*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 53552 ***

The Project Gutenberg eBook, Obras escogidas, by Gustavo Adolfo Bécquer

 

 

Note: Images of the original pages are available through Internet Archive. See https://archive.org/details/obrasescogidas00bcqu

 

Nota de transcripción

Índice

 


 

 

 

 

 

Cubierta del libro

OBRAS ESCOGIDAS

DE

GUSTAVO A. BÉCQUER


[p. ii]

Fototipia Lacoste.-Madrid.                     Cliché Dubois.-Sevilla.

Ilustración de frontispicio

Aumentar  MONUMENTO Á GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER,

inaugurado en Sevilla el 9 de Diciembre de 1911.

(Al fondo se ve la figura del autor dándole los últimos toques á su obra.)


[p. iii]OBRAS ESCOGIDAS

DE

Gustavo A. Bécquer


EDICIÓN DEL MONUMENTO

con un discurso preliminar de

SERAFÍN y JOAQUÍN ÁLVAREZ QUINTERO


2.000


MADRID

LIBRERÍA DE FERNANDO FÉ

15, Puerta del Sol, 15

1912


[p. iv]ES PROPIEDAD.—DERECHOS RESERVADOS


Madrid: Imprenta Española, calle del Olivar, núm. 8


[p. v]

Ilustración de adorno

Á MANERA DE PRÓLOGO[*]

C capitular

Ciudad de Sevilla:

Venimos siempre á ti, como á madre amorosa, á tomar luz para nuestro espíritu mirándote á los ojos, y á fortalecer nuestro corazón con tus recuerdos. Henos hoy aquí una vez más; sólo que esta vez, con la alegría de volver á verte, traemos también otra: la de haber cumplido el ofrecimiento que te hicimos ha poco más de un año. Y como si tenemos el pudor de nuestros dolores, tenemos en cambio la generosidad de nuestra alegría, y la que sentimos en estos instantes es tan pura y tan honda, deseamos compartirla con todos.

[*]Merced á la amabilidad de los señores Álvarez Quintero, á cuya iniciativa se debe esta edición, puedo complacerme en publicar al frente de ella el discurso en que los dos hermanos ofrecieron al pueblo de Sevilla la bellísima obra de Coullaut Valera.—El Editor.

Venimos á ofrecerte, Sevilla, el monumento á Bécquer, erigido por dicha, y para mayor gloria del poeta, en el tiempo materialmente preciso para tallar el mármol y fundir el bronce. Quiere esto decir, que nuestra voz, al llamar á todos para glorificarlo, no necesitó esfuerzo alguno, sino que halló prontamente eco de simpatía en el corazón de los españoles, y al punto se vió el halda de la Ensoñadora, nuestra mensajera ideal, llena de flores y monedas derrama[p. vi]das en ella por manos generosas: desde la augusta y fina mano de la reina de España, hasta la tosca y dura de quien tuvo que dejar la azada para entregar su ofrenda. Juntas cayeron en el halda de la Ensoñadora las de los reyes y las del pueblo: sólo el amor es capaz de conseguir victorias tales, y acaso nada como la poesía las merezca.

El monumento que luego veréis en nuestro hermoso Parque, débese, pues, á España entera: España entera ha contribuído á realizar esta obra de justicia, de cultura y de amor; España entera ha tenido fiestas para el poeta, y poetas que á su vez lo canten; España entera se ha estremecido al nombre de Bécquer, como al contacto de mágica varita que hiriera las fibras más nobles y delicadas del alma. Y nosotros, promotores de la empresa, que á muchos pudo parecer quijotesca aventura, y de la cual salimos orgullosos y ufanos, con la profunda y serena alegría de quien hace el bien por el bien mismo, al verla dichosamente rematada, sin que ningún guijarro de ningún malandrín acertara siquiera á rozarnos la piel, tenemos el deber de proclamarlo aquí, para que la misma aura que de corazón en corazón llevó la voz de nuestra idea, de corazón en corazón lleve también la de su resultado, y con ella la alentadora confianza en la viva eficacia de todo lo noble y lo bueno.

Erigido, como hemos dicho, el monumento á Bécquer merced á la cooperación de muchos buenos españoles, hay uno entre todos que merece primero que ninguno vuestra gratitud y vuestra simpatía más cordial: nos referimos al escultor Lorenzo Coullaut Valera, sin cuya colaboración espontánea es casi seguro que no se hubiera efectuado esta empresa, á lo menos tan rápida y felizmente. No sólo puso al servicio de ella su arte de escultor, sino su corazón de poeta; y así, con inspiración luminosa y liberal entusiasmo, dió gallarda cima al monumento, obra tal vez la más bella y cabal que de sus manos salió nun[p. vii]ca, y no quiso, ni siquiera pensó jamás, recibir por el primoroso trabajo otra recompensa que la de su propia satisfacción.

Este deseo de consagrarle á Bécquer un perdurable recuerdo en su patria, fué siempre sueño de los artistas sevillanos. Años ha, reuniéronse todos ellos al calor de la idea, y realizaron un fervoroso homenaje al poeta querido, como primera piedra ideal, si cabe expresar esto así, de un monumento que entonces no llegó á levantarse.

Alma y vida de aquel movimiento fué el glorioso escultor Antonio Susillo, hermano espiritual de Bécquer, malogrado también como él, y que como él se llevó á la tierra al morir incalculables tesoros de la fantasía, flores del más puro genio sevillano. Puede decirse de ellos, que si hubieran manejado á la inversa el cincel y la pluma, Bécquer sería el autor de los portentosos relieves del uno, y Susillo habría escrito las doradas leyendas y las aéreas rimas del otro.

Jóvenes y heridos por el dolor de la vida cayeron ambos. Con el último suspiro de Bécquer comenzó el resplandor creciente de su gloria: en la trágica muerte de Susillo pensamos todos que aquella mano, siempre dócil como esclava sumisa á su pensamiento, sólo una vez debió serle rebelde.

Pues bien: sevillano como Susillo y discípulo de él es el autor del monumento á Bécquer que en el Parque se eleva. Junto á Susillo recibió los primeros estímulos y las primeras inspiraciones en su arte. Y acaso recibió también del maestro, por misteriosa compenetración de las almas, la poética herencia de modelar para su patria la noble frente del cantor de las golondrinas.

Hemos dicho que la gloria de Bécquer nació en su tumba. En efecto, así fué. No le acariciaron en vida los halagos del «aura de aplausos» que acompaña siempre á la gloria literaria, ni reflejó sobre su cabeza la luz de la «nube radiosa» que siempre la si[p. viii]gue. El, sin embargo, sabía que «algo divino» llevaba en la frente. Estimulada y acrecentada la admiración de unos cuantos amigos suyos, poetas y pintores, por el dolor de su temprana muerte, reunieron con cariño sus obras y las publicaron, librándolas tal vez de una completa oscuridad.

Jamás poeta alguno, al menos en España, tuvo más rápida y efusiva consagración. De mano en mano corrieron sus libros y de boca en boca su nombre, y no hubo labios de mujer por donde no pasaran sus rimas, como aliento suave, como canción de brisa que separa las hojas de una flor. En el corazón de la Humanidad late oculto un espíritu de justicia, y cuando se deja morir en el desamparo y el olvido á un hombre como Bécquer, ese espíritu se siente sacudido por algo que es justicia y remordimiento á la vez, y se quiere entonces reparar la grave falta cometida, enterrando en rosas las cenizas del muerto. Siquiera sea tardía, bien venida sea esta póstuma reparación.

Oteando en los esplendorosos horizontes de la poesía lírica castellana del pasado siglo, en que vivió el poeta, y fijándonos sólo en aquellos altos luminares cuya luz fué más difundida y más potente, vemos cómo á los acentos roncos y viriles de Quintana y Gallego, de robusta y épica vena, que le prestaban á la patria herida vigor y temple en sus flaquezas y desmayos, sucede el glorioso período romántico, en el cual la musa de Espronceda, apasionada y tumultuosa, de soberano aliento y fuerte originalidad, avasalla, inquieta y cautiva á todos; y donde el estro espléndido de Zorrilla, verbo poético de nuestra habla, canta como hijo de alondra y de ruiseñor la hermosura de la Naturaleza, y como trovador errante las caballerescas leyendas del pueblo y las grandezas de los ricos alcázares, llenando los cielos de luz, los campos de flores, las selvas de pájaros alegres, y el mundo ideal de colores risueños v de brillantes fantasías. Y[p. ix] después de estos grandes poetas, todo nervio y pujanza, todo llama, fuerza y galanura, aparece Bécquer, delicado, amoroso, íntimo, sentimental, doliente, con caminar misterioso y callado, con voz insinuante y acariciadora, y le da á la poesía lírica de su siglo una hora de luz de luna, que si en sí misma tiene encanto magnético, túvolo doble en aquella sazón, en medio de los fulgores de sol que la precedieron y de los que habían de seguirla.

Luz de luna, sí; luz de luna es toda su poesía, porque luz de luna llevaba en el alma. Su bondad resignada fué el resplandor templado y celeste á cuyos rayos escribió sus páginas cautivadoras. Soñó, y parecieron sus sueños tocados de la quimera y de la fiebre del insomnio, como hijos de la noche; amó, y fueron sus amores melancólicos y dolorosamente sumisos; y poníase la mano en el corazón por que sus latidos no sonasen, y le temía al resplandor de la aurora; lloró mucho, y en su inagotable ternura se confortó con el consuelo de saber que aún le quedaban lágrimas. Y estos sentimientos, que tan inefable perfume prestan á su poesía, hallan el molde más dúctil y apropiado en la suave forma de sus rimas aladas, y el eco más acorde en la tenue música y en el impreciso y vago ritmo de sus versos.

Hay quien ha pretendido oscurecer la diáfana gloria de Bécquer, haciendo pasar sobre ella una ligera nube; motejándolo de imitador de Enrique Heine. Nada más injusto ni más inexacto tampoco. Hace falta padecer la obsesión de los parentescos literarios, de las afinidades y analogías, cuando no la manía persecutoria del plagio, que suele trastornar á muchos adoradores de este ó el otro ídolo, para no ver la esencial diferencia, la absoluta disparidad que existe entre estos dos espíritus, cualquiera que sea la medida de su grandeza. Fueron notas características del genio de Heine el sarcasmo, la burla y la ironía; fuéronlo del de Bécquer la resignación y la ternura.[p. x] Se ha dicho de la musa de Heine que era un ruiseñor de Alemania que anidó en la peluca de Voltaire. De la de Bécquer, enamorada, creyente y piadosa, no podrá decirse en verdad sino que fué una golondrina, que si á veces rozó la tierra con su alas, pronto voló á los espacios libres y puros, y formó su nido bajo el balcón de una mujer hermosa ó en la ventana ojival de un templo cristiano.

La nobleza y generosidad de su corazón y la serena templanza de su espíritu, lleno siempre de luz ideal, resplandecen y se transparentan quizás mejor que en ninguna parte de su obra en aquellas Cartas desde mi celda, que desde el monasterio de Veruela dirigió á sus amigos de Madrid. En ellas, su sentir y su pensar se explayan libremente, y fantasea enamorado de las tradiciones misteriosas, y piensa en el respetuoso culto debido á lo que fué, y pinta con profunda piedad á las muchachas añoneras, míseras y alegres á un tiempo, y vivifica su fe meditando en el templo vacío; y en el sencillo cementerio de pueblo, al pie de cuyas tumbas nacen espigas y amapolas, evoca sus dorados sueños de la muerte, á la que no llama, pero á la que no teme tampoco, como todas las almas grandes que merecen la vida.

Quien escribió estas páginas admirables, de noble y sana idealidad; quien trazó con la misma pluma las quiméricas figuras de sus leyendas, hijas de un corazón todo fantasía, é iluminadas por la claridad de un alto símbolo poético, y quien dejó á su breve paso por entre los humanos esas divinas oraciones de amor que se llaman rimas, bien digno es del recuerdo que le hemos consagrado entre todos.

En nuestro Parque está, cobijado por aquel gigantesco árbol, bóveda de un templo de la Naturaleza, bajo cuyas ramas majestuosas y tiernas á la vez, llenas de hojas que parecen lágrimas cuajadas en verdura, como expresiva representación y símbolo de lo que fué en la vida perenne estímulo del estro de[p. xi] nuestro gran poeta, se ve nacer el amor y se le ve morir.

Pero ese monumento, bello conjunto de bronces y de mármoles, sobre los cuales cantarán los pájaros y brillará el sol; ese monumento, como todos los que se elevan para perpetuar la gloria de los hombres, no será sino mole fría y sin alma, esfinge muda, piedra tallada y bronce fundido sin sentido ni objeto, si de todo ello no fluye, como emanación natural, el creciente y amoroso culto á quien lo ha merecido. Sí: comprendedlo: si de hoy más la obra de Bécquer no ha de ir ganando corazones dormidos, hasta hacerse familiar y preciada entre todos nosotros, y si el surco ideal abierto en las almas por su espíritu peregrino ha de cegarse alguna vez, en lugar de ir haciéndose de día en día más hondo y luminoso, entonces ese monumento de que ahora nos congratulamos vendrá á ser como fuente seca, reducida á exorno del jardín en que luce, por su singular belleza escultórica, pero triste, porque su manantial exhausto le niega la risa del agua en cascada de plata, y estéril, porque no templa la sed de ningún caminante, ni baña y fecundiza la tierra, haciendo brotar y vivir nuevas flores.

Vosotros, pues, los que amáis y cultiváis la vida del espíritu; los soñadores, que entre nieblas buscáis la luz celeste; los poetas, que fundís la idea y el sentimiento en una forma; los filósofos y los pensadores, alentados por el ansia no saciada nunca del saber de la vida; los artistas, que palpitáis de ilusión ante el lienzo blanco ó ante el barro informe; los hombres de ciencia, que investigáis constantemente en el misterio de la Naturaleza, persiguiendo nuevas verdades; los enamorados de Sevilla, de sus glorias, de sus tradiciones y costumbres; los que soñáis, en fin, con una patria más grande, y más noble, y más bella, debéis elegir entre todos los días del año el que mejor os plazca, para convertirlo en día de fiesta del espíritu; y en peregrinación fraternal, ir año tras año á llevar[p. xii] unas flores al monumento á Bécquer; que esas flores, ofrendadas con tan puro amor, renovarán perpetuamente en el corazón y en la mente de todos el culto á la poesía, y no se marchitarán en vano.

Y ahora, esto dicho, vamos todos á visitar el monumento erigido al poeta.

Ilustración de adorno

[p. 1]

Ilustración de adorno

INTRODUCCIÓN

P capitular

Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo.

Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida á esos padres que engendran más hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare en el misterioso santuario de la cabeza, poblándola de creaciones sin número, á las cuales ni mi actividad ni todos los años que me restan de vida, serían suficientes á dar forma.

Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión, los siento á veces agitarse y vivir con una vida oscura y extraña, semejante á la de esas miriadas de gérmenes que hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir á la superficie y convertirse al beso del sol en flores y frutos.

Conmigo van, destinados á morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que deja un sueño de la media noche, que á la mañana no puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose en formidable, aunque silencioso tumulto,[p. 2] buscan en tropel por donde salir á la luz de entre las tinieblas en que viven. Pero ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega á secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos é impotentes, después de la inútil lucha vuelven á caer en su antiguo marasmo. ¡Tal caen inertes en los surcos de las sendas, si cesa el viento, las hojas amarillas que levantó el remolino!

Estas sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación, explican alguna de mis fiebres: ellas son la causa desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque mal, vengo viviendo hasta aquí, paseando por entre la indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un término, y á éstas hay que ponerles punto.

El insomnio y la fantasía siguen y siguen procreando en monstruoso maridaje. Sus creaciones, apretadas ya como las raquíticas plantas de un vivero, pugnan por dilatar su fantástica existencia disputándose los átomos de la memoria, como el escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir paso á las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente aumentadas por un manantial vivo.

¡Andad, pues! Andad y vivid con la única vida que puedo daros. Mi inteligencia os nutrirá lo suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque sea de harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para cada uno de vosotros una maravillosa estofa tejida de frases exquisitas, en la que os pudierais envolver con orgullo, como en un manto de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de conteneros, como se cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume. Mas es imposible.

No obstante, necesito descansar: necesito, del mismo modo que se sangra el cuerpo, por cuyas hin[p. 3]chadas venas se precipita la sangre con pletórico empuje, desahogar el cerebro, insuficiente á contener tantos absurdos.

Quedad, pues, consignados aquí, como la estela nebulosa que señala el paso de un desconocido cometa, como los átomos dispersos de un mundo en embrión que aventa por el aire la muerte, antes que su creador haya podido pronunciar el fiat lux que separa la claridad de las sombras.

No quiero que en mis noches sin sueño volváis á pasar por delante de mis ojos en extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque á la vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes á fantasmas sin consistencia. No quiero que al romperse este arpa vieja y cascada ya, se pierdan, á la vez que el instrumento, las ignoradas notas que contenía. Deseo ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una vez vacío, apartar los ojos de este otro mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido común, que es la barrera de los sueños, comienza á flaquear, y las gentes de diversos campos se mezclan y confunden. Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido. Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales. Mi memoria clasifica, revueltos, nombres y fechas de mujeres y días que han muerto ó han pasado, con los días y mujeres que no han existido sino en mi mente. Preciso es acabar arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.

Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin que vengáis á ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado á la nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo á cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron en un alma que pasó por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.

Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta[p. 4] para el gran viaje. De una hora á otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse á regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje de un saltimbanco, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.

Junio de 1868.

Ilustración de adorno

[p. 5]

LEYENDAS


[p. 7]

Ilustración de adorno

MAESE PÉREZ EL ORGANISTA

E capitular

En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la Misa del Gallo, oí esta tradición á una demandadera del convento.

Como era natural, después de oirla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir á un prodigio.

Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.

Al salir de la Misa, no pude por menos de decirle á la demandadera con aire de burla:

—¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?

—¡Toma!—me contestó la vieja,—en que ese no es el suyo.

—¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?

—Se cayó á pedazos de puro viejo, hace una porción de años.

—¿Y el alma del organista?

—No ha vuelto á parecer desde que colocaron el que ahora le sustituye.

Si á alguno de mis lectores se le ocurriese hacerme la misma pregunta, después de leer esta historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.

[p. 8]I

—¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquél que baja en este momento de su litera para dar la mano á esa otra señora, que después de dejar la suya, se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ese es el marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama, había pedido en matrimonio á la hija de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien se murmura, que es un poco avaro... pero, ¡calle! en hablando del ruín de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, á pie, embozado en una capa oscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo.

¿Reparasteis, al desembozarse para saludar á la imagen, la encomienda que brilla en su pecho?

A no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de Culebras... Pues ese es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y le saluda.

Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. Él solo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe; y con sus galeones podría formar una escuadra suficiente á resistir á la del Gran Turco...

Mirad, mirad ese grupo de señores graves: esos son los caballeros veinticuatros. ¡Hola, hola! También está aquí el flamencote, á quien se dice que no han echado ya el guante los señores de la cruz verde, merced á su influjo con los magnates de Madrid... Este no viene á la iglesia más que á oir música... No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como pu[p. 9]ños, bien se puede asegurar que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de Pero Botero... ¡Ay, vecina! Malo... malo... presumo que vamos á tener jarana; yo me refugio en la iglesia, pues por lo que veo, aquí van á andar más de sobra los cintarazos que los Pater nóster. Mirad, mirad; las gentes del duque de Alcalá doblan la esquina de la plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me figura que he columbrado á las del de Medinasidonia... ¿No os lo dije?

Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos... los grupos se disuelven... los ministriles, á quienes en estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran... hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio... y luego dicen que hay justicia.

Para los pobres...

Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la oscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos asista! Ya comienzan los golpes... ¡vecina! ¡vecina! aquí... antes que cierren las puertas. Pero ¡calle! ¿Qué es eso? Aún no han comenzado cuando lo dejan. ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor obispo.

La Virgen Santísima del Amparo, á quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo á esta Señora!... ¡Con cuánta usura me paga las candelillas que le enciendo los sábados!... Vedlo, qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él, media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos á la litera del Prelado para besarle el anillo... Cómo le siguen y le acompañan, confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una ca[p. 10]lle oscura... es decir, ¡ellos... ellos!... Líbreme Dios de creerlos cobardes; buena muestra han dado de sí, peleando en algunas ocasiones contra los enemigos de Nuestro Señor... Pero es la verdad, que si se buscaran... y si se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez á estas continuas reyertas, en las cuales los que verdaderamente baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre.

Pero vamos, vecina, vamos á la iglesia, antes que se ponga de bote en bote... que algunas noches como esta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen las monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?... De las otras comunidades, puedo decir que le han hecho á maese Pérez proposiciones magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarle á la catedral... pero él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis á maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues nada, él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo, que suena que es una maravilla... Como que le conoce de tal modo, que á tientas... porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría por ver, responde: mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas.—¿Esperanzas de ver?—Sí, y muy pronto, añade sonriéndose como un ángel; ya cuento setenta y seis años; por muy larga que sea mi vida, pronto veré á Dios...

¡Pobrecito! Y sí lo verá... porque es humilde como[p. 11] las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada; como que echó los dientes en el oficio... Su padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora madre, que santa gloria haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo para darle á los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales disposiciones que, como era natural, á la muerte de su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran á la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca bien, siempre, pero en semejante noche como esta es un prodigio... Él tiene una gran devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo... las voces de su órgano son voces de ángeles...

En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? baste el ver cómo todo lo más florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen á un humilde convento para escucharle; y no se crea que sólo la gente sabida y á la que se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino que hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano... y cuando alzan... cuando alzan no se siente una mosca... de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de tocar las campanas, y va á comenzar la Misa; vamos adentro...

[p. 12]Para todo el mundo es esta noche Noche-Buena, pero para nadie mejor que para nosotros.

Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone á su vecina, atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.

II

La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba en los ricos joyeles de las damas que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas, vinieron á formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto á aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices, la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque ó acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatros, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado á defender á sus hijas y sus esposas del contacto de la plebe. Esta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor bajo un solio da grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.

Era la hora de que comenzase la Misa.

Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin[p. 13] que el celebrante apareciese. La multitud comenzaba á rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras á media voz, y el arzobispo mandó á la sacristía uno de sus familiares á inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia.

—Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche á la Misa de media noche.

Esta fué la respuesta del familiar.

La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó en todo el mundo, sería cosa imposible; baste decir que comenzó á notarse tal bullicio en el templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron á imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud.

En aquel momento, un hombre mal trazado, seco, huesudo y bisojo por añadidura, se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.

—Maese Pérez está enfermo—dijo;—la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez es el primer organista del mundo, ni á su muerte dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente...

El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían á aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban á prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.

—¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...

A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara.

Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba en efecto en la iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.

[p. 14]

Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante á detenerle en el lecho.

—No—había dicho;—esta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos á la iglesia.

Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos á la tribuna, y comenzó la Misa.

En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.

Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza á elevarla.

Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.

Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco á poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.

A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fué creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.

Era la voz de los ángeles, que atravesando los espacios, llegaba al mundo.

Después comenzaron á oirse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines; mil himnos á la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos, como un girón de niebla sobre las olas del mar.

Luego fueron perdiéndose unos cantos, después[p. 15] otros; la combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz... El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como á través de una gasa azul que fingía el humo del incienso, apareció la Hostia á los ojos de los fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces.

De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador.

La multitud escuchaba atónita y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos los espíritus un profundo recogimiento.

El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél á quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y trasfigurarse la Hostia.

El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde de eco en eco, y se aleja y se debilita al alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.

El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante á un sollozo, y quedó mudo.

La multitud se agolpó á la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.

—¿Qué ha sucedido? ¿qué pasa?—se decían unos á[p. 16] otros, y nadie sabía responder, y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y el alboroto comenzaba á subir de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.

—¿Qué ha sido eso?—preguntaban las damas al asistente, que, precedido de los ministriles, fué uno de los primeros á subir á la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.

—¿Qué hay?

—Que maese Pérez acaba de morir.

En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron á la tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada á sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.

III

—Buenas noches, mi señora doña Baltasara; ¿también usarced viene esta noche á la Misa del Gallo? Por mi parte tenía hecha intención de irla á oir á la parroquia; pero lo que sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la verdad, desde que murió maese Pérez, parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un santo!... Yo de mí sé decir, que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece... pues en Dios y en mi ánima, que si el señor arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos le verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y á idos, no hay amigos... Ahora lo que priva es la novedad... ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de nues[p. 17]tra casita á la iglesia, y de la iglesia á nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice ó déjase de decir... sólo que yo, así... al vuelo... una palabra de acá, otra de acullá... sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades... Pues, sí, señor; parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los otros organistas; aquel perdulariote, que más parece jifero de la puerta de la Carne que maestro de solfa, va á tocar esta Noche-Buena en lugar de maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse á hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia. Y era natural: acostumbrados á oir aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del difunto y como muestra de respeto á su memoria, permanecería callado el órgano en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre, diciendo que él se atreve á tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación... pero así va el mundo... y digo, no es cosa la gente que acude... cualquiera diría que nada ha cambiado desde un año á otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay, si levantara la cabeza el muerto! se volvía á morir por no oir su órgano tocado por manos semejantes. Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas, va á comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas, que no haya más que oir... pero ¡calle! ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines,[p. 18] qué gorguera de cañutos, qué aires de personaje! Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo, y va á comenzar la misa... vamos, que me parece que esta noche va á darnos que contar para muchos días.

Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre, un camino entre la multitud á fuerza de empellones y codazos.

Ya se había dado principio á la ceremonia.

El templo estaba tan brillante como el año anterior.

El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir á besar el anillo del prelado, había subido á la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros del órgano, con una gravedad tan afectada como ridícula.

Entre la gente menuda que se apiñaba á los pies de la iglesia, se oía un rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba á fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.

—Es un truhán, que por no hacer nada bien, ni aun mira á derechas—decían los unos.

—Es un ignorantón, que después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca, viene á profanar el de maese Pérez—decían los otros.

Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse á darle de firme á su pandero, y aquél apercibía sus sonajas, y todos se disponían á hacer bulla á más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba á defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pedantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difundo maese Pérez.

Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos... Las campanillas repicaron, semejando su[p. 19] repique una lluvia de notas de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de incienso, y sonó el órgano.

Una estruendosa algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde.

Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces á la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos á la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.

El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de metal del órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora.

Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una melodía lejana, que suenan á intervalos, traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una saeta despedida á las nubes; estruendo sin nombre, imponente como los rugidos de una tempestad; coro de serafines sin ritmos ni cadencia, ignota música del cielo que sólo la imaginación comprende; himnos alados, que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos... todo lo expresaban las cien voces del órgano, con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca.

. . . . . . .

Cuando el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que se agolpó á la escalera fué tanta, y tanto su afán por verle y admirarle, que el asistente temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre todos, mandó á algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba.

—Ya veis—le dijo este último cuando le trajeron á[p. 20] su presencia;—vengo desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando la Noche-Buena en la Misa de la catedral?

—El año que viene—respondió el organista,—prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería á tocar este órgano.

—¿Y por qué?—interrumpió el prelado.

—Porque...—añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su rostro;—porque es viejo y malo, y no puede expresar todo lo que se quiere.

El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones; y ya la demandadera se disponía á cerrar las puertas de la entrada del atrio, cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de persignarse y murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.

—¿Que quiere usarced? mi señora doña Baltasara—decía la una,—yo soy de este genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones... Y luego, si no hay más que mirarle al rostro, que según dicen, es el espejo del alma... Yo me acuerdo, pobrecito, como si le estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez, cuando en semejante noche como esta bajaba de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y parecía un ángel... no que este ha bajado las[p. 21] escaleras á trompicones, como si le ladrase un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas... Vamos, mi señora doña Baltasara, créame usarced, y créame con todas veras... yo sospecho que aquí hay busilis...

Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.

Creemos inútil decir á nuestros lectores quién era una de ellas.

IV

Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba á voz herida á los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio silencioso y desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta, escogía un puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo.

—Ya lo veis—decía la superiora,—vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel á la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... pero... proseguís callando sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?

—Tengo... miedo—exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.

—¡Miedo! ¿de qué?

—No sé... de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la Misa, y ufana con esta distinción pensé arreglar sus registros y templarle, á fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola... abrí la puerta que conduce á la tribuna... En el reloj de la[p. 22] catedral sonaba en aquel momento una hora... no sé cuál... Pero las campanadas eran tristísimas y muchas... muchas... estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo.

La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda... la luz de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían á hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi... le vi, madre, no lo dudéis, vi un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la otra á sus registros... y el órgano sonaba; pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.

Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.

El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes fuego... Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me había mirado... digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!

—¡Bah! hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un Pater nóster y un Ave María al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad á ocupar la tribuna del órgano; la Misa va á comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles...[p. 23] Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que á daros sustos, bajará á inspirar á su hija en esta ceremonia solemne, para el objeto de tan especial devoción.

La priora fué á ocupar su sillón en el coro en medio de la comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la Misa.

Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un grito de la hija de maese Pérez...

La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron á la tribuna.

—¡Miradle, miradle!—decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.

Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y no obstante, el órgano seguía sonando... sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico alborozo.

. . . . . . .

—¡No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo!... ¡Aquí hay busilis!... Oidlo; qué, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo está hecho, y con razón, una furia... Haber dejado de asistir á Santa Inés; no haber podido presenciar el portento... ¿y para qué? para oir una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la catedral, no fué otra cosa... Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira... aquí hay busilis, y el busilis, era, en efecto, el alma de maese Pérez.

Ilustración de adorno

[p. 25]

Ilustración de adorno

LOS OJOS VERDES

H capitular

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.

Hoy, que se me ha presentado ocasión lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado á capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales ellos eran, luminosos, trasparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.

I

—Herido va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... en cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... ¡Pero por San Saturio, patrón de Soria! cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados,[p. 26] y hundidle á los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos, y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más á propósito para cortarle el paso á la res.

Pero todo fué inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó á las carrascas jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía á la fuente.

—¡Alto!... ¡Alto todo el mundo!—gritó Iñigo entonces;—estaba de Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista á la voz de los cazadores.

En aquel momento se reunía á la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

—¿Qué haces?—exclamó dirigiéndose á su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos.—¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya á morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido á matar ciervos para festines de lobos?

—Señor—murmuró Iñigo entre dientes,—es imposible pasar de este punto.

—¡Imposible! ¿y por qué?

—Porque esa trocha—prosiguió el montero,—conduce á la fuente de los Álamos; la fuente de los Álamos,[p. 27] en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.

—¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿lo ves?... Aún se distingue á intervalos desde aquí... las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame... déjame... suelta esa brida, ó te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue á la fuente? y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus! ¡Relámpago! ¡sus, caballo mío! si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán.

Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al fin:

—Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto á morir entre los pies de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe á pasar el capellán con su hisopo.

II

—Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis á la fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.

[p. 28]

Ya no vais á los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Solo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros á la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalarse sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose á su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

—Iñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo á las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez á su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?

—¡Una mujer!—exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

—Sí—dijo el joven;—es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi corazón y asoma á mi semblante. Voy, pues, á revelártelo... Tú me ayudarás á desvanecer el misterio que envuelve á esa criatura, que al parecer sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.

El montero sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Este, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:

—Desde el día en que á pesar de tus funestas[p. 29] predicciones llegué á la fuente de los Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae resbalándose gota á gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reunen entre los céspedes, y susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen á su camino, y se repliegan sobre sí mismas y saltan, y huyen, y corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco, á cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo es allí grande. La soledad con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fué nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba á sentarme al borde de la fuente, á buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña... muy extraña... los ojos de una mujer.

[p. 30]

Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas... no sé: yo creí ver una mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos.

En su busca fuí un día y otro á aquel sitio.

Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño... pero no, es verdad; la he hablado ya muchas veces, como te hablo á ti ahora... una tarde encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto... sí; porque los ojos de aquella mujer, eran los ojos que yo tenía clavados en la mente; unos ojos de un color imposible; unos ojos...

—¡Verdes!—exclamó Iñigo con un acento de profundo terror, é incorporándose de un salto en su asiento.

Fernando le miró á su vez como asombrado de que concluyese lo que iba á decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:

—¿La conoces?

—¡Oh, no!—dijo el montero.—¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio ó mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, á no volver á la fuente de los Álamos. Un día ú otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el delito de haber encenagado sus ondas.

—¡Por lo que más amo!...—murmuró el joven con una triste sonrisa.

—Sí—prosiguió el anciano;—por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el[p. 31] cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto nacer...

—¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dió la vida, y todo el cariño que puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:—¡Cúmplase la voluntad del cielo!

III

—¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae á estos lugares, ni á los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble ó villana, seré tuyo, tuyo siempre...

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban á grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco á poco de la superficie del lago, comenzaba á envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima á desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas á los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo,[p. 32] como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

—¡No me respondes!—exclamó Fernando, al ver burlada su esperanza;—¿querrás que dé crédito á lo que de ti me han dicho? ¡Oh! No... Háblame: yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...

—Ó un demonio... ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:

—Si lo fueses... te amaría... te amaría, como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.

—Fernando—dijo la hermosa entonces con una voz semejante á una música:—yo te amo más aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior á los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente, hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como á un mortal superior á las supersticiones del vulgo, como á un amante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más[p. 33] y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

—¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales... y yo... yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie... Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino... las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven... ven...

La noche comenzaba á extender sus sombras, la luna rielaba en la superficie del lago, la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven... ven... estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa le llamaba al borde del abismo, donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso... un beso...

Fernando dió un paso hacia ella... otro... y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban á su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve... y vaciló... y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.

Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.

Ilustración de adorno

[p. 35]

Ilustración de adorno

EL RAYO DE LUNA

Y capitular

Yo no sé si esto es una historia que parece cuento, ó un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.

Otro con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que á los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.

I

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.

Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban á volar á los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposó en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.

[p. 36]

—¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor?—preguntaba algunas veces su madre.

—No sabemos—respondían sus servidores:—acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído á ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; ó en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; ó acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista, ó contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.

En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, por que su sombra no le siguiese á todas partes.

Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta á la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta; porque Manrique era poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.

Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro á lo largo de los troncos encendidos, ó danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto á la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.

Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides ú ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, ó cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.

[p. 37]En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas ó escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.

¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba á todas las mujeres un instante: á ésta porque era rubia, á aquélla porque tenía los labios rojos, á la otra porque se cimbreaba al andar como un junco.

Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando á la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, ó á las estrellas, que temblaban á lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba:—Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?...

Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular á solas, que es por donde se empieza.

II

Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían á lo largo de la opuesta margen del río.

En la época á que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortale[p. 38]zas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.

En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada á sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en los trozos de fábrica, próximos á desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.

Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.

Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.

La media noche tocaba á su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruído claustro á la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve, ahogado,[p. 39] mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.

En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras ó imposibles penetraba en los jardines.

—¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!... ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco—exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.

III

Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas á la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad ó una forma blanca que se movía.

—¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra!—dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie!—¡Ah! por aquí, por aquí va—exclamó entonces.—Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos;—y corría, y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía.—Pero siguen sonando sus pisadas—murmuró otra vez;—creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oir lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado... ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua[p. 40] extranjera... Y tornó á correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oirla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus breves pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba á intervalos era un aroma perteneciente á aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!

Vagó algunas horas de un lado á otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.

Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio.—Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas á través de ese confuso laberinto—exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.

Llegó á la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce á sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.

Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista á su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.

La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía á todo remo á la orilla opuesta.

En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arro[p. 41]jó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.

Pensaba atravesarlo y llegar á la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor á la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.

IV

Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar á los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó á vagar por sus calles á la ventura.

Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas, un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.

Manrique, con el oído atento á estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban á sus espaldas y que á cada momento esperaba ver á su lado, anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio á otro.

Por último, se detuvo al pie de un caserón de pie[p. 42]dra, oscuro y antiquísimo, al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave, que pasando á través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.

—No cabe duda; aquí vive mi desconocida—murmuró el joven en voz baja y sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;—aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio... por el postigo de San Saturio se viene á este barrio... en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela... ¿en vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo á estas horas?... No hay más; esta es su casa.

En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente á la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz, ni él separó la vista un momento.

Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero apareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos, y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia á un cocodrilo.

Verle Manrique y lanzarse á la puerta, todo fué obra de un instante.

—¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿Á qué ha venido á Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal.—Esta fué la salutación que sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:

[p. 43]

—En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.

—Pero ¿y su hija?—interrumpió el joven impaciente;—¿y su hija, ó su hermana, ó su esposa, ó lo que sea?

—No tiene ninguna mujer consigo.

—¡No tiene ninguna!... ¿Pues quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?

—¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.

Un rayo cayendo de improviso á sus pies, no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.

V

—Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he de conocerla. El eco de su pisada ó una sola palabra suya que vuelva á oir; un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva á ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah! si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aun sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de[p. 44] veinte doblas de oro en hacer charlar á dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás á una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus hopalandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.

¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy negros, y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño, no; eran negros.

¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, á una mujer alta!... porque... ella es alta, alta y esbelta, como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito.

¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.

Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?

Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que la he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa[p. 45] como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?

Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses, durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano á aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced á sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atravesar absorto en estas ideas el puente que conduce á los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.

VI

La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.

Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto, y miró á través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.

Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.

Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.

Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo,[p. 46] y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin en una carcajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible.

Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto á brillar ante sus ojos; pero había brillado á sus pies un instante, no más que un instante.

Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba á intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.

Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto á la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga é inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni á las caricias de su madre, ni á los consuelos de sus servidores.

—Tú eres joven, tú eres hermoso—le decía aquélla;—¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer á quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?

—¡El amor!... El amor es un rayo de luna—murmuraba el joven.

—¿Por qué no os despertáis de ese letargo?—le decía uno de sus escuderos;—os vestís de hierro de pies á cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos á la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.

—¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.

—¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?

—¡No! ¡no!—exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial;—no quiero nada... es decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos á nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué? ¿para qué? para encontrar un rayo de luna.

Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio.

Ilustración de adorno

[p. 47]

Ilustración de adorno

TRES FECHAS

E capitular

En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de mis excursiones semiartísticas á la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.

Los sucesos de que guardan la memoria estos números, son hasta cierto punto insignificantes. Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar algunas noches de insomnio una novela más ó menos sentimental ó sombría, según que mi imaginación se hallaba más ó menos exaltada y propensa á ideas risueñas ó terribles.

Si á la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes delirios, hubiera podido escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes que se cierren del todo mis párpados; esas historias, cuyo vago desenlace flota, por último, indeciso en ese punto que separa la vigilia del sueño, seguramente formarían un libro disparatado, pero original y acaso interesante.

No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras, y por decirlo así, impalpables, son en cierto modo como las mariposas, que no pueden cogerse en las manos sin que se quede entre los dedos el polvo de oro de sus alas.

Voy, pues, á limitarme á narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de epígrafe á los capítulos[p. 48] de mis soñadas novelas; los tres puntos aislados que yo suelo reunir en mi mente por medio de una serie de ideas como un hilo de luz; los tres temas, en fin, sobre que yo hago mil y mil variaciones, las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías de la imaginación.

I

Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han habitado; que habla con tanta elocuencia á los ojos del artista, y le revela tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de cada siglo, con la forma y el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus entradas con una barrera, y pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:

«En nombre de los poetas y de los artistas; en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe á la civilización que toque á uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»

Da entrada á esta calle por uno de sus extremos, un arco macizo, achatado y oscuro, que sostiene un pasadizo cubierto.

En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, en el cual crece la hiedra, que, agitada con el aire, flota sobre el casco que lo corona como un penacho de plumas.

Debajo de la bóveda y enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo ennegrecido é imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de un cordel y sus votos de cera.

Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y tristeza indescriptible, se prolongan á ambos lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su[p. 49] forma, sus dimensiones y su color. Unas están construídas de piedras toscas y desiguales, sin más adornos que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la portada; otras son de ladrillo, y tienen un arco árabe que les sirve de ingreso, dos ó tres ajimeces abiertos á capricho en un paredón grieteado, y un mirador que termina en una alta veleta. Las hay con traza que no pertenece á ningún orden de arquitectura, y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas; que son un modelo acabado de un género especial y conocido, ó una muestra curiosa de las extravagancias de un período del arte.

Éstas tienen un balcón de madera con un cobertizo disparatado; aquéllas una ventana gótica recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores; la de más allá unos pintorreados azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros, y dos fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro.

El palacio de un magnate convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí habitada por un canónigo; una sinagoga judía transformada en oratorio cristiano; un convento levantado sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre; mil extraños y pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo así, en cien varas de terreno. He aquí todo lo que se encuentra en esta calle: calle construída en muchos siglos, calle estrecha, deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual al levantar su habitación tomaba una saliente, dejaba un rincón ó hacía un ángulo con arreglo á su gusto, sin consultar el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en no calculadas combinaciones de líneas, con un verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y tantos accidentes, que cada vez ofrece algo nuevo al que la estudia.

Cuando por primera vez fuí á Toledo, mientras me[p. 50] ocupé en sacar algunos apuntes de San Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada con honores de fonda en que me había hospedado.

Casi siempre la atravesaba de un extremo á otro, sin encontrar en ella una sola persona, sin que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos, sin que detrás de las celosías de un balcón, del cancel de una puerta ó la rejilla de una ventana, viese ni aun por casualidad el arrugado rostro de una vieja curiosa ó los ojos negros y rasgados de una muchacha toledana. Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus habitantes desde una época remota.

Una tarde, sin embargo, al pasar frente á un caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos paredones se veían tres ó cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival, rodeado de un festón de hojas picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente construído y blanco como la nieve, en medio del cual se veía, como contenida en la primera, una pequeña ventana con un marco y sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían á enredarse por entre las labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera y transparente.

Ya la ventana de por sí era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo que más poderosamente contribuyó á que me fijase en ella, fué el notar que cuando volví la cabeza para mirarla, las cortinillas se habían levantado un momento para volver á caer, ocultando á mis ojos la persona que sin duda me miraba en aquel instante.

Seguí mi camino preocupado con la idea de la ventana, ó mejor dicho, de la cortinilla, ó más claro todavía, de la mujer que la había levantado; porque in[p. 51]dudablemente, á aquella ventana tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.

Pasé otra tarde; pasé con el mismo cuidado; apreté los tacones, aturdiendo la silenciosa calle con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos ó tres ecos; miré á la ventana, y la cortinilla se volvió á levantar.

La verdad es que realmente detrás de ella no vi nada; pero con la imaginación me pareció descubrir un bulto, el bulto de una mujer, en efecto.

Aquel día me distraje dos ó tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el ruido de mis pasos, y yo desde lejos volvía á ella por última vez los ojos.

Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes; en aquel claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel de una columna, la cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y la frente entre las manos, al rumor del agua que corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y abandonado jardín, que agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella ventana y aquella mujer! Yo la conocía; ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de sus ojos.

La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa, alegrándolos con su presencia como el rayo del sol que dora unas ruinas. Otras veces me parecía verla en un jardín con unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos árboles muy corpulentos y añosos, que debía de haber allá en el fondo de aquella especie de palacio gótico donde vivía, coger flores y sentarse sola en un banco de piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba pensando en... ¿quién sabe?... Acaso en mí; ¿qué digo acaso? en mí seguramente.[p. 52] ¡Oh! ¡cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía despertó en mi alma aquella ventana mientras permanecí en Toledo!...

Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera; me despedí del mundo de las quimeras, y tomé un asiento en el coche para Madrid.

Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.

Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme á mi asiento, mientras doblábamos la colina que ocultó de repente la ciudad á mis ojos, saqué el lápiz y apunté una fecha. Es la primera de las tres, á la que yo llamo la fecha de la ventana.

II

Al cabo de algunos meses volví á encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres ó cuatro días. Limpié el polvo á mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo, y provisto de una mano de papel, media docena de lápices y unos cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese concluída la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso los puntos en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo á Madrid.

Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué á visitar de nuevo los sitios que más me llamaron la atención en mi primer viaje, y algunos otros que aún no conocía sino de nombre.

Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos entre sus barrios más antiguos la mayor parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un verdadero placer en perderme[p. 53] en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas é impracticables.

Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de estas largas excursiones á través de lo desconocido, no sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada al parecer aun de los mismos moradores de la población, y como escondida en uno de sus más apartados rincones.

La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella, se habían identificado, por decirlo así, con el terreno de tal modo, que éste ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados por sus ondulaciones, crecían á su sabor malvas de unas proporciones colosales, cerros de gigantescas ortigas, matas rastreras de campanillas blancas, prados de esa hierba sin nombre, menuda, fina y de un verde oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas.

Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros, veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas y arrojadas en diferentes épocas á aquel lugar, donde iban formando capas en las cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología histórica.

Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos de ladrillos de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados, girones de tela, tiras de cuero, y otros cien y cien objetos sin forma ni nombre, eran los que aparecían á primera vista á la superficie, llamando asimismo la atención y deslumbrando los ojos una miriada de chispas de luz derra[p. 54]madas sobre la verdura como un puñado de diamantes arrojados á granel, y que examinados de cerca, no eran otra cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas, que reflejando los rayos del sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas y deslumbrantes.

Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada á trechos con pequeñas piedrecitas de varios matices formando labores, á trechos cubierta de grandes losas de pizarra, y en su mayor parte, según dejamos dicho, semejante á un jardín de plantas parásitas, ó á un prado yermo é inculto.

Los edificios que dibujaban su forma irregular, no eran tampoco menos extraños y dignos de estudio.

Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas, con sus tejados dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos á las esquinas con una anilla de hierro, sus balcones achatados ó estrechos, sus ventanillos con tiestos de flores, y su farol rodeado de una red de alambre que defiende los ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos.

Otro frente lo constituía un paredón negruzco, lleno de grietas y hendiduras, en donde algunos reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y brillantes por entre las hojas de musgo; un paredón altísimo, formado de gruesos sillares, sembrado de huecos de puertas y balcones, tapiados con piedra y argamasa, y á uno de cuyos extremos se unía, formando ángulo con él, una tapia de ladrillos, desconchada y llena de mechinales, manchada á trechos de tintas rojas, verdes ó amarillentas, y coronada de un bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos tallos de enredaderas.

Esto no era más, por decirlo así, que los bastidores de la extraña decoración que al penetrar en la plaza se presentó de improviso á mis ojos, cautivando mi ánimo y suspendiéndolo durante algún tiempo, pues[p. 55] el verdadero punto culminante del panorama, el edificio que le daba el tono general, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, infinitamente más bello en su artístico desorden, que todos los que se levantaban á su alrededor.

—¡He aquí lo que yo deseaba encontrar!—exclamé al verle; y sentándome en un pedrusco, colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de madera, me apercibí á trazar, aunque ligeramente, sus formas irregulares y estrambóticas para conservar por siempre su recuerdo.

Si yo pudiera pegar aquí con obleas el ligerísimo y mal trazado apunte que conservo de aquel sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría un cúmulo de palabras, dando á mis lectores una idea más aproximada de él que todas las descripciones imaginables.

Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo del mejor modo posible, á fin de que, leyendo estos renglones, puedan formarse una idea remota, si no de sus infinitos detalles, al menos de la totalidad de su conjunto.

Figuraos un palacio árabe, con sus puertas en forma de herradura; sus muros engalanados con largas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces entre sí, y corren sobre una franja de azulejos brillantes: aquí se ve el hueco de un ajimez partido en dos por un grupo de esbeltas columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y caprichosas; allá se eleva una atalaya con su mirador ligero y airoso, su cubierta de tejas vidriadas, verdes y amarillas, y su aguda flecha de oro que se pierde en el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un gabinete pintado de oro y azul, ó las altas galerías cerradas con persianas verdes, que al descorrerse dejan ver los jardines con calles de arrayán, bosques de laureles y surtidores altísimos. Todo es original, todo armónico, aunque desordenado; todo deja entrever el lujo y las maravillas de su interior;[p. 56] todo deja adivinar el carácter y las costumbres de sus habitadores.

El opulento árabe que poseía este edificio lo abandona al fin; la acción de los años comienza á desmoronar sus paredes, á deslustrar los colores y á corroer hasta los mármoles. Un monarca castellano escoge entonces para su residencia aquel alcázar que se derrumba, y en este punto rompe un lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos, por entre los cuales se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en aquél levanta un macizo torreón de sillería con sus saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en el de más allá construye un ala de habitaciones altas y sombrías, en las cuales se ven por una parte trozos de alicatado reluciente, por otra artesones oscurecidos, ó un ajimez solo, ó un arco de herradura ligero y puro, que da entrada á un salón gótico, severo é imponente.

Pero llega el día en que el monarca abandona también aquel recinto, cediéndole á una comunidad de religiosas, y éstas á su vez fabrican de nuevo, añadiéndole otros rasgos á la ya extraña fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas con celosías; entre dos arcos árabes colocan el escudo de su religión esculpido en berroqueña; donde antes crecían tamarindos y laureles, plantan cipreses melancólicos y oscuros; y aprovechando unos restos y levantando sobre otros, forman las combinaciones más pintorescas y extravagantes que pueden concebirse.

Sobre la portada de la iglesia, en donde se ven como envueltos en el crepúsculo misterioso en que los bañan las sombras de sus doseles, una andanada de santos, ángeles y vírgenes, á cuyos pies se retuercen, entre las hojas de acanto, sierpes, vestiglos y endriagos de piedra, se mira elevarse un minarete esbelto y afiligranado con labores moriscas; junto á las saeteras del murallón, cuyas almenas están ya rotas, ponen un retablo, y tapian los grandes huecos con tabi[p. 57]ques cuajados de pequeños agujeritos, y semejantes á una tabla de ajedrez; colocan cruces sobre todos los picos, y fabrican, por último, un campanario de espadaña con sus campanas, que tañen melancólicamente noche y día llamando á la oración, campanas que voltean al impulso de una mano invisible, campanas cuyos sonidos lejanos arrancan á veces lágrimas de involuntaria tristeza.

Después pasan los años, y bañan con una veladura de un medio color oscuro todo el edificio, armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus hendiduras.

Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta de la torre; los vencejos en el ala de los tejados; las golondrinas en los doseles de granito, y el buho y la lechuza escogen para su guarida los altos mechinales, desde donde en las noches tenebrosas asustan á las viejas crédulas y á los atemorizados chiquillos, con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y sus silbos extraños y agudos.

Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias especiales, hubieran podido únicamente dar por resultado un edificio tan original, tan lleno de contrastes, de poesía y de recuerdos, como el que aquella tarde se ofreció á mi vista y hoy he ensayado, aunque en vano, describir con palabras.

Ya lo había trazado en parte en una de las hojas de mi cartera. El sol doraba apenas las más altas agujas de la ciudad, la brisa del crepúsculo comenzaba á acariciar mi frente, cuando absorto en las ideas que de improviso me habían asaltado al contemplar aquellos silenciosos restos de otras edades, más poéticas que la material en que vivimos y nos ahogamos en pura prosa, dejé caer de mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome en la pared que tenía á mis espaldas y entregándome por completo á los sueños de la imaginación. ¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo. Veía claramente sucederse las épocas, derrumbarse unos muros y levantarse otros. Veía á unos[p. 58] hombres, ó mejor dicho, veía á unas mujeres dejar lugar á otras mujeres, y las primeras y las que venían después, convertirse en polvo y volar deshechas, llevando un soplo del viento la hermosura, hermosura que arrancaba suspiros secretos, que engendró pasiones y fué manantial de placeres; luego... qué se yo... todo confuso, veía muchas cosas revueltas, y tocadores de encaje y de estuco con nubes de aroma y lechos de flores; celdas estrechas y sombrías con un reclinatorio y un crucifijo; al pie del crucifijo un libro abierto, y sobre el libro una calavera; salones severos y grandiosos, cubiertos de tapices y adornados con trofeos de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y volvían á cruzar ante mis ojos; monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas con labios muy encarnados y ojos muy negros; damas de perfil puro, de continente altivo y andar majestuoso.

Todas estas cosas veía yo, y muchas más de esas que después de pensadas no pueden recordarse; de esas tan inmateriales que es imposible encerrar en el círculo estrecho de la palabra, cuando de pronto di un salto sobre mi asiento, y pasándome la mano por los ojos para convencerme de que no seguía soñando, incorporándome como movido de un resorte nervioso, fijé la mirada en uno de los altos miradores del convento. Había visto, no me puede caber duda, la había visto perfectamente, una mano blanquísima, que saliendo por uno de los huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes á tableros de ajedrez, se había agitado varias veces como saludándome con un signo mudo y cariñoso. Y me saludaba á mí; no era posible que me equivocase... estaba solo, completamente solo en la plaza.

En balde esperé la noche, clavado en aquel sitio, y sin apartar un punto los ojos del mirador; inútilmente volví muchas veces á ocupar la oscura piedra que me sirvió de asiento la tarde en que vi aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis ensueños[p. 59] de la noche y de mis delirios del día. No la volví á ver más...

Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo dejando allí, como una carga inútil y ridícula, todas las ilusiones que en su seno se habían levantado en mi mente. Torné á guardar los papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que yo conozco por la fecha de la mano. Al escribirla, miré un momento la anterior, la de la ventana, y no pude menos de sonreirme de mi locura.

