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RECUERDOS
DE ITALIA
POR
D. EMILIO CASTELAR.
SEGUNDA PARTE.
3.ª edicion.
MADRID:
OFICINAS DE LA ILUSTRACION ESPAÑOLA Y AMERICANA,
CALLE DE CARRETAS, NÚM. 12, PRINCIPAL
MDCCCLXXXIV.
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Queda hecho el depósito que prescribe la Ley, para los efectos de la propiedad literaria.
EST. TIPOGRÁFICO DE LOS SUCESORES DE RIVADENEYRA,
impresores de la Real Casa.—Paseo de San Vicente, 20.
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Publico hoy el segundo volúmen de los Recuerdos de Italia, escrito con el mismo método y los mismos procedimientos del primero. Donde quiera que un monumento, una ciudad, una persona ilustre, un territorio célebre han herido mi atencion, heme parado á contemplarlos y describirlos, dando en bosquejo fugaz, no sólo idea concreta de ellos, sino cuenta exacta de la serie de ideas que me han inspirado sus celajes, sus líneas, sus recuerdos, sus ruinas, su destino en la historia, su misterio en la poesía y en el arte. Muchas veces la personalidad histórica que de un paisaje se levanta, lo borra con su luz como el sol á las estrellas y lo supera con toda la superioridad que tiene el espíritu sobre la naturaleza. Esta consideracion me ha llevado á unir el nombre de Vir[p. vi]gilio á Mantua, el nombre de San Francisco á Asis, el nombre de Tasso á Sorrento. En cambio no me atreví á recordar casi que hay una tiranía horrible unida á la isla de Capri, que hay un nombre abominable ligado con aquellos hermosos promontorios, el nombre de Tiberio; porque, decidido á elevar la conciencia humana como una hostia consagrada hácia lo infinito en pos del ideal, no quiero recordar ni sus desfallecimientos ni sus eclipses, ni sus sombrías noches, sobre todo cuando estudio y describo paisajes, épocas, monumentos á mi arbitrio.
Deseoso de dar á alguno de mis amigos pruebas verdaderas de afecto, les he dedicado en su dia y vuelvo á dedicarles ahora alguno de estos trabajos. Al señor D. Alfredo Adolfo Camús, mi antiguo catedrático en letras clásicas, varon ilustre de extraordinaria ciencia, á quien debemos ya várias generaciones la iniciacion segura en el templo de la antigüedad, le he dedicado un escrito á lo antiguo consagrado; el estudio conocido con el nombre de Mantua y Virgilio, pálido reflejo de la multitud de ideas recogidas en su sábia enseñanza, lejano eco de las admirables lecciones de su cátedra, pobre desquite de la ingratitud[p. vii] con que ha pagado la pública Administracion cuarenta años de no interrumpidos servicios á los grandes ideales literarios y á la ilustracion de la juventud española. Compañero en la visita á los claustros y á las iglesias de Asis, guía ilustre mio en aquel inmortal cenobio que se eleva como la tumba de Cristo en la cima de las edades; gran artista, honra de la Pintura española, el Sr. Casado del Alisal, cuyos consejos, cuyas advertencias, cuyas ideas en mis paseos por Roma y sus alrededores no olvidaré jamas, ha recibido con afecto la dedicatoria del Monasterio franciscano y de sus riquezas artísticas. Lo mismo ha hecho mi fraternal amigo el Sr. D. Buenaventura de Abarzuza respecto á la parte de este trabajo consagrada á referir cómo la vida del Santo se convirtió en leyenda y cómo la leyenda influyó soberanamente en la transformacion de las ideas por aquellos tiempos creadores, por aquel siglo décimotercio, de tanto y tan decisivo influjo en la humanidad y sus destinos. Profundo talento político el talento del Sr. Abarzuza, conocedor como pocos de la misteriosa manera con que los puros ideales penetran en la realidad y la transforman, ha aceptado este pobre recuerdo que yo[p. viii] debia á quien tanta luz me ha dado en difíciles circunstancias con sus profundas consideraciones, y tanta experiencia con sus admirables puntos de vista sobre los movimientos de esta máquina social tan complicada y tan compleja.
He mezclado, como en el primer tomo, á las consideraciones filosóficas, históricas, literarias y artísticas, consideraciones políticas: que al cabo la política no es otra cosa sino la cristalizacion de todas las ideas, y su resultado social. Así es que, no sin intento deliberado, he puesto junto al espectáculo que ofrece y á la enseñanza que da la democracia de los Grisones, el espectáculo que ofrece y la enseñanza que da el despótico reino de Monaco. La libertad ha hecho fecundas las áridas crestas de unas montañas envueltas en el sudario de perdurables inviernos, y la tiranía ha manchado las playas hermosísimas donde la naturaleza y el espíritu brillan con sus más bellos resplandores. É igual idea de libertad me ha llevado á encarecer la democrática ciudad de Florencia, ese faro del espíritu moderno, y á publicar el discurso que pronuncié en el banquete dado en mi obsequio por los representantes de la prensa y de la tribuna progresistas en su Ateneo[p. ix] de Roma. Eternamente vivirán en mi memoria aquella velada y aquellos obsequios. Los promovió mi amigo, el gran orador Mancini, asociándose todos los representantes más ilustres del partido que mantiene la libertad en Italia. Mi gratitud por tantas distinciones, será eterna. Y en prueba de ella voy, despues de un año, sin auxilio de ningun apunte, sin consultar ningun periódico, á describirla, y de su descripcion resultará su importancia. De dos cosas prescindiré por completo: primero, de la parte de elogios consagrados á mí, elogios naturales en fiestas de esta clase, que yo omito por razones de delicadeza, pero que no pagaré jamas con la moneda de un olvido ingratísimo; y segundo, de la parte de etiqueta y de ceremonia, propias de todos estos festejos, y á mis lectores poco interesante. Lo que en realidad interesa á todos, el número de ideas principales vertidas en aquella fiesta, queda en estas páginas con su inextinguible resonancia, como queda en mi corazon y en mi memoria. El primero en hablar fué el ilustre repúblico Depretis, que preside actualmente el Consejo de Ministros. Sus palabras tuvieron grande importancia, como inspiradas en esta idea capital: en la union de Italia y España.[p. x] Efectivamente, si hay naciones que puedan reunirse en comunidad de ideas son estas dos grandes naciones mediterráneas. Tenemos nombres que son españoles é italianos, como Colon, Doria, Farnesio y Ribera. Los agravios mutuos, como nuestras sendas conquistas, pueden olvidarse y perdonarse fácilmente, que medios de relacion eran al cabo en los duros pasados tiempos. Pero nosotros no podemos olvidar la influencia de Italia en sucesos como las conquistas de Mallorca y Almería en artistas como Juanes y Velazquez, en escritores como Garcilaso y como Cervántes. Y los italianos jamas olvidarán que nosotros convertimos en verdadero paraíso sus campos partenopeos desecando las lagunas infectas; que nosotros amparamos aquella democrática república de Génova, tan española como cualquiera de nuestras más españolas regiones; que nosotros emprendimos con esa misma Génova y Venecia la inmortal hazaña de Lepanto.
Despues del Sr. Depretis se alzó el Sr. Crispi. Gran conocedor de nuestra historia y de nuestra política; su discurso tuvo un sentido práctico, propio de quien ha defendido tan prácticamente y con tanto tacto la libertad en Italia. Narró el[p. xi] estado de marasmo en que habia caido Europa ántes de nuestra revolucion de Setiembre. Todo el mundo creia en Italia imposible coronar la obra de la unidad con la reivindicacion de Roma, y en Francia sustituir al Imperio la forma natural de aquella democracia, la República. Y estalló nuestra revolucion y sembró tantas ideas en las conciencias, que hasta los ánimos más apocados se movieron á la esperanza y hasta los pueblos más oprimidos pensaron en su resurreccion. El Imperio, viéndose perdido, pasó de la libertad á la guerra para evitar un inevitable naufragio. Y el espíritu inmortal de la libertad entregó á Francia su República y á Italia su capital. Atronadores aplausos, consagrados á la revolucion de Setiembre y á sus representantes, resonaron en aquel salon lleno de ilustres defensores de la libertad italiana.
Un senador, el general Fabrizi, habló despues del Sr. Crispi, y recordó su afecto filial á España y los servicios prestados á la libertad en la penúltima guerra civil por él y otros compañeros cuyos corazones laten todavía como en la juventud al recordar y evocar nuestras gloriosas libertades. Efectivamente, la amistad de ambos pue[p. xii]blos aparece tan estrecha, que la Constitucion de 1812 goza igual renombre en Italia y en España; y los más ilustres generales italianos, como Fabrizi, como Fanti, como Cialdini, han derramado bajo nuestras banderas su sangre por la libertad de la antigua España á la manera que el inmortal Garibaldi la ha derramado tambien por la emancipacion de la jóven América. Despues hablaron los dos diputados, Sres. Nicotera, hoy ministro de la Gobernacion, y Bertani, representante de la democracia más avanzada en el Congreso italiano. El primero pronunció un discurso en que resaltaba el más profundo sentido político sobre la regla y la medida á que deben someterse los pueblos latinos para fundar instituciones libres que resulten duraderas en el suelo de nuestras históricas penínsulas meridionales sembradas de tantas y tan pasmosas ruinas. El segundo, antiguo defensor de la más avanzada democracia, al lado de sentimientos generosos y de ideas levantadas, dirigió algunas reconvenciones á la nacion española por lo que él llamaba ingratitud á mis servicios, palabras que explican las protestas de mi discurso; pues agradeciendo la exaltada amistad que las proferia, ni por un momento era[p. xiii] dado tolerar cosa alguna que directa ó indirectamente cediera en desdoro de nuestra amada patria. En todo cuanto se refirió al espíritu de libertad que animó á Italia y á España durante el siglo estuvo el Sr. Bertani en lo cierto y habló con elocuencia inspirada por ideas de justicia.
Dos discursos se pronunciaron despues igualmente notables; uno del jóven príncipe Odescalchi y otro del gran historiador y filósofo Ferrari. Quien conozca á Roma no puede ménos de conocer á Odescalchi, y quien admire á Italia no puede ménos de admirar á Ferrari. El primero visita los talleres de todos los artistas; estudia las piedras de aquel suelo donde por todas partes encontrais grandes pensamientos petrificados en maravillosas ruinas; reune y clasifica museos que en pocos años crecen y se abrillantan, merced á la riqueza artística de tan privilegiada tierra, miéntras el segundo, maestro sin rival de la historia en los tiempos modernos, digno sucesor de Maquiavelo y de Vico, posee la astronomía digámoslo así, de las sociedades humanas, como Galileo poseyera la astronomía de los cielos. Por desgracia una enfermedad terrible, y en su juventud y en su robustez bien extraña, ha herido al prínci[p. xiv]pe, y la implacable muerte nos ha arrebatado al filósofo. Imposible decir aquí cuánto dolor he sentido al saber una y otra nueva, porque tambien es imposible decir el afecto que ambos me profesaban y á que correspondia como correspondo á todos los afectos, con usura. Italia ha perdido en el príncipe un sacerdote entusiasta del culto de la patria, y en el escritor uno de sus más profundos y más grandes pensadores; yo dos fraternales amigos. Odescalchi habló con el calor propio de sus años y con la belleza propia de su lengua; habló largamente del genio artístico de nuestras dos naciones, y Ferrari habló de una manera maravillosa de nuestra historia, del saber de nuestros andaluces, del nacimiento de nuestro idioma; de las obras científicas que dábamos al mundo en el siglo décimotercio, del esmalte oriental que traiamos á la poesía moderna; de la libertad de los municipios castellanos y del sentido popular de nuestro derecho foral; del genio dramático que poseyeron nuestros poetas, y del sentimiento de pundonor que despertaron en la Europa feudal nuestros caballeros; de todas las virtudes y de todas las glorias, en fin, de esta España á quien la humanidad debe la revelacion[p. xv] y el conocimiento de nuestro hermosísimo planeta.
Á tantas muestras de entusiasmo como iban mezcladas con estos profundos pensamientos filosóficos, literarios, políticos é históricos, pude corresponder y correspondí con mi discurso, pálido entre tanta luz, y pobre entre tanta profusion de talento y de ingenio. Pero hablo de todo esto en el prólogo porque el discurso resume la idea práctica que me ha movido á escribir así mis libros sobre Italia como mis libros sobre Francia, reservándome para más tarde publicar, si tengo tiempo y fuerza, alguno tambien sobre Portugal. Y esta idea, es la union de los pueblos latinos en espíritu que prepare para mañana, para dias mejores, una confederacion que será ornamento de la humanidad y de su historia. Sembremos con los ojos puestos en este grande ideal; sembremos cuanto podamos. No nos curemos de qué tiempo ni qué generacion recogerán esta siembra. Como vivimos en las generaciones pasadas vivirémos en las generaciones futuras participando, dada la inmortalidad del humano espíritu, de sus grandezas y de sus glorias.
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[p. 3]Antes de entrar en Italia, miremos un instante esta region de la Engadina, suiza por la historia y la geografía y la política, italiana por la lengua, derivada del antiguo latino.
Cuando habitais un pueblo que ha sabido aliar el órden con la libertad, la autoridad social con la democracia individualista, la libertad en el pensamiento con la sensatez en la conducta, la eleccion de las autoridades todas con el respeto y la obediencia, no os canseis de verlo, de estudiarlo, de admirarlo, como no me canso yo de ver, de estudiar, de admirar esta nobilísima Suiza. Lo primero que salta á vuestra vista es la ausencia completa de ese elemento demagógico tan opuesto al órden regular y al desarrollo legítimo de la autoridad como al progreso y al afianzamiento de todas las libertades. En seguida veis que los pueblos libres son pueblos pacientes, que detestan las improvisaciones, que no entienden la palabra revolucion, gratísima á los oidos de nuestros pue[p. 4]blos latinos, los cuales en su inexperiencia sacuden la parálisis para moverse en la embriaguez, y despiertan de la embriaguez para caer nuevamente en la parálisis. ¿Sabeis cuánto tiempo le ha costado á Suiza llegar á la reforma de 1848? Diez y siete años. ¿Sabeis cuánto tiempo le ha costado desde que se inició hasta hoy su última reforma constitucional? Diez años. Presentada al pueblo, fué puesta en tela de contradictorio juicio, discutida largamente, desechada várias veces, y despues de maduras reformas y de prudentes pactos, votada por unos, combatida por otros; mas en cuanto tuvo la sancion legítima de una mayoría constitucional, obedecida y acatada por todos.
El poder manda, dentro de la órbita de sus facultades legítimas, con grande imperio, y se oculta en el seno de la sociedad, como Dios en el seno de la naturaleza y de la conciencia. El plebiscito es casi continuado, no ese plebiscito impuesto en medio del silencio por un césar omnipotente á un pueblo siervo, sino el plebiscito libre en sus discusiones, lleno de conciencia, que despide y recoge las ideas despues de haberlas hecho pasar sucesivamente por várias esferas y haberlas visto en diversas apelaciones, para que maduren y puedan ser aceptables y aceptadas en la viviente realidad.
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Yo me encuentro en el canton de los grisones, el más grande y el ménos poblado de toda Suiza. Estamos á cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Estos pueblos, perdidos en sus montañas inaccesibles, no tienen ni la cultura ni la riqueza que los grandes pueblos, Ginebra y Zurich. Sin embargo, no encontraréis ni un pobre siquiera que os pida limosna. No veréis ningun campesino desnudo, ninguno descalzo, ninguno con el vestido remendado ó á jirones. Hablan aquí, en la parte que se llama la Engadina, donde yo habito, una especie de lengua romana que ellos presentan como la más pura y la más antigua de las lenguas neo-latinas, inmediatamente derivada de sermo rusticus, usual en las provincias del antiguo imperio. Y siendo éste su lenguaje nativo, todos hablan aleman, muchos aleman é italiano, algunos aleman, italiano y frances Si vais á un caserío, encontraréis un maestro de escuela pagado en parte por el comun de vecinos y en parte por el presupuesto del Estado. Recorreis estos desfiladeros; las montañas inaccesibles se amontonan sobre vuestras cabezas; las nieves eternas bajan hasta vuestros piés; las selvas inexploradas se tienden á vuestra vista; el oso aulla en vuestros oidos; el águila grita junto á su nido; os envuelven los vapores de las nubes en formacion; os aturden las cataratas derretidas de los grandes ventisque[p. 6]ros, despeñadas por los altos riscos; y en medio de soledades donde imaginais encontraros salvajes tribus, el telégrafo tiende su hilo misterioso para llevar en sus chispas los acentos de la humana palabra y unir entre sí con su red, verdadero nervio de la cultura moderna, estos apartados y diversos pueblos.
Hace pocos dias estuvimos en Guarda, una aldea de doscientas ochenta almas, en medio de los desfiladeros, con vistas admirables sobre los picos de las altas nevadas montañas. Tiene un camino general que pasa á corta distancia de sus casas. ¿Creeis que se ha contentado con eso? No; ha abierto un camino vecinal suyo, en zig-zags, sobre la montaña abrupta, con su suelo firme como una roca y cómodo como una sala, con sus contrafuertes semejantes á grandes fortalezas, con sus alcantarillas para el desagüe de las cascadas que bajan de otros montes más altos, con sus puentes, con sus barandas erigidas sobre abismos insondables y en territorios que parecen verdaderamente inaccesibles. Pues no se han contentado con esto. En cada encrucijada de la aldea advertiréis una especie de tapadera ó portezuela de hierro con su correspondiente cerradura, por donde pasa la distribucion de las aguas, acomodada de suerte que pueda subir á todas partes, no sólo para la limpieza, sino tambien para apagar los in[p. 7]cendios. El maestro tiene poco sueldo, cuatrocientos francos que le da el humilde Municipio; doscientos que le da el canton por seis meses de trabajo: pero este sueldo precario le basta para enseñar en dos lenguas las nociones primeras de la instruccion indispensable á la vida. La insignificante aldea, perdida como un nido de águilas en el corazon de los Alpes, tiene su correspondiente estacion telegráfica, cuando en España no la tienen pueblos de dos mil vecinos, como por ejemplo, Villajoyosa, en la provincia de Alicante. Son de ver, al toque de la campana, las reuniones de este pueblo, que no sólo nombra sus alcaldes y sus magistrados, no sólo administra sus bienes de propios, no sólo se dirige á sí mismo en su vida municipal, sino que nombra representantes encargados de proponerle leyes, y se reserva el derecho de admitirlas ó rechazarlas, el supremo derecho de sancion.
Esta aldea tiene crédito, y apela á su crédito como cualquier Estado. Necesita una obra de utilidad general, y encuentra inmediatamente á mano los medios de realizarla, pues recurre á un empréstito, cuyos intereses paga con religiosidad, cuyo capital amortiza con presteza. El campesino, que vota los impuestos; que interviene en la direccion no solamente del Municipio, sino tambien del Estado; que discute y examina por sí[p. 8] los ingresos; que se reserva decidir sobre la admision de las leyes; que vive ocupado en la cosa pública, á la manera de los antiguos ciudadanos de Aténas, acaba de sacudir de su mente toda utopia, por apreciar el valor de las ideas, por conocer las dificultades de la realidad, por adquirir la madurez de los hombres de Estado; y léjos de precipitarse á subvertirlo todo, se refrena, se domina y viene á ser conservador, y conservador cuidadoso de las instituciones que tantas ventajas le reportan. Comparadlo con el ganado de siervos que pide en Bretaña la restauracion de Enrique V; con el guerrillero homicida que desgarra las entrañas de su patria para sostener á Cárlos VII; con el elector ciego que vota al candidato del Imperio nacido en el perjurio del 2 de Diciembre y muerto en la infamia de Metz; con el demagogo de nuestras ciudades que, ébrio de vino y de ódio, vocifera en los clubs pidiendo que se corten trescientas mil cabezas para reformar la sociedad; y luégo decidme si es provechosa ó no la larga educacion que procura la práctica constante de seguras y nunca interrumpidas libertades en el seno de verdadera democracia.
La libertad religiosa es completa, absoluta. Habia penetrado tan poco el catolicismo en sus conciencias, que en el siglo XVI cambiaron los grisones de religion por medio de disposiciones[p. 9] municipales. Un consejero de Estado me contaba que en uno de estos pueblos pasó escena bien singular y bien dramática. Los aldeanos quisieron adherirse á la reforma y se lo comunicaron así á su cura. El cura era un sacerdote virtuoso, anciano, muy querido universalmente, y dijo que por nada en el mundo cambiaria de religion, resuelto á morir en la que sus padres le habian enseñado y él contínuamente habia creido y profesado, bendiciendo á unos, casando á otros, sirviendo en sus dolores y en sus tribulaciones á todos.
Los buenos campesinos, que habian visto al santo varon desligado de todos los lazos terrenales, atento sólo á sus deberes religiosos, caritativo con el pobre, próvido con el enfermo; en la próspera como en la adversa suerte tranquilo y sonriente; sin más móvil que su fe purísima y sin más fin que el cumplimiento de sus deberes sacerdotales, no quisieron amargar sus últimos dias y juraron aguardar á su muerte para convertirse oficialmente al protestantismo. En efecto; continuaron yendo á la misa católica, practicando los deberes de su antiguo culto, como si todavía lo llevaran entero en el alma, decididos á esperar la extincion natural de la vida del anciano, que tocaba en su ocaso. Al morir le enterraron segun los antiguos ritos, le depusieron en la tum[p. 10]ba con oraciones y responsos católicos, y cumplido este deber y observado el compromiso, abrazaron unánimes en su concejo municipal, por medio de un voto solemne, la religion protestante.
La intolerancia entró tambien por estas montañas; la intolerancia luterana, que muchas veces llegó á parecerse á la intolerancia católica. El principio absoluto de que el ciudadano está obligado á profesar la religion del Estado, el súbdito la religion del Monarca, fué sostenido con las armas en la mano por los príncipes y por los pueblos de una y otra creencia. Así, en Alemania, por ejemplo, dos docenas de señores cambiaban á su grado, por motivos políticos y personales, de religion, de fe, y obligaban á sus vasallos á orar ante los altares de la Vírgen, ó á decir que el culto á la Vírgen merece el nombre de supersticion; á comulgar sólo con la hostia, ó á comulgar con la hostia y el cáliz; á creer en la virtud de las obras, ó á esperarlo todo de la divina gracia; á recoger y adorar las reliquias, ó á herir y pulverizar las imágenes; como si la inspiracion de lo alto se hubiera agarrado á los tronos cual á las montañas las nubes, y fueran los reyes, al mismo tiempo que jefes del Estado y generales del ejército, sacerdotes reveladores y profetas. Las guerras de religion desencadenaron la intolerancia mutua de unos y otros creyentes. Y los grisones[p. 11] ciertamente no podian sustraerse á esta ley general de la historia. En la baja Engadina todos los pueblos son protestantes, si se exceptúa la jurisdiccion de Tarasp. Pero la antigua intolerancia ha cedido, y la libertad religiosa se ha arraigado. En medio de estas poblaciones, que tienen por práctica piadosa casi exclusiva la lectura de su Biblia y la asistencia el domingo á los oficios de su iglesia, en que se predican sermones de moral y se cantan salmos de David, pasan los frailes capuchinos con su traje de estameña, sus sandalias clásicas, su rosario al cinto, su libro de devocion en la mano, luenga la barba, calada la capucha, murmurando rezos que en otro tiempo hubieran ahogado los protestantes por fuerza, á título de supersticiones intolerables; y todo el mundo los mira con serena curiosidad y los saluda con religioso respeto. Hace pocos años no hubiera sido posible en Ardetz una iglesia católica; hoy se han reunido varios fieles; la han levantado en verde pradera, con sus ojivas y su torre gótica; han llamado un cura que la dirija, al par de un sacristan que la guarde; y allí se entregan á sus oraciones, doblemente amparados por los derechos que garantiza la Constitucion nacional y por la tolerancia religiosa que penetra cada dia más en las costumbres. Ved cómo las instituciones democráticas, por su flexibilidad maravillo[p. 12]sa, por su tendencia á la renovacion y al progreso, por su armonía con la razon humana, sirven, como no puede servir ningun otro género de instituciones, al desarrollo del espíritu moderno y al cumplimiento de las reformas pacíficas.
Y no creais que han desarrollado como un idilio su libertad en estas montañas. Tambien, tambien pasaron por males gravísimos. El látigo del feudalismo azotó sus espaldas. Los hierros pesaron sobre sus piés y sobre sus brazos. En las alturas el más fuerte se instalaba y hacía subir las piedras á lomo á sus víctimas, para construir castillos que fueran palacios de los señores, calabozos de los vasallos. No acabais nunca de oir historias terribles de esos tiempos funestos. Donato, el señor de Vartz, invita un dia á tres campesinos á suculento banquete, les festeja en su espléndido comedor, les regala con la mejor caza de sus bosques, la mejor pesca de sus rios y el vino más antiguo de sus bodegas; manda despues al uno que corte leña, al otro que dé un paseo y al tercero que concilie el sueño; y cuando ya ha pasado algun tiempo, los ata á los tres, los tiende en el suelo, les abre el vientre para ver cuál de ellos ha digerido más pronto la comida. El intendente de Gardovall, paseándose por las cercanías de su castillo, ha visto á la hija del campesino Adan, y[p. 13] se ha enamorado perdidamente de ella, de sus dulces ojos, de sus rosados labios, de su rubor virginal, de sus trenzas negras y larguísimas, de su talle y de su apostura. Mas un rico-hombre, de estirpe feudal, no puede enlazarse con plebeya vírgen, flor nacida en el estiércol de los campos. Debe la muchacha contentarse con ser la barragana del noble. Y por ende el intendente manda al padre que la lleve á su lecho. El padre se pone sus mejores ropas, viste á su hija con el traje de desposada, y la lleva de la mano al castillo. Cuando la ve entrar tan aderezada y tan ruborosa, el caballero siente hervir brutal deseo en sus venas henchidas de lujuria. «No os acercaréis á mi hija, dice el labrador al caballero, sino despues de haberos casado legítimamente con ella.» El noble lanza una carcajada y tiende sus brazos para estrechar á la gallarda doncella. Pero el padre saca un puñal y se lo clava en el corazon, dejándole muerto á las plantas de la codiciada niña. El Baron de Fardun se pasea por sus campos, recorre los trabajos de sus siervos, entra en las cabañas; y en vez de alentarlos y sostenerlos, se divierte en dirigirles groseros insultos ó jugarles pesadas bromas. El campesino Chaldar está con sus hijos comiendo, á pobre pero limpia mesa, humeante y bien condimentada sopa, cuando entra el gran señor y escupe en el apetitoso plato. Levántase el siervo, se aba[p. 14]lanza furioso á él, le agarra por las orejas, le arrastra al plato, le hunde el rostro en el caldo hirviente, diciéndole: «Perro maldito, comételo tú, puesto que lo has condimentado», y le degüella como á un cerdo con su tajante cuchillo de cocina.
Aquella lucha no era durable. Debia concluir, ó por el exterminio de los vasallos ó por la derrota de los señores. Hacía ya dos siglos entónces que los cuatro cantones del lago de Lucerna se juntáran en el seno de los bosques umbríos, todavía perfumados por el aliento creador; al borde de las azules aguas que reverberan la luz de los cielos; al pié de las montañas cuyas bases alfombran los prados y cuyas cimas cubren con cúpulas y rotondas de diamantes las eternas nieves, para invocar á Dios en el templo más digno de su esencia incomunicable, ante el altar más propio de su grandeza; y jurarle sobre los huesos de los muertos y sobre la cabeza de los pequeñuelos, su resolucion de morir mil veces ántes que tolerar la soberbia de sus dominadores. Y la sombra de Guillermo Tell, cantado por los bateleros á las orillas de los rios, por los pastores en las laderas de los montes al són de las hondas y de las esquilas; esa sombra, que era la personificacion de una idea y de un alma, revestida con todos los atributos de su patria, el arco del cazador á la espalda, el remo del barquero en la mano, su hijo redimi[p. 15]do á su lado, el cielo, el torrente, el bosque, el lago á su frente, la flecha libertadora silbando en los aires, y el tirano tendido y yerto á sus vencedoras plantas; esa sombra, corria de cima en cima, de cúspide en cúspide, de desfiladero en desfiladero, llamando los fuertes montañeses á la libertad y prometiéndoles una república inmaculada, la república de Suiza. Los grisones cedieron al cercano ejemplo y fundaron su liga de plebeyos, base de su confederacion republicana. Salieron los montañeses de sus cabañas, como águilas de sus nidos, y escalaron los castillos y vencieron á sus tiranos. Era aquel tiempo en que mil quinientos republicanos suizos morian todos como los griegos en las Termópilas, para contener á treinta mil mercenarios de las funestas bandas anglofrancas, mandadas por un Delfin de Francia; aquel tiempo en que los aristócratas de Basilea, recorriendo los campos de matanza cubiertos de cadáveres traspasados por espesas flechas, exclamaban, como el bárbaro Vitelio en los campos de Betriaco, «¡esta sangre huele á rosas!»; aquellos tiempos en que diez fugitivos escapados entre mil quinientos muertos de la universal inmolacion, aparecen marcados con un hierro candente por la mano de sus propios compatriotas; aquellos tiempos en que arden á la par ciento diez poblaciones arrojadas al fuego por los tiranos, en castigo de[p. 16] haber querido defender la libertad, la patria y la república; que no concede naturaleza ningun gran progreso sino á los grandes esfuerzos, y no vence ninguna idea sino en virtud de altísimos y redentores sacrificios.
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[p. 19]Me detengo en Monte-Carlo, y la amenidad del sitio, la pureza del cielo, el aire que baja de las montañas, el rumor que sube de las olas, oblíganme á tomar la pluma y á escribir cuatro rasgos, con el fin de bosquejar un pobre borrador trazado sobre las rodillas en los descansos de largo viaje y en los postres de tenacísimo maréo. Monte-Carlo, como su nombre enseña, es una eminencia; y esta eminencia, como quizá todo el mundo sabe, contiene con otro peñon cercano toda una monarquía, y de las monarquías más duraderas, más permanentes, más seguras de toda Europa. Esta monarquía será como desde las primeras verjas del Botánico al obelisco de la fuente Castellana en todo su largo; y en su ancho como desde la Puerta de Alcalá al café Suizo. No necesitais subiros á ninguna altura para abarcarla en toda su magnitud, de Oriente á Poniente, de Norte á Mediodía. Con una hora de coche y dos pesetas y media teneis bastante para recorrerla en todas sus[p. 20] direcciones y escudriñar lo más esencial y necesario de su sencilla geografía. Francia la rodea como rodea el Océano las conchas de su seno. Y la proximidad de esa grande Italia, muestra que en la política y en las distribuciones geográficas hay desproporcion tan grande como la que existe en las esferas zoológicas entre la pulga y el elefante. Así es que los viajeros no se cansan nunca de preguntar dónde está la aduana, dónde la frontera, dónde los magistrados, dónde las Córtes, dónde el ejército y dónde la marina de este inmenso Imperio, parecido á uno de esos teatros de carton que nuestro buen aleman de la calle de la Montera vende para juegos de niños. El problema es más difícil de lo que á primera vista parece y de lo que salta á primera vista. Se concibe que Andorra, que San Marino, que las ciudades anseáticas hayan podido existir, como puntos aislados entre constelaciones inmensas, por la sencillez patriarcal y la baratura primitiva de sus instituciones. Pero no se concibe que mil y doscientos vasallos paguen y mantengan todos los arreos necesarios á una lujosa monarquía. Así es que los alemanes, tan dados á la tradicion histórica, á las instituciones feudales en perfecta consonancia con su carácter y sus instintos individualistas, no han sostenido en este nuestro siglo aquellos sus antiguos monarcas y aquellas[p. 21] sus antiguas monarquías que contaban como único ejército los pinches de palacio, vistiéndolos por la mañana el blanco uniforme de cocina, y á la tarde el pintado uniforme de cuartel. La crítica acerba y la ironía amarga de todos los escritores germánicos; los inmensos trabajos unitarios de Prusia; los progresos de los tiempos, han por fin soterrado todos esos vestiglos feudales que sacaban á duras penas la frente sobre la inundacion general producida por el diluvio de nuestras revoluciones.
Si Monaco está situada en el centro de cualquier gran monarquía, Monaco desaparece. Pero situada á las orillas del mar, en la encrucijada de Génova y Saboya y Provenza, las rivalidades de sus enemigos han sido poderosas á conmoverla muchas veces, pero jamas á destruirla, apareciendo todavía con su carácter de aislado señorío feudal, como en ciertos terrenos geológicos aparecen fósiles perfectamente conservados, mudos y frios monumentos de los primeros combates sostenidos por la naciente vida en este campo de batalla, en este eterno cementerio que se llama la tierra. Lo cierto es que, ora por una, ora por otra causa, la duracion de Monaco asombra y extraña. El pacto de Carlo-Magno, sobre que estuvo levantada Europa más de diez siglos, se ha roto; el inmenso Imperio bizantino, fundado en com[p. 22]petencia con el Imperio romano, se ha caido, desapareciendo hasta sus ruinas; ya nada queda de aquel sacro régimen germánico, cuya férrea corona llevó por tanto tiempo la poderosa casa austriaca; del dominio inmenso allegado por Cárlos V y Felipe II en las cuatro partes del planeta, sólo se ven aquí ó allá restos de naufragio; la monarquía de los Papas se ha hundido, á pesar de su carácter sagrado, de su importancia religiosa, de su ancianidad venerable; el poema escrito por aquel genio en delirio que se llamaba Napoleon el Grande, se ha disipado como el humo de sus cañones; los poderes más fuertes, más queridos de la fortuna, más respetables para la historia, rodaron al abismo; las dinastías más antiguas, como los Estuardos de Inglaterra, corrieron del trono al destierro; y ese reino de Monaco y su rey imperceptibles permanecen inmóviles sobre su escollo, como el águila real en su nido, desafiando al tiempo y á las revoluciones.
Esta duracion que á muchos les incita á meditar sobre las catástrofes históricas, incita á la generalidad de las gentes á broma y risa y chacota. Un ciudadano inglés contempla el diminuto reino y sus ejércitos de zarzuela con la misma imperturbable reserva con que contempla las marmóreas rotondas de Roma ó las cristalinas pirámides de los Alpes. Mas los viajeros provenzales, sabo[p. 23]yanos y genoveses, que en gran número acuden á esparcir el ánimo en Monaco los dias festivos, bromean á todas horas con el inmenso Imperio. Uno dice que la futura guerra continental no estallará hasta que los contendientes sepan adónde se inclina la poderosa alianza de los monaqueses. Otro cuenta que un aleman, despechado por razones que no son para dichas, compró su correspondiente lancha cañonera; y se apercibe á un bombardeo y á un desembarco que no puede ménos de ser terrible, puesto que le acompañan dos ó tres amigos con sus correspondientes criados. Éste recuerda cómo los dos artilleros del reino habian perdido de tal manera los hábitos de su oficio, que, al cargar un cañon para ofrecer los honores de las salvas al Rey en su natalicio, por ignaros y torpes, estallaron al par de la pólvora. El de más acá detiene al primer campesino que encuentra, y le pregunta si es gentil-hombre ó chambelan de la córte. El de más allá saluda con ridícula reverencia á los erguidos y graves centinelas. Grandes grupos se paran á leer un tablero donde campean varios decretos de D. Cárlos III, príncipe reinante, nombrando plenipotenciarios para otras córtes y concediendo una gran cruz nada ménos que al Ministro de Negocios extranjeros en Bélgica.
Yo no olvidaré nunca la conversacion que anu[p. 24]daron cierto gárrulo comerciante de Marsella y cierto barbero no ménos gárrulo de San Remo en la peluquería de Monaco. «Pero ¿cuántos soldados tiene este rey? preguntaba el marselles.—Más de ochenta, decia el barbero.—¿Y para qué necesita esos soldados?—Ya lo ve V., replicaba el muchacho, para darse tono.—Todos los mozos hábiles de la nacion estarán metidos en el ejército.—Se aumentó en estos últimos tiempos considerablemente.—¿Considerablemente? Sin duda alguna teme Monaco á Mr. de Bismarck. Estos malditos prusianos obligarán á todo el mundo á gastos que concluyan por arruinarnos.—En Monaco nadie teme á Bismarck, ni de sus ejércitos se acuerda. Pero nuestro Gobierno es piadosísimo, y se ha quedado con algunos de los militares que tuvo necesidad de licenciar el Papa.—Segun eso, los soldados monaqueses son soldados mercenarios.—Justo. Y con ochenta soldados tiene el ejército un número quizá mayor de oficiales.—Supongo que habrá cabos, sargentos, tenientes, capitanes, comandantes, coroneles, generales y generalísimos.—No se burle V., porque pudiera enterarse la policía y pasarlo V. muy mal.—Me dice V. que Monaco tiene un ejército de pura farsa, y luégo me encarga que no me burle y no murmure, como si no acabára de darme el mal ejemplo. Francamente, no puedo seguir su amis[p. 25]toso consejo; paréceme asistir á Los Dioses del Olimpo de Offenbach. Creo que me he vuelto loco, ó por lo ménos que estoy soñando. Tamaño reino es bueno para el teatro de los Bufos. ¿Y aquí hay prensa?—Se publica un periódico cada ocho dias.—¿Hay Cámaras?—Ni por pienso.—De suerte que teneis el placer de vivir en este diminuto espacio, de pasar dos ó tres veces la frontera y la aduana cada dia para visitar á un amigo, de contar con un ejército abrumador; y ademas de todas estas lindezas, aguantais muy santamente un monarca absoluto. Pues no envidio vuestra suerte.»
Merece, á la verdad, verse este ejército vistosísimo y churrigueresco: sus pantalones galoneados de carmesí ó de oro, sus historiados dormanes, sus relumbrantes chacós, las levitas celestes de los oficiales, los varios multicolores cordones, los ondeantes plumeros. Merecen verse los centinelas que nada guardan, las fortalezas que para nada sirven, los cañones que á nadie amenazan, los armazones de inverosímil nacion mandada por increible monarquía Al examinar todo esto creeis emprender prácticamente los viajes de Gulliver y encontraros en las regiones de los imperceptibles enanillos. Se os figura que cuanto á vuestros ojos se despliega es una decoracion arreglada en breves minutos para desarreglarla así que con[p. 26]cluya la fiesta, obra de algun redomado chusco. Á cada minuto recordais el Micromegas de Voltaire, sólo que, en vez de haber ido desde la tierra á un planeta mayor como Saturno, vais desde un planeta inmenso á cabalgar sobre pequeño y fugacísimo aereolito donde está grabado en miniatura un reino de mentirijillas. Es un cuento de Perrault, una fábula de Lafontaine, un capricho de Goya, una caricatura de Cham; cualquier cosa, ménos una realidad viviente, ménos una institucion verdadera é histórica.
Y desde luégo llama sobre todo vuestra atencion el lado económico de este Gobierno. Cuando veis mil trescientas personas dándose al desmedido lujo de tener rey, heredero de la corona, familia de príncipes é infantes, comparsas de chambelanes y de gentiles-hombres, aristocracia oficial, clero privilegiado, ministerio completo, Supremo Tribunal de Justicia, ejército con su correspondiente estado mayor, cónsules y demas agentes diplomáticos en el exterior, preguntais á todo el mundo: por baratos que sean tales servicios, por mal pagados que estén tales cargos, ¿de dónde salen todas estas misas? En ciertos períodos de la historia es facilísima la explicacion. Los señores de Monaco son piratas que desde su fortísimo peñon caen sobre las mareantes y les exigen á mano armada cuantiosísimos tributos, ó los despojan de[p. 27] sus ricas mercancías. En otros períodos, los vasallos pertenecen en plena propiedad á su príncipe, y trabajan todos para que viva él solo. Ademas, no fué Monaco tan breve y reducido como es hoy. Tenía algunas ricas comarcas, algunos importantes municipios. Pero despues de la guerra franco-austriaca, despues de la anexion de Niza á Francia, el monarca de derecho divino vendió al emperador Napoleon, como si vendiera un predio ó un caballo, la mayor parte de sus súbditos, la jurisdiccion sobre casi todo su territorio, por la suma de tres millones de francos, á bastante ménos precio que los negros. Tres millones de francos dan todavía con sus intereses medios de vivir cómodamente á un propietario ó rentista de las clases medias; y si á estos recursos une otros recursos heredados de sus mayores, hasta á un grande, á un príncipe, á un banquero le cae como miel sobre hojuelas esa suma en que el Rey de Monaco vendió al Emperador de Francia la escasa manada de sus vasallos. Pero, por rico que seais, si caeis en la monomanía de llamaros Rey, de nombrar príncipes, de tener ejército, de revestir á vuestros amigos con dignidades palatinas ó con ministerios políticos ó administrativos, al poco tiempo debeis ir desde vuestra casa, por loco, á Leganés; por pobre, al Pardo.
Uno de los inmediatos antecesores del príncipe[p. 28] reinante, resolvió á maravilla este problema insoluble. Era un príncipe restaurado por gracia del graciosísimo Talleyrand y por obra del reaccionario Congreso de Viena. Habia pasado sus mocedades en París; y apénas erigido de nuevo su trono y en él reinstalado, volvióse del estrecho peñoncillo á la gran ciudad. En veinticinco años de reinado sólo fué tres veces, y por pocos dias, á su reino. Vivir en París con la categoría de rey en activo servicio, no es cosa tan hacedera ni tan barata. Para procurarse las rentas necesarias á la empresa, Honorato V, que así nuestro héroe se llamaba, montó una máquina feudal en que prensaba de todas maneras á sus feudatarios y les hacía sudar oro. ¡Cuánto los prensaria cuando soltaron en veinte años seis mil pobres campesinos, veinticinco millones de reales sólo para su príncipe! Á este fin se erigió director de colegio, mandando que todos los monaqueses enviáran sus hijos al Instituto de su fundacion, y prohibiendo enseñar hasta la doctrina á maestros que no fueran sus maestros; y se hizo proveedor de harinas, mandando que ningun monaqués ni extranjero, residente en Monaco, pudieran comer otro pan que el pan de su príncipe. Así el propietario no tenía facultad de sembrar sus tierras ni hacer su molienda, y por ende, no podia ni cosechar trigo ni almacenar harinas. Veia el hondo surco abier[p. 29]to, de donde en otro tiempo brotáran las ubérrimas espigas y no le era dado fecundarlo con el sudor del trabajo, más próvido que la lluvia del cielo. Ricos y pobres, sanos y enfermos estaban condenados, bajo las más severas penas, á comer el mismo pan, el pan de su Alteza Real, amasado con harinas de desecho, harinas averiadas, indigestas, que á bajo precio se compraban en Marsella y Génova para empedrar materialmente el estómago de las pobres gentes dotadas por las gracias de Talleyrand y por las obras del Congreso vienense, de todo un Honorato V, de un señor que, sin duda, no se merecian. Los jornaleros de los alrededores dejaban, si iban á Monaco, el pan á la puerta. Los caminantes se veian registrados, al llegar, escrupulosamente, por si llevaban trasconejado algun bocadillo, algun residuo de su merienda. El capitan de barco que aportaba con galleta, debia pagar unas veces cien duros de multa, y perder otras veces su embarcacion, de Real órden confiscada. Y lo que hacía con los cereales el Príncipe hacía tambien con los ganados. No vinculaba en sí la exclusiva de cultivo y venta, pero imponia á cada cabeza un tributo enorme. Y para evitar las ocultaciones exigia que el nacimiento de las reses y su muerte constasen oficialmente en papel sellado por los públicos escribanos. Así, carneros, bueyes, cer[p. 30]dos, tenian como mortales, partidas de nacimiento y partidas de defuncion. Hasta los árboles ostentaban su número y su nombre. Los pleitos eran innumerables. Pero todos iban á París, donde el Príncipe y su abogado los decidian á su arbitrio. Sentencias dadas con todas estas garantías de acierto se elevaban á definitivas é inapelables. La justicia, el pan del alma, se repartia como el pan del cuerpo, poco más ó ménos. Todas estas cosas se le ocurrieron á Honorato V para explotar á sus súbditos y vivir en París. Pero no se le ocurrió nunca convertir su reino en una casa de juego. Tal ingeniosísima idea nació en nuestros tiempos. Hoy Monaco es un casino regio donde se ejercen dia y noche la ruleta, el monte, el treinta y cuarenta, y demas juegos prohibidos. Su corona espléndida, su bandera blanca, sus armas y sus escudos, sus magistrados y su ejército, sirven para escudar un garito. ¡Oh, peñon predestinado de antiguo á la infamia! ¿No eras mucho más noble cuando cobijabas un nido de piratas? M. Blanc, empresario del casino, provee á los gastos excesivos que exige el mantenimiento de este inmenso Imperio.
Y no cabe escudar la enormidad del hecho con la pequeñez del reino. De breves territorios han brotado grandes hombres y grandes cosas. Todas las ciudades griegas, cunas sagradas de los anti[p. 31]guos filósofos, eran ciudadillas que engendraban los dioses del pensamiento porque tenian abiertos á su mirada los cielos del espíritu. Y lo mismo sucedia con las modernas ciudades italianas y suizas. Pisa contaba un pequeño territorio; pero la libertad le daba todo el mar, y la lucha con los vientos y las olas sus arranques de heroismo y sus inspiraciones artísticas. Siena, apartada en sus colinas, no podria llamarse vasta; pero en las asambleas tempestuosas de su democracia brotaban los genios que debian embellecerla con sus obras y trasmitir de gente en gente su nombre inmortal á los siglos. Cuanto más pequeña era Florencia tenía más concentrado su calor vital sobre aquel nido de las inspiraciones y de las ideas. Ginebra estaba encerrada entre cuatro muros, y su estrechez no le importó para educar á Calvino y parir á Rousseau. Un barrio, nada más que un barrio de Génova se necesitó para cuna y para escuela de Colon, cuyo nombre no habia de caber en el mundo. En todos estos reducidos espacios se agitó una democracia, miéntras que en los peñascos de Monaco se posó el feudalismo. La historia del mundo será siempre la historia de la libertad.
¡Y qué hermoso el territorio de Monaco! Baste decir que se eleva á las orillas del Mediterráneo; de ese mar espléndido semejante á un pe[p. 32]dazo de cielo caido sobre la tierra, el cual ya se oscurece en verde profundo como inmensa esmeralda, ya se aclara en blanco perla jaspeado de rosa como gigantesco ópalo; mar, cuyas aguas, sensibles á todos los cambiantes de la luz y á todos los giros del aire, os ofrecen de dia reflejos incomparables del sol, y por la noche, ó el rielar de la luna en las ondas, ó las cintas de sus fosfóricas estelas; obligándoos de contínuo á contemplar la brillante inmensidad, á respirar las frescas brisas, á oir los misteriosos rumores, con olvido tan grande del mundo y de vosotros mismos, que llegais hasta el místico éxtasis en aquella vision de lo infinito, capaz de seduciros, como una sirena, con su sonrisa, sin abrumaros, como el Océano, con su grandeza. El aire es purísimo, el cielo espléndido, la luz viva, el clima dulce, la temperatura agradable; del Norte abrigada por altos desfiladeros y de los excesivos calores libre por las contínuas brisas. En el mar engarzado se eleva á setenta metros de altura el pintoresco peñon de Monaco, sobre cuya cima campean, destacándose en el claro horizonte y apiñados como para no caerse en las aguas desde aquella eminencia, palacios, casas, iglesias, baluartes, cuarteles, castillos con sus correspondientes aspilleras y sus muros ceñidos de caprichosa crestería, realzados todos por los juegos de la luz verdaderamente[p. 33] mágica áun para ojos acostumbrados á la luz de Andalucía, de Madrid y de Valencia. Luégo, por las laderas del peñasco, en jardines difícilmente colgados sobre los abismos, entre ferruginosos riscos que el sol unas veces ha bruñido como si fueran de oro y que otras veces su propia naturaleza mineral ha cubierto de colores violáceos y purpurinos, se elevan las plantas gratas á cuantos en el Mediodía se han criado, consagradas por el arte, pintorescas y várias y multiformes: la adelfa con sus claras hojas y sus encendidas flores; las palmas que vibran y cantan al beso de las brisas; el oloroso mirto, que parece, cuando florido, nevado; los olivos de extraña magnitud casi ceñidos con los limoneros cargados de áureos frutos; el rojo granado junto á la oscura encina; los naranjales y las virgilianas hayas; el áloe con sus gigantescos candeleros y el nopal con sus espinosas pencas; alfombras de geranios; senderos de rosas y azucenas; el terebinto y el sauce; los laureles y los arbustos de la pimienta; toda esa vegetacion meridional con aires del Oriente, que ofrece á la vista el recorte y los festones de sus hojas, al paladar el sabor de sus frutos, al olfato el aroma de sus flores, á todo nuestro sér indescriptibles encantos y hondas impresiones, estrechando fuertemente con sus lazos las relaciones que existen entre la naturaleza y el espíritu, embebido[p. 34] por la admiracion en aquellos grandes efluvios de vida, como en el agua los peces, como en los aromas y en las esencias y en los colores las mariposas y las abejas, como en la luz y en los aires las canoras alondras.
Pero lo extraño allí es Monte-Carlo, otra eminencia unida á Monaco por la calzada de la Condamina, que tiene de larga un kilómetro. En lo alto se alza rectangular plaza limitada de un lado por olivares que al pié de los Alpes marítimos se pierden, y de otro lado por la inmensa superficie del celeste mar. En este valle, cortado á manera de anfiteatro, y cuyas montañas ofrecen por doquier admirable vegetacion, entre los bosques y las olas, al risueño borde de tranquila ensenada, se descubren fondas, cafés, casinos con grandes peristilos, tiendas preciosas, exposiciones de artes, salones de lectura y recreo, tiros de pistola, teatros, fuentes monumentales, terrazas interminables, pajareras llenas de aves, cascadas deslizándose entre plantas del trópico, surtidores saliendo en cristalinas columnas, escaleras y galerías de mármol que bajan hasta el mismo mar, y que contienen verdaderos jardines del Oriente con sus innumerables flores y sus grupos de gallardas palmas. ¿No es verdad que esta naturaleza convida al bien y á la paz? ¿No es verdad que en su seno sólo quisierais ver algun idilio ó escuchar alguna so[p. 35]nata de esas que parecen el aleteo de angélicas almas en los oidos arrobados? Cuando escuchais la sinfonía que Rossini ha puesto, como un pórtico inmortal, á su gloriosa epopeya helvética, sentís el arte recogiendo en sus alas todo cuanto hay de hermoso y divino en la naturaleza, el susurro del viento en los bosques, el choque de la lluvia en el lago, el rodar de la catarata entre las breñas, el cántico del pastor que conduce al establo las vacas, el hosanna á Dios creador y el himno á la creadora libertad.
¿Y cómo en la naturaleza de Monaco se refugió el demonio del juego? ¡Qué cuadro! La desconfianza se dibuja en todos los actos de la vida y en todas las escenas de esta tragicomedia. No espereis que os den cosa alguna á crédito. Aún no habeis acabado de comer, y aunque tengais albergue en la fonda clásica y depositado allí un equipaje, garantía material de vuestro pago, vienen los mozos con su cepillo á pediros ántes de los postres el precio de la comida. Cuanto consumís, tanto pagais en el acto. Se ve que todo el mundo teme veros salir sin un cuarto. Los tipos que encontrais á vuestro paso os llaman poderosamente la atencion, por lo preocupados y por lo embebecidos que andan en sus cálculos y en sus cavilaciones. Yo me encuentro de tal manera fuera de mí, que no puedo ver rodar una moneda sin creer que es la[p. 36] última á que un desgraciado libra su fortuna, ú oir un tiro sin imaginar que es el tiro de algun suicidio. El tren de Niza vomita todos los dias sobre esta playa desgraciadas mujeres que husmean los favorecidos por la fortuna y los circundan de una placentera córte. El vagabundo solitario, de seguro ha perdido. Yo me figuro que todos estos jugadores respiran mal, que la involuntaria retencion del aliento entre la puesta y la suerte les destroza el pecho. Muchas tísis del alma y muchas tísis del pulmon se habrán contraído en estos sitios. Lo más terrible que en ellos encuentro es considerar cómo la dicha de unos, depende ¡ay! de la desdicha de otros. No se devoran los peces en el fondo de los mares como se devoran entre sí estos infelices en sus combates por la fortuna dentro de los infernales círculos del juego.
El salon está revestido de lujo oriental y, sin embargo, parece tétrico; está iluminado de brillantísima iluminacion y, sin embargo, parece oscuro, como si lo ennegrecieran los pensamientos y las sombras que se escapan de las almas. La próvida direccion ha puesto en grande salon vecino una orquesta para divertir grátis los ocios de aquellos que no juegan; y es casi imposible imaginar cuán terribles son los contrastes entre las cadencias de la orquesta y el girar de la ruleta. El banquero truena al medio de la mesa manejando una[p. 37] especie de cetro con que distribuye el dinero. Á sus espaldas, otro, en silla más elevada, fiscaliza sus operaciones; y frente á frente de estos dos se ven otros dos en análogo sitio y situacion desempeñando idéntico ministerio. Gran número de jugadores se sientan á la mesa; otro gran número se agolpa de pié á sus espaldas. Gruesas cantidades de oro en monedas mayores que la de uso corriente, resmas de billetes franceses, paquetillos lacrados de mil francos se extienden en grandes montones por todas partes. Extraña impresion producen el dinero que allí suena; el siniestro giro de la bola de marfil que entre los números rueda; las exclamaciones várias y los contínuos cuchicheos; las errantes y expresivas miradas revelando afectos diversos; las ganancias de los unos á expensas de la ruina de los otros; el tinte moral, que sobre todos se refleja, semejante á un ocaso de la humana conciencia.
Lo más horrible es ver mujeres hermosas, jóvenes, de aire distinguido, de excelentes maneras, confundidas con todo el deshecho y rebuja de la sociedad, y pendientes de aquella bola y de aquel número fatales como de un casto y correspondido amor. La sombra añadida á la sombra no importa nada, como el cero sumado al cero; mas la sombra sobre el astro priva de luz y entristece así la vista como el ánimo. Sobre la fren[p. 38]te de la mujer el mal se ennegrece con más profundas y oscuras tintas que sobre la frente del hombre. Quien cae de más alto se destroza más terriblemente. Adan, del Paraíso pasó á la tierra; pero Luzbel pasó de los cielos al infierno. La sociedad humana exige más pureza y más virtud de la mujer que del hombre; y la sociedad humana tiene razon como la tiene siempre en todos esos sentimientos universales cuya duracion se confunde con el orígen y el curso de los siglos. Terrible cosa es ver la pobre mujer de mundo, halagüeña con el afortunado, incitándole á disipar en la orgía el oro allegado en el juego; pero más terrible aún, más repugnante es ver á la esposa casta, á la madre próvida, á la jóven llamada á fundar una familia, ó porque el hastío la sobrecoge, ó porque la necesidad la apremia, ó porque el vicio la seduce, en medio de todos los desórdenes, soltando sobre un tapete el oro que debia reservar para las economías de la casa, para la educacion de los hijos, para las expansiones de la caridad necesarias á la ternura de sus verdaderos sentimientos, á la delicadeza de su buen natural, á la exaltacion de su apasionado carácter. Dígase lo que se quiera, la criatura humana tiene en todos los laberintos y minuciosidades de la vida un medio de orientarse: mirar á la conciencia en cayo fondo está Dios, como en el fondo de los in[p. 39]mensos espacios la luz y lo infinito. Pregúntele cada una de esas damas á su conciencia, y verémos si le contesta que la musa del arte, la sacerdotisa del hogar, la diosa del amor, vírgen ó madre, á cuya virtud fia el mundo la legitimidad de la familia y la educacion del género humano, puede rebajarse más en una casa de prostitucion que en una casa de juego. Terrible calamidad la desenfrenada pasion de jugar. Entregándose el hombre á los azares de la suerte, rindiendo culto al implacable destino, suprime la libertad moral; y siempre que suprimais la libertad, habréis suprimido nuestra naturaleza y levantado en su lugar el demonio del mal. ¡Oh! ¡Maldito sea mil veces el juego que sustituye el azar á la libertad y la confianza en la fortuna á la confianza en el trabajo!
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[p. 43]Un aleman me decia este verano, con poco respeto en verdad á mi entusiasta amor patrio, que así como sólo hay dos naciones en la historia de la Europa antigua—Grecia y Roma—sólo hay dos naciones en la historia de la Europa moderna—Alemania é Italia—porque ésta ha traido el pontificado y aquélla el Imperio; ésta el arte y aquélla la ciencia.
En vano le mostraba yo el poderío de Inglaterra, su comercio abrazando el orbe, sus naves dominadoras de las olas, el espectáculo de sus libertades en contínuo crecimiento, y el sentido práctico que ha llevado á la vida y á la ciencia; en vano le recordaba que Francia fué el verbo de la civilizacion moderna, que su palabra ha desatado las tempestades, pero tambien ha encendido la luz, que la levadura democrática por ella mezclada á nuestro sér ha penetrado hasta en los duros huesos de sus enemigos los alemanes; en vano le hablaba de España, de nuestro suelo[p. 44] providencialmente destinado á ser el anillo entre el Océano y el Mediterráneo, entre el viejo y el nuevo continente, de nuestra raza sintética que tiene cualidades del semita y del indo-europeo como del germano y del latino á un mismo tiempo, de nuestro cielo que ha engendrado los pintores más realistas como Velazquez y los poetas más idealistas como Calderon, de nuestro pueblo que ha escrito en la fantasía el poema del Romancero y en el espacio el poema de la guerra por la Independencia; de nuestro genio que, como Dios, ha creado un mundo. El aleman continuaba diciéndome: desengañaos, no hay más que dos naciones en la historia moderna; Alemania, que nos ha dado la filosofía é Italia, que nos ha dado el arte.
Dejé con su tema al loco sin recordar ni Averroes, ni Abelardo, ni Santo Tomás, ni Vives, ni Descártes, ni Pereira, ni Raimundo Lulio en demostracion de que tambien tenemos nosotros los latinos filosofía, y me consagré á contemplar algunas dias esta Italia de la cual debo pronto separarme para volver á mi hogar y á mi patria. Su geografía os revela en seguida su grandeza. Colgada de los Alpes que la coronan de nieves diamantinas y de celestes lagos; atravesada por caudalosos rios que siembran en sus venas asombrosa fecundidad, tendida entre el mar Tirreno y el mar Adriático que la refrescan con sus ondas[p. 45] y con sus brisas y le dan seguros puertos para las naves del Oriente y del Occidente de Europa; estrecha, larga, brillante como una espada cuyo pomo penetra en el corazon de nuestro continente y cuya extrema punta, se acerca al continente africano; unida por el coro de sus islas, por Sicilia, á Grecia, al mar de la Jonia, al Asia; y por Cerdeña, al Occidente, á Francia, á las Baleares; cercana á las Galias, cercana á las tribus germánicas, cercana á Viena, y á París, y á Constantinopla, y á Ginebra, no hay duda; esta península habia sido destinada en las leyes de la naturaleza, en los secretos de la Providencia, á civilizar el mundo.
Pero entre todas sus ciudades ocupa lugar preminente Florencia. No busqueis aquí el espacio amplísimo, el carácter moderno, el ruido y la animacion de Milan; no busqueis la voluptuosa hermosura de esa bacante de las ciudades, ébria de goces, tendida sobre su campo de mil colores, ardiente como sus volcanes, de esa ciudad que se llama Nápoles; no busqueis la oriental poesía de Venecia con sus lagunas que reverberan en mil matices la luz, con sus mares que os cantan el himno clásico de las playas helenas, con sus islas sembradas de jardines, con sus edificios de mármoles y de mosaicos que parecen edificios de corales y de cristal de roca, teñidos por el íris del[p. 46] Asia: Florencia es grave, severísima, austera, como conviene á una ciudad etrusca. Sus piedras de construccion enormes, colosales, sin ningun pulimento, parecen rocas amontonadas; sus largas galerías de columnas oscuras, de bóvedas severas, parecen claustros; sus palacios coronados de almenas, con sus torres y sus castillos fuertes, parecen fortalezas; sus iglesias parecen panteones; sus blancas estatuas, resaltando sobre estos fondos de sombras, parecen muertos revestidos con el albo inmaculado sudario de la inmortalidad y de la gloria.
