Nota del Transcriptor:
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PÍO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
NOVELA
(SEGUNDA EDICIÓN)
EDITORIAL CARO RAGGIO
MENDIZÁBAL, 34, MADRID
ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES
IMPRENTA CARO RAGGIO: MENDIZÁBAL, 34, MADRID
—¿Así que tú no conoces al que ha escrito esta relación?—preguntó Aviraneta, después de haber escuchado la lectura de varios trozos del manuscrito.
—No—contestó Leguía—. Este cuaderno me lo dejó doña Paca Falcón, hace unos años, en Bayona, y saqué una copia de él. Supongo que se hizo con algunas notas que escribió Alvaro Sánchez de Mendoza. ¿Qué le parece a usted?
—¡Psé! Así, así.
—¿Le parece a usted mal?
—No; los hechos positivos en que está basado el libro son ciertos; que el cónsul de España en Bayona, don Agustín Fernández de Gamboa, recibió barricas llenas de plata y de oro de las iglesias de Navarra, durante la primera guerra civil, para venderlas en Francia, es verdad.
—¿Usted lo sabía?
—Sí. Gamboa, como sus amigos Collado y Lasala, explotaron todo lo que pasó por delante de ellos. Unicamente así se puede conseguir una gran fortuna en poco tiempo.
—Es indudable. Sólo la guerra y la usura hacen a la gente rica con rapidez.
—Los que no somos contratistas del ejército ni usureros no hemos podido pasar de ser unos pobretones.
Esta conversación la tenían Aviraneta y Leguía[8] en San Sebastián poco antes de la Revolución de septiembre, en una casa del barrio de San Martín, donde vivía don Eugenio por entonces. Aviraneta, de cuando en cuando, se miraba al espejo y se arreglaba una hermosa peluca rubia, casi roja, que le había arreglado su amigo y barbero Justo Lazcanotegui.
—¿Y usted no ha conocido a ese Chipiteguy trapero de la plaza del Reducto, de Bayona, que figura aquí?—preguntó Leguía.
—Sí, sí. ¡Ya lo creo! Era amigo mío; un viejo camastrón, epicúreo... hombre simpático, efusivo. Solía comer yo con frecuencia en su casa.
—Y a Frechón, ¿lo recuerda usted?
—¿Qué hacía ese Frechón?
—Era un empleado de Chipiteguy y, al parecer, un gran intrigante.
—Sí, sí, tengo idea; mas creo que le llamaban de otra manera.
—Debió de estar en casa de usted varias veces.
—¡Tantos estuvieron!
—Sí; pero debió de ir a hablar de política, de intrigas...
—Era a lo que venía todo el mundo a mi casa.
—Sí, su casa en Bayona debía ser un nido de intrigantes.
—Entre los que te contabas tú.
—Hombre, don Eugenio, yo no tanto.
—¿Te acuerdas de las letras S, T, U, V, Y, Z?
—Sí; ¿no me he de acordar? En ese final de abecedario, el que más y el que menos era un bandido.
—Sí, quizá... Pero era una época divertida. Se vivía con pasión. Hoy está todo más bajo, más cansado. Hoy intentamos vivir como personas sensatas, para lo cual parece que no tenemos muchas condiciones los españoles.
—Y de Roquet, ¿se acuerda usted?
—Sí, hombre; perfectamente.
—Bueno, don Eugenio; y en último término, ¿cree usted que este relato, del cual le he leído varios trozos, debe entrar en la historia de su vida, si alguna vez la publicamos?
—Sí, sí; tiene detalles curiosos; pero no me gusta esa forma novelesca. Creo que le debías quitar lo que tenga aire romántico; dejar la realidad, la verdad escueta.
—¡La verdad! ¿Es que es más verdad la historia que la novela?
—Naturalmente.
—Eso creía yo también antes; hoy no lo creo. El Quijote da más impresión de la España de su tiempo que ninguna obra de los historiadores nuestros. Y lo mismo pasa a la Celestina y al Gran Tacaño.
—Bueno; pero esas son obras maestras realistas.
—Usted siempre ha sido enemigo de la literatura de imaginación.
—Siempre.
—¿Usted no ha soñado nunca, don Eugenio?
—De esa manera, no. La verdad, la verdad en todo: ese ha sido siempre mi ideal.
Al decir esto, Aviraneta se planchaba su peluca roja, que tenía tendencia a abombarse y a separarse de su cabeza.
Qué cantidad de verdad puede tener una peluca fué una pregunta que le vino a Leguía a la imaginación. La cuestión de la verdad histórica la habían discutido muchas veces. Aviraneta era dogmático, partidario del realismo, y creía que tarde o temprano la verdad resplandecía, como el sol entre las nieblas. Leguía pensaba que en ese camposanto de la historia, lleno de huesos, de cenizas y de baratijas, cada inves[10]tigador escoge lo que le place y lo combina a su gusto.
—¿Pero, a pesar de las fantasías novelescas, a esta relación le daremos entrada en sus memorias?—preguntó Leguía.
—Sí.
—¿Con su visto bueno?
—Sí, con mi visto bueno; pero podándola un poco.
Con la autorización de Aviraneta decidí, pues, publicar este relato.
No aparece aquí don Eugenio siempre; pero inspira los acontecimientos, asomándose, unas veces, al primer plano, y otras, al último.
Hecha esta aclaración con respecto a la parte histórica—sigue diciendo Leguía—, tengo que advertir, con relación a lo novelesco, que la obra no me llena. El autor describe demasiado, define demasiado, traza los contornos de los personajes, pero los mueve poco y, sobre todo, no los hace hablar. Tiene por la palabra una falta de cariño extraña. Sus hombres y sus homúnculos hablan el mínimo. Indudablemente, en la literatura, la palabra hablada es la que da a la obra una animación algo parecida al color en la pintura.
El autor no busca esta animación. Rechaza, además, la frase castiza, el giro idiomático. Todo esto, sin duda, le parece hojarasca, lugar común putrefacto, algo pestífero, de lo que hay que huír.
Una mañana de junio de 1838 varias galeras con toldo y cuatro ruedas, unas tiradas por dos, otras por un caballo de patas gordas, marchaban por el desfiladero de Roncesvalles, larga y empinada cuesta llena de zig-zags, de curvas y de meandros, que sube desde San Juan Pie de Puerto hasta Burguete.
El día estaba claro en la parte de Francia y obscuro y nublado en la de España.
En el valle del Nive, los montes, cubiertos de árboles, aparecían inundados de sol; hacia España las nubes iban agarrándose a los picachos y entrando en las hondonadas.
Este famoso desfiladero de Roncesvalles, que recuerda a Rolando con su olifante, al arzobispo Turpín y a los doce pares de Francia, no tiene el carácter áspero y terrible que le supone la leyenda.
Es el paisaje allí suave y verde, hay muchas praderas, campos cultivados, grupos de hayas y de robles. Las moles de piedra que los fieros vascones lanzaban contra las tropas brillantes de Carlomagno han[12] desaparecido por escotillón; quizá no existieron nunca o fueron del tamaño de las almendras, y la batalla de los carlovingios con los sarracenos, según la versión francesa, o de los carlovingios con los vascones y godos, según la versión española, no tuvo más importancia que una pedrea de chicos. Verdad es que estas pedreas son más fecundas para la literatura que las grandes batallas modernas con sus enormes carnicerías y hasta sus salchicherías, inspiradas en métodos científicos y exactos.
El Monasterio de Roncesvalles, como muchas cosas antiguas, tiene más nombre que realidad.
Los carros que subían la cuesta hacia Burguete esta mañana fresca de junio eran, en su mayoría, galeras con el techo embreado, con las cuatro ruedas casi iguales. Por su aspecto parecían más bien ser franceses que españoles. Entre carro y carro conservaban una distancia de cien o doscientos metros. Podía suponerse que llevaban algún cargamento de armas para los carlistas, pues en aquel año de la guerra todos los puertos de la frontera vasco-navarra, excepción hecha de Irún, estaban ocupados por los facciosos. Al lado de las galeras iban los carreteros, que a veces tenían que calzar las ruedas con piedras y empujar luego a hombros, porque en algunas partes los caballos no podían con los pesados vehículos.
La primera galera que iba a la cabeza de la comitiva era un poco más larga que las otras y tiraban de ella dos caballos percherones.
La conducía un carretero y la vigilaba otro hombre que marchaba a su lado.
Este último tenía unos treinta años y el aire de un señor, aunque no muy amable ni simpático; el carretero, de unos cuarenta años, manejaba el látigo, hacía chasquearlo, cuando no lo llevaba liado al cue[13]llo, y gritaba y blasfemaba en los malos parajes en que los caballos se detenían.
El hombre de aire de señor, flaco, moreno, con patillas negras, parecía sombrío y misterioso; el carretero era un tipo tosco y vulgar.
Al acercarse la primera galera a Valcarlos, una patrulla carlista se destacó en el camino.
—Alto, ¿quién vive?—gritó el jefe.
—Francia—contestó el hombre moreno de las patillas.
—¿Qué gente?
—Gente de paz.
—¿Tienen ustedes pasaporte?
Los dos hombres mostraron los documentos que llevaban.
Los carlistas, unos al parecer del Resguardo, otros de una partida que vigilaba la frontera, todos perfectamente desarrapados, quisieron atisbar lo que llevaba la galera.
—¿Qué va ahí dentro?—preguntó el que hacía de jefe de la partida.
—Figuras de cera para la feria de Pamplona—contestó el hombre de las patillas con marcado acento francés.
—¡Hombre! ¡Figuras de cera!—exclamó uno de los carlistas—. ¿No las podríamos ver?
—No están armadas.
—¿No dan ustedes algo para beber?—dijo uno de los facciosos desarrapados.
—Eso, el amo—contestó el de las patillas.
—¿Dónde está el amo de ustedes?
—No es nuestro amo. Es el amo de las figuras de cera.
—¿Y dónde está ese señor?
—Dentro de poco pasará en un coche.
—¿Por este camino?
—Sí. Ha dicho que entre Valcarlos y Burguete nos alcanzará.
—Bueno, pueden ustedes seguir.
Marchó la carreta de nuevo, avanzando al paso de los caballos percherones; cruzó al mediodía por delante de la Colegiata de Roncesvalles, recorrió la única calle de Burguete y, al salir de este pueblo, camino de Espinal, el hombre de las patillas entabló en francés una conversación con el carretero.
—El amo nos encarga a nosotros la tarea más difícil: el marchar a pie—dijo—; en cambio él, con el niño ese, que Dios confunda, viene en coche.
—No se queje usted, señor Frechón—replicó el carretero—; el amo le ha dicho a usted varias veces que no venga si no le gusta este viaje.
El señor Frechón calló un momento y luego exclamó de mal humor:
—Tú eres un imbécil, Claquemain.
—¿Por qué? Sepámoslo.
—Porque te dejas explotar.
—¡Bah! Me pagan lo que trabajo.
—Es lo que crees tú, infeliz.
—Pues, lo que es por ahora, tenga usted la seguridad de que no me han explotado.
—Ahora nos está explotando. El viejo trama algo que yo sospecho...
—¿Qué va a tramar? Usted siempre está pensando que todo el mundo vive imaginando intrigas y complots, y luego no hay nada. Todas son fantasías de su cabeza de usted.
—Es que tú tienes la vista corta, Claquemain.
—Usted tendrá la vista muy larga, señor Frechón; pero por ahora no ve usted más que visiones.
—Y realidades. Tú lo verás.
—¡Bah!—y Claquemain hizo restallar el látigo en el aire.
—Aquí hay gato encerrado—siguió diciendo Frechón—, lo huelo. ¿A ti no te choca que el viejo Chipiteguy, hombre rico, vaya a las ferias de San Fermín, de Pamplona, en plena guerra, a poner una barraca con unas cuantas figuras de cera, por cierto muy malas, para ganar unos cuartos?
—A mí, no. ¿A qué otra cosa puede ir?
—¡Oh! Ya lo veremos. Te diré, en confianza, que el viejo ha ido a casa del cónsul de España en Bayona repetidas veces y ha tenido con él largas conferencias.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Porque le he seguido.
—Cada uno su manía.
—El viejo lleva una misión que seguramente será para él muy fructífera.
—¿Qué misión puede llevar? ¿Misión política?
—Quizá también.
—Si es cosa política, no habrá dinero debajo.
—Me choca tu terquedad.
—A mí me choca la suya.
—Si hay algo, ¿qué dirás?
—¿Y si no hay nada?
—Como habrá... Al llegar a Pamplona veremos.
—En fin. Quizá, quizá... acierte usted alguna vez—murmuró el carretero.
El señor Frechón sabía perfectamente que en aquel viaje había su misterio; pero no quería ser más explícito. Si el amo tenía un plan al ir a Pamplona, él iba fraguando el suyo.
Al avanzar en el camino, Frechón y Claquemain se pararon a comer al borde de la carretera, en un barranco, con una fuente y un abrevadero. Pasado algún[16] tiempo se acercaron otras dos galeras. Se hallaban los carreteros sentados en el suelo cuando oyeron los cascabeles y las pisadas de un caballo, y poco después apareció un carricoche, ocupado por un viejo de barbas blancas y un muchachito imberbe.
—¿Qué, hay alguna novedad?—preguntó el viejo a Frechón.
—Ninguna—contestó Frechón—. Estamos descansando.
—Los caballos, ¿se han portado bien?
—Muy bien.
—¿No han puesto dificultades los aduaneros carlistas de la frontera?
—Ninguna. Les hemos enseñado nuestros papeles y nos han dejado pasar.
—Bueno; pues ahora, a Larrasoaña. Allí nos reuniremos con una partida liberal e iremos hasta Pamplona—dijo el viejo—. En cuanto llegue comenzaré yo a ocuparme de la barraca y les esperaré allí. Con que adiós.
—¡Adiós!
—¡Adiós, señor Chipiteguy!
Frechón y Claquemain, que concluían su comida, vaciaron cada uno su botella de vino; se levantaron, engancharon de nuevo los caballos, que estaban inmóviles junto al abrevadero, y prosiguieron su marcha con su carro, seguidos de las otras galeras.
—El niño ese tiene buena suerte—dijo Claquemain de pronto, probablemente con la intención de molestar a su compañero.
—Le voy a dar un puntapié el mejor día que le voy a echar a su tierra—exclamó Frechón con cólera.
—No es difícil aquí en España, porque está en la suya—contestó Claquemain humorísticamente.
El otro no replicó.
La primera galera siguió su marcha despacio. La bruma cubría el campo, gris, azulada, y la vista no alcanzaba más que a poca distancia. Las rocas y los árboles aparecían de improviso a ambos lados de la carretera. Se oía entre la niebla el cencerro del ganado y el silbido de los pastores.
Al anochecer, en una aldea del camino, Claquemain y Frechón se detuvieron a descansar. Al día siguiente, al llegar a Larrasoaña, la fila de galeras hizo alto y se detuvieron los conductores durante una hora para comer. Poco después se encontraron con las tropas de una compañía de voluntarios liberales y con ellas avanzaron hasta Pamplona.
Es evidente que ya todos los pueblos y capitales de provincia han perdido su carácter tradicional en Francia y en los demás países europeos.
Las grandes ciudades, como París, Londres y Berlín, van uniformando las urbes provinciales, que a su vez modifican los pueblos y las aldeas.
Lo característico regional, el rincón pintoresco, tan amado en la primera mitad del siglo XIX por escritores y artistas, se ha perdido en las ciudades y en las villas y comienza a perderse en los lugares alejados de los grandes centros. No sólo se pierde lo pintoresco en lo exterior, sino el gusto de lo pintoresco. En casi todas partes, en el ámbito de una nación, se habla lo mismo, se viste lo mismo y se tienen idénticas diversiones y deportes.
Llegará un día en que ya no sean sólo las naciones las unificadas, sino también los continentes. El planeta, según un misántropo amigo del autor, será un queso de bola, uno e indivisible, con la misma clase de gusanos, que disfrutarán de los mismos derechos y de los mismos deberes.
Los pueblos y las comarcas van olvidando rápidamente su carácter tradicional, y los Goyas, los Bal[19]zac y los Dickens del porvenir, si es que los hay, no tendrán gran cosa que recoger y conservar en el acervo de las viejas costumbres y hábitos y en la guardarropía legada por los antepasados. Los dioses se van, las buenas formas se van, los sombreros de copa se van, la moral se va; lo único que vuelve a presentarse son las golondrinas y las letras que no se han pagado...
Bayona ha sido una de las ciudades francesas que ha guardado su carácter hasta hace poco. Hoy, ya no lo tiene.
Sin murallas, sin puertas, como un caracol sin su concha, al perder su dermato-esqueleto, empieza a aparecer un pueblo banal y de poco interés.
Bayona, antes, con su cintura de piedra, sus calles estrechas, sus arcos, sus tiendas con muestras y enseñas, sus casas grises y negruzcas, dominadas por las dos torres góticas de la Catedral; sus puertas fortificadas y sus dos ríos, que le daban un aire sombrío y húmedo, era un pueblo de un carácter típico y bien marcado.
Bayona, por su historia, su tradición, su influencia inglesa y española, su población mezclada, era un producto mixto de burguesía, de milicia, de comercio, de costumbres rancias y arcaicas, con detalles de ciudad corrompida. Había muchos elementos diversos reunidos en Bayona.
De sus tres barrios, la Gran Bayona, la Pequeña Bayona y Saint Esprit, la Gran Bayona, el más importante, se consideraba como el centro, el asiento del mundo oficial y del comercio rico. La gente de la Pequeña Bayona tenía un carácter más campesino, más pobre y más vasco; la de Saint Esprit era, en gran parte, judía.
Además de la población gascona, vasca y judía,[20] había la marinera y de comercio fluvial de las orillas del Nive y del Adour, los pescadores, casi todos vascos, y la parte militar, entonces importante, porque Bayona era capital de una división.
Durante la primera guerra civil española Bayona estaba más animada que de ordinario; a sus varios elementos se unían los emigrados carlistas, que llevaban allí sus luchas y sus intrigas.
El marqués de Lalande y monsieur Xavier Auguet de Saint Sylvain, librero de viejo en Madrid y barón de los Valles por obra y gracia de don Carlos; el obispo de León y Aviraneta, el príncipe de Lichnowsky y el protestante Miñano, el canónigo Echevarría y el judío inglés Mitchell, habían encontrado allí campo para sus maquinaciones...
Uno de los sitios pintorescos de Bayona en aquella época, hoy convertido en explanada de aire vulgar, con una estatua de bronce de un obispo en medio, era la plaza del Reducto.
La plaza del Reducto estaba en la confluencia de los dos ríos bayoneses, formando espolón. Tenía, a un lado, el puente Mayou, sobre el Nive, y al otro, el de Saint Esprit, puente de barcas para cruzar el Adour.
Sobre este espolón, afilado por los dos ríos, se levantaba el antiguo baluarte llamado el Reducto, como el castillo de proa de un barco. La entrada del baluarte por el puente de Saint Esprit se llamaba la Puerta de Francia.
La Puerta de Francia era resto de la primitiva muralla galo-romana bayonesa, varias veces reconstruída.
Del viejo Reducto hoy no queda más que la explanada con su estatua y un trozo de muralla con una garita en el extremo del espolón, entre hiedras, que da al río. Andando el tiempo, la puerta de Francia se[21] derribó y el puente de Saint Esprit se hizo de piedra.
El Reducto y sus balaurtes ocupaban la punta del espolón, entre los dos ríos, con sus muros aspillerados y sus garitas que caían sobre el agua.
El Reducto tenía salidas al río que solían estar llenas de ratas. Los soldados y los chicos se entretenían en cazarlas a pedradas.
Cerca del espolón del Reducto, en el Adour, había pilotes de madera para amarrar barcas, postes carcomidos y verdes por los líquenes y los musgos.
La Puerta de Francia, aneja al reducto, era la entrada principal de la ciudad. Por allí venían las diligencias de París y de Burdeos, pasando de antemano por el barrio de Saint Esprit, que aún conservaba algo de ghetto, sucio, cerrado y misterioso, con su población de judíos, antiguamente expulsados de España.
La plaza del Reducto era el espacio que había entre el baluarte y unas cuantas casas alineadas enfrente. A esta plaza desembocaban dos o tres calles del Pequeño Bayona, una de ellas la de Bourg-Neuf, de las más húmedas y sombrías del pueblo. Al lado de la calle de Bourg-Neuf se encontraban otras callejuelas: la del Puy, de los Capellanes de Doaline, de Coutetz, de Corn, de Moqueron, de Perhide, unas que han cambiado de nombre y otras que han desaparecido.
La mayoría de las casas bayonesas de por entonces eran casas pequeñas, de ladrillo, bastante mal construídas, aunque empezaban ya a levantarse las casas altas de cuatro y cinco pisos del siglo XIX, que dan una impresión perfecta de la vida monótona, burguesa, bien organizada y sin incidentes románticos de nuestro tiempo.
En la plaza del Reducto, esquina a la calle de Bourg-Neuf, vivía Chipiteguy, el viejo de las barbas[22] blancas, que iba un día de junio en un cabriolé, camino de Pamplona, acompañado de un muchacho joven.
La casa de Chipiteguy era una casa vieja, de ladrillo cuarteada, que casi amenazaba ruina.
Tenía, para sostenerse, a un lado y a otro, dos filas de vigas, lo que le daba el aire de un barco que se estuviera construyendo, o de un tullido, apoyado en muchas muletas.
Otras varias casas había en la plaza del Reducto y en la calle de Bourg-Neuf sostenidas por vigas. Así como en los castillos de naipes, al caerse uno, arrastra a los demás, así allí, al tirar una casa, las otras de la vecindad querían venirse al suelo, y, si no se caían del todo, tenían la tendencia de cuartearse.
Era época en que, a imitación de París, comenzaban en las ciudades de provincia las demoliciones de los barrios viejos y malsanos.
Las casas que amenazaban ruina quedaban durante mucho tiempo como viejas paralíticas, aletargadas, sostenidas en sus muletas, mirándose unas a otras, contemplando su mutua miseria; algunas se presentaban negras y llenas de desconchaduras, con agujeros entre las maderas del entramado; otras se les caía el alero, como la visera de una gorra, y parecían quedar dormidas.
Había todos los matices de la ruina, de la decadencia. Una de aquellas casas avanzaba más en la línea y la arista de su esquina biselada tenía un mirador pequeño, con unos cristales redondos, que le daban el aire de los ojos de un pez; otra echaba una panza de hipocresía; una tercera un abultamiento como el bocio; algunas parecían la proa de un barco antiguo; a otras se les desarticulaban las ventanas,[23] que quedaban como alas rotas, gimiendo y llorando de noche sobre el roñoso gozne.
La casa de Chipiteguy, vieja, de construcción pobre, con el tejado en forma de piñón y chimeneas altas, terminadas en tubos en zig-zags; tenía dos muros de piedra laterales fuertes, y entre éstos, vigas que sostenían los pisos. Un entramado de madera cruzaba la fachada: en el dintel de la puerta aparecía esculpido un escudo borroso con varias medias lunas y cabezas de hombres barbudos y de expresión siniestra.
Los pisos estaban superpuestos: los dos de arriba, más salientes hacia la calle que el de abajo. La casa, indudablemente, se había movido, al derribar otra contigua, y se abultaba como un abdómen de cincuentón de una manera absurda y ridícula. En medio de la casa, en la planta baja, se abría un ventanal, convertido en escaparate; en el primer piso, varias ventanas con sus cortinas; en el segundo, otros huecos; después la guardilla, con un balcón saliente y una viga y una polea encima, y sobre el caballete del tejado, una veleta anquilosada, con una paloma de hierro, gruesa y paralítica.
La casa del Reducto, desde hacía dos o tres generaciones, pertenecía a un Chipiteguy, dedicado al comercio de trapos y de hierro viejo. Este comercio había tenido, en un principio, una enseña y el título de "Las fraguas de Vulcano"; pero hacía tiempo que las letras se habían borrado y que se había olvidado el nombre. Los Chipiteguy, traperos y chatarreros, se sucedían como los Borbones; en dinastía, menos conocida, aunque no menos capaz, siendo quizá mejores y más honrados traperos que los otros monarcas, sin que se pueda decir que se necesiten me[24]nos condiciones espirituales para ser buen trapero que buen autócrata.
Por dentro, la casa de Chipiteguy se resentía de su derrengamiento; los suelos se hallaban torcidos y curvados; las aristas de las esquinas, inclinadas. La casa de Chipiteguy no estaba muy flamante por fuera; el comercio de trapos y hierro viejo no era muy pulcro; pero por dentro se hallaba muy limpia y muy arreglada. Todo en ella parecía cómodo y bien dispuesto.
Si se entraba en la casa, se encontraba primero el portal obscuro; a la derecha, la tienda, con su mostrador y sus armarios; a la izquierda, la escalera, y en el centro, el patio, con dos cobertizos, en los que se hallaban amontonados fardos de trapos, calderas roñosas, barricas desfondadas, barandillas de hierro, toneles, bombas y unas grandes balanzas.
De la tienda se pasaba a los almacenes obscuros, repletos de géneros, metidos en cajones y en sacos puestos en el suelo.
Por la puerta de la izquierda se encontraba la escalera, estrecha, empinada, con los escalones muy desgastados. Subiendo por la escalera se llegaba al primer piso, donde estaban el comedor, la sala, la cocina y un despacho, y después al segundo, que constaba de gabinete, cuarto de costura y tres alcobas.
La casa, por fuera, tenía aire triste y obscuro, principalmente, por la humedad de los dos ríos, que ennegrecía cada año más la fachada.
Si por fuera parecía todo muy abandonado, por dentro se hallaba muy limpio: los suelos encerados, las puertas pintadas, los cortinones espesos y las cortinillas planchadas, con lazos en los cristales.
Los muebles eran casi todos antiguos, y única[25]mente el cuarto de la nieta de Chipiteguy, moderno y coquetón, estaba a la moda.
No era culpa de las mujeres de la casa el que no se hallaran todas las habitaciones lo mismo.
Chipiteguy, el trapero y comprador de hierro viejo, a pesar de ser rico, no quería arreglar la casa; le parecía que no valía la pena de gastar dinero en ella. Unicamente había dado con gusto lo necesario para decorar el gabinete de su nieta, el salón y el comedor. Decía muchas veces que la casa y él durarían lo mismo, y que su nieta, cuando fuera mayor, dejaría aquel rincón mugriento para no volver jamás a él.
Los amigos se burlaban de Chipiteguy por su indiferencia y abandono, y le decían que era como Cadet Rousselle:
Las mujeres de la casa habían conseguido, a fuerza de reclamaciones, que Chipiteguy les diera algún dinero para arreglar el salón y el comedor.
Al salón, iluminado por un balcón corrido, le pusieron un papel verde, con flores; sillería de estilo inglés, con tela del mismo color; un piano, un reloj alto con esfera de cobre, y dos cuadros al óleo, uno de caza y otro una "Matanza de los Inocentes", tabla alemana, en donde unos guerreros, con trajes medievales, degollaban a unos chiquillos, blancos y redondos como pelotas.
Había también en la sala varios grabados, copias de unos cuadros de Lebrún, inspirados en la vida de Alejandro el Magno; "La familia de Darío", "El paso del Gránico", la "Entrada de Alejandro en Ba[26]bilonia", "La batalla de Arbelas" y "Alejandro y Poro".
En todos estos grabados había leyendas en latín y en francés. En "El paso del Gránico" decía: "Virtus omni obice mayor. La virtud domina el mayor obstáculo".
El comedor tenía papel amarillento, chimenea de mármol, mesa oval, aparador con jarras vascas de cobre, sillas Imperio y algunas estampas, entre ellas la vista de Bayona, con la Avenida de Boufflers y la Puerta de Mousserolles. En el aparador, sobre pequeños manteles blancos, brillaba una vajilla Luis XV, espléndida, y una cristalería reluciente.
El comercio de hierro viejo y de trapos hacía que la parte baja de la casa estuviera siempre poco cuidada; los cargamentos de chatarra y papel, los carros que se detenían a la puerta, los traperos que iban y venían, le daban, naturalmente, un aire poco elegante y distinguido.
Desde las ventanas del piso alto y de la guardilla se veían, por encima de las murallas y tejados del Reducto, las aguas del Adour, hacia las Avenidas Marinas, y los mástiles de los barcos que reposaban en el río.
Los días de niebla, muy frecuentes en el invierno bayonés, el Adour parecía un lago de color de perla; no se veían sus orillas y los barcos, a lo lejos, tomaban un aire espectral, sobre todo cuando extendían sus grandes velas amarillentas.
Alberto Dollfus, conocido en Bayona por el apodo de Chipiteguy, era un viejo de cerca de setenta años, dedicado a la venta de trapos y de chatarra.
Dollfus, alsaciano de origen, llegó a Bayona, en tiempo de la Revolución francesa, de soldado; se estableció en la ciudad y estuvo en España de contratista del ejército durante la invasión napoleónica.
Dollfus se casó, a principios de siglo, con María Chipiteguy, la hija de su antecesor en el comercio de trapos y hierro viejo de la plaza del Reducto. Alberto Dollfus y María Chipiteguy tuvieron dos hijos, Juan y Graciosa. Juan, de instintos aventureros, fué a América; intentó hacer fortuna en distintos puntos, no lo consiguió, y por último, desapareció y no se supo nada de él.
Graciosa Dollfus se casó con un contratista de obras llamado Ignacio Ezponda. De este matrimonio nació una niña, María Ezponda, a quien llamaban Manón. Ignacio y Graciosa murieron jóvenes; él, de un accidente del trabajo; ella, del cólera, en la primera epidemia que asoló a Europa. Manón quedó con su abuelo, quien tenía por su nieta un gran cariño; el viejo sirvió de madre a la niña, la cuidó y la educó.
[28] Alberto Dollfus, conocido por Chipiteguy, era hombre de pelo blanco y barba también blanca, larga, con tonos medio rojizos, nariz curva, ojos profundos, de expresión viva, debajo de unas cejas cerdosas y salientes.
Chipiteguy andaba con frecuencia con un balandrán de percal negro, mugriento, y boina de lana. Para salir a la calle solía llevar sombrero de copa alta, como un tubo, y zapatillas. Con esta indumentaria no se diferenciaba gran cosa de los judíos comerciantes y traperos del barrio de Saint Esprit, y algunos le tomaban por un hijo de Israel.
El viejo Chipiteguy se paseaba de arriba a abajo por su tienda, recorría los almacenes, los cobertizos del patio, inspeccionándolo todo, dando sus órdenes, siempre con la pipa en la boca.
El chatarrero de la plaza del Reducto era metódico y meticuloso, como un burócrata alemán o un relojero suizo. Chipiteguy era rico; el negocio del hierro viejo y de los trapos le había producido mucho.
Tenía, además, un almacén de botellas en la calle de España, dos casas en la calle de los Vascos y dinero en títulos de la Deuda y en la cuenta corriente del Banco de Francia. Poseía, también, una casa de campo en el camino de Biarritz, con una magnífica huerta con árboles frutales.
Chipiteguy era culto, a su modo; hablaba francés, alemán, español y vasco. Tenía un ingenio vivo y una marcada tendencia a la sátira y al humor.
Siempre había sentido curiosidad por leer y por enterarse; compraba libros y estaba subscrito a dos periódicos de París y a otros dos de Bayona. En una rinconada de la trastienda había formado una pequeña biblioteca con libros llegados a sus manos por casualidad. Tenía algunos volúmenes muy antiguos, colec[29]ciones de periódicos ilustrados incompletas, montones de grabados y de estampas litográficas, canciones y hojas en vascuence y pastorales vascas manuscritas.
Al principio, en su juventud, el trapero había recorrido las calles de Bayona con un saco al hombro, en compañía de su suegro, gritando: "¡Marchand d'habits, galons!" Después, cuando murió su padre político, Chipiteguy inventó un pregón pintoresco, que utilizaba en Bayona y en los pueblos vascos de la frontera, que decía así:
(Saca, saca, a vender trapos y hierro viejo en dos cuartos.)
Luego, este mismo pregón lo convirtió en anuncio, escrito en el escaparate de su tienda, y le añadió la siguiente coletilla:
(Aquí se compra de buena manera, porque tenemos dinero de todos lados. Bien venidos sean.)
Además de este anuncio, a Chipiteguy le gustaba poner otros burlones en vascuence y en francés, ofreciendo su mercancía.
El ¡atera, atera! de Chipiteguy se había hecho po[30]pular y él lo había convertido en su canción de bravura. Si hacía un buen negocio o llegaba una buena noticia, el trapero cantaba con entusiasmo su ¡atera, atera!
Cuando se murió su suegro y siguió con los negocios de éste, a Dollfus todo el mundo le llamó Chipiteguy, como si fuera indispensable que el trapero de la plaza del Reducto se llamara así.
El vendedor de trapos y de hierro era muy volteriano y un poco petulante; el que le consideraran audaz le encantaba. Cuando oía decir:
—El viejo Chipiteguy es capaz de todo—sonreía satisfecho.
Chipiteguy abarcaba mucho en su comercio, tenía la manía de adquirir lo que se le presentase; él aseguraba que lo difícil era comprar, no vender. Chipiteguy compraba a veces restos de ediciones, montones de folletos, de periódicos y de libros. Luego revisaba sus adquisiciones con cuidado.
En sus cobertizos del patio se podía encontrar de todo: ruedas, volantes, calderas, ejes de máquinas...
En los almacenes, además de los fardos de trapo viejo, de cartón y de papel, había un local grande, lleno de objetos, procedentes de la guerra civil española. Este local era un museo de cosas, en su mayoría desagradables: uniformes con manchas de sangre coagulada, escapularios que habían tomado un color pardo, medallones hechos con pelo, pantalones, levitas, charreteras, cascos y tricornios agujereados por balas; toda clase de armas blancas y de fuego, toda clase de instrumentos de música de cobre, flautas, tambores y batutas; gran cantidad de galones y varias miniaturas, rosarios y medallas.
Los chatarreros ambulantes que entraban en España le traían estos géneros militares, y cuando los[31] sacaban de los carros para meterlos en el almacén de Chipiteguy, enjambres de chicos de la vecindad se amontonaban delante de la tienda para verlos.
Chipiteguy mantenía relaciones con doña Paca Falcón, la de la tienda de antigüedades, y le vendía muchas cosas; pero había otras que no quería vendérselas y las guardaba para él.
Chipiteguy conocía y trataba a los judíos del barrio de Saint Esprit, los cuales, para ir y volver de Bayona a su barrio, habían de pasar por delante de la tienda del viejo trapero.
Con frecuencia se reunía en casa de Chipiteguy gran tertulia, y los judíos y otros tenderos que tenían puesto algún capital en negocios de España, escuchaban las noticias que daban los chatarreros que volvían del campo de la guerra.
En el comercio de Chipiteguy llevaba la contabilidad un tenedor de libros llamado Matías Frechón, hombre reservado, hipócrita y poco simpático, y había dos mozos para traer y llevar el género, uno llamado Quintín, y el otro, Claquemain. Quintín era bajito, delgado, afeitado, sonriente, y andaba moviéndose de un lado a otro con un balanceo especial, que parecía que lo hacía en broma.
Claquemain, grueso y fornido, de unos cuarenta años, con aire malhumorado y brutal, de nariz encarnada y bigote negro, largo y caído, era borracho y hombre de poco fiar.
Quintín se ocupaba del almacén y dormía en la casa. Claquemain servía de mozo y de carretero. Quintín, simpático, servicial, pulcro, tenía buenas palabras para todos; Claquemain, brusco, desagradable y sucio, pronunciaba el francés de manera confusa, como mascullando las palabras, y por cualquier motivo insultaba en seguida.
Quintín y Claquemain eran fieles a Chipiteguy; pero su fidelidad no ofrecía los mismos caracteres. Quintín sentía cariño por el patrón y le hubiera prestado cualquier servicio por gusto. Claquemain pensaba que, fuera de casa de Chipiteguy, no le sería fácil encontrar trabajo, porque no tenía oficio, y de aquí deducía que, mientras no le saliera alguna cosa mejor, lo que no era probable, serviría en el almacén del trapero.
En el pueblo, sobre todo en su barrio, Chipiteguy no disfrutaba de muy buena fama.
Algunos viejos recordaban que Chipiteguy perteneció al Comité de Salvación Pública de Bayona y que fué amigo de los convencionales Pinet, Cavaignac, Monestier y Dartigoeyte.
Se sabía también que había proporcionado datos al ciudadano Beaulac para escribir sus Memorias sobre la guerra entre Francia y España, en tiempo de la primera revolución, y se recordaba la fidelidad suya por el viejo republicano bayonés Basterreche.
Basterreche, a quien en una biografía publicada cuando era diputado, se le definía así: la tez morena, el talle corto, los cabellos crespos, los ojos de un sátiro y el andar de un vasco, era muy buen amigo de sus amigos y había favorecido a Chipiteguy en momentos difíciles. Los dos viejos solían tener largas conferencias.
Se creía que el trapero seguía siendo jacobino. Se sabía que más de una vez defendió a Danton y a Anacarsis Clootz con mucho calor. Algunos rumores extraños corrían acerca de él; se murmuraba que había hecho contrabando, y hasta moneda falsa; se añadía que había repartido hojas y papeles carbonarios y que pertenecía a una sociedad secreta republicana, titulada "Las Estaciones", en la que estaban afiliados hombres[33] tan peligrosos como Blanqui y Barbés. A pesar de su republicanismo y de su volterianismo, Chipiteguy celebraba con grandes fiestas en su casa los dos patronos de los chatarreros, San Roque y San Sebastián; pero era porque cualquier pretexto le parecía bueno para un festín.
Mucha gente, sobre todo los legitimistas, se lo figuraban a Chipiteguy como un monstruo; le veían blandiendo una pica, en cuya punta llevaba una cabeza cortada, o escoltando con el sable en la mano y sin camisa un carro de condenados a muerte.
Vivía Chipiteguy en la casa de la plaza del Reducto con su nieta Manón, con la sobrina de su mujer, María de nombre; andre Mari (señora María, en vasco), que tendría unos cincuenta años, y dos criadas; una vieja, la Tomascha, y otra joven, la cocinera, la Baschili.
Manón, que a los catorce años era vivaracha y atrevida, prometía ser muy bonita. Manón era el entusiasmo del viejo Chipiteguy y de toda la casa. Chipiteguy necesitaba estar constantemente al lado de su nieta, a quien llamaba su perchanta, palabra que en vascuence quiere decir algo como avispada, lista, viva, y que el viejo empleaba con predilección al referirse a su nieta.
También la llamaba con frecuencia sorguiña (bruja).
—Tú desciendes de brujos—la había dicho una vez Chipiteguy a su nieta.
—¿Y tú no, abuelo?
—Yo, no. El segundo apellido de tu padre, Arguibel, era de brujos. Estos Arguibel eran parientes del célebre abate de Saint Cyran.
—¿Este abate era brujo?
—No; éste era jansenista, que es otra cosa más[34] estúpida. En el tiempo de un proceso de brujas que hubo en San Juan de Luz, un viejo abate, Arguibel, fué quemado en Ascain, acusado de brujería. Era, sin duda, de los que iban a las aquelarres de Zugarramurdi y a la ermita del Espíritu Santo, del monte Larrun, a caballo, con la cerora a la grupa.
—¿Así iban?
—Sí.
—¿Pero las ceroras no serían tan viejas como ahora, abuelo?
—No; eran jóvenes, y me figuro que las habría guapas. Por entonces también quemaron a un tal Bocal, vicario joven de Ciburu, y a Juan de Miguelena, de Ascain, a los dos por brujos. A muchos de nuestros vascos, acusados de hechiceros, los quemaron dos magistrados franceses, los dos un tanto sospechosos de brujería; uno de ellos, de Lancre, y el otro, de Espagnet, que tenía una casa llena de esculturas y de signos mágicos en la calle de los Bauleros, en Burdeos.
El buen Chipiteguy sentía un gran cariño por su nieta y hacía cuanto se le antojaba a ella, a pesar de las protestas de la andre Mari y de la vieja criada la Tomascha, que aseguraban que, dejando hacer todas sus fantasías a Manón, le darían un carácter insoportable.
Manón llevaba una vida independiente. Andaba por el almacén y por la tienda de su abuelo arriba y abajo; hablaba con los compradores y vendedores, a pesar de la oposición de la andre Mari y de la Tomascha.
El viejo manifestaba el deseo de que su nieta no fuese una señorita tonta y melindrosa y la dejaba entrar en la tienda e intervenir en las ventas y en las compras; pero al mismo tiempo, cuando llegaban las[35] horas de lección, la enviaba a su cuarto a estudiar. La chica tenía profesores que iban todos los días a darle lecciones.
El cuarto de Manón era el más elegante de la casa. Estaba cubierto de papel azul, tenía muebles de laca, sillas y sillones elegantes, una cama Imperio con colgaduras, tocador muy bonito, varios grabados ingleses y un piano nuevo.
Manón no sentía grandes deseos de estudiar; le gustaba mucho leer y, a veces, tocar el piano; pero tenía por esto una afición intermitente.
En su cuarto solía haber siempre una jaula de pájaros y dos o tres gatos sobre los almohadones, con los que jugaba la chica de la casa.
A Manón, como única heredera, le esperaba gran porvenir.
—Todo esto—decía el bueno de Chipiteguy, mostrando los montones de chatarra y los sucios fardos de trapos y de papel—se convertirá el día de mañana en trajes bonitos y en un coche magnífico para esta pícara.
Manón adoraba a su abuelo, y éste, cuando tenía a la muchacha cerca de sí, con sus mejillas sonrosadas y sus cabellos de oro, murmuraba con orgullo:
—No hay otra como la nieta del viejo Chipiteguy. Esta perchanta vale un mundo.
Si la andre Mari o la Tomascha se hallaban delante al oír la frase, gruñían con mal humor, porque así, según ellas, la muchacha se iba haciendo tonta y vanidosa.
Manón era un poco arrogante, de genio variable, en general alegre, pero a veces taciturna. Cuando hablaba con gente desconocida, lo hacía de una manera imperiosa y atropellada, sobre todo si la contrade[36]cían. En cambio, si le daban la razón, sin saber por qué, se intimidaba y confundía.
Manón era prima carnal de una muchacha, Rosa Lissagaray, cuya familia tenía un bazar en los arcos de la calle del Puerto Nuevo, que se llamaba "El Paraíso Terrenal".
Era un vivo contraste el que presentaban las dos muchachitas, que eran de la misma edad: Rosa, morena, con la cara larga, correcta, de poca expresión, la nariz bien dibujada, labios gruesos, color pálido y un poco miope; Manón, de cara redonda, ojos azules brillantes, expresión de viveza felina y de audacia un poco loca, el cabello rubio, en rizos alborotados y cortos, que extremaban la animación de su rostro.
Rosa, muy tímida, se ruborizaba con frecuencia, y una de sus actitudes más frecuentes era el quedar con las manos cruzadas, en señal de admiración.
En la cara de Manón se traslucían impulsos atrevidos y absurdos, una nerviosidad en los ojos y en la boca, un temblor en la comisura de los labios, y, a veces, cierta risa silenciosa, que le daba aspecto inquieto y lleno de malicia. Cuando estaba contenta solía tener un aire decidido y triunfal.
La perchanta, como la llamaba su abuelo a Manón, iba camino de ser una belleza. Rosita, más modesta, a pesar de la corrección de sus facciones, no llegaba a llamar la atención de nadie.
Manón tenía una petulancia cómica de chico travieso; repetía frases y epítetos que no comprendía bien, dándoles, por lo mismo, aire más alocado y grotesco.
Manón se burlaba de todo. Le agradaba embromar a su prima, diciéndole que a ella le gustaría ser bailarina, cómica o aventurera. Casi siempre tenía alrededor cuatro o cinco mozalbetes que le rondaban la[37] calle y le escribían cartas de amor, de las cuales se reía.
En la tienda discutía con los compradores o con los chatarreros que venían a vender algo, y por cualquier motivo se le oía echar juramentos y decir palabrotas en francés, en castellano y en vascuence, imitándole al abuelo:
—Sacre nom! Je m'en fous! Qué p... de hombre! Váyase usted al c... ¡Arrayúa!
Estas barbaridades divertían mucho al viejo Chipiteguy y hacían llevarse las manos a la cabeza a la andre Mari y a la Tomascha, que creían que con esta educación la chica acabaría mal.
Manón escandaliza a su prima con sus ideas levantiscas. Cuando Rosita le hacía objeciones a sus fantasías, con su buen sentido práctico, Manón le replicaba cariñosamente:
—Eres una niña tonta y buena.
A veces, Manón, fingiéndose hastiada de todo, decía:
—Ya no quiero oír hablar de novios ni de amores. Prefiero una buena comida, una taza de café, una copa de coñac y después un buen cigarro.
Manón tenía una manera de andar elástica, graciosa; poseía encanto en todas sus actitudes y movimientos y gran seguridad, más o menos fingida, en sus decisiones.
El viejo judío Manasés León, amigo de Chipiteguy, llamaba a las dos primas Marta y María, y también Demócrito y Heráclito. Manasés sentía gran entusiasmo por Manón; pero prefería a Rosa, porque, según su criterio judáico, las mujeres no debían tener personalidad, sino ser obedientes y sumisas.
Manasés sabía un refrán español, que lo repetía[38] con frecuencia: "Boca con rodilla y al rincón con el almohadilla."
Chipiteguy, que era medio alemán, creía lo contrario, y le alegraba el pensar que su perchanta sería capaz de desenvolverse sola en cualquier circunstancia en que se hallase. Un sobrino de Chipiteguy, Marcelo, decía en broma que Rosa era como las natillas, y Manón como esos platos llenos de especias de gusto fuerte.
La tía María y las criadas, aunque admiraban a Manón, la sermoneaban con frecuencia; pero ella no hacía caso de sus sermones. La perchanta de la casa del Reducto sabía muy bien que su abuelo salía siempre a su defensa y la defendía con ardor.
Había una alianza estrecha entre el abuelo y la nieta.
A Manón le indignaba que calificaran a su abuelo de avaro, de cínico y de impío. Para Chipiteguy, las dignidades no existían. Su filosofía de trapero le hacían creer que un cáliz no se diferenciaba de una copa más que en las perlas; que un estandarte tenía el valor de la tela y del oro, y que una duquesa no se diferenciaba de una lavandera más que en lo que hubiera en ella de bueno o de malo. Chipiteguy se burlaba del novelista Balzac, de quien se comenzaba a hablar mucho en esta época, por el amor que el escritor demostraba por la aristocracia. Uno de los motivos de desprestigio de Chipiteguy era su volterianismo. Chipiteguy creía que la religión era siempre el manto de los hipócritas y granujas para cubrir sus miserias y sus canalladas.
Un buen católico era para él algo sucio, como un tiñoso moral, hombre de poco fiar; capaz de todo.
El había dicho una vez, recomendando a un conocido de Estrasburgo, un abate bayonés: "Puede us[39]ted fiarse de él, porque, aunque cura, es buena persona."
—El católico es uno de los productos más envilecidos de la especie humana—aseguraba el trapero—. Decidle a un católico: el ciudadano tal roba en su destino, él le justificará; es un padre de familia, tiene hijos... El otro abandona a su padre, lo legitimará también; el tercero vende a su hija, lo mismo; el católico lo legitima todo. Pero va a haber una fiesta y un baile; entonces el católico fruncirá el ceño. Eso es una inmoralidad, es un escándalo, es una excitación a la lujuria—dirá—. La lujuria es cosa mala; debíamos suprimir la prostitución—pensaréis vosotros—. No, eso no; es un mal necesario... —afirmará con hipocresía—. ¡Mala raza, fea raza, raza baja, envilecida y bastarda, esa de los católicos!
Muchas de las opiniones violentas que profesaba Chipiteguy se las atribuía a un amigo suyo, el poeta Julius Petrus Guzenhausen, de Aschaffenburg; pero algunos pensaban que este poeta Julius Petrus era una invención suya y que no había existido jamás.
El clericalismo siempre lleva al lado la tendencia volteriana; por eso en los países latinos el impío es más impío que en los países protestantes.
Cuando la andre Mari con la Tomascha y la cocinera se ponían a rezar el rosario en voz alta en la cocina, después de cenar, muchas veces Chipiteguy exclamaba:
—¡Viejas locas! No me vengáis aquí con esas monsergas. No quiero que nos traigáis alguna desgracia con tantos rezos. Id a la catedral. Allí tenéis bastante sitio para repetir, sin molestar a nadie, todo el tiempo que queráis, vuestras tonterías. Aun así, no creáis que no hacéis daño; lo hacéis, porque venís aquí y traéis una nube de pulgas.
La sobrina y la criada le replicaban furiosamente y le amenazaban con el infierno, lo que a él le hacía reír a carcajadas y decir mayores irreverencias.
Otra vez que hablaban de los sermones de los curas, que recomendaban a las mujeres que no fueran escotadas, Chipiteguy les dijo a las de su casa, echándoselas de ingenuo:
—Lo que podíais hacer vosotras es ir adonde el obispo, desnudas, y allí él, con ese jaboncillo que emplean los sastres, os marcaría con exactitud en el cuerpo hasta dónde podíais enseñar.
Estas frases escandalosas indignaban a las que las oían.
La andre Mari, viuda sin hijos, mujer flaca, agria, con cara afilada y pálida, tenía una figura que parecía que se la veía sólo de perfil. Solía estar haciendo media constantemente con un gato en la falda.
La criada, la Tomascha, se parecía a la andre Mari en el carácter, aunque no en el tipo; tenía aspecto monjil, la cara redonda y abotargada, un poco como de albuminúrica; el color muy blanco, la mirada inexpresiva y el aire indigesto. Reñía a todas horas con la muchacha joven.
La Tomascha, indudablemente, sentía cariño por Chipiteguy y por la casa; pero a veces parecía que se recreaba con las desgracias.
La Tomascha era, principalmente, una mujer fatídica y daba las malas noticias con fruición, cosa que a Chipiteguy indignaba. Varias veces el chatarrero dijo a la andre Mari que se fuera la Tomascha a su pueblo y que él le seguiría pasando el salario; pero la Tomascha, al saberlo, derramó un mar de lágrimas.
La Baschili, la cocinera, era muy enamoradiza, y siempre tenía algún novio o amante, con quien paseaba los domingos.
Se decía que había tenido un chico en el pueblo, y la Tomascha se lo había contado a la andre Mari y la andre Mari a Chipiteguy.