III

Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido, hasta que volví á Toledo, transcurrió cerca de un año, durante el cual no dejó de presentárseme á la imaginación su recuerdo, al principio á todas horas y con todos sus detalles; después con menos frecuencia, y por último, con tanta vaguedad, que yo mismo llegué á creer algunas veces que había sido juguete de una ilusión ó de un sueño.

No obstante, apenas llegué á la ciudad, que con tanta razón llaman algunos la Roma española, me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria salí preocupado á recorrer las calles, sin camino cierto, sin intención preconcebida de dirigirme á ningún punto fijo.

El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza á todo lo que se oye, se ve y se siente. El cielo era de color de plomo, y á su reflejo melancólico los edificios parecían más antiguos, más extraños y más oscuros. El aire gemía á lo largo de las revueltas y angostas calles, trayendo en sus ráfagas, como notas perdidas de una sinfonía misteriosa, ya palabras ininteligibles, clamor de campanas ó ecos de golpes profundos y lejanos. La atmósfera húmeda y fría helaba el alma con su soplo glacial.

[p. 60]Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados y desiertos, absorto en mil confusas imaginaciones, y contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en el espacio, sin que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de arquitectura, ni un monumento de orden desconocido, ni una obra de arte maravillosa y oculta, ninguna cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen minucioso me detenía á cada paso, cuando sólo ocupaban mi mente ideas de arte y recuerdos históricos.

El cielo cerraba de cada vez más oscuro; el aire soplaba con más fuerza y más ruido, y había comenzado á caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando sin saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y como llevado allí por un impulso al que no podía resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al punto á que iban mis pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.

Al encontrarme en aquel lugar salí de la especie de letargo en que me hallaba sumido, como si me hubiesen despertado de un sueño profundo con una violenta sacudida.

Tendí una mirada á mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal, estaba más triste. Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura ó el estado de mi espíritu era la causa de esta tristeza; pero la verdad es que desde el sentimiento que experimenté al contemplar aquellos lugares por la vez primera, hasta el que me impresionó entonces, había toda la distancia que existe desde la melancolía á la amargura.

Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío que nunca á mis ojos; y ya me disponía á alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una campana, una campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba, formando contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó á voltear de pronto con[p. 61] una rapidez y un tañido tan agudo y continuado, que parecía como acometido de un vértigo.

Nada más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la de una roca erizada de mil y mil picos caprichosos, hablando con sus lenguas de bronce por medio de las campanas, que parecían agitarse al impulso de seres invisibles, una como llorando con sollozos ahogados, la otra como riendo con carcajadas estridentes, semejantes á la risa de una mujer loca.

A intervalos y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir también notas confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso y solemne.

Varié de idea; y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué á la puerta del templo, y pregunté á uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:

—¿Qué hay aquí?

—Una toma de hábito—me contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba entre dientes, para continuarla después, aunque no sin haber besado antes la moneda de cobre que puse en su mano al dirigirle mi pregunta.

Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la iglesia del convento. Ambas consideraciones me impulsaron á penetrar en su recinto.

La iglesia era alta y oscura: formaban sus naves dos filas de pilares compuestos de columnas delgadas reunidas en un haz, que descansaban en una base ancha y octógona, y de cuya rica coronación de capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del Renacimiento cuajada de angelones con escudos, grifos, cuyos remates fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras y florones dorados, y dibujos caprichosos y elegantes. En torno á las naves se veía una multitud de capillas oscuras, en el fondo[p. 62] de las cuales ardían algunas lámparas, semejantes á estrellas perdidas en el cielo de una noche oscura. Capillas de una arquitectura árabe, gótica ó churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de hierro, otras, con humildes barandales de madera; éstas, sumidas en las tinieblas con una antigua tumba de mármol delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas con una imagen vestida de relumbrones y rodeada de votos de plata y cera con lacitos de cinta de colorines.

Contribuía á dar un carácter más misterioso á toda la iglesia, completamente armónica en su confusión y su desorden artístico con el resto del convento, la fantástica claridad que la iluminaba. De las lámparas de plata y cobre, pendientes de las bóvedas; de las velas de los altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces del muro, partían rayos de luz de mil colores diversos: blancos, los que penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas de la cúpula; rojos, los que se desprendían de los cirios de los retablos; verdes, azules y de otros cien matices diferentes, los que se abrían paso á través de los pintados vidrios de las rosetas. Todos estos reflejos, insuficientes á inundar con la bastante claridad aquel sagrado recinto, parecían como que luchaban confundiéndose entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían destacar con una mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros de las capillas. A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba á punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor, bajaban en aquel momento las gradas cubiertas de alfombra, envueltos en una nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro en donde se oía á las religiosas entonar un salmo.

Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme á las dobles rejas que lo separaban del templo. No sé, me pareció que había de co[p. 63]nocer en la cara á la mujer de quien sólo había visto un instante la mano; y abriendo desmesuradamente los ojos y dilatando la pupila, como queriendo prestarla mayor fuerza y lucidez, la clavé en el fondo del coro. Afán inútil: á través de los cruzados hierros, muy poco ó nada podía verse. Como unos fantasmas blancos y negros que se movían entre las tinieblas, contra las que luchaba en vano el escaso resplandor de algunos cirios encendidos; una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos, coronados de doseles, bajo los que se adivinaban, veladas por la oscuridad, las confusas formas de las religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un crucifijo alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo del cuadro, como esos puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt hacen más palpables las sombras; he aquí cuanto pude distinguir desde el lugar que ocupaba.

Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de unos acólitos que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y seguidos de otros que agitaban los incensarios perfumando el ambiente, atravesando por en medio de los fieles, que besaban sus manos y las orlas de sus vestiduras, llegaron al fin á la reja del coro.

Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la de la virgen que iba á consagrarse al Señor.

¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse de las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar ó de la profunda sima de una montaña, un girón de niebla que flota lentamente en el vacío, y alternativamente ya parece una mujer que se mueve y anda y deja volar su traje al andar, ya un velo blanco prendido á la cabellera de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire cubriendo sus huesos amarillos con un sudario, sobre el que se cree ver dibujadas sus formas angulosas? Pues una alucinación de ese géne[p. 64]ro experimenté yo al mirar adelantarse hacia la reja, como desasiéndose del fondo tenebroso del coro, aquella figura blanca, alta y ligerísima.

El rostro no se lo podía ver. Vino á colocarse perfectamente delante de las velas que alumbraban el crucifijo; y su resplandor, formando como un nimbo de luz alrededor de su cabeza, la hacía resaltar por oscuro bañándola en una dudosa sombra.

Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la ceremonia.

La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que á su vez repetían los sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de las sienes la corona de flores que las ceñía y la arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas que había de ponerse aquella mujer, hermana de las flores como todas las mujeres.

Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante, porque en seguida comenzó á percibirse en mitad del profundo silencio que reinaba entre los fieles, un chirrido metálico y agudo que crispaba los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió de la frente que sombreaba, y rodaron por su seno y cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire perfumado habría besado tantas veces...

La abadesa tornó á murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes las repitieron, y todo quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían á lo lejos como unos quejidos largos y temerosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en los ángulos de las almenas y los torreones, y estremecía al pasar los vidrios de color de las ojivas.

Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de piedra arrancada del nicho de un claustro gótico.

Y la despojaron de las joyas que le cubrían los bra[p. 65]zos y la garganta, y la desnudaron, por último, de su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para que un amante rompiera sus broches con mano trémula de emoción y cariño...

El esposo místico aguardaba á la esposa. ¿Dónde? Más allá de la muerte; abriendo sin duda la losa del sepulcro y llamándola á traspasarlo, como traspasa la esposa tímida el umbral del santuario de los amores nupciales, porque ella cayó al suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas arrojaron como si fuese tierra sobre su cuerpo puñados de flores, entonando una salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la multitud, y los sacerdotes con sus voces profundas y huecas comenzaron el oficio de difuntos, acompañados de esos instrumentos que parece que lloran, aumentando el hondo temor que inspiran de por sí las terribles palabras que pronuncian.

¡De profundis clamavi ad te! decían las religiosas desde el fondo del coro con voces plañideras y dolientes.

¡Dies iræ, dies illa! le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo, y en tanto las campanas tañían lentamente tocando á muerto, y de campanada á campanada se oía vibrar el bronce con un zumbido extraño y lúgubre.

Yo estaba conmovido; no, conmovido no, aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural, sentir como que me arrancaban algo preciso para mi vida, y que á mi alrededor se formaba el vacío; pensaba que acababa de perder algo, como un padre, una madre ó una mujer querida, y sentía ese inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre, que no se puede pintar, y que sólo pueden concebir los que lo han sentido...

Aún estaba clavado en aquel lugar con los ojos extraviados, tembloroso y fuera de mí, cuando la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa la vistió el hábito, las monjas tomaron en sus manos velas encen[p. 66]didas, y formando dos largas hileras, la condujeron como en procesión hacia el fondo del coro.

Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de luz; era la puerta claustral que se había abierto. Al poner el pie en su dintel, la religiosa se volvió por la vez última hacia el altar. El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto, y pude verla el rostro. Al mirarlo, tuve que ahogar un grito. Yo conocía á aquella mujer; no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en sueños; era uno de esos seres que adivina el alma ó los recuerda acaso de otro mundo mejor, del que al descender á éste, algunos no pierden del todo la memoria.

Di dos pasos adelante; quise llamarla, quise gritar, no sé, me acometió como un vértigo, pero en aquel instante la puerta claustral se cerró... para siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna! subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía por cien bocas de metal, y las campanas de la torre comenzaron á repicar, volteando con una furia espantosa.

Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos á mi alrededor buscando á los padres, á la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré á nadie.

—Tal vez era sola en el mundo—dije; y no pude contener una lágrima.

—¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en el mundo!—exclamó al mismo tiempo una vieja que estaba á mi lado, y sollozaba y gemía agarrada á la reja.

—¿La conoce usted?—le pregunté.

—¡Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.

—¿Y por qué profesa?

—Porque se vió sola en el mundo. Su padre y su madre murieron en el mismo día del cólera, hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el se[p. 67]ñor deán la dió el dote para que profesase; y ya veis... ¿qué había de hacer?

—¿Y quién era ella?

—Hija del administrador del conde de C... al cual serví yo hasta su muerte.

—¿Dónde vivía?

Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de sorpresa.

Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea y brilla en la oscuridad y la confusión de la mente, y reune los puntos más distantes; los relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí ó creí comprenderlo.

. . . . . . .

Esta fecha que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte... Digo mal; la llevo escrita en un sitio en que nadie más que yo la puede leer, y de donde no se borrará nunca.

Algunas veces recordando estos sucesos, hoy mismo al consignarlos aquí, me he preguntado:

—Algún día en esa hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados retiros, llevando allí como una ráfaga de recuerdos del mundo, sola, perdida en la penumbra de un claustro gótico, la mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas?

¡Quién sabe!

¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?

Ilustración de adorno

[p. 69]

Ilustración de adorno

LA CORZA BLANCA

I

E capitular

En un pequeño lugar de Aragón, y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual, después de haber servido á su rey en la guerra contra infieles, descansaba á la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.

Aconteció una vez á este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de la Azucena, que como se les entrase á más andar el día engolfados en perseguir á una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la siesta, á una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.

Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama á la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos á otros las aventuras más ó menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera y á través de los alternados murmullos[p. 70] del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó á percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla semejante á la del guión de un rebaño.

En efecto, era así, pues á poco de haberse oído la esquililla, empezaron á saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo, y á descender á la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos, blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su hatillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.

—A propósito de aventuras extraordinarias—exclamó al verle uno de los monteros de don Dionís, dirigiéndose á su señor:—ahí tenéis á Esteban el zagal, que de algún tiempo á esta parte anda más tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.

—¿Pues qué le acontece á ese pobre diablo?—exclamó don Dionís con aire de curiosidad picada.

—¡Friolera!—añadió el montero en tono de zumba:—es el caso, que sin haber nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio, á lo que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre alguno, á no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.

—¿Y á qué se refiere esa facultad maravillosa?

—Se refiere—prosiguió el montero—á que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para no dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso, que en más de una ocasión les ha sorprendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado á término, ha oído las ruidosas carcajadas con que las celebran.

[p. 71]Mientras esto decía el montero, Constanza, que así se llamaba la hermosa hija de don Dionís, se había aproximado al grupo de los cazadores, y como demostrase su curiosidad por conocer la extraordinaria historia de Esteban, uno de estos se adelantó hasta el sitio en donde el zagal daba de beber á su ganado, y le condujo á presencia de su señor, que para disipar la turbación y el visible encogimiento del pobre mozo, se apresuró á saludarle por su nombre, acompañando el saludo con una bondadosa sonrisa.

Era Esteban un muchacho de diecinueve á veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros, los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe como la de los albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas y rojas semejantes á las crines de un rocín colorado.

Esto, sobre poco más ó menos, era Esteban en cuanto al físico; respecto á su moral, podía asegurarse sin temor de ser desmentido ni por él ni por ninguna de las personas que le conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso como buen rústico.

Una vez el zagal repuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y con el tono más serio del mundo, y fingiendo un extraordinario interés por conocer los detalles del suceso á que su montero se había referido, le hizo una multitud de preguntas, á las que Esteban comenzó á contestar de una manera evasiva, como deseando evitar explicaciones sobre el asunto.

Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de Constanza, que parecía la más curiosa é interesada en que el pastor refiriese sus estupendas aventuras, decidióse éste á hablar, mas no sin que antes dirigiese á su alrededor una mirada[p. 72] de desconfianza, como temiendo ser oído por otras personas que las que allí estaban presentes, y de rascarse tres ó cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos ó hilvanar su discurso, que al fin comenzó de esta manera:

—Es el caso, señor, que según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto en boca, buenas y muchas oraciones á San Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas, y dejarle andar; que Dios, que es justo y está allá arriba, proveerá á todo.

Firme en esta idea, había decidido no volver á decir palabra sobre el asunto á nadie, ni por nada; pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad, y á fe á fe que después de todo, si el diablo me lo toma en cuenta y torna á molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos Evangelios llevo cosidos á la pellica, y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será inútil el garrote.

—Pero, vamos—exclamó don Dionís, impaciente al escuchar las digresiones del zagal, que amenazaba no concluir nunca;—déjate de rodeos y ve derecho al asunto.

—A él voy—contestó con calma Esteban, que después de dar una gran voz acompañada de un silbido para que se agruparan los corderos, que no perdía de vista y comenzaban á desparramarse por el monte, tornó á rascarse la cabeza y prosiguió así:

—Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los cazadores furtivos, que ya con trampa ó con ballesta no dejan res á vida en veinte jornadas al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara.

Hablaba yo de esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde después de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones[p. 73] de los que labran la tierra de Veratón, cuando algunos de ellos me dijeron:

—Pues, hombre, no sé en qué consista el que tú no los topes, pues de nosotros podemos asegurarte que no bajamos una vez á las hazas que no nos encontremos rastro, y hace tres ó cuatro días, sin ir más lejos, una manada, que á juzgar por las huellas debía de componerse de más de veinte, le segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero de la Virgen del Romeral.

—¿Y hacia qué sitio seguía el rastro?—pregunté á los peones, con ánimo de ver si topaba con la tropa.

—Hacia la cañada de los cantuesos—me contestaron.

No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fuí á apostarme entre los chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los ciervos que se llamaban unos á otros, y de vez en cuando sentía moverse el ramaje á mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la verdad es que no pude distinguir á ninguno.

No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua, á la orilla de este río, como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni á la hora de siesta se desliza un rayo de sol, encontré huellas recientes de los ciervos, algunas ramas desgajadas, la corriente un poco turbia, y lo que es más particular, entre el rastro de las reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad de la palma de mi mano, sin ponderación alguna.

Al decir esto, el mozo, instintivamente y al parecer buscando un punto de comparación, dirigió la vista hacia el pie de Constanza, que asomaba por debajo del brial, calzado de un precioso chapín de tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen también los ojos don Dionís y algunos de los monteros que le[p. 74] rodeaban, la hermosa niña se apresuró á esconderlo, exclamando con el tono más natural del mundo:

—¡Oh, no! por desgracia no los tengo yo tan pequeñitos, pues de ese tamaño sólo se encuentran en las hadas, cuya historia nos refieren los trovadores.

—Pues no paró aquí la cosa—continuó el zagal cuando Constanza hubo concluído;—sino que otra vez, habiéndome colocado en otro escondite por donde indudablemente habían de pasar los ciervos para dirigirse á la cañada, allá al filo de la media noche me rindió un poco el sueño, aunque no tanto que no abriese los ojos en el mismo punto en que creí percibir que las ramas se movían á mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me incorporé con sumo cuidado, y poniendo atención á aquel confuso murmullo que cada vez sonaba más próximo, oí en las ráfagas del aire, como gritos y cantares extraños, carcajadas y tres ó cuatro voces distintas que hablaban entre sí, con un ruido y algarabía semejante al de las muchachas del lugar, cuando riendo y bromeando por el camino, vuelven en bandadas de la fuente con sus cántaros en la cabeza.

Según colegía de la proximidad de las voces y del cercano chasquido de las ramas que crujían al romperse para dar paso á aquella turba de locuelas, iban á salir de la espesura á un pequeño rellano que formaba el monte en el sitio donde yo estaba oculto, cuando enteramente á mis espaldas, tan cerca ó más que me encuentro de vosotros, oí una nueva voz fresca, delgada y vibrante, que dijo... creedlo, señores, esto es tan seguro como que me he de morir... dijo... claro y distintamente estas propias palabras:

¡Por aquí, por aquí, compañeras,

que está ahí el bruto de Esteban!

Al llegar á este punto de la relación del zagal, los circunstantes no pudieron ya contener por más tiempo la risa, que hacía largo rato les retozaba en los ojos,[p. 75] y dando rienda á su buen humor, prorrumpieron en una carcajada estrepitosa. De los primeros en comenzar á reir y de los últimos en dejarlo, fueron don Dionís, que á pesar de su fingida circunspección no pudo por menos de tomar parte en el general regocijo, y su hija Constanza, la cual cada vez que miraba á Esteban todo suspenso y confuso, tornaba á reirse como una loca hasta el punto de saltarle las lágrimas á los ojos.

El zagal, por su parte, aunque sin atender al efecto que su narración había producido, parecía todo turbado é inquieto; y mientras los señores reían á sabor de sus inocentadas, él tornaba la vista á un lado y á otro con visibles muestras de temor y como queriendo descubrir algo á través de los cruzados troncos de los árboles.

—¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede?—le preguntó uno de los monteros notando la creciente inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espantadas pupilas en la hija risueña de don Dionís, ya las volvía á su alrededor con una expresión asombrada y estúpida.

—Me sucede una cosa muy extraña—exclamó Esteban.—Cuando después de escuchar las palabras que dejo referidas, me incorporé con prontitud para sorprender á la persona que las había pronunciado, una corza blanca como la nieve salió de entre las mismas matas en donde yo estaba oculto, y dando unos saltos enormes por cima de los carrascales y los lentiscos, se alejó seguida de una tropa de corzas de su color natural, y así éstas como la blanca que las iba guiando, no arrojaban bramidos al huir, sino que se reían con unas carcajadas, cuyo eco juraría que aún me está sonando en los oídos en este momento.

—¡Bah!... ¡bah!... Esteban—exclamó don Dionís con aire burlón,—sigue los consejos del preste de Tarazona; no hables de tus encuentros con los corzos amigos de burlas, no sea que haga el diablo que al fin pierdas el poco juicio que tienes; y pues ya estás[p. 76] provisto de los Evangelios y sabes las oraciones de San Bartolomé, vuélvete á tus corderos, que comienzan á desbandarse por la cañada. Si los espíritus malignos tornan á incomodarte, ya sabes el remedio: Pater nóster y garrotazo.

El zagal, después de guardarse en el zurrón un medio pan blanco y un trozo de carne de jabalí, y en el estómago un valiente trago de vino que le dió por orden de su señor uno de los palafreneros, despidióse de don Dionís y su hija, y apenas anduvo cuatro pasos, comenzó á voltear la honda para reunir á pedradas los corderos.

Como á esta sazón notase don Dionís que entre unas y otras las horas del calor eran ya pasadas y el vientecillo de la tarde comenzaba á mover las hojas de los chopos y á refrescar los campos, dió orden á su comitiva para que aderezasen las caballerías que andaban paciendo sueltas por el inmediato soto; y cuando todo estuvo á punto, hizo seña á los unos para que soltasen las traíllas, y á los otros para que tocasen las trompas, y saliendo en tropel de la chopera, prosiguió adelante la interrumpida caza.

II

Entre los monteros de don Dionís había uno llamado Garcés, hijo de un antiguo servidor de la familia, y por tanto el más querido de sus señores.

Garcés tenía poco más ó menos la edad de Constanza, y desde muy niño habíase acostumbrado á prevenir el menor de sus deseos, y á adivinar y satisfacer el más leve de sus antojos.

Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de marfil; él domaba los potros que había de montar su señora; él ejercitaba en los ardides de la caza á sus lebreles favoritos y amaestraba á sus halcones, á los cuales[p. 77] compraba en las ferias de Castilla caperuzas rojas bordadas de oro.

Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de don Dionís, la exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le distinguían, habíanle valido una especie de general animadversión, y al decir de los envidiosos, en todos aquellos cuidados con que se adelantaba á prevenir los caprichos de su señora revelábase su carácter adulador y rastrero. No faltaban, sin embargo, algunos que, más avisados ó maliciosos, creyeron sorprender en la asiduidad del solícito mancebo algunas señales de mal disimulado amor.

Si en efecto era así, el oculto cariño de Garcés tenía más que sobrada disculpa en la incomparable hermosura de Constanza. Hubiérase necesitado un pecho de roca y un corazón de hielo para permanecer impasible un día y otro al lado de aquella mujer singular por su belleza y sus raros atractivos.

La Azucena del Moncayo llamábanla en veinte leguas á la redonda, y bien merecía este sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y tan rubia, que como á las azucenas, parecía que Dios la había hecho de nieve y oro.

Y sin embargo, entre los señores comarcanos murmurábase que la hermosa castellana de Veratón no era tan limpia de sangre como bella, y que á pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabastro, había tenido por madre una gitana. Lo de cierto que pudiera haber en estas murmuraciones nadie pudo nunca decirlo, porque la verdad era que don Dionís tuvo una vida bastante azarosa en su juventud, y después de combatir largo tiempo bajo la conducta del monarca aragonés, del cual recabó entre otras mercedes el feudo del Moncayo, marchóse á Palestina, en donde anduvo errante algunos años, para volver por último á encerrarse en su castillo de Veratón, con una hija pequeña, nacida sin duda en aquellos países remotos.[p. 78] El único que hubiera podido decir algo acerca del misterioso origen de Constanza, pues acompañó á don Dionís en sus lejanas peregrinaciones, era el padre de Garcés, y éste había ya muerto hacía bastante tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni á su propio hijo, que varias veces y con muestras de grande interés se lo había preguntado.

El carácter, tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre de Constanza, la extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta la particularidad de tener los ojos y las cejas negras como la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían contribuído á dar pábulo á las hablillas de sus convecinos, y aun el mismo Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado á persuadirse que su señora era algo especial y no se parecía á las demás mujeres.

Presente á la relación de Esteban, como los otros monteros, Garcés fué acaso el único que oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su increíble aventura, y si bien no pudo menos de sonreir cuando el zagal repitió las palabras de la corza blanca, desde que abandonó el soto en que habían sesteado comenzó á revolver en su mente las más absurdas imaginaciones.

—No cabe duda que todo eso del hablar las corzas es pura aprensión de Esteban, que es un completo mentecato—decía entre sí el joven montero, mientras que jinete en un poderoso alazán, seguía paso á paso el palafrén de Constanza, la cual también parecía mostrarse un tanto distraída y silenciosa, y retirada del tropel de los cazadores, apenas tomaba parte en la fiesta.—¿Pero quién dice que en lo que refiere ese simple no existirá algo de verdad?—prosiguió pensando el mancebo.—Cosas más extrañas hemos visto en el mundo, y una corza blanca bien puede haberla, puesto que si se ha de dar crédito á las cantigas del país, San Huberto, patrón de los cazadores, tenía una.[p. 79] ¡Oh, si yo pudiese coger viva una corza blanca para ofrecérsela á mi señora!

Así pensando y discurriendo pasó Garcés la tarde, y cuando ya el sol comenzó á esconderse por detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó volver grupas á su gente para tornar al castillo, separóse sin ser notado de la comitiva y echó en busca del zagal por lo más espeso é intrincado del monte.

La noche había cerrado casi por completo cuando don Dionís llegaba á las puertas de su castillo. Acto continuo dispusiéronle una frugal colación, y sentóse con su hija á la mesa.

—Y Garcés ¿dónde está?—preguntó Constanza, notando que su montero no se encontraba allí para servirla como tenía de costumbre.

—No sabemos—se apresuraron á contestar los otros servidores;—desapareció de entre nosotros cerca de la cañada, y esta es la hora en que todavía no le hemos visto.

En este punto llegó Garcés todo sofocado, cubierta aún de sudor la frente, pero con la cara más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.

—Perdonadme, señora—exclamó, dirigiéndose á Constanza;—perdonadme si he faltado un momento á mi obligación; pero allá de donde vengo á todo el correr de mi caballo, como aquí, sólo me ocupaba en serviros.

—¿En servirme?—repitió Constanza;—no comprendo lo que quieres decir.

—Sí, señora; en serviros—repitió el joven,—pues he averiguado que es verdad que la corza blanca existe. A más de Esteban, lo dan por seguro otros varios pastores, que juran haberla visto más de una vez, y con ayuda de los cuales espero en Dios y en mi patrón San Huberto que antes de tres días, viva ó muerta, os la traeré al castillo.

—¡Bah!... ¡Bah!...—exclamó Constanza con aire de zumba, mientras hacían coro á sus palabras las risas[p. 80] más ó menos disimuladas de los circunstantes;—déjate de cacerías nocturnas y de corzas blancas: mira que el diablo ha dado en la flor de tentar á los simples, y si te empeñas en andarle á los talones, va á dar que reir contigo como con el pobre Esteban.

—Señora—interrumpió Garcés con voz entrecortada y disimulando en lo posible la cólera que le producía el burlón regocijo de sus compañeros,—yo no me he visto nunca con el diablo, y por consiguiente no sé todavía cómo las gasta; pero conmigo os juro que todo podrá hacer menos dar que reir, porque el uso de ese privilegio sólo en vos sé tolerarlo.

Constanza conoció el efecto que su burla había producido en el enamorado joven; pero deseando apurar su paciencia hasta lo último, tornó á decir en el mismo tono:

—¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa del género de la que oyó Esteban, ó se te ríe en la nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas se te cae la ballesta de las manos, y antes de reponerte del susto ya ha desaparecido la corza blanca más ligera que un relámpago?

—¡Oh!—exclamó Garcés,—en cuanto á eso, estad segura que como yo la topase á tiro de ballesta, aunque me hiciese más momos que un juglar, aunque me hablara, no ya en romance, sino en latín como el abad de Munilla, no se iba sin un arpón en el cuerpo.

En este punto del diálogo, terció don Dionís, y con una desesperante gravedad á través de la que se adivinaba toda la ironía de sus palabras, comenzó á darle al ya asendereado mozo los consejos más originales del mundo, para el caso de que se encontrase de manos á boca con el demonio convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia de su padre, Constanza fijaba sus ojos en el atribulado Garcés y rompía á reir como una loca, en tanto que los otros servidores esforzaban las burlas con sus miradas de inteligencia y su mal encubierto gozo.

[p. 81]Mientras duró la colación prolongóse esta escena, en que la credulidad del joven montero fué, por decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de modo que cuando se levantaron los paños, y don Dionís y Constanza se retiraron á sus habitaciones, y toda la gente del castillo se entregó al reposo, Garcés permaneció un largo espacio de tiempo irresoluto, dudando si á pesar de las burlas de sus señores, proseguiría firme en su propósito, ó desistiría completamente de la empresa.

—¡Qué diantre!—exclamó saliendo del estado de incertidumbre en que se encontraba:—mayor mal del que me ha sucedido no puede sucederme, y si por el contrario es verdad lo que nos ha contado Esteban... ¡oh, entonces, cómo he de saborear mi triunfo!

Esto diciendo, armó su ballesta, no sin haberle hecho antes la señal de la cruz en la punta de la vira, y colocándosela á la espalda se dirigió á la poterna del castillo para tomar la vereda del monte.

Cuando Garcés llegó á la cañada y al punto en que, según las instrucciones de Esteban, debía aguardar la aparición de las corzas, la luna comenzaba á remontarse con lentitud por detrás de los cercanos montes.

A fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un punto á propósito para colocarse al acecho de las reses, anduvo un gran rato de acá para allá examinando las trochas y las veredas vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes del terreno, las curvas del río y la profundidad de sus aguas.

Por último, después de terminar este minucioso reconocimiento del lugar en que se encontraba, agazapóse en un ribazo junto á unos chopos de copas elevadas y oscuras, á cuyo pie crecían unas matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar á un hombre echado en tierra.

El río, que desde las musgosas rocas donde tenía[p. 82] su nacimiento venía, siguiendo las sinuosidades del Moncayo, á entrar en la cañada por una vertiente, deslizábase desde allí bañando el pie de los sauces que sombreaban su orilla, ó jugueteando con alegre murmullo entre las piedras rodadas del monte, hasta caer en una hondura próxima al lugar que servía de escondrijo al montero.

Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo, los sauces que inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados carrascales por cuyos troncos subían y se enredaban las madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor del remanso del río.

El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban en torno su flotante sombra, dejaba penetrar á intervalos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.

Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la vista clavada en el punto en donde según sus cálculos debían aparecer las corzas, Garcés esperó inútilmente un gran espacio de tiempo.

Todo permanecía á su alrededor sumido en una profunda calma.

Poco á poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya había pasado de la mitad, comenzara á dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y las caricias del viento comunicasen á sus sentidos el dulce sopor en que parecía estar impregnada la naturaleza toda, el enamorado mozo que hasta aquel punto había estado entretenido revolviendo en su mente las más halagüeñas imaginaciones, comenzó á sentir que sus ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban formas más leves é indecisas.

Después de mecerse un instante en ese vago espacio que media entre la vigilia y el sueño, entornó al[p. 83] fin los ojos, dejó escapar la ballesta de sus manos y se quedó profundamente dormido.

. . . . . . .

Cosa de dos horas ó tres haría ya que el joven montero roncaba á pierna suelta, disfrutando á todo sabor de uno de los sueños más apacibles de su vida, cuando de repente entreabrió los ojos sobresaltado, é incorporóse á medias lleno aún de ese estupor del que se vuelve en sí de improviso después de un sueño profundo.

En las ráfagas del aire y confundido con los leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que hablaban entre sí, reían ó cantaban cada cual por su parte y una cosa diferente, formando una algarabía tan ruidosa y confusa como la de los pájaros que despiertan al primer rayo del sol entre las frondas de una alameda.

Este extraño rumor sólo se dejó oir un instante, y después todo volvió á quedar en silencio.

—Sin duda soñaba con las majaderías que nos refirió el zagal—exclamó Garcés restregándose los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión de que cuanto había creído oir no era más que esa vaga huella del ensueño que queda, al despertar, en la imaginación, como queda en el oído la última cadencia de una melodía después que ha expirado temblando la última nota. Y dominado por la invencible languidez que embargaba sus miembros, iba á reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando tornó á oir el eco distante de aquellas misteriosas voces, que acompañándose del rumor del aire, del agua y de las hojas cantaban así:

CORO

«El arquero que velaba en lo alto de la torre ha reclinado su pesada cabeza en el muro.

[p. 84]

»Al cazador furtivo que esperaba sorprender la res, lo ha sorprendido el sueño.

»El pastor que aguarda el día consultando las estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el amanecer.

»Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.

»Ven á mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz del agua.

»Ven á embriagarte con el perfume de las violetas que se abren entre las sombras.

»Ven á gozar de la noche, que es el día de los espíritus.»


Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con mucha precaución apartó un poco las ramas, y no sin experimentar algún sobresalto vió aparecer las corzas que en tropel y salvando los matorrales con ligereza increíble unas veces, deteniéndose como á escuchar otras, jugueteando entre sí, ya escondiéndose entre la espesura, ya saliendo nuevamente á la senda, bajaban del monte con dirección al remanso del río.

Delante de sus compañeras, más ágil, más linda, más juguetona y alegre que todas, saltando, corriendo, parándose y tornando á correr, de modo que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la corza blanca, cuyo extraño color destacaba como una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.

Aunque el joven se sentía dispuesto á ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y maravilloso, la verdad del caso era, que prescindiendo de la momentánea alucinación que turbó un instante sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras, ni en la forma de las corzas ni en sus movimientos, ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse, había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado un ca[p. 85]zador práctico en esta clase de expediciones nocturnas.

A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comenzó á comprenderlo así, y riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo, desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar, teniendo en cuenta la dirección que seguían, el punto donde se hallaban las corzas.

Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes, y arrastrándose como una culebra por detrás de los lentiscos, fué á situarse obra de unos cuarenta pasos más lejos del lugar en que antes se encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite, esperó el tiempo suficiente para que las corzas estuvieran ya dentro del río, á fin de hacer el tiro más seguro. Apenas empezó á escucharse ese ruido particular que produce el agua que se bate á golpes ó se agita con violencia, Garcés comenzó á levantarse poquito á poco y con las mayores precauciones, apoyándose en la tierra primero sobre la punta de los dedos, y después con una de las rodillas.

Ya de pie, y cerciorándose á tientas de que el arma estaba preparada, dió un paso hacia adelante, alargó el cuello por cima de los arbustos para dominar el remanso, y tendió la ballesta; pero en el mismo punto en que, á par de la ballesta, tendió la vista buscando el objeto que había de herir, se escapó de sus labios un imperceptible é involuntario grito de asombro.

La luna, que había ido remontándose con lentitud por el ancho horizonte, estaba inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranquila superficie del río y hacía ver los objetos como á través de una gasa azul.

Las corzas habían desaparecido.

En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vió Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de las cuales, unas entraban en el agua jugueteando, mientras las otras acababan de despojarse de las ligeras túnicas[p. 86] que aún ocultaban á la codiciosa vista el tesoro de sus formas.

En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en imágenes risueñas y voluptuosas, sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces comienza á transparentarse á través de las blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación de veinte años que bosquejase con los colores de la fantasía una escena semejante á la que se ofrecía en aquel punto á los ojos del atónito Garcés.

Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que destacaban sobre el fondo suspendidos de los árboles ó arrojados con descuido sobre la alfombra del césped, las muchachas discurrían á su placer por el soto, formando grupos pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una menuda lluvia de rocío.

Aquí una de ellas, blanca como el vellón de un cordero, sacaba su cabeza rubia entre las verdes y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual parecía una flor á medio abrir, cuyo flexible tallo más bien se adivinaba que se veía temblar debajo de los infinitos círculos de luz de las ondas.

Otra allá, con el cabello suelto sobre los hombros, mecíase suspendida de la rama de un sauce sobre la corriente del río, y sus pequeños pies color de rosa, hacían una raya de plata al pasar rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecían recostadas aún al borde del agua con los azules ojos adormidos, aspirando con voluptuosidad el perfume de las flores y estremeciéndose ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquéllas danzaban en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente sus manos, dejando caer atrás la cabeza con delicioso abandono, é hiriendo el suelo con el pie en alternada cadencia.

Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos,[p. 87] imposible abarcar con una mirada los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando y persiguiéndose con alegres risas por entre el laberinto de los árboles; otras surcando el agua como un cisne, y rompiendo la corriente con el levantado seno; otras, en fin, sumergiéndose en el fondo, donde permanecían largo rato para volver á la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que nacen escondidas en el lecho de las aguas profundas.

La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado á otro, sin saber dónde fijarse, hasta que sentado bajo un pabellón de verdura que parecía servirle de dosel, y rodeado de un grupo de mujeres todas á cual más bellas, que la ayudaban á despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas adoraciones, la hija del noble don Dionís, la incomparable Constanza.

Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía ya á dar crédito ni al testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso.

No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía era efecto del desarreglo de su imaginación; porque mientras más la miraba, y más despacio, más se convencía de que aquella mujer era Constanza.

No podía caber duda, no: suyos eran aquellos ojos oscuros y sombreados de largas pestañas, que apenas bastaban á amortiguar la luz de sus pupilas; suya aquella rubia y abundante cabellera, que después de coronar su frente, se derramaba por su blanco seno y sus redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en fin, aquel cuello airoso, que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una flor que se rinde al peso de las gotas de rocío, y aquellas voluptuosas formas que él había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes á manojos de jazmines, y aquellos pies diminutos, comparables sólo con dos pedazos de[p. 88] nieve que el sol no ha podido derretir, y que á la mañana blanquean entre la verdura.

En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase á los ojos de su amante los escondidos tesoros de su hermosura, sus compañeras comenzaron nuevamente á cantar estas palabras con una melodía dulcísima:

CORO

«Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un girón de niebla plateada.

»Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios, y venid en vuestros carros de nácar á los que vuelan uncidas las mariposas.

»Larvas de las fuentes, abandonad el lecho de musgo y caed sobre nosotras en menuda lluvia de perlas.

»Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡venid!

»Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un enjambre de insectos de luz y de oro.

»Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de su hermosura.

»Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.

»Venid, que las que os aman os esperan impacientes.»


Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oir aquellos cantares misteriosos que el áspid de los celos le mordía el corazón, y obedeciendo á un impulso más poderoso que su voluntad, deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos, separó con mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso en la margen del río. El[p. 89] encanto se rompió, desvanecióse todo como el humo, y al tender en torno suyo la vista, no vió ni oyó más que el bullicioso tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál salvando de un salto los matorrales, cuál ganando á todo correr la trocha del monte.

—¡Oh! bien dije yo que todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo—exclamó entonces el montero;—pero por fortuna esta vez ha andado un poco torpe dejándome entre las manos la mejor presa.

Y en efecto, era así: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre el laberinto de sus árboles, y enredándose en una red de madreselvas, pugnaba en vano por desasirse. Garcés le encaró la ballesta; pero en el mismo punto en que iba á herirla, la corza se volvió hacia el montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción con un grito, diciéndole:—Garcés, ¿qué haces?—El joven vaciló, y después de un instante de duda, dejó caer al suelo el arma, espantado á la sola idea de haber podido herir á su amante. Una sonora y estridente carcajada vino á sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos cortos instantes para acabarse de desenredar y huir ligera como un relámpago, riéndose de la burla hecha al montero.

—¡Ah! condenado engendro de Satanás—dijo éste con voz espantosa, recogiendo la ballesta con una rapidez indecible;—pronto has cantado la victoria, pronto te has creído fuera de mi alcance;—y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando y fué á perderse en la oscuridad del soto, en el fondo del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos sofocados.

—¡Dios mío!—exclamó Garcés al percibir aquellos lamentos angustiosos.—¡Dios mío, si será verdad! Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta apenas de lo que le pasaba, corrió en la dirección en que había dis[p. 90]parado la saeta, que era la misma en que sonaban los gemidos. Llegó al fin; pero al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron en su garganta, y tuvo que agarrarse al tronco de un árbol para no caer á tierra.

Constanza, herida por su mano, expiraba allí á su vista, revolcándose en su propia sangre, entre las agudas zarzas del monte.

Ilustración de adorno

[p. 91]

Ilustración de adorno

LA ROSA DE PASIÓN

U capitular

Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita.

Mientras me explicaba el misterio de su forma especial besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando uno á uno de la flor que da su nombre á esta leyenda.

Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que tenía en su boca, os conmovería como á mí me conmovió la historia de la infeliz Sara.

Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa tradición se me acuerda en este instante.

I

En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre la alta torre morisca de una antigua parroquia muzárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa solariega, tenía hace muchos años su habitación, raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.

Era este judío rencoroso y vengativo como todos los de su raza, pero más que ninguno engañador é hipócrita.

[p. 92]

Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos ó guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truanes del Zocodover, las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.

Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto á ellos pudiera pertenecer, jamás pasó junto á un caballero principal ó un canónigo de la Primada, sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho á uno de sus habituales parroquianos sin agobiarle á fuerza de humildes salutaciones acompañadas de aduladoras sonrisas.

La sonrisa de Daniel había llegado á hacerse proverbial en toda Toledo, y su mansedumbre, á prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y rechiflas de sus vecinos, no conocía límites.

Inútilmente los muchachos, para desesperarle, tiraban piedras á su tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo palacio pretendían aburrirle con los nombres más injuriosos, ó las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el dintel de su puerta como si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía eternamente con una sonrisa extraña é indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban á la sombra de su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho; y aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas, brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y al parecer sin aplicación alguna de que se componía su tráfico.

Sobre la puerta de la casucha del judío y dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones de[p. 93] los moros toledanos. Alrededor de las caladas franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía en dos huecos iguales, subía desde el interior de la vivienda una de esas plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos.

En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos vanos de aquel ajimez, único abierto en el musgoso y grieteado paredón de la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.

Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judío y veían por casualidad á Sara tras de las celosías de su ajimez morisco y á Daniel acurrucado junto á su yunque, exclamaban en alta voz admirados de las perfecciones de la hebrea:—¡Parece mentira que tan ruín tronco haya dado de sí tan hermoso vástago!

Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila, como una estrella en el cielo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos, parecían recortados hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de una hada. Su tez era blanca, pálida y transparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas diez y seis años, y ya se veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las inteligencias precoces, y ya hinchaban su seno y se escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo.

Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su maravillosa hermosura, la habían solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible á los homenajes de sus adoradores y á los consejos de su padre, que la instaba para que eligiese un compañero antes de quedar sola en el mundo, se mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón de su extraña conducta que el capricho de permanecer libre. Al fin[p. 94] un día, cansado de sufrir los desdenes de Sara y sospechando que su eterna tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba algún secreto importante, uno de sus adoradores se acercó á Daniel y le dijo:

—¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?

El judío levantó un instante los ojos de su yunque, suspendió su continuo martilleo, y sin mostrar la menor emoción, preguntó á su interpelante:

—¿Y qué dicen de ella?

—Dicen—prosiguió su interlocutor,—dicen... qué sé yo... muchas cosas... Entre otras, que tu hija está enamorada de un cristiano... Al llegar á este punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.

Daniel levantó de nuevo sus ojos, le miró un rato fijamente sin decir palabra, y bajando otra vez la vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:

—¿Y quién dice que eso no es una calumnia?

—Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle, mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos—insistió el joven hebreo admirado de que sus sospechas primero y después sus afirmaciones no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.

Éste, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el yunque, sobre el que después de dejar á un lado el martillo se ocupaba en bruñir el broche de metal de una guarnición con una pequeña lima, comenzó á hablar en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente fuese repitiendo su labio las ideas que cruzaban por su mente.

—¡Je! ¡je! ¡je!—decía riéndose de una manera extraña y diabólica.—¿Conque á mi Sara, al orgullo de la tribu, al báculo en que se apoya mi vejez, piensa arrebatármela un perro cristiano?... ¿Y vosotros creéis que lo hará? ¡Je! ¡je!—continuaba siempre hablando para sí y siempre riéndose, mientras la lima chirriaba[p. 95] cada vez con más fuerza mordiendo el metal con sus dientes de acero.—¡Je! ¡je! Pobre Daniel, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué quiere ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¡je! ¡je! ¿Crees tú por ventura que Daniel duerme? ¿Crees tú por ventura que si mi hija tiene un amante... que bien puede ser, y ese amante es cristiano y procura seducirla, y la seduce, que todo es posible, y proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye mañana por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo humano, crees tú que Daniel se dejará así arrebatar su tesoro, crees tú que no sabrá vengarse?

—Pero—exclamó interrumpiéndole el joven,—¿sabéis acaso?...

—Sé—dijo Daniel levantándose y dándole un golpecito en la espalda,—sé más que tú, que nada sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora de decirlo todo... Adiós; avisa á nuestros hermanos para que cuanto antes se reunan. Esta noche, dentro de una ó dos horas, yo estaré con ellos. ¡Adiós!

Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente á su interlocutor hacia la calle, recogió sus trebejos muy despacio, y comenzó á cerrar con dobles cerrojos y aldabas la puerta de la tiendecilla.

El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando sobre sus premiosos goznes, impidió al que se alejaba oir el rumor de las celosías del ajimez, que en aquel punto cayeron de golpe, como si la judía acabara de retirarse de su alféizar.

II

Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido á las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño, ó referían al amor de la lumbre consejas parecidas á la del Cristo de la Luz, que robado por unos judíos,[p. 96] dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen, ó la historia del Santo Niño de la Guarda, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido á intervalos ya por las lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella época velaban en derredor del alcázar, ya por los gemidos del viento que hacía girar las veletas de las torres, ó zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado á un poste cerca de los molinos, que parecen como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo y sobre las que se asienta la ciudad, vió aproximarse á la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los muros conducen al río, á una persona á quien al parecer aguardaba con impaciencia.

—¡Ella es!—murmuró entre dientes el barquero.—¡No parece sino que esta noche anda revuelta toda esa endiablada raza de judíos!... ¿Dónde diantres se tendrán dada cita con Satanás, que todos acuden á mi barca teniendo tan cerca el puente?... No, no irán á nada bueno, cuando así evitan toparse de manos á boca con los hombres de armas de San Servando... pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros á ganar, y á su alma su palma, que yo en nada entro ni salgo.

Esto diciendo el buen hombre, sentándose en su barca aparejó los remos, y cuando Sara, que no era otra la persona á quien al parecer había aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó á bogar en dirección á la orilla opuesta.

—¿Cuántos han pasado esta noche?—preguntó Sara al barquero apenas se hubieron alejado de los molinos y como refiriéndose á algo de que ya habían tratado anteriormente.

—Ni los he podido contar—respondió el interpe[p. 97]lado;—¡un enjambre!... Parece que esta noche será la última que se reunen.

—¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad á estas horas?

—Lo ignoro... pero ello es que aguardan á alguien que debe de llegar esta noche... Yo no sé para qué le aguardarán, aunque presumo que para nada bueno.

Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes sumida en un profundo silencio y como tratando de coordinar sus ideas.—No hay duda—pensaba entre sí;—mi padre ha sorprendido nuestro amor, y prepara alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa adónde van, qué hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría perderle.

Cuando Sara se puso un instante de pie, y como para alejar las horribles dudas que la preocupaban se pasó la mano por la frente, que la angustia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba á la orilla opuesta.

—Buen hombre—exclamó la hermosa hebrea arrojando algunas monedas á su conductor y señalando un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando por entre las rocas,—¿es ese el camino que siguen?

—Ese es, y cuando llegan á la Cabeza del Moro, desaparecen por la izquierda. Después el diablo y ellos sabrán adónde se dirigen—respondió el barquero.

Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante algunos minutos se la vió aparecer y desaparecer alternativamente entre aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y cortadas á pico; después, y cuando hubo llegado á la cima llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y por último desapareció entre las sombras de la noche.

[p. 98]III

Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y como á dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, existían aún en aquella época los ruinosos restos de una iglesia bizantina, anterior á la conquista de los árabes.

En el atrio que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el suelo, crecían zarzales y hierbas parásitas, entre los que yacían medio ocultos, ya el destrozado capitel de una columna, ya un sillar groseramente esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles ó grotescos, é informes figuras humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros laterales y algunos arcos rotos y cubiertos de hiedra.

Sara, á quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar al punto que le había señalado su conductor, vaciló algunos instantes, indecisa acerca del camino que debía seguir; pero por último, se dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la iglesia.

En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía, Daniel, que no era ya el viejo débil y humilde, sino que antes bien, despidiendo cólera de sus pequeños y redondos ojos parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud, como él, ávida de saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión, estaba allí y parecía multiplicarse dando órdenes á los unos, animando en el trabajo á los otros, disponiendo, en fin, con una horrible solicitud los aprestos necesarios para la consumación de la espantosa obra que había estado meditando días y días mientras golpeaba impasible el yunque en su covacha de Toledo.

Sara, que á favor de la oscuridad había logrado[p. 99] llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que hacer un esfuerzo supremo para no arrojar un grito de horror al penetrar en su interior con la mirada. Al rojizo resplandor de una fogata que proyectaba la forma de aquel círculo infernal en los muros del templo, había creído ver que algunos hacían esfuerzos por levantar en alto una pesada cruz, mientras otros tejían una corona con las ramas de los zarzales, ó aplastaban sobre una piedra las puntas de enormes clavos de hierro. Una idea espantosa cruzó por su mente; recordó que á los de su raza los habían acusado más de una vez de misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del Niño Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia, inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir á los hebreos.

Pero ya no le cabía duda alguna: allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban la víctima.

Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y animada de esa fe inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le había revelado, no pudo contenerse á la vista de aquel espectáculo, y rompiendo por entre la maleza que la ocultaba, presentóse de improviso en el dintel del templo.

Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa; y Daniel, dando un paso hacia su hija en ademán amenazante, le preguntó con voz ronca:—¿Qué buscas aquí, desdichada?

—Vengo á arrojar sobre vuestras frentes—dijo Sara con voz firme y resuelta,—todo el baldón de vuestra infame obra, y vengo á deciros que en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre; porque el cristiano á quien aguardáis no vendrá, porque yo le he prevenido de vuestras asechanzas.

—¡Sara!—exclamó el judío rugiendo de cólera:[p. 100]—Sara, eso no es verdad; tú no puedes habernos hecho traición hasta el punto de revelar nuestros misteriosos ritos; y si es verdad que los has revelado, tú no eres mi hija...

—No; ya no lo soy: he encontrado otro padre, un padre todo amor para los suyos, un padre á quien vosotros enclavasteis en una afrentosa cruz, y que murió en ella por redimirnos, abriéndonos para una eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque soy cristiana y me avergüenzo de mi origen.

Al oir estas palabras, pronunciadas con esa enérgica entereza que sólo pone el cielo en boca de los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la hermosa hebrea, y derribándola en tierra y asiéndola por los cabellos, la arrastró como poseído de un espíritu infernal hasta el pie de la cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla, exclamando al dirigirse á los que les rodeaban:

—Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha vendido su honra, su religión y á sus hermanos.

IV

Al día siguiente, cuando las campanas de la catedral atronaban los aires tocando á gloria, y los honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar ballestazos á los judas de paja, ni más ni menos que como todavía lo hacen en algunas de nuestras poblaciones, Daniel abrió la puerta de su tenducho, como tenía de costumbre, y con su eterna sonrisa en los labios comenzó á saludar á los que pasaban, sin dejar por eso de golpear en el yunque con su martillito de hierro; pero las celosías del morisco ajimez de Sara no volvieron á abrirse, ni nadie vió más á la hermosa hebrea recostada en su alféizar de azulejos de colores.

[p. 101] . . . . . . .

Cuentan que algunos años después un pastor trajo al Arzobispo una flor hasta entonces nunca vista, en la cual se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador; flor extraña y misteriosa que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros de la derruída iglesia.

Cavando en aquel lugar y tratando de inquirir el origen de aquella maravilla, añaden que se halló el esqueleto de una mujer, y enterrados con ella otros tantos atributos divinos como la flor tenía.

El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quién era, se conservó por largos años con veneración especial en la ermita de San Pedro el Verde, y la flor, que hoy se ha hecho bastante común, se llama Rosa de Pasión.

Ilustración de adorno

[p. 103]

Ilustración de adorno

LA PROMESA

M capitular

Margarita lloraba con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían silenciosas á lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para caer en la tierra hacia la que había doblado su frente.

Junto á Margarita estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarla, y viéndola llorar tornaba á bajarlos, guardando á su vez un silencio profundo.

Y todo callaba alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se apagaban; el viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban á envolver los espesos árboles del soto.

Así transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó á dibujarse vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las mayores estrellas.

Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada y como si hablase consigo mismo:

—¡Es imposible... imposible!

Después, acercándose á la desconsolada niña y to[p. 104]mando una de sus manos, prosiguió con acento más cariñoso y suave:

—Margarita, para ti el amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante, hay algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor el conde de Gómara, parte mañana de su castillo para reunir su hueste á las del rey Don Fernando, que va á sacar á Sevilla del poder de los infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano oscuro, sin nombre y sin familia, á él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan á su mesa. Si hoy le abandono, mañana sus hombres de armas, al salir en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme:—¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara? Y mi señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones dirán en son de mofa:—El escudero del conde no es más que un galán de justas, un lidiador de cortesía.

Al llegar á este punto, Margarita levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los de su amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra; pero su voz se ahogó en un sollozo.

Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:

—No llores, por Dios, Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy á alejarme de ti; mas yo volveré después de haber conseguido un poco de gloria para mi nombre oscuro...

El cielo nos ayudará en la santa empresa; conquistaremos á Sevilla, y el rey nos dará feudos en las riberas del Guadalquivir á los conquistadores. Entonces volveré en tu busca y nos iremos juntos á habitar en aquel paraíso de los árabes, donde dicen que hasta el cielo es más limpio y más azul que el de Castilla.

Volveré, te lo juro; volveré á cumplir la palabra solemnemente empeñada el día en que puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.

