The Project Gutenberg EBook of De Sobremesa; crónicas, Segunda Parte (de 5), by Jacinto Benavente This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you'll have to check the laws of the country where you are located before using this ebook. Title: De Sobremesa; crónicas, Segunda Parte (de 5) Author: Jacinto Benavente Release Date: July 3, 2017 [EBook #55038] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK DE SOBREMESA; CRÓNICAS *** Produced by Nahum Maso i Carcases, Josep Cols Canals, Carlos Colón and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries)
Notas del Transcriptor
Se han respetado la ortografía y la acentuación del original.
Los errores obvios de puntuación y de imprenta se han corregido.
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De sobremesa
CRÓNICAS
Segunda serie
Jacinto Benavente
CRÓNICAS
SEGUNDA SERIE
MADRID
LIBRERÍA DE FERNANDO FÉ
Puerta del Sol, 15
1910
ES PROPIEDAD.—DERECHOS RESERVADOS
MADRID.—Imprenta Española, calle del Olivar, 8
El señor ministro de la Gobernación ha propuesto el mejor remedio para evitar conflictos en la Plaza de Toros; que el público se abstenga de asistir á las corridas si tanto le disgustan. El remedio es excelente, pero ya dijo el sabio que: Á trueque de quejarse, habían las desdichas de buscarse. Y el gustazo de protestar nunca se paga bastante caro. Tiene además, ese remedio, el peligro de caer el público en su eficacia y en ese caso, bien pudiera dar en aplicarlo á otros muchos espectáculos caros y malos, que él sostiene con su buen dinero. Pero ha de comprenderse que lo de ver al público echarse al redondel, no puede ser del gusto de ningún gobierno.[2] Aunque bien pudieran pensar los espectadores que siendo ellos los toreados, ningún sitio mejor que el redondel les corresponde.
Y á propósito de plazas de toros; los sombreros de señora van alcanzando sus dimensiones. En Londres acaba de presentarse una actriz con uno que mide un metro ochenta de diámetro, y sobre él se levantan todavía culminantes dos magníficas plumas de avestruz, de sesenta centímetros. Semejante edificio, por más señas es de color malva y de las plumas, una azul y la otra «assortié» al sombrero. No hay que decir si habrá causado sensación. Supongo que la obra en que se ha presentado, llevará esta acotación: La escena representa un sombrero. La moda es graciosa y en una mujer alta y de esbelto talle, esos sombreros circundan como una gran flor la linda cabecita que parece nimbada. Pero las mujeres bajas y rechonchillas deben evitarnos el espectáculo de una monstruosa seta que anda. Por fortuna, nuestras señoras, han sido las más dóciles en atender el ruego, más que la orden de presentarse en los teatros sin sombrero. En otros países, donde las mujeres se la dan más de «superhembras», ni ruegos, ni censuras, ni órdenes, han podido[3] apear los sombreros de su cabeza... Siempre se dijo que cuando á una mujer se le pone una cosa en la cabeza, es difícil quitársela. En este caso particular, las nuestras merecen los mayores elogios. Nuestras mujeres son muy gobernables; no suelen ser de oposición más que cuando sus maridos están en el gobierno: dígalo la ley de asociaciones.
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Menos mal; en la manifestación conmemorativa de la revolución de Septiembre hubo algunas levitas de buen corte y algunos pantalones de airosa caída y bastante camisa limpia... Menos mal, que de otro modo ya hubiera salido á relucir lo de ¡Cuatro desarrapados! ¡Populacherías! No, justamente la blusa—tan apreciada cuando vota con los gobiernos, tan despreciada cuando se manifiesta en contra,—es la prenda más retraída de manifestaciones liberales. ¡Pobre gente! Ha oído la voz del taimado cocodrilo ¡Bebe quieto! Dejaos de libertades y de derechos políticos; al pobre lo que le conviene es tener trabajo, dinero, lo material, lo positivo... ustedes á lo suyo... Y el pobre, bastante desagradecido[4] con los que trajeron las libertades, gracias á las que ha podido y podrá conquistar poco á poco algo de lo suyo, se cree hoy más listo y más avisado, porque, como él dice: Á mí ya no me la da nadie. No, ¡pobrecito!, te la dan los otros; que te hacen instrumento suyo cuando les conviene... ¡Ah, pueblo, pueblo! Has vendido tu primogenitura por un plato de lentejas.
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Contra los pronósticos metereológicos teatrales, «La Nube» pasó sin la menor protesta de los aludidos. Lo suponía; es gente que sabe con quién ha de gastarse los cuartos y de la que dice: «Dame pan y llámame... lo que quieras». Que la obra á más de haber sido aplaudida, es muy plausible, por la valentía que supone en un autor empresario, ponerse enfrente del público más decorativo y más saneado metálicamente, no hay para qué decirlo. En cuanto á su eficacia, ya es más discutible. En esta ocasión, como en otras, por ser más aparente van dirigidos los ataques á lo que parece causa y no es sino efecto. Las nubes, de cualquier género que sean, solo se forman en determinadas[5] condiciones atmosféricas. La patología social debe distinguir las enfermedades sintomaticas de las esenciales y la nube, esa nube negra que entenebrece el aire de España y parece causa de muchos males, es solo efecto de ellos. No es ella la que tiene culpa de nuestro atraso, es nuestro atraso el culpable de que la nube exista. Poco se consigue con atacar al parásito si no se robustece la naturaleza que hace posible su vida. Esos espíritus, dominados por la nube, lo serían del mismo modo por la «cocotte» ó por la echadora de cartas ó por cualquier inventor de la fabricación de diamantes. Nadie abrió jamás tienda de género que nadie solicita. ¿Qué culpa tiene el fabricante de naipes de que se juegue? Excelente es la obra de Ceferino Palencia, pero, créame el distinguido autor, tantas veces aplaudido, la nube es algo, pero no es todo. ¡Á los cascos, á los cascos! ¡Dejad las arboladuras!
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En cuanto deja uno Madrid por algún tiempo y vuelve á pasear por sus calles, cada día encuentra un teatro y una iglesia ó capilla de nueva planta. Así dice un señor: «Yo no sé[6] cómo en Madrid pueden sostenerse tantos espectáculos». Pero hay público para todo. Como antes al estanco, ya cada vecino puede permitirse la comodidad de ir al teatro de la esquina. De este modo se establece cierta cordialidad de relaciones entre los actores y su público. Ya que Madrid no llenaba los teatros, los teatros han decidido llenar á Madrid. Y no hay duda que en este caso, como con el anuncio prodigado, la sugestión triunfa... No entrará usted en el primer teatro que se encuentra, pero al noveno ó décimo, cae usted. Y una vez que se entró usted en uno, ya cae usted en la manía coleccionista y acaba usted por recorrerlos todos.
Es un error de los empresarios creer que tan formidable competencia les perjudica. Cuanto mayor sea el número de teatros, más irán todos ganando, aunque no sea más que en la comparación. Por malos que parezcan algunos siempre hay otros peores.
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Las reformas en la indumentaria de nuestro ejército, ha dado algo que decir y más que murmurar. Hasta verlas realizadas no sabremos si en ellas se ha atendido más á lo práctico que[7] á lo estético ó viceversa. Si fué á lo práctico, bien estará, si lo estético no padece. Si fué á lo estético, quiera Marte y no pese á su amante Venus, diosa de la belleza; que lo estético no sea tan alemán ó tan inglés ó tan japonés, que al físico nacional le caiga malamente.
Un uniforme puede ser elegante en un arrogante mocetón de una guardia imperial, y sentarle desgarbado al airoso soldado español. La gorra de plato, por ejemplo, necesita elevada estatura, que no es lo general en nuestra raza. El soldado español es el más naturalmente elegante del mundo, sin afectación, sin empaque; sería lastimoso que en estas reformas no se hubiera tenido en cuenta lo que mas importa, el elemento natural, la figura. Un ejército para ser verdaderamente nacional, debe vestir «nacionalmente». ¿Hubiera estorbado algún artista, algún pintor ilustre, en la comisión reformadora? Napoleón fué un genio militar, pero también fué un gran maestro en estética. ¿Se figuran ustedes á Napoleón con un gran casco ó con un gran morrión sobre su cabeza? ¿No basta su inmortal sombrero para evocar toda su figura y todo su genio?
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Á lo mejor recibo cartas de personas desconocidas para mí, cartas que yo agradezco, porque suponen más atención de la que ello merece, á estos ligeros apuntes semanales. Lo mismo á los que me celebran, porque dije lo que ellos pensaban—¡qué fácil es agradar á los lectores cuando se piensa lo mismo que ellos!—como á los que se indignan tal vez por alguna de mis apreciaciones, les diré que, yo no pretendo sustentar aquí doctrina de ninguna clase; que todo cuanto aquí digo es... semanal, y muy bien pudiera decir lo contrario á la semana siguiente; aunque no soy hombre de grandes contradicciones, acaso por no serlo tampoco de grandes afirmaciones ni negaciones.
Tengan unos y otros en cuenta, que todo esto no es más que charla de sobremesa; que alguna vez estoy entre personas de confianza y puedo decir lo que pienso, pero otras, me atengo á la opinión de los comensales. Y ¿no eres tú siempre, lector amigo, el verdadero convidado de piedra, con cubierto puesto siempre á la mesa de todo escritor? ¡Pues si tú no te aparecieras de cuando en cuando, aun habrías de leer cosas que te agradaran ó te indignaran mucho más, según los casos! Como Polonio aseguraba á Hamlet,[9] de los cómicos, al temer si no se atreverían á representar cierta comedia, también yo pudiera decirte: Señor, como vos no os avergoncéis de oirla, ellos tampoco se avergonzarán de representarla.
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Este último viaje de nuestros reyes á Barcelona, tal vez haya sido el más provechoso. La bella, la noble princesa inglesa, hoy reina de España, sólo habrá podido juzgar desde aquí, que tal vez Cataluña era una despoblada y lamentable Irlanda... ¡Tales eran sus quejas y clamores! Al contemplar la riqueza y prosperidad de Barcelona, su aspecto de gran ciudad europea, lo ameno de sus alrededores, que no habla de tristezas ni abandonos, no podrá por menos de pensar, que de Cataluña á Irlanda hay mucha distancia, y que, absolutista ó parlamentario, monárquico ó republicano, no habrá padecido grandes tiranías, ni grandes vejaciones, bajo ningún régimen de gobierno nacional, región que entre todas las de España sobresale por adelantada y por próspera.
Mucho, no obstante, se han suavizado asperezas[10] de allá, en estos últimos tiempos. Bien está así, que de nada nos asustamos como que puestos á pedir todos estamos en el mismo caso, sin salirnos de las aspiraciones legítimas. En cuanto á la ley de jurisdicciones, la más pronunciada arruga en el ceño catalanista... ¡Es tan fácil derogarla! El legislador espartano no consignó en sus leyes pena alguna contra el parricida; juzgó que en Esparta no había nadie capaz de cometer ese delito. Cierto que los delitos que dieron razón á esta ley—que no debió existir nunca en España, por el mismo motivo que aquella otra en Esparta,—por su falta de grandeza y lo mezquino de sus manifestaciones, tal vez no merecía mayor sanción que la de un agravio á la buena educación y al buen gusto; que no otra cosa eran aquellas caricaturas y aquellos dicharachos ofensivos para la patria y para el ejército, su más alta y noble representación.
Justamente, nuestro ejército tuvo siempre el más amplio espíritu de tolerancia para admitir discusión sobre su organización, sobre sus condiciones; no digamos sobre el pacifista antimilitarismo de sociólogos y socialistas. Si dictadores hubo en España fueron civiles ó clericales; al ejército se debe cuanta libertad gozamos, él[11] fué siempre freno de la reacción y acicate del progreso. Nada más injusto que considerarle instrumento de tiranía. Y conste que no soy nada militarista, que no soy de los que creen la guerra un mal necesario, sino muy innecesario; de los que esperan y confían en que los ejércitos serán en lo porvenir una decorativa policía internacional; pero esto solo ha de conseguirse por el mismo ejército; por eso, en su bandera, que aprendí á saludar desde niño, cuando aun no se acostumbraba en España, no saludo sólo la bandera de la patria, sino la bandera futura de ese ideal estado de paz, que sólo el ejército puede asegurarnos.
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La distinguida escritora que firma con el risueño nombre de «Colombine», propone en un artículo, publicado en «España Artística», la fundación de un teatro para los niños.
En España, ¡triste es decirlo!, no se sabe amar á los niños. Si no hubiera otras pruebas, bastaría esta falta de una literatura y de un arte dedicada á ellos. ¿Qué libros españoles pueden leer nuestros niños? De la literatura clásica, ninguno.[12] El «Quijote» es una obra de desencanto, de desilusión, propia para la edad razonadora. Sería cruel que los niños rieran con «Don Quijote», y más cruel que pensaran. De los escritores modernos, tal vez Galdós, en la primera parte de sus Episodios Nacionales, fué el único que escribió para los niños, sin proponérselo; quizás, por lo mismo, con mayor acierto.
Digo por lo mismo, porque los escritores que deliberadamente intentan escribir para niños, suelen padecer el error de considerarlos demasiado pueriles y se creen en el caso de puerilizar su espíritu. Por esto las mejores obras para la infancia, son las que no fueron escritas con intención de conquistarla. «Robinsón Crusoé», algunas novelas de Dickens... En cambio, ¡cuánta ñoñería, cuánta bobada en muchos cuentos y narraciones pensados y escritos especialmente para los niños, que no pueden por menos de aburrirles!
¡Un teatro para los niños! Sí, es preciso, tan preciso como un teatro para el pueblo. ¡Ese otro niño grande, tan poco amado también y tan mal entendido!
Y en ese teatro, nada de ironías; la ironía, tan á propósito para endulzar verdades agrias ó[13] amargas á los poderosos de la tierra, que de otro modo no consentirían en escucharlas, es criminal con los niños y con el pueblo. Para ello, entusiasmo y fe y cantos de esperanza llenos de poesía...
Y nada de esa moral practicona, que á cada virtud ofrece su recompensa y cada pecadillo su castigo; esa moral que convierte el mundo en una distribución de premios y pudiera resumirse en un dístico por el estilo:
La verdadera moral del teatro consiste, en que, aun suponiendo que Yago consumara su obra de perfidia, coronándose Dux de Venecia, sobre los cadáveres de Otelo y Desdémona, no haya espectador que entre la suerte de uno y otros no prefiera la de las víctimas sacrificadas á la del triunfador glorioso.
La verdadera moral esta sobre los premios y sobre los castigos, está en lo mas hondo, en lo más íntimo de nosotros mismos, allí, donde está Dios, siempre que queremos verle y oirle... Consiste en una limpieza espiritual de la que solo nosotros gozamos. Nadie piensa al lavarse todo[14] su cuerpo en que ha de ir desnudo por la calle, se lava uno por propia satisfacción y limpieza... Y aunque la ropa sea mala, va más tranquilo el que así se ha lavado, que los que, muy bien vestidos, solo se lavaron la cara y las manos.
Esta moral es la que conviene al teatro y al arte dedicado á los niños y al pueblo.
La amable escritora cita mi nombre entre los de otros escritores que, seguramente, no dejarán de escribir obras para ese teatro. Por mi parte, ¡nunca con mayor ilusión, nunca también con mayor respeto á mi público!
Un periódico de la cascara dulce, ya sabemos cuáles son los de la amarga, celebra determinadas obras de determinados escritores, por juzgarlas aproximación á sus ideales. Tiene el buen sentido de no cantar victoria definitiva. Con no tan buen sentido y en un artículo, por lo menos indiscreto, otro periódico liberal muy significado, se desata en denuestos contra los aludidos escritores y contra gran parte de la juventud literaria, pluralizando de un modo lastimoso, pues bien sabe el que escribió ese artículo, que eso de las casas de huéspedes y sus cocidos indigestos—aparte de no ser delito imputable y menos por un buen demócrata,—eso de los busca-dotes y del «Se alquila» levantado no reza con la mayoría de los literatos de la actual hornada. Eso de suponer á dos escritores poco menos que á punto de levantar partida porque uno eligió por asunto de una novela episodios de las guerras carlistas, y el otro presentó[16] en el teatro á una hermana de la Caridad, que no baila la machicha, es mostrar una intransigencia indigna de espíritus que se juzgan por liberales. Yo no sé que mi obra—«La fuerza bruta»,—sea distinta de otras muchas mías, como «Alma triunfante», «Más fuerte que el amor», etc. Sé, en cambio, que en otras muchas obras, en todas, no se me ha quedado por decir nada que deje lugar á dudas sobre mi espíritu reaccionario. No así muchos autores cucos, de los que sería difícil saber por sus obras lo que piensan de lo divino y aun de lo humano. Si algún remordimiento escarabajea mi conciencia artística, es haber sacrificado muchas veces el arte á la predicación; pero en España... ¡hay que predicar tanto, y el teatro es tan buen púlpito!
Bien puedo exigir algo más de reflexión al que lanza excomuniones tan de ligero. Ya sé que estas palabras escritas no lograrán convencerle, á él que solo en la oratoria cree como fuerza persuasiva y abomina de los que leemos cuartillas en vez de pronunciar discursos. Por eso, todo lo fío de su elocuencia, ella sabrá persuadirle mejor que cuanto yo escriba, de que fué injusto y de que fué ligero y que en[17] momento de alistar fuerzas, no es la mejor ocasión para restarlas, porque, francamente, ¡hablar de libertad y negar libertad al arte, no es para convencer ni á los convencidos, cuanto más á los desconfiados!
* * *
Y ahora... El juglar caminaba por la vida y vió pasar á los soldados; marchaban á la guerra temerosos los bisoños; jóvenes, casi niños, arrancados á todos sus amores; trazando ardides para medrar sin peligro, los veteranos; todos ellos sin ardor y sin fe. El juglar, al verlos, entonó una canción á la patria, á la guerra, y sobre los soldados pasó con ala de fuego la visión de la gloria y sus corazones despreciaron la muerte...
—Ven con nosotros—dijeron al juglar...—Quien canta así la guerra será buen soldado...
—No—dijo el poeta.—En la batalla quizás sería el más cobarde. Supe infundiros valor... No pidáis otra cosa...—Y el juglar quedó solo y los soldados marcharon repitiendo las estrofas vibrantes de la canción guerrera.
Por el camino pasaron unos monjes; unos con otros murmuraban de asuntos mundanos.
El juglar entonó una canción religiosa, toda caridad, toda amor divino, toda fe y esperanza.
Los monjes miraban al cielo.
—Ven con nosotros—dijeron al juglar,—serás gloria de nuestra orden y de nuestra casa.
—No—dijo el juglar,—hoy no; mañana volvería á dudar. En vez de ejemplo tal vez fuera escándalo...
Los monjes siguieron rezando y el juglar quedó solo.
Y así pasaron trabajadores y jóvenes enamorados y cortejos de boda y cortejos de duelo, y para todos tuvo el juglar canción adecuada y en todo dejó la música de sus canciones y todos le dijeron:
—Ven con nosotros, trabaja, ama, ríe, llora.
Y él á todos dejó proseguir su camino y él siempre siguió solo...
—No me pidáis que vaya con vosotros. Despreciadme ó amadme, pero respetad mi libre canción, que solo sabe sentir y comprender vuestros afanes, vuestros amores, vuestras alegrías y vuestras tristezas...
¿No es la Venus de Milo la expresión más sublime del Arte, no tanto por ser bella y por ser diosa, como por no tener brazos?
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Los obreros inauguran su palacio, señal de poderío y de riquezas. Ahora que el elogio pudiera parecer adulación, lo mejor que podemos desear es que en ese palacio no entre nunca la lisonja cortesana, como en los palacios de los reyes y los grandes señores; que por todas sus puertas y ventanas llegue á todas horas la verdad, que esclarece el pasado y muestra el porvenir como un camino seguro. ¡Y el porvenir!... Las sombras son muchas. Acaso será como asegura Anatole France, en su «Isla de los pingüinos», el anarquismo; acaso, después—como tras la revolución francesa la reacción del Imperio,—será un socialismo despótico, una absorción del individuo por el Estado, absoluta y tiránica, pero después... será el verdadero socialismo, el socialismo individualista, en el que nadie hablará de derechos, porque todos comprenderán sus deberes; porque el bienestar de cada uno dependerá del bienestar de todos y[20] será el reino de Dios sobre la tierra; Dios, hijo del hombre, el hombre mismo divinizado... ¿Cuando? No mañana, ni al otro siglo, ni al otro... Muchos, muchos siglos, muchas vidas... ¿qué importa? Será, y... ¿si no fuera? Basta creerlo. ¿No es la mejor verdad la más bella mentira?
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Todo está compensado en el mundo: Carreras vuelve al teatro de Apolo y el señor obispo de Jaca se ausenta del Senado. No se juzgue la comparación irreverente. Amenizar la vida es, según va el mundo de triste, obra meritoria, ya sea en el teatro, ya en sesiones de Cortes. ¿No fué siempre la risa el mejor vehículo de las verdades? La risa es la gran demoledora. Cuando se ríe de un asunto... asunto terminado. Por algo todos preferimos dar que llorar á dar que reir. Que se nos tome en serio ante todo. Perdonaremos la injuria, la calumnia, por monstruosas que sean. Ya es suponernos grandeza si nos juzgan capaces de grandes crímenes. Pero no perdonaremos nunca el ridículo. Llegaremos á reconciliarnos con el que nos llamó ladrones[21] ó asesinos, nunca sinceramente con el que se permitió observar que nuestras corbatas eran de mal gusto.
Los oradores que cultivan la nota jocosa son siempre temibles para las huestes políticas. La risa es rebelde á toda disciplina. Puede resistirse impávido las más tremendas imprecaciones, pero la hilaridad general...
Lamentemos la decisión del señor obispo de Jaca. ¿Cuándo volverá á reir el Senado? Y es que ya sólo las palabras sinceras tienen la virtud de hacernos reir; por lo raras y por lo inútiles.—Es verdad, es verdad; decimos todos... Y como es verdad, nos reímos mucho.
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¿Si estaremos desengañados de todo los españoles que, lo que nunca ha sucedido, á estas fechas todavía quedan billetes de Navidad en las loterías? Es la bancarrota de la ilusión, mas triste que la bancarrota de la ciencia, de que nos habló Brunetière.
Poco á poco nos vamos haciendo trabajadores y formalitos. Verdad es que los grandes capitalistas tienen otras loterías en que emplear[22] su dinero. Todos los billetes premiados. Caseros, arquitectos, maestros de obras, con la Gran Vía; autores dramáticos y actores, con la fundación del Teatro Nacional. ¡Esto es Jauja! ¿Quién quiere morirse? Sólo algún adorador sin esperanzas de alguna tiple. La verdad es que, cuando todo está tan caro, el amor inclusive, no debía permitirse la exhibición de carne pecadora en esas especies de tablajerías que han llegado á ser algunos escenarios. Es una crueldad ofrecer de continuo aperitivos á los que no han de saciar después su apetito. No se puede jugar con ninguna clase de hambre. Los escaparates de todo género son grandes desmoralizadores. Á mí me da tanta pena ver á un golfo hambriento extasiado ante el escaparate de Lhardy, como á una obrerilla ante el de una joyería, como á un estudiante ó humilde empleado en su delantera de anfiteatro, congestionado por un garrotín ó unas coplillas bien salpimentadas...
Estoy seguro de que la última visión de casi todos los suicidas es la de algún escaparate deslumbrador, con sus luces eléctricas, brillantes en la sombra devoradora de la eternidad, como la esperanza de un Paraíso entreabierto.
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De la Argentina, y escrita por un argentino, llega una historia de la vieja España, triste y consoladora al mismo tiempo. Lo segundo, por que su autor, Enrique Larreta, muestra en su obra—«La gloria de Don Ramiro»—un profundo y cuidadoso estudio de nuestra historia, y sabido es que comprender es amar. Lo primero porque las páginas de esa nuestra historia no son todo luz y alegría, aunque sean grandeza. «Una vida en tiempos de Felipe II», subtitula su autor á esta novela interesantísima para nosotros, como lo es siempre el concepto que merecemos á los extraños, y si el extraño es persona de quien nos importa mucho la simpatía, con mayor causa.
Evita el autor, con excelente criterio artístico, los juicios personales. La historia, mas ó menos novelesca, habla por sí sola, y habla de pasiones violentas, de austeridad, de misticismos y de fanatismos, de torpezas políticas y de heroísmos guerreros... Tal vez no fué todo así, ni tan heroico, ni tan torpe, ni tan cruel, ni tan místico... La distancia, en el tiempo y en el espacio, acusa con mayor relieve los contrastes de luz y de sombra, que de cerca parecen mas fundidos, apenas perceptibles, en ese claro obscuro[24] de los hechos cercanos, que, por serlo, nos parecen siempre menos heroicos, menos poéticos, más insignificantes... Pero ¿somos otra cosa que lo que parecemos? Si la verdad de nuestra historia ha de perderse entre leyendas, ¿no es preferible que sea entre leyendas de poesía que entre falsedades del vulgo?
Enrique Larreta es un historiador poeta; es además un excelente escritor, de un estilo cuya severidad no excluye lo pintoresco, y sobre todo hay en su obra palpitaciones de admiración y de amor á nuestra España... á pesar de todo. Y esa es nuestra gloria, como fué la gloria de Don Ramiro la flor que una mujer enamorada dejó caer sobre su cuerpo muerto, en que un alma española alentó en vida, con todo lo que fué vida de España en aquel tiempo.
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Yo no sé si la intención del autor puso el simbolismo. Propiedad de toda obra fuerte es tener vida propia y decirnos más de lo que su autor quiso decir en ella.
En el Pedro Minio, de la admirable comedia de Galdós, yo veo un símbolo de nuestra España. Como Pedro Minio, el viejo paisano de Don[25] Quijote—¡oh, la Mancha, tierra de ensueños!—el eterno enamorador, el eterno idealista, mal comerciante y peor trabajador; así España, envejecida, derrotada, aun quiere vivir alegre en la ilusión de su juventud, aun se embriaga de optimismo, y ante cualquier ofrecimiento, piensa, proyecta como Pedro Minio, edificaciones, pabellones, mejoras... El ideal apto de la indulgencia ofrece á los viejos la ilusión de la vida integral y en ella prolongan dichosos su ruinoso existir. Pero llegan los severos reformadores, los graves moralistas y á la ilusión y al alegre ensueño quieren sustituirlos con la disciplina monástica, con la austeridad penitenciaria; la alegría les parece indecorosa; nada de esparcimientos, nada de deshonestas promiscuidades de hombres y mujeres; acabó el reir y el bromear:—Sólo hablará usted con los frailes y de los temas que ellos propongan, dice la señora improvisada—símbolo de nuestra plutocracia—al viejo soñador, Pedro Minio. ¿No es esto lo que nos dicen á todas horas los que pretenden ser nuestros directores? Pedro Minio, como buen español, prefiere continuar en el ideal y alegre asilo de la Indulgencia, donde la ruinosa vejez goza las ilusiones de la juventud.
¡Oh, excelentes reformadores y moralistas! Pedro Minio es España. Si no sabéis hacer cosa mejor, dejadle en el asilo de sus ilusiones. Mejor una vejez alegre que una juventud triste. Preferible siempre el asilo de la Indulgencia al de la Paciencia... que es preciso para soportaros.
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Pérez Galdós, en mi opinión, nuestro primer autor dramático, no acaba de serlo en opinión de todos, acaso por ser nuestro primer novelista y haberse declarado en nuestro país incompatible el ejercicio de dos soberanías.
Este es el país del encasillado y de las especialidades.
Se estima en más al que entiende poco de una sola cosa, que al que entiende mucho de todas. La insistencia en un mismo asunto, basta á darnos autoridad en la materia. Fulano pasó su vida hablándonos de antigüedades fenicias ó asirias ó caldeas. ¿Quién duda que sabe de ellas? Mengano pintó siempre los mismos borregos: para borregos, Mengano. Á nadie que quiera tener unos borregos bien pintados se le ocurrirá encargárselos más que á Mengano. El día en[27] que se le ocurra pintar una vaca, así este mugiendo de propia, todo el mundo dirá: Esto no es lo suyo, que vuelva á pintar borregos... ¡En borregos, el único!
Somos poco amigos de trastornar nuestras ideas á cada paso; preferimos creer por fe á meternos en averiguaciones. Sabiendo que cada cual no hace más que una cosa, y siempre lo mismo, nos ahorramos el trabajo de examinar lo que hace.
¡Y no se diga de nuestro agradecimiento á los que no hacen nada! Esos sí que nos ahorran quebraderos de cabeza. Por supuesto, ellos sí que se quitan de muchos. Para los ociosos y los vagos, la envidia es siempre admiración, nunca censura. ¡Bienaventurados los que jamás trabajaron, porque de ellos será el reino de España!
El año que, con tan buen éxito, hemos tenido el gusto de representar, no ha querido despedirse sin dejar una memorable fecha en la historia de las grandes catástrofes.
Estos cataclismos, superiores á todas las previsiones humanas, son los únicos que tienen virtud para hacernos pensar en la muerte, como en algo ineludible. Todos sabemos que hemos de morir; pero con dichoso optimismo, todos nos creemos capaces de aplazar ilimitadamente el pago de ese vencimiento. Todos nos creemos lo bastante listos y somos lo suficiente desagradecidos, para estimar que son nuestra prudencia y nuestro orden de vida lo que prolonga nuestra estancia sobre la tierra, cuando en verdad, debiéramos agradecer como un indulto, cada hora de nuestra vida.
Nótese, que en el fondo, sentimos cierto desprecio por los que tienen la imprudencia de recordarnos con su muerte, que también nosotros[30] somos mortales. El que de puro viejo está ya con un pie en la sepultura, como suele decirse, denigra y vilipendia á sus contemporáneos, según van cayendo...
—Fulano murió ayer á los ochenta años.—¡Si no se cuidaba nada! ¡Si no hacía más que disparates! Ya vé usted yo qué bueno estoy con mis ochenta y cuatro. Pero es que yo me cuido...
Esto el que se cuida, que el descuidado, atribuye á su misma despreocupación la buena salud de que disfruta.
Y así todos; el sobrio achacará la muerte del vicioso á los excesos y el vicioso achacará la muerte del bien ordenado á su pazguatería. El que de continuo callejea y pasea y trisca, se reirá del que no sale de casa sin consultar barómetros y termómetros y disponer el abrigo de su cuerpo en consecuencia. Éste dirá del otro: ¡Anda, anda, toma ejercicio y aires de invierno y calores de verano!
No digamos si la causa de una muerte fué por enfermedad crónica, accidente de viaje, ya sea en ferrocarril, automóvil ó aeroplano, lance de honor ó asesinato. Entonces sobre el muerto se desatarán los mayores denuestos: ¡Falta[31] de higiene, imprudencia, locura, la vida que llevaba, la que dejó de llevar!... Crean ustedes que vivir sin dar lugar á murmuraciones es muy difícil, pero morir, sin exponernos á ellas, es casi imposible.
Solo muriendo en uno de esos trastornos de la Naturaleza, podemos ir relativamente seguros de que no dará qué decir nuestra muerte.
Esas cosas sí, le ponen á uno serio. ¡Caramba! ¡Terremotos, volcanes, la tierra que se abre, el cielo que se viene abajo!... Para eso no hay prudencia, ni vida ordenada, ni preceptos higiénicos que valgan... Eso nos puede suceder á todos y entonces no hay más remedio que morirse. Por eso estas catástrofes nos conmueven á todos. Después de leer el trágico relato, nadie se considera inmortal. Ni siquiera cabe el consuelo de culpar á los gobiernos, como en caso de epidemias, guerras y otras calamidades de tejas abajo.
No hay idea del trastorno moral producido en algunos espíritus ante un «Morir tenemos», anunciado en tan expresiva forma. Durante tres ó cuatro días, el avaro se siente capaz de inusitadas generosidades. ¡Es triste cosa morirse sin haber disfrutado de nada! Y se compra[32] su purito de quince ó se regala con su café con media tostada. El malhumorado dulcifica su carácter: ¡No vale la pena de tomarse disgustos! La novia pudorosa se muestra más propicia á ciertas expansiones... ¡Mañana pudiera haber un terremoto!
Por fortuna, la idea de la muerte es pasajera y solo ante un cataclismo de cielo y tierra, imprevisto, inevitable, consigue imprimirse por algunos días en nuestro pensamiento.—¿Han visto ustedes, qué horror?—Ya, ya... ¡una cosa horrible!...
Á los pocos días nadie se acuerda y todos volvemos á creernos inmortales y á pensar que solo se mueren los que no viven como nosotros, los que hacen locuras y cometen imprudencias.
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Se habla de grandes fiestas de caridad, á beneficio de las víctimas de Mesina. Es de esperar que el resultado sea brillante. El dinero de nuestros potentados, y aun el de los que sin serlo, contribuyen á las cargas del Estado español, tiene bien aprendido el camino de Italia; pero nunca fué más allá de Roma. Justo es que[33] en esta ocasión, ya que de Roma misma viene el ejemplo, nuestra intransigente religiosidad reconozca la unidad italiana; más que esto, la verdadera y católica fraternidad.
El Sumo Pontífice sabrá agradecer esa ofrenda, tanto como las destinadas al dinero de San Pedro, y al bendecirla, como padre de toda la cristiandad, sin fronteras ni patrias, estad seguro de que Italia la agradecerá con su corazón de patriota italiano. ¡Qué hermoso hubiera sido sobre las ruinas de Mesina, el abrazo del Papa y del rey de Italia! Nunca como en esta ocasión, al romper su prisión voluntaria del Vaticano, hubiera podido creerse el Pontífice inspirado por el Espíritu Santo. La infalibilidad del corazón es anterior á todos los dogmas proclamados en los concilios.