—Aunque hubiese tenido un regimiento no la despacharía—replicó el trapero del Reducto—; yo no le exijo a ella voto de castidad, sino que guise bien.
La asistenta de la casa de Chipiteguy, que barría y fregaba los almacenes y la tienda, era gascona, juanetuda, robusta y locuaz. Se la conocía por su apellido la Mazou.
La Mazou era turbulenta y estaba atormentada por el deseo de la acción; cuando había que hacer un trabajo extraordinario gozaba.
La Mazou, recia y cuadrada, tenía tanta fuerza como un hombre.
—Esta ha nacido para tener una docena de hijos—decía Chipiteguy—; pero como es inteligente como una mula y áspera como un cardo, se ha quedado soltera.
—¡Bah! ¡Si hubiera querido!—replicaba ella.
La Mazou bebía a veces un trago, al emprender algún trabajo de fuerza, en compañía de Quintín o de Claquemain.
A pesar de que ella andaba cerca ya de los cincuenta años, Quintín la había pretendido; pero la Mazou despreciaba al mozo porque era chiquito y de poco cuerpo.
Chipiteguy se burlaba de la gente de su casa, menos de Manón. También se burlaba mucho de los judíos que iban a su tienda; había asistido repetidas veces a los oficios en la Sinagoga y satirizaba los cantos y los lamentos de los hijos de Israel.
Les recordaba la época anterior a la Revolución, que él había llegado a conocer, en la cual los judíos de Saint Esprit, a quienes también se llamaban los[42] portugueses y los nuevos cristianos, no podían habitar el casco de Bayona.
Les decía que se contaba entonces que los judíos del barrio de Saint Esprit, cuando tomaban nodrizas cristianas, los días de comunión les vaciaban el pecho, para que en su cuerpo no hubiese ni rastro del cuerpo divino de Jesucristo.
Les hablaba, como si fuera verdad, de que celebraban la Pascua con sangre de cristianos y de los asesinatos rituales.
El fingía creer, para sacar de sus casillas a los judíos, que éstos hacían manjares con sangre de niño cristiano, y recordaba que en Metz había sido quemado un judío, Rafael Levi, acusado de haber matado a un niño de tres años con ese objeto culinario.
—En mi país—solía decir—se les tiene mucho odio.
Y solía contar esta anécdota:
"Al entrar en Metz el mariscal de la Ferté, los judíos de la ciudad fueron a saludarle. Cuando le dijeron que había en la antecámara una comisión de israelitas, gritó:
—No quiero ver a esos granujas que crucificaron a Nuestro Señor; que no les dejen entrar.
Se les dijo a los hebreos que el mariscal no podía recibirles. Ellos respondieron que lo sentían mucho, porque iban a llevarle un regalo de cuatro mil pistolas. Se advirtió al mariscal a lo que iban y el mariscal dijo al momento:
—Hacedles entrar en seguida. ¡Pobre gente! Se les acusa sin razón. Ellos no le conocían a Cristo cuando le crucificaron."
El trapero, al contar esto, se reía a carcajadas.
Chipiteguy, según decía, había hecho lo posible para adornar con cuernos la cabeza de algunos ami[43]gos israelitas; pero esto, como se sabe y como repetía su amigo Julius Petrus Guzenhausen de Aschaffenburg, no es más que un mal de imaginación y ningún casado podía tener la seguridad de no padecerlo.
En la juventud de Chipiteguy el barrio de Saint Esprit conservaba algo de ghetto; las casas solían estar cerradas al anochecer, los hombres andaban con balandranes, las mujeres pálidas, de ojos negros, se asomaban a las ventanas, y se oía una jerga medio española, medio hebrea.
Chipiteguy contaba sus aventuras amorosas de joven con las muchachas judías del barrio, lo que escandalizaba mucho.
A las bromas del viejo trapero, los israelitas contestaban hablando y accionando violentamente, y contaban con un estilo florido las persecuciones sufridas por la raza. El tema que manejaba siempre Chipiteguy era el de la avaricia. Los judíos le achacaban a él idéntico defecto.
Los más habituales en casa de Chipiteguy eran Manasés León, el prendero; Haim Gómez, del gremio de mercería, e Isaac Castro, vendedor de fruta.
A fuerza de echarse en cara Chipiteguy y sus amigos su roñosidad y su sordidez, habían llegado a considerar este vicio como condición divertida y pintoresca.
Al ir y venir de Saint Esprit a Bayona, por el puente de barcas, se formaba gran sanhedrín de judíos en la tienda de Chipiteguy, y parecía aquello una bandada de cuervos; y entre las voces gangosas y agudas de los hebreos y sus accionados y gestos de polichinelas, resonaban las carcajadas de Chipiteguy. Este hablaba siempre con desprecio de la Biblia y los judíos defendían su libro santo con fervor; pero más que las cuestiones religiosas les apasionaba la cues[44]tión del dinero y el reproche que se hacían unos a otros de avaricia.
Todas las anécdotas viejas y conocidas de avaros y de usureros se atribuían al contrincante.
El avaro, que retenía la respiración cuando se le tomaba medida de un traje, para parecer menos grueso y hacer que el sastre pusiera menos paño; el que fué achicando la ración de paja y cebada al caballo, y cuando éste murió de hambre, dijo: "¡Qué lástima! Ahora que se iba acostumbrando..."
Otra porción de rasgos, dignos de Harpagon, de Shylock o del licenciado Cabra, se atribuían unos a otros.
En realidad, todos aquellos judíos, Nathan, David o Salomón, ropavejeros y prestamistas a la antigua escuela, con sus gabanes raídos y sus sombreros sebosos, con sus procedimientos usurarios y sus tiendencillas negras, tenían que considerarse derrotados por usureros de nuevo estilo, más elegantes y atildados, que paseaban en coche o a caballo, vestían como dandys y se iban haciendo millonarios.
A Chipiteguy y a los judíos amigos no les interesaban tanto las grandes hipotecas como las pequeñas raterías.
Entre éstos era un gran mérito el engañar a un compañero, el hacerse convidar o el conseguir algo de balde.
Se vanagloriaban todos de las jugarretas que se hacían para engañarse.
Un comerciante, algo letrado, había llamado a la casa de Chipiteguy la Escuela de los Avaros.
Cuando sus amigos judíos no estaban delante, Chipiteguy no era roñoso, y todo lo que le pedía su nieta lo concedía al momento.
En lo que no quería gastar era en su indumentaria.
—Un trapero elegante sería ridículo—decía él.
Cuando Chipiteguy se quitaba su hopalanda mugrienta se le veía vestido con un chaquetón desteñido, que era difícil suponer cuál sería su color primero; unos pantalones zurcidos y remendados y un chaleco viejo de nankin. Chipiteguy no quería elegantizarse; le gustaba aparecer tal como había sido siempre.
A pesar de su roñosidad para sí mismo, era espléndido en otras cosas.
En la mesa gastaba mucho. La cristalería era siempre fina y nueva. Chipiteguy no podía soportar una mancha en el mantel; así que había que renovarlo para cada comida. En casa de Chipiteguy se comía bien y se bebía a pasto vino de Burdeos y de Borgoña. Le gustaban también al viejo los licores, y tomar, después de comer, unas copas de coñac antiguo.
Con este trato, su nariz y sus mejillas habían adquirido, en algunos puntos, tonos de carmesí, que se convertían en violáceos. Con aquel régimen de vida, Chipiteguy tenía tendencia a la gota, y a veces padecía cálculos. En estas épocas pasaba días tristes, alicaído y pensativo; pero cuando se curaba, volvía a la jovialidad. Decía que a él le tendrían que poner el mismo epitafio que hizo Desaugiers, un autor de canciones, enfermo de mal de piedra, de sí mismo:
A pesar de sus burlas, Chipiteguy tenía un fondo de misticismo. Había en él algo del sentido contemplativo del alemán, unido a la impiedad ligera del francés; pero quizá la tendencia mística y vaga era[46] en él lo más profundo. Se pasaba muchas horas mirando el agua del río, pensando vagamente en las fuerzas de la Naturaleza. También se abstraía fumando en su pipa y viendo las volutas de humo en el aire o contemplando las llamas de la lumbre.
—¿Duermes, abuelo? le preguntaba su nieta.
—No; estoy pensando.
—¿Pensando en qué?—le preguntaba Manón.
Indudablemente, el viejo pensaba con vaguedad en muchas cosas, también vagas, porque en él había esta tendencia por la meditación.
A veces no pensaba en nada y estaba inmóvil, con la mirada perdida, como aletargado.
La calle de los Vascos, en Bayona, calle estrecha, húmeda y negra, paralela a la corriente del Nive y a la calle de España, era y es una de las más obscuras del pueblo. En ella olía siempre a humedad y a pescado, lo que hacía que el ambiente no fuese muy agradable de respirar. Había entonces en esta calle almacenes de salazón y se instalaban pescaderías ambulantes en el arroyo.
En tiempo de la primera guerra civil española, las tiendas de la calle de los Vascos eran pocas: algunos almacenes de pescado, barricas, botellas y trapos viejos, dos posadas, la fonda de Iturri y la Guetaldia, donde se refugiaban los campesinos vascos de las aldeas próximas y los carlistas de poco dinero; varias tabernas, traperías y alguna cacharrería que lucía en el escaparate jarras, huchas de barro y cometas de papel de colores.
En la calle, la casa más cuidada y limpia era la posada de Iturri, que en la planta baja tenía una tienda de mercería, en la que se mostraban pañuelos de seda de vivos colores. La posada de Iturri gozaba de fama de sitio respetable y en donde se comía bien.
Entre las dos o tres tabernas de la calle de los Vas[48]cos, las más frecuentadas, las que estaban casi siempre llenas, eran la taberna del Español y la de Ochandabaratz. Esta última se llamaba también la taberna del Gallo Rojo, porque su enseña representaba un gallo, pintado de rojo, cantando sobre una bola.
La taberna de Ochandabaratz, obscura y siniestra, se hallaba en un sótano grande, y el invierno estaba siempre iluminada con quinqués, porque si no, en su fondo, no se veía con la luz del sol.
La taberna no tenía portada alguna, y únicamente las paredes de la casa, en el piso bajo, aparecían embadurnadas de pintura de color parduzco, que saltaba de las piedras, y que dejaba a éstas como recubiertas por escamas.
Se entraba por el zaguán, y a mano izquierda estaba la taberna, a la que se bajaba por unos escalones; había en este sótano un ventanal de cristales pequeños y emplomados a la calle y una ventana enfrente a un patio; pero ni el ventanal ni la ventana daban luz bastante para que se viera con claridad en el interior.
Era la taberna grande y espaciosa, con un mostrador enorme, recubierto de cinc, con frascos, botellas de licores y damajuanas negras. Las paredes tenían un zócalo de madera y había varias mesas y bancos.
La taberna se continuaba por un corredor, al que iluminaba la ventana del patio. En este corredor había dos grandes filas de barricas.
Ochandabaratz, el amo de la taberna, era hombre de unos cincuenta años, grueso, un poco asmático, muy sentencioso, con aire reservado. Gastaba siempre camisa blanca, de gran cuello; blusa negra y boina grande. Su mujer era guapa y vistosa; sus dos hijas, muy bonitas; el criado Shanchín, vivo como[49] un mono, y la muchacha Leonie, guapetona, rubia y apetitosa.
En la taberna había siempre gente, de día como de noche; al parecer, los géneros de Ochandabaratz tenían fama de exquisitos, y el vino y los licores de la taberna podían competir con los de los mejores hoteles de Bayona.
Una tarde lluviosa y de invierno estaban en la taberna de Ochandabaratz una porción de tipos, bastante extraños, formando animado grupo. Eran éstos el cochero de una funeraria, llamado Tapín; Benedicto, el campanero de la Catedral; un sepulturero jorobado, conocido por Patrich; el piloto Ibarneche, Bidagorry, el carbonero de la calle del Pont Traversant, que tenía una pierna de palo; el maestro de baile Cuyala, de la calle del Oeste, y tres chatarreros; Michú el de la Vieja Encina de la calle de Bourg Neuf; Larroque el de las Armas de Francia, del muelle de la Galuperie, y Portefaix, el de la Linda Fragata de la calle de Pontriques.
Los más señalados de estos tipos eran Patrich, por su joroba, y Bidagorry, por su pierna de palo; pero los otros tenían también carácter. Ibarneche, el piloto era alto, colorado, la cara ancha, con anteojos, la pipa en la boca; Cuyala, el maestro de baile, elegante, flaco, melenudo, pálido, con un levitín azul, con botones dorados, corbata roja y pantalón corto, lucía las pantorrillas; Michú gastaba sombrero de copa y gabán hasta los pies, y tenía cara de loro, picada de viruelas; Portefaix poseía unos ojos saltones, desvaídos, como dos huevos, y una cara de rana, entre sonriente y triste, y Larroque, que vestía con un abrigo harapiento y un casquete, tenía la cara llena de cicatrices, un ojo nublado, el otro, malicioso, verde gris, rojizo, lleno de inteligencia, de picardía y de desvergüenza.
[50] Estos tres chatarreros, Michú, Larroque y Portefaix, solían ir a España con frecuencia a comprar hierro viejo, granadas y armas, y negociaban y cambalacheaban con Chipiteguy.
El sepulturero jorobado Patrich celebraba, según decía, a todo el que se le acercaba, dos acontecimientos transcendentales de su vida: uno, que le había tocado la lotería; el otro, que se le había muerto la mujer en San Juan Pie de Puerto.
Con tal motivo, Patrich se dedicaba a las más extrañas locuras y cantaba y bailaba alegremente. Patrich mostraba una gran alegría por la muerte de su mujer, y, sin embargo, había quien aseguraba que días antes le había visto llorando por el mismo motivo. En un bufón como él cualquier cosa era posible.
Mientras el grupo celebraba el jolgorio, se asomaron a la taberna el viejo Chipiteguy y el judío Moisés Panighettus, dueño de una trapería, próxima a la Puerta de Francia.
Patrich, el jorobado, se apresuró a saludar a Chipiteguy y a Panighettus; les contó el motivo de su fiesta y les invitó a sentarse.
Chipiteguy dijo que tenía que ir a una casa suya a cobrar las rentas.
—Sentarse, sentarse; no hay prisa—gritó el jorobado.
—¿Qué, viene usted a cobrar la casa?—preguntó Ochandabaratz a Chipiteguy.
—Sí.
—¿Ya pagan esos españoles?
—No hay más que uno o dos—contestó Chipiteguy.
—Ya pagarán—exclamó Patrich, el jorobado—. Todo el mundo paga al último; los unos con su mo[51]neda, los otros con su cuerpo. ¡Je! ¡Je! ¡Je! No hay que apurar a nadie. Vamos otra vez a cantar.
Cantaron todos a coro, en vascuence, la canción recogida por el doctor Larralde, de San Juan de Luz: "Errico festac biaramumiam" (El día siguiente de la fiesta), la copla que empieza pintando la escena de cuatro mujeres, tres solteronas y una viuda, que juegan al truque un día de fiesta en la calle de una aldea vasca, a la sombra, las cuatro un poco borrachas.
La cantaron de manera desigual, porque cada uno se marchaba por su lado y algunos no sabían vascuence.
Después, el piloto Ibarneche entonó, a media voz, algunas canciones románticas del mar:
(El mar está cubierto de niebla hacia el lado de Bayona. Yo te quiero más que el pájaro a su crías.)
(Antes de Santa Catalina hemos empezado la pesca del besugo. Si salimos bien, pronto serás mía.)
[52] (Nuestro recuerdo está erguido hasta debajo de la niebla. Yo te quiero más que los pececillos al agua.)
(En el mar de grandes olas, no se ve bien. Yo pasaría siempre por el mar para ver a mi amada.)
La especialidad de Ibarneche, además de sus canciones románticas, era el comer copiosamente. Había hecho el piloto muchas apuestas y las había ganado. Se había comido una vez un cordero con la mayor parte de los huesos. Para él, tragarse dos gallinas, dejando solo el pico, era un juego. Con el pico no podía; ante el pico se declaraba vencido. Había comido también una merluza y cuatro docenas de huevos en una comida.
En beber era más moderado; no llegó a pasar nunca de los cuarenta vasos de sidra en una tarde ni de los veinte de vino.
Mientras cantaba Ibarneche, Bidagorry, el carbonero, seguía el ritmo de la canción y ponía los ojos en blanco y la cara lánguida y triste. Esta acomodación rápida era la especialidad de Bidagorry.
Patrich, el sepulturero, poco partidario de cosas melancólicas—la melancolía no es para sepultureros, decía él—, se puso a cantar y a bailar unas coplas donostiarras de soldados con aire de fandango. Lo cómico, para los que las oían, era que Patrich no sabía vascuence y a veces decía una cosa por otra.
[53] La canción era así:
(¡Ay, Magdalena, Magdalena; pobre Magdalena! En el segundo batallón tienes tu majo. Es pequeño, pero guapo chico, y cabo primero de Cazadores.)
Bidagorry recalcó la intención de la copla, dando a su fisonomía un aire desvergonzado y alegre.
La canción, ya de por sí grotesca, cantada y bailada por Patrich, lo era más. Patrich, viejo, cojo, pequeño y jorobado, de cara audaz, barbas largas y blancas, los ojos redondos, negros y brillantes, ojos de lechuza, la nariz chata, la frente ancha y prominente y la calva hasta el cogote, tenía un aire socrático.
Patrich vestía macfarland negro y raído, sombrero de copa sucio y despeinado. Su atrevimiento y su impertinencia resultaban un tanto importunas. Era, además, un bufón antipático, porque con mucha facilidad, en medio de la broma, se molestaba o tomaba una actitud sentimental, de borracho, desagradable.
Después de los versos a Magdalena vinieron coplas dirigidas a algunos galanes, que tendrían en su tiempo gran cartel entre las criadas y costureras donostiarras:
(El uno, García; el otro, Domingo; hasta ahora, seguramente, no habrán hecho cosa buena. A los vascongados, desaires, y con esos otros, amigas. Ellas mismas les decían: "Venga usted conmigo".)
Hay que suponer que estas damas que decían a los cabos primeros y a los sargentos: "Venga usted conmigo" no serían de la alta sociedad, ni aparecerían en el Almanaque de Gotha, aunque algunos demagogos suponen, quizá con poco respeto, y sobre todo con pocos datos personales, que son principalmente las damas empingorotadas, las del Almanaque de Gotha, las que tiene una inclinación a decir a los cabos primeros y a los sargentos: "Venga usted conmigo".
Esta cuestión es, sin duda alguna, difícil de resolver experimentalmente y la abandonamos para que la estudien los especialistas.
Patrich se cansó de su baile y de su canto y se sentó a beber un gran vaso de vino.
En tanto, uno de los chatarreros, que solía entrar con frecuencia en España, salmodió esta obra maestra híbrida vasco-castellana, también donostiarra;
(Un militar le dice: "Amada hermosa, solamente tu cara me da a mí la guerra". Y ella contesta al punto: "No tenga usted miedo si tiene usted que ser mi bravo capitán". Bella damita, mozo valiente, ella costurera, él subteniente, y ella le ha dicho muchísimas veces que le hacen falta dos charreteras.)
El autor comprende que es un poco abusivo el poner tantas canciones insignificantes. A él le dicen algo, aunque a la mayoría de sus lectores, claro es, no le dicen nada. El autor es un individualista y las pone.
Uno de los traperos, medio ciego, sacó un caramillo de hoja de lata y se puso a tocar monótonamente la canción de Cadet Rouselle.
Después de esto, Patrich echó los pies por alto, se balanceó como una bailarina, lanzó ronquidos desvergonzados, puso la cabeza en el suelo, dió una vuelta y quedó sentado.
Poco después apareció Patrich, montando sobre unos zancos y andando en la taberna, casi tocando el techo. El enano jorobado se sentía así alto y poderoso.
El viejo Chipiteguy, que había permanecido durante todo el tiempo bebiendo y riendo, se citó para el día siguiente con Moisés Panighettus y se levantó para salir de la taberna de Ochandabaratz.
[56] —¡Adiós, señores!—dijo.
—¡Eh, tío!—le gritó Patrich—. No se vaya usted; hay que cantar su canción.
La gente de la taberna no hizo mucho caso, y Patrich se incomodó.
Patrich era hombre violento e imperativo; obligaba a que se cantaran ciertas canciones y ponía el veto a otras que no le gustaban.
No parecía sino que tenía algún derecho especial para mandar en todo cuanto fuera musical y filarmónico en casa de Ochandabaratz.
Patrich se quitó los zancos e increpó a unos y a otros, imponiendo silencio con siseos y manotadas.
Cuando lo consiguió inició la canción de bravura de Chipiteguy y la cantaron a coro, a voz en grito:
Chipiteguy, riendo, saludó a todo el mundo y salió a la calle.
—¡Adiós, tío!—le volvió a decir Patrich.
Patrich solía bromear muchas veces llamando tío a Chipiteguy. La razón de este supuesto parentesco era la siguiente. Hacía ya muchos años, en los primeros tiempos del Imperio, vivían dos hermanas, muy guapas, las dos casadas, en la calle Pontriques. Ambas, con unanimidad extraña, engañaban a sus maridos. De una de ellas se decía que estaba enredada con Chipiteguy, y de la otra, que era la querida de un tal Lafón, vendedor de hierro.
El marido de la de Lafón, a quien llamaban Pu[57]teche, era un cínico, que se dedicaba a vivir de lo que traía su mujer.
—Buena boquilla—le decían los amigos.
—De Lafón—contestaba él sonriente.
—Hermosa cadena de reloj—le decía el otro.
—De Lafón—replicaba él.
—¡Qué bonito sombrero lleva usted!
—De Lafón.
Las dos hermanas, guapas y alegres, tuvieron por entonces dos chicos: Máximo Castegnaux, que se atribuyó a Chipiteguy, y Patricio Larroque (Patrich), que se atribuyó a Lafón.
Dado el estribillo de Puteche, naturalmente, se hizo este chiste fácil. Un amigo le había dicho, señalando al niño de la mujer de Puteche:
—¡Qué chico más guapo!
Y él había contestado:
—De Lafón.
La anécdota era falsa, porque ni el chico era guapo ni Puteche había dicho estas palabras.
No se sabe por qué, si es que Lafón daba poco dinero a su querida, o si es que ésta pretendía hacer economías; el caso fué que Puteche comenzó a notar que la comida en su casa se reducía hasta unos extremos inverosímiles. A pesar de su tranquilidad filosófica, un día Puteche ya saltó, y, cogiendo indignado un plato de acelgas y tirándolo por la ventana, dijo a su mujer:
—No tienes vergüenza. ¿Esta es una comida regular para un marido complaciente?
Como la irregularidad de la vida de las dos hermanas la conocían todas las comadres del barrio, los chicos Máximo y Patricio no lo ignoraban; y cuando los dos primeros reñían, el uno decía al otro: "¡Chipiteguy! ¡Chipiteguy!", y el otro le contestaba:[58] "¡Lafón! ¡Lafón!" Los padres, por lo menos padres legales, se quedaban tan tranquilos al oirlo; no así las madres; a veces, a éstas les entraba una cólera furiosa al oír "¡Chipiteguy! ¡Chipiteguy! ¡Lafón! ¡Lafón!", y andaban con los muchachos a zapatazos. Cuando murió Lafón decía Puteche:
—Veinte años ha sido mi mujer la querida de Lafón y ese cochino no le ha dejado nada en su testamento.
Todo el mundo le tenía a Puteche por un cínico y por un sinvergüenza. Indudablemente, al hombre le producía risa la idea de ser un marido engañado y que lo que para otros es un motivo de tristeza y de vergüenza, para él fuera un motivo de chunga. Sin embargo, algún resquemor debía quedar en él, porque se dijo que, cuando se murió, se le acercó la mujer a la cabecera de la cama y él la dijo:
—Fuera p...
Max Castegnaux y Patricio Larroque, los dos primos que de chicos se echaban en cara su atribuída paternidad, llegaron a ser amigos.
Max Castegnaux fué gran calavera. Una de sus gracias consistía en decirle a Chipiteguy, cuando pasaba a su lado: "¡Adiós, padre!"
Max, después de varias locuras, sentó plaza y estuvo en Argelia, donde llegó a ser sargento.
Patrich, el jorobado, se hizo sepulturero y consideraba a Chipiteguy de la familia y le llamaba siempre tío.
Al marcharse de la taberna de Ochandabaratz, Patrich llamó a un violinista callejero y le hizo tocar; pero aburrió pronto a los reunidos.
—A ver tú, Patrich—dijo Ibarneche—; dinos algunos epitafios del cementerio.
—No, ahora no—replico el sepulturero.
[59] —Sí, sí—gritaron todos.
—Bueno, pues allá va uno. Auténtico: el del niño Pedro Verrue: "Aquí yace el niño Pedro Verrue, de tres años y dos meses. Fué abnegado, discreto y justo. Su vida fué una larga cadena de sufrimientos, que soportó con entereza y resignación cristiana".
Todo el mundo se echó a reír.
—¡Otro, otro!—dijeron.
—El epitafio de la viuda de Routier, a quien conocimos todos por su genio agrio; también auténtico: "Aquí yace María Francisca Bachelin, viuda de Routier, muerta a la edad temprana de 79 años. Era un ángel. Sus hijos, hijos políticos y nietos depositan sobre su tumba esta corona por su virginal pureza".
—¡Otro, otro!
—"Aquí yace Juan Bautista Colardeau, muerto a los siete años y medio, de la escarlatina. Fué buen hijo, buen ciudadano y amante de su patria. Rogad por él".
Siguieron las risas en el público.
—¡Más, más!
—No, basta por hoy—dijo Patrich con su aire rotundo—. Uno para terminar, también auténtico: "Yace aquí Luis Bernardo Chevrau, fabricante de jabón y de vulneraria de los Alpes. Fué padre de familia modelo, sargento de la Guardia nacional y buen ciudadano. La humanidad doliente le debe la mejor vulneraria suiza, que la viuda sigue fabricando en Bayona, en la calle del Oeste, núm. 4".
Rieron de este último epitafio y Patrich no quiso continuar.
La casa de Chipiteguy, de la calle de los Vascos, era alta, negra, con ventanas que se abrían en la obscura pared.
Vivían en ella muchos inquilinos, la mayoría gente pobre, empleados de tiendas y de oficinas, retirados y obreros. En los bajos había un almacén de botellas y otro de carbón.
La escalera de la casa, lóbrega y sombría, daba a un patio pequeño y negro; el portal, húmedo, con una caseta cubierta de cinc, se hallaba siempre a obscuras. La casa tenía cinco pisos y en cada piso tres puertas; al lado de cada una colgaba la cadena de la campanilla con un anillo de metal, y estos anillos, lo mismo que el pasamanos de la escalera, estaban como lubrificados por una grasa viscosa y fría.
De trecho en trecho, en la escalera siniestra, se abrían ventanas que daban al patio, por las que se veía la parte de atrás de otras casas, sombrías y leprosas.
Por aquella escalera subían y bajaban viejas con aire de suspicacia que parecían montones de ropa sucia, tocadas con calotas, cofias y sombreros marchitos; con trajes que olían a trapo raído y a paraguas moja[61]dos; y viejos de sombrero de copa antiguos y redingotes de otra época que les llegaban hasta las pantorrillas.
Al entrar en su casa, Chipiteguy se dirigió primeramente al almacén de botellas del piso bajo. Cuidaba este almacén una vieja arrugada que interrumpía a ratos la tarea de hacer media para comer pan y queso. La vieja, al ver a Chipiteguy, se levantó y sacó de un armario el dinero del alquiler; luego se puso a contar, medio en francés, medio en vascuence, una historia aburrida de su juventud, riéndose de cuando en cuando para mostrar sus encías, desprovistas de dientes.
Del almacén de botellas pasó Chipiteguy al del carbón; luego subió a los cuartos. Aquí vivía con su mujer un retirado, que mataba el tiempo paseando por las calles o por el corredor de su casa. El retirado pagó su alquiler en seguida.
Otro inquilino era un español, siempre embozado en su capa, con una venda que le tapaba la nariz y la boca. Este español se hacía pasar por inválido de la guerra, cosa falsa, pues sus llagas procedían de un lupus que le iba carcomiendo la cara.
A pesar de ello, el hombre parecía contento, comía y fumaba y no se preocupaba de su mal, lo que a Chipiteguy le producía gran extrañeza. Este hombre se ponía de guardia a la puerta de las casas de los carlistas de buena posición y no pedía limosna; tomaba lo que le daban. El pseudo-inválido pagó su alquiler.
Otra inquilina era una vieja ex-mercera. Esta vieja rica parecía un montón de harapos. Llevaba botas muy grandes y destrozadas, un bastón en la mano y pañuelo rojo en la cabeza. Al encontrarse con Chipiteguy se lamentó de su falta de recursos. Al parecer, se quejaba constantemente de su miseria, aunque todo el mundo sabía que guardaba mucho dinero.
En el último piso de la casa, en habitaciones medio aguardilladas, vivían un maestro de música, apellidado Chibitua; un zapatero sansimoniano, Palasou; un tornero y un español, el señor Sánchez de Mendoza.
Chibitua componía romanzas sentimentales y al mismo tiempo tocaba un oboe en una banda. Tenía muchos hijos. Al pobre hombre, no se sabe si de tocar el oboe o de escribir romanzas lacrimosas, se le había puesto una cara tan triste, que se hubiera dicho que estaba siempre llorando.
Viéndole de lejos con su instrumento, se llegaba a pensar si estaría unido a él, pues el pico del oboe más parecía que pertenecía por naturaleza al hombre que al aparato musical.
El sansimoniano Palasou era un desdichado que tenía una zapatería de portal cerca de la Puerta de España. Su mujer le había arruinado, gastándose todo el dinero de la casa en caprichos absurdos. Madama Palasou era una mujer pródiga que robaba al marido y gastaba el dinero en cosas que no servían para nada. Hubo días que el zapatero no pudo comer porque su señora había comprado un sonajero a un niño de la vecindad, o un portamonedas a una conocida, o un alfiler de corbata a un jovencito hijo de una amiga.
Entonces Palasou, en protesta, había tomado tres graves determinaciones: primero, dejarse el pelo largo; luego, enredarse con una criada de la vecindad, y por último, declararse ante el mundo partidario de las doctrinas socialistas de Saint Simon.
El tornero se pasaba la vida dentro de su guardilla, en el torno, haciendo unos ruidos que daban dentera a todos los vecinos. Era un hombre que tenía el mismo color que los objetos de boj que torneaba en su aparato y muchos chiquillos que correteaban por la escalera. En la última guardilla hacía tres meses vivía un es[63]pañol emigrado carlista, don Francisco Sánchez de Mendoza. El señor Sánchez de Mendoza era hombre grueso, de bigote negro y patillas cortas, con aire pesado, ictérico y triste.
Chipiteguy llamó en su casa tirando de la campanilla, esperó a que le abrieran y pasó.
Abrió la puerta la mujer del emigrado, una mujer triste, con una toquilla atada por las puntas a la espalda, y preguntó a Chipiteguy en castellano qué es lo que quería.
Explicó Chipiteguy que era el amo de la casa, que venía a cobrar el alquiler del mes, y la mujer, un tanto azorada, fué a avisar a su marido. El señor Sánchez de Mendoza se presentó vestido con una chaquetilla de lienzo blanco llena de manchas y con un aire inquieto y tímido.
—Este ciudadano no paga—se dijo Chipiteguy en su fuero interno.
El señor Sánchez de Mendoza invitó a Chipiteguy a pasar al comedor. Este comedor, con su papel amarillento y una alcoba en el fondo, era de una pobreza un tanto cómica. Tenía un armario embutido en la pared, con unos papeles recortados y calados en los estantes; una ventana al patio, la mesa de pino, unas cuantas sillas rotas y cada una de distinta forma, un canapé lleno de jorobas, unas litografías iluminadas, clavadas con chinches, del periódico La Moda, y dos grandes escudos nobiliarios, pintados a la acuarela. En las puertas de la alcoba había unas cortinillas zurcidas. En la ventana, tiestos con unos geranios raquíticos. Asomándose se veía el patio, como un antro negro, cruzado con cuerdas con ropas puestas a secar. Todo en la casa translucía miseria, abandono, con cierta nota de petulancia cómica.
—El mobiliario entero no vale cincuenta francos[64]—se dijo Chipiteguy, que tenía buen ojo de tasador.
El señor Sánchez de Mendoza se puso a hablar, turbado, como quien busca una salida a una situación penosa. Dijo a Chipiteguy que había sido durante algún tiempo empleado en la Real de don Carlos y que por las intrigas de los enemigos se había visto forzado a marcharse.
El emigrado parecía un pobre hombre lleno de pánico al encontrarse solo y sin dinero en un país extraño y daba la impresión de que no tenía ningún recurso, ni se le ocurría hacer nada para encontrarlo.
Sánchez de Mendoza no sabía el francés y estaba azorado al encontrarse, por capricho de la suerte, en Bayona, en casa de Chipiteguy, de la calle de los Vascos. El señor Sánchez de Mendoza, por lo que dijo, tenía mujer y dos hijos, un varón y una hembra.
Mientras el emigrado hablaba atropellada y confusamente, Chipiteguy, convencido de que no iba a cobrar, se sentó en una silla del cuarto.
A medida que examinaba la casa, el aire de miseria le parecía mayor. En la alcoba próxima, que se veía por una rendija de la puerta, se advertían dos camas en el suelo y un baúl estropeado. La alcoba, dividida por una colcha de colores, rota y agujereada, servía, sin duda, para los dos hijos del carlista.
El señor Sánchez de Mendoza, después de muchos circunloquios, manifestó a Chipiteguy que por entonces no tenía dinero y le pidió que esperara algunos días a que pudiera pagarle.
—¿Cuántos días?—preguntó Chipiteguy.
Sánchez de Mendoza no contestó directamente a la pregunta y se puso a exponer sus lástimas, y al mismo tiempo que contaba sus desgracias, habló de sus blasones.
Era de la Mancha. Le habían embargado sus fin[65]cas; había empleado su dinero en la causa. Su familia era antigua e ilustre.
—¿Usted habrá oído hablar de los Sánchez de Mendoza?—preguntó humildemente a Chipiteguy.
—Sí, algo me suena ese nombre.
Chipiteguy, con su tendencia a la contemplación, vió que el pequeño aparador del comedor, con sus papelitos calados, estaba vacío, y notó que los geranios que se veían en la ventana nacían en unos pucheros rotos, rodeados con unas telas de color.
—Bien; está bien—dijo Chipiteguy, saliendo de su estado absorto—; pero, ¿usted que piensa hacer?
—Yo, trabajar si encuentro algo que me convenga, y que trabajen mis hijos también—contestó el emigrado.
—Pero concretamente, ¿qué va usted a hacer?
¡Concretamente! Esta palabra no figuraba en el repertorio del señor Sánchez de Mendoza.
El emigrado consultó con su mujer, que salió de la cocina mal vestida y macilenta.
Luego se presentaron un chico de diez y siete años, de cara inteligente de muchacho avispado y hambriento, y una chica algo mayor que él con el mismo aspecto.
—¿Son sus hijos?—preguntó Chipiteguy.
—Sí; éste está pintando a la acuarela unos escudos; mi chica sabe bordar. Enséñale lo que bordas a este señor.
Sánchez de Mendoza había notado ciertos síntomas de simpatía en el casero y quería aprovecharlos.
—Yo desearía que salieran ustedes pronto de esta situación—dijo Chipiteguy—; por su familia, y también para que me pagara usted.
—Muchas gracias, caballero.
—Gracias, no. Yo insistiré en cobrar.
El no era hombre sin corazón, pero quería cobrar.
El chico y la chica, los dos con su aire avispado y enfermizo, volvieron al comedor, él con unas cartulinas donde había pintado a la acuarela unos escudos de nobleza; ella, con sus bordados en colores. Chipiteguy vió lo que hacían los dos y reflexionó. El podía llevar al chico para que trabajara en su casa y recomendaría a la chica en la tienda de antigüedades de la Falcón.
—Yo tengo un almacén de hierro y he sido trapero—dijo Chipiteguy—; no aparezco, pues, en el Almanaque de Gotha. Si usted y el chico quieren, que venga él conmigo, yo haré que trabaje y ya veré lo que le puedo dar.
—¿Pero quiere usted tenerlo como criado?—preguntó tristemente el señor Sánchez de Mendoza.
—Como empleado. Hará las mismas cosas que yo hago. Yo barro a veces la tienda; él la barrerá también. Yo voy a las casas a comprar hierro viejo. El hará lo mismo.
—¿Y dónde comerá?
—Conmigo.
—No, en la cocina.
—No. Yo me encargo de mantenerle y de vestirle; luego ya veré lo que le puedo dar.
El chico escuchaba la conversación de Chipiteguy y de su padre con gran ansiedad.
La familia de los Sánchez de Mendoza llevaba ya más de seis meses rodando por distintos puntos de Francia. Había estado en Burdeos, en París y, por último, en Bayona, perseguidos implacablemente por la miseria.
El señor Sánchez de Mendoza se hacía la ilusión de que la miseria le había sorprendido, como puede sorprender un catarro; pero era lo cierto que siempre había vivido pobremente y de mala manera.
El señor don Francisco Xavier Sánchez de Mendoza, Montemayor y Porras, era manchego, de una pequeña aldea, entre Minglanilla y Graja de Iniesta.
Sánchez de Mendoza hablaba de su casa como si fuera un palacio y elogiaba a Minglanilla como si se tratara de un emporio.
En cambio, su mujer, natural de Cañete, encontraba su pueblo el centro del universo y todo lo comparaba con él.
Alvarito, el hijo de don Francisco, había vivido los primeros años de la niñez entre Graja de Iniesta y Cañete, y, aunque no recordaba bien estos pueblos, creía, bajo la palabra de honor de sus ascendientes, que eran verdaderamente admirables.
El padre de Alvarito, don Francisco Xavier, había educado a su hijo en el respeto por la Religión, el Rey la Nobleza, como hidalgo de limpia y esclarecida prosapia.
Algunos enemigos mordaces, ¿quién no los tiene?, aseguraban que el señor Sánchez de Mendoza se llamaba, sencillamente, Francisco Sánchez, que quizá su padre o su madre tuvieran algún apellido Mendoza, y que con la facilidad de arreglar los asuntos familiares al gusto de uno en una época obscura se hacía llamar Sánchez de Mendoza.
Se decía que su padre había sido secretario del Ayuntamiento de un pueblo de la Mancha y que no había tenido nunca una peseta. Don Francisco, en cambio, aseguraba que su padre fué segundón de una casa hidalga, ilustre y rica, y que tuvo un alto cargo en Cuba.
Sánchez de Mendoza mostraba su escudo a todo el que quisiera verlo, un escudo con más cuarteles que un pueblo prusiano.
El ilustre hidalgo de la familia de los Sánchez de Mendoza no podía emplearse en quehaceres vulgares y plebeyos. Como el perro de la fábula de Samaniego, pensaba que esto se lo debía a haber nacido perro y no pollino.
En su casa de la calle de los Vascos, don Francisco Xavier se dedicaba a ver cómo trabajaban los individuos de su familia, cómo guisaba su mujer y cómo bordaba su hija. Alguna rara vez pintaba a la acuarela los escudos que dibujaba su chico.
Los Sánchez de Mendoza y los Montemayor le preocupaban demasiado para que él pudiera consagrarse a trabajos de baja estofa. Había descubierto don Francisco Xavier que uno de sus antepasados, un Pérez del Olmo, era bastardo, y el terrible des[69]cubrimiento y la necesidad de poner en su escudo una barra de bastardía le preocupaba tanto, que este pensamiento no se separaba jamás de su espíritu.
El señor Sánchez de Mendoza se consideraba literato; había escrito un artículo, "Españoles y católicos antes que nada", y una hoja impresa con este título: "Vindicación de don Francisco Xavier Sánchez de Mendoza, Montemayor y Porras, de los calumniosos cargos hechos contra él. Dedicada al Rey Nuestro Señor Su Majestad don Carlos V".
Los que habían leído esta "Vindicación" decían que en ella no se podían averiguar cuáles eran los calumniosos cargos que se habían hecho a don Francisco Xavier; pero en la hoja se hablaba del condigno castigo, de las venerandas tradiciones, de la hidra de la anarquía y de la defensa del trono y del altar, y esto, naturalmente, ya era algo.
Todos aquellos lugares comunes políticos, empleados principalmente por sus correligionarios, sonaban muy agradablemente en los oídos de don Francisco Xavier, y a veces le conmovían, hasta tal punto, que sentía que le brotaban las lágrimas y se le apretaba la garganta.
El artículo y la "Vindicación", las dos obras más importantes salidas de su pluma, preocupaban mucho al buen hidalgo. Pensaba si sería el momento de hacer una segunda edición de ellas; suponía que el mundo entero las había tomado en cuenta. Con estas preocupaciones era imposible que el hidalgo se acomodase a un trabajo vulgar.
La mujer de Sánchez de Mendoza, a pesar de ser más joven que don Francisco Xavier, parecía más vieja; era una pobre mujer pálida, flaca, fatídica, que había vivido siempre miserable y que siempre estaba prediciendo desgracias. Para ella todo tenía que ter[70]minar, más pronto o más tarde, perfectamente mal.
Además, esta mujer poseía el talento de interpretar sus sueños, talento que había comunicado a su hijo Alvaro, que se preocupaba con espanto de sus pesadillas y quería encontrar una explicación racional de ellas.
La madre de Alvarito pretendía encontrar relaciones absurdas entre los sueños y los acontecimientos.
Soñar con toros era buena suerte; en cambio, soñar con habichuelas, significaba desgracia. El arroz, en sueños, era siempre cosa buena, y las patatas, mala.
Ella no comprobaba nunca tan absurdas suposiciones; pero esto, en vez de convencerle de la inanidad de sus hipótesis, las afirmaba, porque las mezclaba con otras supercherías entre mágicas y cabalísticas.
Alvarito era propenso, como su madre, a las fantasías y a las supersticiones. De chico había sido sonámbulo y su familia le había encontrado muchas veces sentado en camisa en la cocina o metido debajo de la cama. Había tenido, durante mucho tiempo, grandes miedos de noche, despertándose al poco tiempo de dormirse, estremecido, gritando, y quedando durante largo tiempo asustado y con una gran angustia.
Alvarito pensaba mucho en sus sueños; su madre le hacía fijarse en ellos. Cuando estaba fuerte soñaba con recuerdos de épocas muy remotas; en cambio, cuando estaba débil, intranquilo o inquieto, soñaba con acontecimientos más próximos.
Alvarito, en sus sueños, era siempre valiente, atrevido y cruel. ¿Seré yo así?—se preguntaba a veces él, preocupado—. Con frecuencia soñaba con el mar. Iba por un muelle que avanzaba entre olas tempes[71]tuosas, a un lado y a otro, al que no se le veía fin. Otras veces marchaba por un camino, entre sombras, y, al terminar, le aparecía un túnel de luz.
Con la existencia mísera y triste que había llevado era débil y nervioso. Su vida para él tenía una apariencia de algo trágico.
Recordaba, vagamente, el viaje que había hecho con su madre y su hermana, en condiciones malas, desde Cañete a Vergara, donde estaba empleado su padre en las oficinas del Real.
La salida de Vergara a Francia la recordaba como un episodio lastimoso. El viaje a Burdeos le parecía algo enorme; los franceses eran monstruos que se echaban sobre ellos, y su padre se le presentaba entonces como un Orfeo, dominando las fieras. Luego, al pasar el tiempo, el pobre Orfeo, don Francisco Xavier, se iba achicando en su retina.
Comenzaba para él la época en que el hijo que ha mirado a su padre como un modelo empieza a criticarle y a encontrarle defectos. ¿No sería su padre demasiado charlatán?—se preguntó Alvarito—. ¿No sería demasiado egoísta.
Entonces, poco a poco, su cariño y su admiración iban marchando a su madre y a su hermana, las dos sufridas y resignadas, que no salían a pasear, ni iban a darse tono, ni a contar mentiras a las tertulias carlistas.
Alvarito estaba poco desarrollado para sus diez y siete años. Era alto, pero estrecho de espaldas, de aire expresivo y de mal color. Espiritualmente era un muchacho despistado, sin rumbo; había pasado parte de la niñez en Cañete, en casa de unos tíos suyos, gente pobre, pero orgullosa y fantástica, en donde no se comía apenas, pero se presumía de firme. En aquella casa se vivía, principalmente por fuera, con la[72] preocupación exclusiva de aparentar. Se hablaba de que se comía bien, de que se tenía dinero de sobra. Los tíos de Alvarito creían que todo el pueblo les espiaba y les parecía necesario darse importancia a fuerza de embustes.
Alvarito, en los seis meses que llevaba en Francia, había aprendido el francés. El muchacho conservaba las preocupaciones de su padre y de su madre y no podía zafarse de ellas. Al principio no quería salir de casa. Estaba asustado. La calle le parecía la enemiga natural de su pobre hogar y cada francés un monstruo, devorador de familias españolas.
Alvarito había pensado, siguiendo las indicaciones de su padre, entrar en el ejército carlista; pero no tenía la edad necesaria y la situación del partido iba siendo tan mala, que temía no llegar a encontrar el momento oportuno.
El joven Sánchez de Mendoza quería sentir con el mismo fervor el entusiasmo monárquico de su padre; pero no le era tan fácil, y por más esfuerzos que hacía por exaltarse, la cuestión de la legitimidad no le llegaba a preocupar.
Había oído en Bayona y en Burdeos discutir el pro y el contra de esta cuestión.
Alvarito quería pensar que la guerra era la santa cruzada de los buenos contra los malos, de los religiosos contra los impíos. Alvarito quería creer que los carlistas eran todos honrados y caballerosos, incapaces de villanías; que don Carlos era un santo, y que el honor, la lealtad, la Patria y el Rey tenían un altar en el pecho de cada carlista. No sabía si en el tópico admitido el altar estaba en el pecho o en el corazón. Seguramente no estaba en el bazo ni en el hígado.
A pesar del altar pectoral o cardíaco, Alvaro es[73]taba oyendo hablar a cada paso de trastadas, de chanchullos y de traiciones en el campo carlista.
Al pensar en entrar en el ejército de don Carlos, lo que le preocupaba principalmente a Alvarito era el temor de quedar mal. ¿Tendría suficiente valor? La muerte no le arredraba; pero suponía que no debía ser siempre fácil dominar los nervios.
Su miedo era que le vieran en un momento de depresión. Temía no poder estar a la altura de los demás, sobre todo a la altura del modelo imaginado por él.
Pensaba, a veces, que quizá su falta de energía dimanaba de sentirse decaído por la mala alimentación.
Alvarito sabía poco; había aprendido a leer, a escribir y a hacer cuentas y a pintar a la acuarela escudos nobiliarios, que vendía su padre a los españoles emigrados, aristócratas y ricos.
Alvarito mantenía la ilusión de pensar que quizá poseyera algún talento de pintor. Le gustaban las estampas que reproducían cuadros de la época de David, Ingres y el barón de Gros, y se imaginaba, a veces, que le gustaría más ser pintor que militar.
Había visto también grabados que reproducían cuadros de Ribera, de Zurbarán y de Velázquez, que le sorprendieron, y le parecieron muy malos. ¿Cómo gustará eso?—se preguntaba él, y no lo comprendía.
Alvarito era un muchacho muy nervioso, muy inquieto, que tenía de noche grandes terrores.
La preocupación por los sueños, que le había inculcado su madre, le tenía amedrentado. Muchas noches se despertaba temblando y creía oír la respiración de un hombre que le espiaba a pocos pasos de la cama.
Los vecinos de la casa de la calle de los Vascos le aterrorizaban. Había una vieja enlutada, a quien se[74] había encontrado en la escalera varias veces, al anochecer, y le había mirado con una sonrisa insinuante, y pensar en ella le ponía la carne de gallina.
Los cuartos obscuros, las alamedas solitarias al anochecer, las orillas del río, todo esto le impresionaba.
Las mismas estampas le daban, a veces, una sensación de misterio y de pavor. Había una que había visto en un escaparate que le perturbaba. Representaba una dama elegante con un talle esbelto, al lado de un joven melenudo, con el pantalón de trabillas y el frac. La escena ocurría en el salón de un palacio, delante de un piano. La dama tenía un aire lánguido; en cambio, el hombre la miraba con unos ojos de loco.
Alvarito no sabía lo que representaba; pero aquella escena le daba impresión de vértigo. Como predispuesto a ver cosas raras, en ocasiones las veía o las creía ver. Una de las veces que salió de noche en Bayona a dar un recado a un personaje carlista, su padre estaba enfermo, iba por una calle casi obscura, con tapias a un lado y a otro, que no tenía más que algún farol de tarde en tarde, cuando vió venir un jorobado pequeño, cuadrado, petulante, con bigote y perilla cana; al cabo de poco tiempo, otro jorobado, y poco después, otro. Estos tres jorobados le produjeron tal espanto, que echó a correr hacia su casa. Luego, su madre y él discutieron largo tiempo si estos tres jorobados serían reales o imaginarios, y si eran imaginarios, qué podían representar.
Llegó una época en que Alvarito notó que la alarma, la inquietud, nacían en él antes que el motivo y que después encontraba el motivo para legitimar su alarma. Tardó mucho en comprender esto, y, cuando lo comprendió, se sintió más miserable y más desvalido que nunca.
Cuando Chipiteguy hizo su propuesta de llevarse a Alvarito, éste miró la expresión de sus padres, y al ver que los dos aceptaban, fué a su cuarto, se vistió con su mejor ropa, besó furtivamente a su madre y a su hermana y salió de casa con el viejo trapero. Marcharon los dos por el muelle de los Vascos, cruzaron el puente Panecau y entraron en la plaza del Reducto.
Alvarito se encontró poco contento en el almacén y en la tienda de Chipiteguy; le pareció todo aquello desordenado y sucio; pero cuando le avisaron para comer y le invitaron a lavarse las manos y vió la mesa abundantemente servida y se sentó entre Manón y la andre Mari, se dijo que, si no le echaban por torpe, se quedaría allí. Pensaba cumplir de la mejor manera posible. Por la tarde hizo con buena voluntad todo lo que le mandaron; cenó también opíparamente y, después de cenar, la Tomascha llevó al pequeño español, como le llamaron a Alvarito en la casa, a un cuarto aguardillado del piso tercero lleno de trastos viejos, y le mostró su cama.
