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POR
D. JUAN ORTEGA RUBIO
Catedrático de la Universidad Central.
TOMO II.
MADRID
Librería de los Sucesores de Hernando
calle del Arenal, núm. 11
1917
La Groenlandia: su situación.—Los dinamarqueses en Groenlandia.—El Canadá: sus límites.—Lucha entre iroqueses y hurones.—Agramunt, Cortereal y Cartier en el Canadá.—La ciudad de Mont-Royal.—Roberval y Cartier.—El comercio de Terranova.—El marqués de la Roche.—Pedro de Monts.—Champlain, Poutrincourt y Pontgravé en aquellas tierras.—Poutrincourt en Port-Royal.—Champlain en Sainte Croix.—La marquesa de Guercheville y los jesuítas.—Los Padres Biard y Masse en América.—Lucha entre iroqueses y hurones.—Fundación de Quebec.—La colonización.—El fuerte Place Royale.—Los franceses en Saint Sauveur.—Los filibusteros.—Los misioneros.—El comercio.—Compañía de Nueva Francia.—Guerra entre Inglaterra y Francia.—Los ingleses en Quebec.—El Canadá en poder de los ingleses.—Muerte de Champlain.—Colonia de Santa María.—Fiereza de los iroqueses.—Florecimiento de Quebec.—La sociedad de Nuestra Señora de Montreal: el capitán Maisonneuve.—Odio de los iroqueses a los jesuítas.
Daremos comienzo a la época que denominamos de conquistas por la del Canadá. Bien será advertir que las conquistas realizadas por los franceses y en particular por los anglo-sajones, difieren notablemente de las que los españoles llevaron a cabo en México, Perú y demás posesiones de la Corona de Castilla. Tanto los franceses como los anglo-sajones buscaron sólo una gran factoría donde ejercitar su comercio; los españoles se fijaron en las minas de oro y de plata, en las arenas auríferas de los ríos y en las pesquerías de madreperlas. Tampoco debemos olvidar que los franceses y anglo-sajones apenas hallaron oposición en los indígenas, y los españoles tuvieron que pelear con enemigos poderosos; aquéllos encontraron en su camino tribus débiles e ignorantes, y los últimos imperios fuertes y civilizados.
De los países situados al Norte de la América Septentrional apenas citaremos los nombres del Archipiélago polar, de Alaska, de Groenlandia y de Terranova. Todos estos territorios carecen de historia y ape[6]nas conocemos su geografía. Escasas, confusas y aun contradictorias son las noticias que se tienen de los habitantes del Archipiélago (islas que se hallan en la dirección del Polo Norte y situadas casi todas en el círculo polar) y de Alaska (territorio que forma una península al Noroeste de la América del Norte y que pertenece a los Estados Unidos). Acerca de la Groenlandia (Tierra Verde), recordaremos[1] que es un país intermedio entre Europa y el Nuevo Mundo, y su distancia de la tierra europea de Islandia es poco mayor que la que hay al Archipiélago antes citado. No ignoramos que, después de los viajes de Colón, realizaron exploraciones navegantes ingleses hacia los mares comprendidos entre Groenlandia y el Archipiélago. Corría el siglo xvii cuando los marinos dinamarqueses reanudaron sus tentativas, deseosos de encontrar las minas de metales preciosos que Frobisher había anunciado. Los extranjeros Hudson y Baffin reconocieron gráficamente aquellos extensos pasajes del Norte, no debiéndose olvidar que mientras el primero siguió en 1607 la costa oriental hasta los 73° de latitud, el segundo bordeó la occidental, desde la punta del Sur hasta el Estrecho de Smith. Respecto a Terranova (Hellu-land o Mark-land), depende directamente del gobierno inglés. Es la isla de Terranova la colonia más antigua de la Gran Bretaña, y su interior ha permanecido inexplorado hasta una época reciente. Aún es Terranova la tierra de los bacalaos. Consultada varias veces, y con empeño, para que formase parte integrante del Dominión del Canadá, se ha negado a ello.
Vamos a relatar los hechos más importantes del Canadá (población o cabaña en el idioma indígena). Dice Reclus que «el Canadá propiamente dicho, es decir, la parte del valle de San Lorenzo comprendida entre los Grandes Lagos y el estuario fluvial, es la región poblada y de la que se tienen mapas detallados»[2]. La frontera que separa el Canadá de los Estados Unidos es puramente convencional en gran parte de su trayecto[3]. No procede estudiar en este lugar las altas montañas y los profundos valles del Canadá, ni sus varias islas, ni sus muchos lagos. Llaman profundamente la atención los caudalosos ríos, interrumpidos por formidables obstáculos que el agua salva precipitándose desde gran altura y formando las renombradas cataratas del Niágara y del Otawa. En este país si es rica la fauna, también es rica la flora.
Antes que los blancos llegasen al país y lo conquistaran, los indígenas se exterminaban entre sí. De ello pudieron convencerse los pri[7]meros misioneros que se establecieron en el Canadá. Iroqueses y hurones con implacable hostilidad se declararon guerra a muerte. Las matanzas entre los indígenas, a falta de historia escrita, se recuerdan en las canciones populares, como puede verse en los siguientes versos:
Hállanse además otros indios, como los sioux, Vabanaki (pueblo de la Aurora), y los algonquines, raza poderosa, dividida en diferentes tribus. De todos los algonquines que habitan en la vertiente laurentina, los de la montaña casi se encuentran en su primitivo estado a causa de vivir en los bosques o lejos de las ciudades. Los hurones ocupaban las orillas orientales de la «mar dulce», y al Sudeste, vivían en las cuencas del Erié y del Ontario. A mediados del siglo xvii, la población huronesa, al Oeste del lago Simcoe, llegó a su apogeo y tenía 32 aldeas. Indican ciertas señales que antes de la fecha citada poblaban comarca mucho más extensa. Desapareció toda aquella grandeza, destruída por los valientes iroqueses, hasta el punto que en los mapas franceses del siglo xviii, en vez de los nombres de las aldeas, se lee «nación destruída.» Las tribus neutrales, gentes que intentaron mantener el equilibrio entre hurones e iroqueses, se hallaban establecidas en las costas septentrionales del lago Erié y del valle del Niágara.
Más adelantados los iroqueses que los otros indígenas, construían cabañas con alguna perfección y cultivaban la tierra. Hallábase el centro principal de la raza iroquesa en el Sur del lago Ontario, y eran superiores a los otros salvajes, ya por su valor, ya por su astucia. En ellos se ha querido ver al indio por excelencia. Aunque los primeros europeos que lograron visitar el Canadá—según algunos cronistas—fueron los genoveses Cabot (padre e hijo), los españoles reivindican la prioridad de su descubrimiento para el catalán Agramunt o Agramonte, a quien siguieron los hermanos portugueses Gaspar y Miguel Cortereal. Ya en el año 1454, Joâo Var Cortereal, gobernador de la isla Terceira (una de las Azores en el Océano Atlántico) hubo de visitar la terra do Bacalhao (Islandia o tal vez Terranova)[5]. De los[8] viajes de los hermanos Gaspar y Miguel Cortereal, hijos de Juan, se tienen pocas y vagas noticias. Gaspar debió hacer en 1501 una expedición hasta la costa del Labrador; se retiró a causa de la insalubridad del clima, viniendo a parar a las rocas de Terranova. Encuéntrase la tierra descubierta por Cortereal en los mapas antiguos entre los 50 y 53° de latitud Norte. Al año siguiente volvió Gaspar a continuar sus descubrimientos con tres buques, teniendo la dicha de tocar en las playas de la Nueva Escocia o en las de Nueva Inglaterra. Desde allí mandó dos buques con unos 50 indios. Uno de los buques llegó el 8 y el otro el 11 de octubre a Lisboa; pero ni de Cortereal ni del tercer buque volvió a tenerse noticia. Entonces Miguel, también con tres buques, fué en busca de su hermano y se aproximó asimismo a las costas del continente, al Noroeste, no volviendo tampoco. Con el objeto de averiguar lo que había sido de los Cortereal, el rey Manuel de Portugal envió dos buques; mas todo fué inútil, siendo de creer que murieron a manos de los indios o víctimas de la furia del mar.
Francisco I de Francia, siguiendo la política de los españoles y portugueses, dispuso que continuasen las lejanas expediciones. Habiendo mandado algunas a los Estados Unidos, luego, a instancias de Felipe de Brion-Chabot, encargó a Jacobo Cartier, viejo e inteligente marino de Saint-Maló, que se hiciese a la vela (1535). Cartier llegó después de atravesar mares tempestuosos, a la costa del Labrador, dirigiéndose desde allí a la pequeña bahía que denominó San Lorenzo, nombre que luego hubo de aplicarse a todo el golfo y al caudaloso río que en ella desemboca. Llamóse luego Canadá al país adyacente. Donde hoy se levanta la ciudad de Quebec, sobre el río San Lorenzo, había grupo de chozas indias llamado Stadaconé, cuyo cacique tenía el nombre de Donacona. Tierra adentro estaba la capital Hochelaga y que Cartier denominó Mont-Royal (Montreal). Después de grandes penalidades, pudo regresar a Francia, partiendo de las playas americanas (16 julio 1536).
Deseando un hijo de Picardía fundar una Nueva Francia en América, recibió del Rey los recursos necesarios para armar otra expedición. Llamábase Juan de la Roque, señor de Roberval, y obtuvo el nombramiento de virrey, nombrando él a su vez capitán general al intrépido Cartier. Salió Cartier en el año 1541, quedando convenido que Roberval le seguiría con otros buques. Cuando el virrey entró en el puerto de San Juan, capital de la isla de Terranova, llegó de regreso su capitán general. Disgustados ambos jefes, en tanto que Cartier abandonaba aquellos mares, Roberval tomaba rumbo al Norte, subía por el río San Lorenzo y echaba anclas junto al Cabo Rojo, donde hizo cons[9]truir una fortaleza, molino harinero, horno de pan y almacenes para víveres. Se echó encima el crudo invierno y con él el hambre y las enfermedades. Nada más se sabe de la colonia.
Barcas pescadoras francesas, españolas, portuguesas e inglesas, como también buques balleneros vizcaínos, visitaron las playas de Terranova, donde adquirieron pieles de oso y de castor o colmillos de foca, a cambio de cuchillos, abalorios, etc. Tan lucrativo resultó este comercio, que verdaderas flotas de barcas procedentes de Saint-Maló acudieron a Terranova, mientras otros especuladores europeos fueron en busca de los mismos artículos; también iban a la pesca del bacalao, de cuyo pez, además de la carne, aprovechaban el aceite que se extraía del hígado.
Por último, constituyóse otra empresa de colonización. El marqués de la Roche, noble bretón, obtuvo de Enrique IV de Borbón (1589-1610) el privilegio de colonizar la Nueva Francia y el monopolio del comercio (1598). Debía posesionarse del Canadá y de otros países comarcanos, «que no hubieran sido poseídos por ningún príncipe cristiano.» Llegó a América, estuvo en Sable Island y recorrió otras tierras, volviendo a Francia y muriendo en la pobreza. Al fallecimiento de la Roche, Pontgravé, comerciante de Saint Maló, y Chauvin, oficial de marina emprendieron (1600) el lucrativo comercio de peletería, consiguiendo grandes utilidades. En el año 1603 se otorgó una patente a Pedro de Monts, caballero hugonote y gentil hombre de cámara del Rey, concediéndole la Acadia, esto es, el territorio comprendido desde lo que hoy se llama Filadelfia hasta más allá de Montreal o desde los 40 hasta los 46 grados de latitud Norte. Obtuvo el monopolio del comercio de pieles. Anuláronse todas las concesiones análogas anteriores, lo cual disgustó mucho a los comerciantes de Saint-Maló, Ruán, Dieppe y la Rochela. Con el objeto de encontrar gente que fuese a tierras tan lejanas, se le autorizó para llevar, ya a los perseguidos por la justicia, ya a los encerrados en las cárceles. A bordo de sus buques iba el barón de Poutrincourt, oficial de la expedición, individuos de la nobleza, espadachines y ladrones. También le acompañaban sacerdotes católicos, pues Pedro de Monts se había obligado, sin embargo de sus ideas calvinistas, a consentir que los indígenas fuesen educados en la religión católica. El 7 de abril de 1604 zarpó para su destino la expedición.
En el mismo año de 1603 comerciantes de Ruán organizaron una compañía y la compañía una expedición. El mando de ella se le confirió al caballero Samuel de Champlain[6].
En tanto que el barón de Poutrincourt recibía en calidad de feudo el[10] puerto y comarca de Annapolis, que él llamó de Port-Royal, Champlain, habiendo explorado la bahía de Fundy, entró en un río en cuya desembocadura halló pequeña isla; al río le denominó de Saint-John: (San Juan) y a la isla Sainte-Croix (Santa Cruz). En la isla y en pobres viviendas protegidas por un fuerte se instaló Champlain con 80 hombres, siendo de notar que fué el único lugar habitado por la raza blanca desde las colonias españolas hasta el polo. Posteriormente Champlain, en compañía de Monts y de otros caballeros, salió de Sainte-Croix, y habiendo recorrido toda la costa del actual estado del Maine sin encontrar sitio a propósito para establecerse, regresó al punto de partida para marchar hacia Port-Royal, lugar—como antes se dijo—concedido a Poutrincourt, y donde definitivamente establecieron la colonia. En rigor, bien puede afirmarse que Port-Royal fué la primera colonia francesa establecida en el continente americano.
Habiendo tenido noticia Monts de que en la corte de Francia se le quería quitar su privilegio, salió del Canadá y llegó a París, donde pudo convencerse de que no le habían engañado. Por entonces también Pontgravé abandonó las playas americanas para retirarse a Francia.
Entretanto Poutrincourt, acompañado de Marcos Lescarbot (abogado, poeta e historiador de excelente relación de los primeros establecimientos franceses en América), salió en mayo de 1606 y a últimos de julio echó anclas en el Puerto de Port Royal. Aunque el privilegio concedido a Monts había sido anulado por las reclamaciones de los comerciantes y navieros de los puertos de Normandía, Bretaña y Gascuña, sin embargo, pudo lograr Poutrincourt que Enrique IV le confirmara en su posesión de Port Royal. Los jesuítas, con su celo catequista, encontraron en América nuevo y vasto campo de actividad. Asesinado Enrique IV y habiendo quedado gobernadora del reino su viuda María de Médicis, los hijos de Loyola contaron con apoyo en la corte. Declaróse protectora de ellos Antonieta de Pons, marquesa de Guercheville, dama de honor de la reina, la cual pudo conseguir que el joven Biencourt, hijo de Poutrincourt, se llevase a América a los dos jesuítas Biard y Masse. Inmediatamente que Biencourt llegó a América, Poutrincourt marchó a Francia en busca de recursos. Tuvo que aceptarlos de la citada marquesa de Guercheville, que también consiguió para Monts la confirmación de los derechos concedidos a éste sobre la Acadia. Del mismo modo Luis XIII dió a la marquesa todo el[11] territorio desde el río San Lorenzo hasta la Florida. La citada dama, o mejor dicho, sus amigos los jesuítas, eran dueños nominales de la mayor parte de los futuros Estados Unidos y de las posesiones británicas en la América del Norte, quedando reducido el señorío del barón de Poutrincourt a una pequeña isla en aquel vasto imperio.
Convenidos y en la mejor armonía Champlain y Pontgravé, en tanto que este último se ocupaba en el comercio con los indígenas para cubrir los gastos de la expedición, Champlain construyó varias casas de madera protegidas por una empalizada en la parte interior y por una zanja en el exterior (1608) que fueron el comienzo de la ciudad de Quebec y también de la colonización en el Canadá. La nueva población se levantó a orillas del San Lorenzo. Los iroqueses, que ocupaban las cuencas del Mohawh, Onondaga y Genesee, ríos que se hallan en el actual Estado de Nueva York, continuaron luchando con sus enemigos hurones. Victoriosos los primeros, los segundos pidieron auxilio o formaron alianza con Champlain. Salió Champlain a últimos de mayo de 1609, y subiendo por el río San Lorenzo y su afluente el Otawa, llegó al campamento de los hurones. Franceses y hurones pelearon juntos contra sus enemigos. Los iroqueses, que nunca habían visto guerreros europeos, quedaron asombrados, dándose a la fuga cuando vieron caer algunos de los suyos por las balas de los arcabuces franceses. Desde aquel momento iroqueses y franceses se declararon guerra a muerte, que duró mucho tiempo y ocasionó horribles crueldades.
Champlain, por su cuenta y riesgo, sin recibir auxilio de la metrópoli, aunque había ido a París con dicho objeto, construyó a su vuelta en el sitio que al presente ocupa la ciudad de Montreal un fuerte que llamó Place-Royale. Comprendiendo que el gobierno francés ni se cuidaba de las colonias ni de los nuevos descubrimientos en América, se entendió con Monts y con sus competidores, ya para la conservación y engrandecimiento de las colonias, ya para hacer en común el comercio de pieles. Entraron en la nueva compañía los comerciantes de Ruán y de Saint Maló, no los de la Rochela, que eran hugonotes y prefirieron hacer ellos solos el comercio. El 12 de mayo de 1613 salió para la Nueva Francia un buque llevando a bordo a los padres jesuítas Quentin y Du Thet, y al llegar a Port-Royal recibió a los otros padres Biard y Masse, dirigiéndose todos a la costa de Maine, donde dieron fondo en una bahía de la isla Mount-Desert, cuyo país denominaron Saint Sauveur. Cuando los franceses acababan de establecerse en Saint Sauveur, el contrabandista Samuel Argall, con su buque de 14 cañones y con una tripulación de 60 hombres, cayó sobre los nuevos pobladores de Mount-Desert y después de corta lucha, en la que murió como un héroe el je[12]suíta Du Thet, se hizo dueño del campamento y llevó prisioneros a algunos a Virginia, cuyo gobernador Tomás Dale los trató como si fuesen filibusteros, y no contento con ello, dió pequeña escuadra a Samuel Argall, quien redujo a cenizas, no sólo el campamento de Mount-Desert, sino las colonias de Sainte Croix y Port-Royal. Así terminó la obra de la marquesa de Guercheville y de los hijos de la Compañía de Jesús.
Creyendo Champlain que el único medio para lograr su objeto—pues poco podía esperar de la metrópoli—era echarse en brazos de la religión, acudió al prior del convento de recoletos franciscanos, situado cerca del pueblo natal del dicho Champlain, con el fin de fundar misiones en la Nueva Francia. Champlain, al ver que la orden carecía de recursos, marchó a París; allí pudo conseguir pequeña cantidad de dinero para comprar objetos sagrados y celebrar con esplendor el culto. Habiendo el Papa autorizado la misión y concedido el Rey varios privilegios, partió Champlain, acompañado de los frailes Dionisio Jamet, Juan Dolbeau, José Le Caron y Pacífico Duplessis, llegando a Quebec a fines de 1615. Después de encontrar sitio a propósito, Champlain hizo erigir un convento, en él se levantó un altar y los Padres dijeron misa, la primera que se celebró en el Canadá.
Comenzaron en seguida los franceses y los indios amigos la guerra contra los iroqueses. Pasado algún tiempo, el P. Le Caron por un lado y Champlain con algunos compatriotas suyos y unos cuantos pieles rojas por otro, emprendieron un viaje de exploración al territorio amigo de los hurones. Champlain y los suyos visitaron el gran lago Hurón, pasando luego a la ciudad de Oluacha y a la capital Cahiagué, encontrando ya instalado en una ermita al misionero P. Le Caron. Siguieron adelante y pasaron el río Onondaga hasta penetrar en territorio de los iroqueses. Franceses y hurones pelearon algunos días, no logrando por cierto ventaja alguna, contra sus enemigos, retirándose Champlain a Quebec el 11 de junio de 1616. Prosperó poco la colonia, a pesar de los viajes anuales que hacía Champlain a París para arbitrar recursos. No pasaremos en silencio que los misioneros católicos, llevados de su celo religioso, penetraron en el país valiéndose de sus «mensajeros del bosque» y de los indios convertidos; pero también conviene no olvidar que al mismo tiempo que predicaban el Evangelio cuidaban de sus intereses materiales, acaparando en gran parte el comercio de aquellas comarcas[7]. «Aunque las Patentes reales iban dirigidas a una verdadera colonización, los individuos que tomaban parte en tales empresas—exceptuando quizás a Champlain—sólo se cuidaban del comercio de pieles. Decían aquellos aventureros que los colonizadores, en lugar de dar[13] vida al comercio, lo mataban. No procuraban establecer hogares felices para pacíficos colonos, ni ponían los medios para formar una comunidad mediante leyes justas y cierto estado de responsabilidad por parte de sus gobernantes; sólo querían estaciones comerciales exclusivamente para ellos. La colonia de Champlain, si en sus comienzos se componía de unas 30 personas, en 1628 ya tenía 150, sucediendo lo mismo con las otras colonias de Trois-Riviéres, Saint-Louis y Tadoussac.
Corría el año 1627 cuando el cardenal Richelieu, ministro de Luis XIII, prestando oidos a las justas quejas de Samuel de Champlain sobre el estado miserable de la colonia, su porvenir y la poca confianza que debía esperarse de los esfuerzos meramente comerciales para el desarrollo del país, decidió encargarse de los intereses de dicha colonia. Su plan era crear poderosa compañía que actuase bajo su inmediata autoridad. De aquí data la existencia de la Compañía de Nueva Francia, más comúnmente conocida con el nombre de la «Compañía de los bien asociados.» Hacíase notar en el preámbulo del edicto el fracaso de las anteriores asociaciones comerciales, comprometiéndose los nuevos asociados a llevar desde el mismo año de 1628 de 200 a 300 colonos, y en los quince años consecutivos un total no menor de 4.000 personas entre hombres y mujeres. El edicto contenía, además, otras disposiciones útiles, como el mantenimiento del clero para las necesidades espirituales de los colonos e indígenas. Cumpliendo las condiciones dichas, la Compañía sería soberana, bajo la autoridad del rey de Francia, de todas las posesiones comprendidas entre la Florida y las regiones árticas, y desde Terranova hasta la parte de Occidente de que pudieran apoderarse[8]. De la Compañía formó parte Champlain, siendo pronto la primera figura, pues ninguno tuvo las cualidades de él.
Aconteció por entonces algo importante. Carlos I de Inglaterra declaró la guerra a Francia y dirigió contra ella dos expediciones: una se encaminó a La Rochelle, que tuvo desastroso fin, y otra a las posesiones francesas del Canadá, bajo el mando de David Kirke. A principios de 1628, Kirke, con su pequeña flota, consiguió apoderarse, en la desembocadura del río San Lorenzo, de 18 barcos franceses que transportaban nuevos colonos y también provisiones, géneros y pertrechos militares para los de Quebec. Tenemos como cosa cierta que si el capitán inglés se hubiera decidido a remontar el San Lorenzo con un par de navíos bien acondicionados, es muy probable que Quebec se hubiese rendido en el verano de 1628; pero Kirke no deseaba entablar lucha si podía evitarla, y calculando que la falta de provisiones reduciría a la[14] corta guarnición en unos cuantos meses al último extremo, aplazó la acción militar hasta el siguiente año. Sucedieron las cosas como él esperaba, hasta el punto que cuando se presentó ante Quebec en julio de 1629, Champlain no tuvo más remedio que capitular.
Durante unos tres años fueron dueños los ingleses de Quebec, bajo el mando de un hermano de Kirke, teniendo que regresar a Francia Champlain con la mayor parte de su gente. El 21 de julio de 1629 se izó la bandera inglesa en la casa de Champlain; pero como anteriormente se había firmado la paz entre Francia e Inglaterra, el Canadá fué devuelto a sus antiguos poseedores, haciéndose entrega formal del territorio en el verano de 1632. La compañía formada por Richelieu hizo poco de provecho, sin embargo de las sobresalientes dotes que adornaban a Champlain. Regresó el ilustre francés a Quebec en mayo de 1633, llevando consigo más de 100 colonos; pero falleció a la edad de sesenta y ocho años (25 diciembre 1635). Alzóse modesto sepulcro en Quebec a una de las glorias más legítimas que ha tenido Francia en América.
Recordaremos algunos hechos acerca de las misiones de la Compañía de Jesús entre los hurones. El superior de los Padres se llamaba Le Jeune. No sería aventurado decir que la obra civilizadora de los jesuítas franceses fué más simpática que la de los católicos españoles y la de los protestantes ingleses. Ellos, con la bondad y el cariño, procuraron ganarse, aunque frecuentemente no lo consiguieron, las simpatías de los indígenas. Como tiempo adelante terrible epidemia diezmase las aldeas iroquesas, los salvajes llegaron a sospechar que los hijos de Loyola, a quienes consideraban dueños de la vida y de la muerte, habían introducido las epidemias para exterminar a los pueblos indígenas de América. Desde entonces fueron los jesuítas objeto de insultos y de persecuciones.
La casa-residencia que fundaron los Padres hacia el año 1640, a orillas del río Wye, junto a su desembocadura en una bahía del gran lago Hurón, era también hospicio, hospital, depósito de mercancías y fortaleza. Designóse con el nombre de Santa María la citada colonia. A ella acudían los hurones convertidos, buscando alivio á sus males, y en el año del hambre (1647) muchos infelices encontraban alimento en la colonia de Santa María. Pero los enemigos terribles de los misioneros y de los hurones eran los iroqueses. Cuadrillas de iroqueses, que aullaban como fieras, penetraban en los pueblos hurones o en las estaciones de los jesuítas, martirizando con los tormentos más horribles a los que caían bajo su poder. Llevaban doquiera el espanto y el terror. El pueblo hurón quedó exterminado en el año 1650, después de largas y san[15]grientas guerras con los iroqueses. Muchos misioneros, entre otros Isaac Joques y Juan de Brébvent, murieron mártires de su fe. La colonia de Santa María, que ya no tenía objeto, fué destruída por los mismos misioneros franceses, marchando a Francia algunos pocos y quedando en el país unos veinte individuos, que sucumbieron no mucho después.
Mejor suerte tuvo la colonia de Quebec. Sucedió a Champlain en el gobierno el caballero de la Orden de San Juan, Carlos de Montmagny, el superior de los jesuítas y un síndico. Al mismo tiempo que se fundaba en Quebec el Instituto de segunda enseñanza y varias comunidades religiosas, se echaban los cimientos de la Sociedad de Nuestra Señora de Montreal, con un capital de 75.000 pesetas. Dicha Sociedad alcanzó de la Compañía de la Nueva Francia la cesión de Montreal, «que venía a ser—como escribe el Dr. Ernesto Otón Hopp—la llave de los ríos San Lorenzo, con sus innumerables afluentes desde aquel punto, y el Ottava»[9]. El Rey confirmó la donación y concedió otros derechos a la Sociedad; pero le prohibió el comercio de pieles. Los seis socios contrataron 40 hombres armados y nombraron Jefe de la fuerza al noble y devoto Maisonneuve, los cuales desembarcaron el 17 de mayo de 1642. El gobernador de Quebec, Montmagny, en nombre de la Compañía de la Nueva Francia, acudió para entregar al capitán Maisonneuve, representante de la Sociedad de Nuestra Señora de Montreal, el país conocido con este último nombre. De la dirección espiritual de la nueva colonia se encargó el P. Vimont, sucesor de Le Jeune. Comenzóse en seguida a construir un hospital, fundación piadosa que debía servir para curar franceses e indios enfermos, lo mismo a unos que a otros. Tranquilamente se desarrollaba la colonia, hasta que los iroqueses tuvieron de ello noticia. En acecho estaban aquellos salvajes, y cuando se presentaba ocasión, caían sobre algún padre jesuíta o sobre algún otro individuo de la colonia, y le mataban de una manera cruelísima.
Estados Unidos de la América del Norte.—Expedición de Vázquez de Ayllón, Gómez, Narváez y Soto a la Florida.—Lucha entre franceses y españoles.—Verrazain en la Carolina del Norte y en otros países.—Drake en California.—Vizcaíno, Cardona y otros.—Walter Raleigh en Virginia: Guerra entre indígenas e ingleses.—Gosnold en Nueva Inglaterra, Pring en los Estados del Maine y Massachussetts, y Weymouth en las mismas costas.—Colonia fundada por Newport.—Jamestown.—Compañía de Londres.—Gobierno de Virginia.—La esclavitud.—Estado de las restantes colonias.—Los Holandeses.—Expediciones de Hudson y de Block.—Compañía occidental.—Nueva Amsterdam.—Compañía sueca.—Fin del dominio holandés.—Compañía de Plymouth.—Los puritanos en Nueva Inglaterra.—Colonias de Massachusetts, Mariana, Laconia, Nueva Escocia, Salem, Rode-Island, Concord y Connecticut.—La Corona y las colonias.—Maryland.—Las Carolinas.—Constitución de Locke.—Colonias de Cabo Fear y de Charlestown.—Estado interior de las colonias de Charlestown y de las Carolinas.—Pensilvania: Penn en América.—Georgia.—Guerra entre ingleses y españoles.—Luisiana.
Después de los descubrimientos de los Cabot en la América del Norte[10], y después del viaje de Ponce de León a la Florida[11], procede insistir en el estudio de este último país y en todas las expediciones y conquistas realizadas en la extensa comarca conocida hoy con el nombre de Estados Unidos. El primer asunto que trataremos será el viaje a la Florida de Vázquez de Ayllón, al que seguirán los de Gómez, Narváez y Soto.
El oidor Lucas Vázquez de Ayllón, vecino de Santo Domingo, y otros seis compañeros, partieron acompañados de algunos indios de Jeaga, a descubrir y apoderarse de nuevas tierras. Llegaron a un país pobre, donde los indígenas se alimentaban de pescado, ostiones asados[17] y crudos, venados, corzos y otros animales. Mientras los hombres se dedicaban a matar dichos animales, las mujeres acarreaban leña y agua para cocerlos o asarlos en parrillas. Cogíanse perlecillas en algunas conchas, y si hallaron algún oro sería procedente de lejanas tierras[12]. Vieron el río de Santa Elena y dos pueblos: Oritza (llamado por ellos Chicora) y Guale (que nombraron Gualdape). No encontraron minas de ninguna clase; pero les dijeron que a unas sesenta leguas de distancia al Norte las hallarían de oro y cobre. Cerca de un río y de unas lagunas vieron algunos pueblos de indios, entre ellos Otapali y Olagotano. El cacique en aquella tierra gozaba de tanta fama como Moctezuma en México. Vázquez de Ayllón, que desembarcó en la Florida (1522), murió el 1525.
Gómez, buscando una comunicación marítima hacia la India, llegó hasta donde al presente se levanta Nueva York, según se muestra en mapas españoles antiguos y cuyo país se conoce con el nombre de Tierra de Gómez.
Poco después, Pánfilo de Narváez, aquel capitán que por orden de Velázquez quiso arrebatar a Cortés la gloriosa empresa de México, habiendo recibido autorización de Carlos V para llevar a cabo la conquista de la Florida, reunió 300 hombres y desembarcó en el citado país, del cual tomó posesión en nombre del rey de España (1528). Anduvo vagando durante dos meses por entre selvas y pantanos, sosteniendo continuas luchas con los salvajes. Después de perder gran parte de sus tropas, se decidió a dar la vuelta a Cuba, pereciendo a causa de una tempestad él y los suyos, pues sólo cuatro pudieron llegar a tierra y unirse a sus compatriotas de la Nueva España, no sin sufrir grandes trabajos.
No había pasado mucho tiempo cuando Fernando de Soto, noble militar que se distinguió en la conquista del Perú, fué nombrado por Carlos V gobernador de la Florida y de la isla de Cuba (1538). Desembarcó el 10 de junio de 1539 en la bahía del Espíritu Santo (hoy Tampa Bay), y dirigiéndose al interior del país, cuya marcha fué sumamente penosa, ya por lo escabroso del terreno, ya por la continuada guerra con los indígenas, llegó en los comienzos de noviembre a la bahía de Apallachee, marchando en seguida más al Norte, donde le habían dicho que abundaba el oro y la plata (marzo de 1540). Aguardábanle no pocas aventuras y muchos sufrimientos en las regiones occidentales de la Florida, teniendo la dicha de llegar al caudaloso Mississipí (1541). A[18] causa de una fiebre maligna murió el 31 de mayo de 1542, siendo su cadáver arrojado en el citado río para que los indígenas no se percatasen de tamaña desgracia. Tras largas y penosas peregrinaciones regresaron con vida 311 individuos a los establecimientos españoles de México.
Del mismo modo fué desgraciada una misión de Padres Dominicos (1547), los cuales sucumbieron, antes de convertir a los indios de la Florida.
Durante el reinado de Carlos IX de Francia, una colonia de hugonotes, organizada por el almirante Coligny, pudo acercarse al sitio (1562) que actualmente ocupa San Agustín, una de las ciudades más antiguas de los Estados Unidos. La expedición estaba dirigida por Juan Ribault, marino de Dieppe; recorrieron los expedicionarios lo que actualmente se llama Florida, Georgia y Carolina, construyeron el Fuerte Carlos en la embocadura de un río, donde establecieron una guarnición, volviendo a Francia extenuados de hambre. Otra expedición de hugonotes que se organizó dos años después, mandada por Laudonnière, consiguió algunas ventajas. Habiendo recibido algunos auxilios los emigrantes hugonotes, se dedicaron a la piratería, apresando buques españoles. Pedro Menéndez de Avilés, marino arrojado y cruel, por orden de Felipe II, cayó de improviso (septiembre de 1565) sobre la colonia y fortaleza de los franceses hugonotes, los hizo prisioneros y los mandó ahorcar, poniendo en el pecho de las víctimas la siguiente inscripción: «No como franceses, sino como herejes.» Menéndez comenzó la colonización del país. Pronto se vengaron los franceses de las crueldades de Menéndez. Un caballero gascón, llamado Domingo de Gourgues, vendió sus bienes, equipó tres embarcaciones y se embarcó con 80 marineros y 100 arcabuceros. Cayó sobre las viviendas de los españoles (1568) y cuéntase que a los prisioneros, en no corto número, los hizo ahorcar en los mismos árboles que antes lo fueran los franceses, y también, como entonces, a los prisioneros les hizo poner una inscripción que decía: «No como españoles, sino como asesinos». Gourgues dió la vuelta a Francia y los castellanos continuaron la colonización de la Florida. «De suerte—escribe el Dr. Ernesto Otón Hopp—que a los españoles pertenece la gloria de haber fundado en la Florida la primera colonia permanente, en la cual también había corrido la primera sangre de europeos vertida por el fanatismo religioso, llevado de Europa a América»[13].
Francisco I, rey de Francia, a fines del año 1523, prestó todo su apoyo al marino florentino Juan de Verrazani para que procurase des[19]cubrir un camino al reino de Catay por el Oeste. Terrible tempestad puso en peligro a los valerosos marinos, quienes tuvieron que regresar. Volvió Verrazani a hacerse a la mar en enero de 1524, echando anclas algunos días después en una costa baja de la Carolina del Norte, cerca de la actual ciudad de Wilmington. Hombres blancos pisaban por primera vez aquella tierra. Dirigiéronse desde allí a la bahía de Nueva York, luego adonde hoy se halla Newport, y, por último, a Terranova, regresando a Dieppe, punto de partida. La parte que conocemos de la relación que de su viaje hizo el marino italiano a Francisco I indica el buen gusto de su autor, siendo notable por la claridad y delicadeza de sus descripciones.
Después de las expediciones dispuestas por Hernán Cortés, que produjeron el descubrimiento de la Baja California, según carta del mismo conquistador de México (15 octubre 1524) al emperador Carlos V, y después de otras tentativas, que dieron por resultado el reconocimiento de las costas de la Baja y Alta California, el aventurero y pirata Francisco Drake (entre los años 1577 y 1580, y en el reinado de Isabel, la buena Bess) hubo de saquear las poblaciones españolas de la costa del Pacífico. Drake fué el primer europeo que desembarcó en California; pero el viaje que ofrece interés no escaso, es el del hábil y experimentado piloto español Sebastián Vizcaíno.
En el reinado de Felipe III, siendo virrey de la Nueva España D. Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, salió del puerto de Acapulco una escuadra al mando del almirante Toribio Gómez de Corbán, llevando a sus órdenes al navegante Sebastián Vizcaíno (5 de mayo de 1602)[14]; se presentó en el cabo Mendocino (20 de enero de 1603), tornó a Acapulco, donde entró el 21 de marzo de 1603. Reconoció Sebastián Vizcaíno la costa de la Baja y de la Alta California hasta los 42°, y visitó los puertos de San Diego, Monterrey, y tal vez el de San Francisco. Arrojado uno de sus buques a los 43° cerca del cabo Blanco, se vió una entrada o río muy caudaloso, que llamaron de Martín de Aguilar, nombre de un alférez que intentó reconocerlo y no pudo a causa de la fuerza de la corriente de dicho río. Vizcaíno, al desembarcar en la bahía de San Bernabé, publicó un bando imponiendo pena de la vida al que maltratase á los indios. Fray Antonio de la Ascensión, cosmógrafo de la expedición emprendida en 1602 por Vizcaíno, redactó una relación de ella que, según copia del original hecha en México a 12 de octubre de 1620, se encuentra entre los manuscritos de la Biblioteca Nacional, y cuyo título es como sigue:
«Relación breve en que se da noticia del descubrimiento que se hizo[20] en la Nueva España en la mar del Sur desde el puerto de Acapulco hasta mas adelante del cabo Mendocino en que se da cuenta de las riqueças y buen temple y comodidades del Reyno de Californias y de como podrá Su Mag. a poca costa pacificarle y encorporarle en su Real Corona y hazer que en el se pedrique el Santo Ebangelio, por el padre fray Antonio de la Ascension, Religioso Carmelita descalço que se hallo en el y como cosmografo lo demarco.»
Vizcaíno consideraba necesario dos navíos pequeños de a 200 toneladas, y «se han de proueer—dice—con abundancia assi de municiones y pertrechos de guerra, como de bastimentos, jarcias y belame..., en México se han de levantar hasta 200 soldados que sean buenos marineros juntamente, adbirtiendo que sean soldados biejos, curtidos y bien experimentados así en las armas como en el marinaje, porque todos con uniformidad y sin diferencia acudan a todo segun las ocassiones se ofrecieren... hombres de bien y de berguença porque en el viaje assi por la mar como en tierra aya paz union y hermandad entre todos» al mando de «uno o dos capitanes que sean buenos cristianos y temerosos de Dios y personas de meritos y que ayan con fidelidad en otras occassiones servido a su Magestad assi en guerras por tierra como Armadas por la mar.» Estima que el jefe debe ser persona de valor y prendas «y se aya de atras de estar esperimentada y cursada en semejantes cargos, para que sepa tratar a todos con amor y ymperio... temerosa de Dios, cuydadosa de su conciencia y celosa del seruicio de S. M. y de cosas de la conuersion de estas almas.»
«A todos los que fueren de esta jornada se les ha de dar expressa orden y mandado que tengan grande obediencia y sujecion á los religiosos que fueren en su compaña, y que sin su orden, consejo y parecer no se haga guerra y otra molestia alguna a los indios ynfieles, aunque ellos den alguna occassion, porque asi las cosas se hagan en paz y con cristiandad y con amor y quietud, que es el modo que se ha de tener en la pacificacion de aquel reino y en la predicacion del santo Evangelio, fin y blanco a que se endereçan estos gastos y estas preuenciones, porque de no hazerse ansi sino lo contrario, sera malograrlo todo y perder el tpo y la hazienda en balde, como por la esperiencia se ha visto muchas veces en esta Nueva España en otras conquistas y pacificaciones de nuevas tierras en que Dios nro. Señor a sido mas ofendido que seruido.»
Considera conveniente hacer dádivas a los indios, adquiriendo para ello «cantidad de cosillas de dijes de Flandes, como son quentas de vidrio de colores, granates falsos, cascaueles, espejuelos, cuchillos y tijeras baladíes y trompas de París y algunas cosas de vestidos, y de es[21]tas cosas se haga reparticion entre los religiosos y soldados, para que en los puertos que saltaren ó escojieren para hacer assiento en las tierras de los ynfieles las repartan de gracia con muestras de amor y voluntad en nombre de su Magestad con los yndios que vinieren á verles, para que con estas dadivas graciosas los yndios conserven amor y afficion a los cristianos y conozcan aun a su tierra a darles de lo que llevan y no a quitarles lo que tienen, y que entiendan aun a buscar el bien de sus almas. Este es un medio de grande ymportancia para que los yndios se aquieten sumamente y pacifiquen y obedezcan a los españoles sin contradiccion ni repugnança, y reciban con gusto a los que ban a predicarles el Sagrado Evangelio y los misterios de Ntra. Santa fe Catholica, de mas que los yndios de este paraje son reconocidos y agradecidos, y en recompensa y paga de lo que se les diere, acudiran con las cosas que ellos tubieren de estima en su tierra, como lo hicieron con nosotros con esta preuencion.»
Opinaba que el sitio más adecuado para el primer pueblo, era la bahía de San Bernabé, donde debían hacerse casas «construídas de tal suerte, que las unas casas sean guarda y amparo de las otras», levantándose tambien iglesia y casa fuerte, que sirviera de castillo y atalaya para casos adversos, «en puerto fuerte, eminente y señoril», y si fuera posible con paso seguro a la mar «para reciuir socorro y enviarle a pedir por mar en caso que alguna necessidad se ofreciere, como comunmente lo han vsado los portugueses en los puestos que an hecho asiento en la India y les a sucedido muy bien el vsar de este ardid y advertencia.»
Recomienda la necesidad de la vigilancia y de la prevención continua, «porque en tierra de yndios infieles, aunque se hayan dado por amigos y de paz, no ay que fiar mucho, antes se ha de uiuir con ellos y entre ellos con notable recato y bigilancia y adbertencia», y propone el establecimiento de un mercado o Casa de Contratación «para que allí acudan los yndios a rescatar lo que quisieren de los españoles, y para que ellos entre sí, unos con otros, traten y contraten, que con esto se facilitará mucho la comunicacion de ellos con los nuestros, de que se vienen a enjendrar el amor y la amistad.»
Juzga que es conveniente para poblar la tierra y para el sustento, «llevar vacas, ovejas, carneros, cabras, yeguas y lechones... Estos animales se criaran y multiplicaran muy bien en esta tierra, por ser para ello acomodada y fertil, y tambien se podran hazer algunas lauores de trigo y de maiz y plantar biñas y huertas, para que se tenga el sustento de las puertas adentro, sin que sea necesario traerlo de acarreto y de fuera, ymponiendo y enseñando a los yndios para que ellos ha[22]gan lo mismo, que todo lo tomaran bien redundando en su probecho.»
Proponía despertar el espíritu del salvaje enseñándole a cantar y a tañer los instrumentos músicos.
Recomendaba con insistencia «que de los yndios se vayan escojiendo algunos de los mas aviles, entresacando entre los muchachos y niños los que parecieren mas dociles y ingeniosos y aviles, y estos se uayan doctrinando y al mismo tiempo que se fuera enseñando la doctrina cristiana y a leer en cartillas españolas para que juntamente con el leer aprendan la lengua española, y que aprendan a escriuir... porque el buen fundamento tiene firme el edificio.»
Termina su relación Fray Antonio de la Ascensión condenando el sistema de las encomiendas. «Conviene que su Magestad haga estas pacificaciones a su costa, y que no las encomiende a nadie, y porque los soldados vayan con sujecion y obediencia a sus mayores, a los españoles que fueren enviados por su Magestad a esta jornada para la pacificacion y poblacion de este reino, se les a de advertir que no van a ganar tierras para si ni vasallos, sino para los Reyes de Castilla que los embian porque no conviene que su Magestad haga mercedes de pueblos ni de yndios que se fueren pacificando y convirtiendo a nuestra santa fe a ningun español por grandes servicios que aya hecho en estos reinos a S. M., porque su Magestad lo podra saber con buena conciencia, y sera la total ruyna y destruccion de todos los yndios, como sucedio en los principios que se conquistaron estos reynos de la Nueva España, y se vió sucedio en las yslas de barlouento y en tierra firme, como lo cuenta y trata muy por extenso el Sr. Obispo de Chiapa D. Fr. Bartolomé de las Casas.»
Sucediéronse diferentes viajes que no carecen de importancia, hallándose, entre otros, el realizado por el capitán Nicolás de Cardona el 21 de marzo de 1615, cuyo original se conserva en la sección correspondiente de la Biblioteca Nacional, y cuyo largo título es como sigue:
«Descripciones Geograficas e Hidrograficas de muchas tierras y mares del Norte y Sur en las Indias, en especial del descubrimiento del reino de la California, hecho con trabajo e industria por el capitan y cabo Nicolas de Cardona, con orden de nro. sor. Don Phelipe II de las Españas. Dirigidas al Excmo. Sr. D. Gaspar de Guzman, conde de Olivares, duque de San Lucar la Mayor, etc.» 24 de junio de 1632. Cardona consideraba a California como la tierra más rica en minas de oro y plata de todas las Indias.
El almirante D. Pedro Porter de Casanate ofreció el año de 1636, por servir a S. M., hacer viaje a la California para saber si era isla o[23] tierra firme y descubrir lo occidental y septentrional de la Nueva España, fabricando a su costa navíos, conduciendo gente y llevando pertrechos, bastimentos y todo lo necesario. Dice Porter que «California, de buen temple, sana, fértil, con aguas, dispuesta para labores y sementeras, tiene ganados, frutos y yerbas saludables, muchas arboledas, frutos y flores de España, hasta higueras y rosas.» Hasta el 8 de agosto de 1640 no le concedió S. M. la autorización pedida; pero le detuvo todavía tres años «honrándome—dice Porter—con parecer que podía ser de algun util en sus armadas...» El Consejo de Indias dispuso que se aprestase a salir con toda celeridad, como lo verificó el 2 de agosto de 1643. Salió de Cartagena y llegó a Veracruz el 22 de dicho mes. En México se presentó al virrey, buscó amigos y dinero, comenzando la construcción de buques. Con Nuestra Señora del Pilar y San Lorenzo navegó los años 1648 y 1649, descubriendo y demarcando las costas e islas del golfo de California.
Reinando Carlos II se ofreció a conquistar la California el almirante D. Isidro Atondo y Antillón, mediante escritura de diciembre de 1678, que fué aprobada por Real Cédula de 29 de dicho mes de 1679. Salió la expedición del puerto de Chacala el 18 de marzo de 1683, llevando por cosmógrafo al Padre Francisco Eusebio Kunt o Kino, alemán, profesor de Ingolstad. Llegaron al puerto de la Paz y trataron de establecerse en el interior; pero los indios se aprestaron a la resistencia y tuvieron que dirigirse a Sinaloa. Volvieron otra vez y eligieron la bahía de San Bruno como punto de desembarco, y como tampoco pudieran sostenerse, se retiraron a últimos de 1685.
En vista del poco éxito de los conquistadores, los misioneros tomaron la determinación de incorporarla a España mediante la civilización y el sentimiento religioso. En obra tan humanitaria ayudaron al Padre Kunt los misioneros Salvatierra, Tamaral y otros. El P. Juan María Salvatierra fué conocido después con el dictado de Apóstol de la California. Los jesuítas predicaron el Evangelio y consiguieron que los perezosos californios se dedicasen a la agricultura y a levantar diques o presas a las inundaciones ocasionadas por los torrentes. Cuando con más celo que prudencia combatieron la poligamia, estallaron crueles rebeliones en las misiones del Sur (1734), hasta tal punto que soldados y algunos frailes fueron muertos, experimentando notable retroceso la obra de las misiones.
Si en el siglo xvi se consideró a California como península y en el xvii se creyó que era isla, en el año 1746 se probó que sólo estaba separada de la parte continental por el lecho de la corriente del río Colorado.
[24] Cuando más trabajaban los jesuítas en su obra civilizadora, les sorprendió la orden de expulsión de la colonia, dictada en 25 de junio de 1767 y hecha efectiva en 3 de febrero siguiente.
Encargados los franciscanos de las misiones, el P. Fray Junípero Serra fué el continuador de Salvatierra. Si al primero se debe la conquista de la Alta California, el segundo realizó la de la Baja. Monterrey, San Diego de Alcalá, San Antonio de Padua, San Gabriel y San Luis de Tolosa fueron las primeras misiones realizadas por los franciscanos en la Alta California. El 17 de septiembre de 1776 se inauguró la fortaleza o presidio de San Francisco, hoy capital del Estado. Los frailes tenían el gobierno espiritual y temporal de las misiones. «Sus armas eran un crucifijo colgado al cuello, el breviario bajo el brazo, una pintura de la Virgen y el Niño Dios por un lado y un condenado por el otro, y cuadrante y brújula para hacer observaciones»[15]. Los franciscanos, con patriotismo digno de alabanza, trabajaban por la extensión de los dominios españoles. Extendieron la cultura por todas partes. La ganadería y la agricultura adelantaron mucho. California bajo el poder español prosperó de modo extraordinario.
Sucediéronse después otras expediciones, ganando con ellas no poco la ciencia. Debemos también consignar que en la explotación del comercio fuimos más torpes que en obras de exploración y de atracción de indígenas.
Después que los Estados Unidos arrebataron Tejas (1845) y California y Nuevo México (1848) a la república mejicana, ha cambiado completamente la manera de ser de los citados países. Por lo que a California se refiere, los mejicanos, primeros emigrantes en el país, fueron en gran parte expulsados, quedando en el interior algunos no muy queridos de los hijos de Norte América. Los indígenas han sido perseguidos y tratados sin compasión, siendo entre ellos proverbio corriente que todas sus desgracias provienen del blanco, del whisky, de la viruela, de la pólvora y de las balas. No puede negarse, sin embargo, que los americanos han operado extraordinaria revolución en el país formando un Estado poderosísimo. Ellos han hecho de pueblos pobres y pequeños ciudades ricas y populosas. Las artes, la industria, todo adelanta y progresa en aquella tierra maravillosa. Vías de comunicación cruzan todo el país. Se multiplican cada día las bibliotecas, las escuelas, todos los centros de cultura[16].
Consideremos ya el descubrimiento de Virginia. La Gran Bretaña,[25] y en particular la reina Isabel, tenían puestos sus ojos en las expediciones a la América del Norte. Sir Humphrey Gilbert, natural del condado de Devon, hizo desde el 1576 al 1578 tres viajes. Autorizóle la citada Reina para descubrir y tomar posesión de todas las remotas tierras habitadas por bárbaros, confiriéndole poderes para apoderarse de dichos países. Habiendo muerto en el último viaje Gilbert, su hermano político, Sir Walter Raleigh, obtuvo de dicha Reina en el año 1581 la confirmación de los mismos privilegios concedidos a su pariente. Envió Raleigh (1584) una expedición compuesta de dos buques bien tripulados, a las órdenes de Armidas y Barlow, a las costas de la América del Norte. Volvieron los expedicionarios e hicieron exacta descripción de la hermosa tierra que acababan de descubrir. Raleigh dió al nuevo país el nombre de Virginia, perpetuando de este modo la fama de virgen de la reina Isabel, concediéndole ella a dicho Raleigh el título y dignidad de caballero. Otra expedición preparó el mismo Sir Walter en el año 1585, dando el cargo de comandante a Ricardo Grenville y el nombramiento de gobernador de la colonia a Ralph Lane. Volvióse Grenville, dejando en la colonia a Lane y a 108 individuos. Los indígenas deseaban por momentos librarse de tan molestos huéspedes. Cayeron en el abatimiento los colonos, a pesar de los auxilios que desde las Antillas les llevó el famoso pirata Drake. Cada vez más desalentados los colonos, éstos, con Lane a la cabeza, abandonaron al fin su establecimiento en junio de 1586. No habían transcurrido dos semanas, cuando se presentó Grenville con abundantes provisiones, llamándole la atención que sus compatriotas hubiesen abandonado la colonia. Habiendo dejado 50 hombres según Smith, o 15 según Bancroft, en la isla de Roanoke para guardar la nueva posesión, él se retiró de aquellas ingratas playas. El año siguiente, esto es, en 1587, volvió White con una flota cargada de provisiones; mas sólo encontró los huesos de aquellos infelices. Comenzó entonces guerra a muerte entre indígenas e ingleses. White cayó sobre los indios y mató a muchos, abandonando aquellas tierras, sin embargo de que los colonos, presintiendo su triste fin, le suplicaban que no les dejase allí. Cuando el año 1590 volvió White, únicamente encontró en la isla de Roanoke huellas de la colonia. Respecto a Raleigh, después de gastar en su empresa el capital que tenía, consistente en un millón de pesetas, fué acusado, quizá falsamente, de alta traición, muriendo en el cadalso. Era a la sazón rey Jacobo I, sucesor de Isabel.
Ya en el siglo xvii, después de las expediciones de Bartolomé Gosnold a la Nueva Inglaterra (1602), de la de Martín Pring hacia las costas de los actuales Estados de Maine y de Massachusetts (1603), y de la de Jorge Weymouth, que visitó las mismas costas (1605), expe[26]diciones que no dieron resultado alguno satisfactorio, volvió a pensarse en proyectos de conquistas y de colonización. Reuniéronse para propagar las ideas de conquistas y de colonización el citado Gosnold, Wingfield, Hunt, Smith, Georges, Sir John Popham y el propagador más activo de estos proyectos, Ricardo Hackluit. Jacobo I, conociendo la importancia del asunto, dictó el 10 de abril de 1606 una Ordenanza, por la cual dividía en dos partes la extensión de costas y tierras: la primera, comprendida entre los grados 34 y 38 de latitud Norte; y la segunda, entre los grados 41 y 45 de la misma latitud, quedando entre los dos territorios un tercero a disposición de una y otra Sociedad; de modo que entre ambos siempre había de permanecer una zona neutral de 100 millas inglesas (170 kilómetros). Una Sociedad o Compañía de Londres debía colonizar Virginia o el territorio comprendido entre los grados 34 y 38; otra Sociedad o Compañía llamada de Plymouth se encargó de colonizar Nueva Inglaterra o el territorio comprendido entre los grados 41 y 45. El Rey, para el gobierno de las colonias, nombró dos consejos: el uno, residente en Inglaterra; y el otro, en las mismas colonias. En los comienzos del 1607—al cabo de 110 años transcurridos desde que Cabot descubrió la costa de la América del Norte—llegó el capitán Newport con tres buques y 105 emigrantes; desembarcó en la bahía de Chesapeake y fundó la ciudad de Jamestown, en honor de Jacobo I. La nueva tierra pareció a los emigrantes un paraíso. A excepción de unos cuantos trabajadores y comerciantes, el resto de los colonos se componía de señores que en su vida habían trabajado y de vagos que sólo se ocupaban en promover pendencias aumentando el mal a la llegada del verano, a causa de las fiebres malignas producidas por el agua corrompida de los pantanos y por las recientes roturaciones. Apenas abandonó el país el capitán Newport, sobrevino el abatimiento más grande en los colonos, y antes de llegar el otoño fallecieron muchos por la influencia del clima, entre ellos Gosnold. En el mando de la colonia le sucedió Smith, hombre dotado de excelentes cualidades. Enérgico, castigó a los indios rebeldes, a los cuales se atrajo luego con prudencia para que le proporcionasen víveres. Hizo a la aproximación del invierno una excursión por la bahía de Chesapeake, subió por los ríos Chickahominy, Pamunkey y Rappahannock, siendo hecho prisionero por una tribu india y logrando, no sin grandes trabajos, su libertad. Cuéntase—y cuento es seguramente—que la joven Pocahontas, hija de un cacique llamado Powhatan, se interpuso entre su padre y Smith cuando el primero iba con su maza a partir el cráneo al segundo. Encontró a su vuelta en situación poco lisonjera la colonia de Jamestown, aumentando el mal con la llegada de[27] 120 individuos, gente que únicamente pensaba en el oro que podía encontrar en el país y no en el cultivo de las tierras. Smith emprendió un segundo viaje y recorrió los ríos de Potomac y Susquehana, encontrándose a su regreso con el nombramiento de presidente del Consejo colonial, nombramiento que le llevó Newport con 70 nuevos emigrantes. Decíale la Compañía de Londres que la colonia pagaría, por lo menos, los gastos de la última expedición; que enviase oro; que procurara encontrar el paso marítimo al Océano Pacífico; y, por último, que hiciera toda clase de sacrificios para hallar a los ingleses de la colonia de Raleigh, prisioneros tal vez de los indios. Contestó Smith que en lugar de los mil emigrantes que hasta entonces habían llegado, prefería treinta agricultores, carpinteros, albañiles, herreros, hortelanos y pescadores. Como presidente del Consejo colonial dispuso que todos habían de trabajar seis horas diarias, único modo de recibir víveres.
En el año 1609 obtuvo la Compañía de Londres importantes reformas en su constitución. El Rey cedió a la Compañía muchos derechos que hasta entonces él se había reservado, como el nombramiento por los socios del Consejo y la facultad de hacer leyes y reglamentos para las colonias. En virtud de la nueva organización fué nombrado gobernador general de Virginia lord Delaware. Mientras que Delaware se disponía a marchar a la colonia, se dirigió a ella el capitán Newport, llevando a bordo a Sir Tomás Gates y Sir Jorge Somers, que debían encargarse del gobierno hasta la llegada de Delaware. La Compañía adquirió gran desarrollo, pues entraron a formar parte muchos propietarios rurales y comerciantes, como también altos empleados, entre ellos el poderoso Cecil.
Embarcáronse unos 500 para Virginia, en tanto que Smith abandonaba la colonia y se dirigía a Inglaterra. Vióse entonces que Smith poseía cualidades relevantes como gobernador, por cuanto después de su marcha llegó la colonia a la decadencia más completa. Algo bueno hizo también Gates, conteniendo a los que deseaban incendiar las viviendas y volver a Inglaterra. Reinó otra vez la paz con la llegada de lord Delaware, que traía colonos y provisiones en abundancia; pero habiendo enfermado el gobernador hubo de regresar a Inglaterra, siendo entonces nombrado para sustituirle Sir Tomás Dale, quien se hizo cargo de la colonia en el año 1611. Dignas de alabanza fueron las primeras medidas tomadas por el nuevo gobernador; también contribuyó al bienestar la llegada de Gates con buen número de colonos y bastantes provisiones procedentes de Inglaterra. Bastará decir que en 1612 llegó a 700 el número de habitantes. Por entonces se dispuso ceder en propiedad cierta porción de tierra a cada colono, pues antes todos trabajaban para el[28] común o para la compañía colonizadora. También en el dicho año se acordó que muchas atribuciones y autoridad del Consejo colonial residente en Inglaterra, pasasen a una asamblea que sería nombrada por los colonos de Virginia. Del mismo modo se ordenó trasladar mujeres jóvenes, de conocida honradez, a la colonia, único medio del aumento rápido de población y medida segura para que los nuevos matrimonios no abandonaran fácilmente aquellas tierras. A la sazón la famosa Pocahontas, que había sido robada por el capitán inglés Argall, se casó con un colono llamado Rolfe[17]. Con las plantaciones de tabaco comenzó la prosperidad del país y se mejoraron las condiciones sociales y políticas. Tras el corto y tiránico gobierno del capitán Argall fué nombrado, en 1619, Jorge Yeardley, en cuyo tiempo se reunió la primera Asamblea colonial, la cual con sus innovaciones y reformas hizo de Virginia un pueblo libre e independiente. La Compañía de Londres hubo de sancionar todo lo hecho por la Asamblea parlamentaria de Virginia.
Nombrado Edvin Sandys tesorero de la Compañía de Londres, recibió la colonia extraordinario impulso, merced a los muchos emigrantes. A Sandys sucedió, no obstante la oposición del Rey, el conde de Southampton, el amigo de Shakspeare, y con su poderoso auxilio se dió a la colonia una carta constitucional bastante parecida a la inglesa. «Según esta constitución, la Asamblea general de Virginia debía componerse de los miembros vitalicios del Consejo de la colonia, nombrados por la Compañía de Londres, y de dos representantes de cada grupo de colonos o de cada lugar, y las órdenes de la Compañía sólo adquirían fuerza de ley después de ratificadas por la Asamblea general de Virginia, sobre cuyas resoluciones tenía, sin embargo, el gobernador el derecho de veto»[18].
Al paso que tales concesiones contribuían al progreso de la colonia, es de lamentar que Jacobo I mandase deportar (1619) a Virginia unos 100 penados, que allí hubieron de casarse y formar familias. Todavía es más censurable el siguiente hecho: en el año 1620 varios comerciantes holandeses comenzaron a importar negros de Africa que los colonos compraban para el cultivo de los campos. Este fué el origen de la esclavitud en el Norte de América[19].
[29] Si no prosperó el cultivo de la morera para la cría del gusano de seda, ni la vid, en cambio desde que se introdujo el cultivo del algodón (1621) fué adquiriendo cada año mayor incremento.
El sistema de gran cultivo y de grandes haciendas se extendió a las dos Carolinas, a la Georgia y, por último, a todos los Estados del Sur.
Cuando se hallaban más enconadas las luchas religiosas en Inglaterra y cuando era cada vez mayor el odio entre unas y otras sectas, los puritanos solicitaron de la compañía de Londres concesión de terrenos en Virginia, con el objeto de trasladarse allí y practicar tranquilamente su religión[20]. No se opuso a ello Jacobo I y en 1620 se embarcaron para Virginia más de cien puritanos.
Conviene no olvidar que algunos años antes (1607), el capitán Newport había desembarcado en Virginia, a orillas del río James, los primeros colonos ingleses. Reeligido (1623) el conde de Southampton tesorero de la compañía de Londres, Jacobo I, disgustado por la conducta política y por las escisiones interiores de la sociedad, como también por el citado nombramiento, dispuso—no sin largo y ruidoso proceso—encargarse del gobierno de la colonia (1624). Durante el gobierno de Carlos I (1625-1649), Virginia dependió directamente de la Corona, siendo de notar que al Rey sólo le preocupaba la explotación del monopolio del tabaco. Guardóse la mayor tolerancia con los puritanos; pero en el año 1643 se prohibió todo culto público y todo establecimiento de enseñanza no dirigido por la Iglesia anglicana ortodoxa. El número de los habitantes de la colonia llegó a veinte mil en 1648. El gobierno republicano (1649-1660) no hizo innovación alguna en la colonia, si bien se estipuló que los habitantes de Virginia gozarían de las mismas libertades que los ingleses en la madre patria. Reinando Carlos II (1660-1685) se creó (1662) un consejo de 32 miembros para la dirección de las colonias. Este consejo, que levantó vivas protestas en Nueva Inglaterra, fué respetado y querido por los colonos de Virginia. Aumentaba rápidamente la población, hasta el punto que en 1665—según el gobernador Berkeley—llegó a cuarenta mil habitantes. Algunos perjuicios sufrió por entonces Virginia: bajó el precio del tabaco, porque al cultivo de dicha planta se dedicaron también y le hicieron competencia los[30] colonos de la Carolina y de Maryland. Además, los holandeses, en guerra con Inglaterra, cayeron varias veces sobre la colonia y echaron a pique algunos buques mercantes, y un huracán devastó el país y destruyó numerosos edificios. Lo peor de todo fué la conducta del gobernador Berkeley, hombre codicioso e injusto. Si aparentemente tenía buenas relaciones con los indios (a quienes, por medio de sus amigos, compraba gran cantidad de pieles, en particular de castor), era, sin embargo, poco querido. Estalló, al fin, la guerra entre indígenas y colonos, cometiendo unos y otros las más horribles crueldades. Igualmente, la guerra civil trajo días de luto a la colonia. Un tal Bacon se puso en frente de Berkeley. La fortuna favoreció a los revoltosos, teniendo que huir Berkeley y siendo incendiada la población de Jamestown. Muerto por entonces Bacon, se disolvió su partido y pudo volver Berkeley a encargarse del gobierno. ¿Cuál fué la causa de esta guerra civil? Que Carlos II, para recompensar los servicios de los lores Arlington y Culpepper, les dió Virginia por treinta y un años, oponiéndose a ello, como era natural, los colonos. Al fin reinó la paz, mediante el pago de una suma anual, que se aumentó con un impuesto especial sobre el tabaco.
Berkeley, en su segunda época de mando, trató con mano de hierro a los vencidos, hasta el punto que Carlos II—según cuentan—hubo de decir: «Este viejo loco ha quitado más vidas en aquel país despoblado que yo en Inglaterra por la muerte de mi padre». Reunida la asamblea de la colonia rogó al tirano que no derramara más sangre. Por su parte el gobierno de la metrópoli envió tres comisarios con quinientos individuos de tropa para restablecer la tranquilidad y hacer una información acerca de los sucesos. Tuvo Berkeley que marchar a Inglaterra con objeto de dar cuenta de su conducta. Murió al poco tiempo, sucediéndole sucesivamente Chicheley, Culpepper, Howard y Nicholson. «Las facultades del gobernador—dice Bancroft—eran extraordinarias, pues resumía a la vez los cargos de teniente general y almirante, tesorero, canciller, presidente de todos los tribunales del Consejo y hasta obispo, de modo que, la fuerza armada, las rentas, la interpretación de la ley y la administración de justicia, todo estaba sometido a su autoridad»[21]. Aunque las disposiciones de la madre patria, del Consejo y de la Asamblea general limitaban en cierto sentido los citados poderes, no debe olvidarse que las órdenes procedentes de Inglaterra eran secretas, y por lo que respecta a la Asamblea sus individuos se hallaban en una posición subalterna o inferior a la del gobernador.
Las colonias de la América del Norte, durante el reinado de Car[31]los II, gozaron de algunas mercedes. Bien es verdad que el Rey debía mostrarse agradecido a las colonias, las cuales recibieron voluntariamente la monarquía restaurada, con la sola excepción de la de Massachusetts, que tardó un año en reconocer los hechos consumados. Uniéronse en una sola colonia los de Hartford y de Newhaven, recibiendo, como algunas otras, real patente, en la cual se otorgaban completas libertades, que hicieron de ella una especie de república independiente. En cambio, es censurable la exagerada liberalidad de Carlos II, que hubo de regalar territorios a sus favoritos. En virtud de esta liberalidad, Virginia fué cedida por treinta y un años; Nueva York la dió a su hermano el duque de York; Pensilvania a Penn; parte de Maine y de New-Hampshire, al duque de Monmouth; Nueva Escocia, a Tomás Temple, y el monopolio del comercio de los territorios aledaños de la bahía de Hudson al príncipe Ruperto.
Poco a poco iba aumentando el número de habitantes en las colonias; el año 1875 contaba la de Plymouth 7.000; la de Connecticut, 14.000; la de Massachusetts, 22.000; las de Maine, New-Hampshire y Rhode-Island, 4.000 cada una. Los productos de las colonias eran, especialmente, agrícolas; también pieles, pescado y maderas de construcción.
Inmediatamente que subió al trono Jacobo II (1685-1688), decretó la agregación de Nueva Jersey a la de Nueva York. El Rey nombró gobernador general de todas las colonias del Norte a Andros, quien habiendo llegado a Boston el 1686, lo primero que hizo fué establecer el culto de la iglesia anglicana, sin hacer caso de las protestas de los puritanos. Cuando se disponía a empresas mayores, la revolución en la metrópoli arrojó del trono a Jacobo II, sucediéndole María (1689-1695) y Guillermo III (1689-1702). Más que María y Guillermo, el verdadero soberano de Inglaterra fué el Parlamento. Lo mismo sucedió durante el reinado de Ana (1702-1714).
La misma conducta que Inglaterra y Francia siguieron los holandeses y suecos. El inglés Enrique Hudson, al servicio de Holanda, intentó descubrir un paso para la India por el Norte de América. Auxiliado por el comercio holandés, pudo hacerse a la vela en abril de 1609 con el buque Media Luna. Tuvo que dirigirse al Oeste porque grandes masas de hielo le impidieron continuar hacia el Norte y llegó a la embocadura del Penobscot, en el estado actual de Maine, pasó al Cabo Cod, siguió su marcha hacia el Sur, y al tocar en la costa de Virginia volvió al Norte y entró en la bahía de Nueva York, subiendo por el río que lleva su nombre y reconociendo la citada bahía. Dice el Dr. Hopp que «de todas partes acudieron los indios, que jamás habían visto nave al[32]guna europea, y creían ver gigantesca ave de blancas alas»[22]. De regreso a Holanda no logró apoyo de los comerciantes y marchó con pocos recursos a continuar las exploraciones, muriendo en la helada bahía ya dicha y que también lleva su nombre. De 1610 a 1614, organizaron los holandeses diferentes expediciones a aquella región, y con el objeto de comerciar con los indígenas construyeron viviendas en la playa de la isla de Manhattan y últimamente un fuerte (1614). El marino Adrián Block (cuyo nombre lleva pequeña isla en el puerto de Nueva York), exploró las costas de Long-Island, situadas delante de Nueva York. Block descubrió el río Connecticut, construyó (1615) el fuerte que llamó de Orange, donde hoy se halla la ciudad de Albany, y dícese que, perdido su buque, construyó otro, el primero que se hizo en aquellas playas.
Cuando con tanta fortuna comenzó a funcionar el Banco de Amsterdam (1609); cuando fué decapitado Barneveldt (1619) y encerrado en dura prisión Grocio, la Compañía holandesa de la India Occidental (casi tan poderosa como la de la India Oriental) autorizada en 1621, recibió el permiso de establecer fuertes y factorías en América. Así comenzó la ciudad de Nueva Amsterdam[23], cuya primera iglesia se construyó el 1623. Tres años después el tercer gobernador o director general de la colonia, Pedro Minnewit (o Minuit) compró a los indios la isla de Manhattan, donde se halla la ciudad de Nueva York. Minnewit fomentó la agricultura y el comercio, siendo de advertir que en 1628 contaba 270 habitantes la colonia y exportó pieles por valor de 124.500 pesetas, y tres años después llegó la exportación a 277.400, construyéndose en la misma fecha en el arsenal de la colonia un buque de 800 toneladas.
En la Nueva Neerlandia—como los holandeses llamaban al país—, no progresó la agricultura como debiera, por la razón siguiente. La Compañía de la India Occidental daba extenso territorio al que fundaba una colonia de cincuenta habitantes, y como sólo hombres muy ricos podían establecer tales colonias, casi todo el país comprendido entre las actuales poblaciones de Nueva York y Albany, como también no pequeña parte del Estado llamado hoy de Nueva Jersey, pasó a manos de familias poderosas, pudiendo citarse entre otras las de Van Rensselaer, Pauw, Godyn y Bloemart. No huelga decir que el acaudalado propietario e historiador De Vries, extendió el dominio holandés por el territorio que forma al presente el estado de Delaware. Destituído del Gobierno de la colonia Pedro Minnewit, por la Compañía de las Indias[33] Occidentales, marchó a Suecia, donde el holandés Usselinx había hecho propaganda en favor de una empresa colonizadora.
Constituida la Compañía sueca del Sur (1626), cuando murió Gustavo Adolfo (1632), el canciller Oxenstiern se dedicó a la formación de la citada empresa. «La nueva colonia—decía el folleto Argonáutica Gustaviana, publicado en 1633 por Usselinx—estaba destinada a ser refugio para los perseguidos, lugar seguro para el honor de las mujeres e hijas de los expulsados de su país a causa de las guerras y del fanatismo religioso, y tierra bendita donde debían vivir tranquilos los hijos del pueblo y todos los heterodoxos.» La esclavitud debía quedar proscripta de la colonia, «porque el trabajo del hombre libre vale más que el del esclavo; además, que el esclavo no es consumidor, porque no conoce ni puede satisfacer las necesidades del hombre libre». En 1636, Oxenstier aceptó las proposiciones que le hizo Minnewit—pues Usselinx se había retirado de los asuntos—marchando entonces el ilustre marino con cincuenta emigrantes. Compró terreno a los indios, construyó una fortaleza y estableció su colonia donde actualmente se levanta la ciudad de Wilmington, en la confluencia del río Cristiana con el Delaware. Protestó contra dicha ocupación Kieft, gobernador holandés de Nueva Amsterdam. Minnewit, lejos de hacer caso de la protesta, reemplazó los postes holandeses que señalaban los límites de su territorio, con otros que tenían escrito en una tabla: Cristina, Reina de Suecia. Inmensa fué la alegría en Suecia cuando, procedente de la colonia, llegó un cargamento de pieles. La Nueva Suecia, que se extendía desde la embocadura del Delaware hasta los saltos de Trentón, se desarrolló mucho, comenzando a decaer, ya por la muerte de Minnewit (1641), ya porque había pasado el apogeo político del reino de Suecia. Tanto decayó, que catorce años después la colonia sueca fué absorbida por Pedro Stuyvesant, gobernador holandés de Nueva Amsterdam[24].
Durante el gobierno de Stuyvesant, los colonos de la Nueva Inglaterra se apoderaron de la cuenca del Connecticut y de una parte de la isla de Long-Island. En la colonia holandesa de Nueva Amsterdam faltaba poderosa clase media que defendiera el territorio contra los invasores ingleses. Los grandes propietarios contribuyeron a la ruina de dicha colonia. Desde el año 1650 al 1660, llegaron varias expediciones de inmigrantes (hugonotes franceses, judíos, ingleses, etc.), las cuales iban borrando poco a poco el carácter nacional holandés. En 1660 fué aumentando la inmigración inglesa, llegando el caso de que las autoridades tuvieron que publicar los edictos y demás disposiciones en inglés y[34] holandés. Que el sistema colonial inglés era superior al holandés, se manifestaba considerando que en Boston y en todas las poblaciones de la Nueva Inglaterra apenas había mendigos y vagabundos, mientras estaban infestadas de unos y de otros Nueva Amsterdam y las aldeas inmediatas. También se debe tener en cuenta que el comercio de esclavos tenía mucho más incremento en Nueva Amsterdam que en otras partes. La decadencia de la colonia holandesa era cada día más grande. Nueva Amsterdam debía caer en manos de los ingleses. Ni el gobernador Stuyvesant, ni los habitantes de la ciudad, se hallaban dispuestos a derramar una gota de sangre por la Compañía holandesa de las Indias Occidentales. Cuando Inglaterra ocupó la ciudad, se cruzaron de brazos, lo mismo los holandeses de pura raza que los suecos y holandeses de Delaware y Nueva Jersey. Nueva Amsterdam se llamó Nueva York, el fuerte Orange recibió el nombre de Albany y la bandera inglesa ondeó en toda la costa, desde el Maine hasta Georgia. Desde 1664 hasta 1667, desempeñó el cargo de gobernador de la antigua colonia holandesa, Ricardo Nicolls, protegido del duque de York; desde 1667 hasta 1673, Francisco Lovelace. Si durante la guerra anglo-holandesa volvió a caer la capital de la colonia en poder de Holanda, sólo fué por quince meses; al cabo de ellos desapareció para siempre de la América del Norte el dominio holandés.
La Compañía de Plymouth, organizada al mismo tiempo que la de Londres, no se dió prisa en sus proyectos de colonización. Después del establecimiento, en el año 1607, de una pequeña colonia en Sagahadoc (Kénébec), habiendo muerto Jorge Pophan, jefe de ella, volvieron á Europa los colonos, sin cuidarse ya la citada compañía de que se hallaba una tierra llamada Nueva Inglaterra. Luego, numeroso grupo de emigrantes puritanos desembarcaron (16 diciembre 1620) en ese sitio, donde fundaron Nueva Plymouth, como recuerdo de la hermosa ciudad inglesa del mismo nombre. Nombraron gobernador, por un año, a Juan Carver, y también, para si de ello había necesidad, un lugarteniente. La epidemia hizo terribles estragos en la colonia, falleciendo más de la mitad, incluso el mismo Carver, encargándose entonces del gobierno Guillermo Bradford y de la defensa militar Miles Standish. Poco después llegaron 35 colonos conducidos por Cushman. Durante el invierno de 1621 a 1622 se dejó sentir el hambre de un modo considerable, pudiendo salvarse los colonos merced al auxilio de algunos indios pescadores de a orillas del Maine, los cuales les proporcionaron maíz, pescados y mariscos.
En el citado año arribaron otros colonos de la metrópoli, que, expulsados luego, se retiraron a orillas del golfo de Massachusetts, for[35]mando una nueva colonia. La miseria les obligó después a dispersarse.
Dos colonias, llamadas Mariana y Laconia, fundadas la una por Gorges y la otra por Mason, arrastraron vida lánguida y quedaron reducidas a pesquerías.
La Nueva Escocia, concedida al poeta cortesano Alexander (conde luego de Stirling) fué dividida en 150 partes con título de otras tantas baronías. Vendiéronse los títulos; pero los indios conservaron siempre el territorio. Entretanto los pobres, honrados y rígidos puritanos de la Nueva Inglaterra, vivían contentos con su suerte. Fué para ellos una contrariedad la presencia de un eclesiástico predicador de la Iglesia anglicana, que llegó el año 1624, y a quien expulsaron, como también a dos partidarios suyos. En Nueva Plymouth, mientras los colonos trabajaron por el común, no cesó la escasez, comenzando la prosperidad cuando se dió una parte de terreno a cada individuo. Si a los cuatro años de su fundación tenía 184 habitantes, ya en 1630 no bajaban de 300.
En el mismo año fué reconocida como colonia, por el rey Carlos I, la de Salem, en la bahía de Massachusetts. Intransigente en asuntos religiosos, arrojó de su seno a los que se separaban poco o mucho de las doctrinas luteranas. La colonia de Salem entró pronto en relaciones con la de Nueva Plymouth y con los holandeses establecidos en las orillas del Hudson. Las noticias que se recibieron en Inglaterra fueron tan buenas, que nuevos emigrantes salieron de la metrópoli para la colonia. Reformas políticas y administrativas contribuyeron al engrandecimiento de la colonia de Salem, y el lazo que a todos los colonos unía era la religión, y no la libertad, como en la de Maryland. Los colonizadores de la Nueva Inglaterra habían abandonado a su patria llevando en el corazón odio eterno, lo mismo a la Iglesia anglicana que a la religión católica, como escribió el reverendo Jorge E. Ellis, predicador puritano. «Jamás—dijo—entró en la mente de nuestros mayores el hacer de su territorio, comprado con su dinero y garantido legalmente por patente real, un asilo para toda clase de religiones, sino que lo destinaron a ser una mansión de paz, de reposo y de costumbres puras para los que tienen los mismos sentimientos, la misma creencia y los mismos intereses.»
Roger Williams fundó en 1635 una colonia que abarcaba el territorio que a la sazón constituye el Estado de Rhode-Island. Williams, predicador puritano, fué proscripto de Salem porque se atrevió a decir que el gobierno no tenía derecho a exigir que los ciudadanos asistiesen al culto en la iglesia.
Es también de notar que en el mencionado año se fundó la colonia de Concord, en el actual Estado de New-Hampshire, y la de Conneticut en un lugar de la cuenca feraz del río del mismo nombre.
No pasaremos adelante sin referir que Mistress Ana Hutchinson, mujer de uno de los individuos más respetables de la colonia, muy estimada por Enrique Vane, gobernador de Nueva Inglaterra, y respetada por numerosos colonos, fué perseguida por sus ideas religiosas, pues se atrevió «á censurar á algunos de los ministros del culto como heterodoxos, y hasta añadió ideas y opiniones propias, fundadas todas ellas en el sistema denominado antinomiano por los teólogos, é impregnadas del más profundo entusiasmo religioso»[25]. Tan acaloradas y violentas fueron las discusiones religiosas, que llegaron a amenazar la existencia de la colonia. Condenadas las opiniones de la innovadora, se le impuso la pena de destierro, viéndose obligada a retirarse a Aquiday, en la isla de Rhodes, donde sufrió toda clase de privaciones y trabajos, habiendo provocado el gobernador Kieft, con sus crueldades, la terrible venganza de los indios, venganza que llegó al extremo de incendiar y matar a todos los blancos que encontraban. La casa de Mistress Hutchinson fué incendiada, pereciendo ella con toda su familia, o entre las llamas, o degollada por los salvajes.
En tanto que el rey Carlos I perseguía con encarnizamiento a los presbiterianos y puritanos que emigraban a millares de su país, llegó también en su fanatismo anglicano a querer imponer su voluntad a las colonias americanas; pero los colonos se aprestaron a la lucha y las cosas quedaron en el mismo estado. Por su parte, los puritanos de la Nueva Inglaterra, cada vez más intolerantes, persiguieron con crueldad a los cuákeros (que no querían ni iglesias ni clérigos); luego dejaron de perseguirles, restableciéndose la paz.
Como los fanáticos anglicanos, y a la cabeza de ellos el arzobispo Laud, no cesaran de excitar a Carlos I contra la colonia de Massachusetts, presintiendo los colonos todos de la Nueva Inglaterra que pudiera llegar un día en que tuvieran que defenderse de las tiranías de la metrópoli, proyectaron formar una unión (1637), y cuyo proyecto se realizó el 1643, en cuyo año las colonias de Massachusetts, Plymouth, etcétera, formaron, con el nombre de Colonias unidas de la Nueva Inglaterra, «una liga sólida y perpetua, ofensiva y defensiva, de mutuo consejo y apoyo en todas las causas justas, lo mismo para la conservación y propagación de la verdad y de los derechos basados en el Evangelio, que para su prosperidad y seguridad.» Tan arraigada se hallaba la convicción de unirse, que en el año siguiente (1644) se proyectó[37] general federación de todas las colonias inglesas de América. Hace notar muy acertadamente el historiador Bancroft, que la poderosa colonia de Massachusetts fué la primera que quiso realizar la primera liga, y la que después se manifestó más impaciente por sacudir el yugo británico.
Comenzaron a prosperar las colonias, llegando en poco tiempo a un verdadero estado de esplendor. Exportaban trigo a las Antillas; pieles, maderas y pescado seco a Europa. Los habitantes de Nueva Inglaterra ordenaron (1647) que cada pueblo de cincuenta vecinos se hallaba obligado a tener un maestro de instrucción primaria, «a fin—dijeron—de que la instrucción de nuestros mayores no quede sepultada con sus restos mortales», añadiendo en la parte expositiva de ley que «la ignorancia es equivalente a la barbarie, y todo niño debe saber leer y escribir el idioma de sus padres.» Todo grupo de cien vecinos tenía también la obligación de mantener una escuela. Antes se había proyectado la fundación de una Universidad (1636), y dos años después, al morir Juan Harvard, rico colono, dejó su biblioteca y la mitad de su propiedad inmueble a la Universidad. Lo mismo la instrucción elemental que la superior recibieron frecuentemente cariñosas muestras de parte de los ciudadanos. La imprenta comenzó en el año 1639. Si pueriles son algunas ideas de los puritanos y si censurables son algunos hechos, no puede negarse la sencillez de costumbres y la bondad de aquella raza que se estableció en el Norte de América.
Guillermo Clayborne obtuvo de Carlos I, en 1631, una patente para comerciar con los habitantes del golfo de Chesapeake, los cuales daban las pieles de animales a cambio de productos de la metrópoli. Poco después cedió el Rey a título de propiedad perpetua todo lo que actualmente es el Estado de Maryland, a Jorge Calvert (lord Baltimore). El territorio citado se llamaría Maryland (tierra de María), en honor de la mujer de Carlos I. Cuando Baltimore se disponía a pasar a sus nuevos dominios, le sorprendió la muerte (1632), sucediéndole su hijo Cecilio, que en 1633 marchó con 200 emigrantes. Fundó una colonia a orillas del río Saint-Mary, no sin tener oposición de Virginia, que reclamaba como suyo el territorio de Maryland. Prosperó rápidamente la nueva colonia, sin embargo de la guerra que tuvo que sostener con Clayborne y también de las disensiones entre los colonos y el propietario, siendo todavía más de extrañar, considerando su origen aristocrático-feudal, el engrandecimiento de Maryland, pues ya en 1660 contaba con 12.000 habitantes. El año 1663, por patente de Carlos II, se concedió el país que se extendía entre la Virginia de entonces y el río de San Mateo, en la Florida, a los personajes siguientes: el historiador y[38] ministro gran canciller conde de Clarendon, Monk, duque de Albermale, lord Craven, lord Ashley Cooper (después conde de Shaftesburg), Juan Colleton, los dos Berkeley y Jorge Carteret. Es de advertir que ya en 1629 Carlos I había cedido el mismo territorio a Roberto Heath, si bien no se estableció en él ninguna colonia permanente. También advertiremos que cuando en 1663 la cedió Carlos II, había colonos en la Carolina procedentes de la vecina Virginia, de la Nueva Inglaterra y hasta de las Antillas inglesas, en particular de las Barbadas. Los que procedían de Virginia se fundieron posteriormente con los de Nueva Inglaterra y fundaron la colonia de la Carolina del Norte; los de las Barbadas, con los procedentes directamente de Inglaterra, la de la Carolina del Sur. En el citado año, Berkeley, uno de los concesionarios que allí funcionaba como gobernador, obtuvo autorización para nombrar dos subgobernadores: uno para las colonias del Nordeste, y otro para las del Sudeste, separadas por pantanos intransitables. El primer gobernador especial de la Carolina del Norte fué Guillermo Drummond, a quien sucedió Stephens.
Para la colonia escribió (1670) el insigne filósofo Juan Locke una constitución feudal tan absurda e impracticable que, aun modificada varias veces, nunca pudo ponerse en práctica. Sólo por el nombre del autor daremos a conocer algunas de sus disposiciones: «El gobierno debía estar en manos de la aristocracia territorial, a cuya cabeza figuraban los ocho concesionarios primeros, de los cuales el de más edad tendría el título de palatino, que a su muerte pasaría al que le siguiera en edad. A este título iban afectas ciertas prerrogativas. Se mandaba dividir todo el territorio en condados, subdivididos cada uno en ocho señoríos, ocho baronías y veinticuatro colonias o municipios en una extensión de 12.000 acres (4.856 hectáreas). Los señoríos pertenecerían a los propietarios, las baronías a la nobleza y las colonias o municipios al común de colonos. Debían nombrarse de entre la nobleza cuatro condes, uno por cada condado; de entre los barones, dos por cada condado, y de entre los caciques otros dos. Al palatino correspondía nombrar cuatro condes y ocho caciques, siendo los demás nombrados por los otros siete concesionarios primitivos. Los títulos y los territorios eran declarados hereditarios e inenagenables. El poder judicial y el ejecutivo pertenecían a los propietarios, que con los altos funcionarios formaban el gran Consejo o Senado; todos los propietarios, nobles y comunes o sus representantes, formaban la Cámara de los Comunes, en la cual para tener voto bastaba ser propietario de cincuenta acres. Tocante a la parte religiosa se inclinaba esta constitución al sistema que se ha dado en llamar de intolerancia modificada». Todas las religiones estaban[39] permitidas, con tal que tuviesen culto público y reconociesen la existencia de Dios y la santidad del juramento. Para que una comunidad religiosa fuera autorizada y protegida por la ley, debía contar de siete miembros por lo menos, y en ninguna reunión religiosa debía permitirse hablar contra el gobierno ni sobre su política. La esclavitud estaba permitida desde un principio y lo mismo la servidumbre. Los amos eran dueños absolutos de sus esclavos, y los siervos no podían abandonar la gleba sin permiso de su amo, y sus descendientes continuaban en la misma servidumbre hasta la última generación»[26].
Subleváronse los colonos en 1678 contra las autoridades, sublevación que hubo de coincidir con la de Virginia, capitaneada por Bacon. Sofocada la revolución, volvió diez años después a levantar la cabeza. Antes de pasar adelante recordaremos que el nombre de Carolina del Norte apareció por vez primera en un escrito correspondiente al año de 1691. Lento y difícil fué el desarrollo de la colonia, pues el suelo era arenoso, los habitantes indolentes y refractarios a todo gobierno. Casi toda la riqueza se reducía a caballos y cerdos, que en manadas corrían semi salvajes por las llanuras. Edenton, capital de la colonia, prosperó poco. Mr. Bancroft dice de la colonia Carolina del Norte, que «era el santuario de los fugitivos y desertores, donde cada uno hacía lo que quería, sin adorar a Dios ni al César.» Continuó la anarquía algún tiempo; pero desde que en 1729 cesó el gobierno nominal de los concesionarios del territorio, el cual pasó a ser propiedad de la Corona, adelantó bastante la colonia, como se prueba considerando que en 1755 contaba con más de 50.000 habitantes. Del mismo modo la industria adquirió no escasa importancia.
Pronto llegó a una situación próspera la colonia fundada en el Cabo Fear, siendo de advertir—según la estadística de aquellos tiempos—que en el año de 1665 ya contaba con 800 habitantes. Procedente de las Barbadas, el primer gobernador, Juan Yeamans, introdujo en ella los usos y costumbres de aquellas islas. Los concesionarios de las Carolinas mandaron a su secretario, Sandford (1666) a fundar otras colonias en Carolina del Sur. Sandford encontró en mal estado la del Cabo Fear, la cual había decaído rápidamente, y propuso, a orillas del río Charles, la fundación de otra que recibió el nombre de Charlestown (1670). Posteriormente llegaron nuevos inmigrantes a Charlestown, ya procedentes de las islas Lucayas, ya de Nueva York, y también directamente de Inglaterra.
A causa de que tres galeras españolas procedentes de tierra americana y cuya capital era San Agustín, cayeron sobre Edisto, colonia es[40]cocesa, saqueándola y destruyéndola (1680), los demás colonos del país se dispusieron a tomar el desquite. Tuvieron que desistir porque así lo mandaron los ocho señores propietarios, y también para no exponerse a mayores males.
No faltaba motivo a los españoles para estar disgustados con la colonia de Charlestown, madriguera de piratas y refugio de contrabandistas. Llegó el caso que hasta el mismo gobierno inglés propuso, en 1695, la agregación de la Carolina del Norte a la de Virginia, y la de la Carolina del Sur al gobierno de las islas Lucayas, «como único medio de acabar con las plagas de la piratería y del contrabando.» Turbóse el orden tiempo adelante por cuestiones religiosas en la Carolina del Sur. Luego se rompieron las hostilidades entre carolinos y españoles, llegando el gobernador inglés Moore a dirigir una expedición contra la ciudad de San Agustín, a la cual saqueó, retirándose después. Continuó la guerra, y Moore, siendo ya gobernador Johnson, realizó otra expedición (1702). Aunque en el año 1706, los españoles, deseosos de tomar venganza, armaron una escuadra que, en unión de la francesa, atacó a Charlestown, los habitantes de la ciudad se defendieron bizarramente y llevaron la mejor parte. La intolerancia religiosa fué motivo de serios disgustos y de grandes contrariedades en la colonia, pues el partido anglicano ortodoxo se declaró enemigo mortal de todas las sectas disidentes, teniendo que imponer su veto el gobierno de la metrópoli. Comenzó a florecer la colonia con el cultivo del arroz, que en 1691 prosperó y tomó gran incremento, siendo de sentir que al mismo tiempo aumentara de tal modo la esclavitud, que en el año 1708, de 10.000 habitantes sólo 1.360 eran libres.
En los primeros años del siglo xviii estalló terrible insurrección de los indios contra los blancos en la Carolina del Sur. Apenas salía la Carolina del Norte de las devastaciones de los indígenas, comenzaba la misma calamidad en la del Sur. El día 15 de abril de 1715 se rompieron las hostilidades, y los indios llevaron por todas partes la desolación y la muerte. Los escritores de aquellos tiempos hacen subir las fuerzas insurrectas a seis o siete mil hombres. La Carolina del Norte, Virginia y Nueva York, prestaron los auxilios que pudieron buenamente. Esta guerra, que vino a durar un año, costó la vida a algunos centenares de habitantes, calculándose en 100.000 libras los daños y perjuicios ocasionados, sin contar una deuda que venía a importar la misma cantidad. Ensoberbeció a los blancos o propietarios el triunfo sobre los indios y colonos, y los abusos de aquéllos obligaron al pueblo a tomar sus medidas contra la conducta y opresión de los dueños de las tierras. También por entonces la fortuna había vuelto la espalda a los piratas,[41] quienes huyeron de aquellas costas. Como es natural, habiendo aumentado la deuda pública por estas guerras, tuvo la colonia que emitir papel moneda por valor de unos dos millones de pesetas, lo cual originó una crisis monetaria. En la necesidad de arbitrar recursos, la asamblea legislativa de Charlestown (Carolina del Sur) tomó las siguientes medidas: votar un impuesto de entrada sobre los negros que el comercio introducía en la colonia, y otro impuesto sobre la importación de las mercancías inglesas. A esta última ley opusieron su veto los dueños de la Carolina, cuya conducta y otros actos dieron por resultado, en 1719, general descontento, llegando a decir los colonos que «los señores sólo querían tener derechos y no deberes, y que en los momentos de peligro no enviaban remedios ni auxilios.» Tantos fueron los odios de los colonos a los dueños del territorio, que poco después se encargó la Corona de la Carolina y nombró un gobernador. Ya no quedó otro recurso a los concesionarios que ceder sus derechos en favor de la Corona de Inglaterra mediante una indemnización de 437.500 pesetas. Depuesto el gobernador Johnson y elegido el coronel James Moore para que gobernase la colonia en nombre del Rey, se envió un agente a Inglaterra que abogase en favor de los colonos, dando esto origen a que se entablase un proceso legal para invalidar la Carta de la Carolina. Durante la instrucción del proceso, se encargó la Corona del gobierno de la Carolina del Sur. En calidad de gobernador real interino marchó a Carolina del Sur, Sir Francisco Nicholson, quien deseando ganar la voluntad del pueblo, eligió presidente del Consejo a Middleton, y presidente del Tribunal a Mr. Allen, los cuales se habían distinguido en el último movimiento contra los propietarios. Sancionó (1722) para salir de apuros económicos, una emisión de papel moneda, que ocasionó durante algunos años gran confusión en el país.
Aunque en la Carolina del Norte los colonos no se habían rebelado contra los propietarios, pasado algún tiempo los últimos vendieron sus derechos a la Corona por unas 22.000 libras. Burrington fué repuesto en el gobierno de la Carolina del Norte, sucediéndole, en 1737, Guillermo Bull, presidente del Consejo. En la Carolina del Sur quedó Roberto Johnson encargado del gobierno. Poco a poco comenzaron ambas Carolinas a llamar la atención de los Estados europeos, acudiendo a ellas muchos emigrantes alentados por el bienestar que se gozaba. El mayor contingente salió de Irlanda. La colonia irlandesa se estableció en las riberas del Santee y constituyó una población que se llamó Williamburgh. Aumentó el poder de las Carolinas, llegando a acometer algunas empresas contra los españoles. Aumentó también la riqueza del país, dándose el caso de que muchos habitantes mandaban sus hijos a Inglaterra para que se educasen e instruyesen.
[42] Guillermo Penn, en el año 1681, adquirió, con otros once cuákeros, la parte oriental de Nueva Jersey, donde se hallaban establecidos puritanos[27]. Además, en el mismo año el gobierno de Carlos III le concedió, mediante el precio de 16.000 libras esterlinas (400.000 pesetas), adelantadas por el padre de Penn al gobierno, una extensión de territorio a orillas del río Delaware. Influyeron a resultado tan favorable los personajes North, Halifax, Sunderland y otros amigos del padre de Penn. Dícese que el mismo Carlos II, al saber que el nuevo propietario quería dar al país que acababa de comprar el nombre de Silvania, tuvo empeño en llamarlo Penn-Silvania (Pensilvania). Pasó Penn a América en 1682 a tomar posesión de su territorio, y en 1683 fundó la ciudad de Filadelfia (amor fraternal), que a los dos años contaba 600 casas, una escuela y una imprenta. En la asamblea convocada por Penn se sancionaron los 24 artículos de sencilla constitución, artículos que casi un siglo después (1776) sirvieron de base al proyecto de constitución de la gran República de los Estados Unidos del Norte. Tan rápidamente se desarrolló la Pensilvania, que en 1688 contaba con unos 12.000 habitantes, y en 1755, con inclusión del Delaware, 220.000.
Georgia fué la última colonia inglesa establecida en la América del Norte. Jorge II autorizó en 1732 al general Oglethorpe para colonizar los territorios situados entre los ríos Savannah y Alatamaha durante veintiún años, al cabo de cuyo tiempo debían ser propiedad de la Corona de Inglaterra. Oglethorpe, hombre de carácter tan enérgico como humanitario, se propuso, ante la crueldad de las leyes penales inglesas, fundar una colonia que sirviese de refugio a los desgraciados delincuen[43]tes y también para poner coto a la esclavitud. Oglethorpe hizo grabar en el sello de la sociedad que formó el siguiente lema: Non sibi, sed aliis. A la colonia, en honor de Jorge II, dió el nombre de Georgia Augusta, y en ella eran admitidas todas las religiones cristianas, exceptuando solamente la católica. Llegó a Charlestown en los comienzos de 1733 con 120 emigrantes, fundando la primera población donde hoy se levanta Savannah, a orillas del río del mismo nombre. Trazóse el plano de la ciudad con calles anchas, largas y rectas; pero progresó muy lentamente. Llegaron en 1734 inmigrantes moravos, los cuales fundaron el pueblo de Ebenezer, dedicándose al cultivo de árboles frutales europeos; también se dedicaron al cultivo de la morera, que dió felices resultados, pues a los pocos años presentaron en el mercado 10.000 libras de seda. Oglethorpe marchó a Inglaterra, y a su vuelta, en 1736, trajo más inmigrantes. Guerra tenaz estalló entre ingleses y españoles. Quisieron los ingleses, mandados por Oglethorpe, apoderarse de San Agustín, en la Florida, cuya empresa fracasó; y a su vez, los españoles atacaron la Georgia, de donde fueron rechazados con bastantes pérdidas. Retiróse definitivamente Oglethorpe de la Georgia (1743), deseando pasar los últimos años de su vida, que fué larga, en Inglaterra. Cambió entonces completamente la manera de ser de la Georgia, y aquella tierra paradisiaca fué como otras de América. Los pequeños cultivos fueron reemplazados por los grandes, se arraigó la esclavitud y desapareció para siempre el bienestar y las virtudes. Oglethorpe vivió en Inglaterra el tiempo suficiente para ver la proclamación de la independencia de los Estados Unidos, acabando sus días el 1.º de julio de 1785, a la avanzada edad de noventa y siete años.
Pondremos remate a este capítulo dando a conocer algunos hechos realizados por el viajero normando Cavelier de la Salle. Tan difíciles y tan peligrosas fueron sus expediciones, que algunas veces parecen legendarias. Personaje tan activo y emprendedor visitó con varia fortuna muchos lugares; mas hubo de encontrar, tal vez sin motivo alguno, grandes contrariedades de parte de los jesuítas. Aquel hombre inteligente y enérgico de carácter, después de tres viajes por las regiones situadas más allá de los lagos, donde le sucedieron aventuras sin cuento, pudo embarcarse en la primavera de 1682 en el Père des Eaux, y habiendo navegado cincuenta días, llegó al delta y reconoció los pasos que comunican con el golfo de México. Pasados dos años, volvió de Francia con una pequeña flota y en calidad de virrey de Luisiana; pero habiéndose conferido el mando de la escuadra a un enemigo personal suyo, éste, queriendo él sólo explorar las bocas del Mississipí, dejó a Cavelier casi sin víveres en la costa de Tejas. El insigne y des[44]afortunado viajero, más fuerte ante la desgracia, emprendió la exploración por tierra. Cuando se hallaba más decidido a colonizar la fértil región que acababa de descubrir, el infame Duhaut le descargó con su mosquete un tiro en la cabeza, matándole en el acto. Esto sucedía el 19 de marzo de 1687. Dice Mr. Gayarré que fué asesinado donde ahora se levanta Washington, cuya fundación se debe a los compañeros de aquel infeliz, y que la bandera estrellada ondea allí donde el primer mártir de la civilización regó con su sangre la futura tierra de la libertad[28]. Tiempo adelante los Estados Unidos de Norte América compraron a Francia la Luisiana.
Conquista de México.—Hernán Cortés.—Cortés y Velázquez en Santiago de Cuba.—Cortés en Trinidad, en la Habana en el cabo de San Antonio, en la isla de Cozumel y en la desembocadura del Grijalba.—Llega á Tabasco: Marina.—Cortés en San Juan de Ulúa.—Embajada de Moctezuma.—El gobernador Pilpatoe y el general Teutile.—Obsequios de Moctezuma á Cortés y de Cortés á Moctezuma.—«Villa Rica de la Vera Cruz.»—Cortés en Zempoala y en Quiabislán.—Política de Cortés.—Nueva embajada de Moctezuma.—Cortés «quema las naves», pasa á Zocothlán y llega á Tlascala.—Guerra entre españoles y tlascaltecas: el general Xicotencal.—Portocarrero y Montejo en Sevilla y en Medellín: enemiga de Fonseca á Cortés.—Cortés en Cholula y en México: su entrevista con Moctezuma.—Descripción de México.—Guerra entre Quelpopoca y Escalante.—Suplicio de Quelpopoca.—Prisión de Moctezuma.—Quetlavaca emperador.—«Noche Triste».—Otumba.—Quanhtémoc, emperador.—Guerra entre españoles y mejicanos.
Si Juan de Grijalba tuvo la dicha de pisar el primero tierra de México, la gloria de la conquista pertenece a Hernán Cortés, natural de Medellín (Badajoz), hijo de familia distinguida y aficionado a grandes y maravillosas empresas. Ganoso de gloria y de riquezas y en busca de ellas se embarcó camino de la Española llevando cartas para el gobernador Don Nicolás de Ovando. Estuvo a las órdenes de Don Diego Velázquez y se distinguió en la conquista de Cuba. Enemigos después los dos y reconciliados al poco tiempo, Velázquez, gobernador de la isla de Cuba, le nombró capitán general de la flota que se destinaba a la conquista de México. Cortés gastó su fortuna, que no era pequeña, en armar una flota, y, cuando pudo lanzarse a la mar, después de dar el último adiós a su mujer Doña Catalina Suárez, embarcó sus tropas y al amanecer del 18 de noviembre de 1518 salió del puerto de Santiago de Cuba con 6 carabelas y 300 soldados. Cuando Velázquez, que ya andaba receloso de la conducta del valeroso extremeño, corrió presuroso al muelle, encontró la armada dándose a la vela. Cortés, embarcado en[46] una lancha, se aproximó al sitio donde estaba su jefe, quien le dijo: «¡Pues cómo, compadre, así os vais?» Buena manera es esa de despediros de mí.—Señor, respondió Hernán Cortés, perdóneme Vuestra Merced, pues estas cosas y las semejantes, antes han de ser hechas que pensadas; vea, Vuestra Merced, qué me manda.[29] Mientras Cortés volvía a sus buques y se lanzaba a la mar, Diego Velázquez, viendo tanto atrevimiento y resolución, no supo qué contestar.
Dispuso Hernán Cortés que uno de sus barcos marchase a Jamáica a comprar víveres, ordenándole que se incorporase a la escuadra en el cabo de San Antonio. El tomó bastimentos en Macaca y fondeó en Trinidad. Allí, delante de su posada, mandó poner su estandarte y pregonar la jornada. En dicha villa de la Trinidad hubo de reclutar unos doscientos soldados procedentes de las expediciones de Córdova al Yucatán y de Grijalba a México, logrando también que se le uniesen algunos nobles caballeros, entre otros, Gonzalo de Sandoval, Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León, deudo del Gobernador. Sumadas las fuerzas que sacó de Santiago de Cuba a las reclutadas en Trinidad, componían: 110 marineros, 508 soldados, 32 ballesteros y 13 arcabuceros. Como maestre de campo llevaba Cortés a Cristóbal de Olid.
Desde Trinidad se dirigió Cortés a la Habana y desde la Habana salió en la noche del 10 de febrero de 1519 hacia el cabo de San Antonio. Lo mismo en Trinidad que en la Habana se recibieron órdenes de Velázquez por las cuales se destituía a Cortés del mando de la flota; pero ni las autoridades de las citadas poblaciones mostraron gran voluntad en ejecutarlas, ni el futuro conquistador de México estaba dispuesto a obedecerlas. En cabo San Antonio pasó revista á sus tropas, las arengó y se hizo a la vela para las costas de Yucatán el 18 de febrero.
Detúvose en la isla de Cozumel, fondeó en la desembocadura del río Grijalba, e internándose en el país se apoderó de la ciudad de Tabasco. De ella salió para vencer en las llanuras de Ceutla a 30.000 indios. Desde Tabasco continuó su viaje, llevando ricos presentes, entre ellos el de una joven y agraciada india, a quien se dió el nombre de Marina en el bautismo. Marina, que comenzó siendo intérprete de Cortés, pasó luego a ser su confidente y secretaria, terminando por hacerse dueña del corazón del valeroso caudillo. Mujer tan singular, amó con toda su alma a Cortés y siempre guardó fidelidad a los españoles[30].
Siguiendo Cortés la costa llegó a la isla de los Sacrificios y a otros lugares ya descubiertos por Juan de Grijalba, y por último, a San Juan[47] de Ulúa, donde vió acercarse dos canoas (piraguas) y en ellas algunos indios, los cuales le dijeron lo siguiente: «Que Pilpatoe y Teutile, gobernador el uno y capitán general el otro de aquella provincia, por el grande emperador Moctezuma, los enviaban a saber del capitán de aquella Armada, con qué intento había surgido en sus costas, y a ofrecerle el socorro y la asistencia de que necesitase para continuar su viaje.» Moctezuma era el segundo Emperador de este nombre y el undécimo de México. Hernán Cortés hubo de contestar lo que al tenor copiamos: «Que su venida era a tratar sin género de hostilidad materias muy importantes a su Príncipe y a toda su Monarquía, para cuyo efecto se vería con sus gobernadores y esperaba hallar en ellos la buena acogida que el año antes experimentaron los de su nación»[31].
Ordenó Cortés que desembarcase toda su gente y estableciera el campamento en la costa llamada Chalchiuhcuencan. Con la ayuda de muchos indios que mandó Teutile, se levantaron barracas que fueron de no poca utilidad en aquellos días calurosos. Los indios, con sus instrumentos de pedernal, cortaban las estacas y las fijaban en tierra; ramas de árboles y hojas de palmera colocaban entre las estacas, formando también con aquellas el techo. Las barracas mejores o las destinadas a los jefes fueron cubiertas por los indios, para defenderlas de los rayos solares, de mantas hechas con algodón. En la mejor de todas ordenó Cortés que se levantara un altar y sobre él se puso la imagen de la virgen María: a la entrada se colocó una cruz.
Llegó el momento en que el gobernador Pilpatoe y el general Teutile, con numeroso acompañamiento, se presentaron al capitán español en nombre de Moctezuma. Antes de comenzar la conferencia, los llevó Cortés a la barraca que hacía veces de templo, donde todos oyeron misa, que celebró Fray Bartolomé de Olmedo. Después les invitó a un banquete; luego les dijo que estaba resuelto—pues así lo había ordenado su Rey—a no salir de aquel país sin ver antes al emperador Moctezuma. Y habiendo dispuesto remitir a Moctezuma un regalo (algunas cosas de vidrio, una camisa de Holanda, una gorra de terciopelo carmesí, adornada con una medalla en que estaba la imagen de San Jorge, y una silla labrada de taracea), despidió a los embajadores.
En tanto que Teutile remitía a su Emperador la respuesta de Hernán Cortés, Pilpatoe, a poca distancia de los españoles, levantaba algunas barracas, formando con ellas un lugar para que residiesen allí los indios destinados a cuidar de las provisiones y necesidades de nuestro ejército. Aunque Cortés comprendió que la idea era muy diferente, no se mostró ni receloso ni desconfiado.
[48] Llegó la respuesta de Moctezuma a los siete días. Antes de dar cuenta de ella creyó Teutile mejor entregar el obsequio que había mandado su Emperador. Manifestó el ilustre extremeño su agradecimiento por el rico presente de Moctezuma, que consistía en finísimas telas de algodón, penachos de plumas de diferentes colores, dos láminas grandes, la una de oro, en la que se destacaba la imagen del Sol, y la otra de plata, en la que venía figurada la Luna; y por último, muchas joyas y piezas de oro con alguna pedrería. En seguida Teutile, en nombre de Moctezuma, le dijo que no se le concedía permiso para pasar a México. No se dió por vencido el general español y despidió a los indios con otro regalo para el Emperador, insistiendo con más energía en su propósito de visitar la corte. Mientras que esperaba la respuesta, envió dos bajeles a reconocer la costa.
Moctezuma contestó a la última embajada mandando otros regalos y negándose decididamente a conceder la licencia pedida. Así lo dijo Teutile. El futuro conquistador de México insistió en su demanda, no sin indicar la bárbara idolatría en que estaba sumido el Imperio. Entre turbado y colérico replicó Teutile que, si Moctezuma hasta entonces le había tratado como huésped, en adelante lo trataría como enemigo; retirándose inmediatamente, seguido de Pilpatoe y de los demás que le acompañaban. En aquella misma noche los indios, que bajo las órdenes de Pilpatoe se habían establecido cerca de nuestro campamento, abandonaron sus viviendas y se retiraron tierra adentro.
Hernán Cortés, después de atraerse a algunos descontentos partidarios de Velázquez y después de aceptar la amistad que le brindaba el cacique de Zempoala, se fijó en un hecho de suma importancia. Aquellas barracas donde habitaban, se convirtieron en una población a la que dieron el nombre de Villa Rica de la Vera Cruz. Se llamó Villa Rica, en memoria del oro que se encontró en aquella tierra, y de la Vera Cruz, porque a ella llegaron el viernes de la Cruz. Nombróse Ayuntamiento, única y legítima autoridad representante de la Corona en aquellos remotos países, y ante él renunció el mando que le diera Diego Velázquez, saliendo poco después elegido y nombrado Gobernador del ejército de México.
Con la autoridad y poder que le daba este nombramiento, castigó con alguna severidad a varios sediciosos y turbadores de la quietud pública. Inmediatamente dispuso la marcha. En tanto que los bajeles se dirigían a la ensenada de Quiabislán, él siguió por tierra el camino de Zempoala, atravesó el río de este nombre, pasó por poblaciones abandonadas y luego por prados amenos, teniendo la suerte de encontrar a doce indios que venían en su busca, con un regalo de gallinas y[49] pan de maíz que le mandaba el cacique; continuó su marcha y por fin llegó a Zempoala, población situada entre dos ríos y en campiña fértil. Las casas eran de piedra, cubiertas las paredes con cal blanca y brillante. Los españoles atravesaron calles y plazas llenas de gente, llegando a Palacio, en cuya puerta estaba el cacique, obeso y ridículo personaje, quien recibió a Cortés con señaladas muestras de cariño. Cuando el cacique hubo alojado convenientemente a sus huéspedes, se dispuso a visitar al jefe español haciéndole antes un regalo de alhajas de oro y otras cosas. Presentóse en unas andas, que traían sobre sus hombros jóvenes principales. La entrevista fué afectuosa y en ella el cacique reveló que tenía deseos de libertar su país de las violencias y tiranías de Moctezuma; a ello contestó Cortés que él no temía las fuerzas del Emperador y que su misión era ponerse al lado de la justicia y de la razón. Desde este momento los españoles pudieron contar con un poderoso aliado entre los indios.
Salieron los nuestros para Quiabislán auxiliados en su camino por los fieles zempoalos. Era Quiabislán un lugarcillo situado sobre altos peñascos con calles estrechas y pendientes. El cacique y los vecinos se habían retirado bastante lejos, no fiándose de las intenciones de nuestra gente; mas pronto acudieron algunos, en seguida otros y últimamente el mismo cacique en compañía del de Zempoala. También el cacique de Quiabislán se puso al lado de los futuros conquistadores de México, deseoso de vengarse de Moctezuma. Durante estas conferencias pasaron por el mismo cuartel de los españoles seis ministros reales, quienes solo se ocupaban en cobrar los tributos de Moctezuma. Venían adornados de plumas y pendientes de oro, vestidos de fino algodón, seguidos de muchos criados que movían grandes abanicos para comunicar el aire o la sombra a sus señores. Los tales ministros, habiendo puesto su audiencia en la casa de la Villa, hicieron llamar a los caciques, a quienes reprendieron por haber admitido en sus pueblos gente forastera, enemiga de Moctezuma; además del servicio ordinario les pidieron como castigo de su delito, veinte indios para sacrificarlos a los dioses. Al tener noticia Cortés de estas cosas, llamó a los dos caciques y les dijo que no sólo habían de negarse a entregar indios destinados a los sacrificios, sino que les ordenaba mandasen gente a prender y encerrar a los ministros en las cárceles. Así se hizo. Pensó el jefe español que si le convenía tener contentos a los caciques, también debía atraerse a Moctezuma. Fijo en este día, y sin que los caciques pudieran sospecharlo, dejó en libertad a dos de los ministros e hizo llevar a su armada a los otros. Mientras los mencionados dos ministros se dirigían a dar cuenta del suceso a Moctezuma y mientras más de treinta caciques, que habitaban en las[50] próximas montañas, se ponían bajo las órdenes del caudillo español, se trató de dar asiento fijo a la Villa Rica de la Vera Cruz, que hasta entonces se movía con el ejército. A media legua de Quiabislán y próxima al mar, en tierra fértil, abundante de agua y copiosa de árboles, como escribe Solís[32] comenzó a levantarse aquella población, que había de servir de apoyo para futuras operaciones y de puerto para la armada.
La llegada a México de los dos ministros y la relación hecha por ellos a Moctezuma de las bondades de nuestro caudillo, hicieron que se trocasen en la corte mejicana los vientos de guerra en aires de paz. Mandó el Emperador nueva embajada con su correspondiente regalo; pero el destinado por la fortuna a conquistar el imperio de los aztecas, sí se mostró cariñoso con los representantes de Moctezuma, a quienes dió algunas bujerías castellanas, no desistió de pasar a México.
Con el objeto de poner paz entre el cacique de Zimpazingo y el de Zempoala, Cortés, al frente de 400 soldados, se dirigió a aquel pueblo, asentado en lo alto de una colina, entre grandes peñascos. Ajustada la paz entre ambos enemigos, pensó Cortés acabar de una vez con la idolatría de los zempoales. Más arrojado que prudente, en presencia del cacique y de los indios más principales, mandó que varios soldados subieran las gradas del templo, arrojando desde allí el ídolo principal y otros, no sin el asombro de los sacerdotes y el terror de la muchedumbre. En el sitio en que había estado colocado el citado ídolo, se levantó un altar y se colocó en él una imagen de la virgen María.
A la sazón ocurrieron dos hechos que demandan nuestra atención. Consistía el primero en la llegada a Vera Cruz de un bajel, procedente de la isla de Cuba, a cargo del capitán Francisco de Saucedo, natural de Medina de Rioseco (Valladolid), a quien acompañaban el capitán Luis Marín y diez soldados; además, traía un caballo y una yegua. Fué el otro hallar el medio de precaverse contra la enemistad de Velázquez, a cuyo fin despachó a España un buque con diferentes regalos para el emperador Carlos V y una carta en la que pedía el nombramiento de capitán general. Castigó de un modo ejemplar a algunos soldados partidarios de Velázquez, y, por último, barrenó los bajeles, quemó las naves, para acabar de este modo las conjuraciones de los soldados. Ya no quedaba más camino que vencer ó morir. «Resolución dignamente ponderada por una de las mayores de esta conquista, y no sabemos si de su género se hallará mayor alguna en todo el campo de las historias»[33].
Dispuso luego mandar un navío a la isla de Cuba, y en él podrían[51] marcharse los que no quisieran acompañarle en la conquista de México. Dió licencia a todos los que la solicitaron, exclamando: «Porque yo determino de ganar de comer en esta tierra o morir en ella, échense todos los demás navíos al través, demás de los que se habían echado, e los que no quisieren seguir mi opinión, ahí queda ése en que se vayan.» Después—añade Andrés de Tapia—«que los otros fueron echados al través, echó también éste, e quedó certificado de quienes eran los que no querían su compañía»[34].
Después de dejar Hernán Cortés al capitán Juan de Escalante como gobernador de la guarnición (150 hombres y dos caballos) de Vera Cruz, y después de encargar a los caciques de las inmediaciones que respetasen al dicho gobernador, al frente de 500 infantes, 15 caballos y 16 piezas de artillería se preparó a penetrar en el corazón del imperio mejicano[35]. Acompañábanle, además, unos 400 indios de Zempoala y entre ellos algunos nobles de los más influyentes en aquella tierra. Todavía le detuvo algunas horas la presencia de un escribano que con sus correspondientes testigos acababa de llegar en un bajel; venía a notificarle que Francisco de Garay, gobernador de la isla de Jamaica, había tomado posesión de aquel país por la parte del río de Pánuco e intentaba hacer una población cerca de Nauthlán, intimándole y requiriéndole para que no se alargase por aquel paraje. No haciendo caso de requerimientos, ni de autos judiciales del tenaz y testarudo escribano, emprendió la marcha el 16 de agosto de 1519. Atravesó con gran trabajo la sierra y llegó al valle, donde se levantaba la ciudad de Zocothlán con sus numerosos y blancos edificios; el cacique se llamaba Olinteth y en sus visitas a Cortés procuró encarecer las grandezas de Moctezuma.
Pasados cinco días de descanso en Zocothlán continuó su camino. El cacique Olinteth le aconsejaba que fuese por la provincia de Cholula y los indios principales de Zempoala que iban con él insistían en que el camino mejor era el de la provincia de Tlascala. Aceptó Cortés la última opinión y penetró en la provincia de Tlascala, cuyos términos confinaban con los de Zocothlán. En el lugar de Zimpazingo[36] hizo alto para adquirir noticias exactas del país. Por entonces llegaron a presencia de Cortés algunos indios y presentándole cinco de los suyos, le dijeron: «Si eres dios de los que se alimentan de sangre e carne, cómete estos indios, e traerte hemos más: e si eres dios bueno, ves aquí[52] encienso e plumas; e si eres hombre, ves aquí gallinas e pan e cerezas.» «Yo e mis compañeros—contestó Cortés—hombres somos como vosotros; e yo mucho deseo tengo de que no me mintáis, porque yo siempre os diré verdad, e de verdad os digo que deseo mucho que no seais locos ni peléis, porque no recibáis daño[37].» Como posteriormente se presentasen otros indios y confesaran, ante las recriminaciones del capitán español, que eran espías, se les hizo cortar las manos, volviendo de esta manera ante los suyos, los cuales no se atrevieron ya a poner obstáculos a la marcha de los españoles. Antes de seguir adelante, Hernán Cortés llamó a Teuche, indio que le había acompañado desde la costa, para conocer su opinión. «Señor—le dijo—, no te fatigues en pensar pasar adelante de aquí, porque yo, siendo mancebo, fuí a México, y soy experimentado en las guerras, e conozco de vos y de vuestros compañeros que sois hombres e no dioses, e que habéis hambre y sed y os cansáis como hombres; e hágote saber que pasado desta provincia hay tanta gente, que pelearán contigo cient mill hombres agora, y muertos o vencidos éstos vernán luego otros tantos, e así podrán remudarse o morir por mucho tiempo de cient mill en cient mill hombres, e tú e los tuyos, ya que seáis invencibles, moriréis de cansados de pelear, porque como te he dicho, conozco que sóis hombres, e yo no tengo más que decir de que miréis en esto que he dicho, e si determináredes de morir, yo iré con vos.»
Era a la sazón Tlascala ciudad populosa y floreciente, cabeza de la provincia de su nombre, enclavada en medio del imperio. La ciudad estaba asentada sobre cuatro eminencias, con estrechas calles de casas de un sólo piso; la fábrica de las casas era de piedra, y en vez de tejados tenían azoteas. Aunque el país era montuoso y quebrado, no carecía de cultivo ni de fertilidad en las llanuras y en las cañadas; abundaba el maíz y varias clases de frutas. La caza en los campos era mucha. Tierra toda ella montuosa y desigual, tenía varios pueblos en los sitios más elevados. Tuvieron reyes al principio, cuyo yugo sacudieron. Formaron entonces especie de República y la formaron del siguiente modo: dividieron sus pueblos en varios partidos o cabeceras, y cada partido o cabecera nombraba uno de sus magnates para que residiese en Tlascala. Estos magnates constituían un Senado, que era la autoridad suprema y a la cual todo el país prestaba obediencia.
Una embajada, compuesta de cuatro indios zempoales, mandó Cortés a Tlascala. Cuando parecía que el Senado se iba a inclinar a la paz, uno de los senadores, general del ejército y joven valeroso, proclamó la guerra. Llamábase Xicotencal y era digno de pelear con los españoles. El 5 de septiembre de 1519 se hallaron los españoles enfrente de los[53] tlascaltecas, Cortés enfrente de Xicotencal. Comenzó la batalla, y cuando se convencieron los indios del poco efecto que hacían las flechas y piedras arrojadas sobre los españoles, echaron mano de los chuzos y de las espadas. En cambio nuestra caballería, y artillería hacían grandes estragos en las apiñadas masas de los indios. Habiéndose separado de los suyos el soldado Pedro de Morón, que iba en una yegua muy revuelta y de grande velocidad, cayeron sobre él algunos tlascaltecas, quienes lograron matar al animal y cortarle la cabeza; Morón pudo escapar, merced al auxilio que recibió de otros soldados de caballería. Retiróse Xicotencal, dejando el campo en poder de los nuestros. Aunque vencido, se creía victorioso, pues consideraba como triunfo que uno de los suyos llevara la cabeza de la yegua sobre la punta de una lanza. Iba a continuar la guerra con más fuerza. Presentáronse unos después de otros y por diferentes sendas y rodeos los cuatro indios zempoales que en calidad de embajadores había mandado Cortés a Tlascala. Dijeron que cuando ya estaban destinados a morir en los altares de sus dioses, lograron escaparse de estrecha prisión. Xicotencal, no atendiendo otras proposiciones de paz que le hizo Cortés, hubo de presentarse a la cabeza de unos cincuenta mil hombres, decidido a vencer o morir en la contienda. Cuando parecía que llevaban la mejor parte los tlascaltecas, las rencillas y aun la enemiga de unos caciques a otros fueron causa de turbaciones y tumultos, viéndose obligado Xicotencal a ponerse en salvo, dejando a los españoles el campo y la victoria. No amedrentados los indios por las derrotas, aconsejados por sus magos, se decidieron a atacar de noche el campamento enemigo, pues a dicha hora lograrían que el Sol, como padre de los españoles, no comunicaría a sus hijos fuerza superior a la naturaleza humana. No encontró Xicotencal desprevenidos a los españoles; antes, por el contrario, los halló dispuestos a la lucha, que fué tenaz y sangrienta. Convencidos los tlascaltecas del valor de los nuestros, lo mismo el Senado que el pueblo clamaron por la terminación de la guerra; Xicotencal se negó decididamente a obedecer. Mandó espías al campamento español, quienes fueron descubiertos y castigados con bastante rigor. Entonces, separado del mando por el Senado, no tuvo más remedio que dejar las armas, retirándose a la ciudad, acompañado solamente de sus parientes y amigos.
Ajustóse la paz entre el Senado y Cortés, no sin que tratase de impedirla Moctezuma, que temeroso de lo que podía sucederle, intentaba echar leña al fuego de las pasiones de tlascaltecas y españoles. Tal vez comprendiendo esto mismo Xicotencal, se presentó a Cortés al frente de una embajada y le dijo que si prolongó la guerra fué creyendo que los españoles eran amigos de Moctezuma, cuyo nombre aborrecía.
[54] Antes de narrar la larga y enconada lucha de los nuestros con Moctezuma, recordaremos un hecho que se relaciona con la política de España en sus posesiones ultramarinas. En el navío que desde las aguas de México mandó a España Hernán Cortés venían, como representantes del citado caudillo, los capitanes Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo, quienes llegaron a Sevilla por octubre de 1519. Hallábase a la sazón en la ciudad andaluza el capellán Benito Martín, amigo y representante de Diego Velázquez; Martín se querelló ante los ministros de la Casa de la Contratación de Sevilla del futuro conquistador de México y de los que venían en su nombre. Mal vieron el asunto los citados capitanes cuando se encaminaron a Medellín con ánimo de visitar a Martín Cortés, padre del héroe.
Portocarrero, Montejo y Martín Cortés, acompañados de Alaminos, piloto del barco que desde Veracruz había llegado a Sevilla, tuvieron la dicha de hablar al Emperador en Tordesillas (Valladolid), adonde estaba para despedirse de su madre y emprender en seguida, al mismo tiempo que se organizaba la guerra de las Comunidades, la jornada a Alemania y ceñir en sus sienes la corona del imperio.
Camino de Alemania D. Carlos, ni el gobernador Adriano, ni el presidente del Consejo de Indias D. Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos, se mostraron benévolos con los citados comisarios, los cuales más de dos años estuvieron en la corte «siguiendo los Tribunales, como pretendientes desvalidos.»
Explícase la influencia poderosa de Diego Velázquez, del siguiente modo: «Este Diego Velázquez, teniendo la dicha gobernación (de la isla de Cuba) se hizo rico, e habiéndose muerto su mujer, procuró amistad con D. Juan de Fonseca, obispo de Burgos, que a la sazón era presidente en el Consejo de Indias, e sañaló a algunos de los del consejo del rey pueblos de indios en la dicha isla, para los aprovechar. El dicho obispo pretendía casalle con una parienta suya, e así estaba hablado e concertado, e desta manera el dicho Diego Velázquez se creia que en el consejo del rey tener mucho favor...»[38].
Prosiguiendo el hilo de la conquista de México, comenzaremos consignando que cuando Hernán Cortés se convenció que nada tenía que temer de los valerosos hijos de la provincia en que residía, mandó alzar el real y se dirigió a la ciudad de Tlascala; en ella hizo su entrada el 23 de septiembre de 1519. Aposentóse en un adoratorio o lugar donde había diferentes ídolos.
Grande era el empeño de Cortés de acabar con la idolatría. Si los tlascaltecas se allanaron desde luego a ser vasallos de Carlos V, negá[55]ronse a abandonar sus dioses. Cuando se proponía derribar los ídolos, como en otro tiempo había hecho en Zempoala, el P. Fray Bartolomé de Olmedo, más prudente o menos fanático, hubo de decir que se compadecían mal la violencia y el Evangelio.
A los veinte días de su permanencia en Tlascala, en cuyo tiempo hubo de despachar a los embajadores mejicanos, retenidos en su campamento para que se convencieran del poder de los españoles, tomó el camino de Cholula[39]. Antes dió permiso a Diego de Ordaz para que con dos soldados de su compañía y algunos indios principales se dirigiera a la cumbre de una sierra para observar de cerca el volcán de Popocatepec.
Los tlascaltecas, como antes los zampoales, le rogaron que no penetrase en la provincia de Cholula. Por el contrario, nuevos embajadores de Moctezuma, le dieron a entender que ya tenía prevenido alojamiento en la citada ciudad. Cumplióse al pie de la letra el refrán que dice Del enemigo el consejo. Cortés, para que no se dijese que recelaba del Emperador, se dirigió a Cholula, ciudad de tan hermosa vista, que la comparaban a nuestra Valladolid, según Solís[40], y penetró en ella con gran regocijo de sus habitantes.
Mensajeros de Moctezuma anunciaban a los españoles que no debían seguir adelante porque no tendrían alimentos para comer; otras veces decían que no había caminos para llegar a México, añadiendo también que el Emperador soltaría gran número de leones, tigres y otras fieras que despedazarían y se comerían a los españoles. Como Cortés no hacía caso de tales amenazas, se prepararon los indios a realizar mayores empresas.
Terrible conjuración, dispuesta según todas las señales por Moctezuma, fué descubierta y denunciada por Marina. Cortés, dejándose llevar de su natural fiero, mató, incendió y entró a saco en las casas principales. Murieron entre naturales y mejicanos—según Solís—más de 6.000 hombres[41]. Antes de salir de Cholula, Cortés pudo escribir a Carlos V lo siguiente: «Después de este trance pasado, todos han sido y son muy ciertos vasallos de V. M. y muy obedientes a lo que yo en su real nombre les he requerido y dicho, y creo lo serán de aquí en adelante.»
Todo dispuesto para emprender la marcha, llegaron nuevos embajadores de Moctezuma y se presentaron al caudillo español, a quien dieron las gracias—pues estos eran los deseos del Emperador—por haber[56] castigado con severidad a los sediciosos de Cholula, ofreciéndole, como siempre, ricos presentes.
Salió al fin nuestro ejército, y penetrando en la provincia de Guajocingo, después de atravesar la sierra, llegó a la llanura y se alojó en pequeño lugar de la provincia de Chalco, donde acudieron varios caciques y—según Solís—todos ellos se quejaron de las crueldades y tiranías de Moctezuma[42]. ¡Desgraciado Emperador que era aborrecido de todos los caciques que Cortés encontró en su camino! Continuó su marcha, llegando a una inmensa laguna en cuyas inmediaciones se veían espesas alamedas y artísticos jardines. Cuatro caballeros mejicanos llegaron al cuartel de los nuestros para notificar a Cortés que Cacumatzín, señor de Tezcuco y sobrino de Moctezuma, venía de parte de su tío a visitarle. En efecto, se presentó con otros nobles de su señorío y dió la bienvenida al jefe español. Después que tuvo la dicha de acompañar a los españoles á la capital de su Estado, se dirigió presuroso a dar cuenta al Emperador de su embajada. Entre tanto Hernán Cortés, siguiendo la calzada oriental de México, pasó la noche en un lugar situado sobre la misma calzada, que se llamaba Quitlabaca. «Registrábase desde allí—escribe Solís—mucha parte de la laguna, en cuyo espacio se descubrían varias poblaciones y calzadas que la interrumpían y la hermoseaban; torres y capiteles que, al parecer, andaban sobre las aguas; árboles y jardines fuera de su elemento, y una inmensidad de indios que, navegando en sus canoas procuraban acercarse á ver los españoles, siendo mayor la muchedumbre que se dejaba reparar en los terrados y azoteas más distantes»[43]. También—y nadie debe extrañarse de ello—el cacique de Quitlabaca manifestó a Cortés el poco afecto que tenía a Moctezuma y el deseo de sacudir el yugo intolerable del gobierno imperial.
Al día siguiente, poco después de amanecer, se puso la gente en marcha sobre la misma calzada, llegando a la grande y hermosa ciudad de Iztacpalapa y siendo recibida por el cacique de dicha población, acompañado de los príncipes de Magicalzingo y Cuyoacán; los tres traían sus correspondientes regalos. El ejército, que a la sazón contaba con unos 450 españoles y 6.000 indios (tlascaltecas, zempoales, etc.), hizo su entrada en Iztacpalapa. Causó a los españoles no poca admiración el palacio y una extensa huerta con un gran estanque del cacique. Solís confiesa que en dicho lugar se alababa el gobierno de Moctezuma, tal vez—añade—porque los de aquella región eran parientes del cacique o porque estaban más cerca del tirano.
[57] Faltaban dos leguas para llegar a México. Emprendióse muy de mañana el viaje, y dejando a un lado la ciudad de Magicalzingo y en la ribera la de Cuyoacán, sin contar otras grandes poblaciones que se descubrían en la laguna, dió vista a la hermosísima ciudad de México.
Numerosas comitivas salieron a recibirle, y en medio de la principal venía Moctezuma en unas andas de oro bruñido llevadas en hombros de señores del imperio; delante de él iban tres magistrados con varas de oro en las manos, que levantaban en alto para que todos se humillasen; detrás seguían el paso de las andas cuatro personajes, que le llevaban debajo de un palio, hecho de plumas verdes entretejidas y que formaban tela, con algunos adornos de plata. Arrojóse Cortés del caballo, al mismo tiempo que Moctezuma se apeó de sus andas. Frisaba Moctezuma en unos cuarenta años, de pequeña estatura, más delgado que robusto, aguileño el rostro y menos obscuro que el natural de aquellos indios, el cabello largo, los ojos vivos y el semblante magestuoso. Consistía su traje en un largo manto de finísima tela de algodón, sembrado de joyas de oro, perlas y piedras preciosas; su corona era de oro en forma de mitra y sus sandalias consistían en unas suelas de oro macizo, cuyas correas, tachonadas de lo mismo, ceñían el pie y abrazaban parte de la pierna.
Cuando Cortés estuvo cerca de Moctezuma, se quitó una cadena de vidrio, compuesta vistosamente de varias piedras, que imitaban los diamantes y las esmeraldas y se la echó sobre los hombros al Emperador. Correspondió Moctezuma del mismo modo, pues hizo traer un collar de conchas carmesíes, engarzadas con tal arte, que de cada una de ellas pendían cuatro cangrejos de oro, imitados perfectamente del natural, y con sus manos se lo puso a Cortés en el cuello.
Entró el ejército español en México el 8 de noviembre de 1519 y fué alojado en un grandioso palacio. En la primera visita que Moctezuma hizo al capitán español, le obsequió con diferentes piezas de oro, ropas de algodón y alguna cantidad de plumas. Devolvió al día siguiente Cortés la visita, llevando consigo a los capitanes Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Juan Velázquez de León y Diego de Ordaz, con unos pocos soldados, entre los cuales se encontraba Bernal Díaz del Castillo, que ya trataba de observar para escribir. Entrábase en el palacio de Moctezuma por treinta puertas que daban a diferentes calles. La fachada principal, hecha de jaspes negros, rojos y blancos, daba a espaciosa plaza; sobre la portada había un escudo con las armas de los Moctezumas. Pasados tres patios se llegaba al cuarto donde residía el Emperador. Los pavimentos se cubrían con esteras de diferentes labores; las paredes con telas de algodón y con plumas, y los techos esta[58]ban formados de madera de ciprés, cedro, etc. Moctezuma recibió a los jefes del ejército español con señaladas muestras de cariño. Empeño tuvieron Cortés y el P. Olmedo en traer al Emperador a la religión verdadera, contestando siempre el soberano indio que sus dioses eran buenos en aquella tierra como el de los cristianos era bueno en su país. En una visita que los españoles, estando presente Moctezuma, hicieron a un templo, Cortés se atrevió a decir que aquellos dioses eran imágenes del demonio; palabras imprudentes que disgustaron a los indios, muy especialmente a los sacerdotes. Por consejo del P. Olmedo y del licenciado Juan Díaz resolvió Cortés no hablar por entonces más de religión, logrando—y esto es una prueba de tolerancia y aun de bondad que no tenían los nuestros—que Moctezuma dispusiera que a su costa se levantase por sus alarifes una iglesia católica. El mismo Emperador con los príncipes y ministros asistió alguna vez a las funciones religiosas que celebraban los españoles.
Llegados a este punto, bien será decir que la ciudad de México, llamada antiguamente Tenuchtitlán, se hallaba, cuando los españoles penetraron en ella, dividida en dos barrios: el uno tenía el nombre de Tlatehullo, habitado por gente popular o del pueblo; el otro, denominado México, residencia de la corte y de la nobleza. Población tan importante estaba situada en una llanura, rodeada de altísimas montañas, de las cuales bajaban ríos al valle, donde se formaban diferentes lagunas, y en lo más profundo los dos lagos mayores, divididos por un dique de piedra. Este pequeño mar vendría a tener 30 leguas de circunferencia. El asiento de la ciudad estaba casi en el medio del lago más pequeño. El clima era benigno y saludable. La población se comunicaba con la tierra por sus calzadas o diques, y las calles estaban bien niveladas y eran espaciosas; por los lados o aceras pasaba la gente y por enmedio las canoas. Los Templos o Adoratorios se elevaban sobre los demás edificios, hallándose el mayor de aquéllos dedicado al Dios Virtcilipuztli (Dios de la guerra). La plaza tenía cuatro puertas, una en cada uno de sus cuatro lienzos, y encima de ellas una estatua de piedra. En el centro de la plaza se levantaba especie de pirámide bastante gruesa y alta; en la parte superior se verificaban los sacrificios humanos. Además del palacio, tenía Moctezuma algunas casas de recreo, siendo las principales la de las Aves de rapiña, la de las Aves que se distinguían por la pluma o por el canto, la Fábrica de armas, el Depósito de armas y la Casa de la tristeza. Había diferentes tribunales: Tribunal de Hacienda, Tribunal de Justicia, Consejo de Guerra y Consejo de Estado; este último era el principal de todos.
Pronto iba a comenzar la guerra entre Moctezuma y los españoles.[59] Mientras que el Emperador se desvivía por obsequiar a Cortés; mientras que los nobles, a imitación de su Príncipe, deseaban mostrarse, más que obsequiosos, obedientes; y mientras que el pueblo doblaba las rodillas ante el español más humilde, llegaron dos soldados tlascaltecas con una carta de la Vera Cruz. Decíase en ella que el general mejicano Quelpopoca, con objeto de cobrar los impuestos para el emperador Moctezuma, había invadido las tierras de los indios confederados; Juan de Escalante, nuestro gobernador de Vera Cruz, se creyó en el deber de salir a la defensa de los indios rebeldes, castigando, por consiguiente, al citado General. Cerca de un lugar pequeño, que se llamó después Almería, diéronse vista los dos ejércitos. Los españoles compraron cara la victoria, porque Juan de Escalante quedó herido mortalmente, con otros siete soldados; de los últimos se llevaron los indios a Juan de Argüello, cuya cabeza fué paseada triunfalmente por los pueblos, llegándose a decir que se mandó como rico presente a Moctezuma.
Sea de ello lo que quiera—pero creyendo siempre en el natural bondadoso de Moctezuma—decidióse el capitán español a tomar resolución tan enérgica como audaz, cual fué apoderarse del Emperador y llevarle a su campamento. Acompañado de Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Juan Velázquez de León, Francisco de Lugo y Alfonso Dávila, y seguido de treinta soldados de su satisfacción, llegó a palacio, conversó con Moctezuma, a quien engañó al fin—influyendo en ello el talento y discreción de Doña Marina—para que marchase al cuartel de los españoles. También se pudo lograr, sin gran esfuerzo, que Moctezuma impusiera pena de la vida a los que tomasen las armas para sacarle del poder de los españoles. Del mismo modo ordenó el Emperador la prisión de Quelpopoca.
Moctezuma fué trasladado a la morada de Hernán Cortés. Cometió tan grande desacato el capitán español, pretextando—pretexto fútil por cierto—de que el Emperador había sido cómplice de Quelpopoca. Confióse la guarda del Emperador a Juan Velázquez de León. Posteriormente entró en México el general Quelpopoca con su hijo y otros, quienes para escapar de la muerte hubieron de confesar—según dijeron luego los españoles—que habían dado muerte a los dos castellanos por orden de Moctezuma. Llevados Quelpopoca y los suyos a una de las plazas de la ciudad, fueron arrojados a la hoguera.
Llegó el turno a Moctezuma. Hernán Cortés mandó ponerle grillos. Cuando Moctezuma se vió en aquel estado, mostró grandísima tristeza: sus deudos y los señores del imperio, «estando—dice Herrera—como atónitos, lloraban»[44]. Creyendo Cortés que había conseguido lo que[60] deseaba, sin temor alguno ni a propios ni a extraños, fingiendo una compasión y un amor que no sentía, dispuso quitar los grillos al Emperador mejicano, o (como escriben algunos cronistas) se puso de rodillas para quitárselos él mismo por sus manos. Acerca del juicio que tales hechos merecen al historiador, diremos con Solís: «Dejémonos cegar de su razón, ó no la traigamos al juicio de la Historia, contentándonos con referir el hecho como pasó, y que una vez ejecutado, fué de gran consecuencia para dar seguridad á los españoles de la Vera Cruz, y reprimir, por entonces, los principios de rumor, que andaban entre los nobles de la ciudad»[45].
Prisionero Moctezuma; nombrado gobernador de Vera Cruz, por muerte de Juan de Escalante, el capitán Gonzalo de Sandoval; declarado el Emperador azteca feudatario del rey de España; dueños los españoles de los impuestos del imperio, y en manos de Cortés el absoluto poder, parecía haberse concluído la conquista. Sólo en asuntos religiosos estaban decididos a no ceder Moctezuma ni los suyos. Sin embargo, Cortés, con una tenacidad como no hay ejemplo, se dispuso a acabar con la idolatría de los mejicanos. Penetró en un Adoratorio, y al contemplar tantos ídolos, exclamó: «¡Oh Dios! ¿por qué consientes que tan grandemente el Diablo sea honrado en esta tierra?» Mandó llamar a los intérpretes, y ante ellos y ante otros muchos que acudieron, dijo lo siguiente: «Dios que hizo el cielo y la tierra os hizo á vosotros y á nosotros é á todos, é cría lo con que nos mantenemos, é si fuéremos buenos nos llevará al cielo, é si no, iremos al infierno, como más largamente os diré cuando más nos entendamos; é yo quiero que aquí donde teneis estos ídolos, esté la imagen de Dios y de su Madre bendita, é traed agua para lavar estas paredes, é quitaremos de aquí todo esto.» Ellos se reían; pero Cortés, dirigiéndose a los sacerdotes indios, añadió: «Mucho me holgaré yo de pelear por mi Dios contra vuestros dioses, que son nonada»; y tomando una barra de hierro que estaba allí, comenzó a dar golpes a un ídolo. Cuando Moctezuma tuvo noticia del hecho, le mandó un enviado para que no hiciese mal a los ídolos. Presentóse luego el Emperador y pidió los ídolos, con el objeto de llevarlos a otra parte. Accedió Cortés, si bien dispuso que se levantasen dos altares, colocando en uno la imagen de Nuestra Señora, y en otro la de San Cristóbal. Al poco tiempo llegaron algunos indios trayendo varias manadas de maíz verde y muy lacias, diciendo: «Pues que nos quitastes nuestros dioses, á quien rogábamos por agua, haced al vuestro que nos la dé, porque se pierde lo sembrado.» Ordenó Cortés que los cristianos pidiesen a su Dios que llovie[61]se, y en efecto, con gran sorpresa de los indios, los campos se regaron completamente.
Apartando por un momento la vista de los sucesos ocurridos en México, veamos lo que se trataba contra el valeroso Hernán Cortés. Enterado Velázquez de los tratos que traían en la corte Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo, comisarios de Hernán Cortés, y habiendo recibido las cartas de su capellán Benito Martín, con nombramiento de Adelantado, no sólo de aquella Isla, sino de las tierras que se descubriesen y conquistasen por su inteligencia, reunió fuerte ejército (800 infantes, 80 caballos y 10 ó 12 piezas de artillería) mandado por el valisoletano Pámfilo de Narváez; diez y ocho navíos condujeron al ejército citado al puerto de San Juan de Ulúa. El clérigo Juan Ruiz de Guevara, con un escribano real y tres soldados, en nombre de Narváez, se dirigió a conferenciar con el gobernador Gonzalo de Sandoval. De la conferencia salió el rompimiento entre ambas partes, llegando al extremo Sandoval de reducir a prisión al sacerdote, a quien, en unión de sus tres compañeros, resolvió enviar a México para que Cortés tomase la determinación que creyera conveniente. En efecto, llegaron a México y Cortés salió á recibirlos con más que ordinario acompañamiento, les agasajó y les hizo algunos regalos, despachándolos a los cuatro días para que volviesen al lado de Narváez. Como esto pudiera no darle resultado y pensando siempre en hacer la paz con Narváez, mandó como mensajero a Fray Bartolomé de Olmedo, sacerdote que gozaba con justicia de mucho prestigio.
Como era de esperar, Pámfilo de Narváez, que tenía su cuartel establecido en Zempoala, recibió primero al licenciado Guevara, el cual, como se inclinase a la paz, fué arrojado de su presencia con desabrimiento. Llegó su turno al P. Olmedo, quien nada pudo conseguir del duro corazón de Narváez.
Cuando Cortés tuvo noticia de todo por el P. Olmedo, se decidió a vencer o morir. No le quedaba otro camino. Dejó en México hasta 80 españoles a cargo de Pedro de Alvarado, y mandó un correo a Vera Cruz, ordenando a Gonzalo de Sandoval que saliese a recibirle a sitio determinado. Despidióse de Moctezuma. Ofrecióle el Emperador no desamparar a los españoles que quedaban con Alvarado, ni hacer mudanza en su habitación durante su ausencia. Ambas cosas cumplió fielmente el bueno e inocente Moctezuma. Cortés pasó por Cholula, llegó a Tlascala y recibió en Matalequita a Gonzalo de Sandoval con la gente de su cargo. Siempre deseando la paz, despachó segunda vez al P. Olmedo, que pronto hubo de avisarle del poco efecto que producían sus diligencias. Deseando hacer algo más por la razón, o ganar algún[62] tiempo, determinó enviar al capitán Juan Velázquez de León, que tampoco pudo traer al buen camino a Narváez. Entonces, cuando se convenció que no había esperanza alguna de concordia, movió su ejército y asentó su cuartel a una legua de Zempoala y en las riberas del río Canoas, llamado también Chachalaca. Dividió su fuerza en tres pequeños escuadrones, uno al mando de Gonzalo de Sandoval con la orden de caer sobre Narváez; otro dirigido por Cristóbal de Olid para apoyar a Sandoval; y el tercero, bajo su propia autoridad, que acudiría donde su presencia fuera necesaria. Pasó el citado río y entró en Zempoala atacando valerosamente a su enemigo. Narváez fué vencido y hecho prisionero. Cuando Cortés visitó a Narváez (si damos crédito a Solís) el prisionero le dijo: «Tened en mucho, señor capitán, la dicha que habéis conseguido en hacerme vuestro prisionero.» «De todo, amigo—respondió el vencedor—se deben las gracias a Dios; pero sin género de vanidad os puedo asegurar que pongo esta victoria y vuestra prisión entre las cosas menores que se han obrado en esta tierra.»
Sometidas las tropas de Narváez y habiendo recibido malas nuevas de México, al frente de 1.000 soldados de infantería y 100 de caballería, se encaminó a la corte con ánimo de salvar a Alvarado y castigar a los revoltosos mejicanos. Llegó a México, día de San Juan, siendo recibido por Moctezuma con afectos de copiosa alegría, «que tocó en exceso y se llevó tras sí la Magestad.» Correspondió Cortés con desabrimiento y aspereza a tales manifestaciones de cariño. Los motivos que tuvo el general español para mostrarse enojado con el emperador azteca, fueron los siguientes. Parece ser que Pedro de Alvarado, durante la ausencia de su jefe, creyó o aparentó creer en una conjuración de los mejicanos contra los españoles, y para castigarla, cuando se hallaban celebrando una fiesta en el Adoratorio principal, se puso al frente de cincuenta de los suyos y cayó sobre los indios, a quien atropelló con poca o ninguna resistencia, hiriendo y matando a los que no pudieron huir o tardaron más en arrojarse por las ventanas del templo. No huelga decir que los españoles despojaron de sus joyas a los heridos y a los muertos. El pueblo mejicano vió el estrago de los suyos y el despojo de las joyas, irritándose, al extremo de tomar las armas y lanzarse á la pelea.
Presentóse Cortés durante la insurrección, que ya llevaba algunos días, y encargó a Diego de Ordaz el castigo de los rebeldes. Portóse muy bien Ordaz; pero los enemigos, cada vez más valerosos, pusieron en cuidado a Cortés, quien dividió sus fuerzas en tres escuadrones y peleó como un león, hasta que huyeron por entonces para volver a la carga al día siguiente. No atendidas las proposiciones de paz hechas por el[63] capitán español, volvióse al combate con más furia. Aunque la victoria acompañaba siempre a los nuestros, no por eso dejaban de hacer mella las pérdidas sufridas. Fueron éstas las siguientes: 40 muertos, la mayor parte tlascaltecas; considerable número de heridos y maltratados, contándose entre ellos más de 50 españoles.
Tampoco era tranquilizadora la conducta de Moctezuma. Dícese—y queremos ser parcos en el relato—que Cortés, cuando la lucha estaba más empeñada, rogó a Moctezuma que, adornado de las vestiduras reales, para atajar tanta sangre, aconsejara la paz a los suyos. Accedió el Emperador, subió al terrado, arengó a los sediciosos, no fué atendido, y una piedra lanzada por sus mismos súbditos—según cuentan nuestros historiadores—le dió en la sien y le derribó en tierra, sucumbiendo poco después. Era el 30 de junio de 1520. En sus últimos momentos, lo mismo Cortés que el P. Olmedo le rogaban que se volviese a Dios y asegurase la Eternidad recibiendo el Bautismo. «Sintió Cortés esta desgracia tan vivamente, que llegó a tocar su dolor en congoja y desconsuelo»[46]. Dice Herrera que Moctezuma se dirigió a sus vasallos mandándoles que no continuasen la batalla. Alguno de los suyos hubo de contestar al Emperador: calla, bellaco, afeminado, nacido para tejer é hilar; esos perros te tienen preso; eres una gallina. «Quiso la desgracia que le acertó una piedra en las sienes: bajó a su aposentó, echóse en la cama, y estuvo tan avergonzado y corrido, que aunque la herida no era mortal, por el sentimiento, y por no querer comer ni ser curado, en cuatro días se murió». Más adelante añade el mismo cronista: «Jamás consintió paño ni cosa sobre la herida: y si se los ponían, muy enojado se los quitaba, deseándose la muerte»[47]. Dijeron algunos cronistas que la flecha o piedra que hirió gravemente a Moctezuma fué arrojada por su primo Cuauhtémoc o Guatimozín. Reinó diez y siete años. «No faltaron plumas, añade el historiador Solís, que atribuyesen a Cortés la muerte de Moctezuma, o lo intentasen por lo menos, afirmando que le hizo matar para desembarazarse de su persona»[48]. Considera Solís semejante afirmación como una calumnia[49].
Fué elegido emperador Quetlavaca, rey de Iztapalapa y segundo elector del imperio[50]. Quetlavaca era digno sucesor de Moctezuma.[64] Renovóse la guerra con verdadero furor en toda la ciudad, especialmente en el gran Adoratorio, ocupado por los mejicanos. Comprendiendo Hernán Cortés que su situación era muy difícil y cada vez más peligrosa, ordenó que inmediatamente se reuniesen sus capitanes y les consultó lo que en semejante apuro debía hacerse, decidiéndose, por último, salir de México aquella misma noche (1.º julio 1520). Formó su vanguardia con 200 soldados españoles, buen número de tlascaltecas y 20 caballos, bajo el mando de Gonzalo de Sandoval, asistido por Acevedo, Ordaz y otros; el centro, parte de la artillería, los hijos de Moctezuma y varios prisioneros de importancia, con el tesoro real; y la retaguardia con el grueso de la fuerza y el resto de la artillería a las órdenes de Pedro de Alvarado, Vázquez de León y otros. Cortés se reservó unos 100 soldados escogidos y los capitanes Alonso Dávila, Cristóbal de Olid y Bernardino Vázquez de Tapia.
Molestados por menuda lluvia, los españoles abandonaron sus cuarteles y cruzaron la silenciosa ciudad. Llegaron a la calzada de Tlacopan, y habiendo encontrado a su entrada una cortadura, arrojaron sobre ella el único puente volante que habían tenido tiempo de construir. Tanto penetró el puente en las piedras, a causa del peso de la artillería y caballería, que ya fué imposible mudarlo a las demás cortaduras. Tampoco por el pronto hubieran pensado en ello, pues los españoles y tlascaltecas se vieron atacados por todas partes. La laguna estaba cubierta de millares de canoas, y desde ellas lanzaban los mejicanos espesas granizadas de flechas y dardos sobre sus enemigos. Una segunda cortadura vino a detener la marcha de la columna, que pasó al fin por un vado o a nado, según unos historiadores, o por una viga de bastante latitud, que dejaron de romper los indios, según otros. Una tercera y última cortadura, más larga que las anteriores, aunque menos profunda, también pudieron salvar, no sin sangrientos combates. Llegó el ejército a tierra con la primera luz del día e hizo alto en Tacuba. Murieron casi 200 españoles, más de 1.000 tlascaltecas, los prisioneros mejicanos que llevaban y 46 caballos. Dióse con razón el nombre de Noche Triste a la citada de 1.º de julio de 1520.
Encaminóse Cortés, primero, hacia el Norte, pasando por Cuantillón y Tepotzolán, y luego, dirigiéndose al Este, por entre la laguna de Tzonpango y el lago de Xaliotán, a Teotihuacán en los llanos de Apán, siempre por caminos ásperos y estériles, luchando con los habitantes del país; al séptimo día de marcha, encontró las montañas que dominan el valle de Otumba. Cuarenta mil guerreros—si damos crédito a las crónicas—esperaban a los españoles en el citado valle. Arremetió contra ellos Cortés, encontrando una resistencia como no podía esperar;[65] pero no había más remedio que la victoria o la muerte. Estaba el general mejicano sobre ricas andas y con el estandarte real al lado. Nuestro caudillo, volviéndose a los suyos, ayudado de los capitanes Gonzalo de Sandoval, Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid y Alonso Dávila, se dirigió a ganar aquella insignia, que cayó bajo su poder, y muerto a sus pies, atravesado de un lanzazo, el citado jefe de los indios. Diéronse entonces a la fuga. Cortés se coronó de gloria en la batalla de Otumba (8 julio 1520). Al día siguiente entró en Tlascala con grande alegría de su ejército y más todavía de los tlascaltecas. Cuando se hallaron los heridos, entre ellos el mismo Cortés, en buena disposición, y cuando el ejército obtuvo refuerzos de Vera Cruz y del Senado de Tlascala, la provincia de Tepeaca debía sufrir severo castigo porque en ella fueron asesinados algunos soldados españoles.
Habiendo muerto de viruela el emperador Cuitlahuactzin, fué elegido sucesor Cuauhtémoc, joven belicoso y de grandes arrestos[51]. La guerra iba a continuar con más fuerza. Envió el nuevo Emperador una embajada al Senado de Tlascala ofreciendo de su parte paz y alianza perpetua entre los dos pueblos, libertad de comercio y comunicación de intereses, con la sola condición de que tomase la República las armas contra los españoles. La respuesta fué negativa, a disgusto por cierto de Xicotencal el Mozo, quien, sin embargo de su enemiga a los españoles, hubo de callar, ya porque temió la indignación de sus compañeros, ya porque le detuvo el respeto a su padre.
No dejó de poner en cuidado a Cortés la actitud de algunos de sus soldados, procedentes del ejército de Narváez, los cuales deseaban retirarse a Vera Cruz, para solicitar desde allí recursos de Santo Domingo y Jamaica. Muchos deseaban aproximarse a la costa, tal vez con la idea de abandonar a México. Recordaban seguramente las granjerías que dejaron en la isla de Cuba.
Aunque la situación de Hernán Cortés era poco halagüeña, decidido a llevar adelante su empresa, penetró en territorio tepaocano por Teompantzinco, Zacatepec y Guecholac. En Acatzinco atacó y venció al enemigo, logrando después derrotarle completamente, hasta el punto que los españoles pudieron entrar en Tepeaca. En seguida mandó expediciones contra algunos pueblos que se mantenían fuera de su obediencia, siendo los principales Tecamachalco, Cuauhtichán y Tepexic. Habiendo sometido toda la provincia, no pocos caciques de las cercanías llegaron al cuartel general de Cortés, establecido en Tepeaca, alistándose bajo sus banderas.
No fuera aventurado el indicar que de todos sus cuidados, el mayor[66] sin duda alguna, estaba en México. Cuauhtémoc ganó el corazón del pueblo mejicano y se dispuso con verdadero entusiasmo a luchar por la independencia y la libertad. El joven Emperador, pariente y yerno de Moctezuma, merecía ocupar el trono de sus antepasados. A los caciques de las fronteras les exhortó a la fidelidad y procuró atraérselos con ofertas y dádivas. Poniendo manos a la obra el Emperador, mandó un ejército a pelear con los españoles. Cortés lo destruyó en Guacachula, mas no convenía dormirse en los laureles, y comprendiéndolo así el general español, se decidió a emprender la vuelta a México, recordando, sin duda, la Noche Triste y la batalla de Otumba. Por entonces llegó un bajel a San Juan de Ulúa con 13 soldados españoles mandados por Pedro de Barba; traía también dos caballos, algunos bastimentos y municiones. Dicha fuerza, que por orden de Diego Velázquez venía a ponerse al servicio de Narváez—pues ignoraba el gobernador de Cuba los sucesos de México—pasó a aumentar el ejército de Cortés. Lo mismo sucedió con otro bajel que llegó a la costa con nuevo socorro, dirigido al citado Narváez; conducía ocho soldados a cargo del capitán Rodrigo Morejón de Lobera, una yegua y buena cantidad de armas y municiones.
Ya decidido Cortés a reconquistar la ciudad de México, comprendió que necesitaba 12 o 13 bergantines que pudieran resistir a las canoas de los indios y transportar su ejército a la ciudad. Sabía por experiencia el mal resultado de los pontones levadizos. Se comenzó a cortar madera y ordenó que se trajesen de Vera Cruz la clavazón, jarcias y demás adherentes de los bajeles que él hizo echar a pique cuando formó la resolución de conquistar la citada ciudad.
Nuevos e importantes auxilios recibió Cortés por entonces. Francisco de Garay, que intentaba introducirse en el corazón del imperio mejicano por la parte de Pánuco, tuvo que desistir de su empresa; luego la armada del mencionado Garay, después de andar perdida algunos días por el mar, llegó a la costa de Vera Cruz, donde la gente pasó al servicio de Cortés. Arribó primero un navío con 60 soldados, que mandaba el capitán Camargo; en seguida otro con más de 50, a cargo del capitán Miguel Díaz de Auz, y, por último, un tercero con más de 40 soldados y cuyo capitán se llamaba Ramírez. Habiendo aumentado el número de los españoles, pudo ya Cortés—dada la insistencia de los soldados que vinieron con Narváez, cada vez más deseosos de volver a Cuba—publicar en el Cuerpo de Guardia y en los alojamientos lo siguiente: que todos los que se quisiesen retirar desde luego a sus casas, lo podrían ejecutar libremente y se les daría embarcación con todo lo necesario para el viaje. No todos, aunque sí la mayor parte, usaron del permiso.
[67] En tanto que Cortés mandaba a España como comisarios a los capitanes Alonso de Mendoza y Diego de Ordáz para que diesen noticia al emperador Carlos del estado de la conquista, y llevando también una carta, en la cual se resumía lo más substancial de los despachos que remitió el año antecedente con Fernández Portocarrero y Montejo; en tanto que los dos ayuntamientos de la Vera Cruz y de Segura de la Frontera escribían sus correspondientes cartas, representando a Su Majestad lo que importaba mantener a Cortés al frente de aquel gobierno; en tanto que el valeroso hijo de Medellín fletaba un bajel para que los capitanes Alonso Dávila y Francisco Alvarez Chico pasasen a la isla de Santo Domingo y dijeran a los religiosos de San Jerónimo cuánto importaba enviar sacerdotes de probada virtud que ayudasen al P. Olmedo en la conversión de los indios; en tanto que los cuatro procuradores de Cortés (Portocarrero, Montejo, Ordáz y Mendoza), acompañados y dirigidos por Martín, padre de nuestro héroe, conseguían audiencia del Cardenal Gobernador Adriano—pues el Emperador estaba por entonces en Alemania—, en la que hubieron de representar los motivos que tenían para desconfiar de la justicia del Obispo de Burgos, presidente del Consejo de Indias, motivos que fueron atendidos, puesto que consiguieron su recusación; en tanto que el Emperador, de vuelta de Alemania, nombraba una Junta compuesta, entre otros, de Mercurino de Gatinara y del Dr. Lorenzo Galíndez de Carvajal, Comendador Mayor de Castilla, para que estudiase detenidamente el pleito que tenían el Gobernador de Cuba y el futuro conquistador de Nueva España, y que se decidió en favor del último; y en tanto o antes que éstas y otras cosas ocurrían, Cortés, en el mismo día que se celebraba la fiesta de los Inocentes del año 1520, se puso a la cabeza de su ejército, compuesto de unos 600 hombres, de ellos 80 arcabuceros y ballesteros y 40 ginetes con 9 cañones y alguna pólvora; además llevaba numeroso ejército de aliados. Pernoctó nuestro héroe el primer día en Texmeliuán, el segundo en la sierra de Telapón, y el tercero descendió a la llanura. Continuó su camino, descubriendo a largo trecho el ejército enemigo, el cual hubo de retirarse poco a poco. No quiso seguir el alcance, porque le importaba ocupar lo antes posible la populosa ciudad de Tezcuco, lugar ventajoso para establecer allí plaza de armas y necesario para la realización de su empresa. Penetró en Tezcuco, destituyó del señorío al tirano Cacumazin y nombró en su lugar a Ixtlixoquedalte, quien, a ruegos de Fr. Bartolomé de Olmedo, se dejó bautizar, tomando el nombre de D. Hernando Cortés, en obsequio de su padrino.
De Tezcuco pasó a Iztapalapán, populosa ciudad de 50.000 habitan[68]tes, situada en la misma calzada por donde hicieron su primera entrada los españoles. Cortés, llevando consigo a los capitanes Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid, se situó en parte de la ciudad edificada en tierra firme, teniendo que abandonarla a toda prisa, porque los enemigos, rompiendo las acequias, consiguieron inundar aquella parte de la población. Acamparon nuestras tropas en próxima y pequeña montaña, retirándose a Tezcuco, no sin ser molestadas por los mejicanos.
Chalco, provincia situada en la extremidad oriental del lago de su nombre, se entregó a Gonzalo de Sandoval, y la provincia de Otumba, ya famosa en esta crónica, prestó vasallaje a Francisco de Lugo. Otras provincias pidieron, del mismo modo, protección a los españoles.
Cuando Cortés vió llegar a Tezcuco el maderamen de los bergantines, tuvo momentos de verdadera alegría. En un grande astillero, que se formó cerca de los Canales, comenzó la tablazón, herraje y demás operaciones de la marinería. Sin embargo de la prisa que todos se daban, dijeron los maestros que se necesitaban más de veinte días para poder servirse de las embarcaciones. En este tiempo se propuso reconocer personalmente las poblaciones próximas, observando los sitios que debía ocupar para impedir los socorros de México y castigando a los rebeldes del pueblo de Yaltocán y de otras poblaciones.
Llegó por este tiempo a Vera Cruz un navío (lo cual era señal casi evidente—según Solís—de que corría por cuenta del cielo esta conquista) dirigido a Hernán Cortés, y en él Julián de Aldrete, natural de Tordesillas (Valladolid) y algunos religiosos y soldados con un socorro considerable de armas y pertrechos. Pasó la gente a Tlascala y luego a Tezcuco.
No cesaba la guerra entre españoles y mejicanos. El odio era mayor cada día. Cuauhtémoc, a diferencia de sus antepasados, se hallaba decidido a vengar cara su libertad y la de su pueblo. Verdad es que ya sabía de lo que eran capaces los españoles. El esforzado Gonzalo de Sandoval por un lado y el mismo Cortés por otro, pelearon valerosamente. Vióse este último en gran peligro al tomar la ciudad de Suchimilco (distante cuatro leguas de México), hasta el punto que cayó del caballo, y cuando iba a ser presa de los mejicanos, el soldado Cristóbal de Olea, natural de Medina del Campo, poniéndose a la cabeza de algunos tlascaltecas dió muerte por sus manos a los que oprimían al héroe, restituyéndole la libertad. Retiróse a Tezcuco, muy descontento de su jornada a Suchimilco, habiendo perdido nueve o diez españoles.
Poco después le causó profunda pena la noticia de que un soldado español llamado Antonio de Villafaña se había puesto al frente de una conjuración. Dicha conjuración se disponía matar a Cortés y a los prin[69]cipales jefes, único medio de abandonar la conquista y retirarse a Cuba. Villafaña fué preso y colgado en una ventana de su mismo alojamiento.
Otro embarazo, aunque de diferente género, se ofreció en seguida. Dícese que el general Xicotencal (a cuyo cargo—según Solís—estaban las primeras tropas que vinieron de Tlascala) se decidió a desamparar el ejército, sirviéndose de la noche para su retirada; y también se dice que Cortés mandó a su alcance dos o tres compañías de españoles, con suficiente número de indios fieles, llevando la orden de que le prendiesen o le matasen. Ejecutóse lo último y su cadáver apareció colgado de un árbol[52].
En la mañana del 28 de abril de 1521 Hernán Cortés formó sus tropas y pasó revista a su ejército, compuesto de 818 infantes (118 entre arcabuceros y ballesteros), 87 soldados de caballería, 3 grandes cañones de hierro y 11 falconetes, con abundantes municiones. El P. Olmedo bendijo la flotilla y los bergantines resbalaron en el canal, descendiendo por sus aguas hasta entrar en el lago Tezcuco.
Conquista de México (Continuación).—Cortés, Alvarado, Olid y Sandoval caen sobre México.—Lucha entre las piraguas mejicanas y los bergantines españoles.—Desastre de los españoles.—Victoria de Cortés.—Cuauhtémoc es hecho prisionero.—Caída de México.—Repartición del botín.—Suplicio del rey de Tacuba y de Cuauhtémoc.—Cédula del 26 de junio de 1523.—Dúdase de la fidelidad de Cortés.—Muerte de Catalina Suárez.—Cortés en España.—Su entrevista con el Emperador.—El obispo Zumárraga.—La Audiencia.—Levantamiento de los chichimecas.—Conquista de Yucatán.—Cortés en México.—Relaciones entre Cortés y la Audiencia.—Fundación de Querétaro y de otras poblaciones.—Los reyes y la colonia mejicana.
Dividió Hernán Cortés el ejército en tres columnas: la primera bajo las órdenes de Pedro de Alvarado, la segunda la dirigiría Cristóbal de Olid, y al frente de la tercera puso a Gonzalo de Sandoval. Contaba la primera de 168 infantes, 30 caballos y unos 25.000 tlascaltecas; la segunda, de 168 infantes, 33 caballos y 25.000 tlascaltecas; y la tercera de 167 infantes, 24 caballos y 30.000 indios de todos los contingentes aliados. El se reservó para las primeras operaciones el mando de los bergantines. Determinó ocupar al mismo tiempo las tres calzadas de Tamba, Cojohuacán e Iztapalapán, operación que encomendó respectivamente a Alvarado, Olid y Sandoval. Cortés, con su flotilla, se dispuso a echar a pique el número considerable de canoas que aparecía por todas partes en la laguna. Memorable fué el triunfo que logró nuestra escuadra sobre la mejicana. Las canoas y piraguas que pudieron salvarse buscaron refugio en los canales de la capital. En todas partes se peleaba con la misma furia, mostrando su valor y pericia los citados jefes. Satisfecho Cortés de la parte que tomaron en la victoria los bergantines, envió cuatro a Alvarado, otros cuatro a Sandoval y él con los cinco restantes pasó a incorporarse con el maestre de campo Cristóbal de Olid. Mostrábase cada vez más risueña la fortuna en nuestro campo, llegando Alvarado, Sandoval, Olid y Cortés a arruinar los burgos o primeras casas de la ciudad.
[71] La guerra, sin embargo, se iba a recrudecer más. Comprendiendo los mejicanos que las canoas no podían resistir el empuje de los bergantines, construyeron piraguas, grandes y fuertes embarcaciones. Se repitieron los ataques en los días sucesivos. Nuestra artillería dió al través, tiempo adelante, con las piraguas; pero es de sentir que los nuestros cayesen en una emboscada que trajo fatales resultados. En algunas partes de la laguna se hallaban densos y elevados bosques de cañas, palustres o carrizales, en los cuales se escondieron varias piraguas. Llevaron del mismo modo cuatro canoas de bastimentos para que sirviesen de cebo a la emboscada, colocando debajo del agua gruesas estacas para que chocasen en ellas los bergantines. Dos de estos, mandados por Pedro Barba y Juan Portillo (de los cuatro que asistían a Gonzalo de Sandoval) vieron las canoas, se arrojaron con todo el ímpetu de los remos sobre ellas, quedando al poco tiempo en los carrizales, sin poder retroceder ni pasar adelante. Entablóse entre las piraguas y los bergantines lucha desesperada. En ella murió el capitán Juan Portillo y de resultas de las heridas, tres días después, Pedro Barba. No lejos del sitio de la desgracia se valieron los españoles de la misma estratagema y se vengaron con creces de la muerte de los nuestros, pues rompieron enteramente la escuadra enemiga.
Convocó el Emperador azteca a sus ministros, a sus generales y a sus sacerdotes y a todos hizo presente el estado miserable de la ciudad, la gente de guerra que se perdía y el hambre de gran parte del pueblo. Inclinóse a la paz, como se inclinaron en seguida ministros y cabos; pero enérgicamente y con tesón se opusieron a ella los sacerdotes. También los españoles estaban cansados de lucha tan larga.
Cuauhtémoc y Hernán Cortés se decidieron a terminar pronto y con toda energía la contienda. Alvarado y Sandoval unidos atacarían por la calzada de Tacuba, apoyados por los bergantines, hasta llegar al mercado de Tlatelolco que tenían a su frente; Cortés, desde sus cuarteles de Xoloc se propuso el mismo objetivo y dividió sus fuerzas en tres trozos: uno, a las órdenes de Alderete; otro, a las de Andrés Tapia y Jorge Alvarado (hermano de Pedro), y el tercero, a las suyas. Los pocos obstáculos que las tres columnas encontraron en el avance hizo sospechar al capitán español que Cuauhtémoc quería atraerlas al corazón de la ciudad. Si prudentemente se detuvo Cortés, Alderete cayó en el lazo. Su columna se entregó a la fuga perseguida por los guerreros aztecas y acobardada por los proyectiles que le arrojaban desde las azoteas. Cortés, lleno de terror, intentó detener al enemigo. Cayeron sobre él e hicieron no pocos esfuerzos para arrastrarle a las canoas. Cuando se puso fuera de combate, a causa de una herida en el muslo y[72] parecía perdida toda salvación, Cristóbal de Olea se arrojó como un león a la pelea y también un jefe de Tlascala. Salvóse Cortés; pero Olea fué herido mortalmente. Quiñones, capitán de su guardia, y Guzmán, su paje, acudieron también a su auxilio. En el momento que el citado paje le ayudaba a montar en un caballo, fué cogido aquel infeliz y arrastrado a las canoas enemigas; Quiñones pudo retirarse con su jefe, el cual, ganando tierra firme en la plaza frente a la calle de Tacuba, reunió los restos de la columna de Alderete a la de Tapia y la suya, marchando, acosado por todas partes, al real de Xoloc. Mandóse a Andrés Tapia a la calzada de Tacuba para que Alvarado y Sandoval tuviesen noticia del desastre y ajustaran a él su manera de obrar. Verificóse la retirada.
No puede negarse que Cuauhtémoc dió prueba de excelente Capitán. Grande fué el triunfo que consiguió sobre sus enemigos.
Aunque en el campo español se echó la culpa de la desgracia a Alderete, Cortés, habiéndole preguntado Sandoval por las causas del desastre, contestó: «Es por mis pecados a lo que debo esta desgracia, Sandoval, hijo mío.» «Pasaron de 40 los españoles—escribe Solís—, que llevaron vivos para sacrificarlos a los Idolos; perdióse una pieza de artillería; murieron más de 1.000 tlascaltecas, y apenas hubo español que no saliese maltratado.»[53].
Al poco tiempo volvió la fortuna a mostrarse risueña con Hernán Cortés. Vino por aquellos días a Vera Cruz un barco con municiones, ya escasas en el campo español. Curados de sus heridas capitanes y soldados, y reforzado el ejército con gruesos contingentes de aliados, resolvió Cortés tomar la ofensiva. Salieron Alvarado, Sandoval y Hernán Cortés, el primero por el camino de Tacuba, el segundo por el de Tapeaquilla y el tercero por el de Cojohuacán. Penetraron en la ciudad y ganaron en seguida las calles arruinadas, porque los enemigos las defendían flojamente. Los tres se dirigieron a la plaza de Tlatelolco, llegando el primero Alvarado, que se apoderó de un gran Adoratorio, donde estaba el dios de la guerra. El segundo que penetró en la plaza fué Cortés, con Olid a sus órdenes; el tercero y último fué Gonzalo de Sandoval. La lucha entre españoles y mejicanos no pudo ser más feroz ni sangrienta. Los indios huyeron desalentados a guardar la persona de su Rey, que se hallaba bastante comprometida.
El 13 de agosto de 1521 condujo Cortés a su ejército contra la parte de la ciudad ocupada todavía por el enemigo. En apuro tan grande—dícese—que los mejicanos pidieron la paz para entretener a Cortés, escapándose entretanto Cuauhtémoc. Conoció el engaño el capitán espa[73]ñol, quien dispuso que García Holguín con su bergantín, que era el más velero, diera caza a la piragua que iba delante y parecía superior a las demás. Dada por García Holguín la orden de acometerla, levantóse para rechazar el asalto un joven guerrero; pero al gritar los mejicanos que era el Emperador, dejó caer sus armas y dijo: «Yo soy Cuauhtémoc; conducidme a Malintzin (Cortés); soy su prisionero; pero que no se haga daño a mi mujer y a los míos.» Llevado a presencia de Cortés, manifestó «que había hecho cuanto había podido para defenderse a sí y a los suyos; y que si los dioses le habían sido contrarios, que no tenía la culpa, que su prisionero era, que hiciese su voluntad, y poniendo la mano en el puñal de Cortés, le dijo que le matase, que iría muy consolado adonde sus dioses estaban, especialmente habiendo muerto á manos de tal capitán»[54]. Rogóle Cortés que mandase a los suyos que se dieran a partido o que cesara tanto derramamiento de sangre. Así lo hizo y fué obedecido inmediatamente. «Y aquí acabó—añade Herrera—la guerra y el gran imperio mejicano.»
Esa guerra—decimos nosotros—constituye una epopeya, en la cual brillaron dos héroes, dignos igualmente de las alabanzas de la historia: Cuauhtémoc, vencido, y Hernán Cortés, vencedor. Si tuviéramos que decidirnos por alguno, nuestras simpatías estarían por el mejicano. Y para que a nadie cause extrañeza nuestra manera de pensar, más adelante diremos, cuando de Santo Domingo se trate en el capítulo XX de este tomo, que, entre Napoleón el Grande y Toussaint Louverture, preferimos también al que muere defendiendo a su patria, que al tirano conquistador. Ante el tribunal de la historia, blancos y negros, españoles y americanos, son iguales.
Refieren nuestros cronistas que el capitán español estuvo cariñoso con los deudos de Cuauhtémoc. Por espacio de muchos años, el 13 de agosto, día de San Hipólito, se hacían solemnes fiestas en México, como recuerdo de batalla tan señalada. En la procesión religiosa se llevaba el pendón de aquel ejército. El sitio de México había durado tres meses y medio. Los días siguientes a la rendición se invirtieron en limpiar la ciudad de montones de cadáveres, dejando Cortés la guarnición a Sandoval y a Pedro de Alvarado, en tanto que él se retiraba con los prisioneros a Cojohuacán. Poco después volvió Cortés a la ciudad. Celebróse la conquista de México con banquetes y gran recepción oficial, a la cual asistió Pánfilo de Narváez, hasta entonces preso en Vera Cruz y ya en completa libertad para que pudiese—como lo hizo—regresar a España. Murieron en el sitio y toma de México—según las estadísticas más exactas—unos 67.000 hombres; por el hambre y las enfermeda[74]des, 50.000. Los españoles tuvieron el 9 por 100 de su efectivo. Las pérdidas de los aliados llegaron a 30.000. Repartido el botín—unos 130.000 castellanos de oro—, las alegrías se convirtieron en tristezas. No correspondieron, ni con mucho, las riquezas a las esperanzas de capitanes y soldados. Pidieron los más descontentos a Cortés que les fueran entregados Cuauhtémoc y el rey de Tacuba para obligarles a declarar dónde habían escondido sus tesoros. Cedió Cortés, y puestos a tormento sobre unas parrillas, bajo las cuales había fuego, como el rey de Tacuba, mirando a Cuauhtémoc, lanzase un grito de dolor, exclamó el Emperador: Y yo ¿estoy acaso en algún lecho de rosas? Cortés mandó suspender el suplicio para encerrarlos en miserable prisión.
Pasado algún tiempo llegó a Cojoacán la mujer de Hernán Cortés, D.ª Catalina Suárez de Marcayda. Aunque Cortés celebró la presencia de su esposa con regocijos y fiestas de cañas, no debió sentirse muy contento. A los pocos meses, en la casa de dicha población llamada del Conquistador, Hernán Cortés halló muerta a dicha D.ª Catalina, como se dirá con más detenimiento en este mismo capítulo.
Sosegado el país al cabo de borrascas tan bravas, ocupóse el Conquistador en enviar expediciones a pueblos lejanos, no olvidándose de la organización de Nueva España[55]. Preocupábanle con alguna razón los continuos alzamientos de los naturales; pero lo que le puso en más cuidado fué la rebelión de Cristóbal de Olid, quien se dejó ganar por los partidarios de Velázquez. El conquistador de México en persona salió, llevando consigo a Cuauhtémoc y a los reyes de Acolhuacan y de Tlacopan, en persecución de Olid. Luego, cansado de vigilar a los reyes prisioneros, con pretexto de ser fautores de una conjuración, les hizo matar, colgándoles de los pies de una frondosa ceiba (25 de febrero de 1525), no sin que Cuauhtémoc, protestando de su inocencia, amenazase a Cortés con la justicia de Dios.
Aunque el ilustre historiador americano Guillermo Prescott afirme que la caída del imperio de los aztecas fué beneficiosa a la humanidad, dada la crueldad y el canibalismo en los citados indios, nosotros guardamos silencio y condenamos a todos los que en nombre del cristianismo y de la civilización cometieron hechos semejantes.
No tardaron en someterse las provincias de aquel vasto imperio. Todas las tribus establecidas entre las grandes cordilleras occidentales del primitivo Anahuac (imperio de México) y el gran Océano Pacífico prestaron obediencia al rey de España. No les quedaba otro recurso.[75] Cuando vieron caer uno tras otro, a sus hijos, a sus hermanos y a sus padres; cuando se encontraron sin Emperador y sin caciques; cuando contemplaron saqueadas sus poblaciones y sus campos, bajaron la cabeza y se entregaron, víctimas de su abatimiento, al vencedor.
Habremos de recordar que algún tiempo antes encargó el rey de España—según Cédula de 26 de junio de 1523—, «que Don Hernando Cortés, virrey de México, procurase descubrir en la costa abajo de aquella tierra un Estrecho que había para pasar del mar del Norte al del Sur—pues convenía mucho al Real servicio saberlo—, poniendo toda diligencia en enviar personas que le trajesen larga y verdadera relación de lo que hallasen para dar cuenta a S. M., quien igualmente estaba informado que hacia la parte del Sur de aquella tierra había mar en que estaban depositados grandes secretos y cosas de que Dios era muy servido y estos reinos acrecentados, y esperaba practicase lo mismo a fin de saberlo con certeza»[56].
Creemos conveniente trasladar aquí, sin embargo de su mucha extensión, la citada cédula. Tiene verdadero interés, porque en ella vemos con toda exactitud las ideas y sentimientos que animaban a nuestros monarcas. Dice así:
Valladolid 26 de Junio de 1523.
El Rey. La orden que es mi merced y voluntad que vos Hernando Cortés, nuestro Capitan general y Gobernador de la Nueva España, tengais así en el tratamiento y conversion de los Naturales y moradores de la dicha tierra, que es debajo de vuestra governacion, como en lo que toca a nuestra Hacienda, y a la poblacion de la dicha tierra, y a su bien noblecimientos y pacificacion, de que dareis parte a los nuestros oficiales que en ella avemos proveído: es lo siguiente.
1.
Primeramente sabed, que por lo que principalmente avemos holgado, y dado infinitas gracias a nuestro Señor de nos aver descubierto esa tierra, y provincias della, ha sido, y es, porque segun buestras relaciones y de las personas que de esas partes han venido, los Indios habitantes y naturales della, son más hábiles y capaces y razonables que los otros Indios naturales de la Tierrafirme e Isla Española y S. Juan, y de las otras que hasta aquí se han hallado y descubierto y poblado, por muchas cosas, experiencias y muestras que se han hallado y visto y conocido en ellas, y por estas causas hay en ellos más aparejo para conocer a nuestro Señor y ser instruídos y vivir en su santa Fe Cató[76]lica como Christianos, para que se salven, que es nuestro principal deseo e intencion: y pues como veis todos somos obligados a les ayudar, y trabajar con ellos, a este propósito. Yo vos encargo y mando quanto puedo que tengais especial y principal cuidado de la conversion, y Doctrina de los Jecles e Indios de esas partes e Provincias que son debaxo de vuestra governacion, y que con todas vuestras fuerzas, supuestos todos otros intereses y provechos, trabajeis por vuestra parte quanto en el mundo os fuere posible, como los Indios naturales de esa Nueva España sean convertidos a nuestra Santa Fe Católica, e industriados en ella, para que vivan como Christianos y se salven; y porque como saveis a causa de ser los dichos Indios tan sujetos a sus Jecles y señores y tan amigos de seguirlos en todo, parece que sería el principal camino para esto comenzar a instruir a los dichos señores principales, y que tambien no sería muy provechoso que de golpe se hiciese mucha instancia a todos los dichos Indios a que fuesen Christianos y que recivieran dello desabrimiento: ved allá lo uno y lo otro, y juntamente con los Religiosos y personas de buena vida que en esas partes residen, entender en ello con mucho hervor, teniendo toda la templanza que convenga.
2.
Asimismo por las dichas causas parece que los dichos Indios tienen maña y razon para vivir política y ordenadamente en sus Pueblos que ellos tienen, aveis de trabajar como lo hagan así y perseveren en ello poniéndolos en buenas costumbres y toda buena orden de vivir.
3.
Asimismo porque por las relaciones e informaciones que de esa Tierra tenemos, parece que los naturales della tienen Idolos donde sacrifican criaturas humanas y comen carne humana, comiéndose unos a otros, y haciendo otras abominaciones contra nuestra santa Fe Católica y toda razon natural; y que ansímismo quando entre ellos hay guerras los que captivan y matan los toman y comen, de que nuestro Señor ha sido y es muy deservido, aveis de defender y notificar a todos los naturales de esa tierra que no lo hagan por ninguna vía, defendiéndoselo só graves penas, y para selo testar busqueis todas las buenas maneras que para ello pueda ayudar y aprovechar diciendo quanto contra toda razon dibina y humana, y quan grande abominacion es comer carne humana, que para que tengan carnes que comer y de que se sustentar, demás de los ganados que se han llevado a la dicha Tierra mandaremos contino llevar, porque multipliquen y ellos escusen la dicha abominacion: y ansímismo les amonestad que no tengan Idolos, ni mezquitas, ni[77] Casas de ellos en ninguna manera; y despues que así selo hayais amonestado y notificado muchas veces, a los que contra ello fueren los castigad con graves penas públicas, teniendo en todo la templanza que vos pareciere que conviene.
4.
Otrosí por quanto por la larga experiencia avemos visto que aver hecho repartimientos de Indios en la Isla Española, y en las otras Islas que hasta aquí están pobladas y averse encomendado y tenido los Christianos Españoles que la han ido a poblar, han venido en grandísima disiminucion por el mal tratamiento y demasiado trabajo que les han dado: lo qual allende del grandísimo daño y perdida que en la muerte y disminucion de los dichos Indios ha avido, y el gran deservicio que nuestro Señor dello ha recibido, ha sido causa y estorvo para que los dichos Indios no viniesen en conocimiento de nuestra Santa Fe Católica para que se salvasen: por lo qual, visto los dichos daños que del repartimiento de los dichos Indios se siguen, queriendo proveer y remediar lo susodicho, y en todo cumplir con lo que debemos principalmente al servicio de Dios Nuestro Señor, de quien tantos bienes y mercedes avemos recibido y recivimos cada día, y satisfacer a lo que por la Santa Sede Apostólica nos es mandado y encomendado por la Bula de la donacion y concesion, mandamos platicar sobre ellos a todos los del nuestro Consejo, juntamente con los Theologos, Religiosos y personas de muchas letras, y de buena y santa vida, que en nuestra Corte se hallaron y pareció que nos con buenas conciencias, pues Dios Nuestro Señor crió los dichos Indios libres y no sugetos, no podemos mandar los encomendar, ni hacer repartimiento de ellos a los Christianos, y así es nuestra voluntad que se cumpla: Por ende Yo vos mando que en esa dicha tierra no hagais, ni consintais hacer repartimientos, encomienda, ni deposito de los Indios della, sino que los dejeis vivir libremente, como nuestros Vasallos viven en estos nuestros Reynos de Castilla, y si quando esta llegare tuvieredes hecho algun repartimiento, o encomendado algunos Indios a algunos Christianos, luego que la recivieredes revocad qualquier repartimiento o encomienda de Indios que hayais hecho en esa tierra a los Christianos Españoles que a ella han ido e estuvieren, quitándolos dichos Indios de poder de qualquier persona o personas que los tengan repartidos o encomendados, y los dejeis en entera libertad, e para que vivan en ella, quitandolos e apartandolos de los vicios y abominaciones en que han vivido y están acostumbrados a vivir como dicho es: Y aveisles de dar a entender la merced que en esto les hacemos, y la voluntad que tenemos a que sean[78] bien tratados y enseñados, para que con mejor voluntad vengan en conocimiento de nuestra Santa Fe Católica e nos sirvan e tengan con los Españoles que a la dicha tierra fueren, la amistad y contratacion que es razon.
5.
Y porque es cosa justa y razonable que los dichos Indios naturales de la dicha tierra nos sirban, y den tributo en reconocimiento del señorío y servicio que como nuestros subditos y vasallos nos deben, e somos informados que ellos entre sí tenían costumbre de dar a sus Jecles y señores principales cierto tributo ordinario, Yo vos mando que luego que los dichos nuestros Oficiales llegaren todos juntos, vos informeis del tributo o servicio ordinario que daban a los dichos sus Jecles, e si hallaredes que es ansí que pagaban el dicho tributo, aveis de tener forma y manera, juntamente con los dichos nuestros Oficiales, y asentar con los dichos Indios, que nos den y paguen en cada un año otro tanto dinero y tributo como deban o pagaban hasta agora a los dichos sus Jecles y señores, y si hallaredes que no tenían costumbre de pagar el dicho quinto y tributos, asentareis con ellos que nos den y paguen reconocimiento del vasallage, que nos deben como á sus soberanos señores ordinariamente lo que vos pareciere que buenamente podrían cumplir y pagar, y ansimismo vos informeis demas de lo susodicho, en que otras cosas podemos ser servidos y tener renta en la dicha Tierra, asi como salinas, mineros, pastos, y otras cosas que oviere en la tierra.
6.
Y porque una de las principales causas por donde los indios naturales de esa dicha tierra y Provincias della han de venir en conocimiento delo suso dicho, es tomando exemplo en los Christianos Españoles que á esa dicha tierra fueren, y con su conversacion y testo ha de ser tratando y rescatando y conversando los unos con los otros, aveis demandar y ordenar de nuestra parte. E nos por la presente mandamos y ordenamos que entre los dichos Indios y Españoles haya contratacion y comercio voluntario, á contentamiento de partes, trocando los unos con los otros las cosas que tuvieren; pero habeis de defender só buenas penas que ninguno só color de la dicha contratacion, tome de los dichos Indios cosa alguna contra su voluntad, ni por engaño, sino por limpia y libre contratación y rescate, porque demas de los dichos provechos, será esto causa que tomen amor con vosotros.
7.
Y para que todo mejor se pueda hacer y encaminar, y con mas con[79]formidad y amor, aveis de procurar por todas las maneras y vías que vieredes y pensaredes, que para ello pueden aprovechar de atraer con buenas obras y con buenos tratamientos a que los Caciques é Indios que en esas dichas tierras é Islas á ella comarcanas esten con los Christianos en todo amor y amistad y conformidad, y que por esta vía se haga todo lo que se oviere de hacer con ellos, así en el rescate y contratacion y comercio que con ellos ovieren de tener como en todo lo demás. Y para que mejor se haga, la principal cosa que aveis de procurar y no consentir que por vos, ni por otras personas algunas se les quebrante ninguna cosa que les fuere prometida, sino que antes que se les prometa se mire con mucho cuidado si se les puede guardar, y sino se les pudiere bien guardar, que no se les prometa en manera alguna; pero despues que así les fuere prometido, se les guarde y cumpla muy enteramente sin ninguna falta aquello que así se les prometiere, de manera que les pongais en mucha confianza de vuestra verdad.
8.
Otrosí aveis de prohibir, escusar y no consentir, ni permitir que se les haga guerra, ni mal, ni daño alguno, ni se les tome cosa alguna de lo suyo, sin se lo pagar (como dicho es), porque de miedo no se alboroten, ni se lebanten, antes aveis de castigar á los que les hicieren mal tratamiento ó daño alguno sin buestro mandado, porque por esta vía estarán en más conversacion de los Christianos, que es el mejor camino para que ellos vengan en conocimiento de Nuestra Santa Fe Católica, que es nuestro principal deseo é intencion, é más se gana en convertir ciento de esta manera que cien mil por otra vía.
9.
En caso que por esta vía no quisieren venir á nuestra obediencia, é se les obiese de hacer guerra, aveis de mirar que por ningun caso se les haga guerra, no siendo ellos los agresores, é no aviendo hecho ó provado á hacer mal ó daño á nuestra gente, y aunque ellos hayan cometido, antes de romper con ellos, les hagais de nuestra parte los requirimientos necesarios para que vengan á nuestra obediencia, una, é dos, é tres y más veces, quantas vieredes que sean necesarias, conforme á lo que se os havia ordenado é firmado de Francisco de los Cobos, mi secretario y de mi Consejo. E pues allá habrá con vos algunos Christianos que sabrán la lengua, con ellos les dareis primero á entender el bien que les verná de ponerse debaxo de nuestra obediencia, y el mal y daño y muertes de hombres que les verná de la guerra, especialmente, que los que se tomaren en ella vivos han de ser esclavos. Y para que de esto[80] tengan entera noticia y que no puedan pretender ignorancia, les haced la dicha notificacion, porque para que puedan ser tomados como esclavos, é los Christianos los puedan tener con sana conciencia, está todo el fundamento en lo susodicho, aveis de estar sobre el aviso de una cosa que todos los Christianos porque los Indios se les encomienden, como lo han sido en las otras islas que hasta aquí se han poblado, ternan mucha gana que sean de guerra, y que no sean de paz, y que siempre han de hablar á este propósito; E porque no podais escusar de hablar con ella, es bien estar avisado desto para el crédito que en este se les debe dar, y para remediar que en ninguna manera se haga.
10.
Y porque soy informado que una de las más principales cosas, y que más les ha alterado en la Isla Española, y que más les ha enemistado con los Christianos ha sido tomarles las mugeres é hijas é criadas que tienen en sus casas contra su voluntad, é usar de ellas como de sus mujeres, aveis de defender que no se haga en ninguna manera, ni por ninguna color que sea, por quantas vías é maneras pudieredes, mandándolo pregonar só graves penas las veces que os pareciere que sean necesarias, executando las penas en las personas que quebrantaren vuestros mandamientos con mucha diligencia, é ansí lo debeis mandar hacer en todas las otras cosas que os parecieren necesarias para el buen tratamiento de los Indios.
11.
Item, juntamente con los dichos nuestros oficiales, pondreis nombre general á toda la dicha Tierra é Provincias della, é á las Ciudades, Villas y Lugares que se hallaren, y en la dicha tierra oviere, en las cosas concernientes al aumento de Nuestra Santa Fé Católica é á la conversion de los Indios. Una de las más principales cosas que aveis de mirar mucho es, en los asientos de los Lugares que allá se ovieren de hacer é asentar de nuevo. Lo primero es ver en quantos Lugares es menester que se hagan asientos en la costa de la mar para seguridad de la navegacion, y para la seguridad de la tierra; y los que han de ser para asegurar la navegacion sean en tales Puertos, que los Navíos que de acá de España fueren, se puedan aprovechar dellos en refrescar de agua, é de las otras cosas que fueren menester para su viaje. E si en el lugar que agora estan hechos, como en los que de nuevo se hicieren, se ha de mirar que sea en sitios sanos y no anegadizos, é de buenas aguas, y de buenos ayres, y cerca de montes, y de buenas tierras de labranzas, é donde se puedan aprovechar de la mar para cargar é descargar, sin que[81] haya trabajo é costa de llevar por tierra las mercaderías que de acá fueren; é si por respetos de estar más cercanos á las Minas se oviere de meter la tierra adentro, débese mucho mirar que sea en parte que por alguna rivera se puedan llevar las cosas que de acá fueren desde la mar hasta la poblacion, porque no aviendo allá vestias, como no las hay, será grandísimo el trabajo para los hombres llevarlas (mercaderías) á cuestas, que ni los de acá, ni los Indios lo podrán sufrir. E de estas cosas susodichas, las que más pudieren tener, se deben procurar.
12.
Vistas las cosas que para los asientos de los Lugares son necesarios y escogidos, y el sitio más provechoso, é que incurran más de las cosas que para el Pueblo son menester, aveis de repartir los solares del Lugar para hacer las Casas, y estos han de ser repartidos segun la calidad de las personas, y sean de comienzo dadas por orden, de manera que hechas las casas en los solares, el Pueblo parezca ordenado, así en el lugar que dejaren para la Plaza, como en el lugar que oviere de ser la Iglesia, como en la orden que tuvieren los tales Pueblos y calles de ellos; porque en los Lugares que de nuevo se hacen, dando la orden en el comienzo, sin ningun trabajo ni costa quedan ordenados, y los otros jamás se ordenan. Y en tanto que nos hicieremos merced de los oficios de Regimiento perpetuo, é otra cosa mandamos proveer, aveis de mandar que en cada Pueblo de la dicha nuestra gobernacion elijan entre sí para un año para cada uno de los dichos oficios, tres personas, y destas tres, vos con los dichos nuestros oficiales, tomareis una, la que más hábil ó mejor os pareciere que sea qual conviene; ansí mismo se han de repartir los heredamientos, segun la calidad y manera de las personas, y segun lo que ovieren servido, así los creced y mejorad en heredad, repartiéndolas por peonías ó caballerías, y el repartimiento ha de ser de manera que á todos quepa parte de lo bueno y de lo mediano y de lo menos bueno, segun la parte que á cada uno se le oviere de dar en su calidad.
13.
E a las personas y vecinos que fueren recibidos por vecinos de los tales Pueblos, les deis sus vecindades de caballerías o peonías, segun la calidad de la persona de cada uno, residiéndola por cinco años le sea dada por servida la tal vecindad, para disponer della a su voluntad como es costumbre: al repartimiento de las quales dichas vecindades y caballerías que se ovieren de dar a los tales vecinos, mandamos que se halle presente el Procurador de la ciudad o villa donde se le oviere de dar y ser vecino.
14.[82]
Ansí mismo vos mando que señaleis a cada una de las Villas y Lugares que de nuevo se han poblado y poblaren en esa tierra, las tierras y solares que vos parezca que han menester, y se les podrán dar sin perjuicio de tercero para propios, y enviarme bien la relacion de lo que a cada uno ovieredes dado y señalado, para que Yo se lo mande confirmar.
15.
Aveis de procurar con todo cuidado de tener fin en los Pueblos que hicieren en la tierra adentro, que los hagais en parte y asiento que os podais aprovechar dellos para poder hacerlo. Y porque desde acá no se puede dar regla particular para la manera que se ha de tener en hacerlo, sino la experiencia de las cosas que de allá sucedieren, os han de dar la abilantera e aviso de cómo y quándo se han de hacer, solamente se os puede decir esta generalmente; que procureis con mucha instancia y diligencia, y con toda brevedad que pudieredes certificaros dello, y certificado que es ansí verdad, todas las cosas que ordenaredes y hicieredes, las hagais y determineis con pensamiento que os han de servir e aprovechar para aquello, porque habrá mucho dello que agora sin ninguna cosa ni trabajo los podeis hacer, porque no costará más, sino determinar los que se hagan de la parte que sean provechosas, como se avian de hacer en otra parte que no lo fuesen, de donde si despues las oviesedes de mudar para este propósito, sería muy trabajosa costa, y algunas tan dificultosas que serían imposibles.
16.
Y porque soy informado que en la costa abajo de esa tierra hay un trecho para poder pasar del mar del Norte a la mar del Sur, e porque a nuestro servicio conviene mucho saberlo, Yo os encargo y mando que luego con mucha diligencia procureis de saber si hay el dicho estrecho, y envieis personas que lo busquen, y os traigan larga y verdadera relacion de lo que en ello hallaren, y continuamente me escrivireis y enviareis larga relacion de lo que en ello se hallare, porque como veis esto es cosa muy importante a nuestro servicio.
17.
Ansí mismo soy informado que hacia la parte Sur de esa tierra hay mar en que hay grandes secretos y cosas de que Dios Nuestro Señor será muy servido, y estos Reynos acrecentados, Yo vos mando y encargo que tengais cuidado de enviar personas cuerdas y de experiencia para que lo sepan y vean la manera dello, e os traigan la relacion lar[83]ga y verdadera de lo que hallaren, lo qual así mismo me enviareis continuamente todas las veces que me escrivieredes.
18.
De todas las otras cosas concernientes al servicio de Dios Nuestro Señor y ampliacion de su Santa Fe Católica, y bien y acrecentamiento y poblacion de esa tierra, y buen tratamiento de los habitantes y moradores della, vos encargo y mando que tengais siempre gran cuidado, lo qual de acá, no se os puede decir, ni especificar.
19.
Las cosas de nuestra hacienda y el recaudo que en ella se ha de poner, se hará conforme a las Instrucciones que los dichos nuestros oficiales llevan, con los quales vos encargo y mando tengais mucha conformidad, y lo mismo hagais que haya entre ellos, porque de otra manera las cosas de nuestro servicio no podrán ir bien guiadas.
Lo qual todo haced y cumplid con aquella diligencia, fidelidad y buen recaudo que al servicio de Nuestro Señor, e bien e poblacion de la dicha tierra convenga, e Yo de vos confío.—Yo el Rey.—Por mandado de S. M.—Francisco de los Cobos[57].
Posteriormente, una expedición al Sur de Tapeaca, dirigida por Alvarado, llegó hasta Guatemala, país que conquistó tan valeroso caudillo.
Por lo que respecta a Cortés, cuando anticipándose a los Pizarros y a Valdivia se dirigía al Imperio de los Incas, hubo de volver a México, donde se fraguaban conspiraciones para sacudir el yugo de sus dominadores. Procede que recordemos en este lugar que desde Pamplona, el 22 de octubre de 1523, mandó S. M. a Cortés que informase acerca del repartimiento que hizo entre los conquistadores de México del oro y joyas, después de pagado el quinto que correspondía a la Corona[58]. Pasados dos años, el Rey desde Toledo decía (4 noviembre 1525) al licenciado Luis Ponce de León en importante, larga y curiosa Instrucción, lo siguiente contra Hernán Cortés:
«Primeramente, que no teme á Dios, ni tiene respeto á la obediencia y fidelidad que nos debe, y piensa hacer todo lo que quisiere, y que confía en los indios y en la mucha Artillería que tiene, y que para ello tiene conjuradas ciertas personas amigos allegados suyos para le servir y morir con él, en todo lo que quisiere hacer.
[84] Que sus muestras y apariencias son que está muy aparejado para desobedecer y ponerse en tiranía.
Que ha usado é usa todas las ceremonias r.s eceptto de corttinas.
Que ha siempre estado mui puesto en desovedecer y no cumplir mis Provisiones, poniendo muchas cavilaciones y estorbos, y dando entendimientos y formas para lo hacer mas disimuladamente y que para ello tiene mucha cantidad de Artillería gruesa y de ttodas suerttes, y muchas municiones de escopettas, ballestas y lanzas.
Que ha hecho fundir mucha suma de oro escondida y secrettamente sin pagar nuestro quintto.
Que ha siempre llenado el dicho quintto de ttodo el oro demas de el que para nos se cobraba, diciendo pertenescerle, como á Capittan general, de lo qual diz que los conquistadores y Pobladores se agraviasen mucho y reclamasen del.
Que ha siempre tenido formas y maneras para que no senos enviase el oro nuestro, que en la dicha tierra ttenemos y nos pertenesce.
Que para este propositto siempre ha ttenido Navios que han de Castilla con mercadurias quando se querían volver hasta hacer sus cosas ha su placer, así para enviar dineros, como para ottras cosas que el querría hacer con probecho.
Que nos tiene ttomados tres o quattro millones de oro que ha cobrado de ttoda la tierra, desfruttandola, pertteneciendo ttodo á Nos, que de quarentta Provincias que tiene la una sola le rentta cada día 50 castellanos, sin lo que se saca de las Minas y ottras que lo renttan mucho más, sin las Provincias de Michoacán, y sin más de 300 leguas que tiene desde alli hasta donde anda Albarado, y que en ttres ó quattro parttes tiene Tesoro encerrado, y que hay hombre que sabe la una cerca de la ciudad en que tiene un millon, é más el Tesoro que hubo de Motezuma, y que en las Provincias de Cacatula que es Puertto de la Mar del sur donde tiene echos los Navios para descubrir la especeria á enviado muchas cargas de oro, y que estos Navios, aun que ha echado siempre fama que son para descubrir el Estrecho, ha sido con ottra inttencion para irse por alli con los Thesoros que tiene á donde no se pudiese haver, lo qual diz que parece mui claro por las conjetturas y señales que se han visto por que ha mas de año y medio, ó dos, que tenia alli los Navios, y nunca los ha despachado haviendo echo muchas armadas por Mar y por Tierra.
Que cierttas Provincias se señalaron por reparttimientto para Nos, los tornó á quittar y ttomó para si, y las tiene agora, ecetto Taxcaltile.
Que de la Ciudad de Tezcuco estando encomendada á Nos, y por[85] merced hubo 603 casttellanos, y de ottra Provincia 803 casttellanos, y assi mismo se ha llebado el probecho de los ottros Lugares que nos han estado encomendados, sin darnos dello partte, cuentta, ni razon, y que de Taxcaltile obo 113 p.s y questo saben Alonso de Prado y Bernardino Bazquez de Tapia, Contador y Fattor que fueron en la dicha tierra.
Que el señorio que D. Fernando Corttes allá tiene es mui grande, y que tiene de vasallos Yndios que ha tomado para si, mas de millon y medio de anímas, y que de solo lo sugetto tiene de rentta mas de 200 quenttos agora si se le dexáse lo que tiene, sin que dello Nos ayamos cosa alguna.
Que es fama mui nottoria enttre ttodos que tiene grandissimo thesoro, assi por el gran num.º que ha tenido é tiene de Yndios, como por los grandes é conttinuos servicios que cada dia le vienen de ttodas parttes.
Y que en la salida que hizo en la Ciudad de Tenucotitán quando le desbarataron y echaron della, ttomó de nuestro oro 453 p.s y que hizo ciertta Probanza falsa en que probaron que ottra ciertta cantidad de oro que les tomaron los Yndios era lo nuestro, por salbar lo suyo.
Que ttomó de poder de Diego de Sotto á quien el hizo nuestro Tesorero anttes que nos probeyesemos nuestros offs. 603 castellanos so color que los queria para armadas.
Esto es lo que en las dichas relaciones contra el dicho Hernando Corttes se ha dicho, asi vos con mucha prudencia, é sagacidad, é secretto como veis que la calidad del caso lo requiere, vos informad de la verdad dello mui partticularmente, y me hareis luego saver lo que en cada cosa dello hallaredes.
Porque si por las Ynformaciones que hovieredes haredes que el dicho Hernando Corttés no nos ha tenido é tiene aquella fidelidad é ovediencia, que bueno y leal subditto y vasallo debe tener, que es lo principal que del queremos, nuestra voluntad es que salga de aquella tierra; llebais una cartta nuestra por donde le mandamos que luego venga; por ende caso que le halleis desleal como está dicho notificarle eis la dicha nuestra cartta, y hacerle eis cumplir no pareciendoos que dello podría suceder inconviniente ó desasosiego grande en la tierra, y en lo que ttoca á lo de los tesoros grandes que dicen que nos tiene tomados, y ttodas las ottras culpas que tocan á la Hacienda, enviarnos eis la relacion de todo lo que en ello hallaredes haviendolo primeramente bien averiguado, y entretanto procurareis por ttodas las vias é maneras que buenamente pudieredes de cobrar, é poner en recaudo, todo lo que á Nos perttenesciere, en caso que de presentte no lo podeis cobrar.
[86] Y porque podrá ser, que para egecucion y cumplimiento de lo susodicho fuese menester alguna fuerza, llebais Carttas nuestras para los oydores de la Audiencia Real que reside en la Isla Española, y nuestros offs. della é de las ottras Islas queriendole por vos pedido, vos den é hagan dar ttodo el favor que ovieredes menester á pie é á cavallo como se lo pidieredes, y assí mismo una Provision Patente nuestra de poder para lo egecuttar, usareis della en caso que vieredes que conviene, y es menester para ser vos recivido al dicho oficio, y no de ottra manera, y en caso que halleis para ello contrariedad con aquella templanza y cordura que de vos se fia.
Y porque como arriva se os ha dicho Yo soy informado que el dicho Fernando Corttés tiene en encomienda, y para si señalado mui gran partte de la dicha Nueva España, y Nos tenemos mui poca y menos probechosa, y es razon que se conttentte con una buena partte y que no sea tan excesiba; Yo escribo al dicho Fernando Corttés que dege para Nos de la dicha tierra que al presente tiene señalada para sí, la partte que sea razon, por ende Yo vos mando que si despues de pasada la residencia vos pareciese que esto se puede hacer sin escandalo ni alteracion le deis mi Cartta que sobre ello llebais, y vos le ableis de mi parte lo mas dulcemente que convenga para que assi lo cumpla; pero estad sobre aviso que no se able en esto hasta que sean pasados los tres meses de la residencia.
Y por que como arriva digo tambien soy informado que el dicho Fernando Corttés tiene echa mucha Artillería de hierro y como sabeis enviamos á Pedro de Salazar para que sea nuestro Alcayde y Tenedor de la Forttaleza de Tenustitán, México, y á Nuestro servicio conviene que ttoda la Artillería que el dicho Fernando Corttés tiene echa, se metta y recoja en la dicha Fortaleza luego como llegaredes os informad é sabed donde está cualquier Artillería, assí nuestra como del dicho Fernando Corttés, como de ottras cualesquier personas, y la hagais ttoda junttar, recoger y enttregar al Alcayde de ella por Inventario, el qual la tenga alli para las cosas de su servicio, y para que mexor lo podais hacer sin mostrar esta instruccion llebais Cartta particular nuestra para ello, ablad primero sobre ello al dicho Fernando Corttés, porque pudiendose hacer, mi voluntad es que se haga con su voluntad, y embiarme eis relacion de las Piezas que son, y mias y lo que costaron para que lo mandemos pagar á sus Dueños, dexando alguna partte della para la defensa de la Ciudad y de los Españoles que hai residencian.
Anttes que se acordase de enviar á tomar Residencia al dicho Fernando Corttés, Yo le havia echo merced del Títtulo de Adelantado de[87] la Nueva España y del Avitto de Santiago por la confianza que del he tenido y tengo que ha sido y es mui ciertto que fué servidor mío, y que ha servido con ttoda lealtad, y havía mandado dar las Provisiones de esto á un Asesor suio, despues como detterminé enviaros á vos para saver la verdad de ttodo las mandé tomar para que vos las llebaredes, y ansi las llevais, é vos mando que si por la dicha Informacion é Residencia que ttomaredes le allaredes, que ha sido y es fiel y ovediente á nuestro servicio, pasados los dichos tres meses de la dicha Residencia darle eis las dichas Provisiones diciendole mi volunttad para le honrrar y hazer merced. Y asimismo ottra cédula que llebais para que pasados los 90 días de la Residencia tenga el oficio é cargo de nuestro Capitan general como antes, y sino cumpliereis lo que arriva se vos dice del notificalle la cédula que convenga.
Vos llebais algunas cédulas mias, en blanco los nombres, para lo que se ofreciere que convenga de Nuestro servicio usareis dellas á los tiempos é segun vieredes que más conviene sin hazer en ellas alteracion.
Porque Yo quería saver de la nuestra que usan mis aff.s sus oficios, hacedme saver particular y secretamente lo que hallaredes de cada uno, y tened cuidado que usen en sus oficios é aquellas cosas que les perttenecen sin que se entremettan en la gobernacion, y porque por una Informacion que me enviaron que vos llebais, parece que Alonso de Estrada, nuestro thesorero de la dicha tierra, ha comettido los delittos que vereis informar, oseis de ello, y si le hallaredes culpado, darle traslado, y proceded contra él, conforme á Justicia como hallaredes por dro., y ansimismo contra los ottros que allaredes culpanttes, en lo qual enttendereis con aquella prudencia y fidelidad que Yo de vos fío.—Yo el Rey.—Refrendado del Sr. Cobos.—Señalada del Gran Chanciller y Obispo de Osma, y Comendador Mayor de Castilla, y Dr. Carvajal[59].
Un hecho hubo de desacreditar más a Cortés en la opinión pública. El 4 de febrero de 1529 María de Marcayda y Juan Suárez, madre y hermano de Catalina Suárez, presentaron un escrito de querella y acusación contra D. Hernando Cortés, porque estando con su mujer, la citada Catalina, en una cámara donde dormían «le echó unas acallas á la garganta é le apretó hasta que la ahogó é murió naturalmente, é después de muerta, la abaxó é llamó á sus criados...»[60]. El presidente y oidores de la Audiencia y Chancillería Real, vista la querella y denuncia, mandaron que se notificase a la parte de D. Hernando Cortés. En el mismo día, considerando la avanzada edad de doña María Marcayda,[88] dispusieron que hasta que se nombrase procurador pueda representar a dicha doña María su hijo Juan Suárez.
Hernán Cortés había tenido cuidado, antes de dirigirse a España, dar poder al licenciado Juan Altamirano, a Diego de Ocampo y a Pedro González, con fecha de 17 de enero de 1528, vecinos de la ciudad de Temistlan, para que le representasen en pleitos, demandas y acusaciones. Diego de Ocampo otorgó el poder que tenía de Hernán Cortés a favor de Pedro Muñoz Maldonado, procurador de causas, y de García de Llerena y de Francisco de Serrera.
Verificadas otras diligencias, declararon los testigos Ana Rodríguez, Elvira Hernández, Antonia Hernández, Violante Rodríguez, Isidro Moreno, María de Vera y María Hernández. Todas las declaraciones concuerdan en lo principal, y por ellas algunos escritores han dicho que Hernán Cortés dió muerte a su mujer.
Violante Rodríguez declaró haber encontrado muerta a Doña Catalina, la cual tenía unos cardenales en la garganta, y habiendo preguntado a D. Hernando la causa de dichos cardenales, hubo de contestar «que ella se había amortecido.» Añadió Violante «que quando este testigo vido los dichos cardenales, sospechó é creyó que dicho Don Hernando abía ahogado á la dicha doña Catalina, su muxer, é ansí lo dixo á María de Vera...»
Isidro Moreno dijo «que estando cenando el dicho Don Hernando é la dicha Doña Catalina su muxer é los otros caballeros é dueñas que allí estaban... la dicha Doña Catalina dixo á Solís, un capitan de la Artillería, que á la sazon hera: «Vos, Solís, no queréis sino ocupar á mis indios, en otras cosas de lo que yo les mando, é no se face lo que yo quiero», é que á estas palabras, respondió el dicho Solís: «Yo, señora, no los ocupo, ay está su Merced que los manda é ocupa»; é que ella respondió: «yo os prometo que antes de muchos días, haré de manera que no tenga nadie que entender con lo mío», quel dicho Don Hernando respondió é dixo, «con lo vuestro, Señora, yo no quiero nada», é que esto que lo dixo como por pasatiempo, é que desto se riyeron las otras dueñas, é la dicha Doña Catalina se avergonzó ó se entró corrida...; é que después queste testigo bolvió del mensaxe donde le abian mandado ir, halló á la dicha Doña Catalina sacada fuera de la cama, donde murió, é que la vido amortaxada; é que después desto vino mucha xente.»
María de Vera dixo «que le vido un cardenal en la garganta; é queste testigo preguntó á Ana Rodríguez, muxer de Juan Rodríguez, albañil, «que qué era aquello de la garganta», é quel dicho Don Hernando le respondió, «que él había asido á la dicha Doña Catalina de allí, para que tornase á su acuerdo».
[89] María Hernández declaró que en el año 1522 y en uno de los días del mes de octubre, fiesta de todos los Santos, le dijo su marido Francisco de Quevedo que Doña Catalina Suárez había ido a la iglesia aquel día más gentil mujer que otras veces, y que aquella noche, después de cenar con otros hombres y mujeres, Doña Catalina había danzado muy contenta, y que a las once Cristóbal Corral, capitán de la guarda de Don Hernando, le dijo que Doña Catalina era muerta. «Este testigo sospechó é tuvo por cierto quel dicho Don Hernando Cortés había muerto á la dicha Doña Catalina Suárez, su muxer, porque la dicha Doña Catalina tenía mucha conversacion é amistad con este testigo, porque se conoscian de Cuba; é contándole la dicha Doña Catalina muchas vezes á este testigo la mala vida que pasaba, secretamente, con el dicho Don Hernando Cortés, é como la echaba muchas vezes de la cama abaxo, de noche, é la facia otras cosas de mal tratamiento, le dixo á este testigo: «Ay, Señora, algun dia me habeis de hallar muerta». A la mañana, segund lo que pasó con el dicho Don Hernando, é que dello tenía temor, é tambien porque en esta Cibdad se dixo públicamente, que un Xoan Bono, maestre de una nao, vino á donde estaba el dicho Don Hernando, un día, viniendo de Castilla, é dixo al dicho Don Hernando: «Há, Capitán, si no fueras casado, casaras con sobrina del obispo de Burgos». E que diz que traya cartas del dicho Obispo, é que desta sospecha, este testigo é la dicha Gallarda (amiga y vecina suya) fueron á las casas del dicho Don Hernando, á la ora de las ocho, é hallaron á la dicha Doña Catalina Suárez amortaxada, y echada en una camilla en una sala; é questa testigo con la dicha sospecha, se llegó á ella, é le atentó los pies, que tenía de fuera, los quales aún no estaban elados, que parescía estar recien muerta; y este testigo dixo á la dicha Gallarda, que la atentase bien, porque les parescia que aun no estaba muerta, é queste testigo, en presencia de la dicha Gallarda é de otras muxeres que allí estaban, quitó el rrebozo de una toca que la dicha Doña Catalina Suárez tenía por el rostro, é la vido que tenía los oxos abiertos é tiesos, é salidos de fuera, como persona que estaba ahogada, é tenía los labios gruesos é negros, é tenía ansí mesmo dos espomaraxos en la boca, uno de cada lado, é una gota de sangre en la toca encima de la frente, é un rrasguño entre las cexas; todo lo qual paresció á este testigo é á la dicha Gallarda, que era señal de ser ahogada la dicha Doña Catalina, é no ser muerta de su muerte; é ansí se dixo públicamente quel dicho Don Hernando Cortés había muerto á la dicha Doña Catalina, su muxer, por casar con otra de más estado. Quel dicho Cristóbal Corral, Capitán de la guarda del dicho Don Hernando, dixo á este testigo, quel dicho Don Hernando se había ido á una[90] huerta después de muerta la dicha Doña Catalina Suárez, su muxer, otro día con un sayo de terciopelo, é andándose paseando por la dicha huerta, dixo al dicho Corral: «Pues paréceos que casára agora, hombre, con quien quisiere»; é que por esto, este testigo sospechó é tiene sospecha, quel dicho Don Hernando Cortés mató á la dicha Doña Catalina Suárez, su muxer; é ansí se tiene por cierto en esta Nueva España»[61].
Obligado Hernán Cortés a dejar a México, el teatro de sus glorias, ya porque en toda Nueva España se tenía por cierto que él había muerto a su mujer, ya para defenderse de las persecuciones de Velázquez y del obispo Fonseca—pues ellos habían contribuído a desacreditarle con el Rey—embarcó en Vera Cruz para España y desembarcó en el puerto de Palos (mayo de 1528), pasando al convento de la Rábida, donde hubo de recibir la visita de Francisco Pizarro, futuro conquistador del Perú.
Desde Palos, el cortesísimo Cortés, como le llama Cervantes[62], se dirigió a Toledo, donde se hallaba Carlos V, siendo recibido afectuosamente por el César. Entre otras muestras de aprecio, el Emperador le concedió—con fecha 6 de julio de 1529—el título de Marqués del Valle de Guaxaca[63]; pero de ningún modo quiso darle—como el conquistador de México deseaba—el gobierno y administración de la colonia. Embarcóse, sin embargo, para las Indias, en la primavera de 1530.
Para poner término a los males de México, que no eran pocos, influyó Carlos V para que fuese nombrado primer obispo de aquella ciudad (12 diciembre 1527) Fray Juan de Zumárraga, de la orden de San Francisco, natural de Durango (Vizcaya) y guardián del convento del Abrojo (Valladolid)[64]. Con el mismo objeto, el Emperador, por cédula del 13 de diciembre del mismo año, ordenó el establecimiento de una Audiencia, compuesta de un presidente (Nuño Beltrán de Guzmán) y de cuatro oidores (Diego Delgadillo, Juan Ortiz de Matienzo, Alonso de Parada y Francisco Maldonado). El obispo Zumárraga y oidores llegaron a[91] Vera Cruz el 6 de diciembre de 1528. Allí se les reunió Nuño Beltrán de Guzmán, a la sazón gobernador de Pánuco. Ni el prelado, que además de su cargo episcopal, ostentaba el nombramiento de Protector general de los indios, ni la Audiencia, pusieron orden en aquel mar de revueltas pasiones. Porque Zumárraga y los religiosos se declararon defensores de Hernán Cortés, Guzmán, Delgadillo y Matienzo—pues Parada y Maldonado murieron a poco de haber llegado—se pusieron al lado de los enemigos del conquistador de México. Entre los procesos que se formaron a Cortés, hubo dos que dieron no poco escándalo: por el primero se le acusaba de haber peleado con Narváez, y por el segundo se le quería hacer responsable de la muerte de su citada mujer Doña Catalina. No solamente los oidores de la Audiencia intentaron despojar de sus bienes a Cortés, sino que persiguieron con singular encono a Pedro de Alvarado (que por entonces regresó de España a México), sin embargo de que en el año 1528 había sido confirmado en la gobernación de Guatemala. Por motivos harto pueriles, dispuso la Audiencia que fuesen presos García de Llerena, apoderado de Cortés, y el clérigo Cristóbal de Angulo. Cuando ellos tuvieron noticia de la orden de prisión, ni tardos ni perezosos, buscaron asilo en San Francisco; pero la Audiencia, sin respeto alguno a lo sagrado del lugar, dispuso la extradición en la noche del 4 de marzo de 1530. Reclamaron los franciscanos y medió el obispo; mas todo fué en vano. A tal punto llegaron las cosas, que el mismo Delgadillo acometió a los religiosos, viéndose en no poco peligro el prelado. Inmediatamente la Audiencia hizo ahorcar a Angulo, disponiendo también que fuese azotado y se le cortara un pie a García de Llerena. Fray Juan de Zumárraga puso entonces la ciudad en entredicho, de la cual salió con todo el clero para Tezcuco (7 de marzo), volviendo a los pocos días.
Cuando Nuño de Guzmán supo que las quejas del obispo Zumárraga habían llegado a oídos del Rey, como también las de varios particulares, y cuando le dijeron que Cortés había sido recibido cariñosamente en Toledo por Carlos V—según acabamos de decir en este mismo capítulo—entonces, para dar largas al asunto, a la cabeza de lucido ejército, salió de México (últimos de 1529) para emprender la conquista de los chichimecas. Audaz y valeroso se mostró Nuño de Guzmán, fundando tiempo adelante (1535) la ciudad de Santiago de Compostela y dando el nombre a la tierra conquistada de Castilla la Nueva.
Daráse cuenta en este lugar que, mediante capitulación celebrada con el emperador Carlos V, en Granada a 8 de diciembre de 1526, Don Francisco de Montejo, lugarteniente de Hernán Cortés y ascendiente de la Casa de Montellano, conquistó la península de Yucatán (1528) y[92] otras tierras[65]. También por entonces Alonso Dávila fundó a Villa-Real.
Por lo que respecta a Hernán Cortés, desembarcó en Veracruz el 15 de julio de 1530, pasando a Tlaxcala y Tezcoco, en cuyas poblaciones obtuvo entusiástico recibimiento. Tampoco fueron cordiales las relaciones de Cortés con la segunda Audiencia. Componíase de los oidores Juan de Salmerón, Alonso de Maldonado, Vasco de Quiroga y Francisco Ceynos, bajo la presidencia de D. Sebastián Ramírez de Fuenleal, obispo de la Española. Los oidores llegaron a Veracruz en los comienzos del año 1531, y el Presidente el 23 de septiembre del citado año. Hemos dicho que no terminaron los disgustos entre la Audiencia y Cortés, añadiendo a la sazón que aquel Tribunal tampoco vivió en paz con el siempre descontentadizo obispo Zumárraga. Del mismo modo la Audiencia, que tenía el encargo de residenciar á Nuño de Guzmán, se cruzaba de brazos, teniendo el Rey que nombrar más adelante (1536) al licenciado Pérez de la Torre, gobernador de Nueva Galicia. Preso en la ciudad de México el año 1537, fué encerrado en las Atarazanas y luego trasladado á España, muriendo en Torrejón de Velasco (1544).
Injustos seríamos si no dijésemos que la segunda Audiencia hizo mucho por la paz de México y procuró colonizar aquellas hermosas tierras. Fray Toribio de Benavente o Motolinía fundó en el valle de Cuitlaxtoapán (16 abril 1531) una población a la cual dió el nombre de Puebla de los Angeles[66].
Pasando a otro asunto haremos notar que el oidor Vasco de Quiroga, por orden de la Audiencia, marchó al reino de Michoacán, logrando con tino y prudencia atraerse a los levantiscos indios. También hizo una cosa buena y fué la fundación del hospital de Santa Fe de la Laguna. El oidor Vasco pudo volver a México satisfecho de su viaje.
Por entonces se consolidó la fundación de Querétaro (1531) en el sitio que hoy ocupa y—según cuentan piadosos devotos—se apareció el apóstol Santiago, como tantas veces se apareció en España; también en el cielo se vió una cruz, erigiéndose en memoria de milagro tan singular una cruz de piedra, que todavía se halla en el mismo lugar.