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Yo no sé cómo ha podido decirse que el Cristianismo es una religión de tristeza y que el ejercicio de sus virtudes exige todo género de mortificaciones. La Caridad, por lo menos, cuando con motivo de alguna gran desdicha pública se manifiesta, reviste el aspecto más[34] regocijado. Funciones teatrales, fiestas de toros, bailes, rifas... Los paganos, con su alegre religión, solían mostrarse más austeros y entristecidos en estas ocasiones. Muy dormida debe de estar caridad que ha menester de todo ese cosquilleo para avivarse; un severo duelo y una noble tristeza sentarían mejor al ofrecer la dádiva. No es esto murmurar, y siendo milagro tan dificultoso el de sacar dinero y el dinero tan empecatado, sin duda es este de los milagros en que puede estar más admitida la intervención diabólica. Pero, conste, que no hemos adelantado mucho desde los tiempos—primeros años de la Era Cristiana—en que los fariseos repartían sus limosnas á son de trompetas. En fin, ya que la Caridad en todo tiempo es más eficaz cuanto más sonada, quiera Dios que por esta vez, no sea más el ruido que las nueces: que no sea todo el metal el de las trompetas.
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El arte y la moda, por lo que tiene de arte, son el último refugio de lo que está llamado á desaparecer ó ha desaparecido por completo. Por la moda resucitan el Directorio, el Imperio;[35] hasta la época del buen rey Dagoberto, evocada recientemente en bellos trajes por hermosas actrices del Teatro Francés. Á medida que los últimos pueblos conservadores de sus trajes tradicionales, los van desechando para adoptar las modas de los más civilizados, éstos recogen piadosamente lo que aquéllos abandonan. Del Japón vinieron los kimonos; de Turquía llegan los turbantes; de Rusia los gorros de cosaco. Cuando las elegantes de estos países encarguen las nuevas modas á París, ¡cuál no será su sorpresa al ver como vuelve lo que ellas despreciaron!
La moda actual es una completa mascarada histórica cosmopolita y zoológica. Trajes de todas las épocas, tocados de todos los países, plumas y pieles de toda la fauna conocida. Pieles, sobre todo. Debe de haber sido un invierno horrible para los gatos. Nunca se ha conocido un mes de Enero tan tranquilo en los tejados. Están todos haciendo de nutria, de armiño y de marta sobre nuestras señoras. Á su influencia se atribuye algunos recientes disgustos matrimoniales y algunas fugas de enamorados.
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Todo vendrá á parar en que suban el vino, solía decirse; pero en esta ocasión nos vemos más apurados, pues todo ha venido á parar en que suben el agua; como si desde tiempo inmemorial no estuviéramos con el agua al cuello. Ya que por la supresión del impuesto de consumos sobre el vino y el cierre dominical de las tabernas, es el vino lo que se ha abaratado, tal vez nuestros gobernantes quieran parodiar la ingeniosa «boutade» de María Antonieta cuando el pueblo de París, hambriento, clamaba por pan, amotinado: No tienen pan, que coman bizcochos. El agua está cara... que beban vino. Lo malo será si con el cambio de precio hay también cambio de propiedades y es el agua la que se sube á la cabeza. Á quien no parodian nuestros directores es á Luis XV, y si él dijo: Detrás de mí, el diluvio; ellos dicen: Detrás de nosotros... la sequía.
El caso es que, con este estira y afloja en la mejora de las costumbres, ya no nos van á quedar ni costumbres. Cuando empezábamos á tomar el gusto al agua y ya eran muchos los que se bañaban y algunos los que habían caído en la cuenta de que el agua hasta podía usarse como bebida, el encarecimiento de su consumo[37] viene á dar al traste con tan buenos propósitos.
Y que no sabe uno á quién compadecer. Si oye usted á la empresa del Canal, la razón está de su parte, y poco menos que le convence á usted de que el suyo no es un negocio industrial, sino un apostolado. Si oye usted al Ayuntamiento... El Ayuntamiento se lava las manos. ¡Feliz él, que puede permitirse ese lujo! Si oye usted á los caseros, ¡infelices caseros! Ser propietario hoy día es otro apostolado: ¡La contribución, los reparos, los inquilinos morosos, impuestos por aquí, impuestos por allá!... Las mejores fincas no rentan más de un cuatro por ciento. ¡Una miseria! Hasta los usureros, con lo mal que se ha puesto el negocio, rechazan ya despreciativamente las hipotecas sobre fincas.
¡Si oye usted á los simples vecinos, no propietarios!...
Aunque en verdad, á éstos es á los que menos se oye, debiendo ser los que pusieran el grito en el cielo. Saben por experiencia que si no es el agua, será otra cosa la que se encarezca y que todo es variar de dolor. Pero, cuando ni la tierra que pisamos es nuestra, ¿qué de particular que tampoco sea nuestra el agua que bebemos? ¡Ay! El mundo, como la isla de Caliban,[38] es un sitio en que se encuentra todo lo necesario para la vida; excepto el modo de vivir. Y Caliban campa por sus respetos. Próspero lee en sus libros que el dolor es eterno y es inútil buscar alivio á los males fuera del espiritual de la lectura. Ariel proyecta la invención de un aeroplano, y cuando lo haya inventado dirá que el aire le pertenece, y ni el aire que respiramos será nuestro. ¿Quién sabe?
Acaso debemos desear que el mal sea insoportable. Entonces estaremos más cerca de buscar el remedio.
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Antes, si no en murmuraciones privadas, que éstas son responso obligado en el mismo cortejo funerario, por lo menos, en discursos y artículos necrológicos, solía respetarse la memoria de cualquier muerto ilustre, siquiera durante el novenario. Ahora lo hemos arreglado de otra manera, y como de la hora de la muerte se dijo siempre que era la hora de la verdad, hemos decidido no retrasarla un solo instante y que la verdad, como el llanto, sea sobre el difunto.
Excelente determinación me parece; de este[39] modo andara todo el mundo más derecho, sin confiar para nada en esa tregua de impunidad que parecía asegurarnos la muerte con el respeto de los vivos. ¿Qué se creían ustedes, señores cadáveres, que con quitarse para siempre de delante nos dábamos por satisfechos? ¿Que íbamos á dejarles á ustedes esperar muy tranquilos la hora del juicio final inapelable ó del juicio mas reposado de la Historia? ¡Nada, nada: respetables muertos, no sirve dárselas de ricos! Todo lo que puede concedérseles á ustedes es la satisfacción de no verse obligados á volver en demanda de explicaciones por las injurias, ofensas, calumnias y demás oraciones, piadoso recordatorio de los supervivientes. Los muertos están dispensados de tener honor. Ya lo dicen las papeletas de entierro: el duelo se despide en el cementerio.
Digo, si el pobre Catulle Mende, duelista empedernido, capaz de batirse, como un artista del Renacimiento, por la belleza de un endecasílabo ó por la gracia de un madrigal, hubiera concedido importancia, desde el inmortal seguro á donde asiste, á los mil injuriosos, despectivos y desagradables comentarios á que ha dado ocasión su desdichada muerte...
Nada se ha respetado; desde su obra literaria, á la que todo puede negarse, menos amenidad y sincero amor al arte, sospechoso de apasionada parcialidad á veces, por ser tan sincero; hasta su vida privada, solo culpable también de sinceridad y de amor tan ferviente á la vida que, por amarla demasiado, pretendió prolongar la juventud con amable despreocupación del ridículo.
Estos fueron tus pecados y no merecías por ello tan pronta desconsideración. Si una severa crítica, acaso no ofrenda á tu memoria, las inmortales siemprevivas, razón de más para no apresurarnos tus contemporáneos á pisotear tan pronto las rosas que aun cubren tu cadáver, y aun son frescura y aroma en tus poesías, en tus cuentos, en tu obra toda de artista gentilísimo.
Por tu amor al arte, amaste también á nuestra España, y si en tu «Santa Teresa» venció la fantasía francesa á la severidad española, como en Víctor Hugo, ¿cuál será de nuestros poetas románticos el que pueda arrojarte la primera piedra? No serán Lope ni Calderón, que á sus anchas y para su gloria, fantasearon con la Historia y la vida españolas; no será Zorrilla, que hoy te saludará como hermano; hermano en todo, hasta en lo de ver cernirse como tú, sobre[41] su tumba, siniestras aves de rapiña. Por fortuna, ¡oh, poetas!, si estos pajarracos, con su pico, pueden roer sobre vuestros huesos la carne muerta, no pueden con sus parduzcas alas obscurecer la luz de vuestra gloria.
Poco sabrá de la vida quien no haya vivido por edades, las edades todas de la humanidad. Es el hombre en sus primeros años un pequeño salvaje, más parecido por sus instintos al hombre primitivo que al ciudadano civilizado de cualquier gran nación moderna. Si la educación no acudiera al reparo—y no en todas partes acude,—tendríamos perfectos ejemplares de trogloditas, contemporáneos nuestros. No es preciso salir de España para encontrar pueblos enteros de ellos. La vida es el mejor libro de historia, abierto á todas horas, y ella nos ofrece continuamente vivientes ejemplares de todos los hombres, desde el primitivo de las cavernas, al anticipo del superhombre futuro. Con salvar espacios podemos retroceder en el tiempo. Hay hombres y pueblos enteros medioevales, los hay del siglo XVI y del XVII. Existen en medio de las metrópolis mas civilizadas, verdaderos[44] salvajes. Ya dijo Zola, que nada puede darnos tan cabal idea de las homéricas luchas de la Iliada como las peleas entre jayanes de dos aldeas rivales. No en documentos empolvados, en textos vivientes ha de hallar el verdadero historiador artista, los más fieles datos para reconstruir la vida de los tiempos pasados.
Debemos ser tolerantes con las fiestas de Carnaval, que á tantos espíritus superiores disgustan y escandalizan, como con una niñería de la humanidad, por la que han de pasar sucesivamente todos los que nacen. Sería muy triste que todos naciéramos sabiendo que hemos de aburrirnos en un baile de máscaras. Es, además, acaso por primitiva, esta fiesta de los disfraces, la única fiesta de la verdad. Nunca sigue tanto el hombre sus naturales inclinaciones como al intentar travestirse en estos días. Vemos con faldas y moños femeninos á los que debieran llevarlos todo el año; con caretas de animales á muchos, que ese día sólo no engañan á nadie; de bebés á otros que, solo con vestirse de ese modo, muestran que están en lo cierto. Y de las mujeres, ¿qué diremos? La que sin careta tardaría dos ó tres días en darse á conocer, ya está conocida apenas aparece en[45] el baile. Dinero podrá no ahorrarse con una belleza encubierta, ¡pero, tiempo!...
¡Si todos los negocios de este mundo pudieran tratarse con mascara, cuanto enojoso trámite nos ahorraríamos del mismo modo! ¡Ah, la cara, la cara! Mascara imperfecta que el más hábil no llegó á dominar y á pesar nuestro enrojece de vergüenza ó palidece de espanto, y llora ó ríe inoportuna, y es sensible, por curtida que esté, á escrúpulos de conciencia, á preceptos de educación, á preocupaciones sociales... Solo el que haya logrado completo dominio sobre su rostro, logrará completo dominio sobre los hombres. Por algo la glorificación de la belleza corporal ó espiritual del hombre es su escultura: la plenitud de la mascara.
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¿Por qué cerrar en estos días las Cortes y no permitir en ellas una mascarada que sería también su única verdad? Los más conspicuos parlamentarios, tal vez bajo el incógnito de la careta se atreverían por una vez á decir lo que sienten. Este liberal, mal disfrazado todo el año hablaría como conservador; tal otro, forzado[46] por compromisos electorales á oponerse á todo negocio dudoso, pediría participación en él, sin empacho, y tal cual, metido por complacencia, en algún callejón sin salida, podría hallarla con muy gentil despejo, al amparo de un buen disfraz. Con careta de ministeriales, los conservadores podrían cantar las glorias de Cataluña, y los catalanistas, con careta de conservadores, podrían desenmascararse del todo. Los republicanos podrían decir la verdad disfrazados de monárquicos, y los carlistas no dirían nada, porque entre conservadores y solidarios les darían dicho todo lo que ellos pudieran decir. Los periodistas, con achaque de no conocer á ninguno, suprimirían adjetivos personales y la presidencia no se atrevería á llamar al orden á nadie, por temor á graves equivocaciones. Los maceros podrían actuar á guisa de bastoneros, para impedir, como en los bailes, aproximaciones demasiado deshonestas. Serían memorables estas sesiones de Carnaval. ¡Y si se aprovechara para «confettis» algunas de las leyes discutidas durante el año! Hecha «confettis» quedó la famosa del terrorismo. En cambio, la de administración local es una serpentina que entre Maura y Cambó se arrojan jugueteando y graciosamente[47] se enrosca sobre otras cabezas, como debió enroscarse la serpiente diabólica del Paraíso en el árbol del bien y del mal, al ofrecer á nuestra incauta madre la fruta de perdición.
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Ningún arte tan espiritual como la música, y ninguno tan propio de estos días del año consagrados á la meditación y al recogimiento espirituales. La devoción de nuestros buenos aficionados á la música bien ha tenido en donde escoger en esta temporada. El cuarteto checo en la Filarmónica, Wagner á toda hora, y por fortuna el arte nacional, sin llegar todavía á «preferido», algo salió de su condición de «ceniciento», gracias á muy laudables empresas de nuestros músicos. Chapí, con su ópera, mas apreciada á cada representación, el cuarteto Francés, el cuarteto Vela, el quinteto de instrumentos de viento, nueva sociedad, de inteligentes y modestos artistas, dignos de todo encomio y de mayor atención por quien pueda dispensársela, sobre todo para mejorar su instrumental, cuyas deficiencias, vencidas en fuerza de arte, bastarían para obligar á la admiración.[48] Labor es toda esta de inteligencia y de entusiasmo que nunca agradeceremos bastante, ya que nunca pagaremos lo suficiente. De todo podrá acusarse á estos nuestros artistas menos de interesados. Estudian y trabajan por puro amor al arte; tal vez por esto trabajan con preferencia en Cuaresma. Justo es que, después de los ayunos y penitencias, llegue la Pascua de Resurrección para la música nacional. No quiero ser injusto ni egoísta; soy el primero en reconocer que el autor dramático no está tan necesitado de protección oficial en España, como el compositor de obras musicales, que no sean género chico. La obra del Teatro Nacional, no será completa, si la fundación de un teatro de comedia española, no coincide con otro de ópera y zarzuela. Para éste cuenta el Estado con un edificio inmejorable; contamos con músicos y artistas en calidad y en cantidad importantes. ¿Qué falta?... ¡Por vida de los inconvenientes!
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Como tanto se ha discutido la sinceridad del «wagnerismo» de muchos que dicen ser wagneristas, sin duda, la empresa del teatro Real ha[49] querido ponerla á prueba, y al mismo tiempo la resistencia física de músicos y cantantes. Para ayer domingo estaban anunciados: «El Ocaso de los Dioses», por la tarde, y «Lohengrín», por la noche. No creo que el programa se haya cumplido, pero si así fuera, leeré hoy lunes con interés, las noticias, para saber cuántos profesores de la orquesta hubieron de ser conducidos en camilla á su domicilio al final de tan ruda jornada. Si solo el asistir de espectador tarde y noche supondría un vigor extraordinario y por ello merecería cualquiera mención especial, ascenso inmediato y condecoración pensionada en el cuerpo de «wagneristas» denodados, ¿qué decir de los ejecutantes? Para éstos sí que será día de prueba su fervor artístico y admirativo por el genio de Wagner. Vamos, que si al caer el telón y caer ellos desfallecidos, no reniegan de tres generaciones anteriores, por lo menos, del sublime músico y de las posteriores, hasta la cuarta, como una maldición bíblica, ya pueden dar fe de su wagnerismo.
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Algo quisiera decir de la nueva ópera española[50] «Margarita la Tornera»; algo de su autor tan maltratado, tan discutido, tan injuriado antes de ahora, que siendo estas las señales más ciertas de ser glorioso en España, no necesitaba de mayor triunfo, ni para satisfacción propia, ni para nuevos desahogos de sus enemigos. ¿Enemigos? No. Enemigos son los que usan nobles armas y combaten con ellas. Los que solo usan de su natural veneno, no pueden ser considerados como enemigos. Tienen su clasificación en las últimas escalas zoológicas.
¿No parece ya á algunos que hemos hablado bastante de «Margarita la Tornera»? ¿No dicen otros que se ha abusado del bombo? ¿Del bombo? Y días antes del estreno nos tenían afligidos á los constantes admiradores del maestro Chapí, los agoreros de un fracaso...
¿Que se ha hablado bastante? No tanto como de esta ópera italiana ó de tal otra francesa ó de aquella otra rusa, que fatigan sin cesar las columnas de los periódicos en todo el mundo. No tanto como del «Chantecler» de Rostand, ni como del Vivillo ni la Juaneca...
¡Oh admirable y extraño patriotismo el nuestro, que quisiéramos una España grande, pero en la que todos los españoles fueran pequeños![51] Mal país de sembradores, pero excelente de tijereteros, dedicados á cimar cuanto amenace ser árbol en tierra de arbustos.
Hay, por dicha para todos, un público, el público que no es de literatos ni de músicos, que tal vez no entiende de letras ni de notas, pero entiende con el corazón, como pedía San Pablo, al artista y á todo el que le habla con la honradez desinteresada del amor al arte y á la verdad.
Ese público no ha regateado su aplauso ni su admiración al insigne músico español; ese público sabe cuánta generosidad supone el habernos ofrecido ese regalo de arte. «Margarita la tornera» le producirá á su autor... treinta ó cuarenta mil pesetas de menos, que dejará de percibir en esta temporada, por haber desatendido los trabajos del género chico.
De modo que, en efecto, no debe hablarse más de «Margarita la Tornera». ¡Un hombre que va á hacerse rico con una ópera! ¡Y encima un poco de gloria!... No, no es posible. ¡Ni que fuéramos tontos!
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Lujosos trenes, coches y automóviles, forman fila, después círculo, después caracol, por fin masa compacta á la puerta de la humilde iglesia. ¿Qué sucede? ¿No sabéis? Es la devoción á la moda. La imagen milagrosa que, de tres peticiones, concede una. Pero una sola, y no puede hacérsele más de tres. De tres cosas, una. ¡Dios mío! ¿Cómo pueden conformarse á tal mezquindad esas bellas y elegantes damas, acostumbradas á conseguir todo lo que piden? Sin duda piden cosas muy difíciles ó imposibles, cuando se dan por muy contentas con obtener una. Secretos serán entre el cielo y ellas, porque en asuntos de la tierra, todos sabemos que si ellas desearan tres cosas, no tendrían para empezar con una sola.
¡Quién pudiera penetrar el misterio de vuestras peticiones, y quién tuviera poder para exaudir todos vuestros deseos! Cierto que á la divinidad no es posible engañarla, pero ¡es tanto el arte de seducción en las mujeres! que la divinidad sonreirá bondadosa cuando ellas oculten entre dos peticiones insignificantes la de verdadera importancia. Ó, cuando las peticiones en aparente forma distinta, sean en realidad una misma. Yo pienso acudir uno de estos días[53] á la devoción milagrosa y haré muy humilde mis tres peticiones. Un millón de pesetas, un millón de francos ó un millón de liras. Veremos si es verdad que de las tres cosas se consigue una. Con cualquiera de las tres me contentaría y todas las tardes verían ustedes un automóvil más á la puerta de la humilde iglesia, cuyo nombre y sitio no diré á ustedes, porque los anuncios son asunto de la administración. Y ¡qué mejor anuncio que tanto coche blasonado y tanta distinguida dama en la plazoleta antigua del Madrid viejo; este Madrid que tantos rincones guarda de siglos pasados en sus calles y no menos en el espíritu de sus nobles y bellas damas!
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Si alguien dudara de los sentimientos religiosos de este país católico por excelencia, de la honda preocupación religiosa de nuestro espíritu, de lo importante que es para los gobiernos el no ofender ni menoscabar en nada nuestras venerandas creencias, bastaría con la más superficial observación de lo que significan para nosotros estos días solemnes en que la Iglesia,[54] nuestra madre, conmemora la Pasión y Muerte de Jesús.
En calles y templos las más expresivas muestras de verdadero fervor cristiano. Severidad en el adorno y en las ceremonias de iglesia; raudales, cuando no de arrebatada elocuencia, de sencillez evangélica, en los púlpitos; los pocos lugares de esparcimiento ofrecidos al público, como cafés, pastelerías, etc., abandonados de su habitual parroquia masculina, no digamos de señoras y señoritas; todas fidelisísimas observantes del riguroso ayuno. Las mujeres desdeñosas de solicitar la atención de los hombres, en estos días consagrados á la meditación y al recogimiento, con la mayor sencillez en su persona; los hombres, respetuosos con la actitud severa de ellas, sin atreverse á ofenderlas con un mal piropo. ¡Oh! Es un espectáculo edificante. La vida parece haber suspendido todo el anhelo pecaminoso con que de continuo nos solicita para perpetuidad de la especie y del pecado.
No es de extrañar que los extranjeros que en estos días solemnes visiten principales ciudades de España: Madrid, Sevilla, Murcia, Toledo, etcétera nos juzguen de una imponente austeridad[55] religiosa, que les hace más comprensible el legendario fanatismo que propagó las hogueras inquisitoriales de España por medio mundo.
Y si en algo puede haber disculpa para tantas atrocidades cometidas en nombre de la Religión, nuestra mejor disculpa está en eso, en la sinceridad del sentimiento religioso de nuestro espíritu; el mismo que sobrevive con la misma sinceridad y del cual pueden hacerse cargo cuantos nos visitan en estos días solemnes de meditación y recogimiento.
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Ningún ejercicio espiritual más propio del bondadoso escéptico en estos días, que la lectura de un bonito libro, recientemente publicado en París. Su autor, Salomón Reinach; su título «Orfeo». Historia de las religiones. Un substancioso compendio, acaso despreciable para los eruditos especialistas que sonríen desdeñosos á todo extracto de ciencia: pero muy de agradecer para los «pica-platos» intelectuales, deseosos de asomarnos á todas las ventanas y aun á todas las alacenas de la inteligencia, sin tiempo para otra cosa que oler donde se guisa y pellizcar[56] donde se sirve. Y como bien guisado y bien servido, está el manual en cuestión. En un perspicaz vistazo de pájaro sobre todas las creencias religiosas que han inquietado al mundo.
Desde la altura todas parecen en el mismo plano y, cuando menos, aprendemos á estimarlas lo mismo, como una necesidad universal del humano espíritu: niño preguntón que quisiera saber el por qué de todo, y á falta de verdades ciertas se contenta con suposiciones fantásticas.
En los más claros y habitables aposentos de nuestra inteligencia, asentamos las pocas verdades que poseemos; allá, en los camaranchones interiores y obscuros de nuestro cerebro, ó arrinconamos los trastos inservibles que nos correspondieron por antiguas herencias, ó suponemos duendes y fantasmas que justifican nuestro horror á penetrar en ellos y la imposibilidad de habitarlos.
Cierto que, puestos á elegir fantasmas, debiéramos elegir los más gratos, y es preferible imaginar duendes alegres y juguetones á trasgos espantables. Pero ¡ay! que son los hombres los que hicieron á sus dioses á su imagen y semejanza, y así hay dioses bondadosos, dioses[57] crueles, dioses vengativos, dioses indiferentes, dioses ridículos, dioses respetables, dioses humanos y dioses divinos. Dioses para todos los gustos y para todas las aspiraciones.
Somos el molde de nuestras creencias, y no ya cada pueblo, cada hombre, llevamos á nuestro dios, hecho carne en nosotros. Por eso, entre todos, ningún símbolo tan espiritualmente bello, como el de nuestro Dios, hecho hombre, hijo del hombre, hombre como nosotros; que en nosotros puede nacer, y en nosotros y por nosotros padecer pasión y muerte y en nosotros resucitar y divinizarse.
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Un distinguido pintor escenógrafo y dos populares y aplaudidas tiples han tenido uno de sus más ruidosos éxitos... ¿En dónde, dirán ustedes? En la parroquia de San Sebastián.
El Teatro y la Iglesia ó la Iglesia y el Teatro—las señoras primero—aunque alguna vez hayan andado á la greña, en el fondo han sido siempre buenos amigos. No es preciso remontarse á los orígenes del teatro ni á la representación de los Autos Sacramentales para demostrarlo.[58] La capilla de la Virgen de la Novena, que el fervor de nuestros actores costea y sostiene sin decaimiento de su original esplendor, lo atestigua bien claramente hoy en día.
En esta Semana Santa, con su decoración teatral y la presencia de nuestras más bellas actrices, la capilla de la Novena ha conseguido la mejor entrada. Los devotos tal vez se escandalicen; pero, nada importaría que los templos tuvieran algo de teatro, si los teatros alguna vez tuvieran algo de templo.
La capa, la española capa, prenda inseparable de la mantilla, en todo canto al españolismo, parecía desmentir hasta ahora, el mayor apego en la mujer á lo tradicional y castizo; pues mientras sobre femeniles cabezas pasaron mil hechuras de sombreros, relegada la mantilla á fiestas de religión ó de tauromaquia—los extremos se tocan y las tradiciones se semejan,—la capa persistía con firmeza, gallardeando sobre varoniles hombros, en amistosa alternativa con toda clase de abrigos, nobles y plebeyos; desde el gabán aforrado en nutrias ó martas cibelinas, á la bufanda con honores de manta.
Y, en este invierno, sin prescripciones de la moda, ni de la higiene, la hemos visto de pronto desaparecida; tan de pronto, que mal puede decirse que la hemos visto desaparecer.
Y el pueblo; el último baluarte siempre del casticismo pintoresco, en lenguaje, vestidos y costumbres, ha sido el primero en desecharla,[60] sustituyéndola por la zamarra; prenda sin carácter, sin gracia, sin historia, sin nacionalidad.
¿Habrán influído las recientes disposiciones sobre las casas de préstamos, con la menor facilidad en la pignoración, al desprestigio y abandono de la clásica prenda, considerada antes como un billete de Banco, valor al portador?
¿Será que todas las capas madrileñas padecían cautividad, y el negarse los prestamistas á la renovación de papeletas, ha hecho imposible el rescate en esta temporada de invierno?
Si así fuera, esperemos el saldo del año próximo, que volverá á ponerlas al alcance de todas las fortunas, sin menoscabo de la de sus actuales poseedores. ¡Habrá capa que pudiera estar bordada en oro, si á enriquecerla con tal adorno se hubiera aplicado el interés cobrado en tantas renovaciones!
Pero, si la causa no fuera esta y la zamarra triunfara en definitiva, como prenda de abrigo popular, entonces la capa no tardaría en ser el abrigo aristocrático, y por imitación volvería á serlo de la clase media, y por fin volvería á ser el de las clases populares, deseosas siempre de igualarse con los de arriba, mientras éstos quisieran diferenciarse de todos.
¿No están recientes las luchas y protestas de los camareros de café, hasta conseguir les fuera permitido el uso del bigote, por considerar como signo deprimente de servilismo la cara rasurada? Y he aquí, al poco tiempo, que ya son los mozos de café los únicos que llevan bigote, y todo pelo en la cara es anatematizado por la distinción y por la higiene. Ni una ni otra son señoras muy de fiar, por lo veleidosas. Ahora nos dicen las dos, puestas de acuerdo, que barbas y bigotes son terribles nidos de microbios y, aun cuando vaya uno para viejo, no hará muchos años, «leía yo, en los libros que tenía»—como dice Segismundo, el de «La vida es sueño», no confundirle con el de «El sueño es vida»,—leía yo, como iba diciendo, en mis buenos libros de higiene, cómo era menor la mortalidad y el peligro de la tuberculosis, entre los obreros que, empleados en industrias, como la fabricación de hilados y otras similares, dejaban crecer barbas y bigotes, que entre los afeitados ó barbilampiños; pues barbas y bigotes eran como red cazadora de partículas que, sin ese natural obstáculo, penetrarían directamente en los pulmones. Toda esta explicación venía muy cimentada sobre sólidas estadísticas y lo mismo[62] vendrán éstas de ahora, que afirman todo lo contrario.
Yo no sé si ahora será cuando la higiene está en la fija; de la moda, sé decir que, para rostros de pura cepa castellana, no puede ser más desfavorable. Para bien parecer un rostro varonil afeitado, necesita ser de buen color y armonizar con rubios cabellos que den claridad y juventud á la fisonomía. Pero el ceñudo castellano, de negro pelo, color verdinegro ó amarillento, cobra un aspecto duro de presidiario ó cura de facción, con el rostro afeitado, más sombrío sin el contraste de bigote ó barba.
Y ¿qué diremos de los que deciden el afeitado sin contar con los veinticinco céntimos necesarios para la diaria operación? Entre éstos figuran muchos jóvenes artistas, que estarían mejor con su buena melena y todo lo que buenamente quisiera crecerles. Todo, mejor que verles con la pelusa de una semana, como quincenarios, y oirles decir todavía:—¿Sabe usted? No llevo nada en la cara porque es mucho más limpio y más higiénico.—¡Vaya con la limpieza y con la higiene!
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De las famosas turbias del Lozoya, ninguna tan turbia como esta de ahora, tan de color de chocolate, que pasa de castaño obscuro. El Manzanares, por otra parte, celoso al cabo de los años del injusto predominio sobre Madrid, que su rival le usurpaba, y de las clásicas burlas á su pobre caudal, quiere probarnos que, si no en agua, en lodo, tiene fuerza bastante para alcanzar á respetables alturas. Por suerte, aquí todos sabemos nadar entre dos aguas, y aun entre agua y lodo, que no siempre el ser animal anfibio tiene sus inconvenientes, como aseguran en popular zarzuela.
El Señor nos libre de juicios temerarios, pero es desgracia nacional que todo negocio y toda industria emprendidos en tierra española, aun los que mas beneficiosos parecen para el interés general, lleven mancha de origen por la pícara intervención política en todos los asuntos. Así el trabajo honrado y el dinero, nunca más honrado, que cuando al servicio del trabajador se pone, andan siempre tan desconfiados de emplearse en nuestra industria y en nuestros negocios. Apenas se proyecta algo provechoso, todo el mundo se escama: ¡Chanchullo! ¡Manos puercas! ¿Escuadra? un momio. ¿Gran Vía? otro momio.[64] ¿Teatro Nacional? momio de ambos sexos; si ha de venir á ser refugio hospitalario de ruinas artísticas y literarias. De toda empresa española puede decirse, como de aquellas famosas Cortes: ¡deshonradas antes que nacidas!
De aquí proviene que el celoso de su buena opinión huya, como el diablo, de intervenir en todo negocio, y vienen á parar todos ellos en manos de gente despreocupada, á la que, al fin y al cabo, hay que agradecer su despreocupación, que ya es una prueba de valentía, y tan necesitados estamos de emprendedores, que bien podemos decir: Hágase el milagro y hágalo el diablo. Hágase el negocio, aunque saliere un poco sucio.
Todas estas desconfianzas y recelos, más son señales de nuestra pobretería que de nuestra moralidad. Hay tanta escasez de dinero que no se comprende cómo nadie puede manejarlo sin resistir á la tentación de quedarse con algo entre las uñas. Para juzgar de los demás no solemos tener más norma que nosotros mismos; lo que haríamos en su caso.
Nunca he oído á ningún gran señor quejarse de que le sise su cocinero, ni su jefe de cuadra, ni su administrador. Verdad es que su[65] mesa está bien servida, sus trenes bien presentados y á él nada le falta.
Esto es lo que no nos sucede á los españoles. Á poco que nos sisen, ya se nota en todo, particularmente en la mesa, falta que no se disimula. Y no es que nuestros cocineros tengan menos conciencia que los de otras partes, es que damos menos dinero para la compra, y para comer bien hay que contar con la sisa.
Somos, además, tan apegados á rancias hidalguías que, aunque tan necesitados de dinero, seguimos considerando como despreciables los medios para su adquisición; así es que preferimos buscarle ocultamente por caminos subterráneos, como si fuera un crimen buscarle á la luz, abiertamente. Aquí es todavía la mayor gloria de un político, de un artista, de un hombre de ciencia, decir: Murió pobre. ¿Por qué? ¿Han de ser solo el dinero y la independencia que da el dinero, de los que explotaron la influencia del político, la gloria del artista y la ciencia del sabio?
Cuando el dinero lo compra todo, ¿no habrá algo que pueda comprar el dinero?
Hacer valer dinero á nuestra inteligencia no es envilecerse, es ennoblecer al dinero.
Cuando los hombres inteligentes dan en no venderse, por escrúpulos de conciencia, entonces es peor; porque todos los negocios van á parar á los tontos, que para la circunstancia, se meten á pillos: ya se sabe que nada imita mejor á la inteligencia que la pillería.
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Se anuncia en Madrid y para fecha próxima una Exposición, la más simpática y la más conveniente para ejemplo y estímulo de todos: la Exposición de la Infancia.
De todos los dicterios con que el mayor enemigo de España pudiera ofendernos, el de infanticidas sería, quizás, el más merecido.
No será Malthus nuestro previsor apóstol; pero es, en cambio, Herodes, el buen reparador de nuestra prolífica imprevisión. Tan descuidados sembradores como descuidados cultivadores y recolectores. Al celo previo, en que cualquier hombre se iguala al animal, no corresponde el celo ulterior por la prole, en que cualquier animal puede dar lecciones al hombre.
Y no haya ofensa para las madres y los padres españoles. ¿Cómo suponerlos menos[67] amantes de sus hijos que en otros países? Los aman con ceguedad; pero ¡ay! con ceguedad de ignorancia, que es la peor de las ceguedades.
Dos tristes suertes hay en el mundo; verse pájaro en manos de niño; verse niño en manos de padres españoles.
Dijérase que la fe cristiana, en la seguridad de verlos al morir niños, trasplántalos ángeles al cielo; ó las inseguridades de nuestro vivir nacional azaroso, consuelan y hasta estimulan á los padres en la temprana muerte de sus hijos.
No es que no los amemos mucho; es que amamos tan poco la vida, que acaso el haberlos traído á ella nos pesa como un remordimiento, de que sólo su muerte prematura puede aliviarnos...—¡Para él ha sido un bien!... ¡Angelitos al cielo!—¡Se ha quitado de penas!—¡Quién sabe lo que hubiera tenido que pasar en este mundo!—Hay en todas estas frases vulgares, al morir un niño, una resignación que, siendo amor, más parece feroz egoísmo.
Y es el espíritu español, seco para el niño, y esta sequedad se refleja en nuestro arte, apenas esclarecido por gracias infantiles, en los cuadros de Murillo y en alguna imagen del Niño Jesús del escultor murciano Salcillo.