En aquella guardilla había una estantería con al[76]gunos libros, un reloj de cuco, parado, y sobre unas arcas antiguas gran cantidad de manzanas, peras y membrillos, que echaban un olor excelente.
En las vigas de aquel camarachón había muchas arañas y Alvarito podía contemplar sus ejercicios gimnásticos en sus hilos.
Por la ventana se veía el río y los tejados del muelle de los Vascos. Desde los primeros momentos que estuvo Alvarito en casa de Chipiteguy se pudo comprender que tenía actividad y deseo de trabajar; lo malo era que a estas condiciones y a su buena intención se unía gran timidez.
Alvarito no tenía costumbre de trabajar. Tampoco tenía soltura ni confianza en sí mismo. Desconfiaba y pensaba que no sería simpático ni oportuno. Esta idea y la de verse precisado a ganarse la vida de cualquier manera le daba una actitud encogida y torpe.
Chipiteguy se reía de él.
—El pequeño aristócrata, el pequeño español con blasones parece que no da pie con bola—decía a su nieta.
—Déjale, abuelo; ya lo hará mejor. El pobre pone toda su buena intención.
—Sí, es verdad; por eso yo no le digo nada. Es un chico que está bien, muy delicado, no se quedará con un céntimo. Tiene un amor propio un poco cómico.
—Eso no es un defecto.
—No, no. ¡Pero qué torpes son estos aristócratas! Cuando le faltan sus rentas y tienen que emigrar, ya no sirven para nada.
A las dos o tres semanas de estar en el almacén, Chipiteguy dedicó a Alvarito a llevar cuentas.
El sitio donde tenía que trabajar el joven Sánchez[77] de Mendoza, no muy alegre, entristecía al muchacho. Era un cuarto casi obscuro, con un ventanal que daba al patio, con los cristales rotos, compuestos con papeles pegados, ya sucios y polvorientos. Había en este cuarto una estantería negra con fajas de facturas, una caja de caudales, una mesa y dos bancos. Desde el ventanal se veían los montones de chatarra roñosa y los fardos de trapos. Había en toda la casa muchas ratas, algunas tan atrevidas que le miraban descaradamente a Alvarito, lo que a éste le hacía gracia. De noche se les oía roer la madera.
Frechón, el dependiente de Chipiteguy, tipo atrabiliario y malhumorado, declaró la guerra a Alvarito desde que le vió e hizo lo posible para que le resultara todo al revés. Frechón le ponía siempre mala cara, le daba bufidos por cualquier cosa, y cuando no, comenzaba a silbar y a descoyuntarse las falanges de los dedos y a hacer un ruido desagradable, como de huesos de esqueleto, que inquietaba a Alvaro. Unas veces se tiraba de los dedos para producir el sonido, y otras se apretaba los nudillos, que resonaban como una carraca.
Frechón, que era republicano y patriota francés, mortificaba al muchacho como español carlista.
—Don Carlos es un imbécil—le solía decir con frecuencia, como quien lanza un esputo—; los españoles son unos asnos.
Frechón le dirigía extrañas preguntas a Alvarito.
—¿Sabes tú lo que harán, al fin, los liberales con vuestro Rey, con ese papanatas de don Carlos?—le preguntó un día.
—¿Qué?
—Llevarlo a la guillotina y crac.
Otro día le preguntaba:
—¿Tú sabes quién era Marat?
—Un monstruo.
—Eso creéis vosotros los realistas. Era un hombre admirable, que pidió la cabeza de trescientos mil aristócratas.
Otro día le decía:
—¿Tú no has oído hablar de la papisa Juana?
—Yo, no.
—Pues era una mujer que fué papa y que parió cuando iba en una procesión.
Alvarito iba tomando gran antipatía por Frechón y pensaba que algún día tendría que desafiarle.
Muchas veces Alvarito reflexionaba sobre su situación. Creía que depender de un trapero y vivir en su casa era una heroicidad para un aristócrata como él. Más que nada, la verdadera heroicidad pensaba que consistía en vencer el ridículo. Encontrarse bien de dependiente en una tienda de trapos y de hierro viejo tenía su mérito. Esto era ya socialmente tan bajo, que por ello mismo impedía que fuese ridículo. Prefería la trapería a una camisería, o a una bisutería, o a una tienda de guantes, donde hubiese tenido que tratar a clientes distinguidos que le hubieran mirado de arriba abajo.
Además, Alvarito tenía el bello pretexto de encontrarse prendado de la nieta del patrón y pensaba que con el amor ya no podía haber ridiculez posible.
Alvarito sentía gran temor por ponerse en ridículo. La idea sola le hacía palidecer y su amor propio le pintaba ocasiones de quedar humillado en todas partes.
Muchas gentes de la vecindad, como si hubieran adivinado su flaco, parecían empeñadas en burlarse de él. El chico de una tienda próxima de la calle de Bourg Neuf, una tienda de objetos de pesca, que se[79] titulaba "Al Pescador", le llamaba siempre trapero. Sin duda había notado que le molestaba, y por eso mismo repetía con más frecuencia la palabra.
Varias veces el chiquillo salía a la calle con un saco, se lo echaba al hombro y gritaba:
—¡Galonero! ¡Compro trapos viejos!—y miraba a los balcones.
Alvarito, mortificado, hacía como que no se enteraba.
También Claquemain, el mozo carretero, manifestaba antipatía por el joven Sánchez de Mendoza. Con su bigote grande, la barba sin afeitar y los ojos rojos, solía tomar un aire amenazador. A veces se ennegrecía la cara con carbón y se ponía a hacer gestos y a sacar la lengua y a ponerse bizco para asustar al muchacho. Alvarito se estremecía de miedo.
Cerca de la casa de Chipiteguy vivía un loco que se paseaba arriba y abajo con un sombrero metido hasta las orejas y un gabán raído. A veces tenía ataques y entonces daba unos gritos espantosos.
Los chicos se burlaban de él y le llamaban Abadejo y Tripa seca, y él mascullaba una serie de frases violentas contra ellos. Este loco tenía las orejas grandes, los ojos torcidos y la cara cómica.
Cuando el loco veía a Alvarito se le acercaba y solía decirle a voz en grito:
—Vamos, vamos... a España... a matar... a matar... ¡Viva el Rey!
Y un loro de un balcón que se había aprendido la retahíla repetía también:
—Vamos, vamos... a España... a matar... a matar... ¡Viva el Rey!
Alvarito experimentaba, sobre todo al principio, una gran tristeza al verse en la tienda del trapero. Allí, en casa de Chipiteguy, nadie le conocía; comprendía que[80] pensar en su pobre situación era mortificarse por capricho, que nadie se fijaba en él; pero no podía evitar el sentimiento de vergüenza de estar empleado en una trapería.
Poco a poco se le fué pasando esta vergüenza y pensó que podría darse por muy contento si la suerte le hiciera sustituír a Chipiteguy casándose con Manón.
En casa del trapero, Alvarito conoció a don Eugenio de Aviraneta y le oyó hablar. Don Eugenio solía ir a comer con frecuencia en compañía de Chipiteguy, y en estos días la comida era todavía más cuidada que de costumbre.
Aviraneta bromeaba mucho con Manón y la galanteaba; también solía hablar con Alvarito y le hacía preguntas acerca de su vida y de su familia y se reía al oír las contestaciones del muchacho.
Un día éste oyó decir que las relaciones entre Chipiteguy y Aviraneta procedían de ser los dos masones. Esta suposición aguzó la curiosidad del joven Sánchez de Mendoza. ¿Serían aquellos dos hombres masones? ¿Pertenecerían a la tenebrosa secta? Aviraneta y Chipiteguy solían hablar mucho a solas de sobremesa, con su copa de licor delante, el uno fumando su pipa, y el otro, su cigarro habano.
Hablaban de personas que habían conocido, y Aviraneta contaba un sin fin de hechos y de anécdotas de gente que había encontrado en Francia, en Egipto, en Grecia, en América y en España.
Chipiteguy le oía encantado. A veces le preguntaba:
—¿Qué fué de aquel Nantil? ¿Qué hizo aquel Cugnet de Montarlot?
Alvarito, cuando oyó por primera vez hablar de jacobinos, franciscanos, cordeleros, de gentes de Obispado, creyó que la Revolución francesa la habían hecho los frailes.
Alvarito era demasiado correcto para espiar a su amo y se decidió a hacerle preguntas, y como vió que a Chipiteguy no le molestaban, sino que, por el contrario, le agradaban, tuvo largas conversaciones con el viejo, sobre todo después de cenar.
—¿Pero eran buenos de verdad los hombres de la Revolución francesa?—le preguntó una vez Alvaro.
—Había de todo; algunos eran demasiado buenos y demasiado honrados. Yo fuí una vez con Basterreche al Ministerio de Hacienda durante el Terror, y vimos al ministro, el señor Des Tournelles, que se componía las medias con una aguja en un salón y tenía millones en las cajas. Claro que hubo muchos abusos. Aquí se contó que un convencional, unos decían que Cavaignac y otros que Pinet, prometió salvar la vida del padre de una señorita Labarrere, si ésta se entregaba al convencional, y luego parece que se guillotinó al padre. Los hombres, vistos de cerca, indudablemente valen poco—decía el viejo trapero—; no va a haber a la vuelta de la esquina un César o un Alejandro.
Chipiteguy recordaba muchas escenas del tiempo del Terror en París, en Burdeos y en Bayona, y las recordaba en todos sus detalles.
Había conocido también la ciudad de Estrasburgo bajo la tiranía del fraile revolucionario Eulogio Schneider y de su sociedad La Propaganda. Había hablado con Schneider, que era discípulo del iluminado Weisshaupt. Este Schneider era el Marat de Estrasburgo, un Marat a la alemana, predicador y místico. Chipiteguy le vió en París cuando le guillotinaron.
En la capital, durante algún tiempo, Chipiteguy conoció a Etchepare y a algunos otros vascos, amigos de Basterreche, de Pereyra, etc.
Durante algún tiempo se reunían en tertulia en casa de este Pereyra, judío de Bayona, que tuvo en la época[82] del Terror una tienda de tabaco en París, en la calle de San Dionisio, en la que se veía como muestra un gorro frigio colorado. Cuando Pereyra fué preso, naturalmente, se deshizo la tertulia.
Después Chipiteguy se alejó de París y estuvo de soldado republicano en la Vendée y luego marchó a vivir a Bayona.
Fué Chipiteguy amigo de Gastón Etchepare, el tío de Aviraneta, de Bidart. Otro de sus conocidos, compañero a quien él debía favores, Juan Gorostarzu, había sido guillotinado en Ezpeleta por contrarrevolucionario.
Poco después, al suprimir el Gobierno el convento de Visitandinas de Hasparren, la cuñada de Gorostarzu, que estaba en este convento, fué a su casa, Arozteguia de Ezpeleta, y puso una escuela, en donde enseñaba a los chicos y chicas las primeras letras mientras ella hilaba. En esta escuela había estudiado el padre de Manón y el poeta vasco, el capitán Duvoisin, a quien Chipiteguy había conocido de niño.
Chipiteguy legitimaba el Terror. Era necesario—decía él—para implantar una sociedad nueva, con menos abusos, más justicia y más libertad. Según él, en todo el país vasco y en las Landas la población estaba en contra de los republicanos franceses y a favor de los monárquicos españoles, dispuestos a entregarse a éstos; de aquí que los convencionales Pinet y Cavainac tuvieran que extremar la violencia.
Los esfuerzos del Comité revolucionario de Labour, formado por Hiriart, Dithurbide y Daguerrezar, no habían tenido éxito, ni las proclamas llamando a los emigrados, escritas en vascuence y en francés en Juan de Luz (estaban suprimidos los santos hasta en los nombres de los pueblos) y firmadas por Izoard, Meillan, Chaudron-Rousseau y Paganel.
Chipiteguy le contaba a Alvarito muchas historias de su tiempo, con grandes detalles; el desarrollo de las intrigas políticas, el cómo había conseguido su fortuna la mayoría de los ricos del pueblo y la marcha de los acontecimientos de la Revolución, del Imperio y de la Restauración.
A Alvarito le chocaba que el viejo tuviera entusiasmo por la Revolución. En cambio, de la guerra hablaba siempre mal.
—¡La guerre!—decía—. C'est une saleté abominable.
—¿De verdad?
—Sí. Tú le has oído a don Eugenio hablar mal de la guerra, pues tiene razón; además de ser una porquería, es una pobre estupidez.
Solía añadir también otras veces:
—Esa salsa de la guerra hay que probarla si se encuentra ocasión. Se aprende a conocer a los hombres.
—Sí, así debe ser—afirmaba Alvarito.
—Lo que no impide para que sea una porquería abominable.
A veces Chipiteguy decía convencido:
—A aquel pobre Maximiliano le engañaron.
—¿A qué Maximiliano?
—A Robespierre.
A Alvarito le parecía como una obligación de su empleo el escuchar las opiniones del viejo sin protestar.
Hablaba también Chipiteguy de los amigos que había tenido durante el Imperio.
Recordaba con frecuencia al escritor revolucionario Bonneville, republicano entusiasta, que tenía en su vejez una librería de viejo en París, en el Barrio Latino, en el Pasaje de los Jacobinos, y a quien había visto, por última vez, hacía quince años. Este[84] Bonneville había escrito bastantes libros, entre ellos uno muy absurdo: Los jesuítas echados de la masonería y sus puñales rotos por los masones, en el que trataba de demostrar, con argumentos muy fantásticos, que los jesuítas eran masones, de la secta de la Rosa Cruz.
Había conocido también Chipiteguy a Albertina Marat, la hermana de Marat, que vivía en 1838 en una guardilla de la calle de la Barillerie, en el mayor aislamiento, y trabajaba haciendo agujas de reloj para la casa Breguet y había visitado a la hermana de Robespierre, Carlota, desconocida en París, que se hacía llamar la señorita Delaroche.
A veces discutían Aviraneta y Chipiteguy. Aviraneta decía que los franceses habían arreglado tan bien la historia de la Revolución francesa, que a todo le habían dado un aire grandioso; así la toma de la Bastilla, la batalla de Valmy y la de Jemmapes, que no eran en sí grandes acontecimientos, parecían cosas épicas.
—No, no—replicaba Chipiteguy—. Esos acontecimientos se consideraron como símbolos.
Cuando no había visitas en casa del trapero se leían los periódicos. Se recibían El Constitucional y Le Journal des Debats, de París, y los dos diarios de Bayona, El Faro y El Centinela de los Pirineos.
La sobremesa de noche tenía otras compensaciones. A veces cantaba y tocaba el piano Manón, y con frecuencia venían su prima Rosa y otras amigas y se bailaba. Algunas noches jugaban a las damas y al ajedrez. Alvarito casi siempre perdía. No tenía ningún talento para estos juegos. Como Alvarito se hallaba pobremente vestido, Chipiteguy le envió al mucha[85]cho al sastre para que le hiciera un traje a la moda, con el cual estaba muy bien.
Los domingos, por la mañana, Alvarito se levantaba más tarde que los días de labor; se ponía elegante, con su traje nuevo, y mientras un mendigo con su organillo pasaba por delante de la casa del Reducto y tocaba casi siempre el vals de El Carnaval de Venecia, él bajaba las escaleras y salía a la plaza. Veía la procesión de aguadores, de muchachas y de judíos que venían por el puente de barcas de Saint Esprit. Se dirigía a la Catedral, oía misa e iba luego a ver a su familia. Llevaba todo el dinero que le daban a entregárselo a su madre, y luego ella le volvía a dar uno o dos francos para el bolsillo, como le decía.
Alvarito se quedaba a comer con los suyos; pero, a pesar del amor a la familia, encontraba la comida de la calle de los Vascos muy deficiente.
Alvarito nunca había comido como en casa de Chipiteguy; probablemente había supuesto, hasta antes de entrar en ella, que el estado natural de la Humanidad era el del hambre; jamás había visto, hasta entonces, aquellos platos de carne suculenta, los capones blancos y grasos, los pavos rellenos, los pescados sonrosados, las verduras de todas clases, las trufas, los espárragos, la mantequilla a discreción, los vinos de buena marca que se bebían a pasto, el café cargado y aromático y la variedad de licores.
La casa de Chipiteguy le daba al joven Sánchez de Mendoza una extraña impresión de cinismo.
¿Cómo se podía vivir así para adentro sin pensar para nada en los demás? Le parecía absurdo que se pudiera gastar lo que se gastaba allí en comer y beber.
El régimen de la familia de Chipiteguy no se parecía en nada al de la casa de sus tíos, en la Mancha. Allá,[86] todo pompa, decoro y vida exterior, sin realidad alguna; aquí, por el contrario, todo positivo. En la familia de Chipiteguy la ostentación no tenía importancia.
Uno de los lugares que maravillaban a Alvarito en la casa era la cocina, grande, clara, espaciosa, con todos los cacharros bruñidos, en donde ardía el fuego desde la mañana hasta la noche. La cocina se consideraba como lo más trascendental de toda la casa; allí no faltaba nada. En el comedor pasaba lo mismo; los muebles no eran elegantes, pero los manteles eran magníficos; los cubiertos, de plata maciza; la cristalería, muy buena: había dos o tres vajillas de porcelana, y una, soberbia, para los días de convite, con los bordes de oro.
Alvarito, con el trato de la casa del Reducto, iba llenándose y haciéndose macizo y fuerte.
A los tres meses de vivir con la familia de Chipiteguy desapareció el aire espiritado y débil que había tenido siempre el joven.
Frechón y Claquemain le reprochaban el haber engordado y le decían a cada paso que los españoles eran unos muertos de hambre, que no comían más que garbanzos duros, y eso de tarde en tarde.
Los domingos, después de pasar el día con su familia, Alvarito andaba por el pueblo.
Le parecían muy tristes y muy aburridos aquellos domingos de Bayona en las calles; pero era peor quedarse en su casa.
En el piso, pobre y sombrío, de la obscura calle de los Vascos no se respiraba alegría. Su madre estaba siempre fregando o limpiando; su hermana Dolores, bordaba, y el padre, don Francisco Xavier, charlaba constantemente de política, del carlismo, y, sobre todo, de genealogía y de blasón.
El señor Sánchez de Mendoza andaba a vueltas con los escudos de su familia y con aquella barra de bastardía que aparecía en unos Pérez del Olmo, antecesores suyos.
Al anochecer encendían en el comedor una palmatoria de aceite, que daba luz de ánimas benditas.
De noche no se hacía fuego en la cocina de la casa del hidalgo y se comía frío. Alvarito veía cómo su madre ponía en la mesa unos platos desconchados, unas tazas desportilladas, tres vasos diferentes y los cubiertos de metal.
Alvarito veía que, si cenaba allí, su padre no se lo agradecía, porque mermaba la cantidad de la comida, ya escasa.
El chico se despedía de su familia e iba hacia la plaza del Reducto.
Le parecía muy triste el anochecer de Bayona, a orillas del Adour, en las avenidas marinas y en las de Boufflers.
El río se extendía ancho, como de plata; los embarcaderos de maderas negras de algunos almacenes del barrio de Saint Esprit, alzaban sus brazos giratorios, con sus poleas en la punta; la Ciudadela, en la orilla derecha del Adour, se levantaba, con su muralla gris, sobre una colina verde, con taludes de hierba.
Aquel río, casi desierto, con pocos barcos, se extendía tranquilo, con un color de perla. En el fondo, hacia su desembocadura, se veía una línea de colinas bajas con árboles, algunas gentes en los bancos y algunos pescadores, inmóviles, con la caña en la mano.
A veces, en los anocheceres espléndidos, con el cielo de color de rosa y lleno de nubes incendiadas, el río ancho tomaba reflejos de escarlata y de nácar. En el otoño, en los días de bruma, todos los objetos[88] adquirían un aire espectral, principalmente los barcos amarrados al muelle.
Alvarito se veía muchas veces invadido por la tristeza de aquellos crepúsculos; pero luchaba con ella como podía. En ocasiones, al llegar delante de la casa algún día de lluvia, oía que Manón tocaba el piano. En vez de subir, se detenía en la plaza del Reducto, mojándose y soñando.
¡Qué de cosas no hubiera hecho él para conquistarla! En un momento inventaba mil intrigas de novelas de aventuras, tan imposibles las unas como las otras. Luego pensaba con tristeza que no tenía medios de atraer a Manón.
De noche, después de cenar, se asomaba a la ventana de su guardilla, fumaba y fantaseaba, veía enfrente el Reducto con sus tejados, sus murallas y sus garitas, y el río de aguas obscuras, verdaderamente siniestro. Era un espectáculo sombrío y amenazador el contemplar de noche cómo las aguas negras del Nive iban entrando, de una manera silenciosa y con un murmullo confuso, en el ancho cauce, igualmente negro, del Adour.
Los días de temporal, en la casa del Reducto, azotaba mucho el viento, sobre todo del Noroeste. De noche se le oía zumbar y silbar, y a veces lamentarse con sus quejidos tristes. En la guardilla donde dormía Alvarito resonaban las gotas de lluvia en el tejado, haciendo un ruido metálico, agradable para oirlo desde la cama.
Al cabo de una temporada, Alvarito tenía partidarios en la casa del Reducto; Chipiteguy le consideraba mucho; la andre Mari y la Tomascha estaban de su parte, porque era obediente y no faltaba nunca a la misa del domingo; Manón le trataba con cierto desdén amistoso, como si creyera que no valía la pena[89] de perder el tiempo hablando con un jovencito insignificante. Ella se colocaba en la actitud de una muchacha al lado de un niño.
Manón le prestó a Alvarito varios libros. El tenía paciencia y ganas de ilustrarse, y leyó Los Mártires, de Chateaubriand; el Viaje del joven Anacharsis, el Telémaco y otros libros enfáticos, capaces de hacer dormir de pie al más predispuesto al insomnio.
Después de esta lectura desabrida, el Robinsón Crusoé le gustó muchísimo.
Frechón le dijo que debía leer unos tomos que tenía Chipiteguy en su despacho, Los crímenes de los Reyes de Francia, desde Clodoveo hasta Luis XVI, y Los crímenes de los Papas, desde San Pedro hasta Pío VI, obras las dos de La Vicomterie de Saint-Samson, escritas con mucho fuego, y que produjeron, al ser publicadas, gran escándalo. También leyó, por consejo de Frechón, los folletos de Pablo Luis Courier, y más tarde el Quijote, que le hizo mucho efecto y le infundió el deseo de leer romances y libros de caballería. ¿Pero dónde se encontraban estas novelas de caballeros andantes? No lo sabía.
Muchas veces Alvaro recitaba, con voz dolorida, el romance del marqués de Mantua, que aparece en el Quijote:
Y al recitar este romance pensaba en Manón.
Aquí el autor tendría que comenzar esta parte pidiendo perdón a los manes de Aristóteles, porque va a dejar a un lado, en su novela, las tres célebres unidades: tiempo, lugar y acción, respetables como tres abadesas o tres damas de palacio con sus almohadas y sus colchas correspondientes. El autor va a seguir su relato y a marchar a campo traviesa, haciendo una trenza, más o menos hábil, con un ramal histórico y otros novelescos. ¡Qué diablo! Está uno metido en las encrucijadas de una larga novela histórica y tiene uno que llevar del ramal a su narración hasta el fin.
Iremos, pues, así mal que bien, unas veces tropezando en los matorrales de la fantasía, y otras, hundiéndonos en el pantano de la historia.
Antes de los acontecimientos sangrientos de Estella, en donde perdieron la vida cuatro generales carlistas, había Aviraneta comenzado a organizar su acción contra el carlismo y a hacer propaganda en favor de la paz, sobre todo en Guipúzcoa.
Encargó la dirección de la empresa en esta pro[92]vincia a su primo don Lorenzo de Alzate, a Orbegozo y al jefe político Amilibia, los tres de San Sebastián, que se pusieron a trabajar con actividad en la línea de Hernani y de Andoain.
La primera noticia que tuvo Aviraneta de la escisión que se iba produciendo en el carlismo le vino de la Corte. Se enteró de que en Madrid, frente a las Covachuelas, en una tienda de tiradores y galones, vivía una viuda, que se había vuelto a casar con un coronel carlista, llamado Calcena, hombre muy activo, de armas tomar, amigo de Cabrera, y que mantenía correspondencia con el general Aldasoro, que habitaba en Bayona.
Este Calcena era un aventurero, un bandido que había estado mucho tiempo en América de militar y de jugador de ventaja.
Aviraneta indicó al ministro Pita Pizarro la utilidad de violar la correspondencia de Calcena y por ésta se supo los preparativos que hacían los amigos de Arias Teijeiro para deshacerse de Maroto.
La escisión estuvo oculta, para los carlistas, durante bastante tiempo, hasta que estalló y se hizo pública con los fusilamientos de Estella.
Como estos fusilamientos dejaban triunfantes a Maroto y a sus amigos, es decir, daban la victoria a los moderados del carlismo sobre los absolutistas, Aviraneta indicó al Gobierno de Madrid la táctica que debía seguir, resumida en estos consejos: primero, intentar promover disensiones entre los marotistas que formaban el grupo moderado militar, por entonces fuerte y compacto; segundo, apoyar por debajo de cuerda a los absolutistas teocráticos e intransigentes para que atacaran a los marotistas, y tercero, impedir que los carlistas, partidarios de la transacción, se entendieran con los cristinos, de tenden[93]cias parecidas, pensamiento que era el que llevaba interiormente el padre Cirilo y la princesa de Beira.
A pesar de todas sus alharacas, la facción absolutista y teocrática sucumbió tan completamente a los golpes de Maroto, por la inercia de sus jefes y la cobardía de don Carlos, que todos los esfuerzos para reanimar el partido de los puros, así se llamaban ellos a sí mismos, y hacer que volvieran a la pelea contra los marotistas fueron inútiles. Los hombres más importantes de la facción apostólica aceptaron la derrota y la humillación, convencidos de que su causa estaba perdida.
Los absolutistas puros doblaron la cabeza. No se podía contar con ellos.
Por esta época, don Eugenio redactó y mandó imprimir una proclama falsa, dirigida a los navarros y firmada por el capuchino fray Ignacio de Larraga, confesor de don Carlos y uno de los expulsados después de los fusilamientos de Estella. Este padre Larraga, Pico de Oro, según los baztaneses, era un fraile un tanto grotesco. De confesor del duque de Granada, que era un viejo beato, lleno de escrúpulos religiosos, que rezaba a todas horas, en todos los rincones, había pasado a ser confesor de don Carlos, sustituyendo a don Pedro Ratón. Se decía que Larraga, en el sitio de Zubiri, y el general Ros de Olano lo confirmaba, había avanzado hacia los cristinos y les había echado una plática pedantesca, en medio de la cual, de cuando en cuando, decía con voz tonante: "Ego sum Pater Larraga secundum Apostolorum."
En la falsa proclama de Aviraneta, atribuída a Larraga, se aseguraba que Maroto y sus compañeros estaban vendidos a los liberales, que era lo mismo que estar vendidos al demonio.
[94] La alocución apócrifa terminaba así: "¡Viva la Religión! ¡Viva Navarra y sus voluntarios!"
Por entonces también escribió Aviraneta un papel que, traducido al vascuence, corrió mucho por las provincias. Era la carta fingida que escribía un labrador vascongado a un hojalatero, en la cual se intentaba sembrar la cizaña entre vascos y castellanos.
En esta carta se hacía la historia de cómo había empezado la guerra, y se echaba la culpa de la falta del éxito a los castellanos, flojos y poltrones, que para andar unas leguas necesitaban macho o burro.
Después de otras explicaciones, maliciosas para el vulgo, se aseguraba que los vascongados ansiaban la paz, y terminaba la carta con este refrán:
lo que quería decir que: "Al burro lerdo hay que darle arriero loco, y al asno muerto, la cebada al rabo."
De aquellas hojas, en vascuence, se introdujeron muchas en el campo carlista.
Recomendó también Aviraneta a sus comisionados de la línea de Hernani y de Andoain que mandaran poner tabernas y merenderos en los alrededores y que dejasen pasar sin dificultad hacia el campamento carlista a las chicas que quisieran ver a sus novios o a sus parientes.
De esta manera comenzaron a entablarse relaciones entre los de un campo y los de otro, y corrió por las filas carlistas esa idea, casi siempre precursora del abandono de una causa, la idea de que se estaban[95] haciendo componendas, a espaldas del ejército, y de que los jefes se preparaban a abandonarles y hacerles traición.
Desde entonces, como si se hubiera dado una consigna, todo el mundo comenzó a hablar de las penalidades de la guerra, de la vida miserable que se hacía, de la diferencia de trato entre los oficiales y la gente de tropa. La paz comenzó a aparecer como un estado de felicidad perfecta.
Los agentes aviranetianos hicieron conocer al pueblo y al soldado que el gran obstáculo para obtener la paz eran don Carlos y los hojalateros de Castilla, el uno ambicioso, y los otros gentes ricas, que no sentían la miseria de la guerra con sus rentas bien saneadas en fincas del Mediodía y en Bancos extranjeros.
Don Eugenio, por entonces, no descansaba; había entrado en correspondencia con un antiguo maestro de la niñez, don Mariano Arizmendi, hombre un tanto sombrío, de genio adusto, de gran influencia entre los personajes carlistas.
No se pusieron del todo de acuerdo Arizmendi y él; pero se habló entre ellos, repetidamente, de que para terminar la guerra era indispensable un convenio, palabra que corrió por el campo carlista y por el liberal.
Sin duda, en aquel momento, la palabra convenio condensaba las aspiraciones de los partidos. Los cristinos no se podían considerar triunfantes en la guerra, ni los carlistas completamente vencidos; era, pues, indispensable que unos y otros cedieran algo en sus respectivos puntos de vista.
Al mismo tiempo que se verificaba aquella transformación en las ideas, don Eugenio iba preparando los documentos falsos que había de utilizar en el le[96]gajo que pensaba introducir en la corte de don Carlos. A este legajo llamaba el Simancas.
A pesar de que la Junta Carlista de Bayona le espiaba constantemente y le seguía los pasos, don Eugenio tenía relaciones con algunos de los carlistas más perspicuos.
Una de las personas que le dieron datos acerca de las divisiones y rencillas del campo de don Carlos fué don Manuel Mazarambros, ex relator del Consejo de Castilla. Mazarambros, persona inteligente, estaba enfermo, hipocondriaco, y no quería tomar parte activa en la política. Mazarambros se hallaba en correspondencia con el intendente Arizaga, hombre corrompido, muy sagaz, de mucho cuidado, uno de los amigos y consejeros de Maroto, y por él llegaba a saber Aviraneta lo que se pensaba en el Cuartel General. También se aprovechó don Eugenio de las indicaciones de su amigo Vinuesa.
Cuando los expulsados por Maroto llegaron a Francia, Aviraneta tenía confidentes en los dos campos carlistas y sabía día por día y hora por hora lo que hacían los unos y los otros.
La acción de los marotistas era más pública y había informes oficiales de ella; la de los antimarotistas, más secreta.
Don Eugenio estaba en relación con el coronel Aguirre, uno de los antimarotistas exaltados, y éste le escribía a la semana dos o tres veces. Lo mismo hacían Bertache y Orejón.
Para las intrigas de los antimarotistas de Bayona contaba con María de Taboada y con don Francisco Xavier Sánchez de Mendoza, a quien Aviraneta había conocido por Alvarito, y al que convidaba a comer algunas veces en la posada de Iturri, de la calle de los Vascos.
[97] Pero aún tenía don Eugenio otros informes. Los fanáticos intransigentes, enemigos de Maroto, habían formado sociedades secretas, verdaderos clubs, en los cuales se conspiraba de continuo contra el general.
Los dos clubs principales antimarotistas estaban: uno, en Azpeitia, y el otro, en Tolosa.
En el de Azpeitia, Aviraneta tenía como confidente a un tal Odriozola, capitán del ejército carlista, hombre ya viejo, que había estado en América, donde perdió la carrera por jugador, y que atribuía su desgracia a Maroto; en el de Tolosa, un oficial llamado Rezusta, que odiaba a Maroto por su poca religión, lo que no era obstáculo para que él mismo fuera uno de los oficiales más descreídos del ejército de don Carlos.
Aviraneta tenía muchos enemigos en Bayona. Los carlistas desconfiaban de él, y, aunque no sabían por quién ni por qué trabajaba, claramente comprendían que no era para ellos. Al mismo tiempo, Valdés, el de los gatos, Salvador y Martínez López, lo desacreditaban en todas partes. La pretensión de Aviraneta de ser un patriota y un liberal entusiasta, de convicciones, les ofendía profundamente. Ellos, granjeros sistemáticos, iban con el que más pagara. Les parecía muy natural cambiar de partido, si esto les convenía. Martínez López escribía libelos a favor o en contra. El último lo hizo adulando descaradamente al conde de San Luis, poco antes de la Revolución de 1854.
En el Consulado de España todos eran enemigos de don Eugenio, comenzando por el cónsul Gamboa.
Este tenía, por entonces, un agente que era su brazo derecho, don Prudencio Nenín, antiguo comerciante de Bilbao, establecido en Bayona, hombre activo y enérgico. Nenín tenía negocios con el cónsul, había intervenido en la primera empresa de Muñagorri y vivía en la fonda de Francia.
A esta fonda se había trasladado también por en[99]tonces Aviraneta, comprendiendo que era más fácil entrar y salir en un hotel, sin ser espiado, que en una casa particular.
Nenín andaba siempre detrás de Aviraneta, siguiéndole los pasos, cosa que desagradaba profundamente a don Eugenio; este espionaje de los liberales, de los suyos, no lo podía resistir.
Por entonces apareció en la fonda un matrimonio algo misterioso: el conde y la condesa de Hervilly, a quienes Nenín comenzó a acompañar constantemente.
El conde parecía un hombre extraño, triste, de aire siniestro, muy atildado, siempre con guantes. Tenía una cara pálida, fina, de hombre inteligente; una voz opaca y sin timbre, y hablaba de una manera un tanto fría y desdeñosa.
Se decía que era hijo o sobrino de un general francés legitimista, del mismo título, y, según se afirmó, pensaba entrar en España y alistarse en el ejército carlista, cosa un poco rara, porque cojeaba bastante al andar.
El conde formaba en el grupo de aristócratas extranjeros legitimistas que se consideraban con derecho a intervenir en España. A la cabeza de este grupo se hallaba el príncipe de Lichnowsky.
El príncipe de Lichnowsky era un alemán orgulloso, fantástico. Creía que su título de príncipe le autorizaba a todo. Pasó en España una larga temporada en las filas carlistas. Unos años después de la guerra, estando en su país, cuando la revolución de 1848, le hicieron miembro del Parlamento de Francfort. Allí pretendió tratar con desprecio y con altivez a los republicanos, y en un motín popular le mataron en las calles.
El conde de Hervilly era un legitimista, un rea[100]lista, para quien el mundo tenía dos hemisferios: uno, el de los aristócratas, con todos los derechos, y otro, el de los no aristócratas, con todos los deberes.
La condesa de Hervilly, mujer muy guapa, cubana o mejicana, hablaba el castellano y el francés a la perfección.
Nenín presentó Aviraneta al conde y a la condesa. A don Eugenio le dieron los dos una impresión de misterio, de desconfianza. Le chocó que tuviera ella deseos de intimar con él. El conspirador no era vanidoso y sabía muy bien que no estaba en el caso de hacer efecto en las mujeres. La curiosidad que manifestó la condesa de Hervilly por su vida le impulsó a enterarse de quién era aquella señora curiosa.
Pidió a los mozos del hotel y a la dueña informes de la dama. La pintaron como una persona extraña, de gustos exóticos, perezosa, ardiente, muy caprichosa. Le gustaban mucho las flores, los perfumes, el vivir perezoso e indolente.
Se llamaba Sonia. Unos decían que era cubana, otros que haitiana, otros que gitana y otros que judía o rusa. Al parecer, tenía al marido dominado.
¿Qué hacía este matrimonio en Bayona? ¿Por qué estaban allí? ¿Qué esperaban? Los del hotel no lo sabían.
La condesa de Hervilly aparecía en el comedor del hotel acompañada de su esposo y de Nenín y visitaba con su marido el Consulado de España.
El conde se manifestaba siempre muy amable y galante con su mujer.
Aviraneta pensó que, si había alguien en Bayona que supiera algo de aquellos condes misteriosos, tenía que ser Luci Belz, la empleada de la fonda del Comercio, y fué a verla.
Luci Belz le dijo que se decía que la condesa de[101] Hervilly era una aventurera, cómica o bailarina, que había tenido muchos líos. No era fácil comprender si el señor conde estaba enterado de las aventuras de su mujer; pero, al parecer, no lo estaba.
—Yo me he de enterar mejor—concluyó diciendo Luci.
Unos días después, la empleada del hotel del Comercio llamó a Aviraneta. Se había enterado de varias cosas. El conde de Hervilly, según se decía, era un hombre un tanto monstruoso: le faltaba casi por completo una pierna y llevaba para andar una de goma. De sus dos manos, la izquierda era como la de un pato, con una membrana entre dedo y dedo; en cambio, la derecha era de una fuerza enorme. Si alguna vez el conde se caía, rehusaba ayuda para que no notasen que le faltaba la pierna. El explicaba su torpeza diciendo que estaba reumático. Sobre aquel cuerpo estropeado, el conde tenía una cabeza distinguida; pero, al parecer, esta cabeza no tenía pelo y lo sustituía una peluca entre gris y negra. El conde se ocupaba de algunos trabajos históricos y pasaba mucho tiempo encerrado en su cuarto. El conde trataba a la condesa con gran galantería y ella tenía también para él muchas atenciones.
Poco después, doña Paca Falcón, que era amiga de Aviraneta y estaba enterada de la vida de toda la gente de Bayona, le contó que se decía que el conde de Hervilly había conocido a Sonia, su mujer, en París, donde vivía con un tabaquero cubano, que pasaba por tío suyo; pero que, al parecer, era su amante. El conde quedó enamorado de ella como un loco, al verla, y a los dos días pidió su mano.
Ella parece que le contestó:
—Consúltelo usted con mi tío.
[102] El conde fué a ver al tabaquero y éste le dijo con marcado acento de mal humor:
—Esta muchacha no es mi sobrina, sino mi querida.
—¿Así que usted no tiene ninguna autoridad ni derecho sobre ella?
—Yo, ninguno.
—Muy bien.
Al día siguiente, Hervilly pidió a Sonia que se casara con él y se casaron. Al poco tiempo el conde se desafió con el tabaquero y lo mató de un tiro.
La historia le pareció bastante extraña a Aviraneta.
La condesa tenía un criado todo un tipo extraño. Era un americano mestizo de indio, moreno, delgado, tostado por el sol, con una cara impasible e inmóvil, los pies muy chicos y las manos muy pequeñas; hombre que hablaba el español, el francés y el inglés con perfección, pero muy lánguidamente. Se llamaba Fernandito. Aviraneta pensó que debía ser mejicano e intentó interrogarle y hablarle de su país; pero Fernandito el indio no contestó. Este autómata no parecía tener vida más que ante sus señores.
La Falcón le contó a Aviraneta que se decía que a Fernandito, Sonia le había encontrado una noche en una calle de París, tendido en un banco, abandonado y gravemente enfermo.
Sonia parece que lo llevó a su casa, lo cuidó y lo salvó, y desde entonces el indio se había convertido en un perro de presa de aquella mujer, por la que tenía un entusiasmo sin límites. Todos estos detalles no eran para tranquilizar ni inspirar confianza en aquella gente.
Días después Aviraneta vió en el comedor de la[103] fonda de Francia a la condesa de Hervilly con la señora de Vargas. El se inclinó ceremoniosamente y ellas le saludaron, sonriendo; pero don Eugenio no quedó muy tranquilo. Ya sabía que Fermina se creía con motivo para odiarle; pero la otra, la condesa, ¿qué motivo podía tener contra él?
Unos días después de los fusilamientos de Estella fueron expulsados como intrigantes, por Maroto, más de treinta personas de las principales de la corte de don Carlos, que pertenecían al partido apostólico. Estas personas marcharon a Francia, escoltadas por una compañía alavesa, al mando del general Urbiztondo, que llevaba como ayudantes al coronel Eguía y al teniente coronel Errazquin.
Al llegar a Vera hubo entre los desterrados grandes discusiones y protestas. Estaban allí el obispo Abarca con su secretario Pecondón, el canónigo guerrillero don Juan Echevarría, don José Arias Teijeiro, los generales Uranga, Mazarrasa y García; el brigadier Valmaseda, el padre Larraga, el médico don Teodoro Gelos, cirujano de don Carlos; el padre Domingo de San José, predicador del Real. Estaban también don Diego Miguel García, el que había sido confidente del general González Moreno, cuando se preparó la emboscada a Torrijos en Málaga, y doña Jacinta Pérez de Soñanes, alias "la Obispa".
Al pisar el suelo francés, cada uno de los desterrados expuso su preocupación. Arias Teijeiro, el galleguito herborizador, ardía por vengarse de Maroto y[105] pensaba marchar cuanto antes a reunirse con Cabrera en el Maestrazgo; el canónigo don Juan Echevarría esperaba sublevar las tropas navarras contra Maroto y apoderarse del Poder; don Diego Miguel García se preocupaba únicamente de sus maletas, llenas de dinero; doña Jacinta pensaba en su querido obispo de León y éste hablaba de los dolores del Crucificado, considerando, sin duda, sus gruesas nalgas y su abdómen piriforme como semidivinos; Arias Teijeiro habló a todos sus partidarios, dándoles instrucciones, y como el coronel Aguirre quería volver al valle de Araquil, donde estaban acantonadas las tropas que mandaba él, le instó a que abandonara el proyecto y entrara en Francia, pues de lo contrario se exponía a que Maroto le hiciera fusilar, abriendo de nuevo la causa por la muerte del brigadier Cabañas, en la que Aguirre estaba complicado.
Aguirre se decidió por ir a San Juan Pie de Puerto a esperar el levantamiento anunciado de los apostólicos y los demás personajes se dirigieron a San Juan de Luz, desde donde el Gobierno francés los envió a distintos puntos próximos.
Al parecer, el general Urbiztondo, al llegar a la raya de la frontera, se despidió de los carlistas con gran indiferencia, lo que indignó a los desterrados, que a voz en grito le acusaron de traidor.
Don Antonio de Urbiztondo y Eguía, el donostiarra, era poco clerical, y, a pesar de estar entre las filas carlistas, se le tenía por contagiado con el liberalismo y por francmasón.
Sus ascendientes, los Urbiztondos, de San Sebastián, habían sido revolucionarios y afrancesados, hasta el punto de trabajar por la separación de Guipúzcoa de España y su incorporación a la República Francesa durante la primera revolución, por lo que fueron[106] condenados a penas graves por un Consejo de guerra español.
Don Antonio de Urbiztondo tenía la levadura liberal. Se contaba que en un pueblo de Cataluña, donde mandaba como general las tropas catalanas, alojó en un convento algunos de sus soldados y pensó llevarse las cañerías y los cacharros de plomo que encontró allí para fundir balas.
El delegado castrense por don Carlos en el Principado, que era el obispo de Mondoñedo, negó el permiso para ambas cosas, considerando la tentativa una irreverencia y un sacrilegio, y Urbiztondo, con gran desdén, contestó: "Que únicamente así se podía hacer la guerra; que si hubiera objetos de plomo en las iglesias se apoderaría de ellos, aunque se ofendiera el obispo, y que se llevaría, con permiso o sin él, hasta las zapatillas del Papa, si eran de plomo".
Estas palabras produjeron en el partido carlista un asombro y una indignación, que fueron, en parte, causa de que Urbiztondo estuviera mucho tiempo de cuartel, hasta que Maroto, nombrado general en jefe, le llevó de nuevo al servicio activo.
Urbiztondo, por equivocación, había sido carlista. Era un militar inteligente, hombre de mucho nervio. Fué de los buenos generales del carlismo. Pasado al ejército de la Reina, después del Convenio de Vergara, fué capitán general de Filipinas, en cuyo mando estuvo muy acertado; después, ministro de la Guerra con Narváez, en 1856, y al año siguiente murió en un duelo en un salón del Palacio Real, por una cuestión de etiqueta, batiéndose con un oficial que le había prohibido la entrada. Al menos esta fué la voz popular.
—Probablemente—dijo Urbiztondo a los desterrados, al llegar a la frontera—, pronto tendré yo también que venirme a Francia.
[107] —Es muy posible—le contestó doña Jacinta de Soñanes, "la Obispa", con retintín—; pero no será por la misma causa que nosotros ni por el mismo camino.
—Si es posible, que salga por Behovia—replicó el general, sin dar ninguna importancia a la alusión.
Esto ocurría a principios de marzo.
Ya habían llegado a San Juan de Luz y a Bayona los expulsados por Maroto, cuando un día el cónsul Gamboa llamó a don Eugenio de Aviraneta y le dijo:
—Deseaba mucho hablar con usted y hoy mismo pensaba llamarle.
—¿Qué pasa?
—El subprefecto y yo estamos todavía indecisos, sin saber qué partido tomar con los personajes carlistas expulsados por Maroto.
—Pues, ¿por qué?
—El subprefecto es de opinión que se interne a esos carlistas a cuarenta o cincuenta leguas de la frontera. Yo no sé qué hacer. He preguntado al Gobierno, que no contesta. ¿A usted, qué le parece?
—Hay que dejarles vivir en la frontera—contestó don Eugenio—. ¿Para qué internarlos? El vigilar a un político, no teniéndole encerrado en la cárcel, es imposible. Además, estos emigrados, con sus maniobras, nos han de ser útiles a nosotros.
—¿Cree usted...?
—Claro que sí. A nosotros no nos pueden hacer daño alguno.
—¿Supone usted que conspirarán?
—Están conspirando ya.
—¿Contra quién?
—¡Contra quién ha de ser: contra Maroto!
—¿Usted supone que eso nos conviene?
[108] —Claro que sí. Hoy, Maroto es la única fuerza respetable del carlismo. Alejar de la frontera ese foco de discordia para los enemigos sería una verdadera tontería.
—Sí. Quizá tenga usted razón. ¿Usted cree que esa gente tiene algún plan determinado?
—Sí; sus propósitos son sublevar los batallones navarros contra Maroto.
—¿Quién los dirige?
—El principal caudillo es el cura Echevarría.
—¿Y usted cree que alcanzarán su objeto?
—Creo que se sublevarán más pronto o más tarde.
—Su éxito no sería un bien para nosotros. Harían de nuevo la guerra cruel.
—¡Bah! No tendrán éxito. No harán más que dividirse.
Gamboa comprendía que lo que le decía Aviraneta era muy lógico y decidió indicar al subprefecto que no se molestara a los desterrados.
Esta fué la razón por la cual las autoridades francesas dejaron en Guethary al obispo de León; en Bayona y sus alrededores, al cura Echevarría, a don Basilio y a otros jefes carlistas y al coronel Aguirre, en San Juan Pie de Puerto; determinaciones todas que los periódicos de Madrid comentaron con la petulancia y la tontería habitual en ellos.
Don Eugenio no dijo a Gamboa que alguno de aquellos carlistas trabajaban secretamente para él, y que el coronel Aguirre, comandante del quinto batallón de Navarra, fanático apostólico e intransigente, en cuyo batallón servían de oficiales García Orejón, Luis Arreche (Bertache), y otros muchos, estaba subvencionado por el Gobierno de la Reina para sublevar las tropas contra Maroto.
Por entonces, uno de los centros de los expulsados por Maroto comenzó a ser la casa de campo que tenía en los alrededores de Bayona don Sebastián Miñano.
Miñano el elegante, el antiguo abate afrancesado, el antiguo secretario del mariscal Soult, era un escéptico, un volteriano, que no creía en nada; pero como todos los escépticos, se inclinaba en su madurez al despotismo, por considerar que era un sistema de vida más tranquilo, más reposado y menos turbulento que el régimen liberal.
Miñano vivía con mucha comodidad y cobraba de los dos bandos, del carlista y del cristino; para los dos era casi un oráculo.
El abate protegía a su hijo natural don Eugenio de Ochoa, que llevaba una vida de joven rico en Francia.
La casa de Miñano tenía gran interés para aquellos carlistas, la mayoría bárbaros y cerriles, que venían del campo; allí hablaban con legitimistas franceses elegantes, perfumados y con los bigotes llenos de cosmético, con moderados españoles, con gacetilleros y hasta con damas distinguidas.
[110] Muchas veces iban a saludar a Miñano, Valdés, el de los gatos, que en política era también del género epiceno; Salvador, el traidor a la Isabelina y enemigo acérrimo de Aviraneta; Martínez López, el libelista, agricultor y gramático; don Vicente González Arnao y su secretario Pagés; Muñagorri, el cónsul Gamboa y todos los españoles influyentes que se encontraban en Bayona.
Formaban con frecuencia juntas carlistas en casa de Miñano, el obispo Abarca, el cura Echevarría, Lamas Pardo, don Basilio, los Labanderos, doña Jacinta Soñanes, alias "la Obispa", y otros.
Generalmente se avisaban con antelación, se discutía, y al último, el abate era el que decidía casi siempre las cuestiones. No se acordaban los expulsados de que Miñano era el autor de las cartas del Pobrecito Holgazán, que tanto contribuyeron en España a desacreditar al clero, y sobre todo a los frailes, ni de que había sido afrancesado y liberal.
El obispo de León, don Joaquín Abarca, que tenía su residencia de emigrado en Guethary, era un señor grueso, aragonés, pedante y sabihondo, que se creía una lumbrera. Vestía hábito, con ribetes de violeta; tenía por secretario a un intrigante que se llamaba Ramón Pecondón, y como inspiradora o Ninfa Egeria a doña Jacinta de Soñanes, alias "la Obispa", que se desvivía porque a Su Ilustrísima no le faltase el chocolate o el caldo a su hora.
El obispo de León estaba muy preocupado con la marcha de los acontecimientos; pensaba que había disminuído su prestigio personal en el campo carlista y esto lo achacaba a manejos de Maroto, a quien odiaba evangélicamente.
Abarca le tenía mucho miedo a su secretario Pe[111]condón y algunas cuestiones reservadas las trataba sólo cuando Pecondón no estaba delante.
El otro cantertulio, don Diego Miguel García, era hombre de ojos hundidos, cejas espesas, mirada oblicua y sonrisa fina y sarcástica.
