni le creía rico. Pero cuando, volviendo a estrecharme, ofreció ante todas cosas casarse conmigo y me hizo ver palpablemente que su administración le había suministrado caudal para mucho tiempo, no lo oculto: comencé a escucharle. Me deslumbró el oro y la pedrería que me enseñó, y entonces experimenté que el interés sabe hacer transformaciones tan bien como el amor. Mi vizcaíno fué poco a poco haciéndose otro hombre a mis ojos: su cuerpo alto y seco se me representó de una estatura fina y delicada; su palidez, una blancura hermosa, y hasta su aspecto hipócrita me mereció un nombre favorable. Entonces acepté sin repugnancia su mano a presencia del Cielo, a quien tomó por testigo de nuestra unión. Después de esto ya no tuvo que experimentar ninguna contradicción por mi parte, y, siguiendo nuestro camino, muy presto Coimbra recibió dentro de sus muros a un nuevo matrimonio.

»Mi marido me compró muy buenos vestidos de mujer y me regaló muchos diamantes, entre los cuales conocí el de don Félix Maldonado. No necesité más para adivinar de dónde venían todas las piezas preciosas que yo había visto, y para persuadirme de que no me había casado con un rígido observador del séptimo artículo del Decálogo; pero[305] considerándome como la causa primera de sus juegos de manos, se los perdonaba. Una mujer disculpa hasta las malas acciones que hace cometer su hermosura, y a no ser esto, ¡qué mal hombre me hubiera parecido!

»Dos o tres meses pasé con él bastante gustosa, porque me hacía mil cariños y parecía amarme tiernamente. Sin embargo, las pruebas de amistad que me daba no eran mas que falsas apariencias. El bribón me engañaba y me preparaba el trato que toda soltera seducida por un hombre infame debe esperar de él. Un día, a mi vuelta de misa, no encontré en la casa mas que las paredes. Los muebles y hasta mis ropas habían desaparecido. Zendono y su fiel criado habían tomado tan bien sus medidas que en menos de una hora se había ejecutado completamente el despojo de mi casa, de modo que con el solo vestido que llevaba puesto y la sortija de don Félix, que por fortuna tenía en el dedo, me vi como otra Ariadna abandonada de un ingrato. Pero te aseguro que no me entretuve en hacer elegías sobre mi infortunio; antes bien, di gracias al Cielo por haberme librado de un perverso que no podía menos de caer tarde o temprano en manos de la justicia. Miré el tiempo que habíamos pasado juntos como un tiempo perdido, que yo no tardaría en reparar. Si hubiera querido permanecer en Portugal y entrar al servicio de alguna señora ilustre, las habría tenido de sobra; pero ya fuese el amor que tenía a mi país, o ya fuese arrastrada por la fuerza de mi estrella,[306] que me preparaba allí mejor suerte, sólo pensé en volver a España. Vendí el diamante a un joyero, que me dió su importe en monedas de oro, y salí con una señora española, ya anciana, que iba a Sevilla en una silla volante.

»Esta señora, llamada Dorotea, venía de ver a una parienta suya que vivía en Coimbra, y se volvía a Sevilla, en donde tenía su casa. Congeniamos ambas de tal modo que desde la primera jornada trabamos amistad, la que se estrechó tanto en el camino que cuando llegamos a Sevilla no me permitió alojar sino en su casa. No tuve motivo para arrepentirme de haber hecho semejante conocimiento, pues no he visto jamás mujer de mejor carácter. Todavía se descubría en sus facciones y en la viveza de sus ojos que en su mocedad habría hecho puntear a sus rejas bastantes guitarras, y por eso sin duda había tenido muchos maridos nobles y vivía honradamente con lo que le dejaron.

»Entre otras excelentes prendas, tenía la de ser muy compasiva con las doncellas desgraciadas. Cuando le conté mis infortunios, tomó con tanto ardor mi causa que llenó de maldiciones a Zendono. «¡Ah perros!—dijo en un tono que parecía haber encontrado en su viaje algún mayordomo—. ¡Miserables! ¡En el mundo hay bribones que, como éste, se deleitan en engañar a las mujeres! Lo que me consuela, querida hija mía, es que, según tu relación, no estás ligada con el pérfido vizcaíno. Si tu casamiento con él es bastante bueno para servirte de disculpa, en recompensa es bastante[307] malo para permitirte contraer otro mejor cuando halles ocasión para ello.»

»Todos los días salía con Dorotea para ir a la iglesia o a visitar a alguna amiga, que es el medio seguro de encontrar prontamente alguna aventura. Me atraje las miradas de muchos caballeros, entre los cuales algunos quisieron tentar el vado. Hablaron por segunda mano a mi vieja patrona, pero los unos no tenían con qué soportar los gastos de un menaje y los restantes todavía eran unos babosos, lo que bastaba para quitarme la gana de escucharlos, sabiendo por mi experiencia las consecuencias de ello. Un día nos ocurrió ir a ver representar los cómicos de Sevilla, que habían anunciado en los carteles la representación de la comedia famosa El embajador de sí mismo, compuesta por Lope de Vega Carpio.

»Entre las actrices que se presentaron en el teatro vi a una de mis antiguas amigas, a Fenicia, aquella moza gorda, pero muy alegre, que te acordarás era criada de Florimunda y con quien cenaste algunas veces en casa de Arsenia. Sabía yo muy bien que Fenicia hacía más de dos años que no estaba en Madrid, pero ignoraba que fuese cómica. Era tal la impaciencia que tenía de abrazarla que me pareció larguísima la pieza. Quizá tenían también la culpa los que la representaban, que no lo hacían ni tan bien ni tan mal que me divirtieran, porque te confieso que, como soy tan risueña, un cómico perfectamente ridículo no me divierte menos que uno excelente. En fin, llegado el[308] esperado momento, es decir, el fin de la famosa comedia, fuimos mi viuda y yo al vestuario, en donde vimos a Fenicia, que hacía la desdeñosa escuchando con melindres el dulce gorjeo de un tierno pajarito que al parecer se había dejado coger con la liga de su declamación. Luego que me vió se despidió de él cortésmente, vino a mí con los brazos abiertos y me dió todas las muestras de amistad imaginables. Por mi parte, la abracé con el mayor agrado. Mutuamente nos manifestamos el placer que teníamos en volvemos a ver; pero no permitiéndonos el tiempo ni el sitio meternos en una larga conversación, dejamos para el día inmediato el hablar en su casa más extensamente.

»El gusto de hablar es una de las pasiones más vivas de las mujeres y particularmente la mía. No pude pegar los ojos en toda la noche: tal era el deseo que tenía de verme con Fenicia y hacerle preguntas sobre preguntas. Dios sabe si fuí perezosa para levantarme e ir a donde me había dicho que vivía. Estaba alojada con toda la compañía en un gran mesón. Una criada que encontré al entrar, y a quien supliqué me condujese al cuarto de Fenicia, me hizo subir a un corredor, a lo largo del cual había diez o doce cuartos pequeños, separados solamente por unos tabiques de madera y ocupados por la cuadrilla alegre. Mi conductora tocó a una puerta, la cual abrió Fenicia, cuya lengua rabiaba tanto como la mía por hablar. Apenas nos tomamos el tiempo de sentarnos, nos pusimos en disposición de parlar sin cesar. Teníamos que preguntarnos[309] sobre tantas cosas que se atropellaban las preguntas y las respuestas de un modo extraordinario.

»Después de haber contado mutuamente nuestras aventuras, e instruidas del actual estado de nuestros asuntos, me preguntó Fenicia qué partido quería tomar. «Porque al fin—me dijo—es preciso hacer alguna cosa, no estando bien visto en una persona de tu edad el ser inútil a la sociedad.» Respondíle que había resuelto, hasta encontrar mejor fortuna, colocarme con alguna señorita distinguida. «¡Quítate allá!—exclamó mi amiga—. ¡No pienses en ello! ¿Es posible, amiga mía, que aun no te hayas cansado de servir? ¿No te has fastidiado de estar sujeta a la voluntad de otros, respetar sus caprichos, oír que te regañan y, en una palabra, ser esclava? ¿Por qué no abrazas, como yo, la vida de cómica? Ninguna cosa es más conveniente para las personas de talento que carecen de posibles y de lucida cuna. Es un estado medio entre la nobleza y la plebe; una condición libre y desembarazada de las etiquetas más incómodas de la vida civil. Nuestras rentas nos las paga en moneda contante el público, que es el poseedor de sus fondos. En una palabra, siempre vivimos alegres y gastamos nuestro dinero del mismo modo que lo ganamos. El teatro—prosiguió—favorece sobre todo a las mujeres. Todavía me salen los colores al rostro siempre que me acuerdo de que cuando servía a Florimunda no oía sino a los criados de la compañía del Príncipe y que ningún hombre de suposición me miraba a la cara. ¿De qué nacía esto? De[310] que yo no hacía allí papel; por buena que sea una pintura, no se celebra si no se expone a la vista pública. Pero después que me puse en chapines, esto es, que parecí en las tablas, ¡qué mudanza! Traigo al retortero a los mejores mozos de los pueblos por donde pasamos. Una cómica tiene cierto atractivo en su oficio. Si es discreta—quiero decir, que no favorece mas que a un solo amante—, esto le hace un honor distinguido, se celebra su moderación; y cuando muda de galán la miran como a una verdadera viuda que se vuelve a casar. Y aun a una viuda se la mira con desprecio si contrae terceras nupcias, porque no parece sino que esto hiere la delicadeza de los hombres, al paso que una dama parece hacerse más apreciable a medida que aumenta el número de sus favorecidos, pues todavía, después de haber tenido cien cortejos, es un manjar apetitoso.» «¿A quién cuentas eso?—interrumpí yo al llegar aquí—. ¿Piensas tú que ignoro esas ventajas? Las he considerado muchas veces, y, hablándote sin ningún disimulo, te digo que lisonjean sobrado a una muchacha de mi genio. Conozco en mí mucha inclinación a la vida cómica, pero esto no basta, pues se requiere talento y yo no tengo ninguno. Algunas veces me he puesto a recitar relaciones de comedia delante de Arsenia y no ha quedado satisfecha de mí, lo que me ha hecho no gustar del arte.» «No es extraño que le hayas disgustado—replicó Fenicia—. ¿Ignoras que esas grandes actrices son por lo común envidiosas? A pesar de su vanidad, temen se les presenten per[311]sonas que las desluzcan. En fin, yo, sobre este asunto, no me atendría solamente al voto de Arsenia; su decisión no ha sido sincera. Dígote sin lisonja que has nacido para el teatro. Tienes naturalidad, acción despejada y muy graciosa, un metal de voz suave, buen pecho y, sobre todo, un buen palmito de cara. ¡Ah picaruela, a cuántos encantarás si te haces comedianta!»

»A esto añadió otras expresiones seductoras, y me hizo declamar algunos versos para convencerme a mí misma de la excelente disposición que tenía para el teatro, y habiéndome oído fueron mayores sus elogios, hasta decirme que me aventajaba a todas las actrices de Madrid. En vista de esto, no debía ya dudar de mi mérito ni dejar de acusar a Arsenia de envidiosa y de mala fe. Me fué preciso convenir en que mi persona valía mucho. Fenicia me hizo repetir los mismos versos delante de dos cómicos que entraron en aquella sazón, los que se quedaron pasmados; y cuando volvieron de su admiración fué para colmarme de alabanzas. Hablando seriamente, te aseguro que aunque los tres hubieran ido a porfía sobre quién me había de elogiar más, no hubieran empleado más hipérboles. Mi modestia tuvo poco que padecer con tantos elogios. Principié a creer que valía algo y heme aquí resuelta a abrazar la profesión cómica.

»No hablemos más, querida mía—dije a Fenicia—. Está hecho; quiero seguir tu consejo y entrar en la compañía si no hay inconveniente.» A esto, mi amiga, arrebatada toda de gozo, me abra[312]zó, y sus dos compañeros no manifestaron menos alegría que ella al ver mi determinación. Quedamos en que al día siguiente por la mañana iría al teatro y repetiría delante de toda la compañía el mismo ensayo. Si en casa de Fenicia adquirí una opinión ventajosa, todavía fué más favorable la de los comediantes después que recité en su presencia sólo unos veinte versos, y así, me recibieron muy gustosos en la compañía. Desde entonces puse mi atención sólo en el modo con que había de salir la primera vez en las tablas. Para que fuese con más lucimiento, gasté todo el dinero que me quedaba de la sortija, y si no me presenté con ostentación, a lo menos hallé el arte de suplir la falta de magnificencia con un gusto delicado. Presentéme, en fin, por la primera vez en la escena. ¡Qué palmadas! ¡Qué aplausos! No faltaré, amigo mío, a la modestia si te digo que arrebaté la atención de los espectadores. Era preciso haber presenciado la celebridad que adquirí en Sevilla para creerla. Fuí el objeto de todas las conversaciones de la ciudad, la que por tres semanas acudió a bandadas a la comedia, de modo que la compañía, con esta novedad, atrajo al público, que ya empezaba a desampararla. Me presenté de un modo que hechicé a todos, lo que fué publicar que me vendía al que más diera. Una infinidad de sujetos de todas edades y condiciones vinieron a ofrecerme sus obsequios y facultades. Por mi gusto hubiera escogido al más joven y bonito; pero nosotras solamente debemos mirar al interés y a la ambición cuando se[313] trata de tomar una amistad. Esta es regla del teatro, por cuya razón mereció la preferencia don Ambrosio de Nisaña, hombre ya viejo y de muy rara figura, pero rico, generoso y uno de los señores más poderosos de Andalucía. Es verdad que le costó caro. Tomó para mí una hermosa casa, la adornó magníficamente, me buscó un buen cocinero, dos lacayos, una doncella, y me señaló para el gasto mil ducados mensuales. Añade a esto ricos vestidos y muchas joyas. Arsenia nunca llegó a un estado tan brillante.