No hay en España una literatura, un arte para los niños. Nos preocupamos poco de higienizar ni de alegrar su vida.—¿Hay mejor higiene que la alegría?—Aun los niños ricos son aquí más desgraciados que los niños pobres de otros países.
La Exposición puede ser una buena obra, si á ella acuden con la mejor voluntad todos los que, sin haber perdido la fe en otra vida con su cielo saben que ya es bastante antesala para esperarla ésta nuestra tierra, tal como ella será siempre, por mucho que procuremos mejorarla entre todos, y no hay necesidad de hacer de ella un infierno, único lugar que no admite mejora; porque nada puede mejorarse en lugar donde no se ama, que es también lugar donde no se trabaja.
Paréceme que, en la admiración de nuestros jóvenes por Larra, entra por mucho el atractivo de su fin prematuro. Hay quien juzga que fué mejor así; pues acaso la vida, con su roce desgastador de energías y suavizador de asperezas hubiera subyugado altiveces en el rebelde espíritu de «Fígaro», y una vez más hubiéramos asistido á la abdicación de una inteligencia vencida por algún interés.
¿Qué importaba? ¡Hubiera sido tan interesante! De un alto entendimiento es tan admirable la sumisión como la rebeldía. ¿No fué admirable la aparente conformidad de un Campoamor, de un Valera, por todo lo establecido? Y después, cuando la aparente sumisión, efectiva para el vulgo oficial, nos ha dado autoridad y respeto, ¿no podremos con mayor eficacia volver á decir la verdad, á los que antes no quisieron oirla?
«Fígaro» sometido, acaso nos hubiera dicho algo más profundo que «Fígaro» rebelde. Sobre la verdad de nuestra vida, que él creyó afirmar dándose muerte, está la verdad de la vida; sobre la que, acaso, podemos triunfar cuando más abdicamos de nuestra voluntad.
Cuando hemos renunciado á nuestra dicha y nos contentamos con ver dichosos á los que nos rodean, es quizás cuando empezamos á serlo.
¡Qué inaccesible ideal si pensamos al escribir una obra en la gloria sin término! ¡Qué fácil, si pensamos en comprar con su producto inmediato el juguete que alegre á un niño querido! ¡Vender la gloria remota por sonrisas cercanas! Si la gloria tiene algún camino, ¿no es el amor quien por él ha de llevarnos?
Poner muy alto y muy lejos el ideal, tal vez es airoso pretexto para la caída al alcanzarle. Acerquémonos, aunque se empequeñezcan nuestros ideales.
Fingió la fábula que el águila volaba por llegar al sol, y en realidad sólo vuela por traer alimento á su nido. Y por eso no es menos arrogante su vuelo.
¡Jóvenes admiradores del fin prematuro de «Fígaro», no pretendáis volar tan alto por el[71] aire, que olvidéis deberes de la tierra! El también os lo hubiera dicho si hubiera vuelto de su volar altivo.
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El Teatro en España, interesante libro publicado por Francos Rodríguez, á mas de muy atinados juicios sobre muchas de las obras estrenadas en el año de 1908, contiene una parte de estadística, reveladora de la desproporción alarmante entre la cantidad y la calidad en el producto dramático. Asusta lo que devora el público en un año, y no será de extrañar que, por no exponerse á morir de empacho, prefiera ponerse á dieta rigurosa, de más rigurosa repercusión en estómagos de autores y comediantes.
Á bien que el público toma el prudente partido de no interesarse por nada y ha delegado su misión de juzgador en manos de la «claque» y de los amigos del autor, pródigos en aplausos que ya nada significan ni á nada comprometen, ni siquiera á que la obra permanezca en el cartel los tres días de reglamento. Se ha conseguido con esto, que ya no haya más opinión valedera que la de la taquilla, y que los empresarios[72] después del buen éxito, más ruidoso, en vez de regocijarse, digan desconfiados: Mañana veremos... Y lo que ven mañana es... tres pesetas.
No ha de pedirse á la crítica mayor severidad que al público, y si éste adoptó por sistema el muy cómodo de «Dejad hacer, dejar pasar», ¿qué ha de decir la crítica? Por mí que hagan, y por mí que pasen. La indiferencia, tal vez cruel del público, es en la crítica más compasiva. Aquella obra es acaso el pan de una familia ó la felicidad de un ilusionado, ó la satisfacción vanidosa de un majadero. ¿Para qué privarles de esos goces materiales ó espirituales? ¿No es injusticia toda justicia innecesaria? ¿Pesan más los agravios al arte que la miseria ó la pena de un autor desdichado?
Como decía aquella dama, dadivosa de suyo, para justificar sus prodigalidades: ¡Á una le cuesta tan poco, y ellos se quedan tan contentos!...
Es hoy el teatro rama de la Beneficencia. Y no está mal así; que es tan dura la vida, que en nada puede emplearse mejor todo templo, sea artístico ó religioso, que en asilo benéfico del dolor y de la miseria. El Arte como la Divinidad es bondadoso, y sonríe sin ofenderse al que llega[73] en nombre del Arte á pedir á su puerta una limosna, ya de pan, ya de aplauso.
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Tan poco acostumbrada está la Gloria á coronar en vida frentes españolas y tan hecha á no llegarse á las más excelsas, si no es traída por mano de la muerte, que, cuando por no poder menos, la hora gloriosa llega en vida, no es de extrañar que la muerte crea también su hora llegada y sólo por ver al luchador triunfante, con razón crea que ya le pertenece.
Era, para el músico insigne, un descanso en la lucha incesante, era el triunfo, concedido por los más rehacios en otorgar honores de vencedor á quien todavía pelea en pie con denuedo; era la gloria: pero era gloria española... ¡Tenía que ser la muerte!
Mezquina concepción de la divinidad es considerarla como á maestro de párvulos, distribuyendo vales de buen comportamiento para un premio futuro; pero, ante el rudo corte de una noble vida, toda honrado trabajo y fecunda lucha, que no pudo hallar aquí justa recompensa, ¿no hemos de pensar en una satisfacción suprema,[74] en una gloria sobrehumana de luz y de armonía?
¡Ah, los que juzgáis escepticismo la ironía, no sabéis cómo el irónico guarda la sinceridad de su sentimiento para cuando es bien emplearlo, más entero cuanto menos gastado!
Porque sabe de la verdadera bondad, burla de apariencias virtuosas; porque sabe del esfuerzo y de los sacrificios que impone el verdadero arte, burla de esos simuladores, bien hallados con la fácil «gloriola», más contentos con aparentar que con ser. Esos que pueden reposar satisfechos al decir: Hemos llegado; cuando llegaron á una posición oficial, obtenida á fuerza de intrigas y de concesiones.
Pero ante un nombre como el de Chapí, ante una vida de trabajo digno, en que todo se debe al propio esfuerzo, la admiración es culto y el respeto obliga al ejemplo... Y el cronista llora con limpio llanto, porque nunca lloró con llanto inútil por farsantes ni por malvados.
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Sobremesa es esta de espiritual convite, de mística comunión, como en la última Cena de[75] Cristo, como en torno al Santo Grial, la de sus caballeros guardadores, los hermanos de Percival y de Lohengrín.
Sobre la vulgaridad cotidiana de nuestra vida, resplandeció la gloria del Arte y sus alas de luz nos elevaron, aliviados de toda terrenal pesadumbre, y la caricia de lo sublime estremeció nuestras almas transfiguradas por el divino milagro del Arte.
Y cuanto hay de divino en nosotros nos habló de inmortalidad. ¿No es esta la verdadera, la única moralidad que debemos pedir al Arte?
Después de oir «El Ocaso de los Dioses», yo no creo sinceros los aplausos; esa vulgar aclamación no es digna de tanta grandeza. Nadie palmotea ante el mar, nadie palmotea ante las tempestades, nadie ante la serenidad armoniosa del cielo en una noche de verano. El espíritu se recoge como en oración, y un silencio solemne de llanto contenido, el llanto bueno que purifica como fuego sagrado, es la mejor acción de gracias de nuestras almas.
El único aplauso digno sería caer de rodillas, prosternados como ante la elevación eucarística.
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¿Qué nos dirán ahora para justificar su desdén por el público, los inmaculados castellanos de las marfileñas torres? ¿Es inútil pretender llegar á la multitud, como ellos aseguran? ¿Solo ignorancia y grosería encontraremos en ella? El público madrileño respondió el domingo pasado y en noches sucesivas, como acaso no esperaban muchos, á cuantos quieren disculpar su vagancia ó su impotencia con la falta de sentido artístico en el público.
Con ser todo admirable—pasemos por alto deficiencias en la interpretación y presentación de la obra,—lo más admirable, sin duda, lo mejor de la gloriosa jornada, fué la actitud del público; este admirable público madrileño, tan calumniado, pero de un instinto artístico tan seguro, que, al contrario que en otros países, antes que en la crítica sabia, hallan en el sostén y aliento los luchadores sinceros por nuevas formas de Arte.
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Y, en el triunfo del genio, ¿será justo olvidar á su compañera inseparable la locura—según los modernos, algo ya anticuados antropólogos,—personificada[77] en el caso de Wagner, por aquel rey Luis de Baviera; Nerón de poquito, Nerón todo dulzura, solo tirano en el Imperio del Arte?
¿Hubiera triunfado el genio sin el loco? ¡Gran asunto para nueva trilogía! El emperador Guillermo, el rey Luis de Baviera y Wagner. La fuerza, la locura y el genio, unidos para gloria del imperio grande y fuerte.
La crítica histórica minuciosa distribuirá razonablemente alabanzas y censuras. Todas éstas para el noble rey loco. ¿Qué importa? Él también fué necesario para la grande obra, y en la universal armonía, el fuerte y el genio llaman hermano al loco.
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Después de una representación del «Ocaso de los Dioses», pensaba yo, cómo yerran los sintetizadores rotundos que para mayor comodidad, clasifican á todo pueblo del Norte, como razonador y positivista, y á todo pueblo meridional como idealista y soñador. Y he aquí, cómo en el arte germánico, perduran los mitos heroicos y legendarios, y cómo entre nosotros,[78] apenas si concedemos un modesto lugar en la tradición; muy desposeída de leyendas, á nuestros héroes. ¡Nosotros sí que sabemos del Ocaso de los Dioses! Aquel gran socarrón de Cervantes fué el gran enterrador de España. Verdad es que el entierro fué suntuoso, con gran asistencia de monjas y frailes. No se puede morir más devotamente. Toda la herencia se nos fué en fundaciones piadosas. Esperémoslo todo de la desesperación de los desheredados. Cuando falte toda esperanza, la desesperación puede ser también madre del heroísmo.
¡Triste Rocinante, triste rucio de Sancho Panza, que vais tardos y fatigosos por áridas llanuras, no hemos de trocaros por el caballo de Brunilda, que galopó sobre nubes y en carrera loca fué conducido al fuego, para que sobre la muerte del héroe y el perecer de los dioses, triunfara el amor ideal de dos almas heroicas!
¡Qué impropiamente llamado «Marcha fúnebre» el mas sublime pasaje musical y dramático del Ocaso! Marcha al combate, al triunfo, á la inmortalidad, debiera llamarse.
Hay en la música de Wagner más filosofía que en todos los filósofos alemanes. La que despierta en lo más íntimo y en lo más hondo[79] de nuestro espíritu el sentimiento de inmortalidad.
La Vida es un enigma, el Arte es su revelación. ¿Nos dice la verdad? No. ¿Para qué? Nos hace olvidarla.
La coincidencia en el arribo á Buenos Aires de dos gloriosos escritores, de tan opuesto carácter y tendencias, como Anatole France y Blasco Ibáñez, es comidilla en círculos literarios, donde se discute en pro y en contra del efecto que cada uno podrá lograr con sus anunciadas conferencias.
Cuentan, los mantenedores por el gallo francés, con el «snobismo» porteño, tan afecto á cuanto proceda de París, sean figurines de modisto, sean figurines de literatura. Confiamos, los que ponemos por el nuestro, fuera de méritos, que no es ocasión de parangonar, con la indudable supremacía que la literatura española va logrando en aquellas tierras, lenta, pero seguramente con el mayor entusiasmo que aportará nuestro Blasco Ibáñez, y el mayor conocimiento del terreno que pisa, con el espíritu español, más efusivo que el francés para entregarse al extranjero; no digamos á lo que nosotros no podemos llamar extranjero, por ser tan[82] nuestro, hasta en eso de haberse entregado al francés incautamente.
Anatole France irá, de seguro, muy poseído de su superioridad, que es la superioridad francesa; más dispuesto á ser admirado que á admirarse; irá con la misma displicencia que los grandes actores franceses en sus «tournées» por América, que suelen presentarse con lo más ramplón de su repertorio y de su equipaje; muy convencidos de que les basta con su nombre de París, para ser aplaudidos. Á esto se debe algunos fracasos muy sonados y el que hoy sean preferidas las compañías españolas é italianas.
Yo deseo un viaje triunfal á Blasco Ibáñez, y desde ahora me atrevo á pronosticar que lo será seguramente; sin desconocer que para Anatole France serán los mayores éxtasis de los exquisitos. Lo mejor que pueden desear los argentinos es que el sutil ironista francés quede tan satisfecho de su viaje, que pretenda volver por allá, más tarde ó más temprano; porque si no entra en sus planes el volver... ¡ya pueden prepararse para leer lo que escriba de ellos á su regreso! De menos hizo Dios á Juana de Arco.
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Á la distinguida señora que me escribe, indignada por algunas apreciaciones mías referentes á los padres españoles, recomiendo para mi disculpa y su consuelo, la lectura de un libro recientemente publicado en Francia: «La educación en la familia», por Thomas.
Dice el autor: «Al tratar de la educación, y en particular de la educación de los hijos en la familia burguesa, procuramos destacar los pecados de los padres, persuadidos de que de ellos proviene la mayor parte de los males que afligen á la sociedad. La tarea es ingrata, porque pocas veces agradecemos las censuras.
¡Cuánto más agradable sería exaltar los méritos del padre y el de la madre; disculpar sus errores y sus preocupaciones y cultivar con engaños discretos sus ilusiones! Tarea ingrata por su misma vulgaridad. ¿No se ha dicho ya todo sobre este asunto y no llegamos demasiado tarde? Todo se ha dicho, pero ya que parece que no se ha oído, ¿haremos mal en decirlo otra vez? Es conveniente, dijo Voltaire, despertar á menudo la conciencia de las modistas y la de los reyes con una moral que puede causarles impresión. Lo mismo puede decirse de la conciencia de los padres.»
Como vé mi ofendida comunicante, también en Francia hay padres descuidados, y lo mismo podría decirse de todo el mundo, y si el autor francés particulariza, como yo, por mi parte, es porque, además de que cada uno habla de la feria según le va en ella, es natural que cada uno hable de la feria que mejor conoce.
No es que yo no haya conocido excelentes y admirables madres é inteligentísimos padres. Tal vez por haber conocido lo mejor, soy más exigente con lo mediano y con lo malo.
Y si sólo á la salud física atendemos, ya no soy yo, es la estadística implacable la que acusa á los padres españoles. Y nos quejamos de Madrid, pero ¡cuando ve uno de cerca pueblos y aldeas!... Diga mi amable, aunque airada comunicante, que, al juzgar por sí misma, pretende igualar á todas las madres españolas: ¿no vió nunca en apreturas y bullangas callejeras, en teatros y hasta en tendido de sol en los toros mujeres con niños de muy corta edad, de pecho, en los brazos, y no sintió indignación muy justificada? ¿Es por exceso de cariño, es por lo que puedan gozar los angelitos á esa edad con el espectáculo? ¿Que son pobres mujeres sin ilustración? No siempre; que también[85] en la clase media y en las más elevadas se cometen á diario, como esos conatos de infanticidio, que alguna vez llega á consumación y entonces es el acudir á los santos, porque al médico también suele acudirse tarde.
De la educación en su parte moral no hablemos, y vuelvo á recomendar el supradicho libro; pero ¿quién no ha presenciado, aun en familias muy distinguidas, discusiones violentas entre marido y mujer, en presencia de los hijos? ¿Quién no conoce padres de esos que tienen por sistema desautorizarse mutuamente ante los hijos, por ridícula competencia de cariño y basta que el uno reprenda para que el otro disculpe y viceversa; de modo que los hijos, dueños de la situación, acaban por provocar á cada paso estas disidencias paternales, sabiendo que al cabo siempre han de resultar gananciosos?
De otros muchos errores y torpezas, no menos graves por ser hijas del cariño, todos podemos catalogar por observación personal, un buen número.
No vale, pues, ofenderse, señora mía. Los ejemplos hay que buscarlos en singular; las razones en plural. Yo sé de algunos admirables[86] ejemplos de padres y de madres; pero tengo muchas razones para hablar como he hablado de las madres y de los padres. Por algo soy hijo de quien mereció el nombre de «Médico de los niños», y más que contra las enfermedades tuvo que luchar en su vida profesional con la ignorancia de muchas madres y de muchos padres. Recuerdo haberle oído decir á una madre que no sabía cómo expresar su agradecimiento, por creer que le había salvado la vida de su hijo, enfermo de difteria, entonces de más complicada y difícil curación que ahora.—No tiene usted que agradecerme nada. Su hijo se ha salvado por bien educado. No he visto niño más dócil para dejarse curar.
Ya ven los padres cuánto importa una buena educación, hasta para las enfermedades de sus hijos.
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Algernon Carlos Swinburne era, con Jorge Meredith, el único gran poeta inglés viviente; últimos los dos de aquella serie de grandes poetas ingleses del siglo XIX, que empezó con Byron, Wordsworth, Shelley y Keats, para[87] continuar con Tennyson, Browning, Rossetti, Morris y el que, aunque menor, no menos «Thoug the last not least», como Cordelia; entre todos pudo brillar y con los mayores competir.
Sus principios poéticos, de una escabrosidad que la Inglaterra oficial no pudo perdonarle nunca, impidieron que, á la muerte de Tennyson—que tan bien supo guardar todas las formas poéticas y sociales,—fuera Swinburne nombrado poeta de cámara; que no otra cosa viene á ser el título de «laureado poeta», concedido en Inglaterra.
Como Shelley, como Byron, ¡qué ingleses en esto! pretendió ser un revolucionario social, sin conseguir ser más que un admirable poeta. Nunca el verso inglés, tan perfecto desde sus orígenes, con Spencer, con Shakespeare, con Milton, alcanzó la fluidez, la variedad, la armonía de las estrofas de Swinburne, de imposible traducción á otro idioma. ¿Cómo ni á qué lenguaje se traduce una sonata, una sinfonía de Beethoven?
Fué el cantor de los mares y lo fué también de los niños, y al morir, si no el aura popular de los contemporáneos, pudo sentir sobre su[88] frente el viento de los mares; el viento que él supo cantar y de quien él dijo cómo sentía:
Cuando surge el héroe popular, ya sea héroe de un día, ya de los que dan nombre y gloria á toda una época, criminal ó santo, víctima ó triunfador, no importa estudiar la persona del héroe tanto como las circunstancias, el ambiente social de que fué producto. Héroes causa hay muy pocos; la mayor parte son héroes efecto.
El héroe de estos días estaba en el ambiente; en las conversaciones familiares, en las tertulias de café, en las discusiones técnicas, en los bastidores de la política. Murmuración que apunta á ciegas, acusaciones injustas tal vez al particularizar, pero ¡qué lógicas al ser castigo, aunque no castiguen la verdadera falta!
Y la falta no es de ahora, la falta es de origen; estuvo en aquella memorable sesión, no lejana, que hizo vibrar las fibras más hondas del patriotismo de aquellos, todo superficie, que lo echan todo en flores más que en raíces.
Así se hubiera encargado de la construcción[90] de la escuadra un gobierno de ángeles y los barcos hubieran caído del cielo á punto de navegar por esos mares, la voz popular hubiera tenido siempre que poner tilde en ellos, desconfiada del divino milagro.
¿Por qué? Porque el país aun tiene la ropa en la orilla, tendida á secar, como dijo el poeta; porque la herida aún no está cicatrizada; porque quien una vez fué engañado en su confianza, tarda mucho en volver á confiar, y acaso exagera su malicia por temor á caer otra vez en confiado; porque el país sabe que dos ni cuatro barcos no son una escuadra; porque había otras cosas más urgentes que recomponer, y á ellas debió atenderse con preferencia, y la prisa en nuestros directores por atender antes que todo á lo que el país no consideraba tan apremiante hizo que el país desconfiara desde un principio. Aquí hay negocio, se dijo. No lo habrá, no debe haberlo, la intención y los hechos serán los más puros del mundo, pero los errores se pagan como las culpas, y la acusación, las murmuraciones, la calumnia quizás, si son injustas al señalar culpables, son justicieras al castigar la culpa. No es hoy, fué el día de la memorable sesión, cuando alguien debió levantarse y acusar[91] muy alto. Aquel día fué cuando se engañó al país, y eso es lo que el país no ha perdonado, y acusando hoy sin pruebas, queremos creerlo, sin acertar en sus acusaciones, acusa con justicia.
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La gente anda por las calles como de costumbre; unos á sus ocupaciones, otros á sus ocios, nadie piensa en asonadas ni en revoluciones; la mayor parte de las calles tienen piso de asfalto y las barricadas no son posibles sin adoquines.
Pero, ante el alarde de fuerzas, el ir y venir de la policía, los preparativos bélicos de enarenar las calles, la gente se detuvo curiosa, los curiosos aumentan, se empieza á temer algo. ¿Qué va á pasar aquí? Los comerciantes se alarman, entornan sus puertas y resguardan sus vidrieras; la circulación de coches se dificulta, los guardias pretenden despejar la calle, se discute, se protesta; un guardia, malhumorado por el exceso de horas de servicio, increpa al más pacífico curioso, que al verse increpado tan á destiempo se insolenta con el guardia; un grupo toma partido por el transeúnte, increpa[92] á su vez al guardia, otros guardias intervienen á favor de su compañero, salen los sables, gritos, carreras, atropellos.
Al otro día el gobierno anuncia en nota oficiosa que no está dispuesto á consentir que nadie altere el orden público con ningún pretexto, y que tomará las más rigurosas medidas, y vuelve á desplegar gran aparato bélico y vuelven los curiosos á curiosear, y vuelve á repetirse la misma escena. Y yo pienso: ¿Quién altera el orden? Si la gente no viera guardias, ni arena, ni parejas de la Guardia civil... ¿con quién discutiría? ¿Por qué se formarían grupos á ver lo que pasaba? Y ¿qué pasaría? Probablemente, que la gente iría tranquilamente por las calles, como de costumbre, unos á sus ocupaciones, otros á sus ocios. Si cuando uno no quiere, dos no riñen, ¿qué será cuando, aunque uno quiera reñir, no tiene con quién? Pues en este procedimiento tan sencillo, todavía no ha caído ningún gobierno, y esta medida de sentido común es la única que no se le ocurre tomar para que nadie, con ningún pretexto pueda alterar el orden público. Y, el orden público no se alteraría si los del orden público no se alteraran tanto.
Los detenidos ingresan por docenas en la cárcel. Si la detención se prolonga, mal principio van á tener las primeras elecciones con voto obligatorio, y si antes de ese día les dan suelta... votos seguros para la candidatura ministerial, ó no hay gratitud en el mundo.
Basta que el señor obispo de Orense lo afirme, para creer que el baldaquino famoso, amenazando ruina, el peor día, se hubiera desprendido sobre los devotos y causado mayor número de víctimas que las ocasionadas ahora por unos disparos de fusil, de mas inminente efecto que el baldaquino. La letra, aunque sea episcopal, con sangre entra y con sangre están regadas las páginas del Evangelio y las páginas más gloriosas de la historia de la Iglesia; pero bueno hubiera sido que el señor obispo, antes de la efectiva persuasión de los fusiles, hubiera empleado algo de persuasión pastoral, hasta convencer á sus borregos de la necesaria obra. No es de creer, por muy duros de mollera que fuesen, capaces de resistir sobre ellas todo el peso del baldaquino; ni por muy recelosos, como buenos aldeanos gallegos, de que alguien tratara de lucrarse, como tantas veces en casos semejantes; á poco que el Espíritu Santo hubiera inspirado á su[96] Ilustrísima, y mostrándoles además con razones la verdad del peligro, hubieran desatendido á su buen pastor, obligándole á valerse del brazo secular, como en los mejores tiempos del feudalismo episcopal; aquellos buenos tiempos, más recordados en Galicia que en región alguna, por la dramática leyenda del obispo D. Suero.
Por algo el obispo de Jaca quiere, ante todo, contar con sus buenos órganos en la prensa; así, en casos semejantes podrá llevar la palabra persuasiva á sus feligreses, sin necesidad de convencerlos á tiro limpio. Quizás con un buen periódico se hubiera evitado el sangriento conflicto y muy desacertados están cuantos censuran al señor obispo de Jaca por su propaganda. Compárese un procedimiento con otro. Siempre será mejor poner periódicos que fusiles á disposición de los señores obispos.
* * *
¡Valiente mico! ó mejor ¡valiente «lapin»! como allá se dice, le ha colocado á su dulce amiga la República francesa, su aliado el Imperio ruso. ¡Para que veas Marianita con quien te gastas los cuartos! Por esta vez tu soberano amigo[97] se ha mostrado digno de la «casquette á trois ponts», distintivo clásico del «souteneur» parisiense.
Después de haber sido su «marmita» apresurándote á cubrirle sus empréstitos, en la primera ocasión que se le presenta de corresponder, al muy cosaco, sale con que se niega á pagarte derechos de traducción y representación por tus obras, fundado en que la pobreza de su país no le permite esos lujos; aunque le permite el de sostener á sus grandes duques; algo más pródigos en pagar, sin traducir, á las grandes «cocottes» que á los grandes escritores franceses. Estos, aparentan no darse por sentidos; altas razones patrióticas les obligan á ello, pero otras les queda dentro y la alianza franco-rusa, ya muy resquebrajada, quedará con esto para el divorcio; tema preferente de los escritores franceses.
El pueblo francés, tan amante de sus artistas, no tolera desdenes ni ofensas para los gloriosos representantes de su intelectualidad.
En cambio no sabrán agradecernos á nosotros, aunque no les debemos las atenciones ni el dinero que los rusos; á más de los derechos de traducción y de representación, nunca escatimamos,[98] la oficial oficiosidad de no molestarles en lo más mínimo con el recuerdo del Dos de Mayo; cuya conmemoración, según rumores, quedará suprimida este año.
No hay bien ni mal que cien años dure, y este recuerdo, que cumplió los cien años en el pasado, no era justo que durase uno más en memoria tan olvidadiza como la española.
En vez de estas fiestas nacionales, podemos ir celebrando por regiones, por pueblecitos y hasta por barrios, una porción de fiestas conmemorativas de nuestras guerras civiles, pronunciamientos y motines. Así, todo quedará en casa sin molestia para los de fuera. Cada uno lo suyo, y á lo suyo. Por eso, ya que el Dos de Mayo no se celebre como fiesta nacional, en recuerdo de una gloriosa guerra por la Independencia española, ¿no será permitido á los madrileños celebrarla, siquiera como recuerdo de un motín madrileño, un modesto motincito sin importancia? Siquiera en el barrio de Maravillas, con mucha modestia, no vayan á molestarse en Francia y paguemos nosotros el enfado que no se han atrevido á mostrar á Rusia.
* * *
El honor de las mujeres hemos convenido desde muy antiguo, en localizarlo. Por fortuna para ellas y aun para nosotros, la bondad no es lo mismo que el honor y no tiene tan frágil asiento. El honor de los hombres... ya anda más repartido; por la inteligencia, por el corazón, por los brazos, por los bolsillos; por regiones materiales y espirituales. Por lo mismo es más opinable y por lo mismo no debe opinarse de él con tan ligera facilidad como ha dado en opinarse ahora, de un modo definitivo é inapelable, por medio de los llamados tribunales de honor. Bastaba con los tribunales de justicia, sólo llamados á juzgar de los hechos, único juicio que en lo humano, puede presumir de acercarse á la verdadera justicia. ¡Juzgar del honor! ¿Quién sabe de eso? ¿Quién sabe en dónde está nuestro deber más cercano, más imperativo?
Aceptaré todavía los tribunales de honor y sus juicios, en cuerpos que por tener sus deberes bien definidos, al cumplimiento de ellos han de ajustar sus resoluciones. Pero en un círculo de sociedad, de recreo, fuera de las incorrecciones cometidas en él, ¿en nombre de qué justicia va á juzgarse?
No han tenido confirmación determinaciones[100] apuntadas con maliciosa intención, y la verdadera justicia y el buen gusto deben celebrarlo. El honor no se gana en un día, para que en un día pueda perderse. Quien en una hora puede dejar de ser honrado es que no lo fué nunca. Todos los que somos amigos del Sr. Macías sabemos que no es este su caso. Podríamos dudar de sus razones, hasta de su razón, nunca de su honradez.
¡Oh, el «sport» de París! En una revista representada en «Folies-Bergère»—el que no haya visto una de estas revistas no tiene idea del ingenio parisiense; es para elevar un monumento al peor de nuestros currinches,—se ha introducido una escena: «El presidente Castro en París», y ¿qué dirán ustedes que se les ha ocurrido? Hacerla representar por Cónsul Peter; un chimpancé inteligentísimo; superior, seguramente, en inteligencia al autor de la escena, al público que la ríe y al que sin reírse la tolera.
No es ocasión de juzgar la figura política del presidente Castro, y mucho menos su figura particular; pero, habría de ser muy despreciable y siempre merecería siquiera por ciudadano de un noble país, algo más de consideración que la simiesca caricatura. No será por tirano por lo que merezca de los franceses un desprecio que no han merecido de ellos el zar de Rusia ni el sultán de Turquía. Ni por especulador de mal[102] género, suponiendo que lo hubiera sido; cuando ellos están á partir un piñón con el buen Leopoldo de Bélgica y del Congo. ¿Qué espíritu de moral justiciera es ese, tan severo con un presidente caído, como tolerante con majestades encumbradas? Es que los franceses le hubieran perdonado todo al presidente Castro; lo que no pueden perdonarle es la oposición á dejar explotar su país por los especuladores franceses.
Aprendan, aprendan los buenos americanos, lo que significan para esa Francia y su París, al que ellos adoran y á donde ellos acuden inocentes á copiar todos los figurines materiales y espirituales. París que inventó por ellos y para ellos las palabras «rastaquere» y «rastaquerisme»; París, que los arruina y se ríe de ellos.
Por si la escena del mono, por ser en tal lugar y de tal arte, no mereciera tomarse en cuenta como síntoma característico, ahí está flamante y literaria la obra de Abel Hermant: «Trenes de lujo»; en donde los americanos hacen también un papel ridículo. ¡Y tan contentos! ¿Qué dirían si en España, donde siempre se les ha tratado con respeto, los escritores nos permitiéramos esas desconsideraciones? Pero en París... ¡Ah, en París! ¡Son tan ingeniosos, tan espirituales![103] En cualquier parte un chimpancé sería un chimpancé; pero allí no; es el presidente de una nación americana; es todo un símbolo... ¡Ni los de Ibsen!
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La masa neutra ha demostrado en su primera presentación y á pesar de la falta de ensayos, que no es tan neutra como algunos creían. ¡Gran error pensar que los que no están con nadie no están en contra de uno!
No ha sido el despertar de ningún león, seguramente, el pacífico salir de sus casillas, aunque no del encasillado—todo se andará,—de los retraídos electores. Pero vamos, como despertar de gato doméstico, que duerme sosegado y vienen á molestarle, no ha estado mal el primer arañazo.
Algunos disgustos está llamada á dar esta masa neutra, que una vez despierta, ha de avisparse más cada día. Malo para los gobernantes si lo toman en serio, y peor si lo toman á broma y las elecciones se convierten en «sport» á la moda. Por lo pronto, en estas elecciones, las señoras se han movido como nunca... ¡No sean ustedes maliciosos! Muy pronto habrá tés electorales[104] y «soirees» de señoras compromisarias. En las reuniones cursis se jugará á sacar diputados, como antes á la lotería y á los estrechos. El clásico pucherazo, reservado para interventores traviesos y secretarios de Ayuntamiento marrulleros, correrá ahora á cargo de femeninas manos: más propias para manejar pucheros. Con el voto obligatorio, la intervención electoral de las mujeres será decisiva. Con cada varón votarán su esposa, su novia, sus amigas. Será el voto neutro. Pero la masa será lo menos neutra posible. Nada de medias tintas. Las mujeres son extremosas en todo; con Dios ó con el diablo. Por eso, con la intervención de la masa neutra en las votaciones, los que deben decidirse pronto por uno de estos extremos, son los partidos neutros. Hay que decidirse; el país ya se ha visto que esta decidido.
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D. Enrique Vargas, en la redondez del mundo; Minuto, en la redondez de las plazas, publica un reglamento de apuestas, con aplicación á las corridas de toros, que vendrían á competir de esta suerte con los frontones, hipódromos,[105] casinos veraniegos y círculos aristocráticos. Los verdaderos aficionados pondrán el grito en el cielo, al saber cómo intenta desnaturalizarse nuestro castizo espectáculo; el más típico ejemplar de arte por el arte mismo; estética pura.
Mal síntoma es, en verdad, que ya sea preciso aderezar el filete, como si lo sangrante no le bastara, con esta salsilla picante. Y peor síntoma que haya sido un lidiador el primero que lo proponga; porque indica cierta desconfianza en los propios recursos para amenizar la fiesta.
No es decir que ya no se haya puesto en práctica lo que ahora se pretende. Recuerdo haber jugado varias «poules» en corridas de toros, en que había de ganar el agraciado con el toro que más caballos destripase. Recuerdo también, que para mayor aliciente, jugábamos alguna vez una «poule» ilustrada, en las que un picador cogido valía por un caballo, un banderillero por dos y un matador por cuatro. La equivalencia, como puede juzgarse, era por sueldos. Esta última combinación en las apuestas hubo de suprimirse á ruegos de una distinguida señora, abonada á delantera de grada; porque, según nos dijo aquello le parecía una barbaridad, porque cuando el toro que se jugaba[106] no había matado ningún caballo, no podía uno evitar el mal pensamiento de desear que cogiera á alguien, aunque no fuera más que un rasguñito, claro está... Todos los jugadores convinimos en que, efectivamente, se sentía uno bárbaro, y suprimimos la «poule» ilustrada. Nos sentíamos compasivos y era de ver cómo, en nuestro toro increpábamos á los monos sabios porque no daban la puntilla en el acto á los pobres caballos heridos... ¡Era una crueldad verlos padecer! El corazón humano guarda tesoros de bondad incalculables; todo está en saber llegar á su fibra sensible.