Y sin embargo, Florencia tiene tambien muchas joyas, muchas preseas de arquitectura armoniosa, muchos monumentos que cantan. Tiene la logia de Orcagna, donde se reunia este pueblo de artistas á departir sobre los hechos políticos, verdadero museo al aire libre, como una plaza de Aténas, con esculturas que han venido de la antigua Grecia, con grupos como el robo de las Sabinas de Juan de Bolonia, que acusan todo el furor y todo el ímpetu de una raza de atletas; con estatuas como el Perseo de Cellini, que es la efigie verdadera de la victoria del Renacimiento. Tiene el campanile del Giotto, la torre que Cárlos V queria poner bajo un fanal, torre semejante á un juguete de joyería abierta por sus altas ojivas y sus menudas columnas al aire y á la luz, cin[p. 47]celada como un vaso de oro y plata, resaltando con sus mármoles de varios matices, junto á la rotonda de Santa María de las Flores, como incomparable columna que no acabais jamas de mirar y de admirar, por lo ligera, por lo graciosa, por lo aérea. Tiene, finalmente, aquellas puertas de Guiberti, que no podeis comprender cómo se han cincelado en la Edad Media, por el friso de flores y de aves que parecen brotar del seno mismo de la naturaleza; por la perfeccion del dibujo, que parece pertenecer á la edad rafaélica; por la amplitud de las perspectivas, que creeriais fondos y horizontes de los cuadros venecianos; por la agrupacion de los personajes y de las figuras, que son obras de la madurez del juicio refrenando á la impetuosidad de la inspiracion; por aquellas estatuitas, tan serenas, tan armoniosas, tan bellas, que llevan en su frente la alborada de un nuevo dia del espíritu humano, y en sus labios el vagido anticipadísimo de un nuevo mundo engendrándose en las próvidas entrañas de los futuros tiempos.
Pero, aparte de estos monumentos, Florencia es ciudad de un gusto austerísimo, del cual podeis formaros idea con sólo recordar los caractéres capitales de la arquitectura toscana. Sus palacios no tienen pórticos, sus columnas no tienen adornos, sus piedras no tienen aquella blancura de marfil[p. 48] que tienen las piedras de la catedral de Milan, y mucho ménos aquellos colores de íris que ostentan los edificios de Venecia, con escalinatas de mármol, paredes de ladrillo-rosa, columnas y chapiteles de jaspe, mosaicos de cristales al aire libre, cúpulas y torres coronadas por estatuas de bronce con aureolas de oro. Aquí todo es grave, sencillo, sólido, majestuosísimo, sobrio, y al mismo tiempo elegante. Diríase que ni Roma, ni Grecia, ni los lombardos, ni los godos, ni los franceses, ni los alemanes, ni los españoles, ni todas las irrupciones desatadas sobre su privilegiado suelo han podido arrancar las hondas raíces del antiguo genio etrusco.
Lo que verdaderamente hay de gracioso en Florencia es la campiña. Bajo todos aspectos me parece admirable. No tiene la riqueza vegetal de nuestras vegas de Valencia, de Granada y de Murcia. No veis el nopal gigantesco, ora cargado de amarillas flores, ora de grandes frutos, y siempre erizado de espinas, que mezcla sus pesadas hojarascas con el agudo y bronceado cactus del áloe, sobre el cual se levanta una especie de áureo candelabro de várias ramas terminadas por flores semejantes al girasol puesto hácia arriba, mirando al cielo. No veis mezclados, confundidos, los naranjales con los granados, de blancas y olientes flores los unos, de rojas flores los otros, que dan[p. 49] una fiesta á los ojos, sobre todo si entre ellos se lanza erguida á lo infinito la palmera del desierto con su sombría y severa corona y sus racimos de ámbar. Aquí la vegetaciones ménos lujosa, pero no ménos bella. Junto al oscuro olivo, el claro moral; junto al verde pino de gigantesca copa, el negro cipres formando melancólicas pirámides; junto al umbroso y esférico castaño cargado de erizos, el gallardo álamo de Lombardía soportando el feston de sus parras entrelazadas en caprichosas é interminables guirnaldas; al pié del secular nogal, ciruelos, perales, albaricoqueros, melocotoneros; por todas partes verjeles sin término, viñedos sin número, jardines floridos en todo tiempo, una vegetacion que convida con su gracia y con su alegría á la felicidad de respirar y de vivir. Pero esta vegetacion fuera uniforme si estuviese, como la espléndida y viciosa de Lombardía, tendida en espaciosísima llanura. Aquí el terreno es quebrado; las montañas de Umbría con sus matices de azul oscuro al Este, las cordilleras del Apenino al Oeste, en las cuales predomina el matiz morado; por el fondo los valles del Arno á cuyas dos orillas se elevan como un grandioso intercolumnio, en forma de rotondas y de pirámides, arquitecturales colinas separadas por verdes y floridas cañadas, que riegan varios arroyuelos, pero colinas todas graciosas, rientes, llenos sus costa[p. 50]dos de granjas, de quintas, de jardines, de huertos, y sus cimas coronadas por iglesias, monasterios, palacios, torres, castillos, que medio muestran y medio esconden sus muros entre bosques de cipreses y de pinos, los cuales con sus fuertes contrastes en el color y en el dibujo dan al paisaje indescriptible armonía.
Sobre las bellezas naturales de estos montes y de estas colinas resplandecen las bellezas históricas en Toscana. Ahí está, en montecillo cónico, al Nordeste, sobre verjeles y jardines, la celda del místico pintor que trazaba sus vírgenes de rodillas y que habia visto y oido por un milagro de fe en los arreboles de su inspiracion santísima, los ángeles del cielo. Regada por estas fecundas aguas del Arno se levanta la casa paterna de aquel genio extraordinario que fué ingeniero y matemático y pintor y arquitecto y físico y geólogo y escultor y médico y filósofo, como si el espíritu humano, ese mar infinito, se hubiera subido á una sola cabeza. Ahí se descubre, entre colinas umbrosas donde las flores brotan á millares, el delicioso jardin nunca bastante alabado en que el gran satírico, el comentador del Dante, viendo á sus piés Florencia entregada á todos los horrores de la peste, se entregó al placer, á la risa; y fundó entre beso y beso, trago y trago, carcajada y carcajada, acompañado de dos coros[p. 51] de bellas damas y cumplidos caballeros, en su centon de cuentos inmortales, aunque obscenos, la prosa italiana. En estas arenas trazaba sus figuras, sus bocetos primeros, el niño misterioso, el pastor inspirado, que llamaban de consuno la naturaleza y la historia desde su profunda oscuridad á entrar en el cielo del arte, á ser el padre de la pintura cristiana, á desceñir las vírgenes y los santos de la angosta túnica bizantina. En la nieve que caia sobre estos jardines amontonada por los muchachuelos florentinos durante sus ruidosos juegos modelaba las colosales figuras que habian de indicar en los caminos del progreso la transfiguracion de la humanidad el escultor del David y del Moises y de la Noche. En las encrucijadas oscuras de esas calles florentinas, en los largos muros de esas pesadas casas, se dibujaba la sombra siniestra de aquel que tenía en su mente todas las promesas del cielo, en su corazon todos los dolores del infierno, en su sér, único y solitario en las edades, sin que le abrumára, el peso colosal de la epopeya católica. El bronce de las puertas de Florencia señala el perfeccionamiento de la escultura; el yeso de sus altares, resplandecientes de colores y matices varios, cielos del espíritu, espacios de la humana creacion, señalan el perfeccionamiento de la pintura. Á la sombra de estos pinos, al rumor de estas aguas, al pié de estas co[p. 52]linas, el genio de la antigüedad sacudió el sueño de quince siglos y reanudó el hilo interrumpido de la historia y restituyó sus olvidados derechos á la naturaleza convirtiendo en hombres los penitentes de la Edad Media. En sus pórticos, en sus intercolumnios, coronada por sus laureles, reanimada por su luz y por su color, se elevó de nuevo al cielo el alma de Platon destilando la miel del Hibla para contrastar el acíbar que habian mezclado á nuestro pan los horrores del feudalismo y de la teocracia. En su genio flexible, en su agudeza ática, en su finura incomparable, en su historia dramática cual ninguna, encontró aquel escritor, de todos los políticos maldecido y de casi todos aprovechado, las profundas observaciones sobre las desgracias y las penas y las calamidades sociales. Sus piedras, amontonadas por el genio de la arquitectura, sustituyen á la mística ojiva el triunfal arco romano. Sus monumentos ven las agitaciones de una democracia tempestuosa y serena al mismo tiempo, con rasgos de héroe y temperamento de artista, una democracia como la democracia ateniense, capaz de vencer en el gimnasio, en el combate, en el taller y en la escuela. En su seno se juntaron por un momento la Iglesia de Occidente con la Iglesia de Oriente como si hubiera logrado la moderna Florencia resucitar el poder de la antigua Roma y restaurar á lo mé[p. 53]nos la unidad moral de la moderna Europa. En sus plazas se oye todavía la voz del fraile que logró fundar una república sin más gobierno que el invisible gobierno de Cristo. En sus altísimas torres se dibuja la colosal figura de aquel genio que reveló al mundo los secretos del cielo, que probó con el péndulo el movimiento del planeta, que escrudiñó con el telescopio las estrellas, y que vino á morir bajo el trasparente cielo de Florencia y á tener en el seno de esta ciudad única, el sepulcro de sus huesos y el templo de su gloria. Aquí, aquí, el jóven sublime, el Dios inmortal de las formas plásticas, el que revistió á la figura humana con la belleza griega, volviendo de la Umbría su cuna, de Siena, su segunda escuela, dejó para siempre los terrores místicos que daban rigidez á sus figuras, entró de lleno en el regazo de la humanidad y de la naturaleza, engendrando en su cerúleo pensamiento esas vírgenes, realizacion maravillosa del tipo eterno de la hermosura perfecta.
¿No os habeis detenido algunas veces á contemplar en la historia el destino de las ciudades? La materia cósmica se halla extendida, espaciada, difusa en la inmensidad. Pero algunos puntos, algunos núcleos la reunen, la condensan, y en soles, en mundos, en aerolitos, en cometas, la irradian, la revelan, como diciendo: «Hé ahí la[p. 54] luz.» Así están las ideas en la conciencia humana, esparcidas, espaciadas, difusas, impalpables, y algunas ciudades las recogen, las condensan y hacen con las ideas lo que los astros con la luz, revelarlas, difundirlas, embellecerlas. Babilonia es la ciudad de la astrología y de la magia; Jerusalen es la ciudad de Dios; Aténas es la ciudad de la filosofía y del arte; Tiro es la ciudad del trabajo y del comercio; Roma es la ciudad de la política y del derecho; Alejandría es la ciudad que une la teología judaica con la ciencia griega para llevar el filtro de todas las ideas al seno del cristianismo; Aquisgran es la ciudad del Imperio carlovingio; Córdoba es la ciudad que revela en la noche de la teocracia la antigua filosofía y las nuevas verdades, el aristotelismo y la química; Ausburgo es la Nicea del protestantismo germánico; Ginebra la escuela religiosa de los republicanos del Nuevo-Mundo; Washington, nacida ayer, la estrella de la democracia universal; París, á pesar de su ancianidad y de sus viejas tradiciones, la capital de la Revolucion.
Florencia, que ha vivido durante largos años entre tempestades de ideas y combates homéricos en su inquieta democracia; y ha puesto el cincel en las manos de Andres de Pisa y de Guiberti para que esculpieran las puertas del nuevo paraíso; y ha dado á Lúcas de la Robla el dulce crepúsculo de[p. 55] helenismo y de cristianismo para que en él brillaran sus lucientes figuras de porcelana; y ha revelado la anatomía del cuerpo humano y la fecundidad de la naturaleza á Donatello; y ha llevado en sus entrañas, sin estallar, al Titan de las artes, al sublime Miguel Ángel; y ha cincelado el oro recien traido del Nuevo-Mundo con el mágico estilete de Benvenuto; y ha inspirado á Brunelleschi, el cual puso montañas sobre montañas, como los antiguos cíclopes, para crear la severa arquitectura moderna; y ha sido escuela á un tiempo de Cimabue, el último de los bizantinos, y de Giotto, el primero de los pintores, y templo donde Fra Angélico dibujó sus vírgenes y sus ángeles nacidos de una inspiracion sin mancha y dotados de una vida sin pecado, y academia donde tienen altares desde las graciosas figuras del Sarto hasta las colosales de Fra Bartolomeo; y ha prestado al Dante sus terrores, al Boccacio su risa, al Sansovino su armonía, á Maquiavelo sus cóleras, á Pico de la Mirandola su saber, á Rafael su perfeccion, á Marsilio Ficino su elocuencia platónica, á Savonarola su inspiracion, á Leon X su culto por las artes, á Galileo su luz, bien puede decirse que es y será eternamente la madre de la civilizacion moderna, la ciudad por excelencia del Renacimiento.
Los que estudian superficialmente la historia[p. 56] atribuyen las grandezas de Florencia á la dinastía de los Médicis. No saben sin duda que los Médicis recogen los frutos de la República como recoge Octubre la cosecha cuyas flores ha pintado Mayo y cuyas frutas han madurado Julio y Agosto. Los genios de las grandes épocas históricas han sido todos forjados al fuego de la libertad en el seno de la República. Augusto ha dado nombre á una época ilustre; pero Ovidio, Propercio, Virgilio, Horacio, Tito Livio habian nacido y se habian criado en las agitaciones de la República romana. La cosecha de Augusto es la literatura de la decadencia latina, la literatura que debe optar entre la abyeccion ó la muerte. Luis XIV da su nombre á otro siglo; pero Corneille y Bossuet y Molière pertenecen á las grandes y republicanas guerras de la Fronda. Perícles habrá podido denominar una centuria; pero nadie duda que la madre fecunda de los genios de aquella centuria fué la República de Grecia. Los mismos hombres extraordinarios de fines del siglo décimoquinto y principios del siglo décimosexto en España, Colon, Hernan-Cortés, Pizarro, El Cano, Cisnéros, Garcilaso de la Vega, Gonzalo de Córdoba no pertenecen á los tiempos de la monarquía absoluta; pertenecen unos á las repúblicas, otros á los municipios democráticos, otros á las guerras feudales, otros á las tumultuosas córtes, otros[p. 57] al período revolucionario de las comunidades, todos á la agitacion de la libertad, que es la misma agitacion de la vida. Cuando el absolutismo se ha apoderado bien de las conciencias, vienen los conceptualistas, los barrocos, los churriguerescos, los historiadores de la historia augusta; aquí Gracian, allá Marini, en todas partes la decadencia y la muerte.
Así, cuando Miguel Ángel vió que se iba la libertad, anunció con su cincel sobre un sepulcro que venía la Noche. Y por todas partes, por todas, se vió, se tocó, se palpó la decadencia. Ya no se alzan los palacios de la Señoría del Podestá, de Pitti, de Strozzi, palacios maravillosos de comerciantes; son palacios teatrales, grandes, pero destituidos de toda inspiracion, lejanas imitaciones de Versálles. San Gallo es el único arquitecto notable que pueden oponer los siervos á todas las innumerables legiones de arquitectos de la República. Y lo que decimos de la arquitectura decimos de la pintura. En cuanto se funda definitivamente la monarquía absoluta pierde su originalidad, su inspiracion, su brillo, y se hace servil, imitadora, rutinaria, vana y amanerada; se deslumbra y muere. Y la escultura tiene que buscar penosamente extranjeros á Italia, como Juan de Bolonia, para sostenerse un momento; pero caen sobre ella las universales tinieblas y desfallece y[p. 58] muere tambien. La República le dió su inspiracion á Florencia y con la República se extinguió este númen divino que ha dado alma á la civilizacion moderna.
La historia del arte es tambien la historia de la libertad.
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Yo siempre te amé, siempre, alma Naturaleza, desde que sentí tu eterna vida agolparse á mi corazon y tu calor discurrir en jugos vivificantes por mis venas. Luz esplendente que inundas los espacios; electricidad chispeante que corres por los nervios; aire vital en que respiran desde la violeta hasta el águila; fuego del hogar á que se calientan los orbes; vida, eterna vida, la de varios colores, la de organismos innumerables, jamas te imaginé sombra de mis pensamientos, cuadro de mi fantasía, estatua animada por la antorcha de mi inteligencia, el eco de mi voz en lo infinito, el reflejo de mi solitario sér en el vacío: creí y adoré tu realidad.
En tí, en tu seno, todo me subyuga: lo mismo la primera flor del temprano almendro en la henchida yema, que el postrer copo de la blanca nie[p. 62]ve en la alta montaña; lo mismo el rumor de la lluvia invernal en los vidrios de las ventanas por las eternas noches, que el susurro del arroyo libre de sus cadenas de hielo por las campiñas primaverales; lo mismo la tormenta rugiente en truenos, encendida en relámpagos, chasqueando el rayo, que la endecha del ruiseñor enamorado en el tranquilo bosque; lo mismo el deslumbrador mediodía con sus tonos calientes, que la pálida luna con sus argentadas gasas; lo mismo el chirrido de la cigarra en las estivales siestas, que el grito del cuclillo en las mudas veladas; lo mismo el zumbar de la abeja sobre los arbustos, que el espirar de la ola en las sonoras playas; todo en tí me parece divino, todo, desde el amor hasta la muerte.
Siempre me acordaré de una de las tardes más solemnes de mi existencia. Era el dia de Pascua en que todo resucita, la mariposa abandonando su larva para tomar multicolores alas, y Cristo rompiendo su sepulcro para llevarse el alma de la humanidad á los cielos. Así toda la creacion repite la alegre aleluya entonada por el órgano[p. 63] bajo las bóvedas de las iglesias y por las campanas en las altas torres. Descendia el sol hácia su ocaso entre anaranjadas nubes; brillaba el cielo con ese azul de España que no he visto ni en Italia; flameaban las cordilleras purpurinos reflejos que hacian de los ventisqueros volcanes; en los manzanos y en las acacias tendíanse blancas guirnaldas como signos de los desposorios de tantos seres en la estacion de los amores; y miéntras por los pedregales se ataviaban de su primer verdor la zarza-rosa, en los trigos, entre las tiernas espigas, alzaban sus corolas encarnadas las sedosas amapolas. De pronto suben dos alondras, una pareja enamorada, á los aires. Mirábanse extáticos aquellos seres del cielo ni más ni ménos que los amantes en la tierra. Volaban alegres con femenil coquetería como si quisieran mostrarse sus sendas perfecciones iluminadas por los rayos del sol poniente. Algunas veces las alas se rozaban y los cuerpos se confundian. La nube de incienso no asciende con tanta majestad en el santuario como ascendian los dos pajarillos en el campo. Veíaseles detener su ascension, quedarse fijos é inmóviles como si miraran algo sobrehumano aquí en el suelo despues de haber mirado la luz allá en el horizonte. Era quizás su nido, eran quizás los hijuelos de sus amores. Ignoro si en aquellos dias podrian ya tener hijuelos, pero me pareció que[p. 64] los contemplaban dormidos, que los oian piar, que atisbaban el lejano peligro para defenderlos y salvarlos ántes de perderse en el cerúleo abismo. Lo cierto es que en su canto, en sus notas alegres, en sus gorjeos, en su jugueton vuelo, en todos sus movimientos, mostraban á las claras ¡ah! la alegría comunicativa de vivir y de amar. Sus cantares caian sobre mi sér como rocío benéfico y lo impulsaban á participar de tanta felicidad.
Pero en el mundo no todos tienen este culto mio por la Naturaleza, no todos sienten este dulce arrobamiento por los bellos espectáculos de la vida. Hay muchas armonías, pero junto á muchas batallas. Si al levantar los ojos á las esferas y ver el concertado movimiento de los astros puede pareceros el universo un poema, al convertirlos á la tierra y descubrir el ódio de unos seres á otros seres, sus mutuos encarnizados combates, las heridas que se abren, la sangre que se sacan y vierten, la muerte que se infieren, el universo puede pareceros una interminable, infinita, universal guerra.
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Si cada sér no tuviera á su lado su contrario, llenaria pronto él solo con su prole toda la creacion. Un elefante, el animal de instintos más castos y de reproduccion más tardía, á la vuelta de cuatro ó cinco siglos, podria tener una descendencia de quince millones de elefantes. Por eso la muerte es tan creadora y tan necesaria y tan fecunda como la vida. Por eso en cada punto del espacio se amontonan las cunas y los sepulcros. Por eso junto á cada planta hay otra que le dispute el aire, la luz, el jugo de la tierra, el rocío de los cielos; junto á cada animal, otros animales que se persiguen como ejércitos enemigos y se exterminan crueles en eterno duelo á muerte. La vaca en el Paraguay lucha con un moscon que comienza por zumbar en su oido y concluye por anidar en su ombligo. Y aquel moscon la mata. Los naturalistas dicen que si los moscones no acabáran de esa suerte con las vacas, acabarian las vacas, en tiempo relativamente corto, con la lujuriosa vegetacion del Paraguay. Y entre nosotros, en la especie humana, así como hay quien considera la Naturaleza un templo y desearia no profanarla ni con una gota de sangre, no oscurecerla ni con una nube de ódio, hay quien siente á la vista de la ligera liebre el instinto del galgo ó del sabueso; al roce de las alas de un pajarillo el impulso del águila ó del milano, y viviria como el feroz[p. 66] cazador de la leyenda alemana en lucha perpétua, entre montones de despojos, produciendo eternamente la muerte; anegándose en mares de sangre.
Llevábamos aquella tarde en nuestra compañía un cazador. El cántico y el vuelo de las dos inocentes avecillas no conmovieron su empedernido corazon. Donde nosotros veiamos el amor, la familia, un matrimonio, unos hijos, él veia, con la crueldad del asesino, su presa. De pié, á nuestra espalda, sin que tuviéramos tiempo de evitarlo, apuntó á los pajarillos una escopeta de grande alcance y derribó á uno de ellos herido en el ala por tierra. No os podré decir lo que pasó en mi corazon. El pobre animal arrancado del cielo como una estrella que se desengarzára de su centro de gravedad; herido en los órganos que le dan el dominio de los aires; separado violentamente de su esposa, de la compañera del alma, de todos los encantos y de todos los amores de su vida; imposibilitado de volver al nido en que quizá piaban sus hijuelos, mirábanos con ojos de dulce y por lo mismo desgarradora reconvencion, preguntándonos qué daño nos habia hecho para inferirle tan bárbaro y tan neroniano castigo. Este sér nervioso, movible, pequeño, habia subido y subido en raudo vuelo á las alturas para huir de las sombras, para recoger los rayos del sol, para contem[p. 67]plar por más tiempo la luz, esa idea del Universo; y el hombre con sus bárbaras máquinas y maquinaciones le precipitaba en la oscuridad, en el dolor, en la muerte. Pocos momentos ántes respiraba hasta por las plumas. Sus alas se tendian suavemente en los aires, su pecho se hinchaba de vivificador oxígeno, lucian sus ojos abrillantados por el éter, y un minuto y un fragmento de plomo habian bastado á destruir su ventura. Pero lo desgarrador de aquella escena era la pobre viuda, más herida en el corazon que su compañero en las alas. Bajaba como abatiéndose al dolor. Volvia á subir cual si quisiera mover á volar con su ejemplo. Trazaba espirales en torno del inerte cuerpo. Se detenia sobre el ramo cercano y le llamaba con desgarrador llamamiento. Aquel pío era una escala de sollozos, de plañidos, de quejas. Cada nota, aguda como un grito, llenaba el espacio de torrentes de lágrimas. Oíanse todas las gradaciones del dolor, la pena, la tristeza, la amargura, la desesperacion el anhelo por la muerte. Cuando Julieta se levanta de su sepulcro y se encuentra á su esposo herido y agonizando á sus plantas, no dice cosas tan tristes, tan amargas, tan profundas, como las que decia en sus gorjeos de duelo á los aires la pobre alondra viuda. Todos nos mirábamos y todos sentiamos profundo enternecimiento. Hasta al cazador endure[p. 68]cido le remordia la conciencia por haber roto aquel lazo de dos seres atados por el amor. Yo me acordé confusamente de mi infancia, de los primeros dias de orfandad, de la viudez de mi madre y de su lloro. ¡Oh! el sentimiento y la idea están esparcidos como la luz, como el calor, como la vida, por todo el Universo.
Si la idea y el sentimiento están esparcidos por la Naturaleza, el amor á la Naturaleza no ha dominado siempre en el arte. Hay épocas enteras en que parece estar ciego el hombre á los esplendores del Universo. Ni la estrella en el cielo, ni la luciérnaga en la tierra, ni el torrente espumoso que baja como una tormenta de las altas cimas, ni la gota de rocío que se suspende como una lágrima á las hojas de las flores, hieren su atencion. Las reacciones místicas contra el delirio y el desenfreno de los sentidos explican satisfactoriamente este hecho. El poeta monástico ó el poeta guerrero se conmueven más á la vista de los altares ó de los campamentos que á la vista del sol naciente ó del mar en calma; miéntras el poe[p. 69]ta antiguo, coronado de pámpanos y de hiedra, con la copa de Chipre en las manos y la miel de Chio en los labios, quiere contemplar desde mullido lecho de hojas de rosas el cielo y las ondas, los bosques y los promontorios, las cordilleras ceñidas de nieve y las islas salpicadas de espumas, en el admirable golfo de Parthénope. La poesía está do quier está la hermosura. Puede ser un monasterio hermoso y hermosa una orgía. Pero no me negaréis que el sentimiento de la Naturaleza da mucho vigor y mucho encanto á los poetas. Admirables son el horizonte y el campo reflejándose en las profundidades de nuestra alma. Los cantores de la Naturaleza, pues, nos encantan siempre. Y entre los cantores de la Naturaleza ninguno como Virgilio. En el aula de latinidad, cuando las declinaciones y los diptongos empolvan vuestro pensamiento, Virgilio os trae el aire balsámico de la majada, el olor del tomillo, la sombra de las hayas, el eco de la zampoña, el arrullo de la tórtola, el misterio de la sublime caida de la tarde al bajar la sombra de los altos montes y subir los ganados á los escondidos apriscos. Allí veis y ois las aves que anuncian el tiempo como las Sibilas del aire y como las profetisas del Universo apareciendo segun las tempestades ó las bonanzas; la grulla que se levanta de los valles; la golondrina que riza con sus alas[p. 70] jamas fatigadas el borde espumoso de las ondas; los lúgubres cuervos que hacen estremecer la atmósfera con su vuelo y sus graznidos; los pájaros acuáticos, tanto aquellos que surcan los mares como aquellos que surcan las lagunas, sumergiéndose en las aguas, sacando luégo erguidas sus cabezas, para escapar con sus bandadas léjos de la tormenta; el ronco grito de la corneja que llama á las nubes y á los torrentes del cielo; el triste mochuelo gimiendo en los altos techos durante la callada noche como para contrastar la serenata que da el ruiseñor en la enramada al dulce objeto de sus cánticos y de sus amores. Cuando en las artes descendeis de uno de esos poetas idealistas y soñadores á Virgilio, os sucede como al descender de los elevados picos donde el aire se enrarece, al hondo valle henchido de oxígeno y embalsamado de esencias.
La idea de mirar y admirar el paisaje donde nació Virgilio, me llevó á la ciudad de Mantua. Las expresivas palabras Mantua me genuit vagaban por mis labios desde los primeros años de mi existencia. Mantua es gran plaza fuerte, una de[p. 71] las más poderosas de Europa, integrante parte del cuadrilátero con que el despotismo extranjero tenía como crucificada á la pobre Italia. Parece imposible; pero en tan estrecho recinto, oprimidos por espesos muros, á la sombra de las ceñudas fortalezas; allí donde sólo se oian los pasos del austriaco que celaba con la ardiente mecha aplicada al oido de sus cañones; sin salida ni retirada posible á causa de las lagunas del Mincio, auxiliares de las fortificaciones, los patriotas conspiraban. Frente al palacio ducal brilla un monumento con los bustos de estos mártires inmolados á la independencia de su nacion, á la libertad de sus conciudadanos. Por esta escala de dolores, con tristísimas coronas de agudas espinas á las sienes, amontonando los huesos de sus hijos, las naciones suben desde el abatimiento en la servidumbre á la vida en la libertad. Caminamos al cumplimiento del ideal entre dos hileras de cadalsos. El dolor tiene pasmosa fecundidad.
Estar en una ciudad italiana y no ver algunos ejemplares de sus artes, francamente, es imposible. Así, despues de haber visitado la catedral, que no me llamó grandemente la atencion, visité la basílica de San Andres, que por sus sólidas pilastras, sus atrevidos arcos, sus largas líneas, sus grandiosas curvas, su alta y atrevida rotonda, me pareció una iglesia imponente, poco austera, co[p. 72]mo todas las iglesias italianas, sobrecargada quizás de adornos y de objetos artísticos, pero grandiosa.
¡Ah! por todos estos monumentos se descubre que el paganismo quedó vivo allí, y que el Renacimiento comienza en el suelo itálico á la hora misma en que comienza la cultura moderna. En el siglo décimosexto, nosotros construimos edificios de gótico florido. No hay sino ver el San Juan de los Reyes en Toledo ó la fachada de la catedral nueva en Salamanca. Pero las gentes de Italia, enamoradas de Roma, á mediados del siglo décimoquinto, elevan muchas de sus iglesias poniendo una sucesion de arcos romanos y echando sobre estos arcos las majestuosas bóvedas. La basílica de San Andres pertenece al número de las iglesias greco-romanas, que abundan tanto en todos los territorios de Italia.
Visitar una ciudad italiana y no conocer en ella algun gran pintor, tambien es imposible. Cada artista tiene su ciudad. Si quereis conocer á Luini id á Milan, si á Corregio id á Parma, si á Andrea del Sarto á Florencia, si á Beccafiume á Siena, si á Signorelli á Orvieto, si á Rafael á Roma, si á los Carraccios á Bolonia, si al Giotto á Pádua, si á Julio Romano á Mantua. En esta ciudad encontró poderoso príncipe que le protegiera, riquezas que le auxiliaran, libertad para[p. 73] inspirarse en el recóndito manantial de sus ideas. Julio Romano ha pasado á la posteridad como el discípulo predilecto de Rafael de Urbino y como el heredero de su genio. En una gran parte de los cuadros más admirados por el mundo, su lápiz ó su pincel han obedecido las inspiraciones soberanas del inmortal maestro. En las logias, éste sólo pintó de su mano el primero y último cuadro: La Creacion, que comienza aquella epopeya religiosa evocando el Universo á la virtud creadora de la palabra divina lanzada por el Eterno; y La Cena, que la termina instituyendo el sacramento de la eterna comunicacion del hombre con Dios. En las maravillosas estancias hay paredes enteras debidas al pincel de Julio Romano, aunque sean fidelísimos traslados de los cartones rafaelinos. Es uno de los satélites de aquel planeta ó de los planetas de aquel sol.
Su genio, sin embargo, no tiene la tranquila armonía, la calma profunda, la serenidad celeste, la perfeccion clásica del genio de Rafael. Julio Romano gusta de lo exagerado, de lo extravagante, y á veces de lo feo. Bajo este concepto puede y debe llamársele un artista romántico. Así, en cuadro de ideal Vírgen, obra de Rafael, ha puesto una gata, como alzando al empíreo la humildad del hogar doméstico; y en la gran batalla de Constantino y Maxencio ha pintado en primer[p. 74] término un enano grotesco y monstruoso, que jamas hubiera permitido el maestro en cuyo genio renacia la majestad de Fídias. Por eso, donde Julio Romano se muestra en toda su ingenuidad, donde aparece tal como lo habia forjado naturaleza, es en Mantua; allí, jefe de escuela, soberano de sí mismo, rodeado de discípulos innumerables, compartiendo la autoridad con los duques del territorio, gozando de córte y de presupuesto, como si constituyera su genio solo un Estado. La sustitucion del ateniense, del florentino, del pagano Papa Leon X, que, no pudiendo conversar con los antiguos dioses, conversa con sus descendientes los artistas; la sustitucion del Papa Leon X por su sombrío sucesor Adriano, teólogo, y nada más que teólogo, flamenco incapaz de toda inspiracion, enemigo del arte, le ahuyentó de la Ciudad Eterna, que parece otra vez herida por los bárbaros, asaltada por el glacial genio del Norte, á cuyo helado soplo pierden sus alas y se encierran tristemente en sus larvas las risueñas ideas. Cuando llega á Mantua no tiene Julio Romano caballo, y el Duque le regala su caballo favorito; no tiene hogar, y el Duque le regala un palacio; no tiene ahorros, y el Duque le envia brocados, terciopelos, joyas, que podrian ciertamente envidiar los más poderosos príncipes. Su fortuna llega á tal extremo, que merece por las[p. 75] fiestas dispuestas en su loor y los teatros levantados y los torneos y las danzas y las decoraciones y los saraos ser tratado por Cárlos V, el dueño de Europa, como uno de sus compañeros: que entónces lucia junto á la corona de los reyes la aureola de los pintores.
Hay tanta diferencia entre Rafael y Julio Romano como entre Virgilio y Ovidio, como entre Garcilaso y Góngora. Aquella idealidad que el pintor melodioso por excelencia traia de las catedrales de la Edad Media para unirla con las formas perfectas de la antigüedad clásica resucitada, se pierde, se extingue en sus discípulos, los cuales, en cuanto los ojos del maestro y su sonrisa dulcísima se apagaron, caen precipitados en profunda oscuridad y no vuelven á entrever la conjuncion del espíritu moderno con el espíritu antiguo, verdadero secreto de la grandeza del Renacimiento. Julio es un pagano, pero un pagano por cuyo cuerpo corren las chispas de nuestra electricidad y por cuya alma atraviesan nuestros dolores y nuestras inquietudes. Poco ó nada sabe ya en Mantua de la pintura rafaeliana, de aquella inspiracion religiosa unida á la belleza griega, de aquel espiritualismo encendido sobre las aras de mármol penthélico; su genio fogoso, inarmónico, violento se lanza á los piés de los antiguos dioses griegos y se contagia con su sensualismo acriso[p. 76]lado y purificado en la mente platónica y cristiana de Rafael. Evocando los cuadros de la primitiva escuela de Siena y de Umbría para ponerlos junto á los frescos del palacio de Mantua ó de la casa del Té, se nota que el espíritu humano ha andado tanto y se ha trasformado tanto como pudiera andar y trasformarse de las Pirámides de Egipto al Parthenon de Grecia. Julio Romano me parece uno de esos pensadores alejandrinos que, deseando resucitar á los antiguos dioses griegos á fin de conservar la sabiduría de Aténas y la fuerza de Roma, sin las cuales no se concibe la existencia del mundo, los hincha, los agranda, los agiganta desmedidamente con ideas orientales, platónicas, hasta cristianas, especie de filtros inútiles, bien pronto convertidos en corrosivos venenos, porque merced á ellos pierden los dioses la serenidad celeste, la dulce sonrisa, el tranquilo gozo, la perfecta hermosura con que juntaban en dulces desposorios y entre guirnaldas de flores la tierra con el cielo.
Para conocerlo es necesario estudiarlo en el Palacio del Té, en Mantua, en aquella su obra maestra, que es respecto á Julio Romano como la capilla Sixtina respecto á Miguel Ángel, como las estancias del Vaticano respecto á Rafael, como la sacristía de Siena respecto á Pinturrichio. Pocas veces se verá un palacio ideado, deli[p. 77]neado, construido, pintado por un solo artista. Es una gran quinta, ó, como nosotros decimos, un sitio real de los Duques de Mantua cerca de la ciudad. Los dos principales salones, pintados al fresco por Julio Romano y sus discípulos, vienen á ser el salon de Psíquis y el salon de los Gigantes; aquél por la gracia, y éste por el atrevimiento; aquél por la armonía y éste por la hipérbole; aquél por la clásica expresion de dulzura, y éste por la exagerada expresion de violencia; como si quisiera representar el lado femenino junto al lado viril del arte.
Nadie puede olvidar á Psíquis, la pobre perseguida de Vénus, la hermosísima doncella que goza en la oscuridad, acostada sobre un lecho de flores, las caricias del amor suspenso á su pensamiento y á sus labios, cuando deseosa de verlo, de contemplarlo, enciende su lámpara y le sorprende en el sueño extasiada, y le admira extática y le ama con más pasion y le desea eternamente á su lado, en su lecho, hasta que una gota de aceite hirviendo cae sobre las espaldas del enamorado despertándole; y al verse conocido, examinado, él, que es un misterio, él, que gusta de las sombras, él, que presta á todos su ceguera, huye y se desvanece en los aires sin dejar más que un resplandor, un aroma, un recuerdo, como para atormentar eternamente á la pobre jóven, fiel imágen del alma humana[p. 78] enamorada de lo infinito, cuya inmensidad siente dentro y fuera de sí, en su idea y en la Naturaleza, pero sin poder jamas ni verla ni alcanzarla.
Mirad esas paredes. Aquí Psíquis está en el baño, y rosados amorcillos derraman sobre el agua y sobre su cuerpo olorosas esencias; allá Mercurio prepara el banquete nupcial, y las Gracias, dignas por su hermosura y por su felicidad del florido y risueño Albano esparcen flores sobre la mesa de los festines, miéntras las bacantes, henchidas de vida y de placer, danzan furiosas, entonando canciones al viejo Sileno, sostenido en su embriaguez por los sátiros; acullá, entre ramajes, guirnaldas, pámpanos, lucen los vasos y los jarros de plata y oro; en un costado se apoya el perezoso Baco, cual si acabára de llegar á Occidente desde la lejana India, con los tachonados tigres asiáticos á sus plantas; y sobre todos resalta la doncella enamorada, la prometida al amor, circuida de ninfas que la acompañan tanto en felicidad como en hermosura, mirando entre el celaje la cuadriga del sol cuyos caballos despiden la luz de sus crines, y respirando el aire renovado por el balsámico soplo del céfiro; cuadros deslumbradores que han visto el cielo de Grecia, los laures y las encinas de Dodona, las cumbres del Hibla y del Himeto, la ola del mar de la Jonia quebrándose en el coro de las islas[p. 79] griegas, el sol que ha engendrado las cigarras y las abejas de la Atica, la vida y la alegría de los antiguos dioses.
La última estancia es la estancia de los Gigantes. Á no dudarlo, Julio Romano se ha inspirado en genio semejante al suyo, en el genio de Ovidio, grandioso tambien y tambien audaz, pero señalando con el desequilibrio de sus pasiones y la violencia de sus ideas, y los contrastes de su estilo, el comienzo de irremediable decaimiento en las romanas letras, cuya perfeccion representará eternamente otro genio semejante á Rafael de Urbino, el inmortal Virgilio. Pues bien; Ovidio en el canto tercero del primer libro de sus Metamorfoseos presenta el cielo inseguro, los dioses recelosos, como amenazados por los gigantes que, para escalar sus alturas y abrirse paso entre el éter, apilan montañas sobre montañas, las cuales ya tocaban con sus cumbres en las divinas moradas cuando Júpiter fulmina sus rayos y abate el Olimpo, y hiere á Osa y á Pelion, y aplasta á los rebeldes, de cuya sangre humeante animó la madre tierra los hombres, despiadada raza, como sus sanguinarios padres, ébria de ódios y hambrienta de matanzas. ¡Con qué grandeza colosal y extraña originalidad reproduce Julio Romano estas fábulas! Es la epopeya de las ruinas: restos como de un naufragio y de un incendio al mismo[p. 80] tiempo; catástrofe del universo como si se abriera la tierra y se desplomáran los cielos; ciudades enteras desarraigadas de sus bases y convirtiéndose en cenizas; columnas rotas en mil pedazos como las armas de un abandonado campo de batalla; rocas que se precipitan por todas partes, semejando las gotas de un diluvio de moles; gigantes de cuerpos colosales, de actitudes increibles, con sus ojos lucientes como hornos, con sus bocas abiertas como abismos, con sus brazos de la robustez de los troncos, y sus piernas de la dureza del hierro, unos todavía de pié, otros huyendo, heridos éstos por el rayo, aplastados aquéllos por los montes, miéntras allá en las alturas todo es terror y ódio, porque el trono de Júpiter relampaguea y el cielo entero se abrasa en imponente tempestad y los grandes dioses huyen á regiones serenas y Neptuno detiene á sus delfines y Apolo á sus caballos para que no los precipiten á la pelea y Vénus pide proteccion á la cólera de Marte y Pomona tiembla como el arbusto sacudido por el viento y las ninfas huyendo de la tormenta se refugian en el seno de Páris y Juno enciende la ira divina y Eolo sopla huracanes y la guerra abrasa así el tiempo como la eternidad y así los cielos como la tierra, aterrando á los dioses y á los titanes, todos envueltos en sus torbellinos de destruccion y de muerte.
Mantua es una ciudad acuática, palúdica. El Mincio, que baja del lado de Garda y desemboca en el Po, al llegar á estos terrenos se pára, se estanca, se dilata en pesadas y mefíticas lagunas, las cuales carecen ciertamente del colorido mágico y de la helénica alegría que tienen las lagunas de San Márcos en el espléndido Adriático. Yo las recorrí todas, aunque ligeramente, con mis Geórgicas en la mano. Es verdad que algunas se han formado muy posteriormente á la época del poeta; pero el rio fluye aún por donde lo vieron sus ojos, y una parte de las aguas duerme donde dormian cuando él estaba en la cuna.
Propter aquam, tardis ingens ubi flexibus errat
Mincius, et tenera prætexit arundine ripas.
Yo vi la laguna de Sopra, laguna de arriba, artificialmente formada; paseé dos ó tres veces por el dique de los molinos que conduce á la ciudadela; me asomé al puente de San Giorgio para contemplar lo mismo la laguna del centro que la de abajo: y no obstante descubrir por do quier[p. 82] muros y contramuros, fuertes y contrafuertes, lunetas y castillos, fosos y puentes levadizos, convencíme de que Mantua es en nuestro tiempo, como en tiempo de Virgilio, una poblacion esencialmente agrícola. Por todas las lagunas vi barcas de frutos cargadas y por todas las calles carros cargadísimos. Lo que más trajo á mi memoria la edad antigua, fué singular espectáculo que hirió mi atencion y cautivó mi ánimo. Trascurria el tiempo de la vendimia. En carreta, verdadero lagar ambulante formado de apretadas tablas, amontonábanse las recien cortadas uvas. Dos ó tres mancebos, arremangadas las mangas de la camisa y arremangados los pantalones, pisaban los racimos como al compas de un baile, produciendo rojo rio de mosto que caia de la carreta en preparada cuba. Al pié, sentada sobre un barril, hermosa jóven de tez morena y ojos negros cantaba cancion melodiosa para acompañar la danza de los pisadores. Varios niños con las manos cargadas de mostosos racimos y las sienes ceñidas de improvisadas guirnaldas danzaban tambien entre las ruedas. Y los tardos bueyes lucian, á guisa de plumeros, en el testuz, manojos de sarmientos, cuyos pámpanos, verdes unos y carmesíes otros, formaban el más bello contraste en aquel viviente bucólico cuadro que no hubiera menospreciado Virgilio.
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Toda la region, toda ella, exhala inspiraciones campestres: las lejanas cordilleras de los Alpes, recamadas de celestes reflejos y ceñidas de eternas nieves, inmensas líneas de rotondas y pirámides admirablemente dibujadas en los horizontes; el espacioso lago de Garda, formado por puros manantiales que dan á sus aguas las trasparencia y la claridad del cristal, tendido perezosamente al pié del monte Baldo; las pesadas lagunas de Mantua, que contrastan con el celeste Garda, lagunas compuestas de las corrientes del limoso Mincio; el ancho Po, de tranquilo curso y de brillante superficie; los verjeles y majadas, el campo entero cubierto de un verdor que recuerda los paisajes de Holanda; los altos olmos en cuyos troncos las vides se enlazan y suspenden; toda aquella naturaleza impregnada de la misma poesía que exhalan de sus exámetros las virgilianas Églogas.
La naturalidad es la primera y más sobresaliente entre las cualidades de Virgilio. No es un erudito que rehace la Naturaleza en su biblioteca; es un campesino que ha nacido y se ha criado en[p. 84] el establo, que ha dirigido con su honda, y su cayado las ovejas, que ha tocado la zampoña y el rabel en las pastoriles fiestas, que ha muñido las tetas de las vacas, que ha sesteado á la sombra de los olmos, que ha sembrado el grano por el lluvioso otoño tras la yunta en el hondo surco y con su hoz lo ha segado y en la era lo ha trillado por el caluroso estío, que ha recogido y cortado el panal de cera y miel en las colmenas, que ha podado los sarmientos y vendimiado los racimos y recibido en las cántaras el ardiente mosto y trabajado con todo su sér en las creadoras faenas del campo, vivo en su corazon y en su existencia ántes de ser cantado por su armoniosísima poesía.
Para que el amor á la agricultura tomára en su pecho más intensidad, se vió privado violentamente de sus tierras en edad bien temprana, y las lloró y las cantó como las aves lloran y cantan el nido alevemente robado por despiadada mano. Como todos los bienes de la tierra, amados mucho y perdidos pronto, el despojo de su propiedad y la tristeza de su familia han dejado huellas indelebles, así en su poesía como en su vida, y han derramado hermosos pensamientos en los cielos del arte. Hay entre el sepulcro de la República Romana y la cuna del Imperio Cesáreo un hombre que personifica el pretorianismo, y que[p. 85] lleva en su figura y en su vida todas las señales del largo irremediable decaimiento de la antigua civilizacion. Este hombre es Antonio. Educado por el partidario de Catilina, Léntulo; crecido en la amistad de Clodio, el más furioso y más vil de los demagogos romanos, sólo creyó en la fuerza; y sólo sirvió á la tiranía semejante en esto á todos los cortesanos del pueblo, que exageran la libertad y la violentan como para hacerla odiosa á las sociedades humanas y arrastrarla por el terror á la mancebía de los déspotas.—General de caballería en edad temprana, vencedor de los judíos, soldado mercenario de los egipcios, tribuno de la plebe, del partido demagógico pasa al partido cesarista y viola torpemente la majestad del Senado con la irreverente lectura de audaces cartas del dictador y enciende la guerra civil presentándose á éste en carruaje de alquiler como lanzado de Roma y de sus derechos. Desde entónces queda constituido Antonio en jefe de los partidos militares sobre cuyas lanzas se levantára César á la tiranía jamas disculpada ni siquiera por la virtud de su genio. Como vestia el traje militar, como llevaba al cinto la espada pretoriana, como se parecia á Hércules en su varonil hermosura, como se emborrachaba en las cantinas y participaba del rancho, como dispendiaba el oro lo mismo que vertia la sangre, pródigamente, los[p. 86] soldados seguian á ciegas las enseñas y las voluntariedades de Antonio, que daba festines y banquetes á todas horas, malversaba los caudales públicos en espectáculos populares, concurria á los garitos acompañado de sus capitanes, se paseaba borracho en los sitios más principales y construia teatros para agasajar á sus bufones; incontinente hasta asaltar las mujeres honradas en medio de las calles; intemperante hasta vomitar sus indigestiones en una Asamblea, como si dijéramos, sobre la cara del pueblo; escandaloso hasta llevar al frente de sus tropas y junto su litera, á un lado el titiritero Sergio y á otro la cortesana Cytheres; fastuosísimo hasta tener leones y fieras entre sus alimañas y vasos de esmeralda en su equipaje; ataviado de seda y pedrería como un sátrapa de Oriente; en cenas orgiásticas perpétuas como las prostitutas romanas; personificacion de todos los vicios, que, envenenando á los ejércitos y á los pueblos, concluyen por forzarlos á dormir en la triste soñolencia del hartazgo y del hastío bajo la más degradante servidumbre. Antonio repartió las tierras de Mantua, las propiedades de los pueblos entre sus soldados; y esta reparticion fué causa de que Virgilio visitára á Roma y consiguiera una devolucion que le empeñó en eterno agradecimiento á su redentor, al poderoso Augusto. De naturaleza delicada, de temperamento ner[p. 87]vioso, de corazon tierno, de sensibilidad exquisita; enemigo del fausto, del poder y del ruido que en Roma reinaba; amigo del retiro y de la soledad, como todos los genios contemplativos, en la Edad Media fuera Virgilio un monje consagrado á la adoracion mística de Dios dentro del claustro, y en la antigüedad fué un poeta consagrado á la adoracion purísima de la Naturaleza.
Existen hoy dos clases de artistas igualmente detestables: unos, menospreciadores del Universo, cuyas armonías no oyen, cuyos colores y matices no ven, cuya admirable totalidad no comprenden, prefiriendo encerrarse en los abismos de su propia inteligencia, en la oscuridad de sus ideas y dar forma sólo á sus ensueños, como si la totalidad del sér estuviera en nosotros, y fuera de nosotros no hubiese hermosura alguna ni inspiracion posible; otros que copian servilmente la Naturaleza, que en sus obras la reproducen como en una fotografía, que á fuerza de repetirla concluyen por disecarla, destruyéndola en la servil miniatura de sus fragmentos, como aquel poeta ci[p. 88]tado por Richter, que consagró un poema épico entero al momento del parto y al arte dificilísimo de los comadrones y de las parteras. La poesía es un grado de la idea superior á la Naturaleza. El poeta debe recogerla como un ángel, trayendo á su seno los resplandores de otros mundos y animándola con el calor y á la luz de lo ideal. Así era Virgilio; reproducia la Naturaleza, embelleciéndola, y demostraba que en el sentimiento del poeta, como en la idea del filósofo, crece y se espiritualiza y se acerca la Naturaleza al Eterno.
La obra por excelencia de Virgilio, es el poema de las Geórgicas. Podriais bien exactamente calificarlo llamándole epopeya del trabajo en oposicion á esa epopeya de la guerra que preside y acompaña á toda la historia. El poeta canta, desde la semilla depositada en la tierra, imperceptible, confinando con el no sér y gérmen de nuevos seres, hasta la zumbadora abeja, hija de la luz, elaboradora de la miel, que confina con el mundo superior y cuasi divino de la inteligencia. La ley de la unidad en la variedad reina con imperio en todo el poema. Los seres se esparcen, se diversifican, se irradian por los espacios en várias individualidades que luégo se juntan y se armonizan en reinos, en géneros, en familias, en especies, hasta llegar á confundirse, como en su atmósfera, en el espíri[p. 89]tu universal de la creacion. Así se corresponden, desde la cinta de la hierba parásita en los abismos de la tierra, hasta el cometa, esa cinta de materia cósmica perdida en los abismos del cielo. Los seres inertes toman el humano sentimiento y la idea humana, animándose á su vivificador soplo, como los cuerpos opacos y frios se iluminan y se calientan en la luz y en el calor del sol. El laurel conoce y desea la gloria; el ingerto presiente las flores y los frutos que ha de darle pronto la nueva savia recibida en sus fibras; la encina contempla orgullosa y vencedora á las generaciones de hombres y de dioses que arrebatan bajo sus eternas ramas los siglos; la primavera hincha con su amor desde la yema del arbusto hasta la linfa del arroyo; y el éter desciende en copiosas lluvias sobre el seno de su esposa la tierra, para fecundizar los gérmenes innumerables de la vida. ¡Oh religion de la Naturaleza! Virgilio no es aquel avaro cultivador de otros tiempos, que solamente ve en los campos la riqueza y pretende herirlos con su azadon y su arado para explotarlos cual abundosa mina; es el sacerdote que tiene un culto, el poeta que tiene un sentimiento, el sabio que tiene una idea y vierte todos estos elementos de vida en los prados, en los bosques, en los viñedos, en la siembra, como nueva y más fecunda lluvia.
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¿Quién no te admirará, alma Naturaleza? Ya tengas la alegría del amanecer ó la tristeza del vespertino crepúsculo; va muestres la serenidad del lago terso como cristal ó el furor del Océano embravecido por el azote de la tormenta; ahora brames en el huracan ó cantes en el céfiro, ahora amontones opacas nubes ó pintes la rosácea boreal aurora; lo mismo entre los témpanos del polo semejantes á sepulcrales cordilleras y frios como la muerte que entre las selvas del trópico enardecidas por las llamas de la ardentísima vida; lo mismo en el insecto microscópico, frágil y fugaz como una aspiracion del no ser, al ser que en los eternos é inconmensurables soles de soles; desde las caliginosas sombras del abismo hasta la brillante fosforescencia de los mares y desde los infusorios hasta la Vía Láctea, así como encierras en sus primeras manifestaciones la vida, revelas en sus primeros resplandores la hermosura.
Repitámoslo mil veces; Virgilio será el eterno modelo de los poetas que deseen cantar la Naturaleza. El libro cuarto de las Geórgicas nunca se agota, oloroso como la salvia, tierno como la cera, dulce como la miel. La abeja, la trabajadora abeja, ha inspirado desde el primero al postrer hexámetro.
Aerii mellis cœlestia dona exequar.
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Allí está el tiempo propicio y el lugar favorable á las abejas, preservado aquél de todos los rigores, así en frio como en calor, preservado éste y sus floridos pastos del diente de la oveja y de la ternerilla, del roce de los tachonados lagartos y de la pezuña de los importunos chivos, para que puedan á su arbitrio dejar la vibrante colmena é ir por los aires embalsamados y luminosos, bajo las sombras de las palmas y el olivo, junto al fugitivo arroyuelo, sobre la hierba abrillantada de rocío, desplegando el aguijon de oro y las cristalinas alas, á libar los jugos de las flores próvidamente apercibidas que deben ser desde el salvaje tomillo hasta la tierna y delicada violeta. Seguidlas y las veréis cómo aglutinan con resinosas sustancias las rústicas paredes de su taller; cómo, así que el aire se entibia y se perfuma, vuelan juntas en cantor enjambre á los rayos del sol y ya rozan las hojillas del arbusto, ya la clara superficie de las aguas; cómo vuelven, despues del goce de esta grata libertad y del juego de estos caprichosos giros, á abrir sus celdillas de blanca cera y depositar sus tesoros de dulce miel; cómo suben luégo, hasta perderse en los cielos, de la misma manera que sus compañeras las estrellas para agruparse más tarde sobre las ramas de frondoso árbol en forma de animados racimos; cómo, á veces, se enemistan y se combaten desafiándose á[p. 92] descomunal batalla en que luchan con la ira de los héroes homéricos, hasta caer muertas sobre la tierra cual caen las bellotas de la encina sacudidas por el viento para que se cumpla la ley allí presentida del triunfo de las más fuertes y de las más hermosas; cómo trabajan en comun todas para todas y educan á sus generaciones en sabio ejemplo y adoran sus penates y nos dejan su áureo líquido semejante á condensaciones de la eterna luz.
Despues de haberlo leido, amaréis, como Virgilio, los rosales de Pesthum que florecen dos veces al año; la pálida achicoria, que se regocija al beso de la lluvia; el narciso, lento en mostrar sus galas; el rizado apio, la viciosa hiedra, el mirto enamorado de las frescas riberas: envidiaréis al viejo labrador de Tarento que tiene por toda propiedad algunas yugadas de tierra, ingrata al trabajo, incapaz de dar así prados como viñas, y que, sin embargo, produce sabrosas legumbres entre festones de blancos lirios y rosadas verbenas para que su dueño no envidie á los reyes y pueda todas las noches, al tornar del trabajo, cenar manjares no comprados: bendeciréis á Júpiter que dotó á las abejas de sus más seguros instintos en premio de haber oido el címbalo de las Coribantes, y haberlo alimentado en los antros del monte Oriteo; y concluiréis siguiendo en su errante car[p. 93]rera por los bosques y en su descenso á las hondas regiones de las aguas al pastor Aristeo, y sacrificaréis con él en desagravio de Eurídice y de las nepeas ninfas, novillos jamas sujetos á la coyunda, de cuyos abandonados despojos se levantan á las alturas, despues de nueve auroras, nubes de canoros enjambres.
Namque dabunt veniam votis, irasque remittent.
¡Extraño destino! Este poeta, clásico por excelencia, pertenece á las edades modernas más todavía que á las antiguas edades. El anochecer de un mundo y el alborear de otro se mezclan misteriosamente en sus sienes iluminadas por dos crepúsculos. Tiene de los antiguos la forma perfecta, la sobriedad austera, el gusto depuradísimo, los versos tallados como el mármol de Páros, el arte de materializar las ideas hasta ponerlas ante los ojos en relieve y de eterizar la materia hasta convertirla en espíritu. Por estas cualidades universales de la antigua cultura es un griego como Sófocles ó como Platon. Pero hay en sus versos ya cierta melancolía profunda, cierta ex[p. 94]traña tristeza, la nostalgia de lo infinito, la aspiracion á otro ideal, que anuncian como el advenimiento del espíritu divino y absoluto. Él se apresura á escribir su epopeya, la epopeya que cierra, como la Iliada abre, la risueña edad del heroismo. Él tiene impaciencia por asegurar en sus cánticos la religion del derecho y con ella el eterno dominio de Roma, presintiendo el nuevo ideal que contra el arte clásico elabora en los abrasados desiertos de Judea un eterno enemigo de Roma: el Oriente. Parecia que la ciudad reina estaba salvada de las asechanzas de la serpiente asiática cuando Cleopatra muere en el sepulcro de los Faraones y con ella se encierra bajo los arenales africanos aquella Asia que habia seducido un momento á Antonio para devorar en él á Roma, como ántes en Alejandro habia devorado á Grecia. Pero en el fondo mismo de la clara civilizacion clásica tenía de antiguo depositado la oscura esfinge oriental un enigma, los libros sibilinos; y cuando este enigma se descifra, surge de sus oscuros jeroglíficos el Dios-espíritu que matará al Dios-naturaleza, y con él matará así á la Roma de los pretores y de los césares como á la Grecia de los héroes y de los poetas.
Por eso en toda esta edad hay presentimiento universal de que algo muere en la especie humana. Lucano ha visto que los dioses adoptaron la[p. 95] causa aborrecida por Caton. Horacio y Juvenal han roto en sus sátiras la antigua ecuacion griega entre el ideal y la forma; han revelado el horrible contraste entre las leyes morales y la realidad viviente, anunciando así la agonía de todo un mundo á la historia. Job no hubiera dicho en su estercolero más que dice este verso desesperante:
Pulvis et umbra sumus.
Plutarco ha oido quejarse de muerte al dios Pan allá por los mares de Sicilia. Tácito sólo tiene corazon para aborrecer y lengua para maldecir á su tiempo. Los más alegres buscan á una en la orgía el sueño más largo, el sueño de la muerte. Luciano se rie; pero su risa epiléptica muestra que se han agotado las lágrimas. Los dioses todos se van; pero ¡ay! vienen los nazarenos. La desesperacion es universal en las artes. Y Virgilio se levanta
Sicut inter viburna cupressi,
como el poeta de la esperanza. En la bacante Parthénope, á las orillas de aquel mar y entre el coro de aquellas islas que recuerdan el mar y las islas de la antigua Grecia, ha visitado la gruta de Cúmas y ha oido anunciar á la Sibila que desciende de los cielos nueva raza de inmortales y comien[p. 96]za un nuevo órden y una nueva ley en el sosegado curso de los siglos.
Magnus ab integro seclorum nascitur ordo,
Jam nova progenies cœlo demittitur alto.
Por eso en la Edad Media, al impulso de aquella reaccion mística, todos los genios de la antigüedad se apagan y Virgilio brilla sin ocaso. Los padres de la Iglesia le admiten universalmente entre los doctores y los poetas. Podrian escribirse cien volúmenes como los dos eruditísimos que ha publicado el sabio profesor Comparetti sobre las transformaciones del alma de Virgilio en la Edad Media y en el Renacimiento, sin que materia tan vasta se agotase. Apénas ha muerto, cuando ya lo menciona el Evangelio apócrifo de Nicodemus. Su figura tiene cierta semejanza con la figura del apóstol San Juan, cuya teología es griega, copiada casi de los diálogos de Platon. Aquel cristianismo natural, de que habla Orígenes, traido consigo por cada hombre al nacer, sustancia eterna del espíritu humano, se encuentra en la piedad de Eneas y en las esperanzas despertadas por el nacimiento de Polion. Lactancio, cuando lee la Égloga cuarta, cree leer la epopeya de la segunda venida del Salvador en rosadas nubes resplandecientes de gloria, llamando el Universo entero con sus planetas y sus soles al su[p. 97]premo último juicio. Constantino el Grande la traduce al griego y en cada uno de sus pensamientos ve confirmado un dogma cristiano. San Agustin, al oir que morirá la serpiente y desaparecerán las espinas y los vellones se teñirán por sí mismos y las vacas llenarán de grado con blanca leche los odres y se vestirán de lirios las colinas, cree oir la profecía sagrada de la redencion universal. Las iglesias de Mantua entonan religiosos cánticos, en que San Pedro llora sobre el sepulcro de Virgilio por no haberle visto en vida y no haberle consigo arrastrado á la predicacion y al martirio. San Jerónimo dice cómo se ha dudado de la autenticidad de los libros sibilinos; pero tambien cómo al verlos repetidos en las Églogas se afirma la existencia de Debóras y de Isaías de profetisas y de profetas en el paganismo. El papa Inocencio III, en sermon predicado bajo las bóvedas de San Pedro por la fiesta de Navidad, cita el nombre del poeta mantuano para confirmar la venida de Cristo á nuestro bajo mundo.