García era hombre de sangre y de cieno que no había pensado nunca más que en reunir oro, fuese como fuese. Había sido agente confidencial de Fernando VII durante mucho tiempo en sus intrigas tenebrosas con Regato, Salvador y otros tipos de reptiles de la misma índole. García fué el que le engañó a Torrijos en Málaga, valiéndose de un coronel, que pasaba por liberal. Este llevó a la playa a los liberales y les entregó al general González Moreno. García era entonces de la sociedad teocrática el Angel Exterminador.
Labandero, el padre, era hombre débil y mediocre, que no tenía agresividad ninguna, y que se lamentaba constantemente de sus enfermedades y de sus desgracias.
El cura Echevarría, el ex canónigo de los Arcos, era un bárbaro; fuerte, rojo, robusto, muy corpulento, de formas atléticas. Se le veía pasar con frecuencia por las calles de Bayona con un redingote negro y un sombrero de copa como un tubo. El cura Echevarría parecía rebosar salud; sus mejillas, infladas, tenían el color de las manzanas y sus ojos eran negros y brillantes.
El cura Echevarría era un tipo de estos de franqueza simulada, que se da mucho entre aragoneses y navarros de la Ribera. Toda esta supuesta franqueza consiste en hablar en un tono rudo; pero no pasa de ahí, porque debajo del tono rudo las gentes saben emplear la maquinación y la perfidia como los hombres de las demás regiones y de los demás países.
[112] El cura Echevarría era terco y bruto con los inferiores y adulador de los más rastreros y serviles de don Carlos; había vivido durante toda la guerra civil como un príncipe, siempre en banquetes, fiestas, viajes y ceremonias. Era el agente de los navarros y tuteaba a todos los oficiales y trataba a la gente con un despotismo bárbaro.
El cura Echevarría y Abarca, el obispo de León, visitaron varias veces a don Sebastián Miñano y le pidieron consejo. A todo trance querían los dos eclesiásticos sublevar los batallones navarros contra Maroto y establecer en el Real un Gobierno teocrático; pero querían hacerlo con las mayores garantías posibles.
Para estos católicos absolutistas la cuestión principal en su partido era la lealtad al Rey; se consideraban como criados del Monarca y pensaban que ser leales a su persona era el mejor homenaje a la causa. El ser inteligente o capaz, esto era accesorio para los dos eclesiásticos.
Ellos comenzaban a pensar que Maroto, victorioso, no se diferenciaría gran cosa del Espartero, y que no valía la pena de hacer la guerra para un resultado parecido.
Miñano les aconsejaba la calma para encontrar una buena ocasión de intervenir. El abate, con su diplomacia y su labia, se había convertido en un oráculo para los carlistas intransigentes, como lo era también para los cristinos moderados.
Cosa extraña. El antiguo abate, ex prebendado de Sevilla, ex secretario de Soult, ex constitucional, ex anticlerical, ex periodista de El Censor, ex geógrafo, se había hecho protestante; era lector de Víctor Hugo, Balzac y Sainte Beuve, y traducía por entonces la[113] Historia de la Revolución Francesa, de Thiers, para el impresor Baroja, de San Sebastián.
De acuerdo con el centro apostólico y antimarotista, una veces, y otras en contra, funcionaba la tertulia del marqués de la Lalande. Era una tertulia de aristócratas, de legitimistas y de extranjeros. A ella pertenecían el conde de Hervilly, el barón de Batz, Montgaillard y el intendente Arizaga. Había entre ellos personas inteligentes y su jefe en el campo carlista era el príncipe de Licknowsky. Este grupo hizo un proyecto de transacción con el asentimiento de Maroto. Se quiso que lord John Hay diera su anuencia al plan; pero al último, y después de vacilar mucho, el lord marino no la dió.
En aquellas circunstancias, Aviraneta vió con claridad que el núcleo fuerte del carlismo se encontraba en Maroto y su gente. Si se quería deshacer el carlismo había que atacar a Maroto por todos los medios posibles.
Era el momento de introducir el Simancas, el conjunto de documentos falsos fabricados por Aviraneta en el Real de don Carlos.
La cosa no era fácil; había que hacer que el Simancas pasara a manos del Pretendiente, como si llegara del campo carlista; sin producir desconfianza alguna acerca de su autenticidad, legitimando su procedencia. ¿Quién podía llevar los documentos? Un partidario de la Reina sería sospechoso para la gente del Real; un carlista, ganado por dinero, muy expuesto. Sólo un legitimista francés que hubiese estado a sueldo podía desempeñar con relativa facilidad esta misión peligrosa, para la cual indudablemente se necesitaba valor y perspicacia.
Aviraneta había conocido a Frechón, el dependiente de Chipiteguy, en la casa del Reducto y había hablado con él en la posada de Iturri. Pensó que quizá él le podría servir.
[115] Don Eugenio le llamó, le halagó un poco, le escuchó con atención, y le dijo que volviera, quizá entre los dos podrían hacer un buen negocio.
—¿Usted se atrevería a ir a España con una comisión?—le preguntó Aviraneta.
—No; ahora no puedo ir.
—¿No tiene usted algún conocido de confianza para darle un encargo difícil para España?
—¿Un francés?
—Sí
—Tengo un amigo que quizá sirviera.
—¿Ha estado en España?
—Sí, muchas veces. Ahora que ha trabajado para los carlistas.
—¡Ah!
—Pero lo mismo le da trabajar por los liberales.
—¿Y habla español?
—Tan bien como usted.
—¿Quiere usted avisarle?
—Sí; pero, ¿qué gano yo con eso?
—Hombre, dígame usted qué quiere que le dé por la noticia.
—Nada; yo traeré a ese amigo mañana.
Al día siguiente Frechón se presentó en el Hotel de Francia con su amigo, Pablo Roquet.
Roquet era un comerciante que había tenido una casa de comisión en Behovia; tipo de hombre de vida misteriosa, que hablaba tan bien el español como el francés.
Roquet se presentó como un señor amable, de unos cuarenta años, moreno, delgado, con el pelo que comenzaba a blanquear en las sienes, vestido de negro. A pesar de su aspecto relativamente joven, tenía más de cincuenta años.
Le citó don Eugenio para el día siguiente; lo tanteó[116] y vió que era hombre muy hábil y muy insinuante. Tomó informes suyos y supo que había quebrado varias veces, que era viudo y que vivía con una modista. Doña Paca Falcón conocía a esta pareja.
Roquet tenía algo de reptil, quizá sin mucho veneno; buscaba el enriquecerse, a poder ser, sin perjudicar a nadie. Si se perjudicaba alguien, ¿qué se iba a hacer? El torpe que se fastidiara.
Propuso Aviraneta a Roquet que fuera él el encargado de introducir en el Real de don Carlos el conjunto de documentos falsos, bautizado con el nombre de Simancas.
Roquet era, sin duda, persona muy apropiada para comisión semejante y comprendió en seguida su importancia.
Roquet exigió al principio mucho dinero y amenazó un poco insidiosamente con descubrir el hecho a los carlistas. Aviraneta pensó que había dado un paso en falso y se alarmó. Por una inspiración momentánea, fué a visitar a un antiguo policía retirado, el señor Masson, que vivía en una casa de campo de los alrededores de Bayona y le pidió datos sobre Roquet. Masson se los dió y le mostró una ficha que guardaba de él.
Pablo Roquet, llamado Juan Filotier, alias "la Ardilla", alias "la Dulzura", había vivido en Burdeos con el nombre de García y era conocido en Bayona por Roquet. Era un hombre hábil, metido en negocios difíciles. Había vivido bordeando el Código Penal hasta caer en su red. Había estado procesado varias veces por estafa y pasado mucho tiempo en la cárcel. Con estos antecedentes, Aviraneta esperó a Roquet a pie firme y se entendieron.
Roquet, cuando vió que Aviraneta conocía sus antecedentes, se amansó. Aviraneta le dió lo que pudo y[117] le prometió varias cosas, unas factibles y otras imaginarias. Se pusieron de acuerdo Roquet y don Eugenio en lo que se había de decir al llevar el Simancas al Real de don Carlos. Aviraneta había inventado una historia. Era así:
Un legitimista francés de escasos recursos, que habitaba en Bayona y que alquilaba un gabinete con su alcoba, había tenido como huésped a un español que llevaba como equipaje un baúl y una maleta. Este español, después de pasar un mes en la casa, tuvo que salir precipitadamente y sin equipaje de Bayona; sin duda, alguien le perseguía. El español recomendó al francés legitimista que le alquilaba el cuarto que tuviera cuidado con su baúl y su maleta. Unos días después, el hijo del legitimista, un muchacho de diez a doce años, jugando, encontró una llave en un rincón, ensayó si la llave venía bien para el baúl, lo abrió y halló dentro unos documentos y una caja de cartón. El chico los miró y se los enseñó a su padre, que se enteró de lo que eran. El legitimista, por un lado, quería que lo que había descubierto por casualidad sirviera a don Carlos; pero por otro, no quería aparecer como un hombre capaz de un abuso de confianza...
—Está bien—dijo Roquet al oír la explicación.
Ya puestos de acuerdo los dos, don Eugenio escribió una nota para que Roquet se la entregara a los jefes Lanz y Soroa, que ya de antemano habían estado en relaciones con él y que eran de los afiliados al partido apostólico.
Les decía en la nota lo siguiente:
"Existe una trama infernal contra don Carlos, de la cual es jefe Maroto. Maroto proyecta inutilizar para siempre a Carlos V. Esta conjuración se rige por una Sociedad secreta, establecida entre los generales marotistas del Real, y esta Sociedad, de fines siniestros, de[118]pende de otra instalada en Madrid, la Sociedad Española de Jovellanos, que es en principio masónica. La Sociedad de Jovellanos y la marotista del Real se comunican por un comisario que habita en Bayona. Gran parte de los documentos que prueban la conjuración están en poder de una familia francesa legitimista, que vive en los alrededores de Bayona. El dador podría conseguir algunos de esos papeles."
Aviraneta pensó que para aquellos fanáticos intransigentes la existencia de una Sociedad secreta así no era cosa muy difícil de creer, porque ellos mismos tenían Sociedades secretas, verdaderos Clubs, en que se conspiraba contra Maroto.
Roquet, bien aleccionado, marchó a España, y días después, al volver, se entrevistó con Aviraneta. Había hablado con Soroa, con Aldave, que era jefe de la frontera, y con Lanz, y decían éstos que necesitaban pruebas de la traición de Maroto. Aviraneta redactó otra explicación y unió a ella tres cartas, que en el argot de la masonería se llaman planchas, en las cuales aparecía Maroto nada menos que como Gran Oriente, y una comunicación de la Sociedad Española de Jovellanos, S. E. B. J., firmada por el Directorio General Jovellanos, en la que se aludía a Maroto claramente y al proyecto de transacción entre moderados cristinos y carlistas. El comunicado terminaba con estas palabras: "Salud, Moderación y Esperanza".
Roquet fué a Tolosa y se avistó de nuevo con Soroa y otros militares del bando exaltado y les mostró las cartas en las cuales Maroto figuraba como gran jefe de la masonería.
El revuelo que produjo aquello fué enorme. Los militares carlistas tuvieron una junta magna y nombraron una comisión para visitar a don Carlos en Durango; pero al pedir audiencia al Rey, los marotistas, que[119] lo tenían continuamente cercado, consiguieron que se la negasen.
Volvieron los de la comisión a Tolosa, celebraron otra asamblea y en ésta algunos oficiales propusieron matar a Maroto; pero uno de los comandantes jóvenes, un alavés, se opuso; dijo que no, que era indispensable primeramente apoderarse de todos los documentos que había en Francia acusadores de Maroto, y teniéndolos, prender al general, llevarlo ante un Consejo de guerra, juzgarlo y condenarlo a muerte legalmente.
La junta se conformó con esta opinión, y como todos estaban ansiando tener los documentos acusadores contra Maroto, le indicaron a Roquet que volviera a Francia y que los llevara.
Para facilitarle la empresa le dieron escolta y una contraseña para el cura de Sara. El cura de Sara, agente carlista, al saber la comisión de Roquet, le acogió con gran entusiasmo y le dió una carta para que visitara en Guethary al obispo de León.
Roquet se presentó con gran misterio el 9 de junio al obispo; le contó a solas, sin que estuviera delante su secretario, lo que había pasado en Tolosa con los militares y le mostró las tres cartas masónicas en las que aparecía Maroto como gran jefe de la masonería.
El obispo Abarca quedó petrificado y asustado; apenas se atrevió a tocar aquellos papeles infernales; pero, por otra parte, se alegró de que hubiera datos para probar la traición de Maroto y aplastarlo para siempre.
—El asunto es importantísimo—le dijo el obispo a Roquet—. Yo quisiera tener una conferencia con ese francés que posee los documentos, con esa alma pura y noble que la Divina Providencia ha dispuesto sea[120] el instrumento de salvación de la preciosa vida de Su Majestad.
Al decir esto, el obispo unió sus manos cruzadas a la altura de la boca y puso los ojos en blanco.
Al deseo expresado por el obispo contestó Roquet diciendo que el francés legitimista que tenía los documentos no quería dar la cara porque se hallaba en una situación económica angustiosa y pretendía un destino del Gobierno de Luis Felipe, y no le convenía aparecer como carlista y menos como hombre capaz de hacer un abuso de confianza. Que lo que quería este francés era algún auxilio en dinero.
—Lo tendrá. Lo tendrá—dijo el obispo.
Inmediatamente don Joaquín Abarca mandó que les sirvieran el almuerzo a Roquet y a él, y después decidió ir con el francés a Bayona a visitar a Miñano.
En el camino el obispo no hizo más que hablar de aquellos preciosos documentos. Al llegar a Bayona fueron Roquet y él al Seminario a buscar al cura Echevarría que estaba alojado en una celda.
El día anterior, Aviraneta había enviado a don Francisco Xavier Sánchez de Mendoza a casa de Labandero.
Don Eugenio le indicó al hidalgo que dijera que se habían encontrado datos sobre la traición de Maroto y le convenció de que fuese a casa de Labandero, y si no a la de Lamas Pardo, y le contara a cualquiera de ellos, sin nombrarle a él, por supuesto, que se habían encontrado pruebas fehacientes de que Maroto pertenecía a la masonería, en la que tenía un alto cargo, y de que estaba preparando una gran traición.
Sánchez de Mendoza era conocido entre los carlistas como fiel a la causa y hombre de buenas intenciones, aunque fantástico y muy crédulo.
Labandero, al oír a Sánchez de Mendoza, no dió[121] gran crédito a la noticia; pero, por si acaso, avisó a Echevarría por si quería ir a su casa. Estaban hablando los tres, cuando aparecieron Roquet y el obispo de León, que venían del Seminario.
Al ver las cartas masónicas del Simancas, Echevarría y Labandero se quedaron maravillados.
Al día siguiente, Sánchez de Mendoza llamó a don Eugenio y confidencialmente le contó con detalles lo que había ocurrido.
Al parecer, cuando llegaron el obispo Abarca y Roquet a casa de Labandero y mostraron los papeles, decidieron todos tener una junta con el abate Miñano.
Echevarría avisó a don Basilio García y a don Florencio Sanz; Labandero, a Lamas Pardo; Pecondón apareció con el conde de Hervilly, y todos, en varios grupos, fueron a casa de Miñano. Sánchez de Mendoza quedó muy admirado al saber que el abate trabajaba por los carlistas y al ver su casa lujosa, su biblioteca llena de libros raros, los cuadros y los muebles.
En el despacho de Miñano, a puerta cerrada y con el mayor secreto, Roquet mostró las tres planchas masónicas. Pasaron de mano en mano y las examinaron con cuidado. A ninguno se le ocurrió la idea de una mixtificación y que aquello podía ser una falsedad.
—¿Qué hacemos?—preguntó el obispo.
—Hay que comunicar eso a don Carlos—contestó Miñano.
—Y cuanto antes—añadió Echevarría.
—¿Usted no tiene un agente en el Real?—preguntó Miñano al obispo.
—Sí: Enciso.
—Pues escríbale usted para que facilite el paso del señor Roquet a presencia de don Carlos.
[122] El obispo de León estaba asustado y no se atrevía a escribir la carta por temor a comprometerse.
—¿Cree usted que sea necesaria?—preguntó varias veces a Miñano.
—Sí; me parece indispensable.
Entonces el obispo redactó un corto billete, que decía así:
"Señor don Miguel Enciso: Tenga la bondad de hacer que el dador pueda hablar con nuestro principal en un asunto importante de comercio.—A."
Al terminar la reunión, Sánchez de Mendoza dijo en tono solemne y melodramático:
—Ahora, guerra a muerte a Maroto. ¡Abajo el traidor!
—¡Abajo!—contestaron todos con frialdad, pensando, sin duda, que era inoportuno dar gritos en una reunión secreta.
Después de muchas cábalas acerca de las consecuencias que podía tener el descubrimiento de las planchas masónicas, los apostólicos, en grupos, volvieron a Bayona.
Las reuniones en casa de Miñano se convirtieron con el tiempo en una junta carlista y apostólica, dirigida por el obispo de León, Echevarría, fray Antonio de Casares y Labandero, y en la que hacía de secretario Sanz, el hermano del general navarro fusilado en Estella.
Maroto lo supo un mes más tarde, y en un escrito que publicó, decía:
"Todos los avisos y partes que recibo por diferentes conductos indican una próxima revolución en el ejército y las provincias, la que parece es fomentada más particularmente por fray Antonio Casares, capuchino pagado que servía de capellán en el 5.º batallón de Navarra; por el reverendo obispo de León y por[123] el oficial que fué de secretaría de la Guerra don Florencio Sanz, secretario actualmente de una junta formada en Bayona, compuesta de los expulsados, y con acuerdo del cónsul en dicha plaza, por el Gobierno usurpador y revolucionario, en la cual hace también su papel el inmoral abate Miñano y otros inficionados en sus mismas doctrinas."
Maroto se engañaba respecto a Miñano; porque el abate no estaba inficionado en ninguna doctrina; más bien había conseguido desinficionarse de todas.
Al día siguiente, Roquet y don Eugenio tuvieron una larga conferencia en casa de Iturri; se pusieron de acuerdo en los más pequeños detalles, y poco después salía Roquet camino de España. El obispo de León le indicó al agente que si le veía a don Carlos le dijera que él, Abarca, garantizaba la verdad de la existencia de las cartas masónicas de Maroto.
Dos días más tarde estaba el francés en Tolosa; veía a don Miguel Enciso, le entregaba la carta del obispo de León, y después juntos Enciso y Roquet encargaban al coronel Soroa que se presentara al pretendiente con las cartas masónicas y con el recado del obispo de León.
Soroa y Roquet marcharon a Oñate y Roquet fué presentado al intendente general, don Juan José Marcó del Pont, que unos días más tarde dejó su cargo de intendente para ser ministro de Hacienda.
Marcó del Pont era enemigo rabioso de Maroto y enemigo desenmascarado.
Hacía unos días que Espartero había enviado a Maroto un periódico de Madrid, que contenía copia de las cartas interceptadas, enviadas por Arias Teijeiro desde el campo de Cabrera a don Carlos, cartas dirigidas bajo sobre a Marcó del Pont y en las que se insultaba y ponía como un trapo a Maroto.
[124] Maroto estaba dispuesto a echarle el guante a Marcó del Pont y a fusilarle. Marcó lo sabía y el odio se le acrecentó con el miedo.
Marcó del Pont se enteró del asunto de las cartas masónicas y llevó a Soroa y a Roquet a presencia de don Carlos.
El Pretendiente examinó las tres cartas masónicas; las leyó, reflexionó y dijo, disimulando la gran impresión que le producían (su único talento era éste: disimular):
—Esto, en el fondo, no tiene mucha importancia. Ya sabía yo que entre mis generales había algunos masones.
—Señor—replicó Soroa, poniéndose rojo de indignación, con una violencia de vasco fanático—: Los generales que estén en el ejército carlista y pertenezcan a la masonería, no pueden ser más que traidores.
—Si yo también lo creo así—dijo don Carlos.
Roquet calló.
—¿Y los otros papeles?—preguntó el Pretendiente.
—Los otros papeles los tiene ese señor legitimista de Bayona—contestó Roquet.
—¿Usted los ha visto?
—Sí.
—¿Qué son?
—Hay un pliego grande de papel que tiene este título: Cuadro sinóptico del triángulo del Norte de España; en él hay muchos óvalos a manera de lentes, pintados de verde y rojo.
—¿Hay nombres?
—No; en el centro de cada óvalo hay un número. En el lado de los verdes hay un letrero que dice: "Civiles". Y en el de los rojos se lee: "Militares". Encima del pliego, a la cabeza, hay muchos números y jeroglíficos que no hemos sabido descifrar. Hay, además,[125] una cajita de cartón con una esfera, con el nombre: "Esfera de luz" llena de signos parecidos a los de estas cartas.
—¿Y cómo ha llegado todo eso a Bayona?—preguntó don Carlos.
—Este legitimista que quiere presentar estos papeles es un hombre que se encuentra en mala situación y suele alquilar un gabinete con su alcoba. A ese gabinete vino un español con su equipaje y estuvo unos cuantos días; pero parece que alguien le perseguía, o que le mandaron algún recado urgente, porque el caso fué que tuvo que escaparse y recomendó al señor legitimista dueño de la casa que tuviera cuidado con su baúl. En esto, el hijo del legitimista, un muchacho de doce a trece años, abre por curiosidad el baúl, se encuentra con el pliego pintado y con la esfera de luz, y creyendo que eran juguetes, se los enseña a su padre.
—Y ese señor francés, legitimista, ¿no querría venir él mismo aquí con sus documentos?—preguntó el Pretendiente.
—No quiere, porque no le conviene que se sepa su nombre—contestó Roquet—. Está haciendo gestiones para conseguir un destino con el Gobierno francés, y si se supiera que había violado un secreto, tendría por ello muy mala nota.
—Yo le daría una cruz o un título si me proporcionara esos papeles—dijo el Pretendiente.
—El no está en situación para desear distinciones. El no quiere más sino hacer este servicio a la causa de Su Majestad para que vea quienes son los que le rodean. El dejaría los papeles durante quince días para que los examinaran detenidamente, bajo palabra de honor de que se los habían de devolver, y pediría por esto tres mil francos.
—Bueno, pues se le darán—dijo el Pretendiente.
[126] Por lo que contó Roquet, tanto don Carlos como Marcó del Pont estaban inquietos y recelosos y al mismo tiempo muy satisfechos con la perspectiva de dar la zancadilla a Maroto y acabar definitivamente con él. Hablaron el Rey y el ministro largo rato, retirados a un lado de la habitación. Don Carlos pensó en escribir una orden al gobernador de Vera para que facilitase y diese escolta a la persona portadora de los documentos cuando se presentara en la frontera; pero, al ir a escribir la nota, Marcó del Pont dijo que él mismo acompañaría a Roquet hasta Vera y diría al comandante de esta villa fronteriza, coronel Lanz, que cuando Roquet volviese a Bayona le llevasen con escolta hasta el Real.
El francés se comprometió a llevar los documentos, y Marcó del Pont le aseguró que, después de comprobar su autenticidad y su importancia, le entregaría tres mil francos para el legitimista y otros tres mil como garantía de que se le devolverían todos los papeles.
Mientras Aviraneta esperaba con ansiedad los resultados de la gestión de Roquet corrieron por Bayona muchas noticias. Se dijo que los antimarotistas de la Junta Apostólica iban a tener dinero para hacer más intensa la guerra.
El secretario de la Junta, don Florencio Sanz, se agitó y lanzó circulares, afirmando la vuelta al poder de los puros. Se añadió que el padre Larraga había ido a Turín y el general Uranga a Viena; que los dos traerían disposiciones y dinero en abundancia, y que en seguida la Junta Apostólica iría a ponerse de acuerdo con Cabrera y Arias Teijeiro.
Pocos días después el Faro de Bayona confirmó la noticia y añadió que Tarragual había pedido el pase al subprefecto para ir a Toulouse y luego a la frontera catalana.
Todo esto Aviraneta sabía que no tenía importancia; en cambio, por aquellos días supo por el Club antimarotista de Azpeitia una noticia importante.
Se trataba de hacer un empréstito de quinientos millones de reales a don Carlos por las casas Tastet y Francessin. Tastet había pasado al Real de don Carlos con una carta de los principales banqueros de In[128]glaterra ofreciendo al Pretendiente auxilios si se avenía a firmar el contrato en las condiciones que se le proponían.
El negocio era una combinación de comerciantes ingleses y franceses, dirigida a arruinar la poca industria española.
Tastet fué al Cuartel Real, y primero se vió con el padre Cirilo de la Alameda y éste quiso sacar tajada sin exponerse; pero Tastet era tan cuco como podía serlo el padre Cirilo y estaba dispuesto a no dar un cuarto sin garantías.
Aviraneta temía que, a pesar de que las condiciones eran duras, don Carlos, impulsado por la necesidad, firmase el empréstito para poder tener armas, caballos, efectos de guerra y dinero para pagar a las tropas.
Sabida es la frase del mariscal Trivulzi, que se ha repetido muchas veces:
"Tres cosas son necesarias para llevar bien una guerra: la primera, dinero; la segunda, dinero, y la tercera, dinero."
A esto se puede añadir la frase de Vespasiano, que el dinero no tiene olor; es decir, que lo mismo da que venga de arriba que de abajo; de las flores o del cieno.
Aviraneta, que veía un gran peligro en este empréstito, comenzó a trabajar en contra de él. Dió informes a los antimarotistas de Fermín Tastet, banquero bilbaíno, que había sido liberal y masón; hizo decir a los Clubs de Tolosa, de Azpeitia y de Bayona que el empréstito era una trama pérfida de Maroto para exterminar a los carlistas puros y al Pretendiente, pues dueño el general de este modo de las tropas, pagándolas espléndidamente haría lo que quisiera, transigiría con Espartero, sacrificando la causa de la legitimidad y del catolicismo. Esta era la expli[129]cación de que fueran liberales y masones los que ofrecían el dinero.
La idea lisonjeó a los fanáticos, se la apropiaron, y fué tal la enemistad que se produjo contra este empréstito, que Tastet tuvo que escaparse del Real y marchar corriendo a Francia. Los dos banqueros, el español y el francés, se manifestaron asombrados de la enemiga que había producido su proyecto.
Hablaron en Bayona con el marqués de Lalande y uno de los banqueros dijo:
—Sin dinero la guerra se acabará pronto.
El marqués de Lalande parece que añadió:
—Ya no tenemos guerra más que para unos meses.
Alberto Dollfus, alias Chipiteguy, tenía la manía de adquirirlo todo.
—La cuestión es almacenar, meter cosas en la tienda—decía él—. Siempre hay gente que quiera comprar.
El sistema no debía ser del todo malo, porque al parecer, y gracias a él, el chatarrero se enriqueció.
Un poco antes de que Alvarito Sánchez de Mendoza entrase en casa de Chipiteguy, el trapero había comprado varias figuras de cera de desecho que vendía un señor David, Curtius para el respetable público, dueño de un gabinete de figuras ceroplásticas que pasó por Bayona.
Estas figuras, el señor David, alias Curtius, las vendió, la mayoría, desnudas, como si fueran odaliscas, para un harén, y otras en piezas separadas, cabezas, piernas, brazos, como si se tratara de un género de carnicería. La mayor parte de las figuras ceroplásticas no tenían más que el tronco, algo del pecho, las manos y los pies. Chipiteguy se decidió a[132] dedicarse a la ceroplastia quirúrgica; pensó primero en restaurar sus figuras y a algunas las fortificó, metiendo a unas un palo por la pierna, para que hiciera de tibia, rellenando brazos y muslos con paja de maíz. Después, con cera derretida fué tapando los huecos de las caras y de las manos y, hecha esta restauración, pintó las mejillas con albayalde y bermellón.
Chipiteguy, que conservaba guardados en su almacén muchos trajes de mujer y uniformes de todas clases, pensó que unos y otros podían servir muy bien para vestir sus figuras, y sacó de sus almacenes chupas, casacas, calzones, fraques azules, enaguas, pañoletas, peinetas y demás.
La andre Mari y la Tomascha tuvieron que remendar muchas medias y puntillas por aquellos días. El señor David se había desprendido de sus muñecos, porque, además de estar un poco estropeados, eran muy conocidos de su numerosa clientela, y el buen Curtius, celoso del interés de su espectáculo, quería sustituír sus personajes antiguos por otros nuevos de militares, de asesinos y de envenenadores de más prestigio y fama.
Algunas de las figuras de cera compradas por Chipiteguy estaban identificadas; pero otras no. Probablemente el señor David, Curtius en la vida pública, había hecho pasar uno de sus muñecos unas veces por Enrique IV, otras por el gran Federico, por Mahoma o por el general Poniatowski, y había dama en cera que había sido, alternativamente, María Cristina de personajes de la Revolución francesa y de Inglaterra y la querida de Fieschi, el de la máquina infernal; sin contar otros antiguos avatares, desacreditadores de la ceroplastia y de la iconografía.
Chipiteguy encargó a Alvarito que en los ratos[133] perdidos mirase los periódicos ilustrados y las estampas de la trastienda para ver de identificar los personajes ambiguos y borrosos. Alvarito estuvo varios días pasando hojas y más hojas y llenándose de polvo, y no consiguió gran cosa. Entre las láminas que guardaba Chipiteguy había estampas raras, grabados antiguos alemanes de Alberto Durero y reproducciones de los cuadros del Bosco, de Holbein y de Cranach. Estas láminas se hallaban mezcladas con otras arrancadas de libros y con estampas populares de las Danzas de la Muerte, de la Historia de los cuatro hijos de Aymón, de Genoveva de Brabante, de los cuatro jorobados de Valladolid y con retratos y escenas de personajes de la Revolución francesa y el Imperio.
Chipiteguy puso también a contribución los conocimientos de un sobrino suyo, Marcelo Ezponda, ingeniero y profesor de una academia, aunque éste se ocupaba principalmente de cuestiones de química y mecánica.
—A ver si tú, Marcelo, me iluminas en este asunto—le dijo Chipiteguy.
—¿Qué hay que hacer?
—Quisiera identificar todas estas figuras de cera—indicó el viejo, señalando la fila de siniestros personajes, que estaban unos casi enteros, sostenidos en la pared, y otros a trozos en el suelo, como en un Spoliarium.
—Querido tío—dijo Marcelo—: esto es más difícil de lo que parece a primera vista, porque hay tipos, claro está, a quienes se puede identificar sólo por la cara; pero a otros muchos, a la mayoría, se les conoce por los accesorios, por el peinado, por el uniforme o por la indumentaria.
Tan cierto es que los hombres, en general, tienen[134] tan poco carácter que, si a los más ilustres y mejor dibujados se les quitan los accesorios históricos, los bigotes y las patillas, los galones y los penachos, un par de frases y otro par de anécdotas, no les conocería ni su padre.
El tío, el sobrino y Alvarito estuvieron haciendo cábalas acerca de quiénes podrían ser aquellos personajes, y llegaron a identificar a María Antonieta, a la Brinvilliers, a Mirabeau, Robespierre, Marat, Fouché, Fualdés, Paganini, Danton, Fieschi con su querida, madama Roland y Robinsón Crusoé. Algunos no eran muy seguros; otros, por ejemplo, como Marat, con el cuerpo desnudo, encogido, como para ser metido en una bañera, con una herida en el pecho y un pañuelo atado a la cabeza, eran indudables.
Las demás figuras quedaron sin identificar. Algunas se comprendía que eran de varones, otras de hembras; no faltaban quienes tenían aire ambiguo.
A las figuras no identificadas Chipiteguy y Marcelo les pusieron motes: el Inglés, el Diplomático, la Española. A una le llamaron la Dama Bonita.
—Esta pícara tiene aire gracioso—dijo Chipiteguy—. Es alguna dama del antiguo régimen. Con su cara sonrosada y sus ojos azules la estoy viendo riéndose de su marido y de sus galanteadores.
Alvarito la encontraba cierto lejano parecido con Manón.
Chipiteguy no se arredró por la dificultad de identificar sus figuras ambiguas y borrosas y en colaboración de Alvarito decidió quién había de ser ésta y la otra, y después de su decisión, sintiéndose tan Curtius como el señor David, puso a los personajes pelucas y patillas, pegadas o sujetas con tachuelas. Les encasquetó tricornios y morriones y los transformó[135] en generales célebres de la guerra carlista. Los ultrajes a la ceroplastia eran continuos.
En Bayona, y en aquella época, este disfraz carlista de los personajes era lo que podía tener más interés para el respetable público.
Además de las figuras separadas había un grupo de tres hombres, que por su actitud estaban asesinando a otro; pero el muerto faltaba. Estos tres vinieron vestidos. Uno de los asesinos, hombre joven, con los ojos torcidos, la boca de labios gruesos, la nariz chata, gorra en la cabeza y pañuelo rojo al cuello, levantaba el brazo, armado con un puñal. El otro, más viejo, rechoncho, fuerte, de mirada inteligente y viva, tenía un cuchillo medio oculto en la mano. El tercero, un testigo, unido a los dos asesinos por la fatalidad y por unos listones de madera, era un hombre que gritaba, pidiendo socorro, y abría mucho la boca, enseñando los dientes y las encías. Este tipo, que debía ser una persona honrada, tenía el pelo gris, la cara con muchas arrugas, anteojos, gabán y bastón en la mano. A pesar de su presunta honradez era casi más antipático que los criminales unidos a él.
Chipiteguy pensó que podría llamarse al joven el Asesino, al otro el Patibulario y al viejo que gritaba el Voceador.
Todas las figuras de cera tenían ese aspecto horrible y feo, un poco de fantasma, de las obras ceroplásticas. Era un extraño carnaval de figuras inmóviles y sin expresión, aunque algunas tenían como un lugar común expresivo y amanerado.
Había tipos con aire de pedantería y de discreción, que parecían decir: "¡Ah!, no crean ustedes; nosotros también guardamos nuestro secreto."
[136] Cuando estuvieron vestidos, se les arrimó a los personajes a la pared del almacén.
Manón, al verlos, sintió la repugnancia de aquellas figuras de aire hipócrita y pedantesco, y exclamó:
—¡Qué asquerosos tipos!
Luego pidió a su abuelo permiso para romperlos a pedradas.
—¡Hombre, hombre! ¡Qué chica! Tú eres iconoclasta. Déjalos. Después de todo, no te has de casar con ninguno de ellos—dijo Chipiteguy—, y ya verás como cada uno nos trae sus cuartitos.
La mayoría de los personajes fueron transformados en militares y en guerrilleros de la guerra carlista, menos el grupo de los asesinos.
Aquellos tipos tenían aire tan repugnante y tan vil, que no podía transformárselos en guerrilleros. Tampoco se les pudo cambiar en monederos falsos. Lo más que se les hubiera podido convertir era en verdugos.
¿Qué crimen habían cometido? Chipiteguy no lo sabía. Su sobrino Marcelo dijo que quizá se podría averiguar el crimen leyendo las causas y procesos célebres; pero Chipiteguy pensó que, después de todo, no valía la pena. A aquellos tres siniestros personajes, unidos por el destino y por los listones que tenían al pie, no era tampoco fácil separarlos.
Chipiteguy pensó que debía guardar el grupo oculto hasta que se agenciara un asesinado de cera que tuviese un poco de aspecto. Estos tres personajes horribles fueron a parar a la cueva, envueltos en telas de sacos.
A Alvarito, el recordarlos le daba horror. ¿Por qué no le parecían unos peleles armados con palos y llenos de hojas de maíz, como eran? ¿Por qué no[137] los tenía por muñecos o maniquíes vestidos con ropas de prenderías? No sabía por qué, pero le hacían efecto. Sin duda no era la cosa completamente extraña, porque el loco de la vecindad, a quien llamaban Abadejo, al ver los muñecos, se estremeció, le dió un ataque y empezó a dar gritos de melusina.
Se veía que aquellas figuras siniestras obraban en la gente de imaginación débil, perturbándolos. La ceroplastia tenía una acción indudable en el sistema nervioso.
Un día Chipiteguy le dijo a Alvarito:
—Al ciudadano Marat le tenemos que hacer una herida mayor. Toma este cuchillo y caliéntalo en el fuego, en la cocina.
Alvarito hizo lo que le mandaban.
—Ahora—le dijo el viejo—, húndeselo en el pecho al ciudadano Marat.
—¿Yo?
—Sí. ¿Qué, te da miedo?
—No, no. ¿Por qué me va a dar miedo?
—Con cuidado.
Alvarito cogió el cuchillo caliente y lo clavó en el pecho del gran revolucionario. Chirrió la cera y quedó una como herida horrorosa, que luego se pintó de bermellón.
Chipiteguy no tenía idea buena. Buscaba lo impresionante, lo sensacional. A una de las figuras de mujer se le ocurrió ponerle un antifaz en la cara, con lo que la dejó más siniestra.
Cuando concluyó el arreglo de sus figuras, Chipiteguy construyó una barraca en la plaza de la puerta de España, donde solían tocar la música los soldados. Su instalación tuvo éxito. Durante mucho tiempo la gente fué por la tarde a ver las figuras de Chipiteguy. La barraca no tenía luz de día, sino que estaba ilu[138]minada por unos quinqués de petróleo. Esto le daba al lugar un aire de cueva misterioso y siniestro.
A la entrada, para cobrar, solía estar una muchacha, vestida de lentejuelas, y dentro había un francés ex carlista que explicaba la vida y las aventuras de cada personaje con gran lujo de detalles. Por entonces las siluetas y tipos de los generales españoles liberales y carlistas no se conocían con exactitud, al menos en Francia, y Paganini, Fieschi y Robespierre, pelos más, pelos menos, podían pasar indiferentemente por Cabrera, Zurbano o Zumalacárregui...
Una tarde, poco después de la inauguración de la barraca de Chipiteguy, instalada cerca de la puerta de España, charlaban dos jóvenes elegantes con don Eugenio de Aviraneta, mientras contemplaban las figuras de cera.
Uno de los jóvenes era un pintor, que vestía como un dandy, frac azul, pantalón con trabillas y grandes melenas; el otro era Ochoa, el escritor.
—Oiga usted, don Eugenio—le dijo Ochoa a Aviraneta—, ¿qué cantidad de verdad hay en estos retratos?
Aviraneta se sonrió; era amigo de Chipiteguy.
—No están mal—dijo.
—Es curioso—exclamó el pintor—; las figuras de cera son más pintorescas y más típicas cuanto más estropeadas y viejas están.
—¡Ah, claro! No es obra artística—indicó Aviraneta.
—Indudablemente—dijo el pintor con petulancia—, las figuras de cera son algo atrayente, sobre todo para los chicos y la gente del pueblo. Es un espectáculo de gran curiosidad, emocionante...
—Pero al mismo tiempo de extraña repulsión—indicó Aviraneta.
[139] —Es cierto—añadió Ochoa—. Esta curiosidad y este atractivo son malsanos. Tiene todo esto la sugestión de la cosa prohibida y pornográfica; algo de la inquietud que produce la máscara, y al mismo tiempo, ese fondo malo, encanallado, histérico, que se revela en la curiosidad por los muertos, por las salas de disección, los gabinetes anatómicos y las operaciones.
Alvarito se puso a escuchar la conversación de los tres señores, porque le interesaba.
—¿A ustedes les produce repugnancia?—preguntó el pintor—. A mí me inspira más bien risa.
—A mí, una barraca de figuras de cera, me parece un depósito de cadáveres de broma—murmuró Aviraneta.
—Sí, sí, tiene usted razón—dijo Ochoa—; a mí me parece lo mismo, y creo que la causa principal de esto es que todo en esas figuras sabe a muerto.
—Pues a mí, principalmente, todo ello me produce risa—insistió el pintor—; aquel general con su tricornio y su sable es de lo más grotesco que se puede imaginar.
—Los generales de verdad son más grotescos—afirmó Aviraneta.
—Yo creo que en una exhibición así el recuerdo de la muerte es lo que se impone—siguió diciendo Ochoa—. El color de la cera es color de muerto, y, unido a la repugnancia que producen los ojos de cristal, los pelos postizos y los trajes acusan más esta impresión.
—Mire usted qué monja—señaló el artista—. Es siniestra. ¿Eh?
—Parece un fantasma—dijo Aviraneta.
—Sí, es horrible. ¿Cómo puede encontrar eso nadie bello?—preguntó el pintor.
[140] —Hay gente para quien lo horrible es lo bello—replicó Ochoa.
—¡Bah!—exclamó el pintor.
—¿No lo era también para Shakespeare?
—Yo no he leído a Shakespeare—replicó el artista—; como si esto fuese una superioridad.
—Un francés, ¿para qué va a leer nada extranjero?—exclamó Aviraneta—. Ellos lo tienen todo en casa.
—Es verdad—contestó el artista, sin notar la ironía de don Eugenio.
Alvarito escuchó con atención. El, no sólo no había leído, sino que no había oído hablar nunca de Shakespeare.
—En todo se acentúa la idea de muerte y de sepulcro—insistió Ochoa—; la cera tiene algo de carne, pero de carne muerta; los ojos vidriosos de cristal son ojos de cadáver; el pelo, separado de la persona, es de las cosas que más recuerdan al muerto. Las ropas, sobre todo usadas, hablan de un difunto: son como testigos de todo el bien y el mal que ha hecho un hombre de verdad en la vida, porque no es muy probable que el sastre las hiciera para muñecos. Todo lo que se reúne en las figuras de cera es funerario y sepulcral.
—Como tú, querido Ochoa—saltó el pintor—, que también estás funerario y sepulcral.
—El tamaño quizá influye también—añadió Aviraneta—. Si las figuras fueran mayores o menores que el natural, probablemente no darían tanto la impresión de cosas muertas; pero esos gabanes usados, esas gorras, esos sombreros, que los han llevado, seguramente, gentes vivas, nos sugiere un poco la idea del difunto.
[141] —¡Qué macabros están ustedes!—exclamó el pintor.
—No, macabros, no. Insistimos un poco para aclarar—replicó Ochoa—. Indudablemente tiene usted razón, don Eugenio. El tamaño influye mucho. Es el del natural; por lo tanto, el del muerto. Aumentándolo o achicándolo bastaría probablemente para quitar esa impresión. Un muñeco no da nunca esa sensación desagradable, porque no hay la posibilidad de confundirle con una persona. ¿Por qué la posibilidad de la confusión es tan desagradable?
—Es la posibilidad del fantasma, del espectro—dijo Aviraneta—. Un fantasma como una mosca o como un monte no podría ser fantasma asustador.
—Luego hay el otro punto—insistió Ochoa—. ¿Por qué una figura tan realista como una figura de cera no produce efecto artístico? Indudablemente, todas estas impresiones reunidas de curiosidad y de repulsión de que hemos hablado estorban para producir una sensación de suavidad y de dulzura. ¿Por qué el asesino con un puñal en la mano y la víctima con una herida de la que brota sangre nos son odiosas en figuras de cera y no en un cuadro?
—Resolver esa cuestión sería encontrar el tope del arte—dijo Aviraneta—, sería saber dónde están sus límites.
—Es cierto—añadió Ochoa—. No sabemos cuál es el límite del arte. ¿Por qué el pelo rubio o negro pintado en la tela está bien y, en cambio, la peluca rubia o morena sobre una figura de cera es repugnante? ¿Por qué los tiñosos de Murillo, en su cuadro de "Santa Isabel", son hasta bonitos y, en cambio, un tiñoso en figura de cera sería aún más desagradable que en realidad?
—Sin duda la realidad, y el hombre dentro de ella,[142] es como un monstruo lleno de tentáculos—observó Aviraneta—, y unos de éstos viven de aire y de luz, y otros, de sangre y de cieno; el arte los aprovecha, pero no puede aprovecharlos todos.
—Y las figuras de cera toman de la realidad esos tentáculos cenagosos, los más hundidos en el barro humano—añadió Ochoa.
—Es indudable—dijo Aviraneta.
—A mí lo que me asombra—añadió Ochoa—por qué este arte de las figuras de cera, cuando llega a la suma perfección, no llega a la belleza. Ustedes habrán visto en el castillo de Potsdam la figura del gran Federico en cera.
—Yo, no—dijo Aviraneta.
—Yo, tampoco—repuso el pintor.
—Todos afirman que es de un parecido absoluto. Las facciones del rey de Prusia están vaciadas en la cara del muerto; el que pintó la cara conocía al gran Federico, y sus mejillas apergaminadas y sus ojos rodeados de un círculo morado son de una verdad completa. El traje y los accesorios son los mismos que usaba el rey; la peluca de estopa, el uniforme azul, desteñido y raído; las botas, el sombrero, la espada, la flauta, son los que él empleaba. Es casi la realidad... sin el espíritu.
—¿Y qué efecto hace?—preguntó Aviraneta.
—Igual que estas figuras de cera. Da repugnancia y miedo—contestó Ochoa.
Quizá iban a seguir los comentarios, que Alvarito oía muy interesado, cuando se presentó Chipiteguy, que saludó afectuosamente a Aviraneta.
—¿Quién es este tipo?—preguntó el pintor a Ochoa.
—¿El viejo? Es el dueño de las figuras de cera.
—No; el otro.
[143] Ochoa le explicó quién era el conspirador, y el artista estuvo contemplando a Aviraneta.
—Es un tipo curioso—murmuró—; tiene una bonita cabeza.
—Sí, es un poco águila o buitre.
Alvarito escuchó con atención aquellas teorías acerca de la ceroplastia que expusieron los tres señores y pensó sobre ellas. En muchas cosas estaba conforme.
Mientras las figuras de cera estuvieron encerradas en el almacén constituyeron una obsesión para Alvarito. Le daban miedo, horror y repugnancia, y no quería acercarse a ellas. De noche, sobre todo, el pensar en el sótano le hacía estremecer. Era un antro de la locura, lleno de monstruos gesticulantes, de espectros horrorosos, que se amenazaban en un terrible silencio. Alvarito tenía el temor de que toda su vida la pasaría así, con la perspectiva de un sótano negro con figuras de cera.
Cuando comenzaron a llevarlas a la barraca pensó que ya se sentiría tranquilo; pero quedaba en la cueva el grupo de los asesinos, que era el que más le repugnaba y le inquietaba.
Alvarito era muy nervioso. Había vivido siempre excitado con las fantasías políticas de su padre y las ideas supersticiosas y fatídicas de la madre. Al principio, en casa de Chipiteguy, con la buena alimentación, había logrado robustecerse física y moralmente; pero aquellas malditas figuras de cera le obsesionaban y le quitaban toda tranquilidad. Constantemente se le aparecían en sus sueños.
Soñó una vez que la casa de Chipiteguy estaba en[145]cantada por un maleficio misterioso y extraño. En los subterráneos había monstruos gesticulantes, sombras hórridas que se agitaban en el silencio; en el piso alto había un hada y un viejo mago, y alrededor un ambiente de locuras y de extravagancias.
Cuando se entraba en la casa se desfallecía, hasta tal punto, que en pocos minutos se quedaba uno anémico y exangüe y al último convertido en figura de cera.
De pronto una mujer que le hablaba, y a quien conocía, aunque en el momento no sabía quién era, le revelaba susurrando el importante secreto. Para no quedar encantado en aquella casa era necesario no tocar el suelo. Era por el contacto con el suelo cómo se perdían las fuerzas. Entonces a Alvarito se le ocurría la idea de llevar una grúa de las que se levantaban en la orilla del río y colocarla cerca del Reducto, y por la cuerda descolgarse y entrar en casa de Chipiteguy.
Alvarito realizaba su proyecto con gran facilidad; bajaba por la cuerda y, balanceándose en ella, recorría la casa, sin pisar el suelo, y a todo lo que tocaba con una varita lo desencantaba al momento. De pronto comprendía que había sitios a los que no podía llegar, y entonces abandonaba la grúa y construía en un instante unos zapatos altos, de suela hueca, y comenzaba a andar por toda la casa, deslizándose con una gran facilidad; pero se encontraba una puerta cerrada y ésta era su desesperación, porque no podía desencantar a una persona oculta, por quien tenía gran interés, y, a pesar del gran interés, no sabía quién era. Todas sus tentativas eran fallidas. Al empujar la puerta cerrada e intentar abrirla perdía sus fuerzas. No sabía por qué, hasta que miraba por un ventanillo y veía una muchedumbre de figuras de cera que sujetaban la puerta por dentro.
[146] Aquel sueño se le complicaba con otro parecido. En el segundo sueño entraba por un ancho portal, subía por una escalera y pasaba a un campanario de una iglesia, lleno de gente, con unas grandes vigas en el techo, de las que colgaban un gran número de arañas, que subían y bajaban, haciendo gimnasia en sus plateados hilos. La gente era extraña y absurda; había un hombre pequeño, moreno y de bigote negro, vestido de mujer, que braceaba mucho al andar y miraba con gran petulancia; un tipo rechoncho, con la cara tiznada de carbón, que se parecía a Claquemain, y una mujer alta, seca, esquelética, con la mirada fría, el pelo rubio y vestida de militar.
Había chiquillos en el suelo, por entre las sillas, redondos y blancos como pelotas de goma, parecidos a los del cuadro de la "Matanza de los Inocentes", del salón de casa de Chipiteguy. Entre aquella gente rara, una figura, cubierta con antifaz, le miraba a él con fijeza y le hacía estremecer.
De repente se entablaba una discusión entre dos curas delgados, pequeños y picados de viruelas, que decían algo terrible al moreno de bigote y vestido de mujer. Entonces, en lo más fuerte de la discusión, aparecía un hombre con anteojos, peluca y gabán gris, abría la boca y parecía gritar, pero Alvarito no le oía. Era el voceador el personaje de las figuras de cera del grupo de los asesinos. Alvarito se desesperaba al verle y en su desesperación se despertaba.
Muchos otros sueños le produjeron al muchacho el recuerdo de aquellas malditas figuras de cera.
Alguna vez, al pasar por las orillas del Adour, vió surgir entre el boscaje al Asesino, que se le presentaba con el brazo levantado blandiendo su puñal.
Alvarito se hallaba predispuesto a creer en espectros y en aparecidos.
[147] Sin embargo, se decía:
—Una figura de cera no puede tener alma. Soy un visionario.
Y este pensamiento, en parte, le tranquilizaba, aunque no siempre. También pensaba que los maniquíes, los autómatas, los peleles y los muñecos tienen como un reflejo de la personalidad del que los ha hecho, y a veces hasta voz como los espantapájaros del Tonkín, que con una botella rota y una cuerda suenan y chirrían y asustan a los gorriones.