»¡Qué mudanza en mi fortuna! Ni aun yo podía comprenderla ni me conocía a mí misma; por lo que no me espanto de que haya tantas que se olviden prontamente de la nada y miseria de donde las sacó el capricho de algún poderoso. Te confieso ingenuamente que los aplausos del público, las expresiones lisonjeras que oía por todas partes y la pasión de don Ambrosio me infundieron una vanidad que llegó hasta la extravagancia. Miré mi habilidad como un título de nobleza y tomé el aire de señora. Ya escaseaba tanto las miradas cariñosas cuanto las había prodigado antes, de suerte que me puse en el pie de no hacer caso sino de duques, condes y marqueses.

»El señor de Nisaña, con algunos de sus amigos, venía todas las noches a cenar a casa; yo por mi parte procuraba juntar las cómicas más divertidas y pasábamos la mayor parte de la noche en beber y reír. Una vida tan agradable me acomodaba mucho, pero no duró mas que seis meses. Si los seño[314]res no tuvieran la facilidad de cansarse, serían más amables. Don Ambrosio me dejó por una maja granadina que acababa de llegar a Sevilla, con muchas gracias y el talento suficiente para hacerlas valer. Mi aflicción no duró mas que veinticuatro horas, porque inmediatamente ocupó su lugar un caballero de veintidós años, llamado don Luis de Alcacer, tan bello mozo que pocos podían comparársele. Con razón me preguntarás por qué elegí a un señor tan joven sabiendo que el trato con esta clase de gentes es peligroso, y yo te diré que don Luis ni tenía padre ni madre y que ya disponía de su hacienda. Además, que este trato sólo deben temerlo las criadas y las miserables aventureras. Las mujeres de nuestra profesión son personas de título; nunca somos responsables de los efectos que producen nuestros atractivos. ¡Desgraciadas las familias a cuyos herederos hemos desplumado!

»Nos apasionamos tan extremadamente uno de otro Alcacer y yo que dudo haya habido jamás amor como el nuestro. Nos amábamos con tanto ardor que no parecía sino que estábamos hechizados. Los que sabían nuestra pasión nos creían los amantes más dichosos del mundo, y tal vez éramos los más infelices. Don Luis era amable por su rostro, pero tan celoso que me atormentaba a cada instante con injustos recelos. Por más que yo procurase no mirar a hombre alguno para acomodarme a su flaqueza, su ingeniosa desconfianza hallaba delitos con que inutilizaba mi cuidado. Si estaba en la escena, le parecía que mientras repre[315]sentaba miraba al descuido cariñosamente a algún joven y me llenaba de reconvenciones. En una palabra, nuestras más tiernas conversaciones estaban siempre mezcladas de quejas. No pudimos aguantar más; a ambos nos faltó la paciencia y nos separamos amigablemente. ¿Creerás tú que el último día de nuestra amistad fué el más gustoso que habíamos tenido hasta entonces? Igualmente fatigados los dos de los males que habíamos padecido, nos despedimos con la mayor alegría, semejantes a dos miserables cautivos que recobran su libertad después de una dura esclavitud.

»Desde entonces he procurado precaverme del amor y no quiero más amistad que turbe mi reposo. No sienta bien en nosotras suspirar como las demás mujeres ni debemos abrigar en nuestro pecho una pasión cuyas ridiculeces hacemos ver al público.

»Entre tanto mi fama iba alcanzando más vuelo, publicando por todas partes que yo era una actriz inimitable. Tanta nombradía movió a los comediantes de Granada a que me escribiesen convidándome con una plaza en su compañía; y para hacerme ver que la propuesta no era despreciable, me enviaron una razón del importe de sus últimas entradas y de sus caudales, por lo cual, pareciéndome un partido ventajoso, lo acepté, aunque en lo íntimo de mi corazón sentía dejar a Fenicia y a Dorotea, a quienes amaba tanto cuanto una mujer es capaz de amar a otra. A la primera la dejé en Sevilla ocupada en derretir la vajilla de un pla[316]terillo que por vanidad quería tener por cortejo a una comedianta. Se me ha olvidado decirte que al hacerme cómica mudé por capricho el nombre de Laura en el de Estela, y con éste salí para Granada.

»Allí principié mi ejercicio con tanta felicidad como en Sevilla e inmediatamente me vi rodeada de amantes; pero como no quería favorecer sino a quien diese buenas señales, me porté con tal reserva que pude ofuscarlos. Sin embargo, temiendo pagar la pena de una conducta que de nada servía y que no me era natural, pensaba declararme a favor de un oidor joven, de nacimiento plebeyo, quien, por razón de su empleo, de una buena mesa y de arrastrar coche, hacía el papel de señor, cuando vi por primera vez al marqués de Marialba. El señor portugués, que viaja en España por mera curiosidad, al pasar por Granada se detuvo. Fué a la comedia y aquel día no representé yo. Miró con mucha atención a las actrices que se presentaron, halló una que le gustó y desde el día siguiente empezó a tratar con ella. Estaba ya para convenirse cuando me presenté yo en el teatro. Mi presencia y mis monadas volvieron prontamente la veleta. Ya mi portugués no pensó mas que en mí, y, a decir verdad, como yo no ignoraba que mi compañera había agradado a este señor, procuré desbancarla, y tuve la fortuna de conseguirlo. Bien sé que ella me ha aborrecido, pero esto poco importa. Debiera saber que entre las mujeres es natural esta ambición y que las más íntimas amigas no hacen escrúpulo de ella.»


[317]

CAPITULO VIII

Del recibimiento que hicieron a Gil Blas los cómicos de Granada y de la persona a quien reconoció en el vestuario.

En el punto mismo que Laura acababa de contar su historia llegó una comedianta vieja, vecina suya, que venía a sacarla para ir a la comedia. Esta venerable heroína de teatro hubiera sido primorosa para hacer el papel de la diosa Cotis. Mi hermana no dejó de presentar su hermano a esta figura añeja, y sobre ello mediaron grandes cumplimientos de ambas partes.

Las dejé solas, diciendo a la viuda del mayordomo que iría a buscarla al teatro luego que hubiera hecho llevar mi ropa a casa del marqués, que ella me enseñó. Fuí inmediatamente al cuarto que tenía alquilado, pagué a mi huéspeda, di a un mozo mi maleta y fuí con él a una gran posada, en donde estaba alojado mi amo. Encontré a la puerta a su mayordomo, que me preguntó si era yo el hermano de la señora Estela. Respondí que sí, y me dijo: «Pues sea usted muy bien venido, caballero. El marqués de Marialba, de quien tengo honra de ser mayordomo, me ha mandado os reciba con todo agasajo. Se le ha preparado a usted un cuarto; si usted gusta, yo se lo enseñaré.» Me subió a lo último de la casa y me introdujo en un aposento tan pequeño que sólo cabía una cama[318] muy estrecha, un armario y dos sillas; tal era mi habitación. «Usted no estará aquí muy a sus anchuras—me dijo mi conductor—; pero en recompensa prometo a usted que en Lisboa estará soberbiamente alojado.» Metí mi maleta en el armario, del cual me llevé la llave, y pregunté a qué hora se cenaba. Me respondieron que el señor cenaba comúnmente fuera y que daba a cada criado un tanto al mes para su mantenimiento. Hice algunas otras preguntas y conocí que los criados del marqués eran unos holgazanes afortunados. Al cabo de una breve conversación dejé al mayordomo y fuí a buscar a Laura, entretenido agradablemente con los presagios de mi nuevo acomodo.

Luego que llegué a la puerta de la casa de comedias y dije que era hermano de Estela, todo se me franqueó. ¡Hubierais visto las centinelas hacerme paso a porfía, como si yo fuera uno de los principales personajes de Granada! Todos los dependientes del teatro que encontré en el tránsito me hicieron profundas reverencias. Pero lo que yo quisiera poder pintar bien al lector es el recibimiento que, con una seriedad cómica, me hicieron en el vestuario, en donde encontré toda la compañía vestida ya y pronta a principiar. Los comediantes y comediantas, a quienes Laura me presentó, se agolparon hacia mí. Los hombres me confundieron a abrazos, y las mujeres en seguida, aplicando sus rostros pintados al mío, lo llenaron de arrebol y blanquete. Ninguno quería ser el último a cumplimentarme y todos se pusieron a hablarme[319] a un tiempo. No bastaba yo a responderles; pero mi hermana vino a mi socorro, y como tenía ejercitada la lengua, cumplió con todos por mí.

No pararon los cumplimientos en los actores y actrices; fué preciso aguantar los del tramoyista, violinistas, apuntador, despabilador y sotadespabilador; en fin, de todos los dependientes del teatro, que al rumor de mi llegada vinieron corriendo a examinar mi persona. No parecía sino que estas gentes eran todas de la Inclusa, que jamás habían visto hermanos.

Entre tanto empezó la comedia. Algunos caballeros que estaban en el vestuario se retiraron a tomar sus asientos, y yo, como de casa, continué en conversación con los actores que no representaban. Entre éstos había uno a quien llamaron, y oí le nombraban Melchor. Este nombre me chocó, y habiendo mirado atentamente al sujeto a quien se le daba, me pareció haberle visto en alguna parte. Al fin me acordé de él y vi que era Melchor Zapata, aquel pobre cómico de la legua que, como dije en el libro segundo de mi historia, estaba mojando mendrugos de pan en una fuente.

Al instante le llamé aparte y le dije: «Si no me engaño, usted es el señor Melchor, con quien tuve la honra de almorzar un día a la orilla de una clara fuente entre Valladolid y Segovia. Iba yo con un mancebo de barbero, juntamos algunas provisiones que llevábamos con las de usted y compusimos entre los tres una comida escasa que se sazonó con mil conversaciones agradables.» Zapata se quedó[320] como pensativo algunos instantes y después me respondió: «Usted me habla de una cosa de que sin dificultad hago memoria. Entonces venía de Madrid, en donde había salido para prueba en aquel teatro, y me volvía a Zamora. También me acuerdo que mis negocios andaban de mala data.» «Y yo, por esas señas—le dije—, vengo en conocimiento de que usted llevaba un jubón forrado de carteles de comedias. Tampoco he olvidado que usted se quejaba en aquel tiempo de que tenía una mujer muy honesta.» «¡Oh! ¡Por esa parte ya no me quejo!—dijo Zapata con precipitación—. ¡Vive diez que la buena mujer se ha enmendado en esto, y así, mi jubón va mejor forrado!»

Al ir a darle la enhorabuena de tan feliz mudanza tuvo precisión de dejarme para salir a la escena. Con el deseo de conocer a su mujer, me acerqué a un comediante y le supliqué me la mostrase, lo que hizo diciendo: «Véala usted, esa es Narcisa, la más linda de nuestras damas después de la hermana de usted.» Juzgué que esta actriz debía de ser aquella a quien se había aficionado el marqués de Marialba antes de haber visto a su Estela, y mi conjetura no salió errada. Acabada la comedia, acompañé a Laura a su casa, en donde vi muchos cocineros que estaban disponiendo una gran cena. «Aquí puedes cenar», me dijo ella. «Nada menos que eso—le respondí—: el marqués querrá quizá estar solo contigo.» «No—respondió ella—; ahora vendrá con dos amigos suyos y uno de nuestros compañeros, y si tú quieres, serás la sexta per[321]sona. Bien sabes que en casa de las cómicas los secretarios tienen privilegio de comer con sus amos.» «Es verdad—le dije—, pero todavía no es tiempo de contarme entre los secretarios favoritos; para obtener este cargo honorífico debo antes emplearme en alguna comisión de confianza.» Diciendo esto, dejé a Laura y fuí a mi hostería, donde hice ánimo de comer todos los días, porque mi amo no tenía casa.


CAPITULO IX

Del hombre extraordinario con quien Gil Blas cenó aquella noche y de lo que pasó entre ellos.

Advertí que en un rincón de la sala estaba cenando solo un fraile viejo vestido de paño pardo, y por curiosidad me senté enfrente de él. Saludéle con mucha urbanidad y él no se mostró menos cortés que yo. Trajéronme mi pitanza, que principié a despachar con buenas ganas, y mientras comía sin decir una palabra miraba frecuentemente a este raro personaje y siempre le hallé puestos los ojos en mí. Cansado de su afán en mirarme, le hablé en estos términos: «Padre, ¿nos habremos visto tal vez en otra parte fuera de aquí? Usted me está observando como a un hombre que no le es enteramente desconocido.»

Respondióme con mucha gravedad: «Si os miro con esta atención sólo es para admirar la singular variedad de aventuras que están grabadas en las[322] rayas de vuestro rostro.» «A lo que veo—le dije con un aire burlón—, vuestra reverencia sabe la metoposcopia.» «Bien podría lisonjearme de poseerla—dijo el fraile—y de haber pronosticado cosas que el tiempo no ha desmentido. No sé menos la quiromancia, y me atrevo a decir que mis oráculos son infalibles cuando he comparado la inspección de la mano con la del rostro.»

Aunque aquel viejo tenía todo el aspecto de hombre sabio, me pareció tan loco que no pude dejar de reírme en su cara; pero en lugar de ofenderse de mi descortesía se sonrió de ella, y después de haber paseado su vista por la sala y asegurádose de que nadie nos oía, continuó hablando de esta manera: «No me espanto de veros opuesto a estas dos ciencias, que en el día se tienen por frívolas; el largo y penoso estudio que requieren desanima a todos los sabios, que, despechados de no haberlas podido adquirir, las abandonan y desacreditan. Por lo que hace a mí, no me ha acobardado la obscuridad en que están envueltas ni tampoco las dificultades que se suceden sin cesar en la indagación de los secretos químicos y en el arte maravilloso de transmutar los metales en oro. Pero no presumo—prosiguió, habiendo tomado nuevo aliento—que hablo con un joven que conceptúe de sueños mis pensamientos. Una leve prueba de mi habilidad os dispondrá a juzgar más favorablemente de mí que todo cuanto pudiera deciros.» Dicho esto, sacó del bolsillo un frasquillo lleno de un licor encarnado y prosiguió diciendo: «Vea us[323]ted aquí un elixir que he compuesto esta mañana del zumo de ciertas plantas destiladas por alambique; porque, a imitación de Demócrito, he empleado casi toda mi vida en descubrir las propiedades de los simples y de los minerales. Usted va a experimentar su virtud. El vino que estamos bebiendo es muy malo: pues va a ser exquisito.» Al mismo tiempo echó dos gotas de su elixir en mi botella, que volvieron mi vino más delicioso que los mejores que se beben en España.