Mucho interés despertó una expedición que hizo un hijo de Francisco Montejo, del mismo nombre que el padre. Penetró por Tabasco y[93] Champotón, venciendo toda clase de dificultades y fundando, en 1541, a Campeche, y en 1542 a Mérida. (Apéndice A.)
Las siguientes noticias no interesan a la historia de México, ni aun a la de América; pero se hallan en el Cedulario Indico e indican las relaciones entre aquella colonia y la madre patria. El día 1.º de marzo de 1535, el Rey, que a la sazón se hallaba en Madrid, se dirigió al Presidente de la Audiencia de México, diciéndole que Barbarroja desde Túnez se disponía a hacer guerra a la cristiandad, especialmente a los reinos de España y que él (D. Carlos) había dispuesto una gran armada para dirigirse desde Barcelona a castigar al corsario[67]. Posteriormente la Reina, según carta escrita en Madrid el 13 de agosto del mismo año, dijo al citado Presidente que el Emperador marchó a Barcelona, embarcándose para Africa. Dícele también que ha escrito a los prelados y religiosos de su diócesis para que hagan plegarias, sacrificios y otras oraciones a su Divina Majestad, a fin de que guarde, guíe y dé la victoria al Emperador[68]. Desde Madrid (27 de agosto de 1535) la Reina dió noticia detallada al mismo Presidente de la conquista de Túnez[69].
Conquista de la América Central.—Pedro de Alvarado en Guatemala: batalla de Olimtepeque.—Alvarado en Cuscatlán.—Almolonga.—Guatemala, según Herrera.—Pedro de Alvarado en España y su hermano Jorge en Guatemala.—Las Casas en el país.—Alvarado en Guatemala.—El Salvador: enemiga de los indios a Alvarado y a Martín Estete.—Honduras: el capitán Alonso Ortiz.—Anarquía.—El obispo Pedraza.—Cereceda, Alvarado, Montejo y Alvarado (segunda vez).—Pedraza en el país.—Alonso de Cáceres.—El veedor García de Celis.—Nicaragua: su conquista.—Tiranía de Pedrarias.—Dominación de Castañeda.—El obispo Osorio.—Tiranía de Contreras.—Las Casas.—Costa Rica: Espinosa en Burica.—El cacique Urraca.—Guatemala: Alvarado en México.—Don Francisco de la Cueva.—Volcán de agua.—Grandes Antillas: Isla Española (Santo Domingo y Haytí).—Cuba, Jamaica y Puerto Rico: Colonización.
Pedro de Alvarado, natural de Badajoz (Extremadura) e hijo de D. Diego, comendador de Lobón, que en la conquista de México se había cubierto de gloria peleando bajo las órdenes de Hernán Cortés, pasó al frente de algunas fuerzas y se hizo dueño del territorio que hoy constituye la república de Guatemala. Refieren los cronistas que Cortés encomendó a Alvarado que conquistase el citado territorio, y procurara vivir en paz con los toltecas, a quienes traería a la religión cristiana. Emprendió su marcha el 13 de noviembre de 1523 con un ejército de 300 soldados de infantería y 120 de caballería. Llevaba cuatro cañones pequeños que se cargaban con balas de piedra. Además, completaban sus fuerzas 20 tlaxcaltecas y 100 mejicanos. Venían con el ejército varios españoles de distinción y los clérigos Juan Godínez y Juan Díaz.
Sometió a los habitantes de Tehuantepec y también a los de la populosa villa de Soconusco. De las tres monarquías establecidas en el país (la de quiché, la de los cakchiqueles y la de los tzutohiles) la primera se aprestó a desesperada lucha. Alvarado penetró (febrero de 1524) en el territorio de Quiché, triunfó en varios encuentros, especialmente[95] en Quetzaltenango y en los barrancos de Olimtepeque, haciendo tanto estrago en el último punto que—según Oviedo y Baños, cronista guatemalteco del siglo xvii—«la sangre de ellos (indios) corría a manera de un arroyo», denominándose desde entonces aquel paraje xequiquel (barranco de la sangre). Terror pánico se apoderó de los habitantes de la capital del Quiché. El rey Oxib-Queh y su adjunto Beleheb-Tzy reunieron en consejo a los príncipes de la familia y a los grandes dignatarios del Estado para deliberar lo que debía hacerse en circunstancias tan críticas. Acordaron, mediante protestas de sumisión, llevar a Alvarado y a su ejército a Utatlán, y una vez encerrado en la ciudad pegar fuego a ésta y exterminar a los teules (españoles). Cuando todo se hallaba dispuesto para la realización de semejante empresa, pasaron a Xelahuh los embajadores de los reyes de Quiché a ofrecer vasallaje a Alvarado. De Xelahuh marchó Alvarado a Utatlán, donde, después de atravesar ásperas serranías, entró acompañado de cortesanos y de guerreros. Noticioso el capitán español de la traición que le tenían preparada los indios, reunió a los principales jefes de su ejército y les informó de todo lo que se tramaba, acordándose salir inmediatamente de la ciudad, no dando a entender desconfianza alguna. A la vista de Utatlán estableció su campamento y allí, sin sospechar la suerte que les estaba reservada, fueron a visitarle los reyes Oxib-Queh y Beleheb-Tzy, a quienes recibió con mucho cariño. Cuando hubo tomado toda clase de precauciones, mandó que una partida de soldados cargase de cadenas a los reyes, a los príncipes y a los principales señores de la corte. Un Consejo de guerra les sentenció a ser quemados vivos, sentencia que se cumplió al pie de la letra[70].
Los quichés, al saber la muerte de sus monarcas, se lanzaron a la guerra con más desgracia que fortuna. Alvarado despachó entonces embajadores a la ciudad de Iximché, capital de los cakchiqueles, cuyos soberanos enviaron cuatro mil hombres, no sospechando que, al cooperar a la ruina de sus antiguos rivales, labraban también la suya. Utatlán fué destruido hasta los cimientos y sus habitantes castigados.
Llegó el turno a Belché-Gat y Cahi-Imox, reyes de los cakchiqueles[71]. Alvarado se dirigió a Iximché y se alojó en Tzupam, residencia o palacio de los mismos soberanos indígenas. Aunque el capitán español comenzó a sospechar de la fidelidad de sus aliados, se puso al lado de ellos en la guerra que los citados reyes tenían con Tepepul, señor[96] de Atitlán o rey de los tzutohiles. A la cabeza Alvarado de 150 infantes, 60 caballos y un cuerpo de indios mejicanos y tlaxcaltecas, con otro cuerpo de cakchiqueles dirigido por sus mismos reyes, marchó a la guerra. Costeó la laguna, venció a sus enemigos y entró en Atitlán, cuya ciudad se hallaba edificada sobre las inmediatas rocas del citado lago. El reino de los tzutohiles se entregó al vencedor. Recorrió Alvarado el país, llevando por todas partes la destrucción y la muerte. Ayudóle en la empresa su hermano Jorge de Alvarado.
En una de sus excursiones Pedro de Alvarado llegó a Atehuán, «la primera de las poblaciones sujetas al grande y poderoso señorío de Cuscatlán, que comprendía una gran parte de lo que hoy constituye la República del Salvador»[72]. En Atehuán se presentó a Alvarado una comisión de los señores del reino ofreciendo obediencia al soberano de Castilla. Pasó a la capital de Cuscatlán, y receloso también de aquellos habitantes, formó un proceso por el cual condenó a muerte de horca a los señores de aquella población y vendió a muchos como esclavos, para con el precio pagar la compra de once caballos que habían muerto en el combate, como también las armas y útiles de guerra perdidos[73]. «Y yo vide—dice el obispo Las Casas—al fijo del señor principal de aquella ciudad herrado.» No cabe duda alguna que los prisioneros hechos en Cuscatlán fueron herrados como esclavos[74]. Animo valeroso y sobresalientes dotes militares mostró el capitán español en esta campaña; y «en ninguna parte, quizá—escribe ilustre historiador—se verificó la conquista con mayor brutalidad; en ninguna parte los indios fueron maltratados más inútilmente. El carácter violento de Alvarado y su codicia sin freno fueron la causa de todo el mal.»
Emprendió la marcha de regreso, dejando para más adelante la conclusión de la conquista de Cuscatlán y la de otras grandes ciudades que estaban más al interior, y llegó el 21 de julio a Iximché, capital de los cakchiqueles, donde se detuvo, y en nombre del rey de España, echó los cimientos de la ciudad que llamó Santiago de los Caballeros (25 julio 1524)[75]. En seguida procedió a constituir el Ayuntamiento, nombrando a Diego de Rojas y Baltasar de Mendoza, alcaldes; a D. Pedro y Hernán Carrillo regidores, y todos juntos eligieron por escribano del cabildo a Alonso de Reguera. Ya el 12 de agosto del mismo año se recibieron como vecinos cien españoles. Posteriormente, y desconociendo los motivos que debió haber para ello, la ciudad—según va[97]rios y auténticos datos—se hubo de trasladar a otro lugar. También Pedro de Alvarado, en el año 1525, fundó el pueblo que se llamó San Salvador. Dos años después, esto es, el 22 de noviembre de 1527, Jorge de Alvarado—pues su hermano D. Pedro se hallaba en España—[76], defendiendo ante la corte su conducta como político y administrador, fundó nueva ciudad en Almolonga. Cuéntase que Jorge, rudo soldado, dijo al escribano: «Asentá, escribano, que yo por virtud de los poderes que tengo de los gobernadores de Su Majestad, con acuerdo y parecer de los alcaldes y regidores que están presentes, asiento y pueblo aquí en este sitio ciudad de Santiago, el cual dicho sitio es término de la provincia de Guatimala.» Dispuso Alvarado la traza de la nueva ciudad en dirección de Norte a Sur y de Este a Oeste. Colocó la plaza en el centro, y dando a ella dispuso la fábrica de la iglesia, bajo la advocación de Santiago, prometiendo festejarlo «con vísperas y su misa solemne, conforme a la tierra y al aparejo de ella, y más que la regocijaremos con toros cuando los haya, y con juegos de cañas y otros placeres.» Señaló además sitio para un hospital, para una capilla y adoratorio de Nuestra Señora de los Remedios, para cabildo, cárcel y propios de la ciudad. Luego, poco a poco, los vecinos de la primitiva población de Santiago se trasladaron a la nueva. Perfectamente situada, creció de un modo extraordinario el número de sus habitantes.
Creemos de alguna utilidad trasladar aquí varios hechos relatados por el cronista Herrera. Después de decir que la guerra de Pedro de Alvarado en Guatemala terminó el 25 de abril de 1524, añade lo siguiente: «Es aquella provincia rica de mucha gente, muchos pueblos y grandes, y abundante de mantenimientos, y de un licor que parece aceite, y de tan buen azufre, que sin refinar hicieron los soldados excelente pólvora...»[77]. Añade el laborioso cronista que la ciudad de Guatemala era muy fuerte, las calles angostas y las casas espesas; tenía dos puertas a las cuales se llegaba, a una, subiendo 30 escalones, y a la otra por una calzada...[78]. Alvarado fué bien recibido y hospedado en dicha población, recorriendo la tierra y sujetándola por la fuerza de las armas, no sin la eficaz ayuda de su hermano Jorge. Usaban los indios grandes flechas y lanzas de treinta palmos. Escribe el citado cronista que Guatemala, llamada por los indios Guautemallac, significa árbol podrido. Hace notar que la ciudad de Santiago se halla entre dos montes de fuego o volcanes, cerca de ella uno, y a dos leguas el otro. También dice que la tierra es sana, fértil, rica y de mucho pasto; produce gran cantidad de[98] maíz, cacao, algodón, etc. Las mujeres son honradas y excelentes hilanderas; los hombres, muy gruesos, y diestros flecheros[79].
En tanto que Jorge de Alvarado se ocupaba en dar vida a la nueva población de Santiago y en tanto que los misioneros iban de una a otra parte predicando la religión cristiana y extendiendo la cultura, Pedro de Alvarado continuaba en la corte de España. Si en Guatemala encontró muchos censores de su conducta—y por ello hubo de dirigirse a España—en la corte se hallaba, entre otros enemigos, Gonzalo Mexía, quien le acusó de haber tomado gran cantidad de oro, plata, perlas y otros objetos valiosos, sin dar cantidad alguna a los demás conquistadores, y sin pagar el quinto que correspondía al Rey. Igualmente le hacía cargos de no haber dado cuenta de su residencia en los diferentes empleos o servicios que desempeñó. Alvarado, conocedor de tribunales y de empleados, procuró ganar la voluntad del comendador Francisco de los Cobos, secretario del Consejo de Indias y gran privado del Emperador. Consiguió semejante apoyo porque hubo de casarse con doña Francisca de la Cueva, sobrina del duque de Alburquerque, familia a la cual protegía Cobos. Se alzó el embargo de su haber, se le dió el título de Don, se le agració con la cruz de comendador de la Orden de Santiago y se le nombró por Real Despacho, librado en Burgos el 18 de diciembre de 1527, gobernador y capitán general de Guatemala y sus provincias con 572.500 maravedises de salario. También debió recibir entonces el título de Adelantado, pues desde aquella época comenzó a usarlo. A mediados del año 1528 se embarcó para Vera Cruz.
Entretanto, habían ocurrido sucesos de alguna importancia en la América Central. Sostenía Pedrarias que lo mismo Nicaragua que Honduras pertenecían al distrito de Castilla del Oro, y todo esto fué motivo de discordias y guerras.
Arribó Pedro de Alvarado a Vera Cruz, acompañado de su mujer doña Francisca y de varios altos empleados, teniendo la desgracia de que muriese aquélla poco después de su llegada. En México tampoco encontró amigos capitán tan valeroso, viéndose obligado a delegar la dirección política de Guatemala en su hermano Jorge.
Arreglados luego sus asuntos, en abril de 1530 salió de México y se puso al frente de su citado gobierno de Guatemala. Su idea constante era preparar una expedición que saliese por el Océano Pacífico en busca de las islas de la Especería, variando luego de opinión ante las noticias que tuvo de los brillantes resultados obtenidos en el Perú por los Pizarros. Entre las seguras riquezas que encontraría en el Perú y las poco seguras que ofrecían las islas de la Especería, se decidió por lo primero.
[99] En los últimos días del año 1533 o comienzos del 1534—como se dirá más extensamente en el capítulo VII—hizo una expedición al Perú. Durante su ausencia se encargó del gobierno y de la capitanía general de Guatemala, como cuatro años antes, su hermano Jorge. Llegó a Riobamba, retirándose desde allí después de celebrar un convenio con Almagro.
Hacia fines del año 1535 volvió el Adelantado Don Pedro a Guatemala de regreso de su expedición, siendo recibido con públicas demostraciones de alegría, aunque no había motivo para tales regocijos. Por entonces, Bartolomé de Las Casas, el protector de los indios, acompañado de algunos religiosos dominicos, pasó de Nicaragua a Guatemala. Si Alvarado había pacificado a los indígenas por el terror, Las Casas se proponía atraérselos por el amor. Es el caso que en las tierras vecinas al golfo de Honduras, los españoles habían sido rechazados por los belicosos indios, hasta el punto que aquella región se le llamaba tierra de guerra. El Apóstol de los indios hizo componer en lengua quiché sencillas canciones, las cuales aprendieron a cantar algunos indígenas sometidos. Aquellos indígenas, haciendo de mercaderes, se presentaron en la tierra de guerra, llamando pronto la atención por la variedad de objetos que vendían, por la novedad del canto y de la música. Ocasión tuvieron los nuevos discípulos de los dominicos para hablar a los salvajes de unos hombres que miraban en poco las riquezas y los placeres, pensando únicamente en predicar su religión y consolar a los desgraciados. De este modo Las Casas y sus misioneros lograron penetrar en el interior del país, atrayendo aquellas gentes al cristianismo y convirtiéndolas a la civilización. Con razón la tierra de guerra fué llamada desde entonces provincia de Vera-Paz.
Alvarado, para asuntos particulares, hizo un viaje a España. Durante su estancia en la metrópoli solicitó la mano de Doña Beatriz, hermana de su primera mujer. A su vuelta a Guatemala vivieron con una magnificencia y suntuosidad propias de reyes. «Las joyas que poseía la señora—escribe Remesal—eran tan numerosas y ricas, que no las tendría más y mejores un grande de España de muy distinguida casa.»
Alvarado, a su gobierno de Guatemala, unió el de la provincia de Honduras, que hasta entonces había sido independiente. Contrariedad no pequeña fué para el Adelantado cuando supo, que, a los pocos días de haber salido de Guatemala para Honduras, llegó a aquella ciudad el visitador Maldonado, quien presentó los despachos y fué recibido al ejercicio de su cargo el 11 de mayo de 1536.
Por lo que se refiere al territorio que al presente denominamos[100] República del Salvador, según queda apuntado arriba, formaba en el siglo xvi el señorío de Cucatlán, cuya población más importante era Atehuán. Aunque Alvarado fué recibido con toda clase de respetos y consideraciones de parte de los chontales y de los pipiles, tribus que gozaban del mayor prestigio, él, como también se indicó en este mismo capítulo, hizo herrar como esclavos a muchos indígenas, peleando luego con los que le hicieron resistencia. Si por lo riguroso de la estación se retiró a la capital de los cakchiqueles el 21 de julio de 1523, volvió en el año 1525 y se hizo dueño de todo el país. Dícese que en el mencionado año de 1525 ya existía en aquel país una villa con el nombre de San Salvador, cuyo alcalde se llamaba Diego Holguín[80]. Posteriormente, Martín Estete, por orden de Pedrarias, se dirigió con 110 infantes y 90 caballos hacia San Salvador. Estete fundó una población que denominó Ciudad de los caballeros; pero su carácter agrio y tiránico se atrajo la enemiga de sus soldados y el odio de los indios.
Cuando en los comienzos del siglo xvi descubrieron los españoles las costas de Honduras[81], encontraron los siguientes pueblos: 1.º los chortises de Sesenti, pertenecientes a la familia de los quichés, cachimeles y mayas. 2.º los lencas, que bajo los nombres de chontales, payas e hicaques o xicaques habitaron después en los distritos de Olancho, Comayagua, Choluteca y Tegucigalpa. 3.º los salvajes de la costa de Mosquitos.
Ya sabemos que Cristóbal Colón, en su cuarto y último viaje, llegó a la isla de los Pinos (hoy de Guanaja) «primera tierra centroamericana que descubrieron los europeos en el siglo xvi» (30 julio 1502); tocó tierra firme donde a la sazón se halla el puerto de Trujillo, pasando tiempo adelante a las orillas del Río Tinto, y allí tomó posesión de aquella tierra, que llamó de Honduras. Continuó navegando a lo largo de la costa de los Mosquitos y de la actual República de Costa Rica, llegando hasta los confines de la provincia de Veragua.
Realizáronse sucesos que no demandan atenta consideración, y sólo apuntaremos que allá por el año 1530 los indígenas de Honduras se hallaban contentos bajo el mando del capitán Alonso Ortiz porque «los trataba bien»[82]. Pasados dos años, el contador Andrés de Cereceda y el licenciado Vasco de Herrera dirigieron la administración de Honduras, si bien encontraron ruda oposición en los regidores de la ciudad,[101] quienes hubieron de destituir al citado Vasco de Herrera. Motivo fué esto de serios disgustos entre Vasco y Diego Méndez, y que terminaron con el asesinato del primero. Apoderado Méndez del gobierno (1532), hizo jurar a todos fidelidad y mandó reducir a prisión a Cereceda. Tanta fué la tiranía de Méndez, que se conjuraron veinte hombres, los mejores y más honrados, según frase del historiador Herrera, para matarle[83]. Los veinte conjurados, partidarios de Cereceda, asaltaron la casa del Gobernador y le redujeron a prisión, no sin que de aquéllos hubiese cuatro heridos y de la parte de Méndez un muerto. Mediante un proceso, Méndez fué condenado a muerte, y otros, sin proceso alguno, sufrieron la misma pena. Cereceda, hombre cruel y vengativo, se atrajo el odio de los castellanos y de los indígenas. Parecía que Dios había abandonado a Honduras, por cuanto en este año de 1532 las enfermedades y el hambre ocasionaron muchas víctimas en el país.
Acertado estuvo el Rey al presentar para el obispado de Honduras a D. Cristóbal de Pedraza. También pensó lo conveniente que sería establecer una Audiencia, considerando la mucha distancia que había a la de Santo Domingo (1534).
En el año siguiente llegó a Honduras Cristóbal de la Cueva, mandado por Jorge de Alvarado. Mediaron varias pláticas entre D. Cristóbal y Cereceda, hasta que al fin vinieron a un acuerdo, que fué roto poco después (1535). Cereceda era cada día más cruel, y por ello Pedro de Alvarado, que residía en Santiago de los Caballeros (Guatemala), se decidió a socorrer a los de Honduras, coincidiendo este hecho con el nombramiento que hizo el Rey de gobernador de Honduras a favor de Francisco de Montejo. En tanto que Montejo se disponía a ir a Honduras, llegó Pedro de Alvarado (1536), quien recibió por renuncia de Cereceda la gobernación de dicha provincia. Cuando Alvarado comenzó a pacificar la tierra y en el Puerto de Caballos echó los cimientos de una población que llamó San Juan, y Juan de Chaves, uno de sus servidores, dió principio a una buena población, por medio de la cual pudieran comunicarse las provincias de Honduras y Guatemala, se presentó Francisco de Montejo. La población que hizo Chaves se llamó Gracias a Dios, y se cuenta que después de recorrer sierras y montañas, halló tierra buena, exclamando entonces su gente: Gracias a Dios que habemos hallado tierra llana. Aquella gente recordaba que el Almirante en su cuarto viaje dió al próximo cabo el nombre de Gracias a Dios.
Respecto al gobierno de Montejo, lo primero que hizo fué quitar la representación a las personas nombradas por Alvarado, tomando él lo[102] mejor para sí y lo demás lo dió a sus amigos (1536)[84]. Tuvo que sofocar un levantamiento de los indios, cuyo jefe, llamado Lempira, hombre prudente y valeroso, puso en gran aprieto a los castellanos, acabando al fin sus días por un tiro de arcabuz (1537). Con la muerte de Lempira entró la confusión entre los indios; unos se despeñaron por aquellas sierras próximas a la ciudad de Gracias a Dios, y otros se rindieron.
Cuando creía Montejo que iba a gozar de paz y de tranquilidad, se presentó, procedente de Castilla, en Puerto de Caballos, el Adelantado Don Pedro de Alvarado. Venía con su mujer y mucha gente de guerra. «Traía—escribe Herrera—el obispado de aquella provincia de Honduras para el licenciado Cristóbal de Pedraza, protector de los indios»[85]. En seguida se encargó de la gobernación de Honduras, no sin disgusto de Montejo, quien hubo de resignarse cuando vió la provisión real. Ajustóse la paz entre ambos gobernadores por mediación del dicho prelado. Montejo tuvo que pagar buena cantidad de ducados; pero recibió el gobierno de Chiapa, población que era de Guatemala. A su vez Alvarado dejó la gobernación de Honduras al capitán Alonso de Cáceres, «y desde entonces—según Herrera—hubo paz en Honduras, porque en muchos años siempre sucedían en aquella provincia robos, opresiones y tiranías, por los malos e injustos gobernadores»[86]. Inmediatamente salió para Guatemala Pedro de Alvarado (1539), donde los Padres Fr. Bartolomé de las Casas y Fr. Rodrigo de Andrade predicaban el Evangelio a los indios.
Por algún tiempo tuvieron el mismo gobernador Honduras y Guatemala; luego, cuando D. Antonio de Mendoza, virrey de Nueva España, dispuso que las dos provincias recibiesen al licenciado Alonso Maldonado, los de Honduras no quisieron y nombraron al veedor Diego García de Celis (1542). Posteriormente, sublevados los negros del territorio de Honduras, no pudieron hacer frente a las fuerzas que contra ellos mandó la Audiencia, siendo pronto vencidos y castigados con rigor (1548).
Habiendo tratado de las expediciones a Nicaragua realizadas por Gil González Dávila y por Francisco Hernández de Córdoba[87], consideremos la conquista del país. Tomó parte en ella la Audiencia de Santo Domingo. Los oidores de dicha Audiencia, que sabían que Gil González era el descubridor de Nicaragua, no tomaban a bien que Pedrarias Dávila la ocupase, pareciéndoles más justo que continuara go[103]bernándola, en nombre de aquel alto Tribunal, Francisco Hernández. Conociendo Pedrarias el caso, determinó ir a Nicaragua, ya para castigar á Hernández, ya para que no se metiese en el país Hernán Cortés. En efecto, al comenzar el año 1526, Pedrarias salió de Panamá para Nicaragua, llegó a la ciudad de León, puso preso á Francisco Hernández y le hizo cortar la cabeza. Después de dejar el mejor arreglo que pudo en Nicaragua, en cuya tierra se hallaban establecidos los chapanecas, se volvió a Panamá, en tanto que Diego López de Salcedo pasó desde Trujillos a Nicaragua o al Nuevo Reino de León, como él llamaba al país; también Pedro de los Ríos, gobernador de Castilla del Oro, se presentó en la misma provincia, de la cual le hizo salir el citado López de Salcedo, quien hubo de realizar reformas importantes lo mismo en el orden administrativo que en el religioso. Así las cosas, Pedrarias Dávila mandó detallada relación al Rey del estado de Nicaragua, no sin declarar las causas que tuvo para degollar a Francisco Hernández; también manifestó que Gil González Dávila era muerto. Como Pedrarias prometía sacar de la provincia grandes riquezas, se le envió el título de Gobernador, ordenando a Diego López de Salcedo y a Pedro de los Ríos que no se metiesen en las cosas de Nicaragua. Fué presentado por obispo de Nicaragua Diego Alvarez de Osorio; se dispuso que se hiciese un convento de frailes dominicos y allá se dirigió con la idea de convertir a los naturales Fray Bartolomé de Las Casas. Duro en su gobierno se manifestó Pedrarias. Puso preso a Diego López de Salcedo y disgustó a los indios. Tanta ojeriza habían cobrado los indios a sus dominadores, que hacía dos años que no dormían con sus mujeres para que éstas no diesen esclavos a dichos castellanos. No sólo odiaban á Pedrarias los indios; los castellanos se quejaban del mismo modo de su conducta. Hasta en las elecciones de alcaldes y regidores se notaba la arbitrariedad del Gobernador, el cual elegía aquellas autoridades entre sus criados y dependientes. Cuando le censuraban por ello, decía que tenía cédula del Rey para hacerlo. Como escribe Herrera, en Nicaragua no se vivía con justicia ni quietud[88]. Murió Pedrarias en los últimos días de julio de 1531, en la ciudad de León «a tiempo que se le había concedido licencia de dos años para venir a Castilla, y que se le había hecho merced de la vara de alguacil mayor de Nicaragua para sus herederos, en la cual nombró a su hijo Arias Gonzalo y por alcalde de una de las fortalezas de aquella provincia...»[89].
Desempeñó interinamente el cargo de Gobernador el licenciado Castañeda, hombre injusto, inmoral y altanero. Continuó el malestar en la[104] provincia, que aumentó por las epidemias y el hambre, hasta el punto que lo mismo en dicha provincia, que en la de Honduras, se recordó por mucho tiempo el tristísimo año de 1532. Ausentóse del país el licenciado Castañeda, dejando en su lugar al obispo Garci Alvarez Osorio; pero el regimiento de la ciudad de León suplicó al Rey que el nombramiento de Gobernador se hiciese en persona que hubiera estado en las Indias, y proponía al capitán Francisco de Barrionuevo, gobernador de Castilla del Oro, o al licenciado de la Gama.
En la corte se trató por el año 1534 de establecer Audiencias, no sólo en Honduras—como antes se dijo—, sino también en Nicaragua y en alguna otra provincia. Demás de esto, deseoso el Rey en dar paz a la mencionada provincia de Nicaragua, nombró como gobernador a Rodrigo de Contreras, que casó con Doña María de Peñalosa, hija de Pedrarias Dávila, la misma que estuvo prometida a Vasco Núñez de Balboa. Apenas tomó posesión de su destino, comenzó a entender en la residencia del licenciado Castañeda, quien, como viese mal el asunto, hubo de marcharse a Castilla, adonde la Audiencia le mandó prender y secuestrar los bienes. Por entonces se presentó en Nicaragua, procedente de México, el P. Las Casas, que no tardó en declararse enemigo del Gobernador y protector de los indios. A tal extremo llegaron las cosas, que habiendo intentado el obispo Alvarez Osorio poner paz entre el Gobernador y el fraile, sólo logró que se encendieran más las pasiones, teniendo Rodrigo de Contreras que acudir en queja al Rey, mientras el P. Las Casas marchó a Castilla decidido a favorecer a los indios en contra de la demasiada libertad de los gobernadores y soltura de los soldados[90]. Al obispo Alvarez Osorio, que murió por entonces, le sucedió Fray Antonio de Valdivieso. No hay palabras para reprobar la conducta de Rodrigo de Contreras. «Si á V. M.—dice atenta y razonada Exposición—hobiesemos de facer relacion de todo lo que en esta tierra ha subcedido de nueve años á esta parte, que ha que Rodrigo de Contreras ha gobernado, sería facer un proceso muy grande, é de cosas que dudamos V. M. pudiese creer»[91]. Por su ineptitud, torpeza o malas inclinaciones, su nombre fué aborrecido de los indígenas. Por mucho tiempo se recordó en el país la mala administración de dicho gobernante.
Descubierta Costa Rica por Cristóbal Colón en el año 1502[92], fué la primera de las provincias del antiguo reino de Guatemala que conquistaron los españoles. Dentro de la provincia llamada Castilla del Oro, provincia que se extendía desde el golfo de Urabá hasta el cabo de[105] Gracias a Dios, se hallaba el territorio de Costa Rica. Bajo el punto de vista etnográfico, las razas primitivas de Costa Rica eran: los chorotegas o mangues, que habitaban la región del Noroeste, hacia el golfo de Nicoya, que se corrían hacia el Salvador, Chiapas y Nicaragua; los cotos o bruncas debieron vivir al Sur y al Sudeste de la cordillera; y los güetares al Oeste de Nicoya y de los chorotegas[93].
A Diego de Nicuesa, nombrado gobernador de Castilla del Oro (1508), le sucedió Pedrarias Dávila (1513), y poco después el licenciado Gaspar de Espinosa, alcalde mayor[94]. En busca de oro, allá por el año 1520, se dirigió Espinosa hacia Burica (hoy Boruca) en la actual República de Costa Rica. Llamábase Urraca el cacique de Burica, hombre tan osado como valiente. Reñido fué el combate entre los castellanos de Espinosa y los indios de Urraca, y mal lo hubieran pasado los primeros sin el auxilio de Hernando de Soto, que, por orden de Francisco Pizarro, hacía a la sazón una correría por aquellas inmediaciones. Embarcóse Espinosa y siguió la costa, tocando tierra en seguida, no sin encontrar tenaz resistencia en otros indios, aunque la vista sólo de los caballos les aterraba, creyendo que eran monstruos marinos. Retiróse Espinosa a Panamá, llamado por Pedrarias, dejando en Burica al capitán Francisco Campañón con un destacamento.
Cuando Urraca tuvo de ello noticia, cayó sobre Campañón, en tanto que el citado capitán enviaba dos mensajeros a Pizarro dándole cuenta de su apurada situación. En buen hora llegaron los refuerzos, porque ya se hallaba sitiado por el valeroso Urraca. Posteriormente el mismo Pedrarias con ciento cincuenta hombres y algunas piezas de artillería, se dirigió contra los indios, llevando por capitán de su guardia a Francisco Pizarro, tan famoso en la Historia del Nuevo Mundo. Urraca, con la ayuda del cacique Exqueguá, se dispuso a la pelea. Casi todo un día duró el combate, retirándose al fin los indios, que fueron perseguidos. Pedrarias, habiendo dejado al capitán Diego de Albitez por teniente suyo, regresó a Panamá (1520). Entre Albitez y Urraca no cesaron las hostilidades. Al año siguiente, Campañón, sucesor de Albitez, continuó la guerra contra Urraca; pero cansado el capitán español de luchar un día y otro día, le propuso honrosa paz. Fiado Urraca en la palabra de Campañón, se presentó en el pueblo y al momento fué reducido a prisión y cargado de cadenas. Evadióse de la prisión y sostuvo larga guerra, muriendo al fin con la pena de no haber podido arrojar a los invasores[95]. No dejó de ser Costa Rica campo[106] abonado para las conquistas de los españoles. Cuando Pedro de Alvarado, allá por el año 1527, se defendía en España de los cargos que se le hacían, su hermano Jorge penetró hasta Costa Rica, sometiendo algunos pueblos de indígenas. Tiempo adelante, el año 1542, hizo Diego Gutiérrez un asiento o convenio con el Rey para conquistar y poblar la provincia de Cartago, desde la bahía de Cerebaro hasta el cabo Camarón, en el río Grande (el San Juan)[96]. (Apéndice B.)
Terminaremos la conquista de la América Central, recordando los siguientes hechos. Tranquilo se hallaba Pedro de Alvarado en su gobierno de Guatemala, cuando la resolución de asuntos interiores le obligaron a trasladarse a México para consultar con el virrey Don Antonio de Mendoza. Sucedió á la sazón un levantamiento de chichimecas en el distrito de Guadalajara (Reino de la Nueva Galicia). Los indómitos chichimecas, por no pagar los tributos a sus señores, se subieron a las cumbres de las sierras y se dispusieron a pelear como bravos. Contra ellos fué Pedro de Alvarado, quien encontró allí la muerte (24 junio 1541)[97]. El virrey Mendoza, cediendo a los deseos de la viuda, Doña Beatriz, conocida desde la muerte de su marido con el nombre de La Sin Ventura[98], nombró gobernador interino de Guatemala a Don Francisco de la Cueva, hermano de la citada señora. Del gobierno de Honduras se encargó el tesorero Diego García de Celis. Terrible desgracia ocurrió en Guatemala bajo el gobierno de la Cueva. Cuentan las crónicas de aquellos tiempos que copiosa y abundante lluvia comenzó a caer sobre la ciudad y en sus inmediaciones desde el 8 de septiembre del año 1541. El día 10 bajó de la montaña, conocida desde aquella época con el nombre de Volcán de agua, terrible inundación, que destruyó gran parte de Santiago de Guatemala, encontrándose entre los ahogados Doña Beatriz de la Cueva, viuda del adelantado Don Pedro de Alvarado, una hija natural del dicho Don Pedro, llamada Ana, de edad de cinco años, y otras personas distinguidas. Los daños causados por la tormenta fueron muchos y muy importantes. Don Francisco de la Cueva, que hacía oficio de gobernador, y el obispo, se portaron per[107]fectamente en aquel día tristísimo. Los supervivientes, aterrados por desgracia tan inmensa, se trasladaron una legua más al Norte, donde se encuentra el valle de Panchoy, fundando allí la tercera ciudad, capital del reino y hoy arruinada, y a la cual se la conoce con el nombre de la Antigua.
Pasamos a relatar ciertos hechos referentes a la conquista de las Grandes Antillas. Dijimos en el primer tomo de esta obra que Cristóbal Colón, en su primer viaje, salió el 19 de noviembre de 1492 de Puerto Príncipe, camino de Babeque, Bohio y Haytí o Baytí. De Puerto Príncipe no se dirigió directamente a Babeque, pues se entretuvo hasta el 5 de diciembre en las costas de Cuba. Fondeó en la extremidad occidental de Haytí, isla a la que dió Colón el nombre de Española el día 6 de dicho mes, comenzando el 7 a explorar sus costas. Tenía entonces la isla—según Colón—cerca de un millón de habitantes[99], y estaba habitada por los cebuneyes al Oeste, y por los aravacos en el Centro y Este. Dividíase en cinco partes, gobernadas por sus respectivos caciques: Caonabo era señor de Maraguana, Bohechio de Xaragua, Garionez del país donde se fundó después Concepción de la Vega, Guanagari de la tierra que estaba a orillas del Artibonito, y Cayacoa del Higuey. Recordaremos que, habiendo fundado el Almirante la Isabela, primera ciudad europea del Nuevo Mundo, Bartolomé Colón echó los cimientos de Santo Domingo en el año 1498, sobre la costa del río Ozama. Dicen unos escritores que el hermano del Almirante dió el citado nombre a la ciudad en honor de su padre, llamado Domingo; según otros, por la devoción que tenía a Santo Domingo de Guzmán. En el correr de los tiempos el nombre de la capital Santo Domingo sustituyó al de Española, aplicándose después únicamente a la parte oriental de la isla. El P. Las Casas, cariñoso por demás con los indios, hace subir a 3.000.000 el número de víctimas que los conquistadores españoles hicieron en el país[100].
Descubierta la isla de Cuba por Colón en su primer viaje, y poblada por los siboneyes, fué conquistada en el año 1511 por Diego Velázquez, gobernador de la Española. Velázquez, con 300 soldados y acompañado del sacerdote (no fraile a la sazón), Bartolomé de las Casas, conquistó la isla, no sin derrotar y quemar vivo al cacique Hatuey. Encargó luego la pacificación del Camagüey al capitán Narváez, cuyos soldados lo llevaron todo a sangre y fuego. Velázquez fundó las ciudades de Baracoa, Sancti-Spíritus, Puerto Príncipe, Santiago de Cuba y la Habana. Murió en el año 1524.
Al S. de Cuba se encuentra Jamaica, descubierta por Cristóbal Co[108]lón en su segundo viaje, el año 1494. El Almirante la llamó Santiago, nombre que se olvidó pronto. Es una de las grandes Antillas, y en ella se establecieron los españoles en 1509. Los indígenas, pertenecientes a la misma raza que los de las otras grandes Antillas, se sometieron fácilmente; pero a Esquivel, su primer Gobernador, hombre bueno y compasivo, sucedieron malos conquistadores, cuya obra se redujo a exterminar a los aborígenes. Una flota que envió Cromwell, se apoderó de la isla (1655), en la cual sólo se contaban 3.000 habitantes, la mitad españoles y la otra mitad negros.
Consideremos la isla, que los indios llamaron Borinquén, Cristóbal Colón, San Juan Bautista[101], y los españoles, Puerto Rico[102]. Se dijo en su lugar correspondiente, que Cristóbal Colón, en su segundo viaje, descubrió la isla de Puerto Rico. En el año 1508, Juan Ponce de León, que se hallaba en la Isla Española, solicitó de Nicolás Ovando permiso para ir a la de San Juan de Puerto Rico. Concedido el permiso, se dirigió a la citada isla y desembarcó en un sitio, cuyo señor, el más poderoso de aquella tierra, se llamaba Agueinabá. Los habitantes tenían color cobrizo, más obscuro que el común de los naturales de América. Afirman antiguos escritores que era una tierra muy poblada de gente, y cultivada con tanto esmero, que parecía una huerta. Ponce de León fué recibido perfectamente por el cacique Agueinabá, y por él supo que algunos ríos conservaban oro abundante en sus arenas. La isla tenía pocos llanos, aunque sí muchos valles y altas montañas, numerosos ríos y algunos puertos, el mejor de ellos el de Puerto Rico. Ovando, inmediatamente que llegó a España, manifestó al Rey el servicio que le había hecho Ponce de León con su expedición a la isla. El Monarca premió a Ponce de León, nombrándole gobernador de Puerto Rico (1510), sin que el Almirante, como dice Herrera, le pudiese quitar[103].
El Gobernador envió presos a España a Juan Cerón y Miguel Díaz, hechuras del Almirante; fundó una población que llamó Caparra y otras menos importantes, e hizo el repartimiento de los indios. Entre los castellanos e indios comenzó la guerra, teniendo la desgracia Cristóbal de Sotomayor y otros cuatro castellanos de morir a manos de sus enemigos. Juan Ponce, comprendiendo la gravedad del caso, nombró tres capitanes para castigar a los revoltosos; los capitanes eran: Diego de Salazar, Miguel de Toro y Luis de Añasco, los cuales, cada uno al frente de treinta hombres, triunfaron de los indios. Ponce puso en paz la isla[109] de Puerto Rico, aunque los indígenas, en su desesperación, llamaron en su ayuda a los caribes de las islas cercanas. Posteriormente, disgustado Juan Ponce de León por la vuelta a la isla de Juan Cerón y Miguel Díaz, se dispuso a realizar descubrimientos de otras tierras. Al efecto, salió de la isla de San Juan en los primeros días de marzo de 1512, y pasando por la isla del Viejo, por Caycós (isleta de los Lucayos), por Amaguayo, por Maneguá, por Guanahani, llegó a la Florida[104]. Orgulloso con sus descubrimientos, pensando siempre que eran islas y no tierra firme, marchó a Castilla, esperando recibir mercedes de la corte. Tantas y tan grandes fueron las quejas que se dieron al Almirante acerca de Juan Cerón y Miguel Díaz, que, aconsejado de los Jueces de Apelación y de los Oficiales Reales, les quitó los Oficios y envió de gobernador al comendador Moscoso. Como tampoco se portara bien el citado Moscoso, pasó él a la isla, donde dejó por nuevo Gobernador, al tiempo de marcharse, a Cristóbal de Mendoza. Mendoza era persona discreta y contuvo las invasiones de los caribes, cada vez más atrevidos e insolentes.
Premió el Rey los servicios de Juan Ponce nombrándole Adelantado de la isla de Bimini y también de la Florida (considerada entonces como isla); además le ordenó que levantase una fortaleza en la isla de San Juan para la defensa de los caribes. Tanto miedo llegaron a inspirar dichas gentes, que se mandó armar tres navíos para correr las islas que eran guarida de los caribes, dándose el mando de la escuadrilla al citado Ponce (año de 1514). En los comienzos de mayo de 1515 se dirigió Ponce a la isla de Guadalupe, donde hizo desembarcar algunos hombres para recoger agua y leña, y algunas mujeres para que lavasen la ropa. Los salvajes, que estaban emboscados, mataron á los hombres y cautivaron las mujeres. Corrido por este suceso Ponce de León, se retiró con sus naves a San Juan de Puerto Rico, mientras el Gobierno dió licencia para que todos pudieran armarse contra los caribes y hacerles esclavos. Disgustado Ponce de León porque la fortuna no se había mostrado propicia ni en Guadalupe ni en la Florida, volvió a Cuba, acabando sus días en el año 1521. El Rey dió el Adelantamiento y las demás mercedes del padre al hijo, cuyo nombre era Luis. Como diremos al tratar del gobierno de Puerto Rico, la colonización se hizo con más lentitud que en la Española. «Los comienzos de la colonización—según Reclus—fueron muy difíciles: huracanes, una invasión de caribes y la destrucción de los primeros cultivos por las hormigas, hicieron abandonar la isla, que se repobló lentamente»[105]. (Apéndice C).
Conquista del Perú.—Francisco Pizarro: su patria.—Pizarro en el Nuevo Mundo: sus primeros hechos.—Expedición de Andagoya.—Sociedad de Pizarro, Almagro y Luque.—Primera y desgraciada expedición de Pizarro.—Vuelta a Panamá.—Segunda expedición: descubrimientos de Ruiz.—Pizarro en el Imperio y Almagro en Panamá.—Pizarro y Almagro en la isla del Gallo.—Almagro en Panamá y Pizarro en la isla de Gorgona.—Los españoles en Tumbez.—Pizarro se embarca para España.—Pizarro y Hernán Cortés en Toledo.—Capitulación.—Pizarro en Trujillo: su familia.—Pizarro vuelve al Nuevo Mundo.—Descontento de Almagro.—Tercera expedición.—El Imperio en aquella época.—Huayna Capac.—Huascar y Atahuallpa.—Guerra y triunfo de Atahuallpa.—Pizarro en Tumbez: funda a San Miguel.—Pizarro y Hernando Soto en el interior del Imperio.—Los españoles en los Andes.—Embajadas del Inca.—El Inca Atahuallpa.—Atrevido plan de Pizarro.—El P. Valverde ante Atahuallpa.—Ataque de los españoles.—Prisión del Inca.—Muerte de Huascar.—Muerte de Atahuallpa.
Francisco Pizarro nació por el año 1471 en Trujillo (Cáceres), y era hijo ilegítimo de Gonzalo, capitán de infantería[106] y de Francisca González, mujer de humilde condición. Un día—se ignora el motivo de ello—desapareció de su pueblo y se embarcó para el Nuevo Mundo. Debió ir a Santo Domingo, donde permaneció ignorado, hasta que a fines de 1509, cuando contaba treinta años de edad, se alistó bajo las banderas de Alonso de Ojeda. Tiempo adelante tuvo Ojeda necesidad de ir a buscar recursos a la Española[107], y durante su ausencia, encargó del gobierno de San Sebastián, villa que acababa de fundar en Urabá, a Francisco Pizarro. Posteriormente, nuestro héroe se unió a Balboa, y con él iba cuando se descubrió el mar del Sur. Acompañó luego a Gaspar Morales, deudo de Pedrarias, en una expedición, cuyo[111] resultado fué desastroso, y más lo hubiese sido sin los servicios de Pizarro. En esta ocasión, un cacique del archipiélago de las Perlas, le hubo de señalar la dirección en que se hallaba un país muy rico (Perú). Cuando Pedrarias se declaró enemigo mortal de Vasco Núñez de Balboa, Pizarro se puso al lado del primero, prefiriendo el poderoso al humilde. Cuéntase que al trasladarse el gobierno de la colonia de Darién, atravesando el istmo, a Panamá, Pizarro no se separó de Pedrarias. En Panamá combatió á los indios y también en Panamá se decidió a realizar en la región del Sur las hazañas que en el Norte llevó a cabo Cortés. Se asociaron a Pizarro para la realización de su proyecto, Diego de Almagro y el sacerdote Hernando de Luque; Almagro era natural del pueblo de su nombre, y Luque cura de Panamá (Apéndice D). Es de advertir, que además de los datos que Pizarro pudo por sí mismo hallar del Perú, los tenía seguros y recientes. En aquel tiempo, un caballero llamado Pascual de Andagoya, organizó una expedición en Panamá (1522), y, haciéndose a la vela hacia el Sur, llegó hasta las riberas del río de San Juan, donde adquirió importantes noticias acerca del imperio de los Incas. Andagoya, después de comerciar con los indígenas, volvió a Panamá por el mal estado de su salud[108].
Pizarro, Almagro y Luque compraron dos buques pequeños, de los cuales el mayor era uno de los construídos por Balboa para la misma expedición. En este buque y con 80 hombres de los 100 que se habían reclutado y cuatro caballos, salió Pizarro (mediados de Noviembre de 1524); Almagro debía seguirle cuando estuviese aparejado el buque menor. Tocó Pizarro en el archipiélago de las Perlas, atravesó el golfo de San Miguel, se dirigió al puerto de las Piñas y entró en el río Birú, internándose unas dos leguas. Continuaron recorriendo la costa, encontrando sólo pantanos, bosques y peñascos. Casi agotadas las provisiones, el único alimento de cada hombre consistía en dos mazorcas de maíz. Renegaban de la hora que habían salido de Panamá. Hasta las mazorcas se iban concluyendo y el hambre comenzaba a dejarse sentir de una manera aterradora. Pizarro, en aquella situación, dispuso que parte de la tripulación, a las órdenes de Montenegro, marchara a las islas de las Perlas en busca de provisiones, mientras que la otra, hallándose él a la cabeza, se estableció en un lugar de la costa y entró en relaciones con los indígenas. Volvió Montenegro, trayendo carne, fruta y maíz; durante su viaje, Pizarro hizo construir algunas barracas y buscó raíces para alimentar a los suyos, raíces que muchas de ellas eran venenosas, ocasionando la muerte de 27. Inmediatamente que llegó Montenegro, abandonaron aquel sitio, al que denominaron Puerto del Hambre. Recorrieron[112] algunos puntos de la costa, deteniéndose en un paraje que llamaron Pueblo Quemado, donde hubieron de sostener frecuentes luchas con indios feroces, en una de las cuales salió mal herido Pizarro. Reembarcáronse para Chicamá, punto inmediato a Panamá, pues deseaban enterarse del paradero de Almagro.
No era censurable, aunque otra cosa pareciese, la conducta de Almagro. En el momento que pudo se lanzó a la mar, siguiendo el mismo derrotero que Pizarro; derrotero que trató de conocer por las señales puestas en montes y playas. Desembarcó en Pueblo Quemado, sitio donde, si Pizarro fué herido, él, luchando con los salvajes, perdió un ojo. Continuó recorriendo la costa y, cuando creyó que Pizarro y los que le acompañaban habrían muerto, tocó en la isla de las Perlas. Allí supo el paradero de ellos, tomando inmediatamente el rumbo de Chicamá. Cuando, reunidos en Chicamá, trataron de continuar la expedición, vieron que los barcos se hallaban en mal estado y los recursos eran muy escasos. Hubieron de convenir que Almagro marchase a Panamá y pidiera auxilio. En efecto, se presentó en Panamá; pero encontró ruda oposición de parte del gobernador Pedrarias, como tampoco logró despertar entusiasmo en la mayor parte de la gente; sólo Luque no perdió la fe en aquellos momentos tan críticos. Consiguió lo que quería, esto es, que el Gobernador levantara su prohibición para el embarque de los que lo solicitasen, aunque no sin conceder a dicha autoridad parte de las ganancias que se obtuvieran, como también que se nombrase un adjunto a Pizarro que, por indicación de Luque, fué designado el mismo Almagro, a quien se dió el título de Capitán. Tal nombramiento supo a vinagre a Pizarro, y fué el comienzo del odio que tiempo adelante se tuvieron.
Reunidos en Panamá los tres socios (Pizarro, Almagro y Luque), hicieron las paces, jurando en nombre de Dios y por los Santos Evangelios ejecutar lo que prometían. Acordaron que se celebrase una misa para pedir a Dios la protección divina en la próxima expedición. El pacto que hicieron lo hubieron de sellar comulgando los tres con la misma hostia, siendo de notar que el celebrante fué el mismo Luque. Firmóse el contrato el 10 de marzo de 1526, y por él se comprometían al descubrimiento y conquista del Perú, debiendo Pizarro y Almagro tomar a su cargo la parte militar, mientras Luque se encargaría de suministrar los fondos necesarios[109]; los productos se repartirían por iguales partes.
[113] La segunda expedición fué más afortunada, contribuyendo seguramente a ello la inteligencia y habilidad del piloto Bartolomé Ruiz. Los asociados compraron dos buques y dos canoas, algunos caballos, armas y municiones. Salieron de Panamá y llegaron hasta el río San Juan. Mientras que Pizarro se situaba a las orillas del dicho río, Almagro volvía a Panamá en busca de nuevos socorros, y Bartolomé Ruiz pasaba adelante con una nave explorando la costa; y, por cierto, con alguna suerte, puesto que descubrió la isla del Gallo, la bahía de San Mateo, la tierra de Coaque, llegando hasta la punta de Pasaos, debajo del Ecuador. En alta mar alcanzó a ver una especie de carabela, o mejor dicho una balsa, en la cual iban algunos indios, tanto hombres como mujeres, procedentes de Tumbez, al parecer mercaderes, que llevaban muchos objetos de plata y oro, trabajados con bastante perfección. Lo que más le sorprendió fueron las camisetas de algodón y lana, tejidas con no poco primor y delicadeza. Traían además balanzas pequeñas para pesar los metales preciosos. Hicieron grandes ponderaciones del mucho oro y plata que se encontraba en su país, especialmente en Cuzco, la capital.
Por su parte Pizarro emprendió su marcha al interior; pero, como dice Herrera, «todo era montañas, con árboles hasta el cielo»[110]. En las colínas cubiertas de bosques encontró olorosas flores matizadas de diferentes colores; pájaros, especialmente de la familia de los loros; monos; reptiles de todas clases; la boa rodeando el tronco de algún árbol y el caimán tomando el sol a orilla de los ríos. Muchos españoles fueron víctimas de los caimanes y de los salvajes, en particular de los últimos, que les acechaban y caían sobre ellos al menor descuido. Vino el hambre a aumentar las desgracias de la gente de Pizarro; en los bosques sólo hallaban patatas silvestres y cocos, y en la playa el fruto del mango.
Almagro tuvo la suerte de encontrar en Panamá nuevo Gobernador. Llamábase D. Pedro de los Ríos, que dispensó a la empresa decidida protección, tanta que Almagro pudo volver pronto y reunirse con Pizarro llevando pequeño cuerpo de aventureros militares que acababan de llegar de la metrópoli.
Después de algunos días en que Pizarro y Almagro fueron juguete de las olas, arribaron a un puerto seguro en la isla del Gallo, visitada antes por el piloto Ruiz. Pasaron luego a la bahía de San Mateo, observando—como dice el citado Ruiz—que los habitantes eran más civilizados que los de otras partes y que las tierras estaban mejor cultivadas. En la costa veían grandes árboles de ébano, de una especie de caoba y de otras maderas duras; también el sándalo y muchos árboles olorosos. En los repechos de las colinas crecía el maíz y se criaba la pa[114]tata, y en las llanuras magníficos plantíos de cacao. Anclaron en el puerto de Tacamez, población de más de 1.000 casas, con calles y plazas, donde los hombres y las mujeres lucían adornos de oro y piedras preciosas. Allí se halla el río de las Esmeraldas, llamado así por las minas de esta piedra preciosa. No dejaron de observar el espíritu belicoso de los naturales del país, comprendiendo que necesitaban mayores refuerzos.
Tan acalorada fué la discusión entre Almagro y Pizarro acerca de la marcha del primero a Panamá y de la estancia del segundo en aquellas tierras, que llegaron a injuriarse y echar mano a las espadas; mas el tesorero Ribera y el piloto Ruiz lograron apaciguarlos. Almagro marchó a Panamá y Pizarro se quedó en la pequeña isla del Gallo. Los aventureros que se quedaron con Pizarro comenzaron á manifestar su profundo disgusto. Estaban rendidos de luchar con los horribles temporales de los trópicos, con terrenos escabrosos, con salvajes y caribes, con el hambre y las enfermedades. Llegaban a decir que en aquellas tierras ni siquiera había «lugar sagrado para sepultura de sus cuerpos.» Tanto creció el disgusto, que algunos soldados escribieron a sus parientes y amigos, dándoles noticia del miserable estado en que se hallaban; pero Almagro, comprendiendo la gravedad de este paso, dispuso apoderarse de las cartas y que no llegasen a su destino. Noticiosos de ello algunos soldados, acordaron escribir una carta y exponer con vivos colores sus desastres. Colocaron dicha carta dentro de un ovillo de algodón, que debía recibir, como muestra de los productos del país, la mujer del gobernador de Panamá. Terminaba la carta con una cuarteta escrita por Sarabia, natural de Trujillo, y en ella se pintaba a los dos jefes como socios de una carnicería; uno se ocupaba en traer el ganado (Almagro) y otro en degollarlo (Pizarro). La copla decía así:
La carta, la vuelta de Almagro y la llegada del único buque que quedaba a Pizarro causaron profundo desaliento en Panamá. Exageróse por todas partes el contenido de la carta y mostrábanse tristes y abatidos los que habían venido con Almagro. El barco en aguas de Panamá, ¿necesitaba composición, como públicamente se decía, o era un pretexto para librarse Pizarro de gente levantisca y desobediente? Teniendo todo esto en cuenta, el gobernador D. Pedro de los Ríos se negó a escuchar las súplicas de Almagro y de Luque, y envió dos buques[115] para recoger a los expedicionarios. Cuando llegaron los dos buques, la alegría de los compañeros de Pizarro fué general; mas él viendo que nada conseguía con sus súplicas y ruegos, tiró de la espada y haciendo una raya en el suelo de Oriente a Poniente, extendió el brazo hacia el Sur y dijo: Camaradas y amigos: este es el camino de las penalidades, pero por él se va al Perú a ser ricos; y señalando en otra dirección, añadió: por allí vais al descanso, a Panamá, pero a ser pobres. Escoged. Y pasó la raya. Sólo 13 le siguieron y se llamaban Bartolomé Ruiz, Pedro de Candía, Cristóbal de Peralta, Domingo de Soria Luce, Nicolás de Ribera, Francisco de Cuéllar, Alonso de Molina, Pedro Alcón, García de Jeréz, Antón de Carrión, Alonso Briceño, Martín de Paz y Juan de la Torre. «Estos fueron—escribe Montesinos—los trece de la fama; éstos los que cercados de los mayores trabajos que pudo el mundo ofrecer a hombres, y los que estando más para esperar la muerte que las riquezas que se les prometían, todo lo pospusieron a la honra, y siguieron a su capitán y caudillo para ejemplo de lealtad en lo futuro»[111]. Volvieron los dos buques a Panamá con los que se negaron a seguir hacia el Perú, y entre ellos el piloto Ruiz, que debía ayudar a Almagro y a Luque en aquellos momentos críticos.
Pizarro determinó abandonar la isla del Gallo. Hizo construir una balsa y se retiró con sus doce compañeros a otra isla distante 5 o 6 leguas de la costa, a la cual, recordando la mitología, dieron el nombre de Gorgona. Aunque tenían agua buena y abundante, y no les faltaba pesca ni caza, las exhalaciones maléficas de aquel suelo y la plaga de insectos venenosos abatieron el espíritu de aquellos héroes. Alentábanles sus sentimientos religiosos y en Dios pusieron toda su esperanza. Miraban al mar y por todas partes se veía la líquida llanura, excepto por el lado oriental, que quebraba la monotonía del horizonte prolongadísima línea de fuego. Era la reverberación del sol en las nevadas crestas de la cadena de los Andes.
Pasados siete meses, un día vieron aparecer las velas de un buque en el horizonte. Era el piloto Ruiz, que en pequeño barco con provisiones, armas y pertrechos llegaba a la isla Gorgona. En dicho barco Pizarro y los suyos se apresuraron a embarcarse, abandonando aquella miserable tierra, no sin profunda pena, porque en ella dejaban dos enfermos al cuidado de algunos indios amigos. Pasaron cerca de la isla del Gallo, descubrieron la punta de Tacumez, penetraron en mares hasta entonces no surcados por quillas europeas, admiraron el Chimborazo y el Cotopaxi, fondeando en la isla de Santa Clara, que se halla a la entrada de la bahía de Tumbez.
[116] Al día siguiente continuaron la navegación, llegando, en fin, a Tumbez, hermosa ciudad con casas de piedra y cal, colocada en el centro de fértil campo. Acudieron a la playa los habitantes de Tumbez y contemplaron con tanta curiosidad como sorpresa a los extranjeros y al barco. Dieron cuenta de lo que veían al curaca (gobernador) del distrito, quien sumamente generoso les mandó en muchas balsas plátanos, yucas, piñas, cocos, batatas, maíz y otros productos de la tierra, como también caza y pescado; además, algunas llamas (carnero peruano) vivas. Encontrábase a la sazón en Tumbez un noble indio (orejón), que fué a bordo con objeto de ver a los españoles[112]. Lo que importaba al jefe peruano era saber de dónde y con qué objeto habían venido a aquellas tierras. Contestóle Pizarro que habían venido para asegurar la legítima supremacía de su Rey y para enseñar a los indios la verdadera religión. Guardó profundo silencio el peruano, aunque es de creer que no le convencieran las razones del capitán español. Comió el noble indio con Pizarro, y al despedirse, nuestro héroe regaló al peruano una hacha que le había llamado mucho la atención, pues el uso del hierro era desconocido lo mismo a los hijos del imperio de los incas que al de los aztecas. Al día siguiente Pizarro obsequió al curaca con cerdos y gallinas, animales que no eran indígenas del Nuevo Mundo. Los españoles que visitaron a Tumbez quedaron admirados de la grandeza de la ciudad, que era frontera del Norte del imperio y contigua a la reciente adquisición de Quito. Despidióse Pizarro de los naturales de Tumbez y prosiguió su rumbo hacia el Sur.
Dobló el cabo Blanco y entró en el puerto de Paita, siendo recibido con el mismo espíritu de hospitalidad que en Tumbez. Recorrió la orilla de las llanuras arenosas de Sechuza, dobló la Punta de Aguja y siguió la costa en su dirección hacia el Este, «no perdiendo nunca de vista la cadena colosal de los Andes, que a medida que navegaban hacia el Sur casi siempre a la misma distancia de tierra, se iba presentando cumbre tras cumbre con sus estupendas crestas de hielo como un inmenso Océano que se hubiera detenido y helado de repente en medio de su tumultuosa carrera»[113].
Por todas partes que pasaba Pizarro era recibido por los naturales con generosa hospitalidad. Ellos, los indígenas, llamaban a los españoles hijos del Sol y les llamaban así por su blancura, por el brillo de sus armaduras y por los rayos que manejaban. Creían que los españoles eran dulces, cariñosos y buenos. «El corazón de hierro del soldado—como escribe Prescott—no había presentado aún su lado sombrío.[117] Era demasiado pronto para hacerlo. Aún no había sonado la hora de la conquista»[114].
No es extraño que los peruanos amasen a los españoles. Comenzaron muy bien. «Sin haber querido recibir el oro, plata y perlas que les ofrecieron, a fin de que conociesen no era codicia, sino deseo de su bien el que les había traído de tan lejanas tierras a las suyas»[115]. Siguiendo Pizarro su derrotero al Sur, pasó no lejos del punto en que había de levantarse la ciudad de Trujillo y llegó al puerto de Santa. Convencido de la existencia de un gran imperio indio, volvió por el mismo camino. En un pueblo que los españoles llamaron Santa Cruz, aceptó el convite de rica peruana; en Tumbez dejó a Alonso de Molina y él se llevó el peruano Felipillo y algún otro, y recogió en la isla de Gorgona a uno de los enfermos, pues el compañero había muerto, volviendo a anclar en el puerto de Panamá después de diez y ocho meses de ausencia[116].
Orgullosos podían estar los tres socios con el nuevo descubrimiento, aunque el gobernador Pedro de los Ríos, no convencido de la importancia o tal vez desanimado por su misma magnitud, se negó a prestar auxilio a la empresa. Entonces acordaron los tres socios acudir al Rey.
Designóse para ello a Pizarro, por empeño de Almagro y contra la opinión de Luque. Quería el sacerdote que se diera el encargo al licenciado Corral, funcionario dignísimo y que iba a marchar a España por asuntos de público interés. Sostuvo Almagro con cierta energía que Pizarro debía ser el designado, pues nadie—según él—podía desempeñar tan bien la misión como la persona más interesada. Accedió Luque; mas conocedor del carácter de sus dos amigos y del corazón humano, exclamó: «Plegue á Dios que no os hurtéis uno á otro la bendición, como Jacob á Essaú.» Reunidos con alguna dificultad 1.500 pesos de oro, Pizarro, acompañado de Pedro de Candía, y llevando consigo algunos indígenas, dos o tres llamas, adornos y vasos de oro y plata, y varios tejidos de lana, se embarcó en el puerto llamado Nombre de Dios en la primavera de 1528, llegando a Sevilla a principios del verano y trasladándose a Toledo, donde fué recibido con mucha bondad por el Emperador. El relato que hizo de su viaje causó la admiración de todos. No le inmutó ni la majestuosa presencia de Carlos V, ni la legendaria figura de Hernán Cortés, con quien se encontró en los salones regios, ni la brillante corte de Toledo. Cuando Hernán Cortés terminaba su carrera, Pizarro comenzaba la suya: el primero había conquistado el Norte y el segundo aspiraba a conquistar el Sur, los dos imperios más[118] poderosos y ricos del Nuevo Mundo. Orillados algunos obstáculos, se firmó la capitulación entre el gobierno y Pizarro el 26 de julio de 1529. Por el citado documento se nombraba a Pizarro, por vida, gobernador y capitán general de 200 leguas de costa en la Nueva Castilla, nombre que se dió entonces al Perú (como el de Nueva España se había dado a México). Obtuvo, además, el título de Adelantado y de alguacil mayor de la tierra; dignidades ambas que se había comprometido a obtener para Almagro. Al citado Almagro se le nombró comandante de la fortaleza de Tumbez, y al Padre Luque, tiempo adelante, se premiarían sus servicios con el obispado de la citada población peruana: entretanto se le dió el título de Protector general de los Indios de Nueva Castilla[117]. No se olvidó Pizarro de los compañeros que quedaban vivos de la isla del Gallo, recibiendo Bartolomé Ruiz el título de Piloto mayor de la Mar del Sur, y los restantes, unos fueron nombrados hijosdalgo y otros caballeros. Diéronse algunas disposiciones para estimular la emigración a aquel país. Se mandó a Pizarro que tuviese en su gobernación los religiosos eclesiásticos y oficiales reales que por su Majestad fuesen nombrados[118]. Entre otras disposiciones, no deja de ser curiosa la prohibición de que no hubiese Letrados ni Procuradores en la nueva colonia, considerándose que la presencia de ellos era perjudicial para el sosiego, paz y armonía de aquellos habitantes. Pizarro, a su vez, se comprometió a levantar en el término de seis meses una fuerza de 250 hombres perfectamente equipados, pudiéndose sacar 100 de ellos de las colonias. También se obligaba a emprender la expedición a los seis meses de su vuelta a Panamá.
Para la compra de artillería y todos los pertrechos militares obtuvo del Gobierno algunos fondos, aunque no todos los que necesitaba. Consiguiólos con dificultad y tal vez le ayudara en este particular su amigo—y pariente según algunos—Hernán Cortés. No dejó de costarle del mismo modo gran trabajo la reclutación de gente. Con esta idea—ó más bien con el deseo de visitar el lugar de su nacimiento—salió de Toledo para Trujillo. Allí se le reunieron cuatro hermanos que tenía: el mayor, llamado Hernando, era legítimo; los otros tres eran ilegítimos (Gonzalo y Juan Pizarro, por parte de padre, y Francisco Martín de Alcántara, por parte de madre). Es de sentir que Hernando, tan feo de cuerpo como de alma, ya por ser el mayor de todos, ya por la circunstancia de ser legítimo, ejerciese poderosa influencia sobre los demás y aun sobre el mismo que enaltecía su apellido. «Todos—escribe Oviedo—eran pobres, y tan orgullosos como pobres, e tan sin hacienda[119] como deseosos de alcanzarla.»[119] No encontró Pizarro en sus paisanos el apoyo que esperaba.
De cualquier modo que sea, se dió la expedición a la vela (enero de 1530) y llegó felizmente a Nombre de Dios. Grande fué—como era de esperar—el disgusto de Almagro cuando supo que todos los cargos importantes se habían dado a Pizarro y a él uno de escaso valor, que no estaba en relación con sus servicios. Vino a agriar más la cuestión el orgulloso é insensato Hernando Pizarro. Sin embargo, los prudentes consejos de Luque y del licenciado Espinosa, influyeron de tal modo en el ánimo de los dos jefes, que se verificó aparente reconciliación, no sin ofrecer Pizarro ceder a Almagro el empleo de Adelantado y solicitar del Monarca que confirmara dicha cesión.
¿Se quejaba con razón Almagro? El cronista militar Pedro Pizarro sostiene que su pariente pidió para Almagro el empleo de Adelantado, a lo cual no accedió el Gobierno, que no quería separar dicho cargo del de gobernador y capitán general. Enseñaba la experiencia que, empleos tan importantes, no debían confiarse a distintos individuos. Si tales razones, y otras que dió Pizarro, convencieron o no a su rival, nada importa.
Lo cierto es que, con los refuerzos de España, con los de Panamá y con algunos de la provincia de Nicaragua (colonia que era una rama de la de Panamá), y después de bendecir el estandarte real y la bandera de los expedicionarios, de predicar un sermón Fr. Juan de Vargas, de celebrar una misa y de administrar la comunión a todos los soldados, Pizarro, al frente de 180 hombres y 27 caballos, salió de Panamá y emprendió su tercera y última expedición en los primeros días de enero de 1531. Almagro, como de costumbre, se quedó allí para reunir refuerzos. A los trece días de navegación, fondearon en el puerto de San Mateo, emprendiendo desde dicho puerto el viaje por tierra a lo largo de la costa, en tanto que los buques seguían su rumbo a cierta distancia. Después de muchas penalidades, llegaron a un pueblo de la provincia de Coaque, donde encontraron regular cantidad de plata, oro y piedras preciosas, llamando la atención entre éstas, hermosa esmeralda, del tamaño de un huevo de paloma, que tomó Pizarro. Con el oro y la plata adquiridos, se hizo un montón, del cual se dedujo la quinta parte para la Corona, distribuyéndose el resto en la proporción convenida entre los oficiales y soldados. Este fué el sistema que se observó durante la conquista. Mandó Pizarro a Panamá el valor de veinte mil castellanos de oro. Siguió su marcha por la costa; pero no acompañado de los buques, que habían vuelto a Panamá en busca de refuerzos. Encontróse[120] Pizarro en situación muy triste. La arena de la playa, removida por el viento, cegaba a los soldados, al mismo tiempo que los rayos de sol abrasador casi les ahogaba de calor. Para mayor desgracia, se vieron acometidos de una enfermedad que consistía en grandes verrugas que se presentaban en el cuerpo, y al abrirlas con lanceta, echaban tal cantidad de sangre, que el enfermo moría de resultas. Por otra parte, desde que los españoles cometieron tantos excesos en Coaque, las cosas habían variado por completo. Ya no se les consideraba como seres superiores bajados del cielo, sino como ladrones y criminales. Antes se les ofrecía hospitalidad, y a la sazón se huía de ellos para guarecerse en las montañas próximas. El clima, las enfermedades y la enemiga de los naturales del país, abatieron el ánimo de los soldados, particularmente de los de Nicaragua, que habían dejado el paraíso de Mahoma, por una tierra miserable e ingrata[120].
Afortunadamente recibieron en Puerto Viejo un refuerzo de 30 hombres, mandados por Belalcázar. Algunos hubieran deseado establecerse en Puerto Viejo; mas Pizarro deseaba por momentos llegar a Tumbez, y con este objeto se trasladó a la isla de Puna, próxima á la citada población y en la embocadura del río de Guayaquil. Incorporóse a Pizarro otro refuerzo de 100 voluntarios y algunos caballos, que dirigía el capitán Hernando de Soto, descubridor tiempo adelante del río Mississipí.
Antes de narrar la conquista del imperio de los Incas por Pizarro, daremos a conocer, aunque muy sucintamente, la situación de dicho imperio en aquella época. Hacía como unos siete años que el inca Huayna Capac, hijo de Tupac Inca Yupanqui, había conquistado el reino de Quito. La capital del Perú era el Cuzco, población admirablemente situada, muy rica y asiento del gran templo del Sol. Huayna Capac, como los príncipes peruanos anteriores a él, tenía muchas concubinas que le dieron numerosa posteridad. El heredero de la Corona, hijo de su mujer legítima y hermana, se llamaba Huascar; seguía en el orden de sucesión Manco Capac, hijo de otra mujer prima del Monarca; y el tercero de los hijos, de nombre Atahuallpa, habido en una hija del último Scyri de Quito, si no tenía derecho a la Corona, gozaba del cariño más profundo de su padre. Es de notar que habiendo vivido Huayna Capac sus últimos tiempos en Quito, tuvo a su lado a Atahuallpa, a quien crió y educó con verdadera solicitud. En la hora de su muerte Huayna Capac hizo llamar a los altos funcionarios de la Corona y declaró que su última voluntad era que el reino de Quito pasase a Atahuallpa y el del Perú a Huascar; luego encargó a sus dos hijos que vi[121]viesen en paz y amistad. Si en los últimos momentos de su vida, para tranquilidad de su conciencia, quiso dar al nieto lo que había robado al abuelo, también derogó las leyes fundamentales del imperio y arrojó la manzana de la discordia a los herederos de su autoridad. Debió ocurrir la muerte a fines de 1525, seis años largos antes de la llegada de Pizarro a Puna[121].
Cuando Huayna Capac, poco antes de morir, tuvo noticia de la primera aparición de los españoles en el país, dijo a los magnates del imperio—según escribe Garcilaso de la Vega—las siguientes palabras: «Mucho ha que por revelación de nuestro padre el Sol tenemos, que pasados doce reyes de sus hijos, vendrá gente nueva y no conocida en estas partes, y ganará y sujetará a su Imperio todos nuestros reinos y otros muchos. Yo me sospecho que serán de los que sabemos que han andado por la costa de nuestro mar: será gente valerosa que en todo os hará ventaja. También sabemos que se cumple en mí el número de los doce Incas. Certifícoos que a los pocos años que yo me haya ido de vosotros, vendrá aquella gente nueva y cumplirá lo que nuestro padre el Sol nos ha dicho, y ganará nuestro Imperio y serán señores de él. Yo os mando que les obedezcais y sirvais como a hombres que en todo os harán ventaja: que su ley será mejor que la nuestra, y sus armas poderosas e invencibles más que las vuestras. Quedaos en paz, que yo me voy a descansar con mi padre el Sol que me llama.»
Sólo unos cuatro o cinco años vivieron en paz Huascar y Atahuallpa. Era el primero hombre de carácter pacífico, bueno y generoso; y el segundo, por el contrario, se distinguía por su pasión por la guerra, por su perfidia y crueldad. Atabalipa—pues así llaman también otros cronistas a Atahuallpa—, con sus ejércitos dirigidos por sus valerosos generales Quzquiz y Challenchina, llevó la guerra hasta el corazón del imperio de su hermano. Comenzó triunfando en la falda del Chimborazo, tomó a Tumebamba, cuya ciudad, como otras del distrito de Cañaris, entró a sangre y fuego; se estableció en Caxamalca, cruzó el río Apurimac, acampando cerca de la capital del Perú. En la llanura de Quipaypan se iba a decidir el término de la lucha y que duró desde la mañana hasta la noche. La fortuna se declaró en favor de Atahuallpa, siendo hecho prisionero el inca Huascar. Dióse la batalla en la primavera de 1532.
Atahuallpa recibió en Caxamalca la noticia de la victoria, y ordenó al punto que su hermano fuese trasladado a la fortaleza de Xauxa. Garcilaso de la Vega, que era de la raza Inca y sobrino por parte de madre de Huayna Capac, dice que Atahuallpa hizo reunir en el Cuzco[122] a todos los nobles Incas esparcidos en el país, con el objeto de deliberar acerca de la división del Imperio entre él y su hermano. Cuando estaban reunidos les rodeó la soldadesca y los mató a todos. De esta manera fueron exterminados todos los individuos que podían alegar mejores títulos que Atahuallpa a la Corona, llegando en su locura a matar a sus hermanos de padre, esto es, a todos los que tenían en sus venas sangre inca. «A las mujeres, hermanas, tías, sobrinas, primas hermanas y madrastras de Atahuallpa, colgaban de los árboles y de muchas horcas muy altas que hicieron; a unas colgaron de los cabellos, a otras por debajo de los brazos y a otras de otras maneras feas, que por la honestidad se callan; dábanles sus hijuelos que los tuviesen en brazos; teníanlos hasta que se les caían y aporreaban»[122]. Contaron todas estas cosas a Garcilaso su misma madre y un tío suyo, hermano de su madre, llamado D. Fernando Huallpa Tupac Inca Yupanqui, que tuvieron la dicha de salvarse de la matanza general de la familia. Pero si realmente—como escribe con mucho acierto Prescott—trató Atahuallpa de exterminar la raza Inca, ¿cómo es que el mismo historiador confiesa que setenta años después de la supuesta matanza existían cerca de seiscientos descendientes de la raza pura por cuyas venas corría la sangre real?[123] ¿Por qué esta matanza, en lugar de ceñirse a las ramas legítimas del tronco real, que tenían más derechos a la Corona que el usurpador, se extendió a todos los que estuviesen enlazados con él, aun en el grado más remoto? ¿Por qué incluyó a las ancianas y a las doncellas y por qué se las sometió a tormentos tan refinados y supérfluos, cuando es evidente que unos seres tan poco poderosos nada podrían hacer que excitase los celos del tirano? ¿Por qué cuando se sacrificaron tantos a una vaga aprensión de riesgo futuro se dejó vivir a su rival Huascar y a su hermano menor Manco Capac, los dos hombres de quienes más tenía que temer el vencedor? ¿Por qué, en fin, ninguno de los que escribieron medio siglo antes que Garcilaso refieren suceso semejante?[124].
[123] No cabe duda que en la relación de Garcilaso la leyenda ha sustituído a la historia. La madre y un tío del historiador, de la raza Inca, y de menos de diez años de edad cuando se realizaron las supuestas crueldades de Atahuallpa, no son testigos a quienes podamos seguir sin recelo alguno. Bastará decir que Atahuallpa destronó al inca Huascar y fué enemigo mortal de la citada raza. Si cronistas españoles repitieron y aun exageraron lo dicho por Garcilaso, quisieron con ello justificar la conducta inhumana y cruel que siguió Pizarro con Atahuallpa.
Continuando el hilo de la historia del vencedor de Quipaypan, haremos notar que ya pudo tomar la borla encarnada, diadema de los incas, olvidándose seguramente de que los extranjeros blancos iban a llegar pronto y a destruir el imperio, como en los últimos momentos de su vida había anunciado Huayna Capac.
Pizarro había salido de la isla de Puna y desembarcado en Túmbez. Vió con sorpresa que aquella población, donde antes fuera agasajado con tanta solicitud, se hallaba desierta y casi destruída. Pudo, sin embargo, apoderarse de algunos fugitivos, entre los cuales se hallaba el curaca de Túmbez, quienes le dijeron que la ruina del pueblo era consecuencia de la guerra civil que destrozaba el imperio. Militaban en opuestos bandos las tribus feroces de Puna y los de Túmbez, logrando aquéllas la victoria y con la victoria terrible castigo de sus enemigos. Grande era el desaliento de los españoles, sin embargo de las brillantes pinturas que les hicieron los indios acerca de la riqueza del país y de la magnificencia de la Corte imperial. Creían que todo era leyenda.
Comprendió Pizarro que no había que perder tiempo. A principios de mayo de 1532, habiendo dejado a los menos fuertes y a los enfermos en Túmbez, él se dirigió por el camino más llano hacia el interior, en tanto que Hernando de Soto marchó a explorar las faldas de la sierra. Ordenó, bajo severas penas, que a los indígenas no les fuese hecha fuerza ni descortesía. A unas 30 leguas al Sur de Túmbez encontró el rico valle de Tangarala, cuyas condiciones le parecieron buenas para el establecimiento de la colonia. Tan buenas le parecieron que, sin perder tiempo, dispuso que se trasladasen allí los que había dejado en Túmbez. En cuanto llegaron se comenzó a edificar la colonia de San Miguel, la cual se abandonó después por un sitio más sano en las márgenes del Piura. El nombre de San Miguel de Piura recuerda la primera fundación colonial de los españoles en el imperio de los incas. Habiendo esperado en vano refuerzos, a los cinco meses de desembarcar en[124] Túmbez, salió Pizarro (24 septiembre 1532) al frente de su pequeño ejército, dejando en San Miguel algunas fuerzas al mando del contador Antonio Navarro. Llevaba 100 infantes (entre ellos tres arcabuceros y unos 17 ballesteros) y 77 caballos; con hueste tan escasa penetró en el corazón del país y se dirigió al campamento de Atahuallpa. Atravesaba hermosas y bien cultivadas tierras; canales y acueductos cruzaban de una parte a otra, regando árboles frondosos y deliciosas huertas. Flores de diferentes clases despedían puros aromas, que saturaban la atmósfera. Por todas partes eran recibidos con contento por los sencillos habitantes. En todos los pueblos de alguna importancia se encontraba alguna fortaleza o posada real, residencia del Inca en sus viajes; también en ella había cómodo alojamiento para las tropas y almacenes para los víveres.
Comprendiendo Pizarro que el desaliento comenzaba a cundir entre los suyos, tomó una resolución atrevida. Con el pretexto de pasar revista á su pequeño ejército, dijo a los soldados que si alguno no tenía valor para seguir adelante, podía volverse a S. Miguel, cuya guarnición era corta, ofreciéndoles desde luego la misma cantidad de tierras y vasallos que los repartidos a los nuevos colonos. Consiguió Pizarro lo que se había propuesto; sólo cuatro infantes y cinco de caballería se aprovecharon del permiso general.
Volvió a emprender su marcha y se detuvo en un pueblo llamado Zaran, en tanto que Hernando de Soto se dirigió hacia Caxas en busca de noticias sobre el estado de las cosas. Volvió Soto a los ocho días de haber salido, acompañado de un embajador del Inca y de otros indios de inferior condición. Hízole el embajador por orden del Inca, un regalo de poca valía y le invitó, en nombre también de su amo, a pasar al campamento de Caxamalca. Pizarro del mismo modo obsequió al Inca con un gorro de paño encarnado, algunas bagatelas de vidrio y otros juguetes, mandándole a decir que deseaba llegar pronto a su presencia. Hernando de Soto, habiendo visitado a Caxas y a la ciudad vecina de Guancabamba, volvió á dar cuenta de su misión á Pizarro; díjole, entre otras cosas, que el Inca estaba acampado con poderoso ejército en Caxamalca y los muchos recursos con que contaba.
Prosiguió su marcha, se detuvo en Motupe y llegó por fin al pie de los Andes. Reconoció un camino en dirección al sur que iba al Cuzco, y que muchos deseaban seguir; pero se opuso a ello Pizarro, importándole poco los grandes peligros, porque la ayuda de Dios es mucho mayor. Emprendióse la subida de los Andes, marchando a la cabeza Pizarro con 60 infantes y 40 caballos; su hermano Hernando debía seguirle con la demás fuerza. Estrechas y muy pendientes sendas en los[125] ásperos costados de los precipicios que formaban las altas montañas, peñascos que se levantaban en medio del camino, escalones hechos de la misma piedra y por los cuales tenía que subir el soldado, llevando los caballos por la brida, y allá, en la cumbre de una garganta, una fortaleza, hecha de piedra, donde un puñado de hombres hubieran podido disputar el paso a un ejército entero, y todavía más arriba otra fortaleza más fuerte que la anterior. En ella se alojó Pizarro para pasar la noche. Al día siguiente, sin esperar á su hermano que le seguía de cerca, emprendió su marcha por los intrincados desfiladeros de la sierra. El frío era horroroso y la vegetación pobre. En lugar de las diferentes clases de animales que antes habían visto, ahora sólo contemplaban la vicuña, que desde encumbrado pico parecía mofarse del cazador; y en lugar de los brillantes pájaros que eran la alegría de los espesos bosques de los trópicos, ahora únicamente miraban el condor «que cerniéndose en los aires—como dice Prescott—á una elevación inmensa, seguía con melancólicos gritos la marcha del ejército, como si el instinto le guiara por el sendero de la sangre y de la carnicería...»
Llegaron, tras penosa marcha, a la cumbre de la cordillera. Desde allí se extiende árida y dilatada llanura, cubierta de pajonal, hierba amarilla, que vista desde abajo ciñendo la base de los picos cubiertos de nieve, e iluminada con los rayos de ardiente sol, parece pináculos de plata engarzados en oro. Detuvóse Pizarro para esperar la retaguardia. Estando reunidos los dos hermanos, llegó una embajada india trayendo un regalo de llamas al jefe español. Dijo el embajador que su señor deseaba verle cuanto antes, y que a la sazón se encontraba cerca de Caxamalca, en un sitio donde había manantiales de agua caliente. Con cierto orgullo hubo de hacer alarde del poder militar y de los recursos de Atahuallpa. Pizarro, por su parte, no negó las proezas militares de Atahuallpa, si bien dijo que el soberano español se hallaba tan por encima del Inca, como lo estaba el Inca del último de los curacas.
Continuaron la marcha los españoles, empleando todavía dos días para atravesar aquellas elevadas cordilleras. Comenzó en seguida la bajada, que no dejó de ser dificultosa. Presentóse otro embajador del Inca con otro regalo de llamas y con las mismas promesas que el anterior.
Al séptimo día de camino avistaron el valle de Caxamalca. Pizarro conocía por las noticias que iba recibiendo la falsa actitud del Inca; pero él había formado el plan que debía seguir y resuelto estaba a ello, tal vez siguiendo el ejemplo de Hernán Cortés y acaso por los consejos que el conquistador de México le diera en España. Sabía que la organización del Imperio era completamente autoritaria y que el Inca personifica la religión, la patria, el ejército y todos los elementos sociales; de modo[126] que el éxito de la empresa consistía en apoderarse de Atahuallpa. Decidióse a realizar empresa tan temeraria. A su vez el Inca formó el propósito de apoderarse de los aventureros, haciéndolos caer en una celada que había dispuesto. Si eran superiores los soldados extranjeros a los suyos, la superioridad dependía exclusivamente de sus armas y de sus caballos; por lo demás, tenían las mismas flaquezas y las mismas pasiones. No recordaba Atahuallpa las tristes predicciones que al fallecer salieron de los labios de Huayna Capac sobre la destrucción del Imperio. Además, acababa de hacer prisionero a su hermano Huascar y dominaba en absoluto lo mismo en Quito que en el Perú.
Era pintoresco el valle de Caxamalca; estaba cultivado con suma habilidad y la vegetación se manifestaba espléndida. Como a una legua de distancia se elevaban columnas de vapor, producidas por las aguas termales, en mucha estima a la sazón por el Inca. En el declive de las colinas se descubrían multitud de blancas tiendas de campaña, donde estaba acampado ejército numeroso. Dividió Pizarro en tres divisiones su ejército y penetró en Caxamalca, que se hallaba completamente desierta. En una ciudad de 10.000 habitantes sólo encontraron tres o cuatro mujeres que les miraron con ojos de compasión. Estaban construídas las casas con arcilla endurecida al sol y los techos eran de paja o madera; algunas se distinguían porque era de piedra su fábrica. Entraron en ella el 15 de noviembre de 1532. Impaciente Pizarro por averiguar las intenciones del Inca, mandó primero a Hernando de Soto con 15 jinetes al campamento imperial y en seguida a su hermano Hernando con 20 caballos más. Habían andado una legua escasa, cuando llegaron al campamento. Hallaron al Inca rodeado de sus nobles, de sus oficiales y de las mujeres de la casa real. Estaba sentado en un almohadón, a la manera de los musulmanes, distinguiéndose, no por su traje, que era más sencillo que el de sus cortesanos, sino por la borla encarnada que le caía sobre la frente. Hernando Pizarro y Hernando de Soto, con dos o tres de los que les acompañaban, se colocaron en frente del Inca, y el primero, en nombre de su hermano, le dió cuenta de su misión, invitándole a que visitase a los españoles en su residencia actual. Atahuallpa no contestó una palabra, ni aun hizo un gesto, aunque se lo tradujo todo el intérprete Felipillo; sólo uno de los nobles que le rodeaban, contestó: «está bien.» Insistió Hernando Pizarro en que él diese la respuesta. Entonces le miró sonriéndose, y le dijo que al día siguiente, con algunos de sus principales vasallos, pasaría a ver al capitán español. Refieren los cronistas españoles que Soto metió espuelas y dió rienda a su hermoso caballo, haciéndole luego caracolear alrededor del Inca, quien conservó su inmutable serenidad, añadiendo que algunos soldados,[127] llenos de temor, huyeron a la desbandada. Hasta tal punto disgustó a Atahuallpa la cobardía de los fugitivos, que les hizo luego matar. Así lo cuentan nuestras historias. En seguida los criados del Inca ofrecieron algunas cosas de comer a los españoles, los cuales no las aceptaron, aunque sí bebieron un poco de chicha, servida en grandes vasos de oro por las bellezas del harén imperial.
El regreso de los embajadores a Caxamalca produjo profundo desaliento en sus compañeros, cuando oyeron referir el esplendor de la corte, lo numeroso y disciplinado de su ejército y la civilización del país. Comprendieron entonces que había sido temeridad el penetrar en el corazón del imperio, sin poder avanzar ni retroceder. Estaban perdidos sin remedio, si Dios no les ayudaba en la empresa. En Dios puso toda su esperanza Francisco Pizarro. Confiad—les dijo—en el auxilio de la Providencia, y si cumplís exactamente mis instrucciones, estoy seguro de que triunfaremos. Convocó a sus oficiales para decirles que se proponía llevar allí al Inca y cogerle prisionero a presencia de todo su ejército. El proyecto sería desesperado; pero no quedaba otro camino. Todo estaba reducido a anticiparse a lo que Atahuallpa trataba de hacer con ellos. Pizarro quería hacer con el soberano del Perú lo que Cortés había hecho con el monarca de México. Pero la prisión del azteca tenía algo de voluntaria y la del Inca era violenta. Además, las fuerzas de Cortés eran mayores que las de Pizarro, y las de Moctezuma eran menores que las de Atahualpa. Ante tantos peligros como rodeaban a los españoles, no es de extrañar que los sacerdotes que iban en la expedición pasasen orando toda la noche.
Amaneció el 16 de noviembre de 1532. Sonaron las trompetas al romper el alba. Pizarro colocó la caballería en la plaza, dividiendo aquélla en dos porciones, una a las órdenes de su hermano Hernando y otra a las de Soto. La infantería la situó en otro edificio de la misma plaza. Pedro de Candía, con unos cuantos soldados y dos falconetes se apostó en una fortaleza de piedra situada en la extremidad de la citada plaza. El tomó 20 hombres escogidos para acudir donde hubiese necesidad. Las tropas comieron abundantemente, las armas se afilaron y en los pretales de los caballos se pusieron muchas campanillas para que aumentasen con su ruido el espanto de los indios. Celebróse solemne misa por los eclesiásticos que iban en la expedición, los cuales aseguraron en nombre de Dios y de su Madre Santísima la victoria; luego todos, sacerdotes y soldados, cantaron el Exurge, Domine, et judica causam tuam.
Ya entrado el día recibió Pizarro un mensaje de Atahuallpa anunciando su visita y diciendo también que llevaría a la gente armada[128] como los españoles habían ido a su campamento. «De la manera que viniere—contestó el Gobernador al mensajero—lo recibiré como amigo y hermano»[125]. Cuando llegó el Inca como a un cuarto de legua de Caxamalca, determinó establecer allí el campamento, aplazando la visita para el día siguiente; determinación que hubo de contrariar mucho a Pizarro, hasta el extremo que rogó al Inca, por medio del mismo mensajero que trajo la noticia, que cambiase de propósito, pues deseaba cenar con él aquella noche. Accedió el Inca, lo cual prueba, dígase lo que quiera en contrario, que obraba de buena fe. Tampoco damos crédito á lo que dice Hernando Pizarro en carta dirigida a la Audiencia de Santo Domingo un año después de los sucesos, y es que acompañaban a Atahuallpa unos 5 o 6.000 indios, quienes llevaban escondidas porras pequeñas, hondas y bolsas con piedras. ¿Cómo podía concebir el Inca que en el centro de su imperio, rodeado de su corte y de algunas tropas, teniendo cerca numeroso ejército, hubiese un hombre tan temerario que se atreviera apoderarse de su persona?
Faltaba poco para ponerse el sol cuando la comitiva llegó al pueblo. Venían primero algunos centenares de criados destinados a limpiar el camino que debía recorrer el Inca y en cantar himnos de triunfo que en nuestros oídos—dice uno de los conquistadores—sonaban cual si fuesen canciones del infierno[126]. Venían después otras compañías de indios: unos vestidos con tela blanca y colorada; otros sólo de blanco con martillos o mazas de plata y cobre en las manos; últimamente los guardias del inmediato servicio de Atahuallpa con su rica librea azul y profusión de ornamentos de alegres colores, indicando su nobleza los largos pendientes que colgaban de sus orejas. El Inca venía sobre unas andas y el asiento que traía era un tablón de oro que pesó un quintal[127]; el palanquín estaba cubierto de chapas de oro y plata, y adornado con delicadas plumas de pájaros tropicales[128]; entre las alhajas que llevaba el monarca sobresalía un collar de esmeraldas y brillantes de tamaño extraordinario[129]. Llegó a la plaza, mandó hacer alto y no viendo a los españoles, preguntó: ¿dónde están los extranjeros? En aquel instante Fr. Vicente de Valverde, religioso dominico, capellán de Pizarro (después obispo de Cuzco), llevando en una mano un Crucifijo y en la otra el Breviario, se acercó al Inca, le hizo una reverencia, le santiguó con la Cruz y le explicó algunos misterios de nuestra religión. Impasible estuvo Atahuallpa oyendo cosas que no entendía; pero cuando[129] dijo Valverde que su reino estaba dado por el Papa al emperador Carlos V, de quien debía reconocerse tributario y vasallo, el rostro del Inca se demudó y sus ojos centellearon de ira, preguntando, entre otras cosas, con qué autoridad se le hablaba de aquella manera. Por toda respuesta el fraile le presentó el Breviario. Atahuallpa lo cogió, pasó algunas hojas y lo arrojó al suelo. El bueno del fraile se apresuró a cogerlo y corrió a referir al Gobernador el ultraje hecho al sagrado libro[130]. Pizarro agitó entonces una bandera blanca, que era la señal convenida; sonó un tiro de la fortaleza y todos se lanzaron a la plaza gritando ¡Santiago y a ellos! La caballería y la infantería en columna cerrada cayeron sobre la muchedumbre de indios. Los gritos de los españoles, el estrépito de los caballos, el sonido de los cascabeles puestos en los pretales, el ruido de la artillería y arcabucería y el humo de la pólvora, daban verdadero carácter de terror a la escena. Los indios, cogidos de sorpresa, amontonados, oprimiéndose unos a otros, dejábanse matar. En torno del Inca la mortalidad era mayor. Los fieles nobles ofrecían sus pechos por escudo de su querido soberano. Cuentan—y de cuento puede calificarse el relato de los cronistas españoles—que los nobles indios, como antes se dijo de la tropa, llevaban armas ocultas bajo los vestidos. Parece ser que alguno de los nuestros intentó matar a Atahuallpa y que el Gobernador gritó entonces: Nadie hiera al indio so pena de la vida[131]. Aproximóse al Inca, que cayó al suelo, rodando con él la borla imperial. El sol desaparecía del horizonte. ¿Creerían los indios que les abandonaba para siempre?
Los españoles mataron—según un descendiente de los Incas—unos diez mil indios[132]. De los nuestros sólo hubo un herido, Francisco Pizarro; y lo fué involuntariamente (cuando se disponía a coger prisionero a Atahuallpa) por uno de sus soldados. En el rodar de los tiempos habría de repetirse el mismo hecho; aunque en sentido contrario. El 3 de julio de 1898 los españoles, además de perder toda su escuadra en aguas de Santiago de Cuba, tuvieron 350 muertos, 160 heridos y 1.600 prisioneros. Los americanos sólo perdieron un hombre y dos heridos.
Cundió el terror por todo el imperio. Nadie se atrevió a protestar. A su vez los españoles se hicieron dueños de los inmensos rebaños de llamas que pastaban en las cercanías y destinados para el consumo de la corte[133]; saquearon la quinta de Atahuallpa, donde encontraron preciosas joyas y rica bajilla de oro y plata, y se apoderaron en Caxamal[130]ca de almacenes llenos de géneros de lana y de algodón. No se olvidó Pizarro de erigir una iglesia y en ella con toda solemnidad decían diariamente misa los padres dominicos. Comprendiendo Atahuallpa la sed de oro de los españoles y temeroso de que su hermano Huascar—prisionero en Andamarca a las órdenes de Pizarro—pudiera escapar de sus guardias y ponerse a la cabeza del imperio, dijo un día al Gobernador que él se obligaba, si se le concedía la libertad, a cubrir de oro todo el piso del aposento en que estaban. Como los presentes le oyeran con incrédula sonrisa, añadió que no sólo cubriría el suelo, sino que llenaría el cuarto hasta que el oro llegase a su altura, y levantándose sobre las puntas de los pies hizo una señal con la mano en la pared todo lo más alto que pudo. Accedió Pizarro a la oferta, y tirando una línea encarnada en la pared a la altura que el Inca había dicho, mandó a un escribano que tomase nota de todo. La habitación—según el secretario Xerez—tenía 17 pies de ancha por 22 de larga; la altura era de nueve pies. El metal no había de fundirse y transformarse en barras, sino en la forma de los artículos manufacturados. Convínose del mismo modo que se llenara de plata y de igual manera el aposento próximo que era más pequeño[134]. Despachó el Inca correos a Cuzco y a otras principales ciudades con orden de llevar a Caxamalca todos los ornamentos y utensilios de oro de los reales palacios, de los templos y demás edificios públicos. Entre tanto gozaba de alguna libertad dentro de su rigurosa prisión y debía hallarse agradecido a Pizarro, el cual, en compañía del fraile Valverde, cuidaba de que su alma no se perdiese, enseñándole las verdades de la religión cristiana.
Refieren graves historiadores que pensó Pizarro reunir en Caxamalca a Huascar y a Atahuallpa con el objeto de examinar y decidir por él mismo quién tenía más derecho al cetro de los incas, medida que puso en cuidado al último de los pretendientes, quien mandó ahogar a su hermano en el río de Andamarca. No queremos manchar la memoria de Atahuallpa con semejante crimen; ni tampoco queremos divagar acerca de un suceso que se presta a censuras tan amargas.
Iba a tocar el turno a Atahuallpa. Pizarro y los suyos tenían miedo al pobre prisionero. En la ciudad de Pachacamac, que era para los peruanos como la Meca para los musulmanes o Cholula para el pueblo de Anahuac, se levantaba un santuario de los más opulentos de la tierra; Xauxa tenía fama de población opulenta, y en el Cuzco había un templo dedicado al sol cuyas paredes se hallaban cubiertas de plan[131]chas de oro. La llegada de Almagro a Caxamalca (mediados de febrero de 1533) con gran refuerzo de tropas, influyó desgraciadamente en la suerte del Inca. Los soldados de Almagro reclamaban igual parte que los de Pizarro en el tesoro de Atahuallpa. Todos tenían prisa de recibir su parte. Ya había aumentado mucho dicho tesoro, si bien no llegaba a la señal que el Inca hizo en la pared. Determinóse hacer la distribución, siendo necesario antes reducirlo a barras de igual tamaño, peso y calidad. La suma total del oro fué de un millón trescientos veinte y seis mil quinientos treinta y nueve pesos de oro, que en el valor actual de la moneda equivaldría a cerca de tres millones y medio de libras esterlinas o poco menos de quince millones y medio de duros. La cantidad de plata se calculó en cincuenta y un mil seiscientos diez marcos. Hízose en paz la distribución, pues los soldados de Almagro desistieron de sus pretensiones y se contentaron con una pequeña cantidad que se estipuló. Por cierto que Pizarro, antes de hacer dicha distribución, con todo temor de Dios invocó el auxilio divino para ejecutar aquel acto con toda justicia. ¡Hacer que Dios intervenga en las maldades de los hombres! Nada se dice en la repartición de Almagro, ni del licenciado Espinosa, a quien Luque antes de morir le había legado sus derechos.
Presentóse a la sazón un problema que corría prisa resolver. ¿Qué convenía hacer con Atahuallpa? Entre los enemigos del Inca, el más encarnizado era Felipillo. Es verdad que Atahuallpa le correspondía con la misma moneda, pues había descubierto que dicho joven se hallaba en íntimas relaciones con una de las concubinas reales. Llegó a decir «que le era más doloroso todavía que su prisión, el ultraje que le había hecho una persona de tan baja esfera.» Felipillo y otros comenzaron a decir que Atahuallpa tramaba una sublevación contra los españoles. Pizarro lo creyó o aparentó creerlo. De nada valieron las protestas de inocencia del Inca. Hernando de Soto, entre otros, se declaró defensor del real prisionero; pero Pizarro dispuso que aquél marchase con un destacamento a Guamachucho. Entonces se formó un tribunal que presidieron Pizarro y Almagro; se nombró un fiscal y se dió al prisionero un defensor. Oviedo dice que el proceso estaba «mal ideado y peor escrito, inventado por un clérigo turbulento y sin principios, por un ignorante escribano sin conciencia y por otros de la misma estofa cómplices en esta infamia»[135]. Se le hicieron doce cargos, y los más importantes fueron: Que había usurpado la Corona y asesinado a su hermano Huascar.—Que había disipado las rentas públicas desde la conquista del país por los españoles para enriquecer a su familia y favori[132]tos.—Que había cometido los crímenes de idolatría y adulterio viviendo públicamente casado con muchas mujeres.—Que había tratado de sublevar a sus vasallos contra los españoles. La Historia no registra un proceso más inicuo; testigos sin conciencia declararon lo que quisieron Pizarro y Almagro, y aun sus declaraciones fueron falseadas por el malvado Felipillo. El único cargo que podía tener importancia era si había alentado a los indios a la insurrección, y Hernando de Soto probó, a su vuelta de Guamachucho, que era falso. Fué sentenciado a ser quemado vivo en la plaza de Caxamalca aquella misma noche. Levantáronse en aquel tribunal militar algunos hombres de conciencia protestando del crimen que se quería cometer; sus razones no fueron atendidas. Rogó, lloró, ofreció doble rescate del que había pagado; todo fué en vano. Las lágrimas del infeliz monarca no ablandaron el duro corazón de Pizarro y Almagro. Deseábase tener la aprobación del Padre Valverde y el necio fraile la firmó sin vacilar.
El 29 de agosto de 1533 salió Atahuallpa encadenado y a pie para el lugar del suplicio, llevando a su lado al Padre Valverde, que le quería convencer de las verdades de la religión católica. No entendía el infeliz Inca una palabra de aquellas teologías y misterios: pero cuando vió el lugar del suplicio y contempló los haces de leña que había de incendiar su pira funeral, manifestó gran decaimiento y angustia. Aprovechándose de aquellos momentos de pena, el fraile Valverde levantó en alto la cruz, rogó al Inca que la abrazase y se dejara bautizar, prometiéndole, en cambio, que la terrible muerte de hoguera se conmutaría en la más suave de garrote.
Confirmó Pizarro la afirmación del religioso y el Inca se convirtió al catolicismo y fué bautizado con el nombre de Juan de Atahuallpa, porque en aquél mismo día la Iglesia conmemora La degollación de San Juan Bautista. Antes de morir manifestó su deseo de que sus restos fuesen trasladados a Quito y conservados al lado de los de sus antecesores, por línea materna, y a Pizarro suplicó que tuviese compasión de sus hijos. Toda la noche permaneció el cuerpo del último rey de los incas en el sitio de la ejecución. A la mañana siguiente lo trasladaron a la Iglesia de San Francisco, donde se celebraron solemnemente sus exequias. Entonó el oficio de difuntos el Padre Valverde. Penetraron de repente en la iglesia, llorando a lágrima viva, gran número de indias, esposas y hermanas del difunto, decididas a sacrificarse y acompañar a su Rey al país de los espíritus. Les dijeron los españoles que Atahuallpa había muerto en el seno del cristianismo, y que el Dios de los cristianos aborrecía tales sacrificios, y al intimarlas que abandonasen el templo, muchas de ellas se suicidaron con la esperanza de acompa[133]ñar a su señor a las brillantes mansiones del Sol. Los restos de Atahuallpa se depositaron en el cementerio del convento de San Francisco, y luego, cuando los españoles salieron de Caxamalca, los indios, deseosos de cumplir la voluntad de su Rey, los trasladaron secretamente a Quito y los arrojaron donde yacían los de sus antepasados.
Cuando Hernando de Soto volvió de su expedición y supo todo lo ocurrido, manifestó—y no dudamos de la sinceridad del insigne capitán—profunda pena. Dijo a Pizarro que lo de la conspiración de Atahuallpa era una infame calumnia, y que lo procedente hubiera sido trasladar al Inca a Castilla a las órdenes del Emperador. Mostróse—según dicen—pesaroso y aun arrepentido Pizarro, echando la culpa al tesorero Riquelme, al dominico Valverde y a otros. Disculpáronse los acusados, quienes con toda claridad y firmeza dijeron que Pizarro y sólo Pizarro era el culpable. Es cierto que dicho jefe se manifestó apenado al cumplir la sentencia de muerte y luego se vistió de luto; mas todo ello fué una ridícula farsa.
«Las demostraciones que después se vieron bien, manifiestan lo muy injusta que fué... puesto que todos cuantos entendieron en ella tuvieron después muy desastrosas muertes»[136]. En efecto, ya veremos en el curso de esta historia que los autores de tantas maldades acabaron mal. De Felipillo diremos que, por orden de Almagro, fué ahorcado en la expedición a Chile, confesando entonces haber variado el sentido de las declaraciones, haciendo que las favorables al Inca resultasen condenatorias.
Conquista del Perú (Continuación).—Anarquía después de la muerte de Atahuallpa.—El inca Toparca.—Lucha en la sierra de Vilcaconga.—Muerte de Toparca.—Soto, Almagro y Pizarro en el valle de Xaquixaguana.—Muerte de Challcuchima.—El inca Manco.—Los españoles en el Cuzco y botín que recogieron.—Coronación de Manco.—El municipio del Cuzco.—La religión.—Derrota de Quizquiz.—Pedro de Alvarado en el Perú.—Fundación de Lima.—Pizarro gobernador del Perú y Almagro de Chile.—Pizarro y el inca Manco.—Estado del Perú en la segunda mitad del año 1535.—Evasión del inca Manco.—Sublevación de los indios: batalla en el río Yucay.—Toma del Cuzco por los españoles.—Sitio del Cuzco por los indios.—Almagro en Chile.—Entrevista de Almagro con Manco.—Almagro en el Cuzco.—Cartas de la Emperatriz y del Emperador a Pizarro.—Guerra entre Almagro y los Pizarros.—Acción de Abancay.—Sentencia del P. Bobadilla.
Muerto Atahuallpa, se apoderó del país espantosa anarquía. Creyó Pizarro restablecer el orden nombrando Emperador al joven Toparca, hermano de Atahuallpa. Pizarro y Almagro, acompañados del Inca y del antiguo jefe Challcuchima, tomaron el camino que se extendía entre las elevadas regiones de las cordilleras hasta el Cuzco, pasando por varias poblaciones, siendo las principales Gruamachucho y Guanuco. Después de fatigosa marcha, dieron vista al rico valle de Xauxa, en cuya ciudad hicieron alto por algunos días. No carecía de fama un templo de Xauxa; pero—como dice Prescott—el fuerte brazo del Padre Valverde y de sus compatriotas derribó los ídolos de su elevado puesto, poniendo en su lugar las imágenes de la Virgen y del Niño[137].
Dispuso Pizarro que se adelantara Soto con 60 caballos para reconocer el país y recomponer los puentes destruídos por el enemigo, cuyas huellas eran más frecuentes a medida que avanzaba. Pasó cerca de la ciudad de Bilcas y sostuvo en un desfiladero ligera escaramuza con los indios, cruzó el río Abancay y las caudalosas aguas del Apurimac,[135] y en los desfiladeros de la sierra de Vilcaconga peleó con un cuerpo considerable de indios, tal vez dirigidos por el valiente jefe Quizquiz, que andaba en aquellos tiempos recorriendo las inmediaciones del Cuzco. La noche interrumpió el combate, y gran fortuna fué para los españoles la llegada de Almagro con casi todo el resto de la caballería. Huyeron entonces los indios y los dos jefes de nuestro ejército acordaron tomar seguras posiciones y esperar a Pizarro. No se explicaban los nuestros quién anduviera organizando la resistencia de los indígenas, recayendo por fin las sospechas en el cautivo jefe Challcuchima. Pizarro acusó a dicho jefe de mantener correspondencia secreta con su confederado Quizquiz, echándole en cara, como antes había hecho con Atahuallpa, su ingratitud con los españoles, y amenazándole, si sus compañeros no deponían las armas, con quemarle vivo. Bien será decir que Challcuchima, lo mismo que Atahuallpa, eran inocentes.
Antes de salir Pizarro de Xauxa tuvo el sentimiento—así lo dicen sesudos historiadores—de ver morir al inca Toparca, y si poco antes se consideró a Atahuallpa autor de la muerte de Huascar, a la sazón recayeron sospechas de que Challcuchima había sido el asesino del joven monarca. Bien puede asegurarse que corría parejas la inocencia de los dos acusados. En carta dirigida al Emperador Carlos V por el Ayuntamiento de Xauxa, se dice «que ni aun las tropas llegaron á convencerse del crimen de Challcuchima.»
Marchó Pizarro a reunirse con Soto y Almagro. Los tres penetraron en el valle de Xaquixaguana, a unas cinco leguas del Cuzco. Regaba un río aquel valle encantador, cubierto siempre de verde alfombra, y cuya vegetación era tan rica como lozana. En las laderas de los montes próximos los nobles peruanos tenían casas de campo, en las cuales, durante los calores del verano, «salían á tomar sus plazeres y solazos»[138]. Detúvose en aquel paraíso Pizarro algunos días, no sólo para dar descanso y municionar las tropas, sino para formar causa a Challcuchima, «si causa puede llamarse—como escribe Prescott—un procedimiento en que la sentencia se dió la mano con la acusación»[139]. Fué condenado a ser quemado vivo, «sentencia—dice Herrera—que pareció á algunos demasiado cruel, pero los que se rigen por razones de alta política no atienden á ninguna otra», y Prescott hace el siguiente comentario: «No sabemos por qué adoptaban los españoles con preferencia este método cruel de ejecución, á no ser que fuese porque el indio era infiel, y el fuego, desde muy antiguo, parece haber sido considerado el elemento más á propósito para dar muerte á los infieles, como[136] tipo de la inextinguible llama que les esperaba en las regiones infernales.»[140] El Padre Valverde acompañó a Challcuchima al patíbulo, deseoso de conquistar un alma para el cielo. A las religiosas teorías de que el bautismo le abriría las puertas del paraíso, y si no recibía aquellas aguas estaba condenado sin remedio, el indio sólo respondió «que no entendía la religión de los blancos.» Mientras las llamas lo consumían, murió invocando el nombre de Pachacamac.
En seguida de suceso tan trágico, se presentó a Pizarro, acompañado de brillante séquito, el príncipe Manco, hermano de Huascar. Anunció que le pertenecía la Corona y reclamó la protección de los españoles. Pizarro se apresuró a concederla en nombre del soberano de Castilla.
Todos continuaron su camino hacia Cuzco. El 15 de noviembre de 1533, al frente de su ejército, penetró Pizarro en el Cuzco, ciudad hermosa, residencia de la corte y de la nobleza principal. Los edificios eran de piedra, y las calles largas y estrechas. Por el centro de la población pasaba un río, o más bien un canal y sobre él muchos puentes para poner en comunicación todos los barrios de aquélla. Entre los edificios más suntuosos sobresalía el templo dedicado al Sol, la fortaleza y los palacios de los incas. La soldadesca entró a saco en los palacios, llegando hasta profanar los sepulcros. Luego se hizo de todo el tesoro un fondo común, exactamente lo mismo que en Caxamalca; Pedro Sancho, notario real y secretario de Pizarro, dice que no pasó de quinientos ochenta mil doscientos pesos de oro y doscientos quince mil marcos de plata[141]. Hízose la división del botín del mismo modo que la anterior. Al Rey se le remitió la parte que le correspondía. Después se ocupó el jefe español en la coronación de Manco, hijo legítimo de Huayna Capac, heredero del citado hermano y monarca de la antigua rama del Cuzco. Celebráronse todas las ceremonias de la coronación. El fraile Valverde dijo la misa y Pizarro dió a Manco la diadema del Perú. Hiciéronse grandes fiestas con tal motivo.
Inmediatamente quiso Pizarro organizar el gobierno municipal del Cuzco a la manera de Castilla. Se nombraron dos alcaldes y ocho regidores; entre los últimos estaban Gonzalo y Juan, hermanos de Pizarro. Todos juraron solemnemente su oficio el 24 de marzo de 1534. Muchos españoles comenzaron a establecerse en los palacios y edificios de los incas con grandes ofertas de tierras y casas. Por lo que respecta al Padre Valverde no descuidó los intereses de la religión y los suyos propios. Ya obispo del Cuzco se preparó a desempeñar las funciones de su[137] ministerio. Eligióse para la catedral un sitio en la plaza, y adosado a ella un espacioso convento. El altar mayor de la iglesia se colocó en el mismo lugar donde estuvo la imagen del Sol, y los frailes dominicos vinieron a habitar los claustros del templo indio. De igual manera, en la casa de las Vírgenes del Sol se estableció un convento de monjas católicas. En todas partes los antiguos templos se convirtieron en iglesias y conventos cristianos. Los dominicos, los mercenarios y otros religiosos se dieron prisa en la obra de la conversión, pudiéndose asegurar que los ingleses, franceses y holandeses no miraron con el interés que los frailes españoles la salvación de las almas de los indígenas.
Durante la estancia en Cuzco de Pizarro, se reunieron algunas fuerzas indias bajo las órdenes de Quizquiz, uno de los generales de Atahuallpa. En su persecución destacó Pizarro a Almagro con una pequeña fuerza de caballería y numeroso cuerpo de indios mandados por el inca Manco, quien en esta ocasión iba a pelear contra soldados de Quito y contra Quizquiz, antiguos enemigos del rey Huascar. Quizquiz fué derrotado cerca de Xauxa, retirándose a las elevadas montañas de Quito, donde, como en otro tiempo, según cuentan las crónicas cristianas, nuestro Pelayo en las fragosidades de las sierras de Asturias, dió el grito de Dios, patria y libertad; pero el general español encontró patriotas que le siguieron, mientras el general peruano sólo halló miserables que le mataron a sangre fría. Así pereció el último de los grandes generales de Atahuallpa, o mejor dicho, el único que hubiese podido defender hasta el último momento la independencia del Perú.
Otro asunto que demanda más consideración que las hostilidades de los indios ocupó por entonces al gobernador español. El asunto fué la llegada a la costa de gran número de españoles mandados por Pedro de Alvarado, valeroso capitán que a las órdenes de Hernán Cortés había adquirido fama inmortal en la guerra de México. Salió Alvarado de México el 13 de noviembre de 1523 con el encargo que le dió Cortés de conquistar la rica región de Guatemala. Sometió (como se dijo en el capítulo V de este tomo) a los indígenas, fundó ciudades, marchó a España (1527) y ganó la confianza del Monarca, volviendo a Guatemala. Excitado por las relaciones que le hacían de las conquistas de Francisco Pizarro, levantó un cuerpo de tropas y marchó al Perú[142]. Tenía noticia Alvarado de que las conquistas de Pizarro se habían limitado al Perú propiamente dicho, y que la parte del Norte, donde se hallaba el reino de Quito, antigua residencia de Atahuallpa, estaba sin explotar, pudiéndose adquirir, por tanto, muchas riquezas. La flota que[138] tenía destinada a las islas de la Especia tomó la dirección de la América del Sur, desembarcando (marzo de 1534) en la bahía de Caracas con 500 soldados, de los cuales 230 eran de caballería, provistos todos de armas y municiones.
Sin tener en cuenta que invadía un territorio concedido por la Corona a Pizarro, marchó, a través de las montañas, sobre Quito. Cruzó el río Dable, penetró en las intrincadas malezas de la sierra y comenzó a franquear una y otra cordillera, en medio de nieves y ventiscas, con un frío cada vez mayor. Aunque la infantería iba avanzando a fuerza de trabajo, muchos de los soldados de caballería se quedaron helados sobre sus caballos. Los indios que llevaba, acostumbrados al cálido clima de Guatemala, padecieron horriblemente y murieron muchos. Parecía que el hambre y el frío iban a acabar con infantes y caballos. Como si todo esto fuera poco, el aire se llenó de espesas nubes de tierra y ceniza que cegaban y hacían dificilísima la respiración de los hombres; nubes de tierra y ceniza procedentes de una erupción del volcán Cotopaxí, que se halla a 12 leguas al Sudoeste de Quito. Por fin llegó Alvarado, después de salir de Puertos Nevados, a las inmediaciones de Riobamba; pero habiendo perdido una cuarta parte de su ejército, cerca de 2.000 indios auxiliares y considerable número de caballos. Tal fué el desastroso paso de los Puertos Nevados. Emprendió después su marcha por la llanura, causándole no poco asombro ver impresas en el suelo huellas de herradura. Era evidente que caballería española había pasado por allí, siendo de pensar que otros le habían precedido en la conquista de Quito.
Merece el hecho clara explicación. Cuando Pizarro salió de Caxamalca, conociendo que el único puerto para entrar en el país era San Miguel, dispuso nombrar a Sebastián Belalcázar, persona en quien él tenía gran confianza por su inteligencia, valor y severidad, gobernador de la colonia. Belalcázar tomó posesión de su gobierno, recibió noticias de las riquezas de Quito, y por su propia voluntad y sin contar con el permiso de Pizarro, a la cabeza de unos 140 soldados, entre infantes y jinetes, auxiliado con un cuerpo considerable de indios, marchó por la ancha cordillera de los Andes, por un camino más corto y seguro que el que después llevó Alvarado. En los llanos de Riobamba peleó varias veces con el general indio Ruminabi, triunfando al fin y penetrando en la capital, que en honor de Francisco Pizarro, llamó San Francisco de Quito. Tuvo el sentimiento de no encontrar las riquezas que esperaba y tomó la vuelta de su colonia, noticioso de la aproximación de Almagro.
Sucedió lo que era de esperar. Cuando Almagro tuvo noticia en[139] Cuzco de la expedición de Belalcázar, sospechando alguna traición, salió para San Miguel, donde le informaron de todo. Desde San Miguel, sin darse punto de reposo, marchó al encuentro de Belalcázar, con el cual se reunió en Riobamba, no sin sostener antes sangrientas luchas con los indígenas. Las explicaciones que mediaron entre los dos fueron afectuosas, convenciéndose Almagro de que no había traición de parte del gobernador de San Miguel. Reunidos Almagro y Belalcázar, esperaron la llegada de Alvarado. Al encontrarse frente a frente en las llanuras de Riobamba, antes de lanzarse a la lucha, acordaron resolver el asunto por medio de negociaciones. Si Almagro y Alvarado sostenían sus respectivos derechos a la conquista del país, vinieron por último a un acomodo, que consistió en que Pizarro pagaría cien mil pesos de oro a Alvarado, cediendo éste su flota, sus tropas y sus municiones y almacenes[143].
Entretanto el gobernador, habiendo dejado encargado del gobierno de Cuzco a su hermano Juan, llevando consigo a Manco, se dirigió a Xauxa, donde el citado inca obsequió a Pizarro con una cacería al estilo del país. En Pachacamac celebraron cariñosa conferencia Alvarado y Pizarro, despidiéndose el primero para su gobierno de Guatemala[144].
Nombrado Belalcázar, poco tiempo después, gobernador de Quito, y deseoso de ensanchar los límites de su nuevo gobierno, comenzó sus conquistas hacia el Norte.
Por su parte, preocupaba á Pizarro dónde había de edificarse la futura capital de aquel vasto imperio colonial. El Cuzco se hallaba lejos de la costa, y el pequeño establecimiento de San Miguel estaba situado muy al Norte. En el cabildo celebrado en Xauxa el 29 de noviembre de 1534, se trató de la necesidad de trasladar la población a sitio más conveniente. Manifestaron su opinión algunos vecinos de Xauxa, acordándose el nombramiento de comisionados que examinasen, en el valle del cacique de Lima, dónde podía hacerse la fundación. El comendador Francisco Pizarro, adelantado y capitán general y gobernador en las provincias de la Nueva Castilla, nombró a Ruy Díaz, a Juan Tello y a Alonso Martín para que eligiesen el asiento del dicho pueblo.
Elegido el asiento, se dispuso la fundación de la nueva ciudad (1535), trasladándose luego a ella los pueblos de Xauxa y el de San Gallán. Pizarro puso la primera piedra de la iglesia edificada bajo la[140] advocación de Nuestra Señora de la Asunción, nombró alcaldes y regidores del Cabildo[145]. Aunque no pudo ser más acertada la elección de sitio, el obispo Valverde, en carta escrita al Rey (20 marzo 1539) le decía lo siguiente: «la ciudad de Lima está mal situada; porque podiendo estar junto á la mar, adonde tuviera muy buen sitio y no oviera trabajo en traer las mercaderías, está dos leguas buenas de la mar, y, allende desto está situada sobre el río que va muy tendido y hace muy gran cascajal, y gente de caballo por aquella parte, no la puede defender.»
El sitio que se eligió para la fundación de la ciudad fué el valle de Rimac, por el que corría ancho río, y cuyo clima era delicioso. Acordóse dicho sitio en la Epifanía o Adoración de los Reyes (6 enero 1535), y por ello se llamó Ciudad de los Reyes; pronto se olvidó el nombre castellano, para ser reemplazado por el de Lima, que es una corrupción del nombre primitivo indio de Rimac. Las calles debían ser muy anchas y perfectamente alineadas, cruzándose unas a otras en ángulos rectos y bastante apartados, con la idea de dejar ancho espacio para plazas públicas y jardines. Se le dió forma triangular, teniendo por base el río, cuyas aguas, llevadas por acueductos de piedra, debían atravesar las principales calles y regar los jardines de las casas. La plaza estaría formada por la catedral, el palacio del virrey, la casa de ayuntamiento y otros edificios públicos. El soldado se convirtió en agricultor y la espada en instrumentos del albañil, del herrero y del carpintero. A ayudar a los españoles acudieron indios de más de 100 millas a la redonda.
A la sazón, Almagro el Mariscal, como le llamaban comunmente los cronistas, por orden del gobernador Pizarro, había marchado al Cuzco para encargarse del mando de dicha capital y también para conquistar los países situados hacia el Sur y que formaban parte de Chile.
También por aquellos mismos tiempos llegaba Hernando Pizarro a Sevilla (enero de 1534) con el quinto real[146]. Causó no poca admiración[141] las barras de oro y plata, los vasos de diferentes figuras y los varios objetos representando fuentes, animales y flores. Después de corta estancia de Pizarro en Sevilla, partió para Calatayud, donde se hallaba el Emperador y donde estaban reunidas las Cortes aragonesas. Refirió Hernando ante el Emperador las arriesgadas empresas de su hermano, en particular la prisión del Inca y su magnífico rescate. Nada dijo de la muerte de Atahuallpa, porque suceso tan trágico ocurrió después de su partida del Perú. Carlos V oyó con satisfacción el relato que se le hacía; pero vió con más gusto el oro que venía a llenar el tesoro imperial, agotado a causa de sus ambiciosos proyectos. Tanto fué su contento que concedió todo lo que el afortunado aventurero le pedía. Según las concesiones que hizo el Emperador, Francisco Pizarro debía ocupar el país que en el documento real se llamó Nueva Castilla (Perú), y Diego de Almagro el designado con el nombre de Nueva Toledo (Chile). Sospéchase que no hubiera salido tan bien librado Almagro sin la ayuda que le prestaron en la corte algunos agentes suyos. Hernando Pizarro recibió del mismo modo importantes mercedes; se le dió alojamiento como individuo de la corte, se le hizo caballero de Santiago y se le autorizó para armar una escuadra y tomar el mando de ella.
Formó la escuadra, se lanzó a la mar y llegó, después de luchar con las tempestades y borrascas, al puerto de Nombre de Dios. Si muchos murieron en el puerto por las enfermedades y el hambre, otros con el citado Hernando Pizarro cruzaron el istmo de Panamá y llegaron al Perú. Inmediatamente que supo Almagro las importantes concesiones que le había hecho la Corona, se hizo cargo del gobierno del Cuzco, que sin reparo alguno le entregaron Juan y Gonzalo Pizarro. Pero el Cuzco, ¿caía en la jurisdicción de Pizarro o en la de Almagro?
Por lo pronto Pizarro, fundándose en que todavía no se habían recibido las credenciales, dispuso que sus hermanos volvieran a encargarse del gobierno. Cayó la noticia como una bomba. Entre Almagro y[142] Pizarro renacieron los antiguos odios; entre los partidarios del uno y del otro las disputas eran cada día más acaloradas. Ya iban a llegar a las manos cuando se presentó el Gobernador. Comprendiendo los dos que no convenía un rompimiento que podía traer graves consecuencias, hicieron un contrato que se obligaron a cumplir con solemne juramento pronunciado ante los Sacramentos, y concluyó la ceremonia celebrando la misa el Padre Bartolomé de Segovia (12 junio 1535)[147].
Arregladas sus diferencias, Pizarro volvió a la costa para continuar fundando poblaciones, siendo la más importante despues de Lima, la que llamó Truxillo en honor del pueblo de su nacimiento. Almagro, entretanto, levantó bandera para Chile, pudiendo reclutar mucha gente atraída por la generosidad del viejo capitán.
Ante Pizarro se presentaba dócil y sumiso el inca Manco; pero en el fondo aquél despreciaba a éste, y a su vez el monarca peruano odiaba a su rival. Motivos tenía para ello el último Emperador de la dinastía de Manco Capac y Mama Ocllo. Veía su reino en poder de los españoles, menospreciada la aristocracia y siervo el pueblo de los conquistadores. Los templos se habían convertido en cuadras para los caballos y los palacios reales en cuarteles para los soldados. Una esposa favorita del Inca había sido seducida por los oficiales castellanos. Unas 6.000 mujeres que vivían en casta reclusión, habían sido arrojadas de sus establecimientos conventuales, siendo algunas presa de la licenciosa soldadesca y otras vinieron a caer en la prostitución. «El señor perdone—escribe el autor de la Conquista i Poblacion del Pirú—á quien fué la causa desto i á quien no la remedió pudiendo»[148]. Llegó a agotarse la paciencia del joven Inca y decidió sublevarse, aconsejado del gran sacerdote Villac Umu y de muchos nobles peruanos. Salió del Cuzco; mas espías que vigilaban sus movimientos, dieron parte de su evasión a Juan Pizarro, quien marchó inmediatamente a la cabeza de alguna fuerza de caballería, teniendo la suerte de encontrarlo en espeso cañaveral, cerca de la ciudad, donde había procurado ocultarse. Manco fué preso y encerrado en una fortaleza del Cuzco bajo la vigilancia de numerosa guardia.
Volvió por entonces a la Ciudad de los Reyes Hernando Pizarro, trayendo, además de la real concesión por la cual se señalaba el territorio que correspondía a su hermano Francisco y a Diego de Almagro, el nombramiento confiriendo a su citado hermano el título de Marqués[149].
[143] En tanto que el nuevo Marqués lograba que Almagro se dirigiese a la conquista de Chile—no resolviéndose por entonces el litigio de si el Cuzco formaba parte del territorio del uno o del otro—, determinó que su hermano Hernando se encargara del gobierno de la citada ciudad. Es de advertir que el hermano mayor de los Pizarros, aunque por demás altivo y arrogante, tenía ciertas simpatías por los indios, no faltando quien dijese que sintió de todo corazón la muerte de Atahuallpa, y aun añadían que la habría evitado si él por entonces se hallara en Caxamalca. Consecuente con la generosa conducta que se había trazado, puso en libertad al astuto Inca. Con el pretexto Manco de ir a traer algunos tesoros que—según decía—estaban ocultos en las asperezas de los Andes, engañó a Hernando Pizarro, quien le dejó marchar en compañía de dos soldados españoles. Como pasasen seis o siete días y el fugitivo no pareciera, comprendió Hernando que había sido engañado, y entonces, sin pérdida de tiempo, ordenó a su hermano Juan que al frente de 60 caballos fuera en busca del príncipe. Se puso en camino Juan Pizarro y notó que los indios habían huído de las cercanías del Cuzco; mas al aproximarse a las montañas que rodean el valle de Yucay, como a seis leguas de la ciudad, encontró a los dos españoles acompañantes del Inca, quienes le dijeron que todo el país estaba sublevado y al frente de la insurrección se había puesto Manco. Añadieron—y esto no debe olvidarse para juzgar al príncipe—que les había tratado perfectamente y les había concedido el permiso de volverse a su campo. Llegó Juan Pizarro al río Yucay, encontrando en la opuesta orilla al ejército indio mandado por Manco. Bajo una nube de piedras y de flechas atravesaron el río los españoles; ya en tierra, se encontraron rodeados por los indios. La batalla fué encarnizada. Retiráronse los indígenas al aproximarse la noche. «Es gente—dice Oviedo—muy belicosa é muy diestra; sus armas, picas é ondas, porras é alabardas de plata é oro é cobre»[150]. A la mañana siguiente, desde la cima de las montañas, les[144] retaba el enemigo a continuar el combate. Hallándose Juan Pizarro en situación tan embarazosa, le sorprendió una orden de su hermano mandándole volver al Cuzco, que estaba sitiado por el enemigo. Volvió a pasar el Yucay, seguido del ejército de Manco, que celebraba su victoria con gritos de triunfo y llegó al anochecer á la vista de la capital, que estaba rodeada de numerosísimo ejército de indios. Llamóle la atención que le dejasen la entrada libre hasta el Cuzco. Reunidos los refuerzos de Hernando y de Juan Pizarro, sumaban unos 200 hombres entre infantes y caballos, además de 1.000 indios auxiliares.
Comenzó el sitio del Cuzco en los comienzos de febrero de 1536. Indios y europeos pelearon valerosamente. Consiguieron los indios pegar fuego a la ciudad, la cual en gran parte quedó reducida a cenizas. Templos y palacios, edificios públicos y particulares quedaron consumidos por las llamas. Salváronse, por fortuna, el templo del Sol y la inmediata Casa de las Vírgenes. En el Cuzco y fuera del Cuzco se peleaba cada vez con más fiereza. Peleando como un bravo, recibió Juan Pizarro una pedrada en la cabeza, cayendo al suelo, y de resultas de la herida falleció a los quince días. De las los torres de la fortaleza había caído una en poder de los españoles; pero la otra se hallaba defendida por un inca, cuyo valor rayaba en la temeridad. Hernando Pizarro se puso a la cabeza de los combatientes, decidido a vencer o morir en la demanda. El valiente indio recorría las almenas llevando coraza y escudo españoles, armado de enorme maza guarnecida de puntas o clavos de cobre y matando con ella lo mismo al que quería forzar el paso hasta lo interior de la fortaleza, como al que le hablaba de rendición, pues para él era más peligroso el indígena cobarde que el arrojado soldado de Pizarro. Dispusieron los españoles tomar la torre por asalto. Pusiéronse escalas en los muros y comenzaron a subir nuestros soldados; pero conforme iban subiendo caían heridos por el arma terrible del héroe. Entonces se dispuso poner varias escalas en la torre y dar el asalto por diferentes puntos a la vez. Así se hizo. «Y mandó Hernando Pizarro a los españoles que subían, que no matasen a este indio, sino que se lo tomasen á vida, jurando de no matalle si lo havía bivo»[151]. Cuando el inca se convenció que no podía resistir por más tiempo, antes de caer prisionero, se subió a una almena, arrojó las armas, se tapó la cabeza y el rostro en su manto y se precipitó desde una altura de más de cien estados, haciéndose pedazos. ¿Para qué quería la vida si su patria iba a caer en poder de los tiranos?
Todavía los españoles tenían que pelear. Llevaban sitiados cinco meses. ¿Cómo les dejaba abandonados Francisco Pizarro? No les dejaba[145] abandonados; pero no podía hacer nada por ellos. Tuvo que vencer dos ejércitos de indios. Uno se presentó delante de Xauxa, y el otro ocupó el valle de Rimac y puso sitio á Lima. Al mismo tiempo no dejó de pensar en el estado angustioso de la guarnición del Cuzco, hasta el punto que por cuatro veces mandó destacamentos dirigidos por valientes oficiales en socorro de la plaza, los cuales fueron deshechos en los intrincados pasos de las cordilleras. Apenas pudo salvarse alguno para volver a Lima y dar la noticia.
Un suceso—y por cierto que nadie podía pensar en él—vino a salvar a los españoles. Llegó el mes de agosto. Creyó el inca Manco que se acercaba el día en que faltasen las provisiones a los suyos. Ante semejante temor y habiendo llegado la estación de la siembra, mandó que la mayor parte de sus fuerzas se retirasen a sus hogares, no volviendo hasta que los trabajos del campo estuvieran terminados. El marchó a Tambo, lugar fuerte, situado al Sur del valle de Yucay, con fuerzas considerables para guardar su persona. E hizo perfectamente, porque Hernando Pizarro intentó al poco tiempo sorprender y coger prisionero al Inca en los reales de Tambo. No salió bien la aventura a los nuestros, que se vieron sorprendidos y rechazados, teniendo que retirarse, no sin que el enemigo les picase la retaguardia.
Del sitio que en el año 1536 pusieron los indios al Cuzco, registraremos el siguiente hecho: Los 18 españoles de a pie y de a caballo que la guarnecían, ¿cómo pudieron por tres veces consecutivas apagar el incendio iniciado por los indígenas y que amenazaba destruir la plaza? Atribúyese por todos a favor divino, especialmente a la protección de la Santísima Virgen María, a la cual vieron con sus propios ojos, rodeada de celestiales esplendores, lo mismo españoles que indios. Este poético episodio constituyó el argumento de la comedia La Aurora en Capocavana, de Calderón de la Barca. El Santuario de Nuestra Señora de Capocavana se hizo famoso, no sólo en el Perú, sino en Madrid[152] y en toda España.
Después de los aciertos de los Pizarros y Almagro, nos ocuparemos de los descaminos de capitanes tan valerosos. En tanto que los citados hermanos peleaban un día y otro día con el inca Manco y los indígenas, el mariscal Almagro andaba ocupadísimo en su expedición a Chile. El frío, el hambre y aquella marcha por escabrosas cordilleras y profundos barrancos, causaron gran desaliento a los expedicionarios. Pobre era el reino vegetal y del reino animal sólo se veía el condor, que se cernía en el límite de las nieves perpetuas, para caer luego sobre los[146] cadáveres de los que perecían por el hambre o por los rigores del clima. Y sin embargo, por todas partes dejaban huellas de su crueldad; todo lo llevaban a sangre y fuego. Bastará decir que Almagro estaba considerado como uno de los más humanos de los jefes, y sin embargo, porque los indios dieron muerte a tres españoles, él en desquite hizo quemar vivos a treinta jefes indígenas.[153]
Prescott, después de decir que el europeo considera siempre como un bruto al hombre semicivilizado y que la resistencia de éste a aquél se castiga con la muerte, añade lo que a continuación vamos a copiar, y por cierto, con gran contentamiento nuestro: «Tales crueldades no se limitaban a los españoles; dondequiera que se han puesto en contacto el hombre civilizado y el salvaje, así en Oriente como en Occidente, la historia de la conquista ha sido escrita muchas veces con sangre»[154].
Por fin llegó Almagro al verde valle de Coquimbo, como a unos 30 grados de latitud Sur. Mientras que en aquellas abundantes llanuras daba descanso a sus tropas, dispuso que un oficial con algunos soldados se dirigiese hacia el Sur para explorar el país; el mensajero volvió con noticias poco satisfactorias. «No le pareció bien la tierra por no ser quajada de oro»[155]. A la sazón sirvióle de contento la llegada del resto de sus fuerzas a las órdenes de su teniente Rodrigo de Orgóñez, natural de Oropesa, excelente soldado y de larga y brillante historia militar. Tanto llamaron la atención los servicios de Almagro en la corte, que fué elevado a la categoría de mariscal de la Nueva Toledo. Por cierto, que también por entonces recibió Almagro el decreto—retenido tanto tiempo por los Pizarros—en el cual se le señalaba su jurisdicción territorial. La creencia de que el Cuzco caía dentro de los límites de su gobierno, las noticias de que el oro no parecía por ninguna parte y el cansancio que sentían después de largo viaje por aquellas terribles asperezas, decidieron a Almagro a marchar hacia el Norte. Además, era ya viejo y quería dedicarse a la educación de su hijo natural Diego, joven que prometía grandes esperanzas. Recordando las penalidades que había sufrido en el paso de los montes, emprendió el camino a lo largo de la costa. Casi llegó a arrepentirse, pues no son para contar los trabajos que sufrió al cruzar el desierto de Atacama. ¡Recorrer cerca de cien leguas sin encontrar vegetación alguna! Llegó a la ciudad de Arequipa, distante del Cuzco unas 60 leguas. Allí supo que el inca[147] Manco y todo el país se habían sublevado contra los Pizarros. Recordando su antigua amistad con el joven Inca, le envió una embajada solicitando una entrevista. Gustoso accedió Manco y designó el valle de Yucay. Almagro, tomando la mitad de sus fuerzas, se presentó en el punto señalado, dejando el resto de sus tropas en Urcos, a seis leguas del Cuzco[156]. Procede no pasar por alto que antes de celebrarse la conferencia entre Almagro y el Inca, Hernando Pizarro, sorprendido por la aparición del nuevo cuerpo de tropas españolas, salió del Cuzco y se acercó a Urcos, donde se enteró, con profundo disgusto, de las intenciones de Almagro. Cuando los peruanos vieron unidos a los soldados de Pizarro con los de Almagro en Urcos, sospecharon—y motivos tenían para ser suspicaces—que estaban de acuerdo para apoderarse del Inca. También lo creyó de buena fe Manco. Por esto cayeron los peruanos repentinamente sobre los españoles en el valle de Yucay; pero los veteranos de Chile no se dejaron sorprender, y arremetieron con furia a sus enemigos, quienes fueron rechazados, no sin ruda resistencia. En el combate se vió en bastante peligro Orgóñez.
Llegó el momento en que Almagro, con la división que tenía en Urcos se dirigiera al Cuzco. Exigió primero al ayuntamiento que se le reconociese como Gobernador; presentó copia de las credenciales que acababa de recibir de la corte. Las autoridades del Cuzco aplazaron la respuesta hasta informarse de personas entendidas. ¿Se hallaba el Cuzco dentro del territorio de Almagro? Oviedo dice que sí y esta era la creencia general; no pocos también afirmaban lo contrario.
Antes de pasar adelante, habremos de notar lo que preocupaba á la corte. La Emperatriz, desde Valladolid, y con fecha de 6 de noviembre de 1536, se dirigió a Francisco Pizarro, gobernador y capitán general de la provincia de la Nueva Castilla, llamada Perú, y después de manifestar su disgusto por el levantamiento que los naturales del país habían hecho contra Hernando Pizarro[157], le rogaba que si el citado Hernando no pudiese venir á España «con el oro nuestro que allá teníamos y el servicio que procurastes que se nos hiciese»... lo mandase a la ciudad de Panamá «al obispo D. Fray Tomás de Berlanga, o al nuestro gobernador o juez de residencia e oficiales de aquella provincia» para que sea remitido a estos reinos[158]. Al poco tiempo, esto es, el 1.º de enero de 1537, el mismo Emperador escribió a Pizarro mandándole que enviase «el oro e plata con la más brevedad que se pueda porque las necesidades de acá lo requieren»[159].
Conquista del Perú (Continuación) y de Bolivia (Alto Perú).—Guerra entre Almagro y los Pizarros: acción de Abancay.—Sentencia del P. Bobadilla.—Guerra civil: batalla de Salinas.—Ejecución de Almagro.—Prisión de Hernando Pizarro.—Vaca de Castro.—Expedición de Gonzalo Pizarro por el Amazonas.—Muerte de Francisco Pizarro.—Vaca de Castro en Quito.—Segunda guerra civil.—Batalla de Chupas.—Ejecución del joven Almagro.—Política de Vaca de Castro.—Disgusto general en el país.—Conquista de Bolivia (Alto Perú).—Bolivia bajo la dominación de España.—Diego de Almagro en Collasuyo.—Luchas de Gonzalo Pizarro con los indios.—Fundación de Chuquisaca.—Gonzalo Pizarro desobedece al Emperador.—Fundación de la Paz.—Escudo de armas que Carlos V concedió a Christobal Topa Inga.—Conquista del país de los chiquitos por los españoles.—Los misioneros.
Procede tratar de la guerra entre los dos conquistadores del Perú. Entre los Pizarros y los Almagros el odio era mayor de día en día. A tal punto llegaron las cosas, que el 8 de Abril de 1537, aprovechándose Almagro de la obscuridad de la noche, entró en la plaza del Cuzco, se apoderó de la iglesia principal, estableció fuertes avanzadas para evitar una sorpresa y despachó a su fiel amigo y valiente Orgóñez a forzar el alojamiento de Hernando Pizarro. Dueño Almagro del Cuzco, hizo prisioneros a los Pizarros (Hernando y Gonzalo). Nombró gobernador a Gabriel de Rojas y el ayuntamiento, convencido de la validez de las pretensiones de Almagro, reconoció sus derechos a la posesión de la ciudad. Conocimiento tenía la Corona de la enemiga de los dos valerosos capitanes, cuando, con fecha 31 de mayo de 1537, encomendó al Padre Fray Tomás de Berlanga, obispo de Tierra Firme, llamada Castilla del Oro, que mediase en el asunto, señalando los límites de la gobernación lo mismo de Pizarro que de Almagro[160]. No sólo Pizarro y Almagro, sino los parientes y amigos del uno y del otro se habían de[149]clarado guerra mortal. Es tan cierto lo que decimos, que el primer acto de Almagro en Cuzco, fué enviar un mensaje a Alonso de Alvarado, que estaba acampado con unos 500 hombres de infantería y caballería en Xauxa, exigiéndole obediencia; mas el mencionado capitán puso presos a los emisarios y dió aviso de todo lo que pasaba al gobernador de Lima.
Antes de salir Almagro contra Alvarado, oyó los consejos de Orgóñez que consistían en decirle que cortase la cabeza a los Pizarros y le recordaba el proverbio español de que el muerto no muerde. No se atrevió a ello el Mariscal, ya porque repugnase a su carácter medida tan violenta, ya porque todavía conservaba algún afecto á su antiguo socio Francisco Pizarro. Contentóse con ponerles presos en uno de los edificios pertenecientes a la casa del Sol, en tanto que él marchaba a castigar a Alvarado. En las márgenes del río de Albancay se dió la batalla el 12 de julio de 1537. Si Orgóñez defendió admirablemente la bandera de su jefe, Pedro de Lerma le hizo traición, pasándose al campo enemigo. Alvarado, no sabiendo de quién fiarse, hubo de rendirse con los que le habían permanecido fieles. La victoria de Almagro no pudo ser mayor a menos costa.
Mientras que ocurrían tales sucesos, Francisco Pizarro continuaba en Lima, esperando refuerzos para marchar en auxilio del Cuzco. Entre otros vino con 250 hombres el licenciado D. Gaspar de Espinosa, aquel amigo del sacerdote Luque, cuyo dinero—no sabemos si era del uno ó del otro—se empleó en la conquista del Perú. Había dejado Espinosa su residencia de Panamá, para venir a reanimar las fuerzas decaídas de sus antiguos amigos. También Hernán Cortés, el conquistador de México, en la hora del peligro acudía a prestar su generoso concurso á su pariente y amigo. Al frente de 450 hombres, la mitad de caballería, emprendió el gobernador de Lima su marcha hacia la capital de los incas. A poco de salir de Lima supo la vuelta de Almagro, la toma de Cuzco con la prisión de sus hermanos, la derrota y la entrega de Alvarado. Volvió a Lima y la puso en estado de defensa. Entonces fué cuando el cabildo de dicha ciudad (22 septiembre 1537), presidido por Francisco Pizarro, acordó lo que sigue: «En este día los dichos señores dixeron que por quanto el Adelantado D. Diego de Almagro vino a la cibdad del Cuzco y está en ella por fuerza e aprendió al capitán Hernando Pizarro e a Gonzalo Pizarro su hermano, e se hicyeron en la dicha cibdad por las gentes del dicho Adelantado muchas fuerzas e Robos e malos tratamyentos a los vezinos e así mysmo Aino sobre el capitan Alonso de Alvarado e los desbarató y tomó su gente e agora tienen nueva que viene camyno desta cibdad, e porque[150] convyene que de todo esto su magestad sea ynformado, que mandaban quel procurador desta cibdad haga ynformazion de todo ello ante los dichos señores alcaldes e que asy mysmo pedía se escriba para que su majestad sea de todo ynformado e asy dixeron que lo mandaban e mandaron.»[161]
Francisco Pizarro, sin embargo de que se preparaba a la guerra, se dispuso a entrar en negociaciones con su enemigo, y, al efecto, mandó una embajada al Cuzco, a cuya cabeza puso al licenciado Espinosa. Orgulloso por demás se presentó Almagro, atreviéndose a decir que no sólo aspiraba a la posesión del Cuzco, sino a la de la misma Lima como parte de su jurisdicción. No es de extrañar que el Licenciado repitiese entonces el siguiente proverbio castellano: el vencido vencido y el vencedor perdido. Cuando todavía se esperaba resolución satisfactoria, dado el carácter bondadoso de Espinosa, murió repentinamente este hombre ilustre, digno por todos conceptos de figurar entre los mejores de aquellos tiempos.
Almagro, no pensando ya en negociaciones de ninguna clase, concibió la idea de fundar una ciudad, a la que daría su propio nombre, en el valle de Chincha. Antes, para no dejar expuesto el Cuzco a las molestias del inca Manco, envió a Orgóñez a Tambo, retirándose entonces el monarca indio a las montañas de los Andes. Parece cierto que Orgóñez, antes de salir a campaña, volvió a insistir con Almagro para que mandase dar muerte a los Pizarros. Vino a sacarle de la duda en que se hallaba la opinión del mariscal Diego de Alvarado, hermano de aquel don Pedro, tan famoso en la guerra de México bajo las órdenes de Cortés, y tan poco afortunado después en su expedición a Quito. El tal Don Diego de Alvarado gozaba de mucho ascendiente sobre su jefe. Parece ser—y los cronistas están conformes en este punto—que Don Diego visitaba con frecuencia a Hernando Pizarro en su prisión, donde se entretenían en el juego más de lo justo. Sucedió que a Alvarado le persiguió de tal modo la fortuna, que hubo de perder la enorme suma de ochenta mil castellanos de oro; pero cuando llegó el momento de pagar, Hernando Pizarro se negó decididamente a recibir el dinero. Alvarado correspondió a tanta generosidad oponiéndose con toda energía a los consejos de Orgóñez, pues dijo a Almagro que si mandaba matar a Hernando Pizarro se disgustaría el ejército y lo miraría mal la corte. Cedió el Mariscal a los consejos de Alvarado, terminando Orgóñez asunto tan enojoso con estas palabras: «Un Pizarro jamás perdona una injuria, y la que éstos han recibido de Almagro es demasiado grave para que la perdonen.»
El Mariscal, después de encargar que Gonzalo Pizarro y los demás[151] presos fuesen guardados estrechamente, llevando consigo a Hernando, bajó la costa y se detuvo en el valle de Chincha, donde echó los cimientos de nueva población. Recibió, cuando estaba ocupado en estas cosas, la noticia de que Gonzalo Pizarro, Alonso de Alvarado y otros presos, habían sobornado a sus guardias, logrando fugarse y llegar al campo del Marqués.
Volvieron los tratos entre los ambiciosos rivales (Francisco Pizarro y Diego de Almagro), acordando someter la disputa a Fray Francisco de Bobadilla, religioso mercenario, residente en Lima y hombre que gozaba de mucho prestigio por su amor a la justicia. Orgóñez expresó que no tenía confianza en la imparcialidad del fraile. Ya encargado Bobadilla de tan delicada misión, celebróse por los dos jefes (13 noviembre 1537) una conferencia en Mala. Refieren los cronistas que Almagro, quitándose el sombrero, se adelantó a saludar a Pizarro, quien, sin contestarle apenas al saludo, le preguntó, con cierta altivez, porqué había invadido su ciudad del Cuzco y aprisionado a sus hermanos. Contestó el Mariscal en el mismo tono, convirtiéndose la discusión en reñida disputa. De pronto—habiendo entendido por las señas de uno de los presentes, que se tramaba una traición—salió de la estancia, montó a caballo y se volvió a galope a sus cuarteles de Chincha[162]. El Padre Bobadilla, sin cuidarse del inesperado rompimiento de los jefes, dió su sentencia, diciendo que se mandase un buque, «en el cual vayan dos pilotos, de cada parte, é un escribano de cada parte, é una ó dos personas que conozcan el dicho pueblo de Santiago» y tomen fielmente la altura de dicha población. Manda que se entregue a Francisco Pizarro la ciudad del Cuzco y se pongan en libertad los presos hechos en ella. Añadía que hubiera paz entre los dos. Estas eran las principales disposiciones de la sentencia[163].
La sentencia dada por el P. Provincial Francisco de Bobadilla, debió agradar a Francisco Pizarro, disgustando, en cambio, a Diego de Almagro. Decían generalmente y en público los partidarios del Mariscal que el fraile estaba vendido al Gobernador; Espinall, tesorero de Almagro, se atrevió a escribir que el fraile probó con este fallo que era un verdadero demonio[164] y Oviedo cita las palabras de un caballero, las cuales eran que «no se había pronunciado sentencia tan injusta desde los tiempos de Poncio Pilatos»[165].
[152] Los soldados, obedientes a las indicaciones de Orgóñez, pidieron la cabeza de Hernando Pizarro, y, como siempre, Alvarado salió a su defensa y logró libertarle de la soldadesca. Comprendiendo Francisco Pizarro que la vida de su hermano Hernando estaba en peligro, se decidió a hacer toda clase de concesiones. Después de algunos tratos, se dió otra sentencia, lográndose con ella calmar a los descontentos del partido de Almagro: consistía en que hasta la llegada de instrucciones definitivas de Castilla continuaría en poder de Almagro la ciudad del Cuzco y su territorio, y que Hernando Pizarro recobraría su libertad con la condición de salir para España y presentarse a S. M. o ante el Presidente e oidores del Real Consejo en el término de seis meses[166], dejando como fianza 50.000 pesos de oro[167]. Refieren algunos historiadores que cuando supo Orgóñez con exactitud los artículos del convenio hizo lo siguiente: «I tomando la barba con la mano izquierda, con la derecha hizo señal de cortarse la cabeza diciendo: Orgóñez, Orgóñez, por el amistad de D. Diego de Almagro te han de cortar ésta»[168]. En cambio, Almagro estaba satisfecho. Visitó en persona a Hernando Pizarro y le anunció que se hallaba en libertad, luego le convidó a comer, y, por último, Diego de Almagro, hijo del Mariscal, y otros oficiales le acompañaron hasta el campo del Gobernador, que se había trasladado a la población de Mala.
Cuando Francisco Pizarro vió en su cuartel de Mala a su hermano Hernando, olvidó todos sus compromisos para recordar sólo los agravios recibidos de Almagro. Aunque intentó Hernando—según dicen—cumplir sus promesas, tuvo que ceder a las órdenes del Gobernador, el cual estaba decidido a vencer o morir en la contienda. Y poniendo manos a la obra, avisó al Mariscal para que abandonase el Cuzco inmediatamente y se retirara a su territorio.
Recibió Almagro la noticia cuando se hallaba aquejado de grave enfermedad. Encargó a Orgóñez la dirección de los negocios; mas la fortuna se iba a mostrar esquiva lo mismo al Mariscal que a su teniente. Habiendo recobrado Almagro un poco la salud, pudo llegar a mediados de abril de 1538 al Cuzco. Quiso, en vez de lanzarse a la guerra, negociar la paz. Orgóñez hubo entonces de decirle: «Es demasiado tarde; habéis dado libertad a Hernando Pizarro, y ya no os queda otro remedio que pelear.» Prevaleció la opinión de Orgóñez, quien, poniéndose al frente de las tropas, salió del Cuzco y tomó posición en las Salinas, a menos de una legua de la capital. Tenía unos 500 hombres, más de la[153] mitad de caballería. No se explica que eligiese un terreno escabroso cuando su verdadera fuerza estaba en la caballería; observación que le hicieron sus oficiales y que él se negó a atender. Apareció Hernando Pizarro a la cabeza de su ejército y sentó sus reales cerca de su enemigo. El 26 de abril—no el 6 como dice Garcilaso—de 1538, Hernando Pizarro lanzó a la pelea sus 700 hombres. Si su caballería era inferior a la de Orgóñez, su infantería, en cambio, llevaba mejores armas. La caballería la dividió en dos cuerpos: uno a las órdenes de Alonso de Alvarado y otro a las suyas. La infantería tenía por jefe a su hermano Gonzalo, sostenido por Pedro de Valdivia, el futuro héroe de Arauco. Después de la misa y de una breve alocución de Hernando Pizarro, Gonzalo atravesó un riachuelo que separaba ambos ejércitos, no sin que la artillería de Orgóñez causara algún desorden en las primeras filas; mas Pedro de Valdivia, amenazando a unos y animando a otros, consiguió seguir adelante y apoderarse de pequeña eminencia, desde la cual causó grandes molestias a los alabarderos y a la caballería de Orgóñez. Hernando, al mismo tiempo, al frente de sus escuadrones, pasó el río y cargó sobre la caballería de Orgóñez. El choque fué terrible. Los unos al grito de el Rey y Pizarro, y los otros al de el Rey y Almagro, pelearon como fieras. Sobre todos descollaba Orgóñez, cuyas proezas—como dice Prescott—son dignas de un paladín de romance. Recibió una herida de bala de arcabuz que, penetrando por la visera, le hirió en la frente, privándole por un momento de sentido. Le mataron el caballo, y habiendo vuelto en sí, logró desembarazarse de los estribos, no pudiendo escapar acosado por multitud de enemigos. Entonces preguntó si entre los que le rodeaban había algún caballero a quien rendirse. Se presentó como tal un soldado llamado Fuentes, criado de Pizarro, a quien Orgóñez le entregó la espada; pero el miserable sacó su daga y la hundió en el corazón de uno de los capitanes más insignes que han ido de España al Nuevo Mundo. El desaliento cundió en las filas de los almagristas, que huyeron a toda prisa al Cuzco.
Almagro, que desde una altura inmediata miraba la batalla, pudo montar en una mula y buscar asilo en la fortaleza. De allí le sacaron, y cargado de hierros, se le encerró en el mismo edificio en que habían estado los Pizarros. Diego, el hijo de Almagro, fué separado de su padre, y Hernando le mandó al lado de su hermano el Gobernador. Formóse causa al Mariscal, que se terminó el 8 de julio de 1538. Fué condenado a muerte como traidor, debiéndosele cortar la cabeza en la plaza pública. Rogó a Hernando «que perdonase sus canas y no privase de la poca vida que le quedaba a un hombre de quien nada tenía ya que temer.» No hizo caso de las lágrimas de Almagro, terminando[154] Hernando Pizarro con las siguientes palabras: «I que pues tuvo tanta gracia de Dios que le hizo christiano, ordenase su alma i temiese á Dios»[169].
Nombró Almagro sucesor—pues a ello estaba autorizado por real concesión—a su hijo, y durante la menor edad de éste, designó administrador del territorio a Diego de Alvarado, persona en quien tenía gran confianza. De todas sus propiedades y posesiones en el Perú, dejó por heredero al Emperador.
Diego de Alvarado, el tesorero Espinall y otros que a la sazón estaban en el Cuzco, se presentaron a Hernando Pizarro rogándole que perdonase la vida a Almagro; y hasta el obispo Valverde llegó a Lima a pedir gracia en favor del ilustre prisionero[170]. Todo fué en vano. No comprendían muchos cómo un hombre investido de autoridad provisional se atrevía a condenar a muerte—dado que el tribunal que le condenó era fiel ejecutor de las órdenes de Pizarro—al más bueno de los primeros conquistadores de América. Adorábanle sus soldados y le respetaban los mismos de Pizarro. Los indios declaraban que entre los blancos no habían tenido mejor amigo que él, y eso que una vez—como en anterior capítulo hicimos notar—cometió un acto cruel con los indígenas. El héroe de cien batallas sufrió la pena de garrote en su prisión y su cadáver fué llevado a la plaza, donde, en cumplimiento de la sentencia, se le separó la cabeza del cuerpo. Inmediatamente los restos mortales fueron trasladados a la casa de Hernán Ponce de León, uno de los que habían sido amigos suyos, y al día siguiente se condujeron a la iglesia de Nuestra Señora de la Merced. Tenía en la época de su muerte unos setenta años de edad.
¡Qué hombres tan feroces! El marqués Francisco Pizarro, al mismo tiempo que decía al joven Almagro «que no tuviese ninguna pena, porque no consentiría que su padre fuese muerto»[171] y al mismo tiempo que decía también al obispo Valverde que «perdiese cuidado, que bolvería á tener el antigua amistad con él (Almagro)»[172], cuando ocurrían tales cosas, á un mensaje de Hernando, consultándole sobre lo que debía hacerse con el preso, hubo de contestar «que hiciese de manera que el Adelantado no los pusiese en más alborotos»[173].
Aunque algunos cronistas hayan indicado la inocencia de Fran[155]cisco Pizarro, la historia le hace responsable en primer término de la muerte de Almagro. De su interior satisfacción dió pruebas en seguida. «En este medio tiempo vino á la dicha cibdad del Cuzco el governador D. Francisco Pizarro, el qual entró con trompetas i chirimias vestido con ropas de martas, que fué el luto con que entró»[174]. Asperamente contestó a Diego de Alvarado, cuando, en nombre del joven Almagro, le pidió las provincias asignadas al Mariscal por la Corona. Al paso que trataba con manifiesto desprecio a los partidarios de Almagro, a manos llenas daba riquezas y repartía territorios a los que le habían ayudado para conseguir el triunfo.
Ya era tiempo de pensar cómo mirarían en Castilla todas estas cosas. Desde la ejecución de Almagro había pasado cerca de un año. Diego de Alvarado y otros amigos del Mariscal se agitaban en la corte sosteniendo las reclamaciones del joven Almagro y pidiendo reparación de los agravios hechos al ajusticiado en Cuzco. Noticiosos los Pizarros de tales hechos, embarcóse Hernando para España en el verano de 1539, no sin aconsejar a su hermano que se guardase de los soldados de Almagro[175]. Mal hizo—como después veremos—el Gobernador en no atender aquellos prudentes consejos. Llegó Hernando a las playas españolas, marchando inmediatamente a Valladolid, donde entonces se hallaba la corte. Aunque se encontró con Diego de Alvarado, más decidido cada día a vengarse de la muerte de su general, Hernando venía cargado de riquezas, las cuales constituían el argumento más poderoso de su defensa. Ganoso el leal Alvarado de terminar pronto el asunto, hubo de citar a singular combate a Hernando Pizarro; pero la muerte repentina de aquél, no sin sospecha de veneno, según la frase de Herrera, dió fin a la contienda. No cesaron las acusaciones contra Pizarro y como resultado de ellas fué encarcelado en el castillo de Medina del Campo (Valladolid), donde estuvo por espacio de veinte años y donde recibió las tristes noticias del fallecimiento de sus hermanos y de sus amigos. Se le concedió la libertad cuando ya era viejo y achacoso, muriendo a la edad de cien años.
Reinaba espantoso desorden en el Perú. El Marqués, confiado en su fortuna, se mostraba orgulloso y a veces imprudente. No respetaba los[156] derechos del español, ni los del indio. La ley era su capricho. El gobierno de Castilla, aunque no queriendo disgustarle, comprendió que era preciso poner coto a tantas demasías. Con este objeto se eligió comisionado regio al licenciado Vaca de Castro, magistrado de la Real Chancillería de Valladolid, juez instruído, íntegro y prudente, y hombre que tenía gran conocimiento del mundo. Dejó su residencia de Valladolid y se embarcó en Sevilla (otoño de 1540), llegando a América después de un viaje penoso y asaz largo.
Entre tanto, cansado Pizarro de la lucha sostenida con el inca Manco, que a la sazón residía entre el Cuzco y la costa, le envió un mensaje invitándole a entrar en tratos; mas no fué posible que se entendieran por las suspicacias de ambos.
Se ocupó—y esto enaltece el nombre del Gobernador—en echar los cimientos de ciudades (Guamanga, La Plata y Arequipa); fomentó la industria, especialmente la minera; y mandó a Pedro de Valdivia a la memorable expedición de Chile, y a su hermano Gonzalo le señaló el territorio de Quito con órdenes de explorar las comarcas desconocidas del Este, en las cuales—según se decía—abundaba el árbol de la canela.
En los comienzos del año 1540 salió Gonzalo llevando 200 infantes, 150 caballos y 4.000 indios. Atravesó la tierra de los incas, entró en el territorio de Quixos, cruzó la barrera de los Andes sufriendo terribles fríos, calor sofocante y fuertes aguaceros y estuvo en el país de la canela. Extenuados por el hambre y para saciar en parte su apetito, hubieron de matar los muchos perros que destinados a cazar indios sacaron de Quito. Tuvieron inmensa alegría al ver al Napo, uno de los grandes ríos tributarios del de las Amazonas, caminaron por sus márgenes hasta llegar a magnífica y soberbia catarata, cruzaron el río por un puente que ellos hicieron, viéronse obligados a comer las correas y el cuero de las sillas de los caballos, e hicieron un barco que Gonzalo confió a Francisco de Orellana, caballero de Trujillo. Gonzalo resolvió hacer alto en el sitio donde se hallaba, en tanto que Orellana salía con el bergantín para proporcionar provisiones al ejército. Viendo Gonzalo que pasaban semanas y semanas sin recibir noticias de Orellana, determinó pasar adelante. A los dos meses de viaje, después de recorrer unas 200 leguas, llegó al punto donde el Napo desemboca en el Amazonas, sin haber encontrado a sus compañeros. Cuando les creía muertos, encontró casi perdido y desnudo en medio de los bosques a Sánchez de Vargas, caballero de ilustre linaje. Dijo Sánchez de Vargas que el barco, impelido por la rápida corriente, había recorrido en tres días lo que Gonzalo y su gente habían tardado dos meses. No pudiendo Orellana volverse atrás, teniendo que luchar contra la corriente y pensando que el via[157]je por tierra tenía no menos peligros, se decidió lanzar el barco al río de las Amazonas, bajar hasta su desembocadura, salir al grande Océano, pasar a las islas inmediatas y volver a España, reclamando la gloria del descubrimiento. Prometíase en este viaje visitar los pueblos que—según los indios—se hallaban en las márgenes del Amazonas. Aceptaron la idea de Orellana sus compañeros, oponiéndose sólo Sánchez de Vargas; oposición que la castigó el jefe, dejándole abandonado en aquellas desoladas regiones.
En tanto que Orellana realizaba una de las expediciones más famosas, si no la más famosa, que registra la historia de los descubrimientos[176], Gonzalo Pizarro, después de recordar a los suyos la constancia que habían manifestado al recorrer las 400 leguas desde Quito al punto en que se hallaban, les dijo que no quedaba otro remedio que volver a la citada capital. Los soldados mostraron gran confianza en su jefe y comenzaron su marcha retrógrada hacia Quito. En los últimos días de junio de 1542, después de un año de horribles padecimientos, divisaron con inmensa alegría las elevadas llanuras que se extienden a las inmediaciones de la citada ciudad, pudiendo al fin abrazar a sus mujeres e hijos, «pues hombres humanos no se hallan haver tanto sufrido, ni padecido tantas desventuras»[177].
Veamos lo que había sucedido en el Perú durante la ausencia de Gonzalo Pizarro. Recordaremos que cuando Hernando Pizarro volvió a España, su hermano Francisco se dirigió a Lima, donde continuó ocupándose en hermosear su querida ciudad. Privó el Gobernador al joven Almagro de sus indios y tierras; redujo a la miseria a los partidarios del Mariscal, a los de Chile, como les continuaban llamando. Por demás confiado el Marqués, no vió la nube que se cernía sobre su cabeza. Cuando le hablaban de conjuraciones de sus enemigos, se contentaba con decir: ¡Pobres diablos! ¡Bastante desgracia tienen! No les molestaremos más!
Estaba en un error el Marqués. Los enemigos eran hombres valientes y decididos. Confiaban en que Vaca de Castro, nombrado—como sabemos—comisionado regio, les haría justicia. Al saber que nada se sabía de su llegada, se decidieron a tomarse la justicia por su mano. Designaron el domingo 26 de junio de 1541 para asesinar a Francisco Pizarro. Eran los conjurados 18 o 20; debían reunirse en la casa de Almagro, situada en la plaza mayor y cerca de la catedral. Cuando el Gobernador saliese de oir misa, ellos abandonarían dicha casa y le asesinarían, acudiendo los demás conjurados a auxiliar a los encarga[158]dos inmediatamente de la ejecución del hecho. Una bandera blanca, desplegada desde alta ventana de la casa de Almagro, sería la señal para que los segundos conjurados se presentasen en la plaza, que era el sitio destinado para cometer el crimen. El jefe de los conjurados se llamaba Juan de Herrada o Rada, que de soldado había llegado a los más altos puestos del ejército, ciego partidario del Mariscal y a la sazón del hijo. Uno de los conspiradores, sintiendo remordimientos de conciencia por su participación en el crimen, reveló todo el plan a su confesor, quien comunicó la noticia a Picado, secretario de Pizarro, llegando inmediatamente a oidos del Gobernador. La respuesta del Gobernador fué: «Ese clérigo, obispado quiere»[178].
Reunidos en el día señalado los conjurados en casa de Almagro, supieron que el Marqués no había salido a misa por estar enfermo. Creyendo que la conjuración estaba descubierta, resueltos a jugar el todo por el todo, Rada, seguido de los demás, salió a la calle gritando: ¡Viva el Rey! ¡Muera el tirano!, y, dirigiéndose al palacio del Marqués, en ocasión que estaba comiendo, pasó la primera puerta que estaba abierta y entró en el primer patio, llegando a la segunda puerta. En tanto que Pizarro y su hermano Alcántara se ponían las armaduras, aquél mandó a su oficial Francisco de Chaves que cerrase la segunda puerta, encargo que no cumplió, intentando entrar en tratos con los revolucionarios. Cortaron el debate los de Chile matando a Chaves y arrojando el cuerpo por la escalera. Locos de furia penetraron en lo interior gritando: ¿Dónde está el Marqués? ¡Muera el tirano! Si intentó Martínez de Alcántara, con otros pocos, cerrarles el paso, tuvieron que ceder al mayor número. Cuando Alcántara cayó mal herido al suelo, Pizarro, con la capa al brazo y con la espada en la mano, se precipitó como furioso león sobre sus enemigos, repartiendo mandobles a derecha y a izquierda y por de frente, no sin exclamar: ¡Cómo!, traidores, ¿habéis venido á matarme á mi propia casa? Los conjurados, a grandes empujones, echaron sobre el Marqués a uno de sus compañeros, llamado Narváez, diciendo: ¿Qué tardanza es ésta? Acabemos con el tirano. Mientras Pizarro y los suyos herían a Narváez, los conjurados cayeron sobre el valeroso Marqués, quien cayó al suelo, pronunciando el nombre de Jesucristo, «y caído, Juan Rodríguez Borregán, con un alcarraz lleno de agua, le dió tan gran golpe en el rostro, que se le quebrantó con él, con que espiró en edad de sesenta y tres años»[179]. También murieron Francisco Martínez de Alcántara y los dos pajes, Escandón y Vargas. «Fuera señalado capitán—añade Herrera—si á la[159] postre no se perdiera con el ambicion, y escureciera sus hechos con la muerte de su amigo y compañero Don Diego de Almagro, en que mostró mucha ingratitud...»[180].
Inmediatamente los conjurados salieron corriendo a la calle, con las armas en la mano y dando gritos de: Ya es muerto el tirano. Las leyes están restablecidas. ¡Viva el Rey nuestro Señor y su gobernador Almagro! Unos 300 se unieron a la bandera de Rada. El secretario Picado se refugió en casa del tesorero Riquelme, y allí fueron algunos de Chile. Escribe Herrera que Riquelme decía: «No sé adonde está el señor Picado, y con los ojos le mostraba y le hallaron debajo de la cama»[181]. A saco fueron entradas las casas de Pizarro y de Picado. Reconoció el ayuntamiento la autoridad de Almagro, el cual recorrió las calles a caballo, siendo proclamado gobernador y capitán general del Perú. Los restos de Pizarro se colocaron en un rincón de la Catedral; posteriormente fueron trasladados bajo un monumento que se levantó en sitio preferente de dicha iglesia, y el 1607 se llevaron a la nueva Catedral para que reposasen al lado de los de Mendoza, el muy digno virrey del Perú. Pizarro permaneció soltero. De una hija de Atahuallpa y nieta del gran Huayna Capac tuvo una hija y un hijo. Después de la muerte del Marqués, su amiga casó con un caballero español, y el matrimonio se trasladó a España. El hijo no llegó a la edad viril, y la hija casó con su tío Hernando, preso a la sazón en Medina. Reinando Felipe IV se restableció el título en favor de D. Juan Hernando Pizarro, pues en atención a los servicios de su antecesor fué creado marqués de la Conquista, recibiendo también considerable pensión del gobierno. El conquistador del Perú no aprendió a leer ni a escribir. No era aficionado al lujo, sobrio en la comida y bebida, laborioso, poco amigo de atesorar riquezas; sólo le dominaba el vicio del juego. Hombre de valor a toda prueba, exponía frecuentemente su vida. El peligro a que se expuso Pizarro al hacer prisionero a Atahuallpa fué mayor que el de Hernán Cortés cuando se apoderó de la persona de Moctezuma. Mostró su perfidia con el tratamiento que dió a Atahuallpa y luego a Manco, como también con la conducta que siguió con Almagro. Ni el conquistador de México ni el del Perú fueron hombres políticos; menos el último que el primero. Más religioso Cortés que Pizarro, aquél dió a su expedición el carácter de cruzada.
Para remedio de tantos males, en la primavera de 1541 desembarcó Vaca de Castro en el puerto de Buena Ventura, y por tierra—pues huía de los peligros de la mar—se encaminó a Popayán, donde recibió[160] la noticia de la muerte de Pizarro, dirigiéndose inmediatamente a Quito. (Apéndice E). Recibióle el segundo de Gonzalo Pizarro, porque el jefe se hallaba en la expedición al río de las Amazonas. Belalcázar, el conquistador de Quito, se presentó y le ofreció su apoyo. Vaca de Castro envió emisarios a las principales ciudades, exigiendo la obediencia como legítimo representante de la Corona. Continuó su marcha hacia el Sur.
A vuelta de todo en el Norte mostróse risueña la fortuna, aunque por poco tiempo, con el joven Almagro. La prudente política de Rada—pues Rada era el alma de todo—contribuyó a que fuese mayor cada día el partido de Almagro. Sólo con Picado usaron de excesiva severidad los conjurados, hasta el extremo que le pusieron a tormento para que declarase el sitio donde Pizarro tenía depositados sus tesoros, y como nada pudiera decir, determinaron cortarle la cabeza en la plaza de Lima. Intervino en favor de Picado el obispo del Cuzco, fray Vicente de Valverde, según él mismo asegura en carta desde Tumbez. Llegó su turno al fanático prelado. Poco tiempo después, a últimos del año 1541, se le permitió embarcarse en Lima con el juez Velázquez y otros partidarios de Pizarro, cayendo inmediatamente todos en poder de los indios y asesinados en Puna sin que nadie derramase una lágrima por ellos. Si el Padre Olmedo usó algunas veces de su influencia en favor de los indios de México, el Padre Valverde no tuvo nunca una palabra de consuelo para los indígenas del Perú.
En aquellas circunstancias tan críticas fué para Almagro inmensa desgracia la muerte del anciano y leal Juan de Rada. No tenían la prudencia de Rada los capitanes Cristóbal de Sotelo ni García de Alvarado, los cuales, además, se odiaban mútuamente. Se dió el caso que Sotelo fué asesinado por García de Alvarado y García de Alvarado por el mismo Almagro. Con dos enemigos poderosos se dispuso a luchar Almagro: formaban el primero los restos del partido de Pizarro dirigidos por Holguín y Alonso de Alvarado; era el otro el del comisionado regio Vaca de Castro. Cuando se disponía a comenzar la campaña supo que Holguín y Alonso de Alvarado se habían puesto bajo las órdenes de Vaca de Castro. Confiaba, sin embargo, en la ayuda del inca Manco, quien, si detestaba hasta la memoria de Pizarro, no debía olvidar su antigua amistad con el Mariscal y recordaría también que sangre peruana corría por las venas de Almagro. Este joven capitán llenó su tesoro del metal que sacó de las minas de La Plata. Fabricó pólvora, sirviéndose del azufre que en abundancia se hallaba en las inmediaciones del Cuzco. Construyó cañones y otras armas de fuego, corazas y yelmos, bajo la dirección de Pedro de Candía, el griego, uno de los primeros[161] que llegaron al país con Pizarro. Antes de lanzarse a la guerra envió al comisionado regio Vaca de Castro (verano de 1542), una embajada a Lima, manifestándole lo mucho que sentía el tomar las armas contra un representante de la Corona. Manifestábale, además, que su único deseo era asegurar la posesión de la Nueva Toledo, que le correspondía por herencia de su padre y despojado de ella por Pizarro, añadiendo que nada tenía que decir con respecto a Nueva Castilla como país asignado al Marqués. Proponía, por último, que Vaca de Castro y él permaneciesen dentro de los límites de su respectivo territorio hasta que la corte de España resolviese definitivamente la cuestión. No habiendo tenido respuesta y perdidas las esperanzas de amistoso arreglo, Almagro reunió sus tropas, y después de protestar que el paso que sus compañeros y él iban a dar no era acto de rebelión contra la Corona, sino que a ello se veían obligados por la conducta del comisionado regio, volvió a repetir que el territorio de Nueva Toledo fué cedido a su padre, y a la muerte de su padre pasó a él como heredero. Todas sus tropas ascenderían a unos 500 hombres: tanto la caballería como la infantería estaban perfectamente equipadas; pero la principal fuerza consistía en la artillería, compuesta de ocho piezas de grueso calibre y de ocho falconetes. A la cabeza del valiente y disciplinado ejército salió Almagro del Cuzco (mediados del verano de 1542) y dirigió su marcha hacia la costa, esperando encontrar al enemigo.
Entretanto, Vaca de Castro, después de salir de Quito, entró en las ciudades de San Miguel y de Trujillo en medio del regocijo popular y luego se detuvo en Huaura, teniendo la satisfacción de ver reconciliados a Holguín y Alonso de Alvarado, antiguos partidarios de Pizarro. De Huaura mandó la mayor parte de sus fuerzas a Xauxa, mientras él con un pequeño cuerpo se encaminaba a Lima. Animado con el recibimiento entusiástico que le hicieron y habiendo obtenido de los habitantes más ricos considerable empréstito, abandonó el Cuzco, tomó la vuelta de Xauxa y pasó revista a sus tropas, que ascendían a unos 700 hombres. La caballería era más numerosa, aunque no tan bien armada como la de Almagro; la infantería, además del número correspondiente de alabardas, no carecía de bastantes armas de fuego; la artillería estaba reducida a tres o cuatro falconetes mal montados. En suma, si el ejército real era inferior por su armamento al de Almagro, en cambio aventajaba por su mayor número de plazas. Importa decir que hallándose Gonzalo Pizarro de vuelta de su célebre expedición a la tierra de las canelas, escribió a Vaca de Castro, residente entonces en Xauxa, ofreciendo sus servicios en la próxima lucha con Almagro. Contestó el comisionado regio que agradecía el ofrecimiento y que si por entonces[162] no lo aceptaba, no dejaría de utilizar sus servicios cuando la ocasión lo exigiese. Salió Vaca de Castro de Xauxa y a marchas forzadas caminó 30 leguas, apoderándose de la plaza fuerte de Guamanga; Almagro permanecía en Bilcas, a 10 leguas de distancia. En Guamanga recibió el comisionado regio otra embajada de Almagro, proponiéndole lo mismo que en la primera, a la cual se sirvió contestar en tales términos que la avenencia se hizo de todo punto imposible. Bastará decir que Vaca de Castro exigía que Almagro disolviese su ejército y le entregara los que estaban inmediatamente complicados en el asesinato de Pizarro.
En las llanuras de Chupas se encontraron Vaca de Castro y Almagro el 16 de septiembre de 1542. Faltaban unas dos horas para ponerse el sol. En la duda de si comenzar o no la batalla, como insistiese por la afirmativa Alonso de Alvarado, cuentan que el representante de la Corona vino en ello exclamando: «¡Quién tuviera el poder de Josué para detener el curso del sol!»[182].
El orden de batalla del ejército leal fué el siguiente: En el centro se colocó la infantería; en los flancos la caballería, cuya ala derecha la mandaba Alonso de Alvarado, llevando el estandarte real, y del ala izquierda se encargó a Holguín; también ocupó el centro la artillería, aunque sin darle mucha importancia. Vaca de Castro hubo de mandar un cuerpo de reserva compuesto de 40 caballos, destinado a acudir a donde la necesidad lo exigiese. La alocución dirigida por Vaca de Castro hizo tal efecto, que los soldados marcharon al combate «como si fueran a fiestas donde estuvieran convidados»[183]. Las tropas de Almagro estaban de la manera que a continuación diremos. En el centro se colocó la artillería protegida por los alabarderos y arcabuceros; en los flancos formaba la caballería. Almagro guiaba la izquierda. Comenzó a jugar la artillería de Almagro con bastante acierto, viéndose obligado Vaca de Castro, por consejo de Francisco de Carbajal—uno de los veteranos discípulos de Gonzalo de Córdoba—a conducir las tropas por un camino que rodeaba las colinas. Si en la marcha fué acometido su flanco izquierdo por los batallones indios de Paullo, hermano del inca Manco, un cuerpo de arcabuceros dirigió contra aquéllos sus certeros tiros. Cuando las tropas leales subieron a la cima de la eminencia, volvieron a encontrarse en frente de la artillería de Almagro. Llamó la atención que sin embargo de dirigir los cañones a un punto que presentaba buen blanco, la mayor parte de los tiros pasaban sobre las cabezas de los soldados de[163] Vaca de Castro. No sabemos si esto fué traición o torpeza. Sólo se sabe que mandaba la artillería Pedro de Candía, uno de los trece que se pusieron al lado de Pizarro en la isla del Gallo y con el cual hizo toda la conquista, separándose luego y tomando partido por Almagro. Tal vez, deseando volver a sus primitivas banderas o para vengarse de los asesinos de su antiguo jefe, entró en correspondencia con Vaca de Castro. Parece ser que convencido Almagro de la traición de Candía, le reconvino por su conducta y le atravesó con la espada, dejándole muerto en el campo. Después, lanzándose a uno de los cañones y dándole nueva dirección disparó con tanto acierto que echó por tierra a muchos soldados de la caballería enemiga. Pensó Carbajal oponer sus cañones a los del enemigo, variando pronto de opinión y decidiéndose a dar una carga con la caballería. Almagro, en vez de esperar el ataque a la defensiva, mandó a su gente salir al encuentro. El choque fué terrible. «Se encontraron de suerte que casi todas las lanzas quebraron, quedando muchos muertos y caídos de ambas partes»[184]. «Después de la de Ravena—dice otro escritor—no se ha visto entre tan poca gente más cruel batalla...»[185]. La caballería de Almagro pudo resistir la superioridad del número de sus enemigos, si bien los del ejército real lograron alguna ventaja, dirigiendo sus golpes a los caballos en vez de dirigirlos a los hombres. La infantería de una y de otra parte sostenía vivo fuego de arcabuz, así en las filas respectivas como en las de caballería. La artillería de Almagro, por último, bien dirigida a la sazón, causaba muchas bajas en las columnas de la infantería real que querían adelantarse. «Estas, no pudiendo ya sufrirlo, comenzaban a retroceder, cuando Francisco de Carbajal, lanzándose a la cabeza de todos gritó: ¡Mengua y baldón para el que ceda! Yo soy un blanco doble mejor para el enemigo que ninguno de vosotros. Era, en efecto, hombre corpulento, y arrojando de sí el acerado yelmo y la coraza para no tener ventaja alguna sobre sus soldados, se quedó armado a la ligera con su coleto de algodón. En seguida, blandiendo su partesana, se entró atrevidamente por entre las columnas de fuego y humo que brotaban los cañones, y seguido entre una lluvia de balas por los más salientes de sus tropas, se lanzó sobre los artilleros y se hizo dueño de las piezas»[186]. Las sombras de la noche comenzaban a extenderse por el campo, y todavía continuaba la lucha, distinguiéndose los de Vaca de Castro por las divisas rojas, y los de Almagro por las blancas, como también por los gritos de ¡Vaca de Castro y el Rey! ¡Almagro y el Rey! Ambos ejércitos invoca[164]ban el auxilio del apostol Santiago. Aún no se había declarado la victoria por ninguno. No debe olvidarse que en los primeros momentos de la batalla, Holguín, que mandaba el ala izquierda de los realistas, fué atravesado de dos balas de arcabuz, y por lo que respecta a la derecha, cuyo jefe era Alonso de Alvarado, iba perdiendo terreno ante las repetidas cargas del valeroso Almagro. En este momento crítico, Vaca de Castro, que desde una altura contemplaba el combate, se lanzó al lugar de más peligro para socorrer a su valiente oficial. Aquellos soldados de refresco decidieron la suerte de la batalla. El ánimo que recobraron los soldados de Alvarado lo perdieron los de Almagro. Retrocedieron los de Almagro, y aunque el joven jefe hizo esfuerzos para contenerlos, no pudo, huyendo a la desbandada a las nueve de la noche, infantería, caballería y artillería. Muchos pudieron huir favorecidos por la obscuridad de la noche, y algunos, arrancando los distintivos de sus enemigos muertos, se los colocaron y se unieron a los vencedores.
El número de muertos por ambas partes fueron, según Garcilaso y Uscategui, 500; según Zárate, 300. Los de Vaca de Castro tuvieron más pérdidas que los de Almagro. El número de heridos fué mucho mayor. Almagro, seguido de unos pocos soldados, se retiró al Cuzco. Luego salió de la ciudad y fué hecho prisionero por Rodrigo de Salazar y otros en el camino de Yucay.
Nombró Vaca de Castro una comisión en Guamanga para juzgar a los prisioneros, siendo condenados 40 a la pena de muerte y 30 a destierro. Pasó Vaca de Castro al Cuzco, en cuya ciudad se le presentaba resolver acerca de la suerte de su prisionero Almagro. Un consejo de guerra no tuvo compasión y le condenó a muerte; fué ejecutado en la plaza del Cuzco, en el mismo sitio donde su padre lo había sido algunos años antes. Digno de mejor suerte era Almagro. Joven, valiente, generoso y de mucho talento, si algunas veces dió muestras de exagerada severidad, no olvidemos que sangre india corría por sus venas y no olvidemos las circunstancias de su situación. «Si la conspiración puede justificarse alguna vez—escribe Prescott—, es sin duda en un caso semejante, en que, desesperado por los ultrajes hechos a él y a su padre, no podía obtener reparación del único de quien tenía derecho a reclamarla.»[187].
Cuando ocurrían estos sucesos, supo Vaca de Castro que Gonzalo Pizarro había llegado a Lima y no se recataba de mostrar su descontento por la política que se seguía en el Perú. El representante real envió fuerzas considerables a Lima para guarnecer dicha capital, y ordenó a Gonzalo Pizarro que se le presentase en el Cuzco. Obedeció el audaz[165] caudillo, y poco después se hallaba en presencia del vencedor de Chupas. Vaca de Castro oyó con gusto la relación que le hizo Gonzalo de su última expedición, aconsejándole luego que se retirase a sus haciendas a buscar el reposo. Aunque el consejo no fuese del agrado de Pizarro, juzgó prudente retirarse a La Plata, para ocuparse únicamente en el trabajo de aquellas ricas minas.
Tranquilo por este lado Vaca de Castro, se dedicó a la organización del ejército y dió varias leyes para el mejor gobierno de la colonia, entre ellas, una que tenía por objeto la disminución de los repartimientos. Túvose noticia por entonces del famoso Código publicado por Carlos V en el año 1543, y del cual hablaremos en su lugar respectivo. En el dicho Código se dieron leyes favorables a los indios con disgusto de los colonos. También se dispuso enviar un virrey al Perú y con él una Real Audiencia, estableciéndose el uno y la otra en Lima[188]. Procuró Vaca de Castro calmar la agitación del país; pero sus consejos no fueron oídos, y los más impacientes o revolucionarios se fijaron en Gonzalo Pizarro, único individuo que quedaba de aquella familia de conquistadores.
El territorio de Bolivia o Alto Perú formó primitivamente parte del imperio de los Incas. Bajo la dominación española, desde el siglo xvi al xviii dependió del virreinato del Perú, siendo gobernado por la Audiencia de Charcas, hasta que, habiéndose creado en el año 1776 el virreinato de Buenos Aires, fué agregado a este último. Durante la guerra de separación, se declaró en República independiente, con el nombre de Bolivia, que se dió en honor de Bolívar.
La primera expedición a Bolivia la realizó Diego de Almagro, compañero de Pizarro, cuya vanguardia iba a cargo de Juan de Saavedra. Eligió Almagro la ruta de Collasuyo en su marcha hacia Chile y Saavedra fundó en Paria, a pocas millas de Oruro, la primera ciudad española en territorio boliviano. La expedición hizo alto en Tupiza, siguió hacia el Sur, dejando sin explorar las minas de Charcas, continuando su viaje a través de los Andes. El desgraciado Almagro expresó luego profundo sentimiento por no haber permanecido en Charcas, en lugar de emprender el camino de más sufrimientos y privaciones que se registra en los anales de la conquista.
También Hernando y Gonzalo Pizarro invadieron el país. Luego, Hernando volvió a Cuzco, y Gonzalo, después de su atrevida expedición con Orellana, se fijó en la conquista de Bolivia, consiguiendo su primera victoria en el valle de Cachabamba, y la segunda sobre los indios charcas. Pedro Antúnez, por encargo de Francisco Pizarro, fundó en el[166] sitio de un pueblo indígena la ciudad de Chuquisaca, llamada también Charcas y La Plata, que fué asiento de la Real Audiencia y Sede Arzobispal. Dicha ciudad es conocida hoy con el nombre de Sucre, en honor del héroe de la independencia. Gonzalo Pizarro se dirigió a sus posesiones del Sur en el territorio de Charcas, con el objeto de explotar allí las minas de plata. Dejó la productiva industria para ponerse a la cabeza de una revolución contra el virrey Blasco Núñez de Vela, sin tener en cuenta que la mencionada autoridad había sido nombrada por Carlos V para reformar los abusos del sistema de encomiendas. Las guerras entre el virrey Blasco y Gonzalo Pizarro, entre dicho Gonzalo Pizarro y el licenciado La Gasca, se tratarán en el capítulo XXIII. En este lugar sólo recordaremos que, si poco antes Diego Centeno y Alonso Santandía echaron los cimientos de la villa imperial de Potosí, población que había de ser tiempo adelante una de las más famosas del mundo, a la sazón La Gasca ordenó al capitán Alonso de Mendoza la fundación de una ciudad en el valle de Chuquiapu, conforme a la frase del historiador Tácito: Con mayor número de buenas costumbres que de leyes. Comenzó su fundación el 20 de octubre de 1545, y se le dió el nombre de Nuestra Señora de la Paz.
En este mismo año de 1545, el Emperador mostró su generosidad con el heredero del imperio del Perú. Imperio tan rico merecía ser pagado con tan flamante Escudo. «Armas: Informado S. M. de los buenos servicios de D. Christóbal Topa Inca, hijo de Guayna Capac, señor natural que fué de las Provincias del Perú, y deseando darle a conocer el aprecio que le merecían sus lealtades; le concedió un Escudo dividido en dos partes, y puesto en una de ellas una Aguila negra rampante en Campo de Oro con dos palmas verdes a los lados, y debajo un tigre y encima de él una borla colorada, como tenía su hermano Atabalipa, y a los lados del Tigre dos culebras coronadas de oro en campo azul, y para orla Ave María, y entre letra y letra una Cruz dorada, y por timbre un Yelmo cerrado, y por divisa una Aguila negra rampante con tres colas, y dependencia de follages de azul y oro.»[189]
Cuando los españoles llegaron á Bolivia la raza aimerá, la principal del país, estaba bastante decaída, pues se hallaba supeditada a los quechuas desde mucho tiempo antes. Aunque sus abuelos habían construído magníficos edificios en la península de Tiahuanuco, ellos lo ignoraban por completo. Como los conquistadores españoles no les trataron mejor que los quechuas, la raza aimerá disminuyó de un modo considerable y hasta se temió su completo fin. Además de los aimerás y que[167]chuas se hallaban los chiquitos, habitantes de las sierrecillas cristalinas que corren por la divisoria de las aguas del Mamoré y del Paraguay, y los mojos, que vivían más al norte en las campiñas, mucha parte del año anegadas, por donde corren el Machupa, el San Miguel, el Río Blanco y el Baurés, afluentes ó subafluentes del Guaparé. Los nombres de estas naciones son españoles, lo que prueba que estuvieron en buenas relaciones con los conquistadores.[190] Los chiquitos y las tribus vecinas recibieron la religión cristiana, merced al celo de la Compañía de Jesús. La gloriosa muerte del P. Arce y demás compañeros de religión, la invasión de los Paulistas y de los mercaderes de esclavos y la disolución de la Compañía de Jesús, son hechos importantes en esta parte de América. Sucediéronse pronto acontecimientos luctuosos que extinguieron en gran parte las aldeas de chiquitos y de los mojos.
Conquista de Chile.—Estados en que se dividía el país.—Los araucanos.—Noticias fabulosas de Chile.—Expedición de Almagro.—Comienzo de la conquista.—Almagro se retira de Chile.—Valdivia: su vida y carácter.—Continúa la conquista.—Fundación de Santiago.—Valdivia gobernador.—Luchas de Valdivia con los españoles y con los indios.—Organización del país.—Valdivia en el Perú.—Carta de Valdivia al Emperador.—Fundación de poblaciones.—Sublevación de los araucanos: Caupolicán.—Guerra y muerte de Valdivia.—Vida y costumbres de los chilenos.—El gobernador Quiroga.—El Cabildo y la Audiencia.—Alderete.—Hurtado de Mendoza.—Cuesta de Villagra.—Muerte de Lautaro.—La política y la guerra.—Caupolicán: batalla de Millarapué.—Ercilla.—Muerte de Caupolicán.—Sumisión de Chile.
Dividíase Chile en cuatro Estados o gobiernos principales: Languen-mapu (comarca marítima), Lelbun-mapu (de los llanos), Mapirez-mapu (de las laderas) y Pire-mapu (de la montaña). Mandaban los toquís (jefes superiores) y los apoulmens y ulmens (hombres ricos). Además de la lengua araucana o chilli-sugu, se hablaba en muchas tribus el puelche.
Los primitivos pobladores fueron los araucanos o moluchos que se subdividían en diferentes tribus. Descríbelos Ercilla en su Araucana al tenor siguiente:
Corrían entre los indígenas del Perú noticias fabulosas acerca de Chile. Decíase que en el país de la Araucania existía un Rey que se llamaba Leuchengorma, dueño de una isla dedicada al culto de los ído[169]los con un templo y 2.000 sacerdotes. Leuchengorma estaba siempre en guerra con otro Rey vecino suyo, siendo de advertir que cada uno de ellos tenía un ejército de 200.000 hombres. Contaban también que 50 leguas más adelante, había, entre dos ríos, una provincia habitada únicamente por mujeres, las cuales sólo admitían hombres durante un período de tiempo determinado; luego se quedaban con las hijas y mandaban los hijos con sus padres. La provincia o reino de las Amazonas, que tenía por reina a Goboimilla (que quería decir oro) era dependiente y tributario del monarca citado Leuchengorma.
Con semejantes leyendas se proponían los peruanos que los españoles abandonasen en todo o en parte el país en que estaban asentados y buscaran la riqueza de Chile, de aquella nueva tierra de promisión. Francisco Pizarro, por otra parte, deseaba desembarazarse de la presencia de su rival Diego de Almagro, y le animaba a realizar la expedición. Por último, el mismo Almagro no necesitaba estímulos, dado su carácter aventurero y no escaso de atrevimiento. En el momento que supo, aunque no oficialmente (primavera de 1535), que se le había concedido, con el título de Nueva Toledo[191], una extensión de 200 leguas al Sur del Perú, comenzó sus preparativos para la expedición. Parece ser que Pizarro y Almagro convinieron en que el último iría "a descubrir la costa y tierra de hacia el Estrecho de Magallanes, porque decían los indios ser muy rica tierra el Chili, que por aquellas partes estaba, y que si buena y rica tierra hallase, pedirían la gobernación de ella para él, y si no que partirían la de Pizarro."
Almagro organizó la expedición en el Cuzco, logrando atraerse a muchos. Pidió ayuda al emperador Manco Capac, quien generosamente dispuso que le acompañasen su hermano Panllu Iupac y su tío Villac Umu (Villaoma), que era sumo sacerdote, con algunos nobles y muchos «indios honrados y de carga,» haciéndose subir a 15.000 el número de auxiliares armados. Creemos que debe haber exageración en esta cifra y que el número debió ser bastante menor. Los primeros que marcharon a Chile fueron los dos delegados peruanos con tres soldados de a caballo y el consiguiente séquito de indios armados y de carga. Posteriormente, fué Juan de Saavedra con 100 españoles y proporcionado acompañamiento de indios. Últimamente, se puso en camino Almagro (3 julio 1535) a la cabeza de 430 hombres españoles y todos los indios que aún quedaban en el Cuzco. Juan de Rada se quedó reclutando más gente. Almagro encontró a Saavedra en las Charcas, y después de un mes de descanso, continuaron juntos hasta Tupiza, donde aguardaban Panllu[170] Iupac y Villac Umu, debiéndose advertir que los tres soldados españoles siguieron adelante con menos prudencia que juicio. Dos meses permanecieron en Tupiza, en cuyo tiempo entregaron rico presente de oro adquirido en el camino para halagar las esperanzas de los españoles; pero en seguida desapareció Villac Umu y lo mismo hubiera hecho Panllu Iupac, sin la estrecha vigilancia a que se le sometió.
Dos caminos se ofrecían a los expedicionarios para apoderarse de Chile: los llanos y costa con 80 leguas de desierto de Atacama y la sierra Nevada con 40 leguas de travesía por los Andes. Aunque los dos eran malos, ofrecía más peligros el segundo; Almagro, sin embargo, hubo de preferir el último por ser más corto. Salieron para Iujui, y, después de grandes trabajos, de hambres y de emboscadas de los naturales, llegaron a Chicoana, 250 leguas del Cuzco. Al cabo de dos meses de descanso, se dispusieron a emprender el paso de los Andes 200 jinetes y más de 300 infantes. Atravesaron aquel terreno escabroso y pendiente, lleno de precipicios, cruzado por estrechos valles, caudalosos ríos y ruidosos torrentes escondidos entre maleza o escollos de peñas, cubiertos de nieve los escarpados picachos y ásperos barrancos, nieve que caía de día y de noche, y que era indispensable quitar para no perder los senderos. Almagro hubo de adelantarse con los veinte jinetes más animosos y en tres días llegó a Copiapó, pudiendo mandar víveres y ropas a los infelices que, desnudos y hambrientos, habían quedado atrás. Habían muerto el 30 por 100 de españoles, y dos terceras partes de indios o murieron o se desertaron.
Hallándose los expedicionarios en Copiapó, vino a incorporarse Rodrigo de Orgóñez con algunos soldados. El cacique de Copiapó, desposeído de su cargo por un pariente suyo, andaba fugitivo, no teniendo valor para volver a su país. En semejante apuro, pidió auxilio a los españoles, ofreciéndoles que si era repuesto, les haría dueños de su territorio. En efecto, habiendo logrado el cacique lo que deseaba, los naturales prestaron sumisión e hicieron voluntario donativo del tributo que tenían prevenido para el Inca a los españoles. Consistía dicho tributo en 200.000 ducados y entregaron 300.000 más por indicación de Panllu.
Andaban retraídos los habitantes de los vecinos valles de Huasco y Coquimbo, retraimiento que se explicaba porque allí fueron asesinados los tres españoles que habían acompañado a Panllu y Villaoma hasta Tupiza. Almagro, por medio de Felipillo, les notificó el perdón.
Pero es el caso que Felipillo, en quien los españoles tenían tanta confianza, era un traidor. Lejos de brindar a los indígenas la paz que les ofrecía Almagro, les indujo a sublevarse, como lo verificaron, ya recogida la cosecha, la cual se llevaron consigo. Coincidió con esto la[171] desaparición de todos los indios de carga y de servicio o yanaconas que estaban en el campo español. Además de la resistencia pasiva, pasaron los indígenas a vías de hecho, comenzando por la intentona de prender fuego una noche al alojamiento de los españoles.
Aceptaron el reto los nuestros. Quemaron vivos a treinta principales indígenas que cayeron en su poder, encontrándose entre ellos el cacique usurpador de Copiapó y los asesinos de los tres soldados españoles que acompañaron a Panllu Iupac y a Villac Umu. Sobrecogidos de terror los indios, dejaron de conspirar por entonces; pero tan buenos propósitos les duró poco tiempo. Al día siguiente de llegar los españoles a Chile, se ausentaron los indios en masa, hasta el punto de no encontrar Almagro quien le diese explicación del suceso. El mismo Felipillo, con unos cuantos indios de armas que aún quedaban, se marchó del campamento español. Cogido luego prisionero, confesó su delito, indicando también que Manco estaba en abierta insurrección en el Perú. Tantos crímenes cometidos por Felipillo le valieron la pena de ser descuartizado. Sucedía todo esto en los comienzos del año 1536. Recibió Almagro por entonces un refuerzo de 100 hombres, los cuales se hallaban mandados por Rui Díaz.
Para caminar con pie firme y seguro, dispuso Almagro lo siguiente: el Santiago, barco pequeño, que había llegado a un puerto cerca de Chile con armas y otras cosas necesarias, le ordenó que reconociese la costa; envió a Gómez de Alvarado con 80 jinetes a explorar por el Sur, y mandó un destacamento al Oriente con objeto de averiguar lo que hubiese al otro lado de los Andes. Volvió el buque con malas noticias acerca de los criaderos de oro, aunque muy buenas sobre la fertilidad del país; Alvarado regresó, no habiendo hallado minas ni nada digno de contar, y el destacamento hubo de retroceder en cuanto experimentó las asperezas de la cordillera.
En semejante estado las cosas, apareció Juan de Rada con otros 100 hombres, trayendo las provisiones reales, y por ellas era nombrado Almagro gobernador de Nueva Toledo, que era una extensión de 200 leguas al Sur de los límites de Nueva Castilla, adjudicada esta última a Pizarro. Las noticias de la insurrección del Perú, la creencia de que el Cuzco pertenecía a Almagro y los pocos criaderos de oro que se presentaban en Chile, influyeron para el inmediato regreso. Gómez, Diego de Alvarado y Rodrigo Orgóñez, fueron los que con más empeño inclinaron a Almagro a abandonar el país. Acerca de la ruta que debían seguir, los pareceres fueron diferentes: los españoles acordaron dar la vuelta por la costa y los indios reprobaron semejante determinación. Aunque se tomaron muchas precauciones, no faltaron hambres y enfermedades, te[172]niendo también que sostener no pocas luchas con los indios. No huelga decir que Panllu continuaba, si bien a disgusto suyo, al lado de los españoles. Salieron de Arequipa a mediados de marzo de 1537 en dirección al Cuzco, encontrándose enfrente de los parciales de Pizarro. Las luchas que se originaron y la muerte de Almagro (8 agosto 1538), se trataron con la suficiente extensión en la historia del Perú; ahora sólo procede decir que se paralizó por algún tiempo, como era natural, la conquista de Chile.
El destinado a continuar dicha conquista, que Almagro dejó abandonada, fué Pedro de Valdivia, natural de Villanueva de la Serena (Badajoz), tan ambicioso de gloria como entendido en las cosas de milicia. El capitán Alonso de Góngora Marmolejo, uno de sus compañeros de armas, hizo el siguiente retrato de Valdivia. «Era—dice—hombre de buena estatura, de rostro alegre, la cabeza grande conforme al cuerpo, que se había hecho gordo, espaldudo, ancho de pecho, hombre de buen entendimiento, aunque de palabras no bien limadas, liberal y hacía mercedes graciosamente. Después que fué señor, recibía gran contento en dar lo que tenía; era generoso en todas sus cosas, amigo de andar bien vestido y lustroso, y de los hombres que lo andaban, y de comer y beber bien; afable y humano con todos; mas tenía dos cosas con que obscurecía todas estas virtudes: que aborrecía a los hombres nobles, y de ordinario estaba amancebado con una mujer española, a lo cual fué dado.» Había comenzado Pedro de Valdivia su carrera militar en las guerras de Italia, y allí hubo de mostrar varias veces su valor. Cuando contaba unos treinta y seis años de edad, como tantos otros españoles de aquellos tiempos, se trasladó, ya corriendo el año 1532, a América, con el propósito de trabajar por Dios, por el Rey y principal[173]mente en beneficio de sí mismo. Asistió el valeroso capitán al descubrimiento de Venezuela y a la conquista del Perú, distinguiéndose en la batalla de las Salinas, donde ya era Maestre de Campo de las tropas de Francisco Pizarro.
Nombrado por Pizarro su teniente de gobernador y capitán general de Chile, comenzó Valdivia sus preparativos en el año 1539. A la sazón llegó al Cuzco Pedro Sánchez de la Hoz, provisto de Real cédula, por la cual se le autorizaba a hacer conquistas en el extremo Sur del Continente. Trataron, como era natural, del asunto, y, no entendiéndose, partió Valdivia y luego La Hoz, quienes se encontraron en Alacama. Dícese—y nada tendría de particular que la leyenda hubiera sustituído a la historia—que La Hoz intentó matar a Valdivia; mas no pudiéndolo lograr, le cedió todos sus derechos a cambio del perdón, siguiéndole a la conquista como uno de tantos.
La expedición de Valdivia salió a mediados del año 1540 y se componía de unos 150 soldados españoles y un cuerpo de 10.000 indios auxiliares, llevando sacerdotes, artesanos, mujeres, animales domésticos, herramientas y todo lo necesario para colonizar el país. Llegó Valdivia a la orilla del río Mapocho, en cuyo valle echó los cimientos (25 febrero 1541) de la ciudad Santiago de Extremadura, que le recordaba el nombre de su patria; tiempo adelante sólo prevaleció el de Santiago, capital hoy de Chile. No se explica cómo eligió, para levantar la ciudad, las márgenes del Mapocho a las del Maipó, cuando el primero es afluente del segundo y cuando desde la embocadura del último hasta Santiago hubiera podido, a poca costa, hacerse navegable. En seguida se dotó a la nueva población de su correspondiente cabildo. Supo Valdivia que en el Perú el joven Almagro había dado muerte a Pizarro, y también le dijeron que el inca Manco aconsejaba a los indios del Perú, como igualmente a los de Chile que matasen a los españoles.
El cabildo o concejo de Santiago, que desde el principio trató de extralimitarse en sus atribuciones, acordó emancipar todo el país de la dependencia del Perú, nombrando a Valdivia gobernador y capitán general de Chile (1542) hasta que S. M. determinase otra cosa. Aparentó no querer el cargo y si lo aceptó fué con la protesta ante escribano de que lo hacía a la fuerza y por evitar mayores males. Los cronistas no tienen inconveniente en afirmar que Valdivia se hizo nombrar a la fuerza gobernador de la ciudad. De cualquier modo que sea, lo cierto es que en seguida tuvo que luchar con españoles rebeldes y con los indios. Sofocó una conjuración de los primeros, mandando ahorcar al jefe de ellos llamado don Martín de Solier y a cuatro de los más principales; y re[174]chazó a los indígenas, que se atrevieron a atacar a la misma ciudad de Santiago.
Convencidos los indios de que no tenían elementos para luchar con los españoles, abandonaron el país, llevándose lo que pudieron y destruyendo completamente todo lo demás. Entonces tuvieron que ocuparse nuestros compatriotas en la reedificación de Santiago y sus fortificaciones, en las labores agrícolas para procurarse el sustento y en los quehaceres domésticos, no sin que de cuando en cuando tuvieran que tomar las armas para rechazar las agresiones de los indios.
Era preciso salir de situación tan apurada. Para proveerse de socorros, Monroy y Pedro de Miranda con cuatro soldados marcharon al Perú (enero de 1542). Los socorros llegaron veinte meses después (septiembre de 1543) en un buque que fondeó en Valparaíso, y a fines de año se presentó Monroy con 60 ó 70 jinetes. Después de varias tentativas que no dieron resultado alguno, se pudo conseguir que algunos indios bajasen de las montañas y se dedicaran a sembrar maíz y algún trigo. No debemos pasar en silencio, que Valdivia por entonces mandó a Pedro Bohón con diez españoles al valle de Coquimbo, con el objeto de fundar la ciudad de La Serena y que llamó así recordando aquella en que él había nacido. También debe registrarse que Valdivia dispuso reconocer la costa hacia el Sur (en los barcos que poco antes vinieron los auxilios y Monroy) a Jerónimo de Alderete, asistido de Rodrigo de Quiroga y del escribano Juan de Cárdenas. Llegaron hasta muy cerca del archipiélago de Chiloé, tomando a la vuelta posesión del continente en varios puntos en nombre del rey de España y de Valdivia, pasando en toda esta operación el mes de septiembre de 1544. Por cierto que encontraron el país fértil, agradable y abundante en minas, al contrario de lo que pensaron poco antes los capitanes de Almagro. Dedicóse Valdivia con verdadero empeño a organizar la dominación española, para cuyo objeto creyó necesario mandar a Monroy y al piloto Pastenes al Perú para reclutar gente y adquirir recursos. Al mismo tiempo ordenó que Antonio de Ulloa marchase a España a solicitar del Gobierno la confirmación del mando que antes le confiriera el cabildo de Santiago. Monroy, Pastenes y Ulloa encontraron en el Perú, como representantes de la autoridad, al virrey Núñez Vela y a la Audiencia, y a Gonzalo Pizarro que se hallaba al frente de poderosa insurrección. Monroy falleció a su llegada; por lo que respecta a Pastenes y a Ulloa olvidaron pronto las órdenes de Valdivia. Ulloa sólo pensó en suplantar a Valdivia, tratando antes de inutilizar a Pastenes porque se oponía a sus planes. No debieron dar resultado las intrigas de Ulloa, por cuanto vemos que cada uno por su lado volvieron a Chile a la cabeza de algunas fuerzas.
En 1547 los araucanos destruyeron la ciudad de La Serena que poco antes fundó Valdivia. Reedificada posteriormente, se la denominó también Coquimbo.
No había pasado mucho tiempo cuando Valdivia, habiendo anunciado públicamente que se dirigía a España, marchó (diciembre de 1547) al Perú. Del gobierno de Chile dejó encargado a Francisco de Villagra. Poco antes (13 junio 1547) hubo de desembarcar en Tumbez el sacerdote D. Pedro de la Gasca, el cual, aunque sólo llevaba el título de presidente de la Real Audiencia del Perú, iba revestido de toda la autoridad del Rey. Púsose Valdivia al lado de la Gasca y fué uno de los que dirigieron la famosa batalla de Saquixaguana (18 abril 1548).
La Gasca, en nombre del Rey, instituyó a Valdivia gobernador de todo el país comprendido desde los confines del Perú hasta el grado 41, con la anchura de 100 leguas, autorizándole para levantar tropas y dirigir expediciones por mar y tierra. Marchó el nuevo Gobernador al frente de la gente que acababa de reclutar, hallándose entre los expedicionarios algunos condenados por la justicia, los cuales cometieron por el camino tales excesos, que Pedro de Hinojosa, general de las tropas reales, con diez arcabuceros, recibió orden de hacer prisionero a dicho jefe. Obedeció Valdivia y se volvió con Hinojosa, justificándose muy cumplidamente de todos los cargos que se le hicieron. A causa de grave enfermedad permaneció inactivo algún tiempo, saliendo luego de Arica para Valparaíso con 200 hombres.
Durante la ausencia de Valdivia habían ocurrido sucesos de no escaso interés en Chile. Aquel Pedro Sánchez de la Hoz, que—como en este mismo capítulo se dijo—cedió sus derechos a la conquista del Sur de Chile a cambio de la vida, urdió una conspiración para matar á Villagra y apoderarse del gobierno. Descubierta la trama por una carta que se interceptó, y que iba dirigida a varios cómplices, La Hoz fué degollado, y un tal Juan Romero, que llevaba la citada carta, mereció la pena de horca.
En sus relaciones con los indios tampoco podía vivir tranquilo el valiente extremeño. En los comienzos del año 1549 se sublevaron los de Coquimbo y Copiapó, matando 40 españoles y otros tantos caballos; también casi arruinaron la mencionada ciudad de La Serena. Villagra salió á castigarlos, tomando antes la precaución de coger en rehenes a varios caciques o indios importantes de Santiago.
Cuando se andaban en todos estos sucesos, se presentó Valdivia. Dispuso inmediatamente que Villagra marchara al Perú para dar cuenta a La Gasca del estado de las cosas y allegar recursos; ordenó igualmente a Francisco de Aguirre la pacificación de Coquimbo y la reedifi[176]cación de La Serena, lo cual se realizó en agosto del citado año. En su constante afán de organizar el país, declaró a Santiago capital de Chile, estableció allí un mercado para facilitar las transacciones de los indios, hizo adoptar por moneda el oro sellado, castigó con la amputación del miembro genital a los negros que violasen a las indias y dió otras leyes también severas contra los negros por delitos menos graves.
A últimos del año 1549 salió Valdivia, con 200 hombres, a extender la conquista por el Sur, siendo atacado, antes de llegar al Biobio, varias veces por los valerosos promacaes, a quienes siempre tuvo la fortuna de rechazar. Echó los cimientos de La Concepción el 5 de marzo de 1550, cerca del mar, cuya ciudad fué atacada—según los cronistas—por unos 40.000 araucanos, y que Alderete con 90 caballos la defendió, consiguiendo derrotar con gran carnicería a sus enemigos. Contaban los indios—y el cuento seguramente fué cosa de los españoles—que les habían vencido una mujer de Castilla y un viejo caballero en blanco corcel, que se aparecieron en los aires. Como puede suponerse, la mujer era la Virgen, a quien estaba dedicada la ciudad, y el caballero era Santiago, patrón de España. El sistema de Valdivia para que se sometiesen los belicosos indios, lo dice el mismo en el siguiente documento:
Carta de Pedro de Valdivia al Emperador acerca del descubrimiento, conquista y población de Chile (25 septiembre 1551)[192].
«Mataronse hasta mill é quinientos ó dos mill indios, y alanceáronse otros muchos, y prendiéronse algunos, de los cuales mandé cortar hasta docientos las manos y narices, en rebeldía, de que muchas veces les había enviado mensajeros y hécholes los requerimientos que V. M. manda»[193].
En su deseo Valdivia de fundar poblaciones, echó los cimientos de la Imperial, a orillas del Cautín (1551) y las de Valdivia y Villa-Rica (1552). Trasladóse en seguida á Santiago, en cuyo punto recibió los refuerzos que le trajeron, primero Villagra y luego Miguel de Avendaño. En tanto que hacía fundar la ciudad de los Confines o de la frontera, en el valle de Angel (año de 1552) y en tanto que disponía se diese comienzo a la de Santa Marina de Gaeta, en honor de su mujer, organizaba las cuatro expediciones siguientes: una al mando de Francisco de Aguirre, para Tucumán; dos dirigidas á los Andes y mandadas por respectivos capitanes; y la cuarta había de ir por mar al Estrecho de Magallanes, siendo su capitán Francisco de Ulloa. No fijándonos en la expedición a Tucumán, porque dicha región no pertenece al verdadero territorio de Chile, la segunda y tercera sólo sirvieron para descubrir[177] los respectivos pasos de la cordillera, y la cuarta regresó desde la mitad del Estrecho.
Si por un momento reinaba la paz con los promacaes y con los araucanos, ciertos síntomas indicaban próxima rebelión. Llegó el día del levantamiento cuando vieron que los españoles no eran seres sobrenaturales y manifestaban las debilidades y pasiones de la humana naturaleza, cuando se persuadieron que no eran invencibles ni inmortales y cuando tuvieron un capitán de ánimo fuerte y arrojado. El capitán, gloria de su raza, se llamaba Caupolicán. Veamos cómo tuvo comienzo aquella guerra, de la cual dice Ercilla en su Araucana lo siguiente:
El primer aviso de próxima rebelión lo dió (diciembre de 1553), Martín de Ariza, que con cinco soldados guarnecía el fuerte de Tucapel, erigido por los españoles en territorio araucano. Penetraron en el fuerte bastantes indios—según costumbre—con cargas de forraje. En seguida embistieron á la pequeña guarnición, que hubo de defenderse y arrojar a los insurrectos; pero acudiendo Caupolicán con el grueso de sus fuerzas se trabó sangrienta lucha. Quedaron heridos tres de los nuestros y el capitán; de los araucanos murieron bastantes. Valiéndose de la obscuridad de la noche, Ariza y los cinco soldados se retiraron al fuerte de Puren, donde podían estar más seguros, en tanto que los indígenas quemaban y destruían la fortaleza.
Conviene recordar que los araucanos habían cambiado de táctica en sus combates, gracias á Lautaro, hijo de un cacique y ex-paje muy querido de Valdivia. Dícese que Lautaro, muy adicto á la causa española, al ver derrotados a los araucanos en una batalla y que huían delante de la artillería de la metrópoli, se sintió avergonzado y corrió hacia sus compatriotas decidido á conducirles á la victoria.
A vengar la derrota acaecida a los nuestros salió Valdivia de la Concepción con 50 soldados y unos tres mil indios auxiliares camino de Tucapel. Los españoles no hicieron caso de las palabras del yanacona Agustinillo, que les aconsejaba no pasasen adelante y llegaron a las ruinas del citado fuerte. Españoles y araucanos pelearon con singular coraje, venciendo al fin el número. De los españoles y sus auxiliares[178] sólo se salvaron escondidos entre la maleza tres indios peruanos, quienes llevaron la fatal noticia, uno a Diego Maldonado, gobernador de Arauca, y los otros dos a Villagra, que estaba en la Concepción. Ante Caupolicán, Lautaro y otros jefes fueron conducidos Valdivia, su capellán Pozo y el fiel Agustinillo; los tres sufrieron cruel martirio. El sitio donde murieron ha conservado el nombre de Cerro de Valdivia. Desde entonces Lautaro pasó a ser jefe principal de los suyos y Villagra sucedió a Valdivia. En lo tocante a las cualidades de Valdivia, es preciso reconocer que en los cuatro años de su mando dió señaladas pruebas de valiente militar y de inteligente gobernador, si bien convienen todos en que era orgulloso, injusto y cruel.
En tanto que los araucanos celebraban la muerte de Valdivia con juegos y danzas, en el campo español todo fué incertidumbre y confusión. El Cabildo de Santiago tomó la determinación de confiar el gobierno del país a Rodrigo de Quiroga, sin tener en cuenta que el valeroso capitán había designado a Jerónimo de Alderete, a falta de Alderete a Francisco de Aguirre, y en último término a Francisco de Villagra. Ausentes a la sazón Alderete y Aguirre, creyó el Cabildo arreglar el asunto disponiendo que Quiroga mandaría en la capital y sus términos, y Villagra en el Sur. Ante la oposición de Villagra, el Ayuntamiento se constituyó en autoridad suprema con el título de Cabildo-Gobernador. Vino a complicar más el asunto la vuelta de Aguirre de Tucumán, quien habiendo reclamado su derecho en La Serena, también fué proclamado Gobernador. Era tal el desorden, que para remedio de los males se sometió la cuestión al dictamen de un consejo de letrados, cuyo fallo sería irrevocable, siendo los nombrados D. Antonio de las Peñas y D. Juan Gutiérrez de Altamirano (14 octubre 1554). Insistía Villagra en su mejor derecho y también Aguirre, resultando que el primero gobernaba de hecho en el Sur y el segundo en el Norte. El 13 de mayo de 1555 la Audiencia de Lima dispuso que las cosas volviesen al punto en que estaban al tiempo de la muerte de Valdivia. A pesar de que en ello estaban conformes los dos contendientes, los ayuntamientos de las ciudades, reunidos en Santiago por medio de representantes, acordaron (14 de agosto) pedir por Gobernador a Villagra, lo que no se cumplió, pues prevaleciendo la opinión de los de Santiago, se pidió a Quiroga. Pocos meses después, esto es, en mayo de 1556, se supo que el Rey hizo el nombramiento de Gobernador en favor de Jerónimo de Alderete, con arreglo a la disposición testamentaria de Valdivia. Habiendo muerto Alderete en el camino, el virrey del Perú, marqués de Cañete, nombró Gobernador a su hijo D. García Hurtado de Mendoza, recibiéndose la real aprobación en el año 1557.
Volviendo al asunto de la guerra, después de la muerte de Valdivia, recordaremos que Villagra (febrero de 1554), llevando como maestre de campo a Alonso de Reinoso, pasó el Biobio con 180 hombres y seis falconetes. Tomando por la marina, traspuso la cuesta de Marigueñu, que tomó el nombre de Cuesta de Villagra, llegando al límite entre Andalican y la Araucania. Sobre ellos cargaron los araucanos, cada vez más conocedores del arte de la guerra, y se apoderaron de los pequeños cañones. Huyeron los nuestros hasta el Biobio, el que pasaron, sirviéndose de un barco que allí estaba amarrado, y penetraron en la Concepción, cuyos habitantes hubieron de abandonar en masa la ciudad, siguiéndoles Villagra con su gente hasta Santiago. Los indios se entregaron al saqueo e incendio del citado pueblo y lo mismo intentaron hacer después en la Imperial (primeros días de abril de 1554). Los indios se dispusieron a atacar también la ciudad de Valdivia. Continuó la guerra con varia fortuna, hasta que un indio, amigo de los españoles, dijo a Villagra que Lautaro había establecido su campamento cerca de Itaca. Sorprendido el valeroso Lautaro, allí murió con todos los araucanos, pues ninguno quiso rendirse (1557). Sólo se salvó Guacolda, la mujer del héroe, que enamorada del citado y traidor indio, quiso a toda costa la muerte de su marido.
Comenzó su gobierno D. García Hurtado de Mendoza llevando por consejero al licenciado Santillana, oidor de la Chancillería de Lima, y además le acompañaban su hermano natural Felipe de Mendoza, el insigne poeta D. Alvaro de Ercilla y Zúñiga, Juan Ramón, Hernán Pérez, Osorio, Cáceres y
Con los elementos que dió a su hijo el virrey del Perú se pudo formar un ejército expedicionario de 250 hombres, que por mar fué a Chile en cuatro embarcaciones, anclando (a mediados de 1557) en La Serena. Lo primero que hizo el nuevo Gobernador fué enviar al Perú á los dos competidores Villagra y Aguirre, pudiendo desde este momento desarrollar su política.
Mendoza destinó 100 hombres a Tucumán al mando de D. Juan Pérez de Zurita, dispuso que la caballería se dirigiera al Sur por Santiago[180] con orden de recoger en dicha ciudad la gente que pudiese, y él se hizo a la vela con los 150 hombres que le quedaban hacia la Concepción, desembarcando en la isla de Quiriquina, situada en la bahía de Talcahuana. Recibió después D. García un refuerzo de hombres y pertrechos, acordando entonces construir junto a la costa un fuerte que se llamó de Penco. En seguida se presentó una embajada de araucanos prometiendo la paz, si eran bien tratados, aunque el objeto de aquéllos era inspeccionar la fortaleza. Tan cierto es lo que decimos que inmediatamente atacaron de improviso y con desesperación a Penco, dirigidos por Caupolicán. Llevaron tremendo castigo. Sin embargo, si desistieron de atacar la fortaleza fué porque llegaron nuevas fuerzas de españoles. El 1.º de noviembre de 1557, D. García, a la cabeza de 600 hombres, penetró en territorio enemigo; parte de su fuerza entró por el río Biobio, cerca de la embocadura, y parte por el mar. La primera batalla en que D. García lució sus dotes de general se llamó de la Lagunilla, distinguiéndose Alonso de Reinoso, Juan Ramón y Rodrigo de Quiroga; entre los prisioneros se cogió al cacique Galvarino, a quien D. García hizo cortar las manos y le dió libertad. Conocióse en esta batalla que faltaba a los indios el consejo y la dirección de Lautaro, el más ilustre de sus capitanes.
Llegó nuestro ejército al llano de Millarapué, donde Caupolicán tenía preparada nueva sorpresa. Mandó decir el guerrero indio a D. García que «se lo había de comer como se había comido a Valdivia.» El día de San Andrés, santo del padre de Mendoza, se dió otra gran batalla, que duró ocho horas, muriendo—según cuentan—4.000 araucanos y 800 fueron hechos prisioneros, de los cuales una docena de caciques «que eran—como escribe el mismo Mendoza—los que traían la tierra desasosegada,» merecieron ser ahorcados de los árboles. Después de esta victoria, D. García, con el grueso de su gente se volvió a Tucapel, ocupándose de la repoblación de Villa Rica y los Confines, y de la reedificación de Cañete, en honor de su padre (comienzos del año 1558), y luego levantó, en memoria de su abuelo, la plaza de Santa Marina con la denominación de Osorno. Por entonces Jerónimo de Villegas reedificó la Concepción. D. García marchó después a descubrir el Sur, llegando a la vista del archipiélago de Chiloé (del que tomó posesión bajo el nombre de Ancud), mereciendo cariñoso recibimiento de los naturales. Como dato curioso habremos de notar que el poeta y soldado D. Alonso de Ercilla, fué uno de los primeros españoles que pasaron en una lancha a la isla de Chiloé y dejó escrita en la corteza de un árbol la fecha de aquel día, que era el último de febrero de 1558. Envió a Pedro del Castillo al otro lado de los Andes a fundar la ciudad de[181] Mendoza, perpetuando de este modo su apellido. A últimos de 1557, mandó una expedición a reconocer las costas y límites por el Sur. Su política generosa y de atracción no fué estimada por Caupolicán, quien buscaba siempre ocasión para caer sobre los españoles cuando éstos se hallaban más confiados. Los soldados no debían dejar las armas de la mano, pues como dice Ercilla hablando de sí mismo:
El caudillo Caupolicán, que vagaba oculto por el país, fué delatado por uno de los suyos y cogido por Pedro de Avendaño. Juzgado y condenado a muerte, la sufrió siendo empalado y asaetado ante muchedumbre de indios. Refiere la leyenda que Caupolicán fué hecho prisionero con otros indios. Los españoles no le reconocieron, ni los indígenas dieron a conocer su nombre. Cuando los nuestros—y la novela ha sustituído a la historia—llevaban los presos a Cañete, divisaron una india que, con un guagua (niño de teta) en los brazos, corría a internarse en un bosque vecino. Corrieron tras ella y la trajeron donde se hallaban los demás indios. Aquella mujer fijóse en uno, le llamó por su nombre, Caupolicán; le increpó su cobardía por no haberse hecho matar antes que rendirse, y furiosa arrojó al niño, diciendo: ¡no quiero ser madre del hijo de ese infame! Llamábase Fresia, mujer de Caupolicán.