En un libro viejo, encuadernado en pergamino, que tenía Chipiteguy, un antiguo tratado de supersticiones, Alvarito leyó que los sueños son de cuatro clases: divinos, naturales, morales y diabólicos. Los sueños naturales provienen del temperamento de las personas.
Los biliosos sueñan colores amarillos, querellas, disputas, combates e incendios; los sanguíneos sueñan con azafrán, jardines, festines, danzas, amores y diversiones; los melancólicos, con humo, obscuridad, tinieblas, paseos nocturnos, espectros, cosas tristes y muertes; los pituitosos, con el mar, los ríos, las navegaciones, naufragios, objetos pesados y obstáculos para la marcha.
Alvarito, al leer esto, pensó que quizá él principalmente era pituitoso, con un poco de bilioso, otro poco de melancólico y una miaja de sanguíneo. Después comprendió que todo esto no era más que hablar y no decir nada.
Un día soñó que iba a caballo por un gran puente que avanzaba en el mar. A un lado y a otro se agitaban las olas y hervían las espumas en un verdadero caos.
Estas olas tenían a veces vagas figuras humanas y se levantaban severamente para decirle algo.
[148] —¿Qué pasa? ¿Qué me quieren?—se preguntaba.
Las olas no llegaron a romper a hablar, y de este sueño lo único que dedujo Alvarito al pensar en tanta agua fué que él debía ser muy pituitoso.
Otra vez soñó que estaba delante de una gradería de figuras de cera, y que en medio había un dandy, con melenas y frac azul, que reproducía los rasgos del pintor amigo de Ochoa que estuvo en la barraca el día de la inauguración y que cantaba, tañendo la lira, una canción romántica.
Alvarito no oyó lo que cantaba; pero el autor, con más costumbre de comprender a las figuras de cera, sospecha que el melenudo entonaba en su lira la célebre canción de la Ceroplastia o Balada de las figuras de cera, compuesta por el poeta Julius Petrus Guzenhausen, de Aschaffenburg, que dice así:
A veces, en la callada noche solitaria, cuando Júpiter brilla con fulgor sobre las chimeneas de las casas, y la luna se destaca como una nota de música en el pentágrama de los alambres del telégrafo, cuando las luces de la feria se extinguen, se oye una voz misteriosa a la puerta de las barracas de las figuras de cera, que canta sollozando:
—¡Ceroplastia! ¡Ceroplastia! No eres un arte triunfal.
Tus hijos, es cierto, tienen ojos y manos, y pies, como los hijos de los hombres, y trajes y sombreros y zapatos, y nadie les impide llevar calzoncillos y hasta polainas; pero tus hijos no alcanzan el aprecio de los inteligentes ni el de los estetas. No se les instala en palacios ni en museos, como a los muñecos del arte griego, a pesar de hallarse éstos descalzonados y descamisados; no se les admira; se les relega a las barracas, fuera de la ciudad, como a los atacados por una peste o a los mendigos miserables. Tus engendros, madama Ceroplastia, no han estado nunca en la pomposa rotonda, ni en la logia, ni en la columnata, ni en el pórtico en que los petulantes hijos del mármol se lucen en una postura amanerada y un poco incómoda; ni en la fuente, ni en el square; no han visto[150] las caravanas de turistas con el Baedeker en la mano contemplándoles con una admiración contratada de antemano por la Agencia Cook; ni el grupo de feas solteronas inglesas en éxtasis mostrando sus amarillos dientes de caballo. Los hijos de la cera no conocen más elogio que el de la fregona y el del soldado. Plebeyez, todo plebeyez.
—¡Ceroplastia! ¡Ceroplastia! No eres un arte triunfal.
No, no. Os faltan los adjetivos encomiásticos, hijos de la cera. ¿Dónde está la frase de Goethe o del vizconde de Chateaubriand, o al menos del vizconde de Arlincourt, en vuestro elogio? Nadie os ha cantado, ni en verso ni en prosa. Unicamente se dice que un santón del comunismo, Esteban Cabet, individuo al parecer poco estético, habló de probar su Icaria, su ciudad utópica y perfecta, con figurones de cera de hombres ilustres; pero se añade que el mundo se rió cínicamente de la Icaria y de los figurones de cera. Utopía, todo utopía.
—¡Ceroplastia! ¡Ceroplastia! No eres un arte triunfal.
Dicen tus impugnadores que eres como la charca donde se pudren las aguas vivas que vienen del monte; que la cera, cuando sale de la colmena es hermosa, se convierte en repulsiva en tus figuras y que lo mismo pasa con el cristal y con las telas; añaden que rebajas todos tus materiales, en vez de sublimarlos; que tus factores son buenos y tus productos son malos. Industrialismo, todo industrialismo.
—¡Ceroplastia! ¡Ceroplastia! No eres un arte triunfal.
Tus figuras de una discreción un poco repugnante, producen, a la mayoría de las gentes, inquietud y molestia; les recuerdan, según parece, las momias[151] recubiertas de cera, las imágenes con pelo de las iglesias, los dientes postizos, las piezas de anatomía, los escaparates de los ortopédicos, las cabezas de muestra de los salones de peinar señoras, los maniquíes de los sastres y de los peluqueros, los bustos de los frenólogos... cosas todas del largo capítulo de las invenciones desagradables de las farsas y de las mentiras. Mendacidad, todo mendacidad.
—¡Ceroplastia! ¡Ceroplastia! No eres un arte triunfal.
Vuestra composición, hijos de la cera, no os permite vivir en plena naturaleza. La lluvia y el sol os estropearía el físico.
Vuestras pelucas y uniformes, vuestros pompones y penachos, vuestras chupas y casacas, vuestros calzones, sables y espadas; vuestros trabucos y pistolas viejas, vuestros abanicos y tabaqueras, vuestros pañuelos y puntillas, hablan a la gente, más que de Versalles o de Sans Souci, de tenduchos de prenderos, de traperos y ropavejeros. Guardarropía, todo guardarropía.
—¡Ceroplastia! ¡Ceroplastia! No eres un arte triunfal.
Los estetas y los cultos te consideran como un arte macabro y funerario. Recuerdas, según ellos, las pompas fúnebres, las damas repipiadas que se ven en las tumbas modernas esculpidas por un cantero en un mármol, que parece azúcar; los angelitos dorados y plateados de los ataúdes, los cuadros de pelo de los antepasados muertos, las reliquias amarillentas, un tanto desagradables, y los ex votos de las capillas, en donde se mezclan los brazos y las piernas de cera con los huevos de avestruz. Funerario, todo funerario.
[152] —¡Ceroplastia! ¡Ceroplastia! No eres un arte triunfal.
Y, sin embargo, sin embargo... ¡cómo nos seducías cuando éramos chicos! Si desde un punto de vista estético te pueden poner objeciones, no podrán hacer lo mismo pensando en la moral. Tus ladrones no roban, tus asesinos no matan, tus magistrados no dan sentencias injustas, tus generales son modestos y silenciosos. ¿Se debe pedir algo más? Los hijos de la cera pueden decir: ¿Por qué tal desprecio? ¿No copiamos el dermato-esqueleto del hombre con su vestimenta apropiada? Si no podemos representar el interior de las gentes, ¿qué es esta impotencia sino un acierto? ¿Hay algo más tortuoso, más negro, más enrevesado, más lleno de telarañas que esos cuartos interiores del espíritu humano, sin ventilación y sin luz?
Dejad que el asesino sea un brazo con un puñal que se levanta en el aire; dejad que el magistrado o el profesor sea una bola en forma de cabeza o de calabaza, con un birrete con pompón; dejad que el general no pase de ser una estaca con un hermoso tricornio, con su plumero, y saldréis ganando... ¿Para qué más? Los cultos no se convencen. Viven en plena rutina estética, duermen en compañía del lugar común. Piensan en la Venus de Milo y en el Apolo de Belvedere, en el Moisés de Miguel Angel y en el condottiero de Donatello, y hasta el nombre de Ceroplastia, ¡oh dolor!, les parece ridículo. Amaneramiento, todo amaneramiento. Vanidad, todo vanidad.
—¡Ceroplastia! ¡Ceroplastia! No eres un arte triunfal.
Esta es la voz misteriosa que en la callada noche[153] solitaria se escucha a la puerta de las barracas de las figuras de cera, cuando las luces de la feria se extinguen, cuando Júpiter brilla con fulgor sobre las chimeneas de las casas y la luna se destaca como una nota de música en el pentágrama de los alambres del telégrafo.
Manasés León, el judío del barrio de Saint Esprit, negociante en pequeño, era un judío pintoresco; la nariz corva, el labio inferior grueso, los ojos brillantes, detrás de unas antiparras que le daban aire de búho; el pelo lleno de rizos, el vientre abultado y los pies fenomenales y defectuosos. Vestía Manasés siempre un poco desastrado y hablaba de una manera suave e insinuante.
Manasés, muy amigo de Chipiteguy, había hecho con él varios negocios.
Un día, Manasés León, que estaba en la tienda de Chipiteguy, en vez de salir a la calle, entró hacia el almacén y dijo:
—Amigo Dollfus, tengo que hablar con usted.
—Usted dirá, Manasés.
—Tengo una noticia que yo no sé si la podríamos aprovechar.
—Vamos a ver la noticia.
—Parece que unos de los capitanes generales de Navarra mandó recoger hace meses muchas cruces y custodias de plata de las iglesias de la provincia, abandonadas por los curas, y llevarlas a Pamplona. El capitán general anterior a éste tomó la determi[155]nación de meter todos los objetos de plata en barricas y de guardarlos en un sótano de la ciudad. Se quería traerlos a Francia y venderlos. El capitán general actual ignora, según dicen, que haya este depósito y los únicos que saben dónde está son el cónsul de España, don Agustín Fernández de Gamboa, y el posadero de la calle de los Vascos, Ignacio Iturri.
—¿Y usted cómo sabe eso, Manasés?
—Porque me lo ha dicho Gamboa.
—¿Y para qué se lo ha dicho a usted?
—Pues, sencillamente, por si yo encontraba alguien que se encargara de traer esos objetos hasta aquí. A un cristiano quizá no se hubiera atrevido a hacer la proposición; pero ya sabe que soy hebreo.
—¿Así que él quiere traer esos objetos a Bayona?
—Sí, eso pretende. La casa donde se guardan las barricas, llenas de cosas de oro y de plata, es de un conocido de Gamboa, y por lo que me he enterado, las barricas están a nombre de Iturri, que otra vez quiso traerlas a Francia, pero que no se atrevió.
—¿Y a usted qué se le ha ocurrido?—preguntó Chipiteguy.
—A mí se me ha ocurrido que podíamos enviar alguno de nuestros chatarreros a Pamplona con un carro a ver si le entregaban las barricas y las traía aquí.
—¡Qué ilusión!
—¿Le parece a usted?
—Claro. Así, tan fácilmente, eso es imposible. ¿Usted piensa que en un país en guerra van a dejar pasar un carro con barricas sin reconocer lo que va dentro?
—Sí, es verdad.
—De intentar esta aventura habría que traer ese[156] tesoro de otra manera; tendría que ir a Pamplona uno mismo.
—¡Ir a España!—exclamó Manasés—. No, no; de ninguna manera. A mí no me pescan los carlistas de España. ¡Ca! Si desean entenderse conmigo, que vengan a mi tienda de Saint Esprit y les venderé lo que quieran.
Manasés pensaba que llegar a España y ser desollado vivo como un perro judío sería cosa inmediata.
—Pues, amigo Manasés—dijo Chipiteguy—, despídase usted del proyecto, porque si cree usted que un carretero cualquiera le va a traer a usted esas barricas hasta aquí desde Pamplona, sin que nadie las vea y las registre, cree usted una tontería; y si piensa usted que si le dice usted al carretero a lo que va, después de pasar grandes peligros él, le va a traer las barricas a usted, para que usted se quede con ellas, pues piensa usted una candidez.
—Estoy convencido, Chipiteguy—murmuró Manasés—, hasta el punto de que no quiero ocuparme más del asunto. ¡Ir a España! No, nunca.
—Pues yo quizá intente ver qué hay en eso. ¿Cuántas barricas habrá?
—No sé. Hablan como si hubiera cuatro o cinco.
—Para traer eso había que ponerse de acuerdo con el cónsul Gamboa—dijo Chipiteguy.
—Y quizá también con el posadero Iturri.
—¿Y valdrán mucho esas cosas de iglesia?
—Parece que sí—contestó el judío—. Son varias arrobas de plata. Gamboa supone que debe haber además oro y piedras preciosas.
—Hala, Manasés, vamos los dos—dijo Chipiteguy—; nos repartiremos el botín. Veremos lo que pueden hacer juntos dos viejos traperos, un judío de origen español y un ateo alsaciano.
[157] —No, no. Yo no voy. Si usted es tan loco para ir allí, váyase. Yo no voy.
Chipiteguy dió muchas vueltas en la cabeza a la noticia de Manasés, y, después de pensarlo despacio, habló con don Eugenio de Aviraneta.
A Chipiteguy se le había ocurrido la idea de ir a Pamplona en un carro con sus figuras de cera y volver, si la cosa era posible, trayendo algunas o todas las barricas con la plata recogida de las iglesias navarras.
—No le aconsejo a usted que lo haga—le dijo Aviraneta.
—¿Por qué?
—Porque es peligroso.
—¿Qué es lo que no es peligroso?
—Está bien; pero usted no tiene necesidad de eso.
—Usted no tiene tampoco necesidad de andar por aquí intrigando.
—Amigo Chipiteguy: si usted, a su edad, se siente con deseos de aventuras, no le digo nada. Adelante.
—Pues adelante. Estoy dispuesto. Yo quisiera, amigo Aviraneta, que usted le viera al posadero Iturri, le preguntara qué sabe de esas barricas, cuántas hay, etc., etc.
—Vamos ahora mismo—dijo Aviraneta.
Fueron a la posada de Iturri; el posadero estaba en la trastienda de su mercería y fonda.
Aviraneta expuso a Iturri las pretensiones de Chipiteguy.
—Sí—dijo el posadero—; hay cuatro o cinco barricas en un almacén de trigo de la calle Nueva, de Pamplona. Yo no sé qué tienen dentro. Creo que pusieron las barricas a mi nombre.
—¿Y no sabe lo que hay dentro?—preguntó Chipiteguy.
[158] —A punto fijo, no. No creo que haya inventario ninguno.
Como Chipiteguy insistió en ir a Pamplona, Iturri le dijo:
—Tenga usted cuidado y no sea usted loco. La cosa es muy difícil, casi imposible.
Chipiteguy era terco y estaba decidido; le tentaba la aventura. Fué al consulado de España a visitar a Gamboa; le dijo lo que le había contado Manasés y lo que quería hacer.
—¿Y usted mismo piensa ir?—le preguntó Gamboa.
—Sí; si se gana lo suficiente, yo mismo intentaré traer las barricas aquí.
—Yo no sé lo que vale eso—replicó Gamboa—. Si la empresa sale bien y trae aquí esa plata, le pagaremos los gastos que usted haya hecho y el veinte por ciento de la venta. Si sale mal y no puede usted traer esas barricas, le abonaremos sólo los gastos. ¿Le parece a usted bien?
—Sí; no me parece mal.
—¿De manera que se decide usted?
—Sí, me decido. Iré y probaré fortuna. Entrar en España no es difícil; lo difícil es salir, sobre todo trayendo las cruces y las custodias.
—Si quiere usted le daré la orden para que le entreguen esas barricas. Aquí está su descripción y su numeración. Se hallan puestas a nombre de Iturri, un posadero de Bayona.
—Sí; le conozco.
Gamboa le entregó los papeles y una orden reservada y sin firma para el amo de la casa de la calle Nueva de Pamplona, donde estaban guardadas las barricas.
Chipiteguy se puso a estudiar el asunto. Toda la[159] frontera española, desde Fuenterrabia hasta más allá de Roncesvalles, estaba ocupada por los carlistas, excepto el puente de Behovia. Los chatarreros que entraban en Navarra solían pasar por el campo carlista, en el que tenían conocimientos. Había que encontrar algunas influencias entre los partidarios de don Carlos para que no pusieran dificultades al paso de un carro con las figuras de cera, cosa que no le había de ser difícil.
Chipiteguy alquiló una carreta de cuatro ruedas y dos caballos normandos y dispuso llevar sus mejores figuras de cera para las ferias de San Fermín.
Claquemain y Frechón irían en la galera y Alvarito y él en un carricoche.
Claquemain había hecho el viaje varias veces; Frechón, aunque se enterara de lo que se trataba, no se escandalizaría, porque era anticlerical furioso, y, si exigía algo, se le taparía la boca dándole dinero.
Los preparativos se hicieron a la chita callando. Chipiteguy dijo a Alvarito cómo tenían que ir a Pamplona.
—¿Pero hay ferias durante la guerra en Pamplona?—preguntó el muchacho.
—No, ferias importantes no hay; pero van algunos pocos comerciantes, sobre todo franceses, y ganan muy bien, porque no hay competencia.
—¿Y se podrá pasar?—preguntó Alvarito.
—En eso estamos ya unos cuantos, en tratos con carlistas y liberales. Los carlistas dejarán pasar los carros si paga cada uno unas pesetas; luego, cuando no acerquemos a un pueblo del camino, Zubiri o Larrasoaña, nos uniremos a una compañía franca y con ella entraremos en Pamplona.
Se cargó la galera, se preparó un cochecito y un día Chipiteguy dijo en su casa que a la mañana si[160]guiente se marchaba a Pamplona a pasar unos días.
Manón, que se preparaba a ir a visitar a una familia amiga de la calle de l'Orbe, preguntó extrañada:
—¿Cómo, te vas a Pamplona, abuelo?
—Sí.
—No habías dicho nada.
—Es un proyecto que se me ha ocurrido de pronto.
—¿Y qué hay en Pamplona?
—Hay una feria.
—Pues llévame también a mí.
—No puede ser. Tú tienes que estar aquí al frente de la casa.
—¿Y Frechón?
—Viene conmigo.
—¿Y Alvarito?
—También.
—¡Qué habrás pensado, abuelo! Alguna cosa has pensado tú que no me quieres decir a mí.
—Nada, nada.
—¿No vas a hacer algo peligroso?
—No, no; no tengas cuidado.
—Porque ¿qué haría yo si me quedara sin mi abuelito?
—No, no haré nada peligroso; tranquilízate.
—Nos vas a tener inquietos en casa.
Chipiteguy besó a su nieta y le dijo que fuera a su reunión.
Al día siguiente, antes que Manón se hubiera levantado, Chipiteguy y Alvarito salieron en su carricoche por la orilla del Nive.
La galera con Frechón y Claquemain había salido anteriormente, y unidas a otras varias y a un coche[161] de un vendedor de lápices, marchó hacia San Juan de Pie de Puerto.
Tres días después entraban los coches y las galeras en Pamplona por la puerta de Francia y se instalaban en el paseo de la Taconera.
Chipiteguy llevaba recomendaciones de Gamboa para el capitán general y para el jefe político, don Domingo Luis de Jáuregui.
El sol caía de plano sobre la llanura de Pamplona. Era un día de julio, día de San Fermín. En los alrededores de la ciudad los campos estaban segados y se preparaban para la trilla. Los montes de la cuenca pamplonesa, el Perdón y el Ezcaba, el Servil y la Higa de Monreal, San Cristóbal y la Silla de Pilatos aparecían azules en el cielo inflamado. En la vuelta del castillo amarilleaban los hierbales; sólo en los fosos de la muralla, en algunos rincones sombríos, se conservaban aún verdes y frescos; el campo se hallaba dominado por el color dorado y la ciudad aparecía caldeada dentro de sus murallas grises, en su gran llanada, rodeada de montes pelados.
Por los caminos, y a pesar de que los carlistas ocupaban los alrededores, venían los campesinos, hombres y mujeres, en los caballejos y en las mulas, a las fiestas, que se celebraban sin gran esplendor, por la guerra.
Había un campaneo vertiginoso en todas las torres de la ciudad en honor del santo patrón.
Las campanas de San Saturnino contestaban a las de la Catedral, las de San Nicolás a las de San Saturnino, las de San Lorenzo a las de San Nicolás.[163] Las unas hacían ese tán tán triste, pesado y agobiador; las otras, el tilín talán clásico de las dos campanas echadas al vuelo, que tan bien indica el carácter de los pueblos españoles levíticos con curas y con beatas; no faltaba el tín tín agudo del esquilón del convento de monjas.
¡Qué sugestivo! ¡Qué romántico este continuo y melancólico tañer! ¡Cómo se recuerda la infancia, la tristeza de la vida! ¡El toque de oración, el del Angelus, el de la Agonía, el de la misa, el de los funerales! ¡Cómo sale a flote ese fondo doloroso de la existencia! ¡Qué poético ese son de las campanas! Pero qué bien el estar en sitio bastante lejano para no poderlas oír.
En aquella mañana ardorosa de julio el alboroto de las campanas parecía disolverse en el campo, agostado y desierto, inundado por el sol, y en la inmensidad del cielo azul.
Chipiteguy y su gente habían llegado a Pamplona a fines de junio de 1838. En una semana construyeron la barraca, que quedó alineada con otras ocho o diez del paseo de la Taconera.
La mayoría de las figuras de Chipiteguy se habían convertido en asesinos célebres. Los generales y guerrilleros españoles habían dejado de ser Mina, Zurbano y Zumalacárregui, para tomar un nuevo avatar.
En Pamplona había con seguridad gente que había conocido personalmente a estos guerrilleros y era peligroso darlos mixtificados, porque podía comprobarse la mixtificación.
Se abrió la barraca y cada uno de los compañeros de Chipiteguy tuvo un papel. Alvarito, vestido de pierrot, daba al bombo y a los platillos; Frechón voceaba, delante de la barraca, con acento francés.
—Aquí vegán ustedes, señoges, los hombres más[164] sélebres de todo el mundo: los asesinos más famosos y los militages más notables.
En el interior, Chipiteguy mostraba las figuras con un puntero y daba explicaciones: Claquemain cuidaba de los caballos y hacía la comida dentro de la galera.
Alvarito, muchas veces, mientras tocaba el bombo y los platillos, pensaba:
—¿Qué dirían mis antepasados, los Sánchez de Mendoza, si me vieran en este oficio?
Las gentes que entraban en la barraca tenían la petulancia y la impertinencia del provinciano que desprecia al histrión callejero y trashumante y hacían observaciones que querían ser malévolas y sangrientas.
Algunos mozos, más atrevidos, se sentían inclinados a romper, a pinchar, a hacer alguna mal intencionada fechoría.
Frechón, que a pesar de su irritabilidad habitual no se molestaba con el desdén de la multitud, hacía observaciones misantrópicas apaciblemente:
—Si a la mayoría de las poblaciones se les pudiese considerar como ganado y tratarlas en tal concepto, la sociedad mejoraría mucho.
—Hay que empezar siendo Napoleón para eso—replicaba Chipiteguy.
Alvarito hacía como que no se enteraba de los comentarios de la gente y hablaba en francés. En este contacto entre el público y los hombres de la feria, él se ponía del lado de los últimos. A Alvarito le iba naciendo un fondo de antipatía por el señorío, que le miraba a él con desprecio.
Los suyos empezaban a ser, no como para su padre los aristócratas, los señores serios, el presidente de la Audiencia, el director del Instituto, el coronel,[165] los buenos cornudos respetables, militares y civiles de cara grave y seria, como tallada en piedra berroqueña, llenos de distinciones y de majestad, sino los histriones y titiriteros de la feria.
Para guardar la barraca de las figuras de cera solían dormir en ella, alternando dos a dos, unas noches Chipiteguy y Alvarito, otras Frechón y Claquemain. Los demás días iban a una casa de la calle del Carmen, donde Chipiteguy tenía alojamiento.
A Alvarito le producía una impresión muy penosa el echarse a dormir delante de aquellas figuras de cera, que a la luz de una candileja aparecían más horribles y amenazadoras que nunca. Estos monstruos de cera, esta guardia negra de espectros vivían, para Alvarito, una vida siniestra, si no en el período de vigilia, en el del sueño. Entonces, entre las sombras del cerebro, se animaban y tomaban una expresión repugnante y odiosa; las caras, con sus ojos de cristal, sus pelucas y sus barbas postizas, se erguían agresivas y gesticulaban y tenían un aire de rencor y de venganza.
Los rostros verdaderos de los más bárbaros envenenadores y asesinos no le hubieran parecido tan feroces y horribles como aquellos. Alvarito pudo notar que este efecto de repulsión de las figuras de cera no era el único que lo experimentaba, pues a veces, entre el público, se veía algún chico que empezaba a berrear y a patear de miedo y la madre tenía que sacarlo fuera.
—Sin duda, yo soy también infantil—se decía el muchacho.
Pronto los hombres de la barraca de Chipiteguy se hicieron amigos de sus vecinos. Después de cenar y concluir el trabajo solían venir a hacer tertulia detrás de la barraca de Chipiteguy, donde habían colo[166]cado la galera, muchos de los industriales de la feria. Era la aristocracia de las barracas. La mujer cañón, madama Lalande, con su marido Raul Culot; el vendedor de la manteca de serpiente cascabel, míster Cavendish, que era escocés, y llevaba polainas amarillas; el de los frascos de vulneraria suiza para las heridas, Onofrius Müller, que era del Tirol; el físico del pueblo francés, monsieur Bazin; el vendedor de lápices que no se rompían, míster Clarck, inglés, y el marino que anunciaba el aceite virgen de Macassar, para el pelo, que era bretón, y se llamaba, según él, Gontran Montdidier, Penhoel de Montbrisson.
De estos personajes, la mayoría vestían como todo el mundo, excepto monsieur Bazin, el físico del pueblo francés, que llevaba frac y melenas; Onofrius Müller que gastaba una librea roja con galones y tricornio, míster Clarck y monsieur Montdidier.
Este vestía de marino, con grandes melenas, y tenía tres retratos suyos, pintados al óleo, casi tan agradables como las figuras de cera de Chipiteguy, y que constituían un verdadero e interesante tríptico, que le servía de reclamo. El primero se intitulaba: "Antes del tratamiento", y se veía al señor Gontran Montdidier Penhoel de Montbrisson, calvo, como una bala rasa; el segundo se llamaba: "Durante el tratamiento", y el marino lucía un pelo corriente, ya bastante largo, aunque con algunas calvas; el tercer cuadro era: "Después del tratamiento", y entonces el pelo del señor Montdidier era una inundación capilar.
Clarck, el inglés vendedor de lápices, iba en un coche. Se vestía con una túnica azul, con estrellas de plata; cubría su cabeza con un casco con plumas y hablaba desde el pescante. El señor Clarck hacía las puntas a los lápices con una navaja de a dos pal[167]mos de larga y otras veces con un sable de caballería. Al parecer, este recurso tenía éxito.
Su criado, Tom Phips, hombre con cara de perro malhumorado, llevaba también casco y solía tocar en lo alto del coche, para llamar al público, una trompa de caza, y en los intermedios, una caja de música.
Onofrius Müller era pequeño, grueso, melenudo, sonrosado, y peroraba en un castellano bastante correcto:
Señoges y señogas—decía, subido en un banco—: Tengo el honog de anunciag la verdadega vulnegagia o té suizo. Vuestro humilde servidog es un químico que ha podido estudiag los efectos de la vulnegagia. La vulnegagia, señoges, tiene la virtud de pugificad la masa de la sangre, de haceg transpirag por los sudoges y por las oginas, de quitag las ictegicias, las hidropesías, la gota y el roimatismo; de expulsag la solitagia y las lombrices, de dag fuerza al pulmón y al hígado y de evitag las fiebres palúdicas intermitentes y remitentes. Un frasco de vulnegagia, señoges, cuesta en todas las farmacias dos pesetas; yo, en obsequio de esta ciudad ilustre, los vendo por dos geales.
El físico del pueblo francés, monsieur Bazin, tenía una barraca con un letrero que decía: "Palacio de las Maravillas, bajo la dirección de A. Bazin, físico del pueblo francés."
¿Por qué el pueblo francés necesitaba un físico especial? Lo ignoramos.
El físico del pueblo francés, monsieur Bazin, era genial. Los pensamientos no le cabían en el cráneo y solía pasear con el sombrero en una mano y en la otra un bastón de junco, que tenía una hermosa bola blanca en el puño. Con este bastón hacía molinetes en el aire, daba estocadas a los árboles, se sacudía[168] los pantalones, pegaba a los perros, acariciaba a los niños, porque el bastón constituía una parte integrante de la interesante personalidad de monsieur Bazin, físico del pueblo francés.
Los españoles de la feria eran, en su mayoría, gente pobre; uno tenía unas vistas o tuti-li-mundi en un carrito, otro un cosmorana, un tercero un aparato como un castillo, con el que predecía el sino de cada persona y los números que iban a tocar en la lotería.
Este, que era un paleto castellano, vestido de pana, con una gorrita, decía:
—Por dos cuartos se dan los números fijos de la lotería y el sino de cada persona. ¿Quién pide otro?
Había, además, un hombre con un tíovivo y otro con la rueda de la fortuna.
El tíovivo era un tíovivo a la antigua, sin espejos, ni oriflamas, ni ondinas, ni cerdos, ni elefantes; un tíovivo clásico con unos pobres y miserables caballos de cartón. El hombre del tuti-li-mundi, el señor Paco el asturiano, el del cosmorama, tocaba el tambor, y a pesar de que era un tipo pesado y tranquilo, entretenía a la gente, contándole lo que iba a ver y la historia de las personas que aparecían en las vistas ópticas.
—¡Adelante, señores, adelante!—decía—. ¡Aquí verán ustedes una vista de la bella Venecia! Tan tarán tan tarán tan. ¡Y qué vistas, señores! ¡Cuánta iglesia! ¡Cuánta torre! ¡Cuánto palaciu! ¡Cuánta góndula! Tan tarán tan tarán tan. ¡Mirad esa góndula que va por el gran canal! Van en ella dos enamoradus. Ella era una dama de las más principales del pueblu. El es un joven venecianu, elegante y peripuestu. ¡Cómo se arrullan los tortulitus! Tan tarantán, tarantán. ¡Mirad esa vieja que los mira desde la otra góndula! ¡Cómo se indigna porque a ella no[169] le hacen casu! Y es bigotuda. Podía retorcerse el bigote. ¡Adelante, señores, adelante! Tan tarantán tarantán.
Con los industriales pobres de la feria se reunía el hombre orquesta Remifasol, que era un saboyano, y que tocaba al mismo tiempo con manos y pies ocho o diez instrumentos, entre ellos un acordeón, unos platillos, un bombo y una flauta.
Otro tenía la rueda de la fortuna o la reolina, como la llamaba él, que era una rueda como la del barquillero, en la que se jugaba por dos cuartos, y podía tocar un abanico, un caramelo, cacahueses, una peseta y hasta un conejo vivo.
Alvarito hizo varios conocimientos, más o menos distinguidos. Conoció al gigante Goliath y al enano Jimmy, que se exhibían en una barraca. El gigante Goliath era triste, apático y aprensivo; en cambio, el enano Jimmy era alegre, impetuoso y francamente optimista. A Goliath le asustaba la soledad y la noche; en cambio, a Jimmy, malicioso, burlón y atrevido, no le asustaba nada.
Otro amigo de Alvarito fué el dueño de un tiro al blanco y de un pim, pam, pum. Este hombre era un francés rubio, de gran bigote, llamado Cazenave, y tenía una hija de catorce a quince años, que era la encargada de cargar las escopetas para tirar al blanco. Cazenave y la señorita Atala se hicieron amigos de Alvarito.
Cazenave había sido antes titiritero; pero había perdido facultades y estaba un poco derrengado. La chica tenía la especialidad de bailar en la cuerda floja y de deslizarse por un alambre, agarrándose con los dientes a un cuero con una anilla. La señorita Atala era rubia, tirando a rojo; tenía los ojos claros, la cara cuadrada, con los pómulos salientes, y el ade[170]mán decidido. Era de San Juan de Luz y tenía aire de cascarota.
Durante el día la gente no acudía mucho a la feria; si iban era más bien a los puestos de juguetes y baratijas, y algunos a la cuatropea, o feria de ganados; pero cuando obscurecía y se cerraban las puertas de la ciudad comenzaba la animación. Las luces de las barracas se encendían, sonaban las campanillas, el tambor, el bombo y el cornetín de pistón. ¿Quién decía que había miseria, guerra y calamidades? No había más que alegría, ruido, luces, voces, organillos, tíosvivos que iban dando vueltas y pim... pam... pum...
En la Taconera había paseo y solía tocar la música militar. Se veían muchachas elegantes, con su mantilla, muy coquetas, de ojos negros, jugando con el abanico y con la mirada, al lado de currutacos que las acompañaban y de militares que arrastraban el sable y lucían el uniforme.
Algunos, con bigotes a lo Diego León y con melenas, se hacían los interesantes y tomaban actitudes melancólicas y románticas.
Al parecer, los militares tenían buenas fortunas entre las damas de Pamplona. El peligro hacía que las lides de amor tuvieran desenlace más rápido.
Las gentes se acercaban al mirador de la Taconera a contemplar la noche profunda y llena de estrellas, y veían en los pueblos hogueras y luces de los carlistas o de las compañías francas que recorrían aquellos pueblos. Así la fiesta era más agradable, porque en medio de la sombra peligrosa e incierta que circundaba la ciudad se tenía la impresión de estar en tierra firme, segura y con luz.
A los ocho días de llegar a Pamplona, Chipiteguy[171] le dijo a Alvarito que creía que el público se había cansado de las figuras de cera.
—¿Cree usted?...
—Sí.
—Yo no lo creo.
—Si yo conozco al público—contestó el viejo.
—¿Y qué va usted a hacer? ¿Marcharse?
—No; voy a llevar a la barraca el cosmorama y a ponerme de acuerdo con el hombre que lo tiene.
A Alvarito le pareció aquélla una combinación bastante mala; pero no dijo nada.
Dos días después Chipiteguy le indicó que, como las estampas del hombre del cosmorama estaban bastante estropeadas, le iba a encargar a Alvaro que las compusiera y arreglara.
—Pero yo no sé dibujar ni pintar para eso—advirtió Alvaro, un tanto alarmado.
—No importa. No se necesita gran cosa.
—Yo no sé si sabré hacerlo.
—Primero compones las estampas con engrudo—repitió Chipiteguy—y luego las retocas un poco con pintura.
A Alvarito le pareció el cargo de mucha responsabilidad; pero prometió hacer la obra lo más concienzudamente que pudiera.
Como no era fácil que en la barraca ni en la galera se hiciese esto, que exigía cuidado y atención meticulosa, Chipiteguy indicó a Alvarito que se quedara en la calle del Carmen y dijo en la casa que cedieran al muchacho un cuarto.
La dueña, que era una cerera, le llevó a Alvarito a un gabinete pequeño con una mesa, una cómoda con un Niño Jesús, con una bola de plata en la mano; un antiguo sofá verde, unas sillas, también verdes,[172] y las paredes llenas de cuadros viejos horribles de santos.
Alvarito llevó allí el montón de estampas que había que restaurar y se puso al trabajo con toda su buena fe. No se le ocurrió que lo único que se pretendía era alejarle de la barraca.
Cuando Alvaro le enseñó al viejo sus primeras restauraciones, a Chipiteguy le parecieron muy bien. Alvarito trabajaba durante todo el día. Unas veces borraba, otras limpiaba con jabón y agua caliente con mucho cuidado, restauraba lo que podía y dejaba las estampas a que se secaran en el suelo, sobre el sofá y la cómoda; una raya mal hecha, una tinta que se corriera, le preocupaba.
Por la tarde, con el chico de la casa, iba a pasear a la Taconera. El chico de la casa, hijo de la dueña, a quien llamaban Cholín, era carlista, como toda su familia. El chico le enseñaba a Alvarito las curiosidades de Pamplona y lo que a él, como carlista, le interesaba.
Fueron los dos a ver la Ciudadela y el baluarte donde fusilaron, al principio de la guerra, a don Santos Ladrón. Cholín contó lo que dijo el general carlista cuando le obligaron a ponerse de espaldas para matarle, y cómo le sacaron, después de muerto, a él y a su teniente Irribarren por la puerta del Socorro a enterrarlos en el cementerio.
Un cañonazo, disparado a media tarde, desde el mismo baluarte, anunció al pueblo de Pamplona que la sentencia estaba cumplida.
Cholín había conocido a don Santos Ladrón en Estella y le parecía un gran hombre.
También le enseñó Cholín la casa del paseo de Valencia, cerca de la Taconera, donde hacía poco los sublevados de las compañías francas habían matado[173] al general Sarasfield, y en donde Espartero, como represalia, mandó fusilar poco después al coronel Iriarte y a sus compañeros, la mayoría masones y partidarios de la independencia del reino de Navarra.
A Cholín la idea de los masones le producía espanto. A Alvarito ya no le hacía ningún efecto.
La madre de Cholín, después de cenar, le contaba a Alvaro historias viejas de la ciudad. Ella le había visto, desde su tienda, pasar al coronel Zumalacárregui una mañana fría de un día de octubre y salir por la puerta de Francia. Poco después se supo que estaba en Huarte Araquil, al frente de todos los carlistas.
Por qué Alvarito sentía cada vez menos entusiasmo por el carlismo, a medida que vivía entre carlistas, él no sabía explicárselo; pero así le pasaba.
Alvarito no quería abandonar a sus amigos de la feria, y por la noche, harto de las historias de Cholín y del carlismo, cuando se cerraban las barracas y los dueños y sus criados iban a pasear o se quedaban de tertulia cerca de sus instalaciones y de sus carros, Alvaro se reunía a ellos. La mayoría charlaba o jugaba a las cartas. La señorita Atala, la del tiro al blanco, fué varias veces con Alvarito a sentarse al mirador de la Taconera, de noche. A ella no le parecía mal el muchacho; pero a él no le gustaba la titiritera con sus aires de cascarota.
Ella tenía sus ilusiones raras de bohemia y trotacaminos; pensaba que el mundo feo y penoso en que vivía se iba a abrir en cualquier ocasión e iba a aparecer el palacio admirable con sus esplendores orientales. Cuál sería la palabra mágica, cuál el momento, no lo sabía.
Alvarito estaba entusiasmado con Manón y no ha[174]blaba más que de ella y de Bayona. A la señorita Atala, Bayona le parecía un pueblo horrible y aburrido.
A veces la titiritera y el muchacho se sentían de acuerdo.
La decoración era inspiradora; aquellas noches templadas, con el cielo lleno de estrellas, la obscuridad de alrededor, las luces misteriosas en los pueblos lejanos, el alerta de los centinelas; todo ello hablaba a la imaginación.
En aquel exiguo grupo de titiriteros y saltimbanquis hubo durante la feria de Pamplona algunas pequeñas complicaciones.
El señor Montdidier Penhoel de Montbrisson tenía una mujer muy guapa y estaba celoso de ella. Madama Montdidier era una bordelesa morena, guapa, de ojos negros, un poco mujerona, un poco coqueta y oía sin inconveniente a los que la galanteaban.
El físico del pueblo francés, monsieur Bazin, y el vendedor de lápices que no se rompían, míster Clarck, hombres de corazón volcánico, se enamoraron los dos de la bella madama.
El señor Bazin, el físico del pueblo francés, reunía más recursos que el señor Clarck; tenía primeramente un frac azul con botones dorados y en su barraca, el Palacio de las Maravillas, una porción de cosas misteriosas: botellas de Leyden, pilas de Volta, una máquina neumática, etc., etc. Además, hacía en su laboratorio el trueno, el rayo y el granizo. El señor Clarck no tenía más que su cota de malla, su casco y el sable para hacer punta a los lápices.
Madama Montdidier se sentía inclinada a escuchar al físico del pueblo francés con curiosidad; pero míster Clarck, celoso del éxito de su rival, se lo comunicó al marido. Montdidier se indignó al conocer la simpatía de su esposa por aquel farsante, que pretendía[175] hacer los rayos y el granizo en la barraca, e increpó al físico del pueblo francés agriamente.
El físico contestó con arrogancia, y Montdidier llamó a Cazenave para que arreglara el asunto.
Cazenave decidió que lo mejor sería que el físico y el marido se dieran unas buenas morradas en la Vuelta del Castillo; pero, para pegarse, Montdidier tenía la desventaja de llevar los pelos largos y, por otro lado, no se le podía indicar que se los cortara, porque era cortarle la alimentación.
En vista de estas consideraciones, se dió por terminado el asunto y el físico no se volvió a acercar al matrimonio Montdidier.
Mientras Alvarito vivía en la calle del Carmen iluminando estampas, Chipiteguy intentaba realizar sus proyectos.
Primeramente fué con la carta de Gamboa al almacén de trigo de la calle Nueva y vió las barricas. Eran cinco, bastante grandes. El encargado del almacén dijo que le hacían un favor si las quitaban de allí. Podían llevarlas cuando quisieran. La cosa no era fácil. Chipiteguy hizo una prueba con un barril para ver si podía llevarle a la feria sin dificultad.
Llenó el barril de agua y, al anochecer, lo puso en un carrito y salió a la calle. Al poco tiempo se le acercó un guardia y le preguntó qué llevaba. Le dijo Chipiteguy que era agua con un poco de lejía para limpiar sus figuras de cera.
El guardia le dijo que mostrara el agua del barril, o si no, que tenía que ir a la Alhóndiga.
Chipiteguy vió claramente que no era posible sacar las barricas enteras sin que lo notara nadie, y se decidió a desfondarlas en el almacén y sacar el contenido en sacos. Para esto tuvo que alquilar una parte del[176] almacén y ésta cerrarla herméticamente con unas tablas para que no pudieran espiarle.
Luego fueron Chipiteguy, Claquemain y Frechón con sacos al hombro, generalmente al anochecer. Unas veces salían por la calle Nueva y otras por la de San Antón, porque el almacén tenía entrada por estas dos calles paralelas.
Durante aquel tiempo Chipiteguy hizo su combinación. La barraca de las figuras de cera se había cerrado. Todos los días, Frechón, Claquemain o Chipiteguy iban con sacos del almacén de la Calle Nueva a la barraca.
A Alvarito le dijeron que se dedicaban a la compra de hierro viejo, cosa que le chocó bastante, porque este negocio tenía que ser poco fructífero teniendo que llevar la chatarra a Francia. Indudablemente las figuras de cera, por nada que dieran, tenían que dar más. Cuando la mayoría de las estampas estuvieron preparadas por Alvaro, limpias y retocadas, Chipiteguy salió con que ya no había público, porque la feria se iba acabando, y que era mejor marcharse.
Pasados unos días, Alvarito vió con cierto asombro que llenaban el carro con las figuras de cera y que Chipiteguy alquilaba otro carro para la chatarra de hierro comprada, que en parte estaba muy roñosa y en parte pintada de negro.
Chipiteguy dispuso que Claquemain y Alvarito fueran con los dos carros y que Frechón les esperaría antes de la frontera, en Valcarlos. El iría poco después. Chipiteguy convidó a almorzar a sus tres empleados en una casa de comidas de la calle de las Mañuetas, y al día siguiente se pusieron todos en marcha.
Chipiteguy despidió a Frechón, y después de haberlo despachado, cambió sin duda de parecer, y dijo a Claquemain y a Alvarito que debían dirigirse a San[177] Sebastián con los carros. El se les reuniría más tarde.
El viaje de Claquemain y Alvarito fué largo. Lo hicieron por Irurzun. El camino estaba malo, desfondado, deshecho por el paso de los cañones y de los carros de tropa.
A cada paso patrullas liberales y carlistas les detenían y les pedían los documentos.
Claquemain conocía gente en el camino; tenía mucho dinero, que le había dado Chipiteguy, y la marcha no ofrecía dificultades. A veces sucedía que Claquemain estaba borracho y había que esperar a que se le pasara su borrachera. El hombre se manifestaba siempre malhumorado, y hacía todo lo posible para amargar la vida a Alvarito.
A los cuatro días de salir de Pamplona llegaron Claquemain y Alvaro a San Sebastián; fueron a parar a una posada de la Brecha, y poco después apareció Chipiteguy en su cochecito.
Chipiteguy hizo diferentes gestiones para llevar su chatarra a Francia y decidió embarcarla en un pailebot con las figuras de cera y enviar a Claquemain por Irún con la galera vacía.
Chipiteguy y Alvarito fueron en el pailebot. Alvarito no se había embarcado nunca y tenía gran curiosidad por el mar.
Al salir de San Sebastián fué contemplando con gran atención las rocas de detrás del Castillo de la Mota, festoneadas por la espuma; luego la abertura de la Zurriola y los acantilados del monte Ulía, la entrada estrecha de Pasajes y las capas de areniscas estratificadas como hojas de un libro del Jaizquibel.
—No mires demasiado. No vayas a marearte—le dijo Chipiteguy.
Efectivamente, al último, Alvarito se mareó y tuvo que tumbarse.
Las figuras de cera le inquietaron. Dos o tres generales se movieron y se lanzaron hacia adelante como[179] si fueran al asalto o a ganar un entorchado, y una de las damas se dió un golpe y se hizo una rajadura en la cabeza.
Al pasar la barra del Adour y al cesar el balanceo del barco, a Alvarito se le quitó el mareo.
Al acercarse a la colina de Blancpignon, el muchacho vió a Chipiteguy que con aire de triunfo cantaba a voz en grito su canción de bravura:
Sin duda, Chipiteguy estaba contento de la expedición. Atracaron en Bayona, en el muelle de las Avenidas Marinas y fueron el viejo y el muchacho a la casa del Reducto.
Unos días después se volvió a abrir la barraca en la plaza de la Puerta de España con las figuras de cera. La chatarra fué la que no apareció, al menos públicamente. El tesoro de la calle Nueva se había evaporado. Una sensación de sorpresa le quedó a Alvarito de este viaje; todo había tenido en él un aire un poco absurdo...
Una noche, en su cuarto de la plaza del Reducto, Alvaro soñó que iba por la cornisa de un puente, sobre la acequia de un molino, sitio que recordó haber pasado en la infancia. Apenas si existía espacio para poner los pies en aquella cornisa.
Pasaba varias veces por ella, sin miedo y con curiosidad; pero al salir se encontraba con una vieja que le sonreía... y se echaba a temblar. Siempre sentía lo mismo; la vieja vestía de negro, que le sonreía insinuante, le hacía estremecerse de terror.
[180] ¿Quién era esta mujer? ¿Qué significaba? Probablemente sería la Muerte. No lo sabía, porque no le revelaba su secreto; pero, ¿quién podía ser más que la Muerte?
De pronto, el lugar adonde había salido recorriendo la cornisa se transformaba en una barraca de muñecos del pim pam pum, y aparecía la señorita Atala, con su pelo rubio. La Atala daba los billetes y él tomaba doce bolas para lanzarlas a los muñecos.
Cada una de ellas pesaba como si fuera de plomo. De pronto notaba que los muñecos eran todos los tipos que había conocido en la feria de Pamplona: el físico, Montdidier, Clarck, etc. Alvarito tiraba la pesada bola sobre la primera figura, ésta se torcía al golpe y volvía a aparecer de nuevo erguida. Entonces Alvaro hizo un nuevo esfuerzo y se despertó.
Frechón, con su costumbre de espiar a todo el mundo y de escuchar detrás de las puertas, se había enterado del diálogo de Manasés con Chipiteguy y de la visita de éste a Gamboa.
Al llegar Frechón a Pamplona encontró medio de verse solo con Chipiteguy y le planteó la cuestión.
—Ya sé que en este viaje—le dijo mirando al suelo—se trata de algo más que de exhibir figuras de cera.
—Usted, ¿qué es lo que sabe?—le preguntó el viejo, escamado.
—Sé lo que ha hablado usted con el judío Manasés y sé también que ha ido usted a visitar al cónsul de España.
—¿Es usted brujo, Frechón?
—Por lo menos, sé escuchar y no soy tonto. En mí puede usted tener un amigo o un enemigo. Si lo quiere usted todo para usted, seré enemigo...; si no, ya nos entenderemos.
Chipiteguy a regañadientes reconoció que efectivamente iba a Pamplona a recoger las custodias y las cruces de oro y de plata metidas en barricas y ver la manera de llevarlas a Bayona. Le dijo que si el negocio salía bien le daría parte en las ganancias.
[182] —¿Cuánto piensa usted darme?—preguntó Frechón, mirándole de través.
—Le daré el diez por ciento de lo que gane. A mí me dan el veinte.
—Es una estupidez—murmuró Frechón.
—¿Qué es una estupidez?—preguntó Chipiteguy.
—Es una estupidez que se contente usted con el veinte por ciento, porque si el negocio sale bien podemos quedarnos con todo.
Chipiteguy contempló atentamente a Frechón y no dijo nada en contra. Lo único que hizo fué elogiarle por su perspicacia.
Pocos días después el viejo explicó a Frechón y a Claquemain lo que proyectaba hacer. A Alvarito no le dijo nada, porque pensaba que el joven aristócrata español, que iba a misa todos los domingos, se escandalizaría si supieran que querían llevarse los cachivaches y las alhajas de las iglesias para venderlos en Francia.
A Frechón y a Claquemain no les hacía esta idea ninguna mella.
Vaciaron las barricas en el almacén de la calle Nueva y fueron llevando los objetos del culto en sacos a la barraca de las figuras de cera. Eran cálices, lámparas, candelabros, incensarios, cruces, relicarios.
Allí, en la barraca, a la luz de una candileja, se amontonó el tesoro de la calle Nueva; se arrancaron las piedras preciosas de los cálices y de las cruces procesionales y envueltas en papeles las fueron metiendo en las cabezas de las figuras de cera.
Desarmaron las cruces, machacaron el oro y las barras de plata, las retorcieron y las pintaron de negro y de rojo.
—Creo que no encontraremos ningún químico que analice esta chatarra—dijo Chipiteguy, riendo.
[183] —Me parece que no—replicó Frechón—. Y ahora, ¿qué proyecto tiene usted?
—Ahora—contestó Chipiteguy—, yo me voy a Arneguy y a San Pie de Puerto para que en la aduana no nos pongan dificultades; usted se va a Valcarlos y espera allí, unta usted a los carlistas y mañana sale la galera con Claquemain y con Alvarito.
—Bueno—dijo Frechón—, déjeme usted dinero.