Por mi parte, no sé cómo corresponder á la atención del nuevo jefe superior de policía. Su reciente circular, encaminada á la represión de la blasfemia, trae, á modo de brindis, ofrecimiento ó envío, como en balada antigua ó modernista—los extremos se tocan,—los nombres de D. Mariano de Cávia, el mayor maestro, y el de este su menor discípulo. Y ya quisiéramos ¡pardiez! á tan poca costa, ser siempre atendidos en empresas de mayor empeño; porque, en verdad, si no da muy buena idea de la cultura de un pueblo, ese verdadero derroche de torpes vocablos y groseras frases y, repetidas veces, en cuanto al teatro se refiere, he censurado el abuso de chulerías; de eso á pedir la intervención de la autoridad, hay un abismo; temible siempre, como lo es toda intervención de la autoridad en España.
La grosería en el lenguaje, es sólo síntoma de la grosería espiritual, que podrá taparse,[108] pero no desaparecer con cataplasmas y parchecitos. Buenos reconstituyentes y depurativos á cargo de padres, maestros y educadores, han de ser más eficaces y procedentes.
Entre tanto, sería de lamentar para nosotros, de reir para todos, que, los mal supuestos inspiradores de la circular, fuéramos los primeros en caer bajo su peso. ¿Quién puede responder de su pícara lengua en cualquier momento? Y que, hay días, la verdad, en que sin dos ó tres palabrotas bien colocadas, reventaría uno. Los fisiólogos saben que esto de blasfemar y palabrotear, no tiene muchas veces más importancia que la de cualquier otra necesidad fisiológica: una expansión de los nervios, un escape de energías en palabras rimbombantes que acaso no tienen más valor que el puramente onomatopéyico.
Sabido es el cuento de aquel marinero que, desde la punta del palo mayor, sintió escurrírsele pies y manos, y al prorrumpir en horrible blasfemia, con desesperada contracción, logró asirse á una escala, casi en el aire y salvó su vida. El cura del barco, espectador y oyente de todo, le reprendió después muy severo: ¡Desdichado! ¡En tan horrible peligro y no encontrar[109] otras palabras que esa infernal blasfemia! ¿No pensaste que Dios pudo haberte castigado? Ya puedes darle gracias.
—Sí, padre; tiene usted razón... Fué una barbaridad lo que dije; pero, mire usted, padre, como en vez de decir eso, me hubiera entretenido en decir: ¡Jesús mío, Virgencita mía, salvadme!... Entonces es cuando no agarro la cuerda y me descrismo...
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Otra aplicación del sistema tan nacional, de preocuparse por lo sintomático, es lo de andar pensando en festejos para remediar la llamada crisis del comercio madrileño. ¡Pobre ciudad y pobre comercio los que no cuenten para atraer viajeros y compradores con otros recursos que unos malos festejos de feria!
La gente sabe ya lo bastante, para haber aprendido que, justamente en días de fiestas y jolgorios, es cuando se hace más insoportable la estancia en cualquier parte. Esos señores comerciantes y fondistas, tan interesados ahora en el atractivo de las fiestas, son después los primeros en contribuir á que los pobres forasteros[110] salgan de Madrid como gatos escaldados. No hay en Madrid un solo hotel en justa proporción de sus precios con sus comodidades. Hoteles que, en cualquier capital del mundo, se considerarían como de tercer orden, tienen aquí pretensiones como de primero. Del estado de calles, paseos, coches de alquiler, servicio de tranvía, de la novedad y buen gusto en los espectáculos públicos; de todo, en fin, lo que contribuye de un modo permanente á la atracción de viajeros en otras capitales, no hay para qué hablar, porque ya es milagroso, en estas condiciones, que Madrid no se despueble á toda prisa para pensar en que vengan los de fuera á gozar de sus encantos.
Antes de pensar en fiestas, pensemos en barrer y en fregar la casa. Ya que no vengan los de fuera, que estemos más á gusto los de dentro.
Y cuando se piense en fiestas, sea en verdaderas fiestas de arte. Bayreuth, ahora Munich, llaman gentes de todo el mundo, con sus ciclos wagnerianos; Dresde con su teatro de arte; Strafford-sur Avon con sus representaciones de obras de Shakespeare. Contamos nosotros con un teatro clásico que es admiración de los extranjeros;[111] representaciones artísticas de sus obras más famosas atraerían, seguramente, á muchos de sus admiradores, franceses, ingleses, alemanes particularmente. Exposiciones arqueológicas, música y bailes nacionales; cabalgatas históricas, en que no se desdeñaran de tomar parte activa, como en otros países se acostumbra, sin el ridículo temor al ridículo, nuestros aristócratas y nuestros artistas. Mucho puede hacerse con buena voluntad y verdadero patriotismo, del grande; el que consiste en hacer cada uno lo suyo, en vez de irle pidiendo al vecino que haga por nosotros.
El piropo supone amabilidad y galantería; cuando era verdadero piropo no era lo peor que las mujeres podían oir al pasar por las calles. Con prohibirlo, ¿dejarán de oir groserías? El respeto á la calle que, por ser tan de todos, es donde menos debemos ser cada cual como somos, es la señal mas evidente de la cultura de un pueblo. Y aquí ¡cielo santo! por la calle se habla á gritos de religión y de política, y de mujeres y de hombres; por la calle le espetan á uno en su cara lo mismo la admiración que el desprecio; que el comentario á la figura que el juicio crítico del atavío, modesto ó llamativo; en la calle le para á uno cualquiera, al sol ó la lluvia, sin conocernos mas que de vista, y de plantón, nos refiere su lastimosa historia ó nos anuncia la lectura de una comedia; en la calle nos interpela el amigo francote, de acera á acera, sobre los asuntos más reservados:—Ya hablé con ese hombre... Dice que te llevara al[114] Juzgado... Ya nos veremos... Otras veces, desde la plataforma de un tranvía, otro campechano, pero algo más discreto, nos grita, cuando vamos sentados en el interior, entre otros viajeros:—¿Cómo va? ¿Se le arregló á usted aquello?... ¡Aquello! que abre amplios horizontes á la imaginación, y lo mismo puede ser un pleito, que un disgusto de familia, que un órgano importante... ¿Habrá ordenanzas de policía capaces de evitar estas y otras mil impertinencias callejeras, que no son piropos, ni blasfemias, ni vendedores ambulantes?
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Acabo de leer el nuevo libro de poesías de Fernández Shaw: «La vida loca». Yo diría del libro y del poeta... Pero no; seamos discretos. El propio autor nos ha dado una provechosa, y quiero demostrar que aprovechada, lección de tacto y de mesura en esto de opinar sobre autores contemporáneos. Preguntándole un crítico su opinión sobre el teatro moderno, el señor Fernández Shaw no quiso en modo alguno soltar prenda, se limitó á sonreir. ¡Oh, la sonrisa, qué discreta opinión! Y á decir: No me[115] pregunte usted. De los autores del siglo XIX, admiro á Tamayo y á Ayala.—Sí que es un gusto; teniendo á Zorrilla y á García Gutiérrez, más propios para ser admirados por un poeta. Pero el Sr. Fernández Shaw respondió muy juiciosamente. «No se debe opinar en público sobre autores vivos; otra cosa es en dedicatorias particulares. Preferir á unos es molestar á los otros; celebrar á todos por igual, es demasiado; decir francamente que todos son malos, es contradecir las dedicatorias... Nada, nada; lo más discreto es sonreir y remontarse á los muertos». Prudentísima actitud que yo tengo ahora muy en cuenta y, aunque sabe Dios, que sólo flores pensaba decir del nuevo libro, me limitaré á sonreir y á decirles á ustedes: Admiro á Góngora y á Garcilaso. Ni con los del siglo XVIII ni con los del siglo XIX quiero compromisos.
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Los buenos propósitos duran poco. Leo otro libro: «Tardes del Sanatorio», de Silvio Kosstti, y sin saber quién sea el autor, ni tener de él otra noticia que su libro y nombre—suponiendo que sea el verdadero y no un pseudónimo,[116] como parece,—me atrevo á opinar y á proclamarlo como libro de muy agradable y sabrosa lectura; libro que sabe á vida, entre tantos que sólo saben á libros. Libro de humor y de donaires, á la manera de aquel D. Francisco de Torres y Villarroel, original excéntrico de nuestra literatura, tan poco estudiado todavía y tan digno de serlo.
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Un nuevo nombre viene, sacado á luz por minuciosa crítica literaria, á disputar una vez más á Shakespeare la paternidad de sus obras. Antes fué el de Bacon; después el del conde de Pembroke; ahora es el de Rutland... Crítica sabia, crítica erudita, que no puede resignarse á juzgar obras tan admirables, como obra de un comediante vulgar; de un hombre que no podía ser literato... Pero ¿hay literatura en las obras de Shakespeare? ¿Literatura personal, literatura que no sea la de todos los predecesores y contemporáneos suyos en el teatro inglés? ¿Hay en la técnica, en los asuntos, en la composición de sus obras algo que no esté en los demás autores de su tiempo? ¿Qué hay sobre todo esto en las obras de Shakespeare, para que á todas sean superiores?[117] ¿Es literatura? No. Es saber de la vida, del bien y del mal de ella, de los palacios y de los tugurios, de los reyes y de los rufianes... Y para esto, ¿quién mejor que el humilde comediante? Shakespeare, literato, hubiera sido solo el autor de «Venus y Adonis»; como Cervantes lo hubiera sido solo de «La Galatea» ó del «Persiles». Shakespeare, como Cervantes, fueron ellos... por ser ellos; los que de todo sufrieron y por todo pasaron... ¡Pasaron! Esa es la grandeza de los espíritus superiores; pasar por todo. Los pequeños son los que no pasan; se quedan en cualquier parte: en la literatura, por ejemplo: Como esos críticos, empeñados en encontrar al literato en las obras de Shakespeare; sin saber encontrar al hombre; el que reveló todo el secreto de su alma y de su arte en aquel: «And I, Poor monster!» «Y yo ¡Pobre monstruo!» de su «Noche de Reyes».
No sé si algún liberal de los fósiles, después de leer «El resplandor de la hoguera», la última novela de Valle Inclán, le juzgara definitivamente afiliado al partido carlista y le llorara muerto para la literatura; para la literatura liberal, que no es toda la literatura, por lo mismo que toda la literatura sea ante todo libertad.
Por mí, sé decir que no conozco narración de nuestras guerras civiles tan artísticamente desapasionada de toda idea de partido. Son en ella, los de uno y otro bando, seres humanos de toda humanidad, y sobre ellos pasa, fatídica, esa ventolera de locura colectiva que de cuando en cuando enardece á los pueblos y los lleva á guerrear por cosas que el día antes nada les importaban y que, en razón, no debieran importarles nunca. Pasa entonces, sobre los espíritus más vulgares y pacíficos, un aliento de grandeza, que convierte en gran estratégico á[120] un rudo cabecilla; en héroe, capaz del martirio, á un rústico idiota, en madre de los Gracos, á la menos cívica campesina... en temibles conspiradoras á buenas señoras de pueblo y á monjas bobaliconas... Los espíritus se afinan, se sutilizan, se subliman... ¿En nombre de una idea? ¡Bah! Esto de tener simpatía por una idea ó por otra, ¡depende de tan poca cosa! Que fueran los carlistas ó los liberales los que robaron unas gallinas ó los que llegaron con mal modo; que fuera de un partido ó del otro el que prestó los cuartos sobre las tierras... ¡Ideas! ¿Qué saben de ideas los que matan y los que mueren? «We are flies that gods kill for their sport». Como decía el rey Lear: Somos como moscas, que los dioses matan por pasatiempo.
Este pasatiempo de los dioses, que se llama la guerra; esta fatalidad de las pobres moscas humanas, que las lleva á combatir unas contra otras, enloquecidas, parece sobre todo en la admirable narración de Valle-Inclán; cuyo espíritu de artista no permite vulgares filiaciones de partido político, ni siquiera de escuela literaria.
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La Asociación Matritense de Caridad vuelve á solicitar el auxilio y la atención de todos, en[121] su loable propósito de extinguir la mendicidad callejera. Para conseguirlo por completo hay algunos graves inconvenientes. Somos desconfiados y sensibleros. Para ser desconfiados tenemos muy buenas razones. Muchos siglos de pésima administración. Para ser sensibleros no tenemos tantas, si consideramos que el problema de la mendicidad no se remedia con sentimentalismos. Se trata de una enfermedad social que es preciso combatir en sus raíces. Médicos y sociólogos son los llamados á proponer remedios.
El emplastito de los cinco céntimos, que nos quita por el momento al mendigo molesto de delante, si basta á tranquilizar conciencias fáciles, no basta á remediar miseria alguna. Sólo contribuye á fomentar la vagancia. Téngase en cuenta que muchos de esos pobres madrileños bigardos de todos conocidos, suelen ser santeros de ladrones y rateros, cómplices de estafas y de mil trapisondas. No poco contribuyen también al fomento de la vagancia y de la pillería nuestros señoritos chirigoteros que dan en proteger á cualquier golfo desvergonzado y le ríen las bufonadas y le celebran las desvergüenzas. Esa simpatía estaría mejor empleada en el[122] trabajador; pero acaso les es más fácil ponerse en el caso del golfo y de ahí la simpatía.
Triste es, también, rechazar con dureza al niño que nos tiende la mano; pero debemos pensar que, si explotado por sus padres ó abandonado á sí mismo, halla mayor facilidad en el pordioseo que en el trabajo ó en la escuela, será ya imposible que desista de tan fácil vida.
Dejémonos, pues, de sensiblerías; dejemos también la desconfianza. Ayudemos entre todos á la Asociación de Caridad; que no hay motivos para que en Madrid sea imposible lo que ha podido ser en otras capitales de menos dinero, y tal vez de menos caridad. Un poco más de cabeza y menos corazón. Cuando habiendo contribuído todos con la mejor voluntad veamos que nada se ha remediado, tiempo será de considerar fracasadas las gestiones de la Asociación y de las autoridades, y podremos volver á repartir perritos chicos á tontas y locas, es decir, á vagos y á pillos. No hay idea de lo bien que se duerme, cuando con veinticinco ó treinta céntimos, cree uno haber resuelto el problema social y haber ganado un buen asiento de paraíso.
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El aristocrático público que asiste á las representaciones de Tina de Lorenzo, en el teatro de la Comedia, no suele acudir hasta hora muy avanzada de la noche. En este tiempo se prolonga el paseo, se come tarde... Si alguna vez veis llegar presurosos, á las nueve en punto, coches y automóviles, y al levantarse el telón, veis el teatro lleno, podéis asegurar á qué género pertenece la comedia representada: es una obra verde. Ahora sí, es preciso que la verdura sea alegre; que dé que reir y no dé en qué pensar. Entre «La Sfumatura» y «La Donna Nuda», no hay comparación posible.
En los turnos blancos triunfan Feuillet y Ohnet, más blancos que la nieve. ¡Señor! ¡Y á mí que no hay nada que me parezca tan inmoral como la tontería!
Por fortuna, las preciosas niñas abonadas tienen cara de estar pensando en otra cosa. Y las mamás también, rejuvenecidas por los recuerdos del «Romanzo d'un giovane povero»... ¡Recuerdos y esperanzas de vida! La moral llama al orden desde el proscenio, con severa campanilla. Por la sala, la vida agita sus cascabeles que suenan á risas.
Á las naturales bromas, inspiradas por la natural desconfianza en la aplicación de tanta y tanta pragmática como diluvia sobre madrileñas cabezas—porque en provincias, ríanse ustedes de cierres á hora fija, descansos dominicales, etc., etc.,—responden los ministerialísimos, con atribuirlas á «críticos de café». Y en esa frase ponen todo el desprecio que les inspiran los cuatro madrileños gatos que, á falta de una tertulia ministerial, donde tomarlo de gorra, van á tomar un café al café, con gotas de censura á la infalible política que nos gobierna.
Estos críticos de café, gentecilla de poco más ó menos, con echarlo todo á crítica y á broma, son los que impiden el buen éxito de tanta sabia y moralizadora ordenanza. Se trata de prohibir la mendicidad callejera; el crítico de café, ¡habrá escéptico! como va de su casa al café por sus pasos contados y no en coche como las[126] autoridades, y en cada esquina le acosan veinte pobres, y si lleva prisa, ha de echarse por medio de la calle, á riesgo de ser atropellado por los automóviles—obedientes también á lo ordenado para regular su marcha,—porque las aceras son círculo de recreo á los de la venerable y castiza orden del Plantón; á poco práctico que sea en los golfos de este mar, como dijo Tirso de Molina, verá cómo campan hampones, recién salidos de presidio, vagos de profesión, agentes de toda clase de negocios, toreros sin contrata, vendedores del «ful», libreros á la menta... ¿Cómo no ha de tomar á broma las ordenanzas?
Se prohibe la blasfemia, y hasta en los salones de conferencias del Senado y Congreso, no hay divinidad que se respete, ni la de D. Antonio Maura, y los que tenemos creencias, no sabemos ya á qué santo encomendarnos, de quien no se haya dicho algo.
Se prohibe molestar á las mujeres con piropos y se las deja á ellas en libertad de molestarnos, como si nosotros no tuviéramos también nuestro pudor y cada uno no supiera cuando le aprieta el zapato, y dónde ir á calzarse lo que mejor le convenga.
Y cuando todo esto vemos á cada hora, ¿no ha de sernos permitida la más ligera crítica de café, sin vernos tratar de vulgacho? Todos no podemos ir á murmurar en las mismísimas antecámaras de los ministerios, ni en dorados salones, ni en despachos de directores de periódicos ministeriales. ¡Oh! No hay duda de que allí la murmuración es más sabrosa que en el vulgar café. Como que allí se cobra y aquí se paga.
Pero en la política sucede como en el teatro; el público que paga es el que menos aplaude ni silba; en cambio los de la gorra, sin perjuicio de aparentar que aplauden en público, son los que desacreditan la obra y á los actores en los corrillos del vestíbulo.
No, señores ministeriales, la opinión, la prensa, el país, en general, nunca han estado mejor dispuestos; nunca han querido «creer», tanto como ahora, en que sería posible mejorar en algo, nunca han esperado tanto... ¡Y aun lo envuelven ustedes todo en el despectivo nombre de críticos de café! ¡Como están ustedes tan mal acostumbrados! No han tenido ustedes otra verdadera oposición que la de esos críticos. Porque la otra no ha sido de café, precisamente:[128] ha sido... lo que suele acompañarle á más del azúcar.
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Nada más fácil que un poco de sociología á propósito del dispendio que supone la nueva banda municipal. Pero yo, que en la aldea, en donde paso largas temporadas, cuando llega algún pobre chicuelo á mi puerta y allí se para á admirar las rosas del jardín, únicas flores en tan pobre tierra, suelo unir á un pedazo de pan una rosa, no sin que alguien me advierta que con el pan bastaba, aunque yo veo cómo muchas veces, la boca hambrienta del chicuelo, antes que morder el pan, sonríe á la rosa... ¿Cómo no he de estimar en lo que vale, aunque mucho cueste, esta flor de arte prendida en nuestra pobreza, para alegrarla? Bien está el pan, pero no están mal las rosas.
Y bien está la banda municipal, y por esta vez sólo plácemes merece nuestro Concejo. No frunza el ceño el «leader» del socialismo que, al fin, el socialismo, por lo que tiene de armonía social, tiene mucho de ideal artístico y mucho debe al arte, aunque nuestros socialistas le traten con despego.
Magnífico instrumental, excelentes músicos, dirección entusiasta. El maestro Villa nada tiene que envidiar á los directores alemanes en precisión y en claridad, con algo que no estorba nunca, el calor y la sangre de la tierra. Como aquí trabaja uno por cada veinte que no hacen nada, ese uno trabaja por los veinte: gracias á eso vamos tirando. El maestro Villa es de los que trabajan.
La banda madrileña, que desde hoy será orgullo de este pueblo, el del gracioso andar de sus mujeres, aprendido al són de músicas callejeras, tuvo un digno comienzo; saludar con la marcha de infantes á la madrileñísima infanta Doña Isabel. Después... ¿hubo alguien que pensara en lo que puede costar la banda? ¡Poder soberano del arte! Al salir del concierto, nos parecía que los faroles de la villa alumbraban con mayor claridad y que las calles estaban mas limpias y mejor cuidadas.
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Moritz I es un chimpancé de los que alegran la vida á un «darwinista». ¡Que ocasión para un sabio aspirante á Menelao científico! como el[130] gracioso doctor de «Las tardes del Sanatorio».
Pero no hay que olvidar á los de casa por los de fuera. ¿Ustedes no conocen á la Nena, chimpancé hembra, residente en nuestra Casa de fieras del Retiro? Nada tiene que envidiar á Moritz I, ni á Cónsul I y II, ni á la mismísima Eva mona, de la que, acaso, todos descendemos. Nena es una verdadera monada; posee todas las virtudes femeninas y una más, la de vestirse con muy poco y no llevar sombrero. Tiene adoración por el encargado de cuidarla, es cariñosa con los niños, rara condición en monos y en institutrices; sus gracias son muchas y no profesionales, ni enseñadas, sino de lo más espontáneo é instintivo. No debe avergonzarnos nuestro origen. Yo no creo á Nena capaz de ir á sonsacar á ningún mono Adán con la manzana. Nena se la hubiera comido ella sola.
Verdaderas fiestas de arte son las que prepara la ciudad de Munich, para lograr honra y provecho que á despecho de nuestro pesimista proverbio, bien caben en un saco. El programa no puede ser mas atractivo. De Julio á Agosto, en el teatro Real de la Residencia, festival de Mozart, en dos series de representaciones. «Las bodas de Fígaro», «Don Juan», «El rapto en el serrallo», «Así hacen todas»; obras maestras de gracia, de sentimiento, de cortesanía, propias para ser cantadas en salones de príncipes artistas. De Agosto á Septiembre, en el teatro del Príncipe Regente, ciclos wagnerianos: «Los maestros cantores», «Tristán é Iseo», «Tanhauser» y la trilogía con su prólogo «El oro del Rhin». Estas representaciones, al decir de cuantos han podido comparar unas y otras, exceden á las de Bayreuth por el mérito de los cantantes y lo perfecto de la presentación en escena. Por si no fuera bastante, de Junio á[132] Septiembre actuará la compañía del teatro de los Artistas, la más renombrada de Alemania, bajo la dirección del profesor Max Rheinhardt. En el repertorio figuran: «Hamlet», «Sueño en noche estival», «El mercader de Venecia», de Shakespeare; «Fausto», de Goethe; «Los bandidos», de Schiller; «Lisistrata», de Aristófanes. Obras que estamos hartos de ver por aquí, á petición de los distinguidos abonados á turno de moda.
Con estas bagatelas basta para que á la ciudad de Munich llegue gente de todas partes á dejar muy gustosa su dinero. El arte bien administrado puede ser industria muy provechosa. No lo olviden nuestras inevitables comisiones cuando vuelvan á pensar, con mejor fortuna, en organizar festejos. El Teatro Nacional, bien organizado, pudiera ser excelente base para estas fiestas de arte. El Teatro español, antiguo y moderno, interesa más de lo que nosotros creemos á muchos extranjeros. No hay que juzgar por lo que signifiquemos en Francia. Es vulgar creencia española que, por nuestra amable vecina, nos llega á los españoles toda claridad intelectual. Yo creo que en muchos casos, ó la intercepta ó la refleja del color de sus cristales;[133] que no son los más claros. Los franceses ó no se interesan por lo extranjero, ó, si se interesan por algo, han de decir que es suyo. Ahora mismo, admirados ante los bailarines rusos, aseguran que si son admirables es porque han recogido la tradición del baile francés, casi perdida en Francia. En los saltos prodigiosos del bailarín Nijinsky aplauden, más que nada, lo que tienen de salto hacia atrás, hacia el gran arte del baile francés. De los franceses procede todo; ellos solos son principio y fin de todas las cosas.
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La Exposición de la Infancia no ha pasado de ser una plausible buena intención; un modesto ensayo, que no debe desanimar á sus organizadores, para acometer de nuevo la empresa. Tal como esta es muy poco, en algo de tan sagrado interés como la infancia. Una escuela modelo que, en efecto lo es, si recordamos muchas que hemos visto. Libros para niños, con vistosas, no muy artísticas cubiertas... ¡Ah, los libros ingleses para niños, primores de arte!
En la Exposición se muestran cerrados; y si hemos de juzgar por algunos que en alguna[134] ocasión hojeamos, bien están así; es como pueden ser más provechosos.
Aun así, la Exposición debe ser visitada por todos. Lo deficiente es el mejor acicate al deseo de mejorar. Si hubiéramos llegado á la perfección, tal vez nos dormiríamos; y ahora que á muchos sabios les ha dado por predicar las ventajas de la ignorancia, no es hora de que duerman cuantos creen, como dijo Jesús, que sólo no es perdonable un pecado; el pecado contra el Espíritu. En España llevamos mucho tiempo de pecar contra él; porque el mayor pecado es la ignorancia.
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Llueven censuras sobre Felipe Trigo á cada nueva novela que publica. Graves moralistas lanzan contra él los más terribles anatemas. Dicen sus detractores que abusa de la cuerda sensible amatoria. ¿No hay asunto más interesante para el señor Trigo que este de la sexualidad? Y ¿creen ustedes en efecto, que hay otro mas importante? De ahí nacimos todos y esa es toda la vida. No sirve hacerse los desentendidos. Si hombres y mujeres civilizados pretenden hacer[135] asunto de misterio de ese asunto, es porque saben bien que en él está el verdadero secreto de nuestra vida y hay pocas vidas que puedan mostrar sus secretos. Dime cómo amas, te diré quién eres. Obras de arte, empresas guerreras y políticas, heroísmos de la santidad, monstruosidades del crimen... Todo lo que admira ó espanta en la historia de la humanidad... ¿En dónde está nuestro secreto? «Behind the veil»; detrás del velo, como dijo Tennyson, en otro sentido, pero más exacto en éste. Detrás del velo pudoroso con que todos procuramos ocultar el misterio de nuestros amores... Todos, y más que nadie, los fanfarrones del amor... ¡Ah! De esos, ya se sabe: dime de lo que presumes y te diré lo que no tienes. De Don Juan Tenorio se sabe lo que él pregonaba, la lista de sus conquistas; pero también se sabe que no tuvo hijos. Hay para dar en qué pensar. En cambio, ¡hay tantos que no presumen y podrían llevar una lista más numerosa y más completa que la de Don Juan Tenorio!
Y en las mujeres... ¡Pobre Don Juan, qué sabía él de las muchas mujeres que le harían cara sólo por el gusto de añadir uno más á su lista!
Los más impenetrables secretos de la historia[136] serían de una diafanidad asombrosa si los historiadores hubieran sabido darnos tan cabal cuenta del acto de amor, en sus personajes, como Felipe Trigo sabe dárnosla de los suyos en sus novelas.
Por ejemplo; del proceso y prisión del príncipe D. Carlos, tan diversamente comentado por historiadores y poetas, yo creo... Pero seamos pudorosos. Si yo dijera lo que creo, se escandalizarían ustedes como de una novela de Felipe Trigo.
Nuestro previsor y paternal gobierno, en vista de que el verano se presenta aburrido, y acaso la banda municipal, no por falta de méritos, sino por falta de lugares acomodados en que lucirlos, no baste á la amenidad de nuestra vida, ha resuelto sustituir el acreditado crimen misterioso de todos los veranos con algo tan interesante por lo menos: la guerra misteriosa. Ella será el acertijo, la inquietud y el interés de todos: ¿Iremos á Marruecos? ¿Vamos? ¿No vamos? ¿Tenemos que hacer allí? ¿No tenemos que hacer allí nada?
Nuestros mejores talentos geográficos, diplomáticos, sociológicos, financieros, los que conocen el imperio vecino como su propia casa y los que pasaron cuatro días en Tánger en aventuras exóticas á lo Loti, hartándose de judías, que ellos toman por moras, y figurándose correr mil peligros en la conquista de alguna noble favorita de moro rico, que luego resulta ser una bella[138] Fátima de Marsella y su dueño y celoso señor un apache con turbante y babuchas; todos ellos pueden hacer gala en artículos periodísticos y conversaciones de playa ó Casino de sus profundos conocimientos, y volveremos á oir aquello de: «El país no quiere aventuras», ó «No debemos renunciar al importante papel que, por nuestra historia y nuestro porvenir, estamos llamados á representar en Marruecos». Y habrá planos trazados en las arenosas playas ó en los tableros de mármol de los cafés, y habrá estadísticas comerciales abrumadoras. Nuestro comercio de exportación, nuestra industria... Y unos gritarán: «¡Guerra, guerra!», y otros clamarán que la guerra sería el fin de España, ese fin anunciado tantas veces y que, por fortuna, no llegará nunca; porque España es tan dura de pelar como el imperio de Marruecos, amenazado siempre también de aniquilamiento y ruina. ¡Nadie puede calcular la fuerza de los débiles! Ni nadie en mejores condiciones que ellos para atreverse á todo. Si algo debe hacernos dudar en acometer la aventura, es esa consideración: Por poco que tengamos que perder nosotros, aún tienen menos que perder ellos, y esa ventaja es inapreciable para toda clase de luchas. Las[139] guerras y los negocios, sin dinero; es el único modo de no perder nunca. Yo creo que si algo nos estorba en España para volver á recobrar nuestro prestigio en el mundo, no es nuestra pobreza, sino los cuatro cuartos que tenemos. El día que nos decidamos á tirarlos por la ventana, empezaremos á ser alguien.
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El señor ministro de la Gobernación piensa en enérgicas medidas para evitar que en lo sucesivo registre la crónica tauromáquica jornadas tan desastrosas como la última de las cinco cogidas. ¡Cinco en un solo día! Es demasiado. ¡Y en distintas plazas! Para que no puedan disfrutar de todas ellas los mismos espectadores... Es lamentable.
¿Medidas enérgicas?
La profusión de accidentes no es el mejor motivo para tomar medidas enérgicas contra la fiesta taurina. ¿Qué más enérgica medida que la de los mismos toros? Á pocos domingos como el de marras, no quedaba un torero, y asunto resuelto.
¿Vendrá la supresión en absoluto? Hombre[140] es D. Juan capaz de atreverse, no digo con la torería, hasta con el clero, si esto no fuera contra la doctrina conservadora. ¡Ah, si D. Juan fuera liberal como es conservador, la ley de Asociaciones no hubiera quedado en proyecto!
¿Tendremos corridas á la portuguesa? ¿Se exigirá á cuantos toreros pisen plazas un certificado de suficiencia; bachillerato para torear novillos, licenciatura para toros y doctorado para miuras?
¿Por dónde vendrá la muerte? Mal haría el señor ministro en querer precipitarla, exponiéndose por el contrario á levantar al toro, como cachetero desmañado. Deje, deje á toreros, ganaderos, toros y público, que ellos solos se bastan para concluir con la fiesta, por aburrimiento, que es la más segura muerte.
Entre esos toreros, en vano aupados por los amigos; esos toreros de una estocada, que bien pudiera llamarse la estocada del hambre, cada cinco años; las exigencias de los eminentes, la falta de tradición en los aprendices toreros y en el público aficionado que ya, por no haberlo visto en muchos años, no sabe distinguir un volapié de una carrerilla de esas con que ahora se caza, no se mata, á los toros... Además, las[141] clases obreras están más alejadas cada día del espectáculo, sostenido por la clase media desocupada y la aristocracia aburrida, y... síntoma significativo: á los niños de ahora no les gustan los toros. He podido comprobarlo en repetidas observaciones.
Unos cuantos años más y habrá que sostener las corridas de toros con subvenciones del Estado, como una curiosidad arqueológica que puede interesar á los extranjeros.
Y ¡aun hay vanidosos! Esto pensaba yo el otro día, ante el mausoleo de Chueca, inaugurado con... ¿solemnidad? ¡Oh, sí! Demasiada solemnidad.
Amables oradores, lisonjeros poetas nos hablaron del pueblo allí presente para honrar á su músico... ¿El pueblo? Yo no le ví por ninguna parte. Allí no estábamos mas que los precisos operarios, el grupo de siempre, los de obligación. Y no todos. Las bellas artistas de nuestros teatros alegaron en disculpa de su ausencia, la hora inconveniente; hora de ensayos ó de sección «vermouth»... ¡Vaya por Dios! ¿Para qué mejor ocasión juzgarán las empresas que valía la pena de conceder un día de asueto á sus artistas?
Y esto por Chueca, el popular, el glorioso entre todos. ¿Se entera usted, señor don Nadie? Usted, el que cree haber conquistado el derecho á la inmortalidad, con una crónica colorista ó[144] con un soneto cincelado; usted, el que apenas se digna saludar á los amigos, y va usted, por esas calles, despreciando las baldosas que pisa; indigno pedestal de su grandeza... ¿No le aprovechará á usted de nada esta lección y tantas otras? ¡Cúrate vanidad!, como dice el Rey Lear. Aprende que no es preciso salir de España para que el nombre de Cervantes sea ignorado; que de Zorrilla, el popular poeta, no hay, fuera del consabido círculo, quien sepa más allá del «Tenorio»; y yo sé de personas bastante cultas, que confundieron al poeta con el político.
¡Cómo nos engañamos unos á otros con esto de la popularidad! Se lamentaba un buen señor, indignamente puesto en ridículo por su esposa... ¡Ya ve usted! ¡Todo Madrid lo sabe!—¡Bah!—le consolaba un amigo;—¿todo Madrid? Váyase usted á Carabanchel.
¿Es usted popular? Pues pregunte, pregunte al primero que pase por la calle... Y aun queda mucho mundo y otros mundos... y ¡aun hay vanidosos!