Todavía intentaron los indígenas continuar la lucha, mas ya no era posible. Entonces, por mediación de Colocolo, se ajustó la paz y Chile se consideró enteramente sometido.
Conquista de Venezuela y de las Guayanas.—Los indígenas.—El banquero Welser: Alfinger, Sayler y Federmann.—Hohermuth y Hutten.—El Dorado.—Frías y Carvajal en Coro.—Concepción de Tocuyo.—Crueldad de Carvajal.—Gobierno de Pérez de Tolosa: Encomiendas.—Villegas: los bucaneros: Burburuata: Nueva Segovia.—El rey Miguel.—Insurrección de los jiraharas.—Gobierno de Villacinda.—Valencia del Rey.—García de Paredes: Trujillo: los indios.—Los gobernadores Ruiz y Collado: Fajardo.—Fundación de Rosario y Collado.—Venezuela en 1560.—Lope de Aguirre, el Tirano.—Rodríguez.—Los gobernadores Bernáldez y Ponce de León.—Losada y los indios: Fundación de Caracas.—Nuestra señora de Caravalleda.—Los gobernadores Serpa y Mazariego.—Fundación de Santiago y de San Juan.—Los indígenas.—Los gobernadores Pimentel, Rojas y Osorio.—La Guaira: Guanaré.—Drake en Caracas.—El gobernador Piña.—Versos de Castellanos.—Conquista de las Guayanas.—Españoles, ingleses, holandeses y franceses en las Guayanas.
Consideremos la provincia que se llamó primeramente Venezuela y después Caracas, y que se extendía por el Norte desde un punto indeterminado de la costa de Cumaná hasta el Cabo de la Vela. Los caracas, arbacos, caribes y otras tribus bárbaras establecidas, ora en las fragosidades de la sierra, ora en las costas, resistieron valerosamente las acometidas de los primeros conquistadores de España.
Poco tiempo después, la Audiencia de Santo Domingo, para impedir que los indígenas de las islas vecinas cayesen sobre las costas venezolanas, mandó (1527) a Juan de Ampués, factor de la Real Hacienda, con 60 hombres. Desembarcó Ampués en la costa de Coriana, territorio del cacique Manaure o Anaure, y fundó en seguida una población que llamó Santa Ana de Coro. El comportamiento de Ampués con los indios fué generoso y dulce.
Por entonces, el emperador Carlos V dió licencia y facultad (27 marzo 1528) a los alemanes Enrique Ehinger (o Alfinger, según la orto[183]grafía tradicional) y Jerónimo Sayler, para que por sí, ó en su defecto Ambrosio y Jorge Ehinger, hermanos de Enrique, pudiesen descubrir y conquistar y poblar las tierras de la costa comprendida entre el Cabo de la Vela (límite de la gobernación de Santa Marta) y Maracapana «con todas las yslas que están en la dha. costa, eçeptadas las que están encomendadas y tiene a su cargo el fator Joan de Ampués.» El 23 de octubre del citado año, Enrique Alfinger y Sayler delegaron todos sus poderes en Ambrosio Alfinger, quien se encontraba ya en la Isla Española como factor de los Welser[194], banqueros de Augsburgo. La mencionada capitulación estipulaba lo siguiente: que los alemanes, en el plazo de dos años, fundarían dos poblaciones, que cada una había de tener lo menos 300 hombres; llevarían 50 mineros alemanes para repartirlos en Tierra Firme y en las islas; edificarían tres fortalezas. Se les concedía el 4 por 100 de todo el provecho de la conquista, exención de los derechos de almojarifazgo para los mantenimientos llevados de España, a condición de no venderlos; doce leguas cuadradas de tierra para explotarlas por cuenta propia; derecho de introducir de las islas Española, Cuba y San Juan, los caballos y cualquier otro ganado que quisieran; exención del impuesto sobre la sal; no pagar al Tesoro, durante los cuatro primeros años, más que el décimo del impuesto sobre el producto de minas (gracia que se aumentó en 1531 a diez años); sacar del arsenal de Sevilla todo lo necesario para equiparse; autorización para reducir a la esclavitud a los indios rebeldes, conformándose en esto a las leyes y pagando el quinto al Rey. Se concedió además, al que cumpliese la obligación, el cargo de Gobernador y Capitán general de las tierras conquistadas «para todos los días de su vida,» con el sueldo anual de 300.000 maravedises; a Alfinger y Sayler el título hereditario de Alguacil mayor de S. M., y el de Adelantado, también hereditario, a uno de los dos, designado por ellos mismos. No pasó mucho tiempo, después de hecha la capitulación, sin que Alfinger y Sayler solicitasen de Carlos V que sus derechos en la provincia de Venezuela pasaran a Antonio y Bartolomé Welser; lo que se acordó en el año 1531 por otra capitulación semejante a la anterior[195].
Bartolomé Welser, el Rothschild del siglo xvi, como le llama el historiador Scherr[196], tenía entre sus principales deudores al emperador Carlos V. El César empeñó o vendió Venezuela al citado banquero. Ambrosio Dalfinger, natural de Ulma, agente de los Welser cerca de la[184] corte de Madrid, dejando en representación suya a sus compatriotas Federmann y Bartolomé Sayler, se izo a la vela en octubre de 1529 con 780 hombres (alemanes, españoles y portugueses) y 80 caballos, dirigiéndose a Venezuela, de cuyo territorio, con objeto de colonizarlo, tomó posesión para la casa Welser. Entonces tuvo Ampués que retirarse a su primera gobernación de las islas de Oruba, Curazao y Bonaire.
Dalfinger se dirigió á explorar el lago de Coquibacoa, en cuyas riberas fundó un pueblo o ranchería de unos 60 españoles, dándole el nombre indígena de Maracaibo. Regresó a los ocho meses a Coro, encontrándose con Federmann y con Hans Seissenhoffer (llamado por los españoles Juan el alemán). A Federmann le entregó el gobierno, retirándose él (junio de 1530) a Santo Domingo a curarse de una enfermedad.
Federmann salió en el mes de septiembre del mencionado año de 1530 con rumbo al Sur, acompañándole unos cien blancos y otros tantos indios. Habiendo descubierto la provincia de Varaquecemeto (Barquisimeto), dió la vuelta a Coro en marzo de 1531. Dalfinger, que por entonces había sido confirmado en su cargo de Gobernador, juzgó que Federmann no le era fiel, obligándole por ello a embarcarse para España. En seguida emprendió segunda expedición hacia Maracaibo, llegando hasta el territorio del Nuevo Reino de Granada. Recorrió mucha tierra y dió en todas partes pruebas de su indomable valor. En una gran batalla que tuvo con los indios, fué herido en la garganta, decidiendo entonces volverse a Coro. Dalfinger en esta jornada destruyó y devastó todo lo que hallaba a su paso. «No tenía nada que envidiar este Cortés alemán al famoso jefe español en valor y energía; pero le aventajaba en dureza y crueldad»[197]. Según nuestro cronista Herrera, valiéndose de su maestre de campo Francisco del Castillo, ahorcó, azotó y afrentó a muchos hombres de bien[198]. Llevaba dos años en Coro, cuando a consecuencia de las heridas que recibiera en su lucha contra los indígenas, murió (1532).
Cuando en España se recibió la noticia de la muerte de Dalfinger, se nombró a Federmann (julio de 1533); pero hallándose este último y sus protectores los Welser en litigio, se convino (diciembre de 1534) en reemplazarle con Jorge Hohermuth (de Spira). Sin embargo de ello, Federmann, ya porque no supiera oficialmente el nombramiento de Hohermuth, ya porque se creyese autorizado por los Welser, emprendió su viaje a Venezuela (comienzos de 1535), encontrándose en Coro con el Gobernador. Ambos, considerando que la colonia sólo existía de[185] nombre, acordaron repartirse la gente y marchar cada uno por su lado en busca de oro.
Federmann, acompañado de Pedro de Limpias, se internó por Maracaibo, Carora, Barquisimeto, los llanos hasta el Meta, traspasando los Andes y llegando a la altiplanicie de Bogotá. Encontróse allí con otras dos expediciones: la de Belalcázar que llegaba de Quito, y la de Gonzalo Jiménez de Quesada que venía de la costa de Santa Marta. Después de larga disputa sobre los mejores derechos de cada uno, acordaron marchar a España y defender sus pretensiones ante el Consejo de Indias (1539). El Consejo falló en favor de Quesada.
Entretanto el gobernador Hohermuth y Felipe de Hutten, con 361 hombres y 80 caballos, salieron de Coro (mayo de 1535) en busca de El Dorado, tomando el camino de Barquisimeto, Portuguesa y Barinas. En enero del siguiente año se hallaban por las orillas del Apure, en abril por las del Arauca y en agosto por las del Mota. Intentaron subir los Andes y no pudieron, regresando al cabo de tres años a Coro, bastante diezmados por cierto, pues sólo eran 86 hombres y 24 caballos.
Los empleados y colonos españoles continuaban en Coro quejándose amargamente de los alemanes porque les vendían a precios excesivos los caballos, las armas, la sal, todo. Para averiguar el fundamento de semejantes quejas, la Audiencia de Santo Domingo mandó (1536) como juez de residencia a un Dr. Navarro, quien suspendió de su empleo y declaró culpable a Hohermuth. No era Navarro el hombre que necesitaba Coro en aquellas circunstancias, y a tal punto llegaron sus abusos, que el Cabildo y los vecinos pidieron su destitución. En efecto, fué llamado por la Audiencia (1540) y habiendo muerto por entonces Hohermuth, se encargó provisionalmente del gobierno el obispo Rodrigo de Bastidas.
Tiempo adelante, Felipe de Hutten se puso al frente del gobierno, y soñando como poco antes el gobernador Hohermuth con la leyenda de El Dorado, marchó a descubrirlo (agosto de 1541) en compañía de Pedro de Limpias, Bartolomé Welser, Sebastián de Amescua, Martín de Arteaga, el Padre Frutos y unos 150 soldados. En tanto que Hutten, siguiendo el mismo camino que Federmann, recorría tierras y más tierras, importándole poco la enemiga de los hombres, los ataques de las fieras y los bruscos cambios del clima, la Audiencia de Santo Domingo nombraba juez de residencia al fiscal Juan de Frías, quien inmediatamente que llegó a Coro (octubre de 1544) condenó a los Welser a perder el gobierno y a devolver al Tesoro 30.000 pesos oro.
Coincidió también con estos hechos la presencia de Juan de Carva[186]jal en Coro, nombrado—según rezaban los papeles que presentó—gobernador interino. Algunos llegaron a creer, quizá con razón, que los citados papeles estaban falsificados. Juan de Carvajal, llevando de teniente a Juan de Villegas, al frente de 200 hombres, tomó nueva dirección, deseoso de descubrir nuevos países y adquirir riquezas. Carvajal y Villegas, ayudados de Diego de Losada y de Diego Ruiz de Vallejo, fundaron (7 diciembre 1545) la ciudad de Nuestra Señora de la Concepción del Tocuyo. Por cierto que como llegase a tocar por allí la última expedición que se dirigió al fantástico El Dorado, Carvajal, decidido a hacerse dueño del gobierno, hizo asesinar a Felipe de Hutten, Bartolomé Welser, Diego Romero y Gregorio de Placencia (1546). Puede afirmarse que con la tragedia del Tocuyo terminó de hecho la dominación de los Welser[199].
No estará demás recordar aquí que en Venezuela, para dirigir los asuntos políticos, hubo gobernadores y capitanes generales, nombrados los primeros por cinco años y los segundos por siete[200].
Después de la administración de los banqueros alemanes Belzares, Carlos V nombró gobernador de Venezuela al segoviano Juan Pérez de Tolosa, hombre instruído, generoso y prudente. Lo primero que hizo fué restablecer el orden y el imperio de la ley; se dedicó en seguida a hacer nuevo repartimiento de encomiendas, no sin manejarse con justicia y desinterés, y posteriormente dispuso expediciones militares. Dirigió la primera Alonso Pérez, hermano del Gobernador, saliendo del Tocuyo en los primeros días de febrero de 1547, al frente de cien hombres. Empleó en ella dos años y medio, perdió bastante gente y nada adelantó ni consiguió de provecho. Otra expedición realizó Juan de Villegas, mandando ochenta hombres, que también salió del Tocuyo en septiembre de 1547. Recorrió dilatados países y el 24 de diciembre del citado año tomó posesión de la laguna de Tacarigua con las formalidades usadas a la sazón. «Llegó (Villegas)—dice el escribano Francisco de San Juan—á la ribera de la laguna y cogió agua della, y con una espada cortó ramas y se paseó por la dicha ribera de la dicha laguna, y por otras partes, y se mandó poner y se puso junto á la dicha laguna una cruz de madera hincada en el suelo; lo cual todo dijo que hacía é hizo en señal de posesión, la cual tomó quieta y pacíficamente, sin contradicción de persona alguna que yo el dicho escribano viese ni oyese; y de[187] todo ello como pasó el dicho señor teniente del gobernador lo pidió por testimonio, siendo presentes por testigos á lo susodicho el capitán Luis de Narváez, é Per Alvarez, teniente de veedor de S. M. en la dicha jornada, é Pablos Xuárez, alguacil mayor, é Juan Domínguez Antillano, y Gonzalo de los Ríos, y Sancho Briceño, y Juan de Escalante, y otros muchos.» Trasladó Villegas su campamento a la costa y dispuso (24 febrero 1548) la fundación de una ciudad que se llamaría de Nuestra Señora de la Concepción de Burburuata.
Por muerte de Pérez de Tolosa se encargó interinamente de la gobernación de la provincia Juan de Villegas (comienzos de 1548). Deseando que su gente adquiriese hábitos de tranquilidad y sosiego, determinó fundar ciudades y repartir la tierra por encomiendas. Para la realización de lo primero, mandó al veedor Pedro Alvarez a poblar la Burburuata, quien dió comienzo a su obra el 26 de mayo de 1549. Algunos de los nuevos vecinos la abandonaron pronto, molestados por las hostilidades de los filibusteros o bucaneros, piratas establecidos en las pequeñas Antillas y que se ocupaban en robar los navíos que regresaban de las Indias. Quitaban la vida a los españoles que caían en sus manos para vengar—decían—las ofensas cometidas por aquéllos con los indígenas tomándoles como esclavos. Dichos filibusteros, hez de las sociedades europeas, de tal modo acosaron a los vecinos de Burburuata que, estos últimos, posteriormente, y siendo D. Pedro Ponce de León gobernador de la provincia, la abandonaron por completo. También Juan de Villegas, habiendo tenido la fortuna de encontrar rico venero de mineral en las riberas del Buria, fundó en el valle de Barquisimeto, a mediados del año 1552, la ciudad de Nueva Segovia, nombre que después se olvidó. Los vecinos de dicha ciudad la trasladaron al sitio que al presente tiene la de Barquisimeto.
Uno de los negros que trabajaban en las minas, llamado Miguel, a la cabeza de algunos de sus compatriotas, se declaró en abierta rebelión, cayendo sobre los mineros y matando a varios. Orgulloso con su victoria, y apoyado también por algunos indios, se retiró a la montaña, donde formó una población cercada de empalizadas y trincheras. Tomó el título de Rey y dió el de Reina a una negra llamada Guiomar, juró como sucesor a un hijo suyo pequeño, nombró obispo a otro negro y estableció las dignidades y empleos de aquella reciente y ridícula monarquía. Cuando se creyó fuerte, salió con su ejército, e intentó una sorpresa contra Nueva Segovia, siendo derrotado y teniendo que retirarse a su guarida. Los vecinos de Nueva Segovia y de Tocuyo cayeron sobre el audaz reyezuelo, que murió peleando valerosamente y castigados con el suplicio o esclavitud los restantes rebeldes.
[188] Movidos por el ejemplo de los negros esclavos, se levantaron en armas los indios jiraharas, tribu belicosa que habitaba en las tierras de Nirgua, próximas a las minas. Ni Villegas, ni Alonso Arias de Villacinda, su sucesor en el gobierno el año 1554, pudieron vencer a los bravos jiraharas.
Villacinda, con los vecinos que pudo conseguir de Coro, Tocuyo y Segovia, y poniendo al frente de ellos a Alonso Díaz Moreno, hizo que en el año 1555 se fundase una ciudad que se llamó Valencia del Rey en el valle de Tacarigua. Murió Villacinda el 1556, hallándose en Barquisimeto.
Los alcaldes del Tocuyo se encargaron del gobierno de la ciudad y dispusieron importante expedición a la provincia de los cuicas, que se hallaba al poniente de aquella capital. Encargóse la empresa a Diego García de Paredes, natural de Trujillo (Extremadura), quien, con 70 infantes, 12 jinetes y muchos indios yanaconas, atravesó el país de los cuicas, llegando a un villorrio de indígenas llamado Escuque, en las vertientes del río Motatan. Allí hizo levantar la ciudad de Trujillo, como recuerdo del lugar de su nacimiento[201]. Regresó García de Paredes al Tocuyo a dar cuenta de su encargo. Entretanto los españoles de Trujillo, sin temor a Dios ni a los naturales del país, robaron bienes y abusaron de las mujeres, respondiendo los indios a tamaños ultrajes matando a cuantos españoles encontraban desprevenidos y poniendo cerco a dicha población. Si acudió García de Paredes en auxilio de la nueva ciudad y derrotó a los indios, rehechos los últimos al poco tiempo, obligaron al extremeño a volverse al Tocuyo (1557).
En el mismo año que acabamos de citar, la Audiencia de Santo Domingo nombró gobernador interino de Venezuela a Francisco Ruiz, que continuó la reedificación de Trujillo, si bien cambiando el nombre por el de Miravel.
No carece de curiosidad la expedición realizada por Francisco Fajardo, natural de Margarita, hijo de un hidalgo español y de una india guaiqueri, la cual descendía de Charaima, señor del valle de Maya. En abril de 1555 salió Fajardo de Margarita en compañía de tres paisanos suyos, descendientes de españoles, y 20 indios que tenían el mismo origen que su madre. Recorrió, haciendo el oficio de mercader, dilatados países hasta que llegó al río Chuspa, encontrando en todas partes amoroso recibimiento, que aumentó cuando los indios supieron que por las venas del comerciante corría sangre indiana. Volvió a Margarita para[189] volver el año 1557 en compañía de su madre y de 100 indios quaiqueries, que eran vasallos de ella, y de seis españoles y mestizos. En Piritu hizo escala, donde se le reunieron cinco españoles y 100 indígenas más, y, continuando su camino, desembarcó un poco a sotavento del puerto de Chuspa (hoy Panecillo). Cuando los caciques de la tierra y los indígenas vieron a Fajardo acompañado de su madre, para obligarles a que viviesen entre ellos, les ofrecieron graciosamente el valle del Panecillo. Antes de decidirse Fajardo, volvió sobre sus pasos y se presentó en Tocuyo para dar cuenta de todo a Gutiérrez de la Peña (1557-1559), gobernador en aquella época de la provincia, mientras su gente se ocupaba en el Panecillo de levantar casas donde poder alojarse. Peña alabó la resolución de Fajardo y le dió título para que pudiese gobernar toda la costa y levantara las poblaciones que juzgase necesarias al progreso de la conquista. Despidiéronse Fajardo y Peña, marchando el primero al Panecillo, donde edificó una villa, que llamó del Rosario. A la paz sucedió pronto la guerra, teniendo Fajardo que abandonar dicha villa y retirarse a Margarita, llegando en los últimos días del año 1558. Perdió Fajardo a su madre en Rosario y se atrajo el odio de los indios, porque, con falsas palabras, citó al cacique Paisana a una entrevista en aquella población, y allí, pretextando avisos secretos, le hizo ahorcar en su propia casa.
Habiendo llegado a Venezuela Pablo Collado (1559), gobernador propietario, encargó a García de Paredes que continuase la conquista del territorio de los cuicas. Lo primero que hizo García de Paredes fué sustituir su primer nombre (Trujillo) a la ciudad y la trasladó a otro sitio, pasando luego a un tercero, hasta que el 1570 se fijó en un valle formado por dos montes que se apoyaban en los Andes. Del mismo modo el pueblo de Nirgua, fué pasando de un sitio á otro. También, bajo el gobierno de Pablo Collado, el intrépido Fajardo, por tercera vez, se dirigió a Costa-Firme, con 200 indios y 11 españoles. Presentóse al cacique Guaimacuare, señor de Cernao y amigo suyo. Dejando su gente al cuidado del cacique, dió la vuelta a Valencia, pudiendo conseguir de Collado la autorización para conquistar, poblar y gobernar. Volvió en los primeros días del año 1560, recorriendo dilatados países y fundando en el puerto de Caravalleda una villa, a la que dió el nombre de Collado, en obsequio del Gobernador. Lo que creyó Fajardo que iba a ser su felicidad fué su perdición. Descubrió veneros de oro en tierras de los teques, cuyas muestras mandó a Collado; mas el gobernador español, revocando los poderes que antes le diera, le mandó llevar preso a Burburuata y le quitó el nombramiento de teniente general conquistador, para dárselo á Pedro Miranda. Después puso en libertad[190] a Fajardo, convencido de su lealtad y le nombró justicia mayor de Collado.
Por su parte Miranda, que tenía buena cantidad de oro en polvo, se embarcó para Burburuata. Cuando el gobernador Collado vió el oro y se enteró de lo muy pobladas que estaban las tierras de Caracas, mandó al extremeño Juan Rodríguez Suárez, con 35 hombres. Rodríguez, después de atravesar la loma de los arbacos, entró en la de los teques. Pronto tuvo que combatir con Guaicaipuro, a quien venció completamente. No temiendo ya al mencionado cacique, dejó en las minas la gente que creyó necesaria, y con ella tres hijos suyos pequeños, y salió a recorrer la provincia entrando por las tierras de los quiriquires y de los mariches. Al regresar por el valle de San Francisco, se le presentó un indio y le dijo: «Señor, los que trabajaban en las minas son muertos y con ellos tus hijos.» En efecto, Guaicaipuro cayó una noche sobre los mineros, degollándolos a todos y también a los tres pequeñuelos. Poco después Paramaconi, cacique de los taramainas, por sugestiones de Guaicaipuro, penetró en el valle de San Francisco, donde Fajardo se había establecido, y allí destruyó un ato de ganado, dispersando las reses, quemando las cabañas y matando á los pastores. Noticioso Juan Rodríguez del ataque de Paramaconi, volvió al socorro de los suyos y en el mismo sitio donde habían estado las cabañas, levantó una villa, que llamó, como el valle, de San Francisco.
Aunque en el año 1560 era deplorable el estado de las comarcas venezolanas, hallándose decaídas completamente la agricultura, el comercio y la industria en general, como también abandonada la administración pública, por orden de D. Antonio Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y virrey del Perú, se dirigió poderosa expedición a conquistar rica provincia de los omaguas. Después de varias revueltas y muertes de los jefes de la expedición, Lope de Aguirre, natural de la villa de Oñate (Guipúzcoa), hombre aficionado a motines, feroz y más loco que cuerdo, marchó a Margarita. «Su persona—dice Oviedo—a la vista muy despreciable, por ser mal encarado, muy pequeño de cuerpo, flaco de carnes, grande hablador, bullicioso y charlatán.» Venía desde el Perú, habiendo dado muerte a su jefe Pedro Ursúa. Gonzalo de Zúñiga dice que acostumbraba mostrarse caballeroso con las mujeres, tal vez por influencia de su hija «que era—añade—mestiza, que trujo del Pirú, a la cual quería y tenía en mucho: nunca jamás se halló hacer fuerza ni deshonra a ninguna, antes las tenía muy á recaudo y siguras de ningun mal; y de sus honras tenía el tirano una cosa por extremo, que las que eran honradas mujeres las honraba mucho, y a las malas las deshonraba y trataba muy mal.» No respetaba ni le[191]yes ni autoridades. Acostumbraba a decir que las tierras de Indias le pertenecían lo mismo que al Rey. Con razón las crónicas de la conquista le denominaban el tirano. Arribó a uno de los puertos de la isla Margarita, y allí cometió terribles crueldades, pues mató al gobernador Villandrando, a un alcalde, a un regidor, al alguacil mayor, a dos señoras principales y a otros españoles. Pasó con tres fustas que tenía prevenidas a Burburuata y la saqueó, puso cerco a Valencia, y temiendo un choque con Gutiérrez de la Peña y García de Paredes, se dirigió a Barquisimeto, en la que entró el 22 de octubre de 1561, con las banderas desplegadas y al estruendo de salvas de mosquetería. Según su costumbre saqueó la ciudad, y cuando vió que los suyos desertaban, aumentando en cambio los soldados de Peña y García de Paredes, resolvió volver a Burburuata para embarcarse allí y llegar al Perú. Abandonado de todos los marañones, con la sola excepción de Antón Llamoso, cuando comprendió que su fin se acercaba, para que su hija no le sobreviviese y la infamaran después, le quitó la vida a puñaladas. Llegó García de Paredes, siendo muerto el tirano a arcabuzazos el 27 de octubre de 1561. Cuéntase que el loco Lope de Aguirre hubo de escribir a Felipe II una carta y en ella, entre otras cosas, le decía lo siguiente: «Por cierto tengo que van pocos reyes al cielo, porque creo fuérades peores que Luzbel, segun tenéis la ambición, sed y hambre de hartaros de sangre humana»[202].
Volvemos a continuar la historia del extremeño Juan Rodríguez, que interrumpimos para tratar de otros asuntos. Cuando Juan Rodríguez, con algunos de los suyos, se encaminó a Valencia, dejando su gente en San Francisco, después de llegar al río de San Pedro, al subir la montaña de las Lagunetas, le salió al encuentro gran golpe de arbacos capitaneados por Terepaima, al mismo tiempo que Guaicaipuro subía tras él la cuesta. Rodríguez y los que le acompañaban pelearon como buenos, cayendo al fin uno tras otro. «Prestó Rodríguez grandes servicios al Nuevo Reino de Granada, habiéndose debido a sus esfuerzos la conquista de los indios timotes y la fundación de la ciudad de Mérida de los Caballeros (1558), cuyo distrito pertenecía por aquel tiempo al virreinato de Santa Fe»[203]. Contra la dominación española se levantaron los indios con fortuna, hasta el punto que derrotaron completamente (enero de 1562) las fuerzas que mandó Collado y de las cuales dió el mando a Luis de Narváez. Sólo tres españoles pudieron escapar de la muerte.
La Audiencia de Santo Domingo, conocedora de aquellos hechos,[192] envió al licenciado Bernáldez para que se encargara del gobierno de Venezuela y remitiese a su antecesor Collado preso a España. Acontecía todo esto en agosto de 1562. Bernáldez, poco conocedor de los asuntos políticos y de las cosas de la guerra, nada hizo de provecho. Don Alonso de Manzanedo, nombrado en la corte sucesor del gobernador Collado, llegó a Coro; pero habiendo fallecido a principios del año 1564, volvió la Audiencia a encargar a Bernáldez del gobierno.
Bien será afirmar que por entonces se hallaba olvidada la conquista del país de los caracas, a causa de las tremendas desgracias sufridas por los españoles. Sólo uno, descendiente de indios, estaba decidido a volver a la lucha, aunque perdiese la vida. Era éste Fajardo. Desde que llegó a Margarita sólo pensó en buscar recursos, los que encontró hallándose dispuesto en los comienzos de dicho año a emprender la campaña. Despachó sus soldados hacia el río Bordones, a sotavento de Cumaná, con órdenes de que le esperasen. En el tiempo en que se disponía a incorporarse con ellos, recibió un mensaje de Alonso Cobos, justicia mayor de Cumaná, quien le rogaba pasase a verle, a fin de que el odio que hasta entonces se profesaban, se convirtiera en íntima amistad. Accedió Fajardo, se presentó sólo a Cobos, quien, con una maldad y fiereza como no hay ejemplo, le hizo encerrar en una prisión y mandó ahorcarle. Si el pequeño ejército de Fajardo se disolvió cuando se vió sin jefe, los margariteños se dispusieron a vengar a su compatriota. Capitaneados por el justicia mayor de Margarita, atravesaron el canal, entraron de noche en Cumaná, cogieron preso a Cobos y le condujeron a Margarita. Sustancióse la causa, y por orden de la Audiencia de Santo Domingo fué ahorcado aquel miserable.
Decidióse a la sazón el gobernador Bernáldez a emprender la conquista de los caracas[204]. Al frente de unos cien hombres, acompañado del mariscal y regidor perpetuo de todas las ciudades de Venezuela—pues tales títulos le había dado la corte a Gutiérrez de la Peña—, se dispuso Bernáldez a la guerra. Llegaron los expedicionarios al angosto valle que forma el Tuy, volviéndose desde allí ante los muchos indios que tenían enfrente. «Así concluyó—escribe Baralt—la expedición del licenciado Bernáldez, sin ningún fruto, sino es el nombre de Valle del Miedo que impuso la opinión común a la angostura del Tuy, en donde lo tuvieron tan cerval los españoles»[205].
En el año 1565 llegó de España el gobernador D. Pedro Ponce de León, con órdenes del Rey para conquistar pronto aquella tierra. Es de[193] advertir que ya Bernáldez se disponía a hacer segunda entrada al país de los caracas, llevando por cabo de ella al valeroso Diego de Losada. Ponce de León confirmó el nombramiento en favor de Losada. En los comienzos del año 1567 salió Losada del Tacuyo a la cabeza de pequeño ejército, compuesto de 150 soldados (20 de a caballo, 50 arcabuceros y 80 rodeleros) y 800 personas de servicio, muchas de ellas indios, con 200 bestias de carga y considerable número de carneros y ganado de cerda. Dirigióse por la ribera septentrional del lago, el río Aragua y el Valle del Miedo, encontrando al enemigo en la cuesta de las Cocuizas. Comenzaron el ataque los indios; pero se retiraron pronto en completo desorden. Al día siguiente volvieron los arbacos con mayores bríos a la lucha, y aunque pelearon con arrojo, fueron derrotados en el mismo sitio que tiempo atrás había sido muerto Narváez. Posteriormente Guaicaipuro, que se gloriaba de haber vencido a Fajardo, a Miranda, a Rodríguez Suárez y a Narváez, fué vencido en el valle de San Pedro (25 marzo 1567). Continuó Losada su camino y llegó al valle que Fajardo denominó de Cortés y él le dió el nombre de Valle de la Pascua, porque allí pasó la de Resurrección. Entrado el mes de abril, se trasladó al valle de los caracas, llegó al sitio donde estuvo la villa de San Francisco e intentó atraerse con halagos a los indígenas. No fué posible, porque aquellas gentes querían guerra y a la guerra se dispuso Losada. Para emprenderla con ventaja se decidió, en la sierra que habitaban los indios caracas y en el mismo sitio que Fajardo estableció la villa de San Francisco, levantar él una ciudad que llamó Santiago de León de Caracas, a fin de perpetuar el nombre del Patrón de España, el del Gobernador y el indígena de los habitantes del país. Púsose la primera piedra el 25 de julio, día de Santiago. Los nombres Santiago de León se olvidaron pronto, quedando sólo el de la tribu, esto es, Caracas, hoy capital del Estado. En poco tiempo la nueva población realizó grandes progresos, contribuyendo a ello el abandono voluntario que en el año 1568 hicieron de la Burburuata sus vecinos, pasándose á vivir, los unos a Valencia, y los otros, los más, a Caracas. Después, conociendo Losada la necesidad de establecer en la marina un pueblo que facilitase sus comunicaciones con la metrópoli, bajó a la costa, y en el mismo sitio donde estuvo el Collado echó los cimientos de la ciudad de Nuestra Señora de Caravalleda (18 septiembre 1568). En seguida dispuso, con objeto de premiar los méritos de sus compañeros de armas, el repartimiento de las encomiendas; mas los indios, cada vez más rebeldes, no querían tratos de ninguna clase con los españoles. Concibió Losada un proyecto verdaderamente extravagante. Dijo que el cacique Guaicaipuro era súbdito de[194] España y como tal él le sumariaba y condenaba a prisión por sus muertes y rebeldías. Francisco Infante, alcalde de Caracas, se encargó de reducir a prisión al cacique, y al frente de 80 soldados veteranos y buenos guías, llegó al retiro de Guaicaipuro, quien se defendió con sublime valor, cayendo al fin muerto y junto a él sus veintidós flecheros. Otros caciques pagaron también con la vida su amor a la libertad. Sucedió todo esto en el año 1569. El gobernador Ponce de León separó después de su cargo a Losada, encargando de la continuación de la conquista a su hijo Francisco Ponce de León. Diego de Losada—dice Oviedo y Baños—«fué natural del reino de Galicia, caballero muy ilustre, hijo segundo del señor de Ríonegro, de gallarda disposición y amable trato, muy reportado y medido en sus acciones, de una conversación muy amable y naturalmente cortesano.» Como la mayor parte de los conquistadores, Losada castigó con mano de hierro a muchos caciques y repartió entre sus compañeros las tierras conquistadas a los infelices indios. Se retiró al Tocuyo, donde murió—según los cronistas—el año 1569.
También el 1569 murió en Barquisimeto Ponce de León, dejando el gobierno a los alcaldes ordinarios, los cuales hubieron de gozar de absoluta autoridad en sus respectivos distritos. Del de Caracas se encargó Garci-González de Silva, que sometió a los caciques Paramaconi, Conocoima y Sorocaima.
La Audiencia de Santo Domingo, habiendo muerto Ponce de León, nombró gobernador interino de la provincia de Venezuela a Juan de Chaves. Bartolomé García, que desempeñaba el mando de la ciudad de Santiago, fué desgraciado en su lucha con los indígenas sus vecinos.
Al mismo tiempo (1569) salió de España D. Diego Fernández de Serpa con el encargo de poblar y gobernar las tierras de «Cumaná, Guayana y Caura», que habían de tomar el nombre de «Gobernación de la Nueva Andalucía.» Llegó a Tierra Firme el 13 de octubre con 280 hombres de guerra y pobladores, casados todos, estableciéndose en Nueva Córdoba[206]. En tanto que Serpa se dirigía a fundar en la ribera del Neverí la ciudad de Santiago de los Caballeros, que él destinaba para capital de las provincias de Píritu, Cumanagoto y Chacopata, Pedro de Ayala y Francisco de Alava, tenientes del Gobernador, marcharon a explorar, el primero las tierras de Cariaco y el segundo las montañas del Sur, volviendo los dos, dando noticias de haber recorrido dilatados campos plantados de maíz, yuca y batatas, no sin advertir que los indios llevaban en narices y orejas arcos de oro, las indias cin[195]tas de perlas, una de estas cintas apreciada en «más de mil y quinientos ducados.» Por lo que a la expedición de Serpa se refiere, habremos de decir que un capitán llamado Juan de Salas, a quien el Gobernador castigara por desobediente, pudo huir de la prisión, pasándose al campo enemigo. Púsose al frente de los cumanagotos y chacopatas, y cayendo sobre sus compatriotas en una emboscada, resultaron muertos Serpa, algunos jefes y buen número de soldados.
D. Diego de Mazariego se presentó en Coro el mes de febrero de 1572 con el nombramiento en propiedad de Gobernador. Comprendiendo que sus muchos años le impedían tomar parte activa en los asuntos gubernamentales y de guerra, hizo sus tenientes a Diego de Montes y a Francisco Calderón. Montes dió la comisión al capitán Juan de Salamanca para que fundase una población, la cual hubo de intitularse San Juan Bautista del Portillo de Carora (19 junio 1572); Calderón trató de oprimir a los mariches y dió el encargo de ello a Pedro Alonso Galeas, soldado antiguo y de natural fiero. Entre la gente estaba el valeroso Garci-González y el cacique Aricabacuto con algunos de sus vasallos. Guiado Galeas por Aricabacuto salió al Tuy, que entonces dividía los términos de los mariches y quiriquires. En el dicho río se presentó el cacique Tamanaco, que fué derrotado por Pedro Alonso, y, hecho prisionero, murió despedazado por un perro (propiedad de Garci-González) de singular fiereza. De dicha manera se logró la reducción de los mariches. Para sujetar a los teques, salió de Caracas el alcalde Gabriel de Avila (1573) que logró, sin oposición alguna, restablecer el antiguo real de Nuestra Señora. Luego, deseando los españoles asegurar la tranquila posesión de los veneros de las minas, acordaron que Garci-González, con el objeto de que no se repitiese el triste caso de Juan Rodríguez en la montaña de las Lagunetas, sorprendiera en su retiro a Conopoima, uno de los caciques de los teques. No pudo sorprender á Conopoima, si bien aquella tribu belicosa, por las mañas de los españoles, decayó tanto que, medio siglo después, apenas existía. Retiróse luego a las riberas del Aragua y al antiguo valle de la Pascua, donde aún se conservan restos. Consiguieron los españoles, a los diez años de lucha, sujetar las diferentes tribus de los caracas, siendo las últimas que lucharon por su independencia las de los quiriquires y tumuzas.
A fines del año de 1577 llegó de España D. Juan de Pimentel, enviado por la corte para suceder en el gobierno a Mazariego. Fijóse el nuevo Gobernador en trasladar de Coro a Caracas el asiento permanente del gobierno, quedando en aquella población la catedral[207]. Garci-González,[196] autorizado por Pimentel, peleó sin descanso con los indígenas y en el país de Crecrepe fundó un establecimiento que llamó del Espíritu Santo. En una llanura que servía de asiento a la población del cacique Cayaurima, luchó con los cumanagotos, chacopatas, cores y chaymas, llevando los nuestros la peor parte. Garci-González hubo de abandonar el pueblo del Espíritu Santo para fundarlo con el mismo nombre entre los quiriquires; tampoco tuvo mejor éxito, pues, como dice Baralt, «mala mano tenía el extremeño para esto de levantar ciudades.»
D. Luis de Rojas, sucesor de Pimentel, llegó en octubre de 1583 y se encargó del gobierno. Concedió Rojas a Sebastián Díaz de Alfaro, la empresa de fundar en 1584 una ciudad a orillas del Tuy, que denominó San Juan de la Paz, y cuya existencia fué corta; y en el mismo año trazó la planta de San Sebastián de los Reyes, población que aún subsiste. Dispuso Rojas lejana expedición al país de los cumanagotos. Ninguno para realizarla más apropósito que Cristóbal Cobos, vecino de Caracas é hijo de aquel miserable que dió muerte a Fajardo. Cobos desembarcó en la costa de los cumanagotos, comenzando en seguida a guerrear con los naturales. Prosiguió su camino a la provincia de Chacopata, donde asentó su campo y donde trabó reñida refriega, teniendo la fortuna de coger prisionero al cacique Cayaurima. En 1585, a la boca del Neveri, estableció una ciudad que llamó San Cristóbal de los Cumanagotos, en memoria de sus victorias sobre aquella tribu belicosa. Durante el gobierno de Rojas el país de los cumanagotos se agregó a Cumaná en perjuicio de Venezuela. Otro perjuicio fué que teniendo las ciudades regidores armados, los cuales gozaban del derecho de nombrar alcaldes, Rojas quitó dicho privilegio a Caravalleda (1586), nombrándolos él para el año siguiente. Como los regidores rechazaran la imposición, Rojas los hizo llevar presos a Caracas.
Sustituyó a Rojas en el gobierno D. Diego Osorio, que llegó a Caracas el año 1587. Antes, en calidad de interino y nombrado por la Audiencia de Santo Domingo, desempeñó el gobierno Rodrigo Núñez de Lobo. Procediendo al juicio de residencia, Rojas, odiado por todos, lo mismo españoles que naturales del país, mereció ser reducido a prisión y que sus bienes fuesen embargados. Respecto al suceso de Caravalleda, los regidores recobraron la libertad; mas se negaron a repoblar la ciudad. Osorio, comprendiendo de necesidad absoluta el tener un puerto en la marina que sirviese de escala a las relaciones entre la metrópoli y la colonia, fundó el puerto de la Guairá (1589).
Trabajo costó a Osorio poner orden y arreglo en los negocios públicos. La mala administración de Rojas había llevado el desconcierto y el desbarajuste a todas partes. No se creyó el Gobernador, para la realización de ciertas reformas, con atribuciones, decidiéndose, como deseaba el cabildo, mandar a la corte un individuo que solicitase dichos poderes. Este individuo lo fué Simón Bolívar, quien se encargó de tan difícil misión el año 1589. El comisionado logró del Rey todo lo que deseaban sus vasallos de Venezuela, «agregando otras mercedes de más ó menos provecho para la provincia, entre ellas la suspensión del derecho de alcabalas por diez años, á condición de contribuir al Erario las ciudades con una pequeña cantidad, el permiso de introducir cien toneladas de esclavos africanos sin pagar derechos reales, y la gracia de nombrar todos los años una persona que llevase por su cuenta un navío de registro al puerto de la Guaira»[208]. Volvió Simón Bolívar a Caracas a mediados del año 1592. Osorio, considerando la mucha distancia que había desde las ciudades del Tocuyo y de Barquisimeto, guiando al Sur hasta los límites de su provincia con las del Nuevo Reino de Granada, encargó a Fernández de León la fundación de Guanaré (1593), a orillas del río del mismo nombre, bajo la advocación del Espíritu Santo. Creyó Osorio que era conveniente obtener del Monarca la declaración de perpetuidad de los cabildos (1594), sin comprender, tal era el atraso en que se hallaba entonces la ciencia política y administrativa, que la forma electiva era la propia de la institución municipal. Cuando apenas convalecía la provincia del hambre ocasionada en 1594, el corsario inglés Francisco Drake recaló a media legua a barlovento de la Guaira (comienzos de junio de 1595), se apoderó de Caracas, donde permaneció ocho días, al cabo de los cuales se retiró ordenadamente a sus bajeles. Al año siguiente (1596) murió en Puerto Belo el citado Drake, primero pirata y después almirante de Inglaterra. Volvió Osorio a Caracas el 1596 y, con sentimiento general de la provincia, abandonó el país por haber sido promovido a la presidencia de la Audiencia de Santo Domingo.
Sucedióle D. Gonzalo Piña Lidueña, hombre bueno, que murió en 1600, dejando repartida la autoridad entre los cabildos de las ciudades.
Ponemos fin a la conquista de Venezuela con una composición poética, en la cual el conquistador Castellanos (que escribió en verso las crónicas de Cubagua, Venezuela, Cabo de la Vela y Nuevo Reino de Granada), refiere cómo se libró cierta india de Maracaibo, en los comienzos de dicha conquista, del amor de un portugués[209].
Confinan las Guayanas al N. y E. con el Atlántico, al S. con el Brasil y al O. con Venezuela. Su longitud está comprendida entre 59° y 67° al O. y su latitud entre 1° y 8° al Norte. Parece ser que el pri[199]mero que exploró, en el año 1499, las costas de las Guayanas, fué Yáñez Pinzón. Establecidos los españoles en Tierra Firme, realizaron algunas expediciones en busca de oro al Orinoco, por cuya cuenca y por la del río Amazonas se extiende el inmenso territorio de las Guayanas. Intentó Diego de Ordax, en 1527, la conquista y colonización del país, recorriendo con dicho objeto, al frente de 800 hombres, gran parte del río de Paria. En el año 1531 murió Ordax en la expedición. Nada de provecho consiguieron sus sucesores Jerónimo Ortal, Padre Ayala y Antonio de Berrío, fundador de Santo Tomé (1584), como tampoco los alemanes Federmann y Spira que entraron por Venezuela. Muchos aventureros, ya españoles, ya extranjeros, atraídos por la leyenda de El Dorado, penetraron en las Guayanas. Entre los extranjeros ninguno tan notable como Walter Raleigh, que se presentó en 1595 a disputar a los españoles el dominio del Orinoco, comenzando por poner preso a Berrío en San José de Oruña (isla de Trinidad), y después le llevó como guía a buscar, ora la fantástica ciudad de Manoa, ora el fabuloso El Dorado. Walter Raleigh regresó a Inglaterra y Berrío continuó su gobierno hasta su muerte (1600). Su sucesor e hijo Fernando Berrío se dedicó a la cría de ganado vacuno, siendo destituído el 1609 por Sancho de Alquiza, juez de residencia, y que gobernó siete años, hasta la llegada de don Diego Palomeque de Acuña. Apareció por segunda vez, ya con más recursos (enero de 1618) el citado Raleigh, quien dispuso que su teniente Keymis se apoderase de Santo Tomé. Murió en el asalto el valeroso Palomeque y la población fué completamente destruída. Raleigh se atrajo la enemiga y el odio de la gente del país, de los españoles y aun de los mismos ingleses. Cometió, pues, tantos desmanes, abusos y tropelías en sus dos expediciones que, habiéndose quejado el gobierno español al de Inglaterra, fué encerrado en la Torre de Londres. Se le acusó principalmente de haber incendiado la ciudad española de Santo Tomás y de haber sacrificado al gobernador Palomeque. Conjurados contra él todos sus enemigos, fué condenado a muerte y conducido al suplicio. El amigo íntimo de la poderosa reina Isabel murió con el mismo valor y altivez con que había vivido.
Fernando de Berrío, no bien logró ser repuesto en su antiguo cargo, llegó al país en mayo de 1619, dedicándose a reconstruir la ciudad en los llamados hoy Castillos de Guayana la Vieja.
Por lo que respecta a los holandeses, recordaremos que se establecieron en 1556 en las riberas del río Demerara; pero tiempo adelante se apoderaron de algunas tierras vecinas (1581). Expulsados de ellas, fundaron posteriormente la ciudad de Stabrock ó Georgetown y extendieron su poder hasta el río Esequibo.
Los franceses, por su parte, en el año 1604, no teniendo en cuenta los derechos de los españoles, se establecieron en Cayena.
Más temor que los franceses, inspiraban los holandeses. Estos, cuando se formó en 1621 la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, atacaron, saquearon y quemaron dos veces—una en 1629 y otra en 1637—a Santo Tomás. Las Guayanas, por mucho tiempo, sufrieron terribles acometidas de sus enemigos.
Conquista de Colombia y de El Ecuador.—Conquista de Colombia.—Bastidas en Santa Marta.—El Dorado.—Gobierno de Heredia y de Fernández de Lugo.—Conquista de Jiménez de Quesada.—Alonso Luis de Lugo.—Creación de una Audiencia.—Consideraciones acerca de la conquista de Quesada.—Conquista de El Ecuador.—El Ecuador a la llegada de los españoles: es conquistado por Belalcázar.—Fundación de Santiago de Quito, de Guayaquil y de Cartago.—Belalcázar en España: es nombrado gobernador de Popayán.—Belalcázar y Andagoya.—Sucesos del Perú.—Fundación de Antioquía.—Belalcázar en lucha con Heredia y con los indios.—Ordenanzas de 1542.—Belalcázar en Añaquito.—Insurrección de Robledo.—Belalcázar en Xaquixaguana.
Vamos a estudiar la conquista de Colombia, cuyo país estaba poblado de los chichas o muiscas, tribu numerosa de indios semicivilizados. Después que Alonso de Ojeda (1499-1500) descubrió las costas de Colombia, Rodrigo de Bastidas fundó la ciudad de Santa Marta (hoy en Colombia). «Algunos aventureros—dice Reclus—fundaron en 1525 la ciudad de Santa Marta cerca de la desembocadura del río Magdalena...»[211]. Posteriormente expediciones españolas avanzaron hasta el interior del país en busca de las cuantiosas riquezas que pregonaba la leyenda. «El nombre de la tierra de El Dorado parece que procede de una curiosa costumbre de los caciques indios de la meseta. La ceremonia de la elección de cierto cacique consistía en embadurnar el cuerpo del favorecido con una substancia grasa, que luego era cubierta de polvos de oro. Esta operación se efectuaba á las orillas del lago sagrado de Gustavita, donde luego tomaba un baño»[212].
García de Lerma (1528-1535) sucedió á Bastidas en el gobierno de Santa Marta. Por entonces, informada la Reina (mujer de Carlos I de España y V de Alemania) del excesivo precio de los comestibles en la provincia de Tierra Firme, mandó á aquel Gobernador dispusiera que[202] las Justicias de las ciudades y villas nombrasen su regidor para que pusiera justo precio, así á las cosas de dicho país, como á las que se llevasen de otras partes[213]. En tanto que García de Lerma mandaba algunas expediciones al interior, teniendo la desgracia de que fuesen combatidas por los indios, el portugués Jerónimo de Melo, al frente de castellanos, emprendió el reconocimiento del río Magdalena, el cual navegó en una extensión de 35 leguas (1532). A la sazón, la mayor parte de los pobladores de Santa Marta abandonaban gustosos la citada ciudad para dirigirse al Perú, donde abundaban los metales preciosos.
En el mismo año que murió García de Lerma (1532), se presentó al Emperador un militar que gozaba de gran prestigio, y cuyo nombre era Pedro de Heredia, pidiendo al Monarca autorización para acometer la conquista del país que se extiende desde el Magdalena al Darién. Concedido el permiso, salió de Cádiz a últimos del dicho año. Ni tardo ni perezoso, inmediatamente que llegó a Colombia echó los cimientos de la ciudad de Cartagena, que fué centro de las operaciones militares. Habiendo dejado guarnecida la colonia, a la cabeza de sus tropas, salió a campaña a la región del Norte de Santa María, sometiendo unas tribus por la fuerza y ganándose otras por el cariño; volvió a Cartagena, no sólo cargado de riquezas, sino satisfecho por sus descubrimientos. Posteriormente se dirigió Heredia (enero de 1534) a la región del Sur, y allí, al recorrer gran parte del valle del río Zenú, sufrió, lo mismo que toda su gente, grandes padecimientos, que en cierto modo fueron recompensados por el oro encontrado en las sepulturas de un cementerio. El descubrimiento excitó la codicia de los soldados españoles, organizándose nuevas expediciones. Fray Tomás Moro, el primer obispo del país, comunicó a la corte los excesos de los expedicionarios, siendo nombrado comisionado regio para residenciar a Heredia, el licenciado Juan de Badillo, miembro de la Audiencia de Santo Domingo, quien, después de apoderarse de los bienes del Gobernador, mostró su sed de riquezas cogiendo prisioneros centenares de indios para venderlos como esclavos en la Isla Española.
Presentóse en la corte Alonso Luis de Lugo, solicitando en nombre de su padre Pedro Fernández de Lugo, Adelantado de Canarias, gobernador y justicia mayor de las islas de Tenerife y la Palma, «conquistar y poblar las tierras y provincias que se hallan por descubrir y conquistar en la provincia de Santa Marta...» El Rey accedió a la petición, encargando que se guardasen los límites que señala, y añade: «Para ello llevareis de estos Nuestros Reynos de Castilla y de las islas de Canarias 1.500 hombres de pie, escopeteros, é arcabuceros, é ba[203]llesteros, é rodilleros, y 200 hombres de a caballo, con caballos é yeguas de silla, é que ansí los de pie como los de á caballo, irán bien armados y aderezados de lo necesario...»[214]. Pedro Fernández de Lugo entró en Santa Marta á mediados de diciembre del año 1535. Acompañaba al Gobernador, con el nombre de justicia mayor de la colonia, un abogado llamado Gonzalo Jiménez de Quesada, que fué el verdadero conquistador de aquellas regiones. Por orden de Fernández de Lugo salió (6 abril 1536) la expedición de Santa Marta a las órdenes de Jiménez de Quesada, natural de Granada, tan excelente general como ilustre político. Los hechos principales de empresa tan notable quedaron registrados en documentos de inestimable valor[215]. Dirigióse Quesada por la orilla del río Magdalena. Los calores tropicales, las fiebres y el hambre aumentaban los padecimientos causados por la multitud de insectos, por las acometidas de los tigres y por los combates con los indígenas, particularmente con los panches, «gente bestial y de mucha salvajía.» Las lluvias tropicales hicieron que se aumentasen las aguas del río, dilatándose en una grande extensión. Quesada no tuvo más remedio que asentar su campamento en un lugar llamado Tora, mientras las naves seguían remontando el río. Tantas y tan graves fueron las enfermedades que se desarrollaron en el campamento, que a los muertos no se les daba sepultura y se les arrojaba al río. Cuéntase que los caimanes se cebaron de tal modo en la carne humana, que después de comerse a los muertos, atacaron a los vivos que se aproximaban al Magdalena. Levantaron el campo, apartándose de las márgenes del citado río. Aunque Quesada había perdido muchos hombres, dió aliento á los que vivían y pudo llegar a las inmediaciones de las mesetas centrales de lo que es hoy República de Colombia. Cuando los expedicionarios vieron y admiraron los campos cultivados, se decidieron a aclamar jefe a Quesada, desligándolo de toda dependencia de Fernández de Lugo. Continuó Quesada sus descubrimientos, llegando, por fin, a la hermosa llanura o sábana de Bogotá, llamada por los naturales Cundina marca, donde estaba la capital de los muiscas. En la misma época el alemán Federmann y el español Sebastián Belalcázar (ya conocidos en capítulos anteriores), que andaban recorriendo aquellas tierras, llegaron a disputar a Quesada la prioridad del descubrimiento, cediendo al fin los dos primeros al último todos sus derechos mediante cierta cantidad. Que[204]sada llegó al pueblo de Muqueta, capital del territorio, que encontró desierta y convirtió luego en centro de sus futuras operaciones. Desde allí se dirigió a Tunja, cuyo zaque (Rey) gozaba fama de poseer grandes riquezas, y se apoderó de la citada población el 20 de agosto de 1537. El zaque cayó prisionero y sus tesoros pasaron a manos de los castellanos. «Se hizo un montón de oro tan grande—dice Quesada—que puestos los infantes en torno de él, no se veían los que estaban de frente, y los de a caballo apenas se divisaban.» Los castellanos deseaban más riquezas, y para lograrlas se apoderaron de Iraca; a pesar de la resistencia de los indígenas, ocuparon el palacio del cacique y penetraron en el templo. Después de apoderarse de las riquezas que encerraba el adoratorio, le pegaron fuego. Buscando todavía más oro, se hicieron dueños de Bogotá, muriendo el zipa en el asalto de un caserío; también fué derrotado el nuevo zipa, y para obligarle a confesar dónde tenía guardados sus tesoros, se le hizo morir en el tormento. Quesada, como granadino que era, dió al país que acababa de conquistar el nombre de Nuevo Reino de Granada, y a la capital de la colonia, cuyos cimientos echó el 6 de agosto de 1538, la llamó Santa Fe de Bogotá[216].
Jiménez de Quesada encargó a un hermano suyo, llamado Hernán, el gobierno de la colonia, y él decidió marchar a España con el objeto de solicitar del Rey el título de gobernador de aquellos países. Aunque nadie—habiendo fallecido Fernández de Lugo en Santa Marta en enero de 1536—podía alegar mejores títulos que Jiménez de Quesada, la corte prefirió para el cargo a Alonso Luis de Lugo, hijo del citado primer gobernador.
Poco después Carlos V creó una Audiencia (17 julio 1549) que había de residir en Santa Fe de Bogotá y cuyo tribunal hubo de cerrar el período de la conquista. El primer presidente fué el Dr. Gutiérrez de Mercado.
El resultado de las expediciones de Jiménez de Quesada fué el descubrimiento de nuevas tierras y la conquista del Nuevo Reino de Granada, que hoy constituye la mejor parte de la República de Colombia. El conquistador de Nueva Granada es uno de los hombres más grandes[205] de aquellos tiempos, mereciendo figurar al lado de Cortés, Pizarro, Almagro, Núñez de Balboa, Valdivia y Orellana.
En sus últimos años cayó en desgracia de la corte. Murió el 16 de febrero de 1579, tan pobre, que, según los cronistas, debía más de 60.000 pesos[217]. Fué sepultado en el convento de Santo Domingo de Mariquita. Dicho convento se hallaba emplazado frente a la casa en que falleció el noble conquistador. El 1597 fueron trasladados sus restos a Bogotá, y al acercarse la celebración de su tercer centenario se colocaron en un sepulcro digno de la fama de varón tan insigne. En la acera del Norte de la plazuela formada por las portadas de los cementerios públicos, se erigió un mausoleo de mármol blanco; en él se pusieron las inscripciones siguientes: al Sur, frente principal, Jiménez de Quesada; al Oriente, El Concejo municipal de Bogotá; al Occidente, Al fundador de Santa Fe de Bogotá, y al Norte, Expecto resurrectionem mortuorum[218].
Pasamos a relatar brevemente la conquista de El Ecuador. Las tribus que ocuparon El Ecuador antes de ser conquistado por los incas se llamaban scyris o caras, puxahaes, cañaris y quitos o quitúes. La capital de los caras fué Quito. Los incas, después de vencer a las tribus citadas y algunas otras—todas fetichistas, poligamas y antropófagas—se establecieron en el país hasta la llegada de los españoles.
La siguiente Real cédula prueba el estado de barbarie en que se hallaban los indígenas de Quito a mediados del siglo xvi.
«Caciques: Con noticia el Príncipe, que los de la provincia de Quito, quando morían, mandaban matar indios de ambos sexos, para enterrarlos con ellos; no obstante no persuadirse se continuaría tan extravagante abuso; Mandó al Presidente y Audiencia de dicha provincia no consintiese exceso de tal naturaleza, y lo castigase con todo rigor.» Cédula de 18 de Enero de 1552. Vid. tomo 11 de ellas, fol. 35 b. n.º 55[219].
Sebastián de Belalcázar, gobernador en San Miguel, noticioso de que Pedro de Alvarado se dirigía a Quito en busca de riquezas, marchó a dicho punto, a últimos del año 1533, al frente de 200 soldados. Belalcázar encontró un enemigo poderoso en Rumiñahuí, quien a la cabeza de 20.000 indios, defendió el terreno palmo a palmo, haciendo hoyos en la tierra, en los que clavaba agudas estacas para impedir el paso a los caballos del capitán español. Poco después llegó Diego de Almagro con refuerzos y también Alvarado, el cual pretendía que se le adjudicara el país. Opusiéronse Belalcázar y Almagro y, como testimonio de ha[206]ber tomado posesión del reino, en los llanos de Riobamba fundaron el pueblo de Santiago de Quito (15 agosto 1534), al presente capital de la República. Alvarado, mediante cierta suma de pesos de oro, se volvió a Guatemala. Belalcázar, con la gente que Almagro no se llevó al Perú, continuó sus conquistas. Mientras sus capitanes Pedro Añasco y Juan de Ampudia se dirigían por el valle, donde luego se había de fundar San Juan Porto, él marchó a reunir gente, echando antes los cimientos de Guayaquil (25 junio 1535). Luego, desde Popayán se dirigió á Bogotá, y allí puso paz entre Jiménez de Quesada y el alemán Federmann, los cuales tenían más ambición que prudencia. Puestos de acuerdo los tres capitanes, marcharon a España, deseosos de tener gobiernos propios.
En tanto que tomaban el camino de la metrópoli, dispuso Pizarro que su capitán Lorenzo de Aldama penetrase en la tierra que había descubierto y conquistado Belalcázar. A su vez Aldama autorizó a Jorge Robledo para que hiciera otras expediciones, y por cierto, que de una de ellas formó parte el cronista Pedro Cieza. Procede del mismo modo recordar que, a últimos de septiembre de 1540, se fundó la ciudad de Cartago (hoy de la República de Costa Rica).
Por entonces, Pascual de Andagoya obtuvo el nombramiento de Adelantado y gobernador del río de San Juan. Deseando luego extender sus dominios, se hizo recibir por Gobernador en la ciudad de Cali, en la tierra de Belalcázar, siendo reconocido como tal por Jorge Robledo y otros capitanes. Hasta tal punto llegó la imprudencia de Andagoya, que se preparó a impedir por la fuerza la entrada de Belalcázar, dado que éste último consiguiera la gobernación de la citada tierra.
Como sospechaba Andagoya, consiguió Belalcázar el nombramiento (10 marzo 1540) de Gobernador de la provincia de Popayán, y poco después (diciembre de 1540), obtuvo el título de Adelantado. La gobernación de Popayán, dada a Belalcázar, limitaba al Norte con Castilla del Oro y río de San Juan, al Este con la provincia de Bogotá o Nuevo Reino de Granada, al Sur con la provincia de Quito y al Oeste con el Océano Pacífico. Conseguido el objeto de su venida a España, volvió para las Indias, desembarcando en Nombre de Dios a mediados de diciembre de 1540. Andagoya, que se hallaba en Cali, quiso resistir a Belalcázar y fué hecho prisionero.
Deseando Carlos V terminar de una vez con la anarquía del Perú, dispuso que el licenciado Cristóbal Vaca de Castro se dirigiera a aquel país con los poderes necesarios. En efecto, marchó a las Indias y desembarcó en la gobernación de Belalcázar, donde tuvo noticias exactas del estado del Perú, y en particular—y esto fué lo que hubo de pre[207]ocuparle más—de la muerte del marqués Francisco Pizarro (26 junio 1541). Vaca de Castro, acompañado de Belalcázar y otros capitanes, llegó a Lima; pero, habiendo notado durante el viaje que el gobernador de Popayán era partidario de los almagristas—pues había contribuído a la huída de Núñez de Prado, íntimo amigo de Almagro—le hizo regresar a su país.
Ya sabemos que Jorge Robledo hubo de reconocer como gobernador (21 abril 1541) a Belalcázar. Robledo fundó la ciudad de Antioquía; mas la fortuna le volvió la espalda, dirigiéndose entonces, hambriento y maltrecho, con sus treinta compañeros, a San Sebastián de Urabá. Allí fué hecho prisionero por Pedro de Heredia, fundador de Cartagena, quien sin miramientos de ninguna clase, le mandó a España. Inmediatamente Heredia se apoderó de Antioquía. Disgustado Belalcázar con la conducta de Heredia, ordenó al capitán Juan Cabrera que le redujese a prisión y le mandara a Panamá; pero luego, habiendo recobrado la libertad Heredia, volvió a Antioquía, dejando en ella por su teniente al capitán Gallegos, que a su vez fué preso por Madroñero, capitán de Belalcázar.
Por aquellos tiempos andaba el gobernador de Popayán en guerra con los indios y la razón estaba de parte de los últimos. Conviene saber que en las ordenanzas de 1542, se disponía, entre otras cosas, que los gobernadores y demás autoridades no tuviesen indios; pero Belalcázar mandó que se cumpliesen aquellas leyes, si bien tuvo el cuidado de poner antes en cabeza de sus hijos a los indígenas que eran de él propiedad. Los procuradores de las ciudades, reunidos por el Gobernador, mostraron su oposición a las ordenanzas, pronunciando entonces aquél las famosas frases de Acátese lo mandado; pero no se cumpla. Hizo suspender las ordenanzas y mandó a España un procurador que hiciera presente al gobierno el estado de las cosas. Para implantar estas reformas, el Emperador escogió a Blasco Núñez Vela, primer virrey del Perú, que salió de Sanlúcar el 3 de noviembre de 1543 con una flota de 52 buques. Llegó el virrey al Nuevo Mundo, y al frente de pequeño ejército peleó con Gonzalo Pizarro en Añaquito: allí murió Núñez Vela y allí fué hecho prisionero Belalcázar y su hijo Francisco. Aunque desconocemos los motivos, se halla probado que el gobernador de Popayán entró en la prisión enemigo de Pizarro y salió amigo. Inmediatamente que Belalcázar recobró la libertad, se dirigió a su gobernación y allí supo cómo Jorge Robledo, que nunca fué fiel amigo suyo, había vuelto de España con el título de mariscal de Antioquía. En seguida comenzó la guerra entre los dos, logrando el Adelantado sorprender al Mariscal (5 octubre 1546) en la Loma del Pozo.
[208] Dícese que entre los papeles del Mariscal se hallaron unas cartas que escribió y no mandó a su destino, en las que acusaba a Belalcázar de traidor y pizarrista. Castigóle el vencedor haciéndole degollar inmediatamente. Temeroso Belalcázar de la venganza de los amigos de Robledo, vivía en continuo desasosiego y zozobra. En aquel tiempo, para acabar con los disturbios del Perú, vino de España—como veremos en el capítulo XXIII—el presidente D. Pedro de La Gasca, quien, ayudado por Belalcázar, derrotó a Gonzalo Pizarro en la memorable batalla de Xaquixaguana. Razón tenía Belalcázar para temer a los partidarios del citado Robledo, los cuales consiguieron que el licenciado Briceño formase causa y condenara al valeroso gobernador de Popayán. Cuando se encaminaba a España con la idea de pedir—no sabemos si gracia o justicia—, murió en Cartagena de Indias, a los sesenta años de edad. Sea de ello lo que fuere y censurables o no censurables algunos hechos de Belalcázar, él fué uno de los capitanes más valerosos que tomaron parte en la conquista de las Indias[220].
Conquista de las provincias argentinas y del Brasil.—Conquista de la Argentina.—Gaboto en las costas del Brasil y en las márgenes del Paraná.—Fuerte de Sancti Spíritus.—Mendoza en el río de la Plata.—Santa María de Buenos Aires.—Oposición de los querandís.—Ayolas y Martínez de Irala: fuerte de la Asunción.—Muerte de Mendoza y de Ayolas.—Gobierno de Irala.—Se piensa en la traslación de los habitantes de Buenos Aires á las orillas del Paraguay.—Gobernadores anteriores á Garay: fundación de Buenos Aires; muerte de Garay.—La Patagonia.—El Chaco.—Conquista del Paraguay y del Uruguay.—El gobernador Arias de Saavedra.—Otros gobernadores.—Los brasileños en el Uruguay.—Conquista del Brasil.—Primeras colonias.—El Brasil durante el reinado de D. Manuel «El Afortunado.»
Si en el viaje que en el año 1508 hicieron Juan Díaz de Solís y Vicente Yáñez Pinzón no llegaron a las costas argentinas, en el realizado por aquel navegante en 1516 ya conocieron los españoles la desembocadura del Río de la Plata[221]. Sebastián Gaboto se dirigió desde las costas del Brasil al mencionado río en el año 1526[222]. Uno de sus subalternos, según las crónicas de aquellos tiempos, se internó en el río Uruguay hasta el de San Salvador, en tanto que Gaboto remontaba el Paraná, en cuyas márgenes fundó una fortaleza con el nombre de Sancti Spíritus, donde dejó una guarnición. A causa de algunas muestras de metal que había recogido durante su viaje, dió el nombre de Plata al río que hasta entonces había sido llamado Mar dulce. Navegó el río Paraguay, dirigiéndose luego a España. La guarnición de Sancti Spíritus fué asesinada por los indios timbus y la fortaleza completamente destruída. Algunos soldados que se hallaban fuera de dicho fuerte pudieron trasladarse a la colonia portuguesa de San Vicente.
El continuador de la obra de Sebastián Gaboto fué D. Pedro de Mendoza, noble caballero español que había logrado no poca fama en[210] la guerra de Italia. Hallándose en Toledo, a 21 de mayo de 1534, el Rey mandó tomar el asiento y capitulación siguiente: «1.º Primeramente os doy licenzia y facultad para que por Nos y en nuestro nombre y de la Corona Real de Castilla podais entrar en el dicho Río de Solís que llaman de la Plata, hasta la mar del Sur, donde tengais doscientas leguas de luengo de costa de gobernazion que comience desde donde se acaba la gobernazion que tenemos encomendada al mariscal don Diego de Almagro hasta el Estrecho de Magallanes, y conquistar y poblar las tierras y provincias que oviese en las dichas tierras. 2.º Item entendiendo ser cumplidero al servicio de Dios y nuestro, y por honrar nuestra persona y por vos hazer merced, prometemos de vos hazer nuestro gobernador y capitan general de las dichas tierras y provincias y Pueblos del Río de la Plata, y en las dichas dozientas leguas de costa del mar del Sur que comienzan desde donde acaban los límites que como dicho es tenemos dado en gobernacion al dicho Mariscal Don Diego de Almagro, por todos los días de nuestra vida con salario de dos mill ducados de oro en cada un año y dos mill de ayuda de costas...»[223].
El Emperador dió orden al conde D. Fernando de Andrada, asistente de Sevilla; al conde de Gelves, alcaide de las Atarazanas, y a los oficiales de la Casa de Contratación para que la armada se dispusiera a salir a la mayor brevedad. Tan rápido se hizo el apresto que Mendoza salió de la barra de Sanlúcar el 1.º de septiembre de 1535 al frente de una expedición compuesta—según Herrera—de 11 navíos con 800 hombres[224]. Algunos cronistas dicen que la expedición se componía de 14 naves que llevaban a bordo 2.500 castellanos y 150 alemanes.
Penetró Mendoza en el Río de la Plata y cuéntase que en el momento de pisar la tierra, el capitán Sancho García exclamó: ¡Qué buenos aires se respiran en esta tierra! En lucha los castellanos con los indios (bilelas, lules, agoyas, tobas, abipones, calchaquíes y otros), fueron muertos muchos de los primeros, entre ellos D. Diego de Mendoza y D. Pedro de Benavides, hermano aquél y sobrino éste del jefe de la expedición. Pasado poco tiempo (2 febrero 1536), Mendoza echó los cimientos de una población a la que dió el nombre de Santa María de Buenos Aires. Los indios querandís, rivales en fiereza a los charrúas, comenzaron a hostilizar a los nuevos pobladores, negándoles los víveres y diezmando a la guarnición. Deseando Mendoza encontrar sitio más hospitalario, dispuso que Juan de Ayolas se dirigiese más al Norte, siguiendo[211] los pasos de Gaboto. Así lo hizo el intrépido capitán, quien luego fundó una fortaleza, origen de la ciudad de la Asunción (1536.)
Mientras Mendoza, desalentado y enfermo, regresaba á España, en cuya travesía hubo de morir, Ayolas, dejando a Martínez de Irala en el fuerte de la Asunción, se internó en los bosques del Chaco con 200 soldados, llegando hasta la frontera del Perú; pero a su vuelta fué sorprendido por los salvajes y muerto con todos los suyos.
Por muerte de Ayolas, se encargó interinamente del gobierno el capitán Irala; mas habiendo llegado de España Alonso de Cabrera, con el nombramiento de Gobernador para el caso en que faltase el propietario, tomó dicho Cabrera las riendas del poder. Dispuso despoblar Buenos Aires, trasladando sus habitantes a las orillas del Paraguay, en cuyos sitios los indígenas eran menos belicosos.
Conocedor el Rey de los sucesos ocurridos en la colonia, dió el título de Adelantado a Alvar Núñez Cabeza de Vaca, y cuyas capitulaciones se hicieron, al tenor de las de D. Pedro de Mendoza, el 18 de marzo de 1540. Alvar Núñez salió de Sanlúcar el 2 de noviembre de 1540 y llegó a la Asunción el 11 de marzo de 1542. Nombró maestre de campo a Irala. Alvar Núñez por un lado e Irala por otro, realizaron expediciones que no dejaron de ser útiles. Una revolución dirigida por el contador Felipe Cáceres acabó con su gobierno. Los conjurados penetraron (25 abril 1544) en la casa del Adelantado y lo redujeron a prisión. En seguida confiaron el mando de la colonia a Martínez de Irala, al mismo tiempo que mandaban a España al Adelantado.
Martínez de Irala puso orden en la colonia y peleó valerosamente con los indígenas. Emprendió una expedición al Perú y allí solicitó de La Gasca la confirmación del cargo que desempeñaba. A su vuelta al Paraguay tuvo que luchar con los parciales de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que se habían hecho dueños del poder. La corte confirmó a Irala en el gobierno del Paraguay, sorprendiéndole la muerte en 1557.
A Irala sucedió en el gobierno su yerno, el capitán Gonzalo de Mendoza; y a su muerte (1558) los vecinos de la Asunción, dieron sus votos al capitán Francisco Ortiz de Vergara, casado con otra hija de Irala[226]. Después de siete años de gobierno, emprendió un viaje al[212] Perú para solicitar del virrey su nombramiento en propiedad; mas Felipe Cáceres, ya conocido por la sublevación contra Alvar Núñez, se presentó á la Audiencia de Lima acusando al Gobernador de haber abandonado la provincia de su mando. La Audiencia se dejó engañar y destituyendo á Ortiz de Vergara, nombró a Juan Ortiz de Zárate y éste á su vez dió el cargo de teniente gobernador a Cáceres. Desde el año 1569 comenzó su gobierno interino Cáceres, bien que a disgusto de los colonos, los cuales le depusieron, poniendo en su lugar a Martín Suárez de Toledo.
En las capitulaciones que hizo el Rey en Madrid a 10 de julio de 1569, con Juan Ortiz de Zárate se dice: «Primeramente, os hacemos merced de la gobernación del Río de la Plata, así de lo que al presente está descubierto y poblado como de todo lo demás que de aquí adelante descubriéredes y pobláredes, ansí en las provincias del Paraguay y Paraná como en las demás provincias comarcanas, por vos y por vuestros capitanes y tenientes que nombráredes y señaláredes, ansí por la costa del mar del Norte como por la del Sur, con el distrito y demarcacion que su Magestad el Emperador, mi señor, que haya gloria, la dió y concedió al gobernador D. Pedro de Mendoza, y después del a Alvar Núñez Cabeza de Vaca, y a Domingo de Irala...»[227] Hace notar el historiador Quesada, que desde la capitulación celebrada en 21 de mayo de 1534 hasta la otorgada con Ortiz de Zárate en 10 de julio de 1569, el Rey fija y deslinda el territorio austral comprendido entre los mares del Norte y del Sur (Atlántico y Pacífico), y por consiguiente, incluídos en esos límites, la Patagonia, el Estrecho de Magallanes y Tierra del Fuego, como parte integrante de la gobernación del Río de la Plata[228].
Casi tres años pasaron desde que se firmó el contrato hasta que la expedición pudo hacerse a la vela. Componíase de unos 600 hombres de guerra, 21 religiosos de San Francisco, algunos peritos en varios oficios, muchos matrimonios de colonos, y por capellán el arcediano Centenera, futuro autor del poema intitulado Argentina. Partió la expedición de Sanlúcar el 17 de octubre de 1572. Experimentó vientos contrarios hasta llegar a la Línea. Una de las naves, la más pequeña, se desvió del resto de la flota, tocando en S. Vicente del Brasil. Mientras tanto, Zárate siguió su camino y vió tierra el 21 de marzo de 1573; pero hasta el 3 de abril no llegó a la playa y puerto llamado de D. Rodrigo. Desde allí, caminando sin rumbo algunos días, pudo tocar en la isla de Santa Catalina. Después, en los comienzos de octubre del mismo año, tomó rumbo hacia el Río de la Plata. A mediados de noviem[213]bre arribó Zárate (el tercer Adelantado del Río de la Plata) a la isla de San Gabriel, no sin haber sufrido tempestades y borrascas[229]. Determinó en aquel mismo sitio echar los cimientos de una población, con cuyo objeto dispuso que se levantasen chozas o casas de paja. Cuando los charrúas recibieron la visita de aquellas gentes, se dieron prisa a obsequiarlas con víveres, naciendo, como era natural, corrientes de simpatía entre unos y otros. Entre los varios caudillos de los charrúas había uno, de nombre Sapicán, venerable anciano, a quien todos respetaban y querían. Los españoles comenzaron la guerra. Decían—y este fué el pretexto,—que uno de sus marineros, en la primera canoa que hubo a mano, se había pasado al campo enemigo, negándose a entregarlo los charrúas. Debe advertirse que los indígenas ignoraban el castigo que merecían los desertores. Posible es que, además, tuviesen el convencimiento de que no eran desgraciados náufragos los que llegaban a sus playas, sino conquistadores. Entonces renovaron las hostilidades, y los españoles, que contaban con elementos de represión en la ciudad de la Asunción, se dispusieron a la resistencia. Instalado Zárate en la naciente población, se le presentó el isleño Yamandú, ofreciéndose a llevar hasta Santa Fé comunicaciones para Garay, anunciándole la llegada del Adelantado.
De Yamandú dice Centenera:
El astuto indígena, que se entendía con su cacique Sapicán, se proponía conocer la posición ocupada por Garay. A su vez Zárate, cada vez más disgustado por la negativa de los charrúas a entregar el marinero desertor, dispuso tomar el desquite. Mandó que una partida de su gente arrebatase a Aba-aihuba, sobrino de Yamandú[231]. Así se hizo[232]. El efecto que en todos los indígenas causó el hecho fué grande. Una comisión de charrúas pidió al Adelantado que dejara en liber[214]tad a Aba-aihuba. Accedió a ello el jefe español; pero obligó a Yamandú, mediante ciertas promesas, que permaneciese en el campamento cristiano. Cuando Yamandú encontró ocasión propicia, se escapó para volver a su vida aventurera y belicosa[233].
En seguida, reunidas las Asambleas de guerreros, acordaron romper las hostilidades. Es de advertir que ya Yamandú había llegado á los reales de Garay, y poniéndose al habla con Terú, caudillo de los naturales de Santa Fe, hubo de invitarle de parte de Sapicán a alzarse en armas contra los españoles. Entre tanto que Terú ponía en aprieto a Garay, Sapicán atacó en San Gabriel al Adelantado. Cayó Sapicán sobre los españoles que se habían internado en busca de víveres, logrando matar a 37 y coger un prisionero; otros dos debieron su salvación a la fuga. El capitán Pablo de Santiago y el sargento mayor Martín Pinedo, por orden de Zárate, acudieron a castigar a los indígenas, sosteniendo con ellos sangriento combate, en el que perecieron 100 soldados y varios oficiales. Si entre los españoles reinaba la tristeza, en el campo contrario todo era alegría y contento. Acordó Zárate retirarse a la isla, de donde no debió salir con elementos tan pequeños. Sapicán, sospechando las intenciones del enemigo, le vigilaba constantemente.
Cuando se presentaba tan negro porvenir al Adelantado, cuando los charrúas con sus insultos, gritos y amenazas, y aun con sus retos y desafíos se disponían a empresas más grandes, vino ayuda poderosa a los españoles. Sucedió que el capitán Rui Díaz Melgarejo arribó a San Vicente (Brasil), y desde allí se dió a correr la tierra, fundando pueblos donde mejor le parecía. Llegó a su noticia el apuro en que se encontraba Zárate y voló a San Gabriel en su auxilio, unas veces por tierra y otras embarcado. La alegría del Adelantado y de los suyos no pudo ser mayor. Pensaban que la Providencia velaba por ellos, y con auxilio tan grande se dispusieron, sin temor alguno, a arrostrar todos los peligros. Ya tenían provisiones de boca y guerra; ya tenían un talento militar que les guiase. Hubo junta de oficiales y en ella sostuvo Melgarejo la necesidad de retirarse a la isla de Martín García, cuya nueva retirada se hizo afortunadamente. Melgarejo llevó a Zárate provisiones de los bohíos o chozas de las islas cercanas, y convenció el primero al segundo de la necesidad—pues era conocida la traición de Yamandú—de ir en busca de Garay, único que les podía salvar en aquellas críticas circunstancias. Garay, que había conseguido derrotar al valiente caudillo Terú, después de muchos contratiempos pudo llegar a las riberas del Salvador, realizando de este modo el pensamiento de[215] Melgarejo. A su vez este último, habiendo dejado en Martín García a Zárate y los suyos, condujo a las mujeres y enfermos a las citadas riberas.
Veamos lo que sucedió a Garay en los comienzos de su campaña contra Sapicán. Se situó en sitio poco a propósito, si bien no estaba lejos de un puerto donde había guardia española. Al día siguiente de su llegada, se presentó Sapicán al frente de unos 1.000 hombres. «¡Amigos!—dijo a los suyos Garay—no queda otro camino que morir o vencer: esperemos, pues, con valor al enemigo.» La lucha fué terrible. Tabobá y Aba-aihuba murieron como héroes, como también Sapicán, Anagualpo, Yandinoca y Magalona. Retiráronse con orden los indígenas y no fueron perseguidos por los españoles. Después Garay se puso en marcha para Martín García, y ambos, Zárate y Garay, se encaminaron para San Salvador, donde hallaron varias barracas que merecieron de parte del Adelantado el nombre de ciudad y se nombraron las autoridades que debían regirla. Dispuso cambiar el nombre de San Salvador por el de Nueva Vizcaya, cambio que disgustó a los que no eran vascos[234]. Garay y Melgarejo, obedeciendo órdenes de Zárate, marcharon en busca de bastimentos.
Tanto fué el valor que mostraron los indios en esta campaña, que don Francisco de Toledo, virrey del Perú, tuvo que acudir en auxilio de los nuestros. Había terminado la guerra, aunque no el odio que los indígenas tenían a los españoles. Recordaremos que a los infelices cautivos les trataron inhumanamente. Afirma Centenera que llegó la crueldad hasta enterrar vivos a muchos[235]. Del mismo modo Garay, Melgarejo y Zárate hicieron sentir pesado yugo a los feroces indios. Muertos sus jefes, sin esperanzas de auxilio, los charrúas se cruzaron de brazos, esperando ocasión más propicia.
Procede ya ocuparnos en otros asuntos. En el interior algunos descontentos no estaban conformes con el gobierno del Adelantado. El licenciado Trejo, cura vicario de San Salvador, se puso al frente de una conjuración, que, descubierta por Zárate, cogió prisionero a dicho jefe y le condujo a su residencia de a bordo. Convencido Zárate de que su autoridad se hallaba en peligro, acordó abandonar a San Salvador (fines de diciembre de 1575), trasladarse a la Asunción y entregar allí a Trejo a la jurisdicción eclesiástica. A su paso visitó la ciudad de Santa Fe, la cual encontró dotada de buen gobierno y en estado próspero, felicitando por ello a su fundador Garay.
Poco después, Zárate, habiendo bebido cierto brebaje que le fué[216] dado por un curandero para devolverle la salud, le ocasionó la muerte.
Poco querido por su codicia Ortiz de Zárate, ni lloraron su muerte los indios ni los españoles. Dejó el gobierno a su hija Juana y mientras ella no tomase posesión, a su sobrino Mendieta[236].
Gobernó algún tiempo Mendieta. Joven de veinte años, manifestó más imprudencia que sensatez en todos los asuntos. Juana Ortiz de Zárate casó con el licenciado Juan de Torres de Vera y Aragón. Lo mismo Torres de Vera que antes Ortiz de Zárate fundaron ciudades y villas en la provincia del Río de la Plata. Si Juan de Garay, en virtud de los poderes conferidos por Torres de Vera, fundó la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz el 1573, en el mismo año, D. Jerónimo Luis de Cabrera, de la gobernación de Tucumán, echó los cimientos de la ciudad de Córdoba. Encontráronse ambos pobladores, «y después de las salutaciones—según el P. Lozano—le requirió Cabrera jurídicamente para que no fundase pueblo alguno, ni conquistase indios fuera de la gobernación del Paraguay, ni se entrometiera en la de Tucumán que llegaba hasta aquella costa y sus islas»[238].
Cuando Juan de Garay, que ya se había cubierto de gloria peleando con el charrúa, asumió el mando de la colonia en el año 1576, se dispuso a mayores empresas. El 11 de junio de 1580 (sábado, día de San Bernabé), ante escribano y presentes justicias e regidores y mucha gente, estando—dice el citado Garay—en este puerto de Santa María de Buenos Aires, que es en la provincia del Río de la Plata, intitulada la Nueva Vizcaya, e fundo en el dicho asiento e puerto una ciudad, la cual pueblo con los soldados y gente que al presente tengo, e e traido para ello, la yglesia de la cual pongo su advocacion de la Santísima Trinidad, la cual sea e ha de ser yglesia mayor e parroquial, contenida y señalada en lata que tengo fecha de la dicha ciudad, y la dicha ciudad mando se intitule la ciudad de la Trinidad... El capitán Juan de Garay «en señal de posesion, echó mano a su espadon y cortó yerbas[217] y tiró cuchilladas...»[239]. Garay levantó la nueva ciudad casi en el mismo sitio que D. Pedro de Mendoza fundó a Santa María de Buenos Aires, y que fué despoblada por su sucesor. Se abrieron los primeros fosos y empalizadas en el promontorio, cubierto de un bosque de espinos y algarrobos, donde a la sazón se encuentra la Casa Rosada del Gobierno nacional. Desmontado el bosque y comenzadas las edificaciones, pronto se pusieron de manifiesto las muchas ventajas comerciales y marítimas del sitio elegido por Juan de Garay. Capitán tan ilustre repartió solares a sus compañeros, señaló sitio para la iglesia y nombró cabildo. Estaba fundada la ciudad intitulada Santísima Trinidad del puerto de Buenos Aires.
Después castigó a los belicosos querandíes, como en la opuesta orilla del Río de la Plata había castigado a los charrúas. Pasados cuatro años (1584) salió a visitar sus provincias con dirección a la Asunción, y como Solís en el Uruguay, y como Ayolas en el mismo Paraná, fué inmolado con 40 de sus compañeros por un grupo de indios mañuaés. Centenera escribe:
Con el gobierno de Juan de Garay se puede dar fin a la conquista de las provincias argentinas.
Por lo que atañe a la Patagonia, aquí sólo diremos que se exploraron primeramente las costas orientales y meridionales, desde el cabo de San Antonio (al mediodía del grande desagüe de la Plata) hasta el cabo de la Victoria inclusive (en la extremidad más occidental del Estrecho de Magallanes.)
Del Chaco no se tuvieron noticias exactas hasta últimos del siglo xviii. Sólo se sabía que el país era extenso, seco y arenoso, y que los indígenas vivían en aquella dilatada tierra en estado de barbarie.
Al estudiar el Paraguay y el Uruguay debemos no olvidar, que, durante el período de la colonización, la historia de aquellos países es la misma que la de la tierra conocida hoy con el nombre de República Argentina. Ambos países formaban parte de las provincias argentinas. Recordaremos, sin embargo, que así como los querandís poblaban la Argentina, los guaranís se hallaban en el Paraguay y los charrúas en el Uruguay. Según las crónicas, dichas razas eran salvajes. Añadiremos a lo expuesto que habiendo fundado Sebastián Gaboto la fortaleza que llamó Sancti Spíritus, su sucesor Pedro de Mendoza dispuso[218] que Juan de Ayolas continuara en el Paraguay la obra comenzada por dicho Gaboto. En efecto, Ayolas remontó el río Paraná con tres bergantines y sufrió grandes trabajos a causa de los vientos y las lluvias. Perdió un bergantín y quedaron mal parados los otros. Aunque parte de la expedición saltó a tierra, unos y otros, lo mismo los de tierra que los del río, padecieron horriblemente «por la falta extrema de comida, que si Dios Nuestro Señor no los socorriera, veían claramente su muerte...»[241].
Continuó su camino, encontrando frío recibimiento de parte de algunos indios y ruda oposición de parte de otros. Viendo D. Pedro de Mendoza que no volvía Ayolas, envió en su seguimiento al capitán Juan de Salazar de Espinosa. Ayolas, no sin pelear con los caciques Lambare y Nandúa en el valle de Guarnipitán, pudo gozar de alguna tranquilidad. Allí mismo echó los cimientos de la capital. «Fundóla—dice la Descripción universal de las Indias—Juan de Salazar, capitán del gobernador D. Pedro de Mendoza, por el año de 36 o 37[242], con poder de Juan de Ayolas, que quedó en lugar de Mendoza, en el sitio y comarca donde ahora está, que antiguamente se llamaba Alambaré, del nombre de un cacique principal de la comarca que comunmente se llama ahora Paraguay, por el río que pasa por ella, y llamóla del nombre que ahora tiene por haberse comenzado a fundar el día de la Asunción.» Continuó Ayolas remontando el Paraguay, fondeó en la Candelaria y al frente de unos 300 españoles—pues como jefe de las embarcaciones dejó a Domingo Martínez de Irala—, emprendió (12 febrero 1537) un viaje al Perú por tierra, atravesando las provincias de Chiquitos y de Santa Cruz de la Sierra, retrocediendo luego y siendo, por último, asesinado por los indios guanaes, como antes se dijo.
Durante el siglo xvi el Gobierno de la Asunción ejerció jurisdicción en todo el Río de la Plata.
Alvar Núñez Cabeza de Vaca era el nombre del nuevo Adelantado que nombró Carlos I. Nuestro andaluz caballero gozaba de justa fama desde que había hecho una expedición a la Florida. Salió de Sanlúcar y desembarcó en la costa Sur del Brasil. Emprendió poco después su viaje por tierra con 300 hombres y 36 caballos, y siguiendo la corriente del río Iguazú, llegó hasta las orillas del Paraná y en seguida a la Asunción, no perdiendo un solo hombre, sin embargo de lo árduo y peligroso del camino. Nombró Alvar Núñez maestre de campo al capitán Irala, encargándole que buscase la comunicación con el Perú. El mismo salió poco después (septiembre de 1543) a la cabeza de 400 españoles[219] en busca de ricas minas, que no tuvo la dicha de encontrar. Reconoció el alto Paraguay. Vióse obligado a dar la vuelta a la Asunción por la resistencia de los naturales, la escasez de víveres y las fiebres reinantes en aquellos lugares. Con una nobleza digna de encomio, Alvar Núñez se puso al lado de los indígenas y en contra de los conquistadores, que, instigados por el contador Felipe Cáceres, tramaron una conjuración, viéndose obligado el valeroso Adelantado a rendir su espada a D. Francisco de Mendoza. Alvar Núñez fué mandado a España, encargándose del mando de la colonia D. Domingo Martínez de Irala.
No se olvide que Irala marchó (1548) al Perú, volviendo a la Asunción, donde reinaba la anarquía. Después de poner paz, de ensanchar sus conquistas, fundar nuevas poblaciones, dar ordenanzas administrativas y ver cómo se realizaban sus deseos con la creación del obispado de la Asunción, pasó de esta vida a la otra. Tras el gobierno de Salazar Espinosa y de otros menos importantes, vino, por renuncia de Torres de Vera en 1591, Hernando Arias de Saavedra, nacido en la Asunción. Duró su administración dos años, siendo reemplazado por Zárate y algunos más, hasta que volvió (1601) dicho Arias de Saavedra, que, entre otras cosas llevadas a cabo, realizó una expedición al Chaco y llamó por primera vez a los hijos de Loyola para catequizar a los infieles. Después de otros gobernadores, volvió Arias de Saavedra por tercera vez en 1615. Pasados cinco años, las provincias que formaban la capitanía general de Buenos Aires se dividieron en dos gobiernos: el del Paraguay y el citado de Buenos Aires (1620). Ambas provincias formarían parte del virreinato del Perú.
Habremos de recordar que encargado del gobierno Juan de Garay (1576), aunque con carácter provisional, si nada hizo de particular en el Paraguay, luego dejó honda huella en la Banda Argentina, siendo—como sabemos—la más notable la reedificación de Buenos Aires, año 1580.
De la Banda Oriental o tierra situada en la margen Oriental del río Uruguay (hoy República del Uruguay)[243], sólo diremos que, después de descubiertas las costas del Uruguay por Juan Díaz de Solís (1512), todavía, sin embargo de la fertilidad del territorio, permaneció un siglo abandonado de los españoles. Los misioneros primero y luego los españoles de Buenos Aires dedicados al pastoreo, comenzaron a establecerse en la Banda Oriental. Tiempo adelante los portugueses (del Brasil) fueron poco a poco penetrando en dicho territorio, encontrándose con la oposición de los gobernadores españoles de Buenos Aires.
[220] Aunque los españoles fueron los primeros descubridores del Brasil—como ya hicimos notar en el tomo I de esta obra—, Portugal estableció factorías en las costas del país y lo consideró como suyo, en virtud, no de la Bula primera de Alejandro VI, sino de la segunda. Por la primera, otorgada el 3 de mayo de 1493, confirmaba el Papa a los reyes de Castilla en el derecho de posesión de las tierras ya descubiertas y de las que se descubriesen en lo sucesivo; y por la segunda, cuyo contenido es bastante extraño, el Pontífice, para evitar las cuestiones que se pudieran suscitar entre españoles y portugueses, trazó una línea imaginaria de polo a polo, declarando pertenecer a los españoles todo lo que descubriesen al Occidente, y a los portugueses todo lo que descubriesen al Mediodía. Añadiremos a lo que acabamos de exponer y a lo que expusimos en el primer tomo, lo siguiente: la primera línea de demarcación no llegaba a la posición del Brasil; pero llevada la segunda a 370 leguas al Oeste de la isla más occidental de Cabo Verde, entraba ya en tierras americanas, en particular si se contaba en leguas portuguesas, como también si se atendía a las cartas de los cosmógrafos portugueses que colocaban el Brasil más al Este de su verdadera situación. No cabe duda alguna que antes de terminar el primer tercio del siglo xvi, Portugal tenía establecimientos—colonización dirigida por Martín Alfonso de Souza—en Santa Cruz de Porto Seguro, en Santa Catharina y en la isla de San Vicente. «Los primeros colonos del Brasil—escribe el historiador Oliveira Lima—fueron deportados que el Gobierno portugués desembarcaba allí por la fuerza, generalmente en grupos de a dos, para aprender la lengua de la tierra y servir de intérpretes a las futuras expediciones; aventureros que no retrocedían ante la soledad moral; marinos sobrevivientes de naufragios, bastante frecuentes en los escollos de la costa, de las embarcaciones enviadas para efectuar reconocimientos o cargar; en fin, especuladores dispuestos a ganar en todo y que se dejaban seducir por los atractivos de la barbarie. El número de esos colonos aumentaba todos los años, así como también los que sólo iban allá como aves de paso.»
Ya sabemos que las primitivas tribus encontradas en el Brasil por los portugueses fueron las de los tupís y tapuyas. «Podemos sentar—escribe un historiador del Brasil—que la única creencia fuerte y segura que tenían los indios era la de la obligación de vengarse de los extraños que ofendían a cualquiera de su tribu. Este espíritu de venganza, llevado al exceso, era su verdadera fe.»
Además de los mencionados aventureros fueron muchos buscando el palo del Brasil, a los cuales acompañaron pronto algunos portugueses perseguidos por los tribunales de justicia, y también no pocos israe[221]litas de los que D. Manuel el Afortunado (1495-1521), aconsejado por su mujer D.ª Isabel, perseguía con encono. Del mismo modo, las armadas de la India solían dejar algún colono en el Brasil. Ensanchóse algo más el comercio, cuando no sabemos quién—pero tal vez un madeirense—plantó la caña de azúcar. Fomentóse con lucrativos productos la cría de ganado lanar. Aunque algunas veces se opusieron los indígenas (tapuyas, tupís y otros) a los colonos, la dominación del país por los portugueses se realizó con poco trabajo. Hasta el reinado de Juan III (1521-1557) no se decidió Portugal a dedicarse por completo a la colonización del Brasil. Resolvióse a ello en vista de los numerosos navíos extranjeros, particularmente franceses, que frecuentaban la costa para proveerse de madera tintórea. El Gobierno portugués, con poderosa flota, envió a Martín Alfonso de Souza, quien fundó el puerto de San Vicente y tierra adentro la villa de Piratininga. Advertido Juan III de nuevas tentativas de parte de los franceses, dividió el país en 12 capitanías hereditarias que serían dadas a personas que pudieran colonizarlas.
Los franceses e ingleses en el Nuevo Mundo.—Política de Luis XIV en el Canadá.—El vicario Laval.—Terremoto de 1663.—Compañía de las Indias Occidentales.—El intendente Talon y el gobernador Frontenac.—Política de Guillermo III.—Franceses e ingleses en el Canadá.—Expedición de La Salle.—Guerra entre Francia e Inglaterra.—Primera guerra intercolonial.—Frontenac en guerra con los ingleses e iroqueses.—Los ingleses en el Canadá.—Ultimos años de la administración de Frontenac.—Paz.—Los misioneros.—Segunda guerra intercolonial: toma de Port Royal.—Compañía del Mississipí.—La Luisiana.—Tercera guerra intercolonial: Conquista de Louisbourg.—Colonización.—Cuarta guerra intercolonial.—Los franceses en guerra con los indios y con los ingleses mandados por Washington: batalla de Monongahela.—Guerra en 1756, 1757 y 1758.—Quebec, Montreal y otras plazas en poder de los ingleses.—Tratado de París.—El Canadá, colonia de Inglaterra.
Era diferente la política de los franceses en el Canadá a la de los ingleses en sus respectivas colonias. La colonia de la Nueva Francia (Canadá), tenía por metrópoli una monarquía teocrático-feudal, tan intolerante en religión como enemiga de las libertades populares. En nombre de la religión se impuso la tiranía a los indios, lo mismo en las colonias francesas que antes en las españolas, sin comprender que el verdadero espíritu religioso no es cortesano, ni tiene nada que ver con el Estado, ni con los Reyes. Las colonias de la Gran Bretaña (Estados Unidos) encontraron en su metrópoli un gobierno liberal en política y enemigo casi siempre de las persecuciones religiosas.
En tanto que los franceses intervenían en las querellas interiores de los indígenas, poniéndose al lado de los unos o de los otros, los ingleses apenas se cuidaban de los asuntos de los indígenas, excepto para castigarlos si les molestaban con sus depredaciones. Si las colonias francesas vivían todas en armonía y respetaban las decisiones del gobierno de París, las colonias inglesas, por el contrario, carecían entre sí de[226] todo lazo de unión, hasta el punto que estaban celosas unas de otras y recibían fríamente las órdenes del gobierno de Londres.
Al paso que los franceses del Canadá, ocupados en el comercio de pieles, adquirían carácter guerrero y estaban afanosos de aventuras, las colonias de Nueva York, Massachusetts, New-Hampshire y otras eran enemigas de la guerra y sólo querían que las dejasen tranquilas en sus industrias agrícolas. Las expediciones francesas se hicieron con consentimiento y aun con ayuda de la Corona, a la cual se hallaban sujetas, mientras las inglesas gozaron de completa libertad, no comprometiendo nunca el nombre del Estado ni el de la metrópoli. El gobierno de Francia, por último, no impidió que fuesen al Canadá aventureros y viciosos, al paso que el gobierno de la Gran Bretaña tuvo empeño en poblar sus colonias de gente laboriosa, inteligente y de puras costumbres.
Por estas razones y otras, no es de extrañar que en las guerras que sobrevinieron entre franceses e ingleses con los indios, los primeros mostraran espíritu más intolerante que los segundos.
También haremos notar que, cuando estalló el conflicto entre Francia e Inglaterra, los indígenas, en general, se pusieron en contra de la primera de aquellas naciones.
Consideremos el Canadá o Nueva Francia bajo el reinado de Luis XIV. La política de Colbert, excelente ministro de Hacienda, influyó en el engrandecimiento interior y exterior de Francia. También hubo de fijarse muy especialmente en los asuntos de América. Cuando Argenson se hallaba al frente del gobierno del Canadá, fué nombrado vicario general apostólico Francisco J. de Laval Montmorency (1659). Ambos eran personas distinguidas, inteligentes y piadosas. Sin embargo, sobrevino formal rompimiento entre los dos, viéndose obligado a dimitir el Gobernador. Nombrado como sucesor el barón Dubois de Avangour, tampoco tuvieron simpatías el nuevo gobernador y el vicario general, hasta el punto que Dubois hubo de retirarse a Francia. Aunque Laval, autorizado por el Rey, nombró a Mezy representante del poder civil, pronto lo exoneró de su cargo. El vicario general, que era decidido campeón de la cultura del país, tenía el apoyo de los jesuítas, quienes influyeron para que aquél fuese preconizado obispo de Quebec.
Por entonces (mes de febrero de 1663), se produjo violento terremoto en el Canadá. Afortunadamente, no hubieron desgracias personales, ni las pérdidas materiales fueron muchas.
En el citado año de 1663, la famosa Compañía de Nueva Francia se declaró insolvente e hizo entrega al Rey de todos sus derechos. La verdad es que siguió la misma conducta que las compañías anteriores,[227] o lo que es lo mismo, consideró el comercio como objeto principal y casi exclusivo. Además, aunque se había comprometido a transportar al Canadá en 15 años 4.000 colonos por lo menos, el censo de 1666 arrojó apenas 3.500. Aceptó el Rey la entrega, y, siguiendo el mismo ejemplo de Richelieu, dispuso el establecimiento de poderosa compañía a la cual denominó West India Company (Compañía de las Indias Occidentales). Creía que una Compañía mayor conseguiría ventajas no logradas por una menor. El inspirador de la idea y el consejero del monarca fué Colbert. De la misma manera que el prestigio de Richelieu no bastó a salvar del fracaso la Compañía de Nueva Francia, tampoco el talento de Colbert unido al del gran Rey pudieron sacar a flote a la Compañía de las Indias Occidentales. Se proponía con todo empeño la Compañía del Oeste (24 mayo 1664), promover el comercio entre Francia y la costa occidental del Africa, desde el Cabo Verde hasta el de Buena Esperanza, con América desde el río de las Amazonas hasta el Orinoco y las Antillas, y en el Norte desde la Florida hasta la bahía de Hudson. Concediósele a la Compañía del Oeste todos los derechos de soberanía y además el del comercio exclusivo de pieles por 40 años. Si luego se quitó a la sociedad el citado privilegio exclusivo del comercio de pieles, se le dieron otros privilegios.
Luis XIV, queriendo hacer del Canadá otra Francia, comenzó nombrando gobernador al señor de Courcelles, intendente a Juan Talon y jefe militar al teniente general marqués de Tracy. Nobles, colonos y soldados se dirigieron al Nuevo Mundo; también mujeres jóvenes para que allí se casaran y fundasen familias. Mandáronse ganados de cría de todas clases. Si en cierta ocasión el marqués de Tracy y Courcelles, a la cabeza de buen número de soldados, salieron de Quebec para castigar a los iroqueses, se contentaron con arrasarles varias chozas. Tracy regresó pronto a Francia. Courcelles y Talon quedaron en sus respectivos puestos. Talon hizo construir buques, envió ingenieros que descubrieron diferentes minas, alentó a los industriales para que se dedicasen a la fabricación de paños, de curtidos, de calzado, de jabón, etcétera. Intentó abrir un camino terrestre para que la Nueva Francia se comunicara con la Nueva Escocia o Acadia, como también otros proyectos de importancia. Al mismo tiempo Luis XIV se cuidó de enviar colonos, lo mismo hombres que mujeres, al Canadá.
El primer gobernador de Nueva Francia, digno de ocupar puesto preeminente en la historia de aquellos países, fué Luis de Buade, conde de Frontenac. Obtuvo su nombramiento el año 1671 y llegó al Canadá el 1672. El insigne intendente Juan Talon regresó a Francia poco después de la llegada de Frontenac. Este, hijo de familia distinguida, fué[228] comandante del regimiento de Normandía a la edad de veintitrés años, y mariscal (capitán general) tres años después. Era hombre de regular ilustración, elegante, de claro juicio y de carácter. Aunque acostumbrado al fausto de los salones de Versalles y de Saint-Germain, se alojó y vivió contento en la modesta morada de Quebec. Intentó organizar el Canadá, bajo el punto de vista político, constituyendo los tres brazos siguientes: nobleza, clero y pueblo. Formóse el pueblo con los comerciantes y demás ciudadanos con casa abierta. Creyó el conde de Frontenac completar su obra reuniendo el Parlamento (23 octubre 1672) en Quebec con toda solemnidad. Por cierto que el Parlamento estableció en Quebec una corporación municipal, institución que no fué del agrado de Colbert, según el ministro de Luis XIV manifestó al mismo Frontenac. Este, que era ante todo valeroso soldado, estableció buenas relaciones con los iroqueses, si bien no pudo entenderse ni con el obispo Laval ni con el intendente Duchesneau, sucesor de Talon. A tal extremo llegaron las disputas entre el gobernador y el intendente, que el gobierno central hubo de destituirles en 1682. Mr. de la Barre, que gobernó tres años, y el marqués de Denonville, que ejerció cuatro el cargo, nada hicieron de particular, sucediéndoles nuevamente Frontenac cuando contaba setenta años. El mismo día de su salida de Francia (5 agosto 1689) se verificó en Lachine terrible matanza realizada por los iroqueses.
Respecto a la política de Inglaterra, Guillermo III de Orange (1689-1702) señala un cambio—aunque no tan radical como podía esperarse—en las relaciones de la metrópoli con las colonias. Cuando Jacobo II tuvo que dejar la corona y se retiró a Francia, el Parlamento eligió al Príncipe de Orange. «Al resolver de este modo, dice Mr. Brancroft, los representantes del pueblo inglés, se arrogaban el derecho de juzgar a sus reyes; al declarar el trono vacante, anulaban el principio de legitimidad; al desechar una dinastía por haber profesado la fe romana, no sólo se tomaban el derecho de interpretar el primitivo contrato, sino que introducían en él nuevas condiciones; al elegir un Rey, convertíanse en sus constituyentes, y el Parlamento de Inglaterra llegó a ser la fuente de la soberanía para el pueblo inglés.»
Así como no existían las mejores relaciones entre Luis XIV y Guillermo III, tampoco existían entre los franceses e ingleses del Canadá. Los colonos franceses se proponían monopolizar el comercio de peletería, seguro medio de comunicación con el Mississipí, para arrojar después a los ingleses de las pesquerías de Terranova, en tanto que los colonos ingleses intentaban también expulsar a sus enemigos del país.
Cuando se presentía próxima guerra entre Francia e Inglaterra,[229] Luis XIV propuso a Guillermo III que se conservasen neutrales sus respectivas colonias, proposición que fué desechada por el rey de la Gran Bretaña. No debe olvidarse que Luis XIV vió con malos ojos el destronamiento de Jacobo II y el triunfo de Guillermo III de Orange.
Al lado del preclaro nombre de Frontenac brilla el de Juan Talon, el gran intendente del Canadá. Talon encontró poderoso y decidido auxiliar en Roberto Cavelier de La Salle, excelente discípulo de los jesuítas y a quien ya hubimos de citar en el capítulo II de este tomo. Fundó en el Canadá la colonia de Lachine, que es a la sazón la ciudad del mismo nombre. La Salle recorrió el río Ohío y descubrió probablemente el Illinois, echando los cimientos de una ciudad que tomó el nombre del descubridor de dicho río.
Luis Joliet, discípulo también de los jesuítas, después de subir por el río San Lorenzo, pasar por el lago Ontario y luego por el Erié, llegó por tierra hasta el Illinois, donde volvió a embarcarse, tal vez en el mismo sitio que actualmente ocupa la ciudad de Joliet, llamada así en honor del ilustre viajero.
Fijándonos muy especialmente en La Salle, bien será decir que por entonces (1673) se ocupaba de varios proyectos en su posesión de Lachine, siendo el principal la colonización y gobierno de la cuenca del Mississipí hasta las playas del golfo de México. El proyecto fué aprobado por el conde de Frontenac. Luego que el ilustre La Salle hizo construir a orillas del lago Ontario una fortaleza que denominó Frontenac y que fué el comienzo de la ciudad conocida hoy con el nombre de Kingston, marchó a Francia, donde el Rey le concedió honores y extensos territorios en la comarca del fuerte de Frontenac. Volvió a América, y en el término de dos años había fundado dos pequeñas aldeas, una de franceses y otra de iroqueses; había hecho construir cuatro buques; había organizado una misión, etc., pudiendo regresar en el otoño de 1677 a Francia. Apoyado por el ministro Colbert, Luis XIV autorizó a La Salle para hacer toda clase de exploraciones, construir fortalezas, extender el comercio de pieles de búfalo y organizar la administración pública; pero todo a sus expensas y en el término de cinco años. Regresó a América, llevando en su compañía a un oficial italiano llamado Enrique de Tonti, hombre emprendedor y de excelentes cualidades. La Salle construyó un fuerte, que era una barrera contra los iroqueses, no lejos del Niágara (que une los lagos Ontario y Erié); hizo construir un buque, el primero de vela que surcó las aguas del lago Erié, botado al agua el 1679 y que recibió el nombre de Griffin. Dispuso La Salle que se embarcase en el Griffin rico cargamento de pieles para ser trasladado de una de las islas a Quebec. Perdido el bu[230]que y el cargamento, esta pérdida fué el principio de las muchas desgracias que desde entonces persiguieron a La Salle. En seguida otro buque que le llevaba de Francia objetos y cosas necesarias, se perdió a la entrada de San Lorenzo. Después de construir el fuerte de Crevecœur en el actual Estado de Illinois, se dirigió en busca de noticias del Griffin a la fortaleza Frontenac y a Montreal, cuyo largo y peligroso camino recorrió a pie. Apresuradamente volvió de Montreal a Crevecœur con el objeto de castigar una sedición de su misma gente. Presos los traidores, se embarcó en canoas para hacer un viaje de exploración del Mississipí, llegando el 6 de abril de 1682 a la desembocadura de dicho río. El 9 del mismo mes y año tomó posesión del territorio comprendido entre la Florida y México en nombre de Luis XIV, en cuyo honor lo llamó Luisiana. Apenas hubo regresado de este viaje, se dedicó, ayudado de su teniente Tonti, a fundar a orillas del Illinois, una colonia franco-india, y algo más abajo, en las riberas del Mississipí, el fuerte (hoy ciudad de San Luis) a cuyo amparo se establecieron muchas familias indias. En el año 1683 volvió a Francia para dar cuenta al Rey de sus nuevos proyectos, recibiendo mayores auxilios. Con ellos se dirigió por última vez a América. Cuando se disponía a proseguir sus descubrimientos, cuando había dado paz y orden a los nuevos países y cuando veía con satisfacción que reinaba en las pequeñas colonias respeto a la autoridad y amor a la justicia, se sublevó su gente y fué asesinado. La Salle fué descubridor, colonizador y excelente hombre de gobierno.
Primera guerra intercolonial.—Hacia mediados de octubre de 1689 llegó al Canadá o Nueva Francia el conde de Frontenac, reelegido Gobernador de la colonia. Rotas las relaciones entre Francia e Inglaterra, Frontenac consideró deber suyo llevar la guerra a las colonias inglesas. Deseaba además vengarse de la mencionada matanza de Lachine y de todos los daños y perjuicios que antes sufriera el Canadá por los ataques de los iroqueses, amigos de la Gran Bretaña. Tres fueron las invasiones principales. Dirigió Frontenac la primera contra el pequeño pueblo de Schenectady, situado sobre el Mohawh. A media noche, y en el rigor del invierno, cuando dormían tranquilos y se creían seguros de todo ataque, cayeron sobre ellos franceses e indios. Las casas fueron saqueadas; hombres, mujeres y niños murieron bajo los golpes del tomahawk. Acto continuo los salvajes pegaron fuego al pueblo, y los pocos que pudieron salvarse, emprendieron la fuga medio desnudos, a través de los campos cubiertos de nieve, para refugiarse en Albania. En las dos expediciones siguientes también llevaron consigo el espanto y la muerte, logrando reanimar el espíritu decaido de los canadienses, convencer a los iroqueses que poco o nada podían esperar del apoyo de[231] Inglaterra e inducir, por último, a los indios abenakis, de la raza algonquina, que estaban asentados en la cuenca del río Kennebec, a renovar sus ataques a los colonos fronterizos ingleses por el lado Norte y Noroeste.
Los franceses, sin embargo, no consiguieron atraerse el ánimo de los iroqueses. Se recordará a este propósito que de los tres enviados por Frontenac en señal de amistad al campo de los salvajes, dos fueron quemados, y el tercero, después de ser brutalmente apaleado, lo entregaron como prisionero a los ingleses.
Los ingleses de los Estados Unidos, apoyados por los iroqueses, se decidieron también a hacer expediciones al Canadá. Bajo la jefatura de Fitz John Winthrop, de Connecticut, se dirigieron a territorio canadiense. Aquel jefe destacó a uno de sus capitanes, quien penetró en dicho país e hizo unos pocos prisioneros y degolló unas cuantas cabezas de ganado. Si la expedición anterior contra Montreal no dió resultado alguno, tampoco otra, organizada por la colonia de Massachusetts, compuesta de varios buques y mandada por Guillermo Phipps, marino de mucha fortuna y gobernador de la citada colonia. Desembarcó el 11 de mayo de 1690 en el puerto de Port-Royal, plaza principal de Acadia (Nueva Escocia) y se apoderó de todo el territorio sin derramamiento de sangre; pero le faltaron tropas y dinero para asegurar su conquista. Decidióse Phipps a realizar una expedición contra Quebec, ya que la anterior le había salido perfectamente. El 9 de agosto la escuadra, compuesta de unos 32 navíos y más de 2.000 hombres, se hizo a la vela, y al cabo de algunas semanas, echó anclas un poco más abajo de la citada ciudad. Esta vez le salió mal la empresa[244]. El conde de Frontenac logró dispersar y destruir en gran parte la escuadra enemiga, teniendo que volver Phipps al puerto de Boston en desastroso estado. Frontenac comunicó la noticia a Francia. Luis XIV, para conmemorar suceso tan fausto, hizo acuñar una medalla con la siguiente inscripción: Francia in novo orbe victrix: Kebeca Liberata A. D. M. D. C. X. C. Al mismo tiempo se mandó erigir una iglesia en la ciudad dedicada a Nuestra Señora de las Victorias.
Los últimos años de la segunda administración de Frontenac fueron notables, ora por la guerra de fronteras, ora por las negociaciones entre indios amigos y enemigos de Francia. La paz de Ryswick, firmada a últimos del año 1697, terminó la guerra con los ingleses e iroqueses. Murió Frontenac el 18 de noviembre de 1698[245].
[232] Si los misioneros jesuítas, teniendo presente que el cristianismo no vino a esclavizar a los hombres, sino a redimirles, penetraron en las selvas desafiando la inclemencia de la naturaleza y la barbarie de los indios para llevar a estos últimos la verdad evangélica, también a veces no cumplieron con su deber, pues considerándose dueños de aquel territorio, veían con malos ojos a los frailes de las diferentes órdenes religiosas, a los comerciantes, a los militares, a todos, en una palabra, que no eran hijos de San Ignacio de Loyola.
Pasamos a estudiar la segunda guerra intercolonial. En el año 1702 hiciéronse apresuradamente preparativos para renovar la lucha. El marqués de Vandreuil, gobernador de la Nueva Francia, consiguió la neutralidad de los iroqueses. Envió, siguiendo el sistema del conde de Frontenac, partidas de franceses e indios contra los colonos ingleses fronterizos, bandas de asesinos que cometían las crueldades más horrorosas. La aldea de Deerfield fué entregada a las llamas (1704), después de matar a 50 de sus habitantes y coger prisioneros 100, a quienes condujeron al Canadá a través de los bosques, cubiertos de nieve. Las mujeres y los niños que no podían recorrer las 300 millas, eran muertos. La aldea de Haverhill, tiempo adelante, sufrió la misma suerte (1708); cincuenta de sus habitantes perecieron bajo los golpes del hacha o abrasados dentro de sus casas. Por entonces se elevó a la reina Ana una solicitud para que ordenara la conquista definitiva de todas las posesiones francesas con el objeto de terminar de una vez la guerra. Accedió la Reina, y en 1710 los ingleses, ayudados por fuerzas coloniales, comenzaron guerra devastadora. Se apoderaron de Port Royal, cuya fortaleza tomó el nombre de Annapolis, en honor de la reina Ana. En 1711 una gran expedición que se dirigía contra Montreal hubo de zozobrar en el río Saint Lawrence. El tratado de Utrech (1713) puso fin a la segunda guerra intercolonial. Los colonos obtuvieron considerables ventajas, puesto que se les concedió completa posesión de la bahía de Hudson, el comercio de peletería y todo el territorio de Terranova, dejando a los franceses determinados privilegios en las pesquerías, y el territorio de Acadia que recibió el nombre de Nova Scotia.
Entre la segunda y la tercera guerra ocurrieron sucesos de no escaso interés. Fueron los principales la cuestión de límites entre franceses e ingleses y entre ingleses entre sí.
Conviene no olvidar que corría el 1712 cuando Luis XIV cedió a un comerciante llamado Crozat el monopolio del comercio con la Luisiana; pero habiendo renunciado poco después el dicho comerciante el privilegio, el gobierno de Francia lo cedió a una sociedad colectiva llamada Compañía del Mississipí, a cuya cabeza se puso el famoso hacendis[233]ta Juan Law, quien pudo conseguir que fuesen algunos colonos (1717) y fundaran la ciudad de Nueva Orleans, llamada así en honor del Regente Duque de Orleans. A la gran quiebra de Law sucedió la caída de la Luisiana. A una espantosa miseria sucedió el levantamiento de los indios nachez, quienes degollaron a unos 200 franceses, libertándose los habitantes de Nueva Orleans por la distancia que separaba la ciudad del interior. Vengáronse luego los franceses casi exterminando el pueblo nachez. Vendieron más de 400 prisioneros, que redujeron a la esclavitud, entre ellos el cacique, en la isla de Haití. En el año 1732, habiendo renunciado la Compañía del Mississipí a su privilegio, la Luisiana pasó a depender directamente de la Corona. Una campaña contra los indios chícaras, hecha en 1736 por los franceses, fué funesta a los últimos, porque entre otros cayeron prisioneros Artaguette, jefe de la expedición, y un jesuíta; los dos fueron quemados a fuego lento. También vengó Francia la muerte de los suyos, porque mandó un ejército en 1739 que casi exterminó a los chícaras.
Corta fué la tercera guerra intercolonial. En tanto que ardía la guerra en Europa, Shirley, gobernador de Massachusets, se propuso, mediante una flota compuesta de diez buques con 3.000 hombres, conquistar la plaza francesa de Louisbourg, en la isla de Cabo Bretón, cuyo gobernador era Duchambon. El 30 de abril de 1745 llegaron delante de la plaza de Louisbourg, logrando apoderarse de ella el 17 de junio, después de corta y débil resistencia. Aunque posteriormente numerosa flota francesa con tropas veteranas mandadas por el duque d'Anville, intentó recuperar a Louisbourg, no lo pudo conseguir. Firmóse la paz de Aix-la-Chapelle (Aquisgrán), y por una de las cláusulas del tratado, se restituía a los franceses la citada plaza, hecho que causó profunda indignación en los habitantes de Nueva Inglaterra. Terminó en octubre de 1748 la lucha entre franceses e ingleses, sin que pudiera decirse—como escribe Spencer—que estuviese completamente asegurada la paz, pues sólo en la cuestión de límites germinaba la semilla de futuras luchas, que únicamente podían terminar con el absoluto dominio del partido más fuerte. La conquista del Canadá era el sueño dorado, tanto del gobierno inglés como de las colonias del Norte, cuyos habitantes deseaban verter su sangre y gastar sus riquezas para alcanzar la realización de su deseo, excitado doblemente con el feliz éxito de la toma de Louisbourg[246].
Continuaron adelantando, lo mismo las colonias francesas que las inglesas, particularmente las últimas. Franceses e ingleses, colonos franceses y colonos ingleses nunca habían simpatizado y pronto debían[234] comenzar la lucha final, resolviéndose entonces la cuestión de predominio entre los dos partidos beligerantes. Debe no olvidarse que si los ingleses y los franceses se cuidaban de sus respectivos derechos, apenas hacían caso de los correspondientes a los indígenas, que eran más legítimos y justos. «En noviembre de 1749, cuando el infatigable Girt se ocupaba por cuenta de la Compañía del Ohío en medir las tierras que se hallan al Sur de aquel río hasta Kanawha, el viejo jefe Dalaware, al observar lo que hacía Girt, le dijo: Los franceses reclaman todo el terreno que hay a un lado del Ohío, mientras los ingleses piden el que está al otro; y en este caso, ¿queréis decirme qué quedará para nosotros los indios? ¡Pobres salvajes! exclama Mr. Irving; entre sus padres, los franceses, y sus hermanos, los ingleses, estaban en camino de verse completamente despojados de su país»[247]. Sin cuidarse para nada de los indígenas, lo mismo franceses que ingleses reclamaban territorios y más territorios, como país conquistado, fijándose sólo en el derecho del más fuerte. «Seguros ya los franceses en el Oeste—escribe con mucho acierto Mr. Parkman—trataron después de estacionarse en las corrientes del río Ohío, y hacia el año de 1748, el sagaz conde Galissoniere propuso traer diez mil labradores de Francia y establecerlos en el valle de aquel magnifico río y en las orillas de los lagos. Pero mientras que en Quebec y en el castillo de San Luis proyectaban los militares y hombres de Estado estas empresas, Inglaterra continuaba silenciosamente su progreso por la parte del Oriente. Ya las colonias británicas iban extendiéndose a lo largo del valle de Mohawk, subiendo por la falda oriental del Alleganies, y los golpes del hacha, en medio de los bosques, y las negras espirales del humo de las hogueras, eran los precursores de la futura colonización. Mientras en uno de los lados del Alleganies se ocupaba Celeron de Bienville en enterrar planchas de plomo con las armas de Francia, los arados de los labradores de Virginia iban adelantando cada vez más, acercándose por lo tanto el momento de encontrarse ambas potencias»[248].
La cuarta y última guerra intercolonial tiene suma importancia. En el año 1753, fuerzas francesas habían pasado el lago Erié, llegando hasta los afluentes septentrionales del Ohío. Dimwiddie, gobernador de Virginia, mandó a Jorge Washington, joven de veintiún años de edad, que en compañía de Van Braam, soldado veterano que debía servirle de intérprete, se presentase al jefe de la fuerza francesa para hacerle saber que el territorio ocupado pertenecía a la corona de Inglaterra[249].
[235] Salió Washington de Williamsburg el 30 de octubre de 1753 y, después de largo camino, llegó a presencia de M. de Saint Pierre, comandante francés de un puesto que se hallaba a 15 millas del lago Erié. Saint Pierre contestó que el gobernador del Canadá le había confiado la conservación de aquel puesto, el cual no abandonaría sin una orden superior. Con la respuesta por escrito volvió el joven embajador, llegando a Williamsburg el 16 de enero de 1754. Añade míster Irving: «La prudencia, sagacidad y energía de Washington se pusieron a prueba más de una vez durante aquella expedición, que puede considerarse como el principio de su afortunada carrera, puesto que desde aquel momento Virginia depositó en él todas sus esperanzas.» Al año siguiente se rompieron las hostilidades entre franceses e indios por una parte, e ingleses por otra.
Washington, habiendo muerto el coronel Fry, se puso al frente de los ingleses y dió pruebas de mucho valor y de no poca inteligencia, si bien no fué satisfactorio el resultado de su primera campaña, a causa de que las fuerzas de los franceses eran bastante más considerables que las suyas.
Al mismo tiempo se reunieron en Albania (junio de 1754) varios comités que enviaban las asambleas coloniales de Nueva York, Pennsylvania, Maryland y Nueva Inglaterra, ya para renovar tratados de amistad, ya para confederarse o no las colonias, en vista de las circunstancias. Resolvióse afirmativamente, siendo aprobado un proyecto de unión, redactado por Franklin. En su virtud se acordó formar un Consejo compuesto de 48 individuos: 7 de Virginia, 7 de Massachusetts, 6 de Pennsylvania, 5 de Connecticut, 4 de Nueva York, 4 de Maryland, 4 de la Carolina del Norte y otros 4 de la Carolina del Sur, 3 de Nueva Jersey, 2 de New Hampshire y 2 de Rhode-Island. El Consejo debía de cuidarse de la defensa de las colonias y para ello suministraría hombres y dinero, inspeccionaría los ejércitos y atendería al bien general. Tendría el Consejo su Presidente nombrado por la Corona, el cual podía aprobar o no los actos de aquél. «Tal era el documento que puede decirse sirvió de base para lo que había de ser nuestra constitución federal»[250]. Veinte años después decía Franklin, refiriéndose al citado documento, lo siguiente: «Las Asambleas todas opinaron que en aquel documento había demasiada prerrogativa, y en Inglaterra fueron de parecer que era excesivamente democrático.» Rotas las hostilidades entre Francia e Inglaterra, comenzó la guerra entre franceses e ingleses en la América del Norte. Braddock obtuvo el cargo de general en jefe de todas las fuerzas inglesas en América, llevando a sus órdenes[236] como ayudante de campo a Washington. Aunque Braddock era bravo militar que se había distinguido en los campos de batalla, ignoraba el modo de guerrear en el Nuevo Mundo. No atendía tampoco los consejos que le daban personas inteligentes. Braddock, conversando con Franklin en Fredericton, en cuya ciudad el futuro inventor del pararrayos desempeñaba el cargo de administrador de Correos, hubo de decir dicho general acerca de su campaña lo siguiente: «Después de tomar el fuerte Duquesne, pienso dirigirme a Niágara, y en concluyendo allí, marcharé sobre Frontenac si el tiempo no lo impide, lo cual no es probable, porque Duquesne no me detendrá más de tres o cuatro días, y entonces no veo inconveniente en continuar mi marcha hacia Niágara.» «Habiendo reflexionado—dice Franklin—cuán larga era la línea que tenía que recorrer el ejército, por un sendero muy estrecho que debían abrir los soldados a través de los bosques, y recordando la derrota que sufrieron 1.500 franceses al querer, en cierta ocasión, invadir el Illinois, concebí algunas dudas y temores acerca del éxito de la expedición; sin embargo, no me atreví a decir a Braddock más que estas palabras:—«Es indudable, señor, que si llegáis sin contratiempo a Duquesne con esas brillantes tropas y tan bien provisto de artillería, no tardará en caer en vuestro poder el fuerte, por más que esté muy bien fortificado y tenga numerosa guarnición; pero, en mi concepto, las emboscadas de los indios son grave peligro que puede oponerse a vuestra marcha. Esos salvajes, por su rara destreza y práctica del terreno, pueden interceptar la estrecha y prolongada senda que ha de recorrer vuestro ejército y caer de repente sobre el flanco de las tropas, cortando la columna como si fuera un hilo, sin dar tiempo a que se concentren los soldados para socorrerse mútuamente.» Sonrióse Braddock cuando hube emitido mi parecer, como compadeciéndose de mi ignorancia, y repuso: «Esos salvajes serán ciertamente formidable enemigo para vuestra bisoña milicia americana, mas tratándose de las disciplinadas y aguerridas tropas del Rey, no es posible que nos inspiren temor alguno.» Comprendí que no podía discutir con un militar sobre asuntos de su profesión—que naturalmente debía saber más que yo—, y no quise continuar haciéndole observaciones.»
En esta ocasión, el filósofo estuvo, como en seguida veremos, más acertado que el militar. Al frente de 1.200 hombres y diez piezas de artillería de montaña, sin cuidarse de las emboscadas de indios y franceses, como le aconsejaron Washington y Franklin, se puso en marcha Braddock. El 9 de julio de 1755, y antes de llegar al fuerte Duquesne, al subir por una cuesta de altas hierbas y troncos, cayeron sobre las tropas de Braddock, haciendo incesante fuego y dando terribles alaridos, los feroces indios. La batalla, que se dió cerca del río Monongahela,[237] tributario del Ohío, fué sangrienta, quedando entre los muertos y heridos más de 700 soldados; oficiales unos 56. Las bajas de los indios y franceses no pasaron de 60. Afortunadamente, pudo salir ileso del combate, habiendo peleado como un héroe, Washington, a quien la Providencia destinaba a prestar grandes servicios a la causa de la libertad. El 13 de julio murió Braddock, cuyas últimas palabras fueron: ¡Quién lo hubiera creído!
La derrota de los ingleses animó a los indios, quienes se arrojaron sobre los colonos fronterizos y sus aldeas, cometiendo toda clase de crueldades en la frontera de Virginia y de Pensilvania.
Continuó la guerra con igual encarnizamiento durante los años de 1756, 1757 y 1758. En el 1759 determinaron los ingleses apoderarse del Canadá. El general Prideaux debía conquistar a Niágara, el general Amherst a Crown-Point y Ticonderoga, y el general Wolfe a la capital Quebec. El fuerte de Niágara fué tomado por Johnson, que se había encargado del mando por la muerte de Prideaux. Amherst comenzó con ventaja sus operaciones. Por lo que respecta a Wolfe se decidió a asaltar a Quebec, defendida por Montcalm (31 de julio)[251].
La fortuna no le acompañó en sus comienzos; luego se mostró completamente risueña. Efectuóse el desembarco, saltando Wolfe en tierra el primero, y al frente de los suyos consiguió completa victoria, si bien a costa de su vida. Marchando a la cabeza de sus granaderos fué herido en la muñeca, otro balazo le dió en el costado, y el tercero le entró por el pecho y le hizo caer. Un oficial que permaneció a su lado, exclamó: Mirad cómo corren.—¿Quién corre?—preguntó Wolfe.—Los enemigos, señor; todos huyen,—contestó el oficial.—Entonces—replicó casi moribundo—: Diga usted al comandante Burton que baje por el río Saint-Charles con el regimiento de Webb para cortar al enemigo la retirada por el puente. ¡Alabado sea Dios, muero satisfecho!—e inclinando la cabeza a un lado, expiró.
En aquellos momentos también caía mortalmente herido el valeroso general Montcalm, mientras se empeñaba en reunir a sus desbandados soldados. Conducido al campamento, que estaba a orillas del río Saint-Charles, le curaron los médicos, quienes no se percataron de decir que su muerte estaba cercana. ¿Cuántas horas me quedan de vida?—preguntó.—Pocas, le contestaron.—Tanto mejor, dijo, así no presenciaré la entrega de Quebec.
Cuando los ingleses se disponían a dar el asalto, se levantó en la plaza la bandera de parlamento y Quebec fué perdida por los franceses (18 septiembre 1759).
[238] Al llegar la noticia a Inglaterra, la alegría fué inmensa. Las campanas en todas las poblaciones se echaron a vuelo y en todas hubo salvas, fuegos artificiales y otras muestras de júbilo; sólo quedó silenciosa y triste la aldea donde habitaba la madre de Wolfe. De este modo honraban los vecinos a la madre del héroe.
Un pequeño poste, en las llanuras de Abraham, indica el sitio donde cayó Wolfe; y en la parte más elevada de la ciudad, se levantó tiempo adelante artística pirámide, grabándose en ella los nombres gloriosos de Wolfe y de Montcalm. Ambos jefes, lo mismo el inglés que el francés, deben escribirse con letras de oro en la historia universal.
Quebec, Niágara, Frontenac y Crown-Point cayeron en poder de los ingleses; sólo faltaba por conquistar Montreal y su comarca. Fuerzas inglesas se dirigieron contra Montreal. Cuando la guarnición creyó que no podía resistir, el gobernador, marqués de Vandreuil, capituló el 8 de septiembre de 1760, entregando solemnemente a la Corona de Inglaterra el Canadá con todas sus dependencias.
«Así terminó—dice Mr. Irving—la lucha entre Francia e Inglaterra, que tanto tiempo se habían disputado el predominio, siendo de notar que el primer tiro se disparó en el encuentro que tuvo Washington con De Jumonville. Un diplomático francés (el conde de Vergennes) se consolaba de aquellas derrotas creyendo que la victoria sería fatal a la misma Inglaterra, puesto que con ella perdería el dominio que siempre tuvo sobre sus colonias, las cuales, no necesitando ya la protección de la madre patria, se proclamarían independientes, tan pronto como ésta exigiese que aquellos le ayudaran a sobrellevar su pesada carga.»[252] Este era también el parecer de Montcalm, persona tan entendida en la materia y cuyas palabras copiamos a continuación. «Las colonias—dice—han tenido la fortuna de llegar a una situación floreciente, puesto que son numerosas y ricas, conteniendo en su seno todo cuanto puede exigirse para las necesidades de la vida. Inglaterra ha cometido la torpeza de permitir que se establezcan allí las artes, la industria y el comercio, lo cual era romper la cadena de necesidades que obligaba a las colonias a depender de la Gran Bretaña, y si no fuera por el temor de que los franceses se presentasen a sus puertas, hace tiempo que aquéllas hubieran sacudido el yugo, proclamándose independientes y formando cada provincia una república separada. De todos modos, los colonos preferirían más bien a sus paisanos que a los extraños, siguiendo, sin embargo, la máxima de no obedecer ciegamente. Una vez conquistado el Canadá, y cuando todas las colonias formen un solo pueblo, si la vieja Inglaterra llegara a perjudicar sus intereses, ¿creeis, amigo[239] mío, que los americanos lo consentirían? Y en el caso de una revolución, ¿qué podrían temer?» En suma, los franceses se hallaban contentos con su derrota, porque presentían que los vencedores a la sazón serían pronto vencidos por los americanos. Las que habían ganado en la contienda eran las colonias. Virginia, muy especialmente, estaba satisfecha por haber tenido un hijo como Washington.
Tiempo adelante y en virtud del pacto de familia, Francia y España unidas pelearon con Inglaterra y Portugal. España tuvo la desgracia de perder a la Habana en Cuba y a Manila en Filipinas. En los preliminares de paz que se firmaron en Fontainebleau el 3 de noviembre de 1762, «Francia cedió a Inglaterra la Nueva Escocia, el Canadá, con el país al Este del Mississipí y el cabo Bretón, conservando sólo el privilegio de la pesca en el banco de Terranova; en las Indias Occidentales cedía la Dominica, San Vicente y Tabago; en las costas de Africa el río Senegal. Respecto a España, Inglaterra le devolvía la Habana y todo lo conquistado en la isla de Cuba; en cambio, España cedía la Florida y los territorios al Este y Sudeste del Mississipí, abandonaba el derecho de la pesca en Terranova y daba a los ingleses el de la corta del palo de tinte en Honduras. Como compensación de la pérdida de la Florida, logró España de Francia, por arreglo particular, lo que le quedaba de la Luisiana, que en verdad más era para Carlos III una carga y un cuidado que una indemnización o una recompensa. Manila se devolvió también a España y la colonia del Sacramento a Portugal, cuyo reino habían de evacuar las tropas francesas y españolas».[253] El tratado definitivo se firmó en París el 10 de febrero de 1763.
La fortuna acompañaba á Inglaterra. Ella, al mismo tiempo que dilataba sus posesiones en la India Oriental, extendía considerablemente las fronteras de su imperio colonial en el Nuevo Mundo. Con razón pudo decir ilustre historiador lo que sigue: «Fué éste un gran momento para Inglaterra. Dominadora de los mares, dueña de islas numerosas en las diversas partes del mundo, poseía, además, junto con los elementos esparcidos en un inmenso imperio en la India Oriental, todas las costas del Atlántico que se extienden desde el fondo del Canadá hasta el golfo de México»[254].
Inmediatamente que los ingleses se hicieron dueños del país, procuraron dotarle de instituciones como a otras colonias suyas, reservándose la Corona el derecho de nombrar tribunales de justicia para juzgar las causas civiles y criminales «conforme a la ley, a la equidad y en cuanto fuera posible a las leyes inglesas.»
Gobierno de los ingleses en los Estados Unidos del Norte de América.—Doctrina del historiador Gervinus.—La América germana y la América latina: carácter de la una y de la otra.—Estado general de las colonias inglesas antes de su independencia.
El historiador alemán Jorge Godofredo Gervinus, cuya doctrina trasladaremos aquí casi al pie de la letra, dice que en tiempo de Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia (1603-1625), la democracia inglesa hubo de dirigir sus miradas hacia la emigración, para levantar sobre el libre suelo de América—al abrigo de los privilegios, de las costumbres y de los abusos de poder inherentes a la monarquía y a la aristocracia—el edificio de un nuevo Estado y de una nueva Iglesia, dándoles allí su forma natural más pura. Cuando la nación española—tales son sus palabras—había perdido su ascendiente en Europa a causa de sus contínuas luchas con Alemania, los Países Bajos e Inglaterra, una América septentrional germana vino a ponerse en frente de la América latina con el plausible intento de que no dominasen únicamente dicha España y la Iglesia católica en el Nuevo Mundo. Nunca como entonces se manifestó de una manera más decisiva el singular contraste de las civilizaciones germánica y latina, como también de los caracteres de las dos razas. Vivían la vida de la Edad Media, con su originaria barbarie y su humillante organización humana, las extensas colonias españolas y portuguesas. El absoluto gobierno español con su estrecho espíritu religioso, se había trasladado a América, apareciendo a la postre, además de una nobleza feudal conquistadora, codiciosa y cruel, una completa jerarquía clerical con toda su pompa exterior y su rudeza interior. Hasta los indios y negros habían llegado a formar parte de aquella sociedad. La verdadera cultura intelectual e industrial no existía en el Nuevo Mundo de los españoles.
Por el contrario, las colonias del Norte se componían principalmente de emigrantes de raza germánica que desde el siglo xvii se habían dado allí cita: eran alemanes, holandeses, suecos e ingleses que descendían de la antigua población sajona. En religión eran protestantes y hasta del matiz más puro; muchos pertenecían al puritanismo o[241] cuakerismo. En las citadas colonias del Norte no existían virreyes, ni instituciones monárquicas; lejos de ello, el espíritu republicano predominaba entre los colonos, no solamente entre aquellos que habían emigrado sin autorización real, sino entre los que llegaban con cartas de franquicia y de los gobernadores. La jerarquía clerical no ejerció ninguna influencia; la nobleza inglesa y el patriciado holandés no hicieron sino débiles y cortas tentativas para transplantar allí sus instituciones. Nada existía en aquellas colonias de los tiempos medios. Mostrábase en la vida de dichas sociedades el mundo moderno con toda su actividad intelectual, con todo su ardor industrial y con la igualdad de derechos para todos. Las diversas condiciones que se desarrollan en la vida de los pueblos, como son la caza, el pastoreo, la agricultura y la industria, se manifestaron simultánea y paralelamente en las citadas colonias, sobre todo a partir de la independencia. Los emigrantes tuvieron empeño en conservar su origen protestante y en mantener la pureza de su raza; no se unieron con los indios, a quienes consideraban seres inferiores. Justo es confesar, sin embargo, que tuvieron al menos la honradez de comprar a los indígenas el suelo que trataban de cultivar, en vez de hacerse conceder derechos de propiedad por el Papa.
En frente de la unidad española surgió la variedad sajona; en frente de la América del Sur, la América del Norte. Los españoles que, después de dejar su formidable imperio de Europa llegaron a América, encontraron en México y en el Perú vastos Estados indios y príncipes poderosos; necesitaron, para mantenerse allí, echar los cimientos de un fuerte Estado. Los ingleses, al establecerse en el Norte, a donde llegaron en varias expediciones y sin relación unas con otras, encontraron solamente pequeñas tribus de indios, sin lazo común, poco numerosas y débiles; pudieron conservar, por tanto, la plena libertad de seguir sus inclinaciones germánicas, quedando separados en pequeñas sociedades políticas, diferentes en cuanto su forma. Así es que en Massachussets se formó una teocracia al modelo de Génova; en Maryland un principado feudal, y en la Carolina un reino de ocho señores con una gran aristocracia local. Se asemejaba Virginia a una provincia inglesa con instituciones de la Iglesia anglicana; Rhode-Island y el Connecticut fueron Estados puramente democráticos; Pensylvania mostró ser una república cosmopolita de cuákeros, que desde su origen sirvió de asilo al mundo; y Nueva-Amsterdan (Nueva York) fué como una ciudad holandesa con su constitución municipal[255].
Bajo el sistema político absoluto y reaccionario—añade Gervinus—,[242] fundaron los españoles sus establecimientos coloniales. Los emigrantes buscaban oro, grandes ganancias, bienestar y goces. Nadie pensaba en el trabajo. El suelo fertilísimo de los trópicos y aquella poderosa vegetación favorecían la indolencia natural de los colonos. El fanatismo religioso impedía también todo desarrollo y desenvolvimiento de la inteligencia. «Cuando el inhumano monopolio de la trata de negros en las colonias españolas fué mal visto por la Iglesia Católica, dicha trata se cedió a manos extranjeras, y finalmente a los ingleses, mediante el tratado de asiento[256], los cuales sacaron inmensos beneficios por la extensión de su comercio y de sus colonias»[257].
Si a veces la imparcialidad no ha sido norma de conducta del insigne historiador alemán, tan poco amigo de los españoles como decidido campeón de los germanos, no puede negarse que las colonias de la Nueva Inglaterra, si dependían de la madre patria, gozaban de toda clase de libertades, distinguiéndose también por su laboriosidad y moralidad. Aquellas gentes profesaban—según todas las noticias—una secta religiosa sencilla, sincera y fraternal.
Aunque en la historia de algunas colonias inglesas encontramos hechos censurables, ora por lo que respecta al sentido religioso, ora al político y social, se puede afirmar que el desenvolvimiento democrático fué siempre constante y progresivo. Los principios de libertad política y religiosa se pusieron en práctica en todos los Estados, logrando señalado triunfo sobre la Monarquía y sobre la teocracia. Y si de las ideas pasamos a juzgar a los hombres, habremos de reconocer que los ingleses tuvieron más sentido práctico que los españoles, caracterizándose por su prudencia, bondad y virtud los puritanos y cuákeros.
El escritor Barros Arana, después de estudiar el asunto dice: «Como ha podido verse, la colonización inglesa se diferenciaba radicalmente de la colonización española. Al paso que ésta, después de sangrientas agitaciones, se había cimentado bajo el régimen del absolutismo imperante en la metrópoli, que embarazó el crecimiento, el progreso y la cultura de los nuevos establecimientos, los colonos ingleses transportaron a sus posesiones el espíritu de libertad política e industrial que había de hacer la grandeza y la prosperidad de éstas»[258].
Barros Arana, como antes Gervinus, no se distinguen por su amor a la verdad cuando de asuntos de España tratan. Ni la cultura, tolerancia y progreso fueron siempre norma de Inglaterra, ni la ignorancia,[243] tiranía y fanatismo acompañaron siempre a los españoles. Si censurables son algunos hechos realizados por nuestros conquistadores del siglo xvi, no puede negarse la justicia, sabiduría y humanidad de las Leyes de Indias.
En nuestras relaciones con América hemos sufrido reveses de bastante importancia y aun tremendas desgracias. Tantas riquezas encontradas en las inmensas regiones descubiertas por nuestros antepasados—riquezas que aumentaba con exageración manifiesta la fantasía popular—despertaron la codicia de extranjeros aventureros, los cuales, ya con el asentimiento de sus respectivos soberanos, ya como corsarios, apresaban nuestras naves y robaban las plantaciones de nuestras colonias. Además, las naciones de Europa, celosas del poder español, alentaron las insurrecciones, que tiempo adelante se habían de verificar en las colonias. Es de lamentar que mientras los Estados Unidos del Norte de América se ocupaban con constancia en la obra patriótica de su cohesión, los Estados de la América latina, en particular los de raza española, vivían en continuas luchas civiles y guerras unos con otros.
Por su parte, los ingleses, que en el año 1607 llegaron a Virginia, los puritanos que en 1620 se asentaron en Plymouth y otros puritanos que en 1628 ocuparon la bahía de Massachusets, hubieron de realizar, como predestinados por Dios, la formación del pueblo más grande y poderoso del mundo. Los emigrantes ingleses que llegaban sin cesar, levantaban su campamento donde poco antes se guarecía el búfalo y otros animales. Aquellos humildes ciudadanos, perseguidos por sus ideas religiosas, fundaron aldeas y ciudades, echando los cimientos del Estado con sus códigos, asambleas, escuelas e imprentas.
Los franceses establecidos en el Canadá y los españoles en toda la América Central y Meridional, tuvieron empeño en conservar la inmovilidad de sus respectivos Estados, no separándose de su vieja iglesia, ni de las demás instituciones, ni de sus usos y costumbres. Los conquistadores franceses, como igualmente los descubridores, conquistadores y colonizadores españoles (Colón, Cortés, Pizarro, Núñez de Balboa, Ojeda, Yáñez Pinzón y muchos más) fueron representantes de la Corona, descubrían, conquistaban y colonizaban para sus monarcas respectivos; los cuales tomaron el título de Reyes de Indias.
De los franceses no sería injusto decir que el espíritu de la metrópoli se identificaba frecuentemente con el de los naturales de los pueblos conquistados. Los españoles sólo pensaron en que los indígenas se convirtiesen al cristianismo. Hubiesen creado una situación parecida a la feudal, si a ello no se hubiera opuesto nuestra monarquía absoluta.
Por lo que a los holandeses respecta, diremos que fué censurable el[244] sistema de colonización. Recordaremos que en la isla de Java sólo atendieron al negocio y a la adquisición de riquezas.
Grande fué la transformación realizada por las colonias inglesas durante los siglos xvii y xviii. El colono del Norte abría caminos por terrenos escabrosos, levantaba puentes y hacía prosperar la agricultura y toda clase de industrias. Adelantó de un modo extraordinario la industria agrícola, como era de esperar, dada la fertilidad de aquellas tierras, bañadas por caudalosos ríos. El café, te, tabaco, azúcar, arroz, añil y algodón constituyeron la riqueza más poderosa del país. Los productos todos que se cultivaban en Europa fueron llevados a las colonias, donde se plantaron y desarrollaron, dando pingües rendimientos. Allí el colono era sobrio y trabajador. Las minas de hierro y cobre, las pesquerías y las maderas de los montes adquirieron bastante importancia. Comenzaron a desarrollarse las fábricas de lienzo, las cuales posteriormente proporcionaron mayor bienestar a todas las clases sociales, y el comercio llegó a un grado tal de prosperidad como no hay ejemplo en ninguno de los Estados de América. Importaciones y exportaciones tuvieron cada vez más aumento, siendo algo menor el valor de las primeras que el de las segundas. Entre las exportaciones citaremos las de pescado y maderas. Por lo que se refiere a la vida en las colonias inglesas, no dejó de tener ciertos atractivos: las diversiones públicas, en general, estaban reducidas a la caza y riñas de gallos; las clases acomodadas se permitían en sus casas jugar a las cartas. Comenzó a extenderse el lujo lo mismo en los vestidos que en los muebles de las casas: las señoras vestían según las modas de Londres y de París. De igual modo las bellas artes fueron difundiéndose por todas partes. En la construcción de obras públicas se fijaron, no en la ostentación, sino en la utilidad. Durante la primera mitad del siglo xviii se fundaron varios colegios de enseñanza.
«Cuando se hizo—escribe Pablo de Rousiers—el descubrimiento, y durante los dos siglos que siguieron, podemos decir que América estaba toda en el Sur; era el tiempo de las grandes colonias españolas y portuguesas, de las famosas epopeyas de los conquistadores y de los galeones cargados de oro. Se sabía vagamente que algunas sectas puritanas habían ido a buscar refugio en las costas de Nueva Inglaterra; pero su existencia no se había manifestado aún por ningún acontecimiento famoso y vivían ignoradas del mundo, mientras que los nombres de Cortés y de Pizarro, habían adquirido ya fama inmortal. La historia de América comienza, pues, en los paises tropicales: allí fué donde se creó el primer foco del desarrollo del Nuevo Mundo; después se obscureció gradualmente, y quedó eclipsado al fin, por un segundo foco más sep[245]tentrional cuyo calor y claridad van en aumento diariamente. Este foco se halla en los Estados Unidos...»[259]
Probado se halla que los ingleses, huyendo de las persecuciones religiosas y de la intolerancia, organizaron sus municipios autónomos, que constituyeron el comienzo de la gran civilización norteamericana. Respetando la población indígena, fundaron nueva patria con nuevos territorios. Si las colonias vivieron mucho tiempo aisladas, conservando sus usos, costumbres y prácticas religiosas, las comunicaciones comerciales estrecharon lentamente las relaciones haciendo desaparecer las diferencias y las antipatías de las diversas sectas. Los demócratas de Maryland y los señores de alto rango de Virginia; los cuáqueros de Pensylvania, los protestantes de las Carolinas y los católicos de todas las colonias, más positivistas que idealistas, buscaron la riqueza mediante la industria y el comercio. En las provincias septentrionales cultivaban principalmente el cáñamo, el lino y el oblón; en las provincias meridionales el algodón y el arroz; en Maryland y en las colonias del Sur, el tabaco; en Virginia el algodón, y en todas partes el maiz y el trigo.
No es de extrañar, por consiguiente, que hombres tan emprendedores y activos prosperaran tanto, hasta el punto que en el año 1750, Massachussets contaba con 200.000 habitantes, Virginia con 160.000, Connecticut con 100.000, y Nueva York con otros 100.000. Maryland y la Carolina del Sur daban evidentes señales de su poder y riquezas; Norfolk y Baltimore adquirían el carácter de ciudades comerciales; Filadelfia y Boston adelantaban rápidamente, y lo mismo podemos decir de todas las demás colonias.
En el correr de los tiempos, la torpe y egoísta política de la metrópoli, las arbitrariedades del poder inglés fueron la chispa que hizo estallar formidable incendio. En aquella lucha de titanes, que comenzó en 1775 y terminó con la proclamación de la independencia (4 julio 1776) se destaca la figura gigantesca del diputado por Virginia, el cual «obscurece con el brillo de sus virtudes republicanas a todos los Césares y grandes figuras de la historia romana.»[260] Sus conciudadanos, al pie de las estatuas del héroe han escrito esta sencilla inscripción: Padre de la Patria. Era conocedor de las artes de gobierno, general sereno y valeroso y uno de los hombres más buenos de aquellos y de todos los tiempos. Amaba a su patria con entusiasmo y por ella hubiera dado cien veces la vida. Ni parientes, ni amigos influían en sus planes y decisiones; cuando se convencía de que una cosa era justa o conveniente a la Re[246]pública, la realizaba con decisión y firmeza. La obra de Washington fué completada, primero por Monroe y últimamente por Lincoln.
Al estallar la revolución por la independencia, las colonias, en cuanto a su administración, podían dividirse en tres grupos: unas dependían de la Corona; otras de los propietarios, ya fuesen compañías o individuos, y las terceras de la madre patria. Dependían de la Corona las provincias de New York, New Hampshire, New Jersey, Virginia, las dos Carolinas y Georgia; en las colonias de la segunda clase, Maryland pertenecía a la familia de lord Baltimore, y Pensilvania y Delaware a la familia de Penn; y pertenecían a la tercera clase, Connecticut, Rhode-Island y Massachussets.
Entre tanto que las colonias aumentaban rápidamente en población y se enriquecían con sus industrias, la madre patria se contentaba con cobrar sus impuestos, bien que nunca tuvo la mala voluntad de oprimirlas. Las colonias tenían la convicción profunda de que las verdaderas bases de la prosperidad y de la felicidad de los pueblos eran la aplicación al trabajo; procuraron con todo empeño desterrar la ociosidad y la vagancia. La metrópoli, por su parte, miraba impasible la extraordinaria prosperidad de aquellos lejanos países sujetos a su dominio.
Virreinato de México: el virrey Mendoza y los indios.—Expedición de Cortés.—Creación del obispado de Michoacán.—Relaciones de la Audiencia con Pizarro y Cortés.—Insurrección de Jalisco y muerte de Pedro de Alvarado.—Política del conde de Tendilla.—Las «Nuevas Leyes.»—Muerte de Cortés en España y de Zumárraga en México.—Ideas religiosas del obispo.—Audiencia de Nueva Galicia.—El virrey Velasco: su política.—Creación de la Universidad.—El arzobispo Montufar y los frailes.—El virrey y la Audiencia.—Gobierno de la Audiencia: prisión de Cosijópii: Martín Cortés: Legazpi y el P. Urdaneta se dirigen a Filipinas.—Concilio en México.—El virrey marqués de Falces: la Audiencia.—El virrey Enríquez de Almansa: epidemia de fiebres tifoideas.—El virrey Suárez de Mendoza: la Audiencia.—El virrey Moya de Contreras: concilio provincial.—El virrey marqués de Villa Manrique: los corsarios.
El primer virrey de México, nombrado por Carlos V, fué el caballeroso magnate D. Antonio de Mendoza, conde de Tendilla, comendador de Socuéllamos y caballero de la orden de Santiago, hermano del historiador D. Diego Hurtado de Mendoza y descendiente del insigne poeta D. Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana. Llegó a México el 1535. Uno de sus primeros actos fué dar libertad a los esclavos, y prohibió, bajo duras penas, la antigua servidumbre de los indios; medida tan digna de alabanza, como otras de justicia y caridad, granjeándole todas el nombre de padre de los pobres, como le llamaban los indígenas[261].
Cuando Mendoza llegó a México, Hernán Cortés acababa de salir (7 junio 1535) al frente de una expedición hacia el Sur, llevando 113 peones y 40 jinetes. Recorrió las costas de Jalisco, volviendo en dos naves que en su busca había mandado el virrey. Acerca de otro orden de cosas, el conde de Tendilla, en carta dirigida al Emperador el 10 de Di[248]ciembre de 1537, dice que el 24 de septiembre del mismo año tuvo aviso de que los negros del país tenían elegido un Rey, disponiendo también matar a todos los españoles y alzarse con la tierra, apoyados por los indios. Añade que, descubierta la conjuración, hizo descuartizar a los más comprometidos[262].
Por entonces se creó el obispado de Michoacán, siendo nombrado el oidor Vasco de Quiroga, quien hubo de dejar la toga por la mitra.
Habiéndose fundado por Real orden un colegio para los indios en Santiago Tlatelolco, el virrey, con verdadero interés, llevó a cabo la obra y confió la enseñanza a los padres franciscanos. Del mismo modo procuró la propagación del cristianismo con la ayuda de varios religiosos, señalándose entre ellos Fr. Francisco de los Angeles, Fr. Martín de Valencia y Fr. Pedro de Gante. No huelga registrar en este lugar que siendo muy excesivos los derechos que los curas de Nueva España llevaban por las misas, matrimonios y entierros, dióse Real Cédula (16 abril 1538), mandando al virrey que los citados derechos no excediesen del triplo de los que se pagaban en el arzobispado de Sevilla[263].
Dos años después, por cédula de 30 de Abril de 1540, mandó S. M. a la Audiencia de México que se enterase si el alcalde mayor de Veracruz (a quien se le previno por el virrey de Nueva España que no permitiese a Hernando Pizarro pasar a la metrópoli—pues venía oculto desde el Perú—«hasta practicar con él cierta diligencia conveniente al real servicio), dejó embarcar por dos mil castellanos que le dió, la mitad en oro y lo demás en una cédula, a su mayordomo para que los pagase de la hacienda que el dicho Pizarro tenía en el Perú...»[264]. Encargaba también el Rey a la Audiencia que hiciera justicia en el asunto.
Por la misma época, habiendo prohibido el virrey de México, bajo graves penas, que el marqués del Valle (Hernán Cortés) se dirigiese a las islas del mar del Sur con los navíos y gente que tenía dispuestos—según formal capitulación—el Rey, con fecha 10 de julio del año 1540, mandó a la Audiencia de México levantara al dicho marqués cualquier embargo que le estuviese hecho por el expresado virrey, y le dejara continuar libremente con sus navíos, capitanes y gente al referido descubrimiento conforme a las capitulaciones[265].
Tuvo bastante importancia la insurrección de los indios chichimecas[249] de Jalisco[266]. Fueron vencidos los españoles, quienes tuvieron que encerrarse en la ciudad de Guadalajara. Pidióse socorro a México, que tardó en llegar. En apuro tan grande se recibió la noticia de que D. Pedro de Alvarado, Adelantado de Guatemala, acababa de llegar al puerto de Navidad, el cual no sólo mandó auxilios a los españoles vencidos, sino que él en persona se dirigió con cien soldados a Guadalajara, ya casi en estado de sitio. Presentóse Alvarado en la ciudad el 12 de junio de 1541, marchando inmediatamente contra los sublevados, a quienes llamaba «cuatro gatos encaramados en los riscos.» Encontrábanse los indios en el cerro de Toc, tras fuerte recinto amurallado con cercas de piedra. Alvarado, a la cabeza de los suyos, intentó abrir brecha; mas tuvo que retroceder ante el número de los indios y el ímpetu con que pelearon. Cuando los indígenas comenzaban a retirarse, vió Alvarado que todavía continuaba huyendo el soldado Baltasar de Montoya, y dirigiéndose a él le dijo: «Sosegáos, Montoya, que los indios parece nos han dejado.» Sordo Montoya a la amonestación del Adelantado, continuó espoleando al rocín, que resbaló en una de las vueltas de la cuesta y cayó dando tumbos sobre Alvarado, arrastrándole hasta el fondo de un barranco (24 junio 1541). Gravemente herido fué trasladado a Guadalajara, donde murió el 4 de julio. Tal fué la suerte del famoso conquistador de Guatemala. Orgullosos los indios con su triunfo, pusieron sitio a Guadalajara el 15 de septiembre de 1541; el Gobernador hizo una salida afortunada, teniendo aquéllos que levantar el cerco y huir a las montañas. El virrey Mendoza, comprendiendo la importancia de la insurrección, mandó dos veces fuerzas para sujetar a los rebeldes, decidiéndose él a ir en persona. Salió de México el 1.º de octubre de dicho año, y llegó a Tolotlán, comenzando desde allí la lucha contra los enemigos. Acosados los indios por la sed y el hambre, después de sangrientos combates y después de oir los consejos de los Padres Segovia y Bolonia, hubieron de entregar la fortaleza del Mixtón, sometiéndose 6.000, y los demás, con su jefe Tenamaxtl, se retiraron a la sierra del Nayarit. Acordóse trasladar la ciudad de Guadalajara al valle de Atemaxac, y Mendoza dejó arreglado el emplazamiento (5 febrero 1542) que es el mismo que conserva a la sazón. A la vuelta del virrey a México, y al pasar por el valle de Guayángareo, en Michoacán, ratificó la orden—que dió el 23 de abril de 1541—para que se fundase la ciudad de Valladolid (hoy Morelia). Tanto adelantó la nueva población, que en 19 de septiembre de 1553 se le concedió escudo de armas y título de ciudad.
[250] Llegó a la ciudad de México (8 marzo 1544) el visitador D. Francisco Tello de Sandoval, inquisidor de Toledo. La comisión que traía era influir para que se promulgasen las Nuevas Leyes, código publicado por Carlos V, y en el cual tuvo no poca participación el Padre Las Casas. Contra la promulgación de dicho Código se opusieron enérgicamente los encomenderos. En tanto que Tello declaraba impracticables las leyes y se volvía a España a dar cuenta de su misión, lograba Las Casas que sus compañeros los obispos de Michoacán, México, Tlaxcala, Oaxaca y Guatemala, é igualmente los prelados de las Ordenes religiosas, aprobasen su Formulario de Confesores.
A la sazón Hernán Cortés, encontrándose poco atendido y aun pudiésemos decir que en completo desacuerdo con el virrey Mendoza, abandonó por segunda vez a América y se embarcó para España en compañía de su hijo Martín. En la corte española fué recibido con cierto desdén, no encontrando apoyo alguno. Sumamente contrariado, tomó la determinación de seguir a Carlos V a la conquista de Argel, sufriendo mayores desengaños, pues allí recibió inequívocas pruebas de la poca estima en que se le tenía. Cuando se disponía regresar a México, después de escribir desde Valladolid (3 febrero 1544) su última carta al Emperador, fué atacado de aguda disentería, muriendo el día 2 de diciembre de 1547 en Castilleja de la Cuesta, sin que el Consejo de las Indias hubiera resuelto ninguna de sus reclamaciones.
También algunos meses después (3 junio 1548) falleció el ilustre prelado Zumárraga. Hacía algún tiempo que había sido elevado el obispado de México a arzobispado, dándole por sufragáneos los obispados que existían entonces. Nombrado Zumárraga para tan elevado cargo, falleció el día citado antes de vestir el sagrado palio. No cabe duda alguna que el obispo de México era hombre bueno, justo y caritativo. Tal vez—como decíamos en el primer tomo de esta obra al ocuparnos de la lengua maya—su ferviente celo religioso le llevara a cometer algunos errores «disculpables—escribe el Dr. León—todos ellos por el modo de ser social de su tiempo y las necesidades del ejercicio de su ministerio»[267]. Sobre asuntos religiosos dejó algunos escritos el obispo. Hase dicho que Los Catecismos de fray Juan Zumárraga eran un extracto de la Suma de Doctrina Cristiana del Dr. Constantino Ponce de la Fuente, sabio magistral de Sevilla y elocuentísimo orador sagrado. El Dr. Constantino fué procesado por sus creencias luteranas, y habiendo fallecido en las cárceles de la Inquisición, sus huesos se quemaron en auto de fe el 22 de diciembre de 1560; pero no se olvide que Zumárraga había muerto unos diez años antes de que se sospechara de[251] la ortodoxia del Dr. Constantino, hasta el punto que dice que con examen y aprobación hizo imprimir los dos tratados que forman la Doctrina de 1546, en los cuales se hallará sana doctrina, con algunos documentos saludables para común provecho; y en el primer colofón la califica otra vez de doctrina católica[268]. De modo que el prelado creía reimprimir un libro católico; lo cual no es extraño, porque las pocas proposiciones de sabor luterano que tiene la Suma están muy veladas y cuesta trabajo dar con ellas. «La santa vida, las buenas obras, la tranquila muerte del venerable Prelado; la última amistad que tuvo con personas eminentes: reyes, gobernadores, jueces, prelados, religiosos, clérigos; el duelo público que su muerte produjo; los elogios que se le tributaron: todo excluye la idea de que, por palabra ó por escrito, diera lugar á la menor sospecha contra su ortodoxia»[269].
En el mismo año de 1548 (13 de febrero) se creó la Audiencia de la Nueva Galicia, con residencia en Compostela, erigiéndose también la sede episcopal de la misma. También algunos meses después, desde Valladolid (24 de junio) se concedió a la ciudad de México el título de muy noble y muy leal ciudad[270].
Los últimos años del gobierno de Mendoza fueron turbados por una conjuración de españoles y dos insurrecciones de indios en la provincia de Oaxaca; todas se sofocaron y castigados sus autores. Terminaremos el virreinato de Mendoza, uno de los mejores de México, con la siguiente noticia que no carece de interés y que prueba la fidelidad de la provincia de Tlaxcala. «Atendido el constante zelo que en la conquista de México manifestaron los de la provincia de Tlascala, les concedió S. M. el privilegio de que en ningun tiempo pudiessen ser enagenados de su Real Corona, ni sujetos ó encomendados á persona alguna»[271]. (Apéndice F.) Cesó Mendoza como virrey de México el año 1550, pasando con el mismo cargo al Perú, donde los desórdenes eran cada vez mayores.
Nombrado don Luis de Velasco virrey de México, hizo su entrada pública el 25 de noviembre de 1550. Ya por una cédula de 16 de abril de dicho año, Carlos V mandaba poner remedio a las diferencias que había entre religiosos de distintas órdenes; favorecer la propagación de la fe católica; defender a los indios de vejaciones; proteger el cultivo[252] de la seda, de la caña de azúcar y del lino; abrir caminos y levantar puentes. Al poco tiempo y hallándose en Madrid, con fecha 14 de diciembre de 1551, el Príncipe, en nombre del Emperador, dispuso que se edificase la iglesia catedral de Oaxaca[272].
Timbre de gloria será siempre para el virrey don Luis de Velasco la inauguración (enero de 1553) de la Universidad de México[273]. Mereció ser nombrado Rector el oidor Rodríguez de Quesada, citándose entre los profesores Cervantes de Salazar, de Retórica; Fr. Diego de Peña, de Teología (luego obispo de Quito); Dr. Melgarejo, de Cánones; Dr. Frías de Albornoz (discípulo del jurisconsulto Diego de Covarrubias), de Instituta, y Fr. Alonso de la Veracruz, de Sagrada Escritura.
Entre otros hechos que enaltecen el nombre de Velasco, no inferior al del ilustre Mendoza, conde de Tendilla, recordaremos los siguientes: Dió libertad a 160.000 que como esclavos trabajaban en las minas, no sin oposición ruda de los egoístas encomenderos. Estableció la Santa Hermandad a semejanza de la que existía en España, logrando, después de castigar con la prisión y la muerte a muchos salteadores, el restablecimiento de la seguridad personal. Con el objeto de asegurar las comunicaciones con la villa de Zacatecas, famosa por sus minas, y evitar las depredaciones de los chichimecas que recorrían aquella tierra, hizo erigir dos colonias militares: San Felipe y San Miguel[274].
Habiendo sabido por Vázquez Coronado que más allá de Zacatecas había un país muy rico, dispuso una expedición (1554), a cargo de Francisco de Ibarra; Ibarra fundó los pueblos de Nombre de Dios, Chalchihuites y Nieves. La provincia se denominó Nueva Vizcaya y su capital fué tiempo adelante Durango.
Durante el virreinato de Velasco ocupó la silla arzobispal de México, por fallecimiento de Fr. Juan de Zumárraga, Fr. Alonso de Montufar, dominico, natural de Loja y hombre de clara inteligencia. En un concilio que en 1555 reunió en la capital se establecieron reglas de disciplina. Es de lamentar la poca armonía que hubo entre el arzobispo y los frailes. Cuando Montufar quería con empeño que las parroquias fuesen servidas por clérigos regulares, una Real Cédula dada a 30 de marzo de 1557 decidió el pleito en favor de los religiosos.
Obedeciendo Velasco órdenes de Felipe II, mandó una expedición (11 junio 1559) dirigida por Don Tristán de Luna y Arellano para la con[253]quista de la Florida; pero la armada que salió de Vera Cruz tuvo fatal resultado.
Para terminar, diremos que el Rey, por intrigas de los encomenderos, favoreció a la Audiencia en desprestigio de Velasco. Quejóse el virrey, y entonces Felipe II, para arreglar el asunto, y también para saber la verdad de todo, mandó al licenciado Jerónimo Valderrama con el cargo de visitador. Valderrama se puso al lado de la Audiencia y de los encomenderos. Los indígenas, cargados de mayores gabelas, se contentaron con designar al visitador con el nombre del azote de los indios. Agobiado, más por los disgustos que por la edad, murió Don Luis de Velasco en la ciudad de México el 31 de junio de 1564, siendo sepultado en la iglesia de Santo Domingo. El cabildo eclesiástico de dicha capital escribió a Felipe II lo que a continuación copiamos: «Ha dado en general á toda esta Nueva España muy gran pena su muerte, porque con la larga experiencia que tenía, gobernaba con tanta rectitud y prudencia, sin hacer agravio á ninguno, que todos le teníamos en lugar de padre. Murió el postrer día de julio, muy pobre y con muchas deudas, porque siempre se entendió de tener por fin principal hacer justicia con toda limpieza, sin pretender adquirir cosa alguna, mas de servir á Dios y á V. M., sustentando el reino en suma paz y quietud.» En el gobierno de este insigne virrey y de su antecesor Mendoza, que entre ambos duraron treinta y un años, se arregló toda la administración política, civil y religiosa de la Nueva España[275].
Gobernó interinamente la Real Audiencia de México, compuesta a la sazón de los oidores Ceinos, Villalobos y Orozco, los cuales mostraron poco tino en aquellas circunstancias. Ocurrió por entonces un hecho que llamó la atención pública, y fué que Cosijópii, rey que había sido de Tehuantepec, convertido al catolicismo y bautizado con el nombre de Juan Cortés Cosijópii, al mismo tiempo que levantaba templos al Dios de la verdad, ofrecía en su palacio sacrificios a las falsas deidades. Sorprendido una noche por Fray Bernardo de Santa María, cuando vestido de blanca túnica y con la mitra en la cabeza hacía las ceremonias gentílicas, fué reducido a prisión, con gran disgusto de sus compatriotas. También durante el gobierno de la Audiencia aconteció un suceso singular. Es el caso que Don Martín Cortés, hijo del conquistador de México y de Doña Juana de Zúñiga[276], poseedor del palacio de Moctezuma y de muchas villas, rico y fastuoso, se atrajo la enemiga de los oidores de la Audiencia. Vino a agriar más los ánimos el siguiente hecho: Con motivo de solemnizar el bautizo de dos hijos gemelos que[254] nacieron a Martín Cortés, se celebró un banquete en que abundaron los brindis indiscretos y hasta imprudentes. Alarmada la Audiencia, citó al marqués del Valle y a varios de sus amigos, entre ellos a los hermanos Alonso y Gil González de Avila. Presentáronse en la sala de los acuerdos el 16 de julio de 1566. Como el oidor Ceinos intimase a don Martín orden de prisión por traidor a su Rey, el hijo del conquistador de México echó mano a la espada y dijo: «Yo no soy traidor al Rey, ni los ha habido en mi linaje.» Numerosa guardia le redujo a prisión y también a otros muchos. Formóse un proceso, siendo condenado D. Martín Cortés a perpetuo destierro y decapitados los hermanos González de Avila. Tal ejecución causó general disgusto, llegándose a temer, con algún motivo, un levantamiento contra la Audiencia.
Cinco meses después de la muerte del virrey Velasco, salió la flota (21 noviembre 1564), como había ordenado Felipe II, del puerto de Natividad (Nueva España) con el objeto de sujetar a la Corona las islas Filipinas, ya descubiertas hacía veinte años. Mandaban la flota Miguel López de Legazpi y el P. Fr. Andrés de Urdaneta. Dieron vista a las Filipinas el 13 de febrero de 1565 y en abril del mismo año entablaron relaciones con los indios de Cebú, que, si al principio estuvieron recelosos, concluyeron por hacerse amigos de los españoles, y fueron, puede decirse, la base de la conquista del archipiélago. Una vez declarados súbditos de España los de Cebú, Legazpi despachó (junio de 1565) al P. Urdaneta para que informase al Rey del éxito de la conquista. Continuó Legazpi en su empresa, llegando, por fin, a Manila, cuya población la erigió (19 mayo 1571) en capital del archipiélago.
En el año 1565 se reunió un segundo concilio provincial en México, más importante, sin duda, que el convocado diez años antes[277]. Dispuso el concilio que rigiesen las constituciones del Tridentino, dictándose además otras disposiciones referentes a la vida de los eclesiásticos y a la administración de Sacramentos. Los PP. del Concilio, con elevado espíritu religioso, dirigieron al Rey una serie de peticiones en favor de los indios.
El nuevo virrey D. Gastón de Peralta, tercer marqués de Falces, llegó el 17 de septiembre de 1566. Encontróse con el proceso de don Martín Cortés, marqués del Valle, asunto que le proporcionó serios disgustos. Condenado a muerte por los oidores Luis Cortés, hermano de D. Martín, el virrey casó la sentencia, conmutándola en servir al Rey por espacio de diez años en Orán. Tanto mortificó a la Audiencia la determinación del virrey que, en un momento de ira y sin documento al[255]guno que lo pruebe, escribió al monarca diciéndole que el marqués de Falces era un traidor, pues al frente de 30.000 combatientes se disponía a declararse independiente. El suspicaz Felipe II, creyendo que en la denuncia podía haber algo de verdad, envió como jueces visitadores y con amplias facultades a los licenciados Jaraba, Alonso Muñoz y Luis Carrillo. El licenciado Jaraba murió durante la navegación, llegando a México los otros dos en los comienzos de octubre de 1567. Muñoz era hombre cruel y de malas inclinaciones; Carrillo era tan débil que carecía en absoluto de carácter y fué un juguete en manos de Muñoz. Ellos, sin consideraciones de ninguna clase, destituyeron al virrey marqués de Falces y le sometieron a un proceso. Con mucha rapidez sustanciaron las causas y con mucha rapidez comenzaron las ejecuciones. Sufrieron la pena de muerte, como cómplices del marqués del Valle, Gómez de la Victoria, Cristóbal de Oñate, Pedro y Baltasar de Quesada. Tal indignación produjo la conducta de Muñoz, alma de todo aquello, que Felipe II mandó que inmediatamente regresara a España. Cuando se presentó en la corte, el Rey le dijo: «Te mandé a las Indias a gobernar, y no a destruir», y le volvió la espalda, causando esto tal efecto al visitador que—según cuentan—murió aquella misma noche. En cambio, el Rey acogió cariñosamente a Falces.
Tomó posesión del virreinato D. Martín Enriquez de Almansa (5 noviembre 1568). Bajo su virreinato se descubrió el Nuevo México, y para asegurar las comunicaciones con Zacatecas se fundaron colonias militares, pues no eran bastantes las dos que estableció el virrey don Luis de Velasco. Celebróse en 1571 el quincuagésimo aniversario de la conquista, confundiéndose en las fiestas los mejicanos y tlaxcaltecas con los españoles, lo cual parecía mostrar el acabamiento de los odios entre vencidos y vencedores. Al lado de noticia tan grata pondremos otras desagradables; éstas son: 1.ª, que en el citado año de 1571 se hubo de establecer el Santo Oficio en Nueva España, siendo el primer Inquisidor general D. Pedro Moya de Contreras; 2.ª, que terrible epidemia—tal vez fiebres tifoideas—causó innumerables víctimas en los años 1576 y 1577. Dávila Padilla en su Historia de los dominicanos dice que murieron más de dos millones de habitantes.
Suárez de Mendoza y Figueroa (D. Lorenzo), conde de la Coruña, se encargó del virreinato en el año 1580 y murió el 19 de junio de 1583. Fray Jerónimo de Mendieta, desde Traxcalla y con fecha del 16 de septiembre de 1580, dirigió al virrey Suárez de Mendoza una carta en la que le decía: «es muy necesario tomar el fin y pretensión del Gobierno muy al contrario del que en estos tiempos se ha tenido, no pretendiendo el oro ni la plata ni el interés temporal de principal intento,[256] sino la cristiandad y la conservación y aumento de estos naturales», siendo de notar «la insaciable codicia de nuestros españoles, que donde quiera que entramos, somos como la sanguijuela, que chupamos la sangre y la vida de aquellos a quien nos allegamos; mayormente de estos pobres indios, como de su parte no tienen ninguna resistencia»[278].
La Audiencia, que después del virreinato del conde de la Coruña, gobernó interinamente un año largo, nada hizo que fuese digno de especial mención.
Ocupó el gobierno D. Pedro Moya de Contreras desde septiembre de 1584 y asumió en su persona los cargos de arzobispo de México y de visitador y virrey de Nueva España. Su amor a la justicia fué tan grande que destituyó a algunos oidores de moralidad dudosa e hizo ahorcar a varios oficiales reales. Convocó el tercer concilio provincial, al que asistieron los obispos de Guatemala, Michoacán, Tlaxcala, Yucatán, Nueva Galicia y Oaxaca, proclamándose que el primer deber de los prelados era «defender con todo el afecto del alma y paternales entrañas a los indios recien convertidos a la fe, mirando por sus bienes espirituales y corporales.»
D. Alvaro Manrique de Zúñiga, marqués de Villa Manrique, reemplazó a Moya de Contreras e hizo su entrada solemne en México el 18 de octubre de 1585. Nada hizo de notable en los cuatro años largos que estuvo al frente del gobierno. Los corsarios Drake y Cavendish cometieron algunas depredaciones en las costas del virreinato, teniendo la fortuna el primero de apresar el galeón Santa Ana, que venía de las islas Filipinas con rico cargamento. Por ello fué tratado el virrey de poco activo y aun de descuidado. Del mismo modo fué censurado duramente por el siguiente hecho. Es el caso que Núñez de Villavicencio, oidor de la Audiencia de Nueva Galicia, contrajo matrimonio, contra lo dispuesto en una Real cédula de 10 de febrero de 1575, con una rica mujer de Guadalajara. Destituyólo el virrey; pero la Audiencia protestó. A tal punto llegó la enemiga entre ambas autoridades, que Felipe II, para cortar de raiz el mal, separó del virreinato a Villa Manrique.
Virreinato de México (Continuación): Los virreyes Velasco y conde de Monterrey.—Conquista de Nuevo México.—El marqués de Montes Claros: acueducto desde Chapultepec a México.—El virrey Velasco (2.ª vez).—Importantes expediciones.—Gobierno del arzobispo de México y del marqués de Guadalcázar.—Enemiga entre el marqués de Gelves y el arzobispo.—El marqués de Cerralbo: inundación de la ciudad.—Otros virreyes.—El obispo Palafox.—Los piratas.—Virreinato de Ortega Montañés, obispo de Michoacán.—El virrey conde de Moctezuma.—El virrey Ortega Montañés, arzobispo de México.
Llegó a México D. Luis de Velasco, segundo de este nombre, el 25 de enero de 1590[279]. Procuró el virrey ensanchar las fronteras de Nueva España y favoreció las expediciones al Nuevo México, donde Antonio Espejo halló regiones dilatadas y en las cuales vivían los paraguantes, tobosos, júmanos, maguas, quires, púmanes, tiguas, ames y otros indios[280]. A reconocer estos países mandó el virrey a Gaspar Castaño de Sosa con un pequeño ejército. Salió el 27 de julio de 1590 de Almadén y llegó hasta Chihuahua con poca resistencia de los naturales.
Logró celebrar un tratado con los feroces chichimecas, quienes se comprometieron a no hostilizar ni a los españoles ni a sus dependientes; si bien no pudo conseguir que los indios de los bosques o errantes se estableciesen en poblaciones, en particular los otomés se resistieron en absoluto.
Durante el virreinato de Velasco recayó sentencia en el proceso de Luis de Carvajal, conquistador de Nuevo León. Entre la gente que llevó Carvajal para poblar aquella tierra se encontraban varios judaizantes españoles que él no denunció; siendo condenado por los inquisidores Bonilla y Santos García (febrero de 1590) a destierro de las Indias por seis años. Poco después se dispuso (15 junio 1592) desde Martín Muñoz, que hubiese consulado en la ciudad de México[281].
[258] D. Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, tomó posesión del virreinato de México el 5 de noviembre de 1595, en sustitución de D. Luis de Velasco, quien pasó con el mismo cargo al Perú. Tuvo empeño Monterrey en continuar todo lo que había establecido sabiamente Velasco. Aconsejado por muchos propietarios de haciendas, dispuso la traslación de los indios a lugares poblados; medida beneficiosa para aquéllos, quienes veían ocasión propicia de ensanchar sus propiedades con las tierras abandonadas por los indígenas. A muchos indios que protestaron de la orden del virrey, se les quemaron las casas y sembrados, y a otros se les condujo atados a los pueblos designados de antemano.
Más digna de mención y de más utilidad fué la conquista pacífica de Nuevo México, realizada por Juan de Oñate (30 abril 1598); sometiéronse fácilmente los caciques de los pecos, taos, apaches, cheros y emenes. En la exploración de la costa de California, se dió—en recuerdo del virrey—el nombre de Monterrey a la bahía, y el mismo nombre tomó también la capital del nuevo reino de León, llamada primeramente Nueva Extremadura.
En los primeros días del año de 1599 se recibió en México la noticia del fallecimiento de Felipe II en el año anterior y de la proclamación de Felipe III. Huelga decir que se celebró la primera noticia con solemnes honras fúnebres y la segunda con alegres fiestas.
Autorizado el conde de Monterrey por una cédula de Felipe III (1602) para conquistar la península de California, encomendó la expedición a Sebastián Vizcaíno y a Toribio Gómez de Corbán, los cuales salieron de Acapulco el 5 de mayo, y aunque hubieron de regresar desde el cabo Mendocino por haberse propagado el escorbuto en la tripulación, algo se adelantó, pues Fr. Antonio de la Ascensión, que iba en aquel viaje, pudo dar noticia exacta de las tierras recorridas, como ya se dijo en el capítulo II de este tomo.
En el corto virreinato de D. Juan de Mendoza y Lema, marqués de Montes Claros, (se encargó el 27 de octubre de 1603) comenzó la construcción del acueducto (1606) que va desde Chapultepec a México, monumento que se conserva y honra la memoria del insigne gobernante. Antiguamente los reyes aztecas hicieron cañerías subterráneas, que después Hernán Cortés reparó para conducir las mencionadas aguas. Otro proyecto igualmente beneficioso para la ciudad de México, cual fué el desagüe de las lagunas, se desistió de realizarlo, ante las dificultades que hubo de presentar el fiscal Espinosa.
En el citado año de 1606 Montes Claros fué trasladado al virreinato del Perú, volviendo a México D. Luis de Velasco, que más tenaz que[259] el virrey anterior, realizó el desagüe de las lagunas[282]. Debióse el proyecto, que consistía en abrir un túnel debajo del cerro Nochistongo, al ingeniero Enrico Martín. Comenzaron las obras el 28 de septiembre de 1607 y terminaron el 7 de mayo de 1608, siendo su coste de 73.611 pesos. Por Real Cédula de 27 de septiembre de 1608 se declaró lo procedente acerca de las controversias entre el virrey y el arzobispo de México[283]. Premió el Rey los servicios de Velasco haciéndole merced del título de marqués de Salinas.
Noticioso el virrey de que los negros que trabajaban en las haciendas de Tierra Caliente se habían sublevado, huyendo en masa a las selvas de los alrededores de Orizaba, donde nombraron caudillo o reyezuelo a Yanga, y general o jefe de armas a un negro de Angola, llamado Francisco de la Matosa, mandó contra los revoltosos al capitán Pedro González de Herrera, quien los derrotó en el primer encuentro. Los vencidos prometieron vivir pacíficamente en lo sucesivo, y con ellos formó Herrera el pueblo de San Lorenzo de los Negros.
El deseo cada vez mayor de hallar minas de oro y plata hizo que Velasco mandara una expedición, a cuyo frente puso a Sebastián Vizcaíno y con el carácter de embajador a Fr. Pedro Bautista, a las islas llamadas ricas. Llegaron al Japón, donde fueron muy bien recibidos; mas habiendo sospechado el Emperador el intento de los expedicionarios, les retiró su apoyo, viéndose entonces sin recursos y faltos de víveres. Tuvieron la fortuna de encontrar ayuda en Mazamoney, rey de Ox, quien les proporcionó un navío y les dió algunas provisiones. Después de sufrir muchas y terribles tormentas, desembarcaron en Zacatula (20 enero 1614) sin provecho alguno y con la contrariedad de no estar ya en el gobierno D. Luis Velasco, que había marchado a España el 10 de junio de 1611. Algún tiempo antes hubo de dirigirse el capitán Hurdaide contra los indios gaquis, enemigos tenaces de la religión católica. Mandados los indios por el cacique Lautaro, derrotaron a Hurdaide; pero, sin embargo de la victoria, solicitaron la paz, que se ajustó el 25 de abril del año 1610.
Para dar fin al gobierno de Velasco, recordaremos que desde Madrid, Felipe III se dirigió (30 marzo 1611) al virrey, presidente y oidores de la Audiencia de México, dándoles noticias de una obra intitulada Anales, que había dejado escrita al tiempo de morir César Baronio, cardenal de la Santa Iglesia de Roma. Publicada a la sazón, se hubo de notar que Baronio cometía muchos errores al tratar de las regalías de los reyes de Sicilia, sus antecesores (de Felipe III); por lo cual[260] prohibía dicho tomo undécimo y mandaba que se recogiesen los ejemplares que tuvieran los particulares[284].
Sucedió a Velasco en el virreinato de México el Ilmo. Sr. Fr. García Guerra, arzobispo de dicho México, el 19 de junio de 1611, hasta el 22 de febrero del año siguiente, en que falleció.
Tomó la Audiencia el mando, que desempeñó dando muestras de verdadero rigor. Porque se decía que los negros tramaban una conspiración, la Audiencia hizo poner presos a 29 hombres y cuatro mujeres, los condenó a la horca y dispuso que las cabezas de los ajusticiados se colocasen en escarpias en la plaza principal.
El 28 de octubre de 1612 comenzó su virreinato D. Diego Fernández de Córdoba, marqués de Guadalcázar. Para ampliar las obras de desagüe de las lagunas concedió Felipe III 110.000 pesos, que se sacarían de un impuesto sobre el vino, aceptándose el proyecto que presentó el ingeniero Enrico Martín, mejor tal vez que el trazado por el ingeniero holandés Boot. Consideremos los hechos que se realizaron en tiempo del virrey Fernández de Córdoba. Don Gaspar de Alvear, gobernador de Nueva Vizcaya, sometió a los indios tepehuanes, los cuales se insurreccionaron y dieron muerte a varios religiosos; se afirmó nuestro dominio en el país de Nayarit[285], país que recibió luego el nombre de Nuevo reino de Toledo[286]; se fundaron las ciudades de Lerma y Córdoba, y en el año 1615 Tomás de Cardona acometió la explotación de la península de California, de cuyo país tomó posesión en nombre del monarca español.
Trasladado el marqués de Guadalcázar al virreinato del Perú (1621), le substituyó D. Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, marqués de Gelves y conde de Pliego. Entre el virrey y el arzobispo D. Juan Pérez de la Serna hubo serios altercados, con no poco desprestigio de ambas autoridades. Queriendo el prelado restablecer la disciplina eclesiástica, excomulgó por adúltero a D. Carlos de Arellano, alcalde mayor de Xochimilco; prohibió, entre otras imágenes ridículas, la de Jesucristo «caballero en un cordero corriendo, con una veletilla de niños en una mano y un pájaro atado de una cuerda en la otra;» condenó la venta de pulque a los indios, bebida nociva y causa de embriaguez; y, por último, ciertas devociones que se celebraban de noche durante la cuaresma y que servían de pretexto para ciertas liviandades. Aunque las disposiciones del prelado eran justas, se opuso a ellas la Audiencia, a cuyo lado estuvo el virrey. Llamó más la atención el siguiente hecho:[261] Melchor Pérez de Varaiz, alcalde mayor de Metepec, encausado por cohecho, se refugió como lugar seguro en el convento de Santo Domingo. El arzobispo exigió conocer del proceso, y no siendo atendido, excomulgó a los jueces. Colocóse el virrey al lado de la justicia; pero el prelado puso en entredicho la ciudad; los clérigos salieron por las calles llevando una cruz cubierta de negro velo, se cerraron los templos y dejaron de tocar las campanas. El marqués de Gelves se apoderó del arzobispo y lo sacó a la fuerza de México. Entonces los habitantes de la ciudad se pusieron al lado del prelado, y ardiendo en deseos de venganza a los gritos de ¡Viva Cristo! ¡Viva su Iglesia! ¡Muera el hereje! ¡Muera el excomulgado! cayeron (15 de febrero) sobre el palacio del virrey y lo incendiaron. El virrey logró salir disfrazado y acogerse al convento de San Francisco.
Enterado Felipe IV de tales sucesos, nombró virrey a D. Rodrigo Pacheco y Osorio, marqués de Cerralbo, que llegó a México el 3 de noviembre de 1624; venía acompañado de D. Martín Carrillo, inquisidor de Valladolid, encargado por el monarca de poner en claro las causas del tumulto anterior. Cuando Carrillo estudió el asunto hubo de decir: l.º, que el clero era el alma del motín; 2.º, que la mayor parte de la población tomó parte, y 3.º, que tomó parte por el odio que el pueblo tenía a los españoles. Entonces se reprendió y se depuso al arzobispo, nombrándose en su lugar a D. Francisco de Manso y Zúñiga; se depusieron a dos oidores, se condenó al fraile Salazar y a otros jefes del motín a trabajos forzados, sufriendo cuatro de los últimos la pena de muerte.
Como en este tiempo España se hallaba en guerra con Holanda, Cerralbo defendió la colonia de las asechanzas de buques holandeses.
Inundación tan terrible ocurrió en México en el año 1629 que, habiéndose obstruído un túnel, se desbordó el lago y se anegó toda la ciudad, muriendo ahogadas o entre las ruinas de las casas muchas personas. Sometido a un proceso el ingeniero Enrico Martín, autor de las obras, fué condenado a ejecutar por su cuenta las reparaciones necesarias. Cerralbo, con fecha 25 de mayo de 1629, decía al Rey, entre otras cosas: «Supuesta esta relación, suplico a V. M. me dé licencia para que diga que, después de Hernán Cortés, ninguno ha servido a V. M. en muchos años de las Indias tanto como yo en cinco...»[287]
Tanta debía ser la necesidad que de dinero tenía Felipe IV que, desde Madrid (28 mayo 1632), ordenó a Cerralbo que «vendiese algunas hidalguías para sacar gran cantidad de dinero, que ayudaría a suplir los gastos de mi Hacienda...»[288].
[262] Cesó el gobierno de D. Rodrigo Pacheco el 16 de septiembre de 1635, en cuya fecha llegó D. Lope Díez de Armendáriz, marqués de Cadreita, a sucederle. Bajo el virreinato de Cadreita, piratas holandeses, capitaneados por el famoso Pie de palo, desolaron las costas de Nueva España y llegaron a saquear el puerto de Campeche. Ya en este tiempo—y la noticia es interesante—, como se temiese una sublevación de criollos y mestizos en favor de la independencia de México, ordenó Felipe IV—creyendo de este modo atajar el mal—que la colonia enviase procuradores a las Cortes.
El 28 de agosto de 1640 llegaron juntos a México el nuevo virrey D. Diego López Pacheco Cabrera, duque de Escalona y D. Juan de Palafox, obispo de la Puebla. Necesitando Felipe IV mucho dinero para las guerras en que andaba envuelto, dió el encargo de que se lo proporcionara a López Pacheco, el cual exigió de los mineros fuertes sumas, vendió oficios públicos y hasta demandó contribuciones por adelantado. Semejante política disgustó mucho al prelado. Andaba por entonces Palafox harto disgustado con las órdenes religiosas, pues intentaba sustituir a los frailes que regían las parroquias con sacerdotes seculares. El virrey no supo mantenerse en el terreno de la imparcialidad y prestó su apoyo a los frailes. Tales desavenencias obligaron a Felipe IV a destituir al duque de Escalona, nombrando virrey al obispo Palafox.
En tanto que Escalona lograba sincerarse en Madrid, los jesuítas declaraban guerra a muerte a Palafox. Sostenía el prelado que los jesuítas no debían ejercer el ministerio sacerdotal sin su licencia, y los hijos de Loyola a su vez afirmaban que ellos gozaban de ciertos privilegios que les emancipaban de la jurisdicción ordinaria. Nombrados varios jueces para entender del negocio, fallaron en favor de los jesuítas. El prelado entonces excomulgó a los jueces y los jueces a Palafox. Por fortuna, se restableció luego la concordia con honrosa transacción.
Díjose por entonces, con más o menos fundamento, que iba a estallar una revolución encaminada a la independencia de México, mediante los manejos de un irlandés llamado Guillén de Lampart (o de Lombardo). Se proponía falsificar Reales Cédulas nombrándose virrey y alzándose luego contra Felipe IV; pero se descubrió el complot[289].
Encargóse del virreinato D. García Sarmiento de Sotomayor Enríquez de Luna, segundo conde de Salvatierra, el 13 de noviembre de 1642, cesando el 13 de mayo de 1648, por haber sido trasladado al Perú. Las crónicas nada dicen digno de contarse de su gobierno; sólo refieren que era asaz devoto y que costeó la parte principal del tabernáculo de Nuestra Señora de Guadalupe.
[263] No carecen de interés dos noticias referentes al venerable Don Juan de Palafox y Mendoza, obispo de la Puebla de los Angeles. Desde Madrid—con fecha 6 de febrero de 1648—el Rey dice a Palafox que venga a España y ocupará la primera iglesia que vacase. De su misma Real mano escribió después S. M. los renglones siguientes: «Estoy cierto que executareis lo que os ordeno, con la puntualidad con que me obedeceis en todo por combenir assi á mi servicio, y siempre tendré memoria de vuestra persona para honrraros y favoreceros.—Yo el Rey»[290]. También haremos notar que en los altercados que los jesuítas tuvieron con el citado obispo de la Puebla de los Angeles, el virrey Salvatierra se puso al lado de aquéllos, no dejando de llamar la atención lo que el insigne Palafox escribió al Papa, en su carta del 8 de enero de 1649. Tales son sus palabras: «Los jesuítas compraron, por una gran suma de dinero, el favor del conde de Salvatierra nuestro virrey; el cual, aparte de esto, me tenía un odio mortal»[291].
Por haber sido trasladado Don García al virreinato del Perú, obtuvo igual dignidad en México Don Marcos de Torres y Rueda, obispo de Yucatán (1648), quien falleció al poco tiempo.
Reemplazóle Don Luis Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Liste (1650), en cuyo tiempo se sublevaron los indios taraumares de Chihuahua, acaudillados por sus caciques, siendo sometidos por Don Diego Fajardo, gobernador de Nueva Vizcaya[292].
Bajo el virreinato de Don Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, una escuadra inglesa, que mandaba Cromwell, se apoderó de Jamaica, á pesar del auxilio que la isla hubo de recibir de nuestro virrey.
Cuando Felipe IV se hallaba ocupado en la campaña contra Flandes, tan funesta para las armas y para el nombre español; cuando perdíamos las plazas de Quesnoy, la de Catelet y la de Landrecy, y cuando el Rey echaba la culpa de su desgracia a los herejes flamencos, creyó realizar una obra grata a Dios escribiendo desde Madrid (19 mayo 1655) al virrey Alburquerque, encargándole que concediese todo su apoyo y favor a la Santa Inquisición, a la cual elogia con entusiasmo excesivo[293].
Aunque las dos noticias que a continuación vamos a registrar iban dirigidas a todos los Estados de América, las pondremos en este lugar,[264] teniendo en cuenta la mayor importancia que a la sazón tenía México. Felipe IV, por Real Cédula dada en Madrid a 8 de noviembre de 1648, pidió a los virreyes, presidentes, audiencias y gobernadores de las Indias ciertas noticias para poder acabar la obra (1.º y 2.º tomo) intitulada Teatro Eclesiástico, y cuyo autor era el maestro Gil González Dávila[294]. La otra noticia es que el mismo Felipe IV, desde Madrid, y con fecha 4 de junio de 1657, después de decir que teniendo en cuenta los continuos milagros y beneficios (como abundancia de frutos) que continuamente hacía el glorioso San Isidro, era su voluntad que se fundase una capilla donde descansaran las cenizas de dicho Santo, y para cuya obra mandaba a los virreyes, presidentes, audiencias y demás gobernadores, y rogaba a los arzobispos y obispos pidiesen limosna en las Indias Occidentales[295].
Uno de los peores virreyes que ha tenido México fué D. Juan de Leyva y de la Cerda (16 septiembre 1660 a 29 junio 1664). Consintió que su mujer vendiese los destinos públicos y miró impasible la conducta liviana de la dicha virreina. No corrigió los escándalos de su hijo D. Pedro, antes, por el contrario, los alentó con su manera de obrar. Bastará decir que se declaró enemigo de D. Diego Osorio de Escobar, arzobispo de México, porque éste—como era su deber—condenó el desafío entre el hijo del virrey y el conde de Santiago. La importante sublevación de los indios de Tehuantepec tuvo su origen en los excesos que cometía el alcalde mayor D. Juan Arellano, y que terminó por la mediación de D. Alonso de Cuevas Dávalos, obispo de Oaxaca. Españoles e indígenas odiaban el gobierno del virrey. Su carácter altanero y las pretensiones cada día mayores de su familia le acarrearon la enemiga del citado arzobispo Osorio de Escobar. Sabedor el Rey de tales hechos, confirió al prelado el gobierno de México, y aunque el conde de Baños detuvo hasta seis cédulas reales, por fin fué arrojado del poder por un movimiento popular.
Tres meses ocupó el virreinato el arzobispo de México, Osorio de Escobar. Al ser sustituído en aquel importante cargo, también hubo de renunciar la mitra, la que recayó en D. Alonso de Cuevas Dávalos, obispo de Oaxaca. Osorio volvió a su obispado de Puebla.
D. Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera, hizo su entrada pública en la capital el 15 de octubre de 1664. A la sazón, los corsarios ingleses—y el principal de ellos Juan Morgan—infestaban los mares, no pudiendo resistirles la débil escuadra española que había en el golfo de México. A tales desdichas hay que añadir la completa[265] decadencia de la agricultura, industria y comercio. La tristeza que causó la noticia de la muerte de Felipe IV y que llegó a México en los comienzos del año 1666, se convirtió en alegría cuando se juró a Carlos II. Precaria llegó a ser la situación del marqués de Mancera, ya por las necesidades de la colonia, ya por las continuas cantidades que tenía que mandar a D.ª Mariana de Austria, reina gobernadora. Registraremos tres hechos principales durante el gobierno del marqués de Mancera: la erupción del Popocatepell acaecida el año 1665, la celebración de un auto de fe y la caridad que manifestó por los pobres, que sufrieron mucho por las pérdidas de las cosechas en el año 1673. Disgustado por las exigencias continuas de la corte, renunció el virreinato, saliendo para España el 2 de abril de 1674, no sin sentimiento del pueblo mejicano.
Cinco días, desde el 8 de diciembre de 1673 hasta el 13, desempeñó el gobierno D. Pedro Nuño Colón de Portugal, duque de Veragua.
Nombrado virrey fray Payo Enríquez de Ribera, arzobispo de México, bajo su enérgica dirección mejoraron algo las cosas. Procuró defender las costas y libró contra los corsarios verdadero combate naval en la laguna de Términos. Tanto el desagüe del valle como la construcción de la catedral de México adelantaron notablemente. También adelantó mucho la colonización de Nuevo México y de California. Digna de todo encomio fué la erección, establecimiento y constitución (29 marzo 1678) del Colegio Seminario de Nuestra Señora de la Concepción de la ciudad de Chiapa[296]. Refieren los cronistas que puso en cuidado al virrey la insurrección de los indios taos, picuriés y tehecas (1680), la cual no pudo sofocar don Antonio de Otermín, gobernador de Santa Fe. También en el citado año los piratas ingleses saquearon a Campeche. No terminaremos la reseña del virreinato sin decir que en el año 1675 se acuñó por primera vez moneda de oro en la Casa de Moneda de México, y que en el 25 de noviembre del mismo año entró Carlos II a gobernar el reino de España.
Comenzó su virreinato D. Antonio de la Cerda y Aragón, conde de Paredes, el 30 de noviembre de 1680. Sólo hechos tristes registra la historia de México en este período. El año 1681 estalló formidable levantamiento en la ciudad de Antequera, a causa del cobro de las alcabalas; las costas de Yucatán se vieron asaltadas por los piratas; Veracruz fué saqueada (1683) por los corsarios franceses, y Campeche sufrió la misma suerte (1685). La expedición de D. Isidro de Otondo para[266] la conquista de California, y en la cual iban los célebres jesuítas Kino y Salvatierra, no dieron resultado alguno. Hemos de consignar un suceso que llamó mucho la atención por entonces. Llegó a México D. Antonio de Benavides, marqués de San Vicente, con el carácter—según se dijo—de visitador del reino. Al llegar a Puebla, fué reducido a prisión por orden de la Audiencia y llevado a la ciudad de México. Se le formó proceso, y después de un año de prisión se le condenó a muerte el 10 de julio de 1684 y fué ahorcado el 14. Cortáronle la cabeza y las manos; aquélla y una mano se mandó a Puebla, y la otra mano se clavó en la horca. ¿Era agente de los piratas, como afirman unos, ó un impostor, como dicen otros?
Duró el virreinato de D. Melchor Portocarrero Laso de la Vega, conde de la Monclova, desde el 16 de noviembre de 1686 al 20 de noviembre de 1688. En este mismo año marchó al Perú con el mismo cargo. Procuró la reconquista del Nuevo México y de la California; tuvo que sofocar la sublevación de los indios de Sonora, y de los conchos y tarahumares de Chihuahua. Para beneficio de la ciudad de México construyó una cañería y prosiguió la obra del desagüe. Echó en Coahuila los cimientos de una ciudad que en su honor se llamó Monclova.
Figura entre los buenos virreyes D. Gaspar de la Cerda Sandoval y Mendoza, conde de Galve, que se hizo cargo del gobierno el 29 de noviembre de 1688. Ordenó, ya a D. Pedro Girón, ya a D. Diego Vargas Zapata, la reconquista de Nuevo México: la guerra duró desde el 1690 hasta el 1696, y nuestras tropas sufrieron grandes trabajos.
Llegó a noticia del virrey que los franceses acababan de fundar una colonia al Norte del golfo de México, y para oponerse a ello, envió con las tropas que pudo reunir al gobernador de Coahuila. Llegó el gobernador a la laguna de San Bernardo, donde sólo encontró ruinas de un fortín y bajo ellas los cadáveres de los franceses, capitaneados por La Salle. Los mismos indios carancahuases que habían muerto a los franceses, salieron al encuentro de los españoles llamándoles texia (amigos), recibiendo desde entonces el nombre de Texas. Comenzóse por el P. Damián Mazanet a predicar el Evangelio y se dió principio a la fundación de San Antonio de Béjar, Jesús María y otras poblaciones.
Temiendo el conde de Galve que pudieran un día los franceses invadir la Florida, echó los cimientos de la villa de Panzacola. A la sazón frecuentes agitaciones llevaron el desasosiego a los espíritus: los indios de Chihuahua y Sonora asesinaron a varios religiosos y quemaron algunas iglesias; los pimas de California se sublevaron y fueron castigados por el capitán Antonio Solís, en tanto que los jesuítas PP. Kino, Ugarte y Salvatierra continuaban las misiones con bastante fruto.[267] También hacían los jesuítas observaciones geográficas y estudiaron detenidamente la Baja California.
Comenzó el virreinato de don Juan de Ortega y Montañés, obispo de Michoacán, el 27 de febrero de 1696, y duró hasta el 2 de febrero de 1697. Apenas se hubo encargado del gobierno, cuando los estudiantes se amotinaron en la plaza Mayor y quemaron la picota. El 6 de octubre de 1696 llegó la noticia de la muerte de la reina Doña Mariana de Austria, celebrándose por su alma suntuosas honras en la catedral de México el 24 de noviembre. Uno de los últimos hechos del virrey fué conceder permiso a los jesuítas para emprender la reducción de la California.
Don José Sarmiento Valladares, conde de Moctezuma, casado con una cuarta nieta del emperador mejicano del mismo nombre, gobernó la colonia desde el 2 de febrero de 1697 hasta el 4 de noviembre de 1701. Procuró asegurar el orden en la colonia, pues eran frecuentes los motines o tumultos, dictando también severas disposiciones contra los bandidos, muchos de los cuales fueron ajusticiados. Continuaron los jesuítas, entre otros el P. Kino, sus misiones en California. Conviene advertir que, según Cédula real de 11 de diciembre de 1697, había interés de parte de la Corte de España—a causa de las noticias de los anteriores virreyes, condes de la Monclova y de Galve—en la realización de la obra para el desagüe de la laguna de Huehuetoca[297]. En tiempo de Moctezuma se recibió la noticia de la muerte de Carlos II (1701), y la elección de Felipe V, quien fué jurado el día 4 de abril.
Ocupó por segunda vez el virreinato D. Juan de Ortega Montañés, arzobispo de México, tomando posesión el 4 de noviembre de 1701. Puso el virrey en estado de defensa los puertos de Veracruz y Tampico, amenazados por las armadas inglesa y holandesa; pero lo que los citados enemigos no lograron en aguas de América, pudieron conseguir en las costas de España, donde echaron a pique la flota que venía de Nueva España en septiembre de 1702 y se apoderaron de muchas riquezas, ocasionando a nuestra nación pérdidas que—según se dijo—ascendían a cincuenta millones de pesos.
Virreinato de México (Continuación).—El virrey duque de Alburquerque: su política interior; lucha con los corsarios y con los ingleses.—El duque de Linares: su amor a la justicia.—El marqués de Valero: expedición a Campeche y Yucatán: su política con los caciques.—Gobierno del marqués de Casafuerte.—Desgracias durante el mando del arzobispo Vizarrón.—Los virreyes duque de la Conquista, conde de Fuenclara y conde de Revillagigedo.—Débil gobierno del Marqués de las Amarillas.—El marqués de Cruillas: el almirante inglés Pocock se apodera de la Habana.—Mala administración del virrey Montserrat.—Virreinato de Croix: expulsión de los jesuítas.—Síntomas revolucionarios en el país.—Virreinatos de Bucareli, Mayorga, Gálvez (D. Matías y D. Bernardo) y Flores.—Excelente gobierno del conde de Revillagigedo.—El marqués de Branciforte, Berenguer de Marquina e Iturrigaray.—Últimos virreyes.
El virrey D. Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, llegó a Veracruz el 6 de octubre de 1702. Preparó la armada de Barlovento y con ella logró ahuyentar a los corsarios del golfo de México; hizo confiscar los bienes de los portugueses, ingleses y holandeses residentes en la colonia; logró que los ingleses levantasen el cerco de San Agustín y se retiraran de las costas de la Florida.
En la política interior impuso impuestos a los eclesiásticos (el diezmo sobre los bienes) y consiguió la reversión a la Corona de las rentas enajenadas. No olvidó la pacificación de ambas Californias, procurando también que se continuara arrojando en aquellas tierras la semilla del Evangelio, como lo venían haciendo el P. Salvatierra y otros religiosos. No deja de llamar la atención una cédula, en la cual se dice que habiendo llegado a noticia de Felipe V que en las Indias se hallaban muchos delatores y testigos falsos, mandó al virrey, audiencias y demás justicias de Nueva España, ejecutasen con la más rigurosa exactitud las leyes vigentes contra los mencionados delatores y testigos falsos. La cédula tiene la fecha del 6 de septiembre de 1705[298].
[269] Al duque de Alburquerque sucedió en el virreinato D. Fernando de Alencastre Noreña y Silva, duque de Linares y marqués de Valdefuentes; tomó posesión del virreinato el 15 de enero de 1711. Hombre recto y justo, procuró corregir los males de aquella sociedad. Estaba corrompida la administración de justicia y relajada la disciplina eclesiástica. Intentó la pacificación del Nayarit, sirviéndose de la santidad de fray Antonio de Jesús Margil; en 1711 un terremoto derribó muchos edificios de México, y en 1714 hubo gran escasez de víveres, trayendo el hambre como inseparable compañera la peste. En su honor se dió el nombre de San Felipe de Linares a una colonia fundada en Nuevo León. Durante su virreinato se celebró la paz de Utrech, y por el tratado llamado de asiento entre España e Inglaterra, su Majestad católica concedió al rey de la Gran Bretaña el monopolio de introducir esclavos negros en México y en las demás colonias españolas de América[299].
Don Baltasar de Zúñiga, duque de Arión y marqués de Valero, desembarcó en Veracruz (julio de 1716) e hizo su entrada pública en México (16 de agosto del mismo año). Sucesos de alguna importancia ocurrieron durante el virreinato del duque de Arión, lo mismo en el orden interior que en el exterior. Por lo que al orden interior respecta, comenzaremos dando exacta noticia—según documentos de la época—de la sedición y tumulto que promovieron, en la noche del 3 de mayo de 1717, las monjas de Santa Clara de la ciudad de México, contra el comisario general de San Francisco. Tan grande fué el escándalo, que el virrey Valero tuvo que mandar guardias. En el día siguiente desobedecieron al provisor del arzobispado y al virrey. El arzobispo, en el mes de agosto del mismo año, de vuelta de su visita pastoral, quiso—y tampoco lo consiguió—llevar la paz al convento. A tal punto llegaron las cosas, que el Rey hubo de mandar, hasta que la Santa Sede dispusiera lo más acertado, que el convento pasase a la jurisdicción ordinaria[300].
Por lo que atañe a política exterior, el virrey Valero mandó una expedición bajo las órdenes de D. Alonso Felipe de Andrade a las costas de Campeche y Yucatán, con el objeto de arrojar a los ingleses que se habían establecido en aquellos lugares. Logró Valero lo que se propuso, mostrando en esta ocasión no poco tino. Acertó a llegar por entonces (1717) el cacique Tixjanaque, de la Florida, y recibió el bautismo; otros caciques siguieron el ejemplo de Tixjanaque. También logró el virrey que la levantisca provincia de Nayarit, en Nueva Galicia, fuera castigada, sometiéndose por completo. Por último, las erupciones[270] del Popocatepetl amedrentaron a los que vivían cerca del volcán, y los vecinos de México vieron con sentimiento el incendio del hermoso teatro de la ciudad, suceso que acaeció después de la representación del drama Ruina e incendio de Jerusalén, y cuando se iba a poner en escena otro intitulado Aquí fué Troya.
El 15 de octubre de 1722, D. Juan de Acuña, Marqués de Casafuerte, natural de Lima, tomó posesión del gobierno. Se sometió el Nayarit, que volvió una vez más a sublevarse; y se expulsó a los ingleses del territorio que ellos denominaban de Walix o Belice, cuya operación se encomendó al valeroso jefe D. Antonio de Figueroa. Durante los once años de gobierno del marqués de Casafuerte se atrajo las simpatías de los mejicanos, los cuales lloraron su muerte, acaecida el 16 de marzo de 1734. Antes de terminar los hechos correspondientes a este virreinato, diremos que en el año 1722 comenzó en México la publicación de un periódico que se llamó primero Gaceta de México, y desde el número 4 se le añadió y Florilogio Historial, etc., dirigido por D. Juan Ignacio María de Castorena, chantre de la catedral de México y después obispo de Yucatán. Publicóse el periódico desde enero del año citado hasta junio, volviendo a aparecer en 1728 por el presbítero D. Juan Francisco Sahagún de Arévalo Ladrón de Guevara y que duró desde el mes de enero de aquel año hasta fines de noviembre de 1739; fué sustituído por otro periódico del mismo autor, que se llamó Mercurio de México, y que dejó de publicarse en septiembre de 1742. Construyó el marqués de Casafuerte la Casa de la Moneda, la de la Aduana y realizó otras muchas obras.
Tomó posesión del virreinato (16 mayo 1734) el Ilmo. D. Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta, arzobispo de México. En su tiempo, terrible epidemia que se llamó matlazahuat se cebó en los indios, de los cuales murieron más de la mitad. Declarada la guerra entre España e Inglaterra, las flotas británicas ocasionaron frecuentes alarmas en las ciudades del litoral y los indios de California se levantaron contra los misioneros jesuítas.
Después de los cortos gobiernos de D. Pedro de Castro y Figueroa, duque de la Conquista y marqués de Gracia Real (se encargó del mando el 17 de agosto de 1740 y falleció el 22 de agosto de 1741) y de la Audiencia, cuyo presidente era D. Pedro Malo de Villavicencio, tomó las riendas del virreinato (3 noviembre 1742) D. Pedro Cebrián y Agustín, conde de Fuenclara. Fué verdadera desgracia que el galeón Nuestra Señora de Covadonga, que salió de Acapulco con rumbo a Manila, cayese (20 junio 1743) en poder del almirante Anson, llevándose 300 prisioneros de todas clases y más de dos millones y medio de pesos.[271] En cambio, nos es grato referir que el coronel D. José de Escandón emprendió el año 1744 la conquista de Sierra Gorda, fundando las colonias de Nuevo Santander, en Tamaulipas. Dos asuntos le ocuparon después preferentemente: embellecer la ciudad de México y mandar dinero a España, cuyo gobierno se hallaba bastante necesitado.
Más importante es la historia de D. Francisco de Güemes y Horcasitas, conde de Revillagigedo (9 julio 1746). En su tiempo, D. Manuel Salcedo, gobernador de Yucatán, peleó con ventaja para desalojar a los ingleses del territorio de Belice. Uno de los mayores empeños del virrey fué el arreglo de la Real Hacienda, consiguiendo, en gran parte, su propósito, á pesar de los obstáculos que le puso aquel alto tribunal, siempre rehacio a ciertas reformas. Revillagigedo rebajó las tarifas de aduanas, persiguió con empeño y constancia el contrabando y dió otras prudentes y beneficiosas disposiciones. Encontróse a veces en grandes apuros, ya por la carestía y hambre que se presentaba en algunas provincias, ya por no poder atender las exigencias de dinero que le hacía la corte de Fernando VI. En este sentido es curiosa la siguiente comunicación escrita en Aranjuez el 21 de mayo de 1748. Dice así: «Hallándose la vajilla de que se sirve el Rey falta de muchas piezas muy precisas, y queriendo se complete enteramente de éstas y de las demás que son asimismo indispensables: Me ha mandado S. M. prevenir a V. E. embie de su real cuenta en las primeras ocasiones que se presenten, como sesenta mil onzas de plata de la que se llama Copeya o virgen, buscando la de más superior calidad, y al propio intento también dos mil onzas de oro del de mejores quilates que se hallase; lo que participo a V. E. para que en esta diligencia se dedique a desempeñar con la posible brevedad este encargo.—Dios guarde a V. E. muchos años.—El marqués de la Ensenada.—Señores virreyes de Nueva España Horcasitas y del Perú Manso»[301].
Importa a nuestro objeto recordar que D. José de Escandón continuó trabajando en la pacificación de Tamaulipas, vasto país habitado por los apaches, comanches y otros indios bárbaros.
Don Agustín de Ahumada y Villalón, marqués de las Amarillas, comenzó su virreinato el 10 de noviembre de 1755, y lo desempeñó hasta el 5 de febrero de 1760, en que falleció. No pudo extinguir el bandolerismo, ni proteger la colonia contra las invasiones de los indios comanches. Durante su virreinato ocurrió la formación del volcán de Xorullo, en medio de fértil planicie de Michoacán (1758).
Al gobierno de la Audiencia, presidida a la sazón por D. Francisco Antonio de Chavarría, y al virreinato de D. Francisco Cajigal de la[272] Vega, que tomó posesión el 28 de abril de 1760 y lo renunció el 6 de octubre del mismo año, sucedió D. Joaquín de Montserrat, marqués de Cruillas. La Real Cédula de su nombramiento se dió en el Buen Retiro el 10 de marzo de 1760[302], y tomó posesión el 6 de octubre del mismo año. Al siguiente se verificó el juramento de Carlos III, sucesor de su hermano Fernando VI en el trono de España. El virrey sofocó en 1761 un levantamiento de los yucatecas, dirigido por Jacinto Canek, que pagó con la vida su amor a la libertad. Cuando el almirante inglés Pocock se apoderó de la Habana (13 agosto 1762), el marqués de Cruillas reparó los fuertes de Veracruz, e hizo que D. Juan de Villalba organizase un ejército colonial, el primero de este género que se conoció en Nueva España. Mostró el marqués de Cruillas mucho interés—interés que le hicieron tener los frailes de su virreinato—en que el Rey recomendase a Su Santidad la pronta beatificación de Fray Antonio Margil de Jesús, religioso misionero observante de San Francisco[303].
No estando conforme el gobierno de Madrid con la administración del virrey Montserrat—pues se decía que había malversado dos millones de pesos—mandó de visitador a D. José de Gálvez, hombre de carácter y justo, quien destituyó a varios oficiales reales y al mismo marqués de Cruillas.
D. Carlos Francisco de Croix, marqués de Croix, natural de Lille, recibió en Otumba el gobierno a 23 de agosto de 1766. Graves asuntos preocuparon al virrey. Fué uno de ellos, y el más importante sin duda, la expulsión de los jesuítas que se verificó en México el 25 de junio de 1767[304]. En la mañana misma que se ejecutó la providencia contra los hijos de Loyola, publicó un bando el virrey, prohibiendo toda conversación, murmuración ó comentario sobre el asunto, terminando con decir... «de una vez para lo venidero deben saber los vasallos del gran Monarca que ocupa el trono de España que nacieron para callar y obedecer, y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del Gobierno.» Como los indios y el pueblo en general no entendiesen este lenguaje, se alzaron en armas e hicieron volver a su residencia a los Padres; pero el virrey, con poderosas fuerzas, logró restablecer el orden y castigó con mano de hierro a los sublevados, sufriendo muchos la pena capital. Conducidos los jesuítas a Veracruz, allí fueron embarcados con rumbo a Génova. Nuestra imparcialidad nos obliga a confesar que los jesuítas eran muy queridos en San Luis de Potosí, Guanajuato, San Luis de[273] la Paz, Valladolid, Uruapam y Pátzcuaro, y aun pudiéramos decir que en todo el virreinato.
Tampoco pasaremos en silencio que por R. D. dado en El Pardo a 17 de marzo de 1768, se creó en el Hospital de Indios de México una cátedra de Anatomía práctica[305].
Preocupóle al virrey el desorden que existía en el país, como también el lastimoso estado de la colonia del Nuevo Sacramento (1767)[306].
Lo más grave era que en México se agitaba cada vez con más fuerza la idea de independencia, hasta el punto que hubo necesidad de llevar tropas españolas, las cuales llegaron a Veracruz el 18 de junio de 1768.
De otros asuntos bien será decir que no carecieron de interés las dos expediciones que por los años de 1768 se hicieron a California, cuyo país fué conquistado y pacificado. Son del mismo modo curiosas las noticias dadas por el coronel D. Domingo Elizondo al marqués de Croix, acerca de la expedición de Sonora y que el mencionado virrey comunicó a España: el documento se halla fechado en junio de 1770[307].
Durante el virreinato de Croix, ocupó el arzobispado de México don Antonio de Lorenzana y Butrón, insigne varón que estableció (1767) la Casa cuna, publicó las Cartas de Hernán Cortés, los Concilios y celebró (1771) el cuarto Concilio provincial.
Se encargó del gobierno el 22 de septiembre de 1771 y lo conservó hasta el 9 de abril de 1779, don Fray Antonio María de Bucareli y Ursúa, bailío de la orden de San Juan. En el interior hizo prosperar el comercio y mejoró el estado de la Hacienda, y en el exterior estableció presidio en la región del Norte, para contener las invasiones de los apaches y comanches. En su tiempo se fundó el periódico semanal de Medicina por el Dr. José Ignacio Bartolache, con el título de Mercurio Volante. Se abrió un Hospicio, se fundó el Montepío, se estableció un Manicomio, se creó el Tribunal de Minería, se edificó la fortaleza de Acapulco y se hicieron otras obras de utilidad y recreo.
Después la Audiencia, cuyo regente era Don Francisco Romá y Rosell, estuvo unos cuatro meses al frente del virreinato.
Don Martín de Mayorga se hizo cargo del gobierno el 29 de agosto de 1779. Cuando los Estados Unidos de América habían proclamado su independencia y marchaban victoriosos en su lucha con Inglaterra, España, no sin vacilar mucho, se unió con Francia (junio de 1779) para[274] tomar parte en la guerra contra la Gran Bretaña. Púsose a la cabeza de nuestras tropas Don Martín de Mayorga, logrando algunas ventajas sobre las armas británicas. No solamente la guerra, sino otra plaga peor llevó el luto a muchas familias de Nueva España. Numerosas fueron las víctimas que hizo, en el citado año de 1779, la epidemia de viruelas en todo el país[308].
Ocupó el virreinato de México, después de un período de guerras y de epidemias bastante largo, Don Matías de Gálvez, en abril de 1783. Es de advertir que en dicho año España, con sentimiento de Carlos III, tuvo que ceder a Inglaterra el territorio de Walix o Belice.
Después, la Audiencia, representada por su regente Don Vicente Herreras, se encargó por corto tiempo del gobierno.
Don Bernardo de Gálvez, conde de Gálvez, hijo del anterior virrey, tomó posesión del gobierno el 17 de junio de 1785. Su bellísimo carácter y su inagotable caridad le granjearon muchas simpatías, y son timbre de gloria sus campañas contra los ingleses en Luisiana.
Otra vez la Audiencia, cuyo regente era a la sazón don Eusebio Beleño, se hizo cargo del poder. Por entonces se dispuso la división de Nueva España en intendencias, que fueron las siguientes: Veracruz, Puebla, Oaxaca, Valladolid de Michoacán, Guanajuato, Zacatecas, Mérida de Yucatán y la de Sonora y Sinaloa.
Interinamente fué nombrado virrey el ilustrísimo Don Alonso Núñez de Haro y Peralta, arzobispo de México, cargo que desempeñó desde el 8 de Mayo de 1787 al 16 de agosto del mismo año.
Desde el 17 de agosto de 1787 al 17 de octubre de 1789 estuvo al frente del virreinato Don Manuel Antonio Flores, que tuvo la dicha de recibir la expedición botánica dirigida por Don Martín Sesé y Don José Lacarta, organizada por Don Casimiro Gómez Ortega, director del Jardín Botánico de Madrid. Creó Flores tres regimientos, a los que llamó Nueva España, México y Puebla.
También desde el 17 de octubre de 1789 hasta el 12 de julio de 1794 ocupó el virreinato el caballeroso y excelente don Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla, segundo conde de Revillagigedo. A los siete días de encargarse del mando, o sea en la noche del 23 de octubre, aparecieron asesinados en su casa el comerciante don Joaquín Dongo, un cuñado suyo, cuatro dependientes, el cochero y cuatro criadas, faltando de las cajas grandes cantidades de dinero y muchas alhajas. Descubiertos los criminales, que eran tres extranjeros, fueron ahorcados en la plaza pública. Organizó la policía, hermoseó la capital, y al[275] nivelar la plaza (17 diciembre 1790) se encontró la piedra Tonalamatl o Calendario mejicano.
Una expedición que mandó al Norte del mar Pacífico (1791) para descubrir un estrecho que uniese las bahías de Hudson y Baffin, sólo dió por resultado la exploración del litoral hasta la isla de Vancouvert. Arregló la administración de justicia, protegió la instrucción pública, fomentó la industria y la minería y abrió nuevas vías de comunicación. Como materiales para la historia de México, hizo copiar los manuscritos que existían en los conventos o en poder de particulares.
Procede registrar el siguiente hecho: el arzobispo de México remitió al Conde de Floridablanca (27 enero 1792) un informe que se le había pedido acerca de la conducta moral y política y modo de obrar del virrey[309]. Posteriormente el mencionado virrey, conde de Revillagigedo, escribió algunas cartas al conde de Aranda acerca de emisarios propagandistas de la independencia[310].
Durante el virreinato de D. Miguel de la Grua Talamanca y Branciforte, marqués de Branciforte, casado con D.ª María Antonia Godoy, hermana del príncipe de la Paz, continuó la propaganda revolucionaria. Con fecha 26 de Septiembre de 1795, el virrey escribió al duque de Alcudia, remitiendo al mismo tiempo copia de un libelo introducido en aquel virreinato y daba cuenta de las providencias que había tomado para que se recogiesen el mencionado papel y otros de igual naturaleza[311]. Las sediciones interiores ocuparon mucho tiempo al virrey e igualmente la propaganda revolucionaria de los franceses. Al príncipe de la Paz dió cuenta (26 noviembre 1796) del expediente que hubo de formar para recoger estampas que representaban el suplicio del rey de Francia y su real familia[312]. No es de extrañar, pues, que la ciudad de México escribiese una carta al citado Godoy relatando los hechos de lealtad, méritos y servicios del marqués de Branciforte[313].
Una de las primeras ocupaciones del virrey D. Miguel José de Azanza, fué el descubrimiento de una conspiración que tenía por objeto la independencia de México. Autores y cómplices cayeron en poder de las autoridades[314]. Descubrióse en el año 1799 y se denominó la conspiración de los machetes. El jefe de ella se llamaba D. Pedro Portilla, hombre valeroso, enérgico y activo.