Desde su cuna de Mantua á su tumba de Parthénope, Virgilio ha pasado entre aplausos y aclamaciones como cumple al vencedor en las más difíciles y más porfiadas guerras; en las guerras del arte. La expoliadora espada de los pretorianos se ha embotado en sus campos; la frente de los Césares se ha inclinado en su presencia; los espacios[p. 98] del teatro han resonado con los aplausos concedidos á sus versos; las rodillas de la muchedumbre se han doblado á su sombra, habiendo tenido que huir mil veces del mundo para huir de la fama y de la gloria. Pero desde su tumba de Parthénope hasta nuestros dias, ha pasado su alma por una carrera más larga aún y más gloriosa. Volveos y la veréis por doquier en la liturgia sagrada, en los libros caballerescos, en los romances castellanos, en las sentencias teológicas de Bernardo de Chartres y de Juan de Salisbury, desde el primer vagido de la razon emancipada en Abelardo hasta la plenitud de su elocuencia en Marsilio Ficino, reinando con Platon y Aristóteles sobre la conciencia humana, á la cual abre mágicos horizontes con su áureo ramo, dirigiendo por los círculos del dolor y de la purificacion, como un astro de primera magnitud, al poeta épico del catolicismo, hasta elevarlo trasformado y perfecto á las cumbres del cielo, á la compañía de Beatrice, á la vision mística de lo absoluto en el inmenso seno del Eterno.
Leemos de contínuo á los grandes poetas. Hoy más que nunca debemos templar la fantasía en esos modelos. Terrible desesperacion se apodera del sentimiento y mella la voluntad. El suicidio, el sacrificio, no ya de la vida de un dia, de todo el sér, de toda el alma, se ha elevado en la na[p. 99]cion de los ensueños á verdadera ciencia como en la antigua India. Oid la filosofía que va quedando sobre tantas ruinas; oid el filósofo á la moda. Todo bien aparece como una utopia, toda inspiracion como una flor venenosa; el mal corre á manera de savia por las fibras de los vegetales y á manera de sangre por las venas del animal; cada hombre se asemeja al ciego topo que vive construyendo eternamente una vivienda jamas acabada, y á la hormiga de Australia que nace con incontrastable instinto suicida; el amor, solamente merece nuestras maldiciones: el gran culpado, que al conservar y reproducir la vida, conserva y reproduce la pena y la muerte; querer equivale á sufrir y sufrir á sér; la inextinguible sed de lo perfecto tiene toda la intensidad de la sed hidrópica, pero jamas tendrá satisfaccion sobre la tierra; la virtud del genio, sólo sirve para agravar todas las penas y sólo merece el nombre de enfermedad hipocondríaca; la existencia se llama combate, pero combate donde existe esta seguridad únicamente; la seguridad de horrible y definitiva derrota: todo nuestro gran trabajo se reduce á querer sin motivo, á luchar sin objeto, á cazar ó ser cazados en esta cacería infernal de todos los seres unos contra otros, á poner bajo cada paletada de tierra un cementerio de innumerables animales, á nacer y engendrar para morir, hasta[p. 100] que bajo los horizontes sólo se descubran montones de esqueletos, y la perfeccion estribe en aniquilar este horrible sarcasmo llamado la vida humana, burla que el Eterno ha lanzado exclusivamente sobre nuestro pésimo planeta, sobre este infierno sin esperanza y sin salida.
Para contrastar semejante pesimismo no hay como volver al seno del grande arte, de la eterna poesía, y reconciliarse en sus espléndidos cielos, al calor de su luz benéfica y al arrullo de sus cánticos inmortales, con la Naturaleza, con la Humanidad y con Dios.
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Una de las operaciones más atendidas y más atendibles de la mente humana, es la asociacion de ideas. Por ella enlazamos tiempos apartados, unimos pensamientos discordes, traemos al seno de la felicidad recuerdos de la desgracia, como á las tinieblas de la desgracia puntos luminosos de la felicidad; y evocamos en lo presente los lejanos horizontes de lo pasado, pudiendo, ya que no con el cuerpo y sus sentidos, con el alma sus ideas, á semejanza de Dios, estar á un mismo tiempo en todas partes. Me encuentro en la Montaña de Asis, con la ciudad pontificia y municipal á mis plantas, los restos de algunos castillos señoriales á mis espaldas; el cielo claro y severo, algo semejante al cielo de nuestro Aragon, sobre la frente; en torno, formando un círculo inmenso del color azul más subido, del color llamado de[p. 104] Prusia, las riscosas y ceñudas cordilleras y montañas de la Umbría, que semejan olas encrespadas; y en el dilatado campo, de contrastes vivísimos, porque las claras moreras y los oscuros olivos, los rubios trigos maduros para la siega y los verdes recien nacidos maizales se juntan á cada paso en esta variada inmensidad, como naves bogando por lo infinito, la blanca rotonda romana de la Porciúncula, templo donde San Francisco de Asis se retiraba á sus meditaciones, y más cerca, á mi derecha, bajo la mano casi, los interminables claustros, las sobrepuestas iglesias, los góticos pórticos, las agujas y ojivas del monasterio, donde yace el sepulcro de ese santo en cuyas aras seis siglos han rezado y cuya personalidad histórica se agranda y se trasforma, como la personalidad de su modelo Jesucristo, en el pensamiento racionalista, en la conciencia progresiva, en el espíritu democrático y liberal de nuestro siglo.
Y aquí, en tal momento, á presencia de este espectáculo, no puedo desechar el recuerdo de Elda, del pueblo donde pasaron mis primeros años. Sus montañas no tienen ciertamente ni esta altura ni este color; sus huertas y sus campos no se dilatan y espacian de esta suerte; mas aquella vegetacion meridional, elevando las palmas sobre los viñedos y los olivares, iguala y áun aventaja[p. 105] en hermosura á esta rica vegetacion de la Umbría. Y lo que ménos puede compararse ciertamente, es lo que más provoca el recuerdo: la rotonda blanca de la Porciúncula con la verde rotonda de nuestra iglesia, el gótico monasterio franciscano de este dilatado valle con el vulgar monasterio franciscano de nuestro estrecho valle. Pero ¿qué quereis? Para mí en Asis está la poesía de la inteligencia, y en Elda la poesía del corazon; la humanidad y la historia surgen aquí á la manera de templo inacabable lleno de un espíritu misterioso, cuya profundidad no puede sondearse; y allí, entre las ramas de débiles arbustos, se esconde todavía el nido formado por blancas lanas enredadas en las zarzas ó por secas hierbecillas, donde se guardan en reducidos límites los recuerdos de hogar y familia que lluvias de lágrimas no han podido anegar completamente ni destruir el tiempo con sus diarias catástrofes.
En mi infancia, cuando nos acercábamos al dos de Agosto, y la siega y hasta la trilla se habian acabado, y comenzaban á pintar las uvas tomando claro color violeta las negras y las blancas trasparencia de ámbar; en aquellas tardes calurosísimas henchidas por el chirrido de las cigarras; en aquellos crepúsculos serenos henchidos por el unísono vibrar del cántico de los grillos, celebrábase una ceremonia religiosa, una peregrinacion[p. 106] mística, una especie de jubileo que nunca olvidaré. El convento de nuestro valle estaba á la sazon desierto. La revolucion habia expulsado á los frailes. Los fuertes seculares cipreses de su pórtico se perdian y secaban. Las flores de su ántes cultivado jardin se sustituian con legumbres ó heno. Las tablas de sus ventanas, medio caidas, meneábanse tristemente á impulsos del viento. Las piedras de sus paredes y muros, medio sacadas de quicio, amenazaban con una completa ruina. Las campanas habian sido arrancadas á las altas torres, siempre silenciosas; el culto interrumpido en los altares casi desnudos, y las puertas del santuario cerrádose como si fueran las puertas de un sepulcro. Algunas veces, cuando íbamos á coger brevas á una higuera cercana, asomábamos los ojos por várias rendijas y hendiduras hechas en la puerta, y á la escasa luz de solitaria lámpara, conservada por la piedad de oscuro guardian, resto viviente y animado de tanta ruina, pero triste como la cicuta y la ortiga, á la escasa luz de solitaria lámpara, decia, semejante á los ojos de siniestra lechuza en la oscuridad, veiamos algunos reflejos del dorado que se descascarillaba en las columnas, alguna sombra de los abandonados santos parecida á sobrenaturales fantasmas.
Solamente, en el dos de Agosto, las puertas se[p. 107] abrian, los pavimentos se regaban, componíanse los altares como para una fiesta, las velas brillaban sobre el ara tras las flores, y en la capilla mayor, una tosca, pero mística escultura en madera que representaba á San Francisco recibiendo de Cristo aparecido en los aires los estigmas de las cinco llagas, juntaba en el templo á los creyentes, despertaba la fe y la esperanza, atraia las oraciones del fondo de las almas á la inmensidad de los cielos como atraen los rayos del sol á las alturas los vapores de las bajas aguas y las bajas tierras. Nosotros, los muchachos de la familia, saliamos acompañados de nuestras madres y de nuestras tias á ganar el jubileo con aquella piedad meridional tan risueña, tan expansiva, tan humana, que da al cumplimiento de los deberes religiosos y á las ceremonias del culto católico, aspecto de fiesta. Desde el pueblo al convento se dilata extensa campiña, verdadero jardin. Las olivas engordaban ya; las almendras se abrian empapadas en aromática goma; negreaban las uvas; doblábanse los granados al peso de las granadas; sobre las plantas del maíz surgian los amarillentos sedosos espigones, y sobre la aterciopelada alfalfa las moradas flores; los campos de anís blanqueaban como si les hubiera caido una nevada; cimbreábanse los cáñamos y los linos; las puertas de las chozas lucian matizados ramilletes de don-die[p. 108]gos y áureos girasoles; en los secos pedregosos torrentes vibraban las sonoras cañas y florecian las rosadas adelfas. Nuestros ojos no se entristecian no se nublaban, hasta que llegábamos delante del cementerio, donde descansaba nuestra abuela y una tierna niña de la familia, y descubriamos las cabezas y plegábamos las manos y murmurábamos algunas oraciones, por cuya virtud nos parecia, ora que columbrábamos sus almas en el cielo, ora que las sentiamos venir á rozar con sus angélicas alas nuestras sienes y á depositar un mudo beso en nuestras serenas frentes. Luégo seguiamos en la peregrinacion, llegábamos al seráfico monasterio cercano al camposanto y rezábamos con todo recogimiento las oraciones de rúbrica prescritas por los ritos, á cuantos anhelan ganar el jubileo de la Porciúncula en el dia de la Vírgen de los Ángeles.
Al volver, la noche bajaba sobre el valle, las luciérnagas lucian en el follaje, las primeras estrellas en el cielo; y la campana que suena en las alturas para conjurar las tempestades del aire y contar los muertos de la tierra, anunciaba el Ave-María saludando á la Madre del Verbo é infundiendo con sus sagrados acentos religiosas emociones en nuestro pecho. ¡Cuántas veces, al entrar en casa, las manos llenas de flores y de frutos recogidos al paso, los labios perfumados aún por las[p. 109] plegarias, las rodillas empolvadas en el pavimento del templo, despues de haber oido contar varios pasos de la historia de San Francisco, hubiéramos dado algunos años de esta vida, que ya desciende tristemente de su zenit y que entónces nos parecia eterna, por visitar Santa María de los Ángeles, por ver la casita de las prácticas piadosas, la cuna que recuerda Nazaret, el sepulcro del santo en Asis, lugar bendito y querido, el más sagrado en nuestro culto despues del sepulcro de Cristo! Al cabo de treinta años, nuestro deseo se cumple; el cielo nos concede la satisfaccion de ver estos lugares; pero ¡ay! sin las creencias de otro tiempo en el alma. La vida ha pasado de la infancia á la madurez; las facultades intelectuales han pasado del sentimiento á la razon. Creemos con arraigada creencia que el hombre, este compuesto de alma y cuerpo, no sólo tiene que cumplir fines materiales y fines temporales; no sólo tiene que obedecer leyes mecánicas y dinámicas, sino que debe cumplir tambien fines morales, fines eternos, y debe obedecer á leyes cuya existencia implica necesariamente y cuya observancia exige la profesion de estos cuatro principios capitales de toda doctrina religiosa y espiritualista: Dios y su providencia, el alma inmortal y su responsabilidad. Pero no creemos que estas ideas sean como el patrimonio de una[p. 110] exclusiva asociacion y que para inspirarlas y difundirlas hayan sido indispensables milagros que contradicen las leyes naturales del Universo y las leyes científicas de la historia, ni condensaciones del espíritu divino en una sola persona, la cual constituya castas representativas de Dios y de su revelacion como privilegiados del cielo sobre la faz de la tierra. Creemos, al contrario, que Dios nos ha dado desde el principio de los tiempos, para conocer el bien y el mal, la conciencia; para conocer la verdad y el error, la razon; que así como físicamente llevamos en nosotros átomos de todo el Universo, moralmente llevamos en nosotros los jugos de todas las revelaciones sucesivas y nuestro espíritu es el resultado de las ideas de todos los siglos, con cuyos esfuerzos y con cuyas luces y con cuyos martirios hemos logrado los bienes mayores de nuestra existencia y el inapreciable de la redentora emancipacion. Por consiguiente, toda la parte legendaria, fantástica, mitológica, que siglos de guerra, que razas primitivas, que duras épocas de hierro pedian y necesitaban para cumplir sus primordiales deberes, no lo necesitan nuestros tiempos, conocedores del bien por la pura razon, amándolo por los imperativos mandamientos de la conciencia y no por la fuerza coercitiva de instituciones mil veces trasformadas en la his[p. 111]toria y hoy caidas en irremediable decadencia.
Y no decimos más. Nuestra filosofía histórica, sin excluir la fe en principios absolutos, nos permite remontarnos á los tiempos pasados, imbuirnos en sus creencias, vivir en ellos como si fueran presentes, juzgarlos con arreglo á su propio ideal y no con arreglo á posteriores sistemas. Nosotros no imitarémos á los furiosos iconoclastas, que para traer los tiempos del espiritualismo, demolian las bellas estatuas de los antiguos dioses; y tampoco á los frios clásicos, que para rehabilitar la naturaleza nada sentian sino la barbarie de la Edad Media bajo las bóvedas de las catedrales góticas. En nuestra doctrina filosófica no cabe el engaño de Goethe, que en Asis se extasiaba ante un templo pagano de la decadencia, y no tenía ni una mirada, ni una palabra, para el monasterio de San Francisco. No caerémos nosotros en el error de proponer como perfectos modelos hoy los pintores de la decadencia cual proponia Chateaubriand á los Carraccios en El Genio del Cristianismo; ni aplaudiremos las tentativas de los pre-rafaelistas por volver á los tiempos en que eran despreciadas y desconocidas las formas. El arte místico, que, sentido con verdadera ingenuidad, profesado con verdadera fe, brotando naturalmente de un alma tan pura como el alma tierna é inocente de Fra Angélico, en tiempos de suyo[p. 112] místicos, nos parece flor del campo cargada de inmortales esencias, en nuestro tiempo, contrahecho y recalentado por una erudicion reaccionaria, nos parece como los cuadros de Overbek, flor de trapo. Toda edad contiene la edad que la precede y la edad que ha de seguirla. Para la plenitud de nuestra vida hemos necesitado pasar por tiempos contradictorios, cuyas contradicciones sólo llegan á resolverse en las síntesis superiores de la razon universal y en el eterno seno de la humanidad. Con estos dogmas entremos un momento, entremos como peregrinos del arte; entremos como copartícipes de todas las ideas; entremos, elevándonos á su tiempo, en el santuario donde todavía se presta religioso culto á la memoria sagrada de San Francisco de Asis, de uno de los últimos cristianos, todo fe, todo bondad, todo dulzura; elocuentísimo como un tribuno antiguo, exaltado como un profeta hebreo, austero como un cenobita de la Tebaida; paciente en los infiernos del feudalismo; armado de la palabra cuando todo el mundo se armaba de hierro hasta los dientes; apasionadísimo de la naturaleza y de su hermosura en aquella general crueldad y en aquel desvío por los seres inferiores; poeta místico para quien los mundos forman como una escala que sube á los cielos y los rumores de la creacion como un hosanna que alaba eterna[p. 113]mente á Dios; dotado de intuiciones sobrenaturales y de visiones proféticas por la compasion que sentia hácia los dolores de todos los desgraciados y por el interes que tomaba en la suerte de todas las criaturas; reformador profundísimo que dedujo el sentido democrático encerrado en las páginas del Evangelio y presintió la union de todas las castas en una igualdad natural; modelo de virtudes efusivas y de caridad ardiente; un redentor en el olvido y en el sacrificio de sí mismo, en el amor á los demas, en la aceptacion de todos los dolores y de todas las penas por el bien del hombre y por la gloria del Criador, á lo cual debió que su vida fuera un holocausto como el holocausto de la Cruz, y su muerte una transfiguracion como la Transfiguracion del Tabor.
En torno suyo gravitan mundos y cielos, ciencias y artes, religion y política, todo el Universo moral. Como el sol envia luz, y en la luz calor, y en el calor electricidad, y en la electricidad magnetismo, en todo vida, la idea envia en sus irradiaciones arte, religion, poesía, todo un mundo y todo un cielo. Y como San Francisco es en sí una de las encarnaciones más bellas de la idea, San Francisco moverá con su aliento desde el ala tímida del corazon de los pequeñuelos, hasta las potentes alas de la fantasía de los artistas y del pensamiento de los sabios. Los instintos y los[p. 114] sentimientos, las nociones confusas y las ideas claras, las arpas de la inspiracion y los instrumentos de la ciencia, la naturaleza y el espíritu, todo el sér de una edad, lanza vagamente á los espacios de la conciencia ciertas indefinidas y vagas esperanzas, ciertos fantásticos ensueños, el vapor de las ideas que luégo viene á reunirse, á condensarse, personificándose en un solo hombre, poeta, orador, tribuno, filósofo, artista, como en Rafael se personificó la edad del Renacimiento y en Voltaire el siglo décimooctavo.
¡Misterios de la Historia! En la época de San Francisco, en el siglo décimotercio, hay dos hombres que tocan con su razon á los últimos confines de la ciencia; que llevan en su palabra encerrados los más profundos abismos del pensamiento; titanes soportando sobre sus espaldas el peso de la eternidad. Uno de ellos se llama San Buenaventura y el otro se llama Santo Tomás, el Platon y el Aristóteles de la Edad Media. Ambos á dos han penetrado en los más recónditos senos del espíritu humano y han recorrido en vuelo jamas igualado las inaccesibles alturas de lo infinito. Uno y otro han hablado de Dios y de sus atributos; de las leyes de la providencia y de las relaciones entre la criatura y su Creador; de la naturaleza del sentimiento y de la naturaleza de la idea; del conocer, del pensar, del raciocinio,[p. 115] de todo cuanto existe en la realidad y es dado que exista en lo posible, desde el grano de arena al orbe luminoso, desde el orbe al ángel, desde el ángel al Verbo en la doble inmensidad del infinito moral y del infinito material; y sin embargo, ni uno ni otro han logrado fundar elevada estética, que sientan así el campesino como el pintor; mover el mundo á la creacion de austera sociedad, que lleve en su seno los gérmenes de revolucion universal; suscitar desde confesores, poetas, mártires, arquitectos, pintores y escultores, hasta muchedumbres de ambos sexos dispuestas á vivir combatiendo y á morir sacrificándose por un misterioso ideal: que esa obra milagrosa ha quedado para el pobre, para el ignorante, para el insensato, para el jóven demente á quien apedreaban los chicos de las calles y de quien se reian todas las gentes acomodadas y de seso; para el iluminado San Francisco. ¿Y por qué? Tanto valdria preguntar por qué el redentor no es aquel hombre moral que despertaba la conciencia humana con su palabra sencilla y moria envenenado departiendo á los primeros resplandores del alba y á las primeras sombras de la agonía con sus discípulos sobre la existencia de Dios y la inmortalidad del alma; por qué no es el autor inmortal del Banquete y del Fedon, el que ha visto todas las cosas en las ideas y todas las[p. 116] ideas en el Eterno y ha hablado de lo infinito y de su luz con palabras que extasiarian á los ángeles; y sin embargo, es el oscuro judío, el nazareno desconocido en la tierra, que habla al pueblo más despreciado de todos los pueblos en la lengua más ignorada y tiene por principal inspirador el desierto y por apóstoles y por discípulos el primer publicano encontrado en las encrucijadas de los abandonados caminos y el primer pescador que tiende sus redes sobre lagos pestilentes y muertos, profesando una idea evaporada por las cenizas de Palestina, la cual ha de exhalar en aromas de incienso religioso un nuevo espíritu y ha de destruir con sus raíces nada ménos que la antigua Roma. ¡Ah! El mundo se ilumina por la inteligencia, pero se sojuzga por la voluntad; lo esclarece la idea y lo conquista el corazon. Hacen mucho los que saben pensar; pero hacen más los que saben morir. La razon es la luz; pero el amor es el fuego en que los mundos se forjan. San Francisco, como Cristo, siente la caridad y el anhelo por el sacrificio. Por eso, recorriendo las páginas de los sabios, aprendeis; y recorriendo la vida de este monje, sentís. Los teólogos podrán moveros á pensar; pero á la accion sólo os moverá esta voluntad impetuosa del milagroso cenobita. Y por el amor alcanzó en tiempos de ódio y guerra la caridad; en tiempos de aristocracias feuda[p. 117]les la igualdad; cuando se constituian hasta los sacerdotes en soberanos, porque fuera de la dominacion terrena apénas se alcanzaba ni siquiera la autoridad moral, evangélica democracia inspirada en los más puros sentimientos cristianos, que debia contribuir á demoler las castas, á renovar la sociedad, á traer los gérmenes del espíritu moderno. Y la razon dice al par de la fe:—¡Gloria á San Francisco!—
Veniamos de Terni. Acabábamos de estar en comunicacion estrecha con la Naturaleza; habiamos recorrido plantaciones de moreras, viñedos, olivares, naranjales cubiertos de blanco azahar y filas de granados cubiertos de rojas flores; verdes praderas sobre las cuales discurrian las mariposas y las abejas y los abejorros; trigos rubios cuyas espigas se doblaban al peso de los maduros granos y ondeaban al impulso de las sosegadas auras; montañas con sus cimas ceñidas de oscuras encinas y con sus laderas ornadas de claros castaños; caminos abiertos sobre los abismos y en las duras peñas desde donde se descubrian entre los celajes[p. 118] las dentadas cordilleras con sus picos nevados; lagos tranquilos, como el lago de Pié de Lugo, que reflejaban todos los matices del cielo y todos los bosques y aldeas de la orilla en el cristal de sus aguas; impetuosísimas cascadas, como la cascada del Velino, despeñándose de alturas vertiginosas entre breñas tapizadas de plantas acuáticas para formar trombas y torbellinos de espuma sobre cuyas blancas espirales se tendia el arco íris; maravillas inagotables de la creacion que fortifican y animan; pues en lugar de mover la actividad febril del pensamiento, como las maravillas del arte, la adormecen y la serenan, anegándonos por completo en los torrentes de la vida.
Poco despues de mediodía llegábamos al frente de Asis en hermosa tarde de Junio. No puedo describir mi entusiasmo y mi asombro. Hácia el norte, recostada sobre los peñascos, veíase la ciudad pontificia, sobre la cual se eleva fuerte castillo almenado y á cuyo oriente se extiende el gótico monasterio ostentando arcos tan fuertes y tan numerosos como los arcos de antiguos acueductos. Difícil es describir el efecto maravilloso que desde fuera, desde los alrededores, produce una de estas ciudades italianas ceñidas de verdor, cortadas á trechos por floridos jardines, ricas en monumentos, alzando sobre las hileras de sus tejados ó de sus azoteas, los botareles, las agujas,[p. 119] las torres, las rotondas, las pirámides, los campanarios, todos de piedras brillantísimas y preciosos mármoles, realzados y esmaltados por los reflejos de este cielo y los resplandores de esta luz, sólo comparables al cielo y á la luz de nuestra España. Parecen, más bien que realidad, imaginados cuadros; más bien que habitaciones de estos dias, habitaciones de otras edades estéticas: sus piedras cantan y murmuran con cantares y rumores inefables como un misterioso bosque; y por lo alto de los frisos y de las almenas y de las largas líneas y de las bordadas cresterías se pasean las sombras de los artistas y de los héroes y se ven subir en luminosos enjambres las ideas de otros siglos. Para sentir emociones como éstas hay que trasladarse á las orillas del Tajo y ver en la vega de Toledo, al pié del puente de Alcántara, las ruinas de la Galiana, los arcos romanos, los acueductos del artificio de Juanelo, el torreon medio derruido y los muros medio destrozados del castillo de San Servando, la crestería greco-romana del alcázar, la puerta del Sol con sus gruesas torres y sus ajimeces y sus alicatados mudejares; cuadros maravillosos, no tan admirables por su dibujo y por su color como por las ideas que evocan y los recuerdos que guardan, mostrando en breve espacio el sagrado panteon de toda nuestra historia.
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Á pesar de lo mucho que Asis nos encantára al descubrirlo desde el ferro-carril, no dirigimos allá nuestros pasos; los encaminamos al monasterio de Santa María de los Ángeles, erigido en la llanura, en la vega, para abrigar la casa donde San Francisco tuviera sus primeras visiones y fundára su órden. Dos lugares he visto igualmente famosos como cuna de dos órdenes igualmente célebres. El uno es la iglesia de los Ángeles en Asis, cuna de los franciscanos; el otro es la iglesia de Montmartre en París, cuna de los jesuitas. Al ver el primero de estos lugares, la inteligencia se abre á la fe y el corazon á la esperanza, sintiendo vivamente la grandeza de aquellos hombres y participando de sus aspiraciones en la medida que puede participar el espíritu moderno; pero, al ver el segundo, se os oprime el pecho y se os nubla la inteligencia, como si cayerais en lo vacío. Y es porque en San Francisco nació una órden, que, si ha sido ya suprimida por nuestro tiempo, realizó verdaderos progresos respecto á los tiempos anteriores y contribuyó á la educacion del género humano, obra de libertad y de paz, miéntras que en Montmartre nació otra órden, que fué como una confabulacion permanente y empedernida contra todas nuestras libertades y contra todos nuestros progresos, obra de reaccion y de muerte. En la vega de Asis veis pasar ideas[p. 121] que han iluminado la conciencia humana y en las alturas de Montmartre sentís el roce frio en vuestras sienes de las aves nocturnas que habitan las tinieblas. Todos los progresos ¡ah! son igualmente grandes y todas las reacciones igualmente funestas en toda la redondez del planeta y en toda la sucesion de los siglos.
El monasterio de Santa María de los Ángeles tiene armoniosas proporciones. Lo ideó Vignola, y lo ideó con arreglo al gusto y al ideal de su tiempo. Los arcos romanos se suceden y sostienen sus sólidas bóvedas; la cruz latina constituye su planta; en el crucero se eleva una rotonda airosa, imitacion más ó ménos lejana de la rotonda de San Pedro; cuadros de la decadencia ornan sus altares; y la luz del dia penetra libremente por sus anchas ventanas y se refleja en sus blanquísimas paredes. El edificio peca de todo cuanto pecan los edificios de esta edad, nuestro Escorial tambien, por sobra de ciencia matemática y falta de inspiracion religiosa. Para mayor desgracia, los terremotos frecuentísimos en esta tierra volcánica lo han tristemente lastimado y las recomposiciones sucesivas no han sabido restaurarlo. Pero allí, en medio de la iglesia, bajo la rotonda, se eleva, conservado por la piedad, el humilde tugurio, más que casa choza de pobre argamasa, de piedras toscas, de estrechas puertas[p. 122] y ventanas, donde San Francisco meditó, ayunó, rezó, padeció, lloró hasta el extremo de ver al traves de sus lágrimas reproducida la tragedia del Calvario y á Cristo agonizando en lo alto de la Cruz, con sus llagas abiertas, sus ojos extintos, sus labios cárdenos al dolor y á la agonía. Hoy no tiene el esplendor de otros tiempos. Estos monumentos, miéntras pasan por la fe, brillan, y cuando la fe les falta, se oscurecen; como esos meteoros que son estrellas en los aires y toscos pedruscos al tocar al suelo. Pero confieso que me sobrecogí con religioso respeto, que me extasié como si estuviese fuera de mí mismo al tocar aquellas piedras, á traves de cuyo frio sentíase aún el calor del alma que las habia penetrado mil veces de pena con su oracion y sus sollozos. Confieso que me pareció ver una de esas zonas misteriosas que anuncian las trasformaciones del espíritu humano, especie de líneas ecuatoriales en los hemisferios del tiempo, especie de puntos que señalan el crecimiento de nuestro sér como los diversos terrenos señalan el crecimiento de nuestro planeta; grandes condensaciones de ideas abstractas, núcleos de la luz espiritual, fin de unas y principio de otras edades, santos dias del génesis social á que debemos nuestra difícil existencia y nuestras várias redenciones. No sé por qué, allí vinieron á mi memoria tantos y tantos[p. 123] redentores como han contribuido ántes y despues de San Francisco á nuestra emancipacion: el que nos sacó de la servidumbre de Egipto al traves de las aguas del mar Rojo y el que rompió las últimas cadenas del esclavo á las orillas del Misisipí; el que arrancó su fuego á los cielos para animar el hombre primitivo frio como sus dólmenes de piedra y el que talló las letras de imprenta con cristal y plomo para multiplicar las ideas en la inteligencia como se multiplican los mundos en los cielos; el que murió en ignominioso patíbulo por la igualdad y la fraternidad de todos, y el que padeció en los calabozos de la Inquisicion por agrandar el espacio á nuestros ojos; el que bebió la cicuta y en el fondo de su copa dejó la idea de la libertad de nuestra conciencia para darla á beber en comunion santísima á todas las generaciones, y el que, extendiendo sus brazos desde débil esquife al mar velado por misterios pavorosos como las grandes tempestades, completó la tierra y ensanchó el alma; coro unido á traves del tiempo y del espacio en una misma obra, cuyo fundamento arranca de las más recónditas profundidades del espíritu humano y cuya cima se pierde en el seno de Dios. Aquella casa, que despertará emociones vivísimas en todos cuantos amen las verdaderas grandezas de la historia, ha sido profanada por una obra de partido, por una[p. 124] obra de reaccionarias escuelas. En la parte que da á la puerta principal se ve una pintura neocatólica de Overbek. Engendróse al mismo tiempo que se engendraba la Santa Alianza, una doctrina filosófica, la cual tendia á llevar el arte más allá de Rafael, como tendia á llevar la ciencia más allá de Kant y de Descártes, la historia más allá de Vico y de Herder, la política más allá de las instituciones modernas, al seno de la Iglesia intolerante y de los castillos feudales. Tal escuela, no contenta con creer que podia restaurarse cuanto habia destruido la mágica lira de Ariosto, la inmortal sátira de Cervántes, la voz tempestuosa de Lutero, la sardónica risa de Voltaire, las llamaradas de elocuencia lanzadas desde lo alto de la tribuna por Mirabeau, creia tambien que estaba en el caso de ir á los siglos medios y resucitar los cuadros de escuelas anteriores al descubrimiento de la perspectiva, á la resurreccion de la naturaleza, al estudio de la forma humana, al despertar de la Grecia y de su inagotable inspiracion, á todas las espléndidas irradiaciones del Renacimiento. Para estos reaccionarios, el bello ideal se encontraba en los tiempos en que no se habian medido las proporciones, ni estudiado la anatomía, ni conocido nuestro cuerpo, entre las figuras escuálidas, todavía sobrecogidas por los terrores del infierno y apartadas de todo[p. 125] contacto con el Universo, hijas del vivo recuerdo de nuestra primera culpa, atormentadas por todos los torcedores del remordimiento. Si tal teoría fuese cierta, si solamente tuviéramos por estéticas las obras inspiradas en una fe vivísima, en una fe apartada de nosotros, en una fe ortodoxa, debiamos menospreciar esas mismas escuelas de Umbría y de Siena por donde ha pasado un soplo anticipadísimo del Renacimiento; esos mismos Cimabue y Giotto que han entrevisto el crepúsculo de los nuevos dias del espíritu; esos mismos Nicolás y Juan de Pisa que han estudiado la caza de Meleagro en los sarcófagos griegos; y debiamos irnos á los maestros mosaistas, á sus figuras colosales y rígidas, á sus ojos muertos, á sus rostros inexpresivos, á sus grupos arreglados litúrgicamente, á su ausencia de toda anatomía en el cuerpo y de toda perspectiva y de todo paisaje en los fondos, privándonos hasta de penetrar en las catacumbas, porque sus cuadros se hallan muy cerca del antiguo paganismo y han tomado la mayor parte de sus símbolos en los bajos relieves, así griegos como romanos, y han reproducido los antiguos sepulcros.
Para contestar á estos reaccionarios, sería preciso que se restaurase el poder temporal y se devolviera el dominio absoluto en la conciencia y en la política á los papas; que en cada marca se[p. 126] descubriese un castillo feudal con sus fosos y sus almenas, sus puentes levadizos abajo, y arriba sus horcas ocupadas por cuatro ó cinco villanos ahorcados, gran vista para sus señores y gran festin para los cuervos; que volviésemos á escribir y hablar el latin eclesiástico en vez de estas lenguas modernas cuyas primeras palabras han sido tambien el primer balbuceo de la política láica; que eleváramos para reemplazar nuestras fábricas y nuestras máquinas, un cordon de fortalezas y otro cordon de monasterios, y sustituyéramos al telégrafo el mensajero y al vapor el rocinante de los nobles ó el rocin de los plebeyos; que la retorta química donde se ha descompuesto el agua y el aire y se han encontrado elementos nuevos necesarios á la vida, se sustituyera con la cocina de los alquimistas y el espectro solar y el telescopio herscheliano con los horóscopos y la quiromancia; que pulverizáramos la Vénus de Milo, el Apolo del Belvedere, las Gracias de Siena y pusiéramos en su lugar las esculturas bizantinas de los siglos décimo y undécimo con sus cuerpos groseros como la barbarie y sus labios contraidos por el Dies iræ de la desesperacion y de la muerte; que volcáramos de nuevo el infierno con todos sus horrores sobre la tierra desgarrada y devolviéramos su viejo poderío al demonio de la Edad Media; que eleváramos en el trono de[p. 127] la autoridad un esqueleto inmenso con la guadaña por cetro y en las alturas del infinito el implacable semítico Dios de la cólera y de la venganza. La reaccion artística se ha verificado. Ha tenido su estética y ha tenido sus pintores en Alemania. El fresco de Overbek trazado sobre el exterior de la casita de San Francisco en la iglesia de la Porciúncula, es uno de sus más bellos monumentos y una de las más felices imitaciones de la Edad Media. Yo no puedo ver sin verdadero entusiasmo las obras de los artistas místicos de los siglos católicos, porque tienen las dos condiciones esenciales al arte, la inspiracion espontánea y la naturalidad completa. Pero yo no puedo ver sin repugnancia las figuras modernas que no han nacido de la cándida fe, sino del recalentado estudio. La escuela académica, con sus griegos y romanos de convencion, paréceme fria y mentida; pero la escuela pre-rafaelista, con sus santos de encargo, paréceme reaccionaria y absurda. Los pintores como Giotto, como Fra Angélico, que es la más alta expresion del misticismo artístico, han pensado y han sentido lo que han hecho; y sus ángeles y sus Vírgenes y sus Cristos traen visiblemente en los ojos y en los rostros un divino resplandor de los cielos. Pero estas figuras convencionales de Overbek no tienen ni siquiera un reflejo de sus inmortales modelos. Aquellos[p. 128] grandes artistas han descuidado los cuerpos como cosa poco apreciable en las edades olvidadas de la naturaleza; pero han reconcentrado la idea purísima y el puro espíritu en los rostros, de una expresion inimitable por el candor y la profundidad del sentimiento, absorto en las divinas contemplaciones y en los arrobados trasportes: Overbek, más sabio, más matemático, dibuja mejor que sus maestros los cuerpos, ciertamente; pero no acierta, ni de léjos, á pintar como ellos los rostros. Y es porque los pintores místicos sólo han debido convertir los ojos á sí mismos para encender en fe y caridad á sus santos, miéntras los pintores neo-católicos han fingido unas creencias y una inspiracion que realmente ni recogian por sus venas en la naturaleza y en la temperatura de este nuestro siglo, ni llevaban dentro de sí como una idea innata.
Hay tiempos de mucha fe, que son poco propicios al arte. Para persuadirse de ello, basta contemplar uno de esos Cristos bizantinos que han brotado de la religion más pura, que han sido adorados con el fervor más intenso, que han hecho los milagros más patentes, pero que hieren todo sentimiento estético por su monstruoso dibujo y su deforme rostro. Mas preguntadle á un creyente, y los proclamará obra perfecta de los ángeles del Empíreo. Los que al ver una estatua[p. 129] griega creian ver al demonio, son tan poco artistas como los que al ver un cuadro místico sólo se fijan en las incorrecciones de la forma y no sienten la ingenuidad de la fe. Ciertamente se puede aprender mucha religion en San Justino, San Basilio, San Cirilo y San Clemente; pero no se puede aprender mucha estética, si es verdad, como afirma Toulgoüt en su sábia obra de los Museos de Roma y Rio en su Historia del Arte Cristiano, que sostenian la tésis de la fealdad material de Cristo. Lo que sí puede asegurarse es que la práctica de esa tésis se encuentra en casi todas las obras anteriores al nacimiento de la pintura y de la escultura modernas. La crucifixion, que luégo ha sido la apoteósis más pura del dolor, que ha inspirado á Rafael su Camino del Calvario ó Pasmo de Sicilia; á Velazquez y á Murillo sus dos Cristos en la agonía; á Rubens y á Rembrandt sus Descendimientos; á Miguel Ángel su Soledad al pié de la Cruz con el Divino Hijo muerto en los brazos; esa tragedia, quizá la más reproducida de todos los Evangelios, no fué jamas pintada por los primeros pintores hasta fines del siglo séptimo, en que el Cánon de un Concilio celebrado en seiscientos noventa y dos, permitió asunto tan religioso á los buriles y á los pinceles. La maternidad misma de María, fuente inagotable de inspiraciones profundísimas, no aparece en los prime[p. 130]ros tiempos. La Vírgen es una cándida jóven, sencillamente vestida, de pié siempre, la mano sobre el corazon, los ojos en el cielo, y sólo más tarde surge contemplando un cielo más bello y más extenso en las tiernas miradas de su Divino Hijo.
En el arte precisa buscar, no lo más religioso, sino lo más bello, y es lo más bello lo más inspirado, y es lo más inspirado lo más natural y espontáneo. El poder creador del genio se parece al poder creador del Cósmos, en que muestra la relacion misteriosa del espíritu con la naturaleza y la no ménos misteriosa de la naturaleza y del espíritu con Dios. Sin duda por esta razon, las obras espontáneas llevan el sello de la originalidad y de la vida, en tanto que las obras imitadas llevan el sello del artificio y de la decadencia. Sumergíos en el océano de la poesía nativa, recoged luégo el espíritu universal de vuestros tiempos, inspiraos en vuestra propia personalidad, y obtendréis la expresion bella de la idea, mereciendo el nombre de artistas. Cada siglo tiene su propia inspiracion. Y en el nuestro, así como ha crecido el Universo, ese teatro de la idea en sus más primitivas manifestaciones; y ha crecido la Historia, ese teatro de la libertad; y ha crecido la sociedad, ese teatro del derecho, debemos esperar que crezca el arte, donde llega, por intuiciones sobrehumanas, lo[p. 131] finito á compenetrarse de lo infinito, y el alma del hombre á enrojecerse en la sustancia de Dios. Cuando la antigua mitología llegó al mito de Psíquis, de la jóven misteriosa que deseando conocer el Amor, encendiera su lámpara, y solamente lográra verlo perderse entre los astros; en este mito, que desconcertaba la armonía del alma con la naturaleza, diríase perdido para siempre el arte, brotó la idea cristiana, y el alma, triste, desolada, llorosa, encontró á Dios. Pues en nuestro tiempo busca tambien la razon algo tan misterioso como el espíritu que, al comenzar nuestra era, se escapára de su seno y se perdiera en el cielo. Fiemos en que encontrará para el arte una zona más espléndida y una esfera más lata, donde se compenetren lo finito con lo infinito sin necesidad de restaurar ni los ídolos del Paganismo, ni los ídolos de la Edad Media.
Así, en el monasterio de Santa María de los Ángeles, ni las largas líneas de Vignola, ni los aparatosos cuadros de la escuela boloñesa, ni las secas pinturas de Overbek, ya quebrantadas y borrosas como la reaccion de que han sido símbolo, llegan á conmoveros como os conmueve la casita, la Porciúncula, pobre choza de la oracion, donde un verdadero penitente ha padecido y ha llorado. Despues de visitarla, despues de recoger[p. 132] la idea que se escapa de sus piedras, ya podeis dirigiros al monasterio de Asis y penetrar en sus góticas bóvedas y recibir en vuestra alma el presente de grandes y profundas emociones con la evocacion misteriosa de una sincera fe. Y penetrados de estas ideas, nos dirigimos al monasterio y al sepulcro de San Francisco.
Allá, en las alturas, sobre dos series de marmóreos arcos sobrepuestos, se alza el monumento, cenobio, palacio, iglesia, castillo, resúmen de la vida en edades verdaderamente religiosas. Entre sus muros y sus ojivas descúbrense, todavía más arriba, la ceñuda fortaleza con sus almenas medio destruidas; á un lado las colinas formando como abreviada cordillera; á otro lado la ciudad con sus edificios agrupados en torno de várias originales iglesias; al pié un torrente, ahora seco, el cual debe arrastrar gruesos cantos rodados y debe venir en la estacion de las lluvias con ruidoso ímpetu. La severidad del paisaje, solemne, sobrio, majestuoso, verdadero cuadro de la escuela de Umbría, os prepara bien á la solemnidad de las reli[p. 133]giosas emociones. Una puerta tosca, una cuesta agria, várias casas suspendidas entre las breñas, algunos olivos retorcidos cual si los azotára siempre el viento y con las raíces fuera de la pedregosa tierra, semejando á uno de esos dibujos con que Doré ha ilustrado la Divina Comedia, son los únicos objetos que veis al llegar á la entrada del monasterio, y, en verdad, os invitan todos al recogimiento y á la penitencia. Un claustro se abre á vuestra vista, un claustro prolongadísimo, de arcos airosos, de delgadas columnas. Ni un viviente, ni una sombra; algunas golondrinas juguetean por aquellas largas líneas; menuda lluvia primaveral da sedoso lustre á la hiedra pegada por las piedras, y airecillo suave agita las largas guirnaldas de zarzas que festonean los muros. El edificio es de un exterior austero, la puerta de un trabajo prolijo, las ventanas de un gusto puramente gótico, todos los objetos que os rodean, de un aspecto monástico; y, peregrino del arte como sois, vais comprendiendo hasta identificaros casi con ellos por la fuerza del pensamiento á los peregrinos religiosos, venidos de luengas tierras y anhelantes por aplicar los labios á la losa de un sepulcro donde se guardan torrentes de vida para las almas.
Hay tres iglesias sobrepuestas como los términos de una argumentacion escolástica; como las[p. 134] gradas de una escala mística, como las iniciaciones de las sectas, como los tres mundos, el de las sombras y de la muerte, el de la vida y de la prueba, el de la luz y de la gloria, siendo, en realidad, toda aquella aglomeracion de místicos edificios, una teología en piedra. Lo primero que hacemos es descender á la iglesia subterránea, especie de caverna que guarda la tumba del santo. Las sombras se palpan, y la escasa luz que os guia sólo sirve para aumentarlas. Creeis descender al centro de la tierra y despediros para siempre del aire y de la luz. Fria humedad os penetra hasta los huesos, y el humo de las lámparas y el olor del incienso os dan la idea de que entrais en esferas sobrenaturales como en alas de algun genio, porque todo cuanto os circunda se aleja de la realidad y se acerca á la region de los sueños. Por fin, á la dudosa luz mal reflejada en los mármoles, bajo lujoso templete, tras una verja dorada, veis el sepulcro de San Francisco. Excesiva devocion lo ha ceñido con adornos modernos y lo ha coronado con lujoso templete, ántes propio de jardin que de cenobio. Cuadrábale mucho más la caverna tosca, la soledad mística, la losa desnuda sobre la cual cayeran gotas filtradas por las peñas y lágrimas desprendidas de la fe. Es más poética que esta decoracion de nuestro tiempo, la creencia de la Edad Media. Para aque[p. 135]llos fieles, San Francisco no ha muerto; está de rodillas, en penitencia, en oracion, plegadas las manos, extáticos los ojos, allá en lugares inaccesibles hasta para las águilas, donde sólo pueden llegar las estrellas, intercediendo por nosotros los mortales, desarmando la cólera de Dios; y no subirá al Empíreo y no entrará en la gloria sino despues del Juicio, cuando, destruida la tierra, evaporados los mares, en cenizas los astros, en pavesas los soles, consumada la obra providencial, haya podido, ofreciendo el holocausto de sus dolores por nuestras culpas y llamando la inefable misericordia sobre nuestros huesos, rescatar el mayor número de almas para el cielo y gozar así en paz eternamente de su propia bienaventuranza.
De todas suertes, profanado ó no, afeado ó no, es uno de los monumentos más gloriosos que hay en el planeta; es una de las piedras que señalan el camino de las edades históricas; es uno de los núcleos donde se ha condensado la materia cósmica de las ideas y se ha ido formando este cometa de orígen divino y de órbita incalculable que se llama el humano espíritu. Oscuro jóven, de vida ligera, de costumbres sensuales, de oficio vulgar; modesto comisionado de una casa de comercio; sin ninguna instruccion y sin otras aspiraciones que los divertimientos y los goces pro[p. 136]pios de su clase y de su edad, siente cierto dia que extraña idea, como una chispa eléctrica, como un efluvio magnético, se derrama por sus fibras, por sus nervios, por sus venas; y agitado, febril, convulso, arroja los arreos de placer, de fiesta, de viaje; se ciñe cuerda de esparto á sus riñones y tosco sayal á sus carnes; abraza la penitencia para sí, la predicacion para los demas; y á sus sollozos, á sus palabras, á sus cánticos, la tierra se conmueve como si la agitáran misteriosas palpitaciones; los pajarillos del cielo suspenden su vuelo y se extasian; los lobos del desierto pierden su crueldad y le lamen los piés; dejan los niños la teta de sus madres para oirle; abandonan los jóvenes el lecho de sus placeres para en las maceraciones imitarlo; cuelgan las doncellas los velos virginales y los largos envidiados cabellos para desposarse con el ideal religioso; los guerreros arrancan las cóleras á sus hígados y los ódios á sus corazones; el señor se cree igual con su siervo; los ricos reparten sus tesoros á los pobres; levantan los arquitectos místicas naves que llevan las oraciones de la tierra al cielo; esculpen los escultores santos que nadan entre los resplandecientes íris formados por los brillantes vidrios y las notas lanzadas por el órgano; empapan los pintores sus pinceles en la fe y nos suben al Empíreo y bajan hasta el alcance de nues[p. 137]tros ojos de carne los ángeles y los serafines que agitan sus áureas alas en la luz increada; cantan los poetas en lengua no aprendida, como las aves, todas las efusiones del amor encendido en las creadoras divinas llamas; predican los teólogos una ciencia más amplia y más cercana á los arquetipos de la eterna verdad y de la hermosura eterna; se trasforma y como que se derrite el mundo feudal de tosco hierro donde estaban atadas todas las cadenas; y sobre los dolores humanos se entreve que, así como la Biblia ha sido completada por el Evangelio, el Evangelio se va completando por otra revelacion: por la revelacion del Espíritu Santo, en cuyo seno renace más puro el Universo y se purificarán como en resplandores etéreos nuestras oscuras almas.
¡Oh! La historia entera es una escala de sepulcros. El sepulcro de los Faraones en las pirámides del desierto separa el mundo oriental del mundo occidental; el sepulcro de Alejandro en Egipto separa el viejo mundo griego y asiático del mundo romano naciente; el sepulcro de Cristo en Jerusalen separa la historia antigua de la historia moderna; el sepulcro de Mahoma en la Meca separa la edad pagana en su raza de la edad monoteista; el sepulcro de Carlo-Magno en Aquisgran separa los tiempos teocráticos en la Edad Media de los tiempos feudales y militares; el se[p. 138]pulcro de San Francisco en Asis señala verdaderamente la decadencia del espíritu feudal y los primeros albores del espíritu moderno. Este siglo décimotercio es un siglo de resúmen de toda una civilizacion, como lo fué el siglo primero de nuestra era respecto á la antigüedad. Resume la ciencia católica en Santo Tomás; resume la política católica en San Luis; resume la poesía católica en el Dante; resume el poder católico en Inocencio III; resume la pintura católica en el Giotto; resume la legislacion católica en Alonso X; resume la escultura católica en Nicolás de Pisa; resume la vida católica en San Francisco de Asis. El genio católico ha escrito su testamento y por los bordes del horizonte raya un nuevo genio. El sepulcro que adoramos es como un planeta donde han surgido con la vegetacion frondosa de nuevas ideas los organismos varios de una nueva sociedad. ¡Gloria á San Francisco!
Y subimos á la segunda iglesia. La necesidad de ver la luz y de respirar el aire que sentiamos despues del viaje subterráneo, nos movió á salir al atrio y á detenernos un momento al pié de la columnata. Allí contemplamos la vega lejana, las montañas azules, el cielo trasparente, de ese color clarísimo que toma en el Mediodía tras una fuerte lluvia, y nos enteramos de cierto sepulcro esculpido allí, obra de Nino y propiedad de un tirano[p. 139] de Pisa, demente furioso como todos los déspotas, dado al lujo oriental, que no recibia á nadie si no se le presentaba de rodillas, que jamas aparecia en público sino vestido de lucientes ropajes todos sembrados de pedrería y ceñido de sacros relicarios primorosamente cincelados; y que forzaba á los artistas á regalar con obras maestras y dones cuantiosos á su impúdica esposa y á construir para él sin retribucion alguna tumbas primorosísimas, puestas bajo la proteccion de San Francisco para que le libertára de sus propios remordimientos y le conciliase la divina misericordia. La intercesion del Santo le habrá podido valer en el cielo, pero no le ha valido en la historia.
Al cabo entramos en la segunda iglesia, cúspide de la iglesia subterránea y base de la iglesia superior, pues no debe olvidarse que los tres monumentos ocupan el mismo espacio, sobrepuestos unos en otros. Sus arcos ojivales, que se encorvan para soportar el peso del edificio de arriba; sus ventanas góticas, que ciernen resplandores crepusculares y dudosos; su pavimento tapizado de lápidas fúnebres, que os hablan mudamente del dogma de la inmortalidad y de la muerte; sus paredes, en las cuales se destacan blanquecinas estatuas entre las negras sombras; sus cuadros, en que brillan profusamente ángeles y santos y vírgenes y már[p. 140]tires con sus palmas verdes en las manos y sus aureolas de oro en las sienes; el color azul oscuro de las bóvedas, todas sembradas de estrellas como si vinieran al santuario para beber la luz con que han de iluminar los espacios; las figuras de los frescos, desprendidas casi de lo alto para flotar en la atmósfera de incienso; las columnas, levantándose y abriéndose cual troncos y copas de misteriosos árboles, cual ramas de ideal vegetacion; las cabezas aladas entre los festones de mirto y de acanto; los vidrios de colores, que recogen el esplendor del dia y lo descomponen y lo reverberan en los mármoles, tiñendo desde las losas más profundas hasta las más elevadas aristas con los matices del íris; todas estas formas del arte, todos estos símbolos de la idea, todas estas aspiraciones á lo infinito os dan tal emocion, que vuestras rodillas flaquean, vuestros ojos se sumergen involuntariamente en el éxtasis, y vuestra alma, desprendida de su cárcel de barro, busca, subiendo por la escala mística de la religion, el orígen misterioso de tantas inspiraciones sublimes, la esencia incomunicable del Eterno.
El monasterio de Asis no es grande sólo bajo el aspecto religioso; es grande tambien bajo el aspecto artístico. En Italia, estos maravillosos edificios señalan épocas de trasformaciones del espíritu universal. Las Catacumbas guardan los[p. 141] comienzos del nuevo genio, la semilla; San Márcos de Venecia, los maestros mosaistas venidos del Oriente y depositarios de la tradicion de Bizancio, la raíz; San Francisco, la peregrinacion de los artistas que han roto el yugo bizantino y han fundado el arte moderno desde la segunda mitad del siglo décimotercio hasta la primera mitad del siglo décimocuarto: Pisa, en su cementerio, el crepúsculo vespertino del siglo décimocuarto y el crepúsculo matutino del siglo décimoquinto; Florencia, el siglo décimoquinto en todo su esplendor, el despertar de la naturaleza en toda su veracidad, las estatuas de Donatello, las puertas de Ghiberti, los frescos de Masaccio, la cúpula de Brunelleschi; Siena, Orvieto y Perusa, los albores del siglo décimosexto; la primera, sobre las paredes de la Sacristía animados por el pincel de Pinturrichio; la segunda, sobre la capilla de la Catedral donde ha pintado Signorelli su Ante-Cristo y su último Juicio; la tercera, en la sala del Concilio, donde ha dejado Perugino sus vistosos héroes semejantes á los héroes del poema de Ariosto, con su nacimiento, parecido al nacimiento de una nueva edad; y el Vaticano, en la Capilla Sixtina con los Profetas y las Sibilas de Miguel Ángel, y en las estancias, con las Musas y los filósofos y los doctores de Rafael, la plenitud del arte que es tambien la plenitud de la vida.
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No os cansariais jamas de contemplar las maravillas de Asis en su segunda iglesia. Giunta de Pisa, el último de los maestros bizantinos, ha dejado al entrar en la Sacristía tosco retrato de San Francisco, despedida de un tiempo y de un genio que se alejan. Giotto ha pintado la bóveda del altar mayor quizas despues de un diálogo con Dante: que el altísimo poeta empezó por aspirar á fraile francisco y concluyó por inscribirse en la órden Tercera, donde eran tambien admitidos los laicos. Desde el retrato de San Francisco, pintado por Giunta, á las Virtudes de San Francisco pintadas por Giotto, media una de las más señaladas evoluciones del genio, una de las más decisivas fases del espíritu. Giotto, pobre pastor, pasa del aprisco al taller, conducido por Cimabue, y la mano cansada del maestro y la mano inexperta del discípulo, al juntarse, juntan dos eslabones de la cadena del tiempo, dos puntos de la misteriosa línea de la idea. Nadie ha sabido pintar la leyenda franciscana como Giotto, porque nadie tenía más títulos para pintarla ni más motivos para comprenderla; el cenobita rompe el cristianismo tradicional y funda un cristianismo más democrático y más humano; el artista rompe el arte bizantino, el arte hierático, y funda un arte más cercano á la naturaleza y más inspirado en la humanidad; son dos térmi[p. 143]nos de la misma idea, dos fases de la misma edad, dos matices de la misma alma. Así, convertid los ojos á la bóveda del altar mayor, recoged la luz cernida por los vidrios de colores, y ved como evocaciones del Renacimiento, como albores de la nueva idea, como almas que han roto la coyunda teocrática y han venido á otros tiempos, aunque todavía traspasadas por el clavo de la servidumbre, esas tres figuras capitales en los compartimentos, las tres mujeres que representan las tres virtudes primeras de la órden: la Pobreza con sus harapos al cuerpo, con su soga al cinto, con sus cabellos esparcidos, seguida de una flaca perra que le ladra; la Obediencia, con una mano en los labios y otra en las reglas monásticas, pronta á imponer el yugo á extático monje de hinojos á sus plantas; la Castidad, orando en lo alto de una torre, defendida por dos ángeles y desoyendo las seducciones que le envian en coronas y palmas.
Adonde quiera que volveis los ojos, encontrais nuevos motivos de admiracion y de asombro. Los artistas corren á porfía al convento sacro, cual si hubieran adivinado que allí estaban los dos manantiales eternos de toda inspiracion: Dios y libertad. Asis aparecerá siempre como cenáculo de los discípulos del Giotto y como santuario de esta escuela. Tadeo-Gadi, á quien Giotto tuvo en[p. 144] las fuentes bautismales y á quien debió la órden franciscana una serie de pinturas maestras, ha engrandecido con su pincel suavísimo el crucero. Buffalmacio, sobradamente aficionado al naturalismo y olvidado del ideal, ha esparcido allí tambien reflejos de sus creaciones, como la trágica aparicion de Cristo á la Magdalena. El consumado dibujante, el colorista animadísimo, el precursor de la perspectiva, el maestro de los primeros escorzos, el inmortal Stefano, llena con una gloria maravillosa los espacios del ábside, gloria por desgracia perdida. Cavallini, cargado de años y de laureles, seguido por un culto universal, despues de sus triunfos en Roma y en Florencia, se acerca á este santuario y pinta en el crucero de la izquierda la escena última de la terrible tragedia de Cristo, la última hora del Calvario, el Salvador iluminado por la tempestad en su alta cruz y en su postrimer agonía, con caballeros armados á sus piés, que tienen toda la energía del feudalismo, y en torno de su cabeza ángeles suaves, arrobados, místicos, que tienen toda la dulzura y todo el idealismo de una plegaria. Capanna va, se encierra allí, se consagra al arte y á la penitencia, muere mártir de su devocion por el santo y de su entusiasmo por el santuario, dejando como un símbolo de su propia desgracia y como una imágen de su sacrificio, el sepulcro[p. 145] de Cristo. Giottino siente tambien el mismo deseo de todos los artistas que aspiraban á dejar una página en el poema de Asis y corre á encerrarse dentro de sus muros sin hallar espacio suficiente á sus creaciones y sin poder teñir con su pincel más que un rincon de la capilla de San Nicolás, yéndose desde allí al convento de Santa Clara, la discípula de San Francisco, fundadora de una órden de mujeres que se calcaba sobre la regla de su maestro. Las enfermedades que le sobrecogieron no le dejaron concluir sus trabajos, y tan escaso de fortuna como de gloria, entristecido por su propio natural y por la pública ingratitud, siempre solitario, siempre encerrado en sí mismo, de claustro en claustro, pidiendo el trabajo como otros piden el pan, pasó de Asis á Pisa, de un cenobio á un cementerio, para pintar como en holocausto á Dios y obtener para la otra vida, único pensamiento suyo y objeto exclusivo de sus meditaciones, el perdon á sus culpas y el reposo que le habia negado la tierra. Y aquel paso de Giottino desde Asis á Pisa, determina otra peregrinacion general de los artistas desde el uno al otro santuario. Mas para que nada falte en la Iglesia baja de San Francisco, tambien se ve una Vírgen de Cimabue, del pintor en quien acaba el arte bizantino y empieza el arte moderno. Y entre tanta maravilla hay unos cuadros de Simone[p. 146] Memmi, á quien su devocion llevaba á pintar como los bizantinos y su natural como los giotistas. Amigo de Petrarca, cual Giotto fué amigo del Dante, retrató á Laura despues de muerta; pero con tal inspiracion, que el poeta amante cree ver al pintor trasladándose desde la tierra al paraíso á fin de entrever la mujer querida, como un ideal sobre cuyos contornos apénas se suspende el velo de las formas. Pincel así no debia faltar en santuario por excelencia del arte cristiano; de esta suerte puede asegurarse que todas las obras representativas del genio italiano, que es el genio moderno, desde las florecillas de San Francisco hasta las estancias de la Divina Comedia y desde las estancias de la Divina Comedia hasta los sonetos de Petrarca; todos los comienzos de las artes pictóricas, desde Giunta de Pisa basta Cimabue, desde Cimabue basta el Giotto, desde el Giotto basta Simone Memmi se anidan, como un coro de ruiseñores inmortales, en las sombras misteriosas de este monasterio, una de las cimas indudablemente del humano espíritu.