Todo lo maravilloso sorprende, y una vez preocupada la imaginación, el juicio se extravía. Pasmado de ver un secreto tan bueno, y persuadido de que era menester ser poco menos que diablo para haberlo hallado, exclamé lleno de admiración: «¡Oh padre mío, suplico a usted me perdone si antes le he tenido por un viejo loco! Ahora le hago a usted justicia; no necesito ver más para estar convencido de que si quisiera podría hacer en un instante un tejo de oro de una barra de hierro. ¡Qué dichoso fuera yo si poseyera esa admirable ciencia!» «¡El Cielo os libre de tenerla jamás!—interrumpió el viejo dando un profundo suspiro—. ¡Tú no sabes, hijo mío, lo que deseas! En lugar de envidiarme, tenme más bien lástima de haber tomado tanto trabajo para hacerme infeliz. Siempre vivo inquieto; temo ser descubierto y que una prisión perpetua sea el premio de todos mis afanes. Con este temor paso una vida errante, disfrazado unas veces de clérigo o de fraile, otras de caballero o paisano. ¿Y te parece que será ventajoso el saber[324] hacer oro a ese precio? Y las riquezas, ¿no son un verdadero suplicio para aquellos que no las disfrutan con quietud?» «Ese discurso me parece muy sensato—dije entonces al filósofo—. Nada iguala al gusto de vivir con sosiego; usted me hace mirar con desprecio la piedra filosofal. Yo os estimaría que me vaticinaseis lo que me ha de acontecer.» «De muy buena gana, hijo mío—me respondió—. Ya he observado vuestra fisonomía; mostrad vuestra mano.» Presentésela con una confianza que no me hará honor en el ánimo de algunos lectores que en mi lugar acaso habrían hecho otro tanto. La examinó muy atentamente y al momento exclamó: «¡Ah, y qué de tránsitos de la aflicción a la alegría y de la alegría a la aflicción! ¡Qué serie azarosa de desgracias y de prosperidades! Mas ya habéis experimentado una gran parte de estas alternativas de la fortuna y no os restan más desgracias que probar; un señor os dará un buen destino que no estará sujeto a mutaciones.»

Después de haberme afirmado que podía estar seguro de su pronóstico, se despidió de mí, saliendo de la hostería, donde quedé muy pensativo de lo que acababa de oír.

No dudaba yo que fuese el marqués de Marialba el tal señor, y, por consiguiente, nada me parecía más posible que el cumplimiento del vaticinio. Pero cuando yo no hubiese visto la menor apariencia de ello, no me hubiera impedido eso dar al fraile entero crédito: tanta era la autoridad que por su elixir había cobrado en mi ánimo.

[325]

Por mi parte, para acelerar la felicidad que me había predicho, determiné servir al marqués con más afecto que lo había hecho a ninguno de los otros amos. Con esta resolución, me retiró a nuestra posada con una alegría imponderable, cual nunca sacó una mujer de casa de las decidoras de la buenaventura.


CAPITULO X

De la comisión que el marqués de Marialba dió a Gil Blas y cómo la desempeñó este fiel secretario.

Todavía no había vuelto el marqués de casa de su comedianta; pero en su aposento encontré a los ayudas de cámara, que jugaban a los naipes esperando su venida. Me introduje con ellos y nos entretuvimos alegremente hasta las dos de la madrugada, en que llegó nuestro amo. Sorprendióse un poco al verme y me dijo con una afabilidad que daba a entender volvía contento de su visita: «Gil Blas, ¿por qué no te has acostado?» Yo le respondí que quería saber antes si tenía alguna cosa que mandarme. «Puede ser—dijo—te encargue por la mañana un asunto y entonces te daré mis órdenes. Vé a descansar y sabe que te dispenso de esperarme, pues me bastan los ayudas de cámara.» Después de esta advertencia, que no dejó de agradarme, pues me excusaba la sujeción, que algunas[326] veces hubiera llevado con disgusto, dejé al marqués en su cuarto y me retiré a mi buhardilla. Me acosté; pero, no pudiendo dormir, seguí el consejo de Pitágoras, de traer a la memoria por la noche lo que hemos hecho en el día, para aplaudir nuestras buenas acciones o vituperar las malas.

Mi conciencia no estaba tan limpia que dejase de remorderme haber apoyado la mentira de Laura. Por más que yo me decía para disculparme de que no había podido decentemente desmentir a una muchacha que no había tenido otra mira que la de mi bien y que en algún modo me había visto en la precisión de ser cómplice de su engaño, poco satisfecho de esta excusa, yo mismo me respondía que no debía llevar tan adelante el embuste y que era demasiado descaro el querer vivir con un señor cuya confianza pagaba tan mal. En fin, después de un severo examen, convine en que, si no era un bribón, me faltaba poco.

Pasando de aquí a las consecuencias, reflexioné que aventuraba mucho en engañar a un hombre de distinción, quien por mis pecados acaso tardaría poco en descubrir el enredo. Una reflexión tan juiciosa aterró algún tanto mi espíritu; pero bien presto desvanecieron mi temor las ideas del contento y del interés. Por otra parte, la profecía del hombre del elixir hubiera bastado para tranquilizarme; y así, me entregué a imágenes muy risueñas. Me puse a hacer cuentas de aritmética y a calcular para conmigo mismo la suma a que ascenderían mis salarios al cabo de diez años de ser[327]vicio. A esto añadí las gratificaciones que recibiría de mi amo; y midiéndolas por su carácter liberal, o más bien según mis deseos, tenía una intemperancia de imaginación, si puede hablarse de este modo, que no ponía límites a mi fortuna. Tanta felicidad me concilió poco a poco el sueño y me quedé dormido haciendo castillos en el aire.

Por la mañana me levanté a cosa de las nueve para ir a recibir las órdenes de mi amo, pero al abrir mi puerta para salir me admiré de verle venir en bata y gorro. Estaba solo, y me dijo: «Gil Blas, al despedirme anoche de tu hermana le ofrecí pasar a su casa esta mañana; pero un negocio de importancia no me permite cumplirlo. Vé y díle de mi parte cuánto siento este contratiempo y asegúrale que aún cenaré esta noche con ella. No es esto lo más—añadió, entregándome una bolsa con una cajita de zapa guarnecida de piedras—: llévale mi retrato y toma para ti esta bolsa, en donde van cincuenta doblones, que te doy en prueba de la amistad que ya te he cobrado.» Con una mano tomé el retrato y con la otra la bolsa, de mí tan poco merecida. Fuí corriendo al momento a casa de Laura, diciendo en medio del exceso de alegría que me enajenaba: «¡Bueno! ¡Bueno! ¡La predicción se verifica visiblemente! ¡Qué fortuna es ser hermano de una buena moza que admite galanteos! ¡Es lástima que no haya en esto tanta honra como provecho y utilidad!»

Laura, contra la costumbre de las personas de su profesión, solía madrugar. Halléla al tocador,[328] en donde, esperando a su portugués, añadía a su hermosura natural todos los atractivos auxiliares que el arte podía prestarle. «Amable Estela—le dije al entrar—, imán de los extranjeros, ya puedo comer con mi amo, pues me ha honrado con un encargo que me da esta prerrogativa, el cual vengo a evacuar. Dice que no puede tener el gusto de verte esta mañana, como lo había pensado; pero para consolarte de esto cenará esta noche contigo. Y te envía su retrato, con lo que me parece quedarás algo más consolada.»

Entreguéla la caja, que, con el vivo resplandor de los brillantes de que estaba guarnecida, alegró infinito su vista. Abrióla, y habiéndola cerrado después de haber considerado la pintura por mero cumplimiento, volvió a mirar las piedras. Celebró su hermosura y me dijo con sonrisa: «Ve aquí unas copias que las damas de teatro estiman mucho más que los originales.» Díjele en seguida que el generoso portugués, al darme el retrato, me había regalado cincuenta doblones. «Me alegro infinito—me dijo ella—. Este señor principia por donde aún raras veces acaban otros.» «A ti es, mi querida—respondí yo—, a quien debo este regalo, que el marqués me hizo a causa de fraternidad.» «Yo quisiera—dijo ella—te hiciera otros como ese todos los días. ¡No puedo ponderarte cuánto te amo! Desde el instante en que te vi te amé tan estrechamente que el tiempo no ha podido romper esta unión. Cuando te eché de menos en Madrid, no perdí las esperanzas de recobrarte, y ayer al verte te recibí[329] como a un hombre que volvía a su centro. En una palabra, amigo mío, el Cielo nos ha destinado el uno para el otro. Tú serás mi marido, pero antes es preciso enriquecemos. La prudencia exige que comencemos por aquí. Todavía quiero tener tres o cuatro cortejos para ponerte en una situación aventajada.»

Díle cortésmente las gracias por el trabajo que quería tomarse por mí e insensiblemente nos fuimos metiendo en una conversación que duró hasta el mediodía. Entonces me retiré para ir a dar cuenta a mi amo del modo con que había sido recibido su regalo. Aunque Laura no me había dado sus instrucciones sobre este punto, compuse en el camino una buena arenga para cumplimentarle de su parte; pero fué tiempo perdido, porque cuando llegué a la posada me dijeron que el marqués acababa de salir; y estaba decretado que no volvería a verle más, como puede leerse en el capítulo siguiente.


CAPITULO XI

De la noticia que supo Gil Blas, y que fué un golpe mortal para él.

Fuíme a mi posada, en donde encontré dos sujetos, con quienes comí y con cuya gustosa conversación me entretuve en la mesa hasta la hora de la comedia, que nos separamos, ellos para ir a sus quehaceres y yo para tomar el camino del teatro.[330] Advierto de paso que yo tenía motivo para estar de buen humor, porque la alegría había reinado en la conversación que acababa de tener con estos caballeros, mostrándoseme además propicia la fortuna; pero con todo, sentía una tristeza que no estaba en mi mano desechar. A vista de esto, no se diga que no se presienten las desgracias que nos amenazan.

Al entrar en el vestuario se acercó a mí Melchor Zapata y me dijo en voz baja que le siguiera. Me llevó a un sitio excusado y me dijo lo siguiente: «Señor mío, miro como un deber dar a usted un aviso muy importante. Usted no ignora que el marqués de Marialba se enamoró primero de Narcisa, mi esposa, y aun había elegido día para venir a picar en mi cebo, cuando la artificiosa Estela halló medio de desconcertar la partida y de traer a su casa a este señor portugués. Bien conoce usted que una cómica no pierde tan buena presa sin despecho. Mi mujer está muy resentida de esto; nada es capaz de omitir para vengarse, y, por desgracia de usted, se le presenta para ello una ocasión favorable. Ayer, si usted hace memoria, todos nuestros dependientes acudieron a verle. El sotadespabilador dijo a algunas personas de la compañía que conocía a usted y que de ningún modo era hermano de Estela. Esta noticia—añadió Melchor—ha llegado a oídos de Narcisa, que no ha dejado de preguntársela al que la ha dado, y éste se la ha repetido. Dice conoció a usted de criado de Arsenia, cuando Estela, bajo el nombre de Laura, la servía[331] en Madrid. Mi esposa, contentísima con este descubrimiento, se lo participará al marqués de Marialba, que ha de venir esta tarde a la comedia. Camine usted en esta inteligencia, y si no es en realidad hermano de Estela, le aconsejo, como amigo, y por nuestro antiguo conocimiento, que se ponga en salvo. Narcisa, que no busca mas que una víctima, me ha permitido se lo advierta a usted para que evite con una pronta fuga cualquier accidente funesto.»

Me hubiera sido inútil saber más. Di gracias por este aviso al histrión, que conoció muy bien por mi sobresalto que yo no estaba en el caso de desmentir al sotadespabilador. Como realmente no tenía intención de llevar hasta este punto la desvergüenza, ni aun fuí a despedirme de Laura, temiendo no quisiese obligarme a que siguiera el enredo. Bien sabía yo que ella era buena comedianta para salir con facilidad de este berenjenal; pero yo no veía mas que un castigo infalible que me amenazaba y no estaba tan enamorado que quisiese burlarme de él. Determiné, pues, poner tierra por medio, cargando con mis dioses penates, es decir, con mi ropa, y en un abrir y cerrar de ojos me desaparecí del coliseo, y en un momento hice sacar y trasladar mi maleta a la posada de un arriero que al día siguiente, a las tres de la mañana, debía salir para Toledo. Hubiera deseado estar ya con el conde de Polán, cuya casa me parecía el único asilo que había seguro para mí; pero no hallándome aún en ella, no podía pensar sin inquietud en el tiempo[332] que me restaba que pasar en una ciudad en donde temía me buscasen aquella misma noche.

No dejé de ir a cenar a mi hostería, a pesar de estar tan zozobroso como un deudor que sabe andan en seguimiento suyo los alguaciles; pero no creo que la cena hizo en mi estómago un excelente quilo. Miserable juguete del miedo, miraba con cuidado a todas las personas que entraban en la sala y temblaba como un azogado siempre que por mi desgracia eran algunas de mala catadura, cosa que no es rara en tales parajes. Después de haber cenado en medio de continuos sobresaltos, me levanté de la mesa y me volví a la posada del ordinario, en donde me eché sobre paja fresca hasta la hora de marchar.

Puedo asegurar que durante este tiempo ejercité bien mi paciencia. Mil tristes pensamientos vinieron a asaltarme; si algún instante me quedaba traspuesto, soñaba que veía furioso al marqués, lastimando a golpes el hermoso rostro de Laura y haciendo pedazos cuanto había en su casa, o ya que le oía mandar a sus criados que me matasen a palos. Despertaba despavorido, y siendo tan gustoso despertar después de haber soñado cosas funestas, para mí era esto más cruel que el mismo sueño.