Después del virreinato de don Félix Berenguer de Marquina (1800[276] a 1803), quien logró que fracasara la conspiración del indio Mariano en Tepic, encaminada al restablecimiento de la monarquía azteca, ocupó cargo tan importante don José de Iturrigaray (1803 a 1808). Debió comenzar bien, por cuanto el ayuntamiento de la ciudad de México escribió a S. M. informando de la felicidad que gozaba el reino con el gobierno de Iturrigaray y pidiendo que continuase en él[315]. Lo mismo pidieron los gobernadores de indios de las parcialidades de San Juan y Santiago contiguas a la ciudad de México[316]. Sin embargo, se halla probado que Iturrigaray era codicioso y avaro, como también es indudable que remitió a España grandes cantidades, único modo de tener contentos a los cortesanos y favoritos de Carlos IV y de María Luisa.
Bajo su gobierno y con anterioridad al año 1805, los Honorables Juez James Workman y Coronel Lewis Kerr idearon un proyecto «para la conquista de las Provincias Españolas» en América. Dicho proyecto contó años después muchos partidarios, siendo algunos de ellos «personas distinguidas.» Formaron una junta secreta, denominada Asociación Americana; su objeto y planes se extendían a la conquista de Nueva España, o más bien «a su emancipacion de toda dependencia y sujecion a Dueños Europeos, erigiéndola en un Govierno independiente, aliado de los Estados Unidos, y bajo su proteccion (sic)», deviendo ser el primer paso que habían de dar la toma de Baton Rouge y tremolar allí «el antiguo Estandarte Mejicano», proponiéndose «librar a los territorios vecinos del yugo opresibo de los tiranos de España... y libertar a México de un yugo que aborrece...» La Asociación Americana contaba realizar otras dos expediciones con los auxilios de los Estados Unidos y de México: la una por el rumbo de Bexar, y la otra desembarcando en Panuco. Procesados los conspiradores principales, por haber intentado «una expedición ilegal», se excusaron diciendo que sólo trataban de prepararse para el caso de que España «se declarara enemiga» de los Estados Unidos. Dióse la sentencia el 6 de mayo de 1807 por la sala de la ciudad de Nueva Orleans[317], absolviendo a los acusados, sin embargo de que uno de ellos vomitó las más injuriosas exprecciones (sic) contra España y su gobierno en América, alegando justos motibos—en el concepto suyo—para desear y tratar de la independencia de ella. Alúdese en dicha causa a Aaron Burr, vicepresidente de la República de los Estados Unidos, que también trató de invadir a Nueva España, y al famoso General venezolano D. Francisco Miranda, ya rebelado contra la Monarquía Española[318].
[277] Acerca de la codicia y despotismo de Iturrigaray recordaremos que en enero de 1808 un sobrino del conde de Campomanes—retirado en el pueblo de San Juan Bautista Giguipilco, a 22 leguas de México—, dirigió sobre el particular verídica representación a Fernando VII[319].
Las noticias que daremos a continuación, las tomamos de la Relación o Historia de los primeros movimientos de la insurrección de Nueva España y prisión de su virrey D. José de Iturrigaray, escrita por el capitán del Escuadrón Provincial de México D. José Manuel de Salaverría y presentada al actual virrey de ella el Excmo. Sr. D. Félix María Calleja (12 de agosto de 1816). Comienza diciendo que desde la llegada del virrey a México, se notó que vendía todos los empleos, así civiles como militares. D. Rafael Ortega, secretario particular del virrey, imitando la inmoral conducta de su General, vendía su influjo a favor de los injustos solicitantes, y una criada de la virreyna hacía lo mismo con el favor de su señora[320]. El 8 de junio del año 1808, hallándose Iturrigaray en San Agustín de las Cuevas, tuvo noticia de los sucesos de Aranjuez y de la subida al trono de Fernando VII. Hízose sospechoso de antipatriota, porque tanto él como su familia acostumbraban a decir que Fernando VII jamás sería rey de España y que Napoleón lo sacrificaría a su propia seguridad. Eran los consejeros del virrey, Fray Melchor Talamantes, religioso mercenario, que aspiraba a una mitra, y otro clérigo, que deseaba el patriarcado de la nación española. Los togados Villa-Urrutia, Villa-Fañe y Fagoaga pretendían los primeros cargos del imperio. El marqués de Rayas, los abogados Verdad y Azcárate, el coronel Obregón y otros formaban también parte de la camarilla del virrey. Los capitulares de la ciudad, gente ambiciosa y perdida, convinieron, después de muchas juntas, reconocer al virrey como soberano independiente con el nombre de José I, no sin pensar que más adelante lo sacrificarían á su venganza[321]. Habiendo llegado a México la noticia de que la nación española se había sublevado contra los franceses, el virrey, aunque tal vez a disgusto de sus amigos y de él mismo, se decidió a celebrar la coronación de Fernando VII, ceremonia que se verificó a mediados de agosto. Contando Salaverría (autor de esta Relación) con el apoyo del rico propietario Yermo, se decidió a deponer al virrey. Ayudado por otros—pues Iturrigaray tenía muchos enemigos—el 15 de septiembre de 1808 fué preso con toda su familia, siendo nombrado sucesor interino, conforme a la Real orden de 30 de octubre de 1806, D. Pedro Garibay, mariscal de Campo. El[278] acuerdo estuvo acertado al nombrar a Garibay. Iturrigaray fué llevado a Veracruz, llegando en la noche del 28 del citado mes. Con fecha 16 de septiembre se publicó en México una proclama dando la noticia de la deposición del virrey. En el mismo día se hizo inventario de las alhajas encontradas en la habitación de Iturrigaray, que por cierto no eran pocas ni de escaso valor, en particular las perlas y brillantes. En un cajoncito que tenía un letrero que decía Dulce de Querétaro, se encontraron 7.383 onzas de oro. En la persecución de que fué objeto don José de Iturrigaray, debió influir la circunstancia de que el virrey era hechura del príncipe de la Paz. Lo que puede sí asegurarse es que fué absuelto del delito de infidencia y que algunos de sus parciales, como el licenciado Juan Francisco Azcárate, «quedaron—según decreto del virrey Venegas, del 27 de septiembre de 1811—en la buena opinión y fama que se tenía de su honor y circunstancias antes de los sucesos de 1808.»
Gobernó D. Pedro Garibay diez meses. En su tiempo el licenciado D. Julián de Castillejos hizo circular anónima proclama, y en ella invitaba a los habitantes del país a «proclamar la independencia de Nueva España, para conservarla a nuestro Augusto y amado Fernando Séptimo, y para mantener pura e ilesa nuestra fe.» «En las actuales circunstancias—decía—la soberanía reside en los pueblos.» Terminaba con las siguientes palabras: «No se oiga de vuestros labios (se refería a los habitantes de Nueva España) más voz que la de independencia. Así seremos verdaderos defensores de nuestra Santa Religión y fieles vasallos del amado y deseado Fernando Séptimo, y no esclavos del tirano de la Europa.» Castillejos—como poco antes otros que habían proclamado lo mismo—fué procesado y preso. No le valió decir que la proclama era «inocente» y que no tendía a «una independencia absoluta, infiel y rebelde», sino a una «hipotética y condicional, supuesta la desgracia de que el tirano Napoleón subyugase a la España», pues el juez consideró que estaba «vastamente combencido del atrocisimo Crímen público de sedición y discordia, con las orribles miras de independencia y rebilion contra nuestro Augusto Soberano», y lo sentenció a ser conducido a España bajo partida de registro, a disposición de la Suprema Junta Central. No se pidió la pena de muerte para «tan atroz y escandaloso delinquente», porque no convenía aplicarla «en las apuradas circunstancias del día.» Indultado el licenciado Castillejos «en virtud del decreto de las Cortes Generales y Extraordinarias de 30 de noviembre de 1810» pudo regresar a Nueva España; pero, apenas hubo pisado la tierra patria, fué de nuevo reducido a prisión, por ciertas expresiones imprudentes que dijo y que ofendieron mucho la extremada susceptibilidad del virrey Venegas.
[279] También en los comienzos del año 1809 merecieron ser encausados Fr. Miguel Zugasti y el Marqués de San Juan de Rayas, ambos por haber censurado la prisión del virrey Iturrigaray, la que calificaron de injusta, añadiendo el último que fué un atentado de «una canalla de hombres.»
Garibay restableció la tranquilidad en Nueva España; pero su avanzada edad no era muy a propósito para los graves cuidados del virreinato.
Era necesario y aun urgente el nombramiento de un virrey «de opinión, de probidad y de carácter y que si fuese casado deje a todos sus hijos en España en rehenes de su fidelidad, conforme a una antigua y sabia ley de Indias.» D. Juan Jabat, comisionado de la Junta de Sevilla, propuso la extinción total del ayuntamiento de México «por haber provocado con escándalo la independencia del país.» Debía ser sustituído por 12 vocales de los sujetos de más acreditada probidad de México, la mitad europeos y la otra mitad criollos, los cuales se renovarían cada seis años[322]. La necesidad de un virrey de grandes prestigios determinó el nombramiento que hizo la Central (8 febrero 1808) a favor del secretario de guerra D. Antonio Cornel, quien renunció el cargo fundándose en que era falta de patriotismo salir de España en aquellas circunstancias. Admitiósele la renuncia y continuó desempeñando la Secretaría de Guerra[323]. El 16 de febrero la Junta Central acordó que desempeñase tan elevado puesto D. Francisco Javier de Lizana y Beaumont, arzobispo de México, siendo celebrado su nombramiento con bastante entusiasmo[324]. El mismo virrey, en carta del 19 de agosto de 1809, dice a D. Francisco de Saavedra que tomó posesión de sus empleos de virrey y gobernador el 19 de julio próximo pasado, después de haber reiterado el juramento de obediencia a la Suprema Junta Gubernativa[325]. Fiel a la persona de Fernando VII, trabajó sin descanso por la causa de la legalidad.
Capitanía general de Guatemala.—La Audiencia: Alonso Maldonado.—El Cabildo y las Nuevas Leyes.—El P. Las Casas.—López Cerrato.—El obispo Valdivieso es asesinado.—Revolución de los Contreras.—Administración de Cerrato.—Revueltas en Nicaragua.—El Dr. Rodríguez de Quesada.—Ramírez de Quiñones.—Administración de Núñez de Landecho.—Fallecimiento del obispo Marroquín.—Traslación de la Audiencia a Panamá.—El obispo Villalpando.—Fallecimiento del P. Las Casas.—Restablecimiento de la Audiencia.—El Dr. González, el Dr. Villalobos y García de Valverde.—Minas en Honduras.—Repartimiento de indios.—El oidor Abaunza.—Los presidentes Mallén, Sandé y Castilla.—Los piratas.—Estadística para la cobranza de la alcabala.—Artes.—El Puerto de Santo Tomás.—Los holandeses.—El presidente Peraza.—Alcabalas.—Orden público en Costa Rica.—Los presidentes Acuña y Quiñones: protección a los indígenas.—Uso del papel sellado.—El presidente Avendaño.—El oidor Lara.—Inundaciones.—Estado de Honduras y de Nicaragua.—Los presidentes Altamirano y Mencos.—Terremoto.—Estado de Costa Rica.—La imprenta en Guatemala.—Corsarios en Nicaragua.—El presidente Alvarez.—La nueva catedral.—Enemiga de la Audiencia a Alvarez.—El obispo presidente.—Los corsarios.
La provincia de Guatemala fué constituída en Capitanía general el año 1542, y dicho gobierno duró hasta los comienzos de la centuria XIX. La mencionada Capitanía general tuvo pronto Audiencia, alto tribunal que se inauguró en la antigua ciudad de Gracias a Dios, el día 16 de mayo de 1544. Hallábase por entonces dividido en 13 provincias el distrito de la Real Audiencia, las cuales eran: Chiapas, Soconusco, Vera-Paz, Izalcos, Salvador, San Miguel, Honduras, Chuluteca, Nicaragua, Taguzgalpa y Costa Rica. Componían la Audiencia, como presidente el licenciado Alonso Maldonado, y como oidores los licenciados Diego de Herrera, Pedro Ramírez de Quiñones y Juan Ro[281]gel. Dicen los cronistas contemporáneos que dicho presidente, sucesor de D. Francisco de la Cueva, nada hizo digno de especial mención. Llegó Alonso Maldonado a Guatemala en los primeros días del mes de mayo de 1542. Si protestó el cabildo contra las Ordenanzas de Barcelona o Nuevas Leyes, tan beneficiosas para los indios y de las cuales ya hemos dado noticia y nos ocuparemos con alguna extensión en el capítulo XXXIII de este tomo, voces autorizadas salieron a su defensa. Entre sus defensores más decididos—como varias veces también se ha indicado—estaban los dominicos, y a la cabeza de ellos el P. Las Casas. Fray Bartolomé, el licenciado Marroquín, obispo de Guatemala, y Fray Antonio Valdivieso, electo de Nicaragua, se pusieron de acuerdo para dirigirse a Gracias a Dios, y exponer ante la Audiencia sus inclinaciones en favor de los indios. Reunidos los tres prelados comenzaron con toda actividad sus trabajos. Sus memoriales fueron recibidos con desagrado por aquel alto tribunal, especialmente el del obispo de Chiapa. Los jueces, desde los estrados, insultaron al peticionario, distinguiéndose entre todos por su enemiga al P. Las Casas, el licenciado Alonso Maldonado. En carta fecha en Gracias (9 noviembre 1545), el P. Las Casas dice al príncipe D. Felipe que al presidente Maldonado y a los oidores Ramírez y Rogel les amonestó y amenazó con excomulgarlos en su obispado; por este motivo dicho presidente «díjome palabras muy injuriosas en gran menosprecio y abatimiento e injuria e contumelia de mi dignidad, no menos que si fuera él el Gran Turco, etcétera.» Si la razón estaba de parte del obispo de Chiapa, habremos de reconocer que, no sólo los seglares, sino algunos individuos del clero, censuraban el exagerado celo del P. Las Casas.
Recordaremos—y con esta noticia se dará fin a los sucesos acaecidos durante la presidencia de Alonso Maldonado—que cuando éste quiso agregar a su gobernación la provincia de Honduras, los colonos se negaron a ello y consiguieron su independencia.
Al licenciado Alonso Maldonado sucedió el licenciado Alonso López Cerrato (1548-1554)[326]. López Cerrato se mostró decidido a favorecer a los indios, conforme le había encargado el gobierno de la metrópoli. Declaró libres la mayor parte de los de la provincia de Guatemala; pero tuvo el sentimiento de que durante su gobierno se despoblara Nueva Sevilla.
En el año 1548 ocurrieron en Nicaragua sucesos de mal carácter. D. Rodrigo de Contreras, gobernador que había sido de la provincia, sufrió gran contrariedad cuando la Audiencia, en virtud de una de las cláusulas de las Ordenanzas de Barcelona, se hizo cargo de dicha go[282]bernación. Los disgustos de Contreras por haber perdido su gobierno de Nicaragua, y por otras causas, los vino a pagar el obispo de la diócesis, D. Fray Antonio de Valdivieso. El 26 de febrero de 1549, en la antigua ciudad de León, que llaman hoy el Viejo, Hernando y Pedro, hijos de D. Rodrigo, se pusieron al frente de formidable insurrección. Hernando, asaz malvado, a la cabeza de algunos conjurados, penetró en la casa del obispo y le asesinó con su daga, hallándose presente Doña Catalina Alvarez Calvento, madre de dicho prelado. Hernando, añadiendo el robo al asesinato, hizo descerrajar dos cofres del obispo, tomando el oro y la plata que encontró a mano; y sus partidarios asaltaron las casas de los vecinos más acomodados, a quienes exigieron armas y caballos. Hernando de Contreras remitió a su hermano Pedro, que se hallaba en Granada, el puñal con el cual había asesinado a Fray Antonio de Valdivieso. El alma de la descabellada empresa era un tal Juan Bermejo, gran amigo de los Contreras. Los conjurados, dirigidos por dichos hermanos, por Juan Bermejo y por otros, recorrieron la tierra, cometieron toda clase de desacatos y no hicieron caso de La Gasca, encargado por Carlos V de la pacificación del Perú. Los de Panamá, tomando la voz del Rey, y dirigidos por Arias de Acevedo, se prepararon a combatir a los rebeldes. Las fuerzas de los insurrectos fueron completamente desbaratadas «y en el espacio de medio cuarto de hora—dice Herrera—no quedó rebelde, que no fuese muerto o preso»[327]. Más adelante añade el citado cronista: «de los hermanos Contreras se dijeron muchas cosas; pero la verdad es, que de ellos jamás se pudo entender ni saber cosa cierta, y así es la opinión, que los debieron de matar los indios o los negros»[328].
Por entonces, el presidente López Cerrato, considerando que Gracias no era el punto más a propósito para la residencia de las supremas autoridades, solicitó de la metrópoli la traslación de la Audiencia a Guatemala, lo cual se realizó al poco tiempo (1549). Las reformas de López Cerrato dieron origen a protestas de los encomenderos y de algunas otras personas de respeto y consideración. El veterano soldado e historiador Bernal Díez del Castillo, desde Guatemala, con fecha 22 de febrero de 1522, dirigió extenso memorial a Carlos V, censurando con acritud al presidente de la Audiencia. Del mismo modo el cabildo de Guatemala mandó enérgica exposición al Emperador y, entre otras cosas, le decía que López Cerrato «ni es para ser juez, ni para ello tiene parte; porque le falta ciencia, paciencia y conciencia.» Contra tales acusaciones, tenemos el testimonio de los cronistas, que alaban la con[283]ducta del presidente. El descontentadizo Las Casas, tan severo con los gobernadores de las Indias, exceptúa de la general censura a D. Antonio de Mendoza, virrey de Nueva España, á D. Sebastián Ramírez, presidente de aquella Audiencia y a López de Cerrato, que lo era de la de Guatemala. Cansado de luchar dicho presidente con tantas dificultades, pidió permiso para dejar su cargo y volver a España. Habiendo comisionado el Rey al Dr. Rodríguez de Quesada, a fin de que tomase residencia a López de Cerrato, antes de terminar el juicio, falleció el digno magistrado.
Siendo gobernador de Nicaragua el licenciado Juan de Caballón, que residía en la ciudad de León, tuvo aviso de que llegaban rebeldes dirigidos por Juan Gaitán y un tal Tarragona, su maese de campo. Venían los rebeldes de la provincia de Guatemala y Honduras y a ejemplo del Perú, que estaba en contínuas revueltas, ellos se levantaron en armas con la mira de no pagar las muchas deudas que tenían. Hallábanse camino de León los conjurados y entre Gaitán y Tarragona se entabló la siguiente disputa. Tirábala de adivino Tarragona, quien dijo: que unos huesos y cabezas de vacas y toros que en el camino hallaron, era señal prodigiosa, y que temía, que si iban a la ciudad, morirían todos ahorcados. De opinión contraria fué Gaitán, quien sostuvo que aquella señal denotaba la carnicería que habían de hacer en los de la ciudad y el espanto que habían de poner en todas las Indias. Las fuerzas del licenciado Caballón desbarataron a los revoltosos, teniendo la desgracia de caer prisioneros Gaitán y Tarragona. Algunos sufrieron la pena de muerte, entre ellos Gaitán y Tarragona; muchos fueron desterrados.
El Dr. Rodríguez de Quesada (1554-1558), tuvo que intervenir en las luchas que sostenían los frailes con el obispo. Castigó a los indios de Lacandón, los cuales habían muerto al padre Vico y a otros misioneros. La industria recibió algún impulso en la provincia de Guatemala (compuesta entonces de la actual república de dicho nombre y de la del Salvador, con Chiapa y Soconusco), la seguridad personal mejoró bastante y las costumbres públicas progresaron del mismo modo. El 25 de mayo de 1557, el ayuntamiento de Guatemala alzó pendones por Felipe II, celebrándose después espléndidas fiestas.
Encargóse Pedro Ramírez de Quiñones del gobierno por fallecimiento de Rodríguez de Quesada (28 noviembre 1558). Conocedor el gobierno de la metrópoli de que los lacandones seguían robando y matando a los habitantes de los pueblos cristianos, dispuso que el presidente Ramírez y la Audiencia hiciesen guerra a aquéllos, pudiendo reducirlos a la esclavitud. De este modo se derogó una de las disposiciones más[284] importantes de las Ordenanzas de Barcelona. La expedición se dirigió, no sólo contra los indios de Lacandón, sino contra los de Puchutla; unos y otros sufrieron tremendo castigo.
El licenciado Juan Núñez de Landecho (1559-1570) no siguió el camino de sus antecesores. Su amistad con unos cuantos, poco escrupulosos en asuntos de la hacienda pública, le desacreditaron ante la opinión general. Era uno de aquellos Antonio Rosales, regidor perpétuo y tal vez el autor de una exposición dirigida al Rey, en la que no escaseaban los elogios al nuevo presidente y se pedía para él la gobernación de Guatemala. Se quería que el gobierno, tanto político como militar, estuviese en una sola mano y no en los cuatro o cinco sujetos que componían la Audiencia. Accedió el Rey y en cédula de 16 de septiembre de 1560 decía: «Avemos acordado que vos tengais la gobernacion y proveais los repartimientos que se ovieren de encomendar y los otros oficios que se oviesen de proveer, ansi como lo ha hecho hasta aquí toda esa Audiencia; por ende, por la presente vos damos facultad y poder para que vos solo tengais la gobernacion, ansí como la tiene nuestro visorrey de la Nueva España.» Seguía el ayuntamiento con su tarea de escribir cartas en alabanza del gobernador, y como entendiese dicho cabildo que algunos no participaban de sus ideas respecto á Landecho, se dirigió de nuevo al monarca, con fecha 26 de enero de 1562, protestando contra cualquier informe en contrario y repitiendo los elogios anteriores. Un año después, esto es, en enero de 1563, volvió el cabildo a escribir al Rey, y ya ni siquiera mencionaba a Landecho. Este silencio significaba que los indivíduos del ayuntamiento iban conociendo las mañas del gobernador.
Día de luto fué para Guatemala el 18 de abril de 1563. En ese día falleció D. Francisco Marroquín, virtuoso y primer prelado de Guatemala. Gobernó treinta y tres años la diócesis.
Llegó al fin a oídos del Rey la mala administración de Landecho. El licenciado Francisco Briseño fué nombrado (30 mayo 1563) por real cédula para que se presentara en Guatemala y abriese juicio de residencia al inmoral gobernador. Hasta el 2 de agosto de 1564 no llegó Briseño a Guatemala, abriendo en seguida el juicio de residencia contra el presidente e individuos de la Audiencia. Viendo Landecho que las cosas tomaban para él mal aspecto, salió de la ciudad disfrazado y huyó en un barquichuelo, no sabiéndose más de su persona. Es de creer que naufragase, dada la débil embarcación en que se lanzó a la mar. Los oidores fueron severamente castigados y por real cédula que se publicó en Guatemala el 19 de noviembre de 1564 la Audiencia se trasladó a Panamá. A dicha Audiencia quedaron sujetas las provincias de[285] Nicaragua y Honduras, y a la de México las de Guatemala, Chiapa, Soconusco y Vera Paz.
Continuó Briseño con el mando de Guatemala. Por entonces vino a ocupar la silla episcopal D. Bernardino de Villalpando, obispo que había sido de Santiago de Cuba. Se presentó en Guatemala (1565) rodeado de numeroso acompañamiento de clérigos, seglares y no pocas mujeres con sus correspondientes criadas. Gustábale recibir obsequios, y si con los obsequiantes se mostraba cariñoso, con los demás era desabrido y descortés. Una de sus primeras determinaciones fué quitar los curatos a los frailes y encomendarlos a clérigos regulares. Hasta tal punto llegaron las demasías de Villalpando, que Felipe II dirigió una cédula al gobernador Briseño, y en ella se hacían cargos de no poca gravedad al prelado, pues, entre otras cosas, decía: «y que así mismo tiene en su casa ciertas mujeres que no son sus hermanas ni primas, y que la una de ellas es de edad de diez y ocho años y poco honesta, por cuya intercesion y de un sobrino suyo del dicho obispo, con dádivas y presentes han de negociar con él los que quisieren conseguir algo...»
Perjuicios sin cuento habían acaecido con la traslación de la Audiencia a Panamá. Entre los más decididos a que volviese a Guatemala se hallaban los dominicos, quienes recomendaron el asunto al antiguo obispo de Chiapa. Sin embargo de que el P. Las Casas contaba más de noventa años, hizo un viaje a Madrid, logrando atraerse el ánimo del Rey y de los consejeros. Luego, cuando se disponía a salir de la corte, rápida enfermedad le condujo al sepulcro (fines de julio de 1566). Fray Bartolomé, aunque amigo de la verdad, era crédulo, hasta el punto de escribir, no una historia, sino una epopeya. Su simpatía hacia la raza indígena y su antipatía hacia los conquistadores españoles, le hicieron, sin que él se diese cuenta de ello, parcial y algunas veces injusto. Con todo eso, el P. Las Casas fué la primera figura, la más piadosa y buena, entre todos, ya descubridores o conquistadores, ya gobernantes o colonos, que pasaron a las Indias.
Volviendo a reanudar el hilo de nuestra historia, comenzaremos diciendo que se restableció la Audiencia en Guatemala a mediados del año 1568, nombrando el Rey como presidente al doctor Antonio González, que desempeñó el cargo hasta comienzos de 1573. El 5 de enero de 1570 llegaron a la ciudad el presidente, los oidores y el fiscal, abriéndose la Audiencia el 3 de marzo. Como frecuentemente sucedía, no fueron cordiales las relaciones entre el presidente y el cabildo.
Hizo el Dr. D. Pedro de Villalobos su entrada pública el 26 de enero de 1573. Dispuso en seguida la reparación de caminos y construcción de puentes en los ríos que dificultaban el tráfico entre las provin[286]cias del reino. A la sazón, la escasez de trigo y los temblores de tierra alarmaron a los habitantes del país, si bien renació la tranquilidad a causa de la abundancia de carne y de frutas. En tiempo de Villalobos se estableció la alcabala interior y se dieron algunas disposiciones que no favorecían a los indios.
El licenciado García de Valverde se encargó del mando en noviembre de 1578. En enero de 1579 el corsario inglés Guillermo Parker, después de haber asaltado y robado la Isla Española, se presentó en las costas de Honduras, tomando y saqueando la ciudad de Trujillo. A los tres meses de la invasión de Parker por el Norte, Francisco Drake, ayudado por la reina Isabel de Inglaterra, amenazó por el Sur el gobierno de Guatemala. La expedición que organizó Valverde para ir en persecución del valeroso Drake, le dió justa fama y no poco renombre.
En esta época se descubrieron en Honduras las minas de plata llamadas de Guarcorán y las de los cerros de San Marcos, Agaltera, Tegucigalpa y Apazapo; eran tan ricas, que daban, generalmente, a razón de seis a diez y más onzas por quintal.
Recordaremos que si se concedieron repartimientos de indios para los trabajos más urgentes de la agricultura, se prohibió la elaboración del añil, porque se decía que este trabajo era muy dañoso al indígena. Esta era la opinión de la Audiencia, aunque el ayuntamiento hubo de afirmar lo contrario. La agricultura adelantó mucho, merced a las reformas del cabildo de Guatemala, «compuesto—como dice Milla—de los principales y más ricos vecinos, a quienes abonaba el prestigio de la descendencia de conquistadores y primeros pobladores del país»[329]. Real cédula (27 mayo 1582) supone, según informes dados al monarca, que había desaparecido más de la tercera parte de la población indígena, atribuyéndose esto a los malos tratamientos de los encomenderos. Debieron informar al Rey algunos clérigos y frailes, fuente sospechosa, tratándose de esta material[330].
Ruda oposición encontró el licenciado García de Valverde en Alvaro Gómez de Abaunza, oidor de la Audiencia. En largo memorial dirigido al Rey, decía el oidor que el presidente sólo se ocupaba en fabricar iglesias y conventos, en concurrir a congregaciones y cofradías, con abandono de los deberes de su cargo. Trabajaba como un peón en dichas obras y era tanta su intimidad con los frailes, que frecuentemente asistía al coro con ellos.
El 21 de julio de 1589 fué promovido Pedro Mallén de Rueda a la presidencia de la Real Audiencia de Guatemala. Mallén fué un hombre[287] estrafalario y tirano. Se malquistó con el obispo, que era a la sazón Fray Gómez Fernández de Córdova, y abofeteó a Fray Francisco Salcedo, guardián del convento de San Francisco. Bajo el gobierno de Mallén—según se cree—comenzó el comercio con la China y algo hizo el presidente para aumentar la riqueza del país. Marchó a España, no loco, como dicen Fuentes, Vázquez y Juarros, sino en su sano juicio, según carta del cabildo al Rey fechada el 16 de febrero de 1595.
En agosto de 1594 se encargó de la presidencia de Guatemala el Doctor Francisco de Sandé, enemigo decidido del ayuntamiento. Habiendo sido promovido el Dr. Sandé a la presidencia del Nuevo Reino de Granada, salió de Guatemala el 6 de noviembre de 1596, quedando el gobierno en manos del licenciado Alvaro Gómez de Abaunza, oidor decano.
Aunque el Doctor Alonso Criado de Castilla fué nombrado presidente de la Audiencia de Guatemala en 1596, no tomó posesión del cargo hasta el 19 de septiembre de 1598. A la muerte de Felipe II se celebraron en Guatemala solemnes honras fúnebres, y en seguida se alzaron pendones por el nuevo rey Felipe III. En el mismo año murió el caritativo obispo Fernández de Córdova, después de haber gobernado la diócesis veinticuatro años. No hubo paz ni armonía entre el presidente y el cabildo. Si es cierto que el cabildo promovía algunos proyectos de interés público, también es cierto que olvidaba a veces los derechos de la Corona.
Por el año 1600 apareció delante de Puerto-Caballos una escuadra de piratas, cuyo capitán, sucesor de Parker, se llamaba Sherly. Hicieron el desembarco; pero atacados por los españoles, después de perder 47 hombres, se reembarcaron a toda prisa. Añade el mismo cronista Fuentes que en el año 1603 y en el puerto citado, el capitán Juan de Monasterio, al frente de dos naves, peleó con una escuadra de piratas mandada por los capitanes Pié de palo y Diego el Mulato, criollo de la Habana. Monasterio luchó como un héroe, siendo al fin hecho prisionero. Antes que Fuentes, refirió el hecho el cronista Remesal, que vino a Guatemala el 1613, esto es, diez años antes que ocurrió el suceso[331].
Sumamente curiosa es la estadística que se formó en el año 1604 para la cobranza de la alcabala. Veámosla:
VECINOS | Tostones que pagaban. |
|
76 | encomenderos | 599 |
108 | mercaderes | 2.346 |
13 | tratantes | 25 |
13 | pulperos | 62 |
22 | dueños de obrajes (de añil) | 254 |
10 | dueños de trapiches | 132 |
11 | cereros y confiteros | 74 |
7 | herreros | 15 |
10 | viudad de trato | 43 |
7 | molineros | 39 |
8 | caleros y tejeros | 31 |
82 | labradores | 509 |
33 | criaderos de Ganado | 226 |
76 | oficiales de diferentes oficios | 145 |
76 | oficiales de diferentes oficios | 145 |
Total | 4.500 |
En el mismo año de 1604 las profesiones de artes liberales y mecánicas se dividían en la ciudad de la manera siguiente:
Plateros | 4 |
Orificos | 2 |
Escultores | 5 |
Pintores | 3 |
Sombrereros | 4 |
Barberos | 8 |
Espadero | 1 |
Talabarteros | 5 |
Polvorista | 1 |
Carpintero | 1 |
Batioja | 1 |
Zapateros | 18 |
Calcetero | 1 |
Violero | 1 |
Guanteros | 2 |
Cereros | 8 |
Sastres | 8 |
Cantero | 1 |
Herreros | 3 |
Sedero | 1 |
Comidero | 1 |
Albañil | 1 |
Confiteros | 2 |
Herradores | 4 |
Total | 87 |
Como acontecía frecuentemente, entre el cabildo y la Audiencia las relaciones eran tirantes.
Formábanse ilusiones con motivo del reciente descubrimiento del puerto de Santo Tomás. En el año 1607 renació en el ánimo de los in[289]dividuos del cabildo una idea más patriótica que realizable, y en ella ya se había pensado algunos años antes. Consistía esta idea en obtener una resolución del Rey para que el comercio de España con el Perú y demás reinos situados en las costas del Pacífico no se hiciese por Nombre de Dios y Panamá, sino por la vía de Santo Tomás al golfo de Fonseca. La idea, pues, de establecer la comunicación interoceánica a través de lo que al presente se llama Centro-América, es muy antigua, casi contemporánea a la conquista. Por cierto que la provincia de Nicaragua no vió con gusto el pensamiento, creyendo que sería la ruina de su comercio, y propuso a su vez que se hiciera el tránsito por el río San Juan.
Procede recordar que en el citado año llegó al mencionado puerto de Santo Tomás una escuadra holandesa, que capitaneaba el conde Mauricio de Nassau[332], la cual se apoderó de los efectos que había en dicho puerto e incendió la población.
También en el mismo año de 1607 se verificó la supresión del obispado de Vera Paz, creado en 1559. Se reincorporó la diócesis al obispado de Guatemala[333].
Don Antonio Peraza de Ayala, conde de la Gomera, vino á hacerse cargo en el año 1611 de la presidencia de la Audiencia, de la gobernación y de la capitanía general. Hizo algunas mejoras en la capital y dictó algunas disposiciones que le grangearon simpatías. Sin embargo, fué bastante exigente en la cobranza de las alcabalas, y por ello tuvo disgustos con el cabildo.
Dimos noticia de los productos de la alcabala en el año 1604; veamos los que dió en los años siguientes:
Años. | Tostones. |
1605 | 4.422 |
1606 | 2.463 |
1607 | 1.975 |
1608 | 1.914 |
1609 | 1.935 |
1610 | 1.548 |
1611 | 1.394 |
1612 | 1.262 |
1613 | 5.195 |
1614 | 7.180 |
1615 | 9.588 |
1616 | 11.655 |
1617 | 9.012 |
1618 | 10.311 |
1619 | 10.452 |
1620 | 12.471 |
[290] En el año 1621 se celebraron honras fúnebres por el fallecimiento de Felipe III, y en seguida grandes festejos por la proclamación de Felipe IV.
Puso en cuidado a las autoridades de Guatemala (1622) las alteraciones de Costa Rica, y de cuya provincia era entonces gobernador don Alonso de Guzmán.
Los productos de la alcabala desde el año 1621 á 1626, fueron los que copiamos a continuación:
Años. | Tostones. |
1621 | 13.072 |
1622 | 17.089 |
1623 | 11.541 |
1624 | 16.043 |
1625 | 11.223 |
1626 | 17.223 |
A mediados del año 1627 vino a tomar posesión de la presidencia, en sustitución del conde de la Gomera, Don Diego de Acuña, comendador de Hornos en la Orden de Alcántara. El recibimiento que hizo el cabildo a Acuña fué sumamente expresivo. Durante su gobierno los impuestos establecidos por la metrópoli pesaban de un modo considerable sobre los pacíficos habitantes de Guatemala. El Dr. Acuña terminó el tiempo de su presidencia en enero de 1634.
Sucedióle Don Alvaro de Quiñones y Osorio, y el cabildo celebró con suntuosos festejos su posesión. El nuevo gobernador quiso proteger la población indígena, harto diezmada en las provincias de Honduras, Nicaragua y El Salvador. Unas cincuenta familias españolas, que se dedicaban a la fabricación del añil en aquella comarca, fundaron nueva población, a la que dieron el nombre de San Vicente de Lorenzana (1635). El Rey premió servicios tan señalados concediendo a Quiñones Osorio el título de marqués de Lorenzana. Tres años después (28 diciembre 1638), por Cédula, se ordenó el uso del papel sellado para todos los dominios de Indias y, aunque el cabildo, en razón de la pobreza del país, suplicó al Rey la suspensión de aquella providencia, la reclamación no fué atendida. Se establecieron cuatro sellos: el pliego del sello primero valía 24 reales, el del segundo 6, el medio pliego del tercero un real y el del cuarto un cuartillo.
D. Diego de Avendaño sustituyó en la presidencia al marqués de Lorenzana (1642). Guatemala celebró con fiestas su toma de posesión. Como acontecía con frecuencia, no marchaban bien las relaciones entre el cabildo y el presidente, ocasionando todo esto malestar general. Además, el comercio se hallaba casi arruinado y a ello contribuía la plaga[291] de corsarios que infestaba nuestras costas. Por último, como la situación de la metrópoli era cada vez más apurada, los impuestos seguían aumentando.
Por fallecimiento del probo y justiciero presidente Avendaño (2 agosto 1649) tomó el mando el oidor más antiguo, D. Antonio de Lara Mogrovejo. Feliz fué la expedición que en 1650 se hizo para arrojar a los ingleses de las islas de Roatán y Utila, de las cuales se habían apoderado hacía ocho años. En el de 1652 terribles inundaciones ocasionaron perjuicios de consideración y los piratas continuaban cometiendo toda clase de depredaciones. Respecto a Honduras, jurisdicción de Choluteca, el beneficio de las minas era considerable y en Nicaragua se vivía con cierta abundancia.
D. Fernando de Altamirano y Velasco, conde de Santiago Calimaya (1654-1657), se puso al lado de la poderosa familia de los Mazariegos en los bandos que dividían a Guatemala. Lo mismo bajo el gobierno de Altamirano que en el de su antecesor se sintió profundo malestar a causa de haberse introducido mucha moneda de baja ley fabricada en el Perú. Falleció el conde de Calimaya y recayó el gobierno en la Audiencia.
Durante el año 1658 fué nombrado gobernador D. Martín Carlos de Mencos, que llegó con el obispo electo D. Fr. Payo Enríquez de Ribera. Entró el presidente el 5 de enero de 1659. Día triste registró la ciudad de San Salvador el 30 de septiembre de dicho año; violento terremoto redujo a escombros la iglesia parroquial y amenazó con destruir la población. Se creyó que el terremoto era debido al volcán en cuya falda está edificada dicha ciudad. Mientras que el gobernador D. Martín Carlos de Mencos se ocupaba en arreglar la cuestión de la moneda, en Costa Rica el gobernador D. Rodrigo de Arias Maldonado, hijo de D. Andrés, determinó la reconquista de Talamanca, cuyos habitantes vivían casi independientes. Después de dejar el gobierno el citado Arias Maldonado, los indígenas volvieron a su vida errante y salvaje, teniendo que ir, tiempo adelante, los misioneros para traerlos a la vida de la civilización. No deja de tener curiosidad la noticia de que en el año 1663 y bajo la gobernación de Mencos se hizo uso por primera vez de una imprenta, que trajo tres años antes José Pineda Ibarra. La primera obra que se imprimió—aunque algunos cronistas señalan otras—fué un tratado teológico de 728 páginas «en columnas de letra clara y uniforme, bien cortado, encuadernado y asentado como en Europa»[334]. El general Mencos, primer presidente militar que tuvo Guatemala, comprendiendo el peligro que corrían las posesiones españolas, siempre amena[292]zadas de los corsarios ingleses, se ocupó en la defensa de las costas. Razones tenía para ello, porque el 29 de junio de 1665, una partida de ciento veinte, mandados por Eduardo David, subieron por el río San Juan y atravesaron el lago de Nicaragua, cayendo sobre la ciudad de Granada[335]. La ocuparon sin resistencia, apoderándose de todo lo que encontraron a mano, y se llevaron prisioneros a algunos de sus habitantes.
Escarmentados los vecinos de Granada, y en particular su ayuntamiento, solicitaron recursos de Guatemala para fortificar la población y ponerla a salvo de los ataques de los filibusteros. Comenzó las obras el gobernador Salinas con los fondos que pudo reunir y con los que luego se le remitieron. Sin embargo, Nicaragua siguió amenazada por los corsarios, y no sólo Nicaragua, sino también Costa Rica. El general Mencos, contra la opinión de tenaz oposición de la Junta de Guerra de Guatemala, se decidió a marchar a Granada, sin embargo de sus setenta años y de sus achaques. Lo mismo el concejo que la Audiencia intentaron hacer desistir al presidente de su proyecto; todo hubiese sido en vano, si por entonces no se recibiera la noticia de que estaba nombrado nuevo presidente por el gobierno de la metrópoli.
El nuevo presidente se llamaba D. Sebastián Álvarez Alfonso Rosica de Caldas, caballero de la orden de Santiago, señor de la casa de Caldas y regidor perpetuo de la ciudad de León. Llegó a mediados de enero de 1667, siendo recibido con señaladas muestras de alegría por el cabildo y la Audiencia, bien que pronto comenzaron las rencillas y los disgustos entre aquellas corporaciones y la nueva autoridad. En tanto que en Nicaragua el gobernador Salinas se ocupaba en la construcción de un fuerte, al que dió el nombre de castillo de Austria, el presidente Álvarez hubo de nombrar gobernador interino de Nicaragua a D. Francisco de Valdés. Pronto se declararon guerra a muerte Valdés y Salinas, poniéndose Álvarez al lado del primero y la Audiencia de parte del segundo. Álvarez, lo mismo que antes Mencos, resolvió marchar a Nicaragua, y también como antes, el cabildo y la Audiencia le requerían para que desistiera del viaje. Fué a Nicaragua, tomó algunas medidas y volvió sin haber conseguido nada de provecho. Deseaban reedificar la catedral el obispo D. Juan de Santo Mathia, el cabildo y aun el público; sólo el presidente tenía empeño en levantar una nueva. Triunfó al fin el testarudo D. Sebastián, quien logró que Guatemala tuviese una de las catedrales más hermosas de la América española. Entre la Audiencia y Álvarez existían en un principio rencillas que[293] terminaron en odios, viéndose obligado el Rey a nombrar presidente de la Audiencia, visitador y juez de residencia a D. Juan de Santo Mathia, obispo de la diócesis. Antes de que terminara el juicio, murió D. Sebastián. En el año 1670 volvieron los corsarios a entrar por el río San Juan y llegaron a Granada, cuyos habitantes—como dice Ximénez—vivían tan descuidados, que ni un vigía tenían. Cometieron muchos ultrajes, lo mismo en los templos que en las casas de los particulares. Es de creer—aunque los cronistas no lo dicen—que el jefe de la expedición fué el inglés Juan Morgan.
Capitanía general de Guatemala (Continuación).—El presidente Escobedo: los piratas: Albemale y los misioneros.—El presidente Sierra.—Una limosna al rey de España.—Recopilación de Indias.—Los presidentes Alava y Enriquez de Guzmán: reformas.—Nicaragua, Costa Rica, Honduras y El Salvador.—El presidente Barrios en Guatemala.—Expedición al Petén y Lecandón.—El presidente Sánchez de Berrospe.—Gobierno de la Audiencia, de Ceballos y de Cosío.—Costa Rica y Nicaragua.—El presidente Rodríguez de Rivas: terremoto de 1717.—Nicaragua, Costa Rica, Honduras y El Salvador.—Guatemala: gobiernos de Echevers y de Rivera Villalón.—Rivera Santa Cruz.—El arzobispado.—Los presidentes Araujo y Vázquez Prego.—Reformas.—Gobierno de Velarde.—El presidente Arcos.—Los misioneros.—Los presidentes Fernández de Heredia y Salazar: expulsión de los jesuítas.—El presidente Mayorga: terremoto de 1773.—Traslación de la capital al valle de La Virgen.—América Central.—El presidente Gálvez: reconquista de Omoa y de Roatán: colonia española en Trujillo: expedición a Río Tinto.—El presidente Estacherría.
Nombrado (29 octubre 1671) presidente, gobernador y capitán general D. Fernando Francisco de Escobedo, general de artillería, Gran Cruz de la orden de San Juan y bailío de Lora, llegó a Guatemala en febrero de 1672, y como de costumbre, tuvo recibimiento entusiástico. Emprendió en seguida la construcción de un fuerte en el río San Juan de Nicaragua, que se llamó de la Concepción, y cuyo nombre dejó poco después por el del río, esto es, San Juan. El 6 de noviembre de 1674, porque cumplía trece años Carlos II, se celebraron solemnes fiestas reales (corridas de toros, carreras, sortija, estafermo, luminarias, etc.). Mayores y más suntuosos fueron los festejos que se hicieron cuando el Rey tomó en sus manos las riendas del gobierno.
Tiempo hacía que se hallaban amenazados por los piratas los establecimientos españoles de aquella parte de las Indias, hasta que por la metrópoli hubo de ser nombrado gobernador de Jamaica el duque de[295] Albemale, con encargo de exterminar a los corsarios, lo que realizó—según refiere Alcedo—ahorcando a cuantos pudo haber a las manos. Por otra parte, los misioneros llevaron la civilización a las islas de la América Central, y con este motivo ya no tuvieron segura morada los aventureros y piratas.
Entre el obispo D. Juan de Ortega Montañés por un lado, Escobedo y los oidores Roldán y Novoa por otro, se declaró tenaz contienda, acordando el gobierno de la metrópoli que el licenciado D. Lope de Sierra Osorio se encargara del poder de Guatemala y abriese el juicio de residencia (1678). «Muy bien se lo tenían merecido todos—dice Ximénez—y aun mayores castigos, por las iniquidades que habían ejecutado»[336].
Obedeciendo órdenes de la metrópoli, Sierra Osorio convocó una junta con el único objeto de pedir en nombre del Rey algún donativo, pues tanta era la penuria de la corte. Expusieron algunos de los concurrentes la suma miseria a que estaba reducido el reino, acordando servir al monarca con veinte mil pesos, siempre que se les concediese permiso para comerciar con el Perú. Recordaremos que en el año 1680 se publicó la famosa Recopilación de Indias, en la cual se hallan las cédulas, cartas, provisiones, ordenanzas, instrucciones, autos y otros despachos expedidos para el buen gobierno de las colonias, desde el reinado de Carlos I hasta el de Carlos II, en un lapso de tiempo de cerca de ciento sesenta años. También en 1680 se terminó el edificio de la catedral, cuyas obras comenzaron en el de 1669. Suntuosas fueron también las fiestas que se celebraron con motivo del matrimonio de Carlos II con María Luisa de Orleans.
Nombróse presidente y gobernador interino, con encargo de continuar el juicio de residencia de Escobedo, al licenciado D. Miguel de Augusto y Alava, caballero de la orden de Alcántara (1681). Nada digno de contar ocurrió en Guatemala desde el año 1681 hasta el 1683, en que vino a hacerse cargo de la presidencia D. Enrique Enríquez de Guzmán, caballero también de la orden de Alcántara, individuo del Consejo de guerra y de la Junta de Indias y armadas. El nuevo presidente mejoró el estado de los hospitales de la ciudad y protegió las tentativas hechas por los misioneros dominicanos para continuar las reducciones de indios infieles. Entre el gobernador de Soconusco y el Sr. Núñez de la Vega, obispo de Chiapa, ocurrieron serias desavenencias, en las cuales hubo de intervenir y, por cierto, con verdadero espíritu de justicia, el presidente Enríquez y luego el Consejo de Indias. El Rey aprobó las providencias del presidente de Guatemala, terminando la fa[296]mosa cuestión. Habiendo fallecido por entonces D. Alvaro de Losada, gobernador de Nicaragua, vino a reemplazarle el maestre de campo don Gabriel Rodríguez Bravo de Hoyos. Sobrevinieron en seguida graves disturbios, contribuyendo a ello la torpeza de Rodríguez, a quien sucedió (1693) D. Pedro Jerónimo de Colmenares. Habremos de recordar que la provincia de Costa Rica, a fines del siglo xvii, estaba en completa decadencia, no sin que para ello influyesen las frecuentes correrías de los corsarios. Dichas correrías obligaron a los habitantes a retirarse al interior, abandonando los cultivos de los puntos próximos a la costa. Por lo que respecta a la provincia de Honduras, allí se reunieron en 1689 muchos piratas, dirigiéndose algunos a Trujillo, donde cometieron toda clase de atrocidades. La provincia de El Salvador, a últimos del siglo xvii, hasta bien entrado el siglo xix, estuvo gobernada por un alcalde mayor, dependiente del gobierno central de Guatemala. En el citado año de 1694 era alcalde mayor de El Salvador y San Miguel, D. José de Calvo y Lara, sucesor de D. José Hurtado de Arias.
Continuando la historia de Guatemala, procede que digamos que el general Enríquez de Guzmán dimitió el mando el 1687, viniendo a reemplazarle en enero de 1688 el general D. Jacinto de Barrios Leal, caballero de la orden de Calatrava. Cuéntase que al desembarcar en la costa del Norte fué robado por las piratas. Si en la primera época de su gobierno mostró cierta moderación y prudencia, pronto hubo de romper con la Audiencia, y la causa tuvo origen—según refiere Fuentes y Guzmán en la Recordación Florida—en una centella amorosa, que a un tiempo mismo ardía en el corazón del Presidente y nacía en el del oidor Valenzuela. Habiendo llegado a conocimiento del gobierno de la metrópoli lo que ocurría, se nombró juez pesquisidor al licenciado D. Fernando López Ursino y Orbaneja. Llegó Orbaneja el 25 de enero de 1691 y se encargó en seguida del gobierno, el cual tuvo hasta diciembre de 1694, pues el Consejo de Indias no encontró nada censurable en Barrios Leal. Inmediatamente que volvió al poder, sólo pensó en vengarse de sus enemigos, y para él eran sus enemigos todos los que se pusieron de parte del oidor Valenzuela. En seguida pensó en la conquista del Petén y Lecandón. Entre las personas importantes que consultó para la realización del plan—y por cierto que no fué atendido—se encuentra el famoso cronista Ximénez, que formó parte de la expedición. Poco consiguió Barrios Leal en su difícil empresa, y a su vuelta falleció el 12 de noviembre de 1695.
El 25 de marzo de 1696 hizo su entrada en Guatemala D. Gabriel Sánchez de Berrospe, nombrado gobernador, capitán general y presidente de la Audiencia. Berrospe, no sólo conquistó y fortificó el Petén,[297] sino acabó de someter la provincia de Lecandón. Del gobierno de Costa Rica se encargó en 1698 D. Francisco Serrano de Reyna. A la sazón, como antes y después, frailes recoletos, procedentes de Guatemala y de Nicaragua, se dirigieron a las montañas de Costa Rica, logrando atraerse a los indígenas mediante la predicación y el convencimiento.
Rotas las relaciones entre el gobernador Sánchez de Berrospe y el obispo Navas, como también entre aquél y el oidor Amézquita, el gobierno de la metrópoli tuvo el mal acierto de nombrar visitador a don Francisco Gómez de Madriz, que llegó a Guatemala en los últimos días del año 1699. Madriz era un hombre inmoral: quería enriquecerse en poco tiempo y para ello no reparaba en los medios más censurables. También dió algunos escándalos, pues requería de amores a no pocas mujeres casadas. A tal punto llegó su desvergüenza, que los vecinos de Guatemala obligaron a Sánchez de Berrospe a encargarse del poder, no obstante su falta de salud; pero Madriz, arrostrando las iras populares, le confinó al pueblo de Patulul. Tampoco hizo caso de la Audiencia, entablándose formal y reñida lucha entre aquélla y el citado pesquisidor. Sucesos censurables se originaron en Guatemala, logrando al fin la Audiencia que el insolente juez abandonase la ciudad. En los últimos días de marzo de 1701 se recibió en Guatemala la noticia del fallecimiento de Carlos II (1.º noviembre 1700) y la sucesión al trono de Felipe V de Borbón.
Habiendo renunciado el gobierno Sánchez de Berrospe (1701), emprendió su regreso a la península en los comienzos de 1702, quedando la Audiencia con el poder, hasta que llegó en mayo de dicho año don Alonso de Ceballos y Villagutierre, de la orden de Alcántara, clérigo ilustrado y hombre tolerante. Al poco tiempo murió el virtuoso obispo Las Navas (2 noviembre 1702) y un año después el gobernador Ceballos (27 octubre 1703). Sucedióle el oidor Duardo.
Don Toribio de Cosío y Campa, caballero de la orden de Calatrava, tomó posesión de la autoridad suprema el 2 de septiembre de 1706. El nuevo gobernador, aunque estaba dominado por el lucro y sólo pensaba en adquirir dinero para volver a su país, era hombre bondadoso. Preocupábale el estado de Costa Rica y de Nicaragua, provincias expuestas siempre a los ataques de los zambos mosquitos. De la primera era gobernador Serrano de Reina, empleo que ejerció unos seis años y que mereció ser condenado por la Audiencia de Guatemala. Le reemplazó, como gobernador interino, D. Diego de Herrera Campuzano (1704) y en propiedad obtuvo luego el cargo D. Lorenzo Antonio de Granda y Balbín (1707), en cuyo tiempo se sublevaron los indios de Talamanca (1709). Granda y Balbín no pertenece al número de los bue[298]nos gobernadores de Costa Rica. A su muerte (1712), volvió al país Herrera Campuzano, si bien el capitán general de Guatemala nombró interinamente gobernador a D. José Antonio Lacayo y Briones. Otras insurrecciones en el país fueron sofocadas y castigados sus autores. Acerca de Nicaragua es de sentir el mal gobierno de D. Miguel de Camargo, quien comenzó a ejercer sus funciones el año 1705. Para catequizar a los aborígenes, envió frailes a que predicaran el cristianismo, y como dijesen los misioneros que los indios se valían de ciertas hechicerías, el gobernador por ello castigó a muchos inocentes indígenas y ajustició a algunos. El bondadoso obispo de la diócesis, Fray Diego Morcillo, reprobó los hechos de Camargo y prohibió las misiones, y en su afán de poner correctivo a tantos abusos, hizo dos viajes a la ciudad de Guatemala, para que Cosío y Campa y la Audiencia pusiesen remedio a tantos males. Temiendo ser castigado, Camargo se fugó de Nicaragua, sucediéndole en el cargo D. Sebastián de Arancibia. Tiempo adelante el obispo Morcillo obtuvo el arzobispado de Lima y el virreinato del Perú. A Morcillo sucedió Fray Benito Garret (1711), hombre orgulloso y pedante, que humilló al gobernador Arancibia y menospreció a la Audiencia, cuyo alto tribunal le expulsó de la diócesis (1716).
Continuando la relación de los sucesos de Guatemala, justo será recordar los buenos deseos del gobernador Cosío en favor del país. No pocos disgustos le ocasionó el obispo Alvarez de la Vega y Toledo, trasladado en 1713 de Chiapa a Guatemala. Aplausos merece por haber sofocado una sublevación de los indios zendales, mostrándose el Rey tan agradecido que le prorrogó por dos años más el tiempo de su gobierno y le confirió el título de marqués de Torre Campo.
Sucedió al marqués de Torre Campo en el cargo de gobernador de Guatemala, D. Francisco Rodríguez de Rivas, maestre de campo de los reales ejércitos (4 octubre 1716). Terrible terremoto ocurrió el 29 de septiembre de 1717. Antes lo habían anunciado ciertas señales: el volcán denominado de Fuego empezó a lanzar llamaradas en la noche del 27 de agosto, y poco después se sintió subterráneo ruido y trepidación del suelo. En los días siguientes continuó el volcán arrojando fuego y continuaron los temblores de tierra. Al mismo tiempo se sucedían las funciones religiosas, promovidas por el clero y por las autoridades. El capitán general Rodríguez de Rivas, se portó como debía en aquellos días tristísimos. Pocas fueron las desgracias personales; algunos templos y muchas casas particulares vinieron al suelo. Opuesta conducta que el gobernador siguió el obispo Alvarez de la Vega, que continuaba anunciando males mayores. En todo esto obraba el prelado, ya por el odio que al gobernador tenía, ya porque pensaba que de este modo podría[299] elevar la iglesia de Guatemala a metropolitana. Celebráronse varias juntas para acordar si convenía la traslación de tribunales a sitio más seguro. Opinaba el gobernador que no era conveniente y lo contrario el obispo; los oidores, los individuos del cabildo, los religiosos y los habitantes en general, tampoco se hallaban conformes unos con otros. Intervino en el asunto el virrey de México, haciendo responsable al capitán general del quebranto que sufriese la Real Hacienda, por no haber permitido que pasasen a otro punto las cajas reales y los tribunales. Vino el Rey a terminar el asunto, poniéndose al lado del gobernador Rodríguez. Tiempo era ya de que las autoridades y vecinos se ocupasen en reparar los daños causados en la ciudad, lo que se consiguió en los años 1718 y 1719. En tanto que Guatemala se reponía de sus quebrantos, Nicaragua, Costa Rica y Honduras, vivían en el citado año de 1719 en contínuo desasosiego, temerosas de los ataques de los corsarios. También aguijoneados los gobernadores por el ansia del lucro, cometían toda clase de desaciertos. No les iban en zaga los alcaldes mayores. Por lo que se refiere a la provincia de El Salvador, apenas tenía que temer de los piratas, siendo de igual modo digno de notarse la mayor moralidad en la administración pública. La cultura, el bienestar y la riqueza eran mayores en dicha provincia que en Nicaragua, Honduras y Costa Rica. En esta última ejercía el cargo de gobernador desde mayo de 1713 don José Antonio Lacayo de Briones, funcionario más cumplidor de su deber que Grande y Balbín, su antecesor. A la liberalidad de Lacayo se debió la fábrica del convento de frailes franciscanos, que se construyó en Esparza. Sucedió a Lacayo (diciembre de 1716), D. Pedro Ruiz de Bustamante, el cual obtuvo la doble investidura de gobernador y capitán general de la provincia; pero el Rey (febrero de 1718) nombró a D. Diego de la Haya Fernández, que tomó posesión a fines de noviembre. Con una actividad digna de alabanza se dedicó por completo a sacar al país de la miseria en que se hallaba, animándole en su obra el capitán general de Guatemala. El gobernador la Haya, defendió su territorio de los corsarios ingleses (1720) y entabló relaciones de amistad con el jefe de los mosquitos. Días tristes fueron para la ciudad de Cartago desde el 16 de febrero de 1723, en que el volcán Irazú comenzó a arrojar materias encendidas al mismo tiempo que se sentían ruidos subterráneos. Ahora, como siempre, el gobernador la Haya cumplió con su deber. En Nicaragua, separado del gobierno en 1721 Arancibia, le sucedió (1722) D. Antonio de Poveda y Rivadeneira, que a su vez también fué separado a fines de 1724, sustituyéndole D. Tomás Marcos Duque de Estrada. Torpe en su mando Duque de Estrada, no pudo impedir que una sublevación popular le arrojase del poder. El capitán general de[300] Guatemala mandó sofocar el levantamiento a Lacayo de Briones, el mismo que antes tuvo el mando de Costa Rica. Apaciguados los ánimos, el citado capitán general llamó a Guatemala al Duque de Estrada y nombró jefe de la provincia al ya citado Poveda (enero de 1727), muerto en la noche del 7 de julio a manos de unos asesinos.
Guatemala iba a tener nuevo gobernador, capitán general y presidente de la Audiencia. A Rodríguez de Rivas sucedió D. Pedro Antonio de Echevers y Subiza, caballero de la Orden de Calatrava y señor de la Llave Dorada, quien tomó posesión el 2 de diciembre de 1724, celebrándose en su obsequio toda clase de festejos. El residenciado Rodríguez de Rivas resultó culpable por varios hechos, siendo los principales el haber recibido dinero en cambio de títulos de corregidores, alcaldes mayores, etc. Echevers, que comenzó su gobierno atrayéndose las simpatías de sus subordinados, pronto varió de conducta y se hizo odioso a todos. Trataba con poca consideración a los oidores, a los abogados y a los individuos del concejo. Con la Audiencia tuvo enconada disputa. A los nueve años de ejercer el gobierno, le sucedió el brigadier D. Pedro de Rivera y Villalón. Trajo Rivera y Villalón los cargos de presidente de la Audiencia, capitán general y gobernador (22 diciembre 1729). Poco después se le concedió el grado de mariscal de campo (16 septiembre 1730). Hízose simpático desde los primeros actos de su gobierno. En julio de 1726 vino a Guatemala D. Manuel de Castilla, de paso a Honduras, de donde había sido nombrado gobernador en sustitución de Gutiérrez de Argüelles. Para sustituir a Poveda Rivadeneira en Nicaragua fué nombrado el sargento mayor D. Pedro Martínez de Ugarrio (27 julio 1727), y a éste sucedió (mediados de 1728) Duque de Estrada (segunda vez). Alteróse el orden público en el año 1730, tal vez por debilidad de Duque de Estrada. Bartolomé González Fitoria hizo su entrada solemne en León el 13 de julio de 1730, siendo obsequiado con corridas de toros y representaciones dramáticas. Reconocemos que se portó mejor en el gobierno que Duque de Estrada, aunque su administración no se señaló por sucesos notables. Vino a sucederle, últimos de 1735, el capitán D. Antonio Ortiz, y en el mismo año murió en León Fray Dionisio de Villavicencio, obispo de la diócesis. De Costa Rica diremos que el capitán D. Baltasar Francisco de Valderrama sucedió a D. Diego de la Haya (mayo de 1727). Valderrama se atrajo el odio del clero y fué sustituído en la gobernación (abril 1736) por el teniente coronel D. Antonio Vázquez de Cuadra, que murió a fines de junio del mismo año. Sucedióle interinamente el sargento mayor don Francisco Carrandi y Menán, que realizó una expedición contra los indios mosquitos sin resultado alguno. Debió Carrandi ser relevado del[301] mando por el capitán general de Guatemala (1739), reemplazándole D. Francisco de Olaechea. Separado del mando este último, fué nombrado el capitán de infantería D. Juan Gemmir y Lleonart (1740), quien tuvo grandes desavenencias con el cabildo eclesiástico por causa de la posesión del obispo Pardo de Figueroa.
Acerca del capitán general de Guatemala D. Pedro de Rivera y Villalón, importa referir que se dirigió al Rey en solicitud de varias reformas administrativas, acordando Felipe V desestimar lo que se le proponía, y mandó que los alcaldes siguiesen administrando justicia y los oficiales reales continuaran recaudando los tributos. Posteriormente, convencido el monarca de que el gobernador estaba en lo cierto, mandó (24 marzo 1741) que pusiera en práctica las proposiciones que antes hiciera, autorizándole también a emprender guerra exterminadora contra los indios zambos mosquitos, que continuamente hostilizaban las costas de Comayagua y Costa Rica[337]. Si en instrucción pública realizó saludables reformas, fueron mayores las referentes a la hacienda. No es de extrañar, dada la moralidad de la administración pública, que los individuos del ayuntamiento dijesen (18 julio 1741) que nunca había estado mejor el Erario público, ni en lo que respecta a las recaudaciones, ni en lo concerniente a los gastos; que el capitán general Rivera y Villalón, sin embargos y violencias, y sólo con su diligencia y tino, supo patrocinar los derechos del fisco y el aumento de los caudales, satisfaciendo con integridad los sueldos corrientes y las deudas atrasadas, como también remitiendo remesas de dinero al monarca sin necesidad de acudir á préstamos del vecindario.
D. Tomás de Rivera y Santa Cruz sucedió a Rivera Villalón. Tomó posesión el 16 de octubre de 1742. Era Santa Cruz natural de Lima y se atrajo pronto las simpatías de la Audiencia, del cabildo y del pueblo en general. Desde fines del año 1741 gobernaba en Honduras el capitán de infantería D. Tomás Hermenegildo de Arana, sucesor de D. Francisco de Parga. Arana se ocupó con actividad asombrosa a dar vida a la industria de Honduras. Como juez pesquisidor se presentó en Honduras el oidor D. Fernando Alvarez de Castro, hombre que comenzó mostrando mala voluntad al citado gobernador. Desterrado Arana a Esguipulas, Alvarez de Castro se hizo dueño del poder. En aquel tiempo D. José Lacayo de Briones, gobernador de Nicaragua, viéndose amenazado de los ingleses, le pidió auxilio, contestando Alvarez de Castro que no podía en aquellas circunstancias. El, por su parte, persiguió en Honduras a los indios que traficaban con los ingleses de la costa, en tanto que el juez pesquisidor intentó en vano castigar a los defraudadores del Era[302]rio público. Falleció poco después y su muerte no fué sentida, por su carácter demasiado enérgico. Cuando el capitán general de Guatemala tuvo noticia del fallecimiento, nombró gobernador provisional al maestre de Campo D. Luis Machado. Terminados entonces los conflictos entre la autoridad civil y la eclesiástica, el capitán Arana y los suyos pudieron volver a sus casas, y todo quedó en paz, turbada en mal hora por el carácter despótico de Alvarez de Castro. Sin detenernos en otros sucesos, hay que registrar una cédula del 23 de agosto de 1745, dada en San Ildefonso, y por la cual fué nombrado el brigadier don Alonso Fernández de Heredia gobernador de Nicaragua y comandante general de dicha provincia, de la de Costa Rica, de las jurisdicciones del Realejo, Subtiaba, Nicoya, Sébaco y demás territorios y costas comprendidas desde el cabo de Gracias a Dios hasta el río Chagres; en la inteligencia de que, por muerte del brigadier, o por cualquier causa que retardara su llegada, debía reemplazarle en sus funciones el coronel don Juan de Vera, y otro tanto se disponía respecto de este último, para que le sustituyese el dicho brigadier en cualquiera de los eventos indicados.[338] En diciembre de 1746 comenzó á gobernar Fernández de Heredia. El Salvador iba progresando poco a poco. El alcalde mayor de la provincia no tenía que temer a piratas y corsarios. La vida de El Salvador se deslizaba más tranquila que la de Honduras, Nicaragua y Costa Rica. El 24 de marzo de 1744, D. Isidro Díaz de Vivar tomó posesión de la alcaldía mayor de El Salvador.
En Guatemala, donde continuaba de capitán general Rivera y Santa Cruz, se celebró con toda clase de festejos la erección de su iglesia sufragánea en metropolitana, siendo a la sazón obispo Fray Pardo de Figueroa (1744). Dos años después se celebraron con toda suntuosidad exequias fúnebres en Guatemala por el fallecimiento de Felipe V (9 julio 1746), cambiándose luego la tristeza en alegría por la elevación al trono de Fernando VI.
El 19 de septiembre de 1747 se nombró capitán general, gobernador y presidente de la Audiencia de Guatemala a D. José de Araujo y Río, tomando posesión el 23 de septiembre de 1748. Rivera y Santa Cruz, en sus últimos tiempos, había tenido la desgracia de caer en desagrado de la Audiencia. Veamos, pues, la política seguida por el nuevo gobernador. Procuró llevar la paz a Honduras y Nicaragua, a Costa Rica y a El Salvador. Vivió en buena armonía con la Audiencia y con el cabildo. Cortó toda clase de abusos y favoreció todo le que pudo a los aborígenes.
[303] Sucedióle, por Decreto expedido en Aranjuez (25 abril 1751), el mariscal de campo D. José Vázquez Prego. En la Habana prestó el correspondiente juramento (10 noviembre 1751), ante el gobernador y capitán general de la isla de Cuba, llegando a Guatemala y tomando posesión de su cargo el 17 de enero de 1752. Persiguió la fabricación y la venta del aguardiente de caña, como lo ordenaba Fernando VI en cédula del 6 de Agosto de 1747. En 1753, el llamado Valle se dividió en dos alcaldías mayores: la de Santa Ana de Chimaltenango y la de Amatitán y Sacatepéquez. Ocupóse Vázquez Prego en la fábrica de obras públicas, especialmente fortalezas para contener las invasiones de los filibusteros. A su fallecimiento (24 junio 1753) se encargó de la capitanía general el letrado Juan de Velarde, el cual, en los diecisiete meses que la desempeñó mantuvo el imperio de la ley.
Don Alonso Arcos y Moreno, mariscal de campo, fué nombrado el 29 de enero de 1754, y tomó posesión el 17 de octubre del mismo año. No se explican los motivos para los largos y desordenados festejos que se celebraron. Todos tenían empeño en obsequiar al Sr. Arcos, y solamente dos religiosos protestaron desde el púlpito de ciertos escándalos. Escandalosos eran en verdad los bailes que se verificaron en diferentes sitios y aun en ciertos monasterios. Mostró actividad en el despacho de los asuntos, si bien cumple referir que era mayor su empeño en asuntos de su propio provecho, citándose como prueba de ello la introducción de 270 fardos, rotulados como equipaje de dicho funcionario y que eran artículos de comercio (1754). Otras irregularidades cometidas por el capitán general le enagenaron las simpatías de sus gobernados. No habremos de olvidar los trabajos de los misioneros en Costa Rica, Honduras, Nicaragua y El Salvador, para traer al camino de la verdad a los indios que aún permanecían infieles. Recibióse en Guatemala la noticia del fallecimiento de Fernando VI, celebrándose sus funerales algunos meses después (16 y 17 de julio de 1760). A su sabor se despacharon algunos poetas, pudiendo servir de ejemplo la siguiente octava:
Celebró Guatemala con singular alegría la subida al trono de Carlos III. Murió el gobernador Arcos y Moreno el 27 de octubre 1760,[304] no figurando su nombre entre los mejores gobernadores de Guatemala.
El gobernador interino Velarde dejó el cargo en junio de 1761, a la llegada del Sr. D. Alonso Fernández de Heredia, brigadier de los reales ejércitos y ascendido a mariscal de campo al venir a Guatemala. Antes de reseñar los hechos de Fernández de Heredia conviene decir que Velarde en los dos períodos que tuvo el gobierno dió señaladas muestras de rectitud y honradez. Era Fernández de Heredia hombre arrebatado, vanidoso y poco amigo de la justicia. Se llevó mal con la Audiencia e intervino torpemente en los asuntos de Honduras, Nicaragua y Costa Rica. La provincia de El Salvador continuaba su vida tranquila, no interviniendo en su administración las supremas autoridades de la colonia. Tal vez sea merecedor de mayores censuras el municipio de la ciudad de Guatemala, cuyas cuentas no se ajustaban a la exactitud y legalidad.
Sucedió a Heredia el capitán de navío D. Joaquín Aguirre y Oquendo; pero, cuando se dirigía a tomar posesión del cargo murió en Zacapa (9 abril 1764). El brigadier D. Pedro de Salazar tomó posesión el 3 de diciembre de 1765 y era opinión general que a los desmayos y tristezas pasadas sucederían días felices para Guatemala. Salazar mostró ser laborioso funcionario. Terminó el castillo que en Omoa se mandó construir para contener las invasiones de los corsarios e hizo otros reparos en obras importantes. Reformas realizó dignas de alabanzas, bien que siempre tuvo a su lado la Audiencia y el ayuntamiento. A fines de junio de 1767 llegó a Guatemala la famosa pragmática por la cual Carlos III arrojaba de los dominios españoles a los hijos de Loyola. Aunque Salazar estimaba a los jesuítas, cumplió lo que se le mandaba, no sin que en Guatemala, Nicaragua, San Salvador, Honduras y Costa Rica la opinión general se mostrara favorable a los discípulos de San Ignacio. Para activar la fábrica del castillo de San Fernando en Omoa, allá marchó Salazar y allá contrajo grave dolencia que le llevó al sepulcro en Guatemala (20 mayo 1771). Encomendóse la residencia al oidor D. Antonio de Arredondo (14 diciembre 1775).
Vino a suceder á Salazar el brigadier D. Martín de Mayorga, cuyo nombramiento se comunicó a la Audiencia (1772) y entró en la ciudad de Guatemala el 12 de junio de 1773. Con verdadero rigor castigó Mayorga a la gente maleante y a los infractores de las leyes. Por entonces anunciaba la voz pública que de un momento a otro se abriría la tierra para tragar a los habitantes de la ciudad, añadiendo otras como profecías igualmente aterradoras. Espantosos sacudimientos de la tierra se verificaron en mayo y junio de 1773, los cuales fueron especie de presagio de la catástrofe del 29 de julio. «Este día—dice el Padre[305] Cadena—, digno de notarse con negros cálculos y el más funesto para Guatemala por haber sido el de su lamentable catástrofe, a las tres y cuarenta minutos de la tarde tembló la tierra.» Todos imploraban el auxilio divino. Los padres desatendían a sus hijos y los maridos a sus mujeres. Los ruidos subterráneos eran seguidos de temblores, cayendo también fuertes lluvias acompañadas de truenos y rayos. Undiéronse muchos edificios, ocasionando varias muertes. La luz del día 30 permitió contemplar en toda su desgracia los efectos de los fenómenos sísmicos. Murieron ciento veintitrés personas, sin contar las fenecidas en los lugares inmediatos y las que sólo fueron heridas o golpeadas. El gobernador general, el arzobispo Sr. Cortés y Larraz, los oidores, los alcaldes, todos cumplieron con su deber en aquel día tristísimo. En los días 4 y 5 de agosto, bajo la presidencia del gobernador, se celebró junta general de las personas principales de la ciudad para acordar la traslación de la metrópoli guatemalteca. Se acordó marcharse cuanto antes al pueblo de la Ermita, lo que verificaron el gobernador general, los oidores, los oficiales reales y los empleados subalternos de las secretarías; también se llevaron las arcas destinadas a las rentas de aduana, tabaco y correos. Después, entre los vecinos, surgió enconada discordia, dividiéndose en dos bandos: uno que quería la traslación, y otro que optaba por el mantenimiento de la capital en el mismo sitio y creía que con los materiales existentes era fácil la reedificación, añadiendo que en toda la provincia no había sitio alguno al abrigo de tamaña calamidad. Triste era, en verdad, trasladar la ciudad que en 1542 se fundó en el delicioso y pintoresco valle de Panchoy. Terrible terremoto acaecido el 13 de diciembre, que acabó de arruinar muchos edificios de la desgraciada población, disipó las esperanzas de los que creían posible la restauración. Todavía insistió el arzobispo y algunos más; pero el asunto estaba resuelto. ¿Dónde se levantaría la nueva capital? Después de muchos proyectos, se acordó establecerla en el valle llamado de la Virgen, como consta en la cédula expedida por Carlos III en el palacio de San Ildefonso (21 julio 1775), y que llegó a manos del capitán general el 1.º de diciembre del citado año. En todos estos asuntos, tan delicados y complejos, mostró su imprudencia el brigadier Mayorga. Por entonces era gobernador de El Salvador el insigne D. Francisco Antonio de Aldama; de Nicaragua, D. Manuel de Quiroga, sucesor de D. Domingo Cabello, y de Costa Rica, D. Juan Fernández de Bobadilla, recayendo después el mando en D. José Perié. Honduras tuvo por gobernador a D. Francisco de Aybar, y luego a D. Juan Nepomuceno de Quesada, natural de la Habana.
El coronel D. Matías de Gálvez, que estaba en Guatemala desde ju[306]lio de 1778, como segundo comandante del país e inspector de las tropas veteranas y de milicias, fué nombrado gobernador, capitán general y presidente de la Audiencia (15 enero 1779). El 4 de abril tomó posesión. Alarmante noticia llegó a Guatemala en los últimos días de octubre del año siguiente: los ingleses se habían hecho dueños del fuerte de San Fernando de Omoa, defendido por corta guarnición. Allá fué Gálvez a pelear con los ingleses. Gálvez, ya ascendido a brigadier, era un excelente gobernador. Preocupábale que el gobierno inglés, en guerra con el español, deseaba adueñarse el territorio de los Mosquitos, el río y castillo de San Juan, la ciudad de Granada y el golfo de Papagayos. De la tierra de los Mosquitos sacaba Inglaterra mucha cantidad de caoba y de otras maderas finas, zarzaparrilla, palo de tinta, algodón, cacao, vainilla, añil, azúcar, etc. Justo será recordar la expedición que contra Nicaragua mandó el gobierno inglés (1780). Al frente de una de las fragatas se hallaba Horacio Nelson, que apenas contaba veintitrés años de edad y ya era capitán de navío. El joven marino pudo salvar el banco de arena formado a la entrada del San Juan, subió por el río hasta la isla del Mico, donde después llegaron, transportadas en lanchas, las demás tropas extranjeras. Al siguiente día (9 abril) arribaron a la isleta Bartola, cuyos defensores se portaron bizarramente; pero volviendo a la carga, el capitán Nelson se apoderó de ella. Acerca del castillo de Omoa, ya hemos indicado que cayó en poder de los enemigos, bien porque estaban mandados por Polson y Nelson, y bien porque ellos eran dos mil y nosotros doscientos cincuenta, guatemaltecos en su mayor parte. No todo les salió bien a los ingleses en Nicaragua. Las enfermedades les diezmaron, y nuestro gobernador, aprovechándose del desaliento de ellos, recuperó el castillo (enero de 1781). Poco importa si—como dice algún cronista—el castillo no fué conquistado personalmente por Gálvez, sino por el ejército que él mandó. Terminada la guerra de Nicaragua en los comienzos de 1781, Gálvez volvió a Guatemala, dedicándose con actividad a reformar la administración pública. Fijóse también en las provincias de Honduras, Costa Rica y El Salvador. En seguida emprendió la reconquista de Roatán: el 14 de marzo de 1782 zarpó de Trujillo la escuadrilla, conduciendo cien hombres del batallón de infantería y unos quinientos milicianos. Los ingleses no pudieron resistir el ataque de nuestras fuerzas, presentándose el 17 de dicho mes los comisionados del gobernador inglés al general Gálvez, ofreciéndole la rendición de la isleta, como así se efectuó. La noticia del triunfo obtenido en Roatán se comunicó, mediante una goleta despachada expresamente a España, al gobierno de Madrid (21 de marzo). La agradable impresión que produjo en Gál[307]vez la situación de Trujillo, a su regreso de Roatán, le movió a decir al Rey (17 abril 1782) que aquel puerto era el principal en el litoral del Norte y que las tierras de la costa eran muy fértiles. Vinieron, en efecto, más de trescientas personas de ambos sexos procedentes de Asturias y Galicia, y otras trescientas, poco más o menos, de las islas Canarias. Sin embargo de los buenos deseos de Quesada, gobernador a la sazón de Honduras, el clima malsano y ardiente del litoral echó por tierra los planes del general Gálvez. En el mismo año de 1782, de vuelta de Roatán, se detuvo Gálvez en Trujillo, saliendo luego al frente de la expedición, para Riotinto. La fortaleza de Quepriva fué tomada el 30 de marzo de 1782 y la de Lacriba el 2 de abril. Regresó Gálvez a Trujillo, muy satisfecho por sus campañas de Roatán y de Riotinto, y llegó a Guatemala, donde meses después recibió graves noticias de aquel último punto. Una escuadra inglesa atacó el 22 de agosto del citado año a Quepriva y a La Criba; las tropas de desembarco, apoyadas de buen número de negros, saltaron a tierra y pasaron a cuchillo la guarnición de Quepriva y no hicieron lo mismo con la de La Criba porque hubo de capitular. Gálvez, que por la campaña de Nicaragua se le había conferido el ascenso a mariscal de campo, y por los servicios realizados en Roatán y Riotinto el de teniente general, cuando se disponía recuperar las fortalezas perdidas y reedificar a Trujillo, dejó el gobierno de Guatemala (10 marzo 1783) y pasó con el cargo de virrey a Nueva España.
El 5 de abril hizo su entrada en Guatemala, después de corto gobierno de la Real Audiencia, el brigadier D. José de Estachería. Dedicóse Estachería a adelantar la fábrica de los edificios públicos, figurando en primer término la catedral y en segundo la construcción de una fuente monumental en la plaza mayor de dicha población. Firmada la paz entre España é Inglaterra (septiembre de 1783), pudo dedicarse con mayor tranquilidad a sus edificaciones el capitán general. En el año 1786 celebraron ambas potencias un tratado complementario y en él se estipuló que la Gran Bretaña reconocía la soberanía española en el territorio de Mosquitos, y como consecuencia de tal reconocimiento desocuparía—como lo hizo—los varios establecimientos que en esa faja de tierra poseía.
Gobierno de la isla de Santo Domingo.—Relaciones de la Isla Española con la metrópoli.—Relaciones de las autoridades de la isla entre sí.—Los corsarios en la isla.—Los franceses en Santo Domingo.—El Código Negro.—Santo Domingo y la revolución francesa de 1789.—La anarquía en la colonia.—Guerra de exterminio entre blancos y negros.—Los ingleses en Santo Domingo.—Toussaint Louverture: su carácter y cualidades.—Bonaparte y Toussaint Louverture.—Lucha entre franceses y dominicanos.
Por Real Cédula expedida en 9 de agosto de 1508 fué nombrado Diego Colón gobernador de las colonias, llegando (10 julio 1509), a la ciudad de Santo Domingo en compañía de Doña María de Toledo, su mujer, de su hermano Fernando y de sus tíos Bartolomé y Diego.
No es cierto—como dice Harrisse—que, muerto Cristóbal Colón, el Rey no quisiese dar a Diego, hijo del dicho Cristóbal, posesión del almirantazgo. Fernando el Católico no se opuso a reconocerle como Almirante, ni se negó a nombrarle gobernador de las Indias por nombramiento real, ni ofreció resistencia a entregarle los derechos que como Almirante le correspondían; lo que no quería era reconocerle virrey y gobernador por derecho propio.
Muchos e importantes fueron los pleitos sostenidos por Diego Colón contra la Corona. El 5 de mayo de 1511 el Consejo Real declaró que, al Almirante y sus sucesores pertenecía, con el título de virrey, y por fuero de heredad para siempre jamás, la gobernación y administración de justicia, así de la Isla Española como de las otras islas que el Almirante, su padre, descubrió, y de aquellas islas que por industria del dicho su padre se descubrieron; que la administración de justicia civil y criminal se ejercería por el virrey o por sus tenientes y oficiales de justicia, en nombre del Rey; que el virrey se hallaba sujeto a juicio de residencia cuando los reyes lo dispusieran; que a éstos correspondía el repartimiento de los indios, y que el virrey debía de disfrutar el quinto de las granjerías concedidas para extraer oro de las minas, y el décimo de todo lo que en las islas se hallare, trocare, etc., exceptuando el de los[309] diezmos eclesiásticos y el de las penas de cámara[339]. Hízose ejecutiva la citada declaración por Real Cédula dada en Sevilla el 17 de junio de 1512. Por la sentencia se muestra que el Consejo atendía más al Rey que a D. Diego, no siendo, por tanto, de extrañar, que el hijo del descubridor del Nuevo Mundo prosiguiese los pleitos con más insistencia.
Debemos fijarnos en otro asunto, cual fué el gobierno de Diego Colón en la Española. Desde el principio pocas fueron las simpatías que tuvo el nuevo gobernador entre los vecinos de la isla. Solicitaron que se crease una Audiencia compuesta de tres jueces de apelación, cuyo objeto lo dice el Rey en su consulta al Consejo de Indias, del 24 de septiembre de 1512. «Sabéis—dice—que á causa de injusticias hechas por las justicias del Almirante y el difícil remedio dellas en tanta distancia, embie los jueces de apelación»[340]. La Audiencia de Santo Domingo se había creado el 5 de octubre de 1511[341]. Sin embargo de las cartas del Rey al Almirante dándole consejos e instrucciones acerca de las cosas de gobierno, D. Diego no hacía caso alguno. Lo mismo se desentendía de la sentencia dada en Sevilla, que de los consejos y órdenes que le daba D. Fernando. Causa fué todo esto de que se formasen dos partidos en la isla: el del Rey y el del Almirante, siendo preciso confesar que el primero era mucho mayor que el segundo. Tantas y tan graves fueron las quejas, que la Corona dispuso que se le tomase juicio de residencia, y ordenó que regresara a Castilla. Llegó a Cádiz D. Diego el 9 de abril de 1515, y esta fué la primera vez que vino a Castilla desde su ida a la Española en 1509[342]. A tal punto llegó la impopularidad de D. Diego en la citada isla, que los vecinos enviaron a España un comisionado con el siguiente memorial, que a nombre de todos dirigió Juan Carrillo Mejía a la reina Juana: «Digo que dicha isla—tales fueron sus palabras—está llena de pasiones a causa del Almirante y sus justicias, que es perdida si no se remedia. El Almirante es señor absoluto, y atemoriza a cuantos se le oponen y sostienen la jurisdicción real. No cumple los mandamientos de V. A., y si alguno lo requiere lo maltrata. Quando la isla me despachó con estas súplicas, no había sino un navío para Castilla. La isla está llena de más escándalo que cuando se alzó en tiempo de su padre, y si el Almirante allá volviere, no dejaría de haber mucho daño en matar y ahorcar hombres, como hizo su padre, pues hai ahora más disposicion. Mande V. A. ver la residencia y que el fiscal se entere de mi negociacion y sentirá muchas cosas encubiertas del Almirante y la necesidad de no enagenar de la Corona la goberna[310]cion perpetua que no puede enagenarse, lo cual se verá si se litiga en el Consejo, como lo pido. Acuerdese V. A. que ya el Rey Católico embió a su padre a Bobadilla, luego dió la gobernacion a Ovando e el Rey D. Felipe tuvo proveído a D. Hernando de Velasco porque no convenía tener el Almirante en aquellas partes ni averlo embiado»[343]. En 28 de enero de 1516 decía el obispo de Avila: «Guardese mucho de tomar el perverso consejo que dan muchos que converna el Almirante por gobernador solo, sin que haya otros jueces superiores. Antes es toda necesidad que haya quien ponga límite a las cosas del Almirante, no le deje encender sus furias o alas, no venga algun daño irremediable quod Deus avertat» (alude a que pudiera declararse independiente). Con fecha 16 de febrero de 1516, repetía las siguientes palabras el tesorero Pasamonte a S. A. «De ninguna manera conviene que vuelva el Almirante.»
Deseaba por momentos D. Diego la resolución del litigio, pudiendo conseguir que en 14 de enero de 1517 dispusiera Carlos I, desde Malinas, que fuese visto sin dilación; pero el 18 de abril del mismo año ordenaba desde Bruselas quedara en suspenso la tramitación hasta su llegada a España, «porque había sido informado que muchos de los dichos pleitos son con nuestra Corona real e sobre cosas tocantes a nuestra preheminencia e señorío e son de calidad que para se sentenciar se deben consultar con nuestra Corona real»[344].
Viéronse en la Coruña los pleitos, dictándose Real Provisión el 17 de mayo de 1520. En la de la Coruña se confirma la de Sevilla, limitando el virreinato a las islas descubiertas por el almirante D. Cristóbal, cercenando las facultades que hasta la sazón habían tenido los Colones, lo mismo para cubrir todos los cargos como lo concerniente a la administración de justicia en lo civil y criminal, y muy especialmente confirmando a la Corona la facultad de nombrar, cuando lo estimara oportuno, jueces especiales para investigar los actos de los virreyes y proceder—si necesario fuera—contra ellos.
Rudo fué el golpe que recibió D. Diego con la citada Real Provisión, hasta el punto que formuló ante notario enérgica protesta en Sevilla el 28 de agosto del mismo año de 1520. Un mes ó dos después se embarcó para la Española, donde, haciendo caso omiso de la sentencia de la Coruña, continuó usando de las facultades que él se atribuía, promoviendo continuos conflictos con la Audiencia y los oficiales reales, dando lugar a que el Emperador le suspendiera en 22 de marzo de 1523 en el ejercicio del gobierno y le mandara regresar a España[345].[311] D. Diego se embarcó para España inmediatamente que recibió la orden, llegando a Cádiz el 5 de noviembre de dicho año[346] y formulando en seguida un memorial de protesta por haberle suspendido en el ejercicio de los cargos que de derecho—según decía—le correspondían, y pidiendo que se le levantara la suspensión y se le desagraviase.
Por muerte del Almirante en Montalbán, yendo para Toledo el 23 de febrero de 1526[347], su mujer D.ª María de Toledo, como tutora de su hijo D. Luis, continuó los litigios, consiguiendo en 1527, según sentencia dada en Valladolid el 25 de junio, que se anulasen las de Sevilla y Coruña[348]. Tras largos trámites, se dieron las sentencias de 27 de agosto de 1534 en Dueñas, y de 18 de Agosto del año siguiente en Madrid[349]; por ellas, si bien se daba mayor extensión al virreinato, se limitaban mucho las facultades de los gobernadores, afirmándose más y más el poder real. Apelaron de estas sentencias lo mismo la representación de D. Luis Colón que el fiscal. Cuando D.ª María de Toledo se hallaba más decidida a continuar los pleitos, el fiscal Villalobos, en escrito fechado en Madrid a 9 de agosto de 1535, manifestó que las islas e indias del mar Oceano no se descubrieron por la industria de Cristóbal Colón, sino por otros que tenían el crédito y medios de que él carecía, los cuales siguieron la navegación en los momentos que el dicho Colón iba sin tino y se quería volver.
Convencida D.ª María que comenzaba nuevo y enojoso período en los pleitos, cuyo fin y resultado no se veía próximo, acordó, como también el fiscal, someter el litigio a la resolución arbitral de Fray García de Loaisa, obispo de Sigüenza y Cardenal de Santa Susana. Pidió la virreina lo que creía justo. El prelado dictó la sentencia arbitral el 7 de junio de 1536 y la diferencia más importante entre aquella y lo pedido era que no se accedió a que los Colones continuasen gobernando la Española. De modo que las capitulaciones firmadas el 17 de abril de 1492 entre Cristóbal Colón y los Reyes Católicos vinieron á quedar reducidas por la sentencia que acabamos de citar al almirantazgo, la propiedad de la isla Jamaica, 25 leguas en Veragua, unos cuantos oficios y algunas tierras en la Española; además una renta anual para D.ª María de Toledo y sus hijos.
Si adquirió gran importancia la colonia española de Santo Domingo en los primeros tiempos de la conquista, decayó aquélla cuando los españoles descubrieron otros países más ricos o más abundantes en minas. Todas las miradas se dirigieron a México y al Perú, en cuyas tie[312]rras se hallaba el vellocino de oro. Acerca de las relaciones de la Isla Española con la de Puerto Rico, habremos de recordar que desde Madrid (11 enero 1598) dijo el Rey al presidente y oidores de la Audiencia que «no se entremetan en las cosas de la guerra tocantes al gobierno de la isla de Puerto Rico, salvo cuando fuese algún pleito o pleitos en grado de apelación...»[350]. Entre las autoridades de la isla hubo de cuando en cuando rozamientos y disgustos. El Rey, desde Valladolid (2 de abril de 1604), se dirigió a fray Agustín de Avila, arzobispo de Santo Domingo de la Isla Española, censurándole su conducta con la Audiencia[351]. Por lo que a sus relaciones exteriores respecta, varias veces—en los siglos xvi y xvii—sufrió diferentes ataques de los corsarios. Con harta frecuencia excursiones de filibusteros ingleses, franceses y holandeses cayeron sobre ella como sobre otras colonias, obligando al gobierno de la metrópoli a enviar poderosas escuadras para combatirlas. Drake en el año de 1586 se apoderó de Santo Domingo, no abandonando la ciudad hasta que recibió crecido rescate. Nuevas expediciones de piratas ingleses y franceses devastaron sus costas (1625); estos últimos llegaron a tomar la parte de occidente y se apoderaron de la isla de la Tortuga, de donde fueron arrojados por D. Juan Francisco de Montemayor en el año de 1654. Después de varias tentativas de los franceses para penetrar en la isla, el marino Bertrán d'Ogerón logró establecerse en Santo Domingo (1664), región oeste de la isla, no siendo reconocida la dominación francesa hasta la paz de Riswick, firmada por Luis XIV por un lado, y por España, Inglaterra y Holanda por otro (20 septiembre 1697). Desde entonces quedó dividida en dos partes desiguales, ocupando los franceses una tercera parte en el Occidente. Sería injusticia no reconocer que la industria hizo grandes progresos desde que los franceses penetraron en la colonia. Los españoles, por su parte, procuraron seguir las huellas de los franceses. Aunque se acostumbra a decir que la esclavitud no era más suave y blanda en las colonias francesas e inglesas que en las españolas, y aunque un escritor de comienzos del siglo pasado añade que «si los ingleses dan mejor de comer a sus negros, los franceses les dan mejores vestidos»[352], siempre será una página de gloria en la historia de Luis XIV la publicación en favor de los negros de un edicto conocido con el nombre de Código Negro.
Desde Madrid y con fecha 14 de junio de 1713, Felipe V hubo de manifestar al presidente y oidores de la Audiencia de Santo Domingo,[313] que sabía, por conducto del cabildo secular de Santiago de los Caballeros, que los franceses desde su colonia de la isla se extendían o penetraban en la parte española. Se quejaba del silencio de dicho presidente y añadía que había acudido en queja al rey de Francia[353]. Como los franceses poco a poco se fuesen internando más en la isla, se acordó trazar nueva línea divisoria, la cual hubo de realizarse el año 1776 por el gobernador de la parte española D. José Solano y bajo el reinado de Carlos III.
Cambios radicales sufrieron las posesiones francesas, y, por consiguiente, la isla de Santo Domingo, con la gloriosa revolución de 1789. Pidióse a voz en grito la supresión de los abusos más graves. Mr. de Chilleau, gobernador entonces de Santo Domingo y hombre bondadoso por carácter é inclinaciones, intentó resistir las tendencias revolucionarias, más violentas que ordenadas, de los populares, teniendo al fin que ceder. Los colonos, tras largas deliberaciones, eligieron 18 diputados que les representasen en la Asamblea nacional; pero sólo seis obtuvieron el derecho de desempeñar cargo tan elevado.
Recordaremos que antes de esta época se habían suscitado en Francia y en Inglaterra vivas discusiones sobre la condición de los esclavos. Una sociedad se formó en Londres con el único objeto de exigir al gobierno la prohibición de importar negros en los dominios de la Gran Bretaña. Del mismo modo otra sociedad se constituyó en París con el título de Amigos de los Negros. Entretanto, la Asamblea nacional en su declaración de los Derechos del hombre (20 agosto 1789) había consignado el siguiente principio: «Todos los hombres nacen y mueren libres e iguales en derechos.» Como era natural, los hombres de color y los esclavos pensaron que era llegado el momento de su redención, mientras que los propietarios se prepararon a defender sus intereses. Los mulatos, no respetando los acuerdos de las asambleas establecidas en las tres provincias, una de ellas en la ciudad de Cabo Francés, se lanzaron a la insurrección, en tanto que los colonos, fuertes por sus riquezas, lograron el triunfo sobre los revoltosos. Por cierto, que las asambleas provinciales mostraron debilidad suma después de la victoria, decretando inmediatamente la libertad de los jefes del motín que se hallaban en las cárceles de Jacmel y de Artibonito. La Asamblea nacional, sin saber el camino que debía seguir, temiendo que los colonos proclamasen la independencia de Santo Domingo y no confiando en la prudencia y sensatez de la gente de color, decretó que las colonias no se regirían por la constitución que ella había promulgado para la metrópoli, disponiendo también que no se hiciera innovación alguna[314] ni directa ni indirectamente en el sistema bajo el cual se habían gobernado hasta entonces dichas colonias, y, por último, autorizaba a los habitantes a exponer libremente sus sentimientos, ya en lo referente a un plan de legislación interior, ya en asuntos comerciales. Aunque la citada ley causó hondo disgusto a los negros y á sus protectores de Francia, reconocemos de buen grado que la Asamblea sólo se preocupaba de la conservación de la colonia.
Para tratar de administración interior se reunió una asamblea colonial el 16 de abril de 1790 en la ciudad de San Marcos. Grande fué el número de representantes, no distinguiéndose por el acierto ni a veces por la prudencia. Es verdad que el gobernador Mr. Peynier daba ejemplo de su carencia absoluta de condiciones para obrar en circunstancias tan difíciles. En cambio, el coronel Manduit era hombre de claro entendimiento y tan conocedor de la política general como de la particular de la colonia. El 28 de marzo terminó sus trabajos. Comenzaba la Constitución con un largo y difuso preámbulo, siguiendo el articulado en la forma siguiente:
«Art. I. El poder legislativo en lo que concierne al régimen interior de Santo Domingo, reside en la asamblea de sus representantes, establecidos en la asamblea general de la parte francesa de dicha Isla.
II. Ningún acto del cuerpo legislativo en lo perteneciente al gobierno interior, podrá ser tenido por ley definitiva, siempre que no sea ejercido por los representantes de la parte francesa de Santo Domingo, libre y legalmente elegidos.
III. Todo acto legislativo hecho por la asamblea general en el caso de necesidad urgente, en cuanto al régimen interior, será considerado como ley provisional; y en este caso se notificará el decreto al gobernador, quien en el término de diez días siguientes a la notificación lo hará promulgar y cuidará de su ejecución.
IV. Esta urgencia se decidirá por un decreto separado, que no podrá ser dado sino a mayoría de dos terceras partes de votos.
V. Si el gobernador general remitiese a la asamblea algunas observaciones sobre si conviene o no publicar algún decreto, se procederá a examinarlas; y tanto el decreto como las observaciones serán entregadas a la discusión en tres sesiones distintas. Los votos se darán por si o no; y el proceso verbal de la deliberación será firmado por todos los miembros presentes, señalando el número de votos así en favor de una opinión como de otra.
VI. Debiendo ser la ley el resultado del consentimiento de aquellos a quienes se impone, la parte francesa de Santo Domingo propondrá sus planes en cuanto á las relaciones comerciales y otras comunes, y[315] los decretos que sobre esta materia diese la asamblea nacional, no serán ejecutados en la colonia, hasta que haya prestado su consentimiento la Asamblea general de sus representantes.
VII. No serán comprendidos en la clase de relaciones comunes de Santo Domingo con la Francia, los objetos de subsistencia que la necesidad obligare a introducir; y en cuanto a los decretos que se expidan sobre este asunto, se observarán todas las formalidades prescritas en los artículos 3.º y 5.º
VIII. Todo acto legislativo dispuesto por la asamblea general y ejecutado provisionalmente en el caso de necesidad urgente, será remitido a la sanción del gobierno francés.
IX. Cada legislatura de la asamblea se hará de dos en dos años, y la reelección de los miembros de cada legislatura será por todos votos.
X. La asamblea general decreta que los artículos anteriores como que hacen parte de la constitución de la parte francesa de Santo Domingo, serán remitidos sin detención a Francia para presentarlos a la aceptación de la asamblea nacional: serán además enviados a todas las parroquias o distritos de la parte francesa de Santo Domingo.»
No creemos que la Asamblea de San Marcos pensara erigir la colonia en estado independiente, aunque muchos le atribuyeron esta intención. Llegóse a decir que la colonia estaba vendida a los ingleses, y que los miembros de la Asamblea habían recibido y partido entre sí cuarenta millones como premio de la constitución que se les había dictado. Aumentaba la alarma de día en día. Muchos se dirigieron al gobernador pidiéndole la disolución de la Asamblea. Sucedió por entonces que el navío de línea Leopardo, y cuyo comandante era Mr. de la Galissoniere, había fondeado en la rada de Puerto Príncipe. Galissoniere quiso obsequiar con un banquete a Peynier y Manduit, invitando también a otros amigos de dichos jefes; pero los marineros se pusieron enfrente de su comandante, el cual tuvo que abandonar el barco. La Asamblea manifestó por escrito su agradecimiento a la tripulación, no sin añadir que el navío permaneciese en la rada hasta recibir órdenes ulteriores. Hasta tal punto quisieron los marineros mostrar su obediencia a la Asamblea, que fijaron el decreto en el palo mayor del buque. Con tales sucesos, coincidió el hecho de que los partidarios de la Asamblea se apoderasen de un almacén de pólvora en Leogano. Convencido el gobernador Peynier de que la Asamblea marchaba resueltamente a la independencia de la colonia, decretó la disolución de aquel cuerpo, acusando a sus miembros del delito de traición. Poniendo manos a la obra, ordenó al coronel Manduit que, al frente de cien soldados se dirigiera al pue[316]blo de San Marcos y disolviese la Asamblea. En efecto, Manduit llegó a San Marcos y no pudo realizar sus designios porque los diputados estaban defendidos por 400 guardias nacionales. Llegaron a las manos, habiendo por parte de la Asamblea dos hombres muertos, y en ambos bandos muchos con graves y leves heridas. Logró Manduit apoderarse de la bandera nacional, si bien tuvo que retirarse sin haber conseguido la disolución de aquel alto tribunal.
Mientras disponía la Asamblea que el pueblo tomase las armas y viniera al socorro de sus representantes, y el navío Leopardo para dar aliento a los patriotas, anclaba delante de San Marcos, el partido del gobernador se reforzaba con tropas procedentes de la provincia del Oeste y con el auxilio que le enviaba la Asamblea provincial del Norte. Cuando se creía que la cuestión se iba a resolver en los campos de batalla, desbandáronse los diputados, y sólo 85 de ellos tomaron la determinación de embarcarse a bordo del Leopardo para Francia (8 agosto 1790). Semejante resolución se miraba por todos como noble sacrificio, digno de eterna admiración. Peynier y Manduit, no confiando en la fidelidad de los soldados franceses, se atrevieron a solicitar del gobernador de la Habana un refuerzo de tropas españolas.
Y pasamos a referir la vida y hechos del joven Santiago Ogés. Era Ogés natural de Santo Domingo e hijo de una mulata, propietaria de un plantío de café en la provincia del Norte, a diez leguas de Cabo Francés. Su posición desahogada le permitió mandar a su hijo a París para que recibiese instrucción superior a los de su clase y condiciones. Formó parte de la sociedad filantrópica de Amigos de los Negros, la cual reconocía como jefes al abate Gregoire, Lafayette, Brissot y Robespierre. Allí estudió los derechos del hombre y se empapó en la doctrina popular cuyos principios eran libertad, igualdad y fraternidad, al mismo tiempo que recordaba la miserable condición a que estaba sujeta la raza de color en América. Lleno de ilusiones, y más ambicioso que prudente, se embarcó para los Estados Unidos (julio de 1790), a donde llegó el 12 de octubre. Inmediatamente se dirigió al sitio donde un hermano suyo había reunido algunas armas y municiones. Los dos hermanos procuraron lanzar a la revolución a los mulatos, ganando a unos con promesas y a otros con dádivas. Apenas pudieron reunir 200 hombres y, con fuerzas tan escasas, se creyó el antiguo revolucionario de París que podía exigir al gobernador el cumplimiento de los artículos del Código Negro, y la igualdad de derechos de todos los habitantes dominicanos, amenazando, en caso contrario, con las armas. Situóse en el distrito llamado Río Grande, a cinco leguas de Cabo Francés, y habiendo nombrado por sus tenientes a dos hermanos suyos y a un tal Marcos[317] Chevannes, se dispuso a la lucha, no sin cometer antes algunos excesos y crueldades que le enagenaron las simpatías, no solamente de los blancos, sino la de algunos mulatos. Atacados los insurgentes por un cuerpo de tropas regulares y el regimiento de Cabo, apenas hicieron formal resistencia, quedando en el campo considerable número de mulatos muertos, unos sesenta prisioneros, salvándose el resto en los bosques. Ogés, uno de sus hermanos, y Chevannes, se refugiaron en territorio español. Sin embargo de la tentativa desgraciada de Ogés, los mulatos tomaron las armas en todos los distritos, agrupándose en el cuartel de la Artibonita, en Petit-Goave, en Jeremías y en los Cayes, siendo el núcleo principal el que se reunió cerca de la villa de Verette. A su vez los blancos reconcentraron sus fuerzas en los contornos de la citada villa, viniendo también a su socorro el coronel Manduit, con 200 soldados del regimiento de Puerto Príncipe. No llegaron a las manos por la intervención amistosa de Mr. Manduit, quien gozaba de mucho prestigio entre los mismos mulatos.
Mr. Branchelande fué nombrado gobernador (noviembre de 1790), por renuncia de Mr. Peynier, el cual partió para Francia. Branchelande inauguró su mando pidiendo al gobernador español entregase la persona de Ogés y sus cómplices. Accedió con cierta debilidad la autoridad de España (últimos días de diciembre) y Ogés con sus compañeros fueron encerrados en la prisión de Cabo Francés. Formóse la correspondiente causa, pronunciándose sentencia (comienzos de marzo de 1791). El castigo no pudo ser más cruel y bárbaro. A Ogés y a Chevannes se les romperían los brazos y piernas, muriendo luego en la rueda; a un hermano de Ogés y a otros 19 se les condenó a horca.
El 13 de septiembre de 1790 los miembros de la Asamblea colonial desembarcaron en Brest, dirigiéndose en seguida a París. Antes habían llegado a la capital de Francia algunos diputados de la Asamblea provincial del Norte, quienes, unidos con los agentes de Peynier y Manduit, se atrajeron el ánimo de Mr. Barnave, presidente de las colonias. La causa, pues, de los miembros de la Asamblea colonial estaba juzgada de antemano, o lo que es lo mismo, estaba perdida para ellos. En el informe que presentó Barnave a la Asamblea nacional (11 de octubre), se censuraba en los términos más agrios la conducta de la Asamblea colonial desde su instalación en San Marcos, pidiendo, por último, la anulación de todos los decretos que salieron de ella y disolviéndola, no sin aprobar los hechos realizados por la Asamblea provincial del Norte, por el coronel Manduit y por el regimiento de Puerto Príncipe. Golpe tan rudo causó gran sorpresa en los habitantes de Santo Domingo, hasta el punto que los partidarios de los diputados declararon que no respetaban el[318] acuerdo de la Asamblea nacional. A tal extremo llegaron las pasiones que hasta las mismas tropas que manifestaban amor y obediencia a Manduit, viéndose odiadas de la colonia, se convirtieron, en sediciosas y crueles, pues se atrevieron a asesinar a su citado coronel.
Hemos de recordar a este propósito que el coronel Manduit, en la acción del 29 de julio (1790), después de apoderarse de una bandera nacional, la llevó en triunfo; hecho que nunca le perdonaron las guardias nacionales, quienes se disponían a vengarse en la primera ocasión. De la enemiga de las guardias se hicieron solidarios los soldados del mismo regimiento de Manduit. Comprendiéndolo así el coronel, reunió a los suyos, les arengó enérgicamente y les dijo que por amor a la paz iba a devolver la bandera a las guardias. En medio de inmenso gentío cumplió lo que había ofrecido. Como si tanta humillación no fuera bastante, un soldado gritó lo siguiente: es preciso que él pida de rodillas perdón a las guardias nacionales. Todo el regimiento aplaudió la proposición. Entonces Manduit se dirigió contra los rebeldes, les echó en cara su mal proceder y presentó su pecho desnudo a la punta de las bayonetas. Aquellos miserables cayeron sobre el coronel, cuyo cuerpo atravesaron una y cien veces. Ni uno sólo se levantó a defenderle. Después arrastraron el cadáver, mostrando los soldados franceses que eran más crueles que los salvajes de América. Como era de justicia, castigóse la rebelión, siendo los soldados desarmados y llevados prisioneros a Francia.
Reinaba la anarquía en la colonia. Si en París clamaban en favor de los mulatos los revolucionarios Barnave, Brissot, Robespierre y Condorcet, en Santo Domingo numerosas turbas iban de una parte a otra cometiendo toda clase de crímenes. No respetaban ni el sexo, ni la edad, ni la clase de personas. Mataban, incendiaban y entraban a saco en las poblaciones. Las hermosas llanuras de la colonia se convirtieron en campo de desolación. Los mulatos dejaron de ser hombres para convertirse en fieras. Abusaban brutalmente de las mujeres a presencia de sus padres o de sus maridos.
El gobernador Blanchelande tuvo que cruzarse de brazos. De nada sirvió el decreto de la Asamblea nacional (15 mayo 1791), por el cual declaraba que todos los negros o mulatos residentes en las colonias tenían los mismos derechos que los ciudadanos franceses, pudiendo, por lo tanto, votar en las elecciones, y aun tener asiento en la Asamblea colonial. En tanto que los blancos estaban decididos a no respetar la mencionada declaración, los negros y mulatos se disponían a los mayores crímenes. Presintiendo el abate Gregoire lo que se preparaba por unos y por otros, publicó—con fecha 8 de junio de 1791—su famosa[319] carta circular a las gentes de color de la Isla de Santo Domingo[354].
Comenzaba del siguiente modo: «Amigos: vosotros érais hombres, ya sois ciudadanos y reintegrados en la plenitud de vuestros derechos; vosotros participaréis en adelante de la soberanía del pueblo. El decreto que la Asamblea nacional acaba de dar acerca de vosotros sobre este objeto, no es una gracia, es una justicia.» Más adelante añade: «Ciudadanos: elevad vuestras frentes humilladas; a la dignidad de hombres procurad reunir el valor, la fiereza de un pueblo libre. El 15 de mayo, día en que vosotros habéis reconquistado vuestros derechos, debe ser por siempre memorable para vosotros y para vuestros hijos: esta época despertará periódicamente una vez en el año los sentimientos de la gratitud hacia el Ser Supremo, y entonces podrán vuestros acentos herir la bóveda de los cielos, a los cuales levantaréis vuestras manos reconocidas.» Termina del siguiente modo: «Sepultad—dice a los mulatos—en un profundo olvido todos los resentimientos del odio; gustad los placeres deliciosos de hacer el bien a vuestros opresores, y suprimid hasta los ímpetus demasiado conocidos de una alegría que recordando sus yerros, aguzará contra ellos la punta del arrepentimiento. Religiosamente sumisos a las leyes, inspirad el amor de ellas a vuestros hijos; y que una educación cuidadosa desenvuelva sus facultades morales prepare a la generación que os sucederá ciudadanos virtuosos, hombres públicos y defensores de la patria. ¡Cómo se moverán sus corazones cuando conduciéndolos sobre vuestras riberas, dirigiréis sus miradas hacia Francia, diciéndoles: por aquellos parajes de allí está la patria vuestra madre; de allí es de donde nos ha venido la libertad, la justicia y la felicidad; allí están nuestros conciudadanos, nuestros hermanos y nuestros amigos; nosotros les hemos jurado eterna amistad. Herederos de nuestros sentimientos y afecciones, procurad que vuestros corazones y vuestros labios repitan nuestros juramentos! ¡Vivid, pues, para amarlos, y si aun fuese necesario, morir por defenderlos!»
Ni los colonos, ni las gentes de color hicieron caso de los prudentes consejos del abate Gregoire y comenzó guerra de exterminio, sin cuartel. Los colonos, los fabricantes, preveían la próxima ruina de sus negociaciones, la pérdida de sus capitales; la gente de color tomó otra vez las armas con nuevo furor, renovando las matanzas sin perdonar mujeres, ancianos ni niños. Parecía que todos estaban atacados de la más furiosa locura. Bastará decir que la noche del 22 de agosto mataron a todos los blancos que pudieron encontrar en los alrededores de Cabo Francés, desquitándose poco tiempo después el oficial francés[320] Touzard, quien al frente de las milicias y de las tropas de la ciudad, marchó contra un cuerpo de cuatro mil negros, causándoles grandes pérdidas, si bien tuvo que retirarse ante el número cada vez mayor de los rebeldes. Es de advertir que si los mulatos nunca habían sido amigos sinceros de los negros, en esta ocasión unos y otros depusieron sus antiguos odios para unirse en amistad íntima contra los blancos. La ciudad de Puerto San Luis fué tomada y saqueada; la de Puerto Príncipe sufrió horroroso saqueo. En la historia de ningún pueblo se registran hechos tan execrables.
Terminaron sucesos tan tristes en los últimos días del año 1791. La Asamblea nacional, deseando llevar la tranquilidad a los espíritus y dar paz a la colonia, encomendó tan ardua misión a los tres delegados siguientes: Mirbeck, Romme y Saint-Leger. Desde que llegaron a la ciudad de Cabo Francés, todas las miradas se fijaron en ellos, aunque debemos confesar que sólo Romme era hombre de buenas costumbres, pues Mirbeck y Saint-Leger eran disolutos y codiciosos. Los comisarios hicieron publicar la nueva constitución francesa y revocaron el decreto de 15 de mayo. Blancos, mulatos y negros se pusieron luego enfrente de los comisarios, quienes hubieron de regresar a Europa.
No se adelantaba un paso para constituir tranquilamente la colonia. Organizóse una expedición de ocho mil hombres, que por el pronto algo contuvo la rebeldía de los bandos insurgentes. Con fecha 4 de abril de 1792 se declaró que los mulatos y los negros debían gozar inmediatamente de todos los derechos políticos. Para la ejecución del citado decreto de la Asamblea nacional se nombraron a los jacobinos Ailhaud, Santhonax y Polverel. Llegaron a Santo Domingo a mediados de septiembre. El gobernador Mr. Blanchelande fué llamado a Francia, siendo nombrado en su lugar Mr. Desparves. Inmediatamente que desembarcaron (13 septiembre 1792) los citados comisionados, comenzaron a entenderse con los hombres de color. Mientras que en París el tribunal revolucionario condenaba a muerte al antiguo gobernador Blanchelande, los comisarios suprimieron la Asamblea nacional, crearon en su lugar una comisión compuesta de doce miembros, seis blancos y seis de color, colocándose, por último, decididamente al lado de los mulatos y negros. Los colonos que se atrevieron a oponerse a los planes de los comisarios, tuvieron a la fuerza que rendirse (12 abril 1793) y fueron mandados a Francia como rebeldes.
En lucha el gobernador Desparves y los comisarios, aquél fué depuesto, sucediéndole Mr. Galbaud, que llegó a Cabo Francés el 7 de mayo. Tampoco pudieron entenderse Mr. Galbaud y los comisarios; pero el gobernador, hombre de carácter y enérgico, les intimó la orden de re[321]gresar a Europa. A su vez, los comisarios mandaron al gobernador que se embarcara para Francia y nombraron para sustituirle a Mr. Delasalle, que tenía el mando de Puerto-Príncipe.
Un hermano del gobernador depuesto, joven valeroso, se puso al frente de sus parciales, resuelto a vencer a los tres representantes del gobierno republicano o a morir en la demanda. También los colonos, en su odio a los comisarios, intentaron—según de público se dijo—el restablecimiento de la Monarquía, o mejor dicho, oponerse a los planes del gobierno de Francia. En efecto, el 20 de junio unos mil doscientos hombres penetraron en la ciudad de Cabo Francés y acometieron la casa del gobierno, residencia de los comisarios, siendo rechazados no sin sangriento combate. Los comisarios, deseando vengarse de sus enemigos, se echaron en brazos de los mulatos y negros. Las gentes de color, bajo las órdenes de un tal Macaya, penetraron el 21 del citado mes en la ciudad de Cabo y degollaron a todos los blancos que cayeron en sus manos, lo mismo a hombres que a mujeres, a viejos que a niños. Después incendiaron la población, reduciendo a cenizas gran parte. En otras provincias se realizaron horrores semejantes.
Ante tales hechos, más de diez mil personas buscaron refugio en los Estados Unidos, en Jamaica y en Inglaterra. Estos últimos, con la esperanza de recuperar sus propiedades, pidieron buques y tropas al gobierno inglés para conquistar a Santo Domingo, ofreciendo que todos los blancos correrían a ponerse bajo el pabellón británico. La proposición fué del agrado de los ingleses, y de ello dieron pruebas, ordenando al general Williamson, gobernador de la isla de Jamaica, que se apoderara de Santo Domingo. Contestaron los comisarios franceses a la orden del gobierno inglés proclamando la abolición de la esclavitud é invitando a todos los negros a reunirse bajo sus banderas. Si no se reunieron a los comisarios—y en ello obraron con cordura—se retiraron a los bosques, donde formaron numeroso ejército. Poniendo manos a la obra, el general Williamson se dispuso—seguramente engañado por las promesas exageradas de los colonos—a someter la isla de Santo Domingo. La primera división, compuesta de 677 soldados a las órdenes del teniente coronel Whiteloke (el mismo que en el año 1807 dirigió una expedición contra Buenos Aires), partió de Puerto Real en la Jamaica y desembarcó en el puerto de Jeremías (septiembre de 1793), de cuya ciudad se hizo dueño. La escuadra, mandada por el comodoro Ford, zarpó para el puerto de San Nicolás, del cual se apoderó. Continuó mandando refuerzos el general Williamson, llegando en una de estas expediciones el brigadier general Whyte, a quien sucedió luego el brigadier general Horneck.
[322] Los comisarios de la República volvieron a Francia, confiados en que la gente de color, por el interés de defender su libertad, sostendrían la guerra contra los invasores.
Cuando la isla era presa de la guerra, del hambre, de la peste y de toda clase de calamidades; cuando se sucedían sangrientos combates, crueles asesinatos y horrorosos incendios; cuando se odiaban a muerte blancos y mulatos, colonos y negros, ingleses y franceses; cuando 1.200 familias, nacidas en la opulencia, se hallaban en la miseria y reducidas a vivir de la caridad pública; cuando más de diez mil rebeldes habían muerto a manos del verdugo, en el potro o en la rueda, apareció un hombre dotado de poderosa inteligencia y de valor extraordinario, digno por todos conceptos de fama universal. Llamábase Toussaint Louverture. Esclavo poco antes de uno de los colonos, las tropas de la isla proclamaron jefe al más ilustre representante de la raza negra. Al frente de los hombres de color y ayudado de los franceses, Toussaint Louverture peleó contra los ingleses aliados de los colonos. No esperaban las tropas británicas enemigo tan formidable. Los hombres de color eran dignos de medir sus armas con las mejores tropas inglesas, hasta el punto que en tres años de guerra no lograron ventaja alguna los soldados de la metrópoli.
Verificóse en el año de 1795 un acontecimiento de capital interés. En el tratado de Basilea (22 de julio del citado año) celebrado por Carlos IV y la República francesa, siendo plenipotenciario del primero D. Domingo de Iriarte y de la segunda Mr. Francisco Barthelemy, en cambio de la restitución por parte de Francia de todas las conquistas que había hecho en territorio español, su Majestad católica «por sí y sus sucesores, cede y abandona en toda propiedad á la República francesa toda la parte española de la isla de Santo Domingo en las Antillas»[355].
El gobierno francés, que había dispensado a Toussaint Louverture algunos auxilios, acabó por confiarle el mando en jefe de todas las fuerzas de la isla, con el título de general de la República. Merecía el jefe negro distinción tan señalada. Si los dos partidos fueron alternativamente vencidos y vencedores, la fortuna se puso al fin al lado de[323] mulatos y negros, los cuales, además de la superioridad numérica, tenían, entre otras ventajas, las que les daba el clima y el completo conocimiento del país. Por lo que respecta a la disciplina militar, la gente de color adquirió muy pronto el conocimiento de la táctica europea. El resultado definitivo de lucha tan larga y sangrienta fué que en 1798 las tropas británicas no tuvieron más remedio que abandonar la isla, llevándose consigo a los colonos franceses que habían querido seguir la suerte de los ingleses. Celebróse el tratado el 9 de mayo de 1798, siendo firmado por Toussaint Louverture, jefe del ejército republicano, y por Maitland, brigadier general de los ejércitos de la Gran Bretaña. Adquirió Toussaint Louverture desde entonces poder ilimitado en la isla de Santo Domingo. Sus acertadas disposiciones dieron paz y orden a la isla. Restituyó sus propiedades a muchos de los antiguos colonos, protegió la agricultura y dió sabias medidas en favor de la industria y del comercio. Recorrió el territorio sometido a su dominación, cortando todos los abusos. Construyó edificios públicos y puso orden en la administración. Abrió las iglesias y restableció el culto católico como la religión del Estado. No hizo distinción alguna entre blancos, mulatos y negros; declaró terminantemente que la esclavitud no sería restablecida. Tuvo mucho cuidado en tener un ejército organizado de unos sesenta mil hombres.
No dejó de inspirar recelos en las colonias españolas la conducta del gobernador de Santo Domingo, según puede verse por la exposición de Guevara, dirigida desde Caracas el 13 de julio de 1801[356]. Toussaint, dueño de Santo Domingo a últimos del año 1801, era recibido en todos los pueblos de la isla en medio de aclamaciones entusiásticas. Los españoles residentes en la isla no tuvieron motivo alguno de queja, pues en todo manifestó tanta justicia como prudencia el ilustre gobernante que con tanta rapidez había logrado elevarse a la cumbre del poder.
Pero el que había gobernado la isla hasta el citado año de 1801 como representante del gobierno francés, deseaba ser algo más. Era natural que pensara en la independencia de su país y con profundo talento a ello dirigió sus miras. Convocó una Asamblea, a la cual presentó un proyecto de constitución, que fué sancionado y promulgado el l.º de julio de 1801[357]. Declarábase en la constitución que la isla de Santo Domingo formaba parte de la República francesa, si bien estaría sometida a leyes especiales, confiándose su administración a un gober[324]nador vitalicio con la facultad de designar su sucesor. Nombrado gobernador de la isla, reconoció inmediatamente la soberanía de Francia, solicitando que la metrópoli aprobase la constitución que se había dado en Santo Domingo. Sin embargo, no pocos espíritus suspicaces afirmaban que, a pesar de las protestas del jefe negro, la isla se había erigido en estado independiente.
Es de lamentar que si antes de la citada Asamblea el general mulato Rigaud se opuso con las armas a los patrióticos planes de Toussaint Louverture, después, cuando Bonaparte, primer cónsul de la República francesa, se disponía a caer sobre Santo Domingo, la insurrección del sanguinario Flavila y en seguida la del general Moisés, sobrino de Louverture, pusieran en gran peligro, no sólo el orden, sino la vida y prosperidad de la isla.
En el mes de octubre de 1801, el primer cónsul dispuso que el ejército del Rhin, de cuyas ideas republicanas recelaba, se embarcase en poderosa escuadra para castigar a los dominicanos, deseosos de su independencia. Al general Leclerc, marido de una de las hermanas de Bonaparte, se le confió el mando de la expedición. Llegó a Cabo Francés el 2 de febrero de 1802. Encontrábase Toussaint Louverture en el interior de la isla; pero su segundo en el mando, el negro Enrique Cristóbal se negó a rendirse, huyendo precipitadamente después de incendiar la ciudad por varios puntos. En los siguientes términos, y con fecha 17 de febrero de 1802, publicó Leclerc una proclama desde su cuartel general de Cabo.
«Acabo de llegar aquí, en nombre del Gobierno francés, a traeros la paz y la felicidad; temía encontrar obstáculos de parte de los jefes de la colonia, por sus miras ambiciosas, y veo que no me he engañado. Estos jefes que anunciaban su amor a Francia en todos sus escritos, nunca pensaban ser franceses; hablaban de Francia, porque no creían llegase el momento de combatirla. A la sazón han sido descubiertas sus pérfidas intenciones. El general Santos (Toussaint Louverture) me había mandado sus hijos con una carta, diciéndome que deseaba, sobre todo, la felicidad de la colonia y estaría siempre bajo mis órdenes. En efecto, le mandé venir a mi presencia, ofreciéndole que sería mi Teniente general; pero, queriendo ganar tiempo, me respondió con frases ambiguas. Me encarga mi gobierno que ponga los medios para que reinen aquí la prosperidad y la abundancia. Si yo me dejase guiar por manejos astutos y pérfidos, la colonia sería teatro de larga guerra civil. Desde ahora entro en campaña para dar a conocer a ese rebelde la fuerza del gobierno francés; rebelde que ante los ojos de los buenos franceses habitantes en Santo Domingo, será considerado como un malvado e insensa[325]to. Los habitantes de la isla gozarán de libertad, y respetadas sus personas y propiedades. Así, pues, ordeno lo siguiente:
Articulo I. El general Santos Louverture y el general Cristóbal quedan fuera de la ley; y se previene a todos los ciudadanos que les persigan, les vayan al alcance y les traten como rebeldes a la república francesa.
II. Desde el día en que la armada francesa ocupe un cuartel, todo oficial, ya civil o ya militar, que obedeciere órdenes que no sean dadas por los generales de la república francesa, que yo mando en jefe, será tratado como rebelde.
III. Los agricultores que por ignorancia o engañados por las pérfidas insinuaciones de los generales rebeldes, hubiesen tomado las armas, serán tratados como niños, haciéndoles volver al cultivo, siempre que no hayan contribuído a excitar la sublevación.
IV. Los soldados de las medias brigadas que abandonasen el ejército de Louverture, formarán parte de la armada francesa.
V. El general Agustín Clervaux, que manda en el departamento de Cibao, y ha reconocido el gobierno francés y la autoridad del Capitán general, se mantendrá conservando su grado y comandancia.
VI. El General Jefe de Estado Mayor hará imprimir y publicar la presente proclama.—Leclerc.»
Si los franceses hicieron prodigios de valor, los negros se batieron desesperadamente. Las divisiones y los diferentes cuerpos de tropas franceses, tuvieron que vencer grandes dificultades a causa de las ventajas que proporcionaba a los rebeldes el conocimiento del terreno. Cuando las tropas de Louverture eran rechazadas en alguna acción, se retiraban a los bosques, donde encontraban seguro asilo. «No hay sitio alguno en los Alpes—escribe un historiador de aquellos tiempos—que pueda compararse con la aspereza de las simas y bosques de la isla de Santo Domingo»[358].
Después de luchar algún tiempo con la misma tenacidad y fiereza, se consideraron vencidos los insurgentes. Los jefes negros Maurepas, Cristóbal y Dessalines se sometieron a Leclerc. El mismo Santos Louverture, al verse abandonado de los suyos, rindió sus armas (1.º mayo 1802), declarando que se sometía a la autoridad del gobierno francés.
Dícese que la obediencia de Louverture no era sincera. Aguardaba que la época de los calores, y con ella la fiebre amarilla, viniera a debilitar a los vencedores. En efecto, la terrible enfermedad comenzó haciendo muchas bajas en el ejército francés, al mismo tiempo que se notaban agitaciones entre los negros. Contóse que habiendo sorprendido[326] Leclerc algunas cartas, en las cuales Toussaint Louverture instigaba a los suyos a un levantamiento general, dispuso el general francés celebrar una conferencia con el antiguo dictador con la excusa de pedirle consejo sobre los medios que creía procedentes para que volviesen los negros escapados de los cultivos, como también sobre la elección de los puntos más a propósito para restablecer la salud del ejército. No sospechando Toussaint la celada que se le tendía, acudió a la cita rodeado de algunos soldados negros. Apenas llegó, fué acometido, desarmado y conducido prisionero a un navío de guerra (10 de junio) que partía para Brest. Parece ser que dijo las siguientes palabras: «Al derribarme, no han derribado más que el tronco del árbol de la libertad de los negros; pero quedan las raíces, que volverán a brotar, porque son profundas y numerosas.»
Inmediatamente que llegó a Francia, se le metió en un coche cerrado y se le condujo a la fortaleza de Joux. Después de diez meses de cautiverio, una mañana (27 abril 1803) fué encontrado muerto, sentado cerca del fuego, con la cabeza inclinada y con las manos apoyadas sobre sus rodillas. Contaba sesenta años. ¿Murió envenenado? Creemos que no. Acostumbrado al clima de las Antillas y a una vida activa, acabó con su existencia el invierno crudo de los Alpes y la reducida estancia de un calabozo. «Pero, ¿qué es la obscura agonía de un pobre negro para los narradores enternecidos del martirio exagerado de Santa Elena? Es cierto—añade el historiador francés Lanfrey—que la justiciera posteridad dirá que uno de esos dos hombres fué el redentor de su raza, y que el otro fué el azote de la suya.»
Gobierno de Cuba.—Primeros gobernadores.—Los corsarios.—Soto.—Dávila y Chaves.—Pérez de Angulo y Jacques Sores.—Mazariegos, Menéndez, Montalvo y Carreño.—El capitán general Luján.—Los corsarios.—Tejada y el ingeniero Antonelli.—Drake en América.—Valdés: los corsarios: división de la isla por Felipe III.—Ruiz de Pereda en la Habana y Villaverde en Santiago.—Alquizar, Venegas, Cabrera y Bitrián de Biamonte.—Los Hermanos de la Costa.—La isla en la segunda mitad del siglo xvii y comienzos del xviii.—Córdoba, Benítez de Lugo, marqués de Casa Torres y Raja: estanco del tabaco.—Guazo y los vegueros.—Guerra entre España é Inglaterra.—Caida de la Habana.—Los generales conde de Ricla y Bucarely.—Expulsión de los jesuitas.—El marqués de la Torre: población de la isla.—Reseña del Gobierno.—Los restos de Colón en la Habana.—Humboldt en Cuba.—Comienzo de la guerra de la Independencia.—Los revolucionarios.
Manuel de Rojas, a la muerte de Velázquez, desempeñó el gobierno interinamente hasta el 1525. Vino de España con el nombramiento de teniente gobernador, Gonzalo de Guzmán (abril de 1526), en cuyo tiempo algunas partidas de indios quemaron pueblos y cometieron toda clase de desmanes. El cacique Guamá, de Baracoa, pagó en la hoguera su enemiga a los españoles. Por el año 1538, entre abril y mayo, entró en el puerto de Santiago un corsario francés y atacó a un buque cargado de mercancías y mandado por Diego Pérez, natural de Sevilla. Cuéntase que cuatro días estuvieron peleando, a estilo caballeresco, retirándose una noche y con cierto sigilo el extranjero.
Además del gobierno de Cuba se concedió a Hernando de Soto, antiguo teniente general de Pizarro, el nombramiento de Adelantado de la Florida. Llegó a Santiago el 7 de junio de 1538, donde tuvo noticia que un pirata francés había saqueado é incendiado parte de la Habana, reembarcándose antes de que las autoridades pudieran organizar la defensa. Soto, para comenzar las fortificaciones de la Habana, pidió dinero al Emperador (julio de 1538). En seguida (últimos de agosto) se tras[328]ladó a la Habana, y habiendo dejado el gobierno de la isla a su mujer D.ª Isabel de Bobadilla, Soto a mediados de mayo de 1539, con 900 hombres y 350 caballos, marchó a la Florida, y allí, después de dos años de privaciones y de contínuos combates con los salvajes (privaciones y combates tal vez más desastrosos que los sufridos en las anteriores expediciones de Ponce de León y Pánfilo de Narváez) murió de fiebre siendo sepultado en medio del Mississipí, río que él había descubierto.
Juanes Dávila sucedió a Soto el 1544 y reparó el castillo de La Fuerza. Antonio de Chaves (1546) comenzó las obras para traer a la Habana las aguas del río Almendares y en su tiempo se estableció el primer ingenio, cerca de Santiago, habiéndose traido la caña de la Isla Española. Dávila y Chaves dictaron algunas disposiciones encaminadas a hacer cumplir las nuevas Ordenanzas de Indias, suprimiendo las encomiendas; pero tan buenos propósitos se estrellaron contra la influencia de los interesados.
Bajo el gobierno de D. Gonzálo Pérez de Angulo (1550-1556) el corsario francés Jacques Sores cayó sobre Santiago de Cuba (mediados de 1554), saqueando las casas y quemando algunos edificios; hecho que repitió al año siguiente en la Habana, de cuya ciudad se apoderó como también del castillo de La Fuerza, no sin que se resistiese y peleara con bravura Juan de Lobera, acompañado de cuatro arcabuceros y 12 vecinos. Pérez de Angulo, que había abandonado la plaza desde los primeros momentos, envió a un fraile para que entablase negociaciones con el corsario; pero él, entre tanto, a la cabeza de unos 300 hombres, penetró muy de madrugada en la población, sorprendiendo a los franceses y causándoles algunas bajas. Indignado Sores con la conducta del gobernador, hizo degollar a 31 prisioneros que tenía en La Fuerza, puso en precipitada fuga a los de Angulo y como despedida volvió a saquear e incendiar a la Habana.
Uno de los primeros cuidados del gobernador Diego de Mazariegos (1556-1565) fué fijar su residencia en la Villa de la Habana, «por ser el lugar de reunión de las naves de todas las Indias y la llave de ellas.» Coincidió el comienzo del gobierno de Mazariegos con la proclamación en la isla de Felipe II como Rey de España. Bajo el gobierno de Mazariegos intentó D. Tristán de Luna la conquista de la Florida, con cuyo objeto salió de Veracruz en 1559. Si él se volvió a los dos años sin haber conseguido nada, por el contrario, los franceses, más afortunados, consiguieron establecerse. Eran estos franceses hugonotes enviados por Coligny. No pudiendo Felipe II tolerar lo que él llamaba usurpación de su territorio—y que no había tal usurpación porque España jamás logró conquistarlo—y mucho menos permitir la propagación del[329] protestantismo en América, dispuso que D. Pedro Menéndez de Avilés (con el título de Adelantado), ya famoso por haber limpiado de corsarios y piratas los mares, mandando (1556-1564) la Armada de la guarda de la carrera de Indias, dispuso, decimos, que el citado Menéndez acabase de una vez con los herejes que infestaban el hermoso país de la Florida. En efecto, el Adelantado dió buena cuenta de ellos, pues pasó a cuchillo, según refieren las crónicas, a unos 700 (1565). Fundó a San Agustín y continuó la conquista de la Florida.
En oposición Menéndez con el gobernador García Osorio, consiguió el nombramiento de gobernador de Cuba, cargo que ejerció mediante sus lugartenientes hasta 1573, en que tuvo que volver a España para encargarse de grandes aprestos navales.
Al poco tiempo de encargarse del gobierno D. Gabriel Montalvo (1574-1577) reaparecieron los corsarios en nuestras costas, pues Felipe II sólo pensaba en la organización de la Armada Invencible. Los corsarios exigieron rescate a las villas de Trinidad, Baracoa y San Juan de los Remedios.
Rechazó D. Francisco Carreño (1577-1580) a dos corsarios franceses que intentaron saquear a Bayamo, atendió a la defensa de la capital, perfeccionó las obras de la Zanja y mandó excelentes maderas para la construcción de El Escorial[359].
Durante el gobierno de D. Gabriel de Luján, el primero que llevó el título de capitán general, sucedieron hechos importantes. El corsario francés Richard apresó, cerca del cabo de San Antón, una fragata de un tal Casanova. Después cayó Richard en una emboscada en el lugar que a la sazón se encuentra Manzanillo, y llevado a Bayamo, fué ahorcado con varios de sus compañeros. Un hijo de Richard, que consiguió escapar con una de las embarcaciones, pidió ayuda a otros corsarios, arrojándose todos sobre Santiago, en cuya ciudad, para vengarse del suceso de Bayamo, quemaron dos templos y muchas casas. Luján, comprendiendo que la ruptura de relaciones entre España e Inglaterra traería fatales consecuencias para nuestras colonias, activó la terminación del castillo de La Fuerza y mandó hacer otras obras defensivas en la Habana. Envió armas y pertrechos a diferentes poblaciones de la isla y organizó las primeras milicias de color. Se presentó por entonces el terrible corsario inglés Drake, el mismo que en el año 1585 organizó una armada de 20 naves con 2.300 hombres para saquear las poblaciones situadas en las costas americanas; tomó por asalto a Santo Domingo, que abandonó mediante la entrega de 7.000 libras; llegó a la[330] Habana, que no se atrevió a atacar, pues se hallaba prevenida la guarnición, y siguió al puerto de Matanzas.
La expedición de Drake hizo comprender a Felipe II la necesidad de fortificar lo antes posible los puertos de las Indias, a cuyo objeto hubo de mandar a los ingenieros Juan de Tejada, maestre de campo, y a Juan Bautista Antonelli. El 1587 estuvieron en la Habana, donde señalaron los emplazamientos de los castillos del Morro y La Punta, y ordenaron el acopio de materiales. Comenzaron las obras en marzo de 1589, tomando entonces posesión del gobierno el capitán general Juan de Tejada. Tejada y Antonelli pudieron artillar, antes de tres años, las dos fortificaciones destinadas a guardar la entrada del puerto. La Habana, residencia de los gobernadores y estación de las flotas, comenzó a la sazón a ser de hecho capital de la isla, aunque de derecho lo era Santiago de Cuba. Además, a petición del cabildo, Felipe II (20 diciembre 1592) concedió a la Habana el título de ciudad, tomando por escudo de armas tres castillos y una llave en campo azul[360].
Después de la destrucción de la Armada Invencible (1588), en que Drake jugó papel tan importante, el famoso corsario organizó una escuadra, dirigiéndose a Puerto Rico, donde fué rechazado, y luego á Río Hacha, Nombre de Dios y Santa María, cuyas poblaciones saqueó y quemó. Apercibióse a la defensa de la Habana D. Juan Maldonado Barnuevo, gobernador de la isla, al mismo tiempo que Felipe II mandaba una escuadra a las órdenes de D. Bernardino Delgadillo de Avellaneda, no siendo nada de esto necesario, porque el pirata murió de enfermedad cuando se dirigía a Portobelo.
Justa fama mereció por sus victorias sobre los corsarios el gobernador de Cuba D. Pedro de Valdés (20 junio 1602), sobrino del dicho Adelantado Menéndez de Avilés. Antes de llegar a Cuba, ya había echado a pique tres barcos holandeses en la costa de Santo Domingo. A tal punto llegaron los atrevimientos de los corsarios que, hallándose en su visita pastoral Fray Juan de las Cabezas Altamirano, obispo de Cuba, fué preso con dos que le acompañaban, en una hacienda próxima a Bayamo, por el protestante francés Gilberto Girón. Conducidos al barco de los corsarios, que estaba anclado en lugar que al presente se encuentra Manzanillo, permanecieron allí ochenta días, al cabo de los cuales se presentó Gregorio Ramos y otros bayameses a rescatarlos. Observando Ramos que los corsarios estaban desprevenidos, cayó sobre ellos y les mató a machetazos. Durante el gobierno de Valdés, se dispuso por Felipe III la división de la isla en dos jurisdicciones: Habana y Santiago de Cuba. Ambas en lo gubernativo dependían de la Corte,[331] en lo judicial de la Audiencia de Santo Domingo, y en lo militar Santiago reconocía la autoridad del capitán general de la Habana.
Cuando Valdés dejó el gobierno de Cuba (1607), vinieron a reemplazarle, en la Habana D. Gaspar Ruiz de Pereda, y en Santiago D. Juan de Villaverde. Desde Madrid (6 noviembre 1607) dijo Felipe III al gobernador y capitán general de Cuba, que «habiéndose visto en mi Junta de Guerra de las Indias la planta del Castillo del Morro de la dicha ciudad (Habana) y lo que D. Alonso de Sotomayor del mi Consejo de Guerra, y D. Pedro de Valdés, vuestro antecesor, me han informado de aquella fuerza y de las fábricas de ella, han parecido que es mucha la altura que por la traza que dió el ingeniero Juan Bautista Antonelli está designada en los baluartes que llaman de Austria, y Texada y la Cortina que está entre ellos; y así os mando que en lugar de los 12 pies que a el dicho Antonelli pareció convenir crecerlos sobre el cordón, crezcais tan solamente ocho pies...»[361] Tiempo adelante, desde Madrid (20 diciembre 1608) dijo el Rey al gobernador y capitán general de Cuba lo siguiente: «He holgado de entender que quedase ya acabada la muralla del Fuerte de la Punta...»[362]
Posteriormente también desde Madrid (11 febrero 1609), en un escrito del Rey a Ruiz de Pereda, aquél censuró la conducta del anterior gobernador D. Pedro de Valdés[363]. Enemigos Ruiz de Pereda y el obispo D. Alonso Enríquez de Armendariz, el primero fué excomulgado por el segundo. En tiempo del gobernador Sancho de Alquizar ocurrió la crecida e inundación del Cauto (septiembre de 1616), ocasionando la formación de una barra, que obstruyó la boca del río, hasta entonces navegable. En una hacienda de Alquizar se formó después un pueblo que lleva dicho nombre.
D. Francisco de Venegas, por muerte de Alquizar, vino de capitán general (1620), en cuyo tiempo se verificó la proclamación de Felipe IV (16 julio 1621); también por entonces ocurrió en la Habana horroroso incendio y se perdió la flota del marqués de Cadereita.
Durante el gobierno de D. Lorenzo Cabrera, capitán general de Cuba, se hicieron importantes obras de fortificación en la Habana. En las aguas de las Antillas apareció una escuadra holandesa bajo las órdenes de Pitt Hein (junio de 1628), la cual logró apoderarse de casi todos los caudales de las flotas de Honduras y Veracruz mandadas por D. Alvaro de la Cerda y por D. Juan de Benavides. En el año siguiente de 1629 otra escuadra holandesa, que dirigía Cornelio Jols, bloqueó[332] las costas de Cuba; pero no pudiendo atacar a la Habana, defendida por Cabrera, se volvió a Holanda.
En tiempo de D. Juan Bitrián de Biamonte, los holandeses intentaron apresar las flotas antes de reunirse en la Habana. Adquirieron por aquellos tiempos no poca celebridad los Hermanos de la Costa, asociación de hombres valerosos, especialmente franceses e ingleses. Dividíanse en piratas o demonios de los mares y bucaneros, ayudados por los filibusteros y habitantes de los campos. Los piratas llegaban de improviso a las poblaciones de la costa, las que saqueaban e incendiaban; y los bucaneros cazaban o robaban reses de las haciendas, para secar los cueros y ahumar las carnes, que vendían después a los filibusteros o contrabandistas, o cambiaban por viandas o tabaco a los habitantes o cultivadores de los campos. Los Hermanos de la Costa se establecieron desde 1623 a 1625 en la isla de San Cristóbal, una de las pequeñas Antillas, siendo expulsados de allí por poderosa escuadra dirigida por D. Fadrique de Toledo (1630). Volvieron a San Cristóbal, Martinica, San Martín y a la parte N. O. de Santo Domingo, donde se les unieron algunos holandeses. Arrojados de la última isla, pasaron a la inmediata de Tortuga, en la que se hicieron fuertes y consideraron como metrópoli o centro de la asociación.
En ocasión que los piratas se hallaban ausentes, D. Carlos Ibarra, que venía de España con una flota, desembarcó en la Tortuga y arrasó los caseríos y plantaciones, pasando a cuchillo los habitantes. De vuelta de Cartagena a España, el mismo Ibarra se encontró en alta mar con el holandés Cornelio Jols (a quien los españoles llamaban Pie de Palo), y después de fiera pelea en que ambos fueron heridos, se retiró el pirata, en tanto que el general español buscaba refugio en el puerto de Cabañas. Gobernaba en aquellos tiempos la isla de Cuba D. Francisco Riaño y Gamboa.
Cada vez, sin embargo, más poderosos los piratas de la Tortuga, dirigidos por Levasseur, fortificaron la isla y se pusieron bajo la protección de Francia, que les dió por gobernador a Timoleón de Fontenay. Entre los hechos que causaron más escándalo a la sazón, fué el saqueo que realizaron los piratas de la Tortuga en San Juan de los Remedios, de cuyo lugar se llevaron mujeres, esclavos y hasta las alhajas de la iglesia (1652). En 1654 las autoridades de Santo Domingo expulsaron a los bucaneros que habían vuelto a establecerse en sus costas y a los piratas de la Tortuga, y en 1655 los ingleses se apoderaron de la Jamáica. El año 1662 fué desastroso para la isla de Cuba, pues una expedición de ingleses de Jamáica desembarcó por Aguadores y, después de batir al gobernador D. Pedro de Morales en Las Lagunas,[333] voló el castillo del Morro o San Pedro de la Roca y entró en Santiago, donde permaneció un mes. Obligados los ingleses por el hambre, se reembarcaron, no sin incendiar los edificios públicos y llevarse los cañones del Morro y las campanas de las iglesias. Del mismo modo, piratas franceses, mandados por Pedro Legrand, cuando los vecinos de Sancti Spíritus celebraban la Pascua de Navidad del año 1665, cayeron sobre la plaza, que saquearon e incendiaron.
Pero entre todos los piratas ninguno más famoso que Francisco Nau, el Olonés, (llamado así porque era natural de Arenas de Olone, en Francia). A su llegada de Francia estuvo primero en Haití y luego en la Tortuga. Con grandes apuros logró hacerse dueño de un barco. El Olonés era el terror de las colonias españolas. Cuando se le creía muerto en Campeche, apareció (últimos de 1667) con dos barcos en los cayos de San Juan de los Remedios. Noticioso de ello el gobernador Dávila, mandó una galeota de diez cañones con 90 hombres, dándoles el encargo de que ahorcasen a todos los piratas, menos al capitán, a quien conducirían preso a la Habana; pero sucedió todo lo contrario: el Olonés tomó la embarcación española y pasó a cuchillo los tripulantes. Lo mismo hizo el valiente pirata en la costa de Puerto Príncipe con una escuadrilla que desde Santo Domingo había venido en su persecución. Repitió sus depredaciones en Batabanó, Santo Domingo, Maracaibo, Puerto Cabello y Guatemala, acabando su vida a manos de los indios de Nicaragua[364]. El pirata inglés Enrique Morgan desembarcó en la bahía de Santa María con la idea de atacar la villa interior de Puerto Príncipe (1668). Sabedores sus habitantes de la presencia de Morgan, mientras unos huyeron a sus haciendas próximas, otros, con el alcalde a su cabeza, marcharon a pelear con los piratas. Muerto el alcalde con muchos de los suyos, Morgan penetró en la ciudad, la que abandonó cuando le entregaron 50.000 pesos y 500 reses saladas. Más cruel fué todavía Morgan en Portobelo, Maracaibo y Panamá, consiguiendo inmensas riquezas, con las cuales se retiró a Jamaica, donde desempeñó tres veces el cargo de gobernador. Diego Grillo, pirata cubano, tomó al abordaje un barco mercante que iba de la Habana a Campeche, y venció cerca del puerto, que a la sazón se llama de Nuevitas (1673) a un navío y dos fragatas que le perseguían. No lograron su objeto los piratas franceses Mr. de Franquenay y Mr. de Grammont, el primero atacando a Santiago de Cuba (1678) y el segundo a Puerto Príncipe (1679)[365].
[334] Por aquella época (junio 1680) era gobernador y capitán general de Cuba D. Francisco Rodríguez de Ledesma y en octubre del mismo año desempeñaba cargo tan importante D. José Fernández de Córdoba[366]. El último de la serie de los grandes piratas, fué el holandés Lorenzo Graff (llamado por nosotros Lorencillo). Graff saqueó a Veracruz (1683), incendió a Campeche (1685), apresó varios barcos en las costas de Cuba y tomó parte en el doble saqueo de Cartagena (1697)[367]. Convencidas las principales naciones colonizadoras de América que era conveniente acabar con la piratería, se aliaron para ello Inglaterra, Holanda y España, cuyas naciones destruyeron los principales establecimientos, y, últimamente, lord Nerville acabó con ellos (1697).
Pocos años antes se verificó, por orden del gobernador D. Severino de Manzaneda (1690), la traslación de la villa de San Juan de los Remedios al centro del hato de Santa Clara. También el mismo gobernador trazó (10 octubre 1693) las primeras calles y plazas de la ciudad de San Carlos de Matanzas.
Alguna vida iban adquirir las colonias españolas en los primeros años del siglo xviii. Por una parte la destrucción de la piratería, y por otra las nuevas ideas de la dinastía de Borbón contribuyeron algo al desarrollo material y moral. En tiempo de D. Diego de Córdova Laso de la Vega, capitán general de la isla desde el 1695 a 1702, fué proclamado Felipe V rey de España. Si durante la guerra de sucesión teníamos por enemigas en América las escuadras inglesas y holandesas, en cambio nos protegían las francesas, con cuyo auxilio pudimos conservar nuestras posesiones hispano-americanas y conducir a España el oro y la plata de dichas colonias. Sin embargo, estuvo en continua alarma la villa de Trinidad, mereciendo por su comportamiento el título y honores de ciudad, y en 1702, Carlos Gant, corsario inglés de Jamáica, al frente de 300 hombres, tomó y saqueó la villa de Casilda. El gobernador don Pedro Benítez de Lugo ordenó que se armasen dos compañías de milicias y algunos barcos en corso para rechazar análogas agresiones.
Por muerte de Benítez de Lugo (1702) se encargaron interinamente del gobierno de la isla los cubanos Chirino y Chacón, el primero de los asuntos políticos y el segundo de los militares. La escuadra aliada[335] anglo-holandesa intentó que Chirino y Chacón proclamasen al archiduque Carlos, negándose a ello los bravos defensores de la plaza. Si la paz de Utrech (1713) llevó la tranquilidad a la colonia, en cambio, la piratería no se había extinguido completamente y el marqués de Casa Torres, capitán general de Cuba (1708-1716), tenía disgustadísimos a los cultivadores y comerciantes de tabaco.
La planta del tabaco, originaria de la América tropical, llevada del Brasil a Portugal, de Virginia a Inglaterra y de Cuba a España, comenzó a usarse en el siglo xvi y se generalizó su uso durante el xvii. Conocida la bondad del tabaco cubano sobre todos los demás, su cultivo fué cada vez mayor, de modo que en los primeros años del siglo xviii había muchas vegas en los alrededores de la Habana, en Trinidad, Sancti Spíritu, Remedios, Bayamo, Holguín, El Caney y en otros puntos, sobresaliendo por su calidad el de Vuelta Abajo. Comprendiendo el gobierno de Felipe V que el tabaco podía proporcionar buenas ganancias a la Real Hacienda, dispuso que, por cuenta del Estado, se comprase en Cuba y se vendiese en Europa la mayor cantidad posible, encargando de la compra al capitán general D. Laureano de Torres, quien cumplió su encargo con tanta solicitud, que en 1708 hubo de mandar a España tres millones de libras, bien que no sin protestas de cultivadores y comerciantes.
El brigadier D. Vicente Raja (1716-1719)[368], sucesor del marqués de Casa Torres, trajo el encargo de establecer el estanco del tabaco o la compra de todo el tabaco que produjese el país, para elaborarlo en una fábrica establecida en Sevilla por el gobierno. Aumentó, como era natural, el disgusto de los cultivadores y comerciantes, viéndose obligado el gobernador a consultar a la Corte, cuya respuesta fué un Real decreto creando en la Habana una Factoría general para la compra del tabaco, con sucursales en Santiago, Bayamo, Trinidad y Remedios. A tal punto llegó la ira de los vegueros, que se amotinaron en la Habana, y mal lo hubiera pasado el brigadier Raja, si no se hubiese ocultado en La Fuerza, embarcándose después para España.
Llegó el 1719 el gobernador D. Gregorio Guazo Calderón, y, después de establecer la factoría, procedió contra los sediciosos. Luego, como retardase la factoría la compra de algunas partidas de tabaco, volvieron los disgustos de los vegueros y sus preparativos de insurrección, que hubieron de calmar el conde de Casa Bayona y el obispo, los cuales habían obtenido (1720) del Rey, que los propietarios, una vez cubiertos los pedidos del gobierno, pudiesen vender el tabaco sobrante a las otras[336] colonias y a los particulares de la metrópoli. Tres años después (1723), con motivo de haberse hecho algunas compras a precios inferiores a los de tarifa, se declararon en completa insurrección los vegueros de Santiago de las Vegas, teniendo el gobernador Guazo que echar mano a la fuerza, causándoles un muerto y 12 prisioneros. Los prisioneros fueron colgados de los árboles en Jesús del Monte.
Rotas nuevamente las relaciones entre España e Inglaterra y comenzadas las hostilidades en enero de 1727, el almirante Hossier amenazó a la Habana, que no fué atacada merced a los preparativos de defensa del gobernador Martínez de la Vega y merced a la oportuna llegada de la escuadra española. Posteriormente, declarada la guerra marítima entre las dos naciones rivales, la escuadra de Vernon atacó y tomó a Portobelo (22 noviembre 1739), cuya noticia llenó de júbilo a Inglaterra, aunque bien será decir que el almirante inglés sólo cogió en aquella plaza tres pequeños barcos y tres mil pesos en dinero. Tiempo adelante Vernon intentó apoderarse de Cartagena, que defendió bizarramente D. Sebastián de Eslava, virrey de Nueva Granada, teniendo el almirante inglés que abandonar la empresa y retirarse a la Jamaica. Buscando Vernon alguna manera de reparar el desastre sufrido en Cartagena, ayudado de un cuerpo de mil negros que sacó de Jamaica, concibió la idea de apoderarse de Cuba. No pudo lograr su objeto, viéndose obligado a retirarse y regresar a Inglaterra con unas pocas naves y algunas tropas desfallecidas (1741).
Tanto era el encono de Felipe V contra los ingleses, que por Real decreto, dado en El Pardo (abril 1743) imponía—según dice a los gobernadores de Cuba y Puerto Rico—pena de muerte a todos los que comerciasen con los hijos de la Gran Bretaña, á la sazón sus enemigos[369]. Corresponden también al reinado de Felipe V las dos noticias siguientes: es la primera que furioso huracán destruyó (19 octubre 1730), gran parte de la ciudad de San Carlos de Matanzas[370], y la segunda autorizaba (Real cédula del 15 de diciembre de 1735, dada en el Buen Retiro) al conde de Casa Bayona para que fundase una ciudad con el nombre de Santa María del Rosario[371].
Fernando VI, en los comienzos de su reinado, se dirigió desde el Buen Retiro (27 septiembre 1746) al Rector de la Real Universidad de San Jerónimo de la Habana, diciéndole que mantuviese con el gobernador Juan Francisco Güemes y Horcasitas, la buena correspondencia y armonía que tanto importaba al bien público y común, y al particular[337] de los indivíduos de dicha Universidad[372]. Un año después se dió gran combate delante de la Habana (12 octubre 1747) entre la escuadra inglesa mandada por Knowles, y la española que dirigía Reggio. Unas seis horas estuvieron peleando con singular arrojo y tenacidad; pero la victoria quedó indecisa. A los pocos días llegó la noticia de haberse firmado los preliminares de la paz de Aquisgrán (1748).
Dirigiendo—antes de continuar la reseña histórica de Cuba desde mediados del siglo xviii—una mirada retrospectiva acerca del comercio, conviene saber que la Compañía Guipuzcoana, constituída en 1668—y de la cual hablaremos al estudiar Nueva Granada y Caracas—protegió mucho el tráfico. Del mismo modo en el citado lugar registraremos los asientos celebrados con la Compañía Real de la Guinea Francesa y con la Compañía Inglesa del Mar del Sur. El asiento que aquí debemos mencionar fué el que obtuvo D. Antonio Tallapiedra, comerciante de Cádiz, de acuerdo con el capitán general de la Habana D. Juan Francisco Güemes, y por el cual dicho industrial tenía el derecho exclusivo de suministrar cada año tres millones de libras de tabaco a la fábrica de Sevilla (1734 a 1739). Por último, la Real Compañía de Comercio de la Habana, formada de comerciantes y hacendados, por iniciativa de D. Martín Aróstegui y por influencia del citado gobernador Güemes, obtuvo el asiento exclusivo del tabaco (1739) y además el privilegio de exportar a España azúcares y melazas, maderas y cueros, y de importar harinas, lozas, etcétera. Obligóse la Compañía a construir barcos para la marina mercante y de guerra, sostener diez embarcaciones armadas para perseguir el contrabando, abastecer los buques de guerra que fondeasen en la Habana y hacer el tráfico entre la Habana y Cádiz. Gozaban del fuero de marina los empleados y dependientes de la citada Compañía[373].
Por lo que respecta a Beneficencia, no pasaremos en silencio que don Gerónimo de Valdés, obispo de la Habana, hizo fundar en dicha población una casa para Cuna de niños expósitos, y por ello se le dieron las gracias el 15 de abril del año 1713[374].
Tócanos referir uno de los acontecimientos tristes de la historia de España. Como consecuencia del famoso Pacto de Familia celebrado entre Carlos III de España y Luis XV de Francia (15 agosto 1761) comenzó la guerra entre Inglaterra y España, entre Jorge III y Carlos III (comienzos del año 1762). No ocultándose a Carlos III que la isla de Cuba iba a ser uno de los objetos preferentes de la codicia bri[338]tánica, envió en el año 1761 como gobernador a D. Juan de Prado Portocarrero, Mariscal de Campo. Acostumbraba a decir el pedante Prado las siguientes palabras: No tendré yo la fortuna de que los ingleses vengan. En sus comunicaciones al Monarca afirmaba que los ingleses no atacarían la isla, y si la atacasen, serían escarmentados. El que tales cosas decía, cuando el 6 de junio de 1762 vió al almirante Pocock al frente de poderosa escuadra, aturdido y confuso no sabía qué camino tomar. Entre tanto los ingleses desembarcaron el día 7 por la parte del Este, entre los ríos Nao y Cojimar, casi sin resistencia alguna, y el 11 se hicieron dueños de la Cabaña. Poco después ocuparon el castillejo llamado de la Chorrera, que abandonaron los españoles; pero la ciudad, en comunicación con el resto de la isla, recibía subsistencias de Puerto Príncipe, Trinidad y otras ciudades. Como la escuadra española nada podía hacer por su inferioridad a la inglesa, su artillería fué destinada a los fuertes, y los jefes y capitanes de navío pasaron a ser comandantes y gobernadores de los dichos fuertes. Entre los comandantes o gobernadores se hallaba D. Luis Velasco, a quien se le encargó la defensa del Morro. Colocó Velasco a envidiable altura el honor de España. Aunque por mar y por tierra vomitaban bombas y balas rasas 200 bocas de bronce sobre el Morro, el héroe impávido acribillaba las naves enemigas que cruzaban frente al castillo y se defendía de las baterías que los ingleses tenían colocadas en tierra. Ya llevaba treinta y ocho días de cerco. No era posible resistir más tiempo. Dieron el asalto los ingleses. Por ambas partes se peleaba con singular coraje. «El segundo comandante González—escribe el historiador inglés William Coxe—murió en la brecha, y el valiente Velasco, después de luchar denodadamente contra fuerzas superiores, mientras pudo reunir algunos soldados a la sombra de la bandera española, recibió herida mortal en medio de los vencedores, que admiraron su valor»[375]. Entre los que más lamentaron la desgracia del valeroso Velasco se hallaba el general inglés conde de Albemarle. Muertos los bizarros y nunca bastante alabados Velasco y marqués González, la plaza no tenía más remedio que capitular. La junta de autoridades, compuesta del capitán general Prado, del teniente general Conde de Superunda, del teniente rey D. Dionisio Soler, del general de Marina Marqués del Real Transporte, del Mariscal de Campo D. Diego Tabares, del comisario D. Lorenzo Montalvo y de los capitanes de Navío, aceptó la capitulación, quedando firmada el 13 de agosto de 1762.
Del gobierno de la Habana se encargó lord Albemarle (14 agosto 1762), retirándose el almirante Pocock con la mayor parte de su es[339]cuadra. Albemarle tomó el título de capitán general: nombró gobernador a D. Sebastián Peñalver y Angulo, y juez civil a D. Pedro Calvo de la Puerta. Continuó la administración en la misma forma que antes; pero se permitió el libre comercio. Retiróse Albemarle en enero de 1763, dejando al frente del gobierno, de la parte inglesa de la isla, a su hermano Guillermo Keppel, y de la parte española ejerció el cargo D. Lorenzo Madariaga, gobernador de Santiago de Cuba. Por la paz de París (10 febrero 1763) España recobró la isla de Cuba, cediendo en cambio la Florida. Francia cedió el Canadá y otros países a Inglaterra. Como compensación de la Florida, Francia dió la Luisiana a España, que más que recompensa fué una carga.
El general D. Ambrosio Funes Villalpando, conde de Ricla, y el segundo cabo D. Alejandro O'Reilly, llegaron a la Habana el 6 de julio de 1763, encargándose del mando con gran contento de españoles y cubanos. Procedióse a la construcción de La Cabaña y a la reparación del castillo del Morro y del Arsenal. También volvió a ponerse en vigor, con disgusto de los naturales del país, el estanco del tabaco. Reorganizóse la administración en sus diferentes ramos, y muy especialmente el servicio de correos terrestres y marítimos. El comercio adquirió mayor desarrollo, haciendo cesar, en alguna parte, el régimen del monopolio. Siendo el conde de Ricla gobernador de Cuba, por Real decreto de Carlos III, dado en Madrid el 3 de julio de 1765, se hizo constar el bizarro comportamiento de D. José Antonio Gómez defendiendo de los enemigos la plaza de Guanabacoa[376].
D. Antonio María Bucarely (1766-1771) dió impulso a las obras de La Cabaña, terminó las del Morro y Atarés, comenzando las del Príncipe. Bucarely fué el encargado de cumplir el decreto de Carlos III acerca de la expulsión de los jesuítas (1767). Otros asuntos ocuparon también la atención del gobernador, y fueron: 1.º, los terremotos que en 1766 destruyeron gran parte de las poblaciones de Bayamo y de Santiago de Cuba; 2.º, el huracán llamado de Santa Teresa, que el 15 de agosto de 1768 causó grandes pérdidas en la jurisdicción de la Habana; 3.º, cumplimiento de la Real Cédula que con fecha 7 de junio de 1770 expidió el Rey dando las instrucciones convenientes a una Junta, ya establecida y compuesta, además del gobernador, del factor, contador y tesorero, para fomentar la siembra, cultivo y beneficio del tabaco[377]; 4.º, ayuda que tuvo que prestar Bucarely al general O'Reilly, encargado de someter a la soberanía de España la Luisiana. Des[340]pués de tantos asuntos como tuvo que resolver Bucarely, pasó a encargarse del virreinato de México.
El gobernador D. Felipe Fonsdeviela (1771-1777), marqués de la Torre, atendió al embellecimiento de la capital y de otras poblaciones. En la Habana emprendió la fábrica de la Casa del Ayuntamiento, la construcción de la Alameda de Paula, del Nuevo Prado y de otras obras; fuera de la Habana se realizaron no pocas construcciones en Matanzas, Santiago, Trinidad, Sancti Spíritus, Puerto Príncipe, Remedios y Villaclara. Como si esto fuera poco, echó los cimientos de Nueva Filipina, del nombre del gobernador, y que luego se denominó Pinar del Río, del sitio de su fundación. Al año siguiente (1773) se fundó el pueblo de Jaruco; y el 1775, a orillas del Mayabeque, la villa de San Julián de los Güines. Débese al marqués de la Torre el primer Censo de población de la isla de Cuba, que se terminó en 1774: resultó la población total de 172.620 habitantes (96.440 blancos, 31.847 libres de color y 44.333 esclavos). El Arsenal, cuyo jefe era D. Juan Bautista Bonet, de la misma graduación que el marqués de la Torre, recobró su antigua importancia, y de él salieron sólidas construcciones navales, entre ellas el navío Santísima Trinidad, de 112 cañones. Por último, en tiempo del citado gobernador, se fundó el Seminario de San Carlos en el primitivo Colegio de los Jesuítas, se exportó libremente el algodón y se disminuyeron los derechos de exportación sobre los azúcares, aguardiente, etcétera.
Refieren los historiadores que D. Diego José Navarro (1777-1781), aprovechándose de la guerra entre Inglaterra y sus colonias del Norte de América, apoyó al coronel D. Bernardo de Gálvez, gobernador de la Luisiana, para que invadiese la Florida y se apoderara de las plazas de Mobila (1780) y de Panzacola (1781), volviendo de este modo á poder de España aquella colonia, que, como sabemos, fué cedida á Inglaterra en cambio de la Habana. En tiempo de Navarro se puso en vigor la Ordenanza para el libre comercio con las colonias.
El cubano D. José Manuel de Cagigal sucedió a Navarro desde 1781 a 1783. Después gobernaron la isla D. Luis Unzaga, el conde de Gálvez y otros. Los inmediatos sucesores de Gálvez tuvieron el carácter de interinos.
El teniente general D. Luis de las Casas se hizo cargo del Gobierno y Capitanía general de Cuba el 9 de julio de 1790, presentando su dimisión y entregando el mando el 6 de diciembre de 1796. Le ayudaron en su obra regeneradora D. Juan Bautista Vaillant, gobernador de Santiago de Cuba; D. José Pablo Valiente, intendente de Hacienda, y los ilustres cubanos Dr. Ramay, D. Francisco de Arango y otros. Pro[341]gresó la instrucción pública, las artes y la industria, se mejoraron muchas poblaciones y se crearon establecimientos benéficos. Con motivo del desbordamiento de los ríos, ocurrieron grandes inundaciones en la parte occidental de la isla, en particular en las cercanías de la Habana y Pinar del Río. Casas socorrió generosamente a los campesinos más perjudicados e hizo reconstruir los puentes arrasados por las aguas. Vió la luz, merced al apoyo de Casas, la primera publicación literaria y económica, que se intituló el Papel Periódico, y en el cual colaboraron el mismo capitán general, el presbítero Caballero, el Dr. Romay y el poeta Sequeira. Fundáronse en Santiago de Cuba y en la Habana Reales Sociedades Económicas de Amigos del País, Casa de Beneficencia y Real Consulado. Como consecuencia de la insurrección de Haití (1791) y de la cesión que España había hecho del resto de la isla a Francia, en virtud del tratado de Basilea (1795), vinieron á Cuba muchos inmigrantes franceses y españoles, los cuales, con sus conocimientos y laboriosidad, enriquecieron su nueva patria. Como era natural, los restos de Cristóbal Colón, que descansaban en la iglesia catedral de Santo Domingo, se trajeron a Cuba en el navío San Lorenzo y se depositaron en la catedral de la Habana (15 enero 1796), para ser trasladados en 1898 a nuestra ciudad de Sevilla, en cuya catedral descansan.
Encargóse del gobierno D. Juan Bassecourt, conde de Santa Clara (1796-1799), cuando Carlos IV celebraba alianza ofensiva y defensiva con el Directorio francés. Tuvo España que pelear con Inglaterra, y si en Cuba pudo resistir los ataques de sus enemigos, el resultado de la enconada lucha fué la pérdida de la isla de Trinidad, de una parte de la escuadra y la casi ruina de su comercio.
Sucedió al conde de Santa Clara, D. Salvador de Muro y Salazar, marqués de Someruelos (1799-1812). D. Sebastián de Kindelán ocupó el gobierno de Santiago de Cuba y D. Luis Viguri la Intendencia de Hacienda. Habiendo terminado la dominación de España en Santo Domingo, se dispuso que la Audiencia se trasladase a Puerto Príncipe, comenzando a funcionar el 30 de junio de 1800. Justo será consignar que en los primeros días del siglo xix llegó a Cuba el nunca bastante alabado barón de Humboldt, quien publicó el Ensayo político sobre la isla de Cuba (1826), hermosa síntesis de la geología, clima, población, industria y rentas públicas de la gran Antilla. Dicha fué también para Cuba la venida (24 febrero 1802) del obispo de la Habana, el ilustre Díaz de Espada, sucesor de Tres Palacios. Díaz de Espada embelleció la catedral; prestó eficaz auxilio a la Casa de Beneficencia, a los Hospitales y al Manicomio; contribuyó con una suma bastante considerable a la fundación del primitivo cementerio de la Habana, aboliendo la costumbre de[342] enterrar en las iglesias. Hombre el obispo de tanta cultura como de espíritu liberal, fundó muchas escuelas en las ciudades y en los pueblos. Fué Director de la Sociedad de Amigos del País, reformó el Seminario de San Carlos y el Asilo de San Francisco de Sales. Si, como antes hemos indicado, la Audiencia de Santo Domingo se trasladó a Cuba, del mismo modo el arzobispado de aquella Antilla, con todos sus títulos, facultades y prerrogativas, pasó, por Breve pontificio de 16 de julio de 1804, a Santiago de Cuba, quedando como sufragáneos suyos los obispados de la Habana y Puerto Rico. También por entonces el insigne médico Dr. Romay dió a conocer y aplicó la vacuna como preservativo de la viruela, debiéndose de notar que cuando Carlos IV comisionó al Dr. Balmis para difundir el citado preservativo, ya había sido aplicado ventajosamente.
Además de los emigrados de Santo Domingo y de Haití, que acudían a Cuba donde se les brindaba con feraces tierras (1802), llegaron, después del fracaso de la expedición mandada por Bonaparte para recuperar aquellas colonias, unos 30.000 franceses, quienes se establecieron en Santiago de Cuba, Baracoa, Guantánamo y en otros puntos, consiguiendo hacer de terrenos incultos haciendas productivas. El tabaco, el algodón y todos los productos aumentaron considerablemente; pero ninguno como el café, hasta el punto que, si en 1804 se elevó la exportación a 12.500 quintales, en 1833 llegó a 642.000.
Los graves acontecimientos ocurridos en España con motivo de la invasión de los franceses y después por la guerra de la Independencia, repercutieron, como era natural, en las Indias. Es de lamentar que el fanatismo patriótico de muchos llegase al extremo de asaltar las casas de pacíficos y laboriosos franceses, siendo unos asesinados y otros expulsados del territorio. Aunque se intentó la formación de una Junta como las de Sevilla y otras provincias de España y América, la idea fué combatida en periódicos y folletos. Por su parte la Junta Central de España encargó (18 febrero 1809) al gobernador de Cuba, procurase cultivar las relaciones—pues era conveniente—con el negro Enrique Cristóbal, presidente y generalísimo de Haití[378].
A la sazón llegó a la Habana el joven mejicano Manuel Rodríguez Alemán con pliegos para las autoridades y otras personas invitándolas a declararse por José Bonaparte; aquél pagó cara su imprudencia, pues fué preso como espía y ahorcado el 30 de julio de 1810. Pasados dos años se descubrió la conspiración que tramaba José Antonio Aponte, deseoso de la emancipación de su raza; Aponte mereció la pena de horca con 8 de sus cómplices.
[343] En sus últimos años de gobierno reconoció el marqués de Someruelos la Junta Suprema Central y gubernativa de España y de las Indias establecida en Aranjuez y dirigió las elecciones de los primeros diputados a Cortes por Cuba (1810), los cuales fueron Jáuregui y O'Gabán, sucediendo al último Arango y Pareño.
Tuvo la satisfacción D. Juan Ruiz de Apodaca de que en su tiempo se jurase en la Habana (21 julio 1812) la Constitución de Cádiz. En dicho Código político se concedían iguales derechos a españoles y americanos. Posteriormente, habiendo vuelto a España Fernando VII y con él el gobierno absoluto, Cuba pasó pacíficamente de uno á otro régimen. Los cubanos tuvieron que agradecer al Deseado que, por decreto de 10 de febrero de 1818, se concediese a los puertos de la isla el libre comercio con todos los mercados extranjeros.
El excelente político y general D. José Cienfuegos llegó a Cuba (1816) acompañado del superintendente de Hacienda D. Alejandro Ramírez, ya conocido ventajosamente en Guatemala y Puerto Rico. Ramírez odiaba la esclavitud, combatió el contrabando, llegó a duplicar (1820) las rentas públicas, y apoyó los planes del antes citado Arango, no sólo en la concesión del libre comercio, sino en el desestanco del tabaco y otras reformas. Tomó parte activa en la fundación de Cienfuegos[379] y también influyó en el progreso de las colonias de Nuevitas, Guantánamo y El Marcial. Como Director de la Sociedad Patriótica, estableció la sección de educación primaria, la Academia de Dibujo y Pintura, que se denominó de San Alejandro, en honor del fundador; el Jardín Botánico, las cátedras de Anatomía y Botánica, y proyectó la de Química.
Un hecho importantísimo que honra a Inglaterra se verificó por entonces y fué el convenio celebrado con España el 1817, el cual consistía en el compromiso de nuestra nación de impedir el tráfico de esclavos africanos, a partir del 30 de mayo de 1820; pero sin embargo de las protestas y reclamaciones de Inglaterra, la nación española continuó haciendo expediciones más o menos clandestinas.
Bajo el débil gobierno del general D. Manuel Cagigal se juró en la Habana, bien a pesar suyo, la constitución de Cádiz, que en España, Riego, Quiroga y otros habían proclamado en las Cabezas de San Juan (1.º enero 1820).
D. Nicolás Mahy sucedió en marzo de 1821 a Cagigal. En su tiempo las logias masónicas y las sociedades secretas (La Cadena, Los Soles, Los Comuneros y Los Carbonarios) tuvieron verdadera influencia.[344] Formaban las dos primeras cubanos partidarios de la independencia, la tercera españoles adictos al gobierno y la cuarta estaba constituída por hombres conciliadores. El general Mahy se opuso tenazmente a que se implantase la ley de Aranceles, contuvo el lenguaje violento de la prensa, reorganizó las milicias y mantuvo la disciplina militar.
Encargóse del poder el brigadier D. Sebastián Kindelán, por muerte de Mahy, en julio de 1822. En las elecciones para diputados a Cortes (legislatura de 1823) salieron triunfantes el sacerdote y filósofo Félix Varela, D. Leonardo Santos Suárez y D. Tomás Gener.
A ponerse al frente del gobierno de Cuba vino a la isla (2 mayo 1823) el general D. Francisco Dionisio Vives. Si en España reinaba la anarquía, en Cuba se entusiasmaban con los hechos realizados por Bolívar y los demás generales revolucionarios. Vives se apoderó de los documentos de la sociedad secreta Soles y Rayos de Bolívar (que aspiraba a establecer la República de Cubanacán), reduciendo a prisión al habanero Lemus, jefe de la conspiración, y a los más comprometidos, entre ellos Peoli, Junco, Silveira, el Dr. Hernández y los poetas Heredia y Teurbe. El 3 de mayo de 1823 se mandó Real orden reservada a los jefes políticos de Cuba y Puerto Rico, encargándoles cierta vigilancia para si llegase allí D. José Mariano Méndez, diputado a Cortes que fué por Sonsonate, el cual había circulado un manifiesto o proclama, impreso en la península, con el intento de separar las islas de Cuba y Puerto Rico de la dominación española[380]. De los presos citados anteriormente, el gobernador Vives se contentó con desterrar a unos y con imponer multas pecuniarias a otros. Restablecido en España el gobierno absoluto por Fernando VII, Vives siguió el ejemplo de su Rey (diciembre de 1823). Con más encono que antes volvieron las conspiraciones, teniendo Fernando VII que conferir a los capitanes generales de Cuba, con fecha 28 de mayo de 1825, las facultades extraordinarias de los gobernadores de plazas sitiadas. No se amedrentaron por ello los revolucionarios, quienes comisionaron a Iznaga, Bentancourt (El Lugareño) y otros para que se marchasen a Venezuela y pidiesen apoyo al libertador Bolívar. La entrevista no llegó a verificarse por entonces; pero Iznaga, en su segundo viaje, verificado el año 1827, logró sus deseos.
Es de advertir que antes de la entrevista que, después de todo, no dió resultado alguno, los emigrados cubanos constituyeron una Junta en México, que tenía por objeto trabajar por la independencia de Cuba y Puerto Rico (1825). Un año después se reunió en Panamá una Asamblea general de las naciones hispano-americanas para tratar, entre[345] otras cosas, de la emancipación de las citadas islas; mas, ya por el poco entusiasmo con que acogió la idea Bolívar, ya por la oposición de los Estados Unidos, pensando tal vez que Cuba, siguiendo el ejemplo de las repúblicas hispano-americanas, decretaría la libertad de los esclavos, cuyo hecho podía ocasionar perturbaciones en los Estados del Sur de la gran República, lo cierto es que nada se hizo. Los separatistas no cejaban en su empeño: Francisco de Agüero y el pardo Andrés Manuel Sánchez fueron sorprendidos en un ingenio de Camagüey y condenados, como espías de los enemigos de España, a la pena de horca, en Puerto Príncipe, el 16 de marzo de 1826. Agüero y Sánchez fueron los primeros mártires de la independencia de Cuba. Desde México, los revolucionarios cubanos, expatriados en aquella República, no dejaban de avivar el fuego sagrado de la independencia. Esta vez las logias masónicas de la Legión del Águila Negra, se entendían desde México con los patriotas de Cuba para conseguir la independencia. Descubierta la conspiración (1830) y presos los principales, se les condenó a muerte por la Comisión Militar, teniendo la dicha de ser indultados con motivo del nacimiento de Isabel II; sólo sufrieron destierros y multas.
Durante el gobierno de Vives se dividió la isla en tres departamentos militares: Occidental, Central y Oriental; se formó nuevo censo de población[381] y se hizo el mapa de Cuba (1827). En su política progresiva le ayudó D. Claudio Martínez de Pinillos (después conde de Villanueva), superintendente general de Hacienda, quien aumentó las rentas públicas, ayudó a la construcción del acueducto de la Habana, habilitó algunos puertos para el comercio extranjero e influyó para la introducción de las máquinas de vapor en los ingenios. También se deben al gobierno de Vives, y por iniciativa de Pinillos, la fundación de Cárdenas (8 marzo 1827), el establecimiento de un presidio en la Isla de Pinos y la fundación de Nueva Gerona (1830). Entre otras obras de utilidad pública citaremos el puente de Marianao, la Casa de dementes de San Dionisio y el Templete, inaugurado en 1828, en la plaza de Armas, de la Habana[382].
Las letras y las ciencias, como más adelante mostraremos, progresaron mucho en la primera mitad del siglo xix, figurando á la cabeza de todos el insigne filósofo D. Félix Varela. Continuaron su obra Saco, Luz y Caballero y otros.
Hemos de lamentar lo extendido que se hallaba el vicio del juego. El país estaba lleno de vagos, de ladrones y de asesinos, siendo peligroso,[346] aun en la misma capital de la isla, salir de noche a la calle. Parece ser que como uno dijese a Vives que no había seguridad alguna de noche, contestó: «Pues que hagan lo que yo, que me quedo de noche en casa y no salgo a la calle.»
D. Mariano Ricafort sucedió en 1833 a Vives, y en su tiempo un barco procedente de los Estados Unidos, llevó el cólera a la isla. En cambio, daremos la grata noticia de que el conde de Villanueva, superintendente de Hacienda, pudo conseguir, como presidente de la Junta de Fomento, que se construyera el ferrocarril de la Habana a Güines, mucho antes de que en la metrópoli se estableciese ese medio de comunicación. Cuando en España, muerto Fernando VII, comenzó la terrible guerra civil, y cuando el gobierno de Madrid proclamó en Cuba el Estatuto Real, vino el general Tacón a suceder a Ricafort (1.º julio 1834).
El general Tacón, decidido absolutista, no implantó en Cuba las libertades concedidas a la nación española. Espíritu suspicaz creyó ver en todas partes la tea revolucionaria para lograr la independencia de la Antilla. De opuestas ideas que el general Tacón era el gobernador de Santiago de Cuba D. Manuel Lorenzo. Jurada en Madrid la Constitución, a consecuencia del motín de la Granja (1835), Lorenzo la hizo jurar en Santiago de Cuba. Irritóse por ello Tacón, hasta el punto de mandar una expedición contra Santiago, viéndose obligado Lorenzo a embarcarse para España. También pudo conseguir Tacón que las Cortes españolas de 1837, no admitiesen como Diputados a los elegidos por Cuba, los cuales eran Saco, Acebedo, Montalvo y de Arnas, fundándose en que las islas de Cuba y de Puerto Rico se regían por leyes especiales. Sabiendo el gobernador de Cuba que Saco y Narciso López conspiraban en España para alcanzar la independencia de la isla, hizo prender a varios cubanos pensando que estaban en relaciones con aquellos, quienes no lograron su libertad hasta que, relevado Tacón, la decretó su sucesor el general Ezpeleta (1838). No seríamos justos si guardásemos silencio acerca de las buenas cualidades de Tacón: era honrado e íntegro; persiguió a los jugadores, vagos y ladrones; restableció la seguridad personal, disciplinó el ejército, reorganizó la policía, estableció los cuerpos de serenos y bomberos, y realizó obras de utilidad y ornato (los Mercados, la Pescadería, el Gran Teatro, la Alameda de Isabel II, y otras).
El teniente general D. Joaquín de Ezpeleta comenzó su gobierno el año 1838, sucediéndole D. Félix Girón, príncipe de Anglona. Después ocupó cargo tan importante el general D. Jerónimo de Valdés. Entre Valdés y el cónsul inglés David Turnbull, las relaciones fueron tan poco amistosas, que el primero consiguió del gobierno de la Gran[347] Bretaña la separación del segundo, tal vez con alguna razón. Y decimos con alguna razón, porque Turnbull era más amigo de los separatistas que de los españoles. Volvió Turnbull a la isla con un pasaporte de un cónsul español; pero Valdés le hizo prender y le embarcó en un buque británico (1842). Tanto disgustó a la Sociedad Patriótica que uno de sus indivíduos fuese tratado de aquel modo, que D. José de la Luz y Caballero, presidente de aquella Sociedad, protestó enérgicamente, logrando con el apoyo del sabio naturalista Poey y otros, que el nombre de Turnbull no se borrase de la lista de los socios y entre ellos permaneció hasta que el nuevo capitán general D. Leopoldo O'Donnell dispuso su eliminación «porque era un enemigo declarado del país.»
O'Donnell renovó la política tiránica y bárbara de Tacón. Descubrióse—según todas las señales—vasta conspiración en Matanzas, conspiración de la escalera, porque los presos, atados a una escalera, declaraban a fuerza de látigo. Víctimas de la conspiración fueron el poeta Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido), Santiago Pimienta y otros, los cuales sufrieron la pena de muerte (28 junio 1844) en Matanzas, en el paseo de Santa Cristina, frente al hospital de Santa Isabel.
D. Federico Roncali (1848-1850) tuvo que combatir fuerte insurrección. Al frente de los revolucionarios se puso el general Narciso López, natural de Venezuela. Desde muy joven se había distinguido en el ejército español, ora peleando en el Sur América, ora en la península, defendiendo los derechos de Isabel II. Ya General, vino a Cuba a las órdenes de O'Donnell, desempeñando varios cargos gubernativos, entre ellos el de teniente gobernador de Trinidad, que le quitó el mencionado O'Donnell (1843), no fiándose de su amor a España. En el primer año del gobierno de Roncali, Narciso López se puso a la cabeza de la conspiración, que, descubierta, tuvo que refugiarse en los Estados Unidos, donde, con la ayuda de Sánchez Iznaga, Villaverde y otros emigrados, trabajó por la independencia de la Isla. Tomó parte desde entonces en todas las expediciones de los separatistas e intervino en la política seguida por las Sociedades organizadas en Cuba y por el Consejo Cubano establecido en New-York. Los revolucionarios se dividieron en dos partidos: uno quería la independencia de Cuba y otro su anexión á los Estados Unidos. En aquel tiempo el gobierno de los Estados Unidos ofreció 100 millones de pesos a España por la Isla de Cuba. Decidido Narciso López a jugar el todo por el todo, a la cabeza de unos 600 hombres bien armados, salió de New Orleans y se dirigió a Cuba en el vapor Creole y dos barcos de vela. El 19 de mayo de 1850 desembarcó[348] en Cárdenas, ondeando por primera vez en la Perla de las Antillas la bandera de la estrella solitaria. Aunque consiguió que la guarnición se le rindiese, causóle profunda pena la actitud pasiva de los cubanos, tan pasiva que sólo se le unió el portorriqueño Felipe Gotay. En la lucha que sostuvo en las calles de Cárdenas con los lanceros que acudieron de Lagunillas, mandados por el teniente D. José María Morales, murió de los nuestros el sargento Carrasco, a quien la patria, agradecida, algún tiempo después hizo levantar un monumento en La Cabaña.
Vino de gobernador y capitán general D. José Gutiérrez de la Concha (mes de noviembre del año 1850), decidido a castigar con mano de hierro a los enemigos del gobierno de la metrópoli. Porque la ciudad de Puerto Príncipe solicitó que no se suprimiera su Audiencia, Concha destituyó al Ayuntamiento, prohibiendo que en lo sucesivo hiciesen uso esas Corporaciones del derecho de petición. Nombró comandante general del Departamento central a D. José Lemery, el cual, conociendo los planes revolucionarios de la Sociedad Libertadora, constituída en el Camagüey a últimos de 1849, hizo poner presos a los hermanos Betancourt, Recio, Arango, Cisneros y a otros, mandándoles a la Habana (4 mayo 1851). No fué preso Joaquín de Agüero, porque logró huir a tiempo, ocultándose en las lomas situadas entre Nuevitas y Las Tunas, y acampando después en la Piedra de Juan Sánchez. Agüero, joven de nobles sentimientos, acérrimo antiesclavista, proclamó la independencia de Cuba, en unión de otros patriotas, en la hacienda de San Francisco del Jucaral, partido de Cascorro. Defendióse en la hacienda de San Carlos, teniendo el sentimiento de ver morir a algunos de los suyos. Huyó Agüero a Punta de Ganado, y allí cayó en poder de los realistas (22 de julio) con otros cinco compañeros. Concha mandó fusilar (12 agosto 1851) en la sábana del Arroyo Méndez a Agüero, a Betancourt (Tomás), a Zayas y a Benavides. Al mismo tiempo estalló en Trinidad otro movimiento revolucionario (24 julio 1851) dirigido por Isidoro Armenteros, teniente coronel graduado de milicias de caballería, y ayudado por Arús y Hernández Echerri. Los tres fueron fusilados en el campo conocido con el nombre de Mano del Negro, en las afueras de Trinidad (18 de agosto del citado año). El 12 de agosto, el mismo día en que fué fusilado Agüero, desembarcó en Playitas Narciso López, á bordo del Pampero. Venía de New Orleans con unos 500 hombres, y entre los más conocidos se hallaban el general húngaro Pragray, el coronel Crittenden (hijo de un senador americano) y los cubanos Arnao, Zayas y Oberto. Creyendo Narciso López que en Puerto Príncipe y Trinidad era formidable la insurrección, llegó a Vuelta Abajo y dividió sus fuerzas, dejando en El Morrillo parte de ellas, bajo el man[349]do de Crittenden, en tanto que él se encaminaba a Las Pozas. En Las Pozas tuvo un encuentro Narciso López con el general Enna, muriendo el húngaro Pragray y el cubano Oberto, y en los palmares del Cafetal de Frías fué herido mortalmente Enna, viéndose obligado Narciso López a dispersar sus fuerzas. Crittenden y los 50 expedicionarios que estaban en El Morrillo intentaron huir, siendo sorprendidos y llevados a la capital, donde, en las faldas del Castillo de Atarés, fueron fusilados (16 de agosto). Preso también Narciso López en los Pinos del Rangel, fué conducido a la Habana, sufriendo la pena de muerte en el campo de La Punta (1.º septiembre 1851).
Bajo el gobierno del general D. Valentín Cañedo, sucesor de Concha, se publicó clandestinamente el periódico La Voz del Pueblo Cubano, redactado por Bellido e impreso por Facciolo. Tal publicación, y el descubrimiento de una caja de armas destinadas a los revolucionarios de Vuelta Abajo, pusieron de manifiesto los planes de aquéllos en la jurisdicción de Pinar del Río. Bellido pudo huir a los Estados Unidos y Facciolo fué ejecutado en La Punta (28 septiembre 1852). Otros fueron condenados a presidio.
Don Juan de la Pezuela sucedió a Cañedo en diciembre de 1853. Un gobernador tolerante y caballeroso dirigía la política y la administración de Cuba. Concedió indulto a todos los que habían tomado parte en las conspiraciones y levantamientos separatistas; persiguió el tráfico de esclavos, no haciendo caso de los ruegos primero, y de las amenazas después, de los negreros.
Vino el general Concha (21 septiembre 1854) a encargarse del poder, con verdadera satisfacción de los negreros. Al frente de poderosa conspiración se puso el catalán D. Ramón Pintó, presidente del Liceo de la Habana y presidente también de la Junta Revolucionaria. Descubierta la conspiración, Concha dispuso la prisión de los principales jefes, siendo Pintó condenado a muerte, que sufrió el 22 de marzo de 1855 en el campo de La Punta; Cadalso y Pinelo a la pena inmediata. El 31 del mismo mes y año tuvo la desgracia de ser hecho prisionero en Baracoa, a bordo de americana goleta, que conducía armas y pertrechos para promover una revolución, Francisco Estrampes, el cual corrió la misma suerte que Pintó.
Don Francisco Serrano y Domínguez, duque de la Torre, ocupó el cargo de gobernador y capitán general de Cuba. En su tiempo murió (22 junio 1862) el sabio maestro D. José de la Luz y Caballero, rodeado de sus discípulos y admiradores. El capitán general, deseando halagar a los cubanos, presidió los funerales y manifestó las consideraciones que le merecían las virtudes del insigne hijo de la Habana. Contri[350]buyó a cerrar por algún tiempo el período de las conspiraciones la fundación del diario cubano El Siglo, dirigido primeramente por D. José Quintín Suzarte, y después por el conde de Pozos Dulces, antiguo revolucionario y uno de los individuos de la Junta Cubana de Nueva York. Adquirieron la propiedad del periódico Morales Lemus, Aldama y otros. Acerca de las ideas políticas de El Siglo, el conde de Pozos Rubios declaró (24 marzo 1865) en notable artículo que sólo deseaba obtener para Cuba todos los derechos de una provincia española. Semejante política fué luego difundida en la Península por el general Serrano, por el periódico La América y por muchos liberales. Los defensores de dicha política constituyeron el partido reformista.
El capitán general D. Domingo Dulce fué digno continuador de la política del duque de la Torre. Mostró su poder el partido reformista cuando, en virtud del Real decreto (noviembre de 1865) convocando la Junta de información respecto a reformas en Cuba y Puerto Rico, fueron elegidos el conde de Pozos Dulces, Saco, Morales Lemus y otras notables personalidades del citado partido. Las conferencias se inauguraron en Madrid, bajo la presidencia de D. Alejandro Oliván, el 30 de octubre de 1866 y terminaron el 27 de abril de 1867. Discutiéronse asuntos sociales, políticos y económicos, llamando también la atención la abolición de la esclavitud. Dice el Dr. Morales—y sentimos no estar conformes con su opinión—que si los informes presentados por las diversas Comisiones hubiesen sido atendidos por España, no hubiera estallado, quizás, la guerra separatista de 1868[383]. Con reformas o sin reformas, poco antes o poco después, se habría realizado la independencia de Cuba.
Gobierno de Jamaica.—Política de la Gran Bretaña.—La esclavitud.—Gobierno de Puerto Rico.—El Rey Católico y D. Diego Colón.—Felipe II y el obispo de Puerto Rico.—Los ingleses intentan apoderarse de la isla.—Los dinamarqueses en los Cayos de San Juan.—El inglés Harvey.—Generosidad de Carlos III con el Duque de Crillón.—Régimen político de Puerto Rico.—Isla de la Mona.—Isla de Vieques.—Islas Vírgenes: gobierno de los ingleses y de los norteamericanos.—Islas Lucayas: Guanahani: la capital Nassau: gobierno de las Lucayas.—Islas Bermudas: Hamilton.—Islas Menores: Islas inglesas, francesas y holandesas: gobierno en dichas islas.
De la isla de Jamaica, situada en el mar de las Antillas, tenemos escasas noticias. Antes procede recordar que Carlos II de Inglaterra fué arrojado del trono y la Cámara hubo de publicar un decreto que decía: «La experiencia ha probado y esta Cámara declara que el oficio de Rey en este país es inútil, oneroso y peligroso para la libertad, la seguridad y el bien del pueblo; queda, de consiguiente, abolido.» Cromwell constituyó la República y se atrajo en el interior el entusiasmo del pueblo, y en el exterior las simpatías de Europa. Tirantes por entonces las relaciones entre Luis XIV y Felipe IV, el Protector se decidió al fin en favor de Francia, pensando sin duda que España tenía vastas y ricas posesiones en las Indias. A fines de diciembre del año 1654 Cromwell dispuso que la escuadra de Penn y de Venables, con sus tropas de desembarco, saliese de Portsmouth con rumbo a la América española. Felipe IV y su primer ministro, D. Luis de Haro, desconocían los propósitos del Protector, hasta el punto que alarmados por las vagas noticias que les llegaban, se quejaron a Cardeñas, nuestro embajador en Londres, no sólo de su silencio acerca de la expedición de Penn y de Venables, sino también de la incoherencia de sus noticias respecto de los asuntos de Inglaterra y de su escasa influencia cerca de un gobierno que España había sido la primera en reconocer y apoyar. Defendióse Cardeñas de tales reconvenciones, y refiriéndose a la escuadra decía: «El objeto acerca de las Indias es el único que no he podido pe[352]netrar, porque el Protector lo ha tenido cuidadosamente oculto, sobre todo a las personas por quienes yo podía prometerme saber el plan... Así, pues, respecto del particular no he podido recoger sino vagas conjeturas, y he comunicado a Vuestra Magestad todas las que se forman acerca de esta expedición en toda su diversidad...»[384]. El rey de España se decidió entonces a enviar a Londres otro embajador más, el marqués de Leyde, para que, poniéndose de acuerdo con Cardeñas, y no manifestando recelos a propósito de la escuadra de Penn y de Venables, insistiesen con el Protector en la conclusión de un tratado de paz entre España e Inglaterra contra Francia. Cromwell no hizo caso de las proposiciones de Cardeñas y del marqués de Leyde. Estaba decidido a aliarse con Francia.
En los primeros días de julio de 1655 sólo se sabía en Londres que la escuadra había llegado a la Barbada, partiendo en seguida de dicha isla. Dice nuestro historiador Lafuente que el designio de Cromwell era apoderarse de México, lo cual hubiera realizado si los españoles no hubiesen acudido oportunamente a su defensa[385]. Lo que se proponía el Protector era que la escuadra se apoderase de Santo Domingo. A mediados de julio recibió carta el Protector dándole detalles de los hechos realizados por el almirante Penn y el general Venables. Entonces supo que el 14 de abril la escuadra se halló enfrente de la costa Sud-Oeste de Santo Domingo, desembarcando poco después la tropa. El 18 del mismo mes, los españoles, ocultos en los barrancos y en los bosques, hicieron fuego sobre los ingleses, á quienes obligaron a replegarse sobre el punto de desembarque más próximo para pedir a la escuadra víveres y refuerzos. Pasados pocos días, el 25 se pusieron en marcha hacia Santo Domingo; pero cayeron en una emboscada, donde murieron muchos, retirándose fugitivos los demás. Penn echaba la culpa de todo a Venables y los marinos a los soldados; a su vez Venables y los soldados se defendían de tales cargos. No habiendo medio de intentar un tercer ataque contra Santo Domingo, convinieron todos en que era preciso hacer algo antes de volver a Inglaterra y presentarse al Protector.
El 3 de mayo, ya reembarcadas las tropas en la escuadra, se alejaron de Santo Domingo, y el 9 se presentaron delante de Jamáica, isla menos importante que Santo Domingo, aunque dilatada y fértil. La fortuna les fué esta vez propicia, pues el 10 se verificó el desembarco y sin oposición alguna cayó la isla en poder de los ingleses, en tanto que los españoles se retiraron a las montañas. Parte del ejército[353] vencedor se estableció de guarnición en la isla; doce buques de la escuadra, a las órdenes del vicealmirante Goodson, formaron una estación en la costa; y a fines de junio, uno antes y otro después, Penn y Venables regresaron a Inglaterra, llegando, el primero, el 31 de agosto, y el segundo, el 9 de septiembre[386].
La población blanca de Jamaica, que en 1655 contaba con unos 1.500 hombres, aumentó mucho al poco tiempo, porque a ella acudieron gentes de las Antillas: ingleses, escoceses, irlandeses y no pocos mercaderes israelitas. De la isla hicieron los ingleses un depósito para el comercio de contrabando con México y el Perú, y fué un gran mercado, desde el cual los esclavos importados de Africa se distribuían por las demás Antillas y por la Tierra Firme. Calcúlase que en los años de 1680 a 1786 desembarcaron en Jamaica 610.000 esclavos. A causa del trato durísimo que recibían de los ingleses, se sublevaron y buscaron refugio en las montañas, viéndose obligados aquéllos a concederles algunos derechos en el año 1739. Nuevamente se rebelaron en 1795, y los humanitarios ingleses les persiguieron como a fieras, valiéndose de perros que llevaron de Cuba.
Tiempo adelante hubo de realizarse un suceso de extraordinaria importancia en la política de la Gran Bretaña, y fué la abolición de la esclavitud. Si durante el reinado de Guillermo IV (1830-1837) acordaron las Cámaras la abolición parcial y progresiva de la esclavitud, elevada al trono la reina Victoria, cuya coronación se verificó el 28 de junio de 1838, dichas Cámaras proclamaron el 1.º de agosto de aquel año la emancipación inmediata y general. Inglaterra, una vez abolida la esclavitud en sus colonias, tuvo mercantil interés de que las demás naciones siguiesen su ejemplo. Si muchas reformas realizadas en la edad contemporánea son timbre de gloria de los gobiernos de Inglaterra, ninguna puede compararse con la abolición de la esclavitud de los negros, reclamada por la opinión pública más humanitaria o menos egoista.
De Jamaica no sería aventurado decir que en ella se verificó cambio radical desde la abolición de la esclavitud en el año 1838. «Desde la emancipación de los esclavos—escribe Reclus—ha disminuído en una cuarta parte la población blanca, mientras que ha doblado el número de negros»[387]. En el año 1890 los blancos apenas llegaban a 15.000 y los negros pasaban de 600.000. Al presente tiene 832.000.
El régimen político de la citada Antilla mayor consiste en un gobernador nombrado por la Corona y en un Consejo legislativo com[354]puesto de 16 individuos: cinco nombrados por el Rey y nueve elegidos por el pueblo. Los electores, en cada una de las parroquias, nombran consejeros encargados en la administración de los asuntos locales. Hasta el año 1869 fué la capital Spanish-town (ciudad española) que fundó Diego Colón en 1525 con el nombre de Santiago de la Vega; pero al presente es el puerto de Kingston, donde residen las autoridades militares y navales. Casi todo el movimiento de las transacciones de Jamaica con la Gran Bretaña, el Canadá, los Estados Unidos y otros países se efectúa por intermedio del citado puerto.
Pasando a estudiar el gobierno de Puerto Rico, recordaremos que su conquistador, Juan Ponce de León, recibió señaladas muestras de cariño de Fernando el Católico. Si en 14 de agosto de 1509 le premiaba con el Gobierno interino de la isla[388], el 28 de febrero de 1510 le decía lo siguiente: «Vi vuestra letra de 18 de setiembre de 1509. Me tengo por servido de vos en lo hecho: continuad en acrecentar la población de San Juan, que yo escribo á la Española para que os provean de lo necesario.» Dos días después D. Fernando y D.ª Juana, hallándose en Madrid, le nombraban gobernador en propiedad[389]. Como el almirante D. Diego Colón se creía con derecho a la propiedad de Puerto Rico, y Ponce de León, apoyado por el Rey, no prestaba obediencia al primero, vino el rompimiento entre el gobernador de Santo Domingo y el de Puerto Rico. ¿Fué depuesto, además, Ponce de León porque era amigo de aquel Roldán que declaró cruda guerra al almirante D. Cristóbal? ¿Tendría presente D. Diego que dicho Roldán era también protegido de Ovando, enemigo este último del descubridor de las Indias? Conviene, por último, no olvidar que Ponce de León echó los cimientos de Caparra (primeros meses del año 1509); que repartió a los indios encomiendas, originando tal medida sublevación general, la cual fué combatida valerosamente por los españoles; que se reedificó a dos leguas de Guánica la villa de Sotomayor y se fundó la de San Germán, y que Julio II concedió la erección de un obispado en Puerto Rico y cuyo primer prelado se llamaba Alonso Manso, canónigo de Salamanca.
Ante la insistencia de don Diego Colón, quien se creía con derecho a proveer el gobierno, puesto que la isla había sido descubierta por su padre, cedió el Rey, siendo depuesto Ponce de León, no por demérito suyo, sino por ser de justicia. El Almirante, al deponer a Ponce, había nombrado a Juan Cerón, como alcalde mayor; a Miguel Díaz, como alguacil mayor, y al bachiller Diego Morales, como teniente de alcalde mayor.
[355] Continuó el Rey honrando la isla, a la cual dió también escudo de armas, que consistía en un cordero plateado en campo verde echado sobre un libro de color rojo, atravesada una banda con una Cruz, en cuyo extremo está la banderita que ponen a San Juan por divisa, todo orlado de castillos, leones y banderas con una F y una I, coronadas por divisa con el yugo y flechas del Rey Católico[390]. En el año 1512 llegó a su obispado el Sr. Manso, cuya silla fué la primera que se estableció en América.
En los comienzos del siglo xvi los gobernadores de Puerto Rico tuvieron que pelear un día y otro día con los caribes de las islas vecinas que desembarcaban en aquélla.
Por los años de 1511 y 1512 el licenciado Sancho Velázquez sólo se ocupó en tomar residencia a Juan Ponce de León, así del gobierno de San Juan, que había ejercido, como de la administración de las granjerías del Rey, que tuvo a su cuidado. La carta que desde Burgos, con fecha 23 de febrero de 1512, escribió el Rey a Ponce, decía lo siguiente: «Téngoos en servicio lo que habeis trabajado en la pacificación, y lo de haber herrado con un F en la frente a los indios tomados en guerra, haciéndoles esclavos, vendiéndolos al que más dió y separando el quinto para nos: también el haber hecho casas de paja para fundición, contratación y lo de la sal. Maravillado estoy de la poca gente y poco oro de nuestras minas; el Fiscal os tomará residencia y cuentas, para que esteis desocupado para la nueva empresa de Biminí, que ya otro me había propuesto; pero prefiero a vos por vuestros servicios que deseo recompensar, y porque creo hareis lo que cumple a nuestro servicio mejor que en la granjería nuestra de San Juan, en que habeis servido con alguna negligencia»[391].
No estando contento el almirante don Diego con la administración de Cerón y Díaz, nombró en lugar de ellos al comendador Moscoso, al cual sucedió don Cristóbal de Mendoza. Por su parte el Monarca, con fecha 23 de enero de 1513, mandó hacer nuevo repartimiento en San Juan a Miguel de Pasamonte, tesorero de Santo Domingo. Comisión tan importante delegó Pasamonte en el licenciado Sancho Velázquez, todo lo cual aprobó la Corona en 19 de octubre de 1514. Tantas quejas produjo el nuevo repartimiento contra Velázquez como el anterior contra Cerón y Díaz.
Nombrado por los reyes Juan Ponce de León regidor de Puerto Rico por toda su vida, llegó a la isla el 15 de octubre de 1515. Después de varios sucesos de más o menos importancia, el almirante Co[356]lón nombró gobernador a Pedro Moreno, vecino de Caparra, sucediéndole D. Francisco Manuel de Olando. «Los frecuentes recursos y mudanzas de gobernadores que motivaron estas guerras civiles, causaron muchas desgracias que fueron selladas con otras mayores: los arroyos de sangre derramada por toda la isla desde fines del año de 1510, el espíritu de venganza, de ambición y otras pasiones habían echado tan profundas raíces, que quiso Dios castigarlas por varios modos»[392]. Dice que a una plaga de hormigas sucedió una epidemia de viruelas, acompañando a la última otra de bubas. A estas fatalidades había que añadir los ataques de los caribes a las costas de Puerto Rico y también los de los filibusteros ingleses y franceses.
Recordaremos en este lugar que Juan Ponce de León, que vivía retirado en su casa desde su regreso de la corte, cuando supo las hazañas que por entonces realizaba Hernán Cortés, salió (1521) con dos navíos bien tripulados, llegando a la Florida, en cuyo país encontró una resistencia que no esperaba. Derrotado por los floridianos, se retiró a Cuba, donde murió. El siguiente epitafio, como escribe Washington Irving, hace justicia a sus cualidades de guerrero:
El licenciado Juan de Castellanos lo tradujo al romance del siguiente modo:
Se cree que sus cenizas fueron trasladadas por sus descendientes a Puerto Rico.
Verificóse la traslación del pueblo de Caparra, fundado por Juan Ponce de León, a una isleta próxima. En una comunicación que lleva la fecha de 9 de noviembre de 1511 dice el Rey a Cerón y Díaz: «Juan Ponce dice que fundó el pueblo de Caparra en lo más provechoso de esa isla, y se teme que lo queréis mudar. No haréis tal sin nuestro especial mandado, y si hubiese justa causa para lo mudar, informaréis antes.» En una información que se hizo en la ciudad de Puerto Rico, antes villa de Caparra, en 13 de julio de 1519, se acordó que convendría trasladarla a la isleta que está junto al puerto, porque el sitio de la citada población se hallaba en una hondonada sombría y malsana. Después de[357] varias negociaciones e informes, escribió (16 noviembre 1520) Baltasar de Castro al Emperador, entre otros particulares, el siguiente: «Los oficiales de San Juan escribimos cómo la ciudad de Puerto Rico se mudaba a una isleta que está en el puerto donde surgen los navíos, muy buen asiento, creemos que por lo saludable y a propósito para la contratación, se poblará mucho más que estaba. Aquella isla es la puerta de la navegación de estotras y convendrá que en la ciudad que nuevamente se edifica, mande V. M. hacer fortaleza y una Casa de Contratación y fundición de piedra, pues la que había de paja se ha quemado algunas veces»[393].
Por orden de D. Diego Colón fundó D. Juan Enríquez el pueblo de Daguao, nombre que tomó del río que lo riega; pero los caribes de las islas contiguas cayeron una noche sobre la dicha población y la arruinaron completamente. La decadencia de la isla era cada vez mayor, a causa de las continuas invasiones de los caribes. Además, dos terribles huracanes desolaron el país en 1530. Los desgraciados habitantes veían destruídas sus casas, arruinadas sus haciendas, perdidos sus ganados y llenas de agua sus minas por las crecientes de los ríos. Todo era desolación y miseria. Posteriormente (18 noviembre 1536) escribió Alonso de la Fuente, lo que a continuación transcribimos: «Gran merced ha sido la de sacar esta gobernación de la mano del Almirante, pues era ordinariamente Justicia Mayor un vecino que no la ejercía sino con pasión, ni miraba por la isla. Todos los más eran criados, dependientes o afectos al Almirante, lo que me hacía mal estómago, viendo los daños. Venga gobernador, no vecino, sino de fuera»[394].
Desde mediados del año 1537 hasta el 1544 existió el sistema electivo, comenzando en el último año la Corona a nombrar gobernadores. Por entonces se publicaron las Nuevas Leyes, de cuyo Código varias veces nos hemos ocupado en esta obra. Si por muerte del obispo Manso (27 septiembre 1539), fué nombrado Rodrigo de Bastidas, conforme al nuevo sistema, la Corona nombró gobernador por un año a Gerónimo Lebrón, vecino de Santo Domingo. Habiendo muerto a los quince días de su llegada, le sucedió en 1545, por nombramiento de la Audiencia de la Española, el licenciado Iñigo López Cervantes de Loaysa, oidor de la misma. Decía el 6 de julio de 1545, lo que sigue: «Por servir a V. M. vine a esta isla con mujer e hijos y halléla en increibles pasiones.» Después volvieron temporalmente a gobernar los alcaldes, según se desprende de las siguientes palabras del obispo Bastidas, quien decía al Emperador en Marzo de 1549: «Gracias por haber cesado en proveer[358] gobernador para esta isla, pues bastan los alcaldes ordinarios, según es poca la población. Basta la visita cada tres años de un oidor de la Española, que tome residencia a los que deben darla. Pronto hubo de cesar el anterior sistema, por cuanto en mayo o junio de 1550 era gobernador el Dr. D. Luis Vallejo, quien prolongó su mando por cinco años.
Tanta fué la pobreza de Puerto Rico a causa de las incursiones y guerras de sus enemigos, que Felipe II, desde Madrid y con fecha 28 de abril de 1566, concedió a sus vecinos que no pagasen por las cosas que exportaran alcabala ni almirantazgo[395].
Trasladaremos aquí, no por la importancia que tiene, sino porque indica el carácter de Felipe II, lo que dijo, desde Badajoz (26 mayo 1580) al obispo de Puerto Rico: «Nos somos informados—dice—que teneis por vuestro Provisor e Vicario general en ese obispado a Fray Francisco, de vuestra orden, y sabiendo vos que esto no es de las cosas que se deben remitir, no fuera razón que lo ovieredes hecho, ni que se entendiera que excedeis de lo que es justo, pues vuestro oficio es propio de dar exemplo, y porque el mal que de esto resulta no pase adelante, os ruego y encargo que luego removais del dicho cargo al dicho Fr. Francisco, proveyéndole en persona que no sea Fraile, el qual lo deba exercer conforme a lo que dispone el Derecho Canónico.—Yo el Rey.—Por mandado de S. M., Antonio de Eraso»[396]. Si Felipe II hubo de censurar la conducta del obispo de Puerto Rico, Felipe III, desde Ventosilla (24 abril 1605) se dirigió al prelado de dicha isla diciéndole que mandase a España a los religiosos que andaban sueltos dando escándalo y mal ejemplo[397]. Desde el mismo punto y con la misma fecha mandó idéntica cédula al gobernador y capitán general[398].
Por lo que á la guerra respecta, los ingleses intentaron apoderarse de Puerto Rico. Francisco Drake, en el año 1595, se presentó con poderosa flota en el puerto de la ciudad de San Juan, donde quemó varias embarcaciones, saqueando luego la población. A los dos años, esto es, en 1597, el conde Jorge Cumberland se apoderó de la isla con ánimo de establecerse en ella; pero terrible epidemia que se cebó en sus tropas, le obligó a retirarse, no sin muchos despojos y setenta piezas de artillería[399]. Los españoles, a fin de no sufrir tales incursiones, levantaron el fuerte del Morro para su defensa; defensa importantísima, según pudo verse en el año 1625, cuando el general holandés Boduino Enrico desembarcó en San Juan, pues si llegó a sitiar el castillo, no pudo tomarlo,[359] teniendo que levantar el bloqueo. Continuaron las acometidas de los ingleses a Puerto Rico, señalándose especialmente la de 1702, en la cual se defendió con arrojo el capitán Correa.
Habremos de recordar que los dinamarqueses comenzaron a poblar los cayos de San Juan, contiguos a la Isla de Santo Tomás, ya ocupada por ellos y donde habían construído un fuerte de cal y canto con nueve piezas montadas, 25 soldados de guarnición y nueve familias. Pensando el virrey de Nueva Granada que la concurrencia de más pobladores pudiera causar perjuicios a España, expuso sus temores al Rey. Ordenó Felipe V al virrey—cédula de 5 de junio de 1720—que mandase a Puerto Rico dos ó tres fragatas guardacostas o piraguas armadas, para que unidas con las balandras de corso del capitán D. Miguel Enríquez, desalojasen de los mencionados cayos a los dinamarqueses. Añadía que le informara acerca de los medios más prontos y seguros para ejecutar lo mismo en la de Santo Tomás, como también si la empresa podría emprenderla la armada de barlovento auxiliada de las milicias y balandras de Puerto Rico, para lo cual pidiese las noticias conducentes a este gobernador[400].
Si los ingleses, a mediados del siglo xviii, desembarcaron cerca de Ponce, tuvieron pronto que retirarse. A fines de la centuria el almirante Harvey, al frente de fuerte escuadra y 10.000 hombres de desembarco, se presentó en San Juan, donde se encontró con la defensa del gobernador Castro. Después de reñidos combates, Harvey levantó el campo.
Conviene no olvidar que también Carlos III, hallándose en San Lorenzo (14 octubre 1779) hubo de declarar que había concedido al duque de Crillón, con ciertas condiciones, cuatro leguas cuadradas de tierra en la isla de Puerto Rico[401].
Si desde Aranjuez, con fecha 5 de junio de 1768, se ordenó al gobernador de Puerto Rico, que para cortar disputas, los asuntos civiles, si se apelasen, lo habían de ser a la Audiencia de Santo Domingo[402], en el siglo xix fueron modelo los tribunales de justicia de la isla. Después, en el año 1898, pasó del poder de España al de los Estados Unidos.
Por lo que a la isla de la Mona se refiere, la cual se halla entre las de Santo Domingo y Puerto Rico, el Rey, con fecha 16 de junio de 1511, agregó su administración al gobierno de San Juan, revocando dicha orden el 11 de julio del mismo año, cuando supo que el almirante D. Die[360]go se la había dado por repartimiento a su tío el Adelantado. El 19 de octubre de 1514, volvió el Rey a tomar para sí la isla y en 1520 mandó el Emperador entregar los indios y la hacienda que tenía en la Mona a Francisco Barrionuevo. Gonzalo Fernández de Oviedo, en carta escrita a SS. MM. (31 mayo 1537) decía lo siguiente: «Han de mandar VV. MM. que en la isla de la Mona, que está entre aquesta isla é la de Sant Joan, se haga otra fortaleza porque está en el paso, é allí no hay sino un estanciero é pocos indios, é hay buena agua é de comer, é puesto donde reposadamente pueden estar seguros los salteadores é armados, é atender á las naos que de aquí salen para España. E de Sant Joan é de esotras islas de necesidad pasan por cerca de aquella isla é sería muy necesaria cosa é mejor grangería que la que V. M. allí ha tenido é tiene, é con esa misma se podría sostener»[403]. Visitó la isla el obispo Bastidas (año de 1548). Trece años después el licenciado Echagoain dijo a Felipe II que en la Mona no había ningún español y sólo unos 50 indios. Producía buenas batatas, excelentes melones y casabí. Son indios entendidos y en lo espiritual están a cargo del obispo de Puerto Rico[404]. Posteriormente quedó abandonada la isla, aunque sirvió siempre de refugio a corsarios y piratas.
En los tiempos pasados algunas naciones disputaron a España la isla de Viegues. Conquistada por los ingleses, una expedición española procedente de Puerto Rico batió aquéllos hacia el 1647, y poco después otra expedición expulsó también a los franceses. Durante los siglos xviii y xix estuvo la isla bajo el poder de España. «Está Viegues al este de Puerto Rico, entre los 18° 4' y 18° 10' latitud Norte, y entre los meridianos 58° 57' y 59° 16' al occidente del meridiano de Cádiz: su figura es larga y estrecha, y dista 3 leguas de Puerto Rico y 6 de Santo Tomás. Su mayor extensión de este a oeste es de 6 y media leguas y su mayor anchura 1 cuarto de legua. Las tierras de Viegues son como las de Puerto Rico, arenosas en la costa y de superior calidad en las llanuras del interior. Aunque lentamente, la isla va desarrollando sus riquezas, y según el último censo tenía una población de 2.979 almas, distribuídas en los barrios de Pueblo, Ferre, Florida, Puerto Real, Llave, Punta Arenas, Mosquitos y Mulas. Los productos de sus riquezas ascendieron en 1863 a $226.328, según declaración de los propietarios, en la forma siguiente: los de la riqueza urbana $14.346, los de la agrícola $130.596, los de la pecuaria $7.056, los de la mercantil $43.220 y los de la industrial $31.110»[405].
[361] Aunque Viegues fué dependencia política de Puerto Rico, durante la dominación española de la Gran Antilla, formaba parte del grupo de las Vírgenes[406].
Las islas Vírgenes son, unas de la Gran Bretaña (Tórtola, Virgen Gorda, etc.), y otras de Dinamarca (Santa Cruz, Santo Tomás y San Juan)[407]; tanto aquéllas como éstas gozan de ciertas libertades. Las metrópolis no abusan del poder. La mayor de las Vírgenes inglesas es la Tórtola; ella y todas las demás dependen directamente del gobierno británico. En las dinamarquesas el gobernador tiene su residencia oficial seis meses del año en Santo Tomás y otros seis meses en Santa Cruz.
Extiéndense las islas Lucayas o de Bahama del Noroeste al Sudeste, de los mares de la Florida a los de Santo Domingo, en un espacio de más de 1.300 kilómetros[408]. Entre ellas está Guanahani (San Salvador), la primera que descubrió Colón. Tiempo adelante los ingleses se fijaron en la isla de New Providence, que por sí sola contiene cerca del tercio de la población del archipiélago. Encuéntrase en la costa septentrional de la isla la capital Nassau, llamada también New Providence, antiguamente guarida de filibusteros. De su pequeño puerto se expiden frutos y mariscos. Confía la Corona de la Gran Bretaña el gobierno de las Lucayas a un gobernador, asistido de un Consejo ejecutivo y de otro Consejo legislativo, compuesto uno y otro de nueve individuos: la Asamblea representativa se compone de 29 diputados.
El pequeño archipiélago de las Bermudas, descubierto en los comienzos del siglo xvi, lleva todavía el nombre del navegante español Bermúdez, el primero que lo encontró. Unos cien años después llegó a él el inglés Somer, designándose desde entonces las islas con el nombre de Somer's islands, si bien a la sazón han vuelto a llamarse Bermudas y Bermuda-islands. Encuéntranse a unos mil kilómetros del cabo Hatteras, el punto más cercano del continente americano. Los ingleses tienen establecido el gobierno en Hamilton, que se compone de un gobernador, Consejo legislativo de nueve individuos nombrados por la Corona y Cámara de representantes formada de 36 individuos elegidos por el voto popular.
Al hacer la reseña de las Antillas menores, comenzaremos diciendo que en ellas, lo mismo que en las islas de Jamaica y de Santo Do[362]mingo, pertenecientes al grupo de las Antillas mayores, la raza de color es más numerosa que la blanca. Entiéndese por pequeñas Antillas las islas que se extienden de Norte a Sur, comenzando por el islote del Sombrero, para terminar en Granada y en las Barbadas. Las dos islas mayores, Guadalupe y Martinica, con otras menos importantes, son colonias francesas; Saint-Barthelemy (San Bartolomé) es un municipio de la Guadalupe. Entre las Antillas británicas se encuentra la Dominica, que está entre las dos islas francesas mayores. También pertenecen a Inglaterra la Barbada y San Cristóbal, descubierta la última por Colón el 1493, y a la cual el gran navegante asoció su nombre. La isla de Montserrat, llamada así por el Almirante en honor del santuario de Cataluña, forma parte del imperio británico; su capital Plymouth, situada al Oeste de la isla, se distingue por la dulzura de su clima y la belleza de los paisajes de los alrededores. La isla Antigua, nombre que le dió Colón recordando Santa María la Antigua (iglesia que levantó en Valladolid el ilustre D. Pedro Ansúrez y su mujer D.ª Elo), es población importante. Casi todo el comercio se hace por el puerto de Saint-John, situado en la costa septentrional. Es Saint-John capital de todas las Antillas llamadas islas de Sotavento. Denominan los ingleses islas de Sotavento a las Antillas menores septentrionales, incluso las Vírgenes y la Dominica, e islas de Barlovento a las Antillas menores meridionales desde la Martinica hasta la Trinidad. Es de advertir que tales denominaciones sólo tienen valor administrativo bajo el punto de vista colonial inglés; pero carecen de todo sentido geográfico. Hállanse las de Barlovento próximas a la costa de Venezuela, y la Trinidad, que es la mayor y está situada en el golfo de Paria y bocas del Orinoco pertenece a Inglaterra. La isla inglesa Dominica separa a las dos francesas Guadalupe y Martinica. Aquélla, por su posición central entre las dos francesas, es el punto estratégico por excelencia de las Antillas menores[409].
En suma, las Antillas menores se dividen en inglesas (3.550 kilómetros cuadrados), francesas (2.777) y holandesas (81). En Saint-John, puerto de la isla Antigua y capital de las Antillas menores meridionales (islas de Barlovento), reside un gobernador, un presidente, varias Corporaciones administrativas, consejos ejecutivos y consejos legislativos, nombrados los primeros por la Corona y los segundos en una mitad por censatarios.
La Guadalupe y las islas que de ella dependen se dividen administrativamente en tres circunscripciones, once cantones y 34 municipios. Un consejo general elige de su seno una comisión colonial de cuatro[363] individuos por lo menos y de siete a lo sumo, que estudia los intereses de la colonia con el gobernador, asistido de un consejo privado. Los municipios se constituyen a imitación de los franceses. La isla elige un senador y un diputado que la representan en el Parlamento de Francia.
Son colonias holandesas las dos islas Saba y San Eustaquio, las más septentrionales de la cadena interior o volcánica de las Antillas menores; la isla de San Martín se divide en dos partes: la del Sur es de Holanda y la del Norte es de Francia. Suave y blando es el gobierno que los holandeses tienen establecido en las citadas islas, las cuales forman parte del gobierno de Curaçao, isla de la costa de Venezuela.
Virreinato del Perú: Blasco Núñez Vela: su carácter: su entrada en Lima: su política.—Oposición de Gonzalo Pizarro.—Muerte del inca Manco.—Crítica situación del virrey.—Gobierno de Gonzalo Pizarro.—Marcha de Vaca de Castro a España.—Blasco Núñez en Tumbez, en Quito, en San Miguel y en otros puntos.—Batalla de Añaquito.—Don Pedro de la Gasca en el Perú: su acertada política: batalla de Xaquixaguana.
Blasco Núñez Vela, caballero de Avila y nombrado virrey del Perú por Carlos V, salió de Sanlúcar el 3 de noviembre de 1543 acompañado de los cuatro jueces de la Audiencia y de numeroso séquito[410]. ¿Por qué Carlos V no confirió empleo de tanta importancia a Vaca de Castro, el vencedor de Chupas y uno de los políticos más competentes e íntegros que el gobierno de España había mandado a las Indias? No acertamos a explicarlo. El sucesor de Vaca de Castro, algo entrado en años y asaz devoto, no era el hombre que necesitaba el Perú en aquella época revolucionaria. Desembarcó Núñez Vela a mediados de enero de 1544 en Nombre de Dios. Cruzó después el istmo de Panamá. Desde que pisó tierra americana se puso en oposición con la Audiencia, pues estaba decidido a que se cumpliese lo dispuesto en el Código de leyes de 1542. Como los jueces le suplicasen que no tomara medidas políticas sin tener conocimiento exacto del país y de las necesidades de la colonia, hubo de contestar que «había venido, no para interpretar las leyes ni discutir su conveniencia, sino para ejecutarlas, y que las ejecutaría a la letra, cualesquiera que fuesen las consecuencias»[411].
Blasco Núñez, dejando la Audiencia en Panamá, continuó su camino, y costeando las orillas del Pacífico desembarcó en Túmbez (4 de marzo). Dió libertad a muchos esclavos indios, a instancia de sus caciques. Continuó por tierra su viaje en dirección al Sur e hizo que su equipaje fuese llevado por mulas, y donde tuvo necesidad de valerse de los indios, dispuso que se les pagase bien. Indicaba todo esto que el virrey se hallaba decidido a cumplir al pie de la letra las Ordenanzas.[365] Aumentaba el disgusto en el Cuzco y en Lima, siendo apenas escuchado Vaca de Castro, que aconsejaba la templanza.
Las miradas se dirigieron entonces a Gonzalo Pizarro. Sacáronle de su retiro y le llevaron al Cuzco, cuyos habitantes hubieron de saludarle con el título de Procurador general del Perú, título que fué confirmado por el ayuntamiento de la ciudad, el cual le invitó a presidir una diputación que iría a Lima a pedir al virrey la suspensión de las Ordenanzas. Los partidarios de Pizarro también solicitaban para su ídolo el título de capitán general y el permiso para organizar una fuerza armada. Aunque anduvo rehacio el ayuntamiento citado para conceder lo que no estaba dentro de sus atribuciones, cedió al fin. Pizarro lo aceptó «por ver que en ello hacía servicio a Dios i a S. M. i gran bien a esta tierra i generalmente a todas las Indias»[412].