[p. 105]—¡Pedro!—exclamó entonces Margarita dominando su emoción y con voz resuelta y firme:—Vé, vé á mantener tu honra; y al pronunciar estas palabras, se arrojó por última vez en brazos de su amante. Después añadió con acento más sordo y conmovido:—Vé á mantener tu honra, pero vuelve... vuelve á traerme la mía.

Pedro besó la frente de Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto á uno de los árboles del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.

Margarita siguió á Pedro con los ojos hasta que su sombra se confundió entre la niebla de la noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al lugar, donde la aguardaban sus hermanos.

—Ponte tus vestidos de gala—le dijo uno de ellos al entrar,—que mañana vamos á Gómara con todos los vecinos del pueblo para ver al conde que se marcha á Andalucía.

—A mí más me entristece que me alegra ver irse á los que acaso no han de volver—respondió Margarita con un suspiro.

—Sin embargo—insistió el otro hermano,—has de venir con nosotros y has de venir compuesta y alegre: así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en el castillo y que tus amores se van á la guerra.

II

Apenas rayaba en el cielo la primera luz del alba, cuando empezó á oirse por todo el campo de Gómara la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que llegaban en numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el pendón señorial en la torre más alta de la fortaleza.

Unos sentados al borde de los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos vagando por la llanura, aquéllos coronando las cumbres de las colinas,[p. 106] los de más allá formando un cordón á lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los curiosos esperaban el espectáculo, no sin que algunos comenzaran á impacientarse, cuando volvió á sonar de nuevo, el toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó con pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras se abrían de par en par y gimiendo sobre sus goznes las pesadas puertas del arco que conducía al patio de armas.

La multitud corrió á agolparse en los ribazos del camino para ver más á su sabor las brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre en toda la comarca por su esplendidez y sus riquezas.

Rompieron la marcha los farautes, que deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban en alta voz y á son de caja las cédulas del rey llamando á sus feudatarios á la guerra de moros, y requiriendo á las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda á sus huestes.

A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.

Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre un potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de ricohombre con sus motes y sus calderas, y al estribo izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío, vestido de negro y rojo.

Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus pulmones.

Cuando dejó de herir al viento el agudo clamor de la formidable trompetería, comenzó á oirse un rumor sordo, compasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada, armados de largas picas y provistos de sen[p. 107]das adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer los aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo, las cuadrillas de escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.

Luego, envueltos en la nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y lanzando chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo formados en gruesos pelotones, que semejaban á lo lejos un bosque de lanzas.

Por último, precedido de los timbaleros que montaban poderosas mulas con gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes que vestían ricos trajes de seda y oro y seguido de los escuderos de su casa, apareció el conde.

Al verle la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre la confusa vocería se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como herida de un rayo en los brazos de algunas personas que acudieron á socorrerla. Era Margarita, Margarita que había conocido á su misterioso amante en el muy alto y muy temido señor conde de Gómara, uno de los más nobles y poderosos feudatarios de la corona de Castilla.

III

El ejército de Don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de Guadaíra, donde una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales á la vista de la ciudad de los infieles.

El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en el espacio, con esa vaguedad del que parece mirar un objeto, y sin embargo no ve nada de cuanto hay á su alrededor.

[p. 108]A un lado y de pie, le hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único que en aquellas horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la explosión de su cólera.—¿Qué tenéis, señor?—le decía.—¿Qué mal os aqueja y consume? Triste vais al combate, y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los guerreros duermen rendidos á la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado; y si corro á vuestro lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os atormenta. Abrís los ojos, y vuestro terror no se desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi memoria como en un sepulcro.

El conde parecía no oir al escudero; no obstante, después de un largo espacio, y como si las palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus oídos á su inteligencia, salió poco á poco de su inmovilidad, y atrayéndole hacia sí cariñosamente, le dijo con voz grave y reposada:

—He sufrido mucho en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me sucede.

Yo debo de hallarme bajo la influencia de alguna maldición terrible. El cielo ó el infierno deben de querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales.

¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro con los moros de Nebrija en el aljarafe de Triana? Éramos pocos; la pelea fué dura, y yo estuve á punto de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate, mi caballo herido y ciego de furor se precipitó hacia el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en balde por contenerle; las riendas se habían escapado de mis manos, y el fogoso animal corría llevándome á una muerte segura.

Ya los moros, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuento de sus largas picas para recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba en mis oídos; el[p. 109] caballo estaba á algunos pies de distancia del muro de hierro en que íbamos á estrellarnos, cuando... créeme, no fué una ilusión, vi una mano que agarrándole de la brida lo detuvo con una fuerza sobrenatural, y volviéndole en dirección á las filas de mis soldados, me salvó milagrosamente.

En vano pregunté á unos y otros por mi salvador; nadie le conocía, nadie le había visto.

—Cuando volabais á estrellaros en la muralla de picas—me dijeron,—ibais solo, completamente solo; por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el corcel no obedecía al jinete.

—Aquella noche entré preocupado en mi tienda; quería en vano arrancarme de la imaginación el recuerdo de la extraña aventura; mas al dirigirme al lecho, torné á ver la misma mano, una mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió las cortinas, desapareciendo después de descorrerlas. Desde entonces, á todas horas, en todas partes, estoy viendo esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta á mis acciones. La he visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una saeta que venía á herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche... ahora mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis hombros.

Al pronunciar estas últimas palabras, el conde se puso de pie, y dió algunos pasos como fuera de sí y embargado de un terror profundo.

El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco á su señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó á decirle con voz profundamente conmovida:

—Venid... salgamos un momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras sienes, calman[p. 110]do ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo palabras de consuelo.

IV

El real de los cristianos se extendía por todo el campo de Guadaíra, hasta tocar en la margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre el luminoso horizonte, se alzaban los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas y fuertes. Por encima de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como la nieve, los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre cuyo aéreo pretil lanzaban chispas de luz, heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro, que desde el campo de los cristianos parecían cuatro llamas.

La empresa de Don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de aquella época, había traído á su alrededor á los más célebres guerreros de los diferentes reinos de la Península, no faltando algunos que de países extraños y distantes vinieran también, llamados por la fama, á unir sus esfuerzos á los del santo rey.

Tendidas á lo largo de la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras cien y cien figuras ó símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados, que hablando dialectos diversos y vestidos cada cual al uso de su país, y cada cual armado á su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.

Aquí descansaban algunos señores de las fatigas[p. 111] del combate sentados en escaños de alerce á la puerta de sus tiendas y jugando á las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para aderezar y componer sus armas, rotas en la última refriega; más allá cubrían de saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste entre las aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza; y el rumor de los atambores, el clamor de las trompetas, las voces de los mercaderes ambulantes, el golpear del hierro contra el hierro, los cánticos de los juglares que entretenían á sus oyentes con la relación de hazañas portentosas, y los gritos de los farautes que publicaban las ordenanzas de los maestres del campo, llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban á aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposibles de pintar con palabras.

El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase á su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, á la manera que un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena á la suya.

Próximo á la tienda del rey y en medio de un corro de soldados, pajecillos y gente menuda que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose á comprarle algunas de las baratijas que anunciaba á voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad romero, mitad juglar, que ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo una bufonada ó una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes capaces de poner colorado á un ballestero con oraciones devotas, historias de amores picarescos con leyendas de santos. En las inmen[p. 112]sas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras que él decía ser hebráicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar á hombres partidos por la mitad; Evangelios cosidos en bolsitas de brocatel; secretos para hacerse amar de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de todos los lugares de España; joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas de alquimia, de vidrio y de plomo.

Cuando el conde llegó cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores, comenzaba éste á templar una especie de bandolina ó guzla árabe con que se acompañaba en la relación de sus romances. Después que hubo estirado bien las cuerdas unas tras otras y con mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos cornados de la flaca escarcela de los oyentes, el romero empezó á cantar con voz gangosa y con un aire monótono y plañidero un romance que siempre terminaba con el mismo estribillo.

El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo á los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance de la mano muerta.

Al oir el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar á su señor de aquel sitio; pero el conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil, escuchando esta cantiga:

[p. 113]I

La niña tiene un amante

que escudero se decía;

el escudero le anuncia

que á la guerra se partía.

—Te vas y acaso no tornes.

—Tornaré por vida mía.

Mientras el amante jura,

diz que el viento repetía:

¡Mal haya quien en promesas

de hombre fía!

II

El conde con la mesnada

de su castillo salía;

ella que le ha conocido

con grande aflicción gemía:

—¡Ay de mí, que se va el conde

y se lleva la honra mía!

Mientras la cuitada llora,

diz que el viento repetía:

¡Mal haya quien en promesas

de hombre fía!

III

Su hermano, que estaba allí,

estas palabras oía:

—Nos has deshonrado, dice.

—Me juró que tornaría.

—No te encontrará si torna

donde encontrarte solía.

Mientras la infelice muere,

diz que el viento repetía:

¡Mal haya quien en promesas

de hombre fía!

[p. 114]IV

Muerta la llevan al soto,

la han enterrado en la umbría;

por más tierra que la echaban,

la mano no se cubría:

la mano donde un anillo

que le dió el conde tenía.

De noche sobre la tumba

diz que el viento repetía:

¡Mal haya quien en promesas

de hombre fía!

Apenas el cantor había terminado la última estrofa, cuando rompiendo el muro de curiosos que se apartaban con respeto al reconocerle, el conde llegó adonde se encontraba el romero, y cogiéndole con fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y convulsa:

—¿De qué tierra eres?

—De tierra de Soria—le respondió éste sin alterarse.

—¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿Á quién se refiere la historia que cuentas?—volvió á exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más profunda.

—Señor—dijo el romero clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable:—esta cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del campo de Gómara, y se refiere á una desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios han permitido que al enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le puso un anillo al hacerle una promesa. Vos sabréis quizá á quién toca cumplirla.

V

En un lugarejo miserable y que se encuentra á un lado del camino que conduce á Gómara, he visto no[p. 115] hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la extraña ceremonia del casamiento del conde.

Después que éste, arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya la mano de Margarita, y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre unión, es fama que cesó el prodigio, y la mano muerta se hundió para siempre.

Al pie de unos árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado, que al llegar la primavera se cubre espontáneamente de flores.

La gente del país dice que allí está enterrada Margarita.

Ilustración de adorno

[p. 117]

Ilustración de adorno

EL MONTE DE LAS ÁNIMAS

L capitular

La noche de difuntos me despertó á no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo á las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí á escribirla, como en efecto lo hice.

Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

I

—Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reunan los cazadores, y demos la vuelta á la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

—¡Tan pronto!

—Á ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las[p. 118] ánimas de los difuntos comenzarán á tañer su campana en la capilla del monte.

—¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

—No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido á él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron á sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva á bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

—Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía á los Templarios, cuyo convento ves allí, á la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos á la vez. Conquistada Soria á los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio á sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.

Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir á sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, á pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban á sus enemigos.

Cundió la voz del reto, y nada fué parte á detener á los unos en su manía de cazar y á los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó á cabo. No se acordaron de ella las fieras; an[p. 119]tes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fué una cacería, fué una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos á quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó á arruinarse.

Desde entonces dicen, que cuando llega la noche de difuntos, se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en girones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso á la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas á la conversa[p. 120]ción general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, á propósito de la noche de difuntos, cuentos temerosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel, y las campanas de las iglesias de Soria doblaban á lo lejos con un tañido monótono v triste.

—Hermosa prima—exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban:—pronto vamos á separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

—Tal vez por la pompa de la corte francesa, donde hasta aquí has vivido—se apresuró á añadir el joven.—De un modo ó de otro, presiento que no tardaré en perderte... al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo á dar gracias á Dios por haberte devuelto la salud que viniste á buscar á esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló á la que me dió el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?

—No sé en el tuyo—contestó la hermosa,—pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aun puede ir á Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas[p. 121] palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:

—Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios, y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron á quedarse en silencio, y volvióse á oir la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó á anudarse de este modo:

—Y antes que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás?—dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

—¿Por qué no?—exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento añadió:

—¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy á la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

—Sí.

—Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

—¡Se ha perdido! ¿y dónde?—preguntó Alonso incorporándose de su asiento, y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

—No sé... en el monte acaso.

—¡En el Monte de las Ánimas—murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial;—en el Monte de las Ánimas!

[p. 122]Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

—Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado á esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; yo he combatido con ellas de día y de noche, á pie y á caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como á una fiesta; y sin embargo, esta noche... esta noche, ¿á qué ocultártelo? tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora á levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas! cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos ó arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluído exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:

—¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza, y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose á la[p. 123] hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:

—Adiós, Beatriz, adiós. Hasta... pronto.

—¡Alonso! ¡Alonso!—dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso ó aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído á aquel rumor, que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban á lo lejos.

III

Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba á punto de sonar, y Beatriz se retiró á su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

—¡Habrá tenido miedo!—exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose á su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra en el día de difuntos á los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído á par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

[p. 124]—Será el viento—dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con un chirrido agudo, prolongado y estridente.

Primero unas, y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso á su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante, lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles, ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve, y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba á escuchar: nada, silencio.

Veía con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.

—¡Bah!—exclamó, volviendo á recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho;—¿soy yo tan miedosa como estas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oir una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir... pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió á incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible,[p. 125] pero continuado, y á su compás se oía crujir una cosa como madera ó hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba á la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna á Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos á los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía á reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fué á buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos á noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que á la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos á una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin[p. 126] poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vió á los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla, levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como á una fiera á una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

Ilustración de adorno

[p. 127]

Ilustración de adorno

EL GNOMO

I

L capitular

Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza; volvían cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran compararse á la alegre algarabía de una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la veleta de un campanario.

En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fué pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último, le faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo á esperar la muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía á cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia ó un adagio.

Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle á hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron á suplicarle que les contase una historia con que entretener el tiempo que aún[p. 128] faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la tierra, y las sombras de los montes se dilataban por momentos á lo largo de la llanura.

El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez obtenida la promesa de que les referiría alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y sentándose á su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que comenzó á hablarles de esta manera:

—No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento, atañen á cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para escucharlas, ni á mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.

—¡Un consejo!—exclamaron las muchachas con aire visible de mal humor.—¡Bah! no es para oir consejos para lo que nos hemos detenido; cuando nos hagan falta ya nos los dará el señor cura.

—Es—prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y temblona—que el señor cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan oportuno como os lo puede dar el tío Gregorio; porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver que cada día vais por agua á la fuente más temprano y volvéis más tarde.

Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla, no faltando algunas de las que estaban colocadas á sus espaldas que se tocasen la frente con el dedo, acompañando su acción con un gesto significativo.

—¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con las amigas y vecinas?...—dijo una de ellas.—¿Andan acaso chismes en el lugar, porque los mozos salen al camino á echarnos flores ó vienen á brindarse para traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?

[p. 129]—De todo hay—contestó el viejo á la moza que le había dirigido la palabra en nombre de sus compañeras.—Las viejas del lugar murmuran de que hoy vayan las muchachas á loquear y entretenerse á un sitio, al cual ellas llegaban de prisa y temblando á tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse; y yo encuentro mal que perdáis poco á poco el temor que á todos inspira el sitio donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os sorprendiese en él la noche.

El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y burla tornaron á insistir:

—¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán acaso los lobos?

—Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos arrojados de sus guaridas bajan en rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no sólo en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar; pero no son los lobos los huéspedes más terribles del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío, y hormiguean en la llanura, y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas ó se mecen en las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los que aúllan en las grietas de las peñas; ellos los que forman y empujan esas inmensas bolas de nieve que bajan rodando desde los altos picos, y arrollan y aplastan cuanto encuentran á su paso; ellos los que llaman con el granizo á nuestros cristales en las noches de lluvia, y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre estos espíritus, que arrojados de las llanuras por las bendiciones y los[p. 130] exorcismos de la Iglesia, han ido á refugiarse á las crestas inaccesibles de las montañas, los hay de diferente naturaleza, y que al parecer á nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los más peligrosos, sin embargo, los que se insinúan con dulces palabras en el corazón de las jóvenes y las deslumbran con promesas magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en las entrañas de los montes; conocen sus caminos subterráneos, y, eternos guardadores de los tesoros que encierran, velan día y noche junto á los veneros de los metales y las piedras preciosas. ¿Veis?—prosiguió el viejo señalando con el palo que le servía de apoyo la cumbre del Moncayo, que se levantaba á su derecha, destacándose oscuro y gigantesco sobre el cielo violado y brumoso del crepúsculo;—¿veis esa inmensa mole coronada aún de nieve? pues en su seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus. El palacio que habitan es horroroso y magnífico á la vez.

Hace muchos años que un pastor, siguiendo á una res extraviada, penetró por la boca de una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos matorrales, y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había sorprendido el secreto de los gnomos; había respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento con la vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna adelante, había encontrado al fin unas galerías subterráneas é inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico, producido por la fosforescencia de las rocas, semejantes allí á grandes pedazos de cristal cuajado en mil formas caprichosas y extrañas. El suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos salones, obra de la naturaleza, parecían jaspeados como los mármoles más ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas vetas brillantes se veían, como incrustadas, multitud de piedras preciosas de todos colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y diamantes,[p. 131] y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos se deslumbraron al contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna; sólo se percibían á intervalos unos gemidos largos y lastimosos del aire que discurría por aquel laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía comprimido, y murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde.

El pastor, solo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuántas horas sin hallar la salida, hasta que por último tropezó con el nacimiento del manantial cuyo murmullo había oído. Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un salto de agua coronado de espuma, que caía formando una vistosa cascada y produciendo un murmullo sonoro al alejarse resbalando por entre las quebraduras de las peñas. A su alrededor crecían unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas como cintas flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella húmeda frondosidad discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte reptiles, ó ambas cosas á la vez, pues transformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas, deformes y pequeñuelas, ora salamandras luminosas ó llamas fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones, corriendo por el suelo en forma de enanos repugnantes y contrahechos, encaramándose por las paredes, babeando y retorciéndose en figura de reptiles, ó bailando con apariencia de fuegos fatuos sobre el haz del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, contando y removiendo sus fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros esos tesoros que en vano buscan después los herederos; ellos conocen el lugar donde los moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas que se pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún[p. 132] valor y desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para esconderlo en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y por caminos secretos é ignorados. Allí tenían, pues, hacinados en montón toda clase de objetos raros y preciosos. Había joyas de un valor inestimable, collares y gargantillas de perlas y piedras finas; ánforas de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes; copas cinceladas, armas ricas, monedas con bustos y leyendas imposibles de conocer ó descifrar; tesoros, en fin, tan fabulosos é inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo brillaba á la vez lanzando unas chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos, el pastor refirió que así le había parecido. Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento: las muchachas, que comenzaron por oir la relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla, guardaban entonces un profundo silencio, esperando á que continuase, con los ojos espantados, los labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro, una de ellas rompió al fin el silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada al oir la descripción de las fabulosas riquezas que se habían ofrecido á la vista del pastor.

—Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?

—Nada—contestó el tío Gregorio.

—¡Qué tonto!—exclamaron en coro las muchachas.

—El cielo le ayudó en aquel trance—prosiguió el anciano,—pues en el momento en que la avaricia, que á todo se sobrepone, comenzaba á disipar su miedo, y alucinado á la vista de aquellas joyas, de las cuales una sola bastaría á hacerle poderoso, el pastor iba á apoderarse de algunas, dice que oyó, ¡maravillaos del suceso! oyó claro y distinto en aquellas profundidades, y á pesar de las carcajadas y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de los la[p. 133]mentos del aire, oyó, digo, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de la campana que hay en la ermita de Nuestra Señora del Moncayo.

Al oir la campana que tocaba el Ave-María, el pastor cayó al suelo invocando á la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un gran estupor, como si hubiera salido de un sueño.

Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del lugar trae á veces entre sus aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando llega la noche, en el rumor que produce, se oyen palabras confusas, palabras engañosas con que los gnomos que la inficionan desde su nacimiento procuran seducir á los incautos que les prestan oídos, prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser su condenación.

Cuando el tío Gregorio llegaba á este punto de su historia, ya la noche había entrado y la campana de la iglesia comenzó á tocar las oraciones. Las muchachas se persignaron devotamente, murmurando un Ave-María en voz baja, y después de despedirse del tío Gregorio, que les tornó á aconsejar que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual tomó su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos del sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando estuvieron en la plaza del lugar donde habían de separarse, exclamó la más resuelta y decidora de ellas:

—¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el tío Gregorio?

—¡Yo no!—dijo una.

—¡Yo tampoco!—exclamó otra.

—¡Ni yo! ¡ni yo!—repitieron las demás, burlándose con risas de su credulidad de un momento.

El grupo de las mozuelas se disolvió, alejándose cada cual hacia uno de los extremos de la plaza. Lue[p. 134]go que doblaron las esquinas de las diferentes calles que venían á desembocar á aquel sitio, dos muchachas, las únicas que no habían desplegado aún los labios para protestar con sus burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas con la maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa.

De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos veinte años, se llamaba Marta; y la más pequeña, que aún no había cumplido los dieciséis, Magdalena.

El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando llegaron á los umbrales de su casa y dejaron los cántaros en el asiento de piedra del portal, Marta dijo á Magdalena:—¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de la fuente?...—Yo—contestó Magdalena con sencillez,—yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso?—¡Oh, no!—se apresuró á interrumpir Marta;—yo también creo en todo, en todo... lo que deseo creer.

II

Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían miserablemente á la sombra de una parienta de su madre que las había recogido por caridad, y que á cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía contribuir á que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre sino por los de la miseria y el sufrimiento; y sin embargo, entre Marta y Magdalena existía una sorda emulación, una secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta contraposición como sus tipos.

[p. 135]Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresión de sus afectos: no sabía ni reir ni llorar, y por eso no había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la vió llorar y reir á la vez como los niños.

Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase que á intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente.

La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la diversa expresión de sus ojos. Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un manto de terciopelo, formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.

Á pesar de la inexplicable repulsión que sentían la una por la otra, las dos hermanas habían vivido hasta entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido confundirse con la paz y el afecto: no habían tenido caricias que disputarse, ni preferencias que envidiar; iguales en la desgracia y el dolor, Marta se había encerrado para sufrir en un egoísta y altivo silencio; y Magdalena, encontrando seco el corazón de su hermana, lloraba á solas cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente á sus ojos.

Ningún sentimiento era común entre ellas; nunca se confiaron sus alegrías y pesares, y sin embargo, el único secreto que procuraban esconder en lo más profundo del corazón, se lo habían adivinado mutuamente con ese instinto maravilloso de la mujer enamorada y celosa. Marta y Magdalena tenían efectivamente puestos sus ojos en un mismo hombre.

[p. 136]La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo de un carácter indomable y voluntarioso; en la otra, el cariño se parecía á esa vaga y espontánea ternura de la adolescencia, que necesitando un objeto en qué emplearse, ama el primero que se ofrece á su vista. Ambas guardaban el secreto de su amor, porque el hombre que lo había inspirado, tal vez hubiera hecho mofa de un cariño que se podía interpretar como ambición absurda en unas muchachas plebeyas y miserables. Ambas, á pesar de la distancia que las separaba del objeto de su pasión, alimentaban una esperanza remota de poseerle.

Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un antiguo castillo abandonado por sus dueños. Las viejas, en las noches de velada, referían una historia llena de maravillas acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose el rey de Aragón en guerra con sus enemigos, agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales y próximo á perder el trono, se le presentó un día una pastorcita de aquella comarca, y después de revelarle la existencia de unos subterráneos por donde podía atravesar el Moncayo sin que lo advirtiesen sus enemigos, le dió un tesoro en perlas finas, riquísimas piedras preciosas y barras de oro y plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas, levantó un poderoso ejército, y marchando por debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al otro día sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando la corona en su cabeza.

Después que hubo alcanzado tan señalada victoria, cuentan que dijo el rey á la pastorcita:—Pídeme lo que quieras, que aun cuando fuese la mitad de mi reino, juro que te lo he de dar al instante.

—Yo no quiero más que volverme á cuidar de mi rebaño—respondió la pastorcita.—No cuidarás sino de mis fronteras—replicó el rey, y le dió el señorío de toda la raya, y le mandó edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo á Castilla, adonde se trasla[p. 137]dó la pastora, casada ya con uno de los favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor asimismo de muchas fortalezas y muchos feudos.

La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado por la pastorcita de la conseja; tesoro cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus noches de insomnio y de amargura, presentándose á su imaginación como un débil rayo de esperanza.

La noche siguiente á la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las muchachas del lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que les había referido. Marta y Magdalena guardaron un profundo silencio, y ni en aquella noche, ni en todo el día que amaneció después, volvieron á cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de todas las conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.

Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo á su hermana:—¿Vamos á la fuente?—Marta no contestó, y Magdalena volvió á decirle:—¿Vamos á la fuente? Mira que si no nos apresuramos, se pondrá el sol antes de la vuelta.—Marta exclamó al fin con un acento breve y áspero:—Yo no quiero ir hoy.—Ni yo tampoco—añadió Magdalena después de un instante de silencio, durante el cual mantuvo los ojos clavados en los de su hermana, como si quisiera adivinar en ellos la causa de su resolución.

III

Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas. La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la[p. 138] noche comenzaba á cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso camino, salieron del pueblo con dirección á la fuente misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda. Después que se fueron apagando poco á poco los rumores del día, y ya no se escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el ladrido de los perros que reunen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del toque de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio de la noche y la soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves que lo hacen aún más perceptible.

Marta y Magdalena se deslizaron por entre el laberinto de los árboles, y protegidas por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no conocía el temor, y sus pasos eran firmes y seguros. Magdalena temblaba con solo el ruido que producían sus pies al hollar las hojas secas que tapizaban el suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron junto á la fuente, el viento de la noche comenzó á agitar las copas de los álamos, y al murmullo de sus soplos desiguales parecía responder el agua del manantial con un rumor compasado y uniforme.

Marta y Magdalena prestaron atención á aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies como un susurro constante, y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba para tornar á crecer y dilatarse por la espesura. Á medida que transcurrían las horas, aquel sonar eterno del aire y del agua empezó á producirles una extraña exaltación, una especie de vértigo, que turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por completo. Entonces, á la ma[p. 139]nera que se oye hablar entre sueños con un eco lejano y confuso, les pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre, sonidos inarticulados como los de un niño que quiere y no puede llamar á su madre; luego palabras que se repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después frases inconexas y dislocadas sin orden ni sentido, y por último... por último, comenzaron á hablar el viento vagando entre los árboles y el agua saltando de risco en risco.

Y hablaban así:

EL AGUA

¡Mujer!... ¡mujer!... óyeme... óyeme y acércate para oirme, que yo besaré tus pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el fondo sombrío de mis ondas. ¡Mujer!... óyeme, que mis murmullos son palabras.

EL VIENTO

¡Niña!... niña gentil, levanta tu cabeza, déjame en paz besar tu frente, en tanto que agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo sé hablar también y te murmuraré al oído frases cariñosas.

MARTA

¡Oh! ¡Habla, habla, que yo te comprenderé, porque mi inteligencia flota en un vértigo, como flotan tus palabras indecisas!

Habla, misteriosa corriente.

MAGDALENA

Tengo miedo. ¡Aire de la noche, aire de perfumes, refresca mi frente que arde! Dime algo que me infunda valor, porque mi espíritu vacila.

[p. 140]EL AGUA

Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorprendido el secreto de su maravillosa fecundidad, y conozco los fenómenos de sus entrañas, donde germinan las futuras creaciones.

Mi rumor adormece y despierta: despierta tú, que lo comprendes.

EL VIENTO

Yo soy el aire que mueven los ángeles con sus alas inmensas al cruzar el espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen al sol un lecho de púrpura, y traigo al amanecer, con las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia de perlas sobre las flores. Mis suspiros son un bálsamo: ábreme tu corazón y le inundaré de felicidad.

MARTA

Cuando yo oí por primera vez el murmullo de una corriente subterránea, no en balde me inclinaba á la tierra prestándole oído. Con ella iba un misterio que yo debía comprender al cabo.

MAGDALENA

Suspiros del viento, yo os conozco: vosotros me acariciabais dormida cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez, y vuestro rumor se me figuraban las palabras de una madre que arrulla á su hija.


El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe entre peñas[p. 141] El viento calló también, y su ruido no fué otra cosa que ruido de hojas movidas. Así pasó algún tiempo, y después volvieron á hablar, y hablaron así:

EL AGUA

Después de filtrarme gota á gota á través del filón de oro de una mina inagotable; después de correr por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros entre un sinnúmero de zafiros y amatistas, arrastrando en vez de arenas diamantes y rubíes, me he unido en misterioso consorcio á un genio. Rica con su poder y con las ocultas virtudes de las piedras preciosas y los metales, de cuyos átomos vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el poder de un talismán y la virtud de las siete piedras y los siete colores.

EL VIENTO

Yo vengo de vagar por la llanura, y como la abeja que vuelve á la colmena con su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de mujer, plegarias de niños, palabras de casto amor y aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he recogido á mi paso más que perfumes y ecos de armonías; mis tesoros son inmateriales, pero ellos dan la paz del alma y la vaga felicidad de los sueños venturosos.


Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba al borde de la fuente para oir mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los cuales brotaba el manantial.

Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el fondo de las aguas, la otra en el fondo del cielo.

Y exclamaba Magdalena mirando brillar los luce[p. 142]ros en la altura:—Esos son los nimbos de luz de los ángeles invisibles que nos custodian.

En tanto decía Marta, viendo temblar en la linfa de la fuente el reflejo de las estrellas:—Esas son las partículas de oro que arrastra el agua en su misterioso curso.

El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudecido un instante, tornaron á hablar, y dijeron:

EL AGUA

Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una vestidura grosera, y osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he adivinado que tu espíritu es de la esencia de los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal vez del cielo para revolcarte en el lodo de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de altivez que te hace digna de nosotros, espíritus fuertes y libres... Ven, yo te voy á enseñar palabras mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se abrirán las rocas y te brindarán con los diamantes que están en su seno, como las perlas en las conchas que sacan del fondo del mar los pescadores. Ven, te daré tesoros para que vivas feliz; y más tarde, cuando se quiebre la cárcel que te aprisiona, tu espíritu se asimilará á los nuestros, que son espíritus humanos, y todos confundidos seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula como un fluido por sus arterias subterráneas.

EL VIENTO

El agua lame la tierra y vive en el cieno: yo discurro por las regiones etéreas y vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja que tu alma suba como la llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado el que, teniendo alas, desciende á[p. 143] las profundidades para buscar oro, pudiendo remontarse á la altura para encontrar amor y sentimiento!

Vive oscura como la violeta, que yo te traeré en un beso fecundo el germen vivificante de otra flor hermana tuya, y rasgaré las nieblas para que no falte un rayo de sol que ilumine tu alegría. Vive oscura, vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate, yo lo subiré á las regiones de la luz en una nube roja.


Callaron el viento y el agua, y apareció el gnomo.

El gnomo era como un hombrecillo transparente: una especie de enano de luz, semejante á un fuego fatuo, que se reía á carcajadas, sin ruido, y saltaba de peña en peña, y mareaba con su vertiginosa movilidad. Unas veces se sumergía en el agua y continuaba brillando en el fondo como una joya de piedras de mil colores; otras salía á la superficie y agitaba los pies y las manos, y sacudía la cabeza á un lado y á otro con una rapidez que tocaba en prodigio.

Marta vió al gnomo y le estuvo siguiendo con la vista extraviada en todas sus extravagantes evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó al fin por entre las escabrosidades del Moncayo, como una llama que corre, agitando su cabellera de chispas, sintió una especie de atracción irresistible y siguió tras él con una carrera frenética.

¡Magdalena!—decía en tanto el aire que se alejaba lentamente; y Magdalena, paso á paso y como una sonámbula, guiada en el sueño por una voz amiga, siguió tras la ráfaga, que iba suspirando por la llanura.

Después todo quedó otra vez en silencio en la oscura alameda, y el viento y el agua siguieron resonando con los murmullos y los rumores de siempre.

[p. 144]IV

Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la esperaron en vano toda la noche.

Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cántaro roto al borde de la fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la cual nunca volvió á saberse. Desde entonces las muchachas del lugar van por agua tan temprano, que madrugan con el sol. Algunas me han asegurado que de noche se ha oído en más de una ocasión el llanto de Marta, cuyo espíritu vive aprisionado en la fuente. Yo no sé qué crédito dar á esta última parte de la historia, porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido á penetrar para oirlo en la alameda después del toque del Ave-María.

Ilustración de adorno

[p. 145]

Ilustración de adorno

EL MISERERE

H capitular

Hace algunos meses que visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos ó tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados á roer por los ratones.

Era un Miserere.

Yo no sé la música; pero le tengo tanta afición, que aun sin entenderla, suelo coger á veces la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más ó menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras, que llaman llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.

Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fué que, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.

Esto fué sin duda lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, più vivo, a pia[p. 146]cere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto: Crujen... crujen los huesos, y de sus médulas han de parecer que salen los alaridos; ó esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y no se confunde nada, y todo es la humanidad que solloza y gime; ó la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne: lumbre inextinguible, los cielos y su armonía... ¡fuerza!... fuerza y dulzura.

—¿Sabéis qué es esto?—pregunté á un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.

El anciano me contó entonces la leyenda que voy á referiros.

I

Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó á la puerta claustral de esta abadía un romero, y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre, y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.

Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar, puso el hermano á quien se hizo esta demanda á disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto á que se encaminaba.

—Yo soy músico—respondió el interpelado,—he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción, y encendí con él pasiones que me arrastraron á un crimen. En mi vejez[p. 147] quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.

Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad á despertarse, é instigado por ésta continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:

—Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle á Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro, y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza ¡Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fué hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase á contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos; tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles, dirán conmigo cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡misericordia! y el Señor la tendrá de su pobre criatura.

El romero, al llegar á este punto de su narración, calló por un instante; y después, exhalando un suspiro, tornó á coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía, y dos ó tres pastores de la granja de los frailes, que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.

—Después—continuó—de recorrer toda Alemania, toda Italia, y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere[p. 148] en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído tantos, que puedo decir que los he oído todos.

—¿Todos?—dijo entonces interrumpiéndole uno de los rabadanes.—¿A que no habéis oído aún el Miserere de la Montaña?

—¡El Miserere de la Montaña!—exclamó el músico con aire de extrañeza.—¿Qué Miserere es ése?

—¿No dije?—murmuró el campesino; y luego prosiguió con una entonación misteriosa:—Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia; una historia muy antigua, pero tan verdadera como al parecer increíble.

Es el caso, que en lo más fragoso de esas cordilleras de montañas que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya muchos años, ¡qué digo muchos años! muchos siglos, un monasterio famoso; monasterio que, á lo que parece, edificó á sus expensas un señor con los bienes que había de legar á su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades.

Hasta aquí todo fué bueno; pero es el caso que este hijo, que por lo que se verá más adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió á unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban á comenzar ó habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y á éste quiero, á aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida.

Después de esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su instigador con ellos, adonde no se sabe, á los profundos tal vez.

Las llamas redujeron el monasterio á escombros; de[p. 149] la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que después de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene á bañar los muros de esta abadía.

—Pero—interrumpió impaciente el músico,—¿y el Miserere?

—Aguardaos—continuó con gran sorna el rabadán, que todo irá por partes. Dicho lo cual, siguió así su historia:

—Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres á hijos y de hijos á nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria, es que todos los años, tal noche como la en que se consumó, se ven brillar luces á través de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben á intervalos en las ráfagas del aire.

Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio á impetrar su misericordia cantando el Miserere.

Los circunstantes se miraron unos á otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había referido:

—¿Y decís que ese portento se repite aún?

—Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la de Jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.

—¿Á qué distancia se encuentra el monasterio?

—Á una legua y media escasa... pero, ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como esta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios!—exclamaron todos al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse á la puerta.

[p. 150]

—¿Adónde voy? Á oir esa maravillosa música, á oir el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos, y saben lo que es morir en el pecado.

Y esto diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.

El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.

Pasado el primer momento de estupor, exclamó el lego:

—¡Está loco!

—¡Está loco!—repitieron los pastores; y atizaron de nuevo la lumbre, y se agruparon alrededor del hogar.

II

Después de una ó dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía, remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban negras é imponentes las ruinas del monasterio.

La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos girones se deslizaba á veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía á herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada ó un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.

[p. 151]Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del buho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que despiertos de su letargo por la tempestad sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen, ó se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche, llegaban perceptibles al oído del romero que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.

Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.

—¡Si me habrá engañado!—pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora; ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone á usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada... dos... tres... hasta once.

En el derruído templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.

Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera, comenzó á[p. 152] iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio ó una lámpara que derramase aquella insólita claridad.

Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.

Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime á la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron á las piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas é inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.

Una vez reedificado el templo, comenzó á oirse un acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves, que parecía salir del seno de la tierra é irse elevando poco á poco, haciéndose cada vez más perceptible.

El osado peregrino comenzaba á tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.

Mal envueltos en los girones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vió los esqueletos de los monjes que fueron[p. 153] arrojados desde el pretil de la iglesia á aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso á las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David:

¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!

Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras, y penetrando en él fueron á arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada y solemne prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que, desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del buho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música, y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.

Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.

Un sacudimiento terrible vino á sacarle de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fuertísima, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta la médula de sus huesos.

Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:

[p. 154]

In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.

Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado á la humanidad entera por la conciencia de sus maldades; un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad, concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.

Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante á un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder á un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que merced á una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y á través de ella se vió el cielo como un océano de lumbre abierto á la mirada de los justos.

Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:

Auditui meo dabis gaudium et lætitiam: et exultabunt ossa humiliata.

En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos, y cayó sin conocimiento por tierra, y nada más oyó.

III

Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, á quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron en[p. 155]trar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.

—¿Oísteis al cabo el Miserere?—le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando á hurtadillas una mirada de inteligencia á sus superiores.

—Sí—respondió el músico.

—¿Y qué tal os ha parecido?

—Lo voy á escribir. Dadme un asilo en vuestra casa—prosiguió dirigiéndose al abad;—un asilo y pan por algunos meses, y voy á dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas á los ojos de Dios, eternice mi memoria, y eternice con ella la de esta abadía.

Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese á su demanda; el abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin á ella, y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.

Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento, y exclamaba:—¡Eso es; así, así, no hay duda... así! Y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dió en más de una ocasión que admirar á los que le observaban sin ser vistos.

Escribió los primeros versículos, y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo; pero al llegar al último que había oído en la montaña, le fué imposible proseguir.

Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores: todo inútil. Su música no se parecía á aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes á su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.

[p. 156]


Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.

In peccatis concepit me mater mea.

Estas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música.

Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.

¿Quién sabe si no serán una locura?

Ilustración de adorno

[p. 157]

Ilustración de adorno

LAS HOJAS SECAS

E capitular

El sol se había puesto: las nubes, que cruzaban hechas girones sobre mi cabeza, iban á amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño arremolinaba las hojas secas á mis pies.

Yo estaba sentado al borde de un camino, por donde siempre vuelven menos de los que van.

No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba á punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y agita ligeramente las alas antes de levantar el vuelo.

Hay momentos en que, merced á una serie de abstracciones, el espíritu se sustrae á cuanto le rodea, y replegándose en sí mismo analiza y comprende todos los misteriosos fenómenos de la vida interna del hombre.

Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se confunde con los elementos de la naturaleza, se relaciona con su modo de ser, y traduce su incomprensible lenguaje.

Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos, cuando solo y en medio de la escueta llanura oí hablar cerca de mí.

Eran dos hojas secas las que hablaban, y éste, poco más ó menos, su extraño diálogo:

[p. 158]—¿De dónde vienes, hermana?

—Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube del polvo y de las hojas secas nuestras compañeras, á lo largo de la interminable llanura. ¿Y tú?

—Yo he seguido algún tiempo la corriente del río, hasta que el vendaval me arrancó de entre el légamo y los juncos de la orilla.

—¿Y adónde vas?

—No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?

—¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas arrastrándonos por la tierra, nosotras que vivimos vestidas de color y de luz meciéndonos en el aire?

—¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos; de aquella apacible mañana en que, roto el hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos al templado beso del sol como un abanico de esmeraldas?

—¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa á aquella altura, bebiendo por todos los poros el aire y la luz!

—¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río que lamía las retorcidas raíces del añoso tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y transparente que copiaba como un espejo el azul del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas entre dos abismos azules!

—¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes frondas para vernos retratadas en la temblorosa corriente!

—¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el ritmo de las ondas!

—Los insectos brillantes revoloteaban desplegando sus alas de gasa á nuestro alrededor.

—Y las mariposas blancas y las libélulas azules, que giran por el aire en extraños círculos, se paraban un momento en nuestros dentellados bordes á contarse[p. 159] los secretos de ese misterioso amor que dura un instante y les consume la vida.

—Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los bosques.

—Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su color.

—En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las diáfanas sombras?

—Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se columpian en los hilos de oro que cuelgan las arañas entre los árboles.

—Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oir embebecidas las quejas del ruiseñor, que había escogido nuestro tronco por escabel.

—Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos que, aunque llenas de gozo al oirle, nos amanecía llorando.

—¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la noche y que resplandecían con todos los colores del iris á la primera luz de la aurora!

—Después vino la alegre banda de jilgueros á llenar de vida y de ruidos el bosque con la alborozada y confusa algarabía de sus cantos.

—Y una enamorada pareja colgó junto á nosotras su redondo nido de aristas y de plumas.

—Nosotras servíamos de abrigo á los pequeñuelos contra las molestas gotas de la lluvia en las tempestades de verano.

—Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos rayos del sol.

—Nuestra vida pasaba como un sueño de oro, del que no sospechábamos que se podría despertar.

—Una hermosa tarde en que todo parecía sonreir á nuestro alrededor, en que el sol poniente encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la tierra ligeramente húmeda se levantaban efluvios de vida y per[p. 160]fumes de flores, dos amantes se detuvieron á la orilla del agua y al pie del tronco que nos sostenía.

—¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria! Ella era joven, casi una niña, hermosa y pálida. Él le decía con ternura:—¿Por qué lloras?—Perdona este involuntario sentimiento de egoísmo—le respondió ella enjugándose una lágrima;—lloro por mí. Lloro la vida que me huye: cuando el cielo se corona de rayos de luz, y la tierra se viste de verdura y de flores, y el viento trae perfumes y cantos de pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente una amada, ¡la vida es buena!—¿Y por qué no has de vivir?—insistió él estrechándole las manos conmovido.—Porque es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que murmuran armoniosas sobre nuestras cabezas, yo moriré también, y el viento llevará algún día su polvo y el mío ¿quién sabe adónde?

—Yo lo oí y tú lo oiste, y nos estremecimos y callamos. ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos morir y girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror permanecíamos aún cuando llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!

—Por la primera vez faltó á su cita el enamorado ruiseñor que la encantaba con sus quejas.

—Á poco volaron los pájaros, y con ellos sus pequeñuelos ya vestidos de plumas; y quedó el nido solo, columpiándose lentamente, y triste como la cuna vacía de un niño muerto.

—Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules, dejando su lugar á los insectos oscuros que venían á roer nuestras fibras y á depositar en nuestro seno sus asquerosas larvas.

—¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las escarchas de la noche!

—Perdimos el color y la frescura.

—Perdimos la suavidad y la forma, y lo que antes al tocarnos era como rumor de besos, como murmullo de palabras de enamorados, luego se con[p. 161]virtió en áspero ruido, seco, desagradable y triste.

—¡Y al fin volamos desprendidas!

—Hollada bajo el pie del indiferente pasajero, sin cesar arrastrada de un punto á otro entre el polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía reposar un instante en el profundo surco de un camino.

—Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada por la turbia corriente, y en mi larga peregrinación vi, solo, enlutado y sombrío, contemplando con una mirada distraída las aguas que pasaban y las hojas secas que marcaban su movimiento, á uno de los dos amantes cuyas palabras nos hicieron presentir la muerte.

—¡Ella también se desprendió de la vida y acaso dormirá en una fosa reciente, sobre la que yo me detuve un momento!

—¡Ay! Ella duerme y reposa al fin; pero nosotras, ¿cuándo acabaremos este largo viaje?...

—¡Nunca!... Ya el viento que nos dejó reposar un punto vuelve á soplar, y ya me siento estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él. ¡Adiós, hermana!

—¡Adiós!

. . . . . . .

Silbó el aire que había permanecido un momento callado, y las hojas se levantaron en confuso remolino, perdiéndose á lo lejos entre las tinieblas de la noche.

Y yo pensé entonces algo que no puedo recordar, y que, aunque lo recordase, no encontraría palabras para decirlo.

¿Quién sabe si no serán una locura?

Ilustración de adorno

[p. 163]

Ilustración de adorno

LA VENTA DE LOS GATOS

E capitular

En Sevilla y en mitad del camino que se dirige al convento de San Jerónimo desde la puerta de la Macarena, hay, entre otros ventorrillos célebres, uno que, por el lugar en que está colocado y las circunstancias especiales que en él concurren, puede decirse que era, si ya no lo es, el más neto y característico de todos los ventorrillos andaluces.

Figuraos una casita blanca como el ampo de la nieve, con su cubierta de tejas rojizas las unas, verdinegras las otras, entre las cuales crecen un sin fin de jaramagos y matas de reseda. Un cobertizo de madera baña en sombra el dintel de la puerta, á cuyos lados hay dos poyos de ladrillos y argamasa. Empotradas en el muro, que rompen varios ventanillos abiertos á capricho para dar luz al interior, y de los cuales unos son más bajos y otros más altos, éste en forma cuadrangular, aquél imitando un ajimez ó una claraboya, se ven de trecho en trecho algunas estacas y anillas de hierro, que sirven para atar las caballerías. Una parra añosísima que retuerce sus negruzcos troncos por entre la armazón de maderas que la sostienen, vistiéndolos de pámpanos y hojas verdes y anchas, cubre como un dosel el estrado, el cual lo componen tres bancos de pino, media docena de sillas de anea desvencijadas, y hasta seis ó siete mesas[p. 164] cojas y hechas de tablas mal unidas. Por uno de los costados de la casa sube una madreselva, agarrándose á las grietas de las paredes, hasta llegar al tejado, de cuyo alero penden algunas guías que se mecen con el aire, semejando flotantes pabellones de verdura. Al pie del otro corre una cerca de cañizo, señalando los límites de un pequeño jardín que parece una canastilla de juncos rebosando flores. Las copas de dos corpulentos árboles que se levantan á espaldas del ventorrillo, forman el fondo oscuro, sobre el cual se destacan sus blancas chimeneas, completando la decoración los vallados de las huertas llenos de pitas y zarzamoras, los retamares que crecen á la orilla del agua, y el Guadalquivir, que se aleja arrastrando con lentitud su torcida corriente por entre aquellas agrestes márgenes, hasta llegar al pie del antiguo convento de San Jerónimo, el cual se asoma por cima de los espesos olivares que lo rodean, y dibuja por oscuro la negra silueta de sus torres sobre un cielo azul transparente.

Imaginaos este paisaje animado por una multitud de figuras, de hombres, mujeres, chiquillos y animales, formando grupos á cual más pintoresco y característico: aquí el ventero, rechoncho y coloradote, sentado al sol en una silleta baja, deshaciendo entre las manos el tabaco para liar un cigarrillo y con el papel en la boca; allí un regatón de la Macarena, que canta entornando los ojos y acompañándose con una guitarrilla, mientras otros le llevan el compás con las palmas, ó golpeando las mesas con los vasos; más allá una turba de muchachas, con su pañuelo de espumilla de mil colores, y toda una maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y ríen, y hablan á voces en tanto que impulsan como locas el columpio colgado entre dos árboles; y los mozos del ventorrillo que van y vienen con bateas de manzanilla y platos de aceitunas; y las bandas de gentes del pueblo que hormiguean en el camino; dos[p. 165] borrachos que disputan con un majo que requiebra al pasar á una buena moza; un gallo que cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral; un perro que ladra á los chiquillos que le hostigan con palos y piedras; el aceite que hierve y salta en la sartén donde fríen el pescado; el chasquear de los látigos de los caleseros que llegan levantando una nube de polvo; ruido de cantares, de castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras, y golpes en las mesas y palmadas, y estallidos de jarros que se rompen, y mil y mil rumores extraños y discordes que forman una alegre algarabía imposible de describir. Figuraos todo esto en una tarde templada y serena, en la tarde de uno de los días más hermosos de Andalucía, donde tan hermosos son siempre, y tendréis una idea del espectáculo que se ofreció á mis ojos la primera vez que, guiado por su fama, fuí á visitar aquel célebre ventorrillo.

De esto hace ya muchos años: diez ó doce lo menos. Yo estaba allí como fuera de mi centro natural: comenzando por mi traje, y acabando por la asombrada expresión de mi rostro, todo en mi persona disonaba en aquel cuadro de franca y bulliciosa alegría. Parecióme que las gentes, al pasar, volvían la cara á mirarme con el desagrado que se mira á un importuno.

No queriendo llamar la atención ni que mi presencia se hiciese objeto de burlas más ó menos embozadas, me senté á un lado de la puerta del ventorrillo, pedí algo de beber, que no bebí, y, cuando todos se olvidaron de mi extraña aparición, saqué un papel de la cartera de dibujo, que llevaba conmigo, afilé un lápiz, y comencé á buscar con la vista un tipo característico para copiarlo y conservarlo como un recuerdo de aquella escena y de aquel día.

Desde luego mis ojos se fijaron en una de las muchachas que formaban alegre corro alrededor del columpio. Era alta, delgada, levemente morena, con[p. 166] unos ojos adormidos, grandes y negros, y un pelo más negro que los ojos. Mientras yo hacía el dibujo, un grupo de hombres, entre los cuales había uno que rasgueaba la guitarra con mucho aire, entonaban á coro cantares alusivos á las prendas personales, los secretillos de amor, las inclinaciones ó las historias de celos y desdenes de las muchachas que se entretenían alrededor del columpio, cantares á los que á su vez respondían éstas con otros no menos graciosos, picantes y ligeros.

La muchacha morena, esbelta y decidora que había escogido por modelo, llevaba la voz entre las mujeres, y componía las coplas y las decía, acompañada del ruido de las palmas y las risas de sus compañeras, mientras el tocador parecía ser el jefe de los mozos y el que entre todos ellos despuntaba por su gracia y su desenfadado ingenio.

Por mi parte, no necesité mucho tiempo para conocer que entre ambos existía algún sentimiento de afección que se revelaba en sus cantares, llenos de alusiones transparentes y frases enamoradas.

Cuando terminé mi obra, comenzaba á hacerse de noche. Ya en la torre de la catedral se habían encendido los dos faroles del retablo de las campanas, y sus luces parecían los ojos de fuego de aquel gigante de argamasa y ladrillo que domina toda la ciudad. Los grupos se iban disolviendo poco á poco y perdiéndose á lo largo del camino entre la bruma del crepúsculo, plateada por la luna, que empezaba á dibujarse sobre el fondo violado y oscuro del cielo. Las muchachas se alejaban juntas y cantando, y sus voces argentinas se debilitaban gradualmente hasta confundirse con los otros rumores indistintos y lejanos que temblaban en el aire. Todo acababa á la vez: el día, el bullicio, la animación y la fiesta; y de todo no quedaba sino un eco en el oído y en el alma, como una vibración suavísima, como un dulce sopor parecido al que se experimenta al despertar de un sueño agradable.

[p. 167]

Luego que hubieron desaparecido las últimas personas, doblé mi dibujo, lo guardé en la cartera, llamé con una palmada al mozo, pagué el pequeño gasto que había hecho, y ya me disponía á alejarme, cuando sentí que me detenían suavemente por el brazo. Era el muchacho de la guitarra que ya noté antes, y que mientras dibujaba me miraba mucho y con cierto aire de curiosidad. Yo no había reparado que, después de concluída la broma, se acercó disimuladamente hasta el sitio en que me encontraba, con objeto de ver qué hacía yo mirando con tanta insistencia á la mujer por quien él parecía interesarse.

—Señorito—me dijo con un acento que él procuró suavizar todo lo posible:—voy á pedirle á usted un favor.

—¡Un favor!—exclamé yo, sin comprender cuáles podrían ser sus pretensiones.—Diga usted, que si está en mi mano, es cosa hecha.

—¿Me quiere usted dar esa pintura que ha hecho?

Al oir sus últimas palabras, no pude menos de quedarme un rato perplejo; extrañaba por una parte la petición, que no dejaba de ser bastante rara, y por otra el tono, que no podía decirse á punto fijo si era de amenaza ó de súplica. Él hubo de comprender mi duda, y se apresuró en el momento á añadir:

—Se lo pido á usted por la salud de su madre, por la mujer que más quiera en este mundo, si quiere á alguna; pídame usted en cambio todo lo que yo pueda hacer en mi pobreza.

No supe qué contestar para eludir el compromiso. Casi casi hubiera preferido que viniese en son de quimera, á trueque de conservar el bosquejo de aquella mujer, que tanto me había impresionado; pero sea sorpresa del momento, sea que yo á nada sé decir que no, ello es que abrí mi cartera, saqué el papel y se lo alargué sin decir una palabra.