Por fortuna, me sacó de esta angustia el arriero viniendo a avisarme que estaban prontas las mulas. Inmediatamente me levanté, y, gracias al Cielo, me puse en camino curado radicalmente de Laura y de la quiromancia. Conforme nos íbamos alejando de Granada iba mi espíritu recobrando[333] su serenidad. Empecé a trabar conversación con el arriero, el cual me contó algunas historias divertidas que me hicieron reír y fuí perdiendo insensiblemente mi temor. Dormí con sosiego en Ubeda, donde hicimos noche a la primera jornada, y a la cuarta llegamos a Toledo. Mi primer cuidado fué preguntar por la casa del conde de Polán, y persuadido de que no consentiría me alojase en otra, fuí allá. Pero yo había hecho la cuenta sin la huéspeda, pues no encontré en ella mas que al portero, quien me dijo que su amo había salido el día antes para la quinta de Leiva, de donde le habían escrito que Serafina estaba enferma de peligro.

Yo no había contado con la ausencia del conde, que disminuyó el gusto que tenía de estar en Toledo y fué causa de que tomase otra determinación. Viéndome tan cerca de Madrid, me resolví a ir allá, discurriendo que en la corte podría hacer fortuna, pues, según había oído decir, no era necesario en ella tener un talento superior para adelantar. Al día siguiente me aproveché de un caballo de retorno, que me llevó a esta capital de la España, adonde la buena suerte me conducía para que hiciese papeles más brillantes que los que hasta entonces me había hecho representar.


[334]

CAPITULO XII

Gil Blas se aloja en una posada de caballeros, en donde adquiere conocimiento con el capitán Chinchilla; qué clase de hombre era este oficial y qué negocio le había llevado a Madrid.

Así que llegué a Madrid establecí mi habitación en una posada de caballeros, en donde, entre otras personas, vivía un capitán viejo, que desde lo último de Castilla la Nueva había venido a la corte a pretender una pensión que creía tener bien merecida. Llamábase don Aníbal de Chinchilla. No sin espanto le vi la primera vez; era un hombre de sesenta años, de una estatura gigantesca y sumamente flaco. Tenía unos bigotes poblados, que subían, retorciéndose por los dos lados, hasta las sienes; además de que le faltaba un brazo y una pierna, llevaba tapado un ojo con un gran parche de tafetán verde, y casi todo su rostro estaba lleno de cicatrices. En lo demás era como otro cualquiera. No carecía de entendimiento y aun menos de gravedad. En cuanto a sus costumbres, era muy rígido y se preciaba sobre todo de ser delicado en punto de honor.

A las dos o tres conversaciones que tuvimos, me honró con su confianza y supe todos sus asuntos. Me contó en qué ocasiones se había dejado un ojo en Nápoles, un brazo en Lombardía y una pierna en los Países Bajos. Admiré, en las relaciones que[335] me hizo de las batallas y sitios, el que no se le escapase ninguna fanfarronada ni palabra en alabanza suya, siendo así que sin dificultad le hubiera perdonado el que alabase la mitad del cuerpo que le quedaba, en recompensa de la otra que había perdido. Los oficiales que vuelven sanos y salvos de la guerra no son siempre tan modestos.

Me dijo que sobre todo sentía a par de su alma haber disipado una considerable hacienda en sus campañas, de suerte que no le habían quedado mas que cien ducados de renta, con lo que apenas tenía para aliñar sus bigotes, pagar su alojamiento y dar a copiar sus memoriales. «Porque, en fin, señor caballero—añadió encogiéndose de hombros—, todos los días, a Dios gracias, los presento, sin que se haga el más mínimo caso de ellos. Si usted lo presenciara, no diría sino que apostábamos el ministro y yo sobre cuál había de cansarse antes, si yo en darlos o él en recibirlos. También tengo la honra de presentárselos al mismo rey, pero tan lindo es Pedro como su amo; y entre estas y esotras la casa de Chinchilla se arruina por falta de reparo.» «No pierda usted las esperanzas—dije al capitán—. Usted sabe que las cosas de palacio van despacio. Acaso estará usted hoy en vísperas de ver premiados con usura todos sus penosos servicios.» «No debo lisonjearme con esa esperanza—respondió D. Aníbal—; aun no hace tres días que hablé a uno de los secretarios del ministro, y si he de dar crédito a sus palabras, es preciso prestar paciencia.» «¿Y qué le dijo a usted, señor oficial?[336]—le respondí—. ¿Tal vez el estado en que usted se halla no le parece digno de recompensa?» «Usted lo verá—respondió Chinchilla—. Este secretario me ha dicho claramente: «Señor hidalgo, no pondere usted tanto su celo y su fidelidad, porque en haberse expuesto a los peligros por su patria no ha hecho usted mas que cumplir con su obligación. La gloria que resulta de las acciones heroicas es suficiente paga y debe bastar, principalmente a un español. Desengáñese usted si mira como deuda la gratificación que solicita: en caso de que se os conceda esta gracia, la deberéis únicamente a la bondad del rey, que se contempla deudor a los vasallos que han servido bien al Estado.» Infiera usted de ahí—siguió el capitán—lo que podré esperar, y que al cabo habré de volverme como he venido.» Naturalmente nos interesamos por un hombre honrado cuando se le ve padecer. Le exhorté a que se mantuviera firme, me ofrecí a ponerle de balde en limpio sus memoriales y llegué hasta ofrecerle mi bolsillo, suplicándole que tomase lo que quisiera de él. Pero no era de aquellos que en semejantes ocasiones no necesitan de muchos ruegos; antes bien, se mostró muy pundonoroso y me dió las gracias. Después de esto me dijo que, por no cansar a nadie, se había acostumbrado poco a poco a vivir con tanta sobriedad que el menor alimento bastaba para su subsistencia, lo que era muy cierto. No se mantenía de otra cosa que de cebollas y ajos, y así, estaba en los huesos. Para que nadie viese sus malas comidas, se encerraba en su cuarto[337] a la hora de ellas. No obstante, a fuerza de súplicas conseguí que cenásemos y comiésemos juntos. Y engañando su vanidad con una compasión ingeniosa, hice que me trajesen mucha más comida y bebida de la que yo necesitaba. Instéle a comer y beber, lo que rehusó al principio con mil ceremonias; pero al fin cedió a mis instancias, y tomando insensiblemente más confianza, él mismo me ayudaba a dejar limpio mi plato y desocupada mi botella.

Luego que hubo bebido cuatro o cinco tragos y recuperado su estómago con un buen alimento, me dijo en tono alegre: «En verdad, señor Gil Blas, que sois muy seductor, pues hacéis de mí lo que queréis. Tenéis un modo tan atractivo que desvanece hasta el temor de abusar de vuestra generosidad.» Me pareció que mi capitán había ya perdido tanto la cortedad que si en aquel instante le hubiera ofrecido dinero no lo hubiera rehusado. No quise hacer la prueba y me contenté con hacerle mi comensal y tomarme el trabajo, no solamente de escribirle los memoriales, sino de ayudarle a componerlos. Con el ejercicio de copiar homilías, había aprendido a variar de frases y aun llegado a ser medio autor. El viejo oficial, por su parte, se preciaba de poner bien un papel, de modo que, trabajando los dos a competencia, componíamos trozos de elocuencia dignos de los más célebres catedráticos de Salamanca. Pero por más que agotásemos nuestro entendimiento en sembrar flores de retórica en estos memoriales todo era, como se[338] suele decir, sembrar en la arena. Aunque más ponderásemos los méritos de don Aníbal, la Corte ningún aprecio hacía de ellos, lo que no excitaba a este inválido a elogiar a los oficiales que se arruinan en la guerra; antes bien, maldecía con su mal humor a su estrella y daba al diablo a Nápoles, Lombardía y los Países Bajos.

Para mayor mortificación suya aconteció que habiendo cierto día recitado en presencia del rey un soneto sobre el nacimiento de una infanta un poeta presentado por el duque de Alba, se le concedió delante de sus barbas una pensión de quinientos ducados. Creo que el mutilado capitán se habría vuelto loco si no hubiera yo cuidado de consolarle. Viéndole fuera de sí, le dije: «¿Qué es lo que usted tiene? Nada de esto debía usted extrañar. ¿No están de tiempo inmemorial los poetas en posesión de hacer a los príncipes tributarios de las musas? No hay testa coronada que no tenga pensionado a alguno de estos señores; y, hablando aquí entre nosotros, las pensiones dadas a los poetas transmiten a la posteridad la noticia de la liberalidad de los reyes, cuando las otras en nada contribuyen a su fama póstuma. ¿Cuántas recompensas no dió Augusto? ¿Cuántas pensiones concedió de que no tenemos noticia? Pero la posteridad más remota sabrá como nosotros que Virgilio recibió de este emperador más de doscientos mil escudos de gratificación.»

Por más que dijese a don Aníbal, no pudo digerir el fruto del soneto, que se le había sentado en el[339] estómago, y así, resolvió abandonarlo todo, no obstante que quiso envidar el resto presentando un memorial al duque de Lerma. Para este efecto fuimos los dos a casa del primer ministro. Allí encontramos a un joven, quien, después de haber saludado al capitán, le dijo con cariño: «Mi amado y antiguo amo, ¿es posible que yo vea a usted aquí? ¿Qué negocio le trae a casa de su excelencia? Si necesita de alguna persona de valimiento, no deje usted de mandarme; yo le ofrezco mis facultades.» «Perico—dijo el oficial—, pues qué, ¿tienes algún empleo bueno en la casa?» «A lo menos—respondió el joven—es bastante para servir a un hidalgo como usted.» «Siendo así—prosiguió, sonriéndose, el capitán—, recurro a tu protección.» «Desde luego se la concedo a usted—repitió Perico—. Dígame usted su asunto y prometo sacar raja del primer ministro.»

No bien habíamos enterado de él a este joven tan lleno de buen deseo, cuando preguntó dónde vivía don Aníbal. Nos dió palabra de que el día siguiente se vería con nosotros y se despidió, sin decirnos lo que quería hacer ni aun si era o no criado del duque de Lerma. La agudeza del tal Perico excitó mi curiosidad y quise saber quién era. «Es—me dijo el capitán—un muchacho que me servía algunos años hace y que, habiéndome visto en la indigencia, me dejó por buscar mejor acomodo. No se lo tomé a mal, porque, como se suele decir, por mejoría mi casa dejaría. Es un lagarto que no carece de talento e intrigante como[340] todos los diablos; pero a pesar de toda su habilidad no me fío mucho del celo que acaba de manifestarme.» «Puede ser—le dije—que no os sea inútil. Si, por ejemplo, es criado de alguno de los principales dependientes del duque, podrá servir a usted de mucho, pues no ignora que en casa de los grandes todo se hace por partido y cábala; que éstos tienen en su servidumbre favoritos que los gobiernan y éstos igualmente son gobernados por sus criados.»

A la mañana siguiente vino Perico a nuestra posada y nos dijo: «Señores, si ayer no declaré los medios que tenía para servir al capitán Chinchilla fué porque no estábamos en paraje propio para explicarlos; fuera de que quería tentar el vado antes de franquearme con ustedes. Sepan, pues, que yo soy el lacayo de confianza del señor don Rodrigo Calderón, primer secretario del duque de Lerma. Mi amo, que es muy enamorado, va casi todas las noches a cenar con un ruiseñor de Aragón que tiene enjaulado en el barrio de Palacio. Es una muchacha muy bonita, de Albarracín, discreta y que canta con primor, y por esto le llaman la señora Sirena. Como todas las mañanas le llevo un billete amoroso, vengo ahora de verla, y le he propuesto que haga pasar al señor don Aníbal por tío suyo y que con este engaño empeñe a su galán a protegerle. Ha venido gustosa en ello, porque, además de tal cual provecho que juzga le puede resultar, le es de mucha satisfacción el que la tengan por sobrina de un hidalgo valiente.»

[341]

El señor Chinchilla puso mal gesto y mostró repugnancia a hacerse cómplice de una falsedad, y todavía más a permitir que una aventurera le deshonrase diciendo ser parienta suya; lo que sentía no solamente por sí, sino porque creía que esta ignominia retrocedía a sus abuelos. Tanta delicadeza chocó a Perico, pareciéndole inoportuna. «¿Se burla usted?—exclamó—. ¡Vea usted aquí lo que son los hidalgos de aldea, en quienes todo se reduce a una vanidad ridícula! ¿No se admira usted—prosiguió, dirigiéndose a mí—de esta escrupulosidad? ¡Voto a bríos! ¡En la corte no se debe parar en esas delicadezas! ¡Venga la fortuna del modo que quiera, que no hay que perderla!»

Sostuve el parecer de Perico, y ambos arengamos tanto al capitán que, a pesar suyo, le hicimos se fingiese tío de Sirena. Dado este paso, que no costó poco trabajo, hicimos entre los tres un nuevo memorial para el ministro, que después de revisto, aumentado y corregido lo puse en limpio, y Perico se lo llevó a la aragonesa, la que aquella misma tarde se lo recomendó al señor Calderón, hablándole con tal empeño que este secretario, creyéndola verdaderamente sobrina del capitán, ofreció apoyarlo. El efecto de esta trama lo vimos a pocos días. Perico volvió con aire victorioso a nuestra posada. «¡Buenas nuevas tenemos!—dijo a Chinchilla—. El rey hará una distribución de encomiendas, beneficios y pensiones en las que no será usted olvidado, y así se me ha encargado os lo asegure; pero al mismo tiempo se me ha prevenido[342] pregunte a usted qué hace ánimo de regalar a Sirena. Por lo que respecta a mí, digo que nada quiero, porque prefiero a todo el oro del mundo el gusto de haber contribuído a mejorar la fortuna de mi amo antiguo. Pero no es lo mismo nuestra ninfa de Albarracín. Es algo interesada cuando se trata de servir al prójimo; tiene esa pequeña falta; y siendo capaz de tomar dinero de su mismo padre, vea usted si rehusará el de un tío postizo.» «Diga cuánto quiere—dijo don Aníbal—. Si quiere todos los años la tercera parte de la pensión que me han de dar, se la prometo, y me parece que es bastante dádiva, aun cuando se tratara de todas las rentas de Su Majestad Católica.» «Yo, por mí, me fiaría de la palabra de usted—replicó el mensajero de don Rodrigo—, pues sé que no faltará a ella; pero se trata con una niña naturalmente muy desconfiada. Por otra parte, ella apetecerá mucho más que usted le dé una vez por todas las dos terceras partes con anticipación y en dinero contante.» ¿De dónde diablos quiere ella que yo lo saque?—interrumpió ásperamente el oficial—. ¡Ella debe creerme algún contador mayor! Sin duda que tú no la has enterado de mi situación.» «Perdone usted—repuso Perico—. Sabe muy bien que usted está más miserable que Job; no puede ignorarlo después de lo que le tengo dicho; pero pierda usted cuidado, que tengo arbitrios para todo. Conozco a un pícaro oidor, ya viejo, que se contenta con prestar su dinero al diez por ciento. Usted le hará ante escribano cesión de la pensión del primer año[343] en paga de igual suma que recibirá usted, deducido el interés. En orden a la fianza, el prestamista se dará por satisfecho con vuestra casa de Chinchilla, tal como esté, por lo que sobre este punto no tendrán ustedes disputa.»