Mientras tanto, Blasco Núñez continuaba su viaje a Lima. Entró en la ciudad el 17 de mayo de 1544 bajo un palio de paño carmesí, cuyas varas estaban guarnecidas de plata, y acompañado por el regimiento y justicia y oficiales del Rey. A la entrada de Lima había un arco triunfal con las armas de España y las de la misma ciudad. Un caballero, con una maza en la mano, emblema de autoridad, cabalgaba delante del virrey, quien, después de pronunciar el juramento de costumbre en la sala del consejo, se dirigió a la catedral, en cuya puerta le esperaban los clérigos con la cruz alzada. Dentro de la iglesia se cantó el Te Deum laudamus, retirándose en seguida Blasco Núñez a su palacio.
Anunció poco después que si no tenía facultad para suspender la ejecución de las Ordenanzas, prometía unir sus ruegos a los colonos en un memorial dirigido a Carlos V, solicitando la revocación de un código que no era conveniente a los intereses del país ni a la Corona[413]. Opina Prescott que debió suspender la ejecución, como por entonces, y en caso análogo, hizo Mendoza, virrey de México. «Pero Blasco Núñez—añade el ilustre historiador—no tenía la prudencia de Mendoza.» Sentimos no participar en este punto de la opinión de Prescott. Si es verdad, como él dice, que Mendoza salvó a México de una revolución, en el imperio de los aztecas no había un Gonzalo Pizarro. Blasco Núñez envió un mensaje a Pizarro dándole noticias de las facultades extraordinarias de que estaba investido, en virtud de las cuales le mandaba que disolviese sus fuerzas; pero no sólo se hizo el sordo a los consejos, sino que al frente de un ejército de 400 hombres, se aprestó a la lucha. Es de notar que por entonces Francisco de Carbajal, el veterano que tan bizarramente se portó en la batalla de Chupas, resolvió abandonar[366] las Indias y volver a España. Súpolo Pizarro y le ofreció un mando en su ejército; proposición que en los primeros momentos rehusó Carbajal, diciendo que sus ochenta años ya le daban derecho a descansar, accediendo al fin a los ruegos de su amigo. ¡Qué cara pagó su debilidad o ambición!
Seanos lícito dar cuenta en este lugar de un hecho que tiene marcado relieve en la historia del Perú: la muerte del inca Manco, último representante de gloriosa dinastía. Aunque había sido colocado en el trono por Pizarro, cuando tuvo que optar entre su protector y su patria, se lanzó con toda su alma a defender la libertad de sus compatriotas y las antiguas instituciones de su país. Derrotado por su adversario, se retiró a las asperezas de sus montañas, prefiriendo salvaje independencia a la ignominia de vivir esclavo en aquella hermosa tierra donde reinaron sus antepasados. Convienen los cronistas en que después de la derrota de Almagro en los llanos de Chupas (16 septiembre 1542), algunos de los suyos, entre ellos los capitanes Diego Méndez, Francisco Barba, Gómez Pérez, Cornejo y Monroy, para no caer en poder de los vencedores, se refugiaron en el campo indio, al lado del inca Manco. Añaden aquellos escritores que habiendo levantado bandera en favor del virrey Blasco Núñez los citados capitanes, el inca mandó matarles. Entonces los castellanos pelearon con los indios, «y Gómez Pérez—dice Herrera—cerró con el inca y le mató a puñaladas»[414].
Después de la muerte del inca Manco, los reyes de España mostraron alguna compasión por los descendientes de la antigua y legítima dinastía. «Concedió S. M. (legitimación) a varios hijos que Don Christoval Baca Tupa Inga, hijo de Guayna Capac, Señor natural que fué del reino del Perú, havia tenido, siendo soltero, de indias del mismo estado, para que pudiessen heredarle como legítimos, con tal que no fuessen perjudicados, y alzándoles toda infamia o defecto que por razon del nacimiento pudiesse oponerseles, y habilitándolos para obtener qualquier oficio Rl. o Concegil.—Ced. de 1.º de abril de 1544.—Vid. tom. 5 de ellas, fol. 73 núm. 68»[415].
Si Gonzalo Pizarro no se hallaba tan dispuesto a la rebelión como antes y tal vez pensara a la sazón entrar en negociaciones con el gobierno, los consejos de Carbajal, quien nunca retrocedió una vez comenzada la contienda, le convencieron de que era necesario seguir adelante.
[367] No dejaba de ser crítica la situación del virrey. Creía que le hacían traición todos los que le rodeaban. Sospechando—y es de creer que sin fundamento—de Vaca de Castro, dispuso que fuese conducido a un buque anclado en el puerto. Inmediatamente hizo prender a otros muchos caballeros. Por segunda vez envió una embajada que presidía el obispo del Cuzco, a Gonzalo Pizarro, haciéndole algunas ventajosas proposiciones, embajada que tuvo la misma suerte que la anterior.
Cuando se andaba en tales tratos llegaron los jueces de la Audiencia de Lima, los cuales, sin consideración de ninguna clase, desaprobaron todos los actos de aquella superior autoridad, atreviéndose a visitar la cárcel y poner en libertad a los caballeros que poco antes había hecho prender Blasco Núñez. Es de advertir que entre los jueces de la Audiencia se distinguía uno llamado Cepeda, hombre tan ambicioso como astuto, tan intrigante como conocedor de la ciencia del derecho. Declaró Cepeda guerra a muerte al virrey, a quien desacreditó completamente entre el pueblo.
Y con esto llegamos a narrar un hecho que vino a ser causa de la perdición del virrey. Cierto caballero de Lima, que se apellidaba Suárez de Carbajal, antiguo empleado público durante el mando de los gobernadores, cayó en desgracia del virrey por sospechas de haber influído sobre algunos de sus parientes para que tomasen partido entre los descontentos. Blasco Núñez le hizo llamar a su palacio a hora avanzada de la noche y le acusó de traición en los términos más duros, contestando también enérgicamente Carbajal al negar el cargo. «Luego el dicho virrei echó mano á una daga, i arremetió con él, i le dió una puñalada, i á grandes voces mandó que le matasen»[416]. Sobre el desgraciado Carbajal cayeron los dependientes del virrey y le mataron. Sospechando Blasco Núñez las consecuencias de su criminal acción, dispuso que el cadáver fuese trasladado por secreta escalera a la Catedral y enterrado en una sepultura. El secreto divulgóse en seguida, y, quieras que no quieras, se abrió la sepultura, mostrándose entonces con toda claridad el crimen. Desde aquel momento Blasco Núñez estaba perdido sin remedio, porque Carbajal era querido de todos, como también sabían todos que el infeliz había empleado toda su influencia en favor de la causa del virrey.
Abandonado Blasco Núñez de sus amigos, malquistado con la Audiencia y aborrecido de todos, pensó abandonar a Lima y retirarse a Truxillo, a unas 80 leguas de distancia. Proponíase con esto ganar tiempo, ya que no tenía valor para marchar al encuentro de Gonzalo Pizarro, ni para defenderse en Lima. Seguramente que el virrey no[368] esperaba la fuerte oposición que los jueces hicieron a su proyecto, tan fuerte que apelaron al patriotismo de los habitantes, quienes en sentido revolucionario y a los gritos de ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Viva el Rey! ¡Viva la Audiencia! se dirigieron al palacio, y, aunque el virrey dió orden a la guardia y a sus criados que hiciesen fuego, la muchedumbre penetró hasta las mismas habitaciones de Blasco Núñez, que fué preso y encerrado en estrecha prisión. «E hízose (la revolución) sin que muriese un hombre, ni fuese herido, como obra que Dios la guiaba para bien desta tierra»[417]. La Audiencia depuso al virrey, que fué mandado a una isla inmediata y desde la cual se dirigió luego a Panamá. Suspendiéronse en seguida las odiadas Ordenanzas.
Gonzalo Pizarro se encontraba ya en Xauxa, a unas 90 millas de Lima. Los jueces u oidores de la Audiencia, que ya habían gustado de las dulzuras del poder, le mandaron un mensaje, dándole noticia de la revolución y de la suspensión de las Ordenanzas, no sin invitarle también a que mostrase su obediencia, disolviendo su ejército y retirándose a gozar tranquilo de sus haciendas. Si Pizarro hubiera abrigado algún temor, el veterano Francisco de Carbajal le hubiese animado, como seguramente le animó a la lucha. Por esta razón, el encargado del mensaje volvió con la siguiente respuesta: «Que la voluntad del pueblo era que Gonzalo Pizarro se encargase del gobierno del país, y que si la autoridad no le daba desde luego la investidura de gobernador, entregaría la ciudad al saqueo»[418]. En apuro tan grande, acudieron los oidores a pedir consejo a Vaca de Castro, que todavía se hallaba detenido a bordo de uno de los buques; mas el ex-gobernador guardó un silencio discreto en situación tan difícil. Razón tenían los jueces para mostrarse aturdidos, pues el viejo Carbajal llegó de noche a la ciudad, redujo a prisión a algunos caballeros de Cuzco, que habían abandonado tiempo atrás las filas de Pizarro, e hizo ahorcar de las ramas de un árbol a tres de aquellos. Cuando los oidores vieron cómo castigaba Pizarro, le enviaron un mensaje invitándole a entrar en la ciudad, y declarando que la seguridad del país y la justicia exigían que fuese nombrado gobernador. Entró Pizarro en Lima el 28 de octubre de 1544. Componíase su ejército de 1.200 españoles y de algunos miles de indios que marchaban a vanguardia conduciendo la artillería. A los indios seguían los alabarderos y arcabuceros, formando un cuerpo de infantería, y, por último, la caballería, a cuya cabeza marchaba el mismo Pizarro. Habiendo prestado el juramento de costumbre ante la Audiencia, fué proclamado gobernador y capitán general del Perú, hasta que el Rey dijese[369] su voluntad. Alojóse en el palacio donde fué asesinado su hermano Francisco y celebráronse toda clase de fiestas (corridas de toros y torneos) que duraron algunos días. Castigó a muchos, y entre los que estuvieron próximos a ser ahorcados, se hallaba el cronista Pedro Pizarro, honrado y pundonoroso militar, que fué más fiel a su Rey que a su pariente[419].
Comenzó su gobierno Gonzalo Pizarro desterrando y confiscando los bienes de sus enemigos. Hizo suyo el ayuntamiento de Lima y absorbió las facultades de la Real Audiencia. El oidor Alvarez fué nombrado para acompañar al virrey a Castilla, Cepeda vino a ser un instrumento en manos de Gonzalo, el juez Zárate padecía mortal enfermedad[420], y Tejada debía marchar a Castilla con una relación de los últimos sucesos para justificar el gobernador su conducta ante los ojos de Carlos V. Organizó perfectamente su ejército, mandó a sus tenientes a encargarse del gobierno de las principales ciudades, y con respecto a la marina, hizo construir galeras en Arequipa.
De pronto, el buque en que Vaca de Castro estaba preso, que era el mismo donde el oidor Tejada se disponía a marchar a España, desapareció del puerto, llegó a Panamá, cruzó el istmo e hizo rumbo a la madre patria. Inmediatamente que llegó Vaca de Castro, pues estaba acusado, entre otras cosas, de haberse apropiado los caudales públicos, fué preso y conducido a la fortaleza de Arévalo (Avila), mejorando después de prisión, y siendo al fin absuelto por los tribunales de Castilla. Volvió a ocupar su puesto en el Consejo y gozó fama de honrado é íntegro.
Si no agradó a Pizarro la retirada de Vaca de Castro, le disgustó mucho más la presentación de Blasco Núñez en Tumbez. Cuando el buque que estaba destinado a conducir a España al virrey se separó de la costa, el oidor Alvarez, recordando seguramente el poco aprecio que Pizarro había hecho de la Audiencia, se presentó a Blasco Núñez y le anunció que se hallaba en libertad, pudiendo tomar el camino que quisiese. A Tumbez llegó a mediados de octubre de 1544. Al saltar en tierra publicó un manifiesto denunciando a Pizarro como traidor al Rey, y exhortando a todos para que le ayudasen a sostener la autoridad real. Acudieron muchos, aunque no los que necesitaba si quería luchar con uno de los capitanes de Pizarro que a la sazón llegó a la costa. Entonces Blasco Núñez abandonó su posición de Tumbez y cruzando un país montuoso y lleno de nieve, se dirigió a Quito. Allí recibió la grata nueva de que Belalcázar, comandante de[370] Popayán, le ayudaría con todas sus fuerzas en la próxima campaña. Comprendiendo que Quito no era sitio favorable para la reunión de sus partidarios, hizo rápida contramarcha hacia la costa y se situó en la ciudad de San Miguel, reuniendo cerca de 500 hombres entre caballería e infantería, mal provistos de armas y municiones. Pizarro, entretanto, dejó a Lima, llegó a Truxillo y tomó la vuelta de San Miguel, deseoso de terminar la contienda. Se presentó en San Miguel, cuando Blasco Núñez, no contando con fuerzas suficientes para reñir una batalla, se retiró donde pudiese recibir el auxilio de Belalcázar. Detrás del virrey marchó Pizarro, quien dispuso que se adelantara Carbajal. Por cierto que en una escaramuza, a causa de un descuido de Carbajal, llevó el virrey la mejor parte. Sin embargo, el veterano jefe continuó de día y de noche a los alcances del enemigo. El deseo de Blasco Núñez era llegar a Pastos, jurisdicción de Belalcázar, caminando por terrenos pantanosos, donde ni hombres ni caballos encontraban alimento. Además, el virrey desconfiaba de los suyos, hasta el punto que hizo dar muerte a algunos de sus oficiales. Salió a tierra firme, y pasando por Tomebamha, volvió a penetrar en Quito y limpiando de sus zapatos el polvo—como escribe Prescott—continuó su camino hacia Pastos. Iba Pizarro picando la retaguardia al virrey, a quien estuvo a punto de alcanzar en Pastos, y continuó al alcance algunas leguas, hasta que, no queriendo atacar con desventaja al virrey y a Belalcázar unidos, y también no contando con Carbajal (el cual había tenido que marchar con algunas fuerzas a La Plata, donde Diego Centeno, haciéndole traición, levantó bandera por la Corona), dispuso la retirada y llegó a Quito con el objeto de reanimar el espíritu de sus desmayadas tropas. Blasco Núñez logró entrar en Popayán, capital de la provincia, pudiendo descansar sus tropas de las fatigas de una marcha de más de 200 leguas. Reunidas las tropas del virrey y las de Belalcázar llegaban a sumar 400 hombres. Salió en los primeros días de enero de 1546 Blasco Núñez de Popayán, acompañado de Belalcázar, camino de Quito. Cuando lo supo Pizarro, se retiró de dicha capital y tomó fuerte posición a tres leguas más al Norte, en un terreno elevado que dominaba un río, cuyas aguas tenía que atravesar el enemigo. Llegó Blasco Núñez poco después y al considerar el sitio que ocupaba Pizarro, valiéndose de la obscuridad de la noche levantó el campo, y dando gran rodeo penetró en Quito. Cuéntase que al ver la ciudad desierta y que Pizarro era el ídolo de todos, el infeliz virrey levantó las manos al cielo, exclamando: ¡Así abandonas, Señor, a tus servidores! Belalcázar, comprendiendo que era temeridad dar la batalla en aquellas circunstancias, aconsejó a Blasco Núñez que entrase en negociaciones con el enemigo.
[371] Se negó terminantemente a ello, y después de arengar a sus tropas, salió de Quito (18 de enero del citado año de 1546) y presentó batalla a Pizarro. Pruebas de valor dieron ambos ejércitos, siendo al fin derrotado el virrey Blasco Núñez. Entre otros muertos, merecen especial mención Cabrera, el teniente de Belalcázar, y cayó mortalmente herido el oidor Alvarez. Belalcázar, cubierto de heridas, fué hecho prisionero. Blasco Núñez se dió a conocer por su bizarría; pero un golpe de hacha que le dió un soldado en la cabeza le derribó del caballo, estando ya gravemente herido. En aquella situación, el licenciado Carbajal, hermano de aquel que el virrey asesinó en el palacio de Lima—y que por esta causa se puso al lado de Pizarro—se dirigió a dicho Blasco Núñez, le echó en cara el asesinato, y cuando se disponía a darle el golpe mortal con su propia mano, se presentó Pizarro y «mandó a un negro que traía que le cortase la cabeza, i en todo esto no se conoció flaqueza en el visorrey, ni habló palabra, ni hizo más movimiento que alzar los ojos al cielo, dando muestra de mucha christiandad»[421].
Tal fué la batalla de Añaquito. Belalcázar, que curó de sus heridas, obtuvo perdón y fué restablecido en su gobierno. Blasco Núñez, primer virrey del Perú, aunque era hombre vano, desconfiado y antipático, tenía dos buenas cualidades: lealtad con su Rey y constancia en la desgracia.
Llegó Pizarro a la cima del poder. Hizo su entrada en Lima, llevando las riendas de su caballo dos capitanes a pie, y cabalgando a su lado el arzobispo de Lima y los obispos del Cuzco, Quito y Bogotá. Echáronse las campanas al vuelo, las calles estaban llenas de ramaje y las casas colgadas de tapices; diéronle los títulos de «Libertador y Protector del pueblo.» Para que todo fuese dicha, recibió entonces la noticia de que Carbajal, su fiel teniente, había sofocado la insurrección dirigida por Centeno, cuyos restos andaban dispersos y el jefe había encontrado refugio en una cueva de la montaña. Comenzó Pizarro a desplegar una ostentación verdaderamente regia. Se le aconsejó por muchos, entre otros por Carbajal, que se proclamara Rey, y se le dijo «que se casase con la Coya, princesa india, representante de los Incas, para que así las dos razas pudieran vivir tranquilas bajo un cetro común»[422]. Para desgracia suya—como después veremos—la roca Tarpeya no estaba lejos del Capitolio.
La nueva de tales sucesos llegó a España en el verano de 1545. A la sazón Carlos I se hallaba en Alemania, ocupado en sosegar las turbulencias del imperio, y su hijo Felipe, gobernador del reino, residía en[372] Valladolid con la corte. Como en semejantes casos acontece, se puso en cuestión por el Consejo, presidido por Felipe, y del cual formaba parte el duque de Alba, el modo de restablecer el orden en las colonias. «Ventilóse la forma del remedio de tan grave caso, en que hubo dos opiniones: la una, de enviar un gran soldado con fuerza de gente a la demostración de este castigo; la otra, que se llevase el negocio por prudentes y suaves medios, por la imposibilidad y falta de dinero para llevar gente, caballos, armas, municiones y abastecimientos, y para sustentarlos en Tierra Firme y pasarlos al Perú»[423]. De la primera opinión debieron ser, lo mismo el Príncipe que había de reinar con el nombre de Felipe II, que el futuro y severo gobernador de los Países Bajos. El Emperador, desde Colonia, se decidió por la última opinión, y nombró a D. Pedro de la Gasca para pacificar aquel inmenso territorio. A la carta de Carlos V, del 6 de agosto de 1545, contestó La Gasca, entre otras cosas, lo siguiente:
«S. C. C. M.
Recibí la carta de V. M. en que me manda vaya a entender en las cosas del Perú, y aunque es jornada peligrosa para la salud y vida, mas como viendo que los hombres desde que nacemos estamos condenados a la muerte y obligados al trabajo, y cuán particular obligación tenemos a esto los vasallos de V. M., viendo la determinación que todas las veces que de ello hay necesidad, V. M., por lo que á nosotros conviene, no rehusa de poner á todo riesgo y trabajo su persona, siendo lo que es, é importando su conservación tanto al bien universal de la República Cristiana.» Y en otra cláusula añade: «Conozco mis pocas fuerzas y corta industria, que ninguna experiencia tengo de las cosas de las Indias; y conforme á esto, si me faltare la vida ó salud en el camino ó medios en los negocios, sería inútil para servir á Dios y á V. M. en ellos, y no se conseguiría el fin de la pacificación de aquella tierra. Mas considerando la determinación con que V. M. me lo manda, me pareció que sin réplica ni excusa le debía obedecer, considerando que con hacer lo que en mí suele, tratando los negocios con fe, verdad y limpieza que debo a Dios y á mi príncipe, habré cumplido. En Madrid 14 de noviembre de 1545. De vuestra S. C. C. M. humilde vasallo é indigno criado que sus Reales manos besa, El lic. Gasca Gil Fernández Dávila»[424]. Presentóse La Gasca ante el Consejo de Valladolid y pidió ir al Perú como representante del soberano y revestido de toda la real autori[373]dad[425]. «No quiero—dijo—sueldo ni recompensa de ninguna especie; con mis hábitos y mi breviario espero llevar á cabo la empresa que se me confía»[426].
Parece ser que los individuos del Consejo no se creyeron autorizados para conceder los extensos poderes que solicitaba La Gasca; pero el Emperador, a una carta del antiguo colegial de San Bartolomé de Salamanca, contestó (16 febrero 1546) confiriéndole absoluta autoridad. Sería La Gasca nombrado presidente de la Real Audiencia, se le autorizaba para hacer nuevos repartimientos y confirmar los ya hechos, declarar la guerra y levantar tropas, nombrar y separar todos los empleados. Podía ejercer la regia prerrogativa de perdonar los delitos y conceder amnistía a todos los complicados en la rebe[374]lión, y se le ordenaba que revocase las odiadas Ordenanzas. En compañía del valiente capitán Alonso de Alvarado, se embarcó en Sanlúcar (26 mayo 1546), llegando a las Indias (3 julio) después de próspero viaje. Desde el puerto de Santa María, donde supo que el virrey Blasco Núñez había muerto en la batalla de Añaquito y que Gonzalo Pizarro gobernaba absolutamente el país, se dirigió a Nombre de Dios, siendo recibido por Hernán Mexía, uno de los capitanes más fieles a Pizarro, con los honores debidos a su alta dignidad. Presentóse después en Panamá, en cuyas aguas se hallaba la escuadra, mereciendo también favorable acogida del gobernador Hinojosa. Comprendiendo entonces Gonzalo Pizarro que el enviado de Carlos V, con toda su reputación de santo, era el hombre más mañoso que había en toda España é más sabio[427] determinó enviar un mensaje al Emperador, ya para justificar su conducta, ya para solicitar la confirmación de su autoridad.
Presidía la comisión Lorenzo de Aldana, quien, antes de embarcarse para España, debía entregar una carta a La Gasca, firmada por 70 de los principales vecinos de Lima y con fecha del 14 de octubre de 1546, en la cual se le manifestaba que volviese a la metrópoli, porque su presencia serviría únicamente para renovar los pasados disturbios; pero cuando Aldana se convenció de las atribuciones que traía el presidente, abandonó la causa de Pizarro, y lo mismo hizo poco después Hinojosa, poniendo la escuadra a las órdenes de La Gasca.
El presidente se decidió a obrar. Levantó empréstitos sobre el crédito del gobierno, recibió los fondos que le adelantaron los vecinos ricos de Panamá, reunió gente y almacenó provisiones. Hizo repartir proclamas y manifiestos; y últimamente, mandó copias de sus poderes a Gonzalo Pizarro y le anunció que todavía era tiempo de volver a la obediencia del Rey. No sabiendo Pizarro qué camino tomar, consultó el caso con el veterano Carbajal y el abogado Cepeda, los cuales estuvieron en desacuerdo, pues al paso que Carbajal opinó que debía aceptarse la Real gracia, el pedante Cepeda aconsejó la lucha y aun llegó a decir que el viejo soldado obraba por las sugestiones del miedo.
Noticioso Pizarro de la defección de Hinojosa y Aldana, de la entrega de la escuadra y de la toma de Cuzco por Centeno—aquel jefe realista que escondido un año en una cueva cerca de Arequipa, se presentaba a la sazón con deseos de venganza—Pizarro, repetimos, se decidió por la opinión de Cepeda y se dispuso a desesperada lucha. Dejó Cepeda su profesión de oidor por la de militar y se puso al frente de las tropas, bien que el alma de la empresa era Carbajal. No pudiendo Cepeda olvidar su profesión de abogado, formó ridículo proceso contra[375] La Gasca, Hinojosa y Aldana. Refiere el historiador Fernández que Carbajal preguntó: «¿Qué objeto tiene vuestro proceso?—Evitar dilaciones, contestó Cepeda, y si fuesen hechos prisioneros, que se les ejecute inmediatamente.—Yo creía—añadió el veterano—que ese proceso tenía virtud para matarlos como con un rayo. Si alguno de ellos cae en mis manos, no necesitaré de la sentencia y firmas para hacerlos morir»[428].
Aldana con la escuadra salió de Panamá (mediados de febrero de 1547) dirigiéndose a Lima. Por su parte Pizarro abandonó la ciudad y estableció su campamento a una legua de Lima y dos de la costa; mas antes Cepeda reunió a los vecinos de la ciudad y les hizo prestar juramento de mantenerse fieles a Gonzalo. «¿Cuánto tiempo—preguntó Carbajal a su compañero—pensáis que durarán esos juramentos? Luego que hayamos salido de aquí, se los llevará el primer viento que sople de la costa.» En efecto, inmediatamente que Aldana echó el ancla en el puerto, los habitantes de Lima volvieron sus ojos al nuevo astro.
Cuando vió Gonzalo que por el Norte le amenazaba La Gasca y por el Sur Centeno, se decidió pasar a Chile, llegando al lago de Titicaca, en tanto que el presidente salía de Panamá, arribaba a Túmbez, se detenía en Trujillo y entraba en el valle de Xauxa.
Pizarro y Centeno se encontraron (26 octubre 1547) en las llanuras de Huarina, al Sudoeste del lago. Carbajal y Cepeda pelearon como bravos, en particular el primero, que consiguió señalada victoria.
No arredró este contratiempo a La Gasca. Salió de Xauxa (22 diciembre 1547), y entró en la provincia de Andaguaylas, donde se le unió Centeno, como también Belalcázar, conquistador de Quito, y Valdivia, conquistador de Chile. Hallábanse, además, a su lado los obispos de Cuzco, Quito y Lima, la nueva Audiencia y muchos clérigos seculares y regulares. La Gasca, con poderoso ejército y llevando como capitanes a Hinojosa, Alvarado y Valdivia, atravesó las elevadas crestas de los Andes, cubiertas de nieve y hielos, caminó entre rocas y precipicios, barrancos y laderas, echó un puente sobre el río Apurimac y se dirigió al valle de Xaquixaguana. Si gloria merece Aníbal atravesando el pequeño San Bernardo, y Napoleón el gran San Bernardo, digno de no menor fama es La Gasca atravesando los Andes. En Xaquixaguana se encontraron Pizarro y La Gasca (9 abril 1548). Refieren los historiadores que cuando Carbajal vió las disposiciones de las tropas reales, hubo de decir: «Valdivia está en la tierra y rige el campo, o el diablo»[429]. No sabía el esforzado veterano que, en efecto, Valdivia se hallaba en el campamento real. Cepeda y Garcilaso de la Vega, padre[376] del historiador, hicieron traición a su causa, pasándose al enemigo. Una columna de arcabuceros y un escuadrón de caballería siguieron el ejemplo. Gonzalo Pizarro, Carbajal, Juan de Acosta y algunos más intentaron la resistencia, aunque todo fué en vano. Gonzalo preguntó a Juan de Acosta: ¿Qué haremos, hermano Juan? Acosta respondió: Señor, arremetamos y muramos como los antiguos romanos. Pizarro contestó: Mejor es morir como cristianos. Pizarro recordaba seguramente la rota de los Comuneros de Castilla y las palabras de Juan de Padilla. Gonzalo fué hecho prisionero, como también Carbajal. Cuéntase que Carbajal fué insultado por la soldadesca realista. Diego Centeno se declaró su defensor. ¿Quién es vuestra merced—le preguntó Carbajal—que tanta merced me hace? Centeno respondió: Qué, ¿no conoce vuestra merced a Diego Centeno? Carbajal dijo entonces: Por Dios, señor, que como siempre ví a vuestra merced de espaldas[430], agora, teniéndole de cara no le conocía[431]. Como en Villalar, el triunfo fué de la causa de la legalidad. Pizarro, Carbajal, Acosta y otros caballeros pagaron con la vida su deslealtad, como antes Padilla, Bravo y Maldonado. Muchos sufrieron el destierro y las propiedades de todos fueron confiscadas.
Retirado La Gasca al valle de Guaynarima recompensó á sus partidarios. Marchó en seguida á Lima, mereciendo ser aclamado por el pueblo que le llamaba Padre, Restaurador y Pacificador del Perú. «No vió el mundo—dice Ruiz de Vergara—semejante transformación; en breve tiempo desde pastor de almas pasó a ejercer oficio de virrey, y el báculo fué bastón militar con que gobernó ejércitos que aseguraron a su Príncipe y a su patria las mayores riquezas que han logrado los hombres en otras monarquías. Las victorias fueron más dignas de gloria cuanto más fuertes fueron los vencidos»[432] (Apéndice G.)
Terminada la guerra, comenzó La Gasca su misión de juez y de gobernador. Como presidente de la Audiencia y rodeado de magistrados tan entendidos como justos, despachó muchos negocios que estaban atrasados durante las pasadas revueltas, en particular importantes pleitos sobre la propiedad. Introdujo excelentes reformas en el gobierno municipal de las ciudades. Mandó a expediciones lejanas a algunos caballeros más amigos de motines que del orden público. Comprendiendo la triste situación de los infelices indios, planteó sistema de impuestos más equitativo y beneficioso que el establecido por los antiguos soberanos. Dictó leyes humanitarias y rechazó frecuentemente las protestas de los colonos. Don Pedro de La Gasca, por sus rectas intenciones[377] y por sus altas miras políticas, debe figurar entre los grandes hombres de España en aquel siglo.
Pacificado el Perú, La Gasca se embarcó para España en Nombre de Dios, llegando a Sevilla (octubre de 1550) con rico tesoro. Desde Sevilla despachó a Flandes, donde a la sazón estaba el Emperador, al capitán Lope Martín, «con aviso de lo que había pasado en Tierra Firme y de su llegada en salvo con el tesoro: nueva que del Rey fué bien recibida, por hallarse muy necesitado de dinero para las guerras extranjeras que trataba»[433]. Dice Ruiz de Vergara que añadió que él venía con el breviario y 46.000 ducados de deuda, por lo cual suplicaba al César que mandase pagar a sus acreedores. Mandó el Emperador que del tesoro que traía, los tomase en buena hora[434].
La Gasca no fué un genio; pero sí un carácter.[435] «Hay hombres—escribe[378] Prescott—cuyo carácter es tan a propósito para las crisis particulares en que se presentan, que parecen especialmente designados por la Providencia para dominarlas. Tales fueron Washington en los Estados Unidos, y La Gasca en el Perú. Podemos concebir que haya hombres de cualidades más altas a lo menos en la parte intelectual; pero la maravillosa conformidad de su carácter con las exigencias de su situación, la perfecta habilidad con que supieron elegir los medios más conducentes para conseguir el fin que se proponían, son las que constituyen el secreto de sus triunfos. Ellas hicieron a La Gasca sofocar gloriosamente la revolución, y a Washington, aún más gloriosamente llevarla a cabo»[436].
Si nos agrada que el escritor americano coloque a nuestro La Gasca al lado de Washington, la imparcialidad nos obliga a decir que el español, aunque prestigioso gobernante, se halla muy por debajo del hijo ilustre de Virginia.
Virreinato del Perú (Continuación).—El virrey Mendoza.—Gobierno de la Audiencia.—El marqués de Cañete: insurrección de Sairi Tupac.—Expediciones.—El conde de Nieva y García de Castro.—El virrey Toledo: suplicio de Sairi Tupac.—Los chirinamos.—Los jesuítas.—Cédula de Felipe II.—Enríquez y el conde de Villar Don Pardo.—El marqués de Cañete: los piratas.—Santo Toribio.—Las encomiendas.—Cédula de Felipe III.—El marqués de Montesclaros: creación de catedrales.—El príncipe de Esquilache, el conde de Chinchón y el marqués de Mancera.—Los virreyes conde de Salvatierra, conde de Alba de Liste y conde de Santisteban.—El conde de Lemos y otros virreyes nombrados por Carlos II.—Terremoto de 1678.—Virreinato de Castell dos Ríus: terremoto de 1707: autos de fe.—Virreinato del obispo de Quito.—El príncipe de Santo Bono y otros virreyes.—Comisión científica en el Perú.—Sublevación de los indios.—Cédula de 1736.—El conde de Superunda: terremoto de 1746.—El virrey Amat: expulsión de los jesuítas.—Los virreyes Guirior y Jáuregui.—El indio Condorcanqui.—Los virreyes Croix, Gil de Taboada, O'Higgins y Avilés.—Bolivia bajo el virreinato del Perú y después del de Buenos Aires.
D. Antonio de Mendoza, propuesto a Carlos V por La Gasca para el cargo de virrey del Perú, llegó a Lima (mes de septiembre de 1551). Mostróse en el Perú tan prudente y bondadoso como antes en México. Encargó a su hijo D. Francisco que recorriese el Perú con el objeto de conocer las necesidades públicas y dispuso que Juan de Betanzos escribiera la historia del Perú desde su descubrimiento.
«Ynformado el Rey de haverse alzado Mango Yuga Yupangui por los malos tratamientos que rescivía de los Españoles, y que por su muerte lo andaba tambien su hijo Inga, con muchos caciques e indios, malográndose el fruto de su redencion; y habiendo noticia de que quería christianarse y venir al servicio y obediencia de S. M., le avisó aversele concedido (el indulto) y perdonado todos sus delitos, encargándole[380] se presentase al virrey D. Antonio de Mendoza, con sus caciques y secuaces, que estaba prevenido le honrrasse e hiciesse restituir las casas y chacaras que posehía su padre al tiempo que se alzó.—Céd. de 9 de marzo de 1552.—Vid. doc. 11 de ellas, fol. 406, núm. 60»[437].
Si el licenciado La Gasca, deseando premiar a los que habían permanecido fieles a la causa del Rey, hubo de conceder 150 encomiendas, ni la Audiencia, ni Mendoza, aunque se hallaban autorizados a ello, concedieron ninguna. El tributo que pagaban los indios sujetos a las encomiendas iba todo a parar a manos de los encomenderos, hasta que por Real Cédula de 1550, se les impuso la obligación de pagar el quinto a la Corona, disposición que comenzó a practicarse durante el gobierno de la Audiencia.
Murió Mendoza en julio de 1552, volviendo la Audiencia a encargarse del gobierno. La suspensión del servicio personal de los indios, ordenada por la Audiencia, produjo varios desórdenes, siendo el principal jefe de los descontentos Hernández Girón, el cual se dió tan buena maña que se hizo dueño del Cuzco y se aproximó a Lima. Hernández Girón logró vencer al ejército real en Chuquinga, y cuando se disponía a empresas mayores, le abandonaron los suyos. Hecho prisionero en Atunjanja, murió decapitado en la capital el 7 de diciembre de 1554; su cabeza se colocó en el rollo de la plaza, al lado de las de Gonzalo Pizarro y Carbajal.
Don Andrés Hurtado de Mendoza, segundo marqués de Cañete, recibió el gobierno que le entregó la Audiencia en julio de 1557; pero su nombramiento fué hecho el 10 de marzo de 1555. Concedió algunas encomiendas a los que más se distinguieron en servicio del Rey, y a los descontentos que se creían con derecho a ellas, los mandó a España, si bien tampoco consiguieron nada de Felipe II. Procuró el marqués de Cañete la sumisión de Chile, mandando contra los araucanos a su hijo Don García.
Un hecho de verdadera importancia se registra en el gobierno del citado virrey, y fué que tuvo la fortuna de acabar con la insurrección de Sairi Tupac, heredero de Inca Manco, el cual se puso a la cabeza de los indios quichuas. Para vencer dicha insurreccion se valió del influjo de la coya D.ª Beatriz, tía de Sairi y de Juan de Betanzos, emparentado con la dinastía de los Incas. Entró Sairi en la ciudad de los Reyes como solían entrar los antiguos monarcas, llevado en una litera. Por la renuncia de sus derechos se le dieron 20.000 ducados de renta en las encomiendas de Sacsahuana y Jucay, el título de Adelantado y otras mercedes. Dícese que en el acto de concederle estas gracias, co[381]giendo una hebra del fleco de terciopelo de la mesa, exclamó: Todo este paño y su guarnición eran míos, y ahora me dan este pelito para mi sustento y el de mi casa. Tiempo adelante se convirtió a la religión cristiana, recibiendo el nombre de Diego.
Dedicóse el marqués de Cañete a mejorar el estado del país, fundando en la región de los cañaris la ciudad de Cuenca, reprimiendo las demasías de los negros, enviando tres buques a explorar el Estrecho de Magallanes, y encomendando a Pedro de Ursúa el descubrimiento de los omaguas, habitantes—según se decía—de tierras abundantes de oro; esta expedición, a causa de las crueldades de Lope de Aguirre, tuvo mal resultado.
Don Diego de Acevedo y Zúñiga, conde de Nieva, se hizo cargo del gobierno el 31 de abril de 1561. Concedió algunas encomiendas. Se declaró que correspondían a la Corona las encomiendas de Lope de Mendieta, de D. Alonso de Montemayor y de D. Francisco de Mendoza. El conde de Nieva fundó el pueblo de Arnedo, en el valle de Chancay, y el de Ica, en un paraje que era guarida de ladrones. Según algunos escritores, fué asesinado por un marido ultrajado en su honra y cuando de noche subía por una escalera a un balcón de la casa del citado marido.
Encargóse D. Lope García de Castro del mando el 21 de septiembre de 1564, y lo desempeñó hasta el 26 de noviembre de 1569. Gobernó el Perú con el título de presidente de la Audiencia, conferido por Felipe II. Estableció la casa de la moneda, intentó colonizar las islas de Chilve y confió a Alvaro de Mendaña una expedición que dió por resultado el descubrimiento de las islas de Salomón, en la Oceanía. No concedió ninguna encomienda.
De la prudente y sabia administración de D. Francisco de Toledo quedan muchos e importantes recuerdos, si bien su gobierno se halla afeado con la nota de crueldad. La visita general que hizo por el virreinato y que emprendió el 23 de octubre de 1570, fué beneficiosa a los indios, porque el virrey logró corregir algunos abusos de los encomenderos y fundó muchos pueblos de indígenas, a los cuales concedió el derecho de juntarse en cabildos para tratar de los asuntos que creyesen necesario.
Consideremos otro asunto de no escaso interés. Gozaba de independencia la ciudad de Vilcabamba y en ella habían tomado la borla imperial, después de Sairi-Tupac, Titu-Cusi y Tupac-Amaru. Queriendo el virrey acabar con aquel ridículo imperio, entró en negociaciones con Tupac-Amaru, que no dieron resultado favorable. Lo que no pudo conseguir por medio del consejo, lo conseguirá por la fuerza. Encargóse[382] de ello D. Martín de Loyola que, al frente de 200 soldados, penetró en el país, donde encontró cortados los caminos y rotos los puentes. Sin embargo, pudo llegar de improviso a Cochabamba y habiéndose apoderado del Inca, le hizo llevar prisionero al Cuzco, donde fué condenado a muerte. Cuando marchaba al cadalso, como oyese que gritaba el pregonero: A este hombre matan por tirano y traidor á su Magestad, replicó: No digas eso, pues sabes que no es verdad; yo no he hecho traición, ni pensado hacerla, como todo el mundo sabe. Dí que me matan porque el virrey lo quiere y no por mis delitos. En el momento de entrar en la plaza, sitio destinado a la ejecución, aparecieron muchas coyas e hijas de caciques clamando tristemente: Inca, ¿por qué te van á matar? ¿Qué traiciones has hecho para merecer tal muerte? Pide á quien te la da, que nos mande matar á todas, pues somos todas tuyas por la sangre y por la condición, y más dichosas seremos en tu compañía que quedando siervas de los que te matan. Tupac-Amaru recibió con resignación la muerte; pero la opinión pública acusó de cruel al virrey, y hasta el mismo Felipe II, tiempo adelante, le hechó en cara semejante hecho, diciéndole: «Idos á vuestra casa, que yo no os mandé al Perú para matar reyes.» Deseoso de quitar a los indios toda idea de insurrección, puso el virrey en el Cuzco fuerte guarnición de españoles y llevó a Lima las momias de los Incas, a cuya presencia se arrodillaba la muchedumbre en los caminos.
Intentó conquistar el país de los chiriguanos, en el cual entró y tuvo que retroceder escarmentado. Enemigo de los jesuítas, desde Los Reyes, con fecha 7 de octubre de 1578, mandó a Martín García de Loyola, corregidor del Potosí, que cerrase las puertas de la casa que allí tenían los Padres y les embargara los bienes temporales de que eran dueños. En virtud de la orden del virrey fueron arrojados de dicha casa los PP. José de Acosta, Baena, Medina y los HH. Santiago, Tomás y Domingo[438]. No escatimaremos nuestros aplausos a la gestión administrativa de D. Francisco de Toledo. Mejoró el estado de la Hacienda y publicó sabias ordenanzas.
Antes de terminar la reseña de este virreinato, hagamos un descanso para registrar dos hechos realizados por Felipe II, digno de censura uno y digno de alabanza otro. Refiérese el primero a que por Cédula de 25 de enero de 1569 estableció la Inquisición en el Perú. Vid. tom. 33 del Ced.º, fol. 357 v.º, núm. 289[439]. Consiste el segundo en que desde Badajoz (23 septiembre 1580) mandó a decir al presidente de la Audiencia de los Charcas que en la Universidad, fundada por el mismo Rey,[383] se estudiase la lengua general de los indios «para que los sacerdotes que les han de administrar los Santos Sacramentos y enseñar la doctrina» tuviesen «el medio principal para poder hacer bien sus oficios»[440].
El 23 de septiembre de 1581 entregó D. Francisco de Toledo el mando a su sucesor, «embarcándose para España, dejando hecha la tasación de tributos que había practicado en la visita general, en la cual se encontró haber en las 19 provincias de las Audiencias de Lima, Quito y Charcas 695 encomiendas con 325.899 indios, cuyos tributos anuales importaban un millón quinientos seis mil doscientos noventa pesos de oro, de los que trescientos un mil doscientos cincuenta y ocho pesos correspondían al Rey por el derecho de quintos, quedando de renta para los encomenderos un millón doscientos cinco mil treinta y dos pesos...»[441].
Al breve gobierno de D. Martín Enríquez sucedió el virreinato de D. Fernando de Torres y Portugal, conde de Villar Don Pardo. Protegió a los indios y tuvo la desgracia de que en su tiempo el inglés Drake devastase las costas del Perú.
D. García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, defendió el Perú de los ataques de Hawkins y otros piratas ingleses. Introdujo la contribución de alcabalas, que fué causa de muchos tumultos. A la sazón floreció en el Perú Santo Toribio Mogrovejo, arzobispo de los Reyes (Lima), quien reunió un concilio en el año 1591 y cuyas actas remitió a Felipe II[442].
Por lo que a las encomiendas respecta «muchas y repetidas cédulas se expidieron desde el reinado de Felipe II para que las encomiendas se convirtieran en pueblos; se dispuso que los encomenderos residiesen en sus encomiendas; que no se dieran dos de ellas a una misma persona si no podía formar un solo pueblo, en cuyo caso por la aceptación de la última se tenía por renunciada la primera, leyes que sólo tuvieron cumplimiento en parte, pues en España se proveyeron muchas a favor de personas que ni estaban ni habían estado nunca en el Perú»[443].
Merece, por último, no pocas alabanzas la Real Cédula que, con fecha 29 de diciembre de 1593, se dirigió a los presidentes y oidores de las Audiencias de Lima y de las Charcas, mandándoles que castigasen con mayor rigor a los españoles que injuriasen a los indios[444].
Poco tiempo después Felipe III, desde la ciudad de Valladolid (13 noviembre 1604) se dirigía al presidente de la Audiencia de los Char[384]cos, diciéndole que «entendiendo el mucho distrito que tiene el Obispado de esa provincia, y lo mal que se puede visitar y administrar el pasto espiritual por un Prelado solo» acuerda erigir otras dos, una en la ciudad de La Paz de la provincia de Chuquiago, y la otra en la ciudad de la Barranca de la provincia de Santa Cruz de la Sierra, habiendo presentado a su Santidad las personas que han parecido más convenientes para ello...»[445].
Pasó del virreinato de México (1607) al del Perú D. Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros. Entre otras medidas de buen gobierno, estableció el Tribunal del Consulado, suprimió el Rey por consejo suyo el servicio personal de los indios e hizo construir un gran puente en Lima para comunicar con el arrabal de San Lázaro.
Por aquellos tiempos, Felipe III, desde Madrid con fecha 13 de diciembre de 1608, escribió a su embajador en Roma, haciéndole presente que el arzobispado de la ciudad de los Reyes y el obispado de la ciudad de Cuzco tenían muy grandes distritos, por lo cual había acordado que «del arzobispado de la ciudad de los Reyes se saque una iglesia catedral que tenga su asiento en la ciudad de Trujillo de las dichas provincias del Perú, y que del obispado del Cuzco se saquen otras dos iglesias catedrales, la una que tenga su asiento en la ciudad de Arequipa y la otra en la ciudad de Guamanga de las dichas provincias»[446]. Encargaba el Rey al embajador que rogase a Su Santidad la creación de las nuevas iglesias. El mismo monarca, desde San Lorenzo (20 agosto 1611) dijo al marqués de Montesclaros que habiendo vacado el arzobispado de la ciudad de los Reyes por fallecimiento de D. Toribio Alfonso de Mogrovejo, había dispuesto, contando con Su Santidad, la creación de una iglesia catedral en Trujillo[447].
D. Francisco de Borja y Aragón, Príncipe de Esquilache (1615-1621), realizó obras importantes, entre ellas la fortificación del puerto del Callao y la fundación de la ciudad de San Francisco de Borja. Creó el Real Convictorio de San Bernardo para la educación de los hijos de los conquistadores, y el Colegio de San Francisco de Asís para los hijos de indios nobles. Bajo su mando fueron rechazados los piratas que asolaban aquellas costas, y Jacobo le Maine descubrió el Estrecho que lleva su nombre y que exploraron luego los hermanos Nodales. Dicen algunos escritores que fundó una Academia literaria en su palacio. Reuníanse allí los ingenios más distinguidos de Lima y con ellos discutía el virrey sobre materias científicas y literarias. De su inspiración poé[385]tica dió señaladas pruebas el príncipe de Esquilache. Parece que el ánimo descansa cuando en el árido campo de la historia se hallan gobernadores como D. Francisco de Borja. ¿Tuvieron en su tiempo demasiada influencia los hijos de San Ignacio de Loyola? Es posible.
Poco tenemos que decir del virrey D. Diego Fernández de Córdoba, marqués de Guadalcázar. Defendió la colonia de las agresiones del pirata Clerck, el cual, llegando al Pacífico por el Cabo de Hornos, puso sitio al Callao. Bajo su gobierno se publicaron las Nuevas Leyes de la Recopilación de Indias.
D. Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, conde de Chinchón, comenzó su virreinato el 14 de enero de 1629, cesando el 18 de diciembre de 1639, en cuyo tiempo un terremoto destruyó la mayor parte de Lima. Desde la ciudad de los Reyes se dirigió el virrey a Su Majestad dándole cuenta del fallecimiento (5 febrero 1630) de Fray Francisco de Sotomayor, en la villa de Potosí, antes de tomar posesión del arzobispado de los Charcas; además el conde de Chinchón proponía personas para suceder a Fray Francisco.
En situación tan pobre se hallaba la monarquía (primeros años de Felipe IV) que por Real Cédula del 27 de mayo de 1631, fechada en Madrid, se autorizó al virrey para que pusiese en venta todos los oficios de Alcaldes provinciales de la Hermandad, y los de Alguaciles y «que se rematen en las personas que más por ello dieren...»[448]. También con la misma fecha mandó el Rey al conde de Chinchón que vendiese algunas hidalguías, porque era muy malo el estado de la Hacienda[449]. Por último, en igual fecha ordenó Felipe IV al virrey que vendiese la pimienta por cuenta de la Real Hacienda[450]. Sin embargo de la penuria en que se hallaba el Estado, todavía tenía gusto para pedir al citado virrey los animales fieros que hubiese en todo el distrito de su gobierno, como leones, tigres, osos y otras clases[451].
No pasaremos adelante sin hacer notar que por reales cédulas de 1618 y 1625 se declaró que sólo el Consejo de Indias podía conceder encomiendas, revocándose así el poder que para ello tenían los virreyes. Posteriormente, o sea el 11 de febrero de 1637, por Real Cédula se autorizó a los virreyes para que continuasen concediéndolas[452].
Del mismo modo debió su nombramiento a Felipe IV el virrey don Pedro de Toledo y Leiva, marqués de Mancera. Llegó al Callao el 22[386] de noviembre de 1639 y saltó a tierra el 23. Entró en Lima con toda la pompa acostumbrada, recibiendo el poder de manos del conde de Chinchón (18 diciembre 1639). Fortificó el Callao, cuyas obras comenzaron en 1640 y tuvieron término en 1647; hizo levantar un fuerte en Arica, otro en Puná y un tercero en Guayaquil; también fortificó la plaza de Valdivia. Con verdadero empeño procuró defender el virreinato de las incursiones de los piratas, aumentó los ingresos de la Real Hacienda y mantuvo la paz pública y el prestigio de su autoridad.
Si de los indios se trata, reformó la tasa excesiva de los tributos e hizo una estadística de aquellos indígenas. En la Memoria o Relación que publicó acerca del gobierno se hallan las siguientes palabras: «Tienen por enemigos estos pobres indios la cudicia de sus corregidores, de sus curas y de sus caciques, todos atentos á enriquecer de su sudor: era menester el celo y autoridad de un virrey para cada uno; en fee de la distancia se trampea la ubediencia, y ni hay fuerza ni perseverancia para proponer segunda vez la quexa»[453]. Para reprimir la embriaguez de los naturales, dictó una provisión prohibiendo venderles vino, la cual sólo era una especie de copia de otras órdenes y provisiones publicadas sobre el mismo asunto; pero que no las hacían cumplir los corregidores, sus tenientes, caciques y curas párrocos. Teniendo necesidad de barcos, mandó construir en Guayaquil dos galeones: La Capitana Real y La Almiranta. A causa de los apuros del monarca, pudo remitirle un donativo de 500.000 $.
Tanto interés inspiraba al Rey el estado de los trabajos de la mina de cinabrio de Huancavelica, que el virrey dispuso visitarla en persona, saliendo de Lima a mediados de julio de 1643, dejando encomendado el gobierno durante su ausencia a D. Andrés de Villela, decano de la Audiencia. Por último, el marqués de Mancera organizó el servicio de correos (chasques), y en su tiempo, conforme a la Real Pragmática de 28 de diciembre de 1638, se introdujo en el Perú, año de 1641, el uso del papel sellado, siendo de cuatro clases: el del sello 1.º, que valía seis reales; el del 2.º, tres; el del 3.º dos, y el del 4.º, uno. Terminó el marqués de Mancera su virreinato (20 septiembre 1648), sucediéndole el conde de Salvatierra. La memoria que dejó escrita dicho marqués, fué entregada a su sucesor el 28 de octubre de 1648, según lo indican León Pinelo, y Cerdán, oidor de la Audiencia[454].
También fueron nombrados virreyes por Felipe IV, Don García Sarmiento de Sotomayor Enríquez de Luna, segundo conde de Salvatierra; D. Luis Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Liste; y don[387] Diego de Benavides y de la Cueva, conde de Santisteban. Llegó al Callao el conde de Salvatierra (28 agosto 1648) y se hizo cargo del gobierno el 25 de septiembre. Antes fué virrey de Nueva España, y en el Perú, como en México, se mostró demasiado amigo de los jesuitas. A los hijos de Loyola dió el encargo de convertir al catolicismo a los indios de la provincia de Mainas, y a otros religiosos les ordenó que hiciesen lo mismo con los indios parataguas, motilones, etc. En la contienda que tuvieron los jesuitas con Fr. Bernardino de Cárdenas, obispo del Paraguay, se puso el virrey al lado de aquellos. Cumpliendo una orden del Rey, él y los Tribunales del virreinato prestaron juramento, en manos del arzobispo Villagómez, de defender la creencia de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Sumamente religioso, mostró especialmente su devoción a Nuestra Señora de la Soledad, al apóstol San Pedro y a San Francisco de Asís. No pasaremos en silencio un hecho que enaltece la memoria del piadoso conde de Salvatierra y fué la multitud de células publicadas con el objeto de aliviar la suerte de los indios, a quienes todos procuraban esquilmar.
El 24 de febrero de 1655, entregó el virreinato al conde de Alba de Liste, virrey antes de Nueva España. Alba de Liste gobernó con bastante tino y prudencia.
El conde de Santisteban tuvo que apaciguar algunas sublevaciones interiores. Felipe IV, desde Madrid (6 marzo 1662) ordenó al citado virrey, que, habiendo el Papa Alejandro VII declarado el santo misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen, dispusiera él que en la ciudad de los Reyes se hiciesen solemnes fiestas religiosas[455]. Algunos meses después (7 octubre 1662) quejóse el Rey acerca del estado en que se hallaba el gobierno del Perú, lo mismo en lo político que en lo judicial y administrativo[456].
Durante la menor edad de Carlos II, la reina gobernadora (desde Madrid el 14 de mayo de 1668), habiendo hecho saber que Su Santidad había ordenado despachar el Breve de la beatificación de la Madre Rosa de Santa María, que nació y murió en la ciudad de Lima, mandó que se celebraran fiestas en dicha población y en toda la diócesis[457].
Debieron su nombramiento a Carlos II los virreyes D. Pedro Fernández de Castro y Andrade, conde de Lemos; D. Baltasar de la Cueva Henrríquez y Saavedra, conde de Castellar; D. Melchor de Liñán y Cisneros, arzobispo de Lima; D. Melchor de Navarra y Rocafull, duque[388] de la Palata, y D. Melchor Portocarrero Laso de la Vega, conde de la Monclova.
El conde de Lemus fundó las casas de las Recogidas de Lima, con el nombre de las Amparadas de la Purísima Concepción de Nuestra Señora, y castigó duramente a los revoltosos de Puno.
El conde de Castellar llegó a Lima el 15 de agosto de 1674 y fué exonerado el 7 de julio de 1678. Se le acusó de favorecer el contrabando, aunque el duque de la Palata afirma «que era en todo diligentísimo, y en las materias de Hacienda Real, con singular aplicación...»[458] En esta época, el Rey, desde Madrid (29 marzo 1678) se dirigió al virrey, presidente y oidores de la Audiencia, a los arzobispos y obispos de las iglesias del Perú, pidiendo un donativo voluntario, pues con ocasión de la guerra, estaba muy pobre la Real Hacienda[459].
Mandó el virrey misioneros jesuitas y franciscanos a los confines de Cajamarquilla, Tarma, Guanuco, Carabaya y otras partes, atrayendo muchos indios a la religión católica. «Me dediqué inmediatamente al expediente de los negocios, asistiendo continuamente a los Acuerdos, Real Audiencia, Sala del Crimen y Tribunal de Cuentas, a la vista y determinación de diferentes pleitos graves de Hacienda Real y entre partes, consiguiendo tuviesen fin, después de muchos años que estaban pendientes, etc.»[460].
El suceso de más importancia que ocurrió durante el gobierno del conde de Castellar, fué el terremoto o temblor de tierra acaecido el 17 de junio de 1678 en la ciudad de Lima, en el Callao y en algunas leguas en contorno de dichas poblaciones. Hundiéronse muchos edificios y terminó catástrofe tan grande—según el vulgo—por los ruegos de Santa Rosa, patrona de Lima, cuyo cuerpo y reliquias se llevaron en procesión solemne, desde el convento de Santo Domingo a la Capilla de Nuestra Señora de la Soledad de San Francisco. Mandó el virrey celebrar un novenario, y confiesa con tristeza que sólo pudo asistir el primer día «por haber llegado aquella noche la noticia de mi exoneración»[461]. Justa o no justa su exoneración, no puede negarse que con toda diligencia procuró aumentar los rendimientos de las minas y, por consiguiente, la mayor recaudación de la Real Hacienda. Por último, en su tiempo fueron castigados los indios uros y uruitos, los cuales se habían retirado y hecho fuertes en los totorales y ciénagas del desagüe de la laguna de Chucuito. El virrey quiso reducirles por medios suaves, y como esto no fué posible, se dió el encargo de que los desaloja[389]sen, al corregidor de Chucuito y al corregidor de Pacajes, cuyas autoridades cumplieron su cometido, aunque con más rigor del que debían.
Convienen los cronistas en que D. Melchor de Liñán y Cisneros, arzobispo de Lima, que gobernó desde 1678 al 1681, asistía frecuentemente a los Acuerdos de la Real Audiencia «y en particular en las causas y pleitos que las partes lo piden, porque tengan este consuelo; pues aunque es de creer que los ministros obrarán con justificación, influye mucho hallarse el presidente en el Tribunal»[462]. Ocupóse detenidamente en arreglar los asuntos de la Real Hacienda y, especialmente, los de las minas, que andaban algo desordenados y castigó enérgicamente a los corsarios que infestaban aquellos mares, logrando que en un combate fuese muerto el capitán Juan Guarlen. Gloriosa victoria se consiguió (7 agosto 1680) por el gobernador de Buenos Aires, peleando contra los portugueses del Brasil, mandados por el general D. Manuel Lobo, pues éstos se atrevieron a penetrar en los términos de la Corona de Castilla. Lobo fué hecho prisionero, y entre sus papeles se encontró importante instrucción original del príncipe regente de Portugal.
Acerca del duque de la Palata, que tomó posesión el 7 de noviembre de 1681, haremos notar que comenzó su gobierno mandando dar muerte a Carlos Clerque y a los compañeros del famoso corsario. Cuando en el año 1683 llegó al Perú la noticia de que los piratas habían entrado y saqueado a Veracruz (Nueva España), se pensó rodear de murallas la hermosa ciudad de los Reyes, obra que se llevó a feliz término mediante las acertadas disposiciones del Cabildo, Justicia y Regimiento de dicha capital. En la representación que el conde de la Palata hizo al Rey con fecha 18 de mayo de 1688 dice, entre otras cosas, lo que sigue: «que la Real Hacienda está muy empeñada...»; y más adelante añade: «Las calamidades de este Reyno son tan grandes y se pueden temer tan repetidas, que obligan á prevenir los remedios»[463]. Advierte el virrey que las Audiencias subordinadas al gobierno del Perú son cuatro: la de Panamá, la del Reino de Chile, la de Quito y la de las Charcas, y que las dos últimas se hallan más subordinadas y atentas que las dos primeras «aunque alguna vez se propassan...»[464]. No deja de tener cierta curiosidad la relación hecha por el virrey acerca de la ruina de la ciudad de Lima (desde el 20 de octubre hasta el 2 de diciembre de 1687) con la repetición de temblores de tierra[465]; pero lo que más preocupó al conde de la Palata fué la entrada de los piratas en el mar del Sur por el año de 1684 y siguientes. Cuando las[390] sacudidas violentas de los terremotos arruinaban comarcas en la América Meridional y parecía que los elementos se encargaban de destruir lo que perdonaban los filibusteros, la madre de Carlos II se ocupaba de cosas asaz importantes. Desde su palacio del Buen Retiro, con fecha 5 de abril del año 1687, pidió a Su Santidad rótulo y remisoriales para que se hiciesen informaciones de las virtudes del P. Francisco del Castillo, de la Compañía de Jesús; fallecido en Lima, su patria, con el objeto de proceder en seguida a su beatificación[466].
Después de gobernar ocho años el Perú el duque de la Palata, vino a ocupar cargo tan elevado el conde de la Monclova. El último virrey, nombrado por Carlos II, se ocupó principalmente en defender la colonia contra los ingleses durante la guerra de sucesión española. Citaremos, aunque de escaso valor, otra clase de hechos. Carlos II, desde Madrid y con fecha 18 de septiembre de 1696, decía al virrey del Perú que había resuelto trasladar, contando con la aprobación de Su Santidad, la iglesia Catedral de San Lorenzo de la Barranca a la villa de Mizque[467]. A la citada villa, con la misma fecha, la hizo merced del título de Ciudad[468]. Al mes siguiente y por Real decreto dado en Madrid (15 octubre 1696) hizo presente al virrey del Perú que había dado cuenta al Papa de la traslación de la iglesia catedral que se hallaba en Santiago del Estero a la ciudad de Córdova en la misma provincia[469]. Pero sobre todo, daremos cuenta de lo que parecía interesar más a Carlos II. Por Real Cédula del 24 de julio de 1698, dirigida al virrey del Perú, se mandaba que se remitiesen a España 40 o 50 alectos (pájaros de volatería para la Real Casa), «en inteligencia—decía la Cédula—que sería de su Real desagrado cualquier omisión que tuviese en este encargo»[470].
Poco después de la muerte de Carlos II, cuya afición a los pájaros era tan manifiesta, Felipe V, con fecha 17 de abril de 1703, se dirigió a los arzobispos y obispos del Perú, diciéndoles que aliados ingleses y holandeses preparaban sus navíos y 15.000 hombres para conquistar a América; pero que él no podía acudir a la defensa por la pobreza del Real Erario. En este caso les rogaba le concediesen un subsidio para defender dichos dominios de los enemigos de la religión[471]. El mismo Rey, en Real Cédula, dada en Madrid (26 enero 1706), decía que el conde de la Monclova, virrey del Perú, le había notificado, en carta[391] del 8 de octubre de 1704, cómo por el mar del Sur entraron dos bajeles ingleses con patentes de corso de la reina de Inglaterra, y en su seguimiento tres navíos franceses, al mando del conde de Tolosa, almirante de Francia[472].
Felipe V de Borbón nombró en el año 1705 virrey del Perú a don Manuel de Oms y Senmenat, marqués de Castells Dos Ríus, hombre de energía, hábil cortesano y cultivador de las bellas letras. Fiel al nuevo Rey, levantó empréstitos y sin reparo alguno echó mano a obras pías y a cajas de censos, reuniendo millón y medio de pesos, para mandarlos a Felipe V, que bien los necesitaba para los gastos de la guerra de sucesión. Castells Dos Ríus castigó a los corsarios ingleses Roglos y Dampierre, quienes, con dos buques, saqueaban las costas del Perú, llegando a exigir del puerto de Guayaquil crecido rescate. Un terrible terremoto, en 1707, destruyó el pueblo de Capi y ocasionó otras desgracias en las provincias del Cuzco, siendo digno de contar que la granja de San Lorenzo fué lanzada de una a otra banda del Apurimac con casas y gente. El fanatismo católico vió en el terremoto un castigo divino por las secretas idolatrías de los indios. Además, como si el castigo de Dios fuese poco, los hombres dispusieron autos de fe contra supersticiosos indios. Aunque de dudosa moralidad el virrey—pues según de público se decía, especulaba en todos los ramos de la administración e iba a la parte en los contrabandos—continuó desempeñando su importante cargo hasta que murió en 1710.
Dicen los cronistas que don Diego Ladrón de Guevara, obispo de Quito, natural de Cifuentes (Guadalajara), fué excelente virrey. Ampliáronse los estudios universitarios, se prohibió la elaboración de aguardiente de caña por el abuso que hacían de ella los indios, castigó sin consideración alguna a un hijo natural del conde de Cartago por el robo de un copón y el sacrilegio cometido con las sagradas formas, y reprimió las insolencias de los negros cimarrones que desde los montes de Huachipa hacían frecuentes correrías. Fué reemplazado en el año 1716, y no consintió que se le dispensase del juicio de residencia.
Nombrados también por Felipe V fueron D. Nicolás Caracciolo, príncipe de Santo Bono y Fr. Diego Morcillo, arzobispo de Lima. Durante el gobierno de Caracciolo se agregó la provincia de Quito al virreinato de Santa Fe, creado en el año 1717. Protegió el virrey las misiones de Chanchamayo, descollando entre los religiosos Fray Francisco de Santa Fe. Aunque no pudo acabar con el mal, hizo mucho para reprimir el contrabando que hacían los corsarios, especialmente los holandeses. Por entonces, como llegase a oídos del gobierno de la me[392]trópoli los excesivos gastos que hacía el cabildo de Lima al recibir los virreyes a su llegada de España, vino Real cédula (1718) fijando en doce mil pesos el gasto obligatorio para la ciudad, si bien particulares o corporaciones podían, por cuenta propia, agasajar al representante del monarca. El cabildo, pues, debía ajustarse al siguiente presupuesto:
Pesos. | |
Cama para el virrey, con colgadura de damasco, sábanas y almohadas guarnecidas de encajes y sobre cama de medio tisú. | 1.400 |
Dos vasos de plata para uso ordinario | 180 |
Escribanía de plata | 170 |
Carruaje | 3.000 |
Tiro de caballos con herrajes y arneses | 1.725 |
Música, iluminación y limpieza de arañas | 360 |
Las dos comidas del día en que entra el virrey y el siguiente, y refrescos para ambas noches | 3.700 |
Para manteles, marcar y devolver la plata labrada, que se busca prestada para estas funciones, y para pagar pérdidas y daños | 850 |
Propinas a la guardia, porteros de la Audiencia y criados de librea | 88 |
Para fuegos artificiales y gastos menudos o imprevistos, no designados | 527 |
12.000 |
Fray Diego Morcillo, arzobispo de Lima, desempeñó el cargo de virrey desde el 1720 al 1724. Tuvo la satisfacción de que en su tiempo se verificase la canonización de Santo Toribio de Mogrovejo. Por lo demás, sólo disgustos tuvo en su gobierno. Nada pudo hacer contra el corsario inglés Chiperton, que amenazaba las costas del Pacífico; ni contra la Gran Bretaña, que abusando de un tratado hecho con Felipe V, introducía mercancías en el Perú, ocasionando la ruina del comercio español; ni contra el Paraguay, donde ocurrían desórdenes originados por el gobernador Antequera; ni contra los araucanos de Chile, que invadían las poblaciones fronterizas.
Con aplauso de gran parte del clero y con gran contento del Rey y de la corte, ocupó el virreinato D. José Armendariz, marqués de Castel-Fuerte. Comenzó su gobierno el 1724 y terminó el 1736. Hombre de severas costumbres, quiso, con exageración manifiesta, restablecer la disciplina eclesiástica en el Perú, ocasionándole su manera de obrar[393] varios conflictos, entre ellos el del mismo obispo de Guamanga. A la sazón recibió Real cédula (13 febrero 1727) ordenándole que llamase secretamente a los prelados de las Órdenes y les dijese que el Rey tenía noticia de los muchos sacerdotes regulares y seculares «que con escándalo mantenían familias enteras de mujeres e hijos, tolerándolo los prelados, por las utilidades que de ello percibían en visita.» Disponía el Rey que el prelado—«si resultase delincuente en descuido tan culpable—se mandara a España, encargando también que los ministros reales castigasen con todo rigor a las mujeres prostitutas»[473].
Decidido protector de la Inquisición, tuvo el singular placer de que en el año 1731, en la iglesia de Santo Domingo, se verificase un auto de fe, en el cual salieron varios sentenciados como hechiceros y por otros delitos. Asistió el virrey al auto citado «haciendo con esta solemnidad una nueva concordia de Magestad y Religión...»[474]. En su afán de propagar la religión católica, ayudó con todas sus fuerzas las misiones del reino de Chile y la de Chiloe, dirigidas por los PP. Jesuítas; las de las provincias de Tarma, Jauja y ciudad de Guanuco, en que está comprendida la principal del Cerro de la Sal, realizadas por los PP. Franciscanos, «héroes de Dios» como les llama el virrey. Dictó algunas disposiciones encaminadas a proteger y ayudar al Hospital de Santa Ana, fundado por la ardiente piedad de Santo Toribio, arzobispo de Lima, y entregado después a la protección de nuestros monarcas. Sin embargo de su ferviente catolicismo, hubo de decir que era conveniente «resistir el aumento de Religiones y conventos de ambos sexos en esta ciudad (Lima), cuyo número ha crecido más de lo que pedía el de los vecinos que contiene, siendo todos 34, los 19 de religiosos y 15 de monjas, fuera de algunos beaterios y casas de recogimiento y colegios de mujeres»[475].
Cuidó del fomento de las minas, publicando con tal objeto acertadas ordenanzas; en particular se fijó en las minas de azogue de Guancavélica y de la plata del Potosí. También fueron objeto de su atención las casas de moneda de Lima y Potosí. La defensa del reino fué asunto que preocupó al marqués de Castel-Fuerte, mereciendo no pocas alabanzas por las obras que dispuso lo mismo en el Callao que en Lima.
Tuvo capital importancia la alteración del orden en el Paraguay. Habiendo nombrado la Real Audiencia de la Plata, para la averiguación de ciertos hechos, a D. José de Antequera, de la orden de Alcántara y promotor fiscal de aquella misma Audiencia, llegó a la Asun[394]ción, y después de poner preso al gobernador, asumió este cargo. Don Diego de los Reyes, que este era el nombre del gobernador, logró escapar de la prisión, en tanto que el virrey Morcillo (1723) ordenaba que Antequera cesase en el gobierno de dicha provincia del Paraguay y en su comisión, sin embargo de cualesquiera despachos contrarios de la Real Audiencia de la Plata, y saliese de aquella jurisdicción dentro de veinte días, y dentro de cinco meses volviera a la ciudad de la Plata, dando cuenta de haberlo ejecutado bajo la pena de 8.000 pesos. No obedeciendo la orden ni Antequera ni tampoco el cabildo de la Asunción, los cuales pensaban del mismo modo, se dispuso que D. Baltasar García Ros, teniente de R. E. I. de Buenos Aires, acudiese con las armas reales a castigar la rebelión. Dióse la batalla entre Antequera y García Ros el 24 de agosto de 1724, consiguiendo la victoria el primero. Poco después, el virrey marqués de Castel-Fuerte despachó a D. Bruno de Zavala, gobernador de Buenos Aires, para que pasase desde luego a pacificar la provincia del Paraguay. Huyó entonces Antequera a la Plata, donde fué preso por el presidente de la Real Audiencia. Antequera y D. Juan de Mena (otro de los jefes sediciosos) fueron mandados a Lima, a cuya ciudad llegaron por abril del año 1726. Tiempo adelante, se les condenó a muerte, que sufrieron el 8 de julio de 1731. Gran disgusto ocasionó a los religiosos franciscanos la muerte de Antequera, hasta el punto que fueron causa de un alboroto. La conducta del virrey mereció la aprobación del monarca. También dispuso que fuese separado de su cargo el comisario general de la orden de San Francisco, protector decidido de Antequera.
Nombrado posteriormente gobernador propietario del Paraguay don Manuel de Ruilova, volvió a tener fuerza la rebelión. Ruilova murió de un tiro de trabuco, teniendo el marqués de Castel-Fuerte que enviar por segunda vez a D. Bruno de Zavala para poner orden en el Paraguay.
En la Memoria que el marqués de Castel-Fuerte dejó a su sucesor el marqués de Villagarcía, pudo decirle lo siguiente: «Con todo esto dejo a V. E. descubierta mayor numeración de Indios, aumentados los tributos, fomentadas las minas, corrientes ambos minerajes, bien administrados los Reales derechos, pagados los salarios, remitidos los situados, pacificadas las provincias, seguro el mar, construídos los navíos del Rey y otro nuevamente fabricado, reedificada la muralla del principal puerto, la capital por la mayor parte, no sólo moderada, sino también devota.»[476]. También en la citada Memoria hubo de decir que la extinción de las encomiendas era el origen de la decadencia de la nobleza del país, pues mientras se han ido incorporando con justicia al real[395] patrimonio, la citada nobleza, como cuerpo a quien se quita el alimento, ha sentido, primero la debilidad y después el fallecimiento. ¿Fueron o no fueron convenientes las encomiendas? Ya sabemos que el Padre Las Casas, dejándose llevar de su entusiasmo por los indios, dijo que ni a los diablos en los infiernos se les hubiera ocurrido inventar las encomiendas. De igual manera los jesuítas las combatieron, hasta el punto que no llegaron a establecerse en Chile por la influencia de los hijos de Loyola. Por el contrario, el Dr. Juan de Solórzano, en la Política indiana, y D. Antonio de León Pinedo, en el tratado de Confirmaciones reales, intentan justificar la creación de las encomiendas.
Grato nos es referir que durante el virreinato de D. Juan Antonio de Mendoza, marqués de Villagarcía, hicieron un viaje científico al Perú los sabios españoles D. Jorge Juan y D. Antonio Ulloa, con los franceses La Condamine, Godin y Jussieu. Declarada la guerra entre Felipe V e Inglaterra, una escuadra británica al mando del almirante Anson recorrió el Pacífico, entrando en la villa de Paita, donde recogió rico botín. Todavía fué más funesta la sublevación de los indios de Chanchamayo, quienes dieron muerte á varios misioneros, encerrándose luego en sus inaccesibles bosques, donde, ayudados o protegidos de los chunchos, se resistieron a las armas españolas. Si en el año 1687 doña Mariana de Austria solicitó del Papa la beatificación del P. Francisco del Castillo, natural de Lima, a la sazón el rey Felipe, desde San Ildefonso (22 agosto 1741) escribió al cardenal Aguaviva para que éste, a su vez, rogase al Papa la pronta beatificación del P. Francisco[477]. Pasados algunos años, por cédula dada en el Palacio del Buen Retiro el 4 de diciembre de 1762, se hicieron trabajos para la beatificación de la venerable María Ana de Jesús y Paredes[478]. Mediante Real cédula, dada en el Palacio del Buen Retiro el 20 de diciembre de 1736, se mandó al marqués de Villagarcía remitiese dos millones de pesos que había correspondido al Perú y Tierra Firme para la edificación de un real palacio en Madrid, pues el que existía se hubo de incendiar en el año 1734[479].
Al marqués de Villagarcía, virrey del Perú desde el año 1736 al 1745[480], le sucedió D. José Manso de Velasco, conde de Superunda, que gobernó desde el 9 de julio de 1745 hasta 31 del mismo mes en el de 1756. El distrito del virreinato del Perú comprendía las diócesis de los arzobispados de Lima y la Plata y obispados del Cuzco, Arequipa, Tru[396]jillo, Paz, Huamanga, Santa Cruz de la Sierra, Tucumán, Buenos Aires, Paraguay, Santiago y Concepción de Chile. El virrey alentó a los misioneros jesuítas y franciscanos, y reedificó los hospitales, arruinados por el terremoto de 1746. La Hacienda, que se hallaba en lamentable estado cuando el conde de Superunda se hizo cargo del virreinato, mejoró bastante, gracias a las disposiciones acertadas de dicho virrey. La justicia se compraba a cualquier precio y en su perfeccionamiento se fijó mucho el conde de Superunda. Encontróse dicha autoridad con la herencia de la enemiga de los indios chunchos y con las flotas de Inglaterra que amenazaban nuestros puertos. Creyendo Ensenada—según comunicó el 12 de enero de 1745 al virrey—que una escuadra inglesa compuesta de cuatro navíos de guerra al cargo del comandante Barnet se dirigía al mar del Sur, encargó a Superunda que tomase las providencias necesarias para combatirla. Del mismo modo, el marqués de la Ensenada—con fecha 28 de agosto de 1746—mandó Real orden, y en ella anunciaba que del puerto de Pormouth había salido una flota inglesa compuesta de 17 navíos de guerra bajo el mando del almirante Lecotok, con mucha tropa de desembarco, y que recelaba que iba dirigida contra alguna de nuestras posesiones de América[481].
Importante conspiración de los indios se verificó en el año 1750. Del virrey son las palabras que copiamos a continuación: «La primera noticia adquirida—dice—en el secreto inviolable de la confesión, me la comunicó el 21 de junio con misteriosa reserva un Religioso, a fin de que resguardase mi persona...»[482]. Confiado el asunto al Dr. D. Pedro José Bravo y Castilla, oidor de esta Real Audiencia de Lima, se descubrió la conspiración, siendo ajusticiados seis en el día 22 de julio. Los que se sublevaron en Huarochiri merecieron severo castigo por parte del marqués de Monterrico, pues siete sufrieron la última pena y otros fueron desterrados a la isla de Juan Fernández y al presidio de Ceuta. Premió el Rey al oidor Bravo, concediéndole honores del Supremo Consejo de las Indias, y al marqués de Monterrico lo promovió al grado de brigadier.
Un hecho verdaderamente aterrador registra la historia del Perú en el año de 1746. El 28 de octubre un terremoto casi destruyó a Lima y el puerto del Callao. Bastará decir que de la primera quedaron en pie 25 casas de 12.204 que tenía, y del segundo, que fué cubierto por las olas, se salvaron 100 habitantes de 5.000 de que constaba la población. Los buques se estrellaron en la playa y algunos cerros se hundieron con estrépito. No es de extrañar que los habitantes de Lima, para aplacar[397] la cólera divina, hiciesen pública penitencia y saliesen recorriendo la arruinada ciudad descalzos y con sogas al cuello.
Don Manuel Amat y Juniet, que había ascendido del gobierno de Chile al virreinato del Perú, se ocupó mucho tiempo en los asuntos siguientes: gobierno eclesiástico, gobierno de Regulares, monasterios de Religiosas, de las misiones, de los hospitales y de la Inquisición. «Cierro—dice—el título relativo a puntos eclesiásticos con el de la expatriación de los jesuítas, mandada hacer por S. M. de todos estos sus Reales dominios, que ha sido uno de los sucesos más árduos que sobrevinieron a mi gobierno, cuyas resultas han dejado bastante materia a mi aplicación y desvelo»[483]. El 20 de agosto de 1767, a cosa de las diez de la mañana, llegó un oficial procedente de Buenos Aires y entregó al virrey un paquete, en el cual se hallaba el Real decreto y dos instrucciones relativas al modo que debía hacerse la expulsión. El Real decreto estaba firmado en El Pardo el 27 de febrero de 1767, y las instrucciones las firmaba el conde de Aranda en Madrid el 1.º de marzo del mismo año. Venía en el mismo pliego una carta escrita de la Real mano, que decía así: «Por asunto de grave importancia, y en que se interesa mi servicio y la seguridad de mis Reinos, os mando obedecer y practicar lo que en mi nombre os comunica el conde de Aranda, Presidente de mi Consejo Real, y con él sólo os corresponderéis en lo relativo a él.
Vuestro celo, amor y fidelidad me aseguran el más exacto cumplimiento y del acierto de su ejecución.
El Pardo, a 1.º de marzo de 1767.—Yo el Rey.»
Hallábanse también en el paquete citado otra carta del marqués de Grimaldi y una tercera del conde de Aranda.
Obedeciendo el virrey las órdenes de Carlos III, hizo expulsar a los jesuítas, en número de 431.
Pasando a otro orden de cosas, haremos notar que el virrey Amat tomó sus medidas contra los ingleses, hasta el punto que apenas hicieron daño en nuestras costas. Intentó ocupar, si bien no pudo lograrlo, las islas de Otahiti, pues se proponía que los ingleses no fundaran colonias en ellas. También dieron mal resultado otras dos expediciones contra los brasileños, que se habían apoderado de Santa Rosa. Desde Madrid (4 diciembre 1771) aprobó el Rey que el virrey del Perú hubiese mandado que los alcaldes del crimen rondaran de noche para impedir los frecuentes delitos que se cometían, etc.[484].
Don Manuel Guirior (1776-1780) amplió y reformó los estudios[398] universitarios; pero especialmente puso sus ojos en la propagación de la religión y en realizar piadosas obras. En armonía siempre con los obispos y sacerdotes, procuró llenar el vacío que habían dejado en el culto y en la enseñanza los jesuítas al ser expulsados, procuró restablecer las misiones del Chanchamayo y favoreció los hospitales y casas de expósitos. En la última guerra que tuvo España con Inglaterra, en el reinado de Carlos III, como consecuencia del Pacto de Familia (1779), el virrey Guirior remitió grandes cantidades de dinero.
D. Agustín Jáuregui (1780-1784) tuvo que sofocar la terrible revolución de un descendiente de los Incas. Reducidos muchos indios a la condición de siervos, ora yanaconas, ora de comunidad, despojados de sus tierras y aun de sus mujeres e hijos, ideaban planes de venganza. Dicho descendiente de los Incas, de nombre José Gabriel Condorcanqui, cacique de Tungasuca (provincia de Tinta), considerando el estado general del país y resentido además porque no le habían reconocido sus derechos como sucesor de Tupac-Amaru, venía preparando hacía tiempo una sublevación, que hizo estallar a últimos del año 1780. Con una crueldad sin ejemplo hizo prisionero y ahorcó al corregidor de Tinta, y puso fuego a la iglesia de Sangarara, donde murieron abrasados 600 voluntarios que marchaban contra él.
Decreto de coronación del Inca.
Don José I, por la gracia de Dios, Inca, Rey del Perú, Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Aires y Continente, de los Mares del Sur, Duque de la Superlativa, Señor de los Césares y Amazonas, con Dominios en el Gran Paititi, Comisionario y Distribuidor de la Piedad Divina por el Erario sin par.
Por cuanto es acordado por mi Consejo, en junta prolija por repetidas ocasiones, ya secretas, ya públicas, que los Reyes de Castilla me han tenido usurpada la Corona y dominio de mis gentes cerca de tres siglos: pensionándome los vasallos con sus insoportables gabelas, Tributos, Lanzas, Sisas, Aduanas, Alcabalas, Catastros, Diezmos—Virreyes, Audiencias, Corregidores y demás Ministros—todos iguales en la tiranía: vendiendo la Justicia en almoneda con los Escribanos de esa fe—á quien más puja—á quien más dá: entrando en esto los Empleos Eclesiásticos, sin temor de Dios:—estropeando como á bestias á los naturales de este Reyno:—quitando las vidas á solos aquellos que no supieron robar:—todo digno del más severo reparo:—Por eso, y porque los justos clamores con generalidad han llegado al Cielo:
En el nombre de Dios Todo Poderoso ordenamos y mandamos:—que[399] ninguna de las pensiones dichas se paguen, ni se obedezca en cosa alguna á los Ministros Europeos, intrusos y de mala fe; y sólo se deberá todo respeto al Sacerdocio, pagándoles el Dinero, Diezmos y Primicias, como que se le dá á Dios: y el Tributo y Quinto á su Rey y Señor natural: y esto con la moderación que se hará saber con las demás Leyes de observar y guardar; y para el más pronto remedio de todo lo susoespresado.
Mando se reitere y publique la Jura hecha de mi Real Corona en todas las Ciudades, Villas y Lugares de mis Dominios, dándonos parte con toda brevedad de todos los vasallos prontos y fieles para el premio igual, y de los que se rebelaren para las penas que les competa.—Que es fecho en este mi Real Asiento de Tungasuca, Cabeza de estos Reynos.—Don José I—Por mandado del Rey Inca mi Señor, Francisco Cisneros, Secretario[485].
Tomó el nombre de Tupac-Amaru. Cada vez más cruel, animaba a los indios para que se ensañaran con los españoles, y en San Pedro de Bellavista fueron degollados 1.000 habitantes, y en Caracoto se hartaron de degollar aquellas fieras. Llegó un momento en que Tupac-Amaru quiso reprimir crueldades tan terribles y no pudo. Declaráronse enemigos de la religión cristiana y cometieron grandes sacrilegios. Entonces fué excomulgado Tupac-Amaru por el obispo de Cuzco, y los curas al frente de sus feligreses peleaban contra los sublevados, tomando la guerra carácter religioso. Intentaron los indios apoderarse del Cuzco; mas se convencieron de que la empresa era superior a sus fuerzas. Las tropas que llegaron de Lima y Guamanga acabaron con el poder de Tupac-Amaru, el cual fué hecho prisionero y condenado a morir descuartizado. En la sentencia, dada en el Cuzco a 15 de mayo de 1781, se lee: «Considerando pues á todo esto, y á las libertades con que convidó este vil insurgente á los Indios, y demás castas para que se le uniesen, hasta ofrecer á los esclavos la de su esclavitud; y reflexionando juntamente el infeliz y miserable estado en que quedan estas Provincias que alteró, y con dificultad subsanarán ó se restablecerán en muchos años de los perjuicios causados en ellas por el referido Josef Gabriel Tupac Amaru, con las detestables máximas esparcidas y adoptadas en los de su nación, y socios ó confesados á tan horrendo fin, y mirando también á los remedios que exige de pronto la quietud de estos territorios, el castigo de los culpables, la justa subordinación á Dios, al Rey y á los ministros; debo condenar y condeno á Josef Gabriel Tupac Amaru, á que sea sacado á la Plaza Principal y Pública de esta[400] ciudad, arrastrado hasta el lugar del suplicio, donde presencie la ejecución de las sentencias que se dieren á su mujer Micaela Bastidas, y á algunos de los otros principales capitanes y auxiliadores de su inícua y perversa intención ó proyecto, los cuales han de morir en el propio día; y concluidas estas sentencias, se les cortará por el verdugo la lengua, y después amarrado ó atado por cada uno de los brazos y pies con cuerdas fuertes, y de modo que cada una de estas puedan atar ó prender con facilidad á otras que pendan de las sinchas de cuatro caballos, para que puesto en este modo, ó de suerte que cada uno tire de un lado, mirando á otras cuatro esquinas ó puntas de la plaza, marchen, partan y arranquen á una vez los caballos, de forma que quede dividido su cuerpo en otras tantas partes; llevándose éste luego que sea hora al serro ó altura llamada de Piccho, adonde tuvo el atrevimiento de venir á intimidar, citar y pedir que se le rindiese esta Ciudad, para que allí se queme en una hoguera que estará preparada, echando sus cenizas al aire; y en cuyo lugar se pondrá una lápida de punta que exprese sus principales delitos y muerte, para solo memoria y escarmiento de su exsecrable acción. Su cabeza se remitirá al pueblo de Tinta, para que estando tres días en la horca, se ponga después en un palo á la entrada más pública de él; uno de los brazos al de Tungasuca, en donde fué cacique, para lo mismo; y el otro para que se ponga y execute lo propio en la capital de la provincia Carabaya; embiándose igualmente para que se observe la referida demostración, una pierna al pueblo de Libitaca, en la de Chumbibilca; y la restante al de Santa Rosa, en la de Lampa, con testimonio y orden á los respectivos corregidores ó justicias territoriales, para que publiquen esta sentencia con la mayor solemnidad, por bando, luego que llegue á sus manos, y en otro igual día todos los años subsiguientes, de que darán aviso instruído á los superiores gobiernos á quienes reconozcan dichos territorios: que las casas de éste sean arrasadas ó batidas, y saladas á vista de todos los vecinos del pueblo ó pueblos, á donde las tuviere y existan: que se confisquen todos sus bienes, á cuyo fin se da la correspondiente comisión á los jueces provinciales: que todos los individuos de su familia que hasta ahora no han venido, ni vinieren al poder de nuestras armas, y de la justicia que suspira por ellos para castigarlos con iguales rigurosas y afrentosas penas, queden infames é inhábiles para adquirir, poseer y obtener de cualquier modo herencia alguna ó subseción, si en algún tiempo quisieren ó hubiesen quienes pretendan derecho á ellas...»[486]. Y basta ya de narrar tantas crueldades. Los españoles mostraron la misma[401] fiereza que antes los indios, pues no de otro modo acabaron la rebelión.
D. Teodoro de Croix fué virrey del Perú desde el 4 de abril de 1784 hasta el 25 de marzo de 1790 y debió su nombramiento a Carlos III. Dividió el país en las siguientes intendencias: Lima, Trujillo, Arequipa, Tarma, Huancavélica, Huamanga y el Cuzco. Las intendencias se subdividían en partidos y al frente de ellos se nombró un subdelegado; creóse una Audiencia en el Cuzco y se proyectó la erección de obispados en Puno y Huanuco, que se realizó tiempo adelante; atendióse los legítimos intereses de los indios y se colonizó el valle de Víctor a fin de contener las invasiones de los chunchos.
Eran frecuentes los robos en el país, llegando los ladrones en su insolencia a salir al camino (cuando el reverendo obispo de la Concepción hacía su visita pastoral a Baldivia) apoderándose de su equipaje y con él de rico pontifical (28 noviembre 1788). El prelado tuvo que retroceder a Arauco, y desde allí a la Concepción.
Poco antes fué objeto de todas las conversaciones el siguiente hecho, realizado por un impostor que logró «burlar la atenta circunspección de los Superiores Gobiernos y Reales Audiencias. Tal ha sido en el tiempo de mi Gobierno—como escribe el mismo virrey en la Memoria que dejó a su sucesor—Manuel Antonio Figueroa, natural de Galicia, quien suponiéndose sobrino del Excelentísimo Señor Cardenal Patriarca de las Indias y Gobernador del Consejo de Castilla, D. Manuel Ventura de Figueroa, apoyaba sobre este distinguido parentesco las correspondencias más recomendables de la corte de España, los aprecios y confianza del Rey y sus extraordinarias gracias en los empleos del mayor honor á que lo destinaba en este reyno»[487]. Descubierta la superchería, Manuel Antonio Figueroa fué condenado a diez años de presidio en Africa, y su cooperante, Fray José de Azero, se mandó a España bajo partida de registro y a disposición de S. M.
Fijóse mucho D. Teodoro de Croix en la policía urbana y muy especialmente en la limpieza de las ciudades, en el arreglo de las calles y en la dirección de las aguas que las regaban. Del mismo modo son dignas de alabanzas las disposiciones que dió acerca de los asuntos de Guerra, Marina y Hacienda. Prosperó la industria, aumentó el comercio y en el año 1788 importaron las rentas 4.664.895 pesos.
D. Francisco Gil de Taboada y Lemos (1790-1796) gobernó el Perú durante el reinado de Carlos IV en España. Sin embargo de las desmembraciones sufridas por la creación de los virreinatos de Santa Fe y de Buenos Aires, contaba el del Perú más de 1.300.000 habitantes y unas 33.500 leguas cuadradas. Lima tenía 52.627 habitantes, según el[402] censo del año 1796. En los 19 conventos de religiosos había 1.100, y en los de monjas 572; además se contaban 84 beatas. Los hospitales eran 10, y si en unos las rentas eran pingües, en otros se necesitaba el real auxilio. La Universidad de San Marcos se hallaba en estado floreciente, como también la Audiencia, el Cabildo y el Tribunal del Santo Oficio. La policía fué muy atendida durante el virreinato de Gil Taboada. Adelantó el comercio y la industria en general, especialmente la minería. Protector incansable de la cultura, estableció un anfiteatro de Medicina y una Escuela de Marina, costeó la edición que Unanue hizo de su excelente libro intitulado Guía eclesiástica, política y militar, y autorizó la fundación de los periódicos llamados la Gaceta de Lima y el Mercurio Peruano. Mostró su amor a la religión católica procurando la conversión de los indios montaraces; y en su tiempo, el P. Girval, con el fin de propagar el Evangelio entre los panos, sipivos, campas y piros, remontó el Veayali y visitó las pampas del Sacramento.
Alabanzas merece el virrey D. Ambrosio O'Higgins. Encargóse del gobierno el 5 de julio de 1796. Era irlandés de nacimiento e hijo de pobres labradores.
Habiéndose dado a conocer por su valor combatiendo una invasión araucana, el Rey le confirió sucesivamente los grados de capitán de dragones, teniente coronel, coronel, brigadier y el 1785 le ascendió a mariscal de campo, y luego le nombró presidente de la Audiencia, gobernador y capitán general del reino de Chile. La fortaleza del Barón (Valparaíso) y otras obras importantes hacen inmortal su nombre en Chile[488]. Habiendo reconquistado la ciudad de Osorno del poder de los araucanos, el Rey le agració con el título de marqués de Osorno, le ascendió a teniente general y le nombró virrey del Perú.
Bajo el gobierno de O'Higgins se empedraron las calles y se construyeron las torres de la catedral de Lima; se hizo un camino desde el Callao a Lima. También se incorporó al Perú la intendencia de Puno, que había estado sujeta al virreinato de Buenos Aires, y fué separado Chile de la jurisdicción del virreinato del Perú. Para la guerra que España sostenía con otras naciones O'Higgins envió siete millones de pesos, los cuales se gastaron, más que en sostener ejércitos, en aumentar el lujo de los cortesanos y los placeres de Carlos IV y María Luisa. Con fecha 26 de julio de 1800 escribió el marqués de Osorno a Urquijo manifestando el estado de quietud de aquellas provincias y añadía que no por ello dejaba de vigilar a los revolucionarios[489].
Desde 1801 a 1806 gobernó el Perú D. Gabriel Avilés. Autorizado[403] por Real orden, creó el obispado de Mainas entre los ríos Huallaga, Ucayali, Napo y Putumayo. Si el clero aplaudió la creación de dicho obispado, protestó en cambio y suscitó protestas a la desamortización eclesiástica, sin embargo de recibir los intereses del capital en que fueron enagenados los bienes. No careció de importancia una conjuración que abortó en el Cuzco (1805), promovida por D. Gabriel de Aguilar, que intentaba renovar el imperio de los Incas. A la sazón las minas producían al Estado grandes cantidades, pues se acuñaban anualmente 5.000.000 de pesos fuertes.
En los siglos xvi, xvii y xviii, lo que hoy constituye la República de Bolivia formó parte del virreinato del Perú. El virreinato estaba dividido en dos Audiencias Reales: la de Lima, que comprendía el territorio conocido con el nombre de Nueva Castilla; y la de Charcas, que comprendía el Nuevo Toledo. En Charcas o Chuquisaca residía la Sede Episcopal, y en ella se estableció la Universidad de San Francisco Javier, famosa en toda la América española. A la citada Audiencia de Charcas se hallaban sujetos los gobiernos de Tucumán, Paraguay y Buenos Aires; también las misiones de chiquitos y mojos. Dividióse el territorio de dicha Audiencia en cuatro provincias: Chuquisaca, La Paz, Potosí y Santa Cruz, gobernadas por Intendentes nombrados por el Rey; los partidos en que se subdividían, por subdelegados nombrados por el virrey a propuesta de los intendentes, y los Concejos, compuestos de regidores y presididos por el gobernador o jefe político, ejercían las mismas funciones de los actuales municipios.
Cuando se creó el virreinato de Buenos Aires en 1776, a él obedecían los habitantes del territorio de las actuales Repúblicas de Bolivia, Paraguay, Uruguay y Argentina.
Gobierno de Chile, de Venezuela y de Guayana.—Hurtado de Mendoza en Chile: organización del país.—Francisco de Villagra: guerra con Antiguenú.—Pedro de Villagra: guerra; reformas.—Quiroga: la Audiencia.—Los gobernadores Gamboa y Saravia.—El inspector Calderón.—Supresión de la Audiencia.—Quiroga (2.ª VEZ).—Gamboa (2.ª VEZ).—Sotomayor y la guerra.—García de Loyola: Hawkins.—Paillamachu.—Vizcarro y Quiñones.—García Ramón y los piratas.—Rivera y García Ramón (2.ª VEZ): Huenecura.—Merlo de la Fuente: Aillavilla.—Jaraquemada: paz.—Rivera (2.ª VEZ).—Otros gobernadores.—Fernández de Córdoba y Laso de la Vega.—La guerra.—Terremoto de 1647.—Otros gobernadores.—Expulsión de los jesuítas.—O'Higgins.—La revolución.—Gobierno de Venezuela.—Cédula de Felipe III.—Los corsarios franceses e ingleses.—Venezuela a mediados del siglo xviii.—Creación de la Audiencia de Caracas.—Consulado de Comercio.—Obispo de Coro.—Traslación de la catedral de Coro a Caracas.—Carácter del gobierno de Caracas.—Los revolucionarios.—Gobernación de Guayana.
Don García Hurtado de Mendoza se dedicó a la organización de Chile y por eso fijó su residencia en la Concepción, pues el Centro y Norte no requerían tan exquisito cuidado. Probo y generoso, gastó gran parte de su patrimonio en las reformas que llevó a feliz término. Cuando dejó el mando repartió toda su hacienda a los hospitales, iglesias y amigos, embarcándose para el Perú (febrero de 1561) con motivo del fallecimiento de su padre. Nombró para sustituirle a Rodrigo de Quiroga. Uno de sus últimos hechos fué poner la primera piedra de la catedral de Santiago, por cuya población tuvo que pasar para embarcarse[490]. Al lado de hombres feroces, lo mismo entre los indios que en[405]tre los españoles, se destaca la noble figura de D. García Hurtado de Mendoza.
Don Francisco de Villagra, sucesor de Hurtado de Mendoza, peleó con Antiguenú y demás jefes araucanos. Si en las huertas de Lumaco la fortuna se mostró esquiva con Antiguenú, en Mariguena le fué favorable, pues allí hizo gran mortandad de españoles, encontrándose entre ellos el mismo hijo de Villagra que los capitaneaba. Antiguenú se dirigió a Cañete, donde entró sin resistencia. Abatido Villagra con tantas desgracias, sucumbió de tristeza (1563).
Pedro de Villagra, hijo primogénito de Francisco, se encargó del mando y venció a los araucanos, muriendo Antiguenú en una de las batallas sobre las orillas de Biobio. En su tiempo el papa Pío IV erigió en obispados las ciudades de la Concepción e Imperial. También durante su gobierno descubrió el grupo de las islas de Juan Fernández un castellano de dicho nombre que pasaba del Perú a Valdivia. No sabemos el por qué, la Audiencia de Lima hizo arrestar al hijo de Villagra y dispuso que fuese conducido al Perú.
Bajo el gobierno de D. Rodrigo de Quiroga se estableció (13 agosto 1567) por Felipe II la Real Audiencia en Chile, cuya primera residencia fué La Concepción, y en 1574 se trasladó a Santiago. Lo primero que hizo la Real Audiencia fué revocar el nombramiento de D. Rodrigo de Quiroga y nombrar a Ruiz de Gamboa, al cual reemplazó al año siguiente con Melchor Bravo de Saravia, vencedor en varios encuentros de los araucanos, aunque no pudo destruir completamente al cacique Paillantarú. Vino por entonces (1575) de la metrópoli, con plenos poderes, un inspector llamado Calderón, que suprimió la Audiencia y restableció a D. Rodrigo de Quiroga en sus funciones de gobernador. La fortuna favoreció más a Quiroga que a Bravo de Saravia. Cinco años conservó el mando, logrando vencer al mestizo Alonso Díaz, a quien los araucanos llamaban Pañeñancu. Murió Quiroga el 1580, después de haber fundado una ciudad en las orillas del río Chillan. Ruiz de Gamboa, segunda vez gobernador, ejerció el mando desde 1580 al 1583, no cesando de pelear con los araucanos y los pehuencos, tribu la última menos civilizada y tan belicosa como la primera.
Dicen los antiguos cronistas que don Alonso de Sotomayor, marqués de Villa Hermosa, mereció ser nombrado gobernador el 1583. Venció a los rebeldes Cayancura, Nangoniel y Quintuguenu (1590), consiguiendo abatir la fiera enemiga de los araucanos, durante los nueve años de su administración, si bien en el 1592 cayó en una emboscada que le había preparado el toqui Paillaeco.
[406] Sucedió a Sotomayor Don Martín García Onez de Loyola, pariente de S. Ignacio e introductor de la Compañía de Jesús en Chile, el 1593. Fundó Don Martín una ciudad junto al Biobio, y la dió por nombre Coya, en honor de su mujer Clara Beatriz Coya, hija del Inca Sairi-Tupac. En 1594 llegó a las costas de Chile el inglés Hawkins, mandado por la reina Isabel, el cual, a imitación de Francisco Drake, saqueó los pueblos de la costa y se apoderó de cinco navíos, dirigiéndose después a los puertos del Perú. Enfrente de Loyola se presentó Paillamachu, general de los araucanos, que, a la cabeza de los suyos cayó sobre el campamento del gobernador español, cuyos soldados estaban dormidos. Todos fueron asesinados, salvándose sólo algunas mujeres que se llevaron los indios.
El general Don Pedro de Viscarra llegó con un cuerpo de tropas y atacó a los araucanos, reemplazándole, al cabo de seis meses Don Francisco de Quiñones, a quien el virrey del Perú le encargó levantar el decaído espíritu español en Chile. En octubre de 1599 se dió sangrienta batalla en las llanuras de Imperial, atribuyéndose españoles y araucanos la victoria. Poco después, Paillamachu se apoderó de la ciudad de Valdivia (14 noviembre 1599), pasó a cuchillo sus habitantes y entregó la población a las llamas, quedando reducida a un montón de escombros.
Don García Ramón sucedió a Quiñones. Mientras que Chile era teatro de una guerra de exterminio, continuaban las hostilidades entre España por una parte, e Inglaterra y Holanda por otra. El almirante holandés, Olivier Van Noort, llegó en el año 1600 a las costas de Chile, donde apresó naves españolas cargadas con ricas mercancías. Siguieron los piratas infestando las costas del Perú y de Chile e hicieron lugar de descanso las islas de Juan Fernández, en las cuales encontraban cabras monteses, focas y manantiales de agua excelente.
En vano don Alonso de Rivera (1600 a 1604) intentó levantar el espíritu de los españoles en Chile; ellos emigraban poco a poco al Perú o a España, pues los araucanos habían quemado y saqueado varias ciudades, entre otras, Concepción, Valdivia, Osorno, Villa-Rica y la Imperial.
Por segunda vez D. García Ramón ocupó el gobierno de Chile, siendo batido y desbaratado por el toqui Huenecura, jefe a la sazón de los araucanos. Felipe III, en 1608, decretó «que el efectivo del ejército de observación en las fronteras de la Araucania se mantuviese bajo un pie de 2.000 hombres; que el virreinato del Perú contribuyera al sostenimiento de este cuerpo con una suma de 292.279 duros; y que se estableciese la Real Audiencia de Santiago, cuya ciudad, distando enton[407]ces del teatro de la guerra, había ya adquirido la importancia correspondiente a su rango de capital»[491].
Por fallecimiento de D. García Ramón (10 agosto 1610), le sucedió D. Luis Merlo de la Fuente, que peleó con Aillavilla, uno de los mejores capitanes araucanos. Reemplazóle D. Juan Jaraquemada, bajo cuya administración se hizo la paz que tanto deseaba el Rey[492], señalándose como límite entre las posesiones de los españoles y las de los araucanos el río Biobio, con otras condiciones propuestas por los rebeldes. No fué duradera la paz. Era preciso estar siempre el arma al brazo con aquellas indómitas gentes.
Durante el gobierno de Alonso de Rivera, que había sido repuesto en el poder pasados algunos años, el almirante holandés Joris Spilbergen desembarcó (1615) en las costas de Chile, llevándose ganados, trigo, cebada y otras provisiones. Rivera introdujo en Chile a los Hospitalarios de San Juan de Dios.
Por muerte de Rivera en 1617, llegó a ocupar el gobierno Hernando Talaverano, y diez meses después López de Ulloa, vencido varias veces por el indígena Lientur. Habiendo fallecido Ulloa el 20 de noviembre de 1620, le sucedieron sucesivamente D. Cristóbal de la Cerda Sotomayor, D. Pedro Sorez de Ulloa y Lerma y D. Francisco de Alava y Noruena. Ulloa y Alava, además de la guerra con los indios, tuvieron que vigilar los movimientos de escuadra holandesa, mandada por Jaime el Ermitaño, que causó grandes perjuicios al gobierno español. D. Luis Fernández de Córdoba, sobrino del virrey del Perú, conservó la autoridad hasta 1630. Fué el primero que permitió a los criollos, descendientes de españoles, ejercer cargos públicos. Con el toqui Putapichún continuó la guerra.
Don Francisco Laso de la Vega no cesó un momento de luchar con sus valerosos enemigos. Hasta el año 1640 los sucesos belicosos no ofrecen interés alguno, porque se hallan reducidos a una serie de sitios, sorpresas, emboscadas y asesinatos, en los cuales la fortuna, unas veces se ponía al lado de los españoles y otras de los araucanos.
Terrible terremoto destruyó la ciudad de Santiago (diez y media de la noche del 13 de mayo de 1647). «A muchos—escribe un testigo del suceso—cogió ya dormidos, los cuales fueron a despertar a la otra vida, y a otros, que al susto despertaron, al querer salir, les cerraba la puerta más la turbación que la llave, o por no dar con ella, quedaban sepultados de las paredes o ahogados del polvo.» Refiere luego que, por gracia de Dios, algunos conventos quedaron en pie, añadiendo: «No fué así[408] en otras casas, que no merecieron esta singular protección que estos santos conventos, porque cayendo las paredes hacia adentro, a unos mataban y a otros quebraban las piernas y a otros los brazos, y con la obscuridad de la noche, el espanto del temblor, el asombro del repentino ruido de terribles ruinas, la ceguedad del polvo y la confusión del inopinado suceso, los unos atropellaban a los otros y perecían muchos atropellados, encontrando la muerte donde huían presurosos a buscar la vida. Era lamentable espectáculo ver tantos cuerpos muertos, tantos destrozados, tantos que debajo de las ruinas daban lamentables voces, y a los que escapaban, andar ciegamente tropezando, y con gemidos del alma, pidiendo a voces misericordia y llorando la madre al hijo, la esposa al marido y el padre a la familia.» Murieron—según cálculos aproximados—más de mil. Sucedió al terremoto fuerte lluvia y después terrible epidemia. El gobernador Mugica, que se hallaba en Concepción al tiempo de ocurrir la catástrofe, se trasladó a Santiago, solicitó recursos del virrey del Perú y logró que por el término de seis años se eximiera de impuestos a la ciudad arruinada. Digno de toda alabanza fué el obispo fray Gaspar de Villarroel, agustino, varón de singular piedad, que en aquellos días tristísimos, prestó toda clase de auxilios a los pobres. Poco tiempo después comenzó la reconstrucción de la ciudad.
Al prudente gobernador Martín de Mugica sucedió D. Francisco López de Zúñiga, marqués de Baides, que concluyó un tratado de paz con Lincopichún, en virtud del cual se señalaba el río Biobio límite divisorio entre los araucanos y los españoles, reconociendo a los primeros su independencia, y ellos, por su parte, la soberanía del rey de España, permitiendo a los misioneros el libre ejercicio de su ministerio y obligándose también a oponerse al desembarco de súbditos de aquellas naciones europeas que a la sazón estaban en guerra con España.
Refieren los historiadores que don Antonio de Acuña y Cabrera (1650-1656) estuvo dominado por dos oficiales, cuñados suyos, de apellido Salazar. Celebró Acuña un armisticio con los indios en Boroa y mandó una expedición contra los cuncos, que fué completamente destruída (1655). El pueblo de la Concepción se sublevó a los gritos de ¡Viva el Rey! ¡Muera el mal gobierno! viéndose obligado el virrey de Lima a destituir al débil gobernador.
Sucediéronse otros gobernadores; pero adquirió fama por sus desaciertos D. Francisco de Meneses (1664-1668), conocido por sus subalternos con el apodo de Barrabás. Convirtió en granjería todos los destinos civiles y militares, castigó severamente a los araucanos y cometió toda clase de tropelías. Sostuvo ruidosas polémicas con fray Diego[409] de Humanzoro, obispo de Santiago, siendo al fin depuesto por el virrey del Perú.
Por el contrario, D. Juan Henríquez (1670-1682) vivió siempre en cordiales relaciones con el prelado y con los hijos de Loyola. Realizó algunas obras de utilidad pública. Fortificó a Valparaíso y La Concepción y formó en Santiago pequeño parque militar. Dictó algunas ordenanzas de policía y de comercio. Sus buenas obras fueron afeadas por la venalidad, norma de todas sus acciones. En sus relaciones exteriores haremos notar que en el año 1680 el pirata Bartolomé Sharp se apoderó de la ciudad de Coquimbo y la entregó al saqueo. Por su enemiga a la Real Audiencia, tribunal fiscalizador de los gobernadores, se originaron no pocos conflictos. Después de doce años de gobierno, fué relevado del mando.
Los gobernadores que inmediatamente le sucedieron, como D. Tomás Marín de Poveda, sólo pensaron en la guerra con los araucanos.
Tiempo adelante, D. Juan Andrés Ustáriz (1709-1717), según de público se dijo, hubo de comprar el gobierno de Chile por la suma de 24.000 pesos. Como era de esperar, Ustáriz no se distinguió por su probidad administrativa. Habiéndose probado la inmoralidad que reinaba en todos los ramos de la administración, fué destituído por el virrey del Perú y condenado a pagar 54.000 pesos de multa. D. Gabriel Cano de Aponte (1717-1733) hizo la paz con los naturales del país, siendo aquélla ratificada en Negrete, ciudad situada entre los ríos Duqueco y Culabi, afluentes del Biobio. Dicha paz, como otras anteriores que se llevaron a cabo, no dió resultado alguno. Sucedió a Cano D. Manuel Salamanca, sobrino del virrey del Perú; esta elección no fué confirmada por el Rey, que nombró a D. José Antonio Manso de Velasco (1737-1745). Pocos gobernadores tan buenos como Manso de Velasco ha tenido Chile. En una conferencia que tuvo con los indígenas y a la que asistieron unos 400 caciques y 6.000 ciudadanos, se adoptaron acuerdos pacíficos de mucha importancia. Receloso el virrey del carácter voluble de los indígenas y teniendo poca confianza en las promesas de paz, organizó fuerte ejército, recorrió el país, fundó varias poblaciones (San Felipe, Los Angeles, Rancagua, Melipilla, San Fernando y Copiapó y otras) y construyó el canal de Maipo. También durante su gobierno se fundó la Universidad de Santiago y la Casa de Moneda. D. Domingo Ortíz de Rozas siguió las huellas de su predecesor, fundó varias poblaciones y mandó una colonia a la isla desierta de Juan Fernández. Regresó a España el gobernador Ortíz de Rozas el año 1754. De D. Manuel Amat y Juniet (1755-1761) sólo diremos que fundó la población de Santa Bárbara cerca del nacimiento de Bio[410]bio, fomentó los trabajos de las minas y reunió, como otros varios gobernadores, una asamblea en Santiago, y como siempre, los indios prometieron vivir sumisos. Porque los presos de la cárcel de Santiago intentaron evadirse, Amat se puso al frente de la tropa que debía contenerlos, lo cual logró, haciendo castigar a once de ellos con la pena de horca. A él se debe la creación del primer Cuerpo de policía, que acuarteló detrás de su palacio y pagó con fondos del Erario real: le dió el nombre de Dragones de la Reina (1758).
El gobernador y presidente D. Antonio Guill y Gonzaga (1762-1768) repobló la ciudad de Angot[493], hizo conducir a Santiago aguas potables y mandó construir mesones en los caminos de la cordillera. En los comienzos de agosto de 1767 recibió un pliego cerrado con una carta del Rey y otros papeles. Se le mandaba arrojar de Chile á los jesuítas. Aunque con profundo sentimiento—pues los hijos de Loyola eran sus amigos y consejeros—expulsó en la mañana del 26 de agosto del año citado a los jesuítas de Chile, en número de 300, figurando entre ellos el P. Manuel Lacunza, profundo teólogo, y el nunca bastante alabado P. Juan Ignacio Molina (historiador y naturalista). Los araucanos, bajo el pretexto de que Gonzaga les quería obligar a residir en poblaciones, se declararon en completa insurrección, durando la guerra diez y siete años. Murió Gonzaga en 1768, sucediéndole D. Francisco Javier de Morales (Apéndice H).
Por tercera vez fué nombrado gobernador por la Real Audiencia D. Mateo de Toro Zambrano, que con el carácter de interino había desempeñado dos veces el cargo, antes de la elección de Gonzaga y después de su muerte, reemplazándole casi inmediatamente D. Agustín de Jáuregui. Es de justicia consignar que Jáuregui restableció en Santiago el colegio fundado por D. Martín de Poveda para que se educasen los hijos de los caciques, hizo un censo de población y organizó las milicias. D. Ambrosio de Benavides (1780-1787) fomentó las obras públicas, trasladó á Chillan el colegio de indígenas de Santiago y celebró el parlamento de Lonquiemo, que presidió el coronel O'Higgins (1786), en el cual se hizo un concierto confirmando los anteriores, con la condición de que los fieros y tenaces araucanos nombrarían un representante que había de residir en la capital de Chile y cuya única misión sería velar por los intereses de sus conciudadanos y por el cumplimiento de los tratados. Refieren autorizados cronistas que por entonces los franceses Antonio Gramusset y A. Berney trataron de proclamar la independencia de Chile; pero descubierta la conjuración, los citados jefes fueron enviados a España. Lugar preferente entre los[411] gobernadores y capitanes generales de Chile ocupa D. Ambrosio O'Higgins, a quien ya dimos a conocer en el capítulo anterior. Suprimió las encomiendas y el servicio personal de los indios; repobló la ciudad de Osorno y fundó las poblaciones de Combarbalá, Santa Rosa de los Andes, Illapel y Vallenar; mejoró los caminos y fomentó el cultivo del azúcar, del algodón y del tabaco; y dispuso que los cadáveres fuesen enterrados en los cementerios y no en las iglesias.
El brigadier D. Luis Muñoz de Guzmán (1802-1808) celebró con los indios un parlamento en Negrete, terminó varios edificios públicos (Casa de Moneda, la Aduana y el Consulado) e hizo diferentes exploraciones por varios sitios de los Andes para hallar caminos para el Río de la Plata. Murió repentinamente (11 de febrero). En virtud de Real disposición del año 1806, el militar de mayor graduación tomaría el mando, ya por muerte o ya por ausencia del propietario. En una junta que celebraron en Concepción los jefes militares, fué proclamado capitán general D. Francisco García Carrasco, brigadier de ingenieros.
Consideremos el gobierno de García Carrasco. Rodeóse de favoritos, los cuales hubieron de contribuir a las graves disensiones que tuvo el capitán general con la Universidad, el Cabildo eclesiástico, el ayuntamiento y el tribunal de minería. Vino a echar leña al fuego de las discordias la noticia de que España había sido invadida por los franceses y que el rey de España no era Fernando VII, sino José Bonaparte. Los hombres de ideas más avanzadas de la colonia, casi dirigidos por el cabildo de Santiago, se dispusieron a la revolución, divulgando la noticia de que España estaba sometida a un gobierno extranjero. El capitán general preparó un golpe de Estado, creyendo de este modo poner término a la agitación: en la tarde del 25 de mayo de 1810, fueron reducidos a prisión el doctor Don Bernardo Vera, el procurador de la ciudad Don Juan Antonio Ovalle y Don Antonio Rojas, siendo conducidos aquella misma noche a Valparaiso. Uno de los oidores de la Audiencia marchó a Valparaiso a instruirles proceso por el delito de conspiración. Medida tan violenta enardeció más los ánimos, llegando el citado cabildo a pedir la libertad de los presos; mas Carrasco, lejos de acceder, dispuso que los tres reos fuesen trasladados a Lima. Cuando en la mañana del 11 de julio se supo que los presos habían sido embarcados en Valparaiso para Lima, el pueblo se presentó en la plaza en actitud amenazadora, en tanto que el cabildo y la Audiencia se reunían separadamente, buscando remedio a tantos males. Creyeron encontrar el remedio aconsejando a Carrasco que los presos volviesen a Santiago, que los empleados que hubiesen tenido más participación en[412] el golpe de Estado fuesen separados, y, por último, que no se tomara medida alguna sin oir a la autorizada opinión de Don José de Santiago Concha, oidor decano de la Audiencia. Todo esto era muy poco, porque la revolución marchaba muy a prisa, disponiendo entonces la Audiencia que Carrasco renunciase el mando. Una reunión de jefes militares y de los empleados más importantes aceptó la renuncia del capitán general, nombrando en su lugar a Don Mateo de Toro Zambrano, conde de la Conquista (16 julio 1810).
«La dependencia en que estuvo Chile del virreinato del Perú distó mucho de ser favorable a ninguna de ambas regiones. Esa dependencia era causa de que se olvidasen los intereses locales, de que no se contase con fuerzas suficientes para la defensa de la Capitanía General y de que jamás se viese el fin de la guerra con los araucanos. Mucho después de Ercilla y de Pedro de Oña, para quien Arauco ya estaba domada, los colonos no podían gozar de paz ni seguridad con aquel enemigo interior, y en la costa asomaban los corsarios ingleses, para quienes apoderarse de los tesoros de América era siempre fácil empresa»[494].
Pasando del estudio de la historia de Chile a la de Venezuela, con verdadera satisfacción habremos de referir que Felipe III, desde Martín Muñoz (27 septiembre 1608) se dirigió al gobernador y capitán general de Venezuela, diciéndole la conducta que había de observar con los indios y censurando a los encomenderos y al obispo[495]. Por su parte, los indígenas permanecieron tranquilos gozando de larga paz; «a lo cual contribuía—como dice Baralt—el ser pobre y no excitar la codicia de los enemigos de España, cuyos ojos y manos no se movían con fuerza sino tras las ricas flotas del Perú y de México»[496].
Recordaremos que Juan de Urpín terminó la conquista de Cumaná (1634), fundando en 1637 la Nueva Barcelona.
Aunque Venezuela vivió en paz durante el siglo xvii, a veces fué atacada por los franceses. Intentaron nuestros enemigos apoderarse de Cumaná en los años 1654 y 1657, siendo rechazados; mas en 1679 saquearon la ciudad de Caracas, retirándose con un gran botín a sus bajeles. En el siglo xviii Venezuela sufrió los ataques de los ingleses, quienes intentaron un asalto a la Guaira y a Puerto Cabello por los años 1739 y 1745, siendo rechazados de ambas partes, del mismo modo que lo fueron en Angostura el año 1740.
A mediados de la centuria, esto es, el 12 de febrero de 1742, se resolvió «relevar y eximir al gobierno y capitanía general de la provincia[413] de Venezuela de toda dependencia del virreinato» del Nuevo reino de Granada. También se dispuso que los gobernadores de la provincia de Venezuela reasumiesen las facultades concedidas anteriormente, lo mismo en lo tocante a gobierno, guerra y hacienda como al ejercicio del Real Patronato, y que nombrasen los tenientes justicia-mayores de las ciudades, villas y lugares donde ellos lo tuviesen por conveniente, sin necesidad de que los nombrados necesitasen acudir para su confirmación a la Audiencia de Santo Domingo, que seguía siendo la del distrito de Venezuela, según cédulas de 7 de noviembre de 1738 y 3 de Mayo de 1741. Por último, en 8 de septiembre de 1777 acordó el Rey separar del Nuevo Reino de Granada las provincias de Cumaná, Guayana, Maracaibo é islas de Trinidad y Margarita, agregándolas «en lo gubernativo y militar a la capitanía general de Venezuela, del mismo modo que lo estaban ya, en cuanto a los asuntos de hacienda, a la nueva Intendencia erigida en Caracas»[497]. Dispuso, por lo que respecta a lo jurídico, que las citadas provincias se separasen de la Audiencia de Santa Fe y se agregasen a la primitiva de Santo Domingo. Nueve años después, esto es, el 13 de junio de 1786, se creó la Audiencia de Caracas. Resolvíanse por entonces de igual manera los asuntos mercantiles y civiles, hasta que para los primeros se estableció el Consulado de Comercio, por real cédula de 3 de junio de 1793, para «la más breve y fácil administración de justicia en los pleitos mercantiles, y la protección y fomento del comercio en todos los ramos»[498].
Conviene no olvidar que por una bula de Clemente VII se erigió el primer obispado de Venezuela en Cero (21 julio 1531), siendo nombrado obispo D. Rodrigo de las Bastidas (4 junio 1522) y la iglesia de Coro quedó erigida en Catedral (24 junio 1533). También el 1531 el mismo papa Clemente mandó erigir la iglesia de Santa Marta en Catedral, expidiendo las respectivas bulas a favor de Fray Tomás Ortiz[499]. Luego, por Real Cédula de 20 de junio de 1637 la Catedral de Coro se trasladó a Caracas[500]. Al obispado de Puerto Rico se agregaron las provincias de Margarita y Cumaná en 1588, la ciudad de Santo Thomé de Guayana en el año de 1624 y toda la provincia de Guayana en 1625. Si el obispado de Mérida se creó en 1777, y el de Guayana en 1790, cuando la Catedral de Caracas se erigió en metropolitana en 1803, aquellas iglesias fueron sufragáneas de dicho arzobispado[501].
«Venezuela—Gil Fortoul—fué más infeliz que otras colonias.[414] Regiones de América muy ricas y pobladas, como México y el Perú, tuvieron en ocasiones mejor fortuna bajo la dirección de algunos virreyes eminentes; mas en Venezuela, pobre y casi desierta, apenas hubo gobernadores que se distinguiesen en la turba de funcionarios o indolentes o incapaces...»[502].
En los últimos años de la centuria décimo octava las ideas revolucionarias iban poco a poco penetrando en el país, no bastando el cuidado que tenían para que así no sucediese las autoridades. Aunque vigilaban mucho, no pudieron impedir la entrada de toda clase de periódicos y libros extranjeros, especialmente si trataban de asuntos filosóficos y políticos. D. Pedro Carbonell, capitán general de Venezuela, desde Caracas, con fecha de 1.º de noviembre de 1794, dirigió una circular a los prelados y gobernadores de provincia, manifestándoles que por oficio del virrey de Santa Fe del 6 de septiembre último, tenía noticia de haber aparecido en dicho Reino un papel impreso intitulado Los derechos del hombre y en el cual se hallaban doctrinas contra la Religión y la Monarquía. «Los especiales encargos de S. M. y nuestro honor y fidelidad nos obligan estrechísimamente a impedir se propaguen tan detestables máximas, y por lo mismo no me detengo en encarecer a V. S. el gran servicio que hará a Dios y al Rey poniendo todos sus desvelos en averiguar y descubrir, si por desgracia se ha introducido el tal papel u otro de su especie en el distrito de su mando, valiéndose de todos los medios que dictan la prudencia y sagacidad»[503].
Al año siguiente y con fecha 12 de junio el mismo presidente Carbonell escribió una carta a D. Eugenio Llaguno, dándole noticia de que en Coro se habían amotinado los negros esclavos y algunos libres, deseosos unos y otros de formar gobierno republicano[504]. Luego (26 agosto 1795) volvió Carbonell a escribir a Llaguno, insertando la carta que con igual fecha dirigía al ministro de la Guerra, en la cual comunicaba nuevas noticias de los sucesos de Coro, justicia que se hizo en muchos de los sublevados, captura del caudillo zambo Leonardo, y providencias tomadas por el Real Acuerdo[505].
Por entonces Juan Bautista Picornell, Manuel Cortés Campomanes, Sebastián Andrés y José Lax—que en los comienzos de febrero de 1796 tramaron una conspiración en Madrid que se llamó de San Blas y que tenía por objeto destruir la monarquía y establecer una república a se[415]mejanza de la francesa, por lo cual fueron desterrados a América—intentaron evadirse de la cárcel de La Guaira y hacer la revolución en las colonias. También por la misma época llegó a Santa Fe el revolucionario Antonio Nariño, que, con ayuda de Pedro Fermín de Vargas, se disponían a la insurrección. Los primeros, esto es, Picornell, Lax, Andrés y Cortés lograron evadirse de la cárcel de La Guaira, según la comunicación del capitán general Carbonell de 19 de julio de 1797 al Príncipe de la Paz. A su vez, Nariño desde Santa Fe y con fecha 30 de julio del mismo año, se dirigió al virrey para que interpusiera «su mediación y piadosos oficios para mover e inclinar más la piedad del Monarca a mi favor.»
Por lo que respecta a las publicaciones revolucionarias, es de importancia referir que la Audiencia de Caracas declaró (11 diciembre 1797) que los que recibiesen tales libros o papeles «y no los entregaren inmediatamente a las justicias, los que tuviesen noticias de ellos y no lo comunicaren a las mismas justicias, los que los pasaren a otras manos, o de cualquiera forma divulgaren sus doctrinas, o no impidieren su extensión, cuanto esté de su parte», incurrirán «en las penas de azotes, presidio y en la de muerte, según las circunstancias del caso.» A pesar del sistema político español reaccionario, a pesar del aislamiento en que vivían los Estados americanos y a pesar de las tendencias contrarias al progreso, las ideas revolucionarias, primero de los Estados Unidos y después de Francia, penetraron en Venezuela y en todas las colonias, dando al traste con el dominio español algunos años después.
El descubrimiento y colonización de La Guayana, las frecuentes incursiones de los piratas y las conquistas de los holandeses, ya se dieron a conocer en el capítulo X de este tomo. Añadiremos ahora que el terreno, pantanoso e inculto en su mayor parte, regado por el Orinoco, Surinán y otros, tiene clima cálido y malsano. Durante los siglos xvii y xviii fueron Las Guayanas campo de lucha entre holandeses, franceses, españoles y brasileños[506]. La última nación colonizadora en La Guayana fué Inglaterra, la cual despojó a Holanda de parte de su territorio y después siguió igual conducta con Venezuela, y seguramente sus usurpaciones hubiesen sido mayores, si la República de[416] los Estados Unidos no hubiera intervenido, para que, mediante sentencia arbitral, se decidiesen las cuestiones suscitadas entre Inglaterra y Venezuela. Con fecha 25 de mayo de 1812, D. José de Chastre, gobernador interino de La Guayana, en carta dirigida al Rey, se quejaba del gobernador de Puerto Rico que no le había socorrido, por cuya causa estuvo en peligro de caer en manos de los insurgentes. Decía también que los ingleses fomentaban bajo cuerda la insurrección; pedía la segregación de aquella provincia de las de Caracas y Santa Fe, y por último, quería que se declarasen reos de lesa nación a los jefes nacionales que no auxiliasen a los fieles españoles que luchasen por la integridad de la Monarquía española[507]. Posteriormente, Simón Bolívar comunicó (17 agosto 1817) desde Baja Guayana, que Las Guayanas habían sido tomadas por tropas republicanas[508]. Al presente las tres Guayanas, colonias europeas, son: la inglesa al O., cuya extensión es de 305.000 h. y tiene como capital a Georgetown; la holandesa en el centro, con 90.000 h. y su capital Paramaribo o Nueva Amsterdam, y la francesa al E. con 40.000 h. y su capital Cayena, lugar de relegación para los condenados a trabajos forzados. La antigua Guayana española, al O., en los confines de Venezuela y de La Guayana holandesa, es a la sazón de Venezuela, y La Guayana portuguesa, al S., en la cuenca superior de Oyapok, pertenece al Brasil.
Gobierno de Nueva Granada, de Panamá y de El Ecuador.—Gobernadores que en Colombia sucedieron a Jiménez de Quesada.—La Audiencia.—El Arzobispado.—El presidente Venero de Leiva.—Otros presidentes.—Fundación y extensión del virreinato.—El virrey Eslava.—Vernon en Cartagena de Indias: Lezo.—Política de Eslava.—Principales virreyes.—Intervención de Nueva Granada en Venezuela.—Guerra de la Independencia.—Gobierno de Panamá.—Origen, situación, título de ciudad y blasón heráldico.—Obispado y Audiencia.—Panamá bajo la dependencia de Guatemala y después del Perú.—La Audiencia.—El año 1644.—Nueva ciudad.—El fuego grande.—Panamá bajo el virreinato de Santa Fé.—Universidad de San Javier.—Los jesuítas.—El gobernador Pérez.—Gobierno de Quito.—La Audiencia: el presidente Santillán y sus sucesores.—El Ecuador en los siglos XVI y XVII.—Guayaquil en poder de los corsarios.—Síntomas revolucionarios.
Consideremos los gobernadores que sucedieron en Nueva Granada al valeroso Gonzalo Jiménez de Quesada[509]. El primero fué Hernán Pérez de Quesada, al cual sucedió Luis Alonso de Lugo (1542), Lope Montalvo de Lugo (1544), Pedro de Ursúa (1545), Miguel Diaz de Almendáriz (1544) y Juan de Montalvo (1551). De Almendáriz se cuenta que contribuyó a la fundación de la Audiencia con la esperanza de conseguir la presidencia; pero destituído de su cargo tuvo que retirarse a la Española. Dejó en Santa Marta su pequeña fortuna, que le arrebató un falso amigo. Volvió a Bogotá con el juez encargado de residenciarle y fué condenado al pago de costas, que no pudo satisfacer. De Bogotá marchó a Cartagena y de Cartagena a España, donde se hizo sacerdote y murió de canónigo de Sigüenza.
Desde que se estableció la Audiencia hasta la creación del virreina[418]to, los presidentes de aquélla tuvieron el supremo poder[510]. El primer presidente—como se dijo en el capítulo XI de este tomo—fué el doctor Gutiérrez de Mercado, quien, según cuentan, murió de resultas de un veneno que le dieron en Mompós. Francisco Briceño, después de fundar las ciudades de La Plata y Almaguer, ocupó su importante puesto en la Audiencia, siendo residenciado el 1558 y enviado a España.
Encargado por la Audiencia el capitán Orzúa de sujetar a los muzos, consiguió su objeto; en seguida marchó al Norte contra los chitareros y en el valle del Espíritu Santo fundó la ciudad de Pamplona (1554), donde encontró muchas pepitas de oro, y, cuando se disponía a emprender una expedición en busca de nuevas riquezas, la Audiencia le desautorizó y tuvo que retirarse a Santa Marta[511].
Antes de continuar la relación de los hechos más importantes de los presidentes, haremos notar que Su Santidad Pío IV erigió el obispado del Nuevo Reino de Granada en arzobispado, siendo presentado para tan elevado cargo D. Fr. Juan de los Barrios, como por Real Cédula de 30 de enero de 1568 el Rey lo notificó a los obispos de Lima y de Santo Domingo[512].
Andrés Díaz Venero de Leiva (1564-1574) inauguró su presidencia mejorando la suerte de los indios[513]. Fundó escuelas para los indígenas, a quienes obligó a que viviesen en poblaciones fijas, hizo construir templos y cárceles y fomentó la industria. Inauguró los estudios filosóficos en el claustro de Santo Domingo, dió impulso a las misiones e hizo el padrón del territorio (1570). Recordaremos—y es su mayor timbre de gloria—que él fué el primero que mandó patatas a España. En 1578 tomó posesión de la presidencia de la Audiencia Real de Santa Fe D. Lope Díaz de Armendariz, que fué destituído en 1580 por el visitador Juan Bautista Monzón, muriendo en la cárcel (1584). Quedó de gobernador el oidor decano D. Guillén Chaparro, en cuya época el pirata inglés Drake entró a saco en las ciudades de Río Hacha, Santa Marta y Cartagena.
Llegó (1589) el nuevo presidente Antonio González con orden de promulgar otra vez las reales cédulas en favor de los indios y mandó hacer algunas obras importantes. Durante la administración de González no cesaron en sus depredaciones los piratas ingleses. También re[419]edificó a Ibagué, destruída por los pijaos, que anteriormente habían arruinado La Plata. Según cédula Real del 15 de Enero de 1591, dada en Madrid, Felipe II, habiéndose quejado los vecinos y moradores de Santa Marta de la conducta del obispo de la provincia, encargó al presidente y oidores de la Audiencia de Santa Fe que pidieran y estudiaran el proceso que se formó a causa de las quejas de los dichos vecinos contra el obispo[514].
Después de D. Antonio González ocupó (1597) D. Francisco de Sande, a quien el pueblo designaba por sus crueldades con el nombre de Doctor Sangre; fortificó a Portobelo y peleó con la valerosa tribu de los pijaos[515]. Encargóse del gobierno, en 1605, D. Juan de Borja, nieto del duque de Gandía, quien venció completamente a los pijaos y cuyo jefe Calarcá murió en el combate. Borja mereció el dictado de Padre de la Patria por haber mejorado la suerte de los indios, por haber fundado las misiones de los Llanos y por haber asegurado la navegación del Magdalena y la comunicación con el Sur por el camino de Guanacas. Gobernador tan excelente falleció repentinamente en 1628. Dos años permaneció sin gobernador la colonia, ocupando luego cargo tan importante D. Sancho de Girón, marqués de Sofraga (1630-1637), quien fué aborrecido lo mismo por el clero que por el pueblo, siendo depuesto y multado en 80.000 pesos.
D. Martín de Saavedra y Guzmán, barón de Prado (1637-1645), desempeñó el gobierno con honradez y tuvo algunas diferencias con el arzobispo Fray Cristóbal de Torres; y D. Juan Fernández de Córdoba, marqués de Miranda de Asta (1645-1654) hizo fundar la ciudad de Cravo en Casanare, siendo reemplazado con sentimiento general por don Dionisio Pérez de Manrique. Pudo Manrique rechazar las acometidas de los piratas Cordello y Gauzón, sucediéndole en el año 1666 D. Diego del Corro y Carrascal, y últimamente, D. Melchor Liñán, obispo de Popayán. Los últimos gobernadores tuvieron que luchar con el famoso pirata Morgán, terror de las costas colombianas.
Promovido Liñán al obispado de Charcas en el año 1674, el gobierno de la colonia cayó en manos de los oidores, hasta que en 1678 llegó[420] el nuevo presidente, gobernador y capitán general D. Francisco del Castillo y Concha, en cuya época se originaron grandes luchas entre la autoridad civil y los conventos, pues—como decía Castillo—en Nueva Granada había mucha iglesia y poco rey. El arzobispo don Antonio Sanz Lozano, por demás exigente, excomulgó á Castillo. Don Gil de Cabrera y Dávalos (1687-1703) tuvo la desgracia de que en su tiempo los piratas Pointis y Ducaze se apoderasen de Cartagena (1697) y de que a causa de conmociones volcánicas se sintieran grandes ruidos subterráneos. D. Diego Córdoba Laso de la Vega (1703-1711) fué buen presidente. Desde 1711 á 1713 gobernaron los oidores, viniendo a ocupar el cargo de presidente en el citado año de 1713 D. Francisco Meneses de Bravo, a quien redujeron a prisión los oidores y le mandaron a España. Volvió absuelto de los cargos que le imputaron, siendo envenenado, tal vez por los mismos oidores.
A D. Nicolás Infante de Venegas (1715-1717) sucedió D. Francisco Rincón, arzobispo de Santa Fe y presidente interino. En tiempo de don Antonio Pedrosa y Guerrero (1718-1724) se acordó elevar a virreinato la presidencia de Nueva Granada. El 29 de Abril de 1517 se decretó poner virrey en la entonces Audiencia de Santa Fe de Bogotá. Algunos historiadores consideran a Pedrosa como el primer virrey de Nueva Granada o de Santa Fe. Sucedióle don Jorge de Villalonga, conde de la Cueva (31 noviembre 1719), quien, no teniendo recursos para sostener tan alta dignidad, abandonó el país, volviendo todo a permanecer como antes de 1517.
D. Antonio Manso Maldonado, gobernador del Nuevo Reino de Granada y presidente de la Audiencia de Santa Fe, tomó posesión el 17 de mayo de 1724. En la Relación que hizo de su mando, firmada en Santa Fe el 20 de julio de 1727, comienza reseñando la riqueza de las muchas minas del país y explica luego «cómo se compadece tanta riqueza y abundancia en la tierra donde casi todos sus habitadores y vecinos son mendigos»[516]. Varias son las causas de esto. Cada vez, dice, es menor el número de los indios, los cuales huyen del rudo y peligroso trabajo de las minas. Para obviar este inconveniente proponía el gobernador Manso que se sustituyesen los indios por negros, pues los últimos siendo «gente más trabajadora y fuerte, y como verdaderos esclavos, no tienen el riesgo de irse, darían más utilidad en un año 100 de ellos que 500 naturales del país»[517]. Con el acabamiento de los indios, la agricultura, añade, también sufre grandes perjuicios, porque ellos siembran, siegan y[421] guardan los ganados. Es otra de las causas de pobreza lo escasa que anda la moneda usual, lo cual podría corregirse fácilmente mandando al tesorero de la Casa de Moneda que fabricase mayor cantidad. Por último, sería convenientísimo que el presidente de la Audiencia «tuviese alguna más mano para contener a los oidores, o que los que hubiesen de venir a estas partes, donde la distancia les hace más animosos, fuesen hombres provectos y que hubiesen pasado el trienio en otra Audiencia, ó se eligiesen de los abogados más expertos que hubiese en la monarquía, porque si vienen acabados de dejar el colegio, ni las letras son las que bastan para la práctica, ni la edad les concilia la madurez»[518].
Por lo que respecta a las causas particulares de la decadencia del reino, es una de ellas la poca instrucción del estado eclesiástico. Si las vacantes de las prebendas se diesen por oposición, los sacerdotes se dedicarían a los estudios y frecuentarían los actos literarios. Acerca del estado secular, el premio mayor a que puede aspirar un indio es ser nombrado individuo de un Corregimiento por dos años, y aun para ello necesita dar fianza crecida. Por esta razón sucede con frecuencia que nadie quiere tales cargos. Una de las causas que señala Manso Maldonado como de las más universales, consiste en la excesiva piedad de los fieles que con sus limosnas han enriquecido a los monasterios, con las obras pías que fundan en sus iglesias y con las capellanías que dotan para que las sirvan los religiosos. «Apenas—escribe—se contará casa o hacienda que no sea tributaria de eclesiástico, pues la que no lo es a algún convento lo es a un clérigo secular, por tener allí fundada su capellanía»[519]. Con otras observaciones de menor interés termina su informe Manso Maldonado.
Felipe V, mediante Real Cédula dada el 20 de agosto de 1739, estableció definitivamente el virreinato con el nombre de Nuevo Reino de Granada. Hacía constar que en el 29 de abril del año 1717 se creó el virreinato de Santa Fe de Bogotá del Nuevo Reino de Granada, suprimiéndolo el 1723 y dejando las cosas en el estado que antes estaban. Añadía que lo volvía a crear, nombrando virrey a D. Sebastián de Eslaba[520]. Comprendía el virreinato las provincias siguientes enumeradas en la Real Cédula: la de Portobello, Veragua y el Darién, las del Choco, reino de Quito, Popayán, Cumaná, y la de Guayaquil, provincias de Cartagena, Santa Marta, Río de la Hacha, Maracaibo, Caracas, Antioquía, Guayana y Río Orinoco, y las islas de la Trinidad y Margarita, con todas las ciudades, villas y lugares, puertos, bahías, surgi[422]deros, caletas y demás pertenecientes a ellas, en uno y otro mar y Tierra Firme. Formaban, pues, el virreinato el Nuevo Reino de Granada y la Presidencia de Quito, quedando independiente la Capitanía general de Venezuela o Costa Firme. Los presidentes de la Audiencia de Quito gozaban de independencia como tales presidentes, hallándose en lo demás sujetos a la autoridad de los virreyes[521].
Tan apurado de dinero se hallaba Felipe V a causa de la guerra de sucesión, que, desde Madrid (19 octubre 1706), se dirigió a don Francisco Dávila Bravo de Laguna, gobernador y capitán general de la provincia de Tierra Firme, llamada también Castilla del Oro, para que le remitiesen a España todos los caudales que tuviese en aquellos países[522]. De la provincia de Tierra Firme, a la sazón formando parte del virreinato de Nueva Granada, recordaremos los siguientes hechos. Felipe IV, desde Madrid, con fecha 22 de septiembre de 1657, decía a D. Fernando de la Riva Agüero, gobernador y capitán general de la provincia de Tierra Firme, que D. Pedro Carrillo de Guzmán, su antecesor en el gobierno, le había dado cuenta—según cartas del 13 y 21 de julio de 1656—de que a 9 de marzo del mismo año, los enemigos (ingleses y holandeses) se atrevieron a invadir el Puerto de la Boca del río de Chagre, añadiendo luego que Gaspar de los Reyes, capitán de la compañía de los negros de la ciudad de Portobelo, consiguió hacer a los enemigos 7 prisioneros, arrojándoles también a ellos a la mar[523]. Posteriormente, Carlos II, desde Aranjuez (17 mayo 1678), hubo de decir al gobernador y capitán general de la provincia de Tierra Firme, lo que a continuación copiamos: «Por ser necesario para el mayor adorno de mi Palacio y Casas Reales que haya en ellos Pájaros que llaman Cardenales, Zinzontes, Gorriones, Mariposas, Chambergos, Turpianes y otros qualesquiera Pájaros de canto de esas Provincias: He parecido encargaros los hagáis buscar y remitir a estos Reinos con todo cuidado, etc.»[524].
Citaremos los hechos principales de los virreyes de Nueva Granada. Su primer virrey, el general Don Sebastián de Eslava, nombrado el 20 de agosto de 1739, llegó a Cartagena de Indias a mediados de abril de 1740. En su nombre ya había tomado posesión el presidente don[423] Francisco González Manrique. Entre otros ataques de los ingleses a nuestras plazas—que fueron muchos y frecuentes—recordaremos que el vicealmirante Vernon, después de ser rechazado en el puerto de Guaira, se dirigió a Portovelo, en cuya ciudad estaba el 2 de diciembre de 1740, se apoderó de los castillos de la plaza (Todofierro, San Jerónimo y La Gloria). No encontrando en Portovelo las riquezas que esperaba, habiéndose hecho dueño de algunos cañones y clavado los demás, se dirigió a Jamaica, ya pensando donde había de dirigir sus miras[525]. Apenas hubo llegado a Jamaica, recibió el refuerzo de otra flota que mandaba el vicealmirante Chaloner-Ogle.
A la cabeza de ambas escuadras se presentó por tercera vez Vernon delante de Cartagena de Indias el 15 de marzo de 1741[526]. Las fuerzas que a la sazón se hallaban en Cartagena consistían en los batallones de España, Aragón, compañías de marina y una compañía de artillería del pie fijo de la plaza, que componían 1.100 hombres; además 600 milicianos y 600 indios del monte; por último, los navíos que bajo el mando de Don Blas de Lezo estaban defendiendo el acceso a la bahía, cuya guarnición consistía en 400 hombres y 600 marineros. La escuadra inglesa no bajaba de 170 naves con 9.000 hombres de desembarco. El 20 de marzo comenzaron el fuego los ingleses contra los fuertes Santiago y San Felipe y el castillo de Bocachica. Logró Vernon desembarcar gran parte de su gente con una batería de 16 cañones, la cual se dispuso a atacar la citada fortaleza. Los fuegos combinados de la batería y de los navíos causaron sensibles bajas a los defensores del castillo mandados por Desnaux. El marino Lezo y el virrey Eslava ayudaron en su empresa a Desnaux, quien con algunos de los suyos, después de pelear valerosamente, hubo de retirarse al sitio donde estaba el virrey, siendo todos transportados en lanchas y canoas a la capital[527].
Quiso Lezo echar a pique sus cuatro navíos antes que cayesen en poder del enemigo; pero no tuvo tiempo para ello, dada la rápida acometida de Vernon. Los ingleses desde el 8 de abril pudieron introducir en la bahía bombardas y fragatas, comenzando el 13 a hacer fuego sobre la plaza y aproximándose a ella poco a poco. El 15 verificaron el desembarco por diferentes sitios, y encaminándose hacia la plaza protegidos por el fuego de los barcos, se hicieron dueños del cerro de la Popa. Aunque el 20 de abril, entre dos y tres de la mañana, los ingleses intentaron un asalto general, la resistencia heroica de los españoles no pudo ser mayor. Los enemigos se retiraron a sus embarcaciones en la[424] noche del 27, marchando Vernon con los suyos a Jamaica, no sin grandes pérdidas. Poco después España hubo de llorar la pérdida de uno de los héroes de la jornada: Lezo, a causa de las heridas recibidas durante el sitio, falleció en Cartagena de Indias el 7 de septiembre de 1741.
Comprendiendo Eslava el peligro en que se hallaban nuestras colonias, procuró, con actividad extraordinaria, que se fortificasen las plazas más expuestas a los ataques de los corsarios o no corsarios de Inglaterra. También mostró ferviente celo religioso, edificando iglesias y desterrando la idolatría del país, fomentó las misiones y construyó hospitales. Consiguió aumentar la hacienda pública y disminuir los impuestos. Protegió mucho la agricultura y arregló puentes y caminos. Protegió el comercio lícito y persiguió el ilícito. Por lo que toca al tratamiento, doctrina y reducción de indios, no omitió la menor diligencia. Observador celoso de las ideas y prácticas religiosas, no por eso consintió que se vulnerasen las regalías del Real Patronato. En cuanto a la Administración de justicia habremos de decir que pocos virreyes la atendieron como él. Por Reales Cédulas de 30 de marzo y 22 de abril (1749), el Rey hubo de ceder a las instancias de Eslava, relevándole de sus empleos, nombrando sucesor en ellos y confiriéndole la capitanía general de Andalucía.
José Alonso Pizarro (1749) hizo algunas obras públicas y estancó las bebidas alcohólicas.
José de Solís Folch de Cardona (1753) fundó la Casa de la Moneda, mejoró la administración pública y abrió caminos[528]. Desempeñó el virreinato con la exactitud, desinterés, vigilancia y celo que correspondían, como declara la sentencia absolutoria, dada por los señores del Consejo de Indias, a 29 de agosto de 1764, de los cargos y condenaciones que se le habían hecho por el comisionado. Luego repartió sus bienes a los pobres y se retiró al convento de San Francisco de Santa Fe de Bogotá, donde fué recibido de fraile lego en 28 de febrero de 1761, profesando en 29 de marzo de 1762. Posteriormente fué guardián, falleciendo el 17 de abril de 1770, con general sentimiento de cuantos le conocían[529].
Pedro Messía de la Cerda, marqués de la Vega de Armijo (1761), en los casi doce años que estuvo al frente del virreinato realizó hechos de no escasa importancia, lo mismo por lo que respecta a asuntos religiosos y estado eclesiástico que a los de Hacienda, Administración de justicia y Guerra. Expulsó a los jesuítas obedeciendo órdenes del gobierno[425] español. Habiéndose determinado erigir en la capital Universidad pública y estudios generales, se opusieron a ello los frailes del convento de Santo Domingo, quienes tenían facultad de dar grados. Les apoyaba «el Reverendo Arzobispo, que como del mismo orden antepone su beneficio particular al común y universal del Reino»[530].
Manuel de Guirior (1773) intentó corregir algunos abusos del clero; dictó medidas para aumentar el comercio; dispuso un plan y método de estudios universitarios, continuando el pensamiento de su antecesor; fundó en Bogotá una Biblioteca pública con los libros de la extinguida Compañía de Jesús y también creó una Casa de Expósitos.
Manuel Antonio Flores (1776), hombre de clara inteligencia y de carácter débil, vió que las provincias de Maracaibo, Caracas, Cumaná y Guayana fueron separadas del Nuevo Reino de Granada para formar la capitanía general de Venezuela (1777); también en su tiempo estalló (1781) la insurrección de los comuneros. A causa de nuevos impuestos, aumentaron los rebeldes, transigiendo con ellos la Audiencia; pero habiendo acudido fuerzas leales, se dominó y castigó con alguna severidad a los comuneros.
Nada hizo de particular Don Juan de Torrezal Díaz Pimienta (1782); y Don Antonio Caballero y Góngora, arzobispo de Santa Fe de Bogotá, desempeñó el virreinato seis años y medio. Ocupáronle mucho tiempo las reformas que introdujo en el estado eclesiástico y más todavía las reducciones de varias clases de indios. Afirma que los indios mosquitos son enemigos implacables del nombre español, y que por ello debía verificarse la remisión de misioneros para que reconociesen los citados indígenas nuestra soberanía. Fijóse también el virrey en los Tribunales de justicia. Capítulo importante es el intitulado de la población y policía. Manifiesta el virrey lo difícil que era hacer un padrón general, dado el número considerable de rancherías ocultas; mas en el año pasado—dice—de 1770 tenía el distrito de la Audiencia de Santa Fe 507.209 habitantes. Posteriormente—añade—se empeñó nuestro antecesor Don Manuel Flores reunir todos los padrones particulares para la formación de uno general, no logrando su objeto. Entonces «dispuse que de todos los padrones particulares que había en la Secretaría, se formara uno general..., resultando que en el año 78 había en todo el Reino 1.279.440 habitantes, de los cuales 747.641 pertenecían al distrito de la Audiencia de Santa Fe, cuyo número, comparado con el del año 70, ofrece el aumento de 240.432 habitantes; y aunque después sobrevino la epidemia de viruelas, es notable el aumento en los diez años que han corrido desde entonces, si puede[426] servir de regla el padrón de la provincia de Antioquía, formado con exactitud el año próximo pasado por el Oidor Visitador Don Juan Antonio Mon, en que manifiesta existir en dicha provincia 56.052 habitantes, en lugar de 46.466 que había en el año de 78, con que resultan de aumento 9.586, que viene a ser muy cerca de una quinta parte, y no habiendo razón particular para contar con menor aumento en las otras provincias, debemos suponerlas con el mismo. Sin embargo, sujetándonos a una sexta parte solamente, puede decirse que en el decenio de 78 a 88 se ha aumentado la población con 213.240, que agregados a 1.279.440, nos da de actual población 1.492.680»[531]. Refiere en seguida los medios para combatir la epidemia de las viruelas y la de la lepra lazarina (elephanthiam). Por lo que a instrucción pública atañe, después de consignar que en Santa Fe se había fundado un colegio para niñas, existiendo ya dos para niños intitulados de Nuestra Señora del Rosario y de San Bartolomé. A este último se hallaba incorporado el Seminario. Por falta de fondos no se creó la Universidad, contentándose el virrey-arzobispo con la fundación de una cátedra de Matemáticas en el Colegio del Rosario. Suyas son las siguientes palabras: «Todo el objeto del plan (de estudios) se dirige a substituir las útiles ciencias exactas en lugar de las meramente especulativas, en que hasta ahora lastimosamente se ha perdido el tiempo; porque un Reino lleno de preciosísimas producciones que utilizar, de montes que allanar, de caminos que abrir, de pantanos y minas que desecar, de aguas que dirigir, de metales que depurar, ciertamente necesita más de sujetos que sepan conocer y observar la naturaleza y manejar el cálculo, el compás y la regla, que de quienes entiendan y discutan el ente de razón, la primera materia y la forma substancial. Bajo este pie propuse a la Corte la erección de Universidad pública en Santa Fe...»[532].
Dispuso el virrey-arzobispo que una expedición compuesta de un director—cuyo nombramiento recayó en el presbítero D. Celestino Mutis—, un segundo y un delineador, recorriese gran parte del reino estudiando las producciones de la naturaleza. El Rey honró a Mutis con el título de Botánico y Astrónomo de Su Majestad, y al viaje con el de Expedición Botánica de la América Meridional. De gran utilidad fueron los trabajos realizados en las Ciencias naturales por Mutis y por D. Pedro de Vargas, ayudados por D. Casimiro Gómez Ortega, catedrático de Botánica en Madrid. No descuidó el virrey Caballero los asuntos de Hacienda, Guerra y Marina, mostrando en todos tanta competencia como buena fe.
[427] Después de D. Francisco Gil de Lemos (1789), que desempeñó el cargo sólo siete meses por haber sido promovido al virreinato del Perú, en cuyo tiempo procuró disminuir las atenciones del gobierno y las de la Real Hacienda, ocupó el virreinato D. José de Ezpeleta (1789-1797), quien no descuidó en los ocho años que dirigió los negocios del virreinato, los cuales eran muchos y difíciles. En su tiempo se sintieron los primeros importantes síntomas de revolución. El 19 de septiembre de 1794 escribió al Rey acompañándole carta reservada que con igual fecha dirigió al duque de la Alcudia, y en ella refería lo ocurrido en aquella capital con motivo de haberse encontrado pasquines sediciosos fijados en los parajes públicos, como también el efecto causado por la noticia de la impresión y publicación de un papel intitulado Los derechos del hombre[533]. Diremos, para terminar, que durante este virreinato se fundó el primer periódico y el primer teatro en Bogotá.
Don Pedro Mendinueta y Muzquiz (1797-1803) gobernó siete años con el mismo acierto que su antecesor Ezpeleta. Fijóse en las reformas de policía y en obras de beneficencia, en la limpieza y composición de las calles, en todo lo que se relacionase con la salud pública. La instrucción pública fué atendida por el ilustre virrey Mendinueta. La industria minera, el comercio y la agricultura merecieron detenido estudio, siendo también objeto de atención profunda los Consulados, las Audiencias y los Tribunales y oficinas de la Real Hacienda. No olvidó el virrey ni el ejército, ni las milicias, ni la marina; su inteligencia y actividad se manifestó en todo. Hizo el censo del virreinato, llegando a dos millones el número de habitantes.
Don Antonio Amar (1803), fué el último de los verdaderos virreyes, pues D. Benito Pérez y D. Francisco Montalvo vinieron en los días de la independencia y apenas lograron prolongar la agonía del virreinato, y respecto a Don Juan de Sámano, si tuvo la satisfacción de sentarse en el sillón de sus predecesores, también vió extinguirse en sus manos las últimas pavesas del virreinato. En general—aunque otra cosa digan algunos escritores—los virreyes de Nueva Granada fueron hombres rectos y buenos. Si castigaron a veces con más rigor que prudencia, cúlpese, no a ellos, sino a las leyes españolas.
En la relación que D. Francisco Montalvo, virrey de Nueva Granada, dejó a D. Juan de Sámano, consigna que su antecesor D. Benito Pérez no le entregó el pliego de instrucción acostumbrado, añadiendo que el citado Pérez falleció lleno de disgustos en Panamá, cuando él llegaba a Santa Marta. «El istmo era—dice Montalvo—el único punto verdaderamente libre de enemigos. Santa Marta, el teatro de[428] la guerra, estaba reducida a la ciudad y pueblo de San Juan de la Ciénaga y a la pequeña provincia del Hacha, ambas amenazadas de próxima invasión. Esto fué lo que recibí por todo el territorio del Nuevo Reino de Granada...»[534]. Añade que «el aspecto de las Américas era tristísimo y deplorable para las armas del Rey», y que se perdieron las provincias de Venezuela «por la poca energía de los jefes realistas que mandaban las divisiones en Cúcuta y Barinas», influyendo también «en mucha parte las desavenencias entre la Audiencia y el capitán general Monteverde»[535]. Embarcóse Montalvo en la Habana el 28 de abril de 1813, llegando a Santa Marta el 1.º de junio siguiente. El 13 de agosto fué rechazada la expedición francesa que mandaba Pedro Labatut cuando intentó sorprender el Morro, y en los días 14 y 15 del mismo mes halló vigorosa resistencia en la Ciénaga, retirándose escarmentado. A fines de diciembre recibió la Real orden del 23 de julio, nombrándole Capitán General en comisión de Venezuela, con retención del virreinato que tenía en propiedad, y poniendo a sus órdenes a D. Manuel Cajigal, mariscal de Campo, para que le destinase a una u otra parte, según lo tuviese por conveniente. Grave fué la situación del virrey en los comienzos del año 1814. «Nada más duro en los peligros—escribe el virrey—que carecer de los medios de defenderse y arrostrarlos. Yo prefiero en el día cualquiera otra suerte, la más amarga, a la de volverme a ver en la situación en que estuve en Santa Marta durante tres años, expuesto a perder hasta lo más sensible para un militar, la reputación»[536]. Sucedíanse los combates lo mismo en la tierra que en el mar, unos adversos y otros favorables, mas siempre luchando. Tanta gravedad adquirieron los sucesos de Venezuela, que el virrey Montalvo destinó a su segundo, a D. Manuel de Cajigal, para que se pusiese al frente de la Capitanía general de Venezuela, ya «que la idea de la Regencia era manifiestamente que no lo fuese más Monteverde»[537]. Añade que Boves logró completo triunfo en la batalla de La Puerta, y del mismo modo Aymerich consiguió laureles peleando y cogiendo prisionero a D. Antonio Nariño.
Quiso Montalvo atraerse con dulces palabras a los revolucionarios de Cartagena, a quienes mandó una carta. El gobierno de dicha ciudad «me dijo en contestación que por la gravedad de su contenido la remitía al Congreso, que era quien podía resolver acerca de ello»[538]. Después contestó el Congreso lo que era de esperar, esto es, que deseaban[429] cada día con más entusiasmo la independencia. Relata luego el virrey los hechos de Bolívar, fijándose especialmente en su conquista de Santa Fe (12 diciembre 1814). Pronto iba a recibir Montalvo importantes auxilios, porque el Rey, con fecha 25 de noviembre de 1814, le había comunicado que mandaba una expedición compuesta de 10.000 hombres al mando del mariscal de campo Don Pablo Morillo. «El primer objeto de esta expedición—decía la Real orden reservada—es mantener la tranquilidad en la capitanía general de Venezuela, tomar a Cartagena de Indias y auxiliar poderosamente a la pacificación del Nuevo Reino de Granada»[539]. Montalvo pudo ayudar a Morillo en la conquista de la ciudad de Cartagena (6 diciembre 1815). Trabajó sin descanso en la pacificación interior del virreinato, y con fecha 21 de junio de 1817 previno a los gobernadores que «procurasen con todo cuidado contener las animosidades, manifestando a sus súbditos, en ocasiones oportunas, que todos son españoles, vasallos de un mismo monarca, a cuyos ojos son iguales los que se portan con la fidelidad debida a su Rey, sean españoles europeos o españoles americanos»[540]. Terminó Montalvo su Relación de mando el 30 de enero de 1810, y con esta fecha la hubo de mandar al nuevo virrey D. Juan de Sámano.
Acerca del origen del nombre Panamá, según la opinión de muchos autores, significa en lengua nueva, la más extendida entre los indígenas en aquellos tiempos, sitio abundante en peces; lo cual se conforma con lo que escribía (1516) Pedro Arias de Avila al rey Fernando y a su hija la princesa Doña Juana. Decía así: «Vuestras Altezas sabrán que Panamá es una pesquería en la costa del mar del Sur y por pescadores dicen los indios panamá.» Pedro de Arias Dávila, gobernador de Castilla del Oro, y el licenciado Gaspar de Espinosa, fundaron a Panamá (15 agosto 1519). Poco después Pedrarias ordenó al capitán Diego de Albites que poblara a Nombre de Dios. Mereció Panamá (15 septiembre 1521) el título de ciudad y el honor de un blasón heráldico que consistía en un escudo en campo de oro, partido verticalmente, con un yugo y un haz de flechas en la mitad derecha, y en dos carabelas navegando y una estrella en la parte superior en la mitad izquierda. Por orla castillos y leones. Por lo que toca a la sede de Larién, después de la muerte, a fines de 1519, del obispo Quevedo, el nuevamente elegido Fr. Vicente Pedraza trajo las instrucciones de trasladar el gobierno eclesiástico a Panamá. Tampoco debemos pasar en silencio que la Audiencia de Panamá, la tercera que se fundó en América, fué instituída por Real cédula de 26 de febrero de 1538 por el emperador Carlos V,[430] abarcando su jurisdicción, no sólo el reino de Tierra Firme, compuesto de las dos provincias de Castilla del Oro y Veraguas, sino también desde el Estrecho de Magallanes hasta el golfo de Fonseca (provincias del Río de la Plata, Chile, Perú y Nicaragua). Creada en 1543 la Audiencia de los confines de Guatemala, se ordenó suprimir la de Panamá.
El gobierno de Panamá pasó de la autoridad de Guatemala, a la dependencia del virreinato del Perú después de la victoria que D. Pedro de La Gasca consiguió sobre Pizarro en la batalla de Xaquixaguana (1548).
Restablecida la Audiencia de Panamá por Real Cédula de 1563, se dispuso la extinción de la de Guatemala. Panamá tuvo que sufrir rudos ataques de los corsarios ingleses; pero la desgracia mayor de la ciudad fué el terrible incendio del 21 de febrero de 1644 que destruyó 83 casas, el Seminario y la casa episcopal. Posteriormente el pirata Morgan tomó e incendió a Panamá (1671). Nombrado presidente y capitán general de Tierra Firme D. Antonio Fernández de Córdoba y Mendoza, llegó a últimos de 1671 con la comisión de trasladar la ciudad de Panamá a sitio mejor, verificándose (21 enero 1673) el acto de fundación en la pequeña península inmediata al cerro y puerto de Ancón. Poco después se hicieron importantes fortificaciones para defender la plaza. A pesar de todo, los piratas no dejaron tiempo adelante en paz a los gobernadores de la ciudad. Creyéndose que las cosas marcharían mejor, la Corona destituyó al gobernador Hurtado y suprimió la Audiencia, agregando el territorio de su jurisdicción a la autoridad del virrey y de la Audiencia del Perú (1718). Como fuesen mayores las dificultades para el buen gobierno, a causa de la distancia entre la colonia y las autoridades del Perú, por Real Cédula de 21 de julio de 1722 se restableció la Audiencia, cuyo presidente tenía además el cargo de comandante general de Tierra Firme.
El 2 de febrero de 1737 ocurrió formidable incendio—que se llamó el Fuego Grande—en la nueva ciudad de Panamá. Se quemaron dos terceras partes de la población, salvándose casi únicamente el arrabal de Santa Ana, y por ello se repitió el siguiente estribillo:
En el año 1739 se realizó cambio radical, pues con fecha 20 de agosto se expidió Real Cédula restableciendo el virreinato de Santa Fe, incluyendo en él los territorios de Nueva Granada, Venezuela, Quito y[431] las provincias de Panamá y Veraguas. La provincia de Panamá, quedó, sin embargo, con su gobernador y Audiencia, aunque subordinados al virreinato.
Por Real Cédula del 3 de junio de 1749 se fundó la Universidad de San Javier, en Panamá, estableciéndose en el edificio de la Compañía de Jesús; y también por Real Cédula de 20 de junio de 1751 se suprimió definitivamente la Audiencia, acordándose que el gobierno de dicha ciudad dependiese del virrey de Nueva Granada, el obispado fuera sufragáneo del arzobispado de Lima y los tribunales de justicia estuvieran bajo la Audiencia de Santa Fe.
Establecida la Compañía de Jesús en Panamá, se dirigió, a mediados del siglo xvi, al Perú. El superior de los Padres se llamaba Baltasar de Piñas, y con aquel carácter marchó al Perú. Algunos de sus religiosos permanecieron en Panamá para establecer la comunidad en Tierra Firme. Allí edificaron sólido y magnífico edificio, terminado en 1751, en el que establecieron la Universidad de San Javier. Habiéndose dispuesto la expulsión de los jesuítas de todos los dominios españoles, lo fueron de Panamá en la madrugada del 2 de agosto de 1767, encargándose del edificio el gobernador Cabrejo. El 28 de agosto, con una fuerte escolta, fueron los hijos de San Ignacio conducidos a Portobelo, allí embarcados para Cartagena, de donde salieron para Europa en compañía de otros expulsados también de Nueva Granada.
Los gobernadores que sucedieron a Cabrejo cumplieron con su deber; pero, en los comienzos del siglo xix, el brigadier D. Benito Pérez, virrey de Nueva Granada, resolvió establecer su autoridad en Panamá, dado el estado de rebeldía de Santa Fe. El mismo día en que tomó posesión del cargo (21 marzo 1812), quedó establecido el Tribunal de la Real Audiencia.
Consideremos el gobierno o presidencia de Quito (vulgarmente Reino de Quito) y actualmente denominado República del Ecuador[541]. Constituyóse en el año 1564, en cuyo tiempo se estableció la Real Audiencia, que comprendía extenso territorio. La ciudad de Santiago de Quito fué fundada el 15 de agosto de 1534, y la Audiencia se creó por Real Cédula dada en Guadalajara el 25 de agosto de 1563, siendo su primer presidente Hernando de Santillán, a quien sucedió D. Lope Díez Aux de Armendáriz y a éste otros presidentes. Nada de particular ofrece la historia del Ecuador durante la centuria décimasexta, ni aun en las dos siguientes, reducida a disensiones interiores y exteriormente a las tentativas que los piratas hicieron en las costas. Recuérdese que a fines de 1621 y en 1709 los filibusteros recorrían las costas,[432] saqueando a Guayaquil y otros puertos. Aunque en los comienzos del siglo xvii se fortificó a Guayaquil para defenderlo de los corsarios, cayó al fin en poder de ellos el año 1687. No pasaremos en silencio el motín popular acaecido en Quito en 1592, que fué enérgica protesta contra la Real Cédula de Felipe II estableciendo el impuesto de alcabalas. Ni el presidente Barros, ni los oidores de la Audiencia, ni los jesuítas, ni otros religiosos de diferentes Ordenes, pudieron contener el movimiento. Los revoltosos proclamaron rey de Quito a un ciudadano llamado Carrera, quien no aceptó la Corona, siendo por ello azotado públicamente. El virrey Mendoza dispuso que Arana con 300 hombres marchase a Quito para castigar a los revoltosos, lo que consiguió con poco trabajo. Carrera mereció el nombramiento de alférez real, hereditario para su familia, y los jesuítas disfrutaron desde entonces algunas rentas por su patriotismo. Que el virrey Mendoza y otros virreyes interviniesen en los asuntos de Quito se explica porque este país en lo político y militar estaba sujeto al virrey del Perú, y en lo eclesiástico al metropolitano de Lima.
Tiempo adelante el Ecuador, siguiendo el ejemplo de otras colonias americanas, manifestó sus deseos de independencia, que proclamó en Quito el 10 de agosto de 1809.
Gobierno del Río de la Plata o de Buenos Aires.—D. Pedro de Mendoza hasta Arias de Saavedra (4.ª vez).—Saavedra derrotado por los uruguayos.—Introducción de negros—Funciones religiosas.—Enemiga del cabildo a los abogados.—Gobierno de Góngora.—La Universidad en Buenos Aires.—El oidor Pérez de Salazar.—El gobernador Céspedes.—La Audiencia.—Gobierno de Dávila.—El gobernador La Cueva es excomulgado.—Canonización de San Fernando.—Desgracias en el país.—Gobierno de Abendaño, de Múxica, de Cabrera, de Laxis, de Ruiz de Baigorri, de Mercado y de Martínez Salazar.—La Audiencia.—Gobierno de Garro, Herrera y Prado.—La colonia del Sacramento.—El gobernador Zabala: sus hechos más notables.—Cambio de posesiones entre Portugal y España.—Conducta de los jesuítas.—Los gobernadores Salcedo, Ortiz de Rosas y Andonaegui—El gobernador Ceballos.—Virreinato de Buenos Aires.—Los virreyes Ceballos, Ortiz, marqués de Loreto y otros.—Los virreyes Malo de Portugal, Avilés y del Pino.—Derrota de nuestra flota.—Los ingleses toman a Buenos Aires.—Liniers.—Gobierno de Tucumán.
Conviene no olvidar que después de la fundación de Buenos Aires por D. Pedro de Mendoza en la orilla derecha del Río de la Plata (2 febrero 1536) y de su gobierno; después de Juan de Ayolas, fundador de la Asunción, muerto por los salvajes, y después de otros gobernadores, fué nombrado Juan de Garay, quien echó los cimientos de Buenos Aires (11 junio 1580), pues la que fundara Mendoza había sido despoblada. Habremos de recordar también que si en el último cuarto del siglo xvi se sucedieron en el Plata siete gobernadores españoles que nada hicieron para conquistar el Uruguay, en los albores del xvii apareció Arias de Saavedra, que comenzó a gobernar en agosto de 1600; pero la Cédula confiriéndole el mando en propiedad es del 18 de septiembre de 1601. Antes se había distinguido como protector de los indios pacíficos y fué severo con los enemigos de España. Como hijo de la Asunción (hoy capital del Paraguay) amaba a su tierra, y como gober[434]nante español era fiel a la metrópoli. A la cabeza de unos 500 soldados partió de la Asunción hacia las tierras uruguayas. Los indios se prepararon a la lucha y se dirigieron a encontrar al enemigo, decididos a no consentir la entrada en territorio patrio. Siguieron su camino los españoles, importándoles poco los preparativos de los indígenas. Halláronse en frente unos de otros. Murieron—según relación de los historiadores—los 500 soldados, pudiendo sólo escapar Saavedra para ser portador de la derrota. En un cuarto de siglo los indígenas uruguayos se habían preparado para resarcirse de las desgracias que les habían ocasionado Zárate y Garay. El gobernador, con ruda franqueza, escribió a la corte declarando su impotencia para dominar el Uruguay, y aconsejando que las armas espirituales, la predicación y las dulzuras de la fe harían efecto en la condición áspera de aquellos indios. Examinó el Consejo de Indias la indicación de Saavedra, y Felipe III, en 5 de julio de 1608, aprobó la conquista pacífica.
Consta oficialmente que unos dos años antes, siendo gobernador y capitán general y justicia mayor de las provincias del Río de la Plata el Sr. Hernandarias de Saavedra, solicitó el cabildo de Buenos Aires al Rey se sirviera «darle licençia para meter trescientos negros para el sustento desta tierra...»[542].
Pasados algunos días, habiendo fallecido el conde de Monterrey, virrey del Perú, la Audiencia de la Plata asumió el gobierno[543].
El cabildo de Buenos Aires, en agradecimiento a las once mil vírgenes, por cuya intercesión Dios había librado de la plaga de la langosta a la ciudad y sus términos, acordó que desde el día de San Lucas (18 octubre 1607) hasta el de las once mil vírgenes (21 del mismo mes y año), se hiciesen procesiones solemnes con la asistencia de todos los conventos[544].
Asunto de capital interés debió ser la introducción de negros en Buenos Aires, por cuanto algún tiempo después el cabildo comisionó al padre Juan Romero, Rector del Colegio de Jesuítas, que marchó a España para que insistiera con el Rey sobre dicho asunto[545] y sobre otros. Tiempo adelante, esto es, el 21 de julio de 1610, volvió el cabildo á suplicar a Su Majestad que permitiese importar negros para emplearlos en los trabajos agrícolas, por cuanto era grande la escasez de indios[546]. Acordóse en la sesión del 7 de febrero de 1611 que se[435] fundase un Hospital y una Ermita dedicados a San Martín, patrón de la ciudad, en el lugar elegido por Juan de Garay, fundador de Buenos Aires[547]. Al mes siguiente, mejor pensado el asunto, se dispuso que se hicieran dichos edificios «en el camino que va al Riachuelo desta ciudad, donde esté más cerca del comercio, etc.»[548].
Escribió D. Diego Martín Negrón al Rey (30 junio 1610), haciéndole saber que en aquellas provincias había a la sazón 300.000 naturales y 12.000 reducidos a la fe, y que habiendo consultado con los religiosos más graves del país acerca de la persona más apta para desempeñar el cargo de protector general de los indios, contestaron que se confiriese dicho título a su antecesor Hernando Arias de Saavedra, quien lo aceptó de muy buena gana. Posteriormente, en la sesión celebrada por el cabildo el 21 de diciembre de 1611, se trató de asunto asaz importante. Hacía veinte años largos que para acabar con las hormigas y ratones, tan abundantes en la ciudad, se echaron suertes con el objeto de elegir un Santo que fuese abogado contra aquella plaga, prometiendo celebrar la fiesta de aquel hijo de Dios. Pero ¿qué Santo era éste? Unas personas decían que cupo la suerte a San Bonifacio y San Sabino, otras que a San Saturnino. En esta duda, y como la plaga iba siempre en aumento, se acordó por el cabildo echar de nuevo suertes. En efecto, se metieron varias cédulas o papeletas en un sombrero, conteniendo una el nombre de San Saturnino, otra los de San Bonifacio y San Sabino, doce con los respectivos de los doce Apóstoles, y algunas más con otros Santos. Un niño, que se llamó para el caso, extrajo una de las cédulas, donde estaban los nombres de San Simón y San Judas, acordándose entonces que fuese «voto a Dios Nuestro Señor de guardar la fiesta del dicho día todos los años desde el que viene, que será la primera, y de hacer decir en la Iglesia Mayor una misa cantada con su proçesion, la qual se pague la limosna de los propios de cabildo ó de limosna que para ello se sacare»[549]. ¿Acabaron los Santos Simón y Judas con las hormigas y ratones? Las actas del cabildo de Buenos Aires guardan silencio sobre el particular.
Por carta del Rey fechada en San Ildefonso el 15 de octubre de 1611, y por otra del virrey D. Juan de Mendoza, marqués de Montesclaros, tuvo noticia el cabildo del fallecimiento de la Reina D.ª Margarita, mujer de Felipe III, el 3 del citado mes, celebrándose con este motivo honras en la Iglesia mayor[550].
No habremos de pasar en silencio un hecho que prueba la ignoran[436]cia de aquellos tiempos. Corrió la noticia de que pensaban venir a Buenos Aires y ejercer su profesión de abogados D. Diego Fernández de Andrada, vecino de Santiago del Estero; José de Fuensalida, morador en Córdoba, y Gabriel Sánchez de Ojeda, residente últimamente en Chile. Reunido el cabildo el 22 de octubre de 1613, el regidor Miguel del Corro, teniendo en cuenta que donde había abogados no faltaban pleitos, trampas y marañas, propuso, porque así convenía al bien común, que no se admitiesen ni recibiesen en la ciudad. La proposición de Miguel del Corro fué aceptada por el cabildo, dándose «aviso a los dichos tres letrados, donde quiera que se les alcanzase, que no vengan a esta ciudad sin orden de S. M., señor virrey o Real Audiencia»[551].
Por entonces (25 marzo 1614), el arzobispo de la Plata se quejó al Rey de la conducta del presidente de la Real Audiencia, «quien se entrometía a querer gobernar espiritual y temporal so color de buen celo, alabando como se merece su persona en lo demás...»[552].
Desde el Real sitio de San Lorenzo (7 septiembre 1614), fué nombrado por cuarta vez gobernador de Buenos Aires D. Hernando Arias de Saavedra. Era digno de ocupar cargo tan elevado y se atrajo generales simpatías, aunque—como después veremos—tuvo también enemigos que le persiguieron con saña. En esta época de su mando, como en las anteriores, pudo contener a los indios fronterizos que, sin respeto alguno, penetraban en el gobierno de Buenos Aires. Acordóse en el cabildo celebrado el 10 de junio de 1615, escribir al virrey del Perú dándole noticia de haber tomado posesión del gobierno de las provincias de la Plata Hernando Arias de Saavedra[553]. Desde que Negrón dejó el gobierno hasta el nombramiento de Hernandarias, carecen de interés los hechos que se sucedieron.
Veinte días después de la citada comunicación al virrey del Perú, volvió a tratarse del asunto de la esclavitud, asunto que tenía preocupados al cabildo y al pueblo de Buenos Aires. Se acordó escribir al Rey y al Real Consejo de las Indias para que se les conceda «algunas liçençias de esclavos para sustentar nuestras haciendas de labranças y estançias porque de otra suerte será la total destruçión deste puerto y ciudad»[554].
Temeroso el gobernador Hernando Arias de un ataque al puerto por la escuadra holandesa, dispuso que se tomasen algunas medidas[437] para la defensa, despachándose también «una chalupa a la isla de Maldonado y puertos a tomar lengua de lo que oviere»[555].
Preocupó de igual modo al cabildo que la peste que a la sazón diezmaba al Perú se propagase a las provincias de la Plata. En su virtud, y, para librarse de ella, se tomó el acuerdo de hacer dos procesiones, una a Santo Domingo y otra a San Francisco[556]. Ya en el camino de las procesiones, no había de faltar la que en el día de San Simón y San Judas se mandó hacer a los patronos de la plaga de ratones y de hormigas, como también, además de las funciones religiosas, se acordó correr toros y jugar cañas en el día de San Martín, patrón de la ciudad[557].
Las alteraciones y levantamientos de los indios, los cuales llegaron al extremo de hacer cautivos a varios españoles, obligaron al gobernador Arias a salir de Buenos Aires con algunas fuerzas para dirigirse hacia el Norte de la provincia[558]. Volvió el gobernador después de castigar a los revoltosos, renunciando luego el cargo (8 julio 1617)[559].
Noticia importante llegó de Madrid. El Rey, con fecha 16 de diciembre de 1617, dispuso dividir en dos el gobierno del Río de la Plata: el del Río de la Plata (Buenos Aires), y el de Guayra ó Paraguay (Asunción)[560]. Del primero nombró gobernador a D. Diego de Góngora, caballero del hábito de Santiago[561], y del segundo á Don Manuel Frías.
Dos días después de tomar posesión del cargo, el cabildo dió la noticia al virrey y Real Audiencia del Perú[562]. Poca benevolencia manifestó el cabildo con el ex-gobernador Arias de Saavedra, por cuanto al tener noticia que se disponía marchar a la ciudad de Santa Fe, se trató de exigirle fianza por el tiempo de su residencia, no sin afirmar que había hecho agravios y daños a la ciudad[563]. Hasta tal punto llegó la enemiga al ex-gobernador, que el cabildo escribió al Rey, al Consejo Real de las Indias, al virrey Príncipe de Esquilache y a la Real Audiencia de la Plata, para que lo antes posible se mandase la persona encargada de tomar la residencia a D. Hernando Arias[564]. En el mismo cabildo se dispuso rogar al Rey que procurase la pronta llegada de[438] un obispo para la provincia de Buenos Aires, siendo tiempo adelante nombrado D. Pedro Carranza. Cada vez era mayor el enojo entre el cabildo y Hernando Arias, indicándolo así lo acordado en la sesión del 1.º de julio de 1620[565].
En el cabildo del 9 de marzo de 1621, el gobernador D. Diego de Góngora dió la grata noticia de que el Rey había despachado cédula y carta al obispo Carranza, haciéndole saber que Su Santidad había beatificado á San Isidro de Madrid, con cuyo motivo se dispuso que se celebrasen procesiones y otras fiestas en señal de regocijo[566].
Conviene no olvidar que con fecha 4 de mayo de 1621 Fray Pedro de Carranza, obispo del Río de la Plata, escribió al Rey dándole cuenta de su llegada al puerto de Buenos Aires (9 de enero), del estado indecente en que halló el edificio de la Catedral, de la poca paz que reinaba en el país, de la rectitud del gobernador Góngora y de la necesidad de poner Audiencia, no sin olvidar la conveniencia de que los gobernadores fuesen personas de experiencia y temerosos de Dios[567].
Suceso interesante registraremos en este lugar: el papa Gregorio XV, con fecha 8 de agosto de 1621, dió un Breve fundando la Universidad y Academia de la ciudad de la Plata en el Colegio de la Compañía de Jesús, noticia que se recibió con mucha alegría en todo el país argentino, y que—como era de esperar—contribuyó mucho a la mayor cultura de aquella parte de América. La alegría del mes de marzo se convirtió en tristeza en el mes de junio. La peste tenía afligida a la ciudad; pero se halló un medio para evitarla, cual era, como otras veces, tomar por intercesor y abogado a algún santo. Este santo debía ser San Roque[568]. Tratóse de hacer una ermita; pero como la cofradía de los bienaventurados San Sebastián y San Fabián tenía acordado construir otra para los citados últimos santos, dispusieron los de San Roque pedir que la imagen de este santo se colocase en la ermita de aquéllos, si bien las cofradías debían ser dos, una de San Sebastián y San Fabián, y otra de San Roque[569]. A tal punto llegó a amedrentar la peste a la población de Buenos Aires, que el cabildo, recordando que en los dos últimos meses habían fallecido más de 1.000 personas, requirió al gobernador para que no abandonase a Buenos Aires con la excusa de hacer una visita a las provincias; mas, si a pesar de ello «quisiere salir a la dicha bisita, este cabildo lo contradise una y dos y tres besses y protesta que, si en este puerto sucediere algún daño, sea por quenta,[439] costa y riesgo de su merced...»[570]. Aproximábase el 16 de agosto, día de San Roque, y en el cabildo del 9 de agosto de 1621, se tomó el acuerdo de hacer en aquel día «prossesion y fiesta con bisperas y misa cantada y sermon en la Iglesia Catedral»[571]. Tratóse en el cabildo del 15 de septiembre de 1621, del recibimiento que debía hacerse al obispo Fray Pedro de Carranza[572], y en el del 15 de noviembre de dicho año se acordó, ya que en aquella fecha nada se hizo «por estar la tierra enferma», celebrar fiestas de toros y cañas[573].
Recibióse la noticia de la muerte de Felipe III en Buenos Aires (comienzos de febrero de 1622)[574], celebrándose con tal motivo suntuosas exequias, como también juegos de cañas, corridas de toros y luminarias con ocasión de la jura de Felipe IV. A los pocos días se dirigió el Rey al cabildo, diciéndole que todos los enemigos de la Corona de España estaban armados contra ella en Italia, Flandes y Alemania, mientras los corsarios holandeses, turcos y de otras naciones, con gran número de bajeles, realizaban muchos y continuos robos en las costas de estos reinos y carrera de las Indias, «y asimismo como por estar mi patrimonio Real tan exausto y consumido que por nengun caso se puede sacar del sustancia conque acudir a el remedio de tan grandes y peligrosos daños, a sido forzoso valerme de mis buenos y leales basallos, pidiéndoles un donativo y empréstito tan cuantioso como lo requiere la nesesidad y ocasión presente...»[575].
Llegó a últimos de 1623 D. Alonso Pérez de Salazar, oidor de la Audiencia de la Plata, con el propósito de tomar la residencia a los gobernadores D. Diego Marín Negrón y D. Hernán Arias de Saavedra[576].
Después de sucesos poco importantes, ocupó el gobierno (septiembre de 1624)[577], D. Francisco de Céspedes, natural de Sevilla. En su tiempo se realizaron grandes y necesarias fortificaciones en el puerto de la ciudad de Buenos Aires. Luego (12 febrero 1625) recibió Céspedes carta del Adelantado del Río de la Plata, gobernador de la provincia de Tucumán, ofreciéndose y poniéndose gustoso a sus órdenes[578];[440] también tuvo aviso de que una escuadra holandesa, compuesta de 40 velas, se hallaba sobre Pernambuco, aviso que también se comunicó al virrey de Chile a fin de que estuviesen preparados a la defensa[579]. No fueron cordiales las relaciones entre el gobernador Céspedes y la Audiencia de la ciudad de la Plata, dándose el caso de que D. Diego Martínez de Prado, juez comisario de dicha Audiencia, se presentó en Buenos Aires, disponiendo que el gobernador saliese de la ciudad hasta averiguar si eran verdaderas o falsas las denuncias[580]. Céspedes, durante su ausencia, nombró como su teniente y justicia mayor a Pedro Gutiérrez, diciendo entonces el citado señor juez, que si Céspedes no podía usar de los oficios de gobernador y capitán general, menos podría nombrar teniente[581]. El cabildo tampoco se puso al lado de Céspedes. La Audiencia de la ciudad de la Plata nombró a Diego Martínez de Prado «para conoser de los essesos y delitos que se an cometido contra la Real hacienda por el Sr. D. Francisco de Céspedes, gobernador, y sus ijos y contra otras personas de esta ciudad...»[582]. Es de advertir que ya (13 enero 1628) Martínez de Prado había dado orden de poner en prisión a Céspedes[583], y pocos días después, en el cabildo de 21 de febrero del citado año se leyó una carta de Hernán Arias de Saavedra, anunciando que la Real Audiencia le había nombrado para continuar las comisiones de que estaba encargado Martínez de Prado[584]. Inmediatamente publicó Arias de Saavedra que fuese repuesto en su cargo Francisco de Céspedes, siendo de creer que en la visita de aquél a Buenos Aires nada encontró censurable en la conducta del gobernador. Así debió ser, por cuanto en el cabildo del 24 de octubre de 1629, el procurador general de la ciudad, D. Diego Ruiz de Ocaña, hizo notar que Céspedes consiguió pacificar las provincias del Uruguay y demás convecinas, como también los despoblados que hay hasta Córdova, Tucumán y Santa Fe. Del mismo modo «en las cosas tocantes al servicio de S. M. y buen cobro de su hacienda Real he procedido con el celo, cuidado y diligencia de fiel y legal ministro», señalándose por las acertadas disposiciones que dió «para la defensa de la tierra y ofensa del enemigo.» Por todo ello se acordó pedir al Rey la continuación de Céspedes en su importante cargo[585]. Sin embargo, las opiniones acerca de la conducta del mencionado gobernador no estaban conformes, pues, desde Buenos Aires (8 octubre 1630), escribieron al Rey una carta los Padres Fray[441] Francisco Barreto, Fray Luis de Herrera, Fray Gabriel Arias y Fray Tomás de Solorines—carta ratificada por Gabriel de Peralta, gobernador, provisor y vicario general del obispado del Río de la Plata—en la cual afirmaban que perseguía al obispo, prelado, religiosos y seglares que le decían verdades y volvían por el aumento de la Real hacienda, que tenía destruída dicha Real hacienda, que tanto él como sus dos hijos se habían hecho ricos y poderosos, y que puso preso y quiso quitar la vida al capitán Juan de Vergara, regidor perpetuo[586].
Pasado algún tiempo, queriendo dicha autoridad dar muestras de consideración y cariño al señor obispo de Paraguay, quien por entonces visitaba a Buenos Aires, dispuso que a su costa se hiciesen fiestas de toros y juegos de cañas[587].
El gobernador Céspedes, al tener noticia de que los holandeses, enemigos de España, se habían apoderado de la ciudad y puerto de la bahía en la costa del Brasil, ordenó que se fortificase la ciudad y puerto de Buenos Aires[588]. Con razón, en carta que por entonces escribió al Rey, le hubo de decir que no le cogerían de improviso los 40 navíos holandeses que se disponían a subir tierra adentro por algunos ríos[589].
Fijóse Céspedes en atraerse con medios pacíficos a los uruguayos. Estableció comercio con ellos, mandó misiones franciscanas y jesuíticas y consiguió que los charrúas cediesen en su hostilidad a los españoles. Más feliz fué todavía con los chanás, pues abandonaron sus guaridas del río Negro, bajando a tierra firme, donde comenzaron la edificación del pueblo de Santo Domingo de Soriano (1624). Del Uruguay se sacó carbón y leña, y ganados (vacas y caballos). A la cría de ganados se dedicaron aquellas tierras, como si no fuesen también a propósito para la agricultura. Según Bauzá, los campos uruguayos «no merecieron del conquistador y del vecindario de Buenos Aires otro destino que el de ser dedicados a la cría de animales»[590]. Tuvo el sentimiento de que bajo su gobernación, los indios del Chaco, arrostrando el poder español, destruyeron completamente la Reducción de la Concepción del Bermejo.
Comenzó el gobierno de D. Pedro Esteban Dávila. Aunque fué nombrado el 11 de octubre de 1629, tardó más de dos años en tomar pose[442]sión[591]. Su primera idea, que fué salir al frente de algunas fuerzas para castigar a los indios del Chaco, más imprudentes cada día y más amenazadores, encontró oposición de parte del cabildo, el cual hizo presente al gobernador los perjuicios que podían seguirse «quedando esta ciudad y provincias sin cabeza ni quien gobierne las armas...»[592]. No sólo preocuparon al gobernador las rebeliones de los indios, sino los enemigos de España, ya apoderados de Pernambuco en la costa de Brasil[593]. Que D. Pedro Esteban Dávila no desistió de su viaje, era buena prueba la petición que el cabildo le hizo, de que suspendiese la marcha a las Reducciones del Uruguay, en razón del levantamiento de indios y de la amenaza de los holandeses que se hallaban en las costas brasileñas[594]. Volvió el cabildo a rogarle que no abandonase la ciudad[595]. Un año después, cuando el gobernador estaba decidido a salir de Buenos Aires «a la pacificación y allanamiento de los indios alçados y reedificación de la ciudad del río Bermejo...», insistió el cabildo para que suspendiese el viaje por la causa y razones ya dichas[596]. Marchó, sin embargo, volviendo pronto después de castigar a los indios.
Importa recordar que en el cabildo del 29 de noviembre de 1637 se presentó D. Mendo de la Cueva y Benavides con el nombramiento de gobernador, capitán general y justicia mayor de las provincias del Río de la Plata, nombramiento que tenía la fecha del 24 de diciembre de 1636. Apenas el gobernador La Cueva había tomado posesión del cargo, cuando ocurrió un suceso que tuvo grande resonancia en Buenos Aires y en general en toda América. Es el caso que Fray Cristóbal de Aresti, obispo de Buenos Aires, se atrevió, por motivos fútiles y sin importancia, excomulgar al gobernador (24 diciembre 1637). Si poco antes (15 abril 1636) el Rey encargó a D. Luis Jerónimo Fernández de Cabrera, conde de Chinchón y virrey del Perú, tomase residencia a D. Pedro Esteban Dávila, gobernador que había sido de Buenos Aires[597], lo que preocupaba a todos era el asunto de la excomunión que en un momento de mal humor lanzara el obispo Aresti sobre el gobernador. El cabildo, en nombre de la ciudad, pidió al prelado que levantara la excomunión[598], insistiendo en su petición pocos días después[599]. No cedió el prelado, sino antes, por el contrario, se dispuso a[443] marchar a la ciudad de la Plata, no queriendo oir las súplicas de los individuos del cabildo[600]. Así lo hizo. El cabildo se dirigió entonces al provisor del obispado con el mismo ruego[601]. A tal punto llegaron las cosas que vino a poner paz D. Juan de Palacios, visitador de la Real Audiencia de la Plata[602].
Exigía la importancia del asunto, que tanto el Rey como el virrey escribiesen al gobernador, el primero en carta fechada en Madrid a 14 de agosto de 1634, y el segundo en carta escrita en Lima el 1.º de septiembre de 1638. Dícese en ellas «que Su Majestad trata con Su Santidad de que se canonice el señor rrey D. Fernando, y que ay ya echas ynformasiones, y para conseguirle a sus espensas es menester muchos ducados, y su patrimonio está mui gastado y assi encarga a los cabildos seculares eclesiásticos y seglares hagan que sus súbditos acudan con lo que más pudieren para esta santa obra»[603]. Dispúsose el gobernador a emprender la marcha a Calchaqui para reducir a los indios rebeldes, y como siempre, el cabildo manifestó que no convenía saliese de la ciudad, atendiendo a que los holandeses andaban con deseos de venir a Buenos Aires[604].
Reunióse el cabildo (8 noviembre 1640) para dar lectura al nombramiento de gobernador y capitán general de las provincias del Río de la Plata, hecho a favor de D. Francisco de Abendaño y Baldivia[605]. Juró y tomó posesión del cargo; pero en el cabildo del 13 de diciembre del citado año se presentó Cédula y provisión del Rey, fecha en Madrid el 13 de enero de 1640, haciendo merced a D. Ventura de Múxica del cargo y oficios de gobernador, capitán general y justicia mayor de las provincias del Río de la Plata[606]. Tiene cierta curiosidad la ordenanza por la cual se mandó a don Mendo de la Cueva se abstuviese de hablar mal de los vecinos con pena de 1.000 pesos para la Real cámara por mitad y gastos de las casas del cabildo[607]. A los seis meses siguientes, habiendo fallecido don Ventura de Múxica, el presidente de la Audiencia de las Charcas, nombró a don F. Andrés de Sandobal[608]. Al poco tiempo el marqués de Mancera, virrey del Perú, hizo el nombramiento de nuevo gobernador y capitán general en favor de don Jerónimo Luis de Cabrera[609]. Tratóse en el cabildo de 23 de julio de 1642, del reme[444]dio para combatir la peste de enfermedades contagiosas que causaban tantas muertes, acordándose hacer rogativas con su procesión nueve días seguidos[610]. Desde el año 1642 al 1645, pocos hechos importantes se sucedieron en Buenos Aires. Digno de alabanza fué el gobierno de Cabrera, mereciendo también iguales aplausos el almirante don Luis de Aresti, teniente general de gobernador y justicia mayor. Por entonces, la separación de Portugal de la Corona de España, trajo como consecuencia alguna intranquilidad en Buenos Aires.
Refieren los escritores coetáneos que Don Jacinto de Laris (1646-1652), visitó las Reducciones que los jesuítas habían fundado al Sur del Panamá y se acarreó muchos adversarios, porque intentó privar a los eclesiásticos del derecho de adquirir bienes raíces.
Añaden también que don Pedro Ruiz de Baigorri (1653-1660), tuvo que permitir el comercio con los holandeses, pues no podía recibir apoyo de España, que a la sazón estaba en guerra con la Gran Bretaña. Acerca de otro orden de cosas consta que Buenos Aires, a mediados del siglo XVII, tenía unas 400 casas y se hallaba defendida por un fortín con 150 soldados y 10 cañones de hierro.
De Don Alonso Mercado y Villacorta (1660-1663), sólo refieren las crónicas que hizo trasladar la ciudad de Santa Fe al sitio en que la fundó Garay.
Más importancia tiene don José Martínez Salazar. Bajo su gobierno se estableció la Audiencia en Buenos Aires, hizo un censo de la población, fundó la Reducción de los Quilmes, reforzó las milicias coloniales con indios de las misiones y defendió a Santa Fe de los indios del Chaco.
Como en tiempo de don José Garro (1678-1682), los portugueses, sin derecho alguno, fundasen la Colonia del Sacramento frente a Buenos Aires, mandó el gobernador contra ellos al Maestre de Campo don Antonio Vera Mújica, con 260 españoles y 3.000 indios procedentes de las Reducciones administradas por los jesuítas. La colonia fué tomada por asalto; pero al hacerse la paz entre las dos naciones, se devolvió a Portugal.
Si de D. José Herrera y Sotomayor, sucesor de Garro, poco dicen las crónicas, de D. Manuel del Prado y Maldonado, que comenzó su gobierno en 1700, se refiere que fortificó la ciudad temiendo el ataque de una armada dinamarquesa que recorría aquellos mares.
Ilustró su nombre D. Alonso Juan de Valdés Inclán, sitiando y apoderándose de la Colonia del Sacramento, con un ejército de indios gua[445]raníes, devolviéndose también a Portugal después de la paz de Utrech (1713.)
El verdadero fundador de la nación uruguaya fué D. Bruno Mauricio de Zabala, gobernador del Río de la Plata, quien destruyó los establecimientos fundados en la banda oriental por el corsario Moreau y arrojó a los portugueses que se habían fortificado en la península de Montevideo[611]. Zabala levantó un fuerte en la citada península y dejó una guarnición. Felipe V, por cédula dada el 16 de Abril de 1725, decretó la colonización del Uruguay, y el año siguiente, a 20 de enero, comenzó la edificación de Montevideo. «Sin que su talla sea gigantesca, es D. Bruno Mauricio de Zabala de estatura elevada, cuerpo bien proporcionado, arrogante sin presunción y con una presencia magestuosa de príncipe. Sólo sí que le falta la mitad del brazo derecho, que perdiera en una de las muchas batallas en que se ha encontrado en Europa luchando contra los enemigos de su patria o de su Rey. Tal falta, sin embargo, no ocasiona deformidad en él, sino que más pronto y más fácilmente predispone a su favor, desde que es un testimonio auténtico de su valor. Y por no andar manco suple dicho defecto con otro medio brazo y mano de plata, que por lo regular lleva en cabestrillo»[612]. Dicen las crónicas que el primer habitante de Montevideo se llamó Jorge Brogués, que tenía allí una casa pequeña desde el año 1724, viniendo después familias de Canarias, de Buenos Aires y de otras partes. Promovido Zabala a la presidencia de Chile, tuvo, antes de ponerse en marcha para su nuevo destino, que sofocar una insurrección en el Paraguay. Después se embarcó para Buenos Aires (enero de 1736), y llegó cerca de Santa Fe, donde una enfermedad le condujo al sepulcro. Se sabe que fué enterrado a orillas del río Paraná, aunque se desconoce el lugar cierto. Falleció el 31 de enero de 1736, a los cincuenta y tres años de edad. «Fué el teniente general D. Bruno Mauricio de Zabala, fundador de Montevideo, pacificador del Paraguay, defensor de los territorios del Plata contra la agresión portuguesa, protector de los indígenas en cuanto a usar con ellos más del comedimiento que del rigor; prudente, justo y esforzado. Su sola personalidad conducida al escenario histórico basta para lavar muchas manchas de la dominación española»[613].
Vino a sucederle D. Miguel de Salcedo, mediano general y político. Aflojáronse en seguida todos los resortes de la administración. No reinaba la paz ni en el interior ni en el exterior. Los indígenas por un[446] lado y los brasileños por otro tenían en continuo aprieto a la colonia. Montevideo tuvo que luchar con los minuanes, los cuales, si vencedores en un principio, se sometieron por último. Montevideo, y en general todo el Uruguay, se veían continuamente molestados por los brasileños, dueños de la colonia del Sacramento. Para acabar de una vez con semejante estado de cosas, las Cortes de Madrid y de Lisboa celebraron un tratado (13 enero 1750), en virtud del cual Portugal cedería a los españoles la colonia del Sacramento en cambio de siete Reducciones fundadas por los jesuítas en el alto Uruguay y de otras ventajas. Conviene advertir que separado Portugal de España, aquella nación se echó en brazos de Inglaterra. Esta última nación convenció a Portugal de que el cambio era conveniente para evitar cuestiones y disturbios, cuando en realidad era porque así podían ellos extender más fácilmente su comercio por aquellas regiones. Fernando VI consultó el asunto con el gobernador de Montevideo, quien informó a gusto del rey de Portugal y de su hermana la reina de España, según las instrucciones mandadas al efecto por el ministro Carvajal; pero el gobernador de Buenos Aires hizo ver que la permuta propuesta era sumamente perjudicial al decoro y a los intereses de España. Conformes con el gobernador de Buenos Aires, los jesuítas del Paraguay representaron al rey de España la inconveniencia de semejante trueque y cuya exposición entregó a Fernando VI el procurador general de la Compañía en Madrid. Surgieron luego no pocas dificultades. Cuando los comisionados se reunieron en el Brasil para hacer la demarcación de las posesiones que iban a cambiarse, los habitantes de las siete colonias españolas (los guaraníes) se negaron a estar bajo el dominio portugués y se reunieron en número de 15.000 en la colonia central de San Nicolás, obligando a los comisionados a retirarse. Creemos inexactas las siguientes palabras de D. Blas Garay: «Los jesuítas vieron en peligro sus intereses con este pacto, que desmembraba el territorio en que se habían formado un reino casi totalmente independiente, y excitaron a los guaraníes a resistirlo con las armas en la mano»[614]. Es cierto que no pocos partidarios de los jesuítas lamentaron la debilidad de sus compañeros, porque no se opusieron enérgicamente a los planes de las Cortes de España y Portugal. Sea de ello lo que quiera, concluyóse el tratado, si bien se suspendió al poco tiempo, a causa de la protesta formal y solemne del rey Carlos de Nápoles. Sucedió entonces que el marqués de la Ensenada, a cuyas espaldas se había hecho la permuta, acudió reservadamente a Carlos de Nápoles, presunto heredero de la corona de Castilla, dándole noticia de todo. En seguida el monarca napolitano di[447]rigió a su hermano Fernando protesta formal y solemne contra el referido convenio, quedando en suspenso, no sin gran contrariedad del Rey, de la reina D.ª Bárbara[615], de los consejeros y del embajador de Inglaterra. Créese con fundamento que la enemiga de Fernando VI a Ensenada tuvo su origen en el hecho citado.
A Salcedo sucedió Ortíz de Rosas y últimamente D. José Andonaegui. Bajo el gobierno de Andonaegui el P. Quiroga exploró la costa patagónica y los PP. Cardiel y Falkner fundaron la Reducción del Pilar en la falda de la sierra del Vulcán. El marqués de la Ensenada—en oficio dado en Aranjuez el 8 de mayo de 1747—decía a Andonaegui: «En la expedición de los patagones se promete S. M. un feliz progreso, por cuanto el catholico zelo de los PP. Jesuítas, nada omitirá de cuanto considere a propósito para conseguirlo; y aprobando S. M. que V. S. les haya auxiliado y protegido, manda que V. S. lo continúe en la forma que le está prevenido, y por todos los demás medios que fuesen convenientes a conseguir los frutos de tan santo intento»[616].
De las Reducciones de los jesuítas daremos noticia en los capítulos siguientes y especialmente en el XXXIII. Aquí sólo diremos que los primeros jesuítas llegaron a Salta el 1586 y establecieron su principal Colegio en Córdoba, de donde salían misioneros para todo el territorio argentino. Los Padres Montoya y Cataldino marcharon al Paraguay, estableciéndose en la Asunción el 1610, y a los siete años de tentativas poco felices, fundaron sus primeras Reducciones.
Comenzó D. Pedro Ceballos señalando los límites de Buenos Aires con el Brasil. Roto el tratado de 1750 y habiéndose dado principio a las hostilidades con Portugal, el gobernador se apoderó de la Colonia del Sacramento, obligando al jefe de ella a rendirla con cerca de 2.500 soldados que la guarnecían y 118 cañones (29 octubre 1762). Acordóse la devolución en el tratado de París de 1763.
A causa de la importancia que habían adquirido las provincias del Río de la Plata, se pensó en la creación del virreinato de Buenos Aires. Ya, con fecha de 8 de octubre de 1773, pidió el Rey que se le informase sobre la utilidad de crear el virreinato del Río de la Plata y la Audiencia que debía complementarlo. El virrey del Perú (22 enero 1775) y el gobernador de Buenos Aires (26 julio 1776) dieron informes favorables. Cuando se trataban tales asuntos, rompieron los portugueses las hostilidades, decidiéndose entonces a aprestar fuerte expedición militar. En su virtud, con fecha 27 de julio de 1776 fué dirigido un oficio a D. Pe[448]dro Ceballos, en el que se le decía: «que por el Ministerio de la Guerra se le comunicaba que el Rey había confiado a su celo y experiencia el mando de esta expedición militar, para hacer la guerra a los portugueses y hostilizarlos en el Río de la Plata.» Añadía, también, «que S. M. le condecoraba además para esta empresa con el superior mando del Río de la Plata y de todos los territorios que comprende la Audiencia de Charcas y además los de las ciudades de Mendoza y San Juan del Pico, de la jurisdicción de Chile, concediéndole el carácter de virrey, gobernador, capitán general y superior presidente de la Real Audiencia, con todas las facultades y funciones que a este empleo corresponden, con 15.000 pesos de ayuda de costas por una vez y el sueldo de 40.000 pesos anuales desde el día en que se hiciese a la vela de Cádiz hasta su regreso»[617]. Se le reservaba, concluída la expedición, el cargo de gobernador de Madrid que a la sazón tenía.
Carlos III, por Real Cédula del 8 de agosto de 1776, creó el virreinato de Buenos Aires con dicha provincia, y además con las del Paraguay y Tucumán, la presidencia de Charcas, el territorio de Cuyo y la costa patagónica. El 13 de noviembre de 1776 zarpó de Cádiz la poderosa escuadra, compuesta de 6 navíos, 9 fragatas, 2 bombardas, 2 paquebotes, 1 bergantín y 96 barcos mercantes, y mandada por el general marqués de Casa Tilly. Esta escuadra conducía a Ceballos y a su ejército, el cual se componía de 4 brigadas de infantería: la primera, a las órdenes del brigadier marqués de Casa Cagigal; la segunda, a las del brigadier D. Juan Manuel de Cagigal; la tercera, a las del brigadier D. Domingo de Salazar, y la cuarta a las del coronel D. Guillermo Waughán. Entre los comandantes de batallón de la primera brigada estaba D. Antonio Olaguer Feliú, futuro gobernador de Montevideo. Todavía el 7 de febrero de 1777 se hallaba la expedición por la isla de Ascensión o Trinidad, teniendo la fortuna de encontrar tres barcos portugueses de comercio, a los cuales apresó, y por ellos supo la situación y las intenciones de la escuadra enemiga. Inmediatamente Ceballos dió sus órdenes, y el 18 de febrero encontró la escuadra portuguesa, que se componía de 4 navíos de línea, 4 fragatas regulares y 3 navíos mercantes; pero, aunque lo intentó Casa Tilly, no pudo darle alcance. Fondeó Ceballos el día 20 a la vista de la ensenada de Santa Catalina. El 22 se procedió al desembarque, que se verificó sin hostilidad, acampando el 23 en la playa de San Francisco de Paula; el 24 se trasladó al campo de Casas Viejas, cerca del castillo de Punta Grosa. Abandonado el castillo por el gobernador, cundió la desmoralización y Ce[449]ballos se apoderó el 25 de Santa Catalina, dejando como gobernador de la plaza al brigadier Waughán. Ceballos desembarcó el 20 de abril en Montevideo y comenzó a tomar providencias para apoderarse de la plaza Colonia. Desde Montevideo, en una lancha del comercio, fué conducido hasta la misma Colonia, desembarcando en un sitio denominado El Molino. Durante esta guerra de 1777, respondiendo a una necesidad estratégica, se fundó la villa del Rosario, conocida también con la denominación de la Colla. Ceballos se preparó a caer sobre Colonia, defendida por D. Francisco José de Rocha, que mandaba 1.000 soldados de infantería y 200 artilleros. Rocha pidió capitulación el 1.º de junio, rindiéndose la plaza el día 3 y siendo ocupada por los españoles el 4. Ceballos hizo su entrada triunfal el 5, asistiendo a un Te Deum. Se apoderó de cañones y de muchos pertrechos de guerra. Inmediatamente dispuso la demolición de la muralla y baluartes, y después de los edificios públicos y de las mejores casas de la población, ordenando en seguida que la abandonasen los habitantes en breve plazo. «Así se destruyó en pocos días—exclama Bauzá—la obra que la paciencia, laboriosidad y celo guerrero de los portugueses había construído en noventa años de afanes, dotando al Uruguay de una de las poblaciones más hermosas y ricas de la jurisdicción platense»[618]. Desde Colonia se dirigió, por la vía de Montevideo, a Maldonado, recibiendo allí el correo de España, con el nombramiento de capitán general, y con la noticia de que las Cortes de Madrid y Lisboa habían firmado la paz por el tratado de San Ildefonso (1.º octubre 1777), tan perjudicial a España. Nuestra diplomacia, torpe en esta ocasión, cedía a Portugal las provincias de Santa Catalina y Río Grande, considerándose como un gran triunfo haber podido conseguir que Portugal cediera a España las islas de Annobón y Fernando Poo. Terminada la guerra, importa decir que se fundaron Guadalupe, Pando y Santa Lucía, ensanchándose de un modo notable Montevideo. Una modesta capilla de paja, hecha por Santos, vecino de esta última ciudad (1755), dió origen a la población de Guadalupe; una explotación de corambre, establecida por Pando, vecino de Buenos Aires, dió nombre a un arroyo, en cuyos alrededores se levantó la ciudad de su nombre; una antigua ranchería, albergue después de familias que se disponían a pasar a Patagonia (1781) originó la población de Santa Lucía, también llamada de San Juan Bautista. Montevideo tuvo la fortuna de tener a D. Francisco Antonio Maciel, el padre de los pobres, que a su iniciativa se debieron los socorros que prodigaron las cofradías de San José y Caridad a los náufragos y desvalidos, y a él también se debió la fundación del hospital. Fué de lamentar la ligereza o[450] imprudencia del gobernador Pino en el siguiente hecho. Según ley y costumbre, el 1.º de enero de 1782 se eligió el personal que debía componer el cabildo, resultando nombrados con los principales cargos don Juan Antonio de Haedo y D. Domingo Bauzá. Por motivos harto pueriles se rompieron las amistosas relaciones entre las autoridades populares y el gobernador. Como a la sazón se hallase de paso en Montevideo D. Juan José de Vertiz, nombrado recientemente virrey, resolvió el asunto mandando que compareciesen los alcaldes a su presencia. Después de groseros insultos, Vertiz les desterró, a Haedo a la isla de Gorriti en Maldonado y a Bauzá a la isla de Ratas en el puerto de Montevideo. En queja acudió, en nombre de Haedo y en el suyo, D. Domingo Bauzá, acordando el Consejo de Indias que ambos alcaldes fuesen reintegrados en sus honores e imponiendo una multa al gobernador. Apartando la vista de hechos tan pequeños e insignificantes, importa registrar las Fundaciones de San José y de las Minas, la primera en 1782 y la segunda en 1784, conocida a la sazón con el nombre de Lavalleja, y pobladas principalmente con familias asturianas y gallegas.
En negocios de política internacional, Carlos III reconoció la independencia de los Estados Unidos de América y firmó la paz con Inglaterra (3 septiembre 1783) y por ella se le devolvía Menorca, dándole posesión plena de las provincias de la Florida. Demarcóse nuevamente la frontera con el Brasil, cuya operación tuvo comienzo el 24 de febrero de 1784.
Procede también advertir que el Rey había creado en el virreinato dos autoridades superiores: una el virrey en lo gubernativo, político y militar; y otra, el intendente general de ejército y Real Hacienda. «He resuelto con muy fundados informes y maduro examen—decía el Monarca—establecer en el nuevo virreinato de Buenos Aires y distrito que le está asignado, intendentes de ejército y provincia para que, dotados de autoridad y sueldos competentes, gobiernen aquellos pueblos y habitantes en paz y justicia...» «A fin de que mi real voluntad tenga su pronto y debido efecto, mando se divida por ahora en ocho intendencias el distrito de aquel virreinato, y que en lo sucesivo se entienda por una sola provincia el territorio o demarcación de cada intendencia con el nombre de la ciudad o villa que hubiese de ser su capital...» Las citadas ordenanzas, firmadas por el Rey en San Lorenzo a 28 de enero de 1782, están refrendadas por don José de Gálvez[619]. Realizáronse otras reformas acerca del servicio de correos, de la industria de salazones, etc.
[451] Sucedió a Ceballos Don Juan José Vertiz (1778-1784), el cual creó un hospital de mendigos, una casa de corrección para mujeres, casa de expósitos y un tribunal del protomedicato. Estableció el alumbrado público y ordenó un censo de la población, por el cual Buenos Aires tenía 24.754 habitantes. Construyó en diferentes localidades fortines para contener a los indios de las Pampas y mandó hacer exploraciones en el Chaco, en Patagonia y en río Negro hasta los Andes. En el año 1779, hizo conducir a las poblaciones de San Julián (Patagonia) 22 personas, 100 arados, algunos víveres, maderas, etc.[620]. Por último, ayudó al virrey del Perú en la guerra civil promovida por un sucesor de Tupac-Amaru. Fatigado con quince años de gobierno don Juan José Vertiz, hubo de solicitar su relevo, que le fué concedido en términos laudatorios[621]. Vertiz era natural de México y a su origen americano—según Vrien—«se debe sin duda el progreso que imprimió su gobierno a estas regiones»[622].
D. Nicolás del Campo, marqués de Loreto (1784-1792), fué hombre íntegro y severo. Serios disgustos ocasionados por cosas insignificantes tuvo con el obispo Azamor, y mayores fueron los que le proporcionó la quiebra del administrador de la Aduana de Buenos Aires, pues en ella estaban complicados otros altos funcionarios. Durante este virreinato, fray Antonio Lapa hizo dos viajes en los años 1776 y 1781 al Chaco, acerca de los cuales escribió unos Diarios que se publicaron—en el año 1902—en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, de Madrid. Después de tomar posesión del virreinato, se dirigió el 19 de marzo de 1784 a D. José de Gálvez, dándole cuenta de la tranquilidad que había en la villa de Oruro luego que fueron presos D. Juan de Dios Rodríguez, D. Jacinto Rodríguez de Herrera, D. Clemente Menacho, D. Diego Flores, D. Nicolás Iriarte y José Azurduy, autores de la sublevación del 1.º de febrero de 1781, habiendo fallecido D. Manuel Herrera y D. José Portilla[623].
Sucedió al marqués de Loreto en el cargo de virrey D. Nicolás de Arredondo (1792-1795). Hizo introducir muchos esclavos negros. Establecióse en el año 1794, por solicitud del cabildo, en Buenos Aires el Tribunal del Consulado, cuyo primer secretario fué Manuel Belgrano, tan célebre después en la guerra de la Independencia.
En el corto gobierno de D. Pedro Melo de Portugal (1795-1796) se armó una flotilla de cañoneros en Montevideo para rechazar los ata[452]ques de los súbditos de la Gran Bretaña, cuya nación se hallaba entonces en guerra con nuestra nación.
Ocupó interinamente el virreinato el gobernador de la plaza de Montevideo D. Antonio Olaguer Felíu (1797-1799), quien nada hizo digno de mención. Por el contrario, D. Gabriel Avilés y del Fierro, marqués de Avilés (1799-1801) en el año y medio que estuvo al frente del virreinato hubo de realizar, con aplausos generales, algunas mejoras de policía municipal, y encomendó a D. Félix de Azara la fundación de los pueblos de San Gabriel y San Félix, nombres que recordaban los del virrey y fundador.
Bajo el gobierno del virrey D. Joaquín del Pino y Rozas (1801-1804) los portugueses invadieron los pueblos de misiones al Oriente del Uruguay, quedando desde entonces en poder de aquéllos. Al mismo tiempo se hicieron los primeros ensayos periodísticos (El telégrafo mercantil, etc., y el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio). El médico catalán D. Antonio Fabre abrió una cátedra de Anatomía, que fué muy frecuentada por los jóvenes, y D. Cosme Argerich, médico catalán también, creó una escuela en la que se formaron jóvenes de mucha aplicación y talento.
Ocupó el virreinato D. Rafael de Sobremonte. Habremos de registrar un suceso triste. Bustamante, gobernador que había sido de Montevideo, se dió a la vela para España al frente de las fragatas Medea, Fama, Mercedes y Clara[624], conduciendo las dos primeras caudales de aquella ciudad por valor de 1.564.542 pesos, y las otras dinero y efectos de Lima.
A la sazón, Francisco Miranda, natural de Caracas, procuraba atraerse a varios políticos ingleses para que le ayudasen en sus planes revolucionarios contra España. Llegó, en efecto, a adquirir en Londres alguna influencia, y el mismo gobierno inglés daba oídos a sus proyectos, los cuales se referían a una expedición contra los establecimientos españoles de la América del Sur. Coincidía este proyecto con otro que tenía el Gabinete de Londres, y era dar un golpe de mano, sin previa declaración de guerra, a las flotas españolas que venían de América. Cuando navegaba el comodoro Moore por las alturas del Cabo de Santa María con cuatro fragatas, Bustamante se presentó con sus barcos. Era el 5 de octubre de 1804. Rompióse el fuego por ambas partes; pero, después de corto combate, voló la fragata Mercedes, salvándose 46 hombres de los 280 que tenía a su bordo. Rindiéronse en seguida los tres barcos, no sin perder cien individuos entre muertos y heridos. Los ingleses se hicieron dueños de la escuadra española y de sus caudales.[453] Ocurrió desgracia tan grande a 25 leguas de Cádiz. Los barcos fueron conducidos a Plymouth. Tiempo adelante se consumó la completa destrucción de nuestra marina en aguas de Trafalgar (21 octubre 1805).
Desde entonces el gobierno de Madrid, abandonando toda vacilación, se alió con Napoleón Bonaparte. Aprovechándose Miranda del rompimiento de relaciones entre España e Inglaterra, se dirigió al ministro Pitt para interesarle en sus planes. No habiendo sido atendido, Miranda intentó ganarse a los Estados Unidos, donde adquirió algunos recursos. Pudo al fin hacer rumbo a las costas de Ocumare, y desbaratado, se vió en peligro de caer prisionero de los españoles. Por lo que respecta a Sir Home Popham, comodoro, diputado y confidente del jefe del Gabinete, se encargó del mando de una escuadra que debía conducir 5.000 hombres a las órdenes de Sir David Baird, con el objeto de emprender la conquista de la colonia del Cabo de Buena Esperanza (Africa del Sur), perteneciente a los holandeses. Popham y Baird partieron en el otoño de 1805, llegaron al Cabo en los comienzos de 1806 y se apoderaron fácilmente de la colonia. Después Popham, espíritu emprendedor y aventurero, comenzó a recordar los ofrecimientos de Miranda, decidiéndose a marchar a América y emprender la conquista de todo el Río de la Plata. Intentó—como era natural—atraerse a Baird; pero cedió al fin el jefe superior del Cabo, no sin manifestar que la colonia quedaría desamparada llevándose el comodoro las fuerzas que pretendía sacar y que necesitaba para sus empeños. En cambio, el brigadier Beresford, segundo jefe de la colonia, se prestó gustoso a seguir a Popham, pensando que la Gran Bretaña ganaría en aquella empresa lucro y gloria. Popham pudo conseguir que Baird pusiera a disposición de Beresford el regimiento 71 de higlanders, un destacamento de artilleros y algunos dragones desmontados, y él, con las fragatas Diadema, Raisonable y Diomedes, las corbetas Leda, Narcisus y Encounter y cinco transportes, se dió a la vela para Santa Elena a últimos de abril de 1806, en cuya isla recibió el socorro de 150 infantes y 100 artilleros con dos obuses. Las fuerzas de Beresford, unidas a las de Santa Elena, hacían 1.600 hombres de desembarco, a los cuales podían unirse, en caso de peligro, 800 de la escuadra. En los primeros días de mayo salió Popham de Santa Elena y se dirigió al Plata.
El virrey, marqués de Sobremonte, que estaba muy confiado en que las posesiones del Río de la Plata nada tenían que temer de los ingleses, cuando menos lo esperaba, se presentó Popham delante de Buenos Aires (25 junio 1806). Después de débil resistencia, el 27 entró el enemigo en Buenos Aires y tomó posesión de la fortaleza. Huyó cobardemente el virrey, teniendo la Audiencia y el cabildo que capitular.[454] Buenos Aires prestó juramento de obediencia al rey de Inglaterra, y el cabildo quedó encargado del gobierno civil. Los planes de Miranda se habían cumplido.
No gozaban los ingleses de simpatía en Buenos Aires. Mirábanse con desconfianza conquistadores y conquistados. Entre los últimos se tramó vasta conjuración dirigida por D. Martín de Alzaga, rico español, D. Felipe Sentenach, ingeniero, y otros. Reuniéronse los conjurados en Perdriel, y allí fué a atacarles (1.º de agosto) Beresford, al frente de una columna de 450 hombres y seis piezas de artillería. Los conjurados sufrieron una derrota, sin embargo de que la caballería estaba mandada por el valeroso jefe Juan Martín de Puigrredón. Murieron tres soldados y cuatro heridos del ejército de Beresford. Cayeron en poder de los enemigos cinco prisioneros, la artillería y papeles importantes.
Montevideo se preparó a luchar con los ingleses. El gobernador Ruiz Huidobro, que era hombre de más valor que el marqués de Sobremonte, no sólo estaba dispuesto a defender a Montevideo, sino creíase con fuerzas para intentar la ofensiva. El pueblo le animaba para que emprendiese la reconquista. Empujado por la opinión reunió el cabildo el 5 de julio, y pocos días después una junta de guerra; ambas corporaciones se manifestaron decididas a la reconquista. El cabildo, invistiéndose de atribuciones que no le pertenecían, declaraba el 18 de julio lo siguiente: «Que en virtud de haberse retirado el virrey al interior del país, de hallarse suspenso el Tribunal de la Real Audiencia y juramentado el cabildo de Buenos Aires, era y debía respetarse en todas las circunstancias al gobernador D. Pascual Ruiz Huidobro como jefe supremo del continente, pudiendo obrar y proceder con la plenitud de esta autoridad, para salvar la ciudad amenazada y desalojar la capital del virreinato.» El virrey, marqués de Sobremonte, que desde Buenos Aires había tomado camino de Córdoba, apareció a la sazón con una circular a todas las provincias, pidiéndoles contingentes para el ejército que preparaba con destino a la reconquista de Buenos Aires y dándoles aviso de que se hallaba al frente de 1.500 hombres de milicias, esperando además otros 2.000. El gobernador de Montevideo recibió el citado documento junto con un oficio del 18 de julio, en que el virrey le ordenaba desprenderse de la tropa veterana y artillería de campaña, remitiéndosela inmediatamente. Ruiz Huidobro, cuya situación era sumamente delicada, contestó respecto a la circular que «había tenido por conveniente suspender su publicación, por hallarse autorizado por el cabildo de Montevideo para la reconquista»; y en cuanto a la tropa pedida «no podía enviársela, pues debía marchar en la expedición.» El virrey mostró una vez más su debilidad aprobando la expedición, aña[455]diendo «que si en la demora no hubiese peligro, esperase Ruiz Huidobro los refuerzos que él debía llevarle; pero que si temiese perder la oportunidad del ataque y se conceptuase con bastante seguridad, procediese en consecuencia»[625]. El elemento militar y el marino, los ciudadanos ricos y pobres, todos ayudaron al gobernador de Montevideo en su obra patriótica. El comercio dió señaladas pruebas de una generosidad digna de alabanza. Entre los nombres de los donantes y prestamistas—prestamistas que dieron su dinero sin interés ni plazo para su reembolso—se hallaban D. Francisco Antonio Maciel, padre de los pobres, D. Manuel Diago, D. Faustino García y D. Miguel Antonio Vilardebó.