Chipiteguy le dió cien duros.
—Prepare usted de manera aquello que a nadie se le ocurra mirar lo que va en los carros—encargó el viejo.
—Lo haré.
—¡Ah!, y guarde estas piedras en los bolsillos; yo también pienso llevar algunas. Por si acaso nos quitan el carro, que no lo perdamos todo.
Chipiteguy dió unas cuantas piedras, esmeraldas y topacios, que Frechón guardó ávidamente.
Salieron Chipiteguy y Frechón de Pamplona. Al día siguiente apareció Chipiteguy en la ciudad y dió nueva orden. La galera tenía que ir a San Sebastián.
Frechón esperó impaciente en Valcarlos; recorrió el camino de Pamplona hasta que se convenció de que el viejo le había engañado.
Chipiteguy, desde San Sebastián, vaciló en ir por tierra o por mar.
En aquella época las fuerzas del general Jáuregui iban con frecuencia de San Sebastián a Irún.
Chipiteguy se presentó al general, pretendiendo llevar su cargamento y pasar la frontera.
Jáuregui le preguntó que llevaba a Francia que tanto le preocupaba; pregunta que hizo desconfiar al viejo. Entonces decidió ir por mar.
Aquella chatarra, que era magnífica plata y oro,[184] en unión de las figuras de cera, estuvo varios días en el muelle de San Sebastián, hasta que fué entrando en la bodega de un pailebot.
Al llegar a Bayona, Chipiteguy llevó sus figuras de cera de nuevo a la barraca y la plata y el oro y las piedras preciosas de las cruces y custodias debió de guardarlas en el sótano de su casa.
Frechón había vuelto a Bayona, cansado de esperar en la frontera. Durante una semana se asomó con impaciencia por el camino de Pamplona, y, al fin, volvió profundamente indignado contra su patrón. En Bayona llevó las esmeraldas a casa de un joyero. Eran falsas.
Al llegar a la casa, y al ver a Chipiteguy, éste le contó que no pudieron ir a Valcarlos porque se había corrido hacia aquella parte una fuerza carlista y que por eso decidió ir hacia San Sebastián. Añadió el viejo que en el camino de San Sebastián habían reconocido todas sus figuras de cera y encontrado el oro y la plata y las piedras preciosas, aunque éstas, la mayoría eran falsas.
—Ha sido un mal negocio al final—dijo Chipiteguy hipócritamente—; ya veremos qué nos queda a cada uno.
—Me la ha jugado este cochino viejo—murmuró Frechón—. El se va a quedar con todo.
El caso era que el tesoro de la calle Nueva había desaparecido. Chipiteguy lo había, sin duda, escamoteado.
Frechón disimuló su rabia y siguió trabajando en casa del trapero.
[186] Unos días después escribió una carta al cónsul de España y le pidió audiencia.
Frechón se sentía defraudado por Chipiteguy y tanto como por el dinero lo sentía por su amor propio de hombre listo, de quien se habían burlado.
—El viejo Chipiteguy no se marchará sin que yo le eche el alto. Ya caerá. Frechón no es tonto.
Frechón fué a visitar al fondista Iturri, y después a Aviraneta, a quien contó con detalles el asunto de las cruces y custodias de Pamplona. Aviraneta conocía parte de lo ocurrido y escuchó a Frechón con gran interés.
Frechón se exaltaba, se ponía frenético, pensando en el chasco que le habían dado. En casa de Chipiteguy seguía a todo el mundo con una mirada furiosa.
Unos días después recibió contestación del cónsul, fijándole hora para recibirle.
El señor Gamboa acogió a Frechón muy fríamente; escuchó con indiferencia su relato y dijo después:
—Yo no he encargado nada a ese señor Chipiteguy. Si ha ido a Pamplona habrá sido por su cuenta.
Al oír lo que decía el cónsul, Frechón quedó desconcertado.
—Chipiteguy me dijo a mí que iba a Pamplona, encargado por usted, para recoger unas barricas, cargadas de oro y plata.
—Pues el tal Chipiteguy le ha engañado a usted.
—¿Y cómo le han dado esas barricas sin orden de nadie?—preguntó Frechón.
—Yo no sé nada, señor mío—replicó el cónsul—. ¿Y usted, cómo lo sabe?
—¿Cómo lo sé? Porque he ido con él a Pamplona.
[187] —¿Y usted ha visto esas barricas?
—Sí, señor.
—¿Y había de verdad cruces y custodias?
—Sí las había. ¡Ya lo creo!
—¿Con piedras preciosas?
—Con piedras preciosas de todas clases.
Buenas y falsas, se debió decir Frechón en su fuero interno.
—¿Y qué han hecho ustedes con ellas?
—Llevamos todo lo que tenían dentro las barricas a donde estaban las figuras de cera. Allí desarmamos las cruces y las custodias, les quitamos las piedras; éstas, en su mayoría, las metimos en las cabezas de las figuras de cera, machacamos el oro y a las cruces de plata las pintamos de negro para hacerlas pasar como si fueran de hierro. Después Chipiteguy me dijo que le esperara en Valcarlos para arreglar la salida de España y la entrada en Francia, y, mientras yo le esperaba, él mandó llevar el cargamento a San Sebastián y de aquí lo embarcó para Bayona.
—¿Y aquí lo tiene?
—Sí, señor.
—¿En dónde lo guarda?
—Probablemente en la cueva de su casa.
—Es decir, que se la ha jugado a usted.
—Y a usted también—replicó Frechón, a quien molestaba profundamente estar ante alguien en situación de inferioridad.
—A mí, no—contestó Gamboa—. Este es un asunto que no me interesa.
—¡Bah!—replicó Frechón con impertinencia.
—Créalo usted o no lo crea, me es igual; pero me choca que sea usted tan cándido para pensar que yo he intervenido en ese asunto de melodrama.
[188] Frechón salió furioso del Consulado y Gamboa no quedó muy contento.
Unos días después el cónsul de España mandó llamar a Chipiteguy y le interrogó acerca de las cruces y custodias traídas de Pamplona.
Chipiteguy dijo que había visto al gobernador de Navarra y éste le había dado orden de que guardara aquellas joyas en su casa, y que mandaría un delegado del Gobierno español para incautarse de ellas y luego venderlas.
Gamboa se incomodó y dijo con furia:
—Lo que usted quiere es quedarse con esa riqueza.
—Es lo que me parece que ha pretendido usted siempre—replicó el trapero del Reducto.
Aviraneta supo por los escribientes del Consulado que los gritos de Gamboa se habían oído en la Plaza de Armas.
En la discusión apasionada que tuvieron el cónsul y el chatarrero llegó a verse claramente que, tanto el uno como el otro, lo que ansiaban era quedarse con el oro, la plata y las piedras preciosas de las cruces y de las custodias.
Quizá Gamboa pensó denunciar a Chipiteguy a la Policía; pero ¿cómo legitimar su intervención? Pensando fríamente decidió no hacer nada y olvidar aquel mal negocio.
Chipiteguy, como el Euclión de la Aulularia de Plauto, iba camino de ser desgraciado, a causa del tesoro de la calle Nueva.
¿Dónde lo tenía? ¿Dónde guardaba sus riquezas, traídas de Pamplona? Indudablemente, la plata, el oro y las piedras preciosas los había escondido en la cueva.
A veces, como un ladrón, pero temblando al mismo tiempo de alegría, con una mirada triunfante, bajaba a la cueva y se pasaba allí dos o tres horas, probablemente, contemplando el tesoro. Cuando le veía a Frechón sonreía con malicia; sonrisa que a su dependiente le hacía temblar de furia y sólo a Manón y a Alvarito les acogía con gusto.
—El viejo Chipiteguy todavía es capaz de muchas cosas—repetía con jactancia—. Ya lo decía mi viejo amigo Julius Petrus Guzenhausen de Aschaffenburg: Dollfus es un marrajo de mucho cuidado.
El trapero del Reducto, tras de su famosa excursión a Pamplona, había cambiado mucho, vivía con más preocupaciones. Desde el viaje tenía gran desconfianza; miraba a la gente con suspicacia, no le gustaba que los chatarreros pasaran al patio de su casa, ni que los albañiles de las obras próximas se asomaran[190] al tejado. Comprobaba él mismo, al anochecer, si estaban bien cerradas las puertas y ventanas y recorría la casa de arriba abajo.
La andre Mari y la Tomascha pensaban que éstas eran manías del viejo.
Chipiteguy afirmó varias veces que vivían en un abandono exagerado y sin vigilancia alguna, sobre todo de noche, y trajo un mastín para guardar la casa.
A lo último se le ocurrió hacer todas las noches una ronda, medio en serio, medio en broma. Manón tomaba un farol grande; Chipiteguy, Quintín y Alvarito se armaban cada uno con una pistola y registraban la casa, desde las guardillas hasta la cueva.
—No le digáis lo que hacemos a Frechón—recomendaba el viejo a Quintín y a Alvarito.
—No, no tenga usted cuidado.
—Cuando llegue el momento me acordaré de vosotros, porque sois fieles. Estad seguros.
Estos registros, el andar de noche en los cuartos, influía en Alvarito, excitando su imaginación.
Sobre todo, para él, era muy desagradable el entrar en la cueva y ver el grupo de asesinos en pie, envueltos en sus telas de sacos, con un aire de fantasmas astrosos.
Chipiteguy estuvo dos veces en Burdeos y le llevó con él a Alvarito.
No le dijo a qué iba, pero Alvaro le oyó hablar dos o tres veces de joyeros y tasadores de piedras preciosas.
Chipiteguy le presentó a algunos de sus amigos comerciantes y le mostró la ciudad.
—Cuando vayas a España—le decía el viejo—podrás comparar aquello con esto.
En el fondo de esta frase había malicia, porque[191] aunque Chipiteguy no tenía mala idea de España, como Frechón, tampoco la tenía muy buena.
Fué también Alvarito, en compañía de un carlista, a visitar a la familia de Maroto, que vivía en una casa de campo de las proximidades de Burdeos. Las dos hijas del general, nacidas en el Perú, habían sido educadas en un colegio de Granada. La pequeña, sobre todo, era muy melancólica y muy bonita, y recordaba con nostalgia el huerto del colegio granadino. Alvarito habló con ellas mucho y hasta les escribió varias veces después desde Bayona.
El día antes de salir de Burdeos, Chipiteguy le llevó a Alvarito a una gran instalación de figuras de cera que había en Burdeos.
—Esto es una cosa distinta a nuestra barraca—dijo Chipiteguy riendo—; quizá no es tan completo como el gabinete de madama Tussaud, de Londres, pero está muy bien.
Se bajaba por una rampa obscura a un subterráneo, hasta que se llegaba a un salón con varias figuras de cera vestidas a la moderna. De este salón partían galerías, también obscuras, que desembocaban en salones o cuevas, con juegos de luces extraños. Los personajes eran casi los mismos que había visto Alvaro en la cueva de Chipiteguy, pero más perfilados y bien vestidos. La gente del público iba y venía, hablando bajo, un poco sobrecogida por el aire misterioso de los subterráneos.
En un salón estaban como en tertulia, alrededor de un velador, Luis XVI y María Antonieta, Madama Real, la princesa de Lamballe y el Delfín. Todos impasibles, peripuestos y amanerados.
A Alvarito le dió ganas de gritarles:
—Apresuraos. No seáis idiotas, que vienen los descamisados a cortaros la cabeza.
[192] En otro salón estaba Napoleón en la Malmaison, con Josefina, Talleyrand, Fouché y los generales del Imperio. Todos tan apacibles, tan peripuestos y tan amanerados como los anteriores.
Uno de los generales le miraba a Alvarito con un aire muy discreto.
—Estamos esperando a que suene el cañón de Waterlóo para marcharnos de aquí, porque nos encontramos un poco aburridos—parecía decir aquel señor.
En la sala de una cárcel cenaban los girondinos. Uno de ellos echaba un discurso pomposo con un aire místico e iluminado. Seguramente hablaba de los derechos del hombre y del Ser Supremo, y de otras cosas que entonces divertían a la gente sin saber por qué, y hoy, sin saber por qué, nos aburren.
Luego vieron a Latude en su cárcel, a los cenobitas del Paracleto, a los mártires cristianos antes de ir al circo, a Marat, muerto, con Carlota Corday al lado; a Danton y a Robespierre, vociferando...
—Esto es mejor que lo nuestro, ¿eh?—exclamó Chipiteguy riendo.
—Sí; pero aquí no hay asesinos—contestó Alvarito.
—Es verdad. Sin embargo, debe haber.
Buscaron mejor y dieron con un Lacenaire con su puñal, pero al lado de los Asesinos de Chipiteguy era un personaje ridículo.
A Alvarito le convino la visita a las figuras de cera, porque le quitó para mucho tiempo el terror que tenía por ellas.
Pensó que había estado durante su estancia en casa de Chipiteguy asustado por un peligro quimérico y se decidió a mirar en el porvenir las cosas cara a cara y frente a frente, fuesen figuras de cera o personas de carne y hueso.
Alvarito iba ascendiendo de categoría en casa de Chipiteguy. El viejo le consideraba cada vez más y le iba tomando cariño. La andre Mari, que siempre le había mirado con simpatía, le mimaba; la Tomascha le tenía como uno de sus favoritos, y Manón, como un amigo.
Habiendo subido de importancia en la casa, le habían bajado de la guardilla a un cuarto del segundo piso. Alvarito estaba contento, todo lo contento que puede estar un enamorado no correspondido.
Alvarito, que tenía como confidente a su hermana, le confesó que su entusiasmo por Manón crecía por momentos. Manón era una chica única, con una gracia y un encanto extraordinarios. Además, no le daba miedo nada; subía sola a la guardilla o iba al anochecer a la cueva sin temor a aquellas malditas figuras de cera que a él tanto le habían espantado. Manón era siempre viva, activa y trabajadora; pero cuando se lo proponía, era más.
A veces le entraban las aficiones culinarias y se[194] metía en la cocina y hacía, en colaboración de la Baschili, bizcochos y flanes, que rellenaban de crema, de huevos hilados o de dulce.
Chipiteguy y Alvarito, que eran golosos, comían estos postres, saboreándolos y relamiéndose, y Manón, a quien no le gustaba apenas el dulce, se reía.
Manón tenía gran talento, gracia, picardía, verdadero sentido musical. Lo único que a Alvarito no le gustaba era la versatilidad y la coquetería de la muchacha.
—Tienes que venir a conocerla—dijo Alvarito con entusiasmo a su hermana.
—Bueno; sí, ya iré—contestó ella sin gran efusión.
—Ella tiene muchas ganas de conocerte a ti.
—¿Por qué? ¿Le has hablado de mí?
—Sí, mucho.
—Eres un cándido. Crees que los demás van a tener los entusiasmos tuyos.
—¿Por qué no? Yo hablo bien de las personas que son buenas y nadie dirá que tú no lo eres.
—¡Qué inocente!
—No, no soy inocente; no me vas ahora a convencer a mí de que todo el mundo, empezando por ti, son unos terribles egoístas.
La hermana de Alvaro era un poco cargada de espaldas, pálida, de ojos negros muy expresivos, la boca grande y la cara poco correcta. Era muy simpática y muy servicial. Estaba dispuesta a hacer todo lo que los demás tenían por engorroso y molesto.
Dolores Sánchez de Mendoza fué a casa de Chipiteguy y conoció a Manón y a Rosa. Las dos primas estuvieron muy amables con ella y la obsequiaron mucho.
—¿Qué te ha parecido Manón?—preguntó Alva[195]rito a su hermana al salir de la casa del Reducto presurosamente.
—Es muy guapa y muy simpática, pero...
—¿Pero, qué?
—Que creo que no te debes hacer ilusiones. Una chica tan guapa, tan brillante, que será rica, no se casa con un pobre.
Alvarito se entristeció al oír la observación de su hermana y se le puso una cara larga y abatida.
—¿Por qué no te diriges a Rosa?—le preguntó Dolores.
—Porque no me gusta—contestó Alvarito de mal humor.
—Pues es una chica bien buena, bien cariñosa; yo la encuentro guapa.
—Sí, sí, no digo que no; pero no me gusta. No tiene gracia.
—Es verdad; tú tampoco la tienes, ni yo.
—Bien; ya lo sé; quizá por eso me gusta lo que no tengo.
—Pues chico, hay que conformarse.
—En eso cada cual hará lo que mejor le parezca.
—Claro que sí; pero siempre es mejor no desesperarse, empeñándose en conseguir un imposible. Yo ya veo que Manón es una chica muy atractiva, muy graciosa y muy bonita; pero por lo mismo, y porque es rica, ha de tener muchos pretendientes.
Dolores se hizo amiga de Manón y de Rosa, sobre todo de Rosa.
Desde entonces comenzó a tutearse con las dos primas, y después de ella, Alvarito. Este notó desde el principio que con cierta tendencia instintiva Dolores se ponía del lado de Rosa y en contra de Manón.
Manón a veces era imprudente; había tenido una educación desordenada y fantástica, propicia para dar[196] alguna sorpresa desagradable al viejo Chipiteguy; afortunadamente, la chica poseía un fondo de buen sentido, a pesar de sus fantasías y de sus extravagancias. Manón empleaba en ocasiones la burla y el sarcasmo, pero en el fondo era sentimental y romántica, Para el que la pretendiese era una mujer difícil de conquistar, que exigía demasiado de las personas. Rosa era siempre modesta y tímida; el pasar la vida ante el público en un bazar no le había quitado su timidez congénita.
Rosa tenía el óvalo de la cara alargado, la boca demasiado grande, de labios gruesos; cierta palidez atezada, mate, en el rostro, como de criolla, y una hermosa cabellera negra de tonos azulados.
Al principio de tratarla parecía sosa y sin gracia; pero a medida que se la conocía iba siendo más atrayente y desarrollando su personalidad de una manera lenta y segura.
Dolores hablaba con mucha frecuencia a su hermano de los encantos de Rosa, de su simpatía y de sus conocimientos caseros; pero Alvarito no se entusiasmaba más que con Manón y no tenía ojos más que para ella.
Sentía hambre y sed de la presencia de Manón. Este hambre y esta sed constantes e inapagable de verla y de oírla era, sin duda, el amor. Ante ella se encontraba como si hallase su centro de gravedad; en cambio, cuando se alejaba de ella le parecía que le faltaba el sostén de su vida.
A veces el placer de estar a su lado le daba la impresión de tener el corazón ligero.
Cuando estaba lejos de ella pensaba en lo que estaría haciendo en aquel momento.
En la cama constantemente, medio en sueños, tenía[197] conversaciones con ella, hacía proyectos, debatía cuestiones sentimentales, se explicaba, se legitimaba.
Dolores, con malicia femenina, solía desviar la atención que tenía su hermano por la nieta de Chipiteguy y trataba de dirigirla sobre Rosa.
Manón ya notaba que Dolores y su prima Rosa habían formado una alianza ofensiva y defensiva un poco contra ella; pero se sentía tan superior, que no le importaba.
Otra amiga, algo pariente, solía ir algunas tardes a casa de Manón: una chica llamada Margarita D'Arthez, Morguy, hija de un almacenista de vinos. Morguy no era simpática; Rosa la odiaba por su mordacidad; sólo Manón la podía resistir. Dolores, cuando la conoció, la encontró también antipática.
Morguy era más fea que guapa, muy rubia, casi roja, con los ojos pequeños y un poco encarnados, las cejas siempre fruncidas y los labios abultados.
Morguy era envidiosa, taciturna y malhumorada; reñía con mucha facilidad con los padres, con las criadas y con todo el mundo. Sus cóleras se convertían con facilidad en torrentes de lágrimas.
Así era Morguy: tan pronto lloraba como reía; generalmente sus carcajadas acababan en llanto, y sus lloros, en carcajadas. Tenía rencores inmotivados y días que se pasaba rabiosa, sin hablar.
Morguy reconocía su mal genio, y cuando le contaba a Manón sus rabietas, por una parte furiosa y por otra burlándose de sí misma, Manón se reía a carcajadas.
—Esta chica hasta que no se case no va a tener buen humor—decía Chipiteguy a Morguy.
—Sí, buena marcha llevo—replicaba ella—; me voy a quedar solterona.
[198] —Pues no te conviene, porque no vas a tener con quien reñir y vas a hacer muy mala sangre.
—¿Tan venenosa cree usted que soy?
—No, no. Mujer, como todas; pero, en fin, si yo tuviera la edad de Alvarito me fiaría más de las alborotadas que de las mosquitas muertas.
Chipiteguy se ponía siempre, más o menos disimuladamente, del lado de Manón y creía que Rosa y Dolores eran gazmoñas e hipócritas.
Varias veces Alvarito y Dolores fueron al "Paraíso Terrenal", el bazar de juguetes de la madre de Rosa. Madama Lissagaray era una señora de cuarenta y cinco a cincuenta años, muy flaca, de ojos claros, con aire de dama de Versalles. Era muy sabia y un poco redicha. Lo característico en ella era la cara, fría e indiferente, que contrastaba con la voz y los ademanes efusivos. Al hablar parecía desmentir con los ojos cuanto decía, y, sin embargo, la verdad era lo que hablaba, pues no tenía nada de falsa ni de hipócrita.
Madama Lissagaray se expresaba con gran discreción y simpatizó con Alvarito y su hermana.
Esta señora había tenido varios chicos, que se le habían muerto, y cuidaba de Rosa, su única hija, con una afección mezclada de cariño y de temor.
Encima de su bazar había un entresuelo pequeño, bajo de techo, donde habían vivido algunos años: pero estaba tan abarrotado de género, que lo abandonaron y fueron a habitar a una casa de la Avenida de Boufflers, de su propiedad, de más espacio y mejores vistas.
Rosa y Manón solían mostrar a sus amigos, a los muchachos jóvenes, los juguetes del "Paraíso Terrenal", y, sobre todo, algunos antiguos, ya un poco[199] arrinconados y fuera de moda, pero más graciosos que los modernos.
Había una sala en el entresuelo, en un extremo del bazar, adonde habían ido a parar varios relojes. Allí se veía un reloj de pared, inglés, muy hermoso, con la esfera de cobre, y en ella un círculo pequeño del minutero; un reloj de cuco, otro con sonería de campanas y campanillas y varios relojes de mesa, dorados, metidos en fanales de cristal.
Había también en el mismo rincón una caja de música con su cilindro de cobre, lleno de púas, y un organillo pequeño, construído en Ginebra, con muñecos en la tapa, que se movían, entre los cuales figuraban un negro que bailaba, un señor de frac que llevaba la batuta, otro que tocaba gravemente el violoncelo y varias damiselas con miriñaque, que danzaban rápidamente.
Había también unos chinos de porcelana, que saludaban con la cabeza desde dentro de un fanal; un tíovivo de muñecos, que giraba y sonaba; un teatro, arcas de Noé, conejos que tocaban el tambor, serpientes articuladas que se movían y muñecas.
Alvarito, que no había tenido nunca juguetes, a pesar de ser ya un mozo y de no encontrarse en edad de jugar con ellos, los miraba con gran entusiasmo.
Aquellos soldados de plomo de Artillería y Caballería, con sus carros y sus cañones, le parecían magníficos. Otro juguete que le admiraba era la gran casa misteriosa, con sus persianas verdes y un balcón corrido, adonde salía, como a tomar el fresco, una dama de mantilla. Esta dama se parecía a la nieta de Chipiteguy y Alvaro la miraba con entusiasmo.
Manón, cuando iba a aquel rincón del "Paraíso Terrenal", lleno de juguetes, le gustaba dar cuerda a todos ellos y oír la algarabía que formaban las cam[200]panadas graves y agudas de los relojes, el tintineo de la caja de música, ver cómo movían la cabeza los chinos, cómo daba vueltas el tíovivo, llevaba la batuta el señor de frac, tocaba el otro el violoncelo, bailaban el negro y las damiselas y aparecía y desaparecía la dama romántica en el balcón de la casa solitaria con las persianas verdes.
¡Qué poesía o qué cuento, a la manera de Hoffmann, hubiera escrito el amigo de Chipiteguy, el poeta Julius Petras Guzenhausen de Aschaffenburg, de tener la humorada de existir en el mundo y de visitar el "Paraíso Terrenal"! ¡Qué bien hubiese descrito los movimientos de aquellos autómatas, sus reverencias, sus saludos, sus bailes, llenos de elegancia, amanerada y ceremoniosa!
Una vez Alvarito soñó que estaba en un campo donde había dos bolas grandes de nieve, hechas por los chicos; se aproximaba a una y huía delante de él y a medida que la una huía, la otra se acercaba. Luego, estas dos bolas de nieve se convertían en dos palomas, que hacían lo mismo, y, por último, en dos nubes.
Al final, entre ellas, aparecía Chipiteguy, en medio de sus figuras de cera, con unas actitudes extrañas, haciendo unas muecas horrorosas.
Alvarito pensó si estas bolas de nieve, estas palomas y estas nubes serían transformación en sueños de Manón y de Rosa.
Durante la primavera y el verano, Manón y Rosa y algunas amigas, con Alvarito y otros muchachos, hicieron excursiones a Biarritz, a la playa de la Chambre d'Amour y al lago de Mouriscot.
Morguy coqueteaba mucho con Alvarito; pero a él no le gustaba esta chica roja, de mal humor.
Con Morguy conoció a su padre, el señor D'Ar[201]thez almacenista de vinos, y a su hermano Pedro, que le fué muy simpático.
El hermano de Morguy vivía una vida irreal, leyendo novelas, aburriéndose de la gente. Sentía un desprecio profundo por lo que le rodeaba. Cuando dejaba su trabajo se escondía y se iba a leer libros. Su hermana casi le tenía odio, porque no le hacía caso. Sin duda le parecía que no valía la pena. Pedro D'Arthez era un joven pálido y un poco fofo, que se pasaba la vida leyendo.
No le gustaba nada el comercio; trabajaba resignado en su despacho y, cuando concluía, se encerraba en su cuarto y se ponía a leer. Tenía gustos de viejo. Metido en su cuarto, con su bata, su gorro griego y sus zapatillas, se pasaba el tiempo leyendo y fumando en la pipa.
El joven D'Arthez hablaba siempre como hombre aburrido y disgustado. La lectura, al ocuparle tan completamente el pensamiento, le hacía mirar la realidad con desagrado.
El cuarto de Pedro era un cuarto con dos ventanas sobre un tejado. Muchos libros, un diván y algunas estampas constituían su mobiliario.
El joven escribía todos los días sus memorias y sus impresiones de las lecturas. Su padre, su madre, su hermana y los conocidos le reprochaban el hacer una vida tan sedentaria y tan malsana. No había reflexión que le hiciera cambiar de vida. A todo se encogía de hombros.
—¡Son tan aburridas estas gentes!—le dijo a Alvarito.
—¡Qué pueblo Bayona!—añadió otra vez—. Yo creo que será el pueblo más aburrido del mundo.
—¿Dónde quisiera usted vivir?—le preguntó Alvaro.
[202] —¡Qué sé yo! En cualquier lado, menos aquí.
Pedro no dejaba libros a su hermana ni a sus amigas.
—¿Para qué? Primero, no entienden lo que leen—decía—; luego dejarán el libro en un banco, o le doblarán las hojas, o le llenarán de manchas de cosmético.
Unicamente el joven D'Arthez salía de su rincón para oír música, pero sólo cierta música.
Alvarito pensaba que el hermano de Morguy tomaba demasiado en serio la literatura y la música y daba demasiada poca importancia a la vida real.
Pedro era republicano y despreciaba a los monárquicos y a los carlistas.
Pedro le dijo a Alvarito que le prestaría algunos libros, y, efectivamente, le dejó novelas de Merimée y de Stendhal, que a Alvarito no le entusiasmaron, probablemente, porque no llegó a comprender su mérito.
Cuando Alvarito dijo a Manón que conocía al hermano de Morguy, Manón tuvo para Pedro grandes burlas y sarcasmos. Le parecía un pedante, un fatuo, que se metía en un rincón para hacerse el interesante.
Alvaro defendió a su nuevo amigo; pero ella siguió hablando de él de una manera sarcástica.
—Manón habla siempre mal de mí—dijo un día Pedro—. En el fondo, porque no le hago caso.
—¿Cree usted...?
—Sí; si yo me ocupara de ella, me despreciaría más. Eso ya lo sé; pero el no ocuparme de ella lo considera casi como un insulto.
Pedro le dijo a Manón que, efectivamente, habían querido que Manón y él fueran novios, pero que no se entendían; ella era voluntariosa y coqueta; él,[203] tranquilo y aficionado a leer. El no decía nada malo de Manón, quizá valía más que él; pero tenía una turbulencia insaciable y una versatilidad tal que era capaz de volver loco a cualquiera.
—Es una mujer de lujo, de mucho encanto, estoy conforme; pero para tenerla en casa, yo, modesto vinatero, no la querría.
A veces, en el verano, cuando Manón, Rosa y Morguy pensaban hacer excursiones, le invitaban a ir a Pedro; y éste, para no tomarse el trabajo de discutir, decía que sí, pero luego no iba, con lo cual indignaba a todo el mundo, principalmente a su hermana, que decía de él pestes.
En una de aquellas excursiones, Manón, Rosa y los amigos conocieron al conde y a la condesa de Hervilly.
Sonia, la dama misteriosa que intrigaba a Aviraneta, manifestó gran simpatía por Manón, y fué a verla a su casa y entabló amistad con ella. Se mostró muy amable con Alvarito y, como la condesa hablaba muy bien el castellano, le dirigió varias preguntas acerca de su familia y de España.
A Chipiteguy no le hizo mucha gracia la amistad de su nieta con la extrajera; no le parecía bien que la hija de un trapero tuviera amistades con una condesa, pero nada podía decir.
La condesa de Hervilly presentó en casa de Madama Lissagaray a dos aristócratas, amigos de su marido y suyos: el vizconde de Saint-Paul y el caballero de Montgaillard.
El vizconde de Saint-Paul tendría veintiséis o veintisiete años; era tipo de francés del Norte, alto, rubio, fuerte; el caballero de Montgaillard, de veintitrés o veinticuatro años, parecía un italiano del Sur. Era moreno, más bien bajo que alto, con los ojos negros,[204] delgado, con aire un poco cansado de trasnochador, el pelo rizado, la cara audaz y la tez de mal color, pálida, biliosa y llena de granos.
El vizconde de Saint-Paul se sabía que era de una familia rica de París; respecto a Montgaillard había sus dudas. El decía que era hijo del marqués de Montgaillard y sobrino de un conde de Montgaillard; pero había quien aseguraba que tanto el condado como el marquesado no tenía realidad alguna.
El joven Xavier de Montgaillard era hijo del titulado marqués de Montgaillard y de una señorita de Crussol. El marqués de Montgaillard pasaba por realista y había hecho la campaña de la Vendée, con Clarette, y estaba preso en el Temple.
Xavier era sobrino del célebre intrigante y libelista conde de Montgaillard, que al parecer no era conde.
El llamado conde de Montgaillard fué un gran explotador de la política.
Explotó a la Revolución, al emperador de Austria, a Napoleón y a los Borbones, y murió muy tranquilo en su casa propia de Chaillot, comprada con sus ahorros de intrigante, a los ochenta años.
El conde de Montgaillard tuvo pensiones de todos los Gobiernos franceses de la época, y lo más extraño fué que la tuviese, y grande de Luis XVIII, de quien había publicado un retrato burlón e injurioso. La razón de esta anomalía parece que fué el que el intrigante guardaba unas cartas que Luis XVIII había escrito a Robespierre en tiempo de la Revolución, queriendo congraciarse con él, dándole la razón en muchas cosas y queriendo atraerle a su campo.
Días después de la presentación de los dos aristócratas en casa de madama Lissagaray, Alvaro vió que el joven Montgaillard paseó varias veces por de[205]lante de la casa del Reducto, y Alvarito comprendió que le debía haber escrito a Manón y que quizá ésta le había contestado.
Un día, en pleno verano, la condesa de Hervilly les convidó a ir, el domingo siguiente, a las amigas de Manón y a Alvarito a pasar la tarde en el castillo de Urtubi, cerca de Urruña. La condesa conocía al dueño que le había invitado.
Fueron en un coche grande, descubierto, diez o doce personas, los condes de Hervilly, Manón, Rosa, con su madre; Dolores, Morguy y los aristócratas recién llegados a Bayona y amigos de Hervilly, el vizconde de Saint-Paul y el caballero de Montgaillard.
El vizconde y el caballero fueron durante la excursión la nota saliente, sobre todo para las muchachas. Montgaillard vestía frac azul entallado, como un dandy, y venía de París. El caballero llevó la voz cantante en el viaje; habló de actrices y de bailarinas, conocía escritores, periodistas y políticos. Dijo que como no tenía un cuarto pensaba entrar en España e ingresar en el ejército carlista por si encontraba aquí la solución para su vida. Contaba con la protección del príncipe de Lichnowsky. El vizconde de Saint-Paul, más tranquilo, sonreía de las frases de Montgaillard y hablaba poco.
El joven caballero tuvo mucho éxito con las muchachas y se le encontró gracioso y ocurrente, lo que hizo desesperar a Alvarito, sobre todo viendo que Manón coqueteaba con él.
Era evidente que se cambiaban sonrisas y ojeadas.
¿Cómo había llegado a tener esta familiaridad con el forastero? ¿Es que es una mujer sin decoro?—se preguntó Alvarito de mal humor.
Alvarito notó con desagrado que la presencia de los dos forasteros produjo en las muchachas una anima[206]ción, un deseo de brillar, una rivalidad disfrazada entre unas y otras, que a él le molestó profundamente, porque comprendió que la causa de esta excitación eran los recién venidos y que en ellos se quería hacer efecto.
Quizá sólo Rosa le era en aquel momento un poco fiel a Alvaro; las demás le habían olvidado.
Los veinte kilómetros de camino pasaron pronto para todos, aunque no para Alvarito; se contempló el mar, se vió la cadena de montes de España; Jaizquibel, como una pirámide, y el monte Larrun; se pasó por delante de Bidart, se cruzó San Juan de Luz y se llegó al castillo de Urtubi. A todos les pareció, desde fuera, muy romántico con sus torrecitas y sus paredes cubiertas de hiedra, un poco hundido entre árboles.
El dueño les esperaba a la entrada del parque, y les hizo pasar primero a un gran salón y les llevó a las damas a un tocador por si tenían que arreglarse. Luego preguntó a sus visitantes si preferían almorzar en el parque o en el comedor.
Madama Lissagaray era la única que hubiera preferido almorzar bajo techado.
—No tenga usted cuidado; hoy no hay humedad—le dijo el dueño.
Salieron todos al parque, que estaba magnífico, y dieron un paseo por él. Hacía un día de viento Sur, con el cielo rojo, que daba al paisaje un aire de decoración de teatro. Los tilos y las magnolias, llenos de flor, perfumaban el ambiente con su aroma, un aroma tan fuerte que casi mareaba. En este ambiente irreal todo parecía inmóvil y silencioso. Los pájaros dormían aletargados en las ramas. Un martín pescador pasó por el aire, tan azul, que parecía un trozo de cielo volando entre los árboles.
[207] Se acercó la hora de almorzar, y en una plazoleta de grandes olmos en donde estaba puesta la mesa se sentaron.
Se comió y se bebió alegremente, y Manón y el caballero de Montgaillard fueron los que más hablaron y tuvieron más rasgos de ingenio.
Montgaillard iba a la carrera haciendo la corte a Manón.
El caballero manejaba uno de esos recursos del donjuanismo que está al alcance de todo el mundo; pero que, sin embargo, tiene casi siempre éxito cuando se es joven y no de mala figura. Se manifestaba indiferente y al mismo tiempo atento con las mujeres, para, llegado el caso, fingir una gran impresión. Es esto, indudablemente, como el a b c del histrionismo amoroso, pero no deja de hacer su efecto.
Pasada la excitación de la comida, Manón dijo que iba a escoger un sitio a la sombra del parque y echarse a dormir la siesta.
—De ningún modo—dijo su tía, madama Lissagaray—; no te lo permito.
—¿Por qué no?
—Porque no, y basta.
Manón hizo un gesto de displicencia. Después de un largo rato de sobremesa, el dueño de Urtubi les preguntó si no querían ver el castillo, aunque era pequeño.
Mientras recorrían el edificio, el dueño habló de la fundación primitiva de la casa, en el siglo XI; de la muralla que quedaba aún del siglo XIV; de la estancia de Luis XI en Urtubi cuando estuvo como mediador entre los reyes de Castilla y de Aragón y de los recuerdos que quedaban de Soult y de Wellington, que tuvieron allí su cuartel general al principio del siglo. Les contó también la eterna riva[208]lidad del partido de los Sabelchuris y Sabelgorris, fajas blancas y fajas rojas, que dividían en el país del Labour a los partidarios de Urtubi de los de Saint-Pee.
Vieron el salón, el comedor grande, con una chimenea de mármol, que tenía esta inscripción en vascuence: "Billzen, berotzen, bozten" (Reuniendo, calentando, gozando); pasaron por un vestíbulo lleno de placas de hierro de los hogares, de las chimeneas antiguas, algunas muy curiosas, y luego fueron a la biblioteca.
El dueño sacó un ejemplar del libro de Pierre de Lancre, titulado: Cuadro de la inconstancia de los malos ángeles y demonios; les mostró una estampa de un sábado brujeril y les leyó un párrafo, en que se decía que el propietario del castillo de Urtubi, a principios del siglo XVII, después de una reunión de brujería tenida en su casa, se había encontrado los días siguientes con que las brujas le iban chupando la sangre y sorbiéndole el seso, lo que le decidió a denunciarlas.
Todos se rieron, menos Alvarito, que pensó que el señor de Urtubi era un visionario como él.
De la biblioteca marcharon al pequeño archivo, que tenía algunos antiguos documentos de los Urtubis, emparentados con los Alzates, Gamboas, Belzunces, Ezpeletas y con la familia del escritor Montaigne.
Salieron de nuevo al jardín. Una nube roja, grande, había aparecido en el poniente y el parque tenía un aire fantástico en este aire, inmóvil y caliente, perfumado por las flores. Cerca del castillo había una acequia negra entre dos paredes de piedra, que tomaba al reflejar el cielo, tonos de sangre.
Salieron de nuevo al parque y llegaron a una fuente.
Manón dijo que tenía que echar la suerte con dos[209] alfileres, tirándolos a la fuente y viendo cómo quedaban en el fondo; si quedaban separados, era que no se casaba, y si quedaban cruzados, que sí. Manón echó sus dos alfileres y quedaron separados; después los echaron Rosa y Morguy, y pasó lo mismo. Por el sortilegio de la fuente ninguna de las tres se casaba.
—Sí, sí; nos quedaremos solteras—dijo Manón.
—Tendrá que ser porque a los hombres de esta tierra les falten ojos—dijo galantemente Hervilly.
Manón había cogido una flor y se la había puesto en el pecho.
El joven Montgaillard quiso que le diera aquella rosa que llevaba en el pecho y ella se la dió.
Iba cayendo la tarde y, según dijo madama Lissagaray, era hora de volver a Bayona.
—Antes merendarán ustedes—dijo el amo de la casa.
—Se va a hacer tarde.
—¡No, no; ca!
Pasaron al comedor y se sentaron a la mesa, muy elegantemente puesta, con mantel antiguo, bordado, y vajilla de Sevres.
De pronto notaron que andaba revoloteando algo por los rincones.
—¿Qué es? ¿Un murciélago?—preguntó Manón.
—No, es una mariposa—contestó el dueño de la casa, y con un pañuelo logró cogerla.
La mariposa era grande y hacía un chirrido como si se quejara. Alvarito se estremeció; el aleteo de la mariposa y sus quejidos le produjeron una sensación desagradable.
—Es el Sphinx atropos, la mariposa de la calavera—dijo el amo de la casa.
[210] —¡Qué horror!—dijo Rosa—. Suéltela usted. Eso debe ser de mal agüero.
—Sí, estas mariposas asustan a la gente, pero son inofensivas para las personas; no así para el campo, donde hacen muchos destrozos.
La Morguy quería matarla con un alfiler y llevársela.
—No, no—dijo Manón—; hay que soltarla, que viva.
—Poco vivirá—dijo el dueño abriendo la ventana y soltándola—. Algunas no duran más que una noche; el tiempo necesario para poner sus huevos.
Madama Lissagaray insistió en que era hora de volver.
Se despidieron y entraron todos en el coche. Rosa se sentó al lado de Alvarito y estuvo hablando con él.
—Ya ves tú—decía la muchacha—qué mala suerte tengo yo.
—¿Mala suerte? ¿Por qué?
—Manón y yo tenemos la misma edad, y hemos sido educadas de la misma manera. Ella siempre tiene éxito y yo nunca.
—Tú también lo tienes.
—No, no. Y, además, es natural. Ella es más bonita que yo, más inteligente, más brillante. Todas las ventajas para ella y para mí nada.
—Eres muy modesta.
—No. La suerte ha sido muy generosa con ella y muy mezquina conmigo. Ella es música, es guapa, es graciosa. Y yo soy tonta, sosa y sin talento.
—Eres muy severa contigo misma.
—No, me conozco. Yo no tengo ningún encanto.
—¡Oh! No digas eso.
Alvarito dirigió a la muchacha algunos cumplidos, pero eran fríos y sin efusión.
[211] Un par de horas después llegaron a San Juan de Luz, pararon un momento en un café y volvieron a tomar el coche, y vieron el mar cerca de Guethary, azul, recamado de blanco en un cielo rojo, incendiado y amenazador; vieron brillar el faro de San Sebastián y el del cabo Higuer. Al acercarse a Bayona, la luna había salido, grande, amarilla como una cara de mujer enferma.
Alvarito llegó a casa; no cenó apenas, y fué a acostarse a su cuarto. Al tenderse en la cama, el coche, el mar, la acequia con el agua rojiza, la estampa del sábado brujeril del libro de Lancre le comenzaron a bailar ante los ojos. Pronto pasó del recuerdo al sueño.
Soñó que escalaba, con grandes esfuerzos, un cerro que tenía en la punta un castillo, marchando por entre riscos afilados que parecían de cristal. Después de subir por una escalera laberíntica, llegaba a un desván, con vigas en el techo, y encontraba un montón de paja y se tendía en él.
De pronto notaba que estaba al lado de una ventana abierta, al borde del abismo. Delante tenía un paisaje sombrío, con montes ceñudos y valles estrechos, llenos de árboles, y al contemplarlos se le encogía el corazón. Nubes pesadas avanzaban a rodear el castillo. Desesperado, elevaba la vista y quedaba absorto. El cielo estaba lleno de brillantes meteoros desconocidos; la luna, las estrellas y los cometas, con largas colas, saltaban en locas carreras por el firmamento. Contemplaba aquello a cada instante con mayor horror, hasta que, de pronto, comenzó a salir el sol. Entonces una deliciosa calma dominaba la naturaleza. El cielo se ponía azul, un murmullo lejano venía del mar, rizado con olas blancas; de los bosques se exhalaba un perfume balsámico. ¡Oh! ¡Cómo se respiraba el[212] aire puro! ¡Cómo corrían los arroyos y las fuentes!
Pero esto también duró poco, y vino el crepúsculo, un crepúsculo al principio admirable. Brillaban las flores rojas y blancas, las campanillas azules en los campos verdes; luego todo se tornaba ceniciento; había entonces una queja en el espacio; nubes de mariposas grandes cruzaban el aire. Alvarito sentía necesidad de llorar y se despertó. Pasó muchas horas despierto, dando vueltas en la cama, pensando en su sueño y en Manón y suspirando sin querer. Al último consiguió dormirse y no se despertó hasta que le llamaron por la mañana.
Matías Frechón, el tenedor de libros de Chipiteguy, era hombre de treinta y cuatro a treinta y cinco años, alto, flaco, moreno, de frente estrecha, labios finos, nariz roja, bigote delgado y patillas largas.
El dejarse las patillas le daba cierta apariencia de banquero o de hombre de negocios, que él consideraba muy importante y muy apropiado para su persona.
Frechón tenía aire poco tranquilizador. Indudablemente no es una fantasía folletinesca el asegurar que hay hombres que sólo por su aspecto producen desconfianza y hasta una marcada repulsión moral. Parece que por instinto se puede comprender rápidamente que ciertos rasgos fisionómicos representan y son consecuencia de una larga vida de intrigas, de hipocresías o de bajezas, y las fisonomías con estos rasgos nos producen alarma, no siempre bien definida.
A veces no son las bajezas hechas las que adivinamos y nos dan impresión de alarma y de desconfianza, sino las por hacer, las que están aún latiendo en el espíritu del que es capaz de cometerlas. Así, por intuición, comprendemos que cierta clase de rostros no[214] pueden pertenecer más que a almas dispuestas a toda clase de villanías.
Frechón no solía reír; su sonrisa era triste, fría y antipática.
Frechón tenía aire de hombre falso e hipócrita. No miraba nunca de frente más que cuando se irritaba. Se parecía un tanto al Robespierre de las figuras de cera. El hombre sentía gran confianza en sí mismo, en su inteligencia y en su perspicacia; en su rostro se leía casi siempre una expresión de superioridad.
Para él todo el mundo era tonto. Si había alguno que no lo fuera, consistía en que era un canalla. De tontos y canallas, según él, se hallaba formado el mundo.
Chipiteguy solía decir: "Las ideas de Frechón a veces son claras una a una, pero en conjunto son un puro disparate".
Tan es cierto, que muchas veces es la mala organización de los conceptos la que hace al loco y al insensato.
Frechón se creía un hombre genial a quien le faltaba un escenario digno de sus méritos. El orgullo, la vanidad, la tristeza de no ser nada le ahogaban.
—Se oirá hablar de mí—solía decir con jactancia.
Frechón hacía profesión de fe de su misantropía. Este chatarrero filósofo, pequeño Timón de Bayona, había estudiado en su juventud para cura y sabía latín, lo que le servía para citar con mucha frecuencia frases de Horacio y de Virgilio. Era bastante letrado. Leía causas célebres, folletos anticlericales y el Citador, Pigault-Lebru; decía también que había leído a Fourier.
Frechón hablaba siempre con gran prudencia, pensando cuanto decía. Había adquirido la costumbre de repetir la pregunta que se le hiciera para darse tiempo de pensar bien la respuesta.
[215] Frechón tenía ideas republicanas, lo cual no era obstáculo para que hubiese estado durante algún tiempo al servicio de los carlistas españoles por intermedio de Roquet, el agente de Aviraneta, y de Cazalet, bohemio crapuloso que sabía muchos secretos de todo el mundo.
Cuando le hablaban a Frechón del acto o de la opinión de alguna persona, decía con frecuencia:
—¡Bah! ¡Qué tontería!
Frechón afirmaba que poseía muchos recursos para ganar dinero.
—¡Si supieran los giros que tengo yo todos los meses!—decía con orgullo.
El misántropo era al mismo tiempo fantástico y petulante, escéptico y de cándida credulidad. Es muy difícil en el escepticismo llegar a no creer ni en lo bueno ni en lo malo. La mayoría de los escépticos se contentan con no creer en lo bueno, y el escepticismo verdadero estaría en no creer ni en lo bueno ni en lo malo.
Frechón vivía pensando fantasías; había en él una tendencia marcada por lo secreto, por lo misterioso, tendencia que se aumentaba con la bebida; el misántropo tenía mucha afición al vino y a los licores.
Su mundo era un mundo extraño, diferente al de los demás. El se consideraba viejo, y una de sus manías era hablar de su vejez.
—A un hombre viejo como yo no se le engaña—decía con frecuencia—. Los viejos como yo saben lo que se hacen.
Al parecer, la idea de ser viejo le encantaba a Frechón grandemente. Sentía el misántropo gran desprecio por su juventud; le parecía que los hombres jóvenes no servían para nada.
Frechón gozaba mucho con el espionaje. Había na[216]cido con una inclinación nativa para espiar. El descubrir un misterio constituía para él una delicia. En un pueblo como Bayona, en donde se urdían muchas intrigas políticas y se hacían negocios de suministros militares y de contrabando, Frechón vivía como el pez en el agua. Espiaba a los franceses y a los españoles, a los carlistas y a los liberales, a los aduaneros y a los contrabandistas.
—¡Bah! Ya sé yo lo que hace ese.
—¡Bah! Ya sé yo quién es el amante de esa mujer.
Para todo tenía el misántropo un ¡bah! desdeñoso y de superioridad. El viejo Frechón, como se llamaba a sí mismo, había pasado muchas noches en la esquina de una calle aguantando el frío de la noche o tendido en el campo recibiendo la lluvia para averiguar alguna cosa que, después de todo, no le importaba nada.
Hacer un agujero en la pared y espiar lo que pasaba en una habitación inmediata, aunque no ocurriera en ella nada de particular, le parecía una maravilla de interés.
La guerra civil de España le daba muchos motivos de espionaje y de intrigas.
Otro placer para él delicioso, lleno sin duda de matices agradables, era el escribir anónimos. Se procuraba así una de sus mayores satisfacciones. Dominaba la técnica del anónimo, la tenía muy bien estudiada; sabía por qué indicios se podría descubrir al autor, sabía el sistema para no dejar rastros, y en su casa guardaba papeles traídos de fuera y sacados de varias partes.
Llegaba a disfrutar así de la más dulce impunidad; pensar que no había manera de descubrirle y que podía, además, sugerir la idea de que era otro el autor del anónimo.
Frechón era envidioso; su mayor placer hubiera[217] sido quitar el dinero a ciertas gentes y, al dejarles en la miseria, hacerles una mueca de burla.
Frechón vivía con su hermana, solterona de muy mal carácter y muy rencorosa.
Al misántropo le gustaba Manón y la miraba siempre con ojos de ogro, pero ella le despreciaba profundamente.
La jugada de Chipiteguy con las custodias y las cruces de Pamplona colmó la medida de rabia de Frechón.
Frechón, desde que había vuelto a Bayona, estaba furioso contra Chipiteguy.
El misántropo disimuló, se mostró amable con el viejo, sonsacó lo que pudo a Alvarito y a Claquemain y fué a visitar por segunda vez a Gamboa.
El cónsul de España estaba indignado contra Chipiteguy, pero no quería confesar lo ocurrido y repetía siempre que él no había hecho encargo alguno al chatarrero.
Frechón se pasaba horas y horas pensando en preparar una celada al viejo, paseando por la tienda como un lobo en la jaula y haciendo crujir sus falanges. Se le ocurrió también que Alvarito le estorbaba y le escribió dos anónimos amenazándole.