El capitán aseguró que siempre que lograse la fortuna de participar de las gracias que habían de concederse el día siguiente aceptaría estas condiciones. En efecto, se verificó que le diesen una pensión de trescientos doblones sobre una encomienda. Así que supo la noticia, dió cuantas seguridades se le pidieron, arregló sus asuntos y se volvió a su país, con algunos doblones que le habían quedado.


CAPITULO XIII

Encuentra Gil Blas en la corte a su querido amigo Fabricio, y de la grande alegría que de ello recibieron. A dónde fueron los dos, y de la curiosa conversación que tuvieron.

Me había acostumbrado a ir todas las mañanas a palacio, en donde pasaba dos o tres horas enteras en ver entrar y salir a los grandes, quienes allí me parecían desnudos de aquel resplandor que en otras partes los rodea.

Un día que me paseaba contoneándome por aquellas galerías, haciendo, como otros muchos, un papel bastante ridículo, vi a Fabricio, a quien había dejado en Valladolid sirviendo a un administrador[344] del hospital. Lo que me admiró en extremo fué verle hablar familiarmente con el duque de Medinasidonia y el marqués de Santa Cruz. A mi parecer, estos dos señores gustaban de oírle; además de esto, él iba vestido como un caballero. «¿Si me engañaré?—me decía a mí mismo—. ¿Será aquél el hijo del barbero Núñez? Puede que sea algún joven cortesano que se le parezca.» No tardé mucho en salir de la duda. Idos los señores, me acerqué a Fabricio, que, conociéndome inmediatamente, me agarró de la mano y, después de haberme hecho atravesar con él por medio del gentío para salir de las galerías, me dijo, abrazándome: «¡Mi amado Gil Blas, mucho me alegro verte! ¿Qué haces en Madrid? ¿Estás todavía sirviendo? ¿Tienes algún empleo en la corte? ¿En qué estado tienes tus asuntos? Dame cuenta de todo lo que te ha sucedido después de tu salida precipitada de Valladolid.» «Muchas cosas me preguntas a un tiempo—le respondí—, y el lugar donde estamos no es a propósito para contar aventuras.» «Tienes razón—me dijo—; mejor estaremos en mi casa. Vente conmigo, que no está lejos de aquí. Estoy independiente, alojado en buen paraje y con muy buenos muebles; vivo contento y soy feliz, pues que creo serlo.»

Acepté el partido y acompañé a Fabricio, quien me detuvo al llegar a una casa de bella fachada, en la que me dijo vivía. Atravesamos un patio, que tenía por un lado una gran escalera que conducía a unos aposentos soberbios y por el otro una su[345]bida tan obscura como estrecha, por donde fuimos a la vivienda que me había ponderado, la cual se reducía a una sala, de la que mi ingenioso amigo había hecho cuatro, separadas con tablas de pino, sirviendo la primera de antesala a la segunda, en donde dormía, la tercera de despacho y la última de cocina. La sala y antesala estaban adornadas de mapas y papeles de conclusiones de filosofía, y los trastos que correspondían a la colgadura consistían en una gran cama de brocado estropeada, unas sillas viejas de sarga amarilla, guarnecidas con una franja de seda de Granada del mismo color; una mesa con pies dorados, cubierta de un cordobán que parecía haber sido encarnado y ribeteado con una franja de oro falso, que se había vuelto negro con el tiempo, y un armario de ébano adornado de figuras esculpidas groseramente. En su despacho tenía por escritorio una mesita, y su biblioteca se componía de algunos libros y muchos legajos de papeles, que tenía en tablas puestas unas sobre otras a lo largo de la pared. La cocina, que no deslucía a lo demás, contenía vidriado y otros utensilios necesarios.

Fabricio, después de haberme dado tiempo de mirar bien su habitación, me dijo: «¿Qué juicio formas de mi equipaje y de mi vivienda? ¿No te ha encantado verla?» «¡A fe mía que sí!—le respondí sonriéndome—. Debes de hacer bien tu negocio en Madrid para estar tan bien provisto. Sin duda tienes algún buen empleo.» «¡El Cielo me guarde de eso!—me replicó—. El partido que he tomado es[346] superior a todos los empleos. Un sujeto de distinción, de quien es esta casa, me ha dejado una sala, de la que he hecho cuatro piezas, que he alhajado como ves; a mí nada me falta y sólo me ocupo en lo que me agrada.» «Háblame con más claridad—le dije—, porque avivas mi deseo de saber lo que haces.» «Pues bien—me dijo—, voy a complacerte. Me he metido a ser autor, me he dedicado a la literatura, escribo en verso y prosa y hago a pluma y a pelo.» «¡Tú favorito de Apolo!—exclamé riéndome—. Eso es lo que jamás hubiera adivinado; menos me sorprendería verte dedicado a otra cualquiera cosa. ¿Y qué atractivo has podido hallar en la profesión de poeta? Porque me parece que a semejantes gentes las desprecian en la vida civil y que no son las más ricas.» «¡Oh, quítate allá!—replicó—. Eso es bueno para aquellos miserables autores cuyas obras son el desecho de los libreros y de los cómicos. ¿Será de extrañar que no se estimen semejantes escritores? Pero los buenos, amigo mío, están en el mundo en otro concepto y yo puedo decir sin vanidad que soy de este número.» «No lo dudo—le dije—. Tú eres un mozo de gran talento, y así, tus composiciones no pueden ser malas. Pero lo único que deseo saber, y me parece digno de mi curiosidad, es cómo te ha dado la manía de escribir.» «Tu admiración es fundada—dijo Núñez—. Estaba tan contento con mi suerte en casa del señor Manuel Ordóñez, que no deseaba otra; pero haciéndose mi ingenio superior poco a poco, como el de Plauto, a la servidumbre, com[347]puse una comedia, que hice representar a unos cómicos que estaban en Valladolid. Aunque no valía un pito, fué muy aplaudida, de lo que inferí que el público era una vaca mansa de leche que fácilmente se dejaba ordeñar. Esta reflexión y la locura de componer nuevas piezas me hicieron dejar el hospital. El amor a la poesía me quitó el de las riquezas, y para adquirir buen gusto determiné venir a Madrid, como a centro de los ingenios. Me despedí del administrador, que, como me amaba tanto, sintió bastante mi resolución, y me dijo: «Fabricio, ¿por qué quieres dejarme? ¿Acaso te habré dado, sin pensarlo, algún motivo de disgusto?» «No, señor—le respondí—, usted es el mejor de todos los amos y estoy muy agradecido a sus favores; pero bien sabe que cada uno debe seguir su estrella. Me contemplo nacido para eternizar mi nombre con obras de ingenio.» «¡Qué locura!—me replicó aquel buen amo—. Ya estás connaturalizado con el hospital y eres la cantera de donde se sacan los mayordomos y aun los administradores. Si quieres dejar lo sólido para pasar el tiempo en fruslerías, el mal es para ti, hijo mío.» Viendo el administrador cuán inútilmente combatía mi designio, me pagó mi salario y, en reconocimiento de mis servicios, me dió de guantes cincuenta ducados; de modo que con esto y lo que había podido juntar en las pequeñas comisiones que se habían encargado a mi integridad me vi en estado de presentarme decentemente en Madrid, lo que no dejé de hacer, aunque los escritores de nuestra nación[348] no cuidan mucho del aseo. Inmediatamente hice conocimiento con Lope de Vega Carpio, Miguel de Cervantes Saavedra y los demás célebres autores; pero, con preferencia a estos dos grandes hombres, elegí para preceptor mío a un joven bachiller cordobés, al incomparable D. Luis de Góngora, el ingenio más brillante que jamás produjo España, el cual no quiere que sus obras se impriman mientras viva y se contenta con leérselas a sus amigos. Lo que hay de particular es que la Naturaleza le ha dotado del raro talento de manejar con acierto todo género de poesías; sobresale principalmente en las composiciones satíricas, que son su fuerte. No es, como Lucilio, un torrente turbio que arrastra consigo mucho cieno, sino el Tajo, cuyas aguas puras corren sobre arenas de oro.» «Tan buena pintura me haces de ese bachiller—le dije a Fabricio—que no dudo que una persona de tanto mérito tenga muchos envidiosos.» «Todos los autores—respondió él—, tanto buenos como malos, le muerden; unos dicen que le gusta el estilo hinchado, los conceptillos, las metáforas y las transposiciones. Sus versos—dice otro—se parecen en lo obscuro a los que cantaban en sus procesiones los sacerdotes salios, y que nadie entendía. También hay quien le censura de que tan presto hace sonetos o romances y tan presto comedias, décimas y villancicos, como si locamente se hubiera propuesto deslucir a los mejores escritores en todo género de poesía. Pero todas estas saetas de la envidia se embotan dando contra una[349] musa apreciada de grandes y pequeños. Tal es el maestro con quien hice mi aprendizaje, y me atrevo a decir sin vanidad que le imito; habiéndome bebido de tal modo su espíritu, que ya compongo trozos sublimes que no los juzgaría indignos de sí. A ejemplo suyo, voy a vender mi mercancía a las casas de los grandes, en las cuales soy muy bien recibido y en donde hallo gentes que no son muy descontentadizas. Es verdad que mi modo de recitar es halagüeño, lo que no daña a mis composiciones. En fin, muchos señores me estiman, y, sobre todo, vivo con el duque de Medinasidonia, como Horacio vivía con Mecenas. He aquí de qué modo me he transformado en autor; nada más tengo que contarte; a ti te toca ahora cantar tus victorias.»

Entonces tomé la palabra y, suprimiendo todo aquello que me pareció no ser del caso, le hice la relación que me pedía, después de la cual se trató de comer, y sacó de su armario de ébano servilletas, pan, un pedazo de lomo de carnero asado, una botella de vino exquisito, y nos sentamos a la mesa con aquella alegría propia de dos amigos que vuelven a encontrarse después de una larga separación. «Ya ves—me dijo—mi vida, libre e independiente. Si quisiera seguir el ejemplo de mis compañeros, iría a comer todos los días en casa de las personas distinguidas; pero además de que el amor al trabajo me retiene de ordinario en casa, soy un nuevo Arístipo, pues tan contento estoy con el trato de gentes como con el retiro, con la abundancia como con la frugalidad.»

[350]

Nos supo tan bien el vino que fué menester sacar otra botella del armario. De sobremesa le di a entender tendría gusto en ver algunas de sus producciones, y al instante buscó entre sus papeles un soneto, que me leyó con énfasis; pero, a pesar del sainete de la lectura, me pareció tan obscuro que nada pude comprender. Conociólo y me dijo: «Este soneto no te ha parecido muy claro, ¿no es así?» Le confesé que hubiera querido algo más de claridad; echóse a reír de mí y prosiguió: «Lo mejor que tiene este soneto, amigo mío, es el no ser inteligible. Los sonetos, las odas y las demás obras que piden sublimidad no quieren estilo sencillo y natural; antes bien, en la obscuridad consiste todo su mérito. Conque el poeta crea entenderlo, es bastante.» «Tú te burlas de mí—interrumpí yo—. Todas las poesías, sean de la naturaleza que fueren, piden juicio y claridad; y si tu incomparable Góngora no escribe con más claridad que tú, te confieso que decae mucho en mi opinión; es un poeta que, cuando más, no puede engañar sino a su siglo. Veamos ahora tu prosa.»

Enseñóme un prólogo que me dijo pensaba poner al frente de una colección de comedias que estaba imprimiendo, y me preguntó qué me había parecido. «No me gusta más tu prosa—le dije—que tus versos. El soneto es una algarabía; en el prólogo hay expresiones demasiado estudiadas, palabras que el público no conoce, frases enredosas, y, en una palabra, tu estilo es muy extravagante y muy ajeno de los libros de nuestros buenos y[351] antiguos autores.» «¡Pobre ignorante!—exclamó Fabricio—. ¿No sabes tú que todo escritor en prosa que aspira hoy a la reputación de pluma delicada afecta esta singularidad de estilo, estas expresiones equívocas que tanto chocan? Nos hemos aunado cinco o seis novadores animosos, que hemos emprendido mudar el idioma de blanco en negro, y con la ayuda de Dios lo hemos de conseguir, a pesar de Lope de Vega, de Solís, de Cervantes y de todos los demás ingenios que critican nuestros nuevos modos de hablar. Tenemos de nuestra parte gran número de sujetos distinguidos, y hasta teólogos contamos en nuestro partido. Sobre todo—continuó—, nuestro designio es loable, y, fuera de preocupaciones, nosotros somos más apreciables que aquellos escritores sencillos que se explican en el lenguaje común de los hombres. No sé por qué merecen el aprecio de tantas gentes honradas. Eso sería bueno en Atenas y en Roma, en donde todos se confundían, por lo que Sócrates dijo a Alcibíades que el pueblo era un maestro excelente de la lengua; pero en Madrid es otra cosa. Aquí tenemos estilo bueno y malo, y los cortesanos se explican de un modo diferente que el pueblo. En fin, desengáñate que nuestro nuevo estilo supera al de nuestros antagonistas. Quiero probarte la diferencia que hay de la gallardía de nuestra dicción a la bajeza de la suya. Ellos dirían, por ejemplo, llanamente: los intermedios hermosean una comedia. Y nosotros, con más gracia, decimos: los intermedios hacen hermosura en una comedia. Obser[352]va bien este hacer hermosura. ¿Percibes tú toda la brillantez, la delicadeza y gracia que esto contiene?»