Por entonces llegó una carta de D. Santiago Liniers, capitán de navío y jefe que había sido de la ensenada de Barragán, ofreciéndose a reconquistar la capital, si le daban 500 hombres de tropas escogidas. La Junta de guerra oyó a Liniers, quien repitió lo que antes había dicho; pero aquélla continuó prestando todo su apoyo al gobernador de Montevideo. Nuevamente se reunió la Junta y esta vez con asistencia también de Liniers, tomándose el acuerdo de que éste, llevando como segundo al capitán de fragata D. Juan Gutiérrez de la Concha, se dirigiese a libertar a Buenos Aires, en tanto que Ruiz Huidobro permanecería en Montevideo para defender la ciudad. El 22 de julio de 1806 recibió Liniers la orden de marcha, y en ella se le decía lo siguiente: «Quedo muy satisfecho que los conocimientos militares de V. S., su celo por la religión, por el mejor servicio del Rey, y su amor a la patria, le proporcionarán la indecible satisfacción de libertar aquel pueblo de la opresión en que se encuentra afligido, y volverlo a la suave dominación de nuestro amado soberano, libertando por ese medio a todo el virreinato, expuesto a caer en igual desgracia, si subsistiendo el enemigo en la capital, recibe refuerzos como es de esperar.» El 23 desfilaron las tropas por el Portón de San Pedro (hoy calle de 25 de Mayo). A los cuatro días siguientes, aprovechando la obscuridad de la noche, salió la escuadrilla compuesta de cinco zumacas y 17 lanchas cañoneras, fondeando en Colonia el día 28. Entre tanto Liniers había llegado el 23 a Canalones, el 26 vadeó el Santa Lucía, el 27 llegó a Rosario y el 28 a Colonia, encontrándose con la flotilla que ya estaba allí. Al poco tiempo llegó a Colonia Puigrredón manifestando que no esperasen socorro alguno de Buenos Aires, a causa del desastre ya citado de Perdriel. Liniers respondió: «No importa; nosotros bastamos para vencer a los ingleses,» palabras que produjeron el mayor entusiasmo entre los circunstantes y que se repitieron después entre los soldados. El día 3 de[456] agosto las tropas se embarcaron en la escuadrilla, el 4 fondeaba el convoy dentro del puerto de las Conchas, y poco después desembarcó la tropa y la artillería. Dirigióse Liniers al general inglés, y en el oficio se hallan las siguientes palabras: «La justa estimación debida al valor de V. E., la generosidad de la nación española y el horror que inspira a la humanidad la destrucción de hombres, meros instrumentos de los que con justicia o sin ella emprenden la guerra, me estimulan a dirigir a V. E. este oficio, para que impuesto del peligro y sin recursos que se encuentra, me avise en el preciso término de quince minutos, si se halla dispuesto al partido desesperado de librar sus tropas a una total destrucción, o al de entregarse a la discreción de un enemigo generoso.» Beresford contestó: «que se defendería hasta el caso que lo indicase la prudencia»[626]. Comenzó Liniers el ataque ocupando la plaza del Retiro, no sin batir al mismo Beresford, quien perdió unos 30 hombres, entre ellos al capitán de su artillería. El día 11 Liniers, preocupado porque Popham se hallaba allí haciendo contínuas señales a la plaza, fingió un ataque a la escuadra enemiga. En seguida se decidió a atacar a Buenos Aires por tierra y por mar al mismo tiempo. El día 12, después de oir la opinión de Concha y de otros, Liniers se decidió a ordenar el avance inmediato de todo su ejército. Por todas partes se oían las palabras de ¡Avancen! ¡Avancen! y con entusiasmo loco se dirigían todos al sitio de mayor peligro. Las seis divisiones en que dividió el ejército, penetraron cada una de ellas por las calles de la Merced, Catedral (hoy San Martín), Torres, Cabildo, Santo Domingo y San Francisco, las cuales conducían a la Plaza Mayor. Llegaron a dicha plaza. Beresford, rodeado de los suyos, bajo el arco grande de la Recoba, dirigía las operaciones. Entonces D. Benito Chain, con las fuerzas de infantería que mandaba, se lanzó derecho al arco grande de la Recoba, mientras se retiraba el jefe inglés, que ya había perdido a su secretario Kennet, al teniente Michan y cinco oficiales gravemente heridos. Beresford entró en la fortaleza y considerándose vencido, mandó enarbolar la bandera de parlamento. Rindióse el general inglés a discreción, izándose en seguida la bandera de España en la fortaleza. Beresford se presentó a Liniers, quien, en vez de tomar la espada que le ofrecía el vencido, le abrió los brazos y le felicitó por su valerosa defensa. Veintidós días duró aquella gloriosa campaña militar: el 23 de julio de 1806 salieron las tropas españolas de Montevideo y el 12 de agosto rindieron sus armas los ingleses. Inmensa fué la alegría de Buenos Aires y muy especialmente la del cabildo. También se hallaba satisfecho Ruiz Huidobro; y el virrey[457] Sobremonte, desde Acevedo, felicitaba al cabildo por la parte que la corporación popular tuvo en la reconquista.
Poco tiempo duró la cordialidad entre vencedores y vencidos. Liniers, con una ligereza censurable, después de la rendición, puso su firma en el texto inglés de una capitulación antidatada, por la cual concedía el libre regreso a Inglaterra de Beresford y sus tropas. Arrepentido Liniers, al suscribir la versión española del documento, puso las palabras en cuanto puedo, antes de su firma. Provocó el asunto contestaciones escritas entre Liniers y Beresford, decidiéndose al fin que pasase el asunto al gobernador de Montevideo. Liniers, por enfermedad cierta o fingida, dejó el mando a Gutiérrez de la Concha el 29 de agosto. Además de la apelación indicada, llegó otra a Ruiz Huidobro de parte de Popham, el cual se quejaba de la conducta de Concha, pues—según el comodoro—el sucesor de Liniers, no respetando los pactos, había intimado a los transportes ingleses fondeados en las valizas de Buenos Aires el inmediato abandono de ellas. Ruiz Huidobro se puso al lado de los suyos y no de la justicia.
Otro asunto vino a echar leña al fuego de las discordias. Ruiz Huidobro y el cabildo de Montevideo, reclamaron, con fecha 22 de agosto, las trofeos arrebatados a los ingleses en la jornada del 12; pero Liniers y el cabildo de Buenos Aires, apoyados por la Real Audiencia y por la opinión de varios jefes y vecinos, acordaron por toda respuesta guardar silencio. Declaró el cabildo «que era una temeridad pretender arrogarse la gloria de una acción que ni aun hubieran intentado los de Montevideo, a no contar con la gente y auxilios que estaban dispuestos en Buenos Aires.» Resolvió cuestión tan enojosa el rey de España, expidiendo una Cédula, declarando que «atentas las circunstancias concurrentes en el Cabildo y Ayuntamiento de la ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo, y la constancia y amor acreditados al Real servicio de la reconquista de Buenos Aires, venía en concederle título de Muy fiel y reconquistadora; facultad para que usase de la distinción de maceros; y que al escudo de sus armas pudiese añadir las banderas inglesas, que apresó en dicha reconquista, con una corona de olivo sobre el Cerro, atravesada con otra de las Reales armas, palma y espada»[627].
Vencido y prisionero el ejército de Beresford, no respetada la capitulación, como pregonaban en todos los tonos los vencidos, era natural que Inglaterra hiciese un esfuerzo, no sólo por su interés comercial, sino para restablecer el crédito de sus armas.
Antes de narrar la segunda guerra del Uruguay contra los ingleses,[458] recordaremos que en Buenos Aires ocurrían sucesos importantes. Liniers era proclamado por las corporaciones civiles y por el pueblo jefe del ejército. Quiso oponerse el marqués de Sobremonte, cediendo al fin ante la voluntad general. No solamente aprobó el nombramiento militar de Liniers, sino delegó en la Audiencia el mando político. «De esta manera—escribe Bauzá—la ruina del régimen colonial, cuyas bases había socavado el cabildo de Montevideo con su declaración de 18 de julio, quedaba consumada de propio consentimiento, en la persona del que con razón apellidan sus compatriotas el último de los virreyes»[628].
Comprendiendo el marqués de Sobremonte que nada tenía que hacer en Buenos Aires, dispuso marchar a Montevideo, seguido de algunas fuerzas que le eran fieles. Llegó en los primeros días de octubre, cuando ya Ruiz Huidobro se había preparado convenientemente a la defensa. Grande contrariedad fué la presencia del virrey en aquellos momentos. Cuando hizo su primera salida por las calles, seguíanle grupos gritando ¡Abajo los traidores!, y cuando inspeccionó los trabajos de la ciudadela, los muchachos, en tono burlesco, exclamaban: ¡Avanza! ¡Avanza! Sordo a todos los clamores populares, anunció a Ruiz Huidobro que se encargaba de la defensa de la plaza. Huidobro, el cabildo y la población toda recibieron con gran disgusto la noticia; pero Popham amenazaba a la ciudad y era preciso ocuparse en asunto de transcendencia tanta. Comenzó el fuego el 28 de octubre entre los ingleses y las baterías de la ciudad, y, después de tres horas de combate, aquellos abandonaron el puerto y se dirigieron para Maldonado con el grueso de sus tropas y escuadra, dejando sólo algunos barcos que sostuvieran el bloqueo. El 29 llegó Popham a Maldonado, cuya escasa guarnición no pudo resistir el ataque de los enemigos, teniendo del mismo modo que capitular el día 30 la isla de Gorriti. Maldonado fué presa del más horroroso saqueo; no se respetaron las mujeres ni los lugares sagrados. Los archivos públicos fueron destrozados, destinándose buena cantidad de papel para hacer cartuchos. Hasta el hospital sufrió el saqueo. Nombrado gobernador el teniente coronel Vassal, del regimiento 38, renació la tranquilidad, que era el nuevo jefe hombre de tanto valor como prudencia. Conducta tan caballerosa se atrajo las simpatías de todos, siendo de sentir que en un cartel, pegado en los sitios públicos, afirmase que las creencias religiosas no serían nunca motivo de disidencias entre católicos y protestantes, puesto que en ambas religiones sólo existían diferencias de detalle. Los curas de Maldonado y de San Carlos arrancaron por su propia mano los carteles. El escándalo no pudo ser mayor, imponiéndose al cabo la prudencia.
[459] El 5 de enero de 1807, Sir Samuel Auchmuty, con sus soldados, arribó a Maldonado, y a Popham sucedió el almirante Sterling. Los nuevos jefes señalaron a Montevideo como punto objetivo de sus primeras operaciones. Si el cabildo de dicha ciudad envió dos comisionados a Buenos Aires a pedir auxilios, aquéllos nada adelantaron. El 14 de enero de 1807 se presentó delante de Montevideo Sir Samuel Auchmuty con 5.700 soldados veteranos, y cuya armada se componía de más de cien velas, entre navíos, fragatas, transportes y buques menores. La guarnición y el vecindario se dispusieron valerosamente a la lucha. El 15 el general inglés intimó la rendición de la plaza, contestando Sobremonte que todos los vasallos del rey de España estaban decididos a defender a Montevideo hasta perder su último aliento. El 16 se movió Auchmuty con rumbo al Buceo, donde se hallaba Sobremonte, quien no pudo oponerse al desembarco. El 17 continuaron los ingleses su desembarco y el 18 el virrey ordenó que sus avanzadas rompieran ligero fuego. El 19 Auchmuty, marchando en columnas paralelas, avanzaba con todas sus fuerzas, retirándose Sobremonte, quien hubo de mandar aviso a Ruiz Huidobro de que su ejército se había desbandado a los primeros tiros. El ejército, el cabildo y el pueblo todo clamaban para que Ruiz Huidobro se pusiese al frente de la guarnición. En efecto, el día 20 rompía su marcha contra los ingleses una división de 2.362 hombres, a las órdenes del brigadier D. Bernardo Lecocq, y como segundo jefe iba el teniente coronel D. Francisco Javier de Viana, demostrando el aspecto de las tropas, según Ruiz Huidobro «un denuedo, una confianza, un valor, capaz de causar envidia y lisonjear el mejor éxito de la empresa.» Los ingleses lucharon con acierto y bravura, hallándose admirablemente dirigidos por Auchmuty. Ruiz Huidobro, que desempeñó su papel y nada más, insistió en pedir tropas y toda clase de auxilios al cabildo y a la Audiencia de Buenos Aires, consiguiendo que esta vez oyese el cabildo la voz de la razón, acordando aprestar un contingente de 2.000 hombres, que al mando de Liniers pasaran a Montevideo. La vanguardia de Liniers zarpó el 24 de Buenos Aires y estaba mandada por el brigadier Arce. En tanto que Arce penetraba en Montevideo, Liniers, a la cabeza de 3.000 hombres, había fondeado el 30 de enero en la playa de San Francisco, al Norte de Colonia, anunciando desde allí al cabildo que en el término de cuatro días se hallaría en Montevideo. El 1.º de febrero rompió la marcha Liniers; pero el 3 dieron el asalto los ingleses por el costado del portón de San Juan. Aunque resistieron valerosamente los españoles, Ruiz Huidobro tuvo que pedir parlamento, y a las ocho de la mañana se izó la bandera inglesa en el baluarte principal de la ciudad. Cuando estas noticias llegaron a[460] oidos de Liniers, se retiró con sus tropas a Buenos Aires. Vencedores y vencidos tuvieron pérdidas sensibles. Durante tres días, los ingleses hacían prisioneros a todos los individuos que encontraban por las calles, fuese hombre o niño, conduciéndolos a bordo de sus barcos para después trasladarlos a Inglaterra. Si Liniers faltó a la capitulación que hizo con Beresford, justo era—cumpliéndose así la pena del Talión—que Auchmuty hiciera lo mismo con Ruiz Huidobro. Entre los prisioneros que debían ser conducidos a Inglaterra se hallaba el teniente Rondeau, que tiempo adelante ganó gloria inmortal en los campos de batalla. Auchmuty, norteamericano de origen, aunque enemigo de la causa de la independencia de su país, usó moderadamente de la victoria.
Por aquellos tiempos se publicó un periódico, el primero que viera la luz en el país, con el nombre de La Estrella del Sur, cuyo objeto principal era explicar la conveniencia de sacudir el yugo español. Comparaba la grandeza de Inglaterra con la decadencia de España y el sistema liberal de la administración inglesa en sus colonias con el sistema reaccionario de la española en las suyas. Demostraba cómo pueblos que profesaban distintas religiones, lengua y costumbres, vivían tranquilos y felices bajo la dominación de la Gran Bretaña, siendo de notar que aun los mismos ingleses estaban divididos en católicos y protestantes, lo cual no impedía que todos fuesen felices bajo las mismas leyes civiles. Llenóse el Uruguay de mercaderías inglesas y en la comparación entre aquéllas y las españolas, la ventaja era de las primeras. Además de la publicación periodística y del comercio, no olvidó Auchmuty la conquista, y con este objeto ocupó a Canalones, San José y Colonia.
Considerando el citado jefe que pronto iba a llegar el general Whitelocke, quien echaría mano de todas las fuerzas disponibles para apoderarse de Buenos Aires, organizó una milicia, la cual haría todos los servicios que antes las tropas regulares.
Sin embargo de la excelente política de Auchmuty, se sentían síntomas de resistencia en todo el país contra los ingleses, bien que los alentaba desde Buenos Aires el gobernador Liniers. Descubrióse la conspiración, en la que entraban muchos vecinos de Montevideo. Presos los reos y condenados a muerte, fueron perdonados generosamente por Auchmuty.
Vino de España con el cargo de comandante general D. Francisco Javier Elío, y aunque su primer pensamiento fué apoderarse de Colonia, su torpeza hizo que se malograse una empresa que se creía segura. Al mismo tiempo llegaba a Montevideo el general Whitelocke (10 mayo 1807) y el 11 se hizo reconocer jefe de todas las fuerzas británicas. El[461] 28 de junio desembarcó Whitelocke en la ensenada de Barragán, distante de Buenos Aires más de 60 kilómetros. Pensaba el general inglés que el general Liniers sería como el pusilánime y necio Sobremonte. No era así, y la conquista realizada fácilmente por Beresford, era a la sazón sumamente difícil. El 2 de julio se dejó ver Whitelocke por las avanzadas de la ciudad de Buenos Aires, y el 3 intimó la rendición del enemigo. El 5 derrotaron completamente los nuestros a los ingleses y el 6 aceptó dicho general las proposiciones de paz dictadas por Liniers. Se embarcaron el 17 de julio las tropas inglesas. Según lo dispuesto en las proposiciones de paz, el 7 de septiembre, dos meses después de firmada la capitulación, habían de evacuar los ingleses todos los puntos que dominaban en el Uruguay y, por consiguiente, Montevideo. Para sustituir a Ruiz Huidobro, prisionero en Inglaterra, nombró Liniers gobernador interino a Elío.
Si a primera vista parece que España salió vencedora e Inglaterra derrotada, no fué así. Los ingleses arrojaron en ambas márgenes del Plata el espíritu de independencia, la libertad de comercio y la tolerancia religiosa. Enseñaron los ingleses una verdad de importancia inmensa, cual fué que los habitantes de aquellos países eran aptos, como los españoles, para todos los cargos públicos. La Corte confirmó el nombramiento de Elío como gobernador de Montevideo, y Liniers hubo de llegar por la defensa de Buenos Aires a la cima de la gloria. Sin embargo, el malestar era general. La semilla que los ingleses habían arrojado al suelo producirá sus frutos. La independencia de los países del Río de la Plata estaba próxima.
Acerca de la toma de Buenos Aires por los ingleses, trasladaremos aquí las palabras del eminente historiador Gervinus: «Popham se apoderó de la ciudad de Buenos Aires por sorpresa el 27 de julio de 1806. La indignación que desde luego provocó en el seno del Gabinete inglés este acto arbitrario de Popham, fué sofocada por el gozo que produjeron los informes entusiásticos del almirante, que extraviaron a todo el comercio, engañando también al gobierno, y arrastrándole a aceptar estas veleidades de conquista. Los miembros reflexivos del Gabinete se vieron muy embarazados al saber el éxito obtenido en el Río de la Plata»[629]. La empresa de Popham no pudo ser más torpe. Se atrajo el odio de España, no influyó para disminuir el poder de Napoleón y recargó con gastos enormes el presupuesto de Inglaterra. Como fin de la jornada, un aventurero arrojó con un puñado de gente a los ingleses conquistadores de Buenos Aires.
No debían andar bien las cosas políticas en Buenos Aires, cuando[462] el obispo de la citada población hubo de escribir (29 mayo 1807) al príncipe de la Paz manifestándole la necesidad de un virrey con tropas veteranas para defenderse de una segunda invasión inglesa que amenazaba[630]. Luego, cambiaron de tal modo las cosas, que se acordó (7 julio 1807) un tratado definitivo entre el general en jefe de las tropas británicas y el general en jefe de las españolas[631]. El virrey interino Liniers escribió a Godoy, diciéndole que no aspiraba al mando del virreinato, deseando únicamente se le concediera el empleo de inspector general de los ramos de ingenieros, artillería, infantería, caballería y marina, en toda la América del Sur[632]. Aplausos mereció la política de Liniers en Buenos Aires al comienzo de su mando. Su gobernación fué justa y su fidelidad por Fernando VII parecía cierta, aunque algunos sospechaban de sus inclinaciones a Francia.
Acerca de la gobernación de Tucumán no debemos olvidar que fué creada por el conde de Nieva, virrey del Perú, y confirmada por Real cédula (1563) que la declaró independiente de Chile. Entre los gobernadores más notables citaremos a D. Juan Ramírez de Velasco (1586-1593), fundador de Jujuí de Rioja, en el país de los diaguitas, y de Madrid, en la confluencia de los ríos Salado y de las Piedras. Su sucesor D. Hernando de Zárate puso en defensa la ciudad de Buenos Aires—que a la sazón no formaba gobierno independiente—contra el pirata inglés Hawkins; también peleó con los indígenas. En los comienzos del siglo xvii D. Alonso de Ribera fundó un pueblo al que dió su nombre e hizo uno que llamó Talavera de Madrid, de los dos que se denominaban Madrid y Esteco. Floreció por entonces en Santiago del Estero su obispo Fray Fernando Trejo, fundador de un Seminario Conciliar en Córdoba. Durante los gobiernos de D. Nicolás de Arredondo (1789-1795), prosiguió los trabajos, encomendados a D. Félix de Azara, D. Diego de Alvear y otros hombres eminentes, para señalar los límites con las posesiones de Portugal, quedando sin realizar la demarcación entre los ríos Uruguay y Guazú por falta de conformidad.
Gobierno del Paraguay y del Uruguay.—Cédula de Felipe III.—Gobierno de Frías.—Gobernadores más importantes.—Reducciones de los jesuítas.—Depredaciones de los indios.—Decadencia del gobierno.—Reyes Balmaceda.—Revoluciones, guerra con los indios y expulsión de los jesuítas.—Fundación de poblaciones.—Gobierno del Uruguay.—Españoles y portugueses en el país.—Consecuencias de la permuta de la Colonia del Sacramento por otras colonias.—Viana, gobernador de Montevideo y oposición de los jesuítas.—Los indígenas.—Campaña de Ceballos, jefe del gobierno de la Plata, contra los portugueses: tratado de 1763.—Gobierno de la Rosa y expulsión de los jesuítas.—El gaucho.—Expedición de Sampayo.—El cabildo.—Gobiernos de Viana y del Pino, de Tejada y de Olaguer Feliú: reformas.—Bustamante y Ruiz Huidobro.—El cabildo.—Los charrúas.—Calamidades en el país.
Ya se dijo en su lugar respectivo que comprendiendo Felipe II que el gobierno del Paraguay era demasiado extenso para ser regido por un sólo jefe, mediante una Cédula del 16 de diciembre de 1617 creó dos gobiernos: el del Río de la Plata (Buenos Aires, Santa Fe, San Juan de Vera y Concepción del Bermejo), y el del Guairá o Paraguay (Asunción, Ciudad Real, Villa Rica y Jerez).
Continuó de gobernador en el Paraguay el ya citado Manuel Frías (1620-1626), quien empeñado en no vivir en compañía de su mujer doña Leonor Martel de Guzmán, hija de Ruiz Díaz de Melgarejo, se atrajo las censuras de Torres, obispo de la Asunción; pero la Audiencia de Charcas falló el pleito en favor del gobernador, que falleció en Salta cuando iba a ocupar de nuevo el mando. Sucedióle Diego de Rego (1626-1631), que nada hizo digno de contarse. Ejemplo de malos gobernantes fué Luis Céspedes García Xaria, acusado tal vez con motivo de andar en tratos con los indios brasileños (tupíes y mamelucos), para reducir a la esclavitud a guaraníes y venderlos en la provincia de Río Janeiro. La Audiencia de Charcas le puso preso (1631) y le condenó a pagar la multa de 12.000 pesos, quedando destituído. A Martín Ledesma Valde[464]rrama sucedió Pedro de Lugo y Navarro, que comenzó a gobernar el año 1636: en guerra con los mamelucos y tupíes, abandonó sus tropas, las cuales alcanzaron sin embargo una gran victoria. Llamado a España, murió en el viaje. Gregorio de Henestrosa, natural de Chile, que se encargó del gobierno el año 1641, y de quien se cuenta que se vió obligado a expulsar del Paraguay al obispo Fray Bernardino de Cárdenas, enemigo declarado de los jesuítas. Luego, el dicho prelado consiguió, no sólo volver a la Asunción, sino ser nombrado gobernador, haciendo entonces cerrar el Colegio de la Compañía y expulsar de la ciudad a los hijos de Loyola. Destituído el prelado por la Audiencia de Charcas y después de los breves gobiernos de Diego de Escobar Osorio y de Sebastián de León y Zárate, en cuyo tiempo volvieron los jesuítas, fué nombrado Andrés Garavito de León (1650), natural de Lima, sabio legista, que venció con auxilio de los guaraníes a los mamelucos y guaicurúes. Cristóbal de Garay y Saavedra (1653-1656), nieto del famoso Juan de Garay, fué nombrado gobernador.
En su lugar respectivo haremos detenida relación de las Reducciones de los jesuítas en el Perú, Buenos Aires, Uruguay, Brasil y en particular en el Paraguay. El gobernador Juan Blazquez Valverde (1656-1659), fué defensor de los hijos de Loyola. Respecto a las depredaciones de algunas tribus no tuvo energía para contenerlas. Por el contrario, Alonso Sarmiento de Sotomayor y Figueroa (1659-1663), puso una barrera a las invasiones de los indios enemigos. Como se levantasen las tribus del Norte del Paraguay, sufrieron severo castigo y los jefes fueron ajusticiados. También contuvo a los guaraníes y payaguáes, que continuaban sus depredaciones. Juan Diez de Andino (1663-1671), siguió la guerra con algunas tribus, y don Felipe Rego Corbalán no pudo contener las invasiones de los mamelucos ni las tropelías de los guaicurúes en Atirá. Gobernó el cabildo juntamente con el licenciado Diego Ibáñez de Faría (1676-1684), después Antonio de Vera Múgica y en seguida Alonso Fernández Marcial, no ocurriendo hechos dignos de especial mención. En tiempo de Francisco de Monforte (1691) se comenzó a construir la catedral de la Asunción, cuya obra se terminó a los tres años, esto es, el 1693. Tan odioso se hizo don Sebastián Felix de Mendiola (1691-1696), que los paraguayos le redujeron a prisión y le mandaron con grillos a Buenos Aires. Apenas hay noticias de Juan Rodríguez Cota (1696-1702), Antonio de Escobar y Gutiérrez (1702-1706), Baltasar García Ros (1706-1707) y Manuel de Robles Lorenzana (1707-1713); pero de Juan Gregorio Bazán de Pedraza (1713-1717), debemos decir que dió comienzo a dos poblaciones: una en el valle de Guarmipitán y otra en Curuguati; la primera para contener a los[465] guaicurúes y la segunda a los mamelucos. A Antonio Victoria sucedió Diego de los Reyes Balmaceda (1721-1725). En la historia del Paraguay se señala por su importancia el gobierno de Balmaceda, pues aquel país fué teatro del primer acto de independencia. Acusado Balmaceda de varios delitos, la Audiencia de Charcas nombró juez pesquisidor a José de Antequera, natural de Lima. De las pesquisas hechas resultó culpable el gobernador, siendo nombrado el mismo Antequera por el virrey de Lima para reemplazarle; pero Diego de los Reyes, que contaba con el poderoso apoyo de los jesuítas, logró que el citado virrey le devolviese el gobierno. Ni Antequera ni el cabildo obedecieron la orden. Balmaceda se refugió en el territorio de Corrientes, donde gozaba de las simpatías de los indios de las misiones. Vióse obligado el virrey del Perú a enviar tropas contra Antequera, quien tuvo que huir. A Balmaceda sucedió en 1725 Martín de Barna. En su tiempo, Fernando Mompó, de acuerdo con Antequera, pretendió insurreccionar el país, intitulándose presidente de la provincia del Paraguay. Al gobierno de Ignacio de Soroeta (1730) sucedió la Junta gubernativa presidida por José Luis Barreiro, después Manuel de Garay, luego Antonio Ruiz de Orellano, en seguida Cristóbal Domínguez de Obelar, y últimamente Isidoro Mirones y Benavente. Nombrado por la corte de España Manuel Agustín de Ruiloba (1733), fué muerto en Guayaibití en un combate contra los comuneros. Juan Caballero de Añosco (1733) nada hizo de particular y le sucedió en el citado año el obispo Fray Juan de Arregui, quien pronto se arrepintió de haber aceptado y se retiró a Buenos Aires, dejando el gobierno a Cristóbal Domínguez de Obelar (segunda vez). Ante el desorden que reinaba en el Estado, Bruno Mauricio de Zabala, se encargó de restablecer la paz en el Paraguay y al frente de 6.000 indios atacó a los rebeldes y les venció, pasando por las armas a los jefes y entrando en la Asunción (junio de 1735). Así terminó la revolución de los comuneros. Martín José de Echaurri (1735-1741) restableció la tranquilidad en el país; Rafael de la Moneda (1741-1747) fundó al norte la villa de Emboscada con 6.000 negros y mulatos libres y sometió a los payaguaes obligándoles a establecerse cerca de la Asunción; Marcos José de Larrazabal (1747-1750) derrotó a los abipones; Jaime Sanjust (1750-1761) fomentó el cultivo del tabaco y José Martínez Fontes (1761-1762) hizo la paz con los abipones y con ellos fundó en el Chaco la Reducción del Timbó. A Fulgencio Yegros y Ledesma (1762-1766), le sucedió Carlos Morphi (1766-1772), bajo cuyo gobierno fueron expulsados los hijos de Loyola, pasando las misiones a cargo de los frailes dominicos, franciscanos y mercenarios. Desde entonces las misiones fueron decayendo, si bien por otro lado se aumen[466]tó la industria, pues bajo el gobierno de Morphi se fundaron los pueblos de Carimbatay, Ibicuí, Pirayú, Carayaó y Caacupé, aumentando también el número de habitantes de la capital.
Consignaremos de igual manera que durante el gobierno de Agustín Fernández de Pinedo (1772-1778) se fundaron otras poblaciones y se creó el virreinato de Río de la Plata, del cual fué el Paraguay una de sus intendencias. El primer gobernador de la intendencia se llamaba Pedro Melo de Portugal (1778-1785) y en su tiempo se echaron los cimientos de Humaitá, Curupaity, Arroyos y Esteros, Ibitimí y otros, con las importantes villas del Pilar, del Rosario y de San Pedro. Recordaremos que en 1783 se fundó el Colegio Real y Seminario de San Carlos, aumentando de un modo considerable la industria. Aumentó el ganado vacuno, lanar y caballar, se plantaron muchos árboles, se explotaron los prados, se cultivó el algodón y adquirió importancia la fabricación de la miel. Abriéronse caminos y los montes dieron maderas de construcción en abundancia.
Joaquín Alós y Brú (1785-1796) continuó el impulso dado por su antecesor a la colonia y se opuso al avance de los portugueses. Lázaro de Rivera y Espinosa de los Monteros (1796-1806) decretó un censo de población, resultando que en el primer año de su gobierno había en el país 97.480 habitantes. Declaróse (1803)—lo cual será siempre un timbre de gloria—la igualdad de derechos entre los indios y los criollos.
Durante el siglo xvi y parte del xvii los españoles apenas hicieron caso de los indígenas del Uruguay. En lucha los chanaes con los charrúas, aquéllos solicitaron la ayuda de D. Diego de Góngora, gobernador de Buenos Aires, quien se limitó a enviarles algunos misioneros (1622). Tres años después el gobernador D. Francisco de Céspedes mandó al Padre Bernardo de Guzmán y a otros dos franciscanos, para que fundasen varias Reducciones. Conocido entonces por los españoles de Buenos Aires la fértil tierra y el benigno clima del Uruguay, comenzaron a criar ganados, sacando también de allí maderas de construcción y para combustibles. Cada vez más encariñados los españoles con la Banda Oriental, cuando vieron a los portugueses avanzar hacia el Río de la Plata, se decidieron a ocuparla de una manera definitiva, pues hasta últimos del siglo xvii había sido habitada únicamente por indígenas. El Uruguay fué la manzana de la discordia arrojada a españoles y portugueses. D. Manuel Lobo, gobernador del Brasil, al frente de algunas tropas con su correspondiente artillería, se presentó (1679) en la costa Oriental, fundando una población, frente a la isla de San Gabriel, que llamó Colonia del Sacramento. Protestó de ello D. José Garro,[467] gobernador de Buenos Aires, e intentó arreglar el asunto mediante negociaciones pacíficas; pero todo fué en vano y no hubo más remedio que echar mano a las armas. Mandó Garro a Vera Mújica, maestre de campo, con 300 españoles y 3.000 guaraníes, para que desalojara a los brasileños de la Colonia del Sacramento. Después de tenaz lucha fueron arrojados los brasileños, comenzando las reclamaciones diplomáticas entre las cortes de España y Portugal, cuyo resultado fué que Carlos II devolvió la Colonia, aunque en calidad de depósito. Muchos perjuicios causó a España la citada devolución, por cuanto dicha Colonia se constituyó en foco de contrabando. Pasado algún tiempo, Portugal se declaró en contra de Felipe V de Borbón, lo cual fué motivo para que el general García Ros marchase de Buenos Aires al frente de 13 compañías y 4.000 guaraníes para apoderarse de la codiciada posesión. El territorio que tanta sangre había costado conquistarle, se perdió a los diez años, pues fué devuelto a Portugal, según una cláusula del tratado de Utrech celebrado el 1715.
Ya sabemos que después de Zabala y de Salcedo, gobernadores de Buenos Aires, aumentó la importancia de la Colonia del Sacramento.
Aunque don José Joaquín de Viana recibió su título (22 diciembre 1749) creándole gobernador de Montevideo y coronel de los ejércitos reales, hasta el 14 de marzo de 1751 no tomó posesión de su destino. En seguida comenzó el sargento mayor D. Manuel Domínguez, al frente de 220 hombres, la campaña contra los charrúas, consiguiendo derrotarles completamente.
Pero lo más interesante por entonces y en cuyo asunto se hallaban fijas las miradas, era el tratado de límites concluído con los portugueses. Conviene recordar lo que se dijo en el capítulo XXVII acerca del cambio de las siete misiones españolas con la portuguesa Colonia del Sacramento. Para llevar a feliz término el dicho tratado de límites, llegó al puerto de Montevideo la comisión nombrada por el gobierno español (27 enero 1752), y de la cual formaba parte el marqués de Valdelirios. Tenía interés en resolver pronto y bien el asunto, porque él había nacido en Huamanga (Perú), era miembro del Consejo de Indias y gozaba fama de hábil y enérgico. Después de varias consultas y pareceres, habiendo leído la exposición del obispo de Tucumán, del gobernador del Paraguay Sant Just, del provincial de los jesuítas Padre Barreda y de los Padres Altamirano y Córdova, se decidió a hacer la nueva designación de límites, entregando las misiones a los portugueses y recibiendo en cambio la colonia. Pesaba en el ánimo del marqués de Valdelirios la opinión de D. José de Andonaegui, gobernador de Buenos Aires. Todos los jesuítas, como un solo hombre, combatieron las[468] medidas tomadas por Valdelirios. Sin embargo, después de tres meses de conferencias se eligieron los sitios adonde habían de trasladarse las Reducciones. A la Reducción de San Luis se le señaló un sitio entre la laguna Iberá y el río Santa Lucía; a la de San Lorenzo una isla grande en el Paraná; a la de San Miguel terrenos al Sudeste sobre el río Negro; a la de San Juan un trozo de tierra insalubre que lindaba con el pantano de Neembucú; á la de San Angel terrenos al Norte de la Reducción de Corpus; a la de San Francisco de Borja terrenos sobre el Sur del Queguay en jurisdicción de los charrúas, y a la de San Nicolás tierras sobre una curva del Paraná entre Itapua y Trinidad. El Padre Altamirano recibió el encargo de dar prisa para que la traslación se verificase cuanto antes, entregando al mismo tiempo a los jesuítas, para obviar dificultades, la cantidad de 28.000 pesos[633]. Era evidente que los nuevos terrenos designados a los indígenas eran inferiores a los que habitaban primeramente, así que se quejaban con razón guaranís y jesuítas. Valdelirios, considerando ya terminado el objeto principal de su cometido, marchó a avistarse con el comisario portugués, que era Gomes Freire de Andrade, después conde de Bobadela. Se puso en marcha, camino de Maldonado, y en las inmediaciones del Cerro de Navarro se abrieron las conferencias, que terminaron con la mayor alegría. Hubo bailes y serenatas. Sin embargo, mientras se verificaba el arreglo de la demarcación y el Padre Altamirano intentaba convencer a los pueblos de la conveniencia de transmigrarse, se alzaron en rebelión las Reducciones de San Luis y de San Nicolás, siguiendo después las otras, excepción sólo de la de San Lorenzo, cuyos habitantes ocuparon la isla que se les dió sobre el Paraná, edificando una iglesia y otros edificios públicos.
Daba prisa Gomes Freire para que pronto se arreglase el asunto, instaba Valdelirios al Padre Altamirano, y el Padre Altamirano no dejaba en paz a los curas doctrineros; pero todo en vano. Tanta oposición encontró el citado Padre, y tantas calumnias se levantaron contra él, que perseguido y fugitivo marchó a Buenos Aires.
Decidido a todo Valdelirios pidió a la Iglesia que lanzase sus rayos sobre la cabeza de los contumaces, y así lo hizo el obispo de Buenos Aires, «privándose—escribe Bauzá—a sus moradores hasta de los sacramentos del bautismo y extremaunción, que es discutible si tenía facultad de negarles aquel prelado»[634]. Decían los españoles que el Rey tenía derecho a disponer de sus territorios, y los indígenas contesta[469]ban que era una iniquidad entregarles a los portugueses, hallándose decididos a no consentirlo. La impresión que causó en los portugueses la resistencia la expresó perfectamente el bardo de esta triste epopeya, cuando dijo:
En una conferencia celebrada en Buenos Aires, a la que asistieron Andonaegui, Valdelirios y demás comisarios con el Padre Altamirano, se acordó, a instancia del religioso, que se hiciera salir de los pueblos a los curas doctrineros, a los cuales, dado el cariño que les profesaban, seguirían los indígenas. No pudo realizarse el acuerdo anterior porque los indios no dejaron salir a los curas.
Acordóse apelar a las armas. No quedaba otro camino. Andonaegui reunió sus fuerzas, y con el auxilio de Gomes Freire se dispuso a combatir a los desobedientes indígenas. Pelearon en Daymán, perdiendo los indígenas 230 hombres y 72 prisioneros, hallándose entre los últimos el cacique Rafael, que—según Andonaegui—«era grandísimo pícaro y uno de los movedores de los pueblos.» Cartas de Valdelirios, tan poco prudentes como oficiosas, dirigidas a Andonaegui, obligaron a dicho general a emprender la retirada. También el general portugués Gomes Freire, después de combatir sin descanso un día y otro día, pidió un armisticio, que se firmó el 18 de Noviembre de 1754, y cuyas cláusulas fueron las siguientes: «1.ª Que ni una ni otra parte se harían daño hasta tanto que se diese la última y definitiva sentencia por los reyes de España y Portugal, acerca de las quejas dadas y perdón de los indios, o hasta tanto que el ejército español no volviese otra vez a campaña. 2.ª Que ambas partes se volverían a sus tierras, y que ni una ni otra nación pasaría el río Grande. 3.ª Que los indios serían cautivos si pasasen el río yendo a las tierras de los portugueses, y mútuamente los portugueses lo serían de los indios si ellos intentaren pasar á sus tierras»[636]. Valdelirios y los suyos lamentaban aquel pacto, al paso que los jesuítas, llenos de alegría, se creían invencibles. Enemigos y amigos del tratado fueron sorprendidos por la noticia de la muerte del ministro Carvajal, principal autor del presente estado de cosas. Si los primeros creían que Dios castigaba con la muerte al incrédulo Carvajal, los segundos presentían grandes calamidades por el triunfo de[470] los hijos de Loyola. Andonaegui considerábase vencido, no por el poder de los indígenas, sino por los rigores de la estación y la escasez de víveres. Por su parte, Fernando VI hubo de declarar que creía a los jesuítas autores de la insurrección de los indígenas y llegó a despedir a su confesor, que era jesuíta.
Iba otra vez a comenzar la guerra, encargándose de dirigirla el gobernador de Buenos Aires, Andonaegui, llevando por segundo jefe a Viana, gobernador de Montevideo. Vino a entorpecer los comienzos de la guerra una cuestión enojosa entre Viana y el cabildo. Habiendo nombrado Viana como teniente general suyo a D. Pedro León de Romero y Soto, se opuso a ello el cabildo en tanto que el agraciado no prestase las fianzas correspondientes, ni presentara la aprobación de la Real Audiencia del distrito. Molestado Viana por la oposición, hubo de dirigirse al cabildo en forma destemplada e injusta en un oficio, llegando a reducir a prisión al alguacil mayor. Arregladas al fin las cosas, comenzó la campaña dirigida por Andonaegui, Viana y Gomes Freire. El 6 de febrero se presentaron los indios deseosos de reñir con sus enemigos. Atacóles Viana, logrando una victoria: entre los mulatos, estaba el cacique Sepee, general en jefe de los sublevados. A Sepee sucedió Nicolás Ñanguirú, hombre tan bueno como rudo. Los españoles, enemigos de los jesuítas, propalaron la especie calumniosa de que se intituló Nicolás I, rey del Paraguay y emperador de los mamelucos. Ni Rey, ni Emperador pretendió nunca ser el antiguo y rudo pastor; cuya única habilidad—según refieren los cronistas—fué tocar el violín. Atacaron españoles y portugueses a los indios (10 febrero 1756) que ocupaban la cima del cerro Kaibaté, armados de flechas y de hondas. Las pérdidas de los aliados fueron cuatro muertos y 40 heridos, incluyendo dentro de los últimos a Andonaegui entre los españoles y al coronel Osorio entre los portugueses. Los indígenas tuvieron 1.511 muertos y 154 prisioneros, perteneciendo casi todos a las Reducciones del Uruguay. Continuó su camino el ejército aliado, y cuéntase que al llegar Viana a San Miguel, de cuya población no tenía idea alguna, hubo de exclamar en voz alta: «¿Y éste es uno de los pueblos que nos mandan entregar a los portugueses? Loca debe estar la gente de Madrid para deshacerse de una población que no tiene rival en ninguna de las del Paraguay.» Se entregaron los indígenas de San Miguel, después los de San Juan, y en seguida los de San Lorenzo. Por cierto que Henis, uno de los Padres que fueron presos en la última población, hubo de decir a Viana: «Al Rey no le han costado nada estos pueblos; somos nosotros quienes los hemos conquistado con el Santo Cristo en la mano. S. M. no puede entregarlos a los portugueses, y si yo estuviera en la corte, le informaría de modo que tal[471] entrega no había de verificarse»[637]. Si indígenas y jesuítas transigían con los españoles, odiaban a muerte a Gomes Freire y a los portugueses. Comenzó la marcha de los emigrantes. Dejaban hermosos pueblos por tierras insalubres y mortíferas. No hubo compasión para los pobres indios. Hallándose Viana en el paraje denominado el Salto, donde había de esperar a Valdelirios, echó los cimientos de una ciudad que tomó el nombre de dicho paraje (noviembre de 1756). Llegó a Buenos Aires don Pedro de Ceballos, que venía de España a sustituir a Andonaegui, e inmediatamente se dirigió a San Francisco de Borja, donde recibió a muchos caciques y pueblo; Valdelirios pasó a San Nicolás; Viana se puso al frente de su gobierno de Montevideo, y Andonaegui se preparó a marchar a España. Aunque ofrecía Gomes Freire que todo se hallaría arreglado en el siguiente año, el estado de las cortes de Portugal y España fué causa del aplazamiento de la cuestión de límites. En Portugal se hallaba arruinado el Tesoro público, contribuyendo a ello los gastos de la expedición de misiones, y también el terremoto que destruyó gran parte de Lisboa. En España todo se hallaba paralizado por la muerte de la reina Bárbara y la enfermedad de Fernando VI. En el año 1759 marchó Gomes Freire a Janeiro, dejando por apoderado suyo a don Custodio de Saá y Faría. Tiempo adelante y después de siete años de tratos, disgustos y guerras, los negociadores rompieron toda clase de compromisos, y las cosas volvieron a su primitivo estado.
Es cierto que los jesuítas se opusieron al tratado de Madrid; pero también es cierto que la entrega de las misiones uruguayas, si perjudicaba a los jesuítas, no perjudicaba menos a los indígenas y a la monarquía española. Así lo creía D. Carlos, rey de las Dos Sicilias, y luego rey de España con el nombre de Carlos III, debiéndose advertir que el citado monarca era enemigo de la Compañía de Jesús. Si provocaron los jesuítas el alzamiento de unas cuantas misiones, como afirman algunos, ¿por qué no las sublevaron todas, en cuyo caso hubieran puesto en un verdadero conflicto a España y Portugal juntos?
El marqués de Valdelirios, terminada la guerra, se dedicó a restañar las heridas del país. Levantó fortalezas para prevenir las invasiones de los indios bravos; fundó la ciudad de Maldonado; aumentó y embelleció a Montevideo. Al subir al trono Carlos III, uno de sus primeros hechos fué obtener de Portugal la anulación del tratado de Madrid, lo cual se consiguió mediante un convenio firmado en El Pardo (12 febrero 1761) entre los plenipotenciarios de ambas Coronas. Cuando los portugueses tuvieron noticia del ajuste, ni tardos ni perezosos, ocuparon terrenos en las fronteras del Uruguay, llevándose al interior del[472] Brasil muchas familias indígenas pertenecientes a las Reducciones uruguayas, algo así como con visos de esclavitud. También Ceballos, correspondiendo a la actividad de los portugueses, se dirigió a Gomes Freire, pidiéndole, ya la devolución de los terrenos detentados, ya el libre regreso a sus hogares de las familias que se habían llevado. Sordo se hizo Gomes Freire lo mismo a la primera comunicación que a otras posteriores, llegando a tal punto su deseo de molestar a España que, entrado el año 1762 hizo levantar una fortaleza que denominó de Santa Teresa, en territorio de Maldonado, sin disputa alguna perteneciente a nuestra nación. La cuestión iba a decidirse por las armas y a la guerra se preparó Ceballos. Ya España, en virtud del Pacto de familia, había roto sus relaciones con Inglaterra y casi también con Portugal, dada la alianza y amistad entre estas últimas naciones. Ceballos recibió órdenes terminantes del gobierno español para que reivindicase los terrenos usurpados por el Brasil e inmediatamente hizo levantar una batería de 7 cañones enfrente de la enemiga ciudad de Colonia. A la carta que dirigió Fonseca, oficial que mandaba la guarnición de Colonia, a Ceballos preguntándole qué se proponía con los trabajos de fortificación que estaba haciendo, respondió el general español «que cada uno en su casa podía hacer lo que le pareciese.» Después de una segunda reconvención de Fonseca, que no obtuvo respuesta, comenzó el fuego en la noche del 5 de octubre y que siguió en los días sucesivos, hasta que el 2 de noviembre salían los portugueses con los honores de la guerra y entraba Ceballos en Colonia. En tanto que se obtenía victoria tan gloriosa, una división portuguesa de 500 hombres amenazaba desde el Chuy a Maldonado y una escuadra anglo-portuguesa, compuesta de 11 naves, bajo las órdenes de M. Macnamara, bombardeaba las costas del Río de la Plata y se presentaba de improviso frente a Colonia (6 enero 1763). Ceballos, enfermo como estaba, se lanzó a la pelea, y, entusiasmando a los soldados, logró que una bala de la plaza incendiase el navío Lord Clive, que montaba Macnamara, muriendo la mayor parte de la tripulación y el mismo almirante. Dícese que cuando Gomes Freire supo la muerte de Macnamara y que se había perdido en las Indias occidentales el navío que llevaba el nombre glorioso del gran conquistador inglés en las orientales, murió de pena. Por su parte Ceballos dirigió un oficio a Viana, que terminaba del siguiente modo: «Hemos palpado nuevamente la especial protección con que Dios milita por nosotros, y por lo mismo debemos dar a su Divina Majestad las gracias, a cuyo efecto dispondrá V. S. se cante el Te Deum en la iglesia matriz de esa plaza, con la solemnidad y concurrencia que en semejantes casos[473] se acostumbra»[638]. Ceballos salió de Colonia el 19 de marzo (1763) al frente de 300 dragones, camino de Maldonado, cuyo trayecto de 80 leguas recorrió en diez días. Organizó las fuerzas y el 8 de abril salió de la plaza, y a los siete días de marcha, llegó al arroyo de Castillosgrandes, donde descansó un día, franqueando el penoso albardón de tres leguas, a cuyo extremo se halla el fuerte de Santa Teresa, guarnecido por 1.500 hombres y 13 cañones, al mando del coronel D. Luis Tomás Osorio. El 18 por la mañana comenzó el ataque y al llegar la noche desertaron del fuerte 1.200 portugueses, teniendo que rendirse Osorio el 19 con 25 oficiales y 280 dragones.
Ocupado Santa Teresa, dispuso el general que tres cuerpos de ejército persiguiesen a los fugitivos, los cuales se desbandaron en todas direcciones, cayendo muchos prisioneros y entregándose el fuerte de San Miguel y el pueblo de Río Grande. Recogiéronse cañones, morteros, bombas, balas y mucha cantidad de pólvora en Santa Teresa, San Miguel y Río Grande. Vino a añadir una página de buen político a su historia militar la fundación que con el nombre de San Carlos (en honor del Soberano reinante), hizo Ceballos en el sitio que llamaban Maldonado chico (1762). Cuando la fortuna no se separaba de Ceballos, vino a cortar la carrera de sus glorias el tratado de París (10 febrero 1763), en que Inglaterra, Francia y Hannover ponían fin a la guerra conocida con el nombre de los Siete años. Francia dió a España la Luisiana como indemnización de las Floridas, cedidas por nuestra nación a Inglaterra en cambio de Cuba y Filipinas. Los portugueses recobraban la Colonia, que se les entregó el 24 de diciembre del mismo año, quedando los españoles en posesión de Río Grande y de todos los fuertes conquistados, haciendo valer por ello el tratado de Tordesillas. Como dice muy bien Bauzá, mostraron habilidad los portugueses e ineptitud los españoles, cuando aquéllos, fuera como fuese la suerte de las armas, consiguieron conservar siempre la Colonia del Sacramento[639].
El coronel graduado, teniente coronel del regimiento de Galicia, don Agustín de la Rosa Queipo de Llano, llegó a Montevideo (abril de 1764) y tomó posesión del mando el 8 del mismo mes. Una de las primeras medidas fué contener las demasías de los fugados de los presidios del Brasil y de otros puntos de América. A los presidiarios se unían otras gentes maleantes, y todos formaban una especie de población militar con sus correspondientes jefes. Si tales gentes estaban acostumbradas al robo y saqueo, no esquivaban el encuentro de la tropa regular. Vino[474] también a aumentar el malestar la imposición de tributos de que estaba dispensada la ciudad por el acta de su fundación. Negóse el Rey a lo solicitado por el cabildo, y desde entonces quedó vigente el impuesto del derecho de alcabala.
Mientras esto pasaba en el interior, nuevas complicaciones surgían por lo que a Uruguay respecta entre los gobiernos de Madrid y Lisboa. En el tratado que puso fin a la guerra, se dispuso que España devolviese a Colonia, reservándose Río Grande de San Pedro y las islas de Martín García y Dos Hermanas, que eran exclusivamente suyas. Sin embargo, el ministro portugués cerca del gobierno de Madrid, requirió (6 enero 1765), no sólo la entrega de Colonia, sino las que acabamos de citar como propiamente españolas, con otros territorios y puertos de que los portugueses habían sido desalojados durante la guerra. El marqués de Grimaldi, en nombre del gobierno, se negó a satisfacer las demandas de Portugal. Si la corte de Lisboa no hizo hincapié en sus pretensiones, el virrey del Brasil no tuvo reparo en engañar con buenas palabras a D. Francisco Bucarelli, sucesor de Ceballos en el gobierno del Río de la Plata. El 29 de mayo, el coronel José Marcelino de Figueredo, segundo de José Custodio de Saá y Faría, se presentó a la cabeza de 800 hombres embarcados en varios buques ante la villa de Río Grande de San Pedro para tomarla por sorpresa. Los nuestros rompieron el fuego sobre la flotilla, que tuvo que retirarse fuertemente castigada. El gabinete de Lisboa, solicitado por el de España, y tal vez a disgusto, no tuvo más remedio que condenar a sus oficiales de América. A pesar de ello, siguieron los portugueses dueños de los territorios y puntos que acababan de usurpar, porque otro asunto de más monta preocupaban a Carlos III y a su gobierno. El asunto a que nos referimos era la expulsión de los jesuítas de todos los dominios españoles. Ya habían sido expulsados de Portugal por el marqués de Pombal, ministro de José I, y de Francia por el duque de Choiseul, ministro de Luis XV. Los de España siguieron la misma suerte (abril de 1767) y los de Montevideo (julio de 1767); el número total de los expulsados en las provincias del Río de la Plata fué de 397 individuos, incluyendo a los misioneros de los moxos y chiquitos. Faltaríamos a la verdad si no dijésemos que los indígenas ganaron poco o nada al cambiar de gobierno y muchos de aquéllos pasaron, no queriendo sufrir la tiranía y codicia de las nuevas autoridades, a poblar las campiñas de Montevideo y Maldonado, hasta entonces casi yermas, y que pronto se convirtieron en terrenos agrícolas. En el correr de los tiempos uniéronse los indios civilizados de las Reducciones con los salvajes, y las mujeres de unos y de otros con los españoles y portugueses, importando poco que tanto los[475] españoles como los portugueses procedieran de las cárceles de España y del Brasil.
De elementos tan diversos nació el gaucho. «El gaucho venía a ser—escribe Bauzá—el resultado de todas las fusiones, y como el primer eslabón de la nueva y definitiva raza que había de ocupar el suelo. Todo indica, desde el día de su presentación en la escena social, que por su carácter, costumbres y afecciones, se creía verdaderamente dueño de la tierra. Sin embargo, los primeros gauchos no eran todos uruguayos: se les llamaba indistintamente gauchos o guaderios, y muchos de entre ellos componían el número de los portugueses y españoles fugados de presidio, y refugiados en el Uruguay, merced a la tolerancia de los habitantes de los campos. El nombre de gaucho era sinónimo, en sus primeros tiempos, al de holgazán o malhechor; después se hizo extensivo a los que vagaban sin quehaceres fijos provistos de una mala guitarra, entonando coplas ajenas o propias, y a los que sobresalían en las pendencias y en la galantería rústica de los desiertos. Lo numeroso de las familias permitía que no todos los varones se dedicasen al trabajo, rudimentario de suyo en aquellos tiempos, y de ahí que estimulados por la facilidad de alimentación y la simpatía inspirada por las hazañas personales, muchos se sintiesen inclinados a la vida andariega, particularmente los que se creían de sobra en su casa»[640].
Cundía el malestar en Montevideo. El gobernador La Rosa carecía de dotes políticas. Más astutos los portugueses y el virrey Azambuya, al mismo tiempo que despojaban a España de sus territorios en el Río de la Plata, extendían su comercio por todas partes. Como si todo esto fuera poco, comenzaron a propagar el abandono de España por lo que a la religión respecta, afirmando que era un caso de conciencia no consentir que se perdiese la fe de los indios de las misiones. Llegaba a tal punto el descaro de nuestros vecinos que censuraban acremente al rey de España por haber expulsado a los jesuítas, cuando el gobierno de Portugal había sido el primero que dió la señal de la persecución de la Compañía.
Poniendo manos a la obra, cuando corría el año 1770 partió de San Pablo militar expedición bajo las órdenes del teniente coronel Alonso Botello de Sampayo, con ánimo de reducir nuevamente los indios a la fe católica. Aunque no se habían separado de dicha fe, Sampayo comenzó su cruzada destacando al capitán Silveyra Peixoto, quien penetró por la vía del Paraná a tomar posesión de las tierras de los infieles y proceder luego a su conversión. D. Francisco de Zavala, gobernador de las misiones, no pensaba lo mismo que Sampayo. Púsose sobre las armas,[476] sorprendió a Silveyra y a los suyos, mandándoles presos a Buenos Aires como infractores de los pactos y perturbadores de la paz. Tomó entonces extraña determinación Sampayo, cual fué retirarse de aquellos lugares, no como soldado vencido, sino como misionero que se ve desdeñado por los mismos a quienes iba a hacer el bien. La ridícula expedición de Sampayo anunciaba para el porvenir grandes males entre españoles y portugueses. Así lo comprendió el prudente gobernador de Buenos Aires y así lo comprendió también el violento gobernador La Rosa.
Era La Rosa uno de esos hombres que si carecía de cualidades de gobernante, había sabido granjearse la estimación de poderosos personajes de la corte. En poco tiempo había llegado a obtener el empleo de brigadier. En cambio, el cabildo de Montevideo no le quería por su carácter arbitrario y por su codicia. Con la misma moneda pagaba La Rosa al cabildo. Con motivo de unas elecciones (1771) de nuevo cabildo, se rompió la aparente armonía entre ambas autoridades, llegando el gobernador a reducir a prisión lo mismo al alcalde de primero y segundo voto que al alguacil mayor. En queja se dirigió el cabildo al gobernador de Buenos Aires, D. Juan José de Vertiz, quien se puso en absoluto al lado de la autoridad popular, según lo indicaba el siguiente oficio: «Conviniendo al Real servicio el que el brigadier D. Agustín de La Rosa, gobernador de esa plaza, pase a esta ciudad, he ordenado ocupe interinamente este empleo el mariscal de campo D. José Joaquín de Viana, quien tiene acreditadas su conducta, integridad y demás circunstancias que le hacen recomendable»[641]. Continuó el cabildo el proceso contra La Rosa; pero, contra lo que se esperaba, se le castigó solamente con la pérdida del empleo de gobernador. Era creencia general que sus poderosos amigos en la corte habían influído para que el asunto se resolviese de aquel modo.
Mientras que La Rosa se marchaba á España, Viana, gobernador interino, procuraba adquirir recursos, ayudándole en su empresa el cabildo. Con fecha 16 de febrero de 1771 hizo el gobernador presente al cabildo la necesidad de socorrer al Rey con algunos recursos, dándose el caso de que, por indicación de Viana, nombrase la autoridad popular a D. José Mas y D. Bruno Muñoz para que fueran «de casa en casa y de tienda en tienda a recoger los donativos voluntarios.» También Viana y el cabildo estuvieron conformes en la necesidad de castigar los homicidios y robos, cada día más numerosos en la campiña. Otras reformas se llevaron a cabo por ambas autoridades con el beneplácito de Vertiz, gobernador de Buenos Aires. También por entonces familias indígenas echaron los cimientos de la actual ciudad de Pay-Sandú.
[477] Por enfermedad de Viana se encargó del gobierno (10 febrero 1773) el teniente coronel D. Joaquín del Pino, ingeniero jefe de estas provincias. Inauguró del Pino su gobierno (1773) dando pruebas de energía, lo mismo en los asuntos interiores que en sus relaciones exteriores. Con la ayuda de Vertiz, gobernador de Buenos Aires, logró purgar de malhechores y de toda clase de enemigos al país. Vertiz y Pino, contando con el apoyo del gobierno de Madrid, pensaron fortificar a Montevideo y Maldonado. Ciertas disposiciones dadas por Pino fueron recibidas perfectamente por la opinión pública. Bien merecía que, por Real Cédula dada en El Pardo a 7 de mayo de 1776, se le nombrase gobernador propietario. Hacía poco más de un mes que los portugueses, valiéndose de engaños y malas artes, consiguieron conquistar por segunda vez Río Grande. Bajo el gobierno de Pino, Uruguay comenzó a tener vida más exuberante. Maldonado aumentó su vecindario en poco tiempo y fué declarada ciudad (1786). Se ampliaron los límites jurisdiccionales del gobierno de Montevideo, hasta entonces inseguros e inciertos. Por entonces llegó (1789) al puerto de Montevideo la expedición que mandaba el brigadier don Alejandro Malespina, acompañado de varios sabios, en las corbetas Descubierta y Atrevida. Tiempo adelante, Pino marchó a Buenos Aires, donde debía encargarse del virreinato.
El coronel D. Miguel de Tejada se encargó interinamente del gobierno de Montevideo, no ocurriendo nada que sea digno de contar.
El 2 de agosto de 1790 tomó posesión del gobierno el brigadier don Antonio Olaguer Felíu. Permitió el comercio de esclavos; dió más vida a Montevideo y a Soriano, pueblo éste el más antiguo del Uruguay; se fundó la ciudad de Mercedes, cuna de la independencia nacional, y adquirió importancia y esplendor Maldonado, cuyo puerto visitaron las primeras embarcaciones de la Compañía Marítima en 1790. Por asunto baladí se disgustó con el cabildo, pues con razón al gobernador se le conocía con el dictado de el Ceremonioso, si bien preciso es confesar que la desmoralización cundía en la corporación popular. Gobernador y cabildo no se entendían y la lucha entre ellos era cada vez más enconada. Ante el virrey de Buenos Aires D. Pedro Melo de Portugal, hombre prudente y amigo de la justicia, acudieron gobernador y cabildo. Melo, en oficio de 20 de abril de 1795, reprobó la conducta de Olaguer, aprobando por completo la conducta del cabildo.
El brigadier D. José de Bustamante y Guerra se encargó del gobierno de Montevideo el 11 de febrero de 1797. Como jefe de la marina—pues era brigadier de la Real Armada—conocía las ventajas que podían sacarse del puerto de Montevideo. Entre el cabildo de Montevi[478]deo y el consulado de Buenos Aires, se originó lucha tenaz acerca de asuntos comerciales. El consulado era contrario a la autorización Real de 1795, en la cual se ampliaban las facultades de comerciar a los pueblos del Río de la Plata, autorizándoles a exportar frutos y toda clase de producciones del país a las colonias extranjeras. El cabildo tomó la determinación de remitir al Rey una solicitud rebatiendo las ideas del citado consulado. Subleváronse por entonces los charrúas del Norte. Vivían la vida primitiva y se ignora la causa de su rebelión, que se verificó penetrando en poblaciones y vaquerías, cometiendo toda clase de atrocidades. Quisieron oponerse los guarinís; mas fueron derrotados con grandes pérdidas. Vióse obligado el teniente coronel D. Francisco Rodrigo, comandante de Japeyú, a salir a campaña, pudiendo, después de larga persecución, derrotarles completamente. Aprovecháronse los portugueses de los disturbios interiores para infringir el tratado de límites, asunto que preocupó por algún tiempo a las autoridades del Uruguay y al gobierno de Madrid. Mayor contrariedad vino en el último año del siglo xviii a perturbar el bienestar público. Es el caso que, una gran sequía paralizó la vida de la agricultura. Se perdieron completamente las cosechas, y á esto siguió mortal enfermedad de los ganados. El hambre se sintió en muchas poblaciones, y con ella vino la peste. Por el cabildo de Montevideo y por el pueblo todo se invocó el auxilio divino para que la lluvia fertilizase los campos y despejara de miasmas la atmósfera. Dios oyó a los que le pedían de corazón su amparo y copiosas lluvias pusieron fin a tantas calamidades. Comenzó el siglo xix y con él trascendentales sucesos. Ya sabemos que sobre la margen septentrional del Plata se levantaba Montevideo, al Este se hallaba con título de ciudad el caserío de Maldonado, y al Oeste varias ruinas daban idea exacta de la existencia de Colonia. Hacia el Norte, desde el Daymán hasta las misiones, sólo se hallaba el fuerte denominado el Salto. Eran aldeas ribereñas Paysandú, Mercedes y Soriano; y en el interior se encontraban Guadalupe, Santa Lucía, San José y Minas. En el resto del país se levantaban por algunos sitios fortines militares o santuarios. Calculábase la población fija en unos 40.000 habitantes, de los que 15.000 pertenecían a Montevideo. La cultura era escasa y casi nula, exceptuando la futura capital del Uruguay, donde las artes, en particular la música, tenía no pocos cultivadores en el bello sexo. El trato con las familias de los altos empleados que venían de España, introdujo cierto gusto en el vestir y cierto arreglo en las casas. Algunos padres ricos mandaban a sus hijos a los colegios superiores del virreinato y también a los centros de cultura de las ciudades españolas. Comprendiendo el gobierno de Madrid que Montevideo era la llave de la navega[479]ción del Plata, dispuso la creación de un faro, el primero que se estableció en el sitio denominado el Cerro. El gobernador Bustamante, aunque a veces no guardaba las consideraciones debidas al cabildo, procuraba el progreso de la ciudad, así que con el apoyo de la citada corporación hizo continuar la fábrica de la iglesia matriz, reedificó la casa del dicho cabildo, construyó puentes y alcantarillas y arregló los caminos públicos. Se dotó a la ciudad de buenas aguas, se hizo un lavadero público y se realizaron otras reformas de interés general. Bustamante presintió brillante porvenir, si desaparecía la indiferencia y el abandono, «del mayor y cuasi único puerto del Río de la Plata.» No sólo en la ciudad de Montevideo se notaba cierta prosperidad, sino en todo el país, pues entonces (1800) se echaron los cimientos de la villa de Rocha, futura capital del departamento de su nombre. En Mercedes y en Soriano se desvivían las autoridades para realizar mejoras. En tanto que del Pino, virrey de Buenos Aires, andaba en tratos o en guerra con los charrúas, con las misiones o con los portugueses, algunos vecinos de Montevideo, aconsejados por Bustamante, habían construído en 1802 el primer muelle. Aumentó el comercio de una manera considerable. Cuando la prosperidad parecía reinar en el Uruguay y muy especialmente en Montevideo, la población de color de la citada ciudad se propuso provocar un levantamiento (1803), que comenzó, ya huyendo bastantes esclavos de la ciudad y ya también asesinando algunos a sus amos. El cabildo decretó medidas enérgicas y castigó con rigor a los esclavos fugitivos que pudo coger prisioneros. Terminaremos el gobierno de Bustamante, recordando que en su tiempo andaba tan atrasada la medicina en el país, que los curanderos gozaban de general prestigio, lo mismo en los campos que en las ciudades. El Protomedicato de Buenos Aires tomó mano en el asunto, disponiendo que los curanderos sólo pudieran ejercer su industria en la campiña y eso bajo ciertas condiciones.
Sucedió a Bustamante en el gobierno de Montevideo D. Pascual Ruiz Huidobro, brigadier de la Real Armada, nombrado el 14 de julio de 1803; tomó posesión en los primeros días de 1804. Continuó la obra de su antecesor, construyendo edificios públicos, limpiando las calles de la ciudad y arreglando los caminos públicos. Comenzaron las obras de la nueva Casa Capitular y se consagró la iglesia matriz que acababa de edificarse, se hizo un lazareto y se levantó una alhóndiga. La desgracia de Bustamante en su lucha con la flota inglesa y la participación que el gobernador Ruiz Huidobro tuvo en la reconquista de la ciudad de Buenos Aires en el año 1806, son hechos que ya se trataron en el capítulo XXVII de este tomo.
El Brasil durante el reinado de Juan III.—Los Corsarios.—Las capitanías.—El general Thomé de Souza.—Los franceses en el Brasil.—El gobernador Duarte de Costa.—Men de Sá en guerra con los franceses y con los indígenas.—División del Brasil en dos gobiernos.—El gobernador general Telles Barreto.—El gobernador Souza y los corsarios.—Otros gobernadores.—Lucha entre portugueses y franceses.—Los jesuítas.—Los holandeses.—Compañía de las Indias Orientales.—Guerras.—Portugal se separa de España.—Política de los jesuítas.—Los holandeses arrojados del Brasil.—La República de Palmares.—El Brasil bajo el dominio de Portugal.
Durante el reinado de Juan III (1521-1557) fué nombrado capitán mayor del Brasil el famoso Cristóbal Jaques, quien arribó á la bahía de Todos los Santos, así llamada por el día en que fué descubierta. En la bahía encontró fondeados unos buques franceses, y sin averiguar el porqué estaban allí, cayó sobre ellos y los echó a pique, sin que lograra salvarse ninguno de los tripulantes. Así lo relatan algunos cronistas. No sirvió de escarmiento un hecho tan cruel. Los corsarios no abandonaban aquellas costas, donde encontraban siempre indígenas para engañar o europeos para robar. Por esto Juan III dividió el Brasil en capitanías, con el objeto de que no quedase sin defensa parte alguna de la costa. El primero que fué favorecido con una capitanía fué el historiador Juan de Barros, a quien se dió la de Maranhâo. Hubo, además, otras ocho capitanías, y los nombres de ellas y los de sus capitanes ponemos a continuación.
La de Pernambuco se dió a Coelho d'Alburquerque.
La de los Ilheos, a Jorge de Figueiredo Correa.
La de Porto Seguro, a Pedro de Campos Tourinho.
La de Espíritu Santo, a Vasco Fernández Coutinho.
La de Santo Thomé—en la que se incluía a Río de Janeiro—, a Pedro de Goes da Silva.
La de San Vicente, a Martín Alfonso de Souza.
[481] La de Santo Amaro, a Pero López de Souza, hermano del anterior.
La de San Salvador de Bahía se reservó la Corona, y posteriormente la cedió a Francisco Pereira Coutinho.
Los citados capitanes mayores o capitanes generales tenían poderes soberanos, menos el de acuñar moneda. El derecho de acuñar moneda pertenecía a la Corona, la cual también percibía la vintena, o sea el 5 por 100 sobre el palo brasil, y el quinto sobre los metales y piedras preciosas. Cada capitán mayor tomaba posesión, o consideraba haberla tomado, de cierto número de leguas de costa, avanzando luego tierra adentro lo que podía. Aunque los impuestos que se establecieron fueron muy moderados y las industrias todas gozaron de absoluta libertad, la colonización, que pudiéramos llamar feudal—pues señores feudales eran los capitanes mayores—, vino en decadencia, ya por la oposición de los indígenas, ya por los ataques de los piratas europeos, contribuyendo a ello también el clima caluroso, lo extenso del territorio y la mucha frondosidad de la vegetación.
La Corona se encargó entonces de la colonización y el rey Juan III nombró en 1538 gobernador general a Thomé de Souza, que se instaló en Bahía[642]. «Prohibió que sin licencia especial comunicaran entre sí los colonos de las diversas capitanías; que nadie desembarcara y comerciara donde no hubiera aduana; reglamentó el cultivo y fabricación del azúcar; expidió licencias para la construcción de buques, y dió vigoroso impulso a la colonización de Bahía[643]. Tan duros son siempre los cimientos de una nación, tan inconmovibles y persistentes, que todavía se traslucen en la reciente República brasileña estos rasgos primitivos de su fábrica. Aún hoy, las tendencias federales reflejan aquella primera separación en capitanías casi aisladas unas de otras»[644].
Consideremos la primera invasión de que fué objeto el Brasil por los europeos. La riqueza del Brasil, su privilegiada situación y lo dilatado de sus costas, influyeron para que los franceses mantuvieran cordiales relaciones y comerciasen con los indios. El indígena odiaba al portugués y amaba al francés, porque el primero le reducía a la servidumbre haciéndole trabajar en las plantaciones, y el segundo comerciaba con él, comprándole palo brasil y vendiéndole objetos necesarios o curiosos. Durante el reinado de Enrique II de Francia (1547-1559) el almirante Coligny intentó fundar en el Brasil una colonia que sirviera de refugio a los hugonotes franceses, encargando de la empresa[482] a Durand de Villegagnon, caballero de Malta y hombre de experiencia. Establecióse en una de las islas de la bahía de Río Janeiro, desde cuyo punto escribió a Coligny, pidiéndole refuerzos de hombres y municiones. Fortificóse en la isla y se atrajo a los indígenas con cariño, mientras que trataba a los suyos con extremada severidad. «Los indígenas le aman—escribía Men de Sá al gobierno de Lisboa—y los franceses le temen.» Ya porque Villegagnon abjuró el calvinismo y se hizo católico, ya porque los refuerzos que llegaron (marzo de 1557) le parecieron insuficientes, o ya también por otras causas, el representante de Coligny se embarcó para Francia. Era un peligro—como se creía en Portugal—el establecimiento de los franceses en la colonia del Brasil.
El segundo gobernador del Brasil fué Duarte de Costa (1553-1557), en cuya época estallaron conflictos entre el poder civil y el eclesiástico. Los franceses—aunque Nicolás Durán de Villegagnon abandonó el Brasil—continuaron en la bahía de Río Janeiro. Por entonces una misión asentó sus reales en las cercanías del Tieté, origen luego de la actual ciudad de San Pablo. Men de Sá (1558-1572) hizo que terminasen las desavenencias entre el poder civil y el religioso, y se dedicó a pelear contra los franceses, a quienes venció completamente (1567), no sin mostrar un rigor rayano a la crueldad. Todos los castigos eran justos—según Men de Sá—para acabar con aquellos herejes invasores. Por su parte los franceses hubieron de resistirse con bravura. Un centenar de ellos, con grandes trabajos y no pocos peligros, consiguió mediante sus canoas ganar la costa, volviendo poco tiempo después con sus amigos los tupinambás, los tamoyos y otros; reedificaron la fortaleza y con nuevos auxilios que recibieron de Francia levantaron otras en la costa. Men de Sá escribió a Lisboa diciendo: «Si Villegagnon vuelve con los refuerzos anunciados, serán los franceses más temibles que nunca. Que se me envíen nuevas tropas para la total expulsión de los enemigos.» Por un período crítico iba a pasar la colonia portuguesa. Los aimorés, tribu de tapuyas, invadieron las capitanías de los Ilheos y Porto Seguro, llevándolo todo a sangre y destruyéndolo completamente. También los tamoyos, no menos feroces, alentados por los franceses, se hicieron dueños del terreno entre Río de Janeiro y San Vicente. Mandó Men de Sá a su hijo con algunas tropas, las cuales fueron derrotadas por los tamoyos y el joven jefe de ellas muerto. Al lado de los portugueses se pusieron los Padres Nóbrega y Anchieta, y por la mediación de dichos misioneros se hizo la paz. A poco llegó con algunas tropas Eustaquio de Sá, sobrino del gobernador, quien se dió buena maña para arrasar todas las fortalezas de los franceses. Men de Sá, protector de[483]cidido de los misioneros, les ayudó con todas sus fuerzas para que se atrajesen a los indígenas al seno del cristianismo.
A la muerte de Men de Sá, la metrópoli dividió el Brasil en dos gobiernos: el de Bahía y el de Río Janeiro. El primero, o el del Norte, fué confiado a Luis de Brito y Almeida; el segundo, o el del Sur, se encargó a Antonio Salema. En el año 1577 se confió el mando general á Luis de Brito, quien renunció luego en Lorenzo da Veiga. Grandes disgustos ocasionó al gobernador da Veiga el contrabando de palo tintoreo que los franceses hacían en el Norte. A su muerte fué confiado interinamente el gobierno al obispo de Bahía, al oidor general Cosme Rangel y al consejo municipal.
En 1583 llegó el gobernador general, llamado Manuel Telles Barreto, el cual incorporó a la colonia algunos territorios (1586) y consiguió que los benedictinos, carmelitas y capuchinos fundasen conventos en diferentes lugares. Otra junta que se encargó del poder a la muerte de Telles, realizó hechos importantes, pues pacificó la región de Sergipe é hizo de ella nueva capitanía, fundó a Cochoeina y construyó algunos fuertes.
El gobernador Francisco de Souza tuvo la fortuna de conquistar Río Grande del Norte y fundó a Natal, si bien no pudo impedir que el pirata inglés Cavendish saqueara a Santos y otros puertos, como tampoco que los corsarios Venner y Lancáster penetrasen en Pernambuco y robasen considerable botín.
Nada de particular hicieron los gobernadores Diego Botelho (1602-1607) y Diego Meneses Sigueira (1607-1608).
Vencidos los franceses en el mediodía, se dedicaron a piratear en el Norte. Por todas partes se encontraban los portugueses con sus mortales enemigos. Un tal Devaux fundó una colonia en la isla de Maranhâo, situada al Sur del Amazonas, declarándose de ella protectora María de Médicis, encargada de la regencia durante la menor edad de Luis XIII (1610-1643)[645]. Los tupinambás se pusieron al lado de los franceses, repitiéndose el suceso de Río de Janeiro. Por fin los portugueses consiguieron la expulsión de sus enemigos (1614), y el gobernador portugués, que logró triunfos tan señalados, se llamaba Gaspar de Souza.
Entretanto, el otro gobernador—pues ya se ha dicho que el Brasil estaba dividido en dos gobiernos—, llamado Francisco Caldera Castello-Branco, fundó el fuerte de Preseque, origen de la villa de Belem (Pará).
[484] Consideremos la estancia de las Comunidades religiosas en el Brasil, y en particular la Compañía de Jesús. Con Thomé de Souza llegaron los hijos de San Ignacio de Loyola al Brasil. Ellos, algo apartados del pensamiento y conducta del fundador, tomaron a su cargo la educación de Portugal y luego la de los indígenas del Brasil. Ancho campo se les presentaba a los jesuítas, pues la colonia había prosperado mucho en poco tiempo. Por el año 1550 la caña de azúcar cubría el suelo de las provincias de la costa, se levantaron fábricas y se dió mucha importancia al comercio con la metrópoli. Los colonos, necesitando hombres para cultivar sus ingenios, iban en busca de los indios a las selvas del interior, donde los cazaban; pero ellos, acostumbrados a la vida salvaje, no se avenían al trabajo agrícola. Si el portugués reducía a dura esclavitud al indio, éste, en cambio, cuando se le presentaba ocasión, cogía al portugués, lo mataba y se lo comía. Los tupis o guaranís, raza belicosa y fuerte, que había vencido y arrojado de la comarca a los tapuyas, se preparó, a la llegada de Souza, a luchar contra los colonos. En efecto, Souza llegó al Brasil y el levantamiento de los indios fué general. Los Padres jesuítas Nóbrega y Azpilcueta, el primero de nación portuguesa y el segundo español, dieron comienzo en las cercanías de Bahía a aldear indígenas, esto es, a reducir a los indios para que viviesen en poblaciones. Los hijos de San Ignacio siguieron en el Brasil la misma conducta que en el Perú, en la Argentina, en el Paraguay y en el Uruguay. Los citados Padres fundaron en Bahía dos Seminarios, el Padre Leonardo Nunes marchó a Espíritu Santo, el Padre Alonso Braz fué a San Vicente y otros misioneros se encaminaron a diferentes puntos, predicando siempre el Evangelio y atrayendo a los salvajes a la vida de la civilización. A veces eran caritativos y a veces enérgicos. «No sólo con blandura—decía uno de los Padres—sino también por la fuerza se somete al indio.» El Padre Nóbrega convenció a los tupinambás de que sólo debían tener una mujer; mas nada pudo contra la antropofagia. El Padre Anchieta fué el más querido de todos los misioneros. La conducta observada por los Padres hizo sospechar, lo mismo a los escritores brasileños que a los portugueses, que la Compañía intentaba formar una sociedad conforme a las doctrinas y planes jesuíticos. Tal vez no anduviesen muy descaminados, según lo que casi por entonces hacían los jesuítas en el Paraguay; pero el plan, si lo hubo, fracasó.
Los portugueses (paulistas) y los mestizos (mamelucos) declararon en las provincias meridionales guerra a muerte a la Compañía; en la parte septentrional, donde había menos ingenios y, por consiguiente,[485] menos esclavos, las razas se fundieron mejor y la enemiga a los jesuítas no comenzó sino bastante tiempo después.
Recordaremos que desde el año 1580 en que, reinando Felipe II, la espada del duque de Alba conquistó a Portugal, los Países Bajos fijaron sus ojos en el Brasil, donde podían causar grandes perjuicios a España[646]. A semejanza de la Compañía inglesa, reglamentada por la reina Isabel el 31 de diciembre de 1600, los Estados generales de Holanda, en 20 de marzo de 1602, dieron la autorización para negociar únicamente por el Cabo de Buena Esperanza y el Estrecho de Magallanes, é invitaron a los comerciantes, que hacían dicho tráfico, a incorporarse a la nueva Compañía. El capital primitivo fué de 18 millones de florines. La compañía nombraba los empleados de sus colonias, declaraba la guerra y hacía paces y alianzas, construía fortalezas y factorías, tenía ejércitos y armadas, etc. La Compañía holandesa se propuso monopolizar el comercio de los productos de la India Oriental, en particular el de la especiería (cinamomo, jengibre, pimienta, nuez moscada, mostaza, y sobre todo, el clavo). El comercio, monopolizado por los portugueses durante un siglo, pasó a los holandeses. La Compañía, usando toda clase de armas, arrebató a los españoles y por consiguiente a los portugueses y brasileños—pues Portugal formaba a la sazón parte de la monarquía española—el comercio de Europa. En 1602, hallándose en la rada de Java una flota portuguesa, fué echada a pique por los holandeses. Heemskerk, después de invernar en la Nueva Zembla, capturó—en el citado año—a los portugueses una escuadra mercante, repartiendo entre sus compañeros el botín de 1.000.000 de florines. En el año 1605, llevaban grandes ventajas los holandeses sobre portugueses y españoles, llamando la atención muy especialmente la victoria conseguida por Heemskerk en la bahía de Gibraltar (1607). Heemskerk al frente de 26 buques destruyó la flota española, compuesta de 21 y dirigida por don Juan Alvarez Dávila. Pasados algunos años, decidióse la Compañía a conquistar el Brasil, y al efecto, el 4 de mayo de 1624 poderosa escuadra con más de 3.500 hombres y 500 cañones se apoderó de Bahía casi sin resistencia, siendo saqueada la ciudad. Mandaba la escuadra Jacobo Willekens. Prisionero de los holandeses el gobernador español, los brasileños, fieles en esta ocasión a la metrópoli, nombraron en reemplazo de aquél al obispo don Marcos Teixeira, quien, sin embargo de su avanzada edad y de su carácter sacerdotal, hizo guerra tenaz a los enemigos encerrados en la ciudad. Sucedió al prelado en el gobierno del país Matías de Alburquerque. Una escuadra, mandada[486] de España por el conde duque de Olivares y bajo las órdenes de don Fadrique de Toledo, llegó a Bahía el 29 de marzo de 1625. Los holandeses, después de algunos combates, se rindieron el 30 de abril. La Compañía de Indias, cada vez más deseosa de explotar su comercio, realizó nueva invasión. El almirante Loncz, con una flota compuesta de 38 buques con 3.400 marineros y 3.500 soldados, se presentó delante de Olinda, villa situada a seis kilómetros de Pernambuco. Olinda cayó en poder de los enemigos (16 de febrero) y a los pocos días Pernambuco. Ciudad tan importante no pudo ser recobrada por Matías de Alburquerque, sin embargo de los auxilios que le prestaron, por un lado la escuadra del almirante Oquendo, y por otro el negro Díaz, el indio Camarâo y el brasileño de raza portuguesa Vidal de Negreiros. Convencido Alburquerque de no poder reconquistar a Pernambuco, se mantuvo a la defensiva, dándose por contento con tener a los holandeses encerrados en la ciudad. Tal vez hubiera sido fatal el resultado para los enemigos, si no hubiesen encontrado un poderoso auxiliar en el negro Calabar, hombre valeroso, astuto y enemigo mortal de los portugueses. Era conocedor del país y de la guerra que convenía hacer. Con su ayuda extendieron su dominio los holandeses desde Río Grande do Norte hasta Porto Calvo, reduciendo a Alburquerque a penosa defensiva. La retirada de Alburquerque desde su campamento de Bom Jesús, que hubo de abandonar después de la pérdida del fuerte del cabo de San Agustin, fué desastrosa, sin embargo de la ayuda que le prestó Camarâo. Perseguido incesantemente por Calabar, sufrió pérdidas considerables, llegando en su orgullo a querer coger prisioneros a sus enemigos; pero el sorprendido fué él, que mereció la pena de horca, después de rapidísimo proceso. De este modo terminó la campaña de los años 1634 a 1636. España pudo al fin mandar algunas tropas bajo el mando de don Felipe de Rojas, duque de Lerma, militar pretencioso y desconocedor de aquella clase de guerra. Empeñóse en dar una batalla formal contra los holandeses en contra de la opinión de Alburquerque, Camarâo y Días, cuyo resultado fué quedar derrotado y muerto en Porto Calvo; Camarâo pudo salvar con sus indios los restos del ejército. El gobierno español, que iba de torpeza en torpeza, llamó al veterano Matías de Alburquerque a España, recompensando sus servicios encerrándole en un castillo, del cual salió para tomar parte en la guerra de Portugal y vencer al marqués de Torrecusa cerca de Montijo (junio de 1644).
Con el nombramiento de gobernador de Pernambuco salió de Holanda para el Brasil Juan Mauricio, conde de Nassau Siegen, de la casa de Orange, valeroso y excelente general, hábil político y honrado administrador. Retiráronse los generales portugueses—pues Portugal[487] se hallaba en guerra con España—hacia el sur de San Francisco, dejándole en completa posesión de las provincias de Río Grande do Norte, Parahyba, Pernambuco y Alagoas. Hubiera deseado Mauricio organizar el país; pero Holanda quería dinero y le mandó que se apoderara de Bahía y la saquease. Obedeció el ilustre general y marchó con poderosa armada a la conquista de la capital del Brasil, saliéndole mal la empresa, pues los portugueses se defendieron con bravura y a la Compañía de las Indias Occidentales costó 3.000 hombres. Mauricio pudo después desplegar sus talentos políticos y administrativos: dió al culto católico las mayores libertades, empleó en cargos importantes a muchos portugueses, favoreció el cultivo de los ingenios, la explotación del palo brasil, etc. Todo esto importaba poco a la Compañía holandesa, que sólo pensaba en el saqueo de ricas ciudades para que los dividendos fuesen mayores.
Portugal y por consiguiente el Brasil iban a separarse de España. Tenemos que confesar con sentimiento que los jesuítas, si antes, lo mismo en el nuevo que en el viejo mundo, habían sido amigos de España, a la sazón, allá en las Indias y aquí en Europa manifestaban censurable desvío a nuestra política. Ellos, olvidándose de la protección que siempre les dispensamos, se pusieron algunas veces al lado de Francia y en contra de España, y constantemente trabajaron para que Portugal consiguiera su independencia. Pusiéronse al lado de aquella revolución que comenzó el 1.º de diciembre de 1640 y que colocó en el trono lusitano al duque de Braganza con el nombre de Juan IV. Pagóles Juan IV (1640-1656) y Alfonso VI (1656-1683) concediendo toda clase de privilegios a los del Brasil, si bien el último monarca y en sus últimos años se mostró con ellos bastante receloso. Antes haremos notar que el P. Antonio Vieira, defensor decidido de la dinastía de Braganza, con el objeto de salvar a los indígenas de la tiranía de los colonos, fundó la Junta de Protección, organizó el sistema de los aldeamientos y trazó el modo de colonizar tierras regadas por el Amazonas. No recibieron bien tales reformas la gente del Sur, ya enemiga de las misiones, pues se halla probado que en el año 1679, de 100.000 conversos que los misioneros tenían aldeados, apenas les quedaban 12.000. Cuando los religiosos perdieron las esperanzas en el Sur, pusieron sus ojos en el Norte, donde, si en un principio tuvieron ventajas, pronto se sublevaron contra ellos los colonos, obligándoles a embarcarse para Europa. Volvieron posteriormente; pero ya sólo desempeñaron papel secundario en la vida del Brasil. Después de los reinados de Pedro I (1683-1706) y de Juan V (1706-1750) vino el de José I (1750-1777) en cuyo tiempo el marqués de Pombal acabó (1757) con las últimas esperanzas de la Com[488]pañía, arrojándola de aquella tierra que los misioneros contribuyeron a conservar para Portugal. «Dábanla—dice el Sr. Reparaz—por sus grandes servicios parecida recompensa a la que ella diera a España por los aún mayores que a ésta debía.»[647] «La Compañía holandesa—escribe el Sr. Oliveira Martins—era un Estado constituído piráticamente. Sean cuales fueren los errores y los vicios del Imperio portugués—digámoslo en honor nuestro—más vale la nobleza, aunque bárbara, de los conquistadores del Oriente, que la mezquina codicia de los mercaderes de Holanda. Acúsennos de haber establecido en América un feudalismo; declárense los vicios de nuestra administración colonial; el hecho es que creó naciones, que hizo germinar y nacer las simientes de nuevas patrias ultramarinas, mientras que las Compañías holandesas jamás crearon cosa alguna, a no ser un hábil sistema de robar el trabajo indígena, después de terminado el período de productivas piraterías. Saquear y atesorar: tal fué el fin de esos institutos, nacidos exclusivamente del espíritu mercantil; y si lo estrecho de la ambición facilitaba la empresa y aumentaba la ganancia, el hecho es que, careciendo de todo pensamiento religioso, político o civilizador, esas empresas nada suponen en la historia de las manifestaciones nobles del genio humano y en la historia de la civilización.»
Registraremos en la historia del Brasil el hecho siguiente. Allá por el año 1650, unos 40 negros procedentes de Guinea, después de robar a sus amos algunas armas, huyeron a las selvas, estableciéndose en el sitio que años antes ocupara cierto quilombo (aldea de libertos), destruído por los holandeses. De todas partes acudieron esclavos y también hombres libres que huían de la tiranía de los blancos[648]. Cuando fueron muchos, se internaron más en el país y fundaron a Palmares. Poco después se dirigieron a las haciendas más próximas y robaron negras, mulatas y blancas. Si en un principio vivieron del merodeo, pronto se dedicaron a la agricultura y al comercio con los plantadores vecinos. Tenían sus leyes y, según el historiador Rocha Pitta, formaron «una República rústica muito bem ordenada á seu modo.» El gobierno era electivo, y el jefe, llamado Zombe, conservaba el poder durante su vida; a su muerte debía elegirse el sucesor entre los más bravos. Unos magistrados entendían en las cosas de la guerra y otros en los asuntos de la paz. La ley castigaba con pena de muerte el homicidio, el adulterio y el robo. El negro que se presentaba en Palmares después de haber conquistado su libertad, quedaba libre; el que siendo esclavo era hecho pri[489]sionero en los ingenios, continuaba en la esclavitud. El que habiendo conseguido la libertad en Palmares volvía a casa de sus antiguos amos, sufría la última pena; el que, esclavo en Palmares huía, era castigado con menos severidad. La República de los negros contaba, á los cincuenta años de fundarse, con varias poblaciones importantes. La capital se hallaba defendida por grandes troncos de árboles, y se entraba en ella por tres puertas. Calculábase en 20.000 el número de sus habitantes, y en 10.000 el de los combatientes de todos los quilombos.
Caetano de Mello, gobernador de Pernambuco, dispuso en el año 1696 la destrucción de Palmares. Las primeras tropas que mandó fueron derrotadas, decidiéndose entonces a que un ejército de 7.000 hombres, mandados por Bernardo Vieira, y con fuerte artillería, se apoderase de la población. Las murallas de madera fueron batidas y rotas por los cañones; abiertas tres brechas, por ellas se arrojaron otras tantas columnas. Los héroes de Palmares defendieron el terreno palmo a palmo. Cuando el Zombe vió la causa perdida, seguido de los principales jefes, se arrojó desde lo alto de un peñón que había dentro del recinto y cayó hecho pedazos a los pies del vencedor. Los vencidos fueron exterminados, las casas destruídas y los plantíos arrasados. Así acabó Palmares, permaneciendo desde entonces sometidos los esclavos.
Pasando a otro orden de cosas, conviene no olvidar que en tiempo de Pedro I de Portugal se descubrieron nuevas minas en el Brasil, que, con sus productos, además de remediarse aquella corte en sus necesidades interiores, pudo tomar parte en la desastrosa guerra de sucesión española. Ayudó a Inglaterra, de cuya nación fué una factoría. Juan V, el Fidelísimo, amigo en demasía del fausto, contribuyó con sus enormes gastos a empobrecer el reino, que marchaba poco a poco a su decadencia. Gastó el Rey muchos millones en la fundación de Academias, en el suntuoso convento de Mafra, en la concesión del título de Patriarca para el arzobispo de Lisboa, etc. En su época, el Brasil mandó a Portugal los siguientes tesoros: 130 millones de cruzados en monedas de plata, 100.000 monedas de oro, 315 marcos de plata por acuñar, 24.500 marcos de oro, 700 arrobas de oro en polvo y 392 octavos de diamantes, que valían 40 millones de cruzados. Además, el quinto real sobre las minas y el monopolio del palo brasil. Durante el reinado de José I (1750-1777) el marqués de Pombal expulsó a los jesuítas, y con doña María I (1777-1816) vino la reacción contra el gran ministro. Cuando los franceses y españoles se hicieron dueños de Portugal, la corte huyó, quedando aquella nación como colonia y el Brasil ascendió a metrópoli.[490] Juan VI (1816-1826), estableció su corte en el Brasil; pero cuando quiso regresar a lo que llamaba o seu canapé da Europa, el Brasil no quiso volver a ser colonia y proclamó emperador a D. Pedro de Braganza, hijo del citado Juan VI[649].
Administración colonial.—Residencias y visitas: su poca importancia.—Repartimiento de cosas y de indios.—Encomiendas.—Reducciones.—Origen de la esclavitud.—El asiento.—Abolición del comercio negrero.—Abolición de la esclavitud.—Los extranjeros en las colonias.—Aislamiento de las colonias.
Sostienen no pocos cronistas que las residencias tomadas a los virreyes, gobernadores, presidentes de las Audiencias, oidores y otros ministros de las Indias, fueron freno y castigo de malos ministros, premio y alabanza de los malos. No sólo cuidaron los reyes de las residencias a dichos ministros cuando ellos salían de sus oficios o eran promovidos a otros, sino que también, durante el tiempo de su ejercicio, si había quejas o dudas de su proceder dispusieron que se mandasen jueces que los visitaran. Los autores consideraron las visitas como asunto «más grave y estrecho que el de las residencias. Porque por la mucha mano y poder de los que han de ser visitados, y estar y durar como todavía están y duran en sus oficios, y que así podrían tomar venganza de los que contra ellos se quejasen o depusiesen, es del todo cerrado y secreto, y por sola la información sumaria, sin citar para ella ni dar copia de los testigos, ni de sus deposiciones, se da por concluso. Y sin que el visitador pronuncie sentencia sobre los cargos que de la visita resulten, cerrada y sellada la envía al Supremo Consejo para que en él se vea y determine. Y con sola una sentencia queda fenecido, sin remedio ni recurso de apelación o suplicación»[650]. Del mismo modo los clérigos constituídos en Orden sacro, sin embargo de todos sus fueros y privilegios, aceptando cargos y oficios seculares, se hallaban sujetos a las residencias y visitas, pudiendo ser castigados por los excesos que cometieren. Recomienda Solórzano que las visitas sean cortas o que se hagan en poco tiempo, que los visitadores sean personas de conocida prudencia y suficiencia, y que no vayan prevenidos en contra de los que han de visitar o residenciar[651].
Ni residencias ni visitas tenían mucho valor. Refiriéndose al Perú[492] trasladaremos a este lugar lo que escriben Jorge Juan y Antonio Ulloa: «Las residencias de los corregidores—tales son las palabras de los sabios escritores—se proveen, unas por el Consejo de Indias, y otras por los virreyes; éstos sólo tienen arbitrio para nombrar jueces quando los corregidores tienen concluído su gobierno, y en España no se ha proveído su residencia en algún sujeto que la vaya a tomar; mas aun siendo en esta forma, es preciso que el juez nombrado por el Consejo se presente ante el virrey con sus despachos para que se le dé el Cúmplase. Luego que el corregidor tiene noticia del juez que le ha de residenciar, se vale de sus amigos en Lima para que le cortejen en su nombre y que le instruyan en lo necesario, a fin de que quando salga de aquella ciudad vaya ya convenido y que no haya en qué detenerse. Aquí es necesario advertir que además del salario regular que se le considera al juez a costa del residenciado por espacio de tres meses, no obstante que la residencia no dura más de quarenta días, está arreglado el valor de cada residencia proporcionado al del corregimiento, o más propiamente, el indulto que da el corregidor a su juez para que le absuelva de todos los cargos que pudieran aparecer contra él. Esto está tan establecido y público que todos saben allá que la residencia de tal corregimiento vale tanto, y la del otro, tanto, y así de todas; pero esto no obstante, si el corregidor ha agraviado a los vecinos españoles de su jurisdicción y hay rezelo de que éstos le puedan hacer algunas acusaciones graves, en tal caso se levanta el precio por costo extraordinario; pero de qualquier modo el ajuste se hace y a poco más costo sale libre el corregidor.
»Quando el juez de la residencia llega al lugar principal del corregimiento, la publica y hace fixar los carteles, corre las demás diligencias tomando información de los amigos y familiares del corregidor de que ha gobernado bien, que no ha hecho agravio a nadie, que ha tratado bien a los indios y, en fin, todo aquello que puede contribuir a su bien. Mas para que no se haga extraña tanta rectitud y bondad, buscan tres o quatro sugetos que depongan de él levemente, esto se justifica con el examen de los testigos que se llaman para su comprobación, y concluído que obró mal, se le multa en cosas tan leves como el delito. En estas diligencias se hace un legajo de auto bien abultado, y se va pasando el tiempo hasta que terminado se cierra la residencia, se presenta en la Audiencia, queda aprobada, y el corregidor tan justificado como lo estaba antes de empezar su gobierno, y el juez que lo residenció ganancioso con lo que le ha valido aquel negocio. Estos ajustes se hacen con tanto descaro, y los precios de las residencias están tan entablados, que en la de Valdivia sucedía, que como este parage[493] está tan retirado del comercio de aquellos reynos, es regular que los gobernadores que entran sean jueces de residencia de los que acaban, y como el valor de la residencia pasase sucesivamente de uno a otro, tenían los gobernadores quatro talegas de mil pesos debaxo del catre donde dormían, a cuya cantidad no tocaban nunca porque no se les ofrecía ocasión que les precisase a ello, y como luego que llegaba el sucesor, le cedía el que acababa aquella habitación para mayor obsequio, al tiempo de acompañarle a dentro le señalaba los quatro mil pesos, y asegurándole que debían estar cabales, porque él no había abierto las talegas, le decía que en aquella cantidad le había dado la residencia su antecesor, y que él se la daba en lo mismo. Este método se practicó hasta después que pasamos a aquellos reynos según decían los del pays; pero no sabemos si continúa todavía; y si los quatro talegos están intactos o no, después de haber pasado baxo la posesión de tantos dueños, es cuestión de poca sustancia, siempre que pase por la misma cantidad.
»Si al tiempo que el juez está tomando la residencia ocurren algunos indios a deponer contra los corregidores algunas de las tiranías e injusticias que les ha hecho; o los desimpresionan de ello diciéndoles que no se metan en pleitos, que traerán malas consequencias contra ellos, porque el corregidor les tiene justificado lo contrario, o ya dándoles el corregidor una pequeña cantidad de dinero (del mismo modo que se engañara a un niño ofendido) consiguen que desista de la queja; pero si los indios no consienten en recibir cosa alguna, mas insisten en pedir justicia, los reprehende el juez severamente dándoles a entender que se les hace demasiada equidad en no castigarles los delitos que el corregidor ha justificado contra ellos, y haciéndose mediadores los mismos jueces, los persuaden, después de haber sufrido tantas tiranías, a que les deben estar obligados por no haberlos castigado en la ocasión con la severidad que merecían sus delitos; de suerte que lo mismo es para los indios, que sus corregidores sean residenciados o no»[652].
Dada la autoridad de los sabios Jorge Juan y Antonio Ulloa, no extrañarán nuestros lectores que hayamos copiado relación tan larga. Además, lo que ocurría en el Perú con los corregidores, sucedía en las demás colonias con los virreyes, gobernadores, presidentes de las Audiencias y demás ministros. Que algunas veces residentes y residenciados cumplían con su deber, no lo dudamos; pero lo general era lo que refieren con toda clase de detalles los ilustres marinos españoles.
Los repartimientos, tal como se hacían, eran grande iniquidad. Los corregidores debían llevar lo que fuere más propio de cada corregimien[494]to (mulas, telas, frutos), y repartirlo entre los indios, si bien ponían el precio que les parecía y que la calidad sea mala les importaba poco. En lugar de mulas buenas entregaban animales que no son más que el pellejo, las telas de lo peor y los frutos pasados o podridos. «La tiranía de los repartimientos no está reducida a los precios enormes a que obligan a comprar a los indios, pues es aun mucho mayor con respecto a las especies que les reparten, las quales, por la mayor parte, son géneros de ningún servicio o utilidad para ellos»[653]. A veces se reparten artículos que los indios no consumen, como sucede con el vino, aguardiente, aceite y aceitunas. «El indio sale con la recua a su viaje, y como éstos son tan largos y penosos en aquellos payses, sucede, frequentemente que se les fatigan las mulas en el camino, y se muere alguna; y como se hallan obligados a continuar el viaje, y sin dinero para fletar otra de su cuenta, se ve precisado el amo a vender una mula por un precio muy baxo, y suplir la falta de la mula muerta y de la vendida. Así, pues, quando llega el amo a su destino, se halla con dos mulas menos, sin haber desquitado su importe, más adeudado que antes, y sin dinero para mantenerse»[654].
Otro sentido tiene la palabra repartimiento: se refiere no sólo a las cosas, sino a los individuos. Por varias cédulas se ordenó y mandó que se hiciesen repartimientos de indios para labrar los campos, para hacer obras de lana y algodón y para beneficiar las minas de oro, plata y azogue. Entendemos por obrajes, «las fábricas en donde se texen los paños, bayetas, sargas y otras telas de lana, conocidas en todo el Perú con la voz de ropa de la tierra»[655]. El trabajo de los obrajes comienza desde que aclara el día hasta que la obscuridad de la noche no permite trabajar. «La orden de ir a los obrajes causa más temor en los indios, que todos los castigos rigorosos que ha inventado la impiedad contra ellos»[656]. Por lo que atañe a la palabra mita, daremos la definición del editor de Noticias secretas de América. Después de censurar la definición dada por el Diccionario de la Academia Española, él da la siguiente: Conscripción anual por la que un crecido número de hombres nacidos y reputados por libres, son arrastrados de sus pueblos y del seno de sus familias, a distancias de más de cien leguas, para forzarlos al trabajo nocivo de las minas, al de las fábricas y otros ejercicios violentos, de los cuales apenas sobrevivía una décima parte para volver a sus casas»[657]. (Apéndice I.)
[495] Si Colón, a la vuelta de su primera expedición, trajo como esclavos algunos indígenas; si en el año 1495 mandó desde Nuevo Mundo varios indios para que se vendiesen como esclavos en los mercados de Andalucía, ¿puede a nadie extrañar que D. Francisco de Bobadilla, comendador de Calatrava, enviado a Santo Domingo para fiscalizar la conducta administrativa del Almirante, hiciera a los colonos españoles repartimientos de indios (1498), los cuales habían de sujetarse a las labores del campo y a los penosos trabajos de las minas? Y D. Nicolás de Ovando, comendador de Alcántara, sucesor de Bobadilla en el cargo de comisario regio, continuó también los repartimientos de indios; medida que sancionó Fernando el Católico, regente a la sazón de Castilla, con fecha 30 de abril de 1508. En la Instrucción dada a Diego Colón, hijo del Almirante, en el año 1509, a vuelta de la recomendación de que se trate bien a los indios, se encarga que se les reduzca a vivir en poblaciones y que se respete el repartimiento hecho por Ovando. El Rey, pues, aceptaba los hechos; y los indios, por tanto, quedaban convertidos en siervos. El 14 de agosto de 1509 se autorizó al citado don Diego para un nuevo repartimiento. Lo mismo que en la Española, en la isla de San Juan se hicieron varios repartimientos, y lo mismo tiempo después se hizo en todas nuestras colonias de las Indias.
Con el objeto de cultivar aquel feracísimo suelo y hacer de los indios labradores que diesen vida y prosperidad a la industria, con la cual habían de enriquecerse descubridores y pobladores, se crearon las Encomiendas. «Luego que se haya hecho la pacificación... dice la ley 1.ª, tít. VIII, lib. VI, el adelantado, gobernador o pacificador..., reparta los indios entre los pobladores, para que uno se encargue de los que fueren de su repartimiento y los defienda y ampare, proveyendo ministro que les enseñe la doctrina cristiana y administre los Sacramentos, guardando nuestro patronazgo, y enseñe a vivir en policía, haciendo lo demás que están obligados los encomenderos en sus repartimientos, según se dispone en las leyes de este libro.»
Veamos lo que sobre asunto tan importante dice Solórzano en su Política Indiana, lib. III, capítulo I: «Luego que por D. Cristóbal Colón se comenzaron a poblar las primeras islas que en estas Indias se descubrieron, como estuviesen entonces tan llenas de indios, y los españoles que las descubrieron y poblaron necesitasen de su servicio y trabajo, así para sus casas como para la busca y saca del oro y plata, labor de los campos, guarda de los ganados y otros ministerios, pidieron a D. Cristóbal les repartiese algunos, para que acudiesen a ellos, y él lo hizo, porque le pareció por entonces conveniente e inexcusable.»[496] Añade Solórzano que lo mismo hicieron Nicolás de Ovando y otros gobernadores. «Y porque respeto de lo referido—escribe también el citado historiador—les daban los indios por tiempo limitado y mientras otra cosa no dispusiese el Rey, y les encargaban su instrucción y enseñanza en la religión y buenas costumbres, encomendándoles mucho sus personas y buen tratamiento, comenzaron estas reparticiones á llamarse encomiendas, y los que recibían los indios en esta forma encomenderos o comendatarios, del verbo latino commendo, que unas veces significa recibir alguna cosa en guarda y depósito, y otras recibirla en amparo y protección, y como debajo de su fe y clientela, según parece por muchos textos y autores que de esto tratan. Y esta última significación juzga el Padre José de Acosta que es la que más cuadra al nombre e intento de nuestras encomiendas, y que de ella pende su etimología o derivación, diciendo que así los llamaron encomenderos por el cuidado y providencia que debían tener de los indios que se pusieron debajo de su fe y amparo.» Hace notar Solórzano, siguiendo la opinión del obispo de Chiapa, que los encomenderos, atendiendo más a su provecho y ganancia que a la salud espiritual y temporal de los indios, les hacían trabajar de un modo excesivo, y aun los fatigaban más que a las bestias. Tiempo adelante, los reyes no sólo procuraron corregir los abusos de los encomenderos, sino que los cortaron de raíz.
Es evidente que el sistema de las encomiendas aprovechaba al Rey y a sus súbditos españoles. Era aquello el feudalismo medioeval, aunque más ventajoso para el soberano. Por lo que respecta a los indígenas, si parecía a primera vista que el servicio personal había sido abolido, quedando sólo el tributo del dinero, en realidad no había sido así. Si la ley prohibía el servicio personal, la práctica lo autorizaba. El indio, dígase lo que se quiera en contrario, se hallaba sometido a un amo que tenía sobre él poder despótico y arbitrario derivado de la costumbre, ya que no de la ley. Si el Rey había limitado el gravamen de los indios al pago de un tributo, accedió luego a que trabajasen personalmente en las faenas agrícolas, en la crianza de ganados y en la explotación de las minas. Trasladaremos aquí las palabras del distinguido escritor peruano don Enrique Torres Salamando, acerca de las encomiendas: «Quejas inauditas—dice—, acusaciones innumerables se lanzan hoy contra el establecimiento de las encomiendas; pero es necesario, para juzgar desapasionadamente las instituciones, remontarse a la época en que tuvieron origen, examinar con detenimiento si fué posible por otros medios satisfacer el propósito que se anhelaba conseguir. Estamos persuadidos—añade—de que si hoy estuviera en vigor la legislación que debió regirlas y se cumpliera con estrictez, nuestros indí[497]genas no habrían llegado al estado de abatimiento y degradación en que se encuentran»[658].
A todo esto nos creemos obligados a hacer algunas observaciones. Es obvio que aventureros y conquistadores, más codiciosos los primeros que los segundos, se fijaron principalmente en el descubrimiento de minas de oro y plata, las cuales se hallaban en tierras elevadas y montuosas. Los conquistadores obligaron a los indios a dejar sus viviendas de las llanuras y a establecerse en las cercanías de las minas, encontrando allí las causas de su muerte: eran éstas la insalubridad del terreno y el excesivo trabajo. También había que agregar las enfermedades que diezmaban a los indios, siendo la principal la viruela. No de otra manera se explica la rápida despoblación que sufrieron algunas comarcas de las Indias. Los reyes y los gobiernos no siempre pudieron, ya por la distancia, ya por otros motivos, poner coto a las demasías de conquistadores y aventureros, resultando por ello la despoblación cada vez más grande.
Por el Concilio Limense II, p. 2, c. 80, pág. 57, se dispuso lo siguiente: «Que la muchedumbre de indios que está esparcida por diversos ranchos, se reduzcan a pueblos copiosos y concertados, como lo tiene mandado Su Majestad Católica.» Es evidente que los reyes y príncipes pueden mandar, obligar y forzar a sus vasallos, que viven esparcidos en los montes y campos, a reducirse en poblaciones[659]. Era natural que los conquistadores y colonizadores, después de arrostrar tantas fatigas y penalidades, quisiesen ganancia pronta y considerable, lo cual no podía conseguirse sin la explotación de los pobres indígenas. Tampoco tenemos inconveniente en admitir que el gobierno de la metrópoli llevaba su bondad al extremo de no querer nada que pareciese carga o vejación de los indios. En este dilema recurrió el gobierno á un término medio, creyendo que conciliaba los intereses de los conquistadores y de los conquistados, de los civilizadores y de los civilizados, sin que por ello perdiese la soberanía de la Corona. Veamos en términos breves y sencillos el fundamento de plan tan ingenioso y a la vez tan seguro. Para que los indios no viviesen divididos y separados por aquellas extensas sierras y por aquellos elevados montes, privados de todo beneficio espiritual y temporal, sin socorro de los ministros reales, se dispuso que fuesen reducidos a pueblos. Poniendo manos a la obra, las viviendas de los salvajes se convirtieron pronto en aldeas. La reducción y población había de realizarse «con tanta suavidad y blandura, que sin causar inconvenientes, diese motivo a los que no se[498] pudiesen poblar luego, que viendo el buen tratamiento y amparo de los ya reducidos, acudiesen a ofrecerse de su voluntad»[660]. Para la formación de los mencionados pueblos, debían elegirse lugares «que tuviesen comodidad de agua, tierras y montes, entradas y salidas, y labranzas, y un egido de una legua de largo, donde los indios pudiesen tener sus ganados, sin que se revolviesen con otros españoles»[661]. Reservaban los reyes para la Corona muchas de las reducciones, en particular las de las cabeceras y puertos de mar; encomendaban o concedían las restantes a los individuos que les eran más gratos.
A su vez, los agraciados en las encomiendas o encomenderos, como correspondiendo a la gracia real, quedaban sujetos a las siguientes obligaciones:
1.ª Defender las personas y haciendas de los indios que tuvieran a su cargo, procurando que no recibiesen agravio alguno[662].
2.ª Edificar en las reducciones iglesias, proveyéndolas de todos los ornamentos necesarios, y sostener sacerdotes para que enseñasen a los indios la doctrina cristiana y administrasen los Santos Sacramentos[663].
3.ª Tener armas y caballos para defender la tierra en caso de guerra, y hacer en determinados tiempos sus correspondientes alardes con el objeto de hallarse siempre dispuestos, debiendo salir a campaña a su propia costa, si se les mandare[664].
4.ª Tener casas pobladas en las ciudades cabezas de sus encomiendas[665].
5.ª No podían ausentarse de la provincia y sólo para asunto preciso podía el gobernador otorgarles cuatro meses de licencia; pero obligándoles a dejar escudero que hiciera sus veces. Si era para ir a España y traer sus mujeres, se les concedían dos años[666].
Procurábase—y esto no deja de ser importante—que el encomendero no sacase de la encomienda una renta mayor de 2.000 pesos. A veces el residuo del tributo se distribuía en pensiones que no podían exceder de 2.000 pesos, y a los que las recibían se les llamaba pensionistas[667]. En general, los reyes hacían merced de las encomiendas por dos vidas; la del agraciado y la de su sucesor. Después, la encomienda volvía á la Corona, para que el Rey dispusiera de ella a su voluntad. Aun[499]que los encomenderos trabajaron con empeño para que las encomiendas fuesen dadas a perpetuidad, nada pudieron conseguir. Lo mismo las encomiendas que las pensiones eran concedidas por los virreyes, presidentes y gobernadores de las Indias; mas las provisiones de ellas debían ser sometidas, dentro de cierto término, a la confirmación real, resultando—como dice un comentador—«que Su Majestad era el que verdaderamente las otorgaba»[668].
Los abusos que se cometían con la excusa de los repartimientos, encomiendas y reducciones promovieron la indignación de los dominicos, a cuya cabeza se puso—como tantas veces hemos dicho en esta obra—Fray Bartolomé de las Casas. Gran parte de su vida sacerdotal pasó el obispo de Chiapa declamando contra tales injusticias. Desde que en el año 1515 se embarcó para España con la idea de llevar sus quejas a Fernando el Católico, no cesó en su obra humanitaria. Como D. Fernando se encontrase por entonces enfermo de cuerpo y hondamente preocupado con los asuntos políticos, hubo de delegar el asunto de las Indias a su secretario Conchillos, el cual, así como Fonseca, obispo de Burgos, eran opuestos al derecho de los indígenas. A la muerte de D. Fernando insistió Las Casas cerca de los regentes Cisneros y Adriano, logrando que el citado cardenal hiciese algo en favor de los indios. Al lado de Las Casas se pusieron Cisneros, Juan López de Vivero, vulgarmente conocido con el nombre de su pueblo, Palacios Rubios (Salamanca) y algunos otros. Luego, a ruegos de Las Casas, se publicaron por Carlos V—como ya se ha dicho y repetimos más adelante—famosas Ordenanzas; pero los delegados que fueron a implantar las Nuevas Leyes se pusieron al lado de los colonos, fracasando de este modo las gestiones del incansable protector de los indios.
Terminaremos asunto de interés tan capital, con las siguientes observaciones: repartimientos, encomiendas y reducciones no merecen nuestras alabanzas. Reconocemos que, si buena fe guió a los fundadores, los resultados no correspondieron a lo que aquéllos deseaban; pero las censuras de muchos escritores anglo-sajones son más severas que justas. No negaremos que la organización civil y política de las colonias españolas era distinta de la organización civil y política de las colonias inglesas; no negaremos que el catolicismo allá y el protestantismo acá, influyeron en la manera de ser, en las costumbres de unas y de otras colonias.
Ante la crítica apasionada de muchos escritores a nuestro sistema de repartimientos, encomiendas y reducciones, conviene recordar que frecuentemente los indios tuvieron protectores y no tiranos, y cuando[500] terminaron aquéllas, el indígena pudo contar con una libertad cuasi completa. Si en Norte-América no hubo repartimientos, encomiendas y reducciones, en cambio, los indígenas, sujetos al yugo de los conquistadores ingleses, no lograron entonces bienes de ninguna clase; y á la sazón se mueren de hambre en los incultos desiertos del Arkansas. Además, si con la organización y política de las colonias españolas, el indio tuvo un amo, en los Estados Unidos, sin dicho sistema de organización, tuvo muchos amos, hallándose expuesto siempre a los desmanes de grosera e indisciplinada soldadesca.
Somos de opinión que, después de la independencia, después que se rompieron los vínculos que unían las colonias a la metrópoli, se manifestaron los caracteres diferenciales de una y de otra raza, distinguiéndose entonces el positivismo anglo-sajón y el idealismo latino. Por eso, mientras los primeros buscaban el bienestar por el orden, el trabajo y la formalidad, los segundos, impacientes, desconfiados y revolucionarios corrían por terrenos ignorados, con la fogosidad y el atolondramiento de la juventud.
En suma, puede asegurarse: 1.º Que el conquistador o colonizador español tuvo menos ventajas con su política que el conquistador o colonizador anglo-sajón; 2.º Que el indígena, si fué encadenado por el primero, sufrió la dura y tiránica ley del segundo. Encontró el pobre indio en todas partes la tiranía, lo mismo en la América Meridional que en la Septentrional, lo mismo o quizá menos bajo la raza española que bajo el poder de la raza anglo-sajona. Repítese en todos los tonos que el español, no compadeciéndose del indio, le obligó a extraer el oro y la plata de las minas; pero, ¿no hicieron lo mismo entonces, después y siempre los ingleses? Adquirieron la independencia las colonias, no por los celos de los criollos contra los europeos, no por el mal trato de la metrópoli, no por las nuevas ideas políticas de los principales jefes del movimiento, sino porque así debía ser, porque debían salir de la tutela donde habían estado tanto tiempo.
La esclavitud no echó profundas raíces en las Indias. El esclavo no fué considerado como una bestia de carga, ni se le maltrataba, ni se le atormentaba. Se le manumitía con harta frecuencia, sucediendo no pocas veces que rechazaba la libertad concedida por los dueños. Raramente se rebeló contra sus amos. Consideremos el origen de la esclavitud. Los conquistadores y colonos se encontraron con la necesidad de cultivar la tierra y extraer el mineral de las minas. La raza indígena era poco a propósito para lo uno y para lo otro, naciendo entonces la idea de llevar al Nuevo Mundo esclavos negros, gente, en general, robusta y fuerte. El emperador Carlos V, por vez primera, autorizó en[501] el año 1517 a un flamenco para que introdujese esclavos africanos en América. A las mil maravillas cumplió su cometido el compatriota del César, pues—cuentan—que cinco años después de la concesión del privilegio, los negros de Santo Domingo eran más numerosos que los blancos. No huelga decir que, según algunos cronistas, ya en 1505 se habían introducido 17 negros en la Isla Española para trabajar las minas, y en 1510, pasaron de 100[669].
En mayor o menor número y con más frecuencia o menos frecuencia, continuaron concediéndose los privilegios de introducción o asiento, hasta que al fin quedó prohibido el tráfico negrero en el Congreso de Viena (1.º noviembre 1814 al 9 julio 1815). En él se acordó la abolición del comercio de negros; mas la ejecución de semejante medida debía ser lenta, por cuanto se dejó a Inglaterra, Rusia, Austria, Prusia, Francia, España, Portugal y Suecia la designación de la época en que cada una de dichas naciones quisiera realizarla. Las potencias más interesadas en abolir la trata de negros eran Francia, España y Portugal[670]. El comercio de esclavos se aumentó considerablemente después de prohibido, lo cual hizo que, tiempo adelante, la Gran Bretaña, Austria, Francia y Rusia pusiesen en práctica lo que el Congreso de Viena había propuesto, firmando (20 diciembre 1841) un tratado para impedir el inhumano tráfico.
El remedio más radical para acabar con el tráfico de negros era la abolición de la esclavitud. El gobierno inglés proclamó en 1831 la libertad inmediata de todos los esclavos de la Corona, contestando a los clamores de los colonos con la abolición de la esclavitud en las colonias occidentales para el 1.º de agosto de 1834. Roberto Peel, que no había sido partidario de la citada abolición, la llamó «la más feliz reforma de que el mundo social puede ofrecer ejemplo.» También, poco a poco, los gobiernos españoles realizaron reforma tan transcendental.
Pocos extranjeros vivían en nuestras colonias. No sólo eran mal mirados por los monarcas españoles, sino que hasta el siglo xviii se les prohibía establecerse en las posesiones de la India. Cuando lo hacían, se mandaba que sin excusa alguna y en el menor tiempo posible, saliesen con sus familias de las citadas provincias. No es extraño, pues, que fuesen muy pocos los extranjeros que se arriesgasen a vivir en las colonias, dándose el caso que Humboldt, durante los cinco años que viajó por el virreinato de México, sólo encontró un alemán. Según el censo de 1809, en Chile apenas había 80 extranjeros. Todos, lo mismo en la metrópoli que en América, querían el aislamiento de las colonias.[502] Temían los reyes que los extranjeros habían de propagar en aquellos países el espíritu revolucionario, y por esta razón aislaron sus colonias del resto del mundo. No puede negarse que sacrificaron el progreso intelectual al fanatismo político y religioso. No andaban del todo separados de la verdad, según tendremos lugar de ver más adelante.
Organización colonial: virreinatos.—Gobernadores generales.—Las Intendencias.—Los gobiernos del Brasil.—Las Audiencias: nombres de las Audiencias.—Atribuciones de los virreyes, gobernadores generales, intendentes, Audiencias y presidentes.—Regentes de las Audiencias.—Consulados y cabildos en las colonias de España.—Alcaldes ordinarios y corregidores.—Tribunales de minería y de cuentas.—Gobierno político y elementos de que constaba.
Los Virreyes, Proreges ó Vice Reges eran vicarios o representantes del Rey. Al establecerse los primeros virreinatos, la autoridad de los virreyes era casi ilimitada, hasta el punto que el Rey declaró «que en todos los casos y negocios que se ofrecieren, hagan lo que les pareciere y vieren que conviene, y provean todo aquello que Nos podríamos hacer y proveer, de cualquiera calidad y condición que sea, en las provincias de su cargo, si por nuestra persona se gobernasen, en lo que no tuvieren especial prohibición.» Es cierto, pues, que por la Cédula dada el año 1528 los virreyes y las demás altas autoridades en cada región, se hallaban autorizados para suspender el cumplimiento de aquellas órdenes, si por cumplirlas «se introduciese escándalo conocido o daño irreparable.» Mucho tiempo después, en una Real Cédula dada en el palacio de El Escorial a 19 de julio de 1614, se decía lo siguiente: «Que a los virreyes se les debe guardar y guarde la misma obediencia y respeto que al Rey, sin poner en esto dificultad, ni contradicción, ni interpretación alguna. Y con apercibimiento que a los que a esto contravinieren, incurrirán en las penas puestas por derecho a los que no obedecen los mandamientos reales, y las demás que allí de nuevo pone y refiere.» Atribuciones tan amplias no excluían que de cuando en cuando se mandasen Instrucciones Reales, que determinaban la conducta que debían seguir. Del mismo modo que a los oidores y a otros funcionarios, se sujetaba a los virreyes a juicio de residencia y les estaba prohibido «todo género de contrato y granjería.» Frecuentemente las Audiencias, con más o menos razón, suscitaron cuestiones de competencia a los virreyes, resultando de ello graves conflictos, pues en ciertos casos y[504] en ciertos asuntos tenían atribuciones superiores a dichos virreyes. (Apéndice J.)
El gobernador general, nombrado por la Corona, conocía de todos los asuntos de administración y policía, hasta el punto que nombraba para las plazas vacantes en los diversos empleos públicos, disponía de las tierras de la Corona, etc.
Es de advertir que tanto el virrey como el presidente gobernador eran casi siempre funcionarios peninsulares, muy rara vez americanos. Apenas se encuentra alguno natural del reino o provincia que se le encargaba gobernar. Dice uno de los historiadores nacionales contemporáneos de la independencia que, entre los 160 virreyes que hubo en América, sólo cuatro fueron americanos, y entre más de 600 presidentes sólo 14[671]. Entre los gobernadores de Chile, desde D. Pedro de Valdivia hasta D. Francisco García Carrasco, únicamente se registra el nombre de un chileno, y esto interinamente y por poco tiempo.
El virrey representaba al monarca, y la Audiencia á la Justicia y a la ley; era, además, la Audiencia el Consejo consultivo del virrey o del presidente gobernador.
El cabildo era representante del respectivo pueblo o vecindario, y atendía a los intereses locales. Los individuos de las citadas corporaciones eran nombrados por el gobierno peninsular. Si en los primeros tiempos debían ser elegidos los regidores, después fueron nombrados por merced del Rey, y a veces tales cargos se adjudicaban al mejor postor. Los alcaldes que, entre otras atribuciones, tenían la de administrar justicia en primera instancia, formaban parte de los cabildos y eran elegidos por los individuos de estas corporaciones.
Consideremos ahora los virreinatos y capitanías generales existentes en la América española al iniciarse la guerra de la independencia. Los virreinatos eran cuatro: el de México o Nueva España[672]; el del Perú o Nueva Castilla[673]; el de Santa Fé de Bogotá o Nueva Granada, que databa de 1717[674], y el de Buenos Aires, de 1776-78. Los dos virreinatos últimos fueron formados a expensas de los dos primeros. (Apéndice L.)
Las capitanías generales eran las de la Española, Guatemala, Chile y Venezuela.
Según la ordenanza de 1803, las Intendencias o provincias eran las[505] siguientes: El virreinato de México comprendía las intendencias de Puebla de los Angeles, Nueva Veracruz, Mérida de Yucatán, Antequera de Oaxaca, Valladolid de Mechoacán, Santa Fe de Guanajuato, San Luis de Potosí, Guadalajara, Zacatecas, Durango y Sonora.
El virreinato del Perú, las intendencias de Farnia, Trujillo, Cuzco, Gusmanga, Huancavalica, Arequipa, Chiloe y Puno.
El virreinato de Santa Fe de Bogotá o Nueva Granada, las intendencias de Quito, Popayán, Cuenca, Cartagena y Panamá.
El virreinato de Buenos Aires, las intendencias de Paraguay, Córdoba, Tucumán, Salta, Cochabambo, Paz, Plata y Potosí.
La capitanía general de la Española, los gobiernos de Cuba, de Puerto Rico y de las posesiones de la Florida y de la Luisiana.
La capitanía general de Guatemala, las intendencias del Salvador, Comayagua, Nicaragua, Chiapa y Guatemala.
La capitanía general de Chile, las intendencias de Santiago y Concepción.
La capitanía general de Venezuela, las intendencias de Caracas, Maracaibo, Barinas, Cumaná y Guayana.
Las Intendencias, establecidas en España desde el año 1718, se intentó crearlas en México en 1768—de acuerdo con el visitador D. José Gálvez—por el virrey marqués de Croix. También desechó el proyecto el virrey Bucareli; pero lo aceptó D. Bernardo Gálvez, conde de Gálvez, en 1786, publicándose entonces la célebre Instrucción de Intendentes[675]. Algunas observaciones debemos hacer a la citada Ordenanza. En la Introducción de la Instrucción de Intendentes dice el rey Carlos III que «movido de paternal amor a sus vasallos y deseoso de poner en buen orden, felicidad y defensa los dilatados dominios de las dos Américas, ha resuelto, con muy fundados informes y maduro examen, establecer en el reino de Nueva España intendentes de ejército y provincia, para que dotados de autoridad y sueldos competentes, gobiernen aquellos pueblos y habitantes en la parte que se les confía.» La Instrucción consta de 306 artículos, divididos en cinco grupos: en el primero se establecen bases, y en los siguientes las causas de justicia, policía, hacienda y guerra. Por el art. 1.º se dividía el reino de México en doce intendencias, las cuales tomarían el nombre de la población que se erigiese en capital. Por el 2.º, se confirmaba la autoridad que al virrey conferían las leyes de Indias, pero dejando al cuidado de los intendentes todo lo relativo a la Real Hacienda. Por los demás artículos se deslindaban con toda claridad las facultades de los intendentes respecto a los virreyes, en parti[506]cular en lo referente a la agricultura, industria, abastecimiento, sanidad y beneficencia de los pueblos.
Comprendíanse las bases desde los artículos 1.º al 14: en los doce primeros se trataba de la creación de intendentes y de sus facultades, de las atribuciones de la junta, y las de los gobernadores y jueces subdelegados; en los dos últimos de las elecciones de alcaldes indios.
A la causa de justicia pertenecían los artículos desde el 15 al 56 y en ellos se trataba de los asesores y asuntos de justicia, de los propios, arbitrios y bienes de la comunidad, y de los escribanos y notarios, multas y penas de Cámara y los informes reservados al gobierno supremo.
A la causa de policía desde el 57 al 74, en los cuales se trata, ya de varios preceptos de policía y buen gobierno, ya de los pósitos, alhóndigas y moneda.
A la causa de hacienda desde el 75 al 249: estudiase la jurisdicción privativa de hacienda y las facultades económicas de sus ministros, del tabaco, causas de fraudes, tierras realengas, confiscaciones, presas, naufragios y mostrencos, del fuero de hacienda, montepío, escribanos de hacienda y registros, de los ministros generales y principales de hacienda, del libro de la razón general, de la administración, arriendo de rentas y repartimientos de contribuciones, del tributo de indios y las alcabalas, de varias rentas, como el pulque, pólvora, naipes, minas y azogues, papel sellado, lanzas y medias annatas, salinas, pulperías y oficios vendibles y renunciables, de la Bula de Cruzada, diezmos, vacantes mayores y menores, media annata y mesada eclesiástica, subasta de rentas menores, dotación de párrocos y espolios de prelados, y de la traslación de caudales, arcas y tanteos mensuales, facultades del superintendente general y sus delegados, y otros asuntos interiores.
A la causa de la guerra, desde el 250 al 306: se ocupan de los ajustes y marchas, revistas de tropas, hospitales, almacenes de artillería, prerrogativas, honores y sueldos de los intendentes.
La citada Ordenanza se dió primero a México, haciéndose luego extensiva a Lima, Buenos Aires, Chile, Guatemala, y, por último, a la isla de Cuba en 7 de noviembre del año 1791. La Instrucción de Intendentes siguió hasta el 1803 en que la modificó Carlos IV.
Se propusieron principalmente las Intendencias, centralizar la administración y aumentar los ingresos de la Corona; pero causaron grave daño a los municipios. Los intendentes arrebataron a los cabildos toda libertad administrativa, anulando a los antiguos corregidores y apropiándose el conocimiento de los asuntos de agricultura, comercio, minería, caminos y ornato público.
[507] Las Capitanías (Gobiernos) del Brasil eran las siguientes: Tamaracá, Pernambuco, Todos los Santos, Isleos, Puerto Seguro, Espíritu Santo, Río de Janeiro y San Vicente. En la Capitanía o Gobernación de Todos los Santos, residía el gobernador, el auditor general de toda la costa y el obispo.
Las Audiencias se crearon por el orden que después diremos; pero antes se trasladará aquí la siguiente ley del Rey Felipe IV:
«Por quanto en lo que hasta aora se ha descubierto de nuestros Reynos y Señoríos de las Indias, están fundadas doze Audiencias y Chancillerías Reales, con los límites que se expresan en las leyes siguientes, para que nuestros vasallos tengan quien los rija y gobierne en paz y en justicia, y sus distritos se han dividido en Gobiernos, Corregimientos y Alcaldías mayores, cuya provision se haze segun nuestras leyes y órdenes, y están subordinados a las Reales Audiencias, y todos a nuestro Supremo Consejo de las Indias, que representa nuestra Real persona. Establecemos y mandamos, que por aora, y mientras no ordenaremos otra cosa, se conserven las dichas doze Audiencias, y en el distrito de cada una los Gobiernos, Corregimientos y Alcaldías mayores, que al presente hay, y en ello no se haga novedad, sin expressa orden nuestra, o del dicho nuestro Consejo»[676].
I. El emperador Carlos V, con fecha 14 de septiembre de 1526, fundó la Audiencia de Santo Domingo, que comprendía las Islas de Barlovento y de la costa de Tierra Firme, y en ellas las gobernaciones de Venezuela, Nueva Andalucía, el Río de la Hacha y provincias del Dorado[677].
II. La de México ó Nueva España que creó Carlos V el 9 de noviembre y 13 de diciembre de 1527, comprendía las provincias llamadas de Nueva España, con las de Yucatán, Cozumel y Tabasco; y por la costa de la mar del Norte y Seno Mexicano hasta el Cabo de la Florida; y por la mar del Sur, desde donde acaban los términos de la Audiencia de Guatemala hasta donde comienzan los de la Galicia[678].
III. La de Panamá, que fundó Carlos V el 30 de febrero de 1535 y 2 de marzo de 1537, y cuya jurisdicción llegaba a la provincia de Castilla del Oro hasta Portobelo y su tierra, la ciudad de Natán y su tierra, la gobernación de Veragua; y por el mar del Sur, azia el Perú, hasta el Puerto de la Buenaventura, exclusive, y desde Portobelo, azia Cartagena hasta el río del Darién, exclusive, con el golfo de Urabá y Tierra Firme, partiendo términos por el Levante y Mediodía con las[508] Audiencias del Nuevo Reyno de Granada y San Francisco del Quito; por el Poniente con la de Santiago de Guatemala, y por el Septentrión y Mediodía con los dos mares, de Norte y Sur[679].
IV. La de la Ciudad de los Reyes o de Lima (Perú), fundada por Carlos V el 20 de noviembre de 1542, cuyo distrito era la costa que hay desde dicha ciudad hasta el reyno de Chile exclusive, y por la tierra adentro a San Miguel de Piura, Caxamarca, Chachapoyas, Moyobamba y los Motilones, inclusive, y hasta el Callao exclusive, por los términos que se señalan a la Real Audiencia de la Plata y la ciudad del Cuzco con los suyos, inclusive, partiendo términos por el Septentrión con la Real Audiencia de Quito; por el Mediodía con la de la Plata; por el Poniente con la mar del Sur, y por el Levante con provincias no descubiertas[680].
V. La de los Confines de Guatemala y Nicaragua, creada por Real Cédula de Carlos V el 13 de septiembre de 1543, y que tuvo a su cargo la gobernación de las dichas provincias y sus adherentes, esto es, Guatemala, Nicaragua, Chiapa, Higueras, Cabo de Honduras, la Vera-Paz y Soconusco, con las islas de la costa[681].
VI. La de Guadalajara o Nueva Galicia, creada por Real Cédula de Carlos V el 13 de febrero de 1548: se estableció primero en Compostela, trasladándose luego a Guadalajara, porque era «sitio más agradable, más sano, más fértil y abundante...»[682]. Tenía por distrito las provincias de la Nueva Galicia, Culiacán, Copala, Colima y Zacatula con los pueblos de Avalos[683].
VII. La del Nuevo Reino de Granada o de Santa Fe de Bogotá, fundada por el Emperador el 17 de julio de 1549, tenía por distrito las provincias del Nuevo Reino y las de Santa Marta, Río de San Juan y la de Popayán, excepto los lugares de ella, señalados a la Audiencia de Quito, y de la Guayana o Dorado tenga lo que no fuere de la Audiencia de la Española y toda la provincia de Cartagena, partiendo términos...[684].
VIII. La de las Charcas o de la Plata, creada por Felipe II el 4 de septiembre de 1559, que comprendía la provincia de las Charcas y todo el Callao, con las Provincias de Sangabana, Carabaya, Juries y Dieguitas, Moyos y Chunchos y Santa Cruz de la Sierra[685].
[509] IX. La de San Francisco de Quito, en el Perú, que erigió Felipe II por Real Cédula del 29 de noviembre de 1563: «comprendía su distrito la provincia de Quito, y por la costa azia la parte de la ciudad de los Reyes, hasta el puerto de Payta exclusive, y por la tierra adentro hasta Piura, Caxamarca, Chachapoyas, Moyobamba y Motilones exclusive, azia esta parte los pueblos de Jaén, Valladolid, Loja, Zamora, Cuenca, la Zarza y Guayaquil, con todos los demás pueblos que estuvieren en sus comarcas y se poblaren, y azia la parte de los pueblos de la Canela y Quijos, con los demás que se descubrieren; y por la costa azia el Panamá, hasta el puerto de Buenaventura, inclusive; y la tierra adentro a Pasto, Popayán, Cali, Buga, Chapanchica y Guachicona...»[686].
X. La de Manila, en la isla de Luzón, Cabeza de las Filipinas[687].
XI. La de Santiago de Chile, fundada por Felipe III por Real Cédula del 17 de febrero de 1609 y por Felipe IV en la Recopilación de Leyes de los Reynos de Indias, comprende su distrito todo el reino de Chile[688]. En el reinado de Felipe V de Borbón y en el año de 1710 había Audiencia en la provincia de Chile[689].
XII. La de la Trinidad, Puerto de Buenos Ayres, fué fundada por Felipe IV el 2 de noviembre de 1661: tenía por distrito las ciudades, villas y lugares de las provincias del Río de la Plata, Paraguay y Tucumán, que hasta entonces habían pertenecido a la Audiencia de los Charcas[690].
XIII. La de Caracas, creada por Carlos III (13 junio 1786) comprendía la parte española de Santo Domingo, Cuba y Puerto Rico.
XIV. La del Cuzco, que fundó Carlos III (Real orden de 26 de febrero de 1787) comprendía sólo su extensa provincia.
Por lo que respecta a la Audiencia de Panamá, encontramos las noticias siguientes: Felipe II, desde Aranjuez (19 mayo 1568) hubo de mandar que, si la Audiencia y Chancillería Real de la ciudad de Santiago de la provincia de Guatemala se había trasladado a Panamá de la provincia de Tierra Firme, a la sazón disponía que volviese a dicha ciudad de Santiago[691]. No debió de volver, por cuanto el mismo Rey desde Madrid (6 febrero de 1571) se dirigió al Presidente y Oidores de la Audiencia de la ciudad de Panamá de la provincia de Tierra[510] Firme, para decirles que obedeciesen en todo al virrey del Perú[692].
Que había Audiencia en Panamá en el año 1645 también lo prueba el documento siguiente:
«Administración de justicia: Hecho presente al Obispo de la ciudad de Panamá, la falta que había de ella en aquella Audiencia, porque siendo solos dos Oidores, el uno estaba ausente y el otro enfermo, amigo del Presidente, por cuya razón hacía éste lo que quería, muy distante de la fidelidad con que debía ejercer un cargo: Resolvió S. M. mirase por sus obejas conforme a su obligación, y si tuviese que dar alguna queja contra los ministros de dicha Audiencia, no lo hiciese a bulto y con palabras equívocas.»[693] Consta del mismo modo que, reinando Carlos II, y en 31 de diciembre de 1686, existía Audiencia en la ciudad de Panamá, provincia de Tierra Firme[694]. En el reinado de Felipe V y en el año 1710 había Real Audiencia en Panamá de la provincia de Tierra Firme[695]. Más adelante, año 1734 y en el mismo reinado, continuaba la Audiencia en Panamá[696].
De modo que dentro de los virreinatos se hallaban las Capitanías generales, de carácter militar; las Intendencias, de carácter administrativo, y las Audiencias, de carácter judicial. Los virreyes, como regla general, eran presidentes de la Audiencia, que estaba en la capital del virreinato, y tenían poder sobre los capitanes generales y aun intendentes de la provincia donde se hallaba dicho virreinato.
Por lo que respecta a las Audiencias, daremos algunas más noticias. Eran tribunales—como decía Solórzano—donde se guardaba la justicia, donde los pobres hallaban defensa de los agravios y opresiones de los poderosos, y donde a cada uno se le daba lo que era suyo con derecho y verdad[697]. Mediante Real Cédula dada en la ciudad de Buitrago a 19 de mayo del año 1603 se dispuso que «los virreyes y gobernadores, por ningún caso, se mezclen ni entrometan en los negocios concernientes a administración de justicia, porque éstos están sometidos a las Audiencias, y no las deben poner en ellos estorvo, ni impedimento alguno»[698].
En las provincias más importantes se establecieron Audiencias. «Todavía, como se fueron poblando y ennobleciendo tanto, pareció conveniente, que por lo menos en las principales de ellas, que son las del[511] Perú y las de la Nueva España, se pusiesen gobernadores de mayor porte con título de Virreyes, que juntamente hicieren oficio de presidentes de las Audiencias que en ellas residen, y privativamente tuviesen a su cargo el gobierno de aquellos dilatados reinos y de todas las facciones militares que en ellos se ofreciesen, como sus capitanes generales, y en conclusión, pudieren hacer e hiciesen, y cuidar y cuidasen de todo aquello que la misma persona real hiciera y cuidara, si se hallara presente, y entendiesen convenir para la conversión y amparo de los indios, dilatación del Santo Evangelio, administración política y su paz, tranquilidad y aumento en lo espiritual y temporal»[699].
De las sentencias dadas por las Audiencias y sólo en los asuntos civiles, se podía apelar ante el Consejo de Indias y cuando la cantidad en litigio consistía en más de 6.000 pesos. Si los asuntos de gobierno y policía se habían hecho contenciosos, sobre la opinión del virrey o capitán general, estaba la Audiencia, que fallaba en apelación. En determinados asuntos los virreyes y capitanes generales tenían la obligación de consultarlas. Ellas ejercían además un derecho de vigilancia sobre los otros tribunales y sobre los empleados civiles. El virrey, el capitán general o el presidente tenía derecho a presidir la Real Audiencia y a asistir a sus sesiones; pero carecía de voto deliberativo y consultivo.
El Rey, queriendo sustraer a los oidores de toda influencia que pudiera perjudicar la administración de justicia, les prohibió ser padrinos, asistir a las bodas o a entierros, casarse sin permiso en el lugar de su residencia, dar o tomar dinero a préstamo, y hasta poseer propiedades. No deja de llamar la atención—sin embargo de la importancia y delicado del cargo—algunas de las prohibiciones a que estaban sujetos los virreyes, presidentes, gobernadores y oidores. Les estaba vedado negociar en cualquier forma que fuese, dar o tomar dinero a usura, y sembrar trigo o maiz. Prohibíaseles poseer casas, huertas, chacras o estancias. No habían de recibir dádivas, ni tener estrechas amistades con eclesiásticos o seglares. No podían ser padrinos de matrimonio o de bautizo, ni asistir a casamientos o entierros, ni ellos ni sus hijos podían casarse en sus distritos sin licencia especial del Rey. En suma, debían vivir completamente aislados en la sociedad que estaban encargados de gobernar, y se les prohibía tener con sus subordinados otras relaciones que las oficiales[700].
Sin embargo, virreyes, gobernadores, generales, intendentes, Audiencias y presidentes, aunque tenían grandes atribuciones, se halla[512]ban sujetos al poder real. Con harta frecuencia el Rey se dirigía á dichas autoridades ordenándoles lo que debían hacer, pudiendo servir de ejemplo la siguiente cédula:
«Tributos: Haviendo entendido el Rey por cartas y relaciones venidas de América el gran número de indios que havían fallecido en el año de 1545, assí de los incorporados á la Real corona como de los encomendados a particulares, y que los pocos que havían quedado no podían pagar los establecimientos por la tasa: Mandó a la Audiencia de aquel reino providenciase que sólo se les exigiese lo que buenamente pudiesen pagar sin fatiga ni vejación.» Cédula de 10 de abril de 1546, vid., tomo 10 de ellas, folio 298 v.º núm. 503[701].
Los Regentes de las Audiencias se crearon por Real cédula de 6 de abril del año 1776. En los 78 artículos de la Instrucción se establecen las ceremonias con que deben ser recibidos los regentes, los honores y distinciones que se les deben, sus relaciones con los virreyes y otras autoridades y sus facultades en el régimen interior de las Audiencias.
Además de las instituciones que acabamos de señalar, existían otras dos que tuvieron relación directa e inmediata con la vida íntima del país, como también importancia extraordinaria, ya en el desenvolvimiento colonial, ya decisiva influencia en el movimiento revolucionario y emancipador de la América española. Estas dos instituciones fueron los Consulados y los Cabildos.
Los Consulados—Tribunales generalmente constituídos por peninsulares nombrados cada dos años por los comerciantes de importantes plazas mercantiles—tenían atribuciones judiciales en los asuntos de comercio y se ocupaban también del fomento de toda clase de industrias «arbitrando fondos, haciendo caminos, reparando puertos, abriendo escuelas, construyendo aduanas y recabando del legislador mejoras y leyes sobre materia mercantil»[702]. A ejemplo del consulado de Sevilla se fundaron el de México y el del Perú. Las ordenanzas del de México se aprobaron en Valladolid a 9 de junio de 1603 y a 4 de julio de 1604, y en Ventosilla a 20 de octubre del mismo año. Las ordenanzas del de Lima se aprobaron por cédula dada en Madrid el 11 de enero de 1614; se aprobó y confirmó dicha erección el 16 de abril de 1618[703].
La administración local de las ciudades estaba a cargo de los cabildos. A veces, aunque los decretos reales limitaban bastante las facultades de los cabildos, ellos, deseando ensanchar continuamente su acción, dictaban ordenanzas, se ocupaban de asuntos de policía, impo[513]nían contribuciones y levantaban tropas para la defensa del distrito. Con harta frecuencia y en muchas partes, usurpaban atribuciones de otras autoridades o tribunales. En los primeros tiempos tenían el derecho de nombrar gobernadores provisionales o interinos. Dos regidores, designados como alcaldes, eran los jueces de primera instancia. Poco a poco, a causa de la política absorbente de los reyes de España, fueron despojados los cabildos de muchas de sus atribuciones, perdiendo, por tanto, importancia los cargos de regidores. Por esta razón eran poco estimados por los españoles, aprovechándose de ello los criollos en su afán de distinguirse y figurar entre los suyos. A veces, y en algunas colonias, el oficio de alcalde era aceptado a la fuerza, como sucedió en Buenos Aires con Hernando de Montalvo, el cual llevó a tal extremo su obstinación, que el cabildo dispuso «que esté preso en las casas de su morada y que sea ejecutada la pena hasta tanto que açete el dicho oficio;» ante semejante disposición, Montalvo dijo «que por redimir las vejaciones y fuerças y respuestas y molestias que el dicho cabildo le haze, que acetaba y aceto el dicho oficio de alcalde y lo firmo»[704].
Acerca de otro orden de cosas y por lo que respecta al cargo de regidores, es de lamentar que en algunas colonias, como sucedía en Chile, se comprasen dichos cargos y llegaran a ser vitalicios; pero de todos modos, los cabildos fueron siempre respetados y queridos, teniendo la gloria—que gloria es, aunque no lo crean así los historiadores españoles—de haber sido los iniciadores y sostenedores del movimiento revolucionario en favor de la independencia. Mandábase a los virreyes, presidentes y oidores «que no se introduzcan en la libre elección de oficios que toca a los capitulares, ni entren con ellos en cabildo»[705]; pero esta disposición era letra muerta. Dichas autoridades, con gran contentamiento de los monarcas, intervenían en las elecciones y se encargaban de ahogar ciertas tentativas democráticas. Ellas impusieron alcaldes ordinarios, ya directamente y sin rebozo alguno, ya aprovechándose del derecho concedido por las leyes para confirmar o anular las elecciones de los cabildos. Sin embargo, creemos que no carecían de importancia política, aunque otra cosa diga moderno historiador de América. «Fueron tan sólo un pálido reflejo de los antiguos Concejos Castellanos anteriores al siglo xvi, una simple rueda de la máquina administrativa, que, como dejamos dicho, construyó cuidadosamente el absolutismo»[706].
[514] Estos alcaldes ordinarios eran dos en cada pueblo y para dicho cargo no podían ser elegidos los oficiales reales[707], ni los deudores a la Hacienda[708], ni los que fueren vecinos del pueblo[709], ni los que ya lo hubiesen sido hasta pasados dos años[710].
Donde hubiese corregidores, autoridad creada por los Reyes Católicos y de nombramiento real[711] ¿eran necesarios los alcaldes ordinarios? En un capítulo de carta del año de 1575, se responde a consulta de don Francisco de Toledo, virrey del Perú, lo siguiente: «y proveeréis, que donde hubiere corregidores asalariados, no haya alcaldes ordinarios.» Conviene advertir que a los llamados corregidores en el Perú, en México se les daba el nombre de alcaldes mayores, y en Cartagena, Buenos Aires, Paraguay, Venezuela, Habana, etc., recibían el título de gobernadores[712].
En asuntos de cierta gravedad, el cabildo convocaba a los notables de la población, resultando una especie de junta de asociados y que recibía el nombre de cabildo abierto.
Para comunicarse con los poderes de la metrópoli, acostumbraron los virreinatos de las Indias mandar a la corte procuradores o personeros para negociar allí «cosas que convienen al pro de toda la tierra e de los vecinos e pobladores de ella.»
Existían de igual manera tribunales de minería y de cuentas. Los primeros, no sólo fijaban reglas para la explotación y laboreo de las minas, sino fundaron escuelas especiales para el cultivo de las ciencias matemáticas. Los segundos, o de cuentas, inspeccionaban las de todos los que manejaban caudales públicos.
El gobierno político constaba, generalmente, de un gobernador y un teniente, dos alcaldes ordinarios de primero y segundo voto, dos de la Santa Hermandad, un alcalde provincial, diferentes capitanes, un alguacil y fiscales, elegidos entre los mismos indígenas.
Casa de la Contratación de Sevilla.—Las Ordenanzas.—Nuevas Ordenanzas.—Jueces de la Contratación.—Importancia de la Casa de la Contratación.—Prosperidad de Sevilla.—Creación de una Casa de la Contratación en la Coruña.—Decadencia de la de Sevilla.—Comercio de España en las Indias.—Expediciones sueltas.—Flotas y galeones.—Armada real.—El contrabando.—Los navíos de aviso.
Las primeras Ordenanzas para el establecimiento y gobierno de la Casa de la Contratación de las Indias[713], fueron aprobadas en Alcalá de Henares el 20 de enero de 1503, por ante Juan López de Lazarraga, secretario de los reyes[714]. Fundóse dicha Casa para recoger y tener en ella, todo el tiempo necesario, mercaderías, mantenimientos y otros aparejos con el objeto de proveer todas las cosas necesarias para la contratación de las Indias, y para enviar allá lo que conviniera; y para rescibir todas las mercaderías e otras cosas que de allá se enviaren a estos reinos, a fin de que allí se vendiese dello todo lo que se hobiere de vender o se enviare a vender e contratar a otras partes donde fuere necesario[715].
Según el cronista Antonio de Herrera, el Rey tuvo sus ojos fijos en la Casa de la Contratación de Sevilla, y con frecuencia dió pruebas de la estima en que la tenía. «Iban creciendo—dice—los negocios de las Indias, y pareciendo al Rey que el buen gobierno de ellos dependía de la Casa de la Contratación de Sevilla, determinó de autorizarla: y así mandó al Almirante, que de todo lo que le escribiese diera parte a los oficiales de aquella Casa, y que con ellos tuviese buena correspondencia. Y a los oficiales mandó que de todas las provisiones que diesen para las Indias tomasen la razón y que practicasen con las personas que tenían noticias de tierras descubiertas, sobre lo que convenía proveer[516] para saber el secreto de ellas»[716]. Añade Herrera que el Rey encargó que se guardase su jurisdicción a los oficiales de la Casa de la Contratación, esto es, que ninguna persona, ni justicia, se pueda entrometer en cosa que a los negocios de las Indias corresponda. El poderoso Tribunal de la Casa de la Contratación constaba de un presidente, un contador, un tesorero, un factor, tres jueces letrados, un fiscal, un relator, etc. Los oficiales tesorero y factor llevarían lo que entonces se llamaba el cargo y data, y hoy se denomina contabilidad. Se valieron de toda clase de medios para que nunca pudiera haber fraude ni engaño. Encargóse a dichos oficiales tesorero y factor exacta y completa información de las mercaderías que pudieran ser provechosas, recomendándoles también cuidado y habilidad para no ser engañados en las cosas que se pidiesen fiadas o debieran comprarse a plazos. Debían buscar capitanes y escribanos que fuesen personas de confianza; concertarían los fletes; darían por escrito las instrucciones para la navegación; se enterarían de todas las cosas de allá; llevarían cuenta y la darían de todo el oro que se importase, cuidando que se acuñara dicho oro en la Casa de la Moneda de Sevilla; pedirían noticias de todo lo que se necesitara en la Mar pequeña o Cabo de Aguer, y en las islas Canarias; tomarían nota de lo que debería hacerse, lo mismo en la tierra que descubrió Bastida que en las islas donde se hallaban las perlas y en las tierras que descubriese Colón, averiguando las mercaderías existentes en ellas. Por último, declararon los reyes que las mercaderías que se sacasen o se trajesen a dicha Casa serían francas de almojarifazgo y de todos los otros derechos, así de entrada como de salida, y por una vez del impuesto de alcabala[717].
La Casa de la Contratación se estableció en el Alcazar viejo, que antiguamente llamaban el cuarto de los almirantes—según Real cédula de 5 de junio de 1503—y no en las Atarazanas. La declaración de puerto franco por un lado, y las importantes operaciones que se le confiaron, por otro, hicieron de Sevilla el centro del comercio de España, así como de su Casa de la Contratación, establecimiento de compras, ventas, depósitos, almacenes de abastecimiento y contratación, que le permitía concertar con Juan de la Cosa, entre otros, su expedición al Urubá, para ir a descubrir las tierras e islas de las perlas, no visitadas aún por Colón ni por el rey de Portugal[718].
No pasó mucho tiempo sin que los mismos oficiales, que eran a la sazón Matienzo, Pinelo y Juan López de Recalde expusiesen a la reina[517] doña Juana que la experiencia aconsejaba, no sólo conservar sino aumentar el trato con las Indias, siendo indispensable tomar alguna medida acerca de los cambios, pues sin ellos los maestres de los navíos no podrían realizar sus viajes. Doña Juana, después de afirmar que la malicia en los hombres no cesaba, dispuso que los que pidiesen dinero a cambio, debían probar antes la propiedad de la nave o la autorización para obligarla, bajo la pena de perder el buque y 100 ducados de oro aplicables al fisco[719].
Si hasta entonces la Casa de la Contratación sólo se ocupó en asuntos comerciales de carácter práctico, pronto se convirtió en un centro científico para promover los progresos de la marina y de la navegación. Fernando el Católico llamó a la corte a Juan Díaz de Solís, Vicente Yáñez Pinzón, Juan de la Cosa y Américo Vespucio, y, después de oirles, mandó que los tres primeros, como hombres prácticos, se embarcasen para descubrir hacia el Sur por la costa del Brasil adelante, nombrando al cuarto piloto mayor de la Casa de la Contratación con 50.000 maravedís de salario[720].
El dicho piloto mayor tuvo, entre otros cargos, el de examinador de todos los pilotos de la carrera de las Indias y el de censor del catedrático de Cosmografía y del cosmógrafo encargado de fabricar los instrumentos náuticos. Las oposiciones se hacían en la Casa de la Contratación, adquiriendo por ello el citado establecimiento, concepto de centro científico.
Hallándose el Rey en Monzón, con fecha 15 de junio de 1510, dió nuevas Ordenanzas, añadiendo a las facultades de la Casa de la Contratación, otras de carácter puramente judicial, como también le concedió el derecho de intervenir las comunicaciones del Almirante, construir una casa de armas y otros asuntos de menos importancia. Como surgiesen dudas sobre ciertos casos, en virtud de reclamación de los oficiales (que eran a la sazón, además de los citados Matienzo y Recalde, el comendador Ochoa de Isasaga) se declaró en 1511, cuándo y en qué forma debían reunirse los mencionados oficiales, los cuales, además de los asuntos de hacienda y de justicia, resolverían si las mujeres, los hijos de los reconciliados y de cristianos viejos podían pasar a las Indias. Encargóles, por último, guardasen secreto y fidelidad en todas las cosas referentes a la navegación, no escribiendo particularmente al Rey ni a otras personas[721].
En el año siguiente, esto es, el 20 de marzo de 1512, la reina doña[518] Juana, desde Burgos, determinó que los debates y diferencias que pudiera haber entre los mercaderes, comerciantes, maestres y marineros que iban a las Indias fuesen resueltos por los jueces de la Contratación, breve y sumariamente, sin forma de juicio, en cuyas prescripciones pudieran fácilmente distinguirse los primeros gérmenes de los tribunales españoles[722]. Por tanto, las atribuciones mercantiles, administrativas y de intervención, que fueron la base de la Casa de la Contratación se extendieron a lo judicial, abarcando desde entonces todos los asuntos que se relacionaban con las Indias. «A sus certificaciones debía darse toda fe y crédito, y el 17 de octubre de 1511, estando en las gradas de la iglesia de Nuestra Señora de Sevilla, junto a la pila de hierro, los oficiales de la casa pregonaron, por voz de Francisco Ramos, para que cada día se ennoblecieran más las dichas Indias, que pudieran llevarse libremente mantenimientos y mercaderías a las islas Española y San Juan, que entonces se poblaba, llevando las armas que quisieren, quitando la imposición del castellano que pagaban anualmente por cada cabeza de indio que se les daba por repartimiento, y sirviéndose libremente de los que cogiesen en otras partes, sistema vergonzoso de cautividad que contribuyó con las encomiendas y los rigores de los encomenderos a crear antagonismos profundos entre dos razas que estaban destinadas a fundirse y a ser hermanas, como pregonaban las misiones y enseñaba el Evangelio»[723]. Tantas atribuciones llegó a tener la Casa de la Contratación, que, habiendo tenido noticia de que los corsarios amenazaban las costas de Cuba, pudo, con sólo sus esfuerzos, fletar dos carabelas para guardar dichas costas[724]. Fijándose el monarca, ya en las continuas piraterías, ya en el olvido que se tenía la revisión de las cartas de marear y otras cosas propias de la marinería, dirigió (1515) severas censuras a los oficiales de dicha Casa de la Contratación.
«Sevilla—decía Moneada—es el puerto principal de España: allí van todas las mercaderías principales de Flandes, Francia, Inglaterra e Italia... Sevilla es la capital de todos los comerciantes del mundo. Poco ha la Andalucía estaba situada en las extremidades de la tierra; pero con el descubrimiento de las Indias ha llegado a estar en el centro.»
Sevilla, a causa de la Casa de la Contratación, era el foco del movi[519]miento mercantil de España y el emporio del comercio. Abastecida la nación, lo restante se mandaba a las Indias. En las Cortes reunidas en Santiago y la Coruña (1520), los procuradores suplicaron a Carlos I que los oficiales de la Casa de la Contratación fuesen naturales de estos reinos y no se mudasen de Sevilla en ningún tiempo: contestó Carlos I «que ni había innovado ni entendía innovar en ello cosa alguna.»[726].
A los dos años escasos, se presentó al Emperador una solicitud, y en ella se enumeraban las ventajas que resultarían de establecer en la Coruña una Casa de la Contratación para el comercio de las especias. Decíase que la cantidad mayor de especiería se gastaba en Flandes y muy poca en Levante. Al mismo tiempo hacíanse notar los inconvenientes que ofrecía el río de Sevilla y su barra, señalándose las ventajas que presentaba la Coruña para el embarque y desembarco de las naves que hacían la carrera de las Indias[727]. Tales razones influyeron en el ánimo de Carlos V, que en 22 de diciembre de 1522 concedió lo que le pedía la Coruña; concesión—como puede suponerse—muy perjudicial para la Casa de la Contratación de Sevilla.
Sin embargo, la organización y atribuciones de la de Sevilla formó parte de la famosa Recopilación de las leyes de Indias y servían de base al libro de D. Joseph de Veitia y Linage, intitulado: Norte de la contratación de las Indias Occidentales.
Por Real Cédula de 1529 se permitió la salida de naves registradas de los puertos de la Coruña, Bayona de Galicia, Avilés, Laredo, Bilbao, San Sebastián, Málaga y Cartagena, a condición de que la vuelta se hiciese hacia Sevilla, bajo la pena de la vida y perdimiento de bienes; condición tan onerosa y dura, que el comercio no hizo uso de ella[728]. Tiempo adelante (1550) se suscitó acalorada polémica entre gaditanos y sevillanos acerca de cuál de los dos puertos tenía más ventajas como punto de partida para la carrera de las Indias. Diez años después, esto es, en 1560, los comerciantes prefirieron el puerto de Cádiz, ora para evitar los peligros de la barra de Sanlúcar, ora porque el fondeadero era mejor para los bajeles de más porte. Aunque era conveniente que los tribunales de Contratación y del Consulado se mudasen a la plaza donde acudían los comerciantes, todavía tardó el gobierno más de siglo y medio para decretarlo, pues hasta el 1717 no acabó la prosperidad de Sevilla[729].
[520] «Fué, pues, la Casa de la Contratación—escribe Danvila—un poderoso auxiliar del poder central, con una organización sencilla, honrada e inteligente, y con bien pocas leyes; pero con mucho deseo contribuyó al fomento de los nuevos intereses que España iba creando en las apartadas regiones de las Indias»[730]. «No comprendemos—dice D. Mario Méndez Bejarano en su Historia Literaria—que se pueda historiar la cultura española, sin hablar, antes que de nuestras inútiles Universidades, de aquella singular institución creada por Cédula de 14 de enero de 1503, y que con el impropio nombre de Casa de la Contratación[731], participaba de Tribunal, de Escuela, de Centro Mercantil y de Ministerio de Indias.
«El docto personal de la Casa organizaba y dirigía expediciones, hizo los primeros mapas del nuevo continente[732], mapamundis, el islario general del mundo, el célebre Libro de las longitudes, realizó importantes trabajos para determinar los límites entre los dominios de España y de Portugal en América, inventó las cartas esféricas, y al calor de tan vitales enseñanzas, Andrés de Morales estudió las corrientes del Atlántico, siendo, como dice el Sr. Fernández Duro, el fundador de la teoría de las corrientes pelásgicas, y Felipe Guillén inventó el primer aparato destinado a medir las variaciones de la aguja imantada (Humboldt)».
«La enseñanza se daba por pilotos mayores y catedráticos de Cosmografía, y los exámenes se verificaban con extraordinaria solemnidad.»[733].
Si en los primeros años del descubrimiento no hallaron los españoles el Vellocino de oro que esperaban, andando el tiempo, encontraron metales preciosos, esmeraldas y perlas, abundante ganado en aquellas vírgenes praderas, grandes cantidades de trigo, cebada, centeno, arroz y maíz, como igualmente moreras y toda clase de árboles frutales, en aquellos extensos campos y en aquellas ricas huertas. Gran desarrollo alcanzaron las industrias fabriles y mecánicas, no llegando á mayor prosperidad por las trabas que les puso la metrópoli, creyendo favorecer con ello mezquinos intereses españoles. Todavía la torpeza fué más grande cuando se dispuso—y de ello nos hemos ocupado al tratar de la Casa de la Contratación—que los españoles, para comerciar con las Indias, habían de sujetarse a la inspección en el puerto de Sevilla, lo mismo a la ida que a la vuelta. Si a la Coruña y a otros puertos se les habilitó para comerciar con las Indias (1529), luego se dero[521]gó dicha disposición (1591), volviendo a quedar las cosas en su primitivo estado.
Tampoco estuvieron acertados nuestros monarcas al prohibir a los extranjeros el comercio con las colonias españolas. Permitióse únicamente a los extranjeros residentes en España, a condición de servirse de agentes españoles, lo cual trajo consigo que poco a poco el comercio de otras naciones penetrase en nuestras colonias. Ocurría que fabricantes de allende los Pirineos remitían sus productos a España, donde sus compatriotas, por mediación de agentes españoles, los exportaban a las Indias. Es de notar que gran número de productos, como tabaco, pólvora, azogue, etc., estuvieron estancados o fueron monopolizados por el Estado, prohibiéndose su venta por los particulares.
Si en los primeros años del siglo xvi se hacía el comercio colonial en expediciones sueltas que mandaba comerciante o armador, luego, a causa de los muchos contrabandistas y corsarios que recorrían los mares, se formaron flotas o conjunto de embarcaciones comerciales destinadas a conducir efectos de España a las Indias y desde las Indias a España. Dos expediciones salían anualmente de Cádiz, una para Tierra Firme (la flota) y otra para Nueva España (galeones). A veces la Armada Real hacía escolta a las citadas expediciones y castigaba a los enemigos o piratas que intentaban robar las mercancías. Tanto la flota que iba a Tierra Firme como la que se dirigía a Nueva España, derrotaban a Santo Domingo y luego a otras partes; pero el punto principal de parada era Porto Bello, emporio del comercio sud-americano entonces.
La prohibición a los extranjeros de comerciar con nuestras colonias, trajo consigo, además de otras causas, el contrabando. Ingleses, holandeses, franceses y otros, introducían géneros en los puertos del Nuevo Mundo, burlando las disposiciones de las leyes. Los comerciantes americanos, contando con la complicidad de las autoridades, recibían los citados géneros, obteniendo pingües ganancias. De modo que con el contrabando ganaban vendedores y compradores, extranjeros y americanos. Desde mediados del siglo xvii aumentó el contrabando de una manera alarmante. Hasta los concesionarios de los galeones y las flotas, protegidos por venales gobernadores, no tenían reparo alguno en dedicarse al contrabando. Favoreció mucho a tales gentes que las pequeñas Antillas fuesen colonias de ingleses, franceses, etc., porque dichas posesiones extranjeras constituyeron centros donde los contrabandistas podían a sus anchas ejercer su lucrativa ocupación.
Además de las flotas y galeones, se autorizó a los navíos de aviso (así llamados porque tenían encargo de avisar a los virreyes de México[522] y el Perú la feliz arribada a Sevilla de la flota y galeones), para cargar mercancías, eludiendo de este modo legales disposiciones. También se eludían, enviando desde las islas Canarias o de otros puntos «expediciones sueltas que desembarcaban sus cargamentos en Indias, ya ocultamente, ya pretextando arribadas forzosas por averías o falta de víveres»[734].
Leyes de Indias.—Las «Nuevas Leyes».—Las Nuevas Leyes en las Indias.—Primera Recopilación.—Reimpresión de la Recopilación.—Análisis de los nueve libros.—Otras leyes.—Deseos de asimilar las provincias ultramarinas a la península.—Real y Supremo Consejo de Indias: su historia.—Luchas religiosas en las Indias: los Padres Las Casas y Motolinía.—Los frailes protectores de los indios.—Los jesuítas en el Paraguay.—El Patronato Eclesiástico.—La Inquisición.
La conducta de muchos caudillos castellanos con los indígenas, obligaron a que algunos sacerdotes y seglares pidiesen al Rey pronto y eficaz remedio. Teólogos, jurisconsultos y políticos se pusieron al lado de los indios. A cortar de raíz los abusos se preparó Carlos V cuando en 1541 volvió de Alemania a sus dominios españoles. Entre todos los que denunciaron al Emperador las tropelías cometidas por los colonos se distinguieron Loaysa, confesor del monarca y ex general de los dominicos, y el P. Las Casas. En el año 1542 se reunió una Junta en la ciudad de Valladolid, compuesta principalmente de eminentes jurisconsultos y sabios teólogos, con el objeto de formar un código de Nuevas Leyes para el arreglo de las colonias. Las Casas se presentó a la Junta y si sus argumentos hallaron ruda oposición en muchos, prevalecieron al fin, redactándose un código «que lejos de limitarse a satisfacer las necesidades de la población india, hacía también particular referencia a la población europea y a los trastornos que habían alterado el país, y era aplicable generalmente a todas las colonias de América»[735]. Recibió el código la sanción del Emperador en el mismo año[736] y fué publicado en Madrid (noviembre de 1543).
Comenzaban las Nuevas Leyes y Ordenanzas de Indias con ciertas disposiciones reglamentarias para el mejor gobierno y régimen del Consejo de Indias.
Creaban una Audiencia y un virreinato en los reinos del Perú, y otra Audiencia, que se denominó de los Confines, la cual tendría á su[524] cargo los asuntos de las provincias de Guatemala y Nicaragua. Tratábase también de la Audiencia de Santo Domingo. Ocupábanse las Nuevas Leyes del régimen interior y de las atribuciones de las citadas Audiencias[737].
Por lo que respecta al buen tratamiento y libertad de los indios, disponían:
Que los gobernadores, y en general todos los castellanos tratasen bien a los indios, remediasen los daños que se les hubieran hecho y procuraran que los pleitos entre los indios o con ellos se terminasen lo antes posible.
Que por ningún motivo se redujese a la esclavitud ningún indio.
Que los indios reducidos a la esclavitud contra las provisiones reales fuesen puestos en libertad, oidas las partes breve y sumariamente.
Que no se obligara a los indios a llevar carga excesiva, de modo que pudiese peligrar su vida y salud. Tampoco se les podía obligar a llevar carga contra su voluntad y siempre mediante la correspondiente remuneración.
Que, contra su voluntad, no se hiciera a los indios que pescasen perlas «porque estimamos—decían las Ordenanzas—en mucho más, como es razón, la conservación de sus vidas, que el interés que nos puede venir de las perlas.»
Que los virreyes, gobernadores, prelados, hospitales y todas las personas favorecidas con oficios, no tuviesen indios encomendados.
Que las personas que poseían indios, sin título para ello, ó teniéndolo, se les había dado muchos, se ordenaba: a los primeros, que les dieran libertad, y a los segundos, que se quedasen con un número determinado.
Que las Audiencias averiguasen si los encomenderos trataban bien a sus indios, pues si les daban malos tratos, se les privaría de ellos y se incorporarían a la corona real.
Que en lo sucesivo ningún virrey, gobernador, Audiencia, ni otra persona cualquiera, pudiese dar a los indios encomienda, ya por vía de venta, ya por donación, ora por herencia, ora por otro título. Aun en el caso de que muriese la persona que tenía indios encomendados, deberían las Audiencias adquirir ciertos datos si se quería que los herederos del muerto obtuviesen determinadas gracias del Rey.
Que las Audiencias desplegasen el mayor celo y cuidado en favor de los indios que hubieran recobrado la libertad en virtud de las disposiciones anteriores.
Las citadas leyes y otras del mismo carácter, transformaron com[525]pletamente el estado actual de los indios. Prescott llegó a decir que ellas, «tocando a las más delicadas relaciones de la sociedad, destruían los fundamentos de la propiedad y de una plumada convertían en libre una nación de esclavos»[738]. Benalcázar, por el contrario, escribió a Carlos V (20 diciembre 1544), diciéndole que despojando a los dueños de sus esclavos se reducía inevitablemente el país a la miseria[739].
Pocos días después de la publicación de las Nuevas Leyes, el Padre Las Casas publicó un folleto intitulado Brevísima relación de la destrucción de las Indias Occidentales, en el cual—como escribe Milla—trazaba un cuadro que sería verdaderamente aterrador, si su misma exageración no hiciera desconfiar de la veracidad de muchos de los hechos referidos[740].
En muchas poblaciones de las Indias juntáronse los hombres en las plazas y calles, y al oir la lectura de los artículos del Código, prorrumpían en gritos y silbidos. «¿Es éste—decían—el fruto de todos nuestros trabajos? ¿Para esto hemos derramado nuestra sangre? ¡Ahora que estamos inútiles a causa de tantas fatigas, nos dejan al fin de la campaña tan pobres como estábamos al principio! ¿Es este el modo que tiene el gobierno de recompensarnos por haberle conquistado un imperio? Lo que tenemos, lo hemos ganado con nuestras espadas, y con las mismas sabremos defenderlo.» La ira de los colonos no reconoció límites.
Sea de ello lo que quiera, y prescindiendo de que las quejas de los colonos fuesen más o menos justas, lo cierto es que será memorable siempre el año 1542, pues en él logró Fray Bartolomé proclamar ante el trono la fórmula de su fe religiosa y política. Hubo de probar «no deberse dar los indios a los españoles en encomienda, ni en feudo, ni en vasallaje, ni de otra manera alguna.» Sin embargo, algunos escritores censuran al Padre Las Casas por la publicación de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias Occidentales, hasta el punto que Quintana escribe: «El error más grande que cometió Casas en su carrera política y literaria, es la composición y publicación de ese tratado»[741]. Es cierto que, tanto la obra citada, como las Nuevas Leyes, venían a proteger decididamente a los indios, vejados por los colonos, siendo, por tanto, perjudiciales a los últimos.
También tuvo amigos y protectores el Padre Las Casas. En el año 1543 fué elevado al obispado de Cuzco, que renunció luego, siendo nombrado del de Chiapa, y del cual hubo de ser consagrado en Sevilla el domingo de Pascua de 1544: el 10 de julio del mismo año salió de San[526]lúcar con sus misioneros, llegando el 9 de septiembre al Nuevo Mundo.
Allí, lo mismo que en la metrópoli, se odiaba al Padre Las Casas. El Padre Motolinía le hubo de imputar que había ido a España a negociar el obispado; pero la verdad es que él insistió una y cien veces para que le librasen de carga tan pesada. Tal vez el que en ello tuvo más empeño fuera el mismo monarca, creyendo recompensar con ello los merecimientos del agraciado. Inmediatamente que llegó a Santo Domingo, declaráronle guerra a muerte sus enemigos, especialmente los oidores de la Audiencia, que resistieron obedecer las provisiones que llevaba el nuevo obispo acerca de dar libertad a todos los que a la sazón eran esclavos en los términos de su jurisdicción. Por su cuenta fletó un buque y se embarcó con sus frailes el 14 de diciembre del año 1544, con dirección a Yucatán, después a Tabasco y, por último, a Chiapa. El 1.º de febrero de 1545 llegó a Ciudad Real, y si en los primeros días le obsequiaron a porfía los principales vecinos, con la esperanza de ganar su voluntad, cuando se convencieron que el obispo exigía inflexible el cumplimiento de las Nuevas Leyes, la adhesión se convirtió en odio. Al paso que los indios acudían en tropel a recibir y vitorear al prelado, los españoles se declararon sus enemigos, encontrando también la resistencia de las autoridades, que lejos de hacer cumplir las leyes, favorecían a los rebeldes.
Colonos y autoridades le llamaban soberbio. Unos y otras le acusaban de que con su intransigencia y orgullo perturbaba el orden y la tranquilidad en aquellos países. La oposición, lejos de disminuir, arreciaba de día en día. Los más sensatos, aunque consideraban la nueva legislación de humanitaria, la tildaban también de peligrosa, ya porque quitaba de raíz antiguos abusos, ya porque no respetaba los bienes mal adquiridos. No era bastante la persuasiva elocuencia, ni la valerosa entereza del Padre Las Casas para atraer al buen camino a aquellos hombres egoístas. «Sus enemigos—escribe Coroleu—le llamaban el Antecristo, cantaban coplas injuriosas al pie de sus ventanas y trataban por mil medios de intimidarle»[742]. Cuando el obispo de Chiapa se convenció que no podía contar con el apoyo y auxilio de las autoridades civiles, apeló al poder de la conciencia. Privó a todos los confesores de sus licencias, dejándolas únicamente al deán y a un canónigo; y eso «dándole un memorial de casos, cuya absolución reservaba para sí.» No tuvo ya límites la oposición al prelado, señalándose en primer término el deán, quien, si retenía la absolución en los casos reservados y los mandaba al obispo, lo hacía entregando al penitente una cédula con el siguiente escrito: «El portador desta tiene alguno de[527] los casos reservados por V. S., aunque yo no los hallo reservados en el derecho ni en autor alguno»[743]. Los vecinos principales, con el clero a la cabeza, se presentaron a fray Bartolomé para que mitigara su rigor, y como no hiciese caso de ruegos y súplicas, «lo requirieron por ante escribano y testigos diese licencia a los confesores para que los absolviesen, protestando, si no lo quería hacer, de quejarse y querellarse dél al arzobispo de México, al Papa, al Rey y al Consejo, como de hombre alborotador de la tierra, inquietador de los cristianos y su enemigo, y favorecedor y amparador de unos perros indios»[744]. El deán, sin respeto alguno al prelado, comenzó a absolver a los que tenían indios esclavos, a los que los compraban y vendían. Cuando se convenció fray Bartolomé que nada conseguía con sus ruegos del irascible deán, mandó prenderlo; pero la multitud se puso al lado del desobediente canónigo, el cual pudo huir y refugiarse en Guatemala, bien que el prelado le privó de sus licencias y le excomulgó. A tal extremo llegó el odio hacia fray Bartolomé, que se escribieron coplas desvergonzadas y satíricas contra el obispo, «que se hacían aprender de memoria a los niños para que se las dijesen pasando por su calle.» Cada vez más firme el obispo en su conducta y cada vez más decididos sus enemigos, las cosas llegaron al último extremo. Los vecinos suspendieron las limosnas, único recurso de subsistencia de los religiosos; pero fray Bartolomé mandó limosneros a los pueblos inmediatos. Nada consiguió, porque los alcaldes arrebataron la limosna, y para que no se dijese que se aprovechaban de ella «quebraron los huevos, echaron el pan a los perros y la fruta a los puercos...»[745]. El obispo, que no podía vivir sino luchando, se dirigió a la Audiencia llamada de los Confines para exigir el cumplimiento de las Nuevas Leyes. Residía la Audiencia en la ciudad de Gracias a Dios, y allí debían reunirse los obispos de Guatemala y Nicaragua. Iba a comenzar la lucha entre fray Bartolomé de Las Casas y fray Toribio Motolinía. Como Las Casas opinaba la Orden de Santo Domingo en América, y como Motolinía los franciscanos. Marroquín, obispo de Guatemala, y la Audiencia de Gracias a Dios se declararon enemigos de fray Bartolomé y protectores de fray Toribio. A últimos de 1545 se hallaban en Gracias a Dios los prelados de Guatemala, Nicaragua y Chiapa, con el motivo de consagrar un obispo. Terminado el asunto de la consagración, los prelados, en especial el de Chiapa, pidieron a la Audiencia que aliviase la miserable condición de los indios. Dióse el caso—como ya se dijo en el ca[528]pítulo XVIII de este tomo—que habiendo entrado en la sala de acuerdos el venerable prelado, el presidente y oidores desde los estrados daban gritos y decían: Echad de ahí ese loco. Y como pidiere que desagraviasen su Iglesia y sacasen sus ovejas de la tiranía en que estaban, el presidente le respondió: «Sois un bellaco, mal hombre, mal fraile, mal obispo, desvergonzado, y merecíais ser castigado.» A tales insultos sólo dijo: «Yo lo merezco muy bien todo eso que V. S. dice, señor Licenciado Alonso Maldonado.» El Padre Las Casas había recomendado a Alonso Maldonado para que fuese nombrado presidente de la mencionada Audiencia.
Continuando la historia de nuestro Derecho en las Indias, no puede negarse que a últimos del siglo xviii sufrieron reforma de gran trascendencia las leyes mercantiles. Si hasta entonces las naciones de Europa creían lo más conveniente hacer el comercio exclusivo en sus colonias, a fines del citado siglo nacieron y comenzaron a tener fuerza las ideas del libre comercio. Por el decreto de 22 de noviembre de 1792 se concedió exención de todo derecho por diez años al algodón, café y añil que se cosechaba en la isla de Cuba, permitiendo que se exportaran durante este plazo a cualquiera puerto de Europa, y pudiéndose completar el cargamento, en caso necesario, con aguardiente de caña. Por la interesante Real Cédula de 4 de abril de 1794 se creó en la Habana el Consulado de agricultura y comercio, como también la Junta económica y de gobierno, dando además a dicha isla las Ordenanzas de Bilbao, todo lo cual llevó a Cuba verdadero germen de prosperidad, que produjo extraordinario desarrollo de los intereses mercantiles.
La completa Recopilación de las Leyes de Indias, impresa en cuatro tomos, se mandó hacer por Carlos II. Dichas leyes fueron publicadas por los reyes anteriores, comenzando por los Católicos Don Fernando y Doña Isabel. Por la ley de 18 de mayo de 1680 se mandó guardar y cumplir dicha Recopilación, que debió comenzarse a imprimir el 1681: la Real Cédula tiene la fecha de 1.º de noviembre del mencionado año, como puede verse a continuación.
El Rey.
Por quanto habiendo sido informado de la grande falta que hacía para el gobierno de mis Reynos y Señoríos de las Indias Occidentales, Islas y Tierrafirme del Mar Océano la Recopilación de leyes, que por mandado de los Señores Reyes mis gloriosos progenitores se había comenzado y continuado hasta este tiempo, en que por la gracia de Dios se ha acabado: y habiéndoseme consultado y suplicado por el Consejo de Indias les diese la autoridad, fuerza y virtud, quanta necesitan las[529] Leyes para ser publicadas, cumplidas y executadas como conviene: Y porque asimismo es conveniente que toda esta materia corra y tenga la última perfección por el Tribunal que le dió principio; por la presente, ordeno y doy licencia y facultad para que por cuenta y disposición de mi Consejo de las Indias qualquier impresor de estos Reynos pueda imprimir el Libro de la dicha Recopilación de Leyes, incorporando en él las Cédulas, Provisiones, Acuerdos y Despachos que convengan y sean necesarios para el gobierno y administración de justicia, guerra y hacienda, y todas las demás materias que tocan y son de la jurisdicción y cuidado del dicho Consejo de Indias y convenientes para el despacho de los negocios. Y mando que ningún impresor, ni otra qualquier persona pueda imprimir ni vender la dicha Recopilación sin particular licencia de los del dicho mi Consejo, al qual se la doy y concedo para que sin limitación de tiempo pueda hacer las impresiones que le pareciere y tuviere por necesarias, y tenga a su cuidado el avío, distribución y recaudación de los Libros que se repartieren y beneficiaren en estos Reynos y los de las Indias: y el Impresor ó personas que sin dicha licencia imprimiesen ó vendieren la dicha Recopilación, caygan é incurran en pena de quinientos ducados, y los Libros perdidos por la primera vez: y por la segunda, las mismas penas y destierro de estos Reynos, y de las Indias, donde se contraviniere á lo ordenado y mandado por esta mi Cédula. Fecha en San Lorenzo á primero de Noviembre de mil y seiscientos y ochenta y un años.
Yo el Rey.
Por mandado del Rey nuestro Señor.
Don Francisco Fernández de Madrigal.
Durante el reinado de Carlos IV se hizo la impresión (la cuarta) de las Leyes de Indias, en tres tomos, año 1791. Por Real decreto de 16 de Enero de 1840, Isabel II autorizó á don Ignacio Boix para que reimprimiese la Recopilación, quien así lo hizo en 1841, añadiendo al final un índice cronológico de un gran número de Reales cédulas, órdenes y decretos referentes a las Indias, expedidos desde el año 1588 al 1819, que amplían, explican y reforman las leyes de la Recopilación. También por Real decreto de 8 de Abril de 1889, el Rey, y en su nombre la Reina Regente del Reino, autorizó a D. Mariano Ramiro y Agudo para que publicase la legislación ultramarina, el cual comenzó su trabajo en el citado año, terminándose la obra en el año siguiente, o sea en el 1890. El 13, último de los tomos, contiene el Libro noveno de las Leyes de Indias, un Apéndice a dicho libro, un Epílogo, el Indice general alfabético de la Recopilación de las Leyes de Indias y Reales disposiciones[530] y autos acordados más importantes posteriores a las mencionadas leyes.
La Recopilación de Leyes de las Indias se halla dividida en nueve libros, y los libros en títulos y leyes.
El primer libro contiene 24 títulos que tratan de asuntos religiosos, como de la Santa Fe Católica, iglesias, catedrales y parroquiales, monasterios y hospicios, hospitales y cofradías, inmunidad de las iglesias y monasterios, patronato real, prelados y visitadores eclesiásticos, concilios provinciales y sinodales, bulas y breves apostólicos, jueces eclesiásticos y conservadores, dignidades y prebendados de las iglesias metropolitanas y catedrales, clérigos, curas y doctrineros, religiosos y religiosos doctrineros, diezmos, mesada eclesiástica, sepulturas, tribunales de la Inquisición, Santa Cruzada, de los questores y limosnas. También es objeto del libro primero las Universidades y estudios generales y particulares, colegios y seminarios, y los libros que se imprimen y pasan a las Indias.
El segundo libro comprende 34 títulos, que se ocupan de las leyes, provisiones, cédulas y Ordenanzas Reales, Consejo Real, y Junta de Guerra de Indias, personal, dependencias y atribuciones del Consejo, Audiencias y Cancillerías, personal de ellas, juzgado de bienes de difuntos y visitadores generales y particulares.
El tercer libro abraza 16 títulos, que se refieren al dominio y jurisdicción Real de las Indias, provisión de oficios, gratificaciones y mercedes, virreyes y presidentes gobernadores, ramo de guerra, corsarios, piratas, precedencias, ceremonias y cortesías, correos e indios chasquis.
El cuarto libro consta de 26 títulos, en los cuales se habla de los descubrimientos marítimos y terrestres, pacificaciones, poblaciones, descubridores y pacificadores y pobladores, población de las ciudades y villas y pueblos, ciudades y villas, cabildos y consejos, oficios concejiles, procuradores generales y particulares de las ciudades, venta y repartimiento de tierras y solares y aguas, propios y pósitos, alhóndigas, sisas y derramas y contribuciones, obras públicas, caminos públicos, posadas, ventas, mesones, términos, pastos, montes, aguas, arboledas y plantío de viñas, comercio, mantenimiento y frutos de las Indias, descubrimiento y labor de las minas, mineros y azogueros, alcaldes mayores y escribanos de minas, ensayo, fundición y marca del oro y plata, casas de moneda, valor del oro y plata, moneda y su comercio, pesquería, envío de perlas y piedras de estimación y obrajes.
El quinto libro, que tiene 15 títulos, se circunscribe a tratar de los términos y división y agregación de las gobernaciones, gobernadores,[531] todo el personal de administración, competencias, pleitos y sentencias, recusaciones, apelaciones y suplicaciones, entregas y exenciones y residencias.
El libro sexto habla en sus 19 títulos de los indios y de su libertad, reducciones y pueblos de indios, cajas de censos y bienes de comunidad, tributos y tasas de los indios, protectores de indios, caciques, repartimientos y encomiendas y pensiones de indios, encomenderos, buen tratamiento de los indios, sucesión de encomiendas y entretenimientos y ayudas de costa, servicio personal, servicio en chacras y viñas, etc., servicio en coca y añir, servicio en minas, indios de Chile, de Tucumán, Paraguay y Río de la Plata, sagleyes y confirmaciones de encomiendas, pensiones, rentas y situaciones.
El séptimo libro, en sus ocho títulos, trata de los pesquisidores y jueces de comisión, juegos y jugadores, casados y desposados en España e Indias que están separados de sus mujeres y esposas, vagabundos y gitanos, mulatos, negros, berberiscos e hijos de indios, cárceles y carceleros, visitas de cárcel, delitos, penas y su aplicación.
El libro octavo tiene 30 títulos relativos a las Contadurías de Cuentas, tribunales de Hacienda, escribanos de minas, cajas reales, libros reales, administración de la Real Hacienda, tributos de indios, quintos reales, administración de minas, tesoros, alcabalas, aduanas, almojarifazgos, avaluaciones y afueros generales y particulares, descaminos y extravíos y commisos, derechos de esclavos, media annata, venta de oficios, renunciación y confirmaciones de oficios, estancos, novenos y vacantes de obispados, almonedas, salarios y entretenimientos, situaciones, libranzas, cuentas y envío de la Real Hacienda.
El noveno y último libro se refiere en sus 46 títulos a la Real Audiencia y Casa de la Contratación de Sevilla, del personal de dicha Casa de la Contratación, del personal de las flotas y armadas de la carrera de Indias, apresto y formación de dichas flotas y armadas, navíos de aviso que se despachan a las Indias y de ellas a España, navíos arribados o derrotados o perdidos, aseguradores, riesgos y seguros de la carrera de Indias, jueces oficiales de Registros de las Islas de Canaria, comercio y navegación de las Islas de Canaria, navegación y comercio de las Islas de Barlovento y provincias adyacentes, puertos, Armadas del mar del Sur, navegación y comercio de las Islas Filipinas, China, Nueva España y Perú, y, por último, consulados de Lima y México.
En el Código de Indias se hallan pocas leyes de los Reyes Católicos, pues cuando dos siglos después se publicó la Recopilación, ya se hallaban reformadas muchas de las dictadas por aquéllos. Además de las indicadas, encontramos otras de Don Fernando y Doña Isabel y de[532] Doña Juana con su padre el Regente[746], a saber: Formando el arancel de los diezmos y primicias que mediante concesiones apostólicas pertenecían a la Corona en todas las Indias, islas y Tierra firme del Océano.=Ordenando que los tenientes del gran Canciller no llevasen derechos a los que no los debían pagar.=Disponiendo el orden que debería guardarse en el repartimiento de las presas.=Declarando que fuesen de aprovechamiento común los montes de frutas silvestres.=Mandando que nadie pudiera comprar brasil que no fuera de las Indias Occidentales. Los vecinos y moradores de las Indias podrían pescar perlas satisfaciendo el quinto; pero las muy buenas se reservarían a la Corona, satisfaciendo su importe a los pescadores.=Los escribanos públicos en las Indias y sus islas serían nombrados por el Rey.=Los pleitos con los indios o entre ellos se tramitarían y resolverían sumariamente; pero si los asuntos fuesen graves o sobre cacicazgos se substanciarían y resolverían como los demás.=Se prohibía que los indios tuviesen armas y que nadie se las vendiese.=Del oro, plata y metales que se extrajesen de las minas cobraría el Tesoro el quinto.=El Consulado de Sevilla conocería de las causas de factores que hubiesen pasado a las Indias con mercancías agenas.=Prohibiendo, por último, que nadie pudiera registrar como suyas siendo agenas, oro, plata, perlas y otras cosas; ni lo que fuere suyo otra persona.
La Recopilación compendiada de las Leyes de Indias, publicada en Madrid, año 1846, por los Doctores D. Joaquín Aguirre y D. Juan Manuel Montalbán, forma un volumen de 447 páginas.
En el Prólogo dicen los autores: «La Recopilación compendiada de las Leyes de Indias que ahora se ofrece al público, es un extracto fiel y conciso de la colección publicada en 1841. Destinada esta obra especialmente a los dominios de Ultramar, no por eso deja de ser interesante en la Península, en que se ventilan y deciden con frecuencia negocios judiciales y administrativos de aquellos países, cuya legislación, por otra parte, tanto importa conocer. El deseo, pues, de generalizar el conocimiento de unas leyes que por largo tiempo han regido las dilata[533]das regiones, parte integrante un día de la nación española, y que rigen actualmente los preciosos restos que nos han quedado de nuestra antigua dominación, ha sido la causa principal que se ha tenido en cuenta para emprender este trabajo.» Añaden que se han compendiado dichas Leyes sin privarlas de cosa substancial, que los tratados que ya no tienen aplicación han sido extractados mucho más ligeramente, y que se han insertado a la letra, después de sus correspondientes títulos, algunas disposiciones importantísimas recientemente publicadas.
Las notas puestas a algunas leyes por los Sres. Aguirre y Montalbán tienen verdadero interés y son de utilidad no escasa para el que quiera conocer perfectamente la famosa Recopilación.
Del Sr. Antequera son las siguientes palabras: «Basta la exposición que hemos hecho de la Recopilación de Indias, para que pueda apreciarse el mérito de este Código, digno ciertamente de la consideración con que se le ha mirado y se le sigue mirando en nuestros días, por el buen espíritu que le anima, por el acierto con que en él se dió forma a la organización política, administrativa y judicial de las Américas españolas, y por las útiles y sensatas disposiciones que contiene, encaminadas al bienestar moral y material de aquellos países; todo esto con los que hoy nos parecen defectos, atendidas las diferencias de ideas y de costumbres, y que entonces no lo eran, y con las ventajas reales y positivas que no ofrecen nuestros actuales Códigos, hijos del espíritu escéptico que domina a los que se erigen en árbitros de los destinos de los pueblos»[747].
Convienen todos, lo mismo españoles que extranjeros, que la legislación dada por España a sus colonias del Nuevo Mundo es glorioso monumento, cuyas disposiciones se hallan basadas en el más amplio espíritu de justicia. Se ha dicho que las Leyes de Indias constituían uno de nuestros mejores Códigos, añadiendo nosotros que las consideramos como el primero. Habremos cometido muchos errores y grandes torpezas en América; pero nadie podrá quitarnos la gloria de haber publicado el Código inmortal de las Leyes de Indias, llevando el espíritu progresivo de nuestro derecho allende los mares.
Si a la sazón no podemos considerar las Leyes de Indias como norma legislativa actual, no deja de tener interés su estudio con relación a su época, a su fin y a los resultados de su aplicación cuando regían en aquellos dilatados países americanos. Han desaparecido completamente, como precepto obligatorio, pues los nuevos Estados, para satisfacer sus necesidades, no han tenido ni debían tener en cuenta el espíritu de nuestra compilación. Sin embargo, «no han perdido totalmente—según[534] D. Miguel de la Guardia—su importancia ni su utilidad para el legislador, para el juez, para el letrado y para todo el que de legislación se ocupe. Efectivamente, la obra legislativa es para todos los países un trabajo de continuada y sucesiva elaboración, en la cual nada es improvisado ni viene de repente, sin antecedentes y sin relación alguna respecto de lo anterior. Las leyes antiguas van abriendo camino a las nuevas; pero con ellas se enlazan, las aplican, las aclaran y completan, y cuando tienen en su seno la altísima sabiduría que en algunas de Indias se nota, son como la raíz científica, de donde mana savia y se nutren las que con posterioridad han sido dictadas»[748]. Añade que así como en España, no obstante haberse formulado un Código civil completo, hay necesidad de consultar y conocer, para explicarlo en muchas ocasiones, del Código de las Partidas, del mismo modo en Ultramar no dejará de ser indispensable frecuentemente el conocimiento de las Leyes de Indias, para la misma inteligencia y aplicación de las vigentes.
Como monumento histórico de nuestra legislación, sin negar que se encuentran defectos de importancia en las famosas leyes, sería grande injusticia no reconocer la sabiduría, la elevación de miras y el alto sentido legislativo en que se inspiraron sus autores.
No hemos de negar que al colonizar a América supeditamos todo interés al de la religión, como se muestra considerando que las primeras disposiciones que se dieron iban encaminadas a la propagación del catolicismo y a la organización de todo lo relativo al culto. Creíamos que estábamos predestinados por Dios a llevar la idea católica a Ultramar, a establecer allí el culto y a velar, mediante el Tribunal de la Inquisición, por la pureza del dogma. Por las citadas razones, las Leyes de Indias, cuyas disposiciones sabias y humanitarias nadie pondrá en duda, olvidaron el desarrollo de materiales intereses, pues apenas tuvieron cuidado por el fomento de la industria y de la agricultura, pusieron trabas a la libertad de navegación y de tráfico, y reglamentaron con espíritu demasiado estrecho el pase a tierras americanas de los nacionales. Al considerar el oro como capital y casi única riqueza, desconociendo de que toda mercancía se adquiere por otra, y que la moneda es una de ellas, hizo que nuestros reyes, conquistadores, comerciantes y aventureros, sólo buscasen el oro, no estimando las industrias. De modo que, bajo el punto de vista económico, las Leyes de Indias produjeron, o por lo menos, contribuyeron en gran parte a la pobreza y aun a la ruina del poderoso imperio de los Reyes Católicos.
Ilustres comentaristas han estudiado la Recopilación de Leyes de[535] los Reinos de Indias, hallando en ellas un tesoro de doctrina. Lo mismo por el fondo que por la forma, lo mismo por el orden y plan de exposición que por el espíritu de las leyes, la obra merece toda clase de alabanzas. No encontramos ningún Código extranjero superior al nuestro. Si censuras hemos dirigido a nuestros monarcas acerca de otro orden de cosas, si hemos creído que a veces se separaban del camino de la justicia, afirmamos que se han coronado de gloria con la redacción y publicación de las Leyes de Indias. Algo, aunque poco, tienen de malo; algo, aunque poco, tienen de incomprensible. Acerca de lo último, recordamos que llama nuestra atención que la ley I, tít. XX, lib. VIII, que versa de la venta de oficios en las Indias, se halla expedida el año 1522, por Doña Juana sola, y no en unión de su hijo D. Carlos.
Vamos a manifestar por nuestra parte el generoso, y pudiéramos decir patriarcal espíritu de nuestros reyes al dictar las nunca bastante alabadas Leyes de Indias. Los deseos de asimilar en su régimen las provincias ultramarinas al de la Península, lo manifestaron Carlos I, Felipe II y otros reyes. En las Ordenanzas de Audiencias de 1530, decía el Emperador: «Ordenamos y mandamos que en todos los casos, negocios y pleytos en que no estuviere decidido, ni declarado que se debe proveer por las leyes de esta Recopilación, o por Cédulas, Provisiones u Ordenanzas dadas y no revocadas para las Indias, y las que por nuestra orden se despacharen, se guarden las leyes de nuestro Reyno de Castilla, conforme a la de Toro, assi en quanto a la substancia, resolución y decisión de los casos, negocios y pleytos, como a la forma y orden de substanciar»[749].
En el año 1541 Carlos V hubo de insistir respecto a los asuntos civiles, añadiendo también los criminales, puesto que dijo: «Mandamos a las Audiencias que en el conocimiento de los negocios y pleytos civiles y criminales guarden las leyes de estos nuestros Reynos de Castilla...»[750].
Felipe II manifestó el mismo pensamiento en la Ordenanza 14 del Consejo: Porque siendo de una Corona los Reynos de Castilla y de las Indias, las leyes y orden de gobierno de los unos y de los otros deben ser las más semejantes y conformes, que ser pueda. Los de nuestro Consejo en las leyes y establecimientos, que para aquellos Estados ordenaren, procuren reducir la forma y manera de el gobierno de ellos al estilo y orden con que son regidos y gobernados los Reynos de Castilla y de León, en quanto hubiere lugar, y permitiere la diversidad y diferencia de las tierras y naciones»[751].
Al Emperador se deben las tres disposiciones que copiamos a continuación: Eran de aprovechamiento común los montes, aguas y términos de los pueblos respectivos[752]. Las tierras sembradas, después de alzado el pan, servían de pasto común[753]. Eran también comunes los montes y pastos de las tierras que hubiesen sido dadas en señorío[754].
Ya doña Juana la Loca había manifestado iguales ideas, puesto que dió su aprobación a lo siguiente: «Nuestra voluntad es de hazer, e por la presente hazemos los montes de fruta silvestre, comunes y que cada uno la pueda coger y llevar las plantas para poner en sus heredades y estancias, y aprovecharse de ellos, como de cosa común»[755].
Prueba todo lo dicho que los españoles no se reservaron el monopolio de las riquezas americanas. Igual conducta observó Felipe II que su padre Carlos V, y su abuela doña Juana. Del fundador del Escorial, año 1559, es lo que sigue: «Es nuestra voluntad que los indios puedan libremente cortar madera de los montes para su aprovechamiento. Y mandamos que no se les imponga impedimento...»[756].
Mención especial debemos hacer de una ordenanza de Carlos I, dada en el año 1526, en la cual disponía que «todas las personas de cualquier estado, condición, preeminencia ó dignidad, tanto españoles como indios, pudiesen sacar oro, plata, azogue y otros metales, como también labrarlos libremente, sin ningún género de impedimento...»[757]. El mismo Rey, en el año 1551, ordenó que «a los indios no se les pusiera impedimento para descubrir, tener y ocupar minas de oro, plata u otros metales, conforme las ordenanzas de cada Provincia...»[758].
Felipe II mandó, en el año 1559, que se guardasen las mismas consideraciones con los indios que se guardaban con los españoles.
Mirando el bien de los indios dispuso Carlos V, en 1530, que los corregidores y justicias hiciesen que aquéllos no fueran holgazanes ni vagabundos, y que trabajasen en sus haciendas o labranzas, y oficios, en los días de trabajo...[759]. El mismo Emperador, considerando la pobreza de los indios, hubo de disponer que no pagasen derechos de ninguna clase en sus pleytos y causas, ya fuesen actores, ya reos. Las Comunidades y Caciques sólo pagarían la mitad de lo dispuesto por el arancel de los Reynos de Castilla...[760].
[537] De Felipe II es la disposición por la cual los indios no estaban obligados a pagar dézimas en las ejecuciones, y en los demás derechos se debía proceder con mucha moderación...[761].
Del emperador Carlos V, dada el año 1521, es la orden siguiente: «El trato, rescate y conversación de los indios con españoles, los unirán en amistad y comercio voluntario, siendo a contento de las partes, con que los indios no sean inducidos, atemorizados, ni apremiados, y se proceda con buena fee, libre y general para unos y otros...»[762].
De la tolerancia y aun benignidad del gobierno español con los derechos y costumbres de los indios, son buena prueba las leyes siguientes: «Los principales y caciques de las quatro Cabeceras de Tlaxcala nos suplicaron por merced que se les guardasen sus antiguas costumbres para conservación de aquella Provincia, Ciudad y República, conforme a las Ordenanzas dadas por el gobierno de la Nueva España el año de 1545, confirmadas por provisión real. Y porque son muy justas y convenientes y hasta la fecha han estado en observancia y mediante ellas son bien gobernados, y la ciudad se halla quieta y pacífica, de nuevo las aprobamos y confirmamos, y mandamos que se cumplan, guarden y ejecuten y no se consienta que en todo su contenido se contravenga en ninguna forma»[763].
Pruébase por nuestras Leyes de Indias que fueron exageradas las acres censuras del Padre Las Casas y de Ercilla a la administración española en sus relaciones con los indígenas. Mandaron nuestros reyes «que ningún Adelantado, Gobernador, Capitán, Alcaide, ni otra persona, de qualquier estado, dignidad, oficio, o calidad que sea, en tiempo y ocasión de paz o guerra, aunque justa y mandada hacer por Nos, o por quien nuestro poder hubiere, sea ossado de cautivar indios naturales de nuestras Indias, Islas y Tierra Firme del mar Oceano... Si alguno fuese hallado, que cautivó o tiene por esclavo algún indio, incurra en perdimiento de todos sus bienes, aplicados a nuestra Cámara y Fisco, y el indio o indios sean luego bueltos y restituídos a sus propias tierras y naturalezas, con entera y natural libertad, a costa de los que assi los cautivaren o tuvieren por esclavos. Y ordenamos a nuestras Justicias que tengan especial cuidado de lo inquirir y castigar con todo rigor, según esta ley, pena de privación de sus oficios, y cien mil maravedís para nuestra Cámara al que lo contrario hiziere y negligente fuere en su cumplimiento»[764].
Ordenaron también que fuesen castigados «severa y exemplarmen[538]te» los encomenderos que vendiesen sus indios, pues llegaron á disponer que el indígena recobrase su libertad natural y el encomendero quedase privado de la encomienda y de poder conseguir otra[765]. Como los portugueses de la villa de San Pablo (Brasil), que dista diez jornadas de las últimas Reducciones de indios de la provincia del Paraguay, entrasen y cautivaran indígenas para después venderlos en el mencionado Brasil, nuestros reyes ordenaron a sus gobernadores del Río de la Plata y del Paraguay, que procurasen aprehender y castigar a los delinquentes[766]. Mostraron su buena fe y espíritu generoso nuestros monarcas ordenando que los indios fuesen reducidos «con mucha templanza y moderación» a poblaciones[767], añadiendo que a los indios reducidos no se quiten las tierras y granjerías que tuvieren en los sitios que dejaren[768]. Recomendaron que a los indios que trabajaban en las minas se les impusiera justo tributo, «y este se cobre con toda suavidad»[769]. Como regla general, a los caciques y a sus hijos mayores se les eximió de pagar tributo[770]. Tanto interés mostraron nuestros reyes por los indios que, informados de su pobreza con motivo de terrible peste, mandaron a los visitadores y comisarios que sólo exigiesen «lo que buenamente pueden pagar de tributo y servicio, sin gravámen...»[771]. Sabedores de ciertos abusos de los encomenderos de la Nueva España, mandaron «que nuestras Audiencias pongan el remedio que más convenga, y hagan de forma que los indios no sean agraviados y gozen de sus haciendas libremente, sin estorvo en sus granjerías y aprovechamientos, como personas libres y vasallos nuestros»[772]. En su deseo siempre cada vez mayor de proteger por todos los medios posibles a los indígenas, acordaron restablecer el nombramiento de Protectores y Defensores de los indios[773]. La experiencia había demostrado la conveniencia y aun necesidad de dichos Protectores y Defensores. «Algunos naturales de las Indias eran en tiempo de su infidelidad caciques y señores de pueblos, y porque después de su conversión es justo que conserven sus derechos y el haber venido a nuestra obediencia no los haga de peor condición, mandamos que si estos caciques o sus descendientes pretendieran suceder en aquel género de señorío, se les conceda y haga justicia»[774].
[539] El propósito de igualar a españoles e indios se manifiesta también en la ley que copiamos: «Es nuestra voluntad que los indios e indias tengan, como deben, entera libertad para casarse con quien quisieren, así con indios como con naturales de estos nuestros reinos o españoles nacidos en las Indias, y que en esto no se les ponga impedimento, mandamos que ninguna orden nuestra que se hubiere dado, o por Nos fuere dada, pueda impedir ni impida el matrimonio entre indios e indias con españoles o españolas, y que todos tengan entera libertad de casarse con quien quisieren»[775].
Era libre para los naturales del país la pesca de las perlas[776]. Entre los encomenderos y los indios, nuestros monarcas se pusieron al lado de los últimos, exigiendo a aquéllos «juramento judicial ante el gobernador, y con fe de escribano de que tratarán bien a sus indios y conforme a lo que está dispuesto y ordenado»[777].
Muchas son las leyes dadas por nuestros monarcas mandando que los virreyes y Audiencias se informen si son mal tratados los indios, y en caso afirmativo ordenan que se castigue a los culpados. No teniendo Felipe II confianza en las citadas autoridades, hubo de encargar a los arzobispos y obispos «que en todas las ocasiones de flotas y armadas nos envíen relación muy particular del tratamiento que se hace a los indios en sus distritos, si van en aumento o disminución, si reciben molestias o vejaciones, y en qué cosas, si les falta doctrina, y adónde, si gozan de libertad o son oprimidos, si tienen protectores y qué personas lo son, si los ayudan y defienden, haziendo bien y diligentemente sus oficios o con descuido y negligencia, si reciben algo de los indios, qué instrucciones tienen, cómo las guardan, lo que convendrá proveer para su mejor enseñanza y conservación, y lo que más les ocurriese acerca de esto, dirigido a nuestro fiscal del Consejo de Indias, a cuyo cargo está su protección, para que pida lo que toca a su obligación, y Nos proveamos lo conveniente al descargo de nuestra conciencia y cargo de los que fueren omissos»[778].
¿Qué más? El mismo Rey dispuso que los delitos contra indios sean castigados con mayor rigor que contra españoles[779]. Tan previsoras fueron nuestras leyes de Indias que ellas dispusieron que a los indígenas no se les podía obligar a llevar a cuestas carga alguna hasta que tuvieren diez y ocho años cumplidos[780]; disponiendo, además, que la[540] carga de los indios no había de pasar de dos arrobas[781]. La ley última del libro VI no deja de tener cierta curiosidad. Según ella, «ninguna india que tenga su hijo vivo pueda salir a criar hijo de español, especialmente de su encomendero, pena de perdimiento de la encomienda y 500 pesos, en que condenamos al juez que lo mandare, y permitimos que habiéndosele muerto a la india su criatura pueda criar la del español»[782].
En el año 1568 Felipe II ordenó que los virreyes, presidentes y gobernadores no consintiesen que los vagabundos españoles viviesen entre los indios...[783], disponiendo también que se les obligase a trabajar; a los incorregibles e inobedientes se les desterraría a Chile, a Filipinas o a otras partes[784]. Del mismo modo a los gitanos, sus mujeres, hijos y criados se les echaría de las Indias[785]. Las Justicias de las Indias procederían contra las mestizas adúlteras, del mismo modo que las leyes de Castilla disponían contra las mujeres españolas[786]. Aun para la cobranza de los tributos, asunto que tanto importaba a la Real Hacienda, Felipe II, en el año 1581, hubo de disponer que se cobrasen con el menor daño de los indios[787].
Terminaremos esta reseña de las Leyes de Indias, recordando, si de los Consulados de México y Lima se trata, que la sabia Recopilación dispone que se guarden las leyes y ordenanzas de los Consulados de Burgos y Sevilla[788].
Después de la edición de las Leyes de Indias, se han publicado dos obras de reconocido mérito, por D. José María Zamora y Coronado y por D. Joaquín Rodríguez San Pedro, intituladas: la primera, Diccionario de la Legislación ultramarina, y la segunda, Tratado de Legislación ultramarina concordada y anotada. Por último, se han publicado algunas disposiciones, ya cuando las Indias eran colonias, ya cuando eran provincias[789].
Pasamos a estudiar el Real y Supremo Consejo de Indias. Ni en el año 1511, ni en el 1514, ni en el 1518—como dice el cronista Herrera—había Consejo de Indias[790]. El emperador Carlos V dispuso la creación de un Consejo que despachase los asuntos de Indias, y al[541] efecto, «el 4 de agosto de 1524 nombró por presidente a Fr. García de Loaysa, general de la Orden de Santo Domingo, su confesor, obispo de Osma; y a primero del mismo mes se dieron los títulos de consejeros al obispo de Canarias y al Doctor Gonzalo Maldonado, porque ya trataban de estos negocios el Doctor Beltrán; y era del mismo Consejo el Proto-Notario Pedro Mártir de Anglería, abad de Jamaica, y el licenciado Galíndez de Carvajal y fiscal el licenciado Prado: y la primera cosa que entonces se trató fué sobre la libertad de los indios»[791].
Consideremos los antecedentes de dicho Consejo. Creada la Casa de la Contratación de Sevilla, los asuntos de ella eran consultados por los Reyes Católicos con D. Juan Rodríguez de Fonseca (hermano de Antonio de Fonseca, señor de Coca), deán de Sevilla y después arzobispo de Rosano y obispo de Burgos. También entendían en las cosas de las Indias—aunque sin cargo determinado—D. Fernando de la Vega, señor de Grajal y Comendador Mayor de Castilla; el gran canciller Mercurino Gattinara; Mr. de Lassao (de la Cámara del Emperador); el licenciado Francisco de Vargas, tesorero general de Castilla, y otros grandes letrados; «pero no tuvo personas ciertas, sino que se nombraban los que mandaba el rey o sus gobernadores»[792].
Es cierto que desde el año 1511 se celebraban consejos para los asuntos más importantes de las Indias, y en este dato se apoyó el historiador inglés William Robertson en su Historia de América para afirmar que Fernando V estableció en dicho año el Consejo de Indias; pero Herrera en sus Décadas dice que cuando Vasco Núñez de Balboa (1514) quiso anunciar al Rey el descubrimiento del mar del Sur, fué recibido por Fonseca (que ya era obispo de Burgos) y el comendador López de Conchillos, en quienes se resumía todo el Consejo y gobernación de las Indias, porque a la sazón no había aún Consejo especial de ellas. Cuando Fonseca creía que por lo complicado o difícil del asunto debía consultar, echaba mano de los doctores Zapata y Palacios Rubios y de los licenciados Santiago y Sola. Sin embargo de que Bernal Díaz del Castillo escribe que al hacerse ciertos repartos de indios (1520) entre los soldados de Hernán Cortés, amenazaron los últimos con acudir en queja al Rey y a los de su Real Consejo de Indias[-1]; sin embargo de que D. Pascual Gayangos dice que ha tenido a la vista una Revisión original del Consejo de Indias de 15 de febrero de 1521[793], repetimos que tuvo comienzo en el mes de agosto de 1524.
[542] El Real y Supremo Consejo de Indias tenía a su cargo mayor número de asuntos que el de Castilla, esto es, Iglesias, Estado, Guerra, Justicia, Cámara, Hacienda, Gobernación y Armada. Eran tan complejos y tantos los negocios que debía resolver el Tribunal, que hallándose enfermo Carlos V de cuartanas en Valladolid, entró (26 octubre 1524) el comendador Francisco de los Cobos, secretario de S. M. y de su Consejo, en la Cámara de dicho Consejo, que se tenía en el monasterio de San Pablo, y estando presentes el obispo de Osma, los doctores Beltrán y Maldonado y el protonotario Pedro Mártir de Anglería, se hizo constar que el Rey ordenaba, para que los asuntos no sufriesen interrupción, que durante dicha enfermedad se despachasen todas las cosas de justicia por cartas firmadas por el presidente y consejeros, selladas con el sello real, como se hacía con el Consejo de Castilla. Era, además, el Consejo de Indias tribunal de apelación de todos los fallos que pronunciaba la Casa de la Contratación de Sevilla, de modo que ambas formaban la organización judicial y administrativa de todos los asuntos que se referían al Nuevo Mundo. Carlos V atendió con verdadera solicitud todo lo referente al Consejo de Indias, como puede verse en el Código las Nuevas Leyes. Otra Real Provisión dirigió (4 junio 1543) Carlos V al Consejo de Indias, y en ella se manifestaba la misma solicitud en favor de los indígenas.
El príncipe D. Felipe, gobernador del reino, al partir para Alemania, dejó (12 julio 1554) a su hermana la princesa doña Juana el gobierno de las Indias, cuyos asuntos le recomendaba, bien que también hacía presente al Consejo que tuviese especial cuidado para que a la mayor brevedad se trajera todo el oro, plata, perlas y otras cosas que allá hubiera de S. M.[794].
Desde que Felipe II, por la abdicación de su padre, ciñó la corona de España, manifestó gran interés por los asuntos del Nuevo Mundo. En 1574 declaró que el patronazgo de las Indias pertenecía al Rey y a su Real Corona, patronazgo que nunca podría salir en todo ni en parte de la mencionada Real Corona. Como a pesar de varias disposiciones en favor de los indios, volvieron aquellos infelices a la tiranía de los encomenderos, Felipe II hubo de encargar a las justicias eclesiásticas y seculares que remediasen las vejaciones que padecían los indios, favoreciéndoles, amparándoles y defendiéndoles contra cualquier agravio, y castigando rigurosamente a los encomenderos transgresores. Sin embargo, el mismo Rey, que mostraba tanta humanidad con los indígenas, concedía licencias para vender esclavos, como también para in[543]troducir cada año en las Indias 4.250 esclavos negros, siendo todavía más censurable el haber dispuesto en 1569 que los tribunales del Santo Oficio se estableciesen en las Indias.
Intentóse que la Real Hacienda de las Indias formara parte de la de Castilla; pero en 1562 se expidió Real Cédula anulando esta forma de administración y reintegrando al Consejo de Indias en sus antiguas atribuciones. La reforma más transcendental fué la Recopilación de las leyes de Indias, decretada en el año 1570, y de las que sólo se imprimió y publicó el título del Consejo y sus ordenanzas; se mandaron guardar y ejecutar por Real Cédula de 24 de septiembre de 1571. En 1596, esto es, dos años antes de morir Felipe II, mandó el Rey que se recopilasen todas las disposiciones dictadas en diferentes tiempos, formándose con ellas cuatro tomos impresos. Con el mismo objeto en tiempo de Felipe III se nombró (1608) una comisión para recopilar las leyes de Indias, que nada hizo de provecho. Ya en el reinado de Felipe IV se publicó un libro intitulado Sumario de la Recopilación general de las leyes (1628); pero la obra no terminó hasta el año 1680 en que por ley de 18 de mayo se dispuso guardar y cumplir, no acabando de imprimirse, como antes se dijo, hasta 1681, según Cédula de Carlos II (1.º de noviembre del citado año). En esta obra que, según Fabié, es uno de los monumentos más gloriosos de la historia nacional[795] se han reunido todas las disposiciones dictadas en los reinados de Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II[796].
A la dinastía austriaca sucedió la de Borbón. Felipe V extinguió (3 marzo 1703) la Cámara de Indias, resumiendo todas sus atribuciones en el Consejo, del cual fué nombrado presidente el duque de Uceda, que vino de la embajada de España en Roma a sustituir al de Medinaceli[797]. Durante el reinado de Felipe V sufrió varias e importantes reformas el Consejo de Indias.
Sumamente beneficiosa fué la política de Fernando VI y de Carlos III en los negocios de América. Lucas Alamán, moderno historiador mejicano, ha escrito lo siguiente: «el gobierno de América había participado del desmayo y del desorden de que adoleció toda la monarquía en los reinados de los dos últimos príncipes de la dinastía austriaca; comenzó a mejorar bajo Felipe V, el primero de los monarcas de la Casa de Borbón; adelantó mucho en el reinado de Fernando VI, bajo el memorable mando del marqués de la Ensenada, y llegó al colmo de la perfección en el de Carlos III»[798]. Los nombres de Fernando VI y de[544] Carlos III, se hallan escritos con letras de oro en la historia de la América española.
En el reinado de Carlos IV se publicó Real decreto refundiendo los ramos de cada departamento del Despacho universal de España é Indias en una sola secretaría (25 abril 1790); también por otro Real decreto se suprimió la Audiencia y Casa de la Contratación de Cádiz, creando en su lugar un juez de Arribadas (18 junio 1790). Bajo la dominación de José Bonaparte se suprimió el Consejo de Indias (decreto de 18 de agosto de 1809); pero un mes después se restableció en Cádiz, según una cédula dirigida a las autoridades de América (21 septiembre 1810). Las cortes de Cádiz (17 abril 1812) publicaron un decreto, mediante el cual se organizó el Tribunal Supremo de Justicia, mandando pasar a él los negocios de que estuviesen conociendo los extinguidos Consejos de Castilla, de Indias y de Hacienda. Fernando VII restableció el Consejo de Indias (Real decreto de 2 de julio de 1814) y dispuso que continuara con las mismas atribuciones que tenía en primero de mayo de 1808. Del mismo modo fué restablecida la Cámara de Indias con iguales atribuciones que en tiempos pasados. El 9 de marzo de 1820, restablecida la constitución de Cádiz, se cerró nuevamente el Consejo de Indias. La Regencia del Reino (29 mayo 1823), convocó a los ministros que habían sido del mismo, para que entrasen de nuevo en el ejercicio de sus funciones, exceptuando los que habían servido al gobierno constitucional; en lo mismo insistió otra orden de 2 de junio siguiente. Acordóse el restablecimiento completo y definitivo (1.º octubre 1823) y se fijó nueva organización por Real decreto (28 noviembre 1828). En la menor edad de Isabel II, se suprimió por tercera vez los Consejos de Castilla y de Indias (Real decreto de 24 de marzo de 1834), instituyéndose en Madrid un Tribunal Supremo de España e Indias, con tres salas, una de las cuales conocería de todos los asuntos de Ultramar. Se suprimió otra vez el Consejo de Indias en 1836, y por un decreto de las Cortes (8 mayo 1837), se dispuso que el Tribunal Supremo de Justicia siguiese conociendo de todos los asuntos de que había entendido el Consejo de Indias, con arreglo a la Recopilación de leyes ultramarinas. Se suprimió la Sala de Indias del Tribunal Supremo (25 agosto 1854); se restableció poco después, y por Real decreto (26 marzo 1858), se aumentaron en ella dos plazas de ministros. Desde entonces los negocios de Indias se repartían entre el Tribunal Supremo, el de Cuentas, el de lo Contencioso-administrativo y el Ministerio de Ultramar[799].
[545] Procede ya considerar con algún detenimiento el estado poco cariñoso de las relaciones—como antes se indicó—entre Fray Toribio de Benavente y Fray Bartolomé de las Casas, el primero representante de la Orden franciscana y el segundo de la dominicana. Los dos fueron el alma de las luchas religiosas en América a mediados del siglo xvi[800]. Fray Toribio, con otros compañeros de su Orden, fué recibido con viva satisfacción por Hernán Cortés. Oyó Fray Toribio repetir a los indios la palabra Motolinía, y como le dijesen que significaba pobreza, determinó no llamarse ya Fray Toribio de Benavente, sino Fray Toribio de Motolinía. Por entonces era superior de la Orden franciscana en México Fray Martín de Valencia, y poco después fué nombrado guardián Fray Toribio.
Noticioso el Emperador del mal trato que los conquistadores daban a sus nuevos vasallos, creó el cargo de Protector de Indios, que encomendó, por cédula de 24 de enero de 1528, a Fray Juan de Zumárraga y a Fray Julián Garcés, nombrados respectivamente obispos de México y de Tlascala. Con poco gusto recibió el gobierno colonial esa especie de protectorado eclesiástico, y desde el principio mostró decidida oposición. Fray Vicente de Santa María, en carta escrita en el citado año al obispo de Osma, afirmaba que el prelado Zumárraga había mandado a los franciscanos que predicasen contra la Audiencia, excediéndose los predicadores hasta llamar a los oidores «ladrones y bandidos.» Añadía que también ordenó a los visitadores que se abstuvieran de proceder, bajo pena de excomunión. «En mi presencia, decía el autor de la carta, han tratado de tirano al presidente de la Audiencia, aconsejando a los indios que no le obedecieran cuando les mandase trabajar en las obras públicas.» Entre los gobernantes y conquistadores por un lado, y los pueblos esquilmados por otro, se entabló rudo combate, poniéndose en el campo de los últimos los frailes. El predicador Fray Alonso de Herrera se atrevió en un sermón a decir Audiencia del Demonio y de Satanás; y Fray Toribio, que decía la misa mayor, hizo después sencilla plática «confirmando cuanto había dicho el orador sagrado.» Fray Toribio se denominaba Visitador, Defensor, Protector y Juez de los indios en las provincias de Huexotzinco, Tlascala y Huacachula. Aconsejaban los frailes que los indios no pagasen los tributos impuestos por la Audiencia, sino los que ellos fijaban. Díjose, aunque sin fundamento alguno, que intentaron tramar una conspiración para alzarse con el gobierno de la colonia y arrojar a conquistadores y gobernantes, bien que reconociendo la soberanía del rey de España. Llegó a darse[546] como cosa cierta que formaban el plan revolucionario los Padres Motolinía, Ximénez y Fuensalida.
Después de reñir Fray Toribio cruda batalla con la Audiencia de México, pasó a Guatemala (1528-1530) e ignoramos dónde estuvo desde mediados de 1530 hasta enero de 1533, en que le hallamos en Tehuantepec. Desde el 1536 residió en el convento de Tlaxcala, permaneciendo en él seis años. En 1539 conoció personalmente al P. Las Casas, aunque es de creer que ya en 1528 se encontraron en el territorio de Guatemala.
Conviene no olvidar que a raíz de la fundación de las religiones franciscana y dominicana comenzó la rivalidad entre ellas, más que por el espíritu de cuerpo, por las diferencias radicales que las separan; también por la oposición de caracteres entre el italiano Francisco de Asís y el español Domingo de Guzmán. La lucha entre las dos órdenes mendicantes durante los siglos xiii, xiv y xv, se repitió en el xvi en América, figurando el P. Motolinía a la cabeza de los franciscanos y el P. Las Casas al frente de los dominicos. Uno y otro estaban conformes en que las hordas de aventureros españoles que venían a buscar fortuna, sorprendieron la buena fe de los monarcas para establecer el sistema de Repartimientos y Encomiendas, reduciendo a los indios a dura esclavitud; pero se diferenciaban en el modo de ver las cosas. Fray Bartolomé de las Casas, enarbolando la Cruz como única bandera civilizadora, condenó el empleo de la fuerza y suyas son las siguientes palabras: «sobre todas las leyes que fueron, y son y serán, nunca otra ovo ni avrá que así requiera la libertad, como la ley evangélica de Jesucristo, porque ella es ley de suma libertad.» Conforme con este principio, los repartimientos, las encomiendas y otros medios análogos empleados para aumentar el trabajo de los indios, eran injustos, ilegítimos y pecaminosos. Todos los dominicos se lanzaron por la senda que abrió el Padre Las Casas. Refiriéndose Las Casas a lo que se llamaban conquistas de Hernán Cortés en México, hubo de decir que eran «invasiones violentas de crueles tiranos, condenadas no sólo por la ley de Dios, sino por todas las leyes humanas, como lo son, y muy peores que las que hace el Turco para destruir la Iglesia cristiana.» Llamaba tiranos, crueles y feroces a Cortés, Alvarado y Olid. En otro de sus escritos añadía Fray Bartolomé que por Real orden se prohibió a Cortés dar encomiendas y hacer reparticiones; pero Cortés «no cumplió nada por lo mucho que a él le iba en ello.» No creía Fray Toribio Motolinía que merecía tales censuras el conquistador de México. Para Motolinía el gran conquistador ansiaba «emplear la vida y la hacienda por ampliar y aumentar la fe de Jesucristo y morir por la conversión[547] de estos gentiles,» se confesaba «con muchas lágrimas, comulgando devotamente y poniendo su ánimo y hacienda en manos de su confesor,» y ayudado de «Aguilar y Marina, que le servían de intérpretes, predicaba a los indios y les daba a entender quién era Dios, y quién eran los ídolos, y así destruía los ídolos y cuanta idolatría podía.» Pensando Fray Toribio en Cortés y en Las Casas, decía que su héroe era hijo de salvación, y que tenía mayor corona que otros «que lo menosprecian.» Los franciscanos siguieron al pie de la letra las doctrinas y enseñanzas del Padre Motolinía. Debieron ocurrir semejantes sucesos por los años de 1528 y 1529, época en que Fray Toribio estuvo en Guatemala.
Por su parte Fray Bartolomé, noticioso de que el gobernador de Nicaragua, allá por el año 1534, quería aumentar su poder promoviendo nuevos hallazgos de tierras, se opuso a ello, atreviéndose a decir en los sermones, en las confesiones y en otras partes, que los soldados «no iban con sana conciencia a entender en tal descubrimiento.» Formóle proceso el gobernador (1536), del cual se libró por mediación del obispo. En seguida abandonó el convento de Nicaragua y se retiró con sus frailes a Guatemala, permaneciendo allí hasta el año 1538. Pasó a México, donde le encontramos el año 1539, gozando de gran favor en el gobierno del virrey Mendoza.