La verdad es que la pintura moderna, despues del Tabor que encuentra en Asis, está definitivamente fundada. Los discípulos del Giotto recorren desde allí toda Italia y practican el nuevo arte. Revolucion tan profunda no podia verificarse sin protestas vivísimas y sin tentativas de reaccion[p. 147] poderosas. El Giotto habia concluido con la pintura hierática, con el arte bizantino, de una ortodoxia y de una severidad completas. Su genio innovador prescindió del tipo consagrado por la tradicion y querido del pueblo. Atentar así á cuanto se habia adorado hasta entónces, era para ciertas almas pagadas de lo antiguo, un sacrilegio tan grande como atentar al mismo dogma. Las muchedumbres creian que los Cristos deformes y colosales, que las Vírgenes rígidas é inmóviles fueron obra de los ángeles, y un pintor láico, un pintor profano se atrevia irreverente á corregir estas creaciones del cielo. Por las venas ateridas de los grandes personajes sagrados se difundia la sangre caldeada de la nueva vida; sus ojos se movian y miraban con expresion á la manera de los mortales ojos; sus largas manos y sus delgados dedos se amoldaban al humano tipo; sonreian aquellos labios cerrados; bajo las vestiduras palpitaba su cuerpo y en torno suyo comenzaba á brotar como nueva primavera toda la naturaleza. Esto no podia tolerarse por los que estaban apegados á la tradicion religiosa. El Giotto habia querido demostrar que Cristo podia ser adorable, divino y ser tambien hermoso; la Vírgen llamarse mujer, palpitar bajo el manto, moverse, vivir y ganar en belleza estética y en carácter sagrado; los santos, tener los ojos y las manos como nos[p. 148]otros los mortales pecadores y rezar y bendecir y atraerse la pública devocion; los retratos entrar en los altares sin profanacion y sin necesidad de conservar el medio primitivo, pueril, bárbaro, que deseando manifestar la desproporcion entre lo divino y lo humano, ponia junto á un Cristo gigantesco un hombre diminuto; reglas hieráticas muy santas, pero en cuya rigidez se apagaba y moria la espontaneidad del genio. Margheritone de Arezzo es el pintor que más vivamente protesta contra estas innovaciones; el que más se aferra á la tradicion el que con mayor empeño y porfía pinta segun el modelo de las antiguas liturgias. Revelador instinto le dice que las nuevas figuras humanas son tambien humanas ideas; que por los cuadros de la reciente escuela se desliza una anticipada protesta; que rehacer el tipo del hombre y de la mujer en el arte, equivale á rehacer el tipo pagano; que evocar la Naturaleza, esa madre del pecado, vale tanto como evocar el genio de la antigüedad para completar el genio del cristianismo; que tras esta revolucion artística asoma una revolucion científica, una revolucion religiosa, una revolucion política, en las cuales se aneguen las tradiciones y sólo sobrenade la razon. Lo cierto es que llama á la puerta de los conventos; que concita las iras de las órdenes monásticas; que apela al Papa; que recibe de éste órden para[p. 149] pintar segun la antigua usanza; que consume sus fuerzas provocando una reaccion universal; que maldice de los innovadores y de sus procedimientos, y como todos los reaccionarios de la historia, muere de dolor al reconocer la impotencia de sus esfuerzos y la fragilidad de su obra.
Dominados por estos pensamientos subimos á la tercer iglesia, á la iglesia superior, que se destaca allá arriba como una aureola. ¡Cuánta luz! Parece amasada en el éter de los espacios celestes. Hasta su pavimento resplandece como si caminarais sobre el disco de un astro. Las columnas se aligeran y se lanzan audaces á lo alto; las ventanas se rasgan y se espacian; los vidrios suben por aquellos claros y por aquellos rosetones para dar á la luz toda suerte de cambiantes; las naves, de hermosa manera pintadas, semejan al cielo lleno de bienaventurados que cantan en coro entre estrellas y flores; la ornamentacion se enriquece en inacabables guirnaldas como si pretendiese encerrar allí la universalidad de las cosas creadas; los frescos tienen tal viveza y tal colorido que deslumbran; los altares brillan maravillosamente cincelados tras verjas doradas de una labor primorosa; el vértigo producido por tanto resplandor en las alturas es tal, que os creeriais atravesando en sagrado tabernáculo sobre las alas de los serafines el espacio infinito en pos del divino[p. 150] ideal, eterna aspiracion del alma y eterno arquetipo del universo. Poblad este templo y lo veréis animarse como si todavía estuvieran vivas las ideas que lo levantaron al cielo. Los peregrinos se agolpan á la puerta; los monjes cantan en el coro; los fieles se arrodillan al pié de los altares; los oficiantes con sus capas de damasco y de brocado, celebran la misa entre murmullos de oraciones que tomariais por el aleteo de las almas; sube el incienso en espirales á las bóvedas y baja la luz de las áureas lámparas y de las místicas ojivas; la melodía del órgano llena de acentos angélicos las naves; la voz de la campana llama desde la torre lo infinito y por los arcos, acabados en un punto, como el pensamiento y la naturaleza acaban en la unidad de Dios, se elevan las almas, cual por la escala de Jacob, á perderse, huyendo de los dolores y de los desengaños terrestres, en el seno de la eternidad.
¡Cuán maravillosamente comprendian los hombres de aquella edad el arte religioso! Estos tres templos elevados en el mismo espacio, puestos el uno sobre el otro, me parecen la imágen de la vida con sus raíces en el sepulcro y con sus cúpulas en el cielo. ¡Cuántos esfuerzos, cuántos trabajos, cuántas oraciones, cuántas lágrimas, para subir desde ese antro húmedo, desde esas tinieblas espesas, desde ese frio mortal de la última[p. 151] iglesia encerrada como el feto informe en las entrañas de la tierra, á la iglesia media que se dilata, como nuestra vida terrena, que mezcla sombras y luz como nuestras ideas y nuestras pasiones, que quiere alzarse á lo infinito y se encorva y se baja al peso abrumador de sus aspiraciones; hasta que al postre, en el término de esta serie, en el último peldaño de esta escala, en el esfuerzo último de ascension al ideal, se eleva la iglesia superior como la sobrehumana transfiguracion alcanzada por nuestro dolorosísimo sér, el cual, despues de haber pasado por el dolor y por la penitencia, entra allá en el cielo para coronar la pasion de nuestra vida que no debe concluir en eterna muerte, no, que debe concluir y concluirá por divina resurreccion!
Creeriais que va á reproducirse el apólogo aleman innolvidable en aquellas trasformaciones sucesivas del arte. Parece que, nacido en el fondo de las tinieblas y en las cavernas cercanas á la nada, acostumbrado á la soledad y al silencio; sin oir más que el rozar de las aves nocturnas con sus sedosas alas en vuestras sienes ó el ruido de la gota de agua como lágrima eterna en los abismos; sin ver más que la retina del buho y de la lechuza que os miran burlonamente ó el fosfórico resplandor de los huesos descomponiéndose por la humedad en la tierra, viene de pronto un genio[p. 152] y os dice que si quereis ver algo superior le sigais y os lleva en noche serena de plenilunio á las alturas y os enseña la casta luna en el zenit con su corona de estrellas, saludada por el ladrido del perro y el canto del gallo y la sonata del ruiseñor, obligándoos á creer, como hijo de las tinieblas, aquel mustio resplandor pleno dia y á quedaros allí contemplando eternamente la plateada faz del astro de las sombras, como tomándola por la última expresion de la vida y por el último grado de la luz. Y luégo otro genio os toma la mano y os muestra el sol del mediodía, esplendente, luminoso, ardentísimo, ante el cual es la luna como el fósforo de la oscura caverna y veis que el sol pinta las flores, anima al coro de las aves, derrama á torrentes la electricidad, enciende la sangre de todos los animales, suspende por cadenas invisibles en torno suyo los planetas y aumenta con su luz y su calor la vida. Y bien hallado en esta tierra hermosísima, desde cuyo seno se descubre un sol tan espléndido, anhelariais quedaros en ella, vivir eternamente en su regazo, cuando viene otro genio superior y os lleva en sus alas á contemplar estrellas ante las cuales nuestro sol es como la luna. Y allí quereis quedaros, puesto que, triste helecho de una caverna solitaria, habeis subido hasta ese grado superior de la vida, cuando viene un ángel y os ense[p. 153]ña algo mayor y más hermoso; las ideas eternas, en cuya comparacion vienen á ser como sombras los soles, y el Eterno Dios, en cuya presencia es como una mustia luciérnaga todo el Universo. Y de ascension en ascension habeis subido, materia informe, sombra espesa, niebla del vacío, á la luz, á la vida, al amor, á la inspiracion, al arte, á la ciencia, á las cimas últimas del cielo, á las últimas esferas del pensamiento, hasta ver en sobrehumanas intuiciones al Creador, y en el Creador la verdad, la bondad y la hermosura perfectas.
Desde la iglesia de Asis nos fuimos á una montaña cercana, como si tantas emociones nos hubieran dado el deseo, nunca satisfecho, de subir y subir más. Cuando la tarde espiraba, las campanas del monasterio tocaron el Angellus y llamaron á la oracion. No pude reprimir, al impulso de aquellos sonidos, un vuelco de la sangre que me recordó mi infancia y las mismas horas poéticas y los mismos toques de la solemne campana y el mismo murmullo de mística oracion. Las sombras de los siglos pasados se alzaron de sus panteones y se suspendieron sobre la cima del cenobio para decirme que en aquel campanario de San Francisco se habia saludado por vez primera con lengua de bronce el crepúsculo, cuyo poético Angellus habia corrido, en alas de las ideas, léjos, muy léjos, hasta las islas de los mares índicos, hasta los de[p. 154]siertos de América, como un zodiaco de misterios inefables que abrazára al planeta. Entónces me pareció oir que al Ave-María de las campanas se mezclaba el Ave-María de las piedras del monasterio, y al Ave-María de las piedras del monasterio el Ave-María de todos los seres de la tierra, y al Ave-María de todos los seres de la tierra el Ave-María de todos los astros del cielo en universal plegaria. Y vi á los grandes poetas del siglo pasar ante mis ojos; al que cantó la campana desde el momento en que su materia candente hierve en el molde, hasta el momento en que su voz solemne llama á los vivos y llora á los muertos; al que desde las torres de Nuestra Señora saludó con su alegre campaneo el dia de la resurreccion del espíritu humano alzado del sepulcro de la Edad Media á la vida del Renacimiento; al que apartó de los labios del alquimista desesperado la copa de veneno cuando los ecos del órgano y el repique de la Pascua le dijeron que no se habia perdido la esperanza; al que, cargado con todas las culpas y todas las dudas de su edad, dolorido con todos los dolores humanos, calumniado como amador de la vida y ansioso por el martirio y por la muerte, desde las altas torres de Venecia agrandadas por el crepúsculo, sintió caer los toques misteriosos del Angellus sobre la celeste laguna en que comenzaban á retratarse las primeras estre[p. 155]llas de la tarde y oró con lágrimas en los ojos, y al traves de las lágrimas y de las oraciones vió pasar sobre las nubes del ocaso la Madre del Verbo con su manto celeste, su extática mirada, la luna bajo las plantas, la mística paloma sobre la frente, estrechando á todos los seres contra su seno inmaculado en trasportes de maternal amor.
¡Quién no verá en el misterio del crepúsculo, en las últimas purpurinas nubes del ocaso y en las primeras rayas plateadas del alba; lo mismo sobre la cuna que sobre la tumba del dia, esa fuente de amor, esa estrella del mar, esa inspiracion del alma, á cuya inefable hermosura consagran una letanía sin fin lo mismo las cosas creadas que las ideas increadas, lo mismo los seres materiales en sus límites que las obras artísticas en sus luminosas órbitas, Vírgen y Madre, á cuyos piés baten las alas blancas los ángeles y á cuyas sienes se agrupan las estrellas, eterno ideal que el corazon adivina y que no puede alabar como se merece la tenue palabra, forzada á enmudecer ante tanta virtud y tanta belleza en una religiosa inexplicable oracion que sube al cielo como los vapores de la tarde, como el aroma de las flores, como las nubes del incienso, á mezclarse y confundirse en la aspiracion de todo lo creado hácia la increada luz!
La verdad es que no hay monumento como el de Asis, ni vida como la de San Francisco para estudiar uno de los hechos históricos en que más empeñada, repito, se halla la ciencia moderna; el nacimiento de las leyendas religiosas. Cada una de estas piedras da testimonio vivo de cómo un hombre, sujeto á todas nuestras condiciones, se eleva en poco tiempo á lo sobrenatural, perdiéndose en los celajes resplandecientes de la fantasía hasta convertirse su persona histórica en mito, su vida real en soñada leyenda. Extraordinarias facultades morales ó intelectuales, á la verdad, le adornan; exaltada virtud, elocuente palabra, efusivo amor, le llevan á grandes ideas y á grandes hechos: las gentes le siguen, los sectarios le adoran, los discípulos lo magnifican y poco á poco la fantasía inflamada lo trasfigura, y el arte, el buril y el pincel acaban la obra iniciada, que crece y toma diversas fases en los espejismos siempre movibles de las tradiciones. Despues de algun tiempo puede resultar el pensamiento de Aristóteles, puede resultar la poesía más verdadera que la historia, ó[p. 157] el pensamiento de Platon que la belleza del mito sea sólo el resplandor de su verdad intrínseca y el hombre del arte y de la poesía aparezca más real que el hombre de la crítica y de la historia. Pero venid á esta tierra de Asis; registrad estos sitios consagrados por una de las más bellas figuras que guarda en sus anales la humanidad; id á su casa, todavía señalada en las tradiciones, donde encontraréis el recuerdo de los castigos impuestos por su familia á la extraordinaria vocacion del santo; trasladaos á la humilde choza en que ve al Crucificado en sus éxtasis y traza la órden seráfica en sus meditaciones; salid luégo al templo-cenobio y sentiréis cómo un jóven falto de ciencia y de letras, movido sólo del amor, tras una vida exaltadísima por la intuicion de lo sobrenatural y la práctica de las predicaciones; tras un sacrificio contínuo por el bien de los demas hombres, puede tener en la piedad de los creyentes cuna sobrenatural y sobrenatural sepulcro; herir en la imaginacion de los poetas la tierra estéril y hacerla brotar un raudal de inspiraciones; promover y despertar en la mente plástica de los pintores un cielo de grandiosos pasajes que animen con místicas reverberaciones y extáticas figuras tablas y lienzo, bóveda y pared, claustros y altar; crecer en la fe de sus sectarios hasta el punto de que combatan y mueran por su per[p. 158]sona ó por su doctrina, exaltando una y otra hasta los límites altísimos de la leyenda y convirtiéndolas en gracioso ideal de las venideras generaciones.
Nada hay más rico que la leyenda religiosa de San Francisco de Asis, y nada hay más sencillo que su vida histórica. Cierto comerciante de paños y una buena mujer son sus padres. El comerciante se llama Pedro Bernardone, y hace contínuos viajes allende los montes en tierra de Francia. Á la vuelta de uno de estos viajes, encuéntrase hermoso y esperado hijo allá por los años de 1182. La madre le habia puesto ya el nombre de Juan; pero el padre, en recuerdo y en agradecimiento á la tierra de Francia, donde se habia enriquecido, le puso el sobrenombre de Francisco. Su educacion fué algo esmerada, si se atiende á la rudeza de aquel tiempo. Aprendió medianamente el frances en las conversaciones con su padre, muy dado á este idioma, y tomó alguna tintura de latin eclesiástico en el mejor seminario de su pueblo. Su juventud pasó encendida en todas las pasiones y agitada por todos los placeres. Lo elegante de su apostura y lo escogido de sus maneras; la varonil belleza del rostro; la gracia y la fluidez de la diccion cierta vena poética para escribir versos; cierta dulzura para cantarlos, dábanle renombre de galante y traíanlo siempre en[p. 159]tre jácaras, comidas, aventuras, bullicios, serenatas, amores y orgías. Habia en tales fiestas una especie de director á quien llamaban rey, dándole baston ó cetro á la mano y ciñéndole á las sienes rica corona de flores. El que tal cargo desempeñaba, distribuia los papeles en las farsas públicas; dictaba á cada cual las canciones y señalaba los sitios donde debia entonarlas; componia los coros y los ensayaba; concertaba las parejas en los bailes; presidia las comidas y las cenas. Así es que por las noches, en aquellas gozosas fiestas, al verlo pasar precedido de las músicas, acompañado de los humeantes hachones, dirigiendo numerosísima juventud que al són de los instrumentos entonaba deliciosos coros, llamábanle todos alegría de Asis, flor de sus campos, espejo de sus moradores. Su amor propio era tan grande que recogia aquellas alabanzas y las guardaba en la memoria, para repetirlas á cada instante; su ligereza tan extrema, que requeria de amores á todas las jóvenes y no se fijaba en ninguna; sus dispendios tales, que temia la familia verle disipar en las larguezas de sus placeres los ahorros de tantos tiempos consagrados á la economía y al trabajo.
La ambicion se juntó á sus demas pasiones para que ninguna de las tormentas humanas dejára de atravesar aquella alma. Los libros de caballería le[p. 160] trastornaron el seso. En la Edad Media no existia esta inmensa distancia que existe hoy entre la realidad y la imaginacion. Creíase hacedero el realizar con la voluntad lo soñado en la mente. Un caballo y una lanza; un pecho férreo y un brazo atrevido bastaban á dar seguridad de emprender las mayores aventuras en aquella tierra movediza, á cada paso abierta por las hendiduras de los volcanes, deshecha por los sacudimientos de los terremotos, trasformada por las contínuas catástrofes. Un reino desaparecia con la misma facilidad con que se formaba otro. Del Norte venian tribus y del Sur tambien que trastornaban geografía y política. La aparicion de un señor de Alemania en los Alpes ó de una legion de Arabia en Sicilia, bastaban á desconcertar todos los pueblos y á traer todas las guerras. Por las alturas constituíase cualquier desalmado en príncipe feudal con sólo tener fuerza á sujetar á los campesinos del llano y á limpiar de competidores el monte. Así es que al ir Gauthier de Brienne en demanda de Sicilia á disputar al grande Federico II, tan aborrecido de los Papas, la posesion del hermoso reino, pensó Francisco de Asis en seguirlo, en pelear á su lado, en ganarse á punta de lanza un castillo ó un reino donde saciar su sed de placeres y ejercitar la febril actividad de sus ambiciones. En sueños, despues de haber corrido muchas tier[p. 161]ras, peleado con innumerables gentes, ganádose fama de héroe en repetidos encuentros y ruidosas víctimas, veia surgir de los abismos á los aires riquísimo castillo, medio fortaleza y medio palacio, con salones interminables donde campeaban, pendientes de las paredes, arneses, penachos, cimeras, cascos, lanzas, broqueles, manoplas, escudos todos riquísimos, capaces de deslumbrar los ojos más acostumbrados á la plata, al oro, á la pedrería y preguntando á quién pertenecian tantas maravillas, contestóle misteriosa voz que á él y á cuantos paladines le siguieran. Sus deseos febriles y sus ensueños inquietos llevábanle desde las aspiraciones del amor á las aspiraciones de la ambicion Su biógrafo Celano le pone en los labios esta palabra que no deja lugar á duda alguna sobre sus deseos de reinar: Scio me magnum principem futurum.
Al principiar el siglo décimotercio, las cruzadas retroceden, no porque hayan conquistado el sepulcro de Cristo definitivamente perdido para la cristiandad, á pesar de las victorias del gran Federico II; sino porque han conquistado las populares comunidades, iniciacion de la democracia sembrada para siempre en el suelo de Europa. La voz de los misioneros que siglos ántes produjera un pueblo nómada y armado, el cual desde nuestro continente se trasladaba al Asia y moria[p. 162] abrasado en el desierto por el fuego de las arenas y el fuego de la fe, esa voz que llevaba disuelto el espíritu católico, se estrellaba en el renacimiento de la libertad y en el creciente desarrollo del trabajo. Pero San Francisco, uno de los fundadores de la democracia religiosa que debia acompañar á la democracia política, fué á las últimas cruzadas, separacion verdadera entre el término de los tiempos feudales y el principio de los tiempos modernos. Con la misma alegría de siempre y con la misma ligereza, como si corriera á una de las procesiones ó á una de las fiestas de su valle, corre á las cercanas costas, se embarca en las pesadas galeras, aborda á las playas de Damieta, entra en el ejército cristiano, y no bastando á su exaltado celo y á su febril impaciencia la marcha lenta de aquellos caballos y caballeros abrumados bajo el hierro de sus armaduras pesadísimas, anda á pié por el desierto, penetra en el interior del África, se avista con el jefe de las tribus árabes de Egipto, le predica la fe cristiana, le propone mostrarle entrando en una hoguera y saliendo ileso la verdad del Evangelio y deja allí una órden de penitentes para que rodeen con sus plegarias y con sus martirios de una especie de escudo religioso y de fortaleza moral inexpugnable, el Santo Sepulcro que no han podido rescatar ni la autoridad de los reyes ni la fuerza de los ejércitos.
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¿Cómo se ha verificado esta trasformacion maravillosa?
Á la edad de veinticuatro ó veinticinco años, terrible enfermedad le sobrecoge y le lleva á las puertas del sepulcro. Pero sale triunfante de esta prueba, y en la convalecencia extrañas visiones se dibujan confusamente por sus retinas caldeadas de ardentísima calentura é hinchan su corazon de amores hasta entónces desconocidos, como si toda su alma se desprendiese de las terrenales ligaduras y sobrepuesta al cuerpo se recreára en contemplarse á sí misma y en contemplar á traves de sus ideas, como á traves de claro vidrio, la imágen de Dios. La fuerza de la costumbre, sin embargo, le llevaba á sus antiguos placeres, cual si en ellos se encerrase toda su vida y lo confundia con sus antiguos amores, cual si no pudiese sin ellos pasar por este mundo. Un dia siente la ciudad estrecha, la tierra árida, sus amistades insípidas, sus amores vanos, la campiña de Asis como un desierto, el cielo como un pálido crepúsculo, sus ambiciones como fantasmas y se propone desasirse del mundo y perderse en ideal superior á la vida. Para llegar desde el torbellino y el huracan de todos los placeres á este rudo ascetismo, habia necesitado pasar por muchos y muy crueles tormentos. Lo que más le apenaba en tan suprema crísis, era el horror que sentia hácia sí mis[p. 164]mo, el menosprecio de todo su sér, el remordimiento por su pasada vida, sus locos placeres, sus locas ambiciones. Aparecia deforme y monstruoso á la mirada más escudriñadora y más segura; á la mirada de su propia conciencia. Queriendo combatirse á sí mismo, se lanzaba al torrente de sus antiguas alegrías á ver si en el ruido y en el movimiento ensordecia su interior hasta no oir esas voces de reconvencion y de angustia que le trastornaban. Pero las fiestas públicas aumentaban su tristeza, el canto le sonaba á carcajada histérica, el vino le sabía á vinagre, los manjares á hiel, la hermosura á frio esqueleto, el amor á hastío, la amistad mundana á mentira, y sobre los trasportes del placer oia la salmodia de invisible entierro que llevaba á sepultar en lo pasado toda su existencia tal como hasta entónces habia sido. La soledad se convirtió en su única compañera. Allí, apartado del mundo, se veia frente á frente á sí mismo y analizaba sus pasados afectos y argüia contra sus ambiciones como contra sus pecados. Muchas veces los amigos le asaltaban, le sacudian para arrancarlo de aquel sueño, le llevaban á las fiestas; pero él, deseoso de no desmerecer á los ojos mundanos de aquellas gentes y no revelar las interioridades del alma, pretextaba buscar un tesoro, é iba á encerrarse en oscura caverna donde, entre ayunos, ma[p. 165]ceraciones y penitencias, se alejaba de toda su vida pasada y prometia y juraba abrazar otra vida contraria. Cuando entraba en la caverna semejaba un hombre de este mundo, y cuando salia semejaba un hombre de otro mundo, como si bajase de alguna region sobrenatural, como si trajese en su retina y en su frente resplandores de lejanos cielos, como si se trasparentára su recóndita alma. Habia perdido toda idea del tiempo y del espacio en que estaba, y tomado alas sobrenaturales y trasportádose á la tarde suprema del Calvario, donde veia las tinieblas en los cielos y los terremotos en la tierra; las piedras rompiéndose de dolor y las estrellas disipándose en cenizas, la ciudad proterva iluminada por el relámpago y el pueblo deicida iluminado por la ira; fuera los esqueletos de su sepulcro y velados los ángeles en las nubes; las santas mujeres confundiendo sus sollozos con los bramidos del huracan y el discípulo amado y la Vírgen Madre al pié de la cruz en cuyos brazos pendia el Hijo del Hombre sacrificado en desagravio al Eterno por rescate de todas nuestras culpas, con la cabeza caida sobre el pecho, las sienes traspasadas por espinas goteando sangre, abierto el costado, desgarradas las manos y desgarrados los piés, próximo á lanzar aquel último suspiro y aquel último gemido que llevó hasta la eternidad el eco de nuestros dolores y la sombra de nues[p. 166]tras acerbas tristezas en aquella última hora de la consumacion de todas las profecías por el holocausto de la divina víctima y del milagro de nuestra costosa redencion por el dolor y por el martirio. Y cuando habia visto todo esto con los ojos y tocádolo con las manos, sus sienes se taladraban, se abria su costado, llenábase de sangrientas nubes su vista, caíasele sobre el pecho la cabeza, llagábanse sus manos y sus piés, sentia en el alma todas las angustias como en el cuerpo todos los dolores del divino mártir, y salia por calles, por encrucijadas, por campos vertiendo lágrimas, pues aunque todos los seres creados llorasen por toda una eternidad la muerte de Cristo, no llegarian al dolor que tan sublime sacrificio debe merecer á la humanidad regenerada. Y la transfiguracion de Francisco es como la transfiguracion de Sócrates, como la transfiguracion de Cristo, como todas las grandes transfiguraciones, en el dolor y en el martirio.
Los padres de Francisco se inquietaban mucho de los trasportes de su hijo, ellos que no se habian inquietado tanto de sus placeres. Pare[p. 167]cíales que en tal estado perdia la salud y arriesgaba la vida. Lo que más les apenaba era ver el demacrado rostro, la rugosa piel, los ojos vidriosos, las manos huesosas, la frente surcada, los pómulos caldeados, trémulos todos los músculos, ahuyentado el sueño de sus párpados enrojecidos, ocupada la mente de visiones, fuera de su cauce natural la vida, como si perteneciese á otro mundo. Las tradiciones refieren que un dia se fué á comunicar la vocacion de penitente al padre desconsolado. Temblaba en los labios de Francisco la palabra y crujíanle los huesos en las rodillas. Apénas acertaba á proferir una frase, porque preveia cuánta amargura iba á derramar en las paternales entrañas. Su familia habia soñado para aquel hijo querido con una posicion desahogada, con un comercio agrandado, con provechosos viajes allende los montes, con un matrimonio de conveniencia, con un influjo político en aquellas repúblicas donde ya comenzaba á sopreponerse la nobleza del trabajo á la nobleza del combate. Imaginaos cuánta sería su pena al oirle que despreciaba toda aquella fortuna aglomerada con tantos desvelos para él; que la queria repartir entre los pobres; que iba á darse á la soledad y á la contemplacion de las cosas eternas; que tosco sayal bastábale para sus carnes manchadas por el pecado, grosera cuerda para sus maldecidos ríñones,[p. 168] las hierbas del campo para alimento, las cavernas para vivienda y para reparar sus fuerzas, por toda licor el agua que la lluvia deposita en las líneas de las peñas, donde las aves se embriagan y toman fuerzas para perderse en lo infinito y henchirlo de cánticos que son verdaderas alabanzas al Criador.
Los padres no quieren jamas una carrera demasiado vertiginosa para sus hijos, un ministerio que pudiera traerles mucha gloria, pero tambien muchos dolores. Sublimemente egoistas, por preservarlos hasta del tormento de las humanas grandezas y del vahido de las inaccesibles alturas, los llaman á la felicidad vulgar que se encierra siempre en las doradas medianías de la vida. El padre de Ovidio no queria que su hijo cantase, como si adivinára que los cantares le habian de arrastrar al destierro y le habian de entristecer toda la existencia; el padre de Petrarca no queria tampoco oir que fuese, aquél á quien habia consagrado para sacerdote de la Iglesia, amante de las Musas, como si temiera dolores tan agudos en gloria tan grande cual un amor sin esperanza; el padre de Miguel Ángel le vedaba el buril, los pinceles y le arrancaba de los talleres, adivinando aquel genio aislado en su gloria como el Dios semítico en la eternidad, dolorido por las desproporciones gigantescas entre las ideas y los[p. 169] medios de expresion, sin precedentes y sin posteridad, sin mujer y sin hijos, sin familia y sin amigos, sólo con el peso de sus pensamientos, grande, muy grande despues de su muerte, pero desdichado, muy desdichado en la vida. El buen comerciante Bernardone queria para su Francisco el hogar y no las cavernas, el amor y no el tormento, la fortuna y no la miseria, la felicidad y no el combate, un lecho mullido en invierno y no la lluvia y el viento, un abrigo contra las tempestades y no el deshecho oleaje de embravecido mar de lágrimas, la felicidad vulgar y no la penitencia, la vida ordinaria y tranquila, pero no el dolor y el martirio, aunque luégo le valiesen la inmortalidad. Así es que, ciego de cólera, le castigó duramente. Todavía se enseña en Asis el sitio donde le encerró y le ató para que no se escapase á emprender sus vocaciones celestes. Todavía se ve en una Iglesia el fondo de la oscura mazmorra, la efigie del santo en oracion, su cuerpo atado con duras cuerdas, mustia luz iluminándole en aquel tormento aceptado con resignacion como una nueva prueba de su amor á Dios. La madre, la madre cariñosa, amante, con las entrañas desgarradas, fué á soltar al pobre pajarillo enjaulado, á dejarle todo el aire y todo el cielo por que suspiraba, áun á costa de verlo llevarse en aquel vuelo desde el sacro nido al frio claustro[p. 170] su corazon á pedazos. El santo corrió á su arbitrio por montes y por valles, se hincó en las alturas y se encerró en las cavernas; predicó á las aves del cielo y á los hijos del hombre; se armó contra todas las pruebas que pudieran aguardarle de estas dos ideas, de que el dolor debia tomarse como un presente del cielo y la muerte misma tenerse despues de sus horrores y de sus tristezas como una perfecta vision de Dios. Pero su familia no podia creer en esas extraordinarias vocaciones. El refran evangélico de que nadie puede ser profeta en su patria, se confirma siempre. La familia, los amigos, ven demasiado cerca las enfermedades del niño, las pasiones del jóven, las faltas del hombre, las miserias de la vida diaria para creer que pueda trasformar una edad, redimir un mundo, torcer la corriente de los tiempos, levantarse á las alturas donde brillan y truenan los héroes y los dioses de la historia. No saben los seres vulgares, allá en su órbita estrecha, de cuánto poder está dotada una fe profunda y de cuántas maravillas es capaz una virtud incontrastable. En aquellos predestinados á renovar el espíritu, á purificar la tierra, suele poner la previsora Providencia facultades en armonía con sus maravillosos fines, como la naturaleza da órganos en proporcion con sus respectivos destinos en la vida universal á todos los seres orgánicos. Una[p. 171] vocacion extraordinaria, un trabajo hercúleo, una elocuencia maravillosa, un amor incomprensible al combate y al martirio, una inspiracion febril, suelen, desequilibrando las facultades, dar al predestinado, juntamente con inmarcesibles glorias, irremediables desgracias y defectos. Al fin, toda verdadera grandeza se resuelve en verdadero martirio, y algo hay por necesidad que quitar de todo cuanto favorece á la familia y al hogar, en aquellos destinados á servir desde los resplandores de la gloria, esa hoguera voracísima y martirizadora, á toda la humanidad y á toda la tierra.
Imagínese el efecto que produjera entre el vulgo ver convertido en penitente al galan, y sus cánticos en sermones, y sus brocados en sayal, y sus amores fáciles en heridas profundas, y sus orgías en penitencia, y su vida ligera en muerte anticipada por el sacrificio y por el martirio. Unos se reian á hurtadillas, pero otros á mandíbulas batientes y en su cara. Los más le tenian por loco. Tirábanle los chiquillos de la calle piedra y barro; azuzaban los perros para que le mordieran; seguíanle en tropel como á un bicho raro, mofándose de él, escarneciéndole, insultándole, entre la pública algazara. Pero contra todas estas amarguras tenía el pobre solitario su incontrastable resignacion. No hay sino leer el capítulo octavo del libro titulado: Fioretti di San Francesco, que se[p. 172] encuentra á cada paso por las librerías de Italia. Andaba el santo en compañía de un su hermano en Cristo llamado Leon desde Peruza á la Vírgen de los Ángeles, por mal camino y agrio tiempo. El viento era huracanado, y el frio intensísimo. Viendo Francisco tiritar á Leon, propúsole una especie de problema, á saber: que acertára dónde estaba la verdadera alegría. Leon no podia acertar, y San Francisco le dijo: ¿Pues no es verdadera alegría volver el oido al sordo, el movimiento al paralítico, la vista al ciego, la vida al muerto; ni saber todas las lenguas, ni profesar todas las ciencias, ni descubrir todos los misterios de lo pasado y los secretos de lo porvenir, ni conocer las cosas divinas y humanas, ni predicar de tal manera que se convirtiesen por un solo sermon todos los infieles á la fe? encontraríase la verdadera alegría en que, al llegar á nuestro convento, calados por la lluvia, transidos de frio, exhaustos de fuerzas, muertos de hambre, y llamar á la portería, el portero nos preguntase quienes éramos, y dándole nuestros nombres, nos desconociese y nos creyese dos malhechores errantes por el mundo en acecho de las ajenas haciendas, y saliera y nos agarrára por la cogulla y nos derribára al suelo, y arrastrándonos sobre el barro helado, nos diese con nudoso palo tal paliza, que nos quedáramos ambos por muertos, amoratados[p. 173] de los piés á la cabeza; que entre los dones del Espíritu Santo el mayor es vencerse á sí mismo y soportar todas las injurias y todos los dolores y todas las tribulaciones por la gloria de Cristo. Así, al principio de su conversion, viéndole triste y cabizbajo sus amigos, preguntábanle si se fijaba al cabo en alguna dama y padecia de amor, á lo cual contestaba en el estilo caballeresco propio de los libros más leidos entónces, que el amor le metia en su fragua y lo abrasaba y lo enrojecia como á hierro candente, trastornándole por una dama cuyo recuerdo tenía siempre en la memoria, y el nombre en los labios, y la divisa en el pecho; la más noble, hermosa y buena que podia soñarse, á saber: la pobreza, hija del cielo y tendida sobre los estercoleros de la tierra, pero con poder bastante á desasirlo de todas las miserias terrestres y elevarlo á la vision de Dios y á la compañía de los ángeles, pues recibió á Cristo en el establo y lo condujo hasta el Calvario, y cuando sus discípulos le abandonaban y corrian á ocultarse de las iras de los tiranos y de las furias de los elementos y la Vírgen Madre no podia llegar hasta su divino cuerpo desde el pié de la Cruz, la pobreza, invisible, pero presente en lo alto, le abrazaba y le veia más cerca que nunca como la esposa inseparable del Redentor, tanto en vida como en muerte.
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Llevado de estas inspiraciones, fundó sobre aquel férreo mundo feudal la órden de su nombre, que se alzaba en estas tres virtudes capitales: en la castidad más pura, en la pobreza más grande y en la obediencia más ciega, como holocaustos ofrecidos á la pasion y á la memoria de Cristo. Y despues de haber consumido su vida en la caridad; despues de haber organizado su Asociacion, compuesta de pobres y humildes; despues de haber sido un ideal viviente de penitencia, á los cuarenta y cuatro años, atormentado por todo género de enfermedades, absorto en toda suerte de éxtasis, perteneciendo á este mundo por los últimos eslabones del tiempo y de la vida, y á otro mundo mejor por los llamamientos de su inquieto deseo, San Francisco entró en agonía y al comprender que no le quedaba en este bajo mundo cosa alguna por intentar, y que se iba á otra vida, apretóse sayal y cilicio, amontonó como lecho propio de su cuerpo desgarrado frias cenizas, hincó las rodillas y plegó las manos, puso los ojos en el crucifijo, llamó á los monjes sus compañeros para que en torno suyo entonáran al són del órgano la poesía y los cánticos compuestos en las horas de místico deliquio, los cuales encerraban el Te Deum consagrado por todas las cosas creadas desde el sol hasta la luciérnaga á su Creador, y recibiendo la muerte en sus párpados como si recibiera tran[p. 175]quilo sueño, volóse el alma en pos de lo infinito, á la manera de una melodía religiosa, de una nube de incienso, de una amorosa plegaria, de una etérea llama.
La muerte es verdadera trasfiguracion. El sér más vulgar crece y se vuelve un sér sagrado en el sepulcro. Encierran los cadáveres en su ataud sus errores, sus faltas y sus vicios, como si fueran los gusanos de la podedumbre y sólo exhalan los aromas de la virtud, como si la virtud solamente fuera el alma inmortal. No debiamos pintar la muerte como un esqueleto, con los ojos cavernosos, huecos, vacíos, y la guadaña en las huesosas manos despojadas de venas, fibras, nervios y piel; debiamos pintarla como divino ángel, sonriente, gozoso, luminoso, que recoge las almas en sus blancas inmaculadas alas y á traves de lo infinito, entre los coros de las estrellas, se las lleva para engarzarlas allá en la inmensidad de los cielos. El sepulcro vacío, oscuro, silencioso, donde todo acaba, es un océano de luz y de vida. El problema de nuestra existencia no está en vivir, sino en morir; no está en pasar por este mundo, donde todos combaten, quieran ó no; está en llegar al puerto seguro de la muerte, donde todos descansan. La creencia general no se engaña cuando afirma que nuestra tumba es cuna, nuestro ataud lecho, y el cadáver podrido para este mun[p. 176]do un recien nacido para otro mundo mejor. Así, en cuanto el pobre penitente de la Porciúncula se perdió en las tinieblas de la muerte, comenzó á brillar en sus sienes la aureola de la inmortalidad. Todo cuanto habia de vulgar en su vida, de desordenado en sus palabras, de extraño en su proceder, de original y hasta insensato en sus maneras y en sus costumbres, todo se perdió, y sólo quedaron los resplandores de su alma en los cielos, las cadencias de sus cánticos en los aires, las huellas de sus virtudes en la tierra, el eco de su predicacion religiosa en los oidos, las llamas de su caridad en los corazones, las historias de su vida y de su muerte trasformadas por la fe en una religiosa leyenda. El calavera de los juegos y de las jácaras, el rey de los festines orgiásticos, el ambicioso de principados y castillos, el pobre loco á quien su padre ataba en una prision, el extravagante insensato, á quien los pilluelos tiraban piedras, muerto, enterrado, envuelto en esa tierra del sepulcro donde todas las grandezas acaban, pasó á ser el santo de los santos, el nuevo Cristo con sus manos y sus piés y su costado abiertos por la fe, el intermediario privilegiado entre el cielo y la tierra que debe estar durante toda la historia de rodillas en alturas inaccesibles para interceder con Dios á favor de la Humanidad, el ángel del Apocalípsis, en[p. 177]trevisto por San Juan desde su isla de Pátmos, que ha de venir, cuando los soles se apaguen, y se pulvericen los mundos, y se enrollen los cielos como un pergamino abrasado, á recoger las almas justas y guiarlas á las serenas alturas y á la incomunicable presencia del Eterno.
Conocido el San Francisco de la historia, precisa conocer el San Francisco de la leyenda. Por poco que ésta se estudie, obsérvase desde luégo un empeño preestablecido de aproximar la vida del Santo á la vida de Cristo. La leyenda os dirá que se presentó hermoso ángel á su madre en la preñez para decirle todo el precio de la criatura engendrada en sus entrañas y para mandarle que pariera en pobre establo. El guía que nos acompañaba por el intrincado laberinto de las pendientes calles de Asis, decíanos en la Chiesa Nuova levantada sobre el sitio que ocupaba la casa de San Francisco, enseñándonos una puerta: «Por aquí entró el ángel enviado de Dios y por aquí salió la santa madre á dar á luz su hijo en la cuadra y prepararle por toda cuna un pesebre.» Francisco[p. 178] tiene doce apóstoles y entre estos apóstoles un Júdas que lo vende y se ahorca. De sus discípulos, uno fué arrebatado hasta el tercer cielo como San Pablo; otro tocado en sus labios por carbones encendidos para que cantára eternamente celestes alabanzas como Isaías; éste, trasportado á ver cara á cara á Dios y á departir con él amistosamente como Moises; aquél, suspendido de alas tan potentes como las alas del águila de San Juan Evangelista, y el de más allá canonizado por Dios mismo en la gloria, ántes de ser canonizado por el Papa en San Pedro. Leed el capítulo primero de las Fioretti di San Francesco.
Cierto dia, el más noble y el más rico de los caballeros de Asis, viendo la piedad de Francisco y la entereza con que soportaba todas las injurias, llevóselo á su casa para examinar de cerca tanta virtud. Acostáronse ambos amigos en el mismo cuarto, y Francisco no se atrevia á rezar, temeroso de que Bernardo arguyera de farisáicas sus devociones. Pero como fingiera éste haberse dormido pronto y roncára con fuerza, el mendigo se hincó de rodillas y estuvo toda la noche invocando á Dios para que socorriera á la desfallecida humanidad. Al dia siguiente Bernardo pidió á Francisco que le admitiera en su compañía y le dejára vivir su misma vida. Convino éste, pero á condicion de ir juntos á misa y de consultar jun[p. 179]tos el Evangelio. Tres veces le abrieron y tres veces toparon con las máximas que prescriben dejar todos los bienes de la vida para abrazar la cruz y no llevar al viaje de este mundo ni sandalias, ni zurron, ni báculo, y repartirlo todo entre los pobres, sin desvelarse por el vestido ó por el alimento, pudiendo estar seguros los buenos de que les sostendrá quien sostiene á las aves del aire, las cuales ni siembran ni cosechan, y de que les vestirá quien viste á los lirios del valle, los cuales ni hilan ni tejen. Y las mayores riquezas de Asis, que eran las riquezas de Bernardo, pasaron de sus manos á manos de los pobres. Y un avaro llamado Silvestre, como viera repartir tanto dinero á los franciscanos, reclamó el importe de unas piedras entregadas al Santo para erigir piadosa iglesia. Y como si los tesoros de Bernardo no hubieran de agotarse, díjole Francisco al avaro que fuera á sus cajas y tomase cuanto le pidiese el gusto. Sacó el avaro á su arbitrio las monedas que debian satisfacerlo, y se encontró ménos satisfecho que nunca. Y vió en sueños á San Francisco y de sus labios saliendo inmensa cruz, cuya cima tocaba al cielo y cuyos brazos á Oriente y á Occidente. Y se convirtió y fué uno de los doce apóstoles, predicando el desprecio de todas las riquezas y el amor á Dios.
Y los ángeles vienen del cielo á conversar con[p. 180] los frailes humildes y amenazar á los frailes orgullosos, conduciendo á aquéllos á Santiago de Galicia á traves así de las altas montañas como de los profundos rios, y entregando á éstos á las reconvenciones del Seráfico Padre San Francisco. Y entre los frailes humildes, Bernardo fué enviado á Bolonia para que allí fundase un monasterio de la franciscana órden. Y como se presentára en medio de la plaza vestido toscamente, reíanse de él las mujeres, apedreábanle los mozalbetes, tirábanle fuertemente de la capucha los pequeñuelos y le maldecia y le injuriaba todo el mundo. Pero él, sereno, devoraba las injurias y las bendecia en su interior, porque le procuraban el dar una prueba relevante de su paciencia y el medir toda la fuerza de su resignacion. Un durísimo legista que vió tanta virtud, preguntóle cómo podia vencerse á sí mismo, y Bernardo le entregó las santas ordenanzas de su convento. Sintióse el legista convertido é instaló en su propia casa la religion seráfica. Y en alabanza á Dios, fuese San Francisco al borde risueño de uno de los hermosos lagos de Italia. Tenía allí un amigo, llamó á su puerta en la madrugada del Miércoles de Ceniza, y le rogó que ántes de rayar el alba le llevase á una isla del lago y le dejase cuarenta dias y cuarenta noches para ayunar como Cristo, sin decirle á nadie dónde estaba y sin ir á buscarle[p. 181] hasta el Juéves Santo. Llevóse dos panes y en cuarenta dias sólo se comió medio. Y áun este medio se lo comió por humildad, por no igualarse con Cristo, el cual en los cuarenta dias con cuarenta noches que estuviera en el desierto, no probó bocado. San Francisco tuvo allí por todo asilo, durante toda la Cuaresma, una zarza, y despues en memoria de su penitencia, se elevó un monasterio, y á la sombra del monasterio una ciudad.
Y como cierta tarde bajase Francisco al convento de los Ángeles desde la selva donde habia ido á rezar y le siguieran las gentes en tropel para recoger su palabra, preguntóle el hermano Maesso la causa de que sin ser ni hermoso de cuerpo, ni despierto de inteligencia, ni noble de orígen, todos se agolpáran á escucharle, á bendecirle, á obedecerle, y el Santo le respondió que lo debia á la divina misericordia, la cual, viéndolo entre los más pecadores y los más viles y más oscuros, le habia escogido para sus obras milagrosas, confundiendo con tan despreciable criatura la nobleza, la fuerza, la ciencia del mundo, y demostrando que todo viene de Dios, cuando por gracia de Dios puede así trasformarse en ángel de los cielos pobre gusanillo de los campos. Y una vez que iban Francisco y Maesso á Francia, mendigaron en ostentosa ciudad. Y Francisco, redu[p. 182]cido ya de estatura, demacrado de rostro á causa de sus maceraciones, apénas recogió ninguna limosna, en tanto que Maesso, en la flor de los años y lleno de gracia, llevó consigo, no ya mendrugos, sino panes. Y los pusieron los dos hermanos sobre una piedra que brillaba á los ojos del Santo como próvida mesa, y á los ojos de Maesso aparecia como el extremo de la miseria. Y á fin de apartarlo de estas dudas y sostenerlo en el amor á la pobreza, desanduvo el camino andado, se volvió de la ruta de Francia á la basílica de Roma, y allí oró tanto, que Pedro y Pablo descendieron del cielo al templo y se presentaron resplandecientes de celeste luz á Francisco para mantener sus fuerzas y alentarlo en la pública profesion de la pobreza. Y no solamente vió á Pedro y Pablo, sino que vió con todos sus hermanos á Jesus mismo, pues un dia que estaba rodeado de los monjes más rudos, los cuales hablaban de Dios en el lenguaje más elocuente, se les apareció el Salvador en la forma de un jóven hermosísimo y todos quedaron como ciegos y cayeron como muertos, de la misma suerte que los apóstoles cuando resplandeció á sus ojos la luz divina del Tabor.
Los prodigios menudeaban en torno del Santo á medida que crecia en virtudes y se ejercitaba en austeras penitencias. En cierta ocasion que le im[p. 183]portunaban los frailes para que recibiese á comer á Santa Clara, convidóla á partir el pan sobre la dura tierra, y cuando se acababa el banquete púsose á hablar de Dios con tan vivos trasportes, que encendió en la llama de su palabra bosques, campos, convento, hasta el punto de creerlos todos cuantos pasaban presa de voraz incendio y próximos á reducirse á cenizas; creencia de cuya falsedad se persuadieron observando que aquel fuego milagrosísimo resplandecia y no quemaba, pues era como la espesa llama de un espíritu animado en el divino amor. Otro dia recibió órden de no reducirse á orar, sino de correr á la predicacion y sin curarse de senda ni camino, confiando su palabra á la Providencia, como las palmas confian su pólen al viento, encontró á muchedumbre de campesinos y les predicó la virtud, y como quisieran seguirlo, mandóles que se quedáran en sus viviendas, pues él tenía mensajeros en todas partes, y dirigiéndose á bandadas de pájaros, las cuales formaban misteriosos círculos sobre su cabeza, los conjuró á sembrar la palabra divina y á este conjuro se dividieron como en legiones, yéndose unas á Oriente y otras á Occidente, éstas á Septentrion y aquéllas á Mediodía á repetir en sus divinos gorjeos cuanto habian oido. Otra vez fuese á Rieti y predicó á la puerta de una iglesia en el campo. Acudieron tantas mu[p. 184]chedumbres en torno de la iglesia que talaron una viña llena de racimos. El rector de tan sagrado lugar se arrepintió de haber consentido la predicacion cuando el Santo le dijo: «¿Cuántas cargas de vino cogias de tus cepas todos los años?—Doce, le respondió.—Pues en nombre de Dios te prometo que este año, de los pocos racimos olvidados bajo los sarmientos desnudos, cogerás veinte cargas.» Y vino el mes de Octubre y cortó mezquinos racimos que apénas tenian unos cuantos granos, y de tan corta vendimia resultaron las veinte cargas. Y no habia ciudad por San Francisco habitada que no tuviera algun testimonio de su poder sobrenatural y de su facultad de obrar milagros. Hallábanse los habitantes de Gubio poseidos del más espantoso terror. Un lobo feroz andaba por los alrededores y arremetia así á los ganados como á las personas, encarnizadamente. Nadie osaba venir á la poblacion ni de la poblacion apartarse. San Francisco prometió que él concluiría estrecho pacto entre la ciudad y el lobo, á cuyo fin se encaminó hácia el término más frecuentado por las correrías y más castigado por los dientes de la feroz alimaña. Seguíanle innumerables curiosos, pero en cuanto se acercó el peligro dejáronle solo, abandonado á su ciega confianza. Así que lo atisbó el lobo, dirigióse á él furioso, babeantes las quijadas, encendidos los ojos,[p. 185] erizada la piel; pero San Francisco le hizo la señal de la cruz é inmediatamente se detuvo como desconcertado y confuso. Entónces el Santo le pronunció elocuente discurso conjurándole á dejar sus crueldades; á vivir en paz con los vecinos de Gubio, para lo cual, en cambio de la deseada sumision prometióle que satisfarian su hambre y respetarian su vida. El lobo tendió su mano al Santo en señal de asentimiento y le acompañó hasta la ciudad como un perro. Y llegados allá predicó un sermon Francisco diciendo que las gentes tenian mucho miedo á las fauces del lobo y poco á otras fauces más terribles, á las fauces del infierno. Y renovó en la plaza el pacto hecho en los campos con el lobo, el cual, en testimonio de su asentimiento, alzó la pata y la puso entre las manos del Santo. Y desde entónces el lobo vivió en Gubio como un perro hasta su muerte natural, y los habitantes le alimentaban y le agasajaban en memoria de San Francisco. Y domesticaba éste las tórtolas de las selvas y vencia los demonios del infierno y sellaba con la nocion de la eterna justicia almas perdidas en las argucias de la mundana jurisprudencia y recogia en las faldas de su sayal, como en amiga madriguera, las liebres perseguidas, y curaba y limpiaba los cuerpos podridos de los leprosos y convertia los ladrones y los asesinos á manera de Cristo en lo[p. 186] alto de la cruz y lograba que la madre de Dios se apareciese á sus hermanos enfermos, y yéndose un dia á Babilonia, como cayese prisionero, á punto de morir, dirigióse al Sultan mahometano con tan tiernas palabras y con promesas tales, que tocado en su empedernido corazon el infiel, le prometió convertirse en cuanto el Santo pasase de este mundo al otro y le enviára por medios sobrenaturales dos franciscanos que vertiesen sobre su frente tenebrosa el agua bendita y regeneradora del bautismo.
Despues de todo esto, no puede ya extrañarnos el imperio ejercido por San Francisco sobre las cosas, tanto animadas como inanimadas. Metíase en las selvas á predicar á los pájaros y mandaba á su discípulo predilecto, el portugues San Antonio de Pádua á que predicase á los peces. Su predicacion á los hombres tenía por objeto mejorarlos, á fin de hermosear en ellos la imágen de Dios que cada cual lleva dentro de sí mismo, y la predicacion á los irracionales tenía por objeto asociarlos á las alabanzas contínuas que entonaba al Criador. Decíales á las aves en sus discursos cosas de una extrema delicadeza; decíales cuanta gratitud debian á Dios que en las pajillas del campo y en las lanas dejadas por los corderos sobre los abrojos les daba materia para sus nidos, y del fondo de un humilde huevo las levantaba con el[p. 187] calor de la vida á los cielos, vistiéndolas de brillante plumaje para que adornasen el espacio, dotándolas de canoras gargantas para que entonasen suaves cánticos, de resistentes alas para que recorriesen lo infinito, de un pecho que podia respirar en las más apartadas alturas y de una vista que podia recoger de hito en hito los solares rayos para que se confundiesen con las estrellas; favores no otorgados á los demas seres, y por los cuales se hallaban como obligadas á componer un coro eterno, á producir un Te Deum inacabable, á ser en la catedral del universo como las trompetas del órgano maravilloso destinado á acompañar con sus melodías y sus acordes las oraciones de todos los seres cuyos misteriosos rumores llenan la inmensa Naturaleza. Y si veia un corderillo conducido al matadero, lo rescataba y le devolvia á la vida; si una tórtola enjaulada, le abria las puertas de su jaula y la tornaba á la libertad; una liebre perseguida la recogia en las faldas de su hábito y le señalaba el camino de la madriguera. Poeta, y poeta entusiasta; abrasado en las llamas del misticismo; conociendo el estrecho parentesco de su cuerpo con el cuerpo de los demas animales, como conocia el estrecho parentesco de su alma con el alma de los ángeles, subíase á las alturas, hincábase en los peñascos, abria en cruz los brazos y conjuraba á su hermano el sol[p. 188] y á su hermana la luna; al viento que pasaba sobre su cabeza y al torrente que se despeñaba á sus piés; al gusanillo perdido en los abismos y al astro perdido en el éter; á todas las cosas creadas é increadas, para que entonasen á una con él, mirando al cielo y adivinando á Dios, cánticos de amor. Sí; que el amor le tenía loco, fuera de sí, en una fragua donde se abrasaban todas las fibras de su carne y hervian todas las gotas de su sangre, amor inmenso, amor eterno, de todo su sér, originario de Dios mismo y consagrado á la dolorida humanidad, semejante al que poseyó á Cristo y le obligó á dejar los cielos por la tierra, la compañía de los ángeles por las injurias de los hombres, las cimas del Empíreo por las cimas del Calvario; el trono luminoso del Eterno, por la cruz ignominiosa del esclavo. Una noche de estío hallábase en oracion al borde de parlero arroyo en las maravillosas campiñas de Italia. Todo convidaba al éxtasis: la claridad de los horizontes, el resplandor de la luna, el murmullo de los bosques, la plateada cinta de las aguas, el aroma de las flores, las estrellas que resaltaban bajo la blanca gasa tendida por el astro de la noche y las luciolas errantes entre las hojas de los árboles como enjambres de celestes aereolitos. Á tanta hermosura le faltaba una voz y pronto canoro ruiseñor, escondido en el ramaje, comienza á ento[p. 189]nar sus serenatas, sus arpegios divinos, sus sartas de notas semejantes á las efusiones de misterioso espíritu encendido en ardentísimo amor. San Francisco creyó que el pájaro alababa á Dios y creyó tambien que no debia dejarlo solo en esta religiosa obra. Así que el ruiseñor suspendia su gorjeo, elevaba la voz el Santo, y entonaba una de sus místicas canciones con todos los primores que le permitia la garganta y todo el estro de su inagotable inspiracion. Excitado el pájaro por la voz humana, volvia á cantar con mayor fuerza y con mayor belleza de voz y de escalas. En aquella soledad y en aquella noche, al borde de los arrojaos y á la luz de la luna, bajo las ramas de un verde primaveral y sobre la hierba florida, parecian pájaro y Santo dos pastores de las Églogas de Teócrito y de Virgilio, entonando por las campiñas de Arcádia ó de Parthénope, en poético desafío, sendas canciones de amor. Al fin, la voz del ruiseñor venció á la voz del Santo. Con su natural candidez no se sonrojó de confesar éste que en alabar á Dios vencia el ave de los cielos al pobre poeta de la tierra. Mas la música le era indispensable á la expresion de esos sentimientos intensísimos en cuyo calor estalla y se rompe la frágil palabra humana. Cuando llegaba al extremo de la pasion, al extremo del éxtasis, al extremo de sus religiosas exaltaciones, daba de[p. 190] mano á la palabra, al discurso, al verso, acogiéndose á los cánticos y á las melodías como formas propias de las inspiraciones más sublimes y, sobre todo, de aquellas que provienen ó de la religion ó del amor. Despues de su conversion, cantaba los objetos sacros con el mismo fuego y con el mismo empeño con que en sus mocedades cantára los objetos profanos. Y no solamente cantaba, se complacia en oir cantar á los demas, cosa que por todo extremo le exaltaba, pues le abria el cielo de nuevas místicas visiones. Un dia, al término ya de su carrera, bajo el peso de sus penitencias y de sus maceraciones, deseó recrearse y esparcirse un poco oyendo alguna sonata. Los ángeles del cielo que por mandato de Dios miraban hasta el fondo de aquella alma purísima, penetráronse de su deseo y quisieron satisfacerlo. Dejaron, pues, la eterna luz y descendieron á nuestras tinieblas. Era de noche y San Francisco oraba en su celda. De pronto, los venidos al traves de lo infinito desde las cimas etéreas á nuestro oscuro abismo, suspensos de sus alas en torno de la reja, pulsando sus laúdes, aquellos mismos que acompañan los hosannas de la gloria y los conciertos de los astros, difundieron unas melodías tan puras en los aires y llegaron hasta el alma extática del Santo con emociones tan profundas, que creyóse muerto de místico placer y[p. 191] trasportado á la eterna vida. No es mucho, por tanto, que á la hora de su muerte, en misteriosa tarde, cuando se habia desvanecido el crepúsculo y acercado la noche, las hijas de la luz, las profetisas del alba, las cantoras de la mañana, las alondras, abandonaran todas en tropel sus nidos de barro y vinieran á bañarse en los resplandores espirituales de aquel tránsito sublime, en tal modo que la bellísima alma del Santo, al tomar su vuelo hácia la eternidad, no dejó ni un momento de oir los cánticos de las sencillas aves que le despedian desde la tierra, confundidos con los cánticos de los ángeles y de los serafines que saludaban su triunfal entrada en la gloria.
¿Cómo ha sido formada la leyenda de San Francisco? El sentido vulgar cree que en cuanto se habla de la leyenda de un santo, de un héroe, de un reformador, se niega implícitamente su histórica existencia. Nada más infundado. Todos los críticos reconocen unánimes cuán fácil es convertir una relacion histórica en una relacion legendaria, ó aumentar las proporciones de los hechos[p. 192] ciertos con los espejismos de la exaltada fantasía. Sobre datos históricos indudables pueden levantarse con suma facilidad leyendas inverosímiles. Que San Francisco vivió en Asis, predicó, evangelizó, fundó su órden, influyó poderosamente en su tiempo y entregó el alma á los cuarenta años en rígida penitencia, cosa es evidente, por todos admitida, de nadie negada. Pero que en torno de esta figura histórica se extiende como una luz fantástica, tampoco admite duda alguna. Así que muere, la trasfiguracion del Santo se verifica hasta el punto de que aquellos mismos empeñados en no verle sino á traves de las ligerezas de su juventud y de las exaltaciones de su edad madura, le creen preservado del más irredimible y más fatal de todos nuestros forzosos tributos á la naturaleza; del tributo de la muerte. Los superiores de su órden inflaman de tal modo con el relato de sus milagros la imaginacion popular, que en tres años se alza en Asis su inmenso monasterio, como si hubieran descendido á fabricarlo por sobrenatural llamamiento los ángeles del cielo. Y sucede esto, porque en los palacios y en las cabañas, entre ricos y pobres, se conocen los hechos de Francisco piadosamente aumentados por la fe y admitidos por la índole propia de aquellos tiempos. La devocion se extiende en tales términos, que cincuenta años despues de su muerte los ar[p. 193]tistas corren todos en tropel á revestir de los cuadros nacientes en la fantasía regenerada, la tumba de un mendigo. Ya en el mismo siglo décimotercio, la epopeya de Francisco de Asis está escrita en hexámetros de latin eclesiástico. Y ántes de que el siglo décimocuarto se desarrolle, la traducen los fieles al habla de los trovadores y la ponen junto á los libros de caballería. Su historia crece en maravillas á medida que á mayor distancia del Santo se relata por fidelísimos devotos. La relacion de Celano, en prosa y en latin, cuatro años despues de la muerte de Francisco, es la más sencilla. La relacion de los tres socios, ó de los tres discípulos, Vita à tribus sociis, escrita más tarde para corregir y completar la obra de Celano, admite en mucho mayor grado lo sobrenatural y lo maravilloso. La distancia en el tiempo suele ser al reves de la distancia en el espacio, aumenta los objetos.