Habiendo interrumpido a mi novador con una carcajada, le dije: «¡Vete al diablo, Fabricio, con tu lenguaje culto! ¡Tú eres un estrafalario!» «Y tú, con tu estilo natural—repuso él—, eres un gran bestia. ¡Vé—prosiguió, aplicándome aquellas palabras del arzobispo de Granada—: Díle a mi tesorero que te entregue cien ducados y anda bendito de Dios con ellos! ¡Adiós, señor Gil Blas! ¡Me alegraré logre usted todo género de prosperidades con algo más de gusto!» Repetí mis carcajadas al oír esta pulla, y Fabricio, sin perder nada de su buen humor, me perdonó el desacato con que había hablado de sus escritos. Después de habernos bebido la segunda botella, nos levantamos de la mesa tan amigos como antes. Salimos con ánimo de ir a pasearnos al Prado, pero al pasar por delante de un café nos dió gana de entrar.

A esta casa concurrían regularmente gentes de forma. Vi en dos salas diferentes a algunos caballeros que se divertían de varios modos. En la una jugaban a los naipes y al ajedrez, y en la otra había diez o doce que estaban muy atentos escuchando la disputa de dos argumentantes. No tuvimos necesidad de acercarnos para oír que el asunto de la contienda era un punto de Metafísica; porque era tal el calor y vehemencia con que hablaban que no parecían sino dos energúmenos. Yo pienso que si se les hubiera aplicado el anillo de Eleázaro se hubieran visto salir demonios de sus narices. «¡Vál[353]game Dios!—dije a mi compañero—. ¡Qué fogosidad! ¡Qué pulmones! ¡No parece sino que aquellos disputadores habían nacido para pregoneros! ¡La mayor parte de los hombres yerran su vocación!» «Así es la verdad—respondió—. Estas gentes descienden, al parecer, de Novio, aquel banquero romano cuya voz sobresalía por entre el ruido de los carreteros; pero lo que más me disgusta de sus altercaciones es que atolondran los oídos infructuosamente.» Dejamos a estos metafísicos gritadores, y con esto se me desvaneció el dolor de cabeza que me habían causado. Nos fuimos a un rincón de otra sala, y habiendo bebido algunas copas de vino generoso, principiamos a examinar a los que entraban y salían. Como Núñez los conocía casi a todos, dijo: «¡Por vida mía, que la disputa de nuestros filósofos lleva traza de no acabarse en gran rato! Pero a bien que llega tropa de refresco: estos tres que entran van a tomar parte en la disputa. Pero ¿ves esos dos sujetos originales que salen? Pues la personilla morena, seca y cuyos cabellos lacios y largos le caen en partes iguales por detrás y delante se llama don Julián de Villanuño. Es un togado nuevo que la echa del elegante. El otro día fuimos un amigo y yo a comer con él y le sorprendimos en una ocupación muy singular: se divertía en su estudio tirando y haciendo traer por un gran lebrel los legajos de un pleito que está defendiendo, los que su perro desgarraba a grandes dentelladas. El licenciado que le acompaña, aquel cara de tomate, se llama don Querubín Tonto, es canó[354]nigo de la iglesia de Toledo y el hombre más negado del mundo. No obstante, al ver su aire placentero, la viveza de sus ojos, su risa fingida y maliciosa, le tendrán por sabio y de gran perspicacia. Cuando se lee en su presencia alguna obra delicada y profunda pone la mayor atención, como si penetrara su asunto, pero maldita la cosa que entiende. Este fué uno de los convidados en casa del togado, en donde se dijeron mil chistes y agudezas, sin que a mi don Querubín se le oyese el metal de la voz; pero, en recompensa, los gestos y demostraciones con que aplaudía nuestros chistes daban una aprobación superior al mérito de nuestras gracias.»

«¿Conoces—dije a Núñez—a aquellos dos desgreñados que están de codos sobre una mesa en el rincón, hablando tan bajo y de cerca que parece que se besan?» «No—me respondió—, no los he visto en mi vida; pero, según todas las apariencias, serán políticos de café que murmuran del Gobierno. ¿Ves a ese caballerete galán que, silbando, se pasea por la sala, sosteniéndose ya sobre un pie y ya sobre otro? Pues es don Agustín Moreto, poeta mozo que muestra gran talento, pero a quien los aduladores y los ignorantes le han llenado los cascos de vanidad. Aquel a quien se acerca es uno de sus compañeros, que compone versos prosaicos o prosa en rimas y a quien también sopla la musa. Todavía hay más autores—prosiguió, señalándome dos hombres que entraban con espada—. ¡No parece sino que se han citado para venir a pasar[355] revista delante de ti! Ve allí a don Bernardo Deslenguado y a don Sebastián de Villaviciosa. El primero es un sujeto de mala índole, un autor que parece ha nacido bajo el signo de Saturno, un mortal maléfico, que se complace en aborrecer a todo el mundo y a quien nadie ama. Por lo que hace a don Sebastián, es un mozo de buena fe, autor muy concienzudo. Poco hace que dió al teatro una comedia, que ha gustado en extremo, y por no abusar más tiempo de la estimación del público la ha hecho imprimir.»

El caritativo discípulo de Góngora se preparaba para continuar explicándome las diferentes figuras del cuadro variable que teníamos a la vista, cuando vino a interrumpirle un gentilhombre del duque de Medinasidonia diciéndole: «Señor don Fabricio, vengo en busca de usted para decirle que el duque mi señor quisiera hablarle y espera a usted en su casa.» Sabiendo Núñez que para satisfacer el deseo de un gran señor no hay prisa que baste, me dejó al momento por ir a ver lo que le quería su Mecenas, y yo quedé muy admirado de haber oído tratarle de don y de mirarle así convertido en noble, a pesar de ser su padre maese Crisóstomo el barbero.


[356]

CAPITULO XIV

Fabricio coloca a Gil Blas en casa del conde Galiano, título de Sicilia.

El gran deseo de ver a Fabricio me llevó bien de mañana a su casa. «¡Buenos días—le dije al entrar—, señor don Fabricio, flor y nata de la nobleza asturiana!» Al oírme se echó a reír. «¿Conque has notado—me dijo—que me han tratado de don?» «Sí, caballero mío—le respondí—, y permíteme te diga que ayer, cuando me contaste tu transformación, te olvidaste de lo mejor.» «Ciertamente—respondió—; pero en verdad que si he tomado este dictado de honor no es tanto por satisfacer mi vanidad como por acomodarme a la de los otros. Tú conoces a los españoles; maldito el caso que hacen de un hombre honrado si tiene la desgracia de ser pobre o plebeyo; y aun te diré que veo tantas gentes—¡y Dios sabe qué clase de gentes!—que hacen les llamen don Francisco, don Gabriel, don Pedro o don como tú quieras llamarle, que es preciso confesar que la Nobleza es una cosa muy común y que un plebeyo que tiene mérito la honra cuando quiere agregarse a ella. Pero mudemos de conversación—añadió—. Anoche, durante la cena en casa del duque de Medinasidonia, en donde, entre otros convidados, se hallaba el conde Galiano, título de Sicilia, se tocó la conversación sobre los ridículos efectos del amor propio. Yo me[357] alegró de hallar ocasión de divertir a la concurrencia sobre el mismo punto y le conté la historia de las homilías. Puedes imaginar cuánto reirían y qué apodos no se darían a tu arzobispo. Lo que no te ha venido mal, porque se han compadecido de ti, y después de haberme hecho el conde Galiano muchas preguntas acerca de tu persona, a las cuales puedes creer respondí como debía, me encargó que te presente a él, y para este fin iba ahora mismo a buscarte. Según parece, quiere nombrarte por uno de sus secretarios, y te aconsejo no desprecies este partido. En casa de este señor te hallarás perfectamente; es rico y hace en Madrid un gasto de embajador. Dicen ha venido a la corte a tratar con el duque de Lerma sobre ciertas haciendas de la Corona que este ministro piensa enajenar en Sicilia. En fin, el conde, aunque siciliano, parece generoso, lleno de rectitud y de ingenuidad. No puedes hacer mejor cosa que acomodarte con este señor, porque probablemente es el que debe hacerte rico, según lo que te pronosticaron en Granada.»

«Había resuelto—dije a Núñez—pasearme y divertirme algún tiempo antes de ponerme a servir; pero me hablas del conde siciliano de un modo que me hace mudar de intenciones. ¡Ya quisiera estar con él!» «Pronto estarás—me dijo—, o yo me engaño mucho.» Entonces salimos ambos para ir a ver al conde, que ocupaba la casa de D. Sancho de Avila, su amigo, quien estaba entonces en una hacienda de campo.

Encontramos en el patio muchos pajes y laca[358]yos con libreas primorosas, y en la antesala muchos escuderos, gentileshombres y otros criados. Si los vestidos eran magníficos, los rostros eran tan extravagantes que se me figuraron una manada de monos vestidos a la española. Puede afirmarse que hay caras de hombres y mujeres a las que el arte no puede dar hermosura.

Habiendo D. Fabricio hecho pasar recado, fué admitido inmediatamente en la sala, adonde le seguí. Estaba el conde en bata, sentado en un sofá y tomando chocolate. Le saludamos con demostraciones del más profundo respeto, y él nos correspondió inclinando la cabeza y con un aspecto tan afable que le cobré grande inclinación; efecto admirable y ordinario que causa comúnmente en nosotros la favorable acogida de los grandes. Preciso es que nos reciban muy mal para que nos desagraden.

Después que tomó el chocolate se divirtió algún tiempo en juguetear con un gran mono, al que llamaba Cupido. Ignoro por qué pusieron el nombre de este dios a aquel animal, a no ser que fuese por causa de su malicia, porque en otra cosa absolutamente no le parecía; pero tal cual era, su amo tenía puesto todo su cariño en él, y estaba tan prendado de sus gracias que no le soltaba de sus brazos. Aunque nos divertían poco los brincos del mono, aparentamos que nos hechizaban, lo que complació mucho al siciliano, quien suspendió el gusto que tenía en aquel pasatiempo para decirme: «En mano de usted estará, amigo mío, ser uno[359] de mis secretarios. Si le conviene a usted el partido, le daré doscientos doblones al año; basta que don Fabricio sea quien presente a usted y responda de su conducta.» «Sí, señor—exclamó Núñez—. Soy más arrogante que Platón, que no se atrevió a salir por fiador de un amigo suyo que enviaba a Dionisio el tirano; pero no temo merecer reconvenciones.»

Agradecí con una reverencia al poeta de Asturias su fina arrogancia, y después, dirigiéndome al amo, le aseguré de mi celo y fidelidad. Apenas vió aquel señor que yo aceptaba su propuesta, hizo llamar a su mayordomo, a quien habló en secreto, y en seguida me dijo: «Gil Blas, luego te diré en lo que pienso emplearte; entre tanto vé con mi mayordomo, que ya le he dado orden de lo que ha de hacer de ti.» Obedecí, dejando a Fabricio con el conde y Cupido.

El mayordomo, que era un mesinés de los más diestros, me llevó a su cuarto, llenándome de cumplimientos. Hizo llamar al sastre de la casa y le mandó hacerme prontamente un vestido de igual magnificencia que los de los criados mayores. El sastre me tomó la medida y se retiró. «En cuanto a vuestra habitación—me dijo el mesinés—, os he destinado una que os gustará. Ahora bien—prosiguió—: ¿os habéis desayunado?» Respondíle que no. «¡Qué pobre mozo sois!—me dijo—. ¿Por qué no habláis? Estáis en una casa en donde no hay mas que decir lo que se quiere para tenerlo. Venid conmigo, que voy a llevaros a un paraje en donde, a Dios gracias, nada falta.»

[360]

Dicho esto, me hizo bajar a la despensa, en la que hallamos al repostero, que era un napolitano que valía tanto como el mesinés, de modo que pudiera decirse de ambos que eran a cual peor. Este honrado hombre estaba con cinco o seis amigos suyos atracándose de jamón, lenguas de vaca y otras carnes saladas que les hacían menudear los tragos. Entramos en el corro y ayudamos a apurar los mejores vinos del señor conde. Mientras esto pasaba en la repostería, se representaba la misma comedia en la cocina, en donde el cocinero también obsequiaba a tres o cuatro conocidos suyos, quienes no bebían menos vino que nosotros y se hartaban de empanadas de perdices y conejos. Hasta los marmitones se regalaban con lo que podían pescar. Yo pensé estar en el puerto de Arrebatacapas y en una casa entregada al pillaje; pero cuanto estaba viendo era nada en comparación de lo que no veía.


CAPITULO XV

De los empleos que el conde Galiano dió en su casa a Gil Blas.

Habiendo salido a hacer llevar el equipaje a mi nueva habitación, encontré a la vuelta al conde en la mesa con muchos señores y el poeta Núñez, que con aire desembarazado se hacía servir como uno de tantos y se mezclaba en la conversación.[361] Al mismo tiempo observé que no decía palabra que no cayese en gracia a los circunstantes. ¡Viva el talento! ¡El que lo tiene puede hacer cuantos papeles quiera!

Por lo que a mí toca, comí con los criados mayores, que fueron servidos con corta diferencia como el amo. Acabada la comida, me retiré a mi cuarto, en donde, reflexionando sobre mi condición, me dije a mí mismo: «Ahora bien, Gil Blas: ya estás sirviendo a un conde siciliano cuyo carácter no conoces. Si se ha de juzgar por las apariencias, estarás en su casa como el pez en el agua; pero de nada se puede estar seguro, y la malignidad de tu estrella te ha hecho ver muy de ordinario que no debes fiarte de ella. Además de esto, ignoras el destino que quiere darte. Ya tiene secretarios y mayordomo. ¿En qué querrá que tú le sirvas? Siempre querrá que lleves el caduceo, es decir, que seas su confidente secreto. ¡Pues sea enhorabuena! No se podría entrar bajo mejor pie en casa de un señor para andar mucho en poco tiempo. Sirviendo empleos más honrosos se camina lentamente, y aun con eso no siempre se consigue el fin.»