Un asunto de capital interés influyó para que fuese mayor el desvío que separó durante su vida a los Padres Motolinía y de Las Casas. Refiere el primero lo que a continuación copiamos: «Un indio había venido de tres o cuatro jornadas á se baptizar, y había demandado el baptismo muchas veces... y yo—añade nuestro historiador—con otros frailes rogamos mucho al de Las Casas que baptizase aquel indio, porque venía de lejos; y después de muchos ruegos demandó muchas condiciones de aparejos para el bautismo, como si él sólo supiera más que todos, etc.» El resultado fué que Fray Bartolomé no quiso bautizar al indio, fundándose en recientes prohibiciones del papa Paulo y de la Junta Eclesiástica. Por su parte, Fray Toribio escribe lo que sigue: «En muchas partes—y aludía a las prevenciones de la Junta Eclesiástica—no se bautizaban sino niños y enfermos; pero esto duró tres ó cuatro meses, hasta que en un monasterio que se llama Quecholac, los frailes se determinaron de bautizar á cuantos viniesen, no obstante lo mandado por los obispos.» El mismo P. Motolinía confiesa que en cinco días (que estuvo en aquel monasterio) otro sacerdote y yo bautizamos por cuenta catorce mil y doscientos y tantos...
Fray Bartolomé de Las Casas se dirigió a España para obtener de la Corona ciertas disposiciones que aligerasen el pesado yugo a que es[548]taban sometidos los indios. Dominado por la misma idea, obtuvo—según Herrera—la orden en cuya virtud se dispuso la fundación de la Universidad de México[801].
Entretanto, el P. Motolinía se hallaba en Tlascala (1539), en Telmacán (1540), en Antequera (hoy Oajaca) (1541) y luego en Guatemala, siempre ocupado en su santo ministerio y ya con el cargo de custodio.
No debía estar quejoso el Padre Las Casas del recibimiento que le hizo el monarca español. Ya tenía preparado su viaje de vuelta a Guatemala, cuando el presidente del Consejo de Indias le mandó suspenderlo «por ser necesarias sus luces y su asistencia en el despacho de ciertos negocios graves que pendían entonces en el Consejo.» El más grave debía ser la formación de las Ordenanzas antes citadas con el nombre de las Nuevas Leyes.
Poco después el Padre Las Casas marchó a su obispado y también por entonces (fines de octubre de 1545) el Padre Motolinía abandonaba Guatemala para dirigirse a México. En tanto que este último Padre se atraía las simpatías de todos, aquél recibía por doquier insultos, hasta el extremo que nunca le nombraban por su nombre, sino decían «ese diablo que os ha venido por obispo»[802]. El mismo Juan de Perera, maestrescuela de la catedral de Chiapa, le llamaba traidor, enemigo de la patria y mal hombre. Fray Bartolomé se encaminó a Ciudad Real a pie, enfermo y a los 71 años cumplidos, acompañado de su inseparable y bondadoso Fray Vicente. Le recibieron mal y varias veces estuvo en peligro su vida. Entonces se decidió a renunciar el obispado. Salió de Ciudad Real en los comienzos de la Cuaresma de 1546, habiendo permanecido un año en aquella población. Pasó a México, despidiéndose antes de su grey, a la cual no volvió a ver, y acompañado de tres religiosos de su orden y del maestrescuela Juan de Perera, que tiempo atrás le había llenado de ultrajes. Tampoco en aquella ciudad obtuvo de los oidores de la Audiencia el respeto y consideraciones que él merecía.
Reunidos los prelados, doctores y otras distinguidas personas para la celebración de una Junta eclesiástica, manifestóse en los debates que la doctrina del Padre Las Casas obtenía solemne sanción. Sin embargo, por lo que a la esclavitud respecta, no conformes el prelado y el virrey D. Antonio de Mendoza, tuvieron algunos disgustos. Fray Bartolomé, antes de renunciar el gobierno de su iglesia, nombró vicario general al citado canónigo Juan de Perera (5 noviembre 1546) y[549] con fecha del día siguiente se publicó, tiempo adelante, el Confesonario, Formulario de confesores o Instrucciones para los confesores. Aunque se dispuso que se mantuviere secreto el contenido del Confesonario, «los más de los seglares—dice Remesal—tenían sus traslados, y como eran tan rigurosas sus reglas parecióles que si por ellas eran juzgados a ninguno se le podía dar la absolución.» No puede negarse que las reglas eran muy severas, en particular la 1.ª y la 5.ª, llegando a ser causa de alboroto y de protesta general.
Como paladín de los más descontentos se manifestó el Padre Motolinía, quien escribió una carta a Carlos V diciéndole, entre otras cosas: «Por amor de Dios, ruego a V. M. que mande ver y mirar a los letrados, así de vuestros Consejos como a los de las Universidades, si los conquistadores, encomenderos y mercaderes desta Nueva España están en estado de recibir el sacramento de la penitencia y los otros sacramentos, sin hacer instrumento público por escritura y dar sanción juratoria, porque afirma el de Las Casas que sin estas y otras diligencias no pueden ser absueltos, y a los confesores pone tantos escrúpulos, que no falta sino ponellos en el infierno, y así es menester esto se consulte con el Sumo Pontífice.» Fijábase también en la administración del bautismo para deducir que no era posible seguir al pie de la letra los preceptos del Padre Las Casas. En la carta del Padre Motolinía se veía al misioro que temía aventurar la salvación del alma, único fin de todos sus sacrificios y desvelos; pero no sería aventurado afirmar que también se notaba la enemiga del franciscano al dominico. «Si los tributos de los indios son y han sido, decía, mal llevados, injusta y tiránicamente (como afirma el de Las Casas), buena estaba la conciencia de V. M., pues tiene y lleva V. M. la mitad o más de todas las provincias..., de manera, que la principal injuria o injurias hace a V. M. y condena a los letrados de vuestros Consejos, llamándolos muchas veces injustos y tiranos: y también injuria y condena a todos los letrados que hay y ha habido en toda esta Nueva España, así eclesiásticos como seculares, y a los presidentes y Audiencias de V. M., etc.» Todo lo que el P. Motolinía hacía valer en 2 de enero de 1555, era exacta repetición de lo que se dijo en principios de 1547. Al lado del P. Motolinía se pusieron dos hombres eminentes: el Dr. Juan Ginés de Sepúlveda, cronista y capellán del Emperador, y el Dr. Bartolomé Frías Albornoz, discípulo de D. Diego Covarrubias, y profesor de Derecho civil de la Universidad de México.
Sin arredrarse, Fray Bartolomé salió a la palestra, hizo examinar de nuevo su Confesonario, que fué aprobado por los maestros Cano, Miranda, Galindo, Sotomayor y Fray Francisco de San Pablo, logrando, vencer al Dr. Sepúlveda; mas en América no le favoreció la fortuna.
[550] El P. Motolinía había sido nombrado provincial de los franciscanos (1548) y su influencia era cada día mayor. El Emperador mandó a la Audiencia de México que recogiese todas las copias que circulaban del Confesonario, hasta que el Consejo, encargado de la revisión, pronunciase la sentencia. Ordenóse además a Fray Bartolomé que diera, dentro de corto plazo, explicaciones ante dicho Consejo, sobre ciertos puntos del Confesonario. El P. Motolinía buscó todos los manuscritos o copias del citado libro, y las entregó al virrey D. Antonio de Mendoza, quien las quemó «porque en ellas se contenían—según aquel Padre—dichos y sentencias falsas e escandalosas...» Dió Las Casas explicaciones que se le pedían en Treinta proposiciones en forma de tésis, resumiendo en ellas toda su doctrina teológica, canónica y política. Explicó que el soberano imperio y universal principado y señorío de los reyes de Castilla en las Indias, no era incompatible al que tenían los señores naturales de ellas; dijo que los reyes de Castilla estaban obligados a propagar el cristianismo, pero amorosa, dulce y caritativamente; afirmó que lo hecho por los españoles en América era «injusto, inicuo, tiránico y digno de todo fuego infernal, y, por consiguiente, nulo, inválido y sin algún valor y momento de derecho. Y como fuera todo nulo e inválido de derecho, por tanto, no pudieron llevarles (a los indios) un sólo maravedí de tributos justamente, y, por consiguiente, eran obligados a restitución de todo ello.» Denominó a las encomiendas y repartimientos, como en otro lugar ya se dijo, «pestilencia inventada por el diablo para destruir todo aquel Orbe (América), consumir y matar aquellas gentes dél»[803].
También el Dr. Sepúlveda no cedía en sus ataques a fray Bartolomé. Éste, en la forma acostumbrada, retó a aquél a un combate literario, ante una «congregación de letrados, teólogos y juristas», presidida por el Consejo Real de Indias, donde se disputaría «si contra la gente de aquellos reinos (América) se podía lícitamente y salva justicia, sin haber cometido nuevas culpas, más de las en infidelidad cometidas, mover guerras que llaman conquistas.» Compareció el Dr. Sepúlveda e improvisó elocuente discurso, al cual contestó fray Bartolomé con un largo escrito que duró cinco sesiones. Admirablemente se defendió Las Casas de los ataques de Sepúlveda y de rechazo atacó al Padre Motolinía, defensor de la misma doctrina que había expuesto el cronista y capellán del Emperador. No reprobó el Consejo las explicaciones dadas[551] por el obispo, quien se retiró después con su compañero fray Rodrigo de Ladrada al convento de San Gregorio, de Valladolid.
Al mismo tiempo en América ardía el fuego de la discordia, llegando a toda clase de extremos ambos partidos, el del Padre Motolinía y el del antiguo obispo de Chiapa. El Dr. Sepúlveda y fray Bartolomé de Las Casas, a disgusto de la Corona y del Consejo Real de Indias, publicaron, el primero su Apología (1550) y el segundo sus Opúsculos (1552), señalándose entre ellos el Confesonario. La impresión que la última publicación hizo en el ánimo del Padre Motolinía se manifiesta por la carta ya citada y dirigida al Emperador con fecha 2 de enero de 1555.
Nuestra imparcialidad nos obliga a decir que por lo que respecta a la conversión de los indios al cristianismo, si influyó la palabra del Apóstol, fué la espada del conquistador la que derribó los ídolos de los altares. La sumisión al rey de España y la conversión al Cristianismo iban siempre unidas, las cuales se lograban, no por el convencimiento, sino por la fuerza. Creían los infelices americanos que el bautismo les ponía a cubierto de persecuciones, de castigos y aun de la muerte, y por ello, ignorando el significado de aquel acto—puesto que los misioneros apenas tenían alguna idea de las lenguas indígenas—, se presentaban en masa a recibir el agua bendita. Es evidente, pues, que el miedo y no otra cosa impulsaba a los indígenas a desear y pedir el bautismo. Veamos lo que dice el Padre Motolinía del carácter de los indios: «Son—tales son sus palabras—pacientes, sufridos sobremanera, mansos como ovejas; nunca me acuerdo haber visto guardar injuria; no saben sino servir y trabajar. Sin rencillas ni enemistades pasan su tiempo y vida, y salen a buscar el mantenimiento a la vida humana necesario, y no más»[804]. Si los misioneros daban el bautismo a los indios sin exigir requisito alguno, los conquistadores sostenían que les bastaba ligera idea de la religión cristiana: así Jerónimo López decía en una carta al Emperador «que el indio no tiene necesidad sino de saber el Pater noster y el Ave María, Credo, Salve y Mandamientos, y no más, y esto simplemente, sin aclaraciones, ni glosas, ni exposiciones de doctores, ni saber ni distinguir la Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, ni los atributos de cada uno, pues no tenían fe para lo creer»[805]. Pero ¿qué más? No sólo—como ya sabemos—encomenderos y conquistadores llegaron a sostener que los indios eran irracionales, sino también jurisconsultos y teólogos defendieron la misma proposición, ya para justificar las conquistas de las Indias, ya para disculpar la tira[552]nía de encomenderos y conquistadores, mereciendo aplausos sinceros por la energía con que afirmaron la racionalidad de los indígenas los Padres dominicos y franciscanos. Cuando los citados religiosos llegaron a conocer el lenguaje de los naturales del país, se dedicaron a la predicación, fundando iglesias y conventos, y al mismo tiempo derribando adoratorios y destruyendo los ídolos. No sólo las Ordenes religiosas citadas, sino después los mercenarios y jesuítas prestaron inmensos servicios a la civilización y cultura del país. Ellos enseñaron a los indígenas algunas artes y varios oficios. De tal modo se extendieron las Ordenes religiosas en el Nuevo Mundo, que, limitándonos a Nueva España o México, contaban con más de 400 conventos, perteneciendo 200 a la religión franciscana, 90 a los dominicos y 70 a los agustinos, sin sumar con estas fundaciones otros tantos partidos de clérigos.
Entre los prelados don Juan de Zumárraga y don Sebastián Ramírez Fuenleal, el primero de Nueva España y el segundo de Santo Domingo, fundaron iglesias, hospitales y otras obras benéficas. Las reuniones de los obispos verificadas en 1537 y 1546, tan importantes en la historia de México, como los tres concilios de 1555, 1565 y 1585, fueron beneficiosos para la disciplina de la Iglesia. «Para mediados del siglo xvi—escribe el marqués de Lema—la jerarquía eclesiástica se hallaba establecida sobre la base de tres sedes metropolitanas: la de Santo Domingo, en la Isla Española, creada en tiempos del obispo Fuenmayor, que contaba como sufragáneas las diócesis de la Concepción o de la Vega, Cuba, San Juan de Puerto Rico y Santa Marta; el arzobispado de México, establecido un año antes de la muerte de Zumárraga, del que dependían los obispados de Puebla de los Angeles, Jalisco, Mechoacán, Guaxaca, Guatemala, Chiapa, Honduras y Nicaragua; y la sede metropolitana de Lima o los Reyes, cuyas sufragáneas eran las de Cuzco, Quito y la inmensa provincia de los Charcas, el actual país de La Plata»[806]. (Apéndice M.)
Comprendiendo los reyes que era necesario el establecimiento definitivo de la jerarquía episcopal en América, se dirigieron al Papa, quien concedió a los Reyes Católicos el señorío de las Indias y la posesión de los diezmos que allí se percibiesen. Después que Alejandro VI hizo tal concesión, Julio II estableció (15 noviembre 1504) la sede arzobispal de Yaguata o Santo Domingo y las sufragáneas de Magna y Raynúa. El 28 de julio de 1508, el Papa, por la bula Universalis Eclesiæ, concedió a los monarcas españoles el patronato sobre todos los beneficios que exis[553]tiesen en América, y el 9 de abril de 1810 extendió el diezmo al oro, plata y piedras preciosas, excluídos de la concesión de los diezmos, ya citados, por Alejandro VI. Después de largas negociaciones, el Papa, en 1511, otorgó al Rey todo lo que pedía, y en su virtud se establecieron tres sillas episcopales, sufragáneas de la metropolitana de Sevilla, que eran: una en la Concepción de la Vega, otra en Santo Domingo, y la tercera en San Juan de Puerto Rico. En las citadas bulas descansa el edificio del patronato real de las Indias.
Los religiosos franciscanos llegaron los primeros al Nuevo Mundo; después fueron los dominicos y agustinos; tiempo adelante los mercenarios; y en el último tercio del siglo xvi los jesuítas. Entre los muchos frailes que se distinguieron por su celo apostólico, mencionaremos, además de los Padres Las Casas y Motolinía, al venerable fray Martín de Valencia, a fray Domingo de Betanzos, a fray Tomás Berlanga, a Vasco Quiroga y a fray Bernardino de Sahagún; y entre los prelados, gloria de la Iglesia católica en el Nuevo Mundo, debe recordarse a Zumárraga, arzobispo de México, a Marroquín, obispo de Guatemala, y a Valdivieso, obispo de Nicaragua.
Algo censurable hallamos en las costumbres de varios conventos (Apéndice N), como también no fueron siempre algunos frailes buenos y cariñosos con los indígenas (Apéndice O).
Otro asunto no menos interesante y que ya se ha tratado en capítulos anteriores, se presenta ante nuestra vista: nos referimos a las misiones jesuíticas del Paraguay. Aunque lograron importancia no escasa las Reducciones de los jesuítas en Buenos Aires, Brasil, Uruguay, Perú y en otros puntos, donde la Compañía fijó principalmente sus miradas fué en el Paraguay. Las misiones del Paraguay, fundadas en los comienzos del siglo xvii por la Compañía de Jesús y sostenidas durante siglo y medio, ¿son merecedoras de toda alabanza, o son, por el contrario, dignas de acre censura? Desde que Felipe III, por cédula de 1608, resolvió que se procediese a la sumisión de los indios, convirtiéndoles al cristianismo, de cuya misión se encargaron los jesuítas,—pues los dominicos, franciscanos, capuchinos y otras órdenes quedaron reducidas a segundo lugar—fundaron Reducciones en todo el Paraguay. En medio de aquellos bosques y en medio de aquellas tierras—dicen los defensores de los jesuítas—regadas por ríos inmensos, se veía al hijo de Loyola, sin temor a las fieras ni a los venenosos reptiles, ni a las aves de rapiña, ora para buscar al indio y convertirle, ora para sufrir de él el martirio. El jesuíta, con su ancho sombrero y negros hábitos, con su crucifijo y el breviario, recorría los bosques, atravesaba los pantanos, bajaba a los valles o se encaramaba a las escarpadas rocas y[554] penetraba en las obscuras cuevas, no temiendo ser presa de las garras del tigre, ni de las mordeduras de la serpiente, ni lo que era aún peor, de la glotonería del caribe y antropófago. Si esto sucedía, el misionero espiraba cantando un himno al Señor. Cuando los jesuítas encontraban a los salvajes, aquéllos no tenían más remedio que alimentarse lo mismo que los últimos, esto es, carne de caza cruda, ranas y otras cosas repugnantes; tenían que dormir en fétidas cabañas, cazar, pescar y cultivar la tierra como los salvajes, único modo de atraerse a estos últimos. ¡Atraerse a los salvajes! La historia de los jesuítas registra 300 mártires durante el siglo xvii.
Hacía tiempo que dominaba a los jesuítas un pensamiento: civilizar un país del Nuevo Mundo sólo por el cristianismo y no mediante la fuerza; por la cruz y no por la espada. Comenzaron pidiendo a los reyes que fuesen declarados libres todos aquellos indios que se atrajesen los Padres, lo cual fué concedido, no sin disgusto y oposición de los colonos. Fijáronse los jesuítas en los estúpidos y supersticiosos guaranos, habitantes de la provincia de Guairo, quienes defensores acérrimos de su terruño, sostuvieron largas y enconadas luchas con los españoles y portugueses. A los guaranos acudieron los misioneros ofreciéndoles protección contra los citados usurpadores. Aceptado el ofrecimiento, pudieron anunciar los misioneros a su superior que doscientos mil indios estaban decididos a recibir el bautismo. Causó admiración en la corte española que aquellos salvajes, tan belicosos con las armas reales, se postraran ante los humildes hijos de San Ignacio.
Empresa comenzada con tan buenos auspicios alentó a los jesuítas, quienes procuraron apartar los indios de los españoles, creyendo más fácil amansar al salvaje que moralizar al europeo. Persistiendo en la misma idea, solicitaron del obispo y del gobernador que se les concediese reunir a los indios cristianos en determinados lugares, independientes en absoluto de las ciudades coloniales próximas, edificar iglesias y no consentir, bajo ningún pretexto, que a los neófitos se les pudiera emplear en servicio de los españoles. De este modo se lograba que no se reuniese a los indios en encomiendas, consiguiendo, en cambio, los Padres italianos Cataldini y Maseti fundar la primera parroquia o Reducción de doscientas familias de guaranos en Loreto, a orillas del Parapaneme, afluente del Paraná. De la citada Reducción escribe el P. Diego de Torres lo que sigue:
«La Reducción de... Nuestra Señora de Loreto... va creciendo mucho en gente y fuera de otros muchos que se han venido á ella, un pueblo entero nos enbio á pedir canoas para unirse con nosotros como lo hicieron tan de raiz que ni un solo indio quedo en el pueblo para guarda de[555] sus vastimentos y sementeras; y otro cacique principal prometió hacer lo mesmo dexando por prendas de su amor y su palabra un sobrino que tenía para que le enseñasen y baptizasen mientras venía él y toda su gente. Ni creçen menos en cristiandad y policia... Estan ansi niños como niñas muy expertos en la doctrina y cathecismo y los niños van leiendo y escribiendo, aiudan á Missa y cantan ya en ella, acuden cada dia á la doctrina, reçan su rossario, cantan la letania de Nuestra Señora de Loreto en la iglesia y ressan todos en sus casas por la mañana y por la tarde y convidan á sus padres y á todos los de su casa que ressen con ellos y como lo hacen en voz alta, no parecen sino choros eclesiasticos bien consertados y con la diligencia y continuacion de los hijos saben ya sus padres las oras y por esto llaman graciosamente los niños á sus padres mis discípulos. Apenas se toca por la mañanita la campana de la oración quando al momento comienssan por todas las casas á ressar con la puntualidad que si tubieran regla de ello, ni les a parecido á los Padres hasta agora señalarles fiscales, ansi por no ser necessario porque en lo esencial sirven de esso los niños de la escuela que avisan de los enfermos que ay, de los infieles, y de las criaturas recien nacidas para baptizarlas, como por no ser pesados a estos indios tan en los principios.»[807] Desde el año 1593 a mediados del siglo diez y ocho se fundaron 33 parroquias o Reducciones, entre los guaranos, chiquitos y moxos, los cuales recibieron una constitución que no tenía ejemplo en la historia. La Iglesia era el centro de la Reducción. Los nombres de las citadas 33 parroquias, eran: A orillas del Paraná: San Ignacio Guazú, Santa María de Fe, Santa Rosa de Lima, Santiago, Santos Cosme y Damián, Corpus, Jesús, Itapuá, Candelaria, Santa Ana, Loreto, San Ignacio Miní y Trinidad.—A orillas del Uruguay: San José, San Carlos, Apóstoles, Concepción, Santa María Mayor, San Francisco Javier, Santos Mártires, San Nicolás, San Luis, San Lorenzo, San Miguel, San Juan Bautista, San Angel, Santo Tomás, San Francisco Borgia, Santa Cruz y Yapeyú. A orillas del Paraguay: Belén. En las selvas de Tarumó: San Joaquín y San Estanislao. Luego, cuando España colocó todos los pueblos arrebatados a las misiones bajo el mando de un gobernador, la capital del gobierno fué San Luis Gonzaga.
Las casas de las Reducciones eran de piedra y tenían un solo piso; estaban colocadas alrededor de la plaza pública, donde también se hallaban la iglesia, la casa de los jesuítas, el arsenal, el granero y el hospicio para los forasteros. La gobernación de cada pueblo se confería a un sacerdote y las funciones espirituales estaban desempeñadas por un teniente. Sacerdote y teniente dependían de un superior, a quien el[556] Papa daba amplias facultades, aun para confirmar. El mismo gobernador nombrado por el Rey, carecía de autoridad ante el superior de la misión. La ley era la voluntad del sacerdote, dependiendo completamente de él los colonos.
Los niños recibían la educación en dos escuelas: en una aprendían a leer y escribir, y en la otra la música y el canto. Los misioneros estudiaban la inclinación de los niños y en su virtud los dedicaban a la agricultura, a las artes de adorno o útiles, y también si alguno mostraba inteligencia, le instruían en las ciencias y en la religión, sacando de ellos magistrados y sacerdotes.
Al rayar el alba la campana de la iglesia anunciaba la hora de levantarse. Todos se dirigían al templo a dar gracias a Dios y después marchaban al trabajo; por la tarde la misma campana los reunía otra vez en la iglesia, encaminándose, lo mismo que por la mañana, a sus calabozos.
Además de que a cada familia estaba asignada una porción de tierra para sus necesidades, tenían que cultivar la posesión de Dios, de cuyo producto sacaban para el culto, para pagar el escudo de oro que cada familia debía dar al rey de España, para remediar la escasez o las malas cosechas, para los gastos de la guerra, o mantener viudas, huérfanos y enfermos. Cogíase la cosecha en común en los almacenes a disposición del sacerdote, evitando de este modo la avaricia y todas las malas pasiones. En días determinados los misioneros distribuían lo necesario para la vida a los jefes de familia; los días que no eran de ayuno se repartía la carne en la carnecería. Estaba prohibido explotar las minas, prohibición que era una protesta contra los males causados por dicha industria en otras partes. Salían los indios a sus faenas agrícolas a son de música, precedidos de la efigie del santo protector, que se colocaba en una especie de cabaña.
Las iglesias estaban bien cuidadas y los cálices y demás objetos necesarios para el culto eran de oro y plata, adornados a veces con piedras preciosas. Las fiestas eran frecuentes y brillantes, no faltando en ellas los fuegos artificiales.
Para prevenir el libertinaje procuraban los misioneros que los indigenas se casasen jóvenes.
El vestido de las mujeres consistía en una camisola blanca, estrecha por la cintura, suelto el cabello y los brazos y piernas desnudos. Los hombres adoptaron el traje que usaban en Castilla.
Una asamblea general de ciudadanos elegía, siempre por influencia del misionero, un cacique para la guerra, un corregidor para la administración de justicia, regidores y alcaldes para que cuidasen del buen[557] gobierno de las obras públicas. Había además otras autoridades nombradas del mismo modo.
Los delitos, que cometía de tarde en tarde el indígena, se castigaban, la primera vez con una secreta reconvención; la segunda con penitencia pública a la puerta de la iglesia; la tercera con azotes. Dícese que no hubo ni uno que los mereciese. Al perezoso se le recargaba con más trabajo.
Para la defensa de la Reducción organizaron una milicia urbana de infantería y caballería, cuyo único destino era rechazar los ataques de los enemigos. Pocas veces tuvieron que echar mano de las armas, pues los enemigos se contentaban con víveres. Los mamelucos (mestizos) que confinaban con las Reducciones, robaban a los neófitos y los vendían como esclavos. Si algunos gobernadores del Paraguay, del Uruguay y de la Plata no respetaron, con alguna frecuencia, a los misioneros, también estos últimos, de cuando en cuando, abusaron de su poder. Recordaremos a este propósito que desde la Asunción, con fecha 29 de mayo de 1629, D. Luis de Céspedes Xeria, gobernador del Paraguay, escribió al Rey, diciéndole la poca atención que con él habían tenido los Padres, viéndose obligado a quitarles la jurisdicción real. Se quejaba también de los términos en que se hallaban redactadas las cartas que de los misioneros había recibido[808].
Sobre la Compañía de Jesús y su política en el Paraguay, se han dirigido graves censuras. Se ha dicho que los Padres se dejaban besar las túnicas, que admitían a los salvajes al sacramento del Bautismo y aun al de la Eucaristía. Díjose que el Paraguay era un país sumamente rico, y que los jesuítas sacaban de él anualmente tres millones de cruzados. Era opinión general que ocultaban ricas minas en lugares ocupados por ellos. Se hallaba probado que ejercían el comercio y que traficaban mucho, no negando que a veces supeditaban las glorias del cielo a los intereses de la tierra.
Dábase como cosa cierta que ellos y sólo ellos habían sido los causantes de la rebelión contra el tratado de Fernando VI con Portugal, respecto al cambio de las siete colonias españolas, por la portuguesa del Sacramento. Decíase en todos los tonos que los hijos de Loyola tenían decidido empeño en depender lo menos posible de España. El aislamiento en que los jesuítas pusieron las Reducciones y sus belicosos preparativos, hicieron sospechar que aspiraban a formar un imperio independiente de la madre patria. Acerca de este asunto, no se detuvo la imaginación de muchas gentes. Llegóse a decir que estaban decididos a separarse de España, ya eligiendo un Rey, ya proclamando la República.
[558] Tantas vulgaridades se dijeron, que reyes y pueblos se declararon enemigos mortales de los hijos de San Ignacio.
No negaremos que bien pudiera preguntarse: aquellos indios convertidos ¿obedecían al Rey o a los misioneros? ¿Trabajaban en servicio del pueblo o para enriquecer a los jesuítas? Del mismo modo se presta a censuras que aislasen sus Reducciones privándolas de la civilización europea, como también lamentamos su egoísmo al querer prolongar más de lo debido la infancia de los indígenas. Nosotros—como varias veces hemos escrito—creemos que los gobiernos patriarcales son convenientes para civilizar a los pueblos, así como afirmamos que son perjudiciales cuando dichos pueblos tienen conciencia de su destino.
Si todo esto es cierto, también lo es que ellos fundaron colegios en México, Perú, Chile y en otros puntos; ellos penetraron en los salvajes territorios de Sonora y California, en los espesos bosques de Tucumán, en las márgenes de los ríos Mamoré y Magdalena, y hasta en las montañas donde tienen su origen el Amazonas y el Pilcomayo. No olvidemos que ellos regaron con su sangre los establecimientos de los franceses en el Canadá, los de los portugueses en el Brasil y los de los españoles en todas las Indias.
Acerca de la obra jesuítica en el Brasil, merece atención profunda la realizada por el Padre Anchieta, ya citado en el capítulo XXIX. Hablaba dicho Padre varias lenguas de los tapuyas y de los tupís; compuso la primera gramática guaraní. El escritor brasileño Pereira da Silva escribe de él lo siguiente: «Inmensa fué la fama que consiguió por sus trabajos. No sólo le veneraban y le respetaban los portugueses y los mamelucos (mestizos de portugueses e indias), sino que también los salvajes dejaban sus ranchos y selvas y corrían al templo. ¡Cuántos prodigios, a que las crónicas de la época llaman milagros, ejecutó José d'Anchieta ante los atónitos salvajes! ¡Cuántas veces, yendo a buscarlos en sus escondidos asilos, penetrando en sus enmarañados bosques, cruzando profundos ríos, subiendo inaccesibles sierras y hablando con los mosacás (jefes de las tribus), consiguió con su elocuencia convertirlos a la religión católica y a la vida civilizada! Las memorias contemporáneas declaran los servicios que prestó, atrayendo en Piratininga innumerables salvajes y fundando en los alrededores diferentes aldeas de indios conversos, que fiaron su porvenir a la sociedad civil y religiosa y al gobierno de los Padres de la Compañía.» Un escritor portugués le llama «el más santo, el más útil y el mejor de los misioneros.» Los colonos y los indios le denominaban el Francisco Javier de Occidente. En particular, para los indígenas el Padre Anchieta era, más que un misionero, un ídolo; más que un sacerdote, un santo. También[559] otros Padres jesuítas siguieron las huellas del Padre Anchieta. Este virtuoso misionero falleció en Beritighá (junio de 1597), siendo gobernador Francisco de Souza.
Obliga la imparcialidad a decir que los colonos consideraban como bestias a los indios, y los misioneros como hombres. Por esta razón se despoblaban las ciudades y las misiones crecían. ¿Cómo salvar al indígena—pues los campos necesitaban cultivarse—de las garras de los agricultores? Los jesuítas, siguiendo el ejemplo de los dominicos—como en otros capítulos se dijo—discurrieron la trata de negros, obteniendo privilegio para sacar de la costa de Africa y llevar al Brasil tres buques cargados de esclavos cada año. La Compañía salvaba a sus neófitos; pero sacrificaba otra raza, no menos merecedora de los consuelos del Cristianismo.
Sería injusticia negar que ellos, con admirable paciencia y grandes trabajos, educaron y organizaron pueblos de indios, consiguiendo moldear, como si fuera de cera, el espíritu de los indígenas. Teniendo siempre presente el fin religioso, cambiaban entre sí sus productos, compraban lo necesario y cultivaban la tierra para todos. Cuidaban mucho la ganadería y estudiaron algo la fauna y la flora. Usaron el chocolate y la quina. No olvidaron otras industrias. Descubrieron nuevas tierras. Fijáronse también en las disciplinas del espíritu, y en sus imprentas imprimieron diccionarios y trabajos filológicos, geográficos, históricos, etcétera.
Conviene tener presente las palabras del historiador norteamericano Dawson: «Es imposible—dice—no admirar el valor, sagacidad y piedad de los jesuítas. Marchaban sólos a las tribus de indios salvajes, vivían entre ellos, aprendían sus lenguas, les predicaban, cautivaban sus imaginaciones con la pompa de las ceremonias religiosas, los bautizaban y los excitaban a abandonar el canibalismo y la poligamia. Infatigables y sin miedo, se internaban en sitios en los cuales nunca había penetrado hombre blanco.»
Al ser expulsados los jesuítas del Paraguay, cayó hasta el abismo la Arcadia Guaranítica, pues faltaba la religión que sostenía la vida de aquella sociedad. En los comienzos del siglo xix, los treinta pueblos que habían formado el gobierno teocrático, eran montones de ruinas. La obra de dos siglos desapareció en pocos años, quedando únicamente grato recuerdo, si no en la memoria de los hombres, en las páginas de la historia.
Por lo que se refiere al Patronato real eclesiástico, en Cédula dada en el Escorial a 1.º de junio de 1574, se dice: «Como sabeis, el derecho de Patronato Eclesiástico Nos pertenece en todo el estado de las In[560]dias, así por haberse descubierto y adquirido aquel nuevo Orbe, y edificado y dotado en él las Iglesias y Monasterios á nuestra costa, y de los Reyes Católicos nuestros antecesores, como por habernos concedido por Bulas de los Sumos Pontífices, concedidas de su propio motu»[809]. Esto mismo se repite en otra Cédula de 1591, según copiamos a continuación: «Por cuanto perteneciéndome, como me pertenece, por derecho y Bula Apostólica, como á Rey de Castilla y León, el Patronato de todas las Iglesias de las Indias Occidentales, y la presentación de las dignidades, Canongías, Beneficios, Oficios, y otras cualesquier prebendas Eclesiásticas de ellas, etc.»[810]. Sólo los reyes de Castilla y León tenían el derecho de edificar Iglesias y Monasterios en las Indias, y de presentar Arzobispos, Obispos, Prebendados y Beneficiados idóneos para todas ellas. La presentación de los Prelados se llevaría a Roma para que fuesen confirmados por el Papa dentro del año de su vacante, y la de los otros beneficios inferiores se presentaría ante los ordinarios dentro de diez días[811].
Cuando, a mediados del siglo xvii, escribió Solórzano su libro titulado Política Indiana, había en las Indias cinco iglesias metropolitanas y 28 sufragáneas. La arzobispal de la Española o Santo Domingo tenía por sufragáneas la de Cuba, Puerto Rico, Caracas o Venezuela y la Abadía de Jamaica. La arzobispal de Santa Fe de Bogotá tenía por sufragáneas la de Cartagena, Santa Marta y Popayán. La arzobispal de México tenía por sufragáneas la de Tlaxcala o Puebla de los Angeles, la de Guaxaca o Antequera, la de Mechoacán, Yucatán, Guatemala, Chiapa, Nueva Galicia o Guadalajara, Nueva Vizcaya, Honduras o San Salvador. La arzobispal de Lima o de los Reyes tenía por sufragáneas la de Panamá, Quito, Trujillo, Guamanga y Arequipa; además otras dos que caen en la provincia o reino de Chile, llamadas Santiago y la Concepción. La arzobispal de la Plata o las Charcas tenía por sufragáneas la de la Paz, Tucumán, Santa Cruz de la Sierra o la Barranca, Río de la Plata o Buenos Aires y Paraguay[812].
Diferentes cambios y mudanzas sufrió la división eclesiástica. Hubo un tiempo en que había arzobispados en México, Bogotá, Santiago de Cuba (antes de Santo Domingo), Lima, Charcas, Guatemala y Caracas. Bajo el arzobispado de México se hallaban los obispados de Puebla de los Angeles, Oajaca, Mechoacán, Guadalajara, Yucatán, Durango, Nuevo-León y Sonora; bajo el de Bogotá los de Popayán, Cartagena, Santa Marta y Maracaibo; bajo el de Santiago de Cuba el de la Habana y[561] Puerto Rico; bajo el de Lima los de Cuzco, Arequipa, Trujillo, Guamanga y Mainas, además de los de Quito y Cuenca correspondientes a la Presidencia de Quito, el de Panamá de Nueva Granada, y los de Santiago y la Concepción correspondientes a la Capitanía general de Chile; bajo el de Charcas los de la Paz, Santa Cruz de la Sierra, Paraguay, Tucumán, Buenos Aires y Salta; bajo el de Guatemala los de Comaycua, Nicaragua y Chiapa; y bajo el de Caracas el de Guayana.
Pasando a otro asunto haremos notar que en todas las Iglesias catedrales había dignidades (Deán, Arcediano, Chantre, Maestrescuela y Tesorero), diez canónigos, seis racioneros y seis medio racioneros, dos curas para la parroquia de la Iglesia, seis capellanes y seis acólitos; también existían los oficios de organista, pertiguero, mayordomo, cancelario y perrero[813].
Los arzobispos y obispos estaban en la obligación de defender a los indios que injustamente fuesen vejados por negligencia, ausencia ó notoria injusticia de los jueces seglares[814].
El poder de la Corona en asuntos religiosos no podía ser mayor, tal vez a veces fué más de lo conveniente. Habremos de recordar que las Bulas Pontificias no podían pasar a América sin el exequatur del Consejo de Indias. Las iglesias, monasterios y hospitales habían de erigirse con acuerdo de las Ordenanzas Reales. Los eclesiásticos no podían pasar a las colonias sin obtener antes el permiso del Rey. De modo, que la Iglesia católica en América dependía, lo mismo en lo referente a las personas que a los cargos o dignidades, de los monarcas sus patronos. El Patronato Eclesiástico, pues, fué poderoso y eficaz agente para mantener bajo el dominio de los reyes españoles los dilatados y distantes territorios de las Indias.
Por lo que respecta al clero colonial se hallaba organizado como el de la península, difiriendo sólo por el medio en que se movía. Los curas desempeñaban el trabajo parroquial en las ciudades españolas, los doctrineros (sacerdotes) enseñaban la doctrina y administraban los sacramentos en las aldeas de los indios, y los misioneros predicaban el evangelio en tierras salvajes. El clero secular dependía de los obispos de sus respectivas diócesis, los cuales se reunían en Concilios provinciales para dar unidad al culto y disciplina eclesiástica. Muchos obispos fueron varones de grandes virtudes; no pocos clérigos españoles y criollos cumplieron con su deber, como también los misioneros, teniendo que lamentar y censurar la conducta mundana de los que se separaban de la doctrina de la Iglesia. Sentimos tener que decir que no era corto el nú[562]mero de clérigos sensuales, codiciosos, regalones y perturbadores de la paz de los pueblos. No respetaban ni hacían caso de los jueces seglares, llegando su atrevimiento a no respetar tampoco la autoridad de los prelados[815].
Podían dividirse los curatos en dos clases: unos estaban administrados por clérigos, y otros por religiosos regulares. Los curatos de clérigos se proveían por oposición; los de los regulares mediante terna para que eligiese el vice-patrono. Unos y otros procuraban enriquecerse; pero más los últimos, lo cual provenía de la poca seguridad que tenían en desempeñarlo mucho tiempo. Debemos hacer una excepción: la Compañía de Jesús cumplía mejor con su instituto y los Padres eran más celosos, prudentes, justos y morales.
Respecto al establecimiento del Tribunal de la Inquisición, ya sabemos el celo y cuidado que pusieron los Reyes Católicos D. Fernando y D.ª Isabel, celo y cuidado que continuaron sus sucesores. Desde que se descubrieron y poblaron las Indias Occidentales se encargó a sus primeros obispos por el cardenal de Toledo e inquisidor general que procediese en sus respectivos distritos en las causas de la Fe, no sólo como pastores de sus ovejas, sino también por la delegada de inquisidores apostólicos que él les daba y comunicaba. Se dispuso del mismo modo que «los gobernadores y justicias seglares no se entrometiesen en hacer oficios de inquisidores, ni los dichos prelados conociesen, por vía de inquisición, de cosas que no fuesen graves, y que para ello los gobernadores y ministros les diesen todo favor»[816]. Tiempo adelante pareció conveniente y aun necesario que se pusiesen tribunales de la Inquisición o del Santo Oficio, a imitación de los establecidos en España. Creóse por Real cédula de 25 de enero de 1569, para mantener en las colonias la pureza de la fe y evitar la comunicación de los españoles con los herejes y los sospechosos de herejía, cuyas doctrinas debía castigar y extirpar, evitando que se propagaran y esparcieran en el Nuevo Mundo. Erigiéronse dos tribunales: uno en la ciudad de Lima o de los Reyes, cabeza o corte de las provincias del Perú, que comenzó a funcionar en 1570; y otro en México, metrópoli de las provincias de la Nueva España, que comenzó a funcionar en dicha capital en 1571.
Para la creación de los tribunales de Lima y México se hallan dos Provisiones Reales de Felipe II, dadas en Madrid a 16 de agosto de 1570, y en ellas se refieren los motivos que obligaron a erigirlos. Muchos fueron los privilegios y prerrogativas de que gozaron en todos tiempos los inquisidores.
[563] Después, comprendiendo que tan alto ministerio no se podía ejercer convenientemente por la distancia de las provincias, se erigió otro tribunal en Cartagena (Nueva Granada), cuya erección se hizo reinando Felipe III y siendo inquisidor general D. Bernardo de Rojas, arzobispo de Toledo, el año de 1610. Las Reales cédulas se despacharon en Valladolid a 8 de marzo del citado año, y tuvo jurisdicción en el virreinato de Santa Fe y en las capitanías generales de Venezuela, Cuba y Puerto Rico. Pocas veces se aplicó la muerte en la hoguera, lo cual viene a indicar que sus procedimientos allí no fueron tan crueles como en España. En los Autos de fe celebrados en Lima desde el año 1573 al 1736, sólo se quemaron 30 procesados, pues los restantes fueron condenados a azotes, reclusión, galeras o destierro. Casi lo mismo que en Lima sucedió en México. Las principales víctimas de la inquisición fueron los protestantes extranjeros, los judíos y judaizantes españoles ó portugueses, los denunciados como brujos o magos, los blasfemos y los bígamos. Fué poderoso auxiliar el Santo Oficio de la política de aislamiento seguida por nuestros reyes en sus posesiones de Indias. Temían los extranjeros con razón caer en manos del Santo Oficio. Extremó sus rigores en la prohibición de libros, considerando a algunos heréticos y a otros revolucionarios, desde el punto de vista político. Todavía tenían más odio a los que en el siglo xviii exponían doctrinas sensualistas o ideas enciclopedistas; en una palabra, a los que de algún modo se separaban, en política, del absolutismo, y en religión, del escolasticismo. Nada consiguió la inquisición, pues ni pudo contener los extravíos ni las inmoralidades de la masa inculta, como tampoco logró contener la propagación de la heterodoxia protestante y del enciclopedismo filosófico. No tuvo el Santo Oficio jurisdicción sobre el indio. Gozaban los indígenas de los privilegios concedidos por el derecho eclesiástico a los miserables y rústicos «por su simplicidad, menor malicia e imperfecto conocimiento.»
Cultura del Canadá antes de pasar al dominio de Inglaterra y cultura de los Estados Unidos antes de su independencia.—La Universidad.—Madame de la Peltrie y madame Guyard: convento de las ursulinas.—Instituto de segunda enseñanza y escuelas.—M. Bourgeoys: congregación de Notre Dame.—Comunidades religiosas.—Seminario de Laval.—Libros de descubrimientos e historias.—Cantos populares.—Instrucción primaria.—Escuelas católicas y protestantes.—Relaciones entre las colonias de los Estados Unidos y la metrópoli.—Las primeras letras.—Colegio de Newton.—Primera prensa de imprimir.—Escuela e imprenta en Filadelfia.—Cultura en las Carolinas.—Universidad de Virginia.—Colegios.—Primera escuela de medicina.—La «Gaceta de Georgia.»—Progreso en todas las colonias.—Las bellas artes en el Canadá y en los Estados Unidos.—La industria en el Canadá y en los Estados Unidos.—Minas de «Nova Scotia.»—Riqueza forestal.—Prosperidad del comercio en los Estados Unidos.—Los americanos enfrente de los ingleses.
Cuando el Canadá pasó al poder de Inglaterra, ya habían adquirido allí grandes adelantos las ciencias, las letras y la instrucción pública. Era natural que así sucediese, dada la continua comunicación del Canadá con Francia. El 1635 se fundó en Quebec una especie de Universidad, anterior en un año a la de Harvard. Corría el 1639, y llegaron de Francia dos señoras de clase distinguida, con el objeto de dedicarse a la enseñanza y a obras de caridad. Llamábanse Madame de la Peltrie y Madame Guyard, más bien conocida la última con el nombre de Madre de la Encarnación. De ellas ha quedado un monumento digno de toda alabanza, como es el convento de las Ursulinas de Quebec, donde se han educado generaciones de niñas, en particular franco-canadienses. El 1640 se estableció un Instituto de segunda enseñanza y una escuela para los hijos de los hurones.
En 1641, M. de Maisonneuve condujo a Montreal hombres decididos y deseosos de fundar allí una colonia completamente cristiana. Ape[565]nas habían pasado doce años, cuando la hermana Margarita Bourgeoys estableció en Montreal la Congregación de Notre Dame, para la educación de niñas, que tuvo fama universal. Por entonces, Jerónimo de la Danversière, asentista de contribuciones en la ciudad y territorio de La Fleche (Anjou) y Juan Olier, clérigo de París, acordaron fundar en Montreal las comunidades religiosas siguientes: una de sacerdotes seculares, que se ocuparía en la dirección de los colonos y en la conversión de los indígenas; otra de monjas para cuidar los enfermos; y la tercera, para enseñar la doctrina cristiana a los niños de europeos e indios. Sobre todos los establecimientos de enseñanza, figura en primera línea el Seminario fundado en Quebec por el obispo Laval, y que siglo y medio después se transformó en la gran Universidad conocida hasta nuestros días con el nombre de Laval.
Los primeros libros escritos por exploradores y misioneros católicos tratan de descubrimientos, tradiciones e historia. Champlain, fundador de la ciudad de Quebec, escribió, entre otras obras, curiosa historia de su primer viaje. Lascarbot, que tanta y tan importante parte tuvo en la colonización de Acadia (Nueva Escocia), publicó una interesante y completa historia de Nueva Francia, y después una colección de poemas con el título de Les muses de la Nouvelle France. El jesuíta P. Charlevoix, entre famosa pléyade de escritores, ocupa el primer lugar por su Histoire et description générale de la Nouvelle France. De este período han quedado multitud de cantos populares de origen bretón o normando, los cuales, poco a poco, tomaron el carácter propio del país en que se hallaban trasplantados. Algunos de dichos cantos tienen no poca delicadeza y dulzura[817].
La instrucción pública se extendió por todo el país, lo mismo en las grandes que en las pequeñas poblaciones, lo mismo en las ciudades que en los campos. La instrucción primaria era y es obligatoria en todas las provincias canadienses, ya católicas, ya protestantes. El Consejo que preside la organización de las escuelas católicas se compone de los obispos de la provincia, vocales por derecho propio, y cierto número de seglares nombrados por el gobierno. Las escuelas de segunda enseñanza son en su mayor parte colegios y conventos, donde dan la instrucción casi siempre individuos del clero y hermanas de la caridad. La Universidad principal y más antigua del Canadá es católica, y su Facultad más concurrida es la de Teología. Los protestantes, a su vez, tienen el derecho de organizar sus escuelas confesionales. Dirige y paga esta en[566]señanza una comisión protestante nombrada por el gobierno; pero la minoría religiosa de cada municipio, si no se halla satisfecha de la administración escolar, tiene derecho a elegir síndicos especiales para la gestión de sus intereses. Las escuelas de segunda enseñanza y las Universidades protestantes están dirigidas por el gobierno. Los inspectores de las escuelas católicas son católicos, y los de las protestantes son protestantes. Aunque la subvención del gobierno es algo mayor para la enseñanza protestante que para la católica, la igualdad de derechos es la misma entre ambas confesiones, siendo también la misma entre las dos lenguas. A veces se originan serios conflictos, «clamando los unos contra el poco caso que hacen los maestros del idioma dominante en la provincia, y reivindicando los otros el derecho de dar la enseñanza como les conviene. La opinión que parece prevalecer poco a poco en el Ontario es dar un carácter puramente laico a las escuelas y hacer obligatorio el estudio de la lengua inglesa, conforme al precedente que suministra la provincia de Manitoba, donde sostenían igual lucha las escuelas protestantes inglesas y las escuelas católicas francesas»[818].
En suma, si la cultura en el Canadá es inferior a la de los Estados Unidos, quizá sea superior a la de las Repúblicas del Sur y del Centro de América. Allí viven en cordiales relaciones ingleses y franceses, protestantes y católicos. El catolicismo se halla muy extendido en la provincia de Quebec, especialmente en la capital citada y en Montreal. Considerablemente aumenta la cultura científica y literaria, siendo focos de luz las Universidades de Otawa y de Montreal.
Pasando a otro asunto, conviene no olvidar que conforme se iban extendiendo los ingleses por el territorio de lo que después se llamó República de los Estados Unidos, la civilización y la cultura adquirían mayor desarrollo. Las relaciones entre las colonias y la metrópoli fueron cada día mayores, progresando al mismo tiempo la instrucción pública, las ciencias y las letras. Muchos de los fundadores de Nueva Inglaterra eran hombres de bastante ilustración, adquirida en las Universidades de la Gran Bretaña y que deseaban extender en aquellas lejanas tierras. Ellos abrieron escuelas gratuítas o de primeras letras o de gramática.«Establecieron—escribe el historiador Spencer—una especie de colegio práctico en Newton, arrabal de Boston, que fué dotado por Mr. John Harvard, cuando ocurrió su fallecimiento en 1638, con su librería y la mitad de su hacienda, dándose a este colegio el nombre de su generoso bienhechor, y a la localidad que ocupaba, el de Cambridge, en conmemoración de la famosa Universidad de Inglaterra. Por concesiones y donaciones anuales de varios individuos, el nuevo colegio se[567] vió habilitado para echar los cimientos de su futura preponderancia. En Cambridge fué donde, hacia el año 1640, se sentó la primera prensa para imprimir que se conoció en América[819].»
En los primeros años de la segunda mitad del siglo xvii la población de Maryland aumentó en riqueza, poderío y cultura.
El cuáquero Guillermo Penn fundó el Estado de Pensylvania. Llegó a América el año 1682, y el 1683 echó los cimientos de la ciudad del amor fraternal, Filadelfia, que, si por lo pronto se compuso de cuatro chozas, a los dos años contaba con 600 casas. Ninguna otra colonia se desarrolló tan rápida y vigorosamente. En el año 1687 comenzó a funcionar en Filadelfia una prensa de imprenta, y en 1689 una escuela pública.
En los últimos años del siglo xvii fueron notables los adelantos realizados por las Carolinas, lo mismo por su cultura que bajo el punto de vista material.
La capitalidad de Virginia pasó, en el año 1696, a Williamsburg, cuyo nombre tomó del rey Guillermo III de Orange. Tan poca importancia tuvo Williamsburg como Jamestown, la capital primera. Tampoco dió esplendor a la segunda capital el Colegio de Guillermo y María o Universidad, fundado a instancia del reverendo Santiago Blair, natural de Escocia, e inaugurado en el año 1700. En el Colegio se enseñaba la Filosofía, Teología, idiomas, artes, etc., y se componía de un director y seis profesores. De dicho Colegio o Universidad decía un estudiante treinta años después lo siguiente: «Aquí tenemos una Universidad sin claustro y sin estatutos, una Biblioteca sin libros y un rector sin sueldo.» No es de extrañar, pues, que los colonos ricos enviasen sus hijos al extranjero para hacer allí sus estudios; pero durante las guerras intercoloniales progresaron mucho las colonias, siendo extraordinario este progreso luego que se firmó la paz entre Francia e Inglaterra (noviembre de 1762).
Hace recordar Spencer en su Historia de los Estados Unidos que el colegio de Rhode-Island, conocido ahora con el nombre de Universidad de Brown, se estableció primero en Warren el año 1764, trasladándose a Providencia el 1770. Tanto el colegio de Rutger como el de Darmouth, creados, aquél el 1770, y el segundo el 1771, llegaron a organizar nueve colegios más, dirigidos tres por los episcopales, otros tres por los congregacionistas, y los restantes por los presbiterianos, holandeses reformados y baptistas[820].
La afición a las ciencias y a las letras creció rápidamente. Los co[568]legios se llenaron de estudiantes. Luego, por las iniciativas de Morgan y Shippen, ambos naturales de Pensylvania, se estableció una escuela de Medicina, primera institución de esta clase en América. El doctor Francis en el aniversario que se verificó en febrero de 1856, dice que «Nueva York es la ciudad que primero organizó una facultad completa de Medicina durante nuestras relaciones coloniales con la Gran Bretaña. El colegio del Rey fué el primer instituto de América que en el año 1767 confirió el grado de doctor en Medicina[821].» De igual modo el estudio de las leyes adquirió verdadera y singular importancia.
En la colonia de Georgia se publicó, año 1763, el primer diario, que se intituló Gaceta de Georgia.
En suma, las trece colonias cultivaron con asiduidad y constancia todos los ramos del saber. New-Hampshire, Massachusetts-Bay, Rhode-Island, Connecticut, Delaware, Nueva-York, Nueva Jersey, Pennsylvania, Carolina del Norte, Maryland, Virginia, Carolina del Sur y Georgia, unas más y otras menos, dieron paso de gigante en el camino del progreso, pudiendo decir en la Declaración de la Independencia las siguientes palabras: «Las colonias unidas son y tienen derecho a ser Estados libres e independientes, sin sujeción alguna a la Corona de la Gran Bretaña, debiendo, en su consecuencia, romperse los lazos políticos que con ella nos unían.»
Si las bellas artes apenas se cultivaron por los primeros habitantes del Canadá y de los Estados Unidos, tiempo adelante los franceses e ingleses algo hicieron en sus respectivos países; pero el americano, entregado antes como ahora a constantes preocupaciones de orden material y a una vida sumamente agitada, no tuvo el espíritu libre para dedicarse al cultivo de la belleza. En general, las bellas artes se comprendían poco en el Canadá y en los Estados Unidos, a causa también de que la educación primera no la preparaba ni dirigía hacia las delicadezas y refinamientos del arte. Fijábase en la prosperidad material, que había aumentado mucho, y no echaba de menos los placeres del alma. Las siguientes palabras de Spencer, historiador de los Estados Unidos, son bastante significativas. Dice: «Hasta las bellas artes tuvieron (segunda mitad del siglo xviii) sus partidarios: West y Copley, nacidos en el mismo año, comenzaron a despuntar como retratistas; pronto buscaron ambos en Londres más ancho campo a sus aspiraciones»[822].
Acerca de la industria del Canadá haremos notar que las pieles y la pesca constituyeron la riqueza del país. También citaremos los mi[569]nerales, y las minas de oro de Nova Scotia se explotaron con grandes resultados. Del mismo modo afirmamos que tal vez no haya ningún país en América que tenga mayor riqueza forestal. La industria comercial estaba adelantada: exportaba ganado, muchas y excelentes maderas, lanas, minerales, etc., e importaba tejidos, frutas, vinos y toda clase de bebidas. Otras industrias se encontraban igualmente adelantadas.
Fijándonos en los Estados Unidos, trasladaremos a este lugar la autorizada opinión del general francés Montcalm y la del viajero sueco Pedro Kalm. Decía el primero en una de sus comunicaciones al gobierno de su nación: «Todas las colonias inglesas se hallan en estado floreciente; son populosas, ricas y tienen para satisfacer todas las necesidades de la vida. La Inglaterra ha estado muy torpe en permitir que se introduzcan las artes, la industria y el comercio en las colonias, porque así les ha permitido desembarazarse de las cadenas que las ligaban a la madre patria y hacerse independientes de ella. Tiempo hace que habrían sacudido también el yugo político y habrían cada una formado una pequeña república independiente, si el temor a los franceses no las hubiera detenido. Una vez amos en su país, preferirían sus compatriotas a los extraños; pero entretanto siguen el principio de obedecer lo menos posible. Aguarde usted a que hayan conquistado el Canadá y a que los canadienses y los colonos ingleses se hayan fundido en un sólo pueblo, y verá cómo los americanos dejan de obedecer en el momento en que crean que la Inglaterra daña sus intereses. Y si se sublevan, ¿qué podrán hacer?» El viajero sueco Kalm, que se hallaba en Nueva York doce años antes de la última guerra intercolonial, escribió lo que sigue en la interesante relación de su viaje: «Las colonias inglesas en esta parte del mundo se han aumentado tanto en población y riqueza, que quieren rivalizar con la Inglaterra europea; mas para sostener el poderío y el comercio de la metrópoli, ésta les ha prohibido establecer criaderos de oro y plata bajo la condición de remitir estos metales inmediatamente a Inglaterra. A excepción de algunas plazas señaladas, no pueden hacer comercio en ninguna otra parte con otros países fuera de Inglaterra, y a los extranjeros no les es permitido comerciar con estas colonias. Además de éstas, existen todavía muchas otras limitaciones y prohibiciones. Todo esto ha hecho que las colonias sientan cada vez menos afecto a su madre patria, y esta frialdad se aumenta con el establecimiento en ellas de muchos extranjeros, holandeses, alemanes y franceses, que ningún apego tienen a Inglaterra. A todo esto se agrega aquellas personas que descontentas siempre, desean a cada paso variación; la prosperidad y la mucha libertad producen la soberbia. No solamente hijos de América, sino emigrantes ingleses me han dicho sin rebozo que es muy fácil que las co[570]lonias inglesas de la América del Norte formen de aquí a treinta o cincuenta años un Estado completamente independiente de Inglaterra»[823]. Exactos son los relatos de Montcalm y de Kalm. Ni el Canadá, ni los Estados del Norte América han permanecido estacionarios. El ilustre historiador Hildreth denomina esta época la edad de oro de la Virginia, el Maryland y de las dos Carolinas, considerando la extraordinaria riqueza de los citados países[824]. Las dos Floridas por entonces se hallaban en la opulencia y tenían mucha industria. No era superior en muchas cosas la industria de la metrópoli a la de las colonias.
De aquellas dilatadas y lejanas tierras se había desterrado la ociosidad y la vagancia, manantiales de vicios y de crímenes, promoviéndose, en cambio, apoyo al trabajo y a la aplicación, fuentes de moralidad y de virtud. Allí no campeaban los charlatanes, los estafadores, los truhanes, ni vagos, escoria de la sociedad y mortificación de los hombres de bien. Muchas fueron las reformas dictadas en pró de la industria y de los oficios más necesitados de protección. En beneficio de las clases productoras se dieron disposiciones que supieron aprovechar aquellos hombres laboriosos. Si la estadística de población de un país no es signo demasiado falible de prosperidad o de decadencia, si no es un dato demasiado incierto del bueno o mal régimen político y económico de un pueblo, si hemos de seguir en este punto la doctrina de distinguidos economistas, no tenemos más remedio que confesar el excelente estado de las colonias, considerando el aumento que en poco tiempo alcanzó la población de los Estados Unidos antes de su independencia.
Entretanto que la Corona y el Parlamento se dormían en sus laureles, «las colonias aumentaban rápidamente en población, en riqueza y en preponderancia; y en vez de ser unas cuantas obscuras comarcas que se ocupaban sólo de sus asuntos particulares, contando apenas con elementos de existencia, íbase formando un pueblo cuya agricultura, comercio, carácter emprendedor y posición respecto a otros Estados, le hacía acreedor a desempeñar un puesto de importancia. La madre patria no se hallaba en estado de gobernar bien a las colonias, ni tuvo tampoco la mala voluntad de oprimirlas demasiado, limitándose únicamente a molestarlas sin impedir su progreso»[825].
Tanta fué la prosperidad a que llegaron las colonias; tanto fué el progreso de su industria y de sus artes que, confiadas en su poder, se atrevieron a arrostrar las iras de Inglaterra. Allí sólo había hombres agrícolas e industriales.
[571] No vaya a creerse que todos los colonos querían la resistencia armada contra la metrópoli, pues había algunos indecisos y también realistas. La mayoría, sin embargo, deseaba romper las trabas que unían a los colonos con la Gran Bretaña, o, lo que es lo mismo, aspiraban a la independencia. Debióse principalmente la fuerza de la revolución a que los patriotas estaban preparados, como si hubiesen presentido que había de llegar el día de pelear con los ingleses. La razón, además, estaba de parte de los americanos, quienes llevaban en su bandera la libertad de su comercio y la oposición al poder arbitrario del Rey.
Al reunirse el Parlamento de Inglaterra en el año 1765, se sometió a su aprobación el famoso bill, por el cual se decretaba el impuesto del sello. Semejante contribución, como era de esperar, causó profundo malestar en las colonias; pero el bill se aprobó, sancionándose el 22 de marzo por la Corona. Franklin, que se hallaba en Londres, escribió a su amigo Thompson la misma noche en que fué aprobado, lo siguiente: «El sol de la libertad se ha puesto; los americanos tendrán que encender en adelante las lámparas de su industria y de su economía.» Poco después contestó Thompson: «Lo que nosotros encenderemos no serán lámparas, sino antorchas; estad tranquilo sobre este punto.» La guerra de la independencia iba a comenzar pronto.
Cultura de las colonias españolas antes de la independencia: México: imprenta; acuñación de la moneda.—Siglo xvii: Sor Juana de la Cruz.—Poetas y prosistas del siglo xviii.—Perú: Garcilaso de la Vega, "Comentarios Reales."—Lima en el siglo xvi: La Universidad de San Marcos.—Valle y Caviedes.—Siglo xviii: Olavide; su vida y sus obras.—Peralta, Alonso de la Cueva y Llano Zapata.—El periodismo.—Cuba y Puerto Rico.—Guatemala: Matanza, Osena, Paz Salgado y Bergaño.—La instrucción publica.—La Universidad.—La «Gaceta.»—El Coliseo.—El Consulado.—La Sociedad Económica.—La imprenta.—Costa-Rica.—El Ecuador, Venezuela, Bolivia, Buenos Aires, Chile, Paraguay y Uruguay.—Las bellas artes: Catedral de México.—El escultor Robles.—El P. Carlos.—Chill y otros.—El pintor Cifuentes y otros.—Las bellas artes en Lima y en la América Central.—El pintor Santiago en El Ecuador.—El escultor Lagarda.—Las bellas artes en Nueva Granada.—La industria en México, Perú y Bolivia, Santo Domingo, Cuba, América Central, Chile, Nueva Granada, Ecuador, Venezuela, Buenos Aires, Paraguay, Uruguay y Brasil.
La vida intelectual de los pueblos hispano-americanos durante la época colonial permanece casi olvidada, no sólo por los hijos del país, sino también por los mismos españoles. Comenzaremos estudio tan interesante por la cultura literaria en México, no sin hacer antes notar que con la ayuda del obispo Zumárraga logró el virrey Mendoza traer la imprenta el 1536, publicándose en el mismo año la Escuela Mística, de San Juan Clímaco, traducción que hizo el Padre dominico Juan de la Magdalena. Registraremos también el hecho de que por entonces comenzó la acuñación de la moneda. De la literatura mejicana en el siglo xvii, colocaremos en primer término a la monja y poetisa Sor Juana Inés de la Cruz. Nació en San Miguel de Nepantla, alquería a doce leguas de México, y fué bautizada en la cercana villa de Ameca-Ameca[826]. Su padre se llamaba Manuel de Asbaje y su madre Isabel Ra[573]mírez de Cantillana. Tan bella de rostro como de espíritu, se hizo simpática a todos en la corte del virrey marqués de Mancera, pues fué dama de la virreina doña Leonor de Carreto. Por los consejos del Padre jesuíta Antonio Núñez se encerró en un convento de la orden de San Jerónimo y profesó el 24 de febrero de 1669. Falleció el 17 de abril del año 1695. Mujer de una cultura extraordinaria, vivió en la atmósfera de literatura gongorina y pedante, librándose, no del mal gusto de la época, pero sí de exageraciones ridículas y antiestéticas. En tiempos mejores y con otra educación, Sor Juana Inés de la Cruz ocuparía señalado lugar entre las mejores poetisas.
El siglo de oro de la cultura científica y literaria en México fué el xviii. En la citada centuria se creó la Universidad y otros establecimientos de enseñanza, la imprenta adquirió gran desarrollo y las ciencias y las letras se cultivaron por esclarecidos ingenios en la capital y en las ciudades más importantes de la colonia. Fama tuvo de literato don Diego José de Abad, jesuíta y excelente latinista. En la poesía épica se distinguió D. Francisco Ruiz de León, autor de los poemas La Tebaida Indiana y La Hernandiada, sobresaliendo en el género lírico los Padres don José Manuel Sartorio y Fray Manuel de Navarrete. Nacieron por aquella época en la Nueva España dos historiadores dignos de fama: los jesuítas veracruzanos don Francisco Javier Clavigero, autor de la Historia Antigua de México y de la Historia de la Baja California, y don Francisco Javier de Alegre, que escribió la Historia de la Compañía de Jesús en la Nueva España.
Antes de estudiar la historia literaria del Perú, publicaremos la siguiente Real Cédula. Por ella veremos el mucho cuidado que tenían nuestros monarcas de que no sufriese detrimento alguno la religión católica.
Libros: «Informado el Príncipe, que de llevar al Perú los favulosos, como los de Amadís y otros, se seguía, que los indios que sabían leer se daban á ellos, olvidando los de buena y sana doctrina, y persuadidos de que las Historias vanas habían sido compuestas vanamente, y pasado como tales lo serian también las de Sagrada Escritura y Santos Doctores, teniéndolos por de una misma authoridad; mandó S. M. al virrey no consintiesse su venta, ni que los españoles los tuviessen en sus casas, ni los leyesen los indios.» Ced. de sep. de 1513. Vid. Tom. 9 de ellas, fol. 286, b, n.º 481[827].
El primero de los escritores peruanos fué Garcilaso de la Vega. Era hijo natural del capitán Garcilaso de la Vega y de la ñusta Doña[574] Isabel Chimpu Ocllo, sobrina de Huayna Cápac y nieta de Túpac Yupanqui. Nació en el Cuzco el 12 de abril de 1539 y vivió en una época de guerras civiles. Conoció a Gonzalo Pizarro, a Francisco Carvajal, al presidente La Gasca, a Francisco Hernández Girón y a otros. «Residiendo—dice—mi madre en el Cozco, su patria, venían a visitarla casi cada semana los pocos parientes y parientas que de las crueldades y tiranías de Atahualpa escaparon; en las cuales visitas siempre sus más ordinarias pláticas eran tratar del origen de sus reyes, de la magestad dellos, de la grandeza de su imperio, de sus conquistas y hazañas, del gobierno que en paz y en guerra tenían, de las leyes que tan en provecho y en favor de sus vasallos ordenaban. En suma, no dejaban cosa de las prósperas que entre ellos hubiesen acaecido que no la trujesen a cuenta. De las grandezas y prosperidades pasadas, venían a las cosas presentes: lloraban sus reyes muertos, enajenado su imperio y acabada su república. Estas y otras semejantes pláticas tenían los incas y pallas en sus visitas, y con la memoria del bien perdido, siempre acababan su conversación en lágrimas y llanto, diciendo: trocósenos el reinar en vasallaje. En estas pláticas yo, como muchacho, entraba y salía muchas veces donde ellos estaban, y me holgaba de las oir, como huelgan los tales de oir fábulas»[828].
Manifiesta Garcilaso en su historia profundo amor a los incas y en general a toda la raza india. No es extraño que el historiador se convierta en defensor, y en defensor apasionado.
Habiendo fallecido su padre de muerte natural, Garcilaso se trasladó a España en el año 1560. Entró en el ejército y sirvió a las órdenes de Don Juan de Austria y de Don Alfonso Fernández de Córdova, marqués de Pliego, obteniendo el grado de capitán, inmérito de sueldo. Dice que «escapó de la guerra tan desvalijado y adeudado, que no le fué posible volver a la corte, sino acogerse a los rincones de la soledad y pobreza.» Solicitó del Rey la recompensa debida por los servicios de su padre y la restitución patrimonial de los bienes de su madre, no obteniendo ni la una ni la otra, a causa del mal recuerdo que se conservaba del conquistador Garcilaso, el cual siguió las banderas rebeldes de Gonzalo Pizarro. Se estableció en la ciudad de Córdoba, se ordenó de clérigo y escribió algunas obras, siendo la principal la que lleva el título de Comentarios Reales. Murió en Córdoba el 22 de Abril de 1616.
Si acabamos de indicar que Garcilaso es más bien panegirista que historiador, añadiendo ahora que le consideramos bastante parcial y algo inexacto; sin embargo, no creemos justas las siguientes palabras[575] de Menéndez Pelayo: «Los Comentarios Reales no son texto histórico; son una novela utópica, como la de Tomás Moro, como la Ciudad del Sol, de Campanella, como la Océana, de Harrington; el sueño de un imperio patriarcal y regido con riendas de seda, de un siglo de oro gobernado por una especie de teocracia filosófica»[829]. No estamos conformes—repetimos—con el juicio de Menéndez Pelayo; pero aceptamos sin reparo alguno el de Pi y Margall. «En esta historia de los incas—escribe—sigo principalmente a Garcilaso de la Vega. Se disminuye hoy la autoridad que se le concedió en otros días; pero injustamente. No dispuso de mayores medios para descubrir la verdad ninguno de sus contemporáneos; tampoco ninguno de los que después escribieron. ¿Se han descubierto, acaso, nuevas fuentes para esta historia? Garcilaso era Inca y había recogido de labios de sus mismos padres la tradición quichua, conocía la lengua del país y había tenido ocasión de consultar a los quipucamayos; nadie pudo recoger mejor lo poco o mucho que de los incas se supiese. Es de temer que le hiciesen parcial el espíritu de nación y el de familia; pero la parcialidad suele estar más en la apreciación que en la averiguación de los hechos»[830].
Es cierto que desconoce la existencia de una civilización anterior a la de los incas, civilización preincásica que tuvo mucha importancia; no hace mención de los vestigios más antiguos de civilización que se han encontrado en los valles de la costa, desde Nazca hasta Trujillo; opina erradamente que en los primeros reinados de los incas no hubo revueltas ni revoluciones; no era Pachacámac la divinidad suprema, sino Viracocha, ni la religión era deísta, sino fetichista[831]; ni tampoco era cierto que bajo los incas no se celebrasen sacrificios humanos, pues se halla probado que inmolaban hombres a los dioses. Nada más tenemos que decir de la primera parte de los Comentarios Reales.
La segunda parte, que trata de la conquista del Perú y de las guerras entre los conquistadores, no tiene tanto valor histórico como la primera. Si en ella repite y á veces aclara y amplía las narraciones de Gómera y Zárate, nunca llega á las ricas y hermosas crónicas de Cieza.
El apogeo de Lima fué el siglo xvii. Bajo la dinastía austriaca y de Felipe V, Lima, con sus numerosos frailes, blancos y pardos, calzados y sin calzar, con sus famosos virreyes rodeados de pretendientes,[576] y con sus letrados y retóricos, manifestaba no poco brillo y esplendidez. Al lado de los conventos (agustinos, franciscanos, dominicos y mercenarios) y colegio de jesuítas, se hallaba el palacio del virrey, la Audiencia, el Cabildo y la Real y Pontificia Universidad de San Marcos. Nació la Universidad al amparo del convento de Santo Domingo y, cuando aquélla hubo de secularizarse veinte años después, conservó su carácter eminentemente religioso y aun teológico. «Pero a la vez que institución eminentemente religiosa, baluarte de la Teología, palestra del Escolasticismo, foco de los estudios de Derecho canónico y Derecho romano en toda la América del Sur, la Universidad, por la frecuencia de sus certámenes poéticos, recibimientos y fiestas, venía a ser como la Academia literaria oficial de la corte de los virreyes»[832]. Catedráticos no pocos y doctores numerosos se dedicaban con más pedantería que ciencia y con más retórica que elocuencia, a conquistar la benevolencia del virrey, de los oidores, de los altos empleados y hasta de los particulares distinguidos. Por eso los recibimientos tan fastuosos a virreyes, a oidores y a prelados. Los homenajes rendidos al representante del Rey, cuando, después de algún tiempo de la toma de posesión, visitaba la Universidad, excedían a toda ponderación. Bastará decir que el ilustre don Pedro de Peralta Barnuevo, varón justamente alabado por sus muchas y excelentes obras, escribió lo siguiente: «Es el príncipe una deidad visible, con quien no tiene otro oficio la lengua sino el del himno o el del ruego»[833].
Registraremos los nombres de algunos vates peruanos. A fines del siglo xvii se distinguió el poeta festivo Juan del Valle y Caviedes, por apodo «El poeta de la ribera», que escribió dos libros titulados: Diente del Parnaso y Poesías varias. Murió el 1692, antes de cumplir los cuarenta años. El romance a la bella Anarda comienza así:
Caviedes conocía perfectamente a Quevedo, según puede verse en muchas de sus composiciones. Trasladaremos aquí unos cuantos versos de la composición que dirigió a Machuca, por su nombramiento de médico de la Inquisición:
En el palacio del marqués de Castell-dos-Ríus, virrey del Perú, se reunían allá por los años de 1709 y 1710 los principales ingenios del país, entre otros, el presbítero Miguel Sáenz Cascante, el marqués de Brenes, Pedro José Bermúdez de la Torre, Juan Manuel de Rojas y Solórzano, Jerónimo de Monforte, el marqués del Villar del Tajo y el conde de la Granja. Las poesías que han llegado a nosotros, tanto del virrey como de sus cariñosos amigos, son conceptuosas y de mal gusto. El siguiente soneto es del conde de la Granja:
A la muerte del marqués de Castell-dos-Ríus,
virrey del Perú:
Natural de Lima, donde nació el año 1725, es Pablo de Olavide, doctor en Cánones de la Universidad de San Marcos, oidor de aquella Real Audiencia y auditor general de Guerra del virreinato del Perú. Intervino en las obras de reparación que tuvieron lugar con motivo del terremoto de 1746, y por sus manos pasaron grandes cantidades; pero como algunos dudasen de su integridad, se le mandó venir a Madrid a rendir cuentas. Casó en España con una viuda rica, y desde entonces sus casas de Madrid y de Leganés fueron el centro del buen gusto y de la sociedad más distinguida. Hacía Olavide frecuentes viajes a París y se aficionó a las doctrinas de los enciclopedistas. Protegióle mucho el conde de Aranda y por su influencia fué nombrado director del Hospicio de San Fernando. Alternaba sus obligaciones del destino[578] con el cultivo de las bellas letras, a las cuales era inclinado, llegando a traducir algunas tragedias y comedias francesas.
Asistente de Sevilla e Intendente de los cuatro reinos de Andalucía, cargos que ya tenía en 1767, realizó la reforma de aquella Universidad, no sin respirar odio a los estudios teológicos y filosóficos «cuestiones frívolas e inútiles, pues o son superiores a los ingenios de los hombres, o incapaces de traer utilidad, aun cuando fuese posible demostrarlas...» Protegió las letras y más la Economía Política, y tuvo la dicha de guiar los primeros pasos de Jovellanos. De la tertulia de Olavide salió, entre otras obras, la comedia que el inmortal asturiano intituló El delincuente honrado.
Para remediar la despoblación de España y abrir al cultivo tierras eriales y baldías, presentó un proyecto el arbitrista prusiano D. Juan Gaspar Thurriegel, comprometiéndose a traer, en ocho meses, 6.000 alemanes y flamencos católicos, «y la concesión—escribe Menéndez Pelayo—se firmó el 2 de abril de 1767, el mismo día que la pragmática de expulsión de los jesuítas»[834].
Olavide fué nombrado Superintendente de la colonia, y en poco tiempo fundó hasta trece poblaciones, algunas de las cuales subsisten para eterna gloria de su nombre. Entre los mismos colonos comenzaron las murmuraciones contra Olavide, llegando el suizo D. José Antonio Yauch a quejarse en un Memorial (14 marzo 1769) de la falta de pasto espiritual que se notaba en las colonias, a la vez que de malversaciones y también de malos tratamientos a los nuevos pobladores. El obispo de Jaén confirmó algunas de dichas acusaciones y los visitadores (Valiente, Vall y marqués de la Corona) tampoco defendieron a Olavide. Cuando los ánimos se hallaban predispuestos contra el colonizador, vinieron frailes capuchinos de Suiza, trayendo como superior a Fr. Romualdo de Friburgo, quien hizo causa común con los enemigos del citado Olavide. Si él se quejaba de que los capuchinos le alborotaban la colonia, ellos repetían en todos los tonos de que el colonizador con su irreligión pervertía a los colonos. Fr. Romualdo, ya decidido a todo, delató (septiembre de 1775) a Olavide por hereje, ateo y materialista, o a lo menos naturalista y negador de lo sobrenatural, de la revelación, de la Providencia y de los milagros, de la eficacia de la oración y buenas obras; asíduo lector de Voltaire y de Rousseau, con quienes tenía constante correspondencia; poseedor de imágenes y figuras desnudas; no observante de los ayunos; profanador de los días festivos, y, por último, hombre de malas costumbres. Añadía que era de[579]fensor del movimiento de la tierra y que censuraba el toque de campanas en días de nublado.
El Santo Oficio, aprovechándose de la caída y ausencia de Aranda, solicitó licencia del Rey para procesar a Olavide. Vióse en un apuro el colonizador y en carta que escribió a Roda pidiéndole consejo, no tiene inconveniente en declararse católico, por cuya religión «derramaría la última gota de mi sangre...» La carta tiene fecha del 7 de febrero de 1776. Aunque Roda que era tan poco religioso como Olavide, le recomendó al inquisidor general, a la sazón D. Felipe Beltrán, antiguo obispo de Salamanca, fué condenado el famoso colonizador, cuyo autillo se celebró el 24 de noviembre de 1778. Se le declaró hereje y en su virtud se le desterraba a cuarenta leguas de la corte y sitios reales, no pudiendo volver a América, ni a las colonias de Sierra Morena, ni a Sevilla; se le recluía en un convento por ocho años para que aprendiera la doctrina cristiana y ayunase todos los viernes, se le degradaba y exoneraba de todos sus cargos; y se le confiscaban sus bienes e inhabilitaban sus descendientes hasta la quinta generación[835].
Encerrado en el monasterio de Sahagún, si abatido en un principio, recobró pronto el ánimo ante sentencia tan absurda y bárbara. Dedicóse a cultivar la poesía, afición de sus primeros años, escribiendo entonces sentidos versos, los cuales vienen a ser una paráfrasis del Miserere, que luego incluyó en su traducción de los Salmos de David.
Decía así:
Logró fugarse a Francia, donde vivió con el supuesto título de Conde del Pilo. Recibiéronle con palmas los enciclopedistas, especial[580]mente Diderot y Marmontel. Habiendo pedido Floridablanca la extradición de Olavide en 1781, marchó a Ginebra, volviendo a Francia, y decretándole la Convención cívica corona y el título de ciudadano adoptivo de la República. Durante el gobierno del Terror fué preso, y habiéndose arrepentido de sus ideas, escribió El Evangelio en triunfo o Historia de un Filósofo desengañado, libro mediano o de mérito escaso. ¿Fué la retractación sincera de un incrédulo? Desde su publicación en Valencia (1798) se provocó en todas partes reacción favorable a Olavide, y en aquel mismo año se le abrieron las puertas de la patria, confiriéndole Carlos IV una pensión anual de 90.000 reales. Murió en Baeza el año 1804. Además de El Evangelio en triunfo, publicó una versión de los Salmos, todos los cánticos desde los dos de Moisés al de Simeón y varios himnos de la iglesia. Cantó en medianos versos El fin del hombre, La inmortalidad del alma, La Providencia, La Penitencia y otros asuntos, coleccionados luego con el título de Poemas Christianos.
No negaremos que en la citada Universidad de Lima, si dominaba la ciencia de relumbrón y erudición hueca e indigesta, había algunos ingenios, sobresaliendo entre todos el doctor D. Pedro de Peralta, profesor de Prima de Matemáticas desde el 1709. Nació Peralta en Lima (26 noviembre 1663), en cuya Universidad estudió, ejerciendo luego la abogacía ante la Real Audiencia; falleció el 30 de abril de 1743. Conocía siete idiomas: griego, latín, inglés, italiano, francés, portugués y quechua. Escribió muchos versos, siendo sus maestros favoritos Góngora y Quevedo.
Pero sus obras más notables son la Historia de España vindicada (1730) y el poema épico Lima Fundada (1732). Por lo que respecta a la Historia de España vindicada «libro—según Menéndez Pelayo—de más aparato que substancia y del cual puede prescindir sin gran trabajo el estudioso investigador de las cosas de la España Antigua»[836], hemos de disentir del ilustre crítico. Hállase muy bien hecha la descripción de España y sus productos (Lib. I, capítulos I, II y III); sostuvo que la primitiva lengua general de la península fué el vascongado o éuskaro (Lib. I, capítulos VI y IX)[837]; determinó con fijeza los límites de la Cantabria (comarca de Santander); refutó admirablemente las falsificaciones y mentiras de los falsos cronicones; defendió la venida a España de Santiago y la traslación del cuerpo del Santo desde Jerusalém a Galicia (Lib. III, capítulos I, II, III, IV y VIII); trató perfectamente la época romana y no tan bien la visigoda (Lib. V). No negare[581]mos que es crédulo algunas veces y acerca de su estilo puede ser calificado de afectado y conceptista.
Nació el licenciado Alonso de la Cueva en la ciudad de Lima el 4 de julio de 1684 y murió el año 1754. Estudió en el Colegio de San Martín y fué licenciado en Derecho. Ordenóse de clérigo en Panamá el año 1709, mereciendo ser nombrado después provisor y vicario de aquel obispado. Escribió Apuntes para la historia eclesiástica del Perú (Lima, 1873) en seis tomos, y algunos otros trabajos. Poco antes de morir entró en la Compañía de Jesús.
Don José Eusebio de Llano Zapata nació en Lima, allá por los años de 1721 o de 1722; estudió latinidad y los principios de las ciencias sagradas y profanas en los estudios particulares de los jesuítas de Lima. Conocía perfectamente varios idiomas extranjeros y era enemigo decidido de la enseñanza oficial, especialmente de la escolástica. Dedicóse, siendo todavía muy joven, a la enseñanza particular, dando lecciones de Latinidad, Retórica y Griego. Fué el primero que en el Perú enseñó públicamente la lengua griega. Publicó muchos libros de diferentes materias, retirándose á Cádiz (España), donde fijó su residencia.
Antes de terminar los breves apuntes referentes al Perú, recordaremos que, bajo la dirección de D. Jaime Bausate, comenzó á publicarse, en 1.º de octubre de 1790, el Diario erudito y comercial de Lima, periódico que sólo vivió dos años y en el cual vieron la luz importantes artículos de fondo y curiosas noticias. Con más elementos se verificó la publicación del Mercurio Peruano el 1.º de enero de 1791, bajo los auspicios de la Sociedad de Amigos del País. El director, D. Jacinto Calero y Moreyra, hizo un periódico que consiguió muchas suscripciones y fué muy estimado por todas las clases de la sociedad. Leyóse mucho en toda América y también en Europa. El virrey Gil de Taboada recomendaba á un sucesor la lectura de los once tomos que en 1796 formaban ya la colección del Mercurio Peruano, pues le decía: «Leerá V. E. con gusto y utilidad del Gobierno de su alto mando, por los conocimientos que contienen, capítulos y estados relativos al comercio recíproco interior y exterior del Perú. Muchas reflexiones y cálculos sobre minas, valles, descripciones sobre sus montañas y varios partidos de la parte conquistada, su navegación, su geografía, su agricultura, su historia civil y eclesiástica, y quanto contiene de notable este país fecundo y poco conocido, sin olvidar el actual estado triste de esta capital y medios que se proponen para fomentarla, dando destino a la gente vaga que la ocupa por necesidad y por faltarle materia a su útil entretenimiento.» Sin embargo, el periódico murió antes de terminar Gil de Taboada el período de su mando, lo cual indica que la socie[582]dad peruana de aquellos tiempos no debía de ser muy dada a la lectura.
Si antes del año 1793, el doctor don Cosme Bueno, catedrático de Matemáticas, dió a luz una Guía, de poca extensión y con pocas noticias, el virrey, deseoso de proteger el comercio, encargó al genio fecundo y laborioso del doctor don Hipólito Unanue, la redacción de otra Guía más extensa y con mayor número de datos. Contenía la mencionada Guía ordenado catálogo de todas las ciudades, villas y aldeas del Perú, las diferentes castas y número de sus moradores, los productos del reino animal, vegetal y mineral, el comercio del virreinato con los demás Estados de América y con el antiguo mundo. Enumeraba los tribunales de justicia y de la Real Hacienda, daba cuenta de los presupuestos de ingresos y gastos del país, del estado de las fuerzas militares terrestres y marítimas, de las Universidades y colegios, etc. En los años sucesivos encargó el virrey la publicación de dicha Guía á la Casa de Huérfanos.
También en el mismo año de 1793, se publicó el primer número de la Gaceta de Lima, cuya publicación tuvo por principal objeto que los peruanos tuviesen conocimiento de los horrores de la revolución francesa.
Para terminar, diremos que se estableció la Academia Náutica en Lima, se subvencionó la publicación de la Flora Americana, se dieron disposiciones encaminadas a la higiene y seguridad públicas, como también a la reforma de las costumbres, no olvidando la erección de obras de pública utilidad; todo lo cual enumera con gran entusiasmo el cabildo municipal de Lima, en un informe fechado el 2 de enero de 1796. Muchas fueron—y por cierto con beneficiosos resultados—las expediciones que por entonces se hicieron y a las cuales dió protección y aliento el virrey Gil de Taboada.
También citaremos el periódico intitulado Diario Erudito, Económico y Comercial de Lima.
Habremos de recordar, por lo que a la cultura de Cuba respecta, que la instrucción pública realizó grandes progresos desde los últimos años de la centuria xvi. Francisco Paradas dejó un legado (1571) para el sostenimiento de clases de latinidad en Bayamo; Juan F. Carballo fundó la Escuela de Belén, la cual durante muchos años fué la única enseñanza primaria en la Habana; el obispo Juan de las Cabezas creó el Seminario en Santiago de Cuba (1607); el obispo Evelino de Compostela estableció el colegio eclesiástico en la Habana (1689), y además el colegio de niños y el asilo de niñas de San Francisco de Sales; el filántropo Conyedo se consagró a la enseñanza en Villaclara (1712)[583] y fundó una escuela en San Juan de los Remedios. A petición del ayuntamiento de la Habana (1688) se creó la Universidad (1728), encargándose de la enseñanza los frailes dominicos. Siete años antes el mismo Felipe V, había concedido la fundación de un colegio a la Compañía de Jesús[838].
En los últimos años del siglo xviii y en la primera mitad del xix, las letras y las ciencias dieron un paso de gigante en la isla de Cuba. Nació entonces la Academia Cubana de Literatura y adquirió fama universal el periódico intitulado Revista Bimestre Cubana; en él escribieron Félix Varela, José de la Luz y Caballero, José Antonio Saco, Domingo del Monte y otros. El eminente filósofo D. Félix Varela enviaba sus escritos desde el destierro. De él dijo D. José de la Luz y Caballero lo que copiamos á continuación: «Mientras se piense en Cuba, se pensará con respeto y veneración en el primero que nos enseñó á pensar.» Saco, ilustre catedrático de Filosofía en el colegio seminario de San Carlos, sucesor de su sabio maestro Padre Varela, recibió la orden del Capitán general Tacón de salir de la Habana (1834), «porque la juventud seguía con mucho calor sus ideas.» D. José de la Luz y Caballero, sucesor de Varela y de Saco en la cátedra de Filosofía de San Carlos, merece también señalado lugar entre los pensadores cubanos. Murió el 22 de junio de 1862, rodeado de sus discípulos y admiradores, en su colegio de El Salvador. El capitán general Serrano, deseando halagar á los cubanos, presidió el entierro.
No careció de importancia el progreso moral y material de la isla de Puerto Rico en la centuria xviii, progreso moral y material que aumentó considerablemente en el siglo xix. Buena prueba de ello es el aumento de población: en 1775 se contaban 79.000 habitantes, y en 1887, 806.708.
No poca fama tuvieron algunos poetas en Guatemala. El primero de ellos es Juan de Mestanza. Miguel de Cervantes dice de él en su Viaje al Parnaso:
De Baltasar de Orena, que vivió en Guatemala por el año de 1591, dijo Cervantes en su Galatea lo siguiente:
Letrado en la Audiencia de Guatemala fué D. Antonio Paz y Salgado, y de él es el soneto que copiamos:
Del inspirado vate D. Simón Bergaño y Villegas es la fábula intitulada El poeta y el loro.
Así comienza:
Termina de este modo:
Con motivo de haber apresado los ingleses cuatro navíos españoles, pues estaban en guerra ambas naciones, publicó el 23 de septiembre de 1805 una oda, de la cual copiamos la siguiente estrofa:
[585] En el año 1678 se fundó en la ciudad de Guatemala una Universidad y por Real Cédula de 6 de junio de 1680 se dispuso que se escribiesen los estatutos: en la Universidad se enseñaban especialmente las ciencias teológicas y la literatura. Un hecho que no pasó inadvertido se señaló en noviembre de 1729, y fué el comienzo de la publicación de la Gazeta de Goatemala, órgano oficial del gobierno. Veía mensualmente la luz pública.
En honor de Cortés y Larraz debemos registrar la siguiente noticia: desde su obispado de Tortosa, al cual fué promovido después de renunciar la silla arzobispal de Guatemala, no olvidaba su antigua diócesis, pues a ella destinó más de sesenta mil pesos, con el objeto de que se fundase un colegio para la instrucción de la juventud.
Dedicóse el arzobispo D. Cayetano Francos y Monroy (n. en Villavicencio de los Caballeros del Reino de León) a la fábrica de la nueva ciudad. El 7 de octubre de 1779 hizo su entrada pública en Guatemala, mereciendo por sus virtudes, por su generosidad y por su amor a los pobres agradecimiento eterno de Guatemala. Entre sus fundaciones citaremos las dos escuelas para niños pobres de San José de Calasanz y de San Casiano, que dotó con 40.000 pesos.
En el año 1793 se fundó un Coliseo; en el de 1794 tuvo comienzo un Consulado y en 1795 una Sociedad Económica que abrió el 1797 una Escuela de Dibujo, y en el año siguiente de 1798 otra de Matemáticas. Del mismo modo se estableció una imprenta; en ella hubo de publicarse un periódico para propagar los conocimientos útiles, siendo tiempo adelante prohibidas las reuniones en dicha sociedad y la publicación del periódico.
De Costa Rica no debemos pasar en silencio el nombre de D. José María Zamora y Coronado (n. en Cartago el año 1785), famoso jurisconsulto y hombre de conocimientos generales. En todos los ramos del saber se distinguieron ilustres literatos y hombres de ciencia, lo mismo en Costa Rica que en los demás Estados de la América Central.
La vida en el Ecuador desde los primeros días del gobierno de los españoles hasta su independencia, fué casi siempre pacífica y progresiva. En 1589 se abrió el primer curso de filosofía. La enseñanza para los hijos de españoles se introdujo en el Ecuador por la Compañía de Jesús. En el siglo xvi se fundaron el colegio de Quito, el Seminario de San Luis y la Universidad de San Fulgencio. Ya entrado el siglo xvii, los hijos de Loyola establecieron la Universidad definitiva de San Gregorio Magno con los títulos de Real y Pontificia. Figura como el primer poeta del Ecuador el español Lorenzo de Cepeda, hermano de Santa Teresa de Jesús. En 1550 era regidor del cabildo de Quito y vivió[586] en la colonia más de treinta y cuatro años. Escribió Vida y virtudes de Doña Juana de Fuentes, natural de Trujillo en el Perú (su mujer), y algunas devotas poesías. Por el año 1630 floreció en Quito la poetisa Jerónima de Velasco, mujer de Luis Ladrón de Guevara, y de ella dice Lope de Vega:
En el Ramillete de varias flores poéticas recogidas y cultivadas en los primeros abriles de sus años, publicado en Madrid el 1675, por el ecuatoriano Jacinto de Evia, se hallan las poesías de dicho Evia, de la poetisa Jerónima y del jesuíta Antonio Bastidas, maestro de Retórica en Guayaquil. Completan el Ramillete, entre otros trabajos en prosa, la novela El sueño de Celio. Poetas, gramáticos cultivadores de la lengua quichua, filósofos escolásticos, historiadores, naturalistas, etcétera, adquirieron fama en los siglos xvi, xvii y xviii. A la cabeza de todos los escritores se halla el obispo Gaspar de Villarroel, autor del Gobierno Eclesiástico, que publicó en 1656, no inferior a la Política Indiana de Solórzano. El Padre jesuíta Ramón Viesca fué inspirado poeta y el Padre Juan de Velasco mostró en su Historia del reino de Quito sobresalientes cualidades, entre otras, laboriosidad y veracidad. Expulsada la Compañía del Ecuador, decayó la cultura literaria. Decaida se hallaba cuando visitaron el país los sabios franceses Godin, Bouguer, La Condamine y Jussieu, como también los españoles Jorge Juan, Antonio de Ulloa y Mutis. Más adelantada estaba en los comienzos del siglo xix, cuando llegaron a Quito los insignes Humboldt y Boupland. Mostró vastos conocimientos y no poca afición a las nuevas y revolucionarias ideas, allá por el año 1779, el doctor Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo, autor del famoso libro Nuevo Luciano ó Despertador de ingenios. Fundó el periódico Primicias de la cultura de Quito. Estuvo en la cárcel y tomó parte en el movimiento revolucionario de 1809. José Mejía, representante de Quito y José Joaquín de Olmedo, representante de Guayaquil, en las Cortes de Cádiz, deben figurar entre los primeros; Mejía fué orador muy elocuente, y Olmedo, del cual nos ocuparemos en el último tomo de esta obra, no es inferior al gran Quintana. Justo y merecido renombre adquirieron Pedro Vicente Maldonado (n. en Riobamba el 1709), el presbítero Juan de Velasco (n. en Riobamba el 1727) y el conde de Casa Gijón. El primero es autor del famoso Mapa del reino de Quito y ayudó en sus trabajos a los académicos franceses y españoles encargados de medir el arco del[587] meridiano. El segundo escribió una obra en tres tomos, Historia Natural, Historia Antigua e Historia Moderna. El tercero se dedicó a estudios de agricultura y con este objeto vino a Europa, recorriendo España, Francia y Suiza y volviendo al Ecuador para implantar allí radicales reformas. Escribió unas Memorias, en las que se hallan conocimientos agrícolas muy útiles. Veamos lo que dice Luis Cordero, literato y ex-presidente de la República: «Aunque el sol de la libertad brillase sobre la cumbre del Pichincha, reflejando en la limpia espada del que luego había de ser gran mariscal de Ayacucho, ha tenido ya la antigua presidencia de Quito (hoy República del Ecuador) no pocos hombres ilustres, formados en los célebres Colegios y Universidades de la afamada capital. Teólogos y canonistas, como Villarroel y Peñafiel; historiadores, como Velasco; geógrafos, como Maldonado y Alcedo; oradores parlamentarios, como Mejía; publicistas, como Espejo; poetas, en fin, como Viescas y Orosco; suficiente lustre le daban para no ser relegada al último lugar entre las colonias españolas de América, y tener, por el contrario, cierto derecho de primacía para lanzar el grito de emancipación en agosto de 1809»[839].
Escasa—y en ello convienen todos los cronistas—era la instrucción pública, lo mismo la elemental que la superior, en Venezuela. No negaremos, sin embargo, que en algunas poblaciones se notaban verdaderos deseos de saber. Ya en los últimos años de la centuria décimosexta hubo de crearse una escuela primaria, un preceptorado de Gramática Castellana y un Seminario. La Universidad se creó el 22 de diciembre de 1721, y se instaló el 12 de agosto de 1725. La Real y Pontificia Universidad de Caracas fué el foco de las ideas más absolutas y reaccionarias, aun entrado ya el siglo xix. No huelga decir que poco antes de comenzar la revolución por la independencia, la Gaceta de Caracas publicó un trabajo del catedrático D. Juan Nepomuceno Quintana, aprobado por unanimidad en claustro pleno, en el que se lee, entre otras cosas peregrinas, lo que a continuación copiamos: «La autoridad de los Reyes es derivada del cielo: las personas de los Reyes, aun siendo tiranos, son inviolables, y aunque su voluntad no ha de confundirse siempre con la del mismo Dios, debe siempre respetárseles y obedecérseles: la Inquisición es un tribunal legítimo y necesario: no queda otro recurso contra la corrupción general, que la intolerancia político-religiosa.» El vejamen ó discurso festivo y satírico pronunciado por el doctor más moderno de la Facultad en el acto de conceder el grado a un doctorando, animaba un poco aquellas aulas, más propias de viejo convento que de moderna Universidad. Trasladaremos aquí el comienzo y[588] el fin del vejamen que el 8 de diciembre de 1801 pronunció el Doctor D. José Antonio Montenegro en el acto de recibir el grado de Doctor D. Salvador Delgado:
La poesía halló culto en casa de los hermanos Luis y Francisco Javier de Ustáriz, distinguiéndose, entre otros, Andrés Bello, poeta virgiliano y autor de Silvas Americanas[841], y Vicente Salias, que escribió el poema La Medicomaquia. No pasaremos en silencio el nombre de la poetisa María Josefa Paz del Castillo (en el claustro, Sor María Josefa de los Angeles), que solía imitar en sus poesías a Santa Teresa de Jesús, como lo indica el siguiente ejemplo:
Desde que en el año de 1623 se fundó la Universidad de San Francisco Javier en Chuquisaca, gozó fama la citada ciudad de centro de cultura, hasta el punto que mereció el título de Atenas americana. El Padre Antonio de Calancha fué uno de los cronistas más notables de su siglo (1584-1654), mereciendo también especial mención el padre Jerónimo de Acebedo y D. Gaspar Escalona y Agüero.
Dignos de renombre son en la historia de Bolivia Fray Bernardino de Cárdenas, obispo de Santa Cruz y La Paz; el canónigo Alonso Cervera y Zárate, y Fray Miguel de Aguirre, muy estimado en la corte de Felipe IV y en Roma. Si de bolivianos ilustres se trata, no debemos[589] omitir el nombre de Rodrigo de Orozco, marqués de Mortara, que mandó el ejército español en el Rosellón combatiendo con los franceses y fué virrey en las guerras de Cataluña. Otros hombres notables han tenido por cuna a Bolivia[842].
En Buenos Aires—según la excelente obra de D. Félix de Azara, terminada en el año 1806—las únicas poblaciones que podían llamarse propiamente españolas eran Buenos Aires, Montevideo, Maldonado, Santa Fe, Corrientes y Asunción del Paraguay[843]. Las demás podían llamarse caseríos, a los cuales servía de lazo de unión la iglesia parroquial. La enseñanza en Buenos Aires y en la Asunción se reducía, en los comienzos del siglo xix, a la Gramática Latina, a la Teología y a los Cánones; también a las escuelas de Náutica y Dibujo establecidas por el Consulado. En Córdoba se estudiaba la Teología, y el colegio de Montserrat era centro importante de enseñanza. La Universidad de Charcas (1623) era la principal del virreinato, pues en ella estaba establecida la enseñanza jurídica y literaria, y de ella salieron muchos hombres que se distinguieron durante la guerra de la Independencia[844].
Pasamos a tratar de la cultura en Chile. Datan de los últimos años del siglo xvi los primeros establecimientos de instrucción primaria. Fueron fundados por los frailes y las monjas en sus respectivos conventos. Comenzaron en la misma época los Seminarios conciliares, creados por los obispos respectivos, uno en Imperial y otro en Santiago. El primero de los poetas nacidos en Chile (nació en Angol y se educó en Lima) se llamaba Pedro de Oña, autor del poema épico Arauco domado. Como antes D. Alonso de Ercilla había escrito La Araucana, en cuyo poema no figura con el relieve que debiera el gobernador D. García Hurtado de Mendoza, cuando tiempo adelante ocupó el virreinato del Perú personaje tan ilustre, estimuló a algunos escritores, entre ellos a Oña, para que escribiesen los sucesos realizados en Chile, de cuya conquista él se creía valeroso capitán. El autor de Arauco domado sólo se propuso ensalzar las hazañas de D. García, a quien consideró como un semidios. Los dos colegios que adquirieron títulos de Universidades Pontificias porque, según especial concesión del Pontífice, podían conferir grado de doctores en teología, tuvieron relativa fama durante el siglo xvii. Uno de los colegios estaba dirigido por los dominicos, y el otro, el más notable, por los jesuítas. En el siglo xviii Felipe V creó (1738) la Universidad que en honor del monarca se llamó de San Felipe. Inauguróse solemnemente en 1756, siendo su primer Rector don[590] Tomás de Azúa Iturgoyen. Las clases no comenzaron hasta 1758, dos años después de su inauguración y veinte de su fundación. Más que los Seminarios conciliares, más que las Universidades pontificias y más que la Universidad de San Felipe, lo que hacía falta eran escuelas de primera enseñanza, donde las clases pobres pudieran educarse. La enseñanza elemental era tan rutinaria y deficiente, que Carlos III, en 11 de julio de 1771, dictó un reglamento en el cual decía: «Y para que se consiga el fin propuesto, á lo que contribuye mucho la elección de los libros en que los niños empiezan á leer, que habiendo sido hasta aquí de fábulas frías, historias mal formadas ó devociones indiscretas, sin lenguaje puro ni máximas sólidas, con las que se deprava el gusto de los niños y se acostumbran á locuciones impropias, á credulidades nocivas y á muchos vicios transcendentales á toda la vida...» Se enseñaba el latín de una manera rutinaria y los autores clásicos estaban proscritos de las aulas, adoptándose en ellas como modelos, libros religiosos, que, si en el fondo eran verdaderos, el latín de ellos más tenía de bárbaro que de otra cosa. Mejor se hallaba la enseñanza en los conventos de monjas. Allí se instruía a las niñas y se les daba lecciones de labores domésticas. Las bibliotecas tenían libros de teología, moral y jurisprudencia; muy pocos o ninguno de historia, de matemáticas y de ciencias físicas, químicas y naturales. Libros extranjeros no podían importarse, pues así se hallaba dispuesto por el suspicaz gobierno. Chile, por su situación, se encontraba en condiciones más desfavorables que otras colonias de América. Merced al ilustre chileno D. Manuel de Salas (nació en Santiago el año 1757) se creó la Academia de San Luis, equivalente a las Escuelas de Comercio de hoy, que empezó a funcionar en los últimos años del siglo xviii. En la Academia se enseñaban la Aritmética, la Geometría y el Dibujo. El historiador chileno Barros Arana, que se ha dedicado a reunir datos acerca de la cultura científica, literaria y artística del país en el siglo xviii, cita algunos nombres dignos de todo encomio. Entre otros, menciona el del maestre de campo D. Pedro Córdoba de Figueroa, autor de una Historia de Chile, en la que se hallan documentos de algún valor, encontrados en el archivo municipal de Santiago.
Bien será citar al P. Miguel de Olivares, autor de una Breve noticia de la provincia de la Compañía de Jesús de Chile. Brilló en la misma época el jesuíta D. Juan Ignacio Molina, quien expulsado del país en 1767, se refugió en Italia, muriendo en la ciudad de Bolonia a los 89 años. La ciudad de Santiago de Chile le erigió por suscripción popular una estatua[845]. D. Vicente Carvallo, ilustrado militar, escribió Descripción his[591]tórico-geográfica del reino de Chile, y el P. jesuíta Andrés Febrés, hijo de Manresa (Cataluña), dió a luz el año 1765 en Lima, un Arte de la lengua general del reino de Chile. Apenas registramos obras de amena literatura y esto es natural, si nos fijamos en el nivel intelectual de los moradores de la colonia. No sólo la supersticiosa ignorancia caracterizaba a los criollos, sino algo también a los españoles. Terminaremos la lista de los escritores de Chile con el nombre de Fray Sebastián Díaz, hijo del país y reputado como sabio por sus contemporáneos. Pertenecía a la orden dominicana y fué profesor en la Universidad de San Felipe. Intituló su obra principal Noticia general de las cosas del mundo y se imprimió en Lima. En ella trata, principalmente, de los ángeles y de su naturaleza, afirmando que el número de aquéllos es el de 6.666. Ocúpase en seguida de los duendes, de las distintas clases de milagros, de las estrellas, del aire y de los tres cielos que los supone poblados de espíritus invisibles.
Atrasada estuvo por algún tiempo la cultura en el Paraguay. Los progresos que se hicieron, no muchos por cierto, se debieron principalmente á la Compañía de Jesús. A los hijos de Loyola deben los paraguayos no poco reconocimiento.
Todavía más atrasado que el Paraguay ha estado por mucho tiempo el Uruguay, no comenzando su progreso hasta bien entrado el siglo xix. Por lo demás, sólo en Montevideo hubo de notarse cierta cultura.
Como resumen de todo lo expuesto diremos que algunos virreyes hicieron abrir escuelas y pusieron gran cuidado de que en ellas recibiesen enseñanza los indígenas. También los religiosos establecieron muchas escuelas en los conventos. Del mismo modo no pocos municipios fundaron escuelas. Conviene advertir que los americanos se contentaban con aprender a leer y a escribir; muy pocos estudiaban la carrera del sacerdocio o la abogacía; sólo en los últimos años del dominio español se enseñó la medicina en algunas capitales de las colonias. Los Seminarios que establecieron los prelados y los colegios fundados por los gobiernos o por las Sociedades Económicas de Amigos del País, tenían escasa importancia. De la enseñanza de las Universidades dicen los cronistas que eran estudios rutinarios de lengua latina, noticias de filosofía aristotélica, sin plan ni método, nociones desordenadas é incompletas de Derecho Romano y Canónico, pedantes disquisiciones de Teología moral y dogmática: a esto y nada más que a esto estaba reducida la ciencia. Tampoco tuvieron positivo valor las enseñanzas de Física, Química, Mecánica, Matemáticas, etc., que en los últimos tiempos del dominio español se establecieron en algunas poblaciones americanas.[592] De algo sirvió el Observatorio Astronómico fundado en Santa Fe de Bogotá y el Jardín Botánico establecido en México. En general, bien puede afirmarse que en México, Lima y Santa Fe, las ciencias se cultivaron por algunos laboriosos maestros.
La literatura colonial estaba reducida a los sermones que se predicaban en el púlpito, a los romances destinados a celebrar los milagros de algún santo y a las composiciones poéticas que los doctores de las Universidades dedicaban a los virreyes o capitanes generales. Algunas veces también se ocupaban en describir un auto de fe o una corrida de toros. «Entre otras obras—escribe Barros Arana—escritas en América son notables tres, más que por su mérito literario, por el trabajo de paciencia que su composición había impuesto a sus autores. Un religioso mejicano llamado fray Juan Valencia, compuso en el siglo xvii, trescientos cincuenta dísticos en honor de Santa Teresa, que pueden leerse del mismo modo de izquierda a derecha que de derecha a izquierda. Un jesuíta peruano, el Padre Rodrigo de Valdés, compuso un poema en el siglo xvii, que contiene dos mil doscientos ochenta y ocho octosílabos que pueden leerse en latín o en castellano, según se quiera, porque en ambos idiomas el sentido es uno mismo. Un escritor mejicano, Francisco Javier Alegre, tradujo en exámetros latinos la Iliada de Homero»[846].
Los conquistadores españoles importaron a las Indias, con su lengua, con sus ciencias, con sus leyes y con sus hábitos y costumbres, las bellas artes de la metrópoli. Allá fueron arquitectos, escultores, pintores y músicos; allá se hicieron algunas obras artísticas. La arquitectura de las colonias hispano-americanas señala verdadera decadencia del arte, aunque no faltan algunos buenos monumentos, en su mayor parte correspondientes al estilo neoclásico, como puede servir de ejemplo la catedral de México, cuya primera piedra puso, en el año 1573, el arzobispo Moya y Contreras. La catedral anterior era pequeña para las necesidades del culto, y por ello el citado prelado tuvo empeño en la fábrica de templo más suntuoso. En el siglo xvii se extendió la escuela de Churriguera, a la que pertenecen muchas iglesias de las ciudades americanas.
Acerca de la escultura, si las primeras estatuas de vírgenes y santos fueron llevadas de España, luego florecieron artistas en las mismas Indias. Diego de Robles, natural de Quito, mostró su inspiración artística en un San Juan Bautista que hizo para la iglesia de San Francisco de aquella ciudad, y el Padre Carlos, religioso de la Compañía, hizo, imitando el estilo de Miguel Angel, la Negación de San Pedro y la Oración del Huerto. Hasta los mestizos e indios se distinguieron en el arte[593] escultórico: las obras de Manuel Chill[847] se admiran todavía en la catedral de Quito, y el limeño Baltasar Gavilán adquirió fama con la estatua ecuestre de Felipe V. Juan Tomás, indio del Cuzco, hizo varias imágenes, y entre ellas fué muy estimada una Virgen de la Almudena. Dos escultores del pueblo de Juli, cerca del lago Titicaca, indígenas, y llamados Juan Huaicán y Marcos Rengifo, construyeron hermoso altar en la iglesia de Moquegua.
La pintura tuvo como primer maestro a Rodrigo de Cifuentes, que acompañó a Hernán Cortés y llegó a México el año 1523, dejando, como muestra de su inspiración, los retratos del conquistador mejicano y de D.ª Marina, algunos cuadros para los franciscanos de Tehuantepec, y se dice que es obra suya uno muy estimado por los inteligentes y que representa el Bautismo de Maxiscatzin. Son discípulos notables de Cifuentes: Andrés de Concha, citado por Bernardo de Balbuena en la Grandeza Mejicana, y Baltasar de Echave, el Viejo; también sobresalieron en el arte pictórico los indios Marcos de Aquino, el Crespillo y otros.
Al Perú, después de la conquista, acudieron muchos artistas italianos y españoles, atraídos por la esplendidez que desplegaban obispos y religiosos en la construcción de sus iglesias, contándose entre aquéllos Angélico Medoro, Mateo Pérez de Alesio, Leonardo Jaramillo y Andrés Ruiz de Sarabia. Medoro se estableció en Quito, donde contrajo matrimonio con D.ª Luisa Pimentel y fué el primero que trasladó al lienzo la imagen de Santa Rosa de Lima, y de Alesio, dice Palomino en su Museo Pictórico, que se distinguía como dibujante y tallador, añadiendo que, después de ejercer su profesión en Sevilla y en otras poblaciones de Andalucía, se trasladó a Lima, en cuya catedral dejó varias pinturas. Fray Francisco Bejarano—según escribe el padre Calancha en su Corónica moralizada de la provincia del Perú, del Orden de San Agustín—hizo para la iglesia de su convento de Lima doce grandes cuadros sobre la vida de la Virgen; fué el primer grabador que hubo en aquella ciudad. Del hermano Hernando de la Cruz, notable pintor y maestro de muchos jóvenes, se cuenta que en el siglo se llamaba D. Fernando de Ribera, ingresando en la Compañía, arrepentido por haber dado muerte en desafío a un amigo suyo; falleció en el año 1647.
Haremos expresa mención de la Academia de Nobles Artes de México. No puede negarse que contribuyó a perfeccionar el gusto estético en todo el país. Muestra de ello son los muchos edificios que se han erigido en la capital, en Guanajato, en Querétaro y en otras partes, revelándose en todos perfección y belleza. Citaremos la hermosa estatua[594] ecuestre de Carlos IV, que llegó a fundir el escultor mejicano Tolsa; y no escatimaremos alabanzas a los muchos jóvenes que estudiaban en dicha Academia el dibujo de paisaje y de figura. Centenares de jóvenes se reunían allí; unos dibujaban modelos de yeso o del natural; otros copiaban diseños de muebles. Llama la atención el barón de Humboldt en su Ensayo Político, libro II, acerca del siguiente hecho: «En esta reunión—cosa muy notable por cierto en un país donde tan arraigadas están las preocupaciones de la nobleza contra las castas—se hallan confundidas las clases y las razas; allí se ve al indio y al mestizo sentados junto al blanco, y al hijo del pobre alternando con los vástagos de la más encopetada aristocracia. Consuela en verdad el observar que, en todas las zonas, el cultivo de las ciencias y las artes establece una cierta igualdad entre los hombres, haciéndoles olvidar, siquiera por algún tiempo, esas miserables pasiones que tantas trabas ponen a la felicidad social.»
Consideremos las bellas artes en la América Central. Lo mismo en Guatemala que en los demás pueblos de la América Central, hallamos construcciones notables. A D. Francisco Marroquín, primer obispo de Guatemala[848], se debe la construcción de la catedral de Guatemala la antigua, el Palacio episcopal, la casa de los oidores, el Hospital de Caballeros y otros establecimientos. Murió varón tan bueno el 18 de abril de 1563. Fué protector incansable de la instrucción pública. Procede recordar que el general Vázquez Prego se dirigió a Omoa (1753), y dió comienzo a la fábrica del fuerte de San Fernando. Aunque apenas comenzada la obra murió el general, su nombre vivirá siempre unido al del castillo que se eleva arrogante en el litoral del Norte de Honduras. Del mismo modo algunas iglesias no dejaron de llamar la atención. Cultivóse también la escultura, pintura y música, si bien con poco gusto y casi sin arte. A últimos del siglo xviii, y por lo que a Guatemala se refiere, en 1797 se verificó la apertura de la Escuela de Dibujo, y desde entonces adelantaron las bellas artes, aunque no tanto como era de esperar.
En los demás Estados de las Indias se manifestaron también las bellas artes, en particular en obras religiosas. Hubo, si no pocos, regulares artistas; buenos, en número escaso, y sobresalientes ó geniales, ninguno. La música fué cultivada en algunos Estados, pudiéndose citar algunos artistas de bastante inspiración.
En el Ecuador florecieron artistas de no escaso mérito. Samaniego, natural de Quito, fué admirado por la entonación de su colorido y por la frescura de sus toques. También se distinguió como miniaturista. Tal[595] vez a la cabeza de todos los pintores que hubo en la América española, se halle Miguel de Santiago. Las obras del reputado artista fueron admiradas en Roma, quedando algunas muy notables en los claustros bajos del convento de San Agustín de Quito. La fama de su escuela, «ha sido sostenida, escribe el historiador Ceballos, por los Gorivar (sobrino del maestro), Morales, Velas y Oviedos. Sucedió tras éstos una época de gongorismo artístico, introducido por los muy hábiles, pero de extraviado gusto, Albán y Astudillo; mas en breve volvió á imperar aquella a esfuerzos del célebre Rodríguez, que la restauró, y de cuyos trabajos, unidos a los de Samaniego, puede formarse concepto por los lienzos que decoran las paredes de la catedral. Los llamados el Pincelillo, el Apeles y el Morlaco la sostuvieron con la misma nombradía que Rodríguez.» El pintor Santiago no deja de tener algunos rasgos de semejanza con Murillo, por lo correcto de su dibujo, buen colorido y expresión admirable. Isabel de Santiago, hija del inspirado artista, manejó el pincel con suma habilidad.
Entre los estatuarios, se encuentran en primera línea, Bernardo Lagarda y Jacinto López, en particular el primero, tal vez no inferior a los mejores de Europa.
Hábil maquinista de relojes fué Custodio Padilla, según puede verse por algunos de aquéllos que se admiran en Ibarra, su ciudad natal. Zangurima[849], hijo de Cuenca, figura entre los mejores artistas, y dejó ilustre prole que honró a su patria.
Apenas se cultivaba el arte de la música en Venezuela y menos el de la pintura.
En Nueva Granada se distinguieron, entre otros, Antonio Acero de la Cruz (mediados del siglo xvii) y Gregorio Vázquez Ceballos, que nació en Santa Fe el 9 de mayo de 1638 y falleció en 1711. Fué discípulo del artista sevillano Baltasar Figueroa, en cuyo taller estuvo mucho tiempo. Cuéntase que encargado Figueroa de pintar un cuadro de San Roque para la iglesia de Santa Bárbara, halló no pocas dificultades al hacer los ojos del santo. Disgustado por su torpeza en aquella ocasión, dejó los pinceles y se marchó a dar un paseo. Vázquez entonces se atrevió a poner mano a la obra, que hizo pronto y con toda perfección. Cuando Figueroa regresó a su taller, lejos de aplaudir al aventajado discípulo le dijo lo siguiente: «Puesto que tanto sabéis, no os hacen falta mis lecciones. Idos a otra parte a poner tienda.» Encontró apoyo en un comerciante español, quien le facilitó todos los elementos necesarios para la continuación de sus trabajos. Pintor de una fecundidad admirable, hasta el punto que dicen de él que había pintado más cuadros que[596] días había vivido, con la particularidad que muchos de ellos eran de grandes dimensiones. No hay iglesia en el país, rica o pobre, que no tenga algún cuadro del famoso artista. Logró reputación general en el desnudo y en la pintura de ángeles. Encantan sus grupos de ángeles y todas sus obras religiosas respiran puro misticismo. El barón de Humboldt y otros críticos reconocen el mérito extraordinario de aquel artista que no salió de las Indias. Medoro y Carmargo trataron de imitar al insigne maestro.
La industria en los diferentes Estados de la América española, no constituía verdadera fuente de riqueza. La poca afición de los colonizadores al trabajo manual, la facilidad de encomendar las citadas labores a los indios y a los negros, y la importancia que tuvieron en aquellos paises la minería, la ganadería y la agricultura, contribuyeron al atraso de las industrias manufactureras.
Prejuicios grandes ocasionó el sistema general de monopolio que caracterizó la política comercial de España con sus posesiones coloniales. Sólo los españoles podían ejercer el comercio con las colonias del Nuevo Mundo, y aun aquéllos tenían que sujetarse a ciertas trabas. Tan absurdo llegó a ser el sistema monopolizador, que se prohibió el comercio directo entre España y Filipinas, entre Filipinas y las regiones americanas, con excepción de México, entre América y Canarias, entre México y Perú, entre Buenos Aires y la metrópoli, (pues la región del Plata se hallaba supeditada al Perú y el comercio de la primera lo hacía la flota del segundo), y en general, entre las diferentes colonias del Nuevo Mundo. En el año 1505, se permitió a los extranjeros residentes en España, comerciar con las Indias, aunque con ciertas condiciones, como se dijo en el capítulo XXXII de este tomo. De igual manera que Sevilla y Cádiz fueron los únicos puertos habilitados en la metrópoli (aparte los de Canarias, a los que se autorizó en 1508, para comerciar con el Nuevo Mundo), en las Indias fueron: Veracruz, en la costa mejicana, y después Jalapa; Acapulco en la costa del Pacífico, y Panamá, a donde se llevaban los tesoros del Perú para reembarcarlos luego en Porto Bello y conducirlos a España.
En la primera mitad del siglo xvi, el virrey Mendoza tuvo cuidado de fomentar la cría del ganado caballar y la cría del gusano de seda. El ilustre cronista Bernal Díaz del Castillo, en su Conquista de Nueva España, se expresa de este modo: «Y pasemos adelante y digamos cómo todos los más indios naturales de estas tierras, han deprendido muy bien todos los oficios que hay en Castilla entre nosotros, y tienen sus tiendas de los oficios y obreros, y ganan de comer a ello, y los plateros de oro y plata así de martillo como de vaciadero, son muy extremados[597] oficiales y así mismo lapidarios y pintores, y los entalladores hacen tan primas obras con sus sutiles alegres, especialmente entallan esmeriles y dentro de ellos pigmados todos los Pasos de la Santa Pasión de nuestro Redentor Jesucristo, que si no los hubiere visto no pudiere creer que los indios lo hacían. Y muchos hijos de principales saben leer y escribir y componen libros de canto llano, y hay oficiales de tejer seda, raso y tafetán, aunque sean veinticuatrenos, hasta fresas y sañal y mantas y fraesadas; y son cardadores y perailes y tejedores, según y de la manera que se hace en Sevilla y en Cuenca, y otros sombrereros y jaboneros... Algunos de ellos son cirujanos y herbolarios... y han plantado sus tierras y heredades de todos los árboles y frutos que hemos traido de España.»
Algunas poblaciones de México se distinguieron por sus industrias. Los tejidos de la Puebla se exportaban a varias partes, hasta el punto que disminuyó la importación de los fabricados en España. En la citada población se fabricaba perfectamente, entre otras cosas, el vidrio.
Por lo que a la agricultura respecta, trasladaremos aquí lo que dice el P. Acosta en su Historia natural y moral de las Indias: «Mejor han sido pagadas las Indias en lo que toca a plantas que en otras mercaderías, porque las que han venido a España son pocas y danse mal; las que han pasado de España son muchas y danse bien... En conclusión, cuasi cuanto bueno hay que se produce en España, hay allá y en partes aventajado y en otra no tal: trigo, cebada, hortaliza, verdura y legumbres de todas suertes, como son lechugas, berzas, rábanos, cebollas, perejil, nabos, zanahorias, berenjenas, escarolas, acelgas, espinacas, garbanzos, habas, lentejas... porque han sido cuidadosos los que han ido, en llevar semillas de todo y a todo ha respondido bien la tierra... La granjería del vino no es pequeña; pero no sale de su provincia.» Añade luego que la industria de la seda, que no existía en tiempo de los indios, a la sazón tiene importancia. De España se llevaron moreras a México, donde se cultivaron perfectamente. También en México, en el Perú y en otras partes fué una riqueza la caña de azúcar. De igual modo el olivo se cultivó con esmero en los citados virreinatos.
El fraile Tomás Gage, viajero del siglo xvii, habla del estado floreciente de las poblaciones que vió en México, y de hacendados que vivían exclusivamente de sus haciendas y cuya riqueza llegaba a 20.000, 30.000 y aun 40.000 ducados. En los comienzos del siglo xviii la agricultura, la minería y el comercio sufrieron verdadero retroceso; la primera por los malos años, las dos últimas por los ataques de los piratas. Tanto las citadas industrias como la ganadería se resintieron cada vez[598] más a causa de las muchas contribuciones y gabelas. No se olvide, por último, para explicar la decadencia de la agricultura, que las mejores haciendas estaban en manos de las comunidades religiosas. Sin embargo, no carecía de alguna importancia el algodón, el maíz, el maguey y otros artículos.
La cochinilla, insecto que se cría en México y en toda la América central, en las hojas de algunas plantas, se cultivó para el tinte de las telas.
Por lo que toca a la minería, desde que en 1546 se comenzaron a explotar las ricas minas de Zacatecas, no se ha interrumpido dicha industria.
El comercio en México mejoró poco. Algunas industrias estaban muy adelantadas. Cultivaban el maguey, el maíz, los plátanos, el algodón, varias plantas medicinales y el cacao, tejían admirablemente el algodón y le teñían con vistosos colores. Regaban por medio de canales y tenían hermosos jardines. «Sus trabajos de joyería—dice Barros Arana—aventajaban en mucho las obras de los joyeros españoles del tiempo de la conquista»[850]. Recogían el oro de los ríos; la plata, el cobre y el plomo lo extraían de las entrañas de la tierra. Se hacía el comercio, ya mediante cambios, ya considerando como moneda tubos de plumas de ave llenos de polvo de oro, saquillos de cacao que contenían cierto número de granos y pedazos de estaño en forma de T. En los mercados había hileras de plateros y de pintores, tiendas de telas y de toda clase de vasijas de barro. Un tribunal de comercio decidía las diferencias de los comerciantes.
En suma, la industria tuvo sus períodos de adelanto y de decadencia. La agrícola fué en algunas partes bastante estimada, la comercial estaba reducida a estrechos límites y la fabril se desconocía completamente. Haremos notar, por último, que todo el dinero era poco para satisfacer las exigencias del poder real, y de aquí provenían impuestos y gabelas que arruinaban las industrias y el comercio. El ilustre Humboldt en su Ensayo político sobre la Nueva España, dice lo siguiente: «Estudiando la historia de la conquista, admírase la extraordinaria actividad con que extendieron los españoles del siglo xvi el cultivo de los vegetales europeos en la loma de las cordilleras de uno a otro extremo del continente. Los eclesiásticos, y en particular los frailes misioneros, han contribuído a estos rápidos progresos de la industria. Las huertas de los conventos y de los curas han sido otros tantos criaderos de donde han salido los vegetales útiles modernamente connaturalizados. Los mismos conquistadores, a los cuales no debemos[599] considerar sin excepción como guerreros bárbaros, en su vejez se dedicaban a la vida campestre. Aquellos hombres sencillos, rodeados de indios cuya lengua no poseían, cultivaban con preferencia, como para consolarse de su soledad, las plantas que les recordaban el suelo de Extremadura y de ambas Castillas. La época en que por primera vez maduraba una fruta de Europa, señalábase como una fiesta de familia. No hay medio de leer sin conmoverse lo que dice el inca Garcilaso a propósito del modo de vivir de aquellos primeros colonos. Con una sencillez enternecedora refiere que su padre, el valeroso Andrés de la Vega, reunió un día a todos sus antiguos camaradas para partir con ellos tres espárragos. Eran los primeros que se habían criado en la meseta de Cuzco»[851].
Sabemos por lo que a la industria del Perú se refiere, que tenían fama los tejidos y ciertos objetos de alfarería y determinados cultivos (maguey, etc.). No ignoramos que los indios del Perú eran diestros cazadores y pescadores. Aunque la industria en el Perú, como en todas las colonias españolas, estaba gravada con onerosos impuestos, careciendo de toda protección de parte de la metrópoli, no dejó de tener importancia en algunas poblaciones. Citaremos entre otras a Quito, donde se establecieron varios telares y cuyos tejidos eran muy estimados, no sólo en las Indias sino también en la metrópoli. Cobos, historiador del siglo xvii, dice que en el territorio peruano «hay grandes pagos de viñas, y algunas tan cuantiosas que dan de 15.000 a 20.000 arrobas de mosto, y del vino que se coge en el corregimiento de Ica, que es en la diócesis de Lima, salen cada año cargados dello más de cien navíos para otras provincias, así del reino como fuera de él.» En el Perú se extendió especialmente el cultivo del olivo y fué la región donde primero se comenzó a extraer el aceite. Cogíanse en algunos olivares del valle de Lima, ya entrado el siglo xvii, de 2.000 a 3.000 arrobas.
En Bolivia, cuya agricultura marchaba por el mismo camino que la del Perú, se descubrió casualmente, año 1545, el rico mineral de plata del Potosí. La industria agrícola, ganadera y minera, fué desarrollándose poco a poco.
La industria se hallaba adelantada en la Isla Española o Santo Domingo. Era natural que así fuese, dadas las relaciones con que la mencionada isla estuvo siempre con la metrópoli. En ella comenzaron los ingenios de azúcar, extendiéndose en seguida por Cuba y también por todo el continente. «De la isla de Santo Domingo—dice el P. Acos[600]ta—se trajeron en la flota que vino, 898 cajas y cajones de azúcar, que siendo de las que yo vi cargar en Puerto Rico, serán a mi parecer de ocho arrobas.» Para aumentar esta producción, publicóse Real provisión (13 enero 1529), concediendo a los ingenios el privilegio de no ser embargados por deudas.
La industria agrícola se hallaba más atrasada en Cuba que en Santo Domingo. Si el cultivo del tabaco proporcionaba cada vez más utilidades a los labradores, dando origen a poblaciones como Santiago de las Vegas y Santa María del Rosario (1733); si comenzaba a cultivarse la caña de azúcar y si la ganadería era muy importante, no puede negarse que el progreso agrícola no estaba en relación con la bondad del terruño ni con el clima de Cuba. Tampoco tenía importancia el comercio cubano, pues consistía en exportar cueros, tabaco y los demás productos del país. Contribuía a ello seguramente la poca población que había en la isla. Recordaremos que Felipe V, desde Madrid (16 julio 1712) se dirigía al concejo de la Villa de Sancti Spíritus diciéndole que el obispo Fr. Jerónimo de Valdés, le había representado la falta de población de la dicha isla y la conveniencia de poblar más el centro de ella, como también las ventajas de trasladar la iglesia de la ciudad de Cuba a Sancti Spíritus, centro de la isla, etc.[852].
La industria en la América Central antes de la conquista estaba adelantada. En Guatemala se hallaba casi en el mismo estado que en México y en Perú. Del mismo modo los indios de San Salvador mostraron su inteligencia en diferentes ramos de la industria. En Honduras, Nicaragua y Costa Rica los agricultores no desconocieron el cultivo de algunas y determinadas plantas. Mediante canales, como en los citados imperios, daban a sus tierras gran fertilidad. De la misma manera no desconocieron las riquezas del reino mineral. Recogían el oro en las arenas de los ríos y buscaban otros metales en las entrañas de la tierra. Ejercieron el comercio y en las principales ciudades había ferias con bastante frecuencia. Alfareros y tejedores diestros los hubo en Guatemala y en los demás pueblos.
En Guatemala, país lleno de montañas que se ensanchan hacia la cumbre con muchos ríos y lagos, con volcanes (Cerro Quemado, volcán de Fuego y montaña de Agua) se encontraban los cultivos de los países templados y cálidos. Allí se producía el maíz, los plátanos, los cereales, el algodón y las legumbres. La cochinilla fué uno de los principales productos; pero tiempo adelante se reemplazará, cuando se descubrieron los colores de la hulla, con el café, cacao y añil. Las maderas finas fueron siempre artículo muy productivo. Durante la dominación espa[601]ñola, el cacao del occidente de Guatemala se reservaba para la corte de Madrid. Es de advertir que cuando se proclamó Guatemala independiente, eran casi nulos sus productos para la exportación.
Honduras es comarca muy montañosa, con ríos caudalosos, clima variado y abundantes aguas. El terreno es sumamente fértil y produce en los llanos tabaco, cacao, café, caña, añil, etc., y en los montes, donde abunda el pino, la vainilla, copaiba, ipecacuana, etc. Sin embargo, no es país agrícola: sus producciones se consumen allí mismo. El tabaco de Copán y de Santa Rosa es muy estimado desde hace tiempo. La madera de caoba tuvo siempre fama. En el subsuelo se encuentran minas de hierro, oro, plata, cobre, etc.
Nicaragua está atravesada por una doble cordillera, cuyas cimas tienen gran altura. Desde dicha altura se escalonan mesetas cada vez mayores hasta llegar a una llanura baja. Entre las dos cadenas existe larga depresión, donde se hallan los lagos de Managua y Nicaragua. Abundan los volcanes y entre los ríos el principal es el de San Juan. El clima es cálido y el suelo muy productivo. Dase en el terreno el plátano, caña de azúcar, café, cacao y añil; algodón, vainilla y caucho; trigo y maíz, maderas preciosas.
Salvador es sólo una zona estrecha, de forma cuadrilátera, que sigue la costa del Pacífico. «Pocas regiones—dice Reclus—hay en el mundo que puedan compararse al Salvador por la riqueza de la vegetación espontánea y lo productivo de los cultivos»[853]. Cerca de la capital se encuentra el volcán de su nombre. Sus productos son los mismos que los de la flora guatemalteca. El famoso bálsamo del Salvador se llamó en otro tiempo del Perú, porque en la época del régimen colonial se transportaba primeramente al Callao para mandarlo desde allí a España. Es rico el Salvador en plantas medicinales y en gomas.
Costa Rica, la comarca más meridional de la América Central, es país montuoso, atravesado por central cordillera, en la que estriban por cada lado altos montes. Se hallan muchos volcanes y en las serranías nacen varios ríos. El subsuelo es rico en oro, plata, cobre, plomo, mercurio, azufre y antracita; el suelo produce alguna cantidad de excelente café y plátanos. También produce caña de azúcar, tabaco, anís y zarzaparrilla, maíz, trigo, cebada, arroz y patatas. En madera se encuentran la caoba, haya, granadillo, roble negro y otras. Sin embargo, el país es pobre, y no sabemos porqué recibió la denominación de Costa Rica. En los comienzos del siglo xix, la industria agrícola tuvo mucha importancia merced a las medidas que tomó el gobernador de la provincia D. Tomás de Acosta, sumamente popular y extraordinariamen[602]te querido por sus sentimientos y bondades, por el interés que mostró en el fomento de la agricultura, por la fábrica de obras públicas y por la construcción de caminos, puentes y acequias. Falleció en abril de 1821, y todavía recuerdan con cariño su nombre los costarriqueños, y los historiadores del país piden que se levante un monumento que recuerde sus preclaras virtudes. Si antes adelantaron poco las industrias se debió a la codicia de los extranjeros, pues no debe olvidarse que los ingleses de Jamaica hacían frecuentes incursiones por las costas del Norte, en las cuales desembarcaban, ora con la máscara de amigos, ora como piratas, ayudados a veces por los indios mosquitos, para saquear las granjas de los españoles y para devastar las aldeas de los indígenas.
Si en Chile, a la llegada de los españoles, cosechaban los aborígenes las papas, el maíz y el poroto, luego cultivaron el trigo y la vid. La ganadería, desde los comienzos de la colonia, adquirió bastante desarrollo: los cerdos, los ganados cabrío y lanar, los caballos y las gallinas, abundaban mucho. La minería se redujo a los lavaderos de Marga-Marga y de Quailacoya. La única industria fabril que se derivó de los productos agrícolas fué la harina, para cuyo objeto se establecieron poco a poco molinos. Las industrias manuales aumentaron pronto, especialmente los hornos de cocer pan, las fábricas de tejas e hilanderías. Del mismo modo se extendieron por todo el país los oficios manuales de carpinteros, herreros, zapateros, sastres y plateros. El comercio, sujeto—como ya se dijo en este mismo capítulo—a muchas trabas, adelantó muy poco. Tiempo adelante, esto es, en los últimos años del siglo xvi, se estimó más la industria, en particular la agrícola y minera. El cáñamo se cultivó con esmero, e igualmente los árboles frutales y las hortalizas. Las aves de corral merecieron especial cuidado. Las industrias de tejidos y curtidos existían en las ciudades y pueblos. Nada adelantó el movimiento mercantil, pues apenas merece citarse el comercio de importación y exportación. La vida social estaba reducida a estrechos límites, no había teatros ni circos, las corridas de toros se verificaban de tarde en tarde, y las riñas de gallos eran casi siempre privadas. Sólo cuando un Rey subía al trono o nacía un príncipe o contraía matrimonio un miembro de la familia real, entonces se celebraban corridas de toros, juegos de caña y sortija, funciones de iglesia y otras. La destrucción de la ciudad de Santiago por el terremoto de 1647, la larga guerra de Arauco y la inmoralidad administrativa contribuyeron a que el país no saliese antes de su atonía.
Desde 1700 se manifestó el adelanto en todos los ramos de la industria. La agricultura y ganadería adquirieron aumentos de considera[603]ción. Si el oro y la plata daban rendimientos escasos, en cambio la extracción del cobre constituyó excelente negocio. Se multiplicaron las herrerías e hilanderías, como también las carpinterías, joyerías, etcétera. Tomó mayor vuelo el comercio y se abrieron muchos caminos. Acerca del carácter de la vida, lo mismo familiar que pública, desarrolló extremada afición al lujo. Bien es verdad que contrastaba con la devoción religiosa de las mujeres y de los hombres, con los ejercicios espirituales, procesiones y misas. Introdújose la costumbre de colocar imágenes o bustos de santos encima de las puertas de las casas. Religiosas y religiosos pasaban casi todo el día en las iglesias. Abrieron nuevos conventos de monjas y de frailes. No importaba nada de esto para que la inmoralidad fuera en aumento, para que el vicio fuera mayor y para que se celebrasen frecuentemente alegres fiestas. Aumentaron los jugadores y borrachos; fueron frecuentes, lo mismo en hombres que en mujeres, los asesinatos por medio del puñal o el veneno.
Si en el último tercio del siglo xviii adquirió la industria en Chile desarrollo considerable, aumentó en el xix la producción de la agricultura, siendo sus principales productos el trigo, cebada, maíz, frejol, lenteja, papa y arbeja, los árboles frutales, el olivo y la vid, el cáñamo, etc. La ganadería bastaba para el consumo ordinario y permitía, además, la exportación. La pesquería, la explotación de maderas y la minería fueron en aumento. Adquirió desarrollo la industria fabril y manufacturera.
De la Capitanía general de Chile pasamos al virreinato de Nueva Granada o Colombia. Estimóse en Colombia la minería. De la agricultura se hará notar que el arroz introducido en Nueva Granada desde el año 1512, se propagó bastante, dándose con mucha abundancia en los terrenos bajos y húmedos. Allí se cosechaban los cereales, fríjoles, habas y uvas; allí crecían varias clases de frutales.
Del Ecuador recordaremos que en Quito comenzó la industria fabril, estableciéndose pequeñas fábricas de tejidos. En el mencionado Quito, el P. José Rixi, natural de Gante, sembró el primer trigo europeo cerca del convento de San Francisco. Cuéntase que los frailes recordaron por mucho tiempo el hecho, y aun en los comienzos del siglo xix enseñaban con cierto orgullo la maceta, en la cual fueron llevadas desde España las semillas.
Los valerosos conquistadores de Venezuela y sus descendientes, ya terminadas las guerras, sólo se cuidaban de que los indios y negros esclavos trabajasen en las minas, en la agricultura y en la pesquería de perlas. Las industrias estaban limitadas a los tejidos de lana del Tocuyo, a los cordobanes de Carora, a las hamacas de Margarita y a la al[604]farería indígena. Acerca de las artes e industria se hallan noticias muy curiosas en la «Breve descripción y relación cierta de la muy leal ciudad de Nuestra Señora de la Concepción de Tocuyo de la provincia de Venezuela, etc.» Escribióla D. Juan de Salas, Subinspector de milicias y juez visitador de dicha ciudad el 30 de julio de 1766, para entregarla al Sr. D. José Solano, Gobernador y Capitán general de esta provincial[854]. Los caminos eran muy malos. Las comunicaciones se reducían a algunos barcos procedentes de la Isla Española y de tarde en tarde llegaba alguno de la metrópoli. Lo mismo en Venezuela que en los demás países de las Indias los impuestos eran enormes, siendo los principales los quintos reales, la alcabala, el almojarifazgo y la media annata. Consistía el primero en cobrar el quinto para el Rey del metal que se sacase de las minas y de las perlas que se sacasen de las pescaderías; el segundo era en un derecho de 2 por 100 en dinero de todo lo que se compraba y vendía; el tercero estaba reducido a un impuesto de entrada y salida sobre las mercaderías, así de España como de las Indias, y el cuarto consistía en la mitad de la renta del primer año de todos los oficios y cargos no eclesiásticos.
Antes de referir los hechos de la Compañía Guipuzcoana de Caracas, daremos noticia de los asientos o contratos que celebró España, los cuales tienen carácter general. Dos asientos se celebraron en aquellos tiempos para el comercio de esclavos africanos: el primero, con la Compañía Real de la Guinea Francesa, durante la guerra de sucesión española (1701-1712), y el segundo, con la Compañía Inglesa del Mar del Sur, por treinta años, que comenzaron a contarse en el mismo que se firmó la paz de Utrech (1713) y terminó el 1743[855]. En virtud de los mencionados asientos, se concedió a la Compañía Francesa el derecho de introducir en las colonias españolas americanas 48.000 esclavos en once años, y a la Compañía Inglesa 144.000 en treinta años, debiendo pagar al rey de España 33-1/3 pesos por cada esclavo. Con la Compañía Inglesa se hubo de rescindir el contrato, a causa de la nueva guerra entre ambas naciones, teniendo España que indemnizar a la citada Compañía con 100.000 libras esterlinas[856].
No huelga decir en este lugar que durante todo el siglo xvi, la provincia de Venezuela no produjo ganancia alguna en su comercio. Ocupados los venezolanos en descubrir minas, apenas hacían caso de la agricultura. Tiempo adelante, cuando los holandeses se apoderaron de la isla de Curaçao (1634), donde establecieron considerable depósito de[605] mercancías, se atrajeron las miradas de sus vecinos los venezolanos, los cuales pensaron entonces dedicarse muy especialmente al cultivo del cacao, que, con los cueros, hicieron objeto principal de su comercio. Los holandeses, pues, entregaban sus mercancías en cambio del cacao y de los cueros de los venezolanos.
Quiso entonces el comercio español competir con el de Holanda; pero no fué posible, «pues el sistema de la España para con sus colonias era tan extraño, que ninguna expedición mercantil podía hacerse a la América sin licencia del Rey, la que no se franqueaba sin trabajo ni sin gastos, y sólo con la condición de pagar derechos muy crecidos y de hacer de Sevilla el puerto de la salida y del retorno. Unas mercancías, ya caras por la mano de obra española, o por los beneficios de una segunda mano, si eran extranjeras, recargadas por otra parte con condiciones tan onerosas, no podían prometer utilidades sino a la locura y a la ignorancia, en un país donde los mismos efectos llegaban por medio del comercio holandés sin derechos, sin trabas, y directamente de las manufacturas europeas»[857]. Desde el citado año de 1634 fué poco activo el comercio de España con su colonia, y mayor, por el contrario, el de Holanda con aquellas posesiones americanas. En los primeros años del siglo xviii las producciones de cacao en la provincia de Venezuela, eran, por término medio, de 65.000 fanegas cada año, exportándose únicamente, en el mismo tiempo, unas 31.400 para España y para otras posesiones de nuestra nación. Entonces, con objeto de cortar de raíz el comercio con los holandeses, el gobierno español persiguió el contrabando y arruinó a muchas familias; pero nada pudo conseguir, y casi puede afirmarse que el mal fué en aumento.
Las cosas iban á variar por completo, pues la Corona celebró un contrato (25 septiembre 1728) con la Compañía Guipuzcoana de Caracas, la cual había formado tiempo atrás una escuadra mercante y de corso, bajo la advocación de San Ignacio de Loyola. La Compañía se comprometió a reprimir a su costa el contrabando que los extranjeros hacían con las provincias de Caracas, con tal de que se les permitiese abastecerlas y extraer sus frutos a la metrópoli. No puede negarse que las condiciones fueron beneficiosas a la Compañía, si bien se la obligó a que abasteciera, no sólo la provincia de Venezuela, sino también Cumaná, la Margarita y la Trinidad. Por Real decreto dado en el Palacio del Buen Retiro (20 junio 1738), se ve el gran interés de Felipe V por la Compañía; y esto no es de extrañar, porque «El y la Reina tienen en ella 200 acciones», consignando después que desea facili[606]tar a la Compañía todo el fomento y alivios de que necesite para continuar la conservación de su comercio y asegurar el aumento de él, etcétera.[858] Tuvo su residencia en San Sebastián (Guipúzcoa), hasta que el marqués de la Ensenada comunicó a los Directores de la Compañía, que desde el 24 de mayo de 1750, la residencia de la dirección estaría en Madrid[859]. Con fecha 13 de junio de 1750, el marqués de Matallana dirigió un informe al marqués de la Ensenada acerca de la rebelión ocurrida en Caracas con motivo o con pretexto de los abusos de la Compañía de Guipúzcoa, siendo de opinión que se empleasen medios suaves[860]. No solamente Caracas, sino toda la provincia de Venezuela se hallaba por entonces en constante inquietud y recelosa, contribuyendo al malestar la conducta de la Compañía, no sin que hagamos observar respecto a otro orden de cosas los beneficios que hizo al país. «Mientras duró la Compañía—escribe el Sr. de Pons—la provincia de Venezuela vió salir de la nada los pueblos de Parraguire, Guatire, Calabozo, San Juan Bautista del Pao, Montalbán, Ospero, la sábana de Ocumare, todos los sitios desde Macarao hasta el río de Tuy, Volcano, San Pedro, las Lagunetas, las Mostazas y el Frayle»[861]. Añade más adelante que en el año 1763, se embarcaron de cacao.
Fanegas. | |
Para España | 50.319 |
Para Veracruz | 16.864 |
Para Canarias | 11.160 |
Para Santo Domingo, Puerto Rico y Cuba | 2.316 |
El consumo total fué de | 30.000 |
Total | 110.659[862] |
La Compañía influyó para que prosperase el cultivo del cacao, algodón y de otros géneros, como también la industria de los cueros; pero el comercio que de aquellos géneros hicieron los habitantes de Venezuela con los contrabandistas holandeses, lo hacían a la sazón con los factores guipuzcoanos. La Compañía hizo construir en los puertos soberbios edificios, ya para alojar a sus factores, ya para colocar sus almacenes. Del mismo modo ella hizo los muelles de la Goayna y Puerto Cabello.
[607] Contribuyó no poco, en los últimos años del reinado de Carlos III, a la decadencia de la Compañía Guipuzcoana de Caracas y del comercio en general, la guerra entre Inglaterra y España, guerra que fué consecuencia del Pacto de Familia. Al salir del puerto de Goayna nuestros barcos—como sucedió en el año 1780—eran apresados por los corsarios ingleses[863]. Por último, la Corona comenzó a cercenar el monopolio de que gozaba la Compañía, hasta el punto que quedó, en 1781, equiparada á las compañías particulares, y cuatro años después, esto es, en 1785, se refundió en la Compañía Real de Filipinas (Apéndice P).
Desde últimos del siglo xviii aumentaron los cultivos en el país. Todos tienen noticia que en Venezuela, la provincia más poblada era la de Caracas, y de ella la parte más cultivada los valles de Aragua, que tienen unas 30 leguas cuadradas de superficie. Sus producciones principales eran el cacao, café y añil de Caracas, el tabaco de Barinas, los cueros y tasajos de los Llanos y las perlas de la isla Margarita. El algodón, planta indígena, se cultivaba en los citados valles de Aragua, en Maracaibo y en el golfo de Cariaco. La caña de azúcar, cuyo principal cultivo estaba en el mismo valle de Aragua y en el de Tuy, no logró mucha importancia. Por último, para el consumo de sus habitantes había, además, el plátano, el maíz, la yuca, el olivo, la viña, las hortalizas y los cereales; la miel era sumamente rica y las plantas medicinales abundaban mucho.
Por lo que al reino animal respecta, gozaba fama de excelente el ganado lanar y cabrío, siendo también bueno el vacuno, mular y caballar. No debemos olvidar que si los gobernadores de Venezuela, sucesores de Urpín, nada hicieron de particular durante dos tercios del siglo xvii y el primero del xviii, desde 1732 a 1763 fomentaron la cría de ganados y la agricultura D. Carlos y D. Vicente de Sucre, D. Gregorio Espinosa de los Monteros, D. Diego Tabares Ahumada, D. Mateo Gual y Pueyo, D. Nicolás de Castro y D. José Diguja.
En las regiones del Plata, la principal riqueza del país consistió en la cría de ganados, y en las llanuras no colonizadas del Centro y del Oeste, abundaban de un modo extraordinario la ganadería salvaje, que era cazada por el argentino. Por cierto que entre ganaderos y labradores las quejas fueron frecuentes. El procurador del Cabildo de Buenos Aires pidió, en el año 1677, «que pe ponga remedio en el exceso de que en muchas chácaras... hay muchos ganados que hacen daño a las sementeras y que por esta causa muchos pobres no quieren sembrar.» Posteriormente, y a medida que avanzaba la colonización, la abundancia de tierras cultivables desvaneció el malestar entre labradores y ga[608]naderos. No había fábricas. Los oficios se encontraban en lamentable estado, ejerciéndolos los indios, negros y alguno que otro español, porque no podía dedicarse á más elevadas tareas.
«Nuestra juventud debe ser educada en la vida industrial, y para ello ser instruida en las artes y ciencias auxiliares de la industria.
La industria es el único medio de encaminar la juventud al orden. Cuando Inglaterra ha visto arder la Europa en la guerra civil, no ha entregado su juventud al misticismo para salvarse; ha levantado un templo á la industria y le ha rendido un culto que ha obligado á los demagogos á avergonzarse de su locura.
La industria es el calmante por excelencia. Ella conduce por el bienestar y por la riqueza al orden, por el orden á la libertad; ejemplos de ello la Inglaterra y los Estados Unidos. La instrucción en América debe encaminar sus propósitos á la industria.
La industria es el gran medio de moralización.
La Inglaterra y los Estados Unidos han llegado á la moralidad religiosa por la industria; y la España no ha podido llegar á la industria y á la libertad por la simple devoción. La España no ha pecado nunca por impía; pero no le ha bastado eso para escapar de la pobreza, de la corrupción y del despotismo»[864].
Durante el esplendor de las misiones en el Paraguay se desarrolló grandemente la industria. El historiador Robertson, aunque protestante y enemigo de los españoles, dice lo siguiente: «Hallaron á los habitantes de estas tierras casi en el mismo estado en que se hallan los hombres cuando empiezan á reunirse en sociedad: carecían de todo oficio; procurábanse una precaria subsistencia con el producto de su caza ó pesca, y apenas conocían los primeros rudimentos de subordinación y de política. Los jesuítas tomaron á su cargo la instrucción y civilización de aquellos salvajes. Les enseñaron á cultivar la tierra, á criar animales domésticos y á construir edificios. Les hicieron reunirse en aldeas, instruyéronlos en las artes y fabricación, hiciéronles probar los atractivos del trato y las ventajas que proporcionan la seguridad y el buen orden. Estos pueblos se convirtieron de esta suerte en vasallos de sus bienhechores, quienes les gobernaron con el amor y cuidado que un padre á sus hijos. Respetados, amados y casi idolatrados, unos cuantos jesuítas imperaban sobre millares de indios»[865].
[609] Consistía la riqueza del Brasil en esmeraldas halladas en el río Doce y entre los peñascos de la Serra do Mar, en minas de oro y de diamantes, en el palo brasil, en el cultivo de la caña de azúcar, etc.
En suma: por el estudio que acabamos de hacer respecto á la cultura literaria, artística é industrial de nuestras colonias, bien puede afirmarse que la dominación española no era tan egoísta y tiránica como han dicho y repiten todavía no pocos escritores. Más pudo y debió hacerse; pero no es exacto que la metrópoli sólo pensaba en el oro y la plata que, abundantes, sacaba de las minas.
Breve y sumaria relación de los señores, y maneras y diferencias que había de ellos en la Nueva España, y de la forma que han tenido y tienen en los tributos: por el doctor Alonso de Zorita (sin fecha)[866].
Entre estos naturales—dice—había y hay, donde no los han deshecho, tres señores supremos en cada provincia, y en algunas cuatro, como en Tlaxcala y en Tepeaca; y cada uno de estos señores tenía su señorío y jurisdicción conocida y apartada de los otros. Había otros señores inferiores ó caciques. En México y en su provincia había tres señores principales: el de México, el de Tezcuco y el de Tlacopan ó Tacuba. En asuntos de guerra los señores de Tezcuco y Tacuba obedecían al de México; pero en lo demás eran iguales. Aunque en la sucesión de dichos señoríos supremos eran diferentes los usos y costumbres, la más común era por sangre y línea recta, de padres á hijos. No sucedían las hijas, sino el hijo mayor, habido en la mujer más principal de todas las que tuviera el señor, debiéndose notar que se consideraba principal si era una de las señoras de México. Si el hijo mayor, por enfermedad o por otra causa, no podía gobernar, el padre señalaba otro. Si sólo tenía hijas y alguna de ellas tenía hijos, el señor nombraba á un nieto. Los nietos de los hijos eran preferidos á los de las nietas, debiendo siempre entenderse que la madre del heredero fuera mujer principal. Si el señor no tenía hijos ó nietos, era elegido por elección uno de sus hermanos; y si tampoco tenía hermanos, recaía la elección en un señor principal. Cuando faltaba sucesor al señor de México, el elegido por los señores principales era confirmado por los señores supremos de Tezcuco y Tacuba; cuando faltaba sucesor á los señores supremos de Tezcuco ó Tacuba, los señores principales elegían su correspondiente sucesor, que era confirmado por el de México. En algunas partes, en México, por ejemplo, sucedían los hermanos aunque hubiese hijos; mas, acabados los hermanos, tornaba la sucesión por el orden dicho á los hijos del señor. Moctezuma sucedió á dos hermanos suyos que reinaron antes que él. Para la sucesión y para la elección se tenía en cuenta el valor y, en general, las buenas cualidades del elegido.
El elegido era llevado al templo, lo subían por las gradas cogido del brazo dos indios principales y lo cubrían con dos mantas de algodón, una azul y otra negra, en las cuales estaban pintados muchas cabezas y huesos de muertos, para que se acordase que se había de morir como los demás. Últimamente, el ministro le dirigía la siguiente plática: «Señor mío; mirad cómo os han honrado vuestros vasallos, y pues ya sois señor confirmado, habéis de tener mucho cuidado de ellos, y mirarlos como á hijos; y mirad que no sean agravia[614]dos, ni los menores maltratados de los mayores. Ya veis cómo los señores de vuestra tierra, vuestros vasallos todos, están aquí con sus gentes, cuyo padre y madre sois vos, y como tal los habéis de amparar y defender y tener en justicia, porque los ojos de todos están puestos en vos, y vos sois el que los habéis de regir y dar orden. Habéis de tener gran cuidado de las cosas de la guerra, y habéis de velar y procurar de castigar los delincuentes, así señores como los demás, y corregir y enmendar los inobedientes. Habéis de tener muy especial cuidado del servicio de Dios y de su templo, el que no haya falta de todo lo necesario para los sacrificios, porque de esta manera todas vuestras cosas tendrán buen suceso y Dios tendrá cuidado de vos.»
Acabada la plática, el señor otorgaba todo aquello y daba las gracias. Todavía se celebraban otras fiestas antes que el señor supremo comenzaba á desempeñar su cargo.
La segunda clase de señores se denominaban tec-tecutcin y eran nombrados por los señores supremos, sólo de por vida, en premio de sus hazañas en la guerra ó en servicio de la república. Dábales el señor supremo sueldo y ración.
La tercera clase de señores tenían el nombre de calpulles (tribu entre los israelitas), y la cuarta de pipiltzin, principales (los que en Castilla llamamos caballeros).
Acerca de la administración de justicia en México, en Tezcuco y en Tacuba había jueces a manera de Audiencia que aplicaban rectamente las leyes. Percibían el salario que les asignaba el señor. «Dicen los religiosos, antiguos en aquella tierra, que después que los naturales están en la sujeción de los españoles, y se perdió la buena manera de gobierno que entre ellos había, comenzó a no haber orden ni concierto y se perdió la justicia y policía y execución de ella, que entre ellos había, y se han frecuentado mucho los pleitos y los divorcios, y anda todo confuso.»[867] Riñendo un español con un indio, como el primero le llamase ladrón, embustero y otras palabras injuriosas, contestó el segundo: «de vosotros he aprendido todas esas cosas.»
Dichos jueces se colocaban al amanecer en sus estrados de esteras, donde permanecían hasta dos horas antes de ponerse el sol; oían los pleitos y daban las sentencias. Las apelaciones iban ante otros doce jueces, los cuales sentenciaban con parecer del señor. Lo más que duraba el pleito era ochenta días. No hacían distinción los jueces entre ricos y pobres, grandes y pequeños: «y porque un juez favoreció en un pleito a un principal contra un plebeyo, y la relación que hizo al señor de Tezcuco no fué verdadera, lo mandó ahorcar y que se tornase a ver el pleito, y así se hizo, y se sentenció por el plebeyo.»[868]
En las provincias y pueblos había jueces ordinarios, que tenían jurisdicción limitada para sentenciar pleitos de poca calidad y para prender a los delincuentes. Cada cuatro meses (el mes era de veinte días) acudían a una junta ante el señor—junta que duraba de diez a doce días—donde se terminaban los[615] pleitos importantes y los asuntos criminales, como también se trataban y resolvían otros asuntos de la república, adquiriendo dichas juntas el carácter de cortes.
Existían cárceles públicas para los delincuentes.
Celebrábanse los matrimonios conforme disponían sus leyes. Los solteros podían tener mancebas: un soltero se dirigía al padre de una joven y la pedía sólo para haber hijos. Cuando tenían el primer hijo, los padres de la joven requerían al mancebo para que la tomase por mujer o la dejara libre.
Las casas de los señores eran grandes y tenían jardines y huertas.
Ricos y pobres, grandes y pequeños criaban, educaban y enseñaban con todo esmero a sus hijos. Dignos son de encomio los consejos que daban los padres a sus hijos.
En carta que Hernán Cortés escribió al Emperador le decía que Tlaxcala era más grande, fuerte y de tan buenos edificios como Granada; que se hallaba abastecida de pan, aves, caza, pescado y legumbres; que había joyerías de oro y de plata, de piedras preciosas, de loza, etc.; que abundaban las tiendas de vestidos y calzado. Por lo que respeta a México también son de Cortés las siguientes palabras: «Tiene esta ciudad muchas plazas, donde hay continuo mercado, y trato de comprar y vender. Tiene otra plaza, dos veces más grande que la de la ciudad de Salamanca, toda cercada de portales, donde hay continuamente más de sesenta almas comprando y vendiendo, donde hay todo género de mercadurías que en toda la tierra se hallan, así de mantenimiento como de vitualla, joyas de oro y de plata, de plomo, de latón, de cobre, de estaño, de piedras, de huesos, de conchas, de caracoles y de plumas. Véndese sal y piedras labradas y por labrar, adobes, ladrillos, madera labrada y sin labrar, de diversas maneras. Hay calle de caza, donde venden todos los linajes de aves que hay en la tierra: gallinas, perdices, codornices y abantos, garcetes, tórtolas, palomas, pajaritos en cañuelas, papagayos, buharros, águilas, alcones, gavilanes, cernícalos y de algunas aves de rapiña; venden los cueros con su pluma y cabeza y pico y uñas; venden conejos, liebres, venados y perros pequeños, que crían para comer, castrados. Hay calle de herbolarios, donde hay todas las raíces y hierbas medicinales que en la tierra se hallan, y casas como de boticarios, donde se venden las medicinas hechas, así potables como ungüentos y emplastos. Hay casas donde dan de comer. Hay hombres, como los que se llaman en Castilla ganapanes, para traer cargas. Hay mucha leña, carbón, braseros de barro, y esteras de muchas maneras para camas y otras más delgadas para asiento, para esterar salas y recámaras. Y todas las maneras de verduras que se hallan, especialmente cebollas, ajos, puerros, mastuerzo, berros, borrajas, acederas, tagarninas, cardos. Hay frutas de muchas maneras, como ciruelas, cerezas, que son semejantes a las de España. Venden miel de abejas y cera, y miel de cañas de maiz, que son tan melosas y dulces como las de azúcar, y miel de unas plantas que en las islas llaman magüey, que es muy mejor que arrope; y de estas plantas hacen azúcar y vino y lo venden. Muchas maneras de hilado de algodón, de todos colores, en sus madejitas, que parecen propiamente a las del Alcaicería de Granada en las sedas, aunque este otro con mu[616]cha más cantidad. Venden colores para pintores cuantos se pueden hallar en España, y de tan excelentes matices, cuanto pueden ser. Venden cueros de venado, y son con pelos y sin ellos, muy blancos y teñidos de diversos colores. Venden mucha loza, en gran manera buena: tinajas grandes y pequeñas, jarros, ollas y otras infinitas maneras de vasijas, todas de singular barro y las más vidriadas y pintadas. Venden mucho maíz en grano y en pan, que hace mucha ventaja, así en grandor como en sabor a lo de las islas y Tierra Firme. Venden pasteles de aves y empanadas de pescado. Venden mucho pescado, fresco y salado, crudo y guisado. Venden huevos de gallina y de ánsares, y de todas las otras aves que he dicho en gran cantidad; venden tortillas de huevos hechas. Finalmente, que en estos mercados se venden todas cuantas cosas se hallan en la tierra, que son tantas y de tantas calidades, que, por la prolixidad y por me ocurrir a la memoria y por no saber los nombres, no las digo»[869].
Añade que en dicha plaza se halla una buena casa, especie de Audiencia, donde diez o doce jueces libran todos los casos y cosas que en el mercado acaecen.
Levántanse muchos templos en la ciudad, donde adoran a sus ídolos; residen continuamente en ellos los religiosos, todos vestidos de negro; nunca cortan ni peinan el cabello. Los templos tienen sus torres; en el principal se halla una que es más alta que la de la iglesia mayor de Sevilla.
Pagaban tributos en México los tec-calli, que eran gentes dependientes de los señores llamados tec-tecutcin; los calpulles o chinancalli, que eran labradores de tierras propias; los mercaderes, y los tlalmaites o mayegües, labradores que cultivaban tierras ajenas. No pagaban tributos los teutles ni los pilles, servidores del señor supremo, ni las viudas, ni los hijos solteros, ni los mendicantes, ni los impedidos para trabajar, ni los que se ocupaban en el culto de los ídolos. Pagaban los labradores los tributos en maíz, frígoles, algodón, etc.; los mercaderes en lo que trataban (joyas, ropas, plumas, etc.). Se ignora lo que valdrían los tributos, pero puede asegurarse que era poco.
Costa Rica desde mediados del siglo xvi hasta comienzos del xix[870].
Acerca de Costa Rica diremos que después que Felipe Gutiérrez murió en una expedición contra los indios, el licenciado Juan Cavallón afirmó en Costa Rica la dominación española. Nombrado Cavallón gobernador en el año 1561, se asoció para la conquista con Juan de Estrada Rávago, clérigo de Guatemala. En tanto que Estrada atravesaba el lago de Nicaragua con dos bergantines y cerca de 300 hombres, bajaba por el desaguadero, y siguiendo la costa del Atlántico, fundaba la villa del Castillo de Austria, el licenciado Cavallón salía de Granada con dirección á Nicoya, con 90 españoles, echaba los cimientos de la villa de los Reyes en el valle de Landecho y apresaba á los caciques Coyoche y Quizarco. Sucedióle, en el año 1562, Juan Vázquez Coronado, que sostuvo no pocas luchas con los indios, y atravesó la sierra, llegando á la provincia de Ara, que se le sometió. Luego descubrió minas de oro junto á los ríos Changuinola y Tilorio, sujetando las provincias de Muño, Tariaca, Buca, Auyaque y Pococi. Llegaron á la sazón á Costa Rica Fray Lorenzo de Bienvenida y algunos religiosos más destinados á la conversión de los indios. No carece de importancia la Provanza hecha en virtud de Real Cédula, sobre si es cierto que Juan Vázquez de Coronado entró y pobló la provincia de Costa Rica y Nueva Cartago.—Fechada en Santiago de Guatemala á 18 de agosto, año de 1564.
Tanto renombre alcanzó el citado Vázquez de Coronado, que algunos cronistas llegan á llamarle descubridor de Costa Rica. Lo cierto es que el Rey le nombró gobernador de la tierra por los días de su vida, según Real Carta dada en Aranjuez el 8 de abril de 1565[871]. Como Vázquez de Coronado había dicho en sus informaciones que, según sus cálculos, había 4.000 indios desde Quepo hasta Turucaca, con 1.600 hombres de guerra sólo en Coto, 20.000 indios en el interior de Costa Rica, y unos 40.000 en las costas del Atlántico, Juan Dávila, compañero de Vázquez en sus viajes, censuró tales exageraciones en carta dirigida al Rey el año 1566. Afirmaba Dávila que «había en Garabito hasta 500 indios, y los indios de Garabito, con los tices y botos, eran 500 á 600.» «En toda la provincia que llaman de Costa Rica habrá en toda ella 5.000 indios, y aguas vertientes á la mar del Norte, en todo lo que Juan Vázquez anduvo, no hay pasados de 2.000.» En aquel tiempo cada casa ó palenque tenía su cacique. «Una parentela de padres é hijos y nietos llamaban un pueblo y también provincia, según son los parientes pocos ó mu[618]chos»[872]. Continuó la colonización y fundó la ciudad del Nombre de Jesús el gobernador Perafán de Rivera, retirándose pronto del país porque no encontró las riquezas que buscaba. El repartimiento que hizo Perafán en enero de 1569 se hallaba fundado en los anteriores cálculos, bastante exagerados, acerca del número de indios. Dice que la población de Costa Rica era de 17.479. En el año 1573 una peste general hizo grandes estragos en el país. Por entonces (1575) comenzaron los frailes franciscanos á reunir los indios en los pueblos de Barba, Pacaca, Aserrí, Curridabat, Cot, Quircot, Tobosi, Ujarrás, Tucurrique y Turrialba.
El gobernador Diego de Artieda, sucesor de Perafán, echó los cimientos de una población, á la que dió su nombre; con fecha 1.º de abril de 1581 hubo de informar que los franciscanos habían bautizado desde 1577 á 1581 cerca de 7.000 indios, número que creemos bastante exagerado.
Dos años después, esto es, en 1583, Artieda formó el siguiente cuadro estadístico de los siguientes pueblos del interior:
En | Garabito | 500 | indios. |
" | Aserrí | 250 | " |
" | Cot | 80 | " |
" | Ujarrás | 200 | " |
" | Pacaca | 80 | " |
" | Chomes | 16 | " |
El gobernador Juan de Ocón y Trillo, mandó fundar (1605), la ciudad de Santiago de Talamanca y castigó a los indios quequexques y moyaguas. Juan de Mendoza y Medrano ordenó hacer una información (1615) acerca de Costa Rica y de su antigua capital Cartago, resultando que había bastante pobreza, y a ella debió contribuir la peste que ocasionó muchas víctimas en el valle de Reventazón, en Tuis, Atirro, Tucurrique, Cachí, Orosí, Turrialba y Ujarrás.
Entre otros gobernadores citaremos los siguientes: Alonso del Castillo y Guzmán (1618-1622), quien sacó 400 indios de Talamanca, muriendo una tercera parte a la llegada a Cartago y los demás fueron repartidos entre las familias españolas. En el año 1620 manifestó Diego de Mercado que los indios votos eran unos 1.000. El gobernador Juan de Echaúz (1624-1628), fué muy querido de los naturales de Costa Rica. En su tiempo una Real cédula (1626) fijó el número de españoles en 200, y se contaron (1627) indios tributarios los siguientes:
En | Parragua (siquirres) | 22 |
" | Orosí | 7 |
" | Atirro | 10 |
" | Pacaca | 70 á 80 |
" | Quepo | 100 |
" | Tucurrique | 16 á 18 |
" | Chomes | 3 |
[619] García Ramiro Coraje sacó (1628) algunos indios votos; Hernando de Sibaja trajo de los votos (1638) 56 indios güetares huidos de las encomiendas de Aserrí, Barba y Garabito; el capitán Gerónimo de Retes encontró (1640) unos 190 indios votos cerca de la confluencia del río San Carlos con el San Juan, hallándose entre ellos 60 varones; Diego de Zúñiga sacó después 90 indios votos que se establecieren en Atirro.
Celidón de Morales calculó, en el año 1644, la población española de Costa Rica en 200 hombres y los indios tributarios del interior en menos de 1.000; Juan Fernández de Salinas (1650-1655) calculó en 1651 unos 800 indios tributarios en el interior y no pudo remediar la pobreza cada vez mayor del país; Andrés de Arbieta, gobernador de Nicaragua, informó (1655) al Rey que había únicamente 620 indios tributarios en Costa Rica, y de ellos 100 de la Real Corona, añadiendo que existían pueblos de 30, de 6 y hasta 3 indios. Andrés Arias Maldonado y Velasco en Talamanca sacó (1659) algunos indios ateos del río Caen, afluente del Estrella, y el hijo del citado gobernador llamado Rodrigo Arias de Maldonado, entró en Talamanca el 1662 y 1663, sometiendo al cacique Cabsi con 1.200 indios. Desde entonces huyeron muchos indios de Talamanca al otro lado de la cordillera, los cuales fijaron su residencia en las llanuras que a la sazón llamamos del General. López de la Flor (1663-1673) no pudo contener las invasiones de los corsarios de Jamaica, y Juan Francisco Sáenz Vázquez declaró (1676) en una carta al Rey que en Caratgo había 600 indivíduos entre españoles, mestizos y mulatos, y en Esparza 100; también hacía notar que existían 22 pueblos de indios con sólo 500 personas.
Entre otros sucesos, haremos notar que los piratas ingleses en 1685 saquearon Esparza, repitieron el mismo hecho en 1686 e invadieron Nicoya en 1687, cometiendo todo género de desmanes. Por lo que respecta al número de habitantes, se contaron (1689) unos 297 y ocho familias de españoles en Bagaces, y en 1697 existían en el interior de Costa Rica 224 familias de indios. Según los libros parroquiales y otros documentos, la población de Costa Rica el 1.º de enero de 1700, llegó a tener entre españoles, indios, mestizos, negros, mulatos y zambos, 19.293 habitantes. Diezmaron la población las guerras civiles entre las tribus, la venta de indios como esclavos, las enfermedades y las pestes. Entre las enfermedades eran las principales las del pecho y las viruelas, causando muchas muertes la peste de 1614, la de 1654 y otras.
El Ilmo. Sr. José Antonio de la Huerta Caso, en virtud de Real orden del 10 de noviembre de 1776, mandó hacer un censo, basado en los padrones parroquiales. El bachiller D. Domingo Juarros, en su Compendio de la Historia de Guatemala, publicado en el año 1809, dice lo siguiente: «La ciudad de Cartago, su anexo Pueblo Nuevo, uno y otro 8.825 feligreses. Villa Nueva de San José, 8.316. Su anexo Escazú... Villa de Ujarrás, 714. Villa Vieja, 6.657. Su anexo Atajuela o Villa Hermosa, 3.890. La ciudad de Esparza... Sus anexos Bagaces y las Cañas... Barba, 988. La doctrina de Cot, 215. Quircot, 130. Tobosi, 122. Curridabat, 260, y Aserrí, 390. Orosí, Atirro y Tucurri[620]que... Boruca... San Francisco de Térraba y Guadalupe... Nicoya... Su anexo Guanacoste, 886»[873].
El gobernador D. Tomás Acosta comunicó a las Cortes el 19 de abril de 1809 que Costa Rica tenía 50 a 60.000 habitantes. D. Juan de Dios Ayala, sucesor de Acosta, manifestó a la Audiencia de Guatemala con fecha 5 de marzo de 1813, que no siendo posible elegir un Diputado á Cortes porque la provincia no llegaba a 60.000 habitantes, propuso que se uniese a parte de la de Nicaragua. El mismo Ayala, en su informe del 13 de noviembre de 1818, afirmó que la población era de 50 a 60.000 almas. Después (29 enero 1875) se dispuso que los pueblos de Nicoya y Santa Cruz debían considerarse agregados interinamente a Costa Rica.
«La Madre Patria, la hidalga y heróica España»[874], aunque tarde, tomó acertadas medidas para el bien y progreso de los países americanos. «Costa Rica, la olvidada y paupérrima Provincia, como gráficamente la llamaban los distinguidos y beneméritos gobernadores españoles D. Tomás de Acosta y D. Juan de Dios de Ayala, recabaron auxilios, apoyo y mejoras para ésta que tuvieron como su verdadera patria, gobernándola seria y morigeradamente, debió a estos dos hombres benéficos, a principios de este siglo, gran suma de tranquilidad y bienestar. Ambos murieron en Cartago, colmados de bendiciones y llorados por el buen pueblo costarricense, que tuvo en ellos, más que gobernantes, padres y protectores. El primero, ciego y retirado del servicio con el honorífico grado de brigadier de los Reales Ejércitos, vivió hasta cerca de los días de nuestra Independencia; y el segundo falleció poco tiempo antes, o sea a principios del año 1819. Mentores y moderadores de estos pueblos, no hay que extrañar que tanto contribuyesen a mantenerlos tranquilos en medio de las borrascas de época tan agitada»[875].
Descripción de la isla de Puerto Rico hecha el 1.º de enero de 1582, conforme a una Instrucción y Memoria de S. M.[876].
1.º Puerto Rico es la mejor población de la isla. Los indios llamaban a la isla Bosiguen y los españoles la denominaron Puerto Rico, a causa de la riqueza del país según unos, y según otros porque el puerto era muy bueno.
2.º El descubridor y conquistador de la isla fué Juan Ponce de León, natural de San Terbás del Campo.
3.º El clima es muy bueno.
4.º La superficie de la isla es muy áspera y montuosa, habiendo muchos ríos y arroyos. Carece de pastos para los ganados, abundando en cambio los árboles llamados Guayabo, que dan una fruta como manzanas, alimento de las vacas, puercos y aves.
5.º Cuando se ganó la isla había unos 1.000 indios y 500 indias; pero a la sazón eran muy pocos.
6.º La altura y elevación del pueblo de Puerto Rico se conoce por el eclipse que estudió Juan Ponce de León por mandado de Juan de Céspedes, gobernador de la isla.
7.º La villa denominada Nueva Salamanca o San Germán el Nuevo, fué fundada por el gobernador Francisco de Solís con los restos de la población Guadanylla, que estaba al Sur de la isla, quemada por indios caribes y robada por los franceses. También Salamanca ha sido robada por los franceses.
8.º Nada.
9.º La ciudad de Puerto Rico, cabeza de la isla, la fundó Juan Ponce de León en el año 21 y de su nombre la llamó San Juan. Despoblada la población llamada Parra, a causa de las malas aguas, se trasladó a tierra más saludable y distante legua y media; la nueva población fué San Juan.
10. El sitio de la ciudad de Puerto Rico es llano, levantándose en el sitio más elevado un convento de frailes dominicos.
11., 12. y 13. Nada.
14. Los indios de Puerto Rico, gente mansa, peleaban, los de la costa de la mar con flechas y arcos, y los de tierra adentro con palos a modo de bastones; temían a los indios de la parte de Levante que eran caribes o antropófagos.
15. En cada valle había un cacique, y bajo sus órdenes estaban otros capitanes (dibaynos); los españoles sacaron a los indios de sus respectivos pueblos para llevarlos a las minas, siendo ello la causa del acabamiento de la raza.
16. En la isla no hay pueblo alguno de indios; los españoles tienen la ciu[622]dad de San Juan de Puerto Rico y la villa de la Nueva Salamanca; esta población está en una sierra y el agua se halla lejos.
17. Las enfermedades más peligrosas en la isla son los pasmos, y se curan bebiendo el zumo de la yerba que llaman tabaco o aplicando fuego a la nuca o abajo de los riñones.
18. A la parte Sueste de la ciudad de San Juan hay una sierra que llaman de Loquillo, distante 10 leguas, cuyo nombre dieron los españoles porque en ella se cobijó un cacique que por espacio de algún tiempo tuvo en jaque a los cristianos; otra parte de la sierra se denominaba de Furudi, que quiere decir cosa llena de nublados, y hay una tercera que tenía el nombre de Espíritu Santo.
19. A una media legua de San Juan se encuentra el río Bayamón, por el cual suben barcos para el servicio de la ciudad, y en sus riberas hay haciendas de conucos, donde se hace el cazabe, que es el pan de esta tierra, y maíz, y donde se crían muchos plátanos. Otro río que se llama Toa está legua y media distante de la ciudad de San Juan y nace a 14 leguas en la sierra de Guabate; en la ribera del río se halla un árbol llamado leyba en lengua de indios, que en su tronco quiso un carpintero, de nombre Pantaleón, hacer una capilla y en ella un altar donde se dijera misa. Otro río que dicen Cebuco, al Oeste de la isla, es pequeño; en sus riberas se cría mucho ganado vacuno y porcuno. Considérase el río Guayanes casi tan grande como el Toa, y en sus riberas hubo muchas haciendas; también mencionaremos los ríos Arrecibo, Camuy, Guataca, Culibrina, Guaurabo, Guaynabo, Guadianylla, Triaboa, Xacagua, Cuamo, Albeyno, Guayama, Unabo, Guayamy, Jumacao, Pedagua, Fajardo, Río Grande y otros.
20 y 21. Nada.
22. Entre los árboles silvestres se halla el maga, de cuya madera hacían mesas, camas y otras obras de carpintería; del capa, árbol parecido a la encina, se servían para hacer navíos, casas, etc.; del ucar fabricaban prensas, cureñas etcétera, y del añón comían la fruta. Considerábanse como medicinales los árboles guayacán y palo-sano.
23. En la isla se crían granados, higueras, parras, naranjos, cidras, toronjas limoneros y limeras, etc.
24. Nada.
25. Las semillas de coles, lechugas, rábanos, nabos, etc., procedentes de España, fructifican en la isla.
26. En Puerto Rico abundan los vegetales medicinales: las hojas del arbolito que se llama higuillo pintado tiene la propiedad de curar las heridas, como también sucede lo mismo con el árbol del bálsamo y con el denominado Santa María; del manzanillo se cuenta que los que se echan a su sombra se levantan hinchados, y de la yerba conocida con el nombre de quivey se dice que es venenosa, muriendo en seguida el animal que la come.
27. Abundan los puercos montesinos, procedentes de los que se trajeron de España, y también las gallinas de Guinea, que trajo el año 49 Diego Lorenzo, canónigo de Cabo Verde.
28. En toda la isla se encuentran nacimientos de oro, de plata y de otros metales, que no se explotan, a causa «de acabarse los indios y de encarecerse los negros.»
29. Nada.
30. Las salinas principales se hallan en Cabo Rojo y en Guanica.
31. Muchas de las casas de la ciudad de Puerto Rico son de tapiería (mezcla de barro colorado arenisco, cal y tosca de piedra) y ladrillo, cubiertas de teja y algunas con azotea; no pocas casas se hacen con maderos clavados en el suelo y con tablas de palmera, cubiertas con teja.
32. Sobre la mar, puerto y barra de la ciudad de Puerto Rico está la fortaleza con una plataforma en donde se colocan doce piezas de artillería. A la entrada del puerto, en un fuerte que llaman el Morro, hay colocadas seis piezas medianas de bronce. El puerto sería fuerte e inexpugnable, si se colocasen dos pedreros y dos culebrinas gruesas, pues la fortaleza tiene buenos aposentos, salas, dos algibes de agua, etc.
33. Los tratos, contrataciones y grangerías de que viven los españoles de la Isla consiste en fábricas de cueros de los ganados vacunos, en ingenios de azúcar que hay once en la Isla, en cazabe, algo de maíz y jengibre. En los once ingenios se hacen anualmente quince mil arrobas de azúcar, y no se hace más por el escaso número que hay de negros.
34. El obispado reside en la ciudad de Puerto Rico y su metropolitano es el arzobispado de la Isla Española.
35. En la ciudad de Puerto Rico hay Iglesia Catedral que a la vez es parroquial y tiene las siguientes dignidades: Deán, Chantre, cuatro canónigos, dos racioneros, un cura y varios capellanes; en la ciudad de la Nueva Salamanca existe Iglesia parroquial.
36. También hay en Puerto Rico un convento de frailes dominicos; la Capilla Mayor fué fundada por García Troche, alcalde y contador de S. M. en la Isla, padre de Juan Ponce de León; otra Capilla la fundó Juan Guilarte de Salazar y doña Luisa de Vargas, su cuñada.
37. Existe en la ciudad de Puerto Rico un hospital de la Concepción de Nuestra Señora, fundado por Pedro de Herrera el año 24; tiene de renta unos 3.000 pesos. Existe otro hospital que llaman de San Ildefonso, fundado por D. Alonso Manzo, primer obispo de la Isla, Inquisidor general de las Indias y electo arzobispo de Granada.
38. La banda del Norte de la Isla no tiene puerto para las naves, pues la costa es brava, con muchos bajos y arrecifes; la banda del Sur tiene muchos y buenos puertos.
39. Nada.
40. Las mareas en la Isla son pequeñas; las mayores se verifican en las conjunciones y oposiciones de la luna, cuando la luna sale o se pone; la de la noche es mayor que la del día.
41. En la costa del Norte de la Isla, viniendo de la cabeza de ella hacia el Oeste, se encuentra la punta de Cangrejos; luego, corriendo de Norte Sur hasta el Cabo Rojo está la baya de San Germán, donde antiguamente estuvo e[624] pueblo así llamado, y después se hallan muy grandes bajos. Desde el puerto de Vargas al de San Germán, por entre arrecifes y la tierra de la Isla, pueden ir navíos pequeños, habiendo también otras ensenadas que llaman puerto Trances y puerto de Pinar. Desde el Cabo Rojo, por la banda del Sur de la Isla, yendo al Este, está el puerto de Guanica, el mayor que hay en todas las Indias; antiguamente estuvo allí el primer pueblo, que se despobló, porque los indios se alzaron y mataron a D. Cristóbal Sotomayor (hijo de la condesa de la Mina y secretario del Rey Católico) que era teniente de Juan Ponce de León, el Adelantado; no se tornó a reedificar por los muchos mosquitos que había en el país. Dos leguas por la costa hacia el Este se halla el puerto de Guadanilla, donde estuvo el pueblo así llamado y que quemaron los caribes; y cinco leguas más arriba el puerto de Mosquitas, al abrigo de la Isla de Antías. Tomó dicho nombre la isla de unos animalejos parecidos a conejos que se llaman antías, y tienen la cola como ratón, aunque más corta. Más adelante y a unas dos leguas y media hacia Este se encuentra el puerto de Cuamo, en el cual se han hallado gran cantidad de ostras de perlas, si bien ninguna viva ni perlas. Siguiendo la dicha costa se toca con el puerto de Aleey, puerto bueno, pero no cerrado; luego aparecen muchas isletas, llamadas las bocas de los infiernos, donde se ven puertos sumamente abrigados. Aparece después el gran puerto de Guamany, en seguida bayas y surgidores buenos, inmediatamente el puerto de Guayama y dos leguas y media más adelante el puerto de Maunabo. Otras dos leguas y media más adelante está el puerto de Jubucoa y desde dicho puerto a la cabeza de San Juan habrá cuatro leguas.
Fírmalo el Bachiller Santa Clara.
Tiempo adelante aprobó S. M. el bando publicado por el gobernador de Puerto Rico, imponiendo pena de la vida a los que extrajesen ganado vacuno y de cerda para las colonias extranjeras (16 de enero de 1777).[877]
Escritura de compañía entre Pizarro, Almagro y Luque[878].
En el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero; y de la Santísima Virgen Nuestra Señora, hacemos esta compañía.
Sepan cuantos esta carta de Compañía vieren, como yo Don Fernando de Luque, clérigo presbítero, vicario de la Santa Iglesia de Panamá, de la una parte, y de la otra el capitán Francisco Pizarro y Diego de Almagro, vecinos que somos en esta ciudad de Panamá, decimos: que somos concertados y convencidos, de hacer y formar compañía, la cual sea firme y valedera para siempre jamás en esta manera: Que por cuanto nos los dicho capitán Francisco Pizarro y Diego de Almagro tenemos licencia del señor gobernador Pedro Arias de Avila para descubrir y conquistar las tierras y provincias de los reinos llamados del Perú, que está, por noticia que hay, pasado el golfo y travesía del mar de la otra parte y porque para hacer la dicha conquista y jornada y navíos y gente y bastimento y otras cosas que son necesarias, no lo podemos hacer por no tener dinero y posibilidad tanta cuanta es menester; y vos el dicho Don Fernando de Luque nos los dais porque esta compañía la hagamos por iguales partes: somos contentos y convenidos de que todos tres hermanablemente, sin que haya de haber ventaja ninguna más el uno que el otro, ni el otro que el otro, de todo lo que se descubriere, ganare y conquistare, y poblar en los dichos reinos y provincias del Perú:
Y por cuanto nos el dicho Don Fernando de Luque nos disteis y poneis de puesto por vuestra parte en esta dicha compañía para gastos de la armada y gente que se hace para la dicha jornada y conquista del dicho reino del Perú, veinte mill pesos en barras de oro y de á cuatrocientos y cincuenta maravedís el peso, los cuales los recibimos luego en las dichas barras de oro que pasaron de vuestro poder al nuestro en presencia del escribano de esta carta, que lo valió y montó; y yo Hernando del Castillo doy fe que los vide pasar los veinte mil pesos en las dichas barras de oro y lo recibieron en mi presencia los dicho capitán Francisco Pizarro y Diego de Almagro y se dieron por contentos y pagados de ello. Y nos los dichos capitán Francisco Pizarro y Diego de Almagro ponemos de nuestra parte en esta dicha compañía la merced que tenemos del dicho señor gobernador y que la dicha conquista y reino que descubriéremos de la tierra del dicho Perú, que en nombre de S. M. nos ha hecho, y las demás mercedes que nos hiciere y acrescentare S. M. y los de su Consejo de las Indias de aquí adelante para que de todo goceis y hayais vuestra tercera parte, sin que en cosa alguna hayamos de tener más parte alguno de[626] nos, el uno que el otro, sino que hayamos de todo ello partes iguales. Y más ponemos en esta dicha compañía nuestras personas y el haber de hacer la dicha conquista y descubrimiento con asistir con ellas en la guerra todo el tiempo que se tardare en conquistar, y ganar y poblar el dicho reino del Perú, sin que por ello hayamos de llevar ninguna ventaja de lo que vos el dicho Fernando de Luque llevaredes, que ha de ser por iguales partes todos tres, así de los aprovechamientos que con nuestras personas tuvieremos y ventajas de las partes que nos cupieren en la guerra y en los despojos y ganancias y suertes que en la dicha tierra del Perú hubieremos y gozaremos, y nos cupiere por cualquier vía é forma que sea así á mí el dicho Francisco Pizarro como á mí Diego de Almagro, habeis de haber de todo ello y es vuestro, y os lo daremos bien y fielmente, sin defraudaros en cosa alguna de ello, la tercera parte, porque desde ahora en lo que Dios Nuestro Señor nos diere, decimos y confesamos que es vuestro y de vuestros herederos y sucesores, de quien en esta dicha compañía sucediere y lo hubiere de haber, en vuestro nombre se lo daremos y le daremos cuenta de todo ello á vos y á vuestros sucesores, quieta y pacificamente, sin llevar más parte cada uno de nos que vos el dicho Don Fernando de Luque, y quien vuestro poder hubiere y le perteneciere; y así de cualquier dictado y estado de señorío perpetuo, ó por tiempo señalado que S. M. nos hiciere merced en el dicho reino del Perú, así á mí el dicho capitan Francisco Pizarro, ó á mí Diego de Almagro, ó á cualquiera de nos, sea vuestro el tercio de toda la renta y estados y vasallos que á cada uno de nos se nos diere é hiciere merced en cualquiera manera ó forma que sea en el dicho reino del Perú, por vía de estado, ó renta, repartimiento de indios, situaciones, vasallos, seais señor y goceis de la tercera parte de ello como nosotros mismos, sin adicion ni condicion ninguna, y si la hubiere y alegaremos, yo el dicho capitan Francisco Pizarro y Diego de Almagro, y en nuestros nombres nuestros herederos, que no seamos oidos en juicio ni fuera de él, y nos damos por condenados en todo y por todo como en esta escritura se contiene para lo pagar y que haya efecto; y yo el dicho Don Fernando de Luque hago la dicha compañía en la forma y manera que de suso está declarado, y doy los veinte mil pesos de buen oro para el dicho descubrimiento y conquista del dicho reino del Perú, á pérdida ó ganancia, como Dios Nuestro Señor sea servido, y de lo sucedido en dicho descubrimiento de la dicha gobernacion y tierra, he yo de gozar y haber la tercera parte, y la otra tercera para el capitan Francisco Pizarro, y la otra tercera para Diego de Almagro, sin que el uno lleve más que el otro así de estado de señor como de repartimiento de indios perpetuos, como de tierras y solares, y heredades, como de tesoros y escondijos encubiertos, como de cualquier riqueza ó aprovechamiento de oro, plata, perlas, esmeraldas, diamantes y rubíes y de cualquier estado y condicion que sea, que los dichos capitan Francisco Pizarro y Diego de Almagro hayais y tengais en el dicho reino del Perú me habeis de dar la tercera parte. Y nos el dicho capitan Francisco Pizarro y Diego de Almagro decimos que aceptamos la dicha compañía y la hacemos con el dicho Don Fernando de Luque de la forma y manera que lo pide él y lo declara para que todos por iguales[627] partes hayamos en todo y por todo, así de estados perpetuos que S. M. nos hiciese mercedes en vasallos ó indios ó en otras cualesquiera rentas, goce el derecho Don Fernando de Luque, y haga la dicha tercia parte de todo ello enteramente y goce de ello como cosa suya desde el dia que su Magestad nos hiciese cualesquiera mercedes como dicho es. Y para mayor verdad y seguridad de esta escritura de compañía y de todo lo en ella contenido, y que os acudiremos y pagaremos nos los dicho capitan Francisco Pizarro y Diego de Almagro á vos el dicho D. Fernando de Luque con la tercia parte de todo lo que se hubiere y descubriere, y nosotros hubieremos por cualquier vía y forma que sea; para mayor fuerza de que lo cumpliremos como en esta escritura se contiene, juramos á Dios Nuestro Señor y á los Santos Evangelios donde más largamente son escritos y están en este libro Misal, donde pusieron sus manos el dicho capitan Francisco Pizarro y Diego de Almagro, hicieron la señal de la cruz en semejanza de esta + con sus dedos de la mano en presencia de mi el presente escribano, y dijeron que guardarán y cumplirán esta dicha compañía y escritura en todo y por todo, como en ella se contiene, sopena de infames y malos cristianos, y caer en caso de menos valer, y que Dios se lo demande mal y caramente; y dijeron el dicho capitan Francisco Pizarro y Diego de Almagro, amén; y así lo juramos y le daremos el tercio de todo lo que descubrieremos y conquistaremos y poblaremos en el dicho reino y tierra del Perú; y que goce de ello como nuestras personas en todo aquello en que fuere nuestro y tuvieremos parte como dicho es en esta dicha escriptura, y nos obligamos de acudir con ello á vos el dicho Don Fernando de Luque y á quien en vuestro nombre le perteneciere y hubiere de haber, y les daremos cuenta con pago de todo ello cada y cuando que se nos pidiere, hecho el dicho descubrimiento y conquista y poblacion del dicho reino y tierra del Perú; y prometemos que en la dicha conquista y descubrimiento nos ocuparemos y trabajaremos con nuestras personas sin ocuparnos en otra cosa hasta que se conquiste la tierra y se ganare; y si no lo hicieremos, seamos castigados por todo rigor de justicia por infames y perjuros; seamos obligados á volver á vos el dicho Don Fernando de Luque los dichos veinte mil pesos de oro que de vos recibimos. Y para lo cumplir y pagar y haber por firme todo lo en esta escriptura contenido, cada uno por lo que le toca renunciaron todas y cualesquier leyes y ordenamientos y pramaticas y otras cualesquier constituciones, ordenanzas que estén fechas en su favor, y cualesquiera de ellos para que aunque las pidan y aleguen, que no les valga. Y valga esta escriptura dicha, y todo lo en ella contenido, y traiga aparejada y lista la debida ejecución así en sus personas y bienes habidos y por haber, segun dicho es y dieron poder cumplido á cualesquier justicia y jueces de S. M. para que por todo rigor y más breve remedio de derecho les compelen y apremien á lo así cumplir y pagar, como si lo que dicho es fuese sentencia definitiva de juez competente pasada en cosa juzgada; y renunciaron cualesquier leyes y derechos que en su favor hablan, especialmente la ley que dice: «Que general renunciacion de leyes no vale.» Que es fecha en la ciudad de Panamá á diez días del mes de marzo, año del nacimiento de Nuestro Salvador Jesucristo de mil quinientos veinte y seis años: testigos[628] que fueron presentes á lo que dicho es, Joan de Panés, y Alvaro del Quiro, y Joan de Vallejo, vecinos de la ciudad de Panamá, y firmó el dicho Don Fernando de Luque y porque no saben firmar el dicho capitan Francisco Pizarro y Diego de Almagro, firmaron por ellos en el registro de esta carta Joan de Panés y Alvaro del Quiro, á los cuales otorgantes yo el presente escribano doy fe que conozco.—Don Fernando de Luque.—A su ruego de Francisco Pizarro, Joan de Panés.—A su ruego de Diego de Almagro, Alvaro del Quiro.—E yo Hernando del Castillo, escribano de S. M. y escribano público y del número de esta ciudad de Panamá, presente fuí al otorgamiento de esta carta y la fice escribir en estas cuatro fojas con esta, y por ende fice aquí este mi signo á tal en testimonio de verdad.—Hernando del Castillo, escribano público.
E
Carta del licenciado Cristóbal Vaca de Castro al emperador Don Carlos, participándole el asesinato del marqués Don Francisco Pizarro y la rebelión de Don Diego de Almagro, el Mozo.—Quito, 15 de noviembre de 1541[879].
Sacra Cesarea Catholica Magestad:
Por otras he escrito á V. M. como fué Dios servido que en el galeon en que venia de Panamá, no pudiese tomar la tierra del Perú por la via de Puerto Viejo, y arribé á un puerto de Andagoya, que se dice la Buena Ventura, desde donde se viene á esta tierra por la governaçion de Popayán; y cómo en Cali estove tres meses á la muerte, y de allí, durante la enfermedad, puse en paz á los governadores Venalcaçar y Andagoya, que estavan para se matar; y luego que enbié al puerto que he dicho, enbié una caravela á Lima y puertos del Perú á que supiesen cómo avia llegado allí; y desde Cali hize mensagero por tierra hasta aquí, á Quito, para que desde aquí se enbiasen las cartas á Lima, é asy se hizo.
Antes que llegase á esta çiudad, supe cómo los de Chile y parte de don Diego de Almagro habian muerto al marqués D. Francisco Pizarro, y luego lo escrebí á V. M. por la via del puerto do arribé; después acá, heme detenido algunos dias en escrevir á V. M., por poder escrevir algunas cosas determinadas y muestra de tiempo.
Segun he sabido por cartas de personas que estaban en compañía y conformidad de aquella gente y de algunos que aquí han venido, y por otras vias, el matar al Marqués estava acordado entre ellos dias ha, y ansí a mucho tiempo que ellos conpran armas y an allegado á sí la gente que han podido, aunque esperavan que viniese juez y si no quitase la governaçion luego al Marqués é le degollase, matar á los dos; y así tenian acordado de lo hazer conmigo. Despues que supieron por cartas que les escrivieron de corte y se lo publicó el Marqués y su secretario que yo no traya poderes para hazer lo que ellos querian y me tuvieron por muerto, executaron su propósito en la muerte del Marqués y en alçarse con la tierra, que es lo que se deseavan y así lo paresçe por las cossas é delitos que despues han hecho, de que daré aquí cuenta á V. M.
Un Juan de Errada, que hera como curador de Don Diego, hijo del adelantado Almagro, con otros diez que fueron con él, salieron de la casa de Don Diego, aviendo poco que el Marqués avia venido de misa, y no estavan con él sino su hermano Françisco Martín y un Francisco de Chaves, y fueron dando bozes por la calle «mueran traidores», sacadas las espadas y armadas dos vallestas y un arcabuz; y entrando en la casa del Marqués, topa[630]ron en la escalera con Francisco de Chaves, que se yva á su casa, y allí le mataron, y á dos criados suyos; y entre tanto el Marqués se vistió unas coraças; y dos pajes que defendian la camara á do estava, los mataron, y despues al Marqués con un pasador que le dieron por los pechos, y al Francisco Martín tanbien; y el Marqués se defendió valientemente y mató á uno de los contrarios; y entre tanto que esto pasava, el Don Diego con algunos de acavallo por las calles, que no saliese nadie de sus casas á ympedir aquel hecho; y luego hizieron resçebir por governador al Don Diego; y á los que en el cabildo contradixeron, que fué el liçenciado Benito de Caravajal y Diego de Aguero, los prendieron y quisieron degollar; y hecharon al Marqués y á su hermano en la Plaça cabe la picota, como á dos hombres comunes y mal hechores, y alli estovieron hasta la tarde, que un Barbaran los hechó en una sepoltura entrambos. Saquearon las casas de Francisco Martín y de Francisco de Chaves y de Antonio Picado; tomaron las naos que estavan en el puerto y les quitaron las velas y timones; tomaron á todos los de la çiudad los cavallos é armas; no les dan lugar que hombre ninguno salga fuera; tienen guardas en los caminos; degollaron publicamente á un Horiguela, dos ó tres días despues que llegó á Lima de Panamá, dizen que porque los llamó traydores y por alborotador; dízese que han hecho lo mismo de Picado; tienen voluntad y ponenlo por obra de hazer lo mismo con los amigos y parte del Marqués. Y sabiendo mi venida, no han enbiado ni escrito, antes enbiaron á un Garçia de Alvarado á los pueblos de la costa, Truxillo y Piura, con çiento y çinquenta hombres, en un galeon grande, que era del Marqués, para me prender, y sino hiziera lo que ellos querian, matarme; y allí tomó las armas y cavallos á los vezinos, é á muchos el oro é plata é todos los dineros que allí hallaron de difuntos, que algunos, Maçuelas y otros, avian allegado; y en el camino prendieron á un Cabrera con otros veynte é çinco que venian para mí, é al Cabrera é á un Bozmediano y un Villegas degollaron en San Miguel publicamente, y tambien diz que por alborotadores, que por tales tienen á todos los que quieren servir á V. M. Dízese que á un Caçeres é un Cardenas, que llevaban en el galeon presos avian degollado en Truxillo; prendieron á un liçenciado Leon, que venia agora de España, en San Miguel, que hazia lo que allí tocava en servicio de V. M., y muy bien.
Dicen que han enbiado á V. M., y publican que para que los perdone y haga merçedes; y esta ni es fidelidad ni voluntad de obedesçer, syno dar manera de dilaçión en el obedesçer las provisiones que yo trayo de V. M., entre el yr y venir, y rehazerse en este tiempo para su proposito, si pudiesen. Esto es lo que, de su parte de estos, se á hecho hasta agora.
Lo que de mi parte se á hecho es, que luego que supe, aunque por ynçierta nueva, en Popayán, la muerte del Marqués, escreví al governador Venalcaçar que no se fuese de Cali hasta ver otra mia; escriviome que él la tenia por çierta y por esto queria venir á Quito comigo: así lo hizo, puesto que me a detenido aquí algunos dias esperándole.
Despues que supe la certinidad de la muerte del Marqués, escreví luego y enbié mensageros á los capitanes que estavan en entradas desta parte de[631] Lima, á Alonso de Alvarado que estava en los Chachapoyas, é a un capitan Juan Pérez, que estava ay çerca, é a un Verdugo, que a dereçado çierta fortaleza cabe Caxamalca y está dentro con quarenta hombres, con yntençion de defenderse de los de Chile, sy viniesen; y al capitan Vergara, que estava en los Bracamoros. Y todos han holgado mucho con saber mi venida, y anme respondido que estavan todos aparejados para se juntar comigo en el camino, á do yo les escriviere, y con mucha afiçion de servir a V. M. Al capitan Alonso de Alvarado enbió Don Diego de Almagro á requerir que se juntase con él; é mandandoselo como governador, él les respondió que fuesen para traydores, que el avia de servir á V. M.; y así me a escripto que, aunque viniesen todos contra él, tenia aparejo para se defender; y lo mismo me escribió el cabildo de la Frontera, un lugar que se a poblado en los Chachapoyas.
Screvi luego asimismo al cabildo del Cuzco y personas particulares, y enbié el traslado auténtico por dos escribanos de la provision de governador que V. M. fué servido de darme y el testimonio de cómo aquí fuy resçebido por ella, y poder para la presentar y requerir. Escreví á un capitan Per Alvarez Holguín, que estava con çiento é çinquenta hombres en la tierra del Cuzco, que yva á una entrada; y despues escreví á Lima y enbié el mismo despacho por quatro vias, con cartas para el cabildo y para otras personas que solían ser de su parte, y agora les son contrarios, como es Gomez de Alvarado y otras personas de calidad. Escreví al Don Diego y enbié dos personas á la çiudad por espías, para que me escrivan lo que pasa ó venga uno; presto me verná de todos respuestas; y escreví á los pueblos de la costa y personas particulares della, y estaran todas de seruicio de V. M.
Y la gente que deste recaudo y provision se podrán juntar comigo, son el governador Venalcaçar, que á traido quarenta hombres, y a enbiado por otros çiento; alcançarme an en el camino, segun él dize. Muestra mucha voluntad de servir á V. M. De los capitanes Alonso de Alvarado y Juan Perez y Verdugo, dozientos; del capitan Vergara, çiento; de esta çiudad, con la copia de gente que ha venido á se juntar comigo y servir á V. M., saldrán más de dozientos; de los pueblos de la costa, con algunos pueblos de los de la sierra é gente que se an ydo allá al tiempo que vino á la costa García de Alvarado, çiento y çinquenta onbres y tengo por çierto que açercandome házia Lima, en Truxillo ó Caxamalca se me verná copia de gentes; por que, á lo que entiendo, hasta las piedras se querían levantar contra esta gente, y á lo que me han escripto, personas de credito, mucha de la gente que está con el don Diego, sabido que voy y llevo poder de governador, tienen voluntad de se venir para mi, y así lo dicen publicamente al don Diego; y para esto se dará en Lima de mi parte la manera que conviniere. Todas andan haziendo ynformaçiones que no fueron en la muerte del Marqués.
Demás desto, espero alguna gente de Panamá y Nicaragua, adonde enbié personas de recaudo por armas y cavallos, porque supe que en los que se avian de juntar conmigo avia falta de estas cosas, y provey que traxesen dos navíos con la gente que estoviese aparejada, para señorear la costa y que no se vayan estos ni hagan los daños que hazen. Escreví a los oydores é al governador de[632] Nicaragua é Guatimala é Mexico que, si por allí fuesen personas de acá, les prendiesen é secrestasen sus bienes é lo que llevasen, hasta hazerlo saber á V. M., ó se me escriviese.
A Gonçalo Piçarro, que es entrado á la Canela con dozientos hombres bien aderezados, enbié á llamar con quarenta hombres bien armados, y no pudieron yr más de treynta ó quarenta leguas, por estar toda la tierra de guerra, y supieron cómo Gonçalo de Piçarro está ya tan adentro y tan lejos de aquí, que, si no enbiase tantos como él llevaua y con tan buen recaudo, no podría aprovechar de alcançarles, ni pasar adelante, porque la tierra está toda de guerra y los ríos grandes y el camino lexos; y porque todavia fuera poner en aventura la gente que á esto enbiase, y la tardança que podrían hazer, quise más conservar esto aquí, por la necesidad que al presente se muestra, y así enbié á que se viniesen los quarenta hombres, que no podían pasar adelante.
En el Cuzco resçibieron á don Diego por Gobernador, y algunos vezinos se salieron, y á subçedido, que despues que llegaron mis cartas y despachos, que se metió dentro Pero Alvarez Holguín, con la gente que tenía y un capitan de arcabuzeros Pedro de Castro é un capitan Diego de Rojas, con la gente que tenia, é un Gomez de Tordoya é otros, é toda la gente de los Charcas é Arequipa, que quedó despoblada; y enbiaron á llamar á Pero Anzures, que estava en çierta entrada çerca, é á un Don Alonso de Montemayor, que yva con çien honbres de parte de don Diego al Cuzco, y le prendieron, y alguna gente de la que con él yva, se fué al Cuzco de su voluntad. A se sabido esto por cartas de Lima, que an venido a Truxillo é á San Miguel é porque por parte de don Diego se enbió á llamar á Garçía de Alvarado, que estava en la costa, como he dicho, con gente, diziendole lo que pasaba en el Cuzco, que fuese luego, porque el don Diego, con toda su compañía queria yr sobre él, diziendo que estava alçado, como si fuera por el turco, estando en servicio de V. M.; y así se partió el Garçía de Alvarado con toda su gente para Lima. Dizen que ay en el Cuzco quinientos hombres y muy bien armados y mill negros y con sesenta pieças de artilleria; porque, demás de la que allí avia, se llevó toda la que traxo á Arequipa una nao gruesa bien armada, de las del obispo de Plasençia, que pasó el Estrecho y quedó allí en Arequipa; y más una pipa de pólvora que traya; demás de traer consigo un Candia, que hace cada día muniçion. El don Diego y sus prinçipales no pueden sacar la gente de Lima, que dizen que no quieren yr ni pelear contra christianos: esto me escrivió agora un Aguilera, de Guamachuco, que vino allí poco ha de Lima, y otras personas, por cosa çierta.
Y lo que acá paresçe y se puede colegir de todo, es, aunque el fin de la guerra es dudoso, que estos no se pueden sustentar, porque, si van al Cuzco, puedoles tomar las espaldas é la tierra, sy vienen á esta parte, los del Cuzco hazen lo mismo; si estan quedos, juntamonos los unos y los otros y somos dos tantos; y aunque tomasen el Cuzco, que no se sabe cómo, segund son muchos é aperçebidos los de dentro, ay muchas causas para que sea tan reñido el negocio, que los de Chile an de perder mucha parte de su gente, y aunque sea poca, no queda para sostener ni hazer rostro, y los que quedaren del Cuzco se an de[633] juntar comigo, porque saben que, de los que tomaren, no an de dexar ninguno.
Esto es, en caso que, los de don Diego no se viniesen para mí algunos, que creo que serán muchos. Y como yo tenga de mi parte razon y justiçia, á quien Nuestro Señor Dios siempre corresponde, y la boz de V. M., tengo confiança que haré justicia destos, tan exemplar como latroçidad de sus delitos lo requieren, sin rompimiento ni batalla, que esta se á de escusar de mi parte lo que pudiere.
Tengo en mi compañía capitanes y personas cuerdas, sin las que se me an de juntar, y esperimentados, que se an hallado en la tierra é cosas en ella acaeçidas y en otras conquistas, servidores de V. M.; y ansí, todo lo de açá se tratará con la buena diligençia y buen consejo que ser pudiere, para dar á V. M. la cuenta que soy obligado.
Aunque yo tenía gran pena del trastorno de mi jornada, paresçe, segund muestran los negoçios, guiada por Dios; porque á executar esta gente la desverguença que tenian conçertada, la tierra se perdia, y en venir por este puerto de Quito, se á podido hazer y proveer lo que conviene, sin estorvo, que á ninguna parte llegara que lo pudiera hazer.
En las cosas que se an de hazer acá se entenderá, dando lugar el tiempo. Aquí se á començado á tomar quenta á los ofiçiales que agora ay, y todo anda mal parado, porque, desde que se ganó la tierra, no se á tomado cuenta y son muertos los oficiales syn tener fianças. A los principios no hubo libros de cuentas, syno papeles; dizen que no avia papel en la tierra, sacarse á en limpio lo posible y enbiaré á V. M. la relaçión de la cuenta y cobrança; y estando pacífica esta tierra, que será presto, plaziendo á Dios, queda aparejada para se poblar y hordenar lo de la hazienda, de manera que V. M. lleve más que hasta aquí; y tambien lo que toca á la justiçia y chistiandad y reformacion de la tierra, que hasta agora está hecho poco; deve aver sido la causa, las alteraçiones que ha avido.
A lo que he entendido desta provincia y Tierra Firme, me paresçe que estaria mejor el Audiençia en esta que en Panamá, porque casi todos los pleitos de allí son de esta tierra, y de Panamá y Nicaragua vienen aquí dos veçes en el año con su mercaduria, y podrian enbiar sus causas; y á Cartagena, tan bien le está yr á Santo Domingo como á Panamá, que con vendoval, es tan poco yr allí, como al Nombre de Dios, y muy pocas causas vienen de allí á Panamá, porque muchos de los que van á pleitos á Panamá se mueren de la enfermedad que allí ay, y si el pleito es largo no pueden allí asistir por la careza de la tierra y en esta provincia haria mucho provecho el Audiencia. V. M. provea lo que más fuere servido que será lo mejor.
Dizcese tambien acá, que allá se trabta de la entrada donde se tiene por çierto que ay lamina de esmeraldas. Sepa V. M. que ay acá quien la tome y lo haga bien á su costa syn partidos, sino que pueble la tierra y se reparta, y la mina quede por de V. M.; y para que se vea quan bien la busca, que ponga yo un vehedor ó dos. En semejantes cosas y otras que de acá se podrán pedir y escrevir V. M. se detenga hasta escrevirme, porque de todo podré enbiar desde acá çierta relaçion y lo que á mi paresçiere, sy V. M. mandare.
Llegado aquí con esta carta, vino á mi un mensagero de don Diego de Almagro y truxo solas dos cartas; una suya y otra del liçenciado Rodrigo Niño, que agora vino de España é luego fué á ser regente de don Diego. Lo que la carta de don Diego, en efecto, dezia es, contar las causas que huvo para la muerte del Marqués, y no concluye en que yo vaya ni obedesçer, sino que mirado por mi lo uno y lo otro, haga lo que fuere serviçio de Dios y de V. M. Quando este mensagero de allí partió, no heran llegados los mios, segund él dize. Escribeme el Rodrigo Niño, entre otros desvarios, que no vaya yo allá hasta que venga respuesta de V. M., porque vea la voluntad que estos tienen, yo respondí á todo lo que convenia, y en esto no ay más que dezir. De Truxillio y de otras partes me an escripto el don Diego y sus secazes enbian á mi á Francisco de Barrionuevo y á un Oñate. Dios lo guie todo á su serviçio y al de V. M., y como convenga al bien desta tierra.
Los yndios de la ysla de la Puna mataron á un Çepeda que los tenia á cargo; dizenme que á su culpa. Luego se porná en ello remedio, y, para lo uno y lo otro partiré de aquí en fin deste mes, plaziendo á Dios. El qual guarde y prospere la vida é ymperial estado de V. M. Desta çiudad de Quito á quince de noviembre deste año de 1541 años.
De algunas cosas, que por acá conviene se dén provisiones y cartas, se dará allá noticia á V. M. y Consejo. Suplica á V. M. las mande despachar.
Agora me an escrito que pasó una caravela por Paita, que venia de Lima, y que venia en ella el obispo del Cuzco y un dotor Velazquez, casado con una su hermana; fué teniente general del Marqués. Dizenme que viene huyendo para mí: no sé lo çierto.
De Vuestra Cesarea Catholica Magestad, humill criado y servidor que sus Reales pies y manos beso.—El liçenciado Vaca de Castro.
F
Carta del virrey D. Antonio de Mendoza al emperador D. Carlos, contestando a un mandato de S. M. relativo al repartimiento de los servicios personales en la Nueva España[880].
Guastepeque, 10 de junio de 1549.
Reçibi la carta de V. M. hecha en Agusta á XI de hebrero, y por ella me manda V. M. me dé priesa en hazer el repartimiento. Las condiçiones y particularidades que V. M. manda que se miren en este negoçio son muchas y á requerido tienpo para entendellas y para que aya razon de todo. Negoçios de calidad que se an ofresçido, y aver andado con poca salud, á ynpedido algo este negoçio, porque avrá un año que, estando para yr á visitar la provinçia de Guaxaca, que es lo que me falta de ver en toda esta Nueva España que sea de calidad, me empeçó una enfermedad que me convino salir de México y venir á tierra caliente, y en ella me apretó de arte que no se pensó que escapara. Yo boy convalesçiendo y con mejoría, aunque todavía estoy en la cama y me quedan algunas reliquias de la enfermedad, y con todo esto tengo al cabo y casi hecho el repartimiento; mas a venido una çedula de los gobernadores en que por ella mandan que no se den serviçios personales de yndios para hechar á las minas, ni para sus casas, ni otros serviçios y obras, y que los tales serviçios personales se quiten de las tasaçiones y se buelvan á tasar y comuten en otra cossa: será mucho estorvo y dilaçion para lo que V. M. me tiene mandado, porque será nesçesario bolver á hazer de nuevo lo que tenía hecho, y es dar una buelta á toda la tierra, y muy gran baja á las minas de plata, las quales andan al presente más prósperas que hasta aqui, y cada día se descubren en toda la tierra. En esta Nueva España, loado Nuestro Señor, ay salud, así en los españoles como en los naturales, y toda quietud y sosiego. Nuestro Señor, la Sacra Catholica Çesarea persona de V. M. guarde y ensalçe con acresçentamiento de mayores reynos y señoríos, commo sus criados deseamos. De Guastepeque 10 de junio de 1549 años.
Sacra Catholica Çesarea Magestad, muy humil criado de Vuestra Sacra Catholica Magestad, que sus Reales pies y manos besa,
D. Antonio de Mendoça.
Sobre.—A la Sacra Catholica Çesarea Magestad del ynvitísimo Emperador Rey d'España nuestro Señor[881].
[636] Carta del padre provincial Fray Alonso de la Veracruz al príncipe Maximiliano, suplicando suceda en el gobierno de la Nueva España al virrey D. Antonio de Mendoza, su hijo D. Francisco.—Nueva España, 1.º de octubre de 1549.
Muy alto y muy poderoso Señor:
El Spiritu Sancto sea en el alma de V. A. El oficio que al presente tengo, aunque indigno, de la orden de Sancto Augustin en esta Nueva Spaña, me fuerça á screvir á V. A, sobre lo que veo ser necesario en estas partes, para el seruicio de Dios y de S. M., que como vemos que en el cuerpo natural á los miembros de la cabeza se les comunica su ser, vivir y hobrar, no menos en un cuerpo místico de republica, del bien de la cabeza á los miembros redunda.
Esta Nueva Spaña, altíssimo Señor, ha tenido y tiene al presente su felicidad y prosperidad en estar subjecta á un tan catholico Monarca y ser acá gobernada por D. Antonio de Mendoça; y como naturalmente las cosas deseen su conservacion, esta republica, callando, da bozes temiendo su interitu, viendo que su governador y cabeza está ya cargado, pesado y más para descansar que para trabajar. Por tanto pide ser socorrida y será si V. A. provea en estas partes, gobierne y sea visorey D. Francisco de Mendoça, hijo de D. Antonio de Mendoça, el qual tiene tanto ser y valor y intilligencia de los negocios y cosas de la tierra, que me pareze es un traslado de su padre, el qual don Francisco, siete annos á no entiende en otra cosa sino en ver y en los negocios de la governacion studiar; y de verdad, poderoso Señor, que entiendo, si no me engaño, que si á tal padre otro que su hijo sucediesse, se daría con todo al traves; porque tengo entendido que vendría algun rey que no conociesse á Joseph, como allá en el Exodo se dize, y fatigaría al pueblo de Israel, que a esta natural gente no la entendería ni amaría, y de ay sucedería lo que todos los religiosos tememos; y pues Nuestro Señor proveyó á V. A. por gobernador en essa vieja Spaña, en esta Nueva sea puesto quien la sustente y augmente en lo spiritual y tenporal, pues á D. Francisco de Mendoça ni le falta saber, ni edad, ni las demás qualidades que en tales personas an de concurrir. Nuestro Señor á V. A. prospere y estado acresciente á su servicio. De esta Nueva Spaña, primero de octubre de 1549.
Capellán de V. A.,
Fray Alonso de la Vera Cruz,
Provinçial.Sobre.—(Al) muy alto y poderoso Señor Príncipe Maximiliano.
Carta del licenciado Pedro de la Gasca á los príncipes de Hungría y Bohemia, Maximiliano y María, gobernadores de España, dándoles cuenta del estado de los asuntos en el Perú. Puerto de la ciudad de Los Reyes, 6 de diciembre de 1549[882].
Muy altos y muy poderosos señores:
La carta de Vuestras Altezas de XXII de hebrero deste año, rescebí á XIII de noviembre proximo passado y muy gran favor en mostrarse Vuestras Altezas servidos de lo que acá se ha hecho en la pacificacion desta tierra, en la qual solo de my parte ha havido la fee que de buen vasallo de S. M. en my hay, porque todo lo demas ha hecho Dios que con my particular mano guía y favoresce las cosas de S. M.; y para que todo se atribuyese á su divina bondad de quien todo bien viene, quisso escoger instrumento tan inutil como yo, á quien nada se puede atribuyr.
Del estado que al presente las cosas acá tienen, hago relacion á los del Consejo de las Yndias, para que ellos, á tiempo, y con menos pesadumbre é fastidio, le dén á Vuestras Altezas y por esso no torné yo en esta más de qué hazerla sino que, loores á Dios, estas provincias están en mucha paz é sossiego, y en el estado que conviene para el servicio de Dios y de S. M.; y á los que en ellas viven, ansy españoles como naturales, los quales, con el buen tractamiento que se les haze y con ver que se les guarda justicia y que son defendidos de los robos y desventuras passadas, se van cada día reformando y afficionando á nuestra Santa Fee Catholica, y ansy, muchos caciques, que son los principales señores dellos, se han tornado christianos. Plegue á Nuestro Señor de lo llevar adelante, y que conserve y augmente las muy altas y muy poderosas personas y estado de Vuestras Altezas por muchos y bienaventurados años á su santo servicio, como los vassallos de S. M. deseamos y hemos menester.
Del puerto de la ciudad de Los Reyes, VI de diciembre de 1549.
De Vuestras Altezas humilde siervo que sus reales manos besa.
El licenciado
Gasca.
Sobre. A los muy altos y muy poderosos señores (Príncipe) y Princesa, gobernadores de (España).
El P. Jesuíta Juan Ignacio Molina nació en Talca (Chile) en 1740 y murió en Bolonia (Italia) en 1829. Dedicóse al estudio de las lenguas clásicas y también al de algunas modernas, siguió los principios filosóficos de Newton y de Euler, desempeñó el cargo de bibliotecario del Colegio de los jesuítas de Santiago y abandonó a Chile después de la supresión de la compañía en las colonias españolas. Pasó a Italia en 1767, estableciéndose al poco tiempo en Bolonia, donde se dedicó a la enseñanza. Sus obras, llenas de noticias verdaderas e interesantes, se intitulan: Compendio di storia geografica naturale e civile del Regno del Chili (Bologne, 1776); Saggio sulla storia naturale del Chili (Bologne, 1782), y Saggio della storia civili del Chili (Bologne, 1787). Se tradujeron al inglés, al francés y al español[883].
Jorge Juan, de nobiliaria ascendencia levantina, nació en Novelda, villa perteneciente entonces al reino de Valencia y hoy á la provincia de Alicante, el 5 de enero de 1713. Sus padres, D. Bernardo Juan y Canicia y D.ª Violante Santacilia Soler de Cornella residían de ordinario en Alicante; pero D.ª Violante fué a pasar la temporada de embarazo a una finca rústica en las inmediaciones de Novelda, donde dió a luz al que luego había de merecer de su siglo el dictado de Sabio Español.
Huérfano de padre a los tres años, quedó bajo la tutela de unos tíos suyos, quienes le dieron excelente educación en Zaragoza. Allí estudió la Gramática Latina.
Como era costumbre en aquella época que los vástagos de familias nobles de las naciones católicas ingresasen en alguna orden militar, Jorge Juan, a los doce años, fué llevado a Malta, en cuya ciudad recibió el hábito de dicha orden, una de las más antiguas y distinguidas. Esto le obligó a permanecer soltero durante su vida, lo cual llevaba consigo el voto que hacían los que en dicha orden ingresaban.
En Malta—según dicen los cronistas—desempeñó el cargo de paje del Gran Maestre. Apenas hubo cumplido diez y seis años, esto es, en 1729, se dirigió a España, decidido a servir en la marina real. Expidiósele la carta orden para su ingreso en la Compañía de Reales Guardias Marinas de Cádiz. Durante los seis meses en que no hubo vacante, asistió a la Academia, y allí estudió Aritmética, Geometría Elemental, Trigonometría, Esfera, Globos y Navegación. Al comenzar el 1730 logró plaza y salió a campaña contra los moros argelinos; después pasó a Nápoles en la escuadra que condujo al infante don Carlos para ocupar aquel trono, concurriendo, por último, a la expedición contra Orán.
En este lapso de tiempo, o sea, desde 1730 hasta 1734, continuó sus estudios de Matemáticas elementales y superiores, alternándolos con las campañas marítimas que sólo se verificaban durante el verano. Dióse a conocer en esos estudios como joven de clarísima inteligencia y de mucha aplicación.
Pronto se vió que estaban en lo cierto los que habían formado de Jorge Juan idea tan elevada. Deseando la Academia de Ciencias de París resolver de un modo definitivo el hasta entonces dudoso problema de la figura y dimensiones de nuestro planeta, formó con tal objeto dos comisiones de eminentes matemáticos y académicos para medir el grado de meridiano terrestre en las inmediaciones del Polo y del Ecuador, a fin de que, comparando las medidas resultantes, se dedujese la forma exacta de la Tierra. Los sitios que se eligieron para efectuar dichas operaciones fueron la Laponia del Norte y la América Ecuatorial. Suecia quiso que su famoso astrónomo Celsio acompañase a la co[640]misión francesa encargada de operar allí, y España solicitó que los Guardias Marinas de Cádiz Jorge Juan y Antonio Ulloa fuesen también con la comisión destinada a trabajar en territorio español[884]. Contaba a la sazón Jorge Juan veintiún años y Antonio Ulloa diez y nueve. Para suplir esa falta de edad y para darles mayor representación y carácter, fué preciso conferirles el empleo de teniente de navío, saltando por encima de alférez de fragata, alférez de navío y teniente de fragata, es decir, dándoles cuatro ascensos de una vez. Resolución semejante revela bien a las claras el concepto que por su saber merecían aquellos jóvenes marinos, así como el atraso de los demás elementos de la sociedad española.
Los académicos franceses designados para hacer sus estudios en la América Ecuatorial eligieron como lugar más a propósito el territorio de Quito, que se halla bajo la línea equinoccial.
A bordo del navío Conquistador y de la fragata Incendio, salieron de Cádiz el 28 de mayo de 1735 Jorge Juan y Antonio Ulloa, y con ellos fué también el nuevo virrey del Perú, en cuyo distrito habían de verificarse los trabajos científicos. El día 9 de julio fondearon en Cartagena de Indias, donde esperaron cinco meses la llegada de la comisión francesa. Mientras tanto, se dedicaron a estudiar el país en todos sus aspectos. Para conocer el mérito de los trabajos realizados por ambos, bastará leer la siguientes obras: Disertación histórica y geographica sobre el meridiano de demarcación entre los dominios de España y Portugal, y los parajes por donde passa en la América Meridional, conforme a los tratados y derechos de cada Estado. Madrid, MDCCXLIX.—Noticias secretas de América sobre el estado naval, militar y político de los reynos del Perú y provincias de Quito, costa de Nueva Granada y Chile. Londres, 1826. Relación histórica del viaje á la América Meridional hecho de orden de S. Magestad para medir algunos grados de meridiano terrestre, y venir por ellos en conocimiento de la verdadera figura y magnitud de la tierra, con otras varias observaciones astronómicas y phisicas. Madrid, 1743. Las mencionadas obras se tradujeron a muchos idiomas extranjeros.
Habiendo terminado sus trabajos la comisión francesa el 1745, diez años después de haber salido de España nuestros jóvenes marinos, los dos marcharon por tercera vez a Lima, ya para despedirse del virrey, ya para buscar embarcación y regresar a la Península. Decidieron hacer el viaje por el Cabo de Hornos y no por la vía tan trillada del istmo de Panamá. Fueron tan cautos, que determinaron hacer el viaje en buques diferentes, pues así evitaban el riesgo de que yendo en uno mismo, si se perdiese, desaparecerían documentos de trabajos científicos tan interesantes.