Referir las frases de agradecimiento del muchacho, sus exclamaciones al mirar nuevamente el dibujo á la[p. 168] luz del reverbero de la venta, el cuidado con que lo dobló para guardárselo en la faja, los ofrecimientos que me hizo y las alabanzas hiperbólicas con que ponderó la suerte de haber encontrado lo que él llamaba un señorito templao y neto, sería tarea dificilísima, por no decir imposible. Sólo diré que como entre unas y otras se había hecho completamente de noche, que quise que no, se empeñó en acompañarme hasta la puerta de la Macarena; y tanto dió en ello, que por fin me determiné á que emprendiésemos el camino juntos. El camino es bien corto, pero mientras duró encontró forma de contarme de pe á pa toda la historia de sus amores.

La venta donde se había celebrado la función era de su padre, quien le tenía prometido, para cuando se casase, una huerta que lindaba con la casa y que también le pertenecía. En cuanto á la muchacha, objeto de su cariño, que me describió con los más vivos colores y las frases más pintorescas, me dijo que se llamaba Amparo, que se había criado en su casa desde muy pequeñita, y se ignoraba quiénes fuesen sus padres. Todo esto y cien otros detalles de más escaso interés me refirió durante el camino. Cuando llegamos á las puertas de la ciudad, me dió un fuerte apretón de manos, tornó á ofrecérseme, y se marchó entonando un cantar cuyos ecos se dilataban á lo lejos en el silencio de la noche. Yo permanecí un rato viéndolo ir. Su felicidad parecía contagiosa, y me sentía alegre, con una alegría extraña y sin nombre, con una alegría, por decirlo así, de reflejo.

Él siguió cantando á más no poder; uno de sus cantares decía así:

Compañerillo del alma,

mira qué bonita era:

se parecía á la Virgen

de Consolación de Utrera.

[p. 169]Cuando su voz comenzaba á perderse, oí en las ráfagas de la brisa otra delgada y vibrante que sonaba más lejos aún. Era ella, ella que lo aguardaba impaciente...

. . . . . . .

Pocos días después abandoné á Sevilla, y pasaron muchos años sin que volviese á ella, y olvidé muchas cosas que allí me habían sucedido; pero el recuerdo de tanta y tan ignorada y tranquila felicidad, no se me borró nunca de la memoria.

II

Como he dicho, transcurrieron muchos años después que abandoné á Sevilla, sin que olvidase del todo aquella tarde, cuyo recuerdo pasaba algunas veces por mi imaginación como una brisa bienhechora que refresca el ardor de la frente.

Cuando el azar me condujo de nuevo á la gran ciudad que con tanta razón es llamada reina de Andalucía, una de las cosas que más llamaron mi atención, fué el notable cambio verificado durante mi ausencia. Edificios, manzanas de casas y barrios enteros habían surgido al contacto mágico de la industria y el capital: por todas partes fábricas, jardines, posesiones de recreo, frondosas alamedas; pero, por desgracia, muchas venerables antiguallas habían desaparecido.

Visité nuevamente muchos soberbios edificios, llenos de recuerdos históricos y artísticos; torné á vagar y á perderme entre las mil y mil revueltas del curioso barrio de Santa Cruz; extrañé en el curso de mis paseos muchas cosas nuevas que se han levantado no sé cómo; eché de menos muchas cosas viejas que han desaparecido no sé por qué, y por último me dirigí á la orilla del río. La orilla del río ha sido siempre en Sevilla el lugar predilecto de mis excursiones.

[p. 170]Después que hube admirado el magnífico panorama que ofrece en el punto por donde une sus opuestas márgenes el puente de hierro; después que hube recorrido, con la mirada absorta, los mil detalles, palacios y blancos caseríos; después que pasé revista á los innumerables buques surtos en sus aguas, que desplegaban al aire los ligeros gallardetes de mil colores, y oí el confuso hervidero del muelle, donde todo respira actividad y movimiento, remontando con la imaginación la corriente del río, me trasladé hasta San Jerónimo.

Me acordaba de aquel paisaje tranquilo, reposado y luminoso en que la rica vegetación de Andalucía despliega sin aliño sus galas naturales. Como si hubiera ido en un bote corriente arriba, vi desfilar otra vez, con ayuda de la memoria, por un lado la Cartuja con sus arboledas y sus altas y delgadas torres; por otro el barrio de los Humeros, los antiguos murallones de la ciudad, mitad árabes, mitad romanos, las huertas con sus vallados cubiertos de zarzas, y las norias que sombrean algunos árboles aislados y corpulentos, y por último, San Jerónimo... Al llegar aquí con la imaginación, se me representaron con más viveza que nunca los recuerdos que aún conservaba de la famosa venta, y me figuré que asistía de nuevo á aquellas fiestas populares, y oía cantar á las muchachas, meciéndose en el columpio, y veía los corrillos de gentes del pueblo vagar por los prados, merendar unos, disputar los otros, reir éstos, bailar aquéllos, y todos agitarse, rebosando juventud, animación ó alegría. Allí estaba ella, rodeada de sus hijos, lejos ya del grupo de las mozuelas, que reían y cantaban, y allí estaba él, tranquilo y satisfecho de su felicidad, mirando con ternura, reunidas á su alrededor y felices, á todas las personas que más amaba en el mundo: su mujer, sus hijos, su padre, que estaba entonces como hacía diez años, sentado á la puerta de su venta, liando impasible su cigarro de papel, sin[p. 171] más variación que tener blanca como la nieve la cabeza, que era gris.

Un amigo que me acompañaba en el paseo, notando la especie de éxtasis en que estuve abstraído con esas ideas durante algunos minutos, me sacudió al fin del brazo, preguntándome:

—¿En qué piensas?

—Pensaba—le contesté—en la Venta de los Gatos, y revolvía aquí, dentro de la imaginación, todos los agradables recuerdos que guardo de una tarde que estuve en San Jerónimo... En este instante concluía una historia que dejé empezada allí, y la concluía tan á mi gusto, que creo no puede tener otro final que el que yo le he hecho. Y á propósito de la Venta de los Gatos—proseguí, dirigiéndome á mi amigo,—¿cuándo nos vamos allí una tarde á merendar y á tener un rato de jarana?

—¡Un rato de jarana!—exclamó mi interlocutor, con una expresión de asombro que yo no acertaba á explicarme entonces;—¡un rato de jarana! Pues digo que el sitio es aparente para el caso.

—¿Y por qué no?—le repliqué admirándome á mi vez de sus admiraciones.

—La razón es muy sencilla—me dijo por último;—porque á cien pasos de la venta han hecho el nuevo cementerio.

Entonces fuí yo el que lo miré con ojos asombrados, y permanecí algunos instantes en silencio antes de añadir una sola palabra.

Volvimos á la ciudad, y pasó aquel día, y pasaron algunos otros más, sin que yo pudiese desechar del todo la impresión que me había causado una noticia tan inesperada. Por más vueltas que le daba, mi historia de la muchacha morena no tenía ya fin, pues el inventado no podía concebirlo, antojándoseme inverosímil un cuadro de felicidad y alegría con un cementerio por fondo.

Una tarde, resuelto á salir de dudas, pretexté una[p. 172] ligera indisposición para no acompañar á mi amigo en nuestros acostumbrados paseos, y emprendí solo el camino de la venta. Cuando dejé á mis espaldas la Macarena y su pintoresco arrabal, y comencé á cruzar por un estrecho sendero aquel laberinto de huertas, ya me parecía advertir algo extraño en cuanto me rodeaba.

Bien fuese que la tarde estaba un poco encapotada, bien que la disposición de mi ánimo me inclinaba á las ideas melancólicas, lo cierto es que sentí frío y tristeza, y noté un silencio que me recordaba la completa soledad, como el sueño recuerda la muerte.

Anduve un rato sin detenerme, acabé de cruzar las huertas para abreviar la distancia, y entré en el camino de San Lázaro, desde donde ya se divisa en lontananza el convento de San Jerónimo.

Tal vez será una ilusión; pero á mí me parece que por el camino que pasan los muertos, hasta los árboles y las hierbas toman al cabo un color diferente. Por lo menos allí se me antojó que faltaban tonos calurosos y armónicos, frescura en la arboleda, ambiente en el espacio y luz en el terreno. El paisaje era monótono, las figuras negras y aisladas.

Por aquí un carro que marchaba pausadamente cubierto de luto, sin levantar polvo, sin chasquido de látigo, sin algazara, sin movimiento casi; más allá un hombre de mala catadura con un azadón en el hombro, ó un sacerdote con su hábito talar y oscuro, ó un grupo de ancianos mal vestidos ó de aspecto repugnante, con cirios apagados en las manos, que volvían silenciosos, con la cabeza baja y los ojos fijos en la tierra. Yo me creía transportado no sé adónde; pues todo lo que veía me recordaba un paisaje cuyos contornos eran los mismos de siempre, pero cuyos colores se habían borrado, por decirlo así, no quedando de ellos sino una media tinta dudosa. La impresión que experimentaba, sólo puede compararse á la que sen[p. 173]timos en esos sueños en que por un fenómeno inexplicable, las cosas son y no son á la vez, y los sitios en que creemos hallarnos se transforman en parte de una manera estrambótica é imposible.

Por último, llegué al ventorrillo: lo recordé, más por el rótulo, que aún conservaba escrito con grandes letras en una de sus paredes, que por nada; pues en cuanto al caserío, se me figuró que hasta había cambiado de forma y proporciones. Desde luego puedo asegurar que estaba mucho más ruinoso, abandonado y triste. La sombra del cementerio, que se alzaba en el fondo, parecía extenderse hacia él, envolviéndolo en una oscura proyección como en un sudario. El ventero estaba solo, completamente solo. Conocí que era el mismo de hacía diez años; y lo conocí no sé por qué, pues en este tiempo había envejecido hasta el punto de aparentar un viejo decrépito y moribundo, mientras que cuando lo vi no representaba apenas cincuenta años, y rebosaba salud, satisfacción y vida.

Sentéme en una de las desiertas mesas; pedí algo de beber, que me sirvió el ventero, y de una en otra palabra suelta vinimos al cabo á entrar en una conversación tirada acerca de la historia de amores, cuyo último capítulo ignoraba todavía, á pesar de haber intentado adivinarlo varias veces.

—Todo—me dijo el pobre viejo,—todo parece que se ha conjurado contra nosotros desde la época que usted me recuerda. Ya lo sabe usted: Amparo era la niña de nuestros ojos, se había criado aquí desde que nació, casi era la alegría de la casa; nunca pudo echar de menos el suyo, porque yo la quería como un padre; mi hijo se acostumbró también á quererla desde niño, primero como un hermano, después con un cariño más grande todavía. Ya estaba en vísperas de casarse; yo les había ofrecido lo mejor de mi poca hacienda, pues con el producto de mi tráfico me parecía tener más que suficiente para vivir con desahogo, cuando no sé qué diablo malo tuvo envidia de[p. 174] nuestra felicidad, y la deshizo en un momento. Primero comenzó á susurrarse que iban á colocar un cementerio por esta parte de San Jerónimo: unos decían que más acá, otros que más allá; y mientras todos estábamos inquietos y temerosos, temblando de que se realizase este proyecto, una desgracia mayor y más cierta cayó sobre nosotros.

Un día llegaron aquí en un carruaje dos señores. Me hicieron mil y mil preguntas acerca de Amparo, á la cual saqué yo cuando pequeña de la casa de expósitos; me pidieron los envoltorios con que la abandonaron y que yo conservaba, resultando al fin que Amparo era hija de un señor muy rico, el cual trabajó con la justicia para arrancárnosla, y trabajó tanto, que logró conseguirlo. No quiero recordar siquiera el día que se la llevaron. Ella lloraba como una Magdalena, mi hijo quería hacer una locura, yo estaba como atontado sin comprender lo que me sucedía. ¡Se fué! Es decir, no se fué, porque nos quería mucho para irse; pero se la llevaron, y una maldición cayó sobre esta casa. Mi hijo, después de un arrebato de desesperación espantosa, cayó como en un letargo; yo no sé decir qué me pasó; creí que se me había acabado el mundo.

Mientras esto sucedía, comenzóse á levantar el cementerio; la gente huyó de estos contornos, se acabaron las fiestas, los cantares y la música, y se acabó toda la alegría de estos campos, como se había acabado toda la de nuestras almas.

Y Amparo no era más feliz que nosotros: criada aquí al aire libre, entre el bullicio y la animación de la venta, educada para ser dichosa en la pobreza, la sacaron de esta vida, y se secó como se secan las flores arrancadas de un huerto para llevarlas á un estrado. Mi hijo hizo esfuerzos increíbles por verla otra vez, por hablarle un momento. Todo fué inútil: su familia no quería. Al cabo la vió, pero la vió muerta. Por aquí pasó su entierro. Yo no sabía nada, y no sé por[p. 175] qué me eché á llorar cuando vi el ataúd. El corazón, que es muy leal, me decía á voces:

—Esa es joven como Amparo; como ella sería también hermosa; ¿quién sabe si será la misma? Y era: mi hijo siguió el entierro, entró en el patio, y al abrirse la caja, dió un grito, cayó sin sentido en tierra, y así me lo trajeron. Después se volvió loco, y loco está.

Cuando el pobre viejo llegaba á este punto de su narración, entraron en la venta dos enterradores de siniestra figura y aspecto repugnante. Acabada su tarea, venían á echar un trago «á la salud de los muertos», como dijo uno de ellos, acompañando el chiste con una estúpida sonrisa. El ventero se enjugó una lágrima con el dorso de la mano, y fué á servirles.

La noche comenzaba á cerrar, oscura y tristísima. El cielo estaba negro y el campo lo mismo. De los brazos de los árboles pendía aún, medio podrida, la soga del columpio agitada por el aire; me pareció la cuerda de una horca oscilando todavía después de haber descolgado á un reo. Sólo llegaban á mis oídos algunos rumores confusos: el ladrido lejano de los perros de las huertas, el chirrido de una noria, largo, quejumbroso y agudo como un lamento, las palabras sueltas y horribles de los sepultureros que concertaban en voz baja un robo sacrílego... No sé; en mi memoria no ha quedado, lo mismo de esta escena fantástica de desolación, que de la otra escena de alegría, más que un recuerdo confuso, imposible de reproducir. Lo que me parece escuchar tal como lo escuché entonces, es este cantar que entonó una voz plañidera, turbando de repente el silencio de aquellos lugares:

En el carro de los muertos

ha pasado por aquí,

llevaba una mano fuera,

por ella la conocí.

[p. 176]Era el pobre muchacho, que estaba encerrado en una de las habitaciones de la venta, donde pasaba los días contemplando inmóvil el retrato de su amante sin pronunciar una palabra, sin comer apenas, sin llorar, sin que se abriesen sus labios más que para cantar esa copla tan sencilla y tan tierna, que encierra un poema de dolor que yo aprendí á descifrar entonces.

Ilustración de adorno

[p. 177]

DESDE MI CELDA

CARTAS LITERARIAS


[p. 179]

Ilustración de adorno

CARTA PRIMERA

Monasterio de Veruela, 1864.

Q capitular

Queridos amigos: Heme aquí transportado de la noche á la mañana á mi escondido valle de Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por un momento para tener el gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar un cigarro juntos, charlar un poco y recordar las agradables, aunque inquietas horas de mi antigua vida. Cuando se deja una ciudad por otra, particularmente hoy, que todos los grandes centros de población se parecen, apenas se percibe el aislamiento en que nos encontramos, antojándosenos, al ver la identidad de los edificios, los trajes y las costumbres, que al volver la primera esquina vamos á hallar la casa á que concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes á quienes teníamos costumbre de ver y hallar de continuo. En el fondo de este valle, cuya melancólica belleza impresiona profundamente, cuyo eterno silencio agrada y sobrecoge á la vez, diríase, por el contrario, que los montes que lo cierran como un valladar inaccesible, me separan por completo del mundo. ¡Tan notable es el contraste de cuanto se ofrece á mis ojos; tan vagos y perdidos quedan al confundirse entre la multitud de nuevas ideas y sensaciones los recuerdos de las cosas más recientes!

[p. 180]Ayer, con vosotros en la tribuna del Congreso, en la redacción, en el teatro Real, en La Iberia; hoy sonándome aún en el oído la última frase de una discusión ardiente, la última palabra de un artículo de fondo, el postrer acorde de un andante, el confuso rumor de cien conversaciones distintas, sentado á la lumbre de un campestre hogar donde arde un tronco de carrasca que salta y cruje antes de consumirse, saboreo en silencio mi taza de café, único exceso que en estas soledades me permito, sin que turbe la honda calma que me rodea otro ruido que el del viento que gime á lo largo de las desiertas ruinas y el agua que lame los altos muros del monasterio ó corre subterránea atravesando sus claustros sombríos y medrosos. Una muchacha con su zagalejo corto y naranjado, su corpiño oscuro, su camisa blanca y cerrada, sobre la que brillan dos gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias azules y sus abarcas atadas con un listón negro, que sube cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la pierna, va y viene cantando á media voz por la cocina, atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los pucheros donde se condimenta la futura cena, y dispone el agua hirviente, negra y amarga que me mira beber con asombro. Á estas alturas y mientras dura el frío, la cocina es el estrado, el gabinete y el estudio.

Cuando sopla el cierzo, cae la nieve ó azota la lluvia los vidrios del balcón de mi celda, corro á buscar la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo á mis pies al perro, que se enrosca junto á la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la cocina las mil chispas de oro con que se abrillantan las cacerolas y los trastos de la espetera, al reflejo del fuego, ¡cuántas veces he interrumpido la lectura de una escena de La Tempestad, de Shakespeare, ó del Caín, de Byron, para oir el ruido del agua que hierve á borbotones, coronándose de espuma, y levantando con sus penachos de vapor azul y ligero la tapadera de metal que golpea los bordes de la vasija! Un mes hace que[p. 181] falto de aquí, y todo se encuentra lo mismo que antes de marcharme. El temeroso respeto de estos criados hacia todo lo que me pertenece, no puede menos de traerme á la imaginación las irreverentes limpiezas, los temibles y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas de Madrid. Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo, pero con las mismas señales y colocados en el orden que yo los tenía, están aún mis libros y mis papeles. Más allá cuelga de un clavo la cartera de dibujo; en un rincón veo la escopeta, compañera inseparable de mis filosóficas excursiones, con la cual he andado mucho, he pensado bastante y no he matado casi nada. Después de apurar mi taza de café, y mientras miro danzar las llamas violadas, rojas y amarillas á través del humo del cigarro que se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he pensado un poco sobre qué escribiría á ustedes para El Contemporáneo, ya que me he comprometido á contribuir con una gota de agua, á fin de llenar ese océano sin fondo, ese abismo de cuartillas que se llama periódico, especie de tonel, que como al de las Danaidas, siempre se le está echando original y siempre está vacío. Las únicas ideas que me han quedado como flotando en la memoria, y sueltas de la masa general que ha oscurecido y embotado el cansancio del viaje, se refieren á los detalles de éste que carecen en sí de interés, que en otras mil ocasiones he podido estudiar, pero que nunca, como ahora, se han ofrecido á mi imaginación en conjunto, y contrastando entre sí de un modo tan extraordinario y patente.

Los diversos medios de locomoción de que he tenido que servirme para llegar hasta aquí, me han recordado épocas y escenas tan distintas, que algunos ligeros rasgos de lo que de ellas recuerdo, trazados por pluma más avezada que la mía á esta clase de estudios, bastarían á bosquejar un curioso cuadro de costumbres.

Como por todo equipaje no llevaba más que un pequeño saco de noche, después de haberme despedido[p. 182] de ustedes llegué á la estación del ferrocarril á punto de montar en el tren. Previo un ligero saludo de cabeza dirigido á las pocas personas que de antemano se encontraban en el coche, y que habían de ser mis compañeras de viaje, me acomodé en un rincón esperando el momento de partir, que no debía de tardar mucho, á juzgar por la precipitación de los rezagados, el ir y venir de los guardas de la vía y el incesante golpear de las portezuelas. La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos resoplidos, como un caballo de raza impaciente hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el hipódromo. De cuando en cuando una pequeña oscilación hacía crujir las coyunturas de acero del monstruo; por último sonó la campana, el coche hizo un brusco movimiento de adelante atrás y de atrás adelante, y aquella especie de culebra negra y monstruosa partió arrastrándose por el suelo á lo largo de los rails y arrojando silbidos estridentes que resonaban de una manera particular en el silencio de la noche. La primera sensación que se experimenta al arrancar un tren, es siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual, aunque en grado máximo, al que produce un simón desvencijado al rodar por una calle mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde. Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginoso que tiene todo lo grande; pero como quiera que, aunque mezclado con algo que place, hay mucho que incomoda, también es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no se puede decir que se pertenece uno á sí mismo por completo.

Apenas hubimos andado algunos kilómetros, y cuando pude enterarme de lo que había á mi alrededor, empecé á pasar revista á mis compañeros de coche; ellos, por su parte, creo que hacían algo por el[p. 183] estilo, pues con más ó menos disimulo todos comenzamos á mirarnos unos á otros de los pies á la cabeza.

Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy pocas personas. En el asiento que hacía frente al en que yo me había colocado, y sentada de modo que los pliegues de su amplia y elegante falda de seda me cubrían casi los pies, iba una joven como de dieciséis á diecisiete años, la cual, á juzgar por la distinción de su fisonomía y ese no sé qué aristocrático que se siente y no puede explicarse, debía de pertenecer á una clase elevada. Acompañábala un aya, pues tal me pareció una señora muy atildada y fruncida que ocupaba el asiento inmediato, y que de cuando en cuando le dirigía la palabra en francés para preguntarle cómo se sentía, qué necesitaba, ó advertirle de qué manera estaría más cómoda. La edad de aquella señora y el interés que se tomaba por la joven, pudieran hacer creer que era su madre; pero, á pesar de todo, yo notaba en su solicitud algo de afectado y mercenario, que fué el dato que desde luego tuve en cuenta para clasificarla.

Haciendo vis-à-vis con el aya francesa, y medio enterrado entre los almohadones de un rincón, como viajero avezado á las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto y rubio como casi todos los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más acabado y completo que su traje de touriste; nada más curioso que sus mil cachivaches de viaje, todos blancos y relucientes; aquí la manta escocesa, sujeta con sus hebillas de acero; allá el paraguas y el bastón con su funda de vaqueta; terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa de piel de Rusia. Cuando volví los ojos para mirarle, el inglés, desde todo lo alto de su deslumbradora corbata blanca, paseaba una mirada olímpica sobre nosotros, y luego que su pupila verde, dilatada y redonda, se hubo empapado bien en los objetos, entornó nuevamente los párpados, de modo que, heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas largas y rubias se me antojaban á veces dos[p. 184] hilos de oro que sujetaban por el cabo una remolacha, pues no á otra cosa podría compararse su nariz. Formando contraste con este seco y estirado gentleman, que una vez entornados los ojos y bien acomodado en su rincón, permanecía inmóvil como una esfinge de granito, en el extremo opuesto del coche, y ya poniéndose de pie, ya agachándose para colocar una enorme sombrerera debajo del asiento, ó recostándose alternativamente de un lado y de otro, como el que siente un dolor agudo y de ningún modo se encuentra bien, bullía sin cesar un señor de unos cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho, el cual señor, á lo que pude colegir por sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos á Zaragoza, de donde nunca había salido sino á la capital de su provincia, hasta que con ocasión de ciertos negocios propios del Ayuntamiento de que formaba parte, había estado últimamente en la corte como cosa de un mes.

Todo esto, y mucho más, se lo dijo él solo sin que nadie se lo preguntara, porque el bueno del hombre era de lo más expansivo con que he topado en mi vida, mostrando tal afán por enredar conversación sobre cualquier cosa, que no perdonaba coyuntura.

Primero suplicó al inglés le hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa del coche que tenía más próxima; el inglés entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin contestar una sola palabra á las expresivas frases con que le agradeciera el obsequio. De seguida se dirigió á la joven para preguntarle si la señora que la acompañaba era su mamá. La joven le contestó que no con una desdeñosa sobriedad de palabras. Después se encaró conmigo, deseando saber si seguiría hasta Pamplona: satisfice esta pregunta, y él, tomando pie de mi contestación, dijo que se quedaba en Tudela; y á propósito de esto, habló de mil cosas diferentes y todas á cual de menos importancia, sobre todo para los que le escuchábamos. Cansado de su desesperante monólogo ó agotados los[p. 185] recursos de su imaginación, nuestro buen hombre, que por lo visto se fastidiaba á más no poder dentro de aquella atmósfera glacial y afectada, tan de buen tono entre personas que no se conocen, comenzó á poco, sin duda para distraer su aburrimiento, una serie de maniobras á cual más inconvenientes y originales. Primero cantó un rato á media voz alguna de las habaneras que habría oído en Madrid á la criada de la casa de pupilos; después comenzó á atravesar el coche de un extremo á otro, dando aquí al inglés con el codo ó pisando allí el extremo del traje de las señoras para asomarse á las ventanillas de ambos lados; por último, y esta fué la broma más pesada, dió en la flor de bajar los cristales en cada una de las estaciones para leer en alta voz el nombre del pueblo, pedir agua ó preguntar los minutos que se detendría el tren. En unas y en otras, ya nos encontrábamos cerca de Medinaceli, y la noche se había entrado fría, anubarrada y desagradable; de modo que cada vez que se abría una de las portezuelas, se estaba en peligro inminente de coger un catarro. El inglés, que hubo de comprenderlo así, se envolvió silenciosamente en su magnífica manta escocesa; la joven, por consejo del aya, que se lo dijo en alta voz, se puso un abrigo; yo, á falta de otra cosa, me levanté el cuello del gabán y hundí cuanto pude la cabeza entre los hombros. Nuestro hombre, sin embargo, prosiguió impertérrito practicando la misma peligrosa operación tantas veces cuantas paraba el tren, hasta que al cabo, no sé si cansado de este ejercicio ó advertido de la escena muda de arropamiento general que se repetía tantas veces cuantas él abría la ventanilla, cerró con aire de visible mal humor los cristales, tornando á echarse en su rincón, donde á los pocos minutos roncaba como un bendito, amenazando aplastarme la nariz con la coronilla en uno de aquellos bruscos vaivenes que de cuando en cuando le hacían salir sobresaltado de su modorra para restregarse los ojos, mirar[p. 186] el reloj y volverse á dormir de nuevo. El peso de las altas horas de la noche comenzaba á dejarse sentir. En el vagón reinaba un silencio profundo, interrumpido sólo por el eterno y férreo crujir del tren, y algún que otro resoplido de nuestro amodorrado compañero, que alternaba en esta tarea con la máquina.

El inglés se durmió también; pero se durmió grave y dignamente, sin mover pie ni mano, como si á pesar del letargo que le embargaba tuviese la conciencia de su posición. El aya comenzó á cabecear un poco, acabando por bajar el velo de su capota oscura y dormirse en estilo semiserio. Quedamos, pues, desvelados, como las vírgenes prudentes de la parábola, tan sólo la joven y yo. Á decir verdad, yo también me hubiera rendido al peso del aturdimiento y á las fatigas de la vigilia si hubiese tenido la seguridad de mantenerme en mi sueño en una actitud, si no tan grave como la del inmóvil gentleman, al menos no tan grotesca como la del buen regidor aragonés, que ora dejándose caer la gorra en una cabezada, ora roncando como un órgano ó balbuceando palabras ininteligibles, ofrecía el espectáculo más chistoso que imaginarse puede. Para despabilarme un poco resolví dirigir la palabra á la joven; pero por una parte temía cometer una indiscreción, mientras por otra, y no era esto lo menos para permanecer callado, no sabía cómo empezar. Entonces volví los ojos, que había tenido clavados en ella con alguna insistencia, y me entretuve en ver pasar á través de los cristales, y sobre una faja de terreno oscuro y monótono, ya las blancas nubes de humo y de chispas que se quedaban al paso de la locomotora rozando la tierra y como suspendidas é inmóviles, ya los palos del telégrafo, que parecían perseguirse y querer alcanzarse unos á otros lanzados á una carrera fantástica. No obstante, la aproximación de aquella mujer hermosa que yo sentía aún sin mirarla, el roce de su falda de seda que tocaba á mis pies y crujía á cada uno de sus movimientos, el sopor[p. 187] vertiginoso del incesante ruido, la languidez del cansancio, la misteriosa embriaguez de las altas horas de la noche, que pesan de una manera tan particular sobre el espíritu, comenzaron á influir en mi imaginación, ya sobreexcitada extrañamente.

Estaba despierto, pero mis ideas iban poco á poco tomando esa forma extravagante de los ensueños de la mañana, historias sin principio ni fin, cuyos eslabones de oro se quiebran con un rayo de enojosa claridad y vuelven á soldarse apenas se corren las cortinas del lecho. La vista se me fatigaba de ver pasar, eterna, monótona y oscura como un mar de asfalto, la línea del horizonte, que ya se alzaba, ya se deprimía, imitando el movimiento de las olas. De cuando en cuando dejaba caer la cabeza sobre el pecho, rompía el hilo de las historias extraordinarias que iba fingiendo en la mente y entornaba los ojos; pero apenas los volvía á abrir encontraba siempre delante de ellos á aquella mujer, y tornaba á mirar por los cristales, y tornaba á soñar imposibles. Yo he oído decir á muchos, y aun la experiencia me ha enseñado un poco, que hay horas peligrosas, horas lentas y cargadas de extraños pensamientos y de una voluptuosa pesadez, contra la que es imposible defenderse: en esas horas, como cuando nos turban la cabeza los vapores del vino, los sonidos se debilitan y parece que se oyen muy distantes, los objetos se ven como velados por una gasa azul, y el deseo presta audacia al espíritu, que recobra para sí todas las fuerzas que pierde la materia. Las horas de la madrugada, esas horas que deben de tener más minutos que las demás, esas horas en que entre el caos de la noche comienza á forjarse el día siguiente, en que el sueño se despide con su última visión, y la luz se anuncia con ráfagas de claridad incierta, son sin duda alguna las que en más alto grado reunen semejantes condiciones. Yo no sé el tiempo que transcurrió mientras á la vez dormía y velaba, ni tampoco me sería fácil apuntar algunas[p. 188] de las fantásticas ideas que cruzaron por mi imaginación, porque ahora sólo recuerdo cosas desasidas y sin sentido, como esas notas sueltas de una música lejana que trae el viento á intervalos en ráfagas sonoras: lo que sí puedo asegurar es que gradualmente se fueron embotando mis sentidos, hasta el punto que cuando un gran estremecimiento, una bocanada de aire frío y la voz del guarda de la vía me anunciaron que estaba en Tudela, no supe explicarme cómo me encontraba tan pronto en el término de la primera parte de mi peregrinación.

Era completamente de día, y por la ventanilla del coche, que había abierto de par en par el señor gordo, entraban á la vez el sol rojizo y el aire fresco de la mañana. Nuestro regidor aragonés, que por lo que podía colegirse no veía la hora de dejar tan poco agradable reunión, apenas se convenció de que estábamos en Tudela, tercióse la capa al hombro, cogió en una mano su sombrerera monstruo, en la otra el cesto, y saltó al andén con una agilidad que nadie hubiera sospechado en sus años y en su gordura. Yo tomé asimismo el pequeño saco que era todo mi equipaje; dirigí una última mirada á aquella mujer á quien acaso no volvería á ver más, y que había sido la heroína de mi novela de una noche, y después de saludar á mis compañeros, salí del vagón buscando á un chico que llevase aquel bulto y me condujese á una fonda cualquiera.

Tudela es un pueblo grande con ínfulas de ciudad, y el parador adonde me condujo mi guía, una posada con ribetes de fonda. Sentéme y almorcé: por fortuna, si el almuerzo no fué gran cosa, la mesa y el servicio estaban limpios. Hagamos esta justicia á la navarra que se encuentra al frente del establecimiento. Aún no había tomado los postres, cuando el campanilleo de las colleras, los chasquidos del látigo y las voces del zagal que enganchaba las mulas, me anunciaron que el coche de Tarazona iba á salir muy pronto.[p. 189] Acabé de prisa y corriendo de tomar una taza de café bastante malo y clarito por más señas, y ya se oían los gritos de ¡al coche! ¡al coche! unidos á las despedidas en alta voz, al ir y venir de los que colocaban los equipajes en la baca, y las advertencias, mezcladas de interjecciones, del mayoral que dirigía las maniobras desde el pescante como un piloto desde la popa de su buque.

La decoración había cambiado por completo, y nuevos y característicos personajes se encontraban en escena. En primer término, y unos recostados contra la pared, otros sentados en los marmolillos de las esquinas ó agrupados en derredor del coche, veíanse hasta quince ó veinte desocupados del lugar, para quienes el espectáculo de una diligencia que entra ó sale es todavía un gran acontecimiento. Al pie del estribo algunos muchachos desarrapados y sucios abrían con gran oficiosidad las portezuelas pidiendo indirectamente una limosna, y en el interior del ómnibus, pues este era propiamente el nombre que debiera darse al vehículo que iba á conducirnos á Tarazona, comenzaban á ocupar sus asientos los viajeros. Yo fuí uno de los primeros en colocarme en mi sitio al lado de dos mujeres, madre é hija, naturales de un pueblo cercano, y que venían de Zaragoza, adonde, según me dijeron, habían ido á cumplir no sé qué voto á la Virgen del Pilar: la muchacha tenía los ojos retozones, y de la madre se conservaba todo lo que á los cuarenta y pico de años puede conservarse de una buena moza. Tras mí entró un estudiante del seminario, á quien no hubo de parecer saco de paja la muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto á ella, porque ya lo había hecho yo, se compuso de modo que en aquellas estrecheces se tocasen rodilla con rodilla. Siguieron al estudiante otros dos individuos del sexo feo, de los cuales el primero parecía militar en situación de reemplazo, y el segundo uno de esos pobres empleados de poco sueldo, á quienes á cada instante trasiega el mi[p. 190]nisterio de una provincia á otra. Ya estábamos todos, y cada uno en su lugar correspondiente, y dándonos el parabién porque íbamos á estar un poco holgados, cuando apareció en la portezuela, y como un retrato dentro de su moldura, la cabeza de un clérigo entrado en edad, pero guapote y de buen color, al que acompañaba una ama ó dueña, como por aquí es costumbre llamarles, que en punto á cecina de mujer era de lo mejor conservado y apetitoso á la vista que yo he encontrado de algún tiempo á esta parte.

Sintieron unos y se alegraron otros de la llegada de los nuevos compañeros, siendo de los segundos el escolar, el cual encontró ocasión de encajarse más estrechamente con su vecina de asiento, mientras hacía un sitio al ama del cura, sitio pequeño para el volumen que había de ocuparlo, aunque grande por la buena voluntad con que se le ofrecía. Sentóse el ama, acomodóse el clérigo, y ya nos disponíamos á partir, cuando, como llovido del cielo ó salido de los profundos, hete aquí que se nos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril, con su imprescindible cesto y su monstruosa sombrerera. Referir las cuchufletas, las interjecciones, las risas y los murmullos que se oyeron á su llegada, sería asunto imposible, como tampoco es fácil recordar las maniobras de cada uno de los viajeros para impedir que se acomodase á su lado. Pero aquel era el elemento de nuestro hombre gordo: allí donde se reía, se empujaba, y unos manoteando, otros impasibles todos hablaban á un tiempo, se encontraba el buen regidor como el pez en el agua ó el pájaro en el aire. A las cuchufletas respondía con chanzas, á las interjecciones encogiéndose de hombros, y á los envites de codos con codazos, de manera que á los pocos minutos ya estaba sentado y en conversación con todos como si los conociese de antigua fecha. En esto partió el coche, comenzando ese continuo vaivén al compás del trote de las mulas, las campanillas del caballo delantero, el saltar de los cristales, el revolo[p. 191]tear de los visillos y los chasquidos del látigo del mayoral, que constituyen el fondo de armonía de una diligencia en marcha. Las torres de Tudela desaparecieron detrás de una loma bordada de viñedos y olivares. Nuestro hombre gordo, apenas se vió engolfado camino adelante y en compañía tan franca, alegre y de su gusto, desenvainó del cesto una botella y la merienda correspondiente para echar un trago. Dada la señal del combate, el fuego se hizo general en toda la línea, y unos de la fiambrera de hoja de lata, otros de un canastillo ó del número de un periódico, cada cual sacó su indispensable tortilla de huevos con variedad de tropezones. Primero la botella, y cuando ésta se hubo apurado, una bota de media azumbre del seminarista, comenzaron á andar á la ronda por el coche. Las mujeres, aunque se excusaban tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con el vino; el mayoral, dejando el cuidado de las mulas al delantero, sentóse de medio ganchete en el pescante y formó parte del corro, no siendo de los más parcos en el beber; yo, aunque con nada había contribuído al festín, también tuve que empinar el codo más de lo que acostumbro.

Á todo esto no cesaba el zarandeo del carruaje; de modo que con el aturdimiento del vinillo, el continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas, las risotadas de éstos, el gritar de aquéllos, las palabritas á media voz de los de más allá, un poco de sol enfilado á los ojos por las ventanillas, y un bastante de polvo del que levantaban las mulas, las tres horas de camino que hay desde Tarazona á Tudela pasaron entre gloria y purgatorio, ni tan largas que me dieran lugar á desesperarme, ni tan breves que no viera con gusto el término de mi segunda jornada.

En Tarazona nos apeamos del coche entre una doble fila de curiosos, pobres y chiquillos. Despedímonos cordialmente los unos de los otros, volví á encargar á un chicuelo de la conducción de mi equipaje, y me encaminé al azar por aquellas calles estrechas, tor[p. 192]cidas y oscuras, perdiendo de vista, tal vez para siempre, á mi famoso regidor, que había empezado por fastidiarme, concluyendo al fin por hacerme feliz con su eterno buen humor, su incansable charla y su inquietud increíble en una persona de su edad y su volumen. Tarazona es una ciudad pequeña y antigua; más lejos del movimiento que Tudela, no se nota en ella el mismo adelanto, pero tiene un carácter más original y artístico. Cruzando sus calles con arquillos y retablos, con caserones de piedra llenos de escudos y timbres heráldicos, con altas rejas de hierro de labor exquisita y extraña, hay momentos en que se cree uno transportado á Toledo, la ciudad histórica por excelencia.

Al fin, después de haber discurrido un rato por aquel laberinto de calles, llegamos á la posada, que posada era con todos los accidentes y el carácter de tal el sitio á que me condujo mi guía. Figúrense ustedes un medio punto de piedra carcomida y tostada, en cuya clave luce un escudo con un casco que en vez de plumas tiene en la cimera una pomposa mata de jaramagos amarillos, nacida entre las hendiduras de los sillares; junto al blasón de los que fueron un día señores de aquella casa solariega, hay un palo, con una tabla en la punta á guisa de banderola, en que se lee con grandes letras de almagre el título del establecimiento; el nudoso y retorcido tronco de una parra que comienza á retoñar, cubre de hojas verdes, transparentes é inquietas, un ventanuquillo abierto en el fondo de una antigua ojiva rellena de argamasa y guijarros de colores; á los lados del portal sirven de asiento algunos trozos de columnas, sustentados por rimeros de ladrillos ó capiteles rotos y casi ocultos entre las yerbas que crecen al pie del muro, en el cual, entre remiendos y parches de diferentes épocas, unos blancos y brillantes aún, otros con oscuras manchas de ese barniz particular de los años, se ven algunas estaquillas de madera clavadas en las hendiduras. Tal se ofreció[p. 193] á mis ojos el exterior de la posada; el interior no parecía menos pintoresco.

A la derecha, y perdiéndose en la media luz que penetraba de la calle, veíase una multitud de arcos chatos y macizos que se cruzaban entre sí, dejando espacio en sus huecos á una larga fila de pesebres, formados de tablas mal unidas al pie de los postes; y diseminados por el suelo, tropezábase aquí con las enjalmas de una caballería, allá con unos cuantos pellejos de vino ó gruesas sacas de lana, sobre las que merendaban sentados en corro y con el jarro en primer lugar, algunos arrieros y trajinantes.

En el fondo, y caracoleando pegada á los muros ó sujeta con puntales, subía á las habitaciones interiores una escalerilla empinada y estrecha, en cuyo hueco, y revolviendo un haz de paja, picoteaban los granos perdidos hasta una media docena de gallinas; la parte de la izquierda, á la que daba paso un arco apuntado y ruinoso, dejaba ver un rincón de la cocina iluminado por el resplandor rojizo y alegre del hogar, en donde formaban un gracioso grupo la posadera, mujer frescota y de buen temple, aunque entrada en años, una muchacha vivaracha y despierta como de quince á dieciséis, y cuatro ó cinco chicuelos rubios y tiznados, amén de un enorme gato rucio y dos ó tres perros que se habían dormido al amor de la lumbre.

Después de dar un vistazo á la posada, hice presente al posadero el objeto que en su busca me traía, el cual estaba reducido á que me pusiese en contacto con alguien que me quisiera ceder una caballería para trasladarme á Veruela, punto al que no se puede llegar de otro modo.

Hízolo así el posadero, ajusté el viaje con unos hombres que habían venido á vender carbón de Purujosa y se tornaban de vacío, y héteme aquí otra vez en marcha y camino del Moncayo, atalajado en una mula como en los buenos tiempos de la Inquisición y del rey absoluto. Cuando me vi en mitad del camino,[p. 194] entre aquellas subidas y bajadas tan escabrosas, rodeado de los carboneros, que marchaban á pie á mi lado cantando una canción monótona y eterna; delante de mis ojos la senda, que parecía una culebra blancuzca é interminable que se alejaba enroscándose por entre las rocas, desapareciendo aquí y tornando á aparecer más allá, y á un lado y otro los horizontes inmóviles y siempre los mismos, figurábaseme que hacía un año me había despedido de ustedes, que Madrid se había quedado en el otro cabo del mundo, que el ferrocarril que vuela, dejando atrás las estaciones y los pueblos, salvando los ríos y horadando las montañas, era un sueño de la imaginación ó un presentimiento de lo futuro. Como la verdad es que yo fácilmente me acomodo á todas las cosas, pronto me encontré bien con mi última manera de caminar, y dejando ir á la mula á su paso lento y uniforme, eché á volar la fantasía por los espacios imaginarios, para que se ocupase en la calma y en la frescura sombría de los sotos de álamos que bordan el camino, en la luminosa serenidad del cielo, ó saltase, como salta el ligero montañés, de peñasco en peñasco, por entre las quiebras del terreno, ora envolviéndose como en una gasa de plata en la nube que viene rastrera, ora mirando con vertiginosa emoción el fondo de los precipicios por donde va el agua, unas veces ligera, espumosa y brillante, y otras sin ruido, sombría y profunda.

Como quiera que cuando se viaja así, la imaginación desasida de la materia tiene espacio y lugar para correr, volar y juguetear como una loca por donde mejor le parece, el cuerpo, abandonado del espíritu, que es el que lo percibe todo, sigue impávido su camino hecho un bruto y atalajado como un pellejo de aceite, sin darse cuenta de sí mismo, ni saber si se cansa ó no. En esta disposición de ánimo anduvimos no sé cuántas horas, porque ya no tenía ni conciencia del tiempo, cuando un airecillo agradable, aunque un poco fuerte, me anunció que habíamos llegado á la más alta de las[p. 195] cumbres que por la parte de Tarazona rodean el valle, término de mis peregrinaciones. Allí, después de haberme apeado de la caballería para seguir á pie el poco camino que me faltaba, pude exclamar como los Cruzados á la vista de la ciudad santa:

Ecco apparir Gerusalem si vede.

En efecto, en el fondo del melancólico y silencioso valle, al pie de las últimas ondulaciones del Moncayo, que levantaba sus aéreas cumbres coronadas de nieve y de nubes, medio ocultas entre el follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por la última luz del sol poniente, vi las vetustas murallas y las puntiagudas torres del monasterio, en donde ya instalado en una celda, y haciendo una vida mitad por mitad literaria y campestre, espera vuestro compañero y amigo recobrar la salud, si Dios es servido de ello, y ayudaros á soportar la pesada carga del periódico en cuanto la enfermedad y su natural propensión á la vagancia se lo permitan.

Ilustración de adorno

[p. 197]

Ilustración de adorno

CARTA SEGUNDA

Q capitular

Queridos amigos: Si me vieran ustedes en algunas ocasiones con la pluma en la mano y el papel delante, buscando un asunto cualquiera para emborronar catorce ó quince cuartillas, tendrían lástima de mí. Gracias á Dios que no tengo la perniciosa, cuanto fea costumbre, de morderme las uñas en caso de esterilidad, pues hasta tal punto me encuentro apurado é irresoluto en estos trances, que ya sería cosa de haberme comido la primera falange de los dedos. Y no es precisamente porque se hayan agotado de tal modo mis ideas, que registrando en el fondo de la imaginación, en donde andan enmarañadas é indecisas, no pudiese topar con alguna y traerla, á ser preciso, por la oreja, como dómine de lugar á muchacho travieso. Pero no basta tener una idea; es necesario despojarla de su extraña manera de ser, vestirla un poco al uso para que esté presentable, aderezarla y condimentarla, en fin, á propósito, para el paladar de los lectores de un periódico, político por añadidura. Y aquí está lo espinoso del caso, aquí la gran dificultad.

Entre los pensamientos que antes ocupaban mi imaginación y los que aquí han engendrado la soledad y el retiro, se ha trabado una lucha titánica, hasta que, por último, vencidos los primeros por el número y la intensidad de sus contrarios, han ido á refugiarse no[p. 198] sé dónde, porque yo los llamo y no me contestan, los busco y no parecen. Ahora bien: lo que se siente y se piensa aquí en armonía con la profunda calma y el melancólico recogimiento de estos lugares, ¿podrá encontrar un eco en los que viven en ese torbellino de intereses opuestos, de pasiones sobreexcitadas, de luchas continuas, que se llama la Corte?

Yo juzgo de la impresión que pueden hacer ideas que nacen y se desarrollan en la austera soledad de estos claustros, por la que á su vez me producen las que ahí hierven, y de las cuales diariamente me trae El Contemporáneo como un abrasado soplo. Al periódico que todas las mañanas encontramos en Madrid sobre la mesa del comedor ó en el gabinete de estudio, se le recibe como á un amigo de confianza que viene á charlar un rato, mientras se hace hora de almorzar; con la ventaja de que si saboreamos un veguero, mientras él nos refiere, comentándola, la historia del día de ayer, ni siquiera hay necesidad de ofrecerle otro, como al amigo. Y esa historia de ayer que nos refiere, es hasta cierto punto la historia de nuestros cálculos, de nuestras simpatías ó de nuestros intereses; de modo que su lenguaje apasionado, sus frases palpitantes, suelen hablar á un tiempo á nuestra cabeza, á nuestro corazón y á nuestro bolsillo: en unas ocasiones repite lo que ya hemos pensado, y nos complace hallarlo acorde con nuestro modo de ver; otras nos dice la última palabra de algo que comenzábamos á adivinar, ó nos da el tema en armonía con las vibraciones de nuestra inteligencia para proseguir pensando. Tan íntimamente está enlazada su vida intelectual con la nuestra; tan una es la atmósfera en que se agitan nuestras pasiones y las suyas. Aquí, por el contrario, todo parece conspirar á un fin diverso. El periódico llega á los muros de este retiro como uno de esos círculos que se abren en el agua cuando se arroja una piedra, y que poco á poco se van debilitando á medida que se alejan del punto de donde partieron, hasta[p. 199] que vienen á morir en la orilla con un rumor apenas perceptible. El estado de nuestra imaginación, la soledad que nos rodea, hasta los accidentes locales parecen contribuir á que sus palabras suenen de otro modo en el oído. Juzgad si no por lo que á mí me sucede.

Todas las tardes, y cuando el sol comienza á caer, salgo al camino que pasa por delante de las puertas del monasterio para aguardar al conductor de la correspondencia que me trae los periódicos de Madrid. Frente al arco que da entrada al primer recinto de la abadía, se extiende una larga alameda de chopos tan altos, que cuando agita las ramas el viento de la tarde, sus copas se unen y forman una inmensa bóveda de verdura. Por ambos lados del camino, y saltando y cayendo con un murmullo apacible por entre las retorcidas raíces de los árboles, corren dos arroyos de agua cristalina y transparente, fría como la hoja de una espada y delgada como su filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de los chopos, salpicadas de manchas inquietas y luminosas, está á trechos cubierto de una yerba alta, espesa y finísima, entre la que nacen tantas margaritas blancas, que semejan á primera vista esa lluvia de flores con que alfombran el suelo los árboles frutales en los templados días de Abril. En los ribazos, y entre los zarzales y los juncos del arroyo, crecen las violetas silvestres, que, aunque casi ocultas entre sus rastreras hojas, se anuncian á gran distancia con su intenso perfume; y por último, también cerca del agua y formando como un segundo término, déjase ver por entre los huecos que quedan de tronco á tronco una doble fila de nogales corpulentos con sus copas redondas, compactas y oscuras.

Como á la mitad de esta alameda deliciosa, y en un punto en que varios olmos dibujan un círculo pequeño, enlazando entre sí sus espesas ramas, que recuerdan, al tocarse en la altura, la cúpula de un san[p. 200]tuario; sobre una escalinata formada de grandes sillares de granito, por entre cuyas hendiduras nacen y se enroscan los tallos y las flores trepadoras, se levanta gentil, artística y alta, casi como los árboles, una cruz de mármol, que merced á su color, es conocida en estas cercanías por la Cruz negra de Veruela. Nada más hermosamente sombrío que este lugar. Por un extremo del camino limita la vista el monasterio con sus arcos ojivales, sus torres puntiagudas, y sus muros almenados é imponentes; por el otro, las ruinas de una pequeña ermita se levantan al pie de una eminencia sembrada de tomillos y romeros en flor. Allí, sentado al pie de la cruz, y teniendo en las manos un libro que casi nunca leo, y que muchas veces dejo olvidado en las gradas de piedra, estoy una y dos y á veces hasta cuatro horas aguardando el periódico. De cuando en cuando veo atravesar á lo lejos una de esas figuras aisladas que se colocan en un paisaje para hacer sentir mejor la soledad del sitio. Otras veces, exaltada la imaginación, creo distinguir confusamente, sobre el fondo oscuro del follaje, á los monjes blancos que van y vienen silenciosos alrededor de su abadía, ó á una muchacha de la aldea que pasa por ventura al pie de la cruz con un manojo de flores en el halda, se arrodilla un momento y deja un lirio azul sobre los peldaños. Luego, un suspiro que se confunde con el rumor de las hojas; después... ¡qué sé yo!... escenas sueltas de no sé qué historia que yo he oído ó que inventaré algún día; personajes fantásticos que, unos tras otros, van pasando ante mi vista, y de los cuales cada uno me dice una palabra ó me sugiere una idea: ideas y palabras que más tarde germinarán en mi cerebro, y acaso den fruto en el porvenir.

La aproximación del correo viene siempre á interrumpir una de estas maravillosas historias. En el profundo silencio que me rodea, el lejano rumor de los pasos de su caballo que cada vez se percibe más distinto, lo anuncia á larga distancia; por fin llega adonde[p. 201] estoy, saca el periódico de la bolsa de cuero que trae terciada al hombro, me lo entrega, y después de cambiar algunas palabras ó un saludo, desaparece por el extremo opuesto del camino que trajo.

Como lo he visto nacer, como desde que vino al mundo he vivido con su vida febril y apasionada, El Contemporáneo no es para mí un papel como otro cualquiera, sino que sus columnas son ustedes todos, mis amigos, mis compañeros de esperanzas ó desengaños, de reveses ó de triunfos, de satisfacciones ó de amarguras. La primera impresión que siento, pues, al recibirle, es siempre una impresión de alegría, como la que se experimenta al romper la cubierta de una carta en cuyo sobre hemos visto una letra querida, ó como cuando en un país extranjero se estrecha la mano de un compatriota y se oye hablar el idioma nativo. Hasta el olor particular del papel húmedo y la tinta de imprenta, olor especialísimo que por un momento viene á sustituir al perfume de las flores que aquí se respira por todas partes, parece que hiere la memoria del olfato, memoria extraña y viva que indudablemente existe, y me trae un pedazo de mi antigua vida, de aquella inquietud, de aquella actividad, de aquella fiebre fecunda del periodismo. Recuerdo el incesante golpear y crujir de la máquina que multiplicaba por miles las palabras que acabábamos de escribir y que salían aún palpitando de la pluma; recuerdo el afán de las últimas horas de redacción, cuando la noche va de vencida y el original escasea; recuerdo, en fin, las veces que nos ha sorprendido el día corrigiendo un artículo ó escribiendo una noticia última sin hacer más caso de las poéticas bellezas de la alborada que de la carabina de Ambrosio. En Madrid, y para nosotros en particular, ni sale ni se pone el sol: se apaga ó se enciende la luz, y es por la única cosa que lo advertimos.