En medio de estas bellas reflexiones vino un lacayo a decirme que todos los caballeros que habían comido en casa se habían marchado y que su señoría me llamaba. Fuí volando a su aposento, en donde le encontré echado en un sofá para dormir la siesta y con su mono al lado. «Acércate, Gil Blas—me dijo—; toma una silla y escúchame.» Obede[362]cíle y me habló en estos términos: «Me ha dicho don Fabricio que, entre otras buenas cualidades, tienes la de amar a tus amos y que eres un mozo de mucha integridad. Estas dos cosas me han determinado a recibirte para mi servicio. Necesito un criado que me tenga afecto, cuide de mis intereses y ponga todo su conato en conservar mis bienes. Es verdad que soy rico, pero mis gastos exceden todos los años a mis rentas. ¿Y por qué? Porque me roban, porque me saquean y vivo en mi casa como en un monte lleno de ladrones. Sospecho que mi mayordomo y mi repostero caminan de acuerdo, y si no me engaño, ve aquí más de lo que se necesita para arruinarme enteramente. Me dirás que si los contemplo bribones por qué no los despido; pero ¿en dónde hallaré otros que sean formados de mejor barro? Es preciso contentarme con hacer que vigile sobre ellos una persona encargada de inspeccionar su conducta. A ti, Gil Blas, he elegido para el desempeño de esta comisión. Si la evacuas bien, ten por cierto que no servirás a un ingrato. Cuidaré de emplearte muy ventajosamente en Sicilia.»

Después de haberme hablado de esta manera me despidió, y aquella misma noche, delante de todos los criados, fuí proclamado por superintendente de la casa. Por el pronto no fué muy sensible esta novedad al mesinés y al napolitano, porque yo les parecía un picarillo fácil de ganar y contaban con que partiendo conmigo la torta tendrían libertad para continuar su rumbo; pero al día siguiente se[363] hallaron muy chasqueados cuando les manifesté que yo era enemigo de toda malversación. Pedí al mayordomo un estado de las provisiones, visité el depósito de los vinos, registré lo que había en la repostería, quiero decir, la vajilla y mantelería, y después los exhorté a mirar por el caudal del amo, a usar de economía en el gasto, y acabé mi exhortación con asegurarles que daría cuenta a su señoría de cuanto malo viese hacer en su casa.

No me contenté con esto, sino que quise tener un espía para averiguar si había alguna inteligencia entre ellos, y a este fin me valí de un marmitón que, engolosinado con mis promesas, dijo que no podía haber escogido otro más a propósito que él para saber lo que pasaba en casa; que el mayordomo y el repostero estaban aunados y cada uno hurtaba por su parte; que todos los días enviaban fuera la mitad de las provisiones que se compraban para el gasto de la casa; que el napolitano mantenía a una dama que vivía enfrente del colegio de Santo Tomás y el mesinés a otra en la Puerta del Sol; que estos dos caballeros hacían llevar todas las mañanas a casa de sus ninfas toda especie de provisiones; que el cocinero por su parte regalaba muy buenos platos a una viuda que conocía en la vecindad, y que, en agradecimiento de los servicios que hacía a los otros dos, disponía como ellos de los vinos del depósito. Finalmente, que estos tres criados eran la causa del gasto tan enorme que se hacía en casa del señor conde. «Si usted no me cree—añadió el marmitón—, tómese[364] el trabajo de estar mañana por la mañana, a eso de las siete, cerca del Colegio de Santo Tomás, y me verá cargado con un esportón, que le hará ver que no miento.» «Según eso—le dije—, ¿eres el mandadero de esos galanes proveedores?» «Yo soy—respondió—el que sirvo al repostero, y uno de mis camaradas hace los recados del mayordomo.»

Esta noticia me pareció digna de averiguarse. El día siguiente tuve la curiosidad de ir cerca del colegio de Santo Tomás a la hora señalada. No tuve que aguardar mucho a mi espía, pues bien pronto le vi llegar con un gran esportón lleno de carne, aves y caza. Conté las piezas y las apunté en mi libro de memoria, que fuí a mostrar al amo, después de haber dicho al marmitón que cumpliese como de ordinario su encargo.

El señor siciliano, que era de un carácter muy vivo, quiso en el primer impulso despedir al napolitano y al mesinés; pero, después de haberlo pensado, se contentó con despedir al último, cuya plaza recayó en mí, por lo que mi empleo de superintendente quedó suprimido poco después de su creación, y confieso con franqueza que no me pesó. Hablando con propiedad, éste no era mas que un empleo honorífico de espía, un destino que nada tenía de sólido, siendo así que llegando a ser mayordomo tenía a mi disposición la caja del dinero, que es lo principal. Un mayordomo es el criado de más suposición en casa de un señor, y son tantos los gajes anejos a la mayordomía que podría enriquecerse sin faltar a la hombría de bien.

[365]

El bellaco del napolitano no dejó por eso sus malas mañas, y advirtiendo que yo tenía un celo riguroso y que así no dejaba de registrar todas las mañanas las provisiones que compraba, no las extraviaba; pero el tunante continuó haciendo traer cada día la misma cantidad. Con esta trampa, aumentando el provecho que sacaba de lo sobrante de la mesa, que de derecho le pertenecía, halló medio de enviar la carne cocida a su queridita, ya que no podía cruda. Aquel diablo nada perdía y el conde nada había adelantado con tener en su casa al fénix de los mayordomos. La excesiva abundancia que vi reinar en las comidas me hizo adivinar este nuevo ardid, e inmediatamente puse en ello remedio, despojándolas de todo lo superfluo, lo que, sin embargo, hice con tanta prudencia que no se notaba ninguna escasez. Nadie hubiera dicho sino que continuaba siempre la misma profusión, y, sin embargo, no dejé de disminuir con esta economía considerablemente el gasto, que era lo que el amo deseaba; quería ahorrar sin parecer menos espléndido, de suerte que su avaricia se sujetaba a su ostentación.

No pararon aquí mis providencias, porque también reformé otro abuso. Viendo que el vino iba por la posta, sospeché que había también trampa por este lado. Efectivamente: si, por ejemplo, había doce a la mesa de su señoría, se bebían cincuenta, y algunas veces hasta sesenta botellas, lo que no podía menos de causarme admiración. Consulté sobre esto a mi oráculo, es decir, a mi mar[366]mitón, con quien yo tenía algunas conversaciones secretas, en las que me contaba con toda fidelidad lo que se decía y hacía en la cocina, en donde nadie se recelaba de él. Me dijo que el desperdicio de que yo me quejaba procedía de una nueva liga que se había formado entre el repostero, el cocinero y los lacayos que servían el vino a la mesa, que éstos se llevaban las botellas medio llenas y las distribuían después entre los confederados. Reñí a los lacayos y les amenacé con echarlos a la calle si volvían a reincidir, y esto bastó para que se enmendasen. Tenía gran cuidado de informar a mi amo de las menores cosas que hacía en su beneficio, con lo que me llenaba de alabanzas y cada día me cobraba más afecto. Por mi parte, recompensé al marmitón que me hacía tan buenos oficios, haciéndole ayudante de cocina. De este modo va ascendiendo un criado fiel en las casas principales.

El napolitano rabiaba de ver que siempre andaba tras de él, y lo que sentía más vivamente era el tener que aguantar mis reparos siempre que me daba las cuentas, porque para quitarle el motivo de sisar me tomé la molestia de ir a los mercados e informarme del precio de los géneros, de suerte que le esperaba con esta prevención. Y como él no dejaba de querer remachar el clavo, yo le rechazaba vigorosamente, bien persuadido de que me maldeciría cien veces al día; pero la causa de sus maldiciones me quitaba todo temor de que se cumpliesen. No sé cómo podía resistir a mis pesquisas ni cómo continuaba sirviendo al señor siciliano;[367] sin duda que él, a pesar de todo esto, hacía su agosto.

Contaba a Fabricio, a quien veía algunas veces, mis inauditas proezas económicas; pero le hallaba más propenso a vituperar mi conducta que a aprobarla. «¡Quiera Dios—me dijo un día—que al cabo y al postre sea bien recompensado tu desinterés! Pero, hablando aquí para los dos, creo que saldrías más bien librado si no te estrellases tanto con el repostero.» «Pues qué—le respondí—, ¿este ladrón ha de tener la osadía de poner en la cuenta del gasto diez doblones por un pescado que no costó más que cuatro? ¿Y quieres tú que yo pase esta partida?» «¿Y por qué no?—replicó serenamente—. Que te dé la mitad del aumento y hará las cosas en forma. A fe mía, amigo—continuó, meneando la cabeza—, que no te sabes gobernar. Tú, a la verdad, echas a perder las cosas, y tienes traza de servir mucho tiempo, pues no te chupas el dedo teniéndolo en la miel. Has de saber que la fortuna es semejante a aquellas damiselas vivas y veleidosas a quienes no pueden sujetar los galanes tímidos.» Reíme de las expresiones de Núñez, que por su parte hizo otro tanto, y quiso persuadirme que aquello había sido sólo una chanza: se avergonzaba de haberme dado inútilmente un mal consejo. Continué siempre en el firme propósito de ser fiel y celoso, atreviéndome a asegurar que en cuatro meses con mi economía ahorré a mi amo por lo menos tres mil ducados.


[368]

CAPITULO XVI

Del accidente que acometió al mono del conde Galiano y de la pena que causó a este señor. Cómo Gil Blas cayó enfermo y cuáles fueron las resultas de su enfermedad.

El sosiego que reinaba en la casa le turbó extrañamente un suceso que al lector le parecerá una bagatela, pero que, no obstante, llegó a ser muy serio para los criados, y sobre todo para mí. Cupido, aquel mono de que he hablado, aquel animal tan querido del amo, al saltar un día de una ventana a otra tomó tan mal sus medidas que cayó al patio y se dislocó una pata. Apenas supo el conde esta desgracia, cuando empezó a dar gritos como una mujer, y en el exceso de su sentimiento echó la culpa a sus criados, sin excepción, y faltó poco para que los echara a todos a la calle. No obstante, limitó su indignación a maldecir nuestro descuido y darnos mil epítetos con palabras descomedidas. Inmediatamente hizo llamar a los cirujanos más hábiles de Madrid en fracturas y dislocaciones de huesos. Reconocieron la pata del herido, repusieron el hueso en su lugar y la vendaron; pero por más que asegurasen no ser cosa de cuidado, no pudieron conseguir que mi amo no retuviese a uno de ellos para que permaneciera al lado del animal hasta su perfecta curación.

Haría mal si pasara en silencio las penas e in[369]quietudes que tuvo el señor siciliano durante este tiempo. ¿Se creerá que no se apartaba en todo el día de su Cupido? Estaba presente cuando le curaban y de noche se levantaba dos o tres veces a verle. Lo más penoso era que con precisión habían de estar todos los criados, y principalmente yo, siempre levantados, para acudir pronto a lo que se necesitara en servicio del mono. En una palabra, no hubo en la casa un instante de reposo hasta que la maldita bestia, curada de su caída, volvió a sus saltos y volteretas ordinarias. A vista de esto, bien podemos dar crédito a la narración de Suetonio cuando dice que Calígula amaba tanto a su caballo que le puso una casa ricamente alhajada, con criados para servirle, y que también quería hacerle cónsul. Mi amo no estaba menos enamorado de su mono, y con gusto le hubiera nombrado corregidor.

Por desgracia mía, yo me distinguí más que todos los criados en complacer al amo, y trabajé tanto en cuidar de su Cupido que caí enfermo. Me dió una fuerte calentura, que se agravó de modo que perdí el sentido. Ignoro lo que hicieron conmigo en los quince días que estuve a la muerte, y solamente sé que mi mocedad luchó tanto con la calentura, y tal vez contra los remedios que me dieron, que al fin recobré el conocimiento. El primer uso que hice de él fué observar que estaba en un cuarto diferente del mío. Quise saber por qué, y se lo pregunté a una vieja que me asistía; pero me respondió que no hablara, porque el médico lo[370] había prohibido expresamente. Cuando estamos buenos, ordinariamente nos burlamos de estos doctores; pero en estando malos nos sometemos con docilidad a sus preceptos.

Aunque más desease hablar con mi asistenta, tomé la determinación de callar; y estaba pensando en esto a tiempo que entraron dos como elegantes muy desembarazados, con vestidos de terciopelo y ricas camisolas guarnecidas de encaje. Me imaginé que eran algunos señores amigos de mi amo, que por atención a él me venían a ver, y en esta inteligencia hice un esfuerzo para incorporarme, y por política me quité el gorro; pero mi asistenta me volvió a tender a la larga, diciéndome que aquellos señores eran el médico y el boticario que me asistían.

El doctor se acercó a mí, me tomó el pulso, miróme atentamente el rostro, y habiendo observado todas las señales de una próxima curación, se revistió de un aspecto victorioso, como si hubiese puesto mucho de suyo, y dijo que sólo faltaba tomase una purga para acabar su obra, y que en vista de esto bien podía alabarse de haber hecho una buena curación. Después de haber hablado de esta suerte dictó al boticario una receta, mirándose al mismo tiempo a un espejo, atusándose el pelo y haciendo tales gestos que no pude dejar de reírme a pesar del estado en que me hallaba. Hízome una cortesía y se marchó, pensando más en su cara que en las drogas que había recetado.

Luego que salió, el boticario, que sin duda no[371] fué a mi casa en vano, se preparó para ejecutar lo que se puede discurrir. Fuese porque temiese que la vieja no se daría buena maña, o sea por hacer valer más el género, quiso operar por sí mismo; pero, a pesar de su destreza, apenas me había disparado la carga cuando, sin saber cómo, la rechacé sobre el manipulante, poniéndole el vestido de terciopelo como de perlas. Tuvo este accidente por adehala del oficio. Tomó una toalla, se limpió sin decir palabra y se fué, bien resuelto a hacerme pagar lo que le llevase el quitamanchas, a quien sin duda tuvo precisión de enviar su vestido.