Luégo, un filósofo escribe la vida de San Francisco de Asis y la escribe para demostrar una tésis fundamental de su filosofía. Este filósofo es San Buenaventura. Su sistema se deriva de Platon, y por lo mismo se relaciona más estrechamente con el arte y con la poesía que ningun otro sistema de aquel tiempo. Para conocer los hechos y las ideas, lo existente y lo posible, la naturaleza y el espíritu, la ciencia y el Criador,[p. 194] no tenemos bastante con las luces naturales y con el puro raciocinio; necesitamos la intuicion sobrenatural, cuya mirada se aguza más que en las argumentaciones dialécticas, en la caridad y en el amor. El mundo ideal ó de los arquetipos eternos, el mundo exterior ó de las realidades imperfectas, el mundo de las ideas increadas y el mundo de los seres creados, propio aquél de los ángeles y éste de las bestias, exigen, si no han de estar separados, si han de ser comprendidos el uno por el otro, puesto que al cabo forman los dos volúmenes de un mismo libro, las dos páginas de una misma hoja, sólo que una página mira hácia lo divino, hácia arriba y otra hácia lo material, hácia abajo; exigen estos dos mundos, decia, si han de ser comprendidos, una entidad mediadora, un ente intermedio, con algo de los ángeles y algo de las bestias: el hombre, el cual no conoce las esencias, sino sus manifestaciones externas, no conoce las sustancias, sino los fenómenos y no puede elevarse hasta lo permanente, hasta lo absoluto, hasta lo eterno, hasta las leyes que son obra del Verbo y hasta el Verbo mismo que es esencia de Dios, ni por la percepcion, que sólo ve lo externo; ni por el sentimiento, que sólo adivina la belleza en las proporciones; ni por el juicio, que sólo conoce la relacion de los fenómenos; sino por algo más grande, por un arranque[p. 195] soberano de la voluntad, por un impulso ciego del sentimiento, por la mística plegaria del creyente, exaltado, trasfigurado, fuera de sí, en arrobamiento, en éxtasis, viendo las ideas y los arquetipos en Dios y los mundos como sombras de esas ideas y de esos arquetipos en los espacios. Y no podia presentarse ideal más perfecto de los trasportes del corazon, de sus arrebatos y deliquios, de los impulsos á lo sobrenatural que este pobre, este mendigo, este cenobita, muerto para sí y sólo viviente para la humanidad; elevado desde las cenizas y el cilicio á la intuicion de Dios; ántes un gusanillo de la tierra y luégo un íris que luce sobre el diluvio de nuestras lágrimas; un Elías atravesando los espacios en el ígneo carro de abrasador misticismo; el ángel que San Juan viera en el Apocalípsis, apareciendo por el Oriente y llevando el sello de Dios en las manos; sér de inmensa grandeza, sér casi divino, que ha llegado á esta sublime trasfiguracion por la virtud de religiosa exaltacion y por los milagros de religioso amor.
En la órden de San Francisco se profesaba como una especie de superior adoracion á Dios, la poesía. El Santo mismo ha compuesto versos que pasaron de boca en boca sin fijarse, sin escribirse hasta muy tarde. Ozanam confiesa en su bellísimo libro sobre los poetas franciscanos en[p. 196] el siglo décimotercio, que la oda ó himno al sol es citado por la vez primera por Bartolomé de Pisa á fines del siglo décimocuarto y que el poema al amor divino sólo aparece en San Bernardino de Siena, el cual escribe cien años despues de la muerte de San Francisco. El crítico Crescimbeni publicó el himno al sol como muestra de antigua versificacion italiana, y otro crítico le reprochó lo mucho añadido y lo mucho quitado so color de correccion, diciendo que por este método podia convertirse un discurso de Demóstenes en una oda de Anacreonte. Por aquel tiempo, Italia celebraba grandiosos espectáculos. Ya eran torneos y justas; ya procesiones en que se veian millares de personas vestidas con túnicas blancas y coronadas con flores várias; ya jubileos donde trescientos mil peregrinos se congregaban en torno de un sepulcro; ya autos sacramentales en los claustros de las iglesias que representaban misterios de la religion; ya capítulos como el que tuvo la órden tercera de San Francisco, compuesto de cinco mil hermanos congregados en el campo, al aire libre; fiestas muy gustadas del pueblo, que las amenizaba con el esparcimiento propio del carácter italiano, con las populares improvisaciones poéticas. Y aquí, en estas congregaciones, brotaba la poesía popular, la poesía vertida en el habla de los pueblos, cada vez más alejados[p. 197] del latin eclesiástico. Y la órden franciscana, órden esencialmente democrática, órden de puro carácter evangélico, órden popular, debia, para ganarse las muchedumbres, hacer dos cosas igualmente gratas al pueblo: trovar, y trovar en la lengua del vulgo. Así, poco á poco se iba creando la democracia, se iba desprendiendo el arte y la ciencia del idioma de las aristocracias teocráticas para usar el idioma de todo el mundo. Y era natural, naturalísimo, que los franciscanos trovasen la poética vida de su seráfico fundador y que la trovasen para el pueblo. Fray Pacífico, que acompañaba á Francisco, á la manera del evangelista San Juan á Jesucristo, compuso versos místicos en alabanza al inmortal fundador. Y su asunto no podia ser más legendario. Alzó una noche los ojos al cielo y vió la gloria, los santos, los mártires, las vírgenes, los ángeles, los arcángeles, los serafines, los querubines, todas las jerarquías de los seres celestes. Y en aquellos luminosos círculos sin fin, en aquellas espléndidas esferas, por las altas cimas del Empíreo, vió un sitio vacante; el sitio de un ángel destronado como Luzbel, y caido desde la eterna luz en las eternas tinieblas. Y aquel sitio angélico estaba reservado en el pensamiento de Dios al bienaventurado Padre San Francisco. El pueblo, que toma por realidad la poesía, lo alcanzaba tambien á descubrir[p. 198] allí y le consagraba su apasionado culto y sus fervientes oraciones.
Así, poco á poco la leyenda se fué formando y se fué sustituyendo á la historia. Un siglo más maduro que el siglo décimotercio necesitaba reunir las tradiciones franciscanas en su conjunto y darles la apariencia de relatos históricos. El siglo décimocuarto es el siglo en que la prosa italiana se fija definitivamente. Y el siglo décimocuarto es el siglo en que se escribe I Fioretti di San Francesco en prosa. No intenteis averiguar el autor de esa leyenda. Las obras que representan el ideal de un siglo tan admirablemente como esa obra mística, no tienen autores personales; nacen como las catedrales que se levantan por todo un pueblo entusiasmado, el cual eleva las piedras á los cielos, obedeciendo el llamamiento y la órden de un arquitecto invisible. No las leais tampoco en ninguna traduccion moderna. Nuestras lenguas son demasiado sábias para verter todo el candor de la primitiva fe. La misma traduccion de Ozanam, con ser obra de este literato puramente católico, de ideas ortodoxas, de creencias purísimas, cuya fe no se desmintió un momento, está muy léjos de verter en su correcto frances académico toda la inocencia de ese libro. Para comprenderlo mejor, sería necesario admirarlo en el pergamino de los primitivos códices,[p. 199] donde áun se conservará el calor de la ardiente mano que trazára aquellas páginas y el borron de alguna lágrima ferviente. No pudiendo procurarse esto, convendria leer las Florecillas franciscanas en esos libros de feria impresos en tosco papel y con primitivas láminas, donde sobre la rudeza de la forma resplandece el alma de un pueblo. Seguramente hay que devorarlo en el italiano de la Edad Media. Su carácter iguala al candor de una pintura de Cimabue, al dibujo de una viñeta de breviario, al eco de una salmodia gregoriana, al Stabat Mater en su no aprendida sencillez que llega á lo sublime.
Las leyendas no han quitado su grandeza á ninguno de los seres sobre los cuales han tendido sus redes de oro y perlas. Guillermo Tell vive todavía. Cuando atravesais el lago de los Cuatro Cantones, cuando veis resplandecer en la cima de los Alpes la nieve eterna y en el fondo de los valles el lago celeste, la sombra que corre por todos aquellos encantados espacios es la sombra del gran cazador que dió muerte á un tirano y vida á un pueblo. La historia ha querido, por una de sus extrañas coincidencias, que la personalidad histórica de Zuinglio, el creador de la conciencia religiosa de Suiza, tenga el lugar de su muerte cerca de la capilla de Guillermo Tell, el creador legendario de la conciencia política de Suiza.[p. 200] Desde lo alto del Righi, podeis ver la iglesia de Zuinglio desierta de peregrinos. Y en el lago de los Cuatro Cantones veréis todos los dias barcas que se dirigen á llevar peregrinos al sitio donde la tradicion ha convenido en poner la leyenda del arquero inmortal, fundador de la secular República de Helvecia. Y en aquel espléndido paisaje los versos de Schiller, las notas de Rossini, las narraciones de la leyenda no hacen más que aumentar la realidad del héroe, tan duradero como la misma naturaleza. Pero la crítica os dirá que una parte considerable de la poblacion suiza proviene de las costas del Báltico, de los pueblos boreales, y que en esas costas, entre esos pueblos se ha encontrado tradicion semejante á la tradicion de Guillermo Tell, el cazador obligado á traspasar con aguda flecha la manzana puesta sobre la cabeza de su hijo por la alevosía de un tirano, para el cual guarda su víctima la otra flecha.
Nosotros no podemos extrañarnos de nada, porque hay en la historia nacional un personaje parecido, símbolo de la independencia naciente, orígen de la literatura patria, personificacion del genio hispano; nuestro Cid Campeador. La crítica histórica del pasado siglo llegó á negar su existencia. Eruditísimo sabio consagró un libro entero á demostrar que el héroe aparecia en nuestros[p. 201] anales como una especie de fantástica figura formada por los rayos de la exaltada fantasía popular y semejante á las mentidas islas que la refraccion de la luz dibuja en los purpurinos cielos del África. La especie pasó de los libros nacionales á los libros extranjeros, y uno de nuestros más grandes oradores tradujo la historia del célebre autor inglés que negaba rotundamente la historia del Cid. Dábase tal viso de verdad á la ligera crítica, que Rodrigo de Vivar se desvanecia como héroe engañoso de falso cronicon. Inútilmente los devotos de las glorias nacionales se hundian en los archivos, registraban los pergaminos y veian el nombre del Cid en los últimos versos latinos que precedieron á los primeros balbuceos de la lengua castellana. «Ya lo veis, decian los críticos, héroe de versos, de poemas, de romances, un Amadis de Gaula. No teneis más remedio que renunciar á él como habeis renunciado á Bernardo del Carpio.» Los eruditos continuaban su trabajo titánico y descubrian huellas del nombre de Rodrigo en los documentos del siglo undécimo. Y los críticos decian que del nombre no dudaban; pero dudaban de la verdad de los hechos atribuidos á ese nombre. Y el Cid se enlaza á toda nuestra historia: al orígen de las Córtes, por la Jura en Santa Gadea; al engrandecimiento de Castilla, por sus estrechas relaciones con D. Fernando I;[p. 202] al combate de los nobles con los reyes, por sus altivas relaciones con D. Alfonso VI; á las clases populares, por sus venganzas en los Condes de Carrion y sus protestas contra las innovaciones religiosas; á la toma de Toledo, en cuyos muros se dibuja aún la sombra del héroe; á la conquista de Valencia, que lleva su glorioso nombre; al rescate de todo nuestro suelo, pues en sus correrías por la España árabe quebrantó los brillantísimos reinos nacidos entre las ruinas del Califato de Córdoba; al comienzo de la lengua, porque sus leyendas, sus poemas, los cantares consagrados á sus hazañas, son los primeros vagidos del habla nacional; y, por último, á nuestra literatura entera, donde el Cid anima al Romancero y el Romancero anima al teatro para producir aquellos milagros de genio, cuyo imperio se dilatará todavía más que el imperio inmenso de nuestras conquistas y de nuestros descubrimientos por toda la redondez de la tierra. Inmensa pérdida la de un héroe así en nuestros anales, pérdida irreparable que arrancaba á un tiempo la raíz de nuestra literatura, de nuestra nacionalidad y de nuestra historia. Pero la crítica no tiene entrañas. Y se restauró la erudicion árabe y se comenzó el estudio de la Historia de España en las relaciones de nuestros enemigos, y se vió que el Cid existia con sus principales hazañas, y dejaba en el suelo ma[p. 203]hometano y en los mahometanos anales, un reguero de luto y de terror tan grande como el reguero de luz y de gloria que dejára en nuestros anales y en nuestro patrio suelo. Y la verdad histórica no fué obstáculo para que cada clase creára un Cid á su imágen y semejanza; los nobles, el Cid altivo con los reyes y pendenciero en el palacio; los reyes, el Cid leal y monárquico que resplandece en las obras de Alfonso X; los pueblos, el Cid que no transige con el regicidio consumado al pié de Zamora, y que castiga á los Condes feudales orgullosos de su prosapia, y que amenaza á la Roma pontificia por las maniobras contra la liturgia mozárabe y contra la Iglesia nacional; hasta los monjes, el Cid, sentado ante el altar mayor de San Pedro de Cardeña, despues de muerto, y que resucita y saca la espada cuando un judío quiere mesarle las barbas; de suerte que cada clase, cada aspiracion pone sus ideas, sus intereses, sus recuerdos en el grandioso ideal de todo nuestro pueblo, y el Cid de la leyenda resulta tan verdadero y tan vivo como el Cid de la Historia, y pasa del cronicon al poema latino, del poema latino á la leyenda de sus mocedades, de la leyenda de sus mocedades al poema de su nombre, del poema de su nombre al Romancero, del Romancero al teatro, siempre creciendo á me[p. 204]dida que crece y se agranda el genio nacional.
Así, no podeis extrañar ya el nacimiento y el desarrollo de las leyendas religiosas, la parte que tiene en ellas el hecho histórico y la parte que tiene la poesía. Evocad las crísis entre mundos que nacen y mundos que espiran; trasladaos á tiempos de paz universal propicia á la actividad del pensamiento despues de universales guerras, ó á tiempos de guerras, que exigen fuerzas sobrehumanas y son gérmenes de trasformaciones profundas; recorred aquellos desiertos poblados de ideas y poblados de penitentes, aquellas ciudades donde se espera siempre una revelacion que apague la sed del espíritu y un salvador que rompa las cadenas con que estamos atados al límite; evocad todo el prestigio de sitios como las Pirámides, como la Meca, como Jerusalen, como Alejandría, en que se han condensado los misterios y han relampagueado las ideas; ved la aptitud de esas razas orientales educadas en lugares tan brillantes que las arenas resplandecen como si fueran luminosas y los profetas surgen como seres naturales de tan privilegiadas regiones; añadid la índole de esos pueblos para la creencia, la sed del martirio que en ellos se despierta, su vocacion al doble apostolado de la palabra y de la espada; reconoced la tendencia de las ideas científicas á penetrar de un lado en los abismos más insondables[p. 205] de los principios metafísicos, y por otro lado á encarnarse en las verdades más prácticas de la moral; notad luégo cómo los ideales que ciertas gentes ven por superior inteligencia en sí, no pueden verse de todos si no se encarnan en seres aparte de virtudes ó méritos sobresalientes, y explicaréis con sencillez el orígen de tantas y tantas leyendas como consuelan á los pueblos y á los hombres en las tristes asperezas de la realidad, y los congregan en torno de un templo ó de un sepulcro y les dan la idea de lo infinito para expresar lo supremamente bello en el arte y penetrar por su esperanza desde las tristes condiciones de nuestra vida, en la inmortalidad.
Extraordinarias y maravillosas circunstancias concurrian, por rara coincidencia, en el sitio, en el tiempo, en la nacion donde brotó la órden franciscana. Escoged el autor que os parezca ménos hiperbólico y más sencillo; el que dé ménos parte en la historia á lo sobrenatural y mayor á los hechos; un positivista, un realista en el sentido artístico de la palabra, un analizador, el cual, en[p. 206] vez de resucitar esta época la diseque, Maquiavelo, por ejemplo, y veréis lo crítico del tiempo realzado por la divina mision de San Francisco. El Pontificado se levanta espléndido despues de haber conseguido la inmolacion de la prematura ciencia de Abelardo y de la prematura rebeldía de Arnaldo, reduciendo el Imperio á ser lo que deseaba Gregorio VII enfrente de la Iglesia como la luna enfrente del sol. El Imperio griego, que se ha preservado de los bárbaros y que ha desarrollado la metafísica antigua aplicándola al dogma, acepta la invasion latina como si resucitára la unidad descompuesta por Diocleciano; anegada en diluvios de sangre. Las cruzadas se detienen á pesar del rápido triunfo de Federico de Suabia, sin poder pasar el límite del desierto, cuando en los tiempos anteriores parecian impulsadas por el espíritu de Dios, y comienza á ceder el feudalismo á la creciente marea de la democracia, que llegará desde el fondo de los municipios á las cúspides de los castillos.
Y luégo, cuando el Santo ha muerto y la leyenda del Santo nace, los tiempos cambian profundamente, como si la segunda mitad del siglo décimotercio fuera contraria á la primera mitad. Apénas ha subido el Pontificado á su cénit con Inocencio III, cuando, muerto éste, declina hácia su ocaso. Los güelfos y los gibelinos combaten[p. 207] como nunca, exarcebándose en crueldad y encarnizamiento. El gran combatiente Erzelino, hombre feroz é implacable, que representaba con justos títulos en las guerras contínuas y sangrientas á los gibelinos, degüella doce mil ciudadanos de Pádua. El Papa Urbano VI llama contra sus enemigos al feroz Cárlos de Anjou, que desembarca en Ostia con gran golpe de gentes llevadas en treinta galeras é inaugura una piratería contínua por las costas del Mediterráneo italiano. La sangre real de Conradino, descendiente de los Emperadores de Alemania é inmolado en afrentoso cadalso por Cárlos de Anjou, salpica la corona del Rey de Nápoles y la tiara del Pontífice de Roma, como su guante de desafío lanzado bajo el hacha del verdugo es recogido por la mano de los aragoneses, que llevaron nuevos elementos de dominacion pero tambien de combate, á la desgarrada Italia. Los franceses que sostenian á los angevinos, son degollados todos á la señal de un astrólogo en Fiorli y al toque de vísperas en Palermo.
El Pontificado recibe por este tiempo cada dia una herida que le produce irremediable decadencia política. El penúltimo papa del siglo décimotercio, Celestino V, revelaria esta decadencia si no la revelasen otros muchos hechos y personajes históricos. Dos años y tres meses yació por[p. 208] tierra el trono pontificio sin Pontífice que lo ocupase, á causa de las turbulentas rivalidades del Sacro Colegio dividido en tres bandos irreconciliables. Por fin, uno de los cardenales propone elegir pobre anacoreta, ajeno á las mundanas ambiciones, desconocido del mundo y menospreciador de sus vanidades, dado desde los más tiernos años al ayuno y á la penitencia en las selvas y en las montañas de la tierra de Apulia, nacido al pié de los castillos feudales en los campos parthenópeos de una sierva familia de jornaleros, educado como los lobeznos y como los aguiluchos en las cavernas; reducido á la soledad desde los primeros años, y por lo mismo apto para sobreponerse al torbellino de las humanas pasiones y regir la Iglesia por amor á Cristo que no dejaria de prosperar su sublime pontificado, en cuyos dias habrian de renovarse los tiempos heroicos del cristianismo y reinar las máximas sagradas del Evangelio. Á estas consideraciones, el Sacro Colegio le elige por voto unánime. Cuando la diputacion de cardenales, atravesando montañas que parecian inaccesibles, selvas que parecian inexplorables, llanuras que parecian desiertas, lo encuentra al borde de los torrentes, en la desnudez más completa, confundido casi con los seres irracionales y materiales, semejante al San Jerónimo que ha consagrado la tradicion religiosa[p. 209] en los cuadros de los pintores ascéticos, el anacoreta espantado no alcanza á entender de qué le hablan y rehusa el irse con los embajadores, prefiriendo á todas las pompas y á todas las dominaciones del mundo, su austera soledad. Dos reyes, uno de Nápoles y otro de Hungría, van á los desfiladeros, donde se mantiene de hierbas y se viste de hiedra, como un sacerdote contemplativo de la India, para echarse de rodillas á sus plantas y rogarle que salve á la Iglesia, bañándole los piés con torrentes de lágrimas y perturbándole la cabeza con suspiros y súplicas hasta obligarle á ceder y conducirlo á Aquila en la patriarcal montura en que Cristo llegó triunfante á Jerusalen, llevada por manos reales del ramal y seguida de obispos, arzobispos, caballeros, todos vestidos de púrpura y brocado, como para realzar la humildad del pobre penitente hecho jefe espiritual del catolicismo y representante de Dios sobre la tierra por súbita intervencion de la Providencia. En Agosto de 1294 fué coronado y en Diciembre del mismo año tenía hecha ya pública dejacion de su tiara. No habia remedio: en las ciudades se ahogaba su pecho acostumbrado al aire libre de las selvas; en las intrigas de los palacios se perdia su inteligencia consagrada á la contemplacion pura de la verdad religiosa y al éxtasis más completo: la mesa del festin repug[p. 210]naba á quien comia el duro pan de los siervos y bebia en el hueco de las manos el agua pura de los torrentes; la corona de oro y pedrería abrumaba aquella cabeza, acostumbrada como los lirios del valle á una corona de rocío; en las alturas del poder sufria vértigos su mirada, propia sólo para contemplar como las águilas frente á frente el sol en las sublimes alturas de las montañas, y la presencia de los hombres aterraba al que se creia por sus oraciones y por sus ayunos, sólo con sus pensamientos místicos y sus prácticas piadosas, en presencia siempre de Dios. Á mayor abundamiento, refieren los historiadores que el ambicioso cardenal Gaetani, aspirando á ser su sucesor, le ponia emboscadas á cada paso, le llenaba de escrúpulos la conciencia, le fingia voces de condenados y trompetas de los ángeles del Apocalípsis en las largas noches de invierno, para reducirlo á deponer su corona y á tornar á su desierto. Y en efecto, abdica la tiara y corre á la Apulia en demanda del anhelado reposo. Pero Gaetani, que alcanza su codiciada sucesion bajo el nombre de Bonifacio VIII, manda emisarios que le liberten de un competidor peligroso. Avisado con tiempo el pobre Celestino V, corre á las playas, toma una barca de pescador y rema para ganar las costas de Dalmacia y perderse en más apartados desiertos. Pero los vientos y las[p. 211] olas le arrojan nuevamente á las costas de Italia, donde su perseguidor le apresa y le encierra dentro de una torre, tumba anticipada que presencia una agonía de diez meses y recoge el cadáver de aquel penitente exaltado desde las cavernas al trono y caido desde el trono en los calabozos, imágen fiel de las deshechas borrascas de sus rudos tiempos.
La órden de San Francisco debia, por su orígen y por su carácter democrático, oponerse á estos desórdenes del pontificado y contribuir por tanto á la decadencia de la institucion que podriamos llamar fundamento único de la moral religiosa en la Edad Media. El más ilustre de los franciscanos, despues del fundador, fué Jacopone de Todi. Educado en Bolonia, perito en el derecho, rico y poderoso, casado con idolatrada y hermosísima mujer, nada le faltaba de todo cuanto llama felicidad el mundo. Un dia del siglo décimotercio, á los cuarenta años de la muerte de San Francisco, celebrándose alegres fiestas y espectáculos en Todi, se hunde un tablado y mueren tristemente en la catástrofe numerosas personas. Entre los muertos se encuentra la idolatrada esposa de Jacopone, el cual sólo tiene tiempo para recoger entre sus brazos el cuerpo desgarrado y aspirar en los labios el suspiro último de su idolatrada compañera. Desde aquel dia arroja su[p. 212] toga y toma el sayal; abandona el mundo y abraza la penitencia; cierra los libros de Ciceron y abre los libros de piedad; renuncia á los discursos elocuentes y entona los versos místicos; deja la compañía de los jurisconsultos y sigue la compañía de los franciscanos; huye los aplausos y busca los sarcasmos de las gentes; reparte sus bienes y se resigna á la pobreza; renuncia á las locuras insensatas del mundo y sigue la divina locura de la Cruz. Para conocer hasta donde llega su inspiracion, basta decir que es autor del Stabat Mater, esa sublime elegía cuyos acentos no podemos oir el Viérnes Santo entre los altares desnudos, el santuario solitario, el templo oscuro y la Cruz recien descubierta, sin que nuestro corazon se inunde de tristeza y participe de todos los dolores de la Vírgen Madre durante la pasion. Jacopone es contemporáneo de Celestino V. Naturalmente, el asceta debia desde el claustro exaltar al asceta que se eleva al trono. Á mayor abundamiento, en los cinco meses que duró el reinado de Celestino, el principal empeño de éste debia ser reformar, en sentido cada dia más austero, las órdenes monásticas, y en este empeño debia sostenerle el austerísimo poeta. Luégo, Celestino abdica y Bonifacio VIII le sucede. Jacopone debia seguir al penitente en su desgracia y condenar la ambicion coronada con la humilde corona de Cris[p. 213]to. Así, firma la protesta de aquellos que niegan la validez de la eleccion de Bonifacio. Y á la protesta añade sátiras en las cuales dice que el nuevo Papa vive en los delirios y ambiciones de este mundo como la salamandra en el fuego. Bonifacio VIII no podia sufrir estas injurias y con gran ejército se dirige á Palestrina, donde estaban los cardenales protestantes y su exaltado poeta. Largo sitio sufre la ciudad, pero al cabo se entrega, y el Papa busca al cantor y lo encierra en húmedo calabozo. Los escritores Wisseman, Döllinger, defienden al Papa y no pueden negar, sin embargo, la autenticidad de todos estos hechos. Jacopone es arrojado entre tinieblas eternas. Enormes cadenas le abruman; el agua podrida de una letrina apaga su sed, y contra tantos dolores sólo encuentra alivio en su desprecio de las dichas del mundo y en su exaltacion por el dolor. Estando en la cárcel se convocó el gran jubileo de 1300 que vino á torturar su alma áun más que su cuerpo, pues oia al traves de las paredes de su cárcel los cánticos sagrados y el paso de los peregrinos encaminándose á Roma, sin poder participar de sus místicas alegrías. En vano demandaba misericordia al representante de un Dios todo misericordioso. Una vez que Bonifacio pasaba por la calle de su calabozo, segun cuentan autores de todo crédito, se asomó á los barrotes de su[p. 214] reja y le dijo: «¿Cuándo saldrás, Jacopone?—Cuando tú entres, Bonifacio», le respondió el franciscano. Y en efecto, á los pocos dias, los Colonnas se dirigen á Agnani y entran en el palacio del Papa. Éste, no teniendo ninguna defensa material, se fia por completo á su autoridad religiosa, se ciñe sus vestiduras sacerdotales, se cubre con su áurea tiara, empuña su báculo y se sienta en el trono, sobre cuya cima agita las blancas alas el Espíritu-Santo. Los invasores entran, lo desacatan, lo abofetean y lo arrojan en una prision. Por fin, los habitantes de la ciudad le libertan y se va á Roma. Pero sale de manos de los Colonnas para caer en manos de los Orsinis. Y allí muere á los treinta y siete dias de haber recibido el bofeton que sella la decadencia del Pontificado y muere en un acceso de febril locura engendrada por el sentimiento de sus humillaciones, por haber querido ser un Papa más grande, más fuerte y más imperioso de lo que consentia el espíritu de su tiempo. Jacopone, libertado de su prision por el sucesor de Bonifacio VIII, tiene hoy un nombre glorioso entre los poetas y un nombre bienaventurado entre los santos. Su espíritu democrático contribuyó, como todo el espíritu de su órden, al quebrantamiento y á la decadencia de la autoridad teocrática en la Edad Media.
Lo cierto es que la órden de San Francisco, á[p. 215] sabiendas ó no, contribuye á descomponer los dos elementos capitales de aquellos tiempos: el feudalismo y la teocracia. No medimos al pronto la trascendencia de una idea, porque no conocemos toda su naturaleza, y una idea contiene siempre otra larga serie de ideas. Tal afirmacion, que parece puramente artística, puramente filosófica, resulta luégo una afirmacion política y social. Por ejemplo, el romanticismo literario era una revolucion, tanto en España como en Francia, porque se levantaba contra las reglas de una poética tradicional y cortesana. Tened por cierto que los franciscanos ignoraban el destino social de su aparicion necesaria en el mundo; pero lo cumplian ignorándolo. Por eso el alma de la nueva sociedad, que estalla en el siglo décimosexto, contará siempre entre sus Bautistas al Padre Seráfico y entre los precedentes de su aparicion á la seráfica órden, puesto que representa un término dialéctico en el desarrollo de su idea progresiva y un necesario predecesor en la genealogía larguísima de sus progenitores.
El cristianismo se habia convertido en una doctrina de autoridad, indispensablemente para cumplir estos dos ministerios capitales en la transicion dolorosa del antiguo mundo al mundo moderno; para sustituir con algun principio de unidad moral la soberanía política perdida por Roma[p. 216] y para educar y domar con una verdadera disciplina religiosa la inteligencia inculta y la voluntad indómita de los bárbaros. Esta doctrina, que desde el siglo primero al siglo cuarto fuera una doctrina del pueblo, desde el siglo cuarto al siglo décimotercio se convierte en una doctrina del Imperio. Por tal razon, á no dudarlo, cuantos tratan de fundar la autoridad, ó sobre las ruinas de la antigua Roma ó sobre la cerviz de las nuevas tribus en la larga descomposicion de las sociedades paganas y en la no ménos larga recomposicion de las sociedades modernas, se acogen al catolicismo. Constantino lo saca de las sombras de las catacumbas al aire de la libertad; Teodosio lo declara religion oficial violentando la conciencia pagana del senado romano; Carlo-Magno funda sobre sus dogmas un pacto político, y cree que sería imposible sujetar la barbarie de su tiempo sin pedirle inspiracion y fuerza, para lo cual se arroja á los piés del Pontífice y besa, de rodillas sobre el suelo durísimo, cada una de las gradas que se extienden al pié del templo vaticano. Los Papas mismos contribuyen á este fin, porque desde Gregorio Magno á Gregorio VII y desde Gregorio VII á Inocencio III no hacen más que fulminar sus rayos contra todas las rebeldías del individualismo religioso ó político y rehacer, por medio de su autoridad dogmática, la[p. 217] autoridad social en sus tempestuosos tiempos.
El primero en reanudar la tradicion puramente evangélica, es San Francisco de Asis. Diríase al verlo que ha salido de las catacumbas, que ha orado en sus tinieblas eternas, que ha visto flamear como una amenaza sobre su cabeza los cetros y las espadas de los poderosos y arder á sus piés como un infierno las hogueras de los mártires. Para sus penitencias, busca, como los primitivos apóstoles, el desierto; para sus cánticos y oraciones, el acompañamiento de las aves del cielo y el incienso de las flores del campo; para el apostolado de su doctrina, el pobre y el mendigo, porque su objeto es llorar con los que lloran, padecer con los que padecen, morir por los desvalidos y por los opresos. El espíritu democrático del Evangelio renace en él con toda su pristina pureza. Y se oye en coro sublime, sobre un mundo de autoridad, de fuerza, de guerra, donde la espada es el primer derecho y la victoria es la primer razon, sonar el eterno tema de la oracion en la montaña: bienaventurados los humildes, los débiles, los pobres, los desgraciados, los ignorantes, los atribulados, porque de ellos será el reino de los cielos. Y San Francisco resucitaba la verdadera doctrina cristiana, puesto que toda la enseñanza evangélica es una enseñanza democrática. La han preparado los profetas, y los profetas no son más[p. 218] que los tribunos religiosos consagrados á combatir la idolatría de los reyes. Jamas ha dicho Milton contra Cárlos I, ni Mirabeau contra Luis XVI, ni Tácito contra Tiberio lo que ha dicho Samuel contra Saul en sus esfuerzos para impedir la trasformacion monárquica de Judá. El Bautista vive preparando las vías del Salvador, y muere al capricho de una córte, al antojo de una cortesana, al mandato de un poderoso de la tierra, enemigo natural de las revelaciones del cielo. El dia que la Vírgen siente palpitar el divino Hijo en sus entrañas se exalta de alegría, y alaba á Dios en términos que parecen arrancados á una arenga tribunicia: potentes deposuit de sede et exaltavit humiles; exurientes implevit bonis, et divites missit inanes. El pueblo de Cristo es un pueblo de esclavos; su familia, una familia destronada; su padre, un carpintero; su cuna, un establo; sus primeros devotos, los pastores; sus primeros enemigos, los escribas y los fariseos que componian la aristocracia de Jerusalen; sus primeros apóstoles, los pobres pescadores; su primer perseguidor, un Heródes; su mayor enemigo, un Caifás; su juez, un Pilátos; su templo, el desierto lleno de ideas y no la sinagoga teocrática llena de tinieblas; sus bienaventuranzas, la promesa de consuelo á los afligidos y de libertad á los opresos; su doctrina religiosa venida de un solo Dios y consagrada á[p. 219] todos los hombres, doctrina de igualdad; su vida, un combate con la supersticion y el privilegio; su muerte, un divino holocausto por la salud de todos los desheredados, y una eterna acusacion á la soberbia de todos los tiranos.
Esa tendencia democrática de la doctrina cristiana resucitaba el Santo, en una sociedad tan fundada en la guerra y en la fuerza de la autoridad como la misma sociedad romana. Á la cabeza del mundo habia un papa con tres coronas y con extenso patrimonio temporal, donacion de Pipino, agrandada por la piadosa condesa Matilde y que era el signo de la autoridad moral del pontificado. Á la cabeza del mundo habia un emperador cuyo poder estaba siempre en litigio y cuyo litigio era una guerra perpétua. La soberanía estaba en la propiedad y la propiedad se extendia, á pesar de tres siglos de cristianismo, sobre las personas. Los valerosos, que habian sometido una compañía á sus mandatos y luchado con ella contra otros enemigos en armas, tomaban sus conquistas por una propiedad, y sobre la propiedad constituian todas las jurisdicciones, desde la jurisdiccion del rey hasta la jurisdiccion del juez y desde la jurisdiccion del juez hasta la jurisdiccion del verdugo. Los reyes no eran más que los jefes, los primeros, los más fuertes de aquella sociedad de conquistadores y terratenientes, siem[p. 220]pre armados para defender su propiedad ó conquistar la propiedad ajena. Los obispos, los abades, los monjes eran señores feudales y ejercian todas las jurisdicciones anexas al privilegio señorial. Las ciudades mismas donde comenzaba á brotar la raíz de la democracia se constituian como una personalidad jurídica con ejercicio de derechos señoriales y luchaban rudamente con las otras ciudades en aquella guerra universal por la propiedad. Y en mundo constituido de tal suerte, la voz de un religioso se levanta por los campos, por las calles, por las encrucijadas, predicando que está la perfeccion cristiana en la humildad, en la pobreza, en la miseria; entre los siervos, entre los desheredados, entre los mendigos. Naturalmente, las castas se rompian, la igualdad avanzaba, los maldecidos por los malos usos, los esclavizados por las bárbaras leyes, entraban en el claustro y se colocaban á la cabeza de todas las clases ungidos por la religion, y de esta suerte se fundaba con las mismas órdenes monásticas más desavenidas del mundo, más ajenas á la vida real, más consagradas á sus ayunos y á sus oraciones, por vías misteriosas y providenciales, una sólida, una profunda, una invariable democracia que debia fundar una nueva sociedad.
Así es que la órden franciscana engendra inmediatamente una secta, la cual rompe toda la[p. 221] doctrina ortodoxa y despierta la tendencia vivísima á creer en segura renovacion dogmática despues de la renovacion moral para el establecimiento de progresiva Iglesia donde sean perpétuas las relaciones del cielo con la conciencia del hombre. Evangelio eterno se llama el sistema teológico erigido en creencia complementaria del cristianismo por estos hermanos de San Francisco. Dos revelaciones religiosas han esclarecido el alma humana. Primero, en el comienzo de las edades, cuando la tierra todavía está cercana á su creacion, aparece en los desiertos, y ante la tienda de los patriarcas, en la zarza del Horeb y en las tempestades del Sinaí, aquella revelacion que los franciscanos llaman del Padre, por ser de Dios puro, de la primer persona de la Trinidad, revelacion apropiada á un pueblo primitivo que se ha educado en la servidumbre de Egipto al pié de las Pirámides; que se ha redimido por una peregrinacion nómada desde el África al Asia hasta llegar á su tierra de Palestina; que ha necesitado, junto á los preceptos morales, preceptos higiénicos y políticos para iniciar la lenta y trabajosa educacion de humanidad en el crecimiento de su vida sobre la tierra y de su conciencia en lo infinito. Pero á la revelacion del Padre sucede la revelacion del Hijo. Aquélla se verifica en el comienzo de los tiempos y ésta en su madurez; aquélla cuando[p. 222] las sociedades civiles nacen bajo la tienda de los patriarcas, y éstas cuando las sociedades civiles se completan y robustecen por las instituciones del derecho romano; aquélla en el relampagueo de las cumbres del Sinaí, y ésta en la sublime desnudez del Calvario; aquélla por la tonante voz de un Dios airado, y ésta por la humilde sangre de un mártir sin mancha, siendo la primera la revelacion del Sér, y la segunda la revelacion del amor; la primera, la revelacion de Jehová, y la segunda, la revelacion del Verbo; la primera, la revelacion del Padre, y la segunda, la revelacion del Hijo, necesarias ambas para el desarrollo de nuestro espíritu en la tierra y para su comunicacion estrecha con el cielo. Y así como la sociedad patriarcal se iluminó en la revelacion del Padre ó del Sér, y la sociedad romana con la revelacion del Hijo ó del Amor, nuestra sociedad se iluminará con la revelacion del Espíritu ó de la Ciencia. Y de esta suerte, la órden franciscana rompe, por la apoteósis del mendigo, la sociedad feudal, y por la esperanza en el advenimiento del Espíritu Santo para revelar una verdad más clara en una conciencia más humana, la autoridad teocrática.
Despues de esto, ya podeis explicaros los dos siglos que han de suceder al siglo de San Francisco: el poder de los gremios; la extension de[p. 223] los municipios, las libertades tempestuosas, las asambleas populares, los síndicos elevándose á la altura de los reyes, los nobles perdiendo su imperio sobre los siervos, las artes emancipándose de la tutela litúrgica y yendo á renovar el calor de su sangre en la savia de los campos, el cisma en vigor, la Iglesia en crísis, la conciencia en rebeldía los Concilios llenos de aspiraciones democráticas, las lenguas vulgares elevadas á expensas de la ciencia, el escolasticismo hundido, la razon preparada para entrar triunfante en la filosofía, y la conciencia pidiendo la sustitucion de todos los sacerdocios quebrantados, y el derecho á interpretar la naturaleza, y el espíritu con su libre exámen que forjará otra nueva Europa.
Uno de los misterios mayores que hay en la vida, es el enlace de las causas con los efectos. ¿Á qué cometa habrá pertenecido la materia de que estamos formados? ¡Cuántas revoluciones habrán sido necesarias, cuántas catástrofes, qué de terremotos, qué de levantamientos del suelo y de erupciones del fuego central para producir la arcilla del frágil vaso de vidrio donde apagamos nuestra sed! ¿De qué sustancia se habrá alimentado ó en qué bosque ó selva habrá crecido, cuántas flores habrá llevado, cuántos nidos, cuántos frutos el árbol señalado ya por el destino para ser mi mortaja? ¿Á dónde habrá ido á parar la primera lágri[p. 224]ma evaporada de mi mejilla, ó irá á parar el último suspiro de mi pecho en esa fragua contínua de la vida que se llama atmósfera? Pues más difícil todavía es saber cómo penetra la idea en la palabra y la palabra en la conciencia para pasar luégo de los individuos á las colectividades y producir nuevos organismos sociales en estas cristalizaciones incesantes de las ideas que forman como las bases de la sociedad, la cual parece tan sólida á primera vista y está sujeta á una renovacion permanente. En el convento de San Francisco de Asis, á la luz cernida por los rosetones ojivales, al cántico exhalado de los coros semibizantinos, al rumor que producen los rezos de los creyentes bajo las bóvedas sembradas de estrellas y los pasos de los peregrinos sobre las losas del pavimento de mármol; entre aquellos ángeles y aquellos santos que se destacan de los muros como ideas vivientes; entre aquellas estatuas tendidas sobre los sarcófagos, que os hablan de la eternidad con sus labios de piedra; creeis estar delante de una de esas rocas donde acaban los terrenos primitivos y empiezan los terrenos secundarios ó terciarios del planeta, como que estais en presencia del monumento sublime donde se trasformó la Edad Media y empezó el espíritu moderno por virtud de la palabra de un penitente, que con su amor impulsó á la[p. 225] tierra en su carrera por el espacio, y acercó á nuestras manos los apartados cielos donde se trasfigura la conciencia. Así ha podido el sentido comun llamar al pobre penitente de Asis, el Cristo de la Edad Media.
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Compadezco á todo aquel que no haya ido jamas, en tibia mañana de Mayo, desde Castellamare hasta Sorrento, entre aquellos bosques de limoneros y de granados, todos floridos, resaltando por los sombríos olivares; bajo la grata sombra de las montañas erizadas de riscos, por cuyas grietas tienden su lujuriosa vegetacion las selvas de hayas, castaños y encinas; sobre el tortuoso camino abierto en la roca viva que enlaza las poblaciones medio ocultas en el follaje; al borde del mar, cuya celeste superficie siembran de estrellas fugaces y contínuas los rayos del sol deslumbrador; la isla de Capri enfrente, cortada como gracioso templo de lapis-lázuli que se alzára sobre las aguas; á la espalda el Vesubio con su penacho de humo, destacándose en el cielo, y su cintura de jardines, y su crestería de lavas bri[p. 230]llantísimas, y sus alfombras de ciudades multicolores; todo envuelto en la luz meridional y perfumado por el embriagador azahar, formando un conjunto de bellezas naturales que nos abruman con su magnificencia, ántes al contrario, os convidan á tomar parte en su regocijo y á unir vuestra idea á sus creaciones como una nota más de la universal armonía.
¡Cuán hermosa es Sorrento! Parece caerse al mar desde la altísima roca donde se ha agarrado como una ciudad náufraga. En la falda de pendiente montaña está como suspensa, y desde sus balcones á la playa todavía media pavoroso abismo. Diríase alzada por sus fundadores como un mirador para contemplar el Vesubio, que semeja á espejismo de la imaginacion en la bahía de Parthénope, que, á su vez, semeja á encantado lago. Desde el jardin de la Sirena, cuyos intensos aromas casi trastornan el sentido, veiamos abajo, en la breve ensenada, sobre la estrecha faja de menuda arena, los peces plateados saltando entre las oscuras mallas del copo y las barcas recogiendo sus velas latinas y atracando á fuerza de brazos entre grupos pintorescos de activos marineros. Como la hermosura está en la variedad de los contrastes, hé aquí la region más hermosa del mundo: ágrias montañas y tranquilos verjeles; cúspides de nieve en las lejanas cordilleras de los[p. 231] Abruzzos y cúspides de fuego en los próximos conos del Vesubio; las guirnaldas de parras arriba, y abajo las guirnaldas de algas; el campesino aquí recogiendo en cestos de mimbre los limones y el pescador allá recogiendo en cenachos de esparto los pescados; la oscura encina en el monte y la blanca vela en el mar; las rosas y los jazmines y las violetas en las florestas y las conchas y los caracolillos en los arenales; las ruinas desoladas y desiertas entre los jaramagos, frias como huesos de esqueletos, y las fuerzas de la naturaleza creando y produciendo contínuamente en la gigantesca fragua de volcanes y solfataras; la alegría de la vida, que brota en las serenatas, en las canciones, en los coros al aire libre, en el regocijo de estos pueblos donde ha nacido la música moderna, y el horror de la destruccion y de la muerte en las erupciones que subvierten toda la comarca, que destruyen y levantan montañas, que abren sepulcros donde caben ciudades enteras; la esperanza de lo porvenir y el recuerdo de lo pasado; la caverna silenciosa y la onda sonora; los matices más bellos de la luz y los juegos más caprichosos de las sombras; los términos más opuestos de la historia y los contrastes más bruscos de la vida.
¡Y decir que un poeta como Tasso no ha cantado ni este pueblo donde viniera al mundo, ni[p. 232] el palacio construido sobre la roca que da al mar, donde encontráran sus miserias alivio y consuelo en el cariño de piadosa hermana, en el calor de tranquilo hogar, en el comercio con la sana y robusta naturaleza! Algunas palabras acerca de la amenidad del campo y de la salud de sus moradores: hé ahí todo. Los poetas del Renacimiento italiano se parecen á Miguel Ángel, tan menospreciador de cuanto no fuera el hombre y la mujer, que en el Juicio Final desaparece nuestra tierra, como si el desenlace de la tragedia humana se representase en los espacios desiertos. ¡Cuán preferible es el bellísimo paisaje viviente de esta bahía incomparable al contrahecho paisaje de los falsos bosques de Armida! Entre todos los poetas meridionales de aquellos tiempos, para mí, los dos que mejor cantaron la naturaleza fueron Camoens y Garcilaso. Nunca he podido asomarme al Tajo, ya entre los verjeles de Aranjuez, ya entre las ruinas de Toledo, sin murmurar las Églogas; ni al Mondego sin ver las ninfas que todavía lloran, bajo los pinos y los sauces y los cedros, en el lugar llamado de las lágrimas, la muerte de doña Ines de Castro, aquella hermosa dama que reinó despues de muerta. Nuestro inmortal cantor peninsular, el Homero de la Iliada del trabajo y de la Odisea de las navegaciones gigantescas y de los descubrimientos maravillo[p. 233]sos, inspirado por la luz de África y por la vida de Oriente, hubiera descrito de singular manera esta Sorrento, muy parecida á la isla de Vénus, pintada en su noveno canto de Las Lusiadas, muy parecida, iba diciendo, á la espaciosa bahía donde las ondas mueren sobre blanca arena sembrada de pintadas conchas y caprichosos caracoles; á las tres colinas de líneas graciosas y de aspecto imponente que ostentan sus prados llenos de flores, por los cuales corren cristalinos arroyos y sonantes cascadas, despeñándose desde las ágrias rocas en deliciosos valles; al lago sereno en que se miran los perfumados bosques; á los árboles cargados de flores y de frutos, desde el laurel de Dafne hasta el gracioso limonero, mezcla del oro y la esmeralda, desde el granado que envidiáran los rubíes hasta los perales picados por los pájaros, y los olmos de Alcídes, y los laureles de Apolo, y los mirtos de Vénus, y los pinos de Cibéles, mudos testigos de la inconstancia de Atys, y los sombríos cipreses que elevan al cielo sus fúnebres pirámides entre las cerezas, cuyo color compite con el coral, y las brillantes moreras; todo realzado por esta luz que os tendria eternamente suspensos y extáticos, cual una sonrisa de correspondido amor.
Sorrento ha elevado una estatua de blanco mármol al Tasso. Nunca me cansaré de admirar el[p. 234] respeto que Italia guarda á la memoria de sus más ilustres hijos; nunca, de ofrecerlo como ejemplo vivo á nuestra ingrata España. Puede decirse, sin exageracion, que en Italia caminais entre dos coros de estatuas. Si entrais por Génova, lo primero que herirá vuestra atencion es la efigie del descubridor de América. ¿Dónde tiene entre nosotros, españoles, otra igual? En ninguna parte. Ni á la puerta del monasterio de la Rábida, que le vió pedir limosna humildemente; ni á la puerta del refectorio de Salamanca, que vió á su razon triunfar de todas las argucias teológicas; ni en la vega de Granada, donde se avistó con sus protectores; ni en el puerto de Pálos, testigo de su salida; ni en el puerto de Barcelona, testigo de su vuelta; ni en las calles de Valladolid, testigos de su muerte.
No es maravilla, en verdad, que genio tan ilustre tenga monumento tan excelso. Los hay por todas las regiones de Italia. En Turin lo tienen, desde los primeros hombres de Estado, como Azeglio y Cavour, hasta los organizadores del ejército y los ministros de Agricultura y Comercio que han servido modestamente á su patria. En Milan se eleva el gran fundador de la unidad italiana y ese coloso del Renacimiento, ese Leonardo de Vinci, á quien rodean sus primeros discípulos. Los templos y los palacios de Venecia pueden lla[p. 235]marse necrópolis de los héroes y de los artistas. Por todas las encrucijadas de Mantua se os aparece la imágen de Virgilio. Á los dos lados de la galería de los Oficios en Florencia, sobre el fondo de oscuro granito, se destaca el blanco mármol de las estatuas, y estas estatuas representan los hijos preclaros de Toscana, feraz en brillantísimos genios. Las cimas del Pincio, despues de la libertad de Roma, han sido decoradas por series de bustos donde se enlazan todas las estrellas del cielo espiritual de Italia. Arnaldo de Brescia y Giordano de Bruno reciben justo desagravio en el mismo suelo donde ardieron sus cuerpos y se calcinaron sus huesos. Pergoleso, moribundo, se ve por los pórticos del teatro de Salerno; Virgilio en su templo de gloria y Vico en su meditacion de historiador brillan allí donde vienen á morir las ondas del Tirreno, á las plantas del Vesubio, entre los mirtos y los laureles de la inmortalidad.
¿Y nosotros? En Madrid, tres hombres se han salvado del ingrato olvido: Cervántes, que se eleva á las puertas de las Córtes; Murillo, que se eleva á las puertas del Museo; Mendizábal, que se eleva en la plaza del Progreso. Daoiz y Velarde están como olvidados en uno de los barrios extremos y en medio de polvorosa carretera. ¿Y Lope de Vega, y Calderon de la Barca, y Diego Velaz[p. 236]quez? Málaga tiene un tosco monumento que recuerda el sacrificio de Torrijos, y Granada otro tosco monumento que recuerda el funestísimo dia en que subió Mariana de Pineda al cadalso. Fray Luis de Leon brilla en la ciudad donde cantó con sin igual dulzura y padeció con sin igual resignacion. Pero confesad que es demasiada soledad en medio de aquella escuela de Salamanca en que se verificó la mayor parte del Renacimiento español, como en Florencia la mayor parte del Renacimiento italiano. En Toledo veíase la derruida casa de Padilla sembrada de sal por el aleve absolutismo. Conmovia profundamente el ánimo y despertaba el pensamiento aquel solar calcinado por las llamas, no tan desoladoras como el alma de los déspotas. Sobre mutilada columna se elevaba inscripcion vengativa. Un Ayuntamiento de estos últimos años ha nivelado el suelo y lo ha limpiado, convirtiendo aquel sitio de espectros sublimes y de recuerdos grandiosos en una plazuela con raquíticas acacias, donde se reunen las niñeras y juegan los muchachos. Yo me explico esta manía nuestra de no alzar estatuas, por la barbarie del régimen que durante tres siglos pesára sobre nuestra encorvada cerviz. Si entre nuestros grandes genios habia alguno perteneciente á nobles familias, podia tener un sepulcro fastuoso y una estatua yacente en cualquier capilla ó en cualquier panteon[p. 237] de nuestras iglesias. Pero en las calles, en las plazas, en las encrucijadas, donde pudieran recordar que habia algo y álguien digno de veneracion, ademas de nuestros reyes y de nuestros santos, ¡oh! eso no, que hubiera enseñado mucho al pueblo. Veinte estatuas, si las hay, en toda España, consagradas á nuestros hombres ilustres, no corresponden al sinnúmero de genios que hemos tenido en nuestros gloriosísimos anales. Se me olvidaba; allá, en una de las calles de Valladolid veíase pobre efigie en capilla oscurísima, no me acuerdo por qué calle. Extrañóme sobremanera que tal recuerdo proviniese de nuestros antiguos tiempos en que dejábamos morir á Camoens y á Cervántes en la miseria y desconociamos que el Gran Capitan nos trajo á Italia y Hernan Cortés Méjico. Una estatuilla, y de mujer, ¡caso raro! Pregunté qué representaba, y me contestaron cosa que no me atrevo á creer completamente, por no haberla yo mismo en mis estudios confirmado. Contáronme que representaba una mujer, denunciadora al Santo Oficio de su propio esposo, como fiel en lo interior de su conciencia y de su casa á la religion protestante. El infeliz fué quemado en uno de los autos de fe más célebres que presenció aquella ciudad, y el Gobierno ó el vulgo, ó ambos á la vez, consagraron un recuerdo de agradecimiento indeleble en calle con[p. 238]currida á una infamia tan grande..... ¿Será posible que no seamos más cuidadosos de nuestras glorias? ¿Será posible que no elevemos todavía monumentos á nuestros héroes, á nuestros navegantes, á los sabios de todos tiempos que han ilustrado nuestro nombre, á los artistas, á los poetas, á los oradores á quienes debemos la gran resonancia de nuestra lengua por todos los ámbitos de la tierra? Si los reyes absolutos han sido ingratos, que no lo sean los pueblos emancipados. Y donde quiera haya brillado un genio, que exista una señal de agradecimiento y una sombra de recuerdo. La corona de sus genios rodea con el etéreo limbo de la inmortalidad las sienes de los pueblos. Solamente la pobre Ofelia, loca, puede pisotear su corona, esmaltada de rocío, en la hora del suicidio.
Tasso no consagró á Sorrento los versos á que tenía derecho su hermosura, y Sorrento ha consagrado á Tasso la estatua á que tenía derecho su gloria. La Jerusalen Libertada es uno de los monumentos más grandiosos de la lengua italiana. Y en Italia frecuentemente os encontrais con[p. 239] personas que guardan religioso culto á un poeta y que le dedican toda su existencia. Prosa, verso, biografías comentarios, cátedras, paréceles poco para su genio favorito. Y cuando no escriben oficialmente, hablan á todo el mundo del único asunto de su vida. Con uno de estos monomaniacos topé yo en mi último viaje á Sorrento; con uno á quien le habia dado la manía por el Tasso. No me dejaba ni á sol ni sombra, porque yo suelo tener una virtud rarísima, la virtud de escuchar. Contábame minuciosidades innumerables recogidas en libros y manuscritos indecibles sobre la vida de su héroe. Cierto frances, que viajaba por entónces y que tenía la nostalgia del café de Madrid y del boulevard de Montmartre, se indignaba contra aquel delirio por un poeta en cuya lectura sólo habia experimentado el dulce efecto de dulcísimo sueño. Aquí de nuestro loco; larga, larguísima disertacion acerca del Tasso y los franceses. Veintiseis años tenía cuando salió de Italia para Francia en la espléndida comitiva del cardenal Luis de Este, hijo de Hércules, Duque de Ferrara; exclamaba el infatigable comentador. La altísima intercesion de dos princesas fué necesaria para que el Cardenal admitiera en su servicio á quien él debia haber servido de rodillas como á un Dios de la poesía. El príncipe de la Iglesia, que iba á fomentar en la córte de Cárlos IX la[p. 240] fe católica contra la propaganda protestante, llevaba ochocientos criados, y entre ellos al poeta, á quien dió un cubierto en su mesa. Reclamó el Tasso algo más, y su protector convirtió la racion en soldada; pero estimándola á tan bajo precio, que apénas tenía el infeliz escritor con que satisfacer su hambre. Los cardenales de aquel tiempo eran más parecidos á príncipes de Asia que á discípulos de Cristo. El de Este, bastante avaro para regalar sólo con las migajas de su mesa al genio, cuyos versos debian regalar á la régia familia de Ferrara con el maná de la inmortalidad, donaba al criminal Cárlos IX, segun Muratori nos refiere, cuarenta caballos, todos con arneses riquísimos, sillas y mantas recamadas de pedrería, conducidos por cuarenta palafreneros cubiertos de seda y oro á la oriental usanza. Y estoy cierto de que el último parásito privaria en la córte de Ferrara más que el primer poeta de su tiempo. Entónces las cortesanas tenian sepulcros magníficos en las grandes iglesias, con epitafios compuestos por los primeros latinistas de la córte pontificia, como el elegantísimo consagrado á Imperia, mujer de tantas riquezas, todas alcanzadas por su hermosura, que cierto embajador admitido en su casa, no supo donde escupir, temeroso de manchar algun objeto de precio, y escupió en la cara de uno de los criados. Y miéntras tanto, el[p. 241] gran poeta se moria de hambre. Su pobreza era tal, que empeñó, para acompañar á su protector, en veinticinco libras várias cubiertas de cama, cortinas y tapices, restos del ajuar legado por su padre.
En su viaje á Francia, le parecieron uniformes las campiñas de Normandía; incómodas las viviendas, todas de madera; grandes las iglesias; admirables los vidrios de colores; inconstante el clima, que pasaba en solo un dia de Abril á Enero; indóciles é inquietas las gentes; adorable la reina Catalina de Médicis; gran poeta el rey Cárlos IX; extrañas aquella Margarita de Navarra y aquella Princesa de Nevers, que llevaban en sus carrozas las cabezas de sus amantes tronchadas por la cuchilla del verdugo; bellas de color y finas de facciones las francesas; bajos de estatura los franceses; raquíticos los nobles y de escasas pantorrillas, aunque muy guerreros; plebeyas las letras y las ciencias, segun las castas que sabian cultivarlas; soberbios los caballos y frecuentes los torneos; incomparables los vinos, muy buenos para las sanas digestiones; flojos los parisienses y alejadísimos de la austeridad impuesta por Licurgo á Esparta. Pero tuvo que alejarse bien pronto de Francia, porque cayó de la gracia del cardenal de Este; y cayó de la gracia del cardenal de Este porque el príncipe de la poesía era mucho más[p. 242] católico que el príncipe de la Iglesia. Así es que, apenado por el espectáculo de las discordias religiosas, políticas, civiles de Francia, pintó en una de sus sonoras octavas la nacion vestida de negro, como escuálida viuda; todas sus regiones ultrajadas; todas sus razas doloridas; vacante la corona; dispersas y dispendiadas las fortunas; opreso y enfermo el reino; y en la estirpe régia, herido el mejor vástago y su tronco desgajado por el rayo, e fulminato il tronco. Y en Francia se daba entónces á mediano poeta, por humilde soneto, riquísima abadía que rentaba diez mil escudos; y el mayor poeta de Italia, para salir de Francia, tenía que pedir prestados tres escudos, uno á cierta dama de su particular amistad y dos á un cofrade fiel y admirador ardentísimo.
Despues de tan erudita é incoherente disertacion del comentador de Tasso, oida hasta el fin último, con paciencia de mi parte, y con impaciencia de parte del frances, quisimos ambos oyentes dirigir algunas observaciones al eterno orador. Yo no pude, pues el frances, más pronto y más resuelto, me ganó por la mano y dijo que el Tasso era incapaz de comprender toda la grandeza de Francia y de apreciar toda su hermosura cuando así maldecia de los franceses; y que no le extrañaba su fin desastrosísimo y su enfermedad cerebral, pues debió estar loco toda su vida, cuan[p. 243]do en el tiempo de la matanza de San Bartolomé le parecian poco católicos un rey supersticioso como Cárlos IX, una euménide inquisitorial como Catalina de Médicis, un prelado romano como Luis de Este, y un Papa infalible como Gregorio XIII. «Perdon, señor, repuso el italiano con su natural finura, unida á incontestable tenacidad, perdon; pero no hay sino leer á Ranke para convencerse de que Gregorio XIII no era un Papa tan severo y tan creyente como usted cree.»—«No sé lo que sería, ni me importa, replicó el frances; pero lo tengo por más competente en materias dogmáticas que á vuestro poeta. Y en confianza, y pidiéndole su vénia, voy á decirle algo desagradable. La locura contagia, y si no toma usted precauciones, puede contraer la enfermedad de su ídolo. Al fin volvióse loco él por una princesa hermosa y viva; pero tendria poca gracia volverse loco por un poeta fanático y muerto.» Nunca hubiera tocado nuestro interlocutor el tema de la demencia del Tasso. Allí ardió Troya; allí se abrieron de par en par las compuertas de la erudicion del comentador, que llevaba en dos dias hablados más de dos volúmenes en fólio acerca del poeta.
«¡Locura! ¡locura! Hablemos de esto, dijo, hablemos, no á la ligera como del viaje á Francia; hablemos largamente. Vuelto el Tasso de su[p. 244] excursion allende los montes, fué llamado á Ferrara por el espléndido Alfonso II, que le señaló alojamiento de príncipe en su palacio, cátedra de astronomía en su Universidad, y renta de ciento diez francos cincuenta y seis céntimos al mes en su presupuesto, cantidad bien superior á los miserables veintiun francos mensuales recibidos por el Ariosto en otro tiempo, y celebrados en el cántico décimocuarto de su Orlando. Á todos estos cargos reunió el de historiógrafo y secretario del príncipe, mediando entre ambos tal amistad y confianza, que Tasso le dirigia memoriales en verso para pedirle, por ejemplo, una bota de vino del Pausílipo, y en verso le contestaba el magnífico protector al acceder á su demanda, decretar el memorial y regalársela. Siete años duró esta amistad entrañable, siete años de no interrumpida concordia, hasta el dia funesto en que hirió á todos la fatal noticia de la extraña reclusion de tan ilustre como desgraciado genio.»