Al fin rompo la faja del periódico, y comienzo á pasar la vista por sus renglones hasta que gradual[p. 202]mente me voy engolfando en su lectura, y ya ni veo ni oigo nada de lo que se agita á mi alrededor. El viento sigue suspirando entre las copas de los árboles, el agua sonriendo á mis pies, y las golondrinas, lanzando chillidos agudos, pasan sobre mi cabeza; pero yo, cada vez más absorto y embebido con las nuevas ideas que comienzan á despertarse á medida que me hieren las frases del diario, me juzgo transportado á otros sitios y á otros días. Paréceme asistir de nuevo á la Cámara, oir los discursos ardientes, atravesar los pasillos del Congreso, donde entre el animado cuchicheo de los grupos se forman las futuras crisis; y luego veo las secretarías de los ministerios en donde se hace la política oficial; las redacciones donde hierven las ideas que han de caer al día siguiente como la piedra en el lago, y los círculos de la opinión pública que comienzan en el Casino, siguen en las mesas de los cafés y acaban en los guardacantones de las calles. Vuelvo á seguir con interés las polémicas acaloradas, vuelvo á reanudar el roto hilo de las intrigas, y ciertas fibras embotadas aquí, las fibras de las pasiones violentas, la inquieta ambición, el ansia de algo más perfecto, el afán de hallar la verdad escondida á los ojos humanos, tornan á vibrar nuevamente y á encontrar en mi alma un eco profundo. «El Diario Español, El Pensamiento ó La Iberia, hablan de esto, afirman aquello, ó niegan lo de más allá», dice El Contemporáneo; y yo, sin saber apenas donde estoy, tiendo las manos para cogerlos, creyendo que están allí á mi alcance, como si me encontrara sentado á la mesa de la redacción.

Pero esa tromba de pensamientos tumultuosos, que pasan por mi cabeza como una nube de tronada, se desvanecen apenas nacidos. Aún no he acabado de leer las primeras columnas del periódico, cuando el último reflejo del sol que dobla lentamente la cumbre del Moncayo, desaparece de la más alta de las torres del monasterio, en cuya cruz de metal llamea un momen[p. 203]to antes de extinguirse. Las sombras de los montes bajan á la carrera y se extienden por la llanura; la luna comienza á dibujarse en el Oriente como un círculo de cristal que transparenta el cielo, y la alameda se envuelve en la indecisa luz del crepúsculo. Ya es imposible continuar leyendo. Aún se ven por una parte y entre los huecos de las ramas chispazos rojizos del sol poniente, y por la otra una claridad violada y fría. Poco á poco comienzo á percibir otra vez, semejante á una armonía confusa, el ruido de las hojas y el murmullo del agua, fresco, sonoro y continuado, á cuyo compás vago y suave vuelven á ordenarse las ideas y se van moviendo con más lentitud en una danza cadenciosa, que languidece al par de la música, hasta que por último se aguzan unas tras otras como esos puntos de luz apenas perceptibles que de pequeños nos entreteníamos en ver morir en las pavesas de un papel quemado. La imaginación entonces, ligera y diáfana, se mece y flota al rumor del agua, que la arrulla como una madre arrulla á un niño. La campana del monasterio, la única que ha quedado colgada en su ruinosa torre bizantina, comienza á tocar la oración, y una cerca, otra lejos, éstas con una vibración metálica y aguda, aquéllas con un tañido sordo y triste, les responden las otras campanas de los lugares del Somontano. De estos pequeños lugares, unos están en las puntas de las rocas colgados como el nido de un águila, y otros medio escondidos en las ondulaciones del monte ó en lo más profundo de los valles. Parece una armonía que á la vez baja del cielo y sube de la tierra, y se confunde y flota en el espacio, mezclándose al último rumor del día que muere el primer suspiro de la noche que nace.

Ya todo pasó. Madrid, la política, las luchas ardientes, las miserias humanas, las pasiones, las contrariedades, los deseos, todo se ha ahogado en aquella música divina. Mi alma está ya tan serena como el agua inmóvil y profunda. La fe en algo más grande,[p. 204] en un destino futuro y desconocido, más allá de esta vida, la fe de la eternidad, en fin, aspiración absorbente, única é inmensa, mata esa fe al por menor que pudiéramos llamar personal, la fe en el mañana, especie de aguijón que espolea los espíritus irresolutos, y que tanto se necesita para luchar y vivir y alcanzar cualquier cosa en la tierra.

Absorto en estos pensamientos, doblo el periódico y me dirijo á mi habitación. Cruzo la sombría calle de árboles y llego á la primera cerca del monasterio, cuya dentellada silueta se destaca por oscuro sobre el cielo en un todo semejante á la de un castillo feudal; atravieso el patio de armas con sus arcos redondos y timbrados, sus bastiones llenos de saeteras y coronados de almenas puntiagudas, de las cuales algunas yacen en el foso, medio ocultas entre los jaramagos y los espinos. Entre dos cubos de muralla, altos, negros é imponentes, se alza la torre que da paso al interior: una cruz clavada en la punta indica el carácter religioso de aquel edificio, cuyas enormes puertas de hierro y muros fortísimos, más parece que deberían guardar soldados que monjes.

Pero apenas las puertas se abren rechinando sobre sus goznes enmohecidos, la abadía aparece con todo su carácter. Una larga fila de olmos, entre los que se elevan algunos cipreses, deja ver en el fondo la iglesia bizantina con su portada semicircular llena de extrañas esculturas: por la derecha se extiende la remendada tapia de un huerto, por encima de la cual asoman las copas de los árboles, y á la izquierda se descubre el palacio abacial, severo y majestuoso en medio de su sencillez. Desde este primer recinto se pasa al inmediato por un arco de medio punto, después del cual se encuentra el sitio donde en otro tiempo estuvo el enterramiento de los monjes. Un arroyuelo, que luego desaparece y se oye gemir por debajo de tierra, corre al pie de tres ó cuatro árboles viejos y nudosos: á un lado se descubre el molino medio agazapado entre[p. 205] unas ruinas, y más allá, oscura como la boca de una cueva, la portada monumental del claustro con sus pilastras platerescas llenas de hojarascas, bichos, ángeles, cariátides y dragones de granito que sostienen emblemas de la Orden, mitras y escudos.

Siempre que atravieso este recinto cuando la noche se aproxima y comienza á influir en la imaginación con su alto silencio y sus alucinaciones extrañas, voy pisando quedo y poco á poco las sendas abiertas entre los zarzales y las yerbas parásitas, como temeroso de que al ruido de mis pasos despierte en sus fosas y levante la cabeza alguno de los monjes que duermen allí el sueño de la eternidad. Por último, entro en el claustro, donde ya reina una oscuridad profunda: la llama del fósforo que enciendo para atravesarlo vacila agitada por el aire, y los círculos de luz que despide luchan trabajosamente con las tinieblas. Sin embargo, á su incierto resplandor pueden distinguirse las largas series de ojivas, festoneadas de hojas de trébol, por entre las que asoman, con una mueca muda y horrible, esas mil fantásticas y caprichosas creaciones de la imaginación que el arte misterioso de la Edad Media dejó grabadas en el granito de sus basílicas: aquí un endriago que se retuerce por una columna y saca su deforme cabeza por entre la hojarasca del capitel; allí un ángel que lucha con un demonio y entre los dos soportan la recaída de un arco que se apunta al muro; más lejos, y sombreadas por el batiente oscuro del lucillo que las contiene, las urnas de piedra, donde bien con la mano en el montante ó revestidas de la cogulla, se ven las estatuas de los guerreros y abades más ilustres que han patrocinado este monasterio ó lo han enriquecido con sus dones.

Los diferentes y extraordinarios objetos que unos tras otros van hiriendo la imaginación, la impresionan de una manera tan particular, que cuando después de haber discurrido por aquellos patios sombríos, aquellas alamedas misteriosas y aquellos claustros impo[p. 206]nentes, penetro al fin en mi celda y desdoblo otra vez El Contemporáneo para proseguir su lectura, paréceme que está escrito en un idioma que no entiendo. Bailes, modas, el estreno de una comedia, un libro nuevo, un cantante extraordinario, una comida en la embajada de Rusia, la compañía de Price, la muerte de un personaje, los clowns, los banquetes políticos, la música, todo revuelto: una obra de caridad con un crimen, un suicidio con una boda, un entierro con una función de toros extraordinaria.

A esta distancia y en este lugar me parece mentira que existe aún ese mundo que yo conocía, el mundo del Congreso y las redacciones, del Casino y de los teatros, del Suizo y de la Fuente Castellana, y que existe tal como yo lo dejé, rabiando y divirtiéndose, hoy en una broma, mañana en un funeral, todos de prisa, todos cosechando esperanzas y decepciones, todos corriendo detrás de una cosa que no alcanzan nunca, hasta que corriendo den en uno de esos lazos silenciosos que nos va tendiendo la muerte, y desaparezcan como por escotillón con una gacetilla por epitafio.

Cuando me asaltan estas ideas, en vano hago esfuerzos por templarme como ustedes y entrar á compás en la danza. No oigo la música que lleva á todos envueltos como en un torbellino; no veo en esa agitación continua, en ese ir y venir, más que lo que ve el que mira un baile desde lejos, una pantomima muda é inexplicable, grotesca unas veces, terrible otras.

Ustedes, sin embargo, quieren que escriba alguna cosa, que lleve mi parte en la sinfonía general, aun á riesgo de salir desafinado. Sea, y sirva esto de introducción y preludio: quiere decir que si alguno de mis lectores ha sentido otra vez algo de lo que yo siento ahora, mis palabras le llevarán el recuerdo de más tranquilos días, como el perfume de un paraíso distante; y los que no, tendrán en cuenta mi especial posición para tolerar que de cuando en cuando rompa con una nota desacorde la armonía de un periódico político.

Ilustración de adorno

[p. 207]

Ilustración de adorno

CARTA TERCERA

Q capitular

Queridos amigos: Hace dos ó tres días, andando á la casualidad por entre estos montes, y habiéndome alejado más de lo que acostumbro en mis paseos matinales, acerté á descubrir casi oculto entre las quiebras del terreno y fuera de todo camino un pueblecillo, cuya situación, por extremo pintoresca, me agradó tanto que no pude por menos de aproximarme á él para examinarle á mis anchas. Ni aun pregunté su nombre; y si mañana ó el otro quisiera buscarle por su situación en el mapa, creo que no lo encontraría: tan pequeño es y tan olvidado parece entre las ásperas sinuosidades del Moncayo. Figúrense ustedes en el declive de una montaña inmensa y sobre una roca que parece servirle de pedestal, un castillo del que sólo quedan en pie la torre del homenaje y algunos lienzos de muro carcomidos y musgosos: agrupadas alrededor de este esqueleto de fortaleza, cual si quisiesen todavía dormir seguras á su sombra como en la edad de hierro en que debió de alzarse, se ven algunas casas, pequeñas heredades con sus bardales de heno, sus tejados rojizos y sus chimeneas desiguales y puntiagudas, por cima de las que se eleva el campanario de la parroquia con su reloj de sol, su esquiloncillo que llama á la primera misa, y su gallo de hoja de lata que gira en lo alto de la veleta á merced de los vientos.

[p. 208]Una senda que sigue el curso del arroyo que cruza el valle serpenteando por entre los cuadros de los trigos, verdes y tirantes como el paño de una mesa de billar, sube dando vueltas á los amontonados pedruscos sobre que se asienta el pueblo, hasta el punto en que un pilarote de ladrillos con una cruz en el remate señala la entrada. Sucede con estos pueblecitos tan pintorescos, cuando se ven en lontananza tantas líneas caprichosas, tantas chimeneas arrojando pilares de humo azul, tantos árboles y peñas y accidentes artísticos, lo que con otras muchas cosas del mundo, en que todo es cuestión de la distancia á que se miran; y la mayor parte de las veces, cuando se llega á ellos, la poesía se convierte en prosa. Ya en la cruz de la entrada, lo que pude descubrir del interior del lugar no me pareció, en efecto, que respondía ni con mucho á su perspectiva; de modo que, no queriendo arriesgarme por sus estrechas, sucias y empinadas callejas, comencé á costearlo, y me dirigí á una reducida llanura que se descubre á su espalda, dominada sólo por la iglesia y el castillo. Allí, en unos campos de trigo, y junto á dos ó tres nogales aislados que comenzaban á cubrirse de hojas, está lo que, por su especial situación y la pobre cruz de palo enclavada sobre la puerta, colegí que sería el cementerio. Desde muy niño concebí, y todavía conservo, una instintiva aversión á los camposantos de las grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la estantería de una tienda de géneros de ultramarinos; aquellas calles de árboles raquíticos, simétricas y enarenadas, como las avenidas de un parque inglés; aquella triste parodia de jardín con flores sin perfume y verdura sin alegría, me oprimen el corazón y me crispan los nervios. El afán de embellecer grotesca y artificialmente la muerte, me trae á la memoria á esos niños de los barrios bajos, á quienes después de expirar embadurnan la cara con arrebol, de modo que, entre el cerco violado de los ojos, la[p. 209] intensa palidez de las sienes y el rabioso carmín de las mejillas, resulta una mueca horrible.

Por el contrario, en más de una aldea he visto un cementerio chico, abandonado, pobre, cubierto de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado una impresión siempre melancólica, es verdad, pero mucho más suave, mucho más respetuosa y tierna. En aquellos vastos almacenes de la muerte, siempre hay algo de esa repugnante actividad del tráfico; la tierra, constantemente removida, deja ver fosas profundas que parecen aguardar su presa con hambre. Aquí nichos vacíos, á los que no falta más que un letrero: «Esta casa se alquila»; allí huesos que se retrasan en el pago de su habitación, y son arrojados qué sé yo adónde para dejar lugar á otros; y lápidas con filetes de relumbrones, y décimas y coronas de flores de trapo, y siemprevivas de comerciantes de objetos fúnebres. En estos escondidos rincones, último albergue de los ignorados campesinos, hay una profunda calma: nadie turba su santo recogimiento, y después de envolverse en su ligera capa de tierra, sin tener siquiera encima el peso de una losa, deben de dormir mejor y más sosegados.

Cuando, no sin tener que forcejear antes un poco, logré abrir la carcomida y casi deshecha puerta del pequeño cementerio que por casualidad había encontrado en mi camino, y éste se ofreció á mi vista, no pude menos de confirmarme nuevamente en mis ideas. Es imposible ni aun concebir un sitio más agreste, más solitario y más triste, con una agradable tristeza, que aquél. Nada habla allí de la muerte con ese lenguaje enfático y pomposo de los epitafios; nada la recuerda de modo que horrorice con el repugnante espectáculo de sus atavíos y despojos. Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de arena amasada con piedrecillas de colores, ladrillos rojos y algunos sillares cubiertos de musgo en los ángulos, cercan un pedazo de tierra, en el cual la poderosa vegetación de[p. 210] este país, abandonada á sí misma, despliega sus silvestres galas con un lujo y una hermosura imponderables. Al pie de las tapias y por entre sus rendijas, crecen la hiedra y esas campanillas de color de rosa pálido que suben sosteniéndose en las asperezas del muro hasta trepar á los bardales de heno, por donde se cruzan y se mecen como una flotante guirnalda de verdura. La espesa y fina yerba que cubre el terreno y marca con suave claroscuro todas sus ondulaciones, produce el efecto de un tapiz bordado de esas mil florecillas cuyos poéticos nombres ignora la ciencia, y sólo podrían decir las muchachas del lugar que en las tardes de Mayo las cogen en el halda para engalanar el retablo de la Virgen.

Allí, en medio de algunas espigas, cuya simiente acaso trajo el aire de las eras cercanas, se columpian las amapolas con sus cuatro hojas purpúreas y descompuestas: las margaritas blancas y menudas, cuyos pétalos arrancan uno á uno los amantes, semejan copos de nieve que el calor no ha podido derretir, contrastando con los dragoncillos corales y esas estrellas de cinco rayos amarillas é inodoras que llaman de los muertos, las cuales crecen salpicadas en los camposantos entre las ortigas, las rosas de los espinos, los cardos silvestres y las alcachoferas puntiagudas y frondosas. Una brisa pura y agradable mueve las flores, que se balancean con lentitud, y las altas yerbas, que se inclinan y levantan á su empuje como las pequeñas olas de un mar verde y agitado. El sol resbala suavemente sobre los objetos, los ilumina ó los transparenta, aumentando la intensidad y la brillantez de sus tintas, y parece que los dibuja con un perfil de oro para que destaquen entre sí con más limpieza. Algunas mariposas revolotean de acá para allá haciendo en el aire esos giros extraños que fatigan la vista que inútilmente se empeña en seguir su vuelo tortuoso; y mientras las abejas estrechan sus círculos zumbando alrededor de los cálices llenos de[p. 211] perfumada miel, y los pardillos picotean los insectos que pululan por el bardal de la tapia, una lagartija asoma su cabeza triangular y aplastada y sus ojos pequeños y vivos por entre sus hendiduras, y huye temerosa á guarecerse en su escondite al menor movimiento.

Después que hube abarcado con una mirada el conjunto de aquel cuadro, imposible de reproducir con frases siempre descoloridas y pobres, me senté en un pedrusco, lleno de esa emoción sin ideas que experimentamos siempre que una cosa cualquiera nos impresiona profundamente, y parece que nos sobrecoge por su novedad ó su hermosura. En esos instantes rapidísimos en que la sensación fecunda la inteligencia, y allá en el fondo del cerebro tiene lugar la misteriosa concepción de los pensamientos que han de surgir algún día evocados por la memoria, nada se piensa, nada se razona: los sentidos todos parecen ocupados en recibir y guardar la impresión que analizarán más tarde.

Sintiendo aún las vibraciones de esta primera sacudida del alma, que la sumerge en un agradable sopor, estuve, pues, largo tiempo, hasta que gradualmente comenzaron á extinguirse, y poco á poco fueron levantándose las ideas relativas. Estas ideas, que ya han cruzado otras veces por la imaginación y duermen olvidadas en alguno de sus rincones, son siempre las primeras en acudir cuando se toca su resorte misterioso. No sé si á todos les habrá pasado igualmente; pero á mí me ha sucedido con bastante frecuencia preocuparme en ciertos momentos con la idea de la muerte, y pensar largo rato y concebir deseos y formular votos acerca de la destinación futura, no sólo de mi espíritu, sino de mis despojos mortales. En cuanto al alma, dicho se está que siempre he deseado que se encaminase al cielo. Con el destino que darían á mi cuerpo es con lo que más he batallado, y acerca de lo cual he echado más á menudo á volar la fanta[p. 212]sía. En aquel punto en que todas aquellas viejas locuras de mi imaginación salieron en tropel de los desvanes de la cabeza donde tengo arrinconados, como trastos inútiles, los pensamientos extraños, las ambiciones absurdas y las historias imposibles de la adolescencia, ilusiones rosadas que, como los trajes antiguos, se han ajado ya y se han puesto de color de ala de mosca con los años, fué cuando pude apreciar, sonriendo al compararlas entre sí, la candidez de mis aspiraciones juveniles.

En Sevilla, y en la margen del Guadalquivir que conduce al convento de San Jerónimo, hay cerca del agua una especie de remanso que fertiliza un valle en miniatura formado por el corte natural de la ribera, que en aquel lugar es bien alta y tiene un rápido declive. Dos ó tres álamos blancos, corpulentos y frondosos, entretejiendo sus copas, defienden aquel sitio de los rayos del sol, que rara vez logra deslizarse entre las ramas, cuyas hojas producen un ruido manso y agradable cuando el viento las agita y las hace parecer ya plateadas, ya verdes, según del lado que las empuja. Un sauce baña sus raíces en la corriente del río, hacia el que se inclina como agobiado de un peso invisible, y á su alrededor crecen multitud de juncos y de esos lirios amarillos y grandes que nacen espontáneos al borde de los arroyos y las fuentes.

Cuando yo tenía catorce ó quince años, y mi alma estaba henchida de deseos sin nombre, de pensamientos puros y de esa esperanza sin límites que es la más preciada joya de la juventud; cuando yo me juzgaba poeta; cuando mi imaginación estaba llena de esas risueñas fábulas del mundo clásico, y Rioja en sus silvas á las flores, Herrera en sus tiernas elegías y todos mis cantores sevillanos, dioses penates de mi especial literatura, me hablaban de continuo del Betis majestuoso, el río de las ninfas, de las náyades y los poetas, que corre al Océano escapándose de un ánfora de cristal, coronado de espadañas y laureles[p. 213] ¡cuántos días, absorto en la contemplación de mis sueños de niño, fuí á sentarme en su ribera, y allí, donde los álamos me protegían con su sombra, daba rienda suelta á mis pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles, en las que hasta el esqueleto de la muerte se vestía á mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas! Yo soñaba entonces una vida independiente y dichosa, semejante á la del pájaro, que nace para cantar, y Dios le procura de comer; soñaba esa vida tranquila del poeta que irradia con suave luz de una en otra generación; soñaba que la ciudad que me vió nacer se enorgulleciese con mi nombre, añadiéndolo al brillante catálogo de sus ilustres hijos; y cuando la muerte pusiera un término á mi existencia, me colocasen para dormir el sueño de oro de la inmortalidad á la orilla del Betis, al que yo habría cantado en odas magníficas, y en aquel mismo punto adonde iba tantas veces á oir el suave murmullo de sus ondas. Una piedra blanca con una cruz y mi nombre, serían todo el monumento.

Los álamos blancos, balanceándose día y noche sobre mi sepultura, parecerían rezar por mi alma con el susurro de sus hojas plateadas y verdes, entre las que vendrían á refugiarse los pájaros para cantar al amanecer un himno alegre á la resurrección del espíritu á regiones más serenas; el sauce, cubriendo aquel lugar de una flotante sombra, le prestaría su vaga tristeza, inclinándose y derramando en derredor sus ramas desmayadas y flexibles como para proteger y acariciar mis despojos; y hasta el río, que en las horas de creciente casi vendría á besar el borde de la losa cercada de juncos, arrullaría mi sueño con una música agradable. Pasado algún tiempo, y después que la losa comenzara á cubrirse de manchas de musgo, una mata de campanillas, de esas campanillas azules con un disco de carmín en el fondo que tanto me gustaban, crecería á su lado enredándose por entre sus grietas y vistiéndola con sus hojas anchas y transpa[p. 214]rentes, que no sé por qué misterio tienen la forma de un corazón; los insectos de oro con alas de luz, cuya zumbido convida á dormir en la calurosa siesta, vendrían á revolotear en torno de sus cálices; para leer mi nombre, ya borroso por la acción de la humedad y los años, sería preciso descorrer un cortinaje de verdura. ¿Pero para qué leer mi nombre? ¿Quién no sabría que yo descansaba allí? Algún desconocido admirador de mis versos, plantaría un laurel que, descollando altivo entre los otros árboles, hablase á todos de mi gloria; y ya una mujer enamorada que halló en mis cantares un rasgo de esos extraños fenómenos del amor que sólo las mujeres saben sentir y los poetas descifrar, ya un joven que se sintió inflamado con el sacro fuego que hervía en mi mente, y á quien mis palabras revelaron nuevos mundos de la inteligencia, hasta entonces para él ignotos, ó un extranjero que vino á Sevilla llamado por la fama de su belleza y los recuerdos que en ella dejaron sus hijos, echaría una flor sobre mi tumba, contemplándola un instante con tierna emoción, con noble envidia ó respetuosa curiosidad: á la mañana, las gotas del rocío resbalarían como lágrimas sobre su superficie.

Después de remontado el sol, sus rayos la dorarían, penetrando tal vez en la tierra y abrigando con su dulce calor mis huesos. En la tarde y á la hora en que las aguas del Guadalquivir copian temblando el horizonte de fuego, la árabe torre y los muros romanos de mi hermosa ciudad, los que siguen la corriente del río en un ligero bote que deja en pos una inquieta línea de oro, dirían al ver aquel rincón de verdura donde la piedra blanqueaba al pie de los árboles: «allí duerme el poeta.» Y cuando el gran Betis dilatase sus riberas hasta los montes; cuando sus alteradas ondas, cubriendo el pequeño valle, subiesen hasta la mitad del tronco de los álamos, las ninfas que viven ocultas en el fondo de sus palacios, diáfanos y transparentes, vendrían á agruparse alrededor de mi tumba: yo sen[p. 215]tiría la frescura y el rumor del agua agitada por sus juegos; sorprendería el secreto de sus misteriosos amores; sentiría tal vez la ligera huella de sus pies de nieve al resbalar sobre el mármol en una danza cadenciosa, oyendo, en fin, como cuando se duerme ligeramente se oyen las palabras y los sonidos de una manera confusa, el armonioso coro de sus voces juveniles y las notas de sus liras de cristal.

Así soñaba yo en aquella época. ¡Á tanto y á tan poco se limitaban entonces mis deseos! Pasados algunos años, luego que hube salido de mi ciudad querida; después que mis ideas tomaron poco á poco otro rumbo, y la imaginación, cansada ya de idilios, de ninfas, de poesías y de flores, comenzó á remontarse á épocas distantes, complaciéndose en vestir con sus galas las dramáticas escenas de la historia, fingiendo un marco de oro para cada uno de sus cuadros y haciendo un pedestal para cada uno de sus personajes, volví á soñar, y, como en las comedias de magia, nuevas decoraciones de fantasía sustituyeron á las antiguas, y la vara mágica del deseo hizo posible en la mente nuevos absurdos.

¡Cuántas veces, después de haber discurrido por las anchurosas naves de alguna de nuestras inmensas catedrales góticas, ó de haberme sorprendido la noche en uno de esos imponentes y severos claustros de nuestras históricas abadías, he vuelto á sentir inflamada mi alma con la idea de la gloria, pero una gloria más ruidosa y ardiente que la del poeta! Yo hubiera querido ser un rayo de la guerra, haber influído poderosamente en los destinos de mi patria, haber dejado en sus leyes y sus costumbres la profunda huella de mi paso; que mi nombre resonase unido, y como personificándola, á alguna de sus grandes revoluciones, y luego, satisfecha mi sed de triunfos y de estrépito, caer en un combate, oyendo como el último rumor del mundo el agudo clamor de la trompetería de mis valerosas huestes para ser conducido sobre el[p. 216] pavés, envuelto en los pliegues de mi destrozada bandera, emblema de cien victorias, á encontrar la paz del sepulcro en el fondo de uno de esos claustros santos, donde vive el eterno silencio y al que los siglos prestan su majestad y su color misterioso é indefinible. Una airosa ojiva, erizada de hojas revueltas y puntiagudas, por entre las cuales se enroscaran, asomando su deforme cabeza, por aquí un grifo, por allá uno de esos monstruos alados, engendro de la imaginación del artífice, bañaría en oscura sombra mi sepulcro: á su alrededor, y debajo de calados doseletes, los santos patriarcas, los bienaventurados y los mártires con sus miembros de hierro y sus emblemáticos atributos, parecerían santificarle con su presencia. Dos guerreros inmóviles y vestidos de su fantástica y blanca armadura velarían día y noche de hinojos á sus costados; y mientras que mi estatua de alabastro riquísimo y transparente, con arreos de batallar, la espada sobre el pecho y un león á los pies, dormiría majestuosa sobre el túmulo, los ángeles que, envueltos en largas túnicas y con un dedo en los labios, sostuviesen el cojín sobre que descansaba mi cabeza, parecerían llamar con sus plegarias á las santas visiones de oro que llenan el desconocido sueño de la muerte de los justos, defendiéndome con sus alas de los terrores y de las angustias de una pesadilla eterna.

En los huecos de la urna y entre un sinnúmero de arcos con caireles y grumos de hojas de trébol, rosetas caladas, haces de columnillas y esas largas procesiones de plañideras que, envueltas en sus mantos de piedra, andan, al parecer, en torno del monumento llorando con llanto sin gemidos, se verían mis escudos triangulares soportados por reyes de armas con sus birretes y sus blasonadas casullas, y en los cuarteles, realzados con vivos colores, merced á un hábil iluminador, las bandas de oro, las estrellas, los veros y los motes heráldicos con una larga inscripción en esa letra gótica, estrecha y puntiaguda, donde el cu[p. 217]rioso, lleno de hondo respeto, leería con pena, y casi descifrándolos, mi nombre, mis títulos y mi gloria. Allí, rodeado de esa atmósfera de majestad que envuelve á todo lo grande, sin que turbara mi reposo más que el agudo chillido de una de esas aves nocturnas de ojos redondos y fosfóricos, que acaso viniera á anidar entre los huecos del arco, viviría todo lo que vive un recuerdo histórico y glorioso unido á una magnífica obra de arte; y en la noche, cuando un furtivo rayo de luna dibujase en el pavimento del claustro los severos perfiles de las ojivas; cuando sólo se oyesen los gemidos del aire extendiéndose de eco en eco por sus inmensas bóvedas; después de haberse perdido la última vibración de la campana que toca la queda, mi estatua, en la que habría algo de lo que yo fuí, un poco de ese soplo que anima el barro encadenado por un fenómeno incomprensible al granito, ¡quién sabe si se levantaría de su lecho de piedra para discurrir por entre aquellas gigantes arcadas con los otros guerreros que tendrían su sepultura por allí cerca, con los prelados revestidos de sus capas pluviales y sus mitras, y esas damas de largo brial y plegados monjiles que, hermosas aun en la muerte, duermen sobre las urnas de mármol en los más oscuros ángulos de los templos!...

Desde que impresionada la imaginación por la vaga melancolía ó la imponente hermosura de un lugar cualquiera, se lanzaba á construir con fantásticos materiales uno de esos poéticos recintos, último albergue de mis mortales despojos, hasta el punto aquel en que sentado al pie de la humilde tapia del cementerio de una aldea oscura, parecía como que se reposaba mi espíritu en su honda calma y se abrían mis ojos á la luz de la realidad de las cosas ¡qué revolución tan radical y profunda no se ha hecho en todas mis ideas! ¡Cuántas tempestades silenciosas no han pasado por mi frente; cuántas ilusiones no se han secado en mi alma; á cuántas historias de poesía no les he ha[p. 218]llado una repugnante vulgaridad en el último capítulo! Mi corazón, á semejanza de nuestro globo, era como una masa incandescente y líquida, que poco á poco se va enfriando y endureciendo. Todavía queda algo que arde allá en lo más profundo, pero rara vez sale á la superficie. Las palabras amor, gloria, poesía, no me suenan al oído como me sonaban antes. ¡Vivir!... Seguramente que deseo vivir, porque la vida, tomándola tal como es, sin exageraciones ni engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero vivir oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin deseos, sin inquietudes, sin ambiciones, con esa felicidad de la planta que tiene á la mañana su gota de rocío y su rayo de sol; después un poco de tierra echada con respeto y que no apisonen y pateen los que sepultan por oficio; un poco de tierra blanda y floja que no ahogue ni oprima; cuatro ortigas, un cardo silvestre y alguna yerba que me cubra con su manto de raíces, y por último, un tapial que sirva para que no aren en aquel sitio ni revuelvan los huesos.

He aquí hoy por hoy todo lo que ambiciono. Ser un comparsa en la inmensa comedia de la humanidad; y concluído mi papel de hacer bulto, meterme entre bastidores sin que me silben ni me aplaudan, sin que nadie se dé cuenta siquiera de mi salida.

No obstante esta profunda indiferencia, se me resiste el pensar que podrían meterme preso en un ataúd formado con las cuatro tablas de un cajón de azúcar, en uno de los huecos de la estantería de una sacramental, para esperar allí la trompeta del juicio como empapelado, detrás de una lápida con una redondilla elogiando mis virtudes domésticas é indicando precisamente el día y la hora de mi nacimiento y de mi muerte. Esta profunda é instintiva preocupación ha sobrevivido, no sin asombro por mi parte, á casi todas las que he ido abandonando en el curso de los años; pero al paso que voy, probablemente mañana no existirá tampoco; y entonces me será tan igual que me[p. 219] coloquen debajo de una pirámide egipcia, como que me aten una cuerda á los pies y me echen á un barranco como un perro.

Ello es que cada día voy creyendo más, que de lo que vale, de lo que es algo, no ha de quedar ni un átomo aquí.

Ilustración de adorno

[p. 221]

Ilustración de adorno

CARTA CUARTA

Q capitular

Queridos amigos: El tiempo, que hasta aquí se mantenía revuelto y mudable, ha sufrido últimamente una nueva é inesperada variación, cosa, á la verdad, poco extraña á estas alturas, donde la proximidad del Moncayo nos tiene de continuo como á los espectadores de una comedia de magia, embobados y suspensos con el rápido mudar de las decoraciones y de las escenas. Á las alternativas de frío y calor, de aires y de bochorno de una primavera, que en cuanto á desigual y caprichosa nada tiene que envidiar á la que disfrutan ustedes en la coronada villa, ha sucedido un tiempo constante, sereno y templado. Merced á estas circunstancias y á encontrarme bastante mejor de las dolencias que cuando no me imposibilitan del todo, me quitan por lo menos el gusto para las largas expediciones, he podido dar una gran vuelta por estos contornos y visitar los pintorescos lugares del Somontano. Fuera del camino, ya trepando de roca en roca, ya siguiendo el curso de una huella ó las profundidades de una cañada, he vagado tres ó cuatro días de un punto á otro por donde me llamaban el atractivo de la novedad, un sitio inexplorado, una senda quebrada, una punta al parecer inaccesible.

No pueden ustedes figurarse el botín de ideas é impresiones que, para enriquecer la imaginación, he recogido en esta vuelta por un país virgen aún y refrac[p. 222]tario á las innovaciones civilizadoras. Al volver al monasterio, después de haberme detenido aquí para recoger una tradición oscura de boca de una aldeana, allá para apuntar los fabulosos datos sobre el origen de un lugar ó la fundación de un castillo, trazar ligeramente con el lápiz el contorno de una casuca medio árabe, medio bizantina, un recuerdo de las costumbres, ó un tipo perfecto de los habitantes, no he podido menos de recordar el antiguo y manoseado símil de las abejas que andan revoloteando de flor en flor y vuelven á su colmena cargadas de miel. Los escritores y los artistas debían hacer con frecuencia algo de esto mismo. Sólo así podríamos recoger la última palabra de una época que se va, de la que sólo quedan hoy algunos rastros en los más apartados rincones de nuestras provincias, y de la que apenas restará mañana un recuerdo confuso.

Yo tengo fe en el porvenir: me complazco en asistir mentalmente á esa inmensa é irresistible invasión de las nuevas ideas que van transformando poco á poco la faz de la humanidad, que merced á sus extraordinarias invenciones fomentan el comercio de la inteligencia, estrechan el vínculo de los países, fortificando el espíritu de las grandes nacionalidades, y borrando, por decirlo así, las preocupaciones y las distancias, hacen caer unas tras otras las barreras que separan á los pueblos. No obstante, sea cuestión de poesía, sea que es inherente á la naturaleza frágil del hombre simpatizar con lo que perece y volver los ojos con cierta triste complacencia hacia lo que ya no existe, ello es que en el fondo de mi alma consagro como una especie de culto, una veneración profunda á todo lo que pertenece al pasado, y las poéticas tradiciones, las derruídas fortalezas, los antiguos usos de nuestra vieja España, tienen para mí todo ese indefinible encanto, esa vaguedad misteriosa de la puesta del sol de un día espléndido, cuyas horas, llenas de emociones, vuelven á pasar por la memoria[p. 223] vestidas de colores y de luz, antes de sepultarse en las tinieblas en que se han de perder para siempre.

Cuando no se conocen ciertos períodos de la historia más que por la incompleta y descarnada relación de los enciclopedistas, ó por algunos restos diseminados como los huesos de un cadáver, no pudiendo apreciar ciertas figuras desasidas del verdadero fondo del cuadro en que estaban colocadas, suele juzgarse de todo lo que fué con un sentimiento de desdeñosa lástima ó un espíritu de aversión intransigente; pero si se penetra, merced á un estudio concienzudo, en algunos de sus misterios, si se ven los resortes de aquella gran máquina que hoy juzgamos absurda al encontrarla rota, si, merced á un supremo esfuerzo de la fantasía ayudada por la erudición y el conocimiento de la época, se consigue condensar en la mente algo de aquella atmósfera de arte, de entusiasmo, de virilidad y de fe, el ánimo se siente sobrecogido ante el espectáculo de su múltiple organización, en que las partes relacionadas entre sí correspondían perfectamente al todo, y en que los usos, las leyes, las ideas y las aspiraciones se encontraban en una armonía maravillosa. No es esto decir que yo desee para mí ni para nadie la vuelta de aquellos tiempos. Lo que ha sido no tiene razón de ser nuevamente, y no será.

Lo único que yo desearía es un poco de respetuosa atención para aquellas edades, un poco de justicia para los que lentamente vinieron preparando el camino por donde hemos llegado hasta aquí, y cuya obra colosal quedará acaso olvidada por nuestra ingratitud é incuria. La misma certeza que tengo de que nada de lo que desapareció ha de volver, y que en la lucha de las ideas, las nuevas han herido de muerte á las antiguas, me hace mirar cuanto con ellas se relaciona con algo de esa piedad que siente hacia el vencido un vencedor generoso. En este sentimiento hay también un poco de egoísmo. La vida de una nación, á semejanza de la del hombre, parece como que se dilata con[p. 224] la memoria de las cosas que fueron, y á medida que es más viva y más completa su imagen, es más real esa segunda existencia del espíritu en lo pasado, existencia preferible y más positiva tal vez que la del punto presente. Ni de lo que está siendo ni de lo que será, puede aprovecharse la inteligencia para sus altas especulaciones: ¿qué nos resta, pues, de nuestro dominio absoluto, sino la sombra de lo que ha sido? Por eso, al contemplar los destrozos causados por la ignorancia, el vandalismo ó la envidia durante nuestras últimas guerras; al ver todo lo que en objetos dignos de estimación, en costumbres peculiares y primitivos recuerdos de otras épocas, se ha extraviado y puesto en desuso de sesenta años á esta parte; lo que las exigencias de la nueva manera de ser social trastornan y desencajan; lo que las necesidades y las aspiraciones crecientes desechan ú olvidan, un sentimiento de profundo dolor se apodera de mi alma, y no puedo menos de culpar el descuido ó el desdén de los que á fines del siglo pasado pudieron aún recoger para transmitírnoslas integras las últimas palabras de la tradición nacional, estudiando detenidamente nuestra vieja España, cuando aún estaban de pie los monumentos testigos de sus glorias, cuando aún en las costumbres y en la vida interna quedaban huellas perceptibles de su carácter.

Pero de esto nada nos queda ya hoy; y sin embargo, ¿quién sabe si nuestros hijos á su vez nos envidiarán á nosotros, doliéndose de nuestra ignorancia ó nuestra culpable apatía para transmitirles siquiera un trasunto de lo que fué un tiempo su patria? ¿Quién sabe si cuando con los años todo haya desaparecido, tendrán las futuras generaciones que contentarse y satisfacer su ansia de conocer el pasado con las ideas más ó menos aproximadas de algún nuevo Cuvier de la arqueología, que partiendo de algún mutilado resto ó una vaga tradición lo reconstruya hipotéticamente? Porque no hay duda: el prosaico rasero de la civiliza[p. 225]ción va igualándolo todo. Un irresistible y misterioso impulso tiende á unificar los pueblos con los pueblos, las provincias con las provincias, las naciones con las naciones, y quién sabe si las razas con las razas. Á medida que la palabra vuela por los hilos telegráficos, que el ferrocarril se extiende, la industria se acrecienta, y el espíritu cosmopolita de la civilización invade nuestro país, van desapareciendo de él sus rasgos característicos, sus costumbres inmemoriales, sus trajes pintorescos y sus rancias ideas. Á la inflexible línea recta, sueño dorado de todas las poblaciones de alguna importancia, se sacrifican las caprichosas revueltas de nuestros barrios moriscos, tan llenos de carácter, de misterio y de fresca sombra; de un retablo al que vivía unida una tradición, no queda aquí más que el nombre escrito en el azulejo de una bocacalle; á un palacio histórico con sus arcos redondos y sus muros blasonados, sustituye más allá una manzana de casas á la moderna; las ciudades, no cabiendo ya dentro de su antiguo perímetro, rompen el cinturón de fortalezas que las ciñe, y unas tras otras vienen al suelo las murallas fenicias, romanas, godas ó árabes.

¿Dónde están los canceles y las celosías morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados, los aleros salientes de maderas labradas, los balcones con su guardapolvo triangular, las ojivas con estrellas de vidrio, los muros de los jardines por donde rebosa la verdura, las encrucijadas medrosas, los carasoles de las tafurerías y los espaciosos atrios de los templos? El albañil, armado de su implacable piqueta, arrasa los ángulos caprichosos, tira los puntiagudos tejados ó demuele los moriscos miradores, y mientras el brochista roba á los muros el artístico color que le han dado los siglos, embadurnándolos de cal y almagra, el arquitecto los embellece á su modo con carteles de yeso y cariátides de escayola, dejándolos más vistosos que una caja de dulces franceses. No busquéis ya los cosos donde justaban los galanes, las piadosas ermitas albergue de los pere[p. 226]grinos, ó el castillo hospitalario para el que llamaba de paz á sus puertas. Las almenas caen unas tras otras de lo alto de los muros y van cegando los fosos; de la picota feudal sólo queda un trozo de granito informe, y el arado abre un profundo surco en el patio de armas. El traje característico del labriego comienza á parecer un disfraz fuera del rincón de su provincia; las fiestas peculiares de cada población comienzan á encontrarse ridículas ó de mal gusto por los más ilustrados, y los antiguos usos caen en olvido, la tradición se rompe y todo lo que no es nuevo se menosprecia.

Estas innovaciones tienen su razón de ser, y por tanto no seré yo quien las anatematice. Aunque me entristece el espectáculo de esa progresiva destrucción de cuanto trae á la memoria épocas que, si en efecto no lo fueron, sólo por no existir ya nos parecen mejores, yo dejaría al tiempo seguir su curso y completar sus inevitables revoluciones, como dejamos á nuestras mujeres ó á nuestras hijas que arrinconen en un desván los trastos viejos de nuestros padres para sustituirlos con muebles modernos y de más buen tono; pero ya que ha llegado la hora de la gran transformación, ya que la sociedad animada de un nuevo espíritu se apresura á revestirse de una nueva forma, debíamos guardar, merced al esfuerzo de nuestros escritores y nuestros artistas, la imagen de todo eso que va á desaparecer, como se guarda después que muere el retrato de una persona querida. Mañana, al verlo todo constituído de una manera diversa, al saber que nada de lo que existe existía hace algunos siglos, se preguntarán los que vengan detrás de nosotros de qué modo vivían sus padres, y nadie sabrá responderles; y no conociendo ciertos pormenores de localidad, ciertas costumbres, el influjo de determinadas ideas en el espíritu de una generación, que tan perfectamente reflejaran sus adelantos y sus aspiraciones, leerán la historia sin sabérsela explicar, y verán moverse á nuestros héroes nacionales con la estupefacción con que los mu[p. 227]chachos ven moverse á una marioneta sin saber los resortes á que obedece.

Á mí me hace gracia observar cómo se afanan los sabios, qué grandes cuestiones enredan, y con qué exquisita diligencia se procuran los datos acerca de las más insignificantes particularidades de la vida doméstica de los egipcios ó los griegos, en tanto que se ignoran los más curiosos pormenores de nuestras costumbres propias; cómo se remontan y se pierden de inducción en inducción, por entre el laberinto de las lenguas caldaicas, sajonas ó sánscritas, en busca del origen de las palabras, en tanto que se olvidan de investigar algo más interesante: el origen de las ideas.

En otros países más adelantados que el nuestro, y donde, por consiguiente, el ansia de las innovaciones lo ha trastornado todo más profundamente, se deja ya sentir la reacción en sentido favorable á este género de estudios; y aunque tarde, para que sus trabajos den el fruto que se debió esperar, la Edad Media y los períodos históricos que más de cerca se encadenan con el momento actual, comienzan á ser estudiados y comprendidos. Nosotros esperaremos regularmente á que se haya borrado la última huella para empezar á buscarla. Los esfuerzos aislados de algún que otro admirador de esas cosas, poco ó casi nada pueden hacer. Nuestros viajeros son en muy corto número, y por lo regular no es su país el campo de sus observaciones. Aunque así no fuese, una excursión por las capitales, hoy que en su gran mayoría están ligadas con la gran red de vías férreas, escasamente lograría llenar el objeto de los que desean hacer un estudio de esta índole. Es preciso salir de los caminos trillados, vagar al acaso de un lugar en otro, dormir medianamente y no comer mejor; es preciso fe y verdadero entusiasmo por la idea que se persigue para ir á buscar los tipos originales, las costumbres primitivas y los puntos verdaderamente artísticos á los rincones donde su oscuridad les sirve de salvaguardia, y de[p. 228] donde poco á poco los van desalojando la invasora corriente de la novedad y los adelantos de la civilización. Todos los días vemos á los gobiernos emplear grandes sumas en enviar gentes que no sin peligros y dificultades recogen en lejanos países bichitos, florecitas y conchas.

Porque yo no sea un sabio ni mucho menos, no dejo de conocer la verdadera importancia que tienen las ciencias naturales; pero la ciencia moral ¿por qué ha de dejarse en un inexplicable abandono? ¿Por qué al mismo tiempo que se recogen los huesos de un animal antediluviano, no se han de recoger las ideas de otros siglos traducidas en objetos de arte y usos extraños, diseminados acá y allá como los fragmentos de un coloso hecho mil pedazos? Este inmenso botín de impresiones, de pequeños detalles, de joyas extraviadas, de trajes pintorescos, de costumbres características animadas y revestidas de esa vida que presta á cuanto toca una pluma inteligente ó un lápiz diestro, ¿no creen ustedes como yo que sería de grande utilidad para los estudios particulares y verdaderamente filosóficos de un período cualquiera de la historia? Verdad que nuestro fuerte no es la historia. Si algo hemos de saber en este punto, casi siempre se ha de tomar algún extranjero el trabajo de decírnoslo del modo que á él mejor le parece. Pero ¿por qué no se ha de abrir este ancho campo á nuestros escritores, facilitándoles el estudio y despertando y fomentando su afición? Hartos estamos de ver en obras dramáticas, en novelas que se llaman históricas y cuadros que llenan nuestras exposiciones, asuntos localizados en este ó el otro período de un siglo cualquiera, y que, cuando más, tienen de ellos un carácter muy dudoso y susceptible de severa crítica, si los críticos á su vez no supieran en este punto lo mismo ó menos que los autores y artistas á quienes han de juzgar.

Las colecciones de trajes y muebles de otros países, los detalles que acerca de costumbres de remotos[p. 229] tiempos se hallan en las novelas de otras naciones, ó lo poco ó mucho que nuestros pensionados aprenden relativo á otros tipos históricos y otras épocas, nunca son idénticos ni tienen un sello especial; son las únicas fuentes donde bebe su erudición y forma su conciencia artística la mayoría. Para remediar este mal, muchos medios podrían proponerse más ó menos eficaces, pero que al fin darían algún resultado ventajoso. No es mi ánimo, ni he pensado lo suficiente sobre la materia, el trazar un plan detallado y minucioso que, como la mayor parte de los que se trazan, no llegue á realizarse nunca. No obstante, en esta ó en la otra forma, bien pensionándolos, bien adquiriendo sus estudios ó coadyuvando á que se diesen á luz, el Gobierno debía fomentar la organización periódica de algunas expediciones artísticas á nuestras provincias. Estas expediciones, compuestas de grupos de un pintor, un arquitecto y un literato, seguramente recogerían preciosos materiales para obras de grande entidad. Unos y otros se ayudarían en sus observaciones mutuamente, ganarían en esa fraternidad artística, en ese comercio de ideas tan continuamente relacionadas entre sí, y sus trabajos reunidos serían un verdadero arsenal de datos, ideas y descripciones útiles para todo género de estudios.

Además de la ventaja inmediata que reportaría esta especie de inventario artístico é histórico de todos los restos de nuestra pasada grandeza, ¿qué inmensos frutos no daría más tarde esa semilla de impresiones, de enseñanza y de poesía, arrojada en el alma de la generación joven, donde iría germinando para desarrollarse tal vez en lo porvenir? Ya que el impulso de nuestra civilización, de nuestras costumbres, de nuestras artes y de nuestra literatura viene del extranjero, ¿por qué no se ha de procurar modificarlo poco á poco, haciéndolo más propio y más característico con esa levadura nacional?...

[p. 230]

. . . . . . .

Como introducción al rápido bosquejo de uno de esos tipos originales de nuestro país, que he podido estudiar en mis últimas correrías, comencé á apuntar de pasada y á manera de introducción algunas reflexiones acerca de la utilidad de este género de estudios. Sin saber cómo ni por dónde, la pluma ha ido corriendo, y me hallo ahora con que para introducción es esto muy largo, si bien ni por sus dimensiones y su interés, parece bastante para formar artículo de por sí. De todos modos, allá van estas cuartillas, valgan por lo que valieren: que si alguien de más conocimientos é importancia, una vez apuntada la idea, la desarrolla y prepara la opinión para que fructifique, no serán perdidas del todo. Yo, entre tanto, voy á trazar un tipo bastante original y que desconfío de poder reproducir. Ya que no de otro modo, y aunque poco valga, contribuiré al éxito de la predicación con el ejemplo.

Ilustración de adorno

[p. 231]

Ilustración de adorno

CARTA QUINTA

Q capitular

Queridos amigos: Entre los muchos sitios pintorescos y llenos de carácter que se encuentran en la antigua ciudad de Tarazona, la plaza del Mercado es sin duda alguna el más original y digno de estudio. Parece que no ha pasado para ella el tiempo que todo lo destruye ó altera. Al verse en mitad de aquel espacio de forma irregular y cerrado por lienzos de edificios á cual más caprichoso y vetusto, nadie diría que nos hallamos en pleno siglo XIX, siglo amante de la novedad por excelencia, siglo aficionado hasta la exageración á lo flamante, lo limpio y lo uniforme. Hay cosas que son más para vistas que para trasladadas al lienzo, siquiera el que lo intente sea un artista consumado, y esta plaza es una de ellas. Adonde no alcanza, pues, ni la paleta del pintor con sus infinitos recursos, ¿cómo podrá llegar mi pluma, sin más medios que la palabra, tan pobre, tan insuficiente para dar idea de lo que es todo un efecto de líneas, de claroscuro, de combinación de colores, de detalles que se ofrecen juntos á la vista, de rumores y sonidos que se perciben á la vez, de grupos que se forman y se deshacen, de movimiento que no cesa, de luz que hiere, de ruido que aturde, de vida, en fin, con sus múltiples manifestaciones, imposibles de sorprender con sus infinitos accidentes ni aun merced á la cámara fotográfica? Cuando se[p. 232] acomete la difícil empresa de descomponer esa extraña armonía de la forma, el color y el sonido; cuando se intenta dar á conocer sus pormenores, enumerando unas tras otras las partes del todo, la atención se fatiga, el discurso se embrolla y se pierde por completo la idea de la íntima relación que estas cosas tienen entre sí, el valor que mutuamente se prestan al ofrecerse reunidas á la mirada del espectador, para producir el efecto del conjunto, que es, á no dudarlo, su mayor atractivo.

Renuncio, pues, á describir el panorama del mercado con sus extensos soportales, formados de arcos macizos y redondos sobre los que gravitan esas construcciones voladas tan propias del siglo XVI, llenas de tragaluces circulares, de rejas de hierro labradas á martillo, de balcones imposibles de todas formas y tamaños, de aleros puntiagudos y de canes de madera, ya medio podrida y cubierta de polvo, que deja ver á trechos el costoso entalle, muestra de su primitivo esplendor.

Los mil y mil accidentes pintorescos que á la vez cautivan el ánimo y llaman la vista como reclamando la prioridad de la descripción; las dobles hileras de casuquillas de extraño contorno y extravagantes proporciones, éstas altas y estrechas como un castillo, aquéllas chatas y agazapadas entre el ángulo de un templo y los muros de un palacio como una verruga de argamasa y escombros; los recortados lienzos de edificios con un remiendo moderno, un trozo de piedra que acusa su antigüedad, un escudo de pizarra que oculta casi el rótulo de una mercería, un retablillo con una imagen de la Purísima y su farol ahumado y diminuto, ó el retorcido tronco de una vid que sale del interior por un agujero practicado en la pared y sube hasta sombrear con un toldo de verdura el alféizar de un ajimez árabe, confundidos y entremezclados en mi memoria con el recuerdo de la monumental fachada de la casa-ayuntamiento, con sus figu[p. 233]ras colosales de granito, sus molduras de hojarasca, sus frisos por donde se extiende una larga y muda procesión de guerreros de piedra, precedidos de timbales y clarines, sus torres cónicas, sus arcos chatos y fuertes, y sus blasones soportados por ángeles y grifos rampantes, forman en mi cabeza un caos tan difícil de desembrollar en este momento, que si ustedes con su imaginación no hacen en él la luz y lo ordenan, y colocan á su gusto todas estas cosas que yo arrojo á granel sobre las cuartillas, las figuras de mi cuadro se quedarán sin fondo, los actores de mi comedia se agitarán en un escenario sin decoración ni acompañamiento.