Otra vez hizo que Claquemain se disfrazara con el traje del Asesino y apareciera por la ventana de la reja que daba al patio donde trabajaba Alvarito. Este tuvo un momento de serenidad; comprendió la farsa, fué a la cueva y cerró la puerta con llave. Al poco tiempo Claquemain tuvo que llamar.
Dos días después Alvarito recibió una carta que decía:
"Si no te vas inmediatamente de esta casa, morirás.—El Asesino."
Alvarito tuvo la suficiente presencia de espíritu para[218] no decir nada a nadie. Ya comprendió de dónde venía la amenaza. Alvaro veía con asombro que a él le producían más terror los peligros imaginarios que los reales. Ante éstos conservaba la sangre fría y no se le iba la cabeza.
La madre de Rosa, la señora de Lissagaray, simpatizó mucho con Alvarito y le invitó a que fuera todos los domingos a pasar la tarde a la tertulia que celebraba en su casa. Podía llevar, si quería, a su hermana Dolores.
La reunión de Lissagaray tenía fama en Bayona de ser casi una agencia de matrimonios; iba a ella mucha gente joven.
La señora de Lissagaray, viuda y dueña del bazar de los Arcos, el Paraíso Terrenal, esperaba casar a su hija; necesitaba a un hombre al frente de su negocio. Para que la muchacha conociese algunos jóvenes y fuese conocida, recibía a sus amigos los domingos por la tarde.
A esta tertulia acudía casi siempre Manón y comenzó también a ir Alvarito y su hermana Dolores. En la reunión se jugaba a varios juegos, sobre todo al wisth, y se conversaba.
Se hablaba entre las personas serias de lo que ocurría en Bayona, de la política del gobierno de Luis Felipe, de la guerra carlista y de la protección que dispensaba a los liberales españoles el general Harispe, cosa que a la mayoría no parecía bien. Madama Lissagaray tenía que estar siempre atenta para no dejar[220] languidecer la charla y para impedir también que algún jovencito o alguna muchachita hicieran una inconveniencia. Las señoras llevaban a la tertulia labores de ganchillo o de aguja. Los jóvenes tocaban el piano, cantaban, bailaban y se discutían los libros de Walter Scott, Chateubriand y del vizconde de Arlincourt. Los que estaban más a la moda hablaban de Balzac, de Dumas y de Jorge Sand.
Algunos días señalados del año había baile. Se bailaba la contradanza o "quadrille", los lanceros y el vals. Todavía no había comenzado el furor de la polca.
Varios tipos curiosos asistían a la tertulia, españoles y franceses.
De los españoles, Aviraneta iba con frecuencia a enterarse de lo que se decía en Bayona por los carlistas acerca de la guerra. Había corrido la voz de que era masón y todo el mundo lo repetía, pero como era hombre amable se le perdonaba.
Otro español, tertuliano asiduo, era un tal don Ramón, emigrado carlista, hombre de alguna fortuna, que mataba sus ocios poniendo letra española a las canciones francesas y regalándolas a los amigos. Su mujer las solía cantar, acompañándose de la guitarra.
Con las adaptaciones suyas las canciones tomaban en castellano un aire falso y romántico muy curioso.
Entre las damas de la tertulia llamaba la atención la señorita María de Taboada, española carlista, de aire decidido, de quien se decía estaba para casarse con el general de don Carlos, don Bruno Villareal.
María Luisa, en esta época, servía de institutriz en casa de una familia francesa en una finca de los alrededores de Bayona. María Luisa había venido varias veces a la tertulia de madama Lissagaray en compañía de don Eugenio de Aviraneta y dos o tres veces con don Pedro Leguía.
[221] Frecuentaba también la tertulia una señora española carlista, doña Tecla, amiga de doña Jacinta Pérez de Soñanes (alias "la Obispa"). Doña Tecla llevaba una enorme peluca negra y tenía una gran suficiencia y una pedantería. Era una definidora de lo que se podía hacer y de lo que no se podía hacer. Todo, según ella, estaba legislado, y la que tenía la clave de las verdades era ella. Esta Tecla daba la nota verdadera, el lá del diapasón. Era el árbitro de las buenas costumbres y de las buenas formas.
Una señorita de la reunión muy distinguida era Paquerette Recur, damisela de unos treinta años, delgada, sonriente, vestida siempre con trajes vaporosos.
La señorita Recur, muy amable, muy graciosa, tenía una cara un poco vaga, que a veces parecía bonita y a veces no. Había estado dos a tres veces a punto de casarse; pero, sin duda, le faltaba la decisión y tenía miedo al matrimonio.
A Alvaro le recordaba la figura de cera a la cual Chipiteguy y él llamaban la Bella Inglesa.
Paquerette era, al decir de la gente, muy sentimental y un tanto novelera, y había huido siempre de los matrimonios de conveniencia, porque tenía la ilusión de casarse enamorada.
Dolores y Rosa se hicieron muy amigas de Paquerette y recibieron sus confidencias.
Por aquel entonces la señorita Recur tenía gran amistad sentimental con Marcelo, el sobrino de Chipiteguy y tío de Manón.
Marcelo era un hombre rubio, sonriente, de treinta y cinco a cuarenta años, viudo y sin hijos. Había estado casado con una mujer de carácter un tanto agrio, según se decía.
Marcelo era ingeniero mecánico y tenía muchas[222] ideas, algunas muy luminosas, pero no ganaba dinero. Se le veía constantemente con el traje arrugado y las manos manchadas, con las uñas quemadas por los ácidos.
Chipiteguy le acogía bien, porque notaba que Marcelo no aspiraba a su herencia; Manón bromeaba mucho con él por motivo de la señorita Recur.
Alvarito se hizo amigo de Marcelo y éste le explicaba sus ideas y sus proyectos.
El mecánico soñaba en industrializar el mundo, en aprovechar los saltos de agua, la fuerza del mar y hasta la del sol.
Suponía, equivocadamente, que el período de industrializar la tierra llegaría en veinte o treinta años.
Mientras soñaba, el dinero pasaba a su lado y él no podía darle el alto. En su casa se le veía a Marcelo haciendo planos sobre una mesa de cocina, fumando, con el tiralíneas o el compás en la mano o analizando algo en un tubo de ensayo.
La madre de Marcelo se incomodaba mucho con él; pero si alguien hablaba mal de su hijo, le defendía con energía y decía que la gente no podía entenderle por ser él demasiado inteligente para tratar con individuos torpes y toscos. La gente de Bayona, según ella, no comprendía más que el comercio con sus socaliñas, como los judíos, y Marcelo era un sabio, un inventor.
El idilio entre el mecánico y la señorita Recur hacía sonreír a los tertulianos de Madama Lissagaray, pero había algunos y algunas que no lo miraban con simpatía.
Una de éstas era la señorita Verónica Bizot, que hacía con su tipo, duro y agrio, un gran contraste con la gracia aniñada y vaporosa de Paquerette.
La señorita Bizot era una solterona, de cuarenta a[223] cincuenta años, que daba miedo por su gesto siniestro y su personalidad agresiva.
La señorita Bizot, que había sido inquilina de la casa que pertenecía a Madama Lissagaray, era alta, desgarbada, cetrina, con cara de hombre, nariz fuertemente pronunciada y ojos claros, opacos y burlones. Cubría su cabeza, ya calva, con una peluca rubia y tenía unos lunares con cerdas en el labio.
La Bizot era mujer de perversa intención, que decía frases incisivas siempre que podía y ponía motes sangrientos. La recibían en las casas por miedo a su lengua mordaz. La señora de Lissagaray era de las que más le temían.
La Bizot derivaba, quizá por sus malos instintos, al erotismo. Vivía en una casucha de la calle de la Carnicería Vieja, desde donde se veían los grandes olmos de la muralla.
La Bizot contaba que por la parte de atrás de su casa había una ventana que caía a otra calle, enfrente de una casa de prostitución que daba al Rempart Lachepaillet, y se pasaba horas y horas desde su observatorio para ver lo que ocurría en el burdel.
Iba también a un caserío en donde había un toro padre, a ver cuando llevaban a las vacas a cubrirlas. Probablemente sentía no ser vaca. La Bizot había vivido, según se explicaba, de manera satírica, con una tía suya que debía parecerse a ella en su mala intención, a la que odiaba profundamente.
Durante años y años, tía y sobrina se hicieron guerra a muerte. Vivían juntas, porque no tenían medios para vivir separadas.
Llegaron en su odio a echarse una a otra tierra en el chocolate y acíbar en el vino. Si la una tenía plantas en el balcón, la otra las regaba con agua caliente para[224] que se murieran. Llegó la sobrina a echar pulgas en la cama de su tía.
La Bizot era una mujer sádica, y a las muchachas pequeñas que tenía de criadas, y a las que no les daba casi salario, las pegaba y llenaba los brazos de cardenales.
Le roía a la solterona la rabia de su fealdad, de su inutilidad en la vida, el no haber podido ilusionar a nadie. Unicamente parece que había tenido algunos éxitos por carta exponiendo sentimientos románticos. Por las demás mujeres sentía un odio felino.
La Bizot no tenía más que una renta pequeñísima, de unos seiscientos francos al año, y vivía haciendo combinaciones, comiendo fuera de casa y a veces casi sin comer.
La Bizot, que no sentía simpatía por nadie, tenía que fingir amabilidad, interés por las gentes. Desde hacía algún tiempo estaba en relaciones de gran intimidad con una muchacha vecina suya, de vida un tanto alegre, con quien comía con frecuencia. Esta muchacha, a quien llamaban Nené, explotaba a unos viejos amantes. El padre de Nené se aprovechaba de la prostitución de su hija y pasaba la vida sonriente y tranquilo.
La Bizot era muy amiga de Nené, y la defendía y la aconsejaba. Había visto, desde hacía ya tiempo, la marcha que llevaba la muchacha, y con esa constancia de la solterona y de la gente del rincón provinciano, la esperó como el cazador a su presa. La Nené era de un impudor tranquilo, una cortesana; pero la Bizot aseguraba en todas partes que lo que se contaba de ella era falso y calumnioso.
La Nené no tenía nada de loca ni de casquivana. Era tranquila como una vaca, sin pudor; engordaba, salía poco de casa, no derrochaba y era trabajadora. Se ves[225]tía bien y solía ir a Biarritz y a San Juan de Luz, donde tenía citas con burgueses ricos de la ciudad.
El viejo, el padre, se entendía con una criada. La vida de Nené y de su padre daban mucho que hablar. Un vecino relojero, que tenía la tienda en la calle de los Vascos, decía que había días que se habían reunido los señores que visitaban a Nené, y que uno de ellos había dicho, parodiando la frase de Napoleón en Egipto: "Desde el fondo de estas butacas cuarenta siglos os contemplan".
La Nené, aconsejada por la Bizot, guardaba dinero. La Bizot hubiera querido explotarla, pero ella y su padre defendían los cuartos con energía. Cuando jugaban a cartas la solterona y la muchacha entretenida, luchaban por arrancarse un céntimo horas y horas.
Lo único que solía sacar la Bizot de la casa era la comida.
La Nené sabía muy bien colocar su capital en rentas sólidas y parte en la usura. Esta ciencia práctica parece que le venía de su madre, que era hija de un judío.
La casa de la Nené tenía un aire respetable y elegante. La hetaira bayonesa se vestía con una elegancia que seducía a sus amantes, hablaba y discutía de cuestiones de literatura y jugaba. Ella les ganaba a los viejos contertulios en el whist, porque era lista para el juego y hacía trampas.
La Nené tenía formas y maneras de hablar que los viejos viciosos y crapulosos del comercio que la visitaban encontraban muy distinguidas.
La Nené, a pesar de ser desconfiada y maliciosa, creía en las adivinadoras y echadoras de cartas y solía ir con frecuencia, en compañía de la Bizot, a casa de una cartomántica.
Esta cartomántica, madama Canis, había sido comadrona y vivía en la calle de la Torre de Sáult, en[226] una casa negra, cerca de un torreón de la antigua muralla.
Madama Canis era una mujer aventurera, casada dos o tres veces, celestina, comadrona y, según las malas lenguas, proveedora de angelitos para el cielo o, por lo menos, para el inseguro limbo.
Se decía que mientras fué comadrona una de las preguntas de ritual que hacía a la cliente o al que la acompañara era ésta:
—¿Debe vivir o no la criatura?
Alguna vez tuvo un descuido y fué a la cárcel y le impidieron continuar el oficio.
En casa de madama Lissagaray, la Bizot solía hacer casi siempre de buzona. Satirizaba a la gente, la imitaba, la caricaturizaba, con una intención y un fondo de mala sangre disimulado.
Todos los contertulios de madama Lissagaray habían sido parodiados por la solterona, naturalmente, cuando no estaban ellos delante. Imitaba también con mucha exactitud a Patrich, el sepulturero, y a Moisés Panighettus, que vivían en su misma calle; a Chipiteguy y a sus dos criados, Quintín y Claquemain.
A Alvarito le chocaba por debajo de la cortesía la malevolencia de las gentes. Se extrañaba de que no hubiera afecto entre aquellas personas. Casi todo el mundo se odiaba. ¿Sería esta frialdad general en la vida?
A él le hubiera gustado tener amor, simpatía por los otros, y que su amor y su simpatía le hubieran sido devueltos por los demás; pero, al parecer, tal amor recíproco era imposible. La gente, la mayoría que le rodeaba, era indiferente, hostil y socarrona. De ahí el gran afecto que iba tomando a Chipiteguy, que se mostraba con él amable y efusivo...
Hubo día que la tertulia de madama Lissagaray fué[227] un plantel de mujeres guapas. Estaban la condesa de Hervilly, una belleza rubia, con la señora de Vargas, morena, de un tipo clásico; María de Taboada, con su aire caprichoso y extraño; Paquerette Revur, como una figurita de porcelana; Rosa con su tipo de mujer meridional, y Manón, rubia, alegre y alocada.
Entre ellas mariposeaban algunos jóvenes tenientes, algunos dandys, el vizconde Saint-Paul y el caballero de Montgaillard, que era de los que tenían más éxito.
Alvarito había estado durante mucho tiempo pendiente de que el caballero de Montgaillard hiciese la corte a Manón; todo lo hacía pensar así; pero de pronto entre el joven y la muchacha se manifestó una gran hostilidad, y el elegante apareció como satélite de la condesa de Hervilly.
—Es un imbécil—dijo Manón con una rotundidad muy suya—; cree que todo el mundo, empezando por las mujeres, deben tener las condiciones que a él le faltan de bondad, de generosidad y demás. ¡Que se vaya al diablo!
A su vez el caballero parece que dijo repetidas veces:
—¡Qué malas son las mujeres! ¿Por qué serán tan malas?
El caballero se puso a cortejar a la condesa de Hervilly.
Montgaillard, en el poco tiempo que llevaba en Bayona, se había hecho conocido de todos. Se le veía con frecuencia con el marqués de Lalande y con el príncipe de Lichnowsky. Se aseguró que tenía una misión secreta dentro del carlismo.
Alvarito pensó que Manón había conocido a Montgaillard en seguida. Era una mujer tan inteligente que no se le podía escapar nada.
La superioridad de Manón se manifestaba en todos[228] los órdenes de la vida, según el joven Sánchez de Mendoza. El se reconocía muy inferior a su lado; Manón aprendía con facilidad las lenguas; Alvarito era muy torpe; Manón tenía mucho sentido musical; en cambio, Alvarito carecía por completo de él y tardaba en coger una canción cualquiera y no sabía tararear bien el Himno de Riego o la Marsellesa.
Manón cogía al vuelo todas las canciones que oía con rapidez extraordinaria; las tocaba en seguida al piano y las tarareaba, dándolas mucho aire, pero no quería estudiar.
—Yo únicamente estudiaría—solía decir desdeñosamente—si me oyesen y me aplaudiesen; pero, para que me oigan mi tía María y la Tomascha, no vale la pena.
Alvarito se entristecía pensando en esto. ¿Cómo conquistar aquella muchacha caprichosa, independiente y llena de seducciones? ¿Cómo convertir la mujer de lujo en una mujer de hogar? El convenía en su fuero interno que no podía competir con ella en nada.
Desde que había reñido con el caballero de Montgaillard, Manón escuchaba a Alvarito con más atención y le manifestaba mayor amistad.
Manón le prestó los libros de Walter Scott, que tenía en una colección encuadernada y con láminas. Alvarito encontraba a Manón en las heroínas de todas las novelas del autor escocés. Era Diana Vernon, de Rob Roy; Mina y Brenda, del Pirata; Julia, de Guy Mannering; Edith, de Los Puritanos de Escocia; Lady Rowena, de Ivanhoe, y Amy Robsart, de Kenilworth.
Algunas tardes de otoño Alvarito acompañaba a Manón y era muy feliz. Tenía la andre Mari, una señora pariente que vivía en la calle de la Torre de Sáult. A veces, las tardes de invierno, iba Manón a la[229] casa de visita. Como el sitio era extraviado, Chipiteguy le enviaba a Alvaro a acompañarla.
Cuando iban a media tarde, llegaban a la Puerta de España, donde se amontonaban coches de alquiler de todas clases y salían al campo. Otras veces marchaban por la muralla viendo los glacis verdes, con sus cañones y sus morteros, y las viejas torres del antiguo muro galo romano.
De noche, a la vuelta, se metían por las calles negras y desiertas, iluminadas por algún lejano farol colgado de una cuerda y luchaban contra las ráfagas de aire encajonado que silbaba en las esquinas.
Manón se agarraba del brazo de Alvarito, y así iban, riendo de la fuerza del viento, hasta llegar a la plaza del Reducto.
Hablaban los dos de su vida anterior, de su familia, de los recuerdos de la infancia.
Ella le preguntaba mil cosas; quería saber cómo había vivido antes.
No le gustaba a Alvarito que Manón fuera a su casa, para que no viera aquellos pobres muebles ridículos que ellos tenían; pero a Manón la pobreza no le importaba. No le parecía una inferioridad, ni mucho menos, sino un estado, que podía ser pasajero o no, pero que no tenía nada que ver con la dignidad.
Manón y Alvaro no estaban conformes en nada. Cuando Alvarito decía que él era monárquico y católico, ella afirmaba con petulancia que era jacobina y librepensadora. Cuando él decía que era español y patriota, ella replicaba que no se sentía francesa, sino vasca, y que tenía sangre de brujos.
Aquel carácter voluntarioso, de una exuberancia y de una espontaneidad grandes, no podía acordarse con un temperamento más calmado, más inquieto, como el de Alvarito.
[230] Alvarito estaba cada vez más enamorado de ella.
Manón era coqueta y le halagaba el hacer conquistas. Le hablaba mucho a Alvarito, le consultaba, y algunas veces condescendía a tocar el piano sólo para él.
A veces él la tenía odio, como cuando Manón decía a su tía María con dulzura:
—No quiero estar en casa. Me aburro con vosotras.
En general, él la encontraba en un plano más alto. Alvarito reconocía que esto no dependía de sus medios de fortuna; que la superioridad de la nieta de Chipiteguy no estaba en circunstancias exteriores, sino en la personalidad.
Manón tenía más energía, más vida; pero él, en cambio, era más perseverante, más fiel.
Manón tenía, indudablemente, una gran vitalidad. Era como una planta lozana, llena de savia; en cambio, él no: era una organización más pobre.
Con Rosa, Alvarito se encontraba al mismo nivel; quizá a veces se sentía superior. Rosa no tenía condiciones para las artes; ni la música, ni la literatura le entusiasmaban.
Decía que sí, que le gustaba mucho; pero lo decía porque no se atrevía a ser sincera. Le faltaba principalmente intuición. Los juicios suyos dependían de lo que oía alrededor.
Rosa tenía una gran timidez. En la tertulia de su madre se le veía muchas veces ruborizarse por cualquier cosa y balbucear algo en confusión. Entonces era cuando estaba más guapa. La señora de Lissagaray sabía que su hija no era, ni mucho menos, tan brillante como Manón; pero esta inferioridad de su hija, para ella era una ventaja y no un inconveniente. Era indudable que para ser una burguesita casada con un comerciante no se necesitaba para nada ser original. Es más: esto casi era un inconveniente.
[231] Manón y Rosa no estaban tampoco muy conformes en sus ideas y discutían sus respectivas opiniones; Manón, con imperio, y Rosa, con su manera tímida y apocada, aunque tenaz. Manón consideraba que el amor debía ser una cosa alegre y divertida y siempre nueva.
—No, no; nada de cosas serias, sino reír, cantar y coquetear.
En cambio, para Rosa el amor tenía otro carácter. Era la abnegación, el sacrificio, la fidelidad al ser amado.
—Hablas como un libro—decía Manón—; pero todo eso debe ser muy fastidioso.
Alvarito tenía también ideas caballerescas: la hidalguía, el respeto a la mujer, el no engañar, el sostener la palabra a toda costa eran sus dogmas.
Alvarito creía que aquellas ideas le venían a él por su abolengo aristocrático, tan exaltado por su padre, por la sangre de los Sánchez de Mendoza y de los Montemayor.
Esta creencia en la sangre noble, dictando las prácticas elevadas de la vida, era para él una religión, una especie de misticismo que le alentaba y le sostenía y le hubiera impedido cometer una vileza e impulsado a intentar una heroicidad.
Una vez, Alvarito y Manón hablaron largamente, al volver, de noche, de la casa de la pariente de la andre Mari, a donde iba Manón.
Se ocuparon de la manera de ser de uno y de otro, de los amigos y de las amigas. Manón no tenía entusiasmo por el matrimonio.
—Anularse ante un hombre—decía ella—, no me parece un ideal.
—Pero, ¿quién se anula? La mujer tiene sus ocupaciones—dijo Alvarito, que era profundamente conservador.
[232] —¿A ti te gustaría tener una mujer y no vivir más que para ella?—le preguntó Manón.
—A mí, sí.
—¿Todas las horas, todos los días?
—Sí.
—¿Todos los minutos?
—Sí.
—¿No tener más pensamientos que para ella?
—Sí.
—¿No tener nada oculto?
—Nada.
—Pues, chico, a mí, no. Yo siempre quisiera tener libertad.
—¿Libertad? ¿De qué? ¿De ir y venir?
—No sólo de eso, sino libertad también de querer.
—¿De querer y de no querer?
—No; libertad de querer una vez más, otra vez menos; libertad de olvidar por momentos...
—Pero eso lo da la misma vida, creo yo; la edad, las ocupaciones...
Manón se echó a reír.
—¿Por qué te ríes?—preguntó Alvaro.
—Porque pareces un viejo; discurres demasiado bien.
—No tengo tu exuberancia; tú tienes más vida que yo y más talento.
—¡Bah!
—Sí. Todos lo notan. Pedro, el hermano de Morguy, dice que tú tienes una turbulencia insaciable y una versatilidad tal, que eres capaz de volver loco a cualquiera.
—¡Qué majadero!
—No; es verdad. Todos los demás somos más tranquilos que tú.
[233] —Sí, mosquitas muertas, como dice mi abuelo. No hay que fiarse del agua mansa.
—¿No te fiarías de mí?
—Sí, sí. ¿Por qué no?
—Pedro supone que tú eres una mujer de lujo, pero no una mujer confortable.
—Y él, ¿qué es? Un imbécil.
Manón, sin duda, no le perdonaba al hermano de Morguy el no haber caído, como los demás, rendido a sus pies.
Mientras Alvarito y su hermana Dolores sostenían la casa y trabajaban, el uno llevando cuentas en el despacho mugriento y triste de Chipiteguy, la otra encorvada sobre el bastidor bordando para la Falcón, el padre de ambos, don Francisco Xavier Sánchez de Mendoza y Montemayor se dedicaba a las labores propias de su condición de noble hidalgo, que consistían, principalmente, en no hacer nada y en divagar por los amenos campos de la política, de la genealogía y del blasón de los Sánchez de Mendoza.
La política le preocupaba a don Francisco Xavier. ¿Qué iba hacer él? Era un hombre importante. ¿Quién tiene la culpa? Es el Destino el que coloca a unos en las cimas y a otros en el fondo de los valles.
El hidalgo estaba convencido de que le perseguían los agentes del cónsul de España, los marotistas y los masones. Había una guerra a muerte entre la masonería y él.
El veía tipos sospechosos que se le acercaban en la calle; comprendía que se hacían signos masónicos en los cafés y que había señales en los balcones de las[235] casas, con pañuelos de color, y de noche con luces. Todo esto lo sabía muy bien él, pero callaba.
Otra cosa que le preocupaba hondamente era el cargo de Alvarito en casa de Chipiteguy.
¿Después de haber sido su hijo empleado en una trapería, se podía cruzar caballero? ¿Podría pertenecer a las órdenes militares? Temía que no. Era algo terrible este empleo del chico en casa de Chipiteguy, en la tienda de un trapero y chatarrero, jacobino y masón por más señas; algo casi tan terrible como la barra de bastardía que aparecía ¡estaba probado! en la rama de los Pérez del Olmo, esta rama de los Olmos tan perturbadora. ¡Qué bochorno! ¡Qué vergüenza! ¡Qué diría su amigo el duque! ¡Qué diría el general! ¿Llegaría la noticia hasta don Carlos?
El señor Sánchez de Mendoza podía haber pensado que quizá si él hubiese trabajado, su hijo no hubiera tenido necesidad de entrar en la tienda de hierro viejo; pero, no, él nunca se dedicaría a un trabajo innoble, y los trabajos nobles no se presentaban. ¿Quién tenía la culpa?
La mujer de Sánchez de Mendoza, madre de Alvarito, pobre mujer flaca, triste, de color de limón, sin alegría alguna, con el convencimiento íntimo de que su vida no podía ser más que una serie de desdichas, larga tragedia obscura y dolorosa, escuchaba a su marido como a un oráculo.
Don Francisco Xavier la había convencido de que él era hombre importante y de que, además, la amparaba, tendiendo sobre sus hombros un manto protector. Al pensar algunas veces en esto, don Francisco Xavier extendía los brazos como si estuviera poniendo un manto y se figuraba, conmovido, que efectivamente amparaba a su mujer.
Como ésta solía tener mucha faena en la casa, el hi[236]dalgo se lavaba él mismo los pañuelos y los cuellos en la palangana, hacía que su hija los planchara, se ponía su sombrero chambergo y su capa y se marchaba a distraerse y a presumir con cierto aire de mosquetero; paseaba por delante de los escaparates de las calles céntricas, donde se estudiaba para ver su prestancia; miraba trabajar al relojero o al guarnicionero; saludaba a algunos dueños de tiendas de ultramarinos, zapaterías y lencerías de la calle de España, que eran carlistas, y compraba dos cuartos de tabaco en un cucurucho de papel de periódico, que ponía en seguida en una petaca de cuero con las armas de los Sánchez de Mendoza.
Compraba el tabaco en el Pequeño Suizo, que era café y estanco. Cuando tenía dinero se sentaba en una mesa a tomar café. El Pequeño Suizo tenía en el escaparate, entre pipas y eslabones, una figura de cera, un hombre con un gorro peludo, grande, de casaca azul con galones dorados, pantalones blancos, botas de montar, negras, y una pipa de barro muy larga en la mano derecha.
Era uno de los grandes placeres de Sánchez de Mendoza pasarse el tiempo en el Pequeño Suizo tomando café y hablando.
Los parroquianos del café eran criados, cocheros, mozos de cuadra, horteras y algunas muchachas que trabajaban en los almacenes, público que gustaba a Sánchez de Mendoza, que era aristócrata, quizá más en teoría que en la práctica.
Otro de los centros de reunión del hidalgo era la guitarrería del Sevillano.
El sevillano Juan Manuel Redondo era un hombre bajito, con aire de torero, que había dejado Córdoba, donde vivía últimamente por la malquerencia de los[237] liberales, que habían creído que Juan Manuel había tenido relaciones con las tropas de Gómez.
Juan Manuel, después de su trabajo, solía sentarse con su blusa blanca y tocar y cantar con mucho arte.
Iban con frecuencia a oírle varios españoles y hubieran ido más si la mujer del Sevillano, una soriana dura, no los hubiera espantado, diciendo que su marido necesitaba trabajar. Al anochecer, la guitarrería tomaba un aire clásico andaluz. Un quinqué iluminaba la tienda, con el techo colgado de guitarras, bandurrias y laudes; en unas estanterías se veían las cuerdas y en un rincón el torno. En la guitarrería se solía hablar principalmente de España y alguna que otra vez de política.
A veces, don Francisco Xavier necesitaba cuidar más de su indumentaria para ir a visitar al obispo de León, llegado de Guethary; a su amigo el señor de Corpas, al marqués de Hautpoul o a monsieur Auguet de Saint Sylvain, y entonces la mujer dejaba un momento la cocina, o el harapo que estaba lavando o remendando; la hija abandonaba el bordado y entre las dos acicalaban al hidalgo.
El señor Sánchez de Mendoza iba también a la tertulia del periodista inglés Mitchell, que escribió, después del Convenio de Vergara, el folleto titulado El campo y la corte de don Carlos, donde se atacaba violentamente a Maroto.
Este Mitchell estaba casado con una española y se decía que era judío.
Cuando llegaba a Bayona el obispo de León, don Francisco Xavier era de los que se presentaban con más apresuramiento a besarle el anillo.
Sánchez de Mendoza se manifestaba antimarotista. El general Maroto le parecía un audaz revolucionario, enemigo del trono y del altar, de este trono y de este[238] altar que debían ser intangibles, inmaculados para todo buen monárquico y católico. Esto de intangible e inmaculado lo decía el hidalgo con una voz un poco lacrimosa.
Don Francisco Xavier no tenía muchas ocupaciones; sus dos talentos principales consistían en escribir con una letra estilo Iturzaeta y en calcar escudos y después pintarlos a la acuarela. No los hacía muy bien; pero como cobraba poco, a peseta y a dos pesetas cada uno, poniendo él la cartulina, sacaba algún dinero, dinero que naturalmente no entregaba en su casa, sino que se lo gastaba en el Pequeño Suizo.
Alvarito y Dolores sostenían la familia. Dolores trabajaba para la tienda de antigüedades de la Falcón; había aprendido a componer bordados antiguos, a imitarlos y a hacer escudos. Combinaba, con mucho arte, el punto de Venecia, el de Alenzón y el de aguja, y ganaba seis y siete francos al día. Trabajaba también algo para fuera y la señorita de Taboada le había recomendado a familias legitimistas francesas, que pagaban su trabajo con esplendidez.
A pesar de este bienestar, que iba llegando paulatinamente a su casa, el señor don Francisco Xavier no estaba contento con la posición de sus hijos. ¡Dolores, bordando para fuera! ¡Alvarito, en una tienda de hierro viejo!
¡Qué dirían los antiguos Sánchez de Mendoza si vieran a sus descendientes ocupados en tan viles menesteres! ¡Qué dirían los Montemayor y los Porras! ¡Cómo temblarían sus huesos de vergüenza y de indignación en los viejos sarcófagos, ornamentados por los artistas de la Edad Media en los silenciosos claustros de las catedrales!
Aquella preocupación y el hallazgo de la barra de bastardía de los Pérez del Olmo, esta rama de olmo[239] poco segura, amargaban los instantes del monárquico aristócrata.
Alvarito, aunque no con la misma intensidad de su padre, pensaba también en sus antepasados. Creía que éstos, desde sus tumbas frías, le exhortaban a ser leal, valiente y caballero.
Para Alvarito, aquellos Sánchez de Mendoza, que él se los figuraba pálidos y con armaduras de acero, eran tan reales como si de veras existiesen. Muchas veces, mientras paseaba por las orillas del Adour, pedía consejo a los viejos manes de su familia.
Pero si Alvarito seguía teniendo respeto por los antepasados, comenzaba a sentir cierto desdén por su padre, que iba en aumento. No lo podía remediar. Le era imposible. Por más que intentaba convencerse de que los hijos tenían que respetar a sus padres, este respeto se le desvanecía a la carrera.
El que el hidalgo viviese tranquilamente del trabajo de sus hijos, sobre todo de Dolores, como si fuera de una renta, le empezaba a molestar. No le importaba, no le preocupaba al hidalgo que la muchacha, débil, como era, se pasara las horas trabajando, inclinada en el bastidor; no era capaz de ahorrarle un poco de trabajo; al revés, le daba prisa, le hacía consideraciones sobre la premura de la obra.
El buen hidalgo tenía como el negociado de las frases, cosa que ya a Alvarito le producía un comienzo de indignación.
El señor Sánchez de Mendoza, que iba notando que su hijo le miraba con un aire interrogador, como preguntándole: "¿Y usted qué hace?", inventaba toda clase de mentiras. De un día a otro iba a comenzar a trabajar. Ese tiempo vago de un día a otro no llegaba nunca.
Hacia final de 1838 la campaña de los antimaro[240]tistas de Bayona se agudizó. El señor Sánchez de Mendoza, como antimarotista perspicuo, adquirió alguna importancia. Se dijo, por entonces, que la mujer de don Carlos, la princesa de Beira, se había convencido ya de que Maroto era un revolucionario, vendido a los masones y a los enemigos del sacrosanto trono, y del no menos sacrosanto altar, y que había reñido con él. El padre Cirilo de la Alameda, a quien los liberales impíos llamaban el padre Ciruelo, se decidió también a declarar la guerra a Maroto.
Los carlistas, y entre ellos nuestro hidalgo, que veían la política de su partido como una cuestión de servidumbre para el Señor, creyeron que la ruptura con Maroto iba a influír mucho en la marcha de la guerra; pero no fué así. Todos los ultrarrealistas, los puros, como se llamaban ellos, hablaban cada día con más odio de Maroto y con más entusiasmo de Cabrera, que era el héroe, el paladín por excelencia.
Nuestro Sánchez de Mendoza ponía los ojos en blanco al hablar del caudillo de Tortosa.
Aquellas palabras sonoras el paladín, el trono, el altar, los puros, le llenaban la cabeza de viento.
A pesar de todo, los manejos de los apostólicos no progresaban. El capuchino Casares, enviado por el obispo de León con cartas, en las que se intentaba desacreditar a Maroto, Villarreal y los suyos, fué detenido por los mismos carlistas y metido en la cárcel. El padre Larraga y el general Uranga volvieron del extranjero sin un cuarto.
Las tertulias de madama Lissagaray siguieran animadas, aunque con algunas intermitencias. A mediados de otoño, el día de San Martín, hubo en su casa un baile de trajes. Casi todos los años por esta fecha solía celebrarse una gran reunión.
Las muchachas tenían muchas esperanzas en la fiesta. Morguy vendría vestida de pastorcita, a lo Watteau; Rosa, con un traje del Directorio, muy bonito; Manón decidió vestirse de húsar y ponerse bigotes postizos. Como tenía la seguridad de su belleza no le importaba afearse. Los días anteriores al baile, las amigas de casa de Rosa se pasaron el tiempo disfrazándose. A Manón le gustaba vestirse de chico y bailar con otras muchachas, haciendo de hombre.
Alvarito la contemplaba, maravillado de su animación y de su graciosa petulancia. A Alvaro le cosieron en casa un traje de pierrot.
El día de la fiesta acababa de vestirse Manón de húsar, con cuyo traje estaba guapísima, y Alvarito, de pierrot, cuando vinieron Morguy y Rosita, las dos de malísimo humor. Morguy tenía trazas de haber llorado.
—¿Qué os pasa?—les dijo Manón.
[242] —Chica, que estamos hechas unos adefesios y no sabemos arreglarnos—contestó Morguy.
—¿Pues?
—¿No te parece que tengo la falda demasiado larga?
—Sí, sí; es indudable.
—Pues en casa todo el mundo empeñado en que no. Este traje mío es un mamarracho. Nuestras madres dicen que estamos bien y que ya no hay tiempo de cambiar.
Manón contempló a las dos amigas, una después de otra.
—Es verdad—dijo a Morguy—; tu falda está demasiado larga y el talle demasiado alto, y el peinado de Rosita y su capota están mal.
—¿Pero ya tendremos tiempo de cambiar?—preguntó Rosa.
—Sí. A ver, Alvarito—gritó Manón—. Dile a la Baschili que me traigan alfileres y una aguja.
Alvarito fué corriendo a traer los alfileres y la aguja. Manón se arrodilló delante de Morguy y descosió unas puntadas. Luego sujetó aquí y allá, bajó el talle del vestido y en una media hora arregló la falda admirablemente.
—Ahora date un poco de rojo en las mejillas y déjate unos rizos en la frente.
Morguy hizo lo que le decían y reconoció que había ganado muchísimo.
—Ahora tú—le dijo a Rosita—. Suéltate el pelo en seguida.
—Pero si me han dicho en casa que era así el peinado de la época.
—Pero eso es una tontería; tú no debes pretender ser un maniquí que tenga mucha exactitud histórica, sino buscar el estar más guapa.
[243] —¡Naturalmente!—exclamó Morguy—. Es que esta chica es tonta. Es tonta. No comprende nada. Se lo he dicho mil veces.
Manón le quitó la capota a su prima y aligeró el sombrero arrancándole unos adornos.
Rosa cambió el peinado e hizo lo que le dijeron y se puso un poco de colorete en las mejillas.
—¿Cómo estoy?—preguntó Rosa a Alvarito.
—Muy bien, muy bien. Mucho mejor que antes.
—Bueno; pues vamos—exclamó Manón arreglándose rápidamente.
Se pusieron unos gabanes y capas encima y fueron a la calle.
—¡Chica, qué lástima que no seas húsar de veras!—dijo Morguy a Manón, agarrándole del brazo—. Estarías irresistible.
Alvarito se rió.
Entraron en casa de Lissagaray. El salón estaba ya lleno. Las tres amigas hicieron mucho efecto. Solamente podía competir con ellas Sonia Volkonsky, vestida de zíngara, con un traje de seda de colores, la falda corta, un pañuelo rojo a la cabeza, collares en la garganta, pulseras en los brazos y una pandereta en la mano.
Entre los hombres había algunos disfraces curiosos: Pedro D'Arthez iba con un muscadín del Directorio, con un traje elegantísimo; Montgaillard, de bandido napolitano; el vizconde de Saint Paul, de Arlequín; había también un chino y un negro, y el que daba la nota cómica era un herbolario de la vecindad de madama Lissagaray, Pascual Joliveau, que iba de Robinsón Crusoé. Robinsón Crusoé vestía un traje hecho de hojas de árbol, un sombrero y una sombrilla de lo mismo y un loro de verdad en el hombro.
[244] Se hicieron muchos chistes a costa del herbolario; pero éste estaba satisfecho al ver que llamaba la atención.
Se bailó, se habló y se rió, y todo el mundo, en general, estuvo muy contento.
A los amigos les chocó que mientras Montgaillard se alejaba de Manón, el vizconde de Saint Paul se acercase a la muchacha y se pusiera a cortejarla.
El vizconde tenía el genio fuerte y hablaba poco. Había tomado el hábito de mostrarse frío e indiferente y ligeramente burlón.
El vizconde era hombre serio, guapo, un poco taciturno para su edad y nada amigo de charlar a tontas y a locas, como Montgaillard. Saint Paul tenía aplomo; probablemente se creía una gran cosa, y no se mortificaba ni se ofendía su amor propio con verse al lado de una mujer sin decir palabra. Quizá en un caso así creía que la culpa era de la que se hallaba a su lado y no la suya.
—El vizconde está muy bien—dijo Morguy a Manón—; pero será un amo para su mujer.
—¡Bah! No me preocupa. No me tengo que casar con él.
—¿Quién sabe?
Saint Paul y Montgaillard, amigos de la víspera, se miraron como rivales, con gran desprecio, y se manifestaron cada vez más hostiles. Manón bailó con varios jóvenes y, al pasar junto a un grupo, Montgaillard dijo una de las veces en voz alta:
—Estas mujeres que son capaces de estar tres o cuatro horas bailando no se diferencian mucho de las cocineras.
Ella le oyó y contestó:
—Los hombres que insultan a las mujeres no se diferencian mucho de los lacayos.
[245] El joven Montgaillard enrojeció. Aviraneta había oído la frase de Manón y se levantó.
—¿Te han insultado?—dijo—. No lo permitiré yo.
—Gracias, don Eugenio—contestó ella, riendo—. Es una frase que hemos leído hoy en una novela y la repito.
Montgaillard miró con impertinencia a Aviraneta y éste se engalló, como en sus buenos tiempos, y contempló desdeñosamente al joven.
En uno de los descansos del baile, Montgaillard quiso obtener una explicación de Manón y la detuvo en el pasillo; pero ella le empujó violentamente con desprecio.
Aviraneta se sentó entre los señores viejos, un poco sorprendido de la impertinencia del muchacho. Vió que Manón era cortejada por Saint Paul y que Sonia, la condesa de Hervilly, hablaba mucho con el caballero de Montgaillard.
Se bailó una contradanza muy brillante y, al terminarla, madama Lissagaray avisó a sus invitados para que pasaran al comedor a tomar algo. En este momento la condesa de Hervilly se acercó a don Eugenio.
—Desconfíe usted de sus amigos, señor de Aviraneta—le dijo.
—¿Me va usted a decir la buenaventura, hermosa zíngara?
—Sí, el mejor día le van a dar a usted un disgusto. Quizá lo mejor que puede usted hacer es marcharse de aquí.
—¿Es eso serio?—preguntó él, asombrado—. ¿Qué quiere usted decir con eso, señora?
—Todos sus proyectos están conocidos.
—¿Es que usted se dedica a la política?
[246] —No; es verdad que soy carlista, pero tengo otros motivos para tener odio contra usted.
—¡Odio! ¡Contra mí! Yo no la conozco a usted.
—Pues yo sí le conozco a usted.
—¿A mí?
—Sí.
—¿Es una broma?
—No.
—Entonces, eso merece una explicación.
—No aquí.
—En el hotel, si quiere usted. Cuando le parezca.
—Dentro de una hora estaré allí.
—Muy bien.
—Vaya usted a mi cuarto. Le esperaré.
-¿Qué podía ser esto?—pensó Aviraneta—. ¿Qué podía haber de común entre aquella mujer y él?
Aviraneta pasó al comedor, fué del comedor al salón, contempló como se bailaba y, cuando vió que la condesa de Hervilly se despedía, se levantó él al poco rato y se fué rápidamente a la fonda.
Entró en su cuarto, vaciló, se metió una pistola cargada en el bolsillo; luego se arrepintió y la dejó en el cajón de la mesa; bajó al primer piso, llamó en el cuarto de la condesa y, al oír que decían adelante, pasó adentro.
Estaba la condesa sentada en un sofá, todavía con su traje de zíngara. Llevaba unas joyas magníficas, unos brillantes en los dedos que lanzaban destellos de colores, unos brazaletes de oro con esmeraldas y un collar de perlas. Parecía algo como una sacerdotisa.
—Siéntese usted, don Eugenio—dijo ella.
Aviraneta se sentó.
Ante aquella belleza espléndida, el conspirador,[247] viejo, flaco, pequeño, vestido de negro, parecía un cuervo.
—Estoy segura de que se encuentra usted intrigado con esta cita—exclamó ella.
—Es cierto.
—Y quizá asustado.
—No me conoce usted, condesa—replicó sonriendo, Aviraneta.
—¿No ha traído usted armas?
—¿Para qué? No creo que quiera usted batirse conmigo.
—Podía prepararle una emboscada.
—¡Bah, en un hotel! Ahora, si quiere usted decirme por qué me llama...
—Necesito oír una explicación de usted.
—Yo también necesito explicaciones.
—Usted conoció a mi padre en Méjico.
—¡Yo, a su padre!
—Sí.
—¿Cómo se llamaba?
—Ladislao Volkonsky.
—¿Es posible? ¿Usted es hija de Volkonsky?
—Sí; yo soy hija de Volkonsky y de Coral Miranda. De Coral Miranda, a quien usted calumnió.
—Es falso—gritó Aviraneta.
—Usted estorbó la boda.
—Es falso también.
En este momento entraron en el cuarto el conde de Hervilly y el caballero de Montgaillard.
Aviraneta se puso a la defensiva, desdeñoso y altivo.
—¿Qué gritos son esos?—preguntó el conde.
—No pasa nada, señores—dijo la condesa—. El señor Aviraneta se está explicando conmigo.
[248] Los dos hombres contemplaron a don Eugenio y éste les miró de arriba a abajo con desdén.
—Váyanse ustedes—repitió la condesa.
Salieron los dos hombres, y Aviraneta, al verlos marchar siguió hablando.
—Sí—dijo—, Volkonsky fué amigo mío y yo le quería. Volkonsky no sabía que usted existiera. Además, Volkonsky quiso casarse con su madre. Ella fué la que no quiso, porque él era pobre.
—Miente usted—exclamó ella.
—No miento. ¿Qué interés puedo yo tener en mentir?
—Legitimar su conducta.
—¡Mi conducta! Está legitimada. Como digo, fué ella la que no se quiso casar con él. Ella era rica, de una familia orgullosa e influyente; él, aunque de una estirpe principesca de Polonia, no pasaba de ser un pobre aventurero en Méjico; ella fué la que no quiso unir su vida a la del polaco, y cuando su padre de usted se casó con una muchacha sencilla y modesta, su madre de usted le preparó una celada e hizo que le mataran y mandó cortarle la mano.
—Invenciones.
—No, verdades. Yo he visto la mano cortada. Yo he visto el cadáver de su padre en la finca de los Mirandas.
—Mi madre era una mujer angelical.
—Era una mujer diabólica y perversa.
—El diabólico y perverso es usted, Aviraneta. Se toda la verdad. Mi madre me contó toda la verdad.
—Cuente usted esa verdad para que yo pueda rebatirla.
—Mi madre me contó que había conocido a Volkonsky de niña y que la había seducido. Estando embarazada de mí, mi padre, Volkonsky, se hizo[249] socio de varios españoles para explotar unas minas, y entonces un español, que le pretendía a mi madre, y a quien ella despreciaba, le habló a Volkonsky, le engañó, le dijo que ella había tenido amantes y, no contento con esto, lo asesinó y lo robó los planos de las minas. Ese español, ¿sabe usted quién era? Era usted, señor Aviraneta.
—Todo eso es un tejido de embustes, digno de la que los inventó—gritó Aviraneta—. Nada de eso es verdad. Mentira, todo mentira y mil veces mentira. Aún quedan en Méjico parientes y compañeros que recordarán aún la historia de Volkonsky. Les preguntaremos a ellos. Pero no hay necesidad. En Burdeos hay un comerciante español que vivió en Méjico en aquel tiempo, un tal Zangroniz. Le iremos a ver, le interrogaremos. El sabe la historia de Volkonsky y la mía... Pero ni aun eso es preciso, porque yo conservo cartas de Coral Miranda, que son de después de la muerte de Volkonsky.
—¿Usted conserva cartas de mi madre?
—Sí, y de su padre también—contestó Aviraneta excitado—. Ahora dígame usted cuándo, en dónde, ante qué testigos quiere que le enseñe esas cartas. ¿Usted es amiga del cónsul de España? ¿No es cierto?
—Sí.
-Muy bien. Dentro de tres días, ante el cónsul, le mostraré esas cartas; que vaya su esposo, el conde; yo llevaré otro testigo: ¿Usted tiene alguna carta de su madre?—preguntó don Eugenio.
—Sí.
—Llévela usted para cotejar la letra. Hasta entonces, tregua.
La condesa de Hervilly, muy pálida, murmuró:
—Muy bien. Hasta dentro de tres días.
[250] Aviraneta, que estaba lívido, saludó maquinalmente y salió del cuarto.
Al día siguiente, Aviraneta estuvo en Bidart y cogió de su archivo un paquete de cartas.
Tres días después de la entrevista citó a la condesa en el Consulado.
La reunión fué fría y ceremoniosa; como testigos estuvieron el conde de Hervilly y el señor Mazarambros. La condesa se presentó a la hora señalada. Vestía un traje gris y llevaba su collar de perlas.
Aviraneta, ante el cónsul y los dos testigos, explicó de qué le acusaba la condesa a él, lenta y reposadamente.
—¿Es esto de lo que me acusa usted?—preguntó a la condesa, después de hacer la relación con toda clase de detalles.
—Sí.
—¿Ha traído usted alguna carta de su madre?
—Sí.
—¿Ustedes quieren cotejar si esta letra de las cartas que yo tengo es igual a la de las cartas que guarda la señora condesa?
Mazarambros, Hervilly y Gamboa cotejaron la letra. Era la misma.
—Ahora, léanlas ustedes en voz alta.
Al comenzar la lectura la emoción dejó una palidez profunda en Sonia, que le hacía más hermosa; los ojos, azules obscuros, brillaron con más resplandor, y sus manos temblaron. Luego, cuando pudo dominar la emoción, el rostro suyo se serenó, las mejillas tomaron su color y volvió a su aspecto normal.
Las cartas eran aplastantes. En dos de ellas, Coral Miranda aseguraba a su querido Eugenio que nunca había tenido amores, ni siquiera amistad, con Volkonsky; que el polaco era un miserable que había[251] querido abusar de ella cuando era niña; que ella no sabía lo que había sido de Volkonsky y que le esperaba a Eugenio llena de ansiedad y de amor.
La condesa oyó, llorando, estas cartas.
—Es falso, falso—exclamó con rabia varias veces.
—No, no—le dijo su marido—; es verdad, no hay duda alguna.
—Ahora, si todavía queda duda—exclamó Aviraneta—, aquí guardo cartas de él, de Volkonsky. ¿Quieren ustedes verlas?
La condesa no contestó. El conde tomó una de las cartas y la leyó despacio y se la devolvió a don Eugenio.
—Mi querida—dijo a la condesa fríamente—, este asunto está resuelto. El señor Aviraneta ha sido calumniado. El señor Aviraneta es una persona honorable y hay que reconocerlo y darle una satisfacción.
—Todos estamos de acuerdo con las palabras que ha dicho el señor conde—repuso Gamboa.
Aviraneta se inclinó y al salir dijo a la condesa:
—Yo no pretendo, señora, que me conceda usted su amistad; fuí amigo de su padre, que era un corazón noble y generoso. Como digo, no pretendo su amistad; pero creo que no tiene usted derecho a tenerme odio.
—Fué usted enemigo de mi madre—murmuró la condesa, pálida y demudada—; para mí, eso basta.
Aviraneta había ganado la partida y salió de la sala del Consulado, pálido, sonriendo con una sonrisa irónica.