* * *
El reglamento del Teatro Español—por fin, es Español,—aun no esta aprobado oficialmente,[145] y claro está que cuanto de él se anticipe, estará expuesto á rectificaciones. Mas, como una vez aprobado, sería tarde para ponerle peros, es preferible pecar de anticipado, llamando la atención sobre algunas ligeras enormidades anunciadas, que aun es tiempo de rectificar.
Primeramente se anuncia que el cuadro de artistas se dividirá en dos, uno dramático y otro cómico. ¿Á qué esa división? En el Teatro Francés puede estar justificada, porque en Francia la tragedia clásica es un género aparte, y es tragedia desde antes de levantarse el telón hasta que termina, sin mezcla de comedia alguna. Pero en el Teatro Español, aparte media docena de tragedias á lo clásico, de que vale mas no acordarse, lo mismo en el teatro antiguo que en el moderno, lo trágico y lo cómico se entremezclan de tal manera, no ya en cada obra, sino en cada personaje, que esa división entre actores dramáticos y cómicos sólo puede conducir á promover un conflicto por obra.
Se reparte «El alcalde de Zalamea». ¿Que cuadro debe representarlo? ¿El dramático? ¿El cómico? El papel de Don Lope de Figueroa, ¿es trágico? ¿es cómico?
¡Así que nuestros actores necesitan mucho[146] para clasificarse y rechazar papeles que no creen de su cuerda! Yo soy del cuadro dramático—diría alguno,—y en este papel que me han repartido hay dos chistes y una situación cómica. Yo estoy aquí para hacer reir—diría el otro,—y al personaje que represento se le muere un tío, que no le deja nada, en el segundo acto. Suprima, suprima la comisión ese articulito. Compañía una; dramática y cómica. Nada de clasificaciones. Jóvenes, los jóvenes; actores de carácter, los veteranos; graciosos ó tristes, según pida el carácter de los personajes. Nada de damitas con cuarenta años de servicios, poniendo la boca chiquita para decir: ¡papá y mamá! Nada de galanes jóvenes con bisoñé y dentadura postiza. Esto en cuanto se refiere á la organización de la compañía.
La otra pequeña atrocidad es la siguiente: El criterio para retirar las obras del cartel no será otro que el ingreso en taquilla. ¿Sí? Pues ¡vive Dios! que para eso no hacía falta teatro subvencionado, y ese criterio es el de cualquier empresario negociante y aun no tan á punta de perro chico. Según ese criterio, muy expuestos estarán Lope de Vega, Calderón y el mismísimo Shakespeare, á tener que ceder el sitio[147] más que á paso á cualquier bufonada ó melodrama de público. Todos creíamos que, justamente, la subvención sería para eso; para imponer una obra de arte, cuando el dinero del público no bastara á sostenerla.
Con ese criterio, el Museo de Pinturas ya debiera de estar cerrado ó haberse sustituído por un «cine»; ¡si se fuera á juzgar del mérito de Velázquez por el número de entradas vendidas para ver sus cuadros!
Claro es que no hay autor vivo que no crea sus obras del más soberano arte, y todos pretenderían verlas perpetuarse en el cartel, á costa del Estado. El criterio del ingreso es el más seguro... La obra de usted es una obra de arte, pero no da tres pesetas... ¡Mal, muy mal van á pasarlo nuestros clásicos, con Shakespeare, Molière, Ibsen, etc., en el nuevo Teatro Español!
Los vivos, los verdaderos vivos, menos mal, ya se ingeniarán para tomarle el aire al abono, al público y á la dirección artística; y el teatro subvencionado será... un teatro más. Y es lo menos malo que puede sucederle.
Conste que en nada de lo dicho, hay el menor deseo de destripar el cuento. Muy pocos se habrán interesado, mejor dicho, desinteresado[148] tanto como yo, por el nuevo teatro. Por lo mismo, quisiera verle nacer en las condiciones más viables y, si de mí dependiera, su vida sería larga y próspera. ¿No es de agradecer todo esto? Porque, en fin, que recen y practiquen los creyentes, que algo esperan, después de todo, bien está... Pero, ¿los que no creemos y rezamos? Y eso me pasa á mí con el Teatro Español... ¡Á ver si no es virtud!
Si en casa del jugador poco dura la alegría, en casa del aficionado á toreros aun suele durar menos. Es tan natural orden de la vida una alternada distribución en los sucesos, que las rachas son algo extraordinario, y el jugador prudente se atiene en sus combinaciones al más probable «tierce á tout»; dejando lo de jugar á la repetida para el jugador de fortuna, siempre en espera de lo inusitado y fuera del orden.
Del mismo modo los buenos aficionados saben de antiguo lo ocasionado que es con toreros y toros jugar á la repetida; como saben las empresas lo fácil de engañar al público, con anunciar el mismo juego.
En esta temporada los aficionados quieren distraer su aburrimiento, dedicándose á la inocente ilusión de inventar toreros. ¡Para que aprendan los eminentes! Ya en tiempos del Guerra fueron muchos los que pusieron el mismo empeño en la misma empresa. ¡Pobres flores de[150] una tarde con suerte!; todo lo más de una temporada. Y menos mal, cuando no dejándose «inventar», se resignan á volver al montón y no toman en serio un papel superior á sus fuerzas y conocimientos, que, de otra suerte, el desengaño suele llegar con una cornada, de las muchas que los espectadores tienen á su cargo.
No es hora de predicar contra la sublime fiesta y no soy de los que creen que ella tenga gran culpa en el atraso de España. De los toros, como del clericalismo, creo que no son causa de nada, sino efecto de mucho. No son unos ni otro los que tienen la culpa de nuestro atraso; es nuestro atraso el que tiene la culpa de toros y de clericales.
El que no tiene inteligencia bastante para pensar por sí propio, si no se dejara influir por un director espiritual, iría á consultar con la sonámbula ó con la echadora de cartas ó con el primer embaucador que se le presentara. El que no halla diversión más de su gusto que una corrida de toros, si se las suprimieran, buscaría otra más bárbara, más estúpida, y nada abríamos adelantado.
Cuantos han combatido las corridas de toros, han fundado siempre sus invectivas en la parte[151] menos vulnerable del espectáculo, lo peligroso y lo sangriento. ¡Bah! Si á eso fuéramos... Todo el mundo es plaza y toda la vida es lidia.
Por esa parte, el espectáculo hasta es beneficioso; un derivativo muy atenuado para nuestro espíritu inquisitoral, atormentador... El fogueo de toros nos compensa del fogueo de herejes; cada gritería al presidente, acaso evita un motín popular, y cada cincuenta corridas, por lo menos, suponen un desgaste de ferocidad que hace imposible una guerra civil.
No es por lo cruel, ni por lo sangriento, por donde hay que atacar al espectáculo, es sencillamente... por tonto.
El toro bravo, verdaderamente de lidia, es un producto artificial, cada vez más raro y más difícil de obtener. La natural condición del toro es pacífica; por algo el ornamento cornamental fué siempre símbolo de la más apacible conformidad conyugal. Así, bien puede asegurarse que de cien toros, los noventa y nueve salen al coso más dispuestos á mugir saudades dehesiles que á meterse en pelea. Y ¡es de ver el lastimoso espectáculo del acoso, en torno al triste animalito! Se le persigue, se le azuza, se estrecha el círculo de tortura... Por fin, se consigue[152] enfurecerle, empuja, derriba á ciegas... ¡Un triunfo de arte y de gracia!
¿Qué diremos de la elegante suerte de varas? ¿Qué diremos del forzado valor, todo para la galería; el chulesco valor de los lidiadores? La palidez de los rostros, distendidos los músculos en rictus, que bien quisiera aparentar una sonrisa... ¡Ah, la sonrisita del torero! Un buen anatómico ó buen pintor pueden dar razón de ella...
Y ¿qué diremos de la alegría del espectáculo? Alegre un espectáculo en que el espectador se pasa la tarde rabiando. Rabieta si rajaron al toro de un puyazo y le quitaron facultades; rabieta si no le castigaron lo bastante y conserva demasiado poder; rabieta si le recortan; rabieta si no le paran los pies; rabieta si el torero de las simpatías no estuvo muy afortunado, y rabieta si lo estuvo el de las antipatías... Rabietas regionales, si quedó Córdoba mejor que Sevilla ó Sevilla mejor que Madrid... Rabieta con el presidente; rabieta con el matador de las 6.000 pesetas; rabieta y discusión acalorada con el espectador de al lado y con el de detrás y con los de delante... ¡Si les digo á ustedes que no hay diversión que se le parezca! Y después[153] de proferir toda clase de insultos, de injurias, contra los toreros sobrado prudentes, de echarles en cara sus ganancias y sus glorias, cuando la desgracia ocurre y el torero es entre los cuernos y las patas del toro un andrajo humano... la compasión más sensiblera; una compasión que, no diremos mal empleada en este caso, pero sí que debiera repartirse más equitativamente entre el obrero víctima de un accidente en su trabajo, la costurera enferma de tuberculosis, de tanto darle á la aguja y tantas otras víctimas de un trabajo sin luz, sin aire y sin aplausos.
¿Que hay exageración en todo esto? Prueben, prueben los aficionados á dejar de asistir á las corridas durante una temporada, y si después de algún tiempo, al volver á presenciar una, no sienten como yo toda la estupidez del ridículo espectáculo, será... ¡Triste sería! porque la verdad no tiene para ellos ningún camino; ni el del aburrimiento.
Solo el valor de un Frascuelo, superior á las cobardías del público, ó el arte primoroso de un Lagartijo y su frescura y despreocupación, superior á los insultos de ese mismo público, ó la maestría suprema de un Guerra, superior á[154] los toros, al público y al espectáculo, pueden dar un aire de grandeza á las corridas. Pero la excepción confirma la regla, y el genio es superior á todo, á la misma esfera social en que emplea su actividad. Han existido ladrones y asesinos de genio, que no disculpan por eso el robo ni el asesinato.
Algo hay en los toros, no obstante, que les hace ser digno espectáculo de un filósofo. Si en la vida fuera todo bondad; si los hombres fueran siempre dignos y justos y razonables, la idea de la muerte sería tormento insoportable para el espíritu... ¡Dejar un mundo de delicias; separarse para siempre de una humanidad tan perfecta!
Conviene de cuando en cuando asomarse á donde toda la estupidez y la bajeza humanas se muestran en toda su desnudez, para que la idea de la muerte no nos parezca tan triste y hasta nos sea apetecible. Y hay que confesar que nada para esto como una corrida de toros.
El verano es la estación de las grandes crisis en las compañías teatrales. Se comprende; después de toda una larga temporada de invierno, los artistas con los empresarios, éstos con los artistas, y los artistas unos con otros, están que no pueden ya aguantarse. Tiene la vida del teatro algo de la vida á bordo; los primeros días todos los pasajeros simpatizan, todos parecen encantadores, se organiza toda clase de fiestas en que todos toman parte; poco á poco se van separando en grupos, cada día mas reducidos; en cada uno se murmura de los otros; al final de la travesía, ya no hay ni grupos; cada pasajero pasea solitario ó lee apartado de los demás, y en su interior piensa que en su vida ha tratado con gente más antipática y desagradable. Unos días más, y acabarían todos arrojándose unos á otros por las bordas en descomunal pelea.
El teatro es lo mismo. Á principios de temporada[156] todos se adoran, se recibe con efusión á los recién llegados.—Aquí, aquí es donde tiene usted su puesto.—¡Qué gusto verme entre ustedes!—Las actrices se hacen confidencias de todo género. Los actores se muestran galantes con todas ellas. Aquello es un paraíso... Pero no va mediada la temporada, cuando ya sólo se juntan unos para murmurar de los otros, y viceversa; y si se juntan todos es para conspirar contra el empresario ó hablar mal de una obra. Y al terminar la temporada, ni para eso.—«Ciascun per se»—como cantan en «Los Hugonotes».
No hay que pensar por esto que los actores sean de peor condición que los demás humanos. Si en todas las profesiones el trabajo hubiera de ser en comunidad y las relaciones tan constantes, también veríamos cosas. Más separados viven unos de otros pintores, escritores, médicos, abogados, y no se quieren más ni mejor por eso. No hablemos de la fraternidad periodística... Y los chismes de bastidores no son nada, comparados con los de sacristía. ¡Hay cada párroco y cada teniente cura, que... ríanse ustedes de las primeras tiples en lo de despellejarse unos á otros!
En fin, que la temporada próxima promete, y lo único de lamentar por mi parte es... que me cogerá sin dinero...
Porque en el teatro, como en todo, ¡es tan agradable el papel de espectador!
* * *
Son muchas las personas que me escriben, unas para felicitarme, otras para increparme, por mis ligeras consideraciones sobre las corridas de toros; otras, sencillamente, para mostrarme su extrañeza.
—¡Hombre, usted tan aficionado antes!...
—¿Aficionado? Le diré á usted. Á no ser en los tiempos del Guerra á mi juicio el torero más asombroso, la verdad es que siempre me han aburrido las corridas de toros. Esto, en cuanto al espectáculo; que de los espectadores, ¡no se diga! Siempre he buscado la localidad más tranquila de la plaza. Me han indignado siempre esos energúmenos que no se divierten si no pasan la tarde gritando, molestando á todo el mundo; que si ¡Ladrón!, que si ¡Criminal!, que si ¡Por derecho!, que si ¡Á la cárcel!, que si la madre, que si toda la familia... todo un «specimen»[158] de educación nacional. Esos energúmenos son los mismos que en el teatro no se contentarían con menos que ver ahorcado al autor que tuvo la desgracia de equivocarse; los mismos para quienes no hay político honrado, ni escritor que no se venda; los mismos que piden desde la mesa del café heroísmos sobrenaturales en la guerra, para poder decir ellos:—¡Qué valientes somos! ¡No hay quien pueda con nosotros!—Los mismos que van por esas calles perdonando honras á las mujeres... Y como este es el espectador, no diré más frecuente, pero sí el que da tono al espectáculo, él por sí solo se basta para hacer de una fiesta, que podía ser una de tantas como andan por esos mundos civilizados, la de apariencia más salvaje.
En Barcelona se ha celebrado, ó va á celebrarse, una manifestación contra las corridas de toros. En esto ya no estoy conforme; creo que todo eso es contraproducente. Los toros, como tantas otras cosas, caerán por sí solas, cuando deban caer. Encomendemos la tarea á los educadores. El maestro es el que ha de acabar con los «maestros».
Ha de notarse que la Iglesia, tan intransigente en ocasiones con el teatro, con el libro y con[159] la prensa, dispensa la más benévola tolerancia á las corridas de toros. Las señoras, tan influídas por la Iglesia, no ponen tampoco todo el empeño que debieran en combatirlas. Nada de esto habla muy en favor de la delicadeza de sus sentimientos. En cuanto á la Iglesia, ya es sabido que todo lo que no sea pensar le ha preocupado siempre poco.
* * *
El más cordial saludo al boletín «Pro Infantia», publicado por el Ministerio de la Gobernación. Todo en él es buenas intenciones, que debemos desear no vayan á empedrar el infierno, á cuya pavimentación ya han contribuído no poco los legisladores españoles. Los hombres tienen mal gobernar; acariciemos la ilusión de que estarán mejor empleados nuestros desvelos en los pequeños. No olvidemos, como dijo el admirable poeta Wordsworth, que «el niño es el padre del hombre».
Moral del último—esperemos que aun sea el último—crimen. Los periódicos se recriminan unos á otros por sus indiscreciones y juicios temerarios; naturalmente, los más clamorosos en lamentarlas son los que siempre están más dispuestos á recoger cualquier especie del arroyo.
Una vez más salen á relucir las deficiencias de nuestras leyes procesales, en cuanto se refiere á supuestas culpabilidades y prisión preventiva. Y una vez más, nadie será osado á poner remedio. Lo de considerar á todo sospechoso como criminal es antiguo achaque de la Señora Justicia. Y aun peor al sospechoso que al verdadero criminal, que á éste, en fin, cuando ya está convicto y confeso, siempre se le agradece el descanso de tanta molestia como ocasionó su captura, y al otro, en cambio, á cada negativa se le pone peor gesto y se le considera como criminal más empedernido.
Y es de notar, también, el mayor respeto que[162] inspira todo delincuente cuanto mayor sea la fechoría cometida. Así, tal vez el raterillo primerizo no escape de una buena solfa, como primera diligencia; pero á un feroz asesino nunca le faltará un admirador que le obsequie con un suculento «beefsteak», para que reponga sus fuerzas, después de una declaración emocionante.
El buen burgués, por su parte, también moraliza á cada crimen de estos sensacionales; habla de la corrupción de costumbres, se promete mayor cuidado en la selección de sus relaciones y más severidad con el pariente derrotado, que de vez en cuando suele pedirle dos pesetas:—Cuando venga el señorito Fulano, dicen á la criada, dígale usted que no estamos en casa, y no abra usted la puerta.
Las criadas ven á un posible asesino en toda persona regularmente trajeada; no se arriesgan á franquear la puerta sin minuciosa inspección por el ventanillo, y en resumen, las casas estarán mejor guardadas por unos días y los parientes pobres se morirán de hambre más pronto. Y esta es toda la moral de estos crímenes, en que todo el mundo sólo atiende á los hechos, los hechos brutales, unánimemente reprobados[163] por los buenos burgueses, á la hora de la digestión, ligeramente entorpecida por algo así, entre indignación y miedo.
* * *
Los congresistas de la Paz, los creyentes en la eficacia de los tribunales arbitrales, para dirimir pacíficamente toda cuestión internacional, estarán encantados con el feliz éxito del arbitraje argentino, entre el Perú y Bolivia. Ambas modernas y civilizadas repúblicas, acudieron muy humildemente y bien dispuestas á respetar el fallo del presidente de la República Argentina. ¡Para que vea el viejo mundo europeo cómo arreglamos estos asuntos los del nuevo! Pero, apenas se enteraron los de Bolivia de que el fallo no les era todo lo favorable que ellos apetecían, ¡adiós mi árbitro y adiós mis procedimientos modernos!
No es el primer caso en las repúblicas americanas, y en alguno de estos enojosos arbitrajes anduvo la vieja madre España de por medio y como ahora, la república que se creyó perjudicada puso el grito en el cielo. Por donde, si el árbitro toma su divino papel en serio, en vez[164] de un disgusto y de una guerra, pueden resultar dos guerras y muchos disgustos.
Pasarán muchos años hasta que el cañón deje de ser el gran pacificador y el supremo árbitro. Para ello será preciso ante todo que las naciones no se preocupen tanto de añadir unas leguas de tierra á su territorio; como si la nación más floreciente no tuviera ya bastantes incultas y despobladas.
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Muy moderno también, muy europeo, muy culto y muy lindo, el bando de nuestro señor alcalde; enderezado, con la mejor intención, á proteger á los animales. Muy bien está el bando, que los animales deben agradecer tanto como debiera ofendernos á las personas. Porque, ¿quién duda que si bien está el bando, mucho mejor estaría que no hubiera habido necesidad de dictarlo? Por eso mismo creo muy poco en su eficacia. ¿Buenos sentimientos por ordeno y mando? Á otra puerta. Fué siempre la nuestra de las más cerradas á toda blandura con los animales. Y cuanto más cerca el hombre de la Naturaleza, cuando más parece que debiera sentir la simpatía por sus compañeros de trabajo, más[165] duro se muestra con ellos. Parece que ya no debiera tratarse de compasión sino de interés propio. ¡Pues hay que ver cómo trata el labriego á su yunta y el carretero á sus mulas y el traficante á su infeliz borrico! Pero, lo que ellos dirán en su disculpa: ¿Estamos nosotros mejor tratados? ¿Cuándo la misma Naturaleza, con sus rigores, siempre en contra del logro de nuestro trabajo; cuando los demás hombres son tan crueles con nosotros, vamos á ser nosotros más piadosos con los animales?
Para la pobre gente, esto del amor á los animales, es un lujo de afectividad imposible para ella, como todo lujo. Para la gente rica suele ser una dulce forma de misantropía. Se ama á los animales... porque los animales no suelen ser ingratos, porque no dan malas contestaciones, porque los manejamos mejor que á los hombres y los tenemos más sujetos á nuestra voluntad. No hay que fiar mucho en la bondad de estos ricos que aman demasiado á los animales.
Amarlos en justa proporción, tratarlos, no tan mal como á los criados ni mejor que á tantos niños desvalidos, sería lo justo, lo natural, lo que debiera hacer innecesario ese bando, en todo país digno de llamarse cristiano y civilizado.[166] Pero... con la excepción de San Francisco de Asís, nuestra religión no fué nunca muy dulce con los animales. Recuérdese cómo en la Biblia, casi siempre les toca á ellos pagar el pato en los sacrificios. Isaac se salva; pero en su lugar se sacrifica á un pobre corderillo. En el mismo Evangelio, de más suave doctrina, Jesús lanza á la legión de demonios, expulsada de un poseído, sobre una piara de cerdos, que corre á arrojarse al mar, alocada por los malos espíritus. ¡Pobres cochinos! ¿Qué culpa tenían ellos?
El origen superior atribuído al hombre por nuestra católica doctrina, limita el sentimiento de fraternidad universal entre el hombre y los demás seres de la creación. No hay en la religión cristiana ninguna plegaria tan hermosa como aquella del Budha: ¡Dios mío, librad del dolor á cuanto existe!
No podemos quejarnos del actual verano; él ha sido tardío en calor y en sucesos, pero bien quiere desquitarse en pocos días, y el calor aprieta y los sucesos se precipitan, sin tiempo apenas para solicitar la atención ni el par de días que se concede de comentarios á la actualidad más pasajera. ¿Dónde está ya la romántica boda del infante? ¿Dónde está ya la muerte de Don Carlos? Cualquiera de estas actualidades hubiera bastado en otro verano para abastecer periódicos y tertulias. Pero baza mayor quita menor, y nuestra baza, la que nos hemos creído en el caso de meter en los asuntos de Marruecos, es de tal importancia, que ella sola se impone á nuestra consideración, con todos sus prestigios seculares. Porque desde los tiempos de D. Rodrigo y la Cava, ¿cuándo ha dejado de ser actualidad para los españoles alguna cuestión africana? Dividida España en regiones, guerreando unas con otras muchas veces, sólo al combatir contra[168] el agareno y en ponerse á su avance solían estar de acuerdo las más enemigas; y ahora que somos, ó parecemos, una nación unida, no hay dos... no digamos regiones, personas que parezcan animadas del mismo espíritu, y mientras unos gritan: ¡Arma, arma! ¡Guerra, guerra! como en los mejores tiempos del romancero y de nuestras comedias de moros y cristianos, otros claman por la paz á todo trance, y no diremos á toda costa, porque la paz es mucho más barata.
Difícil es decidirse por unos ó por otros. Los que piensan más razonablemente... no saben qué pensar en este caso. Ni vale refugiarse en las serenas regiones idealistas porque... el ideal está en todo, en la paz y en la guerra; en la evangélica resignación á perderlo todo y en la fuerte voluntad de ganar algo... Lo peor, lo más triste para los pueblos como para las personas, es la indecisión... Fluctuar, como Hamlet, resistirse á ser instrumentos conscientes del destino, para que, al fin, el destino se imponga brutalmente, inexorablemente, á nuestra indecisión.
Fortimbrás, inventando pretextos pequeños para grandes acciones, es de mejor ejemplo que Hamlet, quien, con grandes motivos, no supo decidirse á la acción nunca.
Por fortuna para los pueblos y para los gobiernos, en estos casos de incertidumbres, de desalientos, de indecisión nacional, están banderas, trompetas y tambores; está el marchar de las tropas juveniles, y... á su paso todo se olvida, es uno el sentimiento y una la aspiración. El mismo Pablo Iglesias daría un ¡Viva! Y decir vivir, es decir pelear.
* * *
El papel de rey destronado es siempre algo ridículo. El de rey aspirante, idealizado con aureolas de esperanzas que nunca nubló la realidad, es, en cambio, de tan romántica poesía, que una regular presencia y una regular discreción bastan á sostenerle con decoro. Y así supo sostenerle Don Carlos, muy á gusto de todos. En España muchos le amaban, y... á pesar de todo, nadie le odiaba. Supo salvar la majestad de su figura, del vencimiento y de la difamación. No fué nunca ridículo, cosa que no consiguen siempre muchos reyes reinantes. Dicen que amaba mucho á España. Era más de agradecer ese cariño, por lo mismo que había de expresarlo con acento extranjero.
* * *
«Azorín» ha aprovechado la ocasión de haberse publicado en el periódico en que él dogmatiza, ó mejor dicho, «esceptiza» á lo Montaigne, la fantástica noticia de mi viaje á Buenos Aires, á servir unas conferencias á cien mil pesetas... ¡Cincuenta mil más que Anatole France! Muchas gracias por la tasación, querido compañero, para significar su displicencia por estas idas y venidas, al mismo tiempo su desprecio por las glorias populares... ¡Ah! ¡La popularidad!...
Claro es que yo no puedo darme por aludido. Yo estuve ya en Buenos Aires, y no fuí en clase de popular, ni me recibieron con músicas, ni pronuncié discursos, ni nos volvimos nadie loco, ni ellos conmigo, ni yo con ellos. Fuí... por viajar, por ver; sin darle más importancia que á otro viaje cualquiera. Ni me creí en el caso de publicar, á mi regreso, «Impresiones», «Mi viaje á la Argentina», ó cualquier otro libro por el estilo, porque no creo que un mes ni dos sean lo bastante para conocer nada, ni perorar del porvenir de la Argentina, de su intelectualidad, industria, etc... Lo que ví, para mí lo guardo, y lo que aprendiera... ya irá saliendo. Conste solamente que yo no fuí allá en clase de[171] conferenciante. Sin que esto quiera decir que si alguna vez se me propusiera, y sobre materias de que pudiera tratar, como arte dramático, presentación de obras, etc., no aceptara muy gustoso, sin creer por eso que iba á estrechar lazos, á reconquistar América, ni otras fantasías castelarinas.
En lo modesto de mi representación, sí procuré, mientras allí estuve, considerarme como, según un escritor francés, debe considerarse todo el que viaja por país extranjero, representante de mi propio país, y en toda ocasión procuré cumplir mi deber de viajero.
Sabiendo muy bien que ni en sus correspondencias ni en sus conversaciones, muchos me tratan del mismo modo, hablé bien de todos los escritores españoles de quien me pidieron noticias. Por cierto que nadie me preguntó por «Azorín», y esto debe servirle de satisfacción, dado su desprecio por la popularidad.
Y este era el punto á discutir. «Azorín» sostiene que el mérito de todo escritor está en razón inversa del número de sus admiradores. Un gran escritor debe ser letra cerrada para el vulgo. Quisiera yo saber cuándo lo fueron Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes, etc. Si[172] no es que por vulgo entendemos al que ni de letras sabe. Entiéndase que hablo del vulgo literario.
Y este, en verdad, es muy reducido, aun para esos grandes hombres. ¡Pero decir que en su tiempo ninguno fué estimado! Algunos, quizás, más justamente y en su punto que lo habrán sido después; al través de estudios críticos que los desfiguran.
Ya sé yo que hay ejemplos para todo, Wagner, Bizet, Ibsen... Pero nunca fué el público el que los rechazó; si así hubiera sido en absoluto, toda reparación hubiera sido imposible. ¿Quién iba á resucitar obras de quien nadie se acordaba? No el público, la crítica, siempre más conservadora que revolucionaria, fué la que ridiculizó, combatió y retrasó el triunfo de muchos artistas. ¿El público? Sí... extraña, no comprende tal vez del todo... pero algo queda, y, como dice Bernardo Shaw: «El que ha visto una vez un drama de Ibsen, acaso se aburrió durante su representación, acaso dice: «Esto no es teatro»; pero, á pesar de ello, sigue pensando en él, y... acaso no le gusten los dramas de Ibsen; pero lo cierto es que no vuelven á gustarle los de Sardou.»
No, no hay que maldecir del público y de las glorias populares. «Azorín» es demasiado modesto. Acaso cree que él no puede ser popular. Pues qué, ¿cree usted que si sólo le leyeran á usted en la tertulia de D. Antonio Maura, iba usted á ser tan apreciado y tan conocido? Y si ya cree usted que le lee toda la mayoría... ¡ahí es nada! Contar con una mayoría. No cuenta con más el Sr. Maura, y nos gobierna á todos.
Es para que reflexionen los partidarios de la paz á todo trance; hasta para pedir paz hay que armar guerra, y en verdad, sería muy triste que para convencernos unos á otros de que no debemos pelear con el moro, diéramos en pelearnos dentro de casa, sin que por eso el moro dejara de pelear con nosotros.
Lo de cuando uno no quiere dos no riñen, no siempre es cierto entre particulares; pero, en fin, siempre le queda al más prudente el recurso de acudir á la policía ó á los jueces, si se ve atropellado y no quiere responder al atropello en la misma forma brutal. Por desgracia, para las agresiones colectivas no hay otra apelación que la fuerza, y eso es lo que no han comprendido muchos en esta ocasión. ¡No queremos guerra, no queremos guerra! Nadie la quiere; pero... ¿Vamos á llamar á la pareja de la esquina ó vamos á querellarnos al juez de guardia? ¡Y que son de confianza los mirones que nos[176] rodean para irles con el cuento de que no queremos belenes! ¡Ah! ¿No quieren ustedes guerra?, nos dirán. Pues ya están ustedes demás aquí... Y ¿qué dirán entonces los pacíficos? Habría aquello de: ¡Gran vergüenza! ¡Estamos vendidos! ¡Lo último que nos quedaba!...
Lo que hay es que no se saca á los niños de casa, haciéndoles creer que se les lleva de paseo, para meterlos en el colegio. Y no se lleva á un pueblo á la guerra, haciéndole creer que no se trata de semejante cosa. El funesto sistema de tratar al pueblo como á eterno niño, suele traer malas consecuencias. «Honesty is the best policy», dicen los ingleses. La verdad es la mayor habilidad en política. ¿Cuándo acabarán de comprenderlo así nuestros gobernantes? ¡Gran lástima, cuando les ha tocado gobernar un pueblo con tesoros inagotables de heroísmo y de resignación!
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No es por amor propio el insistir. Pero, contra todas las razones, textos y ejemplos aportados por Azorín, sigo creyendo: que la popularidad no está nunca en razón inversa del[177] mérito; que han sido pocos los talentos mal apreciados en su tiempo, y si alguno lo fué, tal vez tuvieron más parte en ello motivos de presencia, carácter antipático del artista, vida desordenada, etc.
Shakespeare fué apreciado en su tiempo y no sólo logró glorioso nombre sino muy buen dinero, que le permitió retirarse á su lugar, «aprés fortune faite», como un buen comerciante. La obra de Cervantes, ni en cantidad ni en género, era para enriquecer á su autor, pero de su relativa popularidad—la popularidad es siempre relativa,—en vida misma del autor, ¿no existen numerosos testimonios? Azorín cita el ejemplo del Greco. No sería tan menospreciado en su tiempo, cuando nunca le faltaron encargos, que no le pagarían tan mal, cuando dejó fama de hombre caprichoso y dado á lujosas fantasías.
¿Qué más? Yo creí halagar á mi contradictor en sus convicciones, diciéndole que nadie me había preguntado por él en Buenos Aires, y él me contesta que es allí muy conocido. Ya ve Azorín cómo se puede tener talento y ser apreciado.
Y de mi, ¿qué voy á decirle? Soy el mismo[178] que en el año 97; hasta mis concesiones al sentimentalismo burgués, pudiera demostrar con textos que no son de ahora... Y ¿por qué no? Tiene uno toda la obra para decir lo que siente y lo que piensa; después, en el desenlace, puesto que la vida no desenlaza nada, ¿por qué no complacer al público? Pero si éste, con concesiones ó sin ellas, no hubiera estado de mi parte desde mis comienzos como autor dramático, ¿hubiera yo podido continuar estrenando? El público fué mi verdadero apoyo contra la crítica, casi unánime en afirmar que aquello no era teatro. ¡Cuántas obras, con asombro de empresarios y actores, cuando parecían enterradas por la crítica revivían por el público! Créalo Azorín, no es el público, que pudiéramos llamar vulgar, es el literario el que más resistencia opone á toda novedad y á todo mérito. Son los intereses creados los que protestan siempre. El mismo Azorín declara que no hay novedad absoluta en ninguna forma, ni expresión de arte, que todo existía antes en el ambiente. Si es así, si el ambiente es anterior á la obra, ¿cómo no ha de caer bien la obra, que el público no puede por menos de conocer por suya? Azorín sabe bien que los grandes artistas son[179] quizás los menos originales; su obra es de todos; alma de muchas almas.
Yo me explico perfectamente la convicción de Azorín. Alguna vez, comparando en justicia méritos con glorias, habrá pensado que el ruido de su nombre es menor que el de algún autor dramático, por ejemplo. Esto ya es cuestión del género cultivado, no del mérito de los escritores. Créalo Azorín; en vida y en muerte, al cabo del año todos estamos en el sitio en que debemos estar; el vulgo no es tan vulgo como creemos.
En fin, el mejor ejemplo, ¿no es el mismo Azorín? Según él, pocos debieran apreciarle, supuesto que la popularidad está en razón inversa del talento. Yo sé, aparte la broma de Buenos Aires, que son muchos los que le admiran como se merece. Acaso él juzgue equivocadamente del público, como tal vez juzga de mí: ¡Ese Benavente!—dirá,—siempre me lleva la contraria; se ve que me quiere mal... Azorín dirá si prefiere mi «malquerencia», que le lee siempre con atención y toma muy en cuenta sus opiniones y juicios, á la buena amistad de los que le felicitan sin discutirle por cada artículo... sin haberlo leído.
En la más que intrincada, pintoresca selva de nuestra política, hay más murmullos que en la de Sigfredo, cuando nada sucede ó cuando ha sucedido ya todo, en cambio, cuando sucede algo, reina el silencio más absoluto; que, á pesar de lo absoluto, es el rey más constitucional, por lo irresponsable.
Apenas suenan cuatro tiros, material ó moralmente, ya se sabe, silencio sepulcral en la selva; sus más canoras aves enmudecen y antes que en los valores públicos, con ser de suyo apocaditos, hay una baja sensible de elocuencia en nuestros mas notorios y fluidos oradores. ¡Valientes pájaros! ¡Y estos son los que miran de sobrehombro á la gente de pluma, de otra pluma!