Supongo que habréis ido á Ferrara y que habréis estado á punto de llorar en la estrecha cárcel atribuida por todos á la crueldad de Alfonso II y á la pasion de Torcuato Tasso. Pues acerca de aquel extraño lugar andan divulgadas las mismas exageraciones que acerca de los plomos de Venecia. Entónces pude yo coger la palabra y decir, poco más ó ménos, lo siguiente: «Es ver[p. 245]dad, un dia el poeta de la duda y de la desesperacion, el genio que dejára su sede en la Cámara de los lores de Inglaterra por la sombra de los pinos de Italia y por los escollos de las costas del Adriático, lord Byron, bello y pervertido como Satanas, en las exaltaciones diabólicas de su inspiracion y en los espasmos febriles de su delirio, llegó á Ferrara, visitó el calabozo henchido por las lágrimas y por los suspiros del poeta mártir, y se estuvo allí encerrado durante dos horas en contínua agitacion, dando paseos desmesuradísimos por aquella jaula, rompiéndose casi la frente en sus paredes, como para absorber todas las tristezas allí amontonadas, y considerar el sol de la prision que palidece al traves de las rejas espesas, el reflejo de la retina ardiente que se clava en la bóveda negra, la huella del cuerpo tendido en la fria losa, el sitio donde apercibian una comida semejante á la podre del sepulcro, las sombras en que los cánticos al amor y las elegías á la amistad se mezclaban á los latigazos de los loqueros crueles y á los horribles gemidos y á las histéricas carcajadas de los locos vecinos; todos los dolores de un cuerpo destrozado por el tormento y todas las penas de un alma herida por la ingratitud y por la injusticia.»
«La visita al oscuro calabozo, añadió el italiano, inspiró á Byron una lamentacion que por[p. 246] cierto no se parece en nada á las lamentaciones de Jeremías, hueca de tono, exagerada de frase, declamatoria de estilo, vacía de ideas, indigna de las otras obras maestras con que ha honrado su nombre de poeta y ha enriquecido la literatura de nuestro tiempo. Pero lord Byron materialmente perdió su trabajo y su poesía. La madriguera estrecha y oscura, llamada prision del Tasso, no encerró jamas al gran poeta, ó lo encerró por tan breves dias, que en verdad no valia la pena de tantas exageraciones. Fué privado de libertad, si se quiere preso, en el mismo edificio donde señalan los guías su prision, allí, en el hospital de Santa Ana, en el manicomio, pero no en el mismo cuarto donde le hubiera faltado luz y espacio para escribir, como escribió por aquellos dias, cánticos enteros de su poema y diálogos magistrales de su filosofía. El Tasso se vió privado de la amistad de su príncipe, y recluido en lo que hoy suele llamarse á la francesa una casa de salud, y á consecuencia de esto sus lamentos, que, como todos los lamentos del genio, han penetrado en el corazon de la posteridad y lo han herido de mortal dolor. Para explicaros esta desgracia, comenzad por una cosa; por que Tasso padecia ya de esa demencia ingénita á todo exceso de facultades extraordinarias, al exceso de sentimiento y al exceso de imaginacion, á las exaltaciones del carác[p. 247]ter y de la idea. Esta exaltacion se agravaba con aprensiones tales, que creia al mundo entero conjurado contra su honor, contra su nombre, contra su vida. La tenacidad de esta aprension llegó á intensísima monomanía. El cardenal de Albano le llamaba en sus amistosas cartas gravemente enfermo, y le pedia con verdaderas instancias que para libertarse de aprensiones y sospechas se dejára purgar por sus médicos, aconsejar por sus amigos y dirigir por sus patronos. Pero Tasso tenía tal horror á la córte, que cuando escribia á las gentes de su mayor confianza les rogaba no empleáran de ninguna manera en él artificios maléficos, ó lo que es igual, artificios cortesanos. Así, consistió la causa primera de su desgracia en el desasosiego con que soportaba su estancia entre los Estes y en el deseo que tenía de partirse á otras ciudades y trabar amistades con otros príncipes. Como hubo papa de aquellos tiempos dispuesto á declarar guerra á vecina república por retener excelso pintor, hubo príncipe capaz de atormentar al sumo poeta por haber querido marcharse á la córte de otro príncipe.
«Á pesar de todo esto, el Tasso tuvo durante su prision habitaciones cómodas; tiempo de vagar sobrado; visitas de príncipes reinantes, como el Duque de Mantua; veraneos en la quinta de la bellísima princesa Marfisa de Este y disertacio[p. 248]nes sobre la naturaleza del amor; regalos de libros como las maravillosas obras de Aldo el jóven, que son todavía monumentos de la imprenta; lecturas profundas, como la Suma Teológica de Santo Tomás y las Historias políticas del cardenal Bembo; consultas que podrian satisfacer su amor propio, como la de Francisco Terzi, grabador celebérrimo, que iba á pedirle consejo sobre ilustraciones y estampas; oro enviado en escudos sonantes y contantes por el Duque de Guastala; ofrendas en los versos del poeta boloñes Julio Segui; satisfacciones en las magníficas estampas trazadas para su poema por Bernardo del Castello; afectos, como la amistad del Padre Ángel Grillo, sapientísimo benedictino, el cual se encerraba en la estancia del poeta á departir sobre arte y religion, prefiriendo aquel encierro á todas las libertades y aquel dolor á todos los placeres; y excursiones de carnaval en los bailes indescriptibles de Ferrara, imitacion de los tiempos clásicos, donde, vestido de tisú y acompañado de otros gentiles hombres, danzaba, y bromeaba, y bebia hasta caer rendido de gozo y de fatiga.
«Mas era tan pueril, que se atraia la cólera de los carceleros con sus caprichos; tan raro, que se daba por demente con gusto, diciendo que de igual enfermedad padecieron el griego Solon y el romano Bruto; tan cambiante de humor, que[p. 249] mostraba en pocos momentos excesos de placer y de pena, como de garrulería y de silencio; tan indócil, que no tomaba ninguna medicina desagradable al paladar y olfato; tan cuidadoso de su persona, que disponia para vestir en la reclusion los mejores terciopelos de Génova, y los gorros de dormir más historiados y ricos; tan goloso, que importunaba á sus amigos en demanda de libras de fino azúcar para las ensaladas; tan confiado, que le robaban y despojaban de todo sus domésticos y compinches; tan pedigüeño, que reclamaba de sus visitantes hasta las medias de seda que llevaban puestas; tan desgraciado, que los médicos no le cuidaban porque jamas les pagaba las consultas, y lo recibian los tristes hospitales con frecuencia, porque en mil ocasiones no contaba con otra vivienda ni otro abrigo; tan desconocedor de sus aptitudes y facultades, que los escasos recursos recibidos de providenciales herencias los evaporaba en pleitos dañosos á su salud y á su hacienda, á su gloria y á su nombre; tan tímido, que la menor crítica le descorazonaba, precipitándole desde las cimas de un orgullo sin medida, en el abismo de una desesperacion sin límites; desgraciado por todo, especialmente desgraciado por su propio carácter y por la guerra á muerte que se hacía á sí mismo en contínuos tormentos.»
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«Sacamos, dijo el frances, en limpio dos cosas: primera, que no hubo tal demencia en Tasso, y segunda, que se debió su prision, dulce ciertamente, no á desgracias de amor, á desgracias de córte.»—«Hará unos veinticinco ó treinta años, añadió nuestro italiano, tratóse largamente de las causas de esa prision y de esa locura. Un profesor pisano sostuvo que habia sido encarcelado el Tasso por su pasion á la princesa Leonor, hermana de Alfonso II, y un historiador florentino sostuvo que por haber intentado pasar del servicio de la casa de los Estes al servicio de la casa de los Médicis. Considerable apuesta se propuso entre los dos contendientes, sometida primero al Instituto de Francia y despues á las Academias de Italia, que nunca dictaron la sentencia ni resolvieron el asunto. Y salió un señor con manuscritos de Montpellier, y otro con manuscritos de Roma, y otro con manuscritos de Ferrara, sosteniendo cada cual su version, y alguno la singularísima de que Tasso tuvo amores con las tres hermanas del duque Alfonso de Ferrara y hasta con su mujer doña Bárbara. Lo cierto es que encarándose el poeta con el Duque le dice en magníficos versos: «Puedes arrancarme, poderoso señor, la vida, que tal es de los monarcas el derecho; pero á causa de haber escrito del amor, al cual nos invitan el cielo y la naturaleza, arran[p. 251]carme esta razon mia, centella de la divina bondad, no puedes, porque sería el crímen de los crímenes. Te pedí perdon y lo negaste. ¡Ah! Me arrepiento de haberme arrepentido.» Confesad que el príncipe pecó de sufrido, dada la naturaleza de aquellos rudos tiempos, pues uno de sus parientes, un cardenal, en la misma Ferrara, arrancó los ojos á hermoso mancebo de sangre real, porque su hondo y deslumbrador mirar habia fijado una vez la atencion de bella dama. Aparte de todo esto, confesad conmigo que ningun poeta italiano puede compararse con el Tasso en la hermosura de la forma, en la riqueza y armonía de la lengua, en la dulzura de los versos, en la correccion del estilo, en el encanto de la rima, en la viveza de los sentimientos, en la severa majestad del conjunto de sus obras, en la sobria sencillez, verdadera señal de la mezcla feliz del gusto con el genio.»
Confesaré cuanto queráis, dije yo al entusiasta defensor del Tasso; pero le creo poeta de decadencia, á pesar de pertenecer, por su estilo, á los tiempos de la más clásica y más consumada perfeccion literaria. Poeta que no presiente en su corazon y no adivina en su inteligencia y no se anticipa á su tiempo, carece para mí de la facultad esencialísima al genio; carece del don de profecía. Cuando os abismais en los profundos senos de la[p. 252] epopeya católica; cuando recorreis la sátira maravillosa que ha enterrado la caballería feudal; cuando asistís á La Vida es sueño, de nuestro genio dramático, y á El Hipócrita, del genio cómico frances, lo que más hiere vuestro ánimo y lo trasporta, aparte del sentimiento y del arte, está en las mágicas y sobrenaturales intuiciones de lo porvenir. Pero un poeta cortesano que pasa su vida mendigando, de puerta en puerta, el favor de los príncipes y cardenales; más papista que el férreo papa Pío V; más monárquico que el siniestro monarca Cárlos IX; exaltado hasta aplaudir las persecuciones y las guerras religiosas; impasible ante la carnicería de la trágica noche de San Bartolomé; un poeta así, no siembra ninguna de esas ideas, ni despierta ninguno de esos afectos que vienen á ser como los hilos misteriosos con los cuales se teje la urdimbre de la vida y se prepara á la iniciacion del progreso el espíritu de las generaciones por venir. El Dante hiere en lo vivo, profundiza en el abismo, sorprende el secreto de aquellas sus edades, eleva la conciencia en el altar de lo eterno, como una hostia consagrada; tiene con los dolores profundos y las adivinaciones sobrenaturales toda la colosal grandeza de los profetas hebraicos, de Isaías y Jeremías, los cuales, valiéndose de los símbolos y de la lengua de lo pasado, fulguran el alma y el pensamiento de ge[p. 253]neraciones todavía perdidas en la nada, pero evocadas ya de las sombras, y prontas á entrar en la existencia, merced á este soplo creador que ha pasado por el abismo de los tiempos como un llamamiento de la eternidad. El Ariosto mismo, lleno de gracia y de vida, ébrio de pensamientos, exaltado de pasiones; con aquella risa que roba á la alegría clásica, con aquella vena de invencion que agota las fuerzas creadoras del genio, con aquella selva de ideas que produce en el suelo manchado de torvo feudalismo; burlándose de las instituciones más fuertes y de las leyes más admitidas; abriendo el cielo encantado de su mágica invectiva al delirio de los sentidos despiertos tras tantos siglos de sueños místicos, personifica, medio pagano y medio cristiano, en aquellas orgías de su inspiracion y en aquella pascua de universal regocijo, toda la grandeza del Renacimiento.
Al reves, el Tasso canta un hecho, la toma de Jerusalen, que conmovió á Europa en el siglo undécimo y en el siglo duodécimo, pero completamente ajeno á su tiempo, y mucho más á los tiempos posteriores. ¡Guárdeme Dios de ignorar ó desconocer toda la belleza contenida en el gran movimiento religioso que levanta nuestras razas occidentales, aisladas por el feudalismo, y las junta y las arroja sobre el Oriente! Al convertir há[p. 254]cia las cruzadas los ojos, veis, entre arreboles de poesía, los pobres ermitaños que, con severo sermon en los labios y el tosco crucifijo en las manos, suscitan la guerra santa y divierten el ánimo de las luchas feudales para llevarlo á otras empresas más altas; las públicas invocaciones á Dios, que suben á los siervos desde el terruño y bajan á los señores desde el castillo; las hileras de mondados huesos que se extienden de Europa al Asia, fecundando el suelo y la conciencia; la antigua Constantinopla, aparecida en medio de nosotros con sus resplandores y sus recuerdos; el Egipto y sus misterios, resucitados á la voz y al rumor de aquellas legiones sin número, movidas por una idea y realizando la contraria, movidas por la idea teocrática y abriendo su iniciacion á la democracia; las deliciosas orillas del Oriente y del Cidno, sembradas de penitentes, á un tiempo en oracion y en armas; los jardines de Dafne, impregnados de paganismo y cantados por los poetas de la naturaleza junto á las abrasadas arenas del desierto, reveladoras de la unidad divina á los sacerdotes del espíritu; las flotas de Venecia, y de Pisa, y de Génova trayendo sus vientres henchidos por los productos del comercio, y sus velas hinchadas por la brisa de la libertad; Antioquía, con sus altos muros y sus quinientas torres; Damasco, embriagada con los aromas de sus flo[p. 255]ridos bosques; los cedros del Líbano, bendecidos por el profeta, que sirvieron á Tiro para sus naves, á Salomon para su templo, á Alejandro para el lecho donde debia juntar los dioses de Grecia con las ideas de Oriente; la Palestina, la tierra de los patriarcas, con más ánsia buscada por los nuevos cruzados que por los antiguos israelitas, y libertando, como á los unos del cautiverio de los Faraones egipcios, á los otros del cautiverio de los caballeros feudales; el torrente Cedron, donde corrieron las lágrimas de David, y el monte Olivete, donde manaron los sudores de Cristo, y el Calvario, donde se consumó el sacrificio de la Redencion, y el sepulcro, donde estuvo entre los átomos de la tierra el que ahora está entre los ángeles del cielo; la toma de Jerusalen, cuyas mezquitas se empaparon tanto en sangre que llegaba hasta la cincha de nuestros caballos; las elegías de los árabes, á quienes sólo quedaba, si vivos, el lomo de sus camellos para huir, y si muertos, el estómago de los buitres para enterrarse; la figura mística de Godofredo de Bouillon, el rey-vírgen que no puede ceñirse una corona de oro allí donde Cristo llevára una corona de espinas; la figura poética de Tancredo, en el cual se personifica el genio de la caballería; las órdenes militares, con sus cruces rojas sobre sus túnicas blancas, y las órdenes monásticas que re[p. 256]sucitan por un momento la antigua fecundidad moral de la Tierra Santa: grandiosa epopeya donde verdaderamente el espíritu moderno sufre una de sus más bellas metamórfosis y la humanidad una de sus más admirables trasfiguraciones.
Pero el Tasso canta este hecho con el espíritu de la Edad Media. Compañero de los cruzados, su poesía hubiera sido maravillosa entre los espejismos del desierto y los dolores de la guerra. Despues de tres ó cuatro siglos que las cruzadas se han interrumpido, y San Luis ha muerto, y Cárlos de Anjou ha despojado, á guisa de pirata, los últimos cristianos dispersos, y la órden de los Templarios se ha disuelto por las maquinaciones de los reyes, y la rápida victoria de Federico II se ha malogrado por la invasion de los tártaros, y las huestes de Juan de Brienne han retrocedido á las inundaciones del Nilo, y los que iban resueltos á reconquistar Jerusalen se han contentado sólo con establecer un Imperio latino en Constantinopla, y los mismos pueblos cristianos han reclamado que los libertáran de los cruzados por temor á las depredaciones, y Felipe Augusto y Ricardo Corazon de Leon sólo han sabido luchar entre sí, más que luchar con sus comunes enemigos, y Federico Barbaroja ha muerto en las fatales aguas del Cidno, y Conrado III ha vuelto casi solo, y Luis VII casi deshonrado de la se[p. 257]gunda cruzada, y Saladino, despues de derrotar á los francos en Tiberíades, ha reconquistado á Jerusalen y destruido la obra de Godofredo, entregando la ciudad á los árabes; francamente, despues de todo esto, la epopeya del Tasso es una pura epopeya erudita, académica, arqueológica, cual esos poemas latinos consagrados en los albores del Renacimiento, por Petrarca, á Escipion y al África.
El Tasso pertenece á un período de reaccion religiosa y política, al período en que los Papas restauran, merced á la energía de Pío V, su poder quebrantado, miéntras Felipe II extiende su sombra letal en Francia por medio de los Valois, sometidos á su yugo, y en Alemania por medio de los Austrias, desgajados de su familia, exacerbándose la Inquisicion en todas partes y viéndose persecuciones y matanzas como la inolvidable de aquella noche triste en que una poblacion entera fué cazada por las calles de París, cual alimañas feroces por montes y por selvas, al toque de la campana, cuyos religiosos acentos debieran recordar la caridad y la mansedumbre de Cristo á los crueles cristianos. Ya la libertad ha muerto en las ciudades italianas; los titanes se han tristemente encerrado en su sepulcro; el arte ha caido en la exageracion y en la extravagancia; los jesuitas han levantado sus abigarradísimos templos[p. 258] faltos de toda inspiracion religiosa. Las escuelas decadentes de Nápoles y de Bolonia han reemplazado á las bellísimas escuelas de Roma, de Venecia, de Umbría, de Florencia; la escultura ha trocado en monstruos las piedras ántes cinceladas por Sansovino y Buonarroti; las asambleas de los pueblos se han sustituido con las artificiosas córtes de los príncipes; y en aquella universal degeneracion, la obra del Tasso no podia ser más que una obra de reaccion y por consiguiente, de decadencia y de muerte. La misma aparatosa decoracion de una arquitectura teatral y la misma falsedad de un cincel exagerado, y la misma hipérbole de una pintura convencional, y la misma naturaleza contrahecha en los jardines de los príncipes, y la misma falsa mitología de la última época de Julio Romano, y la misma falsa religion de los Carraccios, y los adornos riquísimos de las mundanas iglesias de los jesuitas, que nada dicen ni al corazon ni á la conciencia, y el decaimiento universal de Italia esclava: todo eso encuentro en la epopeya del Tasso, unido á un esplendor de forma, á una armonía de versos, á una belleza de lenguaje, que no bastan á ocultar todo el artificio de su fondo y toda la pobreza de su idea.
Mirad lo que verdaderamente ennoblece al Tasso; lo que sobre todo le eleva es aquello mismo destruido por vuestra erudicion, la cual será,[p. 259] si quereis, grande, pero tambien inoportuna; lo que le eleva y le ennoblece es su desgracia, su inmensa desgracia, ó mejor dicho, su vida, su tormentosa vida. No apagueis esa aureola al soplo frio de la crítica. Ya ha pasado al mundo como la personificacion más augusta en la historia de las tristezas y de los dolores del ingenio y del amor. Yo le quiero tal como le presenta la tradicion poética en sus ensueños de gloria y lo detesto en vuestras disecciones de embalsamador. Dejadme creer que ha sido como nosotros lo ideamos y no como vosotros le habeis puesto. Byron expresó admirablemente, en esa misma elegía tachada de ampulosa, el dolor de Tasso, cuando puso en sus labios estas palabras: «Me han condenado porque tú eres bella y yo no soy ciego.» Admiro al autor de La Jerusalen Libertada en el calvario que ha levantado la tradicion y véole allí en la verdadera gloria que le ha ceñido de inmortal diadema las sienes. Paréceme descubrir en los jardines de Ferrara, entre los bultos de los poetas, á la sombra de los árboles, bajo coronas de laurel y en altares de mirto, los versos pareados que tallaba en los troncos, celebrando misterios de la poesía y del amor. Paréceme que veo las jóvenes princesas, vestidas de pastoras como en las églogas y en los idilios, tejer guirnaldas con flores todavía humedecidas del rocío para coronar la frente de[p. 260] los genios inmortales, y departir en diálogos platónicos, dignos de Hipatia, sobre si el amor de los poetas abraza todas las cosas creadas é increadas en su ideal, ó se fija sobre un solo sér, porque esa religion no puede admitir más que un solo Dios. Oigo á unas decir que Tasso recibe en su seno los efluvios del amor universal y canta á la lejana estrella, enardecido por una pasion imposible; y decir á otras que el ruiseñor tiene su nido en la tierra y ama algun sér más hermoso, y más animado, y más semejante á él, y más cerca de su corazon y de sus labios que la lejana estrella de la noche. Nos acostumbramos á fingir los poetas, serenos como sus estatuas, envueltos en sus túnicas blancas como las nubes, ceñidos del laurel de la inmortalidad, ocultos en bosques de mirtos al borde de la Castalia fuente, acompañados por los Elíseos Campos de coros que entonan odas sin fin de admiracion y culto á su estro y á su gloria. Pero el genio es una hoguera, el amor en él, un tormento; las nobles aspiraciones, una pasion sin esperanza; las obras en que encarna su sér, un parto homicida; y la corona que ciñe á sus sienes algo abrasador y letal como los rayos de un sol demasiado vivo que, encendiendo la sangre en el cerebro, al cabo produce la muerte. El genio ve su idea en lo infinito, y sus medios de expresion en lo finito. Ve una luz ideal,[p. 261] divina, inefable, y tiene que encerrarla en el tosco barro de la forma. Esta desproporcion entre lo que piensa y lo que expresa, le causa tormentos indecibles. Y si concluido su trabajo lo contempla, al verlo cuán léjos está del ideal, se vuelve airado contra sí mismo, contra sus obras, contra los pedazos de su corazon y de sus entrañas, contra los hijos del alma, siempre en el potro de indecibles tormentos, abrumado por la inmensa pesadumbre de su triste superioridad, y enardecido por la llama invisible y ardiente de su genio. Creedlo, su corona de gloria es una corona de espinas, el licor de la inmortalidad un brevaje de hiel y vinagre, la luz que sobre los demas proyecta una llama, en la cual se abrasa tristemente sin consumirse jamas. Tal es el genio, tal sus dolores y sus tormentos. Y por eso Tasso, que los personifica en tan alto grado, es mayor á causa de su vida tormentosa que á causa de su correcta obra.
Su apoteósis está en su desgracia. La naturaleza ha dado al Tasso todos sus dones; le ha puesto inspiracion inagotable en la mente, lira inmarcesible en las manos, corazon pronto al amor en el pecho, corona de genio en las sienes, vista para alcanzar las ideales formas sobre las formas reales de los seres en los ojos, palabra tan armoniosa como un cántico en los labios, fuerza bas[p. 262]tante á contener con la idealidad eterna la realidad pasajera, con las cosas los arquetipos, con la luz del pensamiento la llama de las pasiones; y luégo, cuando ha venido con esos dones de otro mundo superior á este bajo mundo, se ha estrellado contra todos los límites de la universal contingencia, se ha herido en todas las espinas de nuestras selvas de abrojos, se ha asfixiado en esta atmósfera cargada con las cenizas de la muerte, y el recuerdo de su patria ideal y el resplandor de sus lejanos cielos sólo han servido para aumentar las tristezas de su destierro. Así ha nacido poeta y grande poeta en una edad en que se han agotado, sobre el suelo de su Italia esterilizada por los tiranos, todas las fuentes de poesía. Sobre los tiempos que cantaba habian pasado cuatro siglos; y el Sepulcro, cuyo rescate celebrára, estaba en manos de los infieles, guardado por los perros de Mahoma. La libertad sufria eclipse no ménos triste y no ménos largo que el arte y la conciencia. Como todos los sacerdotes del pensamiento, habia nacido para las libres asambleas de los pueblos, y su negra estrella le lanzó en las esclavas córtes de los príncipes. Así no hay sitio por donde haya pasado el mártir que no esté oscurecido por uno de sus dolores y regado por una de sus lágrimas. En las sombrías paredes del Louvre, á las orillas del Sena, se ve su[p. 263] sombra triste como las nieblas del rio, comparando el resplandor que da en el mundo la corona de poeta, tejida por la mano de los ángeles, y la corona de monarca, forjada por la mano de los hombres. En los jardines de Ferrara, á la sombra de aquellos bosques, se ven sus ojos que buscan los ojos de una princesa, apartada de su corazon por los abismos insalvables de las supersticiones seculares y de sus artificiosas jerarquías tan opuestas á las jerarquías naturales en el universo. Los edificios de la risueña córte de los Estes se hallan oscurecidos por aquellos tormentos del genio que rayaron en locura y por aquellos recelos del tirano que rayaron en crueldad. Aquí en Sorrento respira todo alegría; la vegetacion que enriquece este suelo bienhadado; la luz que brilla en esos horizontes diáfanos; el labriego y el marinero que fecundizan las tierras y las aguas; los pueblos que conservan el antiguo genio de Grecia; todo, ménos la tristísima sombra del Tasso, que se pasea por estas orillas y que evoca el momento de su vuelta, solitario y receloso como un bandido, á presentarse con la pobre túnica de tosco pastor á las puertas del hogar. En Roma, en el monasterio de San Onofrio, sitio de su muerte, el recuerdo de la agonía del poeta cuadra á todos los fúnebres objetos que os circundan. ¡Cuántas veces allí, á la sombra de un cipres fúnebre, recostado[p. 264] sobre los restos de una columna rota, junto al cenobio triste como oscuro panteon, al eco de la campana, perdido en los solitarios claustros y del rezo murmurado por los penitentes monjes, últimos huéspedes de aquellos lugares desiertos, he contemplado la lejana Vía Apia con sus hileras de sepulcros amontonados como las generaciones en el juicio final, las colosales ruinas por cuyas grietas vagan, como fuegos fatuos, las ideas muertas; los templos solitarios, sin culto y sin ceremonias, habitados por los cuervos en vez de ser habitados por los dioses; los campos de batalla henchidos todavía de sangre, engendrando con sus letales vapores eternos remordimientos en la conciencia humana; las lagunas pontinas, semejantes á inmensos depósitos de lágrimas, despidiendo en nubes de extraña forma y sombríos matices el hálito de la muerte; los ángeles exterminadores levantándose de tantos seculares despojos para vagar por esta necrópolis del mundo, por esta catacumba de todas las creencias, por este sombrío Josafat de la historia! Entónces, toda la vida del poeta subia tristemente á mi memoria. Veíale tierno, y desposeido á los primeros años de su madre, libre, y obligado al oficio de cortesano; inspiradísimo, y buscando la fuente de sus inspiraciones allá en las cenizas de los recuerdos; filósofo, y caido en el infierno de la intolerancia[p. 265] religiosa; católico, y en pos de figuras ménos que paganas, figuras mágicas, surgidas al conjuro de los sortilegios de Oriente; poeta, y en vez de adelantarse á lo porvenir, descaminándose y perdiéndose en lo pasado; brillante de genio, y eclipsado entre los ornamentos de un palacio; henchido de amor, y sin saber ni él mismo, ni la posteridad siquiera, á qué mujer amaba; destinado á embellecer, tanto la lengua como la literatura patria, y oscurecido por todas las sombras, y ahogado en todas las penas, y puesto en el potro de todos los tormentos; nacido para dominar, y dominado; para lucir, y perseguido; para consolar, y desgraciado; para encantar, y siempre entre angustias; adorando, como Reinaldo, la magia de una hechicera que toma mil formas y que le trastorna el seso, imágen de un deseo jamas realizado; hiriendo de su propia mano la poesía que le consolaba, como Tancredo á Clorinda; próximo á recoger en la cima del Capitolio, al ocaso de su vida, la corona de mirtos y laureles con que soñara á todas horas, é interrumpiéndole en aquel momento, al instante de su triunfo, la muerte, para que ni siquiera en el sepulcro tuviera reposo alguno su eterna inquietud, ni alivio y consuelo sus dolores.
El genio es mortal para aquel que lleva su voraz llama en la frente. Un grande artista, un[p. 266] grande poeta, un grande filósofo dobla en los demas los goces de la vida, y en sí mismo solamente dobla de la vida las penas. Los que están alrededor del genio se alumbran con su luz y se animan con su calor; pero él se consume, y se disipa, y se desvanece. Esa luz ó esa lumbre del hogar, ¡cuán grata es para los que en torno de su llama se juntan; pero cuán devoradora para la pobre mecha ó para la pobre tea que lo produce! La corona que tiene sobre las sienes el verdor del laurel, tiene sobre las almas el reflejo del martirio. Acontecimiento lejano, dolor extraño, astro apartadísimo, aereolito errante, chispa eléctrica perdida, vapor disipado en los aires, lágrimas evaporadas de las mejillas, ideas muertas, ensueños febriles, todo aquello que en el vulgo de los mortales no ejerce ningun género de influjo, apena al sér extraordinario en cuya alma individual penetra con el espíritu de la humanidad el espíritu de la naturaleza. Un sér que padece por todos los seres, no puede eximirse del dolor que le trae la propia grandeza. El amor será en él como una pasion que nunca se satisface, la verdadera pasion de lo infinito. Ya adore á la Beatriz ideal que ha pasado como una primavera por la tierra y se ha ido entre los astros del firmamento; ya á la hermosa Laura, asentada en otro hogar, esposa de otro hombre, madre de hijos que no son hi[p. 267]jos del poeta; ó ya á la mágica Armida, engañosa como la serpiente, este amor tendrá en parte la levadura de tosca realidad, pero en su parte mayor la esencia de lo ideal. Y este ideal, como un fuego sutil, abrasará su sangre y calcinará sus huesos, y devorará su existencia, no habiendo para ellos ni más consuelo, ni más remedio, ni más narcótico que el veneno de la muerte. Imaginaos á Tasso, que ha soñado toda su vida un triunfo semejante al triunfo de Petrarca, con una palma y un laurel en la cima del Capitolio, eterno templo de la gloria. En el penoso trabajo de la creacion contínua, le ha sostenido esa esperanza. En las tristes amarguras de la realidad, le ha consolado ese espejismo. Y llega la hora, y se acerca el momento. Y en su fiebre ve el triunfo. La colina sagrada del Capitolio está pronta; el palacio de los senadores, engalanado como para una fiesta de la antigua historia; las escalinatas que conducen á la cima, henchidas de pajes y de alabarderos, en cuyas armas y en cuyas preseas se refleja el sol de la Ciudad Eterna; el pueblo romano, en las calles que avecinan, anhelante por aclamar y aplaudir; procesion de jóvenes vestidos de escarlata le precede; el Senado le acompaña, el Papa le aguarda en su trono, las músicas entonan himnos, y el laurel va á tocar á sus sienes, y cuando ve, y toca, y palpa todo esto con verda[p. 268]dera ánsia, muere, y sólo recibe el frio contacto de la guadaña y el triste asilo de una oscura tumba fria y desolada, cuyo único ornamento está por muchos siglos en las dos sencillas palabras de su nombre. ¿No os parece una imágen de la humanidad, y de sus dolores sin tregua, y de sus esperanzas sin realizacion, y de sus aspiraciones sin término, y de su eterno prolongado martirio? La grandeza del Tasso está toda entera, más que en la hermosura de sus poemas, en la inmortalidad de sus dolores. Aquel laurel, que no puede ceñir á sus sienes, ha brotado de su tumba, y crece hasta llenar la eternidad, regado por las lágrimas de cien generaciones. Su miseria es su gloria, y sus tormentos su triunfo, y sus dolores su Tabor. La humanidad preferirá siempre á todas las glorias la gloria del martirio.
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[p. 271]La nacionalidad italiana, hasta ahora, ha cambiado la superficie, pero no ha cambiado el fondo de la Ciudad Eterna. La idea que en Roma domina es la sublime idea de la muerte, y su necesario complemento, la idea de la eternidad. En vano las instituciones modernas brotan sobre las moles de los tiempos antiguos; como los festones de hiedra sobre las ruinas, sólo sirven para acrecentar la solemnidad y la tristeza. ¡Ah! Lo presente nada vale aquí donde las generaciones comparan á cada instante y á cada paso la propia fugaz brevedad con los momentos eternos. Los celajes de lo porvenir se cierran á la vista. La idea de lo porvenir habita esas regiones de América, del Nuevo Mundo, sin historia, y con la naturaleza vírgen, exuberante, furiosa, espaciándose en selvas inexploradas, en floras gigantescas, en legiones de animales innumerables, como un verdadero incendio de vida, como el comienzo ígneo de un nuevo planeta recientemente desprendido del[p. 272] sol. Pero entre tantos sepulcros, sobre estos montones de huesos, en los océanos de cenizas que á la Ciudad Eterna rodean, ni cabe la esperanza ni el presentimiento de lo porvenir, tan ligados como á la juventud de nuestra vida individual, á la juventud del Universo. Despues de abrazar de una sola ojeada innumerables centurias esculpidas sobre columnas que el tiempo separa con siglos y el espacio reune en el mismo sitio; despues de ver que ciertas inspiraciones y ciertas grandezas no se han repetido, os atrae bien poco lo porvenir terrenal, sujeto á las mismas luchas y á las mismas derrotas que lo pasado; y os sobrecoge el deseo impaciente de penetrar en otros horizontes nunca vistos, en otras esferas nunca alcanzadas, en otros cielos superiores á nuestros cielos, en las sombras infinitas de la eternidad. Luégo, la naturaleza se ha complacido en formar aquí una necrópolis en rivalidad con la Historia. El árbol por excelencia de Roma, es el cipres; las plantas por excelencia de toda ruina, la ortiga y la cicuta. Los rios, de suyo alegres, tienen aquí la tristeza de los rios del infierno pintados en los frescos de la Edad Media. Las lagunas pontinas exhalan miasmas de corrupcion y siembran la campiña de muertos, y dan á los campesinos, en todas partes más robustos que los ciudadanos, la verdosa amarillez de los cadáveres. Esta amena[p. 273]za de la fiebre, presente siempre á los ojos, sonando como el llamamiento del sepulcro en los oidos, esparcida hasta en el aire que os anima y os refrigera, enseña cómo sobre Roma solamente han quedado la sombra de los gladiadores pidiendo venganza; los manes de los mártires de tantas causas ó vencidas ó vencedoras; los ángeles del juicio y del exterminio ideados por los antiguos Apocalípsis; las tristezas sublimes de todas las ciudades nuestras.
Hercúleo esfuerzo os cuesta descender desde estas alturas de la eternidad al oleaje tumultuoso de la vida presente. Pero descendeis por fuerza. Y en la hora que corre, en esta hora crítica de su vida, Roma ofrece contrastes bruscos por una conjuracion de coincidencias tal vez singulares en su historia. No es ya el sepulcro de un Papa en el mausoleo de un tribuno; la efigie de San Pablo sobre la columna de Trajano; el obelisco de Cleopatra bajo la cruz del Nazareno; los altares del Dios-espíritu en los jardines del emperador bestia; los filósofos de Aténas discutiendo sobre el sér y no sér en la vida al frente de los teólogos de la Iglesia disputando sobre la presencia de Cristo en el Sacramento; un cenobio de franciscanos en vez del templo de Júpiter Capitolino; y al pié de las moles del Circo Máximo, en que piafaban los caballos de las carreras ó rugian los[p. 274] tigres de los juegos, la catacumba de los primeros cristianos, todavía perfumada con el incienso de los místicos cantares. Hay otros contrastes más extraños, como la camisa roja del garibaldino junto á la estameña burda del ermitaño; la arenga tribunicia del filósofo que truena desde Monte-Citorio contra los Papas y sus poderes, tanto espirituales como temporales, y la oracion fervorosísima del obispo que desde su púlpito anatematiza las invasiones italianas, y sus legisladores, y sus soldados, y sus reyes; el periódico callejero escrito con la tinta de Marat, resonando al par de las plegarias leidas sobre los piadosos breviarios; el peregrino católico que corre á visitar al Papa-rey en su áurea prision vaticana y el viajero demócrata que corre á visitar al general de la libertad en su retiro agrícola á lo Coriolano; el inmenso establecimiento de misioneros que propaga los dogmas de la fe y el inmenso establecimiento de escolares que propaga los dogmas de la razon; un jesuita escribiendo libros cosmológicos en que solamente por coincidencia se habla de Dios, y un germano enseñando á la ciudad aborrecida por Arminio y anatematizada por Lutero, su gloriosa historia y los sepulcros de sus pontífices; los fuegos fatuos desprendidos de los mondados huesos compitiendo en brillo y en color con la intensísima luz de este nuevo dia del[p. 275] humano espíritu y la vida antigua tan llena ó intensa como la vida moderna; contrastes que acaso no volverán á ver los nacidos, ni volverán á repetirse en la historia, porque la incompatibilidad de ciertos elementos lleva en sí una lucha terrible, y esta lucha terrible ha de resolverse, tarde ó temprano, en completa y exclusiva victoria de uno de los contrarios.
Hablaba ayer con cierto americano, amigo mio, de estos contrastes de Roma, y le decia que en poco más de dos horas acababa de verlos bien extraños entre la basílica de San Pablo y las catacumbas de San Calixto, testimonio aquélla de la fe de nuestro siglo, y testimonios éstas de la fe de los primeros siglos del Cristianismo. La basílica, devorada hasta los cimientos á principios de la corriente centuria por grande incendio, ha sido construida de nuevo en estos nuestros tiempos. Los Papas han querido decir con ella que si no pueden elevar monumentos tan bellos y tan grandes como San Pedro, pueden elevarlos tan ricos y ostentosos sin temor á una nueva reforma. España, que no tiene hoy ni las escuelas, ni las academias, ni las casas de caridad necesarias á su instruccion y á su beneficencia, mandó ayer, por espacio de muchos años, 25.000 duros mensuales para la edificacion de este templo. En la basílica el lujo, y en las catacumbas la pobreza; allí el pa[p. 276]vimento de mármoles brillantes como espejos venecianos, y aquí el pavimento de cascajo humedecido como por gotas de lágrimas y gotas de sangre; allí pilares de granito oriental, que no pueden abrazar dos hombres; urnas de verde malaquita, semejantes á titánicas esmeraldas, regalos del Czar de todas las Rusias; columnas de alabastro, que valen como si fueran de oro y pedrería, regalos del Rey de Egipto; y aquí, en el terreno volcánico, léjos de la luz, fuera casi del aire, hileras de sepulcros escondidos á la persecucion y á la saña de los Emperadores del mundo: en la basílica, entre áureos circulares marcos, los retratos de todos los Papas, trazados por la paciencia de innumerables artífices en costosos mosaicos, los cuadros de Julio Romano trasladados á vistosas piedras, las estatuas de Pedro y Pablo esculpidas en mármoles de Carrara, los doce apóstoles y los más célebres santos resaltando en vidrios de colores, las aras de jaspe y ágatas sostenidas por bronces dorados á fuego que deslumbran; y en las catacumbas, sobre los cenotafios de tosca puzolana, al escaso resplandor de las antorchas, en ladrillo ó piedra, trazados por el pincel de los creyentes, una paloma que viene con su ramo de olivo, un pez junto á la cruz griega, una orante con sus manos y sus ojos hácia el cielo, símbolos de tristeza, de desesperacion, de penitencia; y, sin[p. 277] embargo, en la riquísima basílica, á pesar del esplendor de las artes y de las maravillas del lujo, hay algo frio que nada dice al sentimiento ni á la inteligencia, como un rico mausoleo que aguardára á un potentado egoista, el cual quisiera rodearse de obras dictadas por el afan de lucro, y no por la espontánea inspiracion, miéntras que en la oscura catacumba, toda henchida de espiritualismo, las manos se juntan involuntariamente para mezclar una oracion á tantas oraciones, las rodillas flaquean y se doblan como al latigazo de ese rayo invisible llamado lo sublime, y Dios aparece en zarza más ardiente que la zarza del Sinaí; en la llama inextinguible del dolor y del sacrificio.
«¿Y son ésos los contrastes que veis en la Ciudad Eterna?» me dijo el americano. Pues yo ayer los he visto mayores, y, sobre todo, más recientes. Á las once de la mañana me dirigí á San Pedro. Por el camino tropecé con varios jóvenes demócratas precedidos de una música que tocaba la Marsellesa. Al volver una esquina di de manos á boca con piadoso entierro. Varios penitentes, vestidos de túnicas blancas rematadas por capuchones celestes y cubiertos de antifaces, como los enmascarados de Lucrecia Borgia, llevaban á enterrar, sobre andas doradas, el cadáver de oscuro sacerdote encerrado en tosca mortaja de pino. De[p. 278]lante iba una procesion de frailes con hábitos blancos, azules, negros, pardos, como si estuviéramos en los tiempos más florecientes del Pontificado. Al acercarme á la columnata de Bernino, pasaban corriendo los cazadores que entraron por las brechas practicadas en la Puerta Pía, y al terminarse la columnata departian los que les resistieron, los suizos pontificios, vestidos con los trajes rojos, amarillos y negros, cuyo modelo trazó Rafael de Urbino. Subí las escaleras del Vaticano, y se mezclaban los acentos de la música italiana en mis oidos con austero Miserere que entonaban varios peregrinos alemanes en armonioso coro. Entré y me eché de rodillas en un magnífico salon, cubierto de rica tapicería, á recibir, con varios paisanos mios, la bendicion papal. Vi al Papa vestido de blanco, los cardenales vestidos de rojo, los guardias nobles con su traje de terciopelo grana algunos, y su traje de terciopelo negro los más, el alabardero de centinela, y los domésticos y familiares con sus ropillas multicolores de ricos brocados y de mangas perdidas, como si áun subsistiera la Roma pontificia. Apénas habiamos dejado el Vaticano y entrado en el Corso, cuando nuestro carruaje se cruzó con el modesto y sencillo carruaje del Rey de Italia, en cuyo atezado rostro creimos descubrir las señales de floreciente robustez y de verdadera alegría, sólo compara[p. 279]bles, dadas las diferencias de temperamento y de edad, á la robustez y alegría de Pío IX. Mis amigos no se contentaron ciertamente con esta visita; quisieron ver tambien á Garibaldi. Devoramos el largo espacio que le separa de Roma, y nos dirigimos, por la Puerta Pía, hácia la quinta donde, refugiado contra la curiosidad de tantas gentes, no pudo burlar nuestra curiosidad. Sus cabellos rubios, del color de los rayos del sol, que rodeaban su cabeza de una aureola mística, tiran ya á blancos, pero conservan su lustre sedoso. Las barbas blanquean tambien como el cabello. Los piés, taladrados por la gota, apénas pueden sostenerlo. Sus manos se han retorcido y afeado al dolor en tales términos, que difícilmente cogieron la pluma para trazar una firma al pié de varios retratos por nuestro entusiasmo apercibidos para recoger autógrafo tan célebre. Mas el rostro conserva todo su heroico candor, los labios toda su sonrisa de benevolencia, los ojos azules toda su mística expresion, la tez toda su sonrosada blancura, y la fisonomía toda su honradísima ingenuidad y toda su sublime sencillez. Nos habló en corriente español y nos preguntó por el estado general de las instituciones liberales y democráticas en América, dándonos consejos tan elevados como prudentes. Nosotros le preguntamos por sus proyectos, y nos dijo que las cosas de pa[p. 280]lacio van despacio, recordando con oportunidad el antiguo refran español y refiriéndose con gracia á la lentitud del Gobierno. Pero habló de sus trabajos hidráulicos cual pudiera hablar de sus campañas políticas. Roma no podrá ser capital de Italia miéntras tenga la muerte disuelta en sus aires. Catorce acueductos conducian las más ricas aguas de todas las cercanías, en la antigüedad, á la gran capital, henchida por dos millones de habitantes. Estos catorce acueductos, hundidos en su mayor parte, que eran catorce radios de vida y de salud, lo son hoy de corrupcion y de muerte. Desviar el curso del Tíber, excavar los alrededores de Roma, destruir los focos de la fiebre, rehacer el agro latino, desecar las lagunas pontinas, construir un puerto muy seguro y muy cercano, son obras á las cuales quiere unir el gran general popular los últimos dias de su gloriosa existencia. Inútil deciros cómo le oiriamos los que aprendimos á bendecirle en América, y le admirábamos en el sitio de Roma y en la retirada á Venecia, y le vimos reaparecer por las orillas de los lagos en la guerra de la Independencia, y le deseábamos la victoria cuando se dirigia á las Dos Sicilias, y le idolatrábamos lo mismo en sus desgracias de Mentana que en los sublimes sacrificios por la integridad y la independencia de su patria. Pero todo nuestro entusiasmo no impidió que desde la quin[p. 281]ta de Garibaldi nos dirigiéramos al Colegio de la Propaganda religiosa y habláramos con monseñor Franchi de las misiones, y desde el Colegio de la Propaganda á la Cámara de Diputados, y oyéramos á Ferrari departir en los pasillos de la necesidad que tiene Italia de avivar su unidad con las antiguas instituciones populares, y ser en nuestro tiempo, lo mismo que en los tiempos medios, el genio de la democracia. Y cuando vino la noche, asistimos á una tertulia donde departian los blancos y los negros en grande concordia, y donde una dama romana parecia resumir nuestro dia y representar el estado de Italia, ostentando en su pecho un alfiler que tenía esculpida la efigie de Pío IX, y en las mangas sendos botones, el uno con la efigie de Víctor Manuel y el otro con la efigie de Garibaldi. Dicen, añadió el americano, como resúmen y aplicacion moral de todo su discurso, que los italianos son escépticos. Pues yo prefiero este humano escepticismo, tan propio para las ciencias y para las artes, al dogmaticismo recibido de nuestros padres los españoles, y que nos ha dado sesenta años de guerras sangrientas para fundar instituciones tolerantes y tolerables, que con otro carácter y otras ideas nos hubieran costado medio lustro ó un lustro de dolores.
Las contradicciones de Roma ¿no son acaso las[p. 282] contradicciones de nuestra vida? Y las contradicciones de nuestra vida, ¿no han de acompañarnos hasta la eternidad, como nos acompaña la sombra, como nos acompaña la muerte? Apénas hemos resuelto un problema, cuando surgen de sus entrañas mil problemas diversos. Apénas hemos planteado una idea, cuando con ella planteamos tambien su contraria. Así como no podemos elevarnos á ciertas alturas de la atmósfera sin exponernos á encontrar la muerte, no podemos cambiar los fundamentos de nuestra naturaleza física ó moral sin exponernos á caer en el error y en el absurdo. Lo que ha dado en llamarse el escepticismo italiano acaso es un conocimiento de la realidad y de la historia superior al nuestro. No podemos evitar que el planeta ruede entre dos polos, que la vida se extienda entre la cuna y el sepulcro, que alternen las lágrimas en nuestros ojos con las sonrisas en nuestros labios, que unos asciendan á las cimas luminosas de la gloria y otros caigan en las sombras espesas del olvido; que el trabajo sea un combate y el ocio un enervante; que corra un rio de dolores á nuestras plantas y circunde una aureola de esperanzas nuestras sienes; que los seres se persigan unos á otros en los círculos de este infierno sin fondo y se busquen y se atraigan convirtiendo por el amor sus dolores en cielos infinitos; que desde las pla[p. 283]yas de esta realidad siempre árida, entreveamos un ideal siempre luminoso; que seamos animales y plantas con las necesidades más groseras, y ángeles y genios con las aspiraciones más sublimes; una contradiccion más en este planeta de las grandes contradicciones. Pero evidentemente ciertos principios, ciertos elementos, ciertas instituciones mueren, aunque la contradiccion y el combate continúen. Se lucha siempre, es verdad; pero se lucha entre los vivos, si quereis, sobre los sepulcros de los muertos. En el siglo décimotercio existen unos problemas políticos, y otros distintos en el siglo décimooctavo. En nuestra edad, á nuestros ojos, pasa lo mismo. Los términos de los problemas cambian cada quince años. Lucharán otros principios; pero aquel que atribuia al sacerdocio un poder político ademas de su poder moral, no reaparecerá en el mundo. El poder espiritual de los Papas subsiste y subsistirá miéntras haya millones de católicos en el mundo; pero el poder temporal ha desaparecido por completo en el oleaje de las contradicciones de Roma.
El problema que embarga principalmente en Roma es el problema religioso; hoy, como en los tiempos de mayor fe, el primero entre los humanos problemas. Yo he procurado, en mis relaciones de viaje, siempre decir más bien el pensamiento de los demas que mis propios pensamientos so[p. 284]bre los asuntos interiores de los pueblos por mí visitados. Los varios libros que he escrito me han procurado varios amigos, hasta entre aquéllos que no participan de mis opiniones políticas. Y no os maravillará saber que he podido tratar, desde amigos y devotos principalísimos del Papa, hasta amigos y devotos principalísimos del Rey; desde senadores y diputados de la extrema derecha, hasta senadores y diputados de la extrema izquierda. Todo el mundo en viaje os pregunta por la situacion política de vuestra patria; y con sólo visitar dos ó tres iglesias de la Ciudad Eterna, os convenceis fácilmente de la inmensa popularidad que tiene, por ejemplo, Don Cárlos entre los sacristanes del Tíber. Yo, en cambio, pregunto á todo el mundo por su política interior en justa reciprocidad, y sin herir jamas las convicciones ajenas. Así, en calidad de narrador, proponiéndome no añadir cosa alguna de mi propia cosecha, voy á referiros lo que me han dicho un personaje católico y un hombre de Estado liberal sobre el problema de los problemas, sobre las relaciones entre el Pontificado é Italia.
Almorzaba hace pocos dias en casa de un príncipe, poeta, artista, diplomático, amigo de todas las dinastías destronadas, enemigo de todas las innovaciones italianas, devotísimo al Papa y á la Iglesia. Descendimos al jardin á tomar el café, y[p. 285] nos encontramos en el asunto de los asuntos por un camino bien llano, departiendo sobre la tésis, aquí frecuente, de si Roma ha perdido ó ganado bajo el aspecto artístico despues de la revolucion. Todo convidaba á discutirlo, todo: las hayas que nos daban sombra, y que habian visto pasar bajo su ramaje papas y familias de papas, reyes y familias de reyes; el Tíber que corria á nuestras plantas, y que nos mandaba una frescura seductora, pero asesina; los grandes palacios que se dibujaban á nuestro frente con su aspecto de fortalezas, sus arcos romanos, sus columnas griegas, su magnitud asiática, su aire feudal y sus preseas del Renacimiento; las obras artísticas que nos rodeaban, y de las cuales se desprendian, como la esencia de las flores, esas inspiraciones verdaderamente bellas, que no sólo encantan la fantasía, sino tambien sobreponen la razon á la voluntad, las ideas á la pasion, la conciencia al instinto, y fortalecen y aceran el ánimo, y lo persuaden á ejercer plenamente la libertad, y por la libertad lo llevan al cumplimiento del bien.
En Roma se acostumbra á tratar de las cosas eclesiásticas con una franqueza de lenguaje apénas comprensible en nuestra España. Entre el católico español y el católico italiano média la misma distancia que entre la luminosa alegría pagana de una de estas basílicas y la severa austeridad[p. 286] gótica de una de nuestras catedrales. En la historia del Cristianismo han ejercido soberano influjo las grandes ciudades antiguas, Jerusalen, Aténas, Alejandría, Bizancio, Roma. Y puede decirse que la última en ejercerlo fué esta Ciudad Eterna, que debia presidirlo y personificarlo. Y cuando Roma se bautiza, impulsada por el español Teodorico, ha cumplido el cristianismo sus cielos dogmáticos, ha redactado, desde el concilio de Jerusalen hasta el concilio de Nicea, todas sus creencias, y toma principalmente un aspecto político y canónico, de autoridad, de dominacion, de ley; el aspecto mismo de la Ciudad Eterna en su antigua historia. Así es que los romanos miran siempre la cuestion religiosa en sus relaciones con la propia grandeza política.
«Os admiran y os maravillan estas obras de arte, me decia mi interlocutor. Pues pronto las veréis desaparecer bajo la segur de la igualdad democrática, é ir de Roma á quebrarse entre los hielos de Rusia, ó ennegrecerse entre las tinieblas de Inglaterra. Esa galería Doria, donde habeis visto á Juana de Nápoles retratada con griega finura por el pincel de Vinci; donde habeis visto á Lucrecia Borgia con sus ojos valencianos, tan negros como su basquiña de terciopelo, surgiendo de la paleta del Verones como para ir á una fiesta veneciana; donde habeis visto el primero quizá[p. 287] de todos los retratos de vuestro inmortal Velazquez; ese museo del palacio Borghese, que guarda desde obras maestras de los primeros pintores de Siena y Florencia hasta obras maestras de Rafael y de Corregio; todas esas grandezas se vinculan hoy en mayorazgos, que ántes de treinta años habrán desaparecido por vuestras leyes liberales de las desvinculaciones. Nuestros hijos no podrán tener amortizados quinientos ó seiscientos millones de reales en obras de arte como los tienen sus padres. Vendrá la division de bienes entre ellos; con la division la necesidad de vender: no comprarán, ni los italianos y los españoles, que son pobres, ni los franceses, que, ricos como nacion, como individuos no pasan de gozar medianas fortunas; comprarán los príncipes rusos ó los lores ingleses, y los dioses del arte irán prisioneros á las regiones del frio y de las nieblas, como ya han ido á San Petersburgo cuadros maestros de Venecia, y á Lóndres los frisos del Partenon.
»Roma, añadia, para continuar siendo Roma, debiera permanecer como una ciudad aparte, como el templo de vuestro Dios, á lo ménos como el archivo donde se guardan los títulos de la nobleza de vuestra estirpe, de la gente latina. Los demócratas habeis sacrificado el genio católico, el genio humano de Roma al genio nacional, parti[p. 288]cular de Italia; y buscando la república de Aténas entre nuestras ruinas de mármol, os habeis encontrado con la monarquía de Filipo. ¡Ah! Por eso yo me opuse constantemente á la destruccion del poder temporal de los Papas, y aconsejé que se blandieran todos los rayos y se asestáran sobre la frente de los invasores todos los anatemas. Si el dia que los italianos, valiéndose de las desgracias del Imperio frances, abrian la brecha en la Puerta Pía, el Papa sube á la basílica de San Pedro, y con todas las formalidades propias de los ritos, excomulga nominatim á Víctor Manuel y á su ejército, excomulgando con ellos á cuantos sacerdotes les dijeran misa, ó los confesasen, ó les administráran los sacramentos, ó les abrieran las puertas de los templos, tenedlo por seguro, si entran en Roma, si la adquieren por el ímpetu de la revolucion democrática, no la conservan. La mujer italiana es supersticiosa, y al ver que á la patria de esta tierra debia sacrificar la patria del cielo; al ver sus hijos sin bautismo á la hora del nacimiento; sus padres sin confesion á la hora de la muerte; cerrado el templo á sus oraciones y abierto el infierno á sus piés, comienza por una reaccion doméstica la guerra á Italia, y concluye por una reaccion nacional animada del espíritu religioso. ¿Qué quereis? El cardenal Antonelli es un hombre finísimo, de aguda inteli[p. 289]gencia, de vastos conocimientos diplomáticos; pero de una irresolucion y de una incertidumbre sin ejemplo. No podeis imaginaros lo que ha costado cosa tan natural y sencilla como elevar el mártir arzobispo de Posen, perseguido de muerte por Prusia, á la dignidad de cardenal. Anunciaba todo género de calamidades á la Iglesia, y no ha sobrevenido ninguna, á consecuencia de este acto de justicia. Pues en el momento de la invasion logró pintar con tan vivos colores la desgracia del mundo católico y las desdichas de la Sede Apostólica, si las excomuniones se lanzaban abiertamente y en todo su furor, que retrajo al Papa de la necesaria energía y dejó en el aire la máxima, siempre sostenida, de la necesidad esencialísima de los poderes temporales y políticos á la autoridad religiosa y moral de los pontífices. Ya se ve, el cardenal Antonelli es rico hasta poderse llamar un potentado; la gota le tiene afligidísimo y no quiere moverse del Vaticano. Todos sus gustos se reducen á coleccionar mármoles y piedras preciosas. Tiene la joyería quizá más extraña y más rica de Europa. No hay monarca ni potentado que no le haya remitido algun regalo. Y en esto esparce el ánimo y distrae los ocios que le consienten sus trabajos diplomáticos, dejando rodar el mundo á su antojo, sin oponerle, como debiera, una decidida resistencia, cuan[p. 290]do choca tan abiertamente como ahora con los altares de la Iglesia católica y con el genio de la antigua Roma.»
No hé menester decir que yo escuchaba con atencion hasta las inflexiones de la voz del Príncipe, sin participar de ninguna de sus creencias, sin asentir á ninguna de sus ideas. Pero viendo mi religiosidad en escucharle, se exaltaba hasta el entusiasmo, y decia: «¡Y cuán merecedor era Pío IX de otra suerte! No conozco ni ha conocido la Historia un Papa más íntegro en materia de intereses. Pobre era su familia y pobre continúa. Este larguísimo pontificado no le reportará ni siquiera un miserable ahorro. El dia en que el Papa muera, le enterrará la piedad de los fieles, como la piedad de los fieles hoy le mantiene y alimenta. Vosotros, los liberales, exagerados en vuestros juicios, todos contrarios á los Papas, sabeis cuál ha sido la llaga del Pontificado; sabeis que ha sido el nepotismo. Las familias más poderosas y más ricas deben su poder, su nombre, su riqueza, su influencia, á contar en sus anales un papa. Mirad esos palacios del Renacimiento esparcidos en Roma, y que exceden á los palacios de los reyes en el resto de Europa; recorred esas villas en que la naturaleza compite con el arte, último refugio de los antiguos dioses, olimpos verdaderos de la escultura; todo pertenece á familias pontificias.[p. 291] Ese palacio Corsini, donde habeis visto cuadros de los principales maestros y admirado la Vírgen de Murillo y su resplandeciente color sevillano, que vence al color mismo de la escuela veneciana, lo fundó un Riario, sobrino de Sixto IV, y lo agrandó aquel cuyo nombre lleva, sobrino de Clemente XII. La villa de Albani, que despues de vender parte de sus esculturas al Louvre y otra parte á Munich, formando como la base de dos museos, todavía guarda las primeras estatuas del mundo, como la bellísima canefora griega, en cuya presencia os olvidais de todo lo que no sea su extática contemplacion, se erigió por familia que contára un papa Clemente en sus anales. Las ciencias y las riquezas de los Pignatellis ha llegado desde nuestras tierras de Nápoles hasta vuestras tierras de Aragon, y si no se han debido, se han aumentado al poder y al nombre de Inocencio XII. Clemente IX es el jefe de esos Rospigliosis, á cuyos jardines acudís para ver la Aurora de Guido Reni, pintada en los techos de sus casinos, donde parece haberse condensado un pliegue de la rosada túnica del alba, y en ese pliegue danzar las ninfas vestidas de gayas gasas, y rodar el carro del sol, presidido por la jóven y divina Íris, que invocára tantas veces en sus poemas Homero. Los Altieris han fabricado el colosal palacio de la plaza de Gesu, parecido á una ciudad, á la vi[p. 292]vienda de un pueblo más que á la vivienda de una familia, y los Altieris han tenido un Clemente X á su cabeza. Cuando recorreis la villa Pamphili; cuando bajais á sus verdes valles; cuando subís á sus colinas cubiertas de flores y coronadas por pinos de Italia; cuando dejais errar la mirada por los jardines interminables y por los lagos azules, comprendeis que los paisajes de Claudio Lorena se han animado en Roma á los conjuros del arte, movido por poderoso motor de oro, y acaso no recordais cómo tan puros goces son debidos á la munificencia de un sobrino de Inocente X. El palacio Barberini truena allá en las alturas, en las sagradas colinas, como un nuevo Quirinal, como un nuevo palacio Vaticano, construido con piedras arrancadas al Coliseo y edificado por los parientes de Urbano VIII. Esa galería, alzada en los jardines de Salustio, donde brilla la colosal cabeza de Juno y donde quedan grupos encantadores de Menelao, es obra de la fortuna de los Ludovisis, y la fortuna de los Ludovisis, obra de su pariente Gregorio XV. La villa de Borghese realmente es el único paseo del pueblo romano; su galería de esculturas podria honrar una capital; de su galería de pinturas no hablemos, y todas esas fabulosas riquezas comenzaron bajo la proteccion de un papa Borghese, de Pablo V. Y ya sabeis cómo Julio II protegió á los Róve[p. 293]res, y Leon X á los Médicis, y Alejandro VI á los Borgias, y Martin V á los Colonnas, y Pablo III á los Farnesios. Principados, dinastías, grandezas de todas clases que han llegado hasta nuestro tiempo, que han conmovido á Europa hasta nuestros dias, débense á esa debilidad de los Papas por sus respectivas familias. Pío IX ha vivido para los fieles y para la Iglesia. Jamas pasó por las manos de un Papa tanto oro. El dia en que perdió sus rentas temporales, los productos de su monarquía, pagó con religiosidad á todos los empleados destituidos, satisfizo las obligaciones corrientes, mantuvo un ejército de 15.000 hombres, y pudo entregar al Tesoro pontificio 400 millones de reales, y negarse con toda entereza á percibir la suma votada para mantener su decoro y su autoridad espiritual por los Parlamentos italianos. Cuanto ha recibido de mano de los fieles, otro tanto ha pasado á manos de la Iglesia.