Durante algún tiempo la condesa de Hervilly no vió a Aviraneta. Ella y su marido cambiaron de hotel, lo que a don Eugenio alegró.
Al cabo de un par de meses la condesa volvió a[252] aparecer en casa de madama Lissagaray. Aviraneta no la hablaba; pero ella se acercó a él.
—No crea usted que me he olvidado de lo que ha pasado entre nosotros dos.
—Lo comprendo—dijo don Eugenio.
—El que haya conocido usted a mi padre y a mi madre me atrae hacia usted. A mi padre no le he conocido; a mi madre la vi solamente tres veces en toda mi vida. ¿Era hermosa?
—Muy hermosa.
—¿Y usted no la quería? Porque si la hubiera usted querido hubiera usted perdonado todo.
—Qué quiere usted, condesa. Cuando yo estuve en Méjico era joven aún, pero no un muchacho enamoradizo. Había hecho seis años de guerra de la Independencia, había rodado por el mundo y estado varias veces a punto de ser fusilado. No era un doncel.
—Pero mi padre había hecho la guerra con Napoleón. ¿No?
—Cierto; pero él era hombre más ingenuo, más poeta, más niño.
—Más bueno que usted.
—Sí, seguramente más bueno que yo; no lo niego.
—Usted es implacable.
—Implacable, no.
—Sí, implacable.
—¿Y ella, no lo era? Me persiguió a mí, le persiguió a su padre con saña. Tenía ese fondo vengativo y rencoroso de los criollos. Odiaba a los españoles, como todos los Mirandas.
—Yo también los odio.
—¿Con motivo?
—Sí.
—¿Qué motivos puede usted tener?
—Las crueldades de los españoles con los indios.
[253] —¡Bah! ¿Y quién las ha hecho? ¿Los españoles que se quedaron en España, o los españoles que fueron a América y se convirtieron en americanos? Estos últimos son los hijos de los conquistadores, de los que hicieron todo lo bueno y todo lo malo que los españoles han hecho en América. Es ridículo que ellos ahora se disfracen con la piel del indio... Perfectamente ridículo. Se avergüenzan de tener sangre de indios y quieren pasar como sus herederos.
—Ustedes han sido muy crueles.
—¿Y los yanquis no han hecho en plena época moderna y fríamente con los indios tantas barbaridades como los españoles? ¿Y los ingleses, que han exterminado razas enteras? ¿Y los franceses, que después de la revolución y de las monsergas de la libertad, igualdad y fraternidad han sido los mayores proveedores de carne negra en América? ¡Bah, yo me río de eso!
—Yo soy americana, y veo a los españoles como los enemigos de mi país.
—Es una preocupación. Toda esa epopeya americana de la Independencia es falsa.
—Es lo que les conviene decir a ustedes.
—No. Es la realidad. La independencia de América fué una guerra civil entre los españoles de las colonias y los españoles enviados por la Monarquía. Los indios, los verdaderamente americanos, eran los que no tomaban parte en la lucha. Es más: había un número casi siempre mayor de indios en los ejércitos realistas que en los republicanos. En la batalla de Ayacucho, por ejemplo, el número de indios era mayor entre los españoles que entre los americanos. A los indios, ¿qué les importaba la independencia? En el fondo no cambiaban más que de amo.
—No hablemos de política.
[254] —Tiene usted razón. No hablemos de eso. Creo que habrá usted quedado convencida de que mi conducta con su madre no fué traidora ni infame. Si yo hubiera sido un aventurero, me hubiera casado con Coral Miranda. Ella era rica; yo, pobre.
—¡Es que no la quería usted! ¡Pobre madre! No sé si le perdonaré a usted, Aviraneta. No sé.
—Me olvidará usted, condesa. Usted tiene un gran porvenir por delante. Yo ya soy viejo y no creo ni pienso estorbarle a usted.
—Ya veremos.
El joven Montgaillard, al ver a la condesa hablando con don Eugenio, miraba a los dos con desconfianza. ¿Qué extraño capricho podía tener ella de conversar con aquel hombre sombrío y tétrico?
—Hay quien se siente celoso de que hable usted conmigo—dijo Aviraneta sonriendo.
La condesa contempló a su interlocutor atentamente y se levantó.
Al poco rato Alvarito se acercó a don Eugenio.
—Señor Aviraneta—le dijo.
—¿Qué ocurre?
—¿Quiere usted venir conmigo a casa de mi patrón?
—¿Qué pasa?
—Que Chipiteguy ha desaparecido.
Don Eugenio tomó su gabán y fué con Alvarito a la casa del Reducto.
Hacía ya un día entero que el viejo no aparecía por parte alguna.
Manón y Alvarito habían ido de acá para allá preguntando por el viejo. La andre Mari y la Tomascha se dedicaban a lamentarse y a decir que ellas ya habían previsto aquella desgracia.
Se preguntó en las cuadras de alquilar caballos,[255] por si el trapero había tomado alguno para hacer compras por los alrededores; se fué a ver a Automendy, un alquilador de coches de la Puerta de España, conocido de Chipiteguy; se habló a todos los amigos del viejo. Nada dió resultado.
Al día siguiente se avisó a la policía.
La desaparición de Chipiteguy de la casa del Reducto produjo gran efecto entre sus conocidos.
Se habló de la masonería, de una sociedad secreta republicana que se llamaba las Estaciones, que quizá le había dado una comisión; hubo quien sacó a relucir a los jesuítas.
Pasaron días y más días y no hubo noticia alguna. Chipiteguy definitivamente había desaparecido.
Una mañana de invierno, tres hombres agazapados detrás de una gran peña, al comienzo de un robledal próximo a Vera, en un lugar llamado la regata de Inzola, estaban espiando el paso de alguien.
Era el sitio en que los hombres se hallaban emboscados solitario y sombrío, un gran barranco, por en medio del cual corre el antiguo camino de Vera a San Juan de Luz, camino estrecho, que algunos dicen que es calzada romana, a pesar de que la gente le llama de Napoleón, porque supone que la mandó hacer el emperador de los franceses para pasar sus cañones al entrar en España.
Este barranco, con grandes robles y con rincones húmedos y obscuros de monte bajo, se va inclinando hacia Francia. Desde algunos de sus puntos se distingue el mar, verde, entre las rocas de la costa. Por el fondo corre un arroyo que recoge aguas de la vertiente del monte Larrun y va a unirse al pequeño río llamado la Nivelle, que sale al mar en San Juan de Luz. El camino que une a España y Francia por esta parte[258] va trazando curvas, escalando las alturas; a trechos, con las antiguas losas de la calzada bien conservadas; en parte, roto y destrozado e invadido por las zarzas.
Aquella mañana en que los tres hombres, apostados detrás de una roca, preparaban una emboscada, el cielo aparecía obscuro, con nubes de color de tinta; caían grandes gotas de lluvia sobre los montones de hojas secas; silbaba y gemía el viento, y el camino, estrecho, estaba lleno de barro, más abandonado y desierto que de ordinario. En algunos puntos el arroyo inundaba la calzada en una extensión de cincuenta o sesenta metros.
No había nadie por los alrededores. A veces llegaban por aquellos vericuetos partidas carlistas a vigilar la frontera y también solían verse las boinas rojas de los chapelgorris.
Los tres hombres que espiaban a la entrada del robledal de Inzola eran un hermano de Bertache, apodado Martín Trampa; el criado de éste, a quien llamaban Malhombre, y un compañero de aventuras de ambos, Perico Beltza o Perico el Negro.
Martín Arreche tenía dos apodos: uno, el nombre de su casa, Bertache, apodo común a su hermano Luis y a él; el otro, Martín Trampa, ya de por sí bastante significativo.
Martín, grueso, fuerte, membrudo, era hombre de aire audaz, cara redonda, pómulos salientes, ojos negros y sombríos, labios delgados y expresión ladina. Su manera de mirar, observadora, solapada e irónica, le denunciaba cuando quería aparecer como cándido e inocente.
Martín era hombre audaz, decidido y cruel; de él se contaban rasgos de valor y de energía.
El oficio de Martín, al menos el que practicaba en público, era tratante de ganado. Vivía en la casa de[259] sus padres, llamada Bertache, en Almandoz, con su mujer, sus hijos, su hermana y su madre.
Martín paraba poco en casa; solía vérsele con frecuencia por los caminos, montaba a caballo, con su blusa negra y su bastón, la maquilla vasca, con la correa en el puño.
Su criado, secretario u hombre de confianza, Juan Echenique, alias Malhombre, era digno de su amo por todos conceptos. Vivía también en Almandoz, donde tenía una casucha pequeña y una familia numerosa, y confesaba sin rebozo que desde niño había tenido una afición decidida al robo.
—Muy pobre debe ser esta casa—decía una vez, refiriéndose a un caserío en donde había estado.
—¿Por qué?
—Porque ni por casualidad he encontrado en ella nada que robar.
Malhombre era tipo de cara afilada como un cuchillo, expresión suspicaz y maquiavélica. Tenía muy aviesa intención.
Se decía de él en el pueblo que había sido durante su juventud un muchacho apacible y humilde. Poco antes de la guerra estuvo de criado de un arriero, e iba con una recua de la frontera francesa a Pamplona y al contrario.
En la guerra se reveló. Cuando supo que había partidas en el país, robó una escopeta en casa de un labrador rico de Almandoz y se echó al monte, a unirse con las fuerzas de Sagastibelza. Un campesino, al verle desde el caserío, se asomó a la media puerta de la entrada y le preguntó con alguna sorna:
—¡Hola, Malhombre! ¿Qué tal? ¿De viaje?
Malhombre no contestó; se echó a la cara el fusil, pegó un tiro al campesino, lo dejó muerto y siguió andando.
[260] Malhombre era un tipo de estos de revolución o de guerra, aspirantes obscuros a energúmenos y a asesinos, que viven durante muchos años una vida resignada y tranquila y un día se sienten fieras y matan o roban o degüellan, asombrando a los que les conocen, que no pueden pensar que lo normal en ellos es ser fieras, no hombres tranquilos y apacibles.
Desde la guerra, Malhombre acusó su personalidad siniestra. Un año o dos después de echarse al campo estuvo en Francia preso, no se sabía a punto fijo por qué, y allí en la cárcel debió conocer a gente criminal que le enseñó sus mañas.
Malhombre vivía sobre el pueblo, como hubiese podido vivir un antiguo capitán de bandoleros. Alimentaba su vaca en los prados de los vecinos, cogía las habichuelas, las patatas o los tomates en las huertas próximas, robaba alguna vez una gallina o un cordero. Malhombre merodeaba de noche y producía terror en la aldea. El chico o la chica que lo encontrara al obscurecer en el camino cortando hierba en algún campo que no era suyo, huía de él al verle, y Malhombre le amenazaba con la guadaña, porque le gustaba aterrorizar a la gente.
Se decía que Martín Trampa, Malhombre y Perico Beltza, con otro cómplice suyo que vivía en la venta de Odolaga, cerca de Pamplona, solían apostarse en el alto de Velate, enmascarados o con las caras tiznadas para que no los conocieran, y esperaban allí a robar a los viajeros.
Tenían dos mulos, a los que cargaban con los objetos robados, y en una noche Malhombre andaba a campo traviesa diez o doce leguas y dejaba los productos del robo en sitio seguro e insospechable, muy lejos del lugar de la fechoría.
Para esto, naturalmente, los tres hombres necesita[261]ban cómplices, y los tenían, según aseguraban, entre personas de posición, que guardaban el producto de los robos.
Nadie sospechaba quiénes podían ser estos cómplices. Algunos aseguraban que los tres hombres no se contentaban con robar, sino que en ocasiones también mataban.
Martín Trampa y Malhombre tenían la especialidad de desvalijar los coches. Se decía que para esta labor se hacían pasar por carlistas, y que a ellos y a Perico Beltza se unía una chica, hija de Malhombre, que solía vestirse de oficial, con su uniforme, su sable y su boina blanca. Esta chica, la Puri, era una muchacha muy esbelta, rubia y bonita. La Puri hacía su papel e inmediatamente volvía a su casa. La chica trataba a su padre con respeto; para ella Juan Echenique no era Malhombre, sino un buen hombre.
Aunque Martín y los suyos fueron varias veces ante los tribunales, nunca les llegaron a probar nada. Los tres socios escogían las noches más negras para sus hazañas. Malhombre era nictálope: veía tan bien de noche como de día, y esta casualidad le servía para orientarse y poder escapar en medio del campo en la mayor obscuridad. Se sospechaba que era algo brujo y que sabía de remedios misteriosos y de sortilegios.
Malhombre tenía un perro muy inteligente y también ladrón, Erbi.
Se decía que Erbi, con mejor corazón que su amo, una noche que entre Martín Trampa, su criado y Perico Beltza mataron a un viajero, estuvo aullando de una manera lastimera largo tiempo cerca del cadáver.
Malhombre solía llevar siempre un rompecabezas, hecho por él, que consistía en un vergajo de un palmo con una bola de plomo sujeta a la punta. Era[262] ésta una de sus armas predilectas, que él manejaba con gran habilidad.
Respecto a Perico Beltza, era hombre fuerte, pesado, muy poco inteligente, contrabandista desde la infancia. Le llamaban Perico Beltza, Perico el Negro, por su color moreno.
De los tres hombres emboscados, Martín era como un tigre, hombre de una gran fuerza, de una gran energía y de una gran crueldad; para él los obstáculos no existían, y si había que pasar por charcos de sangre, pasaba decidido y sin miedo.
Malhombre era como el lobo, cauteloso y sombrío, amigo de la obscuridad, de las aventuras nocturnas, a quien estorbaba la luz del sol; Malhombre amaba lo enigmático, lo secreto, las bromas terroríficas y siniestras, el mostrar la careta o el rostro tiznado mejor que la cara, el deslizarse entre las sombras.
Perico Beltza era pesado, malhumorado y torpe como un perro de ganado...
Llevaban los tres siniestros personajes más de una hora agazapados tras de una roca que había al comienzo del barranco de Inzola, cuando se vió a lo lejos a un hombre, montado en una mula, precedido por otro que iba delante con el ramal en la mano, y seguido por un tercero.
El hombre montado en la mula iba con una capa y el delantero, que llevaba la bestia del ronzal, marchaba esquivando los charcos; el zaguero, que sin duda vigilaba al preso, traía un paraguas abierto.
El que marchaba montado en la caballería era Chipiteguy; el que llevaba la mula del ronzal, Claquemain, y el que iba detrás con el paraguas abierto, Frechón.
Al divisar el grupo, Martín Arreche, alias Martín[263] Trampa, sacó la cabeza fuera del escondrijo e hizo un gesto de inteligencia a Frechón.
—Mirad por aquí cerca si hay alguien—dijo Martín a Malhombre y a Perico Beltza.
Los dos hombres se escabulleron y fueron a un lado y a otro para vigilar. Martín se acercó a Frechón.
—¡Hola, amigo!
—¡Hola!
—¿Este es el viejo?—preguntó.
—Este es.
—¿Qué piensa usted hacer con él?
—¿No habrá aquí cerca algún sitio adonde llevarle por ahora?
—Hombre, yo he hablado al dueño de un caserío llamado Churinborda. Allí se le podía llevar, siempre que el viejo no proteste, porque si no, el hombre se alarmará.
—Oiga usted, Chipiteguy—dijo Frechón.
—¿Qué hay?—murmuró el viejo.
—Le vamos a llevar a un caserío próximo para arreglar nuestros asuntos. No creo que se nos vendrá usted con gritos.
—Yo no tengo la costumbre de gritar—contestó Chipiteguy con serenidad.
—No le conviene a usted tampoco—replicó Frechón—. Si estos fanáticos saben que usted se llevó un tesoro de cruces y de custodias de las iglesias de Navarra, no le digo a usted lo que le va a pasar.
Chipiteguy murmuró:
—Usted me acompañó en la faena; pero eso no importa; vamos cuanto antes al caserío.
El viejo montado en la mula siguió camino adelante, dirigido por Claquemain. Los otros hombres fueron detrás.
—¿Así que este viejo fué a Pamplona y sacó ba[264]rricas llenas de oro y de plata?—preguntó Martín.
—Sí.
—¡Qué templado!
—Y a mí me prometió una parte y no me la dió.
—Yo hubiera hecho lo mismo—dijo Martín.
Frechón contempló a Martín con cierta suspicacia.
—Ahora me pagará la trastada—murmuró el francés—. A mí no me importa nada que se haya quedado con las cruces. Yo me río de los sacrilegios. Lo que no le perdono es que me haya engañado.
—¿Qué piensa usted hacer?—preguntó Martín.
—Le llevaremos a ese caserío próximo, donde escribirá una carta a su familia de Bayona para que nos entregue una buena cantidad de dinero.
—¿Quién irá con la carta?—dijo Martín.
—Ya veremos.
Siguieron marchando, precedidos por Chipiteguy, montado en la mula, hasta el caserío Churinborda. Al llegar a la puerta, Frechón ayudó a apearse a Chipiteguy.
—No le aconsejo a usted que proteste—le dijo el francés—, porque entonces le entregarían a usted a los carlistas como ladrón de cruces de iglesias y le fusilarían sobre la marcha.
—¿Y qué adelantaría usted con eso?—preguntó Chipiteguy con calma.
—Nada; por eso no lo hago; pero se lo advierto a usted; lo que yo deseo es cobrar un buen rescate como indemnización y nada más.
—Estoy dispuesto. ¿Cuánto?
—Ahora lo veremos y se lo diré a usted. Tengo que saber qué quieren sacar estos ayudantes.
—Está bien.
—Señor Chipiteguy, ha perdido usted la partida.
—Sí, ya lo veo.
[265] —Que le sirva a usted de escarmiento, y otra vez no pretenda usted engañar a Frechón. El viejo Frechón tiene siempre la última palabra.
Entró Chipiteguy en la cocina del caserío, se puso al lado de la lumbre a secarse, vigilado por Claquemain, mientras Frechón, Martín Trampa, Malhombre y Perico Beltza discutían lo que tenían que hacer.
El rescate, después de largas discusiones, lo fijaron en treinta mil francos: quince mil para Frechón y Claquemain y quince mil para Martín Trampa y los suyos. A Frechón le pareció una cosa excesiva lo que pedían éstos, pero no era ocasión oportuna de oponerse.
Se le obligaría a Chipiteguy a escribir la carta. ¿Quién la llevaría? ¿Cómo se depositaría el dinero y quién lo recogería?
Nadie tenía confianza en los demás. Martín, que vió en la cocina del caserío que Chipiteguy hablaba mucho con Claquemain, dijo a Frechón que no le parecía prudente dejar al viejo en una casa tan próxima a la frontera, porque podía encontrar cualquier ocasión para escapar y meterse fácilmente en Francia.
—¿Qué cree usted que se debía hacer?—preguntó Frechón.
—Internarle. Este Malhombre tiene en Almandoz un amigo sacristán, que es pariente y compinche suyo. El sacristán vive en una casa con una torre. Allí se podía meter al viejo.
—¿Cuánto habrá de aquí a Almandoz?
—Unas cinco leguas.
—Bueno; pues vamos a llevarle allí.
Malhombre se encargó de conducirle en la mula, de noche, por los vericuetos que él sabía.
Frechón creyó que llevaba su asunto perfectamente. Chipiteguy estaba dispuesto a no protestar.
[266] Martín Trampa y sus hombres no sabían francés, y Frechón pensaba engañarlos hábilmente y quedarse con todo el rescate a poco que la cosa se presentase bien.
Sin embargo, cuando Frechón llegó a Almandoz y vió que Martín Trampa era allí un reyezuelo, y que todo el mundo le obedecía por el terror, pensó que su asunto no marchaba tan bien y que quizá había hecho una imprudencia.
Al viejo Chipiteguy le habían metido en el último piso de un caserón y allí lo tenían vigilado.
Cuando Matías Frechón comprobó que el viejo Chipiteguy se la había jugado en el asunto de Pamplona, pensó, tarde o temprano, en tomar venganza. La ocasión se había de presentar a la larga o a la corta, y, efectivamente, se presentó. Frechón urdió pronto un proyecto que le pareció soberbio.
Para realizarlo necesitaba cómplices, decididos y valientes; Roquet, por entonces, estaba ya a las órdenes de Aviraneta, dedicado a maniobras políticas; Cazalet, el bohemio, no era hombre más que para intrigas de ciudad; perezoso y borracho, no podía actuar más que en el rincón del café o de la taberna.
Frechón, que espiaba a todos los españoles que venían a Bayona, supo que Gabriela la Roncalesa visitaba la posada de Iturri y conferenciaba con Aviraneta.
Frechón se presentó a la muchacha y la dijo que tenía algunos asuntos comerciales con los carlistas, y que, para resolverlos, necesitaba una persona de inteligencia que tuviera conocimientos entre los partidarios de don Carlos.
Gabriela habló de su novio, Luis Arreche; dijo que[268] éste era subteniente del 5.º batallón de Navarra y que conocía algunos personajes importantes del partido. Frechón preguntó a Gabriela si él no podría hablar en algún lado con el subteniente Arreche, y ella contestó que una semana después su novio estaría en Vera y que allí podría entenderse con él.
Frechón entró en España y habló con Luis Arreche, a quien llamaban Bertache por el nombre de su casa.
Frechón contó a Luis la jugada que le había hecho Chipiteguy en Pamplona y le confesó que él pensaba preparar una emboscada para sacarle parte o todo el dinero que el viejo se había agenciado con el negocio de las cruces.
Luis Arreche le advirtió que él no podía estar mucho tiempo en la frontera, y que, para preparar la emboscada contra Chipiteguy, lo mejor que podía hacer era dirigirse a su hermano Martín. Frechón mandó un aviso a Martín Arreche, alias Bertache, alias Martín Trampa; hablaron los dos, se entendieron y se pusieron de acuerdo en la manera de apoderarse del viejo trapero, de secuestrarle y de sacarle los cuartos.
Frechón volvió a Bayona y sondeó a Claquemain. Claquemain era un borracho que no tenía afecto a nadie. Con la promesa de dinero se decidió a hacer traición a su amo.
Entre los dos hombres engañaron a Chipiteguy, hablándole de una compra de armas en la venta de Inzola.
Fueron Claquemain y el viejo a San Juan de Luz, en coche; alquiló allá Chipiteguy una mula para subir a la venta de Inzola, y en la venta de Inzola aparecieron Frechón y Claquemain, que le obligaron a seguir adelante y le llevaron al final del robledal, donde esperaban Martín Trampa, Malhombre y Perico Beltza.
[269] A los dos días de la desaparición de Chipiteguy se presentó Frechón en la casa del Reducto, de Bayona. Dijo a Manón y a la andre Mari que había estado en Dax y se manifestó muy asombrado de la desaparición de Chipiteguy.
Luego en la tienda, delante de Alvarito y de algunos clientes, afirmó que a Chipiteguy lo habían engañado y llevado a España los curas carlistas al enterarse de que había sacado cruces y custodias de Pamplona.
—¿Qué custodias?—preguntó Alvarito.
—Tú eres un imbécil que no te enteras de nada—le dijo Frechón—. Cuando el viejo estuvo con nosotros en Pamplona trajo plata y piedras preciosas, que debe tener guardadas aquí.
Alvarito se quedó asombrado y habló con Manón del tesoro de Pamplona y decidieron un día registrar la cueva.
Alvarito estaba haciendo gestiones para averiguar el paradero de Chipiteguy, y fué a ver a María Luisa de Taboada por si ésta le podía dar alguna indicación. María le preguntó si no conocía a don Eugenio de Aviraneta.
Alvaro le dijo que sí.
—Pues vaya usted a verle.
Aviraneta vivía entonces en la fonda de Francia.
Alvaro explicó a don Eugenio lo ocurrido: la desaparición de Chipiteguy y de Claquemain.
Aviraneta hizo que Alvaro contase todo lo que sabía. Alvarito relató las incidencias del viaje a Pamplona: cómo habían entrado en la ciudad; cómo el patrón había dicho a su dependiente que le esperase en Valcarlos, y cómo después, en vez de ir por San Juan de Pie de Puerto a Bayona, había ido a San Sebastián y embarcado aquí con sus figuras de cera.
[270] —¿Usted no sospecha de nadie?—le preguntó Aviraneta.
—No.
—¿Ni siquiera de Frechón?
—A ese hombre le considero capaz de cualquier cosa, pero parece que estos días de la desaparición de Chipiteguy estaba en Dax.
—¡Quién sabe! Quizá esto no sea más que una coartada.
Aviraneta prometió al joven Sánchez de Mendoza que pondría todos los medios para averiguar el paradero de Chipiteguy, suponiendo que el viejo se hallara en España.
Los amigos de Chipiteguy, muy extrañados de su desaparición, hacían mil cábalas; para unos era una fantasía del viejo, que se había marchado de casa por capricho, otros creían que estaba secuestrado, y otros, que muerto.
Unos quince días después de la desaparición de Chipiteguy, Alvarito recibió una carta, que fué a leerla a Manón y a la andre Mari. La carta decía así:
"Mi querido amigo: Me han traído a España y me tienen preso. Para dejarme libre exigen que dé dos mil onzas. Vete a ver a Manasés León, con esta carta, y él te proporcionará la cantidad indicada. La tendrás dispuesta para entregársela inmediatamente al emisario que se presente ahí dentro de poco con una carta mía desde la frontera, que irá dirigida a don Alvaro Sánchez de Mendoza y estará firmada por Juan Dollfus.
No hay que avisar a la policía española, porque ella aquí, por ahora, no puede hacer nada, y la denuncia podría costarme la vida. Di a Manón que estoy bien y que pienso siempre en ella. Tu amigo, Chipiteguy."
Alvarito hizo lo que se le indicaba en la carta y es[271]peró con el dinero en la caja a que apareciera el emisario, pero éste no apareció.
Una semana después, Manón recibió otra carta, en la que se le decía que su abuelo se encontraba preso, y que si quería verle libre, enviara una letra de quince mil francos, a cobrar en Elizondo, a nombre de Juan Echenique, de Almandoz; que no avisara a la justicia, porque no podría hacer nada contra los secuestradores del viejo y porque si sabían que eran denunciados podían matarle.
Manón y Alvarito consultaron con Manasés, y éste dijo que era una imprudencia enviar el dinero sin garantía, porque el Echenique podía quedarse con él y no librar a Chipiteguy.
Decidieron entre los tres escribir a Echenique, indicándole que le enviaban una carta de pago de quince mil francos a cobrar en casa de Rodríguez y Salcedo, de Bayona, y añadiendo que le pagarían desde el momento en que Chipiteguy estuviese libre en cualquier punto de la frontera de Francia.
Como ésta carta tampoco dió resultado, Alvaro fué de nuevo a visitar a Aviraneta, quien le dió una carta para Luis Arreche, alias Bertache.
Don Eugenio le decía en ella que se enterara de quiénes tenían secuestrado a Chipiteguy y en dónde; que les dijera a los secuestradores que no pidieran más de lo que habían pedido, porque el viejo no era tan rico como decían, y que, aunque lo fuera, quizá en la misma familia del viejo hubiera gente que le conviniese que Chipiteguy desapareciera.
—No, no hay nada de eso—dijo Alvarito.
—Seguramente que no—replicó Aviraneta—; pero es un argumento para gente un tanto canalla, que desconfía de todo menos de las malas intenciones.
Alvarito se dispuso a ir a España a ver a Berta[272]che. Antes de salir, Aviraneta le llamó. Había sabido por Gabriela la Roncalesa que Martín Trampa, el hermano de Luis Arreche, era uno de los complicados en el secuestro de Chipiteguy. Martín vivía en Almandoz y Aviraneta pensaba que se le podía escribir a él directamente. Le escribieron. Alvarito y Manón decidieron esperar una semana, por si Martín Trampa contestaba; pero no contestó...
Una noche le despertaron a Alvarito la Tomascha y la andre Mari. Habían oído claramente que andaba gente en la cueva.
—¡Levántate!—le dijeron las dos mujeres.
Alvarito se levantó, temblando de miedo, y se vistió lo más rápidamente posible.
—Vamos a ver quién es—dijo, fingiendo serenidad en la voz.
—No, no—replicó la andre Mari—; lo que tenemos que hacer es encerrarnos en este piso con llave. Manón está dormida.
—Mejor sería llamar a la guardia del Reducto—murmuró la Tomascha—. Desde la ventana podemos gritar.
—No, no—dijo la andre Mari—; no vaya a resultar que sea algún gato y se burlen de nosotras y nos tengan por unas viejas locas.
Con el rumor de las voces Manón se despertó y apareció en la escalera, preguntando de qué se trataba.
—Hay gente en la casa—le dijo su tía.
—Pues vamos a ver quién es.
La muchacha se puso una bata, cogió el farol con[274] el que solía hacer la ronda nocturna con su abuelo y comenzó a bajar decididamente la escalera.
Alvarito la siguió con un garrote en la mano; las mujeres, al ver a los dos muchachos tan decididos, fueron también bajando las escaleras tras ellos.
Manón y Alvarito recorrieron la tienda, los almacenes y el patio y no encontraron a nadie.
—Quizá en la cueva se haya encerrado el ladrón.
Entraron en la cueva. A la luz del farol vieron las figuras de cera apoyadas en la pared con un aire extraño. La arpillera que cubría el grupo de los Asesinos había caído y el Asesino joven sacaba el brazo, armado con su puñal. La presencia de aquellas repugnantes figuras de cera renovó la obsesión de Alvarito; le produjeron espanto, y en medio de la noche, y en la cueva, y a la luz vacilante del farol, casi le dieron más terror que si fueran verdaderos ladrones que hubieran entrado en la casa.
Al volver a su cama, Alvarito reconoció en su fuero interno que, aunque aparentemente había quedado bien, en el fondo había tenido mucho miedo. Se avergonzaba, al mismo tiempo, de su cobardía y se asombraba de sus momentos de valor.
Al día siguiente, cuando Alvarito fué a su despacho, pudo notar señales de pasos en el patio. La noche antes había llovido y quedaban huellas de unas botas y el barro ya seco. No era, pues, ilusión el que hubiese habido gente dentro de casa por la noche, sino un hecho cierto.
Ahora, por dónde había entrado y por dónde habían salido, era lo que no comprendía, porque en el portal no había huellas y el cerrojo de la puerta estaba por la mañana echado.
Alvaro supuso si los ladrones, o lo que fuesen, se habrían descolgado por la pared del patio, o quizá[275] por el tejado. Todo esto le dió a Alvarito gran miedo. La andre Mari y la Tomascha se alarmaron mucho al saber que era cierta la entrada de los hombres en la casa y decidieron que fueran a dormir al almacén Quintín y un primo suyo zuavo.
Este primo de Quintín era Max Castegnaux, supuesto hijo de Chipiteguy, que había llegado a sargento en el ejército de Argelia, y que estaba retirado y tenía un destino en el Ayuntamiento.
Max Castegnaux, alto, ancho, fuerte, corpulento y grande, tenía aire marcial y una frente abombada un poco de carnero. Max gastaba bigote y patillas. Llevaba sombrero de copa de alas muy anchas, levita de mangas largas y estrechas y un junco, colgando en el botón del chaleco.
Quintín y Castegnaux dormirían en la trastienda en unos catres, cada uno con la pistola cargada, al alcance de la mano. Max y Quintín pensaron en poner dos o tres figuras de cera en los rincones, en sitios extraños, para asustar al que pretendiera entrar en la casa.
La guardia de los hombres no era muy eficaz.
Al parecer, Quintín y Castegnaux llevaban cada uno su botella de vino a la trastienda, y después de jugar una partida y de beberse el vino, se echaban a dormir y roncaban como benditos. Ni un cañonazo los hubiera despertado.
Unos días después de los ruidos y de la alarma y de inaugurar la guardia en la trastienda con Castegnaux y Quintín, Frechón, considerándose ofendido al ver que en la casa se daba más importancia a Alvarito que a él, se despidió.
Manón le dijo a Alvaro que, ya que no podían temer el espionaje de Frechón, tenían que ver lo que había guardado el abuelo en la cueva.
[276] Fueron los dos con un farol y notaron que había un sitio con la tierra removida. Cavaron allí y comenzaron a aparecer barras de plata, pintadas de negro, y trozos de oro, envueltos en trapos.
En el agujero había también un cantarillo.
—¿Qué habrá aquí?—se dijo Alvaro.
—A ver, vacíalo.
Alvaro vació el cantarillo en el suelo y salió de su interior un montón de esmeraldas, de zafiros y de topacios.
A la luz del farol brillaban las piedras con mil fulgores.
—Es un tesoro—murmuró Alvaro.
—Sí, pero no podemos tocarlo—dijo Manón.
—¡Ah, no! Claro que no. Volveremos a guardarlo como estaba.
Alvarito llenó la cantarilla con las piedras preciosas y la enterró de nuevo. De pronto creyó que había alguien que le estaba mirando; pero era una de las figuras de cera.
Cuando dejaron el sótano, Manón y él pensaron que salían de la cueva de Alí Babá y de sus cuarenta ladrones.
La existencia del tesoro influyó en la imaginación de Alvarito. Supuso que, así como en los cuentos antiguos había un dragón que guardaba un tesoro y una princesa, allí eran las figuras de cera las vigilantes.
El, Alvarito, acabaría siendo el dominador de las feas figuras, el Orfeo de las bestias inmóviles, el domador de los espectros asquerosos y repugnantes, y después de vencerlos, huiría con la princesa y con el tesoro.
Unos días después soñó que se encontraba delante de una puerta disparando tiros contra alguien que quería asaltar la casa.
Grandes comentarios se hicieron entre los amigos acerca de la desaparición de Chipiteguy. En la tertulia de madama Lissagaray se habló mucho del caso, y, sobre todo, los viejos y las personas sesudas discutieron y expusieron sus opiniones.
Había variedad de hipótesis. La mayoría consideraba que el secuestro tenía un carácter político, y, según sus ideas, lo achacaban unos a los carlistas y otros a los masones.
Algunos no creían que se tratara de maniobras políticas, sino de motivos personales.
Uno de los que acusaba a Frechón como autor o, por lo menos, cómplice del secuestro, era Pascual Joliveau, el Robinsón Crusoé del baile del día de San Martín.
Joliveau tenía su tienda de herbolario en el piso bajo, en casa de madama Lissagaray. Joliveau era soltero, de unos treinta y tantos años, grueso, rubio, pálido, pesado e imberbe, con las orejas grandes y las manos enormes.
Era, además, tartamudo.
Joliveau ganaba dinero con su tienda. Era muy tra[278]bajador y un poco entrometido en cuestiones de medicina. Creía que sabía mucho, y también lo creía la gente de la vecindad.
Los enemigos suyos decían que como en la misma calle vivía un médico que le había denunciado una vez por intruso a Joliveau, y a quien éste tenía odio, había puesto un anuncio en la tienda, que decía así:
"Herbolario: No confundirle con el charlatán de enfrente."
La anécdota era perfectamente falsa.
Joliveau experimentaba gran antipatía por los médicos y por los boticarios de la época, porque comenzaban a emplear principalmente remedios químicos y olvidaban los simples. El herbolario se jactaba de curar todas las enfermedades con la angélica, con la valeriana, con la pulsátila, con la genciana.
A veces recomendaba a algunas muchachas la sabina, la ruda o el cornezuelo de centeno; pero había estado a punto de ser procesado por una de estas recomendaciones y tenía desde entonces gran prudencia.
Joliveau hacía emplastos de todas clases, vendía cepillos de dientes y lavativas.
Joliveau, a pesar de ser muy roñoso y suspicaz, había acogido en su casa a un hombre llamado Doyambere, antiguo relojero tronado, viejo mixtificador, que afirmaba poseer magníficas minas en España y tesoros en el Banco, probablemente tan reales como las minas.
Alvarito encontraba Joliveau un aire de figura de cera. Le recordaba al Fualdés de la colección de Chipiteguy. Joliveau era un hombre muy suspicaz y muy avaro; en su casa no se encendía lumbre más que en la cocina, y poca. Para legitimarse durante el[279] invierno, encontraba que en todas partes donde se encendía fuego había demasiado calor.
Joliveau guardaba todo lo que encontraba en su casa o en la calle, las llaves viejas que no abren ninguna puerta, las pelotas, los trozos de vela, las horquillas, etc.
Joliveau no creía más que en las malas intenciones de la gente, y aun así le engañaban siempre.
Por entonces le engañaba Doyambere, el hombre misterioso; el relojero tronado, que había hecho creer a todo el mundo que poseía minas y tesoros, y que, probablemente, no tenía un cuarto.
Doyambere había sido el bohemio de la relojería; durante muchos años había recorrido Francia, España e Italia a pie, arreglando relojes. Contaba cosas extraordinarias de sus viajes: brujerías, crímenes, misterios y horrores.
Doyambere era un viejo amable, muy fino, muy discreto, muy sensato, que tenía buenas palabras para todos, pero que no inspiraba confianza.
Joliveau alimentaba a Doyambere y le tenía en casa con la esperanza de heredarle.
A veces le indignaba el despilfarro del viejo relojero mixtificador, y una vez que Doyambere, al postre, sacaba la corteza al queso, sin duda muy gruesa, Joliveau dijo, tartamudeando más que de costumbre, sin poderse contener:
—Eso... tam... bién... me... cuesta... a... mí... el dinero. Es una... falta... de... consideración desperdiciar así... el queso.
Joliveau tenía una criada vieja; pero él mismo guisaba.
Una de las manifestaciones de la roña de Joliveau era odiar a los gatos, sin duda por lo que robaban.
[280] —Es un animal... antipático—decía—, que no respeta la propiedad ajena.
Joliveau ponía cepos a los gatos y, cuando los cogía, los ahorcaba.
Había uno en su vecindad de una vieja solterona, negro y atrevido, que entraba en casa del herbolario por el patio. Al fin, Joliveau lo cogió, lo ahorcó y lo tuvo como trofeo un día colgado, delante de la ventana, para que lo viera la vecina.
Joliveau cortejaba a la señorita Recur, sin comprender que aquella señorita estaba enamorada de Marcelo, el sobrino de Chipiteguy. Ella sentía un verdadero horror por el herbolario.
Joliveau, hombre de cabeza extraña y confusa, no decía las cosas como todo el mundo; era un incoherente, a quien a veces no se le entendía. Hacía alusiones a cosas lejanas, y muchos decían que, al oírle, se preguntaban, vacilando: ¿Si será un hombre de gran talento? ¿Si será un imbécil? La mayoría se decidía por creerle imbécil.
Se podía encontrar en él una mezcla rara de cualidades: suficiencia, fanfarronería e impertinencia, unida a cierta fidelidad por algunas personas. Quizá ninguno de sus sentimientos llegaba a la nota aguda; pero también se podía asegurar que había poco estimable en el abigarramiento de su alma.
Joliveau, desde el principio de la desaparición de Chipiteguy, había acusado a Frechón. Joliveau tenía resquemores con éste. Había querido hacer un negocio un tanto usurario con él y Frechón le había engañado.
—A ese... cochino... de Frechón—decía—le voy a enviar yo... a gozar... de la hospitalidad... económica... gubernamental... Allí le alimentarán con... berzas, con agua y con... otros ingredientes parecidos.
[281] La hospitalidad económica gubernamental era para Joliveau la cárcel.
Una vez le dijo alguien:
—Ese Frechón vendería su alma al diablo.
—Saldría... ganando—contestó Joliveau con presteza—; vendería una porquería... por unas buenas... monedas.
Le gustaba también al herbolario tartamudo desfigurar los nombres de las personas que le eran antipáticas o que le habían engañado.
Así le llamaba a Frechón Frechoneau, Frechonato o Frechonazo.
A la campaña que hacía contra él contestaba Frechón con mayor acritud.
Según Frechón, todas las hierbas que vendía Joliveau eran venenosas y mortales de necesidad.
No se sabía lo que hacía el herbolario con ellas, si es que se orinaba, o escupía, o algo peor; pero su efecto era terrible. Tomar el malvavisco, la manzanilla o las flores cordiales de casa de Joliveau y empezar a sentir náuseas, vómitos y ponerse a la muerte, era inmediato. Frechón hacía juegos de palabras con el apellido de Joliveau (Bello Becerro) y preguntaba a los conocidos:
—¿Qué hace el Bello Becerro? ¿Lo llevan al matadero o está hidrópico por las malas hierbas que come en su casa? ¿Le ha visto ya el veterinario?
Frechón aseguraba que Joliveau estaba loco, que una meningitis padecida en la infancia le había trastornado. Decía también que de niño un cerdo le había castrado. Por eso, según Frechón, Joliveau era imberbe y tenía tipo de cantor de la Capilla Sixtina. Por eso tenía también aficiones a guisar y a fregar los platos.
Estas murmuraciones malévolas llegaban a Joli[282]veau, que tan pronto se indignaba como se quedaba tan tranquilo.
—Aquí, en Bayona... ya se sabe...—decía, frotándose sus grandes manos—. El periódico... de cinco céntimos... sin papel... circula mucho por la ciudad.
Esta frase quería decir, en el lenguaje confuso del herbolario, que había mucha chismografía en el pueblo.
Con esta manera de hablar, hiperbólica y figurada, siempre haciendo alusiones a cosas desconocidas, no se le entendía. Con frecuencia Pascual Joliveau proyectaba casarse; pero no tenía éxito.
—No sé... si casarme... o comprar una... partida de hierbas.
Al último, siempre tenía que comprar las hierbas. Frechón decía en todas partes que Joliveau quería casarse porque tenía gran afición a ser cornudo.
Joliveau se acercaba a veces al grupo de las muchachas en la tertulia de Lissagaray, pero no le hacían caso; Manón le trataba con un profundo desprecio, Rosa le oía distraída, Morguy se reía descaradamente de él.
El Bello Becerro no encontraba su ternera ideal—hubiera dicho Frechón—; únicamente Alvarito escuchaba al herbolario; éste solía decirle:
—Créame usted... Si quiere encontrar... al viejo, dele usted... la zancadilla... a Frechonazo.
Otro de los consultados varias veces fué el padre Aranalde, un cura amigo de Madama Lissagaray. Aranalde era un viejo de cara sonrosada, pelo blanco, mirada a veces viva, pero siempre velada por el párpado caído; los labios burlones y la nariz larga, con frecuencia llena de rapé.
Aranalde tomaba posturas académicas, y lo hacía tan afectadamente y tan bien que, más que cura, pa[283]recía un cómico que hiciera de una manera maravillosa el papel de eclesiástico.
Aranalde no afirmaba ni negaba nada; todo podía ser, y las varias versiones que se daban de la desaparición de Chipiteguy le parecían muy posibles.
Otro de los oráculos de la tertulia de madama Lissagaray era el señor Silhouette, comerciante retirado de las pompas fúnebres y vecino de Chipiteguy.
Silhouette, viejo con peluca y cara rasurada, tenía una expresión de frialdad, de indiferencia, de esfinge. Sin duda se la había dado su oficio.
Durante toda su vida no había hecho más que ir a las casas donde ocurría una muerte, de día o de noche, y mostrar atenta y fríamente sus catálogos y etiquetas, sus precios de entierro de primera o de segunda, siempre con una severidad y una indiferencia helada.
Decían que el Sr. Silhouette había sido engañado por la mujer. El señor Silhouette llevó a su mujer a una casita de campo del camino de Bayona y la encerró allí hasta que murió, y tuvo el gusto de ver en sus catálogos qué clase de ataúd y de pompas fúnebres necesitaba su cara esposa para hacer el gran viaje a las profundidades de la madre tierra.
El señor Silhouette andaba siempre enlevitado, la boca apretada, con los labios pálidos y delgados, mejillas hundidas, ojos fijos y duros, la corbata que le agarrotaba el cuello, la frente ancha y la mirada fría. Silhouette era, indudablemente, funerario, feretral, panteónico.
En todo se manifestaba metódico y meticuloso, muy partidario de la etiqueta, y no transigía con ningún olvido de ella.
Se decía que el señor Silhouette era el padre de[284] Joliveau; pero no se parecía nada a él y debía ser una broma de la gente mal intencionada.
El señor Silhouette era legitimista, pero no quería confesarlo. Alvarito le encontraba muy parecido al Fouché de las figuras de cera; un Fouché más viejo y menos emperifollado.
El señor Silhouette no dió su opinión acerca de la desaparición de Chipiteguy; se contentó con oír todos los detalles y nada más.
Había otros viejos señores en la tertulia; el señor Castera, que había sido procurador, que andaba del brazo de su mujer, arrastrando los pies, y que jugaba su partida de cartas. El señor Castera tenía las piernas torcidas, la cara arrugada y pálida, la cabeza sin pelo en las sienes y la frente deprimida. Había en él algo de reptil. Vestía a la antigua. El señor Castera tomaba rapé, gastaba una hermosa peluca y tenía una voz de falsete desagradable.
Pero no se podía considerar como lo más desagradable de su personalidad su voz.
El viejo Castera era un hombre muy cortés, lo que no le impedía decir a cada persona lo más desagradable, lo más que le podía molestar o herir, con exquisita finura. Al mismo tiempo que decía algo venenoso, ofrecía a la víctima su tabaquera con la tapa esmaltada, sonriendo con amabilidad. El hablar mal de la gente, el tomar rapé y comer dulces eran sus principales vicios.
Alvarito oyó que el señor Castera, en su juventud, había sido un hombre guapo. En cambio, en su vejez, era casi repugnante.
Es curiosa esa fealdad que se produce en la burguesía, sobre todo en los comerciantes, industriales, notarios, hombres de ley y en todos los que viven casi exclusivamente por el dinero.
[285] No es la fealdad de la gente del pueblo, ni la fealdad de la miseria, de la embriaguez, de la brutalidad, de las pasiones bajas, sino una fealdad sórdida, fría, la expresión de la avidez y de la especialidad comercial.
Esta fealdad contrasta con la belleza que tiene, a veces, el hombre del campo, el marino, y, sobre todo, el hombre de pensamiento.
El señor Castera conocía a Chipiteguy y a Aviraneta y los tenía a los dos por personas honorables; pero inmediatamente después de hablar de ellos y de dedicarles toda clase de elogios, contó, riéndose, esta anécdota:
"Cuando era viejo Talleyrand y vivía en el palacio de Valencay tenía un amigo tan viejo como él, el conde de Montrond.
Un día Talleyrand le decía a la duquesa de Laval:
—Sabe usted, duquesa, por qué me gusta monsieur de Montrond. Porque tiene pocos prejuicios.
A esto, Montrond replicó inmediatamente:
—¿Sabe usted, duquesa, por qué me gusta monsieur Talleyrand? Porque no tiene ninguno."
Sin duda, el viejo ex procurador, quiso decir que tanto Chipiteguy como Aviraneta eran capaces de cualquier cosa.
Compañero del viejo mordaz era el señor Bedarride, tendero de la vecindad, viejo, de cara inyectada y roja, con la nariz abultada, el bigote largo y caído, que llevaba casi siempre redingote y chaleco de grana.
Bedarride, con su aire embrutecido, era hombre listo y había sabido hacerse su fortuna en el comercio de paños. Era también de una fealdad comercial y transcendía a paño a la legua. Probablemente, las emanaciones del paño que había respirado toda su[286] vida habían matizado su alma, dándole un espíritu de pañero indeleble.
A Alvarito le recordó el hombre que voceaba el crimen en el grupo de las figuras de cera, que llamaban, en la casa del Reducto, los Asesinos.
El señor Bedarride, riquísimo, tenía un motivo de pena que le amargaba la vida. Su hija única, Lucía, estaba enferma de la medula. Lucía Bedarride tenía una cara asimétrica desagradable, llena de granos, y una expresión mixta de estupidez, de inquietud y de maldad.
El médico había dicho al padre que quizá, si la muchacha se casara, podría desarrollarse y cambiar, y el señor Bedarride buscaba marido para su hija, pensando en conquistarle, ofreciéndole una fortuna.
Lucía Bedarride, mala, perversa, tenía ataques de nervios; pegaba a las criadas y, al ver que los jóvenes no se le acercaban, le daban arrechuchos de cólera.
La señorita Bizot trató de demostrar a Alvarito insidiosamente que para él sería un magnífico negocio el casarse con Lucía Bedarride; pero Alvarito rechazó la proposición con energía.
La Bizot reconoció que la muchacha no tenía ningún atractivo; pero había dinero en cantidad y con dinero se podían encontrar maneras de indemnizarse. Una mujer como la Bedarride y una querida como su vecina la Nené era una combinación perfecta.
Alvarito se quedó asombrado al oír una proposición de esta naturaleza.
Otro de los contertulios de madama Lissagaray era el señor de Viguerie, dueño del hotel de los Tres Reyes, en la calle de Maubec, de Saint Esprit. Viguerie transcendía también a fondista. Viguerie odiaba cordialmente a todos los extranjeros porque no iban a su hotel; no podía soportar a los judíos del barrio por su carácter económico, y como era del centro de Francia, tenía antipatía por los vascos, que además no iban tampoco a su fonda.
El señor Viguerie se hallaba enterado de las maniobras de los carlistas; era muy amigo del intrigante Manuel Salvador y muy enemigo de Aviraneta.
Viguerie, por informes de Salvador, afirmó que Chipiteguy era víctima de los masones y que por este camino debía enderezar las pesquisas la familia.
Según él, lo mejor que se podía hacer era dirigirse al subprefecto para que éste reclamara la libertad de Chipiteguy al jefe de la logia, o Gran Oriente, de Bayona.
Una señora que asistía a la reunión, y que hizo algunas gestiones para averiguar el paradero de Chipiteguy, fué madama Du Vergier. Esta madama se decía pariente de Du Vergier d'Hauranne, el célebre[288] abate de Saint Cyran, uno de los jefes más influyentes en su época del jansenismo.
Madama Du Vergier, vieja, alta, hombruna, andaba por la calle casi siempre en zapatillas y apoyada en un bastón. Había sido, en tiempo del Imperio, mujer de costumbres alegres; pero ya nadie se acordaba de sus aventuras.
Madama Du Vergier tenía el vicio de la lotería y jugaba en la francesa y en la española con tanto entusiasmo que a veces no tenía para comer.
Esta vieja le recordó a Alvarito la Brinvilliers de las figuras de cera.
Madama Du Vergier, con la Bizot, había ido a ver a la adivinadora madama Canis, y ésta les había dicho con seguridad, rotundamente, que Chipiteguy estaba en España, guardado en una torre, por un crimen de Estado.
Biarritz, octubre de 1924.
FIN DE LAS FIGURAS DE CERA