El escritor, aun sin estar amparado, en muchos casos, por la inmunidad parlamentaria, arrostra el peligro de la suspensión de garantías y se atreve á opinar, en las circunstancias más[182] difíciles, comprometiendo tal vez su popularidad. ¡Pero los otros, á casita, que llueve! Y tenemos aquello de: Callaremos hasta que llegue el día de exigir responsabilidades... ¿Exigir responsabilidades? No lo dirán ustedes de veras. Si ese día llegara, ¿quién escaparía de ser ahorcado?, como le decía Hamlet á Polonio, aconsejándole tratara á los comediantes mejor de lo que se merecían.
También justifica muy bien el mutismo aquello de: Es preciso prescindir de toda idea política mientras se hallan comprometidos más altos intereses... ¿Dónde está la verdad? ¿Dónde estarán los más altos intereses? Y ¿qué ideas políticas serán esas que estorban precisamente cuando de altos intereses se trata?
En los sucesos de Barcelona, por ejemplo, todos, como en Cristo, pusieron sus manos. ¿Quién no ha dejado caer su gota de agua ó su salivita para contribuir en algo á la disolución y desmoronamiento de lo que debiera ser más firme que roca viva, la idea de la patria? Y ahora... todos son á lavarse sus manos...
No, no ha sido el anarquismo; ha sido el sanchopancismo burgués, el bien sesudo, que de un caso particular quiere deducir una regla de[183] conducta para toda la vida. El mismo que dice cuando sucede un descarrilamiento: No se puede viajar en ferrocarril; el mismo que al ser una vez engañado, proclama: No puede uno fiarse de nadie. Ese buen sentido de gato escaldado, era el que había decidido para siempre no volver á meterse en aventuras. ¡Qué rica paz!—¡No queremos guerra, no queremos guerra! Pero al ver cómo cuatro locos—los locos, como los héroes, el éxito los diferencia, son los que van siempre en línea recta del pensamiento á la acción,—les armaban la guerra en su misma casa, volvieron los ojos acongojados á todo lo que ellos habían tratado de desprestigiar: poder del Estado, fuerza... Y los cuatro locos pagaron por todos, y los muchos cuerdos dicen ahora:—¡Caramba! ¡Si fuera á hacerse todo lo que se piensa, no se podría vivir en el mundo!
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El dolor es el gran desinfectante moral. Tanto como el heroísmo de nuestros soldados, conforta el espíritu ver cómo de todas partes—¡olvidemos á los cuatro locos!—se acude y se atiende á los que pelean y á los que sucumben.[184] El ambiente nacional tal vez necesitaba esta sacudida para purificarse.
Ahora, yo desearía que esta vez, se acudiera á todo con severa dignidad. Nada de fiestas, nada de espectáculos benéficos. El que buenamente quiera divertirse, ¿por qué no?—todavía no es el fin del mundo,—que no invoque el pretexto del socorro, y el que no hubiese de dar nada, sino á cambio de una localidad de teatro ó de plaza de toros, más vale que no dé nada. ¡Mezquina dádiva la que necesita mejor ocasión que la verdadera para ofrecerse!
Agradézcase á los toreros su generosidad; ofrecen su vida, pero nada de corridas patrióticas. Aparte el que suele traer «mala pata», no hay espectáculo más lastimoso. Allá, hombres que arriesgan, que pierden su vida; en la plaza, hombres también que la exponen y también pueden perderla... Y una multitud que se divierte con todo esto y cree estar haciendo por la patria con aplaudir á una hembra que se adorna con los colores nacionales ó rugir de entusiasmo por un brindis torero: ¡porque el toro fuera uno de esos rifeños!... Es cuestión de seriedad, de buen gusto. Guardemos las fiestas para el día—¡quiéralo Dios cercano!—de verdadera fiesta.[185] Pongamos dignidad en nuestra dádiva. Dé cada uno lo que pueda, sin más estímulo. Crispa los nervios, después de leer hazañas y trabajos de nuestros soldados, tropezar más abajo con la relación de una «kermesse» en Pantanillo ó en Lagunilla, organizada por la colonia veraniega y las señoritas más distinguidas de la localidad. Tiempo habrá para todo, hasta para ser cursis.
La opinión general, tan reacia á toda empresa guerrera en un principio, se halla al fin poseída de tan belicoso entusiasmo, que sería defraudarla no terminar, por lo menos, con la conquista del imperio de Marruecos. Con menos entusiasmo, pero más constancia, años ha que esa conquista debiera haberse llevado á cabo lo más pacíficamente del mundo. Pero ¡ay! el dinero de nuestros capitalistas no es tan valiente como nuestros soldados, y cuesta más encontrar hombres de voluntad que de corazón.
Hemos convenido en que á ciertos pueblos sólo es posible civilizarlos á cañonazos. Sin duda es el medio más cómodo, aunque no sea el más eficaz. Yo creo que no hay pueblo tan salvaje en el mundo que se resista á las ventajas de la civilización, cuando los civilizadores le permiten disfrutar de esas ventajas. Á lo que se resiste todo el mundo no es á que la civilización se le entre por las puertas, sino á que le pase por encima.[188] Civilización automóvil; atropella con todos los adelantos modernos, pero, ¡mal consuelo para el atropellado!
Nada de esto es pretender quitar hierro. Aunque otra cosa afirme Metternich, en su admirable libro «La prudencia y el destino», no hay prudencia, suficiencia ó sabiduría, como quiera traducirse, «sagesse», capaz de oponerse al destino de los pueblos ó de las personas. Y mucho menos cuando el destino tiene ya la palabra. En aquellos días de la Conferencia de Algeciras, gloria de nuestra diplomacia... Entonces, sí; entonces acaso hubiera podido escucharse la voz del prudente. Una nación poderosa, rival de otra no menos fuerte, sólo procuraba aislar á su enemiga y halagando á otras dos naciones, rivales á su vez en intereses, procuró conciliarlas por eso mismo. ¡Como si dos intereses iguales pudieran conciliarse nunca! No era preciso ser un Maquiavelo ni un Metternich para pensar que entre una nación interesada en dominar por completo á Marruecos y otra interesada en oponerse á esa dominación, nuestro interés, aparte simpatías de raza tan mal correspondidas en ocasión, estaba en inclinarnos al lado del contrapeso.
Ahora sólo podemos desear que se enmiende[189] con gloria un nuevo error de nuestros estadistas, hombres de pocos libros y de menos mundo. ¡Á Dios sean dadas! Que la gloria se logre á costa de la menor cantidad de sangre posible, y que la opinión, sin desmayar en sus entusiasmos, no llegue á exaltarse tanto que sea bien recordar aquello de «El gaitero de Bujalance»: un maravedí porque empiece y dos porque acabe.
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Sabido es que á todos los padres les parece siempre que están muy mal educados los hijos... de los demás, y á los que no tienen hijos, ¡no se diga! Por lo que no sería mal acuerdo que cada padre se encargara de los hijos del vecino, y á su vez le confiara los propios, y los solterones ó matrimonios sin prole se hicieran cargo de los más rebeldes y empecatados. Y aplicando á todos los órdenes de la vida el sistema, acaso todo andaría mejor con este procedimiento. En España, por lo menos, es admirable cómo los que nunca dieron pie con bola en asunto propio, se echan á discurrir y disponer por los más ajenos á su profesión y conocimientos.
Á estas horas tenemos un Napoleón ó un[190] Moltke en cualquier ciudadano, antes de paz y hoy tan de guerra que no deja vivir á nadie. ¿Quién no tiene su plan estratégico? ¿Quién no ha tomado algo á estas horas? ¡Oh, país admirable en que todos entendemos de todo sin haber estudiado de nada!
Cuentan de un zapatero remendón, de cierto pueblo, que era el más severo crítico de sermones. Predicador que se presentara en la fiesta del Santo patrono ó cualquier otra solemnidad, podía darse por perdido si al zapatero no le caía en gracia. El pueblo no tenía más opinión que la emitida con inapelable autoridad por el crítico. Sucedió que un predicador, advertido de antemano, al observar durante un bien estudiado sermón, el gesto desdeñoso del zapatero y en consecuencia el de todos los oyentes, se apresuró, apenas bajó del púlpito á preguntarle los motivos de su disgusto. ¿Qué le ha parecido á usted el sermón?—¡Phs! No está mal... pero poca teología.—¿Pero, usted sabe de teología?, preguntó el predicador asombrado.—¡Anda!, replicó el zapatero. ¡Pues si yo supiera de leer y escribir lo que sé de teología!
¿No es este un poco el caso de todos los españoles?
¡El Señor nos libre de los «teólogos» militares que andan desatados en estos días y no son la menor calamidad, con ser tantas las calamidades de la guerra!
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Dice Bernardo Shaw que los ejércitos se pasan la vida preparándose para una guerra que, ó no sucede nunca ó cuando sucede, sucede del modo contrario á como se había previsto. Bueno fuera, no obstante, á pesar de que lo imprevisto está sobre todo, alguna mayor discreción en apuntar planes y posibles acciones. Hay siempre entre los rifeños quien se entera de todo. No hay que fiarse en esa aparente indiferencia salvaje, que no es tan salvaje como parece. Yo conocí en Tánger á un moro de la última condición; acarreaba equipajes y fregaba los suelos en el hotel; pues cualquiera de nuestros ministros de Estado no está tan enterado como él de asuntos internacionales. Hablaba, aparte del árabe vulgar y el hebreo, inglés, francés, español; conocía los nombres de todos los ministros del gobierno español entonces, sabía historias muy sabrosas de muchos personajes españoles,[192] y hasta de los amantes de algunas damas empingorotadas, como cualquier cronista de salones. Era extraordinario, sin ser excepcional. Claro es, que el Rif no es la Cosmópolis de Tánger; pero la natural sagacidad del moro es la misma. ¡Raza inferior, raza de salvajes! Se dice muy pronto, cuando hablan el odio ó la conveniencia. Acercándose con simpatía, con verdadero amor de civilización, en todas partes hay hombres buenos y malos, pero no hay razas inferiores, no hay razas de salvajes. La bondad del corazón, la perspicacia del entendimiento florecen en todas las tierras; aun en las que solo se ha sembrado odio, con pretexto de civilizarlas.
No tendrá queja el señor presidente de la Sociedad de Conciertos, en el mundo ministro de la Gobernación. Su soberana batuta se impone á todos. Que «allegro vivace», pues «allegro»; que andante «maestoso» y con sordina, pues ya se percibe el aleteo de una mosca. Verdad es que su tiempo preferido es «forte che forte», y el del país sería un «largo» que no tuviera fin.
Que hoy podremos decirles á ustedes algo, pues todo el mundo á esperar noticias, con la más justificada ansiedad; que tengan ustedes un poco de paciencia; pues á esperar en calma: quizá, recordando aquellos alambicados versos, que tanto sublevaban el buen gusto de Alcestes el Misántropo de Molière: «Phyllis, on desespere alors q'on espere toujours!»
¡Ah, si en tiempos de paz y de continuo todos nos preocupáramos tanto del avance como ahora! ¡Aquí, donde por el contrario, son tantos[194] los que en todo quieren á cada paso hallar motivo, ocasión ó pretexto para un retroceso, y hay gente que no se hallaría á gusto con menos de «recular» hasta la Edad Media!
¿Sucesos de Barcelona? ¡Ah! Todo es por haber fracasado la ley del terrorismo, y si se restableciera la Inquisición... nada habría que temer en lo futuro.
¡El avance! ¡Santa palabra! ¡Que ella sea siempre nuestro santo y seña!
Hoy por hoy no se oye otra cosa. Yo sé de algunos maridos que sintiéndose gubernamentales, han prohibido á su mujer hablar de esto. No hay idea de los horizontes que abren á la imaginación estas palabras, pronunciadas por labios femeninos: ¿Cuándo es el avance?
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Los autores dramáticos franceses están que trinan con sus colegas de Italia, porque éstos pretenden defenderse no de la invasión de obras francesas, sino de la exclusión de las propias, por las facilidades que los empresarios y directores de compañía hallan en los autores franceses y en sus traductores para pagar derechos[195] convencionales. Recuérdese el atracón de obras francesas con que suelen obsequiarnos las compañías italianas. ¿Preferencias artísticas? Nada de eso. Baratura y rico saldo. Es como el amor al teatro antiguo de algunos de nuestros directores artísticos... Que no hubiera facilidad de cobrar las refundiciones, muchas veces refundición de refundición, como una obra original y nuevecita, y veríamos quién se acordaba de Lope ni de Calderón.
Por cierto que en una gacetilla del periódico «Comedia», que trasciende á conferencia con alguien de casa, se asegura que también algunos empresarios españoles piensan prescindir de las traducciones, á pesar de que cuentan con pocas obras originales, para evitar el disgusto de los autores, aunque algunos, refractarios á las traducciones, no lo sean tanto á los plagios. Es posible. Eso de los plagios puede probarse siempre. Y de los plagios de los actores, ¿no se dice nada? Porque hay eminencias que no viven de otra cosa. ¡Si Sarah y la Duse y la Réjane, Le Bargy ó Guitry cobraran derechos de traducción y reproducción!
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El teatro de los Niños es una de tantas ilusiones mías; pero nada de monopolizar ideas; no es mía solo: son muchos los autores dispuestos á realizarla. Uno de ellos, el simpático López Marín, se propuso nada menos que edificar un teatro de nueva planta, para este especial objeto. Echóse á buscar capitalistas con el mayor optimismo. No le acompaño en él, no tratándose de consagrar como primera tiple á una corista distinguida por algún ricacho de aluvión ó de abrir una nueva tablajería escénica de carnes averiadas, bases de los más sólidos negocios teatrales. Ignoro el resultado de sus gestiones. Pero, en fin, con dinero ó sin él, con nuevo teatro ó en cualquiera de los muchos existentes, el Teatro de los Niños empezará en la próxima temporada, modestamente, como un ensayo. Como los empresarios grandes tienen bastante en qué pensar con su gran público, preferiremos un pequeño empresario y un pequeño teatro. Fernando Porredón y el Príncipe Alfonso.
No es tan fácil como parece divertir á los niños, sin aburrir demasiado á los grandes. Los niños modernos nacen enseñados. ¡Oyen unas cosas en casa! El numeroso repertorio de obras infantiles con que cuenta el teatro inglés, no es[197] aprovechable. Demasiado inocente. No por lo fantástico de sus asuntos, casi siempre basados en los cuentos de hadas más populares; no soy de los que abominan de la fantasía en la educación, como el maestro de «Los tiempos difíciles» de Dickens, con su muletilla: ¡Hechos, hechos! Al contrario, es preciso huir de toda pretensión docente, y mucho más, utilitaria. Lamartine abominaba de las fábulas de Lafontaine, como obra educadora. Tenía razón; su moralidad, mejor dicho, inmoralidad practicona, desengañada, toda malicias y desconfianzas de rústico, es deplorable para el espíritu de los niños, abierto siempre á la generosidad y á la esperanza.
Contra la opinión de Lombroso, que ve en el niño á un pequeño salvaje y casi á un criminal en germen, y asegura que todo niño es egoísta, embustero y ladronzuelo, menos uno que era un encanto; uno que se le murió al doctor... ¡Oh, bancarrota de la ciencia en esta página de uno de sus libros, que contradice con lágrimas la afirmación rotunda! Yo creo que todos los niños son buenos... hasta que los padres y los educadores los hacen malos.
Cuando se oye á algunos padres decir: ¡Qué[198] niño este! ¡Es muy malo, muy malo!, pensad siempre: Y ustedes, ¿son ustedes buenos? Lo que hay es que el niño manifiesta sin fingimiento las malas cualidades que los padres encubren con la hipocresía que da la experiencia. Cuando ellos se lamentan de que el niño les pone en ridículo, sacando á relucir los defectos de alguna visita, ¿no será que el niño les oyó murmurar en su presencia de todos los conocidos y amigos?
Sucede muchas veces que el niño es quien no puede explicarse por qué sus padres y los mayores de la casa, hablan siempre mal de alguna visita que él no encuentra antipática por ningún estilo. Claro es, que en fuerza de oir cómo los mayores la ridiculizan y menosprecian, él acabará también por retirarle su simpatía, aun sin explicarse las razones.
Cuando reprendéis á un niño porque trata con altanería á un criado, ¿estáis seguros de que no imita vuestro tono, al reprenderle cuando cayó en vuestro desagrado? Por lo regular, muchos padres sólo reprenden á sus hijos cuando les molestan á ellos, aun con juegos ó travesuras propias de niños; en cambio, son de una lenidad punible, cuando molestan á los demás,[199] con cosas que suelen ser aprendidas de los padres.
Entonces, dirán ustedes: más que un teatro para divertir á los niños, hacía falta uno para educar á los grandes... Sería inútil. Habría que cerrarlo. Parecería inmoral.
Me preguntan, unos de buena fe, otros, acaso con la misma intención con que el cura del cuento preguntaba al muchacho si, puesto que Dios estaba en todas partes, estaría también en el corral de su casa; para poder decir: ¡Cogíte!, si en el futuro teatro de los niños tomarán parte principal actores infantiles. No, señores, no; no hay cogíte, que en casa no hay corral. Y si el teatro de los niños á divertirlos ha de estar dedicado, mal cumpliría, si para divertir á unos había de mortificar á otros. Cuando alguna obra exija algún personaje infantil, niña ó niño, no faltarán zangolotinos de ambos sexos que sepan dar al público la ilusión de la infancia.
Garridos muchachotes fueron Ofelia y Julieta, en tiempos de Shakespeare—sin que el autor de Un drama nuevo se hubiera enterado.—Y después de todo, de la juventud á la niñez no[202] es tanta la distancia como de la juventud á la madurez bien madura, y todos los días vemos en esos teatros galanes y damas polleando—sobre todo, damas, que ya eran gallos, con sus patas de lo mismo y todo, cuando uno estaba en plena edad del pavo. Como que al verlos suspirando amores, más ó menos contrariados le dan á uno ganas de vestirse de marinero y rodar una naranjita, si no fuera el temor, que ellos no tienen, á la voz implacable que oyó en semejante caso, el famoso Sr. Patiño.
No quiere esto decir que, el estudiar y representar comedias, no sea conveniente para los niños. Es un buen ejercicio de memoria, de entendimiento y de pulmones; se adquiere, además, soltura y elegancia en la dicción y en los modales. Para niños están escritas y para ser representadas por ellos, numerosas comedias inglesas y ¿quién duda que los ingleses saben educar á sus niños? Pero una cosa es representar particularmente para recreo propio y de los amigos, y otra la profesión teatral, más agradable en apariencia, pero no menos nociva que otras para la salud de los niños.
Tranquilícense, pues, los que quisieran verle á uno cogerse los dedos á cada paso. En el teatro[203] de los niños no habrá más niños que los espectadores.
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Algo de bizantinismo puede parecer en las presentes circunstancias, preocuparse por fruslerías; aunque ¿quién sabe en el mundo cuáles serán las verdaderas fruslerías? Todo consiste en contemplar el hormiguero de la tierra ó el hormiguero de los astros, como lo contemplaba Orozco, el magno personaje de Galdós, limpiando en la contemplación su espíritu de mezquinas pasiones terrenas.
Nada se dice del Teatro Nacional, nada tampoco de la concesión del Español. El primero, ya sabemos que lucha con dificultades de instalación. Pero el segundo... ¿Á qué se espera? ¿Se adjudicará, como siempre á última hora, sin tiempo de preparar compañía ni obras? No valía la pena entonces de mostrarse tan intransigentes con otros concesionarios, ni de negarse á ceder el teatro al Estado.
Una temporada digna del que hemos convenido en llamar nuestro primer teatro, no se improvisa en cuatro días. Se asegura que son varios[204] los solicitantes; que la santa recomendación hace de las suyas. Entre los nombres que suenan—y este no necesita recomendación,—figura el de Carmen Cobeña. De otros se habla también con grandes méritos y prestigio... para el teatro francés. El Ayuntamiento tiene la palabra. No creemos que por ser de Madrid, pretenda hacer en su teatro un Dos de Mayo á la inversa.
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Continúan en Munich las representaciones del teatro Artístico; muy interesantes para todos los que de arte teatral se preocupan. Su sistema de mise en scene, que pudiera llamarse sintética ó simplificada, es muy digno de estudio y debiera aplicarse siempre que de obras de imaginación y de poesía se trata. Las obras de Shakespeare pueden así representarse con todos sus cuadros y mutaciones, sin el cansancio que producen los repetidos intermedios prolongados. Contra el sistema de acumular detalles, de mayor vistosidad que buen gusto, casi siempre, la decoración, en el teatro Artístico, es sólo un fondo de cuadro, lo preciso para animar á las figuras con su propio[205] ambiente, sin avanzar ni sobreponerse á ellas. La armonía de luces y color es perfecta. En El Mercader de Venecia, un fondo de cortinas verdosas, una mesa con las tres cajas del enigma; la figura de Porcia, vestida de un brocado de rosa y oro; la de su dama, vestida de verde, en tono más claro que el fondo; la figura del príncipe de Marruecos, envuelta en un blanco albornoz; la del príncipe de Aragón, como figura de una talla del siglo XV, forman un cuadro acabado, con los más sencillos medios de ejecución. En el último cuadro, un muro agrisado, la sombra de unos pinos, bastan á proclamar toda la poética emoción de aquellas últimas escenas en el jardín de Porcia, saturadas de poesía.
No en todas las obras representadas se ofrece el mismo artístico conjunto. En algunas, la mise en scene es del antiguo régimen, y en alguna del malo. Pero en El Mercader de Venecia, en Lysistrata, en Hamlet, tienen mucho que aprender los directores de escena y los escenógrafos.
Sabido es que en Alemania fracasó el célebre actor inglés Mr. Tree, que presenta las obras de Shakespeare con una suntuosidad más propia de comedias de magia ó revistas de espectáculos. Los alemanes, acostumbrados á su teatro[206] Artístico, opinaron que en el Shakespeare de mister Tree, como en el conocido cuento, los árboles no dejaban ver el bosque. ¡Y cuando el bosque es Shakespeare!
El Señor nos libre de jueces negligentes ó corruptibles; pero no deje de librarnos también de los íntegros y celosos, que apenas tropiezan con persona de algún viso social en el enredijo de sus actuaciones, por dejar bien sentada la inflexibilidad de su justicia, al menor indicio no dudarán en presumir la culpa; como si quisieran decirnos: Aquí, que no me dirán que peco.
Bien está que la recta espada y la fiel balanza no distingan de clases ni de personas; pero no por igualar desigualemos tanto que la camisa limpia venga á ser un indicio de culpabilidad, y el ser grande de España y caballero de alguna orden, antecedentes penales. Peligrosas prendas son en estos tiempos la levita de los caballeros y el sombrero de las señoras; pero aun no deben considerarse como agravantes. Se puede vestir bien y ser persona decente.
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Aunque otras ventajas no tuvieran las guerras—deben de tener otras muchas,—la más indudable es la de contribuir á la difusión de la cultura. Así, en España, gracias á las algaradas rifeñas, es seguro que cada diez ó doce años venimos á enterarnos de una porción de cosas que, apenas pasada la excitación guerrera, nos apresuramos á olvidar, para tener el gusto de volver á recordarlas á la primera ocasión.
Difícil es, sin embargo, poner de acuerdo las diferentes versiones. Á estas horas hay quien nos ha mostrado el Rif como una tierra de promisión; y sólo le ha faltado enviarnos de muestra un buen racimo de uvas, como aquel de que nos habla la Biblia. Otros, en cambio, nos dicen que aquello es de una aridez que espanta; arenales ó riscos. Ello dependerá de la parte que cada uno mire, y lo más probable es que allí haya un poco de todo. Más cerca está nuestra Castilla y hay quien la supone una llanura sin fin, seca y desolada; mientras otros nos hablan de sus sierras pintorescas, de sus arboledas frondosas...
Sin ir más lejos; se habló de la utilidad que en la campaña podrían prestar los camellos—produciendo la natural alarma en algunos organismos[209] oficiales docentes.—En seguida hubo quien puso el grito en el desierto. ¿Camellos? Los camellos no sirven allí para nada. Y nos dieron un curso de zoología y otro de topografía, y á todo esto sin saber á qué joroba quedarnos. ¿Sirve el camello? ¿No sirve el camello? ¿El camello es lo mismo que el dromedario? ¿El camello tiene una sola joroba ó puede tener dos jorobas, como se puede ser miembro de dos Academias ó presidente de varias corporaciones, como D. Alejandro Pidal: pongo por compatibilidades?
No hay duda; las guerras ilustran. La letra con sangre entra. No hay idea de lo que vamos aprendiendo ahora, y que nunca hubiéramos llegado á saber en tiempo de paz. La paz enmohece los espíritus. Sin las guerras napoleónicas, el espíritu de la Revolución francesa no se hubiera difundido tan rápidamente por Europa. Hay quien dice que nada se hubiera perdido y hasta que podía perdonarse el bollo por el coscorrón, como si todo progreso de la humanidad no hubiera costado muchos coscorrones.
Hay quien contradice: ¿Y las conquistas de la Ciencia y del Arte y de la Industria, no son pacíficas? Tampoco. Pacíficas para los pueblos;[210] pero los hombres de ciencia, los artistas, los industriales, los trabajadores, ¿no han regado con su sangre—del cuerpo y del alma,—el campo fecundo de sus descubrimientos, de sus creaciones, de sus inventos? No hay trabajo sin pena, y hasta la contemplación es dolor.
¡Guerra, guerra siempre y en todo! El reino de los cielos ha de ganarse con violencia, nos dice el Evangelio. Sin duda, con violencia sobre nuestras pasiones, sobre nuestros instintos. ¿Qué mayor combate? El que quiera lograr algo en la vida, hay día que pueda encontrarse sin alguna baja en su corazón y en su entendimiento: El amor de ayer, la verdad de ayer, la ilusión, que parecía de toda la vida...
¡Cuántos muertos enterraremos al cabo del tiempo en nosotros! Así, cuando alguien nos dice: Usted, que ya ha triunfado; nos da ganas de decirle: Triunfar, ¿dice usted?... Y yo creí que venía derrotado. Y es que si nos paramos á contar nuestros muertos, cualquier triunfo parece una derrota.
* * *
Ecos del veraneo. En la terraza de un casino.
Se habla de una señora casada, que se permite los más variados y escandalosos coqueteos con unos y con otros.
—Está dando mucho que hablar—dice una amiga.
—Pues hace muy mal—dice otra.—Porque ella no tiene posición.
Peligroso sistema es el de algunos predicadores y moralistas, que para llevarnos después con mayor fuerza al aborrecimiento de vicios y pecados, van puntualizándolos y describiéndolos primeramente, con tal viveza de colorido, que tal vez cuando llega la ducha fría de la moraleja, anda ya el mismo demonio desatado por nuestra imaginación, impresionada por la primera parte del discurso, más pintoresca y amena que la segunda. Sabido es que de cien lectores de la Divina Comedia, noventa y nueve no pasan más adelante del Infierno, y si algunos pasan del Purgatorio, pocos son los que llegan al Paraíso.
Los episodios dramáticos y pasionales del Infierno, con la sabrosa comidilla de saber allí á muchos ilustres personajes, interesan nuestra atención con mayor fuerza que las disquisiciones teológicas y descripción de celestiales bienaventuranzas de la segunda y la tercera parte.
Cuando se quiere moralizar con fruto, bueno es ir á lo moral por lo más derecho, sin entretenerse en pinturas de inmoralidades, porque, aparte de que las comparaciones son odiosas, es el espíritu humano de tan depravada condición, desde la caída del primer hombre, que ¿quién nos asegura de que metidos en comparaciones no salga perdiendo la moralidad y todo el sermón venga á ser perdido? Sin contar con que nunca faltan descreidotes y socarrones, muy al tanto de los efectos oratorios, que acudan á divertirse con la primera parte, la de las vivas pinturas, y cuando toquen á moralizar salgan más que á paso y más empecatados que vinieron.
Por todo esto, y algo más, tengo por peligrosa la publicación de proclamas disolventes en que se abomina de todo el orden social. Este admirable orden social en que tan á gusto vive una pequeña parte de la sociedad que, por fortuna, es la que tiene el dinero. Claro es que á ésta le pondrá carne de gallina la lectura de esas abominables proclamas, y comprenderá la buena intención al publicarlas en poner de manifiesto lo que tanto energúmeno piensa y maquina para acabar con el mundo, si les dejaran.[215] Pero ¿y á la otra mayor parte, no tan bien hallada en este rico mundo? Á tanto cerebro debilitado por la escasa alimentación, ¿qué efecto puede producirles? Son lecturas esas demasiado fuertes para estómagos desfallecidos.
Y ¡si después de las terribles proclamas, el moralista nos brindara con palabras de paz y de dulzura!, pero no; á la proclama del desorden, responde la del orden; no sabemos cuál más temible; energúmenos por abajo y energúmenos por arriba... ¡Sí que es para pacificar los espíritus!... Á los de casa no nos llega la camisa al cuerpo. ¡Qué extraño es que los de fuera quieran meterse en camisa de once varas! Y á todo esto sin saber si Anatole France vale ó no vale. En la duda, bueno es volver á leer La Isla de los Pingüinos, mas que traducida al español, adaptada á la vida española. ¡Porque vaya si estamos pingüinos unos y otros! Y el que quiera salirse del corro, que levante el vuelo.
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Tan metidos estamos en pelea, que hasta de asunto en apariencia tan pacífico como la adjudicación de un teatro—verdad es que se trata[216] del teatro Español, y el nombre obliga,—damos batallas y nos dividimos en bandos.
Se habla de intereses materiales y de intereses artísticos. ¡Otro afán español, este de separar lo material y lo espiritual, como si fuera posible plena vida sin el sano consorcio de espíritu y materia!
La palabra negociante está muy desacreditada, y conviene rehabilitarla. De lo que hay que huir es de un mal negociante, pero del que sepa serlo, nunca. El buen negociante sabe lo que son cantidades morales y sabe sumarlas. El mal negociante cree que el arte no da dinero; el buen negociante sabe que el arte puede dar dinero, si es verdadero arte. No es bueno todo lo que da dinero por esos teatros; pero obsérvese que siempre es lo menos malo.
Yo aconsejaría á Federico Oliver, ya que por garantías artísticas ha conseguido la concesión del teatro, que se sintiera ahora lo más negociante posible, y en este caso, atento al negocio sobre todo, contratara una buena compañía; admitiera muy buenas obras y las presentara con la mayor propiedad. En esto consiste el buen éxito de los negocios teatrales, y del conjunto de todo esto—¡qué rareza!, ¿verdad?—cuando[217] se ha hecho un buen negocio, suele resultar que también se ha hecho arte.
¡Ah! Evítense las falsificaciones. Las más corrientes en las obras teatrales suelen ser: de lo literario con lo soso, de lo profundo con lo aburrido, de lo nuevo con lo extravagante, de lo poético con lo cursi, de lo atrevido con lo grosero. Todas estas falsificaciones se encierran en una: Tener el teatro vacío y decir que fué porque se hizo arte y el público no supo apreciarlo. El verdadero arte del teatro es... hacer negocio, y el verdadero negocio es... hacer arte. Shakespeare y Molière ganaron mucho dinero como empresarios. No sé si podrá decir lo mismo el señor Reinot.
Si alguna vez—no lo permita Clio,—me viera precisado á escribir ó á explicar un curso de Historia de España en los tiempos modernos, por cuanto á su historia política se refiere, les aseguro á ustedes que saldría pronto del paso. ¿Gobiernos? ¿Cambios de política? ¿Conservadores, liberales? Es lo mismo. En España, en los modernos tiempos, no hemos tenido mas que un solo gobernante: el miedo.
Véase la clase: período de la Restauración; miedo á los republicanos. Todos los esfuerzos, toda la energía y todas las habilidades del que por entonces fué el amo de España, no tuvieron más alto fin que desbaratar y quebrantar á los republicanos. Acaso hubiera sido mejor política educar al país y fortalecer su voluntad por si llegaba el caso en que tuviera que gobernarse por sí mismo... Pero no, aquel gran pedagogo á la antigua española era de los que consideraban á los pueblos como eternos niños ó incapacitados...[220] Adelante. Período de la Regencia: miedo á los carlistas, concesiones y mimos á Roma y contemplación de toda clase de gaitas eclesiásticas... Después, hasta nuestros días, un poco de miedo á los obreros; coqueteos socialistas, leyes y disposiciones mal meditadas, como procedentes del miedo más que de un espíritu de justicia... Después, miedo al catalanismo. Ídem, ídem de lienzo, con el feliz éxito que todos hemos podido apreciar... Ahora, miedo á... Miedo al valor, que es un colmo; miedo siempre y á todo. Y ¿es posible que una nación gobernada por el miedo pueda prosperar ni engrandecerse?
Muchas vueltas da en estos días el espíritu nacional en torno al Gurugú; esos riscos que han llegado á ser como símbolo de la barbarie atrincherada entre piedras y sombras... Más debiera de preocuparnos los muchos gurugús que tenemos en nuestra casa.
Hay en España una juventud que, ó se ha educado por sí misma, ó ha sabido elegir mejor conductores que los designados por la sabiduría oficial; hay en esa juventud políticos no malogrados todavía por el contacto con los viejos, aunque por mal entendidos respetos parezcan[221] dejarse dirigir por ellos... ¡Déjense de respetos que nadie ha de agradecerles! ¡Juventud española, adelante, arriba á la conquista del Gurugú nacional! El Miedo ha gobernado bastante.
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En estos días, principio de la temporada teatral, es cuando mas compadezco á los ministros y grandes personajes. ¿Qué será de ellos todo el año, si uno, pobre autorcillo de comedias, con esfera de influencia tan reducida, se ve abrumado de solicitudes y demandas de recomendaciones?
De todas ellas, ningunas tan embarazosas como las acompañadas de manuscrito; con aquello de: Deseo conocer su sincera opinión... Y aquí del problema. ¿Puede darse la sincera opinión? Doit-on la dire? Como preguntaba el autor cómico francés, en asunto no menos peliagudo que este de opinar sinceramente sobre una comedia.