»Pero no hay que dudarlo; su extrema movilidad de artista nos ha traido grandes males, se los ha traido á nuestra Roma. Durante su juventud, le poseia la idea utópica de un pontificado democrático. El libro de Gioberti sobre el primado de Italia por virtud de la Iglesia, corria por todas partes y acaloraba muchas imaginaciones exaltadas. Aliar la democracia con el cristianismo;[p. 294] rejuvenecer la conciencia religiosa con la idea liberal; concluir la obra del Evangelio, deduciendo sus últimas consecuencias políticas y sociales; llamar desde la antigua ciudad de los tribunos y desde el sacro altar de los mártires los pueblos oprimidos al goce de los derechos políticos; reconstituir por el progreso la tutela pontificia ejercida en otros siglos por la autoridad; aliarse con los débiles y anatematizar á los fuertes como Cristo en la montaña; todo este conjunto de propósitos era un ideal que trastornaba la mente del prelado Mastai y absorbia sus sentidos en la hora misma en que imprevista eleccion colocó sobre sus caldeadas sienes la tiara con las tres coronas reales y le entregó el dominio mayor que un mortal puede ejercer: el dominio sobre la humana conciencia.
»Los liberales de toda Europa, en cuanto advirtieron sus inclinaciones, le rodearon completamente en espesa nube de incienso. El flaco de Su Santidad es el amor al aplauso. Por aquella pendiente se hubiera deslizado hasta el fondo de insondable abismo sobre la muelle almohada de la popularidad, si no viene la demanda de la guerra contra el Austria á demostrar palpablemente á su honradez la incompatibilidad entre sus ideas de patriota liberal y sus deberes de Pontífice Máximo. Entónces volvióse de cara á la reaccion, y[p. 295] los reaccionarios del mundo le rodearon de las mismas alabanzas y del mismo incienso que los patriotas italianos. Y en esta nube envuelto, extremó la reaccion religiosa sin extremar la reaccion política. Y el mismo que no quiso excomulgar nominatim á Víctor Manuel, corrió los riesgos de un Concilio ecuménico para declararse á sí, en persona, infalible. Y esta declaracion extraña coincidió casi con las victorias de Prusia. Y Prusia, que hubiera opuesto su veto á la entrada en Roma, como solemnemente prometieran Emperador y Canciller al arzobispo de Posen, su amigo entónces, dejaron que el atentado se consumára en ódio á las últimas decisiones eclesiásticas. Y cuando solamente le quedaba al Papa el rayo de la excomunion para defenderse, acaso para salvarse, no lo ha esgrimido. Al contrario, todo el mundo sabe que está en los mejores términos con Víctor Manuel, y que expoliador y expoliado se escriben frecuentemente. Víctor Manuel insinúa que el poder real, como á una gran parte de sus antecesores, le abruma, y que preferiria á las alturas del trono las cimas de las montañas, siendo en él más poderosa y vivaz la naturaleza de cazador que la naturaleza de monarca, y la vocacion de campesino que la vocacion de político. Pero dice francamente que su hijo Humberto, nacido y criado en tiempo de revoluciones, con ideas muy[p. 296] avanzadas, con profundas creencias de libre pensador, enemigo irreconciliable del Pontificado, sería gravísimo peligro para la Iglesia, y le ofrece hasta como un homenaje al Vaticano su presencia en el Quirinal. Y de esta suerte, todo se conjura para demostrar la inutilidad completa de los poderes temporales y políticos á la autoridad religiosa de los papas, en contra de lo que dijéramos siempre y á mano armada sostuviera Roma. Y ese Papa, hoy prisionero, que no puede salir de su Vaticano, cuando la Iglesia universal le pertenece, hubiera vencido á sus enemigos con sólo excomulgarlos, con sólo blandir los rayos de que todos se rien y á que todos temen. El arma no está hoy tan embotada como vosotros imaginais, y sus efectos en Italia hubieran sido terribles, y para el Papa incalculables sus ventajas.»
Yo, con el respeto debido siempre á la sinceridad de las creencias honradas, opuse alguna observacion á mi interlocutor. El efecto de las excomuniones, en estos tiempos de crítica religiosa é histórica, debe calcularse por el que produjeron allá en los tiempos de exaltacion y de fe. Otros Papas hubo más perseguidos, á la verdad, que Pío IX, y más armados de esos rayos, cuya virtud no depende tanto del arbitrio de quien los lanza como de la fe de quien los recibe. No podeis negarme que media una gran distancia moral, ma[p. 297]yor que la distancia temporal, entre aquellos siglos en que los Reyes de Inglaterra venian bajo la égida de Gregorio Magno á visitar la tumba del Apóstol en Roma, con las manos llenas de ofrendas, como los reyes magos á la cuna del Salvador en Belen, y estos tiempos, en que Inglaterra pertenece casi por completo á la herejía. Entónces recibian sobre las gradas de la basílica los reyes cristianos sus albos trajes de catecúmenos como la mayor de las recompensas y colgaban las largas cabelleras rubias y las pesadas coronas de oro en esas paredes donde hoy sólo se ven los sepulcros de los últimos Stuardos errantes, destronados, perseguidos por su devocion á la Iglesia. En el siglo undécimo, puede el Papa conseguir que todo un Emperador de Alemania, excomulgado, le pida de rodillas perdon como un esclavo á su señor. Pero en el siglo décimotercio no puede conseguir otro papa que Aragon ceda en la guerra de Sicilia, á pesar de las excomuniones, y se da el caso de que los santos de los altares hacen milagros á favor de los excomulgados. ¿Qué quereis? Yo creo que el Papa ha hecho perfectamente en no darse á las aventuras de una resistencia extrema y al aparato de una excomunion mayor. Quizá no contára con el clero italiano, parapetado tras la idea de que el asunto era un puro asunto político. En Italia el clero es eminentemente so[p. 298]cial, y por lo mismo, absorbe por todos sus poros el espíritu de esta sociedad. Á quien se le dijera que Nápoles ha renunciado casi desde 1860 á su procesion del Córpus, no lo creeria. Ignoro si cayó la fiesta del Córpus en tiempo del canton allá por nuestra bella Valencia, pues el canton hubiera celebrado las procesiones, fiesta indispensable á los valencianos. He oido á gente del pueblo quejarse en Roma de que el Papa haya suspendido las ceremonias en San Pedro; pero no por carecer de esta expansion religiosa y de ese alimento espiritual, sino por carecer de las materiales ventajas que reportaba á su salario la presencia de tantos extranjeros como acudian al cebo de los espectáculos. Es frecuente ver aquí, en capillas donde está expuesto el Santísimo, á curas que enseñan en voz alta y con ademanes de irreverente olvido, cualquier obra de arte á sus amigos. Eso sería imposible en España.
Nuestras gentes no me creerian si les anunciase que el custodio cercano á las cien lámparas encendidas en torno del sepulcro de San Pedro lleva hoy mismo, bajo las bóvedas de la primera entre todas las iglesias del mundo, la gorra puesta. En el alma de vuestro clero hay, lo mismo que en el alma de vuestra nacion, un fondo de escepticismo. La idea pagana se ha conservado siempre, y ese grano de la sal del naturalismo antiguo os[p. 299] preserva de los excesos y violencias á que todavía se entrega por la causa religiosa una parte de nuestro clero y otra parte de nuestro pueblo, allá en las montañas del Norte. Italia no ha sido, ni en los tiempos de fanatismo, una nacion fanática. En España el fanatismo está de tal suerte arraigado, que cambia de creencias sin cambiar de naturaleza. Es el defecto de raza tan enérgica, tan tenaz, tan valerosa como la nuestra, que todavía conserva, con su exceso de vigor físico, su exceso de vigor moral. Vosotros los italianos conoceis mejor que nosotros la realidad, la vida, y os amoldais á sus exigencias. Aún me dura el estupor grandísimo que me causó el saber, hace dias, la existencia real y efectiva de curas elegidos por el pueblo en várias ciudades y regiones italianas, curas que se creen ya tan curas como si los hubiera elegido su prelado. La excomunion mayor les alcanza desde los piés hasta la cabeza, y sin embargo, administran los sacramentos como si estuvieran libres de toda irregularidad. Id con esas á las gentes de nuestra nacion y de nuestra raza. Hablábame una señora ecuatoriana ayer mismo de su patria y mentaba al arzobispo de Quito. Decíame que era liberal, muy liberal, y que habia venido al Concilio con la idea principalmente de recabar la supresion de los conventos. Y como yo le preguntase con quién habia votado en el asunto[p. 300] de los asuntos, me respondió, extrañando mucho mi conducta, que con los partidarios de la infalibilidad. En Italia el clero es ménos inflexible, y no sigue al Papa. El Rey se queda con la excomunion y con los sacramentos. Ya hubieran hallado los curas italianos alguna puerta falsa por donde meterlo en la Iglesia.
Y en esta creencia me fortaleció uno de los primeros estadistas italianos, cuya conversacion tambien quiero contaros.
«Nosotros, me dijo, nada adivinamos ni queremos adivinar respecto á la eleccion del nuevo Papa. Dicen unos que será elegido el cardenal de Siena; dicen otros que será elegido el cardenal de Nápoles: nadie puede averiguar quién será el elegido. Nos apartamos de todo intento de influjo, porque las cosas imposibles no se deben jamas intentar, y nos reducimos á mostrar prácticamente que el Cónclave tendrá entre nosotros una libertad y una autoridad imposibles fuera de Roma. Yo me rio de cuantos proponen sistemas varios en las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Poned el padre Pasaglia en el Vaticano y procederia como procede Pío IX; poned á vuestro amigo Ferrari en el poder y procederá como procede el Gobierno. Nuestra nacion ni puede, ni quiere, ni debe renunciar á la presencia del Papa en su privilegiado suelo. Esta presencia constituye una ca[p. 301]pitalidad religiosa, á la que no hay medio de sustraerse en el estado de la civilizacion universal. Y cuando Italia entró en posesion de Roma, ó tenía que despedir ó tenía que conservar al Pontífice. Despedirlo equivalia á demostrar nosotros mismos la tésis de nuestros enemigos, la incompatibilidad del Pontificado é Italia. Conservarlo equivalia á destruir la tésis de la necesidad del poder temporal, en el ejercicio de la magistratura religiosa. Conservando al Papa, no hay más remedio que darle una completa libertad. Ningun gobierno, ni el gobierno demagógico, se atreveria á llevar una Encíclica al jurado, ni un papa á la cárcel. Hay cosas que se dicen muy fácilmente en los discursos, y que muy difícilmente se hacen desde el Gobierno. El Papa ataca una cosa, ya fuera de debate en Italia, ataca nuestra independencia y ataca nuestra nacionalidad, como si atacára al sol, al cielo, á los astros, á cuanto está léjos del dominio de su voluntad y del alcance de sus manos.
»Miéntras tanto, con esos ataques pertinaces, con la absoluta libertad de palabra, con la franca recepcion de los peregrinos enviados por todas las reacciones conjuradas contra Italia, se ve, se toca, se palpa la absoluta libertad religiosa y moral de los pontífices. Y resulta que desde el dia de la pérdida de su poder político, léjos de dis[p. 302]minuir, crece su autoridad espiritual. Esta conducta de Italia es amargamente criticada por las dos negaciones entre que rueda siempre toda afirmacion. Los unos quisieran que la política de este pueblo emancipado consistiese en esclavizarse de nuevo, reedificando el poder más contrario á su emancipacion; el poder temporal. Los otros quisieran que creáramos un Estado omnipotente contra la Iglesia, y la deshicieramos bajo las ruedas de ese Estado. El Parlamento italiano, cohibido por fuerzas mayores, no seguirá ni una ni otra política. No se echará á los piés del Pontífice, porque eso equivaldria al suicidio; no oprimirá al Pontífice, porque eso equivaldria á la demencia. Ni irémos á Canosa con cilicio y sayal, como los emperadores penitentes de la Edad Media; ni entrarémos á saco en la jurisdiccion religiosa, como los reyes filósofos del pasado siglo. La sumision al Pontífice riñe con el espíritu de esta edad, pero tambien riñe la tiranía sobre el Pontífice. No puede ejercer hoy sobre la Iglesia Víctor Manuel de Saboya la jurisdiccion que ejercia ayer Cárlos III de Borbon. Y miéntras tanto, el poder de los Papas va perdiendo carácter político y tomando carácter espiritual; el Pontificado va dejando de ser una institucion puramente italiana, para pasar á ser una institucion verdaderamente católica.
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»El partido ultramontano de todo el mundo, que no comprende esto, se aferra á su política intransigente y se empeña en una reaccion por la cual podemos llegar, el dia ménos pensado, á la guerra europea. Y en su intransigencia le sorprenderá el suceso de los sucesos, la muerte de Pío IX, que, gracias á Dios, goza hoy de salud excelente. Y la muerte de Pío IX tendrá inmensa trascendencia. Por esa monotonía y uniformidad de la Historia, que mirada desde ciertas alturas parece una colmena donde se reproducen á la contínua los mismos trabajos y se obtienen los mismos productos, el problema está planteado, poco más ó ménos, como en la Edad Media; los gibelinos de Italia, los enemigos del poder temporal, se apoyan resueltamente en Alemania; y los güelfos de Italia, los amigos del poder temporal, resueltamente se apoyan en Francia. El asunto de las relaciones entre la Iglesia y el Estado va siendo todo el asunto europeo. Desde vuestra desastrosa guerra civil presente, hasta la futura guerra internacional, todo se enlaza con ese problema. Si en el dia de las grandes catástrofes los güelfos predominan; ¡ah! no sé qué podrá suceder á nuestras libertades y á nuestra nacionalidad; pero si predominan, como hoy, los gibelinos, por no haber querido la libertad, se encontrará la Iglesia con el predominio y quizá con la tiranía del Estado.»
[p. 304]
Hasta aquí mis dos interlocutores. Yo, en mi calidad de historiador, ni quito ni pongo una palabra. Sólo se me ocurre decir que el estado de los ánimos y el progreso de las ideas anuncian que las soluciones definitivas de estos problemas serán soluciones favorables á la libertad.
[p. 305]
[p. 307]DISCURSO pronunciado por D. Emilio Castelar el dia 12 de Mayo, en el banquete dado en su obsequio por diputados, escritores y estadistas liberales, en el Círculo progresista de Roma.
Señores: Permitidme que, profundamente conmovido, principie volviéndome como en espíritu hácia Occidente, y evocando la sombra, la imágen de mi patria. Santa madre de mi espíritu, hogar sagrado de mi corazon, templo de mi conciencia, el afecto inmenso que por ella siento crece con sus desgracias y toma en el extranjero la solemnidad y la grandeza de un culto. Vuestros elocuentísimos loores, vuestras ardientes invocaciones á la noble España, han penetrado hasta el corazon de este su hijo y lo han llenado de inextinguible agradecimiento. Si en el calor de las improvisaciones, si en la amistad fervorosa hácia mí, alguna palabra sobre desvío, ú olvido, ó ingratitud se ha deslizado, sólo me toca protestar contra esa palabra tan amistosamente como ha sido amistosa la[p. 308] insinuacion; pero tan enérgicamente como cumple á mi deber y á mi conciencia. España nada me debe á mí, yo todo cuanto soy se lo debo á ella, y la siento latir en mi corazon, y arder y brillar en mi mente, penetradas de su jugo mis venas, de su calor toda mi vida. Sobre los errores de los partidos y de los gobiernos, se levanta España inmaculada, como la humanidad sobre los errores de los individuos. España podrá proceder como quiera con sus hijos; pero sus hijos no dejarán jamas ni por un momento de adorarla, como la personificacion de todo cuanto han amado sobre la faz de la tierra.
Y ahora, ¿qué responder á tantas muestras de entusiasmo? Sentir grandes afectos, fácil cosa es en esta ocasion gratísima con sólo dejar abierto el corazon á la electricidad de vuestros sentimientos; pero decirlos en toda su verdad, difícil, muy difícil, porque así como á cada paso encontramos asuntos propios de la esfera de un arte, y á la esfera de otro arte imposibles, por los medios varios de la expresion artística, así ante el espectáculo de esta reunion brillantísima, ante este enjambre de ideas que se eleva á lo infinito, entre los acentos de vuestras espléndidas oraciones; ¡ah! no le queda recurso alguno á mi palabra, y pareceria lo más natural dejar la gratitud vagando á su arbitrio en la interna inmensidad de nuestro sér, ma[p. 309]yor si cabe que la externa inmensidad del espacio, y ántes que verterla en formas indignas de su grandeza, aumentarla con el misterio y la solemnidad de un religioso silencio.
Mas siendo deber de cortesía, de afecto recíproco, de agradecimiento, hablar en la ocasion ménos favorable, cuando la voz se anuda en la garganta, considerad cuanto por mí pasará al verme, oscurísimo resto de un reciente naufragio, enmedio de vosotros, ayer esclavos y hoy libres, ayer víctimas de los tiranos y hoy representantes del pueblo, ayer en la soledad del destierro y hoy en el regazo de la patria, legisladores de esta Italia, que parecia descoyuntada para siempre en el potro de sus tormentos de quince siglos; que parecia enterrada para siempre, como los huesos de sus primeros padres los romanos, bajo la pesadumbre abrumadora de sus recuerdos y de sus ruinas, y que ha resucitado en trasfiguracion superior á las sublimes trasfiguraciones trazadas por sus pintores, enseñando una enseñanza consoladora: como ántes puede perderse en este nuestro planeta el calor central que el calor de la libertad, y ántes extinguirse en lo infinito la luz de los astros, que en los corazones de los desdichados y de los oprimidos la esperanza en una saludable y definitiva redencion. (Ruidosos aplausos.)
[p. 310]
Yo he visto á Roma en el cilicio y en la penitencia, con el Miserere en los labios y los restos de un gran sudario sobre su cuerpo; yo la he visto fuera del espíritu moderno, como un mentís al progreso, como una excepcion al derecho; de rodillas en las aras consagradas á su sombría teocracia y circuida, como Níobe, de sus hijos muertos para la vida más necesaria y más alta, para la vida del pensamiento; buscando sobre sus cordilleras de ruinas y bajo su corona de cipreses las antiguas instituciones que fueran su grandeza, convertidas en sueños, en fantasmas, y doliéndose de no encontrarlas con lamentos dignos de los versículos de Job y de los trenos de Jeremías; sin que bastáran á contrastar su dolor ni el inmenso poder moral de sus pontífices ni la inmarcesible gloria de sus divinos artistas, desolada Jerusalen de imperecederos recuerdos, pero tambien de imperecederas tristezas; y ahora por las cenizas del Foro se despiertan los ecos del antiguo Senado; en la tribuna de los Rostros resuenan los acentos de la antigua elocuencia; del Aventino y del Monte-Sacro descienden las sombras de los tribunos á bendeciros por haberles dado el consuelo de vuestra emancipacion; entre los fragmentos de sus sepulcros destrozados como restos de otro planeta, se levantan los manes de Camilo, de Régulo, de Cincinato, de Escévola, al[p. 311] sentir que por la cima del Capitolio, cima tambien de la tierra, cerebro de la gente latina, brillan y arden como dos faros, cuyos rayos penetran hasta en la soledad de lo pasado y hasta en la region de la muerte, la dulce alma de esta moderna Italia, tan fecunda en divinas inspiraciones, unidas con el genio austerísimo de la romana libertad. (Estrepitosos y repetidos y prolongados aplausos.)
El gran poeta de vuestras desgracias no podria decir hoy como en su tiempo:
¡O patria mia! vedo le mura e gli archi
E le colonne, e i simulacri, e l’erme
Torri degli avi nostri,
Ma la gloria non vedo,
Non vedo il lauro e il ferro ond’eran carchi
I nostri padri antichi.
Y no podria con razon añadir, pintando la ilustre nacionalidad acongojada:
Siede in terra negletta e sconsolata,
Nascondendo la facia
Tra le guinocchia, e piange.
Piangi, che ben hai donde, Italia mia,
Le genti á vincer nata
E nello fausta sorte, e nella ria.
El sublime cantor de la Edad Media, el titánico genio de la desesperacion, no podria exclamar:
¡Oh serva Italia! di dolore ostello,
Nave senza nachiero in gran tempesta;
Non donna dei provincie; ma bordello.
[p. 312]
Sobre los muros, sobre los arcos, sobre las columnas, en las piedras de vuestros monumentos, en las obras inmortales de vuestros artistas se ve brillar como en contínua fulguracion, que Italia es una, que Italia es independiente, que Italia es libre; y vosotros, que, como italianos, recogeis los frutos de estos grandes progresos; y yo, que, como parte de la humanidad y como hijo de la raza latina, participo de sus ventajas, debemos beber en comun por la unidad, por la libertad, por la independencia de Italia (Aplausos), por todos aquellos que han contribuido á fundarlas entre los escollos de la diplomacia europea y los azares de la guerra, por todos aquellos que la salvan, la defienden y la consolidan, pues la existencia de esta nacion libre en el mundo moderno es garantía al progreso universal y áncora segurísima á los derechos de unos, á las esperanzas de otros, á la autonomía á la dignidad, á la grandeza de todos. (Prolongados aplausos.)
Señores, vosotros habeis hablado mucho de mí, consagrándome alabanzas dignas de vuestra magnanimidad, en desproporcion completa con mis méritos (Voces: No, no); permitidme que yo recuerde un hecho, no más que un hecho sencillo de mi vida. Crecí y me eduqué en tiempos de desesperacion respecto á vuestra patria. Para todos pasaba como axioma indiscutible que Italia estaba[p. 313] muerta y no resucitaria jamas. Nuestros padres, que tornaban del destierro para encontrarse con la guerra civil, vieron, trataron allá en la Gran Bretaña el sublime poeta de los sepulcros, hijo natural de Grecia, hijo adoptivo de Italia, que llevaba sobre su frente espaciosa los resplandores del genio de las dos naciones, y sobre su henchido corazon el luto de las desgracias y de las tristezas italianas y helénicas, luto más negro y más profundo en las tinieblas, donde le faltaba á un tiempo el acento de las músicas lenguas meridionales en los oidos y en los ojos el resplandor de nuestra luz y de nuestro cielo: en tal guisa, aterido por la duda y por el frio, aquel gran genio, creyendo eterna la noche y eterna la soledad de entónces, habia dicho, y ellos lo habian difundido, que estaba él condenado á morir en la proscripcion é Italia condenada á desaparecer en la servidumbre, rotas las cuerdas de su corazon como las cuerdas de su lira, semejante á sus antiguas sacerdotisas cuando bajaron del ara y se desciñeron la corona de verbena, al conjuro de los penitentes que salian de los desiertos del Asia y al golpe de las tribus que bajaban de las selvas del Norte, en la última apocalíptica hora del antiguo mundo. (Bien, bien.)
Y yo, á pesar de haber oido esto constantemente, pensé y creí siempre que Italia resucitaria. En[p. 314] el Jurado de Madrid, ante un pueblo inmenso, el año 1855, en el ardor de la primera juventud, yo dije que veriamos la unidad y la libertad y la independencia de Italia. Todavía guardo en mi poder una felicitacion que entónces me dirigieron, y que anda impresa, muchos patriotas italianos, entre los cuales se encuentran nombres tan ilustres como los nombres de Garibaldi, Manin, Mancini, Mamiani, Tomaseo y otros varios. Pero entónces, si habia muchos que participáran de mis ideas, habia pocos, muy pocos, que participáran de mis esperanzas. Hasta los más liberales me tenian por visionario y declaraban que mis anuncios, nacidos más en la fantasía que en el conocimiento de las cosas, no se cumplirian ¡Valor se necesitaba para esa afirmacion señores, en aquellos momentos! El mundo estaba lleno de desterrados italianos; el esfuerzo de 1848 habia recrudecido los dolores y enconado las llagas; el Piamonte, aplastado entre el Imperio de los Bonapartes y el Imperio de los Hapsburgos, no podia apénas respirar ni sostener sus nacientes instituciones; cebábase el despotismo en las Dos Sicilias, donde veiamos arriba todas las demencias y abajo todas las desgracias de nuestro tiempo de Fernando VII; las bayonetas imperiales mantenian la donacion de Pipino y cerraban todo paso al esfuerzo y al trabajo; príncipes absolutos en Toscana; prínci[p. 315]pes más absolutos en Parma; príncipes absolutísimos en Módena, sargentos todos asalariados del Austria; las plazas del Cuadrilátero, como otros tantos clavos, sosteniendo el cuerpo de vuestra nacion martirizada en su cruentísima cruz; Milan, caida exánime en el dolor y en la desesperacion; Venecia, flotando como un gran cadáver en sus lagunas que parecian lagunas de lágrimas; por los horizontes de Europa ni un solo vislumbre de esperanza, dispersas las democracias alemanas; errantes sus ilustres apóstoles, volcada al golpe de Estado la gloriosa tribuna francesa; desvanecidas las ideas que brotáran de la Asamblea de Francfort y soterrada Hungría como si hubiéramos vuelto á los tiempos de la Santa Alianza, á la exaltacion de todos los tiranos y á la esclavitud eterna de todos los pueblos, no quedando á los grandes patriotas más recurso, despues de tantas catástrofes, que el recurso de Bruto y de Caton; la desesperacion y el suicidio. (Frenéticos aplausos.)
Y sin embargo, mi fe tenía un fundamento racional; mi fe tenía el fundamento de las ideas progresivas, de las ideas de libertad y de patria. Penetrando como penetraban ya en el espíritu de los pueblos, debian necesariamente conducirlos desde la concepcion de lo ideal á su inmediato cumplimiento. Una idea, por etérea, por impal[p. 316]pable que parezca, trasforma la impura realidad, modifica y renueva las sociedades humanas. Como las ciencias experimentales van cada dia demostrando más la unidad de las diversas fuerzas cosmogónicas, las ciencias de indagacion van, á su vez, demostrando que arte, religion, Estado, filosofía, son como cristalizaciones várias de una misma idea. (Bien, bien.) Y esta idea de la libertad, y de la igualdad en la libertad que debia crear la democracia, de la cual se derivaba esta otra idea de la union, de la identificacion de aquellos que tienen orígenes comunes y comunes destinos históricos en una misma nacionalidad, debian penetrar en el seno de Italia y redimirla y salvarla. Os habiais formado una concepcion superior de vuestro derecho, y, merced á las intuiciones rápidas de nuestra inteligente raza, habiais podido llevar esta concepcion á las últimas clases sociales, al seno de los pueblos, y de aquí la unidad italiana. Para fundarla más sólidamente la unisteis al pensamiento moderno, á la libertad; porque no puede prevalecer todo aquello que contra la libertad se dirija. Italia estaba dibujada y delineada en el espíritu ántes de brotar en el espacio. Italia era ya vista, descubierta en el éxtasis de sus hijos ántes de que brotára en las instituciones, como esas místicas figuras que el beato Angélico adoraba en espíritu ántes de animarlas en el áureo fondo de[p. 317] sus cuadros. Así, esta idea universal suscitó la inspiracion de vuestros artistas, el heroismo de vuestros soldados, la fe de vuestros mártires y el genio de vuestros hombres de Estado. Y supisteis sumar á los ímpetus del sentimiento los cálculos de las probabilidades políticas, y al culto por lo ideal y por los principios abstractos el conocimiento práctico de las realidades de la historia. Supisteis, cuando fué necesario, evocar vuestros muertos ilustres, reunir vuestros jóvenes ejércitos y marchar, en alas del entusiasmo, desde una inmerecida servidumbre á vuestra redencion en la libertad. Y despues de 1848, despues de aquel gran desastre, no perdisteis la esperanza como Caton despues de Farsalia y como Bruto despues de Filipos, perseverasteis, combatisteis, y desde San Martino hasta Marsala, y desde Marsala hasta Gaeta, una serie de victorias ilustres fundaron la libertad y la independencia de Italia, que completasteis luégo con la unidad, recabando en una mezcla rara de valor y de prudencia vuestra mágica Venecia y vuestra sublime Roma. El sueño de quince siglos se ha realizado. Lo que no pudieron los antiguos Césares ni los reyes ostrogodos y lombardos; lo que no alcanzaron ni Federico de Suabia ni sus ilustres descendientes en el combate á muerte con los güelfos y los angevinos; lo que no vieron ni Dante ni Petrarca,[p. 318] á pesar de invocar á los Emperadores de Alemania para que convirtieran la espada del Sacro Imperio en el eje de Italia; lo que no alcanzó Julio II con sus cañones, ni Leon X con sus artes; lo que no realizó Savonarola dándose á Dios, ni Maquiavelo dándose al diablo; la Italia una, la Italia libre, la Italia independiente, lo habeis conseguido vosotros, que, sin duda, sois la generacion más favorecida, por haber reunido á los esfuerzos de las generaciones anteriores y á sus martirios la idea vital por excelencia, la idea por excelencia poderosa, la idea de libertad. (Grandes aplausos.)
Pero no basta con haberla conseguido, es necesario á toda costa conservarla. Una larga experiencia enseña cuánto más fácil es la fundacion que la consolidacion de las libertades públicas. Para lo primero acaso basta con una virtud muy grande, pero muy extendida y rudimentaria; con el valor; para lo segundo se necesitan la sabiduría y la prudencia. Todo se puede dejar en parte á los azares de lo imprevisto, todo, ménos la suerte de las naciones. Las aventuras en los pueblos concluyen casi siempre, como las aventuras de la obra inmortal de nuestro Cervántes, por grandes catástrofes. Sólo se debe extirpar aquello que no se puede reformar. Y ántes de pedir á las leyes una reforma, es necesario formularla con[p. 319] claridad, difundirla con perseverancia, propagarla en los comicios, conseguir que desde los comicios suba como una savia misteriosa á los parlamentos y de los parlamentos á los gobiernos. Si un principio, por progresivo que parezca, puede comprometer todo lo que habeis alcanzado, no lo propongais ni lo implanteis; contentaros con prepararlo para lo porvenir. Vosotros, que sois naturalezas sintéticas, no caigais en el error de los errores: mirar sólo á la libertad y prescindir de la autoridad; mirar sólo al progreso y prescindir de la estabilidad; mirar sólo al derecho del individuo y prescindir de la fuerza social; mirar sólo á lo porvenir, cuando todo movimiento encierra en trinidad misteriosa lo pasado, lo porvenir y lo presente. El ideal debe formularse, sostenerse, difundirse todos los dias con sin igual constancia, porque es la promesa de las renovaciones necesarias en las sociedades humanas; mas para plantearlo no olvideis nunca, no, que toda idea encierra una serie lógica de ideas y que toda obra grande crece con la misma lentitud con que crecen los seres muy duraderos en la naturaleza. Los partidos radicales, los partidos avanzados de toda Europa deben unir al valor la mesura, al sentido científico el sentido histórico, á la noble impaciencia por el progreso aquel tacto político, aquella medida de la realidad, aquel conocimien[p. 320]to de pueblos, sin los cuales sembrais el bien y recogeis el mal. No os satisfagais con haber fundado Italia, conservadla. Y no se diga jamas que por corregir un defecto de vuestra estatua, por quitarle una imperfeccion, quizá necesaria, la habeis destrozado en mil pedazos. (Grandes aplausos.) Brindemos, pues, no sólo al empuje y á la iniciativa de los que fundaron Italia, sino tambien á la prudencia y al tacto de los que saben conservarla y sostenerla con maravillosa unidad de propósitos.
No me cansaré jamas de tratar este punto, porque creo que el mayor mal de las democracias modernas es la impaciencia, y el escollo único está en la demagogia. Los períodos revolucionarios, los períodos de violencia se van cerrando en toda Europa. Los pueblos que caen por su desgracia en reacciones absurdas, los pueblos que ven reaparecer por conjuraciones de cuartel épocas aborrecidas de tiranía, los pueblos que pierden su prensa y su tribuna, los pueblos lanzados del derecho á los piés de la teocracia, esos pueblos que conservadores insensatos empujan hácia el abismo, no tienen otro remedio sino apelar á la revolucion, obra siempre de los opresores y no de los oprimidos, los cuales tienden incontrastablemente, como todos los seres, á respirar su aire, á ver su luz, á ver y respirar la libertad.[p. 321] Pero los pueblos que tienen las condiciones necesarias de la vida moderna; aquellos que poseen el sistema constitucional en toda su latitud, que gozan de prensa y de tribuna libres y que pueden reformarlo todo por la iniciativa del Parlamento y por el voto de los comicios, esos pueblos, cuando apelan á la revolucion, me parecen á la verdad tan insensatos como los conservadores reaccionarios, y forjan su propia opresion y mueren dementes en la infamia del suicidio. No olvideis, no, que solamente los déspotas, creidos de que su voluntad y su pensamiento representan toda la nacion, pueden intentar cuanto quieran sin contar con nadie; nosotros los demócratas, para gobernar las sociedades humanas y reformarlas, necesitamos de todos, de la mayoría cuando ménos, y no podemos ganarlos á todos sino por la persuasion y por la propaganda.
Conozco que insisto mucho; pero permitídmelo en puro interes de la libertad y de la democracia, causa que con desinteres completo he servido toda mi vida. Los excesos nos han perdido siempre. Entre aquel estallido de pasiones que acompañó á la primera revolucion francesa, no se pudo fundar una república duradera; entre el estallido de utopias que acompañó á la revolucion de 1848, perdióse tambien la república. Hoy, que parecia la obra más difícil, la reaccion más fuerte,[p. 322] nuestro ideal extinto en las ruinas humeantes de la guerra civil y de la guerra extranjera, la república se ha salvado, la república se ha establecido en Francia, gracias á la prudencia de los republicanos, que han alcanzado la más difícil, pero la más gloriosa de todas las victorias, la que ha consistido en vencerse á sí mismos, sometiendo á la realidad un ideal que se extinguiera si intentáran realizarlo en una sola hora ó en un solo dia. Para confirmar esta verdad encontraréis cumplidísimo ejemplo en el pueblo quizá más fuerte, más valeroso y más desgraciado de Europa, en el pueblo español. Este gran pueblo habia conseguido los tres mayores bienes á que pueden aspirar los pueblos modernos: habia conseguido la libertad, la democracia y la república. Su conciencia y su pensamiento, su prensa y su tribuna eran completamente libres; la tolerancia religiosa habia sustituido á la intolerancia más arraigada y más antigua; sus Universidades tenian todos los derechos de las primeras Universidades del mundo; administraba allí justicia el jurado y elegia la autoridad en todos sus grados el sufragio universal: bienes inapreciables que llegaron á encarnarse en su forma propia, en su organismo natural, en la república; pero el empeño de exagerar todas las ideas, de extremar todas las conquistas, de pedir á combinaciones utópicas y no ensayadas de un[p. 323] republicanismo indefinido, todos estos gravísimos errores nos perdieron y nos llevaron á una descomposicion que ha sido al par causa de nuestra ruina y de la ruina de aquellas venerandas instituciones, á las cuales habiamos unido con el trabajo de toda nuestra vida la honra de nuestro nombre y la suerte de nuestra patria, ejemplo tristísimo que invocaré siempre para inculcar en las democracias europeas las dos virtudes que deben ir unidas á su valor y á su tenacidad, la moderacion y la prudencia. (Aplausos, asentimiento.)
Pero dicho esto, hecha esta confesion dolorosísima, réstame otra cosa que decir, otra enseñanza que sacar de los acontecimientos de España. Se habla mucho de la solidaridad que existe entre los elementos liberales, entre los partidos democráticos, entre los gobiernos afines de Europa. Se habla mucho de lo que ha dado en llamarse el cosmopolitismo revolucionario. Yo puedo decir, yo puedo declarar que no he hallado esa unidad de miras y esa solidaridad de intereses en el liberalismo europeo, sobre todo en el liberalismo oficial que pretende servir la moderna civilizacion. Para nadie era un misterio que, proclamada la república en España, su caida traia consigo necesariamente una reaccion inmediata, una reaccion hácia la teocracia más ó ménos hipócrita. Un reconocimiento de los Gabinetes europeos, un re[p. 324]conocimiento oficial de aquella forma de gobierno, emanada, no de revoluciones populares, no de pronunciamientos pretorianescos, sino de la voluntad libérrima de una Asamblea soberana, producto del sufragio universal, hubiera podido salvarnos, hubiera podido traernos en el interior autoridad y fuerza moral para vencer los mayores obstáculos, y conservar un pueblo nobilísimo á la civilizacion y á la libertad europea. Ningun Gobierno, ninguno, en aquella crísis nos tendió la mano. Tuvimos ofertas de algunos de esos hombres extraordinarios que han consagrado su vida á la libertad, como Garibaldi; no tuvimos más. En Francia habia una república, y esta república no reconoció á su infeliz hermana. En Inglaterra habia un Gobierno radical, un Gobierno que tenía interes en salvar la libertad religiosa y la libertad mercantil allende el Pirineo; este Gobierno tampoco quiso reconocernos. Ni siquiera allá en la pensadora Alemania, que tanto y tanto lucha con la teocracia universal, se comprendió que tras la ruina de la república se encontraba la exaltacion de los elementos clericales. Y allí tenian el deber de adivinar que las reacciones son contagiosas, y que los contagios atacan quizá á los más sanos y á los más fuertes. Nosotros nos vimos abandonados de todos hasta en los momentos en que luchábamos con la demagogia, y res[p. 325]tablecimos la autoridad y el órden bajo la bandera de la república, es verdad, pero de la república moderada y prudente. En cambio, los enemigos de todo progreso, los mantenedores del absolutismo, los que pelean por el trono y por el altar han tenido el auxilio de todos los interesados en restaurar la antigua trama sobre el suelo volcanizado de Europa. El partido legitimista frances se ha arruinado por socorrerlos; y los católicos ingleses han mandado constantemente naves cargadas de armas á nuestras costas cantábricas; y un solo comité ha dicho al disolverse en Viena que le habia remitido tres millones de francos al Pretendiente; y donde quiera que alienta una esperanza ó interes absolutista, allí ha brotado un recurso, un auxilio para nuestros enemigos, de suerte que España padece, sus hijos mueren, sus hogares arden, sus caminos se cierran bajo un diluvio de sangre, no sólo por las pasiones y los errores nacionales, sino tambien porque el absolutismo universal ha concentrado sobre nosotros todas sus fuerzas á fin de restaurar con una victoria en aquel suelo, sus viejos ídolos sobre los altares de toda Europa. Nosotros somos, ante todo, las víctimas sacrificadas por la implacable reaccion universal.
Puesto que es antigua y arraigadísima costumbre el dirigir votos en estos momentos solemnes,[p. 326] elevémoslos por la union de los dos pueblos, por la union del pueblo de Italia y del pueblo de España. Olvidemos que unas veces vosotros habeis sido los conquistadores y nosotros los conquistados, que unas veces nosotros hemos sido los conquistadores y vosotros los conquistados, para acordarnos tan sólo de que siempre hemos sido hermanos por la identidad de nuestros orígenes, hermanos por la analogía de nuestras lenguas, hermanos por la comunidad de nuestras creencias, hermanos por la semejanza de nuestras regiones meridionales, hermanos por nuestras artes, por nuestras ciencias y por nuestra historia. No se puede saber qué sería del mundo, qué de la civilizacion, si los pueblos mediterráneos se suprimieran: aquella Andalucía, que enmedio de la barbarie feudal enseñó á Europa las matemáticas, y con ellas la astronomía de los cielos, las ciencias filosóficas y con ellas la astronomía del pensamiento; aquella Provenza, que con sus córtes de amor y con sus torneos poéticos fundó la literatura moderna, y fué lazo de union estrecha entre todos nosotros; aquella Grecia, que ha esculpido la forma humana con el buril de sus artistas, y le ha puesto en la frente el resplandor de lo divino con las ideas de sus filósofos; y esta Italia, que ha sido la Grecia de estos tiempos, nuestra Academia y nuestro templo, la musa de la moderna[p. 327] historia. (Aplausos.) Registrad vuestros anales, registradlos, y veréis cuántas glorias, cuántas grandezas tenemos, que son y serán perpétuamente comunes entre vosotros y nosotros. Las escuelas de Córdoba y de Sevilla han contribuido al Renacimiento hasta en Italia, y han llevado la filosofía de Aristóteles hasta el seno de Sicilia. Las naves de vuestras repúblicas, las naves de Pisa, las naves de Génova han redimido y han emancipado ciudades tan españolas como Almería y como Mallorca. Los almogávares catalanes, invocados por los grandes patriotas sicilianos, vencieron las ambiciones de la teocracia y alzaron el guantelete de Conradino en Mesina, en Nicotena, en Catania, mezclándose en los anales de vuestra libertad y en los tercetos del Dante sus nombres con los nombres de los fundadores de vuestra libertad. La gloria de Colon es una gloria de España y de Italia; el nombre de Andrea Doria es un nombre de Italia y de España; las proezas del gran general Colonna son proezas de Italia y de España; las victorias de Filiberto de Saboya son victorias de España y de Italia; los versos de Garcilaso pertenecen tanto á vosotros como á nosotros; los pinceles del Españoleto ilustran la antigua Campania y la moderna Valencia; en la epopeya de Lepanto, en la ocasion más grande de la historia moderna, cuando detuvimos el fatalismo[p. 328] oriental y evitamos que todo el Mediterráneo fuera, como el Bósforo, un lago turco, las naves de Barcelona se consagraban, confundidas con las naves de Génova y de Venecia, á la obra eternamente gloriosa de salvar para siempre del mayor de sus riesgos á la civilizacion y la libertad en toda Europa. (Ruidosos y prolongados aplausos.) Hasta recuerdos comunes tenemos en la historia de nuestras libertades. Cuando toda España ardia en la guerra sublime de su independencia, en la guerra de 1808, reunidos sus legisladores sobre el escollo de Cádiz, bajo las bombas del conquistador y bajo el azote de la peste, trazaron el Código democrático de 1812, que consagraba las grandes libertades modernas, y que ungia la frente de los pueblos con el sufragio universal. Pues ese Código invocó el Piamonte, invocaron las Dos Sicilias en 1821 al levantarse para pedir el régimen constitucional y las modernas instituciones democráticas. El recuerdo de ese Código era una religion, lo mismo entre vosotros que entre nosotros, la religion de la libertad. El nombre de Riego es tan popular en Italia como el nombre de Garibaldi, el gran Garibaldi, es popular en España.
Todavía se conservaba esa religion en nuestros tiempos; todavía Palermo sublevado significaba á sus enemigos y á sus tiranos que no cesaria en[p. 329] su lucha como no le concediesen el código de sus libertades, el resúmen de sus derechos, el objeto de su culto, la Constitucion española de 1812. Por consecuencia, señores, si tantos son nuestros recuerdos, tantas nuestras glorias, si vuestros opresores han sido nuestros opresores, y vuestros enemigos nuestros enemigos, brindemos todos por la union de la España liberal y de la Italia liberal en la obra civilizadora y humanitaria del progreso y de la democracia.
Yo he oido decir aquí á grandes pensadores y políticos, que no creen, que no pueden creer en la raza latina. Yo, por lo contrario, creo en la existencia de esta raza, y creo que las razas, como las nacionalidades, responden á la ley de variedad y de unidad que impera así en las sociedades humanas como en el universo. Pero ni deseo el panlatinismo como los escritores de otra raza desean el dominio universal, ni predico esta idea de raza por oposicion ó por ódio á raza ninguna de la tierra, y ménos de nuestra tierra europea. Creo que así como la familia completa al individuo, y la nacionalidad completa la familia, la raza completa las nacionalidades, y la idea de humanidad completa y contiene todos estos elementos de vida. Las razas diversas son necesarias, son indispensables, y sirven á la naturaleza como los planetas y los soles al cosmos, como las fuerzas con[p. 330]trarias á la mecánica y al equilibrio universal; como el oxígeno, el ázoe y el carbono al aire; como el oxígeno y el hidrógeno al agua, elementos que á primera vista parecen opuestos, y que, en realidad, componen las armonías de la vida y el conjunto de la naturaleza. Descended á vuestra conciencia, tocad vuestro corazon, examinaos en la ciencia y en la historia, y veréis cómo, siendo vuestro espíritu una evolucion de la vida superior á la naturaleza, y siendo arte, Estado, nacionalidad, encarnaciones várias de vuestro espíritu, en todo cuanto os rodea á vosotros y nos rodea á nosotros hay un elemento esencial, un elemento latino que ha formado desde nuestras artes, expresion del sentimiento, hasta nuestras lenguas, expresion de las ideas, y que si este elemento latino en otros tiempos de fatalidad nos ha unido por los impulsos de la fuerza en el seno de mutuas conquistas, hoy, en estos tiempos de razon, debe unirnos á todos los latinos, pero especialmente á los españoles y á los italianos, en el seno de la libertad y de la democracia. He dicho. (Ruidosos y repetidos y prolongados aplausos. Los asistentes saludan calurosamente al orador y le felicitan con entusiasmo.)
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[p. 333]Dos veces he visitado á Capri en mi vida: una vez por la primavera de 1868, y otra vez por el estío de 1875. Durante este larguísimo intervalo cogí en más de una ocasion la pluma para bosquejar mis emociones, mis recuerdos, mis ideas, y la solté desesperando de igualar jamas al maravilloso cuadro original donde se mezcla tanta gracia con tanta grandeza. En deliciosa mañana bajaba desde la fonda llamada Sirena, en Sorrento, á las playas por una de esas galerías abiertas en la roca viva, merced al trabajo de los romanos, y contemplando las atrevidas bóvedas, las ciclópeas paredes, los tortuosos recodos, las ámplias escaleras y las subterráneas vías, exclamaba á cada paso, que no extrañaban ya las empresas mitológicas de Hércules ni la apertura del gaditano Estrecho, ni las columnas puestas por límites al mundo, pues un pueblo relativamente moderno daba el aspecto de montañas á sus monumentos y abria á su arbitrio los senos de la[p. 334] tierra como si guardára en su hogar el fuego primitivo ó tuviera en sus manos la fuerza creadora, algo semejante al genio mismo de la Naturaleza.
Despues de haber recorrido aquellas cavernas, aunque circula libremente el aire en sus espacios y no falta en verdad la luz, respirais mejor bajo el claro cielo y á orillas del mar. Los marineros nos aguardaban solícitos en una barca, y nos recibian con esos gratos saludos propios de esta clase eminentemente expansiva y social, sobre todo en nuestras regiones meridionales. Miéntras unos apercibian los remos, y otros aparejaban las velas, y éstos recogian lonas y redes, y aquéllos desamarraban los cables, dos entonaban á porfía la Mandolinata, esa suavísima cancion parthenopea que reproduce todo el gozo y toda la inquietud de estos griegos tendidos sobre sus lechos de rosas á las faldas de ese Vesubio, en cuya cima resuella eternamente la muerte. Conforme íbamos costeando la ensenada sorrentina y recorriendo casi hasta el cabo Minerva, último extremo de la bahía de Nápoles, destacábase en el mar la isla de Capri, comparada por Juan Pablo Richter á una esfinge, y por Gregorovius á un antiguo sarcófago. En efecto, el declive de su longitud desde Occidente á Oriente; la altísima eminencia del Solaro y sus aristas semejantes á graciosas estrías arqui[p. 335]tectónicas; el córte de sus caprichosas playas; los esponjosos y oscuros escollos cincelados por las blancas, férvidas espumas; las escarpadas dunas, en cuyas cimas se abrazan las vides con los olivos y en cuyos piés se abren temerosas cavernas; el prodigioso esmalte dado á todos los objetos por el reflejo de la luz en las aguas; la trasparente superficie del mar y la clara bóveda del cielo, entre cuyos resplandores parece flotar la isla aérea y eteriforme como un templo de cristal azul engarzado sobre una estrella de oro; todas estas bellezas indecibles os trasportan á las regiones de la poesía y de la magia, en cuanto abrazais con la vista y con el pensamiento uno de los clásicos paisajes gratos á los antiguos poetas y á los antiguos dioses, pero, sobre todo, el paisaje de Capri.
No olvidaré jamas este dia. Serena la mañana, espléndido el horizonte, dormido el mar, fresco y cariñoso el aire; las ciudades del golfo dibujándose inciertamente en el éter como neréidas fabulosas, y Sorrento perdiéndose á nuestra espalda en la meseta de sus abruptas rocas, ceñidas de azahar, miéntras surgia cada vez más encantadora á nuestros ojos, Capri, con sus montañas ceñudas y sus alegres verjeles, con sus rosáceas dunas y sus negras cavernas, con sus blancos pueblos, ora agrupados al borde de las playas,[p. 336] ora suspensos en la falda de las montañas, y sus ruinas bruñidas por el sol y dispersas en las inaccesibles alturas; con las cúpulas de sus iglesias y los techos de sus cabañas; con sus labradores cavando en los huertos plantados sobre los abismos, y sus marineros recogiendo el copo lleno de peces en la ensenada; con sus escollos que parecen vomitados por erupciones volcánicas, y sus blancas casas, sobre cuyos pintorescos terrados se tienden fresquísimas guirnaldas; con aquella doble vida del campo y del mar, en que se mezclan las algas con las flores, las emanaciones salinas con los aromas silvestres, la nota dulcísima de la alondra con el grito agudo de la gaviota, á manera que en la poesía de Homero, de Teócrito y de Virgilio.
Á las diez del dia nos acercábamos ya al término de nuestro viaje, y la isla parecia desierta. ¡Grata y serena soledad! Proyectábase sobre el mar la luz con esplendor indecible. Las aguas miraban al cielo, como unos ojos enamorados miran á otros ojos en cuya retina encuentran el amor correspondido. Por toda la inmensa extension caia á plomo el sol, ya cercano á su zenit. Pero en el sitio donde estaba nuestra barca, al Norte de la isla, se extendia la sombra espesa de los altos montes. Así el Mediterráneo lucia con azul tan claro que tiraba al ópalo, y nuestra zona[p. 337] se teñía de azul tan oscuro que tiraba á violeta. Ningun pincel, ni siquiera el pincel de Pablo Verones, mojado en los matices de las lagunas venecianas, podria trasladar al lienzo aquella fiesta de colores; aquel cielo de un esplendor incomparable, aquellos léjos de rosados tintes donde nadaban los blancos pueblos, aquellos puntos de luz producidos por los rayos solares al quebrarse en la rizada superficie de las aguas, aquel violáceo tono del Vesubio brillando en sus cimas y en sus faldas como si estuviera cuajado de oscura y deslumbradora pedrería, aquella nube de humo despedida por el cráter y disipada en los aires como una gasa; aquella zona de azul oscuro en que nosotros estábamos, juego mágico de las sombras inexplicable por la humana palabra y en cuya contemplacion nos abismábamos como si fuese el comienzo de un mundo ideal guardado por un genio desconocido en el fondo de los mares.
Es verdad. Los pueblos que atraviesan el desierto bajo un cielo de bronce, sobre una tierra abrasada; en la uniformidad de los infinitos inmóviles océanos de arenas, deben afirmar y confirmar la idea de la unidad de su Dios creador; pero aquí, en el seno de esta contínua primavera que junta las flores con los frutos; en los reflejos de estos horizontes, cuya rica variedad es incom[p. 338]parable; en la orgía de estos colores que descomponen todos los matices de la luz; entre estas movibles olas, entre los juegos y arabescos de las sombras; entre las estelas del agua y los espejismos del aire; en las refracciones de los rayos solares y en la reverberacion de los nocturnos astros; en las guirnaldas de espumas, en la palpitacion contínua de ese movible seno, á cada instante aparecen las sirenas y neréidas del antiguo mar, cuna eterna de la religion pagana, sirenas y neréidas dibujando su cuerpo de alabastro en las espumas, sus negras cabelleras en las algas, sus palpitaciones amorosas en la rizada superficie, y sus huellas en los surcos de luz sobre la celeste inmensidad, donde brotan con los múltiples vapores múltiples ideas, y con las múltiples ideas innumerables dioses.
Acercámonos á tierra sin cansarnos de contemplar el conjunto de colores, el azul clarísimo de las aguas apartadas, el azul oscuro de las aguas cercanas, el tono violeta de las montañas y de las dunas, las tintas de primaveral vegetacion rica en toda suerte de flores. Varios chiquillos nadaban como tritones y nos pedian que les echáramos cuartos al agua, por cuya consecucion luchaban allá en el fondo, como los peces por su alimento. Como nuestra embarcacion seguia á la gruta Azul, tuvimos que trasbordarnos. Innume[p. 339]rables barcas nos circuian, y en ellas jóvenes marinos ofreciéndonos sus servicios y saludándonos con la palabra: ¡Felicidad! Una de estas barcas iba dirigida por hermosísima capriota de ojos negros y cabellos rubios como la Salomé del Ticiano, y que, desnudos los brazos y desnudos los piés, mal envuelta en traje de vistosa indiana, y bien peinada, con las trenzas recogidas sobre la nuca y traspasadas por una aguja de plata, remaba, empleando el mismo empuje y la misma celeridad de consumado marinero, sin que tanto esfuerzo le quitára aliento para entonar la cancion entónces al uso, La Bella sorrentina. Preferimos, como era natural en nuestra galantería española, esta barca tan hermosamente tripulada, y encaminámonos al muelle, de cuyas toscas piedras nos separaban algunas brazadas de mar y algunos movimientos de remo. Pero la llegada fué horrible: los mendigos nos asaltaban; los muchachos nos recogian nuestro equipaje, disputándoselo como si les perteneciera á ellos en vez de pertenecer á nosotros; las muchachas nos arrojaban á las manos pedazos de coral, conchas pintadas, piedrecillas de las ruinas, pidiéndonos en cambio dinero; los mozos de los diversos albergues se disputaban nuestras personas, como los pilludos de la playa nuestras maletas; este marinero nos presentaba sus robustos brazos para subir la em[p. 340]pinada cuesta, aquel gañan su bíblico asno ó su jaco matalon; y todos nos cortaban el paso con vocerío infernal, como si se hubieran propuesto compensarnos con el disgusto producido por horribles gestos, agudos gritos y groseros asaltos, del encanto experimentado al abordar á la encantadora isla. Por fin pudimos desasirnos de todos ellos y trepar alegremente por los agrios senderos, entre áloes y nopales del Oriente, admirando aquellas casas parecidas á los aljibes árabes y que nos recordaban nuestras casas de Elche, con sus escaleras de madera en lo exterior, sombreadas de parras para subir al terrado cubierto de macetas, en las cuales florecen olorosos geranios.
Capri orna la parte oriental de la incomparable bahía parthenopea, y se avecina al cabo de Minerva. Su largo es de tres millas, su ancho de una y media, su circuito de nueve. Las montañas tienen tan abruptos y tan agrios costados que diríanse cortadas á pico, y dos mezquinas calas abrigan á las barcas de los contrarios vientos, pues casi todas sus rocas salen del mar á guisa de lisas paredes, y la privan por tanto de hospitalarias costas. La tierra vegetal se conserva con dificultad y á duras penas se acrecienta. Arrástranla al mar las lluvias; espárcenla por el aire los huracanes. Al fecundo elemento, donde las raíces se agarran y la vida vegetal brota y se nutre,[p. 341] suceden peñas desnudas, frias, estériles, como duros metales. Así los campos griegos, cantados por los antiguos poetas á causa de su amenidad y de su hermosura, han sido arrastrados al mar y se han trocado en áridos desiertos. Conmueven profundamente los cuidados que toman estos buenos isleños por preservar su tierra vegetal de todo cuanto pudiera perderla ó disiparla; los muros que levantan, los setos que fabrican, las hierbas que siembran, las excavaciones que ahondan, el arte y el culto con que guardan esos átomos donde el jugo de la savia se encierra. Veríaislos agitarse y conmoverse como si les arrancáran una parte de su sér, cuando las ráfagas vienen á estrellarse en su peñon y á elevar en los giros de sus torbellinos espesas nubes de polvo. Así, jamas siembran el escaso trigo producido por sus campos arrojándolo sobre el surco, sino abriendo para cada grano un agujerito que luégo tapan á fin de defenderlo contra el viento.
El clima es dulcísimo, tibio el invierno, fresco el verano. Fuera de la parte que mira á Nápoles, y donde está la llamada Marina, abierta y expuesta al Norte, el resto de las regiones habitables de la isla recibe seguro abrigo de las altas montañas. Por aquel territorio montuoso y pedregosísimo; ¡cuántos valles alegres y de indecible deleite! En cualquier arruga del terreno, ó[p. 342] declive dulce, ó umbría plácida; en el recodo de los cabos, en las ligeras planicies de las estrías, en las rotondas de las cimas, en la espina dorsal de los montes, la vegetacion brota váriamente á guisa de canastillos de frutos y de flores que se hubieran dado allí al olvido. Las naranjas y los limones brillan y huelen á porfía entre las brillantísimas verdes hojas. El oscuro olivo se entrelaza con las claras vides. Las frondosas moreras producen frutillas de un sabor agridulce incomparable, y hojas para alimentar en alguna cantidad los gusanos de seda. Entre moreras y naranjos, alzándose airosas sobre los cactus de los áloes y los nopales, vense las higueras, cuyos higos compiten ciertamente con los higos de Esmirna. El vino es de corta cantidad, pero de larga reputacion. En Nápoles suelen falsificarlo, pues la isleta no da tanto como pide el gusto, ni siquiera como consumen sus sobrios moradores. La próvida atencion y cuidado de amigos que, á Dios gracias, tenemos en todas partes, nos procuraron gustar, así el tinto como el blanco, y los encontramos deliciosísimos. ¡Dios mio! ¡Cuán próvida es la agricultura en las regiones meridionales, y cuán vária! Yo no quisiera ser labrador, por ejemplo, en la bien cultivada Normandía, donde sólo se cogen las cosechas de heno y de trigo, y sólo se tienen algunas escasas frutas y[p. 343] muchos y buenos ganados. Desde el punto y hora en que concluís la siega, ya nada teneis que hacer. Para el pastoreo basta con los frescos prados y con tres ó cuatro pastores. En el Mediodía no sucede así; para cada mes hay su trabajo y su cosecha. Ya se abre el surco y se siembra el trigo; ya se poda y se cava la viña. En el hogar, bajo la grande chimenea, las ramas inútiles de los olivos, los haces de sarmientos, los rebujos de la aceituna, brillan y chisporrotean durante las largas veladas del invierno. Apénas llega Febrero, cuando os da la Providencia el cardo y otras hortalizas. En Marzo florece el almendro, y Abril colora las rojas cerezas que semejan flores. ¡Cuántas frutas de Mayo, azucaradas y sabrosísimas! El azahar os embriaga. Los albaricoques, las perillas, las primeras brevas os alimentan. Ya viene el trabajo de cuidar los gusanos de seda y el placer de verlos hilar sus plateadas hebras. Ya se abre la gomosa almendra y se desprende sobre el campo. La siega es temprana y da vagar bastante para las otras ocupaciones campestres. Apénas se acaba la siega, cuando empieza la recoleccion de los otros frutos. Aquí se cosecha la almendra, allá la nuez y la avellana, más allá la sandía y el melon de las viñas se ven bajar á las playas mujeres en coro que llevan sobre la cabeza los cestos circulares cargados de[p. 344] uvas para la pasa. Junto á los racimos de ámbar, sobre largos cañizos, los verdinegros higos, todos endulzados á los rayos del sol. Ya comienza la vendimia y se oye por todas partes el cántico de los que pisan en el lagar y se perciben los vapores del mosto. Ya viene el maíz, cuyas largas mazorcas se amontonan junto al trigo en los altos graneros. Ya se prensa el aceite que sazona la comida y alimenta la lámpara. Esta tierra no se cansa jamas de producir. Estos habitantes viven á la contínua en faenas del campo. Su atmósfera tibia y su campiña fecunda, les ofrecen delicias indecibles en ejercicios moralizadores y sanos. ¡Campos queridos de la luz, en vuestro seno, y sólo en vuestro seno, se celebran verdaderamente las nupcias del espíritu con la Naturaleza!
En la isla de Capri, meridional por excelencia, os dan los pájaros un concierto y os perfuman las flores. ¡Cómo deleita oir, al rumor de las ondas estrellándose en las cavernas, y pareciendo con su tono unísono á solemne acompañamiento de una orquesta invisible, el arrullo de la tórtola y de la paloma, el gorjeo de los jilgueros, el agudo cántico del mirlo, la oda de la alondra al sol en las alturas, y la endecha amorosa del ruiseñor en la enramada! ¡Cómo os animan y os alientan las picantísimas emanaciones marinas confundidas con el aroma del lentisco que huele á selva;[p. 345] del tomillo, que calma los nervios y endulza los aires; de la salvia, que despide como inefable incienso; del mirto, cuyas esencias os despiertan ideas poéticas, viendo al mismo tiempo los pinos salir casi de las aguas con sus copas vibrantes, la zarza-rosa entrelazarse con el áloe, el almendro y el limonero resaltar entre los olivos y las hayas y las encinas en armoniosos y suavísimos contrastes! Una dama inglesa que con nosotros venía, y que llevaba en una mano su cartera de dibujo y en otra mano su álbum de botánica, nos iba enseñando las flores más preciadas y diciéndoles el nombre más científico: el thymo, de suave olor; la passerina hirsuta, que busca la aridez y el calor; la scilla marítima, que se mece dulcemente en las moles ruinosas; la cineraria, con sus florecillas de oro; la orque piramidal, y otras muchas de tejidos tan multiformes y tan numerosos como no puede idearlos jamas el pensamiento.