Figúrense ustedes, pues, partiendo de estos datos; como mejor les plazca, el mercado de Tarazona: figúrense ustedes que ven, por aquí cajones formados de tablas y esteras, tenduchos levantados de improviso con estacas y lienzos, mesillas cojas y contrahechas, bancos largos y oscuros, y por allá cestos de frutas que ruedan hasta el arroyo, montones de hortalizas frescas y verdes, rimeros de panes blancos y rubios, trozos de carne que cuelgan de garfios de hierro, tenderetes de ollas, pucheros y platos, guirnaldas de telas de colorines, pañuelos de tintas rabiosas, zapatos de cordobán y alpargatas de cáñamo que engalanan los soportales, sujetos con cordeles de columna á columna, y figúrense ustedes circulando por medio de ese pintoresco cúmulo de objetos, producto de la atrasada agricultura y la pobre industria de este rincón de España, una multitud abigarrada de gentes que van y vienen en todas direcciones, paisanos con sus mantas de rayas, sus pañuelos rojos unidos á las sienes, su faja morada y su calzón estrecho, mujeres de los lugares circunvecinos con sayas azules, verdes, encarnadas y amarillas: por este lado un señor antiguo, de los que ya sólo aquí se encuentran, con su calzón corto, su media de lana oscura y su sombrero de copa; por aquel un estudiante con sus manteos y su tricor[p. 234]nio, que recuerdan los buenos tiempos de Salamanca y chiquillos que corren y vocean, caballerías que cruzan, vendedores que pregonan, una interjección característica por acá, los desaforados gritos de los que disputan y riñen, todo envuelto y confundido con ese rumor sin nombre que se escapa de las reuniones populares, donde todos hablan, se mueven y hacen ruido á la vez, mientras se codean, avanzan, retroceden, empujan ó resisten, llevados por el oleaje de la multitud.

La primera vez que tuve ocasión de presenciar este espectáculo lleno de animación y de vida, perdido entre los numerosos grupos que llenaban la plaza de un extremo á otro, apenas pude darme cuenta exacta de lo que sucedía á mi alrededor. La novedad de los tipos, los trajes y las costumbres; el extraño aspecto de los edificios y las tiendecillas, encajonadas unas entre dos pilares de mármol, otras bajo un arco severo é imponente, ó levantadas al aire libre sobre tres ó cuatro palitroques; hasta el pronunciado y especial acento de los que voceaban pregonando sus mercancías, nuevo completamente para mí, eran causa más que bastante á producirme ese aturdimiento que hace imposible la percepción detallada de un objeto cualquiera. Mis miradas, vagando de un punto á otro sin cesar un momento, no tenían ni voluntad propia para fijarse en un sitio. Así estuve cerca de una hora cruzando en todos sentidos la plaza, á la que, por ser día de fiesta y uno de los más clásicos de mercado, había acudido más gente que de costumbre, cuando en uno de sus extremos y cerca de una fuente donde unos lavaban las verduras, otros recogían agua en un cacharro ó daban de beber á sus caballerías, distinguí un grupo de muchachas que, en su original y airoso atavío, en sus maneras y hasta en su particular modo de expresarse, conocí que serían de alguno de los pueblos de las inmediaciones de Tarazona, donde más puras y primitivas se conservan las antiguas costumbres y ciertos tipos del alto Aragón. En efecto, aquellas muchachas,[p. 235] cuya fisonomía especial, cuya desenvoltura varonil, cuyo lenguaje mezclado de las más enérgicas interjecciones, contrastaba de un modo notable con la expresión de ingenua sencillez de sus rostros, con su extremada juventud y con la inocencia que descubren á través del somero barniz de malicia de su alegre dicharacheo, se distinguían tanto de las otras mujeres de las aldeas y lugares de los contornos que, como ellas, vienen al mercado de la ciudad, que desde luego se despertó en mí la idea de hacer un estudio más detenido de sus costumbres, enterándome del punto de que procedían y el género de tráfico en que se ocupaban.

So pretexto de ajustar una carga de leña de las varias que tenían sobre algunos borriquillos pequeños, huesosos y lanudos, trabé conversación con una de las que me parecieron más juiciosas y formales, mientras las otras nos aturdían con sus voces, sus risotadas ó sus chistes, pues es tal la fama de alegres y decidoras que tienen entre las gentes de la ciudad, que no hay seminarista desocupado ó zumbón que al pasar no les diga alguna cosa, seguro de que no ha de faltarles una ocurrencia oportuna y picante para responderles.

Mi conversación, en la que por incidencia toqué dos ó tres puntos de los que deseaba aclarar, fué por lo tanto todo lo insuficiente que, dadas las condiciones del sitio y de mis interlocutoras, se podía presumir. Supe, no obstante, que eran de Añón, pueblecito que dista unas tres horas de camino de Tarazona, y que en mis paseos alrededor de esta abadía, he tenido ocasión de ver varias veces muy en lontananza y casi oculto por las gigantescas ondulaciones del Moncayo, en cuya áspera falda tiene su asiento, y que su ocupación diaria consistía en ir y venir desde su aldea á la ciudad, donde traían un pequeño comercio con la leña que en gran abundancia les suministran los montes, entre los cuales viven. Estas noticias, aunque vulgares, escasas y unidas á las que después pude adquirir por el dueño del parador en que estuve los dos ó tres días que per[p. 236]manecí en Tarazona, en aquella ocasión sólo sirvieron para avivar mi deseo de conocer más á fondo las costumbres de este tipo particular de mujeres, en las que desde luego llaman la atención sus rasgos de belleza nada comunes y su aire resuelto y gracioso.

Esto aconteció hará cosa de tres ó cuatro meses, en el intervalo de los cuales, todas las mañanas, antes de salir el sol, y confundiéndose con la algarabía de los pájaros, llegaban hasta mi celda, sacándome á veces de mi sueño, las voces alegres y sonoras, aunque un tanto desgarradas, de esas mismas muchachas que, mordiendo un tarugo de pan negro, cantando á grito herido, é interrumpiendo su canción para arrear el borriquillo en que conducen la carga de leña, atraviesan impávidas con fríos y calores, con nieves ó tormentas, las tres leguas mortales de precipicios y alturas que hay desde su lugar á Tarazona. Últimamente, como ya dije á ustedes en mi anterior, el tiempo y mis dolencias, poniéndose de acuerdo para dar un punto de reposo, el uno en sus continuas variaciones y las otras en sus diarias incomodidades, me han permitido satisfacer en parte la curiosidad, visitando los lugares del Somontano, entre los que se encuentra Añón, sin duda alguna el más original por sus costumbres y el más pintoresco por sus alrededores y posición topográfica. En mi corta visita á este lugar, me expliqué perfectamente por qué en el aire y en la fisonomía de las añoneras hay algo de extraordinario, algo que las particulariza y distingue de entre todas las mujeres del país. Sus costumbres, su educación especial y su género de vida, son, en efecto, diversos de los de aquellos pueblos. Añón, que en otra época perteneció á los caballeros de San Juan, cuya Orden mantiene aún en él un priorato, está situado sobre una altura en el punto en que comienza el áspero bosque de carrascas, que cubre como una sábana de verdura la base del monte.

Cuando lo tenían por sí los caballeros de la Orden[p. 237] hospitalaria, debió de ser lugar fuerte y cerrado; hoy sólo quedan como testigos de su pasado esplendor las colosales ruinas de un castillo de inmensas proporciones, y algunos lienzos de muro que ya se esconden, ya aparecen por entre los rojizos tejados de las casas que se agrupan en derredor de estos despojos. Cada uno de los pueblos de estas cercanías tiene una reducida llanura propia para el cultivo; sólo Añón, encaramado sobre sus rocas, sin el recurso siquiera del monte, que ya no le pertenece, sin otras tierras para sembrar que los pequeños remansos que forma una de sus laderas que se degrada en ásperos escalones, necesita apelar á su ingenio y á un trabajo rudo y peligroso para sostenerse. Yo no sabré decir á ustedes si esto proviene de que los hombres se ocupaban de muy antiguo en el servicio de los caballeros, por lo cual tenían abandonadas sus casas al dominio de las mujeres, ó de otra causa cualquiera que yo no me he podido explicar; ello es, que en este pueblo hay algo de lo que nos refieren las fábulas de las amazonas, ó de lo que habrán ustedes tenido ocasión de ver en la Isla de San Balandrán. No es esto decir que el sexo feo y fuerte deje de serlo tanto cuanto es necesario para justificar ampliamente estos apelativos; pero la población femenina se agita tan en primer término, desempeña un papel tan activo en la vida pública, trabaja y va y viene de un punto á otro con tal resolución y desenfado, que puede asegurarse que ella es la que da el carácter al lugar, y la que lo hace conocido y famoso en veinte leguas á la redonda. En la plaza de Tarazona, teatro de sus habilidades, en los caminos que atraviesa cantando, en el monte, adonde va á buscar furtivamente su mercancía, en las fiestas del lugar, en cualquier parte que se encuentre, si una vez se ha visto á una añonera, es imposible confundirla con las demás aldeanas.

La escasa comunicación que tienen estos pueblecillos entre sí, es el origen de las radicales diferencias que se notan á primera vista entre los habitantes,[p. 238] aun de los más próximos. Dentro del tipo aragonés, que es el general á todos ellos, hay infinitos matices que caracterizan á cada región de la provincia, á cada aldea de por sí. El tipo de las añoneras es uno con muy leves alteraciones; su traje idéntico, sus costumbres y su índole las mismas siempre.

Más esbeltas que altas, en lo erguido del talle, en el brío con que caminan, en la elasticidad de sus músculos, en la prontitud de todos sus movimientos, revelan la fuerza de que están dotadas y la resolución de su ánimo. Sus facciones, curtidas por el viento y el sol, ofrecen rasgos perfectamente regulares, mezclándose en ellas con extraña armonía la volubilidad y ese no sé qué imposible de definir que constituye la gracia, con esa leve expresión de la osadía que dilata imperceptiblemente la nariz y pliega el labio en ademán desdeñoso. Nada más pintoresco y sencillo á la vez que su traje. Un apretador de colores vivos les ciñe la cintura y deja ver la camisa, blanca como la nieve, que se pliega en derredor del cuello, sobre el que se levanta erguida, morena y varonil, la cabeza coronada de cabellos oscuros y abundantes. Una saya corta, airosa y encarnada ó amarilla, les llega justamente hasta el punto de la pierna en que se atan las abarcas con un listón negro, que sube serpenteando sobre la media azul hasta bastante más arriba del tobillo.

Acostumbradas casi desde que nacen á saltar de roca en roca por entre las quebraduras del monte, su pie adquiere esa firmeza peculiar de todos los habitantes de las montañas, hasta el punto de que algunas veces da miedo cuando se las mira atravesar un sendero estrecho que bordea un barranco, emparejadas con el borriquillo que conduce la leña y saltando de una piedra en otra de las que costean el camino. Así andan las leguas, tal vez en ayunas, pero siempre riendo, siempre cantando, siempre de humor para cambiar una cuchufleta con sus compañeros de viaje.[p. 239] Y no hay miedo de que su cabeza vacile al atravesar un sitio peligroso, ó su ligero paso se acorte al llegar á lo último de la penosa jornada; su vista tiene algo de la fijeza é intensidad de la del águila, acaso porque como ella se ha acostumbrado á medir indiferente los abismos; sus miembros, endurecidos con la costumbre del trabajo, soportan las fatigas más rudas sin que el cansancio los entorpezca un instante.

Sólo de este modo les es posible vivir en medio de la miseria que las agobia. Cuando la noche es más oscura; cuando la nieve borra hasta las lindes de los senderos; cuando supone que los guardas de los montes del Estado no se atreverán á aventurarse por aquellas brechas profundas y aquellos bosques de árboles intrincados y sombríos, entonces la añonera, desafiando todos los peligros, adivinando las sendas, sufriendo el temporal, escuchando por uno y otro lado los aullidos de los lobos, sale furtivamente de su lugar. Más bien que baja, puede decirse que se descuelga de roca en roca hasta el último valle que lo separa del Moncayo; armada del hacha penetra en el laberinto de carrascas oscuras, á cuyo pie nacen espinos y zarzas en montón, y descargando rudos golpes con una fuerza y una agilidad inconcebibles, hace su acopio de leña, que después oculta para conducirla poco á poco, primero á su casa y más tarde á Tarazona, donde recibe por su trabajo material, por los peligros que afronta y las fatigas que sufre, seis ó siete reales á lo sumo. Francamente hablando, hay en este mundo desigualdades que asustan.

¿Quién puede sospechar que á la misma hora en que nuestras grandes damas de la corte se agrupan en el peristilo del teatro Real, envueltas en sus calientes y vistosos albornoces, y esperan el carruaje que ha de conducirlas sobre blandos almohadones de seda á su palacio, otras mujeres, hermosas quizás como ellas, como ellas débiles al nacer, sacuden de cuando en cuando la cabeza de un lado á otro para desparcir la[p. 240] nieve que se les amontona encima, en tanto que rodeadas de oscuridad profunda, de peligros y de sobresaltos, hacen resonar el bosque con el crujido de los troncos que caen derribados á los golpes del hacha?

Grandes, inmensas desigualdades existen, no cabe duda; pero también es cierto que todas tienen su compensación. Yo he visto levantarse agitado y dejar escapar un comprimido sollozo á más de un pecho cubierto de leve gasa y seda; yo he visto más de una altiva frente inclinarse triste y sin color como agobiada bajo el peso de su espléndida diadema de pedrería; en cambio, hoy como ayer, sigue despertándome el alegre canto de las añoneras que pasan por delante de las puertas del monasterio para dirigirse á Tarazona; mañana como hoy, si salgo al camino ó voy á buscarlas al mercado, las encontraré riendo y en continua broma, felices con sus seis reales, satisfechas, porque llevarán un pan negro á su familia, ufanas con la satisfacción de que á ellas se deben la burda saya que visten y el bocado de pan que comen.

Dios, aunque invisible, tiene siempre una mano tendida para levantar por un extremo la carga que abruma al pobre. Si no, ¿quién subiría la áspera cumbre de la vida con el pesado fardo de la miseria al hombro?

Ilustración de adorno

[p. 241]

Ilustración de adorno

CARTA SEXTA

Q capitular

Queridos amigos: Hará cosa de dos ó tres años, tal vez leerían ustedes en los periódicos de Zaragoza la relación de un crimen que tuvo lugar en uno de los pueblecillos de estos contornos. Tratábase del asesinato de una pobre vieja á quien sus convecinos acusaban de bruja. Últimamente, y por una coincidencia extraña, he tenido ocasión de conocer los detalles y la historia circunstanciada de un hecho que se comprende apenas en mitad de un siglo tan despreocupado como el nuestro.

Ya estaba para acabar el día. El cielo, que desde el amanecer se mantuvo cubierto y nebuloso, comenzaba á oscurecerse á medida que el sol, que antes transparentaba su luz á través de las nieblas, iba debilitándose, cuando, con la esperanza de ver su famoso castillo como término y remate de mi artística expedición, dejé á Litago para encaminarme á Trasmoz, pueblo del que me separaba una distancia de tres cuartos de hora por el camino más corto. Como de costumbre, y exponiéndome, á trueque de examinar á mi gusto los parajes más ásperos y accidentados, á las fatigas y la incomodidad de perder el camino por entre aquellas zarzas y peñascales, tomé el más difícil, el más dudoso y más largo, y lo perdí en efecto, á pesar de las minuciosas instrucciones de que me pertreché á la salida del lugar.

[p. 242]Ya enzarzado en lo más espeso y fragoso del monte, llevando del diestro la caballería por entre sendas casi impracticables, ora por las cumbres para descubrir la salida del laberinto, ora por las honduras con la idea de cortar terreno, anduve vagando al azar un buen espacio de tarde hasta que, por último, en el fondo de una cortadura tropecé con un pastor, el cual abrevaba su ganado en el riachuelo que, después de deslizarse sobre un cauce de piedras de mil colores, salta y se retuerce allí con un ruido particular que se oye á gran distancia, en medio del profundo silencio de la naturaleza que en aquel punto y á aquella hora parece muda ó dormida.

Pregunté al pastor el camino del pueblo, el cual según mis cuentas no debía de distar mucho del sitio en que nos encontrábamos, pues aunque sin senda fija, yo había procurado adelantar siempre en la dirección que me habían indicado. Satisfizo el buen hombre mi pregunta lo mejor que pudo, y ya me disponía á proseguir mi azarosa jornada, subiendo con pies y manos y tirando de la caballería, como Dios me daba á entender, por entre unos pedruscos erizados de matorrales y puntas, cuando el pastor que me veía subir desde lejos, me dió una gran voz advirtiéndome que no tomara la senda de la tía Casca, si quería llegar sano y salvo á la cumbre. La verdad era que el camino, que equivocadamente había tomado, se hacía cada vez más áspero y difícil, y que por una parte la sombra que ya arrojaban las altísimas rocas, que parecían suspendidas sobre mi cabeza, y por otra el ruido vertiginoso del agua que corría profunda á mis pies, y de la que comenzaba á elevarse una niebla inquieta y azul, que se extendía por la cortadura borrando los objetos y los colores, parecían contribuir á turbar la vista y conmover el ánimo con una sensación de penoso malestar que vulgarmente podría llamarse preludio de miedo. Volví pies atrás, bajé de nuevo hasta donde se encontraba el pastor, y mientras se[p. 243]guíamos juntos por una trocha que se dirigía al pueblo, adonde también iba á pasar la noche mi improvisado guía, no pude menos de preguntarle con alguna insistencia, por qué, aparte de las dificultades que ofrecía el ascenso, era tan peligroso subir á la cumbre por la senda que llamó de la tía Casca.

—Porque antes de terminar la senda—me dijo con el tono más natural del mundo—tendríais que costear el precipicio á que cayó la maldita bruja que le da su nombre, y en el cual se cuenta que anda penando el alma que, después de dejar el cuerpo, ni Dios ni el diablo han querido para suya.

—¡Hola!—exclamé entonces como sorprendido, aunque, á decir verdad, ya me esperaba una contestación de esta ó parecida clase.—Y ¿en qué diantres se entretiene el alma de esa pobre vieja por estos andurriales?

—En acosar y perseguir á los infelices pastores que se arriesgan por esa parte de monte, ya haciendo ruido entre las matas, como si fuese un lobo, ya dando quejidos lastimeros como de criatura, ó acurrucándose en las quiebras de las rocas que están en el fondo del precipicio, desde donde llama con su mano amarilla y seca á los que van por el borde, les clava la mirada de sus ojos de buho, y cuando el vértigo comienza á desvanecer su cabeza, da un gran salto, se les agarra á los pies y pugna hasta despeñarlos en la sima... ¡Ah, maldita bruja!—exclamó después de un momento el pastor tendiendo el puño crispado hacia las rocas, como amenazándola;—¡ah! maldita bruja, muchas hiciste en vida, y ni aun muerta hemos logrado que nos dejes en paz; pero, no haya cuidado, que á ti y á tu endiablada raza de hechiceras os hemos de aplastar una á una, como á víboras.

—Por lo que veo—insistí, después que hubo concluído su extravagante imprecación,—está usted muy al corriente de las fechorías de esa mujer. Por ventura, ¿alcanzó usted á conocerla? Porque no me pa[p. 244]rece de tanta edad como para haber vivido en el tiempo en que las brujas andaban todavía por el mundo.

Al oir estas palabras el pastor, que caminaba delante de mí para mostrarme la senda, se detuvo un poco y fijando en los míos sus asombrados ojos, como para conocer si me burlaba, exclamó con un acento de buena fe pasmosa:—¡Que no le parezco á usted de edad bastante para haberla conocido! Pues ¿y si yo le dijera que no hace aún tres años cabales que con estos mismos ojos que se ha de comer la tierra, la vi caer por lo alto de ese derrumbadero, dejando en cada uno de los peñascos y de las zarzas un jirón de vestido ó de carne, hasta que llegó al fondo donde se quedó aplastada como un sapo que se coge debajo del pie?

—Entonces—respondí asombrado á mi vez de la credulidad de aquel pobre hombre—daré crédito á lo que usted dice, sin objetar palabra; aunque á mí se me había figurado—añadí recalcando estas últimas frases para ver el efecto que le hacían,—que todo eso de las brujas y los hechizos no eran sino antiguas y absurdas patrañas de las aldeas.

—Eso dicen los señores de la ciudad, porque á ellos no les molestan; y fundados en que todo es puro cuento, echaron á presidio á algunos infelices que nos hicieron un bien de caridad á la gente del Somontano, despeñando á esa mala mujer.

—¿Conque no cayó casualmente ella, sino que la hicieron rodar que quieras que no? ¡Á ver, á ver! Cuénteme usted cómo pasó eso, porque debe de ser curioso—añadí, mostrando toda la credulidad y el asombro suficiente, para que el buen hombre no maliciase que sólo quería distraerme un rato, oyendo sus sandeces; pues es de advertir que hasta que no me refirió los pormenores del suceso, no hice memoria de que, en efecto, yo había leído en los periódicos de provincia una cosa semejante. El pastor, convencido por las muestras de interés conque me disponía á escuchar su relato, de que yo no era uno de esos señores de la ciu[p. 245]dad, dispuesto á tratar de majaderías su historia, levantó la mano en dirección á uno de los picachos de la cumbre, y comenzó así, señalándome una de las rocas que se destacaba oscura é imponente sobre el fondo gris del cielo, que el sol, al ponerse tras las nubes, teñía de algunos cambiantes rojizos.

—¿Ve usted aquel cabezo alto, alto, que parece cortado á pico, y por entre cuyas peñas crecen las aliagas y los zarzales? Me parece que sucedió ayer. Yo estaba algunos doscientos pasos camino atrás de donde nos encontramos en este momento; próximamente sería la misma hora, cuando creí escuchar unos alaridos distantes, y llantos é imprecaciones que se entremezclaban con voces varoniles y coléricas que ya se oían por un lado, ya por otro, como de pastores que persiguen un lobo por entre los zarzales. El sol, según digo, estaba al ponerse, y por detrás de la altura se descubría un jirón del cielo, rojo y encendido como la grana, sobre el que vi aparecer alta, seca y haraposa, semejante á un esqueleto que se escapa de su fosa, envuelto aún en los jirones del sudario, á una vieja horrible, en la que conocí á la tía Casca. La tía Casca era famosa en todos estos contornos, y me bastó distinguir sus greñas blancuzcas que se enredaban alrededor de su frente como culebras, sus formas extravagantes, su cuerpo encorvado y sus brazos disformes, que se destacaban angulosos y oscuros sobre el fondo de fuego del horizonte, para reconocer en ella á la bruja de Trasmoz. Al llegar ésta al borde del precipicio, se detuvo un instante sin saber qué partido tomar. Las voces de los que parecían perseguirla sonaban cada vez más cerca, y de cuando en cuando la veía hacer una contorsión, encogerse ó dar un brinco para evitar los cantazos que le arrojaban. Sin duda no traía el bote de sus endiablados untos, porque, á traerlo, seguro que habría atravesado al vuelo la cortadura, dejando á sus perseguidores burlados y jadeantes como lebreles que pierden la pista. ¡Dios no lo quiso así, permitiendo que de una[p. 246] vez pagara todas sus maldades!... Llegaron los mozos que venían en su seguimiento, y la cumbre se coronó de gentes, éstos con piedras en las manos, aquéllos con garrotes, los de más allá con cuchillos. Entonces comenzó una cosa horrible. La vieja, ¡maldita hipocritona! viéndose sin huída, se arrojó al suelo, se arrastró por la tierra besando los pies de los unos, abrazándose á las rodillas de los otros, implorando en su ayuda á la Virgen y á los santos, cuyos nombres sonaban en su condenada boca como una blasfemia. Pero los mozos, así hacían caso de sus lamentos como yo de la lluvia cuando estoy bajo techado.—Yo soy una pobre vieja que no he hecho daño á nadie; no tengo hijos ni parientes que me vengan á amparar; ¡perdonadme, tened compasión de mí!—aullaba la bruja; y uno de los mozos, que con la una mano la había asido de las greñas, mientras tenía en la otra la navaja que procuraba abrir con los dientes, le contestaba rugiendo de cólera:—¡Ah, bruja de Lucifer, ya es tarde para lamentaciones, ya te conocemos todos!—¡Tú hiciste un mal á mi mulo, que desde entonces no quiso probar bocado, y murió de hambre dejándome en la miseria!—decía uno.—¡Tú has hecho mal de ojo á mi hijo, y lo sacas de la cuna y lo azotas por las noches!—añadía el otro; y cada cual exclamaba por su lado:—¡Tú has echado una suerte á mi hermana! ¡Tú has ligado á mi novia! ¡Tú has emponzoñado la yerba! ¡Tú has embrujado al pueblo entero!

Yo permanecía inmóvil en el mismo punto en que me había sorprendido aquel clamoreo infernal, y no acertaba á mover pie ni mano, pendiente del resultado de aquella lucha.

La voz de la tía Casca, aguda y estridente, dominaba el tumulto de todas las otras voces que se reunían para acusarla, dándole en el rostro con sus delitos, y siempre gimiendo, siempre sollozando, seguía poniendo á Dios y á los santos patronos del lugar por testigos de su inocencia.

[p. 247]Por último, viendo perdida toda esperanza, pidió como última merced que la dejasen un instante implorar del cielo, antes de morir, el perdón de sus culpas, y de rodillas al borde de la cortadura como estaba, la vieja inclinó la cabeza, juntó las manos y comenzó á murmurar entre dientes qué sé yo qué imprecaciones ininteligibles: palabras que yo no podía oir por la distancia que me separaba de ella, pero que ni los mismos que estaban á su lado lograron entender. Unos aseguran que hablaba en latín, otros que en una lengua salvaje y desconocida, no faltando quien pudo comprender que en efecto rezaba, aunque diciendo las oraciones al revés, como es costumbre de estas malas mujeres.

En este punto se detuvo el pastor un momento, tendió á su alrededor una mirada, y prosiguió así:

—¿Siente usted este profundo silencio que reina en todo el monte, que no suena un guijarro, que no se mueve una hoja, que el aire está inmóvil y pesa sobre los hombros y parece que aplasta? ¿Ve usted esos jirones de niebla oscura que se deslizan poco á poco á lo largo de la inmensa pendiente del Moncayo, como si sus cavidades no bastaran á contenerlos? ¿Los ve usted cómo se adelantan mudos y con lentitud, como una legión aérea que se mueve por un impulso invisible? El mismo silencio de muerte había entonces, el mismo aspecto extraño y temeroso ofrecía la niebla de la tarde, arremolinada en las lejanas cumbres, todo el tiempo que duró aquella suspensión angustiosa. Yo lo confieso con toda franqueza: llegué á tener miedo. ¿Quién sabía si la bruja aprovechaba aquellos instantes para hacer uno de esos terribles conjuros que sacan á los muertos de sus sepulturas, estremecen el fondo de los abismos y traen á la superficie de la tierra, obedientes á sus imprecaciones, hasta á los más rebeldes espíritus infernales? La vieja rezaba, rezaba sin parar; los mozos permanecían en tanto inmóviles, cual si estuviesen encadenados[p. 248] por un sortilegio, y las nieblas oscuras seguían avanzando y envolviendo las peñas, en derredor de las cuales fingían mil figuras extrañas como de monstruos deformes, cocodrilos rojos y negros, bultos colosales de mujeres envueltas en paños blancos, y listas largas de vapor que, heridas por la última luz del crepúsculo, semejaban inmensas serpientes de colores.

Fija la mirada en aquel fantástico ejército de nubes que parecían correr al asalto de la peña sobre cuyo pico iba á morir la bruja, yo estaba esperando por instantes cuándo se abrían sus senos para abortar á la diabólica multitud de espíritus malignos, comenzando una lucha horrible al borde del derrumbadero, entre los que estaban allí para hacer justicia en la bruja y los demonios que, en pago de sus muchos servicios, vinieran á ayudarla en aquel amargo trance.

—Y por fin—exclamé interrumpiendo el animado cuento de mi interlocutor, é impaciente ya por conocer el desenlace,—¿en qué acabó todo ello? ¿Mataron á la vieja? Porque yo creo que por muchos conjuros que recitara la bruja y muchas señales que usted viese en las nubes y en cuanto le rodeaba, los espíritus malignos se mantendrían quietecitos cada cual en su agujero, sin mezclarse para nada en las cosas de la tierra. ¿No fué así?

—Así fué, en efecto. Bien porque en su turbación la bruja no acertara con la fórmula ó, lo que yo más creo, por ser viernes, día en que murió Nuestro Señor Jesucristo, y no haber acabado aún las vísperas, durante las que los malos no tienen poder alguno, ello es que, viendo que no concluía nunca con su endiablada monserga, un mozo le dijo que acabase, y levantando en alto el cuchillo, se dispuso á herirla. La vieja entonces, tan humilde, tan hipocritona hasta aquel punto, se puso de pie con un movimiento tan rápido como el de una culebra enroscada á la que se pisa y despliega sus anillos irguiéndose llena de cólera.—¡Oh! no; ¡no quiero morir, no quiero morir!—decía;—¡dejadme ú os mor[p. 249]deré las manos con que me sujetáis!... Pero aún no había pronunciado estas palabras, abalanzándose á sus perseguidores, fuera de sí, con las greñas sueltas, los ojos inyectados en sangre, y la hedionda boca entreabierta y llena de espuma, cuando la oí arrojar un alarido espantoso, llevarse por dos ó tres veces las manos al costado con grande precipitación, mirárselas y volvérselas á mirar maquinalmente, y por último, dando tres ó cuatro pasos vacilantes como si estuviese borracha, la vi caer al derrumbadero. Uno de los mozos á quien la bruja hechizó á una hermana, la más hermosa, la más buena del lugar, la había herido de muerte en el momento en que sintió que le clavaba en el brazo sus dientes negros y puntiagudos. ¿Pero cree usted que acabó ahí la cosa? Nada menos que eso: la vieja de Lucifer tenía siete vidas como los gatos. Cayó por un derrumbadero donde cualquiera otro á quien se le resbalase un pie no pararía hasta lo más hondo, y ella, sin embargo, tal vez porque el diablo le quitó el golpe ó porque los harapos de las sayas la enredaron en los zarzales, quedó suspendida de uno de los picos que erizan la cortadura, barajándose y retorciéndose allí como un reptil colgado por la cola. ¡Dios, cómo blasfemaba! ¡Qué imprecaciones tan horribles salían de su boca! Se estremecían las carnes y se ponían de punta los cabellos sólo de oirla... Los mozos seguían desde lo alto todas sus grotescas evoluciones, esperando el instante en que se desgarraría el último jirón de la saya á que estaba sujeta, y rodaría dando tumbos, de pico en pico, hasta el fondo del barranco; pero ella con el ansia de la muerte y sin cesar de proferir, ora horribles blasfemias, ora palabras santas mezcladas de maldiciones, se enroscaba en derredor de los matorrales; sus dedos largos, huesosos y sangrientos, se agarraban como tenazas á las hendiduras de las rocas, de modo que ayudándose de las rodillas, de los dientes, de los pies y de las manos, quizás hubiese conseguido subir hasta el borde, si algunos de[p. 250] los que la contemplaban y que llegaron á temerlo así, no hubiesen levantado en alto una piedra gruesa, con la que le dieron tal cantazo en el pecho, que piedra y bruja bajaron á la vez saltando de escalón en escalón por entre aquellas puntas calcáreas, afiladas como cuchillos, hasta dar, por último, en ese arroyo que se ve en lo más profundo del valle... Una vez allí, la bruja permaneció un largo rato inmóvil, con la cara hundida entre el légamo y el fango del arroyo que corría enrojecido con la sangre; después, poco á poco, comenzó como á volver en sí y á agitarse convulsivamente. El agua cenagosa y sangrienta saltaba en derredor batida por sus manos, que de vez en cuando se levantaban en el aire crispadas y horribles, no sé si implorando piedad, ó amenazando aún en las últimas ansias... Así estuvo algún tiempo removiéndose y queriendo inútilmente sacar la cabeza fuera de la corriente buscando un poco de aire, hasta que al fin se desplomó muerta; muerta del todo, pues los que la habíamos visto caer y conocíamos de lo que es capaz una hechicera tan astuta como la tía Casca, no apartamos de ella los ojos hasta que, completamente entrada la noche, la oscuridad nos impidió distinguirla, y en todo este tiempo no movió pie ni mano; de modo que si la herida y los golpes no fueron bastantes á acabarla, es seguro que se ahogó en el riachuelo cuyas aguas tantas veces había embrujado en vida para hacer morir nuestras reses.—¡Quien en mal anda, en mal acaba!—exclamamos después de mirar una última vez al fondo oscuro del despeñadero; y santiguándonos santamente y pidiendo á Dios nos ayudase en todas las ocasiones, como en aquella, contra el diablo y los suyos, emprendimos con bastante despacio la vuelta al pueblo, en cuya desvencijada torre las campanas llamaban á la oración á los vecinos devotos.

Cuando el pastor terminó su relato, llegábamos precisamente á la cumbre más cercana al pueblo, desde donde se ofreció á mi vista el castillo oscuro é impo[p. 251]nente con su alta torre del homenaje, de la que sólo queda en pie un lienzo de muro con dos saeteras, que transparentaban la luz y parecían los ojos de un fantasma. En aquel castillo, que tiene por cimiento la pizarra negra de que está formado el monte, y cuyas vetustas murallas, hechas de pedruscos enormes, parecen obras de titanes, es fama que las brujas de los contornos tienen sus nocturnos conciliábulos.

La noche había cerrado ya, sombría y nebulosa. La luna se dejaba ver á intervalos por entre los jirones de las nubes que volaban en derredor nuestro, rozando casi con la tierra, y las campanas de Trasmoz dejaban oir lentamente el toque de oraciones, como al final de la horrible historia que me acababan de referir.

Ahora que estoy en mi celda tranquilo, escribiendo para ustedes la relación de estas impresiones extrañas, no puedo menos de maravillarme y dolerme de que las viejas supersticiones tengan todavía tan hondas raíces entre las gentes de las aldeas, que den lugar á sucesos semejantes; pero, ¿por qué no he de confesarlo? sonándome aún las últimas palabras de aquella temerosa relación, teniendo junto á mí á aquel hombre que tan de buena fe imploraba la protección divina para llevar á cabo crímenes espantosos, viendo á mis pies el abismo negro y profundo en donde se revolvía el agua entre las tinieblas, imitando gemidos y lamentos, y en lontananza el castillo tradicional, coronado de almenas oscuras, que parecían fantasmas asomadas á los muros, sentí una impresión angustiosa, mis cabellos se erizaron involuntariamente, y la razón, dominada por la fantasía, á la que todo ayudaba, el sitio, la hora y el silencio de la noche, vaciló un punto, y casi creí que las absurdas consejas de las brujerías y los maleficios pudieran ser posibles.

Postdata.—Al terminar esta carta y cuando ya me disponía á escribir el sobre, la muchacha que me sirve y que ha concluído en este instante de arreglar los trebejos de la cocina y de apagar la lumbre, armada[p. 252] de un enorme candil de hierro, se ha colocado junto á mi mesa á esperar, como tiene de costumbre siempre que me ve escribir de noche, que le entregue la carta que ella á su vez dará mañana al correo, el cual baja de Añón á Tarazona al romper el día. Sabiendo que es de un lugar inmediato á Trasmoz y que en este último pueblo tiene gran parte de su familia, me ha ocurrido preguntarle si conoció á la tía Casca, y si sabe alguna particularidad de sus hechizos famosos en todo el Somontano. No pueden ustedes figurarse la cara que ha puesto al oir el nombre de la bruja, ni la expresión de medrosa inquietud con que ha vuelto la vista á su alrededor, procurando iluminar con el candil los rincones oscuros de la celda, antes de responderme. Después de practicada esta operación, y con voz baja y alterada, sin contestar á mi interpelación, me ha preguntado á su vez:

—¿Sabe usted en qué día de la semana estamos?

—No, chica—le respondí;—pero ¿á qué conduce saber el día de la semana?

—Porque si es viernes, no puedo despegar los labios sobre ese asunto. Los viernes, en memoria de que Nuestro Señor Jesucristo murió en semejante día, no pueden las brujas hacer mal á nadie; pero en cambio oyen desde su casa cuanto se dice de ellas, aunque sea al oído y en el último rincón del mundo.

—Tranquilízate por ese lado, pues á lo que yo puedo colegir de la proximidad del último domingo, todo lo más, andaremos por el martes ó el miércoles.

—No es esto decir que yo le tenga miedo á la bruja, pues de los míos sólo á mi hermana la mayor, al pequeñico y á mi padre puede hacerles mal.

—¡Calle! ¿y en qué consiste el privilegio?

—En que al echarnos el agua no se equivocó el cura ni dejó olvidada ninguna palabra del credo.

—¿Y eso se lo has ido tú á preguntar al cura tal vez?

—¡Quiá! No, señor: el cura no se acordaría. Se lo hemos preguntado á un cedazo.

[p. 253]—Que es el que debe saberlo... No me parece mal. ¿Y cómo se entra en conversación con un cedazo? Porque eso debe de ser curioso.

—Verá usted... después de las doce de la noche, pues las brujas, que lo quisieran impedir no tienen poder sino desde las ocho hasta esa hora, se toma el cedazo, se hacen sobre él tres cruces con la mano izquierda, y suspendiéndole en el aire, cogido por el aro con las puntas de unas tijeras, se le pregunta. Si se ha olvidado alguna palabra del credo, da vueltas por sí solo, y si no, se está quietico, quietico, como la hoja en el árbol cuando no se mueve una paja de aire.

—¿Según eso, tú estás completamente tranquila de que no han de embrujarte?

—Lo que es por mí, completamente; pero sin embargo, mirando por los de la casa, cuido siempre de hacer antes de dormirme una cruz en el hogar con las tenazas para que no entren por la chimenea, y tampoco se me olvida poner la escoba en la puerta con el palo en el suelo.

—¡Ah! vamos; ¿con que la escoba que encuentro algunas mañanas á la puerta de mi habitación con las palmas hacia arriba y que me ha hecho pensar que era uno de tus frecuentes olvidos, no estaba allí sin su misterio? Pero se me ocurre preguntar una cosa: si ya mataron á la bruja y, una vez muerta, su alma no puede salir del precipicio donde por permisión divina anda penando, ¿contra quién tomas esas precauciones?

—¡Toma, toma! Mataron á una; pero como que son una familia entera y verdadera, que desde hace un siglo ó dos vienen heredando el unto de unas en otras, se acabó con una tía Casca, pero queda su hermana, y cuando acaben con ésta, que acabarán también, le sucederá su hija, que aún es moza, y ya dicen que tiene sus puntos de hechicera.

—¿Según lo que veo, esa es una dinastía secular de brujas que se vienen sucediendo regular[p. 254]mente por la línea femenina desde los tiempos más remotos?

—Yo no sé lo que son; pero lo que puedo decirle es que acerca de estas mujeres se cuenta en el pueblo una historia muy particular, que yo he oído referir algunas veces en las noches de invierno.

—Pues vaya, deja ese candil en el suelo, acerca una silla y refiéreme esa historia, que yo me parezco á los niños en mis aficiones.

—Es que esto no es cuento.

—Ó historia, como tú quieras—añadí por último, para tranquilizarla respecto á la entera fe con que sería acogida la relación por mi parte.

La muchacha, después de colgar el candil en un clavo, y de pie á una respetuosa distancia de la mesa, por no querer sentarse, á pesar de mis instancias, me ha referido la historia de las brujas de Trasmoz, historia original que yo á mi vez contaré á ustedes otro día, pues ahora voy acostarme con la cabeza llena de brujas, hechicerías y conjuros, pero tranquilo, porque, al dirigirme á mi alcoba, he visto el escobón junto á la puerta haciéndome la guardia, más tieso y formal que un alabardero en día de ceremonia.

Ilustración de adorno

[p. 255]

Ilustración de adorno

CARTA SÉPTIMA

Q capitular

Queridos amigos: Prometí á ustedes en mi última carta referirles, tal como me la contaron, la maravillosa historia de las brujas de Trasmoz. Tomo, pues, la pluma para cumplir lo prometido, y va de cuento.

Desde tiempo inmemorial, es artículo de fe entre las gentes del Somontano, que Trasmoz es la corte y punto de cita de las brujas más importantes de la comarca. Su castillo, como los tradicionales campos de Barahona y el valle famoso de Zugarramurdi, pertenece á la categoría de conventículo de primer orden y lugar clásico para las grandes fiestas nocturnas de las amazonas de escobón, los sapos con collareta y toda la abigarrada servidumbre del macho cabrío, su ídolo y jefe. Acerca de la fundación de este castillo, cuyas colosales ruinas, cuyas torres oscuras y dentelladas, patios sombríos y profundos fosos, parecen, en efecto, digna escena de tan diabólicos personajes, se refiere una tradición muy antigua. Parece que en tiempo de los moros, época que para nuestros campesinos corresponde á las edades mitológicas y fabulosas de la historia, pasó el rey por las cercanías del sitio en que ahora se halla Trasmoz, y viendo con maravilla un punto como aquél, donde gracias á la altura, las rápidas pendientes y los cortes á plomo de la roca, podía el hombre, ayudado de la naturaleza, hacer un lu[p. 256]gar fuerte é inexpugnable, de grande utilidad por encontrarse próximo á la raya fronteriza, exclamó volviéndose á los que iban en su seguimiento, y tendiendo la mano en dirección á la cumbre:

—De buena gana tendría allí un castillo.

Oyóle un pobre viejo, que apoyado en un báculo de caminante y con unas miserables alforjillas al hombro, pasaba á la sazón por el mismo sitio, y adelantándose hasta salirle al encuentro y á riesgo de ser atropellado por la comitiva real, detuvo por la brida el caballo de su señor y le dijo estas solas palabras:

—Si me le dais en alcaidía perpetua, yo me comprometo á llevaros mañana á vuestro palacio sus llaves de oro.

Rieron grandemente el rey y los suyos de la extravagante proposición del mendigo, de modo que arrojándole una pequeña pieza de plata al suelo, á manera de limosna, contestóle el soberano con aire de zumba.

—Tomad esa moneda para que compréis unas cebollas y un pedazo de pan con que desayunaros, señor alcaide de la improvisada fortaleza de Trasmoz, y dejadnos en paz proseguir nuestro camino.

Y esto diciendo, le apartó suavemente á un lado de la senda, tocó el ijar de su corcel con el acicate, y se alejó seguido de sus capitanes, cuyas armaduras, incrustadas de arabescos de oro, resonaban y resplandecían al compás del galope, mal ocultas por los blancos y flotantes alquiceles.

—¿Luego me confirmáis en la alcaidía?—añadió el pobre viejo, en tanto que se bajaba para recoger la moneda, y dirigiéndose en alta voz hacia los que ya apenas se distinguían entre la nube de polvo que levantaron los caballos, un punto detenidos, al arrancar de nuevo.

—Seguramente—díjole el rey desde lejos y cuando ya iba á doblar una de las vueltas del monte;—pero con la condición de que esta noche levantarás el cas[p. 257]tillo, y mañana irás á Tarazona á entregarme las llaves.

Satisfecho el pobrete con la contestación del rey, alzó, como digo, la moneda del suelo, besóla con muestras de humildad, y después de atarla en un pico del guiñapo blancuzco que le servía de turbante, se dirigió poco á poco hacia la aldehuela de Trasmoz. Componían entonces este lugar quince ó veinte casuquillas sucias y miserables, refugio de algunos pastores que llevaban á pacer sus ganados al Moncayo. Pasito á pasito, aquí cae, allí tropieza, como el que camina agobiado del doble peso de la edad y de una larga jornada, llegó al fin nuestro hombre al pueblo, y comprando, según se lo había dicho el rey, un mendrugo de pan y tres ó cuatro cebollas blancas, jugosas y relucientes, sentóse á comerlas á la orilla de un arroyo, en el cual los vecinos tenían costumbre de venir á hacer sus abluciones de la tarde, y en donde, una vez instalado, comenzó á despachar su pitanza con tanto gusto, y moviendo sus descarnadas mandíbulas, de las que pendían unas barbillas blancas y claruchas, con tal priesa, que, en efecto, parecía no haberse desayunado en todo lo que iba de día, que no era poco, pues el sol comenzaba á trasmontar las cumbres.

Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo á la orilla del arroyo dando buena cuenta con gentil apetito de su frugal comida, cuando llegó hasta el borde del agua uno de los pastores del lugar, hizo sus acostumbradas zalemas, vuelto hacia el Oriente, y concluída esta operación, comenzó á lavarse las manos y el rostro murmurando sus rezos de la tarde. Tras éste vinieron otros cuantos, hasta cinco ó seis, y cuando todos hubieron concluído de rezar y remojarse el cogote, llamólos el viejo y les dijo:

—Veo con gusto que sois buenos musulmanes, y que ni las ordinarias ocupaciones, ni las fatigas de vuestros ejercicios os distraen de las santas ceremonias que á sus fieles dejó encomendadas el Profeta. El verdadero creyente tarde ó temprano alcanza el[p. 258] premio: unos lo recogen en la tierra, otros en el paraíso, no faltando á quienes se les da en ambas partes, y de éstos seréis vosotros.

Los pastores, que durante la arenga no habían apartado un punto sus ojos del mendigo, pues por tal le juzgaron al ver su mal pelaje y peor desayuno, se miraban entre sí, después de concluído, como no comprendiendo adónde iría á parar aquella introducción si no era á pedir una limosna; pero con grande asombro de los circunstantes, prosiguió de este modo su discurso:

—He aquí que yo vengo de una tierra lejana á buscar servidores leales para la guarda y custodia de un famoso castillo. Yo me he sentado al borde de las fuentes que saltan sobre una taza de pórfido, á la sombra de las palmeras en las mezquitas de las grandes ciudades, y he visto unos tras otros venir á muchos hombres á hacer las abluciones con sus aguas, éstos por mera limpieza, aquéllos por hacer lo mismo que todos, los más por dar el espectáculo de una piedad de fórmula. Después os he visto en estas soledades, lejos de las miradas del mundo, atentos sólo al ojo que vela sobre las acciones de los mortales, cumplir con nuestros ritos, impulsados por la conciencia de un deber, y he dicho para mí:—He aquí hombres fieles á su religión; igualmente lo serán á su palabra. De hoy más no vagaréis por los montes con nieves y fríos para comer un pedazo de pan negro; en la magnífica fortaleza de que os hablo, tendréis alimento abundante y vida holgada. Tú cuidarás de la atalaya, atento siempre á las señales de los corredores del campo, y pronto á encender la hoguera que brilla en las sombras, como el penacho de fuego del casco de un arcángel. Tú cuidarás del rastrillo y del puente; tú darás vuelta cada tres horas alrededor de las torres, por entre la barbacana y el muro. Á ti te encargaré de las caballerizas; bajo la guarda de ése estarán los depósitos de materiales de guerra, y por último, aquel otro correrá con los almacenes de víveres.

[p. 259]

Los pastores, de cada vez más asombrados y suspensos, no sabían qué juicio formar del improvisado protector que la casualidad les deparaba; y aunque su aspecto miserable no convenía del todo bien con sus generosas ofertas, no faltó alguno que le preguntase entre dudoso y crédulo:

—¿Dónde está ese castillo? Si no se halla muy lejos de estos lugares, entre cuyas peñas estamos acostumbrados á vivir, y á los que tenemos el amor que todo hombre tiene á la tierra que le vió nacer, yo, por mi parte, aceptaría con gusto tus ofrecimientos, y creo que como yo todos los que se encuentran presentes.

—Por eso no temáis, pues está bien cerca de aquí—respondió el viejo impasible;—cuando el sol se esconde por detrás de las cumbres del Moncayo, su sombra cae sobre vuestra aldea.

—¿Y cómo puede ser eso—dijo entonces el pastor,—si por aquí no hay castillo ni fortaleza alguna, y la primera sombra que envuelve nuestro lugar, es la del cabezo del monte en cuya falda se ha levantado?

—Pues en ese cabezo se halla, porque allí están las piedras, y donde están las piedras está el castillo, como está la gallina en el huevo y la espiga en el grano—insistió el extraño personaje, á quien sus interlocutores, irresolutos hasta aquel punto, no dudaron en calificar de loco de remate.

—¿Y tú serás, sin duda, el gobernador de esa fortaleza famosa?—exclamó entre las carcajadas de sus compañeros, otro de los pastores.—Porque á tal castillo tal alcaide.

—Yo lo soy—tornó á contestar el viejo, siempre con la misma calma, y mirando á sus risueños oyentes con una sonrisa particular.—¿No os parezco digno de tan honroso cargo?

—¡Nada menos que eso!—se apresuraron á responderle.—Pero el sol ha doblado las cumbres, la sombra de vuestro castillo envuelve ya en sus pliegues nues[p. 260]tras pobres chozas. ¡Poderoso y temido alcaide de la invisible fortaleza de Trasmoz, si queréis pasar la noche á cubierto, os podemos ofrecer un poco de paja en el establo de nuestras ovejas; si preferís quedaros al raso, que Alá os tenga en su santa guarda, el Profeta os colme de sus beneficios, y los arcángeles de la noche velen á vuestro alrededor con sus espadas encendidas! Acompañando estas palabras, dichas en tono de burlesca solemnidad, con profundos y humildes saludos, los pastores tomaron el camino de su pueblo, riendo á carcajadas de la original aventura. Nuestro buen hombre no se alteró, sin embargo, por tan poca cosa, sino que después de acabar con mucho despacio su merienda, tomó en el hueco de la mano algunos sorbos del agua limpia y transparente del arroyo, limpióse con el revés la boca, sacudió las migajas de pan de la túnica, y echándose otra vez las alforjillas al hombro y apoyándose en su nudoso báculo, emprendió de nuevo el camino adelante, en la misma dirección que sus futuros sirvientes.

La noche comenzaba, en efecto, á entrarse fría y oscura. De pico á pico de la elevada cresta del Moncayo, se extendían largas bandas de nubes color de plomo, que, arrolladas hasta aquel momento por la influencia del sol, parecían haber esperado á que se ocultase para comenzar á removerse con lentitud, como esos monstruos deformes que produce el mar y que se arrastran trabajosamente en las playas desiertas. El ancho horizonte que se descubría desde las alturas, iba poco á poco palideciendo y pasando del rojo al violado por un punto, mientras por el contrario asomaba la luna, redonda, encendida, grande, como un escudo de batallar, y por el dilatado espacio del cielo las estrellas aparecían unas tras otras, amortiguada su luz por la del astro de la noche.

Nuestro buen viejo, que parecía conocer perfectamente el país, pues nunca vacilaba al escoger las sendas que más pronto habían de conducirle al término[p. 261] de su peregrinación, dejó á un lado la aldea, y siempre subiendo con bastante fatiga por entre los enormes peñascos y las espesas carrascas, que entonces como ahora cubrían la áspera pendiente del monte, llegó por último á la cumbre cuando las sombras se habían apoderado por completo de la tierra, y la luna, que se dejaba ver á intervalos por entre las oscuras nubes, se había remontado á la primera región del cielo. Cualquiera otro hombre, impresionado por la soledad del sitio, el profundo silencio de la naturaleza y el fantástico panorama de las sinuosidades del Moncayo, cuyas puntas coronadas de nieve parecían las olas de un mar inmóvil y gigantesco, hubiera temido aventurarse por entre aquellos matorrales, adonde en mitad del día apenas osaban llegar los pastores; pero el héroe de nuestra relación, que como ya habrán sospechado ustedes, y si no lo han sospechado, lo verán claro más adelante, debía de ser un magicazo de tomo y lomo, no satisfecho con haber trepado á la eminencia, se encaramó en la punta de la más elevada roca, y desde aquel aéreo asiento comenzó á pasear la vista á su alrededor, con la misma firmeza que el águila, cuyo nido pende de un peñasco al borde del abismo, contempla sin temor el fondo.

Después que se hubo reposado un instante de las fatigas del camino, sacó de las alforjillas un estuche de forma particular y extraña, un librote muy carcomido y viejo, y un cabo de vela verde, corto y á medio consumir. Frotó con sus dedos descarnados y huesosos en uno de los extremos del estuche que parecía de metal, y era á modo de linterna, y á medida que frotaba, veíase como una lumbre sin claridad, azulada, medrosa é inquieta, hasta que por último brotó una llama y se hizo luz: con aquella luz encendió el cabo de vela verde, á cuyo escaso resplandor, y no sin haberse calado antes unas disformes antiparras redondas, comenzó á hojear el libro que para mayor comodidad había puesto delante de sí sobre una de las peñas.[p. 262] Según que el nigromante iba pasando las hojas del libro, llenas de caracteres árabes, caldeos y siriacos trazados con tinta azul, negra, roja y violada, y de figuras y signos misteriosos, murmuraba entre dientes frases ininteligibles, y parando de cierto en cierto tiempo la lectura, repetía un estribillo singular con una especie de salmodia lúgubre, que acompañaba hiriendo la tierra con el pie y agitando la mano que le dejaba libre el cuidado de la vela, como si se dirigiese á alguna persona.