A la mañana siguiente volvió, vestido más llanamente, aunque nada tenía que aventurar ya, y me trajo la purga que el doctor había recetado el día antes. Yo me sentía por momentos mejor; pero, fuera de eso, había cobrado tanta aversión desde el día anterior a los médicos y boticarios que maldecía hasta las Universidades en donde a estos señores se les da la facultad de matar hombres sin riesgo. Con esta disposición, declaré, enfadado, que no quería más remedios y que fueran a los diablos Hipócrates y sus secuaces. El boticario, a quien maldita de Dios la cosa se le daba de que yo diera el destino que quisiera a su medicina con tal que se la pagase, la dejó sobre la mesa y se retiró sin decirme una palabra.

Inmediatamente hice arrojar por la ventana aquel maldito brebaje, contra el cual había formado tal aprensión que habría creído beber veneno si lo hubiera tomado. A esta desobediencia añadí otras:[372] rompí el silencio y dije con entereza a la que me cuidaba que lo que positivamente quería era me diese noticias de mi amo. La vieja, que temía excitar en mí una alteración peligrosa si me respondía, o, por el contrario, que si dejaba de satisfacerme irritaría mi mal, se detuvo un poco; pero la insté con tal empeño que al fin me respondió: «Caballero, usted no tiene más amo que a usted mismo. El conde Galiano se ha vuelto a Sicilia.»

Me parecía increíble lo que oía; pero nada era más cierto. Este señor, desde el segundo día de mi enfermedad, temiendo que muriese en su casa, tuvo la bondad de hacerme trasladar, con lo poco que tenía, a una posada, en donde me dejó abandonado sin más ni más a la Providencia y al cuidado de una asistenta. En este tiempo tuvo orden de la Corte para restituirse a Sicilia, y se marchó tan aceleradamente que no pudo pensar en mí, ya fuese porque me contaba con los muertos o ya porque las personas de distinción suelen padecer estas faltas de memoria.

Mi asistenta fué la que me lo contó todo, y me dijo que ella era la que había buscado médico y boticario para que no muriese sin su asistencia. Estas bellas noticias me hicieron caer en un profundo desvarío. ¡Adiós mi establecimiento ventajoso en Sicilia! ¡Adiós mis más dulces esperanzas! «Cuando os suceda alguna desgracia—dice un Papa—, examinaos bien y encontraréis que siempre habéis tenido alguna parte de culpa.» Con perdón de este Santo Padre, no puedo descubrir en[373] qué hubiese yo contribuído a mi fatalidad en aquella ocasión.

Cuando vi desvanecidas las lisonjeras fantasmas de que me había llenado la cabeza, lo primero que me ocupó el pensamiento fué mi maleta, que hice traer a mi cama para registrarla. Al verla abierta, suspiré. «¡Ay mi amada maleta—exclamé—, único consuelo mío! ¡A lo que veo, has estado a merced de manos ajenas!» «¡No, no, señor Gil Blas—me dijo entonces la vieja—; crea usted que nada le han robado! He guardado su maleta lo mismo que mi honra.»

Encontré el vestido que llevaba cuando entré a servir al conde, pero busqué en vano el que me mandó hacer el mesinés. Mi amo no había tenido por conveniente dejármelo o alguno se lo había apropiado. Todo lo restante de mi ajuar estaba allí, y también una bolsa grande de cuero donde tenía mi dinero. Lo conté dos veces, porque a la primera, no hallando mas que cincuenta doblones, no creí quedasen tan pocos de doscientos sesenta que dejé en ella antes de mi enfermedad. «¿Qué es esto, buena mujer?—dije a mi asistenta—. Mi caudal se ha disminuído mucho.» «Nadie ha llegado a él—respondió la vieja—, y he gastado lo menos que me ha sido posible; pero las enfermedades cuestan mucho; es necesario estar siempre dando dinero. Vea usted—añadió la buena económica sacando de la faltriquera un legajo de papeles—, vea usted una cuenta del gasto, tan cabal como el oro y que os hará ver que no he malgastado un ochavo.»

[374]

Recorrí la cuenta, que bien tendría sus quince o veinte hojas. ¡Dios misericordioso, qué de aves se habían comprado mientras yo estuve sin sentido! Solamente en caldos ascendería la suma por lo menos a doce doblones. Las otras partidas eran correspondientes a ésta. No es decible lo que había gastado en carbón, en luz, en agua, en escobas, etc. Sin embargo, por muy llena que estuviese su lista, el total llegaba apenas a treinta doblones, y, por consiguiente, debían quedar todavía doscientos treinta. Díjeselo; pero la vieja, con un aire de sencillez, empezó a poner por testigos a todos los santos de que en la bolsa no había mas que ochenta doblones cuando el mayordomo del conde le había entregado mi maleta. «¿Qué dice usted, buena mujer?—le interrumpí con precipitación—. ¿Fué el mayordomo quien dió a usted mi ropa?» «El fué realmente—me respondió—; por más señas, que al dármela me dijo: «Tome usted, buena mujer; cuando el señor Gil Blas esté frito en aceite no deje usted de obsequiarle con un buen entierro. En esta maleta hay con qué hacerle las honras.»

«¡Ah maldito napolitano!—exclamé entonces—. ¡Ya no necesito saber en dónde para el dinero que me falta! ¡Tú lo has llevado, para desquitarte de lo que te he impedido hurtases!» Después de esta invectiva, di gracias al Cielo de que el bribón no hubiese cargado con todo. No obstante, aunque yo tenía motivo para imputarle el hurto, no dejé de discurrir que acaso podía haberlo hecho mi asistenta. Mis sospechas tan presto recaían sobre el[375] uno como sobre el otro, mas para mí siempre era lo mismo. Nada dije a la vieja, ni tampoco quise altercar sobre las partidas de su larga cuenta, porque nada hubiera adelantado: es preciso que cada uno haga su oficio. Mi resentimiento se redujo a pagarla y despedirla de allí a tres días.

Me imagino que al salir de mi casa fué a avisar al boticario de que yo la había despedido y me hallaba ya restablecido y fuerte para poder tomar las de Villadiego sin pagarle, porque le vi venir de allí a poco que apenas podía echar el aliento. Dióme su cuenta, en la que venían los supuestos remedios que me había suministrado cuando estaba yo sin sentido, puestos con unos nombres que no entendí, aunque había sido médico. Esta se podía llamar propiamente cuenta de boticario, y así, cuando llegó el caso de la paga, altercamos bastante, pretendiendo yo que rebajase la mitad y él porfiando que no bajaría un maravedí: pero haciéndose cargo al fin el boticario de que las había con un mozo que en el día podía marcharse de Madrid, tomó a bien contentarse con lo que le ofrecía, es decir, con tres partes más de lo que valían sus medicinas, por no exponerse a perderlo todo. Con mucho sentimiento mío le aflojé el dinero, con lo que se retiró, bien vengado de la desazoncilla que le causé el día de la lavativa.

El médico llegó casi al punto, porque estos animales van siempre uno tras otro. Le satisfice el importe de sus visitas, que habían sido frecuentes, y se marchó contento. Mas, para acreditarme que[376] había ganado bien su dinero, antes de retirarse me refirió por menor las mortales consecuencias que había precavido en mi enfermedad, lo cual hizo en términos muy elegantes y con un aspecto agradable; pero nada comprendí de cuanto dijo. Luego que salí de él me juzgué ya libre de todos los familiares de las Parcas; pero me engañaba, porque vino también un cirujano, a quien en mi vida había visto. Saludóme muy cortésmente y manifestó mucho gusto de hallarme fuera del peligro en que me había visto, atribuyendo este beneficio—decía él—a dos copiosas sangrías que me había hecho y a unas ventosas que había tenido la honra de aplicarme. Esta pluma quedaba que arrancarme todavía; me fué preciso asimismo pagar al cirujano. Con tantas evacuaciones se quedó tan flaco mi bolsillo que se podía decir era un cuerpo aniquilado y que ni aun le quedaba el húmedo radical.

Al verme otra vez abismado en tan miserable situación, empecé a desanimarme. En casa de mis últimos amos me había aficionado de suerte a las comodidades de la vida que no podía ya, como en otro tiempo, considerar la indigencia del modo que un filósofo cínico. A la verdad, no debía entristecerme, teniendo repetidas experiencias de que la fortuna apenas me derribaba cuando me volvía a levantar; antes hubiera debido mirar mi infeliz estado como una ocasión de inmediata prosperidad.

FIN DEL TOMO SEGUNDO


ÍNDICE DEL TOMO SEGUNDO

Páginas.
LIBRO CUARTO
Capítulo I.—No pudiendo Gil Blas acomodarse a las costumbres de los comediantes, se sale de casa de Arsenia y halla mejor conveniencia. 5
Capítulo II. —Cómo recibió Aurora a Gil Blas, y la conversación que con él tuvo. 13
Capítulo III. —De la gran mutación que sobrevino en casa de don Vicente y de la extraña determinación que el amor hizo tomar a la bella Aurora. 18
Capítulo IV. —El casamiento por venganza. (Novela). 26
Capítulo V. —De lo que hizo doña Aurora de Guzmán luego que llegó a Salamanca. 64
Capítulo VI. —De qué ardides se valió Aurora para que la amase don Luis Pacheco. 78
Capítulo VII. —Muda Gil Blas de acomodo, pasando a servir a don Gonzalo Pacheco. 89
Capítulo VIII. —Carácter de la marquesa de Chaves, y personas que ordinariamente la visitaban. 104
Capítulo IX. —Por qué incidente Gil Blas salió de casa de la marquesa de Chaves y cuál fué su paradero. 110
Capítulo X. —Historia de don Alfonso y de la bella Serafina. 117
Capítulo XI. —Quién era el viejo ermitaño y cómo conoció Gil Blas que se hallaba entre amigos. 136
LIBRO QUINTO
Capítulo I. —Historia de don Rafael. 143
Capítulo II. —De la conferencia que tuvieron don Rafael y sus oyentes y de la aventura que les sucedió al querer salir del bosque. 235
LIBRO SEXTO[378]
Capítulo I. —De lo que hicieron Gil Blas y sus compañeros después que se separaron del conde de Polán; del importante proyecto que formó Ambrosio y cómo se ejecutó. 241
Capítulo II. —De la resolución que tomaron don Alfonso y Gil Blas después de esta aventura. 249
Capítulo III. —Cómo don Alfonso se halla en el colmo de su alegría y la aventura por la cual se vió de repente Gil Blas en un estado dichoso. 254
LIBRO SÉPTIMO
Capítulo I. —De los amores de Gil Blas y de la señora Lorenza Séfora. 259
Capítulo II. —De lo que le sucedió a Gil Blas después de dejar la casa de Leiva y de las felices consecuencias que tuvo el mal suceso de sus amores. 268
Capítulo III. —Llega Gil Blas a ser el privado del arzobispo de Granada y el conducto de sus gracias. 276
Capítulo IV. —Dale un accidente de apoplejía al arzobispo. Del lance crítico en que se halla Gil Blas y del modo con que salió de él. 283
Capítulo V. —Partido que tomó Gil Blas después que le despidió el arzobispo; su casual encuentro con el licenciado García y cómo le manifestó éste su agradecimiento. 288
Capítulo VI. —Va Gil Blas a ver representar a los cómicos de Granada; de la admiración que le causó el ver a una actriz y de lo que le pasó con ella. 292
Capítulo VII. —Historia de Laura. 300
Capítulo VIII. —Del recibimiento que hicieron a Gil Blas los cómicos de Granada y de la persona a quien reconoció en el vestuario. 317
Capítulo IX. —Del hombre extraordinario con quien Gil Blas cenó aquella noche y de lo que pasó entre ellos. 321
Capítulo X. —De la comisión que el marqués de Marialba dió a Gil Blas y cómo la desempeñó este fiel secretario. 325
Capítulo XI. —De la noticia que supo Gil Blas, y que fué un golpe mortal para él. 329[379]
Capítulo XII. —Gil Blas se aloja en una posada de caballeros, en donde adquiere conocimiento con el capitán Chinchilla; qué clase de hombre era este oficial y qué negocio le había llevado a Madrid. 334
Capítulo XIII. —Encuentra Gil Blas en la corte a su querido amigo Fabricio, y de la grande alegría que de ello recibieron. A dónde fueron los dos, y de la curiosa conversación que tuvieron. 343
Capítulo XIV. —Fabricio coloca a Gil Blas en casa del conde Galiano, título de Sicilia. 356
Capítulo XV. —De los empleos que el conde Galiano dió en su casa a Gil Blas. 360
Capítulo XVI. —Del accidente que acometió al mono del conde Galiano y de la pena que causó a este señor. Cómo Gil Blas cayó enfermo y cuáles fueron las resultas de su enfermedad. 368

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electronic works, harmless from all liability, costs and expenses,
including legal fees, that arise directly or indirectly from any of
the following which you do or cause to occur: (a) distribution of this
or any Project Gutenberg-tm work, (b) alteration, modification, or
additions or deletions to any Project Gutenberg-tm work, and (c) any
Defect you cause.

Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg-tm

Project Gutenberg-tm is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of
computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It
exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations
from people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg-tm's
goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will
remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg-tm and future
generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see
Sections 3 and 4 and the Foundation information page at
www.gutenberg.org



Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
U.S. federal laws and your state's laws.

The Foundation's principal office is in Fairbanks, Alaska, with the
mailing address: PO Box 750175, Fairbanks, AK 99775, but its
volunteers and employees are scattered throughout numerous
locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt
Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up to
date contact information can be found at the Foundation's web site and
official page at www.gutenberg.org/contact

For additional contact information:

    Dr. Gregory B. Newby
    Chief Executive and Director
    gbnewby@pglaf.org

Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide
spread public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment. Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States. Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements. We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance. To SEND
DONATIONS or determine the status of compliance for any particular
state visit www.gutenberg.org/donate

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation
methods and addresses. Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations. To
donate, please visit: www.gutenberg.org/donate

Section 5. General Information About Project Gutenberg-tm electronic works.

Professor Michael S. Hart was the originator of the Project
Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be
freely shared with anyone. For forty years, he produced and
distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of
volunteer support.

Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed
editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in
the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not
necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper
edition.

Most people start at our Web site which has the main PG search
facility: www.gutenberg.org

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including how to make donations to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to
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