Las montañas de toda la isla divídense en dos principales cuerpos, llamado el uno de Capri y el otro de Ana-Capri. El primer cuerpo puede subdividirse, á su vez, en cuatro alturas principalísimas, si várias por sus formas, iguales por su grandeza. La más elevada es aquella que más se acerca al cabo de Minerva, hácia el Oriente, mirando á Sorrento y á Salerno, donde hoy se saluda y se invoca á Santa María del Socorro, como[p. 346] en otro tiempo se saludó y se invocó á Jove, cuyo templo aparece todavía por doquier en pasmosos restos y majestuosas ruinas. La segunda altura es la de San Miguel, cónica cual todos los volcanes, ceñida por las piedras de antigua vía romana, y coronada por los pintorescos fragmentos de un palacio de Augusto. La tercera altura tiene en su cima un castillo, en su medio la villa de Capri, á su pié la cala de la marina, por sus costados dos vallecillos de incomparable deleite y alegría. El cuarto collado es aquel que se alza abruptamente del mar y que domina dos risueños valles, cubierto hácia su pié de viñas y olivos, cuyas ramas festonan los restos de Tragáres; desolado y estéril en su cima; rico en su falda de esas hierbas llamadas entre nosotros hinojo marino y ruda silvestre, que dan ardentísimo y embriagador perfume. Un poco más léjos del pié de esta montaña, denominada Tuoro-Grande, surgen del mar tres inmensos escollos aislados, de un color tan vivo, de una forma tan pintoresca, de una ornamentacion tan rica por la multitud de dibujos formados en sus caprichosas piedras, que parecen un templo acuático misteriosamente cuajado de extraños jeroglíficos. Las gaviotas y las águilas se posan por sus alturas; las plantas marinas se mecen por sus grietas; las olas se entrechocan por sus bases, y vistas á una larga distancia, desde el golfo de[p. 347] Salerno ó el cabo de Minerva, esmaltados por un horizonte puro, ceñidos de vapores ligeros en la purpurina atmósfera del mediodía ó en la rosada atmósfera de la tarde, cuando aquellos cielos despliegan como un íris de matices deslumbradores, las tomariais por unas diosas marinas elevándose desde sus grutas de cristal á las cimas del Olimpo. Y todas estas bellezas, todos estos graciosos rompimientos de los montes, todas estas aberturas, entre las cuales juegan las olas con los aires, y se descubren los cielos, encuentran su rudo contraste en la calcárea y árida montaña de Ana-Capri, la más alta y más estéril, cuya cresta toma el nombre de Monte Solaro, cúspide verdadera de la isla.
Por débil que mi paleta sea, por tosco que sea mi pincel, por pálido y desmayado el color, ya os podeis imaginar á Capri, altísimo escollo en medio del Tirreno, con sus montañas calcáreas y sus valles fresquísimos; con sus conos y pirámides en el cielo, y sus grutas y cavernas en las aguas; con sus matices violeta y sus matices azules de una dulzura incomparable; con sus palomas y sus gaviotas, que vuelan juntas en los aires, y el rosal y el hinojo marino, que crecen juntos en las piedras; con los templos de sus dioses caidos y los palacios de sus césares muertos; con los jardines en gradería tapizados de flores y poblados[p. 348] de pájaros, y las graciosas calas en anfiteatro, pobladas de barcas y tapizadas de redes; con las iglesias de Cristo y de María junto á las aras de Mitra y de Júpiter; bajo guirnaldas de pinos y sobre tapices de espuma; entre la bahía de Parthénope y la bahía de Salerno; el Vesubio encendido y el golfo sereno á su frente, y el mar infinito á su espalda; rodeada de cabos y promontorios de un dibujo clásico; soportando ruinas de una sublimidad religiosa; en aquel eden, cuyos claros horizontes y cuyos cerúleos abismos no tienen, por la magia de la luz, por la armonía de los contornos, por la belleza de los contrastes, rival ninguno en el mundo.
Caprea llamaron á la isla griegos y romanos. Segun unos, la etimología del nombre es latina y proviene de las muchas cabras errantes por sus escollos, y segun otros fenicia, é indica la existencia en su seno de dos ciudades. Pero el carácter predominante de Capri es el carácter griego. No se creeria que nacion tan escasa de gente como Grecia dejára generaciones tan numerosas y huellas tan profundas en las costas mediterráneas. Cuando en uno de mis viajes abordé á Ibiza, quedéme maravillado al ver sus mujeres con trajes llenos de reminiscencias dorias. Parecíanse á esas estatuas medio egipcias y medio helénicas que tan claramente señalan la fase de transicion desde[p. 349] Oriente á Occidente en el desarrollo de la cultura. Lo mismo sucede por otras regiones. Sagunto se entregó á las llamas en holocausto á los patrios lares y en ódio al enemigo cartagines. Ardieron sus casas y sus muros; suicidáronse en heroico sacrificio sus habitantes; no quedaron por aquellos espacios ni ruinas; y cuando se va entre sus naranjales y sus olivares cortados por alguna palma, á la orilla de su mar celeste, ó se trepa por su cercana colina para ver los restos del despedazado anfiteatro, á cada paso aparece el reflejo de Grecia, no borrado ni por la dominacion romana ni por la dominacion agarena. En las costas de Cataluña, al Levante, sin necesidad de ser grande observador, nota el viajero la diferencia entre los catalanes originarios de las altas montañas, todos celtas ó celtíberos, y los catalanes originarios de las rientes playas, casi todos griegos. Lo mismo sucede en Capri. La hermosa Grecia brilla sobre sus piedras como los dioses sobre las aras. Esta bahía, llamada por ellos el Cráter, porque tiene realmente el córte de la boca de inmenso volcan, era idónea para herir su genio artístico y para obligarlos á larga residencia. Ochocientos años ántes de Cristo, ya dominaban por estas playas. Las Dos Sicilias componian aquella magna Grecia, en la cual brilló con tanto lustre una parte de la vida griega: los viajes marítimos cantados por Home[p. 350]ro despues de cantar la troyana guerra; los gigantes, cantados por Hesiodo, que en el Etna pugnaron audaces con los dioses; el idilio inmortal de Polifemo y Galatea; la escuela filosófica, que tan poderosamente influyera en los progresos de la cultura helénica; la aromosa poesía de Teócrito. Hoy mismo, las palabras usadas en Capri tienen muchas raíces griegas; el tocado de sus hermosas hijas, bajo el cual brillan profundos ojos velados por larguísimas pestañas, tiene el córte griego; y en los robustos isleños, marinos y montañeses á un mismo tiempo, se descubren aquellos atletas célebres en los juegos de Grecia. Á donde quiera que vuelvo los ojos se me aparece la imágen querida de la bellísima nacion. Toco el golfo de Posidonia, habito la bahía de Parthénope, descubro al Oriente la isla de Circe, y al Occidente la gruta de Cúmas; en mis paseos voy hasta Ana-Capri, cuya posicion se designa todavía por una partícula griega; entre los vapores lejanos, dorados por el éter, resalta Poesthum, con sus templos dorios consagrados á Neptuno; y en cada movimiento de las olas se ve tambien moverse, y en cada soplo de las brisas se oye suspirar la sirena que llenára de escollos y de encantos con su magia todos los mares de Grecia.
Esa ciudad de Nápoles, que está enfrente, se ha llamado siempre Sirena. Esta misma Capri es[p. 351] una sirena que seduce con su gracia y con sus cánticos. Sirenas se llaman las islas esparcidas por estos mares desde el cabo Minerva hasta la ensenada de Amalfi. ¡Y quién pudiera dudarlo mirando este cielo resplandeciente; este mar, de un azul indescriptible realzado por la áurea luz; estas cordilleras, en las cuales se mezcla el fuego con la nieve; estas montañas, entre doradas y purpúreas; estos jardines, que bajan en graderías desde las sierras á las playas, todos estos encantos capaces de esparcir y comunicar universal alegría! Cuando se ven esas islas, ora desde el camino de Salerno, ora desde el cabo de Minerva, surgir en formas tan graciosas sobre la superficie del agua tan celeste, no podeis dudar de que atrajeran y encantáran con el eco de sus olas repetido por las sonoras cavernas á los navegantes, adormeciéndolos y como petrificándolos con las seducciones y con los hechizos de estos voluptuosos parajes.
Así, todo evoca en la isla, todo cuanto veis, la remota antigüedad griega. El aire que respirais es aquel céfiro blando con que Minerva henchia las velas enviadas en busca del errante Ulíses. Las piedras que tocais son restos de las aras por donde corria la sangre de los toros negros en holocausto al númen del blanco Neptuno. Por estas riberas se tendió mil veces la hospitalaria piel sobre la cual asentaban los griegos á sus huéspedes des[p. 352]pues de la comida para mostrarles los horizontes y los mares. Islas así serian las islas descritas en la Odisea homérica. Me parece que veo á Nestor coronando con hojas de oro recien forjadas la frente de la crasa ternerilla y ofreciéndola en sacrificio á los dioses despues de haberla empolvado con la harina sagrada. Un escollo así deberia ser aquella Ortygia donde la Aurora lloró con lágrimas de luz á su amante Orion, muerto á los invisibles dardos de Diana. Entre estas aguas sacaria la blonda cabeza Leucothea, ofreciendo al inmortal náufrago homérico el puerto de sus brazos. Estas columnas rotas evocan el recuerdo del palacio de Alcinoo, desde cuyos pórticos se veian las flotas griegas, y entre cuyas columnas resonaba el rumor del pueblo en asamblea mezclado con el rumor de la ola en movimiento, y el cántico de Demodoco celebrando la guerra de Troya, mezclado con el cántico de la brisa trayendo el aliento de las neréidas. Ahí está, ahí, á mi frente, la isla de la hechicera Circe, tan hermosa de rostro como de voz, hija de los amores del Sol con oceánica ninfa. En el fondo de deleitoso valle se alzaba su palacio, fabricado todo él de piedras preciosas, y guardado por los lobos y leones, mansos como perros cuando no los azuzaba la maga. De sus ventanas salia aquella voz sin ejemplo, la cual derramaba por[p. 353] las venas con sus cantares un calor sin igual. Allí entraron los compañeros de Ulíses, torpes é indiscretos, y fueron trasformados en cerdos, miéntras el astuto hijo de Itaca, provisto de la planta dada por Mercurio, cuyas raíces eran negras como el carbon, y cuyas flores albas como la nieve, convirtió á la reina hechicera en su concubina y su esclava. Por aquí se oia la endecha seductora de las sirenas. Su voz hacía resplandecer los cielos, serenarse los mares, henchirse de voluptuosos aromas los aires, resonar con música incomunicable los escollos y las riberas. Los navegantes se dejaban arrastrar por tanta calma, por tanto deleite, por los acordes que salian de las ondas, por los coros que acompañaban estos acordes, por los ojos seductores que brillaban como estelas, por el blanco voluptuoso cuerpo que se dibujaba en el cristal de las aguas, y desaparecian para siempre en el fondo, sin que jamas devolvieran las sirenas su presa. Así Ulíses tapó con cera los oidos de sus tripulantes, y se hizo atar él mismo con fuertes cuerdas á la altísima entena para conjurar la seduccion de las seductoras voces. Pero más léjos, y en este mismo mar, se alzaban frente á frente los dos montes llamados Scila y Caríbdis. Las olas de Anfitrite se estrellan á sus piés con horribles mugidos, y las aves del cielo, las mismas palomas que llevan la ambrosía á Jú[p. 354]piter, no se arriesgan jamas á pasar sobre sus cimas. Los dioses las llaman en su lenguaje incomunicable á los hombres, las rocas errantes. Si algun navío se acerca, se rompe en mil pedazos, y tablas y tripulacion desaparecen súbitamente entre las ondas henchidas de huracanes y las tempestades henchidas de rayos. Solamente los Argonáutas pasaron por allí directamente amparados del poder de Júpiter. Scila es tan alto que ninguna humana vista ha alcanzado su cresta cubierta de negras nubes y ninguna flecha de arquero ha llegado hasta la gruta que mira hácia el Erebo; y Caríbdis alimenta una higuera selvática, bajo cuyas hojas se guarece el genio de aquel paraje, que se sorbe las olas y las naves. Estos escollos, estas cimas, estos abismos, estos cabos y estos promontorios se hallan ilustrados por el inmortal poema de la navegacion, la Odisea, que sucedió á la Iliada, al inmortal poema de la guerra.
Cuando contemplo las formas arquitectónicas de Capri, realzadas con los toques maravillosos de alba luz, fínjome aquel archipiélago griego, compuesto por legiones de islas, antiguas cunas de diosas y poetas, extendidas entre dos continentes como para servir de templo á las nupcias del genio de Europa con la tierra de Asia, y adivino las nieves perpétuas de Thesalia, los valles floridos de Lidia, las montañas abrasadas por[p. 355] tempestades eternas, las colinas sonrientes de amor y de gracia, descubriendo todos aquellos parajes henchidos con la imágen de Homero. Y oigo el susurro del arroyo, en cuyos bordes naciera, á la sombra de copudo plátano, entre las endechas de un coro de ruiseñores y los himnos de una procesion griega, sobre el sitio mismo en que espirára Orfeo; y miro con los ojos del alma al viejo divino, pobre como la poesía, ciego como el amor, desconocido de su patria como el genio, alargando la trémula mano á recoger una limosna en pago del cántico bellísimo dotado de la inmortalidad; y me apeno al recuerdo de aquel pueblo cimeo que negó sus hogares á quien debia darle gloria; y renuevo las peregrinaciones de region en region, de gente en gente, de isla en isla, por donde deja una huella de luz en el suelo, una armonía inextinguible en los aires, una idea religiosa en las conciencias, una sonora cuerda de artística inspiracion en los corazones; y le sigo con el pensamiento, como con el recuerdo, por Phocea, Cliso, Samol, escuchando repetir al niño que va á la escuela, y á la jóven que vuelve de la fuente, sus magistrales hexámetros; y me lo figuro circuido de sus hijas, en el ocaso de la vida, próximo á concluir sus últimos cánticos, y obligando á cuantos tienen ojos y ven, á que le digan cómo resplandece el sol poniente en la cima del[p. 356] Olimpo; cómo se dibujan los cabos de la Jonia; cómo se doran las múltiples islas del archipiélago; cómo extienden sus alas sedosas las palomas y sus velas de lino las naves; cómo se hermosea todo, porque él ya oye como todo canta; y asisto á su muerte en las sonoras playas pobladas por su genio de dioses, á su transfiguracion en la mente de Grecia, á su apoteósis en la religion de la Humanidad.
Y la brisa que sopla en mis oidos, y la ola que muere á mis piés, y la gaviota que vuela sobre mi cabeza, y el mar que me rodea por todas partes, recuérdanme cómo Homero, despues de haber escrito en la Iliada el poema de la guerra, escribió en la Odisea el poema de la navegacion. Todas esas imágenes preciosas, la enamorada Calipso, ha hechicera Circe, la seductora Sirena, la modesta Nausicaa, la próvida Leucothea, son personificaciones de los escollos, de las sirtes, de las colinas, de las alternativas de alegría y angustia en la vida marítima, de los trabajos y de los placeres indecibles en las navegaciones larguísimas. Homero, despues de haber cantado los orígenes de su patria en la guerra, quiso tambien cantar los progresos de su patria en el trabajo y, sobre todo, en la navegacion, que debia darle tan preciosas colonias y extender por el mar Mediterráneo reflejos y reverberaciones de Grecia. La bue[p. 357]na Penélope, rodeada de seductores y constante á su marido, retrata la mujer del marino que yo he visto tantas veces en nuestras costas valencianas, fidelísima á la memoria del ausente, encerrada en el hogar como en una tumba, ajena á todas las alegrías y á todas las fiestas; casi siempre de rodillas ante la Vírgen, estrella de los mares, pidiéndole su amparo; con el pensamiento puesto en el abismo insondable y la esperanza en el Dios misericordioso; los labios llenos de promesas y las promesas de ex-votos; casada, y en las tristezas, y en los duelos, y en la soledad de las viudas. Así como Homero, el poeta del Oriente europeo, escribe la epopeya de la navegacion mediterránea, Camoens, el poeta del Occidente europeo, escribe la epopeya de la navegacion oceánica. Todas las expediciones anteriores á la navegacion, cantadas por nuestro poeta peninsular, ó son navegaciones guerreras como las normandas, ó son navegaciones semi-mitológicas como las de Marco Polo. El marino veneciano me parece, respecto á Vasco de Gama, como Jason y los Argonáutas respecto á Ulíses y sus compañeros de empresas. En el poema de Camoens han crecido la tierra y el hombre, sin que hayan menguado la poesía y el arte. El mar es mayor que en los poemas homéricos; pero tambien es mayor la fuerza que lo sujeta. El poeta será inmortal como Ho[p. 358]mero, porque representará tanto el espíritu de su pueblo como el genio de su siglo, y como Homero desgraciado, porque no se puede llevar una corona tan gloriosa sin que toda ella esté ceñida de penetrantes y agudísimas espinas. Todos los redentores sudan sangre. La Odisea y las Lusiadas aguardan el tercer poema que ha de completar cielo tan maravilloso: el poema que cante la penetracion de nuestra mirada y de nuestro telescopio en los abismos infinitos del cielo, como la penetracion de nuestras sondas en los abismos infinitos del Océano; el vapor de las nubes, vago como las nieblas, ligero como el rocío, indeciso como los ensueños, recogiéndose en las grandes máquinas y superando las corrientes como las mareas, y las olas como los vientos; Hércules, que ha ido á la tierra de las Pirámides, y con la fuerza del genio y del trabajo ha roto los istmos y ha confundido los mares; el Prometeo, que ha lanzado entre el nuevo y el viejo continente, entre Europa y América, el misterioso lazo de alambre por el cual corre el rayo de los dioses, ya en manos de los hombres, llevando de uno á otro mundo la palabra con la rapidez del pensamiento; todo este esplendentísimo semillero de nuevas tierras y nuevos cielos en arte y en poesía.
Íbamos en mañana deleitosa de Junio, por mar dormido como sereno lago, á la sombra de las[p. 359] grandes dunas, desde la marina de Capri á la gruta azul, celeste laguillo de una claridad y de una trasparencia indecibles, formado por las aguas del mar dentro de una cueva calcárea, accesible sólo en barca y por una estrechísima abertura. La memoria de semejante maravilla se habia perdido para siempre. La tradicion contaba que griegos y romanos conocieron una gruta, donde cabian muchas personas, formada toda por inmenso trozo de nácar, y en cuyo seno se refugiáran, estando allí como dormidas y en sopor, las ninfas y neréidas, despues que las ahuyentó el hisopo cristiano con sus gotas de agua bendita al exorcizar los mares. Todo un prelado, escribiendo á otro prelado, aseguraba haber sido ésta la caverna donde el infeliz pescador Glauco se asiló despues de su trasformacion en pez, y donde conmovió á los dioses en tan alto grado con sus lloros y con sus súplicas y sus elegías, que les obligó á volverle súbitamente la forma humana, dejando por esta transfiguracion en el cristal de esas aguas sus azuladas escamas. Algunos suponen que un historiador de principios del siglo decimoséptimo trae indicios de la isla. Goethe hubiera deseado verla, porque el gran pagano, el sacerdote último de la antigüedad clásica, adoraba todo cuanto podia recordarle el paganismo. Novalis imagina cierto arte místico y naturalista á un tiempo, el cual se ins[p. 360]piraba en una canora sirena, cuya habitacion era esta gruta de cristal, donde se encerraba como la abeja en el cáliz de la flor. Un jóven que la escuchára, repetia sus cánticos impregnados de idealista pantheismo al par que de sensuales placeres. Y cuantos poetas oian aquel eco amortiguado deseaban escuchar la cancion poética en su orígen, beber en la fuente de esa poesía, é iban por la noche desolados en pos de la gruta, que despedia misteriosos sonidos sin revelarse nunca á los anhelantes ojos de tantos privilegiados mortales. Todos sabian que era una flor azul misteriosa; pero ninguno acertaba á encontrarla. Y anegábanse y morian, como nos anegamos y nos morimos en la vida, viendo la perfeccion, la ventura, la idealidad en los léjos del horizonte y sin poder jamas abrazarlas, anegábanse oyendo el cántico que salia del seno de la roca y sin alcanzar á ver la hermosísima ninfa.
Las historias y tradiciones locales eran todavía más terribles. Contaban que la caverna se henchia de espíritus malignos, que en el seno de sus aguas nadaban monstruos marinos, que almas en pena se disolvian por el fósforo de sus estelas, que fantasmas diabólicos erraban sobre sus bóvedas, que horribles brujas tenian allí sus sábados en contubernio con los demonios, que cuantos mortales entraban perdian la vida, chupada por los vesti[p. 361]glos, y perdian el alma, lanzada á los infiernos. Los sacerdotes disuadian á las gentes de pasar por aquel lugar maldecido de Dios y tan terrible como los antiguos escollos de Scila y de Caríbdis. Se necesitaba entónces mucho valor y poca aprension para hacer lo que hicieron sus cuatro descubridores; para acercarse á la embocadura de aquel extraño averno. Y un posadero con un marino de Capri, y un pintor con un poeta de Alemania, se arriesgaron á la empresa y dieron prontamente con la magia. El pintor entró á nado. Cuando estuvo dentro, cuando se posesionó de aquel mundo sobrenatural, no sabía qué decir de alegría y de admiracion Parecíale haber descubierto otra nueva tierra, y en esta tierra nuevo mar, de un color y de un reflejo indecibles. Salia para cerciorarse de que todo el Mediterráneo de fuera no cambiaba de color, y volvia á entrar dando gritos de asombro. Aún se conserva en cierto albergue de Capri la relacion primera de este feliz hallazgo. Escrita por el poeta Kopisch, á ruegos del pintor Fries y del posadero Pagano y del marino Angelo, todos descubridores, encarece las supersticiones que cerraban el ingreso, la audacia necesaria para desafiarlas, la condicion precisa de un mar sereno, la posibilidad probable de una entrada en barquilla, el peligro que se corre de no poder salir á la menor alteracion de las on[p. 362]das, lo estrecho de la entrada, lo encantador del sitio, el inverosímil juego de la luz, el matiz cerúleo de la superficie, el fosfórico resplandor de los líquidos abismos, el reflejo sobre las paredes y las techumbres, el tibio dia de aquella mansion de hadas donde diríase que están forjando por mandato de los dioses antiguos, para oponerlo al mundo moderno, una tierra pagana y tiñendo para deslumbrar nuestros ojos cristianos unos cielos olímpicos.
En esto, nos acercábamos á más andar á la caverna. Las sombras de la duna caian espesamente sobre nosotros y prestaban al mar un azul profundo que tiraba á violeta. Hácia el costado donde se abria la gruta, en la peña, el sol daba de lleno. Desde léjos nos parecia imposible poder penetrar en aquel sitio. Y verdaderamente, sólo una barca estrechísima, en cuyo seno teniais que tenderos y acurrucaros, pasaba como un pez entre los bordes angostos de la roca. Pero en cuanto ya habiais pasado, ¡qué singular maravilla! Bogais sobre un lago de turquesas líquidas; abrís en la superficie un surco de ópalo; veis en el hondo abismo una claridad semejante á la claridad de la luna llena; respirais un aire fresco cargado de emanaciones marinas; descubrís paredes y bóvedas blancas como el alabastro y azuladas por reflejos celestes como los cambiantes producidos por[p. 363] las diamantinas estrías; notais que todos los objetos fuera del agua están negros como el azabache pulido, y todos los cuerpos dentro del agua argentados como las matutinas estrellas; vuestra propia barca y vosotros mismos como formados de espesas sombras, y los marinerillos que se arrojan al agua y que os siguen de cerca, como si tuvieran los cuerpos enteros de cristal de roca, miéntras las cabezas se ennegrecen y se asemejan á cabezas de oscuro bronce antiguo; y os creeis en realidad trasladados desde esta tierra nuestra á las grutas, donde las ondinas y las neréidas y las sirenas pintan las conchas, componen las fosfóricas estelas, guardan las perlas, amasan el nácar; engarzan los corales y producen todas las maravillas del mar.
Naturalmente, para ver el fenómeno se necesita que el dia esté límpido, el agua serena, el sol ántes del meridiano, pues la clara luz, recogida á la puerta por las aguas, penetra con una dulzura celeste en esta mansion de encantos indecibles. Mas el silencio que allí reina; el alejamiento del mundo; la nitidez de las aguas; el hechizo de la luz; las gotas destiladas por los remos que brillan; la superficie tersa como un metal precioso en extraña infusion; los abismos trasparentes cual un cielo clarísimo; la reverberacion azul en las bóvedas blancas; el color oscuro de las barcas[p. 364] mezclado con el color alabastrino de los nadadores; las centellas y las estelas parecidas al chispear de los astros; las perlas y los diamantes líquidos que cada movimiento derrama sobre las ligeras ondulaciones; aquel dia tibio como un crepúsculo jamas visto; aquella noche que se condensa y se espesa por várias aperturas; aquella magia alejada completamente de la realidad; cuanto os rodea, presta al sitio el aspecto de una especie de planeta que se está formando y surgiendo como isla de nácar iluminada en otras esferas desemejantes de las nuestras por mágico sol, cuyos rayos tibios y dulces como los rayos de la luna, tuvieran sobre éstos un más celeste y más hermoso resplandor.
Al salir, mi mente inquieta se trasportaba á bien lejanos tiempos. ¿Será éste el sitio donde se mojó el Amor cantado en su oda tercera por Anacreonte? El rapaz quiso ver si la humedad habia aflojado su arco, y probó, y pudo cerciorarse, hiriendo al mismo huésped que le albergára, cuán léjos despedia la aguda flecha, y cuán certero daba el mortal golpe. Lo cierto es que en el rumor de la salada onda, en el choque de los ligeros remos con las aguas, en el aleteo de las frescas brisas, en el arrullo de la paloma mezclado con la vibracion de las henchidas lonas, en el chirrido de la cigarra acompañado del grito de la gaviota,[p. 365] en todo cuanto se oia, resonaba, como si hasta los escollos y los promontorios fuesen misteriosas arpas, el cántico inmortal de la antigua Grecia. Podia repetirse aquí el coro consagrado á Edipo, ciego en los valles de Colonna. Esta es la más deliciosa region del mundo; los ruiseñores invisibles cantan en coro desde árboles cuyos frutos nada tienen que temer ni del sol ni del frio; los dioses de la naturaleza pasan por sus campiñas cargados unas veces de espigas y otras de racimos, y pasan por sus ondas, siempre cargadas de perlas, seguidos los unos de ninfas, cuyas frentes coronan la verbena y la hiedra, los otros de neréidas, cuyas frentes coronan las algas y los corales; el rocío hace florecer los narcisos de pintadas guirnaldas y el azafran de áureas y purpurísimas hebras; el laurel crece junto al olivo y los hombres aprenden lo mismo el arte de fecundar la tierra, que el arte de someter los mares. Eurípides puede repetir aquí el canto de sus cíclopes; Teócrito sus idilios impregnados de rosada miel. La muchacha que pasa descalza por los altos riscos seguida de su cabra, y lanzándonos con gracioso ademan algunas palabras de griega melodía, es acaso la amorosa Amarílis que se inclinaba á la entrada de las cavernas para oir el cántico de los pastores, y que huia diligente á su amor y á sus caricias. El pescador de la playa es el[p. 366] mismo pescador antiguo; en su cabaña de juncos y hojas secas; sobre su lecho de algas; rodeado de espuertas, y filetes, y cebos varios, y anzuelos; con una barca llena de redes á su frente y un monton de maromas y corchos á su espalda; el traje azul como la ola amorosa, y el gorro colorado como el sol poniente; sin llave que le guarde ni perro que le defienda; soñando hasta en las breves noches del estío con su copo cargado de lucientes peces. Y cuando habiamos apartado los ojos de la playa y los habiamos puesto en los umbrosos valles, y veiamos á los muchachuelos trepar por los árboles, ó gatear por los riscos en busca de un nido, involuntariamente nos acordábamos de aquel pajarero cantado por Bion y Mosco, el cual untó de liga las ramas de los árboles para cazar el Amor, y un anciano le dijo: «Chiquillo, no aceches á tal edad ese bicho, que cuando seas mayor verás cómo viene por sí mismo á posarse largo tiempo sobre tu atormentado corazon.» Y tanta poesía sólo tiene una sombra, sólo tiene una mancha; la sombra del despotismo, la mancha del recuerdo de Tiberio. ¡Bendita libertad! ¡Maldito cesarismo!
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[p. 369]No conozco en el mundo salones comparables á la plaza y á la placeta de San Márcos. Cuando os colocais al pié de la torre que sirve como de campanario á la Basílica, y que de la Basílica se encuentra aislada á guisa de monolito asiático, el marmóreo blanco palacio de Sansovino se ostenta á la derecha con sus bajos relieves y sus estatuas del Renacimiento; la casa de las Procuratías á la izquierda, con sus arcos y sus bóvedas que exhalan de todos sus contornos ideas de la Edad Media; el Alcázar ducal á vuestra frente levantado sobre una crestería gótica, tan ligera como las diademas que coronan nuestras catedrales; junto al gótico alcázar el oriental templo; y entre las dos inmensas columnas graníticas rematadas por el leon de San Márcos y por la efigie de San Jorge, el Gran Canal se dilata como un brazo de mar azul, á cuyo término opuesto brilla, irguiéndose en admirable isla, una maravillosa iglesia de Paladio, toda blanca y rosa, toda[p. 370] recortada con una gracia inimitable, y concluida por torres y estatuas, cuyas puras líneas resaltan en el éter de los cielos y se dibujan claramente en el cristal de las aguas.
Bajo aquellos horizontes purísimos, al borde de aquellos mares celestes, entre tantas maravillas artísticas, sobre el pavimento de mármol, á la sombra del agudo campanario, apoyada la frente en la tribuna cincelada como una joya griega, ante los edificios de más colores y de más armonías y de más contrastes que hay en Europa, dejais correr el tiempo y vagar el pensamiento sin poder desasiros de un éxtasis contínuo. Los mercaderes de frutas confitadas gritan; los barítonos y tenores y músicos ambulantes alzan sus voces y suenan sus instrumentos varios; las palomas que anidan por todos aquellos relieves descienden á comer en las mesas de los cafés ó en vuestras propias manos los granos de trigo y las migajas de bizcocho y de pan que les apercibe la benevolencia del público. La paloma aparece á los piés de esta ciudad de nácar, nacida entre las ondas, como á los piés de la diosa mitológica del amor, entre las ondas tambien nacida, cual su compañera y su símbolo. De apartados siglos proviene este amor que el veneciano tiene al más inocente de los animales, al que comparte con el cordero y la tórtola y la golondrina toda nuestra[p. 371] ternura, bien escasa en verdad para los seres inferiores perseguidos siempre por nuestra devastadora hambre y nuestro asolador egoismo en las competencias y en los combates de la vida. Cierto dia, Venecia, la protectora unas veces, la enemiga otras del Oriente, sitiaba esa isla de Creta, que para la Geología une submarinamente Grecia con Egipto, y para la Historia une en el tiempo las ideas orientales con las ideas occidentales; isla cuya posesion ha costado y ha de costar todavía mucha sangre, cuando los cautivos mandaron desde sus oscuras mazmorras á los campamentos venecianos esos mensajeros alados que dijeron el sitio por donde encontrarian los sitiadores más fácil brecha, y de consiguiente más segura victoria. Desde entónces la gran ciudad no ha olvidado á los pobres animalillos, y los anida en sus más bellos edificios, y los regala con sus caricias, y los alimenta de su público tesoro. Son de ver, cuando bajan de aquellos nidos de jaspe, de mármol, de mosaico, cual si en tantos colores hubieran matizado sus alas de tornasolados cambiantes, corriendo á vuestra mano sin ninguna inquietud y arrullando vuestro oido con su unísono cántico; los ojos serenos, las plumas erizadas, movidas las alas, en demanda del grano de trigo que la ciudad guarda para estos extraños hospicianos, acogidos por su caridad y conservados en su pública bene[p. 372]ficencia. Entre cresterías, botareles, pirámides, frisos, volutas, ojivas, arcos, todos inertes, esos alados seres juguetean como la imágen del movimiento y de la vida, mezclando la sombra de sus alas oscuras en los cielos con las sombras de las claras velas y de los gallardetes y banderolas que ondean sobre las naves del mar. Yo confieso que desde el sitio de París, se ha acrecentado mi antiguo cariño por esos inocentes animales. En aquella catástrofe sin igual, cuando rigoroso sitio habia aislado un millon de seres humanos del resto de la humanidad; bajo los horrores del bombardeo; entre las calamidades llovidas por el ódio universal y por la guerra; sobre los montones de cadáveres en cuyas cimas aleteaban los cuervos dándose á sus siniestros festines y á sus más siniestros graznidos de hartazgo; entre tantas sombras de muerte, entre tantas ruinas humeantes, entre tantas cóleras y venganzas, atravesaba el único sér que se movia á compasion y que amaba con ternura, la pobre paloma, hija del aire y de la luz, viajera incansable, verdadera hermana de la caridad en la naturaleza, sencilla portadora de noticias, de esperanzas, de avisos, que unian á los mártires con el resto de su raza y les daban nuevas, más ó ménos tristes, pero nuevas al cabo, necesarias para el alma, de los contínuos naufragios de la patria.
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La primera vez que fuimos á Venecia, llevábamos la idea de visitar ántes el palacio ducal que la basílica católica. Pero las inocentes avecillas nos distrajeron tanto de este propósito, que nos llevaron al atrio, y desde el atrio era imposible resistir á la tentacion del ingreso. ¡Qué maravilloso monumento! No se parece en nada á ningun otro de la tierra: es original como esta ciudad, es autóctono como esta civilizacion; no entra en las clasificaciones del arte, como la historia veneciana no participa de las fases generales de la historia europea. Aquí no hay teocracia, aquí no hay feudalismo, aquí no hay monarquías con el encargo de fundar y unificar la patria; esto es un buque anclado entre las lagunas y el Adriático, lleno de banderolas, gallardetes, preseas, cintas y flores, donde unos marinos riquísimos, si quereis unos piratas sin rival, se dan á todas las exaltaciones de su mente, y despues de haber viajado ó combatido, tras una borrasca ó un encuentro, tras una guerra ó una tormenta, acarician con voluptuosidad el placer de vivir que se dilata en el choque de las copas y de los labios, en el sonido de los acordes y de los besos, en los goces del arte y del amor, entre aquellas mujeres bajo cuyas cabelleras rubias, dignas de las eslavas, centellean los ojos negros de las griegas, y bajo cuya piel de jazmin y rosa, digna de las flamen[p. 374]cas, circula sangre de fuego y laten corazones africanos. Este edificio no es un edificio oriental, aunque por muchos aspectos lo parezca. Este edificio no es un edificio bizantino. Si lo creeriais al ver sus cúpulas, no lo creeriais al ver su disposicion interior. Este edificio no es un edificio romano; le falta la forma de aquellas audiencias convertidas por los primeros cristianos en templos. Este edificio no es un edificio gótico. La ojiva no aparece por ninguna parte, y los arcos triangulares no dan al interior el misterio y el recogimiento propios de nuestras catedrales de la Edad Media. Este edificio no es un edificio del Renacimiento, pues carece de aquella serenidad de líneas, y de aquella grandeza de conjunto, y de aquella armonía de proporciones que resplandecerán siempre en la iglesia de San Pedro y en el Escorial de nuestra España. Es un edificio original, extraño; en una palabra, veneciano. Las columnas, traidas de regiones diversas, se aglomeran y se sobreponen de tal suerte que os creeriais en nuestra mezquita de Córdoba; si no por los alicatados y las estalactitas, por los espejismos que brillan en las paredes os imaginariais en nuestra Alhambra de Granada; las tintas policromas extienden por doquier sus matices, á la manera que en los templos egipcios; sobre los arcos piafan los caballos cincelados en Grecia, como[p. 375] sobre los antiguos arcos romanos; entre los frisos se agarran las hojas rizadas del cardo y del acanto, cual en los adornos de Búrgos ó Leon; los santos rezan y leen sobre las repisas góticas y bajo los doseletes cincelados, repitiendo en parte las fachadas de Reims, de Estrasburgo y de Colonia; los animales fantásticos abren sus fauces y baten sus alas por igual manera que en las grecas del plateresco toledano y en los repujados de los joyeros florentinos; y á todas estas maravillas tan várias y tan diversas se une el cristal, la plata, el oro, los reflejos metálicos, los toques luminosos, los arreboles indecibles de los mosaicos, propios de esta privilegiada region, de los espléndidos mosaicos de Venecia.
Este extraño exterior es un poema por sí solo; un poema originalísimo y único en el mundo. Cinco arcos, en los cuales se abren cinco puertas, dan paso al interior. Por la parte exterior de estos semicírculos se extienden grecas de gran riqueza escultural, y por la parte interna mosaicos de deslumbrador aspecto. Á cada uno de los puntos donde los arcos comienzan, lucen airosos doseles góticos ocupados por estatuas de pesadez bizantina. Entre las figuras casi vivientes, segun lo animadas por la luz y el color que de los cuadros se destacan, resaltan bajos relieves antiguos asociando las imágenes de Hércules y de Céres á la[p. 376] apoteósis del Cristianismo. Otros arcos de forma extraña, tirando al gótico, se sobreponen á los arcos de entrada, todos pintados de azul, en cuyos reflejos nadan estrellas de oro y concluidos por originales ornamentos como extraños animales y erguidas estatuas. La cuadriga que Neron erigió en su propio loor, compuesta de aquellos caballos destinados á inmortalizar los que arrastraron su carroza por los juegos olímpicos y le dieron coronas superiores á su diadema de César, guardan la entrada del templo. Y en el cielo azul, extrañamente adornadas, remedando las rotondas bizantinas y hasta los cimborrios moscovitas, dibújanse aquellas cúpulas algo monstruosas é hinchadas que parecen elevarse por las costas del Adriático á la manera que una anticipada vision fantástica del genio extraño de Asia. No es posible decir el efecto pintoresco que producen todos aquellos dispares objetos; los santos bizantinos y los caballos helénicos; los ángeles que abren sus alas en el éter y los dioses que reposan en la armonía de sus líneas y la majestad de sus relieves; el pálido color de las cúpulas, semejantes á lunas cenicientas, y los resplandores mágicos de los mosaicos multicolores; las toscas figuras de pórfido traidas de Bizancio é incrustadas en uno de los extremos, y las airosas figuras de mármol cinceladas por el Renacimiento y lanzándose á[p. 377] lo infinito por otros extremos; el arco romano junto el doselete gótico; la pirámide egipcia confundida con la cinceladura plateresca; las volutas jonias y las hojas corintias mezcladas con los adornos moscovitas; toda aquella confusion que severo análisis apénas puede comprender, distinguir, separar, y que, sin embargo, se pierde en una síntesis de maravillosas é indescriptibles armonías.
Los maestros y los historiadores de la Arquitectura os previenen de consuno contra la admiracion que pudiera causaros el monumento. «Mirad, os dicen unos, las reglas de proporcion destruidas, las leyes de la simetría olvidadas, la misma estática caida en bárbaro menosprecio, columnas gruesas sobrepuestas á frágiles columnas, frisos empotrados en la pared y chapiteles desceñidos de su fusta, como si en vez de una iglesia expresiva del pensamiento religioso, fuera este edificio una galería fantástica de objetos abandonados sin plan prévio y sin fin alguno.» «Mirad, os dicen otros; San Márcos no admite clasificacion, no tiene sistema. Colocarla entre los edificios bizantinos equivale á desconocer los caractéres capitales distintivos de los diversos géneros de arquitectura. El rito latino y sus exigencias se compaginaban mal con las exigencias del rito griego. Como era opuesta la liturgia, era tambien opues[p. 378]ta la arquitectura. Si las columnas de San Márcos se interrumpen por moles cuadradas de ladrillo, no significa esta interrupcion la necesidad de parajes sagrados que al culto se consagren, sino la necesidad de fuertes apoyos que mantegan la inmensa pesadumbre de las cúpulas. Si éstas tienen carácter bizantino y remedan la antigua iglesia matriz de Constantinopla, hay que notar cómo su cubierta externa excede á su interna composicion, á su íntima estructura. Puede, á la verdad, esta construccion compararse á la peluca que oculta una cabeza, al cabello postizo que aumenta el grandor ó la abundancia de un peinado. Semejante arquitectura se llama bizantina sin que provenga de Bizancio, como otra arquitectura posterior se llama gótica sin que provenga de los godos. Así como la ojiva es oriental y no gótica, San Márcos es románico y no bizantino. La misma cúpula, si en lo externo se parece á Santa Sofía de Constantinopla, en lo interno se parece á las cúpulas romanas copiadas por Gala Placidia en Rávena, como un lejano reflejo del Panteon nunca perdido en la admiracion de los italianos hasta el dia creador en que Miguel Ángel lo coge en las potentes alas de su genio y lo eleva á las inaccesibles alturas para coronar y rematar la Basílica de San Pedro.» Así es que, al cabo de algunas reflexiones, querrán moveros por este[p. 379] minucioso análisis de los defectos, por estas sorpresas de los contrastes, no á un movimiento de admiracion, sino á un movimiento de burla y hasta á un estallido de risa.
Yo seré profano á las artes, pero no me canso de admirar esta iglesia. Su riqueza excesiva nada tiene que ver con la excesiva hinchazon de las decadencias. Circula por todos sus poros esa savia que dan á los monumentos las ideas vivas y las inspiraciones encendidas en la verdadera luz del espíritu. Lo dispar de los objetos allí amontonados no daña á la unidad del todo, que se alza sobre tantas contradicciones. Tiene algo del poema de la Edad Media; el exceso es natural como los excesos de la juventud, no afectado y contrahecho como los excesos de la vejez y de la decadencia. Si prescindís de ciertos contrastes demasiado bruscos, de cierto claro-oscuro demasiado fuerte, de cierta extravagancia demasiado singular, os acaricia la fantasía todo su conjunto, como os acaricia la vista aquella serie de colores armonizados en matices de una dulzura indecible. No se ve aquí el desprecio á toda ley de gradacion con que el semita coloca arbitrariamente las fustas traidas de diversos parajes en aquella selva de columnas llamada la Catedral de Córdoba. Están las proporciones más medidas, las simetrías más guardadas, la gradacion más conocida; como[p. 380] que jamas abandona al carácter y al genio italiano la clave de su grandeza; la dulcísima armonía. Y luégo, diréis cuanto queráis de esa arquitectura; pero es el fondo más bello que puede imaginarse y más apropiado á la sociedad veneciana. Este es el teatro verdadero de Venecia y de sus gentes. Cuando sus mosaicos brillan á los ardientes rayos del sol; cuando sus columnas de pórfido y de jaspe mezclan los tonos dulces al metal entre verdoso y áureo de los caballos; cuando los cristales reverberan la luz, y los santos toman á una en los cambiantes y arreboles de los celajes deslumbradores aureolas; en esta orgía de colores, las figuras que os han dejado el Ticiano y el Verones y el Tintoreto; los personajes de aquellas épocas, vivos todavía en los cuadros y en los mosaicos, aparecen con toda verdad, realmente, como de relieve; el Dux vestido de tisú, con su manto de púrpura y armiño á la espalda y el gorro frigio en la cabeza; los senadores con sus túnicas negras y rojas formando mágicos contrastes; las damas henchidas de placer, escotadas para mostrar sus turgentes senos y espaldas, con los cabellos sembrados de chispas de brillantes y los ojos encendidos de chispas de amor, arrastrando aquellos trajes de brocados varios que crujen rozagantes sobre el suelo de mármol; los caballeros con sus ropillas de terciopelo y de damasco;[p. 381] sus collares de oro, su plumaje de varios matices cayendo desde las gorras donde están prendidos con broches de pedrería sobre los hombros adornados con lujosas bandas; los ancianos envueltos en aquellas largas túnicas que les dan el aspecto de sacerdotes orientales; los alabarderos con sus uniformes abigarrados; los pajes con sus dalmáticas dignas del Asia; los esclavos y los bufones llevando en las manos los papagayos de la India y á los piés los monos del África; los coros de cantores y las compañías de músicos uniformados fantásticamente y á capricho como las comparsas de un carnaval perpétuo; los gondoleros de pié, con su remo en la mano, ostentando trajes de rayas diversas semejantes á los matices del íris y resaltando sobre el negro betun de las góndolas; las muchedumbres de marineros con sus nervudas formas y sus pintorescas camisas y pantalones celestes; la multitud de gentes, todas ricas, todas alegres, todas satisfechas, como si en vez de ser aquello una sociedad fuese un contínuo teatro. Miradlos, son los mismos que huyeron á las irrupciones bárbaras y que guardaron pura su noble sangre latina; los mismos que, apartándose de las maceraciones y penitencias, se entregaron á la febril actividad de la navegacion y del trabajo; los mismos que supieron fundar una república rica y feliz en medio de una sociedad fér[p. 382]rea y feudal; los adivinadores del Asia cuatro ó cinco siglos ántes que sus rivales los portugueses; los protectores del Imperio bizantino, cuando ya se cuarteaba sobre sus cimientos, suspendido á maravilla de la autoridad y de la gloria venecianas; los que llevaron en su cortejo como un coro de dioses las islas del Archipiélago Helénico; los que esclarecieron con la luz del Oriente la noche de la Edad Media; los que salvaron de su total ruina la inspiracion y la forma de la clásica antigüedad; los iniciadores del Renacimiento; los compañeros de los grandes artistas; los héroes de los mares; los soldados de Creta y de Lepanto.
Con sólo entrar en el peristilo ó atrio del templo, descubrís el espíritu emprendedor y hazañoso de los venecianos. Á los pocos pasos de allí, la piedra célebre traida de Grecia, obra del siglo sexto, sobre la cual se proclamaban las leyes de la República; en las paredes, los mosaicos debidos á los maestros mosaistas de Constantinopla ó á los maestros mosaistas de Rávena, todos llevados allí con grandes dispendios por el próvido Senado; en el circo central de entrada, los chapiteles de columnas que recuerdan el templo de Salomon; en el arco derecho, á las puertas de bronce incrustadas en plata que en otro tiempo sirvieron á Santa Sofía de Constantinopla; por todas partes[p. 383] fragmentos de escultura ó arquitectura arrancados á Grecia, á Siria, al Egipto, es decir, los despojos de largas correrías, los trofeos de épicas batallas, los testimonios de aquella dominacion sobre el Mediterráneo, que dió á la diosa Venecia, en el concepto de sus hijos, el anillo con que se desposó y el tridente con que dominó á los mares.
Entrad, entrad en ese templo y difícilmente encontraréis otro alguno que exprese mejor el pensamiento religioso. No es en verdad su aspecto el aspecto sombrío y sublime de nuestras catedrales góticas henchidas por un catolicismo batallador é intolerante que se complace en las sombras y en el misterio. Aunque el fondo de todo el dogma es idéntico, la expresion es diversa. En estas islas, entre estas lagunas, á la luz reverberada en las aguas, al aire cariñoso que baja de los Alpes, no cabe la ceñuda intolerancia de nuestro dogma ni la sublime aspereza de nuestro culto. Venecia ha oido la sirena que el agua bendita no ha logrado expulsar todavía de las ondas adriáticas; ha visto Aténas, donde el cristianismo se ha coronado con las aureolas de las ideas platónicas; ha saludado en Constantinopla y Alejandría las ciudades que dieron á la nueva fe la antigua idea del Verbo; se ha hundido en el Oriente y allí ha tomado esa luz deslumbradora que[p. 384] tanto se asemeja á la luz despedida por las místicas efusiones y por los religiosos arrobamientos del alma. Y cuando veis este templo todo de oro, esta luz resplandeciente y mística al mismo tiempo, estos sacerdotes con sus casullas recargadas de adorno á guisa de obispos armenios, estos patriarcas que llevan el nombre y tienen el aire de las grandes dignidades orientales, creeis hallaros en otra zona del cristianismo, cerca de la cuna del sol y de la cuna tambien de todo ideal religioso. Nosotros confinamos con el desierto monoteista, con las tribus semíticas, con la tierra de la teología intolerante, con el África estéril que sólo ha dado aquellos profetas en armas, descendidos á renovar con la predicacion y la cimitarra un dogma de gran profundidad, pero de variedad escasa, miéntras que Venecia confina con el territorio griego, con el coro de las islas helénicas, con el mar cuyas fosforescencias llevan como disueltas innumerables y diversas estelas de purísimas ideas. Su apóstol no debiera ser San Márcos; su apóstol debiera ser San Juan, cuyo Evangelio, el más combatido por la crítica moderna, el más puesto en duda por la sabiduría de los comentadores germánicos, tambien es el más oriental, el más alejandrino, aquel en que se siente el aire de la Academia mezclado con el perfume de acre gnosticismo, y que ha hecho de la re[p. 385]ligion cristiana una síntesis platónica, y que ha convertido á Cristo en el Verbo creador y mantenedor del Universo; Evangelio helénico y oriental, digno de ser comentado por Plotino y leido por Hipatia á aquellos sectarios deseosos de armonizar su nueva fe de cristianos con el antiguo espíritu de Grecia y con la inagotable inspiracion teológica del religioso Oriente.
Lo cierto es que el color, el matiz, la difusion y la variedad de la vida, resaltan por todas partes en el interior de este templo magnífico. El pavimento, que tiene cierto lustre y cierta humedad, como la cubierta de un buque, se halla compuesto de piedras duras matizadas por colores diversos y reflejos dulcísimos; el suelo se ha rebajado en unos puntos y ha crecido y levantádose en otros como si lo combatiera y lo trasformára la tormenta, obligándole á tomar la ondulacion de las encrespadas olas; el arco triunfal de la entrada, arco enteramente romano, despide de sus largas líneas, como otras tantas visiones proféticas, las fantásticas figuras del Apocalípsis; á la derecha, enorme pila de pórfido se eleva sobre perfecto altar pagano de la antigua Grecia; á la izquierda, riquísimo retablo, cuyos mármoles tan varios y tan brillantes semejan á combinaciones y guirnaldas de pedrería; sobre este altar un paraíso de Tintoreto, cubriendo altísima pared,[p. 386] deslumbrador por sus colores, y en el cual creeriais ver todos los venecianos elevados á las cimas de la bienaventuranza; en el crucero, el coro, al cual abre paso una portada de jaspe sanguíneo compuesta de ocho columnas, sobre cuyos arquitraves se elevan catorce estatuas del más puro Renacimiento; en el altar mayor la pala de oro, preciosa, inmensa joya de Constantinopla, toda cuajada de diamantes, toda cubierta de riquísimos esmaltes y preservada por una tabla que han pintado artistas venecianos educados en el Oriente europeo; detras del altar mayor, las columnas salomónicas de alabastro atribuidas por la tradicion al templo de Jerusalen, y trasparentes como si fueran de cristal de roca iluminado por el rayo plateado de la luna llena; al lado derecho del altar, la puerta plateresca esculpida y cincelada por Sansovino, con una perfeccion digna de Cellini, y á la izquierda la puerta árabe conduciendo al tesoro y que diriais arrancada á Damasco ó á Granada; por todas partes, frisando con el pavimento y subiendo hasta el punto céntrico de las cinco cúpulas, como un inmenso tapizado de tisú de oro, los mosaicos de áureos cristales, allí colocados desde los primitivos á los últimos tiempos de la Basílica, maravillosa serie de la historia del arte, donde han puesto sus manos, así los primeros pintores cuyas espantadas figuras parecen oir el lla[p. 387]mamiento del Juicio Final, como los últimos que presentan la vida veneciana en una contínua orgía, siendo de reflejos tan varios y de colores tan vivos que los creeriais un éter no soñado, la luz desprendida de uno de esos soles en cuya comparacion el nuestro es una pavesa, donde veis nadar, agitando liras, ramos, palmas, los santos, los ángeles, los querubines, los mártires, las vírgenes, todos vestidos de colores indecibles, todos vivificados por ideas religiosas, todos exhalando un Te Deum inefable, cuyos ecos llegan hasta nuestros oidos de carne, pero cuyas magistrales cadencias se pierden, como las plegarias de los fieles, como las espirales del incienso, como las melodías del órgano, como el aleteo de las almas, en el espacio de los cielos y en el seno del Eterno.
Yo no conozco en el mundo cosa alguna comparable á esta basílica de cristal esmaltada por tan maravillosa manera. Cuando las sombras se espesan en el pavimento y la luz se rompe en las altas bóvedas por los rayos últimos de sol que atraviesan las ventanas de las rotondas, creeis ver desde un planeta oscuro el cielo resplandeciente de ideas increadas y poblado de ángeles que llevan sobre sus alas de rosa vírgenes y santas purísimas coronadas por místicas aureolas apénas perceptibles á la vista y semejantes al resplandor en[p. 388] que se abrasa un alma enamorada de lo divino y de lo eterno. ¡Qué multitud de figuras! Las hay de diversas épocas y de diferentes y áun contrarios autores. Unas son litúrgicas hasta la rigidez, y otras mundanas hasta el sensualismo; unas representan los tiempos místicos y otras los tiempos paganos; han nacido éstas cuando el hombre, apartado de la naturaleza, no se atrevia á mirar su propio cuerpo, obra maestra del pecado, y han nacido aquéllas cuando todos los velos han caido, cuando toda la antigua inocencia se ha disipado, cuando el pincel y el buril han hecho con sus castas desnudeces volver rehabilitada, como si áun estuviera en el Paraíso, la Eva corruptora de nuestra sangre: esta efigie, que sobre la gran puerta se descubre en actitud de penitencia y con expresion de dolor, proviene del siglo undécimo, que todavía no ha olvidado los terrores del año mil y que todavía no ha sacudido la sombra de la primera culpa, miéntras que la otra, no distante, iluminada por la misma luz, contenida en el mismo espacio, quizá ha sido dibujada por Ticiano, el artista de los sentidos y de la forma, el rehabilitador de la carne, el hijo predilecto de la naturaleza, el mago de los colores; y sin embargo, puestas todas en este templo, desde las que lloran hasta las que rien, desde las que rezan hasta las que cantan, desde las que sienten el desfa[p. 389]llecimiento en su materia casi disipada hasta las que sienten la borrachera de exuberante vida; desde las tristemente ascéticas hasta las groseramente voluptuosas, como han oido tantas oraciones y han respirado tanto incienso, parecen por igual envueltas en el idealismo religioso, como si las unas estuvieran ya en el cielo de los éxtasis y las otras se levantáran desde la vida del sentido á la vida del alma. La variedad de tonos y reflejos da á esta basílica un aspecto fantástico. Sobre el luminoso cristal, sobre el fondo de oro puro, los colores y sus matices resaltan fuertemente y avivan las líneas del monumento, que parece amasado en la materia incandescente de los soles, así como los contornos de las figuras que parecen desprendidas de su centro y próximas á volar por los espacios. Más que objetos reales, semejan estos cuadros mágicos espejismos tendidos en las paredes por una imaginacion oriental; más que reverberaciones y matices de la luz natural, parecen las perlas y las esmeraldas de esas túnicas, los rayos de esas aureolas y las plumas de esas alas reflejos de un sol increado, como la idea que vaga en la mente del Eterno y que es el ideal y el arquetipo de todo el Universo. En esas gradaciones del oro, que tiene desde toques cobrizos hasta toques etéreos, veis mezclarse la púrpura al ópalo, el esmeralda al rosa, la chispa diaman[p. 390]tina semejante á una lluvia de luceros, con el matiz violeta semejante á una nube diáfana, como en esas puestas del sol inenarrables que esmaltan el ocaso de nuestros cielos meridionales, ó como en esos bosques de la India, á las orillas del plateado Gánges, en que las fosforescencias del suelo y los relámpagos del aire, los insectos luminosos levantados de la lujuriosa vegetacion, y las estrellas y los aerolitos del cielo componen como una súbita fantástica florescencia de mundos animados por el fuego de indecible amor.
Yo, al contemplar todas estas figuras, no pude ménos de preguntarme á mí mismo y preguntarles á ellas si eran seres fantásticos, hijos de calenturientas imaginaciones, reflejos de deseos nunca satisfechos, sombras de la mente acalorada, ó símbolos ó imágenes de ideas vivas que tendrán realidad en este ó en otro mundo mejor. Yo no puedo creer, no creeré nunca, que la humanidad, eminentemente religiosa, haya orado al vacío, pedido consuelos á la nada, alargado sus brazos en este diluvio de lágrimas que inunda los planetas al abismo sin fondo de un no ser absoluto. Y no creo, no puedo creer, que los conceptos metafísicos sean ménos en el Universo que los fuegos fatuos de un cementerio ó los vapores indecisos de un lago. Yo no creo, yo no puedo creer que lo infinito, lo eterno, lo perfecto, lo absolu[p. 391]to, lo ideal, sean como juegos de la fantasía, como entelechias sin posibilidad alguna, como aromas exhalados de nuestra mente para perderse y disiparse en las nieblas eternas de una eterna muerte. Los filósofos que han evocado la luz del pensamiento divino allá donde rayó la luz del sol en su oriente; los sacerdotes que han concebido en el templo inmenso del desierto la idea viva de la unidad de Dios; los reveladores que á la sombra del Hibla y del Himeto, á las orillas del Pireo, bajo los plátanos de la Academia, entre los bajos relieves de Aténas han escrito los divinos diálogos sobre el ideal; las tiernas mujeres que, desnudo el seno y flotante el cabello, perfumadas con los aromas de la Siria y ceñidas con las flores de Délfos y de Colonna, han recorrido las riberas del mar de la Grecia, clamando por la muerte de Adónis y pidiendo su resurreccion; los discípulos que han llorado al pié de una cruz erigida en la cumbre del Calvario; los mártires que han muerto en las arenas del circo; los grandes pensadores que han empapado en el éter divino la conciencia; todos han sido soñadores, sicofantas, magos, hechiceros, capaces de dar los efluvios de sus nervios descompuestos, los caprichos de sus inteligencias ébrias, los sentimientos de sus corazones desgarrados por el dolor, las nubes levantadas de sus tristezas y de sus nostalgias,[p. 392] como el supremo bien y la verdad suprema. Esos templos que se levantan por los bosques y por los desiertos, á las orillas de los mares, en los altos promontorios, como faros del espíritu, donde quiera que el hombre ha sentido la hermosura de la naturaleza, no serian otra cosa más que huesos mondados, hogares extintos, ruinas eternas, montones de piedra cubiertos de hiedra, donde pueden sólo habitar los lagartos y donde jamas hubo el fuego de una idea. Este Universo nuestro, ¿no será más que materia y fuerza? Este Dios nuestro, ¿no será más que un inmenso abismo, vacío y oscuro como la nada? Este pensamiento nuestro, ¿no será más que la estela producida por el choque de una sensacion y en otro choque disipada? El ideal, ¿es el sueño de los sueños, el delirio de los delirios, el ataque nervioso de un iluminado ó de un loco?
No puedo creerlo, no lo creo. El hombre no es naturalmente ni judío, ni católico, ni pagano, ni musulman; pero es naturalmente religioso. Á la idea de lo infinito, que acaricia su mente, corresponde la realidad de lo infinito en el Universo. El arte no es mentira, la inspiracion no es mentira, el amor no es mentira; pues lo absoluto no puede ser mentira tampoco. Aquí está la realidad de lo infinito. La Arquitectura es como el espacio, como el planeta, como el mundo externo án[p. 393]tes de ser habitado por el espíritu, el continente de las inspiraciones. Este mundo necesita habitantes, y surge como una vegetacion ideal la gama misteriosa de colores que forma la aurora de las ideas. Pero no basta, y surgen, como los organismos en el planeta, las estatuas maravillosas sobre sus pedestales, los ángeles y los santos y las vírgenes en sus áureos mosaicos. Y no basta, porque el espíritu aspira á más, y entónces el órgano llena de melodías celestes todo este Universo. Y no basta, y viene la idea pura, la poesía, el alma de las almas, á completar las inspiraciones del arte y á unir lo finito con lo infinito. El error de los errores consiste en que cada secta, cada religion, cada filosofía, cada sistema se cree todo el ideal. No; el ideal completo está en la mente de toda la humanidad y se realizará en el seno de Dios.
FIN.
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FIN DEL ÍNDICE.
Nota de transcripción