Concluída la primera parte de su mágica letanía, en la que, unos tras otros, había ido llamando por sus nombres, que yo no podré repetir, á todos los espíritus del aire y de la tierra, del fuego y de las aguas, comenzó á percibirse en derredor un ruido extraño, un rumor de alas invisibles que se agitaban á la vez, y murmullos confusos, como de muchas gentes que se hablasen al oído. En los días revueltos del otoño, y cuando las nubes, amontonadas en el horizonte, parecen amenazar con una lluvia copiosa, pasan las grullas por el cielo, formando un oscuro triángulo, con un ruido semejante. Mas lo particular del caso, era que allí á nadie se veía, y aun cuando se percibiese el aleteo cada vez más próximo y el aire agitado moviera en derredor las hojas de los árboles, y el rumor de las palabras dichas en voz baja se hiciese gradualmente más distinto, todo semejaba cosa de ilusión ó ensueño. Paseó el mágico la mirada en todas direcciones para contemplar á los que sólo á sus ojos parecían visibles, y satisfecho sin duda del resultado de su primera operación, volvió á la interrumpida lectura. Apenas su voz temblona, cascada y un poco nasal comenzó á dejarse oir pronunciando las enrevesadas palabras del libro, se hizo en torno un silencio tan profundo, que no parecía sino que la tierra, los astros y los genios de la noche estaban pendientes de los labios del nigromante, que ora hablaba con frases dulces y de suave inflexión, como quien[p. 263] suplica, ora con acento áspero, enérgico y breve, como quien manda. Así leyó largo rato, hasta que al concluir la última hoja se produjo un murmullo en el invisible auditorio, semejante al que forman en los templos las confusas voces de los fieles cuando acabada una oración, todos contestan amén en mil diapasones distintos. El viejo, que á medida que rezaba y rezaba aquellos diabólicos conjuros, había ido exaltándose y cobrando una energía y un vigor sobrenaturales, cerró el libro con un gran golpe, dió un soplo á la vela verde, y despojándose de las antiparras redondas, se puso de pie sobre la altísima peña donde estuvo sentado, y desde donde se dominaban las infinitas ondulaciones de la falda del Moncayo, con los valles, las rocas y los abismos que la quiebran. Allí de pie, con la cabeza erguida y los brazos extendidos, el uno al Oriente y el otro al Occidente, alzó la voz y exclamó dirigiéndose á la infinita muchedumbre de seres invisibles y misteriosos que, encadenados á su palabra por la fuerza de los conjuros, esperaban sumisos sus órdenes.

—¡Espíritus de las aguas y de los aires, vosotros, que sabéis horadar las rocas y abatir los troncos más corpulentos, agitaos y obedecedme!

Primero suave, como cuando levanta el vuelo una banda de palomas; después más fuerte, como cuando azota el mástil de un buque una vela hecha jirones, oyóse el ruido de las alas al plegarse y desplegarse con una prontitud increíble, y aquel ruido fué creciendo, creciendo, hasta que llegó á hacerse espantoso como el de un huracán desencadenado. El agua de los torrentes próximos saltaba y se retorcía en el cauce, espumarajeando é irguiéndose como una culebra furiosa; el aire, agitado y terrible, zumbaba en los huecos de las peñas, levantaba remolinos de polvo y de hojas secas, y sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copas de los árboles. Nada más extraño y horrible que aquella tempestad circunscrita á un punto, mientras la luna[p. 264] se remontaba tranquila y silenciosa por el cielo, y las aéreas y lejanas cumbres de la cordillera parecían bañadas de un sereno y luminoso vapor. Las rocas crujían como si sus grietas se dilatasen, é impulsadas de una fuerza oculta é interior, amenazaban volar hechas mil pedazos. Los troncos más corpulentos arrojaban gemidos y chasqueaban, próximos á hendirse, como si un súbito desenvolvimiento de sus fibras fuese á rajar la endurecida corteza. Al cabo, y después de sentirse sacudido el monte por tres veces, las piedras se desencajaron y los árboles se partieron, y árboles y piedras comenzaron á saltar por los aires en furioso torbellino, cayendo semejantes á una lluvia espesa en el lugar que de antemano señaló el nigromante á sus servidores. Los colosales troncos y los inmensos témpanos de granito y pizarra oscura, que eran como arrojados al azar, caían, no obstante, unos sobre otros con admirable orden, é iban formando una cerca altísima á manera de bastión, que el agua de los torrentes, arrastrando arenas, menudas piedrecillas y cal de su alvéolo, se encargaba de completar, llenando las hendiduras con una argamasa indestructible.

—La obra adelanta. ¡Ánimo! ¡ánimo!—murmuró el viejo;—aprovechemos los instantes, que la noche es corta, y pronto cantará el gallo, trompeta del día.

Y esto diciendo, se inclinó hacia el borde de una sima profunda, abierta al impulso de las convulsiones de la montaña, y como dirigiéndose á otros seres ocultos en su fondo, prosiguió:

—Espíritus de la tierra y del fuego: vosotros que conocéis los tesoros de metal de sus entrañas y circuláis por sus caminos subterráneos con los mares de lava encendida y ardiente, agitaos y cumplid mis órdenes.

Aún no había expirado el eco de la última palabra del conjuro, cuando se comenzó á oir un rumor sordo y continuo como el de un trueno lejano, rumor que asimismo fué creciendo, creciendo, hasta que se hizo[p. 265] semejante al que produce un escuadrón de jinetes que cruza al galope el puente de una fortaleza, y entonces retumba el golpear del casco de los caballos, crujen los maderos, rechinan las cadenas, y resuena metálico y sonoro el choque de las armaduras, de las lanzas y los escudos. Á medida que el ruido tomaba mayores proporciones, veíase salir por las grietas de las rocas un resplandor vivo y brillante, como el que despide una fragua ardiendo, y de eco en eco se repetía por las concavidades del monte el fragor de millares de martillos que caían con un estrépito espantoso sobre los yunques, en donde los gnomos trabajan el hierro de las minas, fabricando puertas, rastrillos, armas y toda la ferretería indispensable para la seguridad y complemento de la futura fortaleza. Aquello era un tumulto imposible de describir; un desquiciamiento general y horroroso: por un lado rebramaba el aire arrancando las rocas, que se hacinaban con estruendo en la cúspide del monte; por otro mugía el torrente, mezclando sus bramidos con el crujir de los árboles que se tronchaban y el golpear incesante de los martillos, que caían alternados sobre los yunques, como llevando el compás en aquella diabólica sinfonía.

Los habitantes de la aldea, despertados de improviso por tan infernal y asordadora baraúnda, no osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus chozas para descubrir la causa del extraño terremoto, no faltando algunos que, poseídos de terror, creyeron llegado el instante en que, próxima la destrucción del mundo, había de bajar la muerte á enseñorearse de su imperio, envuelta en el jirón de un sudario, sobre un corcel fantástico y amarillo, tal como en sus revelaciones la pinta el Profeta.

Esto se prolongó hasta momentos antes de amanecer, en que los gallos de la aldea comenzaron á sacudir las plumas y á saludar el día próximo con su canto sonoro y estridente. Á esta sazón, el rey, que se volvía á su corte haciendo pequeñas jornadas, y que ac[p. 266]cidentalmente había dormido en Tarazona, bien porque de suyo fuese madrugador y despabilado, bien porque extrañase la habitación, que todo cabe en lo posible, saltaba de la cama listo como él solo, y después de poner en un pie como las grullas á su servidumbre, se dirigía á los jardines de palacio. Aún no había pasado una hora desde que vagaba al azar por el intrincado laberinto de sus alamedas, departiendo con uno de sus capitanes todo lo amigablemente que puede departir un rey, moro por añadidura, con uno de sus súbditos, cuando llegó hasta él, cubierto de sudor y de polvo, el más ágil de los corredores de la frontera, y le dijo, previas las salutaciones de costumbre:

—Señor, hacia la parte de la raya de Castilla sucede una cosa extraordinaria. Sobre la cumbre del monte de Trasmoz, y donde ayer no se encontraban más que rocas y matorrales, hemos descubierto al amanecer un castillo tan alto, tan grande y tan fuerte como no existe ningún otro en todos vuestros estados. En un principio dudamos del testimonio de nuestros ojos, creyendo que tal vez fingía la mole la niebla arremolinada sobre las alturas; pero después ha salido el sol, la niebla se ha deshecho, y el castillo subsiste allí oscuro, amenazador y gigante, dominando los contornos con su altísima atalaya.

Oir el rey este mensaje y recordar su encuentro con el mendigo de las alforjas, todo fué una cosa misma; y reunir estas dos ideas y lanzar una mirada amenazadora é interrogante á los que estaban á su lado, tampoco fué cuestión de más tiempo. Sin duda su alteza árabe sospechaba que alguno de sus emires, conocedores del diálogo del día anterior, se había permitido darle una broma, sin precedentes en los anales de la etiqueta musulmana, pues con acento de mal disimulado enojo, exclamó jugando con el pomo de su alfanje de una manera particular, como solía hacerlo cuando estaba á punto de estallar su cólera:

—¡Pronto, mi caballo más ligero, y á Trasmoz;[p. 267] que juro por mis barbas y las del Profeta, que si es cuento el mensaje de los corredores, donde debiera estar el castillo he de poner una picota para los que lo han inventado!

Esto dijo el rey, y minutos después, no corría, volaba camino de Trasmoz seguido de sus capitanes. Antes de llegar á lo que se llama el Somontano, que es una reunión de valles y alturas que van subiendo gradualmente hasta llegar al pie de la cordillera que domina el Moncayo, coronado de nieblas y de nubes como el gigante y colosal monarca de estos montes, hay, viniendo de Tarazona, una gran eminencia que lo oculta á la vista hasta que se llega á su cumbre. Tocaba el rey casi á la cúspide de esta altura, conocida hoy por la Ciezma, cuando, con gran asombro suyo y de los que le seguían, vió venir á su encuentro al viejecito de las alforjas, con la misma túnica raída y remendada del día anterior, el mismo turbante, hecho jirones y sucio, y el propio báculo, tosco y fuerte, en que se apoyaba, mientras él, en son de burla, después de haber oído su risible propuesta, le arrojó una moneda para que comprase pan y cebollas. Detúvose el rey delante del viejo, y éste, postrándose de hinojos y sin dar lugar á que le preguntara cosa alguna, sacó de las alforjas, envueltas en un paño de púrpura, dos llaves de oro, de labor admirable y exquisita, diciendo al mismo tiempo que las presentaba á su soberano:

—Señor, yo he cumplido ya mi palabra; á vos toca sacar airosa de su empeño la vuestra.

—Pero ¿no es fábula lo del castillo?—preguntó el rey entre receloso y suspenso, y fijando alternativamente la mirada, ya en las magníficas llaves, que por su materia y su inconcebible trabajo valían de por sí un tesoro, ya en el viejecillo, á cuyo aspecto miserable se renovaba en su ánimo el deseo de socorrerle con una limosna.

—Dad algunos pasos más y lo veréis—respondió[p. 268] el alcaide; pues, una vez cumplida su promesa y siendo la que le habían empeñado palabra de rey, que al menos en estas historias tiene fama de inquebrantable, por tal podemos considerarle desde aquel punto. Dió algunos pasos más el soberano; llegó á lo más alto de la Ciezma, y en efecto, el castillo de Trasmoz apareció á sus ojos, no tal como hoy se ofrecería á los de ustedes, si por acaso tuvieran la humorada de venir á verlo, sino tal como fué en lo antiguo, con sus cinco torres gigantes, su atalaya esbelta, sus fosos profundos, sus puertas chapeadas de hierro, fortísimas y enormes, su puente levadizo y sus muros coronados de almenas puntiagudas.

. . . . . . .

Al llegar á este punto de mi carta, advierto que, sin querer, he faltado á la promesa que hice en la anterior y ratifiqué al tomar hoy la pluma para escribir á ustedes. Prometí contarles la historia de la bruja de Trasmoz, y sin saber cómo les he relatado en su lugar la del castillo. Con estos cuentos sucede lo que con las cerezas: sin pensarlo, salen unas enredadas en otras. ¿Qué le hemos de hacer? Conseja por conseja, allá va la primera que se ha enredado en el pico de la pluma: merced á ella, y teniendo presente su diabólico origen, comprenderán ustedes por qué las brujas, cuya historia quedo siempre comprometido á contarles, tienen una marcada predilección por las ruinas de este castillo y se encuentran en él como en su casa.

Ilustración de adorno

[p. 269]

Ilustración de adorno

CARTA OCTAVA

Q capitular

Queridos amigos: En una de mis cartas anteriores dije á ustedes en qué ocasión y por quién me fué referida la estupenda historia de las brujas, que á mi vez he prometido repetirles. La muchacha que se encuentra á mi servicio, tipo perfecto del país con su apretador verde, su saya roja y sus medias azules, había colgado el candil en un ángulo de mi habitación débilmente alumbrada, aun con este aditamento de luz, por una lamparilla, á cuyo escaso resplandor escribo. Las diez de la noche acababan de sonar en el antiguo reloj de pared, único resto del mobiliario de los frailes, y solamente se oían, con breves intervalos de silencio profundo, esos ruidos apenas perceptibles y propios de un edificio deshabitado é inmenso, que producen el aire que gime, los techos que crujen, las puertas que rechinan y los animaluchos de toda calaña que vagan á su placer por los sótanos, las bóvedas y las galerías del monasterio, cuando después de contarme la leyenda que corre más válida acerca de la fundación del castillo, y que ya conocen ustedes, prosiguió su relato, no sin haber hecho antes un momento de pausa para calcular el efecto que la primera parte de la historia me había producido, y la cantidad de fe con que podía contar en su oyente para la segunda.

He aquí la historia, poco más ó menos, tal como[p. 270] me la refirió mi criada, aunque sin giros extraños y sin locuciones pintorescas y características del país, que ni yo puedo recordar, ni caso que las recordase, ustedes podrían entender.

Ya había pasado el castillo de Trasmoz á poder de los cristianos, y éstos á su vez, terminadas las continuas guerras de Aragón y Castilla, habían concluído por abandonarle, cuando es fama que hubo en el lugar un cura tan exacto en el cumplimiento de sus deberes, tan humilde con sus inferiores, y tan lleno de ardiente caridad para con los infelices, que su nombre, al que iba unido una intachable reputación de virtud, llegó á hacerse conocido y venerado en todos los pueblos de la comarca.

Muchos y muy señalados beneficios debían los habitantes de Trasmoz á la inagotable bondad del buen cura, que ni para disfrutar de una canongía con que en repetidas ocasiones le brindó el obispo de Tarazona, quiso abandonarlos; pero el mayor sin duda fué el libertarlos, merced á sus santas plegarias y poderosos exorcismos, de la incómoda vecindad de las brujas, que desde los lugares más remotos del reino venían á reunirse ciertas noches del año en las ruinas del castillo, que, quizás por deber su fundación á un nigromante, miraban como cosa propia y lugar el más aparente para sus nocturnas zambras y diabólicos conjuros. Como quiera que, antes de aquella época, muchos otros exorcistas habían intentado desalojar de allí á los espíritus infernales, y sus rezos y sus aspersiones fueron inútiles, la fama de mosén Gil el limosnero (que por este nombre era conocido nuestro cura) se hizo tanto más grande cuanto más difícil ó imposible se juzgó hasta entonces dar cima á la empresa que él había acometido y llevado á cabo con feliz éxito, gracias á la poderosa intercesión de sus plegarias y al mérito de sus buenas obras. Su popularidad y el respeto que los campesinos le profesaban, iban, pues, creciendo á medida que la edad, cor[p. 271]tando, por decirlo así, los últimos lazos que pudieran ligarle á las cosas terrestres, acendraba sus virtudes y el generoso desprendimiento con que siempre dió á los pobres hasta lo que él había de menester para sí; de modo que, cuando el venerable sacerdote, cargado de años y de achaques, salía á dar una vueltecita por el porche de su humilde iglesia, era de ver cómo los chicuelos corrían desde lejos para venir á besarle la mano, los hombres se descubrían respetuosamente, y las mujeres llegaban á pedirle su bendición, considerándose dichosa la que podía alcanzar como reliquia y amuleto contra los maleficios un jirón de su raída sotana. Así vivía en paz y satisfecho con su suerte el bueno de mosén Gil; mas como no hay felicidad completa en el mundo, y el diablo anda de continuo buscando ocasión de hacer mal á sus enemigos, éste sin duda dispuso que por muerte de una hermana menor, viuda y pobre, viniese á parar á casa del caritativo cura una sobrina que él recibió con los brazos abiertos, y á la cual consideró desde aquel punto como apoyo providencial deparado por la bondad divina para consuelo de su vejez.

Dorotea, que así se llamaba la heroína de esta verídica historia, contaba escasamente dieciocho abriles; parecía educada en un santo temor de Dios, un poco encogida en sus modales, melosa en el hablar y humilde en presencia de extraños, como todas las sobrinas de los curas que yo he conocido hasta ahora; pero tanto como la que más, ó más que ninguna, preciada del atractivo de sus ojos negros y traidores, y amiga de emperejilarse y componerse. Esta afición á los trapos, según nosotros los hombres solemos decir, tan general en las muchachas de todas las clases y de todos los siglos, y que en Dorotea predominaba exclusivamente sobre las demás aficiones, era causa continua de domésticos disturbios entre la sobrina y el tío, que contando con muy pocos recursos en su pobre curato de aldea, y siempre en la mayor estrechez á causa de[p. 272] su largueza para con los infelices, según él decía con una ingenuidad admirable, andaba desde que recibió las primeras órdenes procurando hacerse un manteo nuevo, y aún no había encontrado ocasión oportuna. De vez en cuando las discusiones á que daban lugar las peticiones de la sobrina solían agriarse, y ésta le echaba en cara las muchas necesidades á que estaban sujetos, y la desnudez en que ambos se veían por dar á los pobres, no sólo lo superfluo, sino hasta lo necesario. Mosén Gil entonces, echando mano de los más deslumbradores argumentos de su cristiana oratoria, después de repetir que cuanto á los pobres se da á Dios se presta, acostumbraba á decirle que no se apurase por una saya de más ó de menos para los cuatro días que se han de estar en este valle de lágrimas y miserias, pues mientras más sufrimientos sobrellevase con resignación, y más desnuda anduviese por amor hacia el prójimo, más pronto iría, no ya á la hoguera que se enciende los domingos en la plaza del lugar, y emperejilada con una mezquina saya de paño rojo, franjada de vellorí, sino á gozar del Paraíso eterno, danzando en torno de la lumbre inextinguible, y vestida de la gracia divina, que es el más hermoso de todos los vestidos imaginables. Pero váyale usted con estas evangélicas filosofías á una muchacha de dieciocho años, amiga de parecer bien, aficionada á perifollos, con sus ribetes de envidiosa y con unas vecinas en la casa de enfrente, que hoy estrenan un apretador amarillo, mañana un jubón negro, y el otro una saya azul turquí con unas franjas rojas que deslumbran la vista y llaman la atención de los mozos á tres cuartos de hora de distancia.

El bueno de mosén Gil podía considerar perdido su sermón, aunque no predicase en desierto, pues Dorotea, aunque callada y no convencida, seguía mirando de mal ojo á los pobres que continuamente asediaban la puerta de su tío, y prefiriendo un buen jubón y unas agujetas azules de las que miraba suspirando en la[p. 273] calle de Botigas, cuando por casualidad iba á Tarazona, á todos los adornos y galas que en un futuro, más ó menos cercano, pudieran prometerle en el Paraíso en cambio de su presente resignación y desprendimiento.

En este estado las cosas, una tarde, víspera del día del santo patrono del lugar, y mientras el cura se ocupaba en la iglesia en tenerlo todo dispuesto para la función que iba á verificarse á la mañana siguiente, Dorotea se sentó triste y pensativa á la puerta de su casa. Unas mucho, otras poco, todas las muchachas del pueblo habían traído algo de Tarazona para lucirse en el Mayo y en el baile de la hoguera, en particular sus vecinas, que sin duda, con intención de aumentar su despecho, habían tenido el cuidado de sentarse en el portal á coserse las sayas nuevas y arreglar los dijes que les habían feriado sus padres. Sólo ella, la más guapa y la más presumida también, no participaba de esa alegre agitación, esa prisa de costura, ese animado aturdimiento que preludian entre las jóvenes, así en las aldeas como en las ciudades, la aproximación de una solemnidad por largo tiempo esperada. Pero, digo mal, también Dorotea tenía aquella noche su quehacer extraordinario; mosén Gil le había dicho que amasase para el día siguiente veinte panes más que los de costumbre, á fin de distribuírselos á los pobres, después de concluída la misa.

Sentada estaba, pues, á la puerta de su casa la malhumorada sobrina del cura, barajando en su imaginación mil desagradables pensamientos, cuando acertó á pasar por la calle una vieja muy llena de jirones y de andrajos que, agobiada por el peso de la edad, caminaba apoyándose en un palito.

—Hija mía—exclamó al llegar junto á Dorotea, con un tono compungido y doliente:—¿me quieres dar una limosnita, que Dios te lo pagará con usura en su santa gloria?

Estas palabras tan naturales en los que imploran la caridad pública, que son como una fórmula consa[p. 274]grada por el tiempo y la costumbre, en aquella ocasión, y pronunciadas por aquella mujer, cuyos ojillos verdes y pequeños parecían reir con una expresión diabólica, mientras el labio articulaba su acento más plañidero y lastimoso, sonaron en el oído de Dorotea como un sarcasmo horrible, trayéndole á la memoria las magníficas promesas para más allá de la muerte con que mosén Gil solía responder á sus exigencias continuas. Su primer impulso fué echar enhoramala á la vieja; pero conteniéndose, por respetos á ser su casa la del cura del lugar, se limitó á volverle la espalda con un gesto de desagrado y mal humor bastante significativo. La vieja, á quien antes parecía complacer que no afligir esta repulsa, aproximóse más á la joven, y procurando dulcificar todo lo posible su voz de carraca destemplada, prosiguió de este modo, sonriendo siempre con sus ojillos verdosos, como sonreiría la serpiente que sedujo á Eva en el Paraíso:

—Hermosa niña, si no por el amor de Dios, por el tuyo propio, dame una limosna. Yo sirvo á un señor que no se limita á recompensar á los que hacen bien á los suyos en la otra vida, sino que les da en esta cuanto ambicionan. Primero te pedí por el que tú conoces; ahora torno á demandarte socorro por el que yo reverencio.

—¡Bah, bah! dejadme en paz, que no estoy de humor para oir disparates—dijo Dorotea, que juzgó loca ó chocheando á la haraposa vieja que le hablaba de un modo para ella incomprensible. Y sin volver siquiera el rostro, al despedirla tan bruscamente, hizo ademán de entrarse en el interior de la casa; pero su interlocutora, que no parecía dispuesta á ceder con tanta facilidad en su empeño, asiéndola de la saya la detuvo un instante, y tornó á decirle:

—Tú me juzgas fuera de mi juicio; pero te equivocas, porque no sólo sé bien lo que yo hablo, sino lo que tú piensas, como conozco igualmente la ocasión de tus pesares.

[p. 275]

Y cual si su corazón fuese un libro y éste estuviera abierto ante sus ojos, repitió á la sobrina del cura, que no acertaba á volver en sí de su asombro, cuantas ideas habían pasado por su mente, al comparar su triste situación con la de las otras muchachas del pueblo.

—Mas no te apures—continuó la astuta arpía después de darle esta prueba de su maravillosa perspicacia;—no te apures: hay un señor tan poderoso como el de mosén Gil, y en cuyo nombre me he acercado á hablarte so pretexto de pedir una limosna; un señor que no sólo no exige sacrificios penosos de los que le sirven, sino que se esmera y complace en secundar todos sus deseos; alegre como un juglar, rico como todos los judíos de la tierra juntos, y sabio hasta el extremo de conocer los más ignorados secretos de la ciencia, en cuyo estudio se afanan los hombres. Las que le adoran viven en una continua zambra, tienen cuantas joyas y dijes desean, y poseen filtros de una virtud tal, que con ellos llevan á cabo cosas sobrenaturales, se hacen obedecer de los espíritus, del sol y de la luna, de los peñascos, de los montes y de las olas del mar, é infunden el amor ó el aborrecimiento en quien mejor les cuadra. Si quieres ser de los suyos, si quieres gozar de cuanto ambicionas, á muy poca costa puedes conseguirlo. Tú eres joven, tú eres hermosa, tú eres audaz, tú no has nacido para consumirte al lado de un viejo achacoso é impertinente, que al fin te dejará sola en el mundo y sumida en la miseria, merced á su caridad extravagante.

Dorotea, que al principio se prestó de mala voluntad á oir las palabras de la vieja, fué poco á poco interesándose en aquella halagüeña pintura del brillante porvenir que podía ofrecerle, y aunque sin desplegar los labios, con una mirada entre crédula y dudosa, pareció preguntarle en qué consistía lo que debiera hacer para alcanzar aquello que tanto deseaba. La vieja entonces, sacando una botija verde que traía oculta entre el harapiento delantal, le dijo:

[p. 276]

—Mosén Gil tiene á la cabecera de su cama una pila de agua bendita de la que todas las noches, antes de acostarse, arroja algunas gotas, pronunciando una oración, por la ventana que da frente al castillo. Si sustituyes aquella agua con esta, y después de apagado el hogar dejas las tenazas envueltas en las cenizas, yo vendré á verte por la chimenea al toque de ánimas, y el señor á quien obedezco, y que en muestra de su generosidad te envía este anillo, te dará cuanto desees.

Esto diciendo le entregó la botija, no sin haberle puesto antes en el dedo de la misma mano con que la tomara un anillo de oro, con una piedra hermosa sobre toda ponderación.

La sobrina del cura, que maquinalmente dejaba hacer á la vieja, permanecía aún irresoluta y más suspensa que convencida de sus razones; pero tanto le dijo sobre el asunto y con tan vivos colores supo pintarle el triunfo de su amor propio ajado, cuando al día siguiente, merced á la obediencia, lograse ir á la hoguera de la plaza vestida con un lujo desconocido, que al fin cedió á sus sugestiones, prometiendo obedecerla en un todo.

Pasó la tarde, llegó la noche, llegando con ella la oscuridad y las horas aparentes para los misterios y los conjuros, y ya mosén Gil, sin caer en la cuenta de la sustitución del agua con un brebaje maldito, había hecho sus inútiles aspersiones y dormía con el sueño reposado de los ángeles, cuando Dorotea, después de apagar la lumbre del hogar y poner, según fórmula, las tenazas entre las cenizas, se sentó á esperar á la bruja, pues bruja y no otra cosa podía ser la vieja miserable que disponía de joyas de tanto valor como el anillo, y visitaba á sus amigos á tales horas y entrando por la chimenea.

Los habitantes de la aldea de Trasmoz dormían asimismo como lirones, excepto algunas muchachas que velaban, cosiendo sus vestidos para el día siguien[p. 277]te. Las campanas de la iglesia dieron al fin el toque de ánimas, y sus golpes lentos y acompasados se perdieron dilatándose en las ráfagas del aire para ir á expirar entre las ruinas del castillo. Dorotea, que hasta aquel momento, y una vez adoptada su resolución, había conservado la firmeza y sangre fría suficientes para obedecer las órdenes de la bruja, no pudo menos de turbarse y fijar los ojos con inquietud en el cañón de la chimenea por donde había de verla aparecer de un modo tan extraordinario. No se hizo esperar mucho, y apenas se perdió el eco de la última campanada, cayó de golpe entre la ceniza en forma de gato gris y haciendo un ruido extraño y particular de estos animalitos, cuando, con la cola levantada y el cuerpo hecho un arco, van y vienen de un lado á otro acariciándose contra nuestras piernas. Tras el gato gris cayó otro rubio, y después otro negro, más otro de los que llaman moriscos, y hasta catorce ó quince de diferentes dimensiones y color, revueltos con una multitud de sapillos verdes y tripudos con un cascabel al cuello, y una á manera de casaquilla roja. Una vez juntos los gatos, comenzaron á ir y venir por la cocina, saltando de un lado á otro; éstos por los vasares, entre los pucheros y las fuentes, aquéllos por el ala de la chimenea, los de más allá revolcándose entre la ceniza y levantando una gran polvareda, mientras que los sapillos, haciendo sonar su cascabel, se ponían de pie al borde de las marmitas, daban volteretas en el aire ó hacían equilibrios y dislocaciones pasmosas, como los clowns de nuestros circos ecuestres. Por último, el gato gris, que parecía el jefe de la banda, y en cuyos ojillos verdosos y fosforescentes había creído reconocer la sobrina del cura los de la vieja que le habló por la tarde, levantándose sobre las patas traseras en la silla en que se encontraba subido, le dirigió la palabra en estos términos:

—Has cumplido lo que prometiste, y aquí nos tienes á tus órdenes. Si quieres vernos en nuestra[p. 278] primitiva forma y que comencemos á ayudarte á fraguar las galas para las fiestas y á amasar los panes que te ha encargado tu tío, haz tres veces la señal de la cruz con la mano izquierda invocando á la trinidad de los infiernos, Belcebú, Astarot y Belial.

Dorotea, aunque temblando, hizo punto por punto lo que se le decía, y los gatos se convirtieron en otras tantas mujeres, de las cuales, unas comenzaron á cortar y otras á coser telas de mil colores, á cual más vistoso y llamativo, hilvanando y concluyendo sayas y jubones á toda prisa, en tanto que los sapillos, diseminados por aquí y por allá, con unas herramientas diminutas y brillantes, fabricaban pendientes de filigrana de oro para las orejas, anillos con piedras preciosas para los dedos, ó armados de su tirapié y su lezna en miniatura, cosían unas zapatillas de tafilete, tan monas y tan bien acabadas, que merecían calzar el pie de una hada. Todo era animación y movimiento en derredor de Dorotea; hasta la llama del candil que alumbraba aquella escena extravagante, parecía danzar alegre en su piquera de hierro, chisporroteando y plegando y volviendo á desplegar su abanico de luz, que se proyectaba en los muros en círculos movibles, ora oscuros, ora brillantes. Esto se prolongó hasta rayar el día, en que el bullicioso repique de las campanas de la parroquia echadas á vuelo en honor del santo patrono del lugar, y el agudo canto de los gallos, anunciaron el alba á los habitantes de la aldea. Pasó el día entre fiestas y regocijos. Mosén Gil, sin sospechar la parte que las brujas habían tomado en su elaboración, repartió, terminada la misa, sus panes entre los pobres; las muchachas bailaron en las eras al son de la gaita y el tamboril, luciendo los dijes y las galas que habían traído de Tarazona y ¡cosa particular! Dorotea, aunque al parecer fatigada de haber pasado la noche en claro amasando el pan de la limosna, con no pequeño asombro de su tío, ni se quejó de su suerte, ni hizo alto en las bandas de mozas y mozos que[p. 279] pasaban emperejilados por sus puertas, mientras ella permanecía aburrida y sola en su casa.

Al fin llegó la noche, que á la sobrina del cura pareció tardar más que otras veces. Mosén Gil se metió en su cama al toque de oraciones, según tenía de costumbre, y la gente joven del lugar encendió la hoguera en la plaza donde debía continuar el baile. Dorotea, entonces, aprovechando el sueño de su tío, se adornó apresuradamente con los hermosos vestidos, presente de las brujas, púsose los pendientes de filigrana de oro, cuyas piedras blancas y luminosas semejaban sobre sus frescas mejillas gotas de rocío sobre un melocotón dorado, y con sus zapatillas de tafilete y un anillo en cada dedo, se dirigió al punto en que los mozos y las mozas bailaban al son del tamboril y las vihuelas, al resplandor del fuego; cuyas lenguas rojas, coronadas de chispas de mil colores, se levantaban por cima de los tejados de las casas, arrojando á lo lejos las prolongadas sombras de las chimeneas y la torre del lugar. Figúrense ustedes el efecto que su aparición produciría. Sus rivales en hermosura, que hasta allí la habían superado en lujo, quedaron oscurecidas y arrinconadas; los hombres se disputaban el honor de alcanzar una mirada de sus ojos, y las mujeres se mordían los labios de despecho. Como le habían anunciado las brujas, el triunfo de su vanidad no podía ser más grande.

Pasaron las fiestas del santo, y aunque Dorotea tuvo buen cuidado de guardar sus joyas y sus vestidos en el fondo del arca, durante un mes no se habló en el pueblo de otro asunto.

—¡Vaya! ¡Vaya!—decían sus feligreses á mosén Gil;—tenéis á vuestra sobrina hecha un pimpollo de oro. ¡Qué lujo! ¡Quién había de creer que, después de dar lo que dais en limosnas, aún os quedaba para esos rumbos!

Pero mosén Gil, que era la bondad misma y que ni siquiera podía figurarse la verdad de lo que pasa[p. 280]ba, creyendo que querían embromarle, aludiendo á la pobreza y la humildad en el vestir de Dorotea, impropias de la sobrina de un cura, personaje de primer orden en los pueblos, se limitaba á contestar sonriendo y como para seguir la broma:

—¿Qué queréis? Donde lo hay se luce.

Las galas de Dorotea hacían entre tanto su efecto.

Desde aquella noche en adelante no faltaron enramadas en sus ventanas, música en sus puertas y rondadores en las esquinas. Estas rondas, estos cantares y estos ramos tuvieron el fin que era natural, y á los dos meses la sobrina del cura se casaba con uno de los mozos mejor acomodados del pueblo; el cual, para que nada faltase á su triunfo, hasta la famosa noche en que se presentó en la hoguera, había sido novio de una de aquellas vecinas que tanto la hicieron rabiar en otras ocasiones, sentándose á coser sus vestidos en el portal de la calle. Sólo el pobre mosén Gil perdió desde aquella época para siempre el latín de sus exorcismos y el trabajo de sus aspersiones. Las brujas, con grande asombro suyo y de sus feligreses, tornaron á aposentarse en el castillo; sobre los ganados cayeron plagas sin cuento; las jóvenes del lugar se veían atacadas de enfermedades incomprensibles; los niños eran azotados por las noches en sus cunas, y los sábados, después que la campana de la iglesia dejaba oir el toque de ánimas, unas sonando panderos, otras añafiles ó castañuelas, y todas á caballo sobre sus escobas, los habitantes de Trasmoz veían pasar una banda de viejas, espesa como las grullas, que iban á celebrar sus endiablados ritos á la sombra de los muros y de la ruinosa atalaya que corona la cumbre del monte.

[p. 281]


Después de oir esta historia, he tenido ocasión de conocer á la tía Casca, hermana de la otra Casca famosa, cuyo trágico fin he referido á ustedes, y vástago de la dinastía de brujas de Trasmoz que comienza en la sobrina de mosén Gil y acabará no se sabe cuándo ni dónde. Por más que al decir de los revolucionarios furibundos, ha llegado la hora final de las dinastías seculares, ésta, á juzgar por el estado en que se hallan los espíritus en el país, promete prolongarse aún mucho, pues teniendo en cuenta que la que vive no será para largo en razón á su avanzada edad, ya comienza á decirse que la hija despunta en el oficio y que una netezuela tiene indudables disposiciones; tan arraigada está entre estas gentes la creencia de que de una en otra lo vienen heredando. Verdad es que, como ya creo haber dicho antes de ahora, hay aquí en todo cuanto á uno le rodea un no sé qué de agreste, misterioso y grande que impresiona profundamente el ánimo y lo predispone á creer en lo sobrenatural.

De mí puedo asegurarles que no he podido ver á la actual bruja sin sentir un estremecimiento involuntario, como si, en efecto, la colérica mirada que me lanzó observando la curiosidad impertinente con que expiaba sus acciones, hubiera podido hacerme daño. La vi hace pocos días, ya muy avanzada la tarde, y por una especie de tragaluz, al que se alcanza desde un pedrusco enorme de los que sirven de cimiento y apoyo á las casas de Trasmoz. Es alta, seca, arrugada, y no lo querrán ustedes creer, pero hasta tiene sus barbillas blancuzcas y su nariz corva, de rigor en las brujas de todas las consejas.

Estaba encogida y acurrucada junto al hogar entre un sinnúmero de trastos viejos, pucherillos, cántaros, marmitas y cacerolas de cobre, en las que la luz de la llama parecía centuplicarse con sus brillantes y fantásticos reflejos. Al calor de la lumbre hervía yo no sé qué en un cacharro, que de tiempo en tiempo removía la vieja con una cuchara. Tal vez sería un guiso de[p. 282] patatas para la cena; pero impresionado á su vista, y presente aún la relación que me habían hecho de sus antecesoras, no pude menos de recordar, oyendo el continuo hervidero del guiso, aquel pisto infernal, aquella horrible cosa sin nombre de las brujas del Macbeth de Shakespeare.

Ilustración de adorno

[p. 283]

Ilustración de adorno

CARTA NOVENA

Á la señorita doña M. L. A.

A capitular

Apreciable amiga: Al enviarle una copia exacta, quizás la única que de ella se ha sacado hasta hoy, prometí á usted referirle la peregrina historia de la imagen, en honor de la cual un príncipe poderoso levantó el monasterio, desde una de cuyas celdas he escrito mis cartas anteriores.

Es una historia que, aunque transmitida hasta nosotros por documentos de aquel siglo y testificada aún por la presencia de un monumento material, prodigio del arte, elevado en su conmemoración, no quisiera entregarla al frío y severo análisis de la crítica filosófica, piedra de toque á cuya prueba se someten hoy día todas las verdades.

Á esa terrible crítica, que alentada con algunos ruidosos triunfos, comenzó negando las tradiciones gloriosas y los héroes nacionales, y ha acabado por negar hasta el carácter divino de Jesús, ¿qué concepto le podría merecer esta, que desde luego calificaría de conseja de niños?

Yo escribo y dejo poner estas desaliñadas líneas en letras de molde, porque la mía es mala, y sólo así le será posible entenderme; por lo demás, yo las escribo para usted, para usted exclusivamente, porque sé que las delicadas flores de la tradición sólo puede to[p. 284]carlas la mano de la piedad, y sólo á ésta le es dado aspirar su religioso perfume sin marchitar sus hojas.


En el valle de Veruela, y como á una media hora de distancia de su famoso monasterio, hay al fin de una larga alameda de chopos que se extiende por la falda del monte, un grueso pilar de argamasa y ladrillo. En la mitad más alta de este pilar, cubierto ya de musgo, merced á la continuada acción de las lluvias, y al que los años han prestado su color oscuro é indefinible, se ve una especie de nicho que en su tiempo debió de contener una imagen, y sobre el cónico capitel que lo remata, el asta de hierro de una cruz cuyos brazos han desaparecido. Al pie crecen y exhalan un penetrante y campesino perfume, entre una alfombra de menudas yerbas, las aliagas espinosas y amarillas, los altos romeros de flores azules, y otra gran porción de plantas olorosas y saludables. Un arroyo de agua cristalina corre allí con un ruido apacible, medio oculto entre el espeso festón de juncos y lirios blancos que dibuja sus orillas, y, en el verano, las ramas de los chopos, agitadas por el aire que continuamente sopla de la parte del Moncayo, dan á la vez música y sombra. Llaman á este sitio La Aparecida, porque en él aconteció, hará próximamente unos siete siglos, el suceso que dió origen á la fundación del célebre monasterio de la Orden del Cister, conocido con el nombre de Santa María de Veruela.

Refiere un antiguo códice, y es tradición constante en el país, que, después de haber renunciado á la corona que le ofrecieron los aragoneses, á poco de ocurrida la muerte de Don Alonso en la desgraciada empresa de Fraga, Don Pedro Atares, uno de los más poderosos magnates de aquella época, se retiró al castillo de Borja, del que era señor, y donde en compañía de algunos de sus leales servidores, y como des[p. 285]canso de las continuas inquietudes, de las luchas palaciegas y del batallar de los campos, decidió pasar el resto de sus días entregado al ejercicio de la caza; ocupación favorita de aquellos rudos y valientes caballeros, que sólo hallaban gusto durante la paz en lo que tan propiamente se ha llamado simulacro é imagen de la guerra.

El valle en que está situado el monasterio, que dista tres leguas escasas de la ciudad de Borja, y la falda del Moncayo, que pertenece á Aragón, eran entonces parte de su dilatado señorío; y como quiera que de los pueblecillos que ahora se ven salpicados aquí y allá por entre las quiebras del terreno no existían más que las atalayas y algunas miserables casucas, abrigo de pastores, que las tierras no se habían roturado, ni las crecientes necesidades de la población habían hecho caer al golpe del hacha los añosísimos árboles que lo cubrían, el valle de Veruela, con sus bosques de encinas y carrascas seculares, y sus intrincados laberintos de vegetación virgen y lozana, ofrecía seguro abrigo á los ciervos y jabalíes, que vagaban por aquellas soledades en número prodigioso.

Aconteció una vez que, habiendo salido el señor de Borja, rodeado de sus más hábiles ballesteros, sus pajes y sus ojeadores, á recorrer esta parte de sus dominios, en busca de la caza en que era tan abundante, sobrevino la tarde sin que, cosa verdaderamente extraordinaria, dadas las condiciones del sitio, encontrasen una sola pieza que llevar á la vuelta de la jornada como trofeo de la expedición.

Dábase á todos los diablos Don Pedro Atares, y á pesar de su natural prudencia, juraba y perjuraba que había de colgar de una encina á los cazadores furtivos, causa, sin duda, de la incomprensible escasez de reses que por vez primera notaba en sus cotos; los perros gruñían cansados de permanecer tantas horas ociosos atados á la traílla; los ojeadores, roncos de vocear en balde, volvían á reunirse á los mohinos ballesteros, y[p. 286] todos se disponían á tomar la vuelta del castillo para salir de lo más espeso del carrascal, antes que la noche cerrase tan oscura y tormentosa como lo auguraban las nubes suspendidas sobre la cumbre del vecino Moncayo, cuando de repente una cierva, que parecía haber estado oyendo la conversación de los cazadores, oculta por el follaje, salió de entre las matas más cercanas, y, como burlándose de ellos, desapareció á su vista para ir á perderse entre el laberinto del monte. No era aquella seguramente la hora más á propósito para darle caza, pues la oscuridad del crepúsculo, aumentada por la sombra de las nubes que poco á poco iban entoldando el cielo, se hacía cada vez más densa; pero el señor de Borja, á quien desesperaba la idea de volverse con las manos vacías de tan lejana excursión, sin hacer alto en las observaciones de los más experimentados, dió apresuradamente la orden de arrancar en su seguimiento, y mandando á los ojeadores por un lado y á los ballesteros por otro, salió á brida suelta y seguido de sus pajes, á quienes pronto dejó rezagados en la furia de su carrera, tras la imprudente res que de aquel modo parecía haber venido á burlársele en sus barbas.

Como era de suponer, la cierva se perdió en lo más intrincado del monte, y á la media hora de correr en busca suya cada cual en una dirección diferente, así Don Pedro Atares, que se había quedado completamente solo, como los menos conocedores del terreno de su comitiva, se encontraron perdidos en la espesura. En este intervalo cerró la noche, y la tormenta, que durante toda la tarde se estuvo amasando en la cumbre del Moncayo, comenzó á descender lentamente por su falda y á tronar y á relampaguear, cruzando las llanuras como en un majestuoso paseo. Los que las han presenciado pueden sólo figurarse toda la terrible majestad de las repentinas tempestades que estallan á aquella altura, donde los truenos, repercutidos por las concavidades de las peñas, las ardien[p. 287]tes exhalaciones, atraídas por la frondosidad de los árboles, y el espeso turbión de granizo congelado por las corrientes de aire frío é impetuoso, sobrecogen el ánimo hasta el punto de hacernos creer que los montes se desquician, que la tierra va á abrirse debajo de los pies, ó que el cielo, que cada vez parece estar más bajo y más pesado, nos oprime como con una capa de plomo. Don Pedro Atares, solo y perdido en aquellas inmensas soledades, conoció tarde su imprudencia y en vano se esforzaba para reunir en torno suyo á su dispersa comitiva; el ruido de la tempestad, que cada vez se hacía mayor, ahogaba sus voces.

Ya su ánimo, siempre esforzado y valeroso, comenzaba á desfallecer ante la perspectiva de una noche eterna, perdido en aquellas soledades y expuesto al furor de los desencadenados elementos; ya su noble cabalgadura, aterrorizada y medrosa, se negaba á proseguir adelante, inmóvil y como clavada en la tierra, cuando, dirigiendo sus ojos al cielo, dejó escapar involuntariamente de sus labios una piadosa oración á la Virgen, á quien el cristiano caballero tenía costumbre de invocar en los más duros trances de la guerra, y que en más de una ocasión le había dado la victoria.

La Madre de Dios oyó sus palabras, y descendió á la tierra para protegerle. Yo quisiera tener la fuerza de imaginación bastante para poderme figurar cómo fué aquello. Yo he visto pintadas por nuestros más grandes artistas algunas de esas místicas escenas; yo he visto, y usted habrá visto también á la misteriosa luz de la gótica catedral de Sevilla, uno de esos colosales lienzos en que Murillo, el pintor de las santas visiones, ha intentado fijar para pasmo de los hombres un rayo de esa diáfana atmósfera en que nadan los ángeles como en un océano de luminoso vapor; pero allí es necesaria la intensidad de las sombras en un punto del cuadro para dar mayor realce á aquel en que se entreabren las nubes como con una explosión[p. 288] de claridad; allí, pasada la primera impresión del momento, se ve el arte luchando con sus limitados recursos para dar idea de lo imposible.

Yo me figuro algo más, algo que no se puede decir con palabras ni traducir con sonidos ó con colores. Me figuro un esplendor vivísimo que todo lo rodea, todo lo abrillanta, que por decirlo así, se compenetra en todos los objetos y los hace aparecer como de cristal, y en su foco ardiente lo que pudiéramos llamar la luz dentro de la luz. Me figuro cómo se iría descomponiendo el temeroso fragor de la tormenta en notas largas y suavísimas, en acordes distintos, en rumor de alas, en armonías extrañas de cítaras y salterios; me figuro ramas inmóviles, el viento suspendido, y la tierra, estremecida de gozo con un temblor ligerísimo al sentirse hollada otra vez por la divina planta de la Madre de su Hacedor, absorta, atónita y muda, sostenerla por un instante sobre sus hombros. Me figuro, en fin, todos los esplendores del cielo y de la tierra reunidos en un solo esplendor, todas las armonías en una sola armonía, y en mitad de aquel foco de luz y de sonidos, la celestial Señora, resplandeciendo como una llama más viva que las otras resplandece entre las llamas de una hoguera, como dentro de nuestro sol brillaría otro sol más brillante.

Tal debió de aparecer la Madre de Dios á los ojos del piadoso caballero, que, bajando de su cabalgadura y postrándose hasta tocar el suelo con la frente, no osó levantarlos mientras la celeste visión le hablaba, ordenándole que en aquel lugar erigiese un templo en honra y gloria suya.

El divino éxtasis duró cortos instantes; la luz se comenzó á debilitar como la de un astro que se eclipsa; la armonía se apagó, temblando sus notas en el aire, como el último eco de una música lejana, y Don Pedro Atares, lleno de un estupor indecible, corrió á tocar con sus labios el punto en que había puesto sus pies la Virgen. Pero ¡cuál no sería su asombro al en[p. 289]contrar en él una milagrosa imagen, testimonio real de aquel prodigio, prenda sagrada que, para eterna memoria de tan señalado favor, le dejaba al desaparecer la celestial Señora!

Á esta sazón, aquellos de sus servidores que habían logrado reunirse, y que después de haber encendido algunas teas, recorrían el monte en todas direcciones, haciendo señales con las trompas de ojeo á fin de encontrar á su señor por entre aquellas intrincadas revueltas, donde era de temer le hubiera acontecido una desgracia, llegaron al sitio en que acababa de tener lugar la maravillosa aparición. Reunida, pues, la comitiva y conocedores todos del suceso, improvisáronse unas andas con las ramas de los árboles, y en piadosa procesión, conduciendo los caballos del diestro é iluminándola con el rojizo resplandor de las teas, llevaron consigo la milagrosa imagen hasta Borja, en cuyo histórico castillo entraron al mediar la noche.

Como puede presumirse, Don Pedro Atares no dejó pasar mucho tiempo sin realizar el deseo que había manifestado la Virgen. Merced á sus fabulosas riquezas, se allanaron todas las dificultades que parecían oponerse á su erección, y el suntuoso monasterio con su magnífica iglesia, semejante á una catedral, sus claustros imponentes y sus almenados muros, levantóse como por encanto en medio de aquellas soledades.

San Bernardo en persona vino á establecer en él la comunidad de su Regla, y á asistir á la traslación de la milagrosa imagen desde el castillo de Borja, donde había estado custodiada, hasta su magnífico templo de Veruela, á cuya solemne consagración asistieron seis prelados y estuvieron presentes muchos magnates y príncipes poderosos, amigos y deudos de su ilustre fundador Don Pedro Atares, el cual para eterna memoria del señalado favor que había obtenido de la Virgen, mandó colocar una cruz y la copia de su divina imagen en el mismo lugar en que la había visto descender del cielo. Este lugar es el mismo de que[p. 290] he hablado á usted al principio de esta carta, y que todavía se conoce con el nombre de La Aparecida.

Yo oí por primera vez referir la historia que á mi vez he contado, al pie del humilde pilar que la recuerda, y antes de haber visto el monasterio que ocultaban aún á mis ojos las altas alamedas de árboles, entre cuyas copas se esconden sus puntiagudas torres.

Puede usted, pues, figurarse con qué mezcla de curiosidad y veneración traspasaría luego los umbrales de aquel imponente recinto, maravilla del arte cristiano, que guarda aún en su seno la misteriosa escultura, objeto de ardiente devoción por tantos siglos, y á la que nuestros antepasados, de una generación en otra, han tributado sucesivamente las honras más señaladas y grandes. Allí, día y noche, y hasta hace poco, ardían delante del altar en que se encontraba la imagen, sobre un escabel de oro, doce lámparas de plata que brillaban, meciéndose lentamente, entre las sombras del templo, como una constelación de estrellas; allí los piadosos monjes, vestidos de sus blancos hábitos, entonaban á todas horas sus alabanzas en un canto grave y solemne, que se confundía con los amplios acordes del órgano; allí los hombres de armas del monasterio, mitad templo, mitad fortaleza, los pajes del poderoso abad y sus innumerables servidores la saludaban con ruidosas aclamaciones de júbilo, como á la hermosa castellana de aquel castillo, cuando, en los días clásicos, la sacaban un momento por sus patios, coronados de almenas, bajo un palio de tisú y pedrería.

Al penetrar en aquel anchuroso recinto, ahora mudo y solitario, al ver las almenas de sus altas torres caídas por el suelo, la hiedra serpenteando por las hendiduras de sus muros, y las ortigas y los jaramagos que crecen en montón por todas partes, se apodera del alma una profunda sensación de involuntaria tristeza. Las enormes puertas de hierro de la torre se abren rechinando sobre sus enmohecidos goznes con[p. 291] un lamento agudo, siempre que un curioso viene á turbar aquel alto silencio, y dejan ver el interior de la abadía con sus calles de cipreses, su iglesia bizantina en el fondo y el severo palacio de los abades. Pero aquella otra gran puerta del templo, tan llena de símbolos incomprensibles y de esculturas extrañas, en cuyos sillares han dejado impresos artífices de la Edad Media los signos misteriosos de su masónica hermandad; aquella gran puerta que se colgaba un tiempo de tapices y se abría de par en par en las grandes solemnidades, no volverá á abrirse, ni volverá á entrar por ella la multitud de los fieles, convocados al son de las campanas que volteaban alegres y ruidosas en la elevada torre. Para penetrar hoy en el templo es preciso cruzar nuevos patios, tan extensos, tan ruinosos y tan tristes como el primero, internarse en el claustro procesional, sombrío y húmedo como un sótano, y, dejando á un lado las tumbas en que descansan los hijos del fundador, llegar hasta un pequeño arco que apenas si en mitad del día se distingue entre las sombras eternas de aquellos medrosos pasadizos, y donde una losa negra, sin inscripción y con una espada groseramente esculpida, señala el humilde lugar en que el famoso Don Pedro Atares quiso que reposasen sus huesos.

Figúrese usted una iglesia tan grande y tan imponente como la más imponente y más grande de nuestras catedrales. En un rincón, sobre un magnífico pedestal labrado de figuras caprichosas y formando el más extraño contraste, una pequeña jofaina de loza de la más basta de Valencia hace las veces de pila para el agua bendita; de las robustas bóvedas cuelgan aún las cadenas de metal que sostuvieron las lámparas, que ya han desaparecido; en los pilares se ven las estacas y las anillas de hierro de que pendían las colgaduras de terciopelo franjado de oro, de las que sólo queda la memoria; entre dos arcos existe todavía el hueco que ocupaba el órgano; no hay vidrios en las[p. 292] ojivas que dan paso á la luz; no hay altares en las capillas; el coro está hecho pedazos; el aire, que penetra sin dificultad por todas partes, gime por los ángulos del templo, y los pasos resuenan de un modo tan particular que parece que se anda por el interior de una inmensa tumba.

Allí, sobre un mezquino altar, hecho de los despedazados restos de otros altares, recogidos por alguna mano piadosa, y alumbrado por una lamparilla de cristal con más agua que aceite, cuya luz chisporrotea próxima á extinguirse, se descubre la santa imagen, objeto de tanta veneración en otras edades, á la sombra de cuyo altar duermen el sueño de la muerte tantos próceres ilustres, á la puerta de cuyo monasterio dejó su espada como en señal de vasallaje un monarca español, que, atraído por la fama de sus milagros, vino á rendirle, en época no muy remota, el tributo de sus oraciones. De tanto esplendor, de tanta grandeza, de tantos días de exaltación y de gloria, sólo queda ya un recuerdo en las antiguas crónicas del país, y una piadosa tradición entre los campesinos que de cuando en cuando atraviesan con temor los medrosos claustros del monasterio para ir á arrodillarse ante Nuestra Señora de Veruela, que para ellos, así en la época de su grandeza como en la de su abandono, es la santa protectora de su escondido valle.

En cuanto á mí, puedo asegurar á usted que en aquel templo, abandonado y desnudo, rodeado de tumbas silenciosas, donde descansan ilustres próceres, sin descubrir, al pie del ara que la sostiene, más que las mudas é inmóviles figuras de los abades muertos, esculpidas groseramente sobre las losas sepulcrales del pavimento de la capilla, la milagrosa imagen, cuya historia conocía de antemano, me infundió más hondo respeto, me pareció más hermosa, más rodeada de una atmósfera de solemnidad y grandeza indefinibles que otras muchas que había visto antes en retablos churriguerescos, muy cargadas de joyas ridícu[p. 293]las, muy alumbradas de luces en forma de pirámides y de estrellas, muy engalanadas con profusión de flores de papel y de trapo.