Aparte la desconfianza en el propio criterio y mucho más en el del público. ¡Ve uno aplaudido tanto desatino! ¿Quien cae en el lazo de opinar sinceramente, cuando la opinión es desfavorable,[222] y por serlo, inmediatamente ha de parecer equivocada, ó lo que es peor, tal vez envidiosa?
Pedirle á uno opinión en materia tan delicada, que atañe al buen juicio y entendimiento del demandante, es examinarle á uno de educación más que de otra cosa.
Del: Usted, que es una autoridad; al: ¿Quién es él para juzgar mi obra?, no hay más que un tramo de escalera. Y, sin embargo, hay ocasiones en que quisiéramos bien ser sinceros y que nuestra sinceridad no dejara lugar á dudas. El desengaño es triste, pero el engaño es cruel. Si aun las verdaderas y legítimas musas suelen causar muchos destrozos á su paso, ¿qué estragos no causará la musa loca?; esa musa que tan bien nos presentaron los Quintero en los lances sainetescos y trágicos de una bella comedia.
No saben los portadores del manuscrito de sus ilusiones, el verdadero conflicto dramático que nos plantean al solicitar humildes una opinión franca.
¡Cuántas veces á trueque de antipatías, con la dudosa esperanza de que algún día fuera mejor apreciada mi lealtad, he preferido como Segismundo: Por ser piadoso contigo, ser cruel contigo ahora!...[223] ¡Pero advierto una tal expresión de tristeza ante el desengaño! ¡Hay tan pocas verdades que compensen la pérdida de una sola ilusión! Y, después de todo, ¿para qué anticiparnos unos años, unas horas, á la verdad que ha de decidir, por fin, la vida, con su autoridad inapelable?
Y aun la vida no suele convencernos. También puede equivocarse. Y nosotros, ya que podamos como ella equivocarnos, no seamos crueles como ella. ¡Permitid, señora conciencia, que nunca falte una amable mentira en nuestros labios, cuando alguien se llega á pedirnos una opinión sincera!
Sultán estar amigo, francés estar amigo, todos amigos; pero entre las grandes potencias y las pequeñas impotencias, entre notas diplomáticas, manifestaciones callejeras delante de nuestras embajadas y artículos periodísticos, nos están poniendo por esos mundos, cual dirían conservadores, si estuvieran en el poder los liberales.
En vano es que de cuando en cuando, la contaduría de aquí procure endulzarnos tanta amarga píldora, copiando algún artículo ó sueltecillo de las contadurías de por ahí. Todos sabemos á qué atenernos, y el público hace de ellos el mismo caso que de los desacreditados reclamos teatrales cuando anuncian después de un fracaso en parecidos términos: Cada día es más aplaudida la obra tal, estrenada con tan extraordinario éxito. Aligeradas algunas escenas, suprimidos varios números de música, más seguros los actores en sus papeles y corregidas las deficiencias en decorado y vestuario, las representaciones[226] se cuentan por llenos. En vista de tan extraordinario éxito, la empresa ha acordado rebajar el precio de las localidades.
Una cosa así, salvo la rebaja, vienen á ser esos sueltos, soltados por algún amable periódico europeo, con los que se ufanan nuestros gobernantes, como se ufana el que soltó una paloma mensajera, al verla regresar con toda felicidad al palomar de procedencia.
Entre tanto, vuelan á su antojo aves de rapiña; aves de mal agüero y toda clase de «canards».
Siempre fué prudente regla de conducta lavar en casa la ropa sucia; ahora nos hemos vuelto rumbosos y la damos á lavar fuera, y como está algo pasadita, van á dejarnos sin tener que ponernos, como no sea un conservador atrás y un neo alante; traje poco á propósito para presentarnos en la buena sociedad europea.
Los franceses, sobre todo, se exceden en demostrarnos su buena amistad. Están seguros de que no hemos de enfadarnos. Tenemos allí, para corresponderles con agradecimiento, á la flor de nuestra aristocracia y de nuestra elegancia, veraneando en Biarritz y vistiéndose en Bayona.
En España no hay donde veranear á gusto.[227] San Sebastián es demasiado ciudad para vida de veraneo, y las pequeñas playas carecen de todo «confort»... Es posible; pero, ¿faltan veraneantes porque faltan comodidades, ó faltan comodidades porque faltan veraneantes? San Sebastián y Biarritz no improvisaron hoteles, villas y casinos en espera de gente; fué la gente, prefiriendo esos, que eran pueblos de pescadores, y pasando por mil incomodidades en los primeros años, la que fué dando vida y comodidad á esos pueblos. Como ellos hay muchos en España, que pudieran rivalizar con las playas francesas y con la única de moda en España. Claro está que es más cómodo encontrarse con todo hecho y bien dispuesto que pasar fatigas y molestias de descubridores y colonizadores. Pero, ¡señoras y señores míos! El patriotismo no debe mostrarse sólo en caso de guerra, hay un patriotismo de la paz, tal vez más difícil y menos brillante, que consiste en una porción de pequeños sacrificios por parte de todos; pequeños sacrificios que hacen á las naciones grandes.
Esos pequeños sacrificios, no tan penosos como labrar surcos, partir piedras ó sepultarse en minas, consisten para las clases pudientes y[228] directoras en bien poco; en vestir algo más cursi unos cuantos años con lo de casa, para enriquecer á la industria y al comercio nacionales, y llegar á vestir con lujo y con gusto, sin necesidad de acudir para ello á Bayona y otras grandes capitales extranjeras; en conformarse con veranear modestamente en un modesto pueblecillo, para que vaya prosperando, y al cabo de unos años nada tenga que envidiar á esas encantadoras playas francesas; en aburrirse por algún tiempo benévolamente, como saben aburrirse los grandes señores, con nuestros novelistas, con nuestros autores dramáticos, con nuestros músicos, con nuestro pobre, pero bien intencionado arte, para que, animados nuestros modestos artistas con nuestra benevolencia, lleguen á sentirse grandes y capaces de producir grandes obras.
Todo esto y algo más, por este orden, supone pequeñas molestias, ocultos sacrificios que no hallarán eco en las crónicas de sociedad ni harán figurar tanto nuestros nombres como las listas de las suscripciones benéficas y patrióticas. ¡Es tan fácil ser generoso y magnánimo y valiente, cuando todos nos miran! Lo difícil es serlo humildes y callados, en el anónimo[229] de una obra donde sólo se lea un nombre: Patria.
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Todos los días y en los sitios más céntricos, saluda uno ó procura no saludar, aunque en Madrid á nada compromete el saludo, á conocidos carteristas, estafadores, chanteurs, jugadores de ventaja, etc. etc.; el que más y el que menos con una docena de causas pendientes y todos ellos paseándose en la más dulce libertad y sin desatender los negocios de su profesión, mediante fianza pecuniaria ó personal, prestada por algún conocido tabernero.
Estas facilidades no rezan con el escritor procesado por delitos de pluma, que no fué falsificadora. Á éste no se le excusan rigores ni molestias. ¡Suprema voluptuosidad de unos Nerones de poquito!
No están los tiempos para hacer de tigres y se contentan con ser chinches. Porque toda esa rigurosidad, cuando en la conciencia de todos está que, por muy excepcionales que sean las circunstancias, no puede ser delito un mes al año, lo que no debe serlo nunca, no pasa de ser...[230] chinchorrerías. Gusto de poder decir á cuatro amigos, frotándose las manos de gusto: Para que vean cómo las gastamos. ¡Que se fastidien!
Sí que saben ustedes fastidiar, pero ¡si ustedes vieran que no es por eso!
Impacientes por recibir una ovación, los autores de la obra representada, con mejor éxito para la interpretación que para la obra, han querido aprovechar un aplauso arrancado por los intérpretes, para dar la obra por terminada; cuando en realidad, sólo estábamos en un final de acto. Ya nos disponíamos todos á regocijarnos con el fin de fiesta, cuando por orden superior ha vuelto á levantarse el telón con gran descontento de algunos impacientes. Todo por no haber rehusado modestamente los autores, aplausos prematuros, como es uso y costumbre, con la consabida fórmula: Los autores suplican al público reserve su juicio hasta la terminación de la obra. ¡Poco seguros deben de estar de su éxito personal, cuando tales impaciencias revelan! Gracias á que el público es bonachón de suyo y está ya resignado á todo, pero no es bueno jugar con él á este tira y afloja, porque[232] cuando menos se espere, pudiera tirar las butacas al escenario.
Todos confiamos en que el éxito será brillante, aunque la obra no dé grandes rendimientos. Pero aquí se trabaja por el arte. Cuando todo esté apaciguado, nosotros sostendremos un ejército de ocupación, los ingleses y los franceses explotarán las minas, y los alemanes explotarán á todos, vendiéndoles sus géneros. Nuestros capitalistas continuarán prestando al Estado y á los particulares en buenas condiciones, los trabajadores continuarán emigrando y no hacia el Rif, precisamente, porque serán tan torpes que no se habrán dado cuenta todavía de que nuestro porvenir está en África, como dijo la buena reina Isabel la Católica, que no sabemos por qué empeñaría sus joyas para descubrir América.
Está visto que nuestra historia es una lamentable serie de equivocaciones, y mientras apuntamos al pájaro que está en el aire, dejamos escapar al que teníamos en la jaula.
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Las sufragitas de Londres son unas fieras y no reparan en gasto ni sacrificio para salirse[233] con la suya. Encarceladas las más recalcitrantes, decidieron dejarse morir de hambre, para que su muerte pesara siempre sobre la conciencia de los hombres, sus perseguidores, políticos, se entiende, que de perseguirlas en otro orden de ideas, no serían ellas las que se dejaran morir de hambre.
Ello es que los médicos y empleados de la cárcel, se vieron precisados á violentarlas—en el mejor sentido de la palabra,—echándolas de comer como quien ceba pollos. Y ahora ellas protestan como un solo hombre contra ese atropello en tan mala forma. ¡Si el atropello hubiera sido integral! Lo que dirán ellas: No sólo de pan vive el hombre, y la mujer mucho menos. Pero el hombre es bárbaro y tiránico hasta cuando quiere ser compasivo. Las atraca para no dejarlas morir de hambre material y grosera, y no repara en otros ayunos más espirituales, que acaso, remediados á tiempo, hubieran evitado la excitación política de esas denodadas mujeres. Pero el hombre, bárbaro y tiránico para esos ayunos espirituales, sólo tiene una despectiva frase: Á falta de pan buenas son tortas. Y esto lo saben bien las sufragitas.
Y ¿por qué no conceder á las mujeres todos[234] los derechos, civiles y políticos? Aunque ellas con uno solo se contentarían y mejor si era de los civiles.
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Como los teatros serios aun no han inaugurado su temporada, y los semiserios ofrecen tan pocas novedades, el público llena los salones de varietés. Por poco dinero se siente uno sultán de un sin fin de odaliscas dispuestas á divertirle con danzas y canciones. Cierto que las hay del tiempo de Muley el Abbas, pero con las luces y el colorete, y considerando la eternidad del tiempo, aún dan su golpe. ¡Ojalá!—pensarán algunos de los contemporáneos al contemplarlas—que uno pudiera darlo lo mismo.
Los estudiantes, recién llegados para emprender sus tareas del curso, acuden presurosos á iniciarse en los placeres de estos paraísos artificiales, y desde luego empiezan á tomar apuntes.
Los tangos y los garrotines se suceden, y lo que es peor, se parecen. La juventud relincha y patea, la formalidad se congestiona, los acomodadores están pálidos y ojerosos. Las odaliscas se deshacen por complacer al público, y lo mismo[235] sonríen á un aplauso que á una grosería; allí todo es lo mismo. Lo que ellas dirán, parodiando al torero: Mas grosera es el hambre.
Alguna vez pasa una ráfaga de belleza ó de arte, y el público guarda respetuosa compostura. Para que el público respete hay que empezar por respetarle... pero en seguida vuelve el garrotín, vuelve el tango, vuelve la canción grosera y las patadas y los dicharachos, y un matrimonio de burgués aspecto que, sin duda, entró allí por ver de todo, se levanta antes de que termine el espectáculo y sale presuroso.
—Ese señor se lleva á su señora. ¡Si no la trajera á estos sitios!
—Pero, ¿usted cree?—dice otro mejor informado.—Si es ella la que le trae á él, y es ella la que se le lleva... Y es un matrimonio que se lleva muy bien.
—Ya lo creo. Aplicado así el cine es un espectáculo moralizador y reconstituyente.
Hay algo más triste para el escritor que no ser leído: ser mal interpretado. Un anónimo comunicante, persona de gran inteligencia—esto no lo encubre el anónimo,—me censura por no mostrar grandes entusiasmos bélicos. Con la lectura de anteriores artículos podrá convencerse de lo contrario. Fuí de los primeros en censurar el sanchopancismo que huye de las aventuras como del agua fría gato escaldado. ¡Sí, que soy yo autoridad para burlarme del espíritu aventurero, cuando casi no me queda por correr más aventura que la de meterme fraile! Todos los peligros y contingencias que mi comunicante, con gran acierto, preveía para España de no haber aceptado la guerra del Rif, son para mí evidentes, y siento no poder publicar su carta, pues, sobre todo en lo que se refiere á la cuestión de Cataluña, es de una clarividencia profética.
Lo que yo lamentaba no es la guerra, sino[238] la ineficacia de sus resultados. Nos falta idealismo del mejor, que es el idealismo práctico. Triunfaremos en el Rif con las armas y no triunfaremos con el espíritu, y sin él todas las ametralladoras, escuadras y soldados del mundo son inútiles. Después que las armas y la sangre vertida nos hayan abierto el camino, ¿irá allí el dinero que duerme en nuestros Bancos, esperando la buena hipoteca ó el buen empréstito que venga á despertarlo? ¿Irá nuestra industria? ¿Irá nuestro comercio? Lo difícil no es emprender, sino persistir. Delante Don Quijote
como canta Rubén Darío; pero detrás Sancho, con sus buenas alforjas y su manso rucio, á gobernar las ínsulas ganadas por su amo, con buen juicio y mejor sentido. Y ¡quiera Dios que algún Tirteafuera de por esos mundos diplomáticos no deje caer su varita privativa al primer bocado! Por lo demás, muy agradecido á mi comunicante por su cortés misiva.
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Hay quien reniega de toda blandura con el enemigo y pide guerra de exterminio. ¿Exterminio[239] de qué? Porque no es tan fácil exterminar una raza, y exterminarla á medias es dar vida perdurable al odio, y medio pueblo con odio vale por un pueblo entero.
Los ejemplos históricos de la guerra sin cuartel no son de lo más convincente. Todavía sirve para espantar muchachos el recuerdo del duque de Alba en los Países Bajos; pero, ¿son independientes? Los rigores de algún general en provincias españolas, ¿han servido de algo? Recientes sucesos son la mejor respuesta. En Argelia y en Casablanca los franceses, y los ingleses en sus posesiones y en la última guerra del Transvaal, después de los primeros furores, ¿no tuvieron que pastelear dulcemente, como cualquier hijo de vecino?
Dejemos el espíritu inquisitorial, único que hemos paseado por el mundo y así nos ha lucido el pelo. Dejemos de ser el país de las intransigencias feroces, donde no es raro oir, como oí yo á un buen señor, poseído de la mayor indignación.
—¡Quite usted! Al que hace eso, yo le mataba. Y ¿saben ustedes lo que hacía quien así se indignaba? Añadir un poco de agua á media jícara de chocolate. Figúrense ustedes; si á tan[240] inocente porquería señalaba tan terrible pena en su código particular, ¿qué no sería en más graves asuntos? Yo salí aterrado del establecimiento lugar de la escena.
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Chantecler, el más cacareante gallo de todos los gallos tapados, se apresta á la pelea. Las butacas para la première se cotizan á cien francos.—Hay premières de más importancia que no se cotizan tan alto; verdad que luego se encarece el precio en sucesivas representaciones.—Esta reflexión es de una cocotte, celosa de Rostand. Los palcos están hors de prix.
De los Estados Unidos encargan localidades por lo que sea. Los que de mejor ó peor fe hacen el reclamo, y los que con absoluta buena fe protestan contra el reclamo, hablan de lo mismo y todo es reclamo. No parece sino que ese gallo es el mismísimo gallo de la Galia, que no cantó nunca más sonoro ni desde Vercingitorix á Napoleón el Grande, ni desde Ronsard á Víctor Hugo.
Todo esto sería ridículo si no fuera simpático. No es de Rostand ni de su obra de lo que se trata, para los franceses, es de la supremacía[241] del Arte francés, que ellos, con noble aspiración, quieren sobreponer al del mundo entero. Algo parecido á lo que hacemos aquí con el nuestro.
Apenas alguno de nuestros escritores viaja por el mundo ó le piden noticias de otros escritores españoles (hay algunas excepciones), se arrea un formidable bombo á sí mismo, y á los demás los deja como para que nadie quiera saber de ellos. Así lee uno tan peregrinas cosas en esos libros de hispanófilos, al través de los cuales no es difícil descubrir al Pájaro Pinto ó Ninfa Egeria que apuntó nombres y adjetivos.
Hay quien se cartea con medio mundo por el gusto de desacreditar al otro medio. De las obras de nuestros autores no se sabrá mucho por tierras extranjeras, pero de si Fulano maltrata á su señora y atormenta á sus niños, y si Mengano estuvo complicado en un escalo, eso, como en casa.
Así es, que al primer escritor español que visita á un escritor extranjero, se le recibe con agrado; pero cuando llega el segundo... encierra la plata. El primero dejó preparado el terreno á los demás, y, para que no cupiera duda de sus afirmaciones, se llevó unas cucharas.
Perdonen los jóvenes autores, que por varios periódicos y particularmente me han enviado una carta abierta, mi tardanza en contestarles. Falta de salud, no de buena voluntad, ha sido culpable de mi descortesía.
Cuenten ustedes con que no han de hallar en mi respuesta ni desdenes ni adulaciones. Tienen ustedes mucha razón de su parte, pero no toda la razón; por lo menos, en los medios que quisieran ustedes emplear para imponerla.
Aun las dificultades para darse á conocer un autor son muchas, no lo niego, y no pretenderé consolarles con la consideración de que son ahora mucho menores que en mis tiempos, con el recuerdo de luchas y amarguras propias, con el sinnúmero de obras que yo hube de escribir antes de lograr que se representara una, no la mejor, de las que tenía escritas, que alguna fué después también representada con mejor éxito que la primera. Todo esto que digo pudiera ser[244] consuelo, pero no remedio, y como dice Brabancio en «Otelo»: Nunca se curaron heridas del corazón con emplastos para los oídos. Ustedes hablan por su herida y es justo acudir á ella con algún remedio práctico. Este sólo puede consistir en buena voluntad por parte de todos; de ustedes en primer término, trabajando con fe, con entusiasmo, sin desmayar por la primera, ni la segunda, ni muchas obras rechazadas. Todo llega á su hora, cuando debe llegar. ¡Si ustedes supieran cuántas veces me he alegrado después de no haber empezado demasiado pronto!
Las empresas, dicen ustedes, no admiten obras de los desconocidos; desconfían de ellas. No obstante, en estos cuatro ó cinco años últimos ha aumentado la lista de autores seguramente en doble número que en cualquier período anterior de veinte años. Esto prueba mayor fecundidad ó mayor consumo; de cualquier modo, mas facilidades. Las empresas no temen tanto los fracasos posibles como los falsos éxitos. He aquí la plaga que todos debemos combatir. Los estrenos con el teatro lleno de amigos y abarrotado de claque; la crítica abrumada de recomendaciones. Nuestra crítica es con exceso benévola;[245] de ahí que alguna, vez, cuando deja de serlo, parezca injusta. El público, cansado ya de ver obras muy aplaudidas y muy celebradas que no corresponden á sus esperanzas, acaba por no acudir ni á los estrenos como la firma del autor no le dé alguna garantía. Teatro ha habido que bien pudo poner en sus puertas: «Cerrado por éxitos». Todas las obras eran ovacionadas y ninguna daba dos reales. Esto hace á las empresas huir de los estrenos y preferir el repertorio, de no contar con obras de alguna garantía, siquiera para que el público acuda al estreno. Hay autores que se contentan con esta gloriola del parecer y no ser, y salen á escena tan satisfechos, sabiendo que todo el teatro ha sido regalado por ellos y que las críticas ó sencillas gacetillas del día siguiente les ha costado mas pasos y mas recomendaciones que trabajo les costó componer la obra.
Y ¡pobre empresario si ante el vacío de los días siguientes se decide á retirar la obra!—¡Cómo! ¡Un éxito de público y de prensa! ¡Y la obra tal que fué pateada sigue en el cartel todavía!—¿Qué quiere usted?—protesta el empresario.—La gente viene á verla.—Ellos no comprenden que de un pateo del público verdadero[246] pueda salir una obra con más vida que de los aplausos de un público amañado.
Verdad en los estrenos; equidad en la crítica. He aquí la mejor garantía para las empresas. Limítese el número de billetes de autor, suprímase la claque, si es posible, y déjense de recomendaciones para la crítica. ¡Una friolera! Dirán ustedes. No es tan difícil el remedio. Bastaría con que la Sociedad de Autores publicara el ingreso verdad de cada estreno y las empresas el número de localidades regaladas. Á mí no me duelen prendas.
Ya es más difícil y atentatorio á la libertad de los empresarios, dueños de un negocio, imponerles la obligación de estrenar ó de no estrenar obras de determinados autores. En primer lugar, ¿dónde empieza, y sobre todo, dónde y cuándo acaba lo que ustedes llaman firmas? Y suponiendo que los autores se dividieran en categorías y solo pudieran estrenar en los teatros de categoría correspondiente, ¿cómo impedir las representaciones de obras del repertorio, que serían obstáculo á los noveles, lo mismo que los estrenos de firmas?
No puede decirse tampoco que éstas han abusado de un perfecto derecho á estrenar en los[247] cines. Ni podrá suponerse que ha sido por idea de lucro. Cualquiera de las obras estrenadas en ellos, en teatros de mayor categoría les hubiera producido cuatro veces más en menor número de representaciones. Estoy seguro de que algunos de estos escritores de firma no han llevado más idea que la de complacer á un empresario ó á un actor amigo; la de favorecer con la mejor voluntad á un género de teatros populares que merece toda simpatía. Es injusto acusar de egoísmo ni de pretensiones de monopolios á estos autores. Cada uno de ellos recomienda por lo menos cinco ó seis obras de autores noveles por temporada.
Mucho más diría á mis amables y simpáticos comunicantes si no temiera entrar en particularidades poco interesantes para el público.
Tengo mucho gusto en ponerme á su disposición para hablar más largamente de este asunto y perdonen si la contestación no fué del todo á gusto suyo. Ya empecé diciendo que no hallarían en ella ni desdenes ni adulaciones.
Si en España no pensara una el bayo y otra el que lo ensilla, y el bayo mejor que el palafrenero, en poco hubiera estado no tener nuestro poquito de asunto Dreyfus, con su guerra civil ideal, al grito de ¡Patria, patria! de una parte, y de otra al de ¡Humanidad, humanidad! Por fortuna, ó por desgracia, no hay asunto que nos interese más de cuatro días, y á las cuestiones ideales se sobreponen las personales, que son las que más nos preocupan. Todo cede ante el interés de los nuevos nombramientos. La designación de un gobernador importa más que nada; dentro de poco las elecciones, y vamos viviendo.
En el extranjero, aunque en apariencia parezca un disfavor, nos hacen el favor todavía de juzgarnos fanáticos luchadores por las ideas... Sí, sí; ¡buenas ideas nos dé Dios! ¡Personas, personas y personas! como diría Hamlet, si hubiera nacido español. Somos realistas, en el sentido filosófico de la palabra. Aquí las personas[250] no son símbolo de nada, sino de su persona misma. Se dirá que hay pocas personas capaces de elevarse hasta el símbolo. Pero, no; son creyentes los que faltan, no son santos. Con un poco de devoción no es difícil levantar altares.
Ahora, digamos: ¿Por qué siendo el pueblo más indiferente en todo, en Religión, en Política, en Arte, nos damos traza para parecer á los extraños un pueblo intolerante y fanático? ¿Es todo desconocimiento de los extranjeros, ó no habrá algo de culpa por nuestra parte? Esto es lo que debe interesarnos más que todos los dimes y diretes de casa y de fuera de casa. ¿Por qué somos una cosa y parecemos otra? Ó ¿es que nosotros mismos no nos damos cuenta de lo que somos ni de lo que parecemos? Es lo que importa averiguar. Nada más triste que la inconsciencia para los pueblos y para las personas. Fanáticos por una idea, tuerta ó derecha, todavía podemos parecer grandes; inconscientes de todas, sólo podemos parecer ridículos.
* * *
¿Quién había de decirnos, pocos días antes que, en esta próxima conmemoración de los difuntos, nuestro más fervoroso responso sería[251] por el partido conservador? ¡No somos nada! Á bien que los conservadores podrán consolarse con la idea de que en este país no se puede ser cosa mejor que difunto. Por algo, entre nosotros, tiene su conmemoración tanto de fiesta pagana, con su bulliciosa visita á los cementerios, el vistoso adorno de sepulturas, sus buñuelos de viento y sus representaciones del «Tenorio», á modo de auto sacramental, más regocijado que severo. Tierra de un glorioso pasado, nuestro mayor consuelo está en los muertos. Hay quien llora todavía por Felipe II, y quien suspira por no haber conocido á Doña Juana la Loca.
Al político joven y bien intencionado se le abruma con el recuerdo de Cisneros, y al escritor novel se le aplasta con la balumba de nuestra literatura clásica. Inútil escribir después de Cervantes; vano esfuerzo pintar después de Velázquez.
Lo que puede uno hacer de más provecho es... hacerse el muerto. Esto es lo que acaso no comprende el partido conservador, que ahora quiere mostrarse más vivo que nunca. ¡Gran desconocimiento de sus intereses! La agitación de tantos años de mando no puede por menos de haber alterado su organismo. Nada mejor que[252] el reposo y el silencio. Es el mejor sistema curativo para la neurastenia. Crean en mi consejo desinteresado: cuanto más quietecitos y más muertos parezcan, más pronto lograrán nuestra admiración. Los vivos molestan á todo el mundo. Los muertos sirven para que medio mundo moleste al otro medio, recordando las virtudes de los difuntos. Procuren sacar todo el partido posible de su papel de muertos, que es el más airoso en esta tierra de los recuerdos... y de los olvidos fáciles. Ellos deben saber mejor que nadie cómo una corona de difunto puede convertirse en aureola.
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Entre todos los personajes de nuestro teatro ninguno despierta tanta simpatía como Don Juan Tenorio. Ningún otro podría soportar la periódica reaparición con tanta seguridad de aplauso. ¡Es tan español este Don Juan, de Zorrilla, de quien hay que creer en empresas y amoríos, más por lo que dice que por lo que hace, como á casi todos nuestros políticos!
Y de un pueblo que adora á Don Juan, ¿no podrá decirse como á él mismo su amada: «Con Don Juan te salvarás ó te perderás con él?»[253] Confiemos, como Don Juan, en la infinita misericordia divina que le abrió las puertas del cielo, no por sus acciones, seguramente, sino por los bellos versos en que supo decirlas. ¿Por qué no han de pesar tanto en la justicia divina las bellas palabras como las buenas obras?
Quien llamó á París Cabotin ville ¡vaya si supo ponerle nombre! Todo en ella reviste aspecto teatral, y no es extraño que los comediantes de París sean, si no los más artistas, los más actores del mundo; porque en todo parisién hay un comediante nato, y en toda parisiense ¡no se diga!
El proceso Steinheil es en estos comienzos de temporada, la pieza de mejor éxito, y lo será, por lo menos, hasta el estreno de Chanteclair. Sólo Rostand puede competir con esa admirable artista hembra, que es á la vez autora y actriz en la interesante obra representada. Hay que convenir en que cuenta con inteligentes partenaires para darle la réplica, y el público, por su parte, interviniendo en la acción, como el coro en la tragedia griega, contribuye á sostener el interés de la enredada trama, que para sí quisieran[256] todos los escritores rocambolistas y sherlockholmistas que en el mundo han sido.
Difícil será para los magistrados desenlazar la obra á gusto de todos, y de condenar á la protagonista, todos podrán exclamar con ella misma, y con mayor razón que Nerón: ¡Qué artista pierde el mundo! He ahí una mujer que no pudo ó no supo acertar con su camino. En el teatro hubiera llegado á socia de la Comedia Francesa. No le hubiera servido de poco, aparte las condiciones artísticas, su mano izquierda... ó su derecha ¡vaya usted á saber! con personajes políticos de talla. Obligada á emplear sus condiciones dramáticas en la vida, quizás el fin de su carrera sea lo más desastroso.
Eso sí; lo de socia no se lo quita nadie, y de la mejor sociedad.
De lo que han sido privadas las elegantes, con el rigorismo del presidente no permitiendo la entrada á las señoras, es de saber á qué atenerse respecto al último figurín para vistas de procesos sensacionales ¡Cuánta exquisita toilette, dispuesta para la ocasión, habrá quedado en esos roperos! ¡Infeliz señora; tan odiada por unos, tan compadecida por otros... y tan envidiada por todos!... Porque ¡vaya si se ha divertido en[257] este mundo! Y eso será lo que acaso no la perdonen, aunque su inocencia quedara demostrada.
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Supongamos que en cualquier parte del mundo se hubiera estrenado una obra póstuma de tan gran artista como el maestro Chapí, y así hubiera sido esa obra—y no lo es ésta—lo mas endeble é insignificante, ¡con qué respeto no hubiera asistido el público á la representación! El nuestro no lo entiende de esa manera y dió un lamentable espectáculo en el estreno de El diablo con faldas. Y eso con una obra que era de su agrado. Y es que esos cines del garrotín y de la machicha son grandes centros de cultura, y hay espectador que si no berrea y patea y relincha y suelta cuatro palabrotas, se figura que no se ha divertido, y cuando asiste á otros espectáculos cambia de lugar, pero no de costumbres. Si el glorioso músico español, que tanto padeció en vida de esas irrespetuosidades de nuestro público, pudo, desde la región donde asiste eternamente, contemplar el estreno de su última obra, ¡qué satisfacción la suya haber abandonado este pequeño mundo! Cuando espera[258] todavía la iniciativa para erigir un monumento que dé testimonio á la posteridad, no de su gloria, pero sí de nuestra gratitud, ¡pateo, protestas, groserías!... ¿Es que ya no se perdona la gloria ni á los muertos?
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Yo, que este año me sentía un poco muerto, con tantos honores. ¡Hay años felices! Un teatro con mi nombre. Ustedes no saben el efecto que produce ir por la calle y oir de pronto á unos señores que dicen: ¿Vamos á Benavente esta noche? ó ¿Qué echan hoy en Benavente? Yo procuro, por no hincharme de vanidad, suponer que se refieren á Benavente, provincia de Zamora; pero... vamos, me siento cadáver.
Además, mi retrato en el saloncillo del teatro Español. Gracias mil á sus amables directores; gracias también á Juan Antonio Benlliure, y más agradecido á todos, si ya que, por aquello de «los últimos serán los primeros», se acordaron de mí para anticiparme en vida este honor, no tardan en aumentar la galería con otros retratos que allí faltan, y que yo soy el primero en echar de menos, y mucho más cuando[259] el mío sobra—Sellés, Galdós, Dicenta,—y sólo nombro á los que son anteriores por orden cronológico en la historia del Teatro Español. Sólo en la seguridad de que más se atendió á facilidades de ejecución, por mis muchas desocupaciones, puedo aceptar una primacía que de ningún modo me corresponde. Y si alguien lo juzga falsa modestia, no sabe que yo tengo una vanidad tan grande que está por encima de esas vanidades. Yo quisiera ser cien veces mejor autor dramático de lo que soy, y ser, sin embargo, el peor de todos entre cien autores más que honran el Teatro Español. ¡España sobre todo y sobre todos!
El sentido moral indignado sería muy respetable si se indignara á tiempo y con absoluta justicia. Por ejemplo: con tantos malos maridos y peores padres como andan por todas las esferas sociales; con el que vive á costa de su mujer ó de la ajena; con el que no repara en transmitir á sus hijos dolorosa herencia de enfermedades, por lograr su bienestar con un matrimonio conveniente; con el funcionario torpe ó prevaricador; con el adulterador de substancias alimenticias; con el usurero sin entrañas; con el explotador sin conciencia... En todos éstos podía emplearse mejor esa indignación derrochada por ligeros indicios contra mujeres indefensas, siempre respetables. La descortesía masculina sería disculpa en este caso, y en otros parecidos, de lo mismo que con ella pensaban castigar. Si así son los hombres, se comprende que toda mujer de sentimientos delicados procure evitarlos. De estas cosas, como de la influencia clerical[262] en el espíritu de las mujeres, como de todos sus extravíos, tiene siempre la culpa el hombre, por su grosería ó por su indiferencia. La mujer necesita una fe, un apoyo, una creencia en algo, humano ó divino. Si el hombre renuncia á ser el sacerdote de su casa, en doctrina y en ejemplo, ¿cómo impedir que la mujer acuda á otros altares, paganos ó cristianos? La mujer que acude al hombre de su cariño en demanda de ayuda y consejo y le oye contestar desalmado: «¡Déjame en paz! ¿Qué entiendo yo de eso? ¡Cosas de mujeres!» ¿No se sentirá desligada de él para siempre, por el corazón y por la inteligencia? «¡Gran cosa es entender un alma!»—dijo Santa Teresa.—Mientras los hombres ignoren el alma de la mujer, ¿pueden quejarse de que ella busque ser entendida? Por algo la Iglesia católica, gran conocedora de la psicología femenina, viste con traje talar á sus ministros. Sabe que sus mejores conquistas espirituales son las de las mujeres que llegan desengañadas de los pantalones. El confesor no dice nunca como el marido: «¿Qué entiendo yo de eso? ¡Cosas de mujeres!» El entiende de todo. Por eso domina sobre nuestras mujeres. No le culpen los hombres, ni las culpen á ellas; cúlpense[263] á sí mismos, y no se quejen de que el sacerdote llegue á ser padre de familia, cuando ellos no supieron ser los sacerdotes de su casa.