Jorge Juan hizo el viaje de regreso en una fragata francesa. Lo mismo hizo Antonio Ulloa, quien fué apresado por los ingleses el 13 de agosto de 1745 a la vista de la isla de Terranova y conducido a Inglaterra. Como era de esperar, no se le trató como prisionero de guerra, antes al contrario, se le[641] hizo cariñoso recibimiento y mereció toda clase de consideraciones en la Real Sociedad de Londres, que presidió el inmortal Newton.
Por su parte Jorge Juan llegó felizmente a Brest (31 octubre 1745) y se dirigió a París, mereciendo el alto honor de que le nombrasen Socio de la Real Academia de Ciencias. Allí supo que la expedición enviada a Laponia no había dado resultado alguno, tal vez por lo helado y rígido de aquel clima. Poco importaba este contratiempo. Comparando la medida del grado de meridiano en el Ecuador con la obtenida en la medición del meridiano de París, resultó que la Tierra era una esferoide achatada hacia los polos.
Jorge Juan llegó a Madrid a principios del año 1746, cuando todavía no se conocían bien sus trabajos. Además, después de once años de ausencia, halló cambiada completamente la corte. A Felipe V le había sucedido Fernando VI y al ministro que le diera la comisión, el marqués de la Ensenada, excelente ministro de Marina y hombre de superiores dotes; pero—sin que conozcamos los motivos—poco dispuesto a favorecer la publicación de los estudios del Sabio Español.
Tentado estuvo Jorge Juan para dejar a España y volverse al servicio de Malta. Hizo la casualidad que se enterase de ello el Teniente general D. José Pizarro, con quien trabó amistad Jorge Juan en Chile. Pizarro procuró disuadirle de resolución tan extrema y habló a Ensenada, logrando obtener los recursos suficientes para la publicación de aquellas obras, recibidas con gran aplauso en toda Europa.
La Marina de Guerra española necesitaba adelantos y mejoras que las extranjeras poseían. Con el encargo de estudiar los métodos de construcción y tomar cuanto pudiera ser de utilidad para nuestra marina, Jorge Juan, después que hubo ascendido a Capitán de Fragata, salió para Inglaterra en noviembre de 1748. Los constructores ingleses encontraron en el marino español, no aprovechado discípulo, sino excelente maestro.
A su vuelta a España fué ascendido a Capitán de Navío y nombrado Director de los Arsenales. Entonces proyectó y dirigió las obras de los del Ferrol y Cartagena, que aún hoy son admirados por su solidez y perfección, pudiendo ser considerado Jorge Juan como el fundador de aquellos establecimientos de construcción naval. En ellos emprendió las nuevas construcciones y de ellos salió aquella poderosa armada, que pocos años después había de surcar los mares en el reinado de Carlos III.
Obedeciendo órdenes del gobierno recorrió la Península de un extremo a otro, visitando todos los puertos y establecimientos marítimos, levantando planos para ejecución de obras (las que muchas, por desgracia, no se realizaron), y siendo por todos consultado acerca de obras hidráulicas, laboreo de minas y proyectos de canales y riegos.
Se le dió la comisión de estudiar la liga y afinación de monedas y cuanto con su fabricación se relaciona. Sus trabajos fueron el fundamento de la instalación de la fábrica de la moneda de Madrid con arreglo a los últimos adelantos: Jorge Juan puede ser considerado como el fundador de la Casa de la Moneda que hoy existe en la Corte. Por esta razón, cuando se edificó el ba[642]rrio de Salamanca, se dió el nombre de Jorge Juan a la calle que, partiendo del paseo de Recoletos, con ella confina la fachada del mediodía de la Casa de la Moneda.
Habiendo sido nombrado el 1751 Capitán de Guardias Marinas con residencia en Cádiz, entonces publicó el Compendio de Navegación, en cuya obra se halla todo cuanto había adelantado dicha ciencia hasta su tiempo. Aprovechó su estancia en Cádiz para establecer el Observatorio de San Fernando, único que durante mucho tiempo existió en España.
En Cádiz, y en su propia casa, dió habitación a los fundadores de una Asamblea amistosa literaria, que fué como ensayo para la Academia de Ciencias que se trataba de fundar en Madrid. Allí leyó algunas memorias, de las cuales una le sirvió de base para la gran obra que debía inmortalizar su nombre, El examen marítimo, publicada el 1771, dos años antes de su muerte. El Instituto Real de Francia hubo de decir que era el tratado más profundo y más completo que se había escrito sobre la materia.
Nuestro querido discípulo D. Tomás Abad Amorós (curso de 1913 a 1914) escribe lo que a continuación copiamos: «Esa obra nunca bastante encomiada, que constituye el honor más preciado de la cultura de nuestra patria y de nuestra Marina militar, marca el período más culminante de la labor científica de Jorge Juan, pues en ella creó una rama importantísima de la Ciencia de la mecánica. Hasta entonces la construcción de los buques y su manejo había sido un arte deducido de la práctica y perfeccionado por ella; pero nuestro sabio les dió carácter científico, estableciendo por primera vez las bases teóricas de la Arquitectura naval y de la Mecánica de los buques, con fórmulas tan exactas y precisas que son al presente el fundamento de estas nuevas ciencias y el origen del progreso que desde aquellos tiempos ha tenido la construcción de los buques. Resulta, por tanto, El examen marítimo, una producción verdaderamente genial que causó completa revolución en la ciencia naval, colocó a nuestro Jorge Juan a la altura de los hombres de ciencia más eminentes de Europa y consolidó el epíteto de Sabio Español con que venía siendo conocido.»
En 1766 ascendió a Jefe de Escuadra y se le concedió el tratamiento de Excelencia.
El Rey le nombró Embajador extraordinario en la Corte del Sultán de Marruecos, para donde salió el 15 de febrero de 1767 en compañía de Sidi-Amed-el-Gacel, que había venido a España con igual carácter por orden del soberano marroquí. Seis meses permaneció en Marruecos desempeñando con tino y prudencia su cometido.
A su vuelta, deseando Fernando VI mejorar la educación de la nobleza, le confió la dirección del Real Seminario de Nobles, de la que tomó posesión el 24 de Mayo de 1770.
Una vida de tanta actividad mental y física cayó prematuramente en postración profunda. Hacía ya algunos años que venía padeciendo de cólicos biliosos que frecuentemente interrumpían sus tareas científicas y le ponían en[643] trance de muerte. El 23 de junio de 1773, a los 60 años de edad, como herido por un rayo, murió por una parálisis cerebral.
España entera lloró la muerte del insigne hijo de Novelda. Sus funerales en la parroquia de San Martín fueron suntuosos. Depositado su cadáver en una de las bóvedas de dicho templo, se trasladó después a la Capilla de Nuestra Señora de Valbanera, que fué destruída durante la invasión francesa de 1808. El gobierno de José Bonaparte proyectó erigir en San Isidro un panteón donde reposasen los restos de españoles ilustres. En espera de que el panteón llegara a terminarse, los de Jorge Juan se trasladaron desde su antiguo mausoleo a la Casa Municipal. Al erigirse, año 1845, en la ciudad de San Carlos, provincia de Cádiz, el panteón de Marinos ilustres, allí fueron llevados los restos del esclarecido sabio, gloria de la Armada Española y de su patria.
Carta de Fray Francisco de Bustamante y de otros religiosos de la orden de San Francisco al emperador Don Carlos, exponiendo la necesidad de adoptar disposiciones para evitar competencias entre el virrey y la Audiencia de la Nueva España.
México, 20 de octubre de 1552.
Sacra, Catholica, Çesarea, Real Magestad. Por cartas de V. M. nos ha sido mandado que, de lo que se ofreciere tocante á vuestro Real servicio y conciencia y al buen gobierno destas dos repúblicas española é indiana, demos relación. Ayuntados en nuestra Congregacion capitular, é confiriendo sobre lo dicho, pareció hazer saber á V. M. como al presente ay gran confusion en esta tierra, asi entre indios y españoles, como entre el Vyrrey y la Audiencia. Porque él, como governador, quiere prover lo que le parece que más conviene á la utilidad y buen gobierno de la tierra, y la Audiencia, por vía de appellacion, desaze lo que vuestro Visorrey manda y provee; de donde se sigue que los negocios no tienen buena expedicion, y los que tocan á los yndios se haze pleyto ordinario dellos, y como no se saben defender, redunda en daño dellos. Lo otro, que la persona del visorrey, que representa la vuestra, pierde gran parte de la auctoridad; lo qual parece causar gran detrimento en los yndios, á causa de tener ellos grande acatamiento y repecto al que representa la persona de V. M., y este pierde, viendo que la Audiencia desaze lo que el visorrey ha proveydo. Por lo qual, supplicamos á V. M. mande declarar á qué se estiende la Autoridad y poder de vuestro visorrey, y si proveyendo él como governador, ha lugar la appellacion, de lo que él proveyere, para vuestra Real Audiencia; porque acá parece en esto aver los ynconvenientes ya dichos y otros, como quiera que hasta aqui no emos sentido ni conocido de vuestro visorrey sino que tiene muy gran deseo y voluntad de favorecer y defender á estos pobres naturales, y cumplir lo que V. M. le tiene encargado y mandado. Cuya Real Persona y felicissimo estado Nuestro Señor prospere y acreciente en su santo servicio, con augmento de su Santa Fee Catholica. De Mexico, XX de Octubre de 1552.
De V. M. menores siervos que sus Reales é Imperiales manos besan.
Fray Francisco de Bustamante,
Comisario general.
Fray Juan de Sant Francisco,
Minister provincialis.
Fray Diego de Olarte,
Guardian de México.
Fray Juan de Gaona.
Fray Antonio de Çibdad Rodrigo.
Fray Toribio Motolinía.
Fray Juan de Ribas.
Fray Juan Focher.
Fray Bernardino de Sahagun.
Sobre.—A la Sacra Catholica Magestad del ynvictissimo Emperador Rey nuestro Señor. En su Real Consejo de Indias[885].
Virreyes de México.
D. | Antonio de Mendoza (1535-1550). |
" | Luis de Velasco (1550-1564). |
" | Gastón de Peralta (1566-1568). |
" | Martín Enríquez de Almansa (1568-1580). |
" | Lorenzo Suárez de Mendoza (1580-1583). |
" | Pedro Moya de Contreras (1584-1585). |
" | Alvaro Manrique de Zúñiga (1585-1590). |
" | Luis de Velasco (1590-1595). |
" | Gaspar de Zúñiga y Acevedo (1595-1603). |
" | Juan de Mendoza y Luna (1603-1607). |
" | Luis de Velasco (1607-1611). |
" | Fr. García Guerra (1611-1612). |
" | Diego Fernández de Córdoba (1612-1621). |
" | Diego Carrillo de Mendoza Pimentel (1621-1624). |
" | Rodrigo Pacheco Osorio (1624-1635). |
" | Lope Díez de Armendáriz (1635-1640). |
" | Diego López Pacheco Cabrera (1640-1642). |
" | Juan de Palafox y Mendoza (1642). |
" | García Sarmiento de Sotomayor (1642-1648). |
" | Marcos de Torres Rueda (1648-1649). |
" | Luis Enríquez de Guzmán (1650-1653). |
" | Francisco Fernández de la Cueva (1653-1660). |
" | Juan de Leyva y de la Cerda (1660-1664). |
" | Diego Osorio de Escobar y Llamas (1664). |
" | Antonio Sebastián de Toledo (1664-1674). |
" | Pedro Nuño Colón de Portugal (1674). |
" | Fr. Payo Enríquez de Ribera (1674-1680). |
" | Tomás Antonio de la Cerda y Aragón (1680-1686). |
" | Melchor Portocarrero Laso de la Vega (1687-1688). |
" | Gaspar de la Cerda Silva y Mendoza (1688-1696) |
" | Juan de Ortega Montañés (1696-1697). |
" | José Sarmiento Valladares (1697-1701). |
" | Juan de Ortega Montañés (1701-1702). |
" | Francisco Fernández de la Cueva Enríquez (1702-1711). |
" | Fernando de Alencastre Noroña y Silva (1711-1716). |
" | Baltasar de Zúñiga (1716-1722). |
" | Juan de Acuña (1722-1734). |
" | Juan Antonio de Vizarrón (1734-1740). |
" | Pedro de Castro y Figueroa (1740-1742) |
" | Pedro Cebrián y Agustín (1742-1746). |
" | Francisco de Güemes Horcasitas (1746-1755).[646] |
" | Agustín de Ahumada y Villalón (1755-1760). |
" | Francisco Cagigal de la Vega (1760). |
" | Joaquín de Monserrat (1760-1766). |
" | Carlos Francisco de Croix (1766-1771). |
" | Antonio María de Bucareli y Ursúa (1771-1779). |
" | Martín de Mayorga (1779-1783). |
" | Matías de Gálvez (1783-1784). |
" | Bernardo de Gálvez (1785-1786). |
" | Alonso Núñez de Haro y Peralta (1787). |
" | Manuel Antonio Flores (1787-1789). |
" | Juan Vicente de Güemes (1789-1794). |
" | Manuel de la Grua Talamanca (1794-1798). |
" | Miguel José de Azanza (1798-1800). |
" | Félix Berenguer de Marquina (1800-1803). |
" | José de Iturrigaray (1803-1808). |
" | Pedro Garibay (1808-1809). |
" | Francisco Javier Lizana y Beaumont (1809-1810). |
" | Francisco Javier Venegas (1810-1813). |
" | Félix María Calleja del Rey (1813-1816). |
" | Juan Ruiz de Apodaca (1816-1821). |
" | Juan O'Donojú (1821). |
Virreyes y Capitanes Generales que hubo en el Perú hasta la penúltima década del siglo XVIII.
Francisco Pizarro (1529-1541). | |
D. | Cristóbal Vaca de Castro (1541-1544). |
" | Blasco Núñez Vela, primero que llevó el título de virrey (1544-1546). |
" | Pedro de La Gasca (1546-1550). |
" | Antonio de Mendoza (1551-1552). |
" | Andrés Hurtado de Mendoza (1555-1561). |
" | Diego López de Zúñiga y Velasco (1561-1564). |
" | Lope García de Castro (1566-1569). |
" | Francisco de Toledo (1569-1581). |
" | Martín Henríquez (1581-1583). |
" | Fernando de Torres y Portugal (1584-1589). |
" | García Hurtado de Mendoza (1590-1596). |
" | Luis de Velasco (1596-1604). |
" | Gaspar de Zúñiga y Acebedo (1604-1606.) |
" | Juan de Mendoza y Luna (1607-1615). |
" | Francisco de Borja y Aragón (1615-1621). |
" | Diego Fernández de Córdoba (1622-1629). |
" | Jerónimo Fernández de Cabrera Bobadilla y Mendoza (1629-1639). |
" | Pedro de Toledo y Leiva (1639-1648).[647] |
" | García Sarmiento de Sotomayor (1648-1655). |
" | Luis Henríquez de Guzmán (1655-1661). |
" | Diego de Benavides y de la Cueva (1661-1666). |
" | Pedro Fernández de Castro y Andrade (1667-1672). |
" | Baltasar de la Cueva Henríquez y Saavedra (1674-1678). |
" | Melchor de Liñán y Cisneros (1678-1681). |
" | Melchor de Navarra y Rocafull (1681-1689). |
" | Melchor Portocarrero Laso de la Vega (1689-1706). |
" | Manuel Onís de Santa Pau Olim de Semanat y de Lanuza (1706-1710). |
" | Diego Ladrón de Guevara (1710-1716). |
" | Fr. Diego Morcillo Rubio de Auñón (1716). |
" | Carmine Nicolás Caracciolo (1716-1720). |
" | Fr. Diego Morcillo Rubio de Auñón (1720-1724). |
" | José de Armendariz (1724-1736). |
" | Antonio José de Mendoza Camacho y Sotomayor (1736-1745). |
" | José Manso de Velasco (1745-1761). |
" | Manuel de Amat Juniet Planella Aimesic y Santa Pau (1761-1775). |
" | Manuel de Guirior (1775-1780). |
" | Agustín de Jáuregui (1780-1784). |
" | Teodoro de Croix (1784-1790)[886]. |
" | Fray D. Francisco Gil y Lemos (1790-1796). |
" | Ambrosio de O'Higgins (1796-1801). |
" | Gabriel de Avilés (1801-1806). |
" | José Fernando de Abascal (1806-1816). |
" | Joaquín de Pezuela y Sánchez (1816-1821). |
" | José de la Serna é Hinojosa (1821-1824). |
Presidentes que hubo en Quito desde la conquista hasta fines del año 1811.
D. | Fernando Santillán (1564-1571). |
" | Lope Díaz Armendáriz (1571-1575). |
" | García de Valverde (1575-1578). |
" | Diego Narváez (1578-1581). |
" | Juan Martínez de Landecho (1582-1587). |
" | Manuel Barros de Santillán (1587). |
" | Esteban Marañón (interino). |
" | Miguel de Ibarra (1600). |
" | Juan Fernández de Recalde (1609-1615). |
" | Antonio Murga (1616-1636). |
" | Alonso Pérez de Salazar (1637-1641). |
" | Juan de Lizarazu (1644-1645). |
" | Martín Arriola (1648-1655). |
" | Pedro Vázquez de Velasco (1655-1661). |
" | Antonio Fernández de Heredia (1663-1665).[648] |
" | Diego del Corro (1670-1672). |
" | Alonso Peña Montenegro (1672-1678). |
" | Antonio Munive (1678-1691). |
" | Mateo de la Mata Ponce de León (1691). |
" | Francisco López Dicastillo (1703). |
" | Juan de Sarsaya (1707). |
" | Santiago de Larrain (1715). |
Por Real Cédula (1717) se suprimieron las Audiencias de Quito y de Panamá, dejando sólo la de Santa Fe. Establecióse el Virreinato de Santa Fe. Restablecida en 1722 la Audiencia de Quito, se nombró presidente al citado Larrain. | |
" | Dionisio de Alcedo y Herrera (1729-1736). |
" | José de Araujo y Río (1736-1743). |
" | Manuel Rubio de Arévalo (1743-1745). |
" | Fernando Sánchez de Orellana (1745). |
" | Juan Pío Montufar y Frajo (1753). |
" | Manuel Rubio de Arévalo, interino. |
" | Antonio de Zelaya y Vergara (1766-1767). |
" | José Dibuja (1767-1778). |
" | José García de León y Pizarro (1778-1784). |
" | Juan José Villaluenga y Martil (1784-1790). |
" | Juan Antonio Mon y Velarde (1790-1791). |
" | Luis Muñoz de Guzmán (1791-1798). |
Barón de Carandolet (1798 1807). | |
" | Diego Antonio Nieto (1807-1808). |
" | Manuel de Uries (1808-1811)[887]. |
Gobernadores de la isla de Puerto Rico hasta mediados del siglo XIX.
D. | Cristóbal de Sotomayor. |
" | Miguel Cerón, desde 1509. |
" | Juan Ponce de León, hasta 1512. |
" | Miguel Cerón, hasta 1514. |
El Comendador Moscoso, parte del año 1514. | |
" | Cristóbal de Mendoza, hasta 1516. |
El licenciado Velázquez, hasta 1520. | |
" | Pedro Moreno. |
" | Francisco Manuel de Olando. |
El licenciado Antonio de la Gama, interino. | |
" | Juan de Céspedes, hasta 1581. |
" | Diego Meléndez Valdés, en 1583. |
" | Pedro Xuarez, en 1593. |
" | Alonso Mercado, en 1599.[649] |
" | Sancho Ochoa de Castro, en 1602. |
" | Gabriel de Rojas, en 1603. |
" | Felipe Beaumont y Navarro, en 1614. |
" | Juan de Vargas, en 1620. |
" | Juan de Haro, en 1625. |
" | Enrique Henríquez, en 1630. |
" | Iñigo de la Mota, en 1635. |
" | Fernando de la Riva-Agüero, en 1645. |
" | Agustín de Silva, en 1656. |
" | Juan Pérez de Guzmán, en 1661. |
" | Gerónimo de Velasco, en 1664. |
" | Gaspar de Arteaga, en 1670. |
" | Diego Robladillo, en 1674, interino. |
" | Baltasar Figueroa, en 1674, interino. |
" | Alonso Campo, en 1675. |
" | Juan Robles, en 1678. |
" | Gaspar de Andino, en 1683. |
" | Gaspar de Arredondo, desde 1690 hasta 1695. |
" | Tomás Franco, hasta 1698. |
" | Antonio Robles, hasta 1699, interino. |
" | Gaspar de Arredondo, en 1699. |
" | Gabriel Gutiérrez de Rivas, desde 1700 hasta 1702. |
" | Diego Villarán, hasta 1703, interino. |
" | Francisco Sánchez, en 1703, interino. |
" | Pedro de Arroyo, hasta 1705. |
" | Juan Morla, interino. |
" | Francisco Granados, hasta 1720. |
" | José Mendizábal, hasta 1724. |
" | Matías Abadía, hasta 1731. |
" | Domingo Nanclares, hasta 1743. |
" | Juan Colomo, en 1743. |
" | Agustín Pareja, hasta 1751. |
" | Matías Bravo, hasta 1755. |
" | Mateo de Guazo. |
" | Felipe Ramírez. |
" | Marcos Vergara, en 1766. |
" | José Tentor, interino. |
" | Miguel de Muesas, hasta 1775. |
" | José Dufresne, hasta 1783. |
" | Juan Dabán, hasta 1789. |
" | Miguel Vitáriz, hasta 1792. |
" | Francisco Torralba, hasta 1795. |
" | Ramón de Castro, hasta 1804. |
" | Toribio de Montes, hasta 1809. |
" | Salvador Meléndez, hasta 1820.[650] |
" | Juan Vasco y Pascual, en 1820. |
" | Gonzalo Aróstegui, hasta 1822. |
" | José Navarro, en 1822, interino. |
" | Miguel de la Torre, hasta 1837. |
" | Francisco Moreda, hasta 1837. |
" | Miguel López Baños, hasta 1840. |
" | Santiago Méndez Vigo, hasta 1844. |
Conde de Mirasol, hasta 1847. | |
" | Juan Prim, hasta 1848. |
" | Juan de la Pezuela, hasta 1851. |
Marqués de España, hasta 1852, interino. | |
" | Fernando de Zorzagaray, hasta 1855. |
" | Andrés García Camba, en 1855. |
" | José Lemery, hasta 1857. |
" | Fernando Cotoner, hasta 1860. |
" | Rafael Echagüe, hasta 1862. |
" | Rafael Izquierdo, en 1862, interino. |
" | Félix María de Messina, hasta 1865. |
" | José María Marchesi, en 1866[888]. |
Gobernadores y Capitanes generales que tuvo la provincia de Caracas o Venezuela hasta el año 1810.
D. | Ambrosio de Alfinger (1528-1531). |
" | Juan Alemán (1531-1533). |
" | Juan de Spira (1533-1540). |
" | Juan de Villegas (1540). |
" | Rodrigo de Bastidas (1540-1542). |
" | Diego Boica. |
" | Enrique Remboltt. |
Licenciado Frías (1546). | |
" | Juan Pérez de Tolosa (1546-1548). |
" | Juan Villegas, interino. |
Licenciado Villasinda (1554-1556). | |
Gutiérrez de la Peña (1557-1559). | |
" | Pablo Collado (1559-1562). |
Licenciado Bernáldez, interino. | |
" | Alonso Manzanedo (1563-1564). |
Licenciado Bernáldez (1564-1565). | |
" | Pedro Ponce de León (1565-1569). |
" | Juan de Chaves (1569-1572). |
" | Diego Mazariego (1572-1576). |
" | Juan Pimentel (1576-1582).[651] |
" | Luis de Rojas (1582-1587). |
" | Diego de Osorio (1587-1597). |
" | Gonzalo de Piña Lidueña (1597-1600). |
" | Alonso Arias Vaca (1600-1601). |
" | Sancho de Alquiza (1601-1610). |
" | Martín de Robles (1610-1616). |
" | Francisco de la Hoz Berrio (1616-1622). |
" | Francisco Núñez Melián (1622-1632). |
" | Ruiz Fernández de Fuenmayor (1632-1638). |
" | Marcos Gelder de Calatayud (1639-1644). |
" | Pedro de León Villarroel (1644-1649). |
" | Martín de Robles (1649-1654). |
" | Pedro de Porras Toledo (1660). |
" | Féliz González de León (1664). |
" | Fernando de Villegas (1666). |
" | Francisco Dávila Orejón (1673). |
" | Francisco de Alverro (1677). |
" | Diego Melo Maldonado (1682). |
Marqués del Casal (1688). | |
" | Francisco Berroterán (1693). |
" | Nicolás de Ponte (1699). |
Marqués del Valle de Santiago (1705). | |
" | Fernando de Rojas (1706). |
" | Antonio Alvarez de Abreu (1716). |
" | Diego Portales (1724). |
" | Lope Carrillo (1729). |
" | Sebastián García de la Torre (1730-1733). |
" | Martín Lardizábal (1733-1737). |
" | Gabriel de Zuloaga (1737-1742). |
" | Luis de Castellanos (1742-1749). |
Fr. Julián de Arriaga y Ribera Bailio (1749-1752). | |
" | Felipe Ricardos (1752-1760). |
" | Felipe Ramírez de Estenor (1760-1763). |
" | José Solano (1763-1771). |
Marqués de la Torre (1771-1772). | |
" | José Carlos de Agüero (1772-1777). |
" | Luis Unzaca y Amezaga (1777-1783). |
" | Manuel González, interino. |
" | Juan Guillelmi (1783-1790). |
" | Pedro Carbonell (1790-1799). |
" | Manuel de Guevara Vasconcellos (1799-1807). |
" | Juan de Casas (1807-1809). |
" | Vicente Emparán (1809-1810)[889]. |
[652] Presidentes y virreyes que tuvo el Nuevo Reino de Granada desde la conquista hasta fines del siglo xviii.
D. | Alonso Luis de Lugo. |
" | Miguel Díez de Armendariz fué juez de residencia desde 1545 hasta 1549, en cuyo año se creó la Audiencia y desempeñó el cargo de presidente. |
" | Juan de Montaño (1551-1552). |
" | Andrés Díaz Venero de Leyva (1564-1575). |
" | Francisco Briceño (1575-1577). |
" | Lope Díaz de Armendariz (1578-1588). |
" | Antonio González (1590-1597). |
" | Francisco Sande (1597-1602). |
" | Nuño Núñez de Villavicencio (1605-1606). |
" | Juan de Borja (1606-1610). |
" | Sancho Girón (1610-1637). |
" | Martín de Saavedra y Guzmán (1637-1645). |
" | Juan Fernández de Córdova y Cohalla (1645-1652). |
" | Dionisio Pérez Manrique (1654-1661). |
" | Diego Egues Beaumont (1662-1667). |
" | Francisco del Castillo Concha (1669-1680). |
" | Sebastian de Velasco (1685-1686). |
" | Gil Cabrera Dávalos (1686-1703). |
" | Diego Córdoba Laso de la Vega (1708-1711). |
" | Francisco Meneses de Sarabia (1712-1715). |
" | Juan Francisco Cosido y Otero, interino. |
" | Nicolás de las Infantas y Benegas, no tomó posesión. |
Fray Francisco del Rincón, interino. | |
" | Antonio de la Pedrosa (1717-1721). |
" | Jorge de Villalonga, primer virrey (1723-1724). |
" | Antonio Manso Maldonado, presidente (1725-1731). |
" | Rafael Eslaba (1733-1737). |
" | Antonio González Manrrique (1738). |
" | Francisco González Manrrique (1739-1740). |
" | Sebastián de Eslaba, segundo virrey (1740-1749). |
" | Juan Alonso Pizarro (1749-1753). |
" | José Solís Folch de Cardona (1753-1761). |
" | Pedro Mesía de la Cerda (1761-1772). |
" | Manuel de Quirior (1772-1776). |
" | Manuel de Flores (1776-1782). |
" | Juan de Torrezal Díaz Pimienta (1782). |
" | Antonio Caballero y Góngora (1782-1789). |
" | Francisco Gil de Lemus (1789). |
" | José de Ezpeleta Galdeano de Castillo y Prado (1789-1797). |
" | Pedro Mendinueta Muzquiz (1797-1803)[890]. |
[653] Gobernadores de la provincia del Paraguay desde 1620 hasta 1785.
D. | Manuel de Frías (1620-1630). |
" | Luis de Céspedes (1630-1636). |
" | Martín de Ledesma (1636-1639). |
" | Pedro de Lago Navarro (1639-1642). |
" | Gregorio de Hinestrosa (1643-1648). |
" | Diego de Escobar Osorio (1649). |
" | Fray Bernardino de Cárdenas (1649). |
" | Andrés Garavito de León (1649-1651). |
" | Juan Vázquez de Valverde (1651-1665). |
" | Felipe Rege Corbulón (1679). |
" | Juan Díaz de Andino (1679-1685). |
" | Antonio de Vera Moxica, interino. |
" | Baltasar García Ros (1705). |
" | Juan Gregorio Bazán de Pedrosa. |
" | Diego de los Reyes Balmaseda (1717-1721). |
" | José de Antequera y Castro (1721-1725). |
" | Martín de Barna. |
" | Bartolomé de Aldunate. |
" | Ignacio de Soroeta (1730). |
" | Ignacio Mirones Benavente (electo). |
" | Manuel Agustín de Ruiloba (1733). |
" | Fr. Juan de Arregui, interino. |
" | Bruno Mauricio de Zavala (1735). |
" | Martín José de Echaure (1736-1755). |
" | Rafael de la Moneda. |
" | Marcos Larrazabal. |
" | Pedro Melo de Portugal (1777-1785). |
" | Joaquín de Alós (1785)[891]. |
Gobernadores y virreyes que hubo en Buenos Aires desde 1535 hasta 1784.
D. | Pedro de Mendoza (1535-1537). |
" | Juan de Ayolas (1538-1539). |
" | Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1540-1545). |
" | Domingo Martínez de Irala (1545-1558). |
" | Gonzalo de Mendoza (1558-1565). |
" | Juan Ortiz de Zárate (1565-1581). |
" | Diego Mendieta (1581-1596). |
" | Hernando Arias de Saavedra (1598-1609). |
" | Diego Martín Negrón (1609-1615). |
" | Fernando de Arias (1616-1620).[654] |
" | Diego de Góngora (1620-1625). El gobierno se dividió en dos: el de Buenos Aires y el del Paraguay. |
" | Luis de Céspedes (1626-1635). |
" | Pedro Esteban de Avila (1635-1644). |
" | Jacinto de Laris (1644-1652). |
" | Pedro Baigorri (1652-1663). |
" | Alonso Mercado de Villacorta (1663-1664). |
" | Juan Martínez de Salazar (1665-1668). |
" | José de Garro (1669-1680). |
" | Andrés de Robles (1680-1703). |
" | Juan Alfonso de Valdés Inclán (1703-1710). |
" | Manuel de Velasco (1710-1715). |
" | Bruno Mauricio de Zavala (1716-1734). |
" | Miguel de Salcedo (1735-1738). |
" | Domingo Ortiz de Rozas (1738-1746). |
" | José Andonaegui (1746-1756). |
" | Pedro Ceballos (1756). |
" | Francisco Bucareli Ursúa (1756-1770). |
" | Juan José de Vestiz, primer virrey (1770-1784). |
" | Nicolás del Campo (1784)[892]. |
Después de la fundación de la ciudad de Buenos Aires por el nunca bastante alabado Juan de Garay, gobernaron aquella población los siguientes: | |
" | Rodrigo Ortiz de Zárate, como delegado del citado Garay y cuyo nombramiento fué confirmado a la muerte del fundador de la ciudad (1583). |
" | Juan de Torres y Navarrete, como lugarteniente del gobernador del Paraguay. |
" | Alvaro de Vera y Aragón, nombrado del mismo modo que el anterior. |
" | Hernando Arias de Saavedra, desde 1591 á 1594 (1.ª vez). |
" | Fernando de Zárate, nombrado por el marqués de Cañete, virrey de Lima. |
" | Juan Ramírez de Velasco. |
" | Hernando Arias de Saavedra, que gobernó hasta 1598 (2.ª vez). |
" | Diego Rodríguez Valdés y de la Banda, nombrado por el Rey (1598-1602). |
El general François de Beaumont y Navarra. | |
El capitán Francisco de Barrasa, nombrado por el Rey en 1602. | |
" | Hernando Arias de Saavedra (3.ª vez) y cesó en 1609. |
Don Diego Marín Negrón fué nombrado por el Rey (Valladolid 16 de agosto de 1608) y tomó posesión el 22 de diciembre de 1609; murió el 26 de julio de 1613. | |
Don Mateo Leal de Ayala, Justicia mayor, desempeñó interinamente el cargo. | |
[655] Don Françes de Beaumont y Nabarro fué nombrado, en nombre del Rey, por el Marqués de Montesclaros, virrey de Lima el 8 de junio de 1614. | |
Don Hernando Arias de Saavedra fué nombrado por el Rey por Cédula real, dada en San Lorenzo el 7 de septiembre de 1614 (4.ª vez). |
Indias Españolas del Norte.
Virreinato de México ó de la Nueva España.
Distrito de la Audiencia de Santo Domingo o de la Isla Española. Inclúyense en dicha Audiencia la Isla Española, Cuba, San Juan, Jamaica, las Lucayas, las Caníbales, Venezuela, Guayana ó Nueva Andalucía y la Florida. En Santo Domingo, capital de la isla Española, reside la Audiencia, la Casa de Moneda, el Arzobispado[893], tres conventos de frailes (franciscanos, dominicos y mercenarios) y uno de monjas.
Las poblaciones más importantes de la Isla Española son las siguientes: Igney, Leybo, Cotuy, Asrca, Yaguana, Concepción de la Vega, Santiago de los Caballeros, Puerto de la Plata, Montexpi y Dios de la Vega.
De la isla de Cuba o Fernandina son los pueblos principales Santiago, Baracoa, Bayamo, Puerto Príncipe, Sancti Espíritus, Habana y otros.
A la isla de Jamaica o de Santiago pertenecen Sevilla, Melilla, Oristan y otras.
Corresponden a la isla de San Juan de Puerto Rico la ciudad de San Juan, Guadianilla o San Germán el Nuevo y otras poblaciones.
Entre las islas Lucayas merecen especial mención Abacoa, Cigateo, Curates, Guanima, Guanami y otras.
Entre las Caníbales se encuentran la de Santa Cruz, Isaba, las Vírgenes y muchas más.
En Venezuela se hallan la ciudad de Loro o Venezuela, Nuestra Señora de Carvalleda, Santiago de León, Nueva Valencia, Nueva Xerez, Nueva Segovia, Trujillo o Nuestra Señora de la Paz, etc.
En la Guayana y la Florida hay algunos poblados de indios y pocos fuertes de españoles[894].
Distrito de la Audiencia de México.
En México o Nueva España se fundó la segunda Audiencia y hay arzobispado. Se incluyen trece provincias o comarcas principales, que son las siguientes: México, Cateothalpa, Meztitlan, Xilotepec, Panuco, Matacingo, Cultepec, Tezcuco, Chalco, Suchimilco, Valuit, Coyxca y Acapulco.
Entrase a la ciudad de México, que antiguamente se llamó Tenustitan, por[656] tres calzadas de a media legua de largo; en ella hay 3.000 vecinos de españoles y unas 30.000 casas de indios. En México—como se ha dicho—reside el virrey y la Audiencia; además Casa de moneda, Inquisición, tres conventos de frailes (San Francisco, Santo Domingo y San Agustín), la Compañía de Jesús, tres conventos de monjas y Universidad; el Arzobispado tiene por sufragáneos los Obispados de Taxcala, Guaxaca, Mechoacan, Nueva Galizia, Chiapa, Yucatán y Guatemala.
En la provincia de Panuco se halla la villa de Santistevan del Puerto o Panuco, la de Santiago de los Valles y la de San Luis de Tampico.
En la ciudad de Taxcala o Texcallan estuvo el Obispado desde el año 26 hasta el 50, que se trasladó a Puebla de los Angeles. Hállanse además varias poblaciones importantes, como Chilula, Vera Cruz y el puerto de San Juan de Ulúa.
Entre las poblaciones de la provincia de Guaxaca eligióse Antequera para residencia del Obispo. Además de Antequera, llamada también Guaxaca, se encuentran las villas de San Ildefonso de los Capotecos, Santiago de Nexapa, Espíritu Santo y otras.
Reside la catedral de la provincia de Mechoacan en Pazcuaro o Mechoacan y antes, hasta el año de 44, estuvo en Guayangues; entre otras poblaciones citaremos las villas de San Miguel, de San Felipe y de Colima.
La provincia de Yucatán que, cuando se descubrió, fué tenida por isla y la llamaron Nuestra Señora de los Remedios, y la provincia de Tabasco, forman un Obispado, hallándose la catedral en la ciudad de Mérida; además citaremos las villas de Vallid, San Francisco de Campeche y de Salamanca.
Distrito de la Audiencia de Guadalaxara.
En el distrito de la Audiencia de Nueva Galicia o de Xalisco se comprenden las provincias de Guadalaxara, Xalisco, Zacatecas, Chiametla, Culiacan, Camena, Vizcaya, Cinaloa y Quinia.
En Guadalaxara está la Audiencia y la catedral, las cuales estuvieron hasta el año 60 en la ciudad de Compostela. Hállase en dicha provincia de Guadalaxara la villa de Santa María de los Lagos.
En la provincia de Xalisco se encuentra la ciudad de Compostela y la villa de la Purificación.
Entre los pueblos de la provincia de los zacatecas deben mencionarse las villas de Xerez de la Frontera, de Llerena, del Nombre de Dios y de Durango.
En la provincia de Chiametla está el pueblo de San Sebastián, en la de Culiacan la villa de San Miguel y en la de Cinaloa el pueblo de San Juan.
Distrito de la Audiencia de Guatemala.
En el distrito de la Audiencia de Guatemala, antes llamada de los Confines por hallarse en los de Nicaragua y Guatemala, se hallan las provincias si[657]guientes: Guatemala, Soconusco, Chiapa, Verapaz, Honduras, Nicaragua y Costa Rica.
Hállase en la provincia de Guatemala la ciudad de Santiago, residencia de la Audiencia, de la catedral y Casa de fundición. También citaremos la ciudad de San Salvador y la villa de la Trinidad.
En la provincia de Soconusco hay un pueblo que se llama Guevetlan, residencia del gobernador.
En la provincia de Chiapa—cuyo nombre lo toma del pueblo más importante de los indios—se encuentra Ciudad Real, residencia del obispo; y en la de Verapaz no hay pueblo alguno de españoles.
En la provincia de Honduras está la ciudad de Vallid, en lengua de indios Comayagua, donde reside la catedral y el gobierno; además se halla la ciudad de Gracias a Dios y las villas de San Pedro, San Juan, la ciudad de Truxillo y la villa de San Xorxe.
Se encuentra en la provincia de Nicaragua la ciudad de León de Nicaragua, donde residen el gobernador y el obispo; también la ciudad de Granada y las poblaciones de Nueva Segovia, Nueva Jaén y Realexo.
Pueblos son de la provincia de Costa Rica la villa de Aranjuez y la ciudad de Cartago.
Indias Españolas del Mediodía.
Distrito de la Audiencia de Panamá.
Llamóse primero Castilla del Oro, después Tierra Firme, y, por último, Distrito de la Audiencia de Panamá. Al distrito de dicha Audiencia corresponden los gobiernos de Panamá y de Veragua. En Panamá reside la Audiencia, el gobierno, la catedral y tres conventos (franciscanos, dominicos y mercenarios). Es muy importante en el gobierno de Panamá la ciudad del Nombre de Dios y en el de Veragua las ciudades de la Concepción, de Santa Fe y de Carlos.
Distrito de la Audiencia de Santa Fe o del Nuevo Reino de Granada.
En la ciudad de Santa Fe de Bogotá, llamada así por la provincia en que se halla, reside la Audiencia; la catedral metropolitana, cuyos sufragáneos son Popayán, Cartaxena y Santa Marta; casa de fundición y dos conventos (uno de franciscanos y otro de dominicos). En el término de dicha provincia se encuentra la villa de San Miguel y la ciudad de Jocayma.
En la provincia de los Moriscos y Colinas, llamada también Canapeis, se encuentran dos pueblos: la ciudad de la Trinidad y la villa de la Palma.
En la provincia de Tunxa está la ciudad del mismo nombre, la de Pamplona, la de Mérida, la de Vélez, la de Ibaque, la de la Victoria, la de Nuestra Señora de los Remedios y la de San Juan de los Llanos.
En la provincia de Santa Marta se halla la ciudad del mismo nombre, resi[658]dencia del gobernador y del obispo; también la ciudad de los Reyes y otros pueblos.
En la provincia de Cartaxena se encuentra la ciudad del mismo nombre, donde reside el gobernador, la catedral y dos conventos de frailes (franciscanos y dominicos); entre otros pueblos citaremos María y Santa Cruz de Mopox.
Las provincias del Dorado o Nuevo Extremadura pertenecen también al distrito del Nuevo Reino de Granada.
Las provincias del Perú se dividieron en dos gobiernos: Francisco Pizarro gobernó la Nueva Castilla, esto es, desde Quito hasta el Cuzco; Almagro, la Nueva Toledo, esto es, desde Chinchas hacia el Estrecho. Estos gobiernos duraron hasta que se fundó la Audiencia de los Reyes y se nombró virrey del Perú.
Distrito de la Audiencia de Quito.
En la ciudad de San Francisco de Quito existe la Audiencia para las cosas de justicia y el virrey para las del gobierno, catedral y tres conventos (de franciscanos, dominicos y mercenarios). En la jurisdicción de la citada provincia de Quito está la ciudad de Bamba, por otro nombre de Cuenca, como también la ciudad de Loxa, llamada por otros de la Zarza.
Citaremos además las poblaciones de Zamora, de San Miguel de Piura, de Puerto Viejo, etc.
En la provincia de Popayán se halla la ciudad del mismo nombre, donde reside un teniente gobernador, catedral y convento de la Merced. Tiene mucha importancia la ciudad de Calí, donde está el gobernador, casa de fundición y monasterio de San Francisco; no carecen tampoco de importancia Guadalaxara de Buga, San Sebastián de la Plata y otras ciudades.
De la provincia de los Quixos y Canela son las ciudades de Baeza (donde reside el gobernador nombrado por el virrey del Perú), Archidona y Avila.
De la provincia de los Pacamoros son las ciudades de Vallid, de Loyola ó Cumbinama y de Santiago de las Montañas.
Virreinato Del Perú.
Distrito de la Audiencia de los Reyes.
El distrito de la Audiencia de los Reyes, que es lo que propiamente se denomina Perú, tiene como capital la ciudad de los Reyes ó de Lima, residencia del virrey y de la Audiencia, del Tribunal de la Inquisición, de la metrópoli arzobispal (cuyos sufragáneos son los obispados de Chile, Charcal, Cuzco, Quito, Panamá, Nicaragua y Río de la Plata), de cinco conventos de frailes y de dos de monjas, de la Compañía de Jesús, etc. Entre otras poblaciones citaremos las villas de Arnedo y de Parrilla ó Santa, las ciudades de Truxillo, de San Juan de la Frontera ó de los Chachapoyas, la de León de Guanuco, la de Guamau[659]ga ó San Juan de la Victoria, la del Cuzco (residencia del obispo y de varios conventos) y la de Arequipa.
Distrito de la Audiencia de los Charcas.
El gobierno de la Audiencia de los Charcas, como el de las Audiencias de Quito y de los Reyes, está á cargo del virrey del Perú; en la Audiencia de los Charcas se hallan dos gobiernos y dos obispados, el de Charcas y el de Tucumán. En la provincia de los Charcas se encuentra la ciudad de la Plata, residencia de la catedral y de cuatro conventos (franciscanos, dominicos, agustinos y mercenarios) y de la Audiencia. En su jurisdicción está la ciudad de Nuestra Señora de la Paz, de Chucuito, de Oropesa y de Potosí. En la provincia de Tucumán se halla la ciudad de Santiago del Estero, antes del Barco, y en ella está la catedral y el gobierno; además se encuentran las ciudades de San Miguel de Tucumán y de Santa María de Talavera.
En la provincia de Chile hay once pueblos de españoles con un gobernador bajo las órdenes del virrey y Audiencia del Perú. La ciudad de Santiago, en otro tiempo la primera población de Chile, es residencia de la catedral y de tres conventos (franciscanos, dominicos y mercenarios); también la ciudad de la Serena y otras poblaciones.
Merecen especial mención las siete poblaciones siguientes: la ciudad de la Concepción, residencia del gobernador y de tres conventos (franciscanos, dominicos y mercenarios); la ciudad de los Confines o de Villanueva de los Infantes, con dos conventos (de franciscanos y dominicos); la ciudad Imperial, residencia de la catedral y de dos conventos (franciscanos y mercenarios); la ciudad de Villarrica, con dos conventos (franciscanos y mercenarios); la ciudad de Valdivia, con tres conventos (franciscanos, dominicos y mercenarios); la ciudad de Osorno, con dos conventos de frailes (franciscanos y dominicos) y otro de monjas; y la ciudad de Castro, con un convento de franciscanos.
Llámanse provincias o tierras del Estrecho de Magallanes las que hay desde la costa de Chile hasta dicho Estrecho; las cuales, aunque habitadas por indios, no se han pacificado ni constituyen población.
Las provincias del Río de la Plata constituyen un gobierno subordinado al virrey del Perú y tienen un obispado. En la ciudad de la Asunción, fundada junto al río Paraguay, reside el gobernador y el obispo (sufragáneo del Arzobispado de los Reyes). Buenos Aires es un pueblo que antiguamente se despobló cerca de donde ahora se ha vuelto a poblar; hállase en la provincia que llaman los Morocotes y en la ribera derecha del Río de la Plata.
Las provincias y tierra del Brasil se hallan divididas en nueve gobiernos que llaman Capitanías, y en ellas 17 pueblos de portugueses situados en la costa.
[660] Sueldos anuales de Los Ministros principales y subalternos de todas las Audiencias de América desde 1.º de julio de 1776.
Audiencia de México. | |
El Virrey, Presidente, Gobernador y Capitán General, sesenta mil pesos. | 60.000 |
El Regente, nueve mil pesos. | 9.000 |
Diez Oidores, cinco Alcaldes del crimen y dos Fiscales, a cuatro mil y quinientos pesos cada uno. | 76.500 |
Cuatro Relatores de lo civil y dos del crimen, a setecientos pesos cada uno. | 4.200 |
Dos agentes Fiscales de lo civil y criminal, a ochocientos pesos cada uno. | 1.600 |
150.300 |
Audiencia de Guadalajara. | |
El Regente con las facultades y funciones de la Presidencia, seis mil y seiscientos pesos. | 6.600 |
Cinco Oidores y dos Fiscales de lo civil y criminal, a tres mil y trescientos pesos cada uno. | 23.100 |
El Alguacil mayor, dos mil setecientos y cincuenta pesos. | 2.750 |
Dos Relatores y dos agentes fiscales de lo civil y criminal, a quinientos pesos cada uno. | 2.000 |
34.450 |
Audiencia de Guatemala. | |
El Presidente Gobernador y Capitán general, diez mil pesos. | 10.000 |
El Regente, seis mil y seiscientos pesos. | 6.600 |
Cinco Oidores y dos Fiscales de lo civil y criminal, á tres mil y trescientos pesos cada uno. | 23.100 |
Dos Relatores y dos agentes Fiscales de lo civil y criminal, á quinientos pesos cada uno. | 2.000 |
41.700 |
Audiencia de Santo Domingo. | |
El Presidente Gobernador y Capitán general de la Isla Española, ocho mil pesos. | 8.000 |
El Regente, seis mil y seiscientos pesos. | 6.600 |
Cinco Oidores y dos Fiscales de lo civil y criminal, á tres mil y trescientos pesos cada uno. | 23.100 |
Dos Relatores y dos agentes Fiscales de lo civil y criminal, á quinientos pesos cada uno. | 2.000 |
39.700 |
Audiencia de Lima.[661] | |
El Virrey, Presidente Gobernador y Capitán general, sesenta mil y quinientos pesos. | 60.500 |
El Regente, nueve mil setecientos veinte pesos. | 9.700 |
Diez Oidores, cinco Alcaldes del crimen y dos Fiscales de lo civil y criminal, á cinco mil pesos cada uno. | 85.000 |
Dos agentes Fiscales y cinco Relatores de lo civil y criminal á mil y ochenta pesos cada uno. | 7.560 |
163.060 |
Audiencia de Charcas. | |
El Presidente, diez mil pesos. | 10.000 |
El Regente, nueve mil setecientos y veinte pesos. | 9.720 |
Cinco Oidores y dos Fiscales de lo civil y criminal, quatro mil ochocientos sesenta pesos cada uno. | 34.020 |
El Alguacil mayor, tres mil doscientos quarenta pesos. | 3.240 |
Dos Relatores y dos agentes Fiscales de lo civil y criminal, á ochocientos pesos cada uno. | 3.200 |
60.180 |
Audiencia de Chile. | |
El Presidente Gobernador y Capitán general de aquel Reino, diez mil pesos. | 10.000 |
El Regente, nueve mil setecientos veinte pesos. | 9.720 |
Cinco Oidores y dos Fiscales de lo civil y criminal, á quatro mil ochocientos sesenta pesos cada uno. | 34.020 |
El Alguacil mayor, quatro mil ochocientos sesenta pesos. | 4.860 |
Dos Relatores y dos agentes Fiscales de lo civil y criminal, ochocientos pesos cada uno. | 3.200 |
61.800 |
Audiencia de Santa Fee. | |
El Virrey, Presidente Gobernador y Capitán general, quarenta mil pesos. | 40.000 |
El Regente, seis mil y seiscientos pesos. | 6.600 |
Cinco Oidores y dos Fiscales de lo civil y criminal, á tres mil y trescientos pesos cada uno. | 23.100 |
El Alguacil mayor, dos mil pesos. | 2.000 |
Dos Relatores y dos agentes Fiscales de lo civil y criminal, á quinientos pesos cada uno. | 2.000 |
73.700 |
Audiencia de Quito.[662] | |
El Regente con la presidencia unida á su empleo, seis mil y seiscientos pesos. | 6.600 |
Cinco Oidores y dos Fiscales de lo civil y criminal, á tres mil y trescientos pesos cada uno. | 23.100 |
Dos Relatores y dos agentes Fiscales de lo civil y criminal á quinientos pesos cada uno. | 2.000 |
31.700 |
Arzobispos de México desde la conquista hasta 1811.
D. | Fray Juan de Zumárraga (1527-1548). |
" | Fray Alonso de Montufar (1551-1569). |
" | Pedro de Moya y Contreras (1573-1591). |
" | Alonso Fernández de Bonilla (1592). |
" | Fray García de Santa María Mendoza (1600-1606). |
" | Fray García Guerra (1607-1612). |
" | Juan Pérez de la Serna (1613-1626) |
" | Francisco Manso y Zúñiga (1629-1637). |
" | Francisco Verdugo (1639). |
" | Feliciano de la Vega (1639-1640). |
" | Juan de Palafox y Mendoza (1642-1643). |
" | Juan de Mañosca (1643-1653). |
" | Marcelo López de Azcona (1653 1654). |
" | Mateo Saga de Bugueiro (1655-1662). |
" | Diego Osorio Escobar y Llamas (1663-1664). |
" | Alonso de Cuevas y Dávalos (1664-1665). |
" | Fray Marcos Martínez de Prado (1666-1667). |
" | Fray Payo Enríquez de Rivera (1668-1681). |
" | Manuel Fernández de Santa Cruz (1681). |
" | Francisco Aguiar y Seijas (1682-1698). |
" | Juan de Ortega Montañez (1700-1708). |
" | Fray José Lanciego y Eguiluz (1713-1728). |
" | Manuel José de Endaya y Haro (1728). |
" | Juan Antonio Lardizabal Elorza (1729). |
" | Juan Antonio de Vizarrón Eguiarreta (1730-1747). |
" | Manuel Rubio Salinas (1749-1765). |
" | Francisco Antonio Lorenzana (1766-1771). |
" | Alfonso Núñez de Haro Peralta (1771-1800). |
" | Francisco Javier de Lizana Beaumont (1802-1811)[895]. |
Obispos de Yucatán desde la conquista hasta fines del siglo xviii.
D. | Fr. Juan de San Francisco. |
" | Fr. Juan de la Puerta (1552). |
" | Fr. Francisco de Toral (1562-1571). |
" | Fr. Diego de Landa (1572-1579).[664] |
" | Fr. Gregorio Montalvo (1580-1587). |
" | Fr. Juan Izquierdo (1587-1602). |
" | Diego Vázquez Mercado (1603-1608). |
" | Fr. Gonzalo de Salazar (1608-1636). |
" | Juan Alonso de Ocón (1638-1642). |
" | Andrés Fernández de Ipenza (1643). |
" | Marcos de Torres y Rueda (1646-1649). |
" | Fr. Domingo de Villa-Escusa Ramírez de Arellano (1651-1652) |
" | Lorenzo de Orta. |
" | Fr. Luis de Cifuentes y Sotomayor (1657-1676). |
" | Juan de Escalante Turcios y Mendoza (1676-1681). |
" | Juan Cano Sandoval (1689-1695). |
" | Fr. Antonio de Arriaga y Agüero (1696-1698). |
" | Fr. Pedro de los Reyes Ríos de la Madrid (1700-1714). |
" | Juan Gómez de Parada (1715-1728). |
" | Juan Ignacio de Castorena y Ursúa (1729-1733). |
" | Francisco Pablo Matos Coronado (1734-1741). |
" | Fray Mateo de Zamora y Penagos (1741-1744). |
" | Fr. Francisco de San Buenaventura Tejada Díez de Velasco (1746-1751). |
" | Juan José de Eguiara y Eguren (1751). |
" | Fray Ignacio Padilla y Estrada (1752-1760). |
" | Fr. Antonio Alcalde (1761-1773). |
" | Diego Peredo. |
" | Fr. Juan Manuel de Vargas Rivera (1774). |
" | Antonio Caballero y Góngora. |
" | Fr. Luis de Piña y Mazo (1777)[896]. |
Arzobispos que hubo en Lima hasta la penúltima década del siglo xviii.
D. | Diego Gómez de la Madrid, presentado para Obispo de Lima en 1538. |
" | Fray Jerónimo de Loaiza, promovido para Obispo de Lima en 1540 y para Arzobispo de dicha población en 1545 hasta 1575. |
" | San Toribio Alfonso Mogrovejo (1578-1606). |
" | Bartolomé Lobo Guerrero (1609-1622). |
" | Gonzalo de Ocampo (1623-1626). |
" | Fernando Arias de Ugarte (1630-1638). |
" | Fr. Fernando de Vera (1638). |
" | Pedro de Villagómez (1640-1671). |
" | Fr. Juan de Almoguera (1674-1676). |
" | Melchor de Liñán y Cisneros (1678-1708). |
" | Francisco de Levanto. |
" | Antonio de Zuloaga (1714-1722). |
" | Fr. Diego Morcillo Rubio de Auñón (1724-1730).[665] |
" | Francisco Antonio de Escandón (1732-1739). |
" | José Antonio Gutiérrez de Ceballos (1742-1745). |
" | Agustín Rodríguez Delgado (1746). |
" | Pedro Antonio Barroeta y Angel (1748-1758). |
" | Diego del Corro (1759-1761). |
" | Diego Antonio de Parada (1762-1779). |
" | Juan Domingo González de la Reguera (1781)[897]. |
Obispos y Arzobispos de Guatemala.—Obispos desde 1534 hasta 1743. Arzobispos desde 1743 hasta 1844.
Obispos.
D. | Francisco Marroquín. |
" | Bernardino Villalpando. |
" | Gómez Fernández de Córdova. |
" | Fr. Juan Ramírez de Arellano. |
" | Fr. Juan Cabezas Altamirano. |
" | Fr. Juan Zapata y Sandoval. |
" | Agustín Ugarte y Sarabia. |
" | Bartolomé Gómez Soltero. |
" | Fr. Payo Henríquez de Ribera. |
" | Juan de Santo Matía Saenz Mañozca y Murillo. |
" | Juan de Ortega y Montañez. |
" | Fr. Andrés de las Navas y Quevedo. |
" | Fr. Mauro de Larreategui y Colón. |
" | Fr. Juan Bautista Alvarez de Toledo. |
" | Nicolás Carlos Gómez de Cervantes. |
" | Juan Gómez de Parada. |
" | Fr. Pedro Pardo de Figueroa. |
Arzobispos.
D. | Fr. Pedro Pardo de Figueroa. |
" | Francisco José Figueredo y Victoria. |
" | Pedro Cortés y Larraz. |
" | Cayetano Francos y Monrroy[898]. |
" | Juan Félix de Villegas. |
Sr. Peñalver y Cárdenas. | |
" | Rafael de la Vara. |
" | Fr. Ramón Casaus y Torres (1811-1829).[666] |
" | García Pelaez (desde 1844)[899]. |
Obispos de Honduras desde el año 1539 al 1810.
D. | Cristóbal de Pedraza. |
" | Fr. Jerónimo de Corella. |
" | Fr. Alonso de la Cerda. |
" | Fr. Gaspar de Andrada. |
" | Fr. Alonso Galdo. |
" | Fr. Luis de Cañizares. |
" | Juan Merlo de la Fuente. |
" | Fr. Alonso de Vargas. |
" | Martín de Espinosa. |
" | Fr. Juan Pérez. |
" | Fr. Fernando de Guadalupe López Portillo. |
" | Fr. Francisco Molina. |
" | Diego Rodríguez de Rivas. |
" | Isidoro Rodríguez. |
" | Antonio de Macarulla. |
" | Francisco José Palencia. |
" | Fr. Antonio de San Miguel. |
" | Fr. Fernando de Cadiñanos. |
" | Fr. Vicente Navas. |
" | Manuel Julián Rodríguez[900]. |
Obispos que tuvo Quito desde el primero hasta la penúltima década del siglo xviii.
D. | Garci Díaz Arias (1545-1562). |
" | Pedro de la Peña (1563-1588). |
" | Fr. Antonio de S. Miguel y Solier (1590-1591). |
" | Fr. Luis López de Solís (1593-1600). |
" | Fr. Salvador de Ribera (1607-1612). |
" | Fernando Arias de Ugarte (1613-1616). |
" | Fr. Alonso de Santillana (1618-1620). |
" | Fr. Francisco de Sotomayor (1623-1628). |
" | Pedro de Oviedo. |
" | Agustín de Ugarte y Sarabia (1646-1650). |
" | Alonso de la Peña Montenegro (1652-1688). |
" | Sancho de Andrade y Figueroa (1688-1702). |
" | Diego Ladrón de Guevara (1702-1710).[667] |
" | Luis Francisco Romero (1722-1726). |
" | Juan Gómez de Frías (1726-1729). |
" | Juan de Escandón (1732). |
" | Andrés de Paredes Polanco y Armendáriz (1734). |
" | Juan Nieto Polo del Aguila (1749-1759). |
" | Pedro Ponce y Carrasco (1762-1776). |
" | Blas Sobrino y Minayo (1776). |
" | José Pérez Calama (1788)[901]. |
Obispos que tuvo Panamá desde la fundación de su Sede Episcopal hasta 1901.
D. | Fr. Vicente Pedraza (15 Septiembre 1521). |
" | Fr. Martín de Béjar, sustituto del anterior. |
" | Fr. Tomás de Berlanga (1533). |
" | Fr. Pablo Torres (obispo en 1550). |
" | Fr. Juan de Vaca (obispo en 1563). |
" | Fr. Francisco Abrego (1569-1574). |
" | Fr. Manuel de Mercado Aldrete (1577-1580). |
" | Maestro Bartolomé Ledesma (1580-1587). |
" | Fr. Bartolomé Martínez Menacho (1588-1593). |
" | Antonio Calderón (1599-1608). |
" | Fr. Agustín de Carvajal (1608-1611). |
" | Sancho Pardo de Figueroa (tomó posesión en 1663). |
" | Antonio de León, obispo desde 1671. |
" | Lucas Fernández de Piedrahita, desde 1676. |
" | Diego Ladrón de Guevara (1689-1698). |
" | Fr. Juan de Argüelles. |
" | Fr. Manuel de Mimbela, obispo desde 1714. |
" | Fr. Juan José de Llamas y Rivas, obispo desde 1716. |
" | Fray Pedro Morcillo Rubio y Auñón, obispo en 1741. |
" | Juan de Castañeda. |
" | Francisco J. de Luna Victoria, obispo desde el 15 de agosto de 1751. |
" | Miguel Moreno y Ollo, nombrado obispo en 1763, y tomó posesión el 20 de enero de 1764. |
" | Manuel Joaquín González de Acuña, obispo en 1796. |
" | Fr. Higinio Durán y Martel, electo en Madrid el 9 de enero de 1817, y tomó posesión en agosto del mismo año, falleciendo en 1823. |
" | Manuel Vázquez Gallo, no aceptó el obispado en 1828. |
" | Juan José Cabarcas, nombrado en 1835. |
" | Francisco del Rosario Manfredo y Balletas (1847-1850). |
" | Fr. Eduardo Vázquez, obispo desde 1856.[668] |
" | Ignacio Antonio Parra, obispo desde 1871. |
" | José Telesforo Paúl, obispo desde 1875. |
" | José Alejandro Peralta, sucesor de Paúl, tomó posesión el 29 de enero de 1887. |
" | Javier Junquito, tomó posesión en agosto de 1901. |
Número de obispos en Guatemala, San Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica.
Guatemala, desde que gobernó la diócesis D. Francisco Marroquín hasta D. Bernardo Piñol, ha tenido 17 obispos y 10 arzobispos.
San Salvador, desde la formación de la diócesis y el gobierno de ella por D. Jorge Viteri, hasta hoy, han existido tres obispos.
Honduras, desde que en el año 1539 comenzó a gobernar la diócesis don Cristóbal de Pedraza, hasta 1878, en que la dirigía Fray Juan de Jesús Cepeda, se cuentan 24 obispos.
Nicaragua, desde el año 1532, en que gobernó la diócesis D. Diego Alvarez Osorio, hasta hoy, que la rige D. Manuel Ulloa, se cuentan 36 obispos.
Costa Rica, desde la formación de la diócesis y el gobierno de ella por D. Anselmo Llorente, hasta el presente, ha habido dos obispos.
Catálogo de los Obispos de la diócesis de Puerto Rico hasta mediados del siglo xix.
D. | Alonso Manso, murió el 27 de noviembre de 1538. |
" | Fr. Manuel de Mercado. |
" | Rodrigo de Bastidas, obispo primero de Venezuela, y desde 1542 de Puerto Rico. |
" | Fr. Diego de Salamanca. |
" | Fr. Nicolás de Ramos. |
" | Antonio Calderón. |
" | Fr. Martín Vázquez. Comenzó su obispado por los años 1600 y murió en 1609. |
" | Fr. Alonso Monroy. No llegó a tomar posesión. |
" | Fr. Francisco Cabrera (1610-1613). |
" | Fr. Pedro Solier (1615-1617). |
" | Bernardo de Balbuena (1623-1627)[902]. |
" | Juan López Agurto de la Mata. |
" | Fr. Juan Alonso de Solís. Murió el 19 de abril 1641. |
" | Fr. Damián López de Haro. Entró en Puerto Rico el 1644. |
" | Fernando Lobo del Castillo (1650-1651). |
" | Francisco Naranjo (1652-1655).[669] |
" | Francisco Arnaldo de Isasi (1659-1661). |
" | Manuel Molinero. Electo en 1663. |
" | Fr. Benito de Rivas (1664-1668). |
" | Fr. Bartolomé García de Escañuela. Tomó posesión por poder en 25 de abril de 1671, y fué promovido al obispado de Durango en 1675. |
" | Marcos Arista de Sobremonte (1679-1681). |
" | Fr. Francisco Padilla. Tomó posesión en 23 de junio de 1684, pasando al obispado de Santa Cruz de la Sierra el 1695. |
" | Fr. Bartolomé García, electo. |
" | Fr. Jerónimo Valdés, electo. |
" | Urbano López, electo. |
" | Fr. Pedro de la Concepción Urtiaga y Salazar, tomó posesión el 19 de mayo de 1706. |
" | Raimundo Caballero, electo. |
" | Fr. Fernando Valdivia y Mendoza (1719-1725). |
" | Sebastián Lorenzo Pizarro (1728-1736). |
" | Francisco Pérez Lozano (1738-1741). |
" | Francisco Bejar. Tomó posesión en 1745. |
" | José Martínez, electo. |
" | Francisco Julián de Antolino. Entró en Puerto Rico el 18 de diciembre de 1749. |
" | Pedro Martínez de Oneca (1756-1760). |
" | Mariano Martí, obispo desde 1762, pasando luego a Caracas. |
" | Fr. Manuel Giménez Pérez, electo en 1770 y tomó posesión en 1772. |
" | Felipe José de Trespalacios, electo en 1784, tomó posesión en 1785 y pasó aCuba en 1789, muriendo obispo de la Habana en 1800. |
" | Francisco de la Cuerda (1790-1795). |
" | Fr. Juan Bautista de Zengotita y Bengoa, electo en 1795, tomó posesión en 1796 y murió en 1802. |
" | Juan Alejo de Arizmendi y de la Torre (1803-1814). |
" | Mariano Rodríguez de Olmedo y Valle (1817-1820); luego arzobispo de Cuba. |
" | Pedro Gutiérrez de Cos (1826-1833). |
" | Fr. Francisco de la Puente. Pasó a la península y fué trasladado á la silla deSegovia. |
" | Gil Esteve y Tomás (1849-1853). |
" | Fr. Pablo Benigno Carrión (1858)[903]. |
Arzobispos que tuvo Santa Fe de Bogotá desde el primero hasta fines del año de 1809.
D. | Fr. Martín de Calatayud, (obispo). |
" | Fr. Juan de los Barrios, (obispo). |
" | Luis Zapata de Cárdenas, primer arzobispo (1573-1590).[670] |
" | Alonso López de Ayala (1591). |
" | Bartolomé Martínez Menacho (1593-1594). |
" | Fr. Andrés Caro. |
" | Bartolomé Lobo Guerrero (1599-1608). |
" | Juan de Castro. |
" | Pedro Ordóñez Flores (1613-1625). |
" | Julián de Cortazar (1627-1630). |
" | Bernardino de Almansa (1630-1633). |
" | Fr. Cristóbal de Torres (1635-1654). |
" | Diego del Castillo y Artiga (1655). |
" | Fr. Juan de Arquinao (1661). |
" | Antonio Sanz Lozano. |
" | Fr. Ignacio de Urbina. |
" | Francisco Cosío y Otero (1703). |
" | Francisco del Rincón (1716). |
" | Antonio Claudio Alvarez de Quiñones (1724). |
" | Fr. Juan Galavis (1737). |
" | Fr. Fermín de Guevara (1740-1744). |
" | Pedro Azua Iturgoyen Peruano (1745-1753). |
" | Francisco Javier de Arauz (1754-1764). |
" | Manuel de Sosa y Betancourt (1764). |
" | Francisco Antonio de la Riva Mazo (1766). |
" | Fr. Lucas José Ramírez Galán (1770). |
" | Fr. Agustín Manuel Camacho y Rojas (1771-1774). |
" | Agustín de Alvarado y Castillo (1775-1778). |
" | Antonio Caballero y Góngora (1778-1791). |
" | Baltasar Jaime Martínez y Campañón (1791-1797). |
" | Fr. Fernando de Portillo y Torres (1798-1804). |
" | Juan Bautista Sacristán (1804-1810)[904]. |
Obispos y Arzobispos de Caracas y Venezuela desde su comienzo hasta fines del año 1816.
D. | Rodrigo Bastidas (1531-1542). |
" | Miguel Jerónimo Ballesteros (1543-1558). |
" | Bartolomé (se ignora el apellido). |
" | Fr. Pedro de Agreda (1561-1583). |
" | Fr. Juan Martínez Manzanillo (1583-1591). |
" | Fr. Pedro Martín Palomino (1595-1596). |
" | Fr. Domingo de Salinas (1597-1600). |
" | Fr. Pedro Martín Palomino (1601). |
" | Fr. Pedro de Oña (1601-1604).[671] |
" | Fr. Antonio de Alcega (1604-1610). |
" | Fr. Juan de Bohorques (1610-1618). |
" | Fr. Gonzalo de Angulo (1619-1633). |
" | Juan López Aburto de la Mata (1635-1637). |
" | Fr. Mauro de Tovar (1639-1661). |
" | Fr. Alonso Briceño (1661-1668). |
" | Fr. Antonio González de Acuña (1670-1682). |
" | Diego de Baños Sotomayor (1682-1706). |
" | Fr. Francisco del Rincón (1712-1717). |
" | Juan José de Escalona y Calatayud (1717-1729). |
" | José Félix Valverde (1731-1740). |
" | Juan García Abadiano (1742-1747). |
" | Manuel Jiménez Bretón (no tomó posesión). |
" | Manuel Machado y Luna (1749-1752). |
" | Francisco Julián de Antolino (1752-1755). |
" | Miguel Argüelles (1756). |
" | Diego Antonio Díez Madroñero (1756-1769). |
" | Mariano Martí (1769-1792). |
" | Fr. Juan Antonio de la Vírgen María Viana (1792-1799). |
" | Francisco de Ibarra (1800-1806). |
" | Narciso Coll y Prat (1807-1816)[905] |
" | Ramón Ignacio Méndez (1828-1836). |
" | Ignacio Fernández Peña (m. el 1849). |
" | José Antonio Pérez de Velasco. |
" | Silvestre de Guevara y Lira[906]. |
Obispos del Paraguay desde 1547 hasta 1779.
D. | Fr. Juan de los Barrios y Toledo (1547-1550). |
" | Fr. Tomás de la Torre (1552-1555). |
" | Fr. Fermín González (1559). |
" | Fr. Juan del Campo (1575). |
" | Fr. Alonso Guerra (1575). |
" | Fr. Juan de Almaraz (1591-1592). |
" | Tomás Vázquez del Caño (1596). |
" | Fr. Baltasar de Covarrubias (1601). |
" | Fr. Martín Ignacio de Loyola (1601-1607). |
" | Fr. Reginaldo de Lizárraga (1607). |
" | Lorenzo de Grado (1607-1608). |
" | Fr. Tomás de Torres (1619-1625). |
" | Fr. Agustín de Vega (1625). |
" | Fr. Cristóbal de Aresti (1626-1635).[672] |
" | Fr. Francisco de la Serna (1635-1640). |
" | Fr. Bernardino de Cárdenas (1640-1647). |
" | Fr. Gabriel de Guillistegui (1666-1571). |
" | Fernando de Balcázar (1672). |
" | Fr. Faustino de las Casas (1672-1683). |
" | Fr. Sebastián de Pastrana. |
" | Juan Durana (electo) y |
" | José de Palos (coadjutor) (1724-1738). |
" | Fr. José Cayetano Palavicini (1739-1748). |
" | Fernando Pérez de Oblitas (1748-1756). |
" | Manuel de la Torre (1756-1763). |
" | Manuel López de Espinosa (1763-1772). |
" | Juan José Priego (1772-1779). |
" | Fr. Luis de Velasco (1779)[907]. |
Obispos que hubo en Buenos Aires desde 1627 hasta 1785.
D. | Fr. Pedro Carranza (1627-1632). |
" | Fr. Cristóbal de Aresti (1635-1640). |
" | Fr. Cristóbal de la Mancha y Velasco (1641-1658). |
" | Antonio de Azcona Imberto (1660-1681). |
" | Fr. Juan Bautista Sicardo (1704-1708). |
" | Fr. Pedro Fajardo (1708-1730). |
" | Juan de Arregui (1731-1734). |
" | Fr. José de Peralta (1740-1746). |
" | Cayetano Pacheco de Cárdenas (1748). |
" | Cayetano Marceliano Agramont (1747-1758). |
" | José Antonio Basurto Herrera (1758-1762). |
" | Manuel de la Torre (1763-1778). |
" | Fr. Sebastián Malbar (1779-1784). |
" | Manuel Azamor (1785)[908]. |
Arzobispados y Obispados que había en América en 1º de enero de 1775.
Arzobispado de México. | |
Obispados de | Puebla de los Angeles. |
" | Oaxaca. |
" | Mechoacán. |
" | Guadalajara. |
" | Durango. |
" | Cuba.[673] |
" | Caracas. |
Arzobispado de Lima. | |
Obispados de | Cuzco. |
" | Arequipa. |
" | Trujillo. |
" | Guamanga. |
" | Chile. |
Arzobispado de Charcas. | |
Obispados de | La Paz. |
" | Santa Feé. |
" | Quito[909]. |
Madrid 9 septiembre de 1660.
El Rey Benerables y devotos Padres Provinciales de las Ordenes de Santo Domingo, San Francisco, San Agustín, la Merced, Carmelitas Descalzos y Compañía de Jesús de mis Indias Occidentales. Por diferentes cartas y testimonios que algunos Ministros mios han remitido á mi Consejo Real de las Indias se han reconocido los graves daños y inconvenientes que se siguen de tener aviertas las Puertas de las Iglesias de algunos de los Conventos de vuestras ordenes á oras extraordinarias de la noche, y hacerse en ellos y en los Monasterios de Religiosos, Comedias y otras representaciones contra la reverencia que se debe á lugares tan sagrados, siguiéndose dello algunas ofensas de Dios, nuestro Señor, y mal ejemplo y escándalo á los fieles, y más particularmente á los naturales desas Provincias recien convertidos á nuestra fee, y para que en lo de adelante se eviten eficazmente los daños que se pueden seguir de que se continue semejante abuso y perjudicial introduccion: Habiéndose visto y considerado por los del dicho mi Consejo mui atentamente, he resuelto dar la presente:
Por la qual os encargo mucho, que de aquí en adelante con ningun pretexto permitais se tengan aviertas las Iglesias de vuestros conventos despues de puesto el Sol, y que de ninguna manera por ningun caso, ni para efecto alguno que sea, por lo que os tocare y perteneciere deis licencia ni consintais que en ninguno de los conventos de religiosos y religiosas de vuestra Jurisdiccion se hagan ni representen Comedias así en las Iglesias como fuera de ellas, y que executeis esta orden precisamente dando para ello todas las que tubieredes por necesarias para que cesen los inconvenientes que desto se pueden seguir, y todos se conserven en la union y conformidad que tanto conviene establecer en las religiones, como lo fio de vuestro celo y amor al servicio de Dios y mio, y del recibo deeste despacho y su puntual observancia me avisareis=Yo el Rey=Por mandado del Rey nuestro Señor, Don Juan de Subica[910].
Carta de los indios gobernadores de varias provincias de Yucatán al Rey Don Felipe II, quejándose de los tormentos, muertes y robos que con ellos habían cometido los religiosos de la Orden de San Francisco. Yucatán, 12 de abril de 1567.
Sacra Catholica Magestad:
Despues que nos vino el bien, que fué conosçer á Dios Nuestro Señor por solo verdadero Dios, dexando nuestra ceguedad é ydolatrias, y á V. M. por señor temporal, antes que abriesemos bien los ojos al conocimiento de lo uno y de lo otro, nos vino una persecución, la mayor que se puede ymaginar, y fué, en el año de sesenta y dos, por parte de los religiosos de Sant Francisco, que aviamos traydo para que nos doctrinassen, que, en lugar de lo hazer, nos començaron á atormentar, colgandonos de las manos y açotandonos cruelmente, y colgandonos pesas de piedras á los pies, y atormentando á muchos de nosotros en burros, echandonos mucha cantidad de agua en el cuerpo, de los quales tormentos murieron y mancaron muchos de nosotros.
Estando en esta tribulaçion y trabaxos, confiando de la justiçia de V. M. que nos oyera y guardara justiçia, vino el doctor Diego Quixada, que á la sazon era, á ayudar á los atormentadores, diziendo que eramos ydolatras y sacrificadores de hombres y otras cosas agenas de toda verdad, que en nuestra ynfidelidad no las cometimos. Y como nos veyamos mancos, de los crueles tormentos, y muchos muertos en ellos y dellos, y robados de nuestras haziendas, y más, que veyamos desenterrar los huesos de los muertos baptizados, aviendo muerto como christianos, estabamos para desesperarnos. Y no contentos con esto, los religiosos y justiçia de V. M. hizieron un auto solenne de ynquisiçion en Mani, pueblo de V. M., en que sacaron muchas estatuas, y desenterraron muchos muertos, y quemaron allí públicamente, y condenaron á muchos á esclavos para servir á los españoles por ocho y diez años, y echaron sant benitos. Y lo uno y lo otro nos pusieron gran admiraçion y espanto, porque no sabiamos qué cosa era, por ser recien baptizados y no predicados; y porque bolviamos por nuestros vasallos, diziendo que los oyessen y les guardassen justiçia, nos prendieron y aprisionaron y llevaron en cadenas, como á esclavos, al monesterio de Merida, adonde murieron muchos de los nuestros, y allí nos dezian que nos avian de quemar, sin saber nosotros por qué.
Y a esta razon llegó el obispo, que V. M. nos embió, el qual, aunque nos sacó de la carçel y nos libró de la muerte y quitado los sant benitos, no nos a desgraviado en las ynfamias y testimonios que nos levantaron, diziendo que somos ydolatras, sacrificadores de hombres é que aviamos muerto muchos yn[676]dios; por que, al fin, es del hábito de Sant Françisco y haze por ellos: a nos consolado de palabra, diciendo que V. M. hará justiçia.
Vino un receptor de Mexico á ynquirir esto, y pensamos que lo hiciera la Audiençia, y no a hecho nada.
Vino despues Don Luys de Çespedes, governador, y en lugar de nos desagraviar, nos a augmentado tribulaciones, llevandonos á nuestras hijas y mugeres á servir á los españoles, contra su voluntad y la nuestra, que lo sentimos tanto, que vienen á dezir la gente simple que en nuestra ynfidelidad no eramos tan vexados ni acosados, por que nuestros antepasados no quitavan á nadie sus hijos, ni á los maridos sus mugeres, para servir dellos como lo haze agora la justiçia de V. M., aun para servir á los negros y mulatos.
Y con todas nuestras afliciones y trabaxos, amamos á los padres y les damos lo necessario, y les hemos hecho muchos monesterios y proveydo de hornamentos y campanas, todo á nuestra costa y de nuestros vasallos y naturales, aunque, en pago de estos servicios, nos traen tan avasallados, cosa que nunca lo padescimos en nuestra gentilidad. Y obedescemos á la justiçia de V. M. esperando que nos embiará remedio para todo.
Una cosa nos á desmayado mucho y nos a alborotado, que son cartas que Fray Diego de Landa, principal autor de todos estos males y trabaxos, escrive, diziendo que V. M. ha aprobado las muertes, robos, tormentos y esclavonias y otras crueldades que hicieron en nosotros: de lo qual, estamos admirados que tal cosa se diga de tan catholico y recto Rey, como es V. M. Si es que allá ha dicho que nosotros sacrificamos hombres despues de baptizados, es muy gran testimonio y maldad ynventada por ellos para dorar sus crueldades.
Y si ydolos se hallaron o hallamos nosotros, los sacamos de las sepulturas de nuestros antepasados, para dar á los religiosos, porque nos los mandavan traer, diziendo que haviamos dicho en los tormentos que los teniamos; y toda la tierra sabe cómo los yvamos á buscar veynte, treynta y cient leguas, adonde entendiamos que los tenian nuestros antepasados y nosotros haviamos dexado quando nos baptizamos, y con sana conçiençia, no nos podían castigar por ellos como nos castigaron.
Y si V. M. se quiere ynformar desto, embie persona tal que lo averigue, y verse á nuestra ynocençia y la gran crueldad de los padres, y si el obispo no viniera, todos fueramos acabados. Y porque, aunque queremos bien á Fray Diego de Landa y á los demas padres que nos atormentaron, solamente de oyrlos nombrar, se nos revuelven las entrañas. Por tanto, V. M. nos embie otros ministros que nos doctrinen y prediquen la ley de Dios, porque deseamos mucho nuestra salvaçion.
Los religiosos del señor Sant Françisco, desta provinçia, an escripto ciertas cartas á V. M. y al general de su orden, en abono de Fray Diego de Landa, y de otros, sus compañeros, que fueron los que atormentaron, mataron y escandalizaron y dieron ciertas cartas escriptas en la lengua de Castilla á ciertos yndios sus familiares, para que las firmassen, y asi las firmaron y enbiaron á V. M. Entienda V. M. no ser nuestras: los que somos señores de esta tierra, que no avemos de escribir mentiras, ni falsedades, ni contradiçiones. Hagan allá penitencia Fray[677] Diego de Landa y sus compañeros, del mal que hizieron en nosotros, que hasta la quarta generaçion se acordarán nuestros descendientes de la gran persecucion que por ellos nos vino.
Nuestro Señor guarde á V. M. largos tiempos para su sancto serviçio y nuestro bien y amparo.—De Yucatán, doze de abril, 1567 años.
Humildes vasallos de V. M., que sus reales manos y pies besamos.
D. Francisco de Montejoxio,
Gobernador de la provincia de Mani.
Juan Pacab,
Gobernador de Mona.
Jorge Xin,
Gobernador de Panaborer.
Francisco Pacab,
Gobernador Texul.
Sobre.—A la Sacra Catholica Magestad el Rey (Don) Phelipe nuestro Señor. En su Real Consejo de Indias[911].
En tiempo de Carlos III se estableció la poderosa Compañía de Filipinas, que sólo debido a la impericia de sus gestores tuvo lamentable fin en 1830, esto es, poco antes de la muerte de Fernando VII.
Creóse dicha Compañía de Filipinas, a costa de grandes trabajos y de vencer contrariedades, en particular de parte de Holanda, interesada en impedir la navegación directa de España por el Cabo de Buena Esperanza a las Indias Orientales y nuestro tráfico con ellas. Floridablanca escribió una Memoria combatiendo las ideas y las pretensiones de los holandeses. Foronda y otros hicieron lo mismo. El Rey, los príncipes e infantes, corporaciones y capitalistas particulares, se interesaron en ella, adquiriendo acciones. El Banco comprometió en sus operaciones más de veinte millones de reales.
[1] Véase tomo I, capítulo III de esta obra.
[2] Nueva Geografía Universal.—América Boreal, pág. 244.
[3] Ibidem, pág. 243.
[4] Ernest Gagnon, Chansons populaires du Canadá.
[5] Reclus, Geografía Universal.—América Boreal, pág. 23.
[6] Samuel de Champlain (1567-1635) nació en Brogage (Charenta inferior).
[7] Francis Parkman, The Jesuits in North-América.
[8] También concedió el Gobierno a la Compañía el monopolio perpetuo del comercio de pieles, y por quince años el de todo otro comercio.
[9] Los Estados Unidos de la América del Norte, pág. 34.—Historia Universal de Oncken, tomo XII.
[10] Véase capítulo XXV del primer tomo.
[11] Idem, capítulo XXVI
[12] Véase la descripción de la Florida en la Colección de documentos inéditos del Archivo de Indias, tomo V, págs. 532-546.—Memoria de las cosas y costa y indios de la Florida, etc. Colección de Muñoz, tomo LXXXIX.
[13] Los Estados Unidos de la América del Norte, pág. 3.—Historia Universal, de Oncken, tomo XII.
[14] Véase Colec. de doc. inéd., etc., tomo VIII, págs. 537-574.
[15] Torres Campos, España en California, Conferencia dada en el Ateneo de Madrid el 17 de mayo 1892, pág. 35.
[16] Ibidem, pág. 52.
[17] Pocahontas y su marido pasaron a Inglaterra, donde fueron obsequiados, mereciendo aquélla la señalada distinción de ser recibida en la corte. Tuvo un hijo y ella murió el año 1617. Hónranse descender de Pocahontas distinguidas familias de Virginia.
[18] Oton Hopp, Los Estados Unidos de la América del Norte, pág. 7.
[19] Desde el citado año no cesó el comercio de carne humana. Si primeramente se limitó a la compra de negros, después se extendió a los blancos. Prisioneros de guerra, tanto escoceses como irlandeses, se vendieron durante la centuria xvii en Virginia. Diferenciábanse los esclavos negros de los blancos en que los primeros no recobraban su libertad mientras no fuesen manumitidos por sus amos y los segundos podían rescatarse de la esclavitud. La pronta introducción de la esclavitud en Virginia y en todos los Estados del Sur se debe a la necesidad de brazos para cultivar el tabaco en las grandes haciendas o latifundios, mientras en los Estados del Norte el clima obligaba al agricultor a dedicarse al cultivo de pequeñas propiedades a modo de alquerías.
[20] Allá por el año 1582 los puritanos se separaron de la Iglesia oficial (anglicana), formando una secta aparte, que no reconocía más autoridad eclesiástica que la Biblia e intentaba restablecer la sencillez primitiva del cristianismo. Fundaron comunidades en Escocia e Inglaterra, cuya organización era democrática; distinguiéronse por su severa moralidad y por la rectitud en todas sus acciones.
[21] Historia de los Estados Unidos, tom. IV, pág. 26.
[22] Op., cit., pág. 14.
[23] Nueva Amsterdam cambió el nombre por el de Nueva York, en el año 1664.
[24] El sucesor de Minnewit en Nueva Amsterdam fué Wonter von Tiviller, a éste sucedió Kieft (1637-1647), y después Pedro Stuyvesant (1647-1664).
[25] Spencer, Hist. de los Estados Unidos, tomo I, pág. 75.
[26] Ernesto Oton Hopp, Los Estados Unidos de la América del Norte, págs. 16 y 17.
[27] Nació Penn en Londres el 1644. Era hijo del almirante que conquistó para Inglaterra la isla de Jamaica y peleó en la guerra marítima contra Holanda. El duque de York (después Jacobo II) fué padrino del niño Guillermo en el acto del bautismo. A los quince años ingresó en la Universidad de Oxford, dándose a conocer por su severidad de costumbres y por su resistencia a cumplir ciertos actos religiosos. Convirtióse a la secta cuákera.
El cuákero no quería iglesias, ni sacerdotes, ni culto exterior; huía de los litigios y detestaba la guerra; amaba la sencillez y practicaba la caridad.
No pudo conseguir su padre, aunque lo intentó varias veces, que su hijo se presentara en la corte y frecuentara la alta sociedad.
Dedicóse a propagar sus doctrinas religiosas, recorriendo ciudades y aldeas, pronunciando discursos y publicando folletos. A petición del obispo de Londres, por haber publicado el folleto intitulado The sandy foundation shaken (Los cimientos de arena conmovidos), fué encerrado en la Torre el año 1668; y durante los siete meses de su prisión escribió otro que llamó No cross no crown (Sin la cruz no hay corona), que vió la luz el 1669.
Reconciliáronse padre e hijo cuando el primero se convenció de las profundas convicciones del segundo. El padre, en su lecho de muerte (1670), hubo de decir: «Hijo mío, si tú y tus amigos continuais firmes viviendo y predicando conforme a vuestros sencillos principios, acabareis por hacer desaparecer para siempre toda clerecía.» Casóse el año 1672 con Julia Springett. Oprimidos y vejados los cuákeros, dirigieron sus miradas, como los puritanos, a la América del Norte. La secta hizo muchos prosélitos en varias colonias, merced a la propaganda de Fox, fundador de aquella doctrina religiosa, el cual recorrió desde Rhode-Island hasta la Carolina. Bastará decir que en 1677 los cuákeros redactaron una constitución para Nueva Jersey; el 1678 contaba la colonia 400 habitantes, y el 1681 se verificó la primera asamblea legislativa.
[28] Historia de la Luisiana, vol. I, pág. 28.
[29] Herrera, Década II, libro III, capítulo XII.
[30] Marina era—según Bernal Díaz del Castillo—hija del cacique de Oluta, pasando luego a ser esclava del cacique de Tabasco, y después, ora por venta, ora por despojo, vino a parar al poder de Cortés. Su nombre era Mallinalli Tenépal y vulgarmente la llamaban la Malinche.
[31] Solís, Conquista de la Nueva España, lib. I, cap. XXI, págs. 71 y 72.
[32] Op. cit., lib. II, cap. X, pág. 113.
[33] Solís, Ob. cit., lib. II. cap. XIII, pág. 127.
[34] Relación, etc., Colec. de doc. para la Hist. de México, publicada por García Icazbalceta, tomo II, pág. 563.
[35] No se olvide que Cortés con los pilotos y marineros de su destruída armada había aumentado su ejército en más de 100 hombres.
[36] Otros dicen Xacacingo.
[37] Relación de Andrés de Tapia, Ibidem, páginas 569 y 570.
[38] Andrés de Tapia. Ibidem, pág. 564.
[39] Chitrula escribe Tapia.
[40] Ob. cit., lib. III, cap. VI, pág. 197.
[41] Ibidem, lib. III, cap. VII, pág. 204. Parécenos excesivo el número.
[42] Ob. cit., libro III, cap. IX, pág. 213.
[43] Ob. cit., libro III. cap. IX, pág. 216.
[44] Década II, lib. VIII, cap. IX.
[45] Ob. cit., lib. III, cap XX, pág. 278.
[46] Solís, ob. cit., lib. IV, cap. XV, pág. 367.
[47] Herrera, Década II, lib. X, cap. X. Debió ser enterrado en el monte de Chapultepeque.
[48] Ob. cit., lib. IV, cap. XV, pág. 369.
[49] Dos hijos que le asistieron en sus últimos momentos fueron muertos por los mejicanos; dos o tres hijas se casaron con españoles y se convirtieron al catolicismo. El principal de los hijos se redujo también a la religión católica y tomó el nombre de Pedro en el bautismo. Era hijo de una de las reinas, natural de la provincia de Tula, la cual, a imitación de don Pedro, se bautizó y se llamó desde entonces doña María de Niagua Suchil.—Solís, Ob. cit., lib. IV, cap. XV, pág. 371.
[50] Otros le llamaban Cuitlahuactzin.
[51] Otros le llaman Guatimocin.
[52] Ob. cit., lib. V, cap. XIX, págs. 510 y 511.
[53] Ob. cit., lib. V, cap. XXII, pág. 530.
[54] Herrera, Década III, libro II, capítulo VII.
[55] «La primera vez—escribe León Pinelo—que se nombra Nueva España es en una cédula de 10 de octubre de 1522, en que se da licencia para pasar a ella a los que quisieren, porque antes se llamaba Youcatán, Coloacán y Uloa.» Academia de la Historia.—Indice general de los papeles del Consejo de Indias, fol. 314.
[56] Arch. hist.º nacional.—Ced. indico de Ayala, letra D.
[57] Arch. hist. nac., tomo XXXIV, núm. 237, págs. 267 v.ª á 274 v.ª.
[58] Cedulario indico, tomo I, pág. 178.
[59] Véase Cedulario indico, tomo VIII, núm. 190, págs. 129-131
[60] Murió en el año 1522.
[61] Documentos inéditos relativos al descubrimiento, etc., tomo XXVI, págs. 298-351.
[62] Don Quijote de la Mancha, parte 2.ª, cap. VIII.
[63] Colec. de doc. inéd., etc., tomo XII, págs. 381-383.
[64] Se ignora el año de su nacimiento; sólo puede afirmarse que nació antes de 1468.
[65] Véase Archivo de la Duquesa de Fernán Nuñez, inventario del Ducado de Montellano, índice del Adelantamiento del Yucatán, legajo 438 y siguientes.
[66] «Noticioso el Rey (Carlos V) de haber formado (una población) los Españoles Christianos entre las provincias de Cholula y Tlaxcala, con el nombre de Puebla de los Angeles, y queriendo ennoblecerla, para animar a que otros fuessen a habitarla, mandó se intitulasse Ciudad de los Angeles, relevando a sus vecinos del derecho de Alcabala por término de 30 años. Céd. de 20 de marzo de 1532. Vid. tom. 8 de ellas, fol. 377 v.º, núm. 461»[66a].
[66a] Archivo histórico nacional.—Cedulario índico de Ayala, letra P, tomo II, núm. 13.
[67] Cedulario indico, tom. IX, núm. 53, págs. 45 y 46.
[68] Ibidem, núm. 75, págs. 59 y 59 v.ª
[69] Ibidem, núm. 76, págs. 59 v.ª y 60.
[70] En una carta de Alvarado a Cortés, se lee: Determiné quemar a los señores; y más abajo añade: para el bien y sosiego de esta tierra, yo los quemé y mandé quemar la ciudad... Colección de Barcia.
[71] Los cronistas españoles hacen un solo personaje de los dos príncipes cakchiqueles y le dan el nombre de Sinacan.
[72] Milla, Historia de la América central, tomo I, pág. 93.
[73] Segunda carta de Alvarado a Cortés.—Colección de Barcia.
[74] Proceso de residencia en el año 1529 contra Pedro de Alvarado. México, 1847.
[75] Remesal y otros cronistas antiguos, como también historiadores modernos, dicen, con error manifiesto, que la primera ciudad de Guatemala se fundó en Almolonga.
[76] Llegó el citado año de 1527.
[77] Década III, lib. V, capítulo X.
[78] Ibidem.
[79] Década III, lib. V, cap. XI.
[80] Libro de Actas del Ayuntamiento de Guatemala, sesión del 6 de mayo de MDXXV años. Juarros y otros escritores afirman que la fundación de San Salvador no se verificó hasta abril de 1528.
[81] El nombre del país se debe—según se dice—a las honduras o fondos que los primeros pobladores hallaron en sus costas. Cuando salieron a tierra llana, exclamaron: ¡Bendito sea Dios, que hemos salido de estas Honduras!
[82] Herrera, Década IV, lib. VII, cap. IV.
[83] Década V, lib. I, cap. X.
[84] Véase Herrera, Década VI, lib. I, cap IX.
[85] Década VI, lib. VII, cap. IV.
[86] Década VI, lib. VII, cap. IV.
[87] Tomo I, cap. XXIX.
[88] Década VI, lib. VII, cap. IV.
[89] Herrera, Década IV, libro IX, capítulo XV.
[90] Herrera, Década VI, libro I, capítulo VIII.
[91] Colec. de doc. inéd., etc., tomo VII.
[92] Véase capítulo XXIII del tomo I.
[93] Enciclopedia Universal Ilustrada, tomo XV, pág. 1.208.
[94] A la sazón el ducado de Veragua quedó separado de Castilla del Oro.
[95] Herrera, Década II, lib. IV, cap. IX.
[96] Recuérdese que en el año 1534 Felipe Gutiérrez fué nombrado gobernador de Veragua, cuyos límites eran «desde donde se acaban los de la gobernación de Castilla del Oro, llamada Tierra Firme, y fueron señalados a Pedrarias Dávila y a Pedro de los Ríos, gobernadores que fueron de la dicha provincia, hasta el cabo de Gracias a Dios.» Un pleito contra la corona por D. Diego Colón, hijo del Almirante D. Cristóbal (comenzado en 1508 y terminado en 1537) se resolvió, adjudicándose a D. Luis Colón un territorio de 25 leguas en cuadro desde el río Belén al Occidente y Sur. En nuestros días la República de Costa Rica intentó probar que el ducado de Veragua estuvo incluído durante la dominación española en dicho Estado, sosteniendo lo contrario la República de Colombia y decidiendo la cuestión en contra de las pretensiones de Costa Rica el Presidente de la República francesa.
[97] De esta campaña se tratará en el capítulo XV de este tomo.
[98] Tanta fué su tristeza, que en adelante no quiso ser conocida sino con dicho nombre.
[99] Reclus, América Central, pág. 688.
[100] Ibidem.
[101] El 19 de noviembre de 1493 tomó el Almirante tierra en la ensenada de Mayagüez, y de la misma isla se hizo a la vela dicho Almirante el 22 de noviembre de aquel año.
[102] Ya por la mucha riqueza de oro que se halló en ella, ya porque el puerto era bueno, cerrado y seguro de tormentas.
[103] Década I, libro VII, capítulo XIII.
[104] Véase esta expedición en el tomo I, capítulo XXVI.
[105] Geografía Universal, América Central, México, etc., pág. 732.
[106] Murió de Coronel en Navarra.
[107] Véase tomo I, cap. XXVI.
[108] Véase tomo I, cap. XXIX.
[109] Parece cosa probada que el encargado de suministrar los fondos era el licenciado Gaspar de Espinosa, residente a la sazón en Panamá, pues Luque sólo tenía la representación del mencionado Espinosa. Veáse Prescott, Hist. del Perú, tom. I, pág. 233.
[110] Historia general, Década III, lib. VIII, cap. XIII.
[111] Anales, M. S., año 1527.
[112] Ya sabemos que los españoles llamaban orejones a los indios pertenecientes a la nobleza.
[113] Prescott, Hist. del Perú, tomo I, págs. 269 y 270.
[114] Ob. cit.
[115] Padre Naharro, Relación sumaria, M. S.
[116] Felipillo hizo importante papel en la historia de sucesos posteriores.
[117] Véase Herrera, Década IV. lib. VI, capítulo V.
[118] Ibidem.
[119] Hist. de las Indias, M. S., parte III, lib. VIII, cap. I.
[120] Véase Pedro Pizarro, Descub. y Conq., M. S.
[121] Robertson dice que murió en 1529, y otros que en 1523.
[122] Garcilaso, Com. Real, parte I, lib. IX, cap. XXXVII.
[123] Esto resulta de una petición en que se solicitaban ciertas inmunidades, remitida a España en 1603, y firmada por 567 indios de la raza real de los Incas (Ibid. parte III, lib. IX, cap. XI). Oviedo dice que Huayna Capac dejó cien hijos e hijas, y que la mayor parte de ellos vivían aún cuando él escribía, Historia de las Indias, M. S., parte III. lib. VIII, cap. IX. Del mismo modo haremos notar que por Real cédula de 9 de mayo de 1545, habiendo sido informado S. M. de los buenos servicios de D. Cristóbal Tupac Inca, hijo de Huayna Capac, señor natural que fué de las provincias del Perú, y deseando darle a conocer el aprecio que le merecían sus lealtades, le concedió un escudo dividido en dos partes, y puesto en una de ellas una águila negra rabipante en campo de oro con dos palmas verdes a los lados, y debajo un tigre, y encima de él una borla colorada como tenía su hermano Atabalipa, y a los lados del tigre dos culebras coronadas de oro en campo azul y por orla Ave María, y entre letra y letra una cruz dorada, y por timbre un yelmo cerrado y por divisa una águila negra rapante con tres colas, y dependencia de follajes de azul y oro. Archivo histórico nacional. Cedulario indico de Ayala, letra A, tomo II, documento 6.
[124] En vano hemos buscado alguna confirmación de este cuento en Oviedo, Sarmiento, Xerez, Cieza de León, Zárate, Pedro Pizarro, Gomara, que todos vivían en aquella época y tenían a su disposición todos los medios posibles de averiguar la verdad: y todos, debemos añadir, estaban dispuestos a hacer severa justicia a las malas propensiones del monarca indio.
[125] Carta de Hern. Pizarro, M. S.
[126] Relación del primer descubrimiento, M. S.
[127] Naharro, Relación sumaria, M. S.
[128] Xerez. Conq. del Perú, ap. Barcia, tomo III, pág. 198.
[129] Pedro Pizarro, Descub. y Conq., M. S.
[130] Pedro Pizarro y Xerez así lo dicen.
[131] Pedro Pizarro. Descub. y Conq., M. S.
[132] Instruc. del Inca Titucussi. M. S.—Herrera dice que murieron dos mil. Década V. lib. II. cap. XI.
[133] «Se matan cada día 150». Xerez. Conq. del Perú. ap. Barcia. tom. III, pág. 202.
[134] El oro de la suma total ascendió a 1.326.539 pesos o castellanos, y la plata a 51.610 marcos, suma que representaba por entonces en España tanto como en el día otra tres ó cuatro veces mayor.
[135] Historia de las Indias, M. S., parte III, lib. VIII, cap. XXXII.
[136] Naharro, Relación sumaria, M. S.
[137] Ob. cit., tom. I., pág. 461.
[138] Cieza de León, Crónica, cap. XCI.
[139] Historia del Perú, tom. I, pág. 468.
[140] Ob. cit., tom. I, págs. 468 y 469.
[141] Rel., ap. Ramusio, tom. III, fol. 409.
[142] El número de tropas era de 500 hombres bien armados y le acompañaba el piloto Juan Fernández.
[143] Decía Alvarado que la suma recibida no alcanzaba a cubrir los gastos de la expedición, a la vez que Almagro aseguraba que los buques y el armamento se habían pagado tres veces más de lo que valían.
[144] Dispuso el Rey que Alvarado fuese sometido a juicio por la Audiencia de México, la cual dió la comisión al licenciado Alfonso de Maldonado; pero él se fugó a Honduras, fundó nuevas colonias y se embarcó para España. Habiendo justificado su conducta en la corte, volvió a Honduras, cuya provincia agregó a su gobierno.
[145] Véase Libro primero de Cabildos de Lima, parte 1.ª, págs. 1-15. Año 1888.
[146] Sacra Cesarea Catholica Real Magestad. Yo llegué á este puerto de Sanlúcar oy miercoles á catorce de henero, de la Nueva Castilla, ques la tierra que por mandado de Vuestra Magestad, fué á conquistar é governar Francisco Pizarro.
Vengo á ynformar á Vuestra Magestad de lo que fasta agora se á fecho en su servycio en aquella tierra. Traygo para Vuestra Magestad de sus quintos cien mill castellanos y cinco mill marcos de plata: vienen en cántaros é ollas, é otras prendas que son de ver.
Suplico á V. M. que sea servido de mandar que la Casa de Contratacion de Sevilla no ponga ympedimiento ninguno, porques cosa que fasta oy no se ha visto en Indias otro semejante ni creo que lo hay en poder de ningun Príncipe.
Nuestro Señor la vida é Real Estado de Vuestra Magestad por largos tiempos guarde é acreciente con muy mayores Reinos é Señoríos. Deste puerto de Sanlúcar, á catorce de henero de mill é quynientos é treinta é cuatro años. De Vuestra Sacra, Cesarea, Catholica Magestad. Humilde criado é servidor que los Reales pies é manos de Vuestra Magestad besa.—Hernando Pizarro.
El Rey.
Nuestros Ofyciales de la Casa de la Contratacion de las Indias que rresyden en la Ciudad de Sevilla: por cartas de los del Nuestro Consejo de las Indias é de Hernando Pizarro, hermano de Francisco Pizarro, Gobernador de la Provincia del Perú, E seydo avisado como a llegado de la dicha Provyncia en salvamento, al puerto de Sanlúcar, é que trae para Nos cien mill castellanos é cinco mill marcos de plata en cántaros é ollas é otras piezas: é pues ya estara todo en esa Casa, como quiera que quisiera verlo todo, pero por dylacion que abrá en traerlo é ser tan largo el camino. Me a parescido que bastará, por aber algunas piezas ansí de oro como de plata, de las más estrañas, é que todo lo demás se faga moneda.
Por ende Yo vos Encargo é Mando, que luego ansí el oro como la plata, fagais facer moneda, é como E dicho, queden algunas piezas de las mas estrañas é de poco peso, de las quales Me ymbiad particular rrelacion por donde se pueda entender bien de la manera que son é lo que cada una dellas pesa: é entregallas al dicho Pizarro para que las traiga: é las otras, como E dicho, proveereis que se fagan moneda.—De Calatayud á veinte e uno de henero de mill é quinientos é treinta é cuatro años.—Yo el Rey.—Refrendada del Comendador mayor é señalada de Carvaxal, Xuarez, Beltran é Bernal. Libro primero de Cabildos de Lima. Parte Tercera, págs. 127 y 128.
[147] El original del contrato se halla en el Archivo de Simancas, y una copia de él en Prescott. Ob. cit., tomo II, págs. 465-469.
[148] M. S.
[149] No de Marqués de los Atabillos (una provincia del Perú), ni de las Charcas, como dicen algunos historiadores. El título de Marqués concedido fué sin denominación, si bien, en una carta del Emperador, del 10 de octubre de 1537, se le ofrece nombrar de las tierras que eligiese en una de las provincias del Callao ó de los Atabillos. Uno de los párrafos de la dicha carta copiamos á continuación: «En lo que nos suplicais que teniendo respeto a lo que nos habeis servido vos, haga merced de alguna cantidad de tierras en la provincia del Callao o de los Atabillos, con título, acatando lo que Nos habeis servido y la fidelidad y limpieza con que habeis gobernado y gobernais esa tierra, y el celo que a las cosas de nuestro real servicio y real hacienda teneis de que estoy certificado, he habido por bien de vos hacer merced de veinte mil vasallos en esa provincia con título de Marqués. Y porque no se tiene relacion de la parte donde se os podrán señalar que a vos os estuviese bien, envío a mandar a Don Fray Vicente Valverde, obispo del Cuzco, y a nuestros oficiales de esa provincia que me informen de ello, como vereis por las cédulas que van con ésta. Solicitareis que con brevedad se haga, para que venida, Yo vos mande el título y la provision de la dicha merced, y entre tanto llamareis Marqués como yo os lo escribo, que por no saber el nombre que tendrá la tierra que se os dará, no se envía ahora el dicho título. Libro Primero de Cabildos de Lima. Segunda parte, pág. 161.
[150] Historia de las Indias, parte III, lib. VIII, cap. XVII, M. S.
[151] Pedro Pizarro, Descub. y Conq., M. S.
[152] En la parroquia de San Ginés y en el derruido templo de San Antonio del Prado, se erigieron altares á la citada Virgen de Capocavana.
[153] Conquista i Pob. del Perú, M. S. Oviedo, que disculpa las crueldades con la excusa de la necesidad, dice que fué necesario este castigo, añadiendo que después de realizado se podía mandar un mensajero de un extremo a otro del país sin temor de que le maltratasen. Hist. de las Indias, parte III, lib. IX, cap. IV. M. S.
[154] Historia de Méjico, tomo II, pág. 78.
[155] Conq. i poblacion del Pirú. M. S.
[156] El total de las fuerzas de Almagro ascendía a unos 500 hombres.
[157] Se refiere a la sublevación del inca Manco.
[158] Libro I de Cabildos de Lima, parte tercera, págs. 217 y 218.
[159] Ibidem, pág. 219.
[160] Véase Comisión conferida al obispo D. F. Tomás de Berlanga para demarcar las gobernaciones de Pizarro y Almagro. Libro primero de Cabildos de Lima. Parte 3.ª, págs. 167 y 168.—1888.
[161] Libro Primero de Cabildos de Lima. Parte primera, págs. 152 y 153. 1888.
[162] Pedro Pizarro y otros escritores creen que Gonzalo Pizarro, con fuerzas considerables, quiso apoderarse del Mariscal, y no realizó su proyecto porque se opuso a ello el Gobernador. Descubrimiento e Conquista, M. S.
[163] Libro primero de Cabildos de Lima. Parte tercera. Págs. 174-178.—1888.
[164] Carta al Emperador, M. S.
[165] Hist. de las Indias, parte III, libro VIII, cap. XXI, M. S.
[166] No seis semanas, como escribe Prescott. Descubrimiento y conquista del Perú, tomo II, página 94.
[167] Libro primero de Cabildos de Lima. Parte tercera, pág. 183.—1888.
[168] Herrera, Hist. General, Dec. VI, lib. III, cap. IX.
[169] Herrera, ob. cit., Década VI, lib. V, cap. I.
[170] Fray Vicente de Valverde, nombrado obispo del Cuzco, presentó las bulas y reales cédulas referentes a su episcopado al Cabildo de Lima, presidido por Francisco Pizarro, el 2 de abril de 1538. También presentó «una provisión del señor arzobispo de Sevilla en que le comete que sea inquisidor destas partes». Libro primero de Cabildos de Lima, parte primera, p. 181, 1888.
[171] Herrera, Historia general, Década VI, lib. VI, cap. III.
[172] Ibidem, cap. IX.
[173] Ibidem, cap. VII.
[174] Carta de Espinall, M. S.
[175] A la sazón, «noticioso el Rey (Carlos I) de la grande escasez de ella (leña) que havia en las Provincias del Perú, especialmente en los llanos, y que si no se acudiesse, vendría á ser inhabitable aquella tierra Mandó al Gobernador dispusiesse que los que tuviessen Indios encomendados, plantassen dentro de breve término, y en los Lugares mas convenientes, Arboles, y saaces, segun la calidad de la tierra y los Indios que cada uno tuviesse, procurando sobre todo que estos no fuessen en ello maltratados.» Ced. de 22 de noviembre de 1539.—Vid. tomo 9 de ellas, folio 140 b.º, núm. 257[175a].
[175a] Archivo histórico nacional.—Cedulario indico de Ayala, letra L, núm. 10.
[176] De ella se trató en el tomo I, capítulo XXIX de esta obra.
[177] Herrera, Hist. general, Década VII, libro III, cap. XIV.
[178] Pedro Pizarro, Descub. y Conq., M. S.
[179] Herrera, Década VI, lib. X, cap. VI.
[180] Ob. cit.
[181] Ibidem., Déc. VI, lib. X. cap. VII.
[182] Zárate, Conq. del Perú, lib. IV, cap. XVIII.
[183] Palabras del capitán Francisco de Carbajal acerca de la información que en favor de Vaca de Castro se hizo en el Cuzco, el año 1543. M. S.
[184] Zárate, Conquista del Perú, lib. IV, cap. I.
[185] Carta del cabildo de Arequipa al Emperador, M. S.
[186] Prescott, ob. cit., tomo II, págs. 202 y 203.
[187] Ob. cit., tomo II, pág. 209.
[188] Suprimióse en cambio la Audiencia de Panamá.
[189] Biblioteca particular de S. M. el Rey de España. Cédula de 9 de mayo de 1545. Vid. tomo V de ellas, fol. 72 n.º 67.
[190] Geografía unversal. América del Sur, pág. 597 y 598.
[191] No ha prevalecido la denominación de Nueva Toledo, ni la de Nueva Extremadura que se dió a Chile, como tampoco la de Nueva España a México y la de Nueva Castilla al Perú.
[192] Colec. de doc. inéd. relativos al descubrimiento, etc. Tomo IV, págs. 5-69.
[193] Ibidem, pág. 53.
[194] Belzar, escriben otros.
[195] Archivo general de Indias en Sevilla. Est. 1, caj. 1, leg. 1/27, ramo 12: Descubrimientos, descripciones y poblaciones tocantes al nuevo reino de Granada, años de 1526 a 1591.—Gil Fortoul. Historia Constitucional de Venezuela, tomo I, págs. 4 y 5.
[196] Germania, pág. 210.
[197] Scherr, Germania, pág. 210.
[198] Década V, lib. II. cap. II.
[199] Durante nueve años no cesaron los Welser de solicitar de la corte la renovación de sus privilegios, decidiéndose al fin el 13 de abril de 1556, que no tenían derecho a nombrar Gobernador, puesto que dejaron de cumplir algunas cláusulas de la capitulación.
[200] En las provincias de Cumaná, Margarita, Guayana, Maracaibo y Mérida sólo hubo gobernadores; en la de Caracas el Gobernador adquirió el título de capitán general, extendiéndose su autoridad a todo el territorio venezolano desde 1777.
[201] Tres veces cambiaron de sitio sus vecinos, estableciéndose por fin (1570) donde a la sazón se levanta la ciudad. Nadie ignora que las primeras casas que se construían entonces eran de maderas atadas con bejucos; después, si el sitio parecía seguro, los habitantes levantaban casas de tapia y las cubrían con teja.
[202] Oviedo y Baños, Historia de Venezuela, tomo I, pág. 325.
[203] Baralt, Resumen de la Hist. de Venezuela, Hist. Antigua, págs. 203 y 204.
[204] Bernáldez fué gobernador interino desde 1562 a 1563; Alonso Manzanedo desde 1563 a 1564, y Bernáldez (segunda vez) desde 1564 a 1565.
[205] Ibidem, p. 208.
[206] En el año 1585 cambió el nombre de Nueva Córdoba por el de Santa Inés de Cumaná.
[207] En el año 1613 el obispo Fray Juan de Bohorques marchó a la Ciudad de Caracas, quedando en Coro el cabildo eclesiástico, que también se trasladó en 1636 por orden del obispo D. Juan López Agurto de la Mata.
[208] Baralt, ob. cit., pág. 256.
[209] Además de las poblaciones ya citadas, se fundaron otras que habían de tener mucha importancia, ora por el número de sus habitantes, ora como centros mercantiles. San Cristóbal por Juan de Maldonado (1561); Nueva Zamora o Maracaibo por Alonso Pacheco (1571): el Espíritu Santo de la grita por Francisco de Cázares (1576); Altamira de Cázares por Andrés Varela (1577); Victoria por Francisco Loreto (1595), etc.
[210] Castellanos, Elegías, 2.ª parte, Introducción.
[211] Nueva Geografía Universal, América del Sur, pág. 199.
[212] Enciclopedia Universal Ilustrada, tom. XIV, pág. 156.
[213] Cédula de 24 de abril de 1533.—Vid. tom. 9 de ellas, fol. 47 v.º, núm. 59.
[214] Colec. de doc. inéd., etc., tomo XXII, págs. 406-433.
[215] Entre ellos el más importante es la relación escrita por el mismo conquistador, cuyo original se ha perdido; pero que copió en gran parte el cronista Fernández de Oviedo. Quesada—dice Oviedo—, no solamente de palabra, sino por escrito, «me mostró un gran cuaderno de sus subçesos, y lo tuve muchos dias en mi poder, y hallé en él muchas cosas de las que tengo aqui dichas en los capítulos preçedentes, y de otras que aqui se pondrán.»
[216] Provincia que se llama Nuevo Reino de Granada[216a] y actualmente Estados Unidos de Colombia. El primero que descubrió el Nuevo Reino de Granada fué el licenciado Jiménez de Quesada. Llamóse primeramente Bogotá, porque así se llamaba el rey o señor principal; después se le dió el nombre del Valle de los Alcázares; y, por último, el de Nuevo Reino de Granada, porque su descubridor era de Granada. La ciudad más principal del país es Santa Fe, donde se hallan la Chancillería y el Arzobispado. Abunda el oro, las esmeraldas finas y de gran tamaño, el algodón, etc. El rey Bogotá tenía gran majestad y era muy querido de los suyos; el número de sus mujeres llegaba á cuatrocientas. Son idólatras, pacíficos más que guerreros, y castigan mucho los pecados públicos.
[216a] Colec. de doc. inéd., etc., tomo V, págs. 529 y 530.
[217] Otros dicen que murió rico; pero cubierto de lepra. Enciclopedia Universal Ilustrada, tomo XIV, pág. 158.
[218] Espero la resurrección de los muertos. El mismo Quesada dispuso que la citada inscripción se colocase como epitafio en su sepulcro.
[219] Biblioteca particular de S. M. el Rey de España.
[220] Además de las obras impresas que hemos consultado para escribir la conquista de El Ecuador, citaremos los manuscritos siguientes: Varios documentos del Archivo de Indias, y entre los más importantes, tenemos la información hecha en Sevilla en el año 1550, por Cebrián de Calitati, en representación y nombre del Adelantado D. Sebastián de Benalcázar, cuya signatura es: 52-6-2/12. Información hecha desde 1505 a 1573, por el hijo del Adelantado D. Sebastián de Benalcázar, signatura 1-5-24/8. Varias cartas de Benalcázar a S. M. sobre que el Adelantado Andagoya impedía entrar en su gobernación. Una carta de Francisco Hernandez, teniente general de Benalcázar, al capitán Luis de Guevara sobre la muerte de Robledo, fechada en Anzerma a 26 de noviembre 1546, signatura 22-3/8-R. 3. Declaración de Pedro Santos sobre el mismo asunto. Varias informaciones, cartas y R. C.[220a].
[220a] Unos cronistas le llaman Belalcázar, otros Benalcázar y algunos Velalcázar.
[221] Véase el capítulo XXVIII del primer tomo.
[222] Véase el capitulo XXV de dicho tomo.
[223] Quesada, La Patagonia y las tierras australes del Continente americano, págs. 55 y 56.
[224] Década V, lib. IX, cap. X.
[225] Centenera, Argentina y Conquista del Río de la Plata, canto VI, pág. 53.
[226] Ibidem, pág. 460.
[227] Quesada, ob. cit. págs. 66 y 67.
[228] Ibidem.
[229] Por entonces Juan de Garay hizo construir la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz (15 Noviembre 1573.)
[230] Argentina y Conquista del Río de la Plata, canto II, pág. 11 v.ª
[231] Otros dicen que era sobrino de Sapicán.
[232] Añaden algunos cronistas que el Adelantado ordenó a los suyos que se apoderasen del primer charrúa que saliera al paso, tocándole a Aba-aihuba.
[233] Centenera, Argentina, canto XVIII—Bauzá, ob. cit., tomo I, pág. 322.
[234] La Nueva Vizcaya se hallaba comprendida entre el río Paraná y el mar.
[235] Argentina, canto XV.—Bauzá, ob. cit., tom. I, pág. 317.
[236] Por concesión real tenía derecho Ortiz de Zárate a nombrar sucesor.
[237] Centenera, Ob. cit., canto XVII, pág. 145.
[238] Hist. de la conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán, tomo III, pág. 125.
[239] Quesada, Ob. cit., págs. 541-550.
[240] Ob. cit., canto XXIV, pág. 200 v.ª
[241] Herrera, Década V, lib. X, cap. XV.
[242] El 15 de agosto de 1536.
[243] La tierra del otro lado del río se la denominó Banda Argentina.
[244] El obispo Laval llegó a decir que si la flota, detenida por contrarios vientos al remontar el San Lorenzo, hubiera realizado el viaje una semana antes, hubiera caído Quebec en poder de los enemigos.
[245] Véase The Canadá Year Book, 1913.
[246] Historia de los Estados Unidos, tomo I, pág. 180.
[247] Spencer, ob. cit., tomo I, págs. 222 y 223, nota.
[248] Hist. de la conspiración de Pontiac, pág. 56.
[249] Jorge Washington nació el 22 de febrero de 1722 en el Potomac, condado de Westmoreland (Virginia).
[250] Historia de los Estados Unidos, por Hildreth, vol. II, pág. 443.
[251] Gibraltar de América, se ha llamado a Quebec.
[252] Vida de Washington, vol. I, pág. 308.
[253] Lafuente. Historia de España, tomo XX, págs. 74 y 75.
[254] Véase Barros Arana, Historia de América, pág. 287.
[255] Introduction a L'Histoire du XIX^e siècle, págs. 90 y siguientes.
[256] El tratado de asiento entre las dos Majestades Católica y Británica, que consistía en encargarse la Compañía de Inglaterra de la introducción de los esclavos negros en la América española, constaba de 42 artículos y se firmó el 12 de marzo de 1713.
[257] Introduction a L'Historie du XIXe siécle, pág. 121.
[258] Hist. de América, pág. 239.
[259] La vida en la América del Norte, tomo I, pág. 7.
[260] Introducción a la Historia de los Estados Unidos, de Spencer, pág. IV.
[261] Mereció que así le llamasen por su comportamiento con los indios durante la terrible peste del año 1545.
[262] Colec. de doc. inéd. relativos al descubrimiento, conquista y colonización de América y Oceanía. Tomo II, pág. 198.
[263] Archivo histórico nacional.—Cedulario índico de Ayala, letra D.
[264] Archivo histórico nacional.—Cedulario índico de Ayala, letra A, tomo I, expediente 22.
[265] Archivo hist. nac.—Ced. índico de Ayala, letra D.
[266] Chichimeca, palabra de la lengua mejicana, se compone de chichi, perro, y de mecalt, soga: esto es, perro de trailla.
[267] Hist. de México, pág. 304.
[268] García Icazbalceta, Nueva Colección de documentos para la Historia de México, tomo II, pág. 298.
[269] Adiciones y enmiendas a la obra intitulada Don Fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México. Estudio biográfico y bibliográfico, por Joaquín García Icazbalceta. México, 1881.
[270] Archivo histórico nacional.—Cedulario índico, tomo I, pág. 192.
[271] Ced. de 23 de marzo de 1547.—Vid. tomo 9 de ellas, fol. 177 6.º núm. 299. Arch. hist.º nacional.—Cedulario índico de Ayala, letra I, núm. 9.
[272] Archivo histórico nacional.—Cedulario índico, tomo XI, núm. 40, págs. 27 v.ª y 28.
[273] Desde Toro y con fecha 21 de septiembre de 1551, el Príncipe, en nombre del Emperador, concedió la fundación de dicha Universidad, con todos los privilegios, franquezas, libertades y exenciones que tenía la de Salamanca.—Ced. índico, tomo XXXIV, núm. 149, págs. 166 v.ª y 167.
[274] La citada villa fué fundada en el año 1548 por Cristóbal de Oñate, Diego de Ibarra y Baltasar Temiño.
[275] Documentos para la historia de Bolívar, ordenados por José F. Blanco, tomo II, pág. 605.
[276] Hernán Cortés tuvo otro hijo, llamado también Martín, con la india Doña Marina.
[277] Asistieron el arzobispo de México y los obispos de Chapas, Tlaxcala, Yucatán, Nueva Galicia y Oaxaca. Por muerte de Quiroga, obispo de Michoacán, asistió un procurador.
[278] Joaquín García Icazbalceta, Nueva colección de documentos para la Historia de México, tomo IV, págs. 229 y 230.—México, 1892.
[279] Era hijo de Carrión de los Condes (provincia de Palencia).
[280] Colec. de documentos referentes al descubrimiento, conquista y organización de las colonias españolas en América, tomo XV, págs. 101 y siguientes.
[281] Arch. histórico nac.—Cedulario índico, tomo I, pág. 195 v.º
[282] Velasco tomó posesión de su cargo el 2 de julio de 1607.
[283] Arch. histórico nacional.—Cedulario índico de Ayala, letra D, expediente 36.
[284] Cedulario índico, tomo XXXI, num. 264, págs. 264-266 v.ª
[285] Nayarit fué un cacique de aquella tierra.
[286] Conservó poco tiempo dicha denominación.
[287] Boletín de la Real Academia de la Historia de Diciembre de 1916, pág. 588.
[288] Arch. hist. nac.—Cedulario índico, tomo XXIV, núm. 253, págs. 285 v.ª y 286.
[289] Algunos años después Lampart fué quemado vivo.
[290] Cedulario índico, tomo IV, núm. 21, págs. 20 v.ª y 21.
[291] Memorias de los virreyes del Perú marqués de Mancera y conde de Salvatierra, publicadas por José Toribio Polo, págs. 19 y 20.—Lima, 1899.
[292] Como un hecho curioso habremos de citar que en el año 1650 murió en Cuitlaxtla Doña Catalina Erauso, la Monja Alférez, la cual huyó de un convento de San Sebastián, se vistió de hombre e hizo como soldado grandes hazañas en Chile y en el Perú.
[293] Arch. hist. nacional.—Cedulario índico, tomo XVI, núm. 293 v.º
[294] Arch. hist. nacional.—Cedulario índico, tomo XXXI, núm. 70, pág. 69 v.ª a la 71 v.ª
[295] Arch. hist. nacional.—Cedulario índico, tomo XXV, núm. 9, págs. 17 v.ª y 18.
[296] En el citado año llegó a México, de paso para su destierro de Filipinas, D. Fernando de Valenzuela, famoso privado de D.ª Mariana de Austria, madre de Carlos II. Arch. hist. nac.—Cedulario índico, tomo XXVI, pág. 346 v.ª
[297] Cedulario índico de Ayala, letra D, expediente número 15.
[298] Arch. histórico nacional, Cedulario índico de Ayala, letra D.
[299] Véase Cap. XIV de este tomo.
[300] Cedulario índico, tomo III, núm. 53, págs. 101 v.ª 108.
[301] Archivo histórico nacional.—Cedulario índico, tomo IX, núm. 684, pág. 683.
[302] Archivo histórico nacional.—Cedulario índico, tomo X, núm. 131, pág. 70 v.ª
[303] Archivo histórico nacional.—Cedulario índico, tomo XV, núm. 205, pág. 166.
[304] Ya sabemos que el decreto se firmó por Carlos III en El Pardo el 27 de febrero del citado año y se ejecutó el 1.º de abril.
[305] Cedulario índico, tom. XVI, núm. 6, pág. 7.
[306] Archivo histórico de Alcalá de Henares.—Expedientes del correo marítimo de México(1765-1773).
[307] Ibidem.
[308] Archivo histórico nacional.—Cedulario índico, tomo XXXIX, núms. 36 y 37, págs. 69 v.ª a 73 v.ª
[309] Archivo de Indias.—Estado.—México.—Legajo 22 (7).
[310] Ibidem.—Leg. 2 (19).
[311] Ibidem.—Leg. 4 (42).
[312] Ibidem.—Leg. 6 (81).
[313] Ibidem.—Leg. 17 (11).
[314] Ibidem.—Leg. 9 (62).
[315] Arch. de Indias.—Estante 89.—Cajón 1.—Legajo 18. (3).
[316] Ibidem.—Legajo 18. (2).
[317] Población hoy de los Estados Unidos, en la desembocadura del Mississipí.
[318] Documentos históricos mejicanos, etc., tomo I, págs. 1-100.—México, 1910.
[319] Arch. Hist. Nac.—Estado.—Leg. 57.—E. núm. 46.
[320] Documentos históricos mejicanos, tomo II. México, 1910.
[321] Ibidem, pág. 306.
[322] Observaciones que presenta a S. M. la Junta Central, el capitán de Navío D. Juan Jabat, de regreso de su Comisión a las Islas y a la América Septentrional.—Sevilla 27 de diciembre de 1808.—Arch. Hist. Nac.—Estado.—Leg. 58-6, núm. 98.
[323] Arch. Hist. Nac.—Estado.—Leg. 54, F. núm. 100.
[324] Ibid. Leg. 57.—E. núm. 76.
[325] Arch. de Indias.—Estante 89, cajón 1, legajo 19 (19).
[326] Fué nombrado el 21 de mayo de 1547, y no tomó posesión hasta el año siguiente.
[327] Década VIII, lib. VI, cap. VII.
[328] Ibidem.
[329] Ob. cit., tomo II, pág. 181.
[330] Ibidem, pág. 185.
[331] Crónica de Guatemala, lib. XI, cap. XX.
[332] Hijo de Guillermo el Taciturno.
[333] En 1611 la Audiencia sentenció ruidoso pleito entre don Juan Guerra y Ayala, gobernador de la provincia de Honduras, y D. Fray Gaspar de Andrade, obispo de aquella diócesis.
[334] García Peláez, Mem. cap. 85.—México tuvo imprenta el 1622 y Lima el 1633.
[335] Fundóla Francisco de Córdova, cerca de un pueblo de indios llamado Salteba o Jalteba, que hoy es arrabal de dicha población.
[336] Hist. de Chiap. y Guat., libro V, cap. 35.
[337] Arch. hist. nac.—Cedulario índico, tomo XI, núm. 166, págs. 151 v.ª y 152.
[338] Archivo Colonial de Guatemala, Copias de títulos y reales cédulas desde 1743 á 1748, folio 202.—Cedulario índico, tomo IX, núm. 3, págs. 6 v.ª, 7 y 8.
[339] Pleitos de Colón, tom. I, doc. núm. 12.
[340] Academia de la Historia.—Colección Muñoz, tomo XC, fol. 110.
[341] Colec. de doc. inéd. para la historia de España, tomo II, pág. 285.
[342] Academia de la Historia.—Colec. Muñoz, tomo LXXV, fol. 343.
[343] Academia de la Historia.—Colec. Muñoz, tomo LXXV, fol. 69.
[344] Pleitos de Colón, tomo II, núms. 135 y 136.
[345] Bibliografía colombina, sec. I, pág. 96.
[346] Colec. de doc. inéd. de Indias, 1.ª serie, tomo XI, pág. 153.
[347] Oviedo, Hist. general de las Indias, lib. IV, cap. VI, tomo I.
[348] Pleitos de Colón, tomo II, núms. 213, 215 y 216.
[349] Bibliografía Colombina, sec. I, págs. 143 y 148.
[350] Ced. índico, tomo XLI, núm. 180, págs. 238 y 238 v.ª
[351] Ibidem, tomo XLI, núm. 171, págs. 231 v.ª a 232 v.ª
[352] Historia de Santo Domingo, por D. V. A. E. P., pág. 29.
[353] Ced. índico, tomo XX, núm. 5, págs. 4 v.ª a 6.
[354] Archivo de Alcalá de Henares.—Expediente relativo a la influencia de la revolución francesa en Ultramar y especialmente en Santo Domingo (1791).
[355] Articulo IX del Tratado de Paz de Basilea.
[356] Archivo de Indias.—América.—Estado.—Audiencia de Caracas.—Leg. número 4.—1801 a 1803.
[357] Redactaron dicho proyecto una junta de diez diputados, siete de ellos blancos y tres mulatos.
[358] Hist. de la isla de Santo Domingo, por D. V. A. E. P., pág. 252.
[359] A Carreño sucedió interinamente D. Gaspar de Torres.
[360] Doña Mariana de Austria, madre de Carlos II, confirmó la citada concesión.
[361] Arch. hist. nacional.—Cedulario índico, tomo XLII, núm. 20, págs. 28-30
[362] Ibidem, núm. 41, págs. 62-64 v.ª
[363] Ibidem, núm. 52, pág. 73.
[364] Véase Dr. Vidal Morales, Nociones de Historia de Cuba, pág. 84.
[365] Por entonces andaba ocupado Carlos II en otras cosas. Desde Aranjuez el Rey, con fecha 6 de mayo de 1678, se dirigió al gobernador y capitán general de la Habana, diciéndole que «de los pájaros que hay en esa isla me envieis el número que os pareciere de los nombrados Turpianes o Tigres, Chambergos, Mariposas, Cardenales, Cinzontes, Gorriones y de otros cualesquier pajaritos de canto, entregándolos al general o almirante de la flota de Nueva España, para que los traiga á estos Reynos, como se lo ordeno por despacho de la fecha de este, y de los que me remitieredes me dareis cuenta. Yo el Rey.—Por mandado del Rey nuestro Señor. Don José de la Veitia Linage. Arch. hist. nac.—Cedulario índico, tomo XXV, pág. 113 v.ª
[366] Cedulario índico, tomo XXV, pág. 181.
[367] Obispo de la Habana fué, hasta el año 1682, el Dr. D. Juan García de Palacios, quien «para evitar los pecados que se ocasionaban de concurrir hombres y mujeres juntos a las Estaciones y Procesiones de Jueves Santo en la noche, dispuso que las Iglesias se cerraran a las oraciones del jueves, y se abrieran el viernes al amanecer...» Ced. índ., tomo XXV, págs. 169 y 169 v.ª
[368] Fué nombrado con fecha 19 de diciembre de 1715.—Cedulario índico, tomo XXVII, núm. 25, páginas 35 y 36.
[369] Cedulario índico, tomo XXVII, núm. 26, págs. 36 v.ª y 37.
[370] Ibidem, tomo XXXI, núm. 16, pág. 11 v.ª y siguientes.
[371] Ibidem, tomo XXXI, núm. 19, págs. 18-19 v.ª
[372] Cedulario índico, tomo XXIX, núm. 126, págs. 316 v.ª a 320 v.ª
[373] Ibidem pág. 97.
[374] Arch. hist. nac.—Cedulario índico, tomo XXII, núm. 218, págs. 218 y 219.
[375] España bajo el reinado de los Borbones, cap. 61.
[376] Archivo histórico nacional.—Cedulario índico, tomo XXIV, núm. 1.º, págs. 1 a 3.
[377] Cedulario índico, tomo XXX, núm. 1.º, págs. 1 y 2.
[378] Arch. de Indias.—Estado.—Santo Domingo,—Leg.º 12. (84).
[379] El fundador fué el coronel Luis de Clouet, rico emigrado de Luisiana (1819.) Clouet con 40 familias estableció la colonia Fernandina de Jagua, que dió origen a la ciudad de Cienfuegos.
[380] Arch. de Indias.—Estante, 100.—Cajón, 6.—Leg.º 16 (53).
[381] Dió un total de 704.487 habitantes: 311.051 blancos, 106.494 de color, libres, y 286.942 esclavos.
[382] Colocóse junto al obelisco que D. Francisco Cagigal erigió en 1754 para consagrar aquel sitio, donde, según la tradición, se dijo la primera misa bajo una ceiba, año 1519.
[383] Ob. cit., pág. 179.
[384] Véase Guizot, Hist. de la República de Inglaterra y de Cromwell, pág. 332.
[385] Véase Hist. general de España, tomo XVI, p. 421.
[386] Guizot, ob. cit., p. 346.
[387] Nueva Geografía Universal.—América Central, tomo II, pág. 663.
[388] Véase Abbad Lasierra, His. de Puerto Rico, pág. 32.
[389] Ibidem, pág. 33.
[390] Abbad y Lasierra, Hist. de Puerto Rico, pág. 72.
[391] Ibidem, pág. 86.
[392] Abbad y Lasierra, Hist. de Puerto Rico, pág. 90.
[393] Ob. cit., pág. 103.
[394] Ibidem, págs. 127 y 128.
[395] Cedulario índico, tomo XXXIV, núm. 299, págs. 337 y 338.
[396] Ibidem, tomo XXVIII, núm. 56, págs. 143 y 143, v.ª
[397] Ibidem, tomo XLI, núm. 197, págs. 252 y 252 v.ª
[398] Ibidem, núm. 199, pág. 253 v.ª
[399] Ibidem, pág. 154.
[400] Archivo histórico nacional.—Cedulario índico de Ayala, letra D.
[401] Ibidem, tomo XXXV, núm. 142, págs. 146 v.ª a 151.
[402] Ibidem, tomo XVII, núm. 23, págs. 15 y 16.
[403] Abbad y Lasierra, Hist. de Puerto Rico, págs. 143 y 144.
[404] Ibidem, pág. 144.
[405] Ibidem, pág. 230.
[406] Reclus, América Central, pág. 742.
[407] El gobierno de los Estados Unidos ha votado la cantidad necesaria para la compra de las tres últimas islas, y si en Dinamarca los elementos populares opusieron alguna dificultad, parece ser que un plebiscito y después el Parlamento han mostrado últimamente su conformidad con la venta.
[408] Reclus, América Central, pág. 751.
[409] Reclus, ob. cit., págs. 780 y 781.
[410] Fué nombrado el 1.º de marzo de 1543.
[411] Fernández, Hist. del Perú, parte I, lib. I, cap. VI.
[412] Carta de Gonzalo Pizarro a Valdivia, M. S.
[413] Zárate, Conq. del Perú, lib. V, cap. V.
[414] Década VII, lib. VIII, cap. VI.
[415] Arch. hist. nacional.—Cedulario índico de Ayala, letra L, núm. 8. En el año 1545—como se dijo en el capítulo VIII de este tomo—se concedió escudo de armas a dicho Inca, ya muerto.
[416] Zárate, M. S. existente en el Archivo de Simancas.
[417] Carta de Gonzalo Pizarro a Valdivia, M. S.
[418] Zárate, Conquista del Perú, lib. V, cap. XIII.
[419] Véase Prescott, Ob. cit., tom. II, pág. 250.
[420] No debe confundirse el juez Zárate con el historiador Zárate.
[421] Herrera, Ob. cit., Déc. VIII, lib. I, pág. III.
[422] Prescott, Ob. cit., tom. II, pág. 279.
[423] M. S. de Caravantes.
[424] Tesoro Eclesiástico, tom. I, Iglesia de Sigüenza pág. 192.
[425] Nació en Navarregadilla, lugar anejo, en lo antiguo, del Barco de Avila y hoy de Santa María de los Caballeros. Físicamente considerado, era feo y de mal gesto, de aspecto vulgar, y su pequeño cuerpo se hallaba sostenido por largas y delgadas piernas. Afirman sus biógrafos—tal vez sin fundamento alguno—que descendía de la familia de Casca, uno de los conjurados y asesinos de Julio César. «Pasando a España—dice una manuscrita historia de D. Pedro Gasca—vinieron a tierra de Avila y quedó del nombre dellos el lugar y familia de Casca, mudándose por la afinidad de la pronunciación que hay entre las dos letras consonantes c y g el nombre de Casca en Gasca.» Estudió en el Colegio Mayor de Alcalá de Henares; mostró en dicha ciudad su enemiga á los Comuneros; pasó a estudiar derecho civil y canónico a Salamanca, en cuya Universidad se distinguió por su habilidad en las disputas eclesiásticas. Fué rector de la Universidad en el curso de 1528 al 29, según consta en los libros y legajos del archivo de la famosa escuela. Tomó los hábitos en San Bartolomé (18 octubre 1531), desempeñando en dicho colegio dos veces el rectorado. Mereció que el cardenal D. Juan Tavera, arzobispo de Toledo, le confiriese importantes y delicados cargos. Nombrado del Consejo de la General Inquisición, pasó a Valencia en el año 1540. El Emperador le encargó la visita de la justicia del reino de Valencia y de todos los oficiales del patrimonio real, desempeñando su comisión con prudencia y tacto. En el año 1542, habiendo Barbarroja amenazado las costas de Valencia y las islas Baleares, D. Fernando de Aragón, por consejo de La Gasca, puso en seguridad aquellas posesiones.
[426] Fernández, Hist. del Perú, parte I, lib. II, cap. XVI.
[427] Carta de Pizarro a Valdivia, M. S.
[428] Ob. citada, cap. LV.
[429] Ibidem, cap. LXXXIX.
[430] Se refiere a la fuga de Charcas y a la derrota de Huarina.
[431] Fernández, ob. cit., cap. XC.
[432] Ibidem, pág. 325.
[433] Herrera, Década VIII, libro VI, cap. VII.
[434] Ibidem, pág. 325.
[435] Recompensó sus servicios Carlos V presentándole en el año 1551 para la silla episcopal de Palencia. Como Valladolid era población de su obispado, en el auto de fe celebrado en dicha ciudad (21 mayo 1559) contra D. Agustín Cazalla y otros, La Gasca hizo la degradación de los sacerdotes herejes[435a]. Fué uno de los jueces que votaron la prisión de Fr. Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo. Durante el tiempo que estuvo La Gasca al frente de la iglesia palentina se hicieron obras de importancia en la catedral, como lo indican las armas de aquel Prelado, las cuales se ven en las bóvedas primera y segunda de la nave central, en la verja del coro, en la sala donde administraba justicia y en una ventana colocada en el lienzo exterior de la iglesia, próxima a la puerta de Los novios.
Habiendo sido promovido a la iglesia de Sigüenza, tomó posesión de su silla el 11 de agosto de 1561. Asistió a un Concilio provincial celebrado en Toledo; pasó a Alcalá de Henares en 1565, y con el obispo de Cuenca y el de Segovia, D. Diego de Covarrubias, tomó parte en el informe sobre la canonización de Fr. Diego de Alcalá; por último, en 1566, según las disposiciones del Concilio Tridentino, celebró Sínodo en Sigüenza, acabando sus días en dicha ciudad el 10 de noviembre de 1567[435b].
Fué enterrado en la iglesia de Santa María Magdalena (Valladolid), que él hizo construir, y su sepulcro, obra del escultor Esteban Jordán, tiene mucho mérito. La estátua yacente, que representa al Prelado, colocada en el crucero del templo, es primorosa, y a sus pies hay una tarjeta con el siguiente letrero:
Accepit regnum decores et diadema pecici de manu Domini.
En el lado de la Epístola se halla una capilla, donde se admira el escudo heráldico de La Gasca. Dicho escudo está dividido en dos cuarteles por una diagonal: en el de la izquierda se ven castillos y leones, y en el de la derecha trece roeles. Léese la inscripción que copiamos a continuación:
Cesari restitutis Peru regnis tiranorum spolia.
En la cornisa que corre alrededor del templo se lee esta inscripción:
Illustrissimus, ac Reverendissimus D. D. Petrus Gasca, qui primo Santæ Generalis Inquisitionis et consilio. Post Palentinus deinde seguntinus Antistes. Peru Regna Novi-orbis Regiam invictissimi. Caroli quinti Imperatoris Hispaniarumque regis, vicem gesturus adivit unde tyranis, rebellibusque primo congressu superatis, Provinciisque illis Regis Imperio subactis, vesilla hec novellaque troplica arripuit. Quo circa decies centena millia supra trecentem millia ducatorum census cesaris militibus una die ipse solus auri contemplor erogavit. Quibus feliciter gestis, cupiens pro tantis beneficiis divinitus in eum collatis, vota solveret hanc sacsam edem ad laudem, et gloriam Omnipotentis Dei et honorem Beatæ María Magdalena a fundamentis erexit, ed munificentissime dotavit eamque sibi nomine Mausolei vindicavit. Obiit Siguntiæ anno a Nativitate Domini 1567, quarto idus Novembris ætatis sua 74.
En su testimonio, que se guarda en el Archivo de la iglesia de la Magdalena, dice el fundador que la edificaba por satisfacer en algo las faltas que había tenido en celebrar, las cuales eran debidas a las ocupaciones que le dió el emperador Carlos V en Valencia cuando le mandó visitar los tribunales de dicho reino, así de Justicia como de Hacienda, y en la defensa del mismo reino e islas Baleares, pues Barbarroja, año de 1542, con la armada del Turco y del rey de Francia, se dispuso a atacar nuestras costas y citadas islas. Dice también que la ida al Perú y reducción de aquellos reinos al real servicio y el castigo de los tiranos, le ocupó más de ocho años, en cuyo tiempo no se atrevió a decir misa, si bien debía hacerse notar por Su Santidad, a instancia y pedimento de S. M. F. le envió un Breve copiosísimo para que pudiese entender en todos los negocios de cualquiera calidad que fuesen, así civiles como criminales, de guerra y paz, no cayendo en otra irregularidad. Añade que, del mismo modo, le movió a hacer esta obra pía el que la parroquia de la Magdalena, aunque era la más antigua estaba casi derruída y era la más pobre, y porque en ella tenía la casa su hermano D. Diego de la Gasca, a quien nombraba patrono. Dotó en 400 ducados la capilla mayor de la citada iglesia e instituyó doce capellanías y una además con el nombre de mayor, un organista, un sacristán y cuatro mozos de coro. Además de varias misas que encargó a dichos sacerdotes, dispuso, que, habiendo sido el oficio muzárabe antiguamente de mucha devoción y uso en España, en tiempos de tanta persecución de infieles, él, siguiendo el ejemplo del reverendísimo Sr. Cardenal D. Francisco Jiménez, arzobispo de Toledo, de buena memoria,—quien fundó una misa, según aquel ritual, en la iglesia metropolitana de Toledo,—ordenaba y mandaba que se dijese en dos viernes de cada mes una misa y el dicho oficio en su capilla de la Magdalena por los trece capellanes en turno y como se dice en la del Sr. Cardenal.
En la parte exterior de la iglesia se destacan diferentes escudos con las armas de La Gasca, llamando la atención uno tan grande como poco artístico, que adorna la fachada principal. Edificó una casa para los sacerdotes, la cual está situada frente a la fachada principal de aquel templo[435c].
De los muchos y ricos objetos que se guardaban en la Magdalena, sólo existe a la sazón, un cáliz de plata, de estilo gótico florido, regalado por el fundador[435d].
[435a] Ob cit., págs. 259 y 325.
[435b] Prescott dice, erradamente, que murió en Valladolid. Ob. cit., pág. 397.
[435c] En la calle de Colón, señalada al presente con el número 13.
[435d] El hermoso y artístico retrato de D. Pedro de La Gasca, que se hallaba en la sacristía, se lo llevó el general Concha, patrono de la iglesia, allá por el año 1860.
[436] Hist. del Perú, tom. II, pág. 401.
[437] Archivo histórico nacional, Cedulario índico de Ayala, letra I, núm. 11.
[438] Véase Hist. de la Compañía de Jesús, etc., por el P. Pastells, tomo I, págs. 14-18.
[439] Arch. hist. nac., Cedulario índ. de Ayala, letra I, núm. 16.
[440] Cedulario índico, tomo XXXIV, núm. 293, págs. 329-331.
[441] Libro Primero de Cabildos de Lima, segunda parte, pág. 113.
[442] Colec. de doc. inéd. para la Historia de España, tomo V, págs. 185-189.
[443] Lib. Prim. de Cabildos de Lima, segunda parte, págs. 116 y 117.
[444] Cedulario índico de Ayala, letra D.
[445] Cedulario índico, tomo XVII, núm. 182, págs. 145 v.º a 147.
[446] Ibidem, tomo XVII, núm. 185, págs. 149 v.ª a 151.
[447] Ibidem, tomo XVIII, núm. 186, pág. 151 a 153 v.ª
[448] Cedulario índico, tomo XXV, págs. 323, 321 y 324 v.ª
[449] Ibidem, tomo XXXVII, núm. 114, págs. 138 v.ª y siguientes.
[450] Ibidem, núm. 115, págs. 139 v.ª y 140.
[451] Ibidem, núm. 120, págs. 143 v.ª y 144.
[452] Por cédula de 24 octubre 1668 se amplió la concesión a los gobernadores propietarios y a los nombrados por los virreyes con el carácter de interinos.
[453] Núm. 15.
[454] Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo XVIII, págs. 253-258.—Madrid, 1891.
[455] Cedulario índico, tomo XXXVII, núm. 293, págs. 363 y 363 v.ª
[456] Ibidem, tomo XXXVIII, núm. 9, págs. 11 v.ª y 12.
[457] Ibidem, núm. 195, págs. 223 v.ª a 229 v.ª
[458] Memorias de los virreyes etc. Tomo II, pág. 134.—Lima, 1859.
[459] Ced. índico, tomo XXXIX, núm. 20, págs 31 y 32.
[460] Memorias de los virreyes que han gobernado el Perú etc., tom. I, págs. 163 y 164.
[461] Ibidem, pág. 195.
[462] Memoria de los virreyes etc., tomo I, pág. 287.—Lima, 1859.
[463] Ibidem, etc., tomo II, págs. 5-10.—Lima, 1859.
[464] Ibidem, etc., tomo II, págs. 77 y 78.
[465] Ibidem, págs. 113-120.
[466] Cedulario índico, tomo VII. núm. 287, fol. 210, v.º
[467] Ibidem, tomo XVIII, núm. 206, pág. 152 v.ª y siguientes.
[468] Ibidem, núm 207, págs. 154 y siguientes.
[469] Ibidem, núm. 209, págs. 155 v.ª y siguientes.
[470] Ibidem, letra A, tomo I, documento 25.
[471] Ibidem, tomo 38, fol. 291 v.º, núm. 239.
[472] Cedulario índico, tomo XXXVIII, núm. 246, págs. 297 v.ª a 299.
[473] Arch. hist. nac.—Cedulario índico de Ayala, letra A, tomo I, documento 36.
[474] Memorias de los virreyes, etc., tomo III, pág 119.
[475] Ibidem, pág. 137.
[476] Memorias de los virreyes, etc., tomo III, págs. 61 y 62.
[477] Cedulario índico, tomo VII, núm. 288, fols. 210 v.º y 211.
[478] Ibidem, tomo VIII, núm. 120, fols. 78 y 79.
[479] Ibidem, tomo XI, núm. 185, págs. 193 y 194.
[480] Terminó el virreinato de Mendoza a mediados de 1745. Murió luego en alta mar, no lejos de Patagonia, el 15 de diciembre del citado año.
[481] Véase Memorias de los virreyes, etc., tom. IV, págs. 263-267
[482] Ibidem, tom. IV, pág. 95.
[483] Ob. cit., pág. 493.
[484] Cedulario índico, tomo XXXVIII, núm. 184, págs. 211 v.ª y 212.
[485] Documentos para la Historia de Bolívar, ordenados, con adiciones y notas por José F. Blanco, tomo I, págs. 146 y 147.
[486] Documentos para la Historia de Bolívar, ordenados etc., por José F. Blanco, tomo I, páginas 157 y 158.
[487] Pág. 111.
[488] Véase el capítulo XXV.
[489] Ibidem.—Estado.—Perú.—Leg.º 2. (16).
[490] Estuvo en la campaña de Portugal, y con fecha del 30 de julio de 1588, Felipe II le nombró virrey del Perú, cargo que desempeñó con su acostumbrada honradez, regresando a España el 1595, ya marqués de Cañete, por muerte de su hermano mayor; murió en Madrid el 15 de octubre de 1609.
[491] César Fámin, Historia de Chile, pág. 42.—Barcelona, 1839.
[492] Aconsejaba la paz el P. Luis de Valdivia.
[493] Fundada por Pedro de Valdivia.
[494] Balbín de Unquera, Revista intitulada Cultura hispano-americana, núm. 8, enero y febrero de 1813, pág. 28.
[495] Arch. hist. nac.—Cedulario índico, tomo XLII, núm. 32, págs. 56 y 56 v.ª
[496] Ibidem, pág. 268.
[497] Gil Fortoul, Hist. Constitucional de Venezuela, tomo I, págs. 63 y 64.
[498] Archivo de Indias en Sevilla.
[499] Véase Guzmán Blanco, Documentos para la Historia de Bolívar, tomo I, págs. 37 y 38.
[500] Ibidem, pág. 44.
[501] Gil Fortoul, Ob. cit., tomo I, pág. 66.
[502] Oc. cit., pág. 25.
[503] Véase Documentos para la Historia de Bolívar, ordenados por José F. Blanco, tomo I, página 257.
[504] Arch. de Indias.—Estante 131.—Cajón I, Leg.º 7. (16).
[505] Arch. de Indias.—Estante 131.—Cajón I.—Legajo 7. (4).
[506] La gobernación de Guayana, que se separó de la de Cumaná en 1762, se puso bajo la inmediata subordinación del virrey de Santa Fe de Bogotá. Su primer gobernador, según el nuevo régimen, fué D. Joaquín Moreno de Mendoza, que llegó en 1762 y que en seguida trasladó la capital a donde hoy se encuentra, recibiendo el nombre de Angostura. Los sucesores de Mendoza, gobernadores de poderosas iniciativas, fueron D. Manuel Centurión, D. Felipe de Inciarte y don Miguel Marmión (1766-1791).
La Guayana, en guerra continua con los holandeses, logró al fin (segunda mitad del siglo xviii) rechazar a sus enemigos, tierra adentro al Esequibo, dejándoles sólo el establecimiento que, en las cercanías del Orinoco, fundaron sobre el Moroco: pero los españoles, mal aconsejados y peor gobernados, no supieron aprovecharse del triunfo.
[507] Arch. de Indias.—Estante 131.—Cajón 2.—Leg.º 17. (4.)
[508] Documentos para la historia de la vida política de Bolívar, etc., tomo VI, pág. 8.
[509] Habremos de repetir en este lugar que desde 1819 hasta 1831 se llamó República de Colombia, desde 1831 hasta 1848 República de Nueva Granada, desde 1848 hasta 1863 Confederación Granadina y desde 1863 hasta 1886 Estados Unidos de Colombia. Desde 1886 se denomina República de Colombia.
[510] Carlos V creó la Audiencia de Santa Fe por decreto de 17 de julio de 1549.
[511] Por entonces el capitán Jorge Robledo echó los cimientos de las ciudades de Cartago y de Antioquía, Aldana fundó las de Villaviciosa y San Juan de Pasto (Valle de Yacuanquer), el capitán Pedro de Añasco la villa de Tinaná, el capitán Martín Galiano la ciudad de Velez, Gonzalo Suárez Rondón la de Tunja, y otros fundaron a Río Hacha y algunas más.
[512] Archivo historico nacional.—Cedulario índico de Ayala, letra A, tomo II, documento 12.
[513] Serrano y Sanz en su Compendio de Historia de América, pág. 197, considera como primer presidente a Venero de Leiva.
[514] Cedulario índico, tomo XXXVIII, núm. 178, págs. 208 v.ª y 209.
[515] A últimos del siglo xvi—según la Descripción universal de las Indias, manuscrito publicado por la Sociedad Geográfica de Madrid—los territorios de la actual Colombia formaban la Audiencia de Panamá, con las provincias de Panamá, Nombre de Dios, Natán, La Concepción, La Trinidad, Santa Fe y Carlos: la Audiencia del Nuevo Reino de Granada, con las gobernaciones de Santa Marta y Cartagena, buena parte de la de Popayán, las provincias del Nuevo Reino (Bogotá, Musos, Colimas y Tunja) y las poblaciones siguientes (Santa Fe de Bogotá, San Miguel Tocayena, San Sebastián de la Plata, La Trinidad, La Palma, Tunja, Pamplona, San Cristóbal, Mérida, Vélez, Mariquita ó San Sebastián del Oro, Ibagué, La Victoria, Nuestra Señora de los Remedios, Santa Marta, Tenerife, Tamalameque ó villa de las Palmas, Ciudad de los Reyes, del Valle de Upan, La Ramada, Cartagena, Santiago de Tolú, María y Santa Cruz de Mompox.)
[516] Relaciones de mando, publicadas por los Sres. Posada e Ibáñez, pág. 5.—Bogotá, Imprenta Nacional, 1910.
[517] Ibidem, pág. 8.
[518] Ob. cit., pág. 10.
[519] Ibidem, pág. 13.
[520] Archivo histórico nacional.—Cedulario índico, tomo XI, núm. 179, pág. 157 v.ª y siguientes.
[521] En Real Cédula dada en el palacio del Nuevo Retiro el 12 de febrero de 1742 se dice que la provincia de Venezuela fué agregada al virreinato del Nuevo Reino de Granada, declarándose por entonces su independencia.—Archivo histórico nacional.—Cedulario índico, tomo XII, número 28, págs. 32 v.ª y siguientes.
[522] Cedulario índico, tomo XL, núm. 203, págs. 203 v.ª a 204 v.ª
[523] Ibidem, tomo XIX, núm. 98, págs. 70 y 71.
[524] Ibidem, tomo XIX, núm. 155, págs. 123 y 123 v.ª Debió ser Carlos II aficionado a los pájaros, pues también al gobernador de Cuba, en el año 1678, y al virrey del Perú, en el año 1698, les hizo el mismo encargo.
[525] Arch. hist. nac.—Cedulario índico, núm. 248, págs. 255 y siguientes.
[526] La primera vez fué el 13 de marzo de 1740 y la segunda el 3 de mayo del mismo año.
[527] El castillo de San Luis de Bocachica se hallaba distante de la capital del virreinato unos 14 kilómetros.
[528] Era hijo del marqués de Castel Novo, y nació el 4 de febrero de 1716.
[529] Véase Arch. de la Excma. Sra. Duquesa de Montellano.—Servicios y Honores, de la Casa de Solís, ducado de Montellano, leg. 615.
[530] Ob. cit., pág. 119.
[531] Ob. cit., pág. 242.
[532] Relaciones de mando etc., pág. 252.
[533] Archivo de Indias.—Estado.—Santa Fe.—Legajo 4 (131).
[534] Relaciones de mando etc., pág. 590.—Bogotá (Colombia).—Imprenta Nacional, 1910.
[535] Ibidem, págs. 590 y 591.
[536] Ibidem, pág. 600.
[537] Ibidem, pág. 614.
[538] Ibidem, pág. 619.
[539] Ob. cit., pág. 724.
[540] Ibidem, pág. 723.
[541] Quito fué erigida en obispado en 1545, y su primer prelado se llamaba Garci Díaz.
[542] Actas del cabildo de Buenos Aires.—Sesión del 13 de marzo de 1606.—Tomo I, pág. 190.—Buenos Aires. 1907.
[543] Ibidem, págs. 216-218.
[544] Ibidem, págs. 422 y 423.
[545] Ibidem, tomo II, págs. 58-61.
[546] Ibidem, págs. 265-267.
[547] Ob. cit., págs. 326-328.
[548] Ibidem, págs. 342-345.
[549] Ibidem, págs. 406 y 407.
[550] Ibidem, págs. 455-457.
[551] Ob. cit., págs. 469-472.
[552] Pastells, Historia de la Compañía de Jesús de la provincia del Paraguay, etc., tomo I, página 256.
[553] Actas del cabildo de Buenos Aires, tomo III, pág. 217.
[554] Cabildo del 30 de Junio de 1615, pág. 237.
[555] Cabildo del 30 de agosto de 1615, pág. 271.
[556] Cabildo del 22 de septiembre de 1615, pág. 275.
[557] Cabildo del 12 de octubre de 1615, pág. 277.
[558] Cabildo del 31 de julio de 1617, págs. 458 y 459.
[559] Pastells, Hist. de la Compañía de Jesús en el Paraguay, etc., tomo I pág. 275.
[560] La provincia de Tucumán gozaba de completa independencia.
[561] Actas del Cabildo de Buenos Aires, tomo III, págs. 88-95.
[562] Cabildo del 19 de noviembre de 1618, págs. 99-102.
[563] Cabildo del 14 de enero de 1619, tomo IV, págs. 139-141.
[564] Cabildo del 27 de enero de 1620, tomo IV, págs. 353 y 354.
[565] Actas del Cabildo, tomo IV, págs. 401-404.
[566] Actas del Cabildo, tomo V, págs. 52 y 53.
[567] Pastells, Hist. de la Compañía de Jesús en el Paraguay, etc., tomo I, pág. 329.
[568] Cabildo del 14 de junio de 1621, tomo V, págs. 79 y 80.
[569] Cabildo del 21 de junio de 1621, tomo V, págs. 81 y 82.
[570] Acuerdo del 20 de julio de 1621, tomo V, págs. 85-87.
[571] Actas, etc., tomo V, págs. 90 y 91.
[572] Pág. 125.
[573] Pág. 138.
[574] Págs. 182 y siguientes.
[575] Cabildo del 7 de octubre de 1622, tomo V, págs. 250-256. D. Diego de Góngora falleció en Buenos Aires el 21 de mayo de 1623.
[576] Saavedra escribió con fecha 3 de enero de 1625, desde Buenos Aires a su amigo D. Antonio de la Cueva, notificándole haber sido declarado libre por sus propios émulos, saliendo su honor con la aprobación que siempre tuvo y no teniendo que restituir a la hacienda un maravedí. El juez dió sentencia en su favor en todas las demandas.
[577] Fué nombrado en Madrid el 16 de abril de 1623.
[578] Actas, etc., tomo VI, págs. 159 y 160.
[579] Cabildo del 8 de octubre de 1627, tomo VI, págs. 335-337.
[580] Cabildo del 15 de enero de 1628, tomo VI, págs. 351 y siguientes.
[581] Ibidem, págs. 361 y 362.
[582] Ibidem, pág. 392.
[583] Ibidem, pág. 401.
[584] Ibidem, pág. 426.
[585] Actas, etc., tomo VII, págs. 88-91.
[586] Conviene recordar que en el Cabildo celebrado en Buenos Aires el 5 de octubre de 1630 se presentó por Juan Gutiérrez de Humanes una proposición contra Juan de Vergara, proposición que apoyaron D. Francisco de Céspedes, D. Enrique Enríquez, D. Diego Ruiz de Ocaña, Juan Barragán y otros[586a].
[586a] Revista general del Archivo general de Buenos Aires por Trelles, págs. 196-199.
[587] Cabildo del 27 de enero de 1631, tomo VII, págs. 187 y 188.
[588] Cabildo del 30 de julio de 1631, tomo VII, págs. 215 y siguientes.
[589] Pastells, Hist. de la Compañía de Jesús en el Paraguay, etc., tomo I, págs. 439 y 440.
[590] Ob. cit., tomo I, p. 339.
[591] Cabildo del 26 de diciembre de 1631, tomo VII, p. 289 y siguientes.
[592] Ibidem, p. 376 y siguientes.
[593] Ibidem, p. 381 y siguientes.
[594] Sesión del 28 de mayo de 1635, tomo VII, p. 469 y siguientes.
[595] Cabildo del 24 de julio de 1635, tomo VII, p. 473 y siguientes.
[596] Cabildo del 3 de abril de 1636, tomo VIII, p. 33 y siguientes.
[597] Ibidem, tomo VIII, págs. 274 y siguientes.
[598] Ibidem, tomo VIII, pág. 286.
[599] Ibidem, tomo VIII, pág. 305.
[600] Ob. cit., tomo VIII. pág. 310.
[601] Ibidem, tomo VIII, págs. 350 y siguientes.
[602] Ibidem, tomo VIII, pág. 370.
[603] Ibidem, tomo VIII, pág. 374.
[604] Ibidem, tomo VIII, pág. 421.
[605] Tomo IX, págs. 71 y 72.
[606] Tomo IX, pág. 92.
[607] Cabildo del 21 de enero de 1641.—Tomo IX, págs. 121-126.
[608] Cabildo del 17 de julio 1641.—Tomo IX, págs. 160 y 161.
[609] Cabildo del 29 de octubre de 1641.—Tomo IX, págs. 183 y siguientes.
[610] Pág. 290.
[611] Zabala vino a gobernar Buenos Aires (1717-1734) cuando ya se había distinguido en las campañas de Flandes.
[612] Carta del Padre Cayetano Cattaneo fechada en Buenos Aires en 1.º de mayo de 1720.
[613] Francisco Bauzá, Historia de la dominación española en el Uruguay, tomo II, pág. 27.
[614] Compendio de la Historia del Paraguay, pág. 140.
[615] Ya sabemos que era hija de Juan V de Portugal. También se dijo por entonces que el P. Rábago, confesor de Fernando VI, había dirigido diferentes cartas a los jesuítas del Paraguay animándoles a la resistencia.
[616] Véase Quesada, La Patagonia etc., pág. 573.
[617] Vicente G. Quesada, La Patagonia y las tierras australes del continente americano, capitulo IV.—Bauzá, ob. cit., tom. II, pág. 232.
[618] Ob. cit., tomo II, págs. 242 y 243.
[619] Quesada, La Patagonia y las Tierras australes del continente americano, págs. 349 y 350.
[620] Ob. cit., págs. 589 y 590.
[621] Había sido gobernador y capitán general de Buenos Aires, como se dijo más arriba.
[622] Geografía Argentina, pág. 23.
[623] Archivo de Indias.—Estado.—Charcas.—Legajo 2 (29).—Véase también legajo 2 (2) y legajo 2 (21).
[624] Flora, según otros.
[625] La Sota, Hist. del territorio Oriental, IV, IX.—Bauzá, ob. cit., tomo II, pág. 399.
[626] Véase Bauzá, ob. cit., tomo II, pág. 423.
[627] Véase Bauzá, ob. y tom. citados, pág. 443.
[628] Ob. cit., pág. 445.
[629] Hist. du XIX^e Siécle, vol. VI. pág. 77.
[630] Arch. de Indias.—Estante 124.—Cajón II, Leg.º 4. (3).
[631] Ibidem.—Estante 122.—Cajón VI.—Leg.º 25. (19).
[632] Ibidem.—Estante 125.—Cajón III.—Leg.º 20. (4.)
[633] Diario de Andonaegui sobre la evacuación de los siete pueblos guaranís de las Misiones situadas al Oriente del Uruguay (M. S).
[634] Ob. cit., tomo II. págs. 97 y 98.
[635] Basilio da Gama, O Uruguay, canto I.
[636] Diario de Henis, pár. 60.—Bauzá, ob. cit., tomo II, págs. 111 y 112.
[637] Relación de los servicios de Viana (M. S).—Bauzá, ob. cit., tomo II, pág. 136.
[638] Véase Bauzá, ob. cit. tomo II, pág. 166.
[639] Véase Hist. de la dominación española en el Uruguay, tomo II, pág. 169.
[640] Lazarillo de ciegos caminantes.—Bauzá, Ob. cit., tomo II, págs. 193 y 194.
[641] L. C. de Montevideo.—Bauzá, ob. cit., tomo II, p. 205.
[642] Hasta el 1549 no comenzó su gobierno.
[643] En el año 1552 se nombró el primer obispo de Bahía.
[644] El Brasil, Conferencia de D. Gonzalo Reparaz leída en el Ateneo de Madrid el 21 de mayo de 1892. Pág. 15.
[645] A Enrique II sucedió Francisco II (1559-1560), después Carlos IX (1561-1574), en seguida Enrique III (1574-1589) y últimamente Enrique IV de Borbón (1589-1610).
[646] Antes de la invasión holandesa había en Pernambuco y Bahía ingenios cuyos productos no bajaban de 40.000 toneladas de azúcar.
[647] Discurso citado, pág. 21.
[648] En tres siglos de tráfico de esclavos, no bajaron de seis a ocho millones de negros los que se llevaron al Brasil.
[649] Juan VI estuvo casado con la española Carlota Joaquina.
[650] Solórzano, ob. cit., lib. V, cap. X.
[651] Ibidem.
[652] Noticias secretas de América, obra citada, págs. 255, 256 y 257.
[653] Noticias secretas de América, págs. 247 y 248.
[654] Ibidem, págs. 243 y 244.
[655] Ibidem, pág. 275.
[656] Ibidem, pág. 278.
[657] Ibidem, págs. 280, nota.
[658] Libro primero de Cabildos de Lima.—Apéndices.
[659] Véase Solórzano, Política Indiana, lib. II, cap. XXIV.
[660] Recopilación de Indias, lib. VI, título III, ley 1.ª
[661] Ibidem, ley 8.
[662] Ibidem, lib. VI, tít. IX, ley 1.ª
[663] Ibidem, lib. VI, tít. VIII, ley 1.ª y tít. IX, leyes 1.ª y 3.ª
[664] Ibidem, lib. VI, tít. IX, ley 4.ª
[665] Ibidem, lib. VI, tít. IX, leyes 9.ª y 10.
[666] Ibidem, lib. VI, tít. IX, leyes 25, 26, 27 y 28.
[667] Ibidem, lib. VII, tít. VIII, leyes 28, 29, 30 y 31.
[668] Recop. de Indias, lib. VI, tít. XIX.
[669] Ramón La Sagra, Historia física, política y natural de Cuba.—Apéndice 89.
[670] Véase Heeren, Systéme politique des Etats de L'Europe, tom. III, pág. 263.
[671] Guzmán, El Chileno instruído en la Historia topográfica, civil y política de su país, lección 69.
[672] Don Antonio de Mendoza, primer virrey de México, fué nombrado por Carlos V, a 17 de abril de 1535, entrando a gobernar en el mismo año.
[673] Blasco Núñez de Vela salió de Sanlúcar el 3 de noviembre de 1543, y entró en Lima el 17 de mayo de 1544.
[674] Suprimido en 1723 y restablecido en 1739-40.
[675] El virrey, conde de Gálvez, era hijo del anterior virrey, D. Matías Gálvez.
[676] Ley I, tít. XV, lib. II de la Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias.
[677] Ley II, tít. XV, lib. II.
[678] Ley III, tít. XV, lib. II.
[679] Ley IV, tít. XV, lib. II. Danvila no cita esta Audiencia en la Historia general de España. Reinado de Carlos III, tomo V., págs. 151-158.
[680] Ley V, tít. XVI, lib. II.
[681] Ley VI, tít. XV, lib. II.
[682] Herrera. Década VIII, lib. IV, capítulo XII.
[683] Ley VII, tít. XV, lib. II.
[684] Ley VIII, tít. XV, lib. II.
[685] Ley IX, tít. XV, lib II.
[686] Ley X, tít. XV, lib. II.
[687] Ley XI, tít. XV, lib. II.
[688] Ley XII, tit. V, lib. II.
[689] Véase Arch. Hist. Nacional.—Cedulario índico, tomo XL, núm. 174, págs. 173 v.ª y siguientes.
[690] Ley XIV, tit. XV, lib. II.—Extinguióse la citada Audiencia; pero se restableció al crearse el Nuevo virreinato de Buenos Ayres por Real cédula de Carlos III (7 julio 1788).
[691] Arch. hist. nacional.—Cedulario índico, tom. XXXVI, n.º 33, pág. 40 v.ª a 42 v.ª
[692] Cedulario índico, tomo XXXVIII, n.º 123, págs. 156 y 156 v.ª
[693] Biblioteca particular de S. M. el Rey de España, Cédula de 15 de agosto de 1645, tomo 44, fol. 209, n.º 225.
[694] Arch. histórico nacional, Cedulario índico, tomo XXXVI, n.º 321, pág. 345 y siguientes.
[695] Ibidem, tomo XL, n.º 180, pág. 181 v.ª y siguientes.
[696] Ibidem, tomo XIII, n.º 138, pág. 128 v.ª y siguientes.
[697] Política Indiana, lib. V, cap. III.
[698] Ibidem.
[699] Solórzano, Ob. cit., lib. V, cap. XII.
[700] Recopilación de Indias, lib. II, tít. XVI, ley 48 y siguientes.
[701] Biblioteca particular de S. M. el Rey de España.
[702] También los consulados se denominaron Universidades de Mercaderes.
[703] Solórzano, ob. cit., libro VI, cap. XIV.
[704] Actas del Cabildo de Buenos Aires, sesión del 2 de octubre del año 1589, tomo I, pág. 49.—Buenos Aires, 1907.
[705] Ley 2.ª, tít. III, lib. V.
[706] Navarro Lamarca, Historia de América, tomo II, págs. 339 y 340.
[707] Ley 6.ª, tít. III, lib. V.
[708] Ley 7.ª, íd.
[709] Ley 8.ª, íd.
[710] Ley 9.ª, íd.
[711] Cuando vacaban «por muerte, privación ó dejación» legítima, los proveían interinamente los virreyes y presidentes.
[712] Solórzano, Ob. cit., lib. V, cap. 2º.
[713] En unas partes se llamaban Lonjas de Comercio y en otras Colegios.
[714] Antes que la Casa de la Contratación sevillana se fundaron la de Barcelona, iniciada en 1380 y habilitada en 1401; la de Perpiñán, en 1412; la de Valencia, en 1482; y la de Burgos, en 1492; después de la de Sevilla, la de Bilbao, en 1511; la de la Coruña, en 1522; la de Zaragoza, en 1551; la de Madrid, en 1632; y la de San Sebastián, en 1682.
[715] Véase Archivo de Indias.—E. 139.—C. 1.—Colec. de doc. inéd. etc., tomo XXXI, págs. 132-155.—Danvila, Conferencia leída en el Ateneo de Madrid en 1892.
[716] Década I, lib. VIII, cap. IX.
[717] Danvila, págs. 18 y 19.
[718] Archivo de Indias, Libros Generalísimos, tomo I, pág. 124.—Citado por Leguina.
[719] Archivo de Indias: Papeles de Contratación; 29 de noviembre de 1507.
[720] Real cédula dada en Burgos a 22 de marzo de 1508.
[721] Danvila, Ibidem, págs. 20 y 21.
[722] Declaración real de 23 de septiembre de 1511: Colec. de doc. inéd. publicados por la Real Academia de la Historia, tomo I de Cuba, pág. 75.
[723] Danvila, La Casa de la Contratación de Sevilla y el Consejo Supremo de Indias.—Conferencia citada, pág. 22.
[724] Real Cédula de 21 de abril de 1513 publicada en la Col. de doc. inéd. antes citada, tomo I de Cuba, pág. 3.
[726] Cortes de León y Castilla, publicadas por la Real Academia de la Historia, tomo IV, página 322.
[727] Arch. de Indias en Sevilla, leg. 1.º Papeles del Maluco de 1519 a 1547.—Danvila, ob. cit., página 23.
[728] Campomanes, Educación popular, párrafo 19.—Jovellanos, Consulta sobre el fomento de la marina mercante.
[729] Danvila, ob. cit., págs. 23 y 24.
[730] Discurso citado, pág. 24.
[731] Se refiere a la de Sevilla.
[732] Son sevillanas las dos cartas geográficas conocidas por de Salviati y de Castiglione, así como la anónima de la Biblioteca Real de Turín.
[733] Páginas 504 y 505.
[734] Navarro Lamarca, Historia general de América, tom. II, pág. 399.
[735] Prescott, Ob. cit., tomo II, págs. 219 y 220.
[736] Hallándose en Cataluña el 20 de noviembre de 1542.
[737] Suprimíase la Audiencia de Panamá.
[738] Historia del descubrimiento y conquista del Perú, tomo II, lib. IV, cap. VII, pág. 223.
[739] Ob. cit., pág. 294, nota.
[740] Hist. de la América Central, tomo II, pág. 11.
[741] Vidas, etc., pág. 369.
[742] América, Hist. de su colonización, etc., tomo I, pág. 51.—Barcelona, 1894.
[743] Remesal, lib. VI, cap. 2.
[744] Ibidem.
[745] Ibidem, lib. VI, cap. 3
[746] Lib. I, tít. 15, ley 2.ª
Lib. II, tít. 20, ley 6.ª
Lib. III, tít. 13, ley 4.ª
Lib. IV, tít. 17, ley 8.ª
Lib. IV, tít. 18, ley 3.ª
Lib. IV, tít. 22, ley 29.
Lib. V, tít. 7.º, ley 2.ª
Lib. V, tít. 10, ley 10.
Lib. VII, tít. 1.º ley 31.
Lib. VIII, tít. 10, ley 1.ª
Lib. IX, tít. 6.º, ley 23.
Lib. IX, tít. 33, ley 34.
[747] Hist. de la Legislación Española, págs. 516 y 517.
[748] Las Leyes de Indias, tomo XIII, pág. 29.—Madrid, 1890.
[749] Ley II, tít. I, lib. II.
[750] Ley LXVI, tít. XV, lib. II.
[751] Ley XIII, tít. II, lib. II.
[752] Ley V, tít. XVII, lib. IV.
[753] Ley VI, tít. XVII, lib. IV.
[754] Ley VII, tít. XVII, lib. IV.
[755] Ley VIII, tít. XVII, lib. IV.
[756] Ley XXIV, tít. XVII, lib. IV.
[757] Ley I, tít. XIX, lib. IV.
[758] Ley XIV, tít. XIX, lib. IV.
[759] Ley XXIII, tít. II, lib. V.
[760] Ley XXV, tít. VIII, lib. V.
[761] Ley XV, tít. XIV, lib. V.
[762] Ley XXIV, tít. I, lib. VI.
[763] Ley XL, tít. I, lib. VI.
[764] Ley I, tít. II, lib. VI.
[765] Ley II, tít. II, lib. VI.
[766] Ley VI, tít. II, lib. VI.
[767] Ley I, tít. III, lib. VI.
[768] Ley IX, tít. III, lib. VI.
[769] Ley XIV. tít. V, lib. VI.
[770] Ley XVIII, tít. V, lib. VI.
[771] Ley XXXV, tít. V, lib. VI.
[772] Ley XXXIX, tít. V, lib. VI.
[773] Ley I, tít. VI, lib. VI.
[774] Ley I, tít. VII, lib. VI.
[775] Ley II, tít I, lib. VI.
[776] Leyes XXIX y XXX, tít. XXII, lib. VI.
[777] Ley XXXVII, tít. IX, lib. VI.
[778] Ley VII, tít. X, lib. VI.
[779] Ley XXI, tít. X, lib. VI.
[780] Ley XIV, tít. XII, lib. VI.
[781] Ley XV, tít. XII, lib. VI.
[782] Ley XIII, tít. XVII, lib. VI.
[783] Ley I, tít. IV, lib. VII.
[784] Ley II, tít. IV, lib. VII.
[785] Ley V, tít. IV, lib. VII.
[786] Ley IV, tít. VII, lib. VII.
[787] Ley XVI, tít. IX, lib. VIII.
[788] Ley LXXV, tít. XLVI, lib. IX.
[789] Véase Marichalar y Manrique, Historia de la Legislación, etc., tomo IX, págs. 399-418.
[790] Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y Tierra Firme del mar Océano, tomo VIII. Tabla general de las cosas notables, etc.
[791] Década III, lib. VI, capítulo XIV.
[792] Herrera, Década III, lib. VI, cap. XIV.
[793] Notas a las cartas y Relaciones de Hernán Cortés. Introducción, pág. XVII.
[794] Danvila, ob. cit., págs. 28-32.
[795] Ensayo histórico sobre la legislación de los Estados españoles de Ultramar, pág. 6.
[796] Danvila, ob. cit., págs. 33 y 34.
[797] Se había creado en el año 1600.
[798] Hist. de México, vol. I, cap. II.
[799] Danvila, ob. cit., págs. 37-46.
[800] Nació Fray Toribio en Benavente (provincia hoy de Zamora), y se embarcó en Sanlúcar de Barrameda el 23 de enero de 1524, llegando el 13 de mayo a San Juan de Ulúa.
[801] Déc. VI, lib. 7, cap. VI.
[802] Remesal, lib. VII, cap. XVI.
[803] Véase la Vida y escritos de Fray Toribio de Benavente o Motolinía, por D. José Fernando Ramírez, en la Colec. de doc. para la Hist. de México, publicada por García Icazbalceta, tomo I, págs. CIV y CV.
[804] Historia de los indios, trat. I, cap. XIV.
[805] Véase Documentos publicados por García Icazbalceta, tomo I. pág. 148.
[806] Véase La Iglesia en la América Española. Conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid por el marqués de Lema el 3 de mayo de 1892, pág. 41.
[807] Pastells, Hist. de la Comp. de Jesús en el Paraguay, tomo I, pág. 162.
[808] Pastells, Hist. de la Compañía de Jesús en el Paraguay, etc., tomo I, págs. 431 y 432.
[809] Solórzano, Política Indiana, lib. IV, cap. I.
[810] Ibidem.
[811] Véase Solórzano, ob., lib. y cap. citados.
[812] Lib. IV, cap. IV.
[813] Ob. cit.
[814] Ibidem, lib. IV, cap. VII.
[815] Véase Noticias secretas de América, por Jorge Juan y don Antonio Ulloa, pág. 447.
[816] Herrera, Década I, lib. VI, cap. XX.
[817] En el año 1865 Ernesto Gagnon publicó una colección de estas canciones con su correspondiente música, siendo las más conocidas las siguientes: L'Alouette, Parderrier' chez mon père, Isabeu s'y promène y A la claire fontaine.
[818] Reclus, América Boreal, págs. 649 y 650.
[819] Historia de los Estados Unidos, tomo I. págs. 112 y 113.
[820] Véase tomo I, pág. 297.
[821] Véase el interesante informe de Mr. Francis.
[822] Tomo I, pág. 251.
[823] Véase Oncken, Hist. Universal, tomo XII, pág. 53.
[824] History of the United States of América (Nueva York), 1849-1862.
[825] Spencer, Hist. de los Estados Unidos, tomo I, pág. 254.
[826] Algunos escritores dicen que era peruana y otros guipuzcoana.
[827] Arch. Hist. Nac.—Cedulario índico de Ayala o Dic. de Gobierno y Legislación de Indias, letra L. n.º 18.
[828] Comentarios Reales, 1.ª parte, lib. I, cap. XV.
[829] Antología de poetas hispano-americanos, tomo III, pág. CLXIII.
[830] Historia general de América, tom. I, volumen I. pág. 329.
[831] Los primeros invasores que ocuparon la costa adoraron a Con, los segundos inmigrantes que subyugaron a los anteriores a Pachacámac. Viracocha era el dios de la primera civilización quechua, y el Sol o Inti era el dios particular de la tribu de los incas. También adoraban a la luna, a las estrellas, a los monarcas difuntos, etc.
[832] José de la Riva Agüero, La Historia en el Perú.—Lima, 1910.
[833] El templo de la fama vindicado, fol. 15 v.º—Lima, 1720.
[834] Ob. cit., tomo II, pág. 226.
[835] Véase Menéndez Pelayo, ob. cit., tomo II, págs. 228 y 229.
[836] Hist. de la poesía Hispano-Americana, tomo II, pág. 210.
[837] El origen del vascuence—según nuestra modesta opinión—es el antiguo turco mezclado con el persa (pero sin árabe), y mezclado también y unificado con el gótico.
[838] Arch. hist. nac.—Cedulario índico, tomo XXXIV. n.º 109. págs. 124 y 124 v.ª
[839] Enciclopedia Universal Ilustrada, tomo XVIII, pág. 2.969.
[840] Véanse Bosquejos histórico-literarios, del Dr. Angel María Alamo.
[841] De este inspiradísimo poeta trataremos con más extensión en el cap. XXXIV del tomo III.
[842] Enciclopedia Universal Ilustrada, tomo VIII, pág. 1.451.
[843] A la sazón Montevideo y Maldonado pertenecen al Uruguay; Santa Fe y Corrientes a la República Argentina.
[844] No se olvide que en el siglo xviii se formó un virreinato llamado del Río de la Plata.
[845] Véase apéndice II.
[846] Compendio elemental de Hist. de América, págs. 277 y 278.
[847] Se le llamó Caspicara porque tenía la cara muy delgada.
[848] Dependiente del Arzobispado de México.
[849] Conocido por su apodo Iluqui (Zurdo).
[850] Hist. de América, pág. 12.
[851] Libro IV, capitulo IX.
[852] Arch. Hist. Nacional.—Cedulario índico, tomo XX, núm. 311, págs. 356 v.ª y siguientes.
[853] América Central, pág. 393. Tr.
[854] Archivo general de navegación y pesca marítima.—Virreinato de Santa Fe, tomo III, b. 4.ª, documento 21.
[855] Cedulario índico, tomo XVII, núm. 200, págs. 165 y siguientes.
[856] Véase Dr. Vidal Morales, Hist. de Cuba, págs. 96 y 97.
[857] Dr. Francisco de Pons, Cultivo y comercio de las provincias de Caracas, etc.—Manuscrito de la Biblioteca Nacional de Madrid, núm. 3.334.
[858] Arch. histórico nacional, Cedulario índico, tomo XXII, n.º 21, págs. 25-28.
[859] Cedulario índico, tomo XXII, núms. 35 y 36, pág. 38.
[860] Archivo de Indias.—Estado.—Caracas.—Legajo 13. (5).
[861] Cedulario índico, tomo XXII, núms. 35 y 36, pág. 128.
[862] Ibidem, pág. 149.
[863] Archivo Histórico Nacional.—Cedulario índico, tomo XXXVIII, núm. 192. págs. 220 y 220 v.ª
[864] Alberdi, Organización política y económica de la Confederación Argentina, págs. 34 y 35. Besauton, 1856.
[865] Historia del Emperador Carlos V, tomo III, lib. VI, págs. 178 y 179. Tr.
[866] Colec. de doc. inéditos relativos á América y Oceanía, tomo II, págs. 1 á 126.
[867] Página 45.
[868] Página 47.
[869] Págs. 68-70.
[870] Col. de doc. inéditos, etc., tomo XI.
[871] Págs. 124-128.
[872] Revista de Costa Rica en el siglo XIX. Tipografía Nacional, San José de Costa Rica, MCMII páginas 14 y 15.
[873] Ob. cit., págs. 15 y siguientes.
[874] Ibidem, pág. 55.
[875] Ibidem, pág. 56.
[876] Colec. de documentos inéditos relativos al descubrimiento, etc., tomo XXI, págs. 240 y 285.
[877] Arch. hist. nacional.—Cedulario índico de Ayala, letra B, Documento 3.
[878] Libro primero de Cabildos de Lima, Parte tercera, págs. 131-134-1888.
[879] Cartas de Indias, págs. 465-473.—Madrid, 1877.
[880] Cartas de Indias, págs. 88 y 89.—Madrid, 1877.
[881] Ibidem, págs. 258 y 259.—Madrid, 1877.
[882] Cartas de Indias, págs. 559 y 560. Madrid, 1877.
[883] Sommervogel, S. J.—Bibliothèque de la Compagne de Jesús, tomo V. columnas 1.165 y 1.166.
[884] Los nombrados fueron Jorge Juan y Juan García del Postigo; pero como el último se hallaba navegando y se retrasara su vuelta, se dispuso que le sucediera el también guardia marina Antonio Ulloa.
[885] Cartas de Indias, págs. 131 y 132.—Madrid, 1877.
[886] Documentos para la Historia de Bolívar, ordenados, etc., por José Félix Blanco, tomo I, páginas 474-481.
[887] Documentos para la Historia de Bolívar, ordenados por José F. Blanco, tomo I, págs. 483-485.—También tomo I, pág. 339.
[888] Véase Fray Iñigo Abbad y Lasierra, Hist. geográfica, civil y natural de Puerto Rico, págs. 502-504.—Puerto Rico, 1866.
[889] Documentos para la Historia de Bolívar, tomo I. págs. 494-498. También tomo II, pág. 338.
[890] Documentos para la Historia de Bolívar, ordenados por José F. Blanco, tomo I, págs. 487-490.
[891] Doc. para la hist. de Bolívar, tom. II, págs. 450-453.
[892] Doc. para la hist. de Bolívar, ordenados por José P. Blanco, tom. II, págs. 445-448.
[893] Tiene por sufragáneos el Obispado de Concepción de la Vega (a 20 leguas de Santo Domingo), el de Cuba, el de San Juan y el de Venezuela; también la abadía de Jamaica.
[894] Colec. de Doc. inéd. relativos a América, tomo XV, págs. 418-528.
[895] Documentos para la Hist. de Bolívar, ordenados por José F. Blanco, tomo II, págs. 598 y 599.
[896] Documentos para la Hist. de Bolívar, ordenados por José F. Blanco, tomo II, págs. 599-604.
[897] Documentos para la Hist. de Bolívar, ordenados por José F. Blanco, tomo I, págs. 481-483.
[898] Primer Arzobispo que residió en Nueva Guatemala.
[899] Véase Montufar, Reseña histórica de Centro-América, tomo IV, págs. 428-431.
[900] Véase Montufar, Reseña histórica de Centro-América, tomo IV, pág. 217.
[901] Documentos para la Hist. de Bolívar, ordenados por José F. Blanco, tomo I, págs. 485-487.
[902] El obispo Balbuena es autor de la Grandeza Mexicana, del Bernardo y del Siglo de Oro.
[903] Véase Abad y Lassierra, Ob. cit., págs. 498-502.
[904] Documentos para la Historia de Bolívar, ordenados por José F. Blanco, tomo I, págs. 490-493.—También tomo II, pág. 337 y 338.
[905] Doc. para la hist. de Bolívar, ordenados por José F Blanco, tomo I, págs. 498-502.—También tomo I, pág. 338.
[906] Ibidem, tomo III, págs. 594-599.
[907] Doc. para la hist. de Bolívar, tom. II, págs. 448-450.
[908] Documentos para la Hist. de Bolívar por D. José F. Blanco, tomo II, págs. 444 y 445.
[909] Ced. índico, tomo XXXII, núm. 312, págs. 312 y siguientes.
[910] Archivo histórico nacional.—Cedulario índico, tomo XXV, págs. 56 v.ª y 57.
[911] Cartas de Indias, págs. 407-410.—Madrid, 1877.
Páginas. | |
CAPÍTULO I | |
La Groenlandia: su situación.—Los dinamarqueses en Groenlandia.—El Canadá: sus límites.—Lucha entre iroqueses y hurones.—Agramunt, Cortereal y Cartier en el Canadá.—La ciudad de Mont-Royal.—Roberval y Cartier.—El comercio de Terranova.—El marqués de la Roche.—Pedro de Monts.—Champlain, Poutrincourt y Pontgravé en aquellas tierras.—Poutrincourt en Port Royal.—Champlain en Sainte Croix.—La marquesa de Guercheville y los jesuítas.—Los Padres Biard y Masse en América.—Lucha entre iroqueses y hurones.—Fundación de Quebec.—La colonización.—El fuerte Place Royale.—Los franceses en Saint Sauveur.—Los filibusteros.—Los misioneros.—El comercio.—Compañía de Nueva Francia.—Guerra entre Inglaterra y Francia.—Los ingleses en Quebec.—El Canadá en poder de los ingleses.—Muerte de Champlain.—Colonia de Santa María.—Fiereza de los iroqueses.—Florecimiento de Quebec.—La sociedad de Nuestra Señora de Montreal: el capitán Maisonnauve.—Odio de los iroqueses á los jesuítas. | 5 |
CAPÍTULO II | |
Estados Unidos de la América del Norte.—Expedición de Vázquez de Ayllón, Gómez, Narváez y Soto a la Florida.—Lucha entre franceses y españoles.—Verrazain en la Carolina del Norte y en otros países.—Drake en California.—Vizcaíno, Cardona y otros.—Walter Raleigh en Virginia: Guerra entre indígenas é ingleses.—Gosnold en Nueva Inglaterra, Pring en los Estados del Maine y Massachussetts y Weymouth en las mismas costas.—Colonia fundada por Newport.—Jamestown.—Compañía de Londres.—Gobierno de Virginia.—La esclavitud.—Estado de las restantes colonias.—Los holandeses.—Expediciones de Hudson y de Block.—Compañía occidental.—Nueva Amsterdam.—Compañía sueca.—Fin del dominio holandés.—Compañía de Plymouth.—Los puritanos en Nueva Inglaterra.—Colonias de Massachussets, Mariana, Laconia, Nueva Escocia, Salem, Rode-Island, Concord y Connecticut.—La Corona y las colonias.—Maryland.—Las Carolinas.—Constitución de Locke.—Colonias de Cabo Fear y de Charlestown.—Estado interior de las colonias de Charlestown y de las Carolinas.—Pensilvania: Penn en América.—Georgia.—Guerra entre ingleses y españoles.—Luisiana. | 16 |
CAPÍTULO III | |
Conquista de México.—Hernán Cortés.—Cortés y Velázquez en Santiago de Cuba.—Cortés en Trinidad, en la Habana, en el cabo de [680]San Antonio, en la isla de Cozumel y en la desembocadura del Grijalba.—Llega á Tabasco: Marina.—Cortés en San Juan de Ulúa.—Embajada de Moctezuma.—El gobernador Pilpatoe y el general Teutile.—Obsequios de Moctezuma á Cortés y de Cortés á Moctezuma.—«Villa Rica de la Vera Cruz.»—Cortés en Zempoala y en Quiabislán.—Política de Cortés.—Nueva embajada de Moctezuma.—Cortés «quema las naves», pasa á Zocothlán y llega a Tlascala.—Guerra entre españoles y tlascaltecas: el general Xicotencal.—Portocarrero y Montejo en Sevilla y en Medellín: enemiga de Fonseca a Cortés.—Cortés en Cholula y en México: su entrevista con Moctezuma.—Descripción de México.—Guerra entre Quelpopoca y Escalante.—Suplicio de Quelpopoca.—Prisión de Moctezuma.—Quetlavaca emperador.—«Noche Triste».—Otumba.—Guanhtémoc emperador.—Guerra entre españoles y mejicanos. | 45 |
CAPÍTULO IV | |
Conquista de México (Continuación).—Cortés, Alvarado, Olid y Sandoval caen sobre México.—Lucha entre las piraguas mejicanas y los bergantines españoles.—Desastre de los españoles.—Victoria de Cortés.—Cuauhtémoc es hecho prisionero.—Caída de México.—Repartición del botín.—Suplicio del rey de Tacuba y de Cuauhtémoc.—Cédula del 26 de junio de 1523.—Dúdase de la fidelidad de Cortés.—Muerte de Catalina Suárez.—Cortés en España.—Su entrevista con el Emperador.—Vuelve a México.—Conquista de Yucatán.—El obispo Zumárraga.—La Audiencia.—Levantamiento de los chichimecas.—Relaciones entre Cortés y la Audiencia.—Fundación de Querétaro y de otras poblaciones.—Los reyes y la colonia mejicana. | 70 |
CAPÍTULO V | |
Conquista de la América Central.—Pedro de Alvarado en Guatemala: batalla de Olimtepeque.—Alvarado en Cuscatlán.—Almolonga.—Guatemala, según Herrera.—Pedro de Alvarado en España y su hermano Jorge en Guatemala.—Las Casas en el país.—Alvarado en Guatemala.—El Salvador: enemiga de los indios a Alvarado y a Martín Estete.—Honduras: el capitán Alonso Ortiz.—Anarquía.—El obispo Pedraza.—Cereceda, Alvarado, Montejo y Alvarado (segunda vez); Pedraza en el país.—Alonso de Cáceres.—El veedor García de Celis.—Nicaragua: su conquista.—Tiranía de Pedrarias.—Dominación de Castañeda.—El obispo Osorio.—Tiranía de Contreras.—Las Casas.—Costa Rica: Espinosa en Burica.—El cacique Urraca.—Guatemala: Alvarado en México.—Francisco de la Cueva.—Volcán de agua.—Grandes Antillas: Isla Española (Santo Domingo y Haití).—Cuba, Jamáica y Puerto Rico.—Colonización. | 94 |
CAPÍTULO VI | |
Conquista del Perú.—Francisco Pizarro: su patria.—Pizarro en el Nuevo Mundo: sus primeros hechos.—Expedición de Andagoya.—Sociedad de Pizarro, Almagro y Luque.—Primera y desgraciada expedición de Pizarro.—Vuelta a Panamá.—Segunda expedición: descubrimientos [681] de Ruiz.—Pizarro en el Imperio y Almagro en Panamá.—Pizarro y Almagro en la isla del Gallo.—Almagro en Panamá y Pizarro en la isla de Gorgona.—Los españoles en Tumbez.—Pizarro se embarca para España.—Pizarro y Hernán Cortés en Toledo.—Capitulación.—Pizarro en Trujillo: su familia.—Pizarro vuelve al Nuevo Mundo.—Descontento de Almagro.—Tercera expedición.—El imperio en aquella época.—Huayna Capac.—Huascar y Atahuallpa. Guerra y triunfo de Atahuallpa.—Pizarro en Tumbez: funda a San Miguel.—Pizarro y Hernando Soto en el interior del Imperio.—Los españoles en los Andes.—Embajadas del Inca.—El Inca Atahuallpa.—Atrevido plan de Pizarro.—El P. Valverde ante Atahuallpa.—Ataque de los españoles.—Prisión del Inca.—Muerte de Huascar.—Muerte de Atahuallpa. | 110 |
CAPÍTULO VII | |
Conquista del Perú (Continuación).—Anarquía después de la muerte de Atahuallpa.—El Inca Toparca.—Lucha en la sierra de Vilcaconga.—Muerte de Toparca.—Soto, Almagro y Pizarro en el valle de Xaquixaguana.—Muerte de Challcuchima.—El Inca Manco.—Los españoles en el Cuzco y botín que recogieron.—Coronación de Manco.—El municipio del Cuzco.—La religión.—Derrota de Quizquiz.—Pedro de Alvarado en el Perú.—Fundación de Lima.—Pizarro gobernador del Perú y Almagro de Chile.—Pizarro y el Inca Manco.—Estado del Perú en la segunda mitad del año 1535.—Evasión del Inca Manco.—Sublevación de los indios: batalla en el río Yucay.—Toma del Cuzco por los españoles.—Sitio del Cuzco por los indios.—Almagro en Chile.—Entrevista de Almagro con Manco.—Almagro en el Cuzco.—Cartas de la Emperatriz y del Emperador a Pizarro. | 134 |
CAPÍTULO VIII | |
Conquista del Perú (Continuación) y de Bolivia (Alto Perú).—Guerra entre Almagro y los Pizarros: acción de Abancay.—Sentencia del P. Bobadilla.—Guerra civil: batalla de Salinas.—Ejecución de Almagro.—Prisión de Hernando Pizarro.—Vaca de Castro.—Expedición de Gonzalo Pizarro por el Amazonas.—Muerte de Francisco Pizarro.—Vaca de Castro en Quito.—Segunda guerra civil.—Batalla de Chupas.—Ejecución del joven Almagro.—Política de Vaca de Castro.—Disgusto general en el país.—Conquista de Bolivia (Alto Perú).—Bolivia bajo la dominación de España.—Diego de Almagro en Collasuyo.—Luchas de Gonzalo Pizarro con los indios.—Fundación de Chuquisaca.—Gonzalo Pizarro desobedece al Emperador.—Fundación de la Paz.—Escudo de armas que Carlos V concedió a Christobal Topa Inga.—Conquista del país de los chiquitos por los españoles.—Los misioneros. | 148 |
CAPÍTULO IX | |
Conquista de Chile.—Estados en que se dividía el país.—Los araucanos.—Noticias fabulosas de Chile.—Expedición de Almagro.—Comienzo de la conquista.—Almagro se retira de Chile.—Valdivia: su [682] vida y carácter.—Continúa la conquista.—Fundación de Santiago.—Valdivia gobernador.—Luchas de Valdivia con los españoles y con los indios.—Organización del país.—Valdivia en el Perú.—Carta de Valdivia al Emperador.—Fundación de poblaciones.—Sublevación de los araucanos: Caupolicán.—Guerra y muerte de Valdivia.—Vida y costumbres de los chilenos.—El gobernador Quiroga.—El Cabildo y la Audiencia.—Alderete.—Hurtado de Mendoza.—Cuesta de Villagra.—Muerte de Lautaro.—La política y la guerra.—Caupolicán: batalla de Millarapué.—Ercilla.—Muerte de Caupolicán.—Sumisión de Chile. | 168 |
CAPÍTULO X | |
Conquista de Venezuela y de las Guayanas.—Los indígenas.—El banquero Welser: Alfinger, Sayler y Federmann.—Hohermuth y Hutten.—El Dorado.—Frias y Carvajal en Coro.—Concepción de Tocuyo.—Crueldad de Carvajal.—Gobierno de Pérez de Tolosa: encomiendas.—Villegas: los bucaneros: Burburuata: Nueva Segovia.—El rey Miguel.—Insurrección de los jiraharas.—Gobierno de Villacinda.—Valencia del Rey.—García de Paredes: Trujillo: los indios.—Los gobernadores Ruiz y Collado: Fajardo.—Fundación de Rosario y Collado.—Venezuela en 1560.—Lope de Aguirre, el Tirano.—Rodríguez.—Los gobernadores Bernáldez y Ponce de León.—Losada y los indios: fundación de Caracas.—Nuestra Señora de Caravalleda.—Los gobernadores Serpa y Mazariego.—Fundación de Santiago y de San Juan.—Los indígenas.—Los gobernadores Pimentel, Rojas y Osorio.—La Guaira: Guanaré.—Drake en Caracas. El gobernador Piña.—Versos de Castellanos.—Conquista de las Guayanas.—Españoles, ingleses, holandeses y franceses en las Guayanas. | 182 |
CAPÍTULO XI | |
Conquista de Colombia y de El Ecuador.—Conquista de Colombia.—Bastidas en Santa Marta.—El Dorado.—Gobierno de Heredia y de Fernández de Lugo.—Conquista de Jiménez de Quesada.—Alonso Luis de Lugo.—Creación de una Audiencia.—Consideraciones acerca de la conquista de Quesada.—Conquista de El Ecuador.—El Ecuador a la llegada de los españoles: es conquistado por Belalcázar.—Fundación de Santiago de Quito, de Guayaquil y de Cartago.—Belalcázar en España: es nombrado gobernador de Popayán.—Belalcázar y Andagoya.—Sucesos del Perú.—Fundación de Antioquía.—Belalcázar en lucha con Heredia y con los indios. Ordenanzas de 1542.—Belalcázar en Añaquito.—Insurrección de Robledo.—Belalcázar en Xaquixaguana. | 201 |
CAPÍTULO XII | |
Conquista de las provincias Argentinas y del Brasil.—Conquista de la Argentina.—Gaboto en las costas del Brasil y en las márgenes del Paraná.—Fuerte de Sancti Spíritus.—Mendoza en el Río de la Plata. Santa María de Buenos Aires.—Oposición de los querandís.—Ayolas y Martínez de Irala: fuerte de la Asunción.—Muerte de Mendoza y de [683] Ayolas.—Gobierno de Irala.—Se piensa en la traslación de los habitantes de Buenos Aires á las orillas del Paraguay.—Gobernadores anteriores á Garay: fundación de Buenos Aires; muerte de Garay.—La Patagonia.—El Chaco.—Conquista del Paraguay y del Uruguay.—El gobernador Arias de Saavedra.—Otros gobernadores.—Los brasileños en el Uruguay.—Conquista del Brasil.—Primeras colonias.—El Brasil durante el reinado de D. Manuel «El Afortunado». | 209 |
CAPÍTULO XIII | |
Los franceses é ingleses en el Nuevo Mundo.—Política de Luis XIV en el Canadá.—El vicario Laval.—Terremoto de 1663.—Compañía de las Indias Occidentales.—El intendente Talon y el Gobernador Frontenac.—Política de Guillermo III.—Franceses é ingleses en el Canadá.—Expedición de La Salle.—Guerra entre Francia é Inglaterra.—Primera guerra intercolonial.—Frontenac en guerra con los ingleses é iroqueses.—Los ingleses en el Canadá.—Últimos años de la administración de Frontenac.—Paz.—Los misioneros.—Segunda guerra intercolonial: Toma de Port Royal.—Compañía del Mississipí.—La Luisiana. Tercera guerra intercolonial: conquista de Louisbourg.—Colonización.—Cuarta guerra intercolonial.—Los franceses en guerra con los indios y con los ingleses mandados por Washington: Batalla de Monongahela.—Guerra en 1756, 1757 y 1758.—Quebec, Montreal y otras plazas en poder de los ingleses. Tratado de París.—El Canadá, colonia de Inglaterra. | 225 |
CAPÍTULO XIV | |
Gobierno de los ingleses en los Estados Unidos del Norte de América.—Doctrina del historiador Gervinus.—La América germana y la América latina: carácter de la una y de la otra.—Estado general de las colonias inglesas antes de su independencia. | 240 |
CAPÍTULO XV | |
Virreinato de México: el virrey Mendoza y los indios.—Expedición de Cortés.—Creación del obispado de Michoacán.—Relaciones de la Audiencia con Pizarro y Cortés.—Insurrección de Jalisco y muerte de Pedro de Alvarado.—Política del conde de Tendilla.—Las «Nuevas Leyes.»—Muerte de Cortés en España y de Zumárraga en México.—Ideas religiosas del obispo.—Audiencia de Nueva Galicia.—El virrey Velasco: su política.—Creación de la Universidad.—El arzobispo Montufar y los frailes.—El virrey y la Audiencia.—Gobierno de la Audiencia: prisión de Cosijópii: Martín Cortés.—Legazpi y el P. Urdaneta se dirigen á Filipinas.—Concilio en México.—El virrey marqués de Falces: la Audiencia.—El virrey Enríquez de Almansa: epidemia de fiebres tifoideas.—El virrey Suárez de Mendoza: la Audiencia.—El virrey Moya de Contreras: concilio provincial.—El virrey marqués de Villa Manrique: los corsarios. | 247 |
CAPÍTULO XVI[684] | |
Virreinato de México (Continuación).—Los virreyes Velasco y conde de Monterrey.—Conquista de Nuevo México.—El marqués de Montes Claros: acueducto desde Chapultepec a México.—El virrey Velasco (2.ª vez).—Importantes expediciones.—Gobierno del arzobispo de México y del marqués de Guadalcázar.—Enemiga entre el marqués de Gelves y el arzobispo.—El marqués de Cerralbo: inundación de la ciudad.—Otros virreyes.—El obispo Palafox.—Los piratas.—Virreinato de Ortega Montañés, obispo de Michoacán.—El virrey conde de Moctezuma.—El virrey Ortega Montañés, arzobispo de México. | 257 |
CAPÍTULO XVII | |
Virreinato de México (Continuación).—El virrey duque de Alburquerque: su política interior; lucha con los corsarios y con los ingleses.—El duque de Linares: su amor á la justicia.—El marqués de Valero: expedición á Campeche y Yucatán: su política con los caciques.—Gobierno del marqués de Casafuerte.—Desgracias durante el mando del arzobispo Vizarrón.—Los virreyes duque de la Conquista, conde de Fuenclara y conde de Revillagigedo.—Débil gobierno del marqués de las Amarillas.—El marqués de Cruillas: el almirante inglés Pocock se apodera de la Habana.—Mala administración del virrey Montserrat.—Virreinato de Croix: expulsión de los jesuítas.—Síntomas revolucionarios en el país.—Virreinatos de Bucareli, Mayorga, Gálvez (don Matías y D. Bernardo) y Flores.—Excelente gobierno del conde de Revillagigedo.—El marqués de Branciforte, Berenguer de Marquina e Iturrigaray.—Ultimos Virreyes. | 268 |
CAPÍTULO XVIII | |
Capitanía general de Guatemala.—La Audiencia: Alonso Maldonado.—El Cabildo y las Nuevas Leyes.—El P. Las Casas.—López Cerrato.—El obispo Valdivieso es asesinado.—Revolución de los Contreras.—Administración de Cerrato.—Revueltas en Nicaragua.—El Dr. Rodríguez de Quesada.—Ramírez de Quiñones.—Administración de Núñez de Landecho.—Fallecimiento del obispo Marroquín.—Traslación de la Audiencia a Panamá.—El obispo Villalpando.—Fallecimiento del P. Las Casas.—Restablecimiento de la Audiencia.—El Dr. González, el doctor Villalobos y García de Valverde.—Minas en Honduras.—Repartimiento de indios.—El oidor Abaunza.—Los presidentes Mallén, Sandé y Castilla.—Los piratas.—Estadística para la cobranza de la alcabala.—Artes.—El puerto de Santo Tomás.—Los holandeses.—El presidente Peraza.—Alcabalas.—Orden público en Costa Rica.—Los presidentes Acuña y Quiñones: protección a los indígenas.—Uso del papel sellado.—El presidente Avendaño.—El oidor Lara.—Inundaciones.—Estado de Honduras y de Nicaragua.—Los presidentes Altamirano y Mencos.—Terremoto.—Estado de Costa Rica.—La imprenta en Guatemala.—Corsarios en Nicaragua.—El presidente Alvarez.—La nueva catedral.—Enemiga de la Audiencia a Alvarez.—El obispo presidente.—Los corsarios. | 280 |
CAPÍTULO XIX[685] | |
Capitanía general de Guatemala (Continuación).—El presidente Escobedo: los piratas; Albemale y los misioneros.—El presidente Sierra.—Una limosna al Rey de España.—Recopilación de Indias.—Los presidentes Alava y Enriquez de Guzmán: reformas.—Nicaragua, Costa Rica, Honduras y El Salvador.—El presidente Barrios en Guatemala.—Expedición al Petén y Lecandón.—El presidente Sánchez de Berrospe.—Gobierno de la Audiencia, de Ceballos y de Cosío.—Costa Rica y Nicaragua.—El presidente Rodríguez de Rivas: terremoto de 1717.—Nicaragua, Costa Rica, Honduras y El Salvador.—Guatemala: gobiernos de Echevers y de Rivera Villalón.—Rivera Santa Cruz.—El Arzobispado.—Los presidentes Araujo y Vázquez Prego.—Reformas.—Gobierno de Velarde.—El presidente Arcos.—Los misioneros.—Los presidentes Fernández de Heredia y Salazar: expulsión de los jesuítas.—El presidente Mayorga: terremoto de 1773.—Traslación de la capital al valle de la Virgen.—América Central.—El presidente Gálvez: reconquista de Omoa y de Roatán: colonia española en Trujillo: expedición a Río Tinto.—El presidente Estacherría. | 294 |
CAPÍTULO XX | |
Gobierno de la isla de Santo Domingo.—Relaciones de la Isla Española con la metrópoli.—Relaciones de las autoridades de la isla entre sí.—Los corsarios en la isla.—Los franceses en Santo Domingo.—El Código Negro.—Santo Domingo y la revolución francesa de 1789.—La anarquía en la colonia.—Guerra de exterminio entre blancos y negros.—Los ingleses en Santo Domingo.—Toussaint Louverture: su carácter y cualidades.—Bonaparte y Toussaint Louverture.—Lucha entre franceses y dominicanos. | 308 |
CAPÍTULO XXI | |
Gobierno de Cuba.—Primeros gobernadores.—Los corsarios Soto, Dávila y Chaves.—Pérez de Angulo y Jacques Sores.—Mazariegos, Menéndez, Montalvo y Carreño.—El capitán general Luján.—Los corsarios.—Tejada y el ingeniero Antonelli.—Drake en América.—Valdés: los corsarios; división de la isla por Felipe III.—Ruiz de Pereda en la Habana y Villaverde en Santiago.—Alquizar, Venegas, Cabrera y Bitrián de Biamonte.—Los Hermanos de la Costa.—La isla en la segunda mitad del siglo xvii y comienzos del xviii.-Córdoba, Benítez de Lugo, marqués de Casa Torres y Raja: estanco del tabaco.—Guazo y los vegueros.—Guerra entre España e Inglaterra.—Caída de la Habana.—Los generales conde de Ricla y Bucarely.—Expulsión de los jesuítas.—El marqués de la Torre: población de la isla.—Reseña del gobierno.—Los restos de Colón en la Habana.—Humboldt en Cuba.—Comienzo de la guerra de la Independencia.—Los revolucionarios. | 327 |
CAPÍTULO XXII | |
Gobierno de Jamaica.—Política de la Gran Bretaña.—La esclavitud. Gobierno de Puerto Rico.—El Rey Católico y D. Diego Colón.—Felipe II y [686] el obispo de Puerto Rico.—Los ingleses intentan apoderarse de la isla.—Los dinamarqueses en los Cayos de San Juan.—El inglés Harvey.—Generosidad de Carlos III con el duque de Crillón.—Régimen político de Puerto Rico.—Islas de la Mona y de Vieques.—Islas Vírgenes: gobierno de los ingleses y de los norteamericanos.—Islas Lucayas: Guanahani: la capital Nassau; gobierno de las Lucayas.—Islas Bermudas: Hamilton.—Islas menores: inglesas, francesas y holandesas; gobierno de dichas islas. | 351 |
CAPÍTULO XXIII | |
Virreinato del Perú: Blasco Núñez Vela: su carácter: su entrada en Lima: su política.—Oposición de Gonzalo Pizarro.—Muerte del inca Manco.—Critica situación del virrey.—Gobierno de Gonzalo Pizarro. Marcha de Vaca de Castro a España.—Blasco Núñez en Tumbez, en Quito, en San Miguel y en otros puntos.—Batalla de Añaquito.—Don Pedro de la Gasca en el Perú: su acertada política: batalla de Xaquixaguana. | 364 |
CAPÍTULO XXIV | |
Virreinato del Perú (Continuación).—El virrey Mendoza.—Gobierno de la Audiencia.—El marqués de Cañete: insurrección de Sairi Tupac. Expediciones.—El conde de Nieva y García de Castro.—El virrey Toledo: suplicio de Sairi Tupac.—Los chirinamos.—Los jesuítas.—Cédula de Felipe II.—Enríquez y el conde de Villar Don Pardo.—El marqués de Cañete: los piratas.—Santo Toribio.—Las encomiendas.—Cédula de Felipe III.—El marqués de Montesclaros: creación de catedrales.—El príncipe de Esquilache, el conde de Chinchón y el marqués de Mancera.—Los virreyes conde de Salvatierra, conde de Alba de Liste y conde de Santisteban.—El conde de Lemos y otros virreyes nombrados por Carlos II.—Terremoto de 1678.—Virreinato de Castell dos Ríus: terremoto de 1707: autos de fe.—Virreinato del obispo de Quito.—El príncipe de Santo Bono y otros virreyes.—Comisión científica en el Perú. Sublevación de los indios.—Cédula de 1736.—El conde de Superunda: terremoto de 1746.—El virrey Amat: expulsión de los jesuítas.—Los virreyes Guirior y Jáuregui.—El indio Condorcangui.—Los virreyes Croix, Gil de Taboada, O'Higgins y Avilés.—Bolivia bajo el virreinato del Perú y después del de Buenos Aires. | 379 |
CAPÍTULO XXV | |
Gobierno de Chile, de Venezuela y de Guayana.—Hurtado de Mendoza en Chile: organización del país.—Francisco de Villagra: guerra con Antiguenú.—Pedro de Villagra: guerra; reformas.—Quiroga: la Audiencia.—Los gobernadores Gamboa y Saravia.—El inspector Calderón.—Supresión de la Audiencia.—Quiroga (2.ª vez).—Gamboa (2.ª vez).—Sotomayor y la guerra.—García de Loyola: Hawkins.—Paillamachu.—Vizcarro y Quiñones.—García Ramón y los piratas.—Rivera y García Ramón (2.ª vez): Huenecura.—Merlo de la Fuente: Aillavilla.—Jaraquemada: paz.—Rivera (2.ª vez).—Otros gobernadores.—Fernández de Córdoba y Laso de la Vega.—La guerra.—Terremoto de 1647.—Otros [687] gobernadores.—Expulsión de los jesuítas.—O'Higgins.—La revolución.—Gobierno de Venezuela.—Cédula de Felipe III.—Los corsarios franceses e ingleses.—Venezuela a mediados del siglo xviii.—Creación de la Audiencia de Caracas.—Consulado de Comercio.—Obispo de Coro.—Traslación de la catedral de Coro a Caracas.—Carácter del gobierno de Caracas.—Los revolucionarios.—Gobernación de Guayana. | 404 |
CAPÍTULO XXVI | |
Gobierno de Nueva Granada, de Panamá y de El Ecuador.—Gobernadores que en Colombia sucedieron a Jiménez de Quesada.—La Audiencia.—El Arzobispado.—El presidente Venero de Leiva.—Otros presidentes.—Fundación y extensión del virreinato.—El virrey Eslava.—Vernon en Cartagena de Indias: Lezo.—Política de Eslava.—Principales virreyes.—Intervención de Nueva Granada en Venezuela.—Guerra de la Independencia.—Gobierno de Panamá.—Origen, situación, título de ciudad y blasón heráldico.—Obispado y Audiencia.—Panamá bajo la dependencia de Guatemala y después del Perú.—La Audiencia.—El año 1644.—Nueva ciudad.—El Fuego Grande.—Panamá bajo el virreinato de Santa Fe.—Universidad de San Javier.—Los jesuítas.—El gobernador Pérez.—Gobierno de Quito.—La Audiencia: el presidente Santillán y sus sucesores.—El Ecuador en los siglos xvi y xvii.—Guayaquil en poder de los corsarios.—Síntomas revolucionarios. | 417 |
CAPÍTULO XXVII | |
Gobierno del Río de la Plata o de Buenos Aires.—D. Pedro de Mendoza hasta Arias de Saavedra (cuarta vez).—Saavedra derrotado por los uruguayos.—Introducción de negros.—Funciones religiosas—Enemiga del cabildo a los abogados.—Gobierno de Góngora.—La Universidad en Buenos Aires.—El oidor Pérez de Salazar.—El gobernador Céspedes.—La Audiencia.—Gobierno de Dávila.—El gobernador La Cueva es excomulgado.—Canonización de San Fernando.—Desgracias en el país.—Gobierno de Abendaño, de Múxica, de Cabrera, de Laxis, de Ruiz de Baigorri, de Mercado y de Martínez Salazar.—La Audiencia.—Gobierno de Garro, Herrera y Prado.—La colonia del Sacramento.—El gobernador Zavala: sus hechos más notables.—Cambio de posesiones entre Portugal y España.—Conducta de los jesuítas.—Los gobernadores Salcedo, Ortiz de Rozas y Andonaegui.—El gobernador Ceballos.—Virreinato de Buenos Aires.—Los virreyes Ceballos, Ortiz, marqués de Loreto y otros.—Los virreyes Malo de Portugal, Avilés y del Pino.—Derrota de nuestra flota.—Los ingleses toman a Buenos Aires.—Liniers.—Gobierno de Tucumán. | 433 |
CAPÍTULO XXVIII | |
Gobierno del Paraguay y del Uruguay.—Cédula de Felipe III.—Gobierno de Frías.—Gobernadores más importantes.—Reducciones de los jesuítas.—Depredaciones de los indios.—Decadencia del gobierno.—Reyes Balmaceda.—Revoluciones, guerra con los indios y expulsión de los jesuítas.—Fundación de poblaciones.—Gobierno del Uruguay.—Españoles [688] y portugueses en el país.—Consecuencias de la permuta de la Colonia del Sacramento por otras colonias.—Viana, gobernador de Montevideo y oposición de los jesuítas.—Los indígenas.—Campaña de Ceballos, jefe del gobierno de la Plata, contra los portugueses: tratado de 1763.—Gobierno de la Rosa y expulsión de los jesuítas.—El gaucho.—Expedición de Sampayo.—El cabildo.—Gobiernos de Viana y del Pino, de Tejada y de Olaguer Feliú: reformas.—Bustamante y Ruiz Huidobro.—El cabildo.—Los charrúas.—Calamidades en el país. | 463 |
CAPÍTULO XXIX | |
El Brasil durante el reinado de Juan III.—Los corsarios.—Las Capitanías.—El general Thomé de Souza.—Los franceses en el Brasil.—El gobernador Duarte de Costa.—Men de Sá en guerra con los franceses y con los indígenas.—División del Brasil en dos gobiernos.—El gobernador general Telles Barreto.—El gobernador Souza y los corsarios.—Otros gobernadores.—Lucha entre portugueses y franceses.—Los jesuítas.—Los holandeses.—Compañía de las Indias Orientales.—Guerras.—Portugal se separa de España.—Política de los jesuítas.—Los holandeses arrojados del Brasil.—La República de Palmares.—El Brasil bajo el dominio de Portugal. | 480 |
CAPÍTULO XXX | |
Administración colonial.—Residencias y visitas: Su poca importancia.—Repartimiento de cosas y de indios.—Encomiendas.—Reducciones.—Origen de la esclavitud.—El asiento.—Abolición del comercio negrero.—Abolición de la esclavitud.—Los extranjeros en las colonias. Aislamiento de las colonias. | 491 |
CAPÍTULO XXXI | |
Organización colonial: virreinatos.—Gobernadores generales.—Las Intendencias.—Los gobiernos del Brasil.—Las Audiencias: nombres de las Audiencias.—Atribuciones de los virreyes, gobernadores generales, intendentes, Audiencias y presidentes.—Regentes de las Audiencias.—Consulados y cabildos en las colonias de España.—Alcaldes ordinarios y corregidores.—Tribunales de minería y de cuentas.—Gobierno político y elementos de que constaba. | 503 |
CAPÍTULO XXXII | |
Casa de la Contratación de Sevilla.—Las Ordenanzas.—Nuevas Ordenanzas.—Jueces de la Contratación.—Importancia de la Casa de la Contratación.—Prosperidad de Sevilla.—Creación de una Casa de la Contratación en la Coruña.—Decadencia de la de Sevilla.—Comercio de España en las Indias.—Expediciones sueltas.—Flotas y galeones.—Armada real.—El contrabando.—Los navíos de aviso. | 515 |
CAPÍTULO XXXIII | |
Leyes de Indias.—Las Nuevas Leyes.—Las Nuevas Leyes en las Indias.—Primera Recopilación.—Reimpresión de la Recopilación.—Análisis [689] de los nueve libros.—Otras leyes.—Deseos de asimilar las provincias ultramarinas a la península.—Real y Supremo Consejo de Indias: su historia.—Luchas religiosas en las Indias: los Padres Las Casas y Motolinía.—Los frailes protectores de los indios.—Los jesuítas en el Paraguay.—El Patronato Eclesiástico.—La Inquisición. | 523 |
CAPÍTULO XXXIV | |
Cultura del Canadá antes de pasar al dominio de Inglaterra y cultura de los Estados Unidos antes de su independencia.—La Universidad.—Mad. de la Peltrie y Mad. Guyard: convento de las Ursulinas.—Instituto de segunda enseñanza y escuelas.—M. Bourgeoys: congregación de Notre Dame.—Comunidades religiosas.—Seminario de Laval.—Libros de descubrimientos e historias.—Cantos populares.—Instrucción primaria.—Escuelas católicas y protestantes.—Relaciones entre las colonias de los Estados Unidos y la metrópoli.—Las primeras letras.—Colegio de Newton.—Primera prensa de imprimir.—Escuela e imprenta en Filadelfia.—Cultura en las Carolinas.—Universidad de Virginia.—Colegios.—Primera escuela de Medicina.—La Gaceta de Georgia.—Progreso en todas las colonias.—Las bellas artes en el Canadá y en los Estados Unidos.—La industria en el Canadá y en los Estados Unidos.—Minas de Nova Scotia.—Riqueza forestal.—Prosperidad del comercio en los Estados Unidos.—Los americanos enfrente de los ingleses. | 564 |
CAPÍTULO XXXV | |
Cultura de las colonias españolas antes de la independencia: México: imprenta; acuñación de la moneda.—Siglo xvii: Sor Juana de la Cruz.—Poetas y prosistas del siglo xviii.—Perú: Garcilaso de la Vega: «Comentarios Reales.»—Lima en el siglo xvi: La Universidad de San Marcos.—Valle y Caviedes.—Siglo xviii: Olavide; su vida y sus obras.—Peralta, Alonso de la Cueva y Llano Zapata.—El periodismo—Cuba y Puerto Rico.—Guatemala: Matanza, Osena, Paz Salgado y Bergaño.—La instrucción pública.—La Universidad.—La Gaceta.—El Coliseo.—El Consulado.—La Sociedad Económica.—La imprenta.—Costa Rica. El Ecuador, Venezuela, Bolivia, Buenos Aires, Chile, Paraguay y Uruguay.—Las bellas artes: Catedral de México.—El escultor Robles. El P. Carlos.—Chill y otros.—El pintor Cifuentes y otros.—Las bellas artes en Lima y en la América Central.—El pintor Santiago en El Ecuador.—El escultor Lagarda.—Las bellas artes en Nueva Granada.—La industria en México, Perú y Bolivia, Santo Domingo, Cuba, América Central, Chile, Nueva Granada, Ecuador, Venezuela, Buenos Aires, Paraguay, Uruguay y Brasil. | 572 |
Páginas en que se cita. |
Páginas del apéndice. | |
A | 93 | 613 |
B | 106 | 617 |
C | 109 | 621 |
D | 111 | 625 |
E | 160 | 629 |
F | 251 | 635 |
G | 376 | 637 |
H | 410 | 638 |
I | 494 | 639 |
J | 504 | 644 |
L | 504 | 645 |
M | 552 | 663 |
N | 553 | 674 |
O | 553 | 675 |
P | 607 | 678 |
Páginas. | |
Hernán Cortés | 45 |
Moctezuma | 47 |
Quauhtemoc | 66 |
Francisco Pizarro | 111 |
Huascar | 121 |
Atahualpa | 131 |
Padre Varela | 583 |
Páginas. | |
Samuel de Champlain | 10 |
Fray Juan de Zumárraga, arzobispo de México | 90 |
Pedro de Valdivia | 172 |
Toussaint Louverture | 322 |
Don Pedro de La Gasca | 373 |