Á usted, y á todo el que sienta en su alma la verdadera poesía de la Religión, creo que le sucedería lo mismo.

Ilustración de adorno

[p. 295]

RIMAS


[p. 297]

Ilustración de adorno

I

Yo sé un himno gigante y extraño

Que anuncia en la noche del alma una aurora,

Y estas páginas son de ese himno

Cadencias que el aire dilata en las sombras.

Yo quisiera escribirlo, del hombre

Domando el rebelde, mezquino idïoma,

Con palabras que fuesen á un tiempo

Suspiros y risas, colores y notas.

Pero en vano es luchar; que no hay cifra

Capaz de encerrarlo, y apenas ¡oh hermosa!

Si, teniendo en mis manos las tuyas,

Pudiera, al oído, cantártelo á solas.

II

Saeta que voladora

Cruza, arrojada al azar,

Sin adivinarse dónde

Temblando se clavará;

[p. 298]Hoja que del árbol seca

Arrebata el vendaval,

Sin que nadie acierte el surco

Donde á caer volverá;

Gigante ola que el viento

Riza y empuja en el mar,

Y rueda y pasa, y no sabe

Qué playa buscando va;

Luz que en cercos temblorosos

Brilla, próxima á expirar,

Ignorándose cuál de ellos

El último brillará;

Eso soy yo, que al acaso

Cruzo el mundo, sin pensar

De dónde vengo, ni adónde

Mis pasos me llevarán.

III

Sacudimiento extraño

Que agita las ideas,

Como huracán que empuja

Las olas en tropel;

Murmullo que en el alma

Se eleva y va creciendo,

Como volcán que sordo

Anuncia que va á arder;

Deformes siluetas

De seres imposibles;

Paisajes que aparecen

Como á través de un tul;

[p. 299]Colores que fundiéndose

Remedan en el aire

Los átomos del Iris,

Que nadan en la luz;

Ideas sin palabras,

Palabras sin sentido;

Cadencias que no tienen

Ni ritmo ni compás;

Memorias y deseos

De cosas que no existen;

Accesos de alegría,

Impulsos de llorar;

Actividad nerviosa

Que no halla en qué emplearse;

Sin rienda que lo guíe

Caballo volador;

Locura que el espíritu

Exalta y enardece;

Embriaguez divina

Del genio creador...

¡Tal es la inspiración!


Gigante voz que el caos

Ordena en el cerebro,

Y entre las sombras hace

La luz aparecer;

Brillante rienda de oro

Que poderosa enfrena

De la exaltada mente

El volador corcel;

[p. 300]Hilo de luz que en haces

Los pensamientos ata;

Sol que las nubes rompe

Y toca en el zenit;

Inteligente mano

Que en un collar de perlas

Consigue las indóciles

Palabras reunir;

Armonioso ritmo

Que con cadencia y número

Las fugitivas notas

Encierra en el compás;

Cincel que el bloque muerde

La estatua modelando,

Y la belleza plástica

Añade á la ideal;

Atmósfera en que giran

Con orden las ideas,

Cual átomos que agrupa

Recóndita atracción;

Raudal en cuyas ondas

Su sed la fiebre apaga;

Oasis que al espíritu

Devuelve su vigor...

¡Tal es nuestra razón!

Con ambas siempre en lucha

Y de ambas vencedor,

Tan sólo el genio puede

A un yugo atar las dos.

[p. 301]IV

No digáis que agotado su tesoro

De asuntos falta, enmudeció la lira:

Podrá no haber poetas; pero siempre

Habrá poesía.

Mientras las ondas de la luz al beso

Palpiten encendidas;

Mientras el sol las desgarradas nubes

De fuego y oro vista;

Mientras el aire en su regazo lleve

Perfumes y armonías;

Mientras haya en el mundo primavera,

¡Habrá poesía!

Mientras la ciencia á descubrir no alcance

Las fuentes de la vida,

Y en el mar ó en el cielo haya un abismo

Que al cálculo resista;

Mientras la humanidad siempre avanzando

No sepa á do camina;

Mientras haya un misterio para el hombre,

¡Habrá poesía!

Mientras sintamos que se alegra el alma,

Sin que los labios rían;

Mientras se llore sin que el llanto acuda

A nublar la pupila;

Mientras el corazón y la cabeza

Batallando prosigan;

[p. 302]Mientras haya esperanzas y recuerdos,

¡Habrá poesía!

Mientras haya unos ojos que reflejen

Los ojos que los miran;

Mientras responda el labio suspirando

Al labio que suspira;

Mientras sentirse puedan en un beso

Dos almas confundidas;

Mientras exista una mujer hermosa,

¡Habrá poesía!

V

Espíritu sin nombre,

Indefinible esencia,

Yo vivo con la vida

Sin formas de la idea.

Yo nado en el vacío,

Del sol tiemblo en la hoguera,

Palpito entre las sombras

Y floto con las nieblas.

Yo soy el fleco de oro

De la lejana estrella;

Yo soy de la alta luna

La luz tibia y serena.

Yo soy la ardiente nube

Que en el ocaso ondea;

Yo soy del astro errante

La luminosa estela.

[p. 303]Yo soy nieve en las cumbres,

Soy fuego en las arenas,

Azul onda en los mares,

Y espuma en las riberas.

En el laúd soy nota,

Perfume en la violeta,

Fugaz llama en las tumbas,

Y en las ruinas hiedra.

Yo atrueno en el torrente,

Y silbo en la centella,

Y ciego en el relámpago,

Y rujo en la tormenta.

Yo río en los alcores,

Susurro en la alta yerba,

Suspiro en la onda pura,

Y lloro en la hoja seca.

Yo ondulo con los átomos

Del humo que se eleva,

Y al cielo lento sube

En espiral inmensa.

Yo, en los dorados hilos

Que los insectos cuelgan,

Me mezco entre los árboles

En la ardorosa siesta.

Yo corro tras las ninfas

Que en la corriente fresca

Del cristalino arroyo

Desnudas juguetean.

[p. 304]Yo, en bosques de corales,

Que alfombran blancas perlas,

Persigo en el Océano

Las náyades ligeras.

Yo, en las cavernas cóncavas,

Do el sol nunca penetra,

Mezclándome á los gnomos,

Contemplo sus riquezas.

Yo busco de los siglos

Las ya borradas huellas,

Y sé de esos imperios

De que ni el nombre queda.

Yo sigo en raudo vértigo

Los mundos que voltean,

Y mi pupila abarca

La creación entera.

Yo sé de esas regiones

Á do un rumor no llega,

Y donde informes astros

De vida un soplo esperan.

Yo soy sobre el abismo

El puente que atraviesa;

Yo soy la ignota escala

Que el cielo une á la tierra.

Yo soy el invisible

Anillo que sujeta

El mundo de la forma

Al mundo de la idea.

[p. 305]Yo, en fin, soy ese espíritu,

Desconocida esencia,

Perfume misterioso,

De que es vaso el poeta.

VI

Como la brisa que la sangre orea

Sobre el oscuro campo de batalla,

Cargada de perfumes y armonías

En el silencio de la noche vaga;

Símbolo del dolor y la ternura,

Del bardo inglés en el horrible drama,

La dulce Ofelia, la razón perdida,

Cogiendo flores y cantando pasa.

VII

Del salón en el ángulo oscuro,

De su dueño tal vez olvidada,

Silenciosa y cubierta de polvo

Veíase el arpa.

¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,

Como el pájaro duerme en las ramas,

Esperando la mano de nieve

Que sabe arrancarlas!

¡Ay!—pensé—¡cuántas veces el genio

Así duerme en el fondo del alma,

Y una voz, como Lázaro, espera

Que le diga: «Levántate y anda!»

[p. 306]VIII

Cuando miro el azul horizonte

Perderse á lo lejos,

Al través de una gasa de polvo

Dorado é inquieto,

Me parece posible arrancarme

Del mísero suelo,

Y flotar con la niebla dorada

En átomos leves

Cual ella deshecho.

Cuando miro de noche en el fondo

Oscuro del cielo

Las estrellas temblar, como ardientes

Pupilas de fuego,

Me parece posible á do brillan

Subir en un vuelo,

Y anegarme en su luz, y con ellas

En lumbre encendido

Fundirme en un beso.

En el mar de la duda en que bogo

Ni aun sé lo que creo;

¡Sin embargo, estas ansias me dicen

Que yo llevo algo

Divino aquí dentro!...

IX

Besa el aura que gime blandamente

Las leves ondas que jugando riza;

El sol besa á la nube en Occidente

Y de púrpura y oro la matiza;

[p. 307]La llama en derredor del tronco ardiente

Por besar á otra llama se desliza,

Y hasta el sauce, inclinándose á su peso,

Al río que le besa, vuelve un beso.

X

Los invisibles átomos del aire

En derredor palpitan y se inflaman;

El cielo se deshace en rayos de oro;

La tierra se estremece alborozada;

Oigo flotando en olas de armonía

Rumor de besos y batir de alas;

Mis párpados se cierran... ¿Qué sucede?

—¡Es el amor que pasa!

XI

—Yo soy ardiente, yo soy morena,

Yo soy el símbolo de la pasión;

De ansia de goces mi alma está llena

¿Á mí me buscas?—No es á ti; no.

—Mi frente es pálida; mis trenzas de oro:

Puedo brindarte dichas sin fin;

Yo de ternura guardo un tesoro.

¿Á mí me llamas?—No; no es á ti.

—Yo soy un sueño, un imposible,

Vano fantasma de niebla y luz;

Soy incorpórea, soy intangible;

No puedo amarte.—¡Oh, ven; ven tú!

[p. 308]XII

Porque son, niña, tus ojos

Verdes como el mar, te quejas;

Verdes los tienen las náyades,

Verdes los tuvo Minerva,

Y verdes son las pupilas

De las hurís del profeta.

El verde es gala y ornato

Del bosque en la primavera.

Entre sus siete colores

Brillante el Iris lo ostenta.

Las esmeraldas son verdes,

Verde el color del que espera,

Y las ondas del Océano,

Y el laurel de los poetas.

Es tu mejilla temprana

Rosa de escarcha cubierta,

En que el carmín de los pétalos

Se ve al través de las perlas.

Y sin embargo,

Sé que te quejas,

Porque tus ojos

Crees que la afean:

Pues no lo creas;

Que parecen tus pupilas,

Húmedas, verdes é inquietas,

Tempranas hojas de almendro,

Que al soplo del aire tiemblan.

Es tu boca de rubíes

Purpúrea granada abierta,

[p. 309]Que en el estío convida

Á apagar la sed en ella.

Y sin embargo,

Sé que te quejas,

Porque tus ojos

Crees que la afean:

Pues no lo creas;

Que parecen, si enojada

Tus pupilas centellean,

Las olas del mar que rompen

En las cantábricas peñas.

Es tu frente que corona

Crespo el oro en ancha trenza,

Nevada cumbre en que el día

Su postrera luz refleja.

Y sin embargo,

Sé que te quejas,

Porque tus ojos

Crees que la afean:

Pues no lo creas;

Que, entre las rubias pestañas,

Junto á las sienes, semejan

Broches de esmeralda y oro,

Que un blanco armiño sujetan.

XIII

Tu pupila es azul, y cuando ríes,

Su claridad suave me recuerda

El trémulo fulgor de la mañana

Que en el mar se refleja.

Tu pupila es azul, y cuando lloras,

Las transparentes lágrimas en ella

Se me figuran gotas de rocío

Sobre una violeta.

[p. 310]Tu pupila es azul, y si en su fondo

Como un punto de luz radia una idea,

Me parece en el cielo de la tarde

¡Una perdida estrella!

XIV

Te vi un punto, y, flotando ante mis ojos,

La imagen de tus ojos se quedó,

Como la mancha oscura, orlada en fuego,

Que flota y ciega, si se mira al sol.

Adonde quiera que la vista fijo,

Torno á ver sus pupilas llamear;

Mas no te encuentro á ti; que es tu mirada:

Unos ojos, los tuyos, nada más.

De mi alcoba en el ángulo los miro

Desasidos fantásticos lucir:

Cuando duermo los siento que se ciernen

De par en par abiertos sobre mí.

Yo sé que hay fuegos fatuos que en la noche

Llevan al caminante á perecer:

Yo me siento arrastrado por tus ojos,

Pero adónde me arrastran, no lo sé.

XV

Cendal flotante de leve bruma,

Rizada cinta de blanca espuma,

Rumor sonoro

De arpa de oro,

Beso del aura, onda de luz,

Eso eres tú.

[p. 311]Tú, sombra aérea, que cuantas veces

Voy á tocarte, te desvaneces

Como la llama, como el sonido,

Como la niebla, como el gemido

Del lago azul.

En mar sin playas onda sonante,

En el vacío cometa errante,

Largo lamento

Del ronco viento,

Ansia perpetua de algo mejor,

Eso soy yo.

¡Yo, que á tus ojos en mi agonía

Los ojos vuelvo de noche y día;

Yo, que incansable corro y demente

Tras una sombra, tras la hija ardiente

De una visión!

XVI

Si al mecer las azules campanillas

De tu balcón,

Crees que suspirando pasa el viento

Murmurador,

Sabe que, oculto entre las verdes hojas,

Suspiro yo.

Si al resonar confuso á tus espaldas

Vago rumor,

Crees que por tu nombre te ha llamado

Lejana voz,

Sabe que, entre las sombras que te cercan,

Te llamo yo.

[p. 312]Si se turba medroso en la alta noche

Tu corazón,

Al sentir en tus labios un aliento

Abrasador,

Sabe que, aunque invisible, al lado tuyo

Respiro yo.

XVII

Hoy la tierra y los cielos me sonríen;

Hoy llega al fondo de mi alma el sol;

Hoy la he visto... la he visto y me ha mirado...

¡Hoy creo en Dios!

XVIII

Fatigada del baile,

Encendido el color, breve el aliento,

Apoyada en mi brazo,

Del salón se detuvo en un extremo.

Entre la leve gasa

Que levantaba el palpitante seno,

Una flor se mecía

En compasado y dulce movimiento.

Como en cuna de nácar

Que empuja el mar y que acaricia el céfiro,

Tal vez allí dormía

Al soplo de sus labios entreabiertos.

—¡Oh! ¿Quién así—pensaba—

Dejar pudiera deslizarse el tiempo?

¡Oh, si las flores duermen,

Qué dulcísimo sueño!

[p. 313]XIX

Cuando sobre el pecho inclinas

La melancólica frente,

Una azucena tronchada

Me pareces.

Porque al darte la pureza

De que es símbolo celeste,

Como á ella te hizo Dios

De oro y nieve.

XX

Sabe, si alguna vez tus labios rojos

Quema invisible atmósfera abrasada,

Que el alma que hablar puede con los ojos,

También puede besar con la mirada.

XXI

—¿Qué es poesía?—dices mientras clavas

En mi pupila tu pupila azul;—

¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?

Poesía... eres tú.

XXII

¿Cómo vive esa rosa que has prendido

Junto á tu corazón?

Nunca hasta ahora contemplé en la tierra

Sobre el volcán la flor.

[p. 314]XXIII

Por una mirada, un mundo;

Por una sonrisa, un cielo;

Por un beso... ¡yo no sé

Qué te diera por un beso!

XXIV

Dos rojas lenguas de fuego

Que á un mismo tronco enlazadas,

Se aproximan, y al besarse

Forman una sola llama;

Dos notas que del laúd

Á un tiempo la mano arranca,

Y en el espacio se encuentran

Y armoniosas se abrazan;

Dos olas que vienen juntas

Á morir sobre una playa,

Y que al romper se coronan

Con un penacho de plata;

Dos jirones de vapor

Que del lago se levantan,

Y al juntarse allí en el cielo

Forman una nube blanca;

Dos ideas que al par brotan,

Dos besos que á un tiempo estallan,

Dos ecos que se confunden...

Eso son nuestras dos almas.

[p. 315]XXV

Cuando en la noche te envuelven

Las alas de tul del sueño,

Y tus tendidas pestañas

Semejan arcos de ébano;

Por escuchar los latidos

De tu corazón inquieto,

Y reclinar tu dormida

Cabeza sobre mi pecho,

Diera, alma mía,

Cuanto poseo:

¡La luz, el aire

Y el pensamiento!

Cuando se clavan tus ojos

En un invisible objeto,

Y tus labios ilumina

De una sonrisa el reflejo;

Por leer sobre tu frente

El callado pensamiento

Que pasa como la nube

Del mar sobre el ancho espejo,

Diera, alma mía,

Cuanto deseo:

¡La fama, el oro,

La gloria, el genio!

Cuando enmudece tu lengua,

Y se apresura tu aliento,

Y tus mejillas se encienden,

Y entornas tus ojos negros;

Por ver entre sus pestañas

Brillar con húmedo fuego

[p. 316]La ardiente chispa que brota

Del volcán de los deseos,

Diera, alma mía,

Por cuanto espero,

¡La fe, el espíritu,

La tierra, el cielo!

XXVI

Voy contra mi interés al confesarlo;

Pero yo, amada mía,

Pienso, cual tú, que una oda sólo es buena

De un billete del Banco al dorso escrita.

No faltará algún necio que al oirlo

Se haga cruces y diga:

«Mujer al fin del siglo diez y nueve,

Material y prosaica...» ¡Bobería!

¡Voces que hacen correr cuatro poetas

Que en invierno se embozan con la lira!

¡Ladridos de los perros á la luna!

Tú sabes y yo sé que en esta vida,

Con genio, es muy contado quien la escribe;

Y con oro, cualquiera hace poesía.

XXVII

Despierta, tiemblo al mirarte;

Dormida, me atrevo á verte;

Por eso, alma de mi alma,

Yo velo mientras tú duermes.

Despierta, ríes, y al reir, tus labios

Inquietos me parecen

Relámpagos de grana que serpean

Sobre un cielo de nieve

[p. 317]Dormida, los extremos de tu boca

Pliega sonrisa leve,

Suave como el rastro luminoso

Que deja un sol que muere...

—¡Duerme!

Despierta, miras, y al mirar, tus ojos

Húmedos resplandecen

Como la onda azul, en cuya cresta

Chispeando el sol hiere.

Al través de tus párpados, dormida,

Tranquilo fulgor viertes,

Cual derrama de luz templado rayo

Lámpara transparente...

—¡Duerme!

Despierta, hablas, y al hablar, vibrantes

Tus palabras parecen

Lluvia de perlas que en dorada copa

Se derrama á torrentes.

Dormida, en el murmullo de tu aliento

Acompasado y tenue,

Escucho yo un poema, que mi alma

Enamorada entiende...

—¡Duerme!

Sobre el corazón la mano

Me he puesto, por que no suene

Su latido, y de la noche

Turbe la calma solemne.

De tu balcón las persianas

Cerré ya, por que no entre

El resplandor enojoso

De la aurora, y te despierte...

—¡Duerme!

[p. 318]XXVIII

Cuando entre la sombra oscura

Perdida una voz murmura

Turbando su triste calma,

Si en el fondo de mi alma

La oigo dulce resonar;

Dime: ¿es que el viento en sus giros

Se queja, ó que tus suspiros

Me hablan de amor al pasar?

Cuando el sol en mi ventana

Rojo brilla á la mañana,

Y mi amor tu sombra evoca,

Si en mi boca de otra boca

Sentir creo la impresión;

Dime: ¿es que ciego deliro,

Ó que un beso en un suspiro

Me envía tu corazón?

Si en el luminoso día

Y en la alta noche sombría;

Si en todo cuanto rodea

Al alma que te desea

Te creo sentir y ver;

Dime: ¿es que toco y respiro

Soñando, ó que en un suspiro

Me das tu aliento á beber?

[p. 319]XXIX

Sobre la falda tenía

El libro abierto;

En mi mejilla tocaban

Sus rizos negros;

No veíamos las letras

Ninguno, creo;

Mas guardábamos entrambos

Hondo silencio.

¿Cuánto duró? Ni aún entonces

Pude saberlo;

Sólo sé que no se oía

Más que el aliento,

Que apresurado escapaba

Del labio seco.

Sólo sé que nos volvimos

Los dos á un tiempo,

Y nuestros ojos se hallaron,

Y sonó un beso.

. . . . . . .

. . . . . . .

Creación de Dante era el libro.

Era su Infierno.

Cuando á él bajamos los ojos,

Yo dije trémulo:

—¿Comprendes ya que un poema

Cabe en un verso?

Y ella respondió encendida:

—¡Ya lo comprendo!

[p. 320]XXX

Asomaba á sus ojos una lágrima

Y á mi labio una frase de perdón;

Habló el orgullo y se enjugó su llanto,

Y la frase en mis labios expiró.

Yo voy por un camino, ella por otro;

Pero al pensar en nuestro mutuo amor,

Yo digo aún: «¿Por qué callé aquel día?»

Y ella dirá: «¿Por qué no lloré yo?»

XXXI

Nuestra pasión fué un trágico sainete,

En cuya absurda fábula

Lo cómico y lo grave confundidos

Risas y llanto arrancan.

Pero fué lo peor de aquella historia,

Que al fin de la jornada,

A ella tocaron lágrimas y risas,

¡Y á mí sólo las lágrimas!

XXXII

Pasaba arrolladora en su hermosura,

Y el paso le dejé;

Ni aun á mirarla me volví, y no obstante

Algo á mi oído murmuró: «esa es

[p. 321]¿Quién reunió la tarde á la mañana?

Lo ignoro: sólo sé

Que en una breve noche de verano

Se unieron los crepúsculos, y... «fué

XXXIII

Es cuestión de palabras, y no obstante,

Ni tú ni yo jamás,

Después de lo pasado, convendremos

En quién la culpa está.

¡Lástima que el amor un diccionario

No tenga donde hallar

Cuándo el orgullo es simplemente orgullo,

Y cuándo es dignidad!

XXXIV

Cruza callada, y son sus movimientos

Silenciosa armonía;

Suenan sus pasos, y al sonar, recuerdan

Del himno alado la cadencia rítmica.

Los ojos entreabre, aquellos ojos

Tan claros como el día;

Y la tierra y el cielo, cuanto abarcan,

Arden con nueva luz en sus pupilas.

Ríe, y su carcajada tiene notas

Del agua fugitiva;

Llora, y es cada lágrima un poema

De ternura infinita.

[p. 322]Ella tiene la luz, tiene el perfume,

El color y la línea,

La forma, engendradora de deseos,

La expresión, fuente eterna de poesía.

¿Que es estúpida?... ¡Bah! mientras, callando,

Guarde oscuro el enigma,

Siempre valdrá, á mi ver, lo que ella calla

Más que lo que cualquiera otra me diga.

XXXV

¡No me admiró tu olvido! Aunque de un día

Me admiró tu cariño mucho más;

Porque lo que hay en mí que vale algo,

Eso... ¡ni lo pudiste sospechar!

XXXVI

Si de nuestros agravios en un libro

Se escribiese la historia,

Y se borrase en nuestras almas cuanto

Se borrase en sus hojas;

Te quiero tanto aún, dejó en mi pecho

Tu amor huellas tan hondas,

Que sólo con que tú borrases una,

¡Las borraba yo todas!

XXXVII

Antes que tú me moriré: escondido

En las entrañas ya

El hierro llevo con que abrió tu mano

La ancha herida mortal.

[p. 323]Antes que tú me moriré: y mi espíritu,

En su empeño tenaz,

Sentándose á las puertas de la muerte,

Allí te esperará.

Con las horas los días, con los días

Los años volarán,

Y á aquella puerta llamarás al cabo...

¿Quién deja de llamar?

Entonces, que tu culpa y tus despojos

La tierra guardará,

Lavándote en las ondas de la muerte

Como en otro Jordán;

Allí, donde el murmullo de la vida

Temblando á morir va,

Como la ola que á la playa viene

Silenciosa á expirar;

Allí, donde el sepulcro que se cierra

Abre una eternidad...

¡Todo cuanto los dos hemos callado

Lo tenemos que hablar!

XXXVIII

Los suspiros son aire, y van al aire.

Las lágrimas son agua, y van al mar.

Dime, mujer: cuando el amor se olvida,

¿Sabes tú adónde va?

[p. 324]XXXIX

¿A qué me lo decís? Lo sé: es mudable,

Es altanera y vana y caprichosa;

Antes que el sentimiento de su alma,

Brotará el agua de la estéril roca.

Sé que en su corazón, nido de sierpes,

No hay una fibra que al amor responda;

Que es una estatua inanimada... pero...

¡Es tan hermosa!

XL

Su mano entre mis manos,

Sus ojos en mis ojos,

La amorosa cabeza

Apoyada en mi hombro,

¡Dios sabe cuántas veces

Con paso perezoso,

Hemos vagado juntos

Bajo los altos olmos

Que de su casa prestan

Misterio y sombra al pórtico!

Y ayer... un año apenas

Pasado como un soplo,

Con qué exquisita gracia,

Con qué admirable aplomo,

Me dijo al presentarnos

Un amigo oficioso:

—Creo que en alguna parte

He visto á usted.—¡Ah! bobos,

Que sois de los salones

Comadres de buen tono,

[p. 325]Y andáis por allí á caza

De galantes embrollos:

¡Qué historia habéis perdido!

¡Qué manjar tan sabroso

Para ser devorado

Sotto voce en un corro,

Detrás del abanico

De plumas y de oro!

. . . . . . .

¡Discreta y casta luna,

Copudos y altos olmos,

Paredes de su casa,

Umbrales de su pórtico,

Callad, y que el secreto

No salga de vosotros!

Callad; que por mi parte

Lo he olvidado todo:

Y ella... ella... ¡no hay máscara

Semejante á su rostro!

XLI

Tú eras el huracán, y yo la alta

Torre que desafía su poder:

¡Tenías que estrellarte ó abatirme!...

¡No pudo ser!

Tú eras el Océano y yo la enhiesta

Roca que firme aguarda su vaivén:

¡Tenías que romperte ó que arrancarme!...

¡No pudo ser!

Hermosa tú, yo altivo; acostumbrados

Uno á arrollar, el otro á no ceder;

La senda estrecha, inevitable el choque...

¡No pudo ser!

[p. 326]XLII

Cuando me lo contaron sentí el frío

De una hoja de acero en las entrañas;

Me apoyé contra el muro, y un instante

La conciencia perdí de donde estaba.

Cayó sobre mi espíritu la noche;

En ira y en piedad se anegó el alma...

¡Y entonces comprendí por qué se llora,

Y entonces comprendí por qué se mata!

Pasó la nube de dolor... con pena

Logré balbucear breves palabras...

¿Quién me dió la noticia?... Un fiel amigo...

¡Me hacía un gran favor!... Le di las gracias.

XLIII

Dejé la luz á un lado, y en el borde

De la revuelta cama me senté,

Mudo, sombrío, la pupila inmóvil

Clavada en la pared.

¿Qué tiempo estuve así? No sé: al dejarme

La embriaguez horrible del dolor,

Expiraba la luz, y en mis balcones

Reía el sol.

Ni sé tampoco en tan terribles horas

En qué pensaba ó qué pasó por mí;

Sólo recuerdo que lloré y maldije,

Y que en aquella noche envejecí.

[p. 327]XLIV

Como en un libro abierto

Leo de tus pupilas en el fondo;

¿Á qué fingir el labio

Risas que se desmienten con los ojos?

¡Llora! No te avergüences

De confesar que me quisiste un poco.

¡Llora! Nadie nos mira.

Ya ves; yo soy un hombre... ¡y también lloro!

XLV

En la clave del arco mal seguro,

Cuyas piedras el tiempo enrojeció,

Obra de cincel rudo, campeaba

El gótico blasón.

Penacho de su yelmo de granito.

La hiedra que colgaba en derredor

Daba sombra al escudo, en que una mano

Tenía un corazón.

Á contemplarlo en la desierta plaza

Nos paramos los dos:

Y «ése—me dijo—es el cabal emblema

De mi constante amor.»

¡Ay! es verdad lo que me dijo entonces:

Verdad que el corazón

Lo llevará en la mano... en cualquier parte...

Pero en el pecho, no.

[p. 328]XLVI

Me ha herido recatándose en las sombras,

Sellando con un beso su traición.

Los brazos me echó al cuello, y por la espalda

Partióme á sangre fría el corazón.

Y ella prosigue alegre su camino,

Feliz, risueña, impávida; ¿y por qué?

Porque no brota sangre de la herida...

¡Porque el muerto está en pie!

XLVII

Yo me he asomado á las profundas simas

De la tierra y del cielo,

Y les he visto el fin ó con los ojos

Ó con el pensamiento.

Mas ¡ay! de un corazón llegué al abismo,

Y me incliné por verlo,

Y mi alma y mis ojos se turbaron:

¡Tan hondo era y tan negro!

XLVIII

Como se arranca el hierro de una herida

Su amor de las entrañas me arranqué,

Aunque sentí al hacerlo que la vida

Me arrancaba con él.

[p. 329]Del altar que le alcé en el alma mía

La voluntad su imagen arrojó,

y la luz de la fe que en ella ardía

Ante el ara desierta se apagó.

Aún para combatir mi firme empeño

Tiene á mi mente su visión tenaz...

¡Cuándo podré dormir con ese sueño

En que acaba el soñar!

XLIX

Alguna vez la encuentro por el mundo

Y pasa junto á mí;

Y pasa sonriéndose, y yo digo:

—¿Cómo puede reir?

Luego asoma á mi labio otra sonrisa,

Máscara del dolor,

Y entonces pienso:—¡Acaso ella se ríe

Como me río yo!

L

Lo que el salvaje que con torpe mano

Hace de un tronco á su capricho un dios,

Y luego ante su obra se arrodilla,

Eso hicimos tú y yo.

Dimos formas reales á un fantasma,

De la mente ridícula invención,

Y hecho el ídolo ya, sacrificamos

En su altar nuestro amor.

[p. 330]LI

De lo poco de vida que me resta

Diera con gusto los mejores años,

Por saber lo que á otros

De mí has hablado.

Y esta vida mortal... y de la eterna

Lo que me toque, si me toca algo,

Por saber lo que á solas

De mí has pensado.

LII

Olas gigantes, que os rompéis bramando

En las playas desiertas y remotas,

Envuelto entre la sábana de espumas,

¡Llevadme con vosotras!

Ráfagas de huracán, que arrebatáis

Del alto bosque las marchitas hojas,

Arrastrado en el ciego torbellino,

¡Llevadme con vosotras!

Nubes de tempestad, que rompe el rayo

Y en fuego ornáis las desprendidas orlas,

Arrebatado entre la niebla oscura,

¡Llevadme con vosotras!

Llevadme, por piedad, adonde el vértigo

Con la razón me arranque la memoria...

¡Por piedad!... ¡Tengo miedo de quedarme

Con mi dolor á solas!

[p. 331]LIII

Volverán las oscuras golondrinas

En tu balcón sus nidos á colgar,

Y otra vez con el ala á sus cristales

Jugando llamarán;

Pero aquellas que el vuelo refrenaban

Tu hermosura y mi dicha al contemplar,

Aquellas que aprendieron nuestros nombres...

Ésas... ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas

De tu jardín las tapias á escalar,

Y otra vez á la tarde, aún más hermosas,

Sus flores se abrirán;

Pero aquellas cuajadas de rocío,

Cuyas gotas mirábamos temblar

Y caer, como lágrimas del día...

Ésas... ¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos

Las palabras ardientes á sonar;

Tu corazón de su profundo sueño

Tal vez despertará;

Pero mudo y absorto y de rodillas,

Como se adora á Dios ante su altar,

Como yo te he querido... desengáñate,

¡Así no te querrán!

[p. 332]LIV

Cuando volvemos las fugaces horas

Del pasado á evocar,

Temblando brilla en sus pestañas negras

Una lágrima pronta á resbalar.

Y al fin resbala, y cae como gota

De rocío, al pensar

Que, cual hoy por ayer, por hoy mañana,

Volveremos los dos á suspirar.

LV

Entre el discorde estruendo de la orgía

Acarició mi oído,

Como nota de música lejana,

El eco de un suspiro.

El eco de un suspiro que conozco,

Formado de un aliento que he bebido,

Perfume de una flor, que oculta crece

En un claustro sombrío.

Mi adorada de un día, cariñosa,

—¿En qué piensas?—me dijo.

—En nada...—¿En nada, y lloras?—Es que tengo

Alegre la tristeza y triste el vino.

[p. 333]LVI

Hoy como ayer, mañana como hoy,

¡Y siempre igual!

un cielo gris, un horizonte eterno,

¡Y andar... andar!

Moviéndose á compás, como una estúpida

Máquina, el corazón;

La torpe inteligencia, del cerebro

Dormida en un rincón.

El alma, que ambiciona un paraíso,

Buscándolo sin fe;

Fatiga sin objeto, ola que rueda

Ignorando por qué.

Voz que incesante con el mismo tono

Canta el mismo cantar;

Gota de agua monótona que cae,

Y cae sin cesar.

Así van deslizándose los días

Unos de otros en pos,

Hoy lo mismo que ayer... y todos ellos

Sin goce ni dolor.

¡Ay! á veces me acuerdo suspirando

Del antiguo sufrir...

Amargo es el dolor; pero siquiera

¡Padecer es vivir!

[p. 334]LVII

Este armazón de huesos y pellejo,

De pasear una cabeza loca

Cansado se halla al fin, y no lo extraño;

Pues, aunque es la verdad que no soy viejo,

De la parte de vida que me toca

En la vida del mundo, por mi daño

He hecho un uso tal, que juraría

Que he condensado un siglo en cada día.

Así, aunque ahora muriera,

No podría decir que no he vivido;

Que el sayo, al parecer nuevo por fuera,

Conozco que por dentro ha envejecido.

Ha envejecido, sí; ¡pese á mi estrella!

Harto lo dice ya mi afán doliente;

Que hay dolor que al pasar, su horrible huella

Graba en el corazón, si no en la frente.

LVIII

¿Quieres que de ese néctar delicioso

No te amargue la hez?

Pues aspírale, acércale á tus labios,

Y déjale después.

¿Quieres que conservemos una dulce

Memoria de este amor?

Pues amémonos hoy mucho, y mañana

Digámonos ¡adiós!

[p. 335]LIX

Yo sé cuál el objeto

De tus suspiros es;

Yo conozco la causa de tu dulce

Secreta languidez.

¿Te ríes?... Algún día

Sabrás, niña, por qué:

Tú acaso lo sospechas,

Y yo lo sé.

Yo sé lo que tú sueñas,

Y lo que en sueños ves;

Como en un libro puedo lo que callas

En tu frente leer.

¿Te ríes?... Algún día

Sabrás, niña, por qué:

Tú acaso lo sospechas,

Y yo lo sé.

Yo sé por qué sonríes

Y lloras á la vez;

Yo penetro en los senos misteriosos

De tu alma de mujer.

¿Te ríes?... Algún día

Sabrás, niña, por qué:

Mientras tú sientes mucho y nada sabes,

Yo, que no siento ya, todo lo sé.

LX

Mi vida es un erial:

Flor que toco se deshoja;

Que en mi camino fatal,

Alguien va sembrando el mal

Para que yo lo recoja.

[p. 336]LXI

Al ver mis horas de fiebre

É insomnio lentas pasar,

Á la orilla de mi lecho,

¿Quién se sentará?

Cuando la trémula mano

Tienda, próximo á expirar,

Buscando una mano amiga,

¿Quién la estrechará?

Cuando la muerte vidríe

De mis ojos el cristal,

Mis párpados aún abiertos,

¿Quién los cerrará?

Cuando la campana suene

(Si suena en mi funeral),

Una oración al oirla,

¿Quién murmurará?

Cuando mis pálidos restos

Oprima la tierra ya,

Sobre la olvidada fosa,

¿Quién vendrá á llorar?

¿Quién, en fin, al otro día,

Cuando el sol vuelva á brillar,

De que pasé por el mundo,

Quién se acordará?

[p. 337]LXII

Primero es un albor trémulo y vago,

Raya de inquieta luz que corta el mar;

Luego chispea y crece y se dilata

En ardiente explosión de claridad.

La brilladora luz es la alegría;

La temerosa sombra es el pesar:

¡Ay! en la oscura noche de mi alma,

¿Cuándo amanecerá?

LXIII

Como enjambre de abejas irritadas,

De un oscuro rincón de la memoria

Salen á perseguirme los recuerdos

De las pasadas horas.

Yo los quiero ahuyentar. ¡Esfuerzo inútil!

Me rodean, me acosan,

Y unos tras otros á clavarme vienen

El agudo aguijón que el alma encona.

LXIV

Como guarda el avaro su tesoro,

Guardaba mi dolor;

Yo quería probar que hay algo eterno

A la que eterno me juró su amor.

[p. 338]Mas hoy le llamo en vano, y oigo al tiempo

Que le agotó, decir:

—¡Ah, barro miserable, eternamente

No podrás ni aun sufrir!

LXV

Llegó la noche y no encontré un asilo;

¡Y tuve sed!... Mis lágrimas bebí;

¡Y tuve hambre! ¡Los hinchados ojos

Cerré para morir!

¡Estaba en un desierto! Aunque á mi oído

De las turbas llegaba el ronco hervir,

Yo era huérfano y pobre... ¡El mundo estaba

Desierto... para mí!

LXVI

¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero

De los senderos busca:

Las huellas de unos pies ensangrentados

Sobre la roca dura;

Los despojos de un alma hecha jirones

En las zarzas agudas,

Te dirán el camino

Que conduce á mi cuna.

¿Adónde voy? El más sombrío y triste

De los páramos cruza;

Valle de eternas nieves y de eternas

Melancólicas brumas.

[p. 339]En donde esté una piedra solitaria

Sin inscripción alguna,

Donde habite el olvido,

Allí estará mi tumba.

LXVII

¡Qué hermoso es ver el día

Coronado de fuego levantarse,

Y á su beso de lumbre

Brillar las olas y encenderse el aire!

¡Qué hermoso es tras la lluvia

Del triste otoño en la azulada tarde,

De las húmedas flores

El perfume aspirar hasta saciarse!

¡Qué hermoso es cuando en copos

La blanca nieve silenciosa cae,

De las inquietas llamas

Ver las rojizas lenguas agitarse!

¡Qué hermoso es cuando hay sueño

Dormir bien... y roncar como un sochantre...

Y comer... y engordar!... ¡y qué desgracia

Que esto sólo no baste!

LXVIII

No sé lo que he soñado

En la noche pasada;

Triste, muy triste debió ser el sueño,

Pues despierto la angustia me duraba.

[p. 340]Noté, al incorporarme,

Húmeda la almohada,

Y por primera vez sentí, al notarlo,

De un amargo placer henchirse el alma.

Triste cosa es el sueño

Que llanto nos arranca;

Mas tengo en mi tristeza una alegría...

¡Sé que aún me quedan lágrimas!

LXIX

Al brillar un relámpago nacemos,

Y aún dura su fulgor cuando morimos:

¡Tan corto es el vivir!

La gloria y el amor tras que corremos,

Sombras de un sueño son que perseguimos:

¡Despertar es morir!

LXX

¡Cuántas veces al pie de las musgosas

Paredes que la guardan,

Oí la esquila que al mediar la noche

A los maitines llama!

¡Cuántas veces trazó mi triste sombra

La luna plateada,

Junto á la del ciprés, que de su huerto

Se asoma por las tapias!

[p. 341]Cuando en sombras la iglesia se envolvía,

De su ojiva calada,

¡Cuántas veces temblar sobre los vidrios

Vi el fulgor de la lámpara!

Aunque el viento en los ángulos oscuros

De la torre silbara,

Del coro entre las voces percibía

Su voz vibrante y clara.

En las noches de invierno, si un medroso

Por la desierta plaza

Se atrevía á cruzar, al divisarme

El paso aceleraba.

Y no faltó una vieja que en el torno

Dijese á la mañana,

Que de algún sacristán muerto en pecado

Acaso era yo el alma.

A oscuras conocía los rincones

Del atrio y la portada;

De mis pies las ortigas que allí crecen

Las huellas tal vez guardan.

Los buhos que espantados me seguían

Con sus ojos de llamas,

Llegaron á mirarme con el tiempo

Como á un buen camarada.

A mi lado sin miedo los reptiles

Se movían á rastras;

¡Hasta los mudos santos de granito

Vi que me saludaban!

[p. 342]LXXI

No dormía; vagaba en ese limbo

En que cambian de forma los objetos,

Misteriosos espacios que separan

La vigilia del sueño.

Las ideas, que en ronda silenciosa

Daban vueltas en torno á mi cerebro,

Poco á poco en su danza se movían

Con un compás más lento.

De la luz que entra al alma por los ojos,

Los párpados velaban el reflejo;

Mas otra luz el mundo de visiones

Alumbraba por dentro.

En este punto resonó en mi oído

Un rumor semejante al que en el templo

Vaga confuso, al terminar los fieles

Con un amén sus rezos.

Y oí como una voz delgada y triste

Que por mi nombre me llamó á lo lejos,

Y sentí olor de cirios apagados,

De humedad y de incienso.

. . . . . . . . .

. . . . . . . . .

Entró la noche, y del olvido en brazos

Caí, cual piedra, en su profundo seno:

Dormí, y al despertar exclamé: «¡Alguno

Que yo quería ha muerto!»

[p. 343]LXXII

PRIMERA VOZ

—Las ondas tienen vaga armonía,

Las vïoletas suave olor,

Brumas de plata la noche fría,

Luz y oro el día,

Yo algo mejor:

¡Yo tengo Amor!

SEGUNDA VOZ

—Aura de aplausos, nube radiosa,

Ola de envidia que besa el pie,

Isla de sueños donde reposa

El alma ansiosa,

¡Dulce embriaguez

La Gloria es!

TERCERA VOZ

—Ascua encendida es el tesoro,

Sombra que huye la vanidad.

Todo es mentira: la gloria, el oro.

Lo que yo adoro

Sólo es verdad:

¡La Libertad!

. . . . . . . .

Así los barqueros pasaban cantando

La eterna canción,

Y al golpe del remo saltaba la espuma

Y heríala el sol.

[p. 344]—¿Te embarcas?—gritaban;—y yo sonriendo

Les dije al pasar:

—Ha tiempo lo hice; por cierto que aún tengo

La ropa en la playa tendida á secar.

LXXIII

Cerraron sus ojos

Que aún tenía abiertos;

Taparon su cara

Con un blanco lienzo;

Y unos sollozando,

Otros en silencio,

De la triste alcoba

Todos se salieron.

La luz, que en un vaso

Ardía en el suelo,

Al muro arrojaba

La sombra del lecho;

Y entre aquella sombra

Veíase á intervalos,

Dibujarse rígida

La forma del cuerpo.

Despertaba el día,

Y á su albor primero,

Con sus mil ruidos

Despertaba el pueblo.

Ante aquel contraste

De vida y misterios,

De luz y tinieblas,

Medité un momento:

¡Dios mío, qué solos

se quedan los muertos!

[p. 345]De la casa en hombros

Lleváronla al templo,

Y en una capilla

Dejaron el féretro.

Allí rodearon

Sus pálidos restos

De amarillas velas

Y de paños negros.

Al dar de las ánimas

El toque postrero,

Acabó una vieja

Sus últimos rezos;

Cruzó la ancha nave,

Las puertas gimieron,

Y el santo recinto

Quedóse desierto.

De un reloj se oía

Compasado el péndulo,

Y de algunos cirios

El chisporroteo.

Tan medroso y triste,

Tan oscuro y yerto

Todo se encontraba...

Que pensé un momento:

¡Dios mío, qué solos

se quedan los muertos!

De la alta campana

La lengua de hierro,

Le dió volteando

Su adiós lastimero.

El luto en las ropas,

Amigos y deudos

Cruzaron en fila,

Formando el cortejo.

[p. 346]Del último asilo,

Oscuro y estrecho,

Abrió la piqueta

El nicho á un extremo.

Allí la acostaron,

Tapiáronle luego,

Y con un saludo

Despidióse el duelo.

La piqueta al hombro,

El sepulturero

Cantando entre dientes

Se perdió á lo lejos.

La noche se entraba,

Reinaba el silencio;

Perdido en las sombras.

Medité un momento:

¡Dios mío, qué solos

se quedan los muertos!

En las largas noches

Del helado invierno,

Cuando las maderas

Crujir hace el viento

Y azota los vidrios

El fuerte aguacero,

De la pobre niña

A solas me acuerdo.

Allí cae la lluvia

Con un son eterno;

Allí la combate

El soplo del cierzo.

Del húmedo muro

Tendida en el hueco,

¡Acaso de frío

Se hielan sus huesos!...

. . . . . . .

[p. 347]¿Vuelve el polvo al polvo?

¿Vuela el alma al cielo?

¿Todo es vil materia,

Podredumbre y cieno?

¡No sé; pero hay algo

Que explicar no puedo,

Que al par nos infunde

Repugnancia y duelo,

Al dejar tan tristes,

Tan solos los muertos!

LXXIV

Las ropas desceñidas,

Desnudas las espadas,

En el dintel de oro de la puerta,

Dos ángeles velaban.

Me aproximé á los hierros

Que defienden la entrada,

Y de las dobles rejas en el fondo

La vi confusa y blanca.

La vi como la imagen

Que en leve ensueño pasa,

Como rayo de luz tenue y difuso,

Que entre tinieblas nada.

Me sentí de un ardiente

Deseo llena el alma:

¡Como atrae un abismo, aquel misterio

Hacia sí me arrastraba!

Mas ¡ay! que de los ángeles

Parecían decirme las miradas:

—¡El umbral de esta puerta

Sólo Dios lo traspasa!

[p. 348]LXXV

¿Será verdad que cuando toca el sueño

Con sus dedos de rosa nuestros ojos,

De la cárcel que habita huye el espíritu

En vuelo presuroso?

¿Será verdad que, huésped de las nieblas,

De la brisa nocturna al tenue soplo,

Alado sube á la región vacía

Á encontrarse con otros?

¿Y allí, desnudo de la humana forma,

Allí, los lazos terrenales rotos,

Breves horas habita de la idea

El mundo silencioso?

¿Y ríe y llora, y aborrece y ama,

Y guarda un rastro del dolor y el gozo,

Semejante al que deja cuando cruza

El cielo un meteoro?

¡Yo no sé si ese mundo de visiones

Vive fuera ó va dentro de nosotros;

Pero sé que conozco á muchas gentes

A quienes no conozco!

[p. 349]LXXVI

En la imponente nave

Del templo bizantino,

Vi la gótica tumba, á la indecisa

Luz que temblaba en los pintados vidrios.

Las manos sobre el pecho,

Y en las manos un libro,

Una mujer hermosa reposaba

Sobre la urna, del cincel prodigio.

Del cuerpo abandonado

Al dulce peso hundido,

Cual si de blanda pluma y raso fuera,

Se plegaba su lecho de granito.

De la postrer sonrisa,

El resplandor divino

Guardaba el rostro, como el cielo guarda

Del sol que muere el rayo fugitivo.

Del cabezal de piedra

Sentados en el filo,

Dos ángeles, el dedo sobre el labio,

Imponían silencio en el recinto.

No parecía muerta;

De los arcos macizos

Parecía dormir en la penumbra,

Y que en sueños veía el paraíso.

[p. 350]

Me acerqué de la nave

Al ángulo sombrío,

Como quien llega con callada planta

Junto á la cuna donde duerme un niño.

La contemplé un momento,

Y aquel resplandor tibio,

Aquel lecho de piedra que ofrecía

Próximo al muro otro lugar vacío,

En el alma avivaron

La sed de lo infinito,

El ansia de esa vida de la muerte,

Para la que un instante son los siglos...

. . . . . . . . .

. . . . . . . . .

Cansado del combate

En que luchando vivo,

Alguna vez recuerdo con envidia

Aquel rincón oscuro y escondido.

De aquella muda y pálida

Mujer, me acuerdo y digo:

¡Oh, qué amor tan callado el de la muerte!

¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!

FIN


[p. 351]

ÍNDICE


Páginas
A manera de prólogo. v
Introducción. 1
LEYENDAS
Maese Pérez el Organista. 7
Los Ojos Verdes. 25
El Rayo de Luna. 35
Tres Fechas. 47
La Corza Blanca. 69
La Rosa de Pasión. 91
La Promesa. 103
El Monte de las Ánimas. 117
El Gnomo. 127
El Miserere. 145
Las Hojas Secas. 157
La Venta de los Gatos. 163
DESDE MI CELDA.—CARTAS LITERARIAS
Primera. 179
Segunda. 197
Tercera. 207
Cuarta. 221
Quinta. 231
Sexta. 241
Séptima. 255
Octava. 269
Novena. 283
[p. 352]RIMAS
I. Yo sé un himno gigante y extraño. 297
II. Saeta que voladora. 297
III. Sacudimiento extraño. 298
IV. No digáis que agotado su tesoro. 301
V. Espíritu sin nombre. 302
VI. Como la brisa que la sangre orea. 305
VII. Del salón en el ángulo oscuro. 305
VIII. Cuando miro el azul horizonte. 306
IX. Besa el aura que gime blandamente. 306
X. Los invisibles átomos del aire. 307
XI. Yo soy ardiente, yo soy morena. 307
XII. Porque son, niña, tus ojos. 308
XIII. Tu pupila es azul, y cuando ríes. 309
XIV. Te vi un punto, y, flotando ante mis ojos. 310
XV. Cendal flotante de leve bruma. 310
XVI. Si al mecer las azules campanillas. 311
XVII. Hoy la tierra y los cielos me sonríen. 312
XVIII. Fatigada del baile. 312
XIX. Cuando sobre el pecho inclinas. 313
XX. Sabe, si alguna vez tus labios rojos. 313
XXI. ¿Qué es poesía?—dices mientras clavas. 313
XXII. ¿Cómo vive esa rosa que has prendido? 313
XXIII. Por una mirada, un mundo. 314
XXIV. Dos rojas lenguas de fuego. 314
XXV. Cuando en la noche te envuelven. 315
XXVI. Voy contra mi interés al confesarlo. 316
XXVII. Despierta, tiemblo al mirarte. 316
XXVIII. Cuando entre la sombra oscura. 318
XXIX. Sobre la falda tenía. 319
XXX. Asomaba á sus ojos una lágrima. 320
XXXI. Nuestra pasión fué un trágico sainete. 320
XXXII. Pasaba arrolladora en su hermosura. 320
XXXIII. Es cuestión de palabras, y no obstante. 321
XXXIV. Cruza callada, y son sus movimientos. 321
XXXV. ¡No me admiró tu olvido! Aunque de un día. 322
XXXVI. Si de nuestros agravios en un libro. 322
XXXVII. Antes que tú me moriré: escondido. 322
[p. 353]XXXVIII. Los suspiros son aire, y van al aire. 323
XXXIX. ¿A qué me lo decís? Lo sé: es mudable. 324
XL. Su mano entre mis manos. 324
XLI. Tú eras el huracán, y yo la alta. 325
XLII. Cuando me lo contaron sentí el frío. 326
XLIII. Dejé la luz á un lado, y en el borde. 326
XLIV. Como en un libro abierto. 327
XLV. En la clave del arco mal seguro. 327
XLVI. Me ha herido recatándose en las sombras. 328
XLVII. Yo me he asomado á las profundas simas. 328
XLVIII. Como se arranca el hierro de una herida. 328
XLIX. Alguna vez la encuentro por el mundo. 329
L. Lo que el salvaje que con torpe mano. 329
LI. De lo poco de vida que me resta. 330
LII. Olas gigantes, que os rompéis bramando. 330
LIII. Volverán las oscuras golondrinas. 331
LIV. Cuando volvemos las fugaces horas. 332
LV. Entre el discorde estruendo de la orgía. 332
LVI. Hoy como ayer, mañana como hoy. 333
LVII. Este armazón de huesos y pellejo. 334
LVIII. ¿Quieres que de ese néctar delicioso? 334
LIX. Yo sé cuál el objeto. 335
LX. Mi vida es un erial. 335
LXI. Al ver mis horas de fiebre. 336
LXII. Primero es un albor trémulo y vago. 337
LXIII. Como enjambre de abejas irritadas. 337
LXIV. Como guarda el avaro su tesoro. 337
LXV. Llegó la noche y no encontré un asilo. 338
LXVI. ¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero. 338
LXVII. ¡Qué hermoso es ver el día! 339
LXVIII. No sé lo que he soñado. 339
LXIX. Al brillar un relámpago nacemos. 340
LXX. ¡Cuántas veces al pie de las musgosas! 340
LXXI. No dormía; vagaba en ese limbo. 342
LXXII. Las ondas tienen vaga armonía. 343
LXXIII. Cerraron sus ojos. 344
LXXIV. Las ropas desceñidas. 347
LXXV. ¿Será verdad que cuando toca el sueño? 348
LXXVI. En la imponente nave. 349

 


 

Nota de transcripción

  • Se ha respetado la ortografía original, que difiere de la utilizada actualmente. Las inconsistencias ortográficas se han normalizado a la grafía de mayor frecuencia.
  • Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar.
  • Las páginas en blanco han sido eliminadas.
  • Se han añadido ilustraciones de adorno al final de los capítulos que, en el original impreso, carecen de ellas.
  • El transcriptor ha creado la imagen de la cubierta y la sitúa en el dominio público.

 

 

*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 53552 ***