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De todos los problemas que deben solicitar la atención de nuestros gobiernos, ninguno tan urgente, tan necesario como el aumento de sueldos. Existe una desproporción monstruosa entre el aumento de necesidades en la vida moderna y la mezquindad de los sueldos; aun los que parecen más excesivos por comparación con los inferiores. No hay derecho á exigir solicitud, diligencia, ni siquiera honradez, á servidores que carecen de lo necesario y han de aparentar lo superfluo.
Y mientras tan urgente resolución alcance á todos, me dirijo á la noble inteligencia y al gran corazón del nuevo director de Correos, señor Francos Rodríguez: ¿No cree de justicia—no he de invocar la compasión con tan recto espíritu—el aumento de retribución á los peatones de Correos, verdaderos parias entre los servidores del Estado? Todo el que haya residido algún tiempo en lugares donde estos humildes depositarios[264] de tantos intereses prestan sus penosos servicios, sentirán que nada más justo ni más urgente. Y después... ¿olvidarán á los maestros y á toda esa clase media burocrática, tan desdeñada, que nunca se declaró en huelga, ni alarmó con manifestaciones, ni tiene su Primero de Mayo, ni sus sociedades de resistencia, ni una lujosa casa donde congregarse?
Los gobiernos, demasiado preocupados con los que pueden hacer alarde de fuerza, se preocupan muy poco de los que sólo pueden hacer alarde de debilidad. Es preciso fortalecerlos, siquiera para contar con aliados el día de la gran batalla; porque al chocar de dos fuerzas contrarias y poderosas, nadie sabe lo que puede influir de un lado ó de otro la indiferencia de los neutrales que, cruzados de brazos, con la impasibilidad de la desesperación, exclamen: «¿Y á mí, qué?» Hay que procurar que todos tengan un por qué para luchar por algo.
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El pueblo madrileño no ha podido demostrar sus simpatías al pueblo hermano en la representación visible de su monarca. Comprendo la[265] difícil situación de un gobierno que, si peca de confiado, puede incurrir en grandes responsabilidades, y si peca de previsor desagrada á todos, quizás á los mismos con tan excesiva solicitud guardados. Los tiempos no están para excesivas confianzas; acaso tampoco para excesivos recelos. Lo mejor en estos casos es dejar algo en manos de Dios, ya que los ojos de la policía no pueden estar en todo, y algo también al corazón del pueblo, que siempre responde á toda confianza, y á quien siempre ofende todo recelo.
¡Triste cosa es que el temor á un loco ó á un malvado haya impedido al rey de Portugal conocer al pueblo madrileño! En cambio habrá conocido mejor nuestra política. Cuando tantas precauciones hay que tomar—se habrá dicho,—no hay duda, por aquí ha pasado un Juan Franco. En efecto, señor. Esperemos que vuestra majestad vuelva á visitarnos cuando ni en España ni en Portugal quede sombra de estas pesadillas. Sólo en los pueblos verdaderamente libres pueden pasear los reyes libremente. Ahora os lo podrá decir el rey Eduardo.
¿Se acaba la guerra? ¿No se acaba? ¿Se acabó ya? Todo hace esperar y creer que sí; sólo algunos espectadores del antiguo régimen echan de menos un final de efecto; alguna gran batalla decisiva; una apoteosis con bengalas y desfile general, como en zarzuela de espectáculo. No tienen en cuenta que la guerra moderna no admite esos finales de efecto preparado. Ya no son posibles caballos de Troya, buen cuadro final de una empeñada guerra; ni el asolamiento de ciudades y reinos, ni la cautividad de pueblos enteros. Hay que contentarse con un desenlace modesto, y es de notar que ahora les parece poca guerra á muchos de los que antes les pareció demasiada, y hubieran renunciado á todo por no vernos metidos en aventuras. No á ganar más, sino á conservar lo ganado debemos aspirar todos, y á que la gloriosa sangre vertida no sea infecunda, y esa será la mayor gloria de los que sucumbieron. Señores capitalistas[268] españoles: ya que no sea todavía ley el servicio obligatorio para vuestros hijos, se impone el servicio obligatorio para vuestro dinero.
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De ser cierto lo que se murmura, el solar de la Zarzuela viene á ser como símbolo del solar de España. De una parte, los autores y músicos españoles pretenden reivindicar su dominio, como de propia casa solariega; de otra parte, una poderosa Compañía de electricidad, símbolo de la ciencia y de la vida modernas, pretende hacerlo suyo, y, por último, otra poderosa compañía, símbolo de obscurantismo, según muchos—aunque no es tan negro el cuervo como sus alas, y si de cerca se advierte, más que de cuervo tiene de cuco el pájaro,—aspira también á levantar una de sus mansiones, que algunos verían complacidos, como monumento expiatorio. ¿Quién vencerá? ¿El Arte? ¿La Ciencia? ¿La ola negra? ¡Admirable asunto para un poema simbólico! Me recuerda la explicación que daba un pintor, de más colores que luces, á la alegoría de un gran techo pintado por él, en un edificio consagrado á la enseñanza: «De[269] una parte los murciélagos del obscurantismo, huyendo de la luz; de la otra, los papagayos de la libertad, personificando el descubrimiento de América».
Debemos desear que, en esta lucha de Compañías, triunfe la que representa el Arte lírico español, más necesitado que nadie de templos, y, á no poder ser otra cosa, de capillas en que ofrecerle culto. Las Compañías de electricidad no necesitan un sitio céntrico; las otras, menos; tienen un público fiel que va á buscarlas, aunque sea al extrarradio. Todos sus parroquianos tienen coche propio y automóvil.
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En la Carmen, de Merimée, como en la ópera de Bizet, inspirada en la novela, se sobreponen la pasión y la vida; verdad humana, á la verdad local; que, en este caso, debiera ser española y lo mismo pudiera ser japonesa, como en la Butterfly, de Puccini.
Esta funesta Carmen, con el contoneo de sus caderas, sus toreros, sus contrabandistas, sus trabucos y sus navajas, ha sido la mayor contribuyente á la representación de esa España de[270] pandereta, tan impresa en el extranjero, que nos señala como un pueblo aparte de Europa.
Una gran artista española se atiene, en la interpretación de Carmen, á la verdad del novelista y del músico. Es el deber de todo artista intérprete. La Carmen de Merimée y de Bizet es ésa. La mujer española, la andaluza en particular... ¿Son así? De ningún modo. Justamente en España, la mujer meridional es mucho más reservada, más casta en sus manifestaciones amorosas, que la mujer del Norte. Ninguna menos provocativa, como no sea por su propia belleza, que la mujer andaluza; ninguna que, aun muy bajo caída, guarde siempre más esquivos pudores.
Yo he visto bailadoras sevillanas que, en sus momentos de reposo, evocaban más el recuerdo de las vírgenes de Murillo que el de la Carmen de Merimée.
El baile andaluz, el verdadero baile andaluz, no el adulterado por escenarios franceses y españoles, es de un ritmo sacerdotal, religioso; como Romero Torres, pintor artista, lo representó en uno de sus cuadros.
Carmen es una calumnia más del extranjero. Un tipo de mujer que los franceses no debieron[271] buscar en España para darle más realidad. Mucho más parecido á Mad. Steinheil, sin ir más lejos, que á cualquier mujer española. Pero, en fin, digamos como el duque de Glocester en el Rey Lear: «No he de sentir desliz que dió tan buen fruto». Por admirar á una gran artista española, tan admirable intérprete de esa calumnia, démosla por bien empleada.
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Á propósito del Rey Lear. ¿No le parece á Enrique Borrás, único primer actor que llena la escena de actor, como en sus tiempos Valero, Rafael Calvo y Antonio Vico, que nos debe una interpretación de la tragedia de Shakespeare? Hay que agrandar y que engrandecer ese repertorio. Tan extraordinarias condiciones de actor no pueden limitarse al repertorio catalán; ni siquiera al castellano: Shakespeare, Ibsen, esperan su intérprete en la escena española. Ninguno como Enrique Borrás puede acometer esa empresa, que es de Arte... y de dinero.
La Réjane, propietaria y empresaria del teatro que lleva su nombre, cansada de ver fracasar obras y obras, excepto Raffles, en que ella no tenía papel—otra contrariedad, capaz de entristecer el mejor éxito á una actriz directora,—ha discurrido convocar á la crítica, durante los primeros ensayos de las obras, para atender todos sus juicios y observaciones, y poder, con tiempo, reformar las comedias de acuerdo con ellos. De este modo, la obra sería de los críticos más que del autor, y, naturalmente, no habrían de meterse con ella al estrenarse. La crisis del teatro francés, acostumbrado á dominar en todo el mundo, es tan notoria, que empresarios y autores no saben como defenderse, y es natural que la Réjane, mujer inteligente, crea haber dado con la mejor solución. Pero, suponiendo que toda la crítica, ó una gran mayoría, por lo menos, fuera de una misma opinión respecto á las reformas, ¿no faltaría siempre el fallo[274] inapelable del público, más que espectador, colaborador insustituíble en toda obra dramática? Difícil es explicar la causa: la psicología de las multitudes aún no se ha estudiado bastante; pero ¡es tan distinto el efecto de una comedia en la lectura ó ante un limitado auditorio, al que produce la misma comedia ante un público numeroso! Aun los que ya creyeron más seguro un juicio en el primer caso, sienten que la impresión es distinta, y no pueden substraerse á la influencia del público. En la lectura, en los ensayos, más que el efecto total de la obra, se aprecian el detalle, la finura de los trazos y de la observación. En las representaciones, todo esto se pierde, se funde en el conjunto, y el brochazo parece finísima pincelada, y la caricatura retrato, y lo más fuera de juicio, lo más encajado y, en cambio, primores de diálogos, sutilezas de observación, pasan inadvertidas.
Sucede muchas veces con las comedias como con algunas telas, que por el revés tienen mejor vista, y es lo mejor que puede sucederles, porque lo cierto es que el público siempre ve el revés de las comedias. Por eso, el autor hábil debe cuidar el tejido de las dos caras: la una, de[275] esmerado dibujo; la otra, de llamativos colorines.
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Por los teatros madrileños han causado la natural alarma no sé qué nuevas disposiciones de la autoridad, que amenazan complicar la ya difícil marcha de los negocios teatrales. Son las tales disposiciones, á lo que se dice, de lo más arbitrario é injusto que darse puede, y las empresas, muy cargadas de razón, se aprestan á protestar contra ellas. Si no es que, dada la buena armonía que entre ellas reina, y la natural y española satisfacción de quedarse sin los dos ojos por el gusto de ver al vecino tuerto, no les lleva á pasar por todo, como en otros asuntos que les interesan: las representaciones de tarde, por ejemplo, en el extranjero teatro Real, que nunca estuvieron permitidas, con excepción de las fiestas de Navidad, y que tanto perjudican á los teatros nacionales.
¡Dichoso país éste, en que gozamos de una Constitución y de Códigos que parecen garantizar todas las libertades y derechos individuales, para que después, cualquier tiranuelo de monterilla, entre ordenanzas, bandos y reglamentos[276] de policía, deje Constitución y Códigos, derechos y libertades como para limpiarse las narices!
Trátase, según parece, con este nuevo atropello, de reglamentar el número de localidades que han de venderse en contaduría y las que han de venderse en despacho; del precio y sobreprecio que ha de fijarse en días de moda ó de estreno. Como si cada uno, y tratándose de algo que no es artículo de primera ni aun de última necesidad, como el teatro, no fuera dueño en su casa, de vender cuándo, cómo y á quién mejor le parezca.
Pero siempre fué achaque de nuestros gobernantes, altos y bajos, gobernar á gusto de sus amigos. Llega á casa de uno de ellos una señora amiga, muy sofocada:—¡Lo que pasa en este Madrid no pasa en ninguna parte!—¿Qué es ello?—le pregunta el señor de autoridad—Figúrese usted que yo quería ir esta noche al estreno de... ó á la inauguración ó á lo que sea. Mando esta mañana por localidades, y me dicen que no queda ninguna. ¿Ha visto usted qué abuso?—¡Escandaloso! ¡Esas empresas abusan del público! ¡Habráse visto! ¡Vender todo el teatro! Hay que poner orden en ello.
Y ¡cataplúm!, al día siguiente ukase á rajatabla para que á la buena amiga no vuelva á sucederle lo de quedarse sin billetes á la hora que le acomode ir por ellos. Las felicitaciones de los amigos bastan á compensar al señor autoridad de las pestes y maldiciones de los molestados por sus sabias y bien meditadas disposiciones.
Como no se puede dar gusto á todo el mundo, es natural que se prefiera contentar á los amigos. Bien vale la pena de que los empresarios, pudiendo vender sus localidades anticipadamente, tengan la galantería de reservarlas para que, cuando á la buena señora amiga se le ocurra ir al teatro, tenga dónde escoger.
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El divino Emperador de Alemania, en su deseo de fomentar por todos los medios la cría y reproducción de sus súbditos, se compromete á ser padrino del octavo hijo que se digne tener cualquier matrimonial pareja de su Imperio. ¿Cómo han de oponerse sus leales súbditos á tan amable «Creced y multiplicaos», de tanta fuerza como el divino precepto? Ya me figuro á[278] los matrimonios alemanes empeñados en esta especie de juego de la siete y media ó la treinta y una. Cuando una señora, cansada ya de juego tan poco divertido para ella, se atreva á decir con cuatro ó cinco: «¡Me planto!» Su marido replicará furioso: «¡Cómo! ¿Vas á plantarte en tan buen punto?» Carta, señora. ¡Hay que abatir con ocho! ¡Cualquiera renuncia al honor de llamar compadre al Emperador!
Estas naciones montadas militarmente, y en las que todo ha de estar montado por el mismo orden, son un puro contrasentido. Por un lado, prohiben á los jóvenes contraer matrimonio mientras están sujetos al servicio militar; prohiben el matrimonio de los subalternos y dificultan el de los oficiales hasta cierta graduación y cierto sueldo. Y por otra parte, todo es achuchar á los ciudadanos pacíficos para que no se paralice la producción de soldados. ¡Cualquiera entiende el lío! Hay que contar también con que, ocupados en el servicio militar los campesinos más jóvenes y vigorosos, la producción de las tierras decrece, y hay menos probabilidades de que los recién nacidos puedan traer un pan debajo del brazo. Pero, ¿qué importa? Con que traigan brazos para coger el[279] fusil de mayores, el Emperador se da por contento. Antes que en el campo de batalla hay que vencer al enemigo en lo que Góngora llamó «campo de pluma». Esto es lo que se llama la Nación armada, en paz y en guerra. ¡Oh! ¡Felices los matrimonios alemanes que, cuando ya estén más disgustados de la vida matrimonial, todavía continuaran en buenas relaciones con el consuelo y la satisfacción de complacer á su Emperador!
Lo que decía aquel matrimonio que fué al teatro con sus chicos: «Nosotros no nos divertimos nada, pero los niños se han reído mucho».
La vida de sociedad, lánguida en otoño, estación de parada, renace con los rigores del invierno. Los turnos de moda en el Real, en la Princesa, en la Comedia, resplandecen de lujo y de elegancia. Para los que van y vuelven en coche, de los teatros y reuniones, Madrid es alegre. Para los noctámbulos callejeros hay algo más entre cielo y tierra de lo que suelen decirnos los revisteros de salones.
La Escalerilla, los soportales de la Plaza Mayor, las puertas cocheras de calles poco frecuentadas, tienen también un público de abonados á diario: el público de todos los inviernos. Evocan horrores de campo de batalla los cuerpos tendidos, amontonados; y ¿qué son, sino bajas en la batalla de la vida? Unas por inutilidad física, otras por inutilidad moral; irredimibles muchos; algunos, tal vez, capaces de redención. Una noche y otra pasamos indiferentes ante ellos, porque las preocupaciones propias no dejan lugar[282] á preocuparnos por los demás. Alguna vez, una clara espiritual nos predispone á la compasión, y dejamos unas monedas que alivian el frío y el hambre de una noche; pero ¡son tantas y tan largas las noches del invierno! Procuramos tranquilizar nuestra conciencia ó nuestro miedo, considerando la ineficacia de nuestra compasión individual. Las autoridades no debieran consentir esto, decimos, y todos asienten. ¡Es un horror!
Las autoridades, en efecto, empiezan á preocuparse al principio de todos los inviernos, y siguen preocupándose hasta la primavera.
Unos cuantos beneficios, unas cuantas raciones de sopa distribuídas, nos permiten creer que hemos hecho todo lo humanamente posible. ¡Siempre ha de haber pobres y ricos! ¡Ese es el mundo!
Hay asilos de noche; pero esa gente, sin duda temerosa de dar la cara á luz alguna, prefiere dormir á la intemperie. Ama la libertad con todos sus rigores. Tal vez sí; pero téngase también en cuenta que los asilos están todos en barrios extremos, y mucha de esa gente, que vive de las sobras del lujo, tiene sus negocios en el centro, y no le conviene alejarse tanto si ha de[283] acudir, desde muy temprano, á sus empleos y negocios.
Un asilo en cada distrito sería algo más práctico y más á vista de los ricos, que con mayor solicitud podrían acudir con mucho de lo que sobra en sus casas.
Hay, lo sabemos, entre esa gente miserable, muchos indignos de compasión; si alguien puede ser indigno de compasión, y si el llegar á ese extremo, no fuera mayor motivo de ser compadecido. Pero ¿y los niños? ¿Qué culpa puede haber en los niños? Y mientras haya uno, uno solo que duerma al aire frío en estas noches crueles de invierno, ¿no es verdad que no tenemos derecho á vivir tranquilos, ni á llamarnos cristianos, ni á creernos civilizados?
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Eduardo Marquina, el admirable poeta, no debe dejarse seducir por los que vuelvan á decirle, con el mejor deseo: Hay que hacer teatro, usted es un gran poeta, pero le falta á usted picardía teatral. ¡Hay que tener picardía! Y cuenta que el consejo es de quien, alguna vez, también se dejó seducir por complacencias y cayó en el mismo pecado.
Á su hermoso romancero histórico «Doña María la Brava» nada le falta, y si algo le sobra es, justamente, lo que más habrán celebrado en él gentes expertas en teatros; las picardías teatrales. Para triunfar le hubiera bastado el ambiente histórico, de romancero popular, la noble figura de Don Álvaro de Luna, ambicioso de guerrear contra los moros por su rey y por su Castilla, y obligado á contiendas civiles, sin provecho y sin gloria. ¡Qué hermoso y claro símbolo de España!
¿Por qué prefirió el poeta interesarnos con amores y asesinatos misteriosos? Yo, menos que nadie, le culpo; sé lo que influye en el artista más seguro y consciente esa preocupación de que el teatro es una cosa aparte.
Créame el admirable poeta Eduardo Marquina: no se deje influir nunca por los que dicen conocer al público. El público es como las mujeres, sólo ama á quien le domina, aunque por el pronto parezca inclinarse á quien le halaga. Pero un poeta como Marquina no debe contentarse con ser el amante de una noche, sino el esposo de toda una vida.
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Cuando empresas y autores y público padecemos á tantas señoritas de mejor ó de peor familia, que sin figura, sin condición alguna, y hasta sin vocación, se dedican al teatro, bien merece un aplauso excepcional la que, sin necesitar del teatro para nada, le ofrece por verdadera vocación todos los prestigios de su figura, de su talento y de su nombre ilustre. El éxito de Anita Martos, en su presentación, es de los que permiten toda sinceridad sin ampararse de la galantería. Tenemos una excelente actriz, y cuantos se interesan por el Arte dramático deben alentarla y sostenerla, no con el público y con la crítica, que en esto, como César, llegó... la vieron y venció, sino con ella misma, para que no desmaye en el camino emprendido, que no es todo de flores, y quien tantas venturas puede lograr en la vida, no es difícil que á la primera contrariedad renuncie á las del Arte. Hagamos votos por que los suyos sean de verdadera profesión. El Arte es un divino señor que bien merece todo sacrificio.
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¿Quién disparó?—Novela de Joaquín Belda—bien pudiera ser el Quijote de las novelas policíacas, de las que Sherlock Holmes es algo así como el Amadís de Gaula.
Decir que en la novela de Belda hay risa para todo el año, es decir muy poco; porque estamos á fines del de gracia de 1909. No conviene tampoco tal avidez de placeres desordenados; según están el mundo y la literatura, con unas horas de regocijo sano bien puede darse por contento el más asiduo lector de libros modernos. Sobre la risa, hallaréis por adehala, y, burla burlando, primores de estilo y hasta un poco de verdor; con que nada echaréis de menos de lo que cualquier novelista del día puede ofreceros por el mismo precio y sin la risa, que vale más que todo; que no es lo mismo reírse de un libro que reírse con un libro.
Á los que andábamos á gatas—primeros animalitos femeninos á los que acude el hombre en su vida—cuando Juana Granier estrenaba el famoso «Petit Duc» del Maestro Lecoq, no puede por menos de rejuvenecernos el saber que la graciosa «divette» aún se halla en condiciones de dar juego por esos mundos y de favorecer según unos, de perturbar según otros, las relaciones diplomáticas entre Francia y Alemania.
Las mujeres no pueden soportar los irreparables ultrajes del tiempo, como dijo el trágico, y no tienen razón para lamentarse. La mejor edad para las mujeres empieza á los cuarenta años. Recuérdese qué mujeres son las reinas de la moda, del arte y la galantería en París. Sarah, la inmortal Sarah, que á sus años, á sus años había de ser, representa á la «Pucelle» de Orleans muy á satisfacción del público; Mme. Bartet, la divina, que tampoco es de ayer por la tarde, y aún interpreta las ingenuas de Musset[288] y la Antígona de Sófocles; Cecilia Sorel, algo más nuevecita, por comparación, por eso no representa damitas jóvenes, pero también con lo suyo, muy bien llevado, eso sí; la Réjane, á quien el divorcio ha rehecho una segunda juventud, y en otro orden de ideas recordemos á Carolina Otero, á Émilienne d'Alençon, á Colette Willy, ahora en dimes y diretes con su marido por un quítame allá esas colaboraciones, que tanto les han producido en uno y en otro género. La más elemental discreción impide citar ejemplos de casa. Pero aquí, como en Francia, como en el mundo todo, á excepción de los países salvajes, el «jamonismo» impera. Esto habla muy alto en favor de la espiritualidad masculina, que aprecia en más lo cultivado por el saber y la experiencia, que lo natural sin apresto. También puede significar ilusión de creerse ellos más niños al aprender que con enseñar. La mujer tiene más vocación docente que el hombre. Verdad es que no han fatigado tanto su inteligencia durante el día. Además, en el camino del amor, como por los caminos de la vida, es menos frecuente alcanzar al que nos lleva delantera en la misma dirección, que encontrarse con el que viene en dirección contraria. Y el que va[289] con nosotros y adonde nosotros, ¿qué noticias puede darnos? En cambio, el que regresa puede darnos informes interesantes y provechosos.
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Gómez Carrillo comenta, y me dedica sus comentarios, el nuevo «sport» á que se han entregado los elegantes de París. Novedad de retorno, como todas las novedades; porque en otros tiempos, cuando la fuerza física era plebeya y la cultura del espíritu noble—tiempos hubo en que fué todo lo contrario, y así va el mundo,—fueron muchos los grandes señores y damas aficionados á representar comedias. Luis XIV dignábase danzar en los intermedios de algunas farsas de Molière; María Antonieta representó, en lo más florido de su corte, «El matrimonio de Fígaro», con una inconsciencia propia de una cabecita que había de truncar la guillotina; Catalina de Rusia tuvo un teatro en su palacio y dejó todo un repertorio de obras, si no escrito, á lo menos inspirado por ella. Claro es que entonces no hacían lucro los señores de sus gracias y de sus aficiones; como tampoco lo hacían de los productos de sus fincas y de sus tierras.[290] Pero ahora, cuando escudos nobiliarios son el mejor anuncio de un vino ó de unas conservas, ¿por qué no ha de sacarse producto de todo?
Dolencia del siglo es el «exhibicionismo». La prensa moderna, causa ó efecto de este gran impudor público, con sus informaciones íntimas, con sus fotograbados, con su persecución incesante de la actualidad en todas las esferas sociales, nos ha quitado á todos la «miaja» de vergüenza que nos hacía reservar ciertas gracias para el sagrado de la intimidad. Ahora, cuando la gran señora y el noble caballero saben que todo el mundo ha de saber si pintan, si esculpen, si representan comedias, si voltean sobre un caballo ó si hacen cuadros plásticos en familia, ¿por qué no solicitar directamente el aplauso y la admiración? Y como el dinero es la medida y tasa de todo, ¿cómo no buscar en el dinero la verdad de ese aplauso y de esa admiración?
En los primeros momentos podrá perjudicar á los verdaderos artistas la invasión de los nobles actores, pero pronto vendrá el desengaño. El verdadero público no es adulador. Sabido es el caso de aquella dama de continuo celebrada de hermosa entre las hermosas por cuantos formaban su círculo, y como un día quiso probar[291] el atractivo de su hermosura en lugar donde se cotiza sin galanterías, padeció el más cruel desengaño. Á todas las sacaban á bailar menos á ella. Al otro día despidió con cajas destempladas á todos sus adoradores. El público se encargará de desengañar á muchos de estos artistas, y si alguno triunfa con arte verdadero, ¡bien venido sea! Y aun los que destrozan las comedias... ¡De todos modos habían de destrozarlas, con su charla y su crítica insustancial, desde sus palcos ó desde sus butacas. En el escenario, siquiera pueden aprender lo que cuesta divertir á un público. Algo más que disponer una comida ó una «soirée». Todos debiéramos ser un rato algo de todo. Una indulgencia y una tolerancia universal harían entonces del mundo un Paraíso; algo aburrido, eso sí, como todos los paraísos.
Muy próxima la fecha en que ha de celebrarse en la República Argentina el Centenario de su Independencia, no se advierte, en las esferas oficiales ni en las particulares, señal alguna de preparativos para la representación lucida de España en tan señalada fiesta. Desdicha es que siempre cuidados propios nos impidan estar con toda tranquilidad de espíritu y holgura de bolsillo necesarias para asistir á fiestas ajenas; pero pocas veces, como en esta ocasión, era preciso sobreponerse á todo y hacer lo que se debe; aunque se debiera lo que se hiciese, como dijo el clásico.
Cuando tan traída y tan llevada anda nuestra reputación por esos mundos, era más urgente demostrar á todos que la vida política no es toda la vida española. Nuestra industria y nuestro arte pueden hacer un brillante papel en la Argentina; pero de nada servirá algún esfuerzo y algún alarde aislados sin la iniciativa y la[294] protección oficiales. Queda poco tiempo; no hay que malgastarlo en nombrar comisiones. Piensen todos que sobre la América española, toda Europa y América del Norte tienen puestos sus ojos y sus manos, y entre todos tienden á desespañolizarla. Hasta ahora tuvimos en los naturales la mejor defensa. Pero ¿vamos á pedirles que sean más papistas que el Papa? Si nosotros, que tenemos allí mucho en qué comerciar y mucho que explotar, no nos acordamos de ellos, ¿van ellos á acordarse de nosotros, si para nada nos necesitan?
El que España figure dignamente, á costa de todos los sacrificios, en el Centenario de la Independencia argentina, es de un interés del que no se han dado cuenta nuestros gobiernos. Algo más importante que unas elecciones.
* * *
Hoy empezará sus representaciones el «Teatro para los niños». Nada diré de sus principios, por tener yo tanta parte en ellos. Otros autores vendrán después que justifiquen el elogio. Por ahora, baste con alabar la intención y agradecer á la compañía del teatro y á su director, Fernando[295] Porredón, el entusiasmo, la fe ciega, el desinterés absoluto, puestos al servicio de la idea. En compañías de pretensiones y en empresas de fuste no es tan fácil encontrar todo eso.
No se aspira á la perfección, ni mucho menos; es un ensayo, un modesto ensayo de un teatro en que los niños no oirán ni verán nada que pueda empañar la limpidez de su corazón ni de su inteligencia. No saldrán de allí con adquisiciones preciosas en su vocabulario, como «la vértiga», «la órdiga» y otras expresiones. No se iniciarán en los encantos del garrotín y del molinete.
Si la idea fracasara y yo tuviera la conciencia de que no era por culpa mía ni de cuantos han de ayudar y servir en la empresa, hago voto solemne de escribir, en desagravio de mi error y agravio del ajeno, «Una cachunda» de gran espectáculo, que dedicaré á cuantas y á cuantos se lamentan de la inmoralidad en el teatro.
* * *
En Alemania, tan atenta á la reproducción y á la cría de la raza humana, se proyecta una ley encaminada á su selección, impidiendo contraigan[296] matrimonio los individuos que padecen enfermedades hereditarias ó incurables.
En verdad, que cuando todo se cultiva, se selecciona y se mejora por el cultivo ó el cruce, en las especies vegetales y animales sólo al hombre se le permite la más inculta espontaneidad en su reproducción.
El «fetiche» de la espiritualidad del amor—espiritualidad que es sólo una coquetería más del celo—ha impedido hasta ahora la intervención de la Ciencia en los matrimonios desiguales y disparatados.
El remedio no será todo lo eficaz que la ley se propone, porque fuera de la ley, justamente, queda siempre el más vasto campo al amor, y ¡cualquiera le pone puertas al campo! Pero algo podrá conseguirse ¿Otro remedio más eficaz? No es este lugar para exponer algunas atrevidas consideraciones sobre este asunto. Algún día las expondré con entera libertad en un libro ó folleto, ó lo que salga, con espanto de muchos, como todas las verdades.
* * *
Oído en el día de las últimas elecciones para concejales:
Un cochero de punto ve pasar desde su pescante á un compañero, fuera de servicio y algo apuntado de bebida.
—¡Eh! ¿Estás de fiesta? ¿Adonde vas?
—¡Á votar!
—¡Á votar, tú! ¿Á quién?
—¿Á quién ha de ser? Á los socialistas; á los hijos del trabajo... ¡Yo soy también un hijo del trabajo! Sólo que yo estoy reñido con mi padre.
Ya pareció Maese Reparos; y ¿cómo pudiera faltar? Con motivo de la inauguración del Teatro para los niños, hay quien advierte que los niños están mejor en el campo que en el teatro. ¿De veras? ¿Creen ustedes que yo lo había puesto en duda por un momento? Sólo que... ¿Campo en Madrid y en invierno? Yo sólo creía que, dado el egoísmo de ciertos padres, incapaces de privarse de un espectáculo impropio de niños y capaces de llevarlos al teatro, lo mismo á un terrible drama con su buen adulterio, que á una comedia de malas costumbres, que á una chulería del género chico, donde nada bueno pueden oir los muchachos, siempre sería preferible que existiera un teatro en que, aunque por sistema no se moralice, nada se oiga al menos que pueda manchar, esta es la palabra, el espíritu de los niños.
No es que yo considere ese teatro como remedio de todos los males; supongamos que es un mal menor: ya será algo. Pero, francamente, de eso á que unos cuantos señores, á quienes nunca se les ocurrió protestar por ver á los niños en otros teatros, nos vengan ahora con la monserga del campo y del aire puro, á propósito del Teatro para los niños, hay la distancia del criticarlo todo al hacer algo, aunque sea poco. Yo no me considero un héroe ni un bienhechor de la humanidad por haber patrocinado ese teatro, pero tampoco es para que se me considere como un malhechor. Con menos trabajo y menos entusiasmo, un par de piezas sicalípticas me dejarían más en limpio. ¡Bello país! ¡Cuántas veces hubiera uno emigrado si no hubiera uno aprendido á despreciar desde muy joven!
* * *
¡Vaya si está vidriosa nuestra moralidad! La gente se ha indignado mucho con un torero que fué ídolo de una tarde—¡cómo le gustan á Madrid los ídolos de un día!—por creerle culpable del suicidio de una señorita mejicana. Nunca he[301] creído en el poder de seducción de los hombres, que, por lo regular, siempre predican á convencidas; pero en este caso, y según referencias, mucho menos. La señorita había mostrado grandes deseos de conocer al torero; la señorita aceptó una invitación para asistir á una juerga, y la señorita... se llamó después á engaño. ¡Caramba con la señorita!
Siempre es bueno recordar aquellos versos del maestro Tirso de Molina:
* * *
El que ha ido bien despachado en las oraciones fúnebres ha sido el rey Leopoldo de Bélgica. Si por historia puede tenerse el juicio apasionado de los contemporáneos, no ha sido tardío para él el fallo de la historia.
Y ¿por qué tanto rigor? Por enamorado. ¡Bah! Hubo muchos grandes reyes que lo fueron mucho más y con mayor escándalo. ¿Por explotador del Congo? ¡Ah! ¿Será Inglaterra la que[302] pueda arrojarle la primera piedra? ¿Por administrador prudente de su capital? Pues qué, ¿no hemos censurado mil veces á los reyes pródigos y dilapidadores? ¿En qué quedamos? El papel de rey se va poniendo muy difícil. Lo cierto es que Bélgica ha prosperado bajo su reinado en industria, en comercio, en arte, y que el buen Leopoldo no merecía tanta severidad de los contemporáneos. Por fortuna, la historia tiene sus modas, y ya se sabe que cada cinco años las grandes figuras pasan á ser insignificantes, y viceversa. Hoy es moda presentar á Nerón como un monstruo, y mañana como á un excelente hombre. Un día escribe Voltaire su «Pucelle d'Orleans» con regocijo de todos, y á la vuelta de unos años se la canoniza. Todos hemos conocido estas alternativas de la historia con Don Pedro el Cruel, con Felipe II, con Isabel la Católica y otras grandes figuras, tan pronto admirables como despreciadas. En algo han de entretenerse los historiadores. Siempre hay nuevos documentos para la historia. Es natural. Pregunten ustedes por cualquiera de sus más íntimos amigos á su portero, á su criado, á otros amigos, á sus acreedores, etc. ¡Verán ustedes qué distintas versiones de su vida y costumbres![303] Somos una serie de imágenes falsas y ridículas, como las múltiples fotografías de una vista cinematográfica. El pasar rápido por una luz poderosa es lo que puede darnos unidad y verosimilitud. ¡El cielo depare á los grandes hombres un buen manipulador!
